• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Ninguno


    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • CAMBIAR TIEMPO DE LECTURA

  • Tiempo actual:
    m

    Ingresar Minutos

  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Historial de Nvgc
  • ▪ Borrar Historial Nvgc
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo 1
    Fondo 2

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Imágenes para efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    ACTUAL

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    SECCIÓN

    ▪ Reloj y Fecha
    Saira Stencil One


    ▪ Reloj


    ▪ Fecha


    ▪ Hora


    ▪ Minutos


    ▪ Segundos


    ▪ Dos Puntos 1


    ▪ Dos Puntos 2

    ▪ Restaurar

    ▪ Original

    NORMAL

    ▪ ADLaM Display: H33-V66

    ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

    ▪ Audiowide: H23-V50

    ▪ Chewy: H35-V67

    ▪ Croissant One: H35-V67

    ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

    ▪ Germania One: H43-V67

    ▪ Kavoon: H33-V67

    ▪ Limelight: H31-V67

    ▪ Marhey: H31-V67

    ▪ Orbitron: H25-V55

    ▪ Revalia: H23-V54

    ▪ Ribeye: H33-V67

    ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

    ▪ Source Code Pro: H31-V67

    ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

    CON RELLENO

    ▪ Cabin Sketch: H31-V67

    ▪ Fredericka the Great: H37-V67

    ▪ Rubik Dirt: H29-V66

    ▪ Rubik Distressed: H29-V66

    ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

    ▪ Rubik Maps: H29-V66

    ▪ Rubik Maze: H29-V66

    ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

    DE PUNTOS

    ▪ Codystar: H37-V68

    ▪ Handjet: H51-V67

    ▪ Raleway Dots: H35-V67

    DIFERENTE

    ▪ Barrio: H41-V67

    ▪ Caesar Dressing: H39-V66

    ▪ Diplomata SC: H19-V44

    ▪ Emilys Candy: H35-V67

    ▪ Faster One: H27-V58

    ▪ Henny Penny: H29-V64

    ▪ Jolly Lodger: H55-V67

    ▪ Kablammo: H33-V66

    ▪ Monofett: H33-V66

    ▪ Monoton: H25-V55

    ▪ Mystery Quest: H37-V67

    ▪ Nabla: H39-V64

    ▪ Reggae One: H29-V64

    ▪ Rye: H29-V65

    ▪ Silkscreen: H27-V62

    ▪ Sixtyfour: H19-V46

    ▪ Smokum: H53-V67

    ▪ UnifrakturCook: H41-V67

    ▪ Vast Shadow: H25-V56

    ▪ Wallpoet: H25-V54

    ▪ Workbench: H37-V65

    GRUESA

    ▪ Bagel Fat One: H32-V66

    ▪ Bungee Inline: H27-V64

    ▪ Chango: H23-V52

    ▪ Coiny: H31-V67

    ▪ Luckiest Guy : H33-V67

    ▪ Modak: H35-V67

    ▪ Oi: H21-V46

    ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

    ▪ Ultra: H27-V60

    HALLOWEEN

    ▪ Butcherman: H37-V67

    ▪ Creepster: H47-V67

    ▪ Eater: H35-V67

    ▪ Freckle Face: H39-V67

    ▪ Frijole: H27-V63

    ▪ Irish Grover: H37-V67

    ▪ Nosifer: H23-V50

    ▪ Piedra: H39-V67

    ▪ Rubik Beastly: H29-V62

    ▪ Rubik Glitch: H29-V65

    ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

    ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

    LÍNEA FINA

    ▪ Almendra Display: H42-V67

    ▪ Cute Font: H49-V75

    ▪ Cutive Mono: H31-V67

    ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

    ▪ Life Savers: H37-V64

    ▪ Megrim: H37-V67

    ▪ Snowburst One: H33-V63

    MANUSCRITA

    ▪ Beau Rivage: H27-V55

    ▪ Butterfly Kids: H59-V71

    ▪ Explora: H47-V72

    ▪ Love Light: H35-V61

    ▪ Mea Culpa: H42-V67

    ▪ Neonderthaw: H37-V66

    ▪ Sonsie one: H21-V50

    ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

    ▪ Waterfall: H43-V67

    SIN RELLENO

    ▪ Akronim: H51-V68

    ▪ Bungee Shade: H25-V56

    ▪ Londrina Outline: H41-V67

    ▪ Moirai One: H34-V64

    ▪ Rampart One: H31-V63

    ▪ Rubik Burned: H29-V64

    ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

    ▪ Rubik Iso: H29-V64

    ▪ Rubik Puddles: H29-V62

    ▪ Tourney: H37-V66

    ▪ Train One: H29-V64

    ▪ Ewert: H27-V62

    ▪ Londrina Shadow: H41-V67

    ▪ Londrina Sketch: H41-V67

    ▪ Miltonian: H31-V67

    ▪ Rubik Scribble: H29-V65

    ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

    ▪ Tilt Prism: H33-V67
  • OPCIONES

  • Otras Opciones
    Relojes

    1
    2
    3
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    11
    12
    13
    14
    15
    16
    17
    18
    19
    20
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    FECHA
    Fecha - Formato
    Horizontal-Vertical
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    RELOJ
    Reloj - Bordes Curvatura
    RELOJ - BORDES CURVATURA

    Reloj - Sombra
    RELOJ - SOMBRA

    Actual (
    1
    )


    Borde-Sombra

      B1 (s)  
      B2  
      B3  
      B4  
      B5  
    Sombra Iquierda Superior

      SIS1  
      SIS2  
      SIS3  
    Sombra Derecha Superior

      SDS1  
      SDS2  
      SDS3  
    Sombra Iquierda Inferior

      SII1  
      SII2  
      SII3  
    Sombra Derecha Inferior

      SDI1  
      SDI2  
      SDI3  
    Sombra Superior

      SS1  
      SS2  
      SS3  
    Sombra Inferior

      SI1  
      SI2  
      SI3  
    Reloj - Negrilla
    RELOJ - NEGRILLA

    Reloj-Fecha - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj-Fecha - Rotar
    Reloj - Vertical
    RELOJ - VERTICAL

    SEGUNDOS
    Segundos - Dos Puntos
    SEGUNDOS - DOS PUNTOS

    Segundos

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Ocultar

    ▪ Ocultar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Quitar

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Segundos - Posición
    TAMAÑO
    Tamaño - Reloj
    TAMAÑO - RELOJ

    Tamaño - Fecha
    TAMAÑO - FECHA

    Tamaño - Hora
    TAMAÑO - HORA

    Tamaño - Minutos
    TAMAÑO - MINUTOS

    Tamaño - Segundos
    TAMAÑO - SEGUNDOS

    ANIMACIÓN
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    TIEMPO ENTRE EFECTOS

    SECCIÓN

    Animación
    (
    seg)


    Avatar 1-2-3-4-5-6-7
    (Cambio automático)
    (
    seg)


    Color Borde
    (
    seg)


    Color Fondo 1
    (
    seg)


    Color Fondo 2
    (
    seg)


    Color Fondo cada uno
    (
    seg)


    Color Reloj
    (
    seg)


    Estilos Predefinidos
    (
    seg)


    Imágenes para efectos
    (
    seg)


    Movimiento Avatar 1
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 2
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 3
    (
    seg)

    Movimiento Fecha
    (
    seg)


    Movimiento Reloj
    (
    seg)


    Movimiento Segundos
    (
    seg)


    Ocultar R-F
    (
    seg)


    Ocultar R-2
    (
    seg)


    Tipos de Letra
    (
    seg)


    Todo
    SEGUNDOS A ELEGIR

      0  
      0.01  
      0.02  
      0.03  
      0.04  
      0.05  
      0.06  
      0.07  
      0.08  
      0.09  
      0.1  
      0.2  
      0.3  
      0.4  
      0.5  
      0.6  
      0.7  
      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
      2.2  
      2.3  
      2.4  
      2.5  
      2.6  
      2.7  
      2.8  
      2.9  
      3(s) 
      3.1  
      3.2  
      3.3  
      3.4  
      3.5  
      3.6  
      3.7  
      3.8  
      3.9  
      4  
      5  
      6  
      7  
      8  
      9  
      10  
      15  
      20  
      25  
      30  
      35  
      40  
      45  
      50  
      55  
    Animar Reloj-Slide
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio Automático Filtros
    CAMBIO A. FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    50 msg
    0 seg

    Fecha
    50 msg
    0 seg

    Hora
    50 msg
    0 seg

    Minutos
    50 msg
    0 seg

    Segundos
    50 msg
    0 seg

    Dos Puntos
    50 msg
    0 seg
    Slide
    50 msg
    0 seg
    Avatar 1
    50 msg
    0 seg

    Avatar 2
    50 msg
    0 seg

    Avatar 3
    50 msg
    0 seg

    Avatar 4
    50 msg
    0 seg

    Avatar 5
    50 msg
    0 seg

    Avatar 6
    50 msg
    0 seg

    Avatar 7
    50 msg
    0 seg
    FILTRO

    Blur

    Contrast

    Hue-Rotate

    Sepia
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo entre secuencia
    msg

    Tiempo entre Filtro
    seg
    TIEMPO

    ▪ Normal

    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    Rotación Automática - Espejo
    ROTACIÓN A. - ESPEJO

    ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    NO ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    ELEMENTO A ROTAR

    Reloj
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Fecha
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora, Minutos y Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora y Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Slide
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Avatar 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 3
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 4
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 5
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 6
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 7
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


    Deporte


    Halloween


    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    ▪ Quitar
    Avatar - Opacidad
    Avatar - Posición
    Avatar Rotar-Espejo
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Avatar 4(
    10%
    )


    Avatar 5(
    10%
    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Filtros
    FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Fecha
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Hora
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Minutos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Segundos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Dos Puntos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Slide
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Avatar 1
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 2
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 3
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 4
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 5
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 6
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 7
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL HALCON EN LA PUERTA (Elizabeth Peters)

    Publicado en junio 27, 2010
    A Ray. Mil veces todo lo bueno y puro.

    ARGUMENTO
    Amelia Peabody y su familia regresan a Egipto para verse de nuevo envueltos en mil y un problemas. Esta vez, su joven amigo David es acusado de vender antigüedades falsas. Cuando están buscando al culpable, aparece el cadáver de una americana en unas excavaciones y una niña con misteriosos antecedentes amenaza con provocar una crisis familiar. La arqueóloga no se echará atrás, empleando siempre sus poderes de deducción, pero alguien la tiene en el punto de mira...

    Prefacio
    El lector advertirá que hay un salto de varios años entre la fecha de publicación del último volumen de las memorias de la señora Emerson y el presente libro. Hasta ahora, la búsqueda de los manuscritos perdidos ha resultado infructuosa a pesar de lo cual, el editor no ha abandonado la esperanza de encontrarlos. Como en el anterior volumen, la señora Emerson ha incluido fragmentos del Manuscrito H y cartas de la Colección B, intercalándolos.
    Las citas que aparecen al principio de cada capítulo han sido extraídas de Cautivo de los Árabes, de Percival Peabody, Esquire (publicación particular, Londres, 1911). Tuvimos la fortuna de conseguir una copia de este volumen, de extraordinaria rareza, gracias al buen hacer de un amigo de Londres, quien lo encontró en un carretón en el Covent Garden (precio 50 p.) El texto es una asombrosa mezcla de lo peor de dos formas literarias: las jactanciosas novelas, tan populares en aquella época, y las memorias de viajeros y oficiales del ejército de entonces. Las opiniones manifestadas por el señor Peabody no son mucho más fanáticas e ignorantes que las de muchos de sus contemporáneos; sin embargo, el paralelismo entre su obra y otras memorias es tan exacto, que deja entrever la posibilidad de que el autor los copiara libre y directamente. A pesar de ello, y dado que la palabra plagio podría ser motivo de querella, este editor no hará uso de ella.
    Como siempre, estoy en deuda con mis amigos egiptólogos por sus consejos, sugerencias y por haber aportado material difícil de obtener. Denis Forbes (cuya magna obra, Tumbas. Tesoros. Momias se encuentra disponible), George B. Johnson, W. Raymond Johnson, director de la Casa de Chicago, Luxor y, especialmente, Peter Dormán del Instituto Oriental, quien leyó el voluminoso manuscrito en su totalidad y corrigió un buen número de errores.
    Me encuentro también en deuda con el genial, eficiente y entusiasta equipo de Avon Books, que ha puesto a los Emerson bajo su protección: Mike Greenstein y Lou Aronica, presidente y editora; Joan Schulhafer y Linda Johns, super publicistas; y, en particular, a la que ha sido siempre mi editora favorita, Trish Graden. Gracias, amigos. Seríais capaces de conseguir que Amelia reconsiderara sus duros comentarios sobre el «mundillo editorial».


    Capítulo 1
    Atacaron al amanecer. Me desperté de inmediato con el martilleo de los cascos; sabía lo que significaba. ¡Los beduinos estaban en pie de guerra!

    —¿Qué es lo que encuentras tan divertido, querida? —pregunté. Nefret levantó la vista de su libro.
    —Siento haberte molestado, tía Amelia, pero no he podido contener la risa. ¿Sabía usted que los beduinos estaban en pie de guerra? Con penachos en la cabeza y blandiendo sus tomahawks, ¡por supuesto!
    La biblioteca de nuestra casa en Kent debería ser el refugio privado de mi marido, pero es una habitación tan agradable que a todos los miembros de la familia nos gusta reunimos allí, especialmente si hace buen tiempo. En aquella encantadora mañana de otoño nos encontrábamos todos allí, con la única excepción de mi hijo Ramsés; una fresca brisa soplaba a través de las ventanas que daban a la rosaleda y la luz del sol iluminaba la cabellera cobriza de Nefret.
    Reclinada confortablemente sobre el sofá, vestía una falda pantalón y una blusa, en lugar de un vestido. Desde que la rescatamos del lejano desierto de Nubia, donde había pasado los trece primeros años de su vida, había llegado a convertirse en una auténtica hija para nosotros, aun a pesar de que mis esfuerzos por erradicar algunas de las peculiares ideas adquiridas en aquel remoto lugar no hubieran servido para nada. Emerson afirmaba que había sido yo quien le había inculcado al-gunas de ellas. La verdad es que no creo que la aversión por el corsé o la firme creencia en la igualdad de sexos puedan ser consideradas como rarezas, pero no puedo por menos que admitir que la costumbre de Nefret de dormir con un largo cuchillo bajo la almohada es algo inusual. Aunque lo cierto es que no debería lamentarme por ello, ya que nuestra familia tiene la costumbre de toparse con individuos peligrosos más a menudo de lo que suele ser habitual.
    Inclinado sobre su mesa, Emerson, cual oso soñoliento al que han pinchado con un palo, dejó escapar un gruñido. Mi distinguido marido, el mayor egiptólogo de todos los tiempos, parecía realmente un oso en aquel momento: una horrorosa y poco favorecedora chaqueta de áspero tweed marrón (que se compró un día que yo no iba con él) cubría sus anchas espaldas y su abundante cabello negro estaba salvajemente despeinado. Trabajaba en el informe de las excavaciones de la temporada anterior y estaba de mal humor: como era habitual en él, había dejado todo para el último momento y ahora llevaba un gran retraso.
    —¿Estás leyendo ese maldito libro de Percy? —preguntó—. Pensaba que había arrojado esa condenada cosa al fuego.
    —Lo hizo —Nefret le dirigió una sonrisa llena de descaro.
    A Emerson le llaman el Padre de las Maldiciones sus trabajadores egipcios, quienes le consideran objeto de adoración; su fiero temperamento y su estructura hercúlea han hecho que sea temido a lo largo y a lo ancho de Egipto. (Principalmente lo primero ya que, como cualquier persona con una cierta cultura sabe, Egipto es un país muy largo y estrecho.) No obstante, ninguno de los que lo conocen bien se deja intimidar por sus gruñidos; Nefret, en particular, ha sido siempre capaz de conseguir de él todo lo que se propone.
    —Pedí otro ejemplar a Londres —continuó con calma—. ¿No siente curiosidad por saber lo que dice? Después de todo, lo ha escrito su sobrino.
    —No es mi sobrino —Emerson se inclinó hacia atrás en su silla—. Su padre es el hermano de tu tía Amelia, no el mío. James es un imbécil hipócrita, mojigato y embustero, y su hijo es aún peor.
    Nefret soltó una risita,
    —¡Qué retahíla de epítetos! Percy no podría salir peor parado.
    —Ja! —dijo Emerson.
    Los ojos de mi marido son de un azul brillante como el zafiro; brillo que no hace sino aumentar cuando se enoja. Por lo general, cualquier mención a un miembro de mi familia lo saca de sus casillas pero, en esta ocasión, estaba segura de que no le molestaba que lo hubieran interrumpido. Acariciándose su prominente barbilla, adornada con un hoyuelo particularmente atractivo, me miró.
    O, quizá, como escritora más bien propensa a los clichés debería decir que nuestros ojos se encontraron. Lo hacen a menudo: mi querido Emerson y yo hemos compartido nuestros pensamientos desde aquel feliz día en que acordamos unir nuestros corazones, manos y vidas en aras de la egiptología. Me sentía reflejada en aquellas órbitas zafíreas y no (gracias a Dios) tal y como realmente soy, sino como Emerson me ve: el amor transformaba mi áspero pelo negro, mis ojos gris acero y mis formas un tanto excesivamente redondas en su ideal de belleza femenina. Junto a la afectuosa admiración que reflejaban sus ojos, pude ver una especie de súplica. Necesitaba que yo aprobara que hiciera un alto en su trabajo.
    La verdad es que a mí tampoco me importaba hacer una pausa. Había estado muy ocupada garabateando durante algunas horas, haciendo listas de Cosas Pen-dientes y escribiendo breves mensajes a los comerciantes. Aquel año íbamos a estar mucho más ocupados de lo habitual: a las usuales disposiciones para la temporada anual de excavaciones en Egipto había que añadir los preparativos para los invitados y para la boda de dos personas muy cercanas y queridas por todos nosotros. Tenía calambres en los dedos y, si he de ser franca, me sentía molesta con Emerson por haber quemado el libro de Percy antes de que hubiera podido echarle una ojeada.
    El único otro miembro de la familia presente era David. Aunque en realidad no formara parte de ella todavía, lo haría en poco tiempo ya que su matrimonio con mi sobrina Lía iba a celebrarse en pocas semanas. El anuncio de este acontecimiento había provocado poco menos que un escándalo. David era un egipcio de pura raza, el nieto de nuestro ya fallecido y llorado Rais Abdullah; Lía era la hija de Walter, el hermano de Emerson, uno de los egiptólogos más reputados de Inglaterra, y de mi querida amiga Evelyn, nieta del Conde de Chalfont. El hecho de que David fuera un artista de talento y un experto egiptólogo carecía de importancia para aquéllos que consideraban inferiores a los miembros de las «razas» de tez más oscura. Afortunadamente, ninguno de nosotros prestaba demasiada atención a la manera de pensar de esa gente.
    En ese momento, David estaba asomado a la ventana, sus largas y espesas pestañas velaban sus ojos y sus labios se curvaban en una sonrisa distraída. Era un joven atractivo, de rasgos delicados y de cuerpo alto y robusto; de hecho, su piel no era más oscura que la de Ramsés a quien, por otra parte, se parecía mucho (por pura coincidencia).
    —¿Puedo leer un rato en voz alta? —preguntó Nefret—. Habéis trabajado tanto que reíros un poco no os vendrá mal y, además, David no escucha una palabra de lo que digo. Sueña despierto con Lía.
    La mención de su nombre sacó a David de su romántica ensoñación.
    —Te estaba escuchando —protestó, en tanto que enrojecía levemente.
    —No le tomes el pelo, Nefret —dije, a pesar de que no creía que él se pudiera molestar, ya que se querían como hermanos y ella era, además, la mejor amiga de Lía—. Lee un poco si quieres. Siento calambres en los dedos.
    —Mmm —dijo Emerson. Interpretando este gruñido como el consentimiento que, efectivamente era, Nefret carraspeó y empezó a leer.
    «Atacaron al amanecer. Me desperté de inmediato con el martilleo de los cascos; sabía lo que significaba. ¡Los beduinos estaban en pie de guerra!
    Me habían advertido que las tribus estaban inquietas. Mis queridos tíos, a quienes había estado ayudando aquel invierno en sus excavaciones arqueológicas, trataron de impedirme que afrontara solo los peligros del desierto pero estaba decidido a emprender una vida más noble y sencilla, lejos de los artificios de la civilización.»
    —¡Caramba! —exclamé—. ¡Pero si no ayudaba lo más mínimo y era casi imposible quitárselo de encima!
    —Se pasó la mayor parte del tiempo sumergido en la artificial civilización de los cafés y clubes de El Cairo—dijo Emerson—. Y acabó resultando una condenada molestia.
    —No hables así —dije, consciente de que la observación no serviría para nada. Había intentado, durante años, que Emerson dejara de usar aquel lenguaje y que los niños no lo imitaran; ambas cosas con idénticos escasos resultados.
    —¿Quieres que siga? —inquirió Nefret.
    —Perdona querida. Me he dejado llevar por la indignación.
    —Me saltaré algunos párrafos —dijo Nefret—. Hay mucha palabrería sobre cómo odiaba El Cairo y suspiraba por los austeros silencios del desierto. Ahora vuelve a los beduinos:
    «Cogiendo la pistola que tenía preparada junto a mi pequeña cama, salí fuera de la tienda y disparé a quemarropa a la forma oscura que se dirigía hacia mí. Un grito agudo me hizo comprender que había dado en el blanco. Aún pude abatir a otro, pero eran demasiados: su superioridad numérica me venció. Me asieron entre dos hombres y un tercero me arrancó la pistola de la mano. Al clarear pude ver el cuerpo de mi fiel sirviente. La empuñadura de un gran cuchillo sobresalía de la túnica desgarrada y manchada de sangre de Alí; pobre muchacho, había muerto intentado defenderme. El líder, un criminal moreno de negra barba, se acercó a mí re-sueltamente.
    »—Bueno, inglizi —masculló—. Dado que has matado a cinco de mis hombres, pagarás por ello.
    »—Mátame entonces —repliqué—. Pero no esperes que suplique tu perdón. No sería propio de un inglés.
    »Una sonrisa diabólica deformó su horrible cara llena de cicatrices.
    »—Una muerte rápida sería algo demasiado bueno para ti. Lleváoslo de aquí».
    Emerson alzó las manos.
    —¡Para! ¡Basta! La prosa de Percy es tan paralizante como su profunda ignorancia, pero no llega a ser tan mala como su espantoso engreimiento. ¿Puedo arrojar ese ejemplar al fuego, Nefret?
    Nefret rió entre dientes mientras apretaba el volumen en peligro contra su pecho.
    —No, señor, es mío y no se lo daré. Estoy deseando escuchar lo que Ramsés opina sobre él.
    —¿Qué es lo que tiene usted contra Percy, señor? —inquirió David—. Quizá no debería llamarlo así...
    —Llámalo como quieras —masculló Emerson.
    —¿No te ha contado Ramsés sus encuentros con Percy? —pregunté, sabiendo de antemano que lo había hecho; David era el mejor amigo y confidente de mi hijo.
    —Presencié alguno de ellos —me recordó David—, cuando Percy estuvo en Egipto hace tres años. No puedo decir que Ramsés estuviera... muy orgulloso de su primo pero no habló mucho sobre ello. Ya sabéis cómo es.
    —Sí —dije—. Lo sé. Se guarda demasiadas cosas para sí mismo. Lo ha hecho siempre. La relación entre Percy y él dejó de ser buena aquel verano en que Percy y su hermana Violet pasaron unos meses con nosotros. Percy tenía tan sólo diez años pero era ya un soplón y un mentiroso y «la pequeña Violet» no era mucho mejor. Se burlaban cruelmente de Ramsés e incluso le chantajeaban. A aquella temprana edad, era ya vulnerable al chantaje —tuve que admitir—, pues a menudo hacía cosas que no quería que supiéramos ni su padre ni yo. Sus pecados eran, sin embargo, relativamente inofensivos comparados con las cosas que hacía su primo. La verdad es que nunca he sido tan ingenua como para creer en la inocencia de los niños pequeños, pero jamás he conocido a un niño tan taimado y carente de principios como Percy.
    —Pero eso fue hace años —dijo David—. Cuando yo lo conocí se mostró bastante cordial.
    —Con el profesor y con la tía Amelia —le corrigió Nefret—. Con Ramsés fue desdeñosamente condescendiente y contigo, David, simplemente educado. Y, además, no dejó de pedirme que me casara con él.
    Estas últimas palabras atrajeron por completo la atención de Emerson, quien, levantándose de su silla, arrojó su pluma a través de la habitación. La tinta salpicó el marmóreo rostro de Sócrates: no era la primera vez que éste recibía un bautizo semejante.
    —¿Qué? —rugió (Emerson, para ser más precisa)—. ¿Te pidió que te casaras con él? ¿Por qué no me lo dijiste antes?
    —Porque se hubiera enfadado y le habría hecho algo terrible a Percy —fue su fría respuesta.
    No dudaba sobre lo que Emerson hubiera querido y podido hacer. Ni las magníficas dotes físicas de mi esposo, ni su temperamento se habían debilitado con el paso de los años.
    —Cálmate Emerson —dije—. No puedes defenestrar a todo aquel que pida la mano de Nefret.
    —Le llevaría mucho tiempo —dijo David, riéndose—. Seguirán haciéndolo, ¿no es así Nefret?
    Nefret frunció sus bonitos labios.
    —Tengo mucho dinero y también, gracias al profesor, la posibilidad de disponer de él como quiera. Creo que eso lo explica todo.
    No era la única razón. Se trataba de una bella joven al estilo inglés: ojos azules, pelo dorado con apenas un toque rojizo y un cutis tan hermoso... Lo cierto es que, si consintiera en ponerse sombrero para salir, estaría tan bella como una azucena.
    Dejando a un lado el libro, Nefret se levantó.
    —Voy a montar un poco a caballo antes de comer. ¿Vienes, David?
    —Me gustaría echar un vistazo al libro de Percy si has acabado con él.
    —¡Qué perezoso eres! ¿Dónde está Ramsés? Quizá él quiera acompañarme.
    Estaría de más decir que no fui yo la que dio aquel nombre pagano a mi hijo. Su verdadero nombre era Walter, como el de su tío, pero nadie le llamaba de ese modo; ya de niño era tan moreno como un egipcio y tan arrogante como un faraón, así que su padre había acabado por ponerle aquel apodo. Educar a Ramsés estuvo a punto de acabar con mis nervios, pero mis arduos esfuerzos dieron finalmente su fruto; ya no era tan inquieto y descarado como antes y su talento natural para los idiomas se había desarrollado hasta tal punto que, a pesar de su relativa juventud, era muy respetado como experto en lingüística del antiguo Egipto. Tal y como David había dicho a Nefret, estaba en su habitación trabajando en el texto de un volumen de próxima aparición sobre los templos de Karnak.
    —Me ha dicho que lo dejara tranquilo —añadió David con énfasis—. Y más vale que tú hagas lo mismo.
    —Bah —dijo Nefret, pero salió por la puerta del jardín, en lugar de ir hacia las escaleras de la entrada. David cogió el libro y se sentó en su silla. Yo regresé a mis listas y Emerson a su manuscrito aunque no por mucho tiempo. Gargery, el mayordomo, nos interrumpió de nuevo al anunciar que había una persona que quería ver a Emerson.
    Mi marido extendió la mano. Gargery, envarado y con aire de desaprobación, negó con la cabeza.
    —No tiene tarjeta de visita, señor. No me ha querido dar su nombre ni tampoco decirme lo que quiere, sólo que se trata de algo sobre una antigüedad. He querido deshacerme de él, señor, sólo que... bueno, señor, dice que si no lo recibe, lo lamentará.
    —Lo lamentaré, ¿eh? —Emerson frunció sus negras y espesas cejas. No hay nada que le haga perder tanto los estribos como la amenaza, ya sea explícita o velada—. ¿Dónde lo has acomodado, Gargery? ¿En el recibidor?
    Gargery se estiró todo lo que pudo tratando de parecer superior pero, dado que su altura no alcanza el metro setenta y que su cara chata no es la más adecuada para el desprecio, su intento fue un completo fracaso.
    —Le he hecho pasar al comedor, señor.
    La ira de Emerson dio paso al buen humor; sus ojos azul zafiro chispearon. Carente por completo de esnobismo, la demostración snob que acababa de hacer Gargery le divirtió.
    —Supongo que una «persona» sin tarjeta de visita no merece que le ofrezcan ni tan siquiera una silla pero, ¿el comedor? ¿No tienes miedo de que se lleve la vajilla de plata?
    —Bob está apostado fuera junto a la puerta, señor.
    —Caramba. Esa «persona» debe tener la apariencia de un auténtico criminal. Has despertado mi curiosidad, Gargery. Dile... no, será mejor que vaya a verlo yo mismo ya que pone tanto empeño en mantener su identidad en secreto.
    No podía dejar de ir con él, así que eso fue precisamente lo que hice, tras desechar las débiles objeciones que puso mi marido.
    El comedor no es una de las habitaciones más atractivas de la casa. El techo, algo bajo, y la escasez de ventanas le dan un aire sombrío que el mobiliario de estilo jacobino, pesado y oscurecido por el tiempo, y las máscaras de momias que cuelgan de las paredes no hacen sino acentuar. Con las manos detrás de la espalda, nuestro invitado estaba observando una de las máscaras. En lugar del individuo siniestro que Gargery me había hecho imaginar, me encontré con un hombre de pelo gris y ancho de espaldas. Llevaba puestos un viejo traje y unas botas desgastadas pero, no obstante, su apariencia era bastante respetable. Y, además, Emerson lo conocía.
    —¡Renfrew! ¿Qué demonios te propones con este comportamiento tan teatral? ¿Por qué no...?
    —¡Chissstt! —el sujeto se llevó un dedo a los labios—. Tengo mis razones y estoy seguro de que las aprobará cuando las conozca. Despida al mayordomo. ¿Es su mujer? No me la presente, sabe que no tengo paciencia para esas cosas. Imagino que será inútil intentar que nos deje solos y, de todos modos, supongo que acabará por contárselo. Usted decide. Siéntese si quiere, señora Emerson. Yo me quedaré de pie. No tomaré nada. Quisiera coger el tren de mediodía. No puedo perder más tiempo con este asunto. Ya he desperdiciado demasiado. Si he hecho esta excepción ha sido por consideración a ustedes. Ahora.
    Las palabras llegaban en ráfagas cortas y separadas, sin apenas una pausa para respirar y, a pesar de que colocaba correctamente las haches y no cometía ningún error gramatical, había restos de acento del este de Londres en su forma de hablar. Tanto su ropa como sus botas necesitaban un cepillado, y hasta su rostro se encontraba cubierto por una fina película de polvo. Uno casi esperaba ver telarañas adornando sus orejas. Sin embargo, los ojos grisáceos que se entreveían bajo sus cejas casi negras eran afilados como puntas de cuchillos. Podía entender que Gargery lo hubiera etiquetado erróneamente pero yo no cometí el mismo error. Emerson me había hablado de él: un hombre que se había hecho y educado a sí mismo, misógino y solitario, que coleccionaba antigüedades chinas y egipcias, miniaturas persas y todo aquello que pudiera satisfacer su excéntrico gusto.
    Emerson hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
    —Vayamos al grano, entonces. ¿Alguna nueva adquisición que quiere que le autentifique?
    Renfrew sonrió abiertamente. Sus dientes tenían el mismo color marrón grisáceo de su piel.
    —Por eso me gusta usted, Emerson. Porque tampoco le van los rodeos. Mire.
    Se trataba de un escarabajo*, uno de los más grandes que había visto nunca, realizado con la pasta de vidrio azul verdosa que se usaba frecuentemente en tiempos antiguos. El lomo era redondo como el caparazón de estos animales, la forma de la cabeza y del resto de los miembros, algo más estilizada.
    Los escarabajos pequeños eran amuletos muy populares que, tanto los vivos como los muertos, se ponían para atraer la buena suerte. Las variedades más grandes, como el famoso «escarabajo matrimonial» de Amenhotep III, se usaban para conmemorar los acontecimientos importantes. Obviamente, éste pertenecía al segundo tipo; cuando Emerson lo cogió y le dio la vuelta pude ver, cubriendo su base lisa, líneas de jeroglíficos en relieve.
    —¿Qué dice? —le pregunté.
    Emerson se tocó el hoyuelo de su barbilla, tal y como solía hacer cuando se encontraba perplejo o pensativo.
    * El escarabajo era un animal venerado en Egipto. Uno de sus dioses, Kepri, era representado con figura humana y un escarabajo pelotero en lugar de cabeza. Este animal hace rodar una pelota de excrementos en los que pone sus huevos: de este modo, las larvas encuentran enseguida alimento. El nacimiento de nuevos escarabajos en el estiércol «inanimado» era considerado como prodigioso, divino. Es por ello que el nombre del dios significa «venir al mundo»; la pelota, al rodar, imita al sol en su recorrido, de este a oeste. (N. de la T.)
    —Por lo que veo se trata de un relato de la circunnavegación de África, llevada a cabo en el año doce de Sesostris III.
    —¡Qué! Es un documento histórico de importancia extraordinaria, Emerson.
    —Mmm —dijo mi marido—. ¿Y bien, Renfrew?
    —Bueno, señor —Renfrew mostró de nuevo sus manchados dientes—. Se lo dejo por el mismo precio que pagué yo por él. Sin añadir nada por mí silencio.
    —¿Silencio? —repetí. Había algo raro en su modo de comportarse... y en el de Emerson. Mi alarma iba en aumento—. ¿De qué está hablando, Emerson?
    —Es una falsificación —dijo mi marido lacónico—. Y él lo sabe. Evidentemente, no se dio cuenta al comprarlo. ¿A quién ha consultado, Renfrew?
    De los labios separados de este último salió un sonido seco y susurrante: su versión de una risa, supongo.
    —Estaba seguro de que lo notaría, Emerson. Tiene razón. No sospeché que se trataba de una falsificación; quería una traducción precisa del texto así que mandé un calco de la inscripción a Frank Griffith. Junto a su hermano y su hijo, es uno de los mejores traductores del egipcio antiguo. Su dictamen fue el mismo que el suyo.
    —Ah —Emerson dejó el escarabajo sobre la mesa—. Entonces no necesita una segunda opinión.
    —Un hombre prudente siempre pide una segunda opinión. ¿Quiere el escarabajo sí o no? No tengo la intención de salir perdiendo con él. Se lo venderé a otro; sin mencionar el juicio de Griffith, claro está. Tarde o temprano alguien descubrirá que no es auténtico y querrá seguir la pista hasta encontrar al vendedor tal y como hice yo y, entonces, descubrirá su nombre. No creo que quiera que eso ocurra, profesor Emerson. Tiene una buena opinión del chico, ¿no? Creo que está a punto de casarse con un miembro de su familia. Como poco, resultaría embarazoso que fuera detenido por falsificar antigüedades.
    —Viejo miserable... y malvado —grité—. ¿Cómo se atreve a mezclar a David en una cosa semejante?
    —Yo no estoy mezclando a nadie en nada, señora. Vaya al comerciante al que se lo compré y pregúntele por la persona que se lo vendió a él.

    DEL MANUSCRITO H:
    Ramsés hizo girar su silla, dejó caer la pluma y...
    —He llamado —dijo David desde la puerta—. ¿No me has oído?
    —Estoy intentando acabar esto.
    —Es casi la hora del té. Has estado trabajando todo el día. Y ni tan siquiera has tocado la bandeja con la comida.
    —No empieces, David. Ya tengo bastante con que mamá y Nefret se dediquen a acosarme sin parar.
    Frunciendo el ceño, examinó los signos jeroglíficos meticulosamente trazados. La pluma había resbalado cuando David abrió la puerta, convirtiendo una lechuza en un monstruo con cola de serpiente. Tras coger un trozo de papel secante, decidió que lo mejor sería esperar a que la tinta se acabara de secar antes de remediar el daño.
    —Estabas muy enfermo —David entró y cerró la puerta—. Todos estábamos preocupados.
    —Eso fue hace meses. Ahora estoy perfectamente así que ya no necesito que me recuerden que tengo que comerme la papilla e irme pronto a la cama como si fuera un niño.
    —Nefret es médico —dijo David apaciguador.
    —Y no deja nunca de practicar ni por un momento —Ramsés se restregó los ojos—Lo siento. No quería decirlo en ese modo. Admiro su perseverancia en los estudios de medicina, más teniendo en cuenta las restricciones que sufren las mujeres. ¡Sólo que me gustaría que no se empeñara en practicar conmigo! —cogiendo un vaso de la bandeja, le dio un sorbo e hizo una mueca. La leche está cortada.
    —¿Una cerveza, en su lugar? Acabo de sacarlas del cajón del hielo.
    El frío hacía que aquellas botellas de color marrón gotearan. Ramsés relajó la rígida postura de sus hombros, al asentir a su amigo, agradecido.
    —Has tenido una idea feliz, David. Perdona por lo que te dije esta mañana.
    —Los amigos no necesitan estar siempre de acuerdo. No importa.
    —No es que no esté de acuerdo con tus puntos de vista. Es que no creo...
    —Lo sé. Ya te he dicho que no importa.
    Ofreció a Ramsés un cigarrillo y se lo encendió antes de hacer lo propio con el suyo. Era como en los viejos tiempos, cuando se escabullían de la madre de Ramsés para dejarse llevar por placeres prohibidos como fumar o beber cerveza. Ramsés se preguntó si David no habría montado aquella escena a propósito.
    No habían estado tan a gusto juntos desde que David se había adherido a una causa que Ramsés consideraba tan peligrosa como fútil. Aunque simpatizaba con el deseo de independencia de las nuevas generaciones egipcias, estaba seguro de que no tenían ninguna posibilidad de conseguir en aquel momento lo que querían. Egipto era un protectorado británico en todos los aspectos menos en el nombre y, con una situación política tan inestable en Oriente Medio, Inglaterra no podía permitirse perder el control en un país tan cercano al Canal de Suez. El reciente nombramiento del temible Kitchener de Jartum como cónsul general indicaba, sin lugar a dudas, un endurecimiento político contra el movimiento nacionalista. David tenía una brillante carrera y un feliz matrimonio a la vista. Sería una locura arries-garlo todo a cambio del exilio o la cárcel.
    —Me preguntaba si habrías visto esto —David sacó un delgado volumen del bolsillo de su chaqueta.
    Ramsés aceptó el cambio de tema con alivio.
    —¿La obra maestra de Percy? Sabía que Nefret lo tenía pero no lo he leído.
    —Echa un vistazo a este capítulo. Lees muy rápido, así que no te llevará mucho tiempo —David había señalado el lugar exacto con un trozo de papel.
    —Has tenido una buena idea al traer la cerveza —dijo Ramsés mientras cogía el libro—. Sospecho que para leer la prosa de Percy hacen falta los efectos adormecedores del alcohol.

    «Hacía dos semanas que me habían hecho prisionero. Zaal me visitaba a diario. En un primer momento, lo hacía para amenazarme y burlarse de mí pero, a medida que pasaba el tiempo, fue desarrollando una extraña predilección por mi persona. Pasábamos muchas horas discutiendo sobre el Corán y las enseñanzas del Profeta. "Tienes un corazón valeroso, inglés", dijo un día. "Espero que tus amigos paguen el rescate; me entristecería mucho tener que cortarte la garganta."»
    »Naturalmente, no tenía ninguna intención de esperar a que mi desdichado padre y mis queridos amigos vinieran a buscarme. Tras haberme recobrado de las heridas que me hicieron durante mi captura, pasaba varias horas al día practicando los ejercicios que los reducidos límites de mi celda me permitían: boxeando con adversarios imaginarios, corriendo en el sitio y ejecutando vigorosos ejercicios de calistenia, no tardé mucho en recuperar mis fuerzas. Oculté a Zaal estas actividades; cuando entraba en mi celda me encontraba siempre tumbado en el catre. Esperaba que mi supuesta debilidad y su natural arrogancia lo condujeran a confiarse demasiado. Un día llegaría solo, sin sus guardias, y entonces... ¡entonces estaría en mis manos!
    »Una tarde, mientras esperaba su visita habitual, la puerta se abrió de golpe para dar paso a dos de sus esbirros que sostenían a un tercer hombre. Exceptuando un par de holgados calzoncillos, le habían quitado todos sus vestidos; su piel marrón y su pelo negro y despeinado revelaban su raza. Tenía la cabeza gacha y arrastraba sus pies desnudos cuando lo empujaron dentro de la habitación y lo arrojaron sobre el catre.
    »Zaal se asomó a la puerta, luciendo una amplia sonrisa.
    Tú tienes tus medicinas, inglés. Úsalas. Es el hijo de mi mayor enemigo y no quiero que muera demasiado pronto.
    »La puerta se cerró bruscamente y pude oír el traqueteo de cerrojos y cadenas.
    »Me volví para mirar al inesperado huésped. Se había resbalado del catre, cayendo sobre su espalda. Una barba negra y un bigote enmarcaban unos rasgos típicamente árabes: labios finos, prominente nariz aguileña y cejas oscuras y espesas. Tenía algunas magulladuras en el pecho y en los brazos, pero no estaba seriamente herido. El miedo debía de haberlo empujado a fingir.
    »Le hice volver en sí, mas al sentarlo e intentar que bebiera un poco de brandy escupió.
    »—Está prohibido —dijo en un árabe gutural, farfullando de nuevo la frase en inglés. Era más joven de lo que había creído, alto para ser árabe pero de complexión delgada.
    »—Hablo tu idioma —dije—. Dime quién eres y por qué te han hecho prisionero.
    »—Mi padre es el jeque Mohammed y yo soy Feisal, su hijo mayor. Mi padre y Zaal se odian.
    »—Entonces, quizás busque simplemente una recompensa.
    »El joven se estremeció convulsivamente.
    »—No. Zaal me torturará y enviará mi cabeza, entre otras partes de mi cuerpo, a mi padre.
    »—Entonces debemos escapar lo antes posible.
    »—¿Nosotros? —me miró sorprendido—.¿Por qué quieres arriesgarte? Zaal no te hará daño y, con toda probabilidad, tus amigos pagarán el rescate.
    »No me molesté en explicárselo ya que tan sólo un caballero inglés hubiera podido entenderlo.
    »Planeé la fuga para esa noche, antes de que Zaal pudiera empezar a descuartizarlo pero, desgraciadamente, a este último se le ocurrió visitarnos de nuevo aquella misma tarde. Estaba algo borracho y buscaba diversión. Por decencia no puedo repetir la canallada que le propuso a mi compañero, ni tampoco las palabras con que Feisal (por su reputación) le respondió. El único comentario de Zaal fue: "En ese caso, ¿prefieres una paliza?", tras lo cual ordenó a cuatro de sus hombres que cogieran al esbelto muchacho y que lo sujetaran.
    »No fue sólo una cuestión de noblesse oblige lo que me hizo ofrecerme para recibir los golpes en lugar de Feisal. Mi plan de fuga se hubiera visto seriamente obstaculizado si hubiera tenido que cargar con un individuo inconsciente y malherido; y abandonarlo, por otra parte, me resultaba completamente inconcebible. Yo sabía que podía resistir la tortura mejor que un árabe.
    »Zaal estaba demasiado henchido de pasión, alcohol y ansia de sangre como para resistir la tentación, el placer de oír a un caballero inglés suplicando piedad. Entre mis planes no se encontraba, desde luego, el hacer una cosa semejante. Feisal intentó acercarse a mí. Tras ordenarle que no opusiera resistencia, apreté los labios con la firme determinación de no dejar salir ningún otro sonido de ellos. Me arrancaron la camisa y me arrojaron sobre el catre. Dos de los hombres asieron mis tobillos y otros dos torcieron mis muñecas y las sujetaron. Zaal dejó caer el palo con gran estrépito sobre mi espalda. Apreté los dientes para soportar el dolor que lamía mi espalda como si fuera fuego...»
    Con una manga, Ramsés limpió el charco de cerveza derramada, antes de que pudiera manchar la página a la que había dedicado la mayor parte del día. Temblaba todavía de risa cuando tiró el libro a David.
    —Todo tuyo, a mí me supera.
    —Te has perdido la mejor parte —dijo David pasando algunas páginas—. Cuando ambos os juráis fraternidad de sangre antes de que él te devuelva sano y salvo a la tienda de tu padre y se aleje solo en la noche.
    —Sobre su fiel caballo blanco, bajo la fría luz de las lejanas estrellas, sin duda alguna. Le encantan los adjetivos banales, yo... —con algo de retraso, el significado de algunos pronombres surtió su efecto, interrumpiendo su risa—. ¿De qué estás hablando?
    David arrojó el libro al suelo.
    —Puede que sea un poco lento, Ramsés, pero no soy estúpido. Aquella primavera, Percy se había adentrado, haciendo el tonto, en el desierto mientras los demás estábamos a punto de partir hacia Inglaterra, cuando el profesor y la tía Amelia recibieron la petición de rescate que Zaal les había mandado. Tú habías efectuado ya los preparativos para pasar el verano trabajando con Reisner en Samaría. Cuando decidiste empezar algunos días antes de lo planeado no sospeché nada pero, cuando Percy volvió a aparecer, algo entrado en carnes, ufano e indemne, no mucho después de que tú partieras de El Cairo, empecé a hacerme algunas preguntas. Ahora lo sé. La mayor parte de lo que ha escrito es basura, pero lo cierto es que él no hubiera podido escapar sin ayuda y, ¿quién otro podía ser el «delgado» príncipe árabe sino tú mismo? Desde luego no era Feisal. Te matará cuando descubra que has usado su nombre de una forma tan poco respetuosa.
    —Le diré que fuiste tú.
    David sonrió pero negó con la cabeza. —Yo no arriesgaría el pellejo por Percy. ¿Por qué lo hiciste tú?
    —¡Maldito sea si lo sé!
    David parecía exasperado.
    —¿Cuánto de este... de este sinsentido es verdad?
    —Bueno... —Ramsés apuró su cerveza y se pasó la otra manga por la boca—. Bueno, si realmente quieres saberlo... no mucho.

    * * *

    Nada más recibir la nota de rescate, Ramsés supo lo que tenía que hacer. No había duda alguna sobre su autenticidad; Percy había añadido una frenética súplica de su propio puño y letra. Incluso su padre admitió que no podían abandonarlo a la tierna compasión de Zaal; era un renegado y un borracho y sólo Dios sabía de lo que era capaz cuando tenía uno de sus arranques de cólera.
    —En ese caso —dijo Emerson lóbregamente—, Inglaterra se vería obligada a vengar a ese condenado idiota y moriría gente inocente por ello. ¡Maldita sea! Supongo que tendremos que reunir el dinero.
    —El tío James nunca te lo devolverá —dijo Ramsés—. Sería capaz de estafar a una criada muerta de hambre hasta el último céntimo.
    Nadie se molestó en negar el comentario, ni siquiera su madre. Conocía bien a su hermano y lo detestaba mucho más que el propio Emerson. No obstante, el honor de la familia requería que se pusieran manos a la obra; fue en ese preciso momento cuando Ramsés salió para Palestina unos días antes de lo previsto.
    Sabía dónde podía encontrar a Zaal. Había oído hablar mucho sobre él el año anterior, cuando se encontraba excavando en Palestina con Reisner. Se trataba de un bandido al viejo estilo, que robaba a árabes y europeos por igual y que, tras cada incursión, solía retirarse a la fortaleza arruinada donde había fijado su cuartel general. A pesar de que sus seguidores eran una colección de piojosos, tan cobardes y corruptos como él mismo, tanto la posición de la fortaleza, como los restos de construcción aún existentes, hacían que el ataque directo al mismo constituyera una empresa realmente peligrosa. Los antiguos Cruzados sabían muy bien cómo construir una plaza fuerte.
    Ramsés había planeado, sin embargo, algo bien distinto. Dado que tenía amigos en numerosos sitios, no le llevó mucho tiempo hacer los preparativos pertinentes. El pequeño oasis que había elegido estaba cerca de la fortaleza. Tras dejarse crecer la barba y vestirse con la majestuosidad de los caballeros locales, se dispuso a esperar, seguro de que su presencia llegaría pronto a oídos de Zaal. Un viajero solitario, suntuosamente vestido y acompañado de camellos abundantemente cargados, era un objetivo irresistible.
    Cuando la abigarrada multitud de jinetes llegó hasta él opuso tan sólo una aparente resistencia. Maniatado torpemente por dos de los bandidos, soportó unas cuantas patadas y golpes con el tradicional estoicismo de los árabes, hasta que el alarido de alegría, lanzado por los hombres que hurgaban en el cargamento de los camellos, distrajo a sus torturadores. A aquella codiciosa canalla no se le había ocurrido preguntarle por la desgracia que lo había retenido en aquel lugar durante ese tiempo, o por la razón de que el noble y piadoso príncipe Feisal se encontrara sentado junto a un camello cargado de whisky.
    Vaciaron varias botellas, pasándoselas de mano en mano, antes de montarlo sobre un caballo y atarle los pies a los estribos. Ramsés sólo esperaba que no se detu-vieran. Uno de aquellos desalmados le había arrebatado sus elegantes vestidos y sus botas de cuero y el sol empezó a abrasaba su piel desnuda. Más que una sorpresa, era casi un placer ver cómo descargaban el whisky y se lo repartían antes de subir a sus caballos. Aunque Zaal no les hiciera partícipes del licor que reservaba para sí mismo y sus favoritos, sus hombres no dejaban por ello de compartir con él su indiferencia por las leyes islámicas. Las ruinas de las murallas del castillo se elevaban hacía el cielo, como queriendo alcanzarlo, serpenteando por un escarpado sendero entre salientes rocosos. Al grito de saludo del hombre que dirigía la procesión, la puerta se abrió de repente y Ramsés pudo tomar nota detallada de la disposición interna de la fortaleza: un patio abierto, unas pocas y rudimentarias construcciones para abrigar a hombres y caballos, una pesada tranca en la parte inte-rior del portón... No, no tendría por qué ser difícil, siempre y cuando Percy estuviera allí.
    Estaba deseando reunirse con su primo pero antes tendría que vérselas cara a cara con Zaal. El encuentro no dejó de resultar interesante y apenas un poco más desagradable de lo que había esperado. El liderazgo de Zaal no podía deberse sino a su absoluta crueldad: sus dotes físicas no resultaban particularmente impresio-nantes. De estatura mediana, tenía el pelo y la barba algo canosos, y estaba tan gordo que, al acercarse contoneándose como un pavo real hacia él, le recordó al obeso y patizambo dios egipcio Bes.
    —¿Quién es este campesino? —preguntó—. ¿Por qué lo habéis traído hasta aquí?
    —Se trata de alguien importante —recalcó el jefe de la banda—. Viste ropas de seda guarnecidas con oro...
    —¿Ah sí? ¿Y dónde están?
    Los dos criminales se enzarzaron entonces en una acalorada discusión sobre el reparto de los vestidos que Ramsés cortó tajantemente, cruzando los brazos alrededor de su pecho, bajó la mirada hacia Zaal y le anunció la identidad que había adoptado.
    —Vaya —los pequeños ojos de cerdo del bandido centelleaban—. ¿El hijo del jeque Mohammed?
    —El hijo mayor —le corrigió Ramsés con la apropiada hauteur.
    —Aja. Seguramente estará dispuesto a pagar un precio muy alto por recuperarte.
    —Por recuperarme indemne sí. Ramsés puso especial énfasis en esta palabra. Había oído hablar de las costumbres de Zaal y no le hacía gracia la mirada furtiva con la que éste recorría su cuerpo. Zaal se rió y se rascó en un costado.
    —Por supuesto. Quisiera estar en buenos términos con tu honorable padre. Siéntate y hablemos, bebe un poco de té conmigo.
    «Me conviene seguir representando mi papel», pensó Ramsés, «sobre todo porque me va como anillo al dedo».
    —El hijo de mi padre no se sienta con renegados y bandidos —dijo entonces.
    Zaal soltó una carcajada aún más fuerte.
    —Eso no es muy cortés, mi joven amigo. Shakir, dale una lección de buenos modales.
    Dos de los hombres lo sostuvieron, mientras Shakir complacía a su señor. Después de unos cuantos golpes, Ramsés decidió que era suficiente y se dejó caer, aunque quizá tardó demasiado en hacerlo: medio inconsciente sintió cómo lo arrastraban fuera de la habitación y lo llevaban escaleras arriba. La habitación en la que le metieron tenía muy poco que ver con una celda: a través de sus ojos semiabiertos, pudo entrever la luz del sol y un suelo alfombrado... y a su primo arrellanado cómodamente sobre un montón de almohadones. Sus guardianes lo arrojaron entonces boca abajo sobre un catre y él concluyó que, tal vez, lo mejor sería quedarse allí.
    Fue una sabia decisión. El diálogo entre Percy y Zaal, que siguió a continuación, fue revelador.
    —¿Quién demonios es éste? —fue la primera pregunta de su primo.
    —Un joven que, espero, se convertirá en un gran amigo mío.
    —¿Qué hay del rescate? —inquirió Percy—. ¿Has sabido algo?
    —No, Es pronto todavía. ¿De qué te quejas? Vives como un pacha. ¿Quieres algo más de coñac? ¿Hachís? ¿Una mujer? No tienes más que pedirlo.
    —Sí, bueno...
    —Sé amable con mi nuevo amigo —ronroneó Zaal—. Cuéntale lo a gusto que puede llegar a estar si coopera tan bien como tú.
    Después de que Zaal abandonara la habitación, Percy se paseó por ella murmurando para sus adentros durante un buen rato. Ramsés oyó una especie de gorgoteo. Se dio entonces la vuelta y se sentó. Percy lo estudiaba con acritud por encima de su vaso.
    —Coñac —explicó—. ¿Quieres un poco?
    Ramsés negó con la cabeza.
    —Está prohibido.
    —Tú te lo pierdes —Percy arrojó al suelo el resto del licor, Era obvio que no había reconocido a Ramsés quien, en ese momento, se levantó y se dirigió hacia la ventana abierta y sin rejas. La ventana daba al patio y, apenas dos metros más abajo, se podía ver el tejado de otra construcción.
    A pesar de ello, Percy no se mostró entusiasta con el plan de fuga que le propuso «Feisal».
    —¿Por qué demonios debo arriesgarme? Mis queridos parientes mandarán el rescate.
    —Lo mismo hará mi padre pero yo no estoy dispuesto a sentarme aquí a esperar a que lo haga, como si fuera una mujer o un niño pequeño.
    La necesidad los empujaba a hablar inglés entre ellos: el árabe de Percy era prácticamente inexistente. A Percy le interesaba tan poco su compañero que ni tan siquiera se molestó en preguntarle dónde había aprendido su idioma. Su respuesta a las sugerencias de Ramsés siguió siendo hosca, por lo que éste empezó a pensar que tendría que golpearlo y dejarlo inconsciente para poder sacarlo de allí. En ese preciso momento intervino el Destino, bajo la desagradable apariencia de Zaal.
    Se estaba haciendo de noche. Percy había encendido una de las lámparas y se disponía a sentarse sobre los almohadones, refunfuñando porque se estaban retrasando con la cena. Cuando la puerta se abrió, levantó la vista, ceñudo.
    Zaal rodó dentro. Estaba muy borracho y en disposición amorosa pero aun así, no era tan tonto como para venir solo. Dos de sus hombres más robustos lo acompañaban. Cuando formuló su interesante proposición a los prisioneros Percy se limitó a emitir un balido de protesta.
    —¡Déjame solo! ¡Oh, Dios... por favor, cógelo a él! —con el brazo extendido, señaló a su compañero al mismo tiempo que escapaba hacia el rincón más alejado de la habitación.
    —Con gran placer —dijo Zaal—. Te incluí tan sólo como muestra de cortesía hacia mi huésped.
    Alargando los brazos y tambaleándose de un lado a otro, se dirigió con cautela hacia Ramsés, quien lo eludió sin dificultad mientras sacudía la cabeza.
    —No.
    —¿No? —Zaal parecía, sobre todo, complacido—. El desafío te favorece, querido, pero no sería sabio resistir.
    —Abraza a uno de tu propia especie —sugirió Ramsés empleando un verbo algo más explícito—. Siempre suele haber perros junto a los montones de excrementos.
    Los guardias se dirigieron entonces hacia él mientras Zaal balbuceaba y seguía tambaleándose. A Ramsés le bastó con mirar a su primo para darse cuenta de que no iba a obtener ayuda alguna por su parte. Si Percy hubiera tenido el valor suficiente para pelear hubieran podido enfrentarse a Zaal y sus guardias y se habrían podido fugar tomando a aquél como rehén.
    Lo único que podía hacer era evitar que Zaal le hiciera algún daño a su primo e intentar minimizar los que le pudieran causar a él. La primera parte no resultó difícil; Zaal no se había mostrado interesado por Percy hasta que la idea de un encuentro a trois se le pasó por la cabeza. Noblesse oblige tiene sus límites y él no estaba dispuesto a someterse a los deseos de Zaal. Una patada cuidadosamente calculada puso punto final a la situación que el licor había creado y dejó a Zaal incapacitado para aquella particular actividad. Los golpes que le propinaron sus sumisos secuaces le resultaron soportables y, en cualquier caso, preferibles a la posible alternativa.
    Cuando, horas más tarde, declaró que había llegado el momento de marcharse, Percy no se resistió.
    —Había un tejado plano justo debajo de la ventana de Percy y apenas un salto hasta el suelo —finalizó Ramsés—. Él mismo podía haber escapado en cualquier momento si no hubiera sido tan... bueno, tan precavido. Sabía que los hombres de Zaal se emborracharían aquella noche, así que esperamos a que el ruido del jolgorio diera paso a los ronquidos y nos pusimos en marcha. Lo más difícil fue tratar de no caer sobre los cuerpos que yacían en el suelo.
    —Así que fuiste tú el que recibió la paliza.
    Ramsés se encogió de hombros.
    —Quería salir aquella misma noche de allí y tenía miedo de que Percy sufriera un colapso si alguien lo tocaba. No fue tan terrible. Zaal me reservaba para... Oh, al diablo con él. Me has pillado, aunque confío en que no se lo dirás a nadie. Sobre todo a Percy.
    —¿Por qué no? Supongo que humillarlo en público iría contra las buenas formas pero, ¿qué hay de malo en hacerle sentirse avergonzado de sí mismo?
    —Dios mío, David, ¿de verdad eres tan ingenuo con la naturaleza humana? Percy me guarda rencor desde que éramos niños. ¿Cómo crees que se sentiría si supiese que yo fui el único testigo de su despreciable actuación? —Ramsés se levantó y estiró sus agarrotados músculos—. Será mejor que me cambie de camisa antes de bajar; me temo que he derramado una buena cantidad de cerveza sobre la que llevo puesta.
    David no estaba dispuesto a cejar tan pronto.
    —¿Qué es lo que piensas hacer al respecto?
    —¿Sobre qué? Oh, las interesantes invenciones de Percy. Nada. Y tú harás lo mismo. Si dejas escapar una palabra...
    —¿Ni siquiera a Nefret?
    —Especialmente a Nefret.
    —Ya estamos otra vez —exclamó David—. ¿Por qué te niegas a mostrar tu lado bueno a una mujer a la que quieres impresionar? Has estado enamorado de ella durante años. No me digas ahora que ha dejado de interesarte.
    —Digamos tan sólo que he decidido dejar de darme contra el muro de piedra de su indiferencia. Si a estas alturas no ha aprendido a apreciar mi excelente carácter y mi físico espectacular, no es probable que lo haga en un futuro.
    —Pero ella está muy...
    —¿Encariñada conmigo? —Ramsés se dejó llevar por la infantil necesidad de arrojar su camisa a David—. Ya sé que lo está. Precisamente por ello no debes decir-le una palabra. Incluso si ahora te jura mantener el secreto, un día su condenado carácter podrá con ella y entonces será inevitable que se burle de Percy o que revele la verdad al primero que haga un comentario desagradable sobre mi persona. La historia llegará a oídos de Percy y éste me odiará aún más. Y la verdad es que me sobran enemigos.
    —No lo pongo en duda —David cogió el despreciado volumen del suelo y se levantó—. Lo que no entiendo es el daño que puede causarte tu primo. Es de-masiado cobarde como para enfrentarse contigo cara a cara y, por otra parte, un caballero inglés no acuchillaría a un enemigo por la espalda, ¿no?
    Ramsés se dio la vuelta y empezó a revolver en el guardarropa. Le había resultado difícil contenerse mientras David se mofaba sobre la corrección, noblesse oblige y la conducta propia de un caballero inglés. Todo ese esnobismo le disgustaba tanto como a él y David lo sabía. Controlando su irritación, cogió una camisa limpia y miró a su amigo.
    —Dile a mi madre que bajo enseguida.
    Antes de salir de la habitación, David dirigió a Ramsés una mirada larga y serena. «Es como verse reflejado en un espejo», pensó Ramsés. Un observador concienzudo no los hubiera confundido, pero a los dos se les podía describir superficialmente con los mismos rasgos: un metro ochenta de estatura, ojos y pelo negros, cara alargada, piel olivácea, nariz prominente, complexión... ¿esbelta?
    Sonriendo, se enfundó la camisa y empezó a abotonarla. Percy era una broma, una broma de mal gusto, un fanfarrón, un cobarde y un soplón. No, clavarle un cuchillo en el pecho no era su estilo pero había otros medios de perjudicar a un enemigo; métodos que un hombre decente como David no podría entender nunca. La sonrisa de Ramsés se borró mientras lo atravesaba un ligero estremecimiento, como si alguien hubiera caminado sobre el lugar donde un día estaría su tumba.

    El resto de nosotros nos encontrábamos ya desayunando cuando Ramsés entró en la habitación. Al constatar que los inequívocos (para una madre) síntomas de fatiga eran ya más que evidentes, la noche anterior me había parecido oportuno sermonearle un poco sobre el exceso de trabajo y la falta de sueño. Por eso me alegraba ahora al ver que, al menos aparentemente, se lo había tomado en serio; algo con lo que no siempre podía contar. Como los egipcios, a los que se parece tanto, Ramsés tiene los ojos negros y las pestañas largas y espesas. Cuando está cansado, sus párpados caídos cubren las órbitas de sus ojos, realzadas por unos círculos oscuros. Fingiendo no darse cuenta de mi atenta mirada, empezó a comer huevos, tocino, tostadas y panecillos.
    Los otros habían estado discutiendo sobre quién iría a recibir a nuestros amigos egipcios, cuyo barco atracaría en Londres aquel mismo día. Hubiera sido impensable celebrar la boda sin los miembros más cercanos de la familia de David. Ahora que nuestro querido Abdullah nos había dejado, quedaban tan sólo tres. Selim, el hijo más joven de Abdullah, había ocupado el puesto de su padre como nuestro Rais; Daoud, uno de los innumerables primos de David, estaba profunda-mente unido a Lía, y ella a él; y, por último, Fátima, que cuidaba de nuestra casa en Egipto y había llegado a convertirse en una fiel amiga.
    Todos querían ir a buscarlos, incluido Gargery. El ruido de las voces se iba haciendo más y más fuerte. El lenguaje de Emerson perdía moderación. Rose, nuestra devota ama de llaves, untaba mantequilla en los panecillos para Ramsés mientras le pedía que se quedara en casa y descansara. Cada vez más exasperada, empecé a pensar que sería realmente difícil encontrar una casa donde tanta gente se sintiera libre de manifestar una opinión que a nadie interesaba. Tengo que confesar que nuestra relación con algunos de nuestros sirvientes es algo inusual, y en ello han tenido mucho que ver los encuentros con criminales que tan a menudo han turbado nuestra vida doméstica. Un mayordomo que maneja la porra con la misma habilidad con la que trincha un asado tiene derecho a ciertos privilegios, y Rose había sido la leal defensora de Ramsés desde que éste tenía tres años; su afecto había resistido ratones momificados, explosiones químicas y hectáreas de pisadas de fango en casa.
    —Rose tiene razón Ramsés —dije, asintiendo con la cabeza en dirección a ella—. El tiempo parece bastante variable y no deberías arriesgarte a coger un resfriado.
    Mi hijo alzó los ojos de su plato.
    —Como quiera, madre.
    —¿Qué es lo que estás haciendo ahora? —le pregunté.
    —No alcanzo a imaginar —dijo mi hijo—, qué es lo que le hace suponer que el que haya obedecido sin perder tiempo a sus amables sugerencias deba ser interpre-tado como una señal de...
    —Está bien —le cortó Emerson, sabiendo que Ramsés era capaz de seguir adelante con su frase hasta que sujeto y verbo se vieran enterrados por una avalan-cha de frases subordinadas—. Yo iré en tu lugar.
    Temía que dijera precisamente eso: que Emerson acompañara al comité de bienvenida era una cosa, pero que fuera él el que insistiera en conducir, era otra muy distinta. Aunque nuestros vecinos hubieran acabado por acostumbrarse a él y se apresuraran a despejar la carretera cada vez que lo veían coger el coche, era poco probable que los habitantes de Londres se mostraran tan comprensivos.
    Tras dejar que todos manifestaran su parecer, lo que no deja de ser el derecho inalienable de cualquier ciudadano en una democracia, les di a conocer mi decisión.
    —Nefret debe ir; Fátima se encontrará más a gusto con otra mujer en el grupo. David también ya que se trata de su familia. En el coche no cabe nadie más. Los dos conocéis de sobra las dimensiones de Daoud. Entonces, arreglado. Será mejor que os pongáis en marcha. Llamad por teléfono si el barco tarda en atracar o se retrasa por cualquier otro motivo. Conducid con cuidado. Abrigaos bien. Hasta luego.

    * * *

    A última hora de la tarde había empezado a llover y el cielo, cubierto de nubes, adelantaba el crepúsculo. Nefret había hecho una breve llamada por teléfono, después del mediodía, para decir que el barco llevaba retraso y que no entraría en puerto hasta pasadas unas horas. Todo estaba preparado; había mandado que encendieran un agradable fuego en cada habitación y las luces de bienvenida brillaban en el anochecer. Apostada junto a la ventana del salón, miraba fuera cuando una voz me sobresaltó.
    —Tardarán todavía una hora por lo menos, madre. No está preocupada, ¿verdad? David conduce muy bien.
    —No conduce él, Ramsés. Nefret quería presumir y él no tuvo el sentido común de impedírselo —me di la vuelta. A pesar de que no le había oído acercarse, se encontraba muy cerca de mí. Nunca me ha gustado ese modo silenciosamente felino de caminar al que es tan aficionado pero, cuando vi que además la humedad oscurecía su abrigo, y que en su pelo brillaban gotas de lluvia, me irrité hasta el punto de hacérselo notar.
    —Has salido de nuevo fuera con la que está cayendo y sin sombrero. Cuántas veces te tengo que decir que...
    —Agradezco su preocupación pero es innecesaria, madre. ¿Por qué no se sienta junto al fuego y me deja pedir el té? Nefret dijo que no la esperáramos.
    Tenía razón, así que cogí la silla que me ofrecía. Tras sonar la campanilla, se reclinó contra la chimenea.
    —Quiero que me hable de esto —empezó a decir, mientras se metía la mano en el bolsillo.
    No pude dejar de mirar con sorpresa el objeto que sacó del bolsillo. Estaba hecho un ovillo en la palma de su mano y sus ojos azules y redondos parpadeaban mientras sus minúsculos bigotes se movían, presos de una especie de tic. Tan relajado estaba, que habría rodado hasta el suelo si los largos dedos de Ramsés no se hubieran cerrado sobre su cuerpo. Mi hijo se mostraba tan sorprendido como yo.
    —Es un gato, querido —dije, riendo—. Un gatito, mejor dicho. Así es que es ahí donde fuiste, al establo, a inspeccionar la nueva camada de Hathor.
    —Olvidé que estaba ahí —dijo Ramsés con timidez—. Se metió dentro y se quedó dormido así que yo... bueno, pero esto no es lo que quería enseñarle, madre.
    El tintineo de la vajilla anunció la llegada de Gargery y de una de las doncellas con la bandeja del té. Emerson les pisaba los talones: la camisa arrugada, despeinado, las manos manchadas de tinta y la cara radiante.
    —¿No han llegado todavía? —inquirió, a la vez que inspeccionaba la habitación, como si esperara encontrarse con Fátima escondida tras una silla o con Daoud oculto tras las cortinas—. Ramsés, ¿qué haces ahí de pie con un gato en las manos? Ponlo en el suelo, muchacho, y siéntate. Hola, Peabody, querida. Hola Gargery. Hola... ¿quién es ella?
    —Sara, señor —le respondió Gargery—. Empezó con nosotros la semana pasada y creo que está ya suficientemente preparada para servir en el salón.
    —Por supuesto. Hola, Sara —diciendo esto, se acercó hacia la pobre muchacha con la clara intención de darle la mano.
    Emerson no sabe comportarse con el servicio. Los trata como si fueran sus iguales y eso les desconcierta.
    Aquellos que se quedan con nosotros acaban por acostumbrarse, pero la chica en cuestión era joven y bastante bonita y, a pesar de que Gargery debía de haberle puesto en antecedentes sobre mi marido, lanzó un pequeño grito de alarma al vislumbrar, por encima de ella, su atractiva cara, iluminada por un afectuoso interés.
    Ramsés salió en su ayuda: tras dejar al gatito sobre la mano extendida de Emerson, cogió la pesada bandeja que la muchacha sostenía entre sus manos y la depositó sobre una mesa cercana. Los ojos de la joven le siguieron, llenos de admiración perruna, mientras yo dejaba escapar un silencioso suspiro. Así que le había tocado a Ramsés esta vez. Ocurría a menudo que las nuevas sirvientas se enamoraran de mi marido, de mi hijo, o de ambos al mismo tiempo. Normalmente se trataba de un incidente sin importancia, ya que Emerson no se enteraba nunca y Ramsés era demasiado educado como para comportarse incorrectamente (¡no en mi casa, por lo menos!), pero yo estaba harta de tropezarme con los ojos de aquellas mujeres empañados por las lágrimas.
    Tras indicarle a Gargery que nos serviríamos solos, él y Sara abandonaron la habitación. Emerson se sentó con el gatito sobre sus rodillas. La mayor parte de nuestra cosecha de gatos eran descendientes de dos ejemplares de felinos egipcios y reproducían fielmente el original: pelaje a manchas marrones y tostadas, grandes orejas y un nivel muy alto de inteligencia. Si este pequeño se parecería o no a ellos era algo imposible de prever, pero su cara guardaba un enorme parecido con su bisabuela Bastet —o, quizá, tatarabuela, había perdido ya la cuenta—, quien había sido la compañera favorita de Ramsés. Completamente despierto y lleno de curiosidad, trepó por la camisa de Emerson hasta conseguir posarse sobre su hombro.
    Mi marido dejó escapar una pequeña risa.
    —¿Cómo se llama?
    —Tiene sólo seis semanas —le contestó Ramsés—. Nefret todavía no ha elegido nombres para esta camada, estaba a punto de preguntarle a mamá...
    —Es una suerte que el panteón egipcio sea tan extenso —comentó Emerson—. Hemos recurrido ya a los nombres más comunes, Hathor, Horus, Anubis, Sejmet, pero todavía queda un buen número de oscuras deidades. Cógelo, Ramsés, se dirige hacia el jarro de crema.
    Casi volando, el animal saltó desde su hombro hasta la mesa del té. Ramsés se apresuró a cogerlo y lo sostuvo, soportando sus agudos chillidos y sus arañazos, mientras yo le vertía un poco de nata en un plato y se lo colocaba en el suelo. Emerson se divertía viendo cómo el gatito intentaba beber y ronronear al mismo tiempo. A mí, en cambio, empezaban a preocuparme las manchas de nata que se iban formando sobre la alfombra persa.
    —Madre —dijo Ramsés, mientras se secaba distraído la sangre de los dedos que había manchado la pechera de su camisa—, quería preguntarle...
    —No hagas eso —exclamé—. Usa una servilleta. ¡Por Dios!, eres como tu padre; es imposible que os dure una camisa limpia. Ya veremos lo que dice Rose...
    —¿Por qué nos regañas tanto, Peabody? —inquirió Emerson—. Espero que no tengas una de tus famosas premoniciones. Si es así, prefiero no saber nada.
    Que hubiera hecho uso de aquella palabra daba a entender que, a pesar de su leve queja, su estado de humor era afable. La primera vez que Emerson y yo nos vimos, mi marido se valió de mi apellido para dirigirse a mí de igual a igual, como si fuera un hombre, en pocas palabras: con el pasar del tiempo, este modo de hacer se había llegado a convertir en un signo de afecto y aprobación. Yo, en cambio, y dado que no le gusta, nunca le he llamado Radcliff.
    —En absoluto, querido —dije con una sonrisa—. Mis preocupaciones de esta noche son las propias de una anfitriona y una amiga afectuosa. ¡Quiero que todo salga bien! No me inquieta Selim, ha estado antes en Inglaterra y se cree casi un hombre de mundo, pero se trata del primer viaje de Daoud al extranjero y Fátima ha sido la mayor parte de su vida una esposa musulmana convencional: lleva velo, es casi analfabeta y muy servil. Me pregunto si las nuevas experiencias a las que tendrá que hacer frente no serán demasiado fuertes para ella. ¿Y cómo se llevará con Rose?
    —No entiendo —dijo Emerson—, por qué das tanto peso a la opinión de Rose. ¡Maldita sea, Peabody! Estás imaginando problemas donde no los hay. Fátima tuvo la valentía de dirigirse a ti para pedirte el puesto de ama de llaves cuando murió su marido; ha demostrado tener la inteligencia e iniciativa necesarias para aprender a leer y escribir y a hablar inglés. Apuesto lo que quieras a que ha saboreado cada momento de este viaje.
    —¡Oh, está bien Emerson, lo admito! Tengo los nervios de punta. No me gusta que Nefret vaya por ahí conduciendo en una noche de lluvia y niebla como ésta. No quisiera que nuestros amigos pillaran un resfriado: no están acostumbrados a un clima tan duro y húmedo como el nuestro. Me preocupa la boda. ¿Y si no son felices?
    La cara de Emerson se despejó.
    —Ah, así que se trata sólo de eso. Las mujeres entran siempre en ese estado antes de una boda —le explicó a Ramsés—. No sé por qué son tan tremendamente aficionadas a casar a la gente, luego resulta que, cuando todo parece estar arreglado, empiezan a apurarse y a preocuparse. ¿Por qué Lía y David no tendrían que ser felices?
    —¡Deberán enfrentarse a tantos problemas, Emerson! Serán rechazados e insultados por europeos ignorantes que no tienen nada mejor que hacer y si se llega a sospechar que David falsificaba antigüedades...
    La exclamación ahogada de Ramsés me detuvo.
    —Oh, querido —dije—. No debería de haber dicho eso.
    —¿Por qué demonios no? —preguntó Emerson—. Sabes perfectamente que es algo que no queríamos ocultar a Ramsés. Esperábamos, simplemente, a que llegara el momento oportuno, eso es todo. Deja de fruncir el ceño, muchacho.
    Las cejas de Ramsés, tan espesas y negras como las de su padre, volvieron a su posición habitual.
    —¿Es éste el momento adecuado, señor?
    —Eso parece —admitió Emerson—. David es el único que debe permanecer en la ignorancia, al menos por el momento. Peabody, ¿puedo pedirte que cojas el... objeto de mi mesa mientras le cuento todo a Ramsés?
    —No se moleste, madre —dijo Ramsés—. Imagino que éste es el objeto al que se refiere.
    Diciendo esto, sacó el escarabajo del bolsillo que no había sido ocupado por el gato.
    —¡Maldita sea! —dijo Emerson—. ¡Es imposible mantener un secreto en esta casa! Me imagino que lo encontraste casualmente mientras buscabas un sobre o un sello.
    —Una pluma —dijo Ramsés temeroso—. El cajón no estaba cerrado. Y, de todos modos, querían consultármelo...
    Mientras Emerson contaba la historia, el gatito se dedicaba a subir por la pierna del pantalón de Ramsés, dejando tras de sí un rastro de hebras sueltas y nudos. Al llegar a su rodilla, se instaló allí y empezó a lavarse la cara con tanta energía como ineficacia.
    —¿Has hablado con el comerciante? —preguntó Ramsés.
    —No ha habido tiempo —Emerson sacó su pipa y su petaca—. Debemos tratar este asunto con mucho cuidado, muchacho. Si se descubre que el escarabajo es una falsificación, David será la primera persona de la que se sospechará: todos conocen su historia. Cuando lo conocí era un aprendiz de Abd el Hamed, uno de los mejores falsificadores de antigüedades que Luxor ha dado al mundo. Desde entonces, se ha convertido en un experto egiptólogo, con un completo conocimiento del idioma, y se ha ganado una reputación como escultor. El escarabajo es algo más que la tosca reproducción de costumbre; fue realizado por alguien muy familiarizado con la lengua y las técnicas antiguas de fabricación. ¡Qué demonios!, si no fuera porque lo conozco tan bien, yo mismo sospecharía de él.
    —Padre... —empezó a decir Ramsés.
    —Gracias a tu habilidad podremos mantener el asunto en secreto durante algún tiempo —reflexioné—. Al comprar el escarabajo al señor Renfrew, compraste también su silencio. Lo más probable es que al comerciante que se lo vendió no le quepa duda alguna sobre su autenticidad y, por su parte, Griffith lo único que ha visto ha sido la copia de la inscripción. A veces me cuesta creer que se trate de verdad de una falsificación.
    —¿Estás poniendo en duda mis conocimientos, Peabody? —Emerson me sonrió—. Soy el primero en reconocer que no soy una autoridad en lo referente a la lengua, pero no por ello he dejado de desarrollar un cierto instinto. ¡La condenada cosa no encaja! Además, no me podrás convencer de que los egipcios de aquella época tenían los barcos y los marineros que un viaje de esas características exige.
    —Señor... —dijo Ramsés, elevando la voz.
    —Imagino que has traducido la inscripción.
    —Sí, señor.
    —¿Y bien? No seas tan condenadamente formal.
    —Se trata de una recopilación de diversas fuentes, incluyendo las inscripciones Punt de Hatshepsut y un texto griego más bien oscuro del siglo II a. C. Hay algunas anomalías...
    —Los detalles no importan —dije, mientras me levantaba y me precipitaba hacia la ventana. Ni rastro del coche, el ruido que había oído debía de haberlo causado una ráfaga de viento—. La conclusión parece irrefutable. ¿Qué vamos a hacer con todo esto?
    —Alguien tendría que hablar con el comerciante —dijo Emerson—. Tendremos que llevar a cabo nuestras averiguaciones con mucho cuidado si queremos que nadie sospeche nada. Deberíamos, además, intentar localizar el resto de las falsificaciones.
    —¿El resto? —debía de tener la cabeza ocupada con demasiadas cosas si no había sido capaz de llegar yo sola a la misma conclusión—. ¡Dios mío, sí! Es muy probable que haya otras, ¿no es así?
    —Falsificar antigüedades es un negocio muy rentable, por lo que supongo que un artesano tan habilidoso como éste no se conformará con un solo ejemplar —dijo Emerson, mordiendo pensativo la boquilla de su pipa—. Sólo que si los otros están tan bien hechos como el escarabajo no serán fáciles de detectar.
    —Entonces tampoco lo será para nosotros —dije—. ¿Cómo demonios vamos a hacer para localizarlos? No nos interesa que la gente empiece a sospechar que un nuevo y habilidoso falsificador se encuentra manos a la obra.
    Ramsés se puso de pie y colocó el gatito sobre su hombro.
    —¿Puedo decir algo?
    —Inténtalo —le contestó Emerson, al mismo tiempo que me dirigía una mirada cargada de reproche.
    —Entonces, con todo respeto —dijo Ramsés—, pienso que estamos cargando demasiado sobre nuestras espaldas. No creo que David les agradezca, nos, quiero decir, que lo mantengamos fuera de todo esto. A fin de cuentas no es un niño y es su reputación la que se encuentra en juego.
    —No sólo su reputación —dijo Emerson tocándose el hoyuelo de la barbilla—. ¿Os acordáis del caso del joven Bouriant? Acabó en la cárcel por vender antigüe-dades falsificadas. En el caso de David sería aún más serio. Es un egipcio y lo juzgarán como tal.
    Era una conclusión acertada pero, de todos modos, intenté infundirles ánimo.
    —Los casos son diferentes, Emerson. ¡David es inocente y lo probaremos! Por supuesto que habrá que decírselo tarde o temprano pero, en este momento, está muy nervioso; ahora tiene que disfrutar de su boda y... bueno, y lo mismo debemos hacer los demás. Podemos aclarar este pequeño asunto cuando pasen unas semanas.
    —¿Cómo? —preguntó Ramsés con una vehemencia poco usual en él—. ¿Cómo vamos a localizar el resto de las falsificaciones sin reconocer que es eso, precisamente, lo que estamos buscando? ¿Os importaría considerar cuántas antigüedades egipcias pueden haber aparecido en el mercado en los últimos tiempos? ¡Ni tan siquiera sabemos desde cuándo está en marcha todo este asunto! Si las otras falsificaciones (y debemos asumir que hay otras) son tan buenas como ésta, no se sospechará de ellas jamás.
    —El escarabajo resulta algo excesivo —hizo notar Emerson.
    Ramsés asintió con la cabeza.
    —Es una pieza de artesanía espléndida, pero el texto es tan intrínsecamente ridículo que uno no puede evitar preguntarse si se tratará de una especie de broma privada o de algún tipo de desafío lleno de arrogancia. Puede que el resto de las piezas no sean tan fáciles de descubrir.
    Había estado paseando de un lado a otro de la habitación. Al llegar a un cierto punto, se paró junto a la chimenea y se quedó mirando uno de los objetos que había en su repisa, protegido del calor y del humo por una especie de nicho. La pequeña cabeza de alabastro de Nefret era una de las primeras esculturas que había hecho David después de unirse a nuestra familia. Comparada con el trabajo realizado después, resultaba algo tosca pero, en aquel momento, no dejaba de constituir una temible muestra del excepcional talento del joven.
    La luz del fuego avivaba el delgado e impasible rostro moreno de Ramsés. Iluminaba también las manchas de sangre de su camisa, las rasgaduras que las garras del pequeño gato habían dejado en su pantalón y en su chaqueta, y los mechones rizados que caían en desorden sobre su frente. Su pelo se rizaba siempre con la humedad y el gatito había estado muy ocupado intentando secárselo.
    —Por piedad, ve a cambiarte, Ramsés —dije—. Y lleva al gato al sitio donde lo cogiste.
    Emerson se puso de pie de un salto.
    —No hay tiempo. Aquí están. Hablaremos de todo esto más tarde. Ni una palabra a los demás por el momento, ¿de acuerdo?
    Un rayo de luz atravesó la ventana y una serie de triunfantes bocinazos indicaron la llegada del coche y de sus ocupantes sanos y salvos. Emerson se dirigió hacia la puerta en tanto que Ramsés se metía al gatito en el bolsillo.
    —Dame el escarabajo —dije rápidamente—. Lo colocaré de nuevo en la mesa de tu padre.
    Mientras abandonaba apresuradamente la habitación, pude oír cómo se abría la puerta principal, el ruido de risas y de voces alegres y, por encima de todas ellas, el cordial grito de saludo de Emerson: «¡Asalamu Alatkum! Marhaban».

    Capítulo 2
    Al hombre oriental le entusiasma la mujer blanca. No obstante, si llega a casarse con ella, sus reglas son tales que ésta se ve de inmediato degradada; por eso no podemos permitir que nuestras viudas, hermanas o novias se relacionen con ellos.

    —¡Gracias a Dios que todo ha terminado!
    Me abstuve de pronunciar estas palabras en voz alta ya que la ceremonia no había acabado y un silencio reverencial llenaba la antigua capilla del castillo de Chalfont. El fatal desafío había pasado sin contratiempos y los dos eran ya marido y mujer ante los ojos de Dios.
    No soy una persona sentimental. Mi mejor pañuelo de encaje seguía en aquel momento bastante seco, pero cuando sonaron los primeros acordes del himno y David se encaminó por el pasillo con su mujer cogida del brazo, no pude evitar que se me humedecieran los ojos. Lía llevaba un sencillo ramo de helechos y rosas y el velo de su abuela; el antiguo encaje de Bruselas, de valor incalculable, caía como copos de nieve sobre su hermosa cabellera. Al pasar con un revoloteo de blanca y dulce fragancia, David volvió su cabeza y me sonrió.
    Les seguían Ramsés y Nefret, los únicos acompañantes. Nefret parecía la personificación de la primavera. Su cuello blanco y su corona de pelo cobrizo brota-ban del suave tejido verde de su vestido como lo haría una flor sobre su tallo. Supuse que había sido ella la que había podido evitar que Ramsés se aflojara la corbata, se despeinara o manchara su ropa; yo había estado demasiado ocupada con los preparativos como para poder pensar también en él. Con un orgullo maternal que, espero, se me podrá perdonar, concluí que mi hijo nos dejaba, tanto a su padre como a mí, en un buen lugar. En mi opinión, al menos, la apariencia de Ramsés no es tan impresionante como la de Emerson, pero sabía sacar partido de su esbeltez y sus rasgos eran agradables. Al igual que había hecho David, me miró al pasar. A pesar de que no solía ser pródigo en sonrisas, su solemne rostro se iluminó un poco cuando sus ojos se encontraron con los míos.
    Todas aquellas miradas reconocían que, sin mi apoyo e intervención, aquel matrimonio no se hubiera celebrado jamás. En un principio, la oposición de los padres de Lía había sido muy fuerte. Tal y como me permití hacerles ver, esto se debía únicamente a los inconscientes e injustos prejuicios de su casta. Como suele ser habitual, mis argumentos acabaron por prevalecer. ¿Quizá era por esto que, en los últimos tiempos, había sentido aquel extraño malestar... el motivo de que hubiese contenido la respiración cuando se formulaba la pregunta decisiva? ¿Había temido realmente que alguien se levantara y «manifestara la causa» que impediría que aquel enlace se pudiera celebrar? ¡Ridículo! No existía razón moral o legal que pudiera impedir aquel matrimonio, y lo que pudieran pensar unos intolerantes de mente estrecha era algo que no tenía ninguna importancia. Con todo, si no eran felices juntos o si sobrevenía una desgracia, la responsabilidad sería mía.
    Emerson, que es muy sentimental a pesar de que no lo reconozca, había vuelto la cabeza y buscaba algo en su bolsillo. No me sorprendió que no fuera capaz de encontrar su pañuelo: no lo encuentra nunca. Deslicé el mío en su mano. Mirando todavía hacia otro lado, se sonó ruidosamente.
    —Gracias a Dios que se ha acabado —declaró.
    —¿Por qué dices eso? —le pregunté.
    —Oh, ha sido muy bonito, sin duda alguna, pero tanto rezo acaba siempre por aburrirme. ¿Por qué no se limitará la gente a abandonar su casa y... a fundar un nuevo hogar como se hacía en el antiguo Egipto?

    * * *

    Chalfont Castle, el hogar de los antepasados de Evelyn, es un lóbrego, viejo e imponente edificio y el Gran Salón, la parte más vieja y lóbrega del mismo. Fue construido en el siglo XIV, pero el temprano gusto victoriano por el gótico había dejado su huella en algunos desgraciados añadidos y restauraciones, entre los que se incluían varias y horribles arañas de roble tallado. Aunque las nubes de lluvia oscurecieran las vidrieras, el fuego ardía en la chimenea, las lámparas y los candelabros centelleaban por todas partes y un sinfín de flores y plantas alegraban los viejos muros de piedra. El suelo estaba cubierto con alfombras orientales. La larga mesa de comedor estaba llena de comida y una melodía llegaba desde la galería del ala norte, donde se encontraban los músicos.
    Katherine Vandergelt se unió a mí en la mesa y aceptó la copa de champán que le ofrecía el camarero.
    —Tiene amigos poco comunes, señora Emerson —comentó con amigable ironía—. Egipcios con su traje nativo, sirvientes que se mezclan con sus amos como si fueran sus iguales y una antigua médium a quien tan sólo su amable intervención pudo salvar de la cárcel.
    Se refería a ella misma, exagerando con una cierta dosis de sentido del humor. Las necesidades financieras y el deseo de sacar adelante a sus hijos, huérfanos de padre, la habían empujado a emprender una profesión algo discutible que después se alegró de poder abandonar. La atracción mutua y una insignificante intervención por mi parte la habían llevado a contraer matrimonio con Cyrus, un amigo nuestro, rico y americano. Si hay algo de lo que no me he arrepentido nunca es, precisamente, de esa pequeña intervención, ya que ambos son ahora tremendamente felices juntos. Como nosotros, los Vandergelt estaban a punto de partir para Egipto, donde solían pasar los inviernos, acompañados unas veces sí y otras no, por los niños que Katherine había tenido en su primer y desgraciado matrimonio.
    —Sin mencionar al tío y la tía de la novia, de cuyos encuentros con momias ambulantes y maestros del crimen se ha hecho eco demasiado a menudo la prensa sensacionalista —repliqué con una sonrisa.
    —No veo a ninguno de tus parientes por aquí.
    —Caramba, Katherine, has oído lo suficiente sobre mis hermanos como para poder imaginarte que ellos son, precisamente, las últimas personas a las que me gustaría ver por aquí en un día como hoy. Mi sobrino Percy, a quien conociste hace unos años, es una buena muestra de lo que te digo. Supongo que habrás leído su pequeño y horrible libro. Ha mandado copias a todo el mundo.
    —Es tremendamente divertido —dijo Katherine con una sonrisa que redondeaba sus mejillas y estrechaba sus ojos rasgados. La primera vez que la vi pensé que me recordaba a un gato mofletudo y atigrado; la misma sonrisa y el mismo toque de cinismo que suelen estar presentes en el semblante de un felino, la mayor parte de los cuales son cínicos por naturaleza pero también por experiencia.
    —Eso me han dicho. No he tenido tanto tiempo como para poder desperdiciarlo en tonterías. Por lo que respecta a la familia de Emerson, queda sólo Walter con quien, por lo visto, mi marido se enemistó hace ya algún tiempo. Cuando sugerí que, quizás, esta sería una buena ocasión para limar diferencias, Emerson se limitó a responderme que, dado que sus padres estaban ya muertos, era ya un poco tarde para reconciliaciones. Y a mí no me gusta insistir sobre aquello que apena a mi querido esposo.
    —Es natural.
    Evelyn y Walter no solían mezclarse nunca con la sociedad local pero en aquella ocasión, además, estaban al corriente de lo que sus remilgados vecinos pensaban de la boda. Por desgracia, dicha opinión era compartida por la mayoría de nuestros conocidos del mundo de la arqueología, quienes consideraban inferiores a los egipcios con los que trabajaban y convivían. Ciertos miembros de ambos grupos hubieran estado dispuestos a asistir al enlace en el caso de que hubieran sido invitados, pero lo hubieran hecho movidos, tan sólo, por vulgar curiosidad. Por esa razón decidimos no hacerles partícipes. Tan sólo nuestros amigos más cercanos y nuestros parientes se encontraban presentes y a Katherine no le faltaba razón sobre el carácter poco convencional de la lista de invitados.
    Gargery charlaba en ese momento con Kevin O'Conell y su mujer. Los burlones ojos azules de Kevin iban de Daoud, que alcanzaba casi los dos metros de altura con su imponente turbante, a Rose, tocada con un sombrero cargado de flores de seda que aleteaban como si fueran a salir volando de su cabeza. Imagino que, mientras tanto, se dedicaba a componer mentalmente la historia que le hubiera gustado escribir para su maldito periódico. En el alma de Kevin, el caballero y el periodista estaban siempre enfrentados; en aquella ocasión, sin embargo, estaba segura de que el caballero mantendría su palabra por varias razones pero, sobre todo, porque Emerson lo había amenazado con perpetrar algún ultraje sobre su persona en el supuesto de que se atreviera a publicar algo.
    Las risas de los niños aumentaban de volumen, ahogando el tono más sosegado de los mayores. Aunque siguiera refiriéndome a ellos como si todavía fueran unos niños, lo cierto era que, en su mayor parte, eran ya unos jóvenes. «Qué deprisa pasa el tiempo», pensé con dulce melancolía. Raddie, el más joven de los sobrinos mayores de Emerson, se acababa de graduar en Oxford; era un hombre apacible y erudito como su padre que, en ese mismo momento, charlaba con Nefret escuchándola atentamente mientras se la comía con sus dulces ojos azules. Los gemelos, Johnny y Willy, estaban en una esquina con Ramsés. Johnny, el cómico de la familia, debía estar contando alguna de sus disparatadas historias ya que la risa de Ramsés se podía oír con toda claridad, lo que no dejaba de ser un acontecimiento. Margaret, la hermana pequeña de Lía, jugaba con Bertie y Anna, los hijos de Katherine. Evelyn estaba hablando con Fátima quien, haciendo honor a la ocasión, se había quitado el velo y la ropa de color negro. Emerson se había unido a Walter y Cyrus Vandergelt y gesticulaba con gran animación. No me hacía muchas ilusiones sobre el contenido de su conversación.
    Katherine se echó a reír.
    —No podría ser más típico: los hombres haciendo corrillo para hablar de arqueología y las mujeres hablando de... Fréname, Amelia; creo que me están entrando ganas de casar a alguien.
    —No deja de ser normal en una ocasión como ésta —dije—. ¿Quién será el siguiente? Ninguno de tus hijos, supongo, son demasiado jóvenes todavía.
    —No tan jóvenes como para no sentir las primeras punzadas. Me temo que Anna se lo hizo pasar mal a Ramsés el año pasado. Pienso que él llevó la cosa con mucha delicadeza.
    —No le falta experiencia —respondí secamente—. No puedo imaginarme por qué lo hacen.
    Katherine me dio un codazo en las costillas: Ramsés se encontraba junto a nosotras.
    —Pido perdón —dijo—. ¿He interrumpido una conversación privada?
    —No hay nada de privado en ella —declaró Katherine con ojos risueños—. Especulábamos sobre cuestiones amorosas. ¿Qué piensas de Nefret y Raddie, Amelia? Parecen entusiasmados.
    —Él está como hipnotizado —dije, tras observar la mirada aturdida y la sonrisa llena de sentimentalismo de Raddie—. Y ella coquetea escandalosamente con él.
    —Practica, tan sólo —dijo Ramsés tolerante—. Sin embargo, Raddie no es la pareja adecuada para ella. Será mejor que vaya a rescatar al pobre muchacho.
    Los músicos, que hasta el momento se habían limitado a tocar una suave melodía de fondo, irrumpieron con un vals y los novios se dispusieron a abrir el baile. Walter y Evelyn se les unieron enseguida. Ramsés había alejado a Nefret de su víctima; su falda verde manzana se acampanaba ahora mientras él le hacía dar una amplia vuelta. Johnny bailaba con una joven dama llamada Curtis o Curtin, compañera de Lía en Saint Hilda.
    No pude ver nada más ya que, en ese momento, Emerson me asió imperiosamente y me llevó (o, para ser más exactos, me arrastró) hasta la pista de baile. Si uno quiere bailar el vals con Emerson tiene que concentrarse totalmente en ello: es el único baile que conoce y lo ejecuta con la misma energía que suele imprimir a todas sus actividades. Por fortuna, mi querida Evelyn había pedido a los músicos que tocaran un gran número de esas piezas.
    Dado que en la sala había muchos más hombres que mujeres, estábamos muy solicitadas. A lo largo de la tarde pude bailar con la mayor parte de los hombres, incluyendo a Gargery y, para mi sorpresa y diversión, con Selim, quien se mostraba muy ufano y muy atractivo, a pesar de la barba que se había dejado crecer con el fin de imponer más respeto a sus hombres. Mientras bailábamos, me explicó que Margaret había sido su maestra de baile y que tenía la intención de practicar lo máximo posible durante su estancia en Inglaterra ya que le gustaba mucho aquella nueva actividad y pensaba enseñársela a sus mujeres.
    Me es imposible recordar un día más feliz. Con el tiempo, me he llegado a preguntar si, aquel día, no sentimos todos una especie de oscura premonición que nos empujó a disfrutar con mayor alegría del presente a la vez que tratábamos de alejar el dolor por la pérdida futura. Como si intuyéramos que era la última vez que íbamos a estar todos juntos.
    Hacia el final de la tarde los recién casados se retiraron para cambiar sus vestidos por otros más apropiados para el viaje, después de lo cual, los dejamos marchar con más lágrimas que risas y con el usual ceremonial de despedida. Cuando el coche se adentró en la nebulosa oscuridad hacia «un destino desconocido», volvimos todos al salón.
    —Parece casi un funeral, ¿no? —dijo Emerson—. Tan pronto uno se deshace del cuerpo o de los cuerpos empieza a divertirse.
    La única persona que oyó el inconveniente comentario de Emerson fue Cyrus Vandergelt, quien conocía demasiado bien a mi marido como para sorprenderse de las cosas que decía. Su rostro, curtido y arrugado, se estiró en una amplia sonrisa.
    —Yo me lo he pasado muy bien. ¡No he estado nunca en una boda que fuera tan condenadamente divertida! Nunca podré olvidar el baile egipcio de Selim, mientras el novio golpeaba una olla, el padrino soplaba un silbato de juguete y el resto de nosotros los rodeaba, aplaudiendo con las manos.
    —Ni yo tampoco —dije tristemente—. Quizá hayamos bebido demasiado champán.
    —Bebamos un poco más, entonces —dijo Cyrus—. Y acabemos la fiesta lo mejor posible. ¡Que la banda toque de nuevo! ¡Vamos!

    DEL MANUSCRITO H:
    A Ramsés no le resultó difícil convencer a sus padres de que no dijeran nada a Nefret del escarabajo hasta que no hubiera pasado la boda. De hecho, dejaron que fuera él mismo quien le pusiera al corriente de la noticia: Selim, Daoud y Fátima habían regresado con ellos a Amarna House, y sus padres tenían ahora mucho que hacer ocupándose de los huéspedes y ultimando los preparativos para la partida. O, al menos, ésa era su excusa. Sabían perfectamente cómo reaccionaría Nefret a una acusación contra su amigo; Ramsés lo sabía también así que, dado que era probable que se echara a gritar, decidió que lo mejor sería alejarla de la casa cuando se lo dijera; por tal razón, le sugirió que salieran juntos a dar una vuelta a caballo.
    Era un día gris y ventoso; el viento daba pinceladas de color a las mejillas de Nefret, que se incendiaron cuando escuchó lo que Ramsés tenía que decirle.
    A pesar de que empleó algunas de las maldiciones que había aprendido de Emerson y otras que ni él mismo podía imaginar que supiera, la explosión de Nefret fue menos intensa de lo esperado. Sus ojos se estrecharon en una mirada que él había aprendido a temer aún más que sus ataques de mal genio.
    —¿Has hablado con el maldito comerciante?
    —No ha habido tiempo. Creo que iré a Londres mañana.
    —Mañana no. Le prometí a Fátima que la llevaría de tiendas.
    —Pero...
    —No vas a ir a Londres sin mí, Ramsés. Iremos pasado mañana.

    * * *

    Salieron a última hora de la mañana. Nefret no se quejó ni una sola vez de lo lento que conducía. Era una mala señal, como también su entrecejo fruncido y sus manos fuertemente apretadas. Había iniciado una de sus cruzadas y, cuando lo hacía, podía ser tan apasionadamente ilógica e irracional como su madre adoptiva. Una vez en la ciudad, mientras atravesaban el puente en dirección a Bond Street, Ramsés se vio en la obligación de recordarle algo que, sin duda alguna, no iba a ser de su agrado.
    —Me has prometido que me dejarás hablar la mayor parte del tiempo.
    —Lo hice —sus ojos azules lanzaron chispas—. Pero me gustaría volver a recordarte que no estoy de acuerdo con el método que has decidido seguir.
    —Ya lo has hecho —dijo Ramsés—. Varias veces y por extenso. Mira, Nefret, a mí tampoco me gusta. Traté de convencer a papá y mamá de que lo mejor era decírselo a David enseguida y, a falta de esto, confrontar a Esdaile con la verdad. Pero ya sabes cómo son.
    —Intentan protegernos todavía —suspiró la joven—. Es de agradecer por su parte pero, ¡resulta enloquecedor!
    —No son tan terribles como antes.
    —No. Antes no nos hubieran dicho nada sobre el escarabajo. Está bien, lo intentaremos a su modo, sólo que me pregunto cómo demonios vamos a conseguir alguna información útil sin admitir que fue David quien vendió el objeto.
    —Ya veremos.
    La tienda era pretenciosa, su mercancía demasiado cara y, por si fuera poco, el propietario los aduló como lo hubiera hecho Uriah Heep* con su tono más zalamero.

    * Uriah Heep. Personaje de la novela de Charles Dickens, David Copperfield. Símbolo de la mezquindad y de la hipocresía, encarna por excelencia el «héroe negativo» del mundo literario de Dickens. (N. de la T)
    Que miembros de la «distinguida familia de egiptólogos» compraran en su establecimiento era un honor que él jamás se hubiera atrevido a esperar. Todos sabían hasta qué punto «el profesor» desaprobaba a los vendedores de antigüedades.
    Por supuesto, él no era como los demás. Nadie había puesto nunca en duda la integridad de la firma...
    Obtener la información que querían sin mostrar sus verdaderas intenciones fue una cuestión larga y delicada. Tras examinar casi todos los objetos que había en la tienda, Ramsés consiguió la descripción del hombre que había vendido el escarabajo a Esdaile; aunque resultó tremendamente vaga, ya que Ramsés no se atrevió a preguntar por detalles como la estatura o el color del pelo; siendo como era un buen amigo del señor Todros, se suponía que debía estar al corriente de los mismos. Al final, Esdaile les ofreció una considerable rebaja en el precio de un collar de amatistas y oro que Nefret había admirado —«como muestra de mi buena voluntad, mis queridos y jóvenes amigos»— y Ramsés pensó que, tal vez, deberían comprarlo.
    —¿Ha encontrado ya un cliente para el escarabajo del señor Todros? —preguntó, mientras contaba el dinero.
    —Y para el resto de las antigüedades —Esdaile sonrió satisfecho y se frotó las manos—. Son de una delicadeza inusual, ya saben.
    Nefret abrió la boca. Ramsés le dio un codazo en las costillas.
    —Las otras, sí —murmuró dándose cuenta de que debería de habérselo imaginado—. Espero que hayan acabado en manos de coleccionistas que las sepan apreciar.
    —Sí, por supuesto —Esdaile dudó, pero sólo por un momento—. La ética profesional me impide darles a conocer sus nombres, por supuesto. Se trata, sin embargo, de un viejo amigo de su padre y no me cabe duda alguna de que ya habrá...
    —¿Quién? —preguntó bruscamente Nefret, con una sonrisa nauseabunda que hizo que Esdaile la mirara sorprendido.
    —No debería... Pero como los ushabtis serán expuestos muy pronto.
    —¿En el Museo Británico? —preguntó Ramsés, con un hilo de voz.
    —Justo allí, estaba seguro de que lo sabrían ya. Sí, los adquirió el señor Budge en persona. No es frecuente que compre a comerciantes británicos, ya saben, normalmente trata directamente con los egipcios, pero yo siempre le informo cuando cae en mis manos algo inusual así que, cuando le expliqué el origen de los ushabtis, dijo que no se podía resistir.
    Ramsés lo miró fijamente. Sabía que debía de parecer un idiota.
    —El origen... —repitió.
    —Sí, la colección del amigo de su abuelo. El viejo era su capataz, ¿no? Tal y como afirmó Budge, ¿qué mejor fuente que él, Rais durante tantos años del distinguido profesor Emerson? El señor Budge estaba tan encantado que se reía entusiasmado al abandonar la tienda. Él... ¿Pero..., señorita Forth, qué le pasa? ¿Se siente usted mal? Aquí... ¿una silla?
    Ramsés rodeó con su brazo los rígidos hombros de Nefret.
    —Aire fresco —dijo—. Está como ida. Todo lo que necesita es un poco de aire fresco.
    Cogió el paquete con el collar que había preparado Esdaile y, tras metérselo en el bolsillo, asió firmemente con las dos manos a su muda «hermana» y la sacó de allí. Tuvo que arrastrarla hacia la siguiente esquina, sin atreverse a soltarla hasta que llegó al interior de un edificio.
    —¿Pensabas que me iba a desmayar? —le preguntó ella con un destello en los ojos.
    —¿Tú? Pensaba que ibas a saltar sobre Esdaile negándolo todo. Y entonces se habría organizado una buena.
    —No hubiera cometido una estupidez tan grande. Pero atribuir algo así a un hombre que era la honestidad en persona y que, además, está muerto y no puede defenderse de una acusación tan despreciable como ésa...
    —No seas tan trágica —Ramsés la cogió por los hombros. Ella retrocedió y él no se lo impidió.
    —¿Qué pasa?
    —Estoy llena de magulladuras —dijo Nefret con malévola satisfacción—. ¿Hacía falta ser tan bruto?
    —¡Oh, Dios mío, Nefret, cuánto lo siento!
    —Quizá no tuviste más remedio —en uno de sus encantadores y desconcertantes cambios de humor se acercó a él y lo cogió por las solapas mientras sonreía a su cara llena de remordimiento—. Tú también estabas algo enfadado, confiésalo.
    —A lo mejor lo estaba. Pero la verdad es que la mayor parte de la gente no criticaría a Abdullah por haber coleccionado antigüedades. Todos lo hacen; todos excepto mi padre, claro está. El Museo de El Cairo compra a comerciantes cuyas existencias provienen de excavaciones ilegales. Budge mismo compra incluso a los ladrones de tumbas...
    —No me sorprende que Budge estuviera tan contento —le rechinaron los dientes.
    —Sí. Padre le ha criticado privada y públicamente por hacer precisamente lo que Budge supone que hizo Abdullah. Dios mío, la mitad de los ladrones de tumbas de Luxor eran amigos suyos y la otra mitad conocidos. Y si Abdullah lo hizo a espaldas de mi padre, éste se sentirá herido y furioso.
    Nefret inclinó su cabeza sin responder. «Se lo está tomando muy a pecho», pensó el joven cogiéndola de la mano.
    —Vamos a casa, querida. Hemos descubierto ya lo que queríamos saber.
    —Mmm... —un instante después, ella levantó la mirada, tomó su brazo y dijo, serena—: Nos hemos perdido la comida. Vamos a tomar un té en alguna parte antes de ponernos en camino.
    —Está bien.
    —Ha sido una bendición que la tía Amelia no estuviera con nosotros —dijo Nefret mientras se dirigían hacia el coche—. Sabes lo que sentía por Abdullah. ¡Explotará cuando oiga esto!
    —Me temo que tienes razón. Sentía una gran devoción por su viejo y querido compañero.
    —Sueña con él, ¿lo sabías?
    —No tenía ni idea —Ramsés le abrió la puerta.
    —Quizá no debería de habértelo dicho. No le gusta que la tomen por una sentimental.
    —No diré nada. Es realmente conmovedor. ¿Te has preguntado alguna vez...? —Ramsés dio la vuelta al coche y se metió dentro—, ¿te has preguntado alguna vez qué fue lo que le susurró al oído momentos antes de morir?
    Nefret prorrumpió en uno de sus encantadores gorjeos.
    —Vaya, Ramsés, ¡no sabía que los hombres sintieran curiosidad por ese tipo de cosas! Por supuesto que me lo he preguntado. Ella no lo ha contado nunca y no creo que lo haga jamás. Todos le echamos de menos pero lo que había entre ellos era algo muy especial.
    —Sí. Bueno, ¿dónde quieres que vayamos a tomar el té?
    Le sorprendió que eligiera el Savoy, normalmente prefería ambientes con menos pretensiones, pero siguió sin sospechar nada cuando ella se excusó para levantarse de la mesa, tan pronto el camarero les acomodó. Volvió antes de lo que Ramsés esperaba e incluso para un ojo masculino como el suyo, carente por completo de sentido crítico, era evidente que no había estado maquillándose o arreglándose el pelo que el viento había despeinado.
    —¿Qué te traes entre manos? —le preguntó retirándole la silla y sentándose él a su vez.
    Nefret se quitó los guantes.
    —Recordé que estaban en la ciudad esta semana. No los conoces.
    —¿A quiénes?
    —Aquí están —Nefret se levantó e hizo una señal con la mano.
    Eran dos, hombre y mujer; jóvenes, bien vestidos y obviamente americanos. Ramsés no conocía a ninguno de ellos pero cuando Nefret se los presentó, sus nombres le sonaron. Jack Reynolds había estado en Giza con Reisner el año anterior. Guardaba un cierto parecido con su mentor, lo que no dejaba de ser divertido, y otro aún mayor con el anterior presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, con el que compartía el mismo cuerpo rechoncho, espeso bigote y dientes más bien prominentes. Faltaban tan sólo las gafas, aunque quizá éstas llegarían con el tiempo, ya que no parecía haber cumplido todavía los treinta.
    La muchacha era su hermana; tenía el pelo oscuro, las mejillas sonrosadas, unas agradables formas redondeadas, y se comportaba de un modo alegremente informal. Ofreció su mano a Ramsés y sacudió la cabeza, sonriendo, cuando éste se dirigió a ella llamándola señorita Reynolds.
    —¡Caramba! Nefret y nosotros nos tuteamos, y ella nos ha hablado tanto de ti que no puedo dejar de considerarte ya como un viejo amigo. Me llamo Maude. ¿Puedo llamarte Ramsés? Encuentro que es un nombre monísimo.
    —Calla y siéntate, Maude —dijo su hermano con una amigable sonrisa—. Espero que podáis perdonarla, amigos, no está muy bien educada aunque estoy seguro de que no te importará pasar por alto las formalidades con nosotros, Ramsés. Es un verdadero honor conocerte. He leído todos tus artículos y tu libro sobre gramática egipcia; el señor Reisner piensa que eres la persona de tu generación más competente en la materia.
    —Oh, ¿es eso cierto? —un poco avasallado por tanta cordialidad, Ramsés se dio cuenta de que su respuesta había sonado estirada y pomposa. Esbozando una sonrisa, prosiguió—: El mejor cumplido que me hizo fue decirme que, si seguía trabajando así durante otros diez años, quizá llegaría a ser la mitad de buen arqueólogo de lo que es mi padre.
    Maude lo miró fijamente con la boca abierta. Su hermano soltó una carcajada.
    —Eso es, desde luego, un cumplido. Espero, compañeros, que nos podamos ver esta temporada. ¿Dónde vais a trabajar?
    —El profesor no nos lo dice nunca hasta el último minuto —dijo Nefret con una graciosa mueca—. Pero, cuéntame ahora, Maudie, ¿qué habéis estado haciendo en Londres? Espero que Jack no te haya hecho pasar la mayor parte del tiempo en ese viejo y polvoriento Museo Británico.
    A pesar de que parodiaba escandalosamente el modo de hablar y las maneras de la pobre Maude, su víctima no se dio cuenta y le respondió con igual vivacidad. En tanto las mujeres discutían sobre tiendas y cotilleaban sobre amigos comunes, Jack hablaba de arqueología y Ramsés intentaba prestar atención a los tres mientras se preguntaba qué demonios intentaba hacer Nefret (además de comerse la mayor parte de los sándwiches y poner en ridículo a su amiga). Finalmente, la joven apartó su plato y pidió un cigarrillo.
    —No pretendíamos ignorarles, señoras —dijo Jack con otra de sus risas campechanas—. Imagino que estaréis cansadas de toda esta cháchara sobre egiptología.
    Nefret le miró como si estuviera a punto de decir una grosería. Ramsés se apresuró a buscar algo en su bolsillo de donde sacó poco después sus cigarrillos y un paquete envuelto en papel de seda. Ofreció la cajetilla a Nefret y encendió una cerilla. Con la prisa, había dejado caer el paquete sobre la mesa. Su contenido se des-parramó en una maraña de púrpura y oro.
    Maude contuvo la respiración.
    —Caramba, es precioso. ¿Es auténtico?
    Nefret dejó escapar una nube de humo, sonrió a Maude y dijo dulcemente: «¿quieres decir que si es genuino? Ramsés me lo acaba de comprar, ¿no es una monada? En Esdaile. ¿Conocéis el sitio? El collar es auténtico pero tened cuidado si compráis algo allí; nosotros... bueno, nosotros adquirimos allí algo hace poco, que luego resultó ser una excelente falsificación».
    —¿Por qué lo comprasteis, entonces? —preguntó Jack.
    —Tenemos nuestras razones —dijo Nefret misteriosa.
    Ramsés consideró que había llegado el momento de cambiar de tema.
    Cuando abandonaron el Savoy era ya de noche. Uno de los sirvientes les trajo el coche y encendió los faros. Nefret se sentó en el asiento del conductor mientras Ramsés ofrecía una propina.
    —¿Y bien? —le preguntó ella entrando en la corriente de tráfico nocturno que circulaba por el Strand.
    Ramsés abrió los ojos. A pesar de que nunca se había dado ningún golpe, verla conducir era una experiencia que ponía los nervios de punta.
    —Bien, ¿qué? Nefret ese autobús...
    —Me puede ver.
    —¿Qué estás haciendo ahora?
    —Poniéndome el casco de conducir. El pelo se me va de un lado para otro.
    —Lo he notado. ¿Por qué no cambiamos de sitio? A menos que su alteza real se decida a conducir con las dos manos.
    Nefret le puso mala cara, pero hizo lo que le pedía parándose en seco en medio de la calzada. Conducía como un egipcio mientras que David, uno de ellos, lo hacía como una pequeña y vieja dama. «Hay demasiados estereotipos», pensó Ramsés, mientras se apresuraba a dar la vuelta al coche perseguido por los bocinazos y alaridos de los frustrados conductores de otros vehículos.
    —¿Qué piensas de los Reynolds? —preguntó ella mientras escondía su pelo bajo una gorra.
    —Espero que no sospeches que él es nuestro falsificador.
    —Sospecho de todo el mundo. Déjame que te resuma lo que sabemos de ese canalla hasta la fecha —Nefret se volvió hacia él y empezó a contar con los dedos—. Primero, se trata de un experto egiptólogo; tú mismo has dicho que un aficionado no podría elaborar un texto así. Dos, debe ser nuevo en la especialidad...
    —Probable, pero no seguro. Esdaile compró los objetos el pasado mes de abril pero no sabemos si los otros fueron vendidos antes.
    —Es una posibilidad razonable —dijo Nefret con firmeza—. Tres, es joven, un viejo lleno de arrugas no podría hacerse pasar por David. Cuatro, y cito textual-mente al señor Esdaile, habla inglés como un nativo...
    —Eso deja a Jack fuera de toda sospecha —dijo Ramsés.
    Ella dejó escapar una melodiosa carcajada.
    —¿Quién es ahora el intolerante?
    —No quería decir eso —protestó Ramsés—. Tan sólo quería decir que el acento americano es, bueno, distintivo.
    —No si lo disimula una gruesa capa de falso acento egipcio —dijo Nefret triunfante—. Cinco, sabe mucho sobre nosotros: el nombre y la apariencia de David, su relación con la familia, lo mismo que de Abdullah. Eso confirma la hipótesis de que se trata de un egiptólogo y, muy probablemente, de uno con el que tenemos algún tipo de relación.
    —Puede haber obtenido toda esa información de los periódicos. Padre y madre han sido a menudo protagonistas de los titulares, especialmente gracias a su amigo O'Conell.
    —¡Maldita sea, Ramsés, hemos de empezar por algún sitio! Si vas a quitarme la razón en todo lo que digo...
    —Está bien, está bien. Podría haber algo de cierto en todos esos puntos pero no puedo tomar en serio a Reynolds. Por una sola razón: carece de motivos para ello. Los Reynolds deben de tener sus recursos. Un arqueólogo que vive de su salario no frecuenta el Savoy.
    —Desconocemos el móvil —arguyó Nefret—. Podría tratarse de uno extraño y perverso. ¡No te rías! Los móviles de la gente no siempre son racionales.
    —Indudablemente.
    —¿Qué piensas de Maude?
    —Pienso que fuiste muy grosera con ella.
    —Lo fui, ¿no? —Nefret soltó una risita—. Si quieres saberlo, fue ella la que se comportó groseramente con David el año pasado. No le trató exactamente como se trata a un sirviente pero estuvo muy cerca. Maudie y yo no tenemos muchas cosas en común, pero Jack insiste en empujarnos a una en brazos de la otra. No lo tiene nada fácil si cree que a las mujeres les interesa sólo la moda y el coqueteo.
    —Les guardas rencor, ¿no es así?
    —Cuando se trata de mis amigos, sí. ¿Viste cómo dio un salto cuando mencioné a Esdaile?
    —Ella no saltó, fui yo el que lo hizo. ¿No habíamos quedado en que no mencionaríamos las falsificaciones?
    —Relacionándolas con David pero yo no lo mencioné. De todos modos, si los Reynolds son tan inocentes como crees, lo que dije debería carecer de sentido para ellos.

    Los chicos volvieron tarde y, aunque estaba deseando que me pusieran al corriente de lo que habían descubierto, tuve que esperar un poco porque la cena estaba en la mesa y, según lo que Ramsés me había adelantado en un susurro, eran muchas las cosas que tenían que contarnos. Por fortuna, aquella noche nuestros huéspedes se retiraron pronto, tal y como solían tener por costumbre. Serían alrededor de las once, cuando Emerson y yo abandonamos sigilosamente nuestra habitación y nos dirigimos a la de Ramsés.
    A pesar de haber alcanzado el digno status de ama de llaves, Rose insistía en seguir limpiando la habitación de mi hijo con sus propias manos. Tarea inútil; apenas diez minutos después de que ella hubiera salido del cuarto, ropa, libros, papeles y demás objetos usados por Ramsés en sus investigaciones cubrían de nuevo cualquier superficie que fuera susceptible de acogerlos, y tras haber sido abandonados por su dueño. Tengo que reconocer, sin embargo, que había intentado ordenarla un poco antes de que llegáramos y que hasta había encendido el fuego que ahora ardía, alegremente, bajo la repisa de la chimenea.
    Nefret estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra junto a la chimenea, con Horus arrellanado en su regazo. Horus era el más grande, y también el menos afectuoso de nuestra actual cosecha de gatos; el apego que Nefret sentía por él era algo que me resultaba completamente inexplicable. Y eso que el gato parecía corresponderle, aunque fuera a su manera, un tanto adusta, pues las suyas eran las únicas caricias que aceptaba. A Emerson y a mí se limitaba a tolerarnos, David, sencillamente, no le gustaba y detestaba a Ramsés, sentimiento que este último compartía plenamente.
    —Me siento como un maldito espía —refunfuñó Emerson dejándose caer sobre una butaca—. Mantengo la opinión de que deberíamos hacer partícipe a Selim de todo este asunto. Es un joven muy listo y conoce bien a muchos falsificadores.
    —Mmm —dije—. Qué collar tan bonito, Nefret. ¿Es nuevo?
    —Me lo ha comprado Ramsés.
    Mi hijo también se había sentado en el suelo con la espalda apoyada contra una caja de libros y con el gatito en su regazo; lo seguía a todas partes como un perrito. Las numerosas manchas de grasa que habían aparecido últimamente en los bolsillos de varios abrigos de Ramsés, junto al entusiasmo que todos nuestros gatos sentían por el pollo, me hacían suponer que aquella devoción no debía de ser completamente altruista. A pesar de ello, no me opuse, me gustaba ver cómo Ramsés se encariñaba con uno de nuestros gatos; había estado muy unido a nuestra querida y difunta Bastet, progenitora de la tribu, y cuando ella murió se había negado por completo a que la reemplazáramos por otra. Bastet había viajado con nosotros a lo largo y ancho de Egipto, al igual que Horus ahora; Ramsés, sin embargo, pensaba que el gatito era todavía demasiado pequeño para viajar aquel año.
    Mirándonos a su padre y a mí, dijo:
    —Las cuentas son auténticas pero han sido ensartadas de nuevo, probablemente sin respetar el orden original. Creí que era aconsejable comprar algo, padre, para ocultar...
    —Sí, sí —gruñó Emerson—. ¿Y bien?
    Ramsés repitió la descripción que había conseguido sonsacar (¡según él!) al vendedor. Emerson dejó escapar un gemido:
    —¡Maldita sea! Esperaba que el parecido no fuera tan grande.
    —Lo cierto es que fue muy poco preciso, padre. Un tipo joven y de apariencia atractiva; menos oscuro de piel que la mayor parte de los egipcios (me pregunto cuántos egipcios habrá conocido), de estatura y figura similares a la mía.
    —Lo del turbante fue un error —dijo Nefret—. David nunca lleva.
    —La gente supone que todos los egipcios llevan turbante o fez —dijo Ramsés mientras acariciaba al gatito—. Forma parte del vestido. Y, además, un turbante puede servir para disimular la verdadera estatura de una persona.
    —Eso no es todo, ¿no es así? —pregunté—. Suéltalo de una vez, Ramsés.
    A medida que la historia avanzaba, apenas podía contener mi indignación. La primera vez que Abdullah y yo nos encontramos él me miró con profunda desconfianza y con un cierto resentimiento. Siendo como era, tan sólo una mujer, no sólo había osado manifestar mi opinión en voz alta sino que, además, me había interpuesto entre él y el hombre que admiraba por encima de todos. Con el paso de los años, sin embargo, nuestra extraña amistad creció y se hizo más profunda por lo que, antes incluso de su heroica muerte, había conseguido ganarse mi más sincera consideración. La calidad profesional de Abdullah era tan alta como la de cualquier arqueólogo europeo; sí, ¡incluso superior a la de la mayor parte de ellos!
    —Él hubiera sido incapaz de hacer una cosa así —dije—. Nunca. Hubiera pensado que con ello traicionaba nuestra amistad.
    Al verme incapaz de controlar mi cólera, Emerson controló la suya. Cogiéndome la mano, me dio una palmadita y empezó a hablar con esa voz suave y susurrante que el mismo ayudante del demonio teme más que sus propios gritos.
    —Nuestro desconocido contrincante es un bastardo muy inteligente, ¿no es así? Abdullah conocía a todos y cada uno de los comerciantes y ladrones de tumbas que había en Egipto. Si hubiera querido formar su propia colección de antigüedades, ésta hubiera sido de una calidad espléndida. La mera mención de su nombre bastaba para atribuir a las antigüedades falsas un origen creíble, lo que automáticamente aumentaba su precio. El muy canalla no podía imaginarse que seríamos precisamente nosotros los que acabaríamos por descubrir el fraude pero, ¡caramba!, ¡podía haber previsto incluso esta posibilidad! Estaréis de acuerdo conmigo en que nos ha colocado en una situación muy delicada. Si queremos proteger a David, lo único que podemos hacer es seguir adelante con el engaño. Nadie pone en duda su derecho a disponer de la colección de su abuelo pero, si al final resulta que los objetos son falsos...
    —Alguien lo descubrirá —dije—. Tarde o temprano.
    —Hay una alta probabilidad de que sea más bien tarde que temprano —dijo Emerson—. Si es que llega a descubrirse alguna vez. No es tan fácil identificar una falsificación bien hecha, ya lo sabéis; en la actualidad, hay varias expuestas en diversos museos, ¡incluido nuestro querido Museo Británico! Budge es incapaz de detectarlas a menos que lleven estampado en la base «Made in Birmingham».
    Nadie replicó a esta afirmación (ligeramente) exagerada. Todos conocíamos el aborrecimiento que Emerson sentía por el Conservador de Antigüedades Egipcias. Para ser justa con mi marido, debería añadir que aquélla era una opinión que compartían muchos egiptólogos aunque quizás con un grado de intensidad algo menor. Aun en el caso de que Budge descubriera que los ushabtis eran simples imitaciones, no era probable que reconociera abiertamente que había sido engañado; y, por otra parte, era una deshonra seguir sosteniendo el fraude con nuestro silencio, por muy grande que fuera el peligro que corriera David.
    El crepitar de las llamas y los agudos chillidos somnolientos del gatito fueron, durante un buen rato, los únicos ruidos que rompieron el silencio.
    —Al menos, ahora sabemos lo que estamos buscando —dijo Ramsés con un tono tranquilo e impasible—. Cualquier objeto susceptible de haber sido vendido por David o de haber pertenecido a Abdullah.
    Cuantos más podamos localizar, mayor será la posibilidad de dar con la pista que nos ayude a identificar al individuo en cuestión.
    —De acuerdo —dijo Nefret—. Pero, ¿qué es lo que vamos a hacer? No podemos preguntar directamente a los comerciantes si, últimamente, han comprado antigüedades a David; se preguntarían por qué no nos lo ha dicho a nosotros.
    —¡Caramba, es verdad! —exclamé—. No podemos levantar la sospecha de que la transacción no fue legítima. Entonces cómo...
    No acabé la frase. No fue necesario, todos sabíamos la respuesta. Se me encogió el corazón cuando vi la cara de Emerson. Tenía los labios entreabiertos y los ojos brillantes.
    —Ocultando nuestra verdadera identidad —dijo, feliz—. Así es como lo haremos. ¡Haciéndonos pasar por ricos coleccionistas!, diré que he oído rumores de que una excepcional partida de antigüedades ha entrado recientemente en el mercado...
    —No, Emerson —dije—. No, querido. Tú, no.
    —¿Por qué demonios yo no? Confío —dijo Emerson frunciendo el ceño—, en que no querrás decir que no soy capaz de organizar una mascarada de este tipo tan bien como... como cualquiera.
    Su enfurecida mirada cayó sobre Ramsés. El buen hacer de Ramsés en el dudoso arte del disfraz era una fuente de irritación y, al mismo tiempo, de orgullo para su padre; no sólo porque hubiera sido adiestrado por un individuo al que mi marido aborrecía particularmente sino, también, porque se trataba de un mundo en el que, en su fuero interno, le hubiera gustado poder destacar. Sentía una gran afición por el teatro y una verdadera pasión por la barba, con toda probabilidad porque yo le había privado de ella y ¡no en una, sino en dos ocasiones! Por desgracia, se trata de una habilidad en la que Emerson no triunfará nunca. No sólo su magnífico físico es casi imposible de enmascarar sino que, además, tiene un carácter terrible que explota a la mínima provocación.
    Ramsés mantuvo un prudente silencio. En cambio, yo dije:
    —No estoy dando a entender nada, Emerson, te lo diré sin rodeos. No existe modo alguno de ocultar el color zafíreo de tus ojos, o la fuerza de tu barbilla y boca o tu imponente estatura e impresionante musculatura.
    Los adjetivos consiguieron mitigar el efecto de mis palabras, pero Emerson estaba tan empeñado en seguir adelante con su idea que no podía abandonarla sin probar con un último argumento.
    —Una barba —sugirió.
    —No, Emerson. Sé lo mucho que te gustan las barbas pero no es lo más adecuado en este caso.
    —Una barba y acento ruso —sugirió Emerson—. Niet tovarich.
    Ramsés se estremeció, los labios de Nefret temblaban intentando contener la risa.
    —Oh, muy bien —dije—. Me disfrazaré contigo. ¿Tu mujer? De eso nada, tu amante. Francesa. Una peluca a lo Tiziano y una buena mano de colorete y polvos; satén color champán con un escote justo por encima de... eh, y enormes cantidades de joyas. Topacios o, quizá... cuarzo.
    Emerson me miró. Su expresión delataba que me imaginaba vestida en ese modo.
    —Ummm —dijo.
    —Padre —exclamó Ramsés—. No puede permitir que nuestra madre se presente en público vestida como una... una...
    Emerson soltó una carcajada.
    —¡Caramba! —dijo entre risas—, qué remilgado eres, muchacho. Ella no quería decir eso. Al menos no creo... Está bien, Peabody, renuncio. Dejaremos que sea Ramsés el que lo haga, ¿eh?
    —Gracias, padre.
    —La idea de la amante francesa es excelente, sin embargo —dijo Nefret pensativa—. Y yo ni tan siquiera necesitaría la peluca. Un poco de henna bastaría.

    CARTAS DE LA COLECCIÓN B:
    Queridísima Lía:
    Debería añadir «y David» pues sé perfectamente que, viviendo como estarás los primeros momentos de embriagadora plenitud de afecto matrimonial, querrás compartirlo todo con él. A pesar de ello, espero, querida, que no le harás partícipe de todas mis confidencias. ¿Sabes (deberías saberlo) que eres la única mujer amiga que he tenido nunca? La tía Amelia y yo estamos muy unidas pero hay cosas que ella no entendería nunca. Por eso es mejor que te prepares, querida Lía, para un auténtico aluvión de cartas. A causa de tus continuos viajes algunas, quizá, ni tan siquiera lleguen a tus manos, pero el simple hecho de escribirlas me servirá como sustituto, débil a pesar de todo, de las largas conversaciones que manteníamos cuando estábamos juntas.
    Nunca adivinarás con quién nos encontramos Ramsés y yo en Londres la semana pasada: Maude Reynolds y su hermano Jack, te acordarás de ellos, los americanos que estaban con Reisner el año pasado. Tras los habituales «¡qué sorpresa!» y «¿qué estáis haciendo en Londres?», presenté a todo el mundo como es debido.
    Ramsés adoptó enseguida el aire cabizbajo con el que intenta siempre parecer modesto e inofensivo. Absolutamente inútil, por supuesto, al menos cuando se trata de mujeres. Maude no tardó en empezar a parlotear y a sonreírle. Tal vez su habitual solemnidad sea la razón de que su sonrisa cause tanto impacto. Si Maude no hubiera estado sentada, se habría tambaleado al verle.
    Jack es un tipo bastante agradable, aunque a su estilo, un tanto obtuso. ¿Si, al menos, no tratara a las mujeres como trata a la descerebrada de su hermana, con esa mezcla de afecto y condescendencia. Jack nos explicó que Maude y él habían estado «haciendo» un viaje por Europa, antes de volver a El Cairo para la temporada invernal.
    Tomamos el té con ellos en el Savoy, donde estaban alojados. Maude estuvo tan adorable como sólo ella puede estarlo, abundantes rizos negros, grandes ojos marrones y mejillas regordetas y sonrosadas. «¡Miau!», dirás. Está bien, lo admito, he envidiado siempre a las chicas que tienen ese intenso color otoñal y el talle maduro y redondeado; ¡no es justo que Maude tenga esos mofletes! Yo estoy demasiado delgada, apenas tengo pecho y no sé comportarme de modo adorable.
    Preguntaron por ti y por David, por supuesto.

    * * *

    Las revelaciones de Esdaile habían complicado la búsqueda del falsificador. Ramsés seguía insistiendo en que debíamos de hacer público el asunto aunque, al mismo tiempo, reconocía que podía resultar muy cruel que, a través de terceras personas, el asunto llegase a oídos de David; y eso era, precisamente, lo que podía suceder una vez hubiera empezado a correr la voz. Nefret, quien en un principio había compartido la opinión de Ramsés, se dejó convencer por este argumento, lo que no dejaba de ir en contra de su naturaleza, y se puso de nuestra parte.
    Era necesario llevar a cabo algunas averiguaciones preliminares; no podíamos llamar personalmente a todos y cada uno de los comerciantes y coleccionistas de Europa. Mientras que Emerson y yo discutíamos sobre cuál sería el mejor modo de proceder, Ramsés desapareció de repente de casa. Al preguntar por él a Nefret, ésta admitió que sabía dónde había ido y nos aseguró que no se trataba de nada ilegal y peligroso tras lo cual, se negó cortésmente a contestar cualquier otra pregunta al respecto.
    Ramsés reapareció dos días después, del mismo modo inesperado en el que había desaparecido, y respondió a nuestras ansiosas preguntas entregándonos un fajo de telegramas. Una simple mirada a uno de ellos nos bastó para comprenderlo todo. Había sido enviado al señor Hiram Applegarth desde el Savoy, y en él se podía leer, ADQUIRIDOS DOS ESPLÉNDIDOS ESCARABAJOS DE FUENTE INTACHABLE STOP QUEDO A LA ESPERA DE SU VISITA.
    Mientras hojeaba los mensajes, Emerson dejó escapar una retahíla de maldiciones que finalizó con un enfático:
    —¡Maldita sea! ¿Has mandado telegramas a todos los comerciantes de Europa? Debe de haberte costado una fortuna. ¿Y era absolutamente necesario alojarse en el Savoy?
    —Sí, si quería dar una cierta imagen de riqueza —explicó Ramsés—. Tenía que ponerles un remite y no podía usar nuestra dirección.
    —Visto que no pides nunca dinero ni a tu padre ni a mí, espero que no hayas usado el de Nefret —dije.
    —No es mi dinero —replico ésta con brusquedad antes de que Ramsés pudiera contestar—. Es nuestro, de Ramsés, vuestro, de David, de Lía. Somos una familia, ¿no? Me parece haberlo dicho ya...
    —Sí, querida, lo has hecho —repliqué sin dejar de observar a mi hijo, quien me devolvió la mirada acompañada de una enigmática expresión. Cuando Nefret había dicho, «el dinero no es mío sino nuestro», lo había hecho con la mano en el corazón; a algunas personas les resulta más fácil dar que recibir, pero que Ramsés aceptase algún tipo de ayuda era algo realmente inaudito. Al hacerlo, no sólo había reconocido a Nefret como su igual sino que, al mismo tiempo, había conseguido doblegar por una vez su elevado orgullo. Le dediqué una sonrisa llena de aprobación—. Bien, creo que es mejor que lo dejemos estar ya que el procedimiento parece haber resultado eficaz.
    —En cualquier caso, deja abiertas diversas posibilidades —dijo Ramsés—. Visto que nos marchamos dentro de una semana, Nefret y yo, queríamos actuar sin demora.
    Nos marchábamos, era cierto, y todos lo estábamos deseando. Los tristes y aburridos días de otoño se cernían sobre nosotros; tan sólo unas pocas y amarillentas hojas colgaban todavía de las ramas vacías y las últimas rosas habían perecido a causa de una temprana helada. Las horas de oscuridad se habían alargado, y el viento soplaba frío y húmedo.
    En pocas palabras un tiempo más que propicio para sufrir una tentativa criminal. Aquella noche, el guarda y su familia se habían encerrado cómodamente en su casa, con las cortinas corridas para protegerse de la lluvia y de la oscuridad. Nuestros mimados y perezosos perros no hubieran abandonado su caseta bajo ningún concepto en una noche como aquella. Nosotros habíamos pasado el día fuera, de excursión, y yo había sugerido que nos retiráramos pronto.
    Al menos, pensé que nos habíamos retirado todos temprano. Debería haber imaginado que Ramsés haría caso omiso de mi consejo maternal. No he dejado de preguntarme por qué no estaría dormido a aquella hora de la madrugada (las dos, para ser más precisos). Su habitación se encuentra encima de la biblioteca y la ventana estaba abierta (creo firmemente en los beneficios del aire fresco), pero, aun así, pienso que nadie más hubiera podido oír el ruido, amortiguado por la lluvia y el viento, que produjeron los cristales al romperse. Como dicen los egipcios, mi hijo sería capaz de oír un susurro al otro lado del Nilo.
    Ramsés no pedía nunca ayuda así que, él solo, se dirigió hacia el piso de abajo para investigar.
    El estruendo que se produjo tras su encuentro con los ladrones hubiera despertado a un muerto. Incluso Emerson, que duerme profundamente y tenía buenas razones para estar cansado esa noche, saltó de la cama. Al hacerlo, se dio de bruces contra una silla, lo que me permitió alcanzar la puerta antes que él; mientras corría por el vestíbulo podía oírlo maldecir, jadeante. No había tiempo que perder, ni siquiera para ponerse una bata; el ruido que nos había despertado había sido producido por el disparo de un arma de fuego.
    No hubiera podido decir de dónde provenía con exactitud, si no hubiera sido porque una forma blanca pasó delante de mí. Con un brillo tenue y fantasmagórico atravesó el vestíbulo, escasamente iluminado, hasta llegar a lo alto de las escaleras y, entonces... Durante un instante, sumida en el desconcierto, llegué a pensar que había echado a volar. El fuerte golpe y el grito «¡Maldición!», me hicieron comprender que la figura era humana, la de Nefret, en concreto, y que ésta se había deslizado por la barandilla para ganar unos segundos que podían resultar preciosos. Levantándose sin perder tiempo, echó a correr por el pasillo que conducía a la biblioteca.
    Por necesidad, mi descenso fue menos precipitado. Emerson, quien, una vez despierto, puede recorrer una gran distancia con gran rapidez, me alcanzó justo al final de las escaleras. Estrechándome contra él mientras me tambaleaba, bramó: «¿Qué demonios...?».
    La respuesta era clara; el estrépito que causaban la lucha y la destrucción de muebles provenía de la biblioteca, cuyas luces encendidas se podían ver desde el pasillo. Emerson soltó una palabrota y se dirigió hacia allí, arrastrándome con él.
    Al llegar contemplamos una escena desastrosa. La lluvia entraba a ráfagas, a través de las ventanas rotas, y había trozos de cristal esparcidos por el suelo. Habían volcado las sillas y tirado los libros de las estanterías. Un cuerpo inmóvil yacía boca abajo junto al escritorio, algunos de cuyos cajones aparecían abiertos y su contenido desparramado por la alfombra. Sobre ésta forcejeaban también dos hombres, rodando de un lado a otro. Uno de ellos era un individuo corpulento que vestía ropa tosca y oscura; su mano derecha empuñaba una pistola, mientras su adversario lo asía por esa misma muñeca. El lector ya habrá adivinado que tal adversario no era otro que mi hijo, ataviado con el amplio pantalón de algodón que suele usar de pijama. Ligera, como una hoja mecida por el viento, Nefret bailaba alrededor de ellos blandiendo un cuchillo y esperando el momento propicio para atacar. Saltó sobre ellos, maldiciendo, cuando el ladrón hizo caer a Ramsés sobre su espalda... y sobre los cristales rotos. A pesar de todo, siguió sin soltar a su presa, y la maldición que salió de sus labios demostró que era un digno hijo de su padre.
    —Quítate de en medio, Nefret —dijo Emerson. Cogiendo al ladrón por el cuello de su chaqueta, lo alzó por los aires y le arrancó la pistola que aferraba débilmente. Ramsés se puso de pie poco a poco, sangrando y respirando con dificultad. Cuando consiguió recuperarse, dirigió sus primeras palabras a Nefret.
    —¡Maldita sea! ¿Por qué no le has seguido? —inquirió.
    La mirada de Emerson pasó del cuerpo inmóvil que se encontraba en el suelo a aquél que él mismo sostenía, retorciéndose, a una cierta distancia.
    —¿Había otro? —preguntó.
    —Sí —murmuró Nefret a través de sus pequeños y blancos dientes—. Si no corrí detrás de él fue porque pensé que Ramsés podría necesitar mi ayuda con los otros dos. ¡Tonta de mí! ¡Perdóname!
    —Se llevó el escarabajo, ¡maldito sea!
    —¿Estás seguro? —pregunté, mientras Emerson seguía sacudiendo al ladrón sin darse cuenta y Nefret miraba a su hermano.
    —Sí —dijo Ramsés—. Cuando encendí las luces ese tipo lo tenía ya en sus manos. Al dirigirme hacia él se lo lanzó al tercer hombre, quien estuvo a punto de romperse la cabeza, creo, porque atravesó la puerta de cristal sin ni siquiera abrirla.
    —¿Qué es lo que hacía éste? —inquirió Emerson interesado, refiriéndose al hombre que se encontraba tendido en el suelo.
    —Trató de intervenir —dijo su hijo.
    —Según veo, tenía también una pistola —dijo Emerson—. Deberías cogerla, Peabody, querida; no creo que esté en condiciones de usarla pero no está de más ser precavidos. Ramsés, pide perdón a tu hermana.
    —Lo siento —murmuró Ramsés.
    —Ahora que lo pienso, me siento halagada —dijo Nefret, con uno de sus inesperados cambios de humor que algunas personas encuentran encantadores (y otras un tanto exasperantes). Al dirigirse hacia Ramsés pisó sin querer algunos cristales, lo que le hizo soltar un pequeño grito.
    Emerson la cogió con el brazo que aún tenía libre y la acercó hasta una silla.
    —Mira bien por donde pisas, Ramsés, tú también vas descalzo. Bueno, creo que es demasiado tarde para tratar de alcanzar al hombre que salió huyendo, pero me apuesto lo que queráis a que este caballero nos contará con mucho gusto todo lo que sabe.
    Diciendo esto, sonrió afablemente al ladrón, un tipo fornido al que sostenía todavía con una mano como si se tratase de un niño. A esas alturas, todos los ocupantes de la casa se habían levantado y un buen número de ellos se había unido a nosotros, preguntando a voz en grito y blandiendo diversos instrumentos mortales. El ladrón miró ferozmente a Emerson, desnudo hasta la cintura y con los músculos en tensión, a Gargery con su porra, a Selim, con un cuchillo aún mayor que el de Nefret, a un variado grupo de lacayos armados con atizadores, azadas y cuchillos de carnicero, y a la gigantesca figura de Daoud avanzando directamente hacia él.
    —¡Es un condenado ejército! —gorjeó—. ¡Ese bastardo mentiroso dijo que usted era una especie de profesor!
    Amanecía cuando acabamos de arreglarlo todo. Sacar los trozos de cristal de la espalda de Ramsés y de los pies de Nefret me costó unos buenos veinte minutos, y empezaba a temerme que sería imposible eliminar por completo las manchas de sangre que había sobre la alfombra. La policía local se llevó a los ladrones. El que yacía en el suelo había acabado por recuperar el conocimiento, mas al insistir entre gemidos que no podía caminar, hubo que transportarlo en una camilla. Parecía bastante malherido.
    Aunque el otro ladrón se había mostrado dispuesto a cooperar, le resultó imposible, sin embargo, describirnos al hombre que los había contratado ya que éste los había contactado en una de esas horribles tiendas de grog de Londres donde es posible, según tengo entendido, encontrar criminales de poca monta como ellos. Disfrazado con un turbante y con la piel oscura, el malvado les había pagado una pequeña cantidad, prometiéndoles una mayor tras la entrega. Tras describirles el objeto que deseaba con todo lujo de detalles, les había enseñado una tarjeta postal con la fotografía de un escarabajo con el fin de que pudieran identificarlo sin gran-des problemas. Hasta les había dado un plano aproximado de la casa, indicándoles el estudio de Emerson y el lugar donde era más probable que estuviera escondido el objeto.
    Después de rebuscar en sus bolsillos, Bert (el ladrón) sacó de ellos el papel; no fue una sorpresa comprobar que en él no había nada escrito, tan sólo una enérgica X indicaba el lugar exacto donde se encontraba la habitación. El muy sinvergüenza no había querido correr ningún riesgo. En lugar de organizar un rendez-vous en Londres, les dijo que los esperaría al otro lado de la verja del parque, donde les daría el resto del dinero a cambio del escarabajo.
    Era inútil salir en su búsqueda. Debía de haber escuchado el disparo y visto las luces encendidas en toda la casa, comprendiendo con ello que su plan había fallado. ¿Habría osado esperar, de todos modos, el tiempo suficiente para poder recibir el escarabajo de manos del tercer ladrón? Quizá no llegaríamos a saberlo nunca. Al clarear, inspeccionamos con detenimiento el jardín pero no había ni rastro de ladrón, escarabajo o canalla alguno. La lluvia había borrado todas las pisadas y las huellas de cualquier tipo de coche, carruaje, carro o bicicleta.
    Tras asegurarme de que quienes nos habían ayudado a buscarlo se pusieran ropa seca, nos dirigimos hacia el comedor, donde nos esperaba un tardío y abundante desayuno. Gargery seguía molesto por no haber llegado a tiempo de golpear a alguno de los ladrones con su porra.
    —Tenían que habernos dicho, a mí a Bob y a Jerry, que tenían problemas —dijo en tono de reproche—. Hubiéramos hecho guardia.
    ---No había nada que decir, Gargery —le aseguré—. No podíamos prever una cosa así. Todavía no me lo explico. ¿Por qué, quienquiera que sea, se arriesgaría tan-to para recuperar el escarabajo?
    —Obviamente —dijo Ramsés—, porque hay algo en él que podría traicionar su identidad. Pero, ¿qué?
    —¿No notaste nada? —pregunté.
    —No —dijo Ramsés visiblemente apenado.
    —Es casi más importante —dijo Nefret—, aclarar cómo pudo saber que lo teníamos nosotros.
    —Mirad —Emerson se frotaba la barba algo crecida, haciendo un sonido similar al de una lima al raspar un trozo de metal—. Podemos discutir las posibles ramificaciones de este punto después —dijo. Selim y Daoud escuchaban con amable interés. Aunque estaban acostumbrados a que nos sucedieran este tipo de cosas, tarde o temprano uno de ellos, probablemente Selim, acabaría por pedirnos más detalles. En circunstancias normales, no hubiéramos tenido problema alguno en hacerles partícipes de nuestro secreto. Pero en este caso, era mejor dejarlo para más tarde.
    —Todo se resolverá en el momento adecuado —continué—. Dormid un poco más si podéis o, al menos, descansad un rato.
    —Inglaterra es un país peligroso —comentó Selim—. Deberíamos volver a Egipto para ponernos a salvo.

    CARTAS DE LA COLECCIÓN B:
    Queridos Lía y David:
    Creo que la tía Amelia os ha escrito ya para poneros al corriente de nuestro pequeño robo, así que me apresuraré a tranquilizaros. La tía Amelia llamó por teléfono al pobre señor O'Conelly, le riñó terriblemente por haber publicado la historia; aunque la verdad es que apareció en todos los periódicos. ¡Me temo que a cualquier periodista inglés le resulte ya más que familiar el apellido Emerson! El relato de lo sucedido era exagerado, como, por otra parte, suele ser habitual; la única verdadera desgracia fue que una bala hizo añicos el busto de Sócrates, que el profesor estimaba tanto. Nadie resultó herido, tan sólo uno de los ladrones.
    En caso de que la tía Amelia no os lo haya mencionado, os informo de que pronto seguiremos vuestro rastro, al menos hasta Italia. El pobre Daoud ha reconocido, con su timidez habitual, que sufrió mucho durante la última travesía, así que esta vez hemos decidido viajar en tren hasta Brindisi y embarcarnos allí en lugar de hacerlo directamente en Londres. El profesor ha aceptado amablemente parar durante el recorrido con el fin de enseñar a nuestros amigos algún que otro sitio de interés. Conociendo al profesor, no os sorprenderá que el itinerario incluya tan sólo ciudades con museos y tiendas de antigüedades egipcias...

    * * *

    Cuando llegamos a Brindisi, no era el único miembro de la familia contento de abandonar Europa por el sol de Egipto. Había llovido en París, en Berlín había nevado y una vez llegados a Turín salió a recibirnos una horrible mezcla de aguanieve y nieve, que a Daoud le causó un gran estupor; se quedó contemplándola con la boca abierta en Wilhemstrasse hasta que su rostro adquirió un tono azulado y casi se le quedan congelados los pies. Acabó por coger un terrible resfriado y se mostraba tan abatido como no había visto nunca a nadie. (Exceptuando a Emerson, quien nunca está enfermo y quien suele comportarse de un modo diabólico cuando lo está.)
    Tan pronto como subimos al barco metí a Daoud en la cama, le di unas friegas, lo envolví en una manta y lo atiborré de medicamentos para dormir. El tiempo era tempestuoso y el mar estaba encrespado; Fátima se quedó en su litera y Selim, quien compartía cabina con Daoud, dijo que no tenía intención de salir de ella hasta que llegáramos a Alejandría. No fueron los únicos que sufrieron; tan sólo un puñado de pasajeros se dejó ver a la hora de cenar aquella noche. Ni siquiera los manteles mojados podían impedir que los platos resbalaran y que los vasos cayeran al suelo. Gracias a los efectos calmantes del whisky con soda (una auténtica panacea para muchos achaques, incluido el mal de mer), el resto de nosotros se encontraba perfectamente. Aprovechando que la indisposición de nuestros pobres amigos nos procuraba una buena oportunidad para llevar a cabo un consejo de guerra, nos reunimos en el camarote de Emerson y mío después de una excelente aunque poco animada cena.
    Resultaba realmente acogedor, con el agua golpeando en la portilla y la lámpara de aceite balanceándose de un lado a otro y arrojando fascinantes sombras retorcidas por la minúscula habitación. La sólida y hosca masa de Horus anclaba a Nefret a una de las literas. El fuerte brazo de Emerson me sostenía en otra de ellas, mientras que Ramsés había preferido sentarse en el suelo con los pies apoyados contra la pared.
    —Entonces, ¿cuántos hemos identificado? —inquirí.
    Ramsés sacó una manoseada lista de su bolsillo.
    —Siete, incluyendo el escarabajo. Desgraciadamente, tan sólo hemos podido comprar tres de los seis restantes: dos escarabajos con adornos reales y una pequeña estatua del dios Ptah. Los otros han sido vendidos. He examinado los tres que se encuentran a nuestra disposición y son perfectos. Cuando lleguemos a El Cairo intentaré llevar a cabo alguna prueba química.
    —Si todavía se encuentran en nuestro poder cuando lleguemos a El Cairo —murmuró Emerson, quien se tomaba los robos realizados en su casa como algo personal.
    —Tonterías, Emerson —dije—. Es imposible que el falsificador sepa que los tenemos. Nadie podría haber reconocido al señor Appelgarth o a su... amigo.
    Ni tan siquiera yo hubiera reconocido a Ramsés en su papel de acaudalado coleccionista americano de mediana edad; incluso su acento era una imitación casi perfecta del modo de hablar de nuestro amigo Cyrus. Nefret le acompañaba sin vestir, por descontado, de satén color champán y amarillo, aunque el conjunto carmesí que había elegido resultase igualmente llamativo. La única cosa que se podía decir en su favor era que, efectivamente, conseguía ocultar su identidad. Era evidente, al menos para mis ojos lo era, que había rellenado con pañuelos el interior de su corpiño y que en su rostro había maquillaje suficiente como para disfrazar a tres mujeres.
    —Todavía no sabemos cómo descubrió que el primer escarabajo se encontraba en nuestras manos —dijo Ramsés.
    —Podemos probar a adivinarlo, ¿no? —preguntó Nefret—. La indicación que di aquel día en el Savoy a Jack Reynolds no dejaba lugar a dudas.
    —Sí, pero eso no excluye otras muchas posibilidades —dijo su hermano irritado—. Jack pudo haber pasado la información a otra persona. El señor Renfrew pudo haber roto su voto de silencio. El culpable pudo haber vuelto a la tienda de Esdaile y haber sabido allí que estábamos haciendo preguntas acerca del señor «Todros». Alguien más pudo haberse comportado indiscretamente.
    —Yo no —dijo Nefret indignada—. Siempre me estás echando en cara que hablo cuando no me toca. No es justo.
    Ramsés lanzó a su hermana una agria mirada, pero asintió con la cabeza.
    —A pesar de todo, nos estamos haciendo una idea aproximada de ese individuo, ¿no es así? Puede que no sea un auténtico egiptólogo, pero lo que sí que es cierto es que se trata de alguien que tiene una amplia formación en la materia; quizá no sea un artista pero, seguramente, estará relacionado con alguien que sí que lo es. Está muy bien informado, hasta el punto de resultar casi molesto, sobre nuestras costumbres, nuestra forma de vida y nuestro círculo de relaciones. Ninguno de los comerciantes con los que ha tratado conoce a David personalmente, pero él conoce a David lo suficiente como para poder imitarlo en algunos de sus aspectos más característicos, incluyendo el hecho de que prefiera el inglés por encima de cualquier otro idioma y a pesar de que sea, también, capaz de hablar alemán, francés y algo de árabe.
    —Es experto en el arte del disfraz —añadió Nefret.
    —No tanto —dijo Ramsés—. No es necesario ser un experto para saber oscurecerse la piel y ponerse una barba falsa y un turbante.
    Una sacudida particularmente violenta de la vajilla paralizó el balanceo de la lámpara de aceite. El juego de luces y sombras, que hasta entonces había tenido lugar sobre la ceñuda cara de Emerson, se transformó en una máscara diabólica. Podía imaginar en qué, o mejor dicho, en quién, estaba pensando. Sólo el Maestro del Crimen podía provocar en mi marido una ira semejante.
    Nunca habíamos sabido cuáles eran su verdadero nombre y apariencia. Era un experto del disfraz y el criminal más inteligente que habíamos conocido nunca. Siendo como era, un auténtico genio del crimen, había dominado durante años el perverso mundo del contrabando y fraude de antigüedades. Junto a las cualidades que Ramsés había mencionado, tenía otras también evidentes: un sardónico sentido del humor y, como él mismo me había reconocido una vez, a los mejores falsificadores del mundo a su servicio.
    —Suéltalo ya, Emerson —le insté—. Sospechas de Sethos, ¿verdad?
    —No —dijo Emerson.
    —Siempre sospechas de él. Admítelo. No reprimas tus sentimientos, sólo conseguirás enconarlos y...
    —No sospecho de él. ¿Y tú?
    —No en este caso. Me juró que nunca me haría daño ni a mí ni a aquellos a los que amo...
    —No seas sentimental —gruñó Emerson—. Puede que estés tan loca como para creerte las declaraciones de pasión noble y desinteresada realizadas por un bastardo como ése, pero yo le conozco algo mejor. ¡Maldita sea, Peabody! ¿Por qué has tenido que sacarlo a colación? Él no puede estar detrás de este asunto.
    —Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo Ramsés.
    —Oh, lo estás, ¿no es así? ¿puedo preguntarte por qué? Y —añadió Emerson—, te ruego que no repitas las ligeras e inexactas afirmaciones de tu madre sobre ese canalla.
    —No, señor. Un hombre capaz de suplantar a una vieja dama americana o a un presumido y joven noble inglés no adoptaría nunca un disfraz tan torpe como éste. Se hubiera hecho pasar por Howard Carter o Wallis Budge, o incluso por usted.

    Capítulo 3
    Desenvainé mi espada y atravesé con ella el brazo de mi adversario, quien huyó chillando y goteando sangre. La muchacha se arrodilló a mis pies. «Alá te bendiga, effendi», susurró mientras apretaba sus labios contra mis botas polvorientas. La levanté gentilmente...

    Llegamos a Alejandría antes del amanecer aunque, debido a los retrasos que imperan en Oriente, no desembarcamos hasta después del almuerzo. El muelle estaba abarrotado de mercaderes locales que empujaban, dando codazos y gritando a pleno pulmón. Incluso los más latosos abrían paso a Emerson, quien avanzaba resuelto como un faraón. Creo que no se me puede acusar de presunción si afirmo que, en aquel momento, la mayor parte de los egipcios presentes sabían quienes éramos y, los que no nos conocían todavía aprendían nuestros nombres al escuchar los gritos de bienvenida: ¡Marhaba, Sitt Hakim! ¡Asalamu Alatkum, Padre de las Maldiciones! ¡Nur Misur, la Luz de Egipto ha regresado! Bienvenido, Hermano de los Demonios...
    Lamento tener que decir que este último apelativo era el apodo de mi hijo, a quien saludaban con gran familiaridad mendigos, rateros y alcahuetes a quienes él, por su parte, parecía conocer también personalmente.
    Al tener abierto mi paraguas para protegerme de los rayos de sol, no pude ver cómo alguien se acercaba a nosotros; fue la delicada palabrota que lanzó en ese momento Ramsés lo que me hizo alzar la vista. A pesar de que el individuo en cuestión era de estatura mediana, su resplandeciente uniforme de oficial del Ejército Egipcio (que había sido cruelmente comparado con el de director de banda de música vienes) y su arrogante modo de caminar dando zancadas, le hacían parecer más alto. Los rasgos de su rostro, que en un tiempo pensé que guardaban un cierto parecido con los míos, quedaban parcialmente escondidos bajo las exageradas dimensiones de su bigote militar. Bigote, pelo y cejas habían sido decolorados hasta alcanzar el pálido marrón que tenían en la actualidad, y su cara estaba roja por el sol.
    Emerson lo vio cuando se encontraba ya casi junto a nosotros. La sorpresa le dejó sin habla durante unos estratégicos momentos.
    —¡Vaya, Percy! —dije—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
    El menos estimado de mis sobrinos se quitó el fez e hizo una reverencia. Con una sonrisa atractiva señaló los galones de oro, las charreteras, la espada, el fajín y las hileras de botones dorados.
    —Como puede ver, querida tía Amelia, me he incorporado al Ejército Egipcio. Espero que nadie se lo haya contado porque quería darle una sorpresa.

    * * *

    El tren expreso que une Alejandría con El Cairo tarda casi tres horas en efectuar su recorrido; a pesar de ello, Emerson seguía maldiciendo todavía cuando hizo su entrada en la Estación Central. Percy no nos había retenido mucho tiempo; nos explicó que había sido trasladado temporalmente a «Alex», donde debía llevar a cabo una misión de la máxima importancia, y que no había podido resistir la tentación de ser uno de los primeros en darnos la bienvenida. Aunque saltaba a la vista que estaba deseando que le preguntáramos por la naturaleza de su misión para poder mostrarse misterioso y darse importancia, ninguno de nosotros quiso darle el gusto.
    —Me pregunto si habrá sido asignado a la policía de Alejandría o al CID durante un cierto tiempo —fue la reflexión de Ramsés—. Russell ha recibido la orden de impedir toda importación de hachís y marihuana y para conseguirlo necesitará aumentar su personal.
    —¡Maldita sea! —dijo Emerson. El comentario de Ramsés, sin embargo, había conseguido atraer su atención, por lo que abandonó los exabruptos por una observación más concreta—. Mmm... El refuerzo de hombres no servirá para nada, hay que cubrir demasiados kilómetros de costa. Lo que necesita es un informador que trabaje para uno de los grandes traficantes como Abd el-Quadir el-Galiani y que le avise de antemano cuando vaya a producirse una entrega.
    —Obviamente —dijo Ramsés.
    Su padre le lanzó una mirada crítica.
    —Te lo prohíbo totalmente, Ramsés. Te necesito en las excavaciones.
    —No era mi intención... —empezó a decir Ramsés.
    —¡Espero que no! —exclamó Nefret—. Nuestro principal objetivo es encontrar a ese maldito falsificador. Deja que Percy juegue a los espías y se ponga en ridículo él solo. Me pregunto si dejará de pavonearse cuando duerme.
    —Basta ya con Percy —dije con firmeza—. No tengo intención de frecuentar su compañía y estoy harta de hablar de él. Hemos llegado; Emerson, te ruego que te pongas la chaqueta, la corbata y el sombrero. Tú también, Ramsés. Nefret, ponle la correa a Horus.
    Dado que era necesario que Nefret se sentara entre Ramsés y el gato, como una mamá entre dos niños que se pelean, Ramsés ocupó el asiento de la esquina, con Nefret a su lado, en tanto que Horus se repantingaba en el espacio sobrante. Horus armó un buen lío a causa de la correa; siempre había sido tratado como un pachá y no entendía por qué debía caminar ahora cuando podía obligar a alguien a que lo llevara en brazos. A pesar de sus esfuerzos, ninguno de nosotros se ofreció, ni tan siquiera Emerson.
    Un buen número de hombres leales, miembros de la extensa familia de Abdullah que habían trabajado con nosotros durante muchos años, esperaban para recibirnos. Algunos de ellos residían en Luxor, otros en Atiyah, al sur de El Cairo. Los gritos de bienvenida iban dirigidos a todos nosotros, pero la atención se centraba, esta vez, en aquellos que regresaban. Era evidente que Selim y Daoud estaban deseando llegar a casa, donde debían de estar esperándoles para oírles contar sus aventuras, así que metimos nuestros equipajes en un taxi y nos despedimos de ellos.
    El tráfico empeoraba cada año; automóviles, carros, carretones tirados por caballos, camellos y burros se disputaban el derecho de circular, por no hablar de los peatones que arriesgaban su vida y su cuerpo al atravesar la calle. Nos llevó casi media hora el trayecto desde la estación hasta el embarcadero, pero ni siquiera mi impaciente marido se quejó por el retraso. Era estupendo estar de vuelta, respirar el aire seco y caliente, ver rosas y buganvillas florecer en diciembre, oír otra vez el familiar estrépito de El Cairo, el triste coro de «La ilah Ha Alá» que precedía a las procesiones fúnebres y los gritos de los vendedores de agua de regaliz y limonada. Y ver, al finalizar el breve día, la familiar silueta de mi querida dahabiyya, donde había pasado tantas horas felices.
    Fue Emerson quien compró el barco y le puso mi nombre. A pesar de que se había quedado pequeño para nuestra familia, cada vez más grande, y para nuestra biblioteca, siempre en aumento (por no mencionar el guardarropa de Nefret), no podía soportar la idea de tener que renunciar a él.
    Una vez en su país, vestida ya con velo y ropa adecuada y dispuesta a asumir de nuevo sus deberes como ama de llaves, Fátima se sumió en un estado de ansioso remordimiento. No tendría que haber viajado a Inglaterra. Debería haberse quedado en El Cairo para asegurarse de que la dahabiyya estuviera preparada para nuestro regreso. Nadie sabía hacer las cosas como ella. Su sobrina Karima no tenía dos dedos de frente. Su sobrino, el marido de Karima, era un perezoso y un inútil y, lo peor de todo, un hombre. Los suelos estaban sucios, las camas por hacer, la comida no se podía probar...
    A mi modo de ver, Karima había hecho un trabajo mucho mejor que el que solía realizar Abdullah cuando se ocupaba de todo aquello; pero, pese a todo, Fátima la criticó sin descanso mientras pasábamos de una habitación a otra. Tras anunciar que tendría que hacerlo otra vez todo de nuevo, atusándose el vestido, se dirigió a su habitación para cambiarse mientras yo despedía a Karima entre agradecimientos y cumplidos. Karima se mostró contenta de poder marcharse.
    Supongo que, al madurar, nos volvemos caprichosos y perdemos el entusiasmo. Los preparativos para el baño, que tanto me habían impresionado durante mi primera inspección del Philae (tal y como se llamaba entonces) me parecían ahora fastidiosamente inadecuados. Dado que fui la última en poder disfrutar de ellos, fui también la última en reunirme con los demás en el salón. Situado en la proa del barco, el salón era una habitación muy espaciosa, con grandes ventanas y, bajo ellas, un amplio diván. Ramsés y Emerson habían empezado a desembalar ya las cajas de libros que habíamos traído con nosotros pero, tal y como suelen hacer los hombres, habían dejado el trabajo a la mitad y ahora los libros estaban tirados por el suelo, las sillas y las mesas. Nefret estaba tumbada en el sofá con Horus sobre sus pies; el gato gruñía y se entretenía rompiendo trozos de papel que parecían ser restos de sobres y cartas. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, Ramsés leía muy concentrado un voluminoso tomo en alemán, mientras Emerson revolvía en las cajas que se encontraban bajo el diván lleno de almohadones.
    —No empieces a reñirnos, Peabody —comentó al ver mi expresión—. No podemos hacer nada con los libros, las estanterías están todas llenas. Necesitamos más espacio, ¡maldita sea!
    —En eso estamos de acuerdo, Emerson. E imagino que esperas que te encuentre una casa y que te la ponga a punto: reparaciones, muebles, sirvientes...
    —¿Quién ha dicho nada sobre una casa? —preguntó Emerson—. Bastaría con deshacernos de unas cuantas mesas y sillas...
    —¿Y por qué no de las camas? Podemos dormir en el suelo y sentarnos también en él, supongo. Emerson, hemos tenido ya esta conversación docenas de veces. Sabes perfectamente que prometimos a Lía y David que les dejaríamos el Amelia cuando se unieran a nosotros; los recién casados necesitan intimidad. Si pones tantas pegas ahora es porque te molesta perder unas pocas horas del precioso tiempo que dedicas a tus excavaciones en ayudarme en un proyecto que no puede sino benefi-ciar a todos nosotros. Y, además...
    —Siéntese y tómese un whisky, madre —me interrumpió Ramsés.
    —¿Sentarme dónde? No, gracias, Nefret, prefiero no codearme con Horus, parece estar de un humor de mil demonios esta noche.
    Horus me mostró sus colmillos. Ramsés despejó la más confortable de las sillas, que estaba atiborrada de libros, y los colocó en el suelo.
    —Aquí tiene, madre. Ahora le traigo su whisky y sus mensajes.
    La deliciosa bebida ejerció de inmediato su efecto calmante. Al coger el montón de cartas que me tendía mi hijo, le dije:
    —¿Todas para mí? Presumo ya que habrás leído atentamente las tuyas. ¿Algo interesante?
    Ramsés me contestó con una negativa. Siendo ésta la respuesta que me esperaba de él, me concentré en mi correspondencia. Había una carta muy voluminosa de Evelyn, que aparté para disfrutarla a solas. Las otras eran mensajes de bienvenida. Era un auténtico placer volver a leer nombres tan familiares, pensar en que pronto podríamos ver de nuevo a amigos tan queridos como Katherine y Cyrus, Howard Carter, el señor y la señora Quibell y todos los demás. Una de las cartas tenía un remite inesperado; al leerla atentamente dejé escapar una pequeña exclamación de sorpresa.
    —¡Casi no puedo creerlo! La señorita Reynolds nos invita a almorzar. ¿Te acuerdas de ella y de su hermano, Emerson? Los conocimos el año pasado.
    —Me acuerdo perfectamente, pero no veo por qué tenemos que cultivar nuestra relación con ellos —dijo Emerson—. Tenemos ya demasiados amigos que lo único que hacen es interrumpir nuestro trabajo.
    —No nuestros colegas de profesión, Emerson. El señor Reisner siente una gran estima por el señor Reynolds, y su hermana es bastante agradable para ser americana. Dice que ha sabido que estamos buscando una casa más adecuada...
    —¿Y quién se lo ha dicho? —preguntó Emerson.
    —Yo no, Emerson, te lo aseguro.
    Nefret carraspeó.
    —Os conté que Ramsés y yo estuvimos con ellos en Londres. Puede que, al hablar con ella, se me escapara.
    —Ah, ahora lo entiendo. Eso lo explica todo. ¿Sois tan buenas amigas, Nefret?
    —No —dijo Nefret. Momentos después añadió—: La amabilidad de Maude no se debe a su interés por mí.
    —¿Qué? ¡Oh! Ramsés, ¿hiciste...?
    —Sí, madre —dijo mi hijo, arrastrando las palabras como suele hacer cuando trata de irritarme—. Tomé su mano, la miré profundamente a los ojos y murmuré en sus oídos frases llenas de pasión aprovechando que su hermano no nos estaba escuchando. Se derretía en mis manos. Algo más tarde me aparté y le pedí que nos buscara una casa.
    —¡Ramsés! —exclamé.
    Nefret sacudió la cabeza.
    —La verdad es que ya no resulta divertido tomarte el pelo, Ramsés.
    —¿Es eso lo que estabas haciendo? —inquirió mi hijo.
    —Basta —dije, severa—. Sois demasiado mayores para reíros de una pobre y joven dama como ella. Aceptaré su invitación, y espero que vosotros dos sepáis comportaros.
    —¡Qué demonios, Amelia! —exclamó mi marido—. No he venido hasta Egipto para almorzar con jóvenes damas. Hemos venido aquí para excavar y eso es lo que tengo intención de hacer desde mañana por la mañana. Naturalmente, confío en que me acompañéis.
    —¿Acompañarte, dónde? Ni tan siquiera te has dignado a decirnos dónde vamos a excavar este año. La verdad, Emerson, es que has llevado tu habitual reserva a un extremo tal que resultaría inaceptable para cualquier persona con un poco de carácter. ¿Esperas, acaso, que nos arrastremos dócilmente detrás de ti a través de todos los cementerios de Menfis? No daré ni un solo paso hasta que no me digas dónde vamos a ir.
    Emerson me dirigió una sonrisa particularmente desesperante y cogió su pipa.
    —Adivina —dijo.
    Durante los últimos años no habíamos dejado de ir de aquí para allá; Emerson había reñido con Monsieur Maspero y con el señor Theodore Davis, quien tenía la concesión para el Valle de los Reyes en Tebas, el lugar donde trabajábamos en ese preciso momento. Maspero le había ofrecido entonces a Emerson la posibilidad de excavar en cualquier otro sitio de Tebas que no fuera aquél pero Emerson, maldiciendo en modo formidable, declaró que aceptaría el Valle de los Reyes o nada.
    Nada fue, precisamente, lo que obtuvo. En uno de sus típicos arranques de cólera decidió, expresándose con la extravagancia que le caracterizaba, que se sacudiría el polvo de Tebas de los pies para siempre. Cuatrocientas millas al norte, cerca de la moderna ciudad de El Cairo pero del otro lado del río, se extienden las ruinas de Menfis, la antigua capital, y de los que fueron sus cementerios durante miles de años; ésa era la región elegida por Emerson para reemprender nuestras actividades.
    Yo me sentía un poco molesta ya que acababa de arreglar a mi gusto la casa que habíamos comprado en Luxor. De todos modos, no dejaba de haber alguna compensación. Me refiero, por supuesto, a las pirámides. Una de las bromas favoritas de Emerson es insistir en mi pasión por ellas, aunque yo soy la primera en admitir que son mis monumentos favoritos.
    —¿Cuál prefieres, Peabody? —inquirió Emerson la primera vez que discutimos el asunto—. ¿La Gran Pirámide o alguna de las de Giza?
    Con más o menos éxito, hice esfuerzos por ocultar mi exasperación.
    —No me ofrezcas la pirámide que yo quiero de una forma tan poco seria. Sabes perfectamente que la concesión de Giza ha sido dividida entre los americanos, los alemanes y los italianos. No creo que Maspero deje de lado a uno de ellos en tu favor.
    —Mmm —dijo Emerson—. Muy bien, Peabody, si insistes en mantener esa actitud...
    —¿Qué actitud? Lo único que he dicho es que...
    Sería inútil repetir aquí el resto de la conversación. Por supuesto, yo tenía razón; no se nos había permitido trabajar en Giza y no teníamos motivo alguno para pensar que nos dejarían hacerlo aquella temporada.
    —¿Adivina? —repetí—. ¡Qué absurdo! Me niego a entrar en esta infantil e irresponsable...
    —Lo haré yo, entonces —dijo Nefret rápidamente—. ¿Es Abusir, profesor?
    Emerson negó con la cabeza.
    —¿Abu Roash? —sugirió Ramsés.
    —Aún mejor —dijo Emerson con aire satisfecho.
    Por naturaleza, soy una persona optimista. La esperanza resurgió de las cenizas del resentimiento.
    —¿Dashur, Emerson? —grité, ilusionada—. ¡No me digas que has conseguido Dashur!
    La sonrisa de satisfacción de Emerson se borró de su rostro y cerró los ojos, pero en lugar de admitir que se sentía avergonzado y que lo lamentaba empezó a lanzar imprecaciones.
    —¡Demonios, maldición, Peabody! Sabes cuánto me gustaría volver a Dashur; ¿o crees que no? Sus pirámides son mucho más interesantes que las de Giza, y en los cementerios que hay alrededor no se ha investigado nunca a fondo. Daría diez años de mi vida...
    —No digas tonterías, Emerson —dije.
    El rostro de Emerson se ensombreció.
    —Quiere decir —dijo Nefret—, que no cambiaríamos diez años de su compañía ni por todas las pirámides de Egipto. ¿No es así, tía Amelia?
    —Desde luego. ¿Qué habías imaginado?
    —Mmm —dijo Emerson—. Maspero se ha reservado Dashur para él mismo, maldito sea.
    —Todo el mundo quiere Dashur —dijo Ramsés—. Petrie y Reisner lo han pedido y tampoco lo han conseguido. Pero entonces, si no es a Dashur, ¿adónde vamos?, ¿a Lisht?
    Emerson sacudió su cabeza.
    —Supongo que os lo tendré que decir de todos modos. Las noticias no podrían ser mejores y sé que os alegraréis tanto como yo. Es Zawaiet el'Aryan. Pirámides. Dos.
    —¡Maldita sea!
    —Me sorprende oírte hablar así, Peabody. Tú misma me has dicho alguna vez que suspirabas por poder excavar en Zawaiet el'Aryan.
    —¿No fue el señor Barsanti el que investigó en esas pirámides en 1905? —preguntó Ramsés mientras yo trataba de serenarme. Sin atreverse a mirarme, Emerson empezó a hablar muy deprisa y elevando la voz.
    —Barsanti es un arquitecto y un restaurador, no un excavador, así que los informes que publicó eran una vergüenza. Las pirámides de Zawaiet el'Aryan pueden no parecer muy...
    —Ja! —dije.
    —... pero presentan un buen número de elementos interesantes. Basta recordar el sarcófago sellado y vacío y el...
    —¿Has conseguido el permiso de Monsieur Maspero? —le interrumpí.
    Emerson me dirigió una mirada fría y azul.
    —Me duele mucho que lo preguntes, Peabody. ¿Me has oído alguna vez decir algo que no fuera verdad?
    Preferí no enumerar los ejemplos que me venían a la cabeza.
    —No estaba poniendo en duda tu palabra sólo tu... bueno, tu interpretación de lo que Maspero pudiera haber dicho. Es un francés, ya sabes.
    —Pero Reisner no lo es —dijo Emerson en tono triunfante e irrefutable—. Es un tipo franco y sencillo, como cualquier americano. Estuvo durante un tiempo en Zawaiet el'Aryan el año pasado pero ahora está muy ocupado con la concesión en Sudán y sus trabajos en Samaría, por no mencionar Giza. Fue él quien convenció a Maspero para que nos concediera Zawaiet el'Aryan.
    —Qué amable —murmuré. El señor Reisner era un amigo y un admirable erudito pero si hubiera estado presente en aquel momento le habría dicho cuatro cosas. Estaba muy ocupado, desde luego, en algunos de los emplazamientos más interesantes del Oriente Medio. Se limitaba, pues, a dejarnos las sobras.
    Sabedor de cuáles eran mis sentimientos, Emerson añadió:
    —El sitio está a pocas millas de Giza, ya sabes, así que tendríamos que encontrar una casa.
    —Me alegra que estés de acuerdo —dije, más afable—. Después de almorzar con la señorita Reynolds y su hermano iremos a ver el lugar que ella nos indicó.
    Diré a Fátima que te planche el traje de tweed y te podrías poner la corbata azul zafiro que te regalé las Navidades pasadas. La misma que pierdes continuamente.
    El hoyuelo (o la hendidura, como prefiere llamarla él) de la prominente barbilla de Emerson, tembló.
    —Me olvidé de meter esa particular prenda de vestir en el equipaje, Peabody.
    —Imaginé que se te olvidaría, así que la metí yo.
    Durante algunos minutos, el humor de Emerson estuvo pendiente de un hilo. Finalmente, la mirada risueña desplazó a la anterior, enrarecida.
    —Muy bien, Peabody. Hagamos un pacto, ¿eh? No me presentaré en público con esa condenada corbata pero iré a almorzar y echaré un vistazo a esa maldita casa... el miércoles. Mañana visitaremos el lugar de las excavaciones.
    —Mañana tenemos un compromiso con la señorita Reynolds, Emerson.
    Momentos después, Nefret dijo que se retiraba y salió de la habitación llevando a Horus en brazos. Consciente de que no tenía nada que añadir, Ramsés la siguió dejándonos a Emerson y a mí solos para poder discutir a nuestras anchas. El final fue el esperado, Emerson me pidió perdón por haberme llamado tirana irracional y demostró que, al menos en un aspecto, era el amo en su propia casa. Sus atenciones son especialmente irresistibles cuando se encuentra en uno de sus momentos de ira.
    Antes de retirarnos, Emerson quemó la corbata azul zafiro y tiró los restos brillantes de la misma por la borda.
    * * *

    Hace años, nos hubiera llevado casi una hora llegar hasta las pirámides desde el centro de El Cairo. El viaje era lento y polvoriento, pero yo recuerdo con cariño el parsimonioso avanzar del Victoria descapotable, atravesando el puente sobre un río todavía no contaminado por los barcos de vapor para turistas del señor Cook, y siguiendo el camino que, entre sombras de palmeras y campos verdes, conducía a la llanura donde se encontraban las pirámides.
    Ahora, los coches se mezclaban peligrosamente con burros, camellos y carros, y un tren eléctrico transportaba pasajeros desde el final del Gran Puente sobre el Nilo hasta el Hotel Mena House, cerca de las pirámides. El suburbio de Giza, al que no hay que confundir con el pueblo del mismo nombre, se había puesto de moda en los últimos años y estaba creciendo rápidamente. Tal y como Emerson repite con frecuencia, no todas las comodidades modernas suponen un adelanto respecto a los viejos tiempos.
    La casa que ocupaban los Reynolds era una de las villas nuevas, con vistas sobre el río y los jardines zoológicos. No éramos los únicos huéspedes; la señorita Maude había invitado a varias personas pertenecientes a lo que debería llamar la nueva generación de egiptólogos. Comprendí que se trataba de un gesto de delicadeza hacia mi marido a quien, se sabía, aburrían los actos sociales. Según me habían dicho, el «grupo» habitual de la señorita Maude estaba integrado por el tipo de personas cuyo trato procurábamos evitar: frívolas muchachas y jóvenes oficiales llenos de arrogancia.
    La mayor parte del resto de los invitados eran viejos conocidos. Jack Reynolds, por supuesto, y otro de los asistentes de Reisner, Geoffrey Godwin, Rex Engelbach y Ernst Wallestein, un nuevo y tímido miembro de la expedición alemana en Giza, a quien dejó paralizado el hecho de encontrarse en presencia de mi marido, razón por la cual fue incapaz de abrir la boca durante toda la comida. Se encontraba también allí un joven erudito en lenguas clásicas, llamado Lawrence, que había realizado algunas excavaciones en Siria y que, en ese momento, pasaba un mes con Petrie en Kafr Ammar. Las únicas mujeres presentes éramos Nefret, yo, la señorita Maude y una despistada, menuda y anciana señora, una tía o prima que ejercía de acompañante de los dos hermanos. Los Reynolds la trataban casi como si fuese un paquete frágil, quitándola de un sitio para colocarla en otro, donde permanecía, sonriendo tímidamente, hasta que la desplazaban a un nuevo lugar. No la creí capaz de impedir que la señorita Maude hiciera, exactamente, lo que le viniera en gana.
    Al principio, los jóvenes trataron con gran deferencia a Emerson, lo que deprimió un poco a mi marido. Fue el señor Lawrence el encargado de romper el hielo o, mejor dicho, de saltar en el agujero que Emerson había abierto al criticar al señor Petrie.
    —Considero un honor poder trabajar con el profesor Petrie esta temporada -dijo, con gran frialdad—. Él habla de usted con respeto y admiración, señor.
    —Demonios si lo hace —dijo Emerson, con el mejor de los humores—. Hemos, mantenido una amistosa enemistad durante años y sé con exactitud lo que piensa de mí. Le enseñará a usted una o dos cosas sobre excavaciones, si usted no muere antes de un envenenamiento tomaínico. La razón de por qué no ha fallecido ya después de tantos años es un misterio para mí; deja abiertas latas de comida sin acabar hasta que se ponen verdes, y espera que su gente se coma esa porquería. Peabody, ¿recuerdas cuando Quibell llegó tambaleándose a nuestro campamento en Mazghuna pidiendo ipecacuana?
    Lo frené antes de que siguiera adelante, la descripción de trastornos digestivos no resulta muy adecuada mientras se come, pero su jovialidad había hecho que los jóvenes se sintieran como en su casa así que se inició una animada discusión sobre arqueología en la que Emerson, por descontado, llevó la voz cantante. Cuando dio a conocer el lugar donde íbamos a excavar ese año, Jack Reynolds, que estaba sentado a mi derecha, exclamó sorprendido.
    —¿Zawaiet el'Aryan? Sabía que el señor Reisner no quería pasar otra temporada en esa zona, pero no consigo imaginar por qué está usted interesado en excavar allí. Es de escaso interés. ¿No es así, Geoff?
    Sería difícil encontrar dos hombres más distintos: Jack, campechano, de mejillas sonrosadas y complexión robusta y Geoffrey, tan hermoso como una descolorida acuarela y con el mismo grado de timidez que Jack tenía de franqueza. Al sentir la intensa mirada de Emerson, de efectos devastadores sobre personas con una cierta sensibilidad, un delicado rubor puso una pincelada de color en sus pálidas mejillas.
    —Estoy de acuerdo —murmuró—. El emplazamiento no está a la altura de su talento, profesor.
    —Bah —dijo Emerson resuelto—. Carece usted de la actitud adecuada hacia la arqueología, señor Godwin —dijo, y se dispuso a explicar a Geoffrey cómo debería de ser, en su opinión, esta actitud. Nefret, sentada junto al joven, sintió compasión por él y distrajo la atención de Emerson con una pregunta burlona.
    Al darme cuenta de que apenas se había oído hablar a Ramsés, circunstancia realmente inusual, me dispuse a buscarlo y lo encontré abrumado por las atenciones de la señorita Maude, quien lo había sentado a su lado. A pesar de que conocía el modo de comportarse libre y natural de las jóvenes americanas, no tardé en darme cuenta de que las insinuaciones de Nefret sobre el interés de la señorita Maude por mi hijo eran, para mi desgracia, correctas. En ese momento le daba la espalda al señor Lawrence, sentado al otro lado, y parloteaba sin descanso y sin dar a Ramsés la más mínima posibilidad de decir algo. Yo le hubiera podido explicar muy bien que ése no era, desde luego, el mejor modo de conquistarlo.
    Una vez finalizado el almuerzo, las señoras nos retiramos a la sala de estar mientras los caballeros se dirigieron al estudio de Jack Reynolds. A pesar de que nunca permito que esta absurda segregación se produzca en mi propia casa, he de decir que, en esta ocasión, la acepté de buen grado pues estaba ansiosa por conocer mejor a la señorita Maude. Un examen más detenido de su persona no hizo sino confirmar mi primera impresión: vestía ropa cara e incómoda a la última moda, la falda de su vestido, por ejemplo, era tan estrecha que se veía obligada a caminar arrastrando los pies como hacen las damas chinas que los llevan vendados. Saltaba a la vista que deseaba congraciarse conmigo y con Nefret, cuyo sencillo pero elegante vestido estudiaba con gran interés. Su conversación, sin embargo, era muy sosa y giraba, exclusivamente, en torno a dos únicos argumentos: puro chismorreo sobre sus amigos y Ramsés. Nefret, tan aburrida como yo, dejó que su sentido del humor mostrara lo mejor de sí mismo. Llegó un momento en que las historias sobre su hermano con las que regalaba a la señorita Maude se habían vuelto tan atroces, que me vi obligada a ponerles punto final.
    —Si queremos ver la casa esta tarde deberíamos ponernos en marcha —anuncié—. ¿Qué estarán haciendo los hombres ahí dentro?
    Lo que estaban haciendo era beber coñac y fumar. Me alegré de que Ramsés apenas hubiera tocado su copa y de que Emerson ni tan siquiera tuviera una en sus manos. Mi marido se agitaba nervioso; la conversación había dejado a un lado la egiptología para centrarse en una materia que le interesaba muy poco: las armas de fuego. Jack mostraba en ese momento su colección de pistolas, que normalmente guardaba bajo llave en un armario que había junto a la pared.
    —¿Para qué necesita todas esas armas? —le pregunté mientras contemplaba con los labios fruncidos la hilera de armas mortales.
    Era evidente que Jack no estaba acostumbrado a que las mujeres invadieran su sagrado dominio masculino y, mucho menos, a que le hicieran preguntas absurdas.
    —¡Cómo! Pues para cazar, señora Emerson. Y para protegernos, por supuesto. Serpientes, ya sabe.
    —Mi marido usa una tetera —dije—. ¿Nos vamos, Emerson?
    Sonriendo, Emerson se dirigió hacia mí. Con una mirada glacial y muy serio, Ramsés le siguió. Desaprobaba la caza como deporte.
    Todos insistieron en acompañarnos a inspeccionar la casa que la señorita Maude había encontrado. Fue un agradable paseo de algo más de un kilómetro, por un camino sobre el que daban sombra los lebbak y a cuya izquierda corrían las aguas rizadas del río, aunque no creo que la señorita Maude lo disfrutara demasiado. La falda estrecha y los zapatos de correa la obligaban a caminar cogida del brazo de alguien, aunque tuvo que contentarse con el de su hermano ya que Nefret había tomado posesión del de Ramsés. Si Nefret se comportaba así era por pura malicia: su falda larga hasta los tobillos y sus zapatillas sin tacón le permitían desplazarse con la facilidad de un muchacho.
    El guardián de la casa fue el encargado de enseñárnosla; un individuo triste y vestido con una polvorienta galabbiyya. Por su tamaño y emplazamiento, la casa era perfecta. Situada al norte del pueblo y a una cierta distancia al sur del nuevo barrio, se encontraba rodeada por amplios jardines. Había sido construida por un antiguo ministro del Estado cuya fortuna había sufrido un repentino revés. Un hombre previsor, que había abandonado el país con la cabeza todavía sobre sus hombros y con una fortuna en joyas cosida a sus ropas. La mansión, pues éste era el nombre que le correspondía, era fiel testigo, sino de su prudencia, sí de su buen gusto. Debía de haberle costado una fortuna ya que se trataba de una construcción sólida y con un atractivo diseño que sabía mezclar el antiguo encanto con las comodidades modernas. Las tres alas del edificio, de dos pisos cada una, rodeaban un patio con una fuente de azulejos en el centro, al que se accedía desde la calle a través de un amplio y elegantemente decorado takhtabosh, a uno de cuyos lados se abría un recibidor. Preciosos paneles de mashrabiyya ocultaban las ventanas de lo que, en un tiempo, había sido el harén y había, asimismo, varios cuartos de baño al estilo europeo. Por si fuera poco se encontraba, además, muy próxima a la carretera principal y al tranvía eléctrico que conducía de El Cairo a las pirámides.
    Después de visitar todas y cada una de las habitaciones, me reuní con los demás (cansados de hurgar en los armarios y de inspeccionar las cañerías) en el patio y les di a conocer mi decisión.
    —La casa nos viene como anillo al dedo. Nos instalaremos en ella antes del día de Navidad, fecha que, espero podamos celebrar juntos como merece.
    La señorita Maude abrió de par en par sus grandes ojos marrones.
    —¿Tan pronto? Mi querida señora Emerson, ¡pero si a mí me llevó casi tres semanas acabar con todas las arañas que había en la casa!
    —Tengo ya experiencia en estas cuestiones —dije—. Esta tarde me daré una vuelta por la oficina del agente y arreglaré el asunto. Nuestra gente de Atiyah estará aquí mañana por la mañana; Selim se encargará, él puede encontrar...
    —¿Selim? —Emerson, que hablaba en ese momento con Jack Reynolds, se dio la vuelta—. Necesito a Selim, Peabody. Quiero que mañana esté conmigo en las excavaciones.
    —No puedes empezar a excavar mañana, Emerson.
    —¿Por qué demonios no? Eso es precisamente lo que he venido a hacer aquí —dijo Emerson, mostrando sus dientes y frunciendo las cejas—. A excavar y no a barrer o a ayudarte a elegir cortinas, cacerolas, sartenes y muebles.
    Contemplar a Emerson durante uno de sus enfados, con los hombros hacia atrás, sus azules ojos enfurecidos y el hoyuelo de la barbilla temblando, no deja nunca de estremecerme pero, a pesar de todo, le contesté:
    —No espero que hagas nada de eso, querido. Puedes poner el lugar patas arriba si te parece, pero lo harás sin él, porque a Selim lo necesito yo —volviéndome hacia Geoffrey quien, como los demás, había seguido la conversación con gran interés, le expliqué—: Selim es nuestro Rais, ¿sabe? Los miembros de su familia han trabajado para nosotros durante muchos años. La mayor parte de ellos reside en Atiyah, un pueblo que se encuentra algo más al sur.
    —Oh, sí —dijo Geoffrey asintiendo con la cabeza—. Los hombres adiestrados por el profesor Emerson son la envidia de los demás excavadores. David Todros, a quien conocí el año pasado, es uno de ellos, según tengo entendido.
    —No exactamente —dijo Ramsés—. David es un arqueólogo muy cualificado, que ahora forma parte también de nuestra familia dado que se acaba de casar con mi prima.
    —Entonces, arreglado —anuncié.
    —No, nada de arreglado —dijo Emerson—. Te diré lo que vamos a hacer, Peabody; llegaremos a un acuerdo, ¿eh? Los acuerdos —explicó a los más jóvenes—, son esenciales tanto para la paz doméstica como para la internacional. La señora Emerson y yo somos, casi siempre, de la misma opinión pero, de vez en cuando, se producen pequeñas diferencias que los acuerdos, precisamente, ayudan a limar. Mañana echaremos un vistazo al sitio y después puedes limpiar y fregar a tu gusto. ¿Qué te parece, querida?
    Es imposible defenderse de Emerson cuando piensa que se está comportando de un modo sensato y, en cualquier caso, es mejor no hacer públicas las discusiones domésticas.
    —Muy bien —dije—. Ahora, será mejor que nos vayamos. Estoy en deuda con usted, señorita Reynolds, por la ayuda que nos ha prestado y por el maravilloso almuerzo.
    Nos despedimos en los mejores términos así que, cuando estábamos cogiendo el tranvía, dije a los demás:
    —Será agradable tener como vecinos a gente tan encantadora.
    —Espero que no pretenderá que me pase el tiempo bebiendo té y chismorreando con Maude —dijo Nefret—. ¡Dios mío, qué aburrida es! Fue muy brusca con el señor Lawrence, y vosotros también, Ramsés, ¿por qué?, ¿acaso no te gusta?
    —Creo que es un terrible producto de escuela privada, pero no lo conozco lo suficiente como para saber si me gusta o no. Lo vi por primera vez cuando estaba en Palestina con Reisner. Había estado trabajando en Karkemish.
    —¿No es egiptólogo? —preguntó Nefret.
    —No.
    —Puede ser un sospechoso, entonces.
    —El menos probable de los sospechosos, diría yo —replicó Ramsés con una tenue sonrisa.
    —¿De qué estáis hablando? —preguntó Emerson.
    —Del falsificador, de quién sino —dijo Nefret—. Seguramente no habrá olvidado esa pequeña cuestión, profesor. Si tenemos que averiguar su paradero...
    —Seguramente no lo conseguiremos sospechando de todos los egiptólogos con los que nos encontremos —dijo Emerson exasperado—. Orden y método...
    —No parecen llevarnos a ninguna parte —declaró Nefret—. ¿Vamos a ir al suk esta noche, tía Amelia?
    —Sí. Deberíamos empezar a comprar —miré a Emerson—: cortinas, cacerolas, sartenes y muebles.
    Los bien delineados labios de Emerson se curvaron en una expresión que estaba lejos de ser una sonrisa.
    —No creas que me puedes engañar, Peabody, conozco demasiado bien esa manera tuya de actuar bajo cuerda. Comprar cacerolas y sartenes no es lo que tienes en mente, lo que estás planeando es hacer averiguaciones entre los vendedores de antigüedades... interrogarlos, atormentarlos e intimidarlos. No sin mí, querida. Tienes la fea costumbre de molestar a la gente equivocada.
    —Olfato para el crimen, más bien —dijo Nefret sonriendo—. Quería que fuera con usted, ¿no es así, tía Amelia?
    —Claro que sí. Necesito que me ayudes a elegir las cortinas.
    Nos reímos muy a gusto con esta pequeña broma. Nefret y yo, al menos.
    De vuelta a la dahabiyya, puse al corriente a Fátima sobre la nueva casa y la dejé, muy contenta, mientras recogía cubos, trapos, escobas y todo lo necesario para limpiar. Más tarde, fuimos a la oficina inmobiliaria y firmamos los papeles. Los egipcios saben que es inútil intentar regatear con Emerson, así que no nos llevó demasiado tiempo.
    El Cairo cuenta en la actualidad con muchos establecimientos modernos que venden una gran variedad de objetos europeos e incluso el ensanche de ciertas ca-lles es prácticamente idéntico al de cualquier otra ciudad; pero el Khan el Khalil ha sabido conservar una atmósfera oriental y misteriosa, que se acrecienta al atardecer. Sus estrechas callejuelas, cubiertas por esteras, y sus mercaderes, sentados sobre los bancos, en cuclillas frente a sus tiendas, evocan ciertas imágenes de las Mil y una noches.
    Los primeros en recibir nuestra visita fueron los vendedores de telas, en cuyas tiendas las abigarradas piezas de seda y damasco, entretejidas con hilos de oro y plata, resplandecían con la luz difusa de las lámparas de cobre. Sabía perfectamente tanto lo que quería (me sucede siempre) como lo que me podía gastar, de modo que no me costó mucho elegir la tela de las cortinas. A pesar de ello y por su modo de mirar de un lado para otro y de refunfuñar, comprendí que Emerson se estaba impacientando así que decidí dejar los muebles para otra ocasión. Tendríamos que arreglárnoslas con las mesas, arcones y camas de la dahabiyya hasta que llegara el mobiliario nuevo.
    Mientras nos acercábamos al establecimiento del primer comerciante de antigüedades que habíamos decidido hacer objeto de nuestras averiguaciones, me asaltó una extraña sensación, ajena por completo a posibles premoniciones sobre el futuro y que guardaba relación, más bien, con el recuerdo de un hecho pasado: tiempo atrás, en ese mismo lugar y alrededor de la embrujada hora de la medianoche, Emerson y yo habíamos descubierto el cadáver del anterior propietario colgando del techo de la tienda. A pesar de que, con el paso del tiempo, me he endurecido ante el crimen, la visión del grueso cuerpo y de su horrible e hinchado rostro me causó una terrible impresión. El propietario de la tienda era ahora el hijo de Abd el Atti, inferior a su padre en todos los aspectos. Aziz Aslimi había llegado a tener una tienda en el Muski, en el barrio europeo, pero siendo como era un mal hombre de negocios, había tenido que renunciar a ella para volver de nuevo a Khan el Khalil. Era más que probable que los recuerdos que me atormentaban en ese momento no causaran la más mínima molestia a Aziz. No era un hombre que se dejara impresionar, a pesar de que no pensaba que fuese un criminal; al menos no en el amplio sentido de la palabra, susceptible de aplicarse a cualquier comerciante de antigüedades de El Cairo. Ninguno de ellos puede permitirse tener demasiados escrúpulos sobre el origen de las mercancías con las que tratan.
    El lugar era pequeño y su puerta estrecha; tuvimos que hacernos a un lado para dejar salir a un cliente, un hombre de pelo gris y ancho de espaldas que vestía una levita pasada de moda y un pañuelo algo suelto al cuello de color blanco. Lanzándonos una furtiva mirada de miope, se llevó la mano al sombrero y murmuró: «Ver-zeihen Sie mir, guten Abend»* y se marchó cojeando.

    * «Perdonen, buenas tardes».
    —Le estamos pisando los talones —susurró Emerson cogiéndome del brazo—. Espera un momento, Peabody.
    No entendía dónde estaba el problema, ya que ni su propia madre hubiera reconocido a Ramsés a menos que hubiera asistido, tal y como había hecho yo, a la transformación; no obstante, esperamos unos minutos antes de entrar. El señor Aslimi se mostró encantado de vernos e insistió para que nos bebiéramos un café con él.
    El mismo ceremonial tuvo lugar en el resto de establecimientos que visitamos, así que cuando regresamos al Amelia, era ya algo tarde. Ramsés, sin el disfraz, se encontraba ya allí esperándonos en el salón.
    —¿Hubo suerte? —inquirió.
    —Ninguna —contesté—. No debería haber permitido que tu padre me acompañara. No tiene ni la paciencia ni el temperamento que este tipo de asuntos tan delicados requiere. Uno no consigue información gritando y asustando a la gente...
    —En ningún momento he levantado la voz —exclamó Emerson indignado—. Y, en cuanto a lo de asustar a la gente, fuiste tú la que le dijo a Aslimi...
    —Vamos, querido profesor, no se altere —Nefret se acomodó en el brazo de su butaca y puso una mano sobre su hombro—. Dudo que fuera posible sacar algo en claro. Tú tampoco conseguiste nada, ¿no es así, Ramsés?
    Ramsés negó con la cabeza.
    —Contaba con eso. Recuerda que ese tipo ha sido lo suficientemente cuidadoso como para evitar a aquellos comerciantes que pudieran conocer a David de vista o que pudieran darse cuenta de que no era un egipcio.
    —A menos que sea un egipcio —dije.
    —Bah —dijo Emerson—. No empieces a complicar las cosas, Peabody. Ahora podemos estar casi seguros de que el muy canalla no ha tenido ningún contacto con los comerciantes de El Cairo.
    —Y eso no hace sino corroborar lo que acabamos de decir —dijo Ramsés—. Se trata de un inglés o de un europeo. O —y al decir esto miró a Nefret—, de un americano. ¿Por qué malvender aquí sus falsificaciones cuando puede conseguir mejores precios y mayor seguridad en Europa? Sabemos que estaba en Europa e Inglaterra el verano pasado; fue entonces cuando se vendieron todos los objetos, y ninguno de ellos salió al mercado antes del mes de abril, todo ello indica que se trata de una operación reciente.
    —Lo que ayuda mucho —gruñó Nefret, animándose un instante después—. Hagamos una lista de sospechosos.
    —Precipitado —dijo Ramsés, mirándola con altivez.
    —No estoy de acuerdo —dije—. Hemos sacado ya el máximo partido de la escasa información que tenemos. ¿Por qué no especular, teorizar, más bien, un poco? No puede perjudicarnos y quizá nos lleve a alguna parte.
    —Imagino que tienes preparada una de tus terribles listas —dijo Emerson resignado.
    —He hecho una lista, sí. Y, en cuanto a lo de terrible...
    —Yo también he hecho una —dijo Nefret con premura—. ¿Quién es el primero de la tuya, tía Amelia?
    —Creo que podría intentar adivinarlo —murmuró Ramsés.
    —Hazlo, te lo ruego —le dije, mirándolo con recelo.
    —Howard Carter.
    Nefret se quedó sin respiración, Emerson maldijo de nuevo y yo dije, severa:
    —¿Has estado fisgoneando en mis papeles otra vez, Ramsés?
    —No, madre. Conozco su modo de razonar, eso es todo. Carter tiene tres cosas en su contra. Es un artista, un egiptólogo y carece de ingresos propios. Ha pasado tres años sin empleo, buscándose la vida como podía y dependiendo todavía de los caprichos de patrones como Lord Carnavon. La tentación de hacerse con unos ahorros sería más que comprensible.
    —¿Quieres decir que el motivo de todo esto puede ser la codicia? —dije.
    —Una suposición lógica, ¿no? Puede que haya extrañas y perversas razones que no alcanzo a ver... —diciendo esto, miró a Nefret mientras una de sus raras sonrisas suavizaba sus austeros rasgos—. Aunque la verdad es que el único motivo de este tipo que se me ocurre es el resentimiento hacia David y hacia nuestra familia en general, y eso es inverosímil. Hay modos mucho más simples y directos de vengarse.
    —¡Silencio! —gruñó Emerson-—. Me niego a discutir sobre extrañas perversiones. La razón más obvia es la necesidad o el deseo de dinero y lo cierto es que ambos se podrían aplicar muy bien a Carter, pero describirlo como un artista es una tontería que carece de fundamento. El tipo que estamos buscando es un escultor y no un pintor.
    —Las dos categorías no se excluyen —se defendió Ramsés antes de que pudiera expresar mi opinión—. Y, por otra parte, el falsificador y el experto no han de ser necesariamente la misma persona.
    —Eso constituye otro argumento en contra de Carter —admitió Emerson—. Ha trabajado durante años en Luxor como inspector del Departamento de Antigüedades, como comerciante y como excavador. Por todo ello, es más que posible que sus relaciones con los falsificadores de Gurneh sean excelentes.
    —Desde el momento en que él mismo es un artista, podría no necesitar un falsificador —observé—. Lo mismo se puede decir de los otros integrantes de mi lista.
    —Vamos, vamos, Peabody. ¿Cuántos tienes? —preguntó Emerson.
    —Te sorprenderías, Emerson. ¿Qué hay del señor Barsanti?
    —Ridículo, Peabody. Tiene cincuenta años y no hay nada que ponga en duda su buena reputación. Creo que el sospechoso era un sujeto algo más joven.
    —Sólo estamos haciendo suposiciones, Emerson. Un cambio en sus circunstancias puede conducir a un hombre honesto al crimen. El señor Barsanti trabajó en un principio como conservador y restaurador. Un hombre que sabe restaurar un objeto de arte sabe también imitarlo. Luego están el señor Quibell y su mujer. No sé sí recordarás que Annie copiaba relieves en Sakkara cuando la conocí; me apuesto lo que quieras a que sabe lo suficiente sobre la lengua como para poder llevar a cabo la falsificación con una sola mano. El señor y la señora De Garis Davies han realizado copias de las pinturas de las tumbas de Tebas, que son casi idénticas a las de nuestra querida Evelyn, y...
    —¿Por qué, en nombre del cielo, tendrían que hacer ellos, cualquiera de ellos, algo así? —explotó Emerson; al sentir mi mirada añadió—: Está bien, Peabody, está bien. Dejaremos el motivo aparte por el momento. ¿Quién más?
    —Karl von Bork. No es que crea que marido y mujer deban ser considerados como un todo indisoluble, pero he de reconocer que Karl y Mary entran dentro de esta categoría. Ella era una artista, y de las buenas, cuando él, y nosotros, la conocimos. A ello habría que añadir que ahora dependen única y exclusivamente de los ingresos de Karl y que tienen varios hijos. Entre una cosa y otra, los niños suponen un gasto considerable; un hombre que por sí solo no cometería un crimen podría hacerlo, en cambio, movido por la necesidad de asistir a aquellos a quienes ama.
    —Tal y como von Bork hizo ya una vez —asintió Emerson con gravedad—. Maldita sea, Peabody, he de reconocer que tus argumentos son convincentes.
    —¡Pero estamos hablando de un amigo nuestro! —exclamó Nefret.
    —También lo es el señor Carter —dijo Ramsés—. ¿No os dais cuenta de que si el culpable es un egiptólogo estará relacionado de una manera u otra con nosotros?
    —No, pero escucha —exclamó Emerson—. No podemos eliminar la posibilidad de que haya dos personas involucradas en el asunto y de que al menos el artista sea un egipcio. El único que he conocido con la habilidad suficiente para hacer una cosa así es Abd el Hamed, pero ya está muerto y, si me permitís decirlo, no creo que nadie lamente mucho su pérdida. Podría tratarse, también, de una persona desconocida para nosotros, un falsificador con un talento poco común, que haya sido descubierto y adiestrado por nuestro hipotético... ¡Oh, por Dios! No hay nada consistente en todo esto, es como intentar atrapar a un fantasma.
    —Es cierto —dije—. ¡Es hora de que pasemos a la ofensiva! Podríamos tratar de insinuar algo a algunos de los posibles sospechosos...
    Emerson se puso en pie con un bramido.
    —¡Lo sabía! ¡Sabía que llegarías a esto! ¡Te prohibo que te dediques a ir por El Cairo acusando al azar a la gente de haber cometido un delito! Creía que a estas alturas ya habrías aprendido que no hace falta ponerse bajo la hoja de la guillotina para poder echarle un vistazo al verdugo. Concéntrate en la condenada casa: tienes lo bastante que hacer como para mantenerte alejada de ese tipo de maniobras.
    —La verdad es que hay mucho que hacer —contesté contenta—. Y será más fácil y rápido llevarlo a cabo si puedo contar con vuestra entusiasta colaboración. Me refiero a vosotros tres. No sería justo que vosotros disfrutarais de nuestras pirámides mientras yo me dedico a limpiar y a hacer la mudanza. Imagino, por supuesto, que estaréis de acuerdo.
    —Por supuesto —exclamó Nefret.
    —Ninguna persona razonable podría negar tu premisa —dijo Ramsés.
    —Bah —dijo Emerson.
    —Entonces, asunto concluido —dije, con algo más de optimismo que de confianza—. Es mejor que nos retiremos ahora si queremos visitar el emplazamiento mañana.
    —¿Os molestaría mucho si mañana no os acompaño? —preguntó Nefret—. Tengo que hacer una visita. Me estarán esperando.
    Miré a Emerson. La gravedad que reflejaban sus ojos y sus labios apretados me dio a entender que la idea no le gustaba mucho más que a mí, y que era consciente, como yo, de que era inútil oponerse a ella.
    —Debes hacer lo que consideres que es mejor, Nefret —dije.
    —Lo hará, de todos modos —dijo Ramsés—. ¿Te importa que vaya contigo, Nefret? —sus ojos azules centellearon.
    —¿Como carabina o como guardaespaldas?
    —Como amigo.
    —La verdad es que sabes cómo persuadir a una mujer, ¿no es así? —Nefret sonrió y le ofreció su mano. Cuando la cogió, Horus le mordió un dedo.
    DEL MANUSCRITO H:
    —¿Queda mucho? —preguntó Ramsés.
    —Ya casi hemos llegado —Nefret tomó su brazo y saltó decidida por encima de un humeante montón de excrementos de camello. Siguió adelante sin mirarlo. Mantener los ojos fijos en el suelo era imprescindible en las callejuelas del Was'a, donde los montones y charcos de desechos le obligaban a uno a caminar como si estuviera saltando a la pata coja.
    Los estrechos y sinuosos callejones estaban llenos de gente, aunque no tanto como solían estarlo algo más tarde, cuando los postigos que cubrían las ventanas de las plantas bajas se abrían y las mujeres ocupaban sus puestos tras las rejas de hierro, gesticulando y tratando de atraer a los hombres que se paraban a inspeccionarlas como si se tratara de animales en un zoo. La zona de la ciudad que se encontraba entre Ezbekieh y la Estación Central era tan conocida que había acabado por ser incluida en ciertas visitas turísticas, entre las que no se encontraban las que organizaba el respetable señor Cook.
    En aquel momento eran los únicos extranjeros a la vista y Nefret pasaba casi tan desapercibida como lo hubiera hecho una tigresa, vestida con botas y pantalones y con su dorado pelo al descubierto. La gente los miraba fijamente y susurraba cosas, pero les abría paso al verlos llegar. Ramsés empujó a Nefret hacia un lado; un carro pasaba con gran estruendo y, al hacerlo, salpicó de barro sus botas o, al menos, ése fue su deseo, que fuera realmente barro.
    —¿No podías haber buscado un sitio algo más saludable? —preguntó.
    —Sabes perfectamente que jamás hubieran venido hasta mí, era yo la que tenía que acercarme a ellas.
    La casa era una de las altas y estrechas viviendas medievales de fachada blanca de El Cairo. Carecía de signo o indicación alguna de nombre; después de que Nefret hubiera llamado y de que hubieran sido cuidadosamente escudriñados a través de una hendidura en la puerta, ésta se abrió con un repiqueteo de cadenas y el chirrido de los cerrojos; sonidos que iban acompañados de unos aullidos extremadamente agudos que muchos europeos hubieran interpretado como una señal de tristeza. Ramsés sabía de qué se trataba; por eso no le sorprendió cuando la puerta se abrió de sopetón y Nefret fue rodeada por un grupo de mujeres que gritaban de alegría y que trataban de abrazarla todas a la vez.
    Una de ellas, de mediana edad, vestida con una bata de médico sobre su largo tob, se acercó resuelta a Ramsés con la mano extendida. Su abundante pelo negro mostraba ya algunas canas y hablaba árabe con un fuerte acento sirio.
    —Marhaba, Emerson Effendi. Honras nuestra casa.
    —Llámalo simplemente Hermano de los Demonios —dijo Nefret riendo—. Ramsés, ésta es la doctora Sophia.
    Ramsés no la conocía, pero había oído hablar de ella a Nefret y a su madre con respeto y admiración. Se había ganado ambas cosas: los sirios cristianos son algo más liberales que la mayor parte de la gente del Medio Oriente, lo que no evitó que Sophia Hanem tuviera que enfrentarse durante años con su familia y su gobierno para poder graduarse en medicina en la Universidad de Zurich.
    Ramsés tuvo que esperar en el despacho mientras Nefret acompañaba a la doctora a visitar a las enfermas. Era una habitación alegre y soleada, iluminada por amplias ventanas que daban a un patio interior; el suelo barrido y las paredes encaladas contrastaban fuertemente con la suciedad del exterior. Una niña, que no podía tener más de trece años, le trajo un poco de té; Ramsés se preguntó si no se trataría de una de las pobres criaturas que la clínica había conseguido liberar de la degradación y de una auténtica esclavitud. Algunas de ellas eran incluso más jóvenes. Pasó un rato antes de que Nefret estuviera de vuelta y no se entretuvo demasiado con la despedida. La doctora no se ofendió por su brusquedad; sonrió algo triste a Ramsés y movió la cabeza. Él asintió, haciéndole ver que la comprendía.
    Su madre lo había prevenido:
    —Se siente siempre muy abatida después de visitar la clínica. No te sorprendas si se muestra arisca. No está enfadada contigo sino con...
    —Con la contemplación de tanta miseria y con su incapacidad para acabar con ella. No se preocupe, madre, estoy acostumbrado a que Nefret me trate con malos modos.
    La puerta se cerró detrás de ellos. Nefret dejó que él le cogiera la mano mientras ella pasaba su brazo por el suyo. Él no sabía qué decirle. En el estado de ánimo en el que se encontraba, expresarle su admiración o su simpatía hubiera podido ofenderla. Casi estaba decidido a arriesgarse de todos modos, cuando notó que ella se ponía rígida y miraba fijamente a dos hombres vestidos a la europea y con tarbushes a juego. Los dos fumaban puros. Al percibir la mirada de Nefret, el más alto se detuvo, cruzó dos palabras con su compañero y se dirigió hacia ellos. La multitud se apartó como el Mar Rojo ante Moisés. Un oficial, incluso de paisano, producía ese efecto entre la gente del Was'a.
    —¡Cielos, señorita Nefret! ¿Qué está usted haciendo aquí? —Percy arrojó su puro y se quitó el fez—. Permita que la escolte hasta un lugar seguro.
    —Estoy sana y salva —dijo Nefret—. Y sé perfectamente lo que estoy haciendo teniente pero, ¿qué hace usted aquí? A los ingleses les suelen gustar más los burdeles de Wagh-el-Birka.
    Una dama no debería conocer esa palabra y, menos aún, estar familiarizada con el entretenimiento que proporcionan ese tipo de locales en El Cairo. Percy se puso rojo como un tomate y miró enfurecido a Ramsés, quien apenas podía contener la risa.
    —¡Caramba! La verdad, Ramsés, es que la culpa es tuya. Traerla aquí... mostrarle... todo esto...
    —Yo en tu lugar no seguiría por ahí —dijo Ramsés, muy serio.
    Demasiado tarde. La cara de Nefret estaba casi tan roja como la de Percy.
    —Ramsés no me ha enseñado nada sobre burdeles —gritó—. ¿Cree que volvería a dirigirle la palabra, o que dejaría que cogiera mi mano, si supiera que frecuenta sitios como ésos? En mi opinión, un hombre que se aprovecha de unas pobres mujeres como éstas no puede caer más bajo. ¿Y usted, teniente Peabody? Todavía no me ha dicho lo que hace aquí.
    A Ramsés, la situación había dejado de parecerle divertida. Nefret temblaba de rabia, a Percy se le había puesto un color muy feo y, mientras tanto, la gente había empezado a rodearles y les miraba con curiosidad. Dar una escena en público, en ese momento, carecía por completo de sentido.
    —Cumpliendo con tu deber, ¿no es así viejo amigo? —sugirió, saliendo en su ayuda y con apenas un leve toque de sarcasmo en su voz.
    —Sí —una pequeña indicación era lo único que necesitaba Percy. Ramsés casi lo admiró por recuperarse tan rápido—. Algunos de nuestros hombres vienen a veces por aquí y nosotros hacemos lo que podemos por desanimarlos, por supuesto.
    Ramsés asintió con la cabeza, alentándolo.
    —Bien hecho. ¿Le dejamos que siga con ello, Nefret? Padre y madre nos estarán esperando en el Shepheard.
    —Faltaría más. Lo siento, Percy, le he juzgado mal —al decir esto, Nefret le sonrió.
    Aquél era el problema de Nefret, uno de sus problemas al menos, se corrigió Ramsés. Era tan variable como un día de primavera en Inglaterra: huracanada un momento, soleada y resplandeciente instantes después. Algunas personas cometían el error de pensar que si sus emociones eran tan volubles era porque no eran since-ras e incondicionales. Ramsés la conocía mejor; sabía que era perfectamente capaz de golpear de lleno a alguien en la espalda y, minutos después, empezar a vendarle las heridas de la cabeza.
    —Usted también ha juzgado mal a Ramsés —continuó Nefret—. Venir hasta aquí fue idea mía. Creí que sabía que había abierto una clínica para prostitutas; tienen verdadera necesidad de asistencia médica y apenas pueden disponer de ella.
    —Ah. Ah, sí. Algo he oído, pero... ¡pero la verdad es que nunca me hubiera podido imaginar que osaría venir usted misma por aquí! —sobre la mirada de Nefret se cernían de nuevo nubarrones de tormenta por lo que Percy se apresuró a añadir con vehemencia—: No tengo palabras para expresar mi admiración por su valor y compasión. Pero, mi queridísima Nefret, me resultara difícil perdonarle el que me haya creído capaz de un comportamiento tan despreciable. El único modo en que puede hacerlo es permitiendo que la devuelva sana y salva al hotel.
    —Creo que me las podré arreglar solo —dijo Ramsés sumiso—. No queremos interferir en el cumplimiento de vuestro deber.
    Percy se quedó sonriendo satisfecho y acariciándose el bigote, mientras ellos embocaban de nuevo el callejón.
    —Enderézate —murmuró Nefret—. ¿A qué viene tanto servilismo?
    —¿Yo?
    —Parecías un perfecto idiota.
    —¿De verdad?
    Nefret se echó a reír mientras le apretaba el brazo.
    Se encontraban muy cerca del Shepheard. Para los visitantes de El Cairo resulta irónica la escasa distancia que hay entre el barrio de mala vida y los mejores hoteles de la ciudad.
    —Me alegra que estés de vuelta —dijo Nefret con timidez.
    ¿Con timidez? ¿Nefret? Ramsés bajo la mirada hacia ella sorprendido.
    —Nunca me he marchado —le hizo notar.
    —El verano pasado no, pero hace ya varios años que no pasas toda la temporada de excavaciones con nosotros.
    Ramsés aceptó el implícito reproche mientras buscaba el modo de responder sin tener que admitirlo.
    —La verdad es que trataba de evitar que nuestra madre acabara por encontrar su querida dahabiyya demasiado pequeña.
    Nefret se rió.
    —Sé a qué te refieres. Más que la estrechez del sitio, lo que molesta es la sensación de que la tía Amelia está al corriente de todo lo que uno hace o dice.
    —La nueva casa mejorará las cosas. Madre ha dicho que tiene la intención de dejarnos un ala entera para nosotros, aunque sospecho que, más bien, se trata de una idea de padre.
    —Son realmente encantadores —dijo Nefret con afectuosa condescendencia—. Ella todavía se ruboriza como una doncella victoriana cuando él la mira de una determinada manera, y él sigue inventando excusas totalmente pueriles cuando quiere quedarse a solas con ella. ¡Como si no supiéramos de sobra lo que sienten el uno por el otro!
    —A lo mejor les divierte el juego. Me pregunto si podremos convencer a madre para que nos deje las llaves de nuestras habitaciones.
    —Insistiré en ello —dijo Nefret con firmeza—. Confiésalo Ramsés: ella sabía de antemano que yo quería visitar la clínica y te ordenó que me acompañaras.
    —No. De verdad.
    Había sido su padre, aunque no era necesario: Ramsés hubiera ido de todos modos.
    De hecho, era muy probable que no hubiera zona en El Cairo por la que Nefret no pudiese caminar sin sufrir riesgo alguno. Un sentimental diría que sus esfuerzos en favor de los sectores más bajos y desfavorecidos de la sociedad la habían convertido en un auténtico objeto de veneración. Ramsés, que no tenía nada de sentimental, sospechaba que si algo había de cierto en todo ello era, precisamente, lo contrarío. Muchos hombres egipcios desprecian a las mujeres y, en particular, a las prostitutas. Aunque no habían puesto objeción a la apertura de la clínica para las mujeres de mala vida, seguramente tampoco admiraban a Nefret por ello. No; la inmunidad de Nefret se debía en buena parte a su nacionalidad y, acaso aún más, a las directas insinuaciones que tanto él como David habían dejado caer en ciertos barrios; aunque, quizá, la mayor parte del mérito la tuviese el hecho de encontrarse bajo la protección del famoso y temido Padre de las Maldiciones.
    Pasaron por delante de la iglesia copta, otra de las yuxtaposiciones tan apreciadas por los moralistas, y siguieron camino del Ezbekieh y Sharia el Kamal. Ramsés miró su reloj.
    —Llegamos tarde. Deben de estar esperándonos.
    Pero no lo estaban. A medida que pasaba el tiempo, la inquietud de Nefret iba en aumento.
    —Ha pasado algo —declaró.
    —No pueden haberse metido en líos tan pronto —razonó Ramsés tratando de convencer no sólo a Nefret sino también a sí mismo. Conocía a su madre—. Selim está con ellos...
    —La tía Amelia se mete en líos en cualquier momento y lugar —al considerar una nueva idea, entrecerró los ojos—. ¿Crees que nos ha engañado? Quizá no fueron a Zawaiet el'Aryan. ¡Quizá están tratando de encontrar al falsificador! —al decir esto, empujó su silla hacia atrás—. Será mejor que vayamos a buscarlos.
    —¿Dónde? Sé sensata, Nefret. Lo más probable es que nuestro padre diese con algo interesante y haya perdido la noción del tiempo. Ya sabes cómo es cuando se pone a trabajar, y nuestra madre es casi peor que él. Él no permitirá que a ella le suceda nada.

    Capítulo 4
    Un inglés que muestra su cobardía en Oriente defrauda la confianza de los suyos y pone en peligro al resto de los ingleses. Nuestra innata superioridad moral es nuestra única defensa contra la turbamulta de salvajes vociferantes.
    Saber que Ramsés se encontraba con ella disminuyó mi ansiedad sobre la suerte que podía correr Nefret en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad; aunque tal vez estuviera más segura en cualquier parte de El Cairo de lo que lo hubiera estado en Londres o en París. No había sinvergüenza en El Cairo que no temiera la cólera del Padre de las Maldiciones, ni granuja que no supiera que la mujer y la hija de Emerson eran sacrosantas. Tal y como Emerson había señalado una vez con el tono poético que le es característico: «Si alguien osa tocarles tan sólo un pelo de la ropa le arrancaré el hígado».
    Arreglado este asunto, y sin tener que preocuparme ya por Nefret, me levanté antes del amanecer con el fin de poder partir hacia Zawaiet el'Aryan tan pronto co-mo saliera el sol.
    Sentí de nuevo la vieja fiebre por la arqueología, mientras me ponía la ropa de trabajo, que consistía en botas, pantalones y sahariana, y me ajustaba el cinturón con sus útiles accesorios: una pequeña botella de coñac, otra de agua, cerillas y velas, tijeras y bramante, por mencionar sólo unas cuantas cosas. Emerson se queja siempre del carácter superfluo, según él, de la mayor parte de estas cosas, y del ruido que hacen al chocar unas con otras, pero yo sé que tan sólo intenta burlarse de mí. ¡En cuántas ocasiones estos preciosos objetos nos han salvado de un terrible destino!
    Metí mi pequeña pistola en un bolsillo, un bonito y limpio pañuelo blanco en el otro y cogí mi paraguas. ¡Estaba lista!
    Emerson estaba desayunando en compañía de Ramsés, quien con una de sus manos sostenía una taza de café y con la otra un libro.
    —¿De qué se trata? —pregunté, aun a pesar de haber reconocido el libro.
    —Anuales des Service —dijo Ramsés sin levantar la vista.
    —¿El informe del Signor Barsanti sobre Zawaiet el'Aryan?
    —Uno de ellos.
    —¿Y bien?
    —Y bien, ¿qué? Oh, aporta algunos datos interesantes.
    —¿Qué datos?
    —Acaba tu desayuno, Peabody —dijo Emerson.
    —Ni tan siquiera he empezado...
    —Entonces hazlo, estoy deseando salir. Deberías leer el informe tú misma.
    —Lo hubiera hecho si me hubieras puesto al corriente de tus intenciones.
    Emerson hizo como si no hubiera oído.
    —¿Dónde está Nefret? —preguntó.
    Ramsés cerró el libro y lo puso a un lado.
    —Vistiéndose, supongo. No hay prisa, tenemos tiempo antes de salir.
    —De manera que sigue insistiendo en ir a visitar la clínica.
    —Sí, señor, creo que sí. Todo irá bien, padre.
    —Umm —dijo Emerson, acariciándose la barbilla—. Bien. En ese caso, nos vemos para almorzar en el Shepheard. No os retraséis.
    Uno de nuestros hombres nos ayudó a cruzar el río, Selim nos esperaba en el otro lado con los caballos que dejábamos a su cuidado cada verano. El jeque Mohamed había regalado a David y Ramsés una pareja de purasangres árabes que, con el correr del tiempo, habían tenido una descendencia de igual belleza. En esta ocasión, Selim nos había traído a Risha y a Asfur, mientras que él montaba a Moonlight, la yegua de Nefret. Tanto nuestro joven Rais como mi marido estaban un tanto ojerosos.
    —No ha sido muy considerado por tu parte, Emerson, hacer venir a Selim tan pronto. Probablemente, estas últimas noches habrá estado celebrando su regreso con sus amigos hasta altas horas...
    —Y con sus mujeres —dijo Emerson—. Me pregunto si les habrá enseñado a bailar el vals.
    Me pareció oportuno pasar por alto el comentario.
    La inundación empezaba a retroceder, pero los campos todavía se encontraban cubiertos por el agua, donde se reflejaba el cielo con un resplandor luminoso. Los búfalos pacían entre los juncos y blancas garzas reales flotaban en los remansos. En la distancia, las formas majestuosas de las pirámides de Giza coronaban la palidez de piedra caliza de la meseta del desierto.
    Podíamos tomar dos caminos. Creo que ya he dicho (y cualquier lector informado debería saberlo) que una banda de suelo fértil bordea ambos lados del río; dado que la tierra cultivable era de gran valor (y, en determinados momentos del año, se encontraba bajo las aguas) los antiguos egipcios construyeron sus tumbas en el desierto. De este modo, podíamos seguir la carretera de la costa y, después, adentrarnos en el interior hacia Zawaiet el'Aryan o, subir las laderas del altiplano en Giza y dirigirnos hacia el sur a través del desierto. Le dije a Emerson que, como no nos alejaría mucho de nuestro camino, me gustaría hacer una breve visita a las pirámides. Emerson estuvo de acuerdo, con la condición de que se tratase realmente de echar un vistazo y no de una larga parada.
    Habíamos dejado ya atrás la Gran Pirámide y nos encontrábamos rodeando la de Kefrén, cuando una exclamación de Emerson atrajo mi atención sobre la silueta que se acercaba hacia nosotros, moviendo los brazos y llamándonos, tratando de hacer que nos detuviéramos.
    —Vaya, Karl —dije, cuando llegó hasta nosotros jadeando—. Qué alegría verle de nuevo. No sabía que iba a venir este año.
    Karl von Bork se quitó rápidamente el casco mojado y se limpió el sudor del rostro, tras lo cual nos dedicó una formal inclinación al estilo alemán. Había engordado un poco desde que lo conocimos pero tanto su amplia sonrisa, como su exuberante bigote y su efusivo discurso no habían cambiado lo más mínimo.
    —Guten mor gen, Frau Professor, Herr Professorl ¡Un placer y un honor verlos de nuevo! Aberja, estoy con el distinguido profesor Junker, asistiéndole en su trabajo en los archivos del Instituto Alemán de El Cairo y supervisando las excavaciones del Cementerio del Oeste, que, como ustedes saben...
    —Sí, lo sabemos —dijo Emerson—. Hola, Von Bork. He leído su artículo en la Zeitschrift. Maldito sinsentido, ya sabe, cuando afirma que las tumbas reales de las primeras dinastías se encuentran en Sakkara.
    —Ach so? Aber Herr Professor, los monumentos de Abydos...
    Interrumpí a Emerson cuando se disponía a contradecirlo con gran énfasis.
    —Karl, no debería estar con la cabeza descubierta al sol; póngase de nuevo el sombrero. ¿Cómo está Mary? ¿Y los niños? Tienen ya tres, ¿no es así? ¿O son cuatro?
    Hubiera sido mejor saberlo para no tener que preguntárselo: Karl sacó de inmediato un grueso fajo de fotografías del bolsillo de su chaqueta. Nos llevó un buen rato verlas todas, ya que cada imagen iba acompañada de un detallado comentario sobre la belleza, inteligencia e historial médico del sujeto retratado. Al saber que Mary se había recuperado de la enfermedad que había padecido unos años antes me alegré mucho. Siempre había sentido un gran afecto por ella; había trabajado para nosotros como artista durante el caso Baskerville y su matrimonio con Karl fue uno de los pocos resultados agradables de aquel desgraciado asunto.
    Por educación, Emerson trató, durante un rato, de ocultar su aburrimiento, como a la mayoría de los hombres y con la única excepción de los propios, no le interesan en absoluto los niños, pero acabó por interrumpirlo con una pregunta sobre la temporada de trabajo. Karl quiso saber dónde íbamos a estar excavando y, al decírselo, se quedó muy sorprendido de que no hubiéramos elegido un sitio más interesante y se ofreció a enseñarnos su nueva mastaba.
    —Hoy no —dije firmemente—. No, Emerson, lo digo en serio. Tenemos que irnos ya si queremos llegar a tiempo de encontrarnos con Nefret y Ramsés.
    —Ach ja, entschuldigen Sie, ich habe preguntar olvidado. Sind sie gesund, das schone Madchen und der kleine Ramsés*
    —Ya no es so kleine** —dije riéndome—. Gracias por preguntar de todos modos, Karl, están bastante bien. Tenemos que organizamos para vernos pronto de nuevo. Vamos, Emerson. ¡Enseguida, Emerson!
    Las pirámides se podían ver a una distancia de varias millas; mientras nos encaminábamos hacia el sur las seguía pensativa con la mirada hasta que Emerson, que conocía perfectamente mis sentimientos, me ordenó que dejara de mirar atrás y que me concentrara en el lugar al que nos dirigíamos.
    —Ya casi hemos llegado —gritó, mientras lo señalaba con el dedo.
    Me pregunté qué diablos estaría señalando.
    En aquel tiempo, Zawaiet el'Aryan era uno de los emplazamientos arqueológicos más desconocidos de Egipto. Y cuando digo desconocido léase «aburrido». Las dos palabras son, a menudo, sinónimas en este contexto ya que los lugares interesantes son los que visitan los turistas y ninguno venía nunca a Zawaiet el'Aryan.
    Sospecho que ésta fue una de las razones que empujaron a Emerson a elegir el lugar. Mi estimado esposo es admirablemente indiscriminado en lo que a sus antipatías se refiere, pero si hay una categoría que aborrece de verdad es la de los turistas, con la única excepción, quizá, de algunos de sus compañeros del mundo de la arqueología. No sirve de nada repetirle, tal y como hago con frecuencia, que la mayor parte de ellos se mueven por un auténtico e ignorante interés por las antigüedades y que se les debe compadecer, y no condenar, por su ignorancia. La respuesta de Emerson es sencilla y va directa al grano: «Se cruzan en mi camino, malditos sean».
    Con toda probabilidad, en Zawaiet el'Aryan no se cruzarían en su camino.
    * —¡Pero perdóneme! He olvidado preguntar qué tal están su preciosa hija y el pequeño Ramsés.
    ** Tan pequeño.
    —Aquí está —dijo en voz alta—. La pirámide escalonada.
    Creo que puedo afirmar, sin miedo a contradecirme, que sería difícil encontrar a una mujer viva que esté más unida a su marido de lo que yo estoy al mío. Personal y profesionalmente, Emerson es magnífico. Tan sólo en aquel momento, cuando mis ojos percibieron el informe montón de escombros que tenía frente a mí, tuve que morderme los labios para no empezar a insultarlo. En algunas zonas se podían ver algunos estratos de piedras alineadas. El resto de aquella maldita cosa consistía en una pequeña colina redondeada, de unos siete metros de altura en su punto más alto.
    —¿Tiene una infraestructura? —le pregunté esperanzada.
    —¿Umm? Ah, sí. Un túnel, varias galerías, una cámara funeraria. Vacía. Umm. Me pregunto...
    La última palabra llegó flotando hasta mí mientras Emerson se alejaba a caballo.
    —¿Dónde vas? —le grité.
    —Quiero echar un vistazo a la otra pirámide que se encuentra al noroeste.
    Por naturaleza, soy una persona optimista; cojo siempre las cosas por el lado bueno, espero siempre lo mejor y encuentro siempre el rayo de luz en medio de los más negros nubarrones. Pero aquel día, mi buen ánimo me abandonó y mi humor pasó de la acritud a la indignación extrema cuando vi que Emerson se complacía en llamar a aquello «la otra pirámide». Ni tan siquiera una pila de cascotes indicaba su emplazamiento. Nunca había habido infraestructura de ningún tipo, tan sólo una enorme zanja que conducía directamente al lecho de roca, prácticamente cubierto por la arena amontonada.
    Emerson bajó del caballo. Acompañado de Selim, se dispuso a dar vueltas alrededor del hoyo alargado que marcaba la zanja y le oí comentar:
    —Se necesitarán cincuenta hombres y el mismo número de personas para transportar los cestos al principio. ¡Una vez que el reconocimiento haya acabado... Peabody! ¿No quieres venir a ver?
    Diciendo esto, se precipitó hacia mí y me tiró de la silla de montar con un entusiasmo tan impetuoso que mi pie quedó atrapado en uno de los estribos y caí en sus brazos.
    —¿Un poco duro, este primer día fuera? —me preguntó.
    Apretada contra su ancho pecho, atrapada entre sus fuertes brazos, lo miré y, al ver su sonrisa y la calidez de sus ojos azules, sentí cómo mi cólera se evaporaba igual que las gotas de lluvia con la luz del sol. ¡Estaba tan contento con sus miserables ruinas y tan insaciable (e inoportunamente) romántico!
    —Veo que sigues en forma, aunque sin perder tus bonitas curvas —murmuró, abrazando la zona a la que se refería y escondiendo un mechón de pelo suelto bajo mi sombrero—. Estás siempre igual, mi querida Peabody. Tu cuerpo sigue guardando sus proporciones y esos mechones azabache siguen sin una sola cana, tal y como cuando te vi por primera vez en el Museo de Boulaq. ¿Has vendido tu alma al diablo a cambio de la eterna juventud?
    No creí necesario mencionar el pequeño frasco de tinte para el pelo que guardaba en uno de los cajones de mi tocador. Mejor no hacer añicos la ilusión de un marido y, de todos modos, tampoco hacía uso de él tan a menudo como para que fuera relevante.
    —Yo también podría hacerte la misma pregunta, querido Emerson —contesté—. Pero quizás no sea este el momento adecuado...
    —Cualquier momento es adecuado. ¡Maldita sea! —añadió, al mismo tiempo que su nariz rozaba el ala de mi salacot.
    —Selim...
    —Al diablo con Selim —dijo Emerson quitándome el sombrero y echándolo a un lado.
    El interludio fue breve pero refrescante, y dejó a Emerson en un estado de ánimo conciliador. Llegó hasta el punto de preguntarme por qué «pirámide» deberíamos, en mi opinión, empezar a trabajar; mi buen humor hizo que me abstuviera de comentar sarcásticamente aquella palabra.
    Mi voto fue en favor de la pirámide escalonada. Emerson sonrió.
    —Estás deseando andar a gatas por esa maldita infraestructura. La verdad, Peabody, es que tu atracción por los túneles oscuros, calurosos y sucios hace que me pregunte algunas cosas sobre ti.
    —Ah —dije, sintiendo revivir mi interés—. ¿Hay túneles oscuros, calurosos y sucios en la infraestructura?
    Emerson rió entre dientes.
    —Muy oscuros y muy sucios. ¿Quieres que les echemos un vistazo?
    Selim, a quien la discreción había hecho desaparecer tras unos montículos, regresó justo en el momento en el que yo decía:
    —Deberíamos de volver ya, Emerson; prometimos encontrarnos con los chicos a las dos.
    —Sobra tiempo —dijo Emerson, como era de esperar.
    De este modo, nos pusimos en marcha hacia la otra estructura (la palabra «pirámide» se me atragantaba) que se encontraba algo más al sur, cercana a los campos cultivados. El aire claro y seco permite ver a una cierta distancia (siempre y cuando se haya dispersado la niebla matutina y el viento no levante nubes de arena). No podía resistir la tentación de mirar de vez en cuando hacia Giza; la absoluta perfección de sus siluetas triangulares atraía mi mirada como un imán. No habíamos avanzado mucho cuando me di cuenta de que unas sombras se dirigían a nosotros y llamé a Emerson para que se detuviera.
    —Hay tres individuos a caballo que se dirigen hacia nosotros, Emerson. Creo, sí, son la señorita Maude, su hermano y el señor Godwin. Imagino que nos estarán buscando.
    —¿Por qué? —preguntó Emerson.
    —Ayer mencionamos que pensábamos visitar las excavaciones. Es una delicadeza por su parte.
    —Tú y tus delicadezas —gruñó Emerson—. Curiosidad ociosa, más bien. ¿No tienen nada mejor que hacer que molestarnos?
    —Probablemente no. El señor Reisner se encuentra todavía en Sudán, y sus excavaciones no empiezan hasta enero. Estoy segura de que lo único que pretenden es compartir con nosotros sus conocimientos sobre este lugar.
    Los jóvenes no tardaron en llegar hasta nosotros. La señorita Maude parecía una mujer de negocios con su falda-pantalón con chaqueta a juego y un par de impecables botas con borlas. No pensaba que realmente hubiera venido hasta allí para ofrecernos su experiencia, ya que carecía por completo de ella; pronto se vio confirmada la razón que yo imaginaba, cuando al enterarse de que Ramsés no se encontraba allí, su ingenuo rostro cambió de expresión.
    Geoffrey mantuvo un discreto silencio, permitiendo que Jack llevase la voz cantante. Había pasado varias semanas excavando en los cementerios cercanos a la pirámide (tal y como la llamaba él), y se ofrecía para mostrarnos los alrededores.
    Emerson aceptó encantado, por lo que nos pusimos en marcha todos juntos, con una desconsolada señorita Maude a la cola. Al oír los comentarios de Jack, mi res-peto por su competencia fue en aumento a pesar de que, tal y como él mismo admitía, no habían pasado el suficiente tiempo en el lugar como para poder respon-der a muchas de las agudas preguntas que le hacía mi marido.
    Según Jack, el monumento había sido construido en su totalidad. Se trataba de una pirámide escalonada, como la magnífica tumba de Zoser en Sakkara, con catorce gradas. Su altura original era imposible de calcular ya que los estratos superiores se habían desintegrado en una masa informe de escombros que ahora lo cubrían por completo, excepto por el lado este y la zona norte, que el señor Reisner había despejado durante sus investigaciones. En el lado norte se abría una brecha que dejaba ver unas empinadas escaleras de piedra que descendían hasta desaparecer en la oscuridad que había debajo. En el corto espacio de tiempo que pasó desde que el señor Reisner estuvo allí, la arena había vuelto a cubrir casi la mitad de la apertura.
    —¿Es la entrada a la infraestructura? —inquirí, mientras me inclinaba para poder mirarla más de cerca.
    —Sí, señora. Tenga cuidado, señora Emerson, si pierde el equilibrio rodaría durante un buen trecho —Geoffrey me asió el brazo con amabilidad, pero también con firmeza.
    —Diez metros hasta el final de las escaleras —dijo Emerson—, Después viene una larga galería que gira a la derecha hacia otra escalera, a partir de la que se abren varios pasillos; uno conduce a una cámara funeraria. El plano indica que existe también un pozo que sube hasta la superficie desde el final de la primera galería. Su entrada superior debe estar... —y haciendo sombra sobre sus ojos con la mano, se alejó corriendo a pasos cortos.
    Seguimos a Emerson hacia el oeste, donde una gran concavidad sugería la existencia de un hoyo debajo.
    —Aquí está el pozo que llega hasta la superficie —dijo Emerson dogmático—. ¿Qué es lo que hay dentro?
    —¿Dentro? —Jack repetía sus palabras lleno de asombro.
    —Debe de haber algo —dijo Emerson despacio y lleno de paciencia—, o, de otro modo, deberíamos de poder ver el final. Está claro que los primeros hombres que lo construyeron no lo dejaron abierto; hubiera sido como invitar directamente a entrar a los ladrones de tumbas. ¿Me sigues?
    —Sí, señor, me parece obvio —dijo Jack.
    —Ah. Me agrada que estés de acuerdo conmigo. Entonces, los que construyeron el pozo debieron de haberlo llenado con algo, ¿eh? Barsanti indica la existencia de mampostería en la parte superior. El informe de Reisner no dice nada al respecto. Lo que intento descubrir, con algo de torpeza —dijo Emerson—, es si ese material está todavía ahí; de qué se trata; qué extensión ocupa y si el pozo contiene algo más: ofrendas, depósitos funerarios u otros enterramientos.
    Jack había empezado, creo, a intuir algo extraño en el modo de comportarse de Emerson pero, dado su escaso sentido del humor, no podía determinar exactamente de qué se trataba. La arruga sobre la fina barbilla de Geoffrey se había ahondado hasta convertirse en un hoyuelo pero, por delicadeza, reprimió la risa.
    —Por lo que sé, profesor, nadie hasta ahora ha excavado el pozo —dijo—. Nuestro equipo, desde luego, no lo hizo.
    —¡Por Dios! —exclamó Emerson—. ¡Cómo admiro vuestro valor! Si el material que se encuentra en el pozo hubiera caído en el pasadizo, habríais acabado enterrados vivos.
    —Pasamos la mayor parte del tiempo en las tumbas que se encuentran fuera de la pirámide —explicó Jack. El sarcasmo de Emerson era ahora tan evidente que no se podía ignorar; el joven se mordía el bigote al mismo tiempo que fruncía el ceño.
    —Oh, bah —dijo Emerson, cansado del juego—. Los informes publicados son absolutamente insuficientes. ¿Dónde están las notas que Reisner tomó sobre el terreno?
    Estaba claro que Jack había sido cogido de improviso.
    —No sé qué decirle, señor. Estoy seguro de que él estaría encantado de poder enseñárselas, pero sin su permiso yo no puedo, eh, incluso en el supuesto de que supiera donde se encuentran.
    —No importa —refunfuñó Emerson—. En cualquier caso, tendré que volver a hacerlo todo desde el principio.
    —Emerson —intervine—. Se está haciendo tarde.
    —Sí, sí. Sólo un minuto, Peabody.
    Y, sin más, empezó a trepar por la cuesta de escombros, subiendo con agilidad y provocando una minúscula avalancha de guijarros y piedras rotas.
    —¡Dios mío, mirad cómo va! —exclamó Jack, sin poder apartar la vista—. Nunca me habría imaginado que una persona de su tamaño pudiera moverse tan deprisa.
    —Supera su propia leyenda —dijo Geoffrey Godwin con una pequeña y extraña sonrisa—. ¿Sabe usted, señora Emerson, que hasta que conocí al profesor, dudaba de todas las historias que había oído sobre él?
    —Las únicas historias apócrifas son las que hablan de sus poderes mágicos —dije con una carcajada—. A pesar de ello, es capaz de realizar un exorcismo si se le pide que lo haga. Sobre todo lo demás, es imposible exagerar cuando se trata de Emerson.
    —Lo mismo se puede decir del resto de ustedes —dijo Geoffrey con galantería—. Usted también se ha convertido en una leyenda en Egipto, señora Emerson, y Ramsés no tardará mucho en serlo.
    —No tengo ni idea de lo que le hace pensar así —repliqué. Lo sabía, en cambio. Maude debía de haberle repetido alguna de las absurdas historias que Nefret le había contado.
    En equilibrio sobre la cima, protegiéndose los ojos con la mano, Emerson examinaba el terreno que había a su alrededor. Su espléndido físico se destacaba contra el cielo y su pelo negro brillaba como el ala de un cuervo. Me pregunté qué diablos habría hecho con su sombrero.
    —¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó Maude.
    Su hermano rió con indulgencia.
    —No hay espacio para la arqueología en esa cabecita tuya, ¿no es así? Si hubieras prestado más atención a mis lecciones fraternales no tendrías que preguntar ahora. En ocasiones las sombras indican donde hay un hundimiento o una extensión del muro. A esta hora del día, sin embargo, no podrá ver mucho. El sol está demasiado alto.
    Emerson debía de haber llegado a la misma conclusión, ya que había empezado a bajar de nuevo.
    —¡Ten cuidado! —grité, cuando una piedra rodó bajo su pie y golpeó contra el suelo. Geoffrey le dijo algo a Jack en voz baja, quien chilló—: Es mejor ir por el otro lado, profesor.
    Estaba a punto de decir lo mismo. El descenso era más peligroso que la ascensión, ya que un paso en falso bastaba para que el escalador bajara rodando, y con pocas esperanzas de poder detenerse por sí mismo si el suelo rocoso no se lo permitía. En el lado este, la mayor parte de las piedras estaban al descubierto formando una especie de burda escalera. Emerson hizo caso de la sugerencia de Jack y avanzó horizontalmente por la pendiente antes de continuar el descenso. Se encontraba ya a unos siete metros del final, moviéndose con la misma agilidad con la que había ascendido, cuando se paró de repente, se inclinó y perdió el equilibrio. Oscilando y tambaleándose, agitó violentamente los brazos en un intento por recuperarlo. Llegó un momento en que su cuerpo se encontraba totalmente perpendicular a la pendiente y pensé que se caía, pero con un poderoso impulso recuperó sus fuerzas y se tiró de nuevo hacia atrás con un estruendo que hacía presagiar lo peor para sus costillas.
    Yo corría ya hacia el lugar donde había esperado verlo caer con un estruendo aún mayor. Empecé a trepar y no me sorprendió ver a Selim, quien hasta el momento se había mantenido a una cierta distancia, hacer lo propio a mi lado.
    Emerson se apoyaba sobre la pared inclinada, dándome la espalda y con una mano, llena de rasguños y sangre, apoyada sobre una roca.
    —¡Demonios! ¿Qué estáis haciendo aquí arriba? Quítate de en medio, Selim, y llévatela a rastras de aquí.
    —¿A quién se tiene que llevar a rastras? —grité. Se debía de haber golpeado contra la roca un lado de su cabeza. La sangre se enmarañaba en el pelo, a la altura de la sien, y bajaba goteando por su mejilla.
    —¿A quién? —corrigió Emerson con una sonrisa furiosa pero, al mismo tiempo, tranquilizadora—. Para ser más precisos, a ti, Peabody. Un leve golpe en el cráneo no produce amnesia por necesidad. Maldita sea —añadió— todo el condenado grupo está subiendo hasta aquí.
    Exageraba ligeramente; Maude se había quedado abajo, retorciéndose las manos y balando como una oveja. Los juramentos de Emerson detuvieron al grupo antes de que éste hubiera llegado muy lejos; volvieron sobre sus pasos, con Selim detrás de ellos y Emerson a mi lado, ayudándome a bajar dándome útiles indicaciones.
    —Esa piedra está suelta, prueba con aquella sobre... ¿qué demonios crees que estás haciendo? ... casi allí... si me llego a caer te hubiera arrastrado conmigo. Puede que tengas un buen corazón, aunque tengo mis dudas al respecto, pero lo que desde luego no tienes es la fuerza de dos y, mucho menos, la de diez. ¿Cómo se te ocurre meterte en estos líos, adorable idiota?
    Estas últimas palabras las musitó apenas, ya que habíamos llegado al suelo donde enseguida nos rodearon nuestros ansiosos compañeros. Maude chilló y se tapó los ojos con las manos cuando vio la cara de Emerson.
    Manchada de sangre, polvo y sudor, presentaba un aspecto terrorífico. Geoffrey rodeó a la muchacha con el brazo, intentando tranquilizarla.
    —Traté de advertirle, señor —exclamó—. Yo mismo estuve a punto de caerme en el mismo sitio el año pasado; es una zona muy insegura.
    —Me he dado cuenta —dijo Emerson—. Lo conseguí, sin embargo.
    Y, al decir esto, sacó de su bolsillo un gran fragmento de vasija de color marrón. Sobre él, pintada en negro, había una hilera de signos jeroglíficos.

    * * *

    Era ya terriblemente tarde, así que rechazamos la amable invitación de la señorita Maude quien insistía en que nos detuviéramos en su casa para llevar a cabo las oportunas curas médicas y las reparaciones de costura que procedían. El agua de mi cantimplora y mi pequeño botiquín bastaron para devolver a Emerson una apariencia relativamente respetable. Tenía muchos cortes y rasguños, aunque todos ellos eran superficiales; las heridas en la cabeza y en la cara, sin embargo, seguían sangrando bastante. Fuimos directos a la estación de tranvías de Mena House, donde dejamos a Selim con los caballos y nos despedimos de nuestros jóvenes amigos. Dado que sus excavaciones no comenzaban hasta unas semanas más tarde, Jack Reynolds se ofreció a echarnos una mano en las nuestras; siempre y cuando necesitáramos ayuda.
    Una vez en El Cairo, tomamos un taxi hasta el hotel. Durante el trayecto, hice que Emerson se pusiera la corbata que le había traído, se alisara el pelo con mi peine plegable y se sacudiera la arena de su chaqueta. Sufrió todas estas atenciones con hosca resignación, limitándose a comentar:
    —¿Por qué no me lavas también la cara y me cepillas los dientes?
    Sacudí la cabeza.
    —He hecho lo que he podido, Emerson, pero me temo que los chicos se van a impresionar cuando te vean. Tienes un aspecto horrendo.
    Los chicos no fueron los únicos que se mostraron consternados al ver el aspecto de Emerson. Todas las cabezas se volvieron para contemplar la entrada de mi imponente y desastrado marido en el salón comedor. Nefret, que había estado controlando la puerta, se puso de pie de un salto y corrió a nuestro encuentro.
    —Querido profesor, ¿qué ha pasado? Volvamos a la dahabiyya enseguida y deje que le examine allí.
    —¿Qué, ahora? —Emerson puso la mano de Nefret sobre su brazo y la condujo de nuevo hasta la mesa—. Ahora lo que necesito es comida, y no aspavientos; hemos tenido una mañana muy animada.
    —Eso parece —dijo Ramsés, que se había levantado y me ofrecía una silla para que me sentara—. ¿No está seriamente herido, padre?
    —No, no, tan sólo un chichón en la cabeza. Os contaré todo tan pronto haya pedido la comida. Estoy hambriento. ¿Dónde está el maldito camarero?
    El personal de Shepheard conoce bien a mi marido quien, según sospecho, forma parte de la formación que se da a los nuevos camareros: cómo doblar una servilleta, cómo escanciar el vino y cómo tratar al profesor Emerson. La respuesta a sus llamadas, desde luego, no se hizo esperar. Una vez que elegí mi comida, me dirigí a los chicos.
    —¿Qué tal la mañana, queridos? Supongo que no habrá sucedido nada extraordinario, ¿no es así?
    —Si se refiere a ataques asesinos o a sucesos inexplicables, la respuesta es no —dijo Ramsés.
    Nefret, que había abierto la boca, la cerró de nuevo. Emerson devolvió el menú al camarero, desplegó su servilleta y se dispuso a describir los interesantes aspectos de la pirámide escalonada. Ramsés le hizo unas cuantas preguntas, mientras mi marido empezaba a dibujar en el mantel.
    —No hagas eso —dije—. ¿Dónde está tu cuaderno?
    Emerson se metió la mano en el bolsillo pero, en lugar del cuaderno, sacó el trozo de vasija que había encontrado aquella mañana.
    —¿Qué es? —preguntó Ramsés tratando de alcanzarlo.
    —La causa del pequeño accidente de tu padre —le contesté, a la vez que mi marido hurgaba en los otros bolsillos.
    Les conté entonces, ordenadamente, lo que había sucedido aquella mañana. El expresivo rostro de Nefret apenas podía ocultar lo divertida que le resultaba la descripción de nuestro encuentro con los Reynolds y Geoffrey.
    —Pobre Maude —murmuró—. Hacer todo ese camino para nada.
    Ramsés, absorto en el fragmento de cerámica, ignoró ostensiblemente el comentario.
    —Nuestros jóvenes amigos parecían entusiasmados —dijo Emerson sin pensar—. Puede que la ayuda que nos han ofrecido durante las próximas semanas nos resulte útil. Ambos conocen bien el emplazamiento.
    —Podían haberle advertido que las piedras estaban sueltas —dijo Ramsés.
    —Dios mío, no era necesario; podía ver por mí mismo que la estructura entera se estaba desmoronando. No tuve cuidado, eso es todo —Emerson acabó su sopa e hizo una seña al camarero—. Lo que resulta extraño es encontrar un fragmento de ese tamaño sobre su superficie. Nuestro primer hallazgo, ¿eh? No he conseguido entender nada de la inscripción, sin embargo.
    —Son jeroglíficos hechos al azar. Hieráticos, más bien, del Imperio Medio. Puede que se trate de los ejercicios de un aprendiz de escriba.
    —Quita esa cosa sucia de la mesa y comete tu pilaf —le ordené.
    —Sí, madre.
    —¿Qué vamos a hacer esta tarde? —preguntó Nefret.
    —Iremos de compras.
    Emerson lanzó un gemido.
    —Tú no, Emerson. Lo único que haces es quejarte y mirar sin parar el reloj. Nefret y yo iremos a comprar los muebles que nos hacen falta. Tú y Ramsés, mientras tanto, podéis empezar a embalar los libros.
    —No hay prisa —empezó a decir Emerson.
    —Teniendo en cuenta la velocidad a la que lo haces, sí la hay. Me gustaría mudarme antes de Navidad. He dado instrucciones a Selim para que se encuentre mañana con nosotros en la casa con todo un equipo de carpinteros, albañiles, pintores y personal de limpieza.
    —Le dije a Selim... —dijo Emerson frunciendo las cejas.
    —Anulé tu orden.

    CARTAS DE LA COLECCIÓN B:
    Querida Lía:
    Es muy poco considerado por tu parte no estar a mi lado cuando suspiro desesperadamente por hablar contigo. Una luna de miel no es una excusa. Esta tarde ha sucedido algo que me ha dejado un mal sabor de boca y necesito contárselo a alguien. A medida que lo vaya haciendo, entenderás por qué no puedo decírselo a la tía Amelia, al profesor o a Ramsés. ¡Especialmente a este último!
    Te conté en mi última carta que Percy había aparecido de nuevo. Me gustaría que hubieras estado presente cuando nos lo encontramos; supongo que él no se da cuenta de lo ridículo que resulta vestido con ese ostentoso uniforme, con la cara rosada y quemada por el sol y con su enorme bigote. La acogida que le dimos hubiera desanimado a un hombre menos seguro de sí mismo. La tía Amelia se quedó helada y sus ojos grises adquirieron el brillo del acero; el profesor dejó escapar uno de sus mejores juramentos y hubiera abundado en él si no llega a ser porque, haciendo como que perdía el equilibrio, le di un fuerte golpe sobre el pie. ¿Ramsés? Bien, querida, ¿qué esperabas? Se ha vuelto aún más hierático que un faraón de piedra. Antes conseguía romper su coraza burlándome de él, pero últimamente no importa lo que diga o haga, no se inmuta. Si entrara desnuda en su habitación se limitaría a pestañear y a preguntarme si no me preocupaba coger un resfriado.
    Me parece que, como diría la tía Amelia, estoy perdiendo el hilo de la narración. En resumen: nunca pensé que tendríamos ocasión de ver mucho a Percy, y eso, aun a pesar de que hubiera regresado de Alejandría; los jóvenes oficiales pasan la mayor parte de su tiempo en el Turf Club, en hoteles socialmente aceptables o en fiestas privadas. Había subestimado su persistencia.
    No nos visitó, creo que se había dado cuenta de que al profesor no le hubiera gustado verlo, pero me invitó a varias fiestas y a salir a bailar. Yo le rechacé una y otra vez, mandando de vuelta al mensajero y explicándole que no tenía tiempo para actividades sociales.
    No era totalmente cierto ya que en alguna que otra ocasión, mucho más de lo que a mí me hubiera gustado en cualquier caso, nos habíamos visto con Maude Reynolds y su grupo. Ella y su hermano viven tan cerca de nosotros que resulta imposible rechazar todas sus invitaciones. Geoffrey y Jack no me molestan; ayudan mucho en las excavaciones y yo me he encariñado mucho con ellos, especialmente con Geoff. Figúrate que una mañana llegó a casa con una ca-rretada de flores, rosas, flores de Pascua, limoneros, naranjos y parras, y que las plantó con sus propias manos por todo el patio. No podía haber hecho nada que le pudiera gustar más a la tía Amelia; los dos se pasan las mañanas cavando, abonando, regando y hablando de horticultura.
    Ramsés y yo las hemos pasado moradas tratando de complacer al profesor y a la tía Amelia al mismo tiempo; él quería que acudiéramos a las excavaciones todos los días, mientras que ella pretendía que la ayudáramos con la casa. ¡Era como bailar en la cuerda floja! Haremos la mudanza dentro de pocos días, ¡inshaalá!
    Vuelvo a perder el hilo. Te puedes imaginar por qué. Debería prepararme para la lucha (¡en sentido figurado!, tal y como diría la tía Amelia) y acabar de una vez.
    La mayor parte de los hombres desisten cuando sus invitaciones se ven rechazadas una y otra vez. Los jóvenes oficiales de El Cairo, sin embargo, suelen ser más insistentes; sus llamativos uniformes y su comportamiento fanfarrón impresionan a las muchachas recién llegadas de Inglaterra, y es precisamente por eso por lo que para algunos de ellos resulta difícil creer que exista una mujer que se les pueda resistir. No podía ser una pura coincidencia que Percy se dejara caer justo cuando me encontraba sola en la dahabiyya. La tía Amelia había arrastrado a Ramsés y al profesor (que protestaba vivamente) para que la ayudaran en la casa y me había ordenado a mí que acabara de embalar las cosas; tengo que reconocer que era algo que había estado retrasando. Ahora me dirás que no tenía que haberlo recibido; pero lo cierto es que, cuando Mahmud me trajo su tarjeta, estaba ya a bordo, en el salón y pensé que me iba a resultar imposible librarme de él antes de que los demás regresaran.
    Un hombre menos engreído se habría dado cuenta de que no era bienvenido. Yo vestía la misma ropa que suelo ponerme durante las excavaciones: botas, pantalones y camisa. ¡Te reto a que me encuentres un atuendo menos seductor! Para evitar cualquier aproximación, me senté en una silla en lugar de hacerlo en el sofá. Le dije que estaba muy ocupada y le pregunté sin más preámbulos qué quería. He de decir en su favor que no perdió el tiempo. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, le tenía inclinado sobre mí, tan cerca que apenas podía distinguir los pelos de su bigote por separado.
    El problema de las sillas de respaldo recto es que caen con una cierta facilidad. Se suele decir que cada acción tiene su reacción; mi miedo era que si la hacía volar por los aires con la mano o con el pie podía acabar tendida sobre mi espalda y enredada entre sus piernas: una posición vergonzosa y, dadas las circunstancias, vulnerable. Le miré a los ojos y le dije: «¡Señor! ¿Cómo se atreve?».
    Sonó tan idiota que me resultaba difícil contener la risa. Y, sin embargo, las mismas palabras habían dado resultado en otras ocasiones. Percy retrocedió, resultaba ridículo. Yo, por mi parte, me levanté de la silla y me puse de pie, detrás de ella.
    —Usted declara ser un oficial y un caballero —dije—. Si no es capaz de comportarse como tal, será mejor que se vaya.
    —Perdóneme —musitó—. No me he podido contener. Es usted tan encantadora, tan atractiva…
    —¿Entonces es culpa mía el que usted se haya comportado como un sinvergüenza? —Otra de esas palabras que suelen tener su efecto pero, ¡que me aspen si sé con exactitud lo que quieren decir!
    —Usted no lo entiende. Quisiera casarme con usted.
    Me eché a reír; y no con una risita de buen tono, propia de una dama, sino con una sincera carcajada. Era completamente espontánea pero no podía haber resultado más ofensiva. Su cara se ensombreció y yo conseguí controlarme, por el momento.
    —No —dije—. De ningún modo. Ni aún en el caso de que fuera usted el último hombre sobre la tierra. O que la única alternativa fuese una lenta y dolorosa muerte bajo tortura.
    —No habla usted en serio —dijo Percy.
    Conseguí no perder los nervios y me sentí muy orgullosa por ello ya que, ¿puedes alcanzar a imaginar una afirmación más enloquecedora que ésa? Muy serena dije:
    —Los demás no tardarán en llegar. Si usted todavía se encuentra aquí cuando el profesor vuelva, o Ramsés...
    —Ah —dijo Percy, burlándose como un malvado de teatro—. ¿Va a permitir que la tía Amelia la case con su primo Ramsés? Creí que tenía usted más agallas. Ese hombre no es bastante para usted, Nefret.
    Ahí fue cuando perdí la paciencia. ¿Recuerdas nuestra conversación sobre ese interesante episodio del libro de Percy? Se suponía que David no debía contarte lo que Ramsés había admitido, y que tú no debías de decírmelo a mí tampoco; pero nosotras nos lo contamos todo, ¿no es así? Me hiciste jurar que mantendría el secreto, tal y como David te lo había hecho jurar a ti, Lía, pero, ¡no pude mantener mi palabra! No lo pude evitar. ¡Que se atreviera a burlarse de Ramsés! Informé al señor Percy de que no le llegaba ni a la suela del zapato, y lo insulté llamándolo soplón, mentiroso y cobarde... entre otras cosas. No fui muy coherente, pero cuando me quedé sin aliento la historia había salido ya de mi boca.
    No me di cuenta de lo que había hecho hasta que vi la cara de Percy. Estaba llena de manchas rojas y blancas, como suele sucederle a la piel bronceada después de una fuerte impresión.
    —No lo sabía —murmuró.
    —Obviamente no lo sabía o, de otro modo, no hubiera escrito semejante basura, sabiendo que podíamos ponerla en duda.
    —¿Es verdad? —había caído en su propia trampa—. Quiero decir, ¿aceptaría antes su palabra que la mía?
    —Realmente, Percy, ¡es usted demasiado ridículo! —no tenía ganas de reírme, sin embargo; empezaba a darme cuenta del lío que acababa de organizar—. Ramsés no me dijo nada. No quería que nadie lo supiera.
    —Entonces, ¿cómo se enteró? Quiero decir, qué es lo que le hace a usted pensar...
    —Él lo confirmó, pero sólo después de que algunos de nosotros lo averiguáramos por nuestra cuenta.
    —Algunos de nosotros —repitió Percy.
    —La tía Amelia y el profesor no, al menos no creo. Juramos que lo mantendríamos en secreto. Por favor... —me costaba pronunciar estas dos palabras, pero al final lo conseguí—. Por favor, no diga nada.
    Percy echó los hombros hacia atrás y alzó la barbilla.
    —Obedecería gustoso cualquier deseo suyo, Nefret, por pequeño que fuera, pero lo que me pide me coloca en una posición imposible. Ramsés me ha defraudado deliberadamente, por el mejor de los motivos, estoy seguro, pero ahora que sé la verdad, debo concederle el crédito que se merece. Un oficial y un caballero no podría actuar de otro modo.
    Me estremezco todavía cuando pienso en los trillados clichés que tuve que utilizar para suplicarle que no se comportara como un oficial y un caballero. Sí, tuve que suplicarle. No puedo decir si él se sentía humillado o no; no es su estilo pero, de todos modos, no quise arriesgarme. Sabía que Ramsés se sentiría furioso si llegaba a darse cuenta de que lo había traicionado. Al final, Percy aceptó a regañadientes, como si me estuviera haciendo un favor.
    Cuando se marchó, seguía temblando con tanta fuerza que tuve que sentarme. Ya conoces mi temible carácter, Lía, me enfadé con demasiada facilidad y cuando se me pasó, me sentí culpable y avergonzada. No de haber puesto en un aprieto a Percy; se lo merecía, aunque he de admitir que reaccionó sorprendentemente bien. Imaginaba que se enfurecería y que se echaría a gritar negándolo todo. No consigo perdonarme por haber traicionado a Ramsés. La promesa era tácita pero debería de haberme sentido ligada por ella. No digas nada, ¿de acuerdo? Ni tan siquiera a David.



    DEL MANUSCRITO H:
    Era casi medianoche cuando Ramsés abandonó la dahabiyya vestido tan sólo con un par de calzoncillos de algodón. Tras sumergirse en el agua esperó un momento; viendo que el guardia situado al otro lado del bote no daba el quién vive, nadó resueltamente aguas abajo hasta el lugar donde había dejado su ropa. El chamizo abandonado, apenas una pila desordenada de ladrillos de adobe, había sido usado con tal fin por él y por David, cuando vagaban disfrazados por los suk y cafés. Ramsés lamentaba todavía haber tenido que abandonar su caracterización de Alí el Rata; le había sido útil durante varios años hasta que, por desgracia, uno de sus más desagradables adversarios había acabado por descubrir su verdadera identidad.
    Aquella noche no se disfrazaría. De haberlo hecho, habría puesto en peligro el propósito que lo empujaba a realizar una interpretación tan aburrida como la de ser él mismo. Sabiendo que tendría que nadar, había dejado ropa para cambiarse en las ruinas. Era un fastidio pero no podía arriesgarse a que el vigilante nocturno, uno de los innumerables primos de Selim, contara a su padre que había estado en tierra cuando se suponía que debía estar durmiendo en la cama. Ahmed hubiera preferido cortarse la garganta antes que mentir al Padre de las Maldiciones.
    Tras sacar un fardo de ropa de una grieta en el muro, se secó y se vistió mientras se preguntaba por qué tendría la desgracia de pertenecer a una familia con una energía tan ilimitada y una curiosidad tan bien intencionada. Le resultaba imposible alejarse de ellos sin tener que dar un sinfín de explicaciones. Si no se dejaba ver por las excavaciones, su padre quería saber dónde diablos había estado; si no se presentaba a las comidas, su madre lo sometía a uno de sus interminables interrogatorios; si no estaba disponible cuando ella lo buscaba, Nefret daba por sentado que había emprendido una misteriosa y, posiblemente, peligrosa misión sin decirle nada. Y ello hubiera constituido una violación de su Primera Ley, inventada por David, y sobre la cual éste se mostraba siempre muy exigente; aunque la verdad es que, dado el tipo de situaciones en las que a menudo se veían involucrados, no dejaba de ser una sabia precaución, hasta tal punto que Ramsés hizo siempre todo lo posible por respetarla, sobre todo movido por la certeza de que si él no lo hacía, Nefret no lo haría tampoco. Con toda probabilidad, no consideraría la nota que le había dejado como un sustituto legítimo de una comunicación verbal, pero le consolaba pensar que si no llegaba a tiempo de retirarla antes de que ella la hubiera encontrado sería porque estaba muerto.
    En la nota le decía dónde iba, pero no por qué. Odiaba tener que admitir sus razones, incluso a sí mismo; eran infundadas, desleales e injustas pero no por ello dejaban de constituir un silogismo desagradablemente convincente. David estaba comprometido con la causa nacionalista. Las causas necesitan dinero. David había dejado claro que no tocaría el dinero que los padres de Lía habían dejado a su mujer. ¿Tendría entonces algún tipo de escrúpulos en comerciar con antigüedades falsas si lo que pretendía con ello era financiar una causa en la que creía apasionadamente? No sería el primer hombre que se dejaba corromper por un noble ideal.
    Una hora después de haber abandonado el bote, Ramsés se encontraba en el mismo café que había visitado en dos ocasiones, haciendo la misma pregunta y obteniendo, invariablemente, la misma respuesta. Nadie había visto al hombre que buscaba. Nadie sabía quién era.
    Ramsés pagó al camarero y miró con melancolía la pequeña taza de café. Por descontado que no iba a tomarse aquella cosa; había estado bebiendo café a grandes tragos durante tres noches seguidas y ahora la cafeína le crispaba los nervios. Se puso de pie, llamando la atención deliberadamente con su traje europeo. Sabía que nadie lo conduciría hasta su víctima pero, a esas alturas, Wardani debía de estar ya al corriente, no sólo de que alguien preguntaba por él, sino también de la identidad de esa persona. Era Wardani el que tenía que decidir ahora si contactarlo o no.
    En su camino de vuelta al río fue eligiendo las calles más oscuras mientras rechazaba a los taxistas que se le acercaban para ofrecerle sus servicios. Al dejar la avenida, encontró tan sólo una pocas personas con las caras cubiertas para protegerse del frío aire de la noche. Le dieron ganas de gritar con alivio cuando una de ellas se dio la vuelta y le puso una mano en el brazo.
    —No se mueva ni grite —le susurraron—. ¿Nota la punta del cuchillo?
    —Sí —en realidad, se trataba apenas de una ligera molestia bajo el omóplato izquierdo.
    Otra silueta oscura se le acercó por su derecha y pudo sentir cómo le vendaban los ojos con rapidez y eficacia.
    —Juegos de niños —habló en árabe, como habían hecho ellos; uno de los dos hombres intentó sofocar la risa.
    —Muy bien, Hermano de los Demonios, vamos a divertirnos con el juego que has elegido.
    Se puso en marcha con ellos, dejando que sus otros sentidos compensaran la pérdida de la visión con una habilidad tal que, cuando finalmente se detuvieron, podría haber encontrado de nuevo el camino sin problemas y hasta pudo identificar el establecimiento donde entraron. El olor no dejaba lugar a dudas. Las autoridades británicas estaban intentando acabar con la importación de hachís con pocos resultados: hasta la fecha, lo único que habían conseguido era que éste escaseara y aumentara de precio. Antes de pasar a la acción, Ramsés esperó hasta que la puerta se cerró tras él y tras quienes lo escoltaban.
    —Entonces —dijo a su guía, a quien había puesto ahora contra la pared, apuntando el cuchillo que le había arrebatado contra la garganta—. ¿Buscamos un lugar algo más cómodo donde podamos hablar?
    Tal y como había sospechado, el guía era el mismo Wardani. Se había dejado crecer la barba, lo que desdibujaba el contorno de su arrogante barbilla y de su fuer-te mandíbula. Tranquilo y sonriente, miró al hombre que gemía, tendido en el suelo.
    —Más juegos de niños, amigo mío. Era innecesario y ha sido algo cruel por tu parte. Sabías que no corrías peligro alguno con nosotros.
    —No me gusta que se me diga lo que tengo que hacer en estos casos.
    —Querías hacer una exhibición —corrigió Wardani—. ¡Y con qué brío, mon bravel Si tienes la amabilidad de devolverme el cuchillo, te conduciré hasta mi humilde guarida.
    Dirigiendo el grupo, los guió mientras subían los escalones rotos, situados al final del pasillo. El otro hombre se había puesto en pie con gran dificultad y los seguía, tan pegado a los tobillos de Ramsés que su respiración, áspera y desigual, se podía oír por encima del rechinar de las tablas sueltas. Parecía molesto, pero Ramsés no miró hacia atrás ni se movió más deprisa por ello. Mostrar inquietud hubiera sido como hacer un movimiento en falso en la miserable y estúpida partida que estaban jugando.
    La habitación en la que entraron era pequeña y de aspecto pobre; la iluminaba tan sólo una humeante lámpara de aceite. Wardani se sentó en el sofá e hizo señas a Ramsés para que se sentara junto a él.
    —¿Café? ¿Té a la menta?
    —No, hachís no, gracias —el olor no era tan fuerte, pero se podía sentir todavía. Ramsés arrugó la nariz—.
    Éste no es el escondite que yo habría elegido. Asaltar guaridas de hachís se ha convertido en el deporte favorito de los jóvenes más sangrientos de la policía y, además, esa barba no cambia tu aspecto lo suficiente.
    —Un conocido mío me ha prestado la habitación tan sólo para esta ocasión —dijo Wardani con calma—. Cambio de sitio a menudo.
    —¿Me estás diciendo que no has entrado en el negocio de la droga para enriquecerte?
    Un destello de ira brilló en sus ojos oscuros.
    —¿Tratas de insultarme? La droga es la maldición de mi gente. Me gustaría acabar con ella tanto como a tu policía, sólo que ellos han tomado el camino equivo-cado. Educación...
    Ramsés le dejó seguir adelante con su conferencia. A pesar de que le disgustaban profundamente los hombres que se referían a «su gente» en ese tono de propiedad, no puso en duda la sinceridad de Wardani. El tipo era un demagogo nato, con una voz resonante y flexible, un buen dominio de los más clamorosos clichés y un soberbio sentido teatral. Wardani no era su auténtico nombre; lo había adoptado como muestra de respeto hacia uno de los mártires de la causa: un joven estudiante que había asesinado al primer ministro moderado, Butiros Ghali Pacha, el año anterior. «Uno más de esos gestos llamativos pero inútiles, que ocasionan más daño que beneficios a la causa a la que dicen servir», pensó Ramsés disgustado y abatido. El joven asesino había sido ejecutado y el suceso había traído como consecuencia el recrudecimiento del trato dado a los nacionalistas.
    El otro hombre había abandonado la habitación y ahora regresaba con una bandeja sobre la que había colocado dos pequeñas copas de café turco. La simple visión del líquido oscuro hizo que a Ramsés se le alteraran de nuevo los nervios, pero rechazar el gesto de hospitalidad de Wardani hubiera constituido un grave error. Finalmente, parecía haber acabado con su perorata.
    —Ya he oído hablar de todo eso.
    —Sí, claro que habrás oído. ¿Cómo está el novio? —Wardani cruzó las piernas y sonrió.
    —Bien, muy feliz.
    —Como debe ser, después de haber arrancado una flor como ésa —su sonrisa se hizo aún más amplia—. Venga, amigo mío, no me mires con esa cara, sabes muy bien que no trataba de ofenderte. Respeto y venero a todas las mujeres. Son el futuro de Egipto, las madres de la nueva raza.
    —Tonterías —dijo Ramsés con rudeza. Habían ido pasando de un idioma a otro, del francés al alemán y de éste al árabe; como si Wardani estuviera intentando poner a prueba los conocimientos de Ramsés o, simplemente, hacer gala de los suyos. Ramsés prosiguió en inglés—: Conozco la retórica. Simpatizo con vuestros fines, pero deploro vuestros métodos. Deja fuera de todo esto a David, Wardani.
    —Ah, ahora entramos en materia; me preguntaba por qué te habrías tomado tantas molestias para buscarme.
    —Cuando te cojan, y ten por seguro que lo harán ahora que Kitchener lleva las riendas, te mandarán a la cárcel o a los oasis... y David irá contigo. Creo que él podría trabajar por la causa de otra manera.
    —¿Cómo? —preguntó Wardani suavemente.
    El aire se había vuelto denso con el humo de la lámpara y de los cigarrillos que Wardani no había dejado de fumar durante todo el tiempo, llegando hasta a encender uno con la colilla del anterior. Ramsés se encogió de hombros y aceptó un cigarrillo de la caja de hojalata que le tendía el otro hombre.
    —Escribiendo artículos y pronunciando discursos —sugirió—. Continuando con el trabajó que le ha hecho ganarse el respeto en una profesión en la que pocos egipcios han sido admitidos. Su éxito, y el de otros como él, hará que Inglaterra acabe por aceptar vuestras demandas de igualdad.
    —Dentro de cien años, tal vez —dijo Wardani—. Pero, a lo mejor...
    «Por el amor de Dios, vayamos al grano», pensó Ramsés. A pesar de que tenía un terrible dolor de cabeza, quería que fuera el otro el que abordara el tema.
    —La señora Todros tiene, según creo, unos padres muy ricos —murmuró Wardani.
    Aquí estaba, por fin. Ramsés encendió otro cigarrillo y empezó a hablar.
    Al abandonar el lugar, su dolor de cabeza había alcanzado proporciones gigantescas, pero había conseguido lo que quería. Si bien Wardani no había abandonado la esperanza de hacerse con el dinero de Lía para la causa, se había mostrado menos insistente de lo que Ramsés había imaginado. Este asunto les había conducido, de manera más o menos directa, hasta aquél que verdaderamente preocupaba a Ramsés y sobre el que también esperaba haberlo convencido.
    Decidido a pasar por alto el saludable ejercicio de la natación, tomó un taxi hasta el embarcadero. Ya no era necesario mantener el secreto. Al día siguiente tendría que contárselo todo a Nefret y a sus padres.
    El vigilante nocturno se levantó de inmediato al oír el suave saludo de Ramsés y colocó una plancha sobre el hueco que había entre el embarcadero y la cubierta del barco; no mostró sorpresa ni curiosidad, los hombres a su servicio estaban acostumbrados a los peculiares hábitos de la familia Emerson.
    Ramsés recorrió despacio el pasillo que llevaba a su habitación. Estaba muerto de cansancio y sus reflejos le habían abandonado tan pronto como se encontró sano y salvo a bordo; cuando abrió la puerta de su habitación y vio la delgada silueta que había tendida en su cama, se llevó tal impresión que casi se puso a gritar.
    Ella había dejado una lámpara encendida. Por lo visto, debía recordar el incidente ocurrido años atrás cuando se le había aparecido sin advertirle y él casi la estrangula antes de darse cuenta de quién era. Tras sobreponerse, se dirigió silencioso hacia un lado de la cama y se quedó allí de pie, mirándola.
    Los postigos estaban cerrados y hacía calor en la habitación. Ella yacía de lado, de cara a la puerta y con una mano bajo la mejilla. La luz de la lámpara bruñía, llenando de reflejos cobrizos los bucles mojados que caían sobre su sien y, al mismo tiempo, rozaba, dorándolas, sus pestañas en reposo. Haciendo una concesión a las nociones que le había inculcado su madre sobre el decoro, se había puesto un salto de cama, si es que podía llamarse así; parecía más bien un traje nupcial: seda blanca e insinuante, volantes de encaje y lazos.
    Un dolor agudo en su pecho le recordó que llevaba ya un buen rato sin respirar. Dejó que el aire saliera despacio de sus pulmones mientras le venía a la mente la estúpida afirmación que había oído una vez de boca de uno de los estúpidos oficiales jóvenes del Turf Club: «No hay que comportarse como un canalla con una dama». Las posibles combinaciones de esta aseveración lo entretuvieron durante algunos días. ¿Estaba, entonces, permitido comportarse como un sinvergüenza con una mujer que no fuese una dama? ¿Cuál era la exacta definición de una dama y, al respecto, la del comportamiento «canallesco»? Comportarse como un canalla con una dama que dormía debía de ser aún más reprensible. Sin embargo, considerando que era probable que recibiera una reprimenda completamente impropia de una dama cuando ella se despertara, tal vez pudiera permitirse cierto grado de indignidad. Inclinándose hacia ella, apoyó con delicadeza la palma de su mano sobre la curva de su mejilla, apartando los rizos cobrizos con toda la gentileza de que fueron capaces sus dedos.
    Ella abrió los ojos de sopetón.
    —Te he pillado infraganti —dijo.
    —Tienes razón —admitió Ramsés.
    Apartó la mano y la contempló mientras ella se sentaba.
    —He tenido que venir hasta aquí para encontrar tu mensaje —le dijo, en tono recriminatorio—. Lo convenido era deslizado por debajo de mi puerta.
    Era inútil preguntar por qué había ido a su habitación. Lo hacía continuamente: cada vez que le venía algo a la mente, se le ocurría una idea o estaba preocupada por algo.
    —Ésta no ha sido tu primera expedición, ¿verdad? —preguntó.
    —No.
    —¿Lo encontraste?
    —Sí.
    —Gracias a Dios. Pareces exhausto. ¿Por qué no te tumbas?
    Y diciendo esto se movió, con blanca y diáfana agitación, para hacerle sitio junto a ella.
    —No —dijo Ramsés—. Eres muy amable, pero... ¿Qué es lo que tratas de hacer, prepararme para el sacrificio? Déjalo ya, Nefret, así podré lamer mis heridas e irme a la cama.
    —No voy a regañarte. Entiendo perfectamente por qué no me llevaste contigo.
    —¿De verdad?
    —No te hagas el sorprendido. Tengo mis momentos de prudencia, ya sabes. Puedes ahorrarte los detalles hasta mañana; dime tan sólo si Wardani admitió... si dijo que fue David quien...
    Sus grandes e implorantes ojos se encontraron con los suyos mientras esperaba el final de la frase. La fatiga física y otro tipo de distracciones confundían su pensamiento. Le llevó algunos segundos comprender.
    —¿Tú también dudas? Entonces no era el único que...
    —Parecemos tontos —dijo Nefret con tristeza—. Querido mío, sabía que te sentías culpable, como siempre, y no deberías. Yo también quiero mucho a David y no por ello dejo de tener mis dudas. No habían surgido hasta la otra noche, cuando la tía Amelia discutía tranquilamente sobre sus sospechosos y tú dijiste que todos ellos eran amigos nuestros, gente en la que normalmente confiábamos y a la que admirábamos, y entonces yo me di cuenta de que David era el sospechoso más evidente de todos y que, a pesar de que sería incapaz de actuar deshonestamente por su propia cuenta, podría llegar a poner la causa por delante de sus principios y... me odié a mí misma, pero no podía quitarme la idea de la cabeza.
    —Ni yo tampoco, pero creo que ahora sí podremos.
    —¿Ah sí? ¿De verdad?
    Ramsés se echó a reír ante tanta pregunta pueril.
    —He dicho tan sólo que lo creía, aunque la verdad es que Wardani insistió en que él no sabía nada de las falsificaciones; si mentía, lo hizo condenadamente bien.
    —¿Se lo preguntaste a quemarropa?
    —Tuve que ser bastante directo, no tenía otra alternativa. Se quedó estupefacto. Espero no haberle dado algunas ideas al respecto aunque no creo, ya que se mostró de acuerdo conmigo cuando le hice ver que si David era acusado de comerciar con falsificaciones, no sería tan sólo su reputación la que saldría dañada sino la de todos los egipcios y, en particular, la del movimiento y su líder. A él le preocupa mucho el honor y ese tipo de cosas, así que pensé que tenía que contarle todo. Con la grandilocuencia que suele utilizar dijo que, al menos en este asunto, seremos aliados, y que hará todo lo posible por averiguar algo. Aunque te parezca ingenuo, yo le creo.
    —No, hiciste lo correcto. ¿Se lo vas a contar al profesor y a la tía Amelia?
    —Creo que será lo mejor, ¿no te parece? Puede que nuestra madre tenga también sus dudas; ya sabes que, en ocasiones, demuestra tener una gran sangre fría.
    —Sangre fría para algunas cosas e irremediablemente sentimental para otras, entre las cuales se encuentra David; junto a nosotros dos y el profesor.
    —¿Yo? —repitió Ramsés sorprendido—. Caramba, durante años ha sospechado de mí como el autor de todos los crímenes imaginables; aunque tengo que admitir que no le faltaban razones de peso para hacerlo.
    Moviéndose con su habitual desenvoltura, Nefret puso sus pies en el suelo y se levantó.
    —Duerme un poco —le ordenó—. Y, Ramsés...
    -¿Sí?
    Nefret puso ambas manos sobre los hombros de Ramsés y levantó su mirada hacia él.
    —Sé cuánto echas de menos a David, como también que no puedes confiar en mí como en él, los hombres también tenéis vuestros secretos, ¡igual que las mujeres!, pero me gustaría que compartieras algunas de tus preocupaciones conmigo.
    —Acabo de compartir una.
    —Después de haberte cogido con las manos en la masa —a pesar de sus palabras, su sonrisa era muy dulce y su rostro todo amabilidad—. Sé perfectamente cuándo te preocupa algo. No seas tan duro contigo mismo y admite que te sientes mejor después de habérmelo dicho.
    —La verdad es que sí —le sonrió—. Gracias, mi niña.
    Una extraña mirada cruzó su rostro.
    —Tú también estás cansada —dijo Ramsés—. Les contaremos todo durante el desayuno, después de que nuestro padre se haya bebido el café.
    Cuando ella se marchó, Ramsés se quitó la ropa, maldiciendo al ver el pequeño agujero y la mancha de sangre sobre la espalda de su camisa. Tal vez Fátima pu-diese zurcírsela antes de que su madre se diera cuenta, aunque no confiaba mucho en ello: a ésta no se le escapaba nada y, probablemente, tendría algo que decir sobre el hecho de que hubiese echado a perder otra camisa.
    Estaba cansado, pero permaneció despierto sobre la cama durante un rato mientras pensaba en Nefret, olvidando por un momento las dificultades de David. Aunque la deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer, había resistido la tentación de darle a conocer sus sentimientos con el fin de conservar lo que ella le había ofrecido aquella noche: una simpatía, un afecto y una comprensión tan absolutos que se sentía como si hubiera comunicado con una parte de sí mismo. De todos modos, no se podía forzar esa clase de amor, especialmente con alguien como Nefret. O llegaba o no llegaba, repentino como un rayo de luz, impredecible como el clima inglés.
    Al cabo de un rato se quedó dormido.

    Capítulo 5
    Rodeado por un círculo de espadas, luché. Si no hubiera sido por la muchacha...

    Mi decisión de encontrar una vivienda más grande no era, en modo alguno, prematura. El ambiente en la dahabiyya era tenso. Nosotros nos exasperábamos los unos a los otros, Horus exasperaba a todos y el encierro —Nefret no le permitía vagar por las sucias calles de El Cairo— lo exasperaba a él. Cuando le pedía que embalara sus libros, Emerson refunfuñaba y lo dejaba siempre para más tarde pero cuando, al final, conseguí que fuera Mahmud el que lo hiciera se quejó amargamente; Ramsés iba de un sitio para otro como un fantasma, con oscuras ojeras bajo los ojos; Nefret meditaba con aire triste: al preguntarle si le sucedía alguna cosa, se limitó a decirme que echaba de menos a Lía y a David.
    Nos habíamos llevado una desilusión al saber que no se unirían a nosotros hasta después de Navidad. A David le habían ofrecido la maravillosa oportunidad de colaborar en la restauración de los frescos del palacio de Knosos en Creta. Siempre se había interesado por las influencias micénicas en el arte egipcio y, además, la invitación de Sir Arthur Evans, uno de los nombres más distinguidos de la arqueología, no dejaba de ser un reconocimiento a su creciente reputación como hábil copista. A Lía, por su parte, no le importaba el lugar donde se encontraran con tal de poder estar junto a su marido.
    De todos modos, no creía que estas noticias fueran una razón suficiente para explicar el extraño comportamiento de Nefret. Su temperamento no era dado a sumergirse en melancólicas introspecciones. Siendo como era todavía una joven soltera, se me ocurría una posible explicación a esas perturbaciones mentales, así que decidí averiguar si algún joven en particular podía ser el causante de ellas. Pensé que Jack Reynolds y Geoffrey Godwin eran los sospechosos con más puntos. Ambos eran atractivos, jóvenes, caballerosos, bien educados y formaban parte del mundo de la egiptología. Una madre afectuosa o, como en mi caso, una persona in loco parentis, no podía pedir más.
    Observándola con atención, sin embargo, me di cuenta de que Nefret pedía más y de que no había encontrado lo que quería en ninguno de los dos. Su com-portamiento con Geoffrey era más dulce que el intercambio de bromas con el vivaz joven americano, pero hay una cierta mirada... que yo no veía... y rara vez me equivoco sobre estas cosas.
    Uno de los misterios se resolvió cuando Ramsés nos contó su encuentro con el líder del joven partido egipcio.
    Estábamos desayunando en la cubierta de arriba, siguiendo nuestra costumbre, mientras Emerson, siguiendo la suya, se dedicaba a lanzar improperios contra el humo, el hedor y el creciente tráfico del río. Ramsés se reunió con nosotros algo más tarde. Sus ojeras eran particularmente acusadas aquella mañana así que, y aun a pesar de que permito que los jóvenes tengan un cierto grado de intimidad, me sentí obligada a preguntarle por lo que había estado haciendo.
    Sería inexacto e injusto decir que Ramsés miente a menudo. Es difícil que tenga la necesidad: ya desde bien pequeño era todo un maestro en eludir respuestas, habilidad que se había afinado con el transcurrir de los años. En aquella ocasión me contestó que tenía la intención de ponernos al corriente de todo aquella misma mañana y que, si queríamos, podía hacerlo incluso en ese preciso momento. Tomando sus palabras con las habituales precauciones, le invité a que comenzara.
    A pesar de que su relato tenía muchos puntos oscuros, le dejamos hablar sin interrumpirlo, yo porque sabía que era inútil hacerlo, Emerson porque todavía no se había tomado la segunda taza de café y, en consecuencia, no estaba todavía completamente despierto, y Nefret porque (según me informaron mis infalibles instintos) ya lo sabía todo.
    —¿Crees entonces que decía la verdad? —preguntó Emerson cuando Ramsés acabó su relato—. Me tranquiliza oírlo pero me pregunto...
    —¿Usted también, profesor? —exclamó Nefret.
    —La sospecha era dolorosamente inevitable —se justificó Emerson—. Sospecho que todos la compartíamos aunque no quisiéramos decirlo.
    —Yo no —dije, mientras ayudaba a Ramsés con los huevos y el tocino—. No te reñiré por cansarte innecesariamente, Ramsés; si te has quedado tranquilo, el esfuerzo ha merecido la pena. Pero yo hubiera podido aconsejarte que no te molestaras.
    —Supongo que se trata de otra de tus intuiciones —dedujo Emerson mientras sacaba su pipa.
    —En mi caso, al menos, basada en una larga experiencia y en un profundo conocimiento de la naturaleza humana.
    —¡Bah! —dijo Emerson apacible—. Me apuesto lo que queráis a que no pensasteis que la causa nacionalista podía ser el motivo de que David necesitase dinero. Confieso que yo, al menos, no lo hice. Tengo que decir que todo esto me resulta terriblemente complicado. Kitchener está decidido a aplastar al movimiento nacionalista y Wardani es su objetivo principal. ¿Está David seriamente involucrado en el movimiento?
    —No tanto como para que las autoridades sospechen de él —dijo Ramsés—. Al menos, eso creo. Espero haber convencido a Wardani para que mantenga a David al margen de todo. Puede que lo haya conseguido pero también puede ser que no.
    —¿No podrías hacer algo para que David entrara en razón? —preguntó Emerson—. A fin de cuentas, eres su mejor amigo.
    —Lo he intentado ya —Ramsés no había tocado la comida. Siempre resultaba difícil saber lo que estaba pensando, al revés de lo que ocurría con lo que estaba diciendo, pero su voz tenía un grado de emoción inusual cuando volvió a hablar—: Fue un grave error por mi parte.
    —¿Por qué? —preguntó Nefret.
    —Porque me comporté de forma arrogante y condescendiente. No era mi intención, pero es lo que debe de haber parecido: un afectuoso sermón, por su propio bien. Esa actitud es, precisamente, la que ofende a egipcios como David y Wardani. Y cuando se puso a hablar de Denshawai... Se ha obsesionado con ello pero, por otra parte, ¿quién soy yo para decirle que no debería hacerlo?
    Probablemente, la mayor parte de mis lectores desconocen este nombre. A pesar de que ocurrió hace tan sólo unos años y de que causó un gran revuelo, incluso en la prensa británica, el incidente fue olvidado enseguida. Nuestra memoria es muy corta cuando se trata de la injusticia que se comete con los demás, sobre todo si somos nosotros los responsables. El asunto había desacreditado gravemente a la administración británica y era motivo de vergüenza para cualquier inglés decente.
    Las torres de ladrillo de los palomares son una imagen habitual del paisaje egipcio, dado que los campesinos suelen criar palomas para comérselas después. Cuando un grupo de oficiales británicos se puso a cazar estos animales en el pueblo de Denshawai, lógicamente sus habitantes se enfurecieron; como señaló un distinguido escritor británico fue como si un grupo de deportistas chinos se hubiera dedicado a disparar a los patos y a las ocas del estanque de una granja del Devonshire.
    Se llegó a una tregua pero, un año después, los deportistas volvieron a Denshawai. Se encontraban a unos pocos cientos de metros del pueblo, cuando empezaron a disparar; los habitantes, encolerizados, los atacaron con piedras y palos de madera y no con pistolas, ya que carecían de ellas. Durante la lucha que siguió después, cuatro egipcios murieron a causa de los disparos y un oficial, que había sido golpeado, perdió la vida mientras huía precipitadamente en busca de ayuda. Desde un punto de vista médico, su fallecimiento se debió a una insolación y al agotamiento, mas las autoridades decidieron aprovechar el caso para dar una lección. Veintiún campesinos fueron condenados: cuatro de ellos a muerte, algunos a trabajos forzados y el resto a cincuenta latigazos.
    Las ejecuciones y las flagelaciones se ejecutaron en el mismo lugar donde se habían producido los enfrentamientos, y los campesinos, incluidos los parientes de los condenados, fueron obligados a presenciarlo todo.
    Emerson fue uno de los que dejó oír su voz para protestar contra el terrible asunto: mandó apasionadas cartas a los periódicos ingleses y se entrevistó personalmente con Lord Cromer.
    Aún hoy en día, su rostro enrojece de indignación cuando lo recuerda.
    —¡Maldita sea! Hace que me entren ganas de unirme a Wardani —murmuró.
    Ramsés había recuperado su compostura habitual.
    —Tranquilo. Madre dice siempre que dos errores no corrigen nada, que el fin no justifica los medios, y todo lo demás; lo cierto es que las represalias sólo sirven para empeorar las cosas. En realidad, el movimiento está muerto. Y Wardani también lo estará muy pronto si averiguan su paradero y ofrece resistencia cuando intenten arrestarlo.
    —Umm, sí —Emerson dio un golpe ligero a su pipa para hacer caer la ceniza—. Tal vez debería hablar con David.
    —Te hará más caso a ti que a mí —admitió Ramsés.
    —Lo tendremos muy ocupado para evitar que se meta en líos —dijo Nefret—. Estoy segura de que Lía querrá ayudarnos.

    * * *

    Con un esfuerzo considerable y obligando a mis ayudantes a hacer lo mismo, conseguí que la casa estuviera lista en un tiempo récord. Fátima estuvo dando vueltas por las habitaciones, como un pequeño tornado blanco, dirigiendo las actividades de los trabajadores que Selim nos había procurado. Todos eran amigos y conocidos de éste y de Fátima y trabajaban de modo diligente y hábil. Selim no quería estar allí; instigado y ayudado por Emerson, quien compartía su deseo, inventaba continuamente excusas para poder ausentarse. Nefret me ayudó poco, Ramsés nada, Daoud y su mujer Kadija, en cambio, mucho, mientras que Maude Reynolds, quien se dejaba caer por allí todas las mañanas ofreciendo su colaboración, no hizo sino entrometerse. Tan pronto como descubrió que Ramsés no estaba allí (no solía estar nunca), desapareció y no la volvimos a ver.
    Un ala de la casa estuvo muy pronto lista para ser ocupada. Los suelos de baldosas relucían, las paredes encaladas brillaban e incluso habíamos persuadido a los insectos y roedores para que se buscaran otro alojamiento, mientras Fátima, muy ocupada, seguía cosiendo los dobladillos de las cortinas. Nos trasladamos un jueves y el viernes, día de reposo para los musulmanes, decidí que yo también me había merecido unas breves vacaciones. Los demás habían pasado en Zawaiet el'Aryan casi todo el tiempo (siempre que conseguían librarse de mí, para ser más exacta). Por si fuera poco, luego, por la noche, me veía obligada a escuchar las entusiastas descripciones que hacía Emerson de las actividades que estaban llevando a cabo.
    Me dirigí hacia el nuevo estudio de Emerson para anunciarle que me uniría a ellos aquel día, imaginando el placer que la noticia le procuraría. A pesar de que le había dejado unas estanterías para que fuera colocando los libros, éstos se encontraban todavía en las cajas, las estanterías seguían vacías y no había señales de vida de mi marido.
    Después de buscar por toda la casa y de descubrir que los demás se habían marchado también, me encaminé hacia el establo. Buena parte de esta construcción estaba ya ocupada por lo que Ramsés llamaba la colección de fieras de Nefret, quien recogía animales abandonados y heridos del mismo modo en que cualquier otra joven coleccionaría joyas. En menos de una semana se había hecho con un perro amarillo, grande y nada elegante, con una gacela huérfana y con un halcón con el ala rota, que debía de ser puesto de nuevo en libertad apenas se hubiera curado, siempre y cuando no se hubiese encariñado tanto con Nefret que se negase a partir. Les sucedía a muchas de estas criaturas. El perro, uno de los especímenes de la raza canina menos atractivo que había visto nunca, tuvo que ser encerrado en el cobertizo cuando ella dejó la casa para impedir que la siguiera. Lo que íbamos a hacer con la gacela era algo que no podía imaginar.
    El día anterior, Selim había traído los caballos de Atiyah pero, tal y como había pensado, los ejemplares árabes no estaban en el establo. Quedaba tan sólo uno de los animales alquilados, una yegua baya y asustadiza que permanecía junto a su pesebre y que me miró con ojo crítico cuando pedí a Mohammed que la ensillara. Éste también parecía dudar: «El Padre de las Maldiciones me dijo...».
    —No me importa lo que te haya dicho. Se han ido a Zawaiet el'Aryan, ¿no es así? Bueno, pues ahí es donde voy a ir yo también. Por favor, haz lo que te he dicho.
    —Pero, Sitt Hakim, el Padre de las Maldiciones me dijo que no debía dejarla ir sola.
    —Tonterías. ¿Crees acaso que me puedo perder? Conozco cada palmo de esta tierra, de Abu Roash a Giza, de Sakkara a Abusir.
    A pesar de que tiendo a exagerar un poco cuando hablo árabe, costumbre que Emerson me ha contagiado, lo que dije era más o menos cierto.
    Mohammed sacudió la cabeza con tristeza. Sabía que Emerson le echaría un sermón si no me acompañaba, y que yo lo regañaría si insistía en hacerlo. El sermón estaba lejos, la regañina no: su decisión no me sorprendió.
    —Al menos coja su sombrilla, Sitt.
    Al pronunciar la palabra con acento inglés, me sonó de un modo extraño. Mi sombrilla había llegado a ser considerado una auténtica arma con poderes mágicos. En realidad, se trata de la herramienta más útil para cualquier eventualidad que uno pueda imaginar ya que, junto al efecto psicológico, puede servir como bastón para caminar, como quitasol y, dado que mis sombrillas están hechas con varillas de acero muy resistentes y con puntas muy afiladas, como arma. Aseguré a Mohammed que me iría convenientemente armada.
    En ese momento oí un profundo gruñido y vi brillar en la oscuridad dos esferas verdes. Era normal que el pobre caballo estuviera nervioso. Horus debía de haber permanecido allí todo el tiempo, desconcertándolo con su insistente mirada y con su imitación del león.
    —Luego hablaré contigo —hice saber al gato mientras sacaba a mi corcel fuera del establo antes de montarlo.
    Era una mañana preciosa, clara y tranquila; un día perfecto para las pirámides. La irritación no es buena para el estilo literario; frases como «trabajé hasta caer extenuado» o «sacrifiqué mis propios deseos por el bien de los demás» dominaban mis pensamientos. No obstante, no soy el tipo de persona que permite que el dolor arruine el placer. Cuando encontrara a mi errante familia, les expresaría mis sentimientos con unas pocas, pero bien escogidas, palabras; hasta entonces, quería disfrutar tanto del momento presente como de los venideros.
    Si hubiera sido el tipo de persona a la que le gusta hurgar en sus heridas, habría encontrado un motivo adicional de resentimiento en lo que había estado sucediendo en las excavaciones durante mi forzosa (deber obliga) ausencia. Después de nuestra primera visita había estado buscando los informes del señor Barsanti, que había visto por última vez en manos de Ramsés. No estaban ni en las estanterías del salón, ni en el piso de arriba, ni en la mesa de trabajo que tenía Ramsés en su habitación. Finalmente los encontré bajo una silla del salón y me senté allí mismo para leerlos enseguida, antes de que alguien se los llevara y se perdieran otra vez.
    La sinceridad me obliga a confesar que la pirámide parecía mucho más interesante de lo que había creído. Tal y como Emerson había dicho, con esa curiosa manera que tiene de hacerlo, si hay algo que me fascina de verdad es el interior de las pirámides; tal vez porque me recuerda mis fantasías infantiles sobre cuevas, pasajes subterráneos, criptas y tesoros enterrados. Él puede especular cuanto quiera sobre métodos de construcción, piedra caliza fosilífera, ángulos de inclinación y modos de disponer los ladrillos; yo, por mi parte, me pasaría los días dentro de largas, oscuras y complicadas infraestructuras. Ésta parecía ser una interesante y estaba segura de que el señor Barsanti no la había explorado como se merecía.
    Antes de que hubiera podido avanzar apenas una milla me encontré, para mi sorpresa, con Geoffrey Godwin, que deambulaba por allí con las manos metidas en los bolsillos.
    —Vaya, señora Emerson —exclamó quitándose su salacot—. ¡Qué inesperado placer!
    —¿De verdad?
    Una tímida sonrisa se dibujó en su cara.
    —Realmente un placer inesperado; aunque no del todo. Estuve con los demás hace un rato. Me dijeron que se dirigían hacia Zawaiet el'Aryan y que era probable que usted los siguiera tan pronto como...
    —Descubriera que se habían marchado sin mí —acabé—. Imagino que fue Emerson el que lo dijo. Fue bastante correcto. Voy hacia allí ahora, señor Godwin.
    —¿Sola?
    —Sí, ¿por qué no?
    —Por ninguna razón en concreto —dijo con rapidez—. Sólo que su yegua parece un poco nerviosa.
    —Puedo manejarla —le aseguré en tanto que cogía las riendas con mayor firmeza para evitar que la miserable bestia diera una coz a un burro que pasaba por allí en aquel momento.
    —Por supuesto, señora Emerson, pero escuche, estoy pasando unos días con Jack y Maude; él está ahora trabajando en su artículo y ella se ha ido a El Cairo, así que puedo pedir prestado uno de sus caballos y regresar con usted en unos minutos.
    —Muy amable por su parte, aunque no hace falta —le aseguré—. No soy una turista.
    Dando unos pasos hacia detrás, sonrió y se encogió de hombros.
    —Supongo que tiene la intención de pasar por las pirámides.
    —Puede que me detenga un momento a hablar con Karl von Bork. Hoy debería estar allí, ¿no es así?
    —Sí señora. La temporada del señor Junker empieza antes que la nuestra. Si usted está segura...
    Mi despedida fue un tanto brusca; parecía deseoso de seguir hablando durante horas pero yo tenía prisa.
    Karl estaba, de hecho, trabajando en una de las mastabas del Gran Cementerio del Oeste, una de las secciones que habían sido asignadas a los alemanes; aunque, para ser más exacta, debería decir «los austríacos». El señor Steindorff, el investigador original, había sido reemplazado por el señor Junker, de la Universidad de Viena. Ese día no estaba allí; fue Karl el que salió inesperadamente de la zona acotada con una alegre sonrisa y se ofreció a mostrarme la tumba. A pesar de que la cosa me tentaba (el enterramiento parecía ser de gran interés), decliné su invitación y le expliqué que me dirigía hacia nuestro emplazamiento y que lo que en realidad me había llevado hasta allí era invitarle, a cenar aquella noche. Karl aceptó sin inconvenientes y se ofreció a acompañarme insistiendo tanto sobre ello, que me vi forzada a despedirme de él con la misma brusquedad que había empleado con Geoffrey.
    «¡Qué hombres!», pensé. «Parece como si una fuera incapaz de defenderse sola.»
    Mi humor mejoraba a medida que avanzaba, siguiendo el sendero débilmente trazado que atravesaba el altiplano. ¡Soledad y sol, viento arenoso y silencio! ¡El cielo azul y vacío por encima, la tierra estéril y blanqueada por la luz a mis pies! Al recordar la preocupación de mis dos amigos me eché a reír. Aquél era mi hogar espiritual, la vida que amaba. Era imposible que me perdiera.
    La yegua se había calmado y no me estaba resultando muy difícil controlarla; hasta que alguien empezó a disparar sobre nosotros.
    El primer disparo hizo que el animal se asustara y se echase a temblar; con el segundo, que golpeó en el suelo justo delante de nosotros, se encabritó. Yo no me caí, sino que desmonté, aunque he de admitir que me di prisa en hacerlo. Cuando alguien dispara sobre uno lo único que se desea es poder ponerse a cubierto.
    Tendida detrás de unas rocas miré la nube de polvo, que había dejado tras de sí mi desleal corcel al huir, y me puse a pensar sobre lo que debería hacer a continuación. ¿Qué hacer, qué hacer? Había recorrido ya más de la mitad del trayecto y estaba, según podía calcular, a menos de una milla de mi destino, lo que no dejaba de ser un simple paseo para una mujer en buena forma como yo; el problema era que una figura vertical resultaría un blanco demasiado apetecible y yo no estaba dispuesta a arrastrarme el resto del camino. Quedarme donde estaba era, quizás, la alternativa más segura. El único inconveniente era que no había modo de saber durante cuánto tiempo tendría que permanecer allí antes de que alguien pasara por aquel lugar o que mi invisible adversario se decidiera a abandonar la caza. Unas cuantas horas bajo los ardientes rayos de la esfera solar y me cocería como un ladrillo secado al sol. Una vez metido en sus excavaciones, Emerson era capaz de quedarse allí todo el día y, además, cabía también la posibilidad de que se decidiera a volver a casa siguiendo el camino que bordeaba el río, en lugar del sendero a través del desierto.
    Era inútil seguir dándole vueltas. A menos que pudiera luchar a brazo partido con aquel individuo, mi paraguas y mi cuchillo no me servían para nada. Quedaba, no obstante, mi pequeña pistola.
    Levanté la cabeza y estudié mi posición.
    Tras de mí, las siluetas de las pirámides de Giza se recortaban contra el cielo. A pesar de que, debido a mi falta de elevación, no pudiera verlo en aquel momento, sabía que el río se encontraba algo más abajo a mi izquierda. De hecho, no podía ver nada que no fuera el típico paisaje de la meseta: arena salpicada de guijarros y montones de áridas piedras. Tras uno de aquellos montones debía de estar escondido mi adversario. El sol estaba alto. Era más tarde de lo que había pensado. ¡Era hora de empezar a hacer algo!
    Saqué la pistola del bolsillo y me quité el salacot, que coloqué sobre la punta de mi sombrilla multiuso, y lo alcé con cuidado. El resultado fue alentador. Me senté sin perder tiempo y disparé hacia el lugar de donde (en mi opinión) había partido la bala. Estaba a punto de tumbarme de nuevo para esquivar la posible respuesta a mi disparo, cuando vi que un jinete a caballo se acercaba galopando hacia mí desde Giza. ¡Qué audacia mostró! Era un blanco perfecto o, al menos, lo hubiera sido si no se hubiera movido con tanta rapidez. Por esa razón no le había alcanzado mi primer disparo y también por eso, afortunadamente, pudo acercarse a mí lo suficiente como para que lo pudiera reconocer antes de disparar por segunda vez. Al verme, tiró de las riendas de su caballo, saltó de la silla y, precipitándose sobre mí, me arrojó al suelo. Era más fuerte de lo que su delgadez me había hecho esperar; el peso de su cuerpo se dejaba sentir sobre el mío.
    —La verdad, señor Godwin —comenté, casi sin poder respirar—. Su ímpetu me desconcierta.
    —Le pido perdón, señora —al decir esto se sonrojó y se movió un poco para colocar su cuerpo en una posición algo menos íntima que la anterior pero que siguiera impidiendo eficazmente que me moviera—. ¿Me he equivocado? Pensé que esos tiros iban dirigidos a usted.
    —Yo también lo creo. Agradezco su valeroso intento de servirme de escudo, señor Godwin, pero debe de haber casi una docena de afiladas piedras presionando contra mi espalda. Espero que el tipo se haya ido ya.
    Una rápida descarga de explosiones me interrumpió. Era obvio que el sonido, distorsionado y amortiguado, llegaba a nosotros desde una distancia considerable, pero los impulsos caballerescos del señor Godwin superaron su sentido común. Con un grito de alarma me aplastó de nuevo contra el suelo.
    —¡Maldita sea! —dije, intentando respirar—. El muy canalla se retira con rapidez, se lo dije; oigo el ruido de unos cascos... ¡Oh, Dios mío! Levántese, señor Godwin, antes de que algo realmente espantoso suceda.
    Por desgracia, el aviso llegó demasiado tarde. El ruido de cascos se acercaba en lugar de alejarse; se detuvo y sobre el hombro del señor Godwin asomó un rostro con una horrible mueca, mostrando los dientes, con las mejillas oscurecidas por la cólera y los ojos lanzando chispas. El señor Godwin cambió la posición horizontal por la vertical a gran velocidad.
    —¡No, Emerson! —chillé—. ¡No le golpees! Estás en un error.
    —¿De verdad? —sosteniendo al pobre joven por el cuello, Emerson detuvo el golpe que había estado a punto de propinarle. Permaneció, sin embargo, con el puño cerrado.
    —El señor Godwin me estaba protegiendo, no me atacaba —me puse de pie. Otros jinetes se acercaban. Emerson, montando a Risha, les había tomado la de-lantera.
    —Ah —dijo Emerson—. Le pido perdón, Godwin.
    —Suéltalo ya, Emerson —le sugerí.
    Emerson me obedeció. El joven se llevó la mano al cuello y sonrió valerosamente.
    —No se preocupe, señor. No le culpo por haberse llevado una impresión equivocada. Alguien disparaba a la señora Emerson y yo...
    —Sí, sí. Nosotros también oímos los tiros y vinimos a investigar. Creo que iban dirigidos a mi mujer. Suelen dispararle con una cierta frecuencia.
    Los demás habían llegado hasta nosotros: Nefret sobre Moonlight y Ramsés montando la yegua de David, Asfur. Nefret desmontó y corrió hacia mí. Al verla, el señor Godwin recordó sus buenos modales y, disculpándose, se quitó el salacot.
    —No te preocupes, Nefret. Estoy ilesa —le aseguré, mientras ella pasaba con ansiedad sus manos por mi cuerpo—. El señor Godwin, en cambio, parece herido. ¿No es acaso sangre lo que hay en su ceja?
    —¿Sangre? —al decir esto se llevó la mano a la ceja—. Ah, sí, ahora recuerdo; no llevaba puesto el sombrero mientras me dirigía hacía aquí a toda prisa. Supongo que usted vio al individuo, señora Emerson: un nativo con una barba negra y con aspecto sospechoso. Iba a caballo; lo noté cuando usted se detuvo a hablar conmigo y pensé que era extraño que se quedara allí parado todo el tiempo, y que luego la siguiese cuando usted se puso en marcha de nuevo. No me gustaron ni su mirada ni el modo en que la observaba...
    A pesar de que Emerson intentó cogerlo cuando empezaba a tambalearse, acabó desmayándose en los brazos de Nefret. Su peso la hizo descender lenta, pero inexorablemente hacia el suelo, donde la joven le puso la cabeza en su regazo.
    Ramsés no había desmontado, arrellanado en su silla, contemplaba la escena con los labios ligeramente curvados.
    —¡Qué hermoso! —comentó.
    —Vete al infierno, Ramsés —dijo Nefret.
    El desmayo de Geoffrey duró apenas unos segundos. Ruborizado, se separó de los brazos de Nefret y le aseguró que su herida no era grave. Eso parecía; el arañazo que le había hecho un corte en el cuero cabelludo no era profundo. Sin embargo, insistí en que volviéramos a casa para poderlo limpiar adecuadamente. Mi caballo debía de haber desaparecido en la Ewigkeit, donde, por lo que a mí respecta, podía quedarse para siempre aquella condenada bestia; Emerson me hizo montar con él sobre Risha y dejamos que fueran los jóvenes los que abrieran la comitiva.
    —¿Qué es lo que has estado haciendo hasta ahora? —me preguntó mi marido.
    —No entiendo lo que quieres decir, Emerson.
    —Sí, sí que lo sabes. ¿Qué es lo que has dicho y a quién, para provocar una acción como ésta?
    —Nada, te lo aseguro.
    —¿Ninguna insinuación velada? ¿Ninguna amenaza lanzada al azar?
    —No, Emerson, de verdad. Al menos, no lo creo.
    —Supongo que instigar un ataque puede ser una manera de identificar a un enemigo —dijo Emerson distraído—. Sin embargo, no es una de las que apruebo, Peabody.
    —La verdad, Emerson, no te entiendo. Nuestras investigaciones han resultado ser un singular (vergonzoso, se podría decir) fracaso. Los únicos aspectos alentadores de este ataque...
    —Sabía que encontrarías uno.
    —Bueno, pero es que significa que el falsificador está aquí: ¡en Egipto, en El Cairo, tal vez en Giza! El disfraz que llevaba esta mañana era el mismo que usó antes en Europa.
    —¿Incluyendo la astuta mirada y la apariencia siniestra?
    —No seas sarcástico, Emerson. Puede que Geoffrey haya exagerado un poco después del suceso; es un joven sensible e imaginativo. Fue el comportamiento de aquel hombre lo que provocó sus sospechas.
    —Mmm —dijo Emerson—. ¡Quién sabe!

    DEL MANUSCRITO H:
    El viejo faquir deambulaba lentamente por las estrechas callejuelas del suk. Nefret le lanzó tan sólo una rápida mirada; a todas luces se trataba de un miembro de una de las órdenes de los derviches, un poco más alto y bastante más sucio que la mayoría de ellos. Daoud, quien se había mostrado orgulloso de poder escoltarla aquella noche, la apartó para que dejara pasar a un vendedor que llevaba en equilibrio una enorme bandeja de pan y le indicó la puerta abierta de una de las tiendas. Tenía estantes llenos de babuchas de todas clases y tamaños expuestos fuera; Nefret no se detuvo a inspeccionarlas, sino que entró en la pequeña habitación a cuya puerta se inclinaba y sonreía el comerciante. Cuando algo más tarde salió de la tienda, el viejo faquir se encontraba rodeado por un grupo de jóvenes gamberros que lo insultaban y se reían de él. Indignado, Daoud se dirigió hacia ellos. El faquir, sin embargo, no parecía necesitar su ayuda: de hecho, había empezado a dar golpes a diestro y siniestro con su gran bastón mientras lanzaba improperios con gran fluidez. Sus jóvenes atacantes se dispersaron y el faquir se sentó en medio del camino, refunfuñando entre dientes y babeando. No llevaba turbante; unas largas y desordenadas trenzas de pelo grisáceo caían sobre su rostro.
    —No son buenos chicos —dijo Daoud en tono reprobatorio—. Es un hombre muy santo.
    —Pero quizás no muy inteligente, ¿no? —sugirió con delicadeza Nefret.
    —Su mente está en el cielo y sólo su cuerpo permanece en la tierra.
    —Dios será bondadoso con él —murmuró Nefret. Algo en aquella extraña figura parecía interesarle. Se acercó a él con cautela—. Un atuendo de harapos bastante sugestivo. Una prenda de vestir hecha con jirones y retales, ¿o más bien un abrigo multicolor?
    —Su nombre es dilk —dijo el poco imaginativo Daoud.
    —Umm. ¡Uy!, casi lo olvido; vuelve a la tienda, por favor, y dile al señor el-Asmar que quiero otro par de babuchas iguales a las que le encargué pero negras y mucho más pequeñas —midió la distancia con los dedos—. Son para Lía, sus pies son más pequeños que los míos.
    La cara de Daoud se ensanchó con una sonrisa.
    —¡Ah! Es una buena idea. Cuando regresen organizaremos una gran fantasía, con regalos, música y muchas cosas para comer.
    —Así haremos —Nefret le cogió del brazo con afecto—. Te espero aquí.
    Cuando su enorme figura se introdujo por la puerta de la tienda, Nefret buscó en su bolso, sacando de él una cuantas monedas. Haciéndolas sonar en la mano se acercó al faquir, quien se había dejado caer, convirtiéndose en una masa informe, con el pelo sobre la cara.
    —Si éste es el olor de santidad, prefiero la condenación eterna —dijo Nefret en voz baja—. ¿Por qué tus disfraces han de ser tan repugnantes?
    —La inmundicia mantiene a las personas molestas a una cierta distancia —fue la escueta y audible respuesta—. No hace falta que te diga que tú no eres una de ellas. Ruhi min hma,ya bint Shaitan (Aléjate de aquí, hija de Satanás).
    No se atrevió a alzar la vista, pero pudo oír su risa ahogada y su respuesta algo más fuerte: «¡Qué grosero!». Nefret dejó caer unas monedas a sus pies y se marchó.
    A través de la espesa maraña de pelo, Ramsés vio cómo Daoud salía de la tienda. Ninguno de ellos miraba hacia él pero, aun así, esperó a que se hubieran alejado unos cuantos metros antes de ponerse en pie y seguirlos.



    —Umm —dije, cuando Nefret acabó de describir el disfraz de Ramsés—. ¡Caramba!, muy pintoresco. ¿Por qué seguiste a Daoud y Nefret? Él es lo bastante grande y fiel como para protegerla.
    Arrellanado en el diván, con los pies sobre el borde de la fuente, mi hijo replicó:
    —Daría gustoso su vida por ella, pero en el momento en el que un suceso tan desagradable se produjese podría ser ya demasiado tarde para ella. Después de lo que te sucedió a ti esta mañana, cualquier precaución es poca.
    —No necesito que me protejan —dijo Nefret, como era de esperar—. Tengo mi cuchillo.
    Disfrutábamos por primera vez de los placeres del patio de nuestra nueva morada. Al contemplarlo, comprobé que había llevado a cabo un buen trabajo y ello me llenó de satisfacción. Canapés y sillas de mimbre, mesas pequeñas y cojines habían sido dispuestos alrededor de la fuente, donde el chorro de agua caía con mu-sical tintineo. Las plantas que Geoffrey había traído le daban el toque final; seleccionadas con el gusto de un artista y plantadas con amor, habían convertido un sencillo patio en un auténtico jardín. Las macetas con naranjos y limoneros, hibiscos y rosas, eran artesanía local; sus líneas simples y sus superficies brillantes y delicadas entonaban perfectamente con el ambiente y constituían una auténtica reminiscencia de sus antiguos homólogos. Algunos estilos de cerámica no han cam-biado durante miles de años sus rasgos generales.
    —Mi aventura de hoy tiene, por lo menos, un aspecto positivo —remarqué—. Si a alguno de vosotros le quedaba alguna duda sobre la culpabilidad de David, imagino que esto las habrá disipado.
    —Estás dando por sentado que el ataque está relacionado con el otro asunto —dijo Emerson. La lámpara sobre la mesa cercana a él iluminaba su expresión ceñuda.
    —Sería demasiada casualidad que no guardasen relación alguna —dijo Ramsés.
    —En absoluto. Tu madre anda siempre metiéndose en situaciones desagradables. Es como si las fuera buscando. Las atrae. Disfruta con ellas.
    —¡Tonterías! —exclamé.
    —De todas formas —dijo Ramsés mientras Nefret se tapaba la cara con las manos para ocultar la risa—, sólo hay dos posibilidades. O el reciente... incidente ocurrido a nuestra madre no tiene nada que ver con las averiguaciones que hemos estado haciendo hasta ahora o, por el contrario, está directamente relacionado con ellas. La segunda posibilidad es la más probable. Nuestra madre no puede tener tantos enemigos al acecho. Al menos... ¿Los tiene, madre?
    —Umm —dije—. Déjame pensar. No, la verdad es que no. Alberto murió hace ya unos años, de un modo bastante pacífico, según me dijo su compañero de celda y no parece probable que Matilda...
    —No sigas con la lista, nos llevaría demasiado tiempo —dijo Emerson—. Aceptaremos la segunda teoría como hipótesis de trabajo. ¿Tienes algo más que añadir, Ramsés?
    Era una pregunta absurda: Ramsés siempre tenía algo que añadir.
    —Sí, padre. De esa segunda alternativa se pueden derivar toda una serie de suposiciones nada descabelladas. Primero, el hombre que buscamos se encuentra en la zona de El Cairo. Segundo, ha decidido que nosotros, o nuestra madre, suponemos un peligro para él. Tercero, se trata de un asunto mucho más complicado de lo que nos habíamos imaginado en un principio, con mucho más en juego que un simple beneficio económico. Conocemos un buen número de falsificadores y de traficantes de antigüedades robadas. ¿Cuántos de ellos llegarían a cometer asesinato para evitar que se les desenmascarase?
    —Varios —contestó Emerson malhumorado—. En particular... Cierra la boca, Peabody, y no hables de ese modo. Ya te he dicho que no creo que se trate de Sethos en esta ocasión. Estaba pensando en el bribón de Ricetti.
    —Está en la cárcel desde el asunto del hipopótamo —señalé—. Si hubiera salido nos habríamos enterado.
    —El premio, en aquella ocasión, era una tumba real en la que todavía no habían entrado los ladrones —dijo Ramsés—. Ese tipo de cosas provoca en los criminales una actividad desmesurada.
    Los ojos de Nefret destellaban.
    —No estarás diciendo...
    —No se puede tener tanta suerte dos veces en la vida —dijo Emerson y suspiró—. Me temo que, en este caso, se trata de un vulgar caso de fraude.
    —La palabra «vulgar» no es la más apropiada, padre —dijo Ramsés.
    —No —convino Emerson—. Las falsificaciones no son, en modo alguno, una cosa corriente. La verdad es que no siento mucha simpatía hacia los compradores; se merecen que les estafen. No deberían de comprar antigüedades y punto. Si no fuera porque está en juego la reputación de David, estaría tentado de dejar escapar a ese individuo sin más.
    Inclinándose hacia delante con las manos apretadas, Ramsés dijo con una pasión poco frecuente en él:
    —Creo que ya es hora de que dejemos de ser tan delicados con los sentimientos de David y con su reputación. Incluso en el caso de que nos pudiéramos permitir ese lujo, cosa que no creo posible, resulta maldita y condenadamente estúpido.
    —No... —empecé.
    —Digas palabrotas —dijo Ramsés entre dientes—. Perdone, madre. ¿No se da cuenta de que David acabará por enterarse antes o después? El rumor se extenderá, como sucede siempre. Los coleccionistas se comunican entre sí, los comerciantes se ponen en contacto con sus clientes más apreciados. Dios sabe cuántas falsificaciones habrá todavía en las tiendas de antigüedades; tan sólo hemos localizado una pequeña parte de ellas. Me sorprende que alguno de nuestros conocidos no haya mencionado antes la «colección» de Abdullah. Creedme, David no nos agradecerá que no se lo hayamos contado. Es una maldita, y perdone, madre, excusa.
    El silencio que vino a continuación tuvo el valor de un acuerdo tácito. Era evidente que no había sido el único en llegar a esa triste conclusión. Yo, al menos, ya lo había hecho.
    —Has escrito a David, ¿no es así? —le pregunté.
    —De vez en cuando aunque, de todos modos, no tan a menudo como Nefret escribe a Lía.
    —A los hombres no les gusta cartearse —dijo Nefret con desdén—. Yo no le he dicho nada a Lía. Espero que no esté insinuando que le hemos contado todo a David en una carta, tía Amelia. La idea no me gusta nada.
    —No estoy insinuando nada. Me preguntaba, únicamente, si David no habría dejado entrever en sus cartas que está al corriente de lo sucedido.
    —A mí no me ha dicho nada que pueda hacer pensar en una cosa así —dijo Ramsés—. ¿Nefret?
    —Lía me lo hubiera dicho —respondió Nefret categórica.
    —Entonces, ¿qué creéis que debemos hacer? —preguntó Emerson—. Demonio, Ramsés, es muy fácil decir que tenemos que cambiar nuestra estrategia pero, a me-nos que se te haya ocurrido algo útil...
    —Sugiero que nos dejemos de secretos, si se me permite expresarlo así —dijo Ramsés—. Tenemos que poner al corriente a Daoud y Selim. Si no hemos conseguido arreglar el asunto antes de que David y Lía estén de vuelta, tendremos que contárselo todo a él. Podríamos, asimismo, pedir consejo al señor Vandergelt. Su relación con el mundo de los coleccionistas y de los comerciantes legales es mucho más estrecha que la nuestra y, con toda probabilidad, ni tan siquiera nuestra ma... nadie sospecharía que él pudiera comerciar con objetos falsos.
    —No te preocupes, Ramsés —dije—. No me ofende que se me atribuya un cierto escepticismo realista. Creo que has tenido una buena idea. Katherine y Cyrus están fuera de toda sospecha y podemos contar con su discreción. Dado que pasarán las Navidades con nosotros y que no queda ya mucho tiempo para que éstas lleguen, sugiero que organicemos un auténtico consejo de guerra y que se lo digamos a Selim y a Daoud al mismo tiempo.
    Fátima entró al trote para anunciar que la cena estaba lista; todos nos levantamos de nuestras sillas excepto Nefret, quien tuvo que quitarse a Horus de encima, una garra detrás de otra, antes de poderse mover.
    —Asunto concluido, entonces —dijo Emerson—. Intenta tan sólo no meterte en líos hasta que llegue el momento, ¿de acuerdo, Peabody?
    —No sé por qué me adviertes sólo a mí, Emerson, cuando todos nosotros deberíamos tener cuidado.
    —Umm —dijo Emerson—. Se acabaron las visitas al suk, ¿está claro?
    —¿Por qué al suk —pregunté—. No fue en el suk donde me atacaron. Lo único que quieres es que no salga de tiendas. Todavía no he comprado los regalos de Navidad y hay...
    —¡Basta! —exclamó Emerson, cogiéndose el pelo—. Si tienes que ir iré contigo, y Ramsés, de una repugnante manera u otra, y Daoud y el resto de la banda. Deja de discutir y ven a cenar.
    —Nuestro invitado todavía no ha llegado, Emerson.
    —¿Invitado, qué invitado? Al demonio con él, Peabody.
    —Karl —dije, interrumpiendo las lamentaciones de Emerson con la habilidad que sólo puede dar una larga práctica—. Le invité esta mañana. Estará al caer.
    —Visto que ahora nos ha dado por confiar en todos, ¿también le vas a contar a von Bork lo de las falsificaciones? —inquirió Emerson.
    —He pensado que podría dejar caer el tema como si nada —admití—. Sólo para observar su reacción.
    —Ah, vaya, eso soluciona el problema —dijo Emerson—. Cuando pronuncies esa palabra dejará caer su tenedor, empalidecerá y lo confesará todo.
    Si Karl hubiera sido culpable, no me habría sorprendido que se comportase así. Para ser un buen criminal, era demasiado tímido y sentía hacía mí un exagerado miedo reverencial. No obstante, ya fuera porque era en verdad inocente, o porque su carácter se había endurecido con el pasar del tiempo, cuando saqué la cuestión en la conversación no pude observar en él ninguna de las reacciones que Emerson había descrito. Sí que estaba, sin embargo, interesado en la cuestión, y nos dio una larga charla sobre algunos de los falsificadores que había conocido y sobre los métodos que empleaban.
    Después de que se hubiera despedido de nosotros, nos reunimos junto a la fuente para bebemos la última taza de café; Emerson hizo notar con sarcasmo:
    —Aquí se acaba tu última treta que, por otra parte, no parece haber funcionado demasiado bien, ¿o acaso crees que sí?
    —Oh, Emerson, no seas estúpido. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que Karl se fuera a echar a llorar y lo confesara todo. De todos modos, he de reconocer que sabe mucho sobre antigüedades falsas, ¿no?

    * * *

    Al ver que se aproximaban la llegada de nuestros huéspedes y las inevitables actividades sociales de la temporada, Emerson estaba decidido a hacernos trabajar todo lo posible. Cuando le dije que no había terminado con mis compras, trataba tan sólo de burlarme un poco de él. Buena parte de las compras estaban ya hechas, así que sentía de nuevo subir hasta mi pecho la fiebre por la arqueología. Con el corazón palpitante y el ánimo encendido por la esperanza me encontré finalmente una mañana ante la escalera recién puesta al descubierto y me dispuse a bajar a la infraestructura de la pirámide.
    Emerson se negó a permitirlo.
    —¡Maldita sea, Peabody! —empezó, aunque tardó bastante en acabar cuanto tenía que decir.
    La audiencia era considerable: Nefret y Ramsés estaban allí, por supuesto, y también nuestros hombres. Poco después llegaron también Maude y Jack Reynolds.
    No era sorprendente ver a Jack por allí ya que en los últimos tiempos se había convertido en un asiduo visitante: venía a vernos prácticamente a diario y había demostrado ser, según Emerson reconocía de mala gana, de gran ayuda. Tampoco me sorprendió ver a Maude quien, en cambio, se estaba convirtiendo en una auténtica molestia, al menos para mí. Si Ramsés sentía lo mismo era algo que no podía asegurar. No parecía darle muchos ánimos, pero siempre ha sido difícil saber lo que piensa Ramsés, mucho más aún lo que puede estar haciendo.
    Sonriente, Maude se acercó a Ramsés y Nefret, quienes se habían mantenido a una discreta distancia mientras Emerson y yo hablábamos. Selim había hecho lo mismo y, en ese momento, canturreaba en voz baja a la vez que arrastraba los pies. El ritmo me resultaba familiar: un dos tres, un dos tres...
    Jack no fue tan discreto como Selim.
    —Vaya, amigos, ¿discutiendo de nuevo? —inquirió con una amplia sonrisa que dejaba sus dientes al descubierto.
    —No estamos discutiendo —le expliqué.
    —Sí, sí que lo estamos —dijo Emerson—. Y yo debería hacerlo mejor. Siempre se sale con la suya. Está bien, Peabody, puedes venir conmigo esta vez pero debes tratar de controlarte y no empujarme dentro del pozo o pisarme para pasar delante.
    —Mira que te gusta tomarme el pelo, Emerson... —dije.
    Jack me miró boquiabierto, enseñándome aún más sus dientes.
    —Pero señora Emerson, ¿para qué quiere ir hasta allí bajo? El lugar está completamente vacío, oscuro, sucio y cerrado.
    No me molesté en contestar a una observación tan necia, sino que me dispuse simplemente a seguir a Emerson, quien había empezado a bajar por las escaleras.
    Esta palabra puede causar en el lector una impresión equivocada: los escalones estaban tan gastados y rotos que, más que una escalera, parecía una rampa, con una pendiente tan pronunciada, además, que cualquier avance podía resultar peligroso. Después de un cierto tiempo, el pasadizo entraba en la roca y la cuesta se hacía menos escarpada. No era un pasadizo muy largo, un poco más de treinta metros, pero la oscuridad que pronto nos envolvió hizo que nos pareciera mucho más de lo que realmente era. Me pregunté qué haría Emerson con la luz. Las velas que llevábamos eran las adecuadas para el limitado espacio del pasaje pero no era seguro que pudiéramos mantenerlas encendidas en un aire tan enrarecido como el de las zonas que se encontraban algo más abajo.
    Y no es que hubiera mucho que ver precisamente. Los muros eran regulares pero su superficie no era uniforme y no estaban enlucidos y, por si fuera poco, en el techo se podían ver algunas grietas. No era una buena señal; la roca era de mala calidad y en esos casos existe siempre el peligro de que se produzca un derrumbamiento. Este, sin embargo, no parecía probable por el momento; o, al menos, eso me dije a mí misma. Emerson se detuvo y alargó su brazo.
    —Despacio —me dijo y su profunda voz retumbó en sepulcrales ecos—. Muy despacio, por favor, querida.
    Su advertencia era innecesaria. Nunca me apresuro cuando me encuentro en el interior de una pirámide, y hubiera seguido sin hacerlo aunque no hubiera sabido que había un profundo pozo en la pirámide en la que nos encontrábamos en ese momento. De todos modos, habría estado atenta ante la posibilidad de que existiera una cosa así, dado que los que construyeron los monumentos solían colocar este tipo de trampas con la esperanza de frustrar las incursiones de los «ladrones de tumbas».
    El musculoso brazo de Emerson constituía una barrera tan efectiva como un pasamano de acero. Se había detenido a unos cuantos metros del pozo. Por encima de nosotros, una abertura cuadrada se extendía hacia arriba, en medio de la más absoluta oscuridad. Sobre parte de la prolongación inferior del pozo se había ten-dido un puente con unos sólidos tablones. En la pared izquierda del mismo vi otra oscura abertura.
    —El pasaje sigue por ahí —dijo Emerson, indicando la abertura lateral—. He echado ya un rápido vistazo...
    —¡Vaya, Emerson! Sabías perfectamente que estaba deseando explorar esta infraestructura. Podías haberme esperado.
    Emerson soltó una risita que, en aquellas oscuras profundidades, resultó misteriosa.
    —Tienes menos sentido común que un niño —dijo con cariño—. Mira hacia arriba, Peabody.
    Me cogió por la cintura y me ayudó a colocarme sobre el tablón que atravesaba el pozo.
    No había mucho que ver en el vacío que se abría sobre nuestras cabezas, incluso cuando Emerson levantó su vela a la altura del brazo. En ese momento descubrí una tosca escala apoyada contra el muro.
    —¿Has subido por ahí? —le pregunté.
    —Selim me la sostuvo para que pudiera hacerlo —contestó Emerson con calma—. No recomiendo la subida, sin embargo. Hay una entrada a otro pasaje unos diez pies más arriba; da la impresión de que nunca se terminó. En lo que a mí concierne...
    Se interrumpió con un gruñido de disgusto. Mirando hacia atrás distinguí el centelleo de varias velas. Los otros nos habían seguido.
    Murmuré un ahogado «¡Maldita sea!» ya que, en mi opinión, explorar una nueva pirámide no es un acontecimiento social. La palabrota que soltó Emerson se pudo oír con mayor claridad.
    —Ramsés —bramó—. Quedaos ahí detrás, no quiero que haya gente dándose codazos sobre el borde de una sima tan profunda.
    Tras decir esto, me tendió su vela y me ayudó a volver sobre el rocoso suelo del pasaje.
    —Quiero examinarlo, Emerson —le dije, indicándole la abertura de la izquierda.
    —Estoy seguro de que quieres, Peabody. Espera tan sólo un minuto.
    —Y abajo, en el pozo, también.
    —Ni puedes ni te lo permito —Emerson se frotó la barbilla—. Como iba diciendo... ¡Demonios, Reynolds! Coja a su hermana y no la suelte. Ramsés, ¿cómo se te ocurrió dejarle venir hasta aquí abajo?
    —No fue culpa suya —dijo Nefret.
    —Sí, sí que lo fue. Él es el responsable cuando yo no estoy. En caso de que no se lo haya dejado bastante claro, Reynolds, se lo digo ahora.
    —No fue culpa de Ramsés —insistió Maude—. Ni de Jack. Él me lo consiente todo. Los hermanos siempre lo hacen, ¿no es así, Nefret? ¡Dios mío, profesor! No es la primera vez que hago este tipo de cosas, ¿sabe? No me lo hubiera perdido por nada del mundo.
    Su envalentonamiento no tuvo ningún éxito. Había un claro temblor en la voz que pronunció aquellas valientes palabras. De todas las caras, que brillaban pálidamente en la oscuridad, la suya era la más blanca.
    Con las manos sobre las caderas y balanceándose ligeramente en el borde del mismo abismo sobre el que había prevenido a los demás, Emerson observaba a la muchacha. «¿De verdad? Ven a echar un vistazo entonces.»
    Asiéndola por el brazo, tiró de ella hasta ponerla a su altura. Una mirada a aquella sima, aparentemente insondable, bastó para poner punto y final a su insolencia. Maude dejó escapar un pequeño y jadeante chillido y se aferró a Emerson, quien la asía con una sola mano aparentemente despreocupado, aunque podría haber sostenido un peso mucho mayor que el de ella; fuerte como una roca, se la pasó a su hermano, que había saltado hacia ellos con un grito de alarma al verla perder el equilibrio.
    —Esto es justo lo que trataba de decir —dijo Emerson con un tono levemente irritado—. Demasiada gente para un espacio tan reducido. Un tropezón o un resbalón, un mareo, y caería ahí dentro arrastrando a los demás con ella con toda probabilidad. El puente está suelto, un paso en falso podría hacerlo caer. Acompañe a su hermana hasta la superficie, señor Reynolds. No está hecha para este tipo de cosas.
    —¡Por supuesto que lo estoy! —asida por su hermano, Maude se sentía de nuevo segura y no tardó en recuperarse—. Nunca me había sucedido, ¡de verdad!
    Emerson se había contenido mucho más tiempo de lo que yo había imaginado que haría. En ese preciso momento dejó de hacerlo. «¡Maldita sea!», rugió, y eso fue suficiente para dejar claros sus sentimientos; los Reynolds se retiraron sin perder tiempo y Ramsés, quien, sorprendentemente, no había abierto la boca, se unió a su padre junto al borde del pozo.
    —Pobre muchacha —dije a Nefret—. Únicamente se puede admirar su coraje. Supongo que tan sólo quería superar su miedo a los sitios oscuros.
    —Estaba tratando de impresionar a cierta persona —dijo Nefret—. O quizás planeaba desmayarse graciosamente entre sus brazos.
    —Qué dura eres, querida.
    —He pasado más tiempo que tú con la señorita Maude —dijo Nefret inflexible—. Mucho más tiempo del que me hubiera gustado, de hecho. Te aseguro, tía Amelia, que no siente el más mínimo interés ni por la arqueología ni por las pirámides.
    Emerson y yo pasamos el resto de la mañana dentro de la pirámide. Fue delicioso. Una descripción detallada estaría fuera de lugar aquí, pero los lectores con capacidad intelectual superior pueden remitirse, como sin duda alguna será su deseo, al libro que Emerson y yo escribimos al respecto y que ha sido publicado por la Oxford University Press. La infraestructura era bastante amplia y se encontraba en un delicioso estado de ruinas, ya que el techo había cedido en algunos puntos y teníamos que arrastrarnos por sitios bastante estrechos, que arañaban nuestros cuerpos, en particular el de Emerson, cuya constitución es bastante más ancha que la mía. La abertura lateral del pozo conducía a una galería horizontal que, tras continuar durante una cierta distancia y descender unos pocos escalones, iba a dar a una pequeña habitación que debía de haber sido la cámara funeraria. La luz que proporcionaban las velas era limitada; teníamos la sensación de caminar en una burbuja de luz que estuviese, a su vez, encerrada dentro de la oscuridad. La falta de luz constriñe también la mente; uno puede ver tan sólo series de pequeños segmentos separados y no el conjunto. El aire era caliente y sofocante. El cerebro no funciona como debe en esas condiciones.
    De acuerdo con el plano que el señor Barsanti había publicado, una segunda galería conducía hasta un largo pasillo, paralelo al lado norte de la pirámide. El plano indicaba igualmente la existencia de nichos en el muro de este pasadizo. La extrema regularidad del mismo levantaba algunas sospechas; ¿realmente se había medido cada nicho con tanta precisión?, ¿de verdad eran las medidas de todos ellos tan regulares?, ¿cuál era su función?
    Nuestra misión de aquella mañana consistía en encontrar la respuesta a estas preguntas. Selim me precedía, sosteniendo la luz, Emerson iba detrás, alargando una cinta métrica de acero. Con el cuaderno en la mano, apuntaba los números que Emerson me decía. Seguimos el pasillo, que cortaba el pasadizo hasta el final y después, volviendo sobre nuestros pasos, avanzamos por el hasta su otro extremo, tomando notas todo el tiempo.
    —Los nichos son, con toda probabilidad, lugares de almacenamiento —dije, con el entusiasmo ni siquiera alterado por el hecho de que apenas podía respirar—. Mira aquí. No es...
    Emerson me cogió por el cinturón y tiró de mí hacia atrás.
    —Sal de ahí, Peabody, llevamos aquí dos horas. Estás jadeando.
    Selim, que nos había acompañado, fue el primero en pisar de nuevo el tablón y, a pesar de que podía habérmelas arreglado bastante bien sin ayuda, él y Emerson insistieron en sujetarme por las manos mientras cruzaba. Acalorado y sudoroso, Emerson se detuvo un momento para mirar hacia abajo, a la parte inferior del pozo.
    —Es un arreglo algo torpe —observó con desaprobación, indicando la cuerda atada alrededor de la tabla—. Así es como hemos estado sacando los cascotes, subiendo los cestos llenos desde abajo. Tendremos que montar algo más resistente si queremos seguir adelante.
    —Estoy contenta de que me obligaras a venir Emerson —dije—. Después de todo, ha resultado ser una pirámide interesante. Disculpa mis comentarios despreciativos sobre ella.
    Nefret nos estaba esperando a la salida.
    —¡Por Dios, qué sucios estáis! Venid a la sombra y bebed algo. Habéis estado dentro tanto tiempo que empezaba a preocuparme.
    —Es evidente que Ramsés no lo estaba —dije, al verlo llegar paseando tranquilamente con las manos en los bolsillos y el sombrero inclinado hacia atrás sobre su cabeza.
    —¿Se ha divertido, madre? —inquirió.
    —Mucho, y me sorprende que no te unieras a nosotros.
    —Cuando el oxígeno es limitado, lo mejor es que se quede dentro el menor número de personas posible. Imagino que allí abajo no hay nada para mí.
    —Ninguna inscripción, si eso es lo que quieres decir —dijo su padre con la voz ronca—. Pero hay mucho que hacer.
    —Lo más excitante —dije, mientras me quitaba el barro de la cara—, es que el pozo parece ser más profundo de lo que indica Barsanti. ¡Él no acabó de limpiarlo! ¡El suelo no es de piedra tallada sino que todavía se encuentra cubierto de cascotes y arena!
    Emerson me dirigió una sonrisa de camaradería que hizo brillar sus dientes sobre la máscara de barro que era en aquellos momentos su rostro.
    —Supongo que pretenderás que saque de allí todo el maldito material.
    —¿Cómo puedes dudarlo? —tomé la taza de té que me tendía Nefret y proseguí con creciente entusiasmo—. Debe de haber otros pasadizos que se abren algo más abajo y que conducen a la cámara funeraria real. Hasta tú deberías de encontrar semejante perspectiva excitante, Ramsés.
    —Enormemente.
    —No permitas que la fiebre arqueológica se apodere de ti, Peabody —me advirtió mi marido—. Es poco probable que ahí abajo haya algo más, aparte de los cascotes. No me importa dedicar dos o tres de nuestros hombres para acabar de limpiarlo todo, pero hay proyectos más importantes en los que seguir trabajando.
    —Como los cementerios de los alrededores —dijo Ramsés—. Los he estado observando mientras estabais abajo. La zona norte promete. Creo que debe de haber, al menos, una gran mastaba que el señor Reisner no fue capaz de descubrir.
    —¿Sí? —Emerson se puso de pie de un salto—. Enséñamelo.
    Lo así por la manga. Debido al sudor y al agua que se había echado por la cara, ésta estaba tan empapada como su camisa.
    —Siéntate y descansa un poco antes, Emerson.
    —Después, querida, después.
    Sonriendo, vi cómo se alejaba a grandes zancadas a la vez que conversaba animadamente con Ramsés. Al menos Emerson estaba animado; mi hijo raramente lo estaba y yo deseaba que, al fin, pudiera encontrar algo que le interesara. Durante los últimos años se había comportado como un vagabundo erudito: estudiando en una ciudad, trabajando en otra y pasando, en definitiva, poco más de unos meses al año con nosotros. Emerson le echaba mucho de menos aunque, temeroso de que pudiera sonarle a reproche o exigencia, nunca se lo había confesado. «Tiene que seguir su camino», había reconocido mi marido con generosidad.
    Ramsés era un hábil excavador, cualquier hombre entrenado por Emerson lo es, pero lo que de verdad le interesaba eran las diversas formas del lenguaje egipcio, y era muy poco probable que se pudieran encontrar inscripciones allí; ninguna de las primitivas pirámides las tenían y ésta era, sin lugar a dudas, una de ellas.
    —Una bonita mastaba —murmuré—. Llena de fragmentos de vasijas con inscripciones.

    DEL MANUSCRITO H:
    —He llamado a la puerta —dijo Nefret recatada.
    Ramsés levantó la vista de su libro.
    —Yo no te he dicho que pudieras entrar.
    —Cuando de verdad no quieras que entre cierras la puerta —parecía muy contenta: sus ojos brillaban, sus labios estaban entreabiertos y tenía las mejillas sonrosadas. El lazo de su pelo se había desatado y tenía rastros de polvo en el rostro.
    —Tengo una sorpresa para ti. ¡Ven y verás!
    Dejando a un lado su libro, Ramsés se levantó.
    —Espero que no hayas adoptado otro animal. Madre ha acabado por acostumbrarse a todo tipo de perros sarnosos, pero un camello o una familia de ratones huérfanos serían ya el colmo.
    —Narmer será un estupendo perro guardián —insistió Nefret—. Tan pronto como le enseñe a no ladrar a los escorpiones y a las arañas. Deja a un lado el sarcasmo y ven, Ramsés.
    Lo llevó hasta el ala opuesta de la casa y abrió de golpe una puerta.
    —¿Qué es esto? —preguntó Ramsés. La habitación estaba escasamente amueblada, al estilo egipcio. A lo largo de una de las paredes había un bajo y ancho diván cubierto con una tela de algodón estampado; encima, la pared llena de estantes con libros y grabados. Se habían dispuesto también algunas pocas sillas, al estilo europeo, para aquellos que las preferían y el suelo estaba cubierto por alfombras de intensas tonalidades de rojo carmesí y borgoña.
    —Nuestra sala de estar. Ya te dije que le iba a pedir a la tía Amelia si podíamos tener nuestras propias habitaciones. La mía está a un lado y la tuya al otro; hay una puerta que las comunica.
    Deseaba que su cara no traicionara sus sentimientos. Ya era bastante malo tenerla en la misma casa. Puertas que se comunicaban... «Siempre puedo cerrar y tirar la llave por la ventana», pensó con ironía.
    En esa parte de la casa había estado el harén. Celosías de madera exquisitamente tallada cubrían las ventanas; el aire y la luz penetraban a través de los agujeros que formaban parte de la decoración. Ramsés metió varios dedos en aquellos orificios y sacudió una de ellas. Estaba firmemente sujeta por los dos lados.
    —Esto no facilita las cosas —dijo.
    —¡Maldita sea!, no se me había ocurrido. Tienes razón, podríamos querer salir por la ventana.
    —Seguramente Ibrahim podrá arreglarlas poniéndoles unas bisagras y unos tiradores. Sería una pena quitarlas todas, son bastante bonitas —Ramsés se alejó de la ventana—. Muy bien, mi niña. ¿Cómo lo conseguiste?
    —Me ofrecí con generosidad a trasladarnos aquí y a ceder nuestras agradables, limpias y amuebladas habitaciones a los Vandergelt. Después recluté a Kadija y a sus hijas para que limpiaran como torbellinos durante la noche. El suelo lo fregué yo misma. ¡De rodillas!
    —Está muy limpio.
    —¡Qué cumplido tan efusivo!
    —¿Qué más puedo decir sobre un suelo? ¿Pintaste también las paredes?
    —Creía que había conseguido quitarme toda la pintura de las manos —dijo, mientras se las inspeccionaba con ojo crítico.
    —Bajo las uñas; no se nota mucho.
    —Pero tú lo has notado, Sherlock —le sonrió divertida—. No hice todo yo sola. Geoff me ayudó.
    —Geoff.
    —Sí, ha sido muy amable. Ahora ven a ver tu habitación —abrió la siguiente puerta—. ¿No es bonita? También aquí ayudé a pintar las paredes. Espero que te guste el color. He comprado muebles nuevos para los dos, tu colchón tenía tantos nudos como un saco de carbón, deberías de haber pedido uno nuevo hace años, así que lo único que te queda por hacer es trasladar aquí tus libros, tu ropa y el resto de tus cosas.
    Las paredes estaban pintadas de azul claro e inverosímiles flores, cuyos colores iban del magenta al rosa, componían el estampado de cortinas y colchas.
    —Encantador —dijo Ramsés.
    La cara de ella cambió de expresión.
    —Lo odias.
    —No querida, de verdad. Las flores son... vaya, encantadoras.
    —Los hombres sois tan sosos —dijo Nefret—. Si de verdad no te gusta el estampado puedo conseguir otra cosa. Sin adornos o a rayas. Venga, ayúdame a trasladar tus cosas.
    —¿Ahora?
    —Cuanto antes mejor. De todos modos, todavía no has desembalado tus libros.
    Si Ramsés se lo hubiera permitido, Nefret habría llevado las cajas ella misma, llegando hasta a arrastrarlas si hubiera sido necesario. Al contemplarla tratando de empujar el escritorio, con la frente arrugada por el esfuerzo y la lengua fuera, Ramsés se echó a reír sin poderlo evitar. Era lo único que podía hacer además de abrazarla como un hermano y eso era algo a lo que no se había atrevido durante años.
    —Déjalo, Nefret, sacaré los cajones y vaciaré su contenido en el elegante escritorio que me has procurado.
    —Creo que eso sería lo más razonable, ¿no? —mientras se apartaba los rizos mojados de la frente le sonrió—. Estoy tan emocionada que no consigo pensar como es debido. No obstante, insisto en ayudar; tú dale simplemente la vuelta a los cajones y vacíalos.
    —Déjame llevarlos —Ramsés cogió el cajón, justo a tiempo para evitar que a ella se le cayera de las manos.
    —¿Qué demonios tienes aquí? —preguntó ella—. ¿Piedras? ¡Ah! Debería de habérmelo imaginado. ¡Fragmentos de vasijas! Vaya, Ramsés. Se están deshaciendo sobre tus corbatas. ¿Qué es esto?
    El papel de seda que lo envolvía se desprendió y cayó cuando Nefret sacó el objeto del cajón.
    Estatuillas muy parecidas a aquella, imágenes de dioses y diosas egipcios con cuerpos humanos y cabezas de animales se venden en las mejores tiendas de souvenirs del Musik y de los hoteles. Aquélla, en concreto, tenía aproximadamente unos treinta centímetros de altura y consistía en una cabeza de halcón sobre un cuerpo masculino vestido con una túnica larga hasta la rodilla y con un ancho collar adornado con piedras preciosas. La arcilla cocida había sido pintada con colores tan brillantes que casi hacían saltar las lágrimas: la túnica a rayas rojas y blancas y el collar de turquesa y naranja con toques de dorado. El pico del pájaro, las plumas que coronaban su cabeza y las sandalias que calzaban los pies humanos eran también dorados.
    —¡Por Dios! -—dijo Nefret, con una mezcla de sorpresa y repugnancia—. Espero que no sea el regalo que piensas hacerme por Navidad.
    —Es para mí, de parte de Maude —con el cajón a cuestas, Ramsés se dispuso a abandonar la habitación.
    —¿De verdad? —Nefret arrastraba las palabras—. Espera un minuto. Se supone que se trata de Horus. El joven Horus, defensor de su padre, adversario de Set, halcón dorado y todo lo demás. Muy apropiado.
    —Apenas. Nuestro padre no es Osiris ni lleva camino de serlo y, por lo general, es él quien me rescata a mí y no lo contrario. Me gustaría mucho poder luchar a brazo partido con nuestro amigo Sethos pero, también en este caso, es nuestro padre el que se ocupa de ello. Menuda imaginación desbocada la tuya.
    La crítica no la desvió de su propósito.
    —¿Cuándo te lo dio?
    —La otra noche.
    —Ah, así que la viste la otra noche...
    —Me pidió que le hiciera una visita. —Mientras hablaba, Ramsés podía sentir los ojos de ella perforándole la parte posterior de su cuello. Volvió la cara: quizá pudieran resolver el problema discutiéndolo juntos.
    —¿Alguna pregunta más? —inquirió.
    La mirada de Nefret pasó de Ramsés a la estatua y, de ésta, de nuevo a él.
    —Os parecéis un poco.
    —Especialmente en la cabeza.
    Nefret dejó escapar una risita.
    —Tu nariz es algo más ancha pero no se parece en nada a un pico. Me refería del cuello para abajo. El pecho y los hombros, en particular. No deberías pasearte por las excavaciones sin tu camisa, no es justo para la pobre muchacha. El otro día no podía quitarte los ojos de encima —Ramsés apretó los dientes para evitar que de su boca saliera algún improperio. En momentos como aquél sentía la tentación de sacudir a su amada hasta que sus dientes castañetearan. Sus ojos azules brillaban sin piedad y sonreía burlonamente.
    No había sido capaz de encontrar una excusa razonable para rechazar la invitación de Maude, sobre todo cuando le lanzó aquella mirada suplicante y le contó que tenía un regalo para él. La pequeña estatua le había dejado casi sin palabras —no podía imaginarse de dónde podía haber sacado la idea de que aquella parodia podría gustarle—, pero se las arregló para agradecérselo con corrección. Ella se excusó entonces por el «mareo» de aquella mañana, mientras él se bebía el café que se había visto obligado a aceptar y trataba de encontrar una posible vía de escape.
    No fue un auténtico tete-a-tete, la tía-acompañante (nunca conseguía acordarse del nombre de la pobre, diminuta y anciana dama) estuvo sentada todo el tiempo en una esquina de la habitación, haciendo calceta, aunque cuando él se despidió, Maude le siguió hasta el jardín iluminado por las estrellas.
    Nefret le había dicho más de una vez que no sabía nada sobre mujeres. En aquella ocasión no le hubiera faltado razón. Ramsés consideraba a Maude como una criatura consentida, acostumbrada a conseguir todo lo que quería y lo cierto es que lo era; pero ninguna mujer le hubiera dicho a nadie las cosas que ella le dijo a él a menos que su orgullo le trajera sin cuidado. Había sido terriblemente violento y algo patético y, cuando ella se echó a llorar...
    Nefret había tenido siempre la extraordinaria facultad de poder leerle el pensamiento.
    —¿Se puso a llorar? —le preguntó con dulzura—. Y entonces, ¿la besaste? No deberías de haberlo hecho. Estoy segura de que tus intenciones eran buenas, pero besar a alguien por compasión es siempre un error.
    —¿Has acabado de divertirte? —preguntó Ramsés con el tono glacial que sabía que ella odiaba.
    Nefret se ruborizó y bajó la mirada.
    —La verdad es que consigues hacerme sentir como un gusano. Está bien, lo siento. Ella está enamorada de ti. Y eso no es divertido, ni para ella ni para ti. Has...
    —¡No!
    —¿Cómo sabías lo que iba a decir?
    —La respuesta es no, no me importa lo que estuvieras a punto de decir. Según me han contado, se encapricha a menudo con las personas y mi principal atractivo es el hecho de ser nuevo en la escena. Le ha sucedido ya con la mayor parte de los oficiales y con todos los egiptólogos de edad adecuada. Encontrará un nuevo héroe el año que viene, si no lo hace el próximo mes.
    Nefret envolvió de nuevo a Horus, defensor de su padre, y lo puso otra vez en el cajón.
    —¿Le has comprado un regalo?
    —¿Tengo que hacerlo? Demonios, supongo que sí pero no tengo ni idea de qué.
    —Es un poco complicado —reflexionó Nefret—. Imagino que quieres quedar bien con ella pero sin darle ánimos. Déjamelo a mí. Encontraré algo adecuado. Buscaré también algo para Jack, de parte de la familia. Eso lo hará aún más impersonal.
    —Escucha, Nefret.
    —¿No te fías de mí?
    —No.
    —Por esta vez puedes, te lo prometo.

    Capítulo 6
    La experiencia ha demostrado que el oficial nativo no ha alcanzado ni el grado de desarrollo intelectual que le permitiría adoptar las decisiones oportunas ni el grado de valor moral necesario para hacer frente a las consecuencias de dichas decisiones.

    CARTAS DE LA COLECCIÓN B:
    Querida Lía:
    Que me escribas tan a menudo no deja de ser una prueba de tu afecto, ya que puedo imaginarme que habrá muchas otras cosas que preferirías hacer. Adoro leer tus cartas; tu alegría hace que resplandezcan cada palabra, cada frase y hasta el mismo nombre de David cada vez que lo repites. (Sabes que lo mencionas con una cierta frecuencia, ¿no?)
    Pero tu felicidad te hace llegar a conclusiones erróneas, querida, cuando dices que notas, ¿cómo lo describiste?, el florecer de nuevos intereses y afectos en mí. ¡Los enamorados pretenden siempre que los demás sientan lo mismo que ellos! A veces, me gustaría poder sentir eso por alguien; ¡de la cabeza a los pies, enajenada, loca, apasionadamente! Hubo ocasiones, en el pasado, en las que llegué a pensar que estaba empezando a sucumbir —recordarás a Sir Edward y Alain K, y a dos o tres más—pero todo murió sin que el capullo llegara a abrirse, continuando con tu metáfora hortícola. Dices que es impredecible e incontrolable, así que supongo que no puedo hacer nada para evitarlo ni tampoco para provocarlo. Espero tan sólo tener la fortuna de no enamorarme sin remedio de alguien como el señor Maspero o Mahmud, el cocinero, quien tiene ya dos mujeres (Mahmud, no el señor Maspero).
    Por lo que respecta a mis admiradores actuales, como los llamas tú, déjame hacerte ahora el recuento: Jack Reynolds me ha hecho saber, sin demasiadas sutilezas —la sutileza no es uno de sus rasgos característicos— que bastaría una señal por mi parte para que me pidiera que me casara con él. Me recuerda siempre a un perro muy grande y desgarbado que quiere hacerse amigo de un gato sin tener ni idea de lo que el gato quiere. ¿Se rascará o ronroneará el gato cuando él le acaricie con su pata grande y desgarbada? Al menos sé que Jack no es un cazador de fortunas. Tanto él como su hermana tienen una posición holgada. Su abuelo fabricaba algún esotérico pero esencial componente de lo que en América se conoce como «guardapolvos». Creo que te he hecho ya alguna alusión a sus ideas radicales sobre la superioridad masculina. El otro día hasta me llegó a decir que era una niñita muy guapa (¡!).
    Por increíble que pueda parecer, él y Geoff Godwin son amigos; tan diferentes en carácter como en apariencia. ¡No, Geoff no es un afeminado! Lo conociste el año pasado, aunque no demasiado bien, según creo. Espero que no te dejaras engañar por sus rasgos delicados, por su fina complexión y por el hecho de que sea un amante de los animales y de las flores. Últimamente ha pillado un feo resfriado pero insiste en que no se trata de nada grave e, incluso, trabaja aún más duro desde que le manifesté mi preocupación. El otro día se derrumbó un muro en las excavaciones, y él fue el primero en acudir al lugar, en apartar las piedras y en cavar con sus propias manos hasta liberar a uno de los hombres que se había quedado enterrado bajo los escombros.
    Me apresuro a añadir que la víctima no resultó seriamente herida, aparte de algunos cuantos chichones y cardenales. Ese tipo de cosas suceden continuamente, ya sabes. Si te lo he mencionado es porque quería probarte lo equivocada que estás respecto a Geoff. No estoy enamorada, ni mucho menos, pero siento un gran cariño por él y, también, una cierta lástima. Y no porque él se queje. Fue Jack el que me contó que la familia de Geoff ha sido extremadamente cruel con él. Son unos terratenientes a quienes sólo les preocupa la caza y la pesca; él es como un cisne en una familia de patitos feos, el único al que le interesan la lectura, la poesía y el arte.
    Maude sigue siendo un engorro. Normalmente, Ramsés sabe manejar este tipo de situaciones por sí solo —me daría miedo preguntarle cómo— o, mejor dicho, cuando le pregunto, me dice simplemente que me meta en mis asuntos. Con las demás ha sido, sobre todo, su apariencia, y esa aura de... ¿cómo describirlo? ¿Seducción? Su aspecto es bastante atractivo, para quien le gusten flacos y morenos; y así es evidente que te gusta, es el tipo de David.
    Con Maude la cosa ha ido más lejos. Cuando él se encuentra en la habitación, ella le persigue con los ojos, como haría un perro con su amo; y así es, justo, cómo él la trata: amable, correcto y apenas un tanto irritado cuando ella se cruza en su camino. Creo que Ramsés es, como yo, de los que no perderá nunca la cabeza. Quizás algunas personas, simplemente, no tienen la capacidad de hacerlo.
    No debería de haberte preocupado con el asunto de Percy. Es propio de ti el querer asumir parte de la culpa por lo sucedido, ¡pero no hubiera habido ningún mal en que tú me contaras la historia si no hubiera sido porque yo se la fui a revelar, precisamente, a la última persona que Ramsés hubiera querido que la supiera! Me avergüenzo de mí misma, pero no creo haber causado un daño irreparable con ello, ¿o sí? Después de todo, ¿cómo podría Percy causar algún daño a Ramsés?

    Le planteé seriamente a Emerson la posibilidad de buscar una mastaba para Ramsés y me contestó que no hacía falta hacerlo; que había un sinfín de esas malditas cosas en aquel maldito lugar. Al insistir en el tema, me dijo que Ramsés podría excavar, en su momento, todas las mastabas que quisiera pero que antes teníamos que trazar un plano exacto del lugar.
    —¡Lo primero es lo primero, Peabody! El problema de muchos excavadores...
    Por lo general, las pirámides reales suelen estar rodeadas de las tumbas de personas privadas que (se supone) creían que la proximidad con los restos del rey los ayudaría en su vida en el más allá.
    Las mastabas se componían de dos partes: una superestructura de ladrillos de adobe en forma de bancos o mastabas, lo que les daba su nombre, rectangulares y con los laterales inclinados, y una infraestructura situada a una cierta profundidad por debajo de la roca subyacente donde se encontraba el verdadero enterramiento. Algunas de las mayores mastabas alrededor de las pirámides de Giza están hermosamente decoradas e inscritas. Como no podía ser de otro modo, el señor Reisner se las había reservado todas para él. No le culpo por ello, me limito tan sólo a hacer una constatación.
    Alrededor de nuestra pirámide había cementerios con tumbas de este tipo. El señor Reisner había excavado unas pocas el año anterior, descubriendo que su procedencia abarcaba un largo periodo en el tiempo: de la tosca sepultura excavada en el suelo, a los enterramientos, igualmente pobres, de dos mil años más tarde. Ésa era la razón de que nos los hubiera dejado; estaba, desde luego, en su derecho a hacerlo.
    Reisner no había publicado nada sobre estas tumbas, así que debíamos arrancar (mediante un detallado e implacable interrogatorio) a Jack y a Geoffrey los resul-tados de sus (algo superficiales) excavaciones.
    Los dos jóvenes soportaron la tiranía de Emerson por dos razones. En primer lugar, porque nadie osa contradecirlo. Física, profesional y vocalmente, domina cualquier grupo. Segundo, porque yo me esforzaba en hacer estos encuentros lo más agradables posibles, interrumpiendo las conferencias de Emerson con mis pequeñas bromas y animando a los otros a hablar.
    El último de esos encuentros había tenido lugar una noche, en nuestro delicioso patio. Aunque yo había mandado invitaciones como si se tratara de una reunión social ordinaria, tanto Jack como Geoffrey sabían la verdadera razón de su presencia allí aquella noche, a pesar de lo cual no dejaron por ello de faltar a la cita. La presencia de Nefret, sonriente y silenciosamente comprensiva, contribuyó a ello. Ni silencioso ni comprensivo, Ramsés estaba asimismo presente. También había invitado a Maude ya que estaba segura de que vendría en cualquier caso, tanto si la invitaba como si no
    El único otro huésped era Karl von Bork, quien por entonces nos rondaba como uno de los perros extraviados que Nefret insistía en aumentar. Apenas podía quitármelo de encima; era un viejo amigo y sabía que se sentía muy solo a causa de Mary y de los niños. Llegaba siempre con pequeños obsequios para mí que había adquirido en el bazar de Giza: una graciosa maceta redondeada, una pulsera de plata o un trozo de llamativo bordado.
    Su habitual locuacidad parecía haberle abandonado aquella noche. Aunque la verdad es que le hubiera resultado difícil decir algo de todos modos, dado que Emerson inició su interrogatorio sin perder un segundo. Geoffrey resultó ser de más ayuda que Jack, quien se limitó a defender a Reisner de las críticas de Emerson y, el resto del tiempo, a lanzar miradas llenas de sentimiento a Nefret.
    —Lamento que no fuéramos capaces de hacer más en la zona oeste de la pirámide —dijo Geoffrey con su voz pausada y cortés—. Las tumbas eran del periodo de las primitivas dinastías y algunas no habían sido saqueadas. Una de ellas era la tumba de una mujer y contenía piezas de joyería de marfil y cornalina de una cierta delicadeza. Junto a ella se podían ver los minúsculos huesos de un recién nacido. Ese tipo de cosas hacen revivir el pasado.
    —Umm —dijo Emerson, dando por finalizado el pequeño inciso sentimental—. ¿Entonces sugieres que empecemos con el cementerio del oeste?
    —Depende tan sólo de usted, señor, por supuesto.
    —No, depende de Ramsés —dijo Emerson—. La señora Emerson me ha estado importunando con el interior de la pirámide, así que lo más probable es que pa-semos algún tiempo con ese proyecto...
    —Vaya, Emerson —exclamé—. ¿Cómo te atreves a acusarme de importunarte? No lo hago nunca. Lo único que he dicho es que nos incumbe a nosotros excavar hacia abajo hasta el final del pozo, para descubrir si hay o no una entrada a un pasadizo inferior.
    —Lo dudo mucho —dijo Jack Reynolds con una sonrisa de superioridad—. El pozo no puede ser mucho más hondo.
    —Hasta ahora —dijo Emerson apacible-—, hemos bajado otros cinco metros sin encontrar roca sólida.
    —¿Qué? Ah. En ese caso... ¿han encontrado algo?
    —Pedazos y trozos —dijo Emerson—. Pedazos y trozos.
    De hecho, era todo lo que habíamos encontrado, pedazos y trozos de cerámica por todas partes, fragmentos de cestería y pedacitos de madera, pero el tono enigmático y la mirada misteriosa de Emerson sugería cosas mucho más interesantes. Tras haber despertado la curiosidad de nuestros visitantes, cambió de tema.
    —Por el momento, dejo los cementerios a Ramsés. Creo que tiene la intención de empezar hacia el norte. Y ahora, se está haciendo tarde —Emerson se levantó y dio unos golpecitos a su pipa para dejar caer la ceniza—. Es hora de que nos vayamos a la cama.
    Los dos jóvenes se levantaron de un salto como si se tratara de soldados que cumplieran órdenes. Maude los siguió haciendo pucheros. Las miradas de Nefret y Ramsés se cruzaron, Nefret carraspeó y enderezó los hombros.
    —No es necesario que nos dejen tan pronto. Tan sólo nos retiramos... bueno, vamos a nuestra sala de estar donde no le molestaremos, profesor.
    —¿Qué? ¿Dónde? Ah —Mi mirada y la de Emerson se cruzaron, Emerson tosió y empezó a caminar, arrastrando sus pies—. Ah, sí.
    Karl fue el único que rechazó la invitación. Era algo más mayor que los demás y creo que sentía el peso de la edad aquella noche, ya que incluso su bigote parecía alicaído cuando se inclinó para tomar mi mano y la de Nefret siguiendo la formal usanza alemana. Tras dar las buenas noches a todos, me llevé a Emerson de allí.
    —¿Cuándo sucedió?
    —¿Lo de la sala de estar? Vamos Emerson, estábamos de acuerdo en que tanto Nefret como Ramsés tenían derecho a una mayor independencia.
    —Sí, pero...
    —Nefret me preguntó hace algún tiempo si no podrían tener un lugar para ellos donde poder reunirse con sus amigos. Lo amuebló ella misma y ha quedado muy bonito.
    —Sin duda, pero...
    —Estamos en el siglo XX, Emerson. La vieja figura de la carabina empieza a estar pasada de moda y me parece una buena cosa. Espero que no te quepa duda alguna de que Nefret se comportará siempre como una dama.
    —¡Por supuesto! Pero...
    —No tenemos más poder sobre ella que el del afecto, querido. E incluso sobre Ramsés, llegados a este punto. Si uno quiere mantener bajo control a unos jóvenes con tanta energía como ellos tiene que soltar las riendas un poco.
    El ceño de Emerson se suavizó.
    —Peabody, tus tonterías llegan a ser infernales de vez en cuando.
    —Tu decisión de que Ramsés disponga de una bonita mastaba para él solo no deja de ser la misma cosa, Emerson. Queremos que esté feliz y contento para evitar que se marche de nuevo, a San Petersburgo, a Ciudad del Cabo o a Lhasa.
    —Por qué tendría que marcharse... Ah. En cualquier caso, quería excavar en el cementerio de todos modos, Peabody; pero creo que tienes razón: ambos queremos que el muchacho sea feliz con nosotros. Aunque tengo la impresión, sin embargo, de que hará falta algo más que una mastaba para tenerlo contento.
    Los niños empezaron a trabajar en nuestro cementerio norte al día siguiente. Daoud y algunos de nuestros hombres mejor adiestrados fueron con ellos, mientras que Emerson se quedó con treinta trabajadores inexpertos y el mismo número de portadores de cestos. Según Jack, su grupo había excavado una gran mastaba en esa zona, en febrero del año anterior. No quedaba ni rastro de ella, sin embargo; la arena se había amontonado, cubriendo de nuevo el agujero. Si no fuera porque había asistido ya al mismo fenómeno muy a menudo, me hubiera costado dar crédito a la rapidez con que la mano de la naturaleza borra los débiles esfuerzos humanos. Me sorprendía que el señor Reisner no hubiera continuado sus excavaciones en aquella zona ya que de la mastaba se habían extraído fragmentos de hermosos recipientes de piedra en los que aparecía inscrito el nombre de un rey desconocido hasta la fecha. Pero, la verdad es que, todo aquel material resultaba insignificante cuando se lo comparaba con las tumbas elegantemente decoradas que estaba encontrando en Giza. Era impensable que cediera una cosa así a otro excavador.
    Me dirigí en primer lugar al refugio que había hecho construir en los alrededores. Siempre intento arreglármelas para colocar una alfombra, unas pocas sillas, una mesa y otras insignificantes comodidades en un sitio sombreado donde podernos retirar para refrescarnos y descansar en alguna que otra ocasión. La incomodidad innecesaria es tonta a la vez que inútil. Por lo general, solía valerme de una tumba vacía o de una cueva, pero en esta ocasión el terreno era tan llano que me tuve que conformar con un toldo de lienzo. Me quité mi chaqueta y dejé a un lado la sombrilla, me remangué hasta el codo y me aflojé el cuello: dentro de las pirámides hace siempre mucho calor.
    Encontré a Emerson junto a Nefret y Ramsés; las cabezas inclinadas sobre uno de los planos.
    —Aquí entonces —decía Emerson, mientras clavaba la boquilla de su pipa en el plano—. Aseguraos de que...
    —¡Emerson! —dije, casi chillando.
    Emerson se sobresaltó, dejó caer su pipa y soltó una palabrota.
    —¿Qué es lo que quieres? —preguntó.
    —A ti. Dijiste que podría entrar hoy. Si tú no quieres acompañarme iré con Selim, creí tan sólo que debía informarte de que estaba a punto de...
    —¡Oh, maldita sea! —dijo Emerson—. Voy contigo. Quería tan sólo...
    Me di media vuelta y me alejé de allí. Selim, quien había presenciado todo con una sonrisa, siguió mis pasos. Apenas habíamos caminado dos metros cuando Emerson se unió a nosotros mientras limpiaba el polvo de su pipa con el faldón de su camisa.
    —Peabody... —empezó a decir con una voz que parecía un trueno.
    —Deja solo a Ramsés, Emerson.
    —Sólo quería...
    —¿Sirve para el trabajo?
    —¡Maldita sea, le he enseñado yo mismo a hacerlo!
    —Entonces deja que lo haga.
    Seguimos en silencio el uno junto al otro.
    —¿Te he dicho alguna vez que eres la luz de mi vida y la alegría de mi existencia? —dijo Emerson al cabo de un rato.
    —¿Te he mencionado yo alguna vez que eres el hombre más notable que conozco?
    Emerson rió entre dientes.
    —Entraremos en detalles sobre esas afirmaciones más tarde, querida. Por el momento, la mejor muestra de afecto que te puedo dar es entrar en la pirámide contigo.
    Al llegar al pozo, sin embargo, nos encontramos con un inesperado y terrible contratiempo: nuestros hombres habían estado sacando los cestos a mano pero, a medida que el pozo se hacía más profundo, la tarea se complicaba cada vez más, de manera que Selim había decidido hacer uso de su talento como ingeniero y había construido un eficaz aparato. Una estructura de sólidas vigas soportaba toda una serie de poleas y un rodillo a los que se podía enrollar una cuerda por medio de una manivela. Atada a uno de los extremos de la cuerda había una especie de caja, abierta por arriba, que servía para colocar los cestos llenos de escombros o para que se subiera la gente. La presión de una palanca impedía que la cuerda se desenro-llase inesperadamente. Selim me lo habría explicado todo con detalle; de hecho, pasé un mal rato intentando evitar que lo hiciera. Le había asegurado que tenía total confianza en él y que, si él aseguraba que el aparato era completamente seguro, me fiaba de su palabra.
    Pero ya no estaba allí. Maldiciendo con énfasis, Emerson se arrodilló junto a la sima y miró hacia abajo. Después miró hacia arriba.
    —¡Maldita sea! Que todo el mundo se aparte. Volved hacia atrás.
    —¿Qué ha pasado? —pregunté, aun a pesar de que creía saberlo; la respuesta de Emerson no hizo sino confirmar mis sospechas.
    —Un desprendimiento —dijo Emerson, mientras me conducía por el inclinado pasadizo—. No entiendo, sin embargo, cómo demonios puede haberse producido; cuando examiné la parte superior del pozo el otro día el relleno parecía estar en buenas condiciones. Nadie volverá a bajar hasta que me asegure de que no hay peligro alguno.
    Todavía me estremezco cuando recuerdo aquel día. La cabeza de Emerson había llegado a estar a tan sólo treinta centímetros del nivel más bajo de las piedras. Bastaba con que una sola cayera para que...
    Volvimos a la superficie y nos retiramos a nuestro sombreado refugio donde humedecí un trapo y me quité la mayor parte del polvo de la cara y las manos. Las abluciones de Emerson fueron más rápidas y extensas: tras quitarse la camisa, se echó un jarro de agua por encima y se sacudió enérgicamente.
    —Así está mejor —remarcó—. Vamos a ver, Peabody, te dejo para que lo anotes todo, ahora que lo sigues teniendo fresco en la memoria.
    —¿Qué vas a hacer? No estés al sol sin tu sombrero. Y tu camisa.
    —Hace demasiado calor —dijo Emerson retirándose a toda prisa.
    Mis advertencias eran puramente formales: sabía que no me haría caso. Mantener el sombrero de Emerson sobre su cabeza quedaba fuera de mi ámbito de poder; nunca he sido capaz de acabar con su costumbre de irse desprendiendo de sus prendas de vestir mientras trabaja. Un hombre cualquiera hubiera sufrido una insolación, se hubiera sentido debilitado por el calor o se hubiera quemado; pero Emerson no es un hombre cualquiera. Tras una semana en Egipto luce un bronceado uniforme, de una bonita tonalidad marrón y, en ningún momento parece molestarle el calor.
    Sabía de sobra hacia dónde se encaminaba por lo que, apenas terminé de asearme, le seguí.
    Ramsés tampoco llevaba puestos ni su sombrero ni su camisa. Ambos se encontraban de pie, junto al borde de una zanja, mirando en su interior. La hendidura era, más o menos, de casi un metro de ancho y metro y medio de profundidad y Nefret estaba en el fondo. No podía ver nada más pues su cuerpo acurrucado tapaba el resto. Me sentí reconfortada al comprobar que llevaba puesto el salacot.
    —Qué zanja tan bien proporcionada y profunda —dije—. Esto... ¿Nefret está ahí abajo?
    —Le pareció haber visto una calavera —dijo Ramsés—. Ya sabe cómo es cuando se trata de huesos. No obstante, su observación es acertada, madre. Nefret, ahí abajo no hay sitio suficiente para trabajar. Sube y ensancharemos la zanja.
    Nefret se enderezó. En una de sus manos sostenía un cepillo y pude distinguir una forma redondeada semienterrada a sus pies. La zanja era más profunda de lo que había pensado en un principio; su coronilla apenas sobresalía unas cuantas pulgadas por encima del borde superior. Nefret alzó las manos.
    —¡Lista!
    Ramsés se inclinó hacia ella, asiéndola por el antebrazo, aseguró sus pies y la alzó hasta tierra firme.
    Emerson se agachó para echar un vistazo a uno de los laterales de la zanja.
    —Roca tallada —murmuró—. Cuánto...
    —Un poco más de tres metros. Tomaré las medidas oportunas tan pronto como hayamos limpiado todo el recinto. Hasta ahora hemos localizado tres de las cuatro esquinas y creo que haré una zanja de prueba para...
    —No necesitas explicármelo —dijo Emerson al levantarse—. Únicamente asegúrate de que... Eh, umm, sí Peabody. Es hora de comer, ¿no es así?
    Al finalizar el día ya no nos cabía ninguna duda de que Ramsés parecía haber dado con algo interesante. La tumba era de un tamaño considerable, lo que indicaba que había pertenecido a una persona de una cierta importancia. El uso de piedra tallada en los muros exteriores era otra de las señales que indicaban la posición so-cial del propietario. Las piedras de la techumbre, que se apoyaban sobre paredes internas de ladrillos de adobe y vigas de madera, se habían derrumbado, cayendo al suelo en un revoltijo de bloques de piedra. Mezcladas con las piedras y la arena amontonada había un cierto número de recipientes de piedra, algunos de las cuales se habían roto en mil pedazos. En pocas palabras, el interior de la mastaba era un auténtico caos que Ramsés se había propuesto limpiar siguiendo el método acreditado: dividir el área en pequeñas secciones y explorar cada una de ellas de modo exhaustivo antes de pasar a la siguiente.
    Permití que Emerson echara un vistazo —yo también sentía curiosidad— antes de que nos encamináramos hacia casa.
    —Veo que has reforzado el muro —observó con una indiferencia un tanto exagerada.
    —Sí, señor. Usted siempre me ha dicho que no hay que arriesgarse.
    «Especialmente cuando se trata de Nefret», pensé. El muro se encontraba junto a los huesos desparramados, que ahora habían quedado a la vista, junto a unos pocos cacharros algo toscos y unos abalorios rotos. La parte inferior de los huesos y objetos seguía todavía hundida en el barro endurecido; Nefret trataba de sacar una fotografía del repugnante conjunto. Subido al muro, Selim sostenía un reflector de estaño bruñido con el que dirigía los inclinados rayos de sol hacia el interior de la zanja.
    Emerson miraba con inquietud las vigas de apoyo: un tablón colocado diagonalmente a través del cuestionable corte, un trozo de madera pequeño, pero robusto, apuntalándolo, con su extremo afilado bien hundido en el suelo.
    —Resistirá, Nefret —dijo—. Eh... ¿estás de acuerdo Ramsés?
    —Sí, señor —dijo Ramsés inexpresivo.
    Había invitado a Karl a cenar aquella noche. Emerson no pudo evitar hacer las usuales objeciones; a pesar de que le gustan las discusiones profesionales y de que no permite nunca que la presencia de invitados lo incomode en lo más mínimo, siempre pone reparos a la compañía como una cuestión de principios. No obstante, se comportó amablemente con Karl e insistió en que se tomara un whisky con soda mientras se dedicaba a hacer observaciones sobre él con su franqueza habitual.
    —Pareces algo indispuesto, von Bork. ¿Remordimientos, tal vez?
    —¡Caramba, Emerson! —dije.
    El bigote de Karl se erizó, lo que bien podía ser un amago de sonrisa.
    —Conozco bien al profesor, Frau Emerson. Y la verdad es que, me remuerde haber dejado a Mary y a los niños solos durante tanto tiempo. Mi mujer me dice hoy en una carta que meine kleine María ha estado enferma...
    —Espero que se trate tan sólo de un resfriado infantil —dije con afecto.
    —Eso dice Mary en su carta, no querrá preocuparme —Karl suspiró— Cómo me gustaría poder tenerlos aquí conmigo, donde no hay nieve ni frías lluvias. Pero la Universidad no nos proporciona un alojamiento y mi habitación en el pueblo no es adecuada. Los que trabajan para el señor Reisner tienen la suerte de poder disponer de una casa bien cómoda.
    El alojamiento permanente de la expedición del señor Reisner, situado detrás de una de las instituciones que apoyaban su trabajo, era, en verdad, modélico, pero dudaba mucho que «Herr Reisner» acogiera gustoso en él a la mujer y a los cuatro hijos de uno de sus subordinados.
    El patio se había convertido en nuestro lugar favorito y allí nos dirigimos a tomar café después de la cena. Acabábamos de instalarnos cuando se produjo una au-téntica explosión de ladridos.
    —Visitantes —dijo Nefret con voz alegre—. Creo que ahora os daréis cuenta de lo útil que resulta Narmer.
    —Ha dejado de ladrar a los escorpiones y a las arañas —admitió Ramsés—. Pero aúlla todavía a los demás perros, a los gatos, a los pájaros...
    —¿Quién es? —preguntó Emerson—. ¿Has invitado a alguien, Peabody? Maldita sea, tenemos que trabajar.
    —Probablemente se trata de Geoff —dijo Nefret tranquila—. Se ofreció para ayudarme a revelar las fotografías esta noche. Nada que ver con usted, querido profesor.
    —Umm —dijo Emerson.
    Se trataba de Geoffrey, Jack y Maude. Ésta iba vestida, como Nefret vulgarmente solía decir, «hasta los dientes», con un vestido muy escotado, cuya falda era tan estrecha que apenas le permitía caminar, y con una pluma blanca de garza que, colocada en el mismo centro de un mechón de pelo, se erguía en el aire como una bandera. Sus inesperadas visitas se estaban convirtiendo en un verdadero fastidio por lo que comprendí muy bien el ceño fruncido y los gruñidos de Emerson. Maude explicó que su intención no era la de molestarnos (como si no lo hubieran hecho ya); se habían detenido para dejar a Geoff allí y para preguntar a Ramsés si le gustaría ir con ellos a El Cairo, a un baile nocturno en el Hotel Semiramis.
    Ramsés dudó unos momentos antes de negar con la cabeza.
    —En otra ocasión, quizá. Como pueden ver, no voy adecuadamente vestido y no les quiero retrasar.
    Después de volver de las excavaciones se había cambiado, por supuesto, pero, visto que su padre se negaba a vestirse para cenar, no podía obligarle a él a hacerlo. Su camisa sin cuello y sus pantalones sin planchar no eran, desde luego, lo más apropiado para un hotel de lujo.
    —Tienes trabajo que hacer —dijo Emerson con firmeza.
    —Mucho trabajo y poca diversión hicieron de Ramsés un muchacho aburrido —dijo Jack con una alegre risita.
    —¡Ojalá fuera así! —murmuré. Una afirmación tan aparentemente enigmática fue la causa de que Jack me mirara desconcertado y de que el individuo aludido esbozara una imperceptible sonrisa.
    Finalmente, los Reynolds se marcharon, sin Ramsés. Nefret y Geoffrey, con Ramsés, se fueron al cuarto de revelado, en tanto que Emerson y Jack se sentaban con sus pipas para discutir sobre las mastabas de la Dinastía IV. No entendía la razón que había movido a Emerson a elegir un tema de conversación como aquél; nuestra mastaba pertenecía a un periodo muy anterior y, asimismo, mucho menos interesante que las elegantes tumbas que los alemanes y los americanos habían encontrado en Giza. Aquella noche me sentía extrañamente inquieta, así que preferí dejarlos a solas. Mientras me paseaba de un lado a otro de la columnata abovedada del patio oí como Emerson invitaba a Karl a venir a vernos al día siguiente y a echar un vistazo a nuestra mastaba, con tanto entusiasmo que parecía que hubiera encontrado algo que valiera la pena ver en ella. Como era de esperar, Karl aceptó. Pobre muchacho, se sentía tan solo que hubiera aceptado una invitación a ahorcarse con tal de poder estar con nosotros.
    Al cruzar la puerta de la habitación oscura donde estaban revelando las fotografías me tropecé con Horus, quien hasta ese momento había permanecido tumbado y acurrucado en el umbral, de mal humor, supongo que porque no lo habían dejado entrar.
    Cuando bajé a desayunar a la mañana siguiente, Nefret me contó que Geoffrey le había preguntado si podía venir a ver nuestra mastaba.
    —Con él ya van dos —dije—. Emerson ha invitado a Karl. ¿Se dejarán caer también el señor y la señorita Reynolds? Le diré a Fátima que añada algo más de comida y, por qué no, una botella de vino.
    Emerson levantó la vista del plato.
    —Querida Peabody, te encuentro un poco sarcástica. ¿Qué te sucede esta mañana?
    —No he dormido bien.
    —¿De verdad? —Emerson cogió la mermelada.
    —He estado despierta en la cama durante horas pero me tranquiliza comprobar que tú ni tan siquiera lo has notado.
    Emerson apartó el tarro de mermelada, refunfuñó algo y abandonó la habitación con una cierta precipitación. Con toda probabilidad, era la decisión más sensata que podía tomar pero, al hacerlo, me había dejado sin nadie sobre quien descargar (admito que en modo poco razonable) mi irritación. Miré a Ramsés quien, a su vez, se levantó de un salto y abandonó la habitación con tanta prisa que, al salir, tropezó con Horus. Tras insultarse el uno al otro, Horus se acercó a Nefret, cojeando, en busca de algo de comprensión.
    —No está herido —dije—. Creo que se cruza deliberadamente en el camino de la gente para poder tener algo de lo que quejarse.
    Nefret apoyó la barbilla en sus manos y me miró con gravedad.
    —Siento que no pudiera dormir bien. ¿Ha tenido una de sus famosas premoniciones?
    —No —admití—. Ni tan siquiera una pesadilla como las que solías tener tú.
    Había soñado con Abdullah, tal y como solía sucederme con una cierta frecuencia. En esas visiones había una escena que se repetía siempre. Amanecía y estábamos de pie sobre el cerro de Deir el Bahri, camino del Valle de los Reyes. Con el paso del tiempo, Abdullah y yo habíamos adquirido la costumbre de detenernos allí después de haber subido por el escarpado sendero, para recuperar el aliento y, a la vez, para disfrutar con un panorama que él amaba, creo, tanto como yo. Re Harajte, el halcón de la mañana, se elevaba sobre los riscos del este y difundía la luz de sus alas sobre el río, los campos, el desierto arenoso y los rasgos del hombre que se encontraba a mi lado.
    La primera vez que nos vimos, en la barba de Abdullah había ya algunas canas. En el sueño, sin embargo, pelo y barba eran negros sin una traza de gris, su rostro no tenía una arruga y su alta figura era gallarda y robusta. Los sueños tienen su lógica interna de manera que no me sorprendió verlo con una apariencia que no había tenido nunca en vida; me sentía, simplemente, feliz de poder estar de nuevo con él.
    —La boda fue maravillosa —le dije, como si estuviera hablando con un amigo al que no había visto desde hacía tiempo—. Sentimos mucho que no pudieras estar presente.
    —¿Cómo sabe que no lo estaba? —los ojos de Abdullah resplandecieron como hacían siempre que se burlaba de mí, aunque su mirada no tardó en ensombrecerse—. Ha sido una bendición para ellos, Sitt, pero veo el mar embravecido en el horizonte.
    —¿Qué puedes saber tú del mar embravecido, Abdullah, si nunca has navegado por el océano?
    —¿No le enseña su fe que todos aquellos que han atravesado la puerta lo saben todo? Sea como sea, conozco la tempestad y he visto el cielo oscurecerse sobre ustedes.
    —Me gustaría que no fueras tan endiabladamente literario, Abdullah. Si lo que quieres es prevenirme contra algún peligro, ¿no podrías ser algo más preciso? —Abdullah sonrió negando con la cabeza mientras yo proseguía—. Al menos podrías decirme si saldremos indemnes del peligro que nos amenaza.
    —¿Acaso ha habido alguna tormenta que no pudiera aguantar, Sitt? Esta vez, sin embargo, necesitará valor para afrontarla.
    Me desperté con sus palabras de despedida resonando en la oscuridad.
    —Maasalama-Allah yibarekfiki.
    No tenía ninguna intención de repetir a Nefret esta conversación: habría pensado que era una fantasiosa y una supersticiosa, pero lo cierto es que me había turbado tanto que me había impedido dormir el resto de la noche, a la vez que me hacía recordar la deuda que seguía teniendo con mi viejo amigo.
    —Me sentiría mejor si hubiéramos progresado algo en el asunto de las falsificaciones —admití—. Así no vamos a ninguna parte.
    —Quizá podamos sacar algo en claro de nuestro consejo de guerra, ¿cuándo llegan los Vandergelt?
    —Mañana.
    —A menos que ese maldito barco encalle —dijo una voz desde la habitación de al lado—. ¿Por qué no puede Vandergelt coger el tren como cualquier hombre pru-dente en lugar de aferrarse a su condenada dahabiyya?
    —Porque él es el que decide.
    —Umm —dijo la voz.
    Aunque no tenía ganas de comerme otro huevo duro, rompí uno y empecé a pelarlo.
    —¿Ha sabido algo Ramsés del señor Wardani?
    —No —al encontrarse con mi incisiva mirada, Nefret añadió—: Me... nos lo hubiera dicho.
    —Espero que no haya estado saliendo de noche a hurtadillas. No me gusta, es demasiado peligroso.
    —A mí tampoco me gusta. Me prometió que no lo haría. Tía Amelia, ¿está lista para salir? Creo que ya ha martirizado bastante al profesor.
    Las fuertes pisadas y los improperios de Emerson se podían oír desde allí.
    —No es bueno que un hombre llegue a estar demasiado seguro de su autoridad —le expliqué a la joven.
    —Ya veo —dijo Nefret sonriendo.
    Cuando llegamos a las excavaciones, Geoffrey estaba ya en ellas, hablando con Selim y Daoud.
    —Practicando mi árabe —explicó, en tanto que daba la mano a todos—. Daoud me ha estado contando algunas de sus hazañas, profesor. ¡La verdad es que ha te-nido usted una vida muy interesante!
    Emerson miró con desconfianza a Daoud, quien se apresuró a apartar la vista.
    —No creas una palabra de lo que dice. Daoud, deja de contar mentiras sobre mí y ponte a trabajar. ¿Dónde está Karl? ¿Dónde están el resto de los trabajadores? Maldita sea, todos estos viajes arriba y abajo nos hacen perder demasiado tiempo. Tiendas. Eso es lo que necesitamos, unas pocas tiendas. Selim...
    —¡Emerson, cállate un momento! —exclamé.
    —Herr von Bork fue a echar un vistazo a la mastaba —dijo Geoffrey.
    Ramsés dio media vuelta y se alejó casi corriendo. Nefret se echó a reír.
    —Tiene miedo de que alguien toque su preciosa basura sin su permiso. ¿Vienes Geoff?
    Geoffrey la tomó del brazo. No había ninguna necesidad, pero ella se lo permitió y me pareció que incluso se reclinaba sobre él mientras se alejaban.
    —Umm —dije—. Me pregunto...
    —Yo también —dijo Emerson—. Pensé que estaría aquí. Hubiera jurado que estaba en esta libreta.
    Había vaciado el contenido de su mochila sobre la mesa y en ese momento revolvía entre sus papeles. Tras enterarme de lo que estaba buscando, lo encontré metido entre las páginas de su cuaderno y me disponía a leerlo con orden y método, cuando oí el grito de una mujer acompañado de un estruendo. Ambos procedían del lado norte de la pirámide.
    Emerson se encontraba ya a unos trescientos metros, corriendo a gran velocidad, antes de que el eco del estruendo se apagara. Le seguí lo más rápido que pude, temblando de miedo. Nefret no era muy dada a gritar.
    Cuando llegué al lugar del suceso, no me resultó difícil adivinar la causa del desastre. Los puntales de madera debían de haberse deslizado o, quizá, roto, y el muro se había derrumbado haciendo caer piedras y tierra sobre una forma que yacía boca abajo e inmóvil sobre el suelo de la zanja. Supe enseguida que se trataba de Ramsés. Geoffrey se arrodilló a su lado, apartando la tierra con las manos. Nefret se revolvía entre los brazos de Daoud, quien lanzó un fuerte suspiro de alivio cuando vio a Emerson.
    —Effendi me ordenó que no la dejara bajar —explicó.
    —Bien hecho —dijo Emerson—. No hay sitio para más de una persona. No la sueltes, Daoud. Apártese de aquí, Godwin.
    Para dar más énfasis a su orden, cogió a Geoffrey por la chaqueta y arrastró su cuerpo fuera de la zanja. Dejándose caer con destreza en la fosa, comenzó a desenterrar a Ramsés con toda la fuerza y habilidad de la que era capaz. La mayor parte de los escombros cubrían tanto las piernas como la parte inferior de la espalda de Ramsés. Por una vez, éste llevaba puesto su salacot y observé que la cabeza estaba apoyada sobre sus brazos cruzados lo que dejaba abierta la posibilidad de que la boca y la nariz no estuvieran llenas de arena. Parecía inconsciente, sin embargo. Emerson palpó con ansiedad sus brazos y sus piernas antes de darle la vuelta para colocarlo sobre la espalda.
    El casco de Ramsés cayó de inmediato: la correa estaba suelta. Había tan sólo un poco de sangre en su cara, que estaba mucho menos pálida que la de su padre, y pude ver que respiraba sin dificultad. A pesar de ello, Emerson perdió un poco la cabeza: deslizó los brazos bajo las rodillas y los hombros de Ramsés y, si no hubiera sido porque Nefret y yo le gritamos que se detuviera, su fuerza, poco menos que sobrenatural e intensificada por la preocupación paterna, hubiera sido más que suficiente para sacar el cuerpo del muchacho de la zanja.
    —¡No lo muevas todavía! —fue lo esencial de nuestros consejos.
    Ramsés abrió los ojos. Miró a su padre, moviendo la cabeza después para inspeccionar a su alrededor.
    —¡Maldita sea, padre! —jadeó—. ¡Ha hecho añicos la vasija! ¡Era un perfecto ejemplo de los recipientes de cocina azules y marrones usados durante la Dinastía XVIII!
    —Imposible —dijo Emerson—. ¿Qué estaría haciendo una cosa así aquí?
    —Se trata de un enterramiento intruso. Yo lo fecharía más o menos...
    —¡Basta! —el rostro Nefret estaba de color carmesí—. Ramsés, maldito estúpido, ¿tienes algo roto? Profesor, ¡no le deje que se siente! Tía Amelia...
    —Cálmate, querida —dije, viendo como Ramsés, ayudado por su padre, se levantaba con dificultad pero también con firmeza—. Y no hables de ese modo. No parece tener heridas de gravedad.
    No las tenía. Una vez en el refugio, se sometió de mala gana a las atenciones de Nefret. La camisa estaba completamente echada a perder aunque ella no hubiera insistido en cortársela. Nefret era casi tan destructiva con un par de tijeras como con un cuchillo. Al final tuvo que reconocer, creo que a regañadientes, que las heridas no iban mucho más allá de unos simples rasguños, arañazos y contusiones. Ramsés se negó a atribuirlo a la intervención divina; insistió, en cambio, en que, al ver cómo el puntal se rompía, había adoptado de inmediato la posición que pudiera ofrecer una mayor protección a las partes más vulnerables de su cuerpo. Sonaba tan presuntuoso que no pude enfadarme con Nefret cuando ésta le echó una botella de alcohol por la frente.
    Ramsés estaba decidido a volver a la mastaba y yo no tenía modo alguno de impedírselo. Condescendió hasta el punto de aceptar un sorbo de coñac de la petaca que siempre llevo conmigo y se alejó caminando majestuoso, desnudo hasta la cintura y tratando de no cojear. A una señal de Emerson, Daoud y Selim salieron corriendo tras él. No me quedaba sino esperar que fueran capaces de impedir que hiciera alguna tontería.
    —Le echaré una mano, ¿puedo? —Geoffrey, sentado hasta ese momento sobre una alfombra, se puso de pie.
    —Veo que llevas puestos los guantes y eso me gusta —dije—. Jamás he podido conseguir que Emerson y Ramsés se los pongan y eso, aun a pesar de que tienen siempre algún dedo magullado o los nudillos llenos de arañazos. —Los guantes ofrecen protección, pero en el caso de Geoffrey había también algo de inofensiva vanidad. Sus manos eran finas y aristocráticas y sus uñas estaban siempre muy cuidadas.
    —Estamos en deuda contigo, Geoffrey, reaccionaste sin perder tiempo e hiciste lo que era necesario.
    —Me temo que no sirvió para mucho.
    —Ni yo tampoco resulté muy útil —dijo Karl con gravedad. Se había dejado caer sobre la alfombra mientras se llevaba las manos a la cabeza—. Ach Gott, ha sido terrible presenciar una cosa así. Podía haber quedado totalmente aplastado. No pude hacer nada. Sucedió tan deprisa...
    Emerson había sacado la pipa y se había puesto a fumar: solía decir que esta sucia costumbre aplacaba sus nervios y puede que tuviera razón. Tan sólo yo podía detectar el esfuerzo que estaba haciendo para permanecer sentado y hablar con sosiego.
    —¿Vio lo que sucedió? —preguntó.
    Karl movió con fuerza sus manos.
    —¡Ocurrió tan deprisa! Acababa de bajar para ver la cerámica, cuando la señorita Nefret se puso a chillar... No vi nada más.
    —Mmm —dijo Emerson—. Bien, mi querida Peabody, con tu permiso creo que dejaremos la pirámide para otro día. Creo que me limitaré a... vaya, a ir a ver si puedo ayudar a Ramsés.
    —Faltaría más, querido —dije comprensiva—. Lo que tú digas.
    Karl se excusó, dijo que estaba demasiado trastornado como para seguir trabajando aquel día y se marchó al trote sobre el pequeño burro que había alquila-do. El resto de nosotros trabajamos hasta mediodía, y después nos fuimos también a casa. Geoffrey y Nefret cabalgaban delante; cuando Ramsés quiso unirse a ellos, Emerson le hizo volver atrás. Ibamos al paso, uno junto a otro. Yo permanecía callada, haciendo gala de mi tacto habitual, mientras me preguntaba quién sería el primero en romper el silencio.
    Hablaron al unísono.
    —Padre, yo...
    —Ramsés, tú...
    Se interrumpieron, evitando mirarse a los ojos y yo aproveché la ocasión para decir:
    —¡Caramba! Tú primero, Emerson.
    —No fue culpa tuya —dijo Emerson con brusquedad.
    —Estaba a punto de decir lo mismo, señor.
    —Vaya, ¿de verdad?
    —No niego con ello que la responsabilidad fundamental no sea mía. Esa ha sido siempre su actitud, señor, y yo la comparto. No obstante... —elevó el tono de voz—. ¡Que me aspen si entiendo dónde está el error!
    —Si no fuiste tú, ¿qué fue lo que falló? —preguntó Emerson.
    —Pueden haber sucedido varias cosas. Un leve temblor de tierra, un repentino hundimiento de la zona que se encuentra justo bajo el puntal, un movimiento imprudente de uno de los hombres... No se me ocurre nada más. Si bajé fue porque Nefret quería esos condenados huesos y yo quería estar completamente seguro de que...
    —Entiendo —dijo Emerson—. Bien hecho. Umm...
    —No estoy tratando de disculparme —insistió Ramsés—. Pero hemos de considerar la posibilidad de que no fuera de un accidente.
    —Sobre todo —dijo Emerson frotándose la barbilla—, si tenemos en cuenta que se trata del segundo en un mismo día.
    —¿Te refieres a la roca que cayó en el pozo? —Ramsés consideró esa posibilidad— Eso reforzaría la teoría de que el responsable pudo ser un temblor de tierra. Ocurren de vez en cuando.
    —Sí —dijo Emerson—. ¿Pero no resulta un poco extraño que el temblor se produjera tan sólo aquí?

    * * *

    Los Vandergelt llegaron puntuales. Nos habían mandado un telegrama desde Meydum, donde habían atracado la noche anterior, avisándonos de que llegarían aquella misma mañana, así que todos estábamos allí para recibirlos. Emerson, como no podía ser menos, dejó a Cyrus apenas el tiempo de almorzar antes de informarle de que debían visitar las excavaciones; Katherine aceptó de buen grado ya que, según dijo, tenía ganas de hacer un poco de ejercicio después de haber estado haraganeando en el barco durante diez días.
    —¿A quién más estáis esperando? —preguntó mientras cabalgábamos por la meseta.
    —Howard Carter es el único que se queda en casa. Ha estado en el Delta buscando un nuevo emplazamiento para Lord Carnavon. Hemos invitado a un buen número de gente a pasar con nosotros el día de Navidad. Espero que conozcas a la mayoría.
    —Sin duda. Cyrus es tan hospitalario que le gusta tener la casa a disposición de cualquier arqueólogo que visite Luxor. ¿Vendrán los Petrie? Nos han dicho que él ha estado en el hospital, espero que no se trate de nada serio.
    —Lo han tenido que operar pero se está recuperando sin problemas. Su mujer dijo que no está en condiciones de asistir a una fiesta y que a ella, por su parte, no le parece oportuno venir a divertirse mientras él sigue enfermo. ¿Qué noticias hay de Luxor?
    Mientras cotilleábamos un poco sobre nuestros amigos comunes Ramsés, bien porque había recordado con algo de retraso sus buenos modales, o porque su padre así se lo había indicado, se volvió hacia nosotras dispuesto a acompañarnos. A pesar de que le dije que no necesitábamos escolta, él se negó a marcharse, así que nos vimos obligadas a cambiar de tema. Un guiño de Katherine me confirmó que acabaría de contarme la historia del señor Davis y de la duquesa algo más tarde.
    Cuando alcanzamos a los demás, Emerson estaba discutiendo con Cyrus sobre la cronología de la pirámide.
    —Reisner la mencionó cuando pasó por Luxor el año pasado, camino del sur —insistía Cyrus—. Dijo que era de la Dinastía II.
    —¡Bah! —dijo Emerson—. Demasiado pronto. ¿Conoces el plano de la pirámide escalonada? ¿Principios de la Dinastía III, no es así? Ésta es, sin duda alguna, posterior. Admito que se está cayendo a pedazos, pero el que la construcción sea de mala calidad se debe al hecho de que el faraón que la mandó construir, quienquiera que fuese, reinó menos tiempo que Zoser. Ven dentro y te enseñaré...
    —No Emerson —dije con firmeza—. Cyrus no está vestido para una expedición así.
    Ataviado con uno de los vestidos de lino blanco que había ordenado que le hicieran a medida, Cyrus se acarició su barba de chivo y sonrió.
    —Gracias, Amelia, creo que dejaré la visita para algo más tarde. Sabes que el interior de las pirámides no me vuelve loco como a otros. ¿Qué hay de las tumbas privadas? A veces se encuentran cosas interesantes en ellas.
    —¿Cuándo abandonarás esa obsesión de aficionado por los objetos interesantes? —inquirió Emerson de buen humor (el buen humor de Emerson, claro está)—. Los únicos objetos que me importan son los que me permitirán identificar al constructor de la pirámide. Si lo que quieres son tumbas privadas, las tienes en el Cementerio del Oeste. Hasta ahora las sepulturas son de reducidas dimensiones y pobres, pero estoy decidido a despejar por completo la zona, a diferencia de otros excavadores que...
    Se marcharon cogidos del brazo: Emerson conferenciando y Nefret andando a su lado. Tras preguntarnos si queríamos que se quedara con nosotras, a lo que le respondimos con una clara negativa, Ramsés fue detrás de ellos.
    Al ver alejarse la figura alta y erguida de mi hijo dejé escapar un suspiro.
    —Algo te preocupa —dijo Katherine, con la intuitiva comprensión propia de una amiga—. ¿Tiene que ver con Ramsés?
    —No estoy preocupada, en absoluto. Pero me gustaría que sentara la cabeza. Parece como si no acabara de saber lo que quiere.
    —¡Mi querida Amelia! Ha conseguido ya mucho para su edad. El inicio de la gramática egipcia, los volúmenes sobre los templos de Tebas...
    —Ése es justamente el problema, Katherine. Ha trabajado muy duro y no se ha cuidado lo suficiente.
    —¿No te estás contradiciendo? —preguntó Katherine con una sonrisa—. Lo único que quieres es que se quede en casa para poder controlar todos sus movimientos.
    —Nunca he sido una madre empalagosa, Katherine, y tú lo sabes. La verdad es que Emerson le ha echado mucho de menos.
    —¿Emerson?
    —Y también Nefret, por supuesto.
    —Por supuesto.
    —Está bien, no importa. Alá proveerá, como hubiera dicho el querido Abdullah. ¿Quieres entrar en la pirámide?
    —Ni hoy ni nunca —su sonrisa divertida y afectuosa se ensombreció, al ponerse seria—. Ni tampoco Cyrus, si puedo evitarlo. Desde que os marchasteis se muestra siempre más aburrido e inquieto. Luxor no es lo mismo sin vosotros. Creo que Cyrus sería capaz de abandonar su amado castillo y de solicitar el permiso para excavar en la zona de El Cairo con tal de poder estar juntos. A mí también me gustaría, pero no quiero que Cyrus se dedique a arrastrarse por el interior de las pirámides. ¿No podéis encontrarle unas cuantas tumbas interesantes y poco arriesgadas?
    Tomando la mano que me ofrecía, le di un ligero apretón: su declaración de afecto me había emocionado pero no podía evitar sonreír ante su ingenuidad. Aunque había aprendido mucho sobre egiptología desde su matrimonio con Cyrus, lo único que le interesaba de aquella disciplina era el modo en que ésta podía afectar a su marido.
    —Mi querida Katherine, nada podría causarme más placer que la perspectiva de teneros de nuevo como vecinos. Si estuviera en mis manos, haría todo lo que fuera necesario pero, últimamente, no tenemos influencia alguna sobre el señor Maspero; como puedes ver, mi querido Emerson se ha visto obligado a aceptar insignificantes cementerios y pirámides inacabadas. No obstante, Cyrus está en mejores términos con el señor Maspero de lo que lo estamos nosotros. Quizás, adulándole de la forma apropiada... ¿Qué tipo de tumbas te gustarían?
    —Me da completamente igual, mi querida Amelia, con tal de que no tengan pozos profundos y túneles que se derrumben —inclinándose hacia mí, bajo la voz—. Cyrus preferiría morir antes que admitirlo, pero la verdad es que ya no es tan joven como lo fue una vez.
    —Ninguno de nosotros lo es —dije—. Ni siquiera Ramsés y Nefret lo son.
    —Es un tópico idiota, ¿no? Pero creo que entiendes lo que quiero decir. Tu entusiasmo por profundos pasadizos, oscuros como la boca del lobo y llenos de excrementos de murciélago y de momias enmohecidas es algo que nunca he podido entender.
    —Bueno, en la variación está el gusto —dije alegremente—. Y no deja de ser una buena cosa también, Katherine, sino, nos pasaríamos la vida luchando como los gatos de Kilkenny* por las mismas cosas.
    La cena de aquella noche fue muy divertida. Cyrus había traído varias botellas de champán e insistió en brindar por todo y por todos. Aprovechó el brindis final para hacernos un anuncio.
    —Éste va por vosotros, mi gente, mis mejores amigos, mi familia más cercana. Os hemos echado tanto de menos que hemos decidido dejar nuestra casa en Luxor para venir a El Cairo, ¿no es así, Katherine? Voy a ir a ver al señor Maspero después de Navidad para pedirle un permiso de excavación para la próxima temporada.
    Nuestras exclamaciones de entusiasmo y sorpresa hicieron que Cyrus sonriera contento y comenzara a preguntar a Emerson sobre posibles emplazamientos.
    Mi participación en la conversación fue intermitente ya que estaba preocupada por el consejo de guerra que iba a tener lugar en breve. Habíamos decidido cele-brarlo aquella misma noche: Howard llegaría al día siguiente y al otro era ya Navidad. Soy de la opinión de que las cosas desagradables hay que afrontarlas lo antes posible y, al menos, aquello iba a resultar desagradable. Pedimos a Daoud y a Selim que se unieran a nosotros después de cenar. Mientras abría la comitiva en dirección al patio, iluminado por la luz de los faroles, iba pensando sobre el mejor modo de conducir el asunto.

    * Expresión proveniente de una fábula irlandesa, cuyo significado es batirse en duelo a muerte por una cosa. (N.de la T.)
    Lo más importante era mantener la discusión bajo control sin permitir que el hilo de la misma se perdiera con inútiles demostraciones emotivas. Tenía mis buenas razones para pensar que Emerson no sería capaz de llevar a cabo una cosa así. Cree ser una persona racional y fría y se equivoca por completo.
    Había, sin embargo, un individuo sobre cuya capacidad para reprimir sus impulsos se podía contar sobradamente así que, mientras los otros se acomodaban en sus sillas, lo llamé aparte.
    —Ramsés, creo que el mejor modo de afrontarlo es contando simplemente a nuestros amigos cómo descubrimos el asunto de las falsificaciones y los pasos que hemos dado hasta ahora para resolverlo. Cuéntalo como si se tratara de una historia o de una declaración a la policía...
    —¿Quieres que sea yo el que lo haga? —preguntó Ramsés, frunciendo sus expresivas cejas negras.
    No pensé que la pregunta fuera una negativa sino, más bien, una expresión de sorpresa.
    —Sí, ¿por qué no? Has conseguido superar más o menos tu tendencia juvenil a la verborrea. Sé conciso y atente a los hechos. Incluye todos los detalles que consideres pertinentes pero deja a un lado los superfluos. Abstente de expresar tu opinión. Deja claro a nuestros amigos que, ni por un momento, hemos dudado de la integridad de David, pero no te extiendas demasiado sobre la intensidad de nuestros sentimientos y sobre nuestro compromiso de... —me interrumpí a mitad de la frase y le miré más de cerca. Aquel ángulo del patio estaba bastante oscuro. Me puse de puntillas para poder ver su cara con mayor claridad—. No estarás, por casualidad, rechinando los dientes, ¿verdad Ramsés?
    —No, madre.
    —Aprietas los labios como cuando estás exasperado.
    —No estoy exasperado, madre. De hecho, es casi lo contrario. Pero —dijo, mirando por encima de mi cabeza—, aquí están Daoud y Selim. Dime cuándo quie-res que empiece.
    —Te haré una señal —le prometí.
    Daoud, el hermoso Brummel* de la familia, se había vestido para la ocasión con ropa de seda y un asombroso turbante. Selim, con un vestido algo menos extravagante pero elegante, estaba muy guapo. Fátima sirvió el café mientras Emerson ofrecía el coñac. Yo fui una de las que aceptó esta última bebida lo que hizo que Cyrus me lanzara una interrogante mirada.
    —Está bien, amigos —dijo, a la manera lenta y bonachona de los americanos—. Me parece que aquí está pasando algo. De no ser así, debéis explicarme entonces qué hacemos sentados en círculo como si fuéramos un consejo de administración; Amelia bebe coñac en lugar de whisky con soda; Emerson se ha comido casi la mitad de la boquilla de su pipa; y la señorita Nefret, está tan nerviosa como un pájaro con un gato rondando alrededor de su nido. ¿Saben Daoud y Selim de lo que se trata o están también en la más absoluta ignorancia?
    —No lo estarán por mucho tiempo —dije—. Ni tampoco vosotros. Tienes razón, Cyrus. Tenemos algo que contaros, a todos vosotros. Os ruego que —incluyendo a Daoud y Selim— contengáis vuestras demostraciones de sorpresa, pena o indignación hasta que hayamos acabado con la historia; sería una pérdida innecesaria de tiempo ponerse a comentar...
    Ramsés carraspeó.
    —Sí —dije—. Adelante, Ramsés.
    Su relato fue bastante bueno y empezó con la visita del señor Renfrew con el escarabajo y sus acusaciones sobre David. Selim reaccionó limitándose a inspirar con fuerza. El honesto entrecejo de Daoud frunció la expresión del rostro; al verlo, Nefret, como si se tratara de un pájaro, fue a posarse sobre un cojín junto a su silla y le tomó la mano.
    Nadie pronunció una palabra hasta que Ramsés acabó su narración con una declaración sobre los infructuosos resultados de nuestras visitas a los comerciantes de El Cairo.
    —A pesar de todo, daremos con el hombre —dijo, mientras su mirada se encontraba con la oscura mirada de Selim.
    —No está mal —me apresuré a decir.
    Cyrus bajó su grandísima mano, apoyándola sobre su rodilla.
    —¡Vaya! ¡Esto sí que es de verdad una revelación! Me preguntaba cómo podría abordar el tema.

    * George Brummel: Personaje inglés (1778-1840) llamado «arbitro de la elegancia» por su extrema exquisitez en el vestir. (N de la T)
    —¡Maldición! —dijo Emerson pacífico—. Compraste una de las falsificaciones, Vandergelt, ¿no es así? ¿Por qué no lo mencionaste antes?
    —No sabía que se trataba de una falsificación —protestó Cyrus—. Maldita sea, Emerson, todavía no me puedo creer que lo sea. Lo que me apuraba era el origen... creo que debería decir mejor el supuesto origen. Me parecía extraño que David estuviera vendiendo a extraños la colección de Abdullah, en lugar de ofrecérsela a amigos como... bueno, como yo. Habría obtenido un precio mejor y me habría hecho un favor.
    —¿Y eso no levantó tus sospechas? —preguntó Emerson—. La verdad, Vandergelt, un experto como tú debería de haberse dado cuenta antes.
    —Sí, puede ser —Cyrus sacó uno de sus Cheroots y se entretuvo encendiéndolo. Después de esperar en vano a que diera más detalles, Emerson mostró sus dientes en una sonrisa carente por completo de humor.
    —¿Veis a lo que nos enfrentamos? —comentó, dirigiéndose a los presentes—. Vandergelt nos conoce bien; conocía y respetaba a Abdullah y, aun a pesar de ello, ha sido capaz de creerse lo de la colección falsa.
    —Si Abdullah hubiera hecho una cosa así, no perdería por ello mi respeto —se defendió Cyrus—. Vamos, Emerson, admiro tus principios pero la verdad es que son impracticables. Podría entender que David se hubiera decidido a vender los objetos sin decirte nada: te habrías puesto hecho una furia.
    Selim habló por primera vez, con una voz tan plana y afilada como la hoja de un cuchillo.
    —Mi venerado padre no tenía una colección de antigüedades.
    —¿Estás seguro? —preguntó Cyrus. Los ojos del joven resplandecieron y Cyrus le tendió una mano conciliadora—. No dudo de tu palabra, Selim. Estoy tan sólo tratando de aclarar las cosas.
    —Abdullah era un hombre de honor y también mi amigo —dijo Emerson—. No podría reprocharle el haber hecho lo que la mayor parte de los egipcios y de los ingleses hacen. No creo, sin embargo, que haya sido capaz de hacerlo a mis espaldas.
    —No lo creo yo tampoco —dijo Selim—. Pero esta historia no tiene sentido, Padre de las Maldiciones. Usted asegura que los objetos son falsos. Si ello es así, y usted rara vez se equivoca en estas cosas, es el honor de David, y no el de mi padre, el que se encuentra en entredicho. Coleccionar antigüedades no es un crimen; vender falsificaciones sí. ¿Iría David a la cárcel si se demuestra que es culpable?
    Daoud dejó escapar un grito de alarma. La complejidad del problema que, desde un primer momento, había resultado clara para la rápida inteligencia de Selim, había confundido, en cambio, a nuestro sencillo amigo quien, a pesar de todo, había conseguido entender la última frase.
    Nefret apretó su mano.
    —No es culpable, Daoud, y lo probaremos, pero para ello necesitamos tu ayuda. Las falsificaciones son perfectas, mejores incluso que las que hacía el antiguo maestro de David, Abd el Hamed. ¿Has oído hablar de alguien como él?
    Daoud sacudió su cabeza. Ser simple no es lo mismo que ser estúpido y el cerebro de Daoud funcionaba, su único problema era que lo hacía algo más lentamente que el de los demás.
    —No se me ocurre nadie, ¿y a ti Selim?
    —No en Gurneh —Selim parecía seguro de ello, y podía estarlo. Al igual que su padre, tenía una gran relación con los comerciantes de antigüedades de su ciudad natal—. Pero Egipto es largo. Asuán, Beni Hassan... cualquier pueblo puede dar un genio de ese tipo. ¿Dice que es mejor que Abd el Hamed? Eso resulta difícil de creer.
    —Puedes verlo con tus propios ojos —dijo Ramsés—. Como ya he dicho, conseguimos comprar algunas. Las tengo aquí conmigo, ¿puedo, padre?
    Emerson asintió.
    —No creo que hayas traído contigo lo que compraste, Vandergelt. ¿De qué se trata?
    —Lo he traído. No me quedaba otro remedio: lo compré en Berlín y pensé que el correo internacional no era el mejor modo de hacerlo llegar sano y salvo hasta casa.
    Ramsés y Cyrus nos abandonaron durante unos minutos. La atmósfera había cambiado, y se podía percibir el mismo sentimiento de alivio que sigue a una violenta discusión familiar (un estado al que estoy bastante acostumbrada). ¡Era increíble lo bien que se habían tomado la noticia! Un refrescante sentimiento de renovado optimismo me invadió. ¡Con la ayuda de aquellos resueltos aliados y queridos amigos, el caso estaba prácticamente resuelto!
    Nefret, orgullosa de su habilidad para preparar el espeso y oscuro café turco, trajo otra jarra; Selim se recostó en su silla y encendió un cigarrillo; Daoud me dirigió una mirada interrogativa.
    Ramsés volvió al poco tiempo, transportando la caja en la que había ido almacenando las falsificaciones; Emerson acercó una pequeña mesa y una de las lámparas. Tras desenvolver los objetos, los iba pasando de uno en uno a Selim, quien los examinaba cuidadosamente antes de ponerlos en manos de Daoud.
    —Tiene razón, Padre de las Maldiciones —admitió Selim—. Son las mejores falsificaciones que he visto en mi vida. ¿No hay ningún error en la escritura?
    —No —dijo Ramsés—. Pero... —al acercarse Cyrus a la mesa se interrumpió.
    —Me costó un poco encontrarlo —explicó—. ¿Puedo verlos? —los inspeccionó con el mismo cuidado con que lo había hecho Selim—. Está bien, me rindo —dijo al final—. ¿Dónde está el error?
    —En ninguna parte —dijo Ramsés, mientras los colocaba en hilera sobre la mesa: dos escarabajos y una figura masculina que llevaba una extraña prenda de vestir muy ajustada y un raro y pequeño casquete en la cabeza—. Éstas son las sobras —dijo—. Las mejores piezas fueron vendidas apenas salieron al mercado, lo que sucedió, según podemos determinar aproximadamente, a finales de la primavera del año pasado. Los escarabajos como el que nos robaron son de tayenza; en otras palabras, hechos a partir de una sustancia que no es difícil de producir: no se requiere un excesivo talento artístico para sacar el molde de una pieza conocida y añadirle ciertos detalles que aumenten su valor artístico.
    —¿Qué es lo que piensas tú, Ramsés? —pregunté.
    —Tan sólo que los objetos en cuestión los puede haber hecho alguien que es un experto en historia y jeroglíficos pero que, no por ello, tiene que estar dotado de un talento artístico fuera de lo común. Podría ser el caso de esta figurita. Está tallada en alabastro, una piedra relativamente blanda y la simplicidad de las formas del vestido y del gorro, hacen de Ptah uno de los dioses, quizá, más fáciles de esculpir. Tanto la cara como las manos están convenientemente rayados y desgastados, como puede verse, y el cetro que lleva está roto.
    —Ummm —dije—. Cyrus, me recuerdas al gato que acaba de comerse al canario, ¿qué pasa?
    —Admiro tu razonamiento, joven amigo, y te aseguro que odio tenértelo que desmontar —dijo Cyrus—. Pero quizá sea mejor que eches una mirada a esto.
    Con cuidado, fue apartando el algodón en rama que envolvía el objeto. A primera vista, no había nada particularmente impresionante: una figura sentada, pequeña y algo rechoncha, y tallada en un material marrón. Antes de que pudiera verla más de cerca, Emerson se la quitó a Cyrus de las manos.
    —¡Por todos los demonios! —remarcó mientras se la tendía, no a mí, como razonablemente había esperado, sino a Ramsés.
    —¡Déjame ver! —Nefret, que daba menos importancia a su dignidad que yo, se puso detrás de Ramsés y se inclinó sobre él para poder mirar por encima de su hombro—. No lo entiendo —dijo, con una mirada llena de asombro—. ¿Qué es lo que tiene de tan extraordinario?
    —¿Quieres verla, madre? —preguntó Ramsés, apartando con mucha delicadeza la pequeña mano que tenía sobre su hombro y se inclinaba hacia delante.
    —¿El comerciante dijo que pertenecía a la colección de Abdullah? —preguntó Emerson.
    —Sí —sonrió Cyrus.
    —Es de marfil —dijo Ramsés—. Se trata de la imagen de un faraón con la corona blanca y el ajustado manto que se ponían durante ciertas ceremonias.
    —¿Cuántos años tiene? —pregunté, intrigada—. O mejor dicho, ¿cuántos años se supone que tiene?
    —No hay duda alguna sobre ello —dijo Ramsés—. Hay una hilera de jeroglíficos en la base. Sin cartouche, no los usaban todavía en aquella época, tan sólo un título real y un nombre. El de Horus Netcherkhet.
    —Zoser —dijo Cyrus—. Dinastía II, constructor de la Pirámide Escalonada. De él hay tan sólo otra estatua conocida. ¿Y bien, Emerson, querido amigo?
    Emerson alargó la mano para alcanzar su pipa.
    —Vandergelt, lo siento. Esta me habría engañado a mí también. Los detalles del vestido y la técnica, incluso los jeroglíficos son exactamente los de la época. El modo en el que envejecieron el marfil no lo sé; quizá la hicieran pasar a través de un camello. ¿Cuánto pagaste por él?
    —Menos de lo que realmente valdría si fuera auténtico, demasiado si al final resulta no serlo —la sonrisa de Cyrus se desvaneció—. No quiero llamar a nadie mentiroso pero dejadme que os haga una pregunta, ¿ha hablado alguien con David de todo este asunto?
    —No —Ramsés consideró que era a él a quien le correspondía responder—. Y a lo mejor deberíamos de haberlo hecho pero con la boda a menos de una semana...
    —Puede que haya sido un error pero, en todo caso, la intención era buena —murmuró Katherine.
    Nos estábamos desviando del tema, así que decidí intervenir.
    —Todavía pareces dudar, Cyrus. Míralo de este modo: David no fue el que vendió estos objetos. Eso significa que el que lo hizo eligió a nuestro amigo como chivo expiatorio lo que significa, a su vez, que es un falsificador y un criminal. La lógica es evidente.
    —Ah —dijo Cyrus.
    —Y eso —intervino Emerson dogmático— significa que tu rey de marfil es una falsificación. El canal digestivo de un camello...
    —Sí, por supuesto —dijo Cyrus—. Todo lo que queráis, mis queridos amigos. Aun así, creo que cuidaré con esmero este pequeño objeto hasta que tengamos con David la conversación pospuesta.


    Capítulo 7
    Carecen de la aptitud necesaria para el autogobierno pero, dirigidos por oficiales blancos, son hombres que saben luchar.

    DEL MANUSCRITO H:
    El mensaje llegó el día antes de Navidad. Se trataba de una escueta nota enviada por uno de los comerciantes de antigüedades de El Cairo, en la que nos comunicaba que tenía el obsequio que le habíamos pedido que buscara. Si la nota hubiera estado dirigida a su madre, Ramsés no habría encontrado nada raro en ella; sin embargo, el mensajero había insistido en dársela personalmente a él con instrucciones de esperar la respuesta.
    Tras garabatear unas palabras en la parte posterior, Ramsés fue en busca de Nefret.
    No sabía a ciencia cierta el modo en el que ésta y su madre habían convencido, intimidado o sobornado a Emerson para que interrumpiera las excavaciones durante unos días, pero sospechaba que Nefret le habría pintado la patética imagen de un Ramsés hermético y doliente que trataba de ocultar dos piernas y varias costillas rotas, cuando lo que en realidad querían era tiempo para poder preparar una sentimental Navidad a la inglesa. Misteriosos paquetes llenaban los armarios; el olor a especias escapaba de la cocina, y su madre y Nefret habían colgado faroles, lazos, ramas de palmera y otros objetos carentes de gusto por toda la casa. Encontró a Nefret en el patio, en precario equilibrio en lo alto de una escalera, colocando un poco de verde sobre uno de los arcos.
    —¿Dónde demonios has conseguido eso? —preguntó sorprendido—. No hay muérdago en Egipto.
    Ramsés sujetó la escalera mientras Nefret bajaba por ella.
    —En Alemania. Las bayas no paran de caerse, así que he puesto algo de pino para evitarlo. Deberíamos de inaugurarlo, ¿no crees? Diciendo esto, se puso sobre la punta de sus pies, inclinó su cabeza y le besó en la boca.
    Como norma, él trataba de evitar esos generosos y dolorosos besos de hermana. Esta vez, sin embargo, fue tan rápida que apenas tuvo tiempo de apartar la cara. Sabiendo que no significaba nada para ella, hizo un esfuerzo para no devolvérselo, pero cuando ella retrocedió vio que sus ojos estaban llenos de asombro y sus mejillas algo más sonrosadas de lo habitual.
    —Desde un punto de vista estético y hortícola, creo que falta algo —dijo, contemplando las hojas secas y las bayas ennegrecidas—. Pero supongo que es la intención lo que cuenta. Si has acabado de jugar a las casitas ven aquí donde nuestra madre no pueda oírnos, tengo algo que decirte.
    Nefret llegó enseguida a la misma conclusión que él. El rubor de sus mejillas se hizo más intenso y la excitación hizo brillar sus ojos.
    —Supongo que no le habrás pedido a Aslimi que encuentre una rara, bonita y carísima antigüedad como regalo de Navidad para mí o para la tía Amelia...
    —Debería haberlo hecho, ¿no es así? —una cosa redonda y arrugada rebotó en su cabeza y cayó al suelo.
    —No seas tonto. ¡Es una cita! ¿Cuándo?
    —He vuelto a mandar el mensaje diciendo que iré enseguida.
    —Solo no.
    —No hay el menor riesgo.
    —No veo por qué no puedo ir contigo. Vamos a ver al profesor —cogiendo su mano, lo empujó hacia las escaleras.
    Emerson estaba en su estudio trabajando en sus notas. Cuando Nefret entró repentinamente, sin llamar, levantó la vista frunciendo el ceño. Su expresión era aún más hosca cuando ella acabó de explicarle todo.
    Ramsés ya sabía que iba a resultar imposible salir sin Nefret. El problema era ahora evitar que su padre los acompañase. Si lo que sospechaba resultaba ser cierto, la presencia de Nefret sería un excelente camuflaje y no espantaría a su adversario, pero Emerson era otra cosa bien distinta. En el suk llamaría la atención como un león en medio de un rebaño de ciervos y no veía qué razón podía haber para que Wardani confiara en él.
    —¿Qué es lo que te hace pensar que el mensaje es de Wardani? —preguntó Emerson—. Aslimi fue uno de los comerciantes a los que le preguntamos sobre las falsificaciones.
    —¿Por qué tendría Aslimi que dar tantos rodeos? Wardani me prometió que me haría saber si había descubierto alguna cosa; de ser así, tendría que hacerlo indirectamente, y éste podría ser un buen modo de no levantar sospechas; una inofensiva visita al suk, a la luz del día.
    —Y resultará aún menos sospechoso si yo voy con Ramsés —añadió Nefret.
    Emerson cedió, pero insistió en que nos lleváramos a dos de los hombres con nosotros. Ramsés no puso ninguna objeción; los egipcios no llamarían tanto la atención como su padre y siempre les podría ordenar que se mantuvieran a una cierta distancia.
    —Intenta estar de vuelta antes de que tu madre se dé cuenta de tu ausencia —dijo Emerson con un suspiro—. Si me pregunta algo le diré dónde habéis ido; es posible que lo haya mencionado antes, pero aún así me gustaría deciros que la sinceridad absoluta entre marido y mujer es la única base posible de un buen matrimonio, aunque...
    —Lo entendemos —Nefret le besó en la mejilla y se alejó dando brincos; a coger su sombrero, según dijo.
    —Cuida de ella —murmuró Emerson.
    —Sí, señor.
    Nefret tenía un aire muy recatado, vestida con un sombrero adornado con flores, un largo sobretodo de lino, guantes blancos e impolutos y un par de frívolas babuchas con lazos. Mientras caminaban por la polvorienta carretera, bordeada por dos hileras de árboles, lo cogió del brazo y se le acercó. Ramsés moderó el paso para ajustarse al de ella.
    —Gracias, mi niño.
    —¿Por qué?
    —Por dejarme venir contigo, sin tener que reñir demasiado.
    —Te pido tan sólo que no uses ese cuchillo a menos que debas hacerlo.
    —¿Cuchillo? ¿Qué cuchillo?
    Él volvió la cabeza y la miró. Nefret sonrió.
    —Sí, señor. ¿Qué es lo que entiendes por «deber»?
    Ramsés trató de sopesar la respuesta.
    —Cuando esté muriendo desangrado a tus pies y alguien tenga sus dos manos alrededor de tu cuello.
    —Ah, está bien. En ese caso, me las arreglaré.
    Ojo avizor y sin soltar el brazo de la joven, caminaron a través de las atestadas calles del suk. Hassan y Sayid habían recibido instrucciones de quedarse algo retrasados y de no entrar en la tienda. Aslimi estaba ocupado con un cliente, a quien estaba tratando de vender un amuleto descaradamente falso. Al verlos entrar, se sobresaltó y palideció, lo cual no indicaba nada especial; simplemente, que Aslimi era un miserable cobarde y un conspirador despreciable.
    El pobre diablo se había quedado tan petrificado que Ramsés tuvo que llevar él solo el peso de la conversación.
    —El objeto que encontraste. Ah, ¿en tu oficina? Pues vamos detrás y esperamos hasta que hayas acabado con ese caballero. Tómate todo el tiempo que quieras. No tenemos prisa.
    Wardani estaba sentado en la mesa de Aslimi, con los pies sobre una silla. Tras ponerse en pie, le hizo una inclinación a Nefret y una señal con la cabeza a Ramsés.
    —Echa el cerrojo a la puerta, por favor. Bienvenida, señorita Forth. No la esperaba, pero me alegro de tener el placer de conocerla finalmente.
    —Estaba usted escuchando junto a la puerta —dijo Ramsés, pasando el cerrojo.
    —Mirando por el agujero de la cerradura —corrigió Wardani, con un resplandor de dientes blancos. Vestía a la europea y llevaba puestas unas gafas con la montura de acero; la barba y el pelo eran de un gris polvoriento. Examinó a Nefret con un interés rayano en la insolencia, pero se mantuvo en su sitio y se limitó a ofrecerle una silla—. Siéntese, por favor, señorita Forth. Ha sido una buena idea traerla a ella también, amigo mío; debía de haberlo sugerido yo mismo. Ningún caballero permitiría que una dama lo acompañara si temiera que pudiera haber violencia.
    Nefret se acomodó ruidosamente sobre la silla.
    —Puedo ser tan violenta como Ramsés, señor Wardani, y fui yo la que insistió en acompañarlo a él. ¿Tiene noticias para nosotros?
    —La mejor de las noticias, es decir, ninguna —dijo Wardani. Cogiendo una pesada caja de plata con cigarrillos, ofreció uno a Ramsés, quien se había colocado tras la silla de Nefret. Ni se le hubiera pasado por la cabeza ofrecérselo a una mujer. Ramsés miró divertido, como Nefret arrancaba de un tirón uno de los cigarrillos de la caja.
    —Gracias —dijo.
    —De nada —le respondió Wardani, sobreponiéndose con admirable aplomo—. Perdonen que no les ofrezca café. No me extenderé mucho. Se supone que Aslimi es uno de los nuestros, pero es tan cobarde que sería capaz de traicionarme por pura histeria.
    —Arriesgarse a venir hasta aquí ha sido un gesto por su parte —dijo Ramsés.
    Wardani sonrió y se quitó con delicadeza un trozo de tabaco del labio inferior.
    —No podía permitir que me superara en osadía. Fue usted el que se arriesgó la última vez y al hacerlo sabía, creo, el peligro que corría. Escuche ahora. Tengo contactos en cada rincón y en cada tienda de esta ciudad. Siempre ha habido falsificadores de antigüedades; conozco sus nombres y su trabajo, lo mismo que usted. Ninguno de ellos puede ser el hombre que está usted buscando. Ningún comerciante de esta ciudad ha tratado con los objetos que pertenecieron a su Rais. La mayor parte de ellos conoce a David de vista; todos ellos conocen su nombre y ninguno de ellos le ha comprado antigüedades. No diría esto a menos que no fuera verdad.
    —Le creo —dijo Ramsés.
    Wardani no estaba tan tranquilo como aparentaba: ni por un momento dejó de mirar hacia la puerta.
    —Así pues, les he dado ya su regalo de Navidad, ¿no es así? El falsificador que están buscando no es David. No es un egipcio. Es uno de ustedes: un sahib.
    Su labio superior se torció al pronunciar esta palabra. Su cara adquirió un aspecto muy diferente, dejando entrever la crueldad tras las buenas maneras.
    —Creo que eso es todo, si me entero de algo más, encontraré el modo de informarles.
    Era, a todas luces, una despedida. Nefret se levantó y le tendió la mano.
    —Gracias, si hay algo que pueda hacer para devolverle el favor...
    Wardani tomó su mano y, tras bajar el guante, apretó los labios contra su muñeca. Este gesto íntimo era, en realidad, una especie de prueba; como un niño travieso, trataba de averiguar hasta dónde podía llegar antes de provocar una airada respuesta.
    «No mucho más lejos», pensó Ramsés.
    La respuesta de Nefret fue perfecta: una risa suave y una perceptible pausa antes de retirar la mano de entre sus garras. Wardani esbozó una amplia sonrisa.
    —Otra cosa más. No tiene nada que ver con su asunto pero podría ser de interés. Se lo ofrezco como un regalo más a una dama encantadora. Se rumorea que uno de ustedes ha invertido mucho dinero en el otro negocio del que estuvimos hablando. Es un inglizi, pero nadie sabe su nombre.
    —Entiendo.
    —Estoy seguro de ello. Yo saldré por aquí, por la parte de atrás. Esperen dos minutos y entonces pueden abrir la puerta. Y, no estaría de más, por otro lado, que le compraran algo al pobre Aslimi. —Otra sonrisa blanca y resplandeciente acompañó estas últimas palabras.
    —Tendremos que comprar algo —dijo Nefret, después de que la cortina que se encontraba en la parte trasera de la habitación hubiera vuelto a su sitio—, para el caso de que la tía Amelia nos pregunte por qué vinimos a El Cairo.
    —Creí que ya habías aprendido que es inútil tratar de esconder las cosas a nuestra madre. Sin embargo, y dado que estamos aquí, podría ver si Aslimi tiene algo raro, bonito y muy caro.
    Aslimi se sobresaltó y se puso a chillar cuando los vio salir de la trastienda. Ramsés notó que se había mordido las uñas hasta dejarlas casi en carne viva. La perspectiva de la venta le dio nuevos bríos; cuando salieron de la tienda con las compras —ninguna de ellas del gusto de Nefret— era un hombre mucho más feliz.
    —No le has creído, ¿verdad? —preguntó Nefret'—. Tratabais tan sólo de ser educados, ¿no es así?
    —Le creo, sin embargo. ¡Menudo saltimbanqui!
    —A mí me cae bien.
    —A mí también. Supongo que entendiste lo que quiso decir con el comentario que dejó caer al final.
    —Imagino que se refería al tráfico de droga.
    —Sí.
    —Así que ha sido un modo indirecto de decirnos que le debes un favor. Dinero, en pocas palabras.
    —Veo que lo vas comprendiendo.
    —Yo siempre lo entiendo todo —Nefret le cogió del brazo y dio un pequeño salto, dando a entender a Ramsés que estaba yendo demasiado deprisa. Lo cierto es que no veía la hora de salir del suk. La multitud lo ponía nervioso, especialmente cuando se encontraba con Nefret—. Una simple transacción de negocios —continuó ella alegremente—. Información a cambio de información.
    —Él quiere algo más que mera información —dijo Ramsés pensativo—. Si presenta por sí solo una acusación contra un inglés no conseguirá nada; viniendo de él lo más probable es que la ignoren o la rechacen. Sin embargo, sabe muy bien que yo sería capaz de hacerlo y que, en ese caso, mi acusación sería difícil de ignorar; sobre todo si contara con el apoyo de nuestro padre, y eso es algo de lo que no podemos dudar.
    —Me disgusta pensar que un inglés se pueda ver envuelto en un asunto tan sucio.
    —Mi querida niña, la moralidad no tiene nada que ver con los negocios. El comercio de opio ha enriquecido a un buen número de comerciantes ingleses. Hasta hicimos una guerra para obligar a los chinos a aceptar esa vil sustancia.
    —Lo sé. ¿No sería estupendo que, al final, Percy resultara ser el criminal?
    —Demasiado bonito para ser verdad, me temo —ambos se echaron a reír, pero un leve matiz en la voz de ella hizo que él se viera obligado a preguntarle—: ¿Te ha estado molestando?
    —No es necesario que te vuelvas tan fraternal y protector; si me molesta, me las arreglaré yo sola con él.
    ¿Acaso era aquello una respuesta? Él pensó que no.
    Nefret miró por encima de su hombro e hizo una seña. Los dos escoltas que, hasta ese momento, se habían quedado prudentemente rezagados, se apresuraron a reunirse con ellos. Formaban una bonita familia; el hijo de Daoud, Hassan, tenía los mismos afectuosos ojos marrones y la misma amplía sonrisa de su padre. Mientras cogía los paquetes de Nefret, le preguntó:
    —¿Encontró un bonito regalo para Sitt Hakim.
    —Creo que le gustará —dijo Nefret.



    Emerson perjuraba que nunca había dicho que estuviera de acuerdo en asistir al baile del Shepheard aquella noche. La verdad es que no lo había hecho —no en modo tan explícito, al menos— pero no por ello dejaba de ser cierto que, cuando algunos días antes le había informado sobre el mismo, él no había dicho que no. Emerson hizo un llamamiento a Cyrus, sin éxito alguno. A Cyrus le gustaba la vida social y estaba deseando acompañar a su mujer al evento.
    Aunque el baile no empezaba hasta medianoche, decidimos cenar antes en el hotel. Era necesario llevar vestido de gala. A pesar de que ni le había gustado, ni le gustaría nunca, Emerson aceptó. En esa ocasión, se embutió en su camisa almidonada sin apenas refunfuñar, aceptando la acostumbrada ayuda por mi parte.
    En pago por ello, se vio obligado a abrocharme vestido y guantes. Ninguno de nosotros tenía a su servicio un asistente privado, y eso que a Emerson le vendría muy bien tener uno, aunque sólo fuera para encontrar la ropa que pierde o a la que da un puntapié, metiéndola bajo la cama; para coser los botones de las camisas que arranca a causa del impetuoso método que emplea para quitárselas; o para planchar las prendas de vestir que deja tiradas por el suelo; y para zurcir los agujeros que causan las chispas que se desprenden de su pipa; para quitar la sangre que mancha con tanta frecuencia sus camisas y, así, hasta el infinito, por decirlo de algún modo.
    Como iba contando, antes de que la irritación propia de una esposa me interrumpiera, ni a Emerson ni a mí nos gustaba ser atendidos por terceras personas. Tener a Emerson arrodillado a mis pies para atarme las botas, sentir sus dedos moverse con delicadeza hacia abajo, por mi espalda, mientras desabrochaba los botones de mi vestido... Quizá sea mejor que no siga. Cualquier mujer con un poco de sensibilidad podrá entender la razón de que no quiera cambiar las atenciones de Emerson por las de la más eficiente de las doncellas: no tendría el mismo interés. Fátima y su personal, la mayoría relacionados con ella por sangre o por matrimonio, arreglaban, limpiaban y lavaban la mayor parte de las cosas para la familia, y hubieran hecho aún más si se lo hubiéramos permitido.
    Cuando estuve lista, fui a ver si Nefret necesitaba mi ayuda, pero la encontré ya vestida. Fátima se afanaba con su pelo mientras, a su lado, una de sus hijastras, hija de la segunda mujer de su marido, la observaba atentamente. Elia era una hermosa niña, de apenas catorce años, que aspiraba a convertirse en la doncella de Nefret, a quien admiraba enormemente. Nefret no era mucho más entusiasta que yo por este tipo de atenciones pero no quería desanimar a la niña, que era inteligente y ambiciosa y que asistía al colegio gracias a nuestra ayuda.
    —No quiero meterte prisa, querida, pero los demás nos están esperando —dije, sonriendo a la cara resplandeciente que reflejaba el espejo.
    —Estoy lista —Nefret se levantó de un salto del tocador—. Falta tan sólo mi abrigo... Oh, gracias, Elia. No me digas que Ramsés está esperando, tía Amelia, él nunca es puntual.
    Sin embargo, Ramsés salió de su habitación al mismo tiempo que nosotras abandonábamos la de Nefret. Enderecé su corbata y cepillé algunos pelos de gato que tenía en la manga, operaciones que él soportó con su habitual hermetismo. Esplendorosos, nos dirigimos después hacia nuestros carruajes y, de ahí, al hotel.
    Me habían dicho que el Shepheard no estaba ya considerado como el hotel de moda en la ciudad. La juventud elegante prefería el Semiramis o el Savoy, circunstancia en la que yo veía sólo ventajas, dado que así corríamos menos riesgos de encontrarnos con alguna de aquellas estúpidas criaturas. Mi sentido del humor ha sido muy elogiado y me gustan las bromas pequeñas e inocentes pero algunas de las travesuras que realizaban ciertos de aquellos oficiales de «clase alta», hubieran avergonzado a un colegial. Llevarse, por ejemplo, algunas de las hermosas estatuas de doncellas nubias que se encontraban al pie de la gran escalera y meterlas en la cama de la gente era una de sus «proezas» más inofensivas. Se enorgullecían de burlarse de la gente, especialmente de aquéllos cuyo acento, educación, nacionalidad o posición social era diferente de la suya.
    El Shepheard había cambiado mucho desde mi primera visita —lo cierto es que había sido reconstruido por completo—, pero formaba parte de la historia de El Cairo y era rico en recuerdos de grandes e infames personajes, con muchos de los cuales, incluyendo ambas categorías, había tenido una relación personal. Cada parte de su estructura conservaba aquellos maravillosos recuerdos: el grupo de habitaciones del tercer piso, sobre cuya alfombra de la sala de estar se había retorcido, lleno de convulsiones, el señor Shelmadine, tras habernos hablado sobre la tumba escondida de la reina Tetisheri; el magnífico hall de entrada, con sus columnas en forma de loto, pintadas de color albaricoque, bermejo y turquesa, donde Emerson me había rescatado de los brazos de un secuestrador; los rincones oscuros y los blandos divanes del Vestíbulo Moro, donde Nefret había pasado a solas un cuarto de hora con el arrojado y carente de principios, sir Edward Washington.
    No creo exagerar mucho si afirmo que conocía a todas las personas relevantes de El Cairo. La mayoría no me gustaba, pero las conocía a todas. Para los europeos que vivían allí o que volvían cada invierno, El Cairo era como un pueblo de provincias estrecho de miras. Los diversos estratos sociales se superponían sin mezclarse nunca, llegando a ser tan rígidos como cualquier sistema de castas. Los oficiales del Ejército Egipcio se encontraban por debajo de los oficiales del Ejército Británico de Ocupación y, ambos, eran inferiores al personal de la Agencia Británica. Los celos, el cotilleo perverso, las camarillas y luchas para conseguir promoción y prestigio nos parecían completamente ridículas a los que teníamos la fortuna de quedar al margen.
    Fuera de aquellos círculos, en algún lugar de la oscuridad exterior, se encontraban los egipcios, únicos dueños del país.
    Cenamos maravillosamente y bebimos una buena cantidad de champán, después de lo cual nos encaminamos al salón de baile. Soy muy aficionada al arte de Terpsícore; tras haber bailado con Cyrus y Emerson, Ramsés me empujó, sumiso, hacia la pista de baile, luego, sumiso me devolvió a mi silla y, una vez hecho esto, desapareció. Pocos instantes más tarde, un caballero se aproximó hasta nosotros y pidió permiso para presentarse.
    —Le hubiera pedido a su marido que lo hiciera —explicó—, pero no lo veo por ninguna parte. Mi nombre es Russell, señora Emerson, Thomas Russell.
    Me moría de curiosidad. El señor Russell era el jefe de la policía de Alejandría. Había oído hablar de él como de un oficial ejemplar y así se lo hice saber, añadiendo que mis diversos encuentros con los oficiales de policía de El Cairo no me habían dejado una gran opinión sobre ellos.
    —Puedo entender por qué —dijo Russell, educado—. He estado deseando conocerlos durante mucho tiempo, señora Emerson, dado que tanto usted como su familia tienen una gran reputación por haber detenido a muchos criminales. Me trasladan a El Cairo, como ayudante del comisario, y espero llegar a merecer de usted la aprobación que mis colegas no han logrado conseguir.
    Le felicité por su ascenso —El Cairo era el cuartel general para todo el país— y, como los músicos habían empezado a tocar de nuevo, él me invitó a bailar.
    —Tendremos que considerar que hemos sido convenientemente presentados —dije, en broma—. Buscar a Emerson sería una pérdida de tiempo; probablemente estará fumando entre los arbustos, pensando en las musarañas.
    Russell se echó a reír.
    —Sí, conozco las costumbres del profesor. ¿Está también su hijo fumando entre los arbustos? Tampoco le veo.
    —¿Conoce a Ramsés?
    —Tuve casi el honor de arrestarlo hace unos años —dijo Russell. La mirada que le dirigí, llena de sorpresa y disgusto, borró su sonrisa. Se apresuró a añadir—: Era tan sólo una broma, señora Emerson.
    —Ah —dije distante.
    —Déjeme que le explique.
    —Le ruego que lo haga.
    —No sabía de quién se trataba, ¿sabe? —dijo Russell—. Una tarde entré en un café de Alejandría y me encontré con un grupo de jóvenes, creí que todos ellos eran egipcios, que escuchaban a un orador que les hablaba sobre las injusticias de la ocupación británica, como la llamó él...
    —¿Es que acaso no es así?
    —Bueno, no fue mucho después del suceso de Denshawai y teníamos los nervios de punta; cuando vi que la discusión empezaba a caldearse, les dije que se metieran en sus asuntos. Su hijo se negó: educado, en un árabe impecable, aunque decidido. Como todos los demás, vestía ropa europea, pero la llevaba como un egipcio; creo que usted entenderá lo que quiero decir.
    —Sí, lo sé muy bien.
    —No estaba acostumbrado a que los egipcios me respondieran así, especialmente unos jóvenes alborotadores como aquéllos. Él parecía ser el líder, era el que hablaba, en cualquier caso, así que me identifiqué y le dije que, o se marchaba de allí, o me vería obligado a arrestarle. Entonces me dedicó una de las sonrisas más irritantes que he visto en mi vida y se identificó a sí mismo, ¡en un inglés tan impecable como lo había sido su árabe! En ese punto, el resto de la gente había desaparecido con la excepción de un tipo que Ramsés me presentó como David Todros. Ese joven demonio, perdóneme, señora, me invitó acto seguido y en el tono más relajado posible, a beber algo con ellos.
    —Típico de Ramsés —admití—. Nunca me contó ese incidente, señor Russell. Ramsés es propenso a guardar silencio.
    —Entiendo. Yo había oído hablar de él, todo el mundo en Egipto conoce a su familia, señora Emerson, y me había divertido su sangre fría, así que acepté su invitación. Hablamos durante un buen rato. Supongo que nunca se le habrá pasado por la cabeza aceptar un trabajo como policía. A decir verdad, alguien que se parece a un egipcio y que habla árabe como un nativo podría resultarme muy útil.
    Evidentemente, el señor Russell desconocía por completo las aventuras de Ramsés bajo la apariencia de Alí el Rata y el resto de sus repugnantes personajes. Re-cé con devoción para que nunca llegara a saberlo y me limité a contestarle que mi hijo estaba destinado a hacer carrera en el campo de la egiptología. Cuando la músi-ca finalizó, el señor Russell me dio su brazo para acompañarme fuera de la pista.
    —Una advertencia tan sólo, si me permite —dijo en voz baja y con un tono muy diferente—. Puede que se haya preguntado cómo es que recuerdo todavía el nombre del amigo de su hijo. La razón es que él mismo figura en los expedientes de la policía de El Cairo, señora Emerson. Si el joven Todros es todavía amigo...
    —Su relación conmigo tiene que ver ahora con su matrimonio, señor Russell. Se casó con mi sobrina en noviembre.
    —¿Qué? ¿Casado?
    Le sostuve la mirada y, apenas un momento después, me sonreía con ironía.
    —Una razón de más para tener en cuenta mi advertencia, entonces. Intente mantener al muchacho alejado del conflicto. Kitchener no permitirá que los nacionalistas causen disturbios.
    —Gracias por la advertencia.
    —Gracias por el baile, señora. Si Ramsés cambia algún día de opinión sobre la egiptología, no dude en enviármelo.

    DEL MANUSCRITO H:
    Ramsés compartía con su padre la aversión por las cenas formales y los bailes. En cierto modo, estos acontecimientos le resultaban aún más difíciles de soportar que a Emerson, a quien no le importaba nada que no fuera la egiptología y que se negaba a aparentar lo contrario; que prefería la compañía de sus amigos egipcios a la de los ceremoniosos oficiales y «gente bien» y no tenía tampoco ningún problema en decirlo a las claras. Ramsés no había alcanzado el mismo grado de rudeza y dudaba que algún día llegara a hacerlo, no, al menos, mientras su madre estuviera cerca. Seguía dejándose caer de vez en cuando por el Turf Club y por los bares de los hoteles, casi como lo haría un explorador que investigase las extrañas costumbres de los masai o de las tribus del África occidental. Cada vez que lo hacía, no conseguía soportarlo mucho tiempo. Aquellos arrogantes forasteros le daban dentera: estaban demasiado convencidos de su superioridad sobre todas las demás naciones y sobre cualquier raza, persona o clase social.
    La sala de baile se llenó enseguida. Ramsés se movía sin parar; la experiencia le había enseñado a evitar determinadas matronas que, acompañadas por jóvenes recién llegadas, se dedicaban a dar la lata a los hombres solteros. Muchas de aquellas jóvenes no habían conseguido encontrar marido en casa y se dirigían hacia la India donde, presumiblemente, los hombres tenían menos donde elegir; desde el momento en que su objetivo era el matrimonio y sus requisitos pocos, las damiselas estaban incluso dispuestas a probar primero suerte en El Cairo.
    Ramsés bailó con su madre y con la señora Vandergelt y, observando que Nefret parecía tremendamente aburrida mientras hablaba con el ministro de Economía, escapó hacia el bar. Maude y «compañía» no se habían dejado ver, pero tenía el terrible presentimiento de que lo harían tarde o temprano. Nefret había mencionado que la familia asistiría al baile y él no había podido dejar de notar la mirada que Maude le había dirigido. ¿O, acaso, se estaba convirtiendo en uno de esos imbéciles pagados de sí mismos que piensan que cada mujer que encuentran les persigue? Temía, sin embargo, que este caso fuera bien distinto. Maude era un auténtico estorbo y él no sabía qué hacer con ella. Uno no puede decirle a quemarropa a una inofensiva muchacha que es un fastidio y una lata, y pedirle que le deje en paz. Las mujeres lo tenían más fácil: cuando un hombre las molestaba, podían usar toda la rudeza que fuera necesaria.
    Siempre y cuando se tratara de damas. Si no lo eran, constituían un objetivo legítimo para algo peor que una simple molestia. No, la verdad es que las mujeres no siempre lo tenían más fácil.
    Con su vaso de whisky en la mano, meditaba tristemente y en silencio, cuando oyó el crujido de una falda; al levantar la vista vio que se trataba de Nefret.
    —Pensé que estarías aquí —dijo—. Apártate.
    Antes de que pudiera ponerse de pie, ella se había apretado contra él sobre el curvo taburete. Él descendió entonces del mismo, y alzó una mano para llamar al camarero. El desgraciado individuo lanzó una mirada frenética hacia el bar donde, lleno de arrogante esplendor, se encontraba Friedrich, el jefe de los camareros, quien se encogió de hombros y alzó la vista. A las mujeres no se les permitía el acceso al bar, excepto en la noche de Fin de Año, pero Nefret entraba cuando le parecía y poca gente tenía el valor suficiente para impedírselo. Friedrich no, desde luego. Ni tampoco Ramsés.
    —¿Qué es lo que te tiene tan pensativo? —le preguntó mientras se quitaba los guantes.
    —Las mujeres.
    —¿Alguna en particular o las mujeres en general?
    —¿Qué quieres beber?
    —Champán.
    —Has bebido ya bastante durante.la cena.
    —Y voy a beber algo más ahora.
    —Está bien, una copa. Se supone que no deberías estar aquí, ya sabes; lo más probable es que algún remilgado sahib se queje y le cree problemas a Friedrich —hi-zo una seña al camarero con la mano para que se alejase y la miró más de cerca. El rincón estaba oscuro, iluminado tan sólo por la luz de la vela que se encontraba so-bre la mesa, pero podía leer sus sentimientos en la curva de su labio inferior o en el tamborileo de uno de sus dedos—. ¿Qué pasa Nefret?
    —Nada malo... Qué es lo que te hace suponer... ¡Oh, maldita sea!
    El oficial que se encontraba junto a la puerta llevaba el uniforme de gala: oro y carmesí, espada y charreteras. Parecía estar buscando a alguien.
    Ramsés apartó la mesa y se levantó.
    —¿Qué estás haciendo? —siseó Nefret.
    —¿Qué es lo que ha hecho Percy para que intentes evitarlo de ese modo? No es propio de ti irte escondiendo por los rincones.
    —¡No me escondo por los rincones! —Nefret se puso de pie. No había contestado su pregunta y él se dio cuenta de que se aferraba a su brazo algo más de lo habitual mientras se dirigían a la entrada del bar.
    Percy los saludó efusivamente.
    —He visto al profesor y a la tía Amelia en la sala de baile así que he pensado que no podíais estar muy lejos. La señorita Reynolds te está buscando, Ramsés, viejo amigo. ¿Me concederá un baile, Nefret?
    —He prometido bailar el próximo con el profesor —al decir esto tiró de Ramsés—. Me estará buscando.
    Percy los acompañó al salón de baile. Emerson no estaba a la vista; lo más probable era que hubiera abandonado el hotel en busca de una compañía más de su agrado entre los vendedores callejeros y los mendigos.
    Al ver a su madre bailar con Thomas Russell, de la policía de Alejandría, Ramsés pensó si ella no estaría sermoneándole, de acuerdo con una de sus viejas manías, sobre la inexplicable estrechez de miras de la policía que, hasta la fecha, se había negado a incluir mujeres entre sus empleados.
    Vio también que Maude bailaba con Geoffrey y que ninguno de los dos parecía divertirse mucho: los ojos de Maude se paseaban por la habitación y era evidente que Geoffrey se aburría. Geoffrey no solía acompañar a los Reynolds en sus salidas nocturnas por lo que Ramsés se preguntó cuál sería la razón que le había llevado hasta allí aquella noche. Aunque, bien pensado, la sabía de sobra. Cuando Geoff vio a Nefret, la expresión de su cara, antes distante, se iluminó. Apenas sonaron los últimos acordes se acercó al grupo con su compañera.
    —No sabía que os conocíais —dijo Ramsés al ver que Percy daba un taconazo y besaba la mano de Maude. Daba la impresión de que Geoff quería besar a Nefret, pero no se atrevió.
    —Oh, sí —dijo Maude—. Imagine mi sorpresa cuando el teniente Peabody se presentó y me dijo que era su primo. No se ven ustedes mucho, ¿no es así?
    —Percy tiene sus obligaciones —dijo Ramsés—. Y nosotros nuestro trabajo. A él no le interesa la egiptología.
    —Vamos, viejo amigo, sabes que no es verdad. He llegado a la conclusión de que puedo ser de más utilidad a mi país formando parte del ejército, pero lo cierto es que hubo una serie de motivos personales que me obligaron a abandonar el estudio de la egiptología —Percy suspiró—. Mis queridos tíos no se preocuparon mucho por mí.
    —¿De verdad? —exclamó Maude—. Vaya, siento haber dicho algo inoportuno. No era mi intención sacar un tema tan doloroso.
    —Es doloroso para mí —dijo suavemente Percy—. Pero usted no lo podía saber, señorita Reynolds. Me temo que la tía Amelia nunca me ha perdonado ciertas travesuras que hice siendo un niño. Las madres son así. ¡Que Dios bendiga sus queridos y parciales corazones!
    Nefret dejó escapar un sonido inarticulado, no exento de una cierta rudeza.
    —Fue hace bastante tiempo —dijo Ramsés.
    —Estaba seguro de que tú no me guardarías rencor, muchacho —Percy le dio una palmada en la espalda—. Están tocando un vals y no veo al tío Radcliffe por nin-guna parte. ¿Nefret?
    —Éste baile es mío —dijo Ramsés—. Perdónanos.
    Dieron vueltas en silencio sobre la pista, siguiendo los empalagosos compases del vals de La viuda alegre. Nefret fue la primera en hablar.
    —¡Tío Radcliffe! No se atrevería a llamarlo así a la cara.
    —¿Estás segura de que no tienes nada que contarme?
    —No entiendo lo que quieres decir.
    —Estuvo sospechosamente educado conmigo y es evidente que hizo todo lo que pudo por conocer a Maude.
    —Forman parte del mismo «grupo»: ociosos y superficiales snobs —apoyó su cabeza sobre el hombro de él—. Estoy cansada, ¿me llevas a casa?
    —Por supuesto.
    Cuando fueron a decirle a su madre que se marchaban se encontraron con que Emerson había ya expresado su intención de abandonar el lugar.
    —Y si no vienes conmigo por las buenas, Peabody, te cogeré y te meteré en el carruaje. Carter llegará a alguna hora atroz de la madrugada y tendremos a dos docenas de personas para cenar. Y, además... Ah, ¿ya estás lista? Ah, vaya, ¿por qué demonios no lo has dicho antes?
    Incluso el infatigable Vandergelt bostezaba, así que salieron todos al mismo tiempo. Mientras esperaban a que los sirvientes les trajeran sus sombreros y abrigos, Maude y su hermano los alcanzaron.
    —¡Eh, no se estarán ustedes marchando ya! —exclamó Jack—. La velada está a punto de concluir y todavía no me ha concedido ningún baile, Nefret.
    Nefret se excusó. Maude no dijo nada. Se limitó a quedarse allí, de pie y con aire triste. De Percy no había ni rastro.



    Howard llegó a tiempo para desayunar con nosotros la mañana de Navidad, tras lo cual nos sentamos todos alrededor del árbol, un tanto largo y delgado, de la sala de estar y abrimos nuestros regalos. Evelyn nos había enviado un paquete y lo mismo habían hecho Lía y David, así que nos entretuvimos un buen rato con ellos. No esperaba que Ramsés se mostrara entusiasta con mi regalo de Navidad —una docena de bonitas camisas, con los botones reforzados con mis propias manos— pero había que reconocer que cualquier cosa hubiera resultado igualmente insignificante al lado del que Howard le había traído.
    Con toda certeza, el contenido de la caja no hubiera despertado el entusiasmo de mucha gente —dos tablas de madera rotas, estropeadas y cubiertas por una capa de yeso en la que aparecía escrito un texto hierático—, pero Ramsés enrojeció de emoción al apartar el algodón en rama y quitar el papel que la envolvía.
    —¿Son las tablas que Lord Carnavon encontró hace unos años? ¿Quiere que yo...? ¿Me permitirá...?
    —Quiere que usted las traduzca y las publique si le interesa —Howard lanzó una carcajada—. Supongo que la respuesta es sí. Vaya, vaya, ¡me siento como Papá Noel! Me gustaría poder hacer siempre felices a mis amigos con tanta facilidad.
    —Imagino que las llama las Tablas de Carnavon —murmuró Emerson—. ¡Qué vanidad!
    —De algún modo hay que llamarlas —dijo Howard tolerante—. No deja de ser una delicadeza dar al texto el nombre de la persona cuyo dinero financió el descubrimiento y puede que, incluso, sirva para que otros se animen a hacerlo.
    Era una opinión muy sensata, así que no sé por qué me daría por recordar en aquel momento la noche, varios años antes, en la que habíamos cenado en el Mena House con un estudioso, muy joven y muy idealista, que nos dijo que no estaba interesado en trabajar para ricos diletantes.
    —¿De qué habla el texto? —pregunté.
    —Procede del reinado de Kamose y, según parece, describe la guerra contra los Hyksos. Sabe muy bien de qué hablo, ¿eh, señora Emerson? La historia de Sekenenre y los hipopótamos que usted con tanta habilidad... interpretó, es tan sólo unos años anterior a los acontecimientos que narra este cuento. Quizá pueda usted escribir la continuación.
    —No por el momento. Mi próxima tarea será la revisión de la historia de Sinuhé. No estoy completamente satisfecha con la anterior... interpretación.
    Howard se echó a reír y aceptó un dulce de miel de la bandeja que Fátima le ofrecía.
    —¡Pobre y viejo Sinuhé! Pero, ¿qué es lo que no iba bien en la vieja, eh..., versión, señora Emerson?
    No tenía intención de mencionarlo, por no parecer fanfarrona, pero ya que lo preguntaba...
    —Un editor americano me acaba de ofrecer una considerable cantidad de dinero por mis pequeños cuentos de hadas —expliqué con modestia—. Míos y de David, debería decir, porque estoy convencida de que sus dibujos fueron lo que de verdad le atrajo. Esbozó unos cuantos para El cuento de los dos hermanos, sólo para divertirse, y la reacción fue tan entusiasta que ¡hasta nos hemos hecho socios! Hace poco me mandó los dibujos para Sinuhé así que decidí sacar provecho de la ocasión y corregir algunas de mis versiones del mismo. Yo no creo que Sinuhé fuera culpable de...
    —Estás equivocada, Peabody —dijo Emerson—. Pero —se apresuró a añadir—, me niego a discutir sobre eso ahora.
    Éramos veinticuatro personas a cenar puesto que había invitado a todos nuestros conocidos del mundo de la arqueología que estaban lejos de casa y de las personas más queridas. Llegaron desde sitios tan lejanos como el Delta y El Fayum y entre ellos se incluía la tribu de los Petrie, como Emerson los llamaba; el señor Petrie estaba todavía en el hospital y, aunque no hubiera sido así, los Petrie no eran conocidos por su pródiga hospitalidad. Es muy fácil conseguir pavos en Egipto y Fátima había aprendido a hacer un excelente pudín de ciruelas así que había buena comida inglesa al estilo tradicional y el champán de Cyrus corría alegremente. Al contemplar a mí alrededor las caras sonrientes de todos nuestros amigos me sentí humildemente satisfecha de haber sido capaz de llevar a cabo un acto de bondad cristiana en un día como aquél.
    El hecho de que algunos de los huéspedes se encontraran entre mis sospechosos no estropeó el gesto en lo más mínimo. Y no era tampoco el motivo que me em-pujaba a mantener las copas de vino siempre llenas. El primer brindis fue ofrecido por Howard, en mi honor, y mientras asentía en señal de gracioso reconocimiento deseé sinceramente que pudiera probar su inocencia.
    Tras los usuales brindis, a la salud de las damas, los amigos ausentes, su Majestad y el presidente Taft, los jóvenes rivalizaron proponiendo otros más divertidos y conmovedores. Bebimos en honor de los puntos de sutura del señor Petrie, de las tablas de Carnavon y de Horus quien, encerrado en la habitación de Nefret aullaba en ese momento como una banshee. Jamás habíamos seguido la costumbre de que las damas se retiraran y dejaran a los caballeros a solas con el oporto y los puros, de manera que, cuando dimos por finalizada la cena, dirigí a toda la compañía hacia el patio. Había hecho todo lo que estaba en mi mano para adornarlo de la forma más festiva posible: con macizos de flores de Pascua en apretadas hileras y faroles de colores que colgaban de los arcos. Todavía quedaban algunas de las bayas del muérdago que había puesto Nefret.
    La mayor parte de los invitados se conocían y como todos ellos parecían estar pasándoselo bien pensé que podía abandonar mis obligaciones como anfitriona por un momento y permitirme un poco de introspección detectivesca. Al retirarme a un ángulo oscuro, quedé algo desconcertada al ver que éste estaba ya ocupado. Las dos formas se separaron cuando tosí haciendo algo de ruido.
    —Ofrece a la señorita Maude una taza de té, Ramsés —dije—. A menos que prefiera el café.
    —Sí, madre.
    Mientras él se encaminaba hacia la mesa del té, Maude me lanzaba una mirada poco amistosa; a pesar de todo, me había parecido notar cierto alivio en la voz de Ramsés. O, al menos, esperaba que así fuera. Y no porque tuviera nada en contra de la muchacha, simplemente consideraba que no se ajustaba a mi modelo de lo que debería ser una nuera. Egipto no parecía sentarle bien. Durante la cena apenas había probado bocado y la había notado algo distinta. Tal vez no le había gustado el regalo que Nefret le había hecho: un bonito pañuelo proveniente de Damasco, entretejido con hilos de oro y plata. Tal vez hubiera preferido algo más personal.
    No era la primera vez que Ramsés vivía una historia con una joven y no sería, desde luego, la última. Estaba segura de que no siempre era totalmente culpa suya. Según había podido observar, no había dado a la muchacha el más mínimo aliento pero, claro está, yo no podía saber lo que hacía a mis espaldas.
    Me dije a mí misma, tal y como había hecho ya tan a menudo en el pasado, que las cuestiones amorosas de nuestros hijos no eran asunto mío, tras lo cual me con-centré en asuntos más importantes.
    Las noticias que el señor Wardani había dado a conocer a los chicos no habían cambiado mucho la situación. Yo creía en sus palabras, y no porque tuviera mucha fe en su veracidad (había aprendido que las causas nobles tienen un efecto deplorable sobre la moralidad de las personas que las abrazan), sino porque sus afirmaciones no hacían sino confirmar el resto de los indicios que habíamos encontrado nosotros.
    Todo ello contribuía a que la situación resultase aún más misteriosa. En todo momento habíamos pensado que el culpable tenía que ser alguien que nosotros conocíamos: sino un amigo, por lo menos un colega o un conocido. A pesar de que no estábamos mucho más cerca de descubrir su identidad, él debía de pensar lo contrario ya que, de no ser así, no nos hubiera prestado tanta atención. Estaba segura de que el derrumbamiento de la mastaba no había sido un accidente. Al poner en relación este suceso con el ataque del que yo había sido víctima un poco antes, el supuesto accidente que sufrió Emerson el primer día que fuimos a las excavaciones adquirió un significado alarmante. El interesante fragmento de vasija podía haber sido colocado allí para desviar a mi marido en su descenso hacia una zona en particular y, a la vez, la piedra podía haber sido aflojada para provocar la caída.
    El robo en Amarna House antes de que abandonáramos Inglaterra, era de naturaleza diferente. En aquella ocasión no intentaban causarnos daño alguno; el verdadero móvil era la recuperación del escarabajo falso. Se me ocurrían, sin embargo, dos preguntas: ¿cómo había sabido aquel tipo que el objeto en cuestión se encontraba en nuestras manos? y, ¿por qué estaba tan resuelto a recuperarlo a toda costa? La única respuesta posible a la última pregunta era que, de un modo u otro, en el objeto había algo que podía ayudarnos a identificar al falsificador.
    Pensé que quizás no habíamos prestado suficiente atención a este incidente. Ramsés era el único que había inspeccionado el escarabajo más de cerca. De hecho... Sí, había dado muchos detalles sobre las fuentes, así que debía de haberlo traducido. Conociendo a Ramsés, y creo que podía asegurar que lo conocía bien, a través de la dolorosa experiencia que tan sólo una madre puede adquirir, lo más probable era que hubiera copiado el texto o que, por lo menos, hubiera tomado abundantes notas sobre el mismo. Tendríamos que echar un vistazo a aquella traducción. No me considero una experta en jeroglíficos, pero uno nunca sabe cuándo, y a través de quién, puede llegar la inspiración. Y la verdad es que, bastante a menudo, ésta llegaba a través de mí.
    La fiebre detectivesca se había apoderado de mí, surgían nuevas ideas y se abrían nuevas vías de investigación. Un grito de Emerson me recordó mis deberes como anfitriona que casi había olvidado por completo.
    —¡Peabody! ¿Dónde te has metido? ¿Qué...? ¡Ah! —mientras me buscaba como un perro de caza, había entrevisto mi forma. Acercándose hacia mí, preguntó—: ¿Qué haces escondida en la oscuridad? ¿Estás sola?
    —Claro que lo estoy. ¿Qué es lo que quieres?
    —Sólo tu compañía, querida —Emerson parecía un poco avergonzado. El profundo cariño que siente hacia mí lo vuelve excesivamente receloso; no de mí, de cuya fidelidad no duda nunca, sino de las hordas de individuos del sexo masculino a quienes atribuye intenciones amorosas. Tomando mi mano, me ayudó a levantarme y me dio un breve pero sincero beso en señal de disculpa antes de sacarme de mi tranquilo rincón.
    Luego, me resultó imposible concentrarme en los asuntos serios ya que todo el mundo parecía disfrutar con la velada y yo me sentí obligada a divertirme un poco con los más jóvenes. El champán tiene la virtud de hacer perder a la gente su habitual reserva pero el efecto que tenía sobre Clarence Fisher, el segundo de a bor-do del señor Reisner, un individuo al que siempre había encontrado algo remilgado y carente de sentido del humor, era sorprendente. Con las gafas torcidas y el pelo levantado a modo de cresta, se unió al juego de las sillas y acabó por tirar a Nefret fuera de la última de ellas con increíble joie de vivre. Incluso Karl dejó a un lado su solemnidad teutónica y permitió que le vendaran los ojos y le dieran vueltas para jugar a la gallina ciega. En un cierto punto, dejé que me cogiera ya que, de no hacerlo, corría el riesgo de que acabara cayéndose a la fuente; entonces, cogí a Emerson, quien se puso deliberadamente en mi camino, y él cogió a Nefret, que tiró de él hasta colocarlo bajo el muérdago, besándolo sonoramente después. Al cabo de un rato, tuve que intervenir para separarlos.
    Nefret había bajado de mi estudio los dibujos de David sobre Sinuhé. Howard no fue el único que los admiró; algunos otros se agolparon a su alrededor mientras él los contemplaba, sosteniéndolos con la delicadeza propia de un artista.
    —Divertido —dijo el pequeño señor Lawrence, de puntillas para poderlos ver bien—. ¿De qué habla la historia? No la conozco.
    Pensando que podía ser un buen modo de hacerme publicidad, se la conté.
    —El faraón fue asesinado mientras su hijo, el príncipe Senusert estaba luchando en Libia. Algunos de los hijos del rey habían conspirado para arrancar el trono a Senusert, pero un espía se lo contó al príncipe y éste abandonó el lugar donde se encontraba todo lo deprisa que pudo. «El halcón vuela, acompañado de sus sirvientes», tal y como David nos muestra aquí con gran hermosura, al menos en mi opinión: el fornido príncipe, que era la personificación de Horus, con el dios bajo la forma de un halcón volando sobre sus cabezas. El siguiente dibujo nos muestra a nuestro amigo Sinuhé inclinado junto a la tienda de los conspiradores que hablan del complot. Sinuhé escondido entre los arbustos...
    Al volver la página, Howard se echó a reír.
    —Ha acertado con la expresión del muchacho. No he visto nunca una cara más culpable.
    —Ésa es, precisamente, una de las cuestiones que los eruditos han discutido —-expliqué. Al ver la expresión de malhumor de Emerson empecé a pasar con rapidez el resto de los esbozos; no le gustaba nada que contase mis pequeñas historias egipcias—. Lo más probable es que Sinuhé fuera culpable de algo: tuvo que, huir de Egipto y casi se muere de sed en el desierto antes de ser rescatado por una tribu asiática, tal y como él mismo los llama. Una vez al servicio de su príncipe, se convirtió en una persona próspera y rica. Yo estoy muy encariñada con este dibujo, que lo representa con su mujer, la hija mayor del príncipe, y sus innumerables hijos. ¿No es cierto que parece un presumido padre victoriano disfrazado?
    Emerson carraspeó y yo me apresuré a seguir hablando:
    —Pero, a medida que envejecía, aumentaba la nostalgia por su país, así que mandó un conmovedor mensaje al faraón quien le contestó diciendo que todo estaba perdonado y pidiéndole que regresara del exilio. De vuelta en Egipto, se le vistió con ropas de delicado lino y se le ungió con exquisitos aceites; construyeron una tumba para él y le procuraron una casa y un jardín donde vivió feliz hasta el día de su muerte.
    —¿Qué fue de la esposa asiática y de los niños? —preguntó Katherine.
    —Los abandonó —dijo Ramsés—. Era un sinvergüenza, un calavera y un esnob terrible.
    —No fue un gesto muy bonito por su parte —convino Nefret mientras contemplaba el último dibujo, delicadamente pintado, que mostraba al anciano sentado a la sombra de verdes árboles junto a un estanque azul donde flotaban flores de loto. En la distancia se vislumbraba la pirámide del rey, junto a la que había sido construida la del propio Sinuhé. Su arrugada cara transmitía una paz que resultaba conmovedora.
    —Aunque, en cierto modo, no es difícil entender cómo se sentía —continuó—. A pesar del éxito y la felicidad que había obtenido, seguía siendo un exiliado que tan sólo quería volver a casa.
    —De todos modos, era un canalla —dijo Ramsés.
    Nefret se echó a reír y el señor Lawrence miró con desdén a Ramsés. Creo que se había dado cuenta del tono de ironía que se desprendía de sus palabras, de una palabra en especial.
    Siguiendo nuestra costumbre, acabamos la velada con un villancico. La alegría había dado paso al sentimentalismo, y a algunos de nuestros huéspedes les temblaba la voz al entonar aquellas familiares y amadas canciones. Karl rompió a llorar cuando trataba de interpretar Stille Nacht; Jack Reynolds, comprensivo, rodeó sus hombros con un brazo, le ofreció su propio pañuelo y siguió cantando con un acento alemán bastante bueno. Era bonito ver cómo la bondad del día había conseguido suavizar la actitud del americano hacia un hombre con el que apenas había hablado antes. Me di cuenta, además, de que Jack sabía hablar alemán. Aunque supongo que me emociono tan fácilmente como cualquier persona, no dejo por ello que los sentimientos se mezclen con mi capacidad de raciocinio.
    A pesar de que Emerson cantaba más fuerte que ninguno, los demás nos las arreglábamos como podíamos para ahogar su voz. Se estaba divirtiendo mucho.
    Los invitados de más edad empezaban a abandonarnos lentamente, como empujados por la corriente. Nefret seguía junto al piano, tocando fragmentos de melodías y canturreando suavemente para sus adentros. Me dirigí con Karl hacia la puerta y le pedí a la señora Fisher, que se marchaba también en aquel mismo momento, que lo condujera a casa sano y salvo. Éste insistía en expresarme la profunda admiración que sentía por mí y trataba de besarme la mano.
    —Cuando desee que muera por usted, Frau Emerson, no tiene más que decírmelo —declaró—. Se ha comportado usted como una auténtica amiga con este hombre solitario y ha perdonado a este pecador por un crimen que, él mismo, nunca conseguirá perdonarse. Su magnánimo...
    Al ver cómo se enredaba con las sílabas sin poderse detener, lo empujé con delicadeza entre las garras de la señora Fisher y deseé buenas noches a los dos. Se marcharon cogidos del brazo y cantando. La señora Fisher interpretaba The Holly and the Ivy y Karl Vom HimmelHoch. Ambos desentonaban.
    Cuando volví a la sala de estar, Nefret estaba intentando convencer a Ramsés para que cantara. Mi hijo tenía una bonita voz y era muy agradable oírlos cantar juntos, pero él se negaba a hacerlo delante de extraños. Supongo que lo consideraba indigno de él. Geoffrey se ofreció a ocupar su puesto gracias a lo cual, al final, pu-dimos disfrutar de un estupendo concierto con todas las canciones que eran o habían sido famosas en los teatros de variedades. When I ivas Twenty One and You We’re Sweet Sixteen era muy popular aquel año; a la suave luz de la lámpara y con los rizos cayéndole en cascada sobre las cejas, Geoffrey daba la impresión de no tener más de dieciséis años, y eso que, para mi sorpresa, su voz era la de un robusto barítono. Recuerdo que ejecutó una de las canciones escocesas de Harry Lauder con un brío tan asombroso y un acento tan exagerado, que nos hizo reír a todos. Nunca lo había visto disfrutar tanto.

    CARTAS DE LA COLECCIÓN B:
    Querida Lia:
    Te estoy acribillando con mis cartas, ¿no es así? Lo cierto es que no podía por menos que responder inmediatamente a la última de las tuyas, ya que me pareció notar en ella un cierto tono de reproche. Mi querida Lía, nadie ocupará jamás tu lugar como confidente y menos aún, ¡alguien como Maude Reynolds! Si la he mencionado tan a menudo es porque la condenada muchacha ¡está siempre aquí! O, al menos, así me lo parece. Ya te he contado la razón. Jamás podremos ser amigas, no tenemos nada en común; pero siento a la vez tanta lástima por ella que no soy capaz de evitarla por completo. Está perdidamente enamorada, Lía, es uno de los peores casos que he visto en mi vida. Tiene el sentido común suficiente como para entender que él prefiere a las mujeres inteligentes y con agallas, ¡pero sus desesperados esfuerzos por impresionarlo son tan lamentablemente inútiles! Te he contado ya lo que sucedió cuando descendió con nosotros al interior de la pirámide; le hizo falta mucho valor porque estaba absolutamente petrificada a causa del miedo, pero, como suele ocurrir en estos casos, el tiro le salió por la culata. Cuando vio a Ramsés montando sobre Risha insistió en que quería montar también e hizo un completo ridículo, saltando arriba y abajo, tiesa como un palo. Es imposible caerse de Risha, a menos que ello desee, pero lo cierto es que estuvo muy cerca de hacerlo.
    Ramsés lo está llevando muy bien —¡no le falta experiencia!—pero no por ello odia menos todo este asunto. Bajo esa apariencia glacial hay una persona muy sensible, ya lo sabes. Y, convendrás conmigo, que ésta es una cualidad que gusta mucho a las mujeres. Sobre todo si el hombre en cuestión es también alto, fuerte y atractivo.
    Pero quería hablarte sobre las Navidades. Os echamos mucho de menos, queridos. La tía Amelia y yo hicimos lo que pudimos pero nuestras habilidades decorativas no están a la altura de las de David. Tu paquete llegó a tiempo, algo maltrecho, pero intacto; no deberías de haberte molestado, querida, aunque he de confesar que los pendientes griegos me gustaron mucho... (Se omiten varios párrafos de chismes variados.)
    Las únicas otras dos noticias de relativo interés son que he recibido dos propuestas de matrimonio; tres, incluyendo la de Percy que es, por descontado, la que más aprecio. Sí, Jack Reynolds se lanzó finalmente y no me cabe duda alguna de que lo hizo envalentonado por el champán del señor Vandergelt. Lo rechacé alegre y afectuosa y él me informó, alegre y afectuoso, que lo volvería a intentar. ¿Por qué un hombre no puede aceptar nunca un no como respuesta? En cualquier caso, se comportó como un perfecto caballero por lo que le permití besarme, en la mejilla.
    No me burlaré de Geoffrey, ni siquiera contigo. En realidad la suya no fue una auténtica propuesta ya que, según me dijo, sabía que yo no lo aceptaría y, por otra parte, tampoco debía hacerlo: él no era lo bastante bueno para mí, nadie lo era... Ya sabes cómo son ese tipo de cosas. Las he escuchado antes. Sin embargo, en él había algo que me turbó: en su voz suave y educada, en su cara pálida y controlada. «Tan sólo quiero que sepa» dijo, «que si alguna vez me necesita, por alguna razón, en cualquier momento, será para mí un gran honor y un placer ayudarla». Me emocionó tanto que le permití que me besara y, esta vez, no en la mejilla. Fue muy dulce.



    Al día siguiente, tuvimos una larga y amena charla con Howard. Estaba muy orgulloso de la nueva casa que había construido junto a la entrada del Valle de los Reyes, y me enseñó innumerables fotografías: una casa pequeña y agradable, con un vestíbulo central abovedado. Todo apuntaba a que su intención era la de continuar con sus trabajos en la zona de Tebas. Cuando se lo pregunté, admitió que tanto él como Lord Carnavon no habían abandonado la esperanza de obtener un día el permiso para el Valle de los Reyes. El señor Davis, en cambio, había perdido parte de su entusiasmo y pensaba que el Valle estaba agotado.
    —No es verdad —dijo Emerson.
    —¿Está usted pensando en volver a Tebas? —preguntó Howard.
    Emerson sacudió la cabeza.
    —No mientras Weigall siga siendo inspector en esa zona. No puedo soportar a ese tipo.
    —Tampoco ha sido muy amable conmigo —dijo Howard—. Pero, ¿qué podemos hacer?
    No sabiendo qué responder, Emerson se sumergió en un melancólico silencio, lo que me permitió desviar la conversación en la dirección que deseaba.
    —Según parece, el señor Weigall ha protestado vivamente contra la venta de antigüedades —dije con astucia.
    El afilado rostro de Howard se alargó aún más.
    —¡Es difícil de creer pero, me acusó de negligencia! Ese tipo desprecia a todos, incluso al señor Maspero, que ha sido tan atento con él.
    —No obstante, yo comparto algunos de sus puntos de vista —continué—. Es una lástima que esos hermosos objetos acaben en manos de coleccionistas privados.
    Había tocado un tema delicado: Howard se había convertido en todo un experto en la adquisición de valiosas antigüedades para ricos coleccionistas, uno de los cuales era su habitual patrón. Aunque parecía un poco disgustado, se defendió con energía.
    —Todo eso está muy bien, señora Emerson, en principio estamos de acuerdo, pero lo que también es cierto es que se carece de los efectivos necesarios para llevar a cabo una supervisión adecuada y Weigall lo sabe. De sus manos se han escapado muchas más piezas de valor incalculable que cuando yo era inspector del Alto Egipto.
    Howard se enjugó el sudor de sus cejas, sonrió como excusándose y dejó caer la bomba.
    —Hablando de antigüedades, ¿qué hay de lo que se dice sobre la colección de Abdullah?
    Se me cayó el té, Emerson soltó una maldición y Ramsés dijo:
    —¿Qué es lo que ha oído usted, señor Carter?
    —Que se estaba vendiendo a través de comerciantes europeos —su mirada pasó de mi rostro al de Ramsés y, al no encontrar nada en aquel rostro enigmático que pudiera serle de ayuda, se dirigió entonces al rostro de Emerson, donde las emociones se podían leer con gran claridad.
    —Veo que he hablado a destiempo. ¿Se supone que debería mantenerse en secreto? Sin embargo, no veo cómo.
    Ramsés se abstuvo de recordarnos que nos lo había advertido y eso, aún a pesar de que la tentación de hacerlo debía ser muy fuerte. Mirando a su padre, dijo:
    —Teníamos la intención de contárselo, señor Howard.
    —Maldita sea, lo hubiéramos hecho desde luego —refunfuñó Emerson—. Saldrá a la luz, de todos modos. Abdullah no tenía una colección, Carter. Los objetos que supuestamente le pertenecían, son falsos. El hombre que los vendió se hizo pasar por David, pero no era él.
    Ese modo de hablar era típico de Emerson: los hechos desnudos, sin detalles ni explicaciones, producían el mismo efecto que una serie de martillazos. Por eso me encargué de añadir algunas palabras que describieran el modo en el que nos habíamos visto mezclados en aquel asunto y todo lo que habíamos hecho hasta entonces para resolverlo.
    Como era de esperar, Emerson me interrumpió cuando me encontraba tan sólo a mitad de mi relato.
    —Es suficiente, Amelia. Bien Carter, ahora puedes manifestar tu escepticismo y hacernos las habituales preguntas idiotas. ¿Estamos seguros de que los objetos son falsos? ¿Cómo sabemos que el vendedor no fue David? ¿Hemos...?
    —No, señor —dijo Howard con firmeza—. Si usted dice que son falsificaciones, me fío de su palabra. La verdad es que quería únicamente saber algo más. Conocía bien a Abdullah, no tan bien como ustedes, quizá, pero si él hubiera estado realmente involucrado en el negocio de las antigüedades lo hubiera sabido. Y jamás tuve indicio alguno de que lo estuviera; de no ser así me habría enterado.
    Me levanté de mi silla y di un afectuoso abrazo a Howard.
    —Gracias.
    Howard enrojeció de placer y palideció de miedo: conocía demasiado bien el temperamento celoso de mi marido pero en esta ocasión, Emerson se limitó a murmurar.
    En realidad, yo nunca había llegado a sospechar de Howard y me sentí muy feliz de poder contar con su ayuda. Sus teorías no resultaron particularmente útiles, pero nos mostraron su excelente corazón.
    Se marchó después de cenar, reiterándonos de nuevo su apoyo y afecto y con la promesa de hacernos una visita algo más larga más adelante. Después de pasar una tranquila velada con nuestros amigos más queridos, nos separamos para pasar la noche, completamente ajenos a la tragedia que se cernía sobre nosotros.

    * * *

    Habiendo «desperdiciado» tres días, Emerson no veía la hora de volver a las excavaciones y nos despertó al romper el alba. Cyrus y Katherine querían pasar el día en El Cairo, así que los dejamos dormir, aunque puede que los gritos que daba Emerson para que nos apresuráramos acabaran por despertarlos. Partimos poco después de la salida del sol. Había disfrutado mucho con aquel intervalo de afables relaciones e intercambio social con nuestros amigos pero ahora sentía un absoluto placer al encontrarme de nuevo fuera y sentir el aire fresco de la mañana. Tomamos el camino que atravesaba los campos cultivados (Emerson se negó a que nos acercáramos más a las pirámides de Giza); el reflejo del amanecer teñía de rosa las suaves ondas del río y las aves acuáticas chapoteaban en las acequias. Nefret necesitaba desfogar su alegría, así que retó a Ramsés a una carrera y ambos salieron corriendo. Nuestro paso era ligeramente más relajado, tan sólo ligeramente; yo montaba la adorable yegua de David, Asfur y ésta se movía como el pájaro que le había dado el nombre.
    La perspectiva de una nueva visita al interior de la pirámide aumentaba mi placer. Bajo la dirección de Emerson, los hombres habían asegurado las piedras que se encontraban en el pozo, por encima del pasadizo. De hecho, casi podía asegurar que Emerson había llevado a cabo esta arriesgada tarea con sus propias manos puesto que, un día, había llegado a casa con un pulgar machacado que intentó ocultarme sin conseguirlo. Estaba impaciente por probar su último juguete, una nueva y potente linterna eléctrica que los Vandergelt le habían regalado, junto a varias cosas más. (La sinceridad me obliga a admitir que la linterna había sido fabricada en América.)
    Llegamos tan temprano que nuestros hombres no se encontraban todavía allí, lo que hizo que Emerson refunfuñara y volviera a amenazar con la idea de acampar en las excavaciones. Le aseguré que reflexionaría seriamente sobre ello. (Lo había hecho ya.) Nefret dijo que le gustaría echar una mirada abajo, ya que Ramsés no le había encontrado más huesos por el momento. Mi hijo se ofreció entonces a acompañarnos y nos hubiera precedido, si no llega a ser porque yo le pedí que me dejara apoyarme en su brazo.
    —Tu padre es bastante capaz de cuidar de Nefret en el caso de que haya una emergencia —dije—. ¿Tienes alguna razón para pensar que puede suceder algún accidente?
    —Tan sólo el hecho de que se han producido ya varios en el pasado. Las excavaciones han estado sin vigilancia —dudó un momento antes de proseguir—: Hay huellas que indican la presencia de un caballo. Huellas frescas.
    —Imagino que no se trata de huellas de cascos sobre esta arena.
    —No.
    —Ah. Bien, no puedo imaginarme que exista un enemigo capaz de poner una trampa que tu padre no pueda descubrir inmediatamente.
    El pasadizo que se abría ante nosotros parecía sumergido en una tormenta de luz, ya que Emerson proyectaba con energía su nueva linterna de un lado a otro. Cuando llegamos hasta donde se encontraban él y Nefret, me miró con una cara radiante.
    —Excelente. Tenemos que conseguir una docena más de ellas, ¿eh? Me pregunto si el haz de luz resistirá la bajada hasta el final del pozo. Son casi veintiún metros.
    Selim había reemplazado el torno que había sido destruido por el derrumbamiento y la jaula de madera colgaba ahora, vacía, de las cuerdas que la sostenían. Emerson se asomó al borde del pozo e iluminó el fondo con su linterna.
    La vista de Ramsés era tan aguda como su oído. Dejando escapar tan sólo una palabra y, antes de que los demás pudiéramos movernos, dio una patada a la palanca que tenía a su lado y saltó dentro de la jaula que descendió, con Ramsés dentro de ella, como si fuera plomo.
    La razón me dijo que no se estrellaría contra el fondo ya que la cuerda había sido cuidadosamente medida. La razón, sin embargo, no impidió que dejara escapar un involuntario grito. Emerson, por su parte, dejó fluir todo un torrente de palabras malsonantes a la vez que se colocaba de un salto junto a la manivela del torno. Usando una fuerza colosal, consiguió evitar que la cuerda siguiera desenrollándose pero, para entonces, la mayor parte se encontraba en el interior del pozo y Ramsés en el fondo.
    Abajo se vislumbraba la luz que provenía de la vela que Ramsés llevaba en el bolsillo, y que iluminaba el armazón de una silla y una forma acurrucada e informe junto a él.
    Estaba claro que la forma era la de un cuerpo humano o de restos humanos. Si el individuo se había precipitado desde lo alto del pozo, era poco probable que hu-biera sobrevivido a la caída, pero yo me aferraba todavía a la esperanza de que lo hubiera hecho. Creía —¿cómo podía imaginar otra cosa?— que algún pobre e iluso aldeano, fiel a la costumbre de sus antepasados, había penetrado en la cripta del faraón de noche, en busca del tesoro.
    No recuerdo exactamente cuándo empezamos a entrever la verdad. Quizá fue la rigidez de la pose que mantenía Ramsés mientras permanecía arrodillado junto al cuerpo encogido. Había colocado la vela en el suelo junto a él pero, a pesar de ello, no podíamos ver su cuerpo ya que el resplandor iluminaba tan sólo sus manos inmóviles. Cuando habló, el tono de su voz era grave. Por el agujero del pozo ascendieron retahilas de lamentos, con largas pausas entre las palabras.
    —Conseguid algo... para taparla. La... subiré.
    —Ella —repitió Emerson—. Ramsés. Quién...
    —Está muerta —nos dijo.
    —¿Estás seguro? —pregunté.
    —Sí, Dios mío, sí.
    —Avísanos cuando estés preparado —dijo Emerson pasándome la linterna y asiendo la manivela del torno.
    Ramsés se quitó su chaqueta y envolvió el cuerpo con ella. Nefret corría ya por el inclinado pasaje que conducía a la superficie.
    La muchacha era, había sido, alta y delgada, pero sólo una fuerza fenomenal como la de Emerson hubiera sido capaz de alzar su peso y el de Ramsés. Cuando me acerqué a él para ayudarlo me gruñó que me quitara de en medio. Nefret regresaba en ese momento cargada con una de las mantas del refugio. Alargando una mano para asegurar la jaula y su cargamento, consiguió que Ramsés pudiera alcanzar el nivel del suelo.
    La chaqueta de Ramsés ocultaba la cabeza y la parte superior del cuerpo pero no era lo bastante larga como para tapar la falda rasgada y las pequeñas botas llenas de arañazos. Fue Ramsés quien alzó el cuerpo medio cubierto para colocarlo sobre la manta, plegando ésta sobre el cadáver para taparlo pero, llegado el momento de levantar el patético fardo, Emerson le puso con firmeza una mano sobre el hombro.
    —A partir de ahora me ocupo yo de ella —dijo malhumorado—. ¡Maldita sea, muchacho, eres tan sólo un ser humano!
    Ramsés volvió la cara hacia la pared. Desenganché la petaca de coñac y se la tendí a Nefret. Los dejamos solos, con el brazo de ella alrededor de sus hombros encogidos.

    Parte 2

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)