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junio 27, 2010
La ciencia-ficción, al igual que las demás formas literarias, tiene su margen de tragedia, y quizá la más ilustrativa sea la de Stanley G. Weinbaum, cuya carrera fue cortada de raíz, después de su meteórico ascenso a la fama, un sábado 14 de diciembre de 1935, como consecuencia de un cáncer en la garganta. Weinbaum tenía treinta y tres años. El año de Weinbaum fue el de 1935. La primera obra que vendió, Una odisea marciana, la adquirió Charles Hornig y apareció en el número de julio de 1934 de «Wonder Stories». Inmediatamente se convirtió en uno de los relatos de ciencia ficción más comentados de aquella década. Weinbaum había creado seres extraterrestres absolutamente extraños y, sin embargo, les dio un tratamiento humano. Su planeta Marte estaba habitado por una fauna de características tan indefinibles, que su existencia escapaba completamente a la comprensión humana, y no obstante ello, uno les comprendía. Tal era la habilidad de Weinbaum. La segunda parte, Valley of dreams (El valle de los sueños), apareció en el número de noviembre de «Wonder Stories», y luego «Astounding» trató de acaparar su producción.
En 1935 aparecieron diez relatos, siete de ellos en «Astounding», y cada uno poseedor de un esplendor extraordinario. El primero, Flight on Titan (Vuelo sobre Titán), presentaba una aventura en la línea de su odisea, y aparentemente Hornig la rechazó porque no contenía una «idea original». Pero a partir de entonces narraciones como Los lotófagos, El planeta de la duda y El hada roja demostraron fehacientemente la notable habilidad de Weinbaum para inventar argumentos y personajes.
Cuando la muerte cortó ese flujo de ingenio, Weibaum, inmediatamente, pasó al ámbito de la leyenda. Los directores de revistas hicieron lo imposible por adquirir cualquier relato inédito que pudiera existir, de los que aparentemente había una sorprendente cantidad. Como sea que Mortimer Weisinger había estado asociado con Julius Schwartz en calidad de agente de Weinbaum, se encontraba en una posición ideal, y al hacerse cargo de la dirección de la nueva «Thrilling Wonder Stories», aprovechó esa ocasión y consiguió El círculo de cero, que Weinbaum había escrito en los comienzos de su carrera.
Más de cuarenta años han pasado desde el momento de su muerte, y su narrativa no ha cesado de reeditarse, manteniéndose lozana y deleitable para cada nueva generación. En abril de 1936, la sección «Brass Tacks» de «Astounding» publicó una carta abierta a Weinbaum firmada por «Doc» E. E. Smith antes de enterarse de su fallecimiento. En una parte, decía: «...quiero darle las gracias por ese "algo indefinible" que usted ha introducido en la ciencia ficción: un algo que nunca tuvo y que le era absolutamente imprescindible».
El lector encontrará ese algo en el relato que se dispone a leer.
Si existiera una montaña de mil kilómetros de altura y cada mil años un pájaro volase por encima de ella, rozando tan sólo la cima con la punta de una de sus alas, en el curso de inconcebibles evos la montaña sería borrada de la faz de la tierra. Sin embargo, todos esos siglos no representarían ni un segundo en la eternidad.
Desconozco qué mente filosófica escribió lo que antecede, pero esas palabras no han dejado de atormentarme desde la última vez que vi al anciano Aurore de Neant, en aquel entonces profesor de psicología en Tulane. Cuando, allá por el año 1924, me apunté al curso de Psicología Morbosa que él dictaba, creo que la única razón que me impulsó a hacerlo era que necesitaba ocupar el tiempo que tenía libre a partir de las once de la mañana los martes y jueves para redondear un programa de ocio.
Yo era el alegre Jack Anders, de veintidós años, y el motivo me parecía suficiente. Al menos, estoy seguro de que la morena y bella Yvonne de Neant no tuvo nada que ver con ello. Ella no era más que una esbelta criatura de dieciséis abriles.
El viejo De Neant me tenía simpatía, sólo Dios sabe por qué, puesto que yo era un estudiante más bien mediocre. Tal vez se debía a que, de acuerdo con su conocimiento, yo nunca me burlaba de su nombre. Aurore de Neant puede traducirse como Aurora de la Nada, ¿comprenden?; pueden imaginarse, pues, lo que los estudiantes hacían con semejante nombre. «Cero Naciente»... «Mañana Vacía»..., eran dos de los sobrenombres más inofensivos.
Eso era en 1924. Cinco años más tarde, yo era corredor de bolsa en Nueva York, y al profesor Aurore de Neant le habían despedido. Me enteré de ello cuando él me llamó por teléfono. No había vuelto a verle nunca más después de salir de la Universidad.
El profesor era una persona muy ahorrativa. Había logrado reunir una considerable suma, y se trasladó a Nueva York, y así fue cómo yo empecé a ver a Yvonne de nuevo, que ahora era una belleza morena parecida a un figurín de Tanagra. A mí me iban bien las cosas y lograba ahorrar una cierta cantidad para el día en que Yvonne y yo...
Al menos ésa era la situación en agosto de 1929. En octubre del mismo año, yo estaba más limpio que un hueso roído, y al anciano De Neant no le quedaba más carne que a mí. Yo era joven y podía darme el lujo de reír... pero él era viejo y se convirtió en un amargado. En realidad, Yvonne y yo teníamos pocos motivos de risa cuando pensábamos en nuestro propio futuro... pero no cavilábamos como el profesor.
Recuerdo la tarde que trajo a colación el tema del Círculo de Cero. Era un atardecer lluvioso de otoño y soplaba un fuerte viento; la barba del profesor temblaba ligeramente a la tenue luz de la lámpara como un copo de niebla gris. Yvonne y yo solíamos quedarnos en casa últimamente. Ir a un espectáculo costaba dinero y además a mí me parecía que a ella le gustaba que charlara con su padre, quien -al fin y al cabo- se acostaba temprano.
Ella estaba sentada en la cama turca a su lado, cuando el profesor, de pronto, apuntándome con un índice nudoso, me espetó:
-¡La felicidad depende del dinero!
Yo me quedé perplejo.
-Bueno, el dinero ayuda -concedí.
Sus ojos azul claro relampaguearon.
-¡Debemos recobrar el nuestro! -exclamó con voz ronca.
-¿Cómo?
-Yo sé cómo. Sí, yo sé cómo. -Esbozó una débil sonrisa-. Todos creen que estoy loco. Tú crees que estoy loco. Hasta Yvonne lo cree.
La joven le dijo en voz baja, a modo de reproche:
-¡Padre!
-Pero no lo estoy -continuó él-. Tú e Yvonne y todos esos imbéciles catedráticos de la universidad... ¡sí que lo están! Pero yo no.
-Con el tiempo saldré adelante, a menos que las condiciones mejoren antes -murmuré.
Estaba acostumbrado a los arranques del viejo.
-Mejorarán para nosotros -repuso él con calma-. ¡Dinero!
Nosotros seremos capaces de hacer cualquier cosa por dinero, ¿no es cierto, Anders?
-Cualquier cosa honesta.
-Sí, cualquier cosa honesta. El tiempo es honesto, ¿no? Un honesto fraude, porque toma todo lo humano y lo convierte en polvo. -Escrutó la expresión estupefacta de mi rostro-. Explicaré cómo podemos engañar al tiempo -agregó.
-Engañar...
-Sí. Escucha, Jack. ¿No te ha ocurrido nunca de llegar a un lugar desconocido y experimentar la sensación de haber estado allí antes? ¿No has emprendido un viaje y te ha parecido que alguna otra vez, de alguna manera, ya habías hecho exactamente lo mismo... aun sabiendo que no era así?
-Pues claro. A todo el mundo le ha ocurrido. Un recuerdo del presente, según lo denomina Bergson.
-¡Bergson es un imbécil! Filosofía sin ciencia. Escucha. –Se inclinó hacia delante-. ¿Has oído hablar de la Ley de Probabilidades?
Yo me eché a reír.
-Me ocupo de la compra-venta de acciones y bonos. Debería conocerla.
-¡Ah! -exclamó él-. Pero no lo suficiente. Supongamos que tengo un barril Con un millón de trillones de granos de arena blanca y un solo grano de arena negra. Tú te acercas y sacas un grano, uno por vez, lo examinas y vuelves a tirarlo en el barril. ¿Qué probabilidades tienes de extraer el grano negro?
-Una contra un millón de trillones, cada vez.
-¿Y si sacas la mitad del millón de trillones de granos?
-Entonces las probabilidades se igualan.
-¡Exacto! -exclamó-. En otras palabras, si sigues probando el tiempo suficiente, aun cuando vuelvas a poner el grano en el barril y sacas otro de nuevo, algún día extraerás el negro... ¡si continúas probando el tiempo suficiente!
-Sí -repuse.
El profesor esbozó una sonrisa.
-Supongamos ahora que el experimento lo hicieras con la eternidad.
-¿Cómo?
-¿No lo comprendes, Jack? En la eternidad la Ley de Probabilidades funciona perfectamente. En la eternidad, más tarde o más temprano, ha de suceder cualquIer posible combinación de cosas y eventos. Deben suceder, si se trata de una combinación posible. Afirmo, por lo tanto, que en la eternidad, ¡cualquier cosa que pueda suceder, sucederá!
En sus ojos azules brillaba una débil llamita. Yo estaba un poco confundido.
-Supongo que tiene usted razón- musité.
-¿Razón? ¡Por supuesto que tengo razón! La matemática es infalible. ¿Ahora te das cuenta de cuál es la conclusión?
-Bueno..., que más tarde o más temprano todo sucederá.
-¡Bah! Es verdad que existe la eternidad en el futuro; no podemos imaginarnos el fin del tiempo. Pero Flammarion, antes de morir, señaló que también existe una eternidad en el pasado.
Puesto que en la eternidad todo lo posible debe suceder, ¡cabe deducir que todo debe .ya haber sucedido!
-¡Espere un momento! -tartamudeé-. No comprendo...
-¡La estupidez! -siseó-. Es como decir con Einstein que no sólo el espacio es curvo, sino que el tiempo también lo es. ¡Es como decir que, después de infinitos eones de milenios, las mismas cosas se repiten indefectiblemente! Así lo establece la Ley de Probabilidades, si se cuenta con el tiempo suficiente. El pasado y el futuro son la misma cosa, porque todo lo que sucederá ya debe haber sucedido. ¿Puedes seguir un razonamiento lógico tan simple como éste?.
-Bueno..., sí. Pero ¿a dónde nos lleva esto?
-¡A nuestro dinero! ¡A nuestro dinero!
-¿Qué?
-Escucha. No me interrumpas. En el pasado deben haber ocurrido todas las posibles combinaciones de átomos y circunstancias. -Hizo una pausa y luego volvió a apuntarme con su dedo huesudo-. Jack Anders, ¡tú eres una posible combinación de átomos y circunstancias! ¡Posible porque en este momento existes!
-¿Quiere usted decir... que yo he existido antes?
-¡Qué inteligente eres! Sí, has existido antes y volverás a existir otra vez.
-¡Transmigración! -Tragué saliva-. Eso no tiene base científica.
-¿De veras? -Frunció el entrecejo como haciendo un esfuerzo para ordenar sus pensamientos-. El poeta Robert Burns fue enterrado bajo un manzano. Cuando, muchos años después de su muerte, desenterraron sus restos para que reposaran entre los grandes hombres de la Abadía de Westminster, ¿sabes qué encontraron?
-Lo siento, pero no lo sé.
-¡Encontraron una raíz! Una raíz con una protuberancia que correspondía a la cabeza, ramificaciones radiculares por brazos y piernas y raicillas por dedos de manos y pies. El manzano había devorado a Bobby Burns... pero ¿quién se había comido las manzanas?
-Quién... ¿qué?
-Exactamente. ¿Quién y qué? La substancia que había sido Burns residía en los organismos de los ciudadanos y niños escoceses, en los organismos de las orugas que habían devorado las hojas, se habían convertido en mariposas y habían sido devoradas a su vez por los pájaros, en la madera del árbol. ¿Dónde está Bobby Burns? ¡Transmigración, en efecto! ¿No es eso transmigración?
-Sí..., pero eso no tiene nada que ver conmigo. Su organismo puede seguir viviendo, pero en mil formas distintas.
-¡Ah! y cuando un día, dentro de eones y eternidades en el futuro, la Ley de Probabilidades dé forma a otra nebulosa que se enfriará convirtiéndose en otro sol y otra tierra, ¿no existe la misma probabilidad de que esos átomos dispersos puedan reconstituir otro Bobby Burns?
-Pero ¡qué probabilidad! ¡Una entre trillones y trillones!
-¡Pero en la eternidad, Jack! En la eternidad esa única probabilidad entre todos esos trillones... ¡debe producirse!
Quedé aplastado. Miré el pálido y adorable rostro de Yvonne, y luego los fulgurantes y fatigados ojos de Aurore de Neant.
-Usted gana -dije, con un largo suspiro--. Pero, ¿y qué?
Estamos sólo en mil novecientos veintinueve, y nuestro dinero aún está sumergido en un mercado de valores muy debilitado.
-¡Dinero! -gruñó--. ¿No comprendes? Ese recuerdo del que hablábamos al principio..., esa sensación de haber hecho algo antes..., eso es un recuerdo de un futuro infinitamente remoto.
Si sólo..., ¡si sólo uno pudiese recordar con claridad! Pero yo tengo la forma. -Su voz de pronto se elevó hasta ahogarse en un chillido estridente-. ¡Sí, yo tengo la forma!
Fijó en mí su mirada extraviada. Yo le pregunté
-¿La forma de recordar nuestras encarnaciones pasadas? -Uno tenía que seguirle la corriente al anciano profesor-. ¿De recordar... el futuro?
-¡Sí! ¡Reencarnación! -Su voz se quebró al proferir la frenética exclamación-. Re-in-carnatione, que en latín vendría a ser «por lo que tiene el clavel»*, pero no era una clavellina..., era un manzano. La clavellina es dianthus caryophyllus, lo que demuestra que los hotentotes plantaban clavellinas en las tumbas de sus antepasados, de ahí la expresión «cortada la vida en flor». Si los claveles crecieran en los manzanos...
* - Juego de palabras intraducible, pues clavel en inglés es carnation. (N. del T.}
-¡Padre! -le interrumpió Yvonne .secamente-. ¡Estás cansado! -Su. voz se suavizó-. Vamos. Es hora de acostarse.
-Sí -rió-. En un lecho de claveles.
Al cabo de varias horas, Aurore de Neant volvió a referirse al mismo tema. Recordaba con toda claridad dónde había interrumpido la conversación.
-De modo que en ese pasado de milenios y milenios -comenzó a decir súbitamente- existió un año 1929 y dos estúpidos llamados Anders y Neant, que invirtieron sus ahorros en lo que sarcásticamente se denominan obligaciones. Se produjo un pánico de locos, y su dinero se esfumó. -Me miró maliciosamente de soslayo-. ¿No sería magnífico que pudiesen recordar qué sucedió en, por ejemplo, los meses que van de diciembre de 1929 a junio de 1930... del año próximo? -De pronto su voz se volvió quejumbrosa-. ¡Entonces podrían recuperar su dinero!
-Si pudiesen recordar -dije con ánimo de complacerle.
-¡Pero es que pueden! --exclamó con el rostro resplandeciente-. ¡Pero es que pueden!
-¿Cómo?
Su voz adoptó un tono confidencial.
-¡Hipnotismo! Tú estudiaste Psicología Morbosa en el curso que yo dictaba, ¿no es cierto, Jack? Sí..., lo recuerdo.
-Pero, ¡hipnotismo! -protesté-. Todos los psiquiatras lo utilizan en sus tratamientos y nadie ha recordado una encarnación anterior ni nada por el estilo.
-No. Esos médicos y psiquiatras son unos imbéciles. Escucha... ¿recuerdas las tres fases del estado hipnótico de acuerdo con lo que aprendiste?
-Sí. Sonambulismo, letargo y catalepsia.
-Correcto. En la primera, el sujeto habla, contesta a las preguntas. En la segunda, duerme profundamente. En la tercera, en estado cataléptico, está rígido, tenso, de modo que se le puede colocar entre dos sillas, sentarse encima de él..., todas esas tonterías.
-Lo recuerdo. ¿Y qué?
Sonrió ligeramente.
-En la primera fase el sujeto recuerda todo la que le sucedió durante la vida. Hay un predominio del subconsciente y éste nunca olvida. ¿Correcto?
-Así nos lo enseñaron.
Se inclinó hacia delante con el cuerpo en tensión.
-En la segunda fase, el letargo, ¡según mi teoría, recuerda todo lo que sucedió en sus otras vidas! ¡Recuerda el futuro!
-¡Hum! Entonces, ¿por qué nadie tiene noción de ello?
-Lo recuerda mientras está dormido. Al despertar lo olvida. Por eso. Pero yo creo que con la debida preparación se puede aprender a recordar.
-¿Y usted piensa intentarlo?
-Yo no. Mis conocimientos sobre finanzas son muy escasos. No sabría cómo interpretar mis recuerdos.
-¿Quién, entonces?
-¡Tú!
Y al decirlo hundió su largo dedo en mi pecho.
-¿Yo? ¡Oh, no! ¡Ni lo sueñe!
-Me sentía realmente alarmado.
-Jack -dijo de mal talante-, ¿no estudiaste hipnotismo en mi curso? ¿No sabes que es un experimento inocuo? Tú sabes que todo eso de que una mente puede dominar a otra son patrañas. Tú sabes que, en realidad, es el mismo sujeto quien se autohipnotiza, que nadie puede hipnotizar a una persona que no quiera. Entonces, ¿de qué tienes miedo?
-Yo... bueno... -No sabía qué responder-. Yo no tengo miedo -dije con cierto enojo-. Sólo que no me gusta la idea.
-¡Tú tienes miedo!
-¡No es cierto!
-Sí lo es!
Su excitación iba en aumento. Fue en ese momento cuando en el vestíbulo sonaron los pasos de Yvonne. Los ojos del profesor fulguraban. Me miró con una siniestra expresión maliciosa.
-Me disgustan los cobardes -murmuró; y, elevando la voz, agregó-: ¡Y a Yvonne también!
Al entrar, la joven se dio cuenta de su excitación.
-¡Oh! -exclamó, frunciendo el ceño-. ¿Por qué tienes que tomarte esas teorías tan a pecho, padre?
-¿Teorías? --chilló él-. ¡Sí! Tengo una teoría según la cual cuando caminas, permaneces inmóvil y es la acera la que retrocede. No..., luego la acera se partiría si dos personas se dirigieran .una hacia la otra..., o tal vez es elástica. ¡Por supuesto que elástica! Por eso el último kilómetro es el más largo. ¡Se ha extendido!
Yvonne le acompañó a la cama.
Bien, logró convencerme. No sé hasta qué punto se debió a mi propia credulidad y hasta qué punto a los solemnes ojos negros de Yvonne. El caso es que después de la siguiente discusión casi creía lo que el profesor me decía, pero pienso que el factor decisivo fue su solapada amenaza de prohibirme ver a Yvonne. Ella le hubiera obedecido aunque le costara la vida. Era de Nueva Orleans también, ¿comprenden?, y tenía sangre criolla.
No describiré aquel molesto curso de entrenamiento. Es preciso que uno desarrolle el hábito hipnótico. Es como cualquier otro hábito, y debe adquirirse lentamente. Contrariamente a lo que cree la gente, los deficientes mentales y las personas de poca inteligencia no pueden lograrlo. Requiere verdadera capacidad de concentración..., todo reside en la habilidad para concentrar la atención... y no me refiero al hipnotizador.
Estoy hablando del sujeto. El hipnotizador nada tiene que ver con ello. salvo proporcionar la sugestión necesaria, murmurando: «Duerme..., duerme..., duerme ..., duerme...». E incluso eso no es necesario una vez se ha adquirido el hábito.
Me pasaba media hora o más casi todas las noches adquiriendo ese hábito. Resultaba tedioso, y una docena de veces me sentí tan fastidiado que juré no seguir más con aquella farsa. Pero siempre, después de darle el gusto a De Neant durante aquella media hora, aparecía Yvonne, y el fastidio desaparecía. Como una especie de recompensa, supongo, el anciano acostumbraba dejarnos solos. Y nosotros aprovechábamos nuestro tiempo. me atrevería a decir, mucho mejor que él el suyo.
Pero, poco a poco. comencé a aprender. Llegó el momento, al cabo de tres semanas de aburrimiento, en que fui capaz de sumirme en un ligero estado de sonambulismo. Recuerdo que la piedra ordinaria del anillo del profesor De Neant iba aumentando de tamaño hasta llenar el mundo y que su voz, mecánicamente monótona, susurraba en mis oídos como las olas del mar. Recuerdo todo lo que acontecía durante aquellos minutos, hasta su débil: «¿Estás dormido?» y mi automática respuesta: «Sí».
Hacia fines de noviembre habíamos logrado alcanzar el segundo estado de letargo y entonces... no sé por qué, pero una suerte de entusiasmo por aquella locura se apoderó de mí. Las operaciones bursátiles se habían estabilizado. Yo estaba cansado de tener que encararme con clientes a quienes les había vendido bonos a la par, que ahora se cotizaban a la mitad de .su valor, o menos, y tener que explicarles el porqué. Al cabo de un corto tiempo comencé a presentarme en la casa del profesor a media tarde y nos concentrábamos en aquella insana rutina que repetíamos una y otra vez.
Yvonne comprendía sólo en parte aquella descabellada idea. Nunca estaba en la sala durante nuestra media hora de práctica y sabía de una manera vaga que estábamos dedicados a efectuar alguna especie de experimento. que tendría como resultado la recuperación de nuestro dinero. No creo que tuviera mucha fe en él, pero siempre se mostraba complaciente con su padre.
Fue a comienzos de diciembre cuando empecé a recordar cosas. Cosas borrosas e informes al principio..., sensaciones que eludían completamente la rigidez de las palabras. Yo trataba de expresarlas ante De Neant, pero era inútil.
-Una sensación circular -decía yo-. No..., no exactamente..., una sensación de espiral..., no, tampoco eso. De redondez..., no puedo recordarlo ahora. Se me escapa.
El profesor exultaba.
-¡Ya llega! -musitaba, la barba temblorosa y los ojos brillantes-. ¡Empiezas a recordar!
-Pero ¿de qué sirve un recuerdo como ése?
-¡Espera! Ya llegará con más claridad. Por supuesto que no todos tus recuerdos nos serán de utilidad. Serán de muy distinta índole. En todas las múltiples y diversas eternidades del círculo pasado-futuro no puedes haber sido siempre Jack Anders, corredor de bolsa.
»Habrá recuerdos fragmentarios, remembranzas de épocas en que tu personalidad existía parcialmente, cuando la Ley de Probabilidades constituyó un ser que no era del todo Jack Anders, en algún período de los infinitos mundos que deben de haber existido y desaparecido en el curso de la eternidad.
»Pero de alguna manera, también, los mismos átomos, las mismas condiciones, deben de haberte forjado a ti. Tú eres el grano negro entre los trillones de granos blancos y, con toda la eternidad para poder ir sacando granos, deben de haberte extraído antes... muchas, muchas veces.
-¿Supone usted -le pregunté de pronto- que alguien ha existido dos veces en la misma Tierra? ¿La reencarnación en el sentido de los hindúes?
El profesor rió burlonamente.
-La edad de la Tierra se calcula en cuatro mil quinientos millones de años. ¿Qué proporción de la eternidad significa eso?
-Bueno..., ninguna proporción en absoluto. Cero.
-Exactamente. Y cero representa la probabilidad de que los mismos átomos se combinen para formar la misma persona dos veces durante el ciclo de un planeta. Pero yo he demostrado que trillones, o trillones de trillones de años ha, debe haber existido otra Tierra, otro Jack Anders, y... -Su voz alcanzó aquella nota aguda característica- ...otra bancarrota que arruinó a Jack Anders y al viejo De Neant. Ése es el tiempo que debes recordar en estado de letargo.
-¡Catalepsia! -exclamé-. ¿Qué se podría recordar en ese estado?
-Sólo Dios la ,sabe.
-¡Qué locura! -dije súbitamente-. ¡Qué par de locos estúpidos somos!
Los adjetivos estuvieron de más.
-¿Estúpidos? ¿Locos? -Su voz se convirtió en un chillido-. El viejo De Neant está loco. ¿eh? ¡El viejo Aurora de la Nada está chiflado! Tú no crees que el tiempo transcurre en un círculo, ¿verdad? ¿Sabes qué representa un círculo? ¡Yo te lo diré!
»¡Un círculo es el símbolo matemático del cero! El tiempo es cero el tiempo es un círculo. Tengo la teoría de que las manecillas de un reloj son en realidad sus narices, porque están en la cara del reloj, y puesto que el tiempo es un círculo. giran y giran y giran...
Yvonne se deslizó silenciosamente en la sala y acarició la arrugada frente de su padre. Debió de haber estado escuchando.
-Veamos -le dije más adelante a De Neant-. si el pasado y el futuro son lo mismo. entonces el futuro es tan inalterable como el pasado. Luego. ¿cómo podemos pensar cambiarlo recuperando nuestro dinero?
-¿Cambiarlo? -dijo lanzando un bufido-. ¿Cómo sabes que lo estamos cambiando? ¿Cómo sabes que Jack Anders y De Neant no hicieron esto mismo en el otro lado de la eternidad? ¡Yo afirmo que lo hicieron!
Me rendí, y la horrible situación siguió su curso. Mis recuerdos -si recuerdos eran- resultaban más claros ahora. Una y otra vez veía cosas de mi inmediato pasado de veintisiete años, aunque naturalmente De Neant me aseguraba que se trataba de visiones del pasado de aquel otro yo en el punto más alejado del tiempo.
También veía otras cosas, incidentes que no lograba ubicar en mi experiencia. si bien no podía estar seguro de que no pertenecían allí. Yo podía haberlos olvidado. ¿comprenden? Puesto que no eran de particular importancia. Con toda diligencia, se lo contaba todo al anciano en cuanto me despertaba y a veces eso me resultaba difícil como cuando uno trata de encontrar las palabras para explicar un sueño que sólo se recuerda a medias.
Asimismo había otros recuerdos: sueños fantásticos y disparatados que difícilmente podían compararse con nada de la historia humana. Éstos eran siempre vagos y a veces muy horribles, y sólo su carácter fragmentario e informe evitaba que se convirtieran en algo absolutamente desesperante y terrorífico.
Recuerdo que una vez observaba, a través de una pequeña ventana cristalina, una niebla roja en medio de la cual se movían rostros indescriptibles: no eran humanos y ni siquiera podían compararse con nada que yo conociera. En otra ocasión, yo caminaba, vestido con pieles, a través de un frío desierto gris y a mi lado iba una mujer que no era exactamente Yvonne.
Recuerdo que la llamaba Pyroniva, y sabía que ese nombre significaba «Nieve de fuego». Y en distintos puntos del aire a nuestro alrededor flotaban unos elementos fungóideos, desplazándose en círculos como patatas en un balde de agua. Y en determinado momento permanecimos inmóviles mientras una forma amenazadora que sólo se parecía muy remotamente al más pequeño de los fungos zumbó expresamente muy por encima de nuestras cabezas, en dirección a un objetivo desconocido.
En otra oportunidad contemplaba, fascinado, la superficie arremolinada de un estanque de mercurio, en cuyo interior veía la imagen de dos aladas criaturas salvajes que jugaban en un páramo rosáceo: sus formas no eran humanas en absoluto, pero extraordinariamente hermosas, brillantes e iridiscentes. Encontraba una extraña similitud entre aquellas dos criaturas e Yvonne y yo, pero no tenía idea de qué podían ser, ni a qué mundo pertenecían, ni a qué lapso de la eternidad, ni siquiera cómo era el ámbito donde estaba la laguna que las reflejaba.
El viejo Aurore de Neant escuchaba atentamente las deshilvanadas descripciones que le pintaba verbalmente.
-¡Fascinante! -musitaba-. Vislumbres de un futuro infinitamente distante captadas de un pasado remoto diez veces más infinito. Esas cosas que describes no son terrenales; ello significa que en algún lugar, en algún momento en el tiempo, los hombres han de trascender .realmente la prisión del espacio y visitar otros mundos. Algún día...
-¿Y si esas imágenes no son más que pesadillas? -le dije
-No son pesadillas -replicó-, pero, para lo que nos sirven a nosotros, como si lo fueran. -Yo veía que se esforzaba por calmarse-. Nuestro dinero aún no obra en nuestro poder. Debemos seguir probando, durante años, durante siglos, hasta que consigamos el grano de arena negra, porque la arena negra indica la existencia de mineral aurífero... -Calló-. Pero, ¿qué estoy diciendo? -agregó con voz quejumbrosa.
Bien, continuamos probando. Interpoladas con las visiones disparatadas y absolutamente indescriptibles, percibía otras que eran casi racionales. El experimento se convirtió en un juego fascinante. Yo descuidaba mi trabajo -aunque eso no significaba una gran pérdida- para cazar sueños con el anciano profesor Aurore de Neant.
Me pasaba las veladas, las tardes y finalmente las mañanas también sumido en el sueño ligero y tranquilo del estado letárgico o contándole al anciano las cosas fantásticas que había soñado... o, como él decía, recordado. La realidad se volvió confusa para mí. Estaba viviendo en un disparatado mundo de fantasía y sólo los obscuros ojos, de trágica expresión, de Yvonne me devolvían al mundo luminoso de la cordura.
He mencionado las visiones casi racionales. Recuerdo una: una ciudad, pero ¡qué ciudad! Con edificios blancos y bellos, que parecían perderse en el firmamento, y sus habitantes tenían un aire severo con la sabiduría de los dioses; eran seres de rostro pálido y adorable, pero de expresión solemne, melancólica, triste. Estaba envuelta por el aura brillante y maligna que poseen todas las grandes ciudades, que tuvo su origen, supongo, en Babilonia y que perdurará hasta que esas grandes ciudades desaparezcan.
Pero había algo más, algo intangible. No sé exactamente cómo llamarlo, pero quizá la palabra que más se adapte a su descripción sea decadencia. Mientras me encontraba al pie de una estructura colosal percibía el zumbido de una sorda maquinaria, pero a mí me parecía, sin embargo, que la ciudad estaba agonizando.
Quizás era el musgo verde que crecía en los muros de los edificios que miraban al norte. Tal vez era la hierba que crecía aquí y allá entre las grietas de las calzadas de mármol. O quizá se debía tan sólo a la expresión grave y triste de sus pálidos habitantes.
Había algo que le otorgaba. el aspecto de una ciudad condenada a la extinción y de una raza agónica.
Algo extraño me sucedió cuando traté de describirle este recuerdo singular al viejo De Neant. Pasé por alto los detalles, por supuesto: esas visiones de las insondables profundidades de la eternidad se resistían curiosamente a ser encasilladas entre las rígidas estructuras de las palabras. Solían tornarse vagas, al eludir las redes del despertar de la memoria. Así, en esta descripción no pude recordar el nombre de la ciudad.
-Se llamaba -dije, dubitativamente- Termis o Termoplia o...
-¡Termópolis! -exclamó De Neant, impaciente-. ¡La ciudad del fin!
Le miré asombrado.
-¡Eso es! Pero ¿cómo lo sabía?
Durante el sueño letárgico, estaba seguro, nadie habla. Una rara y maliciosa expresión se reflejó en sus ojos claros.
-Lo sabía -murmuró-. Lo sabía.
No dijo nada más.
Pero pienso que volví a ver esa ciudad una vez más. Fue cuando yo caminaba por una llanura de un color parduzco, sin árboles, nada parecida a aquel frío desierto gris, pero aparentemente era una árida y desolada región de la Tierra. En el horizonte, hacia poniente, flotaba el tenue círculo de un enorme y frío sol rojizo. Siempre había estado allí -yo lo recordaba—y sabía a través de alguna otra parte de mi mente que el vasto freno de las mareas había por fin aminorado la rotación de la Tierra hasta quedar inmóvil, que el día y la noche habían dejado de sucederse en .su mutua persecución alrededor del planeta.
El aire era penetrantemente glacial y mis compañeros y yo -éramos una media docena- nos movíamos en apretado grupo, como si nos transmitiéramos unos a otros el calor de nuestros cuerpos semidesnudos. Todos éramos unas criaturas descarnadas, de huesudas piernas y pechos absurdamente hundidos, con enormes y luminosos ojos, y la que estaba más cerca de mí era de nuevo una mujer, que tenía un vago parecido a Yvonne. Y yo tampoco era exactamente Jack Anders. Pero algún remoto fragmento de mi ser perduraba en aquel cerebro bárbaro.
Allende una colina rumoreaba el oleaje de un mar aceitoso. Avanzamos rodeando el montículo y de pronto tuve la noción de que en el pasado infinito se había elevado una ciudad en aquella colina. Unos pocos bloques colosales de piedra yacían en ella y un solitario fragmento de pared en ruinas se alzaba fantasmal hasta una altura de cuatro o cinco veces la estatura de un hombre. El guía de nuestra miserable tribu señaló aquellos restos espectrales y luego habló con tono sombrío... Sus palabras no eran inglesas, pero entendí lo que decía.
-Los dioses -dijo-, los dioses que levantaron piedra sobre piedra están muertos y no nos castigarán, a nosotros, los que hollamos el lugar de su morada.
Supe lo que aquello significaba. Era un conjuro, un ritual, para protegernos de los espíritus que residían entre las ruinas..., las ruinas, creo, de una ciudad construida por nuestros propios antepasados miles de generaciones anteriores a la nuestra.
Después de pasar a lo largo del muro, volví la vista hacia algo movedizo y vi una cosa horrenda parecida a una alfombra de goma negra que se hundía tras la esquina de la pared. Me apretujé contra la mujer que tenía al lado y nos arrastramos hacia el mar de agua..., sí, agua, porque al cesar la rotación del planeta también había dejado de llover, y la vida toda se había congregado cerca de la orilla del mar inmortal y se había adaptado a beber aquel líquido amargo y salado.
No volví a mirar la colina que había sido Termópolis, la ciudad del fin. Pero sabía que algún probable fragmento de Jack Anders había sido... o será (¿qué diferencia puede haber, si el tiempo es un círculo?) testigo de una era cercana al día de la desaparición de la humanidad.
Fue a principios de diciembre cuando tuve el primer recuerdo de algo que podría haber sido una indicación del éxito. Se trató de un simple y muy dulce recuerdo: Yvonne y yo estábamos solos en un jardín que estaba seguro de que pertenecía a una de aquellas viejas casonas de Nueva Orleans, construida alrededor de un patio interior, al estilo del Viejo Continente.
Estábamos sentados en un banco de piedra bajo las adelfas y yo deslicé muy tiernamente un brazo alrededor de su cintura y le musité:
-¿Eres feliz, Yvonne?
Ella me miró con aquellos ojos de trágica expresión y sonrió, y luego me contestó:
-Tan feliz como no lo he sido nunca.
Y yo la besé.
Eso fue todo, pero tenía una gran importancia. Era sumamente importante porque con toda seguridad no se trataba de un recuerdo de mi propio pasado personal. Pues yo nunca había estado junto a Yvonne en un jardín, envueltos con la dulce fragancia de las adelfas, en la Ciudad Vieja de Nueva Orleans, y nunca la había besado hasta que nos encontramos en Nueva York.
Cuando le describí esta visión, Aurore de Neant se mostró alborozado.
-¿Ves? -exclamó-. Eso es una prueba. ¡Has recordado el futuro! No tu propio futuro, claro, sino el de ese otro Jack Anders espiritual, que murió trillones y cuatrillones de años ha.
-Pero eso no nos será de mucha ayuda, ¿verdad? -pregunté.
-¡Oh, ahora vendrá! Espera. Lo que esperamos vendrá.
Y así fue, al cabo de una semana. Este recuerdo fue curiosamente brillante y claro, y familiar en todos sus detalles. Recuerdo el día. Fue el 8 de diciembre de 1929, y yo había estado caminando sin rumbo fijo toda la mañana en busca de alguna operación. Presa de aquella fascinación a la que me referí, después de almorzar me dirigí al piso de De Neant. Yvonne nos dejó solos, como tenía por costumbre, y comenzamos.
Éste fue, como dije, un recuerdo -o un sueño- netamente perfilado. Yo estaba inclinado sobre mi escritorio en las oficinas de la compañía, aquellas oficinas que tan raramente visitaba. Uno de los otros corredores -Summers se llamaba- miraba por encima de mi hombro.
Estábamos abocados al pasatiempo habitual de echar un vistazo a las cifras del cierre del mercado de valores en el diario de la noche. La página impresa se destacaba con toda claridad, como si fuese real. Miré sin sorprenderme la fecha del periódico. Era jueves, 27 de abril de 1930: ¡casi cinco meses en el futuro!
Eso no quiere decir que yo me diese cuenta de ello durante la visión, por supuesto. Para mí el día era el presente. Yo examinaba simplemente la columna de las operaciones del día. Cifras..., firmas conocidas. Teléfonos: 210 ¾; Aceros USA: 161; Paramount: 62 ½.
Apoyé el dedo en Aceros.
-Yo las compré a setenta y dos -le dije por encima del hombro a Summers-. Las vendí todas hoy. Todas las acciones que tenía. Quise desprenderme de ellas antes de que se produzca otra bancarrota.
-¡Qué suerte! -murmuró él-. ¡Haber comprado con la baja de diciembre y vender ahora! Ojalá hubiera tenido dinero para hacerlo. -Hizo una pausa-. ¿Qué piensas hacer? ¿Seguir en la compañía?
-No; tengo suficiente para vivir. Invertiré en bonos del gobierno y en acciones con garantía y viviré de la renta. Ya he jugado bastante.
-¡Eres un tipo de suerte! -dijo él de nuevo-. Yo también estoy harto de la bolsa. ¿Te quedas en Nueva York?
-Por un tiempo. Sólo hasta que haya invertido convenientemente el capital. Yvonne y yo nos iremos a Nueva Orleans durante el invierno. -Callé un instante-. Fueron días muy arduos para ella. Estoy contento de haber podido llegar donde estamos ahora.
-¿Quién no lo estaría? -inquirió Summers, y luego repitió-: ¡Eres un tipo de suerte!
De Neant se excitó frenéticamente cuando le expliqué todo eso.
-¡Esto es! -exclamó-, ¡Compraremos! ¡Compraremos mañana! El veintisiete de abril venderemos y luego... ¡Nueva Orleans!
Lógicamente yo estaba casi tan entusiasmado como él.
-¡Santo cielo! -dije-. ¡Vale la pena correr el. riesgo! ¡Lo haremos! -y en seguida me asaltó un pensamiento desesperanzador-. ¿Lo haremos? ¿Con qué? Apenas si tengo cien dólares en mi cuenta. Y usted...
El anciano lanzó un gruñido.
-Yo no tengo nada -declaró con súbito malhumor-. Sólo la pensión con que vivimos. No se puede contar con eso. –De nuevo un brillo de esperanza-. ¡Los bancos! ¡Pediremos un préstamo!
No pude contener la risa, aunque era una risa amarga.
-¿Qué banco nos prestaría dinero sobre la base de una historia como ésa? No se lo prestarían ni al mismo Rockefeller para invertir en un mercado tan deteriorado, por lo menos sin una garantía. Estamos hundidos, eso es todo.
Observé la expresión preocupada de sus ojos claros.
-¡Hundidos! -repitió él, con voz apagada. Luego en sus ojos brilló de nuevo aquel resplandor extraño-. ¡No estamos hundidos! -chilló-. ¿Cómo podemos estarlo? ¡Lo hicimos! ¡Recuerda que lo hicimos! ¡Debemos haber encontrado la manera!
Me quedé mirándole, ,sin poder pronunciar palabra. Súbitamente un absurdo y loco pensamiento cruzó por mi mente. Aquel otro Jack Anders, aquel espectro de cuatrillones de siglos pasados -o futuros- también debía estar mirando absorto, o había estado mirando absorto, o bien lo estaría..., a mí, el Jack Anders de este ciclo de la eternidad.
Debía estar expectante, tan ansioso como yo, intentando encontrar los medios. Nos contemplábamos mutuamente..., sin saber ninguno de los dos cuál era la respuesta. ¡El ciego guiando al ciego! La ironía me hizo reír.
Pero el viejo De Neant no reía. La extraña expresión que siempre había visto en sus ojos apareció una vez más cuando repitió en voz baja:
-Debemos haber encontrado la manera porque fue hecho. Al menos tú e Yvonne encontrasteis la manera.
-Entonces debemos encontrarla todos -repuse ácidamente.
-Sí. ¡Oh, sí! Escúchame, Jack. Yo soy viejo, el viejo Aurore de Neant. Soy el anciano Aurora de la Nada y mi mente está flaqueando. ¡No sacudas la cabeza! -me espetó-. No estoy loco. Soy simplemente un malcomprendido. Ninguno de vosotros me comprende.
»Mira, yo tengo la teoría de que los árboles, la hierba y las personas no crecen. Se hacen más altos empujando la Tierra hacia abajo; es por eso que se oye decir que la Tierra se vuelve más pequeña cada día. Pero tú no entiendes... Yvonne no entiende.
La joven debió de haber estado escuchando. Sin que yo me diese cuenta, ella había entrado en la sala; se acercó a su padre, deslizó sus brazos suavemente sobre los hombros del anciano, mientras me dirigía una mirada preñada de ansiedad.
Tuve otra visión más, incongruente en cierto sentido, y no obstante vitalmente importante, en otro. Sucedió a la noche siguiente. Una temprana nevada de diciembre extendía su silencioso y blanco manto por la ciudad, y en el piso de los De Neant había corrientes de aire y hacía frío.
Vi que Yvonne se estremecía al saludarme y de nuevo al abandonar la sala. Observé que el viejo De Neant la seguía hasta la puerta, rodeándola con sus delgados brazos, y volvía con expresión preocupada en los ojos.
-Ella nació en Nueva Orleans -murmuró-. Este horrible clima ártico la destruirá. Debemos encontrar la solución en seguida.
La visión fue muy sombría. Yo estaba de pie en un cementerio frío, húmedo y cubierto de nieve... No había nadie más que yo, Yvonne y otra persona que estaba cerca de una fosa abierta. Detrás de nosotros se extendían varias hileras de cruces y lápidas blancas, pero en aquel rincón la tierra estaba cubierta de piedras, descuidada, sin consagrar. El sacerdote estaba diciendo:
-Y éstas son cosas que sólo Dios comprende.
Deslicé un brazo confortador en torno de Yvonne. Ella levantó sus negros y trágicos ojos y murmuró:
-Fue ayer, Jack..., sólo ayer... que me dijo: «El invierno que viene lo pasaremos en Nueva Orleans, Yvonne». ¡Sólo ayer!
Probé de esbozar una triste sonrisa, pero solamente pude contemplar apesadumbrado su rostro desolado, viendo deslizarse una lágrima por su mejilla derecha, que permaneció allí brillando un instante y luego seguida de otra cayó lánguidamente sobre la pechera negra de su vestido.
Eso fue todo, pero ¿cómo podía explicarle esa visión al anciano De Neant? Traté de evitarlo. Él insistió.
-No hubo ningún indicio de cuál puede ser el medio –le dije.
Todo fue inútil... Al fin tuve que contárselo todo. Él se quedó en silencio durante un minuto.
-Jack -dijo finalmente-, ¿sabes cuándo le dije eso sobre Nueva Orleans? Esta mañana cuando contemplábamos caer la nieve. ¡Esta mañana!
Yo no sabía qué hacer. De pronto toda aquella idea de recordar el futuro me pareció un desatino, una locura. En todos mis recuerdos no hubo ni una sola chispa de algo que pudiese considerarse una verdadera prueba, auténtica, ni un solo detalle profético.
Así que no hice nada en absoluto, salvo contemplar en silencio cómo el viejo Aurore de Neant se paseaba por la estancia. Y cuando, dos horas más tarde, mientras Yvonne y yo estábamos charlando, él acabó de escribir una cierta carta y luego se disparó un tiro en el corazón... Bueno, eso tampoco demostró nada en absoluto.
Fue al día siguiente cuando Yvonne y yo, como único cortejo fúnebre, acompañamos al anciano Aurora de la Nada a su tumba de suicida. Yo estaba junto a ella y trataba de consolarla lo mejor que podía, y salí de mi obscuro ensimismamiento al oír sus palabras.
-Fue ayer, Jack..., sólo ayer... que me dijo: «El invierno que viene lo pasaremos en Nueva Orleans, Yvonne». ¡Sólo ayer!
Observé la lágrima que se deslizaba por su mejilla derecha, donde permaneció brillando un instante, para luego unirse a otra y caer sobre la pechera negra de su vestido.
Pero fue más tarde, durante la velada, cuando ocurrió la más irónica de todas las revelaciones. Yo estaba acusándome lúgubremente por mi debilidad al haber complacido al anciano De Neant accediendo a llevar a cabo aquel desatinado experimento que le había conducido, en cierta manera, a su muerte.
Como si Yvonne hubiera leído mis pensamientos, me dijo de pronto:
-Estaba muy abatido, Jack. Su mente se estaba alienando. Yo ola todas aquellas cosas extrañas que te decía en voz baja.
-¿Como?
-Yo escuchaba, claro, detrás de aquella puerta. Nunca le dejaba solo. Le oí musitar las cosas más disparatadas..., caras envueltas por una niebla roja, palabras acerca de un frío desierto gris, el nombre de Pyroniva, la palabra Termópolis. Se inclinaba sobre ti mientras permanecías con los ojos cerrados y murmuraba, murmuraba todo el tiempo.
¡Ironía de ironías! ¡Había sido la insana mente de De Neant la que me sugirió las visiones! ¡Me las había descripto mientras yo estaba sumido en aquel sueño letárgico!
Posteriormente encontramos la carta que había escrito y de nuevo me sentí hondamente conmovido. El anciano había estado manteniendo en vigencia algunos seguros. Sólo una semana antes había solicitado un préstamo sobre una de las pólizas con el fin de pagar las primas de ésa y de las otras. Pero la carta... Bien, ¡me había nombrado beneficiario de la mitad del monto! Y las instrucciones eran:
«Tú, Jack Anders, tomarás tu dinero y el de Yvonne y llevarás a cabo el plan de acuerdo con mis deseos.»
¡Qué locura! De Neant había encontrado la manera de proveer el dinero, pero... yo no podía arriesgar el dinero de Ivonne en el plan trazado por una mente trastornada.
-¿Qué haremos? -le pregunté-. Por supuesto que el dinero es todo tuyo. No pienso tocarlo.
-¿Mío? -exclamó ella-. ¡Oh, no! Haremos lo que él deseaba. ¿Crees que no pienso respetar su última voluntad?
Pues bien, lo hicimos. Tomé aquellos miles de: dólares y los desparramé en aquel deteriorado mercado del mes de diciembre. Ustedes saben lo que sucedió, cómo durante la primavera los valores ascendieron hasta las nubes, como si quisieran alcanzar las alturas de 1929, cuando de hecho la depresión no hacía más que tomar un respiro.
Me moví en aquel mercado como un malabarista de circo. Percibía los beneficios y los reinvertía y, el 27 de abril, cuando nuestro dinero se habla multiplicado. cincuenta veces, vendí todas las acciones y contemplé la recesión del mercado.
¿Coincidencia? Probablemente. Al fin y al cabo, Aurore de Neant razonaba con claridad la mayor parte del tiempo. Otros economistas habían previsto el alza de la primavera. Tal vez él también la previó. Quizá se ingenió todo aquel plan con el solo propósito de embarcarnos en aquel juego bursátil, lo cual nunca nos hubiéramos atrevido a hacer de no haber sido por ello. Y luego, cuando se dio cuenta de que no podríamos lograrlo por falta de dinero, recurrió al único medio a su alcance.
Tal vez. Ésa es la explicación racional, y no obstante... aquella visión de Termópolis en ruinas sigue atormentándome. Vuelvo a ver el frío desierto gris de los hongos flotantes. Con frecuencia pienso en la inmutable Ley de Probabilidades y en un espectral Jack Anders perdido en la eternidad.
Porque tal vez existe..., existió..., existirá. Pues de no ser así, ¿cómo explicar aquella última visión? ¿Qué se puede decir de las palabras de Yvonne junto a la tumba de su padre? ¿Pudo él haber tenido una premonición que le llevó a pronunciarlas en mi oído? Posiblemente. Pero entonces ¿cómo explicar aquellas dos lágrimas brillantes, mezclándose y cayendo de su mejilla?
¿Cómo explicarlas?
FIN