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junio 27, 2010
Sí, ya sé que diez cafés son muchos, pero sírvame, ¿quiere? ¿Nervioso?
¡Claro que estoy nervioso! Llevo tres días sin pegar ojo, deambulando de aquí para allá, sin detenerme mucho tiempo, ni atreverme a descansar. Por eso necesito otra taza. No entiende, claro. Es imposible... Si me deja le explicaré. Me hará bien, me ayudará a mantenerme despierto. Me ayudará...
Usted vaya preparando ese café, por favor.
Soy abogado, y bastante bueno, aunque no lo parezca con este traje arrugado y sin afeitar. Seguramente huelo fatal. Tendría que haberme visto hace sólo unos días, cuando el mayor de mis problemas era un juez molesto o el inesperado aplazamiento de alguno de los juicios. Mi especialidad es el derecho sucesorio. Debo compartir ingresos con un socio de bufete y, aunque no tenemos una clientela muy amplia, sí es lo suficientemente selecta como para permitirme una vida cómoda. Algo ayuda, además, el no perder la cabeza por los lujos. No echo de menos un coche potente o una casa en la costa, ni cuento con esposa o hijos a quienes deberme. Sin embargo tengo una debilidad a la que no me importa rendir buena parte de mis ingresos: me encanta el arte. Siempre me ha gustado y no sé porqué:
nada en mi educación me predispone a ello. Tal vez me sirva para compensar tantas horas entre autos y ordenanzas, para poner algo de poesía en mi vida... Colecciono pequeñas cosas. No soy un Thyssen, entiéndame. Dibujos, grabados, alguna acuarela; casi nada anterior al XIX... ¡Ah, gracias! No, no quiero azúcar.
¿Por donde iba? ¿Le he dicho que soy abogado? Sí, claro. Todo empezó con un cliente satisfecho... ¡Maldita sea! Si se me permitiera retroceder, si pudiera volver a aquel momento... Parece un siglo y hace sólo una semana que al llegar a la oficina Beatriz, mi secretaria, me dio un tubo de cartón traído por un mensajero. Me lo llevé al despacho y abrí el sobre adosado al paquete con cinta adhesiva. En su interior encontré una nota en la que uno de mis clientes, Alfredo Gozzi, renovaba su agradecimiento por mis servicios y me rogaba aceptase aquel presente.
Alfredo es uno de los sobrinos del difunto Domingo Gozzi, patriarca de una saga de financieros barceloneses. Al morir dejó una fortuna enorme en acciones, bonos e inmuebles que sus tres sobrinos se iban a repartir a partes iguales. El viejo Gozzi poseía también una importante pinacoteca acumulada por su familia a lo largo de los siglos, una colección que por sí sola vale cientos de millones. Todos presumían su división, como con el resto de los bienes; pero, para su sorpresa, descubrieron que la voluntad última del patriarca fue que la colección permaneciese unida. La había legado en exclusiva a Alfredo, su hombre de confianza en los negocios.
Como no hacía ni un año de la redacción del testamento, los restantes herederos lo impugnaron, argumentando que la larga enfermedad había mermado las facultades mentales del anciano... Creo que le aburro.
Perdóneme; pasaré sobre los detalles legales e iré al meollo del asunto.
La batalla ante los tribunales resultó dura. Ambas partes tenían suficiente dinero como para costearse lo mejor de lo mejor en su defensa, y nadie quiso dar el brazo a torcer. Por suerte su argumentación estaba traída por los pelos y logramos resistir los embates. El juez dio la razón a mi cliente.
Alfredo Gozzi creía necesario demostrar su contento con algo más que el pago de las minutas. Bienvenido fuera. Los regalos de los clientes suponen una agradable prima, que, encima, no debemos reseñar en los libros de cuentas. Quité curioso la tapa a uno de los extremos del tubo y extraje de su interior un papel enrollado. Lo desplegué.
Se trataba de un dibujo realizado a la aguada, de unos cincuenta centímetros de largo, evidentemente antiguo por el tono sepia que la tinta había adoptado con el paso de los años. Me gustó inmediatamente.
Al primer golpe de vista lo creí un típico paisaje con ruinas del romanticismo. Cuando me fijé mejor vi que, aun siendo un dibujo arquitectónico, no representaba la imagen exterior de un edificio, sino la de su interior. Un interior enorme; de ahí mi error inicial.
Parecía un vestíbulo gigantesco, lóbrego, levantado con sillares, con unas claraboyas en su cúpula lejana que apenas servían para diluir la oscuridad con suaves pinceladas de luz. Cuerdas y cadenas pendían de poleas como restos de una tramoya desvencijada, y sin razón aparente se tendían en las alturas algunas pasarelas que acababan por cortarse de forma brusca o conducían a un muro vacío. A nivel del suelo, bocas de oscuridad sugerían subterráneos de acceso olvidado. Varias escalinatas se retorcían hasta perderse en una perspectiva de pilares, arcos y galerías, aparentemente infinita...
El conjunto era atractivo y aterrador a un tiempo. Me recordaba aquellos grabados de Piranesi, las Carceri d'invencione. ¿No las conoce?
Son una serie que ese artista italiano del siglo XVIII dibujó representando laberínticas mazmorras y salas de tortura. Una obra maestra.
Busqué la firma en mi dibujo, esperanzado. En la esquina inferior derecha se leía: «G. Cordiani fecit. Anno Domini 1744». ¿Un discípulo de Piranesi o el simple ejercicio de copia de un estudiante de arte aventajado? La memoria me fallaba y no estaba seguro de si las fechas se correspondían.
Lo dejé correr. No me sería difícil encontrar más tarde cuándo había estampado Piranesi sus aguafuertes. Con un suspiro de resignación volví a enrollar la lámina y la guardé; mis deberes profesionales me reclamaban.
A las once debía defender un caso. Concentrado primero en la preparación de la vista y, después, en la exposición de nuestras razones ante el magistrado, llegué a olvidar el regalo de Alfredo Gozzi. Comí deprisa en un restaurante del Paseo Sant Joan y regresé por la tarde al bufete para atender mis citas con un par de clientes. Hasta las nueve de la noche no puse por fin los pies en casa con el tubo bajo el brazo.
A pesar de morirme de impaciencia, me contuve de correr a la biblioteca. Estaba decidido a disfrutar con calma del placer intelectual de la investigación. Me puse cómodo, me serví un whisky y sólo entonces me arrellané en un sillón, rodeado de libros.
El primer dato que me interesaba consultar era la fecha de las Carceri d'invencione, y la obtuve en un ensayo de Kenneth Clark, La rebelión romántica. Giambattista Piranesi realizó dos versiones diferentes de sus cárceles: la primera en 1745 y publicada en 1750, y la segunda en 1760, con la inclusión de dos láminas nuevas. Resultaba evidente que la aguada de Cordiani, datada un año antes, no era una imitación sino completamente original. ¿Podía llegar a pensarse que la relación se estableció a la inversa, que fue Piranesi el influido por el trabajo del olvidado Cordiani? Para confirmarlo necesitaba conocer alguna cosa de su biografía.
En ninguno de los diccionarios de artistas lo encontré, ni tampoco en L'Arte Moderna, de Lavagnino, completísimo en cuanto a creadores italianos se refiere. No me extrañó, aunque resultara decepcionante. Por más que agradeciera mi trabajo, Alfredo Gozzi era un hombre de negocios y un inversor práctico. Jamás se habría desprendido de un Turner o un Gericault por complacerme. Sabedor de mi afición, un oscuro dibujante le bastaba para granjearse mi amistad sin mermar su patrimonio.
Recordé entonces un libro leído algún tiempo atrás, una selección de las cartas de Horace Walpole. Como era común entre los jóvenes aristócratas de su época, el fundador de la literatura gótica inició en 1739 un largo viaje por el continente, permaneciendo durante todo el invierno en una villa a orillas del Tíber. A raíz de su estancia había trabado amistad con importantes personajes de la sociedad romana, con los que mantendría una larga correspondencia. En aquellas cartas se intercambiaban anécdotas sobre los artistas locales y, por coincidencia de fechas, pensé en la probabilidad de hallar citado a Cordiani.
No recordaba dónde lo había guardado y tuve que remover un montón de volúmenes hasta que el libro de Walpole apareció tras una pila de catálogos. Me senté a hojearlo. Pasaba páginas rápidamente, atento sólo a localizar el nombre del dibujante. Finalmente tropecé con él, en una epístola que el novelista inglés dirigía a su padre, Sir Robert, narrándole nuevas de sus corresponsales italianos. Satisfecho, proseguí la lectura con mayor cuidado.
Al parecer Giacomo Cordiani había sido un personaje bastante famoso entre sus colegas: una especie de bufón del que todos tenían algo que contar, entre chismes reales e inventados. Aunque admiraran su técnica con los buriles, nadie acababa de tomarle en serio, con su fama de excéntrico que, curiosamente, parecía halagarle. Su devoción por el dibujo, la escolástica y los viejos tratados de alquimia sólo encontraban rival en su apego al vino. Cuando se excedía en su uso, cosa que sucedía casi a diario, gustaba de insultar tanto a los practicantes de la pintura galante como a los artistas modernos que tomaban la imitación servil del legado griego como una revolución. Avanzándose al espíritu del Romanticismo, Cordiani dirigía sus preferencias hacia el arte medieval. En lugar de dibujar el enésimo estudio del Coliseo, prefería hurgar en la sacristía de Santa María la Mayor para leer los viejos códices que ni siquiera los clérigos estaban ya interesados en estudiar; y mientras sus contemporáneos se extasiaban ante los restos de Herculano o un Apolo de Praxísteles, él defendía como modelo de belleza las tallas de las catedrales góticas y la melodía gregoriana del Dies Irae.
Sólo parecía comprenderle Piranesi, recién llegado a Roma desde Venecia y autor de melancólicos grabados de las antigüedades también distantes del gusto común. A pesar de la mala fama de Cordiani, le dio cobijo en su taller y lo empleó como ayudante, antes de que sus desvaríos les distanciaran. Durante mucho tiempo había caminado por la estrecha franja que divide genialidad y locura, y al final acabó por caer en el lado equivocado. Algo aprendió en los viejos pergaminos... algo que había cortado las últimas hebras de las que pendía su razón. Decidiendo que sus investigaciones precisaban de otros maestros, Cordiani abandonó al grabador y se encerró en el ático de una casa de comidas, a pocos metros de la puerta del Pópolo, con un anciano cabalista al que frecuentaba desde hacía meses. Bajo la dirección de su nuevo compañero trabajaba sin cesar en dibujos que luego destruía furioso, en busca de una forma perfecta e inasible. Sólo se concedía un descanso al anochecer, para desentumecer sus miembros, vaciar una botella y respirar algo de aire puro. Durante semanas se vio vagar su silueta alta y desgarbada bajo los contrafuertes del Castel' San Angelo. Una y otra vez cantaba una endecha sobre las mentiras de Ovidio y el verdadero rostro de los dioses, y si, llevado de la curiosidad, algún otro paseante se le acercaba para preguntarle el porqué de esa insistente tonada, Cordiani callaba un instante, miraba a su alrededor, y musitaba en voz baja, como quien revela un secreto, que aquello era su estratagema «para vencer los engaños de Hipnos».
Pero un día no apareció; ni lo hizo al siguiente. Sus escasas amistades empezaron a temer que hubiera tropezado con un mal encuentro durante sus paseos nocturnos. Encabezados por Piranesi, fueron hasta su buhardilla en busca de algún indicio de su paradero. Desde la calle no se distinguía ningún movimiento en el interior. Subieron las escaleras del figón, lúgubres y embebidas del olor a col y frituras. Llamaron. No contestó nadie; tras la puerta creyeron oír un quejido. Dudaron un momento si marcharse o forzar la entrada, y estando inmersos en esa discusión estalló en el desván un grito desgarrador. Ninguno había oído nunca nada igual.
Parecía concentrar dolor y horror como ningún ser humano ha conocido, en una queja que no expresaba demanda alguna de auxilio, sino la más absoluta desesperación. Los recién llegados se estremecieron. ¿Qué estaba sucediendo allí dentro? Alguien había enloquecido: aullaba, gimoteaba y, de tanto en tanto, se arrojaba contra la puerta haciendo temblar sus tablas, preso de la furia o del más absoluto terror. Piranesi fue el primero en reaccionar y bajó a grandes trancos hasta la casa de comidas, en busca de un hacha con la que derribar la puerta. El dueño se la facilitó y le acompañó escaleras arriba. Tres golpes astillaron las maderas y les abrieron paso. Apunto estuvieron de caer bajo el envite del anciano, pues una vez abierta la puerta se lanzó hacia delante como una bestia rabiosa, los ojos desencajados, totalmente fuera de sí. Con su grueso cuerpo, el mesonero le cerró el paso y entre todos lo derribaron para sujetarle mejor, no encontrando modo de hacerle atender.
El grabador entró en la buhardilla, descubriendo una imagen espantosa.
Sobre la cama un cuerpo mutilado se entregaba a los últimos estertores.
Las sábanas no podían absorber tanta sangre y ésta formaba charcos que, una vez colmados, se vertían en largos chorretones hasta el suelo.
Piranesi se acercó; Cordiani -pues era Giacomo Cordiani aquel trozo de carne cortada y palpitante- levantó una mano e intentó hablar. Tosió, vomitó un espeso cuajarón... Murió.
Las autoridades no dudaron ante las evidencias: el crimen era obra del cabalista, que en un rapto de locura había atacado a Cordiani. No cabía otra conclusión. Aunque Piranesi, como testigo, les hizo observar que muy poca sangre manchaba las ropas del anciano para considerarle responsable de tal carnicería, era inverosímil que un extraño hubiera podido atacar al artista y desaparecer, con la puerta atrancada por dentro y la única ventana de la buhardilla elevándose a más de diez metros sobre el suelo.
El cabalista subió al patíbulo sin recobrar la razón, ni dar explicación cabal de lo sucedido.
Enterraron a Cordiani dos días después de su asesinato, el día de reyes de 1745. Sin un céntimo en su haber, tuvieron que vender sus pertenencias para sufragar el sepelio, y el propio Piranesi, por colaborar, compró alguno de sus últimos dibujos, eximidos del destino de sus predecesores.
El horrible final de Cordiani había sido suficientemente comentado como para que la ceremonia resultara multitudinaria. Muchos, que antes sólo habían mencionado su nombre para mofarse, asistieron con rostro contrito y palabras pesarosas en sus labios.
Cerré el libro de Horace Walpole excitado. El mito del genio, del artista como ser diferente a los demás hombres, siempre ha tenido extraordinaria fortuna. Con todo y ser un pintor excepcional, buena parte del éxito actual de Van Gogh, pongamos por caso, se funda en su trágica existencia. Otros contemporáneos, no menos brillantes aunque de vida más reposada, pueden ser prestigiosos entre los conocedores, pero jamás gozarán del reconocimiento popular. Yo no era menos sensible a tal atracción y el relato había redoblado mi interés, por más que fuera consciente de que no debía dar completo crédito a lo leído. Quizá Walpole se había dejado llevar por la imaginación. Su novela El castillo de Otranto es muestra evidente de su gusto por la fantasía y los cuentos macabros; no sería extraño que hubiera cargado las tintas para dar mayor emoción a la historia. De todos modos, le daba consistencia el dato de la relación de Cordiani con Piranesi y que éste se hubiera quedado con su obra. ¿Era mi aguada uno de aquellos dibujos? La familia de mi cliente, los Gozzi, eran de origen italiano. Según me había contado en una ocasión, el primero en llegar a España fue un diplomático pontificio, a finales del siglo XVIII. Probablemente la aguada debió llegar con él desde Roma y, tras tantos tumbos, había acabado por recalar en mis manos.
Volví a cogerla. La sujeté delante mío, estirando los brazos, y la estuve contemplado así un buen rato. Me perdí en la exploración de sus oscuros rincones, recorrí con la vista escalinatas y puentes, intentando descifrar el plano de su laberinto. Sentí una desazón, una impaciencia, como la que te invade cuando estás a pocos pasos de solucionar un rompecabezas y temes que la clave se te escape. No entendí por qué. Debía ser sólo producto del cansancio; había tenido un día muy duro.
Efectivamente, me dolían los ojos y una enorme pesadez me abrumaba. Dejé a un lado el dibujo de Cordiani y me encaminé a mi habitación. Apenas me introduje entre las sábanas me quedé dormido.
Aquella noche soñé con una intensidad que no recordaba haber experimentado en años, pero curiosamente no se produjo el extrañamiento del mundo vigil. Era consciente de estar dormido y al mirar a mi alrededor reconocí el escenario que me rodeaba como el reproducido en el dibujo de Cordiani.
Me encontraba al nivel del suelo, en el amplio salón del que arrancaban todas las escalinatas. Al levantar la vista sentí vértigo. La cúpula estaba increíblemente alta, tanto que una curiosa neblina, como un velo deshilachado, aleteaba entre los puentes tendidos al vacío. Me puse a andar. En algún muro se abría un vano y de él una rampa descendía a las tinieblas. No me atraía bajar; prefería saber a dónde conducían aquellas escaleras aparentemente interminables y si alguna de ellas podría llevarme a las galerías que adivinaba a lo lejos. Fui hasta la más cercana e inicié su ascensión. A los pocos metros empecé a notar fatiga. Me costaba un trabajo excesivo subir los escalones, pues eran muy altos y no parecían estar calculados para una zancada normal, impidiéndome mantener un ritmo que resultara menos fatigoso. Intenté sostenerme en el pasamanos y no hice sino aumentar mi incomodidad. Con una altura que llegaba hasta mi hombro, más que ayudar, obligaba a una posición forzada y sumamente incómoda.
Renuncié a usarlo y continué subiendo sin su sostén.
Al llegar al primer rellano me concedí unos instantes de reposo. Era una explanada embaldosada casi tan grande como la inicial y servía de punto de arranque a nuevas escaleras. Para no confundirme decidí ignorarlas y seguir la tomada en un principio. Ahora se estrechaba un poco y se enroscaba alrededor de una columna de no menos de veinte metros de diámetro. Al subir e ir girando, la escalera quedó encajada entre la columna y el muro exterior y una súbita oscuridad me rodeó. Sin darme cuenta apenas, aceleré el paso. No me gustaba; me sentía perdido y vulnerable, avanzando casi a ciegas. Por fortuna, en su curva la escalera se desató del abrigo de la columna y fue ha desembocar a una terraza iluminada. Suspiré con alivio y me detuve. Me asomé al barandal para observar el camino que había seguido en mi ascenso. Un espasmo de terror me sacudió.
En el punto en el que la escalera se ocultaba tras la columna, vi una sombra deforme proyectarse contra el muro por un instante, antes de perderse en la negrura. ¿Qué la había proyectado? Algo estaba subiendo y seguía mis pasos. El miedo se aferró a mis entrañas; crecía, se encaramaba, buscando asaltar mi mente. No quería dejarme llevar por el pánico, pero por primera vez se me ocurrió pensar que podía no estar sólo en el edificio y, según indicaba la desproporción en todo cuanto me rodeaba, su morador estaba lejos de ser humano.
Un timbre me arrancó de la pesadilla. Abrí los ojos, pero no me moví, dejando desvanecerse la horrible sensación que me dominaba. El campanilleo empezó a hacerse insoportable y lancé un manotazo al despertador para hacerlo callar. ¡Qué alivio! ¿Ha sufrido alguna vez un accidente y ha salido bien librado? ¿Sí? ¿Reconoce esa huella que queda en el cuerpo, esa aspereza en el paladar, ese temblor, que aun sabiéndote a salvo renuncia a calmarse? Sudaba, y el corazón marchaba desbocado. Me incorporé. Estaba cansado, me dolía cuello y espalda, y notaba las pantorrillas tensas. Me las froté temiendo un tirón. No recordaba haber pasado una noche como aquella. Miré el reloj despertador. Las ocho. Llevaba, pues, diez minutos sonando antes de conseguir despertarme. Me sorprendió. Normalmente soy de sueño ligero y basta una pequeña algazara en la calle para hacerme brincar de la cama.
Pensando todavía en las imágenes de la pesadilla, me vestí con rapidez.
Odio llegar tarde, aunque no deba rendir cuentas a nadie. No puedes imponer a tus empleados respeto por el trabajo si tú no empiezas por cumplir con él, ¿verdad? Me salté el desayuno habitual, más reposado, y me conformé con tomar un café con leche y un croissant en un bar. Llegué a la oficina a las ocho y media, como tengo por costumbre.
Probablemente la tensión debía transparentarse en mi rostro, pues Beatriz no hizo ninguno de sus acostumbrados comentarios humorísticos.
Menos mal. Estaba irritado y no me apetecía andar de cháchara. Me encerré en el despacho para trabajar. Mi socio iba a estar en una convención el resto de la semana y debía atender solo el trabajo acumulado. Había varios recursos de casación en curso y un montón de papeleo por examinar. Tomé el primer legajo y lo abrí. Supongo que empecé a leerlo; no recuerdo nada de su contenido. Enseguida me puse a pensar en el dibujo, a repasar sus detalles en mi memoria, comparándolos con lo visto durante el sueño. No podía quitármelo de la imaginación, me obsesionaba. Sentí la necesidad de contemplarlo. Por más que intenté una y otra vez centrarme en el trabajo no lo conseguí. Pasaron los minutos, las horas. Hacia mediodía, comprendiendo la inutilidad de mis esfuerzos, acabé por ceder. Podía concederme el marchar temprano, aunque supusiera andar al día siguiente con el agua al cuello. Le dije a Beatriz que no me encontraba muy bien y me iba a casa. No pareció sorprenderse. Al salir hacia la calle observé mi imagen en los espejos del recibidor y descubrí mi rostro ojeroso e hinchado. Tal vez no hubiera mentido, a fin de cuentas, y todo mi cansancio y falta de concentración se redujera a una gripe. Me prometí tomarme un vaso de leche y meterme en la cama con una bolsa de agua caliente.
Pero cuando llegué a casa la desazón se desvaneció; coger en las manos el dibujo y sentirme eufórico de nuevo fue todo uno. Resultaba no ser otra cosa que un niño encaprichado con su muñeco nuevo: ahí acababa el problema. Me encantaba la nueva pieza de mi colección y me molestaba abandonarla para ocuparme de los aburridos asuntos cotidianos. ¡Realmente era una aguada preciosa, con aquel contrastado claroscuro! Decidí protegerla y buscarle un lugar de excepción, sin entregársela a un enmarcador. Todavía no; no habría soportado desprenderme de ella.
Descolgué un cuadro de la pared más despejada del estudio, lo desarmé, retiré la lámina y coloqué en su lugar el dibujo de Cordiani. Quedó perfecto; ni hecho a medida. Disfruté del efecto del vidrio sobre las medias tintas, que adquirían ahora una nueva riqueza. Avancé y retrocedí varias veces, me desvié a los lados, hasta encontrar el lugar ideal para su contemplación. Una vez lo tuve localizado, traje una butaca y la coloqué allí. ¡Sí! ¡Qué hermoso era! Pasé toda la tarde sentado, sumido en un sopor placentero y admirando la sutileza de las líneas, de la composición, la perfección de su perspectiva. Era ya muy tarde cuando me impuse la obligación de cenar algo. A pesar de haberme saltado el almuerzo no sentía apetito. Preparé varios emparedados, los masqué con desgana, y luego me tumbé en el sofá del comedor para ver las noticias de la televisión.
No tardé en dormirme.
Penetré en un pasillo. Recuerdo que tomé una de las antorcha fijadas a la pared para iluminar mi camino; por más que la alcé sobre mi cabeza no pude distinguir nada, solo negrura a mi alrededor. Avancé a paso vivo, con urgencia. Tenía miedo de algo, no sabía de qué.
De tanto en tanto el pasillo se bifurcaba. Tomaba siempre el de mi derecha, pero al llegar a una encrucijada creí reconocer unas cariátides y me di cuenta de que así no hacía más que dar vueltas y regresar al mismo sitio. A partir de ese momento fui alternando los corredores de izquierda a derecha y cuando encontré una escalera subí.
Después de horas andando llegué a una puerta de hierro. La empujé y aunque pesaba bastante giró sobre sus goznes sin un chirrido, engrasada perfectamente. Lo que vi me desconcertó. Estaba en una sala inmensa, igual a la que había conocido el día antes. ¿Regresaba al punto de partida?
Imposible. Mi ruta había sido siempre en continuo ascenso; no podía haber vuelto abajo. Sin duda se trataba de un nuevo vestíbulo, la entrada a otra red de pasillos, puentes y galerías. Acaso aquel edificio no tenía fin y, caminara hacia donde caminara, sólo acabaría por llegar a un nuevo principio... La idea me mareaba y me negué a aceptarla. Por más que fuera consciente de estar soñando, en mi fuero interno quería suponer alguna lógica en el trazado de aquel lugar, aún no discernible pero existente.
Decidí, pues, continuar mi viaje por el laberinto, no tomando en esta ocasión la primera escalinata que encontré a mi paso, sino otra situada al fondo de la nave. Subí.
Con el cansancio acumulado tras tanto deambular por el edificio y con la incómoda sensación de estar desenredando un ovillo que alguien se complacía en volver a liar detrás mío, el ascenso me pareció aún más difícil que los anteriores. Al rato me detuve y me senté en uno de los peldaños para recuperar el aliento. No debí hacerlo. Me ardían las plantas de los pies y las pantorrillas me palpitaban con un dolor sordo. Me di cuenta de que había apurado mis fuerzas y había estado avanzando por pura inercia; una vez detenido me iba a costar mucho arrancar de nuevo.
Entonces oí el tañido.
Venía del vestíbulo y sólo podía haberlo producido la puerta de hierro al cerrarse. Sentí el corazón en la garganta. No hay corriente de aire capaz de mover aquella hoja y sólo alguien muy fuerte es capaz de empujarla con la necesaria violencia para hacerla sonar de aquel modo.
Me incorporé; las piernas cedieron y caí de rodillas. Aunque la adrenalina espoleaba mis músculos, éstos no encontraban energía a la que recurrir. Cuando me di cuenta lloraba como un niño y estaba ascendiendo empujándome con los codos. Alcancé un rellano al que se abrían varias habitaciones. Conseguí apoyarme y ponerme en pie, más mal que bien. Entré en una de las estancias. Si algo me seguía el rastro era consciente de que jamás podría huir en aquel estado: debía encontrar un escondite. La habitación no me ofrecía ninguno, pero al fondo aparecía una puerta y detrás arrancaba otra escalera, más angosta. Bajo ella quedaba un hueco.
En su rincón más oscuro, a un metro de altura, se abría un agujero del tamaño de un nicho. Me asomé y vi que se hundía profundamente, descendiendo con una leve inclinación.
Abandoné la antorcha, me embutí en su interior y me arrastré algunos metros. Resultaba muy difícil moverse allí dentro, con sus paredes laterales ciñéndose a mis hombros y obligándome el techo a bajar la cabeza. Estaba metiéndome en una maldita ratonera, pero no tenía ninguna posibilidad de continuar adelante sin recobrar fuerzas.
Era imposible adivinar qué profundidad tenía el agujero y tal vez condujera a alguna salida más adelante; sin embargo, cuando las tinieblas me envolvieron por completo, dejé de arrastrarme, pues me aterrorizaba la idea de que el túnel concluyera de repente en algún pozo. Giré y me coloqué de espaldas. Aguardé inmóvil. El tiempo pasó, con el miedo estirando los minutos como pequeños pedazos de eternidad. Sólo sé que de pronto ya no estaba sólo.
En un principio no oí nada. Noté como una vibración en el aire, un cosquilleo que me erizaba el vello. Contuve la respiración. Un sonido, un leve susurro apenas perceptible, aumentaba de volumen con enervante lentitud. Miré la boca de luz abierta a mis pies. El susurro se había convertido en el nítido arrastrar de un cuerpo pesado sobre la piedra. Un hedor intenso y dulzón, de cosas muertas, emponzoñó el aire. La claridad se eclipsó. Algo se había detenido ante la entrada de mi escondite. Y aguardaba.
Incluso el sudor que me bañaba pareció detenerse, helado, para aterir mi piel. Cerré los ojos. Nunca he estado tan quieto. Contaba cada latido de mi corazón, rompiendo contra mi pecho, y apenas me atrevía a exhalar el aliento retenido. Recé e inventé oraciones para conjurar la sombra. No debió permanecer allí más de un minuto, estoy seguro; nadie puede resistir por más tiempo un terror tan intenso. Cuando me atreví a inclinar la cabeza y mirar a la entrada del túnel me sentí viejo y agotado, como si toda una vida se hubiera escurrido entre mis dedos. Mi perseguidor se había marchado. Sollozando di gracias y renové mis promesas. Me abracé para intentar detener el temblor convulso que, de golpe, se apoderó de mí.
No logré contenerme.
Aún tiritaba al despertar. El sol se vertía dentro del comedor a través de las ventanas, limpio, cálido, con un vigor reconfortante. Escuché una voz. Me incorporé, con el cuerpo dolorido por haber pasado la noche en el sofá, y descubrí una muchacha dando cuenta de las noticias desde el televisor encendido. Me dije que debía ser tardísimo, si el día brillaba con aquel esplendor. Consulté el reloj de pulsera. Me quedé de piedra, con la sensación de que algo se había roto en el buen curso de mi vida. La una. El reloj marcaba la una y la claridad exterior no lo desmentía. ¿Cómo había sido capaz de dormir tanto?
De acuerdo que al quedarme dormido en el sofá no contaba con el despertador; pero incluso así no lo entendía. ¡Había dormido durante catorce horas! Ya le he dicho antes que soy de sueño ligero y ni siquiera el sonido del televisor a considerable volumen me había perturbado en lo más mínimo. Tenía que estar enfermo; sólo algún trastorno físico explicaría aquel sueño absorbente, el cansancio, la incapacidad para concentrarme... Y las pesadillas recurrentes.
Me impuse un poco de calma; antes que de mí, debía preocuparme de otros asuntos. Ya el día antes me había marchado del bufete dejando trabajo atrasado y al siguiente no se me ocurría otra cosa que dormir hasta pasado el mediodía. Fui al teléfono y marqué el número del despacho. Beatriz contestó inmediatamente. La noté preocupada. Había llamado a casa en un par de ocasiones durante la mañana, me dijo, para preguntarme si continuaba enfermo. Por un momento el desconcierto me redujo al silencio; al final respondí que sí, que mi gripe había empeorado, pasando una mala noche, y por eso tomé el somnífero que no me había dejado oír sus llamadas. Ya me encontraba mejor, añadí enseguida. Le pedí que anulara mis citas del día y enviara un mensajero con los recursos de casación pendientes de examinar, para poder trabajar algo. Beatriz asintió y se ofreció a acercarse por casa al cerrar el bufete y echarme una mano. Se lo agradecí, aunque rechacé su oferta. Si algo tenía claro era mi necesidad de estar solo y pensar en lo que me estaba sucediendo.
Aunque lo intenté, no conseguí comer nada. Sentía el estómago revuelto y un tremendo cansancio, como si realmente hubiera estado andando durante horas. Me duché, me puse ropa limpia y, ya con la cabeza más despejada y los documentos, que mientras tanto había traído un motorista, me dispuse a emplearme de una vez por todas en algo productivo.
Al entrar en el despacho y sentarme tras la mesa únicamente tuve ojos para el dibujo. Lo había colocado en un lugar estratégico, delante mío y a la altura de la mirada, sin saber cómo iban a cambiar mis sentimientos hacia él, pues la admiración empezaba a transformarse en repulsión. No era tan ciego que no reconociera en el tema de la aguada el escenario de mis pesadillas, y la coincidencia entre su regalo y el inicio de mis problemas resultaba demasiado sospechosa. Casi sin darme cuenta, la perplejidad me hizo considerar ideas que pocos días antes habría creído absurdas; pero contemplando aquellos espacios cruzados por una maraña de pasadizos y escaleras volví a repetirme que no era normal la intensidad de mis sueños, que tal vez alguna extraña magia los ligaba a la obra de Cordiani.
¿Sonríe? Parece absurdo, es verdad. También mi primer impulso fue concluir que todo se reducía a un irritante caso de persistencia. Igual que durante días no puedes evitar tararear una y otra vez una melodía pegadiza, mi entusiasmo por el dibujo se había transmitido a mis sueños.
Pero poco a poco empecé a hacerme preguntas y las conclusiones a las que desembocaba no me gustaron en absoluto.
¿Acaso el dibujo poseía alguna clase de poder hipnótico? ¿De dónde procedía su facultad fascinadora? Inspiradas en el trabajo de Cordiani, según sabía ahora, Giambattista Piranesi realizó por dos veces diferentes versiones de su serie de calabozos, las Carceri d'invenzione, con una intensidad y una capacidad aterradora creciente, como si luchara contra una imagen que le obsesionaba, como si su repetición supusiera un exorcismo. Al consultar el libro de Kenneth Clark sobre los artistas románticos me llamó la atención un comentario donde señalaba la hipótesis de que el veneciano hubiera buscado la inspiración en el uso de las drogas, como hiciera Coleridge. Yo afirmo, por experiencia, que Piranesi ejecutó los grabados atormentado por el más poderoso de los alucinógenos:
las pesadillas.
De los estudios de Arnheim sobre psicología de la percepción sabía que, al recibir una imagen, el cerebro desencadena un proceso mucho más complejo que la simple y literal lectura de sus formas. Evalúa, traduce y frecuentemente distorsiona; ciertos mecanismos innatos, combinados con otros de carácter cultural, pueden conseguir, por ejemplo, que según la posición ocupada sobre el papel, una misma mancha de tinta transmita una sensación de calma o por el contrario parezca inestable e intranquilice al observador. Si a un establo pintado de rojo acuden más moscas que a otro de azul, como se ha comprobado experimentalmente, ¿no podrían formas y colores ejercer alguna clase de influencia física, más allá de la psicológica? Muchos lo han creído así, y no sólo los primitivos que intentaban propiciar la caza dibujando a sus presas en las cavernas. En algunos lugares del mundo aún hoy te buscas problemas fotografiando a la gente, pues afirman que poseyendo su imagen capturas también su alma.
Durante siglos -basta hojear cualquier manual de ocultismo para comprobarlo- los símbolos gráficos fueron elementos consustanciales a toda operación mágica. El círculo protege, el pentagrama remite al hombre y al microcosmos... Cada demonio posee un símbolo propio que es necesario trazar si deseas invocarlo. Incluso si nos volvemos a fuentes más respetables podemos encontrar a Platón, para quien los poliedros regulares se corresponden con los elementos, en una suerte de caligrafía con la cual Dios ha escrito el Universo.
Me preguntaba qué secretos de la geometría aprendió Cordiani en su estudio de las catedrales, a qué mundos tenebrosos servían sus dibujos como llave.
Sí, yo era el primero en darme cuenta de cómo me dejaba dominar por la fantasía; la visión de aquel dibujo tenía el curioso efecto de hacerme perder cualquier criterio lógico. Al comprender hacia dónde derivaban mis razonamientos me puse de nuevo en pie. Fui hacia el cuadro, lo miré un instante; vencí la indecisión. Lo descolgué y lo dejé boca abajo sobre una silla.
Con cierto alivio descubrí que así me resultaba mucho más fácil centrarme en el trabajo, pues lo último que deseaba era pasarme la tarde pensando en las lóbregas mazmorras de Cordiani. La lectura de los legajos, a menudo tan pesados, fue entonces un bálsamo de olvido. Hacia las ocho y media acabé con el último recurso y los empaqueté todos para llevármelos al día siguiente. ¿Qué hacer a partir de ese momento? Aunque no me lo confesara, en algún lugar de mi mente titilaba una luz roja de advertencia ante la llegada de la noche. No me apetecía sentarme a leer o ver alguna película, y entre semana no era fácil encontrar un amigo al que las obligaciones familiares y laborales permitieran acompañarme a tomar copas.
Necesitaba moverme.
Salí de casa, saqué el coche del garaje y conduje por las calles de Barcelona sin un destino concreto. Llegué al extrarradio y durante horas vagué por suburbios a los que nunca había visitado y para mí se manifestaban como un país extranjero. Era de madrugada cuando me encaminé a casa cruzando la ciudad por las Rondas. Con todo lo dormido, sentía los párpados pesados y un picor en los ojos que me obligaba a cerrarlos. La luz de las farolas se espesaba y lloraba largos calendizos de purpurina sobre el asfalto... Los neumáticos rozaron la mediana, emitiendo un fuerte tableteo. Di un volantazo a la derecha y un coche, al que no rocé por apenas unos centímetros, descargó furioso el claxon antes de perderse en la lejanía.
Estuve a punto de matarme. Sin darme cuenta me había quedado dormido al volante, por suerte en un tramo recto. Hecho un flan, reduje la marcha y abandoné la vía rápida por el primer desvío. Estaba lejos de casa, en algún lugar de los alrededores de Glorias, pero no me atrevía a seguir conduciendo. Aparqué en un solar, incliné el asiento del coche y, aún nervioso por el incidente, me dispuse a dormir, olvidando por completo los recelos.
Como una bestia agazapada a la espera de su víctima, la pesadilla saltó otra vez sobre mí. Los corredores sombríos, las cadenas, la piedra húmeda y enmohecida regresaban, pero yo no andaba. Corría. Corría porque sentía a la cosa detrás de mí; porque oía su arrastrar, veloz ahora; porque me quemaba en el paladar el hediondo olor de la putrefacción. No lograba escaparme. Por más que me esforzara en aumentar la velocidad de la zancada, los sonidos a mis espaldas no se distanciaban, sino permanecían constantes. Parecía sometido a un juego cruel, pues a aquello que me perseguía le habría bastado en cualquier momento alargar sus zarpas para atraparme, tan corto espacio nos separaba; pero no lo hacía, por malicia, por pura diversión, regodeándose en mi terror, buscando aumentar el placer que le proporcionaba.
Sólo en algunos sectores del edificio especialmente intrincados creí perderle por momentos, llegándome su resollar no ya de detrás mío, sino apagado por algún muro interpuesto. La ilusión se desvanecía al doblar alguna esquina y descubrir, por un brillo repentino en la oscuridad o un murmullo disimulado, que había abandonado el rastro para dar un rodeo y atajarme.
Habría jurado que transcurría un siglo, que mi huida se desarrollaba sobre una de esas cintas móviles donde es imposible avanzar. No había medida para el tiempo en aquel edificio de ventanas inalcanzables: la luz apenas cambiaba con las horas y sólo entregaba una claridad mortecina, gris, de albor invernal, como si el mundo acabara en los límites de piedra de aquella prisión y nada existiera mas allá, salvo un limbo sin día ni noche.
Corría, sí. Corría sin parar, corría ciegamente, gimiendo de angustia por no saber cuanto me quedaba antes de ser capturado. Porque de que me iba a coger no cabía ninguna duda. Tan obcecado estaba que no me di cuenta de los golpes hasta que la cosa bramó molesta. Eran unos impactos lejanos, casi inaudibles, como una nota grave de órgano, aunque se multiplicaban en forma de eco por las bóvedas de las galerías. Los muros empezaron a vibrar. Desvaídos, se enturbiaban repentinamente faltos de peso y consistencia. Me detuve, intenté tocar uno y vi a mi mano atravesarlo: no habría sentido menos oposición si hubiera probado a palpar la niebla. Me arrojé contra la pared y la crucé, encontrándome al otro lado. Mi perseguidor gruñía, en una mezcla de furia y dolor. Aunque estaba al borde de la extenuación, viendo que de algún modo se me brindaba una oportunidad, hice acopio de fuerzas y me alejé a la carrera por el nuevo pasillo. Los golpes se hicieron más fuertes y la bestia rugió de nuevo, esta vez sin desconcierto. Semejaba una fiera que se revuelve y entabla combate. Los muros dejaron de temblar, recobraron cuerpo; se apagaron los golpes. Mi auxiliador, fuera quien fuese, había fracasado y la cosa recobraba su dominio sobre el reino de los sueños.
Había obtenido alguna ventaja, sin embargo. El pasillo me condujo a otro más ancho, sin apenas bifurcaciones. Parecía un corredor principal...
¿Una salida? No me atreví a abrazar demasiadas esperanzas. Lo seguí por más de cien metros y al final tropecé con una puerta metálica, similar a la encontrada la noche anterior sirviendo de acceso a uno de los vestíbulos. Me apoyé en su hoja para abrirla. La cosa aulló.
Me volví hacia la voz y vi que había encontrado mi pista. Estaba aún distante; pero avanzaba deprisa y aceleraba. No podría detallar su aspecto; el recuerdo es confuso, apenas una cicatriz en la memoria, como si su forma no se ajustara a ninguno de los moldes para los que inventamos las palabras: sólo guardo una impresión de asco y una forma borrosa y negra, vagamente esférica, todo dientes y garras rebotando contra los muros en su apresurado avance.
Empujé la puerta. Entré y cerré a mis espaldas. Con desesperación, busqué alrededor algo para afirmarla. Arrumbada contra la pared encontré una viga de madera. La levanté y la inserté en las guías que a tal fin poseían muro y puerta. Justo a tiempo. La hoja de hierro se sacudió bajo un fuerte impacto. Un instante de silencio. Otra sacudida. Esperé, expectante, a que la cosa arremetiera de nuevo; pero no lo hizo. Se había rendido, y demasiado pronto como para sentirme tranquilo. ¿Por qué? ¿Por qué no intentaba derribar la puerta? Una risa, dentro de la sala, me revolvió las entrañas. Y, al descubrir quién la había emitido, grité.
Me desperté preso del pánico, con los puños prietos y los cabellos revueltos y empapados en sudor. Los golpes habían regresado y estallaban contra mi sien. Existían; no eran una alucinación más. Levanté la cabeza apoyada contra la ventanilla. Un policía llamaba al cristal con los nudillos; le miré sin acabar de comprender dónde estaba y qué hacía allí.
El agente se inclinó para mirar al interior del coche y me preguntó si me encontraba bien y por qué estaba gritando. Giré la llave en el contacto y bajé la ventanilla. Como pude me disculpé. Expliqué que estaba soñando, que conduciendo de noche me había sentido amodorrado y había decidido detenerme allí para echar una cabezada. El guardia no pareció convencerse -eran más de las cuatro de la tarde, según comprobé después-. Me pidió la documentación. La examinó, me miró atentamente, y tras unos segundos de espera se llevó la mano a la gorra y me dio los buenos días. Con tal lacónico saludo volvió a su coche patrulla.
Apoyé la frente contra el volante, todavía un poco mareado por el brusco despertar. No lo resistía, pensé; me estaba volviendo loco. En unos segundos tomé una determinación. Si quería librarme de la pesadilla debía averiguar todo lo posible sobre el dibujo: tal vez así conseguiría encontrar algún dato que explicara su ponzoñosa influencia. Hablaría con Alfredo Gozzi, su propietario hasta ahora. Él tenía que saber algo.
Gozzi vive en uno de esos pisos del Eixample increíblemente espaciosos y de fantástica decoración modernista. Sin miramientos, dejé el coche en doble fila y subí a su casa. Me abrió una doncella, que me hizo esperar en una salita mientras me anunciaba. Fue el propio Alfredo quien vino a buscarme, siempre atento, aunque con una expresión inusualmente distraída.
Debí observarle con demasiada atención o sorpresa, pues al estrecharme la mano me pidió disculpas. Últimamente había pasado unas noches espantosas, confesó.
En ningún momento le mentí; no obstante reconozco haber ocultado parte de la verdad. Expuse mi entusiasmo por su regalo y cómo había encontrado algunas referencias sobre el autor entre las cartas de Walpole. No eran muchas, de cualquier forma, pero sí las suficientes para excitar mi curiosidad. Se me había ocurrido que quizá él pudiera contarme algo más.
Alfredo se rascó la barbilla, recapacitando. Cuando decidió hacerme el obsequio, dijo, había estado revolviendo dibujos sin una idea preconcebida. Creía haberlo tomado de una carpeta con otras aguadas de idéntico tema. Me rogó que le acompañara.
Fuimos al gabinete donde guardaba los grabados, dibujos y algunos volúmenes de bibliófilo. La colección reposaba en estanterías numeradas para su ordenación. Alfredo fue hasta un archivador y me preguntó el nombre del dibujante. Le respondí. Se puso a buscar en uno de los cajones y extrajo una cartulina, que me entregó. Escrita a mano, con la clásica letra cursiva de moda medio siglo atrás, contenía una escueta descripción de la obra, con su técnica de ejecución y dimensiones. Debajo, como fecha de compra, figuraba 1761, de F. Gozzi a G. Piranesi. Según la tarjeta -y eso me interesó- mi dibujo formaba parte de una serie de cuatro. Le comenté el detalle a Alfredo. Asintió, mirando el número de la ficha.
Cogió una pequeña escalera y fue hasta los estantes, de donde bajó una carpeta azul cerrada con lazos. Me la alargó. Cuando hice ademán de abrirla, Alfredo me detuvo. La repulsión se adivinaba en su gesto, por más que intentara disimularla. Sin necesidad de preguntarle, descubrí que también él soñaba con una cárcel de inacabables estancias, que un breve vistazo al dibujo, al seleccionarlo como regalo, le había bastado para caer atrapado en el hechizo de Cordiani. «No mires los dibujos aquí, por favor». Calló un instante, buscando una excusa: «Perdóname, pero no puedo dedicarte mucho más tiempo. Tengo un compromiso urgente. Llévatelos sí quieres, estúdialos y ya me los devolverás. O mejor quédatelos...», dijo.
No discutí. Mi única preocupación era examinar las restantes aguadas; si quería librarse de ellas no era asunto mío. Le di las gracias, me puse bajo el brazo la carpeta y salí a la calle. En el primer banco que encontré, delante mismo de la casa de Alfredo, me senté a examinar su contenido.
Deshice los lazos. Del interior saqué tres dibujos a tinta, en unas hojas de papel amarillento. No cabía duda de la autoría, aun sin consultar su firma: idéntico tratamiento del claroscuro, idéntica minuciosidad e idéntico tema arquitectónico al del dibujo de Cordiani en mi poder. Pero lo que más me asombró fue la similitud de aquellas imágenes con los escenarios por los que había transitado durante mis sueños. En uno vi perfectamente descrito el enorme salón de mi segunda noche, con su puerta de hierro, sus galerías y sus escaleras, que conducían a un dédalo de pasillos; en otro se representaba un corredor estrecho y oscuro, en cuyos muros rezumantes se abría un sin fin de nuevos pasajes, como los recorridos en una fuga desesperada muy pocas horas atrás. Quedaba un tercero. Lo cogí, ansioso por descubrir qué pesadilla me anticipaba. Sin darme cuenta, carpeta y dibujos cayeron de mis rodillas. ¡Ojalá jamás lo hubiera contemplado!
El enigma de aquella trampa me lo desnudó Cordiani con absoluta crueldad, pues si en las otras aguadas sólo había representado los interiores vacíos del edificio, ahora por fin dibujaba a sus constructores. Dentro de una sala manipulaban mecanismos de insólitos apéndices, como científicos estudiando la física del dolor... ¿Qué sabiduría buscaban con su inhumana indiferencia? ¿Qué catálogo de suplicios precisaban completar? No me pregunte, por favor. ¿He de describir aquellos seres deformes e insanos, y la satisfacción en sus rostros, mientras desmembraban un cuerpo todavía reconocible como humano?
Por eso, desde entonces, no he dejado de vagabundear de un lado para otro, arrastrándome por las calles hasta la extenuación, luchando para no dormirme. Lo he probado todo: cafeina, pastillas, duchas frías, y casi no me sirven de nada. Me mareo, se me nubla la vista. Es imposible ganar la partida; aunque después de haber visto aquello, cada minuto es un regalo... Gracias al último dibujo conozco la verdadera naturaleza del mundo al que el loco Cordiani abrió una puerta y sé que no fue el cabalista quien lo destrozó de forma tan espantosa allá en su buhardilla... Sí, los he visto; y ellos a mí. Ahora, después de tantos siglos de aburrimiento, de refrenar sus apetitos, les basta esperar el instante en que cierre los ojos para tener un nuevo juguete... ¡Por eso no me atrevo a dormir! ¡Otro café! ¡Por lo que más quiera, déme otro café!
FIN