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mayo 30, 2010
AGOSTO 1995
Mi memoria privada del viaje que acabo de realizar a Bihac, en Bosnia, es una galería de personajes y de caras con nombre propio. Lo que imanta el recuerdo con más intensidad no es la sucesión de arquitecturas bombardeadas, la lluvia de balas que hubo que atravesar a lo largo de las cuatro millas de tierra de nadie que separan a Kladusa, el territorio de Abdic, el musulmán traidor, del de las tropas bosnias del enclave de Bihac, o el inmenso almacén vacío de las Naciones Unidas en Cazin, ya en suelo bosnio. Más bien, un puñado de hombres y mujeres que, unos por elección, otros por desgracia, son parte constitutiva de la rutina de la guerra, de esa normalidad engañosa que incluso bajo el asedio de los cohetes da al forastero la impresión de una superioridad metafísica.
Gentes que sólo son imaginables en la asediada y hambrienta circunstancia de Bihac y que le pertenecen a esa circunstancia casi tanto como las aguas llenas de memoria del río Una que serpentea entre los musulmanes, las tierras exhaustas y los caseríos de este rincón perdido de un lugar que llaman, todavía, Europa.
Nada hace tan necesaria la actividad colectiva como una guerra. En ella todos, militares y civiles, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, son piezas de un engranaje que los vincula fatalmente, y todo lo que ocurre parece tener inevitablemente sentido comunitario, justificarse sólo en la medida en que apunta a preservar el todo, como si no hubiera ya individualidad ni derecho a ella, como si un destino común hubiera devuelto a los habitantes a un estadio de la humanidad anterior a la aparición de la persona singular.
Por eso es fascinante descubrir en Bihac que no sólo hay individuos sino que la historia de la supervivencia de este enclave en el noroeste de Bosnia, desconectado del gobierno central de Sarajevo y librado a su propia defensa, sólo se podrá contar en la medida en que se le ponga nombre propio -y cara, y extremidades y sexo- a cada una de las pequeñas hazañas que constituyen la hazaña común. Habrá que colgar un apellido sobre el hombro de cada una de las victorias humanas que suman el milagro de estar vivos, allí al fondo, atenazados por el cerco de la triple alianza de los apóstatas dirigidos por Abdic y armados por los serbios croatas que controlan el norte del enclave, los serbios de la Krajina que colindan con la frontera occidental y los serbios bosnios que asedian desde el sur y desde el este.
Habrá que contar, por ejemplo, cómo el general Dudakovic, de mediana estatura, gruesa contextura, pelo rubio, cuarenta y un años y, al parecer, un par de cojones bien puestos, con poco menos de veinte mil hombres mal alimentados a sus órdenes y prácticamente sin armas propias cuando hace tres años empezó el asedio, ha conseguido que en los mapas que dan la vuelta por el mundo esta parcela de territorio musulmán desentone en la inmensa mancha serbia que la rodea por todas partes. Bihac no es Termópilas ni Numancia, porque aquí los héroes no han caído como los espartanos de Leónidas o los numantinos ante los romanos. Aquí la resistencia es más que heroica: es, hasta ahora, exitosa. Algo tiene que haber en esta bestia marcial que no salió de los manuales de historia militar. Se lo pregunto, en su modesto despacho del cuartel general del Quinto Cuerpo bosnio, oscuro, polvoriento y gastado edificio cuyo frontispicio guardan celosamente decenas de sacos de arena. "La clave es no dejar nada a la suerte. Creer en mí mismo, hacer un seguimiento minucioso e ininterrumpido de la situación militar del enclave y de todo el contexto de la guerra, y organizar, repartiéndonos las tareas con el gobierno civil, toda la vida de las gentes desde el nacimiento hasta la muerte". Me inquieta- qué estupidez, en este infierno- que semejante régimen cree una dictadura militar asfixiante. "Toda la movilización la coordina el gobierno regional de Bihac, es decir el gobierno civil. Yo sólo me ocupo de entrenar a las unidades y dirigirlas en combate. Además, no hemos movilizado a todo el zando a todos desde los 18 hasta los 66 años de edad, pero en la práctica faltan muchos por movilizar, como usted habrá podido ver. Dictadura es la que ha establecido Abdic en el norte del enclave, en Kladusa. Por eso lo derrotaré hasta recuperar la totalidad del territorio de Bihac: porque tiene una dictadura totalitaria almada por los serbios y por lo menos cuarenta por ciento de los que viven allí bajo su gobierno están en verdad con nosotros. El lucha por la dictadura, yo lucho por la identidad y la soberanía de Bihac".
El territorio de Bihac es un enclave de ciento ochenta mil habitantes con cuatro municipalidades, entre ellas la propia ciudad de Bihac, que en verdad es un pueblo. Desde 1992 resiste el asedio de los serbios, pero el año pasado el potentado Fikret Abdic, próspero agroindustrial dueño de medio enclave, se rebeló contra el Quinto Cuerpo en el norte del enclave, atrincherándose en Kladusa, territorio inmediatamente colindante con la Krajina, es decir con los serbios de Croacia que desde entonces son su soporte militar y político, y que en buena cuenta lo controlan. Aunque él ha decretado una república soberana en su territorio, se trata de un gobierno títere de los serbios. En agosto del año pasado, el Quinto Cuerpo, en una operación sorpresiva dirigida por Dudakovic, logró capturar Kladusa. En noviembre, los serbios croatas desataron una ofensiva masiva con treinta mil hombres y permitieron a Abdic recapturar el territorio.
Desde allí lanzaron un bombardeo con morteros, lanzacohetes y helicópteros sobre el pueblo de Bihac, el más violento desde que estalló la guerra en esta zona, dejando los alrededores, como Zaliver, en las montañas que yerguen su majestuosidad sobre estos caseríos, totalmente inhabitables, fantasmas de la guerra que estremecen a quien pasa por allí por la huella violenta que ha quedado impresa para siempre. Desde entonces, la alianza de Abdic, los serbios bosnios y los serbios croatas, asedia la ciudad.
Aunque el bloqueo es hermético desde por lo menos mayo del año pasado, entre noviembre y nuestros días, además de endurecerse el bloqueo, los bombardeos han hecho asco al simbólico cese al fuego negociado por Carter entre las facciones que se entrematan en Bosnia. El grueso de las armas del Quinto Cuerpo han sido arrebatadas al enemigo. La famosa Operación Tigre ordenada por Dudakovic, por ejemplo, logró convencer a Abdic de que el batallón que fingió pasarse a su bando se había rebelado de verdad contra el comandante del Quinto Cuerpo, consiguiendo que el jefe de Kladusa entregara desprevenidamente más de mil armas al enemigo.
El territorio de Abdic se diferencia a primera vista del resto del enclave de Bihac en que allí se respira un ambiente denso, rígido, vertical. Un funcionario del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), establecido en la base de los cascos azules afincados en Kladusa -los famosos bengalíes que el año pasado casi mueren de hambre y que hoy está al mando de un danés de aspecto británico-, comenta que nadie puede aventurarse más allá de la calle que recorre unos metros de distancia entre la base y el centro, y que en el noventa y cinco por ciento de las ocasiones no está permitido a los funcionarios, de Naciones Unidas verificar la distribución de alimentos, medicinas y semillas entre la población. Ya se ha atrevido Abdic a atacar la base de las Naciones Unidas y tiene armas apuntando en esa dirección desde un monte cercano.
Según este mismo funcionario, la dictadura de Abdic no es apoyada sino temida, y su dependencia con respecto a los serbios de la Krajina es total. "Es un títere", comenta.
Al pasar por allí, a la ida y al regreso del pueblo de Bihac, no he sido maltratado por los soldados de Abdic a los que he preguntado cómo dirigirme en una u otra dirección, y durante la media hora que he tenido que esperar en pleno campo de batalla para ser escoltado a través de la línea de confrontación que separa al resto del enclave de Bihac del territorio de Abdic, Kladusa, los soldados han sido amables, mientras disparaban a todas partes en busca del enemigo emboscado entre los árboles o al otro lado de los inmensos cerros que flanquean la trocha.
Allí me he dado cuenta de que la guerra es también soledad y espera, antesala interminable, lo mismo para estos soldados que para los serbios de la Krajina en el puesto de vigilancia de Vojnic donde empieza -o termina -su territorio, o para los croatas en el puesto de vigilancia de Moscenica, que separa su territorio del de los serbios croatas. En todos estos puestos que hay que atravesar camuflado bajo la bandera de Naciones Unidas- ningún periodista ha viajado a Bihac en varios meses- hay un respeto distante, frío, ligeramente hostil hacia las siglas NU que protegen -o delatan, según el cristal con que se mire- el coche en que voy atravesando las fronteras de la guerra. Más frontales son los niños, que nos han caído a pedradas al pasar por Kladusa. Sólo entre Kladusa y la frontera musulmana del enclave de Bihac, en la tierra de nadie, he sentido miedo, al desatarse un estruendo de proyectiles sobre nuestras cabezas y ver, a la ida, los rostros desencajados de los bengalíes que nos han acompañado en el cruce y, al regreso, el del trabajador social que ha sido nuestro único acompañante. A la ida hemos olvidado nuestros chalecos antibalas y nuestros cascos, lo que casi ha impedido que crucemos, tal es el riesgo de esas cuatro millas de la muerte que sólo es posible atravesar dos veces por semana con permiso expreso de las panes a uno y otro extremo, y únicamente si se va con un convoy de las Naciones Unidas. El permiso no es, por supuesto, un blindaje perfecto: el camino está moteado de francotiradores que disparan en el segundo mismo en que ven al convoy asomar la nariz por sus dominios. Por lo demás, los puestos de vigilancia a ambos extremos de este territorio de nadie avanzan o retroceden todos los días según la fortuna bélica de cada bando y es probable que al llegar uno al otro lado la frontera que existía al empezar la travesía ya se haya deslizado unos metros.
Mientras sigo haciendo preguntas a Dudakovic, el general se ha levantado de su asiento y ha encendido el televisor y el video. Inmediatamente después veo unas imágenes de un coche carbonizado, rodeado de cadáveres.
"Allí debajo, aplastado por el coche, estoy yo", me dice el general, con orgullo. Efectivamente, días atrás una mina serbia -en la guerra las minas tienen nacionalidad- ha estallado debajo del coche del general, aquí en Bihac. Han muerto sus guardaespaldas pero él, bajo por los fierros en llamas, ha salvado de milagro. Esta ha sido su respuesta a mi ingenua pregunta: ¿se atreve usted a entrar al frente de batalla? "No se puede dirigir una defensa contra tantos enemigos desde esta oficina. Tengo que estar allí, al mando de mis hombres, para que se sientan comandados y respaldados. Si me dan un poco de tiempo, recuperaré Kladusa, donde tengo una quinta columna". Respira hondo, seguro de haberme impresionado con esta referencia con olor a guerra civil española y añade, en broma: "con los hombres que tengo puedo llegar hasta el Drina...".
Me interesa saber si este general recibe órdenes, como la jerarquía militar lo sugiere, de Sarajevo, donde está el mando del ejército bosnio.
"Tenemos comunicación y coordinamos algunas cosas", me responde lacónicamente. La pregunta es inútil: es evidente que el general no recibe ninguna orden ni instrucción desde Sarajevo. A lo sumo, comunica sus acciones después de ejecutadas. Entre ellas, la más reciente: la voladura de la torre de transmisión de los serbios de la Krajina en un monte cercano. Aunque Dudakovic no se queja de esto, todos en Bihac dicen lo mismo: que Sarajevo se ha olvidado de ellos, que los líderes bosnios han dado la espalda a este enclave solitario y que no tienen esperanza de recibir ninguna ayuda de parte de ellos. No sé si seguirá resistiendo el asedio con éxito, pero está claro que la espada de honor de esta guerra, en toda la ex Yugoslavia, se llama Dudakovic. "¿Si usted ganara la guerra, instalaría una dictadura militar?", le pregunto. Añado: "Los generales que ganan guerras quieren casi siempre quedarse con el poder". Su respuesta es inmediata: "Si no hemos instalado una dictadura ahora que estamos defendiéndonos contra un asedio salvaje y estamos en plena guerra, mucho menos lo haremos el día de mañana. Los militares regresaremos a los cuarteles y el Quinto Cuerpo habrá que reducirlo a un tamaño más pequeño".
Mientras me despido, pienso en la frase que me ha dicho, antes de esta reunión, Nurvet Dervicevic, oficial de enlace del Quinto Cuerpo: "Los serbios están admirados de que sigamos todavía en pie".
Pero Dudakovic no es el único individuo que puebla la galería de mi memoria de Bihac. Hay muchos más: Azmira, por ejemplo. Delgada, menuda y transparente, de cabellos rojizos y labios por los que han pasado todos los cigarrillos que caben en 18 horas de jornada diaria. Ella es la asistenta bosnia de Monique, la jefa del ACNUR en Bihac. Sus funciones incluyen desde servir de intérprete hasta enlazar a su jefa con todas las fuerzas vivas de esta comunidad y, por supuesto, con el fondo sufriente del enclave, ese mundo de víctimas del hambre o la violencia, el miedo o la resignación, que constituyen todos los seres humanos cuya existencia de alguna u otra forma Monique aspira a aliviar. Azmira lo ha visto todo. Se nota en su mirada. En noviembre pasado, mientras las fuerzas combinadas de Abdic y los serbios de la Krajina bombardeaban Bihac, su casa fue perforada por enésima vez, sólo que en esa ocasión su padre y su hermano fueron alcanzados por los proyectiles. Al primero le destrozaron la pierna, al segundo una mano. No ha dejado de dormir una noche en su casa desde entonces, a pesar de que está a tiro de jarro de las fuerzas enemigas. Cursaba su penúltimo año de universidad en Sarajevo cuando empezó la guerra y tuvo que interrumpir- tal vez para siempre- sus estudios de inglés para volver aquí. Desde entonces ha vivido el asedio serbio junto con los treinta mil habitantes del pueblo de Bihac y sus alrededores: cascada rutinaria de bombas, bloqueo cerril de la ayuda humanitaria a partir de mayo del año pasado, absoluta ausencia de electricidad, desaparición del combustible.
Azmira sabe que en cualquier momento los serbios podrían arrasar el lugar y ella, con su familia, sufrir uno de dos destinos: la muerte o el exilio (aunque exilio es una palabra demasiado romántica para la suerte que corren los desplazados por la "limpieza étnica", como pude comprobarlo, por ejemplo, en el campo de refugiados croatas de Zagreb, donde los antiguos habitantes de Vukovar comparten penosas condiciones de existencia, confinados en habitáculos de dos metros cuadrados para familias de cuatro personas y con acceso a un baño por cada ochenta refugiados). Nada de esto es suficiente para hundirla en la desmoralización. Se ha acostumbrado a la guerra. Ha perdido el miedo a morir. "Estamos resignados", dice, pero yo creo que es mucho más que eso:
el acceso del alma a un estado superior en el que, habiendo explorado los confines más hondos del mal, se tiene una sabiduría que inmuniza al cuerpo y la mente contra el sufrimiento. Decir que no sufre sería inexacto. Lo que ocurre es que se ha vuelto sufrimiento mismo, esencia de guerra, y por tanto está capacitada para sobrevivir anímicamente hasta que un día vuele en pedazos- o la guerra, por magia, termine. No es una naturaleza sobrehumana es un alma que ha explorado y conocido dimensiones de lo humano que jamás serán accesibles para el común de los mortales, no sometidos a una experiencia de esta índole.
"Fumas mucho", le comento, mientras me traduce lo que dice Dudakovic; o lo que me explica el ministro de Economía del enclave, Ibrahim Sarajlija; o lo que me dice la vendedora en el mercado; o los lamentos de la vieja Lakic, otra desplazada de la guerra que ha venido a parar nada menos que a Bihac para encontrar asilo; o las palabras tiernas de Bajadzic para con sus tres hijos en el zaquizamí donde ha recluido su existencia indigente esta mujer cuyo marido ha ido al frente de batalla y cuya alimentación depende de una cocina pública que, por obra del bloqueo, va quedando cada vez más desnuda. "Sí, todo el mundo fuma mucho. Lo que más consumimos es cigarrillos", me asegura Azmira. Le creo: desde que la he conocido no la he visto un segundo sin un cigarrillo columpiándose en sus labios. En esta guerra, el humo es un amuleto contra la muerte. Todos, militares y civiles, ancianos y párvulos, fuman como chinos.
Se nota que es también un buen negocio. Por ejemplo, en el mercado de Bihac -si se puede llamar mercado a ese pequeño conjunto de mesas dispuestas en forma de herradura en plena plaza central del pueblo, donde algunos artículos de consumo se anuncian a precios de escándalo en, por supuesto, marcos alemanes: diez marcos por una pasta dentífrica, ocho marcos por un paquete de cigarrillos, cien marcos por unos zapatos gastados con suela de goma. Ya en el mercado de Cazin, a pocos kilómetros del pueblo de Bihac, siempre dentro del enclave musulmán, he visto el día anterior algo parecido: artículos de "lujo" a precio estratosférico. No hay casi alimentos en el mercado, pero sí muchas otras cosas. En principio, es un contrasentido que un enclave cercado tenga mercados donde se venden productos que no se producen allí. Todo el mundo sabe el porqué de esto. Me lo explica Azmira: "Son los productos que nos vende el agresor, los serbios de la Krajina, en comercio con musulmanes que los distribuyen en el mercado negro. Nuestro dinero termina en manos del agresor. Lo peor es que necesitamos el mercado negro. Sin él, no podríamos sobrevivir. Lo que permite que no nos extingamos es precisamente ese comercio, pues desde hace varias semanas no están dejando pasar a ningún convoy humanitario de las Naciones Unidas, sólo a las fuerzas de protección".
Aquí está una de las claves de esta guerra: el mercado negro. No es posible entender lo que pasa en Bihac si no se entiende el negocio de la guerra. Los serbios de la Krajina que impiden el paso de los convoyes humanitarios de las Naciones Unidas han organizado un lucrosísimo contrabando hacia el enclave a través de la complicidad del enemigo musulmán al otro lado de la frontera, de tal modo que se ha creado una dependencia de los habitantes de Bihac con respecto a estos productos para la simple supervivencia. Ya que no los han podido matar con balas o por inanición, han decidido sacarles a los bosnios musulmanes todo el dinero que puedan, creando en ellos una suerte de síndrome de Estocolmo por el que la víctima se aferra a la vida confiando su suerte al raptor. En este caso, los habitantes de Bihac pagan, a través del mercado negro, una suerte de rescate a los serbios de la Krajina por seguir a duras penas con vida. La pregunta es obvia: ¿de dónde sacan los habitantes de Bosnia dinero para pagar las fortunas que cuestan los productos del mercado negro? La respuesta- en boca de todo el mundo- es sencilla de las remesas de los familiares que están en Austria, Alemania o Italia. En principio tiene un relente extraterrestre la noción de una transacción bancaria en esta provincia remota del olvido. Pero muchos miles de habitantes de Bihac tienen parientes que les envían dinero desde el exterior. El circuito infernal hace que los serbios logren consumir las reservas no sólo de los habitantes del enclave sino de quienes, más afortunados, han logrado instalarse en la civilización. Así, los bosnios de Austria o Alemania alimentan hoy la empresa guerrera de los serbios de la Krajina contra sus compatriotas atrapados en Bihac, todo ello con el beneplácito- qué remedio les queda- de los propios musulmanes, que dependen para sobrevivir de este contrabando entre enemigos. Las transferencias se hacen por el único banco en funcionamiento, con el permiso de las autoridades militares y, antes, de los croatas, aliados de los musulmanes a través de la Federación creada no hace mucho, que hacen de intermediarios financieros entre la civilización y este rincón del din del mundo. Una vez a la semana algún helicóptero croata aterriza semi-secretamente en Bihac para entregar algún armamento al Quinto Cuerpo y entonces, me aseguran a media voz los bosnios de Bihac, también entregan a los musulmanes dinero a cuenta de las transferencias hechas a Croacia desde Austria o Alemania y destinadas en última instancia para ellos.
El ministro de Economía, después de despotricar contra el mercado negro y de asegurarme que nadie en el Quinto Cuerpo participa de ese negocio, me admite que él también compra en ese mercado y que las autoridades no pueden dedicarse a meter presos a las tres mil o cuatro mil personas que, según sus cálculos, mueven el negocio, pues surgirían otras y, en todo caso, a nadie le conviene que desaparezcan los productos. Un observador de La Unión Europea que me impresiona por sus conocimientos militares y que perdió un brazo en la guerra del Golfo Pérsico (el garfio que ahora lo reemplaza no parece incomodarlo mayormente), me indica que los serbios de la Krajina necesitan para sostener su guerra unos 24 millones de marcos alemanes. El mercado negro se ha convertido en la gran fuente de ingresos para mantener la empresa bélica. Esta es la razón por la que desde hace un año no dejan pasar regularmente a los convoyes de las Naciones Unidas. Los precios bajarían en el mercado con todo ese ingreso de alimentos y medicinas y su negocio se echaría a perder. "Las perspectivas de que desbloqueen el camino, por tanto, son mínimas y Bihac puede vivir muy pronto una tragedia humanitaria multitudinaria".
Tanto como la imagen de Azmira con el cigarrillo entre los dedos, me admira Monique, la francesa del ACNUR que abandonó la comodidad de Ginebra hace año y medio para ir a "trabajar al campo", según la expresión burocrática apropiada para describir un destino de guerra, instalándose en Bihac desde entonces y convirtiéndose en uno de los personajes emblemáticos del enclave. No abandonó Bihac ni siquiera durante la ofensiva de noviembre, cuando el pueblo estuvo a punto de caer en manos serbias y cuando todo el personal de Naciones Unidas y de las organizaciones humanitarias había evacuado el lugar. Viéndola desenvolverse entre los musulmanes, con un inglés de marcado acento francés que nadie entiende en este pueblo, es imposible no fascinarse con la entrega total de su persona a esta circunstancia que tiene tan poco que ver con su propio pasado. Organizando la escasa ayuda humanitaria que ha podido penetrar el cerco en este último año; dirigiendo a su pequeño equipo de asistentes entre Cazin y Bihac, durmiendo un día aquí, otro día allá; coordinando sin temor con los forzudos oficiales de las fuerzas de protección que, se supone, deberían estar protegiendo sus afanes asistenciales; auscultando momento a momento las penurias del pueblo a través de visitas a todas las instancias en las que alguien sea capaz de decir a quién le hace falta qué, esta forastera es ya para siempre una de las caras de Bihac. Cuando me llevó al hospital -que también fue bombardeado, hace algún tiempo, por el fuego enemigo y en el que murieron muchos heridos por los efectos del ataque-, me conmovió que se detuviera en la puerta de la sección de los heridos de guerra y confesara: "Sigue tú, yo no puedo ver a los heridos. No tengo fuerzas". En boca de quien se juega el pellejo por elección desde hace un año y medio uniendo su destino al de los habitantes del enclave, de quien me ha llevado una tarde más allá de uno de los puestos de vigilancia del pueblo de Bihac, tras el cual no está permitido acceder por ser tierra de combate, y de quien se negó a abandonar el lugar cuando todos los pronósticos apuntaban a la caída del enclave, semejante dimensión de debilidad recuerda que estos héroes todavía se parecen algo a nosotros. Un efecto similar me hizo, cuando viajábamos hacia el enclave y llegamos al territorio de Kladusa controlado por Abdic, el rostro de Candra, una trabajadora social de Care Canada, al comprobar que no llevaba chaleco antibalas ni casco protector. Pálida, voz entrecortada, rostro surcado por el sudor, me explicó que el cruce de la línea de confrontación era muy peligroso y que siempre disparaban al convoy militar de las Naciones Unidas. Su temor me contagió. Entonces no sabia que esta canadiense venida de una experiencia humanitaria de cuatro años en la Argentina, también se mueve por Bihac como pez en el agua y que su tarea, asistir a cinco categorías de víctimas de la guerra, desde heridos hasta niños huérfanos, es un careo constante, diario, tenaz, con el peligro y con el sufrimiento ajeno. También ella, como Monique, tuvo un instante redentor de humanidad. Humanidad que se despliega generosamente, todos los días, a la cabeza de un ejército de mujeres bosnias con las que se comunica a través de intérpretes y a las que ella ha organizado en su batalla contra el infortunio, hecha de atención psicológica, de caridad, de compañía y de asistencia médica. Todas sus ayudantas vienen de alguna tragedia familiar, todas ellas podrían ser también beneficiarias de sus servicios, estar del lado receptor de esta dialéctica de la filantropía.
Todas fuman sin cesar, todas me cuentan lo que ven u oyen en sus recorridos asistenciales, para que el mundo oiga su letanía de heroísmo silencioso. ¿Quién dice que en Bihac las mujeres no hacen la guerra?
Lo del hambre en Bihac no es exageración. Las cuatro mil personas que dependen de las cocinas públicas corren el peligro de la inanición si los convoyes no pueden pasar pronto. Los bosnios que intercambian las puertas de sus casas y sus muebles por comida se verán muy pronto desprovistos de moneda de cambio para conseguir alimentos y lo poco comestible que llega al mercado de Bihac acabará tarde o temprano con las reservas de los familiares de los habitantes.
Este enclave nunca fue un emporio de riqueza, pero antes de la guerra había aquí una industria textil, química, maderera y metálica, y el agrocomercio (controlado en buena parte por Abdic) era próspero. Se producían unos 700 millones de dólares al año, de los cuales se exportaban 120. La producción de alimentos no era suficiente para abastecer a toda la población, por lo que parte de esos ingresos por exportaciones se destinaba a adquirir alimentos. Las setenta mil hectáreas de tierra disponibles producían maíz, papas, habas, trigo. Desde 1991, esta economía empezó su declive hasta las condiciones de supervivencia de hoy en día. El primer año se consumieron las reservas. El segundo empezó el via crucis.
En 1994, cuando el bloqueo se consolidó, el hambre se volvió un enemigo más en la múltiple alianza contra Bihac. Veinte mil hectáreas de tierra se han echado a perder del todo y las que quedan están tan exhaustas que son incapaces de producir lo de antes. La cosecha es hoy la quinta parte de la que era. También el ganado se ha reducido a la quinta parte. Los musulmanes de Bihac comen una vez al día, muchas veces una vez cada dos días, desde hace ya más de un año. Se calcula que desde hace meses sólo ingresan al enclave un diez por ciento de los alimentos y medicinas que hacen falta. La imagen del almacén vacío en Cazin (apenas unos cuantos sacos de semillas para enfatizar más la desnudez del depósito) se me antoja como otro emblema de la guerra.
Nadie, por supuesto, trabaja por un salario. Todos trabajan para si mismos: para sobrevivir. La energía, apenas unos 6 megavatios (se necesitan unos 120 para que esta ciudad funcione con alguna normalidad), sólo son suficientes para sostener al hospital y abastecer de agua a la población. Le pregunto a Bajadzic, madre de Edina, Emina y Ermin, cuyo marido pierde años en el frente de batalla y que vive en un espacio de dos metros cuadrados con todos sus hijos, qué come y cuántas veces al día. A veces una vez al día, a veces cada dos días, lo que la cocina pública de Bihac le da, que es una ración infantil. Mientras me cuenta esto ambos pensamos en que su recién nacido, colgado de la teta de la madre con ahinco, tiene su alimentación por ahora más o menos resuelta. Como casi todo el mundo en Bihac, no tiene esperanzas de que la guerra se acabe y vive resignada a que su marido esté en alguna parte del enclave, a las órdenes de Dudakovic, desafiando a la muerte para defender Bihac contra el asedio de los serbios. A Kakic, mujer de 60 años que parece de cien, que viene huyendo de un pueblo arrasado por la guerra y es otro símbolo de los desplazamientos de población que son uno de los estandartes de este conflicto, le pregunto qué hace para sobrevivir, en el cuchitril donde nos ofrece hospitalidad. Tocada por un pañuelo de los que no he visto muchos por aquí, me cuenta que se acaba de casar con un marido que tiene lesionado el corazón para poder comer y que, bajo el embrujo de la solidaridad alimenticia, ha surgido el amor. Ha vivido dos guerras (su madre, que aún respira, ha vivido tres) y me asegura que todavía no pierde del todo la esperanza de que Bihac tenga paz ("íMir! íMir!"). Le pregunto si cree en Dios, si es posible -todavía- creer en Dios. Hace una mueca, se encoge de hombros, y me dice: "Algo hay allí...".
He tratado de adivinar si para los musulmanes de Bihac la religión es un arma de lucha, ya sea como esperanza o simplemente como refugio. Nadie parece otorgar a este tema una prioridad. Nada más alejado de la imagen fanática que, desde Kladusa, Abdic ha tratado de atribuirles a los musulmanes que están al sur de sus dominios. Dudakovic me dice que no sabe si Dios existe. Su oficial de enlace explica que él, pecador pertinaz, es el más "mujahidin" de todos, cuando le pregunto si es verdad que los del Quinto Cuerpo son cruzados religiosos. Todos me aseguran que en Bihac hay serbios a los que no se hostiliza y Dudakovic asegura que también en el Quinto Cuerpo hay serbios, "pues no luchamos por una religión o una etnia sino por Bihac". Si es verdad que no alienta en los bosnios un fervor de venganza religiosa, es notable: los serbios han destruido centenares de mezquitas desde que se oyeron por aquí los primeros disparos (en total unas ochocientas mezquitas e iglesias tanto ortodoxas como católicas han sido reducidas a polvo). Tampoco tendría, históricamente, por qué haber demasiado espacio para el odio religioso. En este lugar de Bosnia habitaban pacíficamente los distintos grupos hace 1,200 años, antes de que el Islam o la iglesia ordodoxa hicieran su ingreso y de que los imperios y las ideologías y la geopolítica sembraran para siempre la discordia. Se puede reprochar a los musulmanes muchos horrores -qué bando no los ha cometido en esta guerra- pero a los de Bihac no creo que sea justo imputarles fanatismo religioso.
Mientras me alejo de Bihac, de vuelta a Zagreb, la víspera de la interrupción del cese al fuego, de que, en otros escenarios de la guerra, Tudjman ordene el ataque al enclave de Eslavonia occidental y de que los serbios de la Krajina respondan con el bombardeo sobre la capital croata, pienso en lo ridículo que suena, en este contexto, el concepto de "comunidad internacional". Nadie en Bosnia guarda ya ningún respeto por ella, y aunque los políticos aseguran que la OTAN tendría que intervenir masivamente para detener la guerra, el grueso de las gentes prefiere ignorar que hay mundo más allá del perímetro infernal de esta interminable muerte lenta. Ellas han aprendido a morir de a pocos con naturalidad, como se viste uno por la mañana o se desplaza al mercado, asumiendo cada una de las balas de esta guerra como sustancia misma de la vida, como esencia de lo que es pasar por este mundo. Lejos de los reflectores que apuntan sobre Sarajevo y otras áreas de este conflicto laberíntico y que parecen haberse olvidado de que aquí, más al norte, también está la morada del diablo, los bosnios de Bihac han eliminado de su vocabulario las palabras paz y esperanza.
FIN