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    Fade In Down


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    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


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    Rotate In Up Left


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    LA REINA MARGOT (Alejandro Dumas) - Parte 2

    Publicado en mayo 09, 2010
    Parte 1


    III

    DIOS DISPONE

    Como ya se lo hiciera notar el duque a los dos jóvenes, el más profundo silencio reinaba en el Louvre.
    Margarita y la señora de Nevers habían ido a la calle Tizon. Coconnas y La Mole siguieron sus huellas. El rey Carlos y Enrique paseaban por la ciudad. El duque de Alençon permanecía en su cuarto en espera de los acontecimientos que le había anunciado la reina madre. Por último, Catalina se había acostado, y la señora de Sauve, sentada a su cabecera, leía ciertos cuentos italianos que le hacían mucha gracia a la buena reina.
    Hacía mucho tiempo que Catalina no estaba de tan buen humor. Después de haber cenado con apetito acompañada de sus damas, tras consultar a su médico y de revisar las cuentas del día, había ordenado que se rezara una plegaria por el buen éxito de cierta importante empresa de la que, según dijo, dependía la felicidad de sus hijos. Era costumbre de Catalina y también costumbre en Florencia, la de hacer decir en ciertas cir-cunstancias plegarias y misas cuyo objeto sólo Dios y ella sabían.
    Por último, mandó llamar a Renato y eligió varias novedades entre sus papeles perfumados y rico surtido de cosméticos.
    Que vayan a enterarse dijo Catalina si mi hija la reina de Navarra está en su habitación, y si es así, que le rueguen que venga a hacerme compañía.
    Salió el paje a quien fue dada esta orden y un instante después volvió en compañía de Guillonne.
    He llamado a la señora y no a la doncella dijo la reina.
    Señora dijo Guillonne , he creído que debía venir en persona para manifestar a Vuestra Majestad que la reina de Navarra ha salido con su amiga la duquesa de Nevers...
    ¡Ha salido a estas horas! dijo Catalina, frunciendo el ceño . ¿Dónde puede haber ido?
    A una sesión de alquimia respondió Guillonne que tendrá lugar en el palacio de Guisa, en el pabellón habitado por la señora de Nevers.
    ¿Y cuándo volverá? preguntó la reina madre.
    La sesión se prolongará hasta muy entrada la noche, de modo que es muy probable que Su Majestad se quede en casa de su amiga hasta mañana.
    ¡Qué feliz es la reina de Navarra! Murmuró Catalina . Tiene amigas y es reina; lleva una corona, la llaman Vuestra Majestad y no tiene súbditos. ¡Dichosa ella!
    Después de esta ocurrencia, que hizo sonreír interiormente a quienes la oyeron, añadió:
    Por lo demás, ya que ha salido, decidme: ¿cuándo salió?
    Hará una media hora, señora.
    Tanto mejor; retiraos.
    Guillonne saludó y se fue.
    Continuad vuestra lectura, Carlota dijo la reina.
    La señora de Sauve prosiguió.
    Al cabo de diez minutos, Catalina la interrumpió.
    ¡Ah, a propósito! dijo . Que despidan a los guardias de la galería.
    Era la señal que esperaba Maurevel.
    Ejecutaron la orden de la reina madre y la señora de Sauve reanudó su lectura.
    Llevaría leyendo aproximadamente un cuarto de hora sin interrupción, cuando un grito agudo, prolongado y terrible llegó hasta la alcoba regia y erizó los cabellos de los presentes.
    Inmediatamente se oyó un pistoletazo.
    ¿Qué es esto dilo Catalina , por qué no seguís leyendo, Carlota?
    ¿No habéis oído, señora? preguntó la joven palideciendo.
    ¿El qué? dijo Catalina.
    Ese grito.
    Y ese pistoletazo añadió el capitán de guardia.
    ¿Un grito y un pistoletazo? dijo Catalina . No he oído nada... Por lo demás, no es nada extraordinario en el Louvre oír un grito y un pistoletazo. Leed, Teed, Carlota.
    Pero escuchad, señora dijo ésta, mientras el señor de Nancey permanecía de pie con la mano en la empuñadura de su espada, no atreviéndose a salir sin permiso de la reina , escuchad, se oyen pasos a imprecaciones.
    ¿Voy a informarme, señora? dijo este último.
    En absoluto, señor, quedaos aquí dijo Catalina incorporándose como para dar mayor fuerza a su orden . ¿Quién me protegería en taro de peligro? Deben de ser algunos suizos borrachos que se estarán peleando.
    La calma de la reina, en oposición al nerviosismo que dominaba a todos los presentes, producía un contraste tan notable, que la señora de Sauve, por muy tímida que fuese, clavó una mirada interrogadora sobre Catalina.
    ¡Pero, señora exclamó , se diría que están matando a alguien!
    ¿Y a quién queréis que maten?
    Pues al rey de Navarra, señora; el ruido procede del lado de sus habitaciones.
    ¡No seas tonta! murmuró la reina, cuyos labios, a pesar del dominio que ejercía sobre sí misma, comenzaban a temblar de un modo extraño como si estuviese orando entre dientes . ¡La muy tonta ve en todas partes a su rey de Navarra!
    ¡Dios mío, Dios mío! dijo la señora de Sauve, dejándose caer en el sillón.
    Vaya, se acabó dijo Catalina . Capitán añadió dirigiéndose al señor de Nancey , espero que si hubo escándalo en el palacio, mañana castigaréis severamente a los culpables. Seguid vuestra lectura, Carlota.
    Catalina cayó sobre su almohada y permaneció inmóvil. Quienes estaban presentes notaron que gruesas gotas de sudor corrían por su rostro.
    La señora de Sauve obedeció la orden formal, pero sus ojos y su voz funcionaban maquinalmente. Su pensamiento errante la advertía que un peligro terrible amenazaba la cabeza de un ser querido. Después de algunos minutos de lucha, se hallaba tan oprimida entre la emoción y la etiqueta, que su voz dejó de ser inteligible, el libro cayó de sus manos, y se desmayó.
    De pronto se oyó un ruido más fuerte. Un pesado y presuroso andar retumbó en el corredor y dos tiros hicieron vibrar los cristales. Catalina, asombrada de que aquella lucha se prolongase más de lo previsto, se levantó, rígida, pálida, con los ojos dilatados... En el momento en que el capitán de su guardia iba a salir, le detuvo, diciendo:
    Quédense todos aquí; yo misma iré a ver qué sucede.
    He aquí lo que pasaba o, mejor dicho, lo que había pasado:
    De Mouy había recibido por la mañana de manos de Orthon la llave enviada por Enrique. En el interior de esta llave, que estaba hueca, encontró un papel enrollado que pudo sacar gracias a una aguja.
    En él leyó el santo y seña para entrar en el Louvre aquella noche.
    Además, Orthon le había transmitido verbalmente las palabras de Enrique invitando a De Mouy para que fuera a verle al palacio a las diez.
    A las nueve y media, De Mouy se hallaba cubierto con una armadura, cuya resistencia había tenido ocasión de probar más de una vez; abrochóse sobre ella un jubón de seda, ciñóse su espada, colocó sus pistolas en el cinto y cubrió todo con la famosa capa color cereza de La Mole.
    Ya hemos visto cómo mucho antes de volver a su habitación, Enrique juzgó conveniente hacer una visita a Margarita y cómo llegó por la escalera secreta a tiempo de tropezar con La Mole en el dormitorio de su esposa y de ocupar su puesto en el comedor ante los ojos del rey.
    Precisamente en aquel instante, y gracias al santo y seña enviado por Enrique, y sobre todo a la famosa capa color cereza, De Mouy entraba en el Louvre.
    El joven subió directamente al aposento del rey de Navarra imitando lo mejor posible, como de costumbre, los andares de La Mole. En la antecámara encontró a Orthon, que le aguardaba.
    Señor De Mouy le dijo el montañés , el rey ha salido, pero me ordenó que os pasara a su alcoba y que os dijera que le esperaseis allí. Si tarda demasiado, ya sabéis que su cama está a vuestra disposición.
    De Mouy entró sin pedir más explicaciones, puesto que lo que acababa de decirle Orthon era lo mismo que le habían dicho aquella misma mañana.
    Para ganar tiempo, De Mouy cogió una pluma y, acercándose a un excelente mapa de Francia que colgaba de la pared, se puso a contar y a distribuir las etapas de París a Pau.
    Aquella tarea le entretuvo un cuarto de hora, y una vez concluida, De Mouy no supo qué hacer.
    Dio dos o tres vueltas por el cuarto, se frotó los ojos, bostezó, se sentó, se levantó y volvió a sentarse. Por fin, aprovechando la invitación de Enrique, excusado además por las leyes de familiaridad que regían entre los príncipes y sus servidores, puso sobre la mesilla de noche sus pistolas y una lamparilla, se tendió sobre el amplio lecho de oscuras colgaduras que decoraban el fondo de la habitación, colocó su espada desnuda a lo largo de su pierna y, seguro de no ser sorprendido, ya que un criado velaba en la pieza contigua, se dejó vencer por un pesado sueño. Sus ronquidos resonaron entre los pliegues del baldaquino. De Mouy roncaba como un verdadero soldado y, en este terreno, hubiera podido rivalizar con el mismo rey de Navarra.
    Fue entonces cuando seis hombres, espada en mano y puñal al cinto, se deslizaron silenciosamente por el corredor que se comunicaba con los aposentos de Catalina por una pequeña puerta y con los de Enrique por otra grande.
    El que iba delante, además de su espada desnuda y de su puñal fuerte como un cuchillo de caza, llevaba sus fieles pistolas colgadas del cinturón con broches de plata. Este hombre era Maurevel.
    Al llegar a la puerta de Enrique se detuvo.
    ¿Os habéis asegurado bien de que los centinelas del corredor han desaparecido? preguntó al que parecía mandar la pequeña tropa.
    Ni uno solo está en su puesto respondió el teniente.
    Está bien dijo Maurevel . Ahora sólo nos queda averiguar una cosa, y es si el que buscamos está en su aposento.
    Pero dijo el teniente cogiendo la mano que Maurevel apoyaba en el picaporte de la puerta , mi capitán, esta habitación es la del rey de Navarra.
    ¿Quién os dice lo contrario? respondió Maurevel.
    Los esbirros se miraron sorprendidos y el teniente dio un paso atrás.
    ¡Eh! dijo el teniente . ¿Hay que detener a alguien a estas horas en el Louvre y en el departamento del rey de Navarra?
    ¿Qué responderíais entonces dijo Maurevel si os dijese que a quien vais a detener es al propio rey de Navarra?
    Diría, capitán, que el asunto es grave y que, sin una orden firmada de puño y letra por Carlos IX...
    Leed dijo Maurevel.
    Y sacando de su jubón la orden que le había entregado Catalina, se la dio al teniente.
    ¿Estáis listo?
    Lo estoy.
    ¿Y vosotros? continuó Maurevel dirigiéndose a los otros cinco.
    Los aludidos se inclinaron respetuosamente.
    Entonces, escuchadme, señores dijo Maurevel . He aquí el plan: dos de vosotros se quedarán en esta puerta, otros dos en la puerta de la alcoba y los dos restantes entrarán conmigo.
    ¿Y después? preguntó el teniente.
    Fijaos bien en esto: tenemos orden de impedir que el prisionero pida auxilio, grite o se resista; cualquier infracción de esta orden puede costarle la vida.
    Vamos, vamos, esto quiere decir que hay carta blanca advirtió el teniente al hombre que había sido designado junto con él para llegar hasta la alcoba del rey.
    Del todo dijo Maurevel.
    ¡Pobre diablo de rey de Navarra! dijo uno de los hombres . Estaba escrito allá arriba que no escaparía.
    Y aquí abajo también dijo Maurevel, cogiendo de manos del teniente la orden de Catalina guardándosela en su pecho.
    Maurevel introdujo en la cerradura la llave que le entregara la reina madre y, dejando apostados dos hombres en la puerta exterior, tal y como había sido convenido, entró con los otros cuatro en la antecámara.
    ¡Ah, ah! dijo Maurevel al oír la ruidosa respiración del hombre que dormía, cuyos ronquidos llegaban hasta él . Me parece que encontraremos aquí a quien buscamos.
    Orthon, creyendo que llegaba su amo, se dirigió a su encuentro, hallándose ante cinco hombres armados que ocupaban la primera habitación.
    Al ver el siniestro semblante de Maurevel, a quien llamaban «el asesino del rey», el fiel servidor retrocedió y, deteniéndose en la segunda puerta, preguntó:
    ¿Quién sois? ¿Qué queréis?
    En nombre del rey respondió Maurevel , ¿dónde está lo amo?
    ¿Mi amo?
    Sí, el rey de Navarra.
    ' El rey de Navarra no está en su habitación dijo Orthon defendiendo como nunca la puerta , de modo que no podéis entrar.
    ¡Pretextos! ¡Mentiras! gritó Maurevel . ¡Vamos, atrás!... Los bearneses son testarudos; Orthon gruñó como un mastín de las montañas y dijo sin dejarse intimidar:
    No entraréis, el rey está ausente.
    Y se aferraba a la puerta.
    Maurevel hizo un gesto; los cuatro hombres se apoderaron del obstinado guardián, le arrancaron del picaporte al que se agarraba, y como abriera la boca para gritar, Maurevel le puso la mano sobre sus labios.
    Orthon mordió furiosamente al asesino, que retiró la mano lanzando un grito sordo y golpeó con el pomo de su espada la cabeza del criado. Orthon se tambaleó y cayó gritando:
    ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
    Su voz se apagó; se había desmayado.
    Los asesinos saltaron sobre su cuerpo; dos de ellos se quedaron de guardia en aquella segunda puerta y los otros dos entraron en el dormitorio guiados por Maurevel.
    A la luz de la lamparilla que estaba encendida, distinguieron el lecho. Las cortinas estaban echadas.
    ¡Oh! dijo el teniente . Me parece que ya no ronca.
    ¡A él!
    Al oír aquella voz, un grito ronco, que más parecía el rugido de león que acento humano, partió de detrás de las cortinas, que se abrieron con violencia, y un hombre, armado de una coraza y con la frente cubierta por uno de esos cascos que tapaban la cabeza hasta los ojos, apareció sentado en la cama con dos pistolas en las manos y la espada en las rodillas.
    Apenas vio Maurevel su rostro reconoció a De Mouy; los cabellos se le erizaron, se puso horriblemente pálido, su boca se llenó de espuma y, como si estuviese ante un espectro, dio un paso atrás. El hombre de la coraza se levantó de pronto y avanzó un paso igual al que Maurevel había retrocedido, de suerte que el amenazado parecía amenazar y el asesino huir.
    ¡Ah, bandido! dijo De Mouy con voz sorda . Vienes a matarme como mataste a mi padre.
    Dos de los esbirros que habían entrado con Maurevel en la alcoba del rey fueron los únicos que oyeron estas atroces palabras; pero al mismo tiempo que fueron pronunciadas, la pistola apuntó a la altura de la frente de Maurevel. Éste se puso de rodillas en el mo-mento en que De Mouy apoyaba el dedo en el gatillo; salió la bala y uno de los hombres que estaba detrás y que con este movimiento había quedado al descubierto, cayó herido en el corazón. Maurevel respondió inmediatamente, pero la bala fue a estrellarse contra la coraza de De Mouy.
    Entonces De Mouy, tomando impulso y midiendo la distancia, de un revés de su larga espada, hundió el cráneo del segundo esbirro y volviéndose a Maurevel cruzó la espada con la suya.
    La lucha fue terrible, pero breve. A la cuarta estocada, Maurevel sintió en la garganta el frío del acero; lanzó un grito ahogado, cayó de espaldas y en su caída derribó la lamparilla. Todo quedó a oscuras.
    De Mouy, aprovechándose de las tinieblas, vigoroso y ágil como un héroe de Homero, se lanzó agachando la cabeza hacia la antecámara. Atropelló a uno de los guardias, rechazó a otro, pasó como un relámpago entre los dos esbirros que custodiaban la puerta exterior, se libró de dos balazos y desde aquel momento pudo decirse que se había salvado, pues disponía aún de una pistola cargada, sin contar con la espada, que tan terribles golpes repartía.
    De Mouy dudó un instante sobre lo que debía hacer: si refugiarse en el aposento del señor de Alençon, cuya puerta le pareció que acababa de abrirse, o si salir del Louvre. Se decidió por esto último; reanudó su carrera, saltó diez peldaños de una vez, llegó a la puerta, pronunció el santo y seña y la traspuso gritando:
    ¡Id allá, que están matando por orden del rey!
    Aprovechándose de la estupefacción que estas palabras, unidas al ruido de los pistoletazos, provocaron en los centinelas, salió a la carrera y desapareció por la calle de COE sin haber recibido un rasguño.
    En aquel mismo momento fue cuando Catalina, deteniendo al capitán de su guardia, le había dicho:
    Quedaos aquí, yo misma iré a ver qué es lo que sucede.
    Pero, señora respondió el capitán , el peligro que podría correr Vuestra Majestad me obliga absolutamente a seguiros.
    Quedaos, señor dijo Catalina en un tono más imperioso todavía que la vez primera : quedaos. Hay en torno a los reyes una protección más poderosa que la espada del hombre.
    El capitán obedeció.
    Catalina cogió una vela, se calzó unas zapatillas de terciopelo, salió de su alcoba, llegó al corredor, donde aún se notaba el humo de los disparos, y avanzó fría e impasible hacia las habitaciones del rey de Navarra.
    Todo se hallaba de nuevo en silencio.
    Catalina llegó a la puerta, franqueó el umbral y vio en la antecámara a Orthon desmayado.
    ¡Ah! dijo , éste es el criado, más allá estará su amo.
    Y pasó a la otra habitación.
    Allí su pie tropezó con un cadáver; acercó la vela, se trataba del guardia que fue muerto de un golpe en la cabeza.
    Tres pasos más allá y exhalando su último suspiro yacía el teniente herido de un pistilazo.
    Por último, junto al lecho, se hallaba un hombre con el rostro pálido como el de un muerto, perdiendo sangre por una doble herida. Tenía atravesado el cuello, a pesar de lo cual, apoyándose en sus manos crispadas, trataba de incorporarse.
    Era Maurevel.
    Un escalofrío hizo estremecerse a Catalina; vio la cama vacía, miró hacia todos los rincones de la habitación y buscó en vano, entre aquellos tres hombres que yacían en un charco de sangre, el cadáver que anhelaba.
    Maurevel reconoció a Catalina; sus ojos se abrieron desmesuradamente a hizo un gesto desesperado.
    Decidme, ¿dónde está? preguntó ella a media voz . ¿Qué ha sido de él? ¿Le habéis dejado escapar, desdichado?
    Maurevel intentó articular algunas palabras, pero únicamente salió de su garganta un soplo ininteligible; una espuma rojiza asomó a sus labios y el herido sacudió la cabeza en señal de impotencia y de dolor.
    ¡Hablad de una vez! gritó Catalina . ¡Hablad, aunque sólo sea para decirme una palabra!
    Maurevel mostró su herida y dejó escapar de nuevo algunos sonidos inarticulados, hizo un esfuerzo que dio como resultado un ronco estertor y se desmayó.
    Catalina miró a su alrededor; se hallaba rodeada de cadáveres y de moribundos; la habitación parecía un mar de sangre y un silencio de muerte envolvía la escena.
    Por una vez más dirigió la palabra a Maurevel sin que éste diera señales de vida. Estaba mudo a inmóvil. Un papel asomaba por su jubón: era la orden de arresto firmada por el rey. Catalina la cogió guardándola en su pecho.
    En aquel momento, la reina madre oyó un ligero ruido a su espalda; volvióse y vio de pie en la puerta al duque de Alençon, quien, atraído por el escándalo, se hallaba fascinado ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
    ¿Vos aquí? exclamó Catalina.
    Sí, señora, ¿qué es lo que pasa, Dios mío?
    Volved a vuestras habitaciones, Francisco; pronto sabréis lo que sucede.
    Alençon no estaba tan ajeno de lo que había sucedido como creía Catalina.
    Al resonar los primeros pasos en el corredor se puso en guardia. Al ver que entraban unos hombres en el departamento del rey de Navarra relacionó este hecho con las palabras que le dijera su madre, y adivinando lo que iba a ocurrir se felicitó de ver a un amigo tan peligroso destruido por una mano más fuerte que la suya.
    Pronto las detonaciones y los pasos rápidos del fugitivo llamaron su atención y reconoció en el espacio luminoso proyectado por la abertura de la puerta de la escalera, y al tiempo de desaparecer, una capa roja que le era demasiado familiar.
    ¡De Mouy! exclamó . ¡De Mouy en las habitaciones de mi cuñado el bearnés! Pero no; ¡es imposible! ¿Será acaso el señor de La Mole?
    Sintióse inquieto. Recordó que aquel )oven le había sido recomendado por la misma Margarita y, queriendo cerciorarse de si en efecto se trataba de él, subió rápidamente a la habitación de sus dos gentiles hombres. Estaba vacía, pero en un rincón encontró colgada la famosa capa color cereza. Sus dudas se disiparon; no se trataba de La Mole, sino de De Mouy.
    Con la frente pálida, temblando ante la idea de que el hugonote pudiera ser descubierto y traicionara el secreto de la conspiración, se precipitó hacia la puerta de entrada del Louvre. Allí supo que el caballero de la capa cereza había escapado sano y salvo dando gritos de que en el interior del palacio estaban matando por orden del rey.
    «Se ha equivocado se dijo Alençon , es por orden expresa de la reina madre.»
    Y volviendo al teatro de los sucesos, encontró a Catalina vagando como una hiena entre los muertos.
    Obedeciendo la indicación que le hizo su madre, el joven volvió a su cuarto, afectando calma y sumisión a pesar de las ideas tumultuosas que conturbaban su mente.
    Catalina, desesperada al ver frustrada aquella nueva tentativa, llamó a su capitán de guardias, hizo retirar los cadáveres, ordenó que condujeran a Maurevel a su casa, ya que no estaba más que herido, y recomendó que no despertaran al rey.
    ¡Oh! murmuró al entrar en su aposento con la cabeza inclinada hacia el pecho . ¡Por esta vez también se ha librado! Está visto que la mano de Dios protege a este hombre. ¡Reinará! ¡Reinará!
    Antes de abrir la puerta de su alcoba se pasó la mano por la frente y adoptó una sonrisa falsa.
    ¿Qué sucedía, señora? preguntaron todos, menos la señora de Sauve, que se hallaba demasiado asustada para hacer preguntas.
    Nada respondió Catalina , sólo ruido y nada más.
    ¡Oh! exclamó de pronto la señora de Sauve, señalando con el dedo el paso de Catalina . ¡Vuestra Majestad dice que no ha pasado nada y sus pies dejan una huella de sangre en la alfombra!

    IV

    LA NOCHE DE LOS REYES

    Carlos IX caminaba al lado de Enrique, apoyado en su brazo, seguido de cuatro gentiles hombres y precedido de dos pajes con antorchas.
    Cuando salgo del Louvre decía el rey experimento un placer análogo al que siento cuando estoy en el bosque; respiro, gozo, soy libre...
    Enrique sonrió.
    Vuestra Majestad se encontraría perfectamente en las montañas de Bearne dijo.
    Sí, y comprendo que tengas deseos de volver allá; pero si esos deseos son demasiado violentos añadió Carlos riendo , lo aconsejo, Enriquito, que tomes tus precauciones, puesto que mi madre lo quiere tanto que no puede vivir sin ti.
    ¿Qué hará esta noche Vuestra Majestad? preguntó Enrique cambiando de conversación.
    Voy a presentarte a alguien, Enriquito; ya me darás lo opinión.
    Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.
    ¡A la derecha! ¡A la derecha! Vamos a la calle de las Barras.
    Los dos reyes, seguidos por su escolta, habían dejado atrás la calle de la Jabonería cuando, a la altura del palacio de Condé, vieron salir a dos hombres embozados en amplias capas por una puerta falsa que uno de ellos volvió a cerrar sin ruido.
    ¡Oh! dijo el rey a Enrique, quien, según su costumbre, observaba sin decir una palabra . Esto merece nuestra atención.
    ¿Por qué decís eso, señor? preguntó el rey de Navarra.
    No lo digo por ti, Enriquito. Tú estás seguro de lo mujer agregó Carlos con una sonrisa , pero lo primo el de Condé no lo está de la suya o si lo está se equivoca, ¡lléveme el diablo!
    Pero ¿qué queréis decir, señor, que es a la señora de Condé a quien acaban de visitar estos caballeros?
    Ha sido un presentimiento. La inmovilidad de esos dos hombres que se han quedado pegados a la puerta en cuanto nos han visto y además el corte de la capa del más bajo... ¡Pardiez! Sería extraño.
    ¿El qué?
    Nada, una idea que se me había ocurrido. Acerquémonos.
    Y se fue derechamente hacia los dos hombres, quienes, viéndole venir, dieron algunos pasos para alejarse.
    ¡Hola, señores! dijo el rey . ¡Ea, deteneos!
    ¿Es a nosotros? preguntó una voz que hizo estremecer a Carlos y a su acompañante.
    Y ahora, Enriquito dijo Carlos , ¿reconoces esa voz?
    Señor contestó Enrique , si vuestro hermano el duque de Anjou no estuviera en La Rochelle juraría que es él quien acaba de hablar.
    No estará en La Rochelle, eso es todo.
    ¿Pero quién va con él?
    ¿No le reconoces?
    No, señor.
    Sin embargo, tiene un aspecto inconfundible. Espera, ahora le reconocerás... ¡Hola! ¡Eh, a vosotros me dirijo! ¿No habéis oído? ¡Por Dios!
    ¿Sois la ronda para detenernos? preguntó el más alto de los dos sacando el brazo entre los pliegues de su capa.
    Suponed que lo seamos dijo el rey y deteneos cuando os lo ordenan.
    Luego inclinándose al oído de Enrique:
    Ya verás cómo del volcán salen llamas le dijo.
    ¡Vosotros sois ocho dijo el más alto, mostrando no sólo el brazo, sino el rostro , pero aunque fueseis cien, pasad de largo!
    ¡Ah! ¡El duque de Guisa! lijo Enrique.
    ¡Ah! ¡Nuestro primo de Lorena! dijo el rey . ¡Al fin os dais a conocer! ¡Qué suerte!
    ¡El rey! exclamó el duque.
    Por lo que se refiere al otro personaje, se le vio envolverse aún más en la capa al oír estas palabras y permanecer inmóvil luego de haberse quitado el sombrero en prueba de respeto.
    Señor dijo el duque de Guisa , vengo de visitar a mi cuñada, la señora de Condé.
    Sí..., y habéis llevado con vos a uno de vuestros gentiles hombres. ¿A cuál?
    Señor respondió el duque , Vuestra Majestad no le conoce.
    Entonces, presentádmelo dijo el rey.
    Y yendo directamente hacia el otro personaje, llamó a uno de sus dos lacayos para que se aproximara con su antorcha.
    ¡Perdón, hermano mío! dijo el duque de Anjou, abriendo la capa a inclinándose con mal disimulado despecho.
    Ah, Enrique, ¿sois vos?... Pero no, es imposible, me equivoco... Mi hermano, el duque de Anjou, no puede haber ido a visitar a nadie antes de venirme a ver. No ignora que para los príncipes de sangre que regresan a la capital no hay más que una puerta en París: la del Louvre.
    Perdonad, señor dijo el duque de Anjou , ruego a Vuestra Majestad que excuse mi inconsecuencia.
    ¡Qué más da! respondió el rey en tono burlón . Pero ¿qué hacíais en el palacio de Condé?
    ¡Vaya! dijo el rey de Navarra con su aire irónico . Lo que Vuestra Majestad decía hace un momento.
    E, inclinándose al oído del rey, terminó la frase con una sonora carcajada.
    ¿Qué hay?... preguntó el duque de Guisa con altivez, pues había adquirido como todos en la corte la costumbre de tratar groseramente al pobre rey de Navarra . ¿Es que no puedo visitar a mi cuñada? ¿Acaso el duque de Alençon no visita a la suya?
    Enrique se sonrojó ligeramente.
    ¿A qué cuñada? preguntó Carlos . No le conozco otra que la reina Isabel.
    Perdonad, señor, quise decir a su hermana, a su hermana Margarita, a quien hace media hora vimos pasar por aquí en su litera acompañada de dos jovencitos que trotaban junto a las portezuelas.
    ¿De veras? dijo Carlos . ¿Qué respondéis a esto, Enrique?
    Que la reina de Navarra es dueña de ir donde quiera, pero dudo que haya salido del Louvre:
    Y yo estoy seguro de lo contrario dijo el duque de Guisa.
    Yo también dijo el de Anjou , y puedo afirmar, además, que la litera se detuvo en la calle de Cloche Percée.
    Es posible que vuestra cuñada, no ésta dijo Enrique mostrando el palacio de Condé , sino aquélla, y señaló con el dedo en dirección del palacio de Guisasea también de la partida, porque las dejamos juntas y, como sabéis, son inseparables.
    No comprendo lo que quiere decir Vuestra Majestad respondió el duque de Guisa.
    Y, sin embargo dijo el rey , nada más sencillo, y ésta es la razón por la cual trotaba un galán junto a cada portezuela.
    Pues bien dijo el duque , si hay escándalo por parte de la reina y de mis cuñadas, invoquemos la justicia del rey para que cese.
    ¡Eh, pardiez! dijo Enrique . Dejad tranquilas a las señoras de Condé y de Nevers. El rey no se inquieta por su hermana... y yo tengo confianza en mi esposa.
    No, no dijo Carlos , quiero asegurarme bien; ocupémonos nosotros mismos del asunto. ¿Decís, primo, que la litera se detuvo en la calle de ClochePercée?
    Sí, señor.
    ¿Reconoceríais el lugar?
    Sí, señor.
    Entonces, vamos allá. Si hay que quemar la casa para saber quiénes están dentro, se quemará.
    Con propósitos tan poco tranquilizadores para la seguridad de las personas de las que se trataba, los cuatro principales señores del mundo cristiano se encaminaron hacia la calle de Saint Antoine.
    Los cuatro príncipes llegaron a la calle de ClochePercée y Carlos, que quería resolver sus asuntos en familia, despidió a los gentiles hombres de su escolta, diciéndoles que podían disponer del resto de la noche, pero que estuvieran a las seis de la mañana con dos caballos junto a La Bastilla.
    No había más que tres casas en la calle de ClochePercée; la búsqueda no fue difícil, puesto que las puertas de dos de ellas se abrieron sin dificultad. Eran las de las casas que daban, respectivamente, una a la calle de Saint Antoine y otra a la de Roi de Sicile.
    Los inconvenientes surgieron al llegar a la tercera casa; era la que estaba custodiada por el portero alemán cuyos modales ya conocemos. París parecía destinado a ofrecer aquella noche los más memorables ejemplos de fidelidad doméstica.
    Fue inútil que el duque de Guisa amenazara en el más puro sajón, que Enrique de Anjou ofreciera una bolsa llena de oro y que Carlos llegara a afirmar que era el teniente de la ronda; el osado alemán no hizo caso ni de esta declaración, ni del ofrecimiento, ni de las amenazas. Viendo que insistían de un modo ya importuno, deslizó entre las barras de hierro el cañón de su arcabuz, demostración que hizo reír a tres de los cuatro visitantes, puesto que el arma, presa entre los barrotes, sólo podía ser peligrosa para un ciego que se pusiera delante. Enrique de Navarra se mantenía a distancia como si el asunto no le interesara y por eso no rió.
    Al ver que no podían intimidar, corromper, ni doblegar al portero, el duque de Guisa fingió retirarse con sus compañeros, pero la retirada no duró mucho. En la esquina de la calle de Saint Antoine el duque encontró lo que buscaba; ni más ni menos que una de esas piedras como las que movían tres mil años antes Ayax, Telamón y Diómedes; la cargó sobre sus hombros y volvió, indicando por señas a los demás que le siguieran. Precisamente en aquel momento el portero, que había visto alejarse a los supuestos malhechores, cerró la puerta, pero aún no había tenido tiempo de echar los cerrojos. El duque de Guisa aprovechó la ocasión y, convertido en verdadera catapulta viviente, arrojó la piedra contra la puerta. Voló la cerradura, llevándose el pedazo de pared a la que estaba unida. Se abrió la puerta derribando al alemán, quien cayó lanzando un estentóreo grito que sirvió de aviso para que el resto de los guardianes de la casa no fuese sorprendido.
    Entre tanto, La Mole traducía con Margarita un idilio de Teócrito, y Coconnas bebía, con el pretexto de que él también era griego, abundante vino de Siracusa en compañía de Enriqueta. La conversación científica y el diálogo báquico fueron violentamente inte-rrumpidos.
    Comenzar por apagar las luces, abrir las ventanas, lanzarse al balcón, distinguir cuatro hombres entre las tinieblas, lanzarles á la cabeza cuantos proyectiles hallaron a mano y hacer un ruido terrible con sus espadas contra las paredes, tal fue el ejercicio a que se entregaron inmediatamente La Mole y Coconnas. A Carlos, el más encarnizado de los asaltantes, le cayó sobre el hombro una palangana de plata, al duque de Anjou una fuente llena de compota de naranjas y de cidras, y al duque de Guisa un cuarto de jabalí.
    Enrique no recibió ningún golpe; se hallaba interrogando en voz baja al portero, que el duque de Guisa había atado a la puerta y que respondía con su eterno:
    Ich verstehe nicht.
    Las mujeres alentaban a los sitiados y les proveían de proyectiles, que caían como granizo.
    ¡Por mil demonios! gritó Carlos IX al sentir en la cabeza un taburete que le hundió el sombrero hasta la nariz . Que abran pronto o haré colgar a todos los que estén arriba.
    ¡Mi hermano! dijo Margarita en voz baja a La Mole.
    ¡El rey! replicó éste en el mismo tono a Enriqueta.
    ¡El rey! dijo ésta a Coconnas, que arrastraba un cofre hasta la ventana y pretendía aplastar con él al duque de Guisa, contra quien, sin conocerle, se le había despertado verdadera furia . ¡El rey os digo!
    Coconnas dejó el cofre y miró con aire atónito.
    ¿El rey? dijo.
    Sí, el rey.
    Entonces, ¡en retirada!
    Sí, La Mole y Margarita ya se han ido, venid.
    ¿Por dónde?
    Venid, seguidme.
    Y cogiéndole de la mano, Enriqueta arrastró a Coconnas hasta la puerta secreta que comunicaba con la casa vecina, y los cuatro, después de cerrar la puerta a sus espaldas, huyeron por la salida que daba a la calle Tizon.
    ¡Oh! ¡Oh! exclamó Carlos . Creo que la guarnición se rinde.
    Esperaron algunos minutos, pero ningún ruido llegó hasta los asaltantes.
    Preparan alguna sorpresa dijo el duque de Guisa.
    O a lo mejor han reconocido la voz de mi hermano y han salido huyendo dijo el duque de Anjou.
    De todos modos tendrán que pasar por aquí respondió Carlos.
    Sí añadió el duque de Anjou , siempre que la casa no tenga dos puertas.
    Primo dijo el rey , coged vuestra piedra y haced con la otra puerta lo mismo que con ésta.
    El duque pensó que era inútil recurrir a semejante procedimiento, y como advirtió que la segunda puerta era más endeble que la primera, la derribó de un simple puntapié.
    ¡Las antorchas! ¡Las antorchas! exclamó el rey.
    Los lacayos acudieron. Las antorchas estaban apagadas, pero las encendieron. Carlos IX cogió una y dio otra al duque de Anjou.
    El duque de Guisa entró primero, con la espada en la mano.
    Enrique cerraba la marcha.
    Llegaron al primer piso.
    En el comedor estaba servida la mesa o, mejor dicho, levantada, pues la vajilla era particularmente la que había provisto de proyectiles a los sitiados. Los candelabros estaban por los suelos, los muebles en desorden y todo lo que no era de metal estaba hecho añicos.
    Pasaron a la sala. Allí no encontraron más señales de los fugitivos que en la primera habitación. Algunos libros griegos y latinos, algunos instrumentos de música; esto fue cuanto hallaron.
    La alcoba proporcionaba todavía menos detalles. Una lamparilla ardía dentro de un globo de alabastro colgado del techo. Daba la impresión de que nadie había entrado en aquel cuarto.
    Hay una segunda salida dijo el rey.
    Es probable añadió el duque de Anjou.
    ¿Pero dónde está? preguntó el duque de Guisa.
    Buscaron por todos lados, pero no dieron con ella.
    ¿Dónde está el portero? preguntó el rey.
    Le dejé atado a la verja contestó el duque de Guisa.
    Interrogadle primero.
    No querrá responder.
    ¡Bah! Con una buena hoguera debajo de sus pies dijo el rey riendo , hablará.
    Enrique miró por la ventana.
    Ya no está dijo.
    ¿Quién le ha desatado? preguntó el duque de Guisa.
    ¡Por mil diablos gritó al rey . No podremos averiguar nada.
    En efecto dijo Enrique , ya veis, señor, que nada prueba que mi esposa y la cuñada del señor de Guisa hayan estado en esta casa.
    Es verdad respondió Carlos . Las Escrituras nos lo enseñan, hay tres cosas que no dejan huella: el pájaro en el aire, el pez en el agua y la mujer... No, me equivoco, el hombre en...
    Así, pues dijo Enrique , lo menos que podemos hacer...
    Sí interrumpió Carlos , es que yo me cuide de mi contusión; vos, hermano mío, de quitaros de encima esa compota de naranja, y vos, Guisa, haced desaparecer de vuestro traje esos churretones de grasa.
    Y salieron sin tomarse la molestia de cerrar la puerta. Al llegar a la calle de Saint Antoine:
    ¿Adónde vais, señores? dijo el rey a los duques de Anjou y de Guisa.
    Señor, vamos a casa de Nantouillet, que nos espera a cenar. ¿Quiere acompañarnos Vuestra Majestad?
    No, gracias, vamos en dirección contraria. ¿Queréis que os alumbre uno de mis lacayos?
    Os lo agradecemos mucho, señor dijo el duque de Anjou , pero no es necesario.
    Bien, tiene miedo de que le haga espiar susurró Carlos al oído del rey de Navarra.
    Luego, cogiendo del brazo a este último:
    Ven, Enriquito le dijo , lo invito a cenar esta noche.
    Entonces, ¿no volvemos al Louvre? preguntó Enrique.
    No, ya lo he dicho que no, testarudo; ven conmigo, cuando lo digo que vengas, no tienes más que obedecer.

    V

    ANAGRAMA

    A la mitad de la calle de Geoffroy Lasnier viene a desembocar la de Garnier sur l'Eau y, al final de ésta, cruza la de las Barras.
    Allí, dando algunos pasos hacia la calle de la Mortellerie, se encuentra a mano derecha una casita aislada en el centro de un jardín rodeado de altas paredes, en las que se abre una sola puerta de acceso.
    Carlos sacó una llave de su bolsillo, abrió la puerta y, haciendo pasar a Enrique y al lacayo portador de la antorcha, volvió a cerrarla.
    Había una sola ventanita iluminada. Carlos se la enseñó a Enrique sonriendo.
    No comprendo, señor dijo éste.
    Ya comprenderás, Enriquito.
    El rey de Navarra miró asombrado a Carlos. Su voz y su semblante tenían una expresión de dulzura tan inusitada en él, que Enrique no le reconocía.
    Enriquito, lo dije que cuando salía del Louvre salía del infierno. Cuando entro aquí, entro en el paraíso.
    Señor dijo Enrique , es para mí una dicha el que Vuestra Majestad me haya creído digno de hacer con ella el viaje al Cielo.
    El camino es estrecho dijo el rey mientras subía por una escalerita , pero así no falta nada a la comparación.
    ¿Y cuál es el ángel que guarda la entrada de vuestro edén?
    Ya verás respondió Carlos IX, y haciendo señas a Enrique de que le siguiera sin hacer ruido, empujó una puerta, después otra y deteniéndose en el umbral dijo : Mira.
    Se acercó Enrique y contempló uno de los cuadros más encantadores que viera en su vida. Una mujer de unos diecinueve años dormía con la cabeza apoyada sobre la cuna de un niño, también dormido, cuyos pies cogía entre sus manos como para besarlos, mientras sus largos cabellos rubios y ondulados caían como una gran cascada de oro. Se hubiera dicho un cuadro de Albano representando a la Virgen y al Niño Jesús.
    ¡Oh, señor! dijo el rey de Navarra . ¿Quién es esta encantadora criatura?
    El ángel de mi paraíso, Enriquito; la única persona que me ama por mí mismo.
    Enrique sonrió.
    Sí, por mí mismo insistió Carlos , puesto que me quiso antes de saber que era rey.
    ¿Y desde que lo sabe?
    Desde que lo sabe respondió Carlos con un suspiro que probaba que su sangrienta corona le resultaba a veces demasiado pesada , desde que lo sabe me sigue amando; puedes juzgar.
    Se acercó el rey muy despacio a la joven durmiente y, sobre su mejilla en flor, dio un beso tan suave como el roce de la abeja sobre el lirio.
    Sin embargo, la despertó.
    ¡Carlos! murmuró abriendo los ojos.
    Ya ves dijo el rey , me llama Carlos; la reina dice «señor».
    ¡Oh! exclamó la muchacha . ¿No estáis solo, rey mío?
    No, mi buena María. He querido traerte otro rey más feliz que yo, puesto que no tiene corona, pero también más desdichado, puesto que no tiene una María Touchet. Dios compensa a todos.
    ¿Es el rey de Navarra? preguntó María.
    El mismo, hija mía. Acércate, Enriquito.
    El rey de Navarra obedeció y Carlos le cogió la mano derecha.
    Mira esta mano, María dijo , es la mano de un buen hermano y de un leal amigo. Sin esta mano...
    ¿Qué?
    ... Sin esta mano, María, nuestro hijo no tendría hoy padre.
    María dio un grito, cayó de rodillas, cogió la mano de Enrique y la besó.
    Está bien, María dijo Carlos.
    ¿Y qué habéis hecho para agradecérselo, señor?
    Le he pagado con la misma moneda.
    Enrique miró a Carlos con asombro.
    Algún día sabrás lo que quiero decir, Enriquito. Mientras tanto, ven a ver.
    Y se acercó a la cuna donde seguía durmiendo el niño.
    Si esta rolliza criatura durmiera en el Louvre en lugar de dormir aquí, en esta casita de la calle de las Barras dijo , muchas cosas cambiarían en el presente y tal vez en el porvenir.
    Señor dijo María , si no le disgusta a Vuestra Majestad prefiero que duerma aquí; duerme mejor.
    Entonces no turbemos su sueño dijo el rey . ¡Es tan bueno dormir cuando no se tienen malos sueños!
    Pasemos dijo María extendiendo la mano hacia una de las puertas que daban paso al comedor.
    Sí, tienes razón dijo Carlos , cenemos.
    Mi querido Carlos dijo María , diréis al rey vuestro hermano que me excuse, ¿no es cierto?
    ¿Por qué?
    Porque he despedido a los criados, señor continuó María dirigiéndose al rey de Navarra . Sabréis que Carlos no quiere ser servido más que por mí.
    ¡Por Dios que lo creo! dijo Enrique.
    Los dos hombres pasaron al comedor, mientras María, inquieta y cuidadosa, tapaba con una manta al pequeño Carlos que, gracias a su tranquilo sueño de niño, tan envidiado por su padre, no se había despertado.
    No hay más que dos cubiertos dijo el rey cuando María estuvo con ellos.
    Dejad que yo misma sirva a Vuestras Majestades dijo María.
    Vaya, tú me traes la desgracia, Enriquito dijo Carlos.
    ¿Por qué, señor?
    ¿No oyes?
    ¡Perdón, Carlos, perdón! exclamó María.
    Te perdono, pero siéntate aquí entre los dos.
    Obedezco.
    Puso otro cubierto, se sentó entre los dos reyes y les sirvió.
    ¿No es cierto, Enriquito, que es bueno tener un sitio en el mundo donde se pueda comer y beber sin necesidad de que alguien pruebe antes los manjares y los vinos?
    Señor dijo Enrique sonriendo , creedme que aprecio más que nadie vuestra felicidad.
    Pues para que se prolongue, Enriquito, aconsejad a María que no se ocupe de política y, sobre todo, que no tenga relaciones con mi madre.
    En efecto, la reina Catalina ama tan apasionadamente a Vuestra Majestad, que podría sentirse celosa de cualquier otro amor respondió Enrique encontrando, gracias a este subterfugio, el modo de librarse de la peligrosa confianza del rey.
    María dijo el rey , lo presento a uno de los hombres más listos y espirituales que conozco. En la Corte, y esto no es poco, se ha ganado todas las voluntades. Pero quizá sea yo el único que ha sabido comprenderle.
    Señor dijo Enrique , exageráis.
    Nada exagero, Enriquito replicó el rey . Además, ya lo conocerán algún día.
    Volviéndose luego hacia la joven añadió:
    Sobre todo, sabe hacer anagramas muy ingeniosos. Dile que haga el de lo nombre y lo aseguro que lo hará.
    ¡Oh! ¿Qué queréis que encuentre en el nombre de una pobre muchacha como yo? ¿Qué idea ingeniosa puede salir de ese conjunto de letras con que el azar ha escrito María Touchet?
    ¡Oh! El anagrama de ese nombre, señor dijo Enrique , es demasiado fácil y no tiene gran mérito el hallarlo.
    ¡Ah! ¡Ah! Ya está hecho. ¿Lo ves, María?
    Enrique sacó del bolsillo de su jubón un libro de notas, arrancó una hoja y debajo del nombre «Marie Touchet» escribió «Je charme tout.
    Luego entregó el papel a la joven.
    ¡Realmente exclamó ésta parece imposible!
    ¿Qué es lo que dice? preguntó Carlos.
    Señor, no me atrevo a repetirlo.
    Señor dijo Enrique , en el nombre de «Marie Touchet» dice letra por letra, cambiando la i por la j, como se acostumbra: «Je charme tout.»
    ¡Efectivamente! exclamó Carlos , letra por letra. Quiero que ésta sea lo divisa, ¿oyes, María? Nunca hubo divisa tan merecida. Gracias, Enriquito. María, lo la regalaré escrita con diamantes.
    La cena concluía; en el reloj de Nôtre Dame daban las dos.
    Ahora dijo Carlos , y en justa correspondencia, le vas a dar a Enrique un sillón en el que pueda dormir hasta que sea de día; pero bien lejos de nosotros, porque ronca de un modo que da miedo. Si lo levantas antes que yo, despiértame, porque tenemos que estar a las seis de la mañana en La Bastilla. Buenas noches, Enriquito, arréglate como puedas, pero agregó acercándose al rey de Navarra y poniéndole una mano en el hombro por lo vida, ¿oyes?, por lo vida, Enrique, no salgas de aquí sin mí, y sobre todo no vuelvas al Louvre.
    Enrique había supuesto muchas cosas a través de aquellas alusiones para no obedecer semejante recomendación.
    Carlos IX entró en su alcoba, y Enrique, el duro montañés, se acomodó en un sillón donde pronto hizo honor a su fama y justificó la previsión del rey.
    En cuanto se hizo de día fue despertado por Carlos. Como se había acostado vestido, su tocado no fue largo. El rey estaba alegre y risueño como jamás se le vio en el Louvre. Las horas que pasaba en aquella casita de la calle de las Barras eran para él sus horas luminosas.
    Los dos volvieron a pasar por el dormitorio.
    La joven dormía en su lecho y el niño en su cuna. Ambos sonreían en sueños.
    Carlos los miró un instante con ternura infinita. Luego, volviéndose hacia el rey de Navarra, le dijo:
    Enriquito, si alguna vez Vegas a saber el servicio que lo he hecho esta noche y me ocurriese alguna desgracia, acuérdate de este niño que ahora duerme en su cuna.
    Y besando con ternura a la madre y al hijo en la frente, sin dar tiempo a que Enrique le preguntase nada, añadió:
    Adiós, ángeles míos.
    Y salió. Enrique le seguía pensativo.
    Dos caballos, cuyas riendas sujetaban los gentiles hombres a quienes Carlos IX había citado junto a La Bastilla, les esperaban.
    Carlos hizo señas a Enrique de que montara uno de ellos, hizo él lo mismo y, saliendo por el jardín de la Ballesta, siguió por los arrabales.
    ¿Adónde vamos? preguntó Enrique.
    Vamos a ver si el duque de Anjou ha vuelto solamente por la señora de Condé y si es tan amante como ambicioso, que lo dudo.
    Enrique no comprendió las intenciones del rey, pero le siguió sin replicar.
    Al llegar al Marais, y al abrigo de las empalizadas, descubrieron lo que entonces se llamaba barrio de Saint Laurent.
    Carlos señaló a Enrique a través de la bruma gris de la mañana a unos hombres envueltos en amplias capas y con gorros de piel que se acercaban a caballo precediendo a un coche pesadamente cargado.
    A medida que avanzaban, los hombres fueron adquiriendo formas precisas y entonces pudo distinguir a otro hombre, también a caballo, con la frente oculta bajo el ala de un sombrero a la francesa, que conversaba con ellos.
    ¡Ah! ¡Ya me lo suponía! dijo Carlos con una sonrisa.
    ¡Eh, señor! advirtió Enrique . Si no me equivoco, ese caballero de la capa oscura es el duque de Anjou.
    El mismo respondió Carlos IX ; apártate un poco, Enriquito, no quiero que nos vea.
    ¿Pero quiénes son esos hombres de capas grises y gorros de piel, y qué llevan en ese coche? preguntó Enrique.
    Esos hombres afirmó Carlos son los embajadores polacos y en ese coche llevan una corona. Ahora continuo poniendo su caballo al galope y encaminándose hacia la puerta del Temple ven, Enriquito; ya he visto todo lo que quería ver.

    VI

    EL REGRESO AL LOUVRE

    Cuando Catalina creyó que ya todo había terminado en la alcoba del rey de Navarra, que ya habían sacado a los guardias muertos y que Maurevel había sido transportado a su casa, despidió a sus damas, pues ya era cerca de medianoche, y trató de dormir. Pero la sacudida había sido demasiado violenta y la decepción muy grande. Aquel Enrique, detestado, que escapaba continuamente a sus emboscadas casi siempre mortales, parecía estar protegido por alguna fuerza invisible que Catalina se obstinaba en llamar azar, aunque en el fondo de su corazón una voz le dijera que el verdadero nombre de semejante fuerza era el de destino. La idea de que el rumor de su nueva tentativa, al extenderse por el Louvre y fuera del Louvre, iba a dar a Enrique y a los hugonotes todavía mayor confianza en el porvenir, la exasperaba, y si en aquel momento el azar, contra el que con tan mala suerte luchaba, la hubiese puesto ante su enemigo, no cabe duda de que con aquel puñalito florentino que llevaba a la cintura hubiera roto el fatal influjo que tan favorable le era al rey de Navarra.
    Las horas de la noche, tan lentas para quien espera y vela, dieron unas tras otras sin que Catalina lograra pegar ojo. Todo un mundo de nuevos proyectos cruzó, durante aquellas horas de la noche, por su mente poblada de visiones. Por fin, al amanecer, se levantó, se vistió sin ayuda de nadie y se dirigió a las habitaciones de Carlos IX.
    Los centinelas, acostumbrados a verla entrar y salir a cualquier hora del día o de la noche en el departamento del rey, la dejaron pasar. Atravesó, pues, la antecámara y llegó hasta la sala de armas. Al llegar allí encontró a la nodriza de Carlos, que se hallaba des-pierta.
    ¿Dónde está mi hijo? dijo la reina.
    Ha prohibido terminantemente que se entre en su alcoba antes de las ocho, señora.
    Esa prohibición no reza conmigo, nodriza.
    Reza con todo el mundo, Majestad.
    Catalina sonrió.
    Sí, ya sé dijo la mujer que nadie tiene aquí derecho a oponerse a los deseos de Vuestra Majestad. Le suplico, pues, que oiga el ruego de una pobre mujer y no siga adelante.
    Nodriza, es preciso que hable con mi hijo.
    Señora, no abriré la puerta como no sea con una orden formal de Vuestra Majestad.
    ¡Abrid! dijo Catalina . ¡Os lo ordeno!
    Al oír esta voz, más respetada y sobre todo más temida que la del mismo Carlos, la nodriza entregó la llave a Catalina, pero ésta no la necesitaba. La reina madre sacó de su bolsillo la llave correspondiente y abrió con toda facilidad la puerta de la habitación de su hijo.
    El cuarto estaba vacío y la cama de Carlos intacta. Su galgo Acteón, echado sobre una piel de oso que había a los pies de la cama, se levantó y vino a lamer las manos de marfil de Catalina.
    ¡Ah! dijo la reina . ¿Ha salido? No importa; le esperaré.
    Y se sentó, pensativa y sombría, junto a la ventana que daba al patio y desde la cual podía verse la entrada principal del Louvre.
    Llevaba allí dos horas, inmóvil y pálida como una estatua de mármol, cuando vio entrar a un grupo de caballeros entre los que reconoció a Carlos y a Enrique de Navarra.
    Entonces comprendió todo. Carlos, en lugar de discutir con ella a propósito de la detención de su cuñado, se lo había llevado consigo y le había salvado.
    ¡Ciego, ciego, más que ciego! murmuró.
    Un instante después resonaron unos pasos en la habitación contigua, que era la sala de armas.
    Pero, señor decía Enrique , ahora que estamos de regreso en el Louvre decidme: ¿por qué me hicisteis salir y cuál es el favor que os tengo que agradecer?
    No, aún no respondió Carlos riendo . Quizá lo sepas algún día, pero por el momento es un misterio. Quiero que sepas solamente que por causa tuya tendré seguramente una enconada discusión con mi madre.
    Al terminar estas palabras, Carlos descorrió un tapiz y se encontró frente a frente con Catalina.
    Detrás de él y por encima de su hombro aparecía la cara pálida a inquieta del bearnés.
    ¡Ah! ¿Estáis aquí, señora? dijo Carlos IX frunciendo el ceño.
    Sí, hijo mío; tengo que hablaros.
    ¿A mí?
    A vos solamente.
    Vamos, vamos dijo Carlos volviéndose hacia su cuñado , ya que no hay modo de librarse, cuanto antes será mejor.
    Os dejo, señor dijo Enrique.
    Sí, sí, dejadnos respondió Carlos , y ya que eres católico ve a oír misa en mi nombre; yo me quedo al sermón.
    Enrique saludó y salió.
    ¡Pardiez, señora! dijo tratando de tomar a broma el asunto . Me esperáis para reñirme, ¿no es cierto? He cometido el sacrilegio de hacer fracasar vuestro pequeño proyecto. ¡Ja, ja! ¡Por los clavos de Cristo! No podía dejar arrestar y llevar a La Bastilla al hombre que acababa de salvarme la vida. Tampoco quería discutir con vos; soy un buen hijo. Y, además agregó en voz baja , el buen Dios castiga a los hijos que se pelean con su madre: sirva de ejemplo mi hermano Francisco II. Perdonadme, pues, y confesad que la broma tuvo su gracia.
    Señor contestó Catalina , Vuestra Majestad se engaña; no se trata de ninguna broma.
    ¡Vaya, vaya! ¡Que me lleve el diablo si no termináis por creer que sí lo es!
    Señor, por culpa vuestra se ha frustrado un plan que nos hubiera permitido hacer un importante descubrimiento.
    ¡Bah!... ¡Un plan! ¿Qué puede importaros un plan frustrado a vos, madre mía? Discurriréis otros veinte, y en ésos os prometo secundaros.
    Ahora, por mucho que me secundéis, será demasiado tarde, porque ya se ha enterado y estará en guardia.
    Veamos dijo el rey , acabemos de una vez. ¿Qué tenéis contra Enrique?
    Tengo que es un conspirador.
    Sí, ya comprendo, es vuestra eterna queja. Pero ¿acaso no conspira todo el mundo, mucho o poco, en esta encantadora residencia real que se llama el Louvre?
    Pero él conspira más que nadie y es tanto más peligroso cuanto que nadie sospecha de su persona.
    ¡Ni que fuera el Lorenzino! exclamó Carlos.
    Oídme dijo Catalina ensombreciéndose al escuchar este nombre, que le recordaba uno de los episodios más sangrientos de la historia florentina ,hay un medio de probar que estoy por completo equivocada.
    ¿Cuál es, madre mía?
    Preguntadle a Enrique quién estaba anoche en su habitación.
    ¿Anoche... en su habitación?
    Sí, y si os lo dice...
    ¿Qué?
    ... Estoy dispuesta a reconocer que me he equivocado.
    Pero si fuera una mujer, no podríamos exigir...
    ¿Una mujer?
    Sí.
    ¿Una mujer y ha matado a dos de vuestros guardias y ha herido mortalmente al señor de Maurevel?
    ¡Oh! dijo el rey . Esto se pone serio. ¿Decís que ha corrido la sangre?
    Tres hombres quedaron tendidos en el suelo.
    ¿Y dónde está el causante?
    Se escapó sano y salvo.
    ¡Por Belcebú! exclamó Carlos . Sin duda es muy valiente y creo que tenéis razón, madre mía: quiero conocerle.
    Ya os he dicho que no sabréis cuál es su nombre, como no sea por Enrique.
    O por vos, madre. Ese hombre no habrá huido sin dejar algún rastro, sin que nadie haya visto algún detalle de su indumentaria.
    Tan sólo una capa color cereza muy elegante...
    ¡Ah, una capa color cereza! exclamó Carlos . No conozco en la corte más que una que sea llamativa.
    ¡Precisamente! dijo Catalina.
    ¿Y qué?
    ¿Y qué? Esperadme aquí, hijo mío, voy a ver si mis órdenes han sido cumplidas.
    Salió Catalina y Carlos quedóse solo paseando distraídamente de un extremo a otro de la habitación, silbando un aire de caza, una mano en el pecho y la otra colgando, de modo que cada vez que se paraba sentía sobre ella el cosquilleo de la lengua del galgo.
    En cuanto a Enrique, había salido del cuarto de su cuñado sumamente inquieto. En lugar de seguir el camino de costumbre, subió por la escalerilla secreta que ya hemos mencionado más de una vez y que conducía al segundo piso. Apenas había subido cuatro peldaños cuando vio aparecer una sombra en el primer descansillo. Se detuvo, llevándose la mano al cinto. Pero, inmediatamente, distinguió el cuerpo de una mujer, y una encantadora voz cuyo timbre le era muy familiar le dijo mientras su dueña le cogía de la mano:
    ¡Dios sea loado, señor! Estáis sano y salvo. Pasé mucho miedo por vos, pero sin duda Dios ha oído mis ruegos.
    ¿Qué ha sucedido? dijo Enrique.
    Lo sabréis al llegar a vuestra alcoba. No os inquietéis por Orthon; yo le recogí.
    Y la joven siguió rápidamente escaleras abajo como si se hubiera cruzado por casualidad con Enrique.
    ¡Qué extraño! se dijo éste . ¿Qué habrá pasado? ¿Y qué será lo que le haya ocurrido a Orthon?
    Por desgracia, la pregunta no podía llegar a oídos de la señora de Sauve, pues la señora de Sauve estaba ya bien lejos.
    En lo alto de la escalera, Enrique vio de pronto aparecer otra sombra; pero esta vez se trataba de la de un hombre.
    Silencio dijo la sombra.
    ¡Ah! ¿Sois vos, Francisco?
    No me llaméis por mi nombre.
    ¿Qué ha ocurrido?
    Entrad en vuestra alcoba y lo sabréis; luego deslizaos por el corredor, mirad bien a todos lados para convenceros de que nadie os espía y venid a mi cuarto; la puerta estará entornada.
    Y desapareció por la escalera como esos fantasmas de teatro que desaparecen por una trampa.
    ¡Por Dios! murmuró el bearnés . Continúa el enigma, pero ya que la solución está en mi cuarto, vayamos allá y nos enteraremos.
    Enrique continuó su camino, no sin cierta emoción. Tenía sensibilidad y desde joven era supersticioso. Todo se reflejaba claramente en aquel alma de superficie lisa como un espejo, y cuanto acababa de oír presagiaba una desgracia.
    Al llegar a la puerta de su departamento, escuchó. No se oía ningún ruido. Por lo demás, no había nada que temer, puesto que Carlota fue quien le había aconsejado que se dirigiera a su alcoba. Lanzó una rápida ojeada por la antecámara; estaba vacía, pero nada podía indicarle aún qué era lo que había sucedido.
    «Efectivamente se dijo , no está Orthon.»
    Y pasó a la otra pieza.
    Allí se lo explicó todo.
    A pesar de los cubos de agua que habían echado, inmensas manchas rojizas cubrían el suelo; un mueble estaba roto, las cortinas del lecho rasgadas a punta de espada, un espejo de Venecia hecho añicos por una bala y la huella de una mano sangrienta podía verse sobre la pared. Todo ello revelaba que aquella silenciosa alcoba había sido testigo de una lucha a muerte.
    Enrique contempló con iracundos ojos los diferentes detalles, se pasó la mano por la frente húmeda de sudor y murmuró:
    ¡Ah! Ahora comprendo el favor que me ha hecho el rey; han venido a asesinarme... Pero... ¿Y De Mouy? ¿Qué habrán hecho de De Mouy? ¡Ah, miserables! ¿Le habrán matado?
    Tan ansioso estaba de saber lo ocurrido como el duque de Alençon de explicárselo. Enrique, después de echar una última mirada por la habitación, salió, llegó al corredor, se aseguró de que estaba desierto y, empujando la puerta entornada que cerró con cuidado tras de sí, se precipitó en el cuarto del duque de Alençon.
    El duque le esperaba en la antecámara. Cogió rápidamente la mano de Enrique y, llevándose un dedo a los labios, le condujo hasta un gabinete en forma de torreón, completamente aislado y libre. por lo tanto de toda tentativa de espionaje.
    ¡Ah, hermano mío! le dijo . ¡Qué espantosa noche!
    ¿Qué es lo que ha sucedido? le preguntó Enrique.
    Quisieron arrestaros.
    ¿A mí?
    Sí, a vos.
    ¿Y con qué motivo?
    No lo sé. ¿Dónde estabais?
    El rey me llevó anoche a pasear en su compañía por la ciudad.
    Luego, él lo sabía dijo Alençon . Pero si vos no estabais, ¿quién era el que se hallaba allí?
    ¿Había alguien en mi alcoba? preguntó Enrique como si lo ignorase.
    Sí, un hombre. Cuando oí ruido me apresuré a socorreros, pero era ya demasiado tarde.
    ¿Y detuvieron al hombre? preguntó Enrique con ansiedad.
    No, se escapó después de haber herido gravemente a Maurevel y de matar a dos guardias.
    ¡Bravo, De Mouy! exclamó Enrique.
    ¿Conque era De Mouy? preguntó rápidamente Alençon.
    Enrique comprendió que había cometido una falta.
    Al menos, lo presumo contestó , porque le había citado para ponerme de acuerdo con él respecto a vuestra huida y decirle que os había concedido todos mis derechos al trono de Navarra.
    Entonces, si se averigua esto dijo Alençon palideciendo , estamos perdidos.
    Y se sabrá, porque Maurevel no es mudó.
    Maurevel tiene atravesada la garganta por una estocada y he sabido por el cirujano que le atiende que antes de ocho días no podrá pronunciar una sola palabra.
    ¡Ocho días! Es más de lo que necesita De Mouy para ponerse completamente a salvo.
    Además dijo Alençon , puede haber sido otro que no sea De Mouy.
    ¿Vos lo creéis?
    Sí, el hombre desapareció a toda velocidad y no pudo verse más que su capa color cereza.
    En efecto afirmó , una capa color cereza es más propia de un galán que de un soldado. Nadie reconocería a De Mouy dentro de una capa de semejante color.
    Desde luego. Si se sospechase de alguien insinuó Alençon , sería más bien... Y se detuvo.
    Del señor de La Mole dijo Enrique.
    En efecto, puesto que yo mismo, que le vi huir, dudé un instante.
    ¡Dudasteis! ¡Ya lo creo que pudo haber sido el señor de La Mole!
    ¿Él no sabe nada? preguntó Alençon.
    Nada absolutamente, o, por lo menos, nada de interés.
    Hermano mío dijo el duque , ahora sí que creo que era él.
    ¡Diablo! exclamó Enrique . Si en efecto era él, se va a llevar un disgusto la rema, que tanto se interesa por su persona.
    ¿Se interesa, decís? le preguntó Alençon pasmado.
    Sin duda. ¿No recordáis, Francisco, que fue vuestra hermana quien os lo recomendó?
    Sí dijo el duque con voz sorda . Por eso quisiera favorecerle, y la prueba la tenéis en que, temiendo que su capa colorada le comprometiera, subí a su cuarto y la traje aquí.
    ¡Oh! exclamó Enrique . Habéis sido doblemente prudente, y ahora no sólo apostaría, sino que juraría que era él.
    ¿Ante la justicia, incluso?
    A fe mía que sí respondió Enrique . Habría ido a llevarme algún recado de parte de Margarita.
    Si estuviese seguro de que me apoyaríais con vuestro testimonio dijo Alençon , casi estaría dispuesto a acusarle.
    Si le acusáis dijo Enrique , ya comprenderéis, hermano mío, que no os desmentiré.
    Pero, ¿y la reina? preguntó Alençon.
    ¡Ah! Es cierto.
    Será preciso conocer su opinión.
    Yo me encargo de ello.
    ¡Pardiez, hermano! Haría mal en desmentirnos, pues el joven en cuestión se encontraría con una flamante reputación de valiente sin costarle muy caro, ya que la iba a adquirir a crédito. Es verdad que posiblemente cobrase al mismo tiempo el interés y el capital.
    ¡Qué queréis! dijo Enrique . En este bajo mundo nada se consigue de balde.
    Y despidiéndose con una sonrisa, asomó cautelosamente la cabeza por el corredor, y, al ver que no había nadie, se deslizó rápidamente y desapareció por la escalera secreta que conducía a las habitaciones de Margarita.
    La reina de Navarra no estaba más tranquila que su esposo. La expedición nocturna dirigida contra ella y la duquesa de Nevers por el rey, el duque de Anjou, el duque de Guisa y Enrique de Navarra, a quien había reconocido, la inquietaba sobremanera. Sin duda no había ninguna prueba capaz de comprometerla, pues el portero, puesto en libertad por La Mole y Coconnas, afirmó que guardaría silencio. Pero cuatro señores de la alcurnia de los que aquellos dos simples gentiles hombres mantuvieron a raya no se habrían desviado de su camino por casualidad. Margarita regresó pues, cuando amanecía, luego de haber pasado el resto de la noche en casa de la señora de Nevers. Se acostó en seguida, pero no pudo dormir, ya que el menor ruido la sobresaltaba.
    A pesar de su angustia, oyó que llamaban a la puerta secreta y, después de enviar a Guillonne para que se enterase de quién era, la mandó abrir.
    Enrique se detuvo en el umbral de la puerta. Nada en él delataba al marido burlado, su habitual sonrisa vagaba por sus labios finos y ningún músculo de su rostro traicionaba las terribles emociones que acababa de experimentar.
    Pareció interrogar con la vista a Margarita para saber si le permitía conversar a solas con ella. Margarita comprendió la mirada de su marido a hizo señas a Guillonne de que se alejara.
    Señora dijo entonces Enrique , sé cuán ligada estáis a vuestros amigos y por eso temo que no sea buena la noticia que os voy a dar.
    ¿Qué sucede, señor? preguntó Margarita.
    Que uno de nuestros más queridos servidores se halla en una situación muy comprometida.
    ¿Quién?
    Nuestro buen conde de La Mole.
    ¡El conde La Mole! ¿Y a causa de qué?
    A causa de la aventura de anoche.
    Margarita enrojeció, pese a su dominio sobre sí misma. Y haciendo un esfuerzo preguntó:
    ¿De qué aventura?
    ¿Cómo? preguntó Enrique . ¿No habéis oí do todo el jaleo que se armó anoche en el Louvre?
    No, señor.
    Os felicito dijo Enrique con sencillez encantadora ; eso prueba que tenéis un sueño excelente.
    ¿Qué pasó?
    Que nuestra buena madre dio orden al señor de Maurevel y a seis de sus guardias para que me arrestasen.
    ¿A vos, señor?
    Sí, a mí.
    ¿Y por qué razón?
    ¡Ah! ¿Quién puede saber las razones de un espíritu tan profundo como el de nuestra madre? Las respeto, pero las ignoro.
    ¿Y vos no estabais en vuestras habitaciones?
    No, por pura casualidad, es cierto, pero no estaba. Lo habéis adivinado. Anoche me invitó el rey a que lo acompañase, pero si yo no estaba en mi cuarto, estaba en cambio otra persona.
    ¿Quién era?
    Por lo visto, el conde La Mole.
    ¡El conde La Mole! exclamó Margarita asombrada.
    ¡Y por Dios que estuvo valiente el pequeño provenzal! ¿Sabéis que hirió a Maurevel y que mató a dos de sus guardias?
    ¡Imposible!
    ¿Cómo? ¿Dudáis de su valor, señora?
    No, digo que el señor de La Mole no podía estar en vuestro cuarto.
    ¿Por qué?
    Pues porque... estaba en otra parte replicó azorada Margarita.
    ¡Ah! Si puede probarlo, eso es otra cosa; dirá dónde estuvo y asunto concluido.
    ¿Dónde estuvo? preguntó alarmada Margarita.
    Naturalmente. No terminará el día sin que sea detenido a interrogado. Y como por desgracia hay pruebas...
    ¿Qué pruebas?
    El hombre que supo defenderse tan a la desesperada tenía una capa color cereza.
    Pero La Mole no es el único que tiene una capa de semejante color. Yo sé de otro...
    Y yo también. Pero ved lo que ocurrirá: si el señor de La Mole no era quien estaba en mi cuarto, tendrá que serlo otro, y este otro habrá de ser dueño de una capa igual a la suya. Ahora, ¿sabéis ya quién es este hombre?
    ¡Cielos!
    Ahí está la cuestión. Vuestra inquietud me demuestra que os dais cuenta de la dificultad. Conversemos, si os place, como dos personas que tratan del bien más codiciado del mundo...: un trono, el bien más precioso... de la vida. Si De Mouy es arrestado, ya podemos darnos por perdidos.
    Sí, comprendo.
    Mientras que el señor de La Mole no compromete a nadie, a no ser que le dé por inventar alguna historia y empiece, por ejemplo, a decir que estuvo en compañía de algunas damas.
    Señor dijo Margarita , si tenéis algún temor respecto a eso, podéis estar tranquilo... Nada dirá. .
    ¿Cómo? preguntó Enrique . ¿No dirá nada aunque la muerte sea el precio de su silencio?
    Aunque así sea.
    ¿Estáis segura?
    Os respondo de ello.
    Entonces más vale así repuso Enrique levantándose.
    ¿Os retiráis, señor? preguntó ansiosamente Margarita.
    Sí, por cierto; esto es todo cuanto tenía que deciros.
    ¿Y adónde vais?...
    A ver de qué manera podemos salir del mal paso en que ese demonio de hombre de la capa color cereza nos ha metido.
    ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacho! exclamó dolorosamente Margarita, retorciéndose las manos.
    Verdaderamente dijo Enrique al marcharse , este querido señor de La Mole es un excelente servidor.

    VII

    EL CORDÓN DE LA REINA MADRE

    Carlos había regresado a su aposento risueño y jovial. Pero, al cabo de una conversación de diez minutos que tuvo con su madre, se diría que ésta le había cedido su palidez y su cólera, llevándose en cambio el radiante buen humor de su hijo.
    ¡El señor de La Mole! decía Carlos . ¡El señor de La Mole! Hay que llamar a Enrique y al duque de Alençon. A Enrique, porque ese joven era hugonote, y a mi hermano, porque le tiene a su servicio.
    Llamadlos si queréis, hijo mío, pero no vais a sacar nada en limpio. Me temo que Enrique y Francisco estén más unidos de lo que parece. Interrogarles equivaldría a levantar sospechas; me parece que sería mejor la prueba lenta y segura de dejar pasar algunos días. Si les dais tiempo de que respiren, si les hacéis creer que han escapado de vuestra vigilancia, los culpables, envalentonados y triunfantes, os proporcionarán ellos mismos la ocasión; entonces, podremos saberlo todo.
    Carlos se paseaba indeciso, conteniendo su cólera como un caballo que mordiera el freno y aplacando con su mano crispada los latidos de su corazón mordido por la sospecha más cruel.
    No, no dijo por fin , no esperaré. Vos no sabéis lo que es esperar estando rodeado como estoy de fantasmas. Además, estos mozalbetes se están volviendo cada día más insolentes. Esta misma noche, dos jovencitos han osado hacernos frente rebelándose contra nosotros. Si el señor de La Mole es inocente no digo nada, pero no me disgustaría saber dónde estaba anoche mientras atacaban a mis guardias en el .Louvre y combatían contra mí en la calle de Cloche Percée. Que vayan a buscar al duque de Alençon y después a Enrique; quiero interrogarles por separado. Vos podéis quedaros, madre mía.
    Catalina se sentó. Para un espíritu fuerte como el suyo, cualquier incidente, hábilmente dirigido por sus poderosas manos, podía conducir al fin propuesto, aunque en apariencia pareciera alejarse de él. De todo choque surge un ruido o un chispazo. El ruido guía; la chispa alumbra.
    Entró el duque de Alençon; su charla con Enrique le había preparado para la entrevista y se hallaba bastante tranquilo.
    Sus respuestas fueron terminantes. Como su madre le había dicho que permaneciera en su habitación, ignoraba por completo los sucesos de la noche. Únicamente, y debido a que sus habitaciones daban al mismo corredor que las del rey de Navarra, creyó oír al principio un ruido como el de una puerta que se golpea, luego imprecaciones y, por último, tiros.
    Entonces se arriesgó a entreabrir la puerta, viendo cómo huía un hombre de capa encarnada.
    Carlos y su madre cambiaron una mirada.
    ¿De capa encarnada? preguntó el rey.
    Sí respondió Alençon.
    ¿Y esa capa encarnada no os hace sospechar de alguien?
    Alençon acudió a todas sus fuerzas para mentir con la mayor naturalidad posible.
    A primera vista dijo debo confesar a Vuestra Majestad que creí reconocer la capa de uno de mis gentiles hombres.
    ¿Y cómo se llama ese gentilhombre?
    El señor de La Mole.
    ¿Por qué el señor de La Mole no estaba a vuestro lado, como era su obligación?
    Le había dado permiso respondió el duque.
    Está bien, retiraos dijo Carlos.
    El duque de Alençon se dirigió a la puerta por donde había entrado.
    Por ésa no advirtió Carlos ; por esa otra.
    Y le indicó la que comunicaba con el cuarto de su nodriza.
    Carlos no quería que Enrique y Francisco se encontraran. Ignoraba que se habían visto un instante antes y que ese instante bastó para que se pusieran de acuerdo.
    Cuando hubo salido Alençon, y a una señal de Carlos, entró Enrique.
    Enrique no esperó que Carlos le interrogara.
    Señor dijo , ha hecho bien Vuestra Majestad en enviarme llamar, pues quería veros para pediros justicia.
    Carlos frunció el ceño.
    Sí, justicia continuó Enrique . Empiezo por agradecer a Vuestra Majestad que me llevase consigo anoche, pues sé que, gracias a eso, me salvó la vida. ¿Pero qué es lo que he hecho yo para que intentaran asesinarme?
    No se trataba de un asesinato dijo precipitadamente Catalina , sino de una orden de arresto.
    Sea dijo Enrique . Pero ¿qué crimen cometí para ser arrestado? Si soy culpable, lo mismo lo soy esta mañana que anoche. Decidme cuál es mi crimen, señor.
    Carlos miró a su madre un tanto perplejo por la contestación que había de dar.
    Hijo mío dijo Catalina , recibís a gentes sospechosas.
    Bien dijo Enrique , y esas gentes sospechosas me comprometen, ¿no es cierto, señora?
    Sí, Enrique.
    ¡Nombrádmelas, nombrádmelas!... Decidme quiénes son. Traedlas a mi presencia.
    En efecto dijo Carlos , Enrique tiene derecho a pedir una explicación.
    ¡Y la pido! replicó Enrique, quien, sintiendo la superioridad de su posición, quería sacar partido de ella . La pido a mi cuñado Carlos y a vos, Catalina. ¿No me he conducido como buen esposo desde mi casamiento con Margarita? Preguntádselo a ella. ¿No me he portado como buen católico? Preguntádselo a mi confesor. ¿Y como buen pariente? Díganlo quienes asistieron ayer a la cacería.
    En efecto, Enriquito afirmó el rey . ¿Qué quieres? Dicen que conspiras.
    ¿Contra quién?
    Contra mí.
    Señor, si hubiese conspirado contra vos, no habría tenido más que esperar los acontecimientos cuando vuestro caballo, herido en una pata, no se podía levantar, y el jabalí, furioso, embestía a Vuestra Majestad.
    ¡Cáspita! ¿Sabéis que tiene razón, madre mía?
    Pero, en fin, ¿quién estaba anoche en vuestro cuarto?
    Señora contestó Enrique , en circunstancias en que muy pocos se atreven a responder de sí mismos, no responderé yo de los demás. Abandoné mi habitación a las siete de la noche, a las diez mi hermano Carlos hizo que le acompañara y estuve con él toda la noche. No podía a la vez estar con Su Majestad y saber lo que ocurría en mi cuarto.
    Pero dijo Catalina , por eso no es menos cierto que uno de vuestros servidores mató a dos guardias de Su Majestad a hirió al señor de Maurevel.
    ¿Uno de mis servidores? ¿Quién era, señora? Nombradle.
    Todo el mundo acusa al señor de La Mole.
    El señor de La Mole no está a mi servicio, señora, sino al servicio del duque de Alençon, a quien, por cierto, fue recomendado por vuestra hija.
    En una palabra dijo Carlos , ¿era el señor de La Mole el que estaba en lo alcoba, Enriquito?
    ¿Cómo queréis que lo sepa, señor? No puedo decir ni que sí ni que no. El señor de La Mole es un buen servidor, muy devoto de la reina de Navarra y que me trae a menudo mensajes, ya sea de Margarita, a quien está muy agradecido por haberle recomendado al señor de Alençon, ya del mismo duque. No puedo afirmar que sea el señor de La Mole.
    Era él dijo Catalina , han visto su capa encarnada.
    ¿El señor de La Mole tiene una capa encarnada?
    Sí.
    Y el hombre que tan bien ha despachado a dos de mis guardias y al señor de Maurevel... añadió Carlos.
    ¿Tenía una capa encarnada? preguntó Enrique.
    Precisamente dijo Carlos.
    No tengo nada que decir replicó el bearnés ; pero me parece que en tal caso no es a mí a quien debíais haber llamado, sino al señor de La Mole, que era quien estaba en mi cuarto. Solamente añadió Enrique quiero hacer a Vuestra Majestad una observación.
    ¿Cuál?
    Si hubiese sido yo el que, viendo una orden firmada por mi rey, me hubiera resistido en lugar de obedecerla, sería culpable y merecería toda suerte de castigos, pero no soy yo; es un desconocido a quien esta orden no se refería para nada; han querido detenerle in-justamente, se ha defendido, demasiado bien por cierto, pero no olvidéis que estaba en su derecho.
    Sin embargo... murmuró Catalina.
    Señora interrumpió Enrique , ¿mandaba la orden que se me detuviera?
    Así es respondió Catalina , y el rey mismo la firmó.
    Pero ¿indicaba también que en el caso de que yo no estuviera sería detenida la persona que ocupase mi lugar?
    No contestó Catalina.
    Entonces dijo Enrique , mientras que no se pruebe que yo conspiro y que el hombre que estaba en mi habitación es mi cómplice, ese hombre es inocente.
    Y volviéndose hacia Carlos IX:
    Señor continuó Enrique , no saldré del Louvre. Estoy dispuesto a dirigirme a cualquiera de las prisiones del Estado en cumplimiento de una orden de Vuestra Majestad, pero, hasta que no se me pruebe lo contrario, tengo derecho a considerarme el más fiel servidor, súbdito y hermano de Vuestra Majestad.
    Y con una altivez desconocida hasta entonces, Enrique saludó a Carlos y salió.
    ¡Bravo, Enriquito! exclamó Carlos cuando el rey de Navarra se hubo retirado.
    ¡Bravo! ¿Lo decís porque nos ha vencido? observó Catalina.
    ¿Y por qué no le he de aplaudir? ¿Acaso cuando tiramos espada juntos y él me toca no le digo también bravo? Madre, hacéis mal en despreciarlo.
    Hijo dijo Catalina oprimiendo la mano de Carlos IX , no le desprecio, le temo.
    Insisto en que hacéis mal. Enrique es mi amigo y, como acaba de decir, si hubiera conspirado contra mí, no hubiese tenido más que dejar al jabalí consumar su obra.
    Sí insistió Catalina , ¿para que el duque de Anjou, su enemigo personal, fuera rey de Francia?
    No me importa el motivo por el que Enrique me haya salvado la vida; lo cierto es que me ha salvado. ¡Por todos los diablos! No quiero que se le cause ningún disgusto. Por lo que se refiere al señor de La Mole, voy a entenderme con mi hermano de Alençon, que es quien le tiene a su servicio.
    Con esto Carlos IX dio por terminada la conversación con su madre. Catalina se retiró pensando quién pudiera ser el culpable.
    El señor de La Mole no era lo suficientemente importante para satisfacer sus deseos.
    De regreso a sus habitaciones, Catalina encontró a Margarita, que le estaba esperando.
    ¡Ah! ¿Sois vos, hija mía? Anoche os mandé llamar.
    Ya lo sé, señora; pero había salido.
    ¿Y esta mañana?
    Esta mañana, señora, he venido a veros para decir a Vuestra Majestad que va a cometer una gran injusticia.
    ¿Cuál?
    ¿Vais a ordenar que arresten al señor conde de La Mole?
    Os equivocáis, hija mía; yo no hago arrestar a nadie; es el rey quien manda y no yo.
    No juguemos con las palabras, señora, cuando los momentos son tan graves. Van a detener al señor de La Mole, ¿no es cierto?
    Es probable.
    ¿Acusado de hallarse anoche en la alcoba del rey de Navarra y de haber dado muerte a dos guardias y herido al señor de Maurevel?
    Efectivamente, ése es el crimen que se le imputa.
    Sin razón, señora afirmó Margarita , puesto que el señor de La Mole no es culpable.
    ¿Que no es culpable el señor de La Mole? dijo Catalina haciendo un gesto de alegría y vislumbrando alguna luz en lo que Margarita acababa de afirmar.
    No es culpable insistió Margarita ni puede serlo, pues no estaba en la habitación del rey.
    ¿Dónde estaba, entonces?
    En la mía, señora.
    ¡En la vuestra!
    Sí, en la mía.
    Catalina debió de quedarse atónita ante tal confesión en una princesa de Francia, pero se limitó a cruzarse de brazos.
    Y... dijo después de un momento de silencio si arrestan al señor de La Mole y le interrogan...
    Dirá dónde y con quién se hallaba respondió Margarita, aunque estaba completamente segura de lo contrario.
    Si es así, tenéis razón, hija mía; será necesario impedir qué arresten al señor de La Mole.
    Margarita se estremeció, creyó advertir en el tono con que su madre había pronunciado estas palabras un sentido misterioso y terrible, pero no pudo objetar nada, puesto que le había sido concedido lo que acababa de pedir.
    Pero, entonces dijo Catalina , si no era el señor de La Mole el que estaba en la alcoba del rey, sería otro.
    Margarita se calló.
    ¿Conocéis a ese otro?
    No, madre mía respondió Margarita con voz vacilante.
    Vamos, confiaos del todo.
    Os repito, señora, que no le conozco insistió Margarita poniéndose pálida a pesar suyo.
    Bien, bien dijo Catalina con indiferencia , ya lo sabremos. Retiraos, hija mía, y estad tranquila; vuestra madre vela por nuestro honor.
    Margarita salió.
    ¡Ah! murmuró Catalina . Se entienden, Enrique y Margarita están de acuerdo; con tal de que la mujer sea muda, el marido es ciego. ¡Ah! Hijos míos, os creéis muy hábiles y muy fuertes, pero vuestra fuerza reside en vuestra unión y yo os separaré. Además, llegará el día en que Maurevel pueda hablar o escribir, pronunciar un nombre o trazar seis letras, y entonces lo sabremos todo... Claro que si esperamos hasta entonces, el culpable se habrá puesto a salvo. Lo mejor será romper su alianza en seguida.
    En virtud de este razonamiento, Catalina se dirigió a las habitaciones de su hijo, a quien encontró hablando con Alençon.
    ¡Ah! dijo Carlos IX frunciendo el ceño . ¿Sois vos, madre mía?
    ¿Por qué no dijisteis aún? Esta palabra estaba en vuestro pensamiento, Carlos.
    Lo que está en mi pensamiento sólo a mí me pertenece replicó el rey con aquel tono brutal que adoptaba algunas veces hasta para hablar con Catalina . ¿Qué queréis? Decídmelo pronto.
    Que teníais razón, hijo mío respondió Catalina dirigiéndose a Carlos , mientras que vos, Francisco, estabais equivocado.
    ¿En qué señora? preguntaron los dos príncipes. .
    No era el señor de La Mole quien estaba en el cuarto del rey de Navarra.
    ¡Ah, ah! exclamó Francisco, palideciendo.
    ¿Quién era entonces? preguntó Carlos.
    No lo sabemos todavía, pero lo averiguaremos en cuanto Maurevel pueda hablar. Así, pues, dejemos este asunto, que no tardará en aclararse, y volvamos al señor de La Mole.
    ¿Y qué queréis del señor de La Mole si no estaba en el aposento del rey de Navarra?
    No dijo Catalina , no estaba en el aposento del rey, pero estaba... en el de la reina.
    ¡En el de la reina! exclamó Carlos soltando una carcajada nerviosa.
    ¡En el de la reina! murmuró Alençon poniéndose pálido como un cadáver.
    ¡Imposible! dijo Carlos . Guisa me dijo que había visto la litera de Margarita.
    En efecto asintió Catalina , la reina de Navarra tiene una casa en la ciudad.
    ¡En la calle de Cloche Percée! exclamó el rey.
    ¡Oh! ¡Oh! Eso es demasiado fuerte manifestó Alençon, llevándose la mano al pecho . ¡Y pensar que me lo ha recomendado precisamente a mí!
    ¡Ah! Pero ahora que pienso dijo el rey acordándose de pronto , entonces él es quien se defendió anoche contra nosotros y me arrojó una palangana de plata a la cabeza. ¡Miserable!
    Eso es, ¡miserable! exclamó Francisco.
    Tenéis razón, hijos míos dijo Catalina, como si no comprendiera el sentimiento que embargaba a cada uno de sus hijos . Tenéis razón, la menor indiscreción de ese gentilhombre puede causar un horrible escándalo y perder a una princesa de Francia. Bastaría un momento de embriaguez...
    O de vanidad dijo Francisco.
    Sin duda, sin duda añadió Carlos , pero ¡no podemos llevar la causa a los tribunales, a no ser que Enrique quisiera querellarse!
    Hijo mío dijo Catalina, poniendo su mano en el hombro de Carlos como para llamar la atención del rey sobre lo que iba a proponer , escuchad bien lo que os digo: hay delito y puede haber escándalo. Pero no es con jueces ni con verdugos como se castigan estos atentados de lesa Majestad. Si fueseis simples caballeros, nada tendría que deciros, porque ambos sois valientes, pero sois príncipes y no podéis cruzar vuestras espadas con la de un pobre hidalgo. Tratad de vengaros como príncipes.
    ¡Por mil diablos! Tenéis razón, madre mía; ya lo pensaré exclamó Carlos.
    Yo os ayudaré, hermano dijo Francisco.
    Y yo dijo Catalina, desatando el cordón de seda negro que le daba tres vueltas alrededor del talle y caía hasta sus rodillas con un nudo en cada punta me retiro, pero os dejo esto en representación mía.
    Y arrojó. el cordón a los pies de los príncipes.
    ¡Ah! exclamó Carlos . Ya comprendo.
    Este cordón... dijo Alençon recogiéndolo.
    Es el castigo y el silencio concluyó Catalina victoriosa . No estaría nada mal que complicáramos a Enrique en todo esto.
    Y salió.
    ¡Pardiez! dijo Alençon . Nada más fácil, y cuando Enrique sepa que su esposa le traiciona... ¿De modo agregó volviéndose al rey que adoptáis el parecer de nuestra madre?
    Punto por punto contestó Carlos, sin sospechar que atravesaba con mil puñales el corazón de su hermano . Esto contrariará a Margarita, pero alegrará a Enrique.
    Y, llamando a uno de los oficiales de su guardia, le ordenó que fuera en busca de Enrique. Pero cambiando de idea:
    No dijo , yo mismo iré. Y tú, Alençon, llama a Anjou y a Guisa.
    Y saliendo de su aposento subió por la escalera de caracol que terminaba en el segundo piso frente a la puerta de las habitaciones de Enrique.


    VIII

    PROYECTOS DE VENGANZA

    Enrique aprovechó el momento de tregua que le daba el interrogatorio tan bien sostenido por él para ir a la habitación de la señora de Sauve. Encontró allí a Orthon completamente repuesto de su desmayo, pero el criado nada pudo decirle aparte de que unos hombres se habían introducido en su cuarto y de que el jefe de ellos le había dado un golpe con la cazoleta de su espada dejándole sin sentido. Nadie se había vuelto a preocupar de él. Catalina le vio desmayado y le creyó muerto.
    Como había vuelto en sí en el intervalo transcurrido entre la salida de la reina madre y la llegada del capitán de los guardias encargados de despejar el terreno, se refugió en la habitación de la señora de Sauve.
    Enrique rogó a Carlota que ocultase al joven hasta que se recibieran noticias de De Mouy, quien desde el sitio en que estaba refugiado no dejaría de escribirle. Entonces enviarían a Orthon con la respuesta, y así, en lugar de contar con un hombre fiel, podría contar con dos.
    Una vez concebido este plan, volvió a su aposento y se paseaba de arriba abajo meditando cuando se abrió de pronto la puerta y apareció el rey.
    ¡Majestad! exclamó Enrique, precipitándose a su encuentro.
    Yo mismo..., realmente, Enriquito, eres un excelente muchacho y cada vez lo quiero más.
    Señor, Vuestra Majestad me confunde.
    No tienes más que un defecto, Enrique.
    ¿Cuál? ¿El que tantas veces me ha reprochado Vuestra Majestad de preferir la caza mayor a la caza menor?
    No, no me refiero a ése, Enriquito, sino a otro.
    Explíquese Vuestra Majestad dijo Enrique, quien al ver la sonrisa de Carlos notó que el rey estaba de buen humor y trataré de corregirme.
    Me refiero a que, teniendo tan buenos ojos como tienes, no veas más claro de lo que ves.
    ¡Bah! replicó Enrique . ¿Será que acaso, sin advertirlo, soy miope?
    Peor todavía, Enriquito, peor; eres ciego.
    ¡Ah! En efecto dijo el bearnés ; pero ¿no será cuando cierro los ojos cuando me sucede esa desgracia?
    Desde luego eres muy capaz de eso respondió Carlos , pero, por si acaso, voy a abrírtelos.
    Dios dijo: «Hágase la luz», y la luz se hizo. Vuestra Majestad es el representante de Dios en este mundo; puede hacer en la Tierra lo que Dios hizo en el Cielo. Os escucho.
    Cuando Guisa dijo anoche que lo mujer acababa de pasar escoltada por un mozalbete, no quisiste creerle.
    ¿Cómo iba a suponer, señor, que la hermana de Vuestra Majestad fuera capaz de cometer semejante imprudencia?
    Cuando lo dijo que habían ido a la calle de Cloche Percée tampoco le creíste.
    ¿Cómo iba a creer que una princesa de Francia arriesgase tan públicamente su reputación?
    Cuando sitiamos la casa de la calle de ClochePercée y a mí me cayó una palangana de plata en el hombro, a Anjou una compota de naranjas por la cabeza y a Guisa un muslo de jabalí en la cara, ¿no viste a dos mujeres y a dos hombres?
    Nada vi, señor. Vuestra Majestad recordará que me hallaba interrogando al portero.
    Sí, pero, ¡por los clavos de Cristo!, yo sí lo he visto.
    ¡Ah! Si Vuestra Majestad lo ha visto ya es otra cosa.
    Es decir, he visto a dos hombres y a dos mujeres y ahora sé, sin temor a equivocarme, que una de las mujeres era Margot y que uno de los hombres era La Mole.
    Entonces dijo Enrique , si La Mole estaba en la casa de la calle de Cloche Percée no podía estar en mi alcoba.
    En efecto, pero no se trata ya de la persona que estaba aquí. Ya conoceremos su nombre cuando ese imbécil de Maurevel pueda hablar o escribir. Se trata de que Margarita lo engaña.
    ¡Bah! dijo Enrique . No creáis en habladurías.
    ¡Cuando lo digo que más que miope eres ciego! ¡Pardiez! ¿Quieres creerme alguna vez, testarudo? Te aseguro que Margot lo engaña y que esta noche estrangularemos al amante.
    Enrique dio un salto de sorpresa y miró a su cuñado con aire de estupefacción.
    Confiesa, Enriquito, que la idea no lo disgusta en el fondo. Margot va a gritar como cien mil cornejas, pero peor para ella. No quiero que lo hagan desgraciado. Que Condé sea engañado por el duque de Anjou me trae sin cuidado. Condé es mi enemigo; pero tú eres mi hermano, eres más que mi hermano, eres mi amigo.
    Pero, señor...
    No quiero que lo molesten ni que se burlen de ti; hace mucho tiempo que sirves de mofa a todos esos mequetrefes que vienen de provincias a comer nuestras migajas y a cortejar a nuestras mujeres. ¡Pardiez! Te han traicionado, Enriquito; esto le puede ocurrir a todo el mundo, pero tú tendrás, yo os lo juro, una cumplida satisfacción y mañana todos dirán: « ¡Por mil diablos! Parece que el rey Carlos quiere mucho a su hermano Enriquito puesto que esta noche le ha apretado el gaznate al señor de La Mole.»
    Veamos, señor dijo Enrique , ¿se trata realmente de una cosa decidida?
    Meditada, resuelta y decidida; el caballerete no tendrá de qué quejarse. Ejecutaremos el plan yo, Anjou, Alençon y Guisa: un rey, dos príncipes de Francia y un príncipe soberano, sin contarte a ti.
    ¿Cómo sin contarme?
    Sí, tú también vendrás.
    ¡Yo!
    Sí, tú; herirás con lo daga a ese mozalbete como corresponde a un rey, mientras que nosotros le estrangularemos.
    Señor contestó Enrique , vuestra bondad me confunde; pero ¿cómo sabéis...?
    ¡Eh! ¡Por Satanás! Parece que el miserable se ha vanagloriado. Tan pronto la visita en sus aposentos del Louvre como en la calle de Cloche Percée. Hacen versos juntos; me gustaría ver los versos que hace semejante mamarracho; son bucólicos, hablan de Bion de Moschus y hacen alternar a Dafnis y a Corydon.
    Señor dijo Enrique , reflexionando sobre esto...
    ¿Qué?
    Vuestra Majestad comprenderá que no puedo tomar parte en lo que me propone. Si lo hiciera personalmente, creo que no sería bien visto. Estoy demasiado interesado en el asunto para que mi intervención no fuese calificada de ferocidad. Vuestra Majestad venga el honor de su hermana, en la persona de un fatuo que se ha vanagloriado calumniando a mi esposa; nada más sencillo, y Margarita, a quien sigo creyendo inocente, no queda deshonrada. En cambio, si yo tomo parte, ya es otra cosa; mi cooperación convertiría un acto de justicia en un acto de venganza. Ya no sería un castigo, sino un asesinato, y mi esposa no una calumniada, sino una culpable.
    ¡Pardiez, Enrique! Tienes un pico de oro. Hace un rato se lo dije a mi madre: eres más listo que el mismo diablo.
    Y Carlos miró complacido a su cuñado, que se inclinó para agradecer el cumplido.
    No obstante añadió Carlos , ¿te gustará que lo libre de ese galanteador?
    Todo lo que hace Vuestra Majestad está bien hecho respondió el rey de Navarra.
    Está bien, déjame entonces que haga yo lo papel, y puedes estar tranquilo, porque no lo haré mal.
    En vos confío, señor dijo Enrique.
    Sólo deseo saber a qué hora va por lo general a las habitaciones de la esposa.
    A eso de las nueve de la noche.
    ¿Y sale?
    Antes de que yo llegue, pues jamás le encuentro.
    Hacia las...
    Hacia las once.
    Bien, baja esta noche a las doce y ya estará todo terminado.
    Carlos, después de estrechar cordialmente la mano de Enrique y de repetir sus promesas de amistad, salió silbando su aire de caza favorito.
    ¡Por Dios! dijo el bearnés, siguiendo a Carlos con la mirada . O mucho me equivoco o toda esta historia procede de la reina madre. Verdaderamente, ya no sabe qué inventar para separarnos a mi mujer y a mí: ¡un matrimonio tan feliz!...
    Enrique se echó a reír como acostumbraba a hacerlo cuando nadie podía verle ni oírle.
    A eso de las siete de la tarde del mismo día en que habían ocurrido estos hechos, un hermoso joven, que acababa de bañarse, se depilaba y se paseaba complacido tarareando una cancioncilla frente a un espejo en una habitación del Louvre.
    A su lado dormía o, mejor dicho, se hallaba acostado otro joven.
    Uno era nuestro amigo La Mole, de quien tanto se habían ocupado y seguían ocupándose aquel día sin que él lo sospechara, y el otro su compañero Coconnas.
    En efecto, toda aquella tormenta había pasado sobre él sin que oyera el retumbar de los truenos ni viera el brillo de los relámpagos. Habiendo regresado a las tres de la madrugada, permaneció en la cama, medio dormido, medio despierto, hasta las tres de la tarde, haciendo castillos sobre esa arena movediza que llaman el porvenir. Luego se levantó, pasó una hora en la casa de baños que estaba de moda y fue a comer a la posada de maese La Hurière y, de vuelta al Louvre, terminaba su tocado para hacer su visita diaria a la reina.
    ¿Y dices que has comido? preguntó Coconnas bostezando.
    Sí, y con gran apetito.
    ¿Por qué no me llevaste contigo, egoísta?
    Dormías tan profundamente que no quise despertarte. Pero cenarás en lugar de almorzar. Sobre todo, no lo olvides de pedirle a maese La Hurière ese vinillo de Anjou que recibió hace unos días.
    ¿Es bueno?
    Pídelo, no lo digo más que eso.
    Y tú, ¿adónde vas?
    ¡Yo! dijo La Mole sorprendido de que su amigo le hiciera tal pregunta . ¿Que adónde voy? A hacer la corte a la reina.
    Mira, si yo fuese a comer a nuestra casita de la calle de Cloche Percée, comería con los restos de ayer y con un vino de Alicante que hay allí y que es muy tónico.
    Eso sería una imprudencia, amigo Annibal, después de lo ocurrido anoche. Por otra parte, ¿no dimos nuestra palabra de que no volveríamos solos? Alcánzame la capa.
    Es cierto, a fe mía dijo Coconnas ; lo había olvidado. Pero ¿dónde diablos está lo capa?... ¡Ah! Aquí está.
    No, ésa es la negra y la que quiero es la roja. La reina me prefiere con ella.
    Búscala tú mismo dijo Coconnas después de mirar por todas partes , yo no la encuentro.
    ¿Cómo? ¿No la encuentras? Pero, ¿dónde puede estar?
    La habrás vendido.
    =¿Para qué? Todavía me quedan seis escudos.
    Entonces, ponte la mía.
    ¡Ah, sí...! Con una capa amarilla y un jubón verde pareceré un papagayo.
    Mira que eres difícil. Arréglate como quieras, entonces.
    Cuando La Mole, después de revolverlo todo, comenzó a maldecir a los ladrones que penetraban hasta el Louvre, apareció un paje del duque de Alençon llevando la preciosa capa.
    ¡Ah! exclamó La Mole . ¡Aquí está, por fin!
    Vuestra capa, señor dijo el paje . Monseñor la mandó buscar con motivo de una apuesta que hizo sobre su color.
    ¡Oh! dijo La Mole . La buscaba para salir, pero si Su Alteza la necesita aún...
    No, señor conde, ya no la necesita.
    Salió el paje y La Mole se puso su capa.
    Bueno dijo La Mole , ¿qué decides por fin?
    No sé.
    ¿Te encontraré aquí esta noche?
    ¿Cómo quieres que lo responda a eso?
    ¿No sabes lo que harás dentro de dos horas?
    Sé de sobra lo que haré, pero no lo que me harán hacer.
    ¿La duquesa de Nevers?
    No, el duque de Alençon.
    Efectivamente dijo La Mole , he notado que desde hace tiempo lo colma de atenciones.
    Así es dijo Coconnas.
    Entonces, has hecho lo fortuna añadió La Mole riendo.
    ¡Bah, un segundón!
    Realmente tiene tantos deseos de convertirse en príncipe heredero, que el Cielo quizás haga un milagro en su favor. ¿De modo que no sabes lo que harás esta noche?
    No.
    ¡Al diablo, entonces...! O mejor dicho: adiós.
    «Este La Mole es terrible se dijo Coconnas ; siempre quiere que le diga dónde estaré. ¿Acaso lo sé yo? Por lo pronto, me parece que voy a seguir durmiendo.»
    Y volvió a acostarse. En cuanto a La Mole, se dirigió volando hacia las habitaciones de la reina. Al llegar al corredor que ya conocemos tropezó con el duque de Alençon.
    ¡Ah! ¿Sois vos, señor de La Mole? preguntó el príncipe.
    Sí, monseñor respondió el joven, saludando respetuosamente.
    ¿Vais a salir?
    No, Alteza, voy a ofrecer mis respetos a Su Majestad la reina de Navarra.
    ¿A qué hora terminaréis, señor de La Mole?
    ¿Tiene monseñor que ordenarme algo?
    No, por el momento no, pero quisiera hablaros esta noche.
    ¿A qué hora?
    De nueve a diez.
    Tendré el honor de ir a esa hora a las habitaciones de Vuestra Alteza.
    Está bien, cuento con vos.
    La Mole saludó y siguió su camino.
    «Este duque se dijo se pone a veces tan pálido como un cadáver; es extraño.»
    Llamó a la puerta de la reina. Guillonne, que parecía esperarle, le condujo a presencia de Margarita.
    La reina estaba ocupada en un trabajo que parecía fatigarla mucho; tenía delante un papel lleno de correcciones y un volumen de Isócrates. Hizo señas a La Mole de que la dejase terminar un párrafo y, una vez que hubo terminado, que fue en seguida, dejó la pluma a invitó al joven a que se sentara a su lado.
    La Mole no cabía en sí de Bozo; estaba más apuesto y alegre que nunca.
    ¡Griego! exclamó al ver el libro . ¡Un discurso de Isócrates! ¿Qué pensáis hacer con esto? Y latín en este papel: Ad Sarmati e legatos regine Margaitæ condo! ¿Pensáis dirigiros a esos bárbaros en latín?
    Es indispensable dijo Margarita , puesto que no saben francés.
    ¿Pero cómo podéis escribir la respuesta antes de conocer lo que van a decir?
    Una mujer más coqueta que yo os haría creer que se trata de una improvisación, pero con vos, Hyacinte mío, no tengo por qué fingir; me han comunicado previamente el discurso que van a pronunciar.
    ¿Van a llegar pronto esos embajadores?
    Han llegado esta mañana.
    ¿Y nadie lo sabe?
    Llegaron de incógnito. Creo que su llegada oficial se ha dejado para mañana. Ya veréis dijo Margarita con cierto tonillo satisfecho no exento de pedantería ;lo que he escrito esta noche es bastante ciceroniano, pero dejémonos de bagatelas y hablemos de lo que os ha ocurrido.
    ¿A mí?
    Sí.
    ¿Qué es lo que me ha ocurrido?
    Es inútil que queráis haceros el valiente; os encuentro pálido.
    Será de tanto dormir; lo confieso humildemente.
    Vamos, vamos, no os hagáis el desentendido; lo sé todo.
    Tened la bondad de enterarme, perla mía, porque yo lo ignoro.
    Veamos, respondedme francamente: ¿qué os ha preguntado la reina madre?
    ¿A mí? ¿Acaso tenía que hablarme?
    ¡Cómo! ¿No la habéis visto?
    No.
    ¿Y al rey Carlos?
    No.
    ¿Y al rey de Navarra?
    Tampoco.
    Pero al duque de Alençon sí le habréis visto.
    Sí, le acabo de encontrar en el corredor.
    ¿Qué os ha dicho?
    Que tenía que darme ciertas órdenes entre nueve y diez de la noche.
    ¿Nada más?
    Nada más.
    Es extraño.
    Pero decidme, por favor, ¿qué es lo que os parece extraño?
    Que no hayáis oído hablar de nada.
    =¿Qué es lo que ha pasado?
    Ha pasado, infeliz, que durante todo el día habéis estado al borde del abismo.
    ¿Yo?
    Sí, vos.
    ¿Y debido a qué?
    Escuchad. De Mouy, sorprendido anoche en la alcoba del rey de Navarra, a quien querían detener, mató a tres hombres y huyó sin que nadie viera más que el encendido color de su capa.
    ¿Qué más?
    Que esa famosa capa encarnada que me engañó una vez a mí ha engañado también a los demás. Se sospechó de vos y hasta se os acusa de este triple crimen. Esta mañana querían arrestaros, juzgaros y quién sabe si condenaros, puesto que vos no hubierais querido decir, aunque esto supusiera vuestra salvación, dónde estuvisteis, ¿no es cierto?
    ¡Decir dónde estuve! exclamó La Mole . ¡Comprometeros a vos, mi hermosa Majestad! Os sobra razón; hubiera muerto cantando con tal de evitar una lágrima de esos bellos ojos.
    ¡Ay, pobre amigo mío! dijo Margarita . Mis bellos ojos habrían llorado mucho.
    ¿Y cómo se calmó la tormenta?
    Adivinadlo.
    ¡Qué sé yo!
    No había más que un medio de probar que no estuvisteis en la alcoba del rey de Navarra.
    ¿Cuál?
    Decir dónde estabais. Y yo lo dije.
    ¿A quién?
    A mi madre.
    Y la reina Catalina...
    La reina Catalina sabe que sois mi amante.
    ¡Oh, señora! Después de haber hecho tanto por mí, podéis exigir todo lo que deseéis de vuestro servidor. Es verdaderamente bello y grande lo que habéis hecho, Margarita. Mi vida os pertenece.
    Así lo espero, ya que he conseguido arrancarla a aquellos que querían robármela. Ahora estáis salvado.
    ¡Y por vos! exclamó el joven . ¡Por vos, mi reina adorada!
    En aquel momento se oyó un ruido y La Mole retrocedió preso de un vago temor. Margarita, lanzando un grito, clavó su mirada en el cristal de la ventana, que acababa de romperse dando paso a una piedra del tamaño de un huevo que aún rodaba por el suelo.
    La Mole vio también el cristal roto y comprendió la causa del ruido.
    ¿Quién será el insolente...? exclamó.
    Y se precipitó hacia la ventana.
    Un momento le dijo Margarita ; me parece que hay algo atado a la piedra.
    En efecto asintió La Mole , se diría que es un papel.
    Margarita recogió del suelo el proyectil y desató el papel que estaba sujeto a la piedra con una cuerda que se prolongaba hasta el hueco del cristal roto y colgaba por fuera de la ventana.
    Margarita desplegó el papel y leyó.
    =¡Desdichado! exclamó.
    Y pálida, erguida a inmóvil como la estatua del terror, entregó el papel a La Mole.
    La Mole, con el corazón oprimido por un doloroso presentimiento, leyó estas palabras:
    Esperan al señor de La Mole con largas espadas en el corredor que conduce a las habitaciones del duque de Alençon.
    »Quizá prefiera salir por esta ventana a ir a reunirse con el señor De Mouy en Nantes...»
    ¿Serán esas espadas preguntó La Mole cuando hubo leído más largas que la mía?
    No, pero tal vez haya diez contra una.
    ¿Y quién será el amigo que nos envía este aviso? inquirió La Mole.
    Margarita tomó el papel de sus manos y lo examinó atentamente.
    ¡Es la letra del rey de Navarra! exclamó . Si él nos previene es porque el peligro es real. Huid, La Mole, huid, soy yo quien os lo pide.
    ¿Y cómo queréis que huya?
    .¿Y esa ventana? ¿No dice algo de esa ventana?
    Ordenad, mi reina, y saltaré por esta ventana para obedeceros, aunque me matara veinte veces al caer.
    Esperad, esperad; me parece que esta cuerda sostiene algo.
    Veamos dijo La Mole.
    Y ambos, al dar un tirón de la cuerda, vieron aparecer con indecible alegría el extremo de una escala de crin y de seda.
    ¡Estáis salvado! exclamó Margarita.
    ¡Es un milagro del Cielo!
    No, es un favor del rey de Navarra.
    ¿Y si por el contrario fuera una trampa preguntó La Mole y esta escala se rompiera bajo mis pies? Señora, ¿acaso no confesasteis hoy vuestro afecto por mí?
    Margarita, a quien la alegría había devuelto sus colores, quedóse mortalmente pálida.
    Tenéis razón dijo , es posible.
    Y se dirigió hacia la puerta.
    ¿Qué vais a hacer? gritó La Mole.
    Cerciorarme por mí misma de si es verdad que os esperan en el corredor.
    ¡Jamás! ¡De ninguna manera! ¿Para que la venganza caiga sobre vos?
    ¿Qué queréis que hagan a una princesa de Francia? Como mujer y princesa real soy dos veces inviolable.
    La reina dijo estas palabras con tal dignidad que La Mole comprendió que, en efecto, ella nada arriesgaba y la dejó que hiciera lo que pensaba.
    Margarita dejó a La Mole bajo la protección de Guillonne, con entera libertad para que, según lo que ocurriera, huyera o esperara su regreso. Salió al corredor, que se bifurcaba en dirección a la biblioteca y a varios salones y que terminaba en las habitaciones del rey, en las de la reina madre y en aquella escalerita secreta por donde se subía a los aposentos del duque de Alençon y de Enrique. Aunque apenas eran las nueve de la noche, todas las luces estaban apagadas, y el corredor, salvo una ligera claridad que provenía del pasadizo que iba hasta la biblioteca, se hallaba en la más absoluta oscuridad. La reina de Navarra avanzó decididamente, pero cuando hubo recorrido un tercio de trayecto oyó algo así como un cuchicheo al que daba un acento misterioso y temible el cuidado que ponían sus autores en no ser oídos. Casi inmediatamente cesó el rumor, como si una orden superior lo hubiese extinguido y todo volvió a sumirse en las tinieblas, puesto que hasta el débil resplandor parecía disminuir.
    Margarita continuó su camino yendo directamente hacia el peligro.
    Estaba tranquila en apariencia, aunque sus manos crispadas revelasen una violenta tensión nerviosa. A medida que se aproximaba, aquel siniestro silencio parecía aumentar y una sombra semejante a la de una mano velaba la incierta y trémula claridad.
    Al llegar al punto donde se dividía el corredor, un hombre dio dos pasos hacia delante, descubrió un candelabro de plata, con el que se alumbraba, y exclamó:
    ¡Aquí lo tenemos!
    Margarita se encontró frente a frente con su hermano Carlos. Detrás de él estaba el duque de Alençon con un cordón de seda en la mano. En el fondo, en la penumbra, se distinguían dos sombras en las que sólo se veían brillar las espadas desnudas que esgrimían.
    Margarita abarcó la escena de una ojeada. Hizo un supremo esfuerzo y respondió sonriendo a Carlos.
    Debisteis decir «Aquí la tenemos», señor.
    Carlos retrocedió un paso. Los demás permanecieron inmóviles.
    ¿Tú, Margot? dijo . ¿Adónde vas a estas horas?
    ¡A estas horas! respondió Margarita . ¿Acaso es tan tarde?
    Te pregunto que adónde vas.
    Voy a buscar un libro de los discursos de Cicerón que creo haber dejado en la habitación de nuestra madre.
    ¿Así, sin luz?
    Creí que el corredor estaría alumbrado.
    ¿Y vienes de lo cuarto?
    Sí.
    ¿Qué estabas haciendo?
    Estaba preparando un discurso para los enviados polacos. ¿No habíamos convenido que habría Consejo mañana y que todos someteríamos a Vuestra Majestad nuestros discursos?
    ¿Y no tienes a nadie que lo ayude en lo tarea?
    Margarita reunió todas sus fuerzas.
    Sí, hermano mío respondió , al señor de La Mole; es muy erudito.
    Tan erudito intervino el duque de Alençonque le pedí que cuando terminara con vos, hermana, viniera a verme para darme consejo, pues no tengo vuestra inteligencia.
    ¿Y le esperáis? preguntó Margarita con toda la naturalidad.
    Sí dijo Alençon impaciente.
    En ese caso, os lo enviaré, hermano, porque ya hemos concluido.
    ¿Y vuestro libro? preguntó Carlos.
    Enviaré a Guillonne a buscarlo.
    Los dos hermanos cambiaron una seña.
    Id dijo Carlos , mientras nosotros continuamos nuestra ronda.
    ¡Vuestra ronda! exclamó Margarita . ¿Qué buscáis?
    Al hombrecito encarnado contestó Carlos . ¿No sabéis que hay un hombrecito encarnado que se aparece en el viejo Louvre? Mi hermano de Alençon pretende haberle visto y le estamos acechando.
    ¡Buena suerte! dijo Margarita.
    Y se retiró, mirando hacia atrás por última vez.
    Vio entonces junto a la pared del corredor a las cuatro sombras reunidas, al parecer conferenciando.
    En un segundo llegó a la puerta de su aposento.
    Abre, Guillonne, abre ordenó.
    Guillonne obedeció.
    Margarita se precipitó en su habitación, donde encontró a La Mole, que aguardaba tranquilo y resuelto, pero con la espada en la mano.
    ¡Huid! dijo la reina . Huid sin perder un segundo. Os esperan en el corredor para asesinaros.
    ¿Vos lo ordenáis? dijo La Mole.
    Lo deseo. Es preciso separarnos para volvernos a ver.
    Durante la ausencia de Margarita, La Mole había asegurado la escala al barrote de la ventana y había tanteado su resistencia. Antes de poner el pie en el primer peldaño besó tiernamente la mano de la reina.
    Si esta escala es una trampa y muero por vos, Margarita, acordaos de vuestra promesa.
    No es una promesa, La Mole, es un juramento. No temáis nada. Adiós.
    Y La Mole, cobrando ánimos, se deslizó más que descender por la escala. En el mismo instante llamaron a la puerta.
    Margarita siguió con la vista a La Mole en su peligroso descenso y no apartó de él los ojos hasta asegurarse de que sus pies habían tocado tierra.
    ¡Señora! decía Guillonne . ¡Señora!
    ¿Qué sucede? preguntó Margarita.
    Que el rey está llamando.
    Abrid.
    Guillonne obedeció.
    Los cuatro príncipes, sin duda impacientes por la espera, habían acudido a la habitación de Margarita.
    Carlos entró.
    Margarita fue al encuentro de su hermano con la sonrisa en los labios.
    El rey lanzó una rápida ojeada a su alrededor.
    ¿Qué buscáis, hermano mío? preguntó Margarita.
    Busco..., busco dijo Carlos . ¡Cuerno! Busco al señor de La Mole...
    ¿Al señor de La Mole?
    Sí, ¿dónde está?
    Margarita cogió al rey de la mano y le condujo hasta la ventana.
    En aquel momento, dos hombres montados a caballo se alejaban al galope en dirección a la torre de madera; uno de ellos sacó un pañuelo blanco y, en señal de despedida, lo agitó en la oscuridad; los dos jinetes eran La Mole y Orthon.
    Margarita hizo a Carlos que mirase.
    ¿Qué quiere decir esto? preguntó el rey.
    Esto quiere decir respondió Margarita que el señor de Alençon puede guardar su cordón en el bolsillo y los señores de Anjou y de Guisa pueden envainar sus espadas, puesto que el señor de La Mole no pasará esta noche por el corredor.


    IX

    LOS ATRIDAS

    Desde su regreso a París, Enrique de Anjou no había visto aún con libertad a su madre la reina Catalina, de quien, como todo el mundo sabía, era el hijo predilecto.
    Para él no suponía el verla un vano cumplimiento de la etiqueta palaciega ni una ceremonia penosa de soportar, sino un deber muy grato; mucho más en un hijo como Enrique, que, aunque no quería a su madre, estaba seguro al menos de que su madre le amaba tiernamente.
    En efecto, Catalina prefería sobre todos a este hijo, sea por su valor o por su belleza, sea porque, además de la madre, existía en ella la mujer, sea, en fin, porque, según ciertos rumores escandalosos, Enrique de Anjou recordaba a la florentina una época feliz de misteriosos amores.
    Ella únicamente conocía el regreso del duque de Anjou a París, regreso que Carlos IX hubiese ignorado si el azar no le hubiera conducido hasta la puerta del palacio de Condé en el preciso momento en que su hermano salía. Carlos no le esperaba hasta el día si-guiente y Enrique de Anjou esperaba ocultarle los dos motivos que adelantaron su llegada, que no eran otros que su visita a la hermosa María de Cleves, princesa de Condé, y su conferencia con los embajadores polacos.
    Precisamente sobre esta última entrevista, cuyo objeto ignoraba Carlos, quería hablar con su madre el duque de Anjou. Y el lector, que seguramente está tan equivocado sobre sus motivos como Enrique de Navarra, aprovechará la explicación.
    Cuando el duque de Anjou, tanto tiempo esperado, entró en la habitación de su madre, Catalina, tan fría a impasible habitualmente, que desde la partida de su hijo amado no había abrazado efusivamente más que a Coligny, quien debía ser asesinado al día siguien-te, abrió los brazos al hijo de su amor y le oprimió contra su pecho con un impulso de ternura maternal increíble en aquel corazón de piedra.
    Se alejaba de él unos pocos pasos, le contemplaba y volvía a abrazarle.
    ¡Ah, señora! dijo el recién llegado . Puesto que el Cielo me otorga la satisfacción de abrazaros sin testigos, consolad, madre mía, al hombre más desdichado del mundo.
    ¡Dios mío, hijo de mi alma! exclamó Catalina . ¿Qué os ha sucedido?
    Nada que no sepáis. Estoy enamorado y soy correspondido, pero este mismo amor es el culpable de mi desgracia.
    Explicadme eso, hijo dijo Catalina.
    Pues bien... Esos embajadores, ese viaje...
    Sí dijo Catalina , los embajadores han llegado y el viaje apremia.
    No apremia, madre mía, pero mi hermano hará que así sea. Me detesta; yo le hago sombra y quiere verse libre de mí.
    Sonrió Catalina.
    ¡Dándoos un trono, pobre y desdichado soberano!
    No importa replicó Enrique con angustia , no quiero irme. Yo, un príncipe de Francis, educado en el refinamiento de las costumbres de la corte, junto a la madre más cariñosa, y amado por una de las mujeres más encantadoras de la tierra, ¿voy a irme allí, entre las nieves, al otro extremo del mundo, a morir lentamente entre aquella gente grosera que se pass el día embriagada y juzga la capacidad de su rey como la de un tonel, por lo que contiene? ¡No, madre, no quiero irme, me moriría!
    Veamos, Enrique dijo Catalina cogiendo las dos manos de su hijo , ¿es ésa la verdadera causal
    Enrique bajó los ojos como si no osara revelar ni a su misma madre lo que encerraba su corazón.
    ¿No hay otra preguntó Catalina menos romántica, más razonable y más política?
    Yo no tengo la culpa de que esta idea ocupe en mi alma mayor espacio del que debiera ocupar, pero ¿no me dijisteis vos misma que el horóscopo hecho al nacer mi hermano Carlos le condenaba a morir joven?
    Sí dijo Catalina , pero un horóscopo puede equivocarse, hijo mío. Hasta me inclino a creer en estos momentos que todos los horóscopos mienten.
    Pero, en fin, el horóscopo decía eso, ¿no?
    Su horóscopo hablaba de un cuarto de siglo, pero no especificaba si se trataba de su vida o se trataba de su reinado.
    Haced que me quede, señora. Mi hermano tiene casi veinticuatro años; dentro de un año la cuestión se habrá resuelto.
    Catalina reflexionó profundamente.
    Sí, es cierto, sería mucho mejor que ocurriera así.
    ¡Oh! Juzgad, madre mía exclamó Enrique , cuál sería mi desesperación al ver que había cambiado la corona de Francis por la de Polonia. Me atormentaría constantemente la idea de que podía haber reinado en el Louvre en medio de esta corte elegante y culta, al lado de la mejor madre del mundo, cuyos consejos me hubieran evitado la mitad del trabajo y las fatigas; pues, acostumbrada a llevar con mi padre una parte de las cargas del Estado, bien podríais haberlas llevado conmigo. ¡Ah! ¡Hubiera sido un gran rey!
    Basta, basta, querido dijo Catalina, quien había puesto siempre sus mejores esperanzas en esta solución . No os desoléis. ¿No habéis pensado en buscar el medio de arreglar la cuestión?
    ¡Oh, ya lo creo! Precisamente por eso vine dos o tres días antes de lo anunciado, haciendo creer a mi hermano Carlos que el motivo era la señora de Condé. Fui al encuentro de Lasco, el más destacado de los embajadores, me di a conocer a hice todo lo posible en esta primera entrevista. Creo haberlo logrado.
    ¡Ah, hijo querido! Eso está mal. Es preciso que antepongáis los intereses de Francia a vuestros caprichos.
    ¿Le conviene a Francia que, en caso de ocurrir una desgracia a mi hermano, ocupe el trono el duque de Alençon o el rey de Navarra?
    ¡El rey de Navarra! ¡ Jamás! ¡jamás! murmuró Catalina, dejando que un velo de inquietud cubriera su frente, como sucedía cada vez que se planteaba semejante cuestión.
    A fe mía continuó Enrique , que mi hermano de Alençon no vale mucho más ni os tiene más cariño.
    En fin, ¿qué os ha dicho Lasco?
    Él mismo ha vacilado cuando le insté a que solicitara audiencia. ¡Oh! ¡Si pudiera escribir a Polonia y anular esa elección!
    Sería una locura, hijo, una locura... Lo que el Congreso resuelve es sagrado.
    ¿No se podría hacer que los polacos aceptaran a mi hermano en mi lugar?
    Es difícil, casi imposible respondió Catalina.
    ¡No importa! Intentadlo, hablad al rey, madre mía; achacadlo todo a mi amor por la señora de Condé; decidle que estoy loco por ella, que me tiene sorbido el seso. Precisamente me ha visto salir del palacio del príncipe con Guisa, que se porta conmigo como un buen amigo.
    Sí, para formar la Liga. Eso no lo veis vos, pero yo sí.
    Ya lo sé, señora, pero mientras tanto le utilizo. ¿No nos consideramos dichosos cuando un hombre nos sirve por su propia conveniencia?
    ¿Y qué dijo el rey cuando os encontró?
    Pareció creer lo que le dije, esto es, que sólo el amor me había traído a París.
    ¿Y no os pidió cuenta del resto de la noche?
    Sí, madre, pero estuve cenando en casa de Nantouillet, donde armé un escándalo terrible para que el rey, al enterarse, se convenza de que estuve allí.
    Entonces, ¿ignora vuestra visita a Lasco?
    Absolutamente.
    Tanto mejor. Trataré de interceder por vos, hijo mío. Pero ya sabéis que nadie puede influir sobre su carácter.
    ¡Oh, madre mía! ¡Qué feliz sería si me quedase aquí! Os querría mucho más de lo que os quiero, si esto fuera posible.
    Si permanecéis aquí os enviarán a la guerra.
    ¡Oh! Poco me importa eso con tal de no salir de Francia.
    Os matarán.
    Madre, no se muere de las heridas..., se muere de dolor, de fastidio. Pero Carlos no permitirá que me quede; me detesta.
    Tiene celos de vos. ¿Porque sois valiente y dichoso? ¿Porque a los veinte años apenas cumplidos habéis ganado batallas como Alejandro y como César? No sé, pero, entre tanto, no confiéis vuestro pensamiento a nadie, fingid resignación, haced la corte al rey. Hoy mismo nos reuniremos en Consejo privado para leer y discutir los discursos que se pronunciarán en la ceremonia; haced el papel de rey de Polonia, lo demás corre de mi cuenta. A propósito, ¿y vuestra expedición de anoche?
    Fracasó, madre; el galán estaba prevenido y escapó volando por la ventana.
    En fin dijo Catalina , algún día sabré quién es el genio maléfico que así contraría todos mis planes... Entre tanto lo sospecho y... ¡Ay de él!
    ¿Entonces, madre mía...? preguntó el duque de Anjou.
    Dejadme, yo llevaré este asunto.
    Y besando tiernamente a Enrique en los párpados, le empujó fuera del gabinete.
    Pronto llegaron al aposento de la reina los príncipes de su familia. Carlos estaba de buen humor, porque el aplomo de su hermana Margarita le había gustado. No guardaba rencor a La Mole, y si le había esperado con cierta impaciencia en el corredor, fue porque para él suponía aquello una especie de caza mayor.
    Alençon, por el contrario, estaba muy preocupado. La repulsión que siempre sintiera hacia La Mole se había trocado en odio desde el momento en que supo que su hermana le quería.
    Margarita estaba a la vez pensativa y atenta. Tenía que meditar y vigilar al mismo tiempo.
    Los delegados polacos habían enviado el texto de los discursos que iban a pronunciar.
    Margarita, a quien no habían vuelto a hablar de la escena de la víspera como si ésta no hubiese existido, leyó los discursos y, a excepción de Carlos, cada cual puso a discusión lo que respondería. Carlos dejó a su hermana en libertad de contestar como quisiera. Se mostró muy exigente sobre los términos empleados por Alençon, y, en cuanto al discurso de Enrique de Anjou, puso la peor voluntad al escucharlo, empeñándose a cada paso en corregir y reformar.
    Esta sesión, sin descubrir nada todavía, envenenó profundamente los espíritus.
    Enrique de Anjou, que tenía que rehacer casi por entero su discurso, salió para dedicarse a esta tarea. Margarita, que no había tenido noticias del rey de Navarra después de las que recibió a costa de los cristales de su ventana, volvió a su cuarto con la esperanza de encontrarle.
    Alençon, que había notado cierta vacilación en los ojos de su hermano el duque de Anjou y había sorprendido entre éste y su madre una mirada de inteligencia, se retiró para meditar sobre lo que consideraba una intriga en ciernes. Carlos pensaba ir a su fragua, para terminar un venablo que él mismo forjaba, cuando le detuvo Catalina.
    Carlos, suponiendo que iba a encontrar en su madre algún obstáculo a su voluntad, se quedó parado mirándola fijamente.
    ¿Qué? ¿Hay algo más?
    Una palabra todavía, señor. Nos hemos olvidado de algo que, sin embargo, tiene suma importancia. ¿Qué día fijaremos para la ceremonia oficial?
    ¡Ah! Es cierto dijo el rey volviéndose a sentar . ¿Cuándo os parece mejor que sea?
    Creía respondió Catalina que en el silencio de Vuestra Majestad, en su aparente olvido, había algo profundamente calculado.
    No; ¿por qué suponías eso?
    Porque añadió Catalina con fina ironía me parece que no conviene que los polacos nos vean correr con tanta prisa detrás de su corona.
    Al contrario, madre mía replicó Carlos , ellos son quienes se han apresurado viniendo a marchas forzadas desde Varsovia. Honor por honor, cortesía por cortesía.
    Vuestra Majestad puede tener razón en cierto sentido y, como vos, la puedo tener yo en otro. ¿De modo que opináis que la ceremonia oficial debe apresurarse?
    En efecto, madre. ¿No opináis vos lo mismo?
    Ya sabéis que no tengo otro parecer que no sea el que pueda contribuir a vuestra gloria; os diré, pues, que, al apresuraros de tal modo, temo que os acusen de aprovechar la ocasión que se presenta para aliviar al reino de Francia de las cargas que vuestro hermano le impone, aun cuando por otra parte se las compensa con gloria y abnegación.
    Os aseguro que trataré a mi hermano cuando salga de Francia tan espléndidamente, que nadie se atreverá siquiera a pensar lo que teméis que digan.
    Me doy por vencida dijo Catalina , puesto que tan excelentes respuestas tenéis para mis objeciones... Pero para recibir a ese pueblo guerrero que juzga del poder de los Estados por los signos exteriores, os hace falta un despliegue considerable de tropas y no creo que haya bastantes acuarteladas en Ille de France.
    Perdonadme, pero ya he previsto el caso y estoy preparado. He llamado dos batallones de Normandía, uno de Guyena, mi compañía de arqueros llegó ayer de Bretaña; la caballería ligera dispersa en Turena estará hoy en París y, mientras todos creen que dispongo apenas de cuatro regimientos, resulta que tengo veinte mil hombres dispuestos a presentarse.
    ¡Ah! ¡Ah! exclamó Catalina sorprendida . Entonces sólo os falta una cosa, pero ya la buscaremos.
    ¿Cuál?
    Dinero. Creo que no estáis muy bien de fondos.
    Al contrario, señora, al contrario, tengo un millón cuatrocientos mil escudos en La Bastilla. Mis ahorros particulares me han proporcionado hace poco ochocientos mil más que deposité en los sótanos del Louvre y, en caso de que no fuera bastante, Nantouillet tiene otros trescientos mil a mi disposición.
    Catalina se estremeció; hasta entonces había visto a Carlos en plan violento y arrebatado, pero jamás previsor.
    ¡Es admirable! dijo . Vuestra Majestad piensa en todo pero, por mucho que se apresuren los sastres, las bordadoras y los joyeros, Vuestra Majestad no podrá fijar la fecha de esta ceremonia antes de seis semanas.
    ¡Seis semanas! exclamó Carlos . ¡Pero, madre mía, si los sastres, las bordadoras y los joyeros están trabajando desde el día en que se supo el nombramiento de mi hermano! En rigor, todo podría estar listo para hoy, pero, con seguridad, estará todo dispuesto para dentro de tres o cuatro días.
    ¡Oh! murmuró Catalina . Tenéis más prisa aún de lo que yo creía.
    Honor por honor, ya os lo he dicho.
    Bien. ¿Y es este honor tributado a la familia real de Francia el que os halaga?
    Sin duda.
    ¿Y ver a un príncipe francés en el trono de Polonia es vuestro mayor deseo?
    Desde luego.
    Entonces, lo que os preocupa es el hecho y no el hombre, y cualquiera que fuese el rey...
    No, no, madre. ¡Pardiez! Quedémonos donde estamos. Los polacos han elegido acertadamente. Son diestros y fuertes. Es lógico que una nación militar, un pueblo de soldados, elija a un capitán como rey, ¡qué diantre! Anjou les viene como anillo al dedo: el héroe de Jarnac y de Moncontour, ¡ahí es nada!... ¿A quién queréis que les envíe? ¿A Alençon? ¡Valiente cobarde! ¡Les iba a dar buena idea de los Valois! Alençon saldría huyendo al oír el primer tiro, mientras que Enrique de Anjou es un buen batallador, la espada siempre en la mano, y dispuesto a toda hora a marchar en vanguardia, ya sea a caballo o a pie. Es audaz; corre, arremete, golpea, mata... ¡Ah! Es todo un hombre, un valiente, que les hará pelear de la mañana a la noche, desde el primer al último día del año. Es mal bebedor, es cierto, pero les hará luchar con la mayor sangre fría. Allí estará en su elemento mi buen Enrique. ¡A ellos! ¡Al campo de batalla! ¡Bravo las trompetas y los tambores! ¡Viva el rey! ¡Viva el vencedor! ¡Viva el general! Le proclamarán «Imperator» tres veces al año. Esto será admirable para la Casa reinante de Francia y para el honor de los Valois... Quizá muera; pero, ¡por todos los cielos!, su muerte será una muerte soberbia.
    Catalina se estremeció y en sus ojos brilló un relámpago.
    ¡Decid mejor exclamó que queréis alejar a Enrique de Anjou, decid que no amáis a vuestro hermano!
    ¡Ja, ja, ja! exclamó Carlos con risa nerviosa . ¿Conque habéis adivinado que quería alejarle? ¿Habéis adivinado que no le quiero? ¿Y cuándo ha sido eso, decidme? ¡Querer a mi hermano! ¿Por qué he de quererle? ¡Ja, ja, ja! ¿Queréis reíros?... A medida que hablaba, sus pálidas mejillas se encendían con un rubor febril . ¿Acaso me quiere él? ¿Acaso me queréis vos? ¿Existe alguien que me quiera, que me haya querido nunca, excepto mis perros, María Touchet y mi nodriza? No, no quiero a mi hermano, no quiero a nadie más que a mí mismo, ¿oís?, y no impido a mi hermano que haga lo mismo que yo.
    Señor dijo Catalina acalorándose a su vez , ya que me descubrís vuestro corazón, será preciso que yo os muestre el mío. Estáis obrando como un rey débil, como un monarca mal aconsejado, apartáis a vuestro hermano, el sostén natural del trono, que es digno por todos conceptos de sucederos en el caso de que os ocurriera una desgracia, dejando vuestra corona abandonada, ya que, como vos mismo decíais, Alençon es joven, incapaz, débil, más aun que débil, cobarde... Y el bearnés aguarda, ¿os dais cuenta?
    ¡Por vida de todos los diablos! gritó Carlos . ¿Qué me importa lo que suceda cuando yo ya no exista? ¿Decís que el bearnés aguarda detrás de mi hermano? ¡Pardiez! ¡Tanto mejor!... Os acabo de decir que no quiero a nadie...; me he equivocado: quiero a Enriquito; sí, le quiero; tiene franca la mirada y el corazón ardiente, mientras que a mi alrededor no siento más que falsas miradas y corazones yertos. Juraría que es incapaz de traicionarme. Además, le debo una indemnización; según he oído decir, fueron gentes de mi familia quienes mandaron envenenar a su madre, ¡pobre muchacho! Ahora tengo salud, pero, si cayera enfermo, le llamaría y no dejaría que se apartara de mí, ni comería nada que no viniese de su mano y, al morir, le nombraría rey de Francia y de Navarra... Y, ¡por Sata-nás!, en lugar de reírse de mi muerte, como harán mis hermanos, Enriquito lloraría, o, por lo menos, fingiría llorar.
    Un rayo que hubiera caído a los pies de Catalina la habría aterrado menos que estas palabras. Se quedó atónita, mirando a Carlos con ojos extraviados y, por fin, al cabo de algunos segundos, exclamó:
    ¡Enrique de Navarra! ¡Enrique de Navarra rey de Francia en perjuicio de mis hijos! ¡Ah! ¡Virgen Santa! Eso lo veremos. ¿Y es para esto para lo que queréis que se vaya mi hijo?
    ¡Vuestro hijo!... ¿Y qué soy yo, entonces? ¡Un hijo de loba, como Rómulo! gritó Carlos trémulo de ira y con los ojos centelleantes como si se fuera encendiendo por momentos . ¡Vuestro hijo! Tenéis razón, el rey de Francia no es hijo vuestro, el rey de Francia no tiene hermanos, el rey de Francia no tiene madre, el rey de Francia no tiene más que vasallos. El rey de Francia no tiene necesidad de afectos, le basta con mandar. Poco le importa que nadie le quiera, con tal de que le obedezcan.
    Señor, habéis interpretado mal mis palabras: he llamado hijo mío al que iba a separarse de mí. Es natural que ahora le quiera más, puesto que es el que tengo más miedo de perder. ¿Es un crimen el que una madre no quiera separarse de su hijo?
    Pues yo os digo que os dejará, que saldrá de Francia, que se irá a Polonia, y esto antes de dos días; si agregáis una palabra más, será mañana mismo, y si no inclináis la frente y apagáis vuestra mirada amenazadora, le estrangularé esta noche, como queríais que es-trangularan anoche al amante de vuestra hija. Sólo que no le dejaré escapar, como nos pasó anoche con el señor de La Mole.
    Ante esta primera amenaza, Catalina bajó la cabeza, pero en seguida volvió a erguirla.
    ¡Ah! ¡Pobre hijo mío! dijo . ¡Tu hermano quiere matarte! Pues bien: vive tranquilo, lo madre lo defenderá. Morirá, no ya esta noche, ni dentro de un momento, sino ahora mismo. ¡Ah! ¡Dadme un arma! ¡Una daga! ¡Un cuchillo!...
    Carlos, después de buscar en torno suyo inútilmente lo que pedía, vio el puñalito que su madre llevaba en la cintura, se lanzó sobre él, lo sacó de la vaina de cuero con incrustaciones de plata y, de un salto, estuvo fuera de la habitación, dispuesto a matar a Enrique de Anjou donde le encontrara. Pero, al llegar al vestíbulo, sus fuerzas, sobreexcitadas hasta un límite fuera de toda resistencia humana, le abandonaron de golpe: extendió los brazos, dejó caer el arma puntiaguda, que quedó clavada en el suelo, y, lanzando un grito terrible, se dobló sobre sí mismo y cayó rodando.
    Por boca y nariz manaba abundante sangre.
    ¡Jesús! dijo . ¡Me matan! ¡A mí! ¡A mí!
    Catalina, que le había seguido, le vio caer. Le miró por un momento impasible a inmóvil; luego, vuelta en sí y no por amor maternal, sino por lo comprometido de la situación, abrió la puerta y gritó:
    ¡El rey se ha puesto malo! ¡Socorro! ¡Socorro!
    Avisados por los gritos, se agruparon en torno del joven rey multitud de servidores oficiales y cortesanos. Antes que nadie se había precipitado una mujer que, apartando a los espectadores, levantó a Carlos pálido como un cadáver.
    ¡Me matan, nodriza! ¡Me matan! murmuró el rey bañado en sangre y sudor.
    ¡Te matan, Carlos mío! exclamó la buena mujer, recorriendo todos los rostros con una mirada que hizo retroceder incluso a la misma Catalina . ¿Y quién lo mata?
    Carlos exhaló un leve suspiro y perdió el sentido.
    ¡Ah! dijo el médico Ambrosio Paré, a quien se mandó inmediatamente a buscar . ¡El rey está muy enfermo!
    «Ahora, de grado o por fuerza se dijo la implacable Catalina , tendrá que aplazar la ceremonia.»
    Con tal pensamiento abandonó al rey para ir a reunirse con su segundo hijo, que esperaba en el oratorio con ansiedad el resultado de esta entrevista tan importante para él.

    X

    EL HOROSCOPO

    Al salir del oratorio, donde acababa de contar a Enrique de Anjou todo lo ocurrido, Catalina encontró a Renato en su habitación.
    Era la primera vez que se veían la reina y el astrólogo desde la visita que hizo Catalina a la tienda del puente de Saint Michel.
    Le había escrito la víspera y Renato traía personal, mente la respuesta.
    ¿Le habéis visto? dijo la reina.
    Sí.
    ¿Cómo sigue?
    Un poco mejor.
    ¿Puede hablar?
    No, la espada le atravesó la laringe.
    ¡No os dije que en ese caso le hicierais escribir!
    Lo intenté; reunió todas sus fuerzas, pero su mano no pudo trazar más que dos letras casi ilegibles y luego se desmayó. Ha perdido mucha sangre por la herida de la yugular y se ha quedado muy débil.
    ¿Visteis esas letras?
    Helas aquí.
    Renato sacó un papel del bolsillo y se lo entregó a Catalina, que lo desdobló ansiosamente.
    Una M y una 0... dijo . ¿Será realmente La Mole y toda esta comedia de Margarita el medio de desviar las sospechas?
    Señora dijo Renato , si me atreviera a emitir mi parecer en una cuestión en la que Vuestra Majestad parece vacilar, diría que creo al señor de La Mole demasiado enamorado para ocuparse seriamente de cuestiones políticas.
    ¿De veras?
    Sí, y sobre todo, demasiado enamorado de la reina de Navarra para servir con fidelidad al rey, pues no hay verdadero amor sin celos.
    ¿Creéis que está tan enamorado?
    Estoy seguro.
    ¿Ha recurrido a vos?
    Sí.
    ¿Os pidió algún filtro o brebaje?
    No. Nos limitamos a la figurita de cera.
    ¿La que tiene el corazón atravesado?
    La misma.
    ¿Existe todavía?
    Sí.
    ¿Está en vuestra casa?
    En mi casa está.
    Sería curioso dijo Catalina que esos procedimientos cabalísticos tuviesen realmente el efecto que se les atribuye.
    Vuestra Majestad puede saberlo mejor que yo.
    ¿Aura la reina de Navarra al señor de La Mole?
    Le ama hasta el punto de perderse por él. Ayer le salvó de la muerte arriesgando su honor y su vida, ya veis, señora, y sin embargo, seguís dudando.
    ¿Dudando? ¿De qué?
    De la ciencia.
    Es que también la ciencia me ha traicionado dijo Catalina mirando fijamente a Renato, quien sostuvo de forma admirable aquella mirada.
    ¿En qué ocasión?
    ¡Oh! Ya sabéis a lo que me refiero; a menos que sea el sabio y no la ciencia.
    No sé lo que queréis decir, señora respondió el florentino.
    Renato, ¿han perdido su fragancia vuestros perfumes?
    No, señora, cuando los empleo yo; pero es posible que al pasar por manos ajenas...
    Catalina sonrió y meneó la cabeza.
    Vuestro carmín hace maravillas, Renato dijo , y la señora de Sauve tiene los labios más frescos y más rojos que nunca.
    No hay que felicitar por esto a mi pasta de carmín, señora, puesto que la baronesa de Sauve, usando del derecho que a ser caprichosa tiene toda mujer bonita, no ha vuelto a hablarme de ella, y yo, por mi parte, después de la recomendación que me hiciera Vuestra Majestad, creí mejor no enviársela. Los estuches están, pues, en mi casa tal como los dejasteis, excepto uno que ha desaparecido sin que se sepa quién lo ha cogido ni qué use ha podido darle.
    Está bien, Renato dijo Catalina , quizá volvamos a hablar de esto más tarde; mientras tanto, hablemos de otra cosa.
    Os escucho, señora.
    ¿Cómo se puede apreciar la duración probable de la vida de una persona?
    Hay que saber ante todo el día de su nacimiento, la edad que tiene y bajo qué signo vio la luz primera.
    ¿Y qué más?
    Se precisa sangre suya y un mechón de sus cabellos.
    ¿Me diréis la época probable de su muerte si os traigo sangre suya, un mechón de su pelo y si os digo bajo qué signo ha nacido, la edad y el día en que vino al mundo?
    Sí, aproximadamente.
    Perfecto. Ya tengo los cabellos, la sangre me la procuraré.
    ¿Esa persona nació de día o de noche?
    Alas cinco y veintitrés minutos de la tarde.
    Estad mañana a las cinco en mi casa; la experiencia debe hacerse a la misma hora del nacimiento.
    De acuerdo; iremos.
    Renato saludó y salió sin notar aparentemente la expresión iremos que indicaba que Catalina, contra su costumbre, no iría sola.
    Al día siguiente, muy temprano, Catalina fue a la alcoba de su hijo Carlos. Había mandado preguntar por él a medianoche y le respondieron que Ambrosio Paré se hallaba junto al rey, dispuesto a sangrarle en el caso de que continuara la misma agitación nerviosa.
    Estremeciéndose todavía en sueños y blanco por la pérdida de sangre, Carlos dormía apoyado en el hombro de la nodriza, quien, sentada a la cabecera del lecho, llevaba tres horas sin cambiar de postura por no turbar el reposo de su querido niño.
    De vez en cuando aparecía entre los labios del enfermo una ligera espuma, que la nodriza enjugaba en un fino pañuelo de batista bordado. Sobre la almohada había otro pañuelo con grandes manchas de sangre.
    Catalina tuvo por un instante la idea de apoderarse de este pañuelo, pero pensó que aquella sangre mezclada con saliva no tendría quizá la misma eficacia. Preguntó a la nodriza si el médico no había sangrado a su hijo como anunciara, a lo que ésta respondió que sí y que la sangría había sido tan abundante que Carlos se había desmayado dos veces.
    La reina madre, que como todas las princesas de aquella época poseía algunas nociones de medicina, quiso ver la sangre; nada más fácil, pues el médico recomendó que se conservara para estudiar sus reacciones.
    Estaba en una vasija, en el gabinete contiguo al dormitorio. Catalina fue a examinarla, llenando de paso un frasquito que traía a propósito. A poco volvió, ocultándose las manos en los bolsillos, pues las puntas de sus dedos hubieran delatado la profanación que acababa de cometer.
    En el momento en que pisaba el umbral de la alcoba, Carlos abrió los ojos y advirtió la presencia de su madre. Recordando entonces, como después de un sueño, todas sus ideas rencorosas, dijo:
    ¡Ah! ¿Sois vos, señora? Pues bien, anunciad a vuestro hijo predilecto, a vuestro querido Enrique de Anjou, que será mañana.
    Mi querido Carlos dijo Catalina , será cuando queráis. Tranquilizaos y dormid.
    Como si hubiera cedido a este consejo, Carlos cerró efectivamente los ojos. Catalina, que le había dicho aquellas palabras como quien consuela a un niño o a un enfermo, salió de la habitación. En cuanto Carlos oyó cerrar la puerta se incorporó en la cama y con una voz ahogada por los accesos que todavía sufría gritó:
    ¡Mi canciller! ¡Los sellos! ¡La corte!... ¡Que me traigan todo!
    La nodriza colocó tiernamente la cabeza del rey donde estaba y trató de cantarle algo, como cuando era niño, para que se durmiera.
    No, no, nodriza, no dormiré más. Llamad a mi gente; quiero trabajar esta mañana.
    Cuando Carlos hablaba así era preciso obedecer.
    Hasta la misma nodriza, pese a los privilegios que le otorgaba el rey, no hubiera osado oponerse a sus órdenes. Se hizo venir a. quienes el rey llamaba, y la ceremonia, ya que no para el día siguiente, fue fijada para cinco días después.
    Mientras tanto, a la hora convenida, es decir, a las cinco, la reina madre y el duque de Anjou se dirigieron a casa de Renato, que ya les esperaba y había preparado todo lo necesario para la misteriosa consulta.
    En la habitación de la derecha, es decir, en la destinada a los sacrificios, enrojecía sobre un brasero encendido una hoja de acero destinada a revelar por los caprichosos arabescos que se dibujaran sobre ella el destino de la persona cuyo oráculo se hacía. Encima del altar estaba preparado el libro de la suerte, y durante la noche, que había sido muy clara, Renato había podido estudiar la marcha y la posición de las constelaciones.
    Enrique de Anjou fue el primero en entrar; llevaba peluca, y mientras una careta cubría su rostro, una gran capa disimulaba su figura.
    Su madre llegó en seguida, y a no ser porque ya sabía que su hijo la aguardaba allí, no hubiera podido reconocerle. Catalina se quitó el antifaz, pero el duque de Anjou permaneció enmascarado.
    ¿Hicisteis anoche las observaciones? preguntó Catalina.
    Sí, señora, y la respuesta de los astros ya me ha permitido conocer el pasado. La persona que me consultáis tiene, como todas las nacidas bajo el signo de Cáncer, el corazón ardiente y un orgullo sin igual. Es poderoso, ha vivido cerca de un cuarto de siglo y hasta ahora le deparó el Cielo gloria y riqueza. ¿Es cierto esto, señora?
    Tal vez dijo Catalina.
    ¿Tenéis los cabellos y la sangre?
    Aquí están.
    Catalina entregó al nigromante un rizo de cabellos de un rubio leonado y un frasquito de sangre.
    Renato cogió la botella, la sacudió para mezclar bien la fibrina con la serosidad y dejó caer sobre el enrojecido acero una gota de aquella sangre, que hirvió inmediatamente y se extendió formando fantásticos dibujos.
    ¡Oh, señora! exclamó Renato . Le veo retorcerse víctima de atroces dolores. ¿Oís cómo gime y pide auxilio? ¿Veis como todo se vuelve sangre en torno suyo? ¿Veis, en fin, cómo junto a su lecho de muerte se libran grandes combates? Mirad, aquí están las lanzas, aquéllas son las espadas.
    ¿Y esto durará mucho? preguntó Catalina, presa de una indecible emoción y sujetando la mano de Enrique de Anjou, que, muerto de curiosidad, se inclinaba sobre el brasero.
    Renato se acercó al altar y dijo una frase cabalística con tal convicción y ardor, que se le hincharon las venas de sus sienes y su cuerpo se agitó en convulsiones y estremecimientos nerviosos, como los que sufrían las antiguas pitonisas en el trípode y que se prolongaban hasta su lecho de muerte.
    Por fin se levantó y dijo que todo estaba dispuesto; cogió con una mano el frasco de sangre lleno aún en sus tres cuartas partes y con la otra el mechón de pelo. Luego, indicando a Catalina que abriera el libro al azar y se fijara en lo primero que vieran sus ojos, vertió sobre la lámina de acero el resto de la sangre y arrojó en el brasero todos los cabellos pronunciando al mismo tiempo unas palabras cabalísticas en hebreo que ni él mismo comprendía.
    El duque de Anjou y Catalina vieron inmediatamente que sobre la lámina de acero se extendía una figura blanca que parecía un cadáver envuelto en su sudario.
    Otra figura que semejaba la de una mujer se inclinaba sobre la primera.
    Simultáneamente ardieron los cabellos produciendo una sola llamarada, luminosa, rápida y puntiaguda como una lengua.
    ¡Un año! exclamó Renato . Transcurrido apenas un año, ese hombre habrá muerto y sólo una mujer le llorará. Pero no, más allá, al extremo de la hoja hay otra mujer que parece tener un niño en brazos.
    Catalina miró a su hijo y, a pesar de ser madre, pareció preguntarle quiénes podrían ser aquellas mujeres. En cuanto Renato concluyó de interpretar los signos, la lámina de acero volvióse blanca. Todo se había borrado gradualmente.
    Catalina abrió entonces el libro al azar y leyó, con una voz cuya alteración no pudo disimular a pesar de su empeño, el siguiente párrafo: «Así pereció aquel a quien temían; muy pronto, demasiado pronto, por falta de prudencia.»
    Un profundo silencio reinó durante algún tiempo alrededor del brasero.
    Y para aquel que tú sabes preguntó Catalina , ¿cuáles son los signos de este mes?
    Florecientes como siempre, señora. A menos que alguien pueda vencer al destino en una lucha titánica, el porvenir pertenece sin duda a ese hombre. No obstante...
    No obstante, ¿qué?
    Una de las estrellas que componen su pléyade permaneció durante mis observaciones cubierta por una nube negra.
    ¡Ah! exclamó Catalina . ¡Una nube negra!... ¿Habrá entonces alguna esperanza?
    ¿De quién habláis, señora? preguntó el duque de Anjou.
    Catalina llevó a su hijo lejos del resplandor del brasero y le habló en voz baja.
    Durante este tiempo, Renato se arrodilló, y a la luz de la llama, vertiendo en su mano la última gota de sangre que había quedado en el frasco, dijo:
    ¡Extraña contradicción que prueba cuán poco sólidos son los testimonios simples que practican los hombres vulgares! Para cualquier otro, para un médico, para un sabio, para el mismo Ambrosio Paré, ésta es una sangre tan pura, tan fecunda, tan llena de ácidos y jugos animales que promete largos años de vida al cuerpo del que proviene y, sin embargo, todo este vigor debe desaparecer pronto y toda esta vida se extinguirá antes de que transcurra un año.
    Catalina y Enrique de Anjou se hallaban vueltos hacia él y escuchando.
    Los ojos del príncipe brillaban a través de su careta.
    ¡Ah! continuó Renato . A los sabios corrientes sólo les pertenece el presente, mientras que a nosotros nos pertenecen el pasado y el porvenir.
    ¿De modo que seguís creyendo que morirá dentro de un año? preguntó Catalina.
    Tan cierto es lo que digo, como que los tres que estamos aquí yaceremos algún día en una fosa.
    Sin embargo, decíais que la sangre era pura y fecunda; ¿no opinabais antes que una sangre así prometía una larga existencia?
    Sí, si la cosas siguieran su curso natural. Pero es posible que un accidente...
    ¡Ah! ¿Oís? dijo Catalina a Enrique . Un accidente...
    ¡Ay de mí! repuso éste . Razón de más para quedarme.
    ¡Oh! No penséis en eso, es imposible.
    Gracias dijo el joven, dirigiéndose hacia Renato y cambiando el timbre de su voz , gracias; toma esta bolsa.
    Venid, conde dijo Catalina, dando adrede a su hijo un título que alejara toda sospecha.
    Dicho esto, se fueron.
    ¡Ya veis, madre mía! dijo Enrique . ¡Un accidente!... Y si este accidente se produce, yo no estaré aquí, estaré a cuatrocientas leguas de vos.
    Cuatrocientas leguas se recorren en ocho días, hijo mío.
    Sí, pero quién sabe si aquellas gentes me dejarán volver. ¡Que no pueda quedarme, madre mía!
    ¿Quién sabe dijo Catalina si el accidente a que se refiere Renato no es el que mantiene desde ayer al rey en su lecho de dolor? Escuchad; volved solo al palacio; yo voy a pasar por la puertecita del claustro de los Agustinos, allí me aguarda mi séquito. Marchaos, Enrique, y tratad de no irritar a vuestro hermano si vais a verle.

    XI

    CONFIDENCIAS

    De la primera cosa que se enteró el duque de Anjou al volver al Louvre fue de que la recepción de los embajadores había sido retrasada cinco días. Los sastres y joyeros esperaban al príncipe con magníficos trajes y soberbias alhajas, encargo del propio rey.
    Mientras se probaba todo aquello con una cólera que humedecía sus ojos, Enrique de Navarra contemplaba embelesado un espléndido collar de esmeraldas, una espada con la empuñadura de oro y un precioso anillo, todo lo cual se lo había enviado Carlos aquella misma mañana.
    Alençon acababa de recibir una carta y se encerró en su cuarto para leerla con entera libertad.
    En cuanto a Coconnas, digamos que buscaba a su amigo por todos los rincones del Louvre. No le sorprendió nada que La Mole no apareciera en toda la noche, pero al llegar la mañana comenzó a sentirse inquieto; en consecuencia, comenzó la búsqueda de su amigo por la posada A la Belle Etoile. De allí se encaminó a la calle de Cloche Percée, luego a la de Tizon, para salir al puente de Saint Michel y acabar por último en el Louvre.
    Esta investigación para conocer el paradero de La Mole fue llevada a cabo de un modo tan nuevo y exigente, cosa nada difícil de suponer dado el carácter excéntrico de Coconnas, que dio lugar a un incidente con tres caballeros de la corte, incidente que terminó según la moda de la época, es decir, en el terreno del honor. Coconnas puso en los sucesivos encuentros la conciencia que solía poner en aquella clase de asuntos, de modo que mató al primer contrincante y dejó heridos a los otros dos, diciendo:
    ¡Con el latín que sabía el pobre La Mole!
    Hasta tal punto insistió, que el último en caer, el barón de Boissey, le dijo:
    ¡Por el amor de Dios, Coconnas, cambia por lo menos de estribillo y di que sabía griego!
    La aventura del corredor había trascendido y, al conocerla, Coconnas se afligió en extremo, pues creyó por un instante que todos aquellos reyes y príncipes habían matado a su amigo escondiéndolo luego en alguna cueva.
    Se enteró de que Alençon había sido de la partida y, sin considerar la altura de su rango, fue a su encuentro y le pidió una explicación, tal y como hubiera hecho con un simple gentilhombre.
    Alençon sintió deseos en un principio de echar al impertinente que iba a pedirle cuenta de sus actos, pero Coconnas hablaba tan de prisa, lanzaban tales destellos sus ojos y la aventura de los tres duelos celebrados en menos de veinticuatro horas habían colocado tan alto el prestigio del piamontés, que, en lugar de ceder a su primer impulso, reflexionó y respondió al caballero con encantadora sonrisa:
    Mi querido Coconnas, es cierto que el rey, furioso de que le cayera una palangana de plata sobre un hombro; el duque de Anjou, disgustado por el remojón de compota de naranjas; y el duque de Guisa, humillado por la ofensa que supone recibir sin previo aviso un cuarto de jabalí en la cabeza, intentaron matar al señor de La Mole; pero un amigo de vuestro amigo desvió el golpe. El intento fracasó, os doy mi palabra de príncipe.
    ¡Ah! exclamó Coconnas, respirando profundamente al oírle . ¡Voto al diablo, monseñor, que es una buena acción y me gustaría conocer a ese amigo para testimoniarle mi gratitud!
    Alençon no respondió, pero sonrió de un modo insinuante, lo que hizo suponer a Coconnas que el tal amigo no era otro que el propio príncipe.
    Ya que me habéis contado el comienzo de la historia, monseñor dijo Coconnas , extremad vuestras bondades y contadme el final. Querían darle muerte y no lo consiguieron. ¿Qué hicieron entonces? Soy valiente y sabré soportar cualquier mala noticia. Vamos, decídmelo, ¿le han arrojado en alguna mazmorra? Tanto mejor, eso le hará prudente. Nunca quiere escuchar mis consejos. Además, ya le sacaremos, ¡pardiez! ¡Las piedras no son igual de duras para todo el mundo!
    Alençon movió la cabeza.
    Lo peor de todo, mi querido Coconnas, es que lo amigo desapareció después de esta aventura sin que se haya vuelto a saber nada de él.
    ¡Voto al diablo! exclamó el piamontés, palideciendo de nuevo . Aunque estuviera en el infierno yo sabré encontrarle.
    Escucha dijo Alençon, que, aunque por motivos diferentes, tenía tantos deseos como Coconnas de saber el paradero de La Mole , voy a darte un consejo de amigo.
    Dádmelo, monseñor.
    Ve a hablar con la reina Margarita, ella debe de saber qué ha sido de él.
    Si Vuestra Alteza quiere que le confiese una cosa contestó Coconnas , le diré que ya había pensado en ello, pero que no me atreví a hacerlo puesto que, aparte de que la reina Margarita me intimida sobremanera, temía encontrarla hecha un mar de lágrimas. Pero ya que Vuestra Alteza me asegura que La Mole no ha muerto y que Su Majestad debe de saber dónde se halla, reuniré mis fuerzas a iré a verla.
    Ve, amigo mío dijo el duque Francisco , y en cuanto tengas noticias comunícamelas, pues en verdad lo digo que estoy tan inquieto como tú. Tan sólo lo pido que lo acuerdes de una cosa, Coconnas, y es...
    ¿Qué?
    Que no digas que vas de parte mía, pues, si cometes esta imprudencia, corres el riesgo de que no lo digan absolutamente nada.
    Monseñor dijo Coconnas , desde el momento que Vuestra Alteza me recomienda que guarde el secreto de esto, os aseguro que seré mudo como una tenca o como la reina madre.
    Buen príncipe, excelente príncipe, príncipe magnánimo murmuraba Coconnas mientras se dirigía a las habitaciones de la reina de Navarra.
    Margarita esperaba a Coconnas, pues la noticia de su desesperación había llegado hasta ella y, al saber cuáles eran las hazañas a que aquella desesperación le había llevado, casi estaba por perdonarle la forma un tanto ruda en que trataba a su amiga la duquesa de Nevers, a quien el piamontés no había vuelto a llamar desde hacía dos o tres días, a causa de cierto disgusto que les mantenía alejados. En cuanto se hizo anunciar, fue introducido a presencia de la reina.
    Coconnas entró sin poder vencer aquella turbación de que ya había hablado al duque y que siempre experimentaba al hallarse ante la reina, debida más a la superioridad espiritual de ésta que a su rango. Esta vez, Margarita le recibió con tal sonrisa que le hizo tran-quilizarse en seguida.
    Señora dijo , os suplico que me devolváis a mi amigo o que, por lo menos, me digáis dónde está, porque no puedo vivir sin él; suponed a Euríalo sin Niso, a Damón sin Pitias o a Orestes sin Pílades, y apiadaos de mi infortunio, recordando a los héroes que acabo de nombrar y cuyos corazones, os juro, no ganaban en ternura al mío.
    Sonrió Margarita, y después de haberle hecho prometer que guardaría el secreto, refirió a Coconnas la huida por la ventana. En cuanto al lugar de su escondite, por reiteradas que fueron las súplicas del piamontés, observó el más profundo silencio. Esto no satisfizo a Coconnas más que a medias, por lo que trató de obtener aquel dato mediante sutilezas diplomáticas de la más alta escuela. Resultó de aquel juego que Margarita viese claramente que el duque de Alençon participaba a medias en los deseos de su gentilhombre, por lo que se refiere a conocer el paradero de La Mole.
    Pues bien dijo la reina , si queréis saber algo positivo respecto a la suerte de vuestro amigo, preguntadle al rey de Navarra; es el único que tiene derecho a hablar. En cuanto a mí, todo lo que os puedo decir es que aquel a quien buscáis está vivo; creed en mi palabra.
    Creo en algo más significativo aún, señora respondió Coconnas , y es en que vuestros bellos ojos no dan muestras de haber llorado.
    Luego, considerando que no tenía nada que añadir a una frase que poseía la doble ventaja de expresar al mismo tiempo su pensamiento y la elevada opinión que tenía de los méritos de La Mole, Coconnas se retiró pensando en reconciliarse con la señora de Nevers, no por ella, sino por averiguar por su conducto lo que no había podido saber de labios de Margarita.
    Los grandes dolores son situaciones anormales de las que el alma procura librarse lo antes posible. La idea de dejar a Margarita afligió al principio el corazón de La Mole. Si consintió en huir, fue más bien para salvar la reputación de la reina que no su propia vida.
    Así, pues, al día siguiente por la tarde regresó a París para ver a Margarita, que estaría en su balcón. Margarita, por su parte, como si una secreta voz le hubiera anunciado el regreso del joven, llevaba asomada buen rato. La consecuencia fue que ambos se vieron con aquella indecible felicidad que acompaña a los placeres prohibidos. Más aún: el espíritu romántico y melancólico de La Mole encontraba cierto encanto. No obstante, como el amante verdaderamente enamorado sólo es feliz durante un momento, aquel en que ve o posee a su amada, y sufre durante su ausencia, La Mole, ardiendo en deseos de ver a Margarita, se preocupó de organizar para lo antes posible el hecho que había de proporcionarle esta dicha, es decir, la fuga del rey de Navarra.
    Margarita, por su parte, se dejaba llevar por el placer de sentirse amada con tan pura devoción. A menudo se reprochaba lo que para ella constituía una debilidad; su espíritu viril, despreciando las mezquindades del amor vulgar, insensible a los detalles que constituyen para las almas tiernas el más dulce, el más deseable y el más delicado de todos los encantos, juzgaba sus días, si no enteramente llenos, al menos felizmente concluidos, cuando, hacia las nueve, apareciendo en su balcón cubierta con una capa blanca, divisaba en la orilla del río, dibujado apenas en la oscuridad, a un caballero cuya mano se posaba sobre los labios y sobre el corazón. Una tos significativa recordaba entonces al amante el tono de la voz amada. A veces, un mensaje vigorosamente lanzado por una mano de mujer y que envolvía alguna preciosa joya, mucho más preciosa por haber pertenecido a quien la enviaba que por la materia de que estaba hecha, caía en el suelo a pocos pasos del joven. Entonces La Mole, semejante, a un milano, se precipitaba sobre aquella presa, la apretaba contra su pecho y respondía por un procedimiento análogo. Margarita no abandonaba el balcón hasta que oía perderse en la noche los cascos de aquel caballo tan ligero al venir y que, al regreso, parecía hecho de una materia más inerte que la del famoso caballo que fue la perdición de Troya.
    Queda ya explicado el motivo de por qué la reina no se inquietaba por la suerte de La Mole, a quien, por otra parte, y temiendo que vigilaran sus pasos, negaba obstinadamente toda entrevista que fuera distinta de aquellas citas a la española, que se sucedían desde su fuga y continuaron durante todas las noches anteriores al día señalado para la recepción de los embajadores, recepción que, como se sabe, sufrió un retraso por orden expresa de Ambrosio Paré.
    La víspera de dicha recepción, a eso de las nueve de la noche, cuando todo el mundo en el Louvre se ocupaba de los preparativos para el día siguiente, Margarita abrió su ventana y se asomó al balcón. Apenas había salido cuando La Mole, sin esperar su carta y más im-paciente que de costumbre, enviaba la suya, que fue a caer a los pies de su real amante. Margarita comprendió que la misiva debía de contener algo importante y entró en su cuarto para leerla.
    En la primera plana del mensaje leyó estas palabras: «Señora, es preciso que hable con el rey de Navarra. El asunto es urgente. Espero.»
    Y en otra hoja distinta que podía separarse de la anterior: «Señora y reina mía, haced que pueda daros uno de los besos que os envío. Espero.»
    Apenas acababa de leer Margarita esta segunda parte de la carta cuando oyó la voz de Enrique de Navarra que, con su habitual reserva, llamaba a la puerta y preguntaba a Guillonne si podía entrar.
    La reina separó rápidamente las dos hojas de la carta, escondió una de ellas en su corpiño y se guardó la otra en el bolsillo, corrió a cerrar la ventana y se acercó a la puerta.
    Entrad, señor dijo.
    Por rápida, silenciosa y hábil que fuese la acción de Margarita de cerrar la ventana, el ruido llegó hasta Enrique, cuyos sentidos casi habían adquirido en aquella corte, de la que tanto desconfiaba, la exquisita delicadeza del hombre que vive en estado salvaje. Pero el rey de Navarra no era uno de esos tiranos que pretenden impedir a sus esposas tomar el aire y contemplar las estrellas.
    Estaba risueño y jovial como de costumbre.
    Señora dijo , mientras nuestros cortesanos se prueban sus trajes de gala, querría conversar con vos acerca de mis asuntos, que vos, si no me equivoco, seguís considerando como vuestros.
    Así es, señor respondió Margarita , ¿acaso nuestros intereses no son siempre los mismos?
    Sí, señora, y precisamente por eso quería preguntaros vuestro parecer con respecto a la actitud del duque de Alençon, quien, desde hace unos días, me huye deliberadamente, hasta el punto de que desde ayer se ha retirado a Saint Germain. ¿No buscará así el medio de huir solo, puesto que está poco vigilado, o de no huir? ¿Cuál es vuestra opinión, señora? Os confieso que la espero para reafirmar la mía.
    Tiene razón Vuestra Majestad inquietándose por el silencio de mi hermano. He meditado sobre ello todo el día de hoy y mi parecer es que, al cambiar las circunstancias, él ha cambiado también.
    Es decir, que al ver al rey Carlos enfermo y al duque de Anjou rey de Polonia, quiere permanecer en París para no perder de vista la corona de Francia, ¿no es cierto?
    Efectivamente.
    Sea. No quiero nada mejor dijo Enrique que se quede. Claro que ahora queda alterado completamente nuestro plan, pues, para irme solo, necesito tres veces más garantías de las que hubiese pedido para huir con vuestro hermano, cuyo nombre y actitud me protegían. Lo que más me extraña es no haber oído hablar del señor De Mouy. No es propio de él esto de permanecer inactivo. ¿No habéis tenido noticias suyas, señora?
    ¿Yo, señor? preguntó Margarita sorprendida . ¿Cómo voy a tener yo noticias suyas?
    ¡Pardiez, amiga mía! Nada sería más natural; habéis consentido para complacerme en salvar la vida al pobre La Mole... El hombre ha debido ir a Nantes... y del mismo modo que ha ido puede haber vuelto.
    ¡Ah! Esto me da la clave de un enigma que trato inútilmente de descifrar respondió Margarita ; dejé la ventana abierta y al entrar en mi habitación encontré encima de la alfombra este mensaje.
    ¡Ya veis!... dijo Enrique.
    Un mensaje que no comprendí al principio y al que no atribuí ninguna importancia continuó Margarita ; pero quizá tengáis vos razón y proceda de esa persona.
    Es posible dijo Enrique ; hasta me atrevería a decir que es muy probable. ¿Podría ver el papel?
    Naturalmente, señor respondió Margarita, entregando al rey la hoja que tenía guardada en su bolsillo.
    El rey la leyó.
    ¿No es ésta la letra del señor de La Mole? preguntó.
    No sé dijo Margarita ; los rasgos me han ' parecido bastante desfigurados.
    No importa, leamos: «Señora, es preciso que hable con el rey de Navarra. El asunto es urgente. Espero.» ¡Ah! ¿Lo veis? Dice que espera.
    Sí, ya lo veo dijo Margarita ; pero ¿qué queréis?
    ¡Voto a bríos! Quiero que venga.
    ¿Que venga? exclamó Margarita clavando en su esposo sus bellos ojos atónitos . ¿Cómo podéis decir semejante cosa, señor? Un hombre a quien el rey ha querido matar... que está señalado, amenazado... ¿Cómo es posible que venga? Las puertas no están he-chas para quienes...
    ¿Para quienes han sido obligados a huir por la ventana?
    Exacto, habéis completado mi pensamiento.
    Pues si conocen el camino de la ventana, que vuelvan a recorrerlo, ya que por la puerta no pueden entrar. Es muy sencillo.
    ¿Vos creéis? dijo Margarita enrojeciendo de placer sólo con pensar que vería a La Mole.
    Estoy seguro.
    ¿Pero cómo subirá hasta aquí? preguntó la reina.
    ¿No conserváis la escala de cuerda que os envié? ¡Oh! Si es así, no reconocería vuestra habitual previsión.
    Sí, señor, la conservo.
    Entonces, perfecto dijo Enrique.
    ¿Qué ordena Vuestra Majestad?
    Sencillamente que la amarréis a vuestro balcón y la dejéis colgar. Si es De Mouy el que espera..., y estoy dispuesto a creerlo...; si es De Mouy, digo, y quiere subir, pues subirá, que es amigo muy fiel.
    Sin perder su tranquilidad, Enrique cogió una lamparilla para alumbrar a Margarita en la busca de su escala. No tardaron mucho en encontrarla, pues se hallaba guardada en un armario del famoso gabinete.
    Ya está dijo Enrique . Ahora, si no es demasiado exigir de vuestra amabilidad, atad por favor esta escala al balcón.
    ¿Por qué he de hacerlo yo y no vos, señor? preguntó Margarita.
    Porque los mejores conspiradores son los más prudentes. La presencia de un hombre asustaría quizás a nuestro amigo.
    Margarita sonrió y sujetó la escala a la barandilla del balcón.

    Muy bien dijo Enrique, permaneciendo oculto en un rincón del cuarto , mostraos bien ahora: moved la escala para que la vea. Perfectamente; estoy seguro de que De Mouy subirá.
    En efecto, diez minutos después un hombre, ebrio de dicha, saltaba los barrotes del balcón y viendo que la reina no salía a su encuentro dudó unos instantes. A cambio de Margarita, apareció Enrique.
    ¡Vaya! dijo amablemente . No es De Mouy, sino La Mole. Buenas noches, señor de La Mole. Entrad, os lo ruego.
    La Mole se quedó estupefacto. De haber estado aún suspendido de la escala en lugar de hallarse en el balcón, es muy posible que se hubiera caído de espaldas en el vacío.
    Deseabais hablar con el rey de Navarra para tratar de asuntos urgentes intervino Margarita ; pues bien, le hice llamar y aquí le tenéis.
    Enrique fue a cerrar la ventana.
    Te amo dijo Margarita estrechando furtivamente la mano del joven.
    Bien, ¿qué nos tenéis qué decir? preguntó Enrique a La Mole al tiempo que le ofrecía una silla.
    Tengo que deciros, señor respondió éste , que dejé al señor De Mouy en las afueras. Desea saber si Maurevel ha hablado y si su presencia en la alcoba de Vuestra Majestad se conoce.
    Todavía no, pero no tardará en conocerse. Es necesario que nos apresuremos.
    Vuestra opinión es la suya, señor, y si mañana por la tarde el duque de Alençon está dispuesto a partir, él estará en la puerta de Saint Marcel con ciento cincuenta hombres; quinientos os aguardarán en Fontainebleau. Una vez allí seguiréis hasta Blois, Angulema y Burdeos.
    Señora dijo Enrique volviéndose hacia su mujer , por mi parte estaré listo mañana, ¿lo estaréis vos?
    Los ojos de La Mole se clavaron en los de Margarita con una profunda ansiedad.
    Tenéis mi palabra respondió la reina ; a dondequiera que vayáis os seguiré, pero ya sabéis, es necesario que el duque de Alençon salga al mismo tiempo que nosotros. Con él no valen los términos medios; o nos sirve, o nos traiciona. Si vacila, más vale que no nos movamos.
    ¿Sabe él algo acerca de ese proyecto? preguntó Enrique.
    Ha debido de recibir hace pocos días una carta del señor De Mouy.
    ¡Ah! dijo Enrique , pues no me ha comentado nada.
    Desconfiad, señor, desconfiad añadió Margarita.
    Tranquilizaos, estoy en guardia. ¿Cómo podré hacer llegar una respuesta al señor De Mouy?
    No os preocupéis, señor. A la derecha o a la izquierda de Vuestra Majestad, visible o invisible, De Mouy estará mañana aquí durante la recepción de los embajadores. Una palabra en el discurso de la reina le hará comprender si aceptáis o no, si debe huir o espe-raros. Si el duque de Alençon no acepta, no pide más que quince días para reorganizarlo todo en nombre vuestro.
    Verdaderamente, De Mouy es un hombre extraordinario dijo Enrique . ¿Podríais intercalar en vuestro discurso la frase convenida, señora?
    Nada más fácil respondió Margarita.
    Entonces dijo Enrique veré mañana al señor de Alençon; que De Mouy esté en su lugar y que media palabra le baste.
    Estará, señor.
    Pues bien, señor de La Mole añadió Enrique , id a llevar mi respuesta. Sin duda tendréis en los alrededores un caballo y un sirviente.
    Me espera Orthon a la orilla del río.
    Id a reuniros con él, señor conde. ¡Oh! No vayáis por la ventana; eso está bien para las ocasiones graves. Podríais ser visto, y como nadie sabe que es por mí por quien os exponéis de tal modo, comprometeríais gravemente a la reina.
    ¿Por dónde he de bajar entonces, señor?
    Si no podéis entrar solo al Louvre, en cambio podéis salir conmigo, que conozco el santo y seña. Vos tenéis una capa y yo otra; nos embozaremos en ellas y atravesaremos la guardia sin dificultad. Por otra parte, tengo que dar algunas recomendaciones particulares a Orthon. Esperadme aún aquí; voy a ver si no hay nadie en los pasillos.
    Enrique, con el aire más natural del mundo, salió con intención de explorar el camino. La Mole quedóse a solas con la reina.
    ¿Cuándo os volveré a ver? preguntó el enamorado.
    Mañana por la noche si huimos; si nos quedamos, cualquier día de éstos en la calle de ClochePercée.
    Señor de La. Mole dijo Enrique al volver , podéis seguirme, no hay nadie.
    La Mole se inclinó respetuosamente ante la reina.
    Dadle a besar vuestra mano, señora dijo Enrique ; el señor de La Mole no es un servidor más.
    Margarita obedeció.
    A propósito dijo Enrique , guardad con cuidado la escala, es un elemento precioso para los conspiradores y, en el momento en que menos se piensa, puede ser útil. Venid, señor de La Mole, venid.


    XII

    LOS EMBAJADORES

    Al día siguiente todo el pueblo de París se encaminaba hacia el barrio de Saint Antoine, lugar elegido para que hicieran su entrada oficial en la ciudad los embajadores polacos. Un cordón de soldados suizos contenía a la multitud y varios destacamentos de jinetes protegían la circulación de las damas y caballeros de la corte, que iban al encuentro de la comitiva.
    No tardó en aparecer a la altura de la abadía de Saint Antoine un grupo de caballeros vestidos de rojo y amarillo, con gorros y capas de piel, y que llevaban sables anchos y curvos, como las cimitarras turcas.
    Los oficiales venían a los flancos de las filas.
    Detrás de este primer grupo venía otro equipado con un lujo verdaderamente oriental. Precedía a los embajadores, que en número de cuatro representaban magníficamente al más mítico de los reinos caballerescos del siglo XVI.
    Uno de los embajadores era el obispo de Cracovia. Vestía un traje semipontificio, semiguerrero, deslumbrante de oro y pedrerías. Su caballo blanco, de largas crines flotantes y paso majestuoso, parecía arrojar fuego por las fauces. Nadie hubiera creído que aquel noble animal recorría desde hacía un mes quince leguas diarias por caminos que el mal tiempo hacía casi impracticables. Junto al obispo venía el cortesano Lasco, poderoso señor, tan vinculado a la corona, que tenía la riqueza y el orgullo de un rey.
    Detrás de los dos principales embajadores, a quienes acompañaban otros dos de elevada alcurnia, marchaban una serie de señores polacos cuyos caballos, adornados con arneses de seda, oro y pedrerías, excitaron la ruidosa aprobación del pueblo. Los caballeros franceses, a pesar de la riqueza de sus atavíos, quedaron completamente eclipsados por aquellos recién llegados a quienes llamaban con desprecio «bárbaros».
    Hasta el último momento, Catalina esperó que la recepción fuera retrasada de nuevo y que la voluntad del rey se doblegara debido al estado de postración del monarca. Pero, cuando llegó el día señalado y vio a Carlos, pálido como un espectro, vestir el espléndido manto real, comprendió que debía ceder, por lo menos en apariencia, ante aquella férrea voluntad, y empezó a pensar que el partido mejor para su hijo Enrique de Anjou era el de aceptar aquel magnífico exilio a que estaba condenado.
    Aparte de las pocas palabras que pronunciara al abrir los ojos, cuando su madre salía del gabinete, Carlos no había hablado con Catalina desde la escena que provocó la crisis por la que estuvo a punto de morir. En el Louvre nadie ignoraba que se había producido un te-rrible altercado entre ellos, aunque se desconocían los motivos que pudieran ocasionarlo. Lo cierto es que hasta los más arriesgados temblaban ante aquella frialdad y aquel silencio, como tiemblan los pájaros ante la calma amenazadora que precede a las tormentas.
    En efecto, en palacio se había preparado todo más que para una fiesta, para una lúgubre ceremonia. Las órdenes se cumplían con tristeza y pasividad. Se sabía que Catalina casi había temblado y todo el mundo temblaba.
    La gran sala de recepción del palacio estaba dispuesta. Como esta clase de sesiones eran, por lo general, públicas, los guardias y centinelas tenían orden de dejar entrar, junto con los embajadores, a toda la gente que cupiese en las habitaciones contiguas y patios.
    París ofrecía el mismo aspecto curioso de ocasiones semejantes. Tan sólo un observador atento hubiera reconocido, entre los grupos compuestos de ingenuas caras de burgueses bonachones, gran número de hombres envueltos en amplias capas que se respondían unos a otros con miradas y signos cuando estaban a cierta distancia y cambiaban en voz baja algunas rápidas palabras cuando se encontraban. Por otra parte, aquellos hombres parecían muy interesados en el cortejo, eran los primeros en seguirlo y debían de recibir órdenes de un venerable anciano, cuyos ojos negros y vivos contrastaban con su barba blanca y sus cejas grises. En efecto, el anciano, ya fuera por sus propios medios o por los esfuerzos de sus compañeros, logró deslizarse entre los primeros que entraron en el Louvre y, gracias a la amabilidad del jefe de los suizos, digno hugonote muy poco católico pese a su conversión, pudo sentarse detrás de los embajadores, precisamente enfrente de Margarita y de Enrique de Navarra.
    Enrique, prevenido por la Mole de que De Mouy asistiría bajo cualquier disfraz a la ceremonia, miró hacia todos lados.
    Por fin, sus ojos tropezaron con los del anciano y quedaron fijos en ellos. Un signo de De Mouy disipó las dudas que pudiera tener el rey de Navarra. Se había disfrazado tan bien, que el mismo Enrique no acertaba a creer que aquel anciano de barba blanca fuera el intrépido jefe de los hugonotes que cinco o seis días antes se defendiera con tanto coraje.
    A una palabra de Enrique en el oído de su esposa, la reina Margarita fijó sus ojos en De Mouy. Luego su mirada se perdió en las profundidades del salón; buscaba a La Mole sin poder hallarle.
    La Mole no estaba.
    Comenzaron los discursos. El primero iba dirigido al rey. Lasco le pedía, en nombre de la Dicta, que aceptara la corona de Polonia para un príncipe de la Casa real francesa.
    Carlos respondió, de manera precisa y breve, presentando a su hermano el duque de Anjou, acerca de cuyo valor hizo un gran elogio a los enviados polacos. Hablaba en francés. Un intérprete traducía su respuesta después de cada párrafo. Mientras hablaba el intérprete, pudo verse que el rey se llevaba repetidamente un pañuelo a la boca y que lo retiraba manchado de sangre.
    Cuando terminó la contestación de Carlos, Lasco se volvió hacia el duque de Anjou, hizo una reverencia, y comenzó un discurso en latín en el que le ofrecía el trono en nombre del pueblo polaco.
    El duque respondió en la misma lengua y, con una voz cuya emoción trataba en vano de disimular, dijo que aceptaba, agradecido, el honor que le conferían.
    Mientras estuvo hablando, Carlos permaneció de pie con los labios apretados y los ojos fijos en él, inmóviles y amenazadores como los de un águila.
    Cuando el duque de Anjou hubo concluido, Lasco cogió la corona de los Jagellons, que estaba colocada sobre un almohadón de terciopelo rojo, y mientras dos caballeros revestían al duque de Anjou con el manto real, depositó solemnemente la corona en manos de Carlos.
    El rey hizo una señal a su hermano. El duque de Anjou fue a arrodillarse ante él y Carlos le puso la corona en la cabeza.
    Entonces, los dos soberanos cambiaron uno de los besos más llenos de odio que se hayan dado jamás dos hermanos.
    En seguida un heraldo gritó:
    Alejandro Eduardo Enrique de Francia, duque de Anjou, acaba de ser coronado rey de Polonia. ¡Viva el rey de Polonia!
    Toda la concurrencia repitió al unísono:
    ¡Viva el rey de Polonia!
    Lasco se volvió entonces hacia Margarita.
    El discurso de la hermosa reina había sido reservado para el final. Como se hizo así por galantería para que resaltara su ingenio, todo el mundo prestó gran atención a su respuesta, que debía ser pronunciada en latín. Recordemos que ella misma lo había escrito.
    Las palabras de Lasco fueron más bien un elogio que un discurso. Como buen sármata cedió a la admiración que a todos inspiraba la reina de Navarra y, usando la lengua de Ovidio y el estilo de Ronsard, dijo que, habiendo salido de Varsovia en la más completa oscuridad, ni él ni sus compañeros hubieran podido hallar el camino si no hubieran tenido, como los reyes magos, dos estrellas para guiarles; estrellas que se acercaban a Francia y que no eran otras, ahora lo comprobaba, que los ojos de la reina de Navarra. Después, pasando del Evangelio al Corán, de Siria a Arabia y de Nazaret a La Meca, terminó diciendo que estaba dispuesto a hacer lo mismo que hacían los sectarios ardientes del Profeta, quienes, una vez que habían tenido la dicha de contemplar su sepulcro, se arrancaban los ojos juzgando que después de haber gozado de tan bello espectáculo, nada en el mundo valía la pena de verse.
    Este discurso fue sumamente aplaudido, tanto por los que sabían latín y compartían la opinión del orador, como por quienes no lo sabían, pero gustaban de aparentarlo.
    Margarita hizo primero una graciosa reverencia al galante cortesano y luego, mientras respondía al embajador, fijó la vista en De Mouy y comenzó con estas palabras:


    Quod nunc hac in aula insperati adestis exultaremos ego et conjux, nisi ideo immineret calamitas, scilicet non solum fratris sed etiam amici orbitas.
    Este párrafo tenía dos sentidos, y a pesar de dirigirse a De Mouy, podía muy bien referirse a Enrique de Anjou.
    Carlos no se acordaba de haber leído aquella frase en el discurso que su hermana sometiera a su aprobación unos días antes, pero no atribuyó gran importancia a las palabras de Margarita, pues sabía que se trataba de un discurso de simple cortesía y, además, entendía muy mal el latín.
    Margarita continuó:
    Adeo dolemur a te dividi ut tecum profisci maluissemus. Sed iden fatum quo nunc sine ullâ mord Lutetiâ cedere juberis, hac in urbe detinet. Proficiscere ergo, frater; proficiscere, amice; proficiscere: sine nobis; proficiscentem sequentur spes et desideria nostra.
    Como es fácil de suponer, De Mouy escuchaba aquellas palabras con profunda atención, pues aunque iban dirigidas a los embajadores, eran pronunciadas sólo para él. Enrique había movido ya dos o tres veces la cabeza en signo negativo como para hacer entender al joven hugonote que el duque de Alençon había rehusado. Aquel gesto que podía ser casual, hubiera parecido insuficiente a De Mouy si las palabras de Margarita no lo hubieran confirmado. Pero mientras miraba a la reina Margarita y escuchaba con toda su alma, sus ojos negros, tan brillantes bajo sus cejas grises, llamaron la atención de Catalina, que se estremeció cual si estuviera presa de una conmoción eléctrica, y ya no apartó su mirada de aquel sitio del salón.
    ¡Qué rostro más singular! murmuró mientras componía su semblante conforme a las leyes de la ceremonia . ¿Quién es este hombre que mira con tanto interés a Margarita y a quien por su parte Enrique y Margarita contemplan del mismo modo?
    La reina de Navarra continuó su discurso, que, a partir de aquel momento, respondía a los cumplidos del embajador polaco, mientras Catalina daba vueltas a su cabeza tratando de averiguar quién podría ser aquel hermoso anciano. A todo esto, el maestro de ceremo-nias, acercándose por detrás, le entregó una bolsita de raso perfumado que contenía una hoja de papel doblada en cuatro. La abrió, sacó el papel y leyó lo siguiente:
    «Maurevel, con ayuda de un cordial que acabo de suministrarle, ha recobrado al fin sus fuerzas y ha logrado escribir el nombre de la persona que estaba en la habitación del rey de Navarra. Esta persona es el señor De Mouy.»
    «¡De Mouy! pensó la reina . ¡Ya me lo suponía! Pero ese anciano... ¡Eh! Cospetto!... Ese anciano es...»
    Catalina se quedó con los ojos fijos en él y la boca abierta.
    Luego, inclinándose al oído del capitán de guardias, que estaba a su lado, le dijo:
    Mirad, señor de Nancey, pero hacedlo disimuladamente. ¿Veis al señor Lasco, que es quien está hablando ahora? Y detrás de él, ¿no veis a un viejo de barba blanca vestido de terciopelo negro?
    Sí, señora respondió el capitán.
    Bueno, no le perdáis de vista.
    ¿Aquel a quien el rey de Navarra ha hecho una seña?
    Precisamente. Apostaos a la salida del Louvre con diez hombres y, cuando salga, invitadle a cenar de parte del rey. Si os sigue, llevadlo a una habitación donde podáis tenerlo seguro. Si os resiste, apoderaos de él vivo o muerto.
    Felizmente, Enrique, muy poco atento al discurso de Margarita, tenía la mirada clavada sobre Catalina y no había perdido una sola expresión de su semblante: Viendo que la reina madre fijaba los ojos con tanta insistencia en De Mouy, se inquietó, y al ver que daba una orden al capitán de guardias, lo comprendió todo.
    Fue en aquel momento cuando se decidió a hacer la seña que sorprendió Nancey y que en aquel lenguaje mudo quería decir: «Estáis descubierto; huid inmediatamente.»
    De Mouy comprendió el gesto que tan bien correspondía con el párrafo del discurso de Margarita. No se lo hizo repetir dos veces; se perdió entre la multitud y desapareció.
    Enrique no estuvo tranquilo hasta que vio volver al capitán Nancey y comprendió por la contracción del rostro de la reina madre que éste le anunciaba que había llegado demasiado tarde.
    La sesión había terminado. Margarita cambiaba aún algunas palabras no oficiales con Lasco. El rey se levantó vacilando, saludó y salió apoyado en el hombro de Ambrosio Paré, que no se apartaba de él desde el accidente. Le siguieron Catalina, pálida de ira, y Enrique, mudo de dolor.
    En cuanto al duque de Alençon, estuvo eclipsado por completo durante toda la ceremonia y ni una sola vez la mirada de Carlos, que no se había apartado ni un instante del duque de Anjou, se fijó en él.
    El nuevo rey de Polonia se sintió perdido.
    Lejos de su madre, en manos de aquellos bárbaros del norte, parecía Anteo, el hijo de la Tierra, que perdía sus fuerzas al ser levantado por los brazos de Hércules.
    Una vez pasada la frontera, el duque de Anjou se consideraba excluido para siempre del trono de Francia.
    Así, pues, en lugar de seguir al rey, se dirigió a las habitaciones de su madre.
    La encontró tan sombría y preocupada como él mismo, pues se hallaba pensando en aquel rostro fino y burlón que no había perdido de vista durante la ceremonia, y en aquel bearnés a quien el destino parecía dejar el campo libre, barriendo a su alrededor a los re-yes, a los príncipes asesinos, a toda clase, en fin, de enemigos y de obstáculos.
    Viendo a su hijo predilecto, pálido bajo la corona, extenuado bajo su manto real, uniendo sin decir nada en gesto de súplica sus bellas manos, que había heredado de ella, Catalina se levantó y fue a su encuentro.
    ¡Oh, madre mía! exclamó el rey de Polonia . ¡Estoy condenado a morir en el destierro!
    Hijo mío dijo Catalina , ¿tan pronto olvidáis la predicción de Renato? Estad tranquilo, no permaneceréis allá mucho tiempo.
    Os ruego, madre, que al primer rumor, a la primera sospecha de que la corona de Francia pueda quedar vacante, me aviséis...
    Tranquilizaos, hijo replicó Catalina ; hasta que llegue el día que los dos esperamos, habrá en mis caballerizas un corcel ensillado y en mi antecámara un correo dispuesto para ir a Polonia.

    XIII

    ORESTES Y PÍLADES

    En cuanto partió Enrique de Anjou, se diría que la paz y la felicidad habían vuelto a reinar en el Louvre, en medio de aquella familia de Atridas.
    Carlos, olvidando su melancolía, recobraba su vigorosa salud. Salía a cazar con Enrique, o hablaba de caza con él los días que no podía salir. Tan sólo una cosa le reprochaba a su cuñado: su indiferencia por la caza de halcones. Le aseguraba que sería un príncipe perfec-to si supiese adiestrar halcones y gerifaltes, como adiestraba perros perdigueros y sabuesos.
    Catalina volvió a ser buena madre; tierna con Carlos y Francisco, amable con Enrique y Margarita, cariñosa con la señora de Nevers y la señora de Sauve. Con el pretexto de que había sido herido cumpliendo una orden suya, extremó su bondad hasta el punto de ir a visitar dos veces a Maurevel, convaleciente en su casa de la calle de los Cerezos.
    Margarita continuaba haciendo el amor a la española.
    Todas las noches abría su balcón y correspondía a La Mole por señas y por escrito; en cada una de sus cartas, el joven recordaba a la reina que le había prometido, aunque sólo fuera por unos instantes, y como recompensa a su exilio, estar a su lado en la calle de Cloche Percée.
    Únicamente una persona estaba sola y sin pareja en aquel palacio que volvía a ser tranquilo y apacible.
    Esta persona era nuestro amigo el conde Annibal de Coconnas.
    Cierto que ya era algo saber que La Mole vivía; también era bastante seguir siendo el preferido de la señora de Nevers, la más risueña y extravagante de todas las mujeres. Pero toda la felicidad que le proporcionaban las visitas a la hermosa duquesa, toda la tran-quilidad de espíritu que debía a Margarita por haberle facilitado noticias acerca de la suerte de su común amigo, no valían para el piamontés tanto como una hora pasada con La Mole en casa de maese La Hurière, frente a una botella de vino dulce, o bien durante una de aquellas excursiones nocturnas por los rincones de París, en los que un honrado caballero podía recibir agravios a su pellejo, a su bolsa o a su traje.
    La señora de Nevers, preciso es confesarlo para vergüenza de la humanidad, soportaba muy mal aquella rivalidad con La Mole. No es que detestara al provenzal, al contrario; arrastrada por ese instinto irresistible que hace que toda mujer sea coqueta a su pesar con el amante de otra, sobre todo cuando esta otra es su amiga, no había dejado de deslumbrar a La Mole con los centelleos de sus ojos de esmeralda. Coconnas hubiese podido envidiar los francos apretones de manos y las amabilidades concedidas por la duquesa a su amigo, durante los días caprichosos en que el astro del piamontés parecía palidecer en el cielo de su amada.
    Pero Coconnas, que hubiera degollado a quince personas por una sola mirada de los ojos de su dama, sentía tan pocos celos de La Mole, que a menudo, a raíz de ciertas inconsecuencias de la duquesa, le había hecho al oído ciertos ofrecimientos que ruborizaron al provenzal.
    Resultó de este estado de cosas que Enriqueta, a quien la ausencia de La Mole privaba de todas las ventajas que le daba la compañía de Coconnas, es decir, de su inagotable gracia, de sus insaciables caprichos de placer, fue un día a ver a Margarita para suplicarle que le devolviera ese tercero obligado, sin el cual el espíritu y el corazón de Coconnas desfallecían día por día.
    Margarita, siempre complaciente y apremiada por los ruegos de La Mole y los deseos de su propio corazón, dio una cita para el día siguiente a Enriqueta en la casa de las dos puertas, con intención de tratar allí todas aquellas cuestiones en una conversación que nadie podría interrumpir.
    Coconnas recibió de mala gana el aviso de Enriqueta citándole para las nueve y media en la calle Tizon. No por eso dejó de encaminarse al lugar señalado, donde halló a la duquesa enfadada por haber llegado la primera.
    Vaya, señor le dijo , es de mala educación hacer esperar .... no diré a una princesa, sino simplemente a una mujer.
    ¡Oh! ¡Esperad! dijo Coconnas . Ésta es una expresión muy vuestra. Apostaría, por el contrario, que nos hemos anticipado.
    _ Yo, desde luego.
    ¡Bah! Yo también; apenas serán las diez.
    Pero mi carta decía a las nueve y media.
    Por eso salí del Louvre a las nueve, pues, dicho sea de paso, estoy de servicio con el duque de Alençon y tendré que dejaros dentro de una hora.
    Y eso os encanta, ¿verdad?
    No a fe mía, puesto que el señor de Alençon es un amo muy malhumorado y quisquilloso, y para que me regañen, prefiero unos lindos labios como los vuestros que no una boca torcida como la suya.
    Vamos, esto ya está un poco mejor dijo la duquesa . Dijisteis que habíais salido a las nueve del Louvre, ¿no?
    Sí, por cierto. ¡Dios mío!, con la intención de venir directamente aquí, cuando en la esquina de la calle de Grenelle veo a un hombre que se parece a La Mole.
    ¡Ya estamos con La Mole!
    ¡Siempre! Con vuestro permiso o sin él.
    Grosero.
    Bien replicó Coconnas , comencemos nuestras galanterías.
    No, acabad antes vuestro relato.
    Que conste que yo no quería contaros nada; habéis sido vos quien, al preguntarme por qué había llegado tarde...
    ¡Claro! ¿Acaso debo ser yo quien llegue primero?
    Sin duda; vos no tenéis que buscar a nadie.
    Sois bastante pesado; pero, en fin, continuad. En la esquina de la calle de Grenelle habéis visto a un hombre parecido a La Mole. Pero, ¿de qué está manchado vuestro jubón? ¿De sangre?
    Será que alguno me haya salpicado al caer.
    ¿Os habéis batido?
    ¡Ya lo creo!
    ¿Por vuestro dichoso La Mole?
    ¿Por quién queréis que me bata? ¿Por una mujer quizás?
    ¡Gracias!
    Seguí, pues, a ese hombre que cometía la imprudencia de parecerse a mi amigo. Le alcancé en la calle de las Conchas, me adelanté y le vi a la luz del farol de una tienda. No era él.
    Bien, estaba en su derecho.
    Sí, pero le sentó mal que le mirase. «Señor, le dije, sois un fatuo al pretender pareceros de lejos a mi amigo el señor de La Mole, que es un cumplido caballero, mientras que vos se ve a la legua que no sois más que un bribón». Al oír esto echó mano a la espada y yo le imité. Al tercer pase el mal educado cayó salpicándome.
    ¿Y le socorristeis por lo menos?
    Iba a hacerlo cuando pasó un jinete y esta vez os aseguro que sí era La Mole. Desgraciadamente, el caballo corría al galope. Eché a correr tras él y las gentes que se habían reunido para verme batir salieron corriendo detrás de mí. Luego, como hubiesen podido tomarme por un ladrón al verme seguido de toda aquella chusma que vociferaba a mis espaldas, me vi obligado a dar media vuelta para ponerla en fuga, lo que me hizo perder algún tiempo. Entre tanto, el jinete desapareció. Continué en su búsqueda, interrogué, di el color de su caballo, pero todo fue inútil, nadie le había visto. En fin, cansado de aquello, me vine aquí.
    ¡Cansado de aquello! ¡Qué amable! dijo la duquesa.
    Escuchad, querida amiga dijo Coconnas inclinándose indolentemente en un sillón , sé que vais a regañarme aún a causa del pobre La Mole, pero os advierto que estáis equivocada; la amistad... ¡Oh! ¡Ya quisiera yo tener su ingenio o su sabiduría para hallar alguna comparación que os hiciera comprender mi pensamiento!... La amistad es una estrella, mientras que el amor..., el amor..., pues bien, ¡ya está aquí la comparación!: el amor no es más que una lamparilla. Me diréis que hay varias clases.
    ¿De amores?
    No, de lamparillas, y que dentro de esa clasificación hay algunas preferibles; la rosada, por ejemplo, es la mejor, pero por rosada que sea la lamparilla, se consume, mientras que la estrella brilla siempre. Me responderéis que cuando la lamparilla se gasta se puede utilizar otra.
    Señor Coconnas, sois un fatuo.
    ¡Ay!
    Señor Coconnas, sois un impertinente.
    ¡Ay! ¡Ay!
    Señor Coconnas, sois un majadero.
    Señora, os advierto que vais a hacerme sentir tres veces más la ausencia de La Mole.
    ¡Ya no me amáis!
    Al contrario, duquesa, estáis equivocada; os idolatro. Pero puedo amaros, adoraros, idolatraros, y en mis ratos perdidos hacer el elogio de La Mole.
    ¿Llamáis entonces ratos perdidos a los que estáis junto a mí?
    ¿Qué queréis? El pobre La Mole está siempre presente en mi memoria.
    Le preferís a mí, esto es indigno. Mirad, Annibal, os detesto. Atreveos a ser franco y decidme que le preferís. Pero os prevengo, Annibal, que, si preferís cualquier cosa en el mundo antes que yo...
    ¡Enriqueta, la más hermosa de las duquesas! Por vuestra propia tranquilidad, creedme, no me hagáis preguntas indiscretas. Os amo más que a todas las mujeres, pero amo a La Mole más que a todos los hombres.
    ¡Bien contestado! dijo de pronto una voz extraña.
    Y al levantarse un tapiz de damasco que ocultaba una puerta secreta entre los dos departamentos, pudo verse a La Mole que, con el recuadro de la puerta al fondo, parecía un hermoso retrato del Tiziano en su marco dorado.
    ¡La Mole! gritó Coconnas sin prestar atención a Margarita y sin tomarse la molestia de agradecerle la sorpresa que le había proporcionado . ¡La Mole, amigo mío, mi querido La Mole!...
    Y se precipitó en los brazos de su amigo, tirando patas arriba el sillón en que estaba sentado y una mesa que encontró en su camino.
    La Mole le devolvió efusivamente los abrazos, hecho lo cual dijo a la duquesa de Nevers:
    Perdonadme, señora, si mi nombre ha podido turbar la dicha de tan encantadora pareja; es cierto –añadió mirando con indecible ternura a Margarita que no dependía de mí el veros antes.
    Ya ves, Enriqueta, que he cumplido mi palabra; aquí le tienes.
    ¿De modo que sólo a los ruegos de la duquesa debo mi felicidad? preguntó La Mole.
    Únicamente a eso replicó Margarita.
    Luego, volviéndose hacia La Mole, continuó:
    Amigo mío, os permito que no creáis una palabra de lo que digo.
    Entre tanto, Coconnas, que había estrechado diez veces a su amigo entre sus brazos, que había dado veinte vueltas a su alrededor y había acercado un candelabro a su rostro para contemplarle a su gusto, fue a arrodillarse ante Margarita y le besó el borde del vestido.
    ¡Ah! Perfectamente dijo la duquesa de Nevers , ahora por lo menos os pareceré soportable.
    ¡Voto al diablo! exclamó Coconnas . ¡Me parecéis adorable como siempre! Sólo que ahora os lo diré con mayor entusiasmo, y ojalá hubiera aquí treinta polacos, sármatas y otros bárbaros hiperbóreos para obligarles a confesar que sois la reina de las bellas.
    ¡Eh! Poco a poco, Coconnas dijo La Mole . ¿Dónde dejáis a Margarita?
    ¡Pues no me desdigo! exclamó Coconnas con aquel su acento burlón que le era tan peculiar . Enriqueta es la reina de las bellas y Margarita la más bella de las reinas.
    Nada le importaba al piamontés lo que hacía ni lo que pudiese decir, embargado como estaba por la alegría de ver de nuevo a su amigo, para quien solamente tenía ojos.
    Vamos, vamos, reina mía dijo la señora de Nevers venid y dejemos a estos perfectos amigos conversar una hora solos; tienen mil cosas que decirse que interrumpirían nuestro coloquio. Es duro para nosotras, pero es el único remedio que puede devolver la salud a Annibal. Hacedlo por mí, reina, ya que tengo la flaqueza de amar a ese tarambana, como dice su amigo La Mole.
    Margarita deslizó algunas palabras al oído de La Mole, quien, por deseoso que estuviera de ver a su amigo, hubiera deseado que no fuera tan exigente su amistad. Mientras tanto, el piamontés intentaba, a fuerza de protestas de cariño, que surgiera una franca sonrisa y una dulce palabra de los labios de Enriqueta, cosa que no le costó mucho trabajo conseguir.
    Las dos mujeres pasaron a la habitación contigua, donde les esperaba la cena.
    Los dos amigos se quedaron solos.
    Como se comprenderá, lo primero que preguntó Coconnas a La Mole fue a propósito de la noche fatal que estuvo a punto de costarle la vida. A medida que La Mole avanzaba en la narración, Coconnas, que en aquellas cuestiones no era fácil de conmover, se estremecía por entero.
    ¿Y por qué, en lugar de correr por los campos le preguntó y de procurarme a mí tantas inquietudes, no lo refugiaste en las habitaciones del duque nuestro amo? Él lo habría defendido, lo hubiese ocultado. Yo hubiera estado a lo lado y mi tristeza no por ser fingida hubiera engañado menos a los tontos de la corte.
    ¡Nuestro amo! dijo La Mole en voz baja . ¿Quién, el duque de Alençon?
    Sí, según lo que me han dicho, creía que era a él a quien debía la vida.
    A quien debo la vida es al rey de Navarra respondió La Mole.
    ¿Estás seguro?
    Sin duda alguna.
    ¡Ah, qué bondadoso, qué excelente rey! Pero ¿qué papel desempeñó el duque de Alençon?
    Era el que llevaba la cuerda para ahorcarme.
    ¡Voto al diablo! ¿Estás seguro de lo que dices, La Mole? ¿Cómo ese príncipe pálido, ese mequetrefe, ese pobre diablo pretendió ahorcar a mi amigo? ¡Ah! Mañana mismo le diré lo que pienso de su acción.
    ¿Estás loco?
    Es verdad, volvería a las andadas... Pero ¿qué importa? Esto no puede quedar así.
    Vamos, vamos, Coconnas, cálmate y trata de no olvidar que acaban de dar las once y media y esta noche estás de servicio.
    ¡Poco me importa mi servicio! Sí, ¡ya puede contar conmigo! ¡Mi servicio! ¿Yo servir a un hombre que tenía la cuerda para ahorcarte?... ¡Tú bromeas! ¡No!... Estaba escrito que debía encontrarte para no separarme más de ti. Ha sido providencial. Me quedo.
    Pero reflexiona, desdichado, que no estás borracho.
    No, por suerte; porque si lo estuviera, incendiaría el Louvre.
    Veamos, Aníbal replicó La Mole , debes ser razonable. Regresa a palacio. El servicio es cosa sagrada.
    ¿Vendrás conmigo?
    Imposible.
    =¿Querrán todavía matarte?
    No lo creo. Soy demasiado insignificante para que haya contra mí un complot preparado, una resolución concreta. En un momento de capricho quisieron matarme, eso es todo; los príncipes estaban con ganas de divertirse aquella noche.
    ¿Qué piensas hacer entonces?
    Nada; vagar, pasear...
    Pues bien, vagaré y pasearé contigo. Es una ocupación muy agradable. Además, si nos atacan, seremos dos y les daremos bastante que hacer. ¡Ah! ¡Que se atreva el insecto ése del duque! ¡Lo clavo como una mariposa contra la pared!
    Pero le pedirás licencia al menos.
    Sí, definitiva.
    En tal caso, adviértele que dejas su servicio.
    Nada más justo. Consiento. Voy a escribirle.
    Escribirle me parece ligero, tratándose de un príncipe de sangre.
    Sí, de sangre, ¡de la sangre de mi amigo! Entérate respondió Coconnas moviendo sus ojos trágicos en las órbitas de que yo me río de las pamplinas de la etiqueta.
    «En realidad se dijo La Mole , dentro de pocos días ya no necesitará del príncipe ni de nadie; si quiere venir con nosotros le llevaremos.»
    Coconnas cogió, pues, la pluma sin gran oposición de su amigo y de un tirón escribió la elocuente carta que sigue:

    «Monseñor:
    No creo que Vuestra Alteza, versada como está en los autores de la antigüedad, ignore la conmovedora historia de Orestes y Pílades, que fueron dos héroes famosos por sus desdichas y por su amistad. Mi amigo La Mole no es menos desgraciado que Orestes y yo no soy menos cariñoso que Pílades. Tiene él, en estos momentos, graves ocupaciones que reclaman mi ayuda. Es, pues, imposible que me separe de su lado. Esto es lo que exige, salvo la aprobación previa de Vuestra Alteza, que me tome una pequeña licencia, decidido como estoy a ligarme a su destino, cualquiera que sea el lugar donde me conduzca. Inútil decir a Vuestra Alteza con qué gran dolor me aparto de su servicio, por cuya razón no pierdo las esperanzas de obtener su perdón.
    Siempre respetuosamente de Vuestra Alteza real.
    Monseñor, vuestro muy humilde y obediente servidor, Annibal, Conde de Coconnas, amigo inseparable del señor de La Mole.»

    Una vez terminada esta obra maestra, Coconnas se la leyó en voz alta a La Mole, quien se encogió de hombros.
    ¿Qué lo parece? preguntó Coconnas, que no vio el gesto o fingió no verlo. .
    Me parece respondió La Mole que el señor de Alençon se reirá de nosotros.
    ¿De nosotros?
    Sí, de nosotros dos.
    Más vale así que no que nos ahorquen por separado.
    ¡Bah! dijo La Mole riendo . Quizás una cosa no impida la otra.
    Tanto peor; suceda lo que suceda, enviaré la carta mañana por la mañana. ¿Dónde iremos a dormir cuando salgamos de aquí?
    A casa de La Hurière. ¿Te acuerdas de aquella habitación donde quisiste matarme cuando todavía no éramos Orestes y Pílades?
    Bueno, haré que el posadero lleve la carta.
    En aquel momento se descorrieron las cortinas.
    ¿Dónde están Orestes y Pílades? preguntaron a la vez las dos princesas.
    ¡Voto al diablo, señora! respondió Coconnas . Pílades y Orestes se están muriendo de hambre y de amor.
    Fue efectivamente maese La Hurière quien al día siguiente, a las nueve de la mañana, llevó al Louvre la respetuosa misiva de Annibal Coconnas.

    XIV

    ORTHON

    Enrique, después de la negativa del duque de Alençon, que dejaba sin resolver nada y volvía a poner su vida en peligro, se había hecho, si cabe, más amigo del príncipe que nunca.
    Catalina, al comprobar esta intimidad, sacó en conclusión que no sólo se entendían, sino que conspiraban juntos.
    Con este motivo interrogó a Margarita, pero Margarita era una digna sucesora. Se defendió tan bien la reina de Navarra, cuyo principal talento consistía en soslayar una explicación tajante, de las preguntas de su madre, que, después de responder a todas, la dejó más confusa que antes.
    La florentina no tuvo, pues, otros guías que aquel instinto intrigante que había traído de Toscana, el más intrigante de los pequeños estados de aquella época, y aquel sentimiento de odio adquirido en la corte de Francia, la más dividida de aquellos tiempos.
    Comprendió, ante todo, que una parte de la fuerza del bearnés provenía de su alianza con el duque de Alençon y resolvió aislarlo.
    Desde el día en que tomó semejante resolución, rodeó a su hijo con la paciencia y el talento del pescador, que cuando ha arrojado las redes lejos de la presa, las arrastra insensiblemente hasta que la envuelve por entero.
    El duque Francisco advirtió aquel aumento de cariñosas atenciones y se aproximó a su madre. Enrique fingió no darse cuenta de nada, pero vigiló a su aliado aproximándose a él más que nunca.
    Todo el mundo esperaba un acontecimiento.
    Mientras cada cual lo esperaba a su manera, creyéndolo seguro unos y otros probable, una mañana en que el sol lucía, procurando ese tibio calor y ese dulce perfume que anuncian un buen día, un hombre pálido, apoyándose en un bastón y caminando con dificultad, salió de una casita situada detrás del Arsenal y se dirigió hacia la calle del Cabritillo.
    Al llegar a la puerta de Saint Antoine y después de bordear la húmeda pradera que crece junto al foso de La Bastilla, dejó a su izquierda el bulevar y entró en el jardín de la Ballesta, cuyo guardián le recibió con grandes muestras de amistad.
    No había nadie en aquel jardín, que, como su nombre indica, pertenecía a una sociedad particular: la de los ballesteros. Si hubiera habido paseantes, el hombre pálido hubiese sido digno de atención, pues su poblado bigote y su paso, que conservaba cierto ritmo militar, debilitado por el sufrimiento, indicaban que se trataba de un oficial herido en ocasión reciente que recobraba sus fuerzas haciendo ejercicios moderados y tomando el sol.
    Sin embargo, cosa extraña, cuando se entreabría la capa con que aquel hombre, inofensivo en apariencia, se envolvía a pesar de la agradable temperatura, dejaba ver dos grandes pistolas colgadas del cinto, que, además, sostenía un ancho puñal y una larga espada, espada tan descomedida que resultaba difícil creer que la pudiera manejar. La vaina golpeaba las dos piernas enflaquecidas de aquel arsenal viviente. Para colmo de precauciones, el individuo lanzaba a cada paso miradas escrutadoras como si quisiera interrogar a cada curva del sendero, a cada matorral, a cada foso.
    En cuanto entró en el jardín, se aproximó a una especie de glorieta sólo separada de los bulevares por un espeso matorral y un pequeño foso, que formaban su doble protección. Allí se tendió sobre un banco revestido de musgo, donde el guardián, que unía a su título el de bodegonero, fue al cabo de un rato a llevarle un reconfortante licor.
    El enfermo llevaba allí diez minutos y se había aproximado varias veces a los labios la taza de porcelana, cuyo contenido saboreaba a pequeños sorbos, cuando de pronto su rostro, pese a la intensa palidez que le adornaba, adquirió una expresión colérica. Acababa de ver, viniendo de la Croix Faubin, por un sendero que hoy es la calle de Naples, a un caballero embozado en amplia capa que se detuvo al llegar al foso y esperó.
    Hacía cinco minutos que esperaba y el hombre del semblante pálido, en quien el lector habrá reconocido ya a Maurevel, apenas había tenido tiempo de reponerse de la emoción que le causaba su presencia, cuando un joven vestido con un apretado justillo, como el que usan los pajes, se aproximó hasta el caballero por el camino que habría de ser luego la calle de Saint Nicolás.
    Oculto tras el follaje, Maurevel podía verlo y oírlo todo sin esfuerzo, y cuando se sepa que el caballero era De Mouy y el joven del justillo Orthon, podrá suponerse cuán atentos estaban los ojos y los oídos del convaleciente.
    Los recién llegados miraron minuciosamente a su alrededor. Maurevel contenía su aliento.
    Podéis hablar, señor dijo Orthon, que, como más joven, era más confiado , nadie nos ve ni tampoco nos oye.
    Está bien repuso De Mouy . Irás al aposento de la señora de Sauve, le entregarás personalmente este mensaje y, si no está, lo colocarás detrás del espejo donde el rey acostumbra a dejar los suyos. Luego esperas en el Louvre. Si lo dan una respuesta, la llevas donde tú sabes; si no, vendrás a buscarme esta noche al lugar que lo he indicado.
    Muy bien dijo Orthon.
    Ahora lo dejo; tengo mucho que hacer durante el día. No lo apresures, porque sería inútil. No tienes necesidad de llegar al Louvre antes de que él esté y creo que él fue a entrenarse esta mañana en la caza de halcones. Ve y muéstrate desenvuelto, ¡te has restablecido y vas a agradecer a la señora de Sauve las bondades que tuvo contigo durante lo convalecencia!
    Maurevel escuchaba con los ojos fijos, los cabellos erizados y sudorosa la frente. Su primer impulso fue el de sacar la pistola de su funda y encañonar a De Mouy, pero, al hacer éste un movimiento, se entreabrió su capa dejando ver una coraza muy fuerte y sólida. La bala se hubiera aplastado contra ella o, todo lo más, hubiera penetrado en alguna parte del cuerpo donde la herida no fuese mortal. «Además pensó Maurevel , De Mouy, vigoroso y bien armado, dará buena cuenta de mí, herido como estoy.» Y con un suspiro guardó la pistola, que ya apuntaba hacia el hugonote.
    ¡Qué desgracia! murmuró : No poderle matar aquí, sin otro testigo que ese muchacho a quien tan bien sentaría otra bala.
    En aquel momento, Maurevel pensó que el mensaje dado a Orthon, y que éste debía entregar a la señora de Sauve, era tal vez más importante que la vida misma del jefe protestante.
    ¡Ah! se dijo . Por hoy lo escapas otra vez; está bien, aléjate sano y salvo; mañana me llegará a mí el turno y ya lo encontraré, aunque deba seguirte hasta el infierno, de donde has salido para matarme, si es que yo no lo mato a ti primero.
    En aquel instante De Mouy se embozó en la capa tapándose por entero la cara y se alejó rápidamente en dirección al Temple. Orthon fue bordeando el foso hasta salir al río.
    Levantóse entonces Maurevel con más vigor y agilidad de lo que esperaba, volvió a su casa de la calle de los Cerezos, hizo ensillar un caballo y, débil como estaba y exponiéndose a que se abrieran sus heridas, salió al galope por la calle de Saint Antoine, llegó a la orilla del río y se metió en el Louvre.
    Cinco minutos después de que hubiera desaparecido por la puerta del palacio, Catalina sabía todo lo sucedido y Maurevel recibía los mil escudos de oro que le habían sido prometidos como recompensa por la detención del rey de Navarra.
    ¡Oh! exclamó entonces Catalina . O mucho me equivoco, o ese De Mouy es la mancha negra que Renato vio en el horóscopo del maldito Bearnés.
    Un cuarto de hora más tarde, Orthon entraba en el Louvre dejándose ver tal y como le había recomendado De Mouy y se dirigía a las habitaciones de la señora de Sauve, después de haber hablado con muchos asiduos del palacio.
    Sólo encontró a la camarera; Catalina acababa de llamar. a su dueña para dictarle ciertas cartas de interés y se hallaba en los aposentos de la reina desde hacía cinco minutos.
    Está bien dijo Orthon ; esperaré.
    Aprovechándose de la familiaridad con que era tratado, el joven entró hasta el dormitorio de la baronesa y, después de cerciorarse de que estaba solo, colocó el mensaje detrás del espejo.
    En el preciso instante en que retiraba la mano entró Catalina.
    Orthon se puso pálido, pues le pareció que la mirada rápida y aguda de la reina madre se había dirigido inmediatamente hacia el espejo.
    ¿Qué haces aquí, pequeño? preguntó Catalina . ¿Buscas acaso a la señora de Sauve?
    Sí, señora; hace mucho tiempo que no la veo y temía pasar por ingrato si retrasaba más esta visita de agradecimiento.
    ¿Quieres mucho a la buena Carlota?
    Con toda mi alma, señora.
    Y eres fiel, según dicen.
    Vuestra Majestad comprenderá que es muy natural que así sea cuando sepa que la señora de Sauve me prodigó cuidados que no merecía, dado que soy un simple sirviente.
    ¿Y en qué ocasión lo prodigó tales cuidados? preguntó Catalina fingiendo ignorar lo que le había pasado.
    Cuando fui herido, señora.
    ¡Ah! ¡Pobre criatura! ¿Cuándo lo hirieron?
    La noche del arresto del rey de Navarra. Me asusté tanto al ver a los soldados, que grité y pedí auxilio; uno de ellos me dio un golpe en la cabeza y me dejó desmayado.
    ¡Pobre hombre! ¿Y estás ya bueno?
    Sí, señora.
    ¿De manera que andas buscando al rey de Navarra para volver a su servicio?
    No, señora. Al saber el rey de Navarra que yo había osado resistir a las órdenes de Vuestra Majestad me despidió sin más contemplaciones.
    ¿De veras? dijo Catalina con sumo interés . No lo importe, yo misma me encargaré de este asunto. Si esperas a la señora de Sauve perderás inútilmente el tiempo, pues está ocupada arriba en mi gabinete.
    Catalina, pensando que quizás Orthon no había tenido tiempo de ocultar el mensaje detrás del espejo, entró en el gabinete de la señora de Sauve para dejar en entera libertad al joven.
    En aquel momento, y cuando Orthon, por la inesperada presencia de la reina madre, se preguntaba si tal visita no tendría por objeto tramar algo que redundase en perjuicio de su amo, oyó dar tres golpecitos en el techo. Era la misma señal que él daba cuando estaba de guardia y su señor con la señora de Sauve, para advertirle en caso de peligro.
    Aquellos tres golpes le hicieron estremecerse. Una misteriosa asociación de ideas vino a esclarecer su mente y comprendió que esta vez el aviso era para él. Corrió, pues, al espejo y retiró el billete que había dejado.
    Catalina miraba por una rendija todos los movimientos del muchacho; le vio ir hacia el espejo, aunque no pudo distinguir si era para dejar el mensaje o para retirarlo.
    ¿Por qué tardará tanto en irse? murmuró impaciente la florentina.
    Con el semblante risueño volvió a entrar en la alcoba.
    ¿Aún estás aquí, chiquillo? ¿Qué esperas? ¿No lo dije que corría por mi cuenta el arreglar lo asunto? ¿Acaso dudas cuando yo lo digo una cosa?
    ¡Dios me libre, señora! respondió Orthon.
    Y acercándose a la reina puso una rodilla en tierra, besó el borde de su vestido y salió rápidamente.
    Al salir, vio en la antecámara al capitán de guardias, que esperaba a Catalina. Su presencia no sirvió para disipar sus sospechas, sino más bien para duplicarlas.
    Catalina, en cuanto vio cerrarse la puerta detrás de Orthon, se lanzó hacia el espejo, pero fue inútil que rebuscara con mano trémula; no halló ningún papel.
    No obstante, estaba segura de haber visto al muchacho acercarse al espejo. Sin duda no para colocar el billete codiciado, sino para llevárselo. La fatalidad daba iguales fuerzas a sus adversarios.
    Un niño se convertía en un hombre desde el momento en que luchaba contra ella.
    Registró, miró, sondeó: ¡nada!...
    ¡Ah, desdichado! exclamó . No le deseaba ningún mal, pero he aquí que, al retirar el billete, se adelanta a su destino. ¡Hola, señor de Nancey!
    La voz aguda de la reina madre atravesó la sala y llegó hasta la antecámara, donde estaba, como hemos dicho, el capitán de guardias.
    El señor de Nancey acudió al llamamiento.
    Heme aquí, ¿qué desea Vuestra Majestad?
    ¿Estabais en la antecámara?
    Sí, señora.
    ¿Visteis salir a un joven, casi un niño?
    Hace un instante.
    ¿Estará ya muy lejos?
    Apenas en la mitad de la escalera.
    Llamadle.
    ¿Cuál es su nombre?
    Orthon. Si se niega a volver, traedlo a la fuerza. Sin embargo, si no opone resistencia no es preciso que le asustéis. Necesito hablar con él inmediatamente.
    El capitán salió corriendo a toda prisa.
    Como había previsto, Orthon apenas si había pasado de la mitad de la escalera, pues bajaba lentamente con la esperanza de hallar en el pasillo al rey de Navarra o a la señora de Sauve.
    Oyó que le llamaban y se estremeció.
    Su primer impulso fue huir, pero, reflexionando con mayor prudencia de la que correspondía a su edad, pensó que si huía estaba todo perdido.
    Entonces se detuvo.
    ¿Quién me llama?
    Yo, el señor de Nancey respondió el capitán, precipitándose escaleras abajo.
    Me intriga la llamada dijo Orthon.
    Es de parte de Su Majestad la reina madre replicó el señor de Nancey al darle alcance.
    El muchacho se limpió el sudor que corría por su frente y subió.
    Le seguía el capitán.
    La primera idea que tuvo Catalina fue la de mandarle detener, hacerle registrar y apoderarse del billete de que era portador. por consiguiente, creyó lo mejor acusarle de robo, y con este propósito ya había sacado del tocador un broche de diamantes cuya sustracción pretendía hacer recaer sobre él. No tardó en caer en la cuenta de que aquél era un medio peligroso, pues podía despertar las sospechas del joven, quien avisaría a su amo para ponerle en guardia.
    Podía, sin duda, encerrar al mozo en alguna mazmorra, pero, por muy secretamente que se llevara a cabo la detención, la noticia correría por el Louvre y Enrique, al enterarse, comprendería el peligro que le amenazaba.
    Catalina quería, sin embargo, apoderarse del mensaje en cuestión, puesto que un mensaje del señor De Mouy al rey de Navarra recomendado con tanto cuidado debía encerrar la clave de alguna conspiración.
    Es el caso que volvió a poner el broche donde lo había cogido.
    «No, no se dijo , es una mala idea. Por un billete... que tal vez no vale la pena continuó frunciendo el ceño . ¡Bah! pero no es culpa mía, sino suya. ¿Por qué el muy bribón no puso el mensaje donde debía? ¡Vaya! Yo quiero ver ese mensaje.»
    En aquel momento entró Orthon.
    Sin duda, el rostro de Catalina tenía una expresión terrorífica, pues el joven se detuvo en el umbral palideciendo. Era todavía demasiado niño para tener un completo dominio sobre sí.
    Señora dijo , ¿me habéis hecho el honor de mandarme llamar? ¿En qué puedo servir a Vuestra Majestad?
    Te hice llamar por lo cara bonita. Habiéndote hecho una promesa, la de ocuparme de lo porvenir, quiero cumplirla sin tardanza. Nos acusan, a nosotras las reinas, de olvidadizas. No es nuestro corazón el que olvida, sino nuestra mente embargada por las preocu-paciones del Gobierno. Recordé que los reyes tienen en sus manos la fortuna de los hombres y lo hice llamar. Ven, hijo mío, sígueme.
    El señor dé Nancey, que tomaba en serio la escena, observó con gran asombro aquel gesto de ternura de Catalina.
    ¿Sabes montar a caballo, pequeño? preguntó la reina.
    Sí, señora.
    En ese caso, ven a mi gabinete, voy a darte un mensaje que llevarás a Saint Germain.
    Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.
    Hacedle preparar un caballo, Nancey.
    El capitán se alejó.
    Vamos, niño dijo Catalina.
    Y salió tras él.
    La reina madre bajó un piso, penetró en el corredor donde estaban situados los departamentos del rey y del duque de Alençon, bajó otro piso por la escalera de caracol, abrió una puerta que comunicaba con una galería circular, cuya llave sólo poseían ella y el rey, hizo entrar a Orthon, entró tras él y volvió a cerrar la puerta. Aquella galería rodeaba y defendía parte .de las habitaciones del rey y de la reina madre. Era algo así como la galería del castillo San Ángel, en Roma, o la del palacio Pitti, en Florencia; un refugio en caso de peligro.
    Al cerrarse la puerta, Catalina quedó encerrada con el joven en aquel oscuro corredor. Avanzaron unos veinte pasos, la reina delante y Orthon tras ella.
    De pronto, Catalina volvió la cabeza y Orthon vio en su semblante la misma expresión siniestra que viera diez minutos antes. De sus ojos redondos como los de un gato o los de una pantera parecían salir llamas en la oscuridad.
    ¡Detente! ordenó.
    Orthon sintió que un escalofrío le corría por la espalda; un frío mortal semejante a una capa de hielo caía de la bóveda; el suelo estaba helado como la losa de un sepulcro. Las miradas de Catalina parecían penetrar a través del pecho del joven criado, que retrocedió apoyándose tembloroso contra la pared.
    ¿Dónde está el mensaje que debías entregar al rey de Navarra?
    ¿El mensaje? balbuceó Orthon.
    Sí, el que en su ausencia debías esconder detrás del espejo.
    ¿Yo, señora? Os aseguro que no sé lo que queréis decir.
    El mensaje que lo dio De Mouy hace una hora en el jardín de la Ballesta.
    Vuestra Majestad se equivoca; yo no tengo ningún mensaje, señora.
    Mientes dijo Catalina , dámelo y cumpliré la promesa que lo hice.
    ¿Cuál, señora?
    La de enriquecerte.
    No tengo ningún mensaje, señora repitió el muchacho.
    Catalina comenzó haciendo rechinar sus dientes para concluir con una sonrisa.
    ¿Me lo darás si lo doy mil escudos de oro?
    No tengo el mensaje, señora.
    ¡Dos mil escudos!
    Imposible, señora; como no lo tengo, difícilmente os lo puedo dar.
    ¡Diez mil escudos, Orthon!
    Orthon, viendo que la cólera subía como una marea desde el corazón a la frente de la reina, pensó que no tenía más que un medio de salvar a su amo, y era el de tragarse el papel. Se llevó la mano al bolsillo; pero Catalina, adivinando su intención, le sujetó el brazo.
    ¡Vamos, niño dijo riendo , ya veo que eres fiel! Cuando los reyes quieren proteger a un servidor no está mal que se aseguren de que posee un corazón incorruptible. Por lo que a ti respecta, ya sé a qué atenerme. Toma, aquí tienes mi bolsa como primera recompensa. Devuelve ese billete a lo amo y dile que a partir de hoy entras a mi servicio. Ve, puedes salir solo por la puerta que entramos; se abre desde dentro.
    Catalina, poniendo la bolsa en las manos del estupefacto muchacho, avanzó unos pasos y apoyó una mano contra la pared.
    Orthon permanecía inmóvil y vacilante. No podía creer que se hubiera alejado el peligro que sintió cernirse sobre su cabeza.
    Vamos, no tiembles de ese modo. ¿No lo he dicho que puedes retirarte y que, si vuelves, lo porvenir está asegurado?
    Gracias, señora dijo Orthon , ¿de modo que me concedéis la libertad?
    Más aún; lo recompenso. Eres un buen portador de tiernas misivas, un gentil mensajero de amor, pero olvidas que lo aguarda lo amo.
    ¡Ah! Es cierto dijo el joven encaminándose hacia la puerta.
    Habría andado tres o cuatro pasos cuando el suelo se abrió bajo sus pies. Tropezó, extendió los brazos, dio un horrible grito y desapareció en las profundidades del Louvre, donde Catalina acababa de enviarle con sólo tocar un resorte.
    Bueno comentó Catalina , ahora a causa de la obstinación de este joven, voy a tener que bajar ciento cincuenta escalones.
    Fue a su cuarto, encendió una vela, volvió al corredor, abrió la puerta que daba a una escalera de caracol que parecía hundirse en las entrañas de la tierra y, presa de una curiosidad insaciable, que era mayor que su odio, llegó hasta una puerta de hierro que comunicaba con un calabozo.
    Allí yacía el pobre Orthon, ensangrentado, deshecho, hundido por una caída desde cien pies de altura, pero aún con vida.
    Detrás del espeso muro se oía el batir de las aguas del Sena, que por una filtración subterránea llegaban hasta el pie de la escalera.
    Catalina entró en aquel calabozo húmedo y nauseabundo que debía de haber sido testigo de muchas caídas semejantes, registró los bolsillos de su víctima, cogió el papel, se cercioró de que era el que buscaba, apartó el cuerpo de Orthon con el pie y oprimió un re-sorte; el suelo se inclinó y el cuerpo, impulsado por su propio peso, desapareció en el río.
    Luego cerró la puerta, subió las escaleras, se encerró en su gabinete y leyó el mensaje, que estaba concebido en los siguientes términos: «Esta noche, a las diez, en la calle de l'Arbre Sec, posada A la Belle Etoile. Si venís, no respondáis; en caso contrario, decid "no" al portador. Mouy de Saint Phale.»
    Mientras lo leyó, pudo verse una sonrisa en los labios de Catalina, que sólo pensaba en la victoria recién obtenida, olvidando completamente cuál era el precio que había costado.
    Después de todo, ¿qué era Orthon? Un corazón fiel, un alma abnegada, un niño bueno, nada más. Aquellas condiciones no podían inclinar, como puede suponerse; ni por un instante, el fiel de la balanza en que se pesan los destinos de los imperios.
    Una vez leído el billete, Catalina fue inmediatamente a la alcoba de la señora de Sauve y lo dejó detrás del espejo.
    Cuando bajaba encontró al capitán de guardias en el corredor.
    Señora dijo el capitán Nancey , de acuerdo con las órdenes de Vuestra Majestad, el caballo ya está dispuesto.
    Mi querido barón dijo Catalina , ya es inútil, hablé con el muchacho y es demasiado tonto para darle el empleo que había pensado. Le tomé por un lacayo y todo lo más es un palafrenero; le di algún dinero y se marchó por la puerta falsa.
    Pero ¿y el encargo que debía hacer? preguntó el capitán.
    ¿Qué encargo? dijo Catalina.
    El que debía hacer en Saint Germain; ¿quiere Vuestra Majestad que vaya yo o que envíe a uno de mis hombres?
    No, de ninguna manera dijo Catalina ; vos y vuestros hombres tendréis que hacer otra cosa esta noche.
    Catalina regresó a sus habitaciones, creyendo tener por fin en sus manos la suerte de aquel condenado rey de Navarra.

    XV

    LA POSADA A LA BELLE ETOILE

    Dos horas después de sucedidos los hechos que acabamos de referir y de los que no quedó ni una huella en el rostro de Catalina, la señora de Sauve, luego de concluir el trabajo que le encargara la reina, subió a su habitación. Tras ella iba Enrique, que, al enterarse por Dariole de que Orthon había estado allí, se dirigió al espejo y cogió el billete.
    Como ya hemos dicho antes, estaba concebido en estos términos: «Esta noche, a las diez, en la calle de l'Arbre Sec, posada A la Belle Etoile. Si venís, no respondáis; en caso contrario, decid "no" al portador.»
    No especificaba a quién iba dirigida.
    «Enrique no faltará a la cita se dijo Catalina , puesto que aunque quisiera negarse, ya no encontrará al portador para decirle que no.»
    Sobre este punto, Catalina no estaba equivocada. Enrique preguntó por Orthon, a lo que Dariole le dijo que había salido con la reina madre. Como halló el mensaje en su sitio y sabía que el pobre muchacho era incapaz de traicionarle, no se inquietó lo más mínimo.
    Cenó como de costumbre en la mesa del rey, quien se burló mucho de Enrique a causa de las torpezas que había cometido aquella mañana en la caza con halcones.
    Enrique se excusó diciendo que era hombre de montaña y no de llanura, y acabó prometiendo a Carlos que persistiría en su entrenamiento.
    Catalina estuvo encantadora y, al levantarse de la mesa, rogó a Margarita que la acompañara.
    A las ocho Enrique llamó a dos gentiles hombres, salió con ellos por la puerta de Saint Honoré, dio un largo rodeo, entró por la Torre de Bois, atravesó el Sena en la barca de Nesle y subió hasta la calle de SaintJacques, donde les despidió como si se tratase de una aventura galante. En la esquina de la calle Mathurins encontró a un hombre montado a caballo y envuelto en una capa. Se acercó a él.
    Nantes dijo el hombre.
    Pau respondió el rey.
    El desconocido echó pie a tierra inmediatamente. Enrique se cubrió con la capa, que estaba salpicada de barro, montó el caballo, que estaba sudoroso, y volviendo por la calle de la Harpe atravesó el puente de SaintMichel, siguió por la calle Barthélemy, cruzó de nuevo el río por el pont aux Meuniers, continuó por la orilla del río hasta coger la calle de l'Arbre Sec y vino a llamar a la puerta de maese La Hurière.
    La Mole estaba en la habitación que ya conocemos, escribiendo una larga carta de amor a quien todos sabemos.
    Coconnas se hallaba en la cocina con La Hurière mirando cómo daban vueltas en el asador seis perdices y discutiendo con su amigo el posadero acerca del punto que necesitaban.
    En aquel momento llamó Enrique. Gregorio fue a abrir y condujo el caballo a la cuadra, mientras el viajero entraba golpeando con sus botas en el suelo, para hacer entrar en calor sus pies.
    ¡Eh! Maese La Hurière dijo La Mole sin dejar de escribir , aquí hay un caballero que os busca.
    Acercóse La Hurière, miró a Enrique de pies a cabeza, y como su capa de grueso paño no le inspirara un gran respeto:
    ¿Quién sois? preguntó.
    ¡Por todos los diablos! dijo Enrique señalando a La Mole . Os lo acaba de decir este señor; soy un caballero de Gascuña y vengo a París para ser presentado en la corte.
    ¿Y qué queréis?
    Un cuarto y una cena.
    ¡Hum! dijo La Hurière . ¿Tenéis criado?
    Era, como ya sabemos, la pregunta de costumbre.
    No contestó Enrique , pero pienso tenerlo en cuanto haga fortuna.
    No alquilo habitaciones de señor sin cuarto de criado dijo el posadero.
    ¿Aunque os ofrezca una libra por la cena, aparte de lo que mañana os dé por lo demás?
    ¡Oh! Sois muy generoso, señor mío dijo La Hurière, examinando a Enrique con desconfianza.
    No, nada de eso. Lo que sí sucede es que, en la creencia de que pasaría la noche en vuestra casa, que tanto me recomendó un señor paisano mío, invité a un amigo a cenar en mi compañía. ¿Tenéis buen vino de Arbois?
    Tengo uno tan bueno como el mejor qué pueda beber el bearnés.
    Bueno, lo pagaré aparte. ¡Ah! Aquí llega precisamente mi convidado.
    En efecto, la puerta acababa de abrirse dando paso a un caballero de mayor edad que el primero y que llevaba al costado un espadón.
    ¡Ah! Sois muy puntual, amigo; para un hombre que acaba de recorrer doscientas leguas es difícil llegar con tanta exactitud.
    ¿Es éste vuestro invitado? preguntó La Hurière.
    Sí dijo quien había llegado primero, dirigiéndose al joven del espadón y estrechándole la mano ; servidnos la cena.
    ¿Aquí o en vuestro cuarto?
    Donde queráis.
    Maese dijo La Mole llamando a La Hurière , libradnos de esos tipos que parecen hugonotes; delante de ellos, Coconnas y yo no podremos hablar una palabra de nuestros asuntos.
    Servid la cena en el cuarto número dos del tercer piso dijo La Hurière a su ayudante. Y luego a los recién llegados : Subid, señores, subid.
    Los dos caballeros siguieron a Gregorio, que iba delante con una vela.
    La Mole los siguió con la vista hasta que desaparecieron y, al volverse vio a Coconnas que asomaba la cabeza por la puerta de la cocina. Los ojos quietos y la boca abierta daban a su cara una expresión de marcado asombro.
    La Mole se acercó a él.
    ¡Voto al diablo! le dijo Coconnas . ¿Has visto?
    ¿Qué?
    A esos dos caballeros.
    Sí, ¿qué pasa?
    Juraría que uno de ellos es...
    ¿Quién?
    El rey de Navarra, y el otro de la capa encarnada... Jura si quieres, pero no demasiado alto.
    ¿También los has reconocido tú?
    Naturalmente.
    ¿Qué vendrán a hacer aquí?
    Se tratará de algún asunto de amoríos.
    ¿Tú crees?
    Estoy seguro.
    La Mole, prefiero las estocadas a semejantes amoríos. Hace un momento hubiese jurado, ahora apostaría mi cabeza.
    ¿A qué?
    A que se trata de alguna conspiración.
    ¡Oh! Estás loco.
    Lo que lo digo es que...
    ¿Sabes lo que lo digo yo? Que si conspiran, allá ellos.
    Eso sí. En realidad dijo Coconnas , yo ya no estoy al servicio del duque de Alençon, así es que por mí... que se las arreglen como puedan.
    Como quiera que las perdices estaban doradas en el punto en que a Coconnas le gustaban, el piamontés llamó a maese La Huriéere para que las retirara del fuego.
    Entre tanto, Enrique y De Mouy se instalaban en la habitación señalada.
    ¿Habéis visto a Orthon, señor? dijo De Mouy cuando Gregorio hubo terminado de poner la mesa.
    No, pero vi el mensaje que dejó detrás del espejo. Presumo que el muchacho se habrá asustado, pues la reina Catalina se presentó cuando él estaba aún en la alcoba, de modo que se fue sin esperarme. Por un instante sentí cierta inquietud, pues Dariole me dijo que la reina madre le había interrogado durante mucho tiempo.
    ¡Oh! No hay peligro, el chiquillo es hábil, y aunque la reina madre sabe su oficio, estoy seguro de que le dará trabajo.
    ¿Y vos le visteis? preguntó Enrique.
    No, pero le veré esta noche; a las doce vendrá aquí a buscarme con un trabuco; ya me contará en el camino lo que le pasó.
    ¿Y el hombre que estaba en la esquina de la calle Mathurins?
    ¿Qué hombre?
    El que me prestó el caballo y la capa. ¿Tenéis confianza en él?
    Es uno de los más fieles entre los nuestros. Por otra parte, no conoce a Vuestra Majestad a ignora con quién se ha encontrado.
    Entonces ¿podemos hablar con toda tranquilidad?
    Sin duda; además, vigila La Mole.
    Magnífico.
    ¿Y qué dice el señor de Alençon, señor?
    El señor de Alençon ya no quiere irse, De Mouy; se ha expresado claramente a este respecto. La elección del duque de Anjou para el trono de Polonia y la enfermedad del rey han cambiado todos sus planes.
    ¿De modo que es él quien ha frustrado nuestros proyectos?
    Sí.
    Entonces ¿nos traiciona?
    Aún no, pero nos traicionará en la primera ocasión que encuentre.
    ¡Cobarde! ¡Pérfido! ¿Por qué no habrá respondido a las cartas que le escribí?
    Para tener pruebas y no darlas. Mientras tanto, todo se ha perdido, ¿no es cierto, De Mouy?
    Al contrario, señor, todo se ha ganado. Ya sabéis que el partido entero, excepto la fracción del príncipe de Condé, está de parte vuestra y solamente utilizaba al duque, con el cual aparentaba estar en relación, como salvaguardia. Pues bien, desde el día de su ceremonia he hecho que todos sean aliados vuestros. Cien hombres os bastaban para huir con el duque de Alençon; dispongo de mil quinientos. Dentro de ocho días estarán dispuestos, escalonados en el camino de Pau. Ya no se tratará de una fuga, sino de una retirada. ¿Serán suficientes mil quinientos hombres, señor, y os sentiréis seguro rodeado de un ejército?
    Enrique sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.
    Ya sabes, De Mouy le dijo , y quizá seas el único en saberlo, que el rey de Navarra no es en el fondo tan miedoso como se cree.
    ¡Dios mío! Claro que lo sé, señor, y espero que no pasará mucho tiempo sin que Francia entera lo sepa también.
    Pero cuando se conspira es preciso vencer. La primera condición de la victoria es la decisión, y para que la decisión sea rápida, franca y útil, es necesario estar convencido de que se vencerá.
    Muy bien, y decidme: ¿cuáles son los días en que hay cacería?
    Cada ocho o diez días, ya sea contra el jabalí o contra las aves.
    ¿Cuándo ha sido la última vez que han salido de caza?
    Hoy mismo.
    ¿Lo que quiere decir que dentro de ocho o diez días volverán a salir otra vez?
    Sin duda alguna, y puede que antes.
    Escuchad, me parece que todo está en calma: el duque de Anjou se ha ido y nadie piensa en él, el rey se repone día a día de su enfermedad y las persecuciones contra nosotros han cesado casi por completo. Poned buena cara a la reina madre y al duque de Alençon, decidle constantemente que no podéis iros sin él y tratad de que os crea, cosa algo más difícil.
    Estad tranquilo, lo creerá.
    ¿Creéis que tiene tanta confianza en vos?
    ¡No, por Dios! Pero cree todo lo que le dice la reina.
    ¿Y la reina está francamente con nosotros?
    ¡Oh! Tengo pruebas de ello. Además es ambiciosa y la corona de Navarra le quema la frente.
    Bien; tres días antes de la cacería decidme dónde tendrá lugar, si en Bondy, en Saint Germain o en Rambouillet. Decidme también si estáis dispuesto y, cuando veáis al señor de La Mole espolear su caballo delante del vuestro, espolead también de firme y seguidle. Una vez fuera del bosque, si la reina madre quiere deteneros tendrá que correr a vuestro alcance, y sus caballos normandos supongo que ni siquiera verán las herraduras de nuestros caballos árabes y españoles.
    De acuerdo, De Mouy.
    ¿Tenéis dinero, señor?
    Enrique hizo el gesto con que durante toda su vida respondió a semejante pregunta.
    No mucho dijo , pero creo que Margot tiene.
    Sea de quien sea, llevad lo más que podáis.
    Y mientras, ¿qué harás tú?
    Después de ocuparme de los asuntos de Vuestra Majestad muy activamente como veis, Vuestra Majestad me permitirá que me ocupe un poco de los míos.
    Desde luego, De Mouy, desde luego; pero ¿de qué asuntos se trata?
    Escuchadme, señor. Orthon me ha dicho (y es un muchacho muy inteligente que recomiendo a Vuestra Majestad), me ha dicho, repito, que encontró ayer cerca del Arsenal a ese bergante de Maurevel, que se ha restablecido gracias a los cuidados de Renato y que sale a tomar el sol como buena serpiente que es.
    ¡Ah! Sí, ya entiendo dijo Enrique.
    ¿Comprendéis? Bueno... Algún día seréis rey, señor, y si tenéis que cumplir alguna venganza del género de la mía, lo haréis como rey. Yo soy soldado y debo vengarme como tal. Así, pues, cuando acabe de resolver nuestros asuntos, lo que dará a ese canalla un plazo de cinco o seis días más para restablecerse, iré yo mismo a dar una vuelta por el lado del Arsenal y le dejaré clavado en el césped con cuatro buenas estocadas, después de lo cual abandonaré París con el corazón más ligero.
    Resuelve tus asuntos, amigo mío, resuélvelos como quieras dijo el bearnés ; y a propósito, estás contento con La Mole, ¿verdad?
    ¡Ah! Es un muchacho encantador y fiel a Vuestra Majestad en cuerpo y alma. Podéis contar con él, señor, lo mismo que conmigo... Es valiente...
    Y sobre todo discreto; nos acompañará a Navarra y, una vez que estemos allí, ya buscaremos el modo de recompensarle.
    Cuando Enrique acababa de pronunciar estas palabras con su sonrisa socarrona, se abrió la puerta violentamente y apareció, pálido y agitado, aquél cuyo elogio acababan de hacer.
    ¡Alerta, señor! gritó . ¡Alerta! La casa está sitiada.
    ¡Sitiada! exclamó Enrique levantándose . ¿Por quién?
    Por los guardias del rey.
    ¡Oh! dijo De Mouy sacando sus pistolas del cinto . Por lo visto vamos a tener pelea.
    Sí dijo La Mole , se trata de pistolas y de pelea; pero ¿qué queréis hacer contra cincuenta hombres?
    Tienes razón dijo el rey , y si hubiera algún medio de escapar...
    Hay uno que ya me sirvió a mí en otra ocasión, y si Vuestra Majestad quiere seguirme...
    ¿Y De Mouy?
    El señor De Mouy puede seguirnos también si gusta, pero es preciso que os apresuréis los dos.
    Se oían ya pasos cercanos en la escalera.
    Es demasiado tarde dijo Enrique.
    ¡Ah! Si alguien pudiera entretenerlos durante cinco minutos exclamó La Mole , respondería del rey.
    Responded, pues, señor dijo De Mouy , yo me encargo de entretenerlos. Id, señor, 'id.
    ¿Pero qué harás tú?
    No os preocupéis por mí, señor; huid.
    De Mouy comenzó por hacer desaparecer de la mesa el plato, la servilleta y la copa del rey, para que creyeran que estaba cenando él solo.
    Venid, señor, venid gritó La Mole cogiendo al rey del brazo y llevándole hacia la escalera.
    ¡De Mouy! ¡Mi buen De Mouy! exclamó Enrique tendiendo la mano al joven.
    De Mouy le besó la mano y empujó a Enrique fuera de la habitación, echando el cerrojo a la puerta.
    Sí, ya comprendo dijo Enrique , va a dejarse detener mientras nosotros nos salvamos; pero ¿quién diablos puede habernos hecho traición?
    Venid, señor, venid, ya suben.
    En efecto, ya se veía por la estrecha escalera el resplandor de las antorchas y se oía abajo ruido de espadas.
    Cuidado, señor, cuidado dijo La Mole.
    Y guiando al rey en la oscuridad, le hizo subir dos pisos, empujó la puerta de un cuarto que volvió a cerrar con cerrojos y abriendo la ventana de un gabinete:
    ¿Teme Vuestra Majestad preguntó las excursiones por los tejados?
    ¿Yo? dijo Enrique . ¡Vamos, un cazador de gamos!
    Seguidme, entonces, Majestad; conozco el camino y os serviré de guía.
    Vamos, vamos dijo Enrique , ya os sigo.
    La Mole saltó primero por la ventana y siguió a lo largo de un canalón, al final del cual halló una especie de valle formado por el declive de dos tejados. En aquel paraje había una buhardilla sin ventana y un granero deshabitado.
    Señor dijo La Mole hemos llegado a puerto.
    ¡Ah! suspiró Enrique . Más vale así.
    El rey se enjugó su pálida frente totalmente empapada en sudor.
    Ahora dijo La Mole las cosas marcharán como sobre ruedas; el granero da a una escalera, la escalera termina en un pasadizo y el pasadizo comunica con la calle. Recorrí este mismo camino, señor, una noche mucho más terrible que ésta.
    Adelante, adelante apremió Enrique.
    La Mole se introdujo el primero por la ventana abierta de par en par, llegó hasta la puerta que estaba mal cerrada, la abrió y se halló en lo alto de una escalera de caracol. Indicando al rey la cuerda que servía de barandilla le dijo:
    Seguidme, señor.
    Al llegar a la mitad de la escalera, Enrique se detuvo; estaba frente a una ventana que se abría sobre el patio de la posada de A la Belle Etoile. Se veía en la escalera de enfrente correr a los soldados, los unos con espadas y los otros con antorchas.
    De pronto, en el centro de un grupo, el rey de Navarra distinguió a De Mouy. Había entregado su espada y descendía tranquilamente.
    ¡Pobre muchacho! dijo Enrique . ¡Tan abnegado y valiente!
    A fe mía, señor observó la Mole , notará Vuestra Majestad que tiene un aire de lo más tranquilo; y mirad, hasta se ríe. Debe de estar maquinando alguna buena treta, porque ya sabéis que ríe muy pocas veces.
    ¿Y aquel joven que estaba con vos?
    ¿El señor Coconnas? preguntó La Mole.
    Sí, el señor Coconnas, ¿qué ha sido de él?
    ¡Oh, señor! No me inquieto en absoluto por él. Al ver a los soldados no me dijo más que esto:
    » ¿Arriesgamos algo?
    » La cabeza le respondí.
    » ¿Y tú escaparás? .
    » Así lo espero.
    » Entonces yo también me contestó.
    » Y os juro que se salvará, señor. El día que detengan a Coconnas os respondo de que será porque a él le convenga.
    Entonces dijo Enrique todo marcha perfectamente. Tratemos de volver al Louvre.
    ¡Por Dios! Nada más sencillo, señor. Embocémonos en nuestras capas y salgamos; la calle está llena de gente que ha acudido al oír el tumulto y nos tomarán por curiosos.
    En efecto, Enrique y La Mole encontraron la puerta abierta y no tuvieron otra dificultad para salir que el atravesar la ola de gente que invadía la calle.
    Sin embargo, pudieron deslizarse hasta la calle de Averon. Al llegar a la de las Poleas, vieron a De Mouy y su escolta dirigidos por el capitán señor de Vancey que atravesaban la plaza de Saint Germain d'Auxerre.
    ¡Ah! exclamó Enrique . Parece que le llevan al Louvre. ¡Diablo! Las puertas van a estar cerradas... Preguntarán el nombre a todos los que entren y si me ven llegar un momento después que De Mouy, van a suponer que he estado con él.
    Pero señor dijo La Mole , podéis entrar en el Louvre por otro sitio que no sea la puerta.
    ¿Cómo demonios quieres que entre?
    ¿No recuerda Vuestra Majestad la ventana de la reina de Navarra?
    ¡Por Dios! dijo Enrique . Tenéis razón, señor de La Mole. ¡A mí que ni siquiera se me había ocurrido!... ¿Pero cómo avisaremos a la reina?
    ¡Oh! dijo La Mole inclinándose respetuosamente y con un gesto de gratitud . ¡Vuestra Majestad sabe arrojar piedras con tanta maestría...!

    XVI

    DE MOUY DE SAINT PHALE

    Por esta vez Catalina había tomado tantas precauciones que creía estar segura de su éxito.
    En consecuencia, a eso de las diez despidió a Margarita convencida, y era verdad, de que la reina de Navarra ignoraba lo que se tramaba contra su marido, y pasó a las habitaciones del rey rogándole que esperara un poco antes de acostarse.
    Intrigado por el aire de triunfo que, pese a su disimulo habitual, revelaba el rostro de su madre, Carlos interpeló a Catalina, quien replicó con estas solas palabras:
    Nada más que una cosa puedo decir a Vuestra Majestad, y es que esta noche se verá libre de sus dos enemigos más crueles.
    Carlos levantó las cejas como si pensara para sus adentros: «Está bien, ya veremos.» Y silbando a su galgo, que vino hasta él arrastrándose sobre el vientre como una serpiente y puso su cabeza fina a inteligente sobre las rodillas de su amo, esperó.
    Al cabo de algunos minutos, durante los cuales Catalina permaneció sin mover los ojos y con el oído atento, se oyó un tiro de pistola en el patio del Louvre.
    ¿Qué ruido es ése? preguntó Carlos frunciendo el ceño mientras el galgo se levantaba con un brusco movimiento irguiendo las orejas.
    Nada dijo Catalina , una señal, eso es todo.
    ¿Y qué significa esa señal?
    Significa que a partir de este momento vuestro único, vuestro verdadero enemigo ya no puede haceros daño.
    ¿Han matado a un hombre? preguntó Carlos, mirando a su madre con esa expresión de amo que indica que el asesinato y el perdón son dos atributos inherentes al monarca.
    No, señor, lo que acaban de hacer es arrestar a dos.
    ¡Oh! murmuró Carlos . ¡Siempre tramas ocultas, siempre complots que el rey ignora! ¡Pardiez! Madre mía, soy ya lo bastante grande para velar por mí mismo y no necesito andadores ni chichonera. Idos a Polonia con vuestro hijo Enrique si queréis reinar, pero aquí ya os he dicho que os equivocáis y que hacéis mal en seguir el juego.
    Hijo mío dijo Catalina , es la última vez que intervengo en vuestros asuntos. Se trataba de un plan iniciado hace mucho tiempo, y como en vuestra opinión yo estaba equivocada, quería probar a Vuestra Majestad lo contrario.
    Varios hombres se detuvieron en aquel momento en el vestíbulo y se oyó el ruido que hacían los mosquetes de una pequeña tropa al chocar contra las baldosas del suelo.
    En seguida el señor de Nancey pidió permiso para entrar en el aposento del rey.
    Que pase dijo Carlos.
    El capitán entró, saludó al rey y, volviéndose hacia Catalina, dijo:
    Señora, se han cumplido las órdenes de Vuestra Majestad: está preso.
    ¿Cómo que está preso? exclamó Catalina extrañada . ¿No trajisteis más que a uno?
    Estaba solo, señora.
    ¿Se defendió?
    No, cenaba tranquilamente en una habitación y entregó su espada a la primera invitación.
    ¿Quién? preguntó el rey.
    Lo vais a ver dijo Catalina . Haced entrar al prisionero, señor de Nancey.
    Cinco minutos después era introducido De Mouy.
    ¡De Mouy! exclamó el rey . ¿Qué os sucede, señor?
    Señor repuso De Mouy con perfecta calma , si Vuestra Majestad me lo permite, le haré la misma pregunta.
    En lugar de preguntar nada al rey dijo Catalina ,tened la bondad, señor De Mouy, de decir a mi hijo quién era el hombre que estaba cierta noche en la alcoba del rey de Navarra y, resistiendo a las órdenes de Su Majestad como un rebelde, mató a dos guardias e hirió al señor de Maurevel.
    En efecto dijo Carlos frunciendo el ceño , ¿sabríais el nombre de esa persona, señor De Mouy?
    Sí, señor, ¿desea conocerlo Vuestra Majestad?
    Os confieso que sería un placer para mí.
    Pues bien, señor, se llama De Mouy de SaintPhale.
    ¿Erais vos?
    Yo mismo.
    Catalina, asombrada de tanta audacia, retrocedió un paso.
    ¿Y cómo tuvisteis la osadía de resistir a las órdenes del rey? dijo Carlos IX.
    Ante todo, señor, ignoraba que existiese una orden de Vuestra Majestad; además, no vi más que una cosa o, mejor dicho, no vi más que a un hombre, al señor de Maurevel, al asesino de mi padre y del almirante. Recordé entonces que hacía un año y medio que Vuestra Majestad, en esta misma habitación yen la tarde del veinticuatro de agosto, me prometió personalmente que se haría justicia en la persona del asesino. Como desde entonces han ocurrido graves acontecimientos, pensé que el rey se había visto, pese a su buena voluntad, imposibilitado de cumplir sus deseos. Al tener a Maurevel a mi alcance, creí que el Cielo me lo enviaba. Vuestra Majestad conoce el resto; le ataqué como a un asesino y disparé sobre sus hombres como si fuesen bandidos.
    Carlos no respondió. Su amistad con Enrique le hacía ver, de algún tiempo a aquella parte, muchas cosas desde otro punto de vista. Más de una vez sus nuevos descubrimientos le produjeron terror.
    La reina madre recordaba frases salidas de la boca de su hijo a propósito de la noche de San Bartolomé, que más que otra cosa parecían revelar sus remordimientos.
    Pero decid, ¿qué hacíais a semejante hora en la alcoba del rey de Navarra? preguntó Catalina.
    ¡Oh! respondió De Mouy . Ésa es una historia muy larga de contar, pero si Su Majestad tiene la paciencia de oír...
    Sí dijo Carlos , hablad; es mi deseo.
    Obedezco, señor dijo De Mouy inclinándose.
    Catalina tomó asiento y clavó en el joven jefe una mirada inquieta.
    Os escuchamos dijo Carlos . Ven aquí, Acteón.
    El perro volvió a ocupar el sitio que tenía antes de que entrara el detenido.
    Señor dijo De Mouy , había venido a ver a Su Majestad el rey de Navarra como enviado de nuestros hermanos, vuestros fieles súbditos protestantes.
    Catalina hizo entonces una seña a Carlos IX.
    Estad tranquila, madre mía dijo éste , no pierdo una palabra. Continuad, señor De Mouy, continuad, ¿para qué vinisteis?
    Para advertir al rey de Navarra continuó De Mouy que su abjuración le había hecho perder la confianza del partido hugonote, pero que, no obstante, en recuerdo de su padre Antonio de Borbón y, sobre todo, en memoria de su madre la valerosa Juana de Albret, cuyo nombre es venerado entre nosotros, teníamos con él la deferencia de rogarle que desistiera de sus derechos a la corona de Navarra.
    ¿Qué está diciendo? interrumpió Catalina, quien, a pesar de su dominio, no pudo recibir aquel golpe inesperado sin una protesta.
    ¡Ah! exclamó Carlos . Me parece que esa corona de Navarra, que así, sin mi permiso, va de cabeza en cabeza, me pertenece un poco.
    Los hugonotes, señor, reconocen mejor que nadie ese principio de soberanía que el rey acaba de expresar. Por eso querían solicitar a Vuestra Majestad que la pusiera en una cabeza que le fuese querida.
    ¿A mí? dijo Carlos . ¿Sobre una cabeza que me sea querida? ¿A qué cabeza os referís, señor? No os entiendo.
    A la cabeza del señor duque de Alençon.
    Catalina se puso pálida como una muerta y fulminó a De Mouy con una mirada.
    ¿Y mi hermano lo sabía?
    Sí, señor.
    -¿Y aceptaba la corona?
    Con la aprobación de Vuestra Majestad, a la cual nos remitía.
    ¡Oh! exclamó Carlos . Efectivamente, es una corona que le vendría muy bien a mi hermano Francisco. ¡Cómo no se me había ocurrido! Gracias, De Mouy, muchas gracias. Cuando tengáis otras ideas semejantes venid al Louvre; seréis bien recibido.
    Señor, estaríais informado de este proyecto hace ya mucho tiempo, a no ser por ese maldito asunto de Maurevel, por el que temí haber caído en desgracia con Vuestra Majestad.
    Sí dijo Catalina , ¿pero qué opinaba Enrique de semejante proyecto?
    El rey de Navarra, señora, se sometía al deseo de sus hermanos y tenía su renuncia dispuesta.
    En tal caso dijo Catalina , ¿tenéis vos la renuncia?
    En efecto, señora continuó De Mouy , la tengo aunque por casualidad. Está fechada y firmada por él.
    ¿Con una fecha anterior a la escena del Louvre? preguntó Catalina.
    Sí, de la víspera, creo.
    El señor De Mouy sacó del bolsillo la renuncia en favor del duque de Alençon, escrita y firmada por Enrique y que llevaba la fecha indicada.
    ¡A fe mía! Todo está en regla dijo Carlos.
    ¿Y qué pedía Enrique a cambio de su renuncia?
    Nada, señora; nos dijo que la amistad del rey Carlos le compensaba con creces la pérdida de una corona.
    Catalina, en el furor de su cólera, se mordió los labios y apretó los puños.
    Entonces replicó la reina madre , si todo estaba resuelto entre vos y el rey de Navarra, ¿qué fin tenía la entrevista que tuvisteis esta noche con él?
    ¿Yo con el rey de Navarra, señora? dijo De Mouy . El señor de Nancey, que fue quien me detuvo, puede dar fe de que no había nadie conmigo. Llamadle si queréis.
    ¡Señor de Nancey! gritó el rey.
    El capitán de guardias acudió a la llamada.
    Señor de Nancey dijo Catalina con viveza , ¿estaba solo el señor De Mouy en la posada de A la Belle Etoile?
    En el cuarto sí, señora; pero en la posada, no.
    ¡Ah! dijo Catalina . ¿Quién lo acompañaba?
    No sé si le acompañaría, señora, sólo sé que se escapó por la puerta de atrás después de haber derribado a dos de mis guardias.
    ¿Sin duda reconoceríais al caballero?
    Yo no, pero mis guardias sí.
    ¿Quién era? preguntó vivamente interesado Carlos IX.
    El señor conde Annibal de Coconnas.
    ¡Annibal de Coconnas! repitió el rey pensativo . ¿El que hizo tan terrible matanza de hugonotes la noche de San Bartolomé?
    El señor de Coconnas, gentilhombre al servicio del duque de Alençon contestó Nancey.
    Está bien, está bien dijo Carlos IX , retiraos, señor de Nancey, y para otra vez acordaos de una cosa...
    ¿De cuál, señor?
    De que estáis a mi servicio y de que por lo tanto sólo me debéis obedecer a mí.
    El señor de Nancey salió andando hacia atrás y saludando respetuosamente.
    De Mouy dirigió una irónica sonrisa a Catalina.
    Hubo un instante de silencio.
    La reina retorcía el fleco de su cinturón. Carlos acariciaba a su perro.
    ¿Pero cuál era vuestro propósito, señor? continuó Carios . ¿Obrabais violentamente?
    ¿Contra quién, señor?
    Contra Enrique, contra Francisco o contra mí.
    Señor, teníamos la renuncia de vuestro cuñado, el consentimiento de vuestro hermano y, como ya he tenido el honor de deciros, pensábamos solicitar la autorización de Vuestra Majestad cuando ocurrió el incidente en la alcoba del rey de Navarra.
    Pues bien, madre mía, no veo que haya ningún mal en todo esto dijo Carlos . Vos estabais en vuestro derecho, señor De Mouy, al pedir un rey. Efectivamente, Navarra puede y debe ser un reino separado.
    Más aún, ese reino parece hecho expresamente para dotar a mi hermano de Alençon, que siempre tuvo tantos deseos de poseer una corona, hasta el punto de que cuando me pongo la mía no aparta los ojos de ella. Lo único que se oponía a esta coronación era el derecho de Enriquito, pero puesto que Enriquito renuncia voluntariamente...
    Voluntariamente, señor.
    Parece que es la voluntad de Dios. Señor De Mouy, estáis en libertad y podéis volver junto a vuestros hermanos a quienes castigué... un poco duramente quizá, pero ésta es una cuestión entre Dios y yo. Decidles que, puesto que desean como rey de Navarra a mi hermano el duque de Alençon, el rey de Francia se somete a sus deseos. A partir de este momento, Navarra es un reino y su soberano se llama Francisco. No pido más que ocho días para que mi hermano salga de París con todo el brillo y la pompa que convienen a un rey. Id, señor De Mouy, id... señor de Nancey, dejad paso al señor De Mouy, está en libertad.
    Señor dijo De Mouy, avanzando un paso , ¿me permite Vuestra Majestad?
    Sí dijo el rey, y tendió la mano al joven hugonote.
    De Mouy hincó una rodilla en tierra y besó la mano del rey.
    A propósito dijo Carlos deteniéndole un instante cuando iba a levantarse , ¿no me habíais pedido justicia para ese bandido de Maurevel?
    Sí, señor.
    No sé dónde está, porque se esconde; pero si lo encontráis haceos justicia vos mismo, os lo autorizo de todo corazón.
    ¡Ah, señor! exclamó De Mouy . Esto colma mis deseos. Vuestra Majestad puede confiar en mí; yo tampoco sé dónde está, pero daré con él, tenedlo por seguro.
    De Mouy, después de saludar respetuosamente al rey y a Catalina, se retiró sin que los guardias que le habían conducido tratasen de impedir su salida. Atravesó los corredores, llegó rápidamente a la puerta y, una vez que se vio fuera, fue de un salto desde la plaza de Saint Germain d'Auxerre hasta la posada de A la Belle Etoile, donde encontró su caballo, gracias al cual tres horas después de la escena que acabamos de referir el joven se hallaba a salvo tras las murallas de Nantes y respiraba tranquilo.
    Catalina, devorando su cólera, volvió a su aposento, de donde pasó al de Margarita.
    Allí encontró a Enrique, que parecía dispuesto a meterse en la cama.
    ¡Satanás murmuró , ayuda a una pobre reina abandonada de Dios!

    XVII

    DOS CABEZAS PARA UNA CORONA

    Que venga a verme el duque de Alençon dijo Carlos despidiendo a su madre.
    El señor de Nancey, dispuesto, después de la advertencia hecha por el rey a no obedecer a nadie que no fuera Carlos IX, se llegó de un salto a la habitación del duque, transmitiéndole sin rodeos la orden que acababa de recibir.
    El duque de Alençon se estremeció; siempre había temblado ante Carlos y ahora con mayor razón que nunca, pues, desde que se había metido a conspirador, los motivos para temerle eran más poderosos.
    No por eso dejó de acudir al llamamiento de su hermano, aunque lo hiciera con calculada prisa.
    Carlos estaba en pie silbando un aire de caza.
    Al entrar, el duque de Alençon sorprendió en los ojos vidriosos de Carlos una de aquellas miradas venenosas que tan bien conocía.
    Vuestra Majestad me mandó llamar dijo . Aquí estoy, señor, ¿qué desea de mí Vuestra Majestad?
    Quiero deciros, mi querido hermano, que para recompensar el cariño que me profesáis, estoy decidido a hacer hoy por vos lo que os guste más.
    ¿Por mí?
    Sí, por vos. Buscad en vuestra mente algo que deseáis desde hace tiempo sin atreveros a pedírmelo y os lo daré.
    Señor dijo Francisco , os juro como hermano que no deseo más sino que continuéis gozando de buena salud.
    Entonces estaréis satisfecho, Francisco. Ya me he curado de la indisposición que tuve cuándo vinieron los embajadores polacos. Me salvé, gracias a Enriquito, del furioso jabalí que quería matarme, y me siento tan fuerte como para no envidiar al más sano de mi reino. Podéis, pues, sin ser un mal hermano, desear otra cosa que no sea mi salud, ya que ésta es excelente.
    No deseo nada, señor.
    Sí, sí, Francisco replicó Carlos impacientándose , deseáis la corona de Navarra, puesto que os pusisteis de acuerdo con Enrique y con De Mouy; con el primero para que renunciara y con el segundo para que os la ofrecieran. Pues bien, sabed que Enrique re-nuncia, que De Mouy me ha transmitido vuestro deseo y que esta corona que ambicionáis...
    ¿Qué? preguntó Alençon con voz temblorosa.
    ¡Que es vuestra, voto al diablo!
    Alençon se puso terriblemente pálido; de repente toda la sangre de su corazón se le vino a las mejillas, que se animaron con un súbito rubor. La gracia que le concedía el rey no le hacía en absoluto feliz en aquel momento. Por el contrario, le desesperaba.
    Pero, señor repuso trémulo de emoción, y tratando de recobrar su aplomo , nada he deseado y, sobre todo, no he pedido nada semejante.
    Es posible dijo el rey , pues sois muy discreto, hermano mío, pero otros han deseado y pedido ya por vos.
    Señor, os juro que jamás...
    No juréis en vano.
    ¿Me desterráis entonces, señor?
    ¿Llamáis destierro a eso, Francisco? ¡Pardiez, qué difícil sois! ¿Esperáis algo mejor acaso?
    Alençon se mordió los labios con desesperación.
    A fe mía continuó Carlos afectando ingenuidad , os creía menos popular, sobre todo entre los hugonotes, pero he aquí que son ellos mismos los que os reclaman y que yo me veo obligado a confesar que estaba equivocado. Por otra parte, no puedo desear otra cosa mejor que tener a un hombre de los míos, a un hermano que me quiere y es incapaz de traicionarme, a la cabeza de un partido que desde hace treinta años nos combate. Con esta medida se calmará todo como por encanto, sin contar con que así todos seremos reyes en nuestra familia. Tan sólo el pobre Enriquito habrá de conformarse con no ser más que mi amigo. No es ambicioso y le bastará con este título que nadie quiere.
    Os equivocáis, señor, lo quiero yo. ¿Quién tiene más derechos que yo a ese título? Enrique es vuestro cuñado, yo soy vuestro hermano por la sangre y, sobre todo, .por el corazón... Señor, os lo suplico, dejadme que permanezca a vuestro lado.
    No, no, Francisco respondió el rey , sería tanto como haceros desgraciado.
    ¿Por qué?
    Por mil razones.
    Pensad un poco, señor, si encontraréis alguna vez un compañero tan fiel como yo. Desde mi niñez no me he apartado nunca de Vuestra Majestad.
    Ya lo sé, ya, a incluso algunas veces hubiera querido veros más lejos.
    ¿Qué queréis decir?
    Nada, nada, yo me entiendo. ¡Oh! ¡Qué hermosas partidas de caza podréis organizar! Os envidio, Francisco ¿Sabéis que en las endiabladas montañas de por allá se cazan osos como aquí jabalís? Nos enviaréis pieles magníficas. Los cazan con puñal, como ya sabéis; se espera al animal, y se llama su atención de cualquier manera; el caso es irritarle. El oso avanza entonces hacia el cazador y, al hallarse a cuatro metros de distancia, se levanta sobre las patas traseras. En ese momento se le hunde el acero en el corazón, como hizo Enrique con el jabalí en la última cacería. Es peligroso, pero vos sois valiente, Francisco, y ese peligro será para vos un verdadero placer.
    ¡Ah! Vuestra Majestad aumenta mi disgusto. ¡Ya no volveré a cazar con vos!
    ¡Pardiez! ¡Tanto mejor! dijo el rey . A ninguno de los dos nos conviene cazar juntos.
    ¿Qué quiere decir Vuestra Majestad?
    Quiero decir que el venir conmigo de caza os causa tal placer y os emociona tanto que vos, que sois la habilidad en persona y que con cualquier arcabuz matáis una urraca a cien pasos, errasteis a veinte pasos, la última vez que cazamos juntos, a un enorme jabalí. Y eso que tirabais con vuestro propio arcabuz. En cambio, le rompisteis una pata a mi mejor caballo. ¡Por todos los diablos! ¿Sabéis, Francisco, que me estáis dando que pensar?
    ¡Oh, señor! Atribuidlo a mi emoción dijo el duque poniéndose blanco.
    Sí continuó Carlos , fue por la emoción, ya lo sé. Precisamente por esta emoción, que aprecio en su justo valor, os digo: Creedme, Francisco, es preferible que cacemos lejos uno de otro, sobre todo cuando se es víctima de emociones semejantes. Reflexionad acerca de esto, hermano mío, no en mi presencia, puesto que ya veo que os turba, sino cuando estéis solo, y convendréis en que tengo razón cuando temo que en otra cacería os embargue de nuevo la emoción, pues no hay nada que haga perder la puntería como la emoción, y entonces mataríais al caballero, en lugar de matar al caballo, y al rey, en vez de su cabalgadura. ¡Pardiez! Una bala disparada demasiado alta o demasiado baja puede cambiar completamente la política, y un buen ejemplo de esto lo tenemos en nuestra familia. Cuando Montgomery mató a nuestro padre Enrique II por accidente, o quién sabe si por emoción, el golpe llevó a nuestro hermano Francisco II al trono y a nuestro padre Enrique al cementerio de San Dionisio. ¡Tan poco necesita Dios para cambiarlo todo!
    El duque sintió que un sudor frío le corría por la frente al oír aquellas palabras tan terribles como imprevistas.
    Era imposible que el rey le dijese de un modo más claro a su hermano que lo había adivinado todo. Carlos, ocultando su cólera bajo un velo de ironía, resultaba quizá más temible que si hubiese dejado salir a borbotones la odiosa lava que le devoraba el corazón; su venganza era tan grande como su rencor, una y otro se acentuaban paralelamente y, por vez primera, Alençon sintió el remordimiento o, más bien, el pesar de haber concebido un crimen que no pudo llevarse a cabo.
    Sostuvo la lucha mientras pudo, pero ante aquel último golpe bajó la cabeza y Carlos pudo ver en sus ojos esa llama que en los seres de naturaleza débil anuncia la aparición de las lágrimas. El duque de Alençon era de los que no lloran como no sea de rabia.
    Carlos no apartaba de él sus ojos de buitre, absorbiendo, por así decir, cada una de las sensaciones que se sucedían en el corazón del joven. Todas eran para él tan claras, gracias al profundo estudio que había hecho de su familia, que podía leer en el alma del duque como en un libro abierto.
    Le dejó que por un instante permaneciera abrumado, inmóvil y mudo. Luego, en un tono inflexible, le dijo:
    Hermano, ya os he dicho mi resolución. Os añado que esta resolución es inmutable: partiréis.
    Alençon hizo un gesto. Carlos pareció no advertirlo y continuó:

    Quiero que Navarra se enorgullezca de tener por príncipe a un hermano del rey de Francia. Tendréis todo lo que corresponde a vuestra alcurnia: poder, honores... Exactamente igual que vuestro hermano y, como él añadió sonriendo , me bendeciréis desde lejos. No importa que así sea; para las bendiciones no hay distancias.
    Señor...
    Aceptad, o mejor dicho: resignaos. Una vez que seáis rey, os encontraremos una mujer digna de un príncipe de Francia. Y, ¡quién sabe!, a lo mejor ella aporta como dote otra corona.
    Pero dijo el duque de Alençon Vuestra Majestad olvida a su amigo Enrique.
    ¡Enrique! Ya os he dicho que él renuncia al trono de Navarra, que os lo cede. Enrique es un joven alegre y no un lánguido paliducho como vos. Quiere reír y divertirse a su antojo y no apolillarse como nosotros, los que estamos condenados a llevar corona.
    Alençon suspiró.
    Vuestra Majestad me ordena entonces que me preocupe de...
    No, en absoluto, no os preocupéis de nada, Francisco, yo lo arreglaré todo, confiad en mí como en un buen hermano. Y ya que hemos convenido todo, retiraos, podéis referir o no a vuestros amigos nuestra conversación; tomaré las medidas precisas para que pronto sea pública. Idos, Francisco.
    No había nada que contestar; el duque saludó y salió con el corazón hecho un infierno.
    Ardía en deseos de hallar a Enrique para hablar con él de lo que acababa de pasarle. No encontró más que a Catalina.
    Mientras Enrique esquivaba la entrevista, la reina madre la buscaba.
    Catalina ocultó su pesar al ver al duque y trató de sonreír. Menos afortunado que Enrique de Anjou, Francisco no buscaba en Catalina a una madre, sino a una aliada. Comenzó, pues, disimulando, ya que para conseguir buenas alianzas es preciso engañarse mutuamente un poco.
    Abordó, pues, a Catalina con un semblante en el que no quedaba ya más que una ligera huella de inquietud.
    Hay grandes novedades, señora dijo . ¿Las sabéis?
    Sé que tratan de convertiros en rey, señor.
    Es una gran bondad por parte de mi hermano.
    ¿Verdad que sí?
    Casi me inclino a creer que os lo debo. Supongamos que fuerais vos quien hubiese dado al rey el consejo de regalarme un trono. Pero os confieso que en el fondo me apena despojar de este modo al rey de Navarra.
    Profesáis gran afecto a mi hijo Enriquito, ¿no es verdad?
    En efecto, desde hace algún tiempo somos íntimos amigos.
    ¿Creéis que él os quiere del mismo modo?
    Supongo que sí, señora.
    Es ejemplar una amistad como ésa, sobre todo entre príncipes. Las amistades en la corte ya sabéis, mi querido Francisco, que tienen fama de ser poco sólidas.
    Pensad, madre mía, que no sólo somos amigos, sino casi hermanos.
    Catalina sonrió de un modo extraño.
    ¿Acaso hay hermanos entre los reyes?
    ¡Oh! Si es por eso, ninguno de los dos lo éramos cuando nos hicimos amigos, ni siquiera teníamos probabilidades de llegar a serlo nunca; quizá por eso mismo nos cobramos afecto.
    Sí, pero las cosas han cambiado mucho actualmente.
    ¡Que han cambiado!
    Desde luego. ¿Quién os dice ahora que no seréis reyes los dos?
    Al ver Catalina el estremecimiento nervioso del duque y de qué modo el rubor invadía sus mejillas, comprendió que su golpe había ido directo al corazón de su hijo.
    ¿Él? dijo el duque . ¿Rey, Enriquito? ¿Y de qué reino, señora?
    De uno de los más poderosos de la cristiandad, hijo mío.
    ¿Qué decís, madre mía? dijo Alençon perdiendo el color.
    Lo que una buena madre debe decir a su hijo, lo que vos habéis pensado más de una vez, Francisco.
    ¿Yo? No he pensado en nada, señora, os lo juro.
    Quiero creeros, porque vuestro amigo, vuestro hermano Enrique, como le llamáis, bajo su aparente franqueza, es un hombre muy hábil y astuto, que guarda sus secretos mejor que vos los vuestros. Por ejemplo, ¿os ha dicho alguna vez que De Mouy era su hombre de confianza?
    Al decir estas palabras, Catalina hundió como un estilete su mirada en el alma de Francisco.
    Pero el duque no tenía más que una virtud o, mejor dicho, un vicio: el disimulo. Por lo tanto, soportó perfectamente la mirada.
    ¡De Mouy! dijo con sorpresa y como si aquel nombre fuera pronunciado en su presencia por primera vez.
    Sí, el hugonote De Mouy de Saint Phale, el mismo que estuvo a punto de matar a Maurevel y que de manera clandestina, recorriendo Francia y la capital bajo distintos disfraces, intriga y prepara un ejército para sostener a vuestro cuñado Enrique contra nuestra familia.
    Catalina, que ignoraba que sobre aquel punto se hallaba su hijo tan enterado como ella o más, se levantó y se dispuso a salir majestuosamente.
    Francisco la detuvo.
    Madre le dijo , una palabra, por favor. Puesto que os habéis dignado iniciarme en vuestra política, decidme, ¿cómo, con tan pobres recursos y siendo tan poco conocido como es, puede hacer Enrique una guerra tan seria como para inquietar a mi familia?
    Niño dijo la reina, sonriendo , sabed que está apoyado por más de treinta mil hombres y que, el día que pronuncie una palabra, esos treinta mil hombres aparecerán de pronto como si salieran de la tierra y esos treinta mil hombres son hugonotes, es decir, los soldados más valientes del mundo. Además tiene una protección que vos no supisteis o no quisisteis ganaros.
    ¿Cuál?
    Tiene al rey, al rey, que le quiere y le ayuda; al rey, que por envidias con su hermano, el rey de Polonia, y por despecho contra vos, busca en torno suyo un sucesor. Solamente que, como sois ciego, no veis que lo está buscando fuera de su familia.
    ¿Lo creéis así, señora?
    ¿No habéis notado que quiere a Enriquito, a su Enriquito?
    Sí, madre mía, sí.
    ¿Y no habéis notado que es correspondido, que el mismo Enriquito, olvidando que su cuñado quiso matarle la noche de San Bartolomé, se arrastra a sus pies como un perro que lame la misma mano que le ha castigado?
    Sí, sí murmuró Francisco , ya he advertido que Enrique es muy humilde con mi hermano Carlos.
    Y que se las ingenia por complacerle en todo.
    Hasta el punto de que, indignado por ser objeto de las burlas del rey, debido a su ignorancia en la caza con halcones, pretende adiestrarse y ayer me preguntó si yo tenía algunos libros buenos que trataran de este arte.
    ¿Y qué le respondisteis? preguntó Catalina, cuyos ojos relampaguearon como si se le hubiese ocurrido repentinamente una idea.
    Que buscaría en mi biblioteca.
    Muy bien; es necesario que le deis ese libro.
    Pero el caso es que no lo he encontrado.
    Ya lo encontraré yo..., pero es preciso que se lo deis como si fuese vuestro.
    ¿Con qué objeto?
    ¿Tenéis confianza en mí?
    Sí, madre mía.
    ¿Queréis obedecerme ciegamente en lo que respecta a Enrique, a quien no queréis, aun cuando afirmáis lo contrario?
    Alençon sonrió.
    Y a quien yo detesto terminó Catalina.
    Sí, os obedeceré.
    Venid pasado mañana a buscar el libro. Yo os lo daré, vos se lo llevaréis a Enrique y...
    ¿Y...?
    Dejad que Dios, la Providencia o el azar hagan el resto.
    Francisco conocía bastante a su madre para saber que, por lo general, no confiaba a Dios, a la Providencia o al azar la labor de favorecer sus simpatías o sus odios, pero se guardó muy bien de añadir una sola palabra y, saludando, como quien acepta una comisión que le han encargado, se retiró a sus habitaciones.
    «¿Qué habrá querido decir? pensó el joven mientras subía la escalera . Lo ignoro; lo único que para mí está claro es que ella obra contra un enemigo común. Por lo tanto, que haga lo que quiera.»
    Entre tanto, Margarita, por intermedio de La Mole, recibía una carta de De Mouy. Como en política los dos ilustres consortes no tenían secretos, abrió la carta y leyó.
    Debió de parecerle interesante el mensaje, pues en cuanto acabó de leerlo, y aprovechando las sombras que empezaban a invadir el Louvre, se deslizó por el pasadizo secreto, subió la escalera de caracol y, después de mirar atentamente a todos lados, se dirigió como una sombra al departamento del rey de Navarra.
    En la antecámara no había nadie de guardia desde que desapareció Orthon.
    Esta desaparición, de la que no hemos vuelto a hablar desde que el lector tuvo conocimiento de la manera tan trágica en que ocurrió, había preocupado mucho a Enrique. Habló acerca de ella con la señora de Sauve y con su esposa, pero ninguna de las dos sabía más que él. Únicamente la señora de Sauve le proporcionó algunos datos gracias a los cuales Enrique comprendió que el pobre muchacho habría sido víctima de alguna venganza de la reina madre y que, como consecuencia de todo aquello, él había estado a punto de ser detenido con De Mouy en la posada de A la Belle Etoile.
    Otro que no fuera Enrique hubiera guardado silencio no atreviéndose a decir nada; pero Enrique, hábil calculador ante todo, comprendió que su silencio le traicionaría. Por lo general nadie pierde así como así a uno de sus servidores, mucho más cuando se trata de un confidente. Lo natural es hacer pesquisas, averiguar algo o pretender hacerlo.
    Enrique, pues, averiguó y buscó en presencia del rey y de la misma reina madre. Preguntó por Orthon a todo el mundo, desde el centinela que se paseaba frente a la puerta del Louvre hasta el capitán de los guardias que permanecía en la antecámara del rey.
    Todas las preguntas y gestiones fueron inútiles y Enrique pareció tan visiblemente afligido por aquel suceso, y se mostró tan ligado al pobre criado desaparecido, que declaró que no le reemplazaría hasta que hubiese adquirido la certidumbre de que había desaparecido para siempre.
    Como ya hemos dicho, cuando Margarita entró en las habitaciones del rey, la antecámara estaba vacía.
    Por leves que fuesen los pasos de la reina, Enrique los oyó y acudió al encuentro de la reina.
    ¿Vos, señora? exclamó.
    Sí, yo respondió Margarita , leed esto ahora mismo.
    Y le presentó el papel desdoblado.
    Decía así:
    «Señor, ha llegado el momento de poner en ejecución el proyecto de fuga. Pasado mañana habrá caza de halcones a lo largo del Sena, desde Saint Germain hasta Maisons, es decir, de un extremo al otro del bosque.
    »Asistid a esta cacería, aunque se trate de una caza con halcones, llevad bajo vuestro jubón una buena cota de malla, ceñíos vuestra mejor espada y montad el mejor caballo de vuestras cuadras.
    »Hacia mediodía, es decir, en el momento culminante de la caza, cuando el rey se haya lanzado tras el halcón, apartaos solo, si vais a venir solo, o con la reina de Navarra si piensa acompañaros.
    »Cincuenta de los nuestros estarán escondidos en el pabellón de Francisco I, cuya llave tenemos. Todo el mundo ignorará que están allí, puesto que llegarán de noche y las ventanas estarán cerradas.
    »Pasaréis por el sendero de las violetas, al fondo del cual me encontraréis. A la derecha de este sendero, en un pequeño claro, estarán La Mole y Coconnas con dos caballos. Estos caballos de refresco servirán para reemplazar el vuestro y el de Su Majestad la reina de Navarra, si por casualidad estuvieran fatigados.
    »Adiós, señor, estad preparado. Nosotros lo estaremos.»
    Lo estaréis dijo Margarita repitiendo después de mil seiscientos años las mismas palabras que pronunciara César en la orilla del Rubicón.
    Sea, señora respondió Enrique , no seré yo quien os desmienta.
    Vamos, señor, convertíos en héroe; no es difícil; no tenéis más que seguir vuestro camino y me conquistaréis un hermoso trono dijo la hija de Enrique 11.
    Una imperceptible sonrisa se dibujó en los finos labios del bearnés. Besó la mano de Margarita y salió antes que ella de la habitación para explorar el terreno, mientras canturreaba el estribillo de una vieja canción:

    Cil qui mieux battit la muraille
    n'entra point de dans le chateau.

    La precaución no estuvo de más; en el momento en que abría la puerta de su alcoba, el duque de Alençon abrió la de la antecámara. Luego de hacer una seña con la mano a su esposa dijo en voz alta:
    ¡Ah! ¿Sois vos, hermano mío? Sed bienvenido.
    Al ver la indicación de su marido, la reina lo comprendió todo y se precipitó al cuarto de aseo, cuya puerta estaba oculta por un enorme tapiz.
    El duque de Alençon entró con paso cauteloso y mirando a su alrededor:
    ¿Estamos solos, hermano? preguntó en voz baja.
    Completamente solos. ¿Qué ocurre? Parecéis trastornado.
    Estamos descubiertos, Enrique.
    ¿Cómo descubiertos?
    Sí, De Mouy ha sido arrestado.
    Ya lo sé.
    Y De Mouy se lo ha contado todo al rey.
    ¿Qué es lo que le ha dicho?
    Le ha dicho que yo deseaba el trono de Navarra y que conspiraba para obtenerlo.
    ¡Desgraciado! dijo Enrique . ¿De modo que estáis comprometido, mi pobre cuñado? ¿Y cómo no os han arrestado aún?
    Ni yo mismo lo sé: el rey se ha burlado de mí fingiendo ofrecerme el trono de Navarra. Sin duda esperaba obtener de mí una confesión, pero yo no le he dicho nada.
    ¡Habéis hecho bien, por Dios! dijo el bearnés . Mantengámonos firmes: van nuestras vidas en ello.
    Sí replicó Francisco , pero lo cierto es que el asunto se presenta difícil. Por eso he venido a pediros vuestra opinión. ¿Qué creéis que debo hacer: huir o quedarme?
    ¿Visteis al rey?
    Sí.
    Si le habéis visto, habréis podido leer en su pensamiento. Ahora, haced lo que os parezca.
    Por muy dueño que fuera de sí mismo, Enrique dejó escapar un gesto de alegría. Por imperceptible que fuese, Francisco lo captó.
    Preferiría quedarme respondió Francisco.
    Quedaos entonces dijo Enrique.
    ¡Y vos?
    ¡Diablo! respondió Enrique . Si vos os quedáis, yo no tengo ningún motivo para irme. No lo hacía más que por seguiros, por devoción hacia vos, para no separarme de mi hermano a quien tanto quiero.
    ¿De modo dijo Alençon que se han deshecho todos nuestros planes y vos los abandonáis así, sin lucha, al primer contratiempo?
    Yo respondió Enrique no considero un contratiempo el hecho de tener que quedarme aquí. Gracias a mi carácter despreocupado me hallo bien en todas partes.
    Sea dijo Alençon , no hablemos más de esto. Pero si acaso decidís otra cosa, hacédmelo saber.
    Perded cuidado, por Dios replicó Enrique . ¿No hemos convenido que no habría secretos entre nosotros?
    Alençon no insistió más y se retiró un tanto pensativo, ya que en algún momento creyó ver que se movía el tapiz que cubría la puerta del cuarto de aseo.
    En efecto, apenas se hubo marchado el duque cuando el tapiz se levantó y apareció Margarita.
    ¿Qué pensáis de esta visita? preguntó Enrique.
    Que sucede algo nuevo a importante.
    ¿Qué creéis que puede ser?
    No sé nada aún, pero lo sabré.
    ¿Y entre tanto?
    No dejéis de ir a verme a mi cuarto mañana por la noche.
    No faltaré, señora dijo Enrique,'besando con galantería la mano de su esposa.
    Margarita regresó a sus habitaciones con la misma precaución con que había salido de ellas.

    XVIII

    EL LIBRO DE CETRERÍA

    Habían transcurrido treinta y seis horas desde que sucedieran los acontecimientos que acabamos de relatar. Comenzaba a amanecer y ya todo el mundo se hallaba despierto en el Louvre, como ocurría generalmente cuando había cacería. Cumpliendo la promesa que diera a su madre, el duque de Alençon se dirigió al aposento de Catalina.
    La reina madre no estaba en su alcoba, pero había dejado dicho que, si venía su hijo, la esperara.
    Al cabo de unos instantes salió de un gabinete secreto en el que sólo ella podía entrar y al que se retiraba para realizar sus secretos experimentos de química.
    Ya sea por el hueco de la puerta entreabierta o porque estuviera adherido a su ropaje, el caso es que, al entrar la reina madre, trascendió un penetrante y acre perfume y el duque de Alençon pudo ver por la rendija un vapor espeso como el que produce cualquier hierba aromática al arder que, semejante a una nube blanquecina, flotaba en el laboratorio que su madre acababa de dejar.
    El duque no pudo reprimir una mirada de curiosidad.
    Sí dijo Catalina de Médicis , he quemado algunos pergaminos viejos y despedían al arder un olor tan desagradable que he echado un poco de enebro en el brasero. A eso se debe este aroma.
    Alençon asintió.
    ¿Tenéis algunas novedades desde ayer? dijo Catalina, escondiendo en las anchas mangas de su bata sus manos salpicadas con ligeras motas de un color anaranjado.
    Ninguna, madre mía.
    ¿Habéis visto a Enrique?
    Sí.
    ¿Insiste en no irse?
    Insiste.
    ¡El muy bribón!
    ¿Qué decís, señora?
    Digo que se irá.
    ¿Lo creéis así?
    Estoy segura.
    Entonces, ¿se nos escapa de las manos?
    Sí dijo Catalina.
    ¿Y le dejaréis escapar?
    No solamente le dejo escaparse, sino que sostengo que es preciso que se vaya de aquí.
    No os comprendo.
    Escuchad bien lo que voy a deciros, Francisco. Un médico muy hábil, el mismo que me ha dado el libro de caza que vais a prestarle, me ha dicho que el rey de Navarra está a punto de ser atacado por una enfermedad definitiva, un mal de esos que no perdonan y contra el cual la ciencia no aporta ningún remedio. Comprenderéis fácilmente que, si debe morir de un modo tan cruel, es preferible que muera lejos de nosotros y no aquí en la corte, ante nuestros ojos.
    En efecto dijo el duque , nos causaría demasiado dolor.
    Y, sobre todo, se lo causaría a vuestro hermano Carlos dijo Catalina , mientras que si Enrique muere después de haberle desobedecido, el rey considerará su muerte como un castigo del Cielo.
    Tenéis razón, madre dijo Francisco admirado . Es necesario que se vaya, ¿pero estáis segura de que se irá?
    Han sido tomadas todas las medidas. La reunión es en el bosque de Saint Germain. Cincuenta hugonotes han de servirle de escolta hasta Fontainebleau, donde le aguardarán quinientos.
    ¿Y se irá con él mi hermana Margot? preguntó Alençon con ligera emoción y visiblemente pálido.
    Sí respondió Catalina , es lo convenido. Pero una vez muerto Enrique, Margot, viuda y libre, regresará a la corte.
    ¿Y estáis segura de que Enrique morirá?
    Por lo menos, el médico que me dio el libro en cuestión me lo aseguró.
    ¿Y dónde está ese libro, señora?
    Catalina volvió lentamente hacia el misterioso gabinete, abrió la puerta, entró en él y un instante después reapareció con el libro en la mano.
    Aquí está dijo.
    Alençon miró con cierto terror el libro que su madre le ofrecía.
    ¿Qué libro es éste? preguntó el duque estremeciéndose.
    Ya os he dicho, hijo mío, que es un tratado sobre el arte de criar y adiestrar halcones y gerifaltes, escrito por un hombre muy versado en estos asuntos: el señor Castruccio Castracani, tirano de Lucques.
    ¿Y qué debo hacer con él?
    Debéis llevárselo a vuestro buen amigo Enriquito, que es, según me dijisteis, quien os lo pidió para instruirse en la ciencia de la caza con halcones. Como tiene hoy que acompañar al rey en una de estas cacerías, no dejará de leer algunas páginas para demostrar a Carlos que sigue sus consejos y que ha empezado a tomar lecciones. Lo principal es que se lo entreguéis en propia mano.
    ¡Oh! ¡No me atreveré! dijo el duque asaz tembloroso.
    ¿Por qué? dijo Catalina . Es un libro como otro cualquiera, salvo que, como ha estado mucho tiempo guardado, las páginas están pegadas entre sí. No intentéis leerlas vos, Francisco, pues no se pueden leer más que humedeciendo la punta del dedo y despe-gándolas una por una, lo que requiere mucho tiempo y da demasiado trabajo.
    ¿De modo que sólo un hombre que tenga grandes deseos de aprender puede perder así el tiempo y tomarse semejante trabajo? preguntó el duque.
    Eso es, hijo mío, ya veo que comprendéis.
    ¡Oh! exclamó Alençon . Ya veo a Enriquito en el patio... Dádmelo, señora, dádmelo. Aprovecharé que está fuera para llevar el libro a su habitación. Cuando regrese lo encontrará allí.
    Preferiría, Francisco, que se lo dierais personalmente, sería más seguro.
    Ya os dije que no me atrevería a hacerlo, señora replicó el duque.
    Id, pues, pero, al menos, colocadlo en un sitio visible.
    ¿Abierto? ¿Hay algún inconveniente en que lo deje abierto?
    No.
    Dádmelo, pues.
    Alençon cogió con temblorosa mano el libro que con firme ademán le entregaba Catalina.
    Tomadlo, tomadlo, no hay peligro, puesto que yo lo toco. ¡Además, tenéis guantes!
    Esta precaución no pareció suficiente a Alençon, quien envolvió el libro en su capa.
    Daos prisa dijo Catalina , mucha prisa; Enrique puede subir de un momento a otro.
    Tenéis razón, señora, voy en seguida.
    El duque salió lleno de emoción.
    Hemos introducido ya varias veces al lector en las habitaciones del rey de Navarra, haciéndole asistir a los acontecimientos felices o desgraciados que en ellas tuvieron lugar, según que sonriera o amenazara el genio tutelar del futuro rey de Francia.
    Pero nunca aquellas paredes manchadas de sangre por el crimen, rociadas de vino por la orgía o de perfumes por el amor, vieron un rostro tan pálido como el que tenía el duque de Alençon al abrir la puerta de la alcoba del rey de Navarra.
    Y, sin embargo, como suponía el duque, no había nadie en aquel cuarto que pudiese observar con mirada curiosa o sorprendida la acción que iba a cometer. Los primeros rayos del sol iluminaban el aposento vacío.
    Colgada de la pared la espada que De Mouy había aconsejado al rey que llevase. Algunos eslabones de un cinturón de mallas se hallaban esparcidos por el suelo. Había sobre un mueble una bolsa repleta y un puñal, y en la chimenea flotaban aún algunas pavesas. Todos estos indicios revelaron claramente a Alençon que el rey de Navarra se había puesto una cota de malla, había pedido dinero a su cajero y acababa de quemar papeles comprometedores.
    «Mi madre no se equivocó se dijo Alençon , el canalla me estaba traicionando.»
    Esta convicción le dio sin duda nuevas fuerzas, ya que, después de registrar con la mirada todos los rincones y de levantar todos los tapices que cubrían las puertas, comprobando que nadie le vigilaba, pues todo el mundo alborotaba en el patio y en la habitación reinaba un profundo silencio, sacó el libro de debajo de su capa, lo colocó rápidamente sobre la mesa donde estaba el dinero, apoyándolo contra un atril de madera tallada. Luego, retirándose cuanto pudo, alargó el brazo y, con la vacilación que traicionaba sus temores, abrió el libro, con la mano enguantada, por una página donde se veía un grabado con una escena de caza.
    Una vez hecho esto, el duque retrocedió tres pasos y, quitándose el guante, lo arrojó en el rescoldo que dejaron al arder las cartas recién quemadas. El fino cuero crujió y se retorció sobre los carbones estirándose como el cadáver de un reptil, quedando convertido por fin en un residuo negro y crispado.
    Alençon permaneció allí hasta que la llama destruyó completamente el guante; luego dobló la capa en que había envuelto el libro, se la puso al brazo y regresó a su habitación. Al entrar oyó con el corazón palpitante unos pasos en la escalera de caracol y, no dudando de que era Enrique quien subía, cerró rápidamente la puerta.
    Después se precipitó hacia la ventana, pero desde allí no podía ver más que una parte del patio del Louvre. Como Enrique no estaba en la parte visible, se convenció de que era él quien acababa de subir las escaleras.
    El duque se sentó, cogió un libro y trató de leer. Era una historia de Francia, desde Pharamond hasta Enrique II, y autorizada por éste pocos días después de su advenimiento al trono.
    El duque no pudo concentrarse en lo que leía; la fiebre de la espera quemaba sus arterias, los latidos de sus sienes repercutían en el fondo de su cerebro. Al igual que en un sueño o en un éxtasis magnético, le parecía ver a través de las paredes. Su mirada penetraba hasta la alcoba de Enrique, a pesar del triple obstáculo que de ella le separaba.
    Para apartar de su imaginación el terrible objeto que le obsesionaba trató de distraerse pensando en otra cosa que no fuera el libro abierto sobre el atril de madera de encina por la página del grabado. De nada valió que mirara una tras otra sus joyas, ni que recorriera cien veces la estancia de uno a otro extremo. Todos los detalles de aquel grabado que apenas había entrevisto acudían a su memoria. Representaba la estampa un señor a caballo que, desempeñando el oficio de halconero, lanzaba el señuelo llamando al halcón y corriendo al galope entre los juncos de un pantano. Por fuerte que fuese la voluntad del duque, el recuerdo le dominaba.
    Además, no solamente veía el libro, sino que imaginaba al rey de Navarra acercándose a él, contemplando el grabado, tratando de pasar las hojas y, por último, llevándose el dedo a la boca, para luego separar las páginas unidas.
    Ante esta imagen, por falsa y fantástica que fuese, Alençon, tambaleándose, hubo de apoyarse contra un mueble, al tiempo que se tapaba los ojos con la mano como queriendo evitar la terrible visión.
    Nada consiguió, pues aquella imagen estaba en su propio pensamiento.
    De repente, Alençon vio que Enrique cruzaba el patio. Le vio detenerse un minuto junto a unos hombres que colocaban sobre dos mulas las provisiones para la cacería, que no eran otra cosa que el dinero y demás efectos de viaje. Tras esto, y dadas las órdenes oportunas, atravesó en diagonal el patio dirigiéndose hacia la puerta de entrada.
    Alençon permaneció inmóvil. Sin duda no era Enrique quien había subido por la escalera secreta. Resultaban, por lo tanto, inútiles todas las angustias que desde hacía un cuarto de hora experimentaba. Lo que él creía ya terminado, o a punto de terminar, comenzaba ahora.
    El duque abrió la puerta de su cuarto y fue a escuchar a la que comunicaba con el corredor. Esta vez no podía equivocarse; era Enrique quien subía. Alençon reconoció sus pasos y hasta él ruido particular de sus espuelas.
    La puerta de la habitación de Enrique se abrió y volvió a cerrarse.
    Alençon volvió a su alcoba y se dejó caer en un sillón.
    «Bueno pensó , veamos lo que está pasando en este momento: Enrique atraviesa el recibidor, la antecámara, y entra en su alcoba; una vez allí, buscará con los ojos su espada, luego su bolsa, por último su puñal. Entonces verá el libro abierto sobre la mesa».
    ¿Qué libro es éste?, se preguntará. ¿Quién me lo habrá traído?
    «Y a continuación se aproximará a él, verá el grabado, querrá leer, intentará pasar las hojas...»
    Un sudor frío corrió por la frente de Francisco.
    «¿Pedirá auxilio? se preguntó . ¿Será un veneno de efecto inmediato? No debe de ser así, puesto que mi madre me ha dicho que morirá lentamente...»
    Este pensamiento le tranquilizó un poco.
    Así transcurrieron diez minutos, que, contados segundo a segundo, fueron un siglo de agonía. Cada segundo colmó su mente con las visiones más terroríficas y espantosas.
    Alençon no pudo resistir durante más tiempo, se levantó y atravesó su antecámara, que ya comenzaba a llenarse de gentiles hombres.
    Buenos días, señores dijo , voy al cuarto del rey.
    Fuera para distraer su devorante inquietud o para preparar la coartada, el caso es que se dirigió efectivamente a ver a su hermano. ¿Para qué iba?
    Él mismo lo ignoraba. ¿Qué tenía que decirle? Nada. En realidad, lo que hacía no era buscar a Carlos, sino huir de Enrique.
    Descendió por la escalerita de caracol y halló entreabierta la puerta del rey.
    Los centinelas dejaron pasar al duque sin ponerle ninguna dificultad, pues los días de cacería no se guardaba ninguna etiqueta ni consigna.
    Francisco atravesó sucesivamente la antecámara, el salón y la alcoba sin encontrar a nadie. Por último, pensó que Carlos estaría en la sala de armas y empujó la puerta que comunicaba con esa pieza.
    Carlos estaba sentado delante de una mesa en un gran sillón tallado que tenía un respaldo muy alto. Se hallaba de espaldas a la puerta por la que acababa de entrar Francisco.
    Parecía por completo entregado a una ocupación que le dominara.
    El duque se aproximó de puntillas; Carlos leía.
    ¡Pardiez! exclamó de repente . ¡Qué libro más formidable! Había oído hablar de él, pero no creía que existiera en Francia.
    Alençon aguzó el oído y dio otro paso.
    ¡Malditas hojas! dijo el rey llevándose el dedo pulgar a los labios y apoyándolo en el libro para pasar la hoja . Se diría que las han pegado para ocultar a las miradas de los hombres las maravillas que encierra.
    Alençon dio un brinco. ¡El libro que tenía Carlos entre sus manos era el mismo que el duque había dejado en el aposento de Enrique!
    Un grito sordo escapó de su garganta.
    ¡Ah! ¿Sois vos, Alençon? dijo Carlos ; sed bienvenido y acercaos a ver el mejor libro de cetrería que haya salido jamás de la pluma de un hombre.
    El primer impulso del duque fue arrancar el libro de las manos de su hermano, pero una idea infernal le clavó en su sitio; una terrible sonrisa se dibujó en sus labios amoratados, y se pasó la mano por los ojos como si se sintiera alucinado.
    Luego, recobrando un poco el dominio sobre sí, pero sin atreverse a dar un paso hacia atrás ni hacia delante:
    Señor preguntó , ¿cómo ha llegado ese libro hasta Vuestra Majestad?
    Nada tan sencillo. Esta mañana subí al cuarto de Enriquito para ver si estaba preparado, pero no le encontré; sin duda se hallaba recorriendo las perreras y las caballerizas. En cambio hallé este tesoro, que me traje aquí para leerlo con más comodidad.
    Dicho esto, el rey se llevó de nuevo el dedo a los labios para pasar la hoja rebelde.
    Señor balbució Alençon con los cabellos erizados y preso de terrible angustia , venía a deciros...
    Dejadme concluir este capítulo, Francisco dijo Carlos , y en seguida me diréis todo lo que os plazca. Ya he leído, mejor dicho, he devorado cincuenta páginas.
    «Ha probado veinticinco veces el veneno pensó el duque . ¡Seguro que se muere!»
    Entonces recordó que había un Dios en el Cielo, puesto que aquello no podía atribuirse a la casualidad.
    Secóse con mano trémula el helado sudor que cubría su frente y esperó en silencio, tal y como le había ordenado su hermano, a que éste terminara de leer el capítulo.

    XIX

    LA CAZA CON HALCONES

    Carlos seguía leyendo; impulsado por la curiosidad, devoraba las páginas, que, como ya hemos dicho, ya fuera debido a la humedad a que habían estado expuestas durante mucho tiempo o por otro motivo cualquiera, se hallaban adheridas unas a otras.
    Alençon observaba con torva mirada aquel terrible espectáculo, cuyo desenlace solamente él podía adivinar.
    ¡Oh! murmuró . ¿Qué va a pasar aquí? ¡Cómo, yo tendré que irme, tendré que salir de Francia, tendré que ir en busca de un trono imaginario, mientras que Enrique se atrincherará al primer indicio de la enfermedad de Carlos en cualquier ciudad a veinte leguas de la capital! Permanecerá allí al acecho de esta presa que nos brinda el azar y podrá estar en París haciendo una sola etapa, de modo que, antes de que el rey de Polonia llegue a saber la noticia de la muerte de mi hermano, la dinastía habrá cambiado. ¡Es imposible!
    Estas ideas fueron las que inspiraron a Francisco el primer sentimiento de horror y el deseo de advertirle a Carlos lo que ocurría. Nuevamente, el duque iba a tratar de oponerse a aquella fatalidad que parecía proteger a Enrique y perseguir a los Valois.
    En un instante habían cambiado todos sus planes con respecto a Enrique. Era Carlos y no Enrique quien había leído el libro envenenado. Enrique debía marcharse, pero a condición de tomar antes el veneno. Desde el momento en que la fatalidad le salvaba de nuevo, se hacía preciso que Enrique se quedara, puesto que Enrique era menos temible estando prisionero en Vincennes o en La Bastilla que no como rey de Navarra a la cabeza de treinta mil hombres.
    El duque de Alençon dejó, pues, que Carlos acabara su capítulo, y cuando el rey levantó la cabeza:
    Hermano mío le dijo , he esperado porque Vuestra Majestad me lo ordenó; pero, muy a pesar mío, ya que tenía que deciros cosas de suma importancia.
    ¡Al diablo! dijo Carlos, cuyas mejillas pálidas, ya sea porque hubiese puesto demasiado ardor en su lectura o porque el veneno comenzara a ejercer sus efectos, se iban tornando poco a poco purpúreas . ¡Al diablo he dicho! Si vienes otra vez a hablarme de lo mismo, lo marcharás del mismo modo que se fue el rey de Polonia. Me libré de él y me libraré de ti. Y sobre esto, ni una palabra más.
    Os advierto dio Francisco que no quiero hablaros de mi marcha, sino de la de otro. Vuestra Majestad me ha herido en mi sentimiento más profundo y delicado, en mi afecto de hermano, en mi fidelidad como súbdito, y tengo empeño en demostraros que no soy un traidor.
    Vamos dijo Carlos apoyándose de codos sobre el libro y cruzando las piernas como quien contra su costumbre hace provisión de paciencia . ¿Algún nuevo chisme? ¿Alguna acusación matutina?
    No, señor, una certidumbre; un complot que sólo mi ridícula delicadeza me ha impedido revelaros.
    ¿Un complot? preguntó Carlos . Veamos de qué se trata.
    Señor respondió Francisco , mientras Vuestra Majestad esté cazando junto al río y en la llanura de Vesinet, el rey de Navarra irá hasta el bosque de SaintGermain, donde encontrará un grupo de amigos con los cuales huirá.
    ¡Ah! ¡Ya me lo suponía! dijo Carlos . ¡Conque otra calumnia contra mi pobre Enriquito! ¿Terminaréis de una vez con él?
    Vuestra Majestad no tendrá mucho que esperar para cerciorarse de si es o no una calumnia lo que he tenido el honor de deciros.
    ¿Por qué razón?
    Porque esta noche nuestro cuñado ya no estará aquí.
    Carlos se levantó.
    Oíd dijo , quiero creer una vez más en vuestras intenciones, pero tanto a lo madre como a ti os advierto que esta es la última vez que lo hago.
    Luego, elevando la voz, ordenó:
    Que llamen al rey de Navarra.
    Un centinela hizo un movimiento disponiéndose a obedecer, pero Francisco le detuvo con un gesto.
    Mal sistema, hermano mío dijo , de este modo nada sabréis. Enrique negará y, al mismo tiempo, advertirá a sus cómplices para que se vayan. Además, tanto mi madre como yo, seríamos acusados no solamente de visionarios, sino de calumniadores.
    ¿Qué me proponéis vos, entonces?
    Que en nombre de los vínculos que nos unen, Vuestra Majestad me escuche y que, en nombre de mi fidelidad, que terminará por reconocer, no fuerce los acontecimientos. Haced de manera, señor, que el verdadero culpable, que desde hace dos años traiciona in mente a Vuestra Majestad en espera de poder hacerlo de hecho, sea por fin declarado culpable gracias a una prueba infalible y castigado como merece.
    Carlos no respondió. Se acercó a una ventana y la abrió; la sangre se agolpaba en su cabeza.
    ¿Y qué haríais vos en mi lugar? preguntó volviéndose bruscamente . Hablad, Francisco.
    Señor dijo Alençon , yo mandaría que fuera rodeado el bosque de Saint Germain por tres destacamentos de caballería ligera, los cuales, a una hora convenida, a las once por ejemplo, se pondrían en marcha deteniendo a todos los que se hallaran en el bosque cerca del pabellón de Francisco I, lugar en el que, como por casualidad, yo daría la cita para el almuerzo. Luego, haciendo como si siguiese a mi halcón, vería cómo se alejaba Enrique y le perseguiría hasta el sitio donde estuviera encerrado con sus cómplices.
    Buena idea dijo el rey ; que hagan venir al capitán de mis guardias.
    Alençon sacó de su jubón un silbato de plata que colgaba de una cadena de oro y silbó.
    Carlos fue hacia el capitán que acababa de entrar y le dio unas órdenes en voz baja.
    Entre tanto, su enorme galgo Acteón había cazado una presa y la arrastraba por el suelo, destrozándola a dentelladas y dando mil saltos y cabriolas.
    Carlos se volvió hacia él y profirió una terrible maldición. La presa que había hecho Acteón era nada menos que el precioso libro de cetrería, del que, como ya hemos dicho, no existían más que tres ejemplares en el mundo.
    El castigo fue digno del crimen.
    Carlos empuñó un látigo y la silbante correa se ciñó en una triple vuelta al cuerpo del animal. Acteón lanzó un aullido y desapareció debajo de una mesa, ocultándose bajo el tapete que la cubría.
    Carlos recogió el libro y vio con júbilo que no le faltaba más que una hoja y que ésta ni siquiera pertenecía al texto, sino que era un grabado.
    Lo colocó cuidadosamente sobre un estante donde el perro no pudiese alcanzarlo. Alençon le observaba con inquietud. Hubiera deseado que aquel libro, cumplida ya su misión, se alejara de las manos de Carlos.
    Dieron las seis.
    Era la hora en que el rey debía bajar al patio, atestado de caballos lujosamente enjaezados y de hombres y mujeres ricamente vestidos. Los cazadores tenían en el puño los halcones tapados con un pequeño capuchón, como era costumbre. Algunos monteros llevaban los cuernos de caza en bandolera por si acaso el rey, cansado de cazar con halcón, cosa que solía ocurrirle, quisiera perseguir a un gamo o a un corzo.
    Antes de bajar, el rey cerró la puerta de su sala de armas. Alençon, que no le quitaba ojo, vio que se guardaba la llave en el bolsillo.
    Cuando bajaba la escalera el rey se detuvo llevándose la mano a la frente.
    Las piernas del duque de Alençon temblaban tanto como las del rey.
    Me parece que amenaza tormenta balbució Francisco.
    ¿Tormenta en el mes de enero? contestó Carlos . ¡Estáis loco! No, lo que pasa es que siento vértigos y tengo la piel reseca, que estoy débil, ni más ni menos.
    Y añadió a media voz:
    Me matarán con su maldito odio y sus dichosos complots.
    Al llegar al patio, el aire fresco de la mañana, el alboroto de los cazadores, los ruidosos saludos de cien personas reunidas produjeron sobre Carlos el efecto de siempre.
    Respiró con libertad y se sintió lleno de alegría.
    Su primera mirada fue para Enrique. El rey de Navarra estaba al lado de Margarita. Se querían tanto los dos excelentes esposos, que parecía imposible que se separaran.
    Al ver a Carlos, Enrique espoleó a su caballo. En tres corvetas llegó junto a su cuñado.
    ¡Ah! dijo Carlos . Montáis un caballo como si fuéramos a perseguir gamos y, sin embargo, sabéis de sobra que la caza va a ser con halcones.
    Y sin esperar respuesta añadió, frunciendo el ceño y con tono casi amenazador:
    Salgamos, señores, salgamos. Es preciso que comencemos la partida a las nueve.
    Catalina contemplaba la escena desde una ventana del Louvre. Por el hueco de una cortina levantada se veía su cabeza pálida envuelta en un velo. Su cuerpo, cubierto por un vestido negro, se confundía en la penumbra.
    Obedeciendo a las órdenes de Carlos, toda aquella multitud resplandeciente, lujosa y perfumada se puso en marcha con el rey a la cabeza y, saliendo por las puertas del Louvre, se extendió como un alud por el camino de Saint Germain, en medio de las aclamaciones del pueblo, que saludaba al joven soberano. Carlos, preocupado y pensativo, montaba un caballo más blanco que la nieve.
    ¿ Qué os ha dicho? preguntó Margarita a )Enrique.
    Me felicitó por la agilidad de mi caballo.
    ¿Nada más?
    Nada más.
    Entonces sabe algo.
    Me lo temo.
    Pues seamos prudentes.
    En la cara de Enrique se dibujó una de aquellas sonrisas características que, sobre todo para Margarita, significaban: «Estad tranquila, amiga mía.»
    Por lo que se refiere a Catalina, ésta había dejado caer la cortina en cuanto el cortejo dejó desierto el Patio del Louvre. Pero una cosa no había escapado a su penetración: la palidez de Enrique, sus estremecimientos nerviosos, sus diálogos en voz baja con Margarita.
    Enrique estaba pálido porque, no siendo un temperamento sanguíneo, su sangre, en lugar de acudir al cerebro en cuantas ocasiones estuvo su vida en peligro, afluía al corazón.
    Tenía estremecimientos nerviosos porque le impresionó la forma en que le acogiera Carlos, tan distinta a la acostumbrada.
    Digamos, por último, que conferenciaba con Margarita porque, como ya sabemos, el marido y la mujer, en materia política, habían concertado una alianza ofensivo defensiva.
    Pero Catalina interpretó los hechos de muy distinto modo.
    Esta vez murmuró mientras se dibujaba en sus labios la florentina sonrisa que le era peculiar , me parece que mi querido Enriquito ha caído en la ratonera.
    Luego, y para cerciorarse del todo, dejó que pasara un cuarto de hora para dar tiempo a que la comitiva se hubiera alejado de París, salió de su departamento, subió la escalerilla de caracol y, con su doble llave, abrió la puerta del aposento del rey de Navarra.
    Fue inútil que buscara el libro por todas partes. En vano paseó sus ardientes miradas de las mesas a los armarios, de los estantes a las sillas; el famoso libro no aparecía.
    «Se lo habrá llevado Alençon se dijo , es una medida que prueba su prudencia.»
    Conforme con aquel razonamiento y casi segura de que esta vez sus planes se habían realizado, regresó a sus habitaciones.
    Entre tanto el rey seguía su camino rumbo a SaintGermain, donde llegó después de hora y media de veloz carrera. Ni siquiera entraron en el viejo castillo que se destacaba, sombrío y majestuoso, entre las casas que se veían por la ladera de la montaña. Atravesaron el puente de madera situado en aquella época enfrente del árbol que todavía se llama «la encina de Sully». Dieron orden a las barcas engalanadas que seguían la comitiva para que se colocaran de tal modo que el rey y su séquito pudiesen cruzar el río con toda comodidad.
    En seguida, toda aquella alegre juventud, animada por tan diversos intereses, volvió a ponerse en marcha, siempre con el rey a la cabeza. La magnífica pradera que se extiende desde lo alto del bosque de Saint Germain adquirió de pronto el aspecto de un gran tapiz, en el que podían verse infinidad de personajes tejidos en los más diversos colores, y cuyo marco lo formaba la cinta plateada y espumeante del río.
    Precediendo al rey, que llevaba en la mano su halcón favorito, iban los monteros, vestidos con casacas verdes y calzados con gruesas botas, animando con sus gritos a media docena de perros que husmeaban los tupidos cañaverales de la orilla.
    El sol, escondido hasta entonces detrás de unas pubes, salió de repente del sombrío océano donde parecía hundido. Un rayo hizo relucir todo aquel oro, todas aquellas joyas y todas aquellas miradas ardientes, convirtiendo la comitiva en un torrente de fuego.
    Entonces, y como si estuviese esperando aquel momento para que un hermoso sol alumbrara su derrota, una garza se elevó de entre los juncos lanzando un grito prolongado y quejumbroso.
    ¡Hala, hala! gritó Carlos, quitando el capirote a su halcón y soltándolo tras la fugitiva presa.
    ¡Hala, hala! gritaron todas las voces para estimular al halcón.
    Éste, cegado un momento por la luz, giró sobre sí mismo, describiendo un círculo. De pronto vio a la garza y voló hacia ella como una flecha.
    La garza, que, como ave prudente, había levantado el vuelo a más de cien pasos de los cazadores, se había alejado ganando altura, mientras el rey quitaba la caperuza al halcón y éste se habituaba a la luz. Resultó que cuando su enemigo la vio se hallaba ya a más de quinientos pies de altura, y por si fuera poco, al encontrar en las zonas altas el aire suficiente a sus potentes alas, subía rápidamente.
    ¡Hala! ¡Hala! ¡Pico de Hierro! gritó Carlos, queriendo excitar al halcón . ¡Demuéstranos que eres de buena raza! ¡Hala! ¡Hala!
    Como si le hubiese oído, el noble animal salió disparado como una flecha, volando en línea diagonal para alcanzar la vertical que seguía la garza, al parecer con propósito de perderse en las profundidades del éter.
    ¡Ah! ¡Cobarde! exclamó Carlos, como si la fugitiva pudiese oírle. Y poniendo su caballo al galope para seguir la caza mientras fuera posible y echando hacia atrás su cabeza para no perder ni un instante a los dos pájaros, vociferaba : ¡Ah! ¡Conque huyes, cobarde! Mi Pico de Hierro es de buena raza. ¡Espera! ¡Espera! ¡Vamos, Pico de Hierro! ¡Vamos con ella!...
    La lucha fue interesante. Los dos pájaros se aproximaron o, mejor dicho, el halcón alcanzaba a la garza.
    ¿Quién vencería en este primer ataque?
    El miedo tuvo mejores alas que el valor.
    El halcón pasó rozando el vientre de la garza. Ésta, aprovechándose de su superioridad, le dio un picotazo. Como herido por una puñalada, el halcón giró tres veces sobre sí mismo, como aturdido, y por un instante pudo creerse que abandonaba el combate. Pero tal que un guerrero herido que se levanta con redoblado furor, lanzó un grito agudo y amenazador y volvió al ataque.
    La garza se había aprovechado de la tregua y, cambiando la dirección de su vuelo, se dirigió hacia el bosque, tratando esta vez de alejarse lo más posible y no de ganar altura.
    El halcón era un animal de buena casta y tenía tanta vista como un gerifalte.
    Repitió la misma maniobra, fue en diagonal hacia la garza, que lanzó dos o tres silbidos lastimeros, tratando de ganar altura como la vez anterior.
    Al cabo de unos segundos, los dos pájaros parecían a punto de perderse entre las nubes. La garza parecía del tamaño de una alondra y el halcón era un punto negro, por momentos imperceptible.
    Carlos y su corte no perseguían ya a las aves sino con la vista. Cada cual permanecía quieto en su sitio con los ojos fijos en la fugitiva y en su perseguidor.
    ¡Bravo! ¡Bravo, Pico de Hierro! gritó Carlos de pronto . ¡Mirad, señores, mirad! ¡Ya está encima! ¡Hala! ¡Hala!
    Confieso que no alcanzo a ver ninguno de los dos dijo Enrique.
    Ni yo añadió Margarita.
    Si no los ves, Enriquito, por lo menos los oirás contestó Carlos , sobre todo a la garza. ¿No la oyes? Pide clemencia.
    En efecto, dos o tres gritos lastimeros sólo perceptibles para un oído experto llegaron desde las alturas.
    Oye, oye gritó Carlos ; ahora los verás bajar más de prisa que subieron.
    Así fue. En cuanto el rey pronunció estas palabras, reaparecieron los dos contrincantes.
    Al principio sólo se vieron dos puntos negros, pero, por su diferente tamaño, podía deducirse fácilmente que el halcón volaba sobre la garza.
    ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Pico de Hierro gana! exclamó Carlos.
    Efectivamente, la garza, dominada por el ave de rapiña, ni siquiera intentaba defenderse. Descendía velozmente, sufriendo las embestidas constantes del halcón, a las que no respondía sino con gritos. De repente plegó sus alas y se dejó caer como una piedra, pero su adversario hizo otro tanto y, cuando la fugitiva quiso reanudar su vuelo, un último picotazo la dejó sin fuerzas. Continuó su caída girando sobre sí misma y, cuando tocaba el suelo, el halcón se precipitó sobre ella, lanzando un grito de victoria que ahogó el de la vencida.
    ¡Al halcón! ¡Al halcón! exclamó Carlos.
    Y salió al galope hacia el lugar donde habían caído los dos pájaros.
    De repente frenó en corto a su caballo, lanzó un grito semejante a los de las aves, soltó las riendas, se asió con una mano a las crines del animal y se llevó la otra al estómago, como si hubiese querido desgarrarse las entrañas.
    Al oírle acudieron todos los cortesanos.
    No es nada, no es nada dijo Carlos con el rostro inflamado y los ojos turbios . Me pareció como si me atravesaran el estómago con un hierro candente. Vamos, vamos, no es nada.
    Dicho esto, el rey Carlos volvió a emprender el galope.
    El duque de Alençon se puso pálido.
    ¿Hay algo de nuevo? preguntó Enrique a Margarita.
    No sé nada contestó ésta , pero ¿os habéis fijado?, mi hermano estaba amoratado.
    Muy contra su costumbre afirmó Enrique.
    Los cortesanos se miraron estupefactos entre sí y siguieron al rey.
    Por fin llegaron al sitio donde habían caído los pájaros. El halcón estaba devorando los sesos de la garza.
    Carlos se bajó del caballo para presenciar la escena más de cerca.
    Al pisar el suelo, se vio obligado a apoyarse contra su montura; todo daba vueltas a su alrededor y sintió un inaplazable deseo de dormir.
    ¡Hermano mío! ¡Hermano mío! ¿Qué tenéis? le preguntó Margarita.
    Siento lo que debió de sentir Porcia cuando se tragó los carbones encendidos; tengo dentro algo que me quema y me parece que respiro fuego.
    Al mismo tiempo, Carlos sopló y pareció quedarse asombrado de que no saliera fuego de su boca.
    Los monteros se habían apoderado del halcón y volvían a ponerle su capirote, mientras el resto de los cazadores se agrupaba en torno a Carlos.
    ¿Qué significa esto? ¡Por los clavos de Cristo! O no es nada o es el sol que me hace estallar la cabeza y los ojos. ¡Vamos, vamos a seguir cazando, señores! Allí hay una bandada de patos salvajes. Soltad todos los halcones, ¡por Dios!, vamos a divertirnos.
    Soltaron seis halcones, que se lanzaron en busca de los patos, y toda la comitiva, con el rey delante, se acercó al borde del río.
    ¿Y ahora qué opináis, señora? dijo Enrique a Margarita.
    Que el memento es bueno y que, si el rey no se vuelve, llegaremos fácilmente hasta el bosque.
    Enrique llamó al montero que llevaba la garza y, mientras la comitiva se deslizaba a lo largo del talud que sirve hoy de muro de contención a una terraza, se quedó atrás como si examinara el cadáver del animal vencido.

    XX

    EL PABELLÓN DE FRANCISCO I

    Constituía un hermoso espectáculo la caza con halcones cuando en ella tomaban parte los reyes; mucho más cuando éstos eran considerados como semidioses y la caza no solamente era una distracción, sino un arte.
    No obstante, debemos abandonar el espectáculo para llegar hasta un lugar del bosque donde todos los actores de las escenas que acabamos de relatar vendrán pronto a reunirse con nosotros.
    A la derecha de la avenida de Violettes se extiende un camino frondoso por donde entre los espliegos y los brezos asoman de vez en cuando las orejas de una inquieta liebre o levanta su cabeza de ramificados cuernos algún gamo errante que dilata sus narices y parece escuchar. Existe un claro lo bastante alejado para que no pueda verse desde el camino, pero no tanto como para que desde él no pueda distinguirse lo que en el camino ocurra.
    En medio de este claro del bosque había dos hombres echados en la hierba sobre sus capas de viaje. Cada cual tenía a su lado una espada y un trabuco de ancha boca. Desde lejos se parecían, por la elegancia de sus trajes, a los alegres personajes del Decamerón, y de cerca, por sus armas amenazadoras, a esos bandidos de los bosques que cien años más tarde pintó Salvador Rosa en sus paisajes.
    Uno de ellos se hallaba de rodillas, apoyado en una mano.
    Escuchaba del mismo modo que las liebres y gamos de los que antes hemos hablado.
    Me parece dijo que los cazadores acaban de pasar muy cerca de aquí. Hasta he oído los gritos de los monteros animando al halcón.
    Y ahora dijo el otro, que parecía esperar los acontecimientos con mucha más filosofía que su compañero , ya no se oye nada; deben de haberse alejado...; ya lo decía yo que éste era un mal sitio para observar. Cierto que no le ven a uno, pero tampoco puede uno ver nada.
    ¡Qué diablos, mi querido Annibal! dijo el primer interlocutor . Teníamos que elegir un lugar donde pudiésemos dejar nuestros dos caballos, los dos de repuesto y, por si fuera poco, esas dos mulas que no sé cómo podrán seguirnos. No conozco un sitio mejor que éste, donde esas viejas hayas y esas seculares encinas nos ocultan por completo. Es más, lejos de criticar como tú al señor De Mouy, me atrevería a decir que reconozco en todos los preparativos de esta empresa que él ha dirigido el sabio criterio de un verdadero conspirador.
    ¡Bien! dijo el segundo caballero, en quien el lector ya habrá conocido a Coconnas . ¡Perfectamente! Esperaba la palabra. Y lo la cojo. ¿De manera que dices que estamos conspirando?
    No conspiramos; servimos al rey y a la reina.
    Que conspiran; lo cual viene a ser exactamente lo mismo para nosotros.
    Coconnas, ya lo he dicho replicó La Moleque no lo obligo de ningún modo a seguirme en esta aventura, que sólo un sentimiento particular, que tú no puedes compartir, me impulsa a emprender.
    ¡Voto al diablo! ¿Qué estás diciendo? ¿Quién dice que me fuerces? Ante todo, es bueno que sepas que no ha nacido el hombre capaz de obligar a Coconnas a hacer lo que no quiere; pero ¿crees que no lo voy a seguir, sobre todo cuando veo que lo vas de cabeza al infierno?
    ¡Annibal! ¡Annibal! dijo La Mole . Creo que diviso a lo lejos los blancos arreos de su caballo. ¡Oh! Es extraño cómo sólo con pensar que se acerca se me alborota el corazón.
    ¡No deja de ser gracioso! dijo Coconnas bostezando . Mientras, el mío sigue tan tranquilo.
    No era ella aseguró La Mole . ¿Qué habrá sucedido? Me parece que dijo que a las doce.
    Lo único que ocurre es que aún no es la hora convenida dijo Coconnas y que, por lo tanto, creo que tenemos tiempo de echarnos un sueño.
    Con esta convicción, Coconnas se tendió sobre su capa como hombre que une la acción a la palabra, pero, al pegar su oído a la tierra, hizo señas a La Mole con la mano para que guardara silencio.
    ¿Qué hay? preguntó éste.
    ¡Silencio! Ahora sí que oigo algo y estoy seguro de no equivocarme.
    Es curioso, por más que me empeño, yo no oigo absolutamente nada.
    ¿Que no oyes nada?
    No.
    Pues bien dijo Coconnas, levantándose lentamente y apoyando la mano en el brazo de La Mole , mira ese gamo.
    ¿Dónde?
    Allí.
    Coconnas señaló con el índice al animal.
    Bueno ¿y qué?
    ¿Cómo que «y qué»? Ahora verás.
    La Mole miró al animal. Con la cabeza inclinada como si se dispusiera a pacer, escuchaba, inmóvil. De pronto levantó la cabeza coronada de las más hermosas astas y la movió como si aplicara el oído hacia donde venía el rumor; luego, repentinamente, y al parecer sin causa ninguna, salió corriendo rápido como un rayo.
    ¡Oh! Creo que tienes razón dijo La Mole . El gamo huye.
    Pues ten la seguridad de que si lo hace es porque oye lo que tú no oyes dijo Coconnas.
    Un ruido sordo y apenas perceptible se oyó entre la hierba. Para oídos menos acostumbrados, este ruido hubiera podido confundirse con el viento; para unos buenos jinetes, aquel ruido no podía ser otra cosa que el retumbar del galope de unos caballos.
    La Mole se levantó rápidamente.
    ¡Aquí están! dijo . ¡Preparaos!
    Coconnas se levantó también, pero con más calma; el dinamismo del piamontés parecía haberse comunicado al corazón de La Mole, mientras que, por el contrario, la indolencia del provenzal parecía haberse apoderado de su amigo. Cierto que en aquella circunstancia, mientras uno obraba impulsado por el entusiasmo, el otro lo hacía de mala gana.
    Pronto un ruido igual y acompasado hirió el oído de los dos amigos. El relincho de un caballo hizo enderezar las orejas a los caballos que estaban dispuestos a diez pasos de allí, y por la avenida cruzó, como una sombra blanca, una mujer que, volviéndose hacia aquel lado, hizo un signo extraño y desapareció.
    ¡La reina! exclamaron al unísono.
    ¿Qué debe de significar esa seña? preguntó Coconnas.
    Hizo así dijo La Mole , lo que quiere decir: «En seguida.»
    No, hizo de este otro modo, lo que quiere decir: «Marchaos.»
    ¡Quiá! Esa seña corresponde a: «Esperadme.»
    De ninguna manera, esa seña corresponde a: «Salvaos.»
    Está bien dijo La Mole , que cada cual obre de acuerdo con su parecer. Vete, yo me quedo.
    Coconnas se encogió de hombros y volvió a acostarse.
    En aquel momento, por el mismo camino que había pasado la reina, pero en dirección contraria, cruzó a galope una tropa de caballeros que los dos amigos reconocieron como protestantes acérrimos, casi fanáticos. Sus caballos brincaban como las langostas de que habla Job. Pasaron como una exhalación.
    ¡Diantre! Esto se pone serio dijo Coconnas levantándose , vayamos al pabellón de Francisco I.
    Al contrario, más vale que nos quedemos dijo La Mole ; si nos descubren, se dirigirá hacia ese pabellón la atención del rey, puesto que era el punto de reunión general.
    Es posible que por esta vez tengas razón gruñó Coconnas.
    No había acabado el piamontés de pronunciar estas palabras cuando un jinete pasó como una centella por entre los árboles y, saltando los fosos, las zarzas y toda clase de obstáculos, se llegó junto a los dos caballeros.
    Llevaba una pistola en cada mano y guiaba su caballo en esta carrera furiosa solamente con las rodillas.
    ¡El señor De Mouy! gritó Coconnas más inquieto y alarmado ahora que el propio La Mole . ¡El señor De Mouy huyendo! ¿Será preciso escapar?
    ¡Pronto, pronto! gritó el hugonote . ¡Huid, todo se ha perdido! Di un rodeo para venir a avisaros. En marcha.
    Como no había dejado de correr mientras hablaba, estaba ya bastante lejos cuando concluyó y, por consiguiente, cuando La Mole y Coconnas comprendieron el sentido de sus palabras.
    ¿Y la reina? gritó La Mole.
    Pero la voz del joven se perdió en el espacio. De Mouy estaba ya demasiado lejos para oírle y, sobre todo, para responderle.
    Coconnas tomó pronto una decisión. Mientras La Mole permanecía inmóvil siguiendo con los ojos a De Mouy, que desaparecía entre las ramas que se abrían ante él y se cerraban a su paso, corrió a buscar los caballos; los trajo, montó en el suyo, puso las riendas del otro en manos de La Mole y se dispuso a partir.
    ¡Vamos! ¡Vamos! dijo . Repito lo que ha dicho De Mouy: ¡En marcha! Y De Mouy es un señor que habla con propiedad. ¡En marcha, en marcha, La Mole!
    Un instante dijo el provenzal , aquí hemos venido para algo.
    A menos que sea para que nos ahorquen respondió Coconnas , lo aconsejo que no pierdas el tiempo. Te adivino, vas a hacer retórica, parafrasearás la palabra «huir», hablarás de Horacio y de cómo arrojó su escudo y de Epaminondas, a quien llevaron en el suyo. Sólo lo diré unas palabras: Cuando huye el señor De Mouy de Saint Phale, todo el mundo puede hacer lo mismo.
    El señor De Mouy de Saint Phale dijo La Mole no está encargado de guiar a la reina Margarita. El señor De Mouy de Saint Phale no está enamorado de la reina Margarita.
    ¡Voto al diablo! Y hace bien, ya que ese amor podría llevarle a hacer tonterías semejantes a las que estás pensando. ¡Que quinientos mil diablos del infierno se lleven un amor que podría costar la cabeza a dos valientes gentiles hombres! ¡Diantre!, como dice el rey Carlos, el caso es que conspiramos y que, cuando no se sabe conspirar, es preciso saber escapar. ¡Monta! ¡Monta, amigo La Mole!
    Escápate tú, querido, no os lo impido; es más, os invito a que lo hagas. Tu vida vale más que la mía. Defiéndela, pues.
    Valía más que me dijeras: «Coconnas, hagámonos ahorcar juntos», que no: «Coconnas, huye tú solo.»
    ¡Bah! Amigo mío respondió La Mole , la horca está hecha para los patanes y no para hidalgos como nosotros.
    Empiezo a creer dijo Coconnas suspirando que no es del todo mala la precaución que tomé.
    ¿Cuál?
    La de hacerme amigo del verdugo.
    Estás lúgubre, mi querido Coconnas.
    Pero decidme, ¿qué hacemos por fin? exclamó éste impaciente.
    Vamos a encontrarnos con la reina.
    ¿Dónde?
    No lo sé... Busquemos entonces al rey.
    ¿Dónde?
    Tampoco lo sé... Pero le encontraremos y haremos entre los dos lo que cincuenta personas no pudieron o no se atrevieron a hacer.
    Me tocas el amor propio, Hyacinte; mal síntoma.
    Pues en marcha.
    ¡Bien dicho!
    La Mole se volvió para apoyarse en la montura, pero en el momento en que ponía el pie en el estribo se oyó una voz imperiosa.
    ¡Alto ahí! Rendíos dijo la voz.
    Al mismo tiempo apareció un hombre por detrás de una encina, después otro y así hasta treinta. Eran los soldados de caballería ligera que, convertidos en infantes, se habían deslizado por entre los brezos y daban una batida por el bosque.
    ¿Qué lo dije? murmuró Coconnas.
    Una especie de sordo rugido fue la respuesta de La Mole.
    Los soldados se hallaban todavía a unos treinta pasos de los dos inseparables amigos.
    Veamos continuó el piamontés hablando en voz alta al teniente y mirando directamente a La Mole . ¿Qué ocurre?
    El teniente ordenó que apuntaran a los dos amigos.
    Coconnas continuó en voz baja:
    ¡Monta, La Mole, aún es tiempo! Salta al caballo como lo he visto hacerlo cien veces y huyamos.
    Luego, volviéndose a los soldados:
    ¡Qué diablos, señores, no tiréis! dijo . Podríais matar a unos amigos.
    Y dirigiéndose a La Mole, añadió:
    A través de los árboles se apunta mal; dispararán, pero no harán blanco.
    ¡Imposible! dijo La Mole . No podemos llevarnos ni el caballo de Margarita ni las dos mulas y esos animales podrían comprometerla, mientras que con mis respuestas alejaré toda sospecha. ¡Vete tú, amigo mío, vete en seguida!
    Señores dijo Coconnas levantando su espada , nos rendimos.
    Los soldados bajaron sus mosquetes.
    Pero ante todo, ¿por qué hemos de entregarnos?
    Ya se lo preguntaréis al rey de Navarra.
    ¿Qué crimen hemos cometido?
    El señor de Alençon os lo dirá.
    Coconnas y La Mole se miraron con asombro; el nombre de su enemigo no era como para tranquilizarlos.
    Sin embargo, ninguno de los dos opuso resistencia. Coconnas fue invitado a bajarse del caballo, maniobra que hizo sin formular observación alguna. Ambos fueron rodeados por los soldados y, juntos, empren3ieron el camino hacia el pabellón de Francisco 1.
    ¿No querías ver el pabellón de Francisco I? dijo Coconnas a La Mole al divisar entre la arboleda los muros de un hermoso edificio gótico . Pues ahí lo tienes.
    La Mole no contestó, pero alargó la mano a Coconnas.
    Al lado de aquel magnífico pabellón, construido en tiempos de Luis XII y llamado de Francisco I porque éste solía elegirlo para sus reuniones de caza, se hallaba una especie de cabaña destinada a los monteros y que apenas si se veía, oculta por los mosquetes, alabardas y relucientes espadas, tal que una topera bajo una parva de mieses.
    Allí fueron llevados los prisioneros.
    Aclaremos ahora la situación, harto confusa por cierto para nuestros dos amigos, relatando todo lo ocurrido.
    Los caballeros protestantes se habían reunido tal y como estaba acordado en el pabellón de Francisco I, cuya llave, como sabemos, se la había procurado De Mouy.
    Creyéndose dueños del bosque, apostaron aquí y allá algunos centinelas que los soldados de caballería ligera, cambiándose sus brazaletes blancos por otros encarnados, precaución debida al ingenio del señor de Nancey, habían ido relevando por sorpresa sin disparar un solo tiro.
    Los soldados habían continuado su batida hasta rodear el pabellón, pero De Mouy, que, como hemos dicho, esperaba al rey al final del camino de las Violetas, vio de qué forma cautelosa se movían y tuvo sospechas de aquella gente.
    Al mismo tiempo distinguió al otro extremo del camino principal las plumas blancas y los arcabuces de la guardia del rey.
    Por último reconoció al propio rey, en el mismo momento en que por el otro extremo del camino asomaba el rey de Navarra.
    Entonces dibujó una cruz en el aire con su sombrero, señal convenida para indicar que todo estaba perdido.
    Al verla, Enrique volvió grupas y desapareció.
    Hundiendo las espuelas en el vientre de su caballo, De Mouy emprendió la fuga y, al pasar junto a La Mole y Coconnas, les gritó las palabras de advertencia que ya conocemos.
    Por su parte, Carlos IX, que había notado la desaparición de Enrique y de Margarita, llegaba, escoltado por el duque de Alençon, junto a la cabaña, donde dio orden de que encerraran a todos los que estuvieran no sólo en el pabellón, sino desperdigados por el bosque, muy convencido de que estarían encerrados allí los reyes de Navarra.
    Alençon, lleno de confianza, galopaba al lado del rey, cuyos dolores cada vez más agudos no hacían más que aumentar su mal humor. Dos o tres veces estuvo a punto de desmayarse y tuvo un vómito de sangre.
    Vamos, vamos dijo al llegar , despachemos de una vez; quiero regresar al Louvre cuanto antes. Sacad a todos esos herejes, que hoy es el día de San Blas, primo de san Bartolomé.
    Obediente a las órdenes del rey, el grupo de picas y arcabuces se puso en movimiento y obligó a los hugonotes a que salieran uno tras otro de la cabaña.
    Pero ni el rey de Navarra, ni Margarita, ni De Mouy aparecieron.
    ¿Dónde está Enrique? dijo Carlos volviéndose hacia su hermano . ¿Y Margarita? Vos me los habéis prometido, Alençon, y, ¡pardiez!, es preciso que me los encontréis.
    En ninguna parte hemos visto al rey ni a la reina de Navarra, señor dijo el capitán de Nancey.
    Aquí están dijo la señora de Nevers.
    En efecto, en aquel preciso momento aparecieron por un sendero que conducía al río Enrique y Margarita, tranquilos ambos como si nada hubiera ocurrido.
    Cada cual traía su halcón en la mano y venían tan amorosamente emparejados que sus caballos, galopando al unísono, parecían acariciarse con el hocico.
    Entonces fue cuando el duque de Alençon, furioso, mandó dar una batida por los alrededores, que dio como resultado la detención de La Mole y de Coconnas en su escondite de hiedra.
    Los dos amigos entraron en el círculo que formaban los guardias fraternalmente abrazados. Pero, como no eran reyes, no pudieron adoptar igual compostura que Enrique y Margarita. La Mole estaba demasiado pálido y Coconnas en exceso acalorado.

    XXI

    INVESTIGACIONES

    El espectáculo que vieron los jóvenes al entrar en el círculo fue de aquellos que no se olvidan jamás, aunque sólo se hayan gozado un instante.
    Carlos IX, como ya hemos dicho, había pasado revista a todos los caballeros encerrados en la choza de los monteros y sacados de allí uno tras otro por los guardias.
    Tanto él como el duque de Alençon seguían el desfile con curiosidad en espera de que saliera, cuando le llegara su turno, el rey de Navarra.
    Su espera fue inútil. Ni el rey ni la reina de Navarra estaban allí; era preciso saber, por lo tanto, dónde se hallaban.
    Así, pues, cuando se vio aparecer en el fondo del sendero a los dos jóvenes esposos, Alençon palideció y Carlos sintió que se le dilataba el corazón. Instintivamente deseaba que todo lo que le había obligado a hacer su hermano recayera sobre el propio Francisco.
    «Se nos escapará otra vez pensó el duque, poniéndose pálido.»
    El rey fue presa en aquel instante de unos dolores de estómago tan violentos, que soltó las riendas, se llevó las manos al sitio dolorido y comenzó a gritar como si estuviera en pleno delirio.
    Enrique se aproximó solícito. Pero bastó el tiempo que tardara en recorrer los doscientos pasos que le separaban de su cuñado para que Carlos se sintiera repuesto.
    ¿De dónde venís, señor? dijo el rey con una aspereza que impresionó a Margarita.
    Pues... de la caza, hermano mío replicó ella.
    La caza era en la orilla del río y no en el bosque.
    Mi halcón se puso a perseguir un faisán, señor, en el momento en que nos quedamos atrás para examinar la garza.
    ¿Y dónde está el faisán?
    Aquí; es un hermoso macho, ¿no es cierto?
    Enrique, con su expresión más inocente, presentó a Carlos un ave de plumaje púrpura, azul y oro.
    ¡Ah! Pero ¿por qué no os reunisteis conmigo en cuanto cazasteis el faisán?
    Porque dirigió su vuelo hacia el parque, de modo, señor, que, cuando bajamos a la orilla del río, os vimos como a una media legua de distancia y en dirección al bosque. Entonces nos pusimos a galopar siguiendo vuestras huellas, ya que siendo de vuestra partida no queríamos perdernos de Vuestra Majestad.
    ¿Y todos estos caballeros? preguntó Carlos . ¿Estaban también invitados a ser de mi partida?
    ¿Qué caballeros? contestó Enrique, mirando a su alrededor inquisitivamente.
    ¡Vuestros hugonotes, pardiez! dijo Carlos . En todo caso, si alguien los ha invitado no fui yo.
    Desde luego, señor replicó Enrique , pero puede haberlos invitado el señor duque de Alençon.
    ¡Alençon!
    ¿Yo? dijo el duque.
    Sí, hermano mío repuso Enrique . ¿No anunciasteis ayer que erais rey de Navarra? No os extrañe que estos hugonotes, que os quieren como soberano, vengan a agradeceros a vos que hayáis aceptado la corona y al rey por habérosla otorgado. ¿No es así, señores?
    ¡Sí! ¡Sí! gritaron veinte voces . ¡Viva el duque de Alengon! ¡Viva el rey Carlos!
    Yo no soy rey de los hugonotes dijo Francisco trémulo de ira.
    Luego, mirando a Carlos por el rabillo del ojo, añadió:
    Y espero que no lo seré nunca.
    ¡No importa! dijo Carlos . Vos mismo sabéis, Enrique, que todo esto es muy extraño.
    Señor dijo el rey de Navarra con firmeza , cualquiera diría que estoy sufriendo un interrogatorio.
    Y si yo os dijera que en efecto es así, ¿qué me responderíais?
    Que soy tan rey como vos, señor dijo altivamente Enrique , pues no es la corona, sino el nacimiento el que confiere la dignidad, y que, por lo tanto, respondería a un hermano o a un amigo, pero a un juez, jamás.
    Me gustaría murmuró Carlos saber a qué atenerme alguna vez en mi vida.
    Que traigan al señor De Mouy dijo Alengon y lo sabréis. El señor De Mouy debe de haber caído prisionero.
    Enrique se sintió inquieto por un instante y cambió con Margarita una mirada.
    Por un momento todos callaron.
    El señor De Mouy no está entre los prisioneros dijo por fin el señor de Nancey , algunos de nuestros hombres creen haberle visto, pero ninguno está seguro. .
    Alençon profirió una blasfemia.
    Señor dijo Margarita señalando a La Mole y a Coconnas, que habían escuchado toda la conversación y sobre cuya inteligencia creía poder confiar , aquí hay dos gentiles hombres, pertenecientes al servicio del duque de Alençon; interrogadles y responderán.
    El duque acusó el golpe.
    Hice que los detuvieran precisamente para probar que no están a mi servicio dijo Alençon.
    El rey miró a los dos amigos y se estremeció al ver de nuevo a La Mole.
    ¡Oh! ¡Aún ese provenzal! gruñó.
    Coconnas saludó cortésmente.
    ¿Qué estabais haciendo cuando os detuvieron? le preguntó el rey.
    Señor, hablábamos de hechos de guerra y de amor.
    ¿A caballo, armados hasta los dientes y dispuestos a huir?
    No, señor dijo Coconnas , Vuestra majestad está mal informado. Estábamos echados a la sombra de un haya. Sub tegmine fagi.
    ¡Conque estabais tendidos a la sombra de un haya, eh!
    Y hasta hubiésemos podido huir si hubiéramos creído que de algún modo habíamos incurrido en la cólera de Vuestra Majestad. Veamos, señores, por vuestro honor de soldados añadió Coconnas dirigiéndose a los guardias que les habían detenido , ¿no creéis que, de haber querido, hubiéramos podido escapar?
    El hecho es dijo el teniente que estos señores no hicieron el menor movimiento para huir.
    Porque tenían lejos sus caballos terminó el duque de Alençon.
    Pido humildemente perdón a Vuestra Alteza dijo Coconnas , pero yo tenía el mío entre mis piernas y mi amigo el conde Lerac de La Mole tenía el suyo de la rienda.
    ¿Es verdad, señores? preguntó el rey.
    Así es, señor respondió el teniente , y es más: el señor de Coconnas se bajó de su caballo en cuanto nos vio.
    El aludido sonrió como queriendo decir: «Ya lo veis, señor.»
    Pero ¿y los otros caballos, y las mulas, y los cofres con que estaban cargados? preguntó Francisco.
    ¿Acaso somos mozos de cuadra? Llamad al palafrenero que los cuidaba.
    No está dijo el duque furioso.
    Será porque del susto habrá salido corriendo repuso Coconnas ; no se puede pedir a esa gente que tenga la misma sangre fría de un gentilhombre.
    ¡Siempre el mismo sistema! dijo Alençon rechinando los dientes . Felizmente, señor, os previne que desde hace algunos días estos caballeros no pertenecen a mi servicio.
    ¿Cómo? dijo Coconnas . ¿Tendré la desdicha de no servir más a Vuestra Alteza?...
    ¡Diablos! Vos lo sabéis mejor que nadie,.puesto que me presentasteis la renuncia en una carta bastante impertinente por cierto, que conservo, ¡a Dios gracias!, y que por casualidad traje conmigo.
    ¡Oh! respondió Coconnas . Esperaba que Vuestra Alteza me hubiese perdonado esa carta escrita en un momento de mal humor. Me acababa de enterar de que Vuestra Alteza había querido estrangular a mi amigo La Mole en un corredor del Louvre.
    ¿Qué dice de esto el interesado? interrumpió el rey.
    Creí que Vuestra Alteza estaba solo dijo ingenuamente La Mole , pero cuando me enteré de que otras tres personas...
    ¡Silencio! ordenó Carlos . Ya estamos suficientemente informados, Enrique dijo dirigiéndose al rey de Navarra . ¿Me dais vuestra palabra de que no intentaréis huir?
    Os la doy, señor.
    Volved a París con el señor de Nancey y esperad en vuestra habitación. Y vos, señores continuó, volviéndose hacia los dos caballeros , entregad vuestras espadas.
    La Mole miró a Margarita, que sonrió.
    Después entregó la espada al capitán que halló más próximo.
    Coconnas hizo otro tanto.
    ¿Encontraron al señor de Mouy? –preguntó el rey.
    No, señor contestó De Nancey , o no estaba en el bosque o se ha escapado.
    Tanto peor dijo el rey , volvamos. Siento frío y temo desmayarme.
    Es la cólera tal vez, señor dijo Francisco.
    Sí, es posible; todo vacila a mi alrededor. ¿Dónde están los prisioneros? No los veo. ¿Es de noche ya? ¡Oh! ¡Misericordia!... ¡Me quemo!... ¡A mí! ¡A mí!...
    El desdichado rey, soltando las riendas, abrió los brazos y cayó hacia atrás, siendo sostenido por los cortesanos aterrorizados ante este segundo ataque.
    Francisco, un poco retirado, se enjugaba la frente, ya que él era el único que sabía cuál era el mal que así atormentaba a su hermano.
    Enfrente de él, el rey de Navarra, ya bajo la custodia del señor de Nancey, consideraba la escena con creciente asombro.
    « ¡Eh! pensó con aquella prodigiosa intuición que de cuando en cuando le convertía en iluminado . ¿Y si fuera una suerte para mí el que me hayan impedido la huida?»
    Miró a Margarita, cuyos grandes ojos dilatados por el susto iban de él a Carlos y de Carlos a él.
    Esta vez, el rey había perdido el conocimiento. Trajeron una camilla sobre la que le colocaron. Cubierto con una capa que ofreció un cortesano, el cortejo se encaminó hacia París. Quienes habían visto salir por la mañana a unos alegres conspiradores y a un soberano feliz veían volver a un rey moribundo rodeado de prisioneros.
    Margarita, que no había perdido su libertad corporal ni espiritual, hizo una última seña de inteligencia a su marido y pasó luego tan cerca de La Mole que éste pudo oír las dos palabras griegas que pronunció.
    Mê déidé.
    Es decir: «Nada temas.»
    ¿Qué lo ha dicho? preguntó Coconnas.
    Me ha dicho que no tema nada respondió La Mole.
    Tanto peor murmuró el piamontés , eso significa que nada bueno podemos esperar de todo esto. Siempre que me han dicho esas palabras a manera de aliento he recibido una bala o una estocada en el cuerpo, cuando no una maceta en la cabeza. «Nada temas», en hebreo, latín, griego o francés, siempre ha significado para mí: «Ten cuidado.»
    En marcha, señores dijo el teniente de la caballería ligera.
    Si no es indiscreción, señor dijo Coconnas , ¿adónde nos llevan?
    Creo que a Vincennes respondió el teniente.
    Preferiría ir a otra parte comentó el piamontés ; pero, en fin, no siempre va uno adonde se propone.
    En el trayecto el rey recobró el sentido y sintió renacer sus fuerzas.
    Al llegar a Nanterre quiso volver a montar a caballo, pero se lo impidieron.
    Haced llamar a Ambrosio Paré solicitó Carlos al llegar al Louvre.
    Bajó de su improvisada litera, subió la escalera apoyado en el brazo de Tavannes y entró en su aposento, prohibiendo que nadie le siguiera.
    Todo el mundo advirtió su extremada gravedad; durante el camino pareció meditar profundamente, no dirigió la palabra a nadie y, sin duda, había olvidado ya la conspiración y los conspiradores. Era evidente que lo que más le preocupaba era su enfermedad.
    Enfermedad súbita, extraña y aguda, cuyos síntomas eran los mismos que los que experimentara su hermano Francisco II poco tiempo antes de morir.
    Por eso, la orden de que nadie, excepto Ambrosio Paré, entrara en su cuarto no causó extrañeza.
    La misantropía formaba, como ya se sabe, el fondo del carácter de aquel príncipe.
    Carlos entró en su alcoba, se sentó en un sofá, apoyó la cabeza en unos almohadones y, pensando que quizás Ambrosio Paré tardaría en acudir, quiso entretener el tiempo de la espera.
    Dio una palmada y se presentó un guardia.
    Decid al rey de Navarra que quiero hablarle.
    El soldado hizo una reverencia y fue a llevar el recado.
    Carlos echó hacia atrás la cabeza; una terrible pesadez le impedía coordinar sus ideas, una especie de nube sangrienta flotaba ante sus ojos y tenía la boca seca, pese a que, sin llegar a apagar su sed, había vaciado ya una jarra entera.
    En medio de aquella somnolencia vio abrirse la puerta y aparecer a Enrique. El señor de Nancey le seguía, pero permaneció en la antecámara.
    El rey de Navarra esperó a que la puerta se cerrara.
    Luego avanzó.
    Señor dijo , me habéis dicho que viniera; aquí estoy.
    El rey se conmovió al oír su voz, y con gesto maquinal le tendió la mano.
    Señor dijo Enrique sin mover sus brazos , Vuestra Majestad olvida que ya no soy su hermano, sino su prisionero.
    ¡Ah! Es verdad contestó Carlos , gracias por habérmelo recordado. Más aún; recuerdo que me prometisteis que me responderíais francamente cuando estuviésemos solos.
    Estoy dispuesto a cumplir mi promesa; interrogadme, señor.
    El rey vertió agua fría en su mano y se la llevó a la frente.
    ¿Qué hay de cierto en la acusación del duque de Alençon? Vamos, contestad, Enrique.
    La mitad solamente; era el señor de Alençon quien debía huir y yo quien había de acompañarle.
    ¿Y por qué habíais de acompañarle? preguntó Carlos . ¿Estabais descontento de mí, Enrique?
    No, señor, al contrario. No tengo más que elogios para Vuestra Majestad, y Dios, que puede leer en los corazones, verá en el mío cuán profundo es el afecto que profeso a mi hermano y a mi rey.
    Me parece dijo Carlos , que no es natural eso de huir de la gente a quien queremos y que nos quiere.
    Por eso dijo Enrique no huía de los que me quieren, sino de los que me detestan. ¿Me permite Vuestra Majestad que hable con toda franqueza?
    Hablad.
    Quienes me detestan aquí, señor, son el duque de Alençon y la reina madre.
    Del duque de Alençon no digo que no –repuso Carlos , pero la reina madre os colma siempre de atenciones.
    Precisamente por eso desconfío de ella, señor, y tengo mis motivos para desconfiar.
    ¿Cómo es eso?
    Me veo obligado a sospechar de ella o de quienes la rodean. Ya sabéis que la desgracia de los reyes no está siempre en ser mal servidos, sino en estarlo demasiado bien.
    Explicaos; os habéis comprometido a contármelo todo.
    Y, como verá Vuestra Majestad, estoy decidido a cumplir lo dicho.
    Continuad.
    Vuestra Majestad me ha dicho que me tiene mucho afecto.
    Es decir, os lo tenía antes de vuestra traición, Enriquito.
    Supongamos que me lo seguís teniendo, señor.
    ¡Sea!
    Pues si me queréis debéis desear que yo viva, ¿no es cierto?
    Me hubiera ocasionado un gran disgusto el saber que os amenazaba cualquier desgracia.
    Pues bien, señor, Vuestra Majestad ha estado por dos veces a punto de sumirse en la aflicción.
    ¿Por qué?
    Pues porque por dos veces ha sido la Providencia quien me ha salvado la vida. Es verdad que la última vez la Providencia se personificó en Vuestra Majestad.
    ¿Y la primera vez en quién se personificó?
    En un hombre que se asombraría mucho de que le confundieran con ella; en Renato. Vos me salvasteis de las estocadas de Maurevel.
    Carlos frunció el ceño al recordar la noche en que había llevado a Enrique a la calle de las Barras.
    ¿Y Renato? preguntó.
    Renato me salvó del veneno.
    ¡Diantre! Tienes suerte, Enriquito dijo el rey, esbozando una sonrisa que se convirtió en una mueca de dolor al sentir una punzada en las entrañas . Pues no es ésa su profesión añadió.
    Dos milagros me salvaron, señor. Un milagro de arrepentimiento por parte del florentino y un milagro de bondad por vuestra parte. Os confieso que tuve miedo de que el Cielo se cansara de hacer milagros y, in vista de eso, quise huir, guiándome del proverbio que dice: «Ayúdate a ti mismo y el Cielo lo ayudará.»
    ¿Y por qué no me dijiste todo eso antes, Enriquito?
    Diciéndoos estas mismas palabras ayer hubiera sido un delator.
    ¿Y diciéndomelas hoy?
    Hoy es otra cosa; estoy acusado y me defiendo.
    ¿Estás seguro de la primera tentativa de que hablas, Enriquito?
    Tan seguro como de la segunda.
    ¿Intentaron envenenarte?
    Cierto.
    ¿Con qué?
    Con un cosmético.
    ¿Y cómo puede envenenarse a una persona con un cosmético?
    ¡Diablos! Señor, preguntádselo a Renato: también se puede envenenar a alguien valiéndose de unos guantes...
    Carlos arrugó la frente; luego poco a poco su semblante se serenó.
    Sí, sí dijo como si hablase consigo mismo , está en la naturaleza de los seres el instinto de huir a la muerte. ¿Por qué no ha de hacer la inteligencia lo que aconseja el instinto?
    Señor dijo Enrique , ¿cree Vuestra Majestad en cuanto le he dicho y está convencido de mi sinceridad?
    Sí, Enriquito, eres un excelente muchacho. ¿Y crees tú que quienes lo perseguían no están ya cansados, sino que, por el contrario, pueden hacer nuevas tentativas ?
    =Todas las noches me asombro de estar todavía con vida, señor.
    Quieren matarte porque saben que lo estimo, Enriquito. Pero puedes estar tranquilo; serán castigados por su mal proceder. Mientras tanto, lo devuelvo la libertad.
    ¿Puedo entonces irme de París? preguntó Enrique.
    No, ya sabes que me es imposible prescindir de ti. ¡Por mil demonios! Es preciso que tenga junto a mí a alguien que me quiera.
    Entonces, señor, si Vuestra Majestad me conserva a su lado le ruego que me conceda una gracia.
    ¿Cuál?
    La de no tenerme aquí a título de amigo, sino de prisionero.
    ¡Cómo! ¿De prisionero?
    Sí, ¿no ve Vuestra Majestad que su amistad me pierde?
    ¿Prefieres mi odio?
    Un odio aparente, señor. Vuestro odio me salvará. Mientras me vean en desgracia no tendrán tanta prisa por verme muerto.
    Enriquito dijo Carlos , ni sé lo que deseas ni cuál es lo propósito, pero, si tus deseos no se cumplen ni logras lo que lo propones, seré el primero en asombrarme.
    ¿Puedo contar entonces con la enemistad del rey?
    Sí.
    Así me quedo más tranquilo... ¿Qué ordena ahora Su Majestad?
    Vete a lo cuarto, Enriquito. Me siento enfermo; voy a ver a mis perros y me acostaré en seguida.
    Señor dijo Enrique , Vuestra Majestad ha debido llamar a un médico; su indisposición de hoy puede ser quizá más grave de lo que parece.
    Ya hice llamar a Ambrosio Paré, Enriquito.
    Entonces me voy más tranquilo.
    ¡Por vida de...! dijo el rey . ¡Creo que, de toda mi familia, eres el único que me aprecia de verdad!
    ¿Es ésa vuestra opinión, señor?
    Palabra de caballero.
    Pues bien, entonces, recomendadme al señor de Nancey como si fuera un hombre a quien vuestra cólera no consintiera ni un mes de existencia. Es el único medio de que os pueda seguir queriendo durante mucho tiempo.
    ¡Señor de Nancey! gritó Carlos.
    El capitán de guardias se presentó.
    Pongo en vuestras manos al hombre más culpable del reino le dijo . Me responderéis de él con vuestra cabeza.
    Enrique, con aire consternado, salió lentamente detrás del capitán de Nancey.


    XXII

    ACTEON

    Al quedarse solo, Carlos se extrañó de que no apareciera ninguno de sus dos amigos más fieles; eran éstos su nodriza Magdalena y su galgo Acteón.
    «La nodriza se habrá marchado a cantar sus salmos a casa de algún hugonote que conozca se dijo , y Acteón debe de estar aún resentido del latigazo que le di esta mañana. N
    Cogió una vela y entró en el cuarto de la buena mujer. Allí no había nadie.
    Como se recordará, una puerta de la habitación de Magdalena comunicaba con la sala de armas. El rey se acercó a esta puerta.
    Apenas había andado unos pasos cuando volvió a sufrir una de aquellas crisis que padeció durante la cacería. Le hacía el efecto de que le atravesaban las entrañas con un hierro al rojo. Una sed inextinguible le atormentaba; como viera sobre una mesa una taza de leche, se la bebió de un tirón, sintiéndose después algo más aliviado.
    Cogió de nuevo la vela que dejara sobre un mueble y entró en la sala de armas.
    Con gran asombro por su parte, Acteón no salió a recibirle. ¿Le habrían encerrado? En todo caso, al oír que su amo estaba ya de regreso, aullaría.
    Carlos le llamó, silbó; el animal siguió sin aparecer. El rey avanzó algunos pasos, y como iluminara el rincón de la habitación vio allí una masa inerte que yacía en el suelo.
    ¡Hola! ¡Acteón, aquí! dijo Carlos.
    Silbó de nuevo.
    El perro no se movió tan siquiera.
    Carlos corrió hacia donde estaba y le tocó. El pobre animal estaba tieso y frío. De su boca contraída por el dolor habían caído algunas gotas de hiel y una baba espumosa y sanguinolenta se extendía por el suelo. El perro había encontrado una prenda de vestir de su amo; había querido morir apoyando la cabeza sobre aquel objeto que representaba al amigo.
    Ante aquel espectáculo que le hizo olvidar sus propios dolores y le devolvió toda su energía, la cólera exaltó sus venas y tuvo el impulso de gritar. Pero encadenados como están a su propia grandeza, los reyes no son dueños de ese primer impulso por el que todo hombre puede dejarse arrastrar llevado por una pasión o actuando en defensa propia. Carlos comprendió que se trataba de alguna traición y se calló.
    Arrodillado ante su perro, examinó el cadáver con mirada experta. Los ojos estaban vidriosos, la lengua roja y llena de pústulas. Parecía víctima de una extraña enfermedad que hizo estremecer a Carlos.
    El rey volvió a ponerse los guantes que se había quitado y levantó los pálidos labios del can para observar la dentadura. En los intersticios de los dientes había algunos fragmentos blanquecinos que se hallaban también adheridos a los puntiagudos colmillos.
    Recogió algunos de aquellos fragmentos y reconoció que eran trocitos de papel.
    En las partes de la encía más próximas a los trozos de papel la inflamación era más violenta, la carne aparecía hinchada y la piel roída par la acción del vitriolo.
    Carlos miró atentamente a su alrededor. Sobre la alfombra descubrió dos o tres trozos de papel semejantes a los que había visto en la boca del perro. En uno de estos trozos, mayor que los demás, podía distinguirse parte de un grabado.
    Sintió que los cabellos se le erizaban, pues reconoció en aquel papel un fragmento del grabado que representaba a un señor cazando con halcón y que Acteón había arrancado del libro de cetrería.
    ¡Ah! dijo palideciendo . ¡El libro estaba envenenado!
    Luego, evocando los recuerdos:
    ¡Por todos los demonios! gritó . ¡He tocado cada una de sus páginas con el dedo y después me he llevado el dedo a la boca para humedecerlo! Estos desmayos, estos dolores, los vómitos... ¡Me muero!
    Carlos permaneció por un momento inmóvil bajo el peso de aquel terrible descubrimiento. Luego se puso en pie lanzando un quejido y se precipitó hacia la puerta.
    ¡Renato! gritó . ¡Que vayan corriendo a buscar a Renato el florentino al puente de Saint Michel y que le traigan; time que estar aquí antes de diez minutos! Montad cualquiera de vosotros a caballo y llevaos otro caballo de repuesto para estar más pronto de regreso. En cuanto a Ambrosia Paré, si viene, hacedle esperar.
    Un centinela salió corriendo para cumplir la orden de su amo.
    ¡Oh! refunfuñó Carlos . Aunque tenga que torturar a todo el mundo, averiguaré quién fue el que dio este libro a Enriquito.
    Sudorosa la frente, crispadas las manos y la respiración jadeante, Carlos permaneció con los ojos fijos sobre el cadáver de su perro.
    Diez minutos después el florentino llamó tímidamente y, no sin cierto miedo, a la puerta de la habitación del rey. Existen ciertas conciencias para las que el cielo nunca está despejado.
    ¡Entrad! dijo Carlos.
    El perfumista apareció. Carlos fue hacia él con gesto imperioso.
    Vuestra Majestad me ha enviado a buscar dijo Renato con voz trémula.
    Sois un químico hábil, ¿no es cierto?
    Señor
    Y sabéis todo lo que saben los mejores médicos.
    Vuestra Majestad exagera.
    No, me lo ha dicho mi madre. Por otra parte, tengo confianza en vos y preferí consultaros antes que a otro cualquiera. Mirad añadió destapando el cadáver del galgo , mirad por favor lo que este animal tiene entre los dientes y decidme de qué ha muerto.
    Renato, con una vela en la mano, se inclinó hasta el suelo, tanto para disimular su confusión como para obedecer al rey. Carlos, de pie, sin apartar los ojos del florentino, aguardaba con una impaciencia fácil de comprender la palabra que podía ser su sentencia de muerte o su salvación.
    El perfumista sacó de su bolsillo una especie de escalpelo, lo abrió, con la punta separó de la boca del
    animal los trozos de papel adheridos a sus encías.
    Luego miró largamente y con atención el pus y la sangre que supuraban de las llagas.
    Señor dijo temblando , los síntomas no son nada buenos.
    Carlos sintió que se le helaba la sangre.
    Sí dijo , este perro ha sido envenenado, ¿no es verdad?
    Me temo que sí, señor.
    ¿Y con qué clase de veneno?
    Me parece que con uno de origen mineral.
    ¿Podríais adquirir la certidumbre de que ha sido envenenado?
    Sin duda. Abriéndolo y examinando el estómago.
    Abridlo, no quiero tener ninguna duda.
    Habría que llamar a alguien para que me ayudara.
    Yo mismo os ayudaré dijo Carlos.
    ¿Vos, señor?
    Sí, yo. Decidme, si está envenenado, ¿qué síntomas encontraremos?
    Rubefacciones y vegetación.
    Vamos dijo Carlos , manos a la obra.
    Renato abrió con el escalpelo el abdomen del galgo y separó la piel con las dos manos, mientras que Carlos, rodilla en tierra, le iluminaba con mano crispada y trémula.
    Ved, señor dijo Renato , aquí hay señales evidentes. Estas rubefacciones son las que os predije y estas venas sanguinolentas, que parecen las raíces de una planta, es lo que designé con el nombre de vegetación. Hallo aquí todo lo que buscaba.
    ¿De modo que el perro murió envenenado?
    Sí, señor.
    ¿Con un veneno mineral?
    Al parecer.
    ¿Y qué sentiría un hombre que por descuido hubiese tornado este mismo veneno?
    Un gran dolor de cabeza, quemazones internas, como si se hubiese tragado carbones encendidos, dolores de estómago y vómitos.
    ¿Y tendría sed? preguntó Carlos.
    Una sed inextinguible.
    Eso es, eso es murmuró el rey.
    Señor, en vano trato de adivinar el objeto de estas preguntas.
    ¿Para qué queréis saberlo? No tenéis necesidad de ello. Limitaos a responder a mis preguntas.
    Interrógueme Vuestra Majestad.
    ¿Qué contraveneno habría que administrar a un hombre que hubiese ingerido la misma substancia que mi perro?
    Renato reflexionó durante breves momentos.
    Existen varios venenos minerales dijo . Antes de contestar quisiera saber de cuál se trata. ¿Tiene algún indicio, Vuestra Majestad, de la forma en que fue envenenado su perro?
    Sí dijo Carlos , se comió una página de un libro.
    ¿Una página de un libro?
    Sí.
    ¿Y tiene Vuestra Majestad ese libro?
    Aquí está dijo Carlos, cogiendo el manuscrito del anaquel donde lo había dejado y mostrándoselo a Renato.
    Renato hizo un gesto de sorpresa que no pasó inadvertido al rey.
    ¿Se ha comido una hoja de este libro? balbució Renato.
    Ésta dijo Carlos señalando la página rota.
    ¿Me permitís que arranque otra, señor?
    Hacedlo.
    Renato arrancó una hoja y la acercó a la llama de la vela. El papel ardió y un fuerte olor a ajos invadió la estancia.
    Ha sido envenenado con un compuesto de arsénico dijo.
    ¿Estáis seguro?
    Como si lo hubiese preparado yo mismo.
    ¿Y el antídoto?...
    Renato movió la cabeza.
    ¿Cómo? dijo Carlos con voz ronca . ¿No conocéis el remedio?
    El mejor y el más eficaz consiste en tomar claras de huevo batidas mezcladas con leche, pero...
    ¿Pero... qué?
    Que es preciso tomarlo inmediatamente, pues de lo contrario...
    ¿De lo contrario?
    Señor, es un veneno terrible repitió una vez más Renato.
    Sin embargo, no ocasiona instantáneamente la muerte dijo Carlos.
    No, pero la muerte es segura; poco importa el tiempo que tarde en ocasionarla; a veces hasta puede calcularse.
    Carlos se reclinó sobre la mesa de mármol.
    Ahora dijo a Renato cogiéndole por el hombro , ¿conocéis este libro?
    ¿Yo, señor? dijo Renato poniéndose pálido.
    Sí, vos; al verlo os habéis delatado.
    Señor, os juro...
    Oídme bien, Renato: vos habéis envenenado a la reina de Navarra con unos guantes, al príncipe de Porcian con el humo de una lamparilla; intentasteis envenenar al señor de Condé con una manzana perfumada... Renato, os haré desollar vivo con una tenaza al rojo si no me decís a quién pertenece este libro.
    El florentino comprendió que no podía jugar con la cólera de Carlos IX y resolvió ser audaz.
    Y si digo la verdad, señor, ¿quién me garantizará que no seré castigado más cruelmente aún que si callo?
    Yo.
    ¿Me dais vuestra palabra de rey?
    A fe de caballero, os digo que no os pasará nada.
    En ese caso, este libro me pertenece dijo Renato.
    ¿A vos? dijo Carlos retrocediendo y contemplando al envenenador con una mirada extraviada.
    Sí, a mí.
    ¿Y cómo salió de vuestras manos?
    Fue Su Majestad la reina madre quien se lo llevó de mi casa.
    ¡La reina madre! exclamó Carlos.
    Sí.
    ¿Con qué propósito?
    Con el propósito, según creo, de enviárselo al rey de Navarra, quien había pedido al duque de Alençon un libro de ese género para estudiar la caza con halcón.
    ¡Oh! Ya comprendo dijo Carlos . En efecto, este libro estaba en el aposento de Enriquito. Me persigue la fatalidad.
    El rey sufrió en aquel momento un acceso de tos seca y violenta al que sucedió un nuevo dolor en el estómago. Lanzó dos o tres gritos ahogados y se desplomó en una silla.
    ¿Qué tenéis, señor? preguntó Renato aterrorizado.
    Nada dijo Carlos ; sólo tengo sed: dadme de beber.
    Renato echó agua en una copa y se la presentó con mano temblorosa a Carlos, quien la apuró de un solo
    trago.
    Ahora dijo Carlos cogiendo una pluma y mojándola en el tintero, escribid sobre este libro.
    ¿Qué queréis que escriba?
    Lo que os voy a dictar: «Este tratado de caza con halcón fue dado por mí a la reina madre Catalina de Médicis.»
    Renato cogió la pluma y escribió.
    Ahora firmad.
    El florentino firmó.
    Me prometisteis que conservaría la vida dijo el perfumista.
    Por mi parte cumpliré lo prometido.
    Pero dijo Renato ¿y por parte de la reina madre?
    ¡Oh! dijo Carlos . Eso no me incumbe; si os atacan, defendeos.
    Señor, ¿podré salir de Francia cuando crea que mi vida esté amenazada?
    Os responderé dentro de quince días.
    Y entre tanto
    Carlos, frunciendo el ceño, se llevó el dedo a los labios.
    ¡Oh! Podéis estar tranquilo, señor.
    Muy dichoso por haber salido del paso tan fácilmente, el florentino saludó y se fue.
    Cuando se hubo marchado apareció la nodriza por la puerta de su alcoba.
    ¿Qué hay, Carlitos? preguntó.
    Nodriza, salí con el rocío de la madrugada y he debido de ponerme malo.
    En efecto, estás muy pálido, mi querido, Carlitos.
    Es que me encuentro muy débil. Dadme el brazo, nodriza, para llegar hasta mi cama.
    La mujer se acercó solícita. Carlos se apoyó en ella y fue hasta su alcoba.
    Ahora dijo Carlos me acostaré sin ayuda de nadie.
    ¿Y si viene Ambrosio Paré?
    Le dirás que me encuentro mejor y que ya no le necesito.
    Y entre tanto ¿qué vas a tomar?
    ¡Oh! Una medicina muy sencilla dijo Carlos : claras de huevo batidas con leche. A propósito, nodriza continuó , el pobre Acteón ha muerto. Mañana por la mañana será preciso enterrarlo en un rincón del jardín del Louvre. Era uno de mis mejores amigos... Le haré construir una tumba... si es que tengo tiempo.

    XXIII

    EL BOSQUE DE VINCENNES

    Tal y como había ordenado Carlos, Enrique fue conducido aquella misma tarde al bosque de Vincennes. Allí se erguía el famoso castillo del que hoy sólo quedan las ruinas, fragmentos colosales que bastan para dar una idea de su grandeza pasada.
    El viaje se hizo en litera. Iban a cada lado cuatro guardias y delante el señor de Nancey, portador de la orden que abriría a Enrique las puertas de la prisión protectora.
    Al llegar a la poterna de la fortaleza se detuvieron. El señor de Nancey se bajó del caballo, abrió la puerta cerrada con cadenas a invitó respetuosamente al rey a que descendiera de la litera.
    Enrique obedeció sin hacer la más mínima objeción. Cualquier sitio le parecía más seguro que el Louvre y cada puerta que se cerraba tras él era una puerta más que le separaba de Catalina de Médicis.
    El prisionero atravesó el puente levadizo llevando un soldado a cada lado, atravesó las tres puertas de entrada y las tres que daban paso a la escalera; luego, precedido siempre por el señor de Nancey, subió un piso. Al llegar allí, viendo el capitán de guardias que se disponía a seguir subiendo; le dijo:
    Deteneos aquí, monseñor.
    ¡Ah! respondió Enrique . Por lo visto se me hacen los honores del piso principal.
    Señor respondió de Nancey , os tratan como rey que sois.
    «¡Diablos! pensó Enrique . Dos o tres pisos más no me hubieran humillado en modo alguno. Aquí estaré demasiado bien; sospecharán cualquier cosa.»
    ¿Quiere seguirme Vuestra Majestad? dijo el señor de Nancey.
    ¡Por Dios! respondió el rey de Navarra . Sabéis muy bien, señor, que no se trata aquí de lo que yo quiera, sino de lo que ordene mi hermano Carlos. ¿Ordena él que yo os siga?
    Sí, señor.
    En tal caso, ya os sigo.
    Se internaron por una especie de corredor hasta encontrar una sala bastante amplia, de paredes sombrías y aspecto lúgubre.
    Enrique miró en torno suyo sin dar señales de inquietud.
    ¿Dónde estamos? preguntó.
    Ésta es la sala de los tormentos, monseñor.
    ¡Ah! ¡Ah! dijo el rey mirando atentamente la estancia que cruzaban.
    Había de todo en aquella sala: jarros y caballetes para administrar la tortura del agua y cuñas y mazos para hacer confesar al reo. Alrededor de la sala había una serie de bancos de piedra para los desdichados que esperaban el tormento y, clavadas en la pared, unas argollas de hierro puestas sin otra simetría que la inspirada por aquel arte siniestro. Su proximidad a los bancos indicaba claramente que servían para apresar los miembros de quienes estuvieran sentados. Enrique continuó su camino sin decir palabra, pero sin perder un solo detalle de aquel odioso sistema que dejaba escrita, por así decirlo, la historia del dolor sobre las paredes. La atención con que miraba todo aquello hizo que no mirase a sus pies, lo que fue causa de que tropezase.
    ¡Eh! ¿Qué es esto? dijo Enrique, señalando una especie de surco abierto en las losas muy húmedas del piso.
    Es el desagüe, señor.
    ¿Llueve aquí?
    Sí, señor, sangre.
    ¡Ah, ya! replicó el rey . ¿Y falta mucho para llegar a mi cuarto?
    Ya estamos; monseñor dijo una sombra que se dibujaba en la oscuridad y que a medida que se acercaban a ella parecía más definida y palpable.
    Enrique, que creyó reconocer la voz, avanzó algunos pasos y contempló él rostro de quien acababa de hablar.
    ¡Vaya! ¿Sois vos, Beaulieu? dijo . ¿Qué diablos hacéis aquí?
    Señor, acabo de recibir el nombramiento de gobernador de la fortaleza de Vincennes.
    Pues bien, mi querido amigo, vuestro comienzo no puede ser más honroso; un rey como prisionero no es poca cosa.
    Perdón, señor respondió Beaulieu , pero antes que vos recibí a dos gentiles hombres.
    ¿Quiénes son? ¡Ah! Excusadme; quizá cometo una indiscreción. Si es así, haceos cuenta de que nada he preguntado.
    Monseñor, no tengo por qué guardar el secreto; son los señores La Mole y Coconnas.
    ¡Ah! Es verdad; precisamente vi arrestar a esos pobres caballeros; ¿y qué tal soportan su desgracia?
    Cada cual a su manera; mientras uno parece alegre, el otro no puede estar más triste; cuando uno canta, el otro gime.
    ¿Cuál es el que llora?
    El señor de La Mole, Majestad.
    A fe mía dijo Enrique que comprendo mejor al que llora que al que canta. Según veo, la prisión no es nada alegre. ¿En qué piso están alojados?
    Arriba del todo; en el cuarto piso.
    Enrique suspiró. Hubiera dado cualquier cosa por encontrarse allí.
    Vamos, señor Beaulieu, tened la bondad de indicarme mi celda; estoy deseando verme allí de una vez, pues me encuentro sumamente cansado de todo el día.
    Ésta es, monseñor dijo Beaulieu, señalando a Enrique una puerta abierta.
    Número dos dijo Enrique . ¿Y por qué no la número uno?
    Porque está reservada, monseñor.
    ¡Ah! Por lo visto esperáis a un preso de mayor alcurnia que yo.
    No creo haber dicho que se tratara de un preso, monseñor.
    ¿Qué es, entonces?
    No insistáis, monseñor, pues me vería obligado a guardar silencio faltando a la obediencia que os debo.
    ¡Ah! Eso es distinto dijo Enrique.
    Quedóse más pensativo aún de lo que estaba, pues aquel número uno le intrigaba de modo bien visible.
    El gobernador no desmintió su cortesía inicial. Con toda clase de consideraciones instaló a Enrique en su celda, le dio excusas por las comodidades que pudieran faltarle y salió dejando dos centinelas a la puerta.
    Ahora dijo el gobernador dirigiéndose al carcelero , vayamos a ver a los otros.
    El carcelero tomó la delantera. Regresaron por el mismo camino por donde habían venido; atravesaron la sala de los tormentos, siguieron por el corredor hasta llegar a la escalera y, siempre detrás de su guía, el señor Beaulieu subió tres pisos.
    Al llegar a aquel piso que, contando con el primero, hacía el cuarto, el carcelero abrió sucesivamente tres puertas, provista cada cual de dos cerraduras y tres enormes cerrojos.
    Apenas había llegado a la tercera cuando se oyó una voz estentórea que gritaba:
    ¡Eh! ¡Voto al diablo! Abrid aunque no sea más que para que entre un poco de aire. Vuestra estufa está tan caliente que aquí se ahoga cualquiera.
    Coconnas, a quien habrá reconocido el lector por su juramento favorito, dio desde donde estaba un salto hasta la puerta.
    Un momento, señor mío dijo el guardián ; no vengo a dejaros salir, sino a que nos dejéis entrar a mí y al señor gobernador, que me sigue.
    ¡El señor gobernador! exclamó Coconnas . ¿Y a qué viene?
    A visitaros.
    Es mucho honor el que me hace respondió Coconnas ,sea bienvenido el señor gobernador.
    El señor Beaulieu entró y, en efecto, cortó en flor la cordial sonrisa de Coconnas con uno de esos gestos glaciales tan propios de los gobernadores de las prisiones, de los carceleros y de los verdugos.
    ¿Tenéis dinero, señor? le preguntó.
    ¿Yo? dijo Coconnas . Ni un escudo.
    ¿Y joyas?
    Tengo un anillo.
    ¿Me permitís que os registre?
    ¡Voto al diablo! exclamó Coconnas enrojeciendo de ira . Os conviene tanto como a mí el estar en la cárcel.
    Todo hay que sufrirlo al servicio del rey.
    Pero decidme añadió el piamontés , ¿las buenas gentes que se dedican a desvalijar a todo el que pasa por el puente Nuevo, están también como vos al servicio del rey ¡Voto al diablo, qué injusto he sido! Hasta ahora los había tomado por simples bandoleros.
    Buenas noches, señor dijo Beaulieu, volviéndose . Carcelero, encierra a este preso.
    Se fue el gobernador llevándose el anillo de Coconnas en el que lucía una hermosa esmeralda que la señora de Nevers le había regalado para recordarle el color de sus ojos.
    Veamos al otro dijo al salir.
    Atravesaron un cuarto vacío y recomenzó la operación de abrir tres puertas, seis cerraduras y nueve cerrojos.
    Cuando se abrió la última puerta, lo primero que oyeron los visitantes fue un suspiro.
    La celda tenía un aspecto aún más lúgubre que la que acababan de dejar. Cuatro aspilleras iluminaban débilmente tan triste recinto. Se hallaban, además, cerradas con barrotes de hierro entrecruzados colocados con tal arte que impedían que el preso pudiera contemplar siquiera el cielo.
    De cada ángulo de la habitación salían unos nervios de estilo gótico que se reunían en el centro de la bóveda formando un rosetón.
    La Mole estaba sentado en un rincón y, a pesar de la llegada de los visitantes, permaneció como si nada hubiera oído.
    El gobernador se detuvo en el umbral y contempló por un instante al preso, que se hallaba inmóvil con la cabeza entre las manos.
    Buenas noches, señor de La Mole dijo Beaulieu.
    El joven levantó la cabeza con lentitud.
    Buenas noches, señor respondió.
    Señor añadió el gobernador , vengo a registraros.
    Es inútil dijo La Mole , os entregaré todo lo que tengo.
    ¿Qué tenéis?
    Alrededor de trescientos escudos, estas joyas y estos anillos.
    Dádmelos, señor ordenó el gobernador.
    Aquí los tenéis.
    La Mole se vació las bolsillos, quitóse las sortijas y arrancó el broche de su sombrero.
    ¿No tenéis nada más?
    Que yo sepa, no.
    ¿Y qué es eso que cuelga del cordón de seda que lleváis al cuello? preguntó el gobernador.
    Señor, esto no es una joya, sino una reliquia.
    Dádmela.
    ¡Cómo! ¿La exigís?...
    Tengo orden de dejaros solamente los vestidos, y una reliquia no es un vestido.
    La Mole hizo un gesto de cólera que en medio de la calma dolorosa y digna que le caracterizaba, resultó mucho más terrible todavía para aquellas gentes tan habituadas a las violentas sacudidas de los presos.
    Casi al instante recuperó su flema.
    Está bien, señor dijo , ahora veréis qué es lo que me pedís.
    Volviéndose, como para aproximarse a la luz, desató la pretendida reliquia, que no era otra cosa sino un medallón con un retrato. Sacó el retrato y se lo llevó a los labios repetidas veces, después de lo cual fingió dejarlo caer y apoyando encima el tacón de su bota hizo como que lo rompía en mil pedazos.
    ¡Señor!... dijo el gobernador, al tiempo que se agachaba tratando de salvar de la destrucción aquel misterioso objeto que La Mole quería hacer desaparecer. La miniatura se había hecho añicos.
    El rey podrá tener esta joya dijo La Mole , pero no tiene ningún derecho sobre el retrato que encerraba. Aquí tenéis el medallón. Podéis llevárselo.
    Me quejaré al rey dijo Beaulieu.
    Sin despedirse del preso ni con una sola palabra, se marchó tan furioso que dejó al carcelero el cuidado de cerrar las puertas sin tomarse el cuidado de presenciar la operación.
    El guardián dio algunos pasos como para salir, pero al ver que el señor Beaulieu descendía ya la escalera, dijo volviéndose:
    A fe mía, señor, hice bien en invitaros a que me dierais en seguida los cien escudos gracias a los cuales consiento en dejaros hablar con vuestro amigo; si no me los hubieseis dado, el gobernador os los habría quitado junto con los otros trescientos, y mi conciencia no me permitiría hacer ya nada por vos. Pero como me habéis pagado por anticipado y os prometí que le veríais, venid... Un hombre honrado no tiene más que una palabra... Únicamente, si es posible, os ruego, tanto por vos como por mí, que no habléis de política.
    La Mole salió de la celda y se encontró con Coconnas, que se pasaba por las baldosas de la habitación contigua.
    Los dos amigos se arrojaron uno en brazos del otro.
    El carcelero hizo como que se enjugaba los ojos y salió para vigilar, no fuera que alguien sorprendiera a los presos o, mejor dicho, le sorprendiera a él.
    ¡Ah! Al fin lo veo dijo Coconnas . ¿Te visitó ese odioso gobernador?
    Igual que a ti, supongo.
    ¿Y lo quitó todo?
    Lo mismo que a ti.
    ¡Oh! Yo no tenía gran cosa, solamente la sortija de Enriqueta.
    ¿Y dinero en efectivo?
    Di cuanto tenía a este buen carcelero para que nos proporcionara una entrevista.
    ¡Perfecto! dijo La Mole . El bribón recibe, por lo visto, con las dos manos.
    ¿Cómo? ¿Tú también le pagaste?
    Sí, le di cien escudos.
    Bueno, más vale que nuestro carcelero sea un miserable.
    Sin duda, conseguiremos de él cualquier cosa con dinero; y según espero, no ha de faltarnos dinero.
    Y ahora ¿tú comprendes lo que nos ha sucedido?
    Sí..., hemos sido delatados.
    Por el execrable duque de Alençon. Tema yo razón cuando quise retorcerle el pescuezo.
    ¿Crees que es grave nuestra situación?
    Me temo que sí. De modo que tendremos que sufrir... el tormento.
    No he de ocultarte que ya pensé en ello.
    ¿Y qué dirás si llegan hasta semejante extremo?
    ¿Y tú?
    Yo guardaré silencio respondió La Mole con un rubor febril.
    ¿Te callarás? exclamó Coconnas.
    Sí, si tengo fuerza bastante.
    Pues bien, yo lo aseguro dijo Coconnas que si me hacen esa infamia diré muchas cosas.
    ¿Qué cosas? preguntó ávidamente La Mole.
    ¡Oh! ¡No tengas cuidado! Son cosas que quitarán el sueño por una temporada al duque de Aiençon.
    La Mole iba a contestar cuando el carcelero, que sin duda había escuchado algún ruido, acudió, metió a
    cada cual en su celda y cerró la puerta tras ellos.


    XXIV

    LA FIGURA DE CERA

    Desde hacía ocho días, Carlos se hallaba postrado en el lecho, debilitado por una fiebre extenuante, interrumpida por violentos accesos parecidos a los ataques epilépticos. Durante aquellos accesos daba a veces unos gritos que oían con terror los guardias que estaban en su antecámara y cuyo eco resonaba por los rincones del viejo Louvre, hartos de despertarse de un tiempo a esta parte sobresaltados por tantos ruidos siniestros. Luego, una vez calmado el acceso, abrumado de fatiga y con los ojos sin brillo, se apoyaba en los brazos de su nodriza y guardaba un silencio que parecía, a la vez, despectivo y terrorífico.
    Decir lo que Catalina de Médicis y el duque de Alençon, incomunicados por completo, ya que la madre y el hijo se huían mutuamente, guardaban en el fondo de sus siniestros corazones, sería pretender describir el inmundo espectáculo de un nido de víboras.
    Enrique continuaba preso y, de acuerdo con sus propios deseos, nadie pudo obtener permiso para visitarle, ni siquiera Margarita. Ante los ojos de todos su desdicha era completa. Catalina y Francisco respiraban tranquilos, creyéndole perdido, y Enrique, sintiéndose olvidado, comía y bebía con mayor apetito.
    En la corte nadie sospechaba la causa de la enfermedad del rey. Ambrosio Paré y su colega Mazille habían diagnosticado una inflamación del estómago, tomando equivocadamente el efecto por la causa. Por consiguiente, habían prescrito un régimen calmante que por fortuna contribuía a la acción de la bebida indicada por Renato y que Carlos tomaba tres veces al día de manos de su nodriza, como base principal de su alimentación.
    La Mole y Coconnas seguían también en la fortaleza de Vincennes rigurosamente incomunicados. Margarita y la señora de Nevers habían hecho diez tentativas de llegar hasta ellos o, al menos, de lograr que les transmitieran un mensaje, pero sus esfuerzos resultaron vanos.
    Una mañana, entre las alternativas que experimentaba en el curso de su enfermedad, sintióse Carlos un poco mejor y quiso que se dejase entrar hasta su alcoba a toda la corte, que, como de costumbre, y pese a la suspensión de la audiencia matinal, se presentaba todas las mañanas en las habitaciones del rey. Las puertas se abrieron de par en par y todo el mundo pudo reconocer por la palidez de sus mejillas, por el tono marfileño de su frente y por la llama febril de sus ojos, hundidos en el fondo de negras ojeras, los terribles estragos que la desconocida enfermedad había causado sobre el cuerpo del joven monarca.
    La alcoba del rey se llenó rápidamente de cortesanos interesados y curiosos.
    Catalina, Francisco y Margarita fueron advertidos de que el rey recibía a la corte.
    Los tres fueron a la habitación, mediando entre la entrada de uno a otro muy poco intervalo. Catalina entró calmosamente, Alençon sonriente y Margarita abatida.
    Catalina se sentó a la cabecera de la cama de su hijo sin advertir la mirada con que éste la recibió cuando la vio acercarse.
    Alençon se situó a los pies y permaneció de pie.
    Margarita se apoyó en un mueble y, al contemplar la pálida frente, el rostro demacrado y los ojos hundidos de su hermano, no pudo contener un suspiro, y una lágrima corrió por sus mejillas.
    Carlos, a quien nada se le escapaba, vio la lágrima y oyó el suspiro, por lo que hizo a Margarita un signo imperceptible con la cabeza.
    Aquel gesto, por imperceptible que fuese, iluminó el semblante de la pobre reina de Navarra, a quien Enrique no había tenido tiempo de decirle nada o no juzgó oportuno hacerlo.
    Temía por la suerte de su marido y temblaba por la de su amante.
    Por ella misma no abrigaba ninguna zozobra, pues conocía demasiado bien a La Mole y sabía hasta qué punto podía contar con él.
    Decidme, hijo mío habló Catalina . ¿Cómo os encontráis?
    Mejor, madre mía, mejor.
    ¿Qué es lo que dicen vuestros médicos?
    ¿Mis médicos? ¡Ah! Son grandes doctores, madre dijo Carlos lanzando una carcajada , y siento un supremo placer, os lo confieso, cada vez que los oigo discutir acerca de mi enfermedad. Nodriza, dadme de beber.
    La nodriza ofreció a Carlos una taza con su acostumbrada mezcla.
    ¿Qué os hacen tomar, hijo mío?
    ¡Oh, señora! ¿Quién puede saber de qué se componen sus recetas? respondió el rey, ingiriendo ávidamente el brebaje.
    Lo que necesitaría mi hermano dijo Francisco sería poderse levantar y tomar el sol; la caza, que a él tanto le gusta, le sentaría muy bien.
    Sí dijo Carlos con una sonrisa cuyo sentido no pudo adivinar el duque ; no obstante, la última cacería no me sentó nada bien.
    Carlos pronunció estas palabras de un modo tan singular, que la conversación, en la que no habían intervenido los cortesanos allí presentes, quedó interrumpida. Luego el rey hizo un gesto con la cabeza. Los cortesanos, comprendiendo que la recepción había terminado, se retiraron poco a poco.
    Alençon hizo un movimiento como para acercarse a su hermano, pero una fuerza interior le detuvo. Saludó y se fue.
    Margarita se abalanzó sobre la descarnada mano que su hermano le tendía y, tras oprimirla y besarla, salió a su vez.
    ¡Qué buena es Margot! murmuró Carlos.
    Sólo quedó Catalina, que seguía sentada a la cabecera de la cama. Carlos, al verse cara a cara con ella, se volvió de espaldas con el mismo sentimiento de repulsión con que se hubiera apartado de una serpiente.
    El rey, informado por la confesión de Renato, y luego afirmado en su idea a través de largas horas de silencio y meditación, no tenía ya siquiera el consuelo de una duda.
    Sabía perfectamente a quién y a qué debía atribuir su muerte.
    Así, pues, cuando Catalina se aproximó al lecho y alargó hacia su hijo una mano tan fría como su mirada, éste se estremeció y tuvo miedo.
    ¿Os quedáis, señora?
    Sí, hijo mío repuso Catalina , tengo que hablaros de cosas importantes.
    Hablad, señora dijo Carlos, apartándose cuanto pudo de su lado.
    Señor dijo la reina , os he oído afirmar hace un momento que vuestros médicos son sabios doctores...
    Y lo sigo afirmando, señora...
    Sin embargo, ¿qué han hecho desde que estáis enfermo? '
    Nada, es cierto... pero si hubieseis oído lo que decían... En verdad, señora, uno quisiera estar enfermo siempre nada más que por escuchar tan sabias disertaciones.
    Pues bien, ¿queréis que os explique una cosa, hijo mío?
    ¡Cómo no! Decídmela, madre mía.
    Sospecho que todos esos grandes doctores no saben una palabra de vuestro mal.
    ¿De veras, señora?
    Ellos ven quizás el resultado, pero ignoran las causas.
    Es posible dijo Carlos sin comprender hasta dónde quería llegar su madre.
    De tal modo que tratan los síntomas en lugar de tratar la enfermedad que los provocan.
    ¡Por mi alma! replicó asombrado Carlos . Creo que tenéis razón, madre mía.
    Y como no conviene a mi corazón ni al bien del Estado que estéis tanto tiempo enfermo siguió Catalina , puesto que vuestra moral podría llegar a quebrantarse, he decidido reunir a los más sabios doctores.
    ¿En el arte de la medicina, señora?
    No, en un arte más profundo, en el arte que no sólo permite leer en los cuerpos, sino también en las almas.
    ¡Ah! ¡Qué hermoso arte, señora! ¡Y cuánta razón tienen al no enseñárselo a los reyes! ¿Y vuestros desvelos han tenido algún resultado? agregó.
    Sí.
    ¿Cuál?
    El que yo esperaba: aquí traigo a Vuestra Majestad el remedio que curará su cuerpo y su espíritu.
    Carlos se estremeció. Creyó que su madre, pensando que su enfermedad se prolongaba demasiado, había resuelto acabar a sabiendas lo que había empezado sin saber.
    ¿Y dónde está ese remedio? preguntó Carlos apoyándose en un codo y mirando a su madre.
    Reside en el mismo mal respondió Catalina.
    ¿Y dónde está el mal?
    Escuchad, hijo mío dijo Catalina . ¿Habéis oído decir alguna vez que existen enemigos secretos cuya venganza mata a la víctima a distancia?
    ¿Por medio del hierro o del veneno? preguntó Carlos sin perder de vista un instante la impasible fisonomía de su madre.
    No; por otros medios mucho más terribles y seguros respondió Catalina.
    Explicaos.
    Hijo mío dijo la florentina , ¿tenéis fe en las prácticas de la cábala y de la magia?
    Carlos disimuló una sonrisa de desprecio a incredulidad.
    Mucha dijo.
    Pues bien replicó apresuradamente Catalina , es de ahí de donde provienen todos vuestros sufrimientos. Un enemigo de Vuestra Majestad, que no osó atacaros de frente, ha conspirado en la sombra. Ha dirigido contra la persona de Vuestra Majestad una conspiración tanto más terrible cuanto que no tenía ningún cómplice y los misteriosos hilos de su trama eran invisibles.
    ¡Imposible, a fe mía! exclamó Carlos, rebelándose contra tanta astucia.
    Buscad bien, hijo mío dijo Catalina , acordaos de ciertos proyectos de evasión que debían asegurar la impunidad del criminal.
    ¡El criminal! exclamó Carlos . ¿El criminal decís? ¿Acaso han intentado matarme, madre mía?
    Los ojos cambiantes de Catalina giraron hipócritamente bajo sus párpados caídos.
    Sí, hijo mío; vos tal vez lo dudéis, pero yo estoy segura.
    Nunca dudo de lo que vos me decís respondió el rey con amargura . ¿Y cómo. trataron de matarme? Tengo curiosidad por saberlo.
    Por medio de la magia, hijo mío.
    Explicaos, señora dijo Carlos, volviendo a su papel de observador.
    Si ese conspirador al que quiero señalar... y al que Vuestra Majestad ha dado ya un nombre en el fondo de su corazón..., habiendo dispuesto sus baterías y estando seguro del éxito, hubiera logrado desaparecer, nadie quizás hubiese adivinado la causa de los sufri-mientos de Vuestra Majestad; pero, felizmente, señor, vuestro hermano velaba por vos.
    ¿Qué hermano?
    El duque de Alençon.
    ¡Ah! Sí, es cierto; siempre me olvido de que tengo un hermano murmuró Carlos, sonriendo tristemente . ¿Y decíais, señora...?
    Que por suerte él reveló a Vuestra Majestad el lado material de la conspiración. Pero mientras que él, como joven inexperto, no buscaba más que las huellas de un complot vulgar o las pruebas de una travesura de muchacho, yo busqué las pruebas de una acción mucho más importante, pues conozco hasta dónde llega la intención del culpable.
    Madre mía, se diría que estáis hablando del rey de Navarra dijo Carlos, queriendo saber hasta dónde llegaba el disimulo de la florentina.
    Catalina bajó los ojos hipócritamente.
    Me parece que ya le he hecho arrestar y conducir a Vincennes por la travesura en cuestión añadió el rey . ¿Acaso es más culpable de lo que supongo?
    ¿Sentís la fiebre que os devora? preguntó Catalina.
    Sí, por cierto dijo Carlos frunciendo el ceño.
    ¿Y el calor abrasador que os roe el corazón y las entrañas?
    Sí, señora respondió Carlos poniéndose cada vez más sombrío.
    ¿Y agudos dolores de cabeza que pasan de vuestros ojos a vuestro cerebro como si fueran flechas?
    Sí, sí, señora. ¡Oh! Todo eso es lo que siento. ¡Qué bien sabéis describir mi mal!
    Es bien sencillo dijo la florentina , mirad...
    De debajo de su capa sacó un objeto que presentó al rey.
    Era una figurita de cera amarillenta, de unas seis pulgadas de alto. La estatuita tenía un vestido salpicado de estrellas de oro y un manto real también de cera.
    ¿Qué significa esta estatuita? preguntó Carlos.
    Mirad lo que lleva en la cabeza dijo Catalina.
    Una corona repuso Carlos.
    ¿Y en el corazón?
    Una aguja.
    Pues bien, señor, ¿os reconocéis en ella?
    ¿Yo?
    Sí, vos, con vuestra corona y vuestro manto.
    ¿Y quién ha hecho esta figura? preguntó Carlos fatigado ya de aquella comedia . ¿Diréis también que el rey de Navarra?
    No, señor.
    ¿No?... Pues entonces no comprendo nada.
    He dicho que no repuso Catalina , porque Vuestra Majestad se refirió al hecho en sí, pero hubiese dicho que sí si Vuestra Majestad me hubiese hecho la pregunta de otro modo.
    Carlos no contestó. Trataba de adivinar todos los pensamientos de aquella mente tenebrosa que se cerraba siempre ante él en el momento preciso en que creía posible poder leer en ella.
    Señor añadió Catalina , esta estatua ha sido hallada por Laguesle, vuestro procurador general, en el aposento del hombre que el día de la caza con halcón tenía un caballo dispuesto para el rey de Navarra.
    ¿Os referís al señor de La Mole? preguntó Carlos.
    Sí, el mismo; ahora, si os place, mirad esta aguja de acero que le atraviesa el corazón y ved la letra que está escrita en el papel que cuelga de ella.
    Veo una M dijo Carlos.
    Es decir: muerte. Es la fórmula mágica, señor. El inventor escribe así su deseo sobre la misma herida que abre. Si hubiera querido que os atacara la locura, como hizo el duque de Bretaña con el rey Carlos VI, hubiese clavado la aguja en la cabeza y hubiera escrito una L en lugar de una M.
    ¿De modo dijo Carlos IX que en vuestra opinión es el señor de La Mole quien atenta contra mis días?
    Sí, como el puñal busca al corazón, sólo que detrás del puñal está la mano que lo empuña.
    ¿Y es ésta la causa del mal que me aflige? ¿Y acabará el mal el día en que cese el sortilegio? ¿Qué es lo que hay que hacer para ello? preguntó Carlos . Vos lo sabéis, mi buena madre; yo, como no he dedicado toda mi vida a ocuparme de esto como vos habéis hecho, soy muy ignorante en materia de magia.
    La muerte del inventor rompe el encanto, esto es todo. El día en que el maleficio sea destruido, el mal cesará dijo Catalina.
    ¿De veras? preguntó Carlos fingiendo asombro.
    ¿Cómo? ¿No lo sabéis?
    ¡Diantre! No soy brujo dijo el rey.
    Vuestra Majestad está convencida ahora, ¿no es cierto? preguntó Catalina.
    En efecto.
    ¿Y esta convicción acaba con vuestra inquietud?
    Completamente.
    ¿No me lo diréis por compromiso?
    No, madre mía, os lo digo con toda el alma.
    El semblante de Catalina se dulcificó.
    ¡Dios sea loado! exclamó, como si realmente creyera en Dios.
    Sí, Dios sea loado repitió con ironía Carlos . Ahora ya sé tan bien como lo sabéis vos a quién debo atribuir el estado en que me encuentro y no ignoro por consiguiente a quién debo castigar.
    Y castigaremos ....
    Al señor de La Mole: ¿no me dijisteis que él era el culpable?
    Dije que era el instrumento.
    Está bien dijo Carlos , empecemos por La Mole; es el más importante. Todas estas crisis que sufro pueden llegar a crear en torno nuestro suposiciones peligrosas. Es urgente que se haga la luz y que a esta luz resplandezca la verdad.
    ¿De modo que el señor de La Mole...?
    Me conviene admirablemente como culpable: lo acepto, pues. Comenzaremos por él, y si tiene algún cómplice, ya lo dirá.
    Sí murmuró Catalina , y si no quiere decirlo, le obligaremos a hablar. Contamos para ello con medios infalibles.
    Y levantándose dijo en voz alta:
    ¿Permitís, señor, que comience la instrucción del proceso?
    Es mi deseo, señora respondió Carlos , y... cuanto antes comience será mejor...
    Catalina estrechó la mano de su hijo, sin darse cuenta del nervioso estremecimiento que la agitó al ponerse en contacto con la suya, y se fue sin oír la risa sardónica del rey ni la sorda y terrible imprecación que siguió a la misma. El rey se preguntaba si no habría peligro en dejar obrar de tal modo a aquella mujer que era capaz de hacer en pocas horas tanto mal irremediable.
    Cuando miraba la puerta por la que acababa de salir Catalina, oyó un ligero ruido a su espalda, y volviendo la cabeza vio que Margarita levantaba el tapiz que comunicaba con el cuarto de su nodriza. Margarita, cuya palidez de rostro, angustiosa mirada y alterada respiración revelaban la más violenta emoción, exclamó precipitándose hacia el lecho de su hermano:
    ¡Oh, señor, señor! Vos sabéis muy bien que ella miente.
    ¿Quién es ella? preguntó Carlos.
    Escuchadme, Carlos, es terrible sin duda acusar a la propia madre, pero supuse que se quedaría a vuestro lado para perseguirles hasta el final. ¡Pero por mi vida, por la vuestra, por nuestras almas, os digo que miente!
    ¿Perseguirles? ¿A quiénes persigue?
    Ambos hablaban instintivamente en voz baja; se hubiese dicho que temían oír sus propias voces.
    En primer lugar a Enrique, a vuestro Enrique que tanto os quiere y os es más fiel que nadie en el mundo.
    ¿Crees eso, Margot? preguntó Carlos.
    ¡Oh, señor, estoy segura!
    Yo también dijo Carlos.
    Entonces, si estáis seguro, hermano mío –dijo Margarita asombrada , ¿por qué le habéis hecho arrestar y conducir a Vincennes?
    Porque él mismo me lo pidió.
    ¿Que él os lo pidió, señor?
    Sí, Enriquito tiene ideas singulares. Tal vez se equivoque o tal vez acierte; pero, en fin, el caso es que se le ha ocurrido que se siente más seguro habiéndome caído en desgracia que bajo mi protección y mejor lejos de mí que a mi lado, en Vincennes que en el Louvre.
    ¡Ah, ya comprendo! dijo Margarita . Entonces ¿está seguro?
    ¡Diantre! ¡Tan seguro como puede estar un hombre del que Beaulieu me responde con su cabeza!
    ¡Oh! Gracias, hermano mío, por lo que respecta a Enrique. Pero...
    ¿Pero qué? preguntó Carlos.
    Hay otra persona, señor, por la que quizás haga mal en interesarme, pero por la que me intereso al fin.
    ¿Y quién es esa persona?
    Señor, ahorradme... Me atrevería si acaso a nombrársela a mi hermano, pero no me atrevo a nombrársela al rey.
    Es el señor de La Mole, ¿no es cierto? dijo Carlos.
    ¡El mismo, señor! exclamó Margarita . Quisisteis matarle una vez y por milagro escapó a vuestra real venganza.
    Y eso, Margarita, cuando no era culpable más que de un solo crimen; mientras que ahora ha cometido dos.
    Señor, no es culpable del segundo.
    Pero dijo Carlos ¿no has oído lo que acaba de decir nuestra buena madre, mi pobre Margot?
    ¡Oh! Ya os he dicho, Carlos replicó Margarita bajando la voz , que mentía.
    Tal vez vos ignoráis que existe una figurita de cera que ha sido hallada en la habitación del señor de La Mole.
    En efecto, ya lo sé.
    ¿Y que esta figurita tiene una aguja clavada en el corazón, de la que cuelga un papel en el que está escrita la letra M?
    También lo sé.
    ¿Y que esta figurita tiene un manto real sobre los hombros y una corona en la cabeza?
    Sé todo lo que me decís.
    ¿Y qué me respondéis?
    Que esta figurita que lleva un manto real sobre los hombros y una corona en la cabeza representa una mujer y no un hombre.
    ¡Bah! dijo Carlos . ¿Y esa aguja que le atraviesa el corazón?
    Era un sortilegio hecho para hacerse amar por esa mujer y no un maleficio para matar a un hombre.
    ¿Y esa letra M?
    No quiere decir muerte como pretende la reina madre.
    ¿Qué significa entonces? preguntó Carlos.
    Es la inicial del nombre de la mujer... a quien ama el señor de La Mole.
    ¿Y esa mujer se llama...?
    Margarita, hermano mío dijo la reina de Navarra, cayendo de rodillas junto al lecho del rey, cogiéndole una mano entre las suyas y apoyando sobre ella su rostro bañado en ardientes lágrimas.
    ¡Silencio, hermana mía! dijo Carlos lanzando una mirada penetrante y frunciendo el ceño . De la misma manera como vos oísteis podrían oíros ahora.
    ¡Oh, qué me importa! dijo Margarita, levantando la cabeza . Aunque el mundo entero me oyera, declararía que es infame abusar del amor de un caballero para manchar su reputación con una acusación de asesinato.
    Margot, ¿si yo lo dijera que conozco la verdad tan bien como tú?
    ¡Hermano mío!
    ¿Y si lo dijera que el señor de La Mole es inocente?
    ¿Lo sabéis?
    ¿Y si lo dijera que conozco al verdadero culpable?
    ¡Al verdadero culpable! exclamó Margarita . ¿Entonces se ha cometido un crimen?
    Sí, voluntaria o involuntariamente, se ha cometido un crimen.
    ¿Y quién es la víctima?
    Yo.
    ¡Imposible!
    ¿Imposible...? Mírame, Margot.
    La joven miró a su hermano y se estremeció al verle tan pálido.
    Margot, no me quedan tres meses de vida dijo Carlos.
    ¿Vos, hermano mío? ¿Tú, Carlos?
    Margot, estoy envenenado.
    Margarita dio un grito.
    Cállate dijo Carlos . Es preciso que crean que muero por efectos de la magia.
    ¿Y conocéis al culpable?
    Sí.
    Me dijisteis que no era La Mole.
    No, no es él.
    Ni tampoco puede serlo Enrique... ¡Gran Dios! ¿Será... ?
    ¿Quién?
    ¿Mi hermano... el duque de Alençon? murmuró Margarita.
    Tal vez.
    ¿O bien... Margarita bajó más aún el tono de su voz, como aterrorizada ella misma de lo que iba a decir , o bien... nuestra madre?
    Carlos no contestó.
    Margarita le contempló, leyó en sus ojos todo lo que esperaba y cayó de rodillas a su lado, apoyándose en una butaca.
    ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! murmuró . ¡Es imposible!
    ¡Imposible! dijo Carlos con una carcajada estridente . Es una lástima que Renato no esté aquí; él lo contaría lo sucedido.
    ¿ Renato ?
    Sí. Él lo contaría, por ejemplo, que una mujer a la que no osa negarle nada fue a pedirle un libro de caza que ya no está en su biblioteca; que un sutil veneno fue vertido en cada una de las páginas de este libro; que el veneno destinado a no sé quién cayó por un capricho del azar o por un castigo del Cielo en manos de otra persona y no de aquella a quien estaba destinado. Pero si quieres ver el libro, aun cuando no esté Renato, allí lo tienes en mi sala de armas. Escrito de puño y letra por el florentino, verás que ese volumen, que contiene entre sus hojas veneno suficiente para matar a veinte personas más, fue dado por él a su compatriota.
    ¡Silencio, Carlos, silencio! dijo Margarita.
    Ahora comprenderás por qué es preciso que se crea que muero por efecto de la magia.
    ¡Pero se comete una iniquidad! ¡Es espantoso! ¡Perdonadle, por favor! Ya sabéis que es inocente.
    Sí, de sobra lo sé, pero es necesario que se le crea culpable. Sufre, pues, la muerte de lo amante; es poco con tal de salvar el honor de la familia real. Yo también sufriré mi muerte sin protestar para que el secreto muera conmigo.
    Margarita inclinó la cabeza convencida de que, por parte del rey, nada podía hacer por salvar a La Mole, y se retiró llorando, sin confiar en otra ayuda que no fueran sus propios recursos. Durante este tiempo y tal y como lo había previsto Carlos, Catalina no perdía un minuto y escribía al procurador general Laguesle una carta que ha sido conservada por la historia y que arroja sobre este asunto sangrientas luces:

    Señor procurador:
    Me han dado como cierta esta tarde la noticia de que La Mole hizo el sacrilegio. En su alojamiento de París se hallaron muchas cosas perversas, tales como libros y papeles. Os ruego que deis parte al primer presidente a instruyáis lo más pronto que sea posible el proceso referente a la figurita de cera que hirieron en el corazón atentando simbólicamente contra el rey.

    CATALINA

    XXV

    ESCUDOS INVISIBLES

    Al día siguiente de aquel en que Catalina escribió el mensaje que acabamos de copiar, el gobernador del castillo entró aparatosamente en la celda de Coconnas. Lo acompañaban dos alabarderos y cuatro hombres de toga.
    Coconnas fue invitado a descender a una sala donde le aguardaban el procurador general Laguesle y dos jueces que habían de interrogarle de acuerdo con la acusación formulada por Catalina.
    Durante los ocho días que llevaba en la prisión, Coconnas había reflexionado mucho. Además, tuvo ocasión de conversar a diario con La Mole, gracias a la amabilidad del carcelero, quien, sin decirles nada a los dos amigos, les preparó tan grata sorpresa que, según todas las apariencias, no se debían a su sola filantropía. En estas entrevistas, La Mole y él se habían puesto de acuerdo con respecto a la conducta que observarían, y que en resumidas cuentas se reducía a negar absolutamente todo. Por lo tanto, Coconnas estaba persuadido de que, con un poco de habilidad, su asunto marcharía muy bien, dado que los cargos formulados contra ellos no eran más graves que los que pesaban sobre los demás. Enrique y Margarita no habían hecho ninguna tentativa de fuga, de modo que no iban los dos gentiles hombres a verse envueltos en un pleito cuyos principales culpables estaban en libertad. Coconnas ignoraba que Enrique habitaba el mismo castillo, y la complacencia de su carcelero le dejaba adivinar que sobre su cabeza se cernían protecciones, a las que él llamaba «escudos invisibles».
    Hasta entonces, los interrogatorios se habían limitado a averiguar los proyectos del rey de Navarra, sus planes de huida y la parte que los dos amigos hubieran tomado en ellos. A todas aquellas preguntas, Coconnas había respondido de una manera vaga y sumamente hábil; se disponía a seguir contestando de la misma forma y hasta tenía preparadas por anticipado algunas respuestas, cuando de pronto advirtió que el interrogatorio cambiaba de rumbo.
    Se trataba de una o de varias visitas hechas a Renato y de una o de varias figuras de cera fabricadas a instigación de La Mole.
    Coconnas, preparado como estaba, creyó notar que la acusación perdía gran parte de su gravedad, pues ya no se trataba de haber hecho traición a un rey, sino de la fabricación de una estatuita real. Además, la estatuita en cuestión sólo tenía ocho o diez pulgadas de ta-maño.
    Respondió, pues, de la manera más divertida, diciendo que tanto él como su amigo habían dejado hacía mucho tiempo de jugar a las muñecas y advirtió, con harto placer, que varias veces sus respuestas tuvieron el privilegio de hacer sonreír a sus jueces.
    En aquel entonces aún no se había dicho en verso: j' ai ri, me voilà désarmé, pero sí se decía en prosa, de modo que Coconnas, en cuanto vio sonreír a sus jueces, creyó haberlos desarmado por lo menos a medias.
    Una vez terminado el interrogatorio, volvió a su celda cantando y escandalizando de tal modo que La Mole, a quien estaba dedicado todo aquel bullicio, debió sacar en conclusión los más felices augurios.
    Cuando le tocó bajar, La Mole vio con asombro que la acusación ya no seguía el mismo camino, sino otro bien distinto. Le interrogaron acerca de sus visitas a Renato. Contestó que sólo había estado una vez en casa del florentino. Le preguntaron si en aquella ocasión había encargado una figurita de cera. Respondió que Renato le había enseñado aquella figurita ya terminada. Le preguntaron si la figurita representaba a un hombre. Dijo que representaba una mujer. Le preguntaron si el sortilegio no tenía por objeto la muerte de aquel hombre. Repuso que su objeto fue lograr el amor de aquella mujer.
    Las preguntas fueron hechas de cien modos distintos, pero siempre, y fuera cualquiera el aspecto con que se presentasen, La Mole contestó lo mismo que la primera vez.
    Los jueces se miraron entre sí con cierta indecisión, sin saber qué hacer ni qué decir ante semejante sencillez, hasta que un mensaje, recibido por el procurador general, puso término a sus dudas.
    Decía así:

    Si el acusado niega, recurrid al tormento.
    C.

    El procurador se guardó el papel en el bolsillo, sonrió al acusado y le despidió cortésmente. La Mole regresó a su celda casi tan tranquilo y alegre como Coconnas.
    «Creo que todo marcha bien» se dijo.
    Una hora después oyó pasos y vio entrar un papel por debajo de su puerta, sin ver la mano que por allí lo echaba. Lo recogió pensando que se trataba de un aviso del carcelero.
    Al desdoblarlo, una esperanza casi tan dolorosa como una decepción surgió en su alma. Esperaba que fuera de Margarita, de quien no había tenido ninguna noticia desde que estaba preso. Sus manos le temblaban, y al ver la letra con que estaba escrito estuvo a punto de morirse de alegría:
    «Valor decía el billete , yo velo por vos.»
    ¡Ah! Si ella lo dice exclamó La Mole cubriendo de besos el papel que había tocado una mano tan querida ,estoy salvado.
    Para que La Mole comprenda el sentido de este mensaje y para que confíe en lo que Coconnas llamaba sus «escudos invisibles», es preciso que se traslade el lector a aquella casita, a aquella habitación donde ocurrieron tantas escenas de embriagadora dicha, donde aún quedaban tantos perfumes apenas evaporados y en la que tan dulces recuerdos, transformados después en angustias, destrozaban el corazón de una mujer reclinada sobre unos almohadones de terciopelo.
    ¡Ser reina, sentirse fuerte, joven, rica y hermosa y tener que sufrir lo que estoy sufriendo! exclamaba la mujer . ¡Oh! ¡Es imposible!
    En su agitación se ponía de pie, andaba, se detenía de repente, apoyaba su frente febril contra un frío mármol, volvía a incorporarse, pálida, con el rostro bañado en lágrimas, se retorcía los brazos gritando y caía por fin extenuada sobre una butaca.
    De pronto, se abrieron las cortinas que separaban el departamento de la calle de Cloche Percée del de la calle Tizon. Se oyó un crujido de sedas en la puerta y apareció la duquesa de Nevers.
    ¡Oh! ¡Por fin! exclamó Margarita . ¡Te esperaba con impaciencia! ¿Qué noticias tienes?
    Nada buenas, mi pobre amiga. Catalina dirige personalmente el asunto y precisamente ahora está en Vincennes.
    ¿Y Renato?
    Ha sido detenido.
    ¿Antes de que pudieras hablarle?
    Sí.
    ¿Y nuestros presos?
    Tengo noticias de ellos.
    ¿Por conducto del carcelero?
    Como siempre.
    ¿Qué tal están?
    Se ven todos los días. Anteayer los registraron. La Mole rompió lo retrato antes que entregarlo.
    ¡Querido La Mole!
    Annibal se rió en las barbas de los inquisidores. ¡Estupendo Annibal! ¿Y qué más?
    Esta mañana los interrogaron acerca de la huida del rey y de sus proyectos de rebelión en Navarra, pero ellos nada dijeron.
    ¡Oh! Ya sabía que guardarían silencio; pero ese silencio los condena lo mismo que si hablaran.
    Sí, pero nosotras los salvaremos.
    ¿Has pensado, pues, en nuestra empresa?
    No hago otra cosa desde ayer.
    Cuéntame.
    Acabo de ponerme de acuerdo con Beaulieu. ¡Ah, mi querida reina! ¡Qué hombre más difícil y venal! Nuestro propósito costará la vida de una persona y trescientos mil escudos.
    ¡Y dices que es difícil!... Sin embargo, no pide más que una vida humana y trescientos mil escudos... ¡No es mucho que se diga!
    ¡Casi nada!... ¡Trescientos mil escudos!... Pues ni con tus joyas y las mías tenemos bastante.
    ¡Oh! ¿Qué importa? El rey de Navarra contribuirá, el duque de Alençon y mi hermano Carlos contribuirá ..., o si no...
    Estáis discurriendo como una loca. Yo tengo los trescientos mil escudos.
    ¿Tú?
    Sí, yo.
    ¿Y cómo lo los has procurado?
    ¡Ah!...
    ¿Es un secreto?
    Para todo el mundo, excepto para ti.
    ¡Oh! ¡Dios mío! dijo Margarita sonriendo en medio de sus lágrimas . ¿Los has robado?
    Juzga por ti misma.
    Veamos.
    ¿Te acuerdas del horrible Nantouillet?
    ¿El ricachón, el usurero?
    El mismo.
    ¿Y qué?
    Que un día, al ver pasar a cierta dama rubia, de ojos verdes, adornada con tres rubíes colocados uno en la frente y los otros dos en las sienes, tocado. que le sienta muy bien, a ignorando que esa dama era una duquesa, el ricachón, el usurero exclamó: «¡Por tres besos dados en el lugar de esos tres rubíes, daría tres diamantes de cien mil escudos cada uno!»
    ¡Enriqueta!
    ¡Margarita! El caso es que obtuve los diamantes y los vendí.
    ¡Oh! ¡Enriqueta! ¡Enriqueta! murmuró la reina.
    ¡Ya ves! exclamó la duquesa con un acento de impudor, ingenuo y sublime a la vez, que resume el siglo y la mujer de entonces . ¡Ya ves si quiero a mi Annibal!
    Cierto dijo Margarita sonriendo y ruborizándose a un tiempo , le amas mucho, demasiado quizá.
    Después le estrechó la mano.
    De modo que, gracias a los tres diamantes, tengo los trescientos mil escudos y el hombre.
    ¿El hombre? ¿Qué hombre?
    El hombre que hay que matar; olvidas que hay que matar a un hombre.
    ¿Y encontraste al hombre que hace falta?
    Sí.
    ¿Al mismo precio? preguntó sonriendo Margarita.
    Al mismo precio hubiera hallado mil respondió Enriqueta ; no, mediante quinientos escudos tan sólo.
    ¿Y por quinientos escudos encontraste un hombre capaz de dejarse matar?
    ¿Qué quieres? ¡Es preciso vivir!
    Mi querida amiga, no lo comprendo. Veamos, habla con claridad; los enigmas requieren para ser adivinados un tiempo que en nuestra situación nos es precioso.
    Muy bien, escucha: el carcelero que tiene a su cargo la custodia de La Mole y Coconnas es un antiguo soldado que sabe lo que son las heridas; quiere ayudarnos a salvar a nuestros amigos, pero sin perder su puesto. Una puñalada hábilmente administrada resolverá el asunto. Nosotras le daremos una recompensa y el Estado una gratificación. De este modo, el buen hombre saldrá ganando por los dos lados y repetirá la fábula del pelícano.
    Pero dijo Margarita una puñalada...
    Puedes estar tranquila, será Annibal el encargado de dársela.
    En realidad dijo riendo Margarita , dio tres estocadas y tres puñaladas a La Mole sin causarle la muerte; de modo que hay razones para suponer...
    ¡Bribona! Merecerías que no continuara.
    ¡Oh! No, por favor, os lo suplico, dime el resto. ¿Cómo los salvaremos?
    Pues bien, he aquí lo dispuesto: la capilla es el único sitio del castillo donde pueden entrar las mujeres que no estén presas. Nos ocultaremos detrás del altar, y, debajo del paño que lo recubre, ellos encontrarán dos puñales. La puerta de la sacristía estará abierta de antemano. Coconnas hiere al carcelero, que cae fingiéndose muerto; aparecemos nosotras, echamos una capa sobre los hombros de nuestros amigos, huimos con ellos por la puerta de la sacristía, y como tenemos el santo y seña, salimos sin inconvenientes.
    ¿Y una vez que estemos fuera?
    Dos caballos los aguardan a la puerta; saltan sobre ellos, abandonan Ille de France y se dirigen a Lorena, de donde de vez en cuando vendrán a vernos de incógnito.
    ¡Oh! ¡Me devuelves la vida! dijo Margarita . ¿De suerte que crees que los salvaremos?
    Casi podría responder de ello.
    ¿Y llegaremos a tiempo?
    Dentro de tres o cuatro días, Beaulieu nos avisará.
    ¿Y si lo reconocen en los alrededores de Vincennes? Esto podría perjudicar nuestros planes.
    ¿Cómo quieres que me reconozcan? Voy disfrazada de monja, con una cofia que sólo me deja descubierta la nariz.
    Es que todas las precauciones que tomemos serán pocas.
    ¡Ya lo sé, voto al diablo!, como diría el pobre Annibal.
    ¿Y has preguntado por el rey de Navarra?
    No faltaba más.
    ¿Cómo está?
    Más contento que nunca, según parece; ríe, canta, come con apetito y no pide más que una cosa, y es que le vigilen bien.
    Tiene razón. ¿Y mi madre?
    Ya os lo he dicho; es la que hace todo para que el proceso siga adelante.
    Sí, sí, ya lo sé, pero ¿no sospecha nada de nosotras?
    ¿Cómo quieres que sospeche? Todos los que están enterados de nuestro plan tienen interés en guardar el secreto. ¡Ah! Supe que dio orden para que estuvieran dispuestos los jueces de París.
    Obremos rápidamente, Enriqueta. Si nuestros desdichados presos cambian de prisión, habrá que comenzarlo todo de nuevo.
    Tranquilízate. Deseo tanto como tú verlos en libertad.
    ¡Oh! Ya lo sé y gracias, gracias mil veces por lo que has hecho para conseguirlo.
    Adiós, Margarita, vuelvo a ponerme en acción.
    ¿Estás segura de Beaulieu?
    Eso creo.
    ¿Y del carcelero?
    Me dio su promesa.
    ¿Y los caballos?
    Serán los mejores que haya en las caballerizas del duque de Nevers.
    ¡Te adoro, Enriqueta!
    Margarita se arrojó en brazos de su amiga, separándose después las dos mujeres, no sin antes prometerse que se verían al día siguiente y todos los demás días, en el mismo lugar y a la misma hora. Aquellas dos encantadoras y abnegadas criaturas eran las que Coconnas llamaba con razón sus «escudos invisibles».

    XXVI

    LOS JUECES

    Estupendo, mi valiente amigo, estupendo dijo Coconnas a La Mole cuando los dos compañeros se encontraron después del interrogatorio en que por vez primera se había hablado de la figurita de cera . Me parece que todo marcha a la perfección y que no tar-daremos en vernos libres de los jueces, lo cual no es lo mismo que si nos viéramos libres del médico, sino todo lo contrario, pues, cuando un médico se aparta del enfermo, es porque ya no puede salvarle, mientras que, cuando un juez deja en paz al acusado, es porque ha perdido la esperanza de hacer que le corten la cabeza.
    Sí dijo La Mole , me parece reconocer en la complacencia y docilidad de los carceleros y en la elasticidad de las puertas a nuestras dos nobles amigas, pero a quien no reconozco es al señor Beaulieu, por lo menos a juzgar por la idea que me habían dado de él.
    En cambio, yo sí le reconozco respondió Coconnas , sólo que esto costará más caro, pero ¡basta!, una es princesa y la otra reina; ambas son ricas y jamás han tenido mejor oportunidad que ésta para emplear su dinero. Ahora repasemos bien nuestra lección; nos llevan a la capilla, allí nos dejan bajo la custodia de nuestro carcelero, encontramos un puñal para cada uno en el sitio indicado y yo practico un agujero en el vientre de nuestro guía.
    No, en el vientre no; vas a dejarle sin sus quinientos escudos. En el brazo será mejor.
    ¡Ah! En el brazo sería tanto como perderle al pobre hombre. Se vería que habíamos obrado de acuerdo. No, no, lo mejor será en el costado derecho, deslizando hábilmente el puñal a lo largo de las costillas; es una herida verosímil y leve.
    Bueno, me parece bien, sigue...
    Después, tú formas una barricada detrás de la puerta principal con los bancos, mientras nuestras dos princesas salen del altar donde están escondidas y Enriqueta abre la puertecita. ¡Ah! ¡A fe mía que hoy me siento más enamorado que nunca de Enriqueta! Debe de haberme sido infiel para que yo me sienta de tal manera.
    Y luego añadió La Mole con voz emocionada que salía entre sus labios como una música , vamos al bosque. Un beso dado por nuestras damas nos vuelve alegres y fuertes. ¿Te imaginas, Annibal, a nosotros dos inclinados sobre nuestros veloces corceles y sintiendo el corazón suavemente oprimido? ¡Oh! Qué bello es el miedo, el miedo cuando se está al aire libre, se cuenta con una buena espada y se puede fustigar y espolear al caballo que a cada grito nuestro, dándole ánimos, más que correr vuela.
    Sí dijo Coconnas , ¿pero qué opinas del miedo entre cuatro paredes? Yo puedo hablar de esto porque he sentido algo semejante. Cuando vi por primera vez en mi celda el pálido semblante de Beaulieu, brillaban detrás de él las partesanas y se oía el ruido siniestro del entrechocar de los aceros. Te juro que pensé inmediatamente en el duque de Alençon y esperé que de un momento a otro apareciera su cabeza de villano entre las de los alabarderos. Me equivoqué, y ése fue mi único consuelo, pero no me equivoqué del todo, pues al llegar la noche soñé con él.
    Por lo tanto dijo La Mole, que seguía sus alegres pensamientos sin acompañar a su amigo al terreno de lo fantástico , ellas han previsto todos los detalles, incluso el lugar adonde debemos dirigirnos. Iremos a Lorena. En verdad, hubiese preferido ir a Navarra, pues allí estaría en mis dominios, pero Navarra está demasiado lejos. Nancey nos conviene más; por otra parte, tan solo ochenta leguas nos separarán de París. ¿Sabéis, Annibal, lo que siento?
    No, a fe mía. Te confieso que a mí no me causa ninguna pena el irme de aquí.
    Pues lo que siento más es no poder llevarme a ese digno carcelero en lugar de...
    ¡Pero él no querría venir! dijo Coconnas . Perdería demasiado; piénsalo un poco: quinientos escudos nuestros, una recompensa del Gobierno y quién sabe si un ascenso. ¡Pues no va a sentirse poco feliz el condenado cuando yo le dé muerte!... Pero ¿qué tienes?
    Nada, tuve una idea.
    Que no debió de ser nada agradable a juzgar por lo palidez.
    Es que me pregunto por qué razón nos llevarán a la capilla.
    ¡Valiente cosa! dijo Coconnas . Para cumplir con la Iglesia; creo que ha llegado el momento.
    Pero agregó La Mole sólo llevan a la capilla a los condenados a muerte o a los que han sido torturados.
    ¡Oh! ¡Oh! exclamó Coconnas, palideciendo levemente . Esto merece nuestra atención. Interroguemos sobre el particular al hombre a quien debo destripar. ¡Eh! amigo!...
    ¿Me llamáis, señor? preguntó el carcelero, que vigilaba desde los primeros peldaños de la escalera.
    Sí, ven acá.
    Aquí estoy.
    Se ha convenido que nos escaparemos de la capilla, ¿no es cierto?
    ¡Chist! dijo el carcelero mirando con temor en torno suyo.
    Tranquilízate, nadie nos escucha.
    Sí, señor, la capilla es el sitio convenido.
    ¿Pero es que nos van a llevar a la capilla?
    Sin duda; es la costumbre.
    ¿Siempre?
    Sí; después de dictada toda sentencia de muerte, se permite que el acusado pase la noche en la capilla.
    Coconnas y La Mole sintieron un escalofrío y se miraron a un tiempo.
    ¿Entonces, crees realmente que seremos condenados a muerte?
    Sin duda..., y vosotros también debéis de creerlo así.
    ¿Cómo? dijo La Mole.
    ¡Naturalmente!... Si no lo creyerais así, no hubierais preparado vuestra fuga.
    ¡Sabes que es muy razonable lo que dice este hombre! aseguró Coconnas a su amigo.
    Sí..., pero lo que también sé es que nos jugamos una carta de mucho cuidado.
    ¿Y yo? dijo el carcelero . ¿Acaso yo no arriesgo nada?... ¡Si en un momento de emoción el señor se equivocase de lugar!...
    ¡Voto al diablo! Quisiera hallarme en lo puesto contestó pausadamente Coconnas y no tener que verme en otras manos que las mías, ni con otro acero que con el que va a acariciarte las costillas.
    ¡Condenados a muerte! murmuró La Mole . ¡Parece imposible!
    ¡Imposible! dijo ingenuamente el carcelero . ¿Y por qué?
    ¡Silencio! dijo Coconnas . Creo que acaban de abrir la puerta de abajo.
    En efecto respondió el carcelero , vamos, volved a vuestras celdas.
    ¿Y cuándo os parece que tendrá lugar el juicio? preguntó La Mole.
    Lo más tarde, mañana. Pero estad tranquilos; las personas que os interesan serán avisadas.
    Abracémonos, entonces, y digamos adiós a estas paredes.
    Los dos amigos se abrazaron y volvieron a su encierro; La Mole suspirando y Coconnas canturreando.
    Nada nuevo ocurrió hasta las siete de la tarde.
    Una noche oscura y lluviosa envolvió las torres del castillo de Vincennes; era una verdadera noche de evasión. Coconnas saboreó la cena que le llevaron con su apetito acostumbrado, pensando en el placer que experimentaría al sentir sobre su cuerpo la lluvia que azotaba los muros de la fortaleza. Ya se disponía a dormir arrullado por el sordo y monótono murmullo del viento, cuando le pareció que aquel viento, cuyo silbido escuchaba a veces con un sentimiento de melancolía desconocido para él antes de caer preso, silbaba de un modo extraño por debajo de las puertas, y que la estufa roncaba con mayor furia que la de costumbre. Este fenómeno ocurría cada vez que abrían alguna de las celdas del mismo piso; sobre todo la de enfrente. Coconnas esperó que apareciera el carcelero, pues aquella corriente de aire significaba que acababa de salir de la celda de La Mole.
    Sin embargo, por esta vez, Coconnas esperó inútilmente con el cuello extendido y el oído alerta. Pasó el tiempo sin que apareciera nadie.
    Es singular se dijo , han abierto la celda de La Mole y no abren la mía. ¿Habrá llamado? ¿Estará enfermo? ¿Qué significa esto?
    Sabido es que en un preso todo es motivo de sospecha y de inquietud, del mismo modo que puede serlo de alegría y de esperanza.
    Transcurrió media hora, luego una hora, luego hora y media...
    Coconnas empezaba ya a dormirse cuando le sobresaltó el chirrido de la cerradura.
    ¡Oh! ¡Oh! se dijo . ¿Será ya la hora y nos llevarán a la capilla sin ser condenados? ¡Voto al diablo! Será un gran placer huir en una noche como ésta, oscura como boca de lobo. ¡Con tal de que los caballos no se espanten!
    Se preparaba a interrogar jovialmente al carcelero, cuando vio que éste se llevaba un dedo a los labios y abría los ojos de un modo muy elocuente.
    En efecto, se oyó un ruido a sus espaldas y se distinguieron dos sombras.
    De pronto, en medio de la penumbra, distinguió un par de cascos que brillaban a la luz de las antorchas.
    ¿Qué quiere decir este siniestro aparato? preguntó a media voz . ¿Adónde vamos?
    El carcelero sólo respondió con un suspiro que resultó bastante tétrico.
    ¡Voto al diablo! murmuró Coconnas . ¡Qué existencia tan endemoniada! Siempre en los extremos; o se sumerge uno a cien pies de profundidad o vuela por encima de las nubes; no hay término medio, el caso es no pisar nunca tierra firme. Veamos, ¿adónde me llevan?
    Seguid a los alabarderos, señor contestó una voz gangosa que hizo comprender a Coconnas que había otra persona además de los soldados.
    ¿Y el señor de La Mole? preguntó . ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él?
    Seguid a los alabarderos repitió la voz en el mismo tono.
    Era preciso obedecer. Coconnas salió de su celda y vio al hombre cuya voz le resultara tan desagradable. Tratábase de un escribano jorobado que sin duda había adoptado la toga para que no se le notase que era patizambo.
    Bajaron lentamente la escalera de caracol. Al llegar al primer piso, los guardias se detuvieron.
    Es mucho bajar dijo Coconnas , pero nunca es lo bastante.
    Abrióse la puerta. Coconnas tenía ojos de lince y olfato de sabueso. Presintió a los jueces y vio en la sombra una silueta de hombre, con los brazos desnudos, que le hizo correr el sudor por la frente. Sin embargo, adoptó una expresión amable, inclinó la cabeza hacia la izquierda según el código de buenas maneras de la época y, con la mano en el cinturón, entró en la sala.
    Levantaron un tapiz y Coconnas descubrió en efecto a los jueces y escribanos.
    A pocos pasos de ellos estaba La Mole sentado en un banco.
    Coconnas fue conducido ante el tribunal. Al hallarse en presencia de los jueces saludó a La Mole con un movimiento de cabeza y una sonrisa y esperó.
    ¿Cuál es vuestro nombre, señor? le preguntó el presidente.
    Marco Annibal de Coconnas respondió el gentilhombre con perfecta naturalidad , conde de Montpantier, Chenaux y otros lugares; pero presumo que ya sabéis quién soy.
    ¿Dónde habéis nacido?
    En Saint Colomban, cerca de Suze.
    ¿Qué edad tenéis?
    Veintisiete años y tres meses.
    Está bien dijo el presidente.
    Parece que esto le ha gustado r murmuró Coconnas.
    Ahora continuó el presidente tras un silencio que permitió al escribano anotar las respuestas del acusado , decidme cuál era vuestro propósito al abandonar el servicio del duque de Alençon.
    Reunirme con el señor de La Mole, mi amigo, a quien aquí veis, que había sido abandonado por el duque hacía unos cuantos días.
    ¿Qué hacíais en la cacería cuando os detuvieron?
    Pues... cazaba respondió Coconnas.
    El rey participaba también en la caza y fue durante su transcurso cuando sintió los primeros síntomas del mal que en este momento padece.
    En cuanto a eso yo no estaba cerca del rey y nada puedo decir. Hasta ignoraba que hubiese sufrido mal alguno.
    Los jueces se miraron sonriendo incrédulamente.
    ¡Ah! ¿Conque no lo sabíais? dijo el presidente.
    No, señor, y lo lamento. Aunque el rey de Francia no sea mi soberano, siento una gran simpatía por él.
    ¿De veras?
    ¡Palabra de honor! No es como si se tratase de su hermano, el duque de Alençon. A ése, confieso...
    No se trata aquí del duque de Alençon, señor, sino de Su Majestad.
    Ya os he dicho que soy su humilde servidor respondió Coconnas, contoneándose con una insolencia encantadora.
    Si sois efectivamente su servidor, como pretendéis, ¿queréis decirnos cuanto sepáis de cierta estatuita mágica?
    ¡Vaya! Volvemos a la historia de la estatuita, según parece.
    Sí, señor, ¿no os agrada?
    Al contrario, prefiero esto; empezad.
    ¿Por qué estaba esta estatuita en el aposento del señor de La Mole?
    ¿En el aposento del señor de La Mole? En el de Renato, querréis decir.
    ¿Reconocéis entonces que existe?
    ¡Demonios! Si me la estáis enseñando.
    ¿Es ésta la que conocéis?
    Sí.
    Escribid ordenó el presidente que el acusado reconoce la estatua por haberla visto en el aposento del señor de La Mole.
    No, no, no confundamos dijo Coconnas . por haberla visto en casa de Renato.
    ¡Sea! En casa de Renato. ¿Qué día?
    El único día que estuvimos allí La Mole y un servidor.
    ¿Confesáis entonces que estuvisteis con el señor de La Mole en casa de Renato?
    ¿Acaso lo he ocultado alguna vez?
    Escribano, apuntad que el acusado confiesa haber estado en casa de Renato para hacer conjuros.
    ¡Más despacio, señor presidente, más despacio! Moderad vuestro entusiasmo, os lo ruego; no he dicho nada de eso.
    ¿Negáis que estuvisteis en casa de Renato para hacer conjuros?
    Lo niego, la cosa surgió de una manera accidental, pero no con premeditación.
    Pero el caso es que tuvo lugar.
    No he de negar que se hizo algo semejante a un hechizo.
    Escribid que el acusado confiesa que se hizo en casa de Renato un sortilegio contra la vida del rey.
    ¿Cómo? ¿Contra la vida del rey? Ésta es una infame mentira. ¡Jamás hicimos tal cosa!
    Ya lo veis, señores dijo La Mole.
    ¡Silencio! ordenó el presidente.
    Luego, dirigiéndose al escribano:
    Contra la vida del rey repitió , ¿estamos?
    Yo no he dicho eso añadió Coconnas y, por otra parte, esta estatuita no representa a un hombre, sino a una mujer.
    ¿Qué os dije yo, señores? volvió a interrumpir La Mole.
    Señor de La Mole respondió el presidente , responderéis cuando se os interrogue; pero no habléis cuando nadie os pregunta nada.
    ¿De modo que decís que es una mujer?
    Sí.
    ¿Y por qué tiene entonces una corona y un manto real?
    ¡Pardiez! dijo Coconnas . Es muy sencillo, porque es...
    La Mole se levantó llevándose un dedo a los labios.
    Perfectamente dijo Coconnas , nada de lo que iba a decir incumbe a este tribunal.
    ¿Pero persistís, sin embargo, en declarar que esta estatua representa a una mujer?
    Sí.
    Lo que no quita para que vos os neguéis a decir quién es esta mujer.
    Se trata de una mujer de mi país dijo La Mole , a quien amaba y por quien deseaba ser amado.
    No es a vos a quien se pregunta, señor de La Mole gritó el presidente , y una vez más os recomiendo silencio, pues de lo contrario seréis amordazado.
    ¡Amordazado! exclamó Coconnas . ¿Cómo os atrevéis a decir semejante cosa, señor de la toga negra? ¡Amordazar a mi amigo!... ¡A un gentilhombre! ¡Vamos, vamos!...
    Haced entrar a Renato dijo el procurador general Laguesle.
    Sí, hacedle entrar dijo Coconnas , y así veremos quién tiene razón, si vosotros tres o nosotros dos.
    Ninguno de los dos amigos hubiera reconocido a Renato en aquel hombre pálido y envejecido que entró encorvado bajo el peso del crimen que iba a cometer, más que por la pesadumbre de los ya cometidos.
    Maese Renato preguntó el juez , ¿reconocéis a los dos acusados aquí presentes?
    Sí, señor respondió Renato, con una voz velada por la emoción.
    ¿Dónde los habéis visto?
    En varios sitios y especialmente en mi casa.
    ¿Cuántas veces estuvieron en vuestra casa?
    Una sola.
    A medida que hablaba el florentino, se ensanchaba el semblante de Coconnas. El rostro de La Mole permanecía por el contrario serio, cual si el joven hubiera tenido algún presentimiento.
    ¿Con qué motivo estuvieron en vuestra casa?
    Renato pareció dudar un momento.
    Para encargarme una figurita de cera.
    Perdonad, perdonad, maese Renato dijo Coconnas , cometéis un pequeño error.
    ¡Silencio! ordenó el presidente.
    Y volviéndose hacia el perfumista continuó:
    ¿Esa figurita era de hombre o de mujer?
    De hombre contestó Renato.
    Coconnas saltó como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
    ¿De hombre? dijo.
    Sí, de hombre repitió Renato, pero con voz tan débil, que el presidente apenas si le oyó.
    ¿Y por qué razón había de tener la estatua un manto real y una corona?
    Porque había de representar a un rey.
    ¡Mentiroso! gritó Coconnas desesperado.
    Cállate, Coconnas, cállate interrumpió La Mole , deja hablar a este hombre; cada cual es dueño de perder su alma.
    ¡Pero no el cuerpo de los demás, voto al diablo!
    ¿Y qué significa esa aguja de acero que tiene la estatua clavada en el corazón con un papel donde puede leerse la letra M?
    La aguja figura una espada o un puñal y la letra quiere decir «muerte».
    Coconnas se precipitó sobre Renato como para estrangularle, pero los guardias le contuvieron.
    Está bien dijo el procurador Laguesle , el tribunal está suficientemente informado. Conducid a los acusados a las celdas de espera.
    Pero vociferaba Coconnas es imposible no protestar al ver que se nos acusa de hechos semejantes.
    Protestad, señor, nadie os lo impide dijo el procurador, y añadió dirigiéndose a los guardias : ¿Habéis oído?
    Los guardias se apoderaron de los dos acusados y les obligaron a salir a cada uno por una puerta.
    El procurador hizo señas al hombre que había visto Coconnas en la oscuridad y le dijo:
    No os alejéis, maese; habrá trabajo para vos esta noche.
    ¿Por cuál comenzaré, señor? preguntó el hombre, quitándose respetuosamente la gorra.
    Por aquél dijo el presidente señalando a La Mole, a quien aún se divisaba como una sombra entre sus dos guardianes.
    Luego, acercándose a Renato, que había permanecido de pie, tembloroso, en espera de ser conducido de nuevo a la prisión del Chátelet donde estaba encerrado, le dijo:
    Está bien, señor, tranquilizaos, la reina y el rey sabrán que es a vos a quien deben el esclarecimiento de la verdad.
    En lugar de reanimarle, aquella promesa pareció aterrar a Renato, quien respondió con un profundo suspiro.

    XXVII

    EL TORMENTO DE LOS BORCEGUÍES

    Una vez que se vio encerrado en su nuevo calabozo, Coconnas, entregado a sí mismo y sin la excitación que le produjera la lucha contra sus jueces y la declaración hecha por Renato, empezó a hacerse una serie de tristes reflexiones.
    Me parece se dijo que esto se está poniendo muy feo y que sería hora de ir un rato a la capilla. Desconfío de las sentencias de muerte y no cabe duda de que en estos momentos nos están condenando. Desconfío sobre todo de las sentencias de muerte pronunciadas dentro del hermético recinto de una fortaleza, ante rostros tan desagradables como todos los que me rodeaban. Me parece que han tomado en serio esto de cortarnos la cabeza... ¡Hum! ¡Hum! Repito lo que acabo de decir: me parece que ha llegado el momento de ir a la capilla.
    Estas palabras, pronunciadas a media voz, fueron seguidas de un silencio y este silencio fue interrumpido por un gemido sordo, ahogado y lúgubre, que no tenía nada de humano y Blue pareció atravesar el grueso muro a hizo vibrar el hierro de la reja.
    Coconnas se estremeció a su pesar, no obstante ser un hombre tan valiente que el valor en él se asemejaba al instinto de las fieras. Se quedó inmóvil, dudando de que aquella queja perteneciera a un ser humano y tomándola más bien por el gemido del viento entre los árboles o por uno de los mil rumores nocturnos que parecen descender o subir de los dos mundos desconocidos entre los que está situado el nuestro. Pero un segundo lamento más doloroso, más profundo y más agudo aún que el primero llegó a oídos de Coconnas, que esta vez no sólo distinguió positivamente la expresión de dolor de una voz humana, sino que creyó reconocer en esta voz a la de su amigo La Mole..
    Al oír aquella voz, el piamontés olvidó que le separaban de su amigo dos puertas, tres rejas y un muro de doce pies de espesor. Se lanzó con todo su peso contra esta pared como para derribarla y volar en auxilio de la víctima, gritando:
    ¿Están degollando a alguien aquí?
    En su camino tropezó con el muro en el que no había pensado y cayó tendido, a consecuencia del choque, sobre un banco de piedra. Allí acabó todo.
    ¡Oh! ¡Le han matado! murmuró para sí . ¡Esto es abominable!... ¡Y no poderse defender..., no tener armas...!
    Extendiendo los brazos como si buscase algo, exclamó:
    ¡Ah! ¡Esta argolla de hierro! ¡La arrancaré, y desgraciado el que se me acerque!
    Coconnas se levantó de un salto, agarró la argolla y la sacudió de tal manera que era de creer que no resistiría otras dos sacudidas de semejante violencia. Pero de repente se abrió la puerta y la celda se iluminó al resplandor de dos antorchas.
    Venid, caballero dijo la misma voz gangosa que tan desagradable le había parecido antes y que no porque ahora sonase tres pisos más abajo había adquirido el encanto que le faltaba . Venid, señor, el tribunal os espera.
    Bueno dijo Coconnas soltando la argolla , voy a escuchar mi sentencia, ¿no es cierto?
    Sí, señor.
    ¡Oh! Respiro; vayamos dijo.
    Y siguió al alguacil, que marchaba delante con paso acompasado y llevando en la mano su negra vara.
    A pesar de la satisfacción que había demostrado en un principio, Coconnas lanzaba al andar una mirada inquieta a derecha a izquierda, hacia delante y hacia atrás.
    ¡Oh! ¡Oh! murmuró . No veo a mi digno carcelero; confieso que me extraña que no esté aquí.
    Entraron en la sala que acababan de dejar los jueces y donde se hallaba tan sólo un hombre de pie, en quien Coconnas reconoció al procurador general, que había tomado la palabra varias veces en el curso del interrogatorio con una marcada animosidad en contra suya.
    En efecto, era el hombre a quien Catalina, ya por carta o de viva voz, había indicado cuál era la marcha que debía seguir el proceso.
    Por el hueco que dejaba una cortina descorrida podía verse aquella habitación, cuyas profundidades se perdían en la oscuridad y cuyas partes iluminadas presentaban un aspecto tan terrible que Coconnas sintió que le flaqueaban las piernas.
    ¡Oh! ¡Dios mío! exclamó.
    No le faltaba razón para asustarse.
    El espectáculo era en verdad de los más lúgubres que pueden ofrecerse a la vista.. La sala oculta durante el interrogatorio por aquella cortina ahora descorrida parecía el vestíbulo del infierno.
    En primer término se veía un caballete de madera con cuerdas, poleas y otros accesorios de tortura. Más allá ardía un brasero cuyas rojizas llamas se reflejaban sobre todos los objetos cercanos, haciendo aún más sombría la silueta de los que se hallaban entre Coconnas y el fuego. Apoyado contra una de las columnas que sostenía la bóveda, un hombre, inmóvil como una estatua, permanecía de pie con una cuerda en la mano. Se hubiera dicho que era de la misma piedra que la columna sobre la que se recostaba. Encima de los bancos y entre las gruesas argollas colgaban de la pared cadenas y relu-cientes cuchillos.
    ¡Oh! murmuró Coconnas . ¿Qué significa esto? La sala del tormento preparada y al parecer en espera de la víctima.
    ¡De rodillas, Marco Annibal de Coconnas! dijo una voz que hizo alzar la vista al caballero . ¡De rodillas para oír la sentencia dictada contra vos!
    Era ésta una de aquellas invitaciones contra las que el piamontés se sublevaba instintivamente.
    Cuando se disponía a resistir, dos hombres le empujaron por la espalda de un modo tan inesperado y sobre todo tan convincente que cayó de rodillas sobre el suelo.
    La voz continuó:
    «Sentencia pronunciada por el tribunal reunido en la fortaleza de Vincennes contra Marco Annibal de Coconnas, acusado y convicto del crimen de lesa Majestad, de tentativa de envenenamiento, acompañada de sortilegio y magia contra la persona del rey; del crimen de conspiración contra la seguridad del Estado, como así también de haber arrastrado a la rebelión, con sus perniciosos consejos, a un príncipe de la familia real... »
    A cada una de estas imputaciones, Coconnas movía la cabeza, marcando el compás de la lectura como hacen los escolares dóciles.
    El juez prosiguió:
    «En consecuencia de lo cual, el mencionado Marco Annibal de Coconnas será conducido desde la prisión a la plaza de Saint Jean en Grève para ser allí decapitado; sus bienes serán confiscados, talados sus bosques a la altura de seis pies y derribados sus castillos, clavando en su lugar un poste con una plancha de cobre en la que figuren el crimen y el castigo.»
    En cuanto a mi cabeza dijo Coconnas , no dudo que me la cortarán, pues se halla en Francia y muy expuesta, pero en lo que se refiere a mis bosques y a mis castillos, desafío a todas las sierras y picas del cristianísimo reino a que hagan mella en mis bienes.
    ¡Silencio! ordeñó el juez, y continuó : «Además, el referido Coconnas...»
    ¿Cómo? interrumpió el aludido . ¿Me harán algo más después de cortarme la cabeza? ¡Oh! ¡Oh! ¡Me parece demasiado!
    No, señor, después no, antes dijo el juez y siguió leyendo.
    «Además, el referido Coconnas, antes de la ejecución de la sentencia, sufrirá el tormento extraordinario que consta de diez cuñas.»
    Coconnas dio un salto fulminando al juez con una mirada centelleante.
    ¿Y para qué? dijo, no hallando más que estas ingenuas palabras para expresar la multitud de ideas que acudían a su mente.
    Aquella tortura suponía para Coconnas la pérdida total de sus esperanzas; no sería llevado a la capilla sino después de la tortura y eran muy pocos los que sobrevivían a ella. Más aún; cuanto más valiente y fuerte era la víctima, más segura era su muerte, pues se consideraba como una cobardía el confesar, y mientras no se confesaba, la tortura proseguía cada vez con mayor crueldad.
    El juez no se tomó la molestia de responder a Coconnas, pues la última parte de la sentencia era lo bastante expresiva como para satisfacer cualquier curiosidad por parte de la víctima, de modo que continuó la lectura:
    «Con el objeto de obligarle a delatar a sus cómplices y de que confiese en todos sus detalles sus planes y maquinaciones...»
    ¡Voto al diablo! exclamó Coconnas . ¡Esto es lo que se llama una infamia! Más aún; esto es lo que yo llamo una cobardía.
    Acostumbrado a la indignación de los reos, indignación que el sufrimiento apacigua convirtiéndose en lágrimas, el juez, impasible, no hizo más que un gesto para avisar a sus subordinados.
    Coconnas fue levantado por los pies y por los hombros y atado sobre el lecho del tormento antes de que hubiese tenido tiempo de ver a quienes cometían con él tamaña violencia.
    ¡Miserables! vociferaba Coconnas, sacudiendo en el paroxismo de su cólera el caballete sobre el que se hallaba tendido, de tal manera que hizo retroceder a los mismos verdugos . ¡Miserables! ¡Torturadme, matadme, hacedme pedazos, pero nada sabréis, os lo juro! ¡Ah! ¿Creéis que con trozos de madera o de hierro haréis hablar a un hombre como yo? ¡Probad: os desafío!
    Disponeos a escribir ordenó el juez al notario.
    ¡Sí, prepárate! aulló Coconnas . Y si piensas escribir lo que salga de mi boca, infame verdugo, tendrás para rato. Escribe, escribe...
    ¿Queréis hacer alguna revelación? dijo el juez sin inmutarse.
    ¡Ninguna! ¡No diré ni una sola palabra! ¡Idos al diablo!
    Podéis reflexionar durante los preparativos, señor. Vamos, maestro, ajustadle los borceguíes a este señor.
    Al oír estas palabras, el hombre que había permanecido hasta entonces de pie a inmóvil con las cuerdas en la mano, se apartó de la columna y, andando lentamente, se aproximó a Coconnas, quien, por su parte, volvió hacia él la cabeza para insultarle.
    Era maese Caboche, el verdugo de la ciudad de París.
    Un doloroso asombro se dibujó en el semblante de
    Coconnas, quien, en lugar de gritar y moverse, quedóse inmóvil sin poder apartar los ojos del rostro de aquel olvidado amigo que reaparecía en semejante ocasión.
    Caboche, sin mover un solo músculo de su cara y sin dar la menor señal de haber visto a Coconnas anteriormente, le introdujo dos planchas entre las piernas, le puso otras dos iguales por la parte de fuera y aseguró unas con otras con la cuerda que llevaba en la mano.
    Para el tormento ordinario se introducían seis cuñas entre las dos planchas de modo que al separarse éstas trituraban las carnes.
    En el tormento extraordinario se hundían diez, y entonces las planchas llegaban a quebrar los huesos.
    Tan ingenioso sistema recibía el nombre de «tormento de los borceguíes».
    Una vez terminada la operación preliminar, maese Caboche introdujo la punta de una cuña entre las dos planchas; luego, empuñando su mazo y poniendo una rodilla en tierra, miró al juez.
    ¿Tiene algo que decir el condenado?
    No respondió Coconnas resueltamente, pese a que sentía correr el sudor por su frente y notaba cómo se le erizaban los cabellos.
    En ese caso, adelante dijo el juez- primera cuña del ordinario.
    Caboche levantó el brazo armado con una pesada maza y asestó un golpe terrible sobre la cuña, produciendo un sonido grave.
    El caballete tembló.
    Coconnas no dejó escapar la más ligera queja y eso que aquella cuña hacía gemir por lo general a los más resueltos.
    Más aún; la única expresión que se pintó en su rostro fue la de un indecible asombro. Miró con ojos estupefactos a Caboche, que con el brazo en alto y atento a la orden del juez se disponía a repetir el golpe.
    ¿Cuál fue vuestra intención al ocultaros en el bosque? preguntó el juez.
    Tumbarnos a la sombra respondió Coconnas.
    Seguid dijo el juez.
    Caboche dio un segundo mazazo, que produjo el mismo sonido que el anterior. Coconnas no pestañeó tan siquiera y siguió mirando al verdugo con la misma expresión de asombro.
    El juez frunció el ceño.
    ¡Vaya un cristiano duro! murmuró . ¿Entró la cuña hasta el fondo, maese?
    Caboche se inclinó como para examinarla y al hacerlo le dijo en voz baja a Coconnas:
    ¡Gritad, desdichado!
    Y levantándose añadió:
    Hasta el fondo, señor.
    Las dos palabras de Caboche explicaron todo el misterio a Coconnas. El digno verdugo acababa de prestar a su amigo el mayor servicio que puede hacerse de verdugo a caballero.
    Le ahorraba algo más que el dolor; le evitaba la vergüenza de las confesiones. En lugar de hundirle cuñas de encina le hundía cuñas de cuero flexible que tenían sólo de madera la parte superior. Además, le dejaba todas sus fuerzas para que pudiera afrontar el patíbulo.
    ¡Oh! Magnífico Caboche murmuró Coconnas , tranquilízate, voy a gritar, ya que así me lo pides, y lo aseguro que quedarás contento.
    Entre tanto, Caboche había introducido entre las planchas el extremo de una cuña más gruesa aún que la anterior.
    ¡Adelante! ordenó el juez.
    Oída la orden, Caboche dio otro golpe tan fuerte como si hubiera querido demoler el castillo de Vincennes.
    ¡Ah! ¡Ah! ¡Hu! ¡Hu! gritó Coconnas con la más variada entonación . ¡Rayos y truenos! Tened cuidado, que me vais a romper los huesos.
    ¡Ah! dijo el juez sonriendo . La segunda hace su efecto; ya me extrañaba.
    Coconnas resopló como un fuelle de fragua.
    =¿Qué hacíais en el bosque? repitió el juez.
    ¡Eh! ¡Voto al diablo! Ya os he dicho; tomaba el fresco.
    Continuad dijo el juez.
    Confesad le deslizó Caboche al oído.
    ¿El qué?
    Todo lo que se os, ocurra, pero decid algo. Y le dio otro golpe no menos fuerte que los anteriores.
    Coconnas creyó ahogarse a fuerza de gritar.
    ¡Oh! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ay! ¿Qué deseáis saber, señor? ¿Por orden de quién estaba en el bosque?
    -Sí.
    Por orden del duque de Alençon.
    Escribid dijo el juez.
    Si cometí un crimen tendiendo un lazo al rey de Navarra continuó Coconnas , yo no fui más que un instrumento, señor, pues me limitaba a obedecer a mi amo.
    El escribano se puso a transcribir las palabras del condenado.
    ¡Oh! Me delataste, paliducho infecto murmuró Coconnas . ¡Espera! ¡Ya verás!
    Luego de proferir estas exclamaciones refirió la visita de Francisco al rey de Navarra, las entrevistas entre De Mouy y Alençon, y la historia de la capa color cereza, sin olvidar que debía gritar cada vez que el verdugo golpeaba las cuñas.
    Dio tantos informes precisos, verídicos, rotundos y terribles contra el duque de Alençon... fingió tan bien que sólo confesaba obligado por la violencia de los dolores; hizo tantas muecas, rugió, se quejó tan naturalmente y con tan diferentes entonaciones, que el mismo juez acabó por asustarse ante la obligación en que se veía de registrar detalles tan comprometedores para un príncipe de la familia real.
    « ¡En buena hora! se decía Caboche . He aquí un caballero al que no es preciso repetir dos veces las cosas y que sabe dar trabajo al escribano. ¡Dios mío! ¡Qué hubiera ocurrido si en lugar de ser de cuero las cuñas hubieran sido de madera!»
    En vista de su buen comportamiento durante la confesión, Coconnas fue perdonado de la última cuña del tormento extraordinario, pero sin contar ésta, había soportado ya nueve, lo que era bastante para deshacerle las piernas.
    El juez advirtió a Coconnas el favor que se le hacía como premio a sus declaraciones y se retiró.
    El reo quedóse solo con Caboche.
    Vamos, señor mío le preguntó éste , ¿cómo os encontráis?
    ¡Ah, mi buen amigo, mi querido Caboche! dijo Coconnas . Puedes estar seguro de que lo agradeceré toda la vida lo que acabas de hacer por mí.
    ¡Diablo! Tenéis razón, caballero, porque si averiguaran lo que he hecho por vos, me tocaría ocupar vuestro lugar en el caballete y os aseguro que no tendrían conmigo las consideraciones que yo he tenido hacia vos.
    Pero ¿cómo has tenido la ingeniosa idea...?
    Muy sencillo dijo Caboche mientras envolvía las piernas de Coconnas con vendas ensangrentadas , supe que estabais preso, que se tramitaba vuestro proceso y que la reina Catalina exigía vuestra muerte. Supuse que os darían tormento y, en consecuencia, tomé mis precauciones.
    ¿A riesgo de lo que ocurriese?
    Señor dijo Caboche , sois el único caballero que se ha dignado darme la mano, y aunque soy verdugo, o tal vez por eso mismo, tengo buen corazón y no me falta la memoria. Ya veréis cómo mañana cumplo puntualmente mi obligación.
    ¿Mañana? preguntó Coconnas.
    Sin duda, mañana.
    ¿Qué obligación?
    Caboche miró a Coconnas con asombro.
    ¿Cómo? ¿Acaso habéis olvidado la sentencia?
    ¡Ah! Sí, es cierto, la sentencia dijo Coconnas , ya no me acordaba.
    En realidad, Coconnas no había olvidado su condena, pero no pensaba en ella.
    Pensaba únicamente en la capilla, en el puñal escondido bajo el sagrado paño, en Enriqueta y en la reina, en la puerta de sacristía y en los dos caballos que esperarían en la entrada del bosque; pensaba en la libertad, en la carrera al aire libre y en la salvación más allá de las fronteras de Francia.
    Ahora dijo Caboche , tenéis que pasar hábilmente del caballete a la camilla. No olvidéis que para todo el mundo, incluso para mis ayudantes, tenéis rotas las piernas, por lo cual a cada movimiento debéis dar un grito.
    ¡Ay! dijo Coconnas al ver que los dos ayudantes aproximaban la camilla.
    ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Un poco de valor! dijo Caboche . Si ahora gritáis, ¿qué será luego?
    Mi querido Caboche dijo Coconnas , no dejéis que me toquen vuestros acólitos, os lo suplico; es muy posible que no sepan hacerlo con tanta delicadeza como vos.
    Poned la camilla junto al caballete dijo maese Caboche.
    Los dos ayudantes obedecieron. Caboche alzó en brazos a Coconnas como si fuese un niño y le dejó acostado en la camilla. A pesar del cuidado que puso el verdugo en trasladarle, el piamontés dio unos gritos feroces.
    Apareció entonces el carcelero con una linterna. A la capilla dijo. Quienes conducían a Coconnas se pusieron en camino después de que éste hubo dado al verdugo un segundo apretón de manos. El primero le había resultado tan útil, que no iba a sentir reparos en tan críticos momentos.

    XXVIII

    LA CAPILLA

    El lúgubre cortejo atravesó en medio del más profundo silencio los dos puentes levadizos del castillo y el gran patio donde está la capilla, cuyas vidrieras ligeramente iluminadas dejaban ver los pálidos rostros de los apóstoles vestidos con mantos rojos.
    Coconnas aspiraba con fruición el aire de la noche cargado de humedad. Se daba cuenta de la profunda oscuridad reinante y se alegraba de que todas aquellas circunstancias fuesen propicias para su fuga y la de su compañero.
    Tuvo que poner a prueba toda su voluntad, su prudencia y el dominio que tenía sobre sí mismo para no saltar de la camilla cuando al entrar en la capilla vio en el coro, a tres pasos del altar, un bulto tendido cubierto por un gran manto blanco.
    Era La Mole.
    Los dos soldados que escoltaban la camilla se habían quedado fuera.
    Ya que nos conceden la suprema gracia de reunirnos por última vez dijo Coconnas con desfallecida voz , llevadme junto a mi amigo...
    Como los portadores no habían recibido ninguna orden contraria, no pusieron dificultad en acceder al deseo de Coconnas.
    La Mole estaba sombrío y pálido; tenía la cabeza apoyada contra la pared de mármol y sus negros cabellos, bañados en un abundante sudor que daba a su rostro la blancura mate del marfil, parecían conservar su rigidez después de haberse erizado de espanto.
    A una señal del carcelero, los dos ayudantes se alejaron para ir a buscar al sacerdote que Coconnas había solicitado.
    Era el momento convenido.
    Coconnas siguió con la vista ansiosamente a sus camilleros y no era él sólo quien los miraba.
    Apenas desaparecieron cuando, de detrás del altar, se vio salir a dos mujeres que irrumpieron en el coro haciendo grandes demostraciones de alegría y removiendo el aire como el soplo cálido y ruidoso que precede a la tormenta.
    Margarita se precipitó hacia La Mole estrechándole entre sus brazos.
    La Mole profirió un grito terrible, un grito semejante a los que había escuchado Coconnas desde su celda y que estuvieron a punto de volverle loco.
    ¡Dios mío! ¿Qué os pasa, La Mole? dijo Margarita retrocediendo aterrorizada.
    La Mole exhaló un profundo gemido y se llevó las manos a los ojos como para no ver a Margarita.
    La reina se asustó aún más ante aquel silencio y al ver aquel gesto que al oír el grito de dolor.
    ¡Oh! exclamó . ¿Qué es lo que tienes? ¡Estás cubierto de sangre!
    Coconnas, que se había precipitado hacia el altar, había cogido el puñal y abrazaba en aquel momento a Enriqueta, se volvió.
    Levántate decía Margarita , levántate, os lo suplico. ¿No ves que ha llegado el momento?
    Una sonrisa espeluznante de tristeza se dibujó en los amoratados labios de La Mole, quien parecía sonreír por última vez.
    ¡Mi querida reina! dijo el joven . No contasteis con Catalina y por consiguiente olvidasteis sus mañas. Sufrí el tormento, mis huesos están rotos, todo mi cuerpo es una gran llaga y el movimiento que hago en este instante para apoyar mis labios sobre vuestra frente me causa dolores mucho más crueles que la muerte.
    En efecto, haciendo un gran esfuerzo y poniéndose aún más pálido de lo que estaba, La Mole besó la frente de la reina.
    ¡El tormento! exclamó Coconnas . Yo también lo sufrí, ¿acaso el verdugo no hizo por ti lo mismo que por mí?
    Coconnas refirió inmediatamente todo cuanto le había sucedido.
    ¡Ah! dijo La Mole . Ya comprendo; tú le diste la mano el día de nuestra visita; yo en cambio olvidé entonces que todos los hombres somos hermanos y le traté con desdén. Dios me castiga por mi orgullo. ¡Alabado sea su nombre!
    La Mole juntó las manos.
    Coconnas y las dos mujeres cambiaron una mirada de indecible terror.
    Vamos, vamos dijo el carcelero, que había ido hasta la puerta para ver si venía alguien y ya estaba de regreso . Vamos, no perdáis tiempo, mi querido señor Coconnas; dadme mi puñalada y portaos conmigo como un caballero, porque ya van a venir.
    Margarita se había arrodillado junto a La Mole. Parecía una de esas figuras de mármol que se inclinan sobre un sepulcro donde está la estatua yacente del muerto.
    Vamos, amigo mío dijo Coconnas . ¡Valor! Yo soy fuerte, lo llevaré en mis brazos, lo colocaré sobre lo caballo o lo llevaré en el mío si no puedes sostenerte solo en la silla; pero partamos de una vez; ya has oído lo que dice este buen hombre; se trata de nuestra vida.
    La Mole hizo un esfuerzo sobrehumano, sublime. Es verdad; se trata de lo vida dijo, a intentó incorporarse.
    Annibal le cogió en sus brazos y le puso de pie. La Mole tan sólo dejó oír una especie de sordo rugido. En el momento en que Coconnas se apartaba de él para ir hacia el carcelero, dejándole sostenido en los brazos de las mujeres, sus piernas flaquearon y, a pesar de los esfuerzos de Margarita, que lloraba sin cesar, cayó como una masa inerte sin poder contener un grito desgarrador que resonó en la bóveda de la capilla con un eco lúgubre que estremeció el aire de las naves por algunos instantes.
    Ya veis dijo La Mole con acento de angustia , ya veis, reina mía; dejadme, abandonadme con un último adiós. No he hablado, Margarita; vuestro secreto queda, pues, envuelto en nuestro amor y morirá entero conmigo. Adiós, mi reina, adiós...
    Margarita, casi desfalleciente también, rodeó con sus brazos aquella hermosa cabeza a imprimió en ella un casto beso.
    Tú, Annibal continuó La Mole , tú que has librado de los dolores, tú que eres joven aún y puedes vivir, huye, huye, amigo mío, y dame el supremo consuelo de saber que estás en libertad.
    ¡El tiempo apremia! exclamó el carcelero . ¡Daos prisa!
    Enriqueta trataba de arrastrar suavemente a Annibal, mientras Margarita, de rodillas al lado de La Mole, con los cabellos sueltos y los ojos anegados en lágrimas, parecía una Magdalena.
    Huye, Annibal insistió La Mole , huye, no des a nuestros enemigos la ocasión de gozar del espectáculo de la muerte de dos inocentes.
    Coconnas rechazó suavemente a Enriqueta, que le empujaba hacia la puerta, y con un gesto tan solemne como majestuoso, dijo:
    Señora, dad ante todo a este hombre los quinientos escudos que le prometimos.
    Aquí están dijo Enriqueta.
    Entonces, volviéndose hacia La Mole y meneando tristemente la cabeza:
    En cuanto a ti, mi buen La Mole dijo , me injurias al pensar, siquiera sea por un instante, que pueda abandonarte. ¿No lo juré que viviría y moriría contigo? En fin, sufres tanto, pobre amigo mío, que lo perdono la ofensa.
    Sin añadir nada más se recostó junto a su amigo y, acercando su cara a la de La Mole, le rozó la frente con sus labios.
    Después, tal como hubiera hecho una madre con su hijo, cogió suavemente la cabeza de su amigo, que reposaba contra la pared y la hizo descansar sobre su pecho.
    Margarita se hallaba sombría. Acababa de recoger el puñal que Coconnas había dejado caer.
    ¡Oh! ¡Mi reina! dijo La Mole extendiendo los brazos hacia ella, pues comprendía sus propósitos . ¡No olvidéis que muero para borrar hasta la más mínima sospecha de nuestro amor!
    ¿Qué es lo que puedo hacer entonces por ti, ya que ni siquiera me está permitido el morir contigo? dijo Margarita desesperada.
    Puedes hacer contestó La Mole que la muerte me parezca dulce y que llegue hasta mí con un rostro risueño.
    Margarita se aproximó a él con las manos juntas como para rogarle que hablara.
    ¿Recuerdas aquella noche, Margarita, en que a cambio de mi vida que lo ofrecía entonces y que lo doy ahora me hiciste una promesa sagrada?...
    Margarita se estremeció.
    ¡Ah! Veo que sí lo acuerdas, puesto que así lo estremeces dijo La Mole.
    Sí, sí, recuerdo la promesa y lo juro por mi alma, Hyacinte, que la cumpliré afirmó Margarita.
    Luego extendió la mano hacia el altar como para tomar a Dios por testigo de su juramento.
    El rostro de La Mole se iluminó como si la bóveda de la capilla se hubiese abierto y un celeste rayo hubiera descendido hasta él.
    ¡Que vienen! ¡Que vienen! exclamó el carcelero.
    Margarita dio un grito y se precipitó hacia La Mole, pero el temor de redoblar sus dolores la detuvo trémula a cierta distancia.
    Enriqueta apoyó sus labios sobre la frente de Coconnas y le dijo:
    Te comprendo, Annibal mío, y me siento orgullosa de ti. Sé perfectamente que lo heroísmo lo hace morir, pero precisamente por ese heroísmo es por lo que lo amo. Ante Dios lo amaré siempre, más que nada en este mundo, y lo que Margarita ha jurado hacer por La Mole, lo juro que aun no sabiendo lo que es, lo haré yo por ti.
    Al terminar alargó su mano a Margarita.
    Eso sí. que es hablar bien dijo Coconnas ; gracias.
    Antes de dejarme dijo La Mole , os pido, reina mía, un último favor; dadme un recuerdo cualquiera que pueda besar en el momento de subir al patíbulo.
    ¡Oh! Sí, por supuesto! exclamó Margarita . ¡Toma esto!
    De su cuello desprendió un pequeño relicario de oro sostenido por una cadena del mismo metal.
    Toma dijo , es una reliquia santa que llevo desde mi infancia; mi madre me la puso al cuello cuando era niña y todavía me amaba; perteneció a nuestro tío el Papa Clemente y nunca se ha separado de mí; tómala.
    La Mole la cogió, besándola entusiasmado.
    Ya abren la puerta dijo el carcelero , huid, señoras, huid.
    Las dos mujeres se precipitaron detrás del altar, por donde desaparecieron.
    En aquel momento entraba el sacerdote.

    XXIX

    LA PLAZA DE SAINT JEAN EN GRÈVE

    Desde las siete de la mañana se desbordaba la multitud por las calles y plazuelas de los alrededores del patíbulo.
    A las diez avanzó lentamente por la calle de Saint Antoine un carricoche que venía de Vincennes y que era el mismo en el que los dos amigos fueron conducidos al Louvre después de su duelo. A su paso, los espectadores apretujados, parecían estatuas de ojos quietos y labios entreabiertos.
    Aquel día, la reina madre obsequiaba con un espectáculo desgarrador a todo el pueblo de París.
    En el carricoche venían tendidos sobre algunas briznas de hierba dos jóvenes con la cabeza descubierta y vestidos de negro. Coconnas sostenía sobre sus rodillas a La Mole, cuya cabeza sobresalía por encima de los travesaños del vehículo y cuyos ojos erraban de un lado a otro.
    La muchedumbre, con tal de ver hasta el fondo del carruaje, se empujaba, se levantaba en vilo, se subía a los tejados, trepaba por los salientes de los muros y sólo parecía satisfecha cuando contemplaba por entero aquellos dos cuerpos que salían del tormento para encaminarse al patíbulo.
    Había circulado el rumor de que La Mole moriría sin haber confesado uno solo de los hechos que se le imputaban, mientras que, por el contrario, se aseguraba que Coconnas, no habiendo podido soportar el dolor, lo había revelado todo.
    Por eso se oía gritar por todas partes:
    ¡Mirad, mirad al rubio! Es el que ha hablado, el que ha dicho todo; es un cobarde y tiene la culpa de que maten a su amigo. El otro, en cambio, es un valiente y no ha dicho nada.
    Los dos jóvenes oían claramente, el uno las alabanzas y el otro las injurias, que acompañaban su marcha fúnebre. Mientras La Mole estrechaba las manos de su amigo, un sublime desdén se pintaba en el rostro del piamontés, quien, desde lo alto del inmundo carricoche, contemplaba al populacho estúpido cual si le mirase desde un carro triunfal.
    El infortunio había consumado su obra celestial; había ennoblecido el semblante de Coconnas. Faltaba que la muerte divinizara su alma.
    ¿Llegaremos pronto? preguntó La Mole . No puedo más, amigo mío, creo que voy a desmayarme.
    Espera, espera, La Mole, vamos a pasar por delante de las calles Tizon y de Cloche Percée; mira un momento.
    ¡Oh! ¡Levántame, levántame para que vea por última vez esa bendita casa!
    Coconnas dio con su mano un golpecito en el hombro del verdugo, que iba sentado en el pescante, guiando el caballo.
    Maestro le dijo , haznos el favor de parar un instante frente a la calle Tizon.
    Caboche hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, al llegar al sitio indicado, detuvo el carricoche.
    La Mole, ayudado por Coconnas, se incorporó con esfuerzo, miró con los ojos velados por las lágrimas aquella casita silenciosa, muda y cerrada como una tumba, y, suspirando profundamente, dijo en voz baja:
    ¡Adiós, juventud, amor y vida!...
    Luego dejó caer la cabeza sobre el pecho.
    ¡Animo! le dijo Coconnas . Tal vez volvamos a encontrar todo eso allá arriba.
    ¿Tú crees?
    Lo creo, porque me lo ha dicho el sacerdote y porque no me faltan esperanzas de que así sea. Pero no lo desmayes, amigo mío, estos miserables que nos miran se reirían de nosotros.
    Caboche oyó las últimas palabras y, fustigando con una mano al caballo tendió con la otra, y sin que nadie pudiese verlo, a Coconnas una esponjita empapada en un revulsivo tan violento que La Mole, luego de aspirar su olor y frotarse con ella las sienes, se sintió fresco y reanimado.
    ¡Ah! dijo . Me siento resucitar.
    Y besó el relicario que colgaba de su cuello.
    Al llegar a la esquina de la calle y dar la vuelta al hermoso edificio mandado construir por Enrique II, vieron el patíbulo que se alzaba dominando todas las cabezas sobre una plataforma desnuda y sangrienta.
    Amigo dijo La Mole , quisiera morir el primero.
    Coconnas dio por segunda vez un golpecito en el hombro del verdugo.
    Buen hombre dijo Coconnas , si como me dijiste deseas complacerme...
    Os lo dije y os lo repito.
    Pues bien; mi amigo ha sufrido más que yo; por consiguiente, tiene menos fuerzas...
    ¿Y qué?
    Me ha dicho que padecería demasiado si me viera morir primero. Además, si yo muero antes, nadie le podría acompañar al patíbulo.
    Está bien, está bien contestó Caboche, enjugándose una lágrima con el dorso de la mano , tranquilizaos; haré lo que me pedís.
    Y de un solo golpe, ¿no es así? preguntó en voz baja el piamontés.
    De uno solo.
    Está bien; si acaso tuvierais que repetirlo, que sea conmigo.
    El carricoche se detuvo; habían llegado. Coconnas se puso el sombrero.
    Un rumor parecido al de las olas del mar hirió los oídos de La Mole. Pretendió ponerse de pie, pero le faltaron las fuerzas; fue necesario que Coconnas y Caboche le sostuvieran entre sus brazos.
    La plaza estaba sembrada de cabezas. Las escaleras del ayuntamiento parecían las gradas de un anfiteatro lleno de espectadores. Por todas las ventanas se veían caras animadas, cuyos ojos despedían chispas.
    Cuando se vio que el hermoso joven, incapaz de sostenerse en pie sobre sus piernas rotas, hacía un supremo esfuerzo para subir por sí solo al cadalso, se elevó un inmenso clamor, como un grito de desolación universal. Los hombres rugían, mientras las mujeres daban lastimeros quejidos.
    Era uno de los cortesanos más importantes decían los hombres , y no era en Saint Jean en Grève donde debía morir, sino en Pré aux Clercs.
    ¡Qué hermoso es! ¡Qué pálido está! decían las mujeres . Es el que no quiso hablar.
    Amigo mío dijo La Mole , no puedo sostenerme, ¡cógeme!
    Espera dijo Coconnas.
    Hizo una seña al verdugo para que se apartase, se inclinó, cogió a La Mole en brazos como si fuera un niño y subió sin vacilar, cargado con su fardo, la escalera de la plataforma. Al dejarle sobre ella, lo hizo entre los gritos frenéticos y los aplausos de la multitud.
    Coconnas se quitó el sombrero y saludó.
    Luego tiró el sombrero a sus pies.
    Mira por todos lados le dijo La Mole , ¿no la ves?
    Coconnas giró una mirada circular por toda la plaza y, al llegar a un punto se detuvo, extendió la mano, sin apartar los ojos de donde los tenía clavados, para tocar en el hombro a su amigo.
    Mira le dijo , mira hacia allá. ¿No ves quién hay en la ventana de aquella torrecilla?
    Con la otra mano le mostraba a La Mole el pequeño monumento que aún existe hoy entre las calles Vannerie y Mouton, como resto de pasados siglos.
    En el hueco de la ventana podía verse la silueta de dos mujeres, apoyada una contra la otra.
    ¡Ah! suspiró La Mole . Sólo una cosa temía y era morir sin volver a verla. Ahora ya puedo morir tranquilo.
    Sin apartar los ojos de la ventanita se llevó a los labios el relicario y lo cubrió de besos.
    Coconnas saludó a las dos damas con la misma gracia que si se hubiera hallado en un salón.
    En respuesta a los ademanes de los caballeros, ellas agitaron en el aire sus pañuelos impregnados de lágrimas.
    A su vez, Caboche advirtió a Coconnas tocándole con un dedo en el hombro y dirigiéndole una mirada muy significativa.
    Sí dijo el piamontés, y volviéndose hacia La Mole : abrázame y muere como un valiente. Esto no será difícil para ti, puesto que lo eres.
    ¡Ah! respondió La Mole . ¡No tendrá ningún mérito mi valor ante la muerte! ¡Sufro tanto!...
    Al aproximarse el sacerdote presentando un crucifijo a La Mole, éste le enseñó el relicario que tenía en la mano.
    No importa dijo el religioso , encomendaos de todos modos al que sufrió lo que vos vais a sufrir.
    La Mole besó los pies del Cristo.
    Recomendadme dijo a las plegarias de las monjas de la bendita Santa Virgen.
    Date prisa, La Mole dijo Coconnas , me haces tanto daño, que me siento desfallecer.
    Ya estoy dispuesto dijo La Mole.
    ¿Podréis mantener bien erguida la cabeza? preguntó Caboche, preparando su espada a espaldas de La Mole, que se hallaba arrodillado.
    Creo que sí respondió éste.
    Entonces todo marchará perfectamente.
    Pero no olvidéis lo que os he pedido. Este relicario os abrirá las puertas.
    Perded cuidado. Ahora, tratad de mantener la cabeza erguida.
    La Mole enderezó el cuello y volviendo los ojos hacia la torrecilla:
    Adiós, Margarita dijo , bendita se...
    No pudo terminar. De un revés de su espada rápida y brillante como el rayo, Caboche hizo caer de un solo tajo la cabeza, que fue rodando hasta los pies de Coconnas.
    El cuerpo se deslizó suavemente como si se acostara.
    Un grito inmenso compuesto de mil gritos distintos resonó entonces en los ámbitos de la plaza. Entre las voces de las mujeres le pareció a Coconnas reconocer un acento más doloroso que todos los demás.
    Gracias, digno amigo, gracias dijo Coconnas, tendiendo por tercera vez la mano al verdugo.
    Hijo mío le dijo el sacerdote a Coconnas , ¿no tenéis nada que confiar a Dios?
    No, padre respondió el piamontés , todo lo que podía decirle ya os lo dije ayer a vos.
    Y dirigiéndose a Caboche:
    Vamos, verdugo, mi íntimo amigo le dijo , hazme otro favor aún.
    Antes de arrodillarse paseó por la multitud una mirada tan tranquila y serena que un murmullo de admiración acarició sus oídos y halagó su orgullo. Cogiendo entonces entre sus manos la cabeza de su amigo y besando sus labios violáceos, miró por última vez hacia la torrecilla. Se arrodilló sin soltar aquella cabeza tan querida y dijo:
    ¡A mí!
    No había acabado de pronunciar estas palabras cuando Caboche hizo volar su cabeza.
    Al dar este golpe un temblor convulsivo se apoderó del hombre.
    ¡Ya era hora de que esto terminase! ¡Pobre muchacho!
    Dicho esto, arrancó de las manos crispadas de La Mole el relicario de oro y extendió rápidamente su capa sobre los tristes despojos que el carrito debía conducir a su casa.
    Habiendo concluido el espectáculo, la muchedumbre se dispersó.

    XXX

    LA PICOTA

    Anocheció sobre la ciudad estremecida aún por el rumor de aquel suplicio, cuyos detalles iban a entristecer en todos los hogares la alegre hora de la cena familiar. Por el contrario, el Louvre presentaba un aspecto animado.
    Se celebraba en él una gran fiesta, una fiesta ofrecida por Carlos IX y que él mismo había decidido para aquella noche, al mismo tiempo que había fijado para aquella mañana la ejecución.
    La reina de Navarra había recibido el día anterior la orden de asistir a la fiesta y, con la esperanza de que La Mole y Coconnas se escaparían y con la convicción de que se habían tomado todas las medidas necesarias para favorecer su fuga, respondió a su hermano que accedería, muy gustosa, a sus deseos.
    Una vez que perdió toda esperanza como resultado de la escena de la capilla y desde que asistiera, en un último impulso de compasión hacia aquel amor, el más grande y profundo que experimentara en su vida, a la escena de la ejecución, se había prometido a sí misma que ni ruegos ni amenazas la obligarían a presentarse en una alegre fiesta en el Louvre, precisamente el mismo día en que había asistido a un espectáculo tan lúgubre como el de la plaza de Saint Jean en Grève.
    El rey Carlos IX había dado una nueva prueba de aquella fuerza de voluntad que tenía y que nadie quizá poseyó en tan alto grado. Postrado en cama desde hacía quince días, débil como un moribundo y amarillo como un cadáver, se levantó a eso de las cinco de la tarde y vistióse con sus más ricas galas. Cierto que, mientras se vestía, sufrió tres desmayos.
    A eso de las ocho de la noche preguntó por su hermana y quiso ser informado de si se la había visto o se sabía dónde estaba. Nadie pudo responderle, ya que la reina Margarita había vuelto a su aposento a las once de la mañana y se había encerrado, prohibiendo terminantemente a todos la entrada..
    Para Carlos no había puertas cerradas que valieran. Apoyado en el brazo del señor de Nancey, se dirigió al departamento de la reina de Navarra y entró sin anunciarse por la puerta del corredor secreto.
    Por mucho que esperara hallar un triste espectáculo y por más que hubiese preparado de antemano su corazón, lo que vio era más deplorable aún de cuanto había podido imaginar.
    Margarita, semimuerta, acostada sobre un sofá, y con la cabeza rodeada de almohadas, no lloraba ni oraba; tan sólo un estertor de agonizante agitaba su pecho.
    En el otro extremo de la habitación, yacía sin sentido, tirada en el suelo, aquella mujer decidida que se llamaba Enriqueta de Nevers. Al volver de la plaza de Saint Jean en Grève le faltaron las fuerzas lo mismo que a Margarita, de suerte que la pobre Guillonne iba de una a otra sin atreverse a dirigirles una palabra de consuelo.
    En las crisis que siguen a las grandes catástrofes nos sentimos avaros de nuestro dolor, como si fuera un tesoro, y consideramos como enemigo a todo aquel que intenta quitarnos la más mínima parte de él.
    Carlos IX empujó la puerta y, dejando al señor de Nancey en el corredor, entró pálido y trémulo.
    Ninguna de las dos mujeres le vio entrar.
    Únicamente Guillonne, que en aquel momento atendía a Enriqueta, se levantó, apoyándose en una rodilla, y miró aterrada al rey.
    El rey hizo una seña con la mano, que bastó para que ella hiciera una reverencia y se retirara.
    Carlos se dirigió entonces a Margarita, la contempló un instante en silencio, y luego, con un tono de voz del que se le hubiera creído incapaz, dijo:
    ¡Margot! ¡Hermana mía!
    La joven se estremeció y trató de incorporarse.
    ¡Vuestra Majestad! dijo.
    ¡Vamos, hermana, valor!
    Margarita elevó los ojos al cielo.
    Sí, ya lo sé dijo Carlos , pero óyeme.
    La reina de Navarra hizo un gesto como queriendo decir que escuchaba.
    Me has prometido asistir al baile dijo Carlos.
    ¿Yo?
    Sí, y como lo has prometido, lo están esperando, de modo que si no vienes, se van a extrañar de no verte.
    Perdonadme, hermano mío dijo Margarita , ¡pero mirad cómo sufro!
    Margarita estuvo por un instante tentada de reunir todas sus fuerzas, pero se abandonó de pronto y, dejando caer de nuevo la cabeza sobre los almohadones, dijo:
    No, no, no iré.
    Carlos le cogió la mano y, sentándose a su lado en el sofá, insistió:
    Sé que acabas de perder a un amigo, Margot; pero mírame, ¿acaso yo no he perdido todos los míos y, lo que es peor, a mi madre? Tú siempre has podido llorar a tus anchas, como lo has hecho en este momento; yo, en la hora de mis crueles dolores, siempre me he visto obligado a sonreír. Tú sufres; mírame, yo muero. Pues bien, Margot, ¡ánimo! ¡Te lo pido, hermana mía, en nombre de nuestro honor! Nosotros llevamos, como una cruz de angustia, la fama de nuestra familia; llevémosla, como el Señor hasta el Calvario, y si en el camino, como Él, tropezamos, levantémonos como Él resignados y animosos.
    ¡Oh, Dios mío, Dios mío! exclamó Margarita.
    Sí dijo Carlos, respondiendo a su pensamiento , el sacrificio es duro, hermana, pero cada cual debe sacrificar lo que le corresponda, unos su honor y otros su vida. ¿Crees que a mis veinticinco años y siendo dueño del trono más poderoso del mundo no lamento tener que morir? Pues mírame..., observa mis ojos, mi color, mis labios; son los de un muerto, es verdad, pero mi sonrisa..., mi sonrisa; ¿no hace creer que espero? Y no obstante dentro de ocho días, de un mes a lo sumo, tú me lloraras como lloras ahora al que ha muerto hoy.
    ¡Hermano...! gritó Margarita, abrazando a Carlos.
    Vamos, vestíos, Margarita dijo el rey , disimulad vuestra palidez y venid al baile. Acabo de ordenar que os traigan nuevas joyas y adornos dignos de vUestra belleza.
    ¡Oh, los diamantes, los vestidos!... dijo Margarita . ¿Qué me importa todo eso ahora?
    La vida es larga, Margarita dijo Carlos sonriendo , al menos para ti.
    ¡Jamás! ¡Jamás!
    Acuérdate de una cosa, hermana; a veces, es ahogando, o mejor dicho, disimulando el dolor como mejor se honra a los muertos.
    Está bien, señor, iré dijo Margarita, estremeciéndose.
    Una lágrima que absorbió rápidamente su cálida mejilla humedeció los ojos de Carlos.
    El rey se inclinó hacia su hermana, la besó en la frente, se detuvo un instante mirando a Enriqueta, que ni le había visto ni oído, y exclamó:
    ¡Pobre mujer!
    Luego salió silenciosamente.
    No bien hubo salido, entraron varios pajes llevando cofres y estuches.
    Margarita les indicó que dejaran todo aquello en el suelo.
    Obedecida la orden, se retiraron los pajes, dejando a Guillonnè con las dos mujeres.
    Prepárame todo lo necesario para vestirme, Guillonne dijo Margarita.
    La joven miró a su ama con aire de asombro.
    Sí dijo Margarita con un acento de amargura que sería imposible transcribir , me vestiré y asistiré al baile. Allá me esperan. Apresúrate, pues el día será completo: fiesta en la plaza de Saint Jean en Grève por la mañana y fiesta en el Louvre por la noche.
    ¿Y la señora duquesa? preguntó Guillonne.
    ¡Oh! Ella es dichosa; puede quedarse aquí; puede llorar y sufrir a su antojo. Ella no es hija de rey, esposa de rey ni hermana de rey. No es reina. Ayúdame a vestirme, Guillonne.
    La doncella obedeció. Los adornos eran magníficos y el vestido precioso. Nunca había estado más bella Margarita.
    Se contempló en un espejo.
    «Mi hermano tiene razón pensó ; qué cosa más miserable es una criatura humana.»
    En aquel momento entró Guillonne.
    Señora dijo , ahí está un hombre que pregunta por vos.
    ¿Por mí?
    Sí, por vos.
    ¿Quién es?
    No sé, pero tiene un aspecto terrible; yo al verle me he puesto a temblar.
    Ve a preguntarle su nombre dijo Margarita palideciendo.
    Guillonne salió y volvió a los pocos instantes.
    No quiso decirme su nombre, señora, pero me rogó que os entregara esto.
    Y entregó a Margarita el relicario que ella había dado a La Mole la noche anterior.
    ¡Hazle entrar, hazle entrar en seguida! dijo la reina, al mismo tiempo que se ponía mucho más pálida y acongojada de lo que estaba.
    Unos pasos lentos y pesados conmovieron el pavimento. El eco, indignado sin duda de tener que repetir semejante ruido, gruñó bajo el entarimado y un hombre apareció en el umbral.
    ¿Sois vos...? dijo la reina.
    El mismo que un día encontrasteis cerca de Montfaucon, señora, y el mismo que trajo al Louvre en su carricoche a dos gentiles hombres heridos.
    Sí, ya os reconozco, sois maese Caboche.
    Verdugo del distrito de París, señora.
    Éstas fueron las únicas palabras que oyó Enriqueta de todas las que se habían pronunciado delante de ella desde hacía una hora. Levantó su pálido rostro y miró al verdugo con sus ojos color esmeralda, de los que parecía surgir una doble llama.
    ¿Y venís...? dijo Margarita temblando.
    A recordaros la promesa que hicisteis al más joven de los caballeros, al que me encargó que os devolviese este relicario. ¿La recordáis, señora?
    ¡Ah! Sí, sí exclamó la reina . Y nunca alma más generosa tendrá más noble satisfacción; ¿pero dónde está?
    En mi casa; donde está el cuerpo.
    ¿En vuestra casa? ¿Y por qué no me la habéis traído?
    Podían haberme detenido al entrar en el Louvre. Suponed que me hubieran obligado a levantar mi capa, ¿qué habrían dicho si debajo de la capa hubiesen visto una cabeza?
    Está bien, guardadla en vuestra casa; mañana iré por ella.
    Señora, quizá mañana sea ya demasiado tarde comentó Caboche.
    ¿Por qué?
    Porque la reina madre me ordenó que le reservara para sus experimentos cabalísticos las cabezas de los dos primeros condenados que decapitara.
    ¡Oh! ¡Qué profanación! ¡Las cabezas amadas! ¡Enriqueta! gritó Margarita, corriendo hacia su amiga, a quien halló de pie como si un resorte la hubiera levantado . Enriqueta, ángel mío, ¿oyes lo que dice este hombre?
    Sí, ¿y qué es lo que hay que hacer?
    Debemos ir con él.
    Luego, Enriqueta, lanzando un grito de dolor:
    ¡Ah! ¡Estaba tan bien! exclamó . ¡Estaba casi muerta!
    Mientras tanto Margarita se había puesto sobre sus hombros desnudos una capa de terciopelo.
    Ven, ven dijo , ¡los veremos una vez más!
    Margarita hizo cerrar todas las puertas, ordenó que llevaran la litera a la puertecita falsa y, cogiendo del brazo a Enriqueta, descendió por la escalera secreta, haciendo señas a Caboche de que las siguiera.
    Ante la puerta estaba la litera y en el quicio el ayudante de Caboche con una linterna.
    Los hombres que conducían a Margarita eran de la más absoluta confianza. Ni veían ni oían. Su absoluta discreción los hacía más seguros que si hubiesen sido bestias de carga.
    La litera anduvo durante diez minutos, poco más o menos, precedida por maese Caboche y su criado con la linterna. Cuando se detuvo, el verdugo abrió la portezuela, mientras el ayudante se adelantaba corriendo.
    Margarita bajó y ayudó a la duquesa de Nevers a que hiciera lo mismo. En medio del gran dolor que las embargaba, el temperamento nervioso de la reina se revelaba como el más fuerte.
    La torre de la Picota se erguía ante las dos mujeres como un gigante sombrío a informe, despidiendo un resplandor rojizo por dos troneras que se abrían en la parte superior.
    El criado asomóse a la puerta.
    Podéis entrar, señoras dijo Caboche ; todo el mundo duerme en la torre.
    En aquel momento se apagó la luz que salía por las dos troneras.
    Las dos damas, apretándose la una contra la otra, atravesaron la pequeña puerta ojival y pisaron en la oscuridad un suelo húmedo y pegajoso. Divisaron una luz al fondo de un corredor y, guiadas por el repulsivo dueño de la morada, se dirigieron hacia aquel lugar. La puerta se cerró tras ellas.
    Caboche, con una vela en la mano, las introdujo en una sala baja y ahumada. En el centro de esta habitación había una mesa con los restos de una cena y tres cubiertos. Estos tres cubiertos correspondían sin duda al verdugo, a su mujer y al ayudante principal.
    En el sitio más visible de la pared estaba colgado un pergamino con el sello del rey. Era el título de verdugo.
    En un rincón había una enorme espada de larga empuñadura. Era la resplandeciente espada de la justicia.
    Aquí y allá se veían también algunas groseras imágenes representando a santos martirizados con los más terribles suplicios.
    Al llegar a aquella habitación, maese Caboche hizo una profunda reverencia.
    Vuestra Majestad me excusará dijo si he osado llegar hasta el Louvre y traeros aquí. Pero ésta era la voluntad expresa y suprema del caballero, de modo que...
    Habéis hecho muy bien, maese Caboche dijo Margarita , y aquí tenéis esto como recompensa por vuestra bondad.
    Caboche contempló tristemente la bolsa repleta de oro qué Margarita acababa de depositar sobre la mesa.
    ¡Oro! ¡Siempre oro! murmuró . ¡Ay, señora, que no pueda yo rescatar a precio de oro la sangre que me vi obligado a derramar hoy!
    Maese dijo Margarita mirando en torno suyo y como si dudase , ¿tendremos que ir todavía a otra parte? No veo...
    No, señora, están aquí; es, sin embargo, un triste espectáculo que podría evitaros trayéndoos oculto bajo un paño lo que venís a buscar.
    Margarita y Enriqueta cambiaron una mirada.
    No dijo Margarita, que había adivinado en los ojos de su amiga la misma decisión que ella acababa de adoptar . No, enseñadnos el camino y os seguiremos.
    Caboche cogió la antorcha y abrió una puerta de encina que conducía a una escalera de pocos peldaños que parecía hundirse en la tierra. En aquel momento se produjo una corriente de aire que hizo saltar algunas chispas de la antorcha y trajo al rostro de las princesas un olor nauseabundo de moho y de sangre.
    Enriqueta, blanca como una estatua de alabastro, se apoyó en el brazo de su amiga, cuyo paso era más seguro; pero al llegar al primer peldaño titubeó.
    ¡Oh! ¡No podré jamás! exclamó.
    Cuando se ama de verdad, Enriqueta dijo la reina , se debe amar hasta en la muerte.
    Horrible y conmovedor espectáculo era el que ofrecían aquellas dos mujeres resplandecientes de juventud, belleza y elegancia inclinándose bajo el techo de cal, la más débil apoyándose en la más fuerte y la más fuerte en el brazo del verdugo.
    Llegaron al último escalón.
    En el fondo de aquella cueva yacían dos formas humanas cubiertas con un paño de sarga negra.
    Caboche levantó un extremo del paño, acercó su vela y dijo:
    Mirad, señora.
    Los dos jóvenes, vestidos de negro, estaban tendidos uno al lado del otro con la terrible simetría de la muerte. Sus cabezas inclinadas y puestas junto al tronco parecían unidas a él. Tan sólo un círculo de un rojo encendido dibujado alrededor del cuello revelaba la terrible verdad. La muerte no había separado a los dos buenos amigos, pues ya fuese por casualidad o por piadosa atención del verdugo, la mano derecha de La Mole reposaba en la mano izquierda de Coconnas.
    Bajo los párpados de La Mole se adivinaba una mirada de amor y en los labios de Coconnas perduraba una sonrisa de desdén.
    Margarita se arrodilló junto a su amante y con sus manos deslumbrantes de alhajas levantó suavemente aquella cabeza que tanto había amado.
    La duquesa de Nevers, reclinada contra la pared, no podía apartar su mirada del pálido rostro de Coconnas, donde tantas veces había encontrado la alegría y el amor.
    ¡La Mole! ¡Mi adorado La Mole! murmuró Margarita.
    ¡Annibal! ¡Annibal! exclamó la duquesa de Nevers . ¡Tú, tan orgulloso, tan valiente! ¿Ya no me respondes...?
    Un torrente de lágrimas acompañó estas palabras.
    Aquella mujer tan desdeñosa, tan atrevida, tan insolente en la felicidad, aquella mujer que llevaba el escepticismo hasta la suprema duda y la pasión hasta la crueldad, no había pensado nunca en la muerte.
    Margarita le ofreció su ejemplo.
    En una bolsa bordada de perlas y perfumada con las más finas esencias guardó la cabeza de La Mole, más hermosa todavía al verse junto al oro y al terciopelo y a la que una preparación particular que se empleaba en aquella época para embalsamar a los reyes debía conservar eternamente su belleza.
    Enriqueta se aproximó entonces a los cadáveres y envolvió la cabeza de Coconnas en su capa.
    Curvadas por el peso de su dolor, más que por el de su carga, subieron la escalera dirigiendo una última mirada a los restos que quedaban a merced del verdugo en aquel antro sombrío destinado a los criminales vulgares.
    Nada temáis, señora dijo Caboche interpretando aquellas miradas ; los caballeros serán sepultados santamente, os lo juro.
    Y tú les harás decir misas con esto dijo Enriqueta, quitándose del cuello un magnífico collar de rubíes y entregándoselo al verdugo.
    Volvieron al Louvre del mismo modo que habían salido. En la puerta la reina se dio a conocer. Al llegar a la escalera secreta bajó por ella, entró en su aposento, depositó su triste reliquia en el gabinete contiguo a su dormitorio, convertido desde aquel momento en oratorio, dejó a Enriqueta vigilando su alcoba y, más pálida y bella que nunca, entró a eso de las diez en el gran salón de baile, el mismo donde la vimos hace ya cerca de un año y medio al comienzo de nuestra historia.
    Todos los ojos se volvieron hacia ella y Margarita soportó aquella mirada universal con un aire firme e incluso alegre. Le daba fuerzas el haber cumplido religiosamente el último deseo de su idolatrado La Mole.
    Carlos, al verla, atravesó tambaleándose la dorada multitud que le rodeaba.
    Gracias, hermana mía dijo en voz alta.
    Y bajando la voz.
    ¡Cuidado! añadió . Tenéis una mancha de sangre en el brazo.
    ¡Ah! ¡Qué importa eso ya, señor respondió Margarita ,con tal de que tenga la sonrisa en los labios!

    XXXI

    SUDOR SANGUÍNEO

    Pocos días después de la terrible escena que acabamos de relatar, es decir, el 30 de mayo de 1574, estando la corte en Vincennes, se oyó de pronto un gran alboroto en la alcoba del rey, el cual, habiéndose agravado sus dolencias durante el baile que ofreció el mismo día de la muerte de los dos amigos, se había trasladado al campo por orden de los médicos para respirar un aire más puro.
    Eran las ocho de la mañana. Un grupo de cortesanos conversaba animadamente en la antecámara cuando, de repente, se oyó un grito y apareció en la puerta la nodriza de Carlos con los ojos anegados en lágrimas y diciendo con una voz desesperada:
    ¡Socorro! ¡Socorro!
    ¿Es que se ha puesto peor Su Majestad? preguntó el capitán de Nancey, a quien, como ya se sabe, el rey había eximido de toda obediencia a la reina Catalina para consagrarlo exclusivamente a su servicio.
    ¡Oh! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! dijo la nodriza . ¡Los médicos! ¡Llamad a los médicos!
    Mazille y Ambrosio Paré se turnaban a la cabecera del enfermo.
    Ambrosio Paré, que estaba de guardia en aquel momento, al ver que el rey se quedaba dormido, había aprovechado aquella circunstancia para alejarse por algunos instantes.
    Durante su ausencia se había apoderado del rey un sudor abundante. Como Carlos padecía un debilitamiento de los vasos capilares, se le produjo una hemorragia superficial. La nodriza, que no podía acostumbrarse a tan extraño fenómeno, creía como buena protestante y repetía sin cesar que aquel sudor sanguíneo se debía a que la sangre de los hugonotes vertida la noche de San Bartolomé reclamaba la sangre del rey.
    Los cortesanos salieron corriendo en todas direcciones; el doctor no podía estar lejos y no tardaría en ser hallado. La antecámara se quedó vacía, pues todos deseaban demostrar su celo encontrando al médico solicitado.
    Se abrió entonces una puerta y apareció Catalina, quien, atravesando rápidamente la antecámara, entró en la alcoba de su hijo.
    Carlos se hallaba postrado en el lecho, tenía los ojos sin brillo y la respiración jadeante. De todo su cuerpo se desprendía un sudor rojizo; su mano caía; fuera de la cama y en la punta de cada uno de sus dedos vacilaba una gota semejante a un líquido rubí.
    El espectáculo no podía ser más terrible.
    Sin embargo, al oír los pasos de su madre y como si la reconociera, Carlos se incorporó.
    Perdonadme, señora dijo mirando fijamente a su madre , quisiera morir en paz.
    ¿Pensáis morir, hijo mío, sólo por una crisis pasajera, de este extraño mal? dijo Catalina . ¿Por qué os empeñáis en desesperaros así?
    Os digo señora, que siento que se me va el alma, os digo, señora, que es la muerte lo que siento llegar; ¡muerte de todos los diablos!... Me doy sobrada cuenta de lo que siento y sé perfectamente lo que me digo.
    Señor dijo la reina , vuestra imaginación es la más grave enfermedad que tenéis; después del merecido suplicio de esos dos hechiceros, de esos dos asesinos que se llamaban La Mole y Coconnas, vuestros sufrimientos físicos deben de haber disminuido. Sólo queda en vos el mal moral, y si pudiese hablaros diez minutos os probaría...
    Nodriza dijo Carlos , guarda la puerta para que nadie entre: la reina Catalina de Médicis quiere conversar con su muy amado hijo Carlos IX.
    La nodriza obedeció.
    En realidad continuó Carlos esta conversación debía tener lugar un día a otro; más vale que sea hoy que mañana. Además, quizá mañana sea demasiado tarde. Pero os advierto que una tercera persona debe asistir a nuestra entrevista.
    ¿Por qué?
    Porque, os lo repito, la muerte está en camino replicó Carlos con una escalofriante solemnidad , porque de un momento a otro entrará en este cuarto pálida y muda, y, como vos, sin hacerse anunciar. Ha llegado por lo tanto la hora de que ponga en orden los asuntos del reino de la misma manera que hice anoche en lo que se refiere a los míos particulares.
    ¿Y quién es esa persona que deseáis ver? preguntó Catalina.
    Mi hermano, señora. Ordenad que le llamen.
    Señor dijo la reina , veo con satisfacción que las denuncias dictadas por el odio, más bien que las provocadas por el dolor, se borran de vuestro espíritu y tienden a desaparecer pronto de vuestro corazón. ¡Nodriza! ¡Nodriza! añadió Catalina llamando.
    La buena mujer que vigilaba en la antecámara abrió la puerta.
    Nodriza dijo Catalina , cuando llegue el señor de Nancey, decidle que vaya de parte de mi hijo a buscar al duque de Alençon.
    Carlos hizo un gesto que detuvo a la buena mujer dispuesta a obedecer.
    He dicho a mi hermano, señora le repitió Carlos.
    Los ojos de Catalina se abrieron como los de un tigre furioso. Carlos alzó imperativamente la mano.
    Quiero hablar a mi hermano Enrique dijo , es decir, al único hermano que tengo; no al que reina allá lejos, sino al que está preso aquí. Enrique escuchará mis últimas disposiciones.
    Si, como decís, estáis tan cerca de la tumba, ¿creéis que voy yo a ceder a nadie, y sobre todo a un extranjero, mi derecho de asistiros en la hora suprema, mi derecho de reina y mi derecho de madre? dijo la florentina con un audacia inusitada ante la terrible voluntad de su hijo; tan fuera de sí la ponía el odio que profesaba al bearnés.
    Señora dijo Carlos , todavía soy el rey, todavía puedo mandar; señora, os digo que deseo hablar a mi hermano Enrique y no llaméis a mi capitán de guardias. ¡Por mil diablos! Os advierto que tengo todavía suficientes fuerzas como para ir a buscarle yo mismo.
    Al hacer un movimiento como para saltar de la cama, dejó al descubierto su cuerpo semejante al de Cristo después de la flagelación.
    Señor gritó Catalina deteniéndole , nos injuriáis a todos, olvidáis las afrentas hechas a nuestra familia y repudiáis nuestra sangre. Sabed que sólo un príncipe de Francia debe arrodillarse junto al lecho mortuorio de un rey de Francia. Por lo que a mí se refiere, mi sitio es éste; me lo señalan las leyes de la naturaleza y de la etiqueta y, por lo tanto, aquí me quedo.
    ¿Y en virtud de qué título os quedáis? preguntó Carlos IX.
    A título de madre.
    Ya no sois mi madre, señora, del mismo modo que el duque de Alençon ya no es mi hermano.
    Deliráis, señor dijo Catalina . ¿Desde cuándo la que os ha dado el ser no es vuestra madre?
    Desde el momento, señora, en que me quitáis lo que me disteis respondió Carlos, enjugándose una sanguinolenta espuma que le subía a la boca.
    ¿Qué queréis decir, Carlos? No os entiendo murmuró Catalina mirando a su hijo con ojos estupefactos.
    Vais a comprenderme, señora.
    Carlos metió la mano debajo de la almohada y sacó una llavecita de plata.
    Coged esta llave, señora, y abrid mi cofre de viaje; contiene ciertos papeles que hablarán por mí.
    Carlos extendió la mano, señalando un cofre que ocupaba el sitio más visible de la habitación, magníficamente repujado y adornado con una cerradura de plata. .
    Catalina, dominada por el imperio que Carlos ejercía sobre ella, obedeció. Aproximóse lentamente al cofre, lo abrió, hundió en el interior su mirada y retrocedió de pronto, como si hubiese visto al reptil dormido.
    ¿Qué hay en ese cofre que os asusta, señora? dijo Carlos, que no perdía de vista a su madre.
    Nada respondió Catalina.
    En ese caso, meted la mano, señora, y coged un libro; debe de haber un libro, ¿no es cierto? añadió Carlos con una amarga sonrisa, que era en él más terrible que la peor amenaza en otro cualquiera.
    Sí balbució Catalina.
    ¿Es un libro de caza?
    Sí.
    Traédmelo.
    Catalina, a pesar de su aplomo, palideció. Toda temblorosa alargó la mano hacia el interior del cofre.
    ¡Fatalidad! murmuró cogiendo el libro.
    Está bien dijo Carlos . Ahora, escuchad: este libro de caza... Fui un insensato ...; amaba la caza sobre todas las cosas ...; este libro de caza lo leí de cabo a rabo; ¿comprendéis, señora?...
    Catalina lanzó un sordo gemido.
    Fue una debilidad continuó Carlos ; quemadlo, señora. Es preciso que se ignoren las flaquezas de los reyes.
    Catalina se acercó a la chimenea encendida, dejó caer el libro en el fuego y permaneció de pie, inmóvil, mirando con inexpresivos ojos las azuladas llamas con que ardían las hojas envenenadas.
    A medida que el libro se consumía, fue invadiendo la habitación un fuerte olor a ajo. Pronto el libro quedó convertido en cenizas.
    Y ahora, señora, llamad a mi hermano ordenó Carlos de manera tajante.
    Catalina, atónita, aniquilada por una serie de emociones que, pese a su profunda sagacidad, era incapaz de analizar y que, pese a su fuerza casi sobrehumana, no podía combatir, dio un paso hacia delante, como queriendo hablar. La madre tenía un remordimiento, la reina un temor y la envenenadora un recrudecimiento de su odio.
    Este último sentimiento fue el que dominó a los otros.
    ¡Maldito sea! gritó precipitándose fuera del aposento . ¡Triunfa! ¡Consigue su objeto! ¡Sí, maldito, maldito sea!...
    ¿Habéis oído? Llamad a mi hermano dijo Carlos persiguiendo a su madre con la voz , a mi hermano Enrique; quiero hablarle inmediatamente acerca de la regencia del reino.
    Casi al mismo tiempo que salía Catalina, había entrado Ambrosio Paré por la puerta de enfrente. Deteniéndose en el umbral y olfateando el olor que había en la alcoba preguntó:
    ¿Quién ha quemado arsénico?
    Yo dijo Carlos.

    XXXII

    LA PLATAFORMA DEL CASTILLO DE VINCENNES

    Enrique de Navarra se paseaba solo y pensativo por la terraza del torreón en que estaba preso; sabía que la corte estaba en el castillo que veía a cien pasos de él, y a través de sus muros su mirada penetrante adivinaba a Carlos moribundo.
    El cielo estaba claro y sereno; un ancho rayo de sol se extendía por la llanura y bañaba de un oro fluido las copas de los árboles del bosque, orgullosos de la riqueza de su primer follaje. .
    Hasta las mismas piedras grises del torreón parecían impregnarse del suave calor de la atmósfera, y los alhelíes, llevados por el soplo de los vientos del este y adheridos a las hendiduras de la muralla, abrían sus pétalos de terciopelo rojo y amarillo a los besos de una brisa tibia.
    Las miradas de Enrique no se paraban en aquellas verdes praderas, ni en las doradas copas de los árboles, sino que proseguían, ardientes de ambición, hacia la capital de Francia, destinada a ser un día la capital del mundo.
    « ¡París! pensaba el rey de Navarra . Allí está París, es decir, la alegría, el triunfo, la gloria, la dicha; París, donde está el Louvre, y el Louvre, donde está el trono. ¡Y pensar que una sola cosa me separa de ese París tan deseado!... Estas piedras que ahora nos encierran a mí y a mi enemigo.»
    Al apartar su vista de París divisó a su izquierda, en un valle poblado de almendros en flor, a un hombre sobre cuya coraza se reflejaba insistentemente un rayo de sol, proyectándose en mil direcciones distintas según los movimientos que el hombre hacía.
    Aquel hombre montaba un fogoso caballo y tenía otro de las riendas que no parecía menos impaciente.
    El rey de Navarra vio cómo el jinete desenvainaba su espada y cómo, poniéndole un pañuelo en la punta, la movía a guisa de señal.
    Inmediatamente, sobre la colina de enfrente se repitió la misma señal y al cabo de un instante se formó alrededor del castillo un círculo de pañuelos.
    Tratábase de De Mouy y sus hugonotes, quienes, enterados de que el rey se moría y temiendo que se intentara algo en contra de Enrique, se habían reunido dispuestos a la defensa y al ataque.
    Enrique volvió a mirar al primer caballero y, asomándose por encima del parapeto, púsose como visera la mano para evitar el sol que le deslumbraba, y reconoció al joven hugonote.
    ¡De Mouy! gritó como si éste pudiese oírle.
    En su alegría de verse repentinamente rodeado de amigos se quitó el sombrero y lo agitó en el aire.
    Todos los pañuelos blancos volvieron a agitarse con un brío en el que se reflejaba el contento de aquellos caballeros al reconocer al rey.
    Me esperan dijo Enrique y no puedo unirme a ellos... ¿Por qué no lo habré hecho cuando pude hacerlo?... Ahora ya es tarde.
    Entonces les hizo un gesto de desesperación al que De Mouy contestó con otro gesto que quería decir: «esperaré».
    En aquel momento, Enrique oyó unos pasos que resonaban en la escalera de piedra. Retiróse a toda prisa, y los hugonotes, comprendiendo la causa de su ida, volvieron a envainar sus espadas y a ocultar sus pañuelos.
    Enrique vio subir por la escalera a una mujer, cuya jadeante respiración denunciaba su prisa y, no sin un secreto terror, que siempre experimentaba al verla, reconoció a Catalina de Médicis.
    Detrás de ella venían dos guardias que se detuvieron al pie de la escalera.
    ¡Oh! ¡Oh! murmuró Enrique . Debe de haber ocurrido algo muy grave para que la reina madre venga a buscarme hasta aquí.
    Catalina se sentó en un banco de piedra adosado a las almenas. Allí recobró el aliento.
    Enrique se acercó a ella diciéndole con su más amable sonrisa:
    ¿Es a mí a quien buscáis, mi buena madre?
    Sí, señor respondió Catalina . He querido daros una última prueba de mi cariño. Estamos en un momento supremo; el rey se muere y quiere hablaros.
    ¿A mí? dijo Enrique estremeciéndose de gusto.
    Sí, a vos. Estoy segura de que alguien le ha dicho que no sólo queréis el trono de Navarra, sino que ambicionáis el trono de Francia.
    ¡Oh! dijo Enrique.
    Ya sé que no es verdad, pero él lo cree así, y sin duda esta entrevista que quiere celebrar con vos no tiene otro objeto que el de haceros a un lado.
    ¿A mí?
    Sí. Antes de morir, Carlos quiere saber lo que puede esperar o temer de vos.
    Pero ¿qué es lo que me va a ofrecer?
    ¡Qué sé yo! Cosas imposibles, seguramente...
    ¿No lo adivináis tan siquiera, madre mía?
    No, pero, por ejemplo, me imagino...
    Catalina se detuvo.
    ¿Qué?
    Que creyendo en los propósitos ambiciosos que os atribuyen, quiere obtener de vuestros labios la prueba indiscutible. Suponed que os tiente como en otros tiempos se tentaba a los culpables para arrancarle confesión sin tortura. Suponed prosiguió Catalina mirando fijamente a Enrique que os proponga que aceptéis el Gobierno, que seáis regente, por ejemplo.
    Una indecible alegría invadió el oprimido corazón de Enrique; pero el rey de Navarra adivinó el golpe y, con su espíritu flexible y vigoroso, se previno para el ataque.
    ¿Yo? dijo . El lazo sería demasiado burdo. ¿Ofrecerme a mí la regencia cuando estáis vos y mi hermano, el duque de Alençon?
    Catalina se mordió los labios para ocultar su satisfacción.
    ¿De modo que renunciáis a la regencia? dijo precipitadamente.
    Enrique pensó que el rey había muerto y que era ella la que le tendía el lazo, por lo que contestó:
    Es preciso ante todo que oiga al rey de Francia, pues todo cuanto hemos dicho hasta ahora no son sino suposiciones.
    Sin duda dijo Catalina , pero de todos modos podéis declarar cuáles son vuestras intenciones.
    ¡Dios mío! dijo con aire inocente Enrique . No teniendo pretensión alguna, mal puedo tener intenciones.
    Eso no es contestar dijo Catalina, viendo que el tiempo apremiaba y dejándose arrastrar por la cólera . Pronunciaos de un modo o de otro.
    No puedo pronunciarme sobre suposiciones, señora; una decisión concreta es algo tan difícil y sobre todo tan grave de adoptar, que vale más esperar las realidades.
    Escuchad, señor dijo Catalina . No hay tiempo que perder y lo estamos perdiendo en vanas discusiones y recíprocas cortesías. Hablemos cada cual como lo que somos; como rey y como reina. Si aceptáis la regencia, sois hombre muerto.
    Enrique pensó que el rey vivía y dijo:
    Señora, Dios tiene en sus manos la vida de los hombres y de los reyes. Él me inspirará. Que avisen a Su Majestad que estoy dispuesto a comparecer ante su presencia.
    Reflexionad, señor.
    Hace dos años que estoy proscrito y un mes que estoy preso respondió Enrique con gravedad . ¡He tenido tiempo de reflexionar, señora, y he reflexionado! Tened, pues, la bondad de bajar primero y de decirle al rey que os sigo inmediatamente. Estos dos valientes agregó Enrique señalando a los soldados cuidarán de que no me escape, aunque la verdad es que no pienso hacer tal cosa.
    Había tal acento de firmeza en las palabras de Enrique, que Catalina, comprendiendo que todas sus tentativas, cualquiera que fuese la forma como las disfrazara, no ejercerían ninguna influencia sobre él, bajó precipitadamente la escalera.
    En cuanto hubo desaparecido, Enrique corrió al parapeto a hizo una seña a De Mouy que significaba: «acercaos y estad dispuesto para cualquier posible emergencia».
    De Mouy, que se había bajado del caballo, montó en seguida y, llevando al otro de las riendas, fue al galope a situarse a dos tiros de mosquete del torreón.
    Enrique le dirigió un saludo de gratitud y descendió la escalera del torreón.
    En el primer descansillo halló a los dos soldados que le estaban esperando.
    Una doble hilera de suizos y de soldados de caballería ligera vigilaban la entrada de los patios; era preciso recorrer un camino bordeado de partesanas para entrar y salir del castillo.
    Catalina le esperaba allí. Al verle hizo señas a los dos soldados que le seguían para que se apartasen, y cogiéndole por el brazo le dijo:
    Este patio tiene dos puertas; si rechazáis la regencia, en aquella que veis detrás de los aposentos del rey os espera un buen caballo y la libertad; si escucháis a la ambición, volveréis a entrar por la que acabáis de salir... ¿Qué decís?
    Digo que si el rey me nombra regente, seré yo, señora, y no vos quien dará órdenes a estos soldados. Digo que si salgo del castillo esta noche, todas estas picas, alabardas y mosquetes se inclinarán ante mí.
    ¡Insensato! murmuró Catalina exasperada . Creedme, no juguéis con Catalina a este terrible juego de vida o muerte.
    ¿Por qué no? dijo Enrique, mirando fijamente a la reina madre . ¿Por qué no he de jugarlo con vos igual que con cualquier otro si hasta ahora he ganado siempre?
    Subid, pues, a ver al rey, ya que nada queréis oír ni creer dijo Catalina, señalando con una mano la escalera mientras con la otra acariciaba uno de los dos cuchillos envenenados que llevaba y cuya vaina de cuero negro llegó a ser histórica.
    Pasad primero, señora dijo Enrique , mientras no sea regente, a vos os corresponde el honor.
    Catalina, sintiéndose descubierta, no trató de oponerse y pasó delante.

    XXXIII

    LA REGENCIA

    El rey empezaba a impacientarse; había mandado llamar al señor de Nancey y acababa de ordenarle que fuese en busca de Enrique cuando éste se presentó.
    Al ver aparecer en la puerta a su cuñado, Carlos dio un grito de júbilo y Enrique se quedó tan asustado al verle como si se hallara en presencia de un cadáver.
    Los dos médicos que estaban a ambos lados de la cabecera del enfermo se alejaron, lo mismo que el sacerdote que había ido a proporcionar al desdichado príncipe los auxilios de la fe cristiana.
    Carlos IX, a pesar de no contar con muchas simpatías entre sus súbditos, era llorado en las antecámaras. A la muerte de los reyes, cualesquiera que sean, siempre hay gente que pierde algo y que teme no recuperarlo con sus sucesores. Aquel duelo, aquellos sollozos, las palabras de Catalina y todo el aparato siniestro y majestuoso que rodea los últimos momentos de un rey y, por último, el espectáculo de aquel rey atacado por una enfermedad de la que más adelante hubo otros casos, pero ignorada en aquel entonces por la ciencia, produjeron en el espíritu aún joven y por consiguiente impresionable de Enrique un efecto tan terrible, que a pesar de su deseo de no ocasionar nuevas inquietudes a Carlos acerca de su estado, no pudo, como ya hemos dicho, reprimir un gesto de espanto al ver al moribundo empapado en sangre.
    Carlos sonrió con tristeza. Ningún detalle escapa a los enfermos de las impresiones que sienten quienes les rodean.
    Venid, Enriquito dijo tendiendo la mano a su cuñado , venid, que ya sufría, al no veros; mucho os he atormentado en mi vida, pobre amigo mío; ahora me lo reprocho y, a veces, creedme, hasta he ayudado a quienes os atormentaban, pero un rey no es dueño de los acontecimientos y, además de tener a mi madre, a mi hermano de Alençon y a mi hermano de Anjou, he tenido que sostener sobre mi cabeza, durante toda mi vida, algo muy incómodo que cesará con la muerte: la soberanía del Estado.
    Señor balbució Enrique , sólo recuerdo el amor que tuve siempre por mi hermano y el respeto que sentí siempre por mi rey.
    Sí, sí, tienes razón dijo Carlos , y lo agradezco que hables así; Enriquito, porque has sufrido realmente demasiado bajo mi reinado, sin contar con que perdiste a lo madre durante él. Pero tú debes haber notado que muchas veces yo obraba obligado. Algunas he resistido, otras he tenido que ceder por cansancio. Pero tú lo has dicho, no hablemos del pasado; ahora me apremia el presente y me espanta el porvenir.
    Al decir estas palabras, el desdichado rey ocultó su pálida faz entre sus manos descarnadas.
    Al cabo de unos instantes de silencio y sacudiendo por fin la cabeza como queriendo librarse de tan sombrías ideas, movimiento con el que salpicó de sangre todo a su alrededor, dijo en voz baja a inclinándose hacia Enrique:
    Es preciso salvar el Estado; es necesario impedir que caiga en manos de fanáticos o de mujeres.
    Carlos, como hemos dicho, pronunció estas palabras en voz baja. No obstante, Enrique creyó oír detrás de las cortinas de la cama algo así como una sorda exclamación colérica. Tal vez algún agujero practicado en la pared permitía a Catalina, sin que se enterara el mismo Carlos, escuchar esta trascendental conversación.
    ¿Mujeres? preguntó el rey de Navarra, como pidiendo una explicación.
    Sí, Enrique dijo Carlos , mi madre quiere hacerse cargo de la regencia hasta que regrese de Polonia mi hermano. Pero oye bien lo que lo digo: no volverá.
    ¡Cómo! ¿Que no volverá? exclamó Enrique con el corazón palpitante de gozo.
    No, no vendrá aseguró Carlos , sus súbditos no consentirán de ningún modo que venga.
    Pero dijo Enrique ¿no creéis que la reina madre le habría escrito con anticipación?
    Ya sé que lo ha hecho, pero de Nancey sorprendió al mensajero en Château Thierry y me ha entregado la carta; en ella le decía que me quedaban pocos días de vida. Yo también he escrito a Varsovia; mi carta llegará, estoy seguro, y mi hermano será vigilado. De tal modo que, según todas las probabilidades, el trono de Francia quedará vacante.
    Por segunda vez se oyó como un murmullo de protesta sin poderse precisar de dónde venía.
    «Decididamente pensó Enrique , Catalina está allí: escucha y espera.»
    Carlos, que no había oído absolutamente nada, prosiguió:
    Además, muero sin heredero varón.
    Se detuvo; un dulce recuerdo pareció iluminar su rostro, y apoyando una mano en el hombro de Enrique añadió:
    ¡Ay de mí! ¿Te acuerdas, Enriquito, de aquel pobre niño que lo enseñé una noche mientras dormía en su cuna de seda custodiado por un ángel? ¡Ay, Enriquito, me lo matarán!
    ¡Oh, señor! exclamó Enrique con los ojos empañados por las lágrimas . Os juro ante Dios que durante todos los días y noches de mi existencia velaré por su seguridad.
    Gracias, Enriquito, muchas gracias dijo el rey con una ternura nada propia de su carácter, pero que le imponía la situación , acepto lo ofrecimiento. No le hagas rey, puesto que dichosamente no ha nacido para ocupar un trono. Trata únicamente de que sea feliz. Le dejo una fortuna independiente; nobleza, que tenga la de su madre: la del corazón. Quizá sería mejor para él que se le destinase a la Iglesia. ¡Inspiraría menos temores! ¡Oh! Creo que me moriría, si no del todo contento, por lo menos más tranquilo si tuviese aquí, para consolarme, las caricias del niño y el dulce semblante de la madre.
    Señor, ¿no podría hacer que vinieran?
    ¡Insensato! No saldrían vivos de aquí. Tal es la condición de los reyes, Enriquito, no pueden vivir ni morir a su gusto. Pero, desde que me has hecho la promesa de ocuparte de ellos, me siento más tranquilo.
    Enrique pareció reflexionar.
    Sí, sin duda, os lo he prometido; pero ¿podré cumplirlo?
    ¿Qué quieres decir?
    ¿Acaso yo mismo no puedo ser proscrito, amenazado como él o todavía más, ya que soy yo un hombre, mientras él no es más que un niño?
    Te equivocas respondió Carlos , cuando yo muera serás fuerte y poderoso; aquí tienes lo que lo dará la fuerza y el poder.
    El moribundo rey sacó al decir estas palabras un pergamino de debajo de la almohada.
    Toma le dijo.
    Enrique leyó el documento, que estaba avalado con el sello real.
    ¿Yo regente? dijo palideciendo de alegría.
    Sí, serás regente hasta que regrese el duque de Anjou, y como, según todas las probabilidades, el duque no regresará, no es la regencia lo que lo confiere este papel, sino el trono.
    ¡El trono! murmuró Enrique.
    Tú eres dijo Carlos el único digno y, sobre todo, el único hombre capaz de gobernar a todos esos galanes libertinos y a todas esas jóvenes descarriadas que se alimentan de lágrimas y sangre. Mi hermano, el duque de Alençon, es un traidor y traicionará a todos; más vale que le dejes en la prisión donde le tengo encerrado. Mi madre querrá matarle; destiérrala. Mi hermano el duque de Anjou, quizá dentro de un año, saldrá de Varsovia y vendrá a disputarte el poder; respóndele con una bula papal. Yo he negociado este asunto por medio de mi embajador, el duque de Nevers, y dentro de poco tiempo recibirás la bula.
    ¡Oh! ¡Rey mío!
    Sólo debes temer una cosa, Enrique: la guerra civil. Pero permaneciendo convertido la evitas, pues el partido hugonote no tiene consistencia si no estás tú a su cabeza, y el señor de Condé no tiene fuerzas para luchar contra ti. Francia es un país de llanuras y, por lo tanto, un país católico. El rey de Francia debe ser el rey de los católicos y no de los hugonotes, puesto que el rey de Francia debe ser el rey de la mayoría. Se dice que siento remordimientos por haber organizado la noche de San Bartolomé. Dudas, puede ser; remordimientos, ninguno. Se dice que derramo la sangre de los hugonotes por todos los poros. Yo sé muy bien lo que tiñe mi sudor; es arsénico y no sangre.
    ¡Oh, señor! ¿Qué decís?
    Nada. Si mi muerte ha de ser vengada, sólo a Dios corresponde hacerlo. No hablemos de ella nada más que para prever los sucesos que traerá como consecuencia. Te lego un buen Parlamento y un ejército veterano. Apóyate en el Parlamento y en el ejército para resistir a tus dos únicos enemigos: mi madre y el duque de Alençon.
    En aquel momento se oyó ruido de armas en el vestíbulo, acompañado de cambios de órdenes militares.
    Soy muerto murmuró Enrique.
    ¿Temes, vacilas? dijo Carlos con inquietud.
    ¿Yo, señor? replicó Enrique-. De ninguna manera, ni temo ni vacilo: acepto.
    Carlos le estrechó la mano. Y como en aquel instante se acercaba la nodriza con una poción que acababa de preparar en la pieza vecina, sin sospechar que la suerte de Francia se decidía a tres pasos de ella:
    Llama a mi madre, buena nodriza, por favor dijo el rey , y di que llamen también al duque de Alençon.

    XXXIV

    EL REY HA MUERTO. ¡VIVA EL REY!

    Catalina y el duque de Alençon, pálidos de miedo y trémulos de ira, entraron pocos minutos después. Catalina, como había adivinado Enrique, estaba enterada de todo y se lo había transmitido en pocas palabras a Francisco. Dieron algunos pasos y se detuvieron en espera de que el rey les dirigiera la palabra. Enrique se hallaba de pie, junto a la cabecera del enfermo.
    El rey les declaró su voluntad.
    Señora dijo mirando a su madre , si tuviera un hijo, vos seríais regente, o en vuestro defecto el rey de Polonia, o en ausencia, en fin, del rey de Polonia, lo sería mi hermano Francisco; pero no tengo descendientes y, por lo tanto, al morir yo, debe sucederme automáticamente el duque de Anjou, que no está ahora aquí. Como un día a otro vendrá a reclamar el trono que le corresponde, no quiero que encuentre en él a un hombre que, teniendo derechos casi iguales para ocuparlo, pueda disputarle los suyos exponiendo al reino, por consiguiente, a sufrir una guerra entre los pretendientes. Ésta es la razón por la cual no os nombro regente, señora, ya que, si así lo hiciera, tendríais que elegir entre vuestros dos hijos, elección que habría de resultar sumamente penosa para una madre. Por esta misma razón, no nombro regente a mi hermano Francisco, ya que podría decirle a su hermano mayor: «¿No teníais un trono? ¿Por qué lo abandonasteis?» Prefiero por eso nombrar un regente que pueda conservar la corona en depósito y que la conserve bajo su mano y sobre su cabeza. Este regente, saludadle, señora, saludadle, hermano mío, este regente es el rey de Navarra.
    Dicho esto, saludó a Enrique con un gesto majestuoso.
    Catalina y Alençon hicieron una mueca que lo mismo podía tomarse por un saludo que por un estremecimiento nervioso.
    Tomad, señor regente dijo Carlos al rey de Navarra , aquí tenéis el pergamino que hasta el regreso del rey de Polonia os confiere el mando de los ejércitos, las llaves del tesoro, los derechos reales y el poder.
    Catalina devoraba con los ojos a Enrique. Francisco se hallaba tan turbado, que apenas podía mantenerse en pie. La debilidad del uno y la firmeza de la otra, en vez de tranquilizar a Enrique, le mostraban el peligro que se erguía amenazador en torno suyo.
    Enrique, haciendo un violento esfuerzo y dominando todos sus temores, cogió el pergamino de manos del rey. Luego dirigió a Catalina y a Francisco una mirada llena de altivez que quería decir: «Tened cuidado; soy vuestro señor.»
    Catalina comprendió lo que quería decir con aquella mirada.
    No, no, jamás dijo . ¡jamás mi familia se someterá a una dinastía extranjera; jamás reinará en Francia un Borbón mientras exista un Valois!
    ¡Madre, madre mía! exclamó Carlos IX, incorporándose más terrible que nunca en su lecho de enrojecidas sábanas . Tened cuidado, porque todavía soy rey, aunque ya sé que no por mucho tiempo, y aún puedo dar una orden para castigar a los asesinos y a los envenenadores.
    Está bien. Dad esa orden, si os atrevéis. Por mi parte, yo daré las mías. Venid, Francisco, venid dijo la reina, y salió rápidamente llevando consigo al duque de Alençon.
    ¡De Nancey! gritó Carlos . ¡A mí! Yo soy quien lo ordena, de Nancey, arrestad a mi madre, arrestad a mi hermano, arrestad...
    Una bocanada de sangre cortó la palabra a Carlos en el momento en que el capitán de sus guardias abría la puerta. El rey, sofocado, cayó en la cama con el estertor de la agonía.
    De Nancey no había oído más que su nombre; las órdenes que siguieron, pronunciadas con voz menos clara, se habían perdido en el espacio.
    Guardad la puerta ordenó con firmeza Enrique y no dejéis entrar a nadie.
    El capitán se retiró.
    Enrique volvió sus ojos hacia aquel cuerpo inanimado que hubiera podido tomarse por un cadáver si un ligero soplo no hubiese agitado la franja de espuma que bordeaba sus labios.
    Después de contemplarle por espacio de unos minutos, dijo como hablando consigo mismo:
    ¡He aquí el momento supremo! ¿Es mejor reinar? ¿Es mejor vivir?
    En el mismo instante se descorrió una de las cortinas de la alcoba y apareció un pálido rostro. En medio del silencio de muerte que reinaba en la estancia, se oyó vibrar una voz:
    Vivid dijo esta voz.
    ¡Renato! exclamó Enrique.
    Sí, señor.
    ¿Era falsa lo predicción? ¿No seré rey? preguntó Enrique.
    Lo seréis, señor, pero todavía no ha llegado vuestra hora.
    ¿Cómo lo sabes? Habla para ver si debo creerte.
    Oíd.
    Te escucho.
    Inclinaos.
    Enrique se inclinó sobre el cuerpo de Carlos, y Renato, desde el otro lado del lecho, hizo lo mismo, de modo que, entre ambos, separados únicamente por el ancho de la cama, yacía sin voz y sin movimiento el rey moribundo.
    Oíd dijo Renato ; colocado aquí por la reina madre para perderos, prefiero serviros, porque tengo confianza en vuestro horóscopo. Al hacerlo obro a la vez en interés de mi cuerpo y de mi alma.
    ¿También lo ordenó la reina madre que me dijeras esto? preguntó Enrique lleno de dudas y de angustia.
    No dijo Renato , pero os voy a contar un secreto.
    El perfumista se estiró cuanto pudo y Enrique le imitó, de modo que sus cabezas casi se tocaban.
    Esta conversación entre los dos hombres sobre el cuerpo de un rey moribundo tenía algo de terrorífico, por lo que los cabellos del supersticioso florentino se erizaron de espanto y un sudor abundante corrió por la frente de Enrique.
    Éste es un secreto que sólo yo conozco continuó Renato , y que os revelaré si me juráis sobre este moribundo que me perdonaréis la muerte de vuestra madre.
    Ya os lo prometí una vez dijo Enrique, cuyo rostro adquirió una expresión sombría.
    Prometido sí, pero no jurado dijo Renato, echándose hacia atrás.
    Lo juro dijo Enrique, extendiendo la mano derecha sobre la cabeza del rey.
    Pues bien, señor dijo precipitadamente el florentino , el rey de Polonia está a punto de llegar.
    No dijo Enrique , el correo fue detenido por orden del rey Carlos.
    Por orden del rey Carlos fue detenido uno en el camino de Château Thierry; pero la reina madre, con su habitual previsión, había enviado tres por diferentes rutas.
    ¡Oh! ¡Desdichado de mí! exclamó Enrique.
    Esta mañana llegó un mensajero de Varsovia. El rey salía detrás de él sin que nadie pensara impedírselo, pues aún ignoraban la enfermedad del rey de Francia. De modo que este mensajero sólo precede en unas horas al duque de Anjou.
    ¡Oh! ¡Si contara solamente con ocho días! dijo Enrique. . .
    Pero es el caso que no disponéis siquiera de ocho horas. ¿Oís ruido de armas?
    Sí.
    Con estas armas caerán sobre vos. Vendrán hasta aquí a matarnos, sin importarles que os halléis en la misma alcoba del rey.
    El rey no ha muerto todavía.
    Renato examinó atentamente a Carlos.
    Pero habrá muerto dentro de diez minutos. Tenéis, por lo tanto, diez minutos de vida; tal vez menos.
    ¿Qué hacer entonces?
    Huir sin perder un minuto, sin perder ni siquiera un segundo.
    ¿Por dónde? Si esperan en la antecámara me matarán al salir.
    Escuchad: arriesgo todo por vos, no lo olvidéis nunca.
    Pierde cuidado.
    Seguidme por este pasaje secreto: os conduciré hasta la poterna. Luego, para darnos tiempo, iré a decir a la reina madre que bajáis. Catalina supondrá que descubristeis vos mismo la salida secreta y que la aprovechasteis para huir. Venid, venid conmigo.
    Enrique se inclinó hacia Carlos y le dio un beso en la frente.
    Adiós, hermano mío dijo , no olvidaré lo postrer deseo. No olvidaré que lo última voluntad fue hacerme rey. Muere en paz. En nombre de mis hermanos lo perdono la sangre derramada.
    Vamos, vamos dijo Renato , el rey vuelve en sí; huid antes de que abra los ojos.
    ¡Nodriza! murmuró Carlos . ¡Nodriza!
    Enrique cogió de la cabecera de la cama la espada del rey moribundo, ocultó en su pecho el pergamino que le nombraba regente y, besando por última vez a su cuñado, dio la vuelta alrededor de la cama y desapareció rápidamente por la salida secreta que se cerró tras él.
    ¡Nodriza! llamó el rey con voz más fuerte . ¡Nodriza!
    la buena mujer acudió a su llamada.
    ¿Qué quieres, Carlos mío? le preguntó.
    Nodriza dijo el rey con los ojos desorbitados, en los que había ya la fijeza terrible de la muerte . Debe de haber ocurrido algo cuando dormía. ¡Veo una gran luz! Veo a Dios Nuestro Señor; veo a Jesús y a la Santísima Virgen María. Ellos le ruegan, le suplican por mí: El Señor Todopoderoso me perdona .... me llama... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... Recibidme en vuestra misericordia. ¡Dios mío! Olvidad que fui rey, ya que me presento a vos sin cetro y sin corona. ¡Dios mío! Olvidad los crímenes del rey para acordaros tan sólo de los sufrimientos del hombre. ¡Dios mío! Aquí me tenéis.
    Carlos, que a medida que pronunciaba estas palabras se había ido levantando poco a poco como para acudir a la voz que le llamaba, exhaló un suspiro y cayó rígido y yerto en brazos de su nodriza.
    Mientras, los soldados, obedeciendo las órdenes de Catalina, se dirigían hacia la salida conocida por todos y por la que Enrique debía pasar; éste, guiado por Renato, se encaminó por el corredor secreto, llegó a la poterna y, saltando sobre el caballo que le aguardaba, salió al galope en dirección al lugar donde esperaba encontrar a De Mouy.
    De pronto, al oír el galope de su caballo, algunos centinelas se volvieron gritando:
    ¡Se escapa! ¡Se escapa!
    ¿Quién? preguntó la reina madre asomándose a una ventana.
    ¡El rey Enrique!' ¡El rey de Navarra! gritaron los centinelas.
    ¡Fuego! ordenó Catalina . ¡Disparad contra él!
    Los centinelas apuntaron con sus armas, pero Enrique estaba ya demasiado lejos.
    Huye dijo Catalina , luego está vencido.
    Huye murmuró el duque de Alençon , luego yo soy rey.
    En aquel mismo instante, y cuando Francisco y su madre se hallaban todavía asomados a la ventana, crujió el puente levadizo bajo el trote de varios caballos, y, precedido por un ruido de armas entró en el patio al galope un joven con el sombrero en la mano y gritando: « ¡Francia! » Venía seguido de cuatro gentiles hombres cubiertos como él de sudor y de polvo.
    ¡Mi hijo! gritó Catalina extendiendo los brazos fuera de la ventana.
    ¡Madre mía! respondió el joven saltando del caballo.
    ¡Mi hermano Enrique! exclamó aterrado Francisco retrocediendo.
    ¿Es demasiado tarde? preguntó el duque de Anjou a su madre.
    Al contrario, y si Dios lo hubiese traído de la mano, no habrías llegado más a tiempo; mira y escucha con atención.
    El señor de Nancey, capitán de la guardia, salió al balcón del cuarto del rey.
    Todas las miradas se dirigieron hacia él.
    Rompió una vara en dos y con un trozo en cada mano extendió los brazos exclamando:
    ¡El rey Carlos IX ha muerto! ¡El rey Carlos IX ha muerto! ¡El rey Carlos IX ha muerto!
    Dicho esto, dejó caer los dos pedazos de la vara.
    ¡Viva el rey Enrique III! gritó entonces Catalina, persignándose con piadoso reconocimiento . ¡Viva el rey Enrique III!
    Todas las voces repitieron este grito, menos la del duque Francisco.
    ¡Ah, se han burlado de mí! dijo, clavándose las uñas en el pecho.
    ¡Triunfé! exclamó Catalina . ¡Ese odioso bearnés no reinará!

    XXXV

    EPÍLOGO

    Había transcurrido un año desde la muerte de Carlos IX y el advenimiento al trono de su sucesor.
    El rey Enrique III, reinando felizmente por la gracia de Dios y de su madre Catalina, había ido a una procesión celebrada en honor de Nôtre Dame de Cléry. Marchó a pie acompañado de la reina su esposa y de toda la corte. Bien podía permitirse el rey Enrique III este pequeño pasatiempo; ninguna preocupación grave le turbaba por el momento.
    El bearnés estaba en Navarra por fin y, según decían los rumores, se interesaba mucho por una hermosa muchacha de la noble familia de los Montmorency a la que llamaba la engañadora. Margarita estaba a su lado, triste y sombría, no hallando en la contemplación de las bellas montañas distracción alguna, pero sí un alivio a los dos grandes dolores de su vida: la ausencia y la muerte.
    París estaba muy tranquilo y la reina madre, verdadera regente desde que su querido hijo Enrique era rey, vivía tan pronto en el Louvre como en el palacio de Soissons, situado en el lugar donde hoy se levanta el mercado de granos y del que sólo queda la elegante columna que puede verse en la actualidad.
    Cierta noche se hallaba muy ocupada estudiando los astros en compañía de Renato, cuyas pequeñas traiciones ignoró siempre y que ahora había recuperado su favor gracias al falso testimonio que tan oportunamente diera en el juicio contra Coconnas y La Mole, cuando fueron a avisarle que un hombre, al parecer portador de algún mensaje muy importante, la esperaba en el oratorio.
    La reina descendió precipitadamente y se encontró con Maurevel.
    ¡Está aquí! exclamó el antiguo capitán de petarderos sin esperar, como lo exigía la etiqueta real, a que Catalina le dirigiera la palabra.
    ¿Quién? preguntó la reina madre.
    ¿Quién queréis que sea, señora, sino el rey de Navarra?
    ¿Aquí? dijo Catalina Él... aquí... Enrique... ¿Y qué viene a hacer el imprudente?
    A juzgar por las apariencias, viene a ver a la señora de Sauve nada más, pero si profundizamos más, descubriremos que a lo que viene es a conspirar contra el rey.
    ¿Y cómo sabéis que está aquí?
    Ayer le vi entrar en una casa, y un momento después entró en la misma casa la señora de Sauve.
    ¿Estáis seguro que era él?
    Estuve esperando hasta que salió, es decir, una buena parte de la noche. A las tres de la madrugada, los dos amantes se separaron. El rey acompañó a la dama hasta la puerta del Louvre; al llegar allí, ella entró sin que nadie la molestase, sin duda porque tienen com-prado al centinela, y él se fue cantando una canción con un andar tan seguro como si estuviese en sus montañas.
    ¿Y adónde se dirigió?
    A la calle de l'Arbre Sec y, una vez en ella, a la posada de A la Belle Etoile, lugar donde se alojaban aquellos dos hechiceros que Vuestra Majestad mandó decapitar el año pasado.
    ¿Por qué no vinisteis a avisarme en seguida?
    Porque aún no estaba seguro de lo que os vengo a decir.
    Mientras que ahora...
    Ahora lo estoy por completo.
    ¿Le visteis?
    Perfectamente. Me había escondido en la casa de un vendedor de vinos situada enfrente de aquella en que le vi entrar el día anterior. Desde allí volví a verle entrar. Luego, como tardase la señora de Sauve, asomó imprudentemente la cara tras los cristales de una ventana del primer piso. Ya no tuve duda alguna. Por otra parte, la señora de Sauve llegó un momento después.
    ¿Y crees que estarán allí como anoche hasta las tres de la madrugada?
    Es probable que así hagan.
    ¿Dónde está la casa?
    Cérca de la Croix des Petits Champs, hacia Saint Honoré.
    Perfectamente dijo Catalina . ¿Conoce el señor de Sauve vuestra letra?
    No.
    Sentaos y escribid.
    Maurevel obedeció y cogiendo la pluma:
    Estoy a vuestras órdenes, señora dijo.
    Catalina le dictó lo siguiente:
    «Mientras el barón de Sauve está de servicio en el Louvre, la señora baronesa se entretiene con un galán amigo suyo en una casa próxima a la Croix des Petits-Champs, hacia Saint Honoré. El señor de Sauve podrá reconocer la casa por una cruz roja que estará pintada en la pared.»
    ¿Algo más? preguntó Maurevel.
    Haced una copia de esta carta añadió Catalina. Maurevel obedeció sin replicar.
    Ahora dijo la reina enviad con un mensajero de confianza una de estas cartas al barón de Sauve y decidle que deje caer la otra en los pasillos del Louvre.
    No comprendo dijo Maurevel.
    Catalina se encogió de hombros.
    ¿No comprendéis que se enfade un marido que recibe semejante carta?
    Me parece, señora, que en tiempos del rey de Navarra no se enfadaba.
    Quien perdona algo a un rey, no tiene por qué perdonárselo a un simple galán. Por lo demás, si él no se enfada, vos os enfadaréis por él.
    ¿Yo?
    Sin duda. Lleváis cuatro hombres, seis si os hacen falta, os disfrazáis, derribáis la puerta como si fueseis los enviados del barón, sorprendéis a los amantes en pleno idilio, matáis en nombre del rey y, al día siguiente, el billete perdido en el pasillo del Louvre, en-contrado por alguna persona caritativa, que ya lo habrá hecho circular, demuestra que es el marido quien se ha vengado. Sólo la casualidad ha hecho que el galán sea precisamente el rey de Navarra, pero ¿quién hubiera podido suponer que era él cuando todo el mundo lo cree en Pau?
    Maurevel miró con admiración a Catalina, saludó y se fue.
    Al mismo tiempo que Maurevel salía del palacio de Soissons, la señora de Sauve entraba en la casita de la Croix des Petits Champs.
    Enrique la esperaba y tenía ya entreabierta la puerta del piso.
    Al verla subir por la escalera le preguntó:
    ¿No os han seguido?
    No, al menos que yo sepa.
    Es que me parece que a mí me han seguido y no solamente esta noche, sino durante toda la tarde.
    ¡Oh! ¡Dios mío! Me asustáis, señor dijo Carlota ; si este recuerdo que tenéis para una antigua amiga fuese causa de que os aconteciera algún mal, os aseguro que no podría consolarme nunca.
    No os apuréis, amiga mía dijo el bearnés ; tenemos tres espadas que vigilan en la sombra.
    Tres son muy pocas, señor.
    Son bastantes cuando quienes las empuñan son De Mouy, Saucourt y Barthélemy.
    ¿Está en París De Mouy?
    Naturalmente.
    ¿Cómo se ha atrevido a volver a la capital? ¿Tiene acaso como vos alguna pobre mujer loca de amor por él?
    No, pero tiene un enemigo cuya muerte ha jurado. Solamente el odio, querida, puede impulsarnos a hacer tantas tonterías como el amor.
    Gracias, señor.
    ¡Oh! exclamó Enrique . No digo esto por las tonterías pasadas y por las venideras. Pero no nos entretengamos en discutir, no tenemos tiempo que perder.
    ¿Seguís pensando en marcharos?
    Sí, esta misma noche.
    ¿Habéis concluido de hacer los asuntos que os trajeron a París?
    Ya sabéis que vine únicamente por vos.
    ¡Qué galante!
    ¡Por Dios! Es la pura verdad. Pero dejemos esto, pues aún me quedan, antes de separarnos para siempre, dos o tres horas para ser feliz.
    ¡Ah, señor! replicó la dama . Lo único eterno es mi amor.
    Acababa de decir Enrique que no tenía tiempo para discutir, de modo que no discutió. Creyó lo que le decía la señora de Sauve o, escéptico como era, fingió creer.
    Entre tanto, como había dicho el rey de Navarra, De Mouy y sus dos compañeros estaban escondidos en las inmediaciones de la casa.
    Se había convenido que Enrique saldría a media noche en lugar de hacerlo a las tres de la madrugada. Como la víspera, irían a acompañar a la señora de Sauve hasta el Louvre y luego se trasladarían a la calle de los Cerezos donde vivía Maurevel.
    Precisamente De Mouy había sabido aquel día el sitio exacto donde vivía su enemigo.
    Se habían despedido de Enrique haría poco más de una hora cuando vieron aparecer a un hombre seguido a pocos pasos por otros cinco. El que venía primero se acercó a la puerta de la casita donde estaba Enrique y probó abrirla valiéndose de varias llaves.
    Al ver aquella operación, De Mouy, escondido tras un saliente de la casa vecina, llegó de un solo salto hasta donde estaba el hombre y cogiéndole de un brazo le dijo:
    ¡Un momento! Aquí no se puede entrar.
    El hombre dio un paso hacia atrás y, al hacer este movimiento, se le cayó el sombrero.
    ¡De Mouy de Saint Phale! exclamó.
    ¡Maurevel! rugió el hugonote levantando su espada . Te estaba buscando, conque gracias por venir a mi encuentro.
    La cólera no le turbó lo bastante como para que se olvidara de Enrique, por lo cual, antes que nada, se volvió hacia la ventana y silbó a la manera de los pastores bearneses.
    Con esto basta le dijo a Saucourt . ¡Ahora voy por ti, asesino! ¡Atrévete!
    Y diciendo esto se lanzó contra Maurevel.
    Éste había tenido tiempo de sacar una pistola del cinto.
    ¡Ah! Esta vez dijo el «asesino del rey» apuntando al joven creo que morirás de veras.
    Apretó el gatillo, pero De Mouy se inclinó hacia un lado y la bala pasó rozándole.
    Ahora me toca a mí gritó el hugonote.
    Aunque su espada fue a dar contra el cinturón de cuero de Maurevel, la estocada era tan violenta que la afilada punta atravesó el obstáculo y se hundió en la carne.
    El asesino lanzó un grito salvaje, revelador de tan profundo dolor que los esbirros que le acompañaban le creyeron herido de muerte y huyeron aterrorizados hacia la calle de Saint Honoré.
    Maurevel no era valiente. Al verse abandonado por sus gentes ante un adversario como De Mouy, trató a su vez de escapar por el mismo camino que los otros gritando: «Socorro»
    De Mouy, Saucourt y Barthélemy, llevados por el ardor del combate, salieron en su persecución.
    Cuando llegaban a la calle de Grenelle, se abrió una ventana de la casa y un hombre saltó desde el primer piso sobre la calle recién regada por la lluvia.
    Aquel hombre era Enrique.
    El silbido de De Mouy le había avisado el peligro y el tiro le había hecho suponer que el peligro era bastante grave. Por todo ello se sintió obligado a correr en ayuda de sus amigos.
    Con audacia y valentía, se lanzó tras ellos espada en mano.
    Un grito le sirvió para orientarse; provenía de la barrera de los Sargentos. Era Maurevel quien así gritaba, pues, viéndose acorralado por De Mouy pedía auxilio a sus hombres, que huían cada vez más asustados.
    Llegó un momento en que, para no ser herido por la espalda, Maurevel tuvo que hacer frente.
    Al volverse halló la espada de su enemigo, pero arremetió con la suya tan hábilmente, que consiguió atravesar la bandolera de su perseguidor. De Mouy no se amilanó y, contestando rápidamente, logró hundir de nuevo su espada en el cuerpo de Maurevel, de modo que salió un doble chorro de sangre.
    ¡Ya le tienes! gritó Enrique al ver la escena . ¡Ánimo, De Mouy!
    El valiente hugonote no necesitaba en verdad que nadie le alentara. Ya se disponía a arremeter nuevamente contra Maurevel, cuando éste, poniéndose la mano izquierda en la herida, emprendió una carrera a la desesperada.
    ¡Mátale, mátale! gritó el rey . No le des tiempo a que se reúna con sus soldados, pues la rabia de unos cobardes puede acabar con la nobleza de quienes son
    valientes.
    Maurevel, cuyos pulmones parecían ir a estallar, atosigado y jadeante, corría escupiendo sangre por la boca. De pronto cayó exhausto. En seguida se repuso y, sosteniéndose sobre una rodilla, recibió a De Mouy con la punta de la espada.
    ¡Amigos, amigos! gritó Maurevel . No son más que dos. ¡Disparad, disparad contra ellos!...
    En efecto, Saucourt y Barthélemy se habían alejado por la calle de las Poleas en persecución de dos de los esbirros, y el rey y De Mouy se hallaban solos ante cuatro hombres.
    ¡Fuego! vociferaba Maurevel, mientras uno de sus soldados preparaba su mosquete.
    Sí, fuego, pero antes muere, traidor, muere, miserable dijo De Mouy . ¡Muere como un condenado asesino!
    Y cogiendo con una mano la afilada espada de Maurevel, con la otra hundió la suya hasta la empuñadura en el pecho de su enemigo, con tanta fuerza, que le dejó clavado en el suelo.
    ¡Cuidado, cuidado! gritó Enrique.
    De Mouy dio un salto hacia atrás, dejando su espada en el cuerpo de Maurevel, ya que uno de los soldados iba a disparar sobre él a quemarropa. Al mismo tiempo, Enrique atravesaba con su espada el cuerpo del soldado, que cayó junto a Maurevel con un grito.
    Los otros dos se dieron a la fuga.
    ¡Ven, De Mouy, ven! exclamó Enrique . ¡No perdamos un instante! ¡Si nos reconocieran, estaríamos perdidos!
    Esperad, señor, ¿creéis que voy a dejar mi espada en el cuerpo de ese miserable?
    Se acercó a Maurevel, que yacía en apariencia muerto. Pero en el instante en que De Mouy ponía la mano en la empuñadura de su espada, que atravesaba efectivamente el cuerpo de Maurevel, éste se incorporó, armado con el mosquete que el soldado había dejado caer, y a boca de jarro disparó, matando de un balazo en el pecho a De Mouy. El joven hugonote cayó sin dar siquiera un grito. Su muerte fue instantánea. Enrique se precipitó sobre Maurevel, pero éste acababa también de morir. Su espada sólo hirió a un cadáver.
    Era necesario huir. La pelea había atraído a gran número de curiosos y la ronda nocturna podía acudir. Enrique buscó entre los espectadores alguna cara conocida y encontró a maese La Hurière.
    Como la escena tenía lugar al lado de la Croix du Trahoir, es decir, frente a la calle de l'Arbre Sec, nuestro antiguo amigo, cuyo humor ya de por sí sombrío, había empeorado singularmente desde la muerte de La Mole y de Coconnas, sus muy estimados huéspedes, había abandonado sus hornillos y sus cacerolas precisamente cuando preparaba la cena para Enrique, y acudió allí a enterarse de lo que pasaba.
    Mi querido La Hurière, os recomiendo a De Mouy, aunque me temo que poco podrá hacerse por él. Llevadle a vuestra casa y, si vive aún, no ahorréis nada para salvarlo, aquí tenéis mi bolsa. Al otro, dejadle en el arroyo para que se pudra como un perro.
    Pero ¿y vos? dijo La Hurière.
    Yo tengo que despedirme de alguien. Dentro de diez minutos estaré en la posada. Preparad mis caballos.
    Enrique salió corriendo hacia la casita de la Croixdes Petits Champs, pero al desembocar por la calle de Grenelle se detuvo espantado.
    ¿Qué ha sucedido en esta casa? preguntó.
    ¡Oh! respondió el interrogado . Una gran desgracia, señor. Una bella joven acaba de ser asesinada por su marido, que había recibido un anónimo advirtiéndole que su esposa estaba con su amante.
    ¿Y el marido dónde está? gritó Enrique.
    Se ha escapado.
    ¿Y la mujer?
    Allí.
    ¿Muerta?
    Aún no, pero no vivirá mucho.
    ¡Oh! exclamó Enrique . ¡Traigo la desgracia conmigo!
    Sin pensarlo más se precipitó hacia la casa.
    La alcoba estaba llena de gente agolpada alrededor de una cama sobre la cual estaba tendida la pobre Carlota, que había recibido dos puñaladas.
    Su marido, que pudo disimular sus celos contra Enrique durante dos años, había aprovechado aquella ocasión para vengarse de ella.
    ¡Carlota! ¡Carlota! exclamó Enrique, dispersando a la muchedumbre y arrodillándose junto al lecho.
    Carlota abrió sus hermosos ojos ya velados por la muerte, dio un grito que hizo que brotara la sangre por sus dos heridas y, haciendo un esfuerzo para incorporarse, dijo:
    ¡Oh! Ya sabía que no me moriría sin volver a verte.
    En efecto, como si hubiera esperado hasta aquel momento para entregar su alma a Enrique, que tanto la había amado, apoyó sus labios sobre la frente del rey de Navarra y, diciendo por última vez «te amo», cayó muerta.
    Enrique no podía permanecer allí por más tiempo.
    Sacó su puñal, cortó un rizo de aquellos hermosos cabellos rubios que tantas veces había acariciado recorriéndolos a todo lo largo, y salió sollozando en medio de las lamentaciones de los presentes, que no sospechaban que su llanto se sumaba a tan grandes infortunios.
    ¡Amigos míos exclamó Enrique desesperado , todo me abandona, todo me deja, todo me falta al mismo tiempo...!
    Sí, señor le dijo en voz baja un hombre que se había apartado del grupo de curiosos reunidos ante la casita y le había seguido ; os falta todo, pero tenéis un trono.
    ¡Renato! exclamó Enrique.
    Sí, señor. Renato que vela por vos. Ese miserable, al morir, os ha nombrado. Se sabe que os halláis en París y los arqueros os buscan. ¡Huid! ¡Huid!...
    ¿Y dices que seré rey, Renato? ¡Un fugitivo!
    Mirad, señor dijo el florentino, mostrando al rey una estrella que resplandecía entre los sombríos pliegues de un negro nubarrón . No soy yo quien lo dice, es ella.
    Enrique lanzó un suspiro y desapareció en la oscuridad.

    FIN

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