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mayo 09, 2010
Nació Alejandro Dumas en la ciudad de Villers-Cotterés (Aisne, a 40 km. noreste de Paris) el 24 de Julio de 1802. Su abuelo era el Marqués Antoine-Alexandre Davy de la Pailleterie quien se casó con Marie-Céssette Dumas, una esclava negra de las islas Indias del Oeste de Santo Domingo. Ella dio a luz a Thomas-Alexandre y murió cuando su hijo aún era joven. Cuando regresaron a Paris, el Marqués no aprobó que su hijo se enlistara en el ejército, así que, éste, se presentó como Thomas-Alexandre Dumas y permaneció en el ejército hasta lograr el titulo de General durante el reinado de Napoleón Bonaparte. La madre de Dumas se llamo Marie-Louise Labouret. Alejandro quedó huérfano de padre a los cuatro años, y tuvo que sobrevivir junto a su madre con la exigua renta que le correspondía a ésta como viuda.
En 1811 Alejandro ingresa a la Escuela del Abad Gregorie y permanece en ella hasta 1813. En 1819 conoce a Adolphe de Leuven con quien escribiría su primer trabajo literario. En 1823 traslada su residencia a París, allí el general Foy, antiguo amigo de su padre, se convierte en su protector y logra conseguirle una plaza de escribiente en la secretaría del Duque de Orleáns, con un sueldo de 1,200 francos anuales, lo cual le permitió vivir independientemente del sustento de su madre y aplicarse al estudio sobre la historia de Francia. Un año después, estudio también fisiología, química y física, asistiendo también de noche a los cursos de idiomas y las lecturas de los clásicos franceses. Ese mismo año, el 24 de Julio, nacía su hijo Alejandro Dumas fruto de su romance con Laure Labay. En los momentos escasos que tenía, le agradaba, asistir a las representaciones del teatro antiguo, viendo por vez primera la producción de Shakespeare "Hamlet" logrando entusiasmarlo de tal modo, que desde ese momento quedó resuelta su vocación artístico-literaria. Desde ese entonces escribió muchas que presentó ante los severos empresarios teatrales. Fue rechazado. Sin embargo en 1825 logra estrenar en un teatro de Paris un vaudeville "La Chase et l'amour" con Leuven, de clamoroso éxito, poco después otro, ganando bastante con las representaciones. El 10 de Febrero de 1829 presenta la obra "Enrique III y su Corte" (Henri III et sa cour) que le valió ser incorporado en el repertorio de la Comedia Francesa, reportándole beneficios económicos. Dumas se convirtió en uno de los líderes del movimiento de aquella época junto con Víctor Hugo. Se involucra en la Revolución de 1830. El 05 de Marzo de 1831 nace Marie-Alexandrine hija de Dumas con Belle Kreilssamner. En 1832 realiza su primer viaje al extranjero (Suiza), luego a Italia (1835), a Bélgica y Alemania (1838) publicando varios diarios de sus viajes. En 1840 se casa con la actriz Ida Ferrer. En 1844 al iniciar la serie de grandes novelas, sobre los acontecimientos más singulares de la historia de Francia, logró eclipsar el genio de Eugenio Sué, que gozaba de la admiración popular, llegando Alejandro Dumas, con su gran novela "Los Tres Mosqueteros" (Le Tríos Mousquetaires), a ser considerado el más grande novelista de Francia. Una tras otra publicó en 1845 "Una hija del regente", "El Conde de Monte-Cristo", "La Reina Margot", "El Caballero de la Casa Roja", y "La Dama de Monsoreau". Se involucra en la Revolución de 1848 y publica "El Collar de la Reina" al mismo tiempo que su hijo publica "La Dama de las Camelias" (La Dame aux Camelias ). En 1850 La Mano del Muerto, "El Tulipán Negro" y "Ángel Pitou". En 1851 huyendo de más persecuciones se refugia en Bruselas donde viven numerosos oponentes de Napoleón III como Víctor Hugo. Publica "Mis Memorias". En 1859 viaja a Italia y en 1860 conoce al General Garibaldi. Se le une en Sicilia y lo ayuda a ir a Marsella para comprar rifles a sus tropas. Después de su victoria Garibaldi nombra a Dumas Jefe de Excavaciones y Museos en Napóles donde vive hasta 1864. En 1868 prepara su "Diccionario de Cocina". En 1870 se establece en la casa de campo de su hijo en Puys cerca de Dieppe donde muere el 05 de Diciembre.
Alejandro Dumas fue un escritor fecundísimo, publicó aproximadamente 300 obras, en las que sobresalen sus novelas históricas que eran su especialidad y para las cuales estudió profundamente la historia de su país. Muchas de sus obras aparecieron por primera vez por entregas, como folletines de los periódicos de entonces (Le Siécle por ejemplo). Dumas cumplía así con una de las exigencias del gran público: interés y emoción a dosis periódicas, cuidándose muy bien de interrumpir la narración en un punto tal que no hubiese más remedio que leer el siguiente número. Aunque la obra de Dumas, ha sido acusada de ser literatura inferior, no se puede negar su gran fantasía, su inventiva, su genio y su clara y correcta arquitectura. Es prolijo, pero muy estricto, sabe imponer orden en sus materiales y organizarlos impecablemente, además de poseer innegables valores estéticos. Es un autor popular que puede codearse con los grandes genios de su tiempo sin desmerecer, y que sigue siendo el deleite de muchos lectores en todo el mundo.
La mano del muerto es la continuación de “El Conde de Monte-Cristo”. Luego de año y medio de consumada la venganza de Dantés surge un oscuro personaje cuya finalidad única será destruir a Monte-Cristo, su nombre es Benedetto (hijo ilegitimo de Villefort). Antes de emprender su viaje en busca de Monte-Cristo, Benedetto ingresa al sepulcro de su padre y secciona la mano del cadáver usándola como una especie de amuleto para ejecutar su venganza. Durante su travesía en busca del conde conocerá a las otras víctimas de la venganza de éste, lo cual acrecentará sus odios y creará en él la convicción de ser el elegido de Dios para realizar en la tierra la justicia divina. Viaja a Roma encontrando allí a Danglars como portero de un teatro, luego encuentra a la baronesa Danglars (su madre) a la que le roba su fortuna; hace amistad con Luis Vampa antiguo protegido de Monte-Cristo y salteador romano al cual traiciona y lo entrega a la justicia, además de aliarse con sus secuaces. Salva la vida a Alberto Morcef y lo ayuda económicamente a establecerse. Luego continuando su búsqueda descubre la gruta secreta del palacio subterráneo de Dantés en la isla Monte-Cristo y roba los tesoros que ella contenía. Acto seguido secuestra al hijo de Dantés y se apodera de su esposa Haydé a la que devuelve a cambio de toda su fortuna. Dantés accede a realizar el intercambio y queda en la absoluta pobreza, y aún sin conocer el paradero de su hijo... Esta historia palpitante de emoción, sin duda nos hará olvidar cuanto exista en nuestro entorno, el misterio que esconden los sucesos, la tragedia en la que culminan los mismos y el sin fin de detalles harán presa al lector que no dejará la lectura hasta culminar la historia...
La Mano del Muerto
I
QUIEN HABÍA JUGADO YA A LA ALTA Y BAJA DE FONDOS
Cuando nos oprime el infortunio y la desdicha, no falta alguien que se nos presente con la sonrisa en los labios, esperando hacernos partícipes de ambas, si la miseria no ha concluido aún del todo el prestigio de nuestra pretérita opulencia.
Es, pues, tal prestigio, el que reúne en torno de nosotros a todas las personas que nos conocieron dobladas al peso de la desgracia.
La baronesa Daglars, si bien había resistido ese gran peso, congregaba aún en su palacio a los principales caballeros de Gand y poseía el gozo de oír exaltar sus doradas salas en París, como en las que se sabía acoger a todos esos impíos elegantes de tapete verde y a quienes parece que no falta nunca el oro ni la voluntad de jugar, mientras haya escaso interés en conocer su vida privada.
El orgulloso espíritu de la interesante baronesa Danglars, su figura esbelta y su rostro aristocráticamente pálido, donde brillaban o languidecían dos bellos ojos negros, cuando su endurecido pecho se dilataba con la expansión de un blanco sentimiento, o se comprimía dominado por la ambición, no era lo que menos concurrencia atraía a sus salones.
A los que viven de grandes emociones, no desagrada nunca una mujer como la baronesa Danglars. Su orgullosa sonrisa; su semblante altivo y determinado, aunque sumiso y hechicero cuando se dejaba vencer; su mirada elocuente, su gran locuacidad, todo ayudaba a que los jóvenes de gran mundo la catalogasen en la relación de las leonas, a pesar de haber pasado ya la primavera de la vida.
Tal era la condición en que se tenía a la baronesa Danglars en el año 1837.
En una noche del mes de septiembre de ese mismo año, las salas de su palacio estaban iluminadas de forma deslumbrante y se iban inundando de personas que acostumbraban sus partidas. La baronesa estaba en todos los salones hablando con animación y recibiendo gran cantidad de galanterías de caballeros que la seguían o que la esperaban en diversos puntos por donde suponían que debería pasar.
-¡Jesús! ¡Que aspecto tan melancólico, señor Beauchamp! -exclamó, dirigiéndose a un caballero de fisonomía severa y sensiblemente expresiva-. Se diría que venís dispuesto a encolerizaros con nosotros, porque, según me han dicho, habéis perdido la semana última...
-No, señora baronesa, yo no llevo cuenta de lo que pierdo al juego... no juego por especulación, y hacéis mal en suponer lo contrario.
-¡Oh! ¡Indudablemente!... -contestó la baronesa con irónica sonrisa, dándole el brazo-. Vamos... ¡Me causó preocupación vuestra fisonomía! Contadme, para devolverme la tranquilidad, las noticias recientes que tenéis...
-¡Me la pedís a mí, hermosa baronesa...! Ahí tenéis al caballero Luciano Debray que os las dará mejores.
-Señor; dejad al ministro absorto en sus grandes ideas ministeriales. ¡Hasta recelo perturbarle por miedo a que me exponga algún proyecto de ley.,., cosa siempre enojosa!...
-¡Quien! ¿El ministro?
- ¡No, el proyecto!
-¡Pobre Debray! -murmuró Beauchamp-; no merece la ironía de vuestras palabras, mucho más teniendo en cuenta que cuenta con más méritos en el ministerio que muchos otros que lo han ocupado.
-Así debéis hablar, señor, para que os paguen en la misma moneda respecto de vuestro nuevo cargo de procurador del rey, ¿lo oís?, no sea que acabéis como vuestro antecesor...
Un ligero rubor coloreó las pálidas mejillas de la baronesa, cuyo brazo se estremeció sobre el de Beauchamp. La señora Danglars quedó arrepentida de las palabras que había pronunciado.
-No, señora baronesa -se apresuró a decir Beauchamp, como si se hubiera aprovechado de ellas para colocarse en el terreno que deseaba-. ¡No tengo ninguna duda de que no me sucederá lo mismo, a! menos por igual motivo!
-¡Señor!...
-Perdonad, baronesa, nadie oye ni sospecha nuestro tema de conversación -prosiguió el magistrado.
-Basta, señor Beauchamp, basta; ya conozco cuanto aspirabais a decirme... eso me disgusta y me incomoda; ¿no lo sabéis? Os había pedido noticias para olvidar la impresión que me produjo vuestra fisonomía severa y triste; dádmelas como cuando erais simple redactor de un diario, esto es... risueño, placentero... alegre.
El magistrado miró fijamente a su interlocutora, como si quisiera leer su fisonomía.
-¡Cómo! -exclamó ella riéndose con la mejor voluntad-; ¿el antiguo periodista ahora sólo sabe ser magistrado?
-No, señora; con vos siempre soy el mismo, dignaos creerlo así; pero es que las noticias que tengo que daros... ¡No pueden salir de los labios de un periodista, como vos decís!...
Beauchamp enfatizó en estas últimas palabras que hicieron estremecer de nuevo a la señora Danglars.
-¿Y por qué? -preguntó ella procurando vencer un indefinido miedo-. ¿Os habéis propuesto hacerme morir de desasosiego esta noche?
-No pueden salir de los labios de un simple periodista -respondió Beauchamp-, porque se refieren a una señora a quien el magistrado aprecia y respeta mucho.
Por el acento del magistrado y por la expresión de su mirada, supo la señora Danglars que no debía insistir más; sin embargo, con la intención de conocer si la noticia se refería a ella, dióse vuelta, y abandonándole el brazo, dijo:
-Bien, señor..., por la misma razón respeto a esa señora. Guardaos la noticia.
La baronesa perdió el juego, porque el magistrado permaneció imperturbable.
-¡Oh! ¡Tu semblante es de bronce! -se dijo para sí el magistrado, viendo alejarse a la baronesa-. ¡Pero yo no creo el artificio como todos los que te rodean! ¡Se halla en tu pasado un secreto terrible que guardas cuidadosa a los ojos del mundo; pero no a los míos! ¡Hay en tu vida presente algo de bajeza que disimulas con escrupulosidad en el fondo de ese pecho de mármol! Trabajemos; poseo ya un secreto importante del pasado, y descubriré el resto hasta la actualidad.
Tiempo después notó el magistrado que alguien le seguía con el fin de hablarle; acortó el paso, y sin volver el rostro para no descubrir que sabía que era seguido, dejóse alcanzar.
-¿Podré tener el honor de hablaros, señor Beauchamp?
-¡Oh!, señor ministro; estoy a vuestras órdenes,
-Señor, no debéis desconocer lo mucho que me interesa cuanto hace relación a vuestra quietud y tranquilidad -dijo Luciano Debray, apartándose con él a una sala desocupada-. Pues Bien: creo que en mi lugar os angustiaríais al observar el semblante de un procurador del rey turbado y abatido...
-¡Oh!... dispensadme... quizá por ser principiante todavía no he aprendido a conservar ese rostro de piedra que conviene a un magistrado.
-No intentaba contradeciros, señor de Beauchamp; bien sé que un magistrado es un hombre de tacto, y al haberme enterado por mis agentes de un suceso, al cual ciertamente doy bien poca importancia, viéndoos de tal manera contristado, me es necesario creer todo cuanto se me ha revelado ayer... y además... el honor de una señora a quien estimo y respeto... me hace atreverme a interrogaros, señor Beauchamp.
-¡Ah!, ¿sabéis, pues, señor Debray?... os aseguro que si en verdad el hecho fuese cierto...
-Espero que seáis magistrado -interrumpió Debray, como si dijese: ¡espero que seáis amigo! -. Ahora aspiro conocer el nombre de la señora para cerciorarme... Tendríais la bondad...
A esta pregunta, directa, que ya esperaba el procurador del Rey, no pudo excusarse de contestar sin pasar por incivil ante el ministro, haciéndole entender que dudaba de su discreción; acercóse, pues, a Debray y murmuró una palabra a su oído.
Debray se turbó; pero, disimulando en el acto su azoramiento, despidióse del procurador y volvió a la sala en que la baronesa parecía esperarle con impaciencia. El procurador del rey se retiró de casa de la señora Danglars sonriendo cáusticamente.
Cuando se retiraron los visitantes, cuando los banqueros recogieron de sus mesas el oro y sus billetes de banco, la baronesa hizo a Debray una señal de inteligencia, y dejó a la vez los salones para entrar en sus habitaciones, llenos aún de más lujo y riqueza que el resto del edificio.
La baronesa abrió una puerta vidriera que daba a un gabinete de música con su respectivo piano, y mirando a éste con tristeza exclamó;
-¡Oh! Eugenia... ¡Por qué me dejaste también! -y una lágrima cayó por el semblante pálido y altivo de la señora Danglars, que, haciendo un movimiento como para desterrar una idea que la afligía, atravesó el pequeño gabinete y se puso a observar el patio por una ventana entreabierta.
Permaneció así hasta que sintió rodar el último carruaje; entonces apresuróse a abrir la puerta de una escalera secreta, luego de lo cual volvió y sentóse en un diván de seda azul. Luciano Debray cerró la puerta de aquélla y fue al encuentro de la baronesa.
-Y bien, Debray -preguntóle con cierta ansiedad.
Debray se quitó los guantes, colocó la capa y el sombrero sobre una silla y sentóse al lado de la baronesa como persona de su más íntima confianza.
-Hablad, Debray; esa serenidad me asusta. ¿Beauchamp os ha suministrado alguna mala noticia?
-Todo cuanto pude averiguar, sin pasar por indiscreto, fue una sencilla palabra -respondió Debray con calma.
-¡ Ah!... -exclamó la baronesa con ira.
-Y esa palabra es un nombre de mujer..., el vuestro, por ejemplo.
-Creéis, pues, que corro riesgo...
-Como siempre lo creí -replicó Luciano-, Si hasta ahora vuestra permanencia en París no ha sido risible, no creí jamás que lograseis conservar por mucho tiempo la máscara!... ¡y ahora menos que nunca!
La baronesa dejó asomar una tenue sonrisa de orgullo ofendido y replicó:
-¡Es porque nunca tuve secretos con vos, como los tengo con todos! Si creyerais como ellos, que el barón Danglars viaja con su hija Eugenia, jamás os convenceríais de que ambos me han abandonado.
-Hablemos claro -replicó Debray-: hace un año que el barón siguió el ejemplo de Eugenia, y desde esa época el mundo parisiense los supone entregados al placer de viajar. Esto, en verdad, es muy sencillo; pero el tiempo irá corriendo y puede aburrírsele a alguno el mal gusto de preguntar cuándo regresarán el barón y su hija.
La baronesa se estremeció.
-Mas tarde -prosiguió Debray- habrá algún otro que se atreva a reírse de la demora de los viajeros; y dentro de poco todo París se reirá también. Ya veis, querida baronesa, que por este lado no vamos bien.
-Aconsejadme, pues, Debray -dijo la baronesa con aquella su tímida inocencia, propia de una chiquilla de quince años, pasando sus manos sobre el brazo de Luciano.
-Os repito lo que hace un año, cuando me mostrasteis la carta de vuestro marido en que os dirigía estas palabras: os dejo como es he tomado, rica y poco honrada.
Estas palabras, que hubieran anonadado a cualquiera otra mujer, no hicieron más que arrancar una ligera sonrisa de orgullo ofendido de los labios de la baronesa.
Luciano prosiguió:
-Insisto en que viajéis. En el último año poseíais un millón doscientos mil francos, o lo que es igual, sesenta mil libras de renta; y hoy reunís dos millones cuatrocientos mil francos que equivalen a ciento veinte mil libras de renta. ¡Qué os importa París! Decid a vuestras amigas que vuestro marido está en Roma o en Civita-Vencchia, o en Ñapóles, y que os ha suplicado en nombre de Eugenia fueseis a hacerle compañía. Ellas propalarán la noticia; y podéis entonces dirigiros a Londres.
-¿Y queréis que nos separemos, Debray? -preguntó la baronesa, pugnando por arrancar una lágrima rebelde-. ¡Ah!, ¡eso es imposible!...
Luciano nada dijo; pero, mirándola de soslayo, se levantó.
-Hace un año y medio que somos socios y nuestros intereses han ido viento en popa... y ahora, que sois ministro de hacienda irán cada vez mejor...
-¡Ah!, ¡hemos llegado precisamente al punto esencial de la cuestión! -exclamó Luciano, golpeando con el puño el respaldo de la silla, con el semblante impaciente de Alejandro cuando, para terminar la lucha, arrojaba su bastón a la arena.
-¡Como! -preguntó la señora Danglars abriendo desmedidamente los ojos, e irguiéndose sobre el diván, en que hasta entonces estuviera reclinada con toda la indolencia de una amante apasionadísima.
-Los periodistas de la oposición se gozan especialmente en sacar a relucir la vida privada de los ministros. Bien; pues, aquí para entre los dos, donde nadie más nos escucha, lo esencial de vuestras partidas es el juego, y no quiero yo que a nadie se le pase por la imaginación que por ese medio obtengo alguna fortuna.
-¡Pero la habéis obtenido ya! -observó la baronesa.
-Estoy resuelto a no continuar -dijo con firmeza Luciano- y me desligo de vuestros intereses, conservando sólo el vínculo sencillo de la amistad.
-¡Pues bien, Caballero -gritó la baronesa fuera de sí y profundamente herida en su amor propio, por lo mismo que comprendía lo que tales palabras significaban-: ni aún consiento tal sacrificio! Ajustemos cuentas y después...
-¿Y después? -preguntó él con una sonrisa de desprecio.
-¿Deseáis que nunca más nos veamos?...
Luciano introdujo por toda respuesta las manos en sus bolsillos y permaneció inmóvil, como si quisiera decir: según os plazca.
-Pero os advierto que aún permaneceré este invierno en París...
-Sí, me han dicho que los espectáculos serán escogidos; el repertorio es casi todo de Donizetti y de Bellini.
-Y además el caballero Debray -agregó la baronesa, riendo con intención.
-No os comprendo.
-Quiero ver vuestro debut ministerial.
-Vamos, baronesa -dijo Luciano con cierta gravedad, que contrastaba con el tono de la señora Danglars-, Quien ha jugado a la alta y baja de fondos, no puede dejar París y reducirse a las proporciones de simple extranjera, sin alguna contrariedad, y, sin embargo, es forzoso cuando por mala estrella un procurador del rey está al extremo de ciertas cosas... Baronesa, sed prudente como Ulises y sabia como Néstor.
Luciano Debray abrió su cartera y lanzó sobre la admirable mesa de mármol los billetes de Banco, sentándose al lado de la baronesa, que pálida y agitada permaneció en pie.
-Baronesa, los socios realizan por vez segunda sus cuentas y espero que en esta última aprovecharéis mi consejo.
II
BENEDETTO
Beauchamp abandonó el palacio de la baronesa Danglars, se encaminó a su casa, ubicada a la entrada de la calle de Correón, cuya fachada ofrecía el tipo clásico de aquella vieja de Puget, que hace sean tan buscados en Francia ciertos edificios, por las personas que desean obtener algún prestigio.
La puerta de este pequeño inmueble era rasgada hasta la altura de la ventana del centro, sobresaliendo en su cima un enorme florón de piedra que parecía pretender aplastar al primer advenedizo que allí intentase poner su planta; su pequeño patio, situado en el centro, estaba decorado por oscuros e imponentes muros.
A él daban las ventanas del gabinete del señor Beauchamp, con sus cortinas sueltas y colgando en toda su longitud. Una lámpara de bronce, con su pantalla de seda verde, vertía en el recinto esa atenuada luz que conviene al que precisa escribir y meditar durante la noche, y que alumbra de lleno sólo el papel en que imprimimos nuestras ideas; de manera que no ofende la vista.
Beauchamp dejó el bufete, y salió de entre las ciclópeas pilas de papel situados a derecha e izquierda de su silla, al modo que la figura fantástica de algún poeta sombrío surge por entre los sepulcros de una pequeña catacumba al pálido reflejo de la luna. Se dirigió a la ventana, recorrió la cortina y lanzó un rápido vistazo al patio iluminado por el rojizo resplandor de una sola lámpara colgada de la bóveda del vestíbulo; y advirtiendo luego que alguien se encaminaba a su gabinete, dejó caer la cortina y sentóse de nuevo en su escritorio, apoyando el codo sobre él y la mejilla sobre su mano.
A continuación abrióse la puerta del gabinete y dos hombres ingresaron, uno de los cuales por su indumentaria, modos y corpulencia fornidas, parecía agente de policía. Joven el otro aún, hosco, pálido y desgarrado el vestido, hacía el más acentuado contraste y dejaba traslucir que era el reo.
El procurador permaneció quieto durante algún tiempo; en seguida, cuando consideró que el agente había traspuesto el patio, señaló al reo el lado contrario de su mesa, y volvió la pantalla de la lámpara de forma que pudiera observar el rostro del procesado.
-¿Cómo os llamáis? -preguntóle Beauchamp, ahuecando la voz como si pretendiese disfrazarla.
-Me hacéis, señor, la misma pregunta de siempre, a la que siempre os respondo que Benedetto.
-Benedetto -continuó el procurador del Rey-; ¿estaréis dispuesto a repetir cuanto ya me habéis manifestado?
-¿Y para que señor? -le dijo el joven con alguna suavidad-. ¿Para qué repetir tales cosas? He sido encarcelado, me encuentro en vuestra presencia..., dictad mi sentencia pues, y que concluya todo.
-Sois muy insensato, Benedetto; la ley os condena a muerte.
-tanto mejor si ya lo sabéis de cierto.
-Quiero, sin embargo, oíros otra vez. Acaso hayáis olvidado algún detalle que pueda atenuar el rigor de la ley por medio de la prueba. Hablad.
-Pues bien: escuchadme, porque será la última vez que os hable.
Había en el acento del acusado tal amargura y desprecio de la vida, que si bien poca o ninguna sensación habrían producido en el alma gastada de un viejo juez, conmovían la de un hombre joven aún, y que no estaba bien penetrado de los misterios de un procurador real, como sucedía a Beauchamp.
-Estaba yo preso en la Forcé, donde creo me protegía algún amigo desconocido, puesto que allí se me aparecía un hombre llamado Bertuccio, con quien yo he tenido relaciones, y me proveía de algún dinero en nombre de ese protector desconocido, a fin de que pudiese procurarme mejores alimentos que los que pasan a los habitantes de la Cueva de los Leones. Ante el tribunal a que había comparecido ya, declaré ser hijo del señor de Villefort, vuestro antecesor, y esperaba resignado su condena. Fugado de la galeras, asesino confeso de Carderousse, ¿qué otro porvenir me aguardaría que el patíbulo?...
-Esperad -dijo el magistrado-: ¿cómo supisteis que erais hijo del señor de Villefort?
-¡Ah! Ved ahí una pregunta que nunca se os había ocurrido -contestó Benedetto, con la sonrisa del que comprende más de lo que se supone-. Vais a saberlo. Os he hablado de aquel protector desconocido y de Bertuccio, que era el portador de sus dádivas; pues un día, entró éste en mi cuarto, en la cárcel de la Forcé, y me dijo así: "Benedetto, tú estás gravemente comprometido, pero hay alguien que desea salvarte, porque ha hecho voto de salvar todos los años a un hombre. Este protector halla un medio de arrancarte al cadalso, por lo menos; tal es el siguiente: El procurador del rey, que activa hoy tu sentencia, tuvo estrechas relaciones con una señora, y esta señora dio a luz un niño, hijo de Villefort. Tal escándalo no debía traslucirse, y el señor de Villefort, apenas hubo nacido aquél, lo tomó en sus brazos, arrollóle al cuello sus ligamentos naturales para impedir el llanto y los gemidos, lo encerró en un cofre, colocó sobre él como una mortaja un pañuelo bordado de su desdichada madre y bajando una escalera secreta, que desde mucho tiempo le servía para introducirse en la habitación de ésta, enterró al inocente niño al pie de un árbol del jardín. Una mano desconocida, creyendo que el cofre encerraba algún tesoro, hundió dos veces el puñal en el pecho del infanticida y robóle su depósito.
»El asesino huyó; pero al abrir el cofre, halló al recién nacido que aún daba señales de vida: cortó las ligaduras del cuello, introdújole aire a los pulmones, y envolviendo al niño en el pañuelo bordado, del que cortó un pedazo, fue a depositarlo en el hospital de la caridad, exclamando: Dios mío, os pago mi deuda, porque si aniquilé una vida, he reanimado otra.
«Tal es la historia de tu nacimiento -continuó Bertuccio-; así pues, cuando hayas de comparecer a presencia de tu juez, arrójale al rostro su crimen, y enmudeceré, pasando del orgullo a la sumisión, y de la tribuna del juez al banco del delincuente. Después, el escándalo público que promoverá tu declaración, hará olvidar el proceso de tu acusación y tu protector no dejará de aprovechar este incidente para librarte".
-Así lo hice -agregó Benedetto-, como quizá lo habréis visto, cerca del 27 de septiembre, aniversario de mi nacimiento, en 1817. mi protector cumplió su palabra: un mes después estaba libre.
«Libre, señor, pero con la condición de acompañar a mi padre, que había enloquecido y me buscaba, cavando con un azadón dondequiera que encontraba tierra. ¡Aquella desgracia me conmovió el alma! ¡después de haber el desgraciado sido procurador del rey, y adquirido la reputación de un hombre de probidad y honradez, cayó de la cumbre de su orgullo y gigantesco edificio, hasta el banco del reo! Afortunadamente, su locura impidió el proceso, y ambos quedamos en entera libertad. Sus bienes le fueron confiscados, dejándole apenas un triste socorro para su alimento.
«Poco a poco mi padre volvió a la razón; al cabo de seis meses que vivía conmigo, se restableció completamente, me reconoció y fue mi amigo; pero su hora había llegado entonces, como si Dios hubiera solo querido dejarle vivir para pedirme perdón. Le he perdonado y recibí su postrera bendición.
«¡Hijo mío -me dijo en su último momento-; yo me siento morir, y solo me atormenta dejar el mundo sin pagar la única deuda que tengo! ¡Es una deuda de sangre y de desesperación que yo quisiera retribuir pagándola con infernal usura!... ¡Hijo de mi alma!, ¡he sido criminal, usando de la máscara del hipócrita con todos mis semejantes! ¡Pero la venganza que han realizado sobre mí ha sido grande y horrible! ¡Mi esposa, mi hija, mi hijo ..., la mano de un hombre, sin corazón y sin conciencia, me lo arrancó despiadadamente todo para vengarse de mí! Benedetto..., humilla, hiere a ese hombre, haciéndole sufrir y llorar. Y luego, en lo más profundo de su desesperación le dirás: Yo soy el hijo de Villefort, que te castiga en su nombre por la terrible venganza que de él has tomado!.
«-¡Ese hombre, padre mío! ... -exclamé yo-, ¿dónde está ese hombre?...
«-¿Dónde está?... -exclamó mi padre agitando tristemente su cabeza agobiada de sufrimiento y tomándome luego del brazo, acercándose me dijo al oído con voz trémula de pavor y azorada la vista como a la aparición de un fantasma-: Pregúntaselo a la inmensidad del espacio; al mar; a la tierra... ¡El puede estar en todas partes, como un Dios omnipotente o un genio infernal de la fatalidad! ¡Guárdate de que su mirada fija y ardiente se pose sobre ti ni un solo momento, porque quedarías perdido y maldito para siempre!.
«-¡Pero, su nombre!..., ¡su nombre! «-gritaba yo poseído de rabia, pareciéndóme escuchar ya el eco de ese nombre grande y terrible.
»-¿Su nombre?... -repetía el señor Villefort, con amarga y alterada sonrisa-. ¿Tiene acaso él un nombre cierto y determinado?... ¡El que cambia de nombre y de esencia cada día, cada instante por el poder de su voluntad formidable! ¡El abate Bussoni, conde de Monte-Cristo, lord Wilmore!...
»-¡Ah! -exclamé estremeciéndome al oír aquél nombre... -¡Conde de Monte-Cristo!...
»-o el abate Bussoni, o lord Wilmore -continuó mi padre-; quién sabe cuál será al presente su nombre. Búscalo, sin embargo, en todas partes; sé infatigable; pregunta a lo infinito del espacio, desciende al abismo, y haz que tus ojos vean al través de las entrañas de la tierra y de las profundidades de los mares... Su verdadero nombre es Edmundo Dantés. ¡Hijo mío, véngame y muere, o maldito seas en el mundo!»
-En esa misma noche -prosiguió tranquilamente Benedetto después de un breve intervalo-, expiró el señor de Villefort, poniendo en mis manos el pliego sellado que vuestros soldados me hallaron, y que sin duda conservaréis en vuestro poder.
-¿Y por qué no habéis querido leer ese papel? -le preguntó el magistrado.
-Prometí a mi padre que no lo abriría sino lejos de Francia y cumplo mi promesa. Desgraciadamente fui capturado antes de leerlo..., pero abrigo la esperanza de no morir sin saber su contenido, porque pediré que me lo presenten cuando sea llamado al tribunal de justicia.
Beauchamp se estremeció, y a no haber estado oculto su rostro en la sombra, hibiérase visto su palidez.
-¿Y adonde os dirigíais cuando os prendieron?
-Fuera de Francia.
-¿Con que objeto?
-Con el de cumplir mi misión.
-¿Cuál?
-El legado de mi padre... ¡la venganza!
Beauchamp se levantó y se paseaba agitado por el recinto de su gabinete, ocultando el rostro bajo su capa. De pronto se paró, haciendo un ademán como si hubiese tomado una resolución definitiva.
-Benedetto -le dijo-, me parecéis más desgraciado que criminal...
-¡Ah, sí!... -exclamó Benedetto-. ¡Un destino espantoso pesa sobre mi! La fatalidad de mi alumbramiento... ¡El agua de mi bautismo fueron las lágrimas de la que me dio el ser... y la palabra de unción la maldición de mi padre!... Lanzado al infierno si sucumbía y a la miseria si escapaba... ¡Vedme aquí siempre errante, huido y miserable! Señor, ésta es la noche del 27 de septiembre, ¿no es verdad?... Pues oíd...
Benedetto contó lentamente las campanadas del reloj del santuario que daba las doce.
-Es la hora en que yo nací; en este día siempre me sucede algo fatal... ¡Hoy estoy en vuestro poder!
Y, al decir esto, dejó caer la frente sobre el pecho, cruzando los brazos.
El procurador del rey se secó el sudor que le inundaba el rostro y dejóse caer sobre la silla como si reconociese allí la voluntad inexplicable de Dios.
III
LA BARONESA DANGLARS
Daban las ocho de la mañana cuando un carruaje que iba por la calle Coc-heron, fue a detenerse frente a la residencia del procurador del Rey, en cuya puerta apareció el portero.
-Abrid la puerta -dijo el cochero-; ¿o queréis que una señora baje en medio de la calle?
El portero se resistió en algo porque nadie acostumbraba a perturbar al procurador a tales horas; sin embargo la palabra señora, proferida por el cochero, venció los recelos del portero que abrió de par en par las hojas de la pesada puerta
El carruaje se acercó a la entrada, allí descendió una señora que, desde luego, podía catalogarse de la más bien proporcionada figura si su talle no fuese oculto por los plisados de un enorme chai de lana de camello.
Luego de anunciada fue conducida al gabinete de estudio del procurador real, a quien aguardó allí durante media hora
Al fin la puerta se abrió, y Beauchamp ingresó.
-¡Señora baronesa Danglars! -expresó él, fingiendo sorprenderse de su visita
-Es cierto, señor; perdonadme esta molestia; pero... es un caso inesperado... señor procurador del Rey.
-Sentaos, señora baronesa -dijo Beauchamp, simulando no advertir la agitación de ella
Luego de unos instantes de silencio, durante los cuales la baronesa pasó dos o tres veces por su semblante su finísimo pañuelo, como si intentase reunir todas sus fuerzas para pronunciar alguna gran palabra
-Señor -dijo al fin-, mi presencia no debe asombraros... ¡Ah!, por favor, evitadme la vergüenza de mi revelación
-¡Oh! -dijo para sí Beauchamp-; para quebrantar su orgullo son bastantes esas palabras.
Y añadió en voz alta
-Sí, señora; prescindo informarme de la forma cómo ha alcanzado a vuestros oídos un secreto, sabido tan solo por el ministro de hacienda.
La baronesa hizo un movimiento, y el magistrado se sonrió mirándola de soslayo.
-Casi he adivinado ya el objeto de vuestra visita -continuó éste-. ¿Qué deseáis que yo haga?
-Vos lo podéis todo, señor -añadió la baronesa con vehemencia-; ¡todo, como juez y como amigo!
-He ahí dos condiciones bien difíciles de hermanar ante la ley -murmuró Beauchamp.
-Mi sosiego, mi tranquilidad y mi honor penden de vos en este instante -continuó la señora Danglars-. ¡Ah! Yo no vengo a rogaros que me salvéis. Explicádmelo todo.
Beauchamp se levantó; y tirando de un cajón de su escritorio buscó una carta lacrada, pero abierta ya, y volviendo a su asiento se dispuso a leer.
La baronesa ocultó el rostro en su pañuelo.
El magistrado leyó lo siguiente:
«Benedetto, un juramento que de ningún modo podía violar, te va a ser revelado, porque no quiero dejarte en el mundo sin que algún día puedas besar la mano de tu madre, agradeciéndole las lágrimas que sobre ti a derramado y el sufrimiento que le causé con mi imprudencia. Si un día el destino la separa de su esposo, búscala, y sé tú su amparo, si quizá vive en la miseria y careciese de un pecho amigo donde reclinar su frente nublada por las penalidades.-No olvides mis palabras, y que debes tu existencia a la baronesa Danglars.
«Recibe la bendición de tu padre,
»Villafort.»
La baronesa dio un grito de dolor; el magistrado permaneció tranquilo.
-¡Oh! ¿Sabe acaso mi hijo ese terrible secreto? -preguntó ella con voz trémula y las mejillas encendidas por la vergüenza de la humillación.
-Nada sabe, señora -respondió Beauchamp.
-¡Dios mío... Dios mío... tened piedad de mí!
-Basta, señora -Dijo Beauchamp-. Ved que pueden oír vuestros gritos y creer que sois una criminal ante el juez.
-Aconsejadme, pues, qué debo hacer para evitar el escándalo, o más bien, decidme, ¿qué pensáis hacer vos? ¡Oh! ¡para qué había de revivir el secreto de aquel pasado desliz!... -agregó la infeliz con amargura.
-¡Querríais, tal vez, que el inocente no hubiera salido jamás de la fosa en que lo enterraron vivo! ¡Señora, la tierra no es poderosa suficientemente para ocultar un crimen de esta naturaleza! -respondió el joven magistrado, sin apartar la vista del encendido rostro de la señora Danglars.
-¡Hijo mío! -murmuró-. Yo bien sabía que tú alentabas, ¡pero ni mis lágrimas ni mis gritos fueron bastantes a contener a aquel hombre! Perdón, hijo mío, yo no he sido criminal... y vos, señor -dijo dirigiéndose a Beauchamp-, salvadlo ahora... si no por mí, que nada os merezco, por la memoria de vuestro infeliz antecesor... en nombre del señor Villefort... salvad a su hijo.
-Os responderé, señora, lo que él mismo os hubiese respondido. Cumpliré el deber que la ley me impone -dijo el magistrado con dignidad austera.
-¡Ah! ¡será posible! -exclamó la baronesa-. Ese papel habrá de figurar en el proceso...
-Evitad el escándalo.
-¡Y cómo, señor..., cómo!
-Saliendo de Francia.
-¿Y dónde queréis que vaya... sola... abandonada de todos? -preguntó inadvertidamente la señora Danglars.
-Abandonada de todos -repitió sorprendido el señor Beauchamp-, ¡Y vuestro esposo ... y vuestra hija?
-¡Ah! - gritó la baronesa con indecible expresión-; ¡forzoso es confesarlo todo! ¡Sois como todos los jueces, frío, impasible y despiadado! Pues bien, señor ... Mi esposo me dejó... y mi hija se ha fugado... Partiré; pero, por amor de Dios, si para vos hay otro Dios que la ley de los hombres que os dicta las acciones y las palabras, ¡salvad a mi hijo!
La señora Danglars salió entonces precipitadamente del gabinete del procurador del rey, y subiendo apresuradamente a su carruaje se encaminó a su casa donde empezó a recoger sus joyas y su dinero en un saquito de viaje. Durante esta operación algunas lágrimas rodaban hasta sus trémulas manos, y su cuerpo se estremecía convulsivamente como atacada de una fuerte conmoción nerviosa.
Ella veía desmoronarse, al cabo, piedra sobre piedra, todo el edificio que había creído pudiera resistir la fuerza del rayo. ¡Y el edificio se hundía en el polvo, sin que pudiera ni aún tener esperanza de reconstruirlo!
-¡Oh, Villefort! -exclamaba, mesándose el cabello y golpeando el suelo con su pie-. ¡Tan horrible secreto no debió jamás haber salido de tus labios!
Después, enjuagándose las lágrimas que le caían hilo a hilo abrió sus roperos, apartó por una misma mano la ropa necesaria para un viaje de pocos días, y continuó su tarea misteriosa, con propósito firme de salir inmediatamente de París, donde parecía haberse empeñado en perderla algún enemigo desconocido y poderoso, y cuyos golpes no era posible resistir. Para una mujer como la señora Danglars, adorada, orgullosa y rica, no era insignificante suceso tener que abandonar ese centro en que ejercía su imperio, y verse obligada a concentrarse en un país extraño a la simple proporción de una viajera desconocida.
Cuanto más bello y dorado es el sueño, más cruel es el despertar, y era lo que acontecía a la señora Danglars.
Abandonada cobardemente por su esposo, capitalista orgulloso que prefirió más bien fugarse con los últimos fondos, que ya no le pertenecían, antes que declararse en quiebra; ella, que poseía el más alto grado de altivez, quiso continuar a los ojos del mundo con todo el esplendor que hasta entonces le había rodeado, disfrazando así la conducta del barón. Este proyecto, de difícil ejecución, puesto que los acreedores podrían venir entonces y con la ley en la mano secuestrar las propiedades del señor Danglars, fue auxiliado por un acontecimiento extraño. Pocos días después de la imprevista partida del barón sus compromisos fueron plenamente cubiertos en París y la casa de la señora Danglars se vio libre así del terrible peso de cinco o seis millones de francos.
Y de esta manera pudo la baronesa sostenerse en París, donde todos creyeron que el señor Danglars había partido para acompañar a su hija en un viaje de instrucción que la joven había emprendido; pero la tardanza de los viajeros comenzaba a producir cierto vago rumor entre los que conocían el carácter grosero de Danglars, y la imaginación artísticamente exaltada de Eugenia. Luego la rápida aparición de Benedetto, aquella carta escrita por el antiguo amante de la señora Danglars, la historia de aquella tentativa de infanticidio... Todo concurría entonces para obligar a la pobre baronesa a dar el mismo paso del barón y de su interesante hija.
El barón Danglars fugó de París porque se había empeñado en no ser pobre, aunque para no serlo tuviera que robar.
Eugenia, porque tenía la manía de no casarse.
La señora Danglars iba también a huir porque en París una negra nube presagiaba la tempestad. Su pasado estaba próximo a surgir claramente a los ávidos ojos del público, siempre curioso. Su resolución era, pues, irrevocable.
La baronesa no lloraba ya: pálidas como habitualmente, sus mejillas y con el sereno aspecto de aquel que ha determinado realizar un pensamiento, sentóse a su hermoso escritorio incrustado de marfil, y doblando apresuradamente dos pliegos de satinado papel, se dispuso a escribir dos cartas.
Con mano segura y letra muy legible, empezó la primera al caballero Luciano Debray, su antiguo socio cuando jugaba a la alta y baja de fondos a costa del pobre barón Danglars, su marido; pero, como si repentinamente la hubiese detenido diverso pensamiento, levantó la mano y comenzó la segunda carta dirigida a Benedetto.
La baronesa era madre, madre antes que todo; y el efecto maternal sobresale sublime a través de la violencia de cuantas pasiones puedan arraigarse en el corazón de una mujer.
Momentos después, la carta se había concluido y la varonesa la leyó por segunda vez con los ojos humedecidos por lágrimas:
«Señor: estáis abandonado en manos de la justicia, pobre y miserable, sin más recurso que vuestra elocuencia misma para conseguir libertad; si vuestro juez alcanze a convencerse por la franca exposición de la fatalidad que parece perseguirnos desde vuestra cuna, ignoro el destino que os está reservado, aunque lo espero todo de Dios, y tengo fe en su bondad infinita. Permitidme, sin embargo, poner a vuestra disposición una pequeña cantidad que podrá serviros para suavizar el rigor de vuestros carceleros; y creedme, que lejos de ser una humillante limosna la que os ofresco, es dádiva casi obligatoria para una persona que os ama. »
Concluida la lectura, la baronesa sacó su cartera y escogió tres billetes de Banco, de valor de sesenta mil francos, que encerró en la carta; la selló en seguida, poniendo en su sobre el nombre de “Benedetto” y envolviéndola en otra cubierta, escribió en ella: “Al señor procurador del Rey”.
La baronesa descansó un momento, y cuando sintió que sus lágrimas se habían enjuagado y que su espíritu volvía al sosiego necesario para ocuparse en su repentino proyecto de fuga tomó nuevamente la pluma, continuando la carta dirigida a Luciano Debray.
En ella la señora Danglars le comunicaba su partida, rogándole se encargara de velar por su casa en París hasta que ella volviese a escribirle lo que más le conviniese de esa misma casa, sus alhajas y muebles.
Una vez terminado este primer trabajo, abrió la ventana que miraba al patio y esperó en ella un momento, hasta que, viendo a alguno, la hizo señal con la mano para que subiese por la misma escalera por donde Luciano Debray acostumbraba a introducirse.
Entrad Tomás -dijo ella a un hombre vestido con una blusa listada, pantalón y botas de cochero, que parecía indeciso al umbral de la puerta.
- Pero en este traje..., señora baronesa -balbuceó mirando su blusa.
-:Entrad!; necesito hablaros.
Alentado el cochero, entró, asustándose al notar que la baronesa cerraba cautelosamente la puerta de la escalera.
Cuando entrasteis a mi servicio os tomé por un hombre inteligente y discreto.
De otro modo nunca sería yo un buen cochero.
Pues bien; se trata de un largo paseo, semejante a un viaje; corriendo siempre por distintas carreteras y diferentes países...
Comprendido, señora baronesa -interrumpió el cochero, moviendo la cabeza como para dar a entender que comprendía cuanto le exponía con medias palabras-. Yo mismo he buscado el cochero que tuvo el honor de conducir al señor barón; era un camarada mío, muchacho de tino.
- Podrás buscar otro?
Iré yo mismo, señora baronesa. Estoy aislado y me es indiferente vivir aquí o allí.
Estarás pronto mañana?
Hoy mismo
- Un carruaje con buenos caballos, pronto, en un lugar retirado; saldremos de aquí en mi tren habitual; tendrás sacados los pasaportes porque el bagaje será ligero; he ahí el mío.
El cochero miró la pequeña maleta de cuero e hizo un ademán de inteligencia.
Después en dirección de Bruselas, Lieja, Aix-laChampelle...
- ¡Está bien! ¡No faltará nada, vive Dios, señora baronesa! En cuanto a caballos, irán los rusos que son valientes y briosos... ¡Pobres animales! Me lanzaron cierta vez del carruaje; pero he de domarlos en ésta. Por lo que respecta a pasaportes...
-Oídme: se trata de un joven de baja estatura, ojos azules, cabellos rubios, pálido, nariz regular, labios delgados, enfermo, y que viaja por distraerse de un malestar físico.
-¡Excelente! -dijo el cochero maravillado por el recuerdo de la baronesa.
-Sé, pues, cauteloso; aquí tienes el dinero.
El cochero tomó una bolsa de manos de la baronesa y salió saltando de contento.
Al amanecer la baronesa subió al carruaje que la aguardaba en el patio; y por una casual coincidencia bajó por la misma escalera por la cual, un año antes, habían bajado Eugenia y su amiga Luisa d'Armilly.
IV
LOS SESENTA MIL FRANCOS DE BENEDETTO
Luciano Debray leyó con complacencia la carta de la baronesa Danglars en la cual le informaba su pronta salida de Francia. Las profundas relaciones que le vinculaban con la baronesa, si bien útiles en otro tiempo al secretario privado de un ministro de Estado con sus veinte mil libras de renta, no convenían al presente ministro de hacienda con el enorme sueldo y la admirable representación de tan eminente cargo. Además, la señora Danglars se encontraba, como ya lo hemos dicho, en una situación delicada, que, si bien desconocida por el público, Luciano Debray la conocía excesivamente para creer que pudiese conservarse el disfraz. He aquí por qué al terminar la lectura respiró a sus anchuras como si despertase de un mal sueño.
-¡Ah! -exclamó él pasando sus dedos entre el rizado cabello y alisando su bigote-. Estas familias que brotan sin conocerse de donde, con sus improvisadas riquezas, me traen a la memoria los actores que encarnan en el teatro durante algún tiempo el papel de grandes personajes hasta que cae el telón, y retornan a lo que han sido... a la nada... sin que nadie más lo vea. A este género pertenecía el barón Danglars. Mientras Luciano Debray cavilaba de este modo, el procurador del Rey, habiendo recibido una carta, mandaba llevasen a su presencia al reo Benedetto.
Encontrábase el magistrado en su despacho del Tribunal de Justicia, al que fue conducido el hijo de Villefort, cerrándose con precaución la puerta no bien hubo entrado, púsose éste frente al procurador del Rey.
-Acercaos, Benedetto; poseo una carta que os corresponde. -¿Una carta? -dijo Benedetto. -¿Sabéis quien te la envía?
-¿Yo? ¿Quién puede haber en el mundo que me conozca y me escriba?
-¡Pensadlo bien! ¿Estáis! acaso, en contacto con alguna persona que haya sido vuestro cómplice en cualquier período de vuestra vida?, no me lo ocultéis. Aquí está la carta: ¿conocéis siquiera la letra de su sobre?...
-La veo por primera vez, pero la carta está abierta y vos sabéis lo que contiene. -Palabras y dinero.
-¡Dinero! ¿qué decís, señor?
-Sesenta mil francos
-¡Por piedad, señor! -dijo Benedetto, juntando las manos y palideciendo y enrojeciéndose alternativamente.
-¿No me habías dicho que su protector desconocido os enviaba algunos socorros cuando estabais en la Forcé?
-Es verdad; pero desde entonces jamás ha vuelto, y Bertuccio, conductor de su dinero y de sus consejos, salió hace tiempo de Francia,
El magistrado arrugó el entrecejo e inclinó la cabeza en ademán de meditación.
-¿Sabéis que está prohibido a cualquier preso tener en su poder una cantidad como esta?
-Lo sé señor -respondió Benedetto, suspirando.
-¿Y qué haríais de ella, poseyéndola?...
-Compraría ropa, y lo pasaría en la cárcel sin privaciones, reservando una parte para mi viaje, puesto que ya me habéis dicho que seré degradado.
El magistrado volvió a sus meditaciones.
-Quizá divulgaréis con orgullo entre vuestros compañeros que sois poseedor de esta suma.
-¡Oh!... descuidad... en la extremidad del pie de una media, cosida al forro de mi blusa... ¿quién podrá dar con ella? -contestó sonriendo-. Por otra parte, hacer saber que tengo dinero sería lo mismo que distribuirlo entre mis hambrientos compañeros de la Cueva de los Leones, que no tienen por cierto las virtudes de Rafael.
Los ojos de Benedetto brillaban como dos carbunclos a los rayos del sol; y el sudor corría a grandes gotas por su frente, como sin duda debió suceder a aquellos antiguos prisioneros de Chalons, que, cargados de cadenas, fueron condenados a morir de hambre frente a una gran provisión de pan y agua.
El magistrado reflexionó un momento; después, tomando la carta, la entregó a Benedetto, y le dijo: -Leed.
Aunque éste se hubiera ahorrado gustoso su lectura para examinar los billetes que valían sesenta mil francos y le aseguraban un rayo de esperanza en el centro de su extremada miseria, conformándose no obstante con la voluntad de Beauchamp y la leyó rápidamente.
-¡Oh! -prorrumpió Benedetto-, esto no puede ser otra cosa que la influencia de uno de esos genios benéficos que se ocupan de destruir las obras de aquellas malas hadas de que habla Perrault, mi autor favorito..., pero ¿y los sesenta mil francos, señor? -preguntó abriendo desmedidamente los ojos.
-Oídme, Benedetto. Sesenta mil francos son una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en vuestra posición.
-Ciertamente.
-Pues bien -continuó el magistrado-; no os exaltéis y agradeciendo humildemente el socorro que el cielo parece enviaros, comportaos de modo que merezcáis su protección por toda vuestra vida.
-¡Oh! Sí, señor -murmuró Benedetto suspirando y mirando de reojo los billetes de Banco, que el magistrado tenía en la mano a manera de perro que pasa cuando le obligan mientras tiene a su vista un pedazo de carne.
-¿Sabéis que es mi deber privaros de ese dinero?
-Sí, señor.
-¿Conocéis que contravengo a un artículo del reglamento de cárceles entregándooslo?
-¡Oh!
-¿Calculáis bien lo que tendría que arrepentirme de este hecho si cometieseis una imprudencia?
-¡Seré prudente como Ulises!
-¿Deseáis manifestaros grato de algún modo al beneficio que os hago?
-En cuanto gustéis señor.
-Pues bien, sed prudente y me complaceréis en ello, y creed, además, que si por alguna indiscreción vuestra tuviera que arrepentirme, en vez de una simple degradación, pediré contra vos el castigo de grillete y seréis remitido a Tolón.
-¡Ah! ¡por piedad, señor, nunca, nunca!
-Bien, aquí tenéis vuestro dinero y..., por última vez, sed prudente.
El procurador del Rey dio al joven, diciendo esto, los billetes de Banco, que metió con rapidez en el seno; después hizo sonar la campanilla, y a esta señal se presentó el agente de policía.
-Conducid al reo -dijo el magistrado.
Beauchamp respiró largamente, apenas salido Benedetto, y se levantó convencido de haber hecho una buena acción entregando a Benedetto el socorro que le enviaba su madre.
-¿Oh! Pero, ¿quién sabe? Quizá ese miserable irá a precipitarse más aún en el crimen -pensó Beauchamp-. Empezará por seducir a alguno de sus carceleros, después asesinará al primero a quien haya descubierto sus planes, finalmente llegará hasta el conde de Monte-Cristo y caerá con él para siempre! ¡Sí, abatido el coloso, debe aplastar en su caída al pigmeo que le socavó los cimientos! ¡Vaya! La justicia de Dios es más perfecta que la de los hombres y sus decretos menos incomprensibles. Nada me remuerde la conciencia.
Benedetto marchaba en medio de su escolta, cruzado de brazos sobre el pecho, como para defender su tesoro, que allí había escondido entre la camisa y la carne, y así llegó a su calabozo en el presidio de la Forcé, donde quedó entregado a las tinieblas, al frío y a sus ensueños de libertad y venganza.
Un mes había transcurrido y conservaba intactos aún los billetes de Banco, recelando hasta tocarlos por temor a que aquellos tenues papeles se desluciesen al contacto de sus ásperos dedos y de sus largas y agudas uñas. Todos los días meditaba un nuevo plan de fuga, y todas las noches desistía, tropezando con alguna dificultad material. Y, sin embargo, debía obtener su libertad a toda costa. La voz de su padre moribundo, pidiéndole venganza atroz, despiadada y monstruosa, resonaba aún en sus oídos, despertando en las paredes de su sombrío calabozo un eco lúgubre y pavoroso.
Benedetto erguíase entonces con frecuencia, como la embravecida fiera cuando ve delante de sí al hombre que la martiriza, retrocedía aterrorizado, y volvía a avanzar de nuevo, crispados los puños, ronca la voz y chispeante la mirada, gritando:
-¡Edmundo Dantés! ¿Dónde, en donde estás tú? ¿Hombre o demonio que aniquilaste una familia entera, sin perdonar ni a su último vastago cuando contaba apenas ocho años! ¡Maldito; que me sacaste de las tinieblas y el ministerio para mostrarme la brillante luz del sol y volver a hundirme luego en el abismo, riéndote de mi caída y haciendo escarnio de mi duelo! Traidor hipócrita, que te valías de la palabra de Dios para destruir a los que vivían felices, incluyendo en tu venganza al justo y al criminal.
¿Érate, por ventura, necesaria, para vengarte de un hombre, la vida de una virgen, de un inocente y de dos pobres ancianos? ¡Ah! Por grande y poderoso que seas ha de llegar hasta ti el hijo de Villefort, y sentirás, asombrado, su atrevido paso y temblarás entonces en el apogeo de tu dicha. ¡Oye este juramento pronunciado aquí, en las bóvedas de un calabozo y en el tenebroso silencio de la noche, por un malvado que subió todos los escalones del crimen; desde falsario hasta ladrón y asesino! Día vendrá en que sepas la ineficacia del poder con que te has alucinado, muriendo con lentitud después de larga tortura.
Repitiendo día por día, en el espacio de dos meses, este juramento terrible, y cuando se entregaban tres de su prisión, sin que le enviasen a cumplir su condena, decidióse a poner en marcha su proyecto de fuga. Cercioróse de que sus sesenta mil francos estaban aún tal como los había recibido, y sin cuidarse de saber de manos de quien venían, envolvió los billetes con repetidos dobleces en su pañuelo, y lo ató a la cintura a manera de cinto.
-Bien: mi proyecto es sencillo. Con este dinero se vencen las más grandes dificultades, y conseguiré salir de Francia -se dijo con calma y seguridad como si ya estuviese fuera de las murallas de su prisión-. Ahora veamos si soy tan torpe que no sepa deshacerme de un hombre; acaso se me haya olvidado ya y será bueno ensayar a todo trance esta pequeña tarea.
El asesino estiró los brazos, abriendo y cerrando muchas veces las manos, como para probar su musculatura, y después dio tres o cuatro saltos sobre el pavimento. Convencido de que nada había perdido de su antigua ligereza, a pesar del frío y del hambre que había sufrido en tres meses, sentóse en un rincón de su calabozo, y quitándose un zapato quitó de entre su suela una hoja de acero sin mango, con una de sus extremidades extremadamente afilada. Benedetto se estremeció de pronto al sentir ruido en la puerta de su prisión, acordándose de que el más leve grito podía hacer venir a la guardia, y que le dejaría imposibilitado de aprovechar sus sesenta mil francos en la obra que intentaba. Sobreponiéndose, no obstante, a su natural energía procuró tornar a aquella firmeza cruel propia del asesino consumado y esperó con hipocresía a su víctima.
Era de noche y el carcelero venía, como de costumbre a hacer su ronda nocturna y encender una pequeña lámpara colocada en la bóveda del calabozo. -Buenas noches, Benedetto -le dijo el carcelero, a quien ya conocía por haberle hospedado el gobierno en otra ocasión en aquella misma casa.
-Buenas noches amigo -respondió Benedetto levantándose y llevándose la mano a su rostro, para dar a su sonrisa amabilidad y finura. -¿Sabes que va a salir un buque? -Sí.
-Pues esta vez vas a viajar en él; ten cuidado, muchacho; no seas orgulloso con tus guardas, y piensas en que aún puede esperarte la felicidad.
-¿Con que salgo de viaje, buen amigo? -preguntó Benedetto dejándole caer su mano sobre el hombro con ademán de protector y amigo.
-Como oyes -contestó el carcelero bajando la lámpara para encenderla. -En tal caso, quiero dejaros algún recuerdo mío. -Vaya... serán sus chinelas... -replicó con la ocurrencia de Benedetto-. Pero reflexiona, muchacho, que pueden hacerte falta cuando sientas frío en los pies.
-Imbécil -repuso con aire de represión-; me parece que puedo dejarte algo más que mis chinelas, por ejemplo, otra cosa con que haga tu felicidad, pobre viejo.
-Ta... ta... ta... Ya volvemos a la manta de titularte príncipe de Cavalcanti... ¡Brava ocurrencia!...
Benedetto dio un salto al oír estas palabras como si hubiera sentido el aguijón de una víbora y palideció de rabia.
-¡Hola! ¿qué es esto? -preguntó el carcelero volviéndose hacia él rápidamente, frunciendo sus espesas cejas, a impulso de una desconfianza repentina.
Benedetto, apercibido de su imprudencia, se sonrió para tranquilizarle.
-Es un dolor que suele acometerme -dijo-; pero volviendo a lo que hablábamos... ¿qué daríais al pobre diablo que por ejemplo, os hiciera dueño de veinte mil francos?
-¿Veinte mil francos? -exclamó el carcelero dejando caer el brazo con que aproximaba la luz a la lámpara-. En verdad que me da gana de reír el gracioso modo con que hablas tú de veinte mil francos.
-¡Veinticinco mil, desgraciado! Repara bien; no digo ya veinte, sino veinticinco mil francos; ¡poder de Dios!
-¡Ah! ¿con que ahora agregas cinco mil más?... ¡Ja! ¡Ja! Vaya... dejémonos de locuras; eso haría la fortuna de cualquiera de nosotros.
-¡De cualquiera de nosotros! -gritó Benedetto haciendo un gesto de fastidio- Habla de ti solo, porque la fortuna de cualquiera de nosotros.
-¡Posees tú mucho más! ¡estás loco, muchacho!
-Si quieres cerciorarte de ello, acércate; pero... primero... mira si nos ven desde el corredor y cierra la puerta.
El carcelero, picado de curiosidad por las palabras de Benedetto, hizo cuando le decía: cerró la puerta, puso la llave en el sorpresa al ver el dinero en las manos del preso.
-¡Sesenta mil francos! -murmuró aquél contando el valor de los billetes.
Benedetto los guardó de nuevo, con admirable sangre fría.
-¿Quieres la mitad? -le preguntó.
-Qué me pongas fuera de aquí.
-¡Oh! ¡eso es imposible!
-Añado diez mil francos: y te quedarás con cuarenta mil.
-¡Oh!...
-Vamos... cincuenta mil...
-¡Muchacho!... ¡Tu quieres perderme!... ¿Cómo te procuraste ese dinero? ¡has robado, eh!
-Eso debe importarte poco. Y cincuenta mil francos valen bien un pequeño sacrificio.
-Mas, ¿cómo lo arreglaremos?... Al fin de esta galería está la puerta que da al patio, es verdad; pero el centinela, tanto de aquella, cómo de ésta, no permite salir sin que se le muestre el pase.
-Vendédmelo.
-Y yo... quedaría en tu lugar
-Di que lo has perdido.
-Eso aquí no es perdonado -dijo el carcelero meditabundo.
-Se me ocurre un medio -añadió repentinamente Benedetto-. Te amarro, y dejándote en el suelo, huyo con tu pase y tú te quedas con mis cincuenta mil francos. Dirás que has luchado conmigo y que te he vencido en la lucha.
La proposición no pareció fuera de camino al buen carcelero, que estaba inclinando a aceptar.
-Vamos, resuélvete, viejo tonto, y acabemos, que no tengo tiempo que perder.
-¡Con mil diablos! -exclamó el carcelero-. Venga el dinero, muchacho; pero ha de ser cuenta justa; los sesenta mil francos -dijo él con la mirada animada por la codicia.
-Sea, pues! -contestó Benedetto-. Al cabo, para esto sólo los destinaba.
-¡Ah! tunante, ¿y querías salvar el resto, eh?... -dijo el carcelero recibiendo los papeles, y dando en cambio al joven una chapita de metal con una letra abierta.
Ambos se acercaron a la luz con las espaldas, vueltas, examinando sus tesoros; y por un movimiento simultáneo se hallaron ambos de repente cara a cara, movidas quizá de un pensamiento análogo.
-¿Y si los billetes son falsos?...
-Otro tanto pensaba yo ahora mismo respecto de la chapa que tú dices ser el pase.
-Respondo de ella.
-Créeme que no te engaño, imbécil; y vamos a la obra.
El carcelero guardó receloso el dinero, y siguiendo con la vista los movimientos de Benedetto que se disponía a ligarle los brazos con la soga de la lámpara; mas en el instante mismo en que quiso pasar la primera vuelta al cuerpo del carcelero, éste hizo un movimiento como para tocarse la cintura, y tiró con rapidez de un puñal cuya hojita hizo brillar a los ojos de Benedetto.
-¡Atrás! -gritó el viejo.
-¡Sí!... -dijo a la vez Benedetto deslizando su navaja de entre el puño a la mano-. Esto ya lo esperaba yo y vas a pagarlo.
Trabóse entonces una lucha tan rápida, que cuando el carcelero iba a gritar sintió cortada la voz en la garganta por la afilada hoja... Benedetto le había dividido la garganta como se divide una pera.
El cuerpo cayó agitándose en la convulsiones de la muerte. Benedetto volvió a tomar sus queridos billetes de Banco, se envolvió en la capa del carcelero, púsose el sombrero hasta los ojos, abrió la puerta que cerró con toda calma, y emprendió la marcha a lo largo del corredor.
Cuando llegó junto al centinela, le enseñó el pase, y siguió adelante sucediéndole otro tanto a la salida de la cárcel; y ¡vedlo ya en libertad!
V
EL SEPULCRO
Una vez que Benedetto se sintió libre en la calle, le faltó aquel aplomo y firmeza con que había ejecutado su plan de evasión. Recién entonces la sangre le quemaba en las venas, pareciéndole oír todavía los moribundos sollozos del carcelero. Su misma sombra le causaba estremecimiento y al no poder dominar su miedo echó a correr insensatamente como si le persiguieran cuantos soldados componían la guardia de la Forcé.
Media hora después se encontraba ya a gran distancia de la cárcel, y sólo entonces paró para tomar aliento, observando alrededor de sí, como para ubicarse.
-Por fin -se dijo- soy libre, el mundo es grande, y si el conde de Monte-Cristo no ha muerto he de toparme con él; pero... sesenta mil francos no son suficientes para cuanto preciso. No obstante, ya aumentaré mi capital, y, entretanto, marchemos a buscar albergue.
Acordóse entonces de una de aquellas tabernas que abundan en París, en las que un huésped poco escrupuloso recibe a cualquier hora de la noche al que golpea a su puerta, y Benedetto, un poco más calmado de la agitación y del miedo, se dirigió a una de esas pocilgas que le era conocida, situada en uno de los más inmundos barrios de la ciudad. Protegido por la oscuridad de la noche y la espesa niebla que pesaba sobre París, envolviéndole en su movible misterioso manto, el famoso asesino llegó sin el menor encuentro con las rondas a la puerta de la posada, a la que llamó, dando en seguida un débil grito semejante al de la lechuza.
El posadero, al oír aquella señal, comprendió que podía abrir su puerta sin temor, y lo hizo así luego; envolviéndose en un cobertor salió de una especie de andamio formado de tablas, suspendido en dos estacas y dos cuerdas que pendían del techo de un enorme camaranchón.
-¡Hola! Muchacho: entra.
-Buenas noches.
-Si acaso quieres cama no la hay porque todas están ocupadas -dijo el posadero, señalando con el brazo el largo y húmedo dormitorio en que se esparcían los rayos débiles y rojizos de una linterna que había en el agujero de una pared y cuyo humo infecto hacía mortal aquella atmósfera.
-Tanto me da -respondió Benedetto-; dormiré aunque sea en un rincón y mañana, o mejor ahora mismo, hablaremos.
Pronunció el asesino estas palabras con aire de confianza y misterio que maravilló a su interlocutor.
-¿Qué hay, pues?... -preguntóle irguiéndose con una amable pero horrible sonrisa.
-Subamos a tu nido -contestó Benedetto mirando el andamio donde estaba la cama de su huésped.
-¿Sabes lo que dices?... Allí nadie entra más que yo, porque eso es contra los reglamentos de la casa.
-Pero cuando se trata de un negocio productivo...
-¡Ah! la cosa muda de aspecto, sube.
Y en el acto Benedetto subió la pequeña escalera seguido del viejo, al que ayudó a subir el andamio.
-¿De que se trata pues?... -preguntó este sentándose en la orilla de la cama, y examinando su cinturón para convencerse de si tenía allí algún argumento positivo con que deshacer cualquier gestión de violencia.
Benedetto hizo lo mismo por su parte y pareció tan satisfecho como el viejo posadero.
-Empieza, muchacho.
-Mañana, cuando haya de salir de aquí, necesito ropa más en consonancia con una persona de distinción, ¿entiendes? Tengo que ir con el cabello cortado, afeitada la barba, buena capa, buenos zapatos, buen pantalón y buen frac.
-Entiendo; necesitas salir de aquí de modo que no te conozcan; muy bien. En lo que toca al cabello y a la barba lo arreglaré yo mismo; y, respecto de la ropa, has de quedar satisfecho con lo que tenga mi vecina, que posee un excelente establecimiento de trajes decentes de todas clases. Es una mujer de inteligencia, por quien respondo. ¿Y el dinero?
-Lo tendrás mañana, viejo astuto -respondió Benedetto-; estoy esperando a mi banquero que es hombre de más juicio aún que tu vecina.
-Te advierto que yo percibo también mi comisión correspondiente.
-Seré generoso.
-Bien, bien, si quieres echa un trago, muchacho, que el frío es demasiado y hasta me parece que estas mojado.
-Traed, pues, vuestro quema gaznates -dijo Benedetto, alargando su mano para tomar un vaso roto que el posadero le presentaba.
-Ahora, vuélvete abajo y acomódate como puedas. Ya sabes que aquí no se responde de daños y perjuicios. Cada cual guarda lo que es posible: tal es la costumbre de la casa.
-¡Estas loco, viejo de Barrabás! -exclamó Benedetto— . Es conveniente que yo no sea visto entre esa gente ni sentido aquí arriba, sino de ti.
-Entonces la paga será doblada.
-Ya te he dicho que seré generoso.
-Corriente: Bebe, pues, otro sorbo más y duérmete.
El viejo se dejó caer sobre la jerga y se acurrucó bajo su cobertor, mientras Benedetto se acostaba en la tabla, cruzando religiosamente los brazos sobre el pecho; pero ninguno de los dos durmió aquella noche.
Benedetto, porque temía alguna treta del viejo y éste, porque recelaba otro tanto de su imprevisto compañero de cuarto. En cuanto amaneció fueron los parroquianos de la posada abandonando su albergue, y el posadero corrió a buscar a su vecina para escoger el equipo con qué Benedetto pensaba disfrazarse. Cuando regresó, ya su compeñero de la noche contaba sobre la jerga algunas monedas de plata con el semblante fanfarrón de una persona que quiere dar a conocer su independencia.
-Bravo, muchacho..., así entiendo yo los negocios; aquí tienes tu avío y vamos a hacer cuentas -dijo el viejo, disponiéndose a referirle el importe de la compra.
El trato quedó hecho en pocas palabras, y Benedetto, limpiamente vestido, cortado el cabello y afeitada la barba, esperó ocasión favorable de salir de su cueva en la firme convicción de que nadie podría figurarse en él al asesino del viejo carcelero de la Forcé. El posadero mismo era el primero en asegurarle que si él no lo hubiera visto metamorfosearse allí no hubiera podido reconocerlo entonces.
La aserción, aunque exagerada, no dejaba de tener algo de cierto; pues Benedetto, de tal manera se amoldaba a su nuevo traje que parecía un honrado propietario, en cuya fisonomía no era posible advertir la menor sombra de una mala acción. Durante el día se ocupó en arreglar su pasaporte, dándose a conocer como estudiante de arqueología universal, que deseaba estudiar la antigüedad en las grandes páginas diseminadas en diversos puntos del globo y que se llaman ruinas. Pero así que llegó la noche su fisonomía volvió al aspecto habitual, tomando ese tinte indefinible de rabia melancólica y atrevimiento que hacía que el supuesto estudiante volviese a sus proporciones de facineroso y malvado.
Recorriendo alegre la ciudad llegó al cementerio llamado del padre Lachaise, donde existen los mausoleos de las principales familias aristocráticas; después, rodeando el muro con precaución, parecía buscar un punto elevado desde donde pudiera ver aquella ciudad donde los muertos ostentaban, a semejanza de los vivos, la jerarquía de sus lechos de descanso. Su trabajo, no obstante, fue perdido y reconoció que no le quedaba otro medio de introducirse allí sino comprar por algunos francos la conciencia del guarda del cementerio.
Revistiéndose de toda su sangre fría llegó a la reja de hierro y golpeó.
-¿Quién es?... -preguntó la voz trémula, pero segura aún, de un hombre que salía de una pequeña casa construida al lado de la puerta.
-Amigo -contestó Benedetto-, no tengáis recelo; abrid.
Por un accidente singular y contra todas sus esperanzas el guarda salió de su casa y se acercó a la reja, de modo que parecía pronto a ceder a su ruego.
-Perdonad, señor, si me he tardado más de lo que debía; pero no contaba que debieseis volver aquí...
Benedetto no salía de su asombro; pero reconociendo luego que esto era efecto de alguna equivocación, cualquiera que ella fuese, ocultó su rostro bajo el embozo de su capa.
-¡Oh! Venís todavía a resucitar a alguno más -continuó el guarda sonriéndose bondadosamente-; porque si no sois un ángel, poseéis, sin duda, el secreto que dio la vida a Lázaro. Ea, pues, aquí me tenéis a vuestras órdenes señor.
-¡Ah! -dijo para sí Benedetto-; he aquí una aventura bien singular, que, si no estuviera cierto de haber hoy bebido sólo media botella..., me creería víctima de algún ataque de embriaguez.
-¿Queréis que os acompañe? -dijo el guarda.
-No -le dijo Benedetto.
-Entonces voy a traeros mi linterna.
Y el guarda se disponía a marcharse cuando se detuvo, de pronto, para agregar cariñosamente:
-Aún me acuerdo de vuestra primera visita y última visita, y para probaros lo que digo veréis como me doy maña a hacerlo todo como lo habíais dispuesto entonces, a no ser que traigas intención de bajar al sepulcro de las familias de Saint-Meran y Villefort.
Benedetto se estremeció al oír estas palabras; pero, comprendiendo que era forzoso responder alguna cosa en analogía con las preguntas del guarda, le dijo:
-Es igual.
-Pues bien, señor Wilmore -replicó el guarda-, voy a dejaros allí mi linterna y podéis bajar cuando os acomode, puesto que ya sabéis el camino.
El guarda tomó la luz y empezó a caminar por una larga calle de sepulcros.
-¿Wilmore! -murmuró Benedetto como si hubiese sentido la picada de una víbora-. ¡Wilmore!... ¿será esto un sueño!... ¡El inglés que me salvó del grillete en Tolón!... ¡Ah!... Edmundo Dantés..., ahora recuerdo que con este nombre se designa la misma persona... Edmundo Dantés... ¡el asesino de mi padre y de mis inocentes hermanos...! ¡maldito seas!... Cuando venía a este lugar para fortalecer la idea de la venganza que juré a mi moribundo padre, ¡he aquí que tu nombre resuena en mis oídos como repetido por el eco de las tumbas donde reposan tus víctimas!... Es la voz de los muertos que se alza contra los verdugos, y aquel inocente de nueve primaveras, envenenado por tu causa, que repite el nombre de su cruel y sangriento verdugo, Edmundo Dantés.
Después de este momento de exaltación, Benedetto volvió a su firmeza y ordinario sosiego.
-UN hombre me ha precedido ya bajando al sepulcro de Saint-Meran y Villefort -pensó él-; y ese hombre era Edmundo Dantés... ¿Viniste acaso a resucitar tus víctimas como dice el guarda, que te ha creído un ángel?... ¡Ah!... sí... ya comprendo... habrás venido acaso a recrear tu vista maldecida en los inanimados restos de tus víctimas; a turbar la tranquilidad de sus sepulcros con el eco de tu estridente carcajada, como si quisieras quitarles así el silencio y la paz del cementerio y hacerles sufrir aún más allá de la muerte.
Benedetto se adelantó por la calle del cementerio, y aunque ignoraba la situación del panteón de su padre, le fue fácil distinguirlo por el resplandor de la linterna del guarda, colocada sobre una de las gradas. La luz, que proyectaba por el barroso y húmedo suelo, formaba una figura oblonga y movediza, semejante a un fantasma de fuego entre los cenotafios de mármol.
A poca distancia distinguíanse un bulto. Era el guarda que parecía esperar las últimas órdenes de Wilmore.
Benedetto sacó un bolsillo y caminó hacia él, haciendo sonar el dinero.
-¡Perdón, excelentísimo! -murmuró retrocediendo el guarda-; pero... más bien quisiera que me lo brindaseis de igual modo que la vez primera; esto es, dejando la bolsa al lado de la linterna cuando salgáis del sepulcro. Yo... no puedo dominar mi temor, aunque veo que sois un hombre como yo con vida y movimiento...; pero no sé qué encuentro en vos de solemne y terrible que me hiela. Disculpad mi franqueza... Acostumbrado a vivir aquí entre los muertos más tiemblo de vos que de ellos, porque ni ellos ni ser viviente alguno hacen lo que vos hacéis.
Benedetto le indicó que se retirase, y viendo que se desviaba se encaminó a la puerta de hierro del sepulcro. Allí encontró una azada y vio ya removida la tierra, lo que juzgó fuese obra del guarda, conociendo la voluntad del misterioso lord Wilmore. Benedetto sacó entonces de su bolsillo una ganzúa e introduciendo la mitad en la cerradura de la puerta hízola saltar, retrocediendo luego un paso y llevando la mano a la nariz para evitar el vapor infecto que despedía.
La puerta giró sin dificultad, a virtud de haber sido la tierra cavada en ese lugar. Benedetto tomó su linterna y dio el primer paso en la escalera que conducía al interior del sepulcro.
Ladrón atrevido y asesino audaz como era, tembló lleno de pavor ante aquel silencio augusto y aquella oscuridad solemne del asilo de la muerte. Durante algunos momentos vaciló y sintió que se doblaban sus rodillas; pero, haciendo un esfuerzo para vencer ese terror, soltó una carcajada impía, y dijo como para animarse con el eco de su voz:
-Cómo se entiende... ¿Será acaso Edmundo Dantés más valiente que yo? Siendo él el que arrojó a este sepulcro los cadáveres que aquí yacen, no tembló de bajar en medio de ellos... ¿y me ha de faltar a mí energía bastante para hacerlo?... Adelante...; quién sabe si acaso a esta misma hora se hallaba él aquí.
Y haciendo un ademán con su brazo descendió, osado y atrevido, la escalera de mármol.
Hablando así, Benedetto se puso a bajar los escalones hasta llegar al interior del sepulcro, cuyo pavimento tendría unos treinta pies cuadrados. A cada lado había en él asientos de mármol, ocho de los cuales estaban ya ocupados con cajones de plomo.
Benedetto puso en el suelo la linterna, y buscando en su bolsillo otro hierro más largo que la ganzúa, con dos uñas semejantes a un pie de cabra, se dirigió a los cajones.
-Marqués de Saint-Meran -dijo leyendo el nombre escrito sobre el cajón-. Era el suegro de mi padre por su primer matrimonio. Anciano hidalgo, lleno de todos los privilegios de su noble alcurnia, debe tener su cadáver adornado con todo el esplendor de su jerarquía.
Y aplicó la palanca al cajón, haciéndole saltar la tapa. En efecto, el consumido esqueleto, vestido con su riquísimo uniforme, tenía sobre el pecho diversas placas y cruces de valor.
Benedetto se apoderó de ellas y cerró el cajón del marqués, yendo después a abrir de igual manera otro cuyo letrero decía: "La señora de Saint-Meran".
-¡Oh! -murmuró Benedetto- hoes aquí adornada también con riqueza para este sueño lúgubre y eterno; ¡última prueba de locura que el hombre da al mundo, y por la que se conoce todo su orgullo y vanidad!.
Las joyas que engalanaban los dedos y el pecho del cadáver, pasaron a poder de Benedetto, que fue a robar el tercer cajón, donde se leía el nombre de la señora Villefort.
-¡Basta! -dijo deteniéndose frente al cuarto cajón-. ¡Valentina Villefort, virgen sencilla como la flor de los campos, tú no ostentas tu cadáver revestido de otras joyas que las del prestigio santo de la pureza y la inocencia que le ha dejado tu alma! ¡Ahora el que sigue! Es de Eduardo, niño de nueve primaveras, aniquilado con su madre en el brazo de un vengador implacable. ¡Hermano mío! Eduardo... tú serás vengado. Y ahora os toca a vos padre mío -continuó el bandido, haciendo saltar la tapa de otro cajón de madera más pobre y humilde que los otros, en donde había un cadáver cubierto con un lienzo blanco.
Benedetto lo contempló unos instantes.
-Aún se percibe, padre mío, en vuestra frente, el sello del sufrimiento espantoso de aquél que vio desaparecer todas sus caras afecciones. ¡Vuestra esposa, vuestro hijo, vuestra hija, como las flores arrancadas por el huracán! Aún me parece que esos labios murmuran vuestro último deseo, después de la larga narración de vuestra vida, en aquella noche misma en que recibí vuestro último suspiro. Vuestra voluntad será cumplida -continuó Benedetto,
Y el guarda, al enterarse al siguiente día que el túmulo había sido abierto, y que los ataúdes habían sido descerrajados, juró que prendería y se vengaría del astuto ladrón Wilmore en la tercera visita que le hiciese.
VI
EL ESCENARIO DEL TEATRO DE ROMA
A principios de enero de 1836, dos jóvenes amigas, después de haber acabado sus estudios musicales comenzados en París, y finalizándolos con un examen público en la academia italiana, se disponían, en Roma, a iniciarse en la carrera artística de Taima, realizando su primer debut en el impresionante teatro argentino de aquella ciudad.
Luisa y Eugenia d'Armilly, ya a muy temprana edad, habían seguido el único pensamiento de un futuro independiente y libre al que aspira el genio, fuera de este círculo estrecho de nuestras pasiones. Este radiante porvenir al cual se dirigían con firmeza las dos amigas, era el que otorga la corona excelsa del artista; corona que no puede lograrse con el oro del mundo; pero la que es concedida por éste a aquél que se le muestra inspirado y lleno de armonía.
Ya tiempo hacía que Eugenia, uniendo su voz harmoniosa y expresiva a las resonancias del piano de Luisa, transcurría los días íntegros en su gabinete de estudio, cuyas puertas, celosamente cerradas, impedían que nadie ingresase en aquel pequeño santuario, donde el genio ensayaba sus alas para el grandioso vuelo que meditaba. Otras veces era Eugenia quien oprimía las teclas del piano para acompañar la voz de Luisa; y entonces, en vez de la música palpitante y expresiva de Eugenia, se oían las románticas y dulces armonías de Luisa, que daban perfecta idea de los desiguales perfiles de las amigas. Eugenia arrogante y resuelta, era el cedro que mecía la orgullosa frente al soplo de las tormentas que lo flagelan. Luisa, tímida y sencilla como la sensitiva, una simple mirada ambiciosa la estremecía.
La sociedad de Eugenia en París, a pesar de ser una de las más frecuentadas y escogidas, no había podido ofrecer objeto alguno que cautivase el ánimo de la exaltada cantatriz; la música y el teatro eran las únicas pasiones de aquel pecho, donde encontraban eco profundo las armonías de Bellini, Mercante, Verdi y Donizetti. Luisa, después de haber sido su maestra, era hoy su amiga, compañera y hermana de gloria, de trabajo y de fortuna. Fue Luisa la que recibió el voto de profesión de Eugenia en el nuevo culto, después de haberla iniciado en sus misterios sublimes; y profesando Eugenia con aquella abnegación profunda y verdadera de todo sentimiento profano, propia de las grandes almas, abandonó y despreció cuanto para una joven de su edad puede darse de hermoso y agradable, esto es: padre, madre, honores, riquezas y adulación, para entrar en ardor y respeto en esa extensa familia, cuyo jefe fue elevado por los hombres al lugar de semidiós con el nombre de Apolo.
Después de un pequeño viaje, puramente artístico, en que fueron la admiración de Milán, de Genova y de Venecia, la música era su única distracción, en varios pequeños conciertos, que ellas daban únicamente para aumentar su pequeño capital, muy disminuido por los gastos del viaje; y, por último, vedlas que se sujetan en Roma a un examen público, prueba indispensable para la verdadera aparición del mérito que revelaban la voz y la inteligencia de las dos artistas.
Satisfecha esa prueba, vieron abiertas ante sí las doradas puertas de su soñado paraíso; y cuando al siguiente día salieron de aquel inexplicable sueño de placer y de sentimiento, comprendieron que la realidad empezaba a corresponder a su elevada ideología; porque al instante recibieron billetes de visita de varios empresarios, entre los que se contaba el del Teatro Argentino, cuya prima donna había terminado su contrato.
-Y bien, Luisa... ¿qué opinas de esto? -preguntó Eugenia, abandonando la cama y mirando el reloj, que señalaba las doce-. ¿Aceptaremos la invitación del empresario del Argentino?
-Por mi parte creo que nos será conveniente, si él se aviene a que nosotros escojamos las óperas del repertorio.
-Es claro que ésta debe ser la condición principal -respondió Eugenia, vistiéndose y estremeciéndose de frío-. Semkamis, Atila...
-Nina, Parisina... -agregó Luisa-. Vamos a almorzar y entretanto arreglamos esto; es necesario advertir que los señores empresarios vendrán luego.
-Que vengan -replicó Eugenia, dando algunos saltos como si quisiera entrar en calor-; aquí estamos nosotras; quiero decir, aquí estaremos; porque hablo con el futuro verbo. Mejor ahora que cuando esté atando las ligas. Si el empresario llegase entonces, ¡sería una desgracia!...
-Se moriría de miedo el pobre hombre -dijo sonriéndose Luisa y volviendo sus hermosos ojos azules que chocaron con la mirada enérgica y soberana de Eugenia.
-Y no te engañas -dijo con arrogancia-. Yo soy medio hombre, como tu dices, y las ligas de un hombre no agradan a otro hombre. ¿Te acuerdas cómo desempeñé el papel de muchacho, cuando nos fugamos de París? Me llamaba caballero León de Armilly y tuve bastante coraje para hablar de pistolas cuando creí que corrías peligro, amiga mía.
-¡Oh! ¡que tiempo aquél! -murmuró Luisa.
-Sí, cuando me viste disfrazada de hombre, deshaciéndote a besos y abrazos, luego que traspusimos sin peligro las barreras, no temblabas como se me figura que tiemblas hoy.
-¡Oh! Es que se va aproximando nuestro debut... ¿y si somos mal acogidas?
-¡Brava ocurrencia! Y en Milán, en Genova, y especialmente en Venecia, ¿desagradó, por ventura, nuestro canto? Fuera de que, el resultado del examen... creo que no debe desanimarte.
-Mas ahora la posición es muy distinta; tendremos que aparecer en escena con carácter competente; y si, por ejemplo, yo sé cantar el aria de Parisina, eso no quiere decir que tenga certeza de ser la parisina.
-¿Y tengo yo acaso la certeza de poseer el carácter de Semíramis, y de sentir lo que ella sintió de un modo tal que el público crea tener ante sí a la reina de los asirios, humillada y trémula por el remordimiento al escuchar la voz de Niño, o embriagada y delirante por la presencia de Arsace -preguntó por la aproximación de nuestro primer debut. Confío mucho en lo que me has enseñado y en lo que hemos estudiado para que decaiga mi espíritu con el trabajo que muchas otras jóvenes han desempeñado en medio de vivos y sinceros aplausos de una platea imparcial e inteligente.
-Vamos, amiga mía; aquel grande porvenir que en París habíamos soñado va apareciendo, y dentro de poco nuestros nombres irán a resonar a ese mismo París, en el centro de nuestras familias, después de haber sido inscritos en el libro de oro de la nobleza del arte. ¡Oh! ¡cuánto me halaga esta nobleza! ¡nobleza que no se compra por el trabajo y mérito personal! El escudo del artista no se cubre de polvo hasta desaparecer con el transcurso del tiempo. Subsiste siempre dorado y brillante, mirado con admiración por las generaciones que se suceden.
Cuando las dos amigas terminaron de almorzar y de arreglar sus elegantes tocados recibieron la visita del empresario del Teatro Argentino, que, con el temor de perder la adquisición de las dos jóvenes artistas, se anticipó a sus colegas; el ajuste fue convenido tal como ellas querían, y al concluir el día los contratos de las dos primeras damas estaban firmados.
Un mes después se ensayaba en el gran Teatro Argentino la hermosa ópera Semíramis, y los impacientes dilettanti afluían todas las mañanas a la platea del teatro para aplaudir con anticipado entusiasmo a las dos nuevas actrices, y felicitar al empresario por la brillante adquisición que había hecho de dos artistas que tanto prometían, a pesar de que por primera vez pisaban el escenario donde existían aún los astros de dos grandes genios.
Llegó al fin el día del espectáculo, y así que las luces empezaron a brillar en el edificio del Teatro Argentino, los salones se vieron llenos de gente que hablaba, discutía y ensalzaba en alta voz la capacidad artística de las dos señoritas d'Armilly.
Mientras esto sucedía en los salones y avenidas del Teatro, un joven de 22 a23 años, alto, bien proporcionado y vestido sin lujo pero decentemente, haciéndose paso a duras penas por entre la multitud que se agrupaba en torno del edificio, llegó trabajosamente hasta el despacho de billetes, gracias a un experto cicerone que lo había remolcado por el faldón de su paleto, al través de aquel mar vivo y bullicioso, agitado por el grande acontecimiento que anunciaban los diarios y los carteles.
-Un billete -dijo el cicerone, dirigiéndose al expendedor.
-Un billete! -respondió éste-, ¡Ni para mañana... a menos que vengáis al amanecer! ¡Buena hora de hallar billete, cuando ya todo esta vendido, y ni un pedazo de billete me queda siquiera!
-No hay billete -dijo el cicerone, volviéndose al joven.
-¡Poder de Dios! Pues es indispensable que yo entre a la platea -gritó este en francés.
-Pero, ¡si no hay billete! -repitió el cicerone.
-Introducidme, aunque sea al proscenio, entre bastidores. A todo trance es necesario que yo vea... ¿entiendes, imbécil? ¡es necesario que yo lo vea todo!
-¿Mas que remedio, señor? Si os hubierais acordado más temprano, os habría servido maese Pastrini; pero así, a última hora, es totalmente imposible; voy, sin embargo, a mostraros el edificio y explicaros su arquitectura: venid conmigo.
-¡Vete al diablo con tu manía de mostrar y de explicar! ¿Cómo quieres que te diga que es preciso que yo observe y vea cuanto pasa en la función? Todo, todo... ¡Y entretanto, vienes tú a hablarme de paredes, techos y columnas!
-Señor, el Argentino es magnífico -replicó el infatigable cicerone-. Además que, cuando no hay billete, es mejor entretener el tiempo en ver algo bueno. Venid, pues, señor, y conoceréis uno de los mejores edificios de este género, tal vez el primero de todos.
-¡Vamos entre bastidores, imbécil! -exclamó el joven, empujando a su cicerone.
-¡No os dejarán entrar!
-Di que soy extranjero y que quiero ver; ¿no me has dicho que un extranjero cuando viene a Roma, es para ver cuanto bueno contiene esta gran ciudad?
-¡Per la Madonna! -gritó el cicerone-; pero los bastidores y mecanismo del Argentino se enseñan de día y no en noches de función.
-¡Ah! ¡esto es inaguantable! Llévame a la puerta que da al foro...; yo hablaré al guarda... y ya verás si entro.
Y al decir esto, tomó el cicerone, que giró inmediatamente sobre la derecha, extendiendo y alargando los brazos para abrirse camino por entre la concurrencia como si estuviera nadando.
Poco después, llegaba con el extranjero pegado a sus hombros, a la puerta del proscenio.
-¿Quién es? -gritó el portero, colocándose rápidamente frente al cicerone para obstruirle el paso.
-¡Oh! -exclamó el extranjero palideciendo al ver el rostro redondo y colorado del gordo portero, luminado al vivo resplandor de un quinqué próximo.
El cicerone le habló en secreto al oído.
-Es imposible, mío caro -respondió aquel-; tengo las instrucciones más terminantes para impedir la entrada aquí. Por otra parte, hoy es una ópera de gran espectáculo, fuera de que las cantatrices son nuevas... ¿De manera que el caballero tendrá mucho interés en entrar? Si es así, os prevengo que sólo con permiso del empresario se consigue... Pero -dijo el portero mirando de hito en hito al curioso joven, que tampoco separaba su vista del rostro de aquél-. ¿Será verdad lo que estoy viendo?
-Mi sorpresa es igual a la vuestra, señor -dijo el extranjero-, y casi me inclino a creer que los aires de Roma os prueban bien.
-Pues yo había creído que a esta hora podría daros el nombre de Ibus, porque os suponía muerto por el peñasco de algún Ulises.
-En verdad que algo me parezco al miserable mendigo solicitando la mano de vuestra Penélope -contestó el extranjero-; más ¿qué queréis?, hubo una diosa misteriosa y un escapulario complaciente que se acordaron de mí.
El cicerone miraba atónito a los dos interlocutores, sin alcanzar el sentido de sus palabras; pero adivinando en su mímica que, desde luego, se estaban diciendo grandes cosas.
-Dejemos esto, señor -continuó el extranjero-; no es éste lugar a propósito para ventilar nuestras cuestiones.
-Tenéis razón, voy a llevaros adentro y a probaros que sé olvidarme de cosas pasadas: entrad.
El joven despidió al cicerone y se introdujo en el reducido cuarto del portero.
-En efecto, señor Barón, ¡esto es singular!
-¡Por Dios! Señor Andrés Cavalcanti, ¿queréis comprometerme? ¿No veis que he guardado mi título en mi cartera?
-Creía que estuvieseis aquí representando por capricho, como vuestra familia.
-¡Válgame Dios, y que capricho tan extravagante sería!
-Contadme, pues, lo que os ha sucedido, señor Danglars.
-¡Porfiado! Aquí no me llamo Danglars. ¡El portero del Teatro Argentino no podrá nunca llamarse Danglars! ¿Y cómo diablos habéis escapado de los agentes de la policía que os querían prender como fugado de las galeras, en el momento en que se extendía el contrato de vuestro matrimonio con Eugenia?...
-¡Psch! Maldita la gracia que tiene; y hasta la fecha mi vida no pasa de ser un conjunto de particularidades sin interés. ¿Y la vuestra, señor Barón?
-¡Maldita costumbre! -gritó Danglars, poniéndose rojo como un tomate y limpiándose el sudor.
-Quiero decir... Señor Danglars...
-¡Peor todavía!...
-¿Pues cómo queréis que os llame?
-Eso ya me lo sé... pero aquí dadme un nombre cualquiera eso poco me importa; la gente no tiene nombre.
-Según eso, ¿estáis arruinado?
-¡Hasta el último maravedí! -murmuró Danglars con tristeza-; y a no ser por este mezquino empleo, hubiérame muerto de hambre. ¡Ah!... De hambre... -repitió con amargura.
-¿En verdad sería cosa horrible el morir así todo un ilustre Barón! Pero ¿quién os arrastró a tan miserable situación?
-¿Quién? -preguntó Danglars palideciendo-. ¡Ah!... ¡Un hombre que parece haber surgido de la tierra o del mar por influjo de una voluntad poderosa para destruir el sueño de mi felicidad!
Benedetto, pues era él, se estremeció involuntariamente al oír las palabras de Danglars.
-¿Y cómo se llama ese hombre? -preguntó.
-¡Ah! -dijo el barón Danglars, mirando asustado en torno suyo-. Mucho tiempo ha que no pronuncio ese terrible nombre, por miedo de que su terrible imagen surja de la pared o de mi sombra para atormentarme.
-¡A tal extremo llega el pavor que os inspira? ¡Ah! -continuó Benedetto-, ¡Qué débiles y pusilánimes son los hombres!
-¡Insensato! -dijo Danglars-. ¡Si le conocieseis como yo, retrocederíais asombrado ante su presencia misteriosa! ¿Sabéis, por ventura, quien es ni de donde ha venido el conde de Monte-Cristo?
Benedetto dejó oír una convulsiva carcajada, que petrificó al pobre portero del Teatro Argentino.
-¡Tengo para con él una deuda sagrada! ¡una deuda de sangre! Y la mano del muerto está abierta para recibir el importe de esta deuda.
Danglars abrió desmesuradamente los ojos, sin alcanzar el sentido de aquellas palabras, que le parecían, sin embargo, terribles.
-No os comprendo -murmuró.
-Pues es bien fácil. ¿Por qué tembláis cuando pronunciáis el nombre adoptado por el marino Edmundo Dantés?
-¡Oh! ¿cómo sabéis?...
-Ese es mi secreto. Ahora, responded.
-No me es posible referiros mi historia en este lugar -dijo el portero-. Si queréis escucharla, yo os buscaré mañana y hablaremos entonces. ¿Dónde vivís?
-En la posada maese Pastrini...
-¡Ah! ya sé dónde es...
-Tanto mejor..., y entretanto, si necesitáis algún dinero, permitidme que os lo ofrezca con franqueza.
-¡Cómo! ¿continuáis por ventura vuestra engañifa de ser el príncipe de Cavalcanti, u os protege quizá el conde de Monte-Cristo? Si esto es así, que no lo creo, hice mal en haberos hablado tan francamente.
-Ya os he dicho, señor, que tengo con Edmundo Dantés una deuda de sangre. No soy el príncipe de Cavalcanti; soy un ladrón, un falsario, un asesino sin nombre, sin patria y sin Dios.
-¡Ah! ¿qué decís? -gritó Danglars aterrado, llevando maquinalmente las manos a sus bolsillos, y encogiendo el vientre como para librarse de una puñalada-. ¿Y a donde pensáis llegar en nuestro camino?
-Guiado por la mano de un muerto, que se estremecía de odio en el fondo de su tumba, he de llegar hasta Edmundo Dantés.
-¿Sabéis señor de Andrés... que... me parecéis algo trastornado?
-Vaya, mi querido señor, eso lo decís para agradarme. Ahora, dejadme subir y creedme que puedo seros útil para que volváis a adquirir vuestra fortuna. Os la haré entregar triplicada, si os place.
-¡Oh!...
-Pero dejadme subir, porque es forzoso que yo logre cerciorarme de si las dos cantatrices de esta noche, son o no las que me imagino.
-¡Ah!... ¿las dos señoritas d'Armilly?
-Si no me equivoco así se llama la maestra de vuestra hija Eugenia.
-Ciertamente... ¿pero qué pretendéis expresar con eso?
-Vuestra hija era apasionadísima por el teatro y por la música, y parece está allá arriba, temblando en este momento ante la sombra de Niño.
-¡Oh! es muy temprano aún; pues recién va a sonar la hora de la función.
-¡Basta! Concluís de afirmarme en lo que yo creía en relación a las d'Armilly y os congratulo, señor, por el interés con que Eugenia parece ocuparse para restablecer la fortuna que os quitaron.
Danglars suspiró.
-Y ahora, hasta mañana, barón Danglars; espero que no os olvidéis de lo que os he dicho: esto es, de la fonda de maese Pastrini, plaza de España.
Y Benedetto salió, abandonando al pobre portero estupefacto y en el firme convencimiento de que mediante él vendría a saber algunas significativas cosas sobre de Edmundo Dantés.
VII
LOS AGÜEROS DEL TELÓN DE BOCA
Mientras esto acontecía en el pequeño gabinete del portero, las dos amigas d'Armilly se arreglaban para realizar su primer debut, y tomadas del brazo atravesaban el escenario.
-Creo que hay una concurrencia asombrosa -susurró Luisa-. Y después, cuando ese telón se levante, vamos a quedar aquí exhibidas a las miradas de todo un pueblo.
-Tienes razón, Luisa; de igual forma yo siento algo de miedo... ¡este instante siempre cuesta algo; sin embargo, estoy segura de que cobraremos ánimo, porque tengo el firme propósito de interpretar bien el personaje que voy a representar! ¡Oh!... especialmente cuando Arsace es nada menos que mi querida Luisa... tú serás mi amiga; pero, ahora que estamos aquí, me viene a la memoria una situación singular que se ha repetido diversas veces. ¿Durante la primera noche que vinimos al ensayo, no te extrañó un hombre que vino a abrir nuestro camarín y que dio un grito de sorpresa apenas nos miró?
-Sí; tengo una idea...
-Ese hombre era el portero; y durante la segunda noche estaba yo en mi camarín cuando escuché este diálogo que me pareció sumamente interesante:
«-Cuando la señorita Eugenia salga de su cuarto, no os olvidéis de pedirle la llave, en caso que ella no recuerde de volverla a entregar.
»-No realizaré yo esto.
«-¿Porqué?
«-Tengo mis motivos.
»-Pero vos sois el encargado de las llaves y faltáis entonces a vuestras obligaciones.
»-Pediré todas las llaves menos aquella.
«-¿Teméis por ventura, hablar a la señorita Eugenia d'Armilly?
«-Dispensad, pero la señora Eugenia me conoció en París en una posición mucho más halagüeña que la que al presente disfruto en Roma y no quisiera que le fuese conocida.
-El diálogo terminó aquí -contestó Eugenia-, y desde entonces nunca me olvidé de darle la llave al portero; pero cuando paso y la dejo sobre la tabla, siento ruido y conozco que es producido por la precipitación con que el buen hombre se esconde de mí.
-¿Y no sabes su nombre? -preguntó Luisa.
-¡Oh! Eso es bien sabido. Se llama José, pero también puede ser que tenga otro.
-¿Si será aquel desgraciado príncipe de Cavalcanti, que hubo de ser tu marido, si no le desenmascararan de súbito? -preguntó Luisa.
-¡Brava ocurrencia! A estas horas estará guillotinado por asesino; y además, que el hombre que se oculta de mí me pareció mucho más bajo, grueso y viejo.
Bueno es que tengamos precaución por si acaso es algún espía enviado por tu familia.
-¡Oh! No lo creas. Acércate, Luisa. Me parece que conozco aquella señora que acaba de entrar en el palco número cuatro de la primera fila... -Dijo Eugenia, que se había entretenido en mirar la platea por un agujero del telón.
-¡Oh! -exclamó Luisa, mirando hacia el palco que le había indicado.
-¿Qué tienes? -preguntó Eugenia.
-Aquella señora -continuó Luisa palideciendo... -; sí... no hay duda... ella es... ¡Oh! Dios mío... ¡tal vez sea una ilusión mía! Dame tu lente Eugenia.
Eugenia sacó de su bolsillo una pequeña caja que contenía un bonito anteojo de teatro, con que algunas actrices acostumbraban a examinar la platea y los palcos, por los agujeros del telón, antes que la función empezase.
Luisa tomó con precipitación y miró al palco número cuatro de la primera fila.
-Eugenia -dijo ella-; si realmente posees un espíritu fuerte y determinado, ahora tienes ocasión de demostrarlo y de un modo irrebatible... ¡Mira!
Eugenia miró y retrocedió asombrada, murmurando:
-¡Mi madre!
En efecto cuando Eugenia había mirado al palco la primera vez no había visto el rostro de la señora Danglars, que parecía estar hablando con alguna persona que la escuchaba oculta por la cortina; pero esta persona salió y la señora Danglars volvía su rostro a la platea en el momento preciso en que Luisa la observaba con el anteojo.
El pito del escenario sonó dando la señal de prepararse los actores.
-¿Oyes,, Luisa? -le dijo Eugenia-; bajemos a mi cuarto; valor, y cuando el traje de la reina de los asirios pese sobre mí procuraré probarte, amiga mía, que no tengo ante mi vista, ni en los palcos ni en la platea, nadie que me embargue el más leve pensamiento.
Si el telón se hubiera levantado en aquel instante el público hubiese aplaudido con entusiasmo el ademán sublime y la inspiración apasionada de Eugenia Danglars. Pero no era tiempo aún, y el público, presintiendo acaso la presencia del genio, dejó oír en el espacio un murmullo confuso y solemne, que sin expresar pensamiento alguno comprensible, reveló la existencia de mil pensamientos diversos, despertados por la misma causa. Este murmullo, semejante al de los pies de las dos amigas, como para anunciarles la proximidad de su triunfo o de su desgracia.
Eugenia, tomando la mano trémula de Luisa, la condujo precipitadamente hacia el vestuario, cuya puerta cerró tras sí.
-Vamos, Luisa -dijo ella desprendiéndole el vestido-. ¿Por qué temblar? Acordémonos sólo de que de esta noche depende la felicidad y el éxito de nuestra futura carrera.
Eugenia daba muestra de su valor de un modo tan natural, que influyó sobremanera en el espíritu de Luisa; además; las costumbres de Italia no estigmatizan a los que emprenden la noble carrera de Taima, ni lanzan el desprecio sobre el tablado del teatro, como sucede en el resto de Europa; y eso también contribuía poderosamente a alentarlas.
Conociendo el espíritu orgulloso de la señora Danglars, señora noble por nacimiento y por alianza, calculó cuan mortificante le sería la aparición de Eugenia representando Seimraims, en el Teatro Argentino y la pobre joven no pudo dejar de palidecer pensando en las maldiciones de la baronesa, por haber sido ella quien encendiera en el pecho de Eugenia, el fuego de entusiasmo que la condujo a las tablas.
Aunque en Italia se considera tan noble la carrera de Taima, como sagrada la llama enérgica que anima al inspirado actor, la noble baronesa Danglars, descendiendo de los Serviéres, jamás perdonaría a quien hubiese dicho a su única: -Eugenia, tú aborreces la vida de París, amas la libertad y la música; hagámonos pues actrices.
En fin: el dado estaba echado.
Eugenia y Luisa se identificaron en estrecho abrazo, como si allí quisiesen ensayar el modo como habían de abrazarse y besarse en la escena; y en ese momento el pito repitió la señal llamando a los actores a escena.
Momentos después se levantó el telón. Eugenia se presentó en la escena con toda la arrogancia y majestad propia de la regia bacante que representaba; su voz clara, sonora y apasionada, llamó en seguida la atención de los dillettanti, y su triunfo comenzó por la primera aria.
El palco número cuatro dejaba percibir algún desasosiego; el anteojo no cesaba de dirigirse hacia el rostro de Eugenia, y de minuto en minuto se hacía más perceptible el temblor de la mano que lo sostenía a la altura de sus ojos. La señora Danglars limpiaba a menudo su rostro, pálido como su finísimo pañuelo, y ora se retiraba al fondo del palco, ora se incorporaba sobre la baranda, clavada siempre su vista en la figura esbelta, majestuosa y arrogante de la nueva Semtiamis. Después, cuando el templo de Bello quedó desierto y apareció el valiente e interesante escita, notóse más y más el estremecimiento convulsivo del brazo de la señora Danglars, que había reconocido en la fisonomía apasionada y tierna de Arsace, la de la maestra de su hija Eugenia. No había ya que dudar. La noble baronesa vióse obligada a reconocer a su hija en la persona de Semíramis, y su martirio duró tanto como el espectáculo. Con las mejillas encendidas por la indignación que experimentaba, no tardó en sufrir un fuerte ataque de nervios, acordándose que, para colmo de desdichas, acaso en aquella misma noche podría reconocer a su marido ejecutando algún papel en las tablas. Muchas veces se le ocurrió la idea de retirarse; pero el deseo doloroso de presenciar el resultado de aquella noche la retuvo, aunque contrariada, hasta que acabó la ópera.
El puñal de Arsace rasgó por último el pecho de la desenvuelta Semíramis, que cayó agonizante a los pies de su hijo. La baronesa lanzó un grito ahogado por la vergüenza. Era lo que le faltaba para completar su martirio. El espectáculo de su hija, pegado a las tablas de un teatro ante un pueblo entero, recibiendo los bravos y las palmadas de ese mismo pueblo, ahogaron el grito de la baronesa, que salió precipitadamente del palco, humillada en su interior y encolerizada por haber caído en Escila, queriendo de Caribdis.
-¡Oh! -se decía subiendo a su carruaje-. Algún demonio ha jurado mi deshonra y me persigue dondequiera que voy. En París, madre de un infeliz asesino, a quien la ley acosa; en Roma encuentro a mi hija, en cuyas venas corre la sangre de los Serviéres, comprada por un grosero manojo de oro para servir de blanco y distracción al auditorio de los teatros... ¡Ah! y en cualquiera otra ciudad, ¡quién sabe si el infortunio me guardará todavía la vergüenza de ver a mi marido sobre el pescante del carruaje de algún rico campesino!...
Y gruesas lágrimas bañaban el rostro distinguido de aquella señora tan ilustre, tan arrogante y tan orgullosa.
Mientras tanto, las dos amigas causaban gran frenesí; al siguiente día recibieron de mano del empresario dos hermosos vasos de plata de riquísima y fina labor.
VIII
DOS HOMBRES SIN NOMBRE
El portero del Teatro Argentino, con firme resolución se encaminó a la posada de maese Pastrini luego de haber reflexionado sobre las consecuencias que podría traerle una entrevista con un hombre como Benedetto y con el firme propósito de aprovecharse para sus fines ocultos de obtener riqueza de aquel improvisado personaje, aventurero e intrépido que parecía no temer nada de los hombres y con todo desparpajo y atrevimiento le había confesado ser ladrón, falsario y asesino.
Benedetto residía, efectivamente, en la popular posada de maese Pastrini, y luego de almorzar tranquilamente con gran apetito, ordenó buscar al habilidoso posadero.
-A vuestras órdenes, excelencia -dijo él, quitándose políticamente su gorro de lana y realizando una cortesía.
Benedetto pensó durante un momento antes de hablarle; a continuación, puso a un lado el diario que simulaba leer, observó al italiano con aquella mirada sombría e infausta de los hombres en cuya frente parece existir el sello de la fatalidad.
-Maese Pastrini -dijo por fin-; no estoy satisfecho con esta habitación.
-¡Sangre de Cristo! -expresó el italiano-; ¿y cual será la razón, excelentísimo?
-¿Por qué? ¿queréis saber por qué, maese Pastrini? Por que no puedo dormir con sosiego en él.
Púsose pálido el italiano y Benedetto continuó:
-¿Quién habita el cuarto bajo?
-¡Ah! es un joven muy enfermo, que, según lo expuesto por su lacayo, viaja por distraerse de una grave enfermedad que lo aqueja. Os aseguro que es una buena persona, aunque todavía no le he oído la voz. A pesar de que hace ya un mes que está en Roma y apenas ha salido dos o tres veces, recogiéndose muy temprano.
-¡Pues os digo que mentís!! ¿entendéis, maese Pastrini? ¡mentís!
-¡Oh! Vuestro joven enfermo, que viaja para distraerse de una apatía mortal, se recogió ayer a la una de la noche. Y no es esto sólo; lloró, blasfemó, sin cuidarse de los vecinos, hasta las dos, saliendo después y regresando a las cuatro de la mañana.
-No os contradigo, excelentísimo -respondió Pastrini un poco más animado-. Yo noté todo eso; ¿qué queréis? Creo que de tiempo en tiempo le dan ciertos ataques de nervios, para los cuales le ordenaron los médicos salir enseguida de casa, a cualquiera hora del día o de la noche; y fue sin duda por esto por lo que os molestó tanto ayer. No tengáis cuidado, sin embargo, excelentísimo; el lacayo me ha dicho que sólo de año en año le dan tales ataques.
Benedetto se sonrió con ironía, echando a Pastrini una mirada oblicua.
-Desconfío mucho de tales ataques, y antes creo que vuestro joven enfermo es quien ataca a las otras personas. Tened cuidado, maese Pastrini. Hace poco se evadió de Francia un hombre temible, que hizo cosas diabólicas, seduciendo, asesinando, robando y profanando doncellas, ancianas y adolescentes, iglesias y sepulcros.
-¡Per la Madonna! -gritó Pastrini resolviendo los ojos- ¡Oh! ¿y ese malvado debe ser muy rico?
-Dicen que posee millones y que los guarda en un lugar desconocido, donde no llegan los rayos del sol, y cercado de insalubre y pestilente agua, como la del lago Camarino.
-Bien, pero vuestro vecino de habitación parece no tener más de veinte o veintidós años, y es tan pequeño y débil, que si lo vieseis no desconfiaríais de él.
-¿Pequeño, débil y amarillo?
-Completamente amarillo, no; pero muy pálido, sí.
Benedetto se levantó agitado y se paseó a largos pasos por el cuarto, introduciendo las manos en el cabello, y soplando como si sufriese un calor excesivo.
-¡Oh! Es forzoso que deje vuestra casa, maese Pastrini.
-¿Y porqué, excelentísimo? ¿Qué es lo que os falta? ¿Acaso no estáis servido con esmero y delicadeza?
-¡Imbécil! Estoy diciéndoos que me molesta vuestro huésped del primer piso, ¿y no comprendéis lo que os digo? Tenéis oídos y no oís y no veis.
-Pero, ¿qué he de ver, excelentísimo? -preguntó Pastrini, que empezaba a prestar seria atención a lo que Benedetto le contaba.
-Mirad, yo os lo explicaré todo. Hay un ente en el mundo que nadie sabe de donde vino, ni de quien desciende; aun muchos atribuyen su origen a la fermentación del lodo opuesto a la acción del sol, así como los materialistas afirman que nació del primer hombre. El individuo de quien os hablo debe haber aprendido su terrible ciencia en una caverna semejante a la de Cumas, y el arte de adivinar el porvenir y hacer mal a los hombres. El consiguió encontrar el secreto de mudar de piel como las serpientes, para mejor llegar a sus fines y algunos achacan este fenómeno a las maravillas científicas de la química. De este modo se presenta el malvado bajo diversos aspectos, según el país en que reside y las personas con quienes tiene que habérselas. Ya es un abate viejo, encorvado por el peso de los años, cuando murmura palabras santas al oído de aquél a quien trata de seducir. Ya es un excéntrico y flemático lord aferrado en sus ideas y porfiando como un carretero. Otras finalmente, se titula conde y se presenta como el más perfecto y rico caballero del mundo. Este hombre es generalmente conocido por el título de conde de Monte-Cristo.
-¡Ah! -exclamó maese Pastrini, dando un salto y variando de color.
-¿Qué es eso; le conocéis acaso?... -preguntó Benedetto.
-Continuad, excelentísimo, continuad.
-Muy bien; os he dicho que el ladrón, el falsario, el impío, el asesino, se llama conde de Monte-Cristo -continuó Benedetto sin quitar los ojos de maese Pastrini, en cuyo rostro se descubría la combinación mental de ciertos casos pasados, en fuerza de narración presente-. Este hombre que se juzga por el poder de su riqueza superior a los demás, ha abusado de todo y de todos, y es perseguido por las leyes de la justicia humana. Hace poco acaba de tomar en París el nombre de Benedetto, se tituló después príncipe Andrés de Cavalcanti; se escapó de la cárcel asesinando al carcelero; se dirigió al cementerio del padre Lachaise, y engañando al guarda profanó el sepulcro de una familia noble, robando algunas joyas de los cadáveres. Finalmente, metamorfoseándose de nuevo, huye de Francia... dirigiéndose, según toda probabilidad, a Italia, donde muchos suponen que mantiene relaciones secretas y abominables.
Pastrini estaba aterrado, pues ya en otro tiempo había hospedado a un hombre que se intitulaba conde de Monte-Cristo, pero atrevióse a hacer todavía algunas preguntas y dijo:
-En ese caso, excelentísimo, ¿el tal hechicero debe ser perseguido por todas partes?
-Espero que no le valdrá toda su magia infernal para evitar que le reconozcan. Hay hombres desparramados en diferentes puntos de Europa, asalariados por el gobierno francés, bien capaces de hacerlo caer de su elevado pedestal.
Diciendo esto, Benedetto hizo un gesto muy significativo como quien quisiera dar a entender: -y uno de esos hombres, soy yo.
-Así, pues, maese Pastrini, indagad como mejor os parezca quién es vuestro huésped del primer piso y sed vigilante con él. Podéis retiraros.
El italiano salió agitado .y trémulo, jurando no llamarse más maese Pastrini, si no supiese aquel mismo día todo cuanto se relacionaba con el joven enfermo que habitaba el cuarto del primer piso.
-¡Oh! -decía él-, siempre me pareció que el tal conde de Monte-Cristo, con su concubina griega y su esclavo negro, tenía alguna cosa de extraordinario ¡La sangre fría con que él veía ejecutar los sentenciados, el furor que le dominaba cuando ellos lanzaban sus gritos agonizantes, y, sobre todo, la intrepidez con que, según lo afirman, descendía a los subterráneos de Luis Vampa, de ese famoso bandido. ¡Ah! desde luego la justicia de Dios es infinitamente perfecta, y el hombre no puede escaparle, por mas poderoso que sea.
Cuando Pastrini reflexionaba así, Benedetto paseaba muy satisfecho por su cuarto, murmurando entre dientes:
-Vamos bien muchacho. Perdiendo aquel hombre en el concepto de Pastrini, tengo la seguridad de que en poco tiempo Roma entera sabrá cuanto acabo de decir y más aún todavía. Además, llegaré a saber quien es el misterioso vecino del primer piso y alejaré de mí las miradas de la justicia, si por casualidad me persiguiese aquí. Yo arrancaré los dientes del dragón que devoró a los ancianos, a los niños, a las vírgenes, para satisfacer su odio monstruoso. ¡Edmundo Dantés! Cuando me libraste del grillete en Tolón, bajo tu falsa apariencia de lord Wilmore, podías haber hecho de mí un hombre honrado; pero has preferido envolverme en tu drama infernal y me arrancaste la máscara cuando yo, confiado de ti, me juzgaba feliz... ¡Ah! ¡necesitabas un príncipe de Cavalcanti para realizar un proyecto misterioso, que sólo tú comprendías y por eso echaste mano del pobre forzado de Tolón, que cumplía resignado su sentencia!... ¡Maldito, mil veces maldito! Una venganza inexorable te perseguirá por todas partes. Sí, en mi pecho no hay sentimientos de humanidad que puedan detener mis pasos. Todavía me acuerdo de las palabras de mi padre pidiendo venganza contra el verdugo cruel y despiadado que al finalizar la obra maldita de su tortura, fue a gozarse en la desgracia de la víctima y a trastornarle su razón con el eco de su carcajada diabólica... ¡Oh!... ¿una familia entera para vengarte de un solo hombre?... ¿dónde estaba, pues, tu religión, tu Dios?... ¡en el mismo sitio que los míos... en ninguna parte del cielo o de la tierra! Mi alma se ha convertido en el deseo vehemente de una venganza completa, así como en otro tiempo no conocía más que la ambición. ¡Edmundo Dantés, tú me has dado el ejemplo, y tu llorarás un día la obra de tus manos!
Momentos después, volvió Pastrini para anunciar la visita de un hombre que no quería dar su nombre; Benedetto se sonrió de este escrúpulo, y mandó introducir en su cuarto al misterioso visitante.
-¡Bueno! -Dijo entre sí Pastrini-, ¡recibe hombre sin nombre! Esto quiere decir alguna cosa y creo que mi huésped no dejará de ser algún agente francés, que anda persiguiendo al famoso hechicero.
Y, al decir esto, hizo una señal con los dedos al portero del teatro Argentino y lo introdujo en el cuarto ocupado por Benedetto.
-¿Y por qué ocultáis vuestro nombre, mi querido barón Danglars? -le preguntó éste de un modo que pudiese ser oído por Pastrini, que se hallaba aún fuera de la puerta con el oído atento.
-¡Barón! -dijo Pastrini para sí-. Eso sí que envuelve misterio. Un barón en disfraz... He aquí un suceso más para los comentarios de esta noche. Retirémonos; no quiero que sospechen mi curiosidad.
Y se encaminó al interior de su establecimiento.
Entretanto, el portero del Teatro Argentino había permanecido atónito, con los ojos clavados en Benedetto, como si temiese pronunciar una palabra cualquiera que le hiciese repetir el nombre de Danglars y el título de barón.
-Querido señor -continuó Benedetto-, me parece que os habéis aturdido con el eco de vuestro nombre y de vuestro título.
-¿Pues no os he repetido más de diez veces que ya no puede llamárseme así? Decidme ahora a vuestra vez: ¿gustaríais que os llamase príncipe de Cavalcanti?...
-Ese nunca fue mi nombre.
-¿Nunca?...
-Figuré con él en una comedia de Monte-Cristo.
-¡Monte-Cristo! -repitió Danglars con rabia y miedo, añadiendo luego-: y también es por su causa por lo que yo no tengo hoy nombre.
-Habéis quedado como yo.
-¿Cómo? ¿No tenéis un nombre? ¿No sois Andrés?
-No, señor barón.
-No entiendo eso. ¿Cómo vinisteis a Roma, entonces? ¿Cómo alcanzasteis pasaporte?
-De un modo muy sencillo, mi amigo. Tengo en mi poder una reliquia robada al conde de Monte-Cristo, por la cual alcanzó cuanto quiero. Era el secreto con que él se hacía superior a los otros hombres y los destruía para vengarse de ellos.
-Entonces, ¿qué género de historia de ésa? Espero no me haréis creer en la existencia de la varita de virtud, ni en los dientes de la Sibila de Cumas.
No, por cierto; mi reliquia es otra, y no tiene la fantasía de las que mencionasteis, ni la belleza de las que podríais mencionar. Vedla.
Al decir esto, Benedetto abrió un pequeño cofre y Danglars retrocedió inmediatamente, palideciendo y murmurando con terror:
-¡La mano de un muerto!
-¡Silencio, imbécil! -dijo Benedetto cerrando el cofre y escondiéndolo-; es aquella mano la que me conduce en este mundo a un puerto determinado, donde he de llegar algún día. Vamos, ya conocéis mi reliquia, pedidme cuanto quisiereis.
-¿Qué es esto... habláis en serio? -preguntó Danglars abriendo mucho sus grandes ojos.
-¡Ya lo dije! -contestó Benedetto sentándose con insolencia y encendiendo un cigarro.
-¡Oh! Es este caso es preciso contaros cuanto me sucedió, para llegar a mi fin.
-Perdéis vuestro tiempo, mi señor -dijo Benedetto-; os veo pobre y según me parece no estáis de acuerdo con vuestra familia; por consecuencia, formo una perfecta idea de lo que os sucede.
-¿Quién, vos?
-En París, erais un hombre de bellas cualidades sociales, señor. Tuvisteis, sin duda, alguna pequeña dificultad de cuentas, y apurando los últimos fondos de vuestro comercio, dijisteis adiós amable a vuestra encantadora mujer, así como vuestra hija, la varonil Eugenia, dijo a la casa paterna algunos días antes; esto es sencillo, mi caro amigo.
-Muy bien -dijo Danglars con imperturbable sangre fría y audaz desprecio-. Lo que yo hice lo habría hecho cualquier otro hombre de mi clase en mi lugar y en iguales condiciones. Ahora lo que no sabéis es el resto. En las cercanías de Roma fui robado por los facinerosos, cuyo jefe resultó ser el tal conde de Monte-Cristo; y quedé pobre como Job.
-¡Hola! Historias, mi caro amigo. Edmundo Dantés no tenía necesidad del robo. El era riquísimo y yo estoy inclinado a creer que vos le debíais alguna cuentecita atrasada de dinero o de acciones -dijo Benedetto con los fijos en el rostro de Danglars, como para observar el menor gesto.
-Veo que sois un hombre bien singular, y hasta me parece que poseéis el don de adivinar las cosas que no se os revelan -contestó Danglars-. Es como decís: entre Edmundo Dantés y yo, había un pequeño saldo; pero esto es cosa pasada y no tiene remedio; tratemos del presente si os place.
-Sea.
-¿Sabéis algún secreto capaz de volverme amable a los ojos de mi hija y los de mi mujer? Una se halla en vías de hacer una fortuna en la bella carrera artística; la otra posee millón y medio. Ya podéis calcular que un hombre como yo, sin nombre y sin fortuna, no debe despreciar una familia de éstas.
-¡Oh, sois un bribón de buena clase, por mi alma! -dijo Benedetto, soltando una carcajada entre dientes, que hizo estremecer al pobre traficante.
-¿Y vos? -atrevióse a preguntar Danglars con gesto brutal.
-Tenéis razón; yo también no lo soy menos, y así viviré el resto de mi vida, -respondió Benedetto, encendiendo un cigarro y balanceándose sobre la silla.
-Es el único medio de vivir bien en este mundo, donde la virtud no tiene un lugar cierto, caminando errante y avergonzada porque no la corresponden.
-En ese caso concuerdo con vos; pero dejémonos de reflexiones y vamos a lo que importa... ¿queréis juntaros con vuestra hija? -preguntó Benedetto.
-yo os diré. Juntarme... no, porque... después de todo ella tiene ridiculeces que me desagradan mucho. Sería mejor buscar un medio para volver a los brazos de mi mujer. ¡Oh! Pobre señora... cuando la abandoné poseía millón y medio; ahora, con su genio especulador, debe de haber doblado el capital; y hoy, sin duda, posee tres millones, ¡Diablo!, tres millones en el corto espacie de tres años, os juro que los tres millones habían de producir el doble en mis manos. Os aseguro, mi caro, señor, que nos podríamos acomodar.
-¿Qué es eso? -interrumpió Benedetto, con cierto tono imperioso-. Todavía yo no he pedido nada.
-Entonces... -preguntó Danglars, sin comprender lo que decía. -Señor barón...
-¡Mala porfía! Yo no soy barón sin dinero. Lo habéis de tener dentro de poco, yo tengo trazado mi plan y donde no puede llegar la mano de un vivo... -¡Llegará la de Dios!
Benedetto soltó una carcajada estridente y sarcástica.
-Mi amigo -dijo-; he visto a los hombres burlarse de Dios, de un modo tal, que he llegado a dudar de la existencia de ese Dios. Yo quise decir que donde no llega la mano de un vivo ha de llegar la de un muerto. Danglars se estremeció y dijo: -Sí, es malo jugar con los muertos, -¡Oh! ¿sois cobarde y supersticioso?... Entonces nada haremos.
-Al contrario; os aseguro que nos entenderemos perfectamente.
-Pues bien; prometedme que en cualquier lugar que estéis, cuando llegue una orden mía la haréis sin titubear.
-Eso es mucho pedir.
-Por mi alma, estoy por despediros a puntapiés. -¡Hola!... -exclamó el barón, dando algunos pasos hacia atrás por instinto de miedo. -¿Queréis o no? Decidid. -Sea. ¿Y cuánto tiempo tendré de esperar? -Quince días. -¡Ah!...
-Ahora, prestad aquí vuestro juramento de fidelidad. -¿En dónde?
-¡Sobre la mano del muerto! -dijo Benedetto, abriendo el cofre donde estaba la mano de Villefort.
Danglars con gran esfuerzo extendió la diestra sobre ella, musitando la palabra "juro".
IX
LOS ESPÍAS FRANCESES
El maestro Pastrini era cauteloso y prevenido y tenía una cualidad innato a todos los de su oficio; esto es, la curiosidad encumbrada al último grado; así es que cuando advirtió salir a la visita del viajero francés, llamó a uno de los mozos de la casa, y mostrándole el misterioso barón, le encargó que le persiguiese hasta conocer donde moraba.
El mozo, astuto y sagaz como todos los vagos de Roma, efectuó a conciencia el mandato de Pastrini, y como resultado de esto el pobre barón empobrecido no daba un solo paso que Pastrini lo conociese al momento.
Luego de haberlo dispuesto de este modo, intentó hacer señal para que subiese un hombre que asiduamente deambulaba en la calle, frente a la posada, desde las tres hasta las cuatro o cinco de la tarde; este hombre, reconociendo la señal de Pastrini, se envolvió en la capa, se echó el sombrero sobre los ojos y subió la escalera, introduciéndose luego en una habitación que Pastrini había establecido como su escritorio.
El recién llegado se sentó, se despojó de la capa, tiró el sombrero y se dispuso a esperar; pero, mientras tanto, por aquella vieja costumbre del pueblo italiano, buscó en el bolsillo un rosario, y empezó a pasar las cuentas por los dedos como si rezase las relaciones.
-¡Hola! ¡amigo Pipino! -dijo Pastrini, ingresando al recinto, cuya puerta cerró precavidamente.
-¡Per la Madonna! -exclamó él guardando su rosario-. Mi nombre ya va siendo en exceso conocido por aquí a la luz del sol y será prudente que no lo pronuncies tan alto.
-Ciertamente es verdad; más, ¿qué quieres si el júbilo lo exigió? -respondió Pastrini.
-¿Y cuál es tu júbilo, o de qué es? -inquirió Pipino.
-Ya te lo dije -respondió Pastrini, tomando cierto aire de importancia que llamó la atención de Pipino-. ¿Te acuerdas de una cuestión que tuvimos, cuando estuvo aquí el refinadísimo villano, hechicero y antropófago, llamado conde de Monte-Cristo?
-¡Hola! Pastrini, eso va tuerto así -dijo Pipino frunciendo el entrecejo-. Cuando hables de nuestro patrón, de nuestro salvador, ha de decir el señor conde de Monte-Cristo, si no quieres que quedemos mal ¿entiendes? El signor conde me salvó la vida, logrando en mi favor la indulgencia de Su Santidad, cuando yo ponía un pie ya en las gradas de la mazolata, y resguardaba a mi jefe Luis Vampa, en lugar de entregarlo a la justicia, cuando por una casualidad ellos quedaron en sus manos; ahora debes conocer muy bien que no yo, ni Luis Vampa, ni ninguno de nuestros guerrilleros, tolerará que un hombre como tú hable sin cortesía en relación al signor conde.
-Digo que es lástima que el Capitolio esté desusado, porque, de no ser así, conseguiríais allí una corona de orador, ¿qué importa hablar así del conde de Monte-Cristo si yo trabajo en su favor?
-¿En su favor? -preguntó Pipino.
-Es verdad -contestó Pastrini dándose importancia-. Conocerás, pues, que en Francia tu conde de Monte-Cristo está tan mal visto que es perseguido por los agentes del Gobierno francés.
-¡También ésa! -dijo Pipino burlándose-. El, que tiene dinero suficiente para comprar la tolerancia de cuantos gobiernos hay en el mundo, desde los Dardanelos hasta Magallanes.
-Sí; pero sus buenas obras son las que le pierden; hay cosas que ningún gobierno puede consentir.
-¿Cómo es eso Pastrini?
-Por ejemplo, divertirse en matar gente, apartar casados con sus intrigas y mañas... ¿eso es bueno, Pipino? Yo sé que hablo con un bandido romano; pero no has tenido todavía la osadía de descender a un sepulcro para insultar los muertos y burlarte de su eterno descanso; vives con tu jefe, allá en las catacumbas de San Sebastián, es verdad; mas me consta que respetas los restos de los bienaventurados que allí reposan.
-¡Oh! Per la Madonna; con los muertos no quiero burlas.
-Está visto; tú o cualquier otro bandido podéis hacer cualquier fechoría a un vivo, porque, en fin... él las habrá hecho a otros y así se paga la regla; y Dios te perdona después de una pequeña penitencia de oración; pero el reír de los muertos y burlarse cuando sabemos que su alma está pagando lo que debe... esto es muy malo, Pipino.
-¡Sí, sí! -respondió el bandido-: ¡Los vivos nada tienen con los muertos, sino el deber de enterrarlos! Después, el cadáver es de la tierra, así como el alma es de Dios. Vamos, Pastrini; entonces el signor conde de Monte-Cristo es perseguido por el Gobierno francés. ¿Es verdad eso?.
-Tan cierto que para escapar de las pesquisas se vio obligado a mudar de forma y de nombre.
-¡Hola!... ¿Tenemos milagros? ¿cómo es posible, pues, que un hombre mude de forma?
-¡Ah!... La ciencia es infinita. Parece que fue creada por el diablo para tentar a los hombres y perderlos en el momento en que ellos tuviesen la vanidad de creer en su ciencia les había hecho poderosos y omnipotentes como Dios. Tu conde de Monte-Cristo es de los que tienen esa vanidad, porque por su mero juicio quiso proponer y disponer, como si tuviese la existencia del hombre y la existencia de Dios. Ahora ¿crees que nuestro gobierno dejará de perseguir a un hombre de éstos? ¡No! A estas horas los agentes de Francia se habrán puesto de acuerdo con nuestro ministerio, y mañana el famoso semidiós será perseguido, no sólo en Roma, sino en toda Italia.
-¿No me dijiste que había mudado de forma y de nombre? -preguntó Pipino, que comenzaba a creer lo que oía-. ¿Cómo, habiendo mudado de forma y de nombre, será reconocido por los agentes de Francia?
Pastrini se sonrió como una persona que disculpa la ceguedad de otra en un negocio cualquiera.
-Amigo Pipino -respondió palmeándole en la espalda-, aquí en mi casa está uno de esos agentes franceses, y éste desconfía ya mucho de un misterioso personaje que también está aquí.
-¡Qué dices! ¡El signor con de Roma! -exclamó Pipino con precipitación.
-¿Qué conde, amigo? Ya te dije que no hay conde de Monte-Cristo, sino sencillamente un misterioso hechicero a quien la ley persigue.
-¿Y tú crees en eso? -dijo Pipino moviendo la cabeza con aire de duda, pues la palabra "hechicería" la tenía por el más completo absurdo.
-¡Sí, creo! ¡Oh!... si tú vieras a mi huésped, macilento, bajo, flaco, trémulo, siempre envuelto en un largo capote, evitando mi encuentro y el de todos... y además habituado en los mismos cuartos que el conde habitaba...
-¿Y pagando como él?...
-¡Per Bacco! Ni un real de menos; por eso le sirvo y respeto ejecutando exactamente todos sus caprichos.
Pipino quedó algunos momentos pensativo; después, como si hubiese concertado un rápido plan, dijo:
-¿Alcanzará tu maña al punto de hacerme ver tu misterioso habitante de los cuartos del signor conde?
-¡Ah! ¿y para qué? -dijo el posadero.
-YO sería capaz de reconocerlo.
-Amigo, toma el consejo de una mala cabeza; una vez que tu jefe Luis Vampa está sobremanera relacionado con el conde de Monte-Cristo, anda a anunciarle sin demora su caída en la opinión de Europa. Esto le ha de ser ventajoso, para evitar cualquier sorpresa de la justicia, porque tú muy bien sabes, y yo lo mismo, que el bandido Luis Vampa debe la tolerancia de la justicia romana a la influencia del conde; de modo que rota esa influencia, yo no doy medio rosario por la cabeza de Luis Vampa.
-¡Pastrini! -exclamó Pipino-, ya te dije que quiero ver a tu misterioso huésped, para prestarle el apoyo de Luis Vampa. Si el signor conde le son precisos nuestros puñales y carabinas, a nuestro servicio, podemos mostrarle todavía que somos los mismos.
-Eres más cabezudo que un vizcaíno -dijo Pastrini levantándose-. Mi huésped no recibe a nadie. Si él es, en efecto, el antiguo conde de Monte-Cristo, debes respetar sus resoluciones, y trabajar por otro lado. Te convido a comer, y entretanto meditarás un nuevo plan.
En este momento se sintió una pequeña señal en la puerta y Pastrini hizo un gesto de inteligencia a Pipino, que se fue luego a sentar en el rincón más oscuro del cuarto a rezar su rosario. Pastrini abrió la puerta, y vio a la persona cuya llegada había presentido; esto es, el hombre que estaba encargado de seguir el supuesto agente en recompensa el permiso de ir a comer a la cocina de Pastrini, en la cual se reunían todas las noches algunos malandrines, que empleaba él en el giro de su pequeña policía y a los cuales alimentaba bajo el pretexto de simple caridad.
-¡Sangre de Cristo! -exclamó Pipino, levantándose y tomando su capa, así que el espía hubo salido.
-¿Qué es eso? -preguntó Pastrini, notando que el bandido se disponía a salir-. ¿Y la comida?
-Después de contarme tan extraña historia de mi salvador, ¿quieres que me detenga, imbécil?... Hasta mañana; ahora voy a sorprender al agente francés.
Y diciendo esto, hizo ese gesto de enérgica resolución, tan propio de los bandidos romanos frente de las más difíciles empresas, saliendo inmediatamente del pequeño escritorio de Pastrini, para dirigirse a la pobre habitación del barón arruinado, portero del Teatro Argentino.
-¡Ah! -exclamó Pastrini observándolo salir-. Yo siempre opiné que un hombre tan opulento y rodeado de tantas fantasías como el tal conde de Monte-Cristo, no podía se'r buen cristiano a pesar de su título. ¡Servido por un esclavo mudo! ¿Y por qué había de ser mudo su criado particular? Cuando no se realizan cosas que el mundo reproche, no es necesario tener un criado mudo. Después, su amante era una griega que no entendía ni el italiano, ni el francés, ni el inglés... Además, estaba relacionado con los bandidos... ¿qué más se precisa para dar mucho que hablar al mundo? Yo por mí iré hablando y voy viendo que el hombre era un refinadísimo truhán. -Vamos al cuarto del otro agente francés.
X
SORPRESA
Mientras sucedía el diálogo anterior entre Pastrini y el salteador Pipino, Benedetto cavilaba intensamente sobre el misterio en que parecía rodeado su vecino del primer piso; luego, como si hubiese tomado una decisión definitiva, se sentó y dispuso papel y plumas para escribir.
-¡Por fin voy a descubrir quien es mi vecino! -dijo triunfante-; mi proyecto es bueno y desde ahora le auguro un bello resultado.
A continuación escribió esta carta:
"Una persona que mucho distingue y respeta a V. E., acaba de conocer que el secreto de V. E. está descubierto en Roma. Permítame V. E. que le avise, pues de ningún modo deseo que pase por el menor vejamen.
Vuestro afectísimo
Conde de Monte-Cristo"
-¡Oh! Esta idea es magnífica -murmuró Benedetto al poner aquel título en la carta-. Este nombre es conocido por todas partes y por todas las gentes, y el misterioso vecino dará más crédito al aviso que le envío. Si fuera alguien que quisiera ocultar su verdadero nombre, ha de temblar y agitarse; de lo contrario, tirará a un lado este papel tomando por un intrigante a aquel noble señor.
En aquel momento apareció Pastrini, que con toda cortesía pidió la competente venia antes de entrar.
-Entrad -respondió Benedetto, cerrando la carta.
-Aquí está el billete que V. E. me encomendó para el Teatro Argentino; mañana se cantará la ópera Semiramis, en que cantan por segunda vez las señoritas d'Armilly.
-Muy bien.
-¿V. E. quiere darme sus órdenes?
-Esta carta ha de entregarse sin demora a vuestro huésped del primer piso.
-¿Cómo, excelentísimo?, él no recibe cartas.
-¡Vamos! Pastrini, nada de bromas, cuando os digo que ha de ser entregada, es porque así lo quiero.
-Sí, excelentísimo -respondió Pastrini con toda finura, después de mirara la carta-: pero aquí no veo un nombre... y una carta sin nombre es una cosa tan rara... ¿cómo queréis que le haga saber que V. E. le dirige esta carta?
-Sois muy porfiado, Pastrini, ¿no tenéis hoja de cinc, pergamino encerado o cualquier otra cosa de éste género, con la que envolváis esta carta, metiéndola después entre la pasta de un pastel, por ejemplo?
Pastrini se rascó la cabeza y dijo:
-¡Oh! Eso es, ni más ni menos, un abuso vergonzoso, que mancharía el crédito de mi cocina.
-Descansad; vuestro huésped no hablará de este suceso y el crédito de vuestra cocina quedará, por esta parte, sin mancilla. Vamos, Pastrini, me haréis creer, por vuestro escrúpulo, en la existencia de relaciones íntimas entre vos y vuestro misterioso huésped. Yo que soy, como sabéis, un estudiante natural de Picardía, que viajo por instruirme en bellas artes, examinando minuciosamente los monumentos de arquitectura antigua y moderna, estoy acostumbrado a no tolerar misterios, ¿habéis entendido? A más de eso, os declaro que yo desconfió mucho de vuestro huésped, esto es: lo juzgo sabio en química y física, a más de ser uno de los mejores arquitectos de Europa y quiero hablarle precisamente. Id, pues, Pastrini, tal vez ganéis una ocasión para hablar así a aquella especie de nigromántico que sería capaz de adivinar el día de vuestra muerte, con su nigromancia infalible.
Pastrini, que se moría por hablar al huésped del primer piso, se contentó con lo que Benedetto le encargaba y se encargó de remitir la carta.
Ahora sigamos a Pipino a casa del supuesto agente del gobierno francés.
Pipino, siguiendo la indicación de la casa donde vivía el pobre barón arruinado, actual portero del Teatro Argentino, llegó allí sin el menor incidente, después de haber ido en busca de su banquero (porque los bandidos romanos se entienden con algunos usureros o banqueros) para pedirle cierta cantidad de florines. Como persona hábil en su oficio de bandido, observó la casa, la puerta y las ventanas; reconociendo que no sería posible introducirse allí por medios violentos, recurrió entonces a la astucia y golpeó la puerta.
-Yo no quiero más que daros una carta, excelentísimo.
-¡Hola! Me da el tratamiento de excelentísimo -observó Danglars consigo mismo, agregando después en alto: ¿Decís que tenéis una carta de quién?
-No sé, excelentísimo; lo que puedo aseguraros es que la carta viene de Francia.
-¡De Francia! -dijo Danglars en voz baja y sintiendo la frente bañársele de sudor-. Acaso estéis equivocado, amigo. ¿Quién me la envía?
Pipino se turbó algo con la respuesta; empero, concibiendo luego un pensamiento, dijo:
-Es un señor que había en la posada de maese Pastrini, plaza de España.
-¡Vamos, es el tal Andrés Cavalcanti! -pensó Danglars abriendo la puerta.
Pipino subió al cuarto del pobre portero del Teatro Argentino, después de haber cerrado la puerta de la calle. En seguida, metiendo la mano en el seno, avanzó rápidamente hacia él, poniéndole en la garganta la punta de su puñal.
-Si dais el más ligero grito, señor barón, os corto el cuello.
La sorpresa del barón fue tal, que quedó sin hablar algunos momentos. Palideció y le acometió un intenso temblor nervioso.
-Sosegaos, señor barón -le dijo Pipino con toda amabilidad-; esto no quiere decir que tendré la honra de contaros el pescuezo. Es una simple advertencia, que no pasará de ahí, en el caso de que V. E. tenga a bien no gritar.
-Entonces, ¿qué me queréis? -preguntó Danglars, esforzándose para vencer el miedo.
-Es bien sencillo, señor -respondió Pipino-, Conozco vuestro secreto y sé mejor que nadie el objeto de vuestra presencia en Roma; pero aún existe en todo esto un pequeño misterio que quiero adquirir en nombre del señor Luis Vampa, en cuyas manos V. E. ya tuvo la bondad de entregar seis millones de francos.
-¡Brava ocurrencia! -dijo Danglars volviendo poco a poco de su sorpresa-. Cometéis un error imperdonable confundiendo así el verbo "robar" con el verbo "entregar". Si no fuera por ese error, habríais dicho: "del señor Luis Vampa, cuyas manos le robaron seis millones".
-Que queréis, excelentísimo; nuestra ortografía es así, y ahora la seguiré sin hacerle alteración alguna; pero vamos al asunto: V. E. sufrió aquel revés que le reparó el señor conde de Monte-Cristo, o por otro nombre, Simbad el Marino, y quedasteis sin duda muy predispuesto en contra suya, lo que yo no censuro, porque el sentimiento es libre, señor barón. Muy bien; yo, por el contrario, estoy inclinado a su favor, y por esta circunstancia podéis comprender que caminamos en opuesto sentido. Vos jurasteis, sin duda, destruir la roca y yo juré ampararla. Concluyamos, señor barón; Luis Vampa tiene el honor de poner con franqueza a V. E: el siguiente contrato: V. E. me ha de dar los nombres de sus socios, los ha de citar a una sesión misteriosa en el coliseo, durante la noche, y recibirá mil florines, de los cuales yo puedo tener la honra de dejar aquí algunos a cuenta.
El discurso del bandido era más extravagante y singular de lo que podía esperar el barón Danglars, que abrió sus grandes ojos y procuró convencerse de que no era víctima de un sueño. Pipino, que conoció esto, levantó la mano haciendo brillar la hoja de su puñal y golpeó con la otra el dinero que traía en el bolsillo, cuyo sonido agradable produjo en el ánimo de Danglars una dulce sensación.
-Señor -dijo él-, como habéis hablado de socios, deseo saber dónde tengo esos socios. ¿Ignoráis que actualmente soy un portero del Teatro Argentino? Yo no tengo negocios.
-Historias, señor barón; eso es disfraz que no tiene valor alguno en este momento. Sabemos que sois agente del gobierno francés y que trabajáis en la ruina del señor conde de Monte-Cristo.
-¿Yo?... ¿yo?... Todo lo que sé respecto de ese hombre es una especie de fábula semejante a los dientes de la Sibila cumana.
-Hablad, señor barón.
-Oí decir que el tal conde de Monte-Cristo sufrió un robo importante que le dejó muy mal.
Pipino se sonrió meneando la cabeza.
-¿Entonces, cuánto le robaron?
-No fue dinero, pero sí una cosa muy singular, por la cual alcanzaba cuanto quería y satisfacía sus terribles venganzas...
-¡Tenemos novela! -dijo Pipino- ¿Qué especie de talismán es ése?
-La mano de un muerto -repitió Danglars.
Se dice -continuó el barón- que el noble conde de Monte-Cristo, que por mucho tiempo produjo, gracias a su magnificencia y raros caprichos, la admiración de Europa, cayó en un extremado ridículo, desde que le robaron su talismán. Ved aquí lo que sé.
Pipino tenía cierto grado de superstición, peculiar a los italianos de la ínfima clase y que constituye, por decirlo así, la religión de esos espíritus débiles, para los cuales cada palabra de misterios que ellos respetan solamente por una costumbre heredada con la sangre.
Pipino, bandido audaz y atrevido, que en su perfecto estado de razón y completa lucidez de espíritu, haría volar el cráneo de un hombre en cuyo bolsillo hubiese alguna suma de oro, no tendría ánimo de pinchar con un alfiler el brazo de un cadáver; y se le veía arrodillarse con todo respeto al lado de ese cadáver para murmurar una oración por el alma que le había animado; así, pues, el relato que acababa de oír, combinado con lo que le había dicho Pastrini, le produjo una viva impresión muy desfavorable al conde de Monte-Cristo, a quien le debía la vida.
Todos los sentimientos de simpatía que ese hombre le había inspirado, por su ilimitado poder y por su modo de pensar desligado de todas las prevenciones sociales, fueron en breve ahogados en el pecho del bandido, apenas se convenció de que ese poder sin límites, que parecía el mayor talismán de aquel hombre extraordinario, se basaba en un hecho horroroso, como el de poseer una mano de un muerto, que sin duda el había cortado impíamente, profanando el recinto de los muertos y perturbando el sosiego de la tumba. Pero todavía le quedaba la deuda de gratitud, y Pipino juró salvar la vida del conde, así como él le había salvado la suya.
-Señor barón -dijo a Danglars-, aunque me parezca bien extraño lo que acabáis de decir, no deshace lo que os he dicho respecto de vuestros socios.
-¡Que tenacidad! ¿Pero cuáles son entonces esos socios? Ya os he dicho que no tengo ninguna clase de negocios.
-Señor, no perdamos tiempo; os mataré sin remedio si rehusáis mi propuesta.
-Os juro que estáis engañado y os informaron muy mal: yo no persigo al conde de Monte-Cristo.
-Pues, bien, decidme quien fue el que le robó aquella extraña reliquia o talismán; os daré por ello mil florines.
Esta proposición no desagradó a Danglars y se inclinó a hablar.
-¿Y me podré fiar en vuestra discreción?
-¿Pues no, excelentísimo? -respondió Pipino.
-Muy bien; contad el dinero, si os place.
-Al momento -dijo Pipino, contando el dinero sobre las manos de Danglars-; ¡pero, señor barón, si V. E. no dijere francamente la verdad, pagará el engaño con la vida! Aquí está el dinero.
-Y también la verdad -dijo Danglars, continuando luego-; en la posada de Pastrini, en los cuartos del primer piso, puerta número 2, vive un hombre, natural de Francia que posee la reliquia dorada, según él dice, al conde de Monte-Cristo. Yo vi con mis propios ojos, guardada en un cofre de ébano con brazaderas de acero pulimentado, la mano de un muerto, envuelta en un pequeño velo negro, y vi también en uno de los dedos de esta mano ya disecada, un anillo de oro, en el que me pareció distinguir un hombre grabado.
Y el barón guardó el dinero, muy maravillado de que tan corto número de palabras le hubiese valido aquella valiosa suma de hermosos florines.
-Ahora, señor barón -dijo Pipino-, si V. E. quisiere tomarse la molestia de continuar esclareciéndome acerca de aquel hombre que posee la mano del muerto, yo, Pipino, representante de Luis Vampa, os aseguro que triplicaré la cantidad que habéis recibido ahora; pero os prevengo que en el momento que faltéis a la verdad; pagaréis infaliblemente con vuestra vida el engaño.
-Pero, yo nada se más de ese hombre.
-Podéis saber mañana o después.
-De este modo sí; ¿dónde os encontraré?
-No es necesario daros un punto de reunión, excelentísimo porque en el momento que sepáis alguna cosa, podéis revelarla sin escrúpulo a un hombre que os diere esta seña: "Dedicación de Vampa y de Pipino".
-¿Y dónde hallaré ese hombre?
-En cualquier parte.
-¿Y el dinero?
-Lo recibiréis de su mano.
Dicho esto, el malhechor se despidió de Danglars y se retiró muy satisfecho de su diligencia, contando con que la piedad de Danglars seria un buen motor de su investigación. Efectivamente, Danglars deseaba realizar aquel trabajo que juzgaba reunir dos condiciones muy difíciles de ligarse; esto es, poco trabajo y cuantioso lucro. Después concibió el propósito de renunciar a su empleo de portero del Teatro Argentino, se sonrió momentáneamente complacido con la idea de un futuro más gozoso y a continuación se durmió sosegadamente.
XI
MADRE E HIJA
La baronesa Danglars salió de París con la firme intención de dejar Francia, porque para una señora educada desde siempre a los placeres, a la ostentación y a los protocolos de una capital, las provincias no podían brindarle bienestar alguno, ni merecerle la menor simpatía, sino mientras durase la corta estación de primavera; y la señora Danglars no entendía la posibilidad una vida en una provincia de segundo orden.
De este modo, habiendo llegado a Lyón, se demoró allí mientras Debray le vendía su palacio de París, y le enviab a una orden para recibir el dinero; después, destinado este dinero para los gastos del viaje, se dirigió fuera de Francia y entró en ese pequeño brazo que parece haber lanzado la tierra con indolencia en las mansas aguas del Mediterráneo, y en que los hombres marcaron los Estados Pontificios y el reino de Nápóles.
Finalmente, la cúpula soberbia del edificio de San Pedro, dibujándose con majestad en el azulado cielo de Italia, se ofreció a la vista de la señora Danglars, cuyo pecho se dilató con placer, como si le hubiesen dado una nueva existencia.
Al día siguiente se instaló en la posada de Pastrini, de un modo singular, que le costaba el doble, pero que le convenía grandemente por algunos días, mientras no supiese con certeza si su hija y su marido estaban en aquella ciudad y con qué carácter vivían. Su pasaporte era de un joven de la familia Serviéres, enfermo, que viajaba para distraerse, y bajo este nombre estaba en la posada, vistiéndose de mujer sólo para ir de noche a los teatros. En la segunda noche que estuvo en el Argentino, fue fatalmente obligada por la casualidad a presenciar el debut de su única hija, y desde entonces no volvió a aparecer en el teatro, ni salía de su cuarto en la posada, donde, movida aún por un resto de soberbia y de orgullo, empezó a trazar un plan para separar a Eugenia de su carrera artística.
Resolvió, pues, ir a verla; y, en efecto, al día siguiente de la exhibición del Semíramis por las jóvenes d'Armilly, la señora Danglars, dirigiéndose a la casa de una vieja, donde alquilaba un cuarto particular mediante una pequeña suma, hizo su transformación de joven enfermo en mujer robusta y bella, y se metió en un carruaje dando al cochero al indicación de la casa de las dos señoritas d'Armilly.
Las dos amigas acababan de recibir un obsequio del empresario y se abrazaban con amor y entusiasmo, cuando oyeron parar el carruaje, y luego el sonido de la campanilla.
-¡Ah! con este llevamos contados veinticuatro -dijo Eugenia-. ¿No te parece esto enfadoso, amiga mía? ¡Veinticuatro carruajes en una puerta y en un mismo día! Podría decirse que vive aquí un ministro de Estado, un agente de alta política, o, en fin, un conde de Monte-Cristo; pero no saben todos que eres tú, mi linda y buena amiga -continuó Eugenia abrazándola y besándola-. El Arsace de ayer no se olvidará tan pronto a los romanos, porque ellos conocen mejor que nadie el valor de la música y la bella e inspirada expresión de tu fisonomía.
-Eugenia, ¿crees acaso que produje más efecto que tú?...
-NO; pero creo que sin ti yo no habría representado con propiedad aquel difícil papel de Semíramis.
-¡Oh! Tienes una idea exagerada de mí y llevas tu loca generosidad a olvidarte de tu propio mérito. Eugenia, allí están tus coronas que no exceden a las mías ni en valor ni en número; lo que equivale a decir, no que tu mérito es igual al mío, sino que el pueblo de Italia, sin hacer distinción entre nosotras, nos premia y justifica imparcialmente.
Eugenia nada contestó; pero abrazó con respeto y amor a su maestra, amiga y compañera.
En esto se abrió la puerta de la sala y apareció una mujer de regular edad, que era la criada de las señoritas de Armilly.
-¿Qué es eso, Aspasia? -le preguntó Eugenia-. Me parece que os he encargado que no queríamos ser interrumpidas en el momento en que nos preparábamos para empezar nuestro estudio.
-Disculpadme, señora -respondió Aspasia-; si vengo a interrumpiros no es por culpa mía, pues bien sé que a estas horas no queréis que os perturben; pero acaba de llegar una dama francesa, que, a pesar de haberle expuesto la orden recibida, quiere hablaros absolutamente.
-¡Quiere absolutamente! -replicó Eugenia, maravillada por la extraña pretensión de la tal señora francesa.
-Perdona, Eugenia -le dijo Luisa, y volviéndose después hacia Aspasia le preguntó-: ¿Dijisteis, señora Aspasia, que es una dama francesa?
-Sí, señora.
-¡Oh! -dijo Eugenia-, ¿no tendría una tarjeta que enviarnos? Retiraos, Aspasia; no volváis, y si os diera alguna tarjeta, juntadla a las que ya os han dado hoy, y ponedlas en mi tocador.
Eugenia dijo estas últimas palabras acompañadas de tan imperioso gesto, que la señora Aspasia se vio obligada a retirarse inmediatamente. Las dos amigas se pusieron al piano para hacer su ensayo y un momento después tocaban el famoso dueto de Semíramis, cuando con grande indignación suya sintieron abrir la puerta y entrar a la criada.
-¡Oh! -exclamó Eugenia enfadada-; ¡de este modo no podremos estudiar hoy! Aspasia, ¿habréis por ventura sido obligada a beber las aguas del Leteo? Dicen que producen un olvido total.
-Mil perdones, señora -respondió Aspasia-; la dama de quien os hablé ha querido que os entregue su tarjeta.
-¡Magnífica idea! -Exclamó Eugenia-. Hará media hora que la dama decía querer absolutamente; ahora ha suavizado un poco el adverbio, y quiere positivamente. ¡Luego tal vez entre por aquí a viva fuerza! Esto es muy gracioso...
-Mostradnos la tarjeta, señora Aspasia -dijo Luisa extendiendo la mano para recibirla.
Aspasia se adelantó, entregando un rico cartón, donde estaba grabado en letras de oro un nombre aristocrático de mujer.
-¡Será posible! -exclamó Luisa, pasándola rápidamente a Eugenia.
-"La baronesa Danglars" -dijo ésta leyendo el billete y soltando una pequeña carcajada-. ¡Oh!, amiga mía, tu palideces! ¿Crees que esta señora viene a visitarme? Yo, por mi, la conozco bien, y estoy inclinada a creer que viene apenas a cumplimentar a las dos d'Armilly. Introducid a la señora baronesa -dijo a la criada con perfecta indiferencia, haciéndole señal con la mano para que saliese inmediatamente.
Las dos amigas quedaron pensativas por algunos momentos, con la vista fija en la tarjeta que había venido a perturbar la paz íntima de sus almas. Eugenia corría de tiempo en tiempo el dedo sobre el teclado del famoso piano, y aquellos sonidos espontáneos, rápidos y consecutivos de escala, disfrazaban un suspiro que huía del pecho de Eugenia y el cual la artista no quería que fuese oído por su amiga.
La baronesa Danglars no tardó en presentarse; venía esmeradamente vestida de terciopelo negro, con toda la elegancia acostumbrada en ella.
Eugenia caminó después a su encuentro, e inclinóse con respeto como para besarle la mano; pero la señora Danglars permaneció inmóvil y Eugenia se puso colorada como una grana.
-Vamos Eugenia -dijo al fin la señora Danglars-; te busco en Roma, bajo el nombre de Eugenia d'Armilly, y Eugenia d'Armilly no tiene deber alguno que la obligue al testimonio de respeto que tú quieres prestarme.
Y diciendo esto, la señora Danglars lanzó una mirada oblicua a la amiga de su hija, que pareció haber comprendido la parte que le tocaba en aquellas palabras; después, como para empezar la escena dando una lección a su hija, miró en torno suyo, como si buscase una silla.
-¡Oh! Sentaos -le dijo vivamente Eugenia, en el momento en que la baronesa le decía también:
-No sé si entre las actrices hay las mismas costumbres de la sociedad en general; sin embargo, os advierto que no estoy acostumbrada a hablar de pie.
A estas palabras, pronunciadas de un modo que parecían nacidas del más profundo desprecio, Eugenia se puso lívida como un cadáver, y Luisa, que era de una constitución más nerviosa se puso roja como la rosa de Turquía.
-¡Señora -dijo Eugenia al fin, haciendo un esfuerzo para dar firmeza a sus palabras-: en casa de las actrices hay las mismas costumbres que entre el resto de las gentes y muy principalmente en Italia, donde debéis saber que la aristocracia del arte casi iguala a la del nacimiento.
-Me parece que no sólo la iguala, como decís, sino que la excede también. De otro modo, creo que ella no os hubiera merecido una tan grande simpatía. ¡Oh! ¡sólo Dios sabe cómo esto ha sucedido! Frecuentemente los malos consejos imperan de tal modo en las personas inexpertas, que las obligan a los más extravagantes disparates.
La baronesa volvió a lanzar una mirada oblicua sobre Luisa como para observar el efecto de sus palabras.
Eugenia se estremeció de rabia y orgullo ofendido; iba a hablar, pero la voz de su madre le cortó la palabra.
-Eugenia, ¿pensabais tal vez preguntarme el objeto de mi visita? Os aseguro que no es difícil de suponer. Cuando se pertenece por nacimiento a una de esas clases distinguidas de la sociedad, no es posible seguir todos nuestros caprichos con la misma felicidad y desenvoltura que los hijos de familias plebeyas que nada tienen que perder y sí que ganar en el mundo. Sí, Eugenia; aunque habéis emprendido la carrera de artista, y ocultado fuisteis bastante fuerte para mudar vuestra existencia toda y seguís siendo, a los ojos de los que os conocen, la misma Eugenia Serviéres y Danglars. Pues bien; estos nombres no pueden en manera alguna pertenecer a una actriz, por muy noble que sea su estado, principalmente cuando yo, que soy vuestra madre me considero todavía con el derecho de impedirlo.
-¡De impedirlo, señora! -exclamó Eugenia con voz humilde y la mirada clavada en el suelo.
-¿Y por qué no, Eugenia?
-No os comprendo, madre mía.
-¡Oh! ¡En verdad es bien fácil! Cuando he empleado la palabra impedir, quise cortar por mis consejos el loco desvarío de mi hija. Tal es mi deber, Eugenia, y si tú olvidaste cuánto me debías, no me sucede lo mismo a mí.
-Madre mía -murmuró Eugenia, en cuyos párpados asomaban dos lágrimas-, sois buena y generosa, y por eso esperé siempre vuestro noble perdón; pero no creáis que yo abandone mi noble carrera de artista por las etiquetas enfadosas y por la monotonía estúpida de una juventud vulgar. Sí; cuando yo concebí mi plan de fuga, cuando lo realicé con determinación y coraje, arrostrando muchos sinsabores y algunos peligros, no fue con la idea de volver después a la casa paterna como la niña arrepentida de haber cometido una falta. Yo os respeto y os estimo mucho... pero qué queréis...; esta vida libre y laboriosa es toda mi ambición...
-Basta, Eugenia -dijo la baronesa levantándose-. Yo sé a quién debo tu desvarío, a quién debo el amargo sinsabor que sufrí en aquella noche fatal... ¡Oh! Si yo lo hubiese sospechado entonces... ¡no tendría ahora que ser la madre de una actriz -¡Señora!...
-Mas no lo seré por mucho tiempo, Eugenia -continuó la baronesa-. Tú no querrás matarme con este disgusto, ¿no es así?...
-¡Oh! Madre mía; ¡por piedad!... vos no comprendéis lo que supone decir a una actriz por espontánea y natural vocación: deja de ser artista y redúcete a tus proporciones de mujer vulgar.
-¡Hermoso ejemplo! -interrumpió la baronesa con una sonrisa irónica-; tienes una alta idea de ti misma, Eugenia. ¿Y piensas tú acaso lo que es para una señora de buen nacimiento y de escogida sociedad tener una hija sobre las inmundas tablas de un teatro? ¿Una hija a quien ella amaba, educada con cuidado y orgullo?... ¡Eugenia, esto es mil veces peor! ¡Oh! una de nosotras ha de hacer el sacrificio, ¿entiendes, Eugenia? Yo no vengo aquí a hacer un debut de sentimentalismo, bajo el color que se disfrazan las actrices para brillar. Ellas, a fuerza de fingir, a fuerza de adoptar lo que sus papeles necesitan, ya no pueden valorar el verdadero dolor o el verdadero placer que nos afecta.
-¡Madre mía! -gritó Eugenia estremeciéndose y rompiendo con los dientes su lindo pañuelo bordado.
-¡Por qué te impacientas! ¿No me has dicho que eres una actriz?; te hablo, pues, como hablaría a cualquiera otra.
Y volviéndose la señora Danglars hacia Luisa. Le dirigió entonces directamente la palabra diciéndole:
-Señorita Luisa d'Armilly, permitid que os agradezca el desvelo con que enseñasteis la música a mi hija Eugenia. En efecto, la discípula honra a la maestra, y aún sería hoy muy difícil distinguir cual de las dos lo es.
Luisa lanzó una mirada suplicante a su amiga Eugenia, que inconscientemente dio un paso, colocándose entre la baronesa y ella, para responder:
-Hoy somos dos amigas íntimas, compañeras de trabajo, de estudio, de gloria y de fortuna -dijo Eugenia-, vos, madre mía, que por vuestro nacimiento jamás tuvisteis ocasión de trabajar y estudiar para compraros un nombre o alcanzar los medios de subsistencia, no sabéis lo que es esta amistad santa que nos une. Pues bien, respetadla al menos. En los salones de vuestra sociedad no hallaréis amistades como la nuestra; en los fastos de la nobleza no existe esta sencillez sublime. Por ella es por lo que yo desprecio el nombre de la ilustre familia de que desciendo; por ella es por lo que yo renuncio a la preciosa fortuna que me pertenecía...
La baronesa se estremeció al oír estas palabras. -Por ella es finalmente -continuó Eugenia abrazándose con Luisa-, por lo que os digo: madre mía, yo seré siempre vuestra hija, pero seré vuestra hija, y seré artista.
La baronesa, comprendiendo que no tenía más que hacer en aquella primera visita, pronunció algunas palabras enérgicas y salió precipitadamente de la casa de las dos amigas. Para una señora como la baronesa, que no podía avenirse con la idea de retirarse de la sociedad en que había vivido; para una señora tan llena de aquella vanidad de familia, que por mero instinto de un orgullo mal entendido repudia la medianía social y las clases proletarias, nada había peor que la terrible vocación de Eugenia.
La baronesa tendría que salir de Roma, donde, dentro de poco, algún periodista, ávido de un artículo interesante, publicaría sin embarazo la vida de una nueva actriz, y una de las dos d'Armilly sería en tal caso conocida por Eugenia Danglars, que por una vocación sublime abandona madre, familia, honores y riquezas para seguir la difícil carrera de Taima.
La baronesa tuvo un momento de meditación sobre la fatalidad que parecía perseguirla desde cierto tiempo. La fuga de su marido; la aparición de aquel desgraciado joven a quien ella había dado la vida; la carta fatal, escrita por su amante al morir; la extravagancia de su hija Eugenia, todo parecía conjurado para abismarla. Pero la baronesa no era de esos espíritus débiles que se dejan aplanar por la fatalidad; su orgullo y amor propio se sublevaban ante esta idea y le prescribían el camino que debía seguir. Juró impedir el paso de Eugenia, y se dispuso a empezar aquel trabajo misterioso, en el cual empleaba toda su inteligencia y aguda perspicacia de mujer del gran mundo.
XII
LA CARTA DE BENEDETTO
La visita que hizo la varonesa Danglars a su hija, dijimos nosotros, fue antes de Benedetto haberle escrito la carta con la firma falsa de Monte-Cristo; y por eso los acontecimientos que vamos a narrar, consecutivos a la mencionada visita, también se desarrollaron antes de la referida carta, cuyo resultado más tarde veremos.
La baronesa Danglars tenía, como dijimos, un cuarto particular en casa de una mujer vieja donde realizaba su transformación de joven enfermo en mujer sana y bella.
La señora Danglars, que por una exigua cantidad compraba el silencio de la vieja, aumentó dicha porción para tener el derecho de exigir secreto de mayor importancia; lo cual agradó mucho a la vieja; así, pues, la llamó y le dijo:
-¿No habrá en Roma un hombre decidido, que sea capaz de una empresa difícil, pero lucrativa?
-Hay muchos.
-Lo más inteligente posible.
-Lo hallaré.
-¿Cuándo?
-Mañana.
-Corriente, ese hombre habrá de frecuentar el teatro, como persona habituada a este género de espectáculos.
-¡Oh! respondo por él.
-Habrá de llevar acabo una especie de rapto.
-Uno o dos, cuantos quisiereis.
-¿Y quien me responderá de su obediencia?
-Su propio interés.
-¿Y de vuestra discreción?
-Lo mismo que me garantiza la vuestra. Vinisteis aquí y creí que erais hombre; después vi que sois mujer como yo. Desde entonces frecuentáis mi casa, donde mudáis de ropa y forma siempre que os place; no sé quien sois ni lo indago. Si fueseis criminal y os capturasen, espero que no hablaréis de mí.
La baronesa tuvo que sufrir este modo de pensar de la vieja y esperó hasta la noche siguiente, con impaciencia, que pareciese el hombre necesario para consumar el rapto.
Cuando llegó la noche, el joven enfermo de la familia Serviéres, salió embozado en su capa, y se dirigió a casa de la vieja, donde, contra su costumbre, no quiso mudar de ropa, ni transformarse en baronesa Danglars. -¿Y el hombre? -Aquí está. -¿Quién es?
-¡Alto mi señora; que os sirva bien y paguelo su excelencia, y los demás a Dios pertenece. -¡No le descubráis mi sexo! -Descuidad.
-Ahora poned la luz de aquel candelero de modo que me dé sombra y hacedle subir.
La vieja obedeció y el supuesto joven de la familia Serviéres se embozó en su capa, recostándose en una gran silla de hamaca.
Momentos después sintió los pasos de un hombre que subía la escalera y luego vio aparecer a este hombre, en cuya fisonomía se revelaba la astucia de la zorra y la valentía del león. Con una rápida mirada examinó el joven Serviéres con vos disfrazada. -Sí, excelentísimo -respondió el hombre. -¿Aún cuando la comisión que se tratase fuera un rapto?
El bandido se sonrió e hizo un gesto de indiferencia, como dando a entender que esperaba algo más difícil.
-Muy bien -continuó Serviéres después de pensar un momento-. ¿Nos escuchará alguien?
-Estamos solos -respondió el bandido.
-¿Acostumbráis a frecuentar los teatros?
-Cuantos hay en el reino de Italia. -¡Ah! ¿entonces habéis visto toda Italia?
-Conozco este brazo de tierra desde Regio hasta Aosta, tanto del lado de Córcega como del adriático. -Se trata del teatro Argentino. -Hablad.
-¿conocéis a las nuevas cantantes? -¿Quién no conoce ya en Roma a las señoritas d'Armilly?
-Me refiero a la más joven. -¿Eugenia? -Sí.
-Continuad.
-Figuraos que hay un hombre que la ama con delirio. Con este hondo sentimiento que hace olvidarlo todo para conseguir el objeto amado; que se fortalece con el frío desdén de la persona amada; y que, semejante al rayo que atraviesa las regiones de hielo, es preciso que venga a su punto determinado. -Pues bien...
-Se trata de robar a la señorita Eugenia d'Armilly. -Es muy sencillo. -¿Cuando?
-Indicad vos mismo la noche y la hora. -¿Cómo?
-Excelentísimo, he oído decir que pagabais bien; por tanto, debo serviros bien; os repito, pues, que indiquéis la noche y la hora para ejecutar el rapto.
-Antes de todo, quiero recomendaros una cosa -dijo Serviéres vacilando, como si temiese cortar con ese golpe traidor la libertad de Eugenia. -Decidla.
-El más profundo respeto... -Desde luego.
-La menor violencia posible. -No tengáis cuidado. -¿Y quien me asegura vuestra puntual obediencia?
-Me pagaréis después del trabajo, excelentísimo, y la señorita Eugenia dirá por su propia boca si le falté el respeto debido, excepto en el acto de apoderarme de su persona.
-¿Dónde os encontraré?
-¿Conocéis las catacumbas de San Sebastián?
-No -respondió Serviéres, continuando después-: la misión es un poco más extensa. No basta el rapto; es necesario conducir a Eugenia hasta Ñapóles.
-Yo no puedo encargarme de eso.
-Pues bien; ¿la conduciréis al convento que os indique?
-Eso sí, con tal que nos abran las puertas.
-Las abrirán.
-Indicadme, pues, la noche del rapto...
-La primera en que se presente Semíramis, antes de empezar la función.
-¿El convento?
-Os mandaré aquí el nombre de él mañana al mediodía.
-Entonces, como no he de tener honor de volver a veros, pagadme ya.
Serviéres estaba prevenido, y sacando su bolsillo, contó al bandido el dinero que le pedía.
-Muy bien -dijo la señora Danglars así que le vio salir-. El convento curará tu delirio de una libertad que me compromete, Eugenia, y tú te arrepentirás un día de haber abandonado a tu madre.
En la noche del día siguiente, recibió la señora Danglars la carta que le dirigía Benedetto por conducto de Pastrini; esta carta estaba concebida en los siguientes términos.
«Una persona que aprecia y respeta mucho a vuestra excelencia que se lo avise, pues en manera alguna deseo sufra el menor contratiempo.
«Vuestro afectísimo, Conde de Monte-Cristo»
Si la cabeza de Medusa con sus serpientes en vez de cabellos y con toda la horrible fealdad que le dio la vengativa Minerva, hubiese aparecido suspendida en el aire a los ojos de la baronesa, no quedaría por cierto más pasmada de lo que quedó al terminar la lectura de la carta, firmada con el nombre de Conde Monte-Cristo.
-¿Sería aquello un mal sueño? Pero era ya la segunda que recibía.
Sin embargo, no veía más que la realidad de una carta en que se le decía que estaba descubierto en Roma su secreto. ¿Pero cuál era ese secreto? ¿A qué hacían referencia aquellas palabras sino a su reciente secreto de rapto proyectado de Eugenia? Sí, era precisamente a esto a lo que se refería el conde Monte-Cristo: ¿y dónde estaba él? ¿De dónde le escribía? ¿Cómo podía saber que la señora Danglars estaba en Roma?
-¡Ah! »- »se dijo ella con amarga sonrisa-; ¡me olvidaba que ese hombre extraordinario tiene el poder de ver en las tinieblas, de prever el futuro y de adivinar el presente, mientras él vive cubierto con el tupido velo del misterio! ¡para ese hombre no hay secretos en el mundo! Pero, ¿dónde estará? Es preciso verle, quiero oírle..., él es grande y poderoso y ha de socorrerme.
Diciendo esto, se sentó nerviosamente a su mesa y escribió, dobló el papel, le puso el sello y sobrescrito con estas palabras:
»Al Sr. Conde de Monte Cristo.
Con mucha urgencia.»
Cuando Pastrini recibió esta carta para darla al vecino del segundo piso, fue grande su sorpresa leyendo el sobre de ella. Estuvo para retroceder con el fin de objetar que semejante hombre no habitaba allí, ni estaba en Roma; pero acordándose de las palabras de Benedetto, y reflexionando que éste le explicaría el enigma, subió con pies de lobo al segundo piso y entró en la habitación de su huésped.
-Excelentísimo, vengo muy fatigado.
-¿Habrás caminado mucho?
-¡Oh! habrás subido corriendo la escalera!
-¡Per la Madonna! Vengo fatigado con el peso de una carta.
-¡Holamaese!...
-¡Pues no creáis que no!... sobre todo cuando la carta tiene escrito un nombre como el de ésta.
-¿Qué nombre?
-¡Conde de Monte-Cristo! -respondió Pastrini.
-Dádmela -dijo vivamente Benedetto, y antes que Pastrini tuviese tiempo de decir una palabra la carta estaba ya en la mano temblorosa del famoso criminal.
-Pero, excelentísimo, vos no sois el conde.
-Es lo mismo, soy su secretario...
-¿Vos? -dijo Pastrini espantado-, ¿vos? ¿no habéis dichoque...?
-¡Ah! Pastrini, os declaro que no continuaré una hora más en vuestra casa porque sois un curioso insoportable.
Pastrini no comprendía nada de lo que pasaba allí, desde algunos días y se vio obligado a retirarse a su pequeño escritorio, donde esperó ocasión de hablar a Pipino para contarle que estaba en Roma el secretario del famoso conde.
Benedetto salió de la hospedería de Pastrini, llevando su misterioso cofrecito y una pequeña valija de cuero que componía todo su equipaje, con el firme propósito de aprovecharse hábilmente del feliz descubrimiento que había hecho. Fue, pues, a casa del portero del Teatro Argentino, y golpeó con tanta insistencia la aldaba, que el pobre banquero arruinado dio cuatro saltos sobre la silla a riesgo de quebrarla. -¡Hola, barón! -gritó Benedetto.
-Todavía la misma manía, señor! ¿Queréis comprometerme, sin duda?
-Amigo mío, cuando os llamo barón es porque estoy convencido de que rescataréis vuestra fortuna -respondió Benedetto, subiendo y dejando a un lado su pequeña valija, pero conservando el cofre bajo el brazo.
-¿Qué es eso? -preguntó el barón-. ¿Vais a hacer algún viaje?
-¡Qué viaje! Cuando la gente se muda no debe dejar los trastos en la antigua casa. -¿Entonces os mudáis? -Es verdad... -Pero... -Decidme, amigo mío, ¿no tenéis por aquí algún cuarto vacío?
-¡Por vida mía!... ninguno -contestó el barón asustado.
-¡Vaya, señor barón!... ¡Ah!, y ahora que me acuerdo..., tengo que trabajar; dadme papel, pluma y tinta.
-¿Vais a escribir, entonces?
-Sí, respecto a vos.
-Eso es más serio; ¿a quién?
-A la baronesa Danglars -respondió Benedetto.
El barón dio un salto como arremetido por un violento ataque de nervios.
-¡Escribir a la baronesa!
-¿Y qué hay de extraño en ello, señor barón? ¿No os prometí devolvérosla con sus tres millones, una vez que tenéis queja de habérselos dejado? Pues bien; ella está en Roma, me ha escrito y voy a contestarle.
-¿Os a escrito?
-¿Conocéis su letra?
-Como la mía.
-¿Será ésta?
Y le enseñó la carta que la baronesa había dirigido al fingido conde de Monte-Cristo.
-¡Ah! -dijo el barón al leer el sobre-. La letra es de ella; pero decís que ella os escribió, y yo leo aquí un nombre que no es el vuestro.
-¡No es el mío! -dijo Benedetto sonriéndose y agregando luego-: mi querido barón, olvidáis mi reliquia milagrosa...; con vuestro permiso, dejadme descansar del peso de este cofre: ¡no lo toquéis! ¡contiene la mano del muerto!...
Danglars se estremeció a su pesar y Benedetto continuó:
-Noches pasadas ordené a la baronesa que viniese a Roma, y que vendiese su palacio y su vajilla en París. Ella obedeció; espera mis órdenes y vengo a consultaros sobre ello.
El tono decisivo con que Benedetto repitió estas palabras, admiró al pobre barón, que las escuchó con la boca abierta y los ojos asustados.
-Pero yo estoy soñando -murmuró sin comprender la razón de por qué desde algunos días hasta las tejas de su tejado parecían gotearle dinero y fortuna.
-Vamos, señor barón, salid de vuestro estupor, que de nada os sirve ahora. Voy a escribir a la baronesa anunciándole que iréis a visitarla.
-¿Yo?... Yo... ¡eso nunca!
-Comprendo; teméis que la baronesa os eche en cara vuestra conducta; pero os aseguro que no será así; por el contrario, la baronesa será la primera en lanzarse a vuestros brazos.
-¡Vaya!... cosa es que nunca hizo de buen grado.
-¡Lo hará ahora! Dejadme hacer -dijo Benedetto con tono imperioso y preparándose para escribir la siguiente carta:
«Señora; no estoy en el caso de daros consejos, pero mi parecer es que no os asustéis por cosas que no valen la pena.
«acabo de almorzar con el señor barón Danglars, en su lindísima casa de campo, y allí me enseñó objetos de mucho precio y mucho gusto, entre los cuales noté un retrato vuestro, y al verlo no pude menos que murmurar; bella baronesa, tenéis una mala índole, pero vuestra maldad agrada a cuantos os conocen.
«Di al señor barón la noticia de vuestra presencia en Roma, y estoy convencido de que él pretende daros mañana a la noche una sorpresa.
«En cuanto al rapto, contad con lo que os digo; no se efectuará porque fuisteis traicionada; pero vuestro cómplice nada revelará que os comprometa. »
Así que concluyó de escribir firmóse con el nombre de conde de Monte-Cristo y cerró la carta, poniéndole en el sobre; A la señora baronesa Danglars.
-Ahora necesito a alguien que conduzca la carta.
-Eso es lo que no hay, quiero decir, eso es lo que no tengo -respondió el barón, que no había cesado de pasear por la habitación mientras Benedetto escribía, calculando el modo de hacer productivos los millones de la baronesa, una vez que se volviese a unir con ella.
-¡Ah! la pobre señora desea grandemente tomar a vuestro lado, y vos sois hasta indolente cuando se trata del simple portador de una carta. ¡Vamos! escuchad... acaban de golpear la puerta... sea quien fuere os servirá.
El barón arrugó el entrecejo y preguntó quien era.
-Dedicación de... ¡Ah! diablo, señor barón, abrid, porque hay cosas que no se pueden decir así en la calle ni en la ventana -dijo desde afuera una voz de hombre.
-¿Qué fenómeno es éste querido? -preguntó Benedetto-. ¡Ya no soy yo sólo el que os llama barón!
-¡Por amor de Dios! Retirad de aquí vuestro equipaje y pasad a aquel cuarto... o mejor a la cocina... o si no... mejor será que os retiréis del todo.
-¿Estáis loco, señor?
-¡Ah!... eso... eso... -exclamó el barón.
La señal se repitió en la calle y el barón saltaba como si pisara sobre ascuas.
Benedetto fue a la puerta y la abrió, mientras que Danglars, que no pudo evitar el movimiento, hizo un gesto de notable contrariedad y adoptó al instante una fisonomía que explicase bien el caso al recién llegado.
XIII
EL FINGIDO SECRETARIO DEL CONDE DE MONTE-CRISTO
La inesperada visita que se presentaba era Pipino que, habiendo oído decir a Pastríni que estaba en Roma el secretario del conde de Monte-Cristo, corría en busca del barón para saber por él algunos detalles; pues, como dijimos, los bandidos de la cuadrilla de Vampa profesaban un profundo cariño al conde.
Danglars se hallaba en una posición dificilísima y temblaba de su mal éxito.
Pipino subió lentamente la escalera y se presentó, aunque algo desconcertado por la presencia de un extraño.
Danglars le dirigió una mirada significativa y suplicante como diciéndole: "sed prudente, no me comprometáis". En cuanto a Benedetto, quedó satisfecho notando por el traje de Pipino que era hombre de ganar, calculando que ya tenía un portador para su carta; así, pues, avanzó un paso, y dijo:
-Amigo, ¿queréis tener la bondad de encargaros de una comisión?
-¿Qué cosa? -preguntó Pipino, mirándole fijamente como por instinto.
-Una carta -dijo Benedetto, sosteniendo con estoica indiferencia la mirada penetrante del bandido-; una carta que deberá entregarse hoy mismo en la posada de Londres.
-¿A quién, signor?
Danglars hizo un gesto suplicante; pero Benedetto respondió sin el menor escrúpulo:
-A la baronesa Danglars. Deberéis entregarla a un huésped que habita los cuartos números 2, 3 y 4 del primer piso, y éste la recibirá.
-No tengo dificultad alguna, iré; pero si me preguntasen quién la envía...
-Diréis simplemente que es el secretario del conde de Monte-Cristo.
Procurar describir los grados de sensación que se pintaron en la fisonomía del bandido al oír estas palabras sería imposible. Retrocedió por un instinto de respeto; luego se estremeció a su pesar, poniéndose pálido, como si el nombre que había oído le trajese a la memoria un lúgubre recuerdo; después miró a Danglars con aquella mirada que le caracterizaba, y por segunda vez miró a Benedetto, que se conservaba impasible.
-Perdón, signor, ¿conocéis a ese de quien habláis? -¿Al secretario o al conde? -Uno y otro.
-Los conozco, porque uno de ellos soy yo. -¿Sois, entonces, el señor conde? -Uno y otro.
-Ya os lo dije, mi amigo, y la insistencia de vuestra pregunta me hace creer que conocéis al conde. Pipino bajó la cabeza. -¿Lo habéis servido en algún tiempo? -¡Oh! -dijo el bandido-. Fue S. E. quien tuvo la bondad de servirnos.
-¿De servirnos? Hola... entonces eso nos quiere decir mucho, amigo mío, y me da deseos de hablar con vos en ocasión más oportuna.
-Estoy a vuestras ordenes, signor, pero supongo que debéis tener alguna señal. -La tengo. -¿Cuál es?
-Mi caro señor barón -dijo Benedetto a Danglars-, hacedme el favor de dejarme solo con este hombre. El barón pasó a la pieza inmediata. -Muy bien -continuó Benedetto-, ¿conocéis que clase de hombre es el conde? -Extraordinario.
-Como se puede deducir por esta señal que le guía su destino en este mundo, donde él camina esplendente como un rayo del sol. Vedla.
Abrió el pequeño cofre, y el bandido retrocedió lleno de espanto, llevando la mano a los ojos y murmurando: -¡La mano del muerto!
Benedetto ocultó luego la célebre reliquia, notando con placer el efecto que había producido en Pipino. -De hoy en adelante esa será la palabra de orden. -¿Cuál orden, señor? no hay entre nosotros palabras de tal naturaleza, ni nunca existió otra que no fuese el nombre de S. E.! yo os pedía una señal, un indicio, una palabra cualquiera, por la que me cerciorase del signor conde. Entretanto, voy creyendo que esta ridiculez no es propia de un hombre que parece superior a la vida y a la muerte, como el signor conde. -¿Quién sois vos?
-Un hombre a quien S. E. salvó la vida y que juró obedecerle en todo y por todo. ¿Os basta eso?
-Pero creo que perteneces a una asociación..., porque has empleado el término "nosotros" cuando hablaste la primera vez del conde.
Pipino miró alrededor de sí y por último acercándose más a Benedetto, murmuró: -Soy amigo de Luis Vampa.
-¡Ah! es un hombre que conozco bien hace tiempo... por oírlo repetir al conde y a su criado Bertuccio. -Bertuccio... lo conozco mucho.
-Pues bien; tengo algunas instrucciones para Luis Vampa.
-¡Ah! ¿tenéis? Entonces podéis encontrarlo en el Coliseo; él irá allí si os place para recibirlas.
-Bueno, y vos me acompañaréis para presentarme, pues ni le conozco ni me conoce. Nos reuniremos aquí pasado mañana; entretanto llevaréis esta carta a la baronesa Danglars, y os prevengo que no esperéis respuesta.
Pipino se inclinó y salió sin la menor réplica, para dirigirse corriendo a la vía del Corso.
-Barón... barón -gritó Benedetto.
-¡Ah! vos sois el diablo -dijo Danglars colocándose asombrado frente a Benedetto.
-Seré cuanto os plazca, amigo mío; pero decidme, ¿quién es ese hombre que acaba de salir?
-Es Pipino, el segundo jefe de la cuadrilla Vampa.
Benedetto dio un grito de sorpresa.
-¿Qué es eso?
-Nada, barón... no es nada... quería decir que aquella mano del muerto no llegará muy tarde al punto que se dirige, porque debéis saber que la persona a quien pertenece, tenía una misión que cumplir sobre la tierra. Sí -continuó con exaltación-; allá desde el fondo de tu silencioso túmulo de mármol, la venganza levantará tu brazo justiciero a la faz de la tierra; ¡ánimo, ánimo! ¡tú llegarás... tú llegarás!
Y diciendo esto, extasiado en su delirio, tomó del cofre la disecada mano y la besó con entusiasmo y respeto, derramando una lágrima.
Danglars le miraba con espanto y terror, porque no comprendía lo que encerraban aquellas palabras, ni aquel loco entusiasmo de Benedetto.
-Señor -le dijo éste después de haber vuelto al cofre la preciosa reliquia que tanto horrorizaba a Danglars-: ¿qué clase de hombre es Luis Vampa?
-¡Oh! tengo motivos para conocerlo bien, pues, como sabéis él fue quien me despojó de aquellos seis millones que me disponía a gastar en Roma.
-Sí, los millones que Monte-Cristo tuvo el mal gusto de decir que no eran realmente vuestros.
-Había en esa frase algo inexacto... no me acuerdo cómo fue el hecho.
-Volvamos a Luis Vampa.
-Es un hombre que cumple su palabra, y a quien, según me pareció, obedecen ciegamente sus cómplices.
-¿Es alto?
-Mediano
-¿Robusto?
-Regularmente: creo que poseerá la fuerza natural de otro cualquier hombre.
Benedetto parecía muy satisfecho con las respuestas de Danglars; y allá en su imaginación meditaba, sin duda, algún gigantesco proyecto, porque a veces su frente se nublaba y su mirada tomaba aquella expresión sombría y siniestra, como en el tiempo en que planeaba la muerte de su carcelero, en la cárcel de la Forcé de París.
-Ahora, mi querido señor -dijo Danglars, llevando su liberalidad al fabuloso extremo de sacar de su armario una botella de lacrima-christi, que es uno de los ramos preciosos del contrabando de Italia-: aquí tenéis con qué mojar la palabra, y puedo también ofreceros, para entretenerla, algunos buenos bizcochos de Jamaica.
-¡Oh! sois un excelente patrón... y me dais tentación de prolongar mi hospedaje. Felizmente no os incomodaréis con eso, porque no he de tardar un momento en que volváis a uniros con vuestra esposa, y entonces... y agotó una copa de vino.
-Gracias, barón; pero este es mi carácter; gusto mucho de estas conmociones, y desde ahora me parece que me deleitará sobremanera la escena patética de nuestro encuentro con la interesante baronesa; después no me busquéis más; yo desapareceré a la manera de esas lindas aves que ofuscan con el brillo de su plumaje y encantan con la melodía de su voz... de esas aves de Juvenal a quienes se llama fénix. -¿Y dónde partís?
-¿Yo?... ¡Oh! ¡preguntad al rayo de las tormentas el punto al que se dirige, cuando rasga el seno de las nubes, hiende el espacio y se proyecta a nuestra vista, rápido y poderoso!... Iré a donde me lleve aquella descarnada mano.
-¡Por mi alma, señor! -replicó Danglars-, me disgusta esta historia; no tengo la menor simpatía por lo maravilloso y será difícil hacerme creer que vuestro camino es designado por la mano seca de un cadáver.
-¡Oh! ¡es que vos no sabéis que efectos produce en mí aquella reliquia! ¡qué de ideas despierta en mi cerebro abrasado por el fuego del sufrimiento y por la fiebre de la desesperación!... ¡Oh! perdonad, señor -continuó Benedetto, mudando de tono y sonriéndose con ironía-, estas cosas nada os interesan...; hablemos de otras.
-Eso es justamente lo que nos conviene.
-Según me parece, tenéis relaciones con los bandidos de Vampa, mi querido barón, pero tranquilízaos, que el hábito no hace al monje; ¿qué importa que exista algún género de comercio entre ellos y vos?... por eso no dejaréis de ser barón y de poseer los tres millones de vuestra cara mitad.
-No, señor, yo no tengo relaciones con ellos..., esto es... desde aquella célebre ocasión he conocido a Pipíno, y este bribón viene por aquí algunas veces a beber mis botellas de lacrima-christi.
Benedetto quedó bien convencido de que el bandido, en lugar de ir allí con ese fin, desempeñaba el empleo de abastecedor de vinos de la casa del barón. -¿Qué tal lo halláis? -¡Magnífico!
-Muy bien; ahora explicadme alguna cosa sobre la visita que debo hacer a la baronesa...; ya sabéis que estoy con los ojos cerrados en todo este negocio.
-Yo os lo abriré -dijo Benedetto, después de meditar un instante, durante el cual vació, con indecible pena del barón, cuatro copas de vino, consumiendo casi todos los bizcochos que había en la bandeja-. Mañana, a las seis de la tarde, os presentaréis a la puerta del primer piso de la posada de Londres con vuestro título de barón Danglars.
-¡Ah!... ¿mi esposa vive allí?... -preguntó ansiosamente Danglars de un modo que no escapó a Benedetto.
-No os he dicho que vivía allí; pero posee una habitación en la posada de Pastrini y nada más.
El barón suspiró, como si aquellas palabras matasen una idea despertada por las primeras.
-Bien -dijo sosegadamente-; vamos por partes. Llego y me anuncio con mi título y ¿después?
-¡Que estupidez! Después seréis recibido.
-Bueno, y...
Benedetto soltó una carcajada.
-Queréis pues que os enseñe todo lo que un hombre de tino debe hacer con una esposa, de quien estaba separado, y que posee tres millones de francos... En ese caso me veré obligado a deciros que sois tonto de remate.
XIV
ROBO
Entretanto, Benedetto se proporcionó una cama; metió bajo la cabecera su cofre y se puso a combinar bien sus proyectos para los trabajos del día siguiente.
Ayudado por el destino, el hijo del antiguo procurador del rey, parecía caminar sin dificultad en su carrera de crímenes. Así como la fortuna tiene a veces el capricho de hacer a un hombre su favorito, la desgracia echa mano de otro para convertirlo en su víctima y marcarlo con el hierro de la ignominia para toda su vida, desde su primer paso hasta su último suspiro; para este hombre no hay ni Dios, ni amor, ni patria; hijo del crimen, su herencia en este mundo es el crimen y la maldición, a través de la cual sólo alcanzaba la noche perpetua de la eternidad, la nada.
Benedetto parecía no ser otra cosa que uno de esos hombres hijo de la fatalidad, para quien los hombres no son hermanos, pues le habían arrojado al rostro con una carcajada sarcástica los lazos civiles y religiosos que los debían ligar en una misma familia.
Y ¡cuántas veces suponemos que estos hombres, hijos de la Providencia, como todos los otros, son, por los misteriosos secretos del Eterno, excluidos de la comunidad de la virtud, para castigar con ellos a los que, juzgándose gratuitamente los elegidos de Dios, abusan de la fuerza y del poder que ese Dios les había concedido, y se dejan conducir a impulsos de la pasión que los domina!
Benedetto perseguía a uno de estos hombres, que había abusado de su poder y de su fuerza, desmintiendo así en la tierra uno de los más bellos atributos del Eterno: ¡la misericordia! ¡Ah! ¡criaturas mezquinas que os juzgáis tan iluminadas como Dios y tan poderosas como él; y al fin, ese fuego que sentís en vosotros, y que creéis la llama sagrada de la inspiración, no es mas que el delirio excesivo de una pasión terrestre que os domina y arrastra.
Así prostituís con vuestra conducta la justicia infinita y la bondad sublime del Creador.
Así lanzáis la discordia, la muerte y el martirio en torno de vosotros, como la semilla de la maldición, ¡y decís que esa es la justicia infinita y sublime de un Dios omnipotente que os inspira!
He ahí cómo el hombre que más justo se cree sobre la tierra viene a poseer uno de los mayores defectos de la humanidad: ¡la vanidad!
Habiendo la baronesa Danglars recibido la carta que le enviara el supuesto conde de Monte-Cristo por medio de su secretario, creía firmemente que el conde estaba en Roma, y que por uno de los muchos caprichos peculiares a ese hombre, quería conseguir su simpatía antes de presentársele. Pasado el estremecimiento que le produjo la primera carta en que aquél le comunicaba estar descubierto su secreto en Roma, volvió prontamente a su sosiego ordinario, apenas recibió la segunda en que le aseguraba que podía tranquilizarse y que su nombre no quedaría comprendido en el loco proyecto del rapto de Eugenia. Reflexionó, pues, con detenimiento sobre la conveniencia de unirse a su marido, cuya fortuna parecía favorable, en atención a que el sagaz Benedetto había escrito en su segunda carta estas palabras: "Ayer almorcé en la bonita casa de campo del barón, donde me hizo ver objetos de mucho gusto y valor".
Estas palabras fueron estudiadas, analizadas y comentadas por la señora Danglars durante cuatro horas.
Era claro que para tener el barón una linda casa de campo con objetos de gran gusto y valor, que hubiesen merecido la atención de un hombre como el conde de Monte-Cristo, debía estar rico el barón, y en tal caso la linda baronesa, que adolecía del defecto de la ostentación, no hallaba desventajoso olvidarse del pasado, después de un pequeño diálogo de recriminación, para unirse con aquel que al fin era su marido.
Sentado este primer juicio, resulta que el porvenir empezaba a aclarársele gradualmente a manera de los teatros, que poco a poco se van levantando y nos muestran un paraíso enteramente nuevo para nosotros.
La baronesa vio la ciudad de Londres; pero no la vio sombría y triste como ella es; la vio llena de placer, de lujo y de representación, como se torna para aquellos que la fortuna colocó en situación de respirar allí el aire de la sociedad distinguida.
Las leyes de la etiqueta que imperan en esta sociedad son un poco más severas que en otros países; la crítica y la censura persiguen muy de cerca de cualquier señora extranjera que no pueda presentarse en una posición bien definida y ésta era la razón por la que la señora Danglars no se había dirigido a Londres cuando salió de París.
Ella temía tres preguntas a este respecto, y todavía más que tres preguntas, tres respuestas que precisamente los críticos y los censores habían de buscar de noche y de día.
-¿Era casada?
-¿Era viuda?
-¿Era soltera?
Las respuestas a estas preguntas no eran de tal naturaleza que pudiera darse en plena sociedad.
La señora Danglars conocía bien el mundo y la sociedad de los distintos países; por esto prefirió dirigirse a Roma, donde, como hemos dicho, se preparaba para unirse con el barón Danglars después de una especie de divorcio que había durado casi dos años.
A las cuatro de la tarde del día siguiente a la noche cuyos sucesos quedan narrados en el capítulo anterior, el misterioso joven Serviéres, que vivía en el primer piso de la posada de Londres en la plaza España, había terminado de comer y desapareció para ceder su lugar a una señora de majestuosa presencia, aristocráticamente pálida, vestida elegantemente, y que no era otra que la interesante baronesa Danglars.
Pastrini no conocía esta transformación, porque cuando ponía la comida en la mesa veía el comedor desierto, y cuando iba a levantar el servicio tampoco hallaba persona alguna; así, pues, acostumbrado ya a este género de vida, nunca preguntaba por su huésped; a más de esto, éste pagaba puntualmente sin la menor dificultad; por consecuencia Pastrini, a pesar de las extrañas hablillas que circulaban ya, respecto al joven Serviéres, se limitaba a decir que el tiempo había de aclarar aquel misterio. La señora Danglars estaba esperando la visita de su marido que le fue anunciada por el señor conde de Monte-Cristo, cuando sintió la voz de Pastrini que le decía del lado de afuera del cuarto:
Signor, signoi...
-¿Que cosa? -preguntó la baronesa Danglars, engrosando la voz, y dándole aquella inflexión propia de la pronunciación italiana. -¿Peimesso? -Entrad.
Pastrini, que siempre hacía aquella misma pregunta, y que obtenía por contestación una negativa formal, hallando entonces quitada la barrera que siempre le había inspirado curiosidad, abrió rápidamente la puerta y se presentó lanzando una mirada inquieta y perspicaz por toda la pieza.
-¡Sangre de Cristo! -dijo para sí, notando la presencia de la señora Danglars-. ¡El joven Serviéres tiene lindas joyas en su cuarto; esto tal vez sea un excitante para sus ratos de mortal apatía. -¿Qué es esto, Pastrini, qué queréis? -Signora... yo buscaba... -dijo Pastrini mirando espantado por todos lados; pero la señora Danglars le interrumpió:
-Os entiendo; el señor Serviéres a salido, mas si queréis anunciar alguna visita podéis hacerlo.
-¿Será esto una obra de encantamiento? -pensó Pastrini-, La voz de esta dama es muy parecida a la del joven Serviéres. -¿Qué queréis, pues? -Ved este billete...
Y Pastrini le presentó una rica tarjeta, extendiendo mucho el brazo para evitar aproximarse a la señora Danglars. La baronesa tomó el billete y leyó: "El secretario del señor Conde de Monte-Cristo".
La baronesa hizo un movimiento de sorpresa; después, despidiendo con un gesto a Pastrini, salió éste.
Entretando, un hombre parecía esperar a alguien en la sala de descanso del hotel. Pipino, que andaba siempre allí buscando noticias, vio a este hombre, y quitándose respetuosamente el sombrero, fue a colocarse a su paso con la cabeza inclinada sobre el pecho.
-Signor -dijo, cuando Benedetto pasaba a poca distancia.
-¡Oh! ¿sois vos, Pipino? ¿qué queréis?
-Recibir vuestras órdenes.
Benedetto dio una vuelta más a la sala sin responderle y finalmente se paró frente al bandido.
-Necesito un coche para servicio del señor conde, dentro de media hora, con buenos caballos, y situado a poca distancia de la posada. Es excusado recomendaros que el cochero debe ser discreto.
-¿Como un mudo y un sordo? -preguntó Pipino-, ¡Ah! ya sé como gusta S. E. que le sirvan.
-Esperad -dijo Benedetto-, ¿Conocéis algún capitán de buque?
Pipino sonrió.
-Bien sé que conocéis muchos -dijo Benedetto inmediatamente-. S. E. me ha dicho que sois un hombre casi universal; pues bien, es necesario un pequeño lugre o pailebot, que pueda navegar para...
-¡Para la isla de Monte-Cristo, apuesto ya! -exclamó Pipino con aire de suficiencia.
Benedetto frunció el entrecejo y luego respondió como si comprendiese bien el asunto de que se hablaba como por casualidad.
-Habéis acertado, Pipino.
-Descuidad signor. Yo conozco en el puerto algunos hombres que no tendrían inconveniente en servir a S. E., y se considerarán muy satisfechos por la hora que reciben.
-Sois inteligente y bastará agregar que el buque debe estar dispuesto a hacerse a la vela de mañana en adelante, a la primera señal.
-Entiendo, signor, voy al puerto y esta noche os llevará el nombre del capitán.
-¿A dónde? -preguntó Benedetto con una sonrisa que quería decir "no sabéis a donde", a lo que Pipino de nuevo se inclinó y le dijo dos palabras al oído y él partió.
Pastrini apareció entonces.
-¡Per la Madonna! -exclamó el italiano, estrujando entre las manos su gorrito de pieles-. Os declaro que vi con mis ojos al joven Serviéres, a quien vos buscáis, transformado en mujer.
-¡Sois un visionario Pastrini! -contestó Benedetto, con un gesto de burla.
-Signor, juro que os habéis de admirar como yo mismo.
-Vaya, dejadme; sois un importuno -repitió Benedetto, pasando delante de él y dirigiéndose a los cuartos de la señora Danglars, que esperaba sentada con toda gracia en un sofá, al secretario de S. E., habiendo estudiado para recibirle una de sus más agradables sonrisas.
Benedetto entró con desenvoltura y cerrando cautelosamente la puerta e inclinándose ante la baronesa con muestras de profundo respeto:
-Tengo el honor de saludar a la señora baronesa Danglars.
-¡Dios mío! -gritó ella en el momento en que sus lindos ojos se fijaban en el rostro del pretendido secretario, en cuyos labios había una sonrisa burlona.
La baronesa quedó extática durante algunos instantes, más pálida aún que de costumbre y con la mirada clavada en aquel hombre, que la fatalidad había traído allí para hacerla sufrir.
-Señora baronesa -dijo Benedetto, fingiendo no prestar atención a la sorpresa de su interlocutora-, hace bastante tiempo que no tenía el placer de cumplimentaros, ¿Cómo lo pasáis?
-Perdón, señor -balbuceó la baronesa con esfuerzo-; me habían anunciado otra persona, y por eso me causó cierta sorpresa... cierto miedo de...
-No, señora; la persona que os anunciaron soy yo mismo.
-¿Cómo?... ¿el secretario de Monte-Cristo?... -
preguntó ella.
-¡Tal vez! -respondió Benedetto.
-Pero vos, señor, sois... el señor Andrés Cavalcanti -contestó la baronesa poniéndose lívida como un
cadáver.
-Soy también a la vez Andrés Cavalcanti, como decís -dijo Benedetto con audacia, y viendo con asombro que la baronesa se cubría el rostro con las manos, agregó-; soy Andrés Cavalcanti, que estuve a punto de casarme con vuestra bizarra hija Eugenia Danglars, que huyó de la casa paterna en la noche que decía firmarse el contrato, interrumpido por la aparición del comisario de policía que venía a prender a Andrés Cavalcanti, fugado de las cárceles de Tolón.
-Entonces... señor... -dijo la baronesa después de un corto silencio-, debisteis hacer público el error del
comisario.
-No era posible, señora, porque yo había, en efecto, huido de la cárcel -respondió con un descaro inaudito-. A más de eso, había asesinado a un hombre a las puertas del palacio que el conde de Monte-Cristo ocupaba en los campos elíseos, en París. Por esto fue por lo que se me formó causa y debía ser guillotinado.
-¡En verdad, señor, que no os comprendo!
-No lo dudo, señora baronesa...
-Mas ¿qué queréis de mí? -interrogó ella visiblemente contrariada.
-Quiero repetiros lo que tuve el gusto de deciros por escrito; esto es, que el señor barón vendrá hoy aquí.
-¡Oh, Dios mío!... -gritó la baronesa, levantándose como impelida por un pensamiento oculto-. Confesádmelo francamente... vos no sois el secretario del conde de Monte-Cristo.
-¿Por qué?
-¡Oh! -continuó ella con triste exaltación-, porque el conde no tomaría por su secretario privado a un hombre fugado de la cárcel y acusado de un asesinato, desenmascarado por él mismo ante una numerosa sociedad en aquella noche terrible... ¡Dios mío!... que fatalidad me oprime... Benedetto..., ¿pesa también sobre vos?...
-¡Benedetto! -gritó él-. ¿Cómo sabéis que me llamo Benedetto?
-¡Ni yo misma lo comprendo, señor! No me acuerdo cómo fue el enterarme de ello; pero os llamáis Benedetto y habéis sufrido mucho, ¿no es verdad?
-Señora baronesa, el estado de exaltación en que se encuentra es bien extraño. Pero, ¿qué os importa lo que yo he sufrido? ¡El asunto que me conduce aquí es bien distinto!
-¡El asunto que os trae aquí! —repitió la baronesa con amargura-. ¿Juzgáis _ acaso que lo ignoro, creyendo por más tiempo en una mentira artificiosa de que echasteis mano para descubrir lo que os convenía acerca de mí? No, ya no creo que seáis el secretario del conde; pero sí creo que sois lo que siempre fuisteis...
-Entonces, ¿qué he sido yo? -preguntó Benedetto admirado y viendo que ella usaba reticencias.
-¡Oh! ¡cuan desgraciado sois?... -murmuró la pobre señora, esforzándose por contener una lágrima. -Señora...
-¡Oh! reparad que lo adivino todo. Alcanzasteis la libertad en París, pero... -¿Pero qué?
-¡Oh! señor..., tenéis alguna verdad tremenda que decirme , ¿no es así? -preguntó la baronesa con voz débil y sufriendo un terrible ataque de nervios.
-No alcanzo el sentido de vuestra pregunta, señora baronesa, y hallo singular todo cuanto decís. No tengo revelación alguna que haceros y os pido me digáis cuál es el asunto a que suponéis se debe mi presencia aquí, una vez dijisteis que os era conocido.
-¡Señor, vuestra estrella es harto fatal! Pero si encontramos en el mundo un ente cualquiera que pudiera haceros feliz, esto es, proporcionarnos un porvenir tranquilo en una honesta medianía, ¿abandonaríais esa vida errante que habéis llevado hasta hoy?
Benedetto soltó una carcajada, y después dijo: -Señora baronesa, no hablemos de eso. Sabéis que mi estrella es mala, y lo ha de ser hasta el último momento de mi vida. Hijo de la desgracia, lanzado a la muerte y al infierno apenas llegué a la vida, ¿qué podré esperar de bueno en la tierra? El crimen, la desesperación fueron los únicos padrinos de mi bautismo.
-Basta... basta... por piedad: ¡me matáis! -dijo la baronesa apretándose el pecho con las manos y dejándose caer sobre el sofá.
-¡Ah! ¿mis palabras os asustan? Eso es singular, porque os supuse de más coraje cuando supe que intentabais exponer a vuestra hija a los peligros de un rapto. Vamos señora hagamos a un estado de cosas que no había previsto cuando pensé venir aquí; hablemos, sin embargo, algunos instantes más y seré muy breve.
Y sacando del bolsillo un papel manuscrito lo presentó a la baronesa.
-¿Podéis firmar este papel? Contiene una cosa muy sencilla. Una orden pagadera a la vista contra vuestro banquero, cualquiera que él sea, por la cantidad de tres millones de francos. Y no lo firmáis os mataré -repuso Benedetto con la mayor sangre fría, poniendo un puñal a la vista de la baronesa, y sentándose con rapidez a su lado-. Mirad que este puñal está envenenado, y la menor herida que os haga bastará para causaros la muerte en el corto tiempo de cinco minutos.
Hubo un instante de silencio.
-Escuchadme Benedetto. Yo no tengo banquero ni el crédito de tres millones de francos. Estoy pobre y creed que de ningún modo podré firmar ese papel sin engañaros.
-¡Historias, baronesa! Cuando os abandonó vuestro esposo os dejó un millón y medio; vuestro genio emprendedor supo doblar el pequeño capital. Ya veis que lo sé todo; y os advierto que tengo prisa. Firmad y os unís después al barón, que está riquísimo.
-¡Imposible! -murmuró ella.
-¿Queréis morir? ¡Bien sabéis qué poco me cuesta un crimen!
-No podéis hacerlo, Benedetto... seréis preso... sentenciado...
-¡Os engañáis, señora! El barón llegará pronto; mientras que él espera que lo manden entrar, me retiro con velocidad en un coche que me aguarda en la calle; después, el barón, impaciente por la espera, vendrá hasta aquí, y, en ese tiempo, mientras él se horroriza con la vista de un cadáver ensangrentado, entrará alguien que lo prenda y lo entregue a la justicia como vuestro asesino. Yo soy previsor, baronesa; vamos firmad u os asesino en el acto.
Benedetto... este robo es audaz, y ¡ojalá que después de consumado entréis en el camino de la razón! Voy a daros cuanto poseo; me quedaré pobre y tal vez mañana tenga que pedir limosna a mi marido o a mi hija; ¡calculad cuánto me cuesta eso! Pero dejadme al menos los sesenta mil francos que os dio en París el procurador del Rey.
Benedetto se estremeció; pero incapaz de un sentimiento de gratitud, respondió:
Sin querer conocer el motivo que os movió a una dádiva reservada semejante, creo que lo hicisteis antes por capricho que por caridad, y estoy dispuesto a devolveros aquel dinero como si pagase una deuda.
¡Pues bien! aquí están las llaves de mi secretaria, robadme ¡tal vez os arrepintáis!
-dijo Benedetto con una sonrisa burlona-. ¿Y quién sois vos para hablar así? ¿esperáis vos despertarme el asomo de arrepentimiento que nadie logró? ¿vos que sois una mujer vulgar a quien no es extraña la intriga ni el crimen mismo?...Si tenéis pasiones criminales, como el orgullo por ejemplo, la pobreza, que en breve os llegará, os servirá de castigo; y si pesa sobre vuestra existencia pasada algún crimen, el que hoy cometo es una retribución equitativa, en nombre de aquellos que fueron vuestras víctimas. Vamos, señora, venid vos misma a abrir vuestro escritorio, porque hay algunos en que se corre el peligro de cierto secreto que dispara cuatro tiros sobre quien los abre.
La baronesa, trémula y lívida, se acercó al escritorio, lo abrió y descubrió a los ojos de Benedetto una gran cantidad de dinero y oro.
Momentos después, este dinero estaba en los bolsillos del asesino y la baronesa apenas poseía sesenta mil francos.
Ahora, matadme. Bien veis que adivino esta última necesidad -dijo ella.
Lejos de mí tal idea en este momento; pero ya que sois tan complaciente me daréis el brazo y me acompañaréis a la sala inmediata, donde a estas horas estará el señor barón Danglars.
Dieron las seis.
En efecto...; no me engañé. Vamos, señor; baronesa, si se os ocurre acusarme con vuestros grito: cuando yo saliere de aquí, reflexionad que, a más de hacer un papel ridículo, nadie os dará crédito, porque no sois el tal joven Serviéres, enfermo que viaja para distraerse y que habita estas piezas. Por otra parte ese joven es una pura ficción, y este género de ficciones... son en extremo injuriosas para una señora como vos que puede aún sostenerse a pesar de estE pequeño robo. Venid.
-¡Ah! -exclamó ella-, dejadme quedar aquí, no ME violentéis más. Partid, desgraciado, os juro por Dios que no daré ni un grito contra vos. Partid y el cielo permita que ese dinero pueda hacer de vos un hombrE de bien.
En ese momento se oyó la vos de Pastrini que anunciaba del lado de fuera, al señor barón Danglars.
Benedetto salió de la habitación precipitadamente, en el corredor se encontró con el barón que quiso detenerle para hablarle, pero le dijo que no podía perder ni un minuto, pues iba a mandar alquilar, en nombre de la baronesa, uno de los palacios de la calle del Corso, donde ella pretendía dar un baile.
-Os recomiendo silencio, señor barón, y os doy mil parabienes desde ahora por la felicidad que os espera. la baronesa está riquísima.
-¡Con mil diablos! ¿pero que papel representasteis frente a ella? -preguntó el barón algo inquieto.
Benedetto no le contestó; le apretó la mano y desapareció con rapidez, subió al coche que le esperaba y se alejó.
XV
MARIDO Y MUJER
El barón Danglars volvió una vez más su cabeza achatada como la de la raposa para decir una palabra a Benedetto, pero este ya había desparecido, entonces Danglars empezó a caminar hacia el cuarto de la baronesa, a cuya puerta halló a Pastrini, a quien se dirigió diciéndole:
-¿Ya anunciasteis mi visita?
-Perdón excelentísimo, pero, para yo tener el honor de anunciar vuestra visita, debía primero saber a quién...
-¿Cómo?
-¿Creo que V. E. busca a mi huésped? ¿no es así?, al joven Serviéres...
-¿estáis loco, maestro? El nombre de Serviéres debe pertenecer a una dama, pues yo conozco bien a esa familia y sé que no hay ningún descendiente varón de ella. Bien, pues a esa dama es a la que busco aquí.
Pastrini movió la cabeza.
-Pero esa dama no reside en mi posada -dijo él-; en estos cuartos está un joven de la familia de Serviéres y la dama creo que será visita de él, pues se halla aquí desde la mañana.
-¡Os repito que estáis loco y muy loco! El nombre de Serviéres pertenece a una dama simpática -continuó el barón, ensayando una sonrisa interesante para representarse a la baronesa-: vamos, maestro, dejad que entre.
-¡Sangre de Cristo! -gritó Pastrini, osando detener al barón. Una palabra más, excelentísimo-, ¡Ah! señor... ¡no entréis! -¿Y por qué?
-Os declaro que mi huésped no puede ser cosa buena. -¿Qué diablos decís?
-Tiene amistad con un hombre que posee dentro de un cofre la mano de un muerto. El barón dio un salto a pesar suyo. -Vaya, maestro posadero; parecéis un recién llegado del campo y que no tenéis un día de ciudad.
-Entonces, ¡que queréis, excelentísimo!, nosotros hemos visto cosas tan célebres, que no podemos sustraernos a ciertas creencias antiguas. Os juro que este cuarto estará vacío mañana a estas horas, o yo dejaré de ser Pastrini.
El barón se encogió de hombros, traspuso la puerta y atravesando la primera sala fue a presentarse en el gabinete donde estaba la señora Danglars.
La baronesa se ocupaba, en acomodar sus lindos cabellos frente a un espejo y en su fisonomía nadie podría haber notado el menor indicio de la emoción que la agitaba media hora antes.
Antes de que el barón la viera, ya ella le había observado a través del espejo; y la señora Danglars pudo darse cuenta del aire cortado con que el barón se presentaba, aunque hacía un gran esfuerzo para sobreponerse a su embarazo.
-¡Ah! ¿sois vos, señor? -exclamó como si hubiese visto a su marido el día anterior-. Se diría que os disponéis a salir de nuevo, pues, según me parece, no habéis hecho ademán de necesitar silla.
Estas palabras produjeron su efecto; el barón se animó, y avanzando algunos pasos, fue a sentarse en la misma silla en que estuvo Benedetto.
-¡Se siente hoy bastante frío! -dijo él abrochando su casaca.
-No he tenido tiempo de pensar en semejante cosa; creo que la acción de escribir y de pensar nos calienta en sumo grado.
-¡Ah! ¿entonces habéis escrito mucho?
-Terminé hace poco o nueve cartas para diferentes plazas; encargando en unas las remesas de mis capitales y en otras el cumplimiento de ciertas órdenes...
-No se como pasáis sin una de ésas máquinas de copiar que se llaman secretarios, señora baronesa.
-¡Oh! desde que tengo el gusto de vivir sola, no quiero nada que pueda hacer desconfiar un momento, señor barón. Bueno, ya que habéis tenido la atención de venir a saludarme... ¿acaso podré seros útil en alguna cosa? -preguntó.
-¡Señora! ¿me juzgáis de tal modo egoísta?
-Nada tendría de extraño -dijo ella riendo-; un banquero... perdonad... no sé si continuáis en Roma vuestro oficio de París, pero creo que vuestros seis millones no habrán permanecido cerrados en caja. ¡Ah!, a propósito de París..., ¿no habéis vuelto a París?...
-Me han retenido en Roma negocios importantes,
-¡Creo que el clima de Italia os sienta bien! -continuó la baronesa.
-Lo pasaría bien en Francia... -respondió el barón-; pero ahora creería pasarlo mejor en Roma; esto es, si vos pensáis permanecer aquí.
-¡Oh! no... pienso partir para Civita-Vechia -se apresuró a responder la baronesa, fingiendo no haber entendido las palabras del barón, que suspiró hondamente- ¡habéis adquirido nuevas costumbres, señor barón! En París nunca os vi suspirar.
-Entonces, señora... en París yo no sufría
-¿Y padecéis, acaso, en Roma?
-¡Oh!
-¿No hay buenos médicos aquí? Creo que Italia es más fecunda en sus cantores.
-Señora mi mal es superior a la inteligencia de cuantos médicos hay, no sólo en Roma, sino en toda Europa -dijo el barón Danglars, recalcando mucho las palabras.
-Entonces, ¿cuál es vuestro mal? ¿nervios, tal vez? Es la enfermedad del día.
-Nervioso... sí, señora; disteis con la palabra -
respondió__él-. El exceso de sensación produce esa
dolencia que llaman de un modo muy vago.
-¡Oh! eso lo encuentro muy serio, barón. Tenéis sensaciones intensas... y eso es malo.
-Suponeos... el recuerdo -dijo el barón, acompañando la palabra con uno de sus más profundos suspiros improvisados.
-¿El recuerdo? -repitió ella- ¿recuerdo de qué? ¿perdisteis tal vez algunos fondos?
-Perdí más que eso... Os perdí, señora -dijo el barón haciendo un desgraciadísimo gesto cómico que hizo reír a la baronesa, con aquella risa estudiada, seca y temible.
-¡que tal! -dijo ella-, ¿y no os acordasteis de poner avisos? Creo que siempre lo esperasteis todo el tiempo y de la paciencia, mi querido barón.
-¡Oh! si, lo esperé todo porque vos sois un ángel y descendiendo un poco a la tierra, sois una mujer como pocas y vuestra inteligencia llega a lo maravilloso.
-Y vos sois un hombre harto amable -dijo ella, continuando al cabo de una breve pausa-; ¿sabéis que me ha gustado hablar con vos?
-Dejemos eso; pero creo que me habéis dicho que pensabais partir para Civita-Vechia...
-Tal vez lo dijera... pero ya desisto de hacerlo; viajar sola es muy triste.
-Ciertamente, baronesa, es muy triste. Yo detesto el aislamiento y una vez que de este modo convenimos en nuestros gustos, yo llevo mi atrevimiento hasta el punto de ofreceros una compañía...
-Eso es tan vago...
-La mía.
-¿De veras? ¡sois encantador! Yo la acepto, barón, la acepto con interés.
-¡Oh!... baronesa... -exclamó levantándose y abriendo los brazos como si tratase de abrazarla. Ella hizo lo mismo, pero deteniéndose con rapidez retrocedió un paso y volvió a sentarse con calma.
Esta frialdad fue una puñalada para el pobre varón, que estuvo a punto de abrazar nada menos que tres millones de francos.
-Esperad, señor -dijo la baronesa con pasmosa sangre fría-. Si el sentimiento del recuerdo os produce tan fuerte sensación como la que me confesasteis, yo sufro en este momento otro no menos poderoso que la vuestra: es producido por un hecho del pasado, el simple hecho de una carta. Cuando salisteis de París recibí una carta con vuestra firma; esa carta contenía frases memorables que acaso recordéis aún.
-¡Oh! creo que no.
-Pues bien, he aquí la carta. Escuchad barón; esta carta me hace dudar de muchas cosas y entre ellas vuestra existencia, escuchad:
»Mi señora y fidelísima esposa: Cuando recibáis esta carta ya no tendréis marido... ¡oh! no os asustéis, no tendréis marido del mismo modo que ya no tenéis hija; quiero decir, me encontraré recorriendo alguno de los caminos por donde se sale a Francia. Os debo explicaciones y como sois mujer capaz de entenderlas bien, voy a dároslas. Oídme, pues... Esta mañana me fue presentada una letra a la vista de cinco millones que satisfice; pero se presentó luego otra de igual suma cuyo abono prometí para el día siguiente. Ahora lo entenderéis bien, ¿no es así, mi querida y fidelísima esposa? Y de cierto que me entendéis, porque os halláis tan al corriente de mis negocios como yo mismo o tal vez mejor. ¿No os ha admirado señora, la rapidez de mi caída y evaporación repentina de mi fortuna? En cuanto a mí, declaro que solo he visto el fuego que la derritió; espero que habréis recogido algún oro en las cenizas. Con esta consoladora esperanza me retiro, mi discretísima esposa, sin que mi conciencia me acuse de abandonaros desde que os restan amigos, las cenizas que he dicho, y por cúmulo de ventura, la libertad que os restituyo.
«Con todo, señora, es ahora el momento de colocar en este párrafo dos palabras de explicación confidencial. Mientras esperé que trabajaseis en el aumento de nuestra casa y de la fortuna de nuestra hija, cerré filosóficamente los ojos; mas como convertisteis la casa en una vasta ruina, no quiero servir de base a la fortuna ajena.
»Os torné rica, pero poco honrada... Perdonad me explique con esta franqueza. Aumenté nuestra fortuna, que por espacio de quince años fue siempre en progreso, hasta el momento en que desconocidos accidentes vinieron a derrumbarla, sin haber yo contribuido en ello. Vos, en tanto, señora, habéis solamente trabajado en aumentar vuestros haberes, en lo que estoy convencido habréis logrado buen suceso. Os dejo, pues, como os recibí, rica y poco honrada.
«¡Adiós! Yo voy también desde hoy a trabajar por mi cuenta. Creed que os estoy agradecido por el ejemplo que me disteis y que voy a poner en práctica.
«Vuestro afectísimo esposo,
uBaión Danglars»
Durante la lectura de esta carta, el barón mudó de color varias veces. La baronesa no quitaba la mirada fina y penetrante del rostro de su pobre marido, que empezaba a comprender cuan triste era la figura que allí representaba.
-Señor barón -dijo ella, riendo a carcajadas-: ¿cómo, siendo yo poco honrada, según vuestra confesión, os ofrecéis para acompañarme?.
-Baronesa -contestó él-, creed que esta carta fue simplemente hija de un fatal momento de alucinación... ¡yo me veía perdido!
-¿Desearíais, entonces, que os perdonase la locura de esta carta? -preguntó ella.
-¡Oh! señora, os confieso que es ése mi más ardiente deseo -exclamó el barón.
-¿Y podré creerlo?
-¡Oh! sí, señora; yo os ofendí... os pido perdón -dijo Danglars poniendo una rodilla sobre la alfombra e inclinando la frente casi a los pies de su mujer.
-¡Hombre vil y despreciable! -gritó la baronesa-; ¡aquí estas finalmente humillado a mis pies y solicitando con tus labios el perdón de tus expresiones groseras! ¡yo, empero, no te perdono, porque también soy culpable!... Levantaos, señor... ¡idos!... ¡vuestra fortuna está acabada y aniquilada para siempre en la tierra! Veo que no tenéis un real, porque solicitasteis uniros conmigo, suponiendo que yo poseía todavía los fondos que me dejasteis en París... ¡Ah! ¡estoy pobre, y sólo puedo entrever un futuro de mediocridad... o tal vez de completa miseria! Id, señor barón Danglars; aun cuando así no fuese, jamás convendría la mujer que os deshonró y a la cual abandonasteis; no os recrimino por este abandono, pero os desprecio por vuestro procedimiento de hoy, que me revela no existir en vos el menor sentimiento de pundonor y probidad.
-Dios o algún hombre extraordinario juró la ruina total de vuestra casa y vuestra casa se derrumbó piedra por piedra -continuó ella-, ¡Y ese hombre ha jurado también mi vergüenza y mi miseria! Retiraos, Danglars, que nuestros hálitos nos envenenan mutuamente, como si se combinasen para producir en el aire un veneno terrible... ¡Ah! ¡miseria!... ¡miseria con todos sus horrores y envilecimientos, tú me descubres el fantasma pálido y amenazador que la opulencia ocultaba a mis ojos! Y ese fantasma es la conciencia... ¡el remordimiento!...
La baronesa ocultó el rostro entre las manos y permaneció así en pie durante mucho tiempo con el cuerpo inclinado. Cuando volvió en sí tenía la fuerza convulsiva que el fuego de la fiebre presta a los delirantes. Miró con calma por el aposento, deteniendo la vista sobre cada objeto como para fijar su recuerdo, y se dirigió a su escritorio, donde se sentó abatida reuniendo el dinero que Benedetto le había dejado. El barón, aprovechando el estado de estupor en que parecía haber caído su mujer, había tomado el sombrero y salió sin hacer el menor ruido.
XVI
EL DELINCUENTE ROMANO Y EL LADRÓN PARISIENSE
Después del robo cometido por Benedetto en la posada de Londres, ¿qué otra cosa quedaba a la señora Danglars que una vida de miseria?. La baronesa no era mujer para humillarse recurriendo a su hija. Así, pues, tomó el único partido que en aquel momento le era posible. Hizo una pequeña limosna a un convento pobre y pidió ser admitida bajo las bóvedas sagradas del claustro en calidad de recogida provisoria.
Allí en la soledad y el silencio, meditó sobre su extraordinario pasado. Toda su altivez y orgullo se habían sepultado en la sencillez de un claustro. Allí vertía amargas lágrimas sobre aquel hijo de un criminal amor y de sus adúlteras relaciones con el señor Villefort; de aquel hijo de la corrupción y del crimen a quien el cielo parecía haber negado su bendición en el mundo, como se la habían negado sus padres.
Aunque el barón Danglars había tratado de encontrar de nuevo a Benedetto, no pudo conseguirlo; y tuvo que conformarse con la idea de solicitar nuevamente su empleo de portero del teatro Argentino, con el pensamiento en la única tabla de salvación que se le ofrecía; el amparo de Eugenia d'Armilly.
A pesar de poseer Benedetto la fortuna de la baronesa Danglars, no se detuvo en su cadena de crímenes, sino que concibió uno nuevo. Habiendo tenido noticia del premio que el gobierno de su santidad ofrecía por la cabeza de Luis Vampa, dispúsose a realizar una misteriosa visita al intendente de policía; pero, reflexionando mejor el hecho, y viendo que la baronesa Danglars no lo hacía perseguir, quizá por haber perdido su pista, ordenó a Pipino que hiciese demorar el buque algunos días más, y esperó él mismo también una ocasión más oportuna de trabajar con buen éxito.
La entrevista acordada en el Coliseo se había realizado, y Luis Vampa creyó que Benedetto hablaba de ese hombre a quien su destino fatal le había ligado, influyendo ella tanto en el bandido romano, que fue gradualmente debilitando el prestigio del conde entre aquella gente, que, como ya hemos dicho, era sumamente supersticiosa a pesar de su terrible oficio.
Benedetto llevó su audacia hasta dejar entrever al bandido Vampa el vivo deseo que tenía de librarse del poder del conde de Monte-Cristo, apoderándose de ciertos secretos que él poseía en la nigromancia; y el bandido empezó a meditar seriamente las conveniencias que le resultarían de someter el conde a su voluntad, en vez de estar él reducido a la del conde.
-¡Oh! el poder del conde -les decía- está en mi mano; haciendo un pequeño paréntesis de tolerancia a vuestro sistema religioso, guardaremos aquella preciosa reliquia, que constituye todo el poder del conde. Yo debería salir de Roma para ir a hacer entrega al conde, mi señor, del precioso cofre que le ha sido robado; pero si vos queréis ayudarme, me quedaré en Roma y trabajaré por el interés general.
Vampa y Pipino admitieron la proposición de Benedetto, quien a su vez por lo que ellos dijeron, supo que Monte-Cristo estaba en Oriente.
Mientras tanto Benedetto trabajaba para entregar a las autoridades al temible salteador romano. Espiaba con cuidado hasta el menor movimiento y gesto de Vampa; de modo que a las tres o cuatro noches de asistir con él al Teatro Argentino, conoció que Vampa no era insensible a los encantos de la señorita Eugenia d'Arvilly. Una sonrisa de triunfo vagó en los labios de Benedetto, cuando leyó en la ardiente mirada de Luis Vampa la pasión que le dominaba.
Entonces fue cuando él espió sus menores movimientos, siguiéndole paso a paso por todas partes, hasta que, al cabo de algunos días, lo vio entrar en una casa de apariencia humilde, en que vivía aquella anciana mujer que favorecía las antiguas transformaciones del supuesto joven Serviéres. Después de averiguar quién era aquella mujer, comprendió sin dificultad el objeto de las visitas de Vampa, y combinando en seguida todas sus ideas se trazó en el acto un plan que pasó a poner en práctica.
Cuando Benedetto se halló al día siguiente con Vampa, entró con él en una taberna poco frecuentada y se sentaron allí en un oscuro rincón, como dos hombres que tienen que tratar sobre cosas muy misteriosas, Benedetto permaneció pensativo un momento y luego exclamó:
-¿Sabéis, señor, que acabo de encontrar y reconocer en Roma una mujer francesa que huyó de París con su padre después de robar a un príncipe, Cavalcanti, con quien había convenido casarse?
-¿Y que me importa eso?
-¡Oh! es que ignoráis dos hechos de grande importancia en todo este negocio: el príncipe de Cavalcanti era riquísimo; y el conde de Monte-Cristo era íntimo amigo del príncipe, que hoy está en la desgracia.
-Pues bien, ¿qué me importa que el príncipe haya sido riquísimo y muy amigo suyo el conde?
-Voy a explicároslo, señor -dijo Benedetto, continuando con aire de importancia-. Primero: siendo el príncipe de Cavalcanti poderoso, comprenderéis que el robo fue considerable. Segundo: siendo el conde amigo del príncipe, me ha dado el nombre de la mujer que le ha robado, encargándome que la hiciese prender dondequiera que la encontrase, pues él ha jurado rehabilitar al pobre Cavalcanti. Y ahora os prevengo que esa mujer está en Roma con su padre; y yo, en vez de acudir a la justicia de los tribunales, delatándola, vengo a proponeros este pequeño negocio.
-¿Cómo se llama la mujer? -preguntó Vampa.
-¡Oh! su nombre..., no es nombre oscuro o plebeyo. Pertenece a la familia Serviéres por parte de madre y a la de Danglars por su padre, aquel célebre barón a quien robasteis seis millones de francos por orden de Monte-Cristo. Se llama Eugenia Danglars y es conocida en Roma como Eugenia d'Armüly.
-¡Oh! ¡A Eugenia d'Armüly! gritó súbitamente Vampa, golpeando con su puño cerrado sobre la mesa, que se estremeció por la violencia del choque.
-¡Hola! ¿qué es eso? -preguntó Benedetto.
-¿Queréis trabajar de acuerdo conmigo? -preguntó a su vez Luis Vampa.
-Quiero.
-Pues bien -agregó aquel, alargándole la mano-; mañana a estas horas en el coliseo.
-Hasta mañana, pues, capitán.
-¡Oh! -murmuró Vampa, viendo alejarse a Benedetto-; traicionaste al que servís y me traicionarás también a mí cuando te convenga. Tendrás, pues, el fin del traidor, luego que hayas servido de escalón.
XVII
LA CORONA
Los fueros de las clases aristocráticas no se compaginaban con la imaginación libre de un artista cualquiera, en quien se agita el sentimiento noble de una elevada inspiración. Así pues, era una abismo el que separaba a Eugenia Danglars de su madre.
Eugenia por su parte, jamás había conocido ese tierno cuidado, ese cariño maternal, gracias al que una hija adquiere para con su madre una deuda más sagrada aún que la del nacimiento. La palabra madre no significaba nada para ella. Eugenia apartó los ojos del pasado para dirigirlos al presente y al inmenso porvenir que tenía ante sí; sin embargo, se notaba en Eugenia una ligera nube de tristeza.
Una tarde en que Eugenia, huyendo de la compañía de luisa, se había sentado, triste y pensativa, frente a la ventana de su cuarto; un imperceptible gemido salía del pecho de Eugenia, y dos lágrimas temblaban entre las espesas y negras pestañas de sus lindos ojos, como dos perlas de rocío en las hojas de una flor. Luisa había entrado sin ser percibida por Eugenia y la contemplaba con interés hacia algunos instantes, adivinando en la languidez de su semblante lo que ya sospechaba desde hace algunos días; así, pues, se acercó a Eugenia, apoyándose ligeramente en su hombro, murmurando:
-¡Pobre amiga mía!...
-Luisa -dijo Eugenia ruborizándose-. ¡Oh! ¿Debo yo, por ventura, tener secretos conmigo, cuando tengo la seguridad de que no es una ilusión simple la que experimento?...
-¡Y te daña ese sentimiento que no es una ilusión... porque él es superior a tu voluntad, y cubre con una nube de tristeza tu rostro, animado y enérgico en otro tiempo, mi querida Eugenia!
-Es verdad, Luisa... Es superior a mi voluntad, como yo fui superior a cualquier sentimiento que pudiera dominarme. Me habías aconsejado que jamás detuviese mis ojos en un solo hombre cuando subiese al proscenio, sino que pasase la vista por toda la platea. Así lo hice siempre. Una noche sin embargo, había allí un hombre que se elevaba entre aquella masa viva e indefinida; su rostro radiaba en expresiva belleza y brillaban en él apasionadas miradas que me devoraban, me abrasaban... Cuando el auditorio rompió en aplausos, aquel hombre siguió inmóvil, y expresaba más con su vista de lo que pudieran decir mil labios delirantes. ¡Desde esa noche aquella figura aparecía siempre a mis ojos en el mismo lugar, con la misma expresión y la misma mirada de fuego que me arrebataba, Luisa!
-¿Y tu conoces a ese hombre, mi querida Eugenia? -le preguntó Luisa.
-¡Ah! ¡no! Únicamente sé que es dueño de mi pensamiento desde la primera vez que le he visto.
En el mismo instante la señora Aspasia penetró a anunciarles la llegada del carruaje que debía conducirlas al teatro.
Eugenia enjugó sus lágrimas, se echó sobre los hombros un chal y acompañada de Luisa bajó la escalera y subió al carruaje.
Apenas entraron al proscenio avanzó hacia los agujeros del telón que les permitían observar la platea.
-¡Allí está! -exclamó Eugenia.
Luisa iba a contestarle pero el pito del escenario hizo la señal de desocupar la escena, y le impidió que tuviese tiempo de examinar al hombre que Eugenia amaba.
Era aquella la última noche en que se daba la Semíramis, y el teatro se hallaba completamente lleno.
Eugenia cantó esta noche como nunca; pero su mirada, que paseaba otras veces impávida por la platea, parecía fijarse en alguien y dejar conocer que ése era el elegido de su alma enamorada.
Al final del último acto, una corona magnífica, arrojada repentinamente por una mano invisible, cruzó el espacio, yendo a caer a los pies de Eugenia, que la levantó y besó como de costumbre.
El telón cayó al estrépito de repetidos aplausos y bravos. La corona que Eugenia acababa de recoger, y en la que parecía haberse olvidado el nombre de Luisa, era la más espléndida y rica de cuantas le habían sido ofrecidas.
-En efecto -dijo Luisa- sólo a un príncipe podría ocurrírsele regalarte esta corona que en el oro y los brillantes resplandecen sin cesar.
Apenas se vio sola, Eugenia, buscó con mano trémula y agitada un objeto cuya presencia adivinaba, efectivamente, un pequeño papel cuidadosamente doblado y sujeto entre las flores cayó entre sus manos. Eugenia delirante la leyó:
«Señorita: «Desde la primera noche que os he visto, sentíme preso y fascinado como todo el auditorio, ante el cual aparecíais, por la expresión enérgica de vuestros ojos, de vuestro genio. Creyendo que esa sensación no pasase de la que generalmente me habéis producido hasta hoy, hice esfuerzos para evitarla y aun olvidarla; pero vuestro recuerdo me seguía siempre, y conocí que en mi pecho se abrigaba algo real y positivo que despertaba con él el recuerdo de vuestra bella imagen. Hoy no vivo ni pienso sino por vos, y llega mi locura al punto de haceros una declaración, como tantas que habréis aceptado; pero que no es como aquéllas, dictada por los labios. ¡Entre las sombras y el silencio existe un hombre poderoso que os adora con lo íntimo de su alma, y que sufrirá una eternidad de tormentos, por una sola palabra de vuestros labios!... i>
XVIII
EL BANQUERO RETIRADO
Al siguiente día, luego que las jóvenes d'Armilly concluyeron su estudio, entró en la sala la señora Aspasia y anunció un nombre que hizo temblar a Luisa, y que habría hecho soltar una carcajada a Eugenia, si no se sintiera herida por la profunda sensación que la conmovía.
Este nombre era el del barón Danglars.
-No temas, mi buena amiga -dijo Eugenia volviéndose hacia Luisa-; conozco bastante al señor Danglars y te aseguro que su visita será más agradable que la de mi madre.
Y en seguida hizo señal a la señora Aspasia para que dejara entrar al barón Danglars.
-¡Hija mía! -exclamó Danglars, con voz de falsete acompañada de un ademán de estudiada importancia-. ¡Oh! ¡inútil sería preguntaros cómo estáis, porque la salud y la felicidad forman en vuestro rostro un lindo cuadro de animación, superior a la de las antiguas escuelas de Miguel Ángel y Rafael!
-Aunque yo padeciese, padre mío, no lo podríais advertir. Sentaos padre mío -dijo Eugenia señalándole una silla y sentándose ella al lado de Luisa.
-Y bien, padre mío, ¿hace mucho que permanecéis en Roma?.
-Sí, pero vivo un poco retirado... quiero decir, retirado de Roma, y aun del comercio. Felizmente, vi ayer con gran placer la bella Semíramis que ha entusiasmado a toda la población.
-Perdonad padre mío, pero entonces no podéis menos de haber visto también a mi amiga Luisa.
-¡Oh! sí, pero yo soy padre, Eugenia, y en mi corazón no había otro pensamiento que no fuese por vos, aún cuando a primera vista reconociese el talento de la señorita d'Armilly.
-¿Y cómo está mi madre? -preguntó Eugenia repentinamente, sin dejar de observar el sobresalto que el barón experimentó al oír la pregunta. Eugenia notó que su madre no le hablara del barón, ni éste de la baronesa, y suponiendo que estaban en desacuerdo, quiso cerciorarse.
-La baronesa viaja.
-¿Y cómo no la habéis acompañado? -preguntó Eugenia.
-Yo aprecio antes que todo el sosiego, mi querida Eugenia -respondió el barón.
-Es verdad; vivo cerca de la pequeña ciudad de Aqua Pendente, donde tengo una muy reducida vivienda que ahora pongo a vuestra disposición.
-Os lo agradecemos, padre mío; pero, por desgracia, no podré aprovecharme de vuestro obsequio, pues los trabajos a los que estamos obligadas por nuestra contrata nos lo impiden.
-¡Oh! -interrumpió el barón-, mas yo espero al menos que me daréis el placer de una pequeñísima visita.
-¿Os interesa esa visita?...
-Voy a esperarla con gran interés -exclamó el barón.
-Sois muy amable, padre mío.
-Os aseguro que no encontraréis aquellos enormes libros, aquellos interminables guarismos, que tanto os molestaban en mi gabinete de París.
-Os felicito -dijo Eugenia-, en los guarismos no existe la menor poesía.
-Pero creo que no dejaréis de sacrificarles algunos momentos..., por ejemplo, cuando recibáis el precio de vuestra contrata... que no debe ser pequeña cosa.
Yo creo en la buena fe de los empresarios y además ¿qué vales unas diez o doce piastras de menos?-exclamó Eugenia.
Está bien hija mía, yo respeto los diferentes modos de pensar. Ahora, lo que me resta, después de haberos abrazado, es daros las señas de mi casa, pues estoy seguro que me daréis el placer de abrazaros de nuevo con toda brevedad.
Diciendo esto sacó de su cartera una riquísima tarjeta que entregó a Eugenia y luego se retiró.
Luego que el barón Danglars salió de casa de su hija Eugenia, se dirigió con rapidez hacia la plaza de España, que atravesó introduciéndose en la vía Frattina, luego por entre los palacios Fiano y Róspoli y siguiendo siempre con igual ardor su camino se halló, por último, frente a la plaza del Pópolo, por lo que extendió sus miradas como procurando distinguir algún conocido.
Un momento después vio dirigirse hacia él a un hombre que atravesaba pausadamente el lugar donde se acostumbraba colocar el tablado para las ejecuciones: ese hombre era Benedetto.
-¡Hola, señor barón! !pronto habéis concluido la visita a vuestra hija Eugenia! Creía que tardaríais más tiempo en abrazar a una hija que no habías visto desde hace algunos años.
La vi, la abracé y le he hablado -contestó el barón-nada más tenía que hacer.
¡Pero ni siquiera la habéis ofrecido vuestra casa?
¡Oh! eso sí.
¡Oh! entonces os felicito, señor; pues sería bien triste que entre un padre y una hija, tan dignos uno del otro, no reinase la más perfecta armonía. Vamos, señor barón, el carruaje nos espera y yo quiero instalaros en vuestra nueva estancia, porque tengo prisa en cumplir las órdenes de la baronesa, vuestra esposa.
El carruaje se puso en marcha y a poco rato andaba por un camino que los alejaba de roma.
Durante el viaje el barón, abismado en la meditación de sus proyectos, no habló una sola palabra con Benedetto, y éste, tejiendo bien el hilo del enredo que había premeditado, tampoco interrumpió a su compañero de viaje.
Después de algunas horas, el carruaje, en vez de seguir el camino que se dirigía a Aqua Pendente, dobló a la izquierda y entró en una especie de senda a la derecha de la que se alzaban las ruinas de uno de esos famosos acueductos que abundan en las cercanías de Rcma. El carruaje empezó a caminar un poco más lento, a corta distancia blanqueaban las paredes de una reducida vivienda, medio arruinada, y que parecía encajada en un pequeño jardín inculto en que la maleza y el musgo habían crecido por todas partes. El carruaje se detuvo frente a la puerta de dicho jardín, el barón y Benedetto descendieron.
Atravesaron la inculta alameda del jardín, subiendo luego una pequeña escalera de piedra; esta escalera conducía a una pequeña plataforma que tenía dos puertas a la casa. Benedetto abrió una de las puertas de la plataforma y apareció a la vista de Danglars una sala cuyas paredes estaban forradas de raso en el que había tejidos algunos pasajes de la Mitología, tales como la caída de Faetonte, el suplicio de Prometeo, el rapto de Europa, el juicio de Paris y otro.
Los muebles de esta sala eran riquísimos y no presentaban aquel aspecto de ruina que se advertía en el jardín, aunque estuviesen cubiertos de una espesa capa de polvo y envueltos en las sutiles telas de arañas. De las ventanas colgaban cortinas de terciopelo descoloridas por la acción del sol; la estufa indicaba no haberse usado hacia mucho tiempo y las tenazas estaban arrojadas en desorden lejos de allí, atestiguando el movimiento brusco de la última persona que las había usado.
El barón, después de observar atentamente el aspecto de felicidad que le ofrecía este recinto, se aproximó a Benedetto y osó interrumpir la meditación profunda a que parecía entregarse frente a uno de los cuadros que se dibujaban en el tapiz de las paredes.
-Ved aquí -dijo Benedetto, sin fijar su atención en el barón-, ¡ved aquí representado el tribunal incorruptible que nunca juzga los hechos por los hombres, sino a los hombres por sus acciones! ¡Allí no había ni amigos, ni dinero; solamente había la ley que rige al universo, y ante la cual se colocaba la corona o la cuchilla sobre la cabeza del culpable, aunque éste fuese omnipotente como Dios! ¡Un tribunal así, solamente podía existir en la fábula, y los hombres le dieron el lugar correspondiente después de reconocerse imperfectos en su justicia!
-¡Hola! Señor Andrés -exclamó el barón Danglars, maravillado de escuchar el lenguaje de Benedetto-; parece que os dedicáis al estudio de la moral de los
hombres.
-Estudio un poco de todo, señor barón, porque mi camino en el mundo es harto difícil y necesito llegar al término de mi viaje. Dejemos entretanto las reflexiones a un lado, y vamos a lo que interesa. Esta casa os pertenece desde hoy; aquí tenéis vuestros títulos de
posesión.
Y le entregó un papel, que el señor Danglars examinó con avidez, haciendo después un gesto de agradecimiento.
XIX
LA VÍA APIA
Benedetto explicó al barón, por medio de una de sus astutas invenciones, de un modo tal la conducta de la baronesa que éste creyó ciegamente cuanto le dijo.
He aquí como:
La baronesa, perturbada por un pesar oculto, determinó dejar la sociedad; pero, no obstante, considerando la estrecha pobreza de su marido, quiso asegurarle cierta independencia, y por lo mismo había comisionado a Benedetto para traspasarle los títulos de posesión de aquella pequeña propiedad, a los que la buena señora añadía un regular peculio que en las especuladoras manos de Danglars podía proporcionarle una renta suficiente para los gastos diarios de un banquero retirado. Resta ahora conocer las supuestas relaciones entre Benedetto y la señora Danglars; pero el barón conocía bien los caprichos de la interesante baronesa, y le importaba poco esta circunstancia una vez que ella había servido de causa para su mediana fortuna; así, pues, nada preguntó a Benedetto sobre ese punto, y sólo quiso saber algo sobre su nuevo estado.
Benedetto lo ejecutó lo mejor que pudo y el barón Danglars se admira cada vez más de lo que sucedía, y sólo encontraba como una cosa muy extraordinaria el que se hubiese elegido una casa tan distante de Roma. Pero entregado a sus nuevos proyectos de banquero retirado, olvidó en breve lo que en un principio le extrañó.
Pasada una semana, ya la propiedad tenia alguna apariencia de confortable; esto es, el jardín estaba limpio, el polvo de los muebles sacudido, las estufas tenían fuego y dos criados servían con todo respeto al nuevo propietario.
Benedetto visitaba algunas veces al barón, que le recibía con el mayor agrado; en una de estas visitas halló al señor Danglars ,muy entretenido en los arreglos de su casa.-y el exbanquero le anunció que el día siguiente le visitaría su hija Eugenia.
-¡Ah! señor Andrés..., yo no sé si debo o no pediros que me acompañéis... aquel suceso en París... Quien sabe si os será agradable encontraros con mi hija y...
-De ningún modo puedo disponer del día, señor barón -respondió Benedetto-; pero puedo daros un consejo que os servirá de más que mi presencia.
-¿Cuál?
-Haced arreglar esto como para que pueda recibirse por una o dos noches a una señora.
-¡Y para que!... -exclamó el barón estupefacto-. Una señora... ¡buen huésped por vida mía! ¿quién es la señora?
-Vuestra hija.
-¡Es posible!
-Ya os he dicho, barón.
-¿Tenéis, pues, el don de adivinar?
-Quizá
-Será tal vez debido a aquella célebre reliquia: la mano del muerto...
-Señor -exclamó Benedetto con un gesto imperioso que hizo helar en los labios del barón la risa burlona que a ellos asomaba-; ¡si pudierais alcanzar bien de lo que es capaz la mano del muerto, alzada aún sobre la tierra que le cubre... os estremecéis con la misión horrible y misteriosa que tiene que realizar! ¡Señor la justicia no debe ser un fantasma vano como los hombres se la figuran, ya refiriéndose a la ley del cielo o a la de la tierra! Para patentizar estas verdades... hubo un poder absoluto, una voluntad superior y omnipotente que alzó del sepulcro la mano del muerto sobre el vivo, soberbio y orgulloso.
Al decir esto, Benedetto salió precipitadamente de la sala, dejando al barón impresionado por la rápida transformación que parecía haberse operado en el espíritu de aquel hombre.
Benedetto salió de la casa del barón, montó a caballo y se dirigió a toda prisa hacía la ciudad; pero en vez de atravesar la puerta, continuó su camino extramuros y entró en la famosa Vía Apia, yendo a pararse frente al circo de Carcalla, y tratando de distinguir allí la presencia de la persona a quien buscaba.
Al poco rato apareció. Era un hombre embozado en una capa negra y seguido de dos que se alejaron rápidamente a una señal misteriosa que les hizo, mientras él caminó en dirección a la Vía Apia. Benedetto salió a su encuentro y le dijo: -¡Pipino! ¿Y las instrucciones que te di? -Cumplidas señor. -Veamos, ¿qué hace Luis Vampa? -Dominado por una pasión misteriosa que le dominaba hace ocho días con sus noches que no va a las catacumbas de San Sebastián, donde habitualmente tenemos nuestro cuartel general. Nuestros valientes se quejan de este abandono; muchos de ellos, temerosos de que su jefe los haya traicionado, han Huido. Yo, que en ausencia de Vampa estoy al frente de la cuadrilla, apenas cuento con ocho hombres, que están bien decididos a retirarse si Luis Vampa no se deja ver en breve.
-¡Bravo! -Murmuró Benedetto. ¿Y te has olvidado quizá de aumentar las sospechas de tus salteadores contra Luis Vampa?
-Al contrario. Ya les indiqué la idea de hacer particiones... pero las arcas están vacías, porque Vampa tuvo cuidado de limpiarlas.
-Eso no debe preocuparte, Pipino.
-Es verdad, excelentísimo; sobre todo desde que me habéis asegurado mi independencia -respondió aquel.
-¿Y el buque?
-Está fletado y pronto a la primera señal.
-¿La tripulación?
-Es de confianza y arrojo.
-¿El capitán?
-¡Oh! excelentísimo -repitió Pipino suspirando-, me habéis dicho que el buque no debería tener más piloto para dirigir la maniobra.
-Es verdad -repitió Benedetto-; ejecuta, pues, con cuidado lo que voy a encargarte. Pasado mañana, a las cinco de la mañana, te embarcarás; el buque me esperará hasta las seis. Abandona las catacumbas y tus subordinados que busquen su vida...
-¡Oh! excelentísimo -interrumpió Pipino-; si los conocieseis... acaso los utilizaríais, porque todos son hombres de gran experiencia. Os advierto que este momento es el más oportuno para ganarles su afecto.
-No os comprendo -dijo Benedetto.
-Quiero decir que os dignéis bajar conmigo a las catacumbas, donde ellos os esperan en virtud de haberles ofrecido ya vuestra protección y apoyo.
-¡Eso es una locura! Podrían sorprendernos...
-Mirad, señor -contestó Pipino señalando en direcciones opuestas dos bultos que se distinguían a lo lejos por entre los monumentos de la Vía Aqua-, allí están los centinelas que no dejarán aproximarse a nadie, ni al mismo Vampa si intentase volver.
-¡Y de que me servirán tus hombres?
-¡Oh! Son ocho; y estos fueron elegidos por mi para tripular el buque. Os acompañarán a todas partes; y cuando ya no necesitéis de ellos ni de mí, arbolaremos bandera de corsarios en el mar Negro y el Archipiélago, donde se realizan buenas ganancias.
-Veo que eres un hombre de talento -y después de un breve silencio agregó-: Camina, que yo te sigo.
Benedetto siguiendo al bandido, bajó una escalera que se hallaba en una obscurísima bóveda. Al final de una galería brillaba un balcón resinoso, cuya trémula llama esparcía sus rayos en los muros del subterráneo. Al fin de una galería había una preciosa sala, en el centro se veía una mesa de mármol negro que servía de tabernáculo al festín de algunos hombres en cuyas fisonomías coloreadas por el reflejo de la llama y por el vino se retrataba el sello de su vida criminal. Estos hombres cantaban una canción grosera.
Pipino se adelantó al centro des espacioso subterráneo, y sacando de su cinto una pistola y un puñal gritó:
-Amigos míos, levantaos: ¡he aquí nuestro jefe! Preparémosle la bóveda fuerte para demostrarle que puede estar seguro de nosotros.
Los bandidos no chistaron, se levantaron con rapidez y colocándose unos frente a otros alzaron los brazos armados de pistolas y puñales, formando entre sí un camino por el que Pipino condujo a Benedetto.
-Amigos -dijo Benedetto, volviéndose hacia los bandoleros-; puesto que os fiáis de mí, yo me fío de vosotros. Luis Vampa acaba de traicionaros y dentro de poco seréis perseguidos aquí por la justicia; es, pues necesario huir para siempre de este lugar, Pipino tiene ya mis instrucciones sobre este punto; podéis seguirlo.
-¡Oh! ¿y nuestra venganza? -replicó uno de los bandidos.
-Perded cuidado -contestó Benedetto-; Vampa recibirá su castigo, será apresado por la policía de Roma que ya está alertada. De hoy en adelante vosotros seréis mi única familia y yo me encargo de conduciros a donde lo demanden vuestros intereses.
Los salteadores acogieron con feliz alegría las palabras de Benedetto, y momentos después se hallaban desiertas las catacumbas de San Sebastián.
Benedetto buscó su caballo, que había atado a uno de los monumentos de la Vía Apia, y montando de un salto se encaminó al galope hacia Roma.
XX
EL COLISEO
Este célebre anfiteatro, donde en otro tiempo el suplicio de los cristianos servía de recreo a los romanos, parece tomar el nombre que desde algunos siglos se le da de una estatua colosal de Nerón colocada en él. Luego de concluida su construcción, aquel vasto edificio que tan maravillosamente expresa el orgullo de los antiguos romanos, tuvo tres diferentes y sucesivas denominaciones; la plaza de Flavio, Circo Romano y Circo de Fieras.
Benedetto subió las escaleras que conducen a los restos de la tribuna imperial, y desde allí tendió su vista por el vasto anfiteatro, luego bajó la escalera que le había conducido a la tribuna imperial y rehuyendo al encuentro con aquellos pequeños grupos de investigadores, caminó por el centro de las ruinas en dirección al denominado circo de las fieras, el ruido de pasos le hizo detenerse un instante y se ocultó en las sombras de una de aquellas enormes columnas que sostiene el famoso techo de los pórticos.
Poco después apareció un hombre envuelto en una capa oscura, miraba la llama roja y trémula de uno de los hachones de los cicerone que brillaba a poca distancia.
-¡Es ella! -murmuró el desconocido-, ¡Es ella!... esa mujer a quien no puedo olvidar ni un momento, ¡infeliz de mí!, ¡Eugenia... Eugenia... tu serás mía!
-¡Es Vampa! Exclamó Benedetto.
En este momento aparecieron a la entrada del circo dos mujeres precedidas por el incansable Cicerone.
-Ved -dijo el cicerone-. Allí estaba el circo de las fieras donde lanzaban gritos de rabia y hambre, antes de ser conducidos a la plaza. Allá estaba la puerta por donde entraban los condenados, para no volver a salir jamás. Mas allá estaba la tribuna donde los embajadores venían a contemplar la rabia de las fieras y a escuchar con desprecio las súplicas de los cristianos y de los esclavos destinados a los juegos bélicos.
-Luisa -dijo la más joven-: tengo deseo de bajar al lugar en que muchas víctimas agonizaron, bajo las garras de esas fieras terribles de Asia y de África. Venid, Luisa... venid amiga mía...
Las d'Armilly llegaron al circo, en cuya extensión paseó la primera su mirada enérgica y la segunda aquel trémulo y breve mirar que la caracterizaba fuera de la escena.
-Amiga mía -dijo Eugenia-, ¿tiemblas? ¿Y por qué?... ¿Te contristan acaso los tristes recuerdos que este lugar despierta? Confieso que no debí proponerte irreflexivamente esta visita al coliseo: ¡yo te juzgaba menos impresionable!... este silencio augusto y solemne, estas sombras majestuosas de este edificio que los siglos han mirado siempre con admiración... los recuerdos que despiertan cada una de estas piedras, este suelo, teatro verdadero en que el despotismo y el sufrimiento tendían sus lazos horribles... Oh! Luisa, si hubieses amado tú alguna vez como yo amo... ¡Oh! ¡entonces amarías tú la sombra, el silencio y el aislamiento!
-¡Eugenia -dijo Luisa-, yo comprendo bien lo que te inspira este silencio, esta sombra y este aislamiento... Yo que no experimento la misma impresión de ese sentimiento excesivo que domina y absorbe tu pensamiento, yo que no poseo la fuerza y energía de tu carácter, vacilo y tiemblo al oír la menor vibración; me parece ver elevarse un lúgubre fantasma que nos lanza su mirada siniestra. ¿Qué quieres?... soy tímida y débil... soy como todas las mujeres... y solo tengo una diferencia de todas ellas: no amo.
Eugenia, sin oír a su amiga, caminaba triste y pensativa por el circo, Luisa se vio obligada a seguirla.
-Eugenia... Mira... -dijo Luisa casi sofocada, indicándole una de las columnas-. Allí hay un hombre.
-¿Dónde?
-Allí
-No lo veo
-Se habrá ocultado, tal vez; pero, yo lo he visto.
¡Eugenia, Eugenia... vamonos!...
Luisa, dando el brazo a Eugenia, se disponía a volver hacia la escalera para retirarse, pero retrocedió, dando un leve grito ahogado por el terror.
Luis Vampa se hallaba delante de las dos mujeres. Inmóvil, el bandido permaneció con su mirada fija y penetrante en el rostro de Eugenia.
-Señora, bien os dije yo que en las sombras y el silencio de la noche existía un hombre que sufría una eternidad de torturas por una simple palabra de vuestros labios. Buscasteis la sombra y el silencio de la noche y ... me encontrasteis... Ahora, ¡deberé esperar esa palabra, o un futuro de tormentos para mi alma! Hablad.
-Señor -murmuró ella-, aprovecho esta ocasión inesperada para daros las gracias por el obsequio que nos mandasteis en la última presentación del Semíramis, quien quiera que seáis, creed mi profundo reconocimiento. -¿Y nada más?
-Creo que es cuanto puedo deciros. Eugenia retrocedió un paso para despertar a Luisa, que se había desmayado, pero Vampa avanzó otro y arrodillándose rápidamente le tomó la mano y dijo:
-¡Señora, señora! ¡Que mal pagáis el sentimiento profundo que me habéis inspirado! -Olvidadlo -murmuró Eugenia.
-¡Oh, imposible, no puedo! ¿Sabéis que palabra fatal habéis pronunciado ahora? Al menos una palabra sola de esperanza. ¡Os suplico!...
-Señor... esto no pasará de una de esas raras aventuras de algunas novelas... Espero que la rapidez del pensamiento la deje olvidada en estas sombras y estas ruinas, donde sin duda habrán resonado ya similares palabras a las vuestras y que no serían repetidas fuera de este recinto. Mañana os reiréis de vos mismo... pero no de mí.
-¡Ah! ¡Os comprendo! –dijo Vampa con una sonrisa salpicada de amargura- ¡Sólo podríais crrer en mis palabras cuando os convencieseis de que el tiempo no las desmiente!.
El bandido se levantó y su fisonomís se cubrió de una espesa nube de tristeZa. Su mirada ardiente se fijó en el rostro de Eugenia.
-¡teneis razón!... Pero no me impidirreis que os siga a todas partes. –Diciendo esto se levantó y se alejó por entre las ruinas. Benedetto salió también de su escondrijo y siguió los pasos de Vampa.
-¡Amiga Mía! Mi Luisa... –dijo Eugenia moviendo el cuerpo de su amiga.
-¿Y el hombre? –murmuró Luisa.
-¿Cuál? –replicó Eugenia- Bien lo ves... aquí no hay hombre; hay solamente noche, sombras, aislamiento.
Vamos.
Benedetto apresuró el paso y alcanzó en breve a Luis Vampa.
-¡Ah! ¡Ya me cansaba de esperar! –dijo Benedetto con estudiado enojo.
-Disculpadme –murmuró Vampa- Vagaba entre las ruinas y nos hemos despistado.
- Vamos, voy a daros las instrucciones. Recibí de vuestra mano ocho mil piastras para comprar con ellas el buen humor de aquel bribonazo Danglars; el hombre recibió el dinero, y os ha de recibir con toda atención, ocultando vuestro verdadero nombre. Ahora podeis presentaros en la casa de vuestro antiguo huésped de las catacumbas. Eugenia, su hija, debe visitarlo mañana. Efectuarás el rapto de Eugenia y le propondréis el rescate en proporción con el capital que le suponemos.- Muy bien, voy a ir a casa del barón y entretanto es necesario dar algunas órdenes a Pipino.
XXI
COMEDIA
Benedetto no se dirigió a las catacumbas de San Sebastián, sin embargo Vampa estaba seguro que Benedetto moriría en manos de los bandidos en cuanto saliese de sus labios la falsa contraseña. Vampa estaba dominado por la pasión que le ofuscaba la razón; su mirar inflamado no conocía ya a los hombres y a las cosas con aquella perspicacia superior que le caracterizaba siempre. Benedetto en cambio, sin la menor pasión que le ofuscase, combinaba en perfecta calma sus ideas, calculaba con certeza sus pasos.
Vampa salió del coliseo media hora después y bien embozado en su capa, dirigióse a la posada de Londres. Allí le recibió misteriosamente el maestro Pastrini. -Un carruaje con todo lo necesario para ser servido -
ordenó el bandido.
-¡Oh! creo que el último que os proporcioné, llenó todos vuestros deseos, signor Luigi; aunque hace mucho tiempo, todavía me acuerdo: el carruaje salió de aquí conduciendo a un francés que llevaba en su cartera una suma enorme, recibida de la casa Thompson y French haría media hora. El carruaje siguió velozmente hasta las proximidades de Agua Pendente, donde mudó caballos; volvió después por otro camino en dirección de Roma y fue a dar al camino de...
-¿Al camino de qué?... -preguntó rápidamente Vampa, que había escuchado todo esto con inquietud.
-¡Ah!... este es secreto que os pertenece y que el postillón no revela por miedo de su pellejo -respondió Pastrini.
-Muy bien, maese Pastrini... preparadme, pues, un carruaje como ese a que os habéis referido y un postillón tan inteligente como el que condujo al francés a su palacio.
-Carruaje y postillón pueden ser los mismos.
-Eso sería mejor.
-Pero antes, deseo deciros dos palabras acerca de este negocio, porque lo creo muy urgente.
-¡Hablad!
-Sabed que vuestro teniente Pipino no ha aparecido por aquí.
-Habría faltado a mis órdenes si dejase un momento el "cuartel general" -respondió con enojo Vampa. -Ahora bien; aunque no apareciese Pipino, he recibido un importante aviso confidencial de un agente particular de la casa Thompson y French, que, como sabéis, tiene mucho interés en vuestra seguridad. El caso es que, el agente vino en busca de Pipino para notificarle que un desconocido, natural de Francia, se había presentado al intendente de policía para recibir el precio enorme ofrecido por vuestra cabeza... estad, pues, alerta ya que pidió auxilio de fuerza armada, prometiendo guiarla él mismo a vuestro encuentro.
-¿En que punto? -preguntó Vampa.
-Ahí está el secreto del traidor.
-¡Ah! el traidor ya habrá recibido a la fecha el premio -exclamó Vampa-. Vamos, maese; os he dicho que necesito un carruaje y un postillón inteligente.
Media hora después, Vampa salía de la posada de Londres y subía a un carruaje de magníficos caballos.
Eran las nueve y media de la noche. A las diez había dejado atrás las murallas de Roma.
Mientras Vampa se dirigía a las cercanías de Aqua Pendente, el barón Danglars acababa de inspeccionar su nueva propiedad desde las bodegas hasta los techos.
El agudo sonido de la campanilla del portón distrajo al barón de su actividad. Antes de que pudiera decir palabra, el sonido de la campanilla se repitió con tal violencia que todos creyeron que la campanilla había sido arrancada de las barras de la puerta.
-Llaman -dijo el barón-, y llaman de tal modo que harían huir las sombras de Leteo. Y vuelven a la carga sin el menor miramiento. ¡Ah! Corred en el acto imbéciles -gritó e sus criados el barón como asaltado por una idea nueva-. Mañana os pondré a todos en la calle, ¡están llamando hace una hora y aún quedáis ahí como estatuas...! ¡Es sin duda mi hija, que aprovechó la belleza de la noche para despertar mañana en mi casa! ¡Ea, ligero, dos cubiertos más para la mesa, encended las velas de aquel candelabro, aproximad sillas...
Entretanto, se oyó el rechinar de la puerta del jardín y el rodar de un carruaje que se detuvo al pie de la escalera que conducía a la sala. Danglars dio algunos pasos hacia ella, a tiempo que se encontró con el criado que regresaba.
-¿Quién es?
-Excelentísimo, es un caballero que se presenta como persona de vuestra intimidad...
~¡Un caballero! -dijo Danglars-. Al menos os habrá dicho su nombre.
Y al decir esto el caballero en cuestión se dejó ver súbitamente a la puerta del comedor, diciendo con ironía:
-Despacio..., despacio, señor barón. -¡Ah! -exclamó Danglars retrocediendo bruscamente y cambiando de color.
El recién llegado se sonrió y adelantándose con toda confianza se sentó a la mesa frente al nuevo servicio colocado. El barón retrocedió para apoyarse en la pared.
-Señor barón, ¡dad a tus criados las órdenes convenientes!... ¡tenéis todo el aspecto de un imbécil! La cena se enfría, y si no os decidís a dar vuestras órdenes, lo haré yo mismo.
-Acomodad el carruaje y los caballos en la cochera, que vuelva el postillón a cenar contigo; después dale una linterna y algún cobertor para abrigarse mientras duerme -y, el huésped, volviéndose al otro criado, le dijo-: Puedes retirarte, el señor barón nada necesita...
El criado, viendo que el barón no le contradecía, se inclinó y salió.
-Yo me persuado -dijo Danglars, con visible esfuerzo- que no nos comprendemos bien; sin duda que vos estáis sufriendo un engaño. -Puede ser... ¿y en que? -Opino que en todo.
-Hace mucho tiempo que no nos veíamos, señor Danglars; si mal no recuerdo, desde aquella última noche en que tuve el placer de hospedaros en mi pequeño palacio.
-¡Bello palacio, por vida mía! -murmuró el barón-. Estos salteadores romanos tienen la manía de llamar palacios a las cuevas en que se esconden.
-Sufristeis allí aquella ligera broma que os jugó el conde Monte-Cristo; pero debéis confesar que os servimos buena comida. ¡Ah! pero, ¿qué vale el pasado que no tiene remedio? El porvenir no nos pertenece...; tratemos, pues, del presente que es nuestro. Yo deseo que mi cama esta noche esté en vuestro cuarto.
Al oír esto, el barón sintió erizársele los cabellos en su cabeza y correrle un frío excesivo a lo largo de la espina dorsal.
-¡Ah! ¡Matadme de una vez! -exclamó Danglars levantándose tembloroso-. Matadme..., pero creed que no hallaréis en mi casa una cantidad igual a aquella que ya me robasteis en vuestra cueva.
-¿Qué es eso? Señor barón, estáis en un craso error -dijo Vampa levantándose también-. Ya os olvidasteis de lo que se os ha entregado... Tenéis poca memoria señor barón y yo voy a recordaros lo que ocurrió. Vino aquí un hombre compatriota vuestro, llamado Benedetto. Este hombre, después de hablar con vos algún tiempo, tuvo la bondad de pasar a vuestras manos alguna cosa de gran valor. No se si papel o metálico; quizá ambas cosas.
-¿Y después? -preguntó el barón, cambiando alternativamente de color.
-¿Después?... ¡que olvidadizo sois! ...el bondadoso Benedetto os habló de mí... y aquí estoy.
-Pero, al cabo... -dijo el barón-; ¿qué hay en esto de común entre vos y Benedetto?
-iPchs! Nada... -respondió Vampa con desdén.
-¿Qué queréis pues de mí?
-El cumplimiento de vuestro compromiso.
-¿Y en que compromiso he convenido yo?...
-Acabemos de una vez señor barón -dijo Vampa-.
Habéis quizá creído poco el dinero que se os ha dado y reflexionasteis sin duda que mi visita podría proporcionaros más; yo no hago cuestión de semejante bagatela, porque nunca fue banquero como vos. Tomad, pues, mi bolsillo, señor Danglars, pero sed discreto.
Vampa colocó entonces el bolsillo sobre la mesa y enfrente del barón, que quedó más admirado.
-¿Qué queréis, entonces... señor Vampa?
-Una cosa bien sencilla: hospedaje por hoy y mañana.
El barón se estremeció; pero sus manos se hallaban ya en contacto con el oro del bandido, y la influencia de aquel metal calmó el espíritu agitado de Danglars.
-Que el diablo me lleve si entiendo palabra de todo este enredo -pensó el barón, guardando el dinero-. Me haré cuenta, sin embargo, de que fui esta noche a la Comedia de París, y que no vi mas que el segundo acto, quedando en ayunas respecto al principio de su argumento. Estoy a vuestras órdenes señor Vampa -agregó en voz alta, acompañando sus palabras de la más amplia sonrisa- Tendré el placer de cederos mi propia cama y yo me arreglaré en un antiquísimo sofá.
-Vais a incomodaros así...
-Al contrario señor: me acostaré más tarde... puesto que tengo que escribir una carta.
Poco después él y Vampa abandonaban el comedor para ir a dormir. El barón se recostó y meditó luego que hubo de terminado de escribir la carta.
-Esta visita extraña trastorna el placer que me prometía gozar mañana. Pero, al cabo... cuatro mil piastras valen la pena de un sacrificio... y Eugenia prevenida por esta carta aplazará su visita para cualquier otro día. ¡Ah!, he adivinado el primer acto de la comedia, las autoridades han decidido seguir la pista a este temible criminal, que obligado a ocultarse, pide asilo en mi casa... Vamos... ¡no he cobrado muy caro el hospedaje de un salteador tan terrible...!
XXII
LA COMEDIA SE COMPLICA
Amaneció y uno de los criados del barón atravesaba el jardín de la quinta con objeto de cumplir una orden del barón, cuando Vampa lo detuvo diciéndole:
-¡Hola! ¿Podéis hacerme un pequeño servicio?
-El que gustéis, excelencia.
-Entregad este dinero al postillón para que pueda atender a su estómago en cualquier ventorrillo.
-Esta bien, excelencia.
El criado partió y Vampa subió la escalera y entró en la sala tapizada de raso, donde encontró al barón que lo buscaba.
Mientras tanto el criado golpeaba estrepitosamente la puerta cochera, y cinco minutos después el postillón, despertando sobresaltado, corrió a abrirla.
-¿Qué se os ofrece?
-Vuestro patrón me envía este dinero, para que ahuyentéis el frío de la mañana.
El postillón recibió el dinero y se sonrió picarescamente.
-Esperaos, compañero -dijo abrochándose su capote y poniéndose el sombrero-. Ya que sois el portador desearía obsequiaros con una parte de mi almuerzo.
-Gracias... pero tengo prisa
-Bobería... ¡los patrones siempre hacen esa recomendación! Y nosotros debemos calcular el tiempo de modo que nos quede algo libre para echar un trago. Venid conmigo.
-Gracias, pero ya os dije tengo prisa.
-¿A dónde vais, pues? Cuando menos lleváis alguna carta.
-Lo habéis adivinado y voy a pie.
-Carísimo; ved que habéis hecho bien en ser franco, yo puedo serviros entonces...
-¿Cómo?
-Yo tengo que ir a la ciudad; y en este caso, mis caballos caminan más rápido que cualquier cochero, tenemos tiempo para mojar el gaznate y luego subír a la parte trasera del carruaje y hacéis el camino a gusto.
-He ahí un arreglo que os agradezco.
Las horas pasaban en tanto. A las siete el barón almorzaba junto a Vampa, cuando vieron por la ventana que había frente a la mesa, que entraba en el jardín un carruaje.
-¿Os esperáis alguna visita?
-¿Yo?... Os aseguro que...
-La señorita Eugenia Danglars y la señorita Luisa d'Armilly -dijo el criado abriendo la puerta.
-¿Si no me engaño, la señorita Danglars será hija vuestra?
-Es... sí... es decir... Señor, estoy pensando que acaso no tengáis por conveniente dejaros ver... y en este caso permitidme que...
-¡Al contrario señor! Tendré el mayor placer en presentar mis respetos a su digna hija.
-Pero... ¿y vuestro nombre?... es tan conocido... ¡Ah! se me ocurre... adoptad por el momento un nombre supuesto -dijo el barón- el de una familia ilustre... ¡un Spada!, así todo se arreglará.
La señorita Danglars y su amiga Luisa esperaban en la sala de la tapicería y examinaban con curiosidad los antiguos muebles, cuando el barón se presentó; Eugenia corrió a besarle la mano y Luisa saludo con amable cortesía.
-Ved padre mío -le dijo Eugenia-; ved cómo os pago sin demora vuestra visita, y no creáis que es por simple etiqueta.
-¿No habéis recibido una carta mía?
-¡Una carta! No, en verdad, padre mío.
-Pues... ¡Ah! felizmente el conductor debió cruzarse con vuestro carruaje -dijo el barón siempre inquieto y mirando el largo corredor que conducía al comedor, en donde veía la siniestra figura de Vampa sentado a la mesa. Danglars hizo un esfuerzo al cabo de un rato y tomando a Eugenia de la mano dijo:
-Hija mía, mi visita no es de etiqueta... y por lo mismo no esta en la sala. El almuerzo está en la mesa, venid y tendré el gusto de presentároslo.
-¿Y quién es su huésped, padre mío?
-¡Oh! es descendiente de príncipes. Es..., figuraos..., un Romanelli Spada.
El barón quedó sin fuerzas apenas terminó su improvisación.
-Mi querida hija, y vos, señorita d'Armüly, tengo el honor de presentaros... al señor Romanelli Spada.
Eugenia dirigió su mirada al rostro de Vampa y se impresionó hasta el punto de tener que apoyarse en el brazo del barón, que percibió con inquietud la emoción de su hija.
Eugenia se revistió de toda su presencia de ánimo y saludó al supuesto Spada con una sonrisa llena de dulzura.
Nunca la joven Danglars había pasado más agradable mañana; estaba al lado de su padre, de su mejor amiga y del hombre a quien amaba.
XXIII
EL RAPTO
Aunque Eugenia no dijo a Luisa una palabra acerca del huésped del barón, ésta conoció bien que aquel era el hombre que inspiraba a su amiga la pasión que le había confesado.
Vampa permaneció siempre triste y sombrío; en su frente de criminal estaba estampado el sello de los brutales sentimientos que lo dominaban Su impúdica mirada se hundía con ansia en el seno palpitante de Eugenia y allí tomaba el poderoso fuego de su mirada Vampa, triunfante, conocía todo el peder de la pasión que inspiraba a Eugenia
Eugenia acababa de manifestar a su padre los deseos de pasar allí la noche y que partiría a las tres de la tarde del día siguiente. Danglars viendo que se cumplía la prevención de Benedetto, empezó a reflexionar detenidamente sobre aquella comedia, que aún no había entendido. No había visto a Vampa desde la comida, y esta ausencia le inquietaba entonces a punto de que se echó a recorrer la casa y el jardín buscándolo.
Eugenia, al verse sola con Luisa, le dio un abrazo y fueron al jardín, en cuyas alamedas se internaron. Un pensamiento inexplicable condujo a Eugenia por entre los sombríos y solitarios caminos. Lágrimas involuntarias temblaban en los hermosos párpados de Eugenia, y secábanse en el fuego de sus mejillas.
Repentinamente, al doblar un ángulo de la alameda, Luisa tembló viendo a poca distancia la figura melancólica de Vampa, su mirada, llena de fuego, brillaba en la sombra que empezaba a envolver parte
del jardín.
-Me permitiréis el honor de acompañaros -dijo Vampa.
Eugenia hubiera preferido el aire fresco que se respiraba . allí a la atmósfera templada del salón; pero no tuvo valor para pronunciar una palabra y se dejó conducir por su
amiga.
Al llegar cerca de la escalera, él dejó subir primero a Luisa; cuando Eugenia se disponía a seguirla le dirigió la
palabra;
-Señorita; permitidme antes que os dirija mi adiós -díjole
con voz trémula y profunda.
-¿Nos dejáis? -le preguntó.
-¡Quizá para siempre!
-¿Qué decís?...
-Italia me mata.
-¿Y que buscaréis fuera de ella?
-Olvidar, si me es posible, una pasión irresistible que me domina. ¡En Italia no podría conseguirlo!....
-¿Y qué motivos tenéis para desear el olvido? -dijo
Eugenia.
—¡Ah! -replicó Vampa-. Cuando se ama y se sufre como yo, no hay más que dos puntos extremos en la escala de nuestras sensaciones. ¡La recompensa de tanto amor y de tantos sentimientos... o un olvido absoluto!...
-¿Y... nadie podría haceros cambiar de resolución? -¡Oh!... Sí... bastaría una sola palabra... -Esperad... -dijo Eugenia involuntariamente cuando Vampa se prestaba a retirarse.
-¿Qué queréis de mí..., señora? -preguntó Vampa con aire sombrío-. ¡No os burléis así de la pasión que os he declarado, porque sería escarnecer la obra más grande de la naturaleza!... Yo os amo...; mi ambición y felicidad se cifran en esa hermosa mano, de quien depende la ventura o la desgracia que deba herirme... ¡Oh!... adiós. Eugenia... Adiós para siempre...
-¡No..., no partiréis sin que yo sepa el día que habéis de volver!...
-¡Oh! ¡que de ilusiones en su solo día!... ¡Ilusiones nada más! ¡que importan ellas ahora que la desgracia me abruma! Eugenia , no os olvidéis del hombre que os quiso como se quiere una sola vez en la vida.
Y Vampa abrió precipitadamente la puerta del jardín y dio dos pasos fuera de ella. Eugenia no osaba soltarse de su mano y permanecía su lado, trémula y vencida por un sentimiento poderoso que aumentaba gradualmente, abrasándole sus venas y produciéndole la fiebre del delirio.
Vampa miró alrededor de sí, como persona acostumbrada a ver en la oscuridad y vio a poca distancia un bulto que conoció ser el carruaje.
-Y bien, señorita -dijo-, ved que estamos fuera del jardín..., volveos y esta puerta nos separará para siempre. Mañana acaso ya no os acordaréis de mí. Volveos...
-¡Ah!... ¡yo os amo..., yo os amo... y vos no me abandonaréis!...
-¡No! -dijo Vampa rodeándole la cintura con su robusto brazo y corriendo hacia el carruaje.
Eugenia lanzó un grito agudísimo, mezcla incomprensible de placer y miedo.
Mientras esta escena tenía lugar, el barón Danglars concluía de pasar revista á los cajones de su escritorio, y de convencerse que las cerraduras se hallaban intactas; y se volvía a la sala donde ya el criado había puesto luces, y viendo a la señorita d'Armilly, le preguntó por Eugenia.
-Eugenia pasea en este momento en el terraplén... Pero la noche avanza y voy a rogarle que deje su paseo.
-Yo os acompañaré señorita -dijo el barón.
Luisa inquieta, por la tardanza, caminó apresurada y bajó las escaleras, donde presumía que estaría Eugenia, pero se sorprendió de no hallar en ella a
nadie.
-¡Eugenia! -gritó el barón-. Nada...; no responde...;
caminemos algo más.
Luisa y Danglars siguieron por la calle que partía de la escalera. Se habían acercado apenas a la puerta del jardín, cuando el agudo grito de Eugenia llegó a sus
oídos.
-¡Dios mío!... -dijo Luisa corriendo hacia la puerta.
El barón quedó como petrificado, abrió la puerta y dio un paso, pero se detuvo para no ser aplastado por los cascos de dos briosos caballos que arrastraban un
carruaje al galope. -¡Ah! señor... -Dijo Luisa temblando-. ¡Eugenia no
aparece..., y ese carruaje!... -Señorita -dijo el barón-, por piedad explicadme lo
que sucede.
-¿Yo?
-Sí..., ¡vos! Eugenia os acompañaba en el jardín... y no era solamente con el objeto de gozar del ambiente
de la noche...
-¡Oh, Dios mío! La dejé con el príncipe Spada.
-¡Infame bandido! -gritó en barón-. Señorita d'Armilly ¡hace días que se empezó en mi casa un drama terrible!... El desenlace..., es el que veis... ¡Ahora comprendo! ¡Un rapto..., un rapto..., miserable de mí!... ¡Eugenia de mi alma!...
XXIV
CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR
Era de noche aún cuando el carruaje de Vampa, entrado en la Vía Apia, fue a detenerse frente al circo Caracalla. Vampa, fascinado por el sentimiento que le dominaba, no se había apercibido de que ni un solo centinela le había pedido la consigna desde que su carruaje caminaba por entre los lúgubres monumentos de la Vía Apia. Tomó en sus brazos el frágil cuerpo de Eugenia y descendió por entre las sombras de la noche hasta la entrada de su tenebroso subterráneo; una vez dentro, depositó el cuerpo de Eugenia en la antigua mesa que en otro tiempo servía de tabernáculo y ahora a los festines bacanales de los bandidos.
-/Bocea Príotií (así se llamaba Pipino) -gritó, oyendo tan solo el eco nocturno de las bóvedas-. ¡Perros que os dejáis dominar por el sueño, olvidando la vigilancia de vuestro único
asilo...!
Vampa sacó la pistola y disparó, tan solo el eco se escuchó. Se estremeció de súbito al saberse solo y desarmado. El presentimiento de un vago temor se apoderó de él.
-¡Pipino! -murmuró-. ¡Me habrá traicionado! ¡Seré víctima
de alguna celada!
Vampa se sentó al lado de Eugenia, lo esperaba todo menos su ruina. Las horas corrían y el salteador esperaba inútilmente del regreso de Pipino.
-¡Oh! ¡esta noche..., esta noche interminable!... ¡Parece que estoy condenado para siempre a las tinieblas y al horror!... ¿Se complacerá acaso algún genio infernal en darme por compañera eterna esta mujer, que duerme como si estuviera muerta?... Ahora han vuelto a ser estas bóvedas lo que siempre fueron: un cementerio y para mayor verdad, ahí duermen los esqueletos su sueño eterno en esas paredes. ¡Cuántas veces el reposo augusto de estos muertos ha sido turbado con el bullicio de mis orgías y de mis delitos!... ¡Y vedme aún turbándolo con el último de mis crímenes!... ¡El último! -repitió como reflexionando lo que había dicho-. ¿Y por qué será el último? ¡Ah!... sí; ¡hace mucho tiempo que pienso abandonar el hierro homicida que hasta hoy he empuñado! ¡Hagámoslo, pues!
Y arrojó lejos de sí la pistola descargada que aún conservaba en la mano.
-¡Adiós para siempre, arma fatal y homicida! Y ahora, Eugenia mía... despierta para darme la verdadera felicidad...
«¡Insensato! ¡Espero en vano que esta mujer despierte, que sus labios me dirijan la palabra, que me miren sus ojos, sin ver que su primera mirada, su primer grito, será de sorpresa y de maldición! Eugenia... Eugenia mía... perdóname...
Instantes después un rayo de luz roja iluminó el lúgubre recinto.
Vampa quedó inmóvil.
El desconocido avanzó hacia él, en su mano derecha brillaba la llave y el cañón de una pistola de largo alcance.
-¡Benedetto! -murmuró Vampa, retrocediendo de asombro y de horror.
-Has saciado tu ruin pasión -dijo Benedetto-; pues yo vengo a recibir la parte que me corresponde.
-¡Ah! Si vienes con ese objeto... ¡Te cedo el puesto! Acabo de consumar el rapto y en cuanto al rescate lo obtendrás más tarde -murmuró Vampa con rabia, afectando sin embargo la mayor calma, aunque en aquel momento se acordaba del aviso terrible que maese Pastrini le había dado.
-Pues, a pesar de todo, necesito hoy mismo el dinero.
-¡Yo nada tengo!...
-Vamos, amigo Vampa, ahórrame al menos el trabajo de desnudarte por mis propias manos. Sé que has extraído todo el dinero que había en las arcas de la cuadrilla y es eso lo que reclamo. Dame, pues tu cinto Vampa, si no quieres morir.
-¿Y quien me asegura que no asesinarás después que te de mi dinero?...
-¡Ya podría haberlo hecho; y lo haré si te detienes un solo minuto más!... Coloca el dinero en esa mesa de mármol, junto a tu víctima, y retírate en seguida.
Vampa dejó el cinto sobre la mesa y retrocedió algunos pasos. Benedetto examinó y guardó el dinero, retrocedió hasta la entrada de la galería, llevando consigo la luz y dejando de nuevo al salteador entregado a la oscuridad y al sufrimiento.
Benedetto llegó al final de la galería y encontróse con un grupo de diez o doce hombres. A alguna distancia se veía un piquete de caballería.
-Señor -dijo Benedetto a uno de los hombres-, el salteador está solo.
-¿Acabáis de verlo?
-Sí.
-Señor -agregó Benedetto- hice un importante servicio a Roma, y sin embargo, pienso que no me dejaréis retirar sin ser acompañado por alguno de vuestros soldados, tomad la cuarta parte y decid que huí por algún oculto pasaje de las catacumbas.
-Estamos conformes; ahora esperad sólo un momento hasta que mis soldados se apoderen de Vampa.
El jefe se dirigió al grupo y ordenó que entrasen a las catacumbas.
Un grito desesperado, loco, frenético resonó poco después en el interior de la bóveda subterránea.
-Es el grito del león que cae para no levantarse jamás -dijo Benedetto.
-Idos, pues; ¡estáis libre!
Y el hijo de Villefort desapareció en las tinieblas de la noche.
XXV
PERFECCIÓN DE LA JUSTICIA DIVINA
Vampa, el salteador, cayó por fin en manos de la justicia y en breve recibiría la recompensa a sus repetidos crímenes.
Mientras el bandido era llevado a la ciudad, entre la escolta de caballería, el hijo de Villefort, envuelto en su larga capa, acababa de bajarse de un caballo a la puerta de la pequeña propiedad del barón de Danglars. Buscó el cordón de la campanilla y tiró con violencia, hasta que un criado vino a indagar la causa de tan inesperado ruido.
-Decid al señor Danglars que soy un agente de policía y vengo a comunicarle una cosa de grande importancia. Y daos prisa para que no me tengáis mucho tiempo en la calle.
El criado se retiró y Benedetto esperó.
Luisa d'Armilly, que durante aquella noche fatal no había podido conciliar el sueño, temblando al menor ruido y creyendo oír los gritos de su amiga, mezclados con la brisa de la noche, se sentó agitada sobre el sofá en que se hallaba reclinada en el momento en que oyó sonar con violencia la campanilla de la puerta.
A la palabra "agente de policía", ella misma fue a la habitación del barón y le despertó precipitadamente después de ordenar al criado dejase entrar en la sala al agente de policía
Luisa, saliendo del cuarto del barón, corrió a ocultarse detrás de una puerta con el fin de no perderse ni una sola palabra, pero en vano y admirada buscó al agente en la sala que estaba desierta.
Entretanto el barón Danglars iba a bajar cuando una voz, que no le era desconocida, le dijo:
-La verdad es, señor barón, es que siempre sois pesado en vuestros movimientos.
-¿Vos aquí? -dijo- ¿Por dónde os habéis introducido? ...que razón os asiste para atropellar así mi domicilio...; ¡hablad o gritaré!... -Cerrad primero la puerta y nos entenderemos... -¿Y por qué?
-Señor barón -dijo Benedetto-, yo lo sé todo. Vampa acaba de ser preso; declaró que estuvo aquí, y dio vuestro nombre; ahora podéis comprender que la justicia no dejará libre a un. hombre en cuya casa pernoctó el salteador Luis Vampa. -¿Qué haré?
-Qué hicisteis en París cuando comprendisteis la gravedad de vuestra posición? -¡Ah!... me evadí.
-¿Qué más queréis? Mientras el agente de policía espera en la sala el momento de echaros la garra, dad a vuestra casa el último adiós y haceos a la vela.
-¡Ah! ¡Ah!... ¡Maldito Vampa! -murmuró el barón dirigiéndose a su secretaría y examinando el rincón donde guardaba el dinero.
-Dejad esa niñería -dijo Benedetto-, yo tengo aquí dinero y os prestaré.
-¿Qué decís? ¿dejar lo que tengo para que la justicia se aproveche de toco? -respondió el barón metiendo en sus bolsillos cuanto dinero y valores encontró. Estoy listo... huyamos.
Mientras tanto Luisa d'Armilly había vuelto a llamar a la puerta del barón y nadie respondió, estaba fuertemente impresionada con estos acontecimientos: la desaparición misteriosa del agente de policía primero y luego la del barón. Hacía un gran esfuerzo por no dar a conocer a los criados el miedo que la agitaba. Decidió entonces regresar a la ciudad.
Cuando llegó a su casa, la señora Aspasia corrió a prevenirla que su amiga Eugenia había llegado a la madrugada y que sintiéndose algo indispuesta no había podido esperarla sino en cama. Luisa, sin perder más tiempo, corrió a la habitación de Eugenia y arrojándose sobre su lecho la abrazó con lágrimas en los ojos.
Mientras tanto el barón Danglars y Benedetto bajaron por una escalera secreta que conducía a una casa a nivel de tierra. Llegaron a la puerta que comunicaba la escalera con la casa. La luz de la mañana entraba por las rendijas de una pequeña abertura practicada a manera de abertura a grande altura de la pared.
Cuando Benedetto llegó a aquel lugar, se volvió rápidamente hacia su compañero y le apuntó con la pistola pidiéndole en tono imperioso cuanto dinero y valores llevaba consigo.
-Barón Danglars, io la bolsa o la vida!
Diciendo esto, Benedetto extendió la mano izquierda y fue recibiendo y guardando las cantidades que el barón Danglars le entregaba, acompañadas de largos suspiros.
Hubo un momento de silencio, durante el cual Benedetto guardó la pistola y fue a examinar el exterior por una rendija de la puerta.
-Nadie -murmuró-. Partamos.
-Por piedad... -dijo el barón, pálido y suplicante- soy un pobre anciano y mis cabellos blancos deben mereceros alguna compasión: ¿qué queréis que haga ahora? ¿a dónde queréis que vaya a ganar mi alimento?... ¡Socorredme, por amor de Dios?
-¿Queréis también que os lleve al cuello, viejo impertinente? Yo voy a salir de Italia; un buque me espera en el puerto.
-¡Un buque!
-Y bien, ¿qué os importa eso? -dijo Benedetto.
-¿Tenéis piloto? Ya que os diponeis a viajar, iréis sin duda a comerciar; tomaréis tal vez efectos de contrabando en el Mediterráneo; y en ese caso me ofrezco para sobrecargo.
-¡Que prodigio!... ¿entendéis, pues, de marinería y de los intereses mercantiles de la marina?
-¡Sí, señor! He crecido en el mar y entre los fardos que cargaban el buque.
-¿Qué decís? ¿y vuestros blasones?... ¿y el nombre de vuestros antepasados?...
-Empecé de marino... ascendí, me elevé y llegué a lo que fui...
-¿Me aseguráis por vuestra vida que decís la verdad?
-Respondo de mí...
-Vamos, pues, entonces, venid conmigo, vuestra historia me la terminaréis de contar en el mar...
XXVI
UNA NOCHE EN EL MEDITERRÁNEO
Danglars acompañó a Benedetto, y al día siguiente se encontraba a bordo del yate que navegaba rumbo a Córcega, después de haber salido del Tíber. La tripulación de aquel buque no parecía desconocida a Danglars.
Pipino estaba en pie junto al palo de proa y miraba con aire de curiosidad al timonel. Benedetto, envuelto en la capa, permanecía al lado de éste hombre, como si examinase la dirección que daba al buque.
La brisa refrescaba al anochecer, y el yate, que podía aprovechar mejor el viento, empezó a marchar con doble velocidad.
Al advertirlo el timonel, dijo a Benedetto:
-Ved que la noche refresca; vamos a entrar en la línea del viento, y creo que no sería malo navegar sólo con los trinquetes y aferrar las latinas.
-¡Vamos! -dijo Benedetto-: a sus puestos, muchachos; maese Danglars va a dirigir la maniobra.
-¡Mirad lo que hacéis! Y acordaos que en el momento en que yo me aperciba de vuestra nulidad a bordo os enviaré de regalo a los peces. Ya os he dicho que no me apuro por llegar a la isla de Monte-Cristo.
-Perded cuidado -replicó Danglars con calma-: conozco bien el mediterráneo, y aunque no sepa la situación de la isla, hemos de dar con ella.
El yate surcaba las aguas viento en popa y Benedetto ya no se preocupó más, llamó a Pipino y le ordenó que hiciese recogerse a la tripulación, sin dividirla en guardias, porque él se encargaba de vigilar el buque durante las primeras horas de la noche.
Pipino obedeció y poco después la tripulación se había retirado y solo dos personas quedaron sobre cubierta: Benedetto y Danglars; ambos parecían meditar profundamente..
Benedetto se dirigió hacia Danglars y contemplándolo algunos instantes, le tocó ligeramente con la mano en el hombro.
-¡No hay novedad -dijo Danglars estremeciéndose-; el buque sigue con viento favorable!...
-¿Qué importa el buque ni el mar a cualquiera de nosotros, en este momento de soledad y tinieblas? Yo meditaba sobre el porvenir.... y vos... sin duda recordabais el pasado. ...Uno de nosotros debe entregarse en cuerpo y alma a perseguir a un individuo de quien juró vengarse. El otro debe meditar los actos de toda su vida pasada para inquirir de cuál de ellos procede la fatalidad que le agobia hace algún tiempo. Hablad, señor... necesito oír a alguien que haya cometido crímenes, quiero analizar el crimen en todas sus fases... quiero saber bien los diversos modos de hacer sufrir a un hombre en este mundo... quiero inventar martirios y suplicios hasta arrancarle del pecho dolorosísimos gemidos...
Danglars escuchaba atónito a Benedetto. Hubo unos instantes de silencio, durante el que Benedetto dio libre curso a sus lágrimas, paseándose por el buque con agitación febril, hasta que se detuvo de nuevo ante Danglars.
-Decidme -preguntó- ¿quién era, de donde surgió poderoso, vengativo y sin piedad ese hombre a quien llaman el conde Monte-Cristo o Edmundo Dantés?...
Danglars reunió sus ideas y empezó:
-Había a principios de 1815 en Marsella un pequeño buque de propiedad de la casa Morrel e hijo, y yo era un sobrecargo. En febrero de dicho año murió el capitán del buque a la altura de Porto Ferrajo, y el 25 del mismo mes llegaba al puerto de Marsella mandado por un joven marinero, en quien el capitán había depositado su confianza. La vacante dejada por esta muerte, despertó la ambición de algunos, entre ellos yo, y en consecuencia empecé a trabajar para conseguir la plaza de capitán. Mi antigüedad a bordo y mi experiencia marítima, todo debía concurrir en mi abono; pero la fatalidad quiso que el joven marino fuese preferido. Entonces juré perderlo. Ese joven era Edmundo Dantés; adoraba a una muchacha catalana, y el amor que ésta le concedía, a despecho de un paisano suyo, despertaba los violentos celos de éste. Conociendo bien yo el carácter del catalán y calculando hasta dónde podía arrebatarlo la llama que se abrasaba, traté de atizarla de un modo que resultase fatal para Edmundo Dantés.
«Valiéndome de una coincidencia del viaje denuncié por medio de anónimo a Edmundo Dantés, diciendo que de regreso a Marsella había tocado en la isla de Elba, donde había desembarcado. Puesta la denuncia en manos de la autoridad, Edmundo Dantés fue preso por bonapartista, precisamente cuando se sentaba a la mesa para celebrar sus desposorios con la hermosa catalana. Desde ese día desapareció de la faz de la tierra el hombre que me hacía sombra... pero reparad bien, señor, que yo no pude lograr el puesto de capitán del buque.
«Quince años transcurrieron y al fin de ellos, la catalana, que se había casado con el rival de Edmundo, era condesa de Morcef, mientras yo, que me había enlazado con la viuda del señor Nargone, tenía mi título de barón de Danglars y una buena porción de millones de francos. Mas he aquí que un día surge, no sé de donde un hombre inmensamente rico y poderoso: este hombre era el conde de Monte-Cristo. Desde entonces la fatalidad comenzó a oprimirme. Comprometido por el crédito ilimitado que él consiguió sobre mi casa, tuve que abandonar París. La condesa Morcef, que en otro tiempo había sido su novia, sintió la pesada mano de la desgracia derrumbar todo el edificio de su felicidad.
Una calma repentina empezó a dejarse sentir: la superficie de las aguas se asemejaba a un vasto y bruñido espejo; y antes que Benedetto tuviese tiempo de llamar a los marinos para la maniobra, antes de que Danglars pudiese terminar ésta, una cinta roja, que rasgaba el cielo, seguida de un estampido aterrador, anunció súbitamente una de esas tormentas secas tan frecuentes en el mediterráneo.
XXVII
EL NAUFRAGIO
Aterrada por este inesperado incidente toda la tripulación del buque subió apresuradamente sobre cubierta.
El piloto aprovechó de este suceso para perder a Danglars a los ojos del patrón de buque. Corrió con audacia hacia el timón y arrancando bruscamente la caña de las manos de Danglars, gritó con fuerza a la tripulación:
-¡Ánimo muchachos, y a sus puestos! ¡este bellaco tiembla de miedo y va a perdernos!
-¡Misericordia!... -¡exclamó Danglars, que advertía, aterrorizado, que para su completo castigo hasta había allí mismo un hombre que le disputaba el puesto como él había disputado el de Edmundo Dantés.
-¡Oh! ¿con que pides misericordia ahora!... -replicó el piloto sacando su puñal y abandonando el timón-. ¡A él muchachos, a él! Que quiere amedrentarnos con sus gritos. ¡A él que tiembla como un perro de ver saltar el agua alrededor de sí...!
A las insinuaciones del piloto, Pipino, echando mano de un machete, arremetió contra Danglars. El yate zozobraba, sin gobierno sobre las aguas, mientras duró aquella escena confusa.
Benedetto permanecía aún en el mismo lugar, como si una voluntad poderosa lo hubiese detenido allí. En torno suyo había ocurrido alguna cosa terrible que él sospechaba, aunque no comprendía bien; pero su espíritu, en armonía con la tempestad absorbía su pensamiento en una sola idea.
-¡Dios mío! -murmuraba Benedetto-. ¡Yo me inclino ante el poder sin límites de tu voluntad, ¡Jamás había presenciado el espectáculo magnífico y terrible a la vez, con que reveláis la fuerza de vuestro brazo! ¡Perdonadme, señor, si en mi ignorancia he negado a veces la existencia de vuestro ser sobrehumano! Ahora, señor, si no condenáis aún al hombre a quien persigo, si él merece tu protección a pesar de la inocente sangre con que manchó sus manos... ¡despedazad y destruid para siempre este frágil leño en que me elevo sobre las profundidades del mar!... ¡Ah! pero estos rayos de fuego que se sepultan en las ondas en torno mío parecen respetarme y me hacen creer que soy el elegido terrible de vuestra justiciera voluntad, para castigar sin misericordia al impío que os ha ultrajado en la persona de un niño; que es la más débil criatura de la tierra, como tú eres el más poderoso de los cielos... ¡Eduardo!... hermano mío; yo no pude conocerte jamás... pero tu sangre era mi sangre y pide venganza... y Dios no consentirá que el asesino quede impune.
Cuando Benedetto volvió de su éxtasis y observó los objetos que le rodeaban. El viento, revolviendo y agitando las aguas, había aumentado el horror de la tormenta. El piloto inmóvil en su puesto, hacía algún tiempo escuchaba los gemidos y gritos que las ráfagas y el viento parecían traer de lo lejos y comprendía bien que se trataba de algún buque que estaba en peligro. De repente, los gritos que había escuchado se repitieron más fuertes y expresivos a barlovento del yate y el piloto reconoció inmediatamente por el movimiento de su barco la proximidad de un gran buque.
En efecto, a la claridad de un relámpago, todos vieron con espanto una masa negra que una poderosa ola elevaba sobre su dorso ondulante, a una gran altura sobre el pequeño yate, dejando en medio de ambos un abismo a que este descendía agitándose con violencia de popa a proa.
Con todo sosiego el capitán, reconociendo la imposibilidad de salvar a la gente del próximo naufragio, trató de evitar el choque de las dos embarcaciones, por medio de una hábil maniobra; el buque hundióse instantáneamente en el abismo formado entre las olas. Después de este último grito de los infelices, ninguna voz humana se oyó; cuando la voz imperiosa y audaz de Benedetto, sacó a los marinos del estupor en que los había sumergido la presencia de la desgracia.
-¡Al mar la lancha! -gritaba, cortando precipitadamente con su mano los cables que la sostenían-. ¡Ea Pipino! Ahora es tiempo de probar el valor de tu gente. ¡Eh. Gente miserable, y sin coraje! Pues bien; yo bajaré solo; porque no me dan miedo las tinieblas. Rocca Priori, acompáñame y bajemos...; ¡ahí escucho aún la voz desfallecida de un hombre que pide socorro!
Pipino saltó sin demora dentro de la lancha con su jefe, que mandó arriar los cabos, empuñando los remos con que pretendía triunfar de las alborotadas olas.
Lleno de coraje e incansable Benedetto remó en dirección de los gemidos y con un grito potente se dirigió el infeliz diciendo:
-¡Ánimo..., que Dios envía un socorro.
XXVIII
MUJER SIN NOMBRE
En uno de los puntos más apartados de las playas de Marsella, sobre un pequeño promontorio de granito, había desde largo tiempo construida una reducida vivienda, cuyas paredes, vistas del lado de la ciudad, se destacaban claramente en el horizonte. En torno de esa casucha podría advertir el observador los restos o más bien las señales de otras frágiles habitaciones, semejantes a las pobres cabanas de los pescadores. Es que en otro tiempo, antes del imperio de los cien días, era aquel lugar la residencia de una miserable colonia de pescadores que había desembarcado un día en aquellas playas, sin saberse de dónde, hablando un extraño dialecto; esta colonia era conocida con el nombre de los catalanes y fijó allí su residencia. Pero cuando Napoleón entró en la península llamando a las armas a todos los hombres, los catalanes huyeron de sus míseros albergues.
Era en este mismo lugar donde se elevaba la casita aislada de que hemos hablado al principio de este capítulo y que era habitada por una mujer; de la cual se decía que era una noble señora, cuya desgracia en fortuna la había obligado a buscar la soledad, el silencio y el olvido de su antiguo esplendor y por cuyo semblante se veía constantemente el surco profundo de un amargo llanto que afirmaba que era víctima de una gran desgracia, más grande aún que haber quedado en la ruina completa: el remordimiento. A pesar de todos estos datos, como no era posible establecer nada más que hipótesis sobre su origen, llamábanla simplemente la mujer sin nombre.
La infeliz espera en vano lo que nadie más que su corazón sabía; pero parecía que la mano de la desgracia se había empeñado en prolongar su martirio hasta la desesperación. Sintió ella entonces la necesidad de oír la voz consoladora de alguien y entonces escribió algunas líneas a Marsella.
Una hora después, llegaba a la pequeña aldea de los Catalanes un anciano religioso. La mujer sin nombre se encontraba en una extremidad de la roca, puesta de rodillas, con los brazos extendidos hacia el mar, los ojos clavados en el- cielo, profiriendo una oración entrecortada por un amargo llanto:
-¡Ya no le veré más! -decía ella-. ¡Quiere el destino que yo apure hasta las heces este cáliz de tormentos que hace muchos años no se aparta de mis labios! ¡Alberto...! ¡Alberto!..., muerto o vivo recibe este cariñoso abrazo, porque siento que la muerte se aproxima. ¡Oh, no! ¡yo no moriré..., yo no debo morir sin antes estrecharte contra mi pecho! ¡Sería imposible que en mi postrera hora Dios me permitiese dudar de su existencia consoladora!...
-¡Eso nunca, señora! -gritó el cura- ¡Dudad antes de vos misma antes que de Dios!
-¿Qué decís?... Mi sufrimiento no tiene límites... Vos no sabéis lo que es el amor de una madre. Vos ignoráis que separada de mi hijo, que era mi única afección en la tierra, hace años que lo espero, día por día, hora por hora..., ¡siempre en vano! ¡Vos ignoráis lo que padezco, y no podéis suponer todo mi dolor!... Venid padre... Necesito escucharos porque siento que decae mi fe al peso de una horrible fatalidad.
El religioso siguió en silencio a aquella misteriosa mujer hasta la reducida habitación en que vivía
aislada.
-Padre -dijo la mujer sin nombre-; permitidme que os oculte los sucesos de los primeros años de mi vida. Existe en ellos un secreto entre Dios, yo y un hombre a quien no he de volver a ver jamás.
-Víctima de una venganza terrible, quedé viuda y pobre, teniendo por todo amparo a un único hijo, quiso la fatalidad que éste me fuera arrebatado, como si yo debiera así llorar en completa soledad, un yerro involuntario de mi vida pasada. Hoy que soy madre... no lloro ese yerro... que consistía únicamente en haberme olvidado de un hombre a quien había consagrado mi amor. Después de haber esperado durante muchos años su vuelta, derramé sobre su supuesta sepultura la última lágrima de amante, y al siguiente día, mi mano de esposa se enlazaba con la de su antiguo rival, entonces mi único sostén en el mundo. Hoy lloro... pero lloro la prolongada ausencia de ese hijo querido... lloro porque mi existencia se acaba antes de que ese hijo querido vuelva a mis brazos...
-Esperad señora, la bondad de Dios es infinita.
-Padre rogad por mí -murmuró la infeliz-. Empiezo a ver la tierra en medio de ese mar de sufrimientos.
-¿Creéis en la justicia de Dios? -dijo el cura-. Señora, es infinita y tan perfecta, que nosotros no podemos llegar a ella.
-¡Ah! tenéis razón, tampoco yo la comprendo.
Y la infeliz cayó de rodillas frente a un crucifijo que se encontraba en la pared de la habitación, derramando gruesas lágrimas que resbalaban por sus pálidas mejillas.
Transcurrieron muchos días, durante los que el buen religioso repetía sus piadosas visitas a la mujer sin nombre, y parecía más tranquilo el rostro de aquella, esperando resignada la voluntad del cielo. Sin embargo su desgracia continuó agrandándose, sus provisiones se terminaron y el dinero se agotó, tomó la firme decisión de morirse de hambre antes que recurrir a la caridad pública.
Los días transcurrieron, el primer día de hambre fue terrible, vinieron a ella los recuerdos del pasado que en vano se esforzaba en olvidar. El segundo día se sintió débil y abatida, el delirio no podía tardar. Al fin del cuarto día de hambre sintió un rayo de esperanza.
-¿Quién sabe -se dijo- si de aquí a ocho días llegará mi hijo?... ¡Y de aquí a ocho días habré muerto de hambre!...¡Oh, no!... esperemos aún esos ocho días...
Y la infeliz señora, salió hacia el puerto de Marsella guiada por un vago pensamiento. Débil e hambrienta se encaminó hasta la ciudad sin recibir ni una limosna, ya no veía, ni conocía nada; solo tenía hambre... Por un instinto natural se encaminó al muelle, dio algunos pasos precipitados y cayendo de rodillas frente a dos hombres que acababan de desembarcar, gritó con extremada agonía:
-¡Me muero de hambre!... ¡Socorredme por el amor de Dios!...
Era su primer grito pidiendo limosna.
XXIX
EL AUXILIO DEL CIELO
Aquellos dos hombres que al desembarcar de un pequeño bote oyeron el grito supremo de la miseria, detuviéronse frente a la pobre mujer que les pedía
limosna por el suelo.
Uno de ellos sacó de su bolsillo una pequeña moneda y se la dio a la mendiga. Los hombres siguieron su camino, pero uno de ellos, el que parecía más joven, se detuvo.
-Perdonadme señor -dijo a su compañero-, no quiero dejar de cumplir mi deber. Al primer paso que doy en tierra, después del naufragio horrible de que me habéis salvado, no debo escuchar con indiferencia el grito de la miseria. Quiero repartir el poco dinero que pude salvar en mi bolsillo con esa desgraciada; esto me parece justo.
-No quiero contradeciros, caballero; antes bien,
aplaudo vuestra idea.
Al decir esto los dos hombres volvieron sobre sus pasos y se acercaron a la mendiga, el más joven inclinándose le dijo:
-Y bien, señora... ¿qué esperáis aquí?
-¡Espero al hijo de mis entrañas! -murmuró la infeliz,
alzando el rostro.
-¡Ah!... ¡Madre mía!... ¡Madre de mi alma!... ¡Oh, esto es una ilusión!... ¡Decidme que estoy loco!... -dijo el joven, levantando entre sus brazos a la mendiga.
-¿Qué decís señor de Morcef? -interrumpió su
compañero.
-¡Oh, venid, caballero y transportemos a esta infeliz; amigo mío... el cielo me hiere sin piedad... ¡esta es mi madre!...
Benedetto realizó las diligencias necesarias para conducir a la mendiga a una casa cercana, donde, luego de algunas horas, la mujer abrió los ojos y dio señales de vida.
-Amigo mío -dijo Alberto, apretando la mano a Benedetto que acababa de dar órdenes a Pipino-, el médico acaba de asegurarme que no debo tener recelo en cuanto a la salud de mi madre.
-¡Oh! podéis creer, caballero, que me congratulo vivamente de ello. Ahora que cumplí mi misión debo partir.
-¡Tan pronto -replicó Alberto- yo quería que mi madre os viera para que pudiese también agradeceros su heroica conducta al salvarme.
-No os he salvado yo, caballero -dijo Benedetto-, recordad esto siempre: fue dios. Mientras tanto yo tengo que seguir mi camino.
-¿Seré indiscreto acaso si pregunto que camino es ese tan lleno de misterio? -dijo Alberto.
-¡Oh, no es un secreto! ¿No habéis oído jamás hablar del conde de Monte-Cristo? -dijo Benedetto.
-¡Maldición sobre él! ¡Preguntad a la víctima si conoce a su verdugo! -respondió éste-. Alzándose del polvo aquel espectro poderoso, vedle arrojando la fatalidad sobre mi familia. ¡Oh! madre mía, perdón si no puedo respetar como vos la memoria de aquel hombre, cuya maldita ya aciaga conducta es todavía un misterio para mí.
-Amigo mío -dijo Benedetto-, perdonad mi indiscreción si os pregunto qué género de relaciones ha existido entre vos y el conde; porque entre él y yo existe una deuda de sangre y necesito conocer bien al hombre a quien me dirijo.
-Voy a complaceros señor -respondió Alberto-. Me habéis confesado que entre vos y él existía una deuda de sangre, en la que figuráis como acreedor; pues bien, la deuda que hay entre nosotros no es menos terrible que la vuestra. He hecho, sin embargo, un juramento solemne de no vengarme.
-¿Y quién os a exigido ese juramento?
-Mi madre.
-Empezad pues, señor -dijo Benedetto.
XXX
LA SERPIENTE
-Vivía en Francia, en el año 1838, una pequeña familia cuyo jefe era el conde de Morcef, mi padre: esta familia componíase exclusivamente de mi madre y yo. Yo, que pertenecía entonces como toda mi familia a la llamada sociedad escogida de París, decidí ir a pasar el carnaval de ese año en Roma, con mi amigo Franz de Epinay, y partí para Florencia, donde debíamos encontrarnos. Fue en Roma donde conocí al conde de Monte-Cristo, estando mi amigo y yo en una difícil situación de la que nos sacó el conde, cediéndonos su carruaje para el primer día de carnaval, el 22 de febrero. Aquel hombre a quien Franz conocía ya por haber estado con él en la famosa gruta de Monte-Cristo.
A estas palabras Benedetto arrugó las cejas y preguntó con aire de incredulidad.
-¡Y habéis creído vos alguna vez en la existencia de esa fabulosa gruta?
-Franz me ha jurado que la vio -respondió Alberto-; así como yo os juro haber sido hospedado en ella por el conde.
-Continuad, pues...
-Mis relaciones con el conde de Monte-Cristo, datan del 22 de febrero de 1838. suponed una amistad sincera; tan sincera como pueda serlo la más extremada; tal era la que simulaba aquel hombre fatal que yo había inspirado. Como yo supiese que él pensaba ir a París desde Roma, me apresuré a ofrecerle la casa de mi padre, y a servirle de cicerone romano, no solo en la capital, sino también en los círculos de la alta sociedad de que yo formaba parte según os he dicho. El conde aceptó mi invitación. ...El seguía demostrándome siempre y en todas ocasiones la mayor amistad.
Muchas veces mi madre, al conocer aquella ceguedad que me ofuscaba, me decía... si aquel hombre era realmente mi amigo...
Durante algunos meses fui compañero favorito del conde de Monte-Cristo ¡Parecíame que aquel hombre no tenía secretos para mí, y' que en sus horas de melancolía, me abría todo su corazón lleno de bondad y de justicia! ¡Oh!... ¡pero pronto me desengañé de forma fatal y terrible!
Una acusación mancilló el nombre de mi padre. Las puertas de la gran sociedad se cerraron entonces para nosotros. ¡París no tenía entonces el menor atractivo para mí! Loco... abrumado bajo el peso formidable de la vergüenza escuché los tristes sollozos de mi madre y la exánime voz de mi padre que me pedía venganza.
En mi estado de abatimiento aún vino en mi auxilio el que consideraba mi amigo, aunque mi madre constantemente me repitiese con misterio que el conde no podía ser amigo tan sincero como creía.
Me dispuse entonces a herir a aquel mortal enemigo que sin compasión alguna llevaba al escándalo público un delito de mi padre... ¡a aquel desnaturalizado enemigo que por herir a un hombre castigaba también a la mujer y al hijo de ese hombre!
Pregunté entonces quién era el autor de mi desgracia, grande fue mi sorpresa al oír: "el conde de Monte-Cristo". Yo no podía creerlo. ¡Oh! ¡ved de qué modo el traidor abusaba del sentimiento que me fingía después de tanto tiempo! ¡Traidor... mil veces traidor!...
Busqué pues al conde. Hallábase en un palco de la Opera y allí me presenté y le insulté, para así batirme con él. El malvado me recibió con su aire protector y lleno de hipocresía, esto inflamó aún más la llama que me consumía. A los pocos días debía tener lugar el duelo. Sin embargo en la víspera del duelo, una mujer vino a exigirme el juramento de no tirar al conde de Monte-Cristo. ¡Una mujer a quien yo amaba de un modo que nadie es capaz de suponerlo! ¡Una mujer cuyas lágrimas me destrozaron el corazón..., y esa mujer era mi madre!...
XXXI
DOS VÍCTIMAS INOCENTES DE UNA VENGANZA TERRIBLE
Alberto, al ver la hora avanzada, fue a ver a su madre. Y luego todos se retiraron a descansar.
Benedetto, que manifestó un vivo interés por la narración de Alberto, fue el primero que al día siguiente invitó a éste para que terminase.
Al cabo de un momento de silencio en que Alberto parecía coordinar sus ideas, prosiguió:
-Mi madre y yo decidimos partir y abandonar para siempre aquel palacio, teatro de felicidad y desgracia. Mi padre, mientras tanto, no era un hombre que considerase un bien ese doloroso adiós a su esposa y a su hijo... un tiro resonó en el vestíbulo de la escalera en el momento en que mi madre y yo montábamos en el coche de viaje.
Por la necesidad de sustento me enganché al servicio militar y adopté un nombre sencillo, el de: Alberto de Mondegno... Para aumentar nuestro exiguo capital me dispuse a partir hacia África con el vivo deseo de demostrar alguna vez a todo París que los delitos morales no son hereditarios en la familia de Morcef. Un mes después partí hacia África, donde he estado hasta ahora, aumentando en mi alma este dulce recuerdo por la única persona a quien amo... ¡mi madre!
-Ahora, señor -continuó Alberto-, ya sabéis qué género de relaciones existían entre el conde de Monte-Cristo y yo. No poseo bienes ningunos; el pequeño capital que traje de África lo he perdido en el terrible naufragio del que me habéis salvado, no tengo amigos ni relaciones en Marsella; !pero si en algo puedo seros útil, contad conmigo!
Y Alberto tendió su mano a Benedetto, que la apretó con interés.
—iVuestra narración me ha conmovido —le dijo éste—; el amor que sentís por vuestra madre, conozco que es una de aquellas raras afecciones que pueden contribuir a formar la felicidad de un hijo. !Cuántos hay a quienes no es dado siquiera verter las lágrimas de los recuerdos sobre el regazo de una madre!...
¿Cómo? —preguntó Alberto.
—Por ejemplo, !cuando un hombre no ha conocido a la que le dio el ser!... ¡Cuando se sabe que le abandonaron en el momento de nacer!... Creedme, caballero, hay hombres más infelices que vos! !Hay desgracias más terribles que la vuestra!... Como la mía... Carezco de amigos, de protectores y de padres, porque éstos me sepultaron vivo aún, después de mi nacimiento, y hoy no existen. Mi herencia es la proscripción; mi legado, la venganza... ¡Ah! la venganza... el hombre que me la inspira no ha sabido perdonar jamás. Maldición eterna sobre él... Sí, llamad conmigo la maldición sin tregua sobre él, !porque él era el conde de Monte-Cristo!
Después de estas palabras un grito de desesperación y locura resonó en la sala; Alberto y Benedetto quedaron estáticos por un momento.
XXXII
LA POSADA de "LA CAMPANA Y la BOTELLA"
Mercedes estaba en el umbral de la puerta, escuchó durante algunos momentos las frases de Benedetto y soltó un grito agudísimo al escuchar el nombre de Monte-Cristo.
Alberto corrió hacia su madre, que lo repelió, llegando hasta el centro del aposento y echando en derredor una mirada vaga y delirante.
¡Edmundo! –dijo ella con una sonrisa dolorosa–. ¿Eres tú quien ha asesinado a mi hijo? ¿Eres tú quien me ha lanzado a la viudez, a la miseria, al sufrimiento y al hambre?... ¡Ah!... ¡Qué mal has pagado las abundantes lágrimas vertidas por el hombre a quien amé!... ¿Dónde está ese hombre? ¡Ah!... que no venga, porque me recriminaría el abrazo, el beso que yo guardo para mi único hijo...
!Yo te amé mucho, Edmundo, te amé tanto como una mujer puede amar!... y tu no volviste nunca en busca de tu desposada, te fuiste en nuestras nupcias y pasaron 15 años... ¡y tu siempre ausente! ¡cuántas angustias sufrí, cuántas lágrimas derramé... pregunta a las rocas de los catalanes! ¿Y porque merezco esta desgracia? ¿Qué mal te hizo mi hijo?... ¡la justicia de Dios no fue tuya!... ¡Oh! allá viene mi hijo... mi hijo... ¡ven!... ¡Oh, ven!...
Alberto levantándose con rapidez se precipitó en los brazos de Mercedes se precipitó en sus brazos.
¡Vedme aquí, madre mía!
–¡Alberto!... –dijo al fin Mercedes–; ¿eres tú realmente mi hijo? Sí, yo se que eres el hijo que se vendió para alimentarme..., el hijo por quien yo daría
siempre mi vida... ¿Y tú no volverás a dejarme ahora? ¡no! ¡no me dejarás!
-¡Calmaos madre, yo viviré siempre con vos!
-Pero dime Alberto..., ¿dónde estamos? -preguntó Mercedes siempre mirando alrededor.
-En Marsella, esta en la casa de La posada la botella...
-¡Ah! -dijo Mercedes como si sintiese un agudo dolor- ¡Que escena tan terrible la que ocurrió aquí!, sí..., yo veo allí el rostro apasionado de Edmundo; más acá la fisonomía celosa y traidora de Fernando Mondego que le denunció por bonapartista... Edmundo me fue arrancado de mis brazos y conducido por los soldados... Yo quedo viuda... antes de haberle pertenecido.
Culminada esta declamación, Mercedes cayó en los brazos de Alberto, que la llevó a su cama, mientras Benedetto iba en busca del doctor. Felizmente aquel estado de exaltación fue pasando. Alberto hizo trasladar a su madre a la pequeña propiedad de los catalanes.
Mientras tanto la partida de Benedetto se acercaba, aquel hombre que había despertado un sincero afecto en Alberto que no dudaba en darle el título de amigo.
-Señor, -le dijo un día Benedetto entrando a su cuarto- ¿de que modo miráis el porvenir?, perdonad esta indiscreción pero tenemos siempre el vivo deseo de saber cuál será el porvenir de un hombre que nos interesa.
-Agradezco vuestra delicadeza -respondió Alberto-y voy a satisfaceros. Dios o la casualidad quiso que perdiese en el naufragio la pequeña fortuna que traía, y sólo me resta lo necesario para hacer frente al tiempo, mientras consigo algún pequeño empleo civil.
-¿Y si no lo obtenéis?
-Trabajaré como jornalero -respondió tristemente Alberto, agregando luego, con orgullo-, pero os aseguro que mi madre no tendrá ninguna clase de privaciones.
-Os envidio este cariño que tenéis a vuestra madre; os envidio ese sentimiento y esa resignación profunda con que aceptáis la voluntad de Dios. Quedad en paz Alberto; sobre nosotros hay sin duda un Dios que nos juzga.
Y al decir esto, Benedetto se retiró del cuarto de Alberto que, conmovido por el ademán solemne y por las suaves palabras de aquél, no tuvo energía bastante para responderle, a pesar de haber reconocido que sus últimas palabras y el tono con que fueron pronunciadas, expresaban su último adiós.
XXXIII
LA PARTIDA
Media hora después sintió Alberto la voz de su madre que le llamaba. Subió .a su cuarto y la halló asomada a la ventana, mirando con atención hacia el mar.
-Dime, Alberto, ¿qué embarcación es aquélla, que hace poco levantó el ancla y ahora se hace a la vela?
-¡Ah!, es el yate de Benedetto. Yo adivinaba que nos dejaba.
-Hijo mío nuestro deber está cumplido con el extranjero que salvó tu vida, solo le debemos en tierra una eterna gratitud. ¡Que sea feliz en su viaje y que a nosotros también nos sea dado gozar de la paz!
-Sí, mi buena madre -respondió Alberto abrazándola-. ¡Que gocemos nosotros de la paz y sosiego íntimos que tanto necesitamos!
-Tú eres generoso hijo mío; ¡yo sé cuánto te debo...; yo que te vi vender tu sudor para alimentarme; que te vi despreciar al mundo para seguirme en la soledad!... Alberto, deseo verte feliz. ¡Que no me sea dado morir a menos que tenga la seguridad de que tendrás un porvenir risueño... tú que tanto lo merecéis!...
Mercedes que después de una extremada angustia, había visto y comprendido hasta dónde llegaba la misericordia de Dios, era entonces la primera en rogarle que esperase; palabras consoladoras cuyo sentido no comprende aquel que jamás vio brillar en la oscuridad de la desgracia el rayo de la misericordia divina. Este rayo brilló a los ojos de Alberto; él comprendió por segunda vez que Dios no le había abandonado.
El religioso que algunos meses antes había sido llamado por Mercedes a la aldea de los catalanes, volvió buscando a Alberto.
-Aquí me tenéis, señor -dijo Alberto precipitándose.
-¿Vos sois Alberto Mondego? -dijo el religioso-Servios darme, sin embargo, algunas señas más en comprobación de que sois el mismo a quien un deber me obliga a buscar.
-Volviendo de oriente -respondió Alberto- sufrí un temporal de que escapé por milagro, salvado por un hombre cuyo nombre es Benedetto. Venía yo en un buque que, según me dijeron, pertenecía a la casa Morrel, muy antigua en Marsella.
-Muy bien; sois el mismo.
Diciendo esto el padre le presentó una carta y esperó que Alberto la leyese.
-¡Dios mío! -gritó Alberto al concluir la lectura- yo os lo agradezco.
-¡Esta es la primera limosna que recibo de la mano de un hombre! No..., no debo aceptarla..., Benedetto..., tu generosidad no me ofende; pero en el mundo hay hombres más necesitados que yo..., sea para ellos este legado, pues yo todavía puedo trabajar.
-Joven -replicó el religioso-, es el orgullo quien os hace hablar de ese modo. Ese orgullo con que rehusáis la limosna ofende a Dios, ofende al hombre caritativo que se interesa en vos y me ofende también a mí porque soy yo quien viene a depositar la limosna en vuestras manos. Os puedo asegurar que su benefactor actúa en la más pura convicción de proceder según la voluntad de Dios. Aceptad su legado por tanto; Benedetto no es mas que el órgano, en este momento, por el cual se ejecuta la ley del cielo. Él esta ahora lejos de vos y puedo aseguraros que no le anima el menor sentimiento de orgullo y de vanidad por la buena acción que practica concediéndoos esta pequeña fortuna. Aquí la tenéis.
-Ahora -prosiguió- aseguradme, como Benedetto requiere, que un secreto inviolable guardará para siempre en vuestro pecho el sentimiento que su proceder pudiera despertaros.
-¡Hombre generoso! -exclamó Alberto-, ¡si hay un crimen en tu vida, tendrás por cierto el perdón de Dios!...
Momentos después, Alberto estaba en su cuarto y tenía en sus manos la cantidad de un millón quinientos mil francos en billetes.
XXXIV
VENECIA
A principios del año 1814 hallábase en Venecia un joven Francés, que sin pertenecer a la clase distinguida y elevada de París, era hijo de una buena familia y poseía una educación esmerada, que le daba una distinguida posición social. Este joven se llamaba Maximiliano Morrel. Estaba casado con la hija de un antiguo magistrado Francés, descendiente por línea materna de la ilustre familia de los marqueses de Saint-Meran.
Maximiliano y valentina, casados recién hace dos años y medio, vivían en perfecta armonía. Valentina aún no tenía hijo alguno. Maximiliano no tenía mas de 29 años y Valentina no tenía más de 18.
Habiendo vivido siempre en Francia, tenían ahora el vivo deseo de ver y examinar otras sociedades, otras costumbres. Venecia fue su primer punto.
En la hora en que el sol reflejaba sobre la antigua catedral sus últimos rayos, descendiendo rápidamente y ocultándose tras las montañas del Tirol, Maximiliano y Valentina atravesaban la Piazza a lo largo del antiguo Poroglio se encaminaban al puerto, en cuyas argollas estaban amarradas centenares de góndolas de todos los tamaños.
-Mi querida amiga -dijo Maximiliano- las noches tranquilas y dulces invitan a gozar de la frescura de los canales, donde la luna parece mirarse con cariñoso misterio.
-Embarquémonos, Maximiliano -respondió Valentina, apretando dulcemente el brazo de su esposo y mirando al mismo tiempo con recelo a un hombre embozado en una capa y con el rostro oculto por las alas de su enorme sombrero.
Valentina marchó silenciosa al lado de Maximiliano en la dirección de las escaleras; pero su mirada inquieta parecía examinar todavía a aquel hombre extraño que no estaba lejos. En efecto, a pequeña distancia se veía una figura triste y pensativa que seguía también con los ojos los movimientos de los esposos.
-¿Tu góndola está pronta, Giacomo? -le preguntó Maximiliano sonriéndose.
-Sí, excelencia, y tendré a grande honra recibiros en ella.
Entraron en la góndola y se sentaron; después, cuando el gondolero, manejando el remo con destreza, impelía la barca que pasaba por el muelle, Valentina volvió la cabeza y dirigió a la Piazza una mirada todavía inquieta. Luego que la góndola se alejó del muelle, deslizándose blandamente a lo largo del gran canal, el hombre que los observaba se adelantó con precipitación hacia el muelle y dando un pequeño grito parecido al de una ave nocturna, esperó con impaciencia a alguien que le respondió del mismo modo.
-Vecchio -dijo él en italiano a otro hombre que se le aproximó-, ¿has ejecutado las órdenes que te di?
-Sí, señor; estuve hablando mucho tiempo con el gondolero que transporta a esos dos y supe que el hombre está desde hace algunos días al servicio de un francés rico apellidado Morrel.
-¡Morrel! -repitió el primero, como si conociese ya aquel nombre de familia.
-¿Dónde vive?
-En las proximidades de la Giudecca; en un pequeño edificio que da al canal y a la villa de San Martín.
-Embarquémonos y manda remar hacia la Giudecca.
Entretanto, la góndola de Maximiliano navegaba velozmente, levantando a su paso por la superficie de las aguas, pequeñas ondas de plata y azul. Valentina apoyaba la cabeza en el hombro de Maximiliano, al poco rato las lágrimas humedecieron sus bellos ojos.
-¿Lloras Valentina? -preguntó Maximiliano-, que hay en este mundo que te cause esas lágrimas.
-No creas que es de sufrimiento, es sólo de felicidad... ¡Dios no permita que esto se acabe!.
-¿Y porque motivo podría irse la felicidad?
-Perdona... tal vez me tomarás por loca si te comunico que un temor vago e indeterminado me oprime el pecho. A veces me acuerdo de nuestro bienhechor y tiemblo al mismo tiempo sin saber por qué. Amigo mío, yo quisiera hablarte de Edmundo Dantés y de la gruta de Monte-Cristo que fue el último legado que recibimos de la mano del conde.
-Habla Valentina.
-¡Ah!, toda aquella riqueza, todo aquel lujo excesivo me asusta, mi querido Maximiliano. Hace mucho que quería decirte esta verdad. Si tú dieses fe a un sueño que yo tuve hace tres noches consecutivas, si tu no me tomaras por visionaria... yo te contaría ese sueño terrible...
-Habla, Valentina -respondió Maximiliano con gesto grave.
XXXV
UN SUEÑO EN LA GRUTA DE MONTE-CRISTO
-Tú sabes que en el momento en que penetramos en la gruta de Monte-Cristo, acabó, por decirlo así, el mundo para nosotros y empezó una existencia fabulosa. Pues bien, en una de esas tardes que allí hemos pasado últimamente, te acordarás que saliste a caza de cabras monteses y yo quedé sola. No fue la primera vez que esto sucedía, pero fue la primera vez en que me asaltó un temblor convulsivo e inexplicable; cansada me dormí y entonces tuve un sueño.
Yo veía las soberbias salas de la gruta, iluminadas en sobremanera. A través de las sedas que cubren las paredes de la gruta, a través de las rocas en que fue abierta, yo distinguía una multitud de mendigos y proletarios reducidos a la última miseria, rodeados de sus hijos y mujeres que pedían pan en altas voces. Toda aquella turba estaba guiada por un desconocido y se acercaba cada vez más. El desconocido se acercó y poniéndose en medio alzó un brazo, en cuya mano brillaba una llave de oro.
-¡Hermanos! -gritó-; inmensas riquezas amontonadas desde muchos siglos en las entrañas de la tierra, han ido creciendo mientras que los pobres feudatarios de una familia avara derramaban lágrimas de hambre y pasaban sus días agobiados por un trabajo violento e infructuoso para sus hijos. El castigo que Dios envió a esta familia avarienta consistió en su propio pecado, pues vivió siempre en la miseria, solo por alimentar aquella pasión dominante que se había transmitido de padres a hijos. de siglo en siglo fueron creciendo sus tesoros y la roca escarpada de una isla desierta los recibía en su seno, hasta que el secreto de la existencia de ese tesoro quedó perdido en una generación en que culminó aquella familia maldita. Tiempo después, como si Dios desease hacer volver de la miseria lo que había sido alcanzado por los pobres esclavos del feudalismo, con su brazo potente, escogió en una clase laboriosa un hombre para ser el ejecutor de su sublime voluntad. Este hombre, cuya paciencia, fe y creencia fueron probados en algunos años de desgracia, recibió la revelación de la existencia del tesoro oculto en la desierta isla; descendió a las entrañas de la tierra y allí halló el tesoro oculto desde hace muchos siglos. Pero en ese momento Satanás estaba a su lado y le decía para extraviarlo estas traidoras palabras: "Tú eres de hoy en adelante el hombre más poderoso de la tierra".
El hombre lleno de vanidad, volvió a la superficie de la tierra y mirando con desdén al mundo, se creyó grande y poderoso desde el pedestal en que estaba erguido sobre todos sus hermanos. Dejándose arrastrar por la pasión que la dominaba tuvo el orgullo de querer disponer a su capricho de los hombres y de las cosas sólo por los antojos de su imaginación exaltada. Finalmente, en vez de repartir con los pobres lo que había alcanzado se hizo opulento y tomó un nombre capaz de corresponder al prestigio inmenso de sus haberes.
Dios abandonó a este hombre y buscó otro.
—¡Aquí está, soy yo! ¡La llave de oro que recibí del cielo está en mi mano! ¡Comed y bebed hijos míos, todo os pertenece, porque Dios os lo da!
Dichas estas palabras, se oyó un grito de placer y dicha. Una llama aniquiló para siempre todo cuanto allí había en riquezas y de la gruta de Monte-Cristo no quedó mas que las paredes sombrías de la roca.
Ante esta narración, que no dejó de despertar cierto temor en Maximiliano, respondió:
-Convengo que un sueño, como el que me has contado, es capaz de agitar un espíritu fuerte; pero a que tenga entera fe en la justicia omnipotente del señor, no le sucederá eso.
¿Lo crees así? -dijo Valentina. Yo creo que los sueños que tenemos repetidas veces son un aviso del cielo.
El gondolero agitó sus remos; la góndola volvió a proa en dirección del gran canal de Venecia.
Poco después llegaba al muelle y Maximiliano haciendo señal al gondolero, le señaló el pequeño canal que conduce a la Giudecca.
XXXVI
LA GRUTA de MONTE-CRISTO
Al llegar a casa, Valentina entró en su cuarto y arrodillándose ante una imagen de la virgen comenzó a orar fervientemente y a derramar amargas lágrimas.
Amiga mía -dijo Maximiliano- ¿es acaso el recuerdo de tu sueño lo que te causa ese llanto? Destierra de ti aquellas imágenes que nada valen cuando éstas bien cierta de merecer por tus virtudes la benevolencia del cielo.
¡Tú llamas imágenes mentidas a las imágenes de mi sueño, de un sueño tantas veces repetido? ¡y si yo te dijese además, que ya he visto a aquel hombre desconocido que guiaba a los hambrientos y los miserables a nuestra gruta de Monte-Cristo?
-¿Qué dices, Valentina estás loca? -dijo Maximiliano estremeciéndose súbitamente.
-No, no estoy loca. Vi al hombre, ese hombre no era una mera ficción mía; no, este hombre hace tres noches parece observarme con atención, cuando yo paseo contigo por la Piazza; me estremece su mirada y parece preguntarme: ¿Valentina, no cumplirás tú la voluntad de Dios? ¿Quieres por ventura que muchas familias miserables, cuyo patrimonio es el hambre, maldigan a la mujer usurera que esconde en las montañas de una roca aislada lo que para ellas sería una felicidad suprema, repartiéndoles la mitad de sus haberes?
Valentina renunciaba a todo el fausto que la opulencia podía proporcionarle, quería reducirse a la medianía, repartiendo con los pobres su fortuna; pero Maximiliano, aunque partícipe de los nobles sentimientos de su esposa, no podía destruir, como ella quería, la fabulosa riqueza , regalo del conde de Monte-Cristo.
-Mi querido Maximiliano -continuó Valentina-, este fausto me asusta; ni lo quiero, ni lo merezco; démoslo, pues, a los miserables y llenaremos así uno de los más santos preceptos de la caridad y de nuestra religión.
Maximiliano nada opuso y Valentina, alimentando la esperanza de satisfacer la idea que la dominaba, aguardó con ansiedad el momento en que las prodigiosas riquezas de la gruta de Monte-Cristo fuesen repartidas entre los miserables.
Mientras tanto los dos hombres desconocidos desembarcaron en la Giudecca y abordaron al gondolero que había conducido a la pareja. El gondolero veneciano lanzó un ligero grito de sorpresa; pero calló al sentir rozar su garganta por una fría y acerada hoja de puñal.
-¡Silencio o eres muerto! -exclamó el agresor-. ¿Eres discreto?
-Como el canal Orfano -respondió el veneciano intentando superar el miedo.
-Muy bien -continuó el primero, guardando su puñal y dejando caer algunas monedas de plata sobre los cojines de la góndola. En seguida, volviéndose hacia su compañero, que amarraba el esquife por la proa, díjóle.
-Rocca, este hombre es nuestro; echa un cable a la góndola y rema en dirección a nuestro buque.
El gondolero veneciano, que no podía retroceder en aquella nocturna aventura que se le ofrecía de un modo tan significativo, para que la despreciase, subió resueltamente la escala de cuerda, que pendía al costado del buque y saltó sobre cubierta, seguido de los dos hombres que le habían sorprendido.
-Amigo -le dijo el que parecía capitán del yate-, voy a interrogarte y te advierto que pagarás muy caro cualquier mentira en tus respuestas. ¿Quién eres?
-Giacomo del Lido, desde hace pocos días soy el gondolero especial del signor Morrel.
-¿Qué clase de hombre es ese?, como su gondolero debes saberlo.
-Sé que es un francés millonario.
-¿Tienes algún dato para afirmarlo?
-Yo -dijo el gondolero- he oído hablar de las riquezas que posee..., pero ignoro dónde existen.
Y el gondolero contó todo cuanto había oído decir a los esposos Morrel.
-¿Sabes tú si en efecto existe en el mediterráneo, la tal isla de Monte-Cristo?
-Casi no he salido del Adriático y solo conozco los principales puntos del Mediterráneo; la isla en
cuestión es desconocida en las escalas del comercio. Pero los traficantes conocen todos los puntos, aún los mas desconocidos.
-¿Y vos, los conocéis?
-Conozco a uno bueno, se llama Pietro y ahora mismo está aquí en Venecia.
-Pues entonces podrás contactarnos a él.
-Claro que sí -respondió el gondolero.
-Entonces no perdamos más tiempo, deseo tener la gruta de Monte-Cristo cuanto antes en mis manos.
-¿Planea robarla?
-Sois indiscreto Giacomo, pero así es pienso robarla y derramar, cuanto allí encontrase, en los bolsillos de los pobres, puesto que aquella riqueza, amasada durante años, es producto del sudor de los pobres... a los pobres lo que es de los pobres...
El gondolero, quedó tan convencido de aquel razonamiento, que de buena gana le indicó la morada de Pietro que vivía junto a su hermana en una casa cercana a la Giudecca. Los hombres de Monte-Cristo se encargaron de secuestrarlo y llevarlo ante Benedetto, que para convencerlo de su gran poder le mostró la mano del muerto; el traficante se vio convencido no solo por las presiones, sino también por el oro y sus supersticiones.
Mientras tanto Rosina, hermana de Prieto, pedía noticias de la ubicación de su hermano a Giacomo. Éste le contó el secreto que había alrededor del yate Tormenta, cuyo capitán planeaba robar la gruta de Monte-Cristo.
Rosina muy perturbada por el secuestro de su hermano se encaminó a la residencia de los Morrel, allí se entrevistó con Valentina y le contó cuanto había oído de los labios de Giacomo.
Valentina al oír aquella noticia, se mostró tranquila y pensativa y luego de reflexionar algunos instantes dijo a Rosina.
-Lo más importante es nuestra tranquilidad y felicidad, que importa lo demás? ... La isla no pertenece ya a nuestro protector y al vuestro también, el conde de monte-Cristo... dejad que roben en buena hora todo cuanto allí existe, pues todas esas riquezas pertenecen a los pobres, puesto que son producto del sudor de los pobres.
-¿Qué decís! -exclamó Rosina atónita con las palabras de Valentina, pues eran las mismas que había escuchado de boca del gondolero Giacomo.
-Volved a vuestra casa; yo hablaré con mi marido, entretanto: no digáis ni una palabra de este suceso. -Pero; ¿y no será preso el gondolero Giacomo? -No.
-¿Y los malvados efectuarán el robo? -Sin duda
-¿Y mi pobre hermano...? -Volverá.
-Podéis vos asegurármelo? -¡Os lo aseguro!
Después de aquella entrevista, Valentina corrió a su cuarto y derramó muchas lágrimas que pronto cesaron, pues se refugió en sus oraciones.
Sentada frente a la ventana de la habitación, observaba las aguas del canal "en la que se movían algunas góndolas; parecióle reconocer entonces a uno de los gondoleros, le hizo una seña con la mano para que se detuviese. Era Giacomo.
Valentina se echó un chal y descendió al vestíbulo del edificio.
-Acércate -le dijo- ¿Eres tú el gondolero de Rialto?
-Sí, soy Giacomo por la gracia de Dios -respondió el gondolero.
-Muy bien -dijo Valentina-, yo deseaba preguntarte acerca de un buque... es el yate Tormenta. ¿Sabes quién es su capitán?
-¡Per Bacco! -respondió Giacomo, receloso-. ¡Preguntarme de un buque que apenas conozco!...
-Yo te recordaré algo que aclare tus ideas, el Tormenta, estuvo aquí porque su capitán quería tomar informes respecto a la isla de Monte-Cristo, donde cree existe un tesoro escondido...
-Signora, por los datos que me dais, recuerdo el pequeño buque y a su capitán, en cuya compañía bebí, no sé en que casa, una magnífica copa de Lacrima Cristi. ¡Algo malicie yo del tal amigo! Era un hombre trigueño, de cabello gris, ojos negros y expresión siniestra, y sobre todo tenía una forma de hablar que haría morir de miedo a una señora que, como V. E., se dignase a escucharlo... Aseguraba que poseía dentro de un cofre una mano de un muerto, que la mano del muerto estaba levantada sobre un vivo y que él representaba la voluntad de ese muerto, erguido aún fuera del sepulcro y protegido por Dios.
-¿Y es cierto -dijo Valentina sobreponiéndose al estremecimiento que le producían aquellas palabras-, según me aseguran, que consiguió comprar a cierto marinero llamado Pietro, para que le indicase la situación de la isla de Monte-Cristo?
-Oh, sí... sí... Pietro se vendió al capitán del yate y partió hacia la isla de Monte-Cristo. Me aseguró que iba a robar la isla y... pero yo creo que solo encontrará rocas en lugar de los tesoros de que él habló, diciendo que pertenecían a los pobres, porque habían sido amasados por el sudor de los pobres.
Valentina tembló de terror esta vez, reconociendo la coincidencia de las palabras del gondolero con sus sueños.
Firme en su decisión de no impedir aquel robo, y acordándose de lo que había ofrecido a Rosina, cambió de conversación y preguntó:
-¿Crees que Pietro volverá a Venecia?
-¡Ah! ya lo creo. El capitán del yate no le hará mal alguno y el muchacho, apenas termine su misión, volverá a los brazos de su hermana Rosina.
-¿Y cuando concluirá su misión?
-Dentro de mas o menos 15 días.
Hubo un instante de silencio, en que Valentina pareció concebir una nueva idea.
-Giacomo -dijo al fin- ¿Puedes disponer de un buque capaz de surcar las aguas del Mediterráneo?
-¡Ah! Claro que sí señora.
-Muy bien, aquí tienes oro; mañana a esta misma hora volverás y yo te daré las órdenes necesarias para el servicio que quiero que me prestes.
Al cabo de dos días de viaje en el yate Bonaza, habiendo doblado el cabo de Elba, se hallaban frente a las altas rocas cuyas cretas recortadas se diseñaban en el cielo bajo un aspecto fantástico a los primeros rayos de la aurora.
Era ésta la isla de Monte-Cristo.
Valentina, apoyada en el brazo de Maximiliano, miraba sosegadamente aquellos promontorios desiertos de la isla, que poco a poco iban tomando formas gigantescas conforme el yate se acercaba.
La escala de sensaciones que experimentaba el pecho de Valentina era muy diferente de la que recorría a Maximiliano; éste parecía agitado enfrente de aquellas rocas enormes, guardianes inmóviles de un tesoro inmenso.
Valentina parecía complacerse en la idea de que esas mismas rocas no cubrían ya, con su cuerpo gigante, ninguna otra cosa que un montón de cenizas.
En cuanto el pequeño yate echó el ancla, Maximiliano manifestó deseos de desembarcar al instante; pero Valentina observó que sería mucho mejor desembarcar al día siguiente, en razón de estar muy cerca la noche y ser malo el camino que conducía hasta la entrada del palacio subterráneo.
Maximiliano aceptó y quedaron a bordo hasta el día siguiente.
Entretanto, arriba en la gruta, mirando fijamente aquel recinto, se reconocía que recientemente una mano devastadora había destruido allí todo lo que el arte, ayudado por el gusto y la opulencia, puede producir de bello y sorprendente. Benedetto era el único habitante de aquella gruta. Se paseaba de un extremo a otro de la sala, cuando un hombre, bajando rápidamente la escalera de mármol, vino a interrumpirlo.
Patrón, acaba de descubrirse un yate anclado en el pequeño arrecife de Oriente. Pietro, el famoso contrabandista que trajimos del Lido, me asegura que conoce el yate y que su nombre es Bonanza. Y yo puedo deciros que es el yate de Simbad el Marino.
Esta bien. ¿Los fardos están ya embarcados?
Todos. Nuestra embarcación Como sabéis está en el arrecife de poniente, por tal motivo los recién llegados no lo han visto. Ahora es prudente que os embarquéis. la gruta está completamente despojada; las joyas en nuestro poder... nada más tenemos que hacer en la isla de Monte-Cristo.
—Así es. Ahora arregla una hoguera aquí y allá en la sala próxima. Agrega esta porción de pólvora y ayúdame a establecer guía. Todo está listo, entonces, que venga el propietario de este célebre palacio cuando le plazca y que lea a la luz de las llamas las palabras que voy a escribir en las paredes!
Al día siguiente Valentina y Maximiliano desembarcaron y juntos del brazo se dirigieron solos a la puerta de la gruta.
Valentina se estremecía a pesar suyo en proporción que se acercaba a la gruta y procuraba hablar de diversas cosas para evitar que Maximiliano se apercibiese de la turbación de su espíritu.
Finalmente, el magnífico portal de la famosa gruta apareció de repente al volver un ángulo de una de las rocas.
Valentina se paró súbitamente.
¿Te sientes cansada, amiga mía?, nos falta poco para llegar a nuestro palacio . ahí esta el portal.
–Sí, ahí esta –exclamó Valentina–. ¡Ahí está el santuario de nuestra primera felicidad, Maximiliano! Ahí fue construido todo el edificio de la ventura que hasta hoy hemos gozado. Déjame respirar...; déjame pensar en aquel día, que radió brillante y suave después de un largo periodo de tormentos. ¡Ah! Cuán feliz fui aquel día. Mis pensamientos poblaban de flores estas rocas salvajes... ¡Sin embargo, hoy ya no veo esas flores en estas rocas, y me imagino que el áspero soplido del recio vendaval las arrancó para siempre! Aquel portal de la gruta de Monte-Cristo me parece hoy un sepulcro.
–¡Valentina! ¿qué razón tienes para proferir esas palabras... qué cosa puede causar estas lágrimas? ¿Qué crimen hemos cometido nosotros para merecer la desgracia que imaginas?...
¡Crimen, ninguno! -respondió Valentina- pero si el hombre que nos dio la felicidad no estaba autorizado para hacerlo. Hagamos, pues, Dios un voto de humildad abandonando para siempre el lujo bárbaro de que el conde de Monte-Cristo nos quiso hacer participar. Vivamos de nuestro trabajo, seamos felices en la mediocridad y consagremos a la miseria y a la pobreza que por todos lados encontramos esas riquezas que el conde de Monte-Cristo nos otorgó sin estar autorizado.
Cuando Valentina acabó de proferir estas palabras entró insensiblemente conducida por Maximiliano a la gruta y un grito de sorpresa salió de sus labios. Un fuerte estallido resonó en la bóveda subterránea y en seguida el reflejo de un incendio invadió todo el recinto.
¡Oh, huyamos..., huyámos..., Valentina! -gritó Maximiliano! -. No ves allí, aquella sentencia terrible? -Y señaló la pared principal de la gruta, donde se hallaban escritas estas palabras: "A los pobres lo que es de los pobres: la mano del muerto está levantada sobre Edmundo Dantés" -. ¿Cuál habrá sido la mano traidora que escribió aquellas palabras en este recinto que sin duda ha saqueado como audaz ladrón? que venga pues y explique, si es posible, el enigma traicionero que está allí. ¿Cuál es el muerto cuya mano está levantada sobre Edmundo Dantés?
Yo te lo diré, Maximiliano Morrel -contestó una voz salida del interior de la gruta-. la mano abierta para recibir la sangre, las lágrimas, el descanso de Edmundo Dantés, es la mano de un muerto a quien él le debe la usura de una venganza excesiva: ¡El muerto es el señor de Villefort!
-¡Mi padre! -gritó Valentina aterrorizada y cayendo sin sentido en los brazos de Maximiliano, que se quedó extático sobre los peldaños de la escalera, interrogando a los aires, al fuego y a las rocas.
El incendio aumentó con rapidez, y en poco tiempo, del esplendor de la fabulosa riqueza del conde de Monte-Cristo tan solo quedaban cenizas.
Dos pequeñas embarcaciones, habiendo salido uno de Poniente y la otra de Oriente de la isla de Monte-Cristo, navegaban en la direcciones contrarias.
XXXVII
EL BAILE DEL CONDE de GRADENIGO
Una gran novedad agitaba en Venecia a todos los pobladores. El baile sería de máscaras y uno de los mejores de ese género que se daba hacía mucho tiempo. Había llegado de Oriente un amigo opulento del conde Gradenigo, que era precisamente el conde de Monte-Cristo.
El conde de Monte-Cristo es de esos hombres en los que el tiempo opera grandes cambios. Cuando por primera vez se presentó, tenía todavía delante de sus ojos todo el pasado entero y desgraciado de Edmundo Dantés con el sudario terrible de sus martirios, donde estaban escritos con su sangre y sus lágrimas los nombres de todos sus verdugos. la voz del viejo abate de Faria, aquella voz que le había enseñado a descubrir los misterios de la ciencia humana, resonaba aún en sus oídos presentándole los perversos sentimientos de sus verdugos. El conde de Monte-Cristo tenía sed de sangre; como hombre no pudo elevar su filosofía al punto de olvidar aquella sed ardiente que lo abrazaba... Sin embargo, el conde de Monte-Cristo hoy no era ya el mismo hombre... Se había casado con una hermosa y buena mujer llamada Haydée y tenía un hijo. Su felicidad hogareña era hoy en día su único placer.
Su esposa Haydée, herida de un abatimiento físico, empezaba a padecer los accesos de una de esas fiebres lentas y misteriosas, para la cual los médicos le recetaron emprendiese un viaje, el punto elegido por los felices esposos fue Venecia. Ocuparon el mismo palacio que en la Giudecca dejaron Maximiliano y Valentina.
Con motivo del gran baile Haydée confió el cuidado de su hijo de tan solo tres años y medio a una mujer que los acompañaba desde oriente.
Tanto el palacio como los jardines del ilustre conde veneciano, estaban espléndidamente iluminados, resonando en ellos la música de bien combinadas orquestas.
Haydée, magníficamente vestida conforme al uso del país daba el brazo al conde, que iba en traje completo de beduino. El señor Gradenigo fue a ofrecer graciosamente su brazo a Haydée y después de apretar la mano de su amigo, el ilustre beduino, la condujo a las salas de baile. Al quedarse solo el conde de Monte-Cristo, evadiéndose de las conversaciones insulsas, se dirigió a los jardines, allí oyó dos voces femeninas que llamaron la atención del conde.
-¿Sabes que las d'Armilly están en Venecia?.
-Se aún algo más, sé que están aquí en el baile.
-¿Cómo las reconoceré entre tantas máscaras?
-Por la aplicación de un principio pneomónico...
-¿Cuál es ese principio?... habla.
-Giovanni Gradenigo es uno de los apasionados de las d'Armilly, por tanto es de suponer que las siga esta noche por todas partes; ahora bien, por más que se disfrace, tú lo reconocerás...
-¡Puede ser... es mi primo! Entonces pongámonos nuestras máscaras, Laura, y vamos a empezar el reconocimiento...
-Bueno, y ¿qué se ha hecho de aquella francesa, que estaba hace poco en Venecia... la mujer de Maximiliano Morrel, el propietario de la isla de Monte-Cristo?
-Según nos lo aseguró Giacomo, que está ahora a nuestro servicio, ha salido de Venecia para la soledad de su isla en donde posee un hermoso palacio.
Cuando las interlocutoras salieron del jardín, ya el conde de Monte-Cristo había desaparecido y andaba indagando cuál de las máscaras era el conde Giovanni Gradenigo.
En el momento en que le indicaron al heredero del ilustre veneciano, Monte-Cristo lo perdió de vista porque se le interpuso un dominó que con pertinacia se le puso en frente mirándole con una ojeada ardiente al través de su máscara negra.
-¿Quién sois vos?... -preguntó el conde Monte-Cristo con altivez.
-¡Te quiero mucho! -contestó el dominó con cierto metal de voz que hizo estremecer al conde a pesar suyo-, ...yo quiero muchas cosas de vos. Eres un hombre de quien se puede querer mucho... y tú lo sabes bien... ¡Buenas noches Edmundo, hasta un día!
Y sin darle tiempo para una palabra siquiera el dominó desapareció con ligereza entre la turba bulliciosa.
En vano trató de seguirle con la vista, entonces como para distraerse del osado que le causara aquel pequeño e inesperado diálogo, el conde de Monte Cristo continuó su interrumpida tarea de reconocer a las dos jóvenes d'Armilly, siguiendo el principio pneomónico establecido por las dos jóvenes.
Después de media hora de inútil fatiga, se encontró con su viejo amigo el conde Gradenigo, el cual le indicó la posición de su hijo Giovanni.
-Mirad a vuestra derecha -dijo vivamente el signor Gradenigo-; ahora da el brazo a una gentil circasiana...
el conde estaba a punto de reconocer al hijo de Gradenigo, pero en aquel instante un enmascarado se le puso enfrente y le dijo:
-Bien venido, señor conde de Monte-Cristo, hicisteis mal en descubriros el rostro, porque anda alguno por aquí que os aguarda.
-¿Qué queréis decir?
-Por ahora poco, pero llegará el día en que diré mucho.
-No os conozco, ni tengo el menor deseo de conoceros, buenas noches.
-Esperad, conde; no es costumbre tratar así a la persona que espera a otra después de muchísimo tiempo.
-¿Quién sois? Decídmelo con franqueza.
-Yo soy un correo del otro mundo, por medio del cual te envía infinitos recuerdos el señor de Villefort -y diciendo estas palabras el enmascarado desapareció.
Monte-Cristo se sintió vivamente impresionado por esta broma, pero volvió a su tarea de buscar a Giovanni Gradenigo, sin embargo, después de media hora, justo en el momento en que lo iba a reconocer se presentó nuevamente ante él un enmascarado que llevaba el traje de magistrado en sesión de tribunal y hablaba el francés con toda pureza de una persona distinguida.
-Buenas noches conde de Monte-Cristo -dijo el enmascarado-; volvisteis a Europa, sin duda, con la firme intención de vengaros de algunas familias... ¿Cómo lo pasa su bella esposa Haydée? ¿Correspondes a las inspiraciones sublimes de aquella alma inocente?...Pobre Haydée... creo que no podrá ser feliz por mucho tiempo.
-¡Como! -dijo el conde fingiendo una sonrisa de escarnio- Caéis en todo el ridículo de un profeta de mal agüero, ¿será tal vez para distraeros del enfado que os causa vuestro oficio?
-Jamás me enfada el oficio que realizo y menos ahora que aguardo una interesante causa que debe inmortalizar mi nombre.
-¡Sois un tanto vanidoso! -interrumpió el conde.
-¿Ignoráis entonces que se trata de juzgaros y condenaros, mi querido conde?, ¿y ahora comprendes la razón de mi profecía relativa a Haydée?
-Pero de que soy acusado -respondió el conde de Monte-Cristo.
-¡Estáis acusado de haberos olvidado, en un drama horroroso que compusisteis, la palabra sublime de Dios! Sobre la tumba helada de las familias de Saint-Meran y Villefort se alza un rumor siniestro contra vos, y uno de los muertos levanta su mano descarnada para señalaros ante el mundo. ¡Yo soy el encargado de interpretar las palabras atroces de la justicia de Dios, y seré inexorable contra vos!... Observad, ¿qué hay en mí que pueda recordaros a una sus víctimas? ¡Sois olvidadizo señor conde! Cuando yo os hice encerrar en el castillo de If, como agente bonapartista, no cesabais de repetir mi nombre en la oscuridad de la cárcel... ¡Yo soy Villefort!
-Basta de bromas ¿Quién sois vos? -preguntó el conde.
-¡Vuestro juez, señor!
-Veo que intentáis prolongar esta comedia ridicula -replicó Monte-Cristo-; hacéis mal señor incógnito... ¡eso se llama ignorar quién es el conde de Monte-Cristo!
-¡No lo ignoro, sois un hombre, que dejándose arrastrar por su sed de venganza, esgrimió furiosamente el cuchillo de la justicia, que Dios había puesto en vuestras manos poderosas. La mujer que os había amado con lo más íntimo de su alma pura, aún llora sangre cuando se acuerda de vos; le disteis a cambio de un amor profundo, de su martirio prolongado, un futuro de miseria y de viudez.
Al amigo que de vos se fió, que no tenía secretos para vos, le disteis por premio la traición, la desesperación y la vergüenza. No contento con eso, alimentasteis la llama perversa de una nueva Locura y os reisteis cuando sus víctimas cayeron. La sangre de una criatura de nueve años os mancha todavía la frente criminal... y en seguida de todos esos crímenes, creyendo redimiros con un acto de simple generosidad, vivís ahora muy tranquilo, diciendo que habéis cumplido con la justicia de Dios. ¡Traidor y asesino inclemente, que intentabais encubrir todos los horrores de vuestro criminal procedimiento con el pomposo título de justicia de dios! ¡Temblad, hipócrita... más allá está el martirio que os aguarda... y después... después la tumba en que habéis de tropezar y caer maldito de Dios y de los hombres!
-Quién quiera que seáis -dijo pausadamente Monte-Cristo después de algunos momentos de meditación-, acepto por el presente vuestra acusación, con tal de que me concedáis el derecho de defenderme haciendo abstracción de todas las ideas lúgubres, ingeniosos mitos de que os habéis servido para sostener vuestro discurso, en consonancia con el traje que adoptáis. Pues bien, la imaginación es libre y yo no pretendo ni pretendí nunca que los hombres creyesen ciegamente en la justicia de mis actos. Este asunto entretanto no es cuestión para el lugar en el que nos encontramos, no será mucho exigir entonces pediros que me busquéis en la Giudecca, en donde a cualquiera hora seréis recibido con todo el interés posible.
El enmascarado suspiró tristemente una vez hubo acabado de hablar el conde.
-Conversaremos algún día, señor conde -dijo al cabo-; mas por muy razonados que sean vuestros argumentos, no habrá filosofía en el mundo cristiano que los sancione. ¡Hasta ese día! -continuó la máscara extendiendo su mano derecha.
Monte-Cristo tocó maquinalmente aquella mano extraña que esperaba la suya, pero lanzó un grito de sorpresa retrocediendo y poniéndose lívido.
-¡Oh! ¡Es la mano de un muerto!...
XXXVIII
PRIMERA OSCILACIÓN DEL COLOSO
Después de aquel suceso, el conde de Monte-Cristo, recobró su ordinaria presencia de espíritu y buscó en vano al enmascarado que ya había desaparecido. Este encuentro despertó muchas inquietudes en la imaginación de Monte-Cristo. ¿Quién podría ser el enmascarado?
El barón Danglars era desde luego incapaz de semejante idea. Alberto de Morcef había dado publica satisfacción al conde de Monte-Cristo, en el día señalado para un duelo a muerte. Villefort se había vuelto loco, y aún quizá ya no existía. ¿Quién era, entonces, aquel hombre?
Al día siguiente del baile, el conde esperó en vano la visita del hombre que lo acusaba, éste no apareció.
Cansado de esperar, después de una semana decidió realizar una visita a las d'Armilly para distraerse de sus cavilaciones.
Monte-Cristo se hizo anunciar bajo un supuesto nombre y fue recibido después de alguna instancia.
Luisa d'Armilly fue la primera que apareció.
-¡Dios mío! -exclamó- ¿Tengo el gusto de hablar al señor de Monte-Cristo?
Pocos instantes después apareció Eugenia Danglars en la sala.
Monte-Cristo observó con asombro el cambio que se había producido en el rostro de Eugenia, donde se veían los rasgos profundos de muchas lágrimas de esas que nos causa el disgusto cuando está herida el alma. El conde no la habría reconocido si no le hubiesen dicho que aquélla era la altiva hija de la señora Serviéres.
Después de media hora de conversación, en que Monte-Cristo procuró inútilmente adquirir noticias de algunas personas que había conocido en París, se despidió de las amigas anunciándoles que pensaba dirigirse a Roma.
-¿A Roma? -Exclamó Luisa.
-Espero distraerme en aquella ciudad -dijo el conde-; el fastidio es el mayor de todos los males que podemos experimentar.
-Pues... señor conde, permitid que os advierta que tal vez aumente en Roma vuestro fastidio... El famoso salteador Luis Vampa fue apresado y declaró ante los tribunales haber tenido algunas relaciones con vos.
-Realmente hallo galantería en el signor Luis Vampa -dijo el conde-; y el caso es que existían de hecho esas relaciones y yo soy amigo de aquel hombre. Y siento lo poco en que tengo ahora la seguridad de su cabeza.
Cuando el conde dijo estas palabras dos lágrimas corrían por las mejillas de Eugenia.
El conde se despidió de ellas y salió conmovido por el estado de languidez en que había visto a Eugenia, con el firme propósito de emplear todos los medios que estuviesen a su alcance para salvarla. Empezó a investigar la causa de su tristeza y la implicancia de Luis Vampa.
En pocos días consiguió que las d'Armilly visitasen a Haydée y se estableciese entre ellas la más sincera amistad.
Como si realmente el conde hubiese de sentir el derrumbamiento, piedra por piedra, del edificio de su paz íntima y de su felicidad, no tardó en que una nube negra y misteriosa cruzase el horizonte limpio de su vida, sin que él pudiese combatirla.
Haydée muchas veces había observado con el mirra celoso, como el conde paseaba al lado de Eugenia en la galería del palacio. El conde parecía tratar con ella de un asunto grave, pero debido a las dilatadas conversaciones Haydée se supuso traicionada, a pesar de que no había motivos para pensar de tal forma.
En una de tantas tardes el conde y Eugenia paseaban en la galería respirando la brisa suave del Lido. Eugenia parecía más abatida que nunca, y el conde más empeñado en descubrir la causa misteriosa de ese abatimiento de espíritu.
La luna se levantaba en el Lido.
Dos góndolas pasaron silenciosas frente al palacio. Esas dos barcas se detuvieron un momento porque los dos remeros cesaron de batir las aguas del pequeño canal; entonces se elevó una suave voz de hombre acompañada de los sonidos tristes de una guitarra:
¡Altos cayeron, bajos albergues se irguieron, pequeños pobres subieron, y otros nobles cayeron!
¡Todos tienen una estrella; su destino a todos digo, Tanto al noble o al mendigo, Como a la horrible y a la bella!
A los niños inocentes, A los condes que enamoran Y a las esposas dolientes De los celos que las devoran:
De todos diré la estrella; ¡Su destino a todos digo, tanto al noble como al mendigo, como a la horrible y a la bella!
Cuando el conde se apoyó en el parapeto de mármol para oír lo que decían, sintió que le tocaban suavemente sobre la espalda.
Se volvió y vio a Haydée con el niño en los brazos.
-Llamadlos, señor -dijo ella con interés-. Luego de oírlos tomé a mi hijo en brazos, con el deseo de que le pronostiquen su futuro. Llamadlos, señor, deseo que me digan...
-¿Tú quieres eso, Haydée? Muchas veces estos aventureros no dicen la verdad; para quien posee un espíritu templado en las rudas alternativas de la desgracia, siempre es malo oír a esta gente.
-Señora d'Arvilly -dijo Haydée, dirigiéndose a Eugenia-, ¿tendríais también algún interés en oír a aquellos hombres?
El conde notó con asombro el gesto vehemente con que su esposa había hablado a Eugenia y para evitar un diálogo violento, sacó su pañuelo blanco e hizo señas a los de la góndola.
XXXIX
EL GITANO
En una de las salas del edificio, se reunió la pequeña familia de Monte-Cristo. Haydée tenía a su hijo en brazos y Eugenia y Luisa estaban sentadas a su lado.
Después de un instante de espera apareció el gitano.
-Buenas noches, signor -dijo el gitano en mal italiano y procurando dar a sus palabras un acento español.
-Empezad... -murmuró el conde.
-Gentil hombre -dijo gitano-, tenéis la firmeza del genio; ¡al veros no más, reconozco que sois un bajel audaz en el mar de la vida! Ahí están en vuestro rostro las señales de un pasado borrascoso. ¡En la pupila, un poco dilatada, en los labios irregularmente cerrados, yo leo el sentimiento de una pasión extrema! ¡Fue una flor que no llegó a abrirse completamente!
-Dadme vuestra mano -dijo el gitano,
-Tomadla -contestó el conde con gesto de burla.
Hubo entonces un momento de silencio; el gitano meneó la cabeza y volviéndose para Haydée, murmuró estas palabras con un acento lúgubre:
-¡Pobre Haydée!
-He aquí la línea de la tierra... ¡Basta! -dijo el gitano mirando al cielo y después a la tierra.
-¡Hablad!...
Signor -dijo entonces el gitano- ¿alguna ves visteis los áridos y extensos desiertos del África, donde no hay una sola gota de agua para apagar la sed ardiente del viajero? ¿Habéis notado allí una palmera aislada, erguida en un suelo estéril en que todo muere abrasado? ¿Nunca os preguntasteis por qué razón vive allí aquel árbol; soportando sólo el calor, la calma y esa horrible sequedad que aniquila?... ¿no habéis leído en sus hojas secas la historia de muchos siglos?...
-¿Qué queréis decir?
-Signor, el desierto será la vida; la tempestad y la calma, la desgracia; los siglos serán los años; la palmera sois vos... hay en el mundo la mano de un fantasma que clama por vos... Habéis de llegar al fin cuando vuestro pecho no tenga ya aliento para soltar un gemido y cuando en vuestros párpados no haya ya ni una lágrima que no sea de sangre.
Todo esto dijo el gitano en secreto al conde, luego cuando volvieron al grupo Haydée dijo:
-Aquí tenéis este niño, decidnos cuál es su destino.
-Diré, signora; pero si alguno de vosotros requiere mis servicios, este inocente será el último. Signora -continuó el gitano dirigiéndose a Eugenia- vuestra estrella debe ser buena, ¿queréis que la interrogue?
-Me es indiferente -dijo Eugenia.
-¡Oh! ¡Hablad! -dijo Haydée-, esto es divertido.
-Muy bien, dadme vuestra mano.
-Habéis sentido un amor violento, de esos que se sienten solo una vez en la vida. Lejos de vos veo a vuestra madre que llora en vano por vos, le falta pan y cuando vos convenzáis de lo que debe una hija a su madre, habéis de ofrecérselo. Finalmente, preparad vuestros vestidos de luto, porque bajo el cuchillo de la justicia caerá la cabeza del hombre a quien amáis.
Eugenia, trémula y pálida, se había levantado y empezó a gritar:
-Huyamos..., Luisa, huyamos... ¡aquel hombre está marcado por el sello de la fatalidad -y apunto hacia el conde de Monte-Cristo- ¡Oh! ¡Madre mía... cuan mal hice yo en abandonarte!...
Y tomando de la mano a Luisa salió corriendo del edificio.
-Vamos, mi adivino -dijo el conde tirando su bolsa a los pies de gitano-. Está acabado tu trabajo, podéis retiraros.
-Todavía no señor; falta el destino de mi hijo.
-¿Qué dices Haydée? ¿no reconoces que este impostor pretende asustarnos con sus locas ideas?
-¡Oh! reconozco que habéis dicho la verdad. ¿Y qué podrá decir de malo del futuro de este inocente?.
El conde, a pesar de sus emociones, no podía negarse a lo que Haydée le pedía.
El gitano se aproximó . en su rostro pálido, medio escondido entre sus espesas patillas negras como el ébano y lustrosas, había una risa diabólica cuya expresión no escapaba a la mirada inteligente del conde.
-El niño nació bajo la influencia de un mal signo... en oriente... tal ves en Constantinopla, y por eso no será tan feliz como podría ser, sin embargo, es necesario emplear algunos medios para evitar la desgracia.
-Hablad... cuanto estuviere a nuestro alcance lo haremos -dijo Haydée.
-Esta semana habrá en Venecia un banquete ofrecido a los pobres -dijo el gitano- Vos debéis comparecer allí con este niño y hacerle comer el pan de la caridad; será conveniente que vos y vuestro esposo participéis también. Después, debéis hacer que este niño reciba un ósculo de tres pobres que lo tomarán en brazos con ese fin.
Diciendo esto, el gitano se dispuso a salir y Haydée extendió la mano al gitano ofreciéndole un anillo magnífico que tenía en el dedo.
-¿Entonces señor? -dijo Haydée a su marido, cuyo mirra inquieto parecía seguir la figura del gitano mientras atravesaba la sala-. ¿Iremos al banquete de los pobres?
-Iremos -murmuró Monte-Cristo.
XL
EL BANQUETE DE LOS POBRES
La realización del banquete para pobres se convirtió en el centro de los pensamientos de la joven madre, y ella misma había decidido escoger y comprar el vestido que su hijo habría de llevar.
Entretanto, el conde de Monte-Cristo trataba de proteger a la infeliz hija del barón Danglars. Corrió a entrevistarse con ella al día siguiente. Estaba vestida de negro, su rostro pálido tenía el aspecto de haber tomado una violenta resolución.
-¡Oh! Señor... -dijo Eugenia con sonrisa lúgubre-, no se que misterio hubo ayer... pero el gitano habló la verdad en todo cuanto dijo respecto a mí. ¡La cabeza del hombre a quien amé y amo todavía, sin tener fuerzas suficientes para sofocar este sentimiento, va a caer bajo el cuchillo de la justicia romana!... el condenado es Luis Vampa... ¿Os admira este amor que yo consagré a un vil salteador? ¡Es que Vampa no era como todos los hombres; había en él algo de enérgico y majestuoso, que los hacía superior a todos ellos!
-Eugenia -replicó el conde de Monte-Cristo-, creed que nada hay imposible en este mundo cuando la misericordia de Dios nos protege. Esperar y creer, es toda la sabiduría humana; debéis, pues, esperar y tener fe.
-¿Podríais vos conseguir que Dios proteja a aquel infeliz?
-Puedo
-¿Como?
-Ya compré al papa la vida de un hombre; le he de comprar la vida de otro.
-¿Por qué precio?
-En la tiara de su santidad hay una esmeralda magnífica; halla habrá lugar para otra de igual valor... Pero prometedme que no abandonaréis la vida grandiosa en que habéis obtenido toda la gloria de un genio.
-¡Yo os lo juro!
El conde dio un paso para retirarse luego de esta entrevista, pero se detuvo para escuchar lo que le decía un criado del hotel que entró en la sala.
-¿Sois vos, excelentísimo, el signor conde monte-Cristo?
-Sí.
-Es pues, a vuestra excelencia a quien se dirige esta carta. La trajo un hombre que no conozco, pero según el afirma, la carta viene de Roma por especial favor.
El conde leyó para sí:
nSígnor: Acabo de saber que estáis en Venecia; pero lo que yo no sé, es lo que pensáis hacer respecto a Luis Vampa. El pobre está en poder de justicia. Vos jurasteis protegerle siempre, y ahora faltáis a vuestra palabra. Venid pues, cuanto antes...
A última hora.
Acabo de saber que Vampa se ha ahorcado de rabia en su calabozo, habiendo revelado a la justicia sus relaciones con vos, Creo que el encargado de Negocios de Francia tiene indicaciones de su gobierno contra vos, por haber violado y profanado varios mausoleos del cementerio del padre Lachaise, entre los cuales se cita el de la familia Villefort y Saint-Meran. No volváis a Roma, y creed que soy vuestro reverente criado.
Pipino Rocca Príorí
Eugenia comprendió aquella expresión del rostro del conde.
-¡Oh! «exclamó el conde, como si no pudiese contener las palabras»; ¡bien lo dijisteis, Eugenia; la fatalidad pesa sobre mí y sobre todos cuantos fueron conmigo!
-¡Señor!... ¡entiendo!...
después de derramar amargo llanto, Eugenia se levantó, pálida y serena, miró al conde como si le dijese adiós y dirigiéndose a Luisa, le dijo:
-¡Luisa, todas mis ilusiones murieron para siempre!... Partamos. ¿Quién sabe si mi madre pide ahora el pan de la indigencia en Roma?... Partamos; tengo allí dos deberes que cumplir.
El conde quedó inmóvil, reconociendo con espanto la verdad de la singular profecía del gitano.
Todos sabían ya en Venecia que un desconocido bienhechor había pedido licencia a las autoridades para ofrecer a los pobres de la ciudad una comida que debía realizarse un jueves de abril.
Las mesas estaban listas para el festín frente al antiguo edificio de San Marcos.
Las señoras de las mejores familias de Venecia, habiéndose reunido en sesión secreta, habían deliberado que, para darle mayor realce a aquel acto de verdadera caridad cristiana, ellas ofrecerían a Dios uno de completa humildad, yendo para ese fin a la mesa del banquete, para servir a los pobres mientras ellos comiesen. Al fin la manecilla del reloj designó la hora del festín. -¡Hijo mío -decía Haydée en voz baja-, el Dios del mundo está aquí en toda su gloria dando a los pobres de comer. ¿No es así amigo mío? -preguntó al conde. -Sí -respondió éste-pero esta ceremonia me revela más vanidad en su autor que simple caridad cristiana. Mirad las fisonomías de estas pobres gentes no revelan gozo y felicidad, la presencia de aquellas nobles señoras los tiene cortados. ¡Vanidad humana, hasta que extremo llegas! ¡Hasta en el acto de la limosna, quieres hacer ostentación de tu pompa infernal! Vamos a llegado el tiempo de presentarle a nuestro hijo el pan de la indigencia. Sácale esos adornos que lo cubren, hija mía, rásgale ese vestido de finísima labor y dejadle sueltos los cabellos para que los agite la brisa del espacio.
Diciendo esto ayudaba a Haydée a ejecutar su pensamiento. Ella elevando entonces al niño en sus brazos, caminó con él hacia la mesa del festín. En ese momento unos pobres se levantaron y venían como por casualidad en dirección de Haydée.
-Mis amigos -les dijo ella-, por el amor de Dios, haced que mi hijo participe del pan que estáis comiendo.
Los pobres se agruparon en derredor de la hermosa y joven madre, presentando a la criatura un pedazo de pan. Aquel pequeño grupo se hizo el blanco de todas las miradas y cada vez se aglutinaba más la gente alrededor de Haydée.
El conde quedó separado por un momento de su esposa y de su hijo.
Entretanto Haydée le dio un beso a su criatura y lo pasó a los brazos de uno de los pobres que a su vez, después de abrazarlo, lo pasó a uno segundo.
Haydée que lo seguía con la vista dió repentinamente un grito. El conde de Monte-Cristo, quiso llegar hasta su esposa, pero ésta era arrastrada delante de él por la onda viva del populacho, todos gritaban y se movían y entre aquella confusión se distinguía un grito que clamaba con una angustia infinita: "¡Mi hijo!" "¡Mi hijo!"
Era la voz de Haydée.
Finalmente, la policía consiguió dispersar al pueblo. La plaza de San Marcos había mudado enteramente de aspecto; la mesa del festín también había sido destrozada.
El conde , subiéndose entonces sobre una de las columnas del pórtico de la iglesia, dominó con su mirar e fuego todo el cuadro que se presentaba ante sus ojos. De repente, descendiendo, corrió en dirección de una mujer que estaba de rodillas en uno de los ángulos de la plaza.
-¡Haydée!... -gritó el conde levantándola en los brazos como se hace con una criatura- ¡Maldición eterna sobre mí, que fui un insensato!...
y sacando un pequeño frasco, echó algunas gotas de un licor verde en los labios de su esposa. Ella abrió los ojos y se estremeció.
-¿Dónde está mi hijo?... ¡Oh! ¡Nos robaron a nuestro hijo!...
-Haydée -respondió el conde con una calma tal que contrastaba singularmente con la expresión amarga que había en su esposa-. ¡Dios lo quiso!
XLI
LA CARTA
La policía no pudo descubrir el verdadero fin de aquel tumulto, ni prender al raptor del hijo del conde de Monte-Cristo.
El conde de Monte-Cristo no podía esquivarse a aquel peso total de tan repentina desgracia.
¿Cuál era el enemigo misterioso que le perseguía? ¿Cuál sería su crimen para merecer aquel castigo, aquel golpe, que sólo puede calcular quien haya sido padre?
Era imposible encontrar al raptor de la criatura; era imposible prever la causa de aquel procedimiento; era todo imposible excepto la ilusión. La ilusión, pues, alimentó la esperanza del conde de Monte-Cristo.
Haydée empeoraba progresivamente al peso de su infelicidad; y el conde de Monte-Cristo no poseía en todos sus tesoros el precio necesario para evitarla.
-¡Oh! -pensaba el conde- ¿habré alguna vez empleado mal este poder que Dios me había concedido sobre todos los hombres?... Veamos... ¿no purifiqué yo la sociedad de París? ¿No protegí a los huérfanos enviándoles el robo de sus capitales? ¿No uní dos corazones que la malicia y la intriga habían querido separar?... ¿No premié siempre la virtud? ¿No fui siempre implacable con el crimen? ¿Alguna vez, acaso, la sangre inocente manchó aquel cetro famoso?
El conde palideció repentinamente, como si una voz misteriosa le susurrara al oído la respuesta.
-¡Dios mío! ¡En el túmulo de las familias Villefort y Saint-Meran está el cadáver de una criatura muerta por mí...! ¿Será mi hijo el precio terrible de aquella vida que yo extinguí?... ¡Insensato! ¡Me juzgué grande el mundo y soy pequeño y débil, al primer golpe de la justicia divina!... ¡Hijo mío! ¿Por qué debías tú pagar el error del padre?... ¿Será que los errores de los padres recaen en los hijos? ... ¡Sí..., ésta fue mi doctrina! Dios mío, ¿vos queréis probarme lo absurdo de esta ley inventada por los hombres? ¡Yo lo reconozco, señor, lo reconozco!
Y el conde de Monte-Cristo, como filósofo, doblaba la frente bajo el peso de la justicia divina de Dios; pero como hombre y como padre, no dejaba de imaginar un medio cualquiera para dar con su hijo.
Escribió entonces a París, a Maximiliano Morrel, para que se le remitiese la carta a cualquier punto en el que estuviese, rogándole que no descansase un momento en el trabajo de buscar un rastro, una señal cualquiera que pudiese indicar la ubicación de su hijo.
Quince días después de haber escrito la citada carta, recibió otra por mano de Rosina, la hija de los contrabandistas, que lo buscó en la Giudecca.
-Excelentísimo, vos sois el conde de Monte-Cristo? -Yo soy, ¿qué queréis? -entregaros una carta, signor. -¿De donde viene?...
-Esa es una pregunta que solo San Marcos sería capaz de responder. Me la envió mi pobre hermano Pietro. Lo que puedo hacer es contaros la triste historia de Pietro, y por ella tal vez sepáis de donde viene la carta.
-Contádmela entonces.
-Escuchadme, signor conde, vino a este puerto un yate denominado Tormenta, cuyo capitán era un extraño hombre, que, según afirma Pietro, tiene la mano de un muerto y con ella puede todo. Este hombre se apoderó de mi hermano Pietro con el objeto de llegar a la isla de Monte-Cristo hace como dos meses y medio ya... Ayer me escribió, diciéndome que había salido de la isla, donde todo quedaba en paz, y me envió esta carta escrita por el capitán del yate para entregársela a usted. El conde abrió la carta que decía:
«Edmundo Dantés; tu hijo estará, el día último de julio, en la gruta de la isla de Monte-Cristo, donde tú comparecerás solo, para tratar de su rescate.
»el capitán del tormenta»
Después de haberse retirado Rosina, Monte-Cristo leyó de nuevo la carta que había recibido. En vano intentó conocer la forma de la letra. Era necesario, entonces, que el conde fuese a la isla de Monte-Cristo para hacer el rescate de su hijo, que estaba, sin duda, en las manos de algunos salteadores; y como el conde conocía bien el carácter de estos señores , no dudó en ir a tratar con ellos.
Los preparativos estuvieron listos. Después de despedirse de aquellas familias que le habían manifestado interés y agradecimiento, salió con Haydée para la hermosa ciudad de Médicis.
XLII
EL CAMINO DE FLORENCIA A MANTUA
Al igual que en Venecia, en seguida se supo en Florencia la próxima llegada del conde de Monte-Cristo.
El conde al salir de Venecia, debía dirigirse por mar hasta Mantua, y de Mantua, donde había mandado colocar un coche de viaje con las competentes mudas de espacio en espacio, se dirigía a Florencia; después a Pisa; de este punto se embarcaría de nuevo para la isla de Monte-Cristo.
Mientras él y Haydée se detenían un instante en Mantua para seguir su camino a Florencia, dos hombres que corrían a caballo en dirección de esta ciudad, acababan de detenerse junto a una fuente arruinada, cuya agua, después de lavar una enorme piedra, caía en un pequeño pozo, abierto allí para recibirla.
Los dos viajeros venían cubiertos de polvo del mismo modo que sus caballos, cuyas dilatadas narices temblaban con el movimiento de una respiración agitada.
-¿Quieres agua maestro? -preguntó uno de los viajeros-, allí tienes una fuente, y
-No por mí, pero por este inocente... -respondió el segundo separando la capa en que traía el brazo derecho envuelto y mirando para dentro de ella.
-¿Entonces? -preguntó el otro con interés aproximándose a su compañero.
-Vive -respondió él.
-Dios lo protege.
Y depositó en los brazos de su compañero una criatura de tres o cuatro años, envuelta en un velo negro, éste se aproximó a la fuente donde también bebían los caballos.
-¿Con que fin te reserva Dios esta existencia? -murmuró uno de los viajeros, llevando agua a los labios del niño-. ¿Qué porvenir te esperará en este mundo de intrigas, de vicios, de crímenes y torpezas, donde en cada flor un embuste y un veneno disfrazado en la fragancia de ellas? ¡Oh! mejor te fuera... dejar de existir...
Diciendo esto, puso la mano derecha sobre la culata de una pistola que llevaba en el cinto.
-Alto ahí, Benedetto -gritó el compañero, notando aquel movimiento-. ¡Creo que no desearéis echar sobre nosotros el crimen del infanticidio!
-¡Crimen! -repitió Benedetto con una carcajada!. ¿A qué llamas tú crimen, Pipino? ¿Es por ventura un crimen sustraer un inocente al martirio de una existencia penosa? ¿Crees que es un crimen enviara Dios lo que es de Dios, porque todavía no le llegó la corrupción de este mundo?... ¿No seré criminal acaso por exponerlo al sufrimiento del trabajo y los reveses de la fortuna? Tú bien sabes; este niño va a entrar en el mundo pobre y solo, ninguna voz amiga lo llama; ninguna mano protectora lo espera para conducirlo... sin nombre y sin fortuna va a destrozar su cuerpo en el trabajo, y a beber el cáliz de amargura, lejos de sus padres, sin una lágrima siquiera que vaya a endulzar ese cáliz.
-Pues bien -respondió Pipino-. ¿Y qué certeza tienes tú que harás pasar ese niño de la vida a la muerte sin causarle el más pequeño sufrimiento?... supongamos fallases el tiro que ha de quitarle la vida, repetiréis el tiro y, entretanto, este inocente gritará en los paroxismos de la muerte, y entonces será un asesinato horroroso... Vamos maestro, dejad esas piadosas ideas mortíferas, y montemos, porque la noche no es cosa buena para nosotros en estas circunstancias.
-¡Adelante! -gritó Benedetto montando de un salto y tomando luego en sus brazos al pequeño.
Un cuarto de hora después era noche completa y se encontraban al frente de una cabaña cerrada. Pipino dio siete golpes en la puerta. Un instante después les abrió un hombre alto y flaco que tenía mirada siniestra.
-Amigo -dijo Pipino-, bien podéis acomodar nuestros caballos y volver para hablar con nosotros, porque sin causaros incomodidad alguna, venimos a depositar nuestros bolsillos en vuestras manos. Benedetto y Pipino quedaron un momento solos. -¿Entonces es éste el hombre a quien debemos confiar el hijo de Edmundo Dantés? -preguntó Benedetto.
-Este hombre es casado, y la mujer, según nos aseguran, es una excelente criatura.
Apenas acabó de decir estas palabras Pipino, cuando apareció en la puerta de la cabana una mujer con un niño en brazos. Su mirar inspiraba entera confianza. Ella saludó a los viajeros y fue a sentarse en un banco de madera.
-Buena mujer, el fin que me conduce aquí es... Yo traigo un niño que os lo quiero entregar para criarlo.
-¿Un niño?.... la mayor desgracia que se puede experimentar es ser huérfano... ¡Pobre inocente!
-Debe por esta fatal circunstancia ser acreedor a vuestro interés, buena mujer; tomadlo, pues, en vuestros brazos y criadlo con vuestro hijo.
-Es una niña...
-Tanto mejo -replicó Benedetto-; será un hermano.
Diciendo esto, Benedetto puso la criatura en los brazos de la mujer del cazador y se sentó a su lado.
-Este niño -dijo Benedetto- tiene, como os dije ya, la desgracia de ser huérfano de madre. Yo no puedo ligarlo por ahora a mí, porque nuestras edades nada tienen de común entre sí, y a más de eso, este niño sería a mi lado el recuerdo constante de un error... Es preciso que viva lejos de mí; que desconozca a quien le debe el ser, que desconozca el mundo falsario en el que nació. Sí, criadlo y educadlo como educaríais a vuestro hijo; dejad que ambos corran por estos prados, en estos campos. Enseñadle a conocer a Dios. Y cuando alguna vez esta criatura os pregunte a quien debe el ser... le responderéis que este es un secreto perdido entre la oscuridad de la noche, y que no hay nadie en el mundo que pueda aclarárselo... por ahora diréis a cualquier extraño que este niño es hijo vuestro...
-Lo diré; ¿y podrá pasar por gemelo de mi hija?...
-Como queráis. Tomad este dinero, doscientas piastras y de hoy a tres meses tendrás el doble de esta cantidad.
-Muy bien, quedad tranquilo señor, que yo trataré lo mejor posible a este inocente; le he de criar para mi hija. Decidme señor ¿cuál es el nombre de la criatura?
-Eduardo -respondió Benedetto.
Apenas había terminado de pronunciar este nombre, se oyó un tiro de fusil a corta distancia.
La mujer palideció y Benedetto le dijo:
-Creo que vuestro esposo está cazando...
-Puedo asegurar que a veinte pasos de nosotros se ha tendido una emboscada -dijo Pipino.
Un momento después apareció el cazador con las manos en los bolsillos y completamente desarmado. Su fisonomía estaba tranquila.
-Buenas noches amico -dijo Benedetto-. Os ruego que nos deis alguna cosa que comer porque hemos de partir antes de la madrugada. He hablado con vuestra mujer y sugiero que repartáis vuestro amor paternal con el compañero de vuestra hija.
-¡Ah! -murmuró el cazador- podéis estar seguro que apenas pueda tenerse en pie el chiquillo le daré para que juegue muelles viejos de una escopeta y le armaré por ahí en un banco de montura de un caballo.
-Así lo deseo. Este niño debe ser educado de manera que no tiemble al aspecto del peligro o del trabajo.
-Puedes ir a acomodar a los niños allá dentro, y después arregla la cena para estos señores -dijo el cazador a su mujer.
-el cazador echó los cerrojos de la puerta y colgó su candileja de hierro en un clavo que estaba en el marco de la ventana, como si quisiese que el reflejo de la llama fuese visto a distancia.
Luego de un cuarto de hora se oyeron unos pasos y luego un golpe en la puerta y una voz de hombre que decía:
-Abrid, abrid, buena gente, que no quedaréis descontentos.
A estas palabras el cazador se disponía a abrir la puerta, pero Benedetto le detuvo:
-No quiero ser visto -dijo a media voz.
El cazador los condujo a un cuarto interior de la cabaña y dejándolos allí volvió a abrir el cerrojo.
-Buen pastor -dijo el hombre-, ¿podríais vos prestar algún socorro a mi amo que no puede seguir su viaje por haber sido muerto uno de sus caballos?
-¿Quién es vuestro amo?
-Es un señor natural de Francia que ha estado en Venecia y que viene de Mantua para Florencia,
-Estaré gustoso de poner mi pequeña propiedad al servicio de vuestro amo.
Mientras tanto Benedetto y Pipino ardían en curiosidad de saber lo que sucedía.
-¡Silencio! -dijo Pipino-. Llegaron dos viajeros, que van a pasar la noche aquí. Me parece que el cazador mata los caballos por especulación; éste, sin embargo, es un método de vida más decente que otros muchos que yo conozco.
Entonces Benedetto esperaba oír algunas palabras que lo iluminasen. En efecto, escuchó la voz del cazador que hablaba con alguien.
-Es como digo excelentísimo; no hay nadie más en casa.
-Pero se que hay un cuarto debajo de aquél que nos ofrecisteis, y sé que vos no dormís en ese cuarto: ¿por qué motivo no disponéis de él?
-Estas engañado. Es el cuarto en que están mis gemelos; al lado hay otro que puede servir para guardar los utensilios del campo y nada más.
-Esperad, ¿dijisteis de vuestros gemelos? Vuestro marido me ha asegurado que no tenía más que una hija.
-¡Ah! es porque siempre habla así, el otro es tan enfermizo que pocas esperanzas nos da.
-¿Qué edad tienen?
-Van a cumplir dos años
-¡Pobres inocentes!... ¿sabéis que a mi me gustan los niños?... desearía verlos.
-Están durmiendo excelentísimo.
-Es lo mismo, los veré sin despertarlos.
-Venid, pues... Allí están, excelentísimo -dijo la mujer del cazador, alzando el paño que cubría a los niños, pero de un modo que el conde apenas pudo distinguirlos.
Benedetto que se encontraba en la habitación contigua miraba todo por las rendijas; sacó su pistola; la montó suavemente y aplicando el cañón en una de las hendiduras del tabique, apunto al conde.
-Ya vi a vuestros hijos... quiero decir, me parece que los he visto. El que está al lado de la pared tiene el rostro escondido en el seno de su hermana y no pude verlo; en lo que toca a la niña, os puedo asegurar que es muy hermosa. ¿Cómo se llaman?
-La niña Eugenia y el niño Eduardo...
el conde tembló al oír estos nombres; salió luego del cuarto junto a la mujer del cazador.
XLIII
SORPRESA
Antes de amanecer, el carruaje del conde de Monte-Cristo estaba listo para continuar el viaje. El conde y su esposa se despidieron de la humilde familia; pero más de una vez se detuvieron y miraron a aquella sencilla cabana sin poder explicarse el motivo de porqué lo hacían.
El conde permaneció con la mirada clavada en la cabana y notó con espanto que empezaban a elevarse algunas columnas de humo muy negro.
-Fuego, fuego allá abajo dijeron los criados del conde.
El conde sacó el brazo por la portezuela del carruaje e hizo señal para que volviese por el mismo camino hasta la cabaña. Cuando iba a doblar el cercado, dos hombres envueltos en una nube de polvo pasaron a gran velocidad por su lado.
Un montón de cenizas se encontraba en el lugar de la cabana.
-Miserable -gritó la mujer del cazador- tu lanzaste fuego en nuestra cabaña...
-¿Qué decís?... ¡Dios mío!...
-Buena mujer -dijo el conde de monte-Cristo con serenidad- ¡el exceso de vuestra desesperación es horrible! Tranquilizaos y explicadnos, no vuestras palabras, que son hijas de la exaltación, pero si lo ocurrido.
Al decir esto el conde, el cazador se acercó furioso al conde empuñando su escopeta.
-Ahora no os asesino porque vuestros criados os harían vengar... Sois un miserable; andáis viajando en un carruaje y delante mandáis dos hombres con una criatura de dos o tres años; estos hombres buscan la casa y solicitan guardar en depósito al pobre niño; es una mentira como cualquiera otra; luego aparecéis vos que vais para la misma casa, fingís que sois generoso para que os abran las puertas; salís a los pocos instantes habiendo enseñado a vuestros cómplices el lugar en que creéis que se guarda el dinero, vuestros cómplices roban todo, toman al niño, queman la casa y desaparecen para ir a reproducir en otro punto el mismo embuste...
-Solo el tiempo me podrá defender de una acusación tan loca. Mientras tanto tomad este dinero para que reedifiquéis vuestra cabana...
-Agradezco vuestra generosidad, pero se que ese dinero es falso, lo he oído a vuestros cómplices.
Nadie había allí que pudiese probar la inocencia del conde a los ojos de aquella humilde familia, así que, apesadumbrado se retiró de allí.
El conde de Monte-Cristo había enviado a Florencia con anticipación de 15 días, a su mayordomo Bertuccio, con la orden de prepararle un domicilio.
Cuando Bertuccio apareció en Florencia intentando cumplir las órdenes del conde, notó con asombro la indiferencia con que recibían sus ofertas de contrato. Los Corsini-Monfort eran los únicos con quienes Bertuccio pudo hacer algún arreglo, pero la suma exigida por ellos era altísima.
Se había corrido por Florencia la noticia de que el conde de monte-Cristo estaba loco y que le daba por quemar las cosas que habitaba, como por ejemplo el gran palacio que tenía en la isla de Monte-Cristo y luego la pequeña cabana en la que pasó la noche, esto motivo a que fuese tan difícil la búsqueda de su alojamiento.
A su llegada a Florencia Haydée estaba más batida que nunca, en consecuencia de su mal estado de salud, el conde de Monte-Cristo se vio obligado a aplazar su viaje a la isla de Monte-Cristo; ya que los médicos decían que cualquier fatiga, por pequeña que fuese, podría ser fatal.
Monte-Cristo sentía que la desgracia lo oprimía y lo amenazaba de tal modo que no era posible combatirla. Tomó entonces una resolución. Aunque inminente y horrible la desgracia que le hería, era su deber combatirla y hacerle frente mientras que tuviese aliento en el pecho. Lo haría así, no por amor así mismo, sino por amor a ella, por la mujer inocente cuya existencia había ligado a la suya.
Al cabo de una semana, cuando Haydée se sentía mejor, el conde debía partir para la ciudad de Pisa, donde ella quedaría mientras él se dirigía a la isla de Monte-Cristo.
Estando listos los preparativos el conde partió junto a su esposa. Se embarcó en una barchetta y una hora después, los sonidos lúgubres de una campana tocando a incendio llegaron a sus oídos.
-Yo juraría que es el hotel Corsini el edificio que se incendia -dijo uno de sus criados.
-¡Oh! -exclamó Haydée- parece que dejamos la fatalidad por donde pasamos.
Mientras tanto Bertuccio pasaba grandes dificultades para conseguir alojamiento en Pisa para su amo y no quedaba otra solución que comprar una propiedad para recibirlo. Pero incluso este negocio se dilató mucho tiempo y cuando Monte-Cristo arribó a Pisa no había un techo que lo cobijara.
Finalmente Bertuccio consiguió un pequeño edificio de tres cuartos para el conde. Muy pronto pensaba este embarcarse para la isla de Monte-Cristo; y con este fin había adquirido una barchetta; pero un incidente extraordinario, le obligó a partir al día siguiente.
Era media noche cuando el conde de Monte-Cristo se despertó sobresaltado por el ruido asustador que remaba en la calle, frente a las ventanas de su cuarto. En todo el edificio resonó el grito: ¡Fuego!
Edmundo Dantés corrió al lecho de Haydée y despertándola con precipitación, le dijo que se aprestase para huir sin la menor dilación. El conde tomando a Haydée en sus brazos, descendió con rapidez la escalera por el centro de las llamas y el humo; ya en la calle caminó hasta llegar a una pequeña plaza desierta allí se paró apoyando una pierna sobre un pedazo de piedra, para apoyar el cuerpo desfallecido de Haydée.
-¡Hombre o demonio! -murmuró el conde con rabia-; ¡quién quiera que seas ...aparece, habla y di lo que quieres de mí! ¡Por Dios que creó el mundo... por el genio de los abismos... por todo cuanto para ti pueda haber de sagrado o maldito... levántate y habla!
-¡En la gruta de monte-Cristo! -respondió una voz seca y penetrante, que hizo temblar al conde.
XLIV
LA VANIDAD DEL HOMBRE
Edmundo Dantés partió sin demora para la isla de Monte-Cristo acompañado de Haydée, pero el desembarcaría solo para entrar en la gruta.
Luego que la banchetta lanzó la mar su pequeña lancha, el conde esperó con ansiedad el momento de desembarcar. La noche llegó y algunas hogueras aparecieron en la isla y estaban en orden, como para guiarlo al lugar donde habría de tratarse el rescate de su hijo.
Se despidió de Haydée y armado apenas con un par de pistolas inglesas, completamente solo, comenzó a subir el camino abierto en el seno de las rocas. Algún tiempo después llegó a la gruta de Monte-Cristo, la última hoguera ardía ante el portal ennegrecido y chamuscado de la sala subterránea. El interior de la gruta estaba débilmente iluminado por una luz resinosa. Las paredes estaban desnudas, la bóveda requemada, el pavimento obstruido por los escombros y pedazos de madera quemada. Tres bellas estatuas de mármol oriental que representaban a las célebres Mesalina, Cleopatra y Phrinea, ennegrecidas por el humo, presidían aquel cuadro de ruinas, en cuyo centro parecían querer representar las escenas de su placer y lujuria. De todo lo que en otro tiempo fue bello y magnífico en aquella gruta apenas quedaban estas tres estatuas.
El conde sintió entonces, por vez primera, que un error fatal de su vida pasada pesaba sobre él. Leyó con terror las letras negras escritas en la pared principal.
"A los pobres lo que es de los pobres"
"La mano de muerto está levantada sobre Edmundo Dantés, el amigo falso, amante cruel..., ¡infanticida atroz!"
-¡Oh! ¿qué delirio espantoso hay allí? ¿cómo fui un amante cruel, un amigo falso..., un...?
-¡Acaba! ¡Acaba si puedes! -interrumpió una voz seca y sonora en el interior de la gruta.
Benedetto estaba delante de él, envuelto en una capa napolitana y con el rostro oculto por una máscara de seda negra.
-¿Quién sois vos? -preguntó el conde con altivez.
-Poco te importa, con tal que sepas responder a tus preguntas -dijo Benedetto.
-... pregunto si tú eres el hombre que me a perseguido desde que entré de nuevo en Europa...; ¿serás tú el raptor de mi hijo; el incendiario que ha señalado por el terror mis pasos desde Mantua a Pisa?... ¿Eres el capitán del yate Tormenta?..., habla pues, aquie estamos solos..., ¿quién eres? ¿qué quieres de mí?
-¡Edmundo Dantés! -dijo Benedetto
pausadamente-; cuando desembarqué en Marsella, cayó a mis pies una mujer, en cuyo rostro pálido estaba impresa la expresión terrible del hambre y de la desesperación. Esta mujer levantaba sus brazos hacia mí, gritando: "dadme de comer por amor de Dios". La desgraciada había sido la esposa de un hombre que pertenecía a la clase de los oficiales del ejército francés, y de esta unión había tenido un hijo que se encontraba lejos de ella. Cuando esta mujer vivía feliz en compañía de su hijo y de su esposo, tú empezaste la desgracia, y la desgracia no tardó en alcanzarla... ¿Te acuerdas de Mercedes? ¿te acuerdas de tu antigua amante?... Ella quedó viuda y se vio privada también de su hijo que marchó hacia África para limpiar su nombre de la infamia que manchaba el de su padre. Ella sufrió cuanto una mujer puede padecer, el hambre, la miseria... He aquí como eres cruel con el amor Edmundo Dantés... ¡He aquí como vivíais alucinado!... Edmundo, puedo afirmar que la mujer del general Morcef te amaba aún al lado de su marido... ¿querrías tú, acaso, que quedase condenada a una eterna viudez aquella pobre catalana, que aún no te había pertenecido, que lloró tu ausencia durante largos años...? Acuérdate de Alberto de Morcef, acuérdate del tiempo en que te fingías su amigo, acuérdate de que tramabas el modo de perderle, robarle a su padre, lanzarle a la miseria, mientras él, creyendo en tu sincera amistad, apretó contra su pecho esa mano que habría de herirle... Edmundo, ¿dónde estaba tu religión, tu Dios, tu creencia? ¿qué calidad de dogmas seguías tú en tus llamados actos de justicia?... ¿Dónde están las leyes divinas o humanas que te puedan autorizar estos crímenes?...
-¡Miserable! -gritó el conde con rabia-, ¿quién eres tú que me acusas y juzgas como si fueses Dios?
-¡Yo soy el escogido de Dios para juzgarte en la tierra! Escuchadme pues todavía no has oído cuanto tengo que decirte. Quiero explicarte por qué te acuso de verdugo despiadado y de infanticida atroz, acuérdate del pequeño Eduardo..., acuérdate de su madre.
-¡Sí! -gritó el conde—; todos esos fueron sacrificados a las manos de mi viejo padre muerto de hambre y de miseria por la traición de Villefort! ¿Sabes cuánto yo amaba aquellas canas? ¿Conoces cuál es la desesperación que un buen hijo puede experimentar cuando le dicen: tu padre murió de hambre lejos de ti? ¡Vivía a dos pasos del presidio en que me había encerrado el procurador regio, como se encierra a un cadáver en el sepulcro!... ¿sabes tú o calculas siquiera todos esos horrores?
-¡He experimentado otros! ¡Vi a mi padre reducido al último estado de demencia -respondió Benedetto-; lo vi padecer a mi lado, después de haber visto sucumbir de horror en horror toda su familia alrededor de él!
-¿Quién eres, pues? ¿Será un hombre diferente de mí para poderme condenar? ¿Tu pecho estará exento de pasiones para que juzgues con tranquilidad respecto de las mías?
-Sí -replicó Benedetto con una sonrisa de compasión-, yo fui un asesino, un ateo y me arrepentí después; me hice justo, creí en Dios y mi conversión fue sublime.
-¿Y como creíste en ella? ¡Cómo conoces que Dios te perdonó?
-Yo te lo diré: en medio de una terrible tormenta, yo dije estas palabras postrándome de rodillas: "¡Oh Dios mío, creador del mundo! Yo creo en ti y en tu justicia: heme aquí, pues, firme en tu fe, marchando sin parar al encuentro de Edmundo Dantés, a quien he de matar una a una todas sus afecciones; y si tu no me perdonas, si tu condenas mi procedimiento, consiente entonces que quede aniquilada para siempre en esta grandiosa revolución de los elementos!" diciendo esto entré en una pequeña lancha seguido de un solo hombre y me lancé en medio de la borrasca. Al día siguiente creí con firmeza en la entera justicia de mis actos y heme aquí ahora. ¡Oh! ¡en todas partes por donde he pasado he oído un grito que te condena! En el mar, el grito desesperado de Alberto de Morcef, a quien salvé de un naufragio; y en la tierra la voz delirante de Mercedes. Reconoce pues que el cielo te ha abandonado. Cuando yo me presenté en tu palacio de Venecia no conociste en mí al enmascarado del palacio de Granedigo; no te opusiste a mi recomendación de llevar a tu hijo al banquete de los pobres; después, cuando pernoctaste en el camino de Mantua a Florencia, en aquella cabaña, como si Dios quisiese patentizar bien a mis ojos que tú eres un condenado, estuviste al lado del lecho en que dormían tranquilamente dos criaturas y no supiste reconocer en una de ellas a tu propio hijo. ¡Reconoce, pues, que el cielo te condena, miserable!... y cree que los momentos de otro tiempo en que te juzgabas inspirado y grande, no eran más que momentos de loca vanidad humana. Verdugo despiadado, nunca fuisteis capaz de perdonar; en tus actos de monstruosa venganza envolviste y confundiste al inocente con el criminal; y ahora la pérdida de tu hijo paga la sangre de Eduardo de Villefort.
-¿Y he sido yo, acaso, quien asesinó a aquella criatura? -preguntó el conde.
-Sí, todos los crímenes de la mujer de Villefort pesan sobre ti.
-¿Por qué?... ¿quién lo sabe?... habla.
-No puedo; hay un secreto entre tú y Dios, que yo no puedo penetrar; pero si yo no digo la verdad, si en tu conciencia no pesan todos los crímenes de aquella mujer, desmiénteme a la faz de Dios que nos escucha.
El conde dejó caer la frente sobre el pecho y quedó mudo.
-Bien -continuó Benedetto-; tú reconoces tu error y reconocerás también la justicia de Dios. Aquella inmensa fortuna que él depositó en tus manos, debías compartirla con los pobres, porque era el fruto de su sudor y no aplicarla en hacerte rodear de lujo extremado que siempre ostentas a la faz de Europa entera, en perjuicio de la miseria. Mira; repara bien en lo que te cerca; todos los tesoros que existían aquí fueron repartidos ya entre los pobres por mi mano y lo que tú posees aún lo será también.
-Sea -dijo el conde-, os doy toda mi riqueza por mi hijo...
-Jamás veras a tu hijo, ¡te lo robó la mano del muerto, y un secreto igual al del sepulcro pesa ahora sobre su nacimiento!
-¡Insensato! -exclamó el conde riendo y llorando como un loco-, ¡Hombre o demonio, tu no comprendes mi sufrimiento! Tú no eres padre..., pide cuanto quieras..., todo te lo daré por el rescate de mi hijo.
-No es posible, porque toda tu riqueza será el precio de otra cosa. Imagina que tu esposa, temiendo que te sucediese alguna catástrofe en este encuentro, desembarcó de la barchetta, y guiada por el reflejo de las hogueras empezó a caminar hacia aquí. Imagina después que unos pocos hombres desalmados saltaron dentro de la barcheta, la incendiaron mientras cuatro potentes brazos sostenían el flexible y gracioso cuerpo de la hermosa Haydée en el camino hacia esta gruta.
Apenas Benedetto acabó de hablar, se oyó un grito agudísimo que venía del lado de las rocas. El conde subió con precipitación las escaleras. -¡Haydée! ¡Haydée! -Gritaba.
-Mira allá abajo aquellas llamas que el viento agita al nivel de las aguas. ¡Todo a terminado para ti!
El conde miró en derredor de sí; Benedetto había desaparecido, las hogueras se habían apagado, apenas se divisaba en el pequeño ancladero las llamas que consumían la banchetta, y dentro de la gruta la claridad moribunda del hachón que ardía en la sala.
Algunos momentos permaneció el conde como si estuviese entregado a una profunda meditación sobre su pasado. Exhaló un doloroso gemido y volviendo las espaldas al abismo, bajó lentamente al interior de la gruta.
-¡Fue aquí donde me embriagué con la posesión de aquellos tesoros que vine a desenterrar! ¡ah, mezquindad humana! ¡oh imperfección del espíritu en comparación con su Creador Omnipotente! ¡Yo tuve la loca vanidad de creerme también omnipotente en el mundo!... ¿Dónde esta aquella gruta espléndida que existía aquí?... ¿dónde está aquella mujer oriental que tanto quise?... ¿dónde está mi hijo?... ¿dónde fue la tranquilidad de mi conciencia, el placer íntimo de mi alma?... ¡todo acabó ya! ¡todo pasó como el seño pueril de una vanidosa criatura!...
El conde calló por un instante, miró a su alrededor y el hachón de luz se extinguió. El conde lanzó un grito de terror encontrándose en completa oscuridad.
-¡Haydée! ¡Haydée!... la fatalidad que me persigue te abruma también... yo daré cuanto poseo para que no te ocurra ningún mal... ¡Venga alguien, surja ante mí un hombre cualquiera a quien pueda decirle esto, aunque ese hombre sea el Ángel maldito de Dios!
Entonces una luz centelleó en el interior de la gruta y en pocos instantes advirtió la figura tranquila de Benedetto, cuyo rostro estaba oculto todavía por la máscara.
-Conde de Monte-Cristo -dijo éste-; pido tu opulencia por mujer.
-Todo cuanto poseo te ofrezco por ella.
-Acompáñame, pues.
El conde lo siguió a una de las salas interiores de la gruta en donde había una mesa con lo necesario para escribir.
Poco después el conde, habiendo escrito algunas palabras y firmado diferentes letras de cambio de enorme valor, ponía en manos de Benedetto toda su riqueza.
-Ya soy pobre -dijo él-; tan pobre como el día en que bajé por primera vez aquí y mañana no tendré un amigo en el mundo, pero soy feliz..., acabo de salvar a Haydée.
-Muy bien -respondió Benedetto-; ella os va a ser restituida; mandaré colocar en la rada del Sud un pequeño barco a vuestra disposición y marcharéis mañana.
-¿Pero mi hijo? -dijo el conde con ansiedad.
-¡Pesa sobre él el secreto del sepulcro! -contestó Benedetto con voz solemne.
El conde iba a hablar, pero apareciendo Haydée en la sala, corrió a arrojarse en sus brazos y Benedetto desapareció.
XLV
GRATITUD DE PIPINO
Durante algunos instantes permanecieron abrazados. En la expresión suave y lánguida de Haydée se revelaba un profundo amor, el conde se lo había inspirado y ella lo sentía con toda la fe sublime de una verdadera amante; lo demás era nada; la vida y la compañía de aquel hombre a quien amaba, era todo para Haydée.
-¡Haydée! -dijo el conde-, tus ilusiones tienen que ceder al golpe de la realidad fatal. Todavía ayer me vanagloriaba de poseer los fondos necesarios para satisfacer la codicia de los malvados que nos robaron a nuestro hijo, mas hoy no puedo asegurar que tendré que comprar el pan de tu alimento de aquí a un mes. Yo conozco bien este mundo de miserias, odios e intrigas... y nuestro camino, de hoy en adelante estará sembrado de terribles espinas, donde tus lágrimas inocentes han de caer con abundancia en presencia de mi martirio.
-¿Y qué, no podremos lograr la menor felicidad porque seamos pobres? -preguntó Haydée con sencillez-. Yo seré feliz... viviendo con vos..., viviendo con nuestro hijo.
-¡No! ¡aquel pobre niño está perdido para siempre!; jamás lo volveremos a ver.
-Señor -dijo Haydée con una sonrisa amarga-muchas veces pregunté en otro tiempo si la muerte era un mal..., yo temblaba a mi vez acordándome que algún día me llegaría, pero ahora imagino la muerte de otro modo. Mi buen amigo, si el mundo es torpe, miserable, lleno de horrores, ¿qué vale en presencia de la muerte?... retrocedéis acaso frente a la muerte en el momento en que nos os resta otra cosa. Muchas veces me habéis hablado de la muerte como un sueño reparador que esperabais gozar durante la noche siguiente de un día agitado...entonces fui aprendiendo el modo de mirarla sin el menor recelo, hasta que llegué a mirarla con más interés. ¿Dónde esta pues, pues la energía con que entonces hablabais?...
-Bien, Haydée -respondió el conde-: después de ver el mar, la tierra, las flores, el mundo brillante y espléndido que nos cerca, ¿tendrás fuerza para pronunciar aquellas últimas palabras que me dijiste?
-Experimentemos -replicó Haydée-. Mientras, dejadme preparar esta agua.
Y sacando del bolsillo una pequeña caja hecha de una sola esmeralda, con la tapa de oro la abrió y sacó seis pildoras de una sustancia oscura y las echó en un vaso con agua. Luego se sentó al lado de la mesa y clavó una mirada apasionadísima en el rostro de su esposo.
Ya al amanecer ella se levantó y tomando al conde de una mano, le obligó suavemente a levantarse.
-Vamos, la luz del día brilla ya en el mundo..., subamos al peñasco. Aquí está el veneno, amigo mío, y creed que sólo así podéis evitar una desgracia.
Ambos se detuvieron en la cumbre de los peñascos. Mientras él y Haydée se despedían del mundo, dos hombres, deslizándose por una de las aberturas que daban claridad a la sala interior de la gruta, observaban atentamente si alguien habría escuchado el rumor de sus pasos. Convencidos de que nadie se aproximaba, fueron hacia la mesa en que Haydeé había dejado los dos pequeños vasos con el veneno y se detuvieron allí.
-¿Y cómo será posible conocer el que queréis? -preguntó uno.
-Creo que es éste -respondió el otro, tomando el vaso que estaba al lado de una entrada de la sala.
-¿Cómo así?
-Haydée echará mano del que este más cerca, y es este.
Diciendo esto, el hombre colocó el vaso en su lugar, cambió el contenido del otro, dejando el vaso como estaba.
-¿Y si por acaso el conde no toma de este vaso?
-Entonces me arrojaré sobre él.
-¿A todo precio queréis salvarlo?
-Sí.
-¡Ah! -dijo el compañero con una risa de burla-. ¿Eres más fuerte que el destino?
-He de pagar esta deuda de gratitud; el conde salvó mi vida, yo salvaré la suya. Partamos... ellos bajan.
Diciendo esto entraron en la sala inmediata y allí se ocultaron rápidamente detrás de la roca.
-Y bien Haydée ...¿quieres todavía dejar aquel mundo que tan bello nos pareció?
Haydée extendió con rapidez el brazo en la dirección de la mesa, tomó el vaso y bebió el veneno.
-¡Ea! -dijo ella sonriéndose-; yo voy a partir...; acompañadme, mi buen amigo.
El conde fue del lado opuesto de la mesa, tomó el otro vaso bebió el líquido con la mayor tranquilidad y después se volvió a colocar al lado de Haydée.
-¡Oh, mi esposo! -exclamó ella-, ¡yo te amé cuanto una mujer puede amar a un hombre; te llamé mío, y después de mí tú no pertenecerás a otra!...; yo muero... pero tu morirás conmigo... Para quien ya amó y fue amado como tu y yo, ¿qué importa la muerte?; ella no nos roba la menor dicha... ¡voy a morir... esposo mío... he aquí mi último beso... mi último pensamiento... es tuyo...!
Diciendo esto dejó caer la cabeza sobre el brazo del conde; sus ojos continuaban abiertos y parecían mirar todavía con celos el rostro del conde de Monte-Cristo.
-¡Está muerta! -murmuró él, colocando la mano sobre el pecho de Haydée-, ¿y porqué yo vivo todavía?... ¿por qué no siento en mí el fuego terrible, que parece quemar las entrañas? ¡Oh! ¡yo no he de sobrevivir! ¡Ven mi buen amiga, tendremos un sepulcro digno de nosotros!...
Diciendo esto cogió el cuerpo inerte de su amada y subió como loco las escaleras de la gruta; trepó a la cumbre del peñasco y corrió en dirección del abismo, gritando:
-¡Oh! Dios todopoderoso, recibid mi alma...
-NO -gritó una voz y el conde se vio detenido y preso al borde del abismo, por los brazos de un hombre.
El cadáver de Haydée rodó de roca en roca y despareció.
-¡Insensato! ¿quién eres tú?
-No es necesario poseer muchos millones para salvar la vida de un hombre, señor conde. Yo soy Pipino Rocca-Priori.
XLVI
LA CASA DE CAMPO DE LA FAMILIA MORREL
Cerca de la ciudad de Roma había una modesta casa en el centro de un bonito jardín, frente al cual existía un hermoso enrejado de hierro. Era allí donde Maximiliano Morrel y su esposa Valentina habían fijado su residencia, habiendo salido hacia ya algunos meses de Venecia. Entregándose a los placeres de una paz íntima y sagrada, tenían allí un pequeño mundo de felicidad, disfrutando su mediana fortuna y repartiendo muchas limosnas a los miserables.
Los días transcurrían sin el menor disgusto; Valentina bordaba y Maximiliano leía casi siempre. Por la tarde, subían a un elegante cabriolé, cuyo caballo guiaba a Maximiliano y daban un pequeño paseo por los alrededores, hasta que el sol empezaba a ocultarse; entonces volvían a casa y dejaban correr la noche en la misma armonía.
Así pasaron algunos meses, hasta que una noche un carruaje se paró frente al enrejado y la campanilla sonó con fuerza.
-Buenas noches -dijo Maximiliano-, ¿a quién hacéis el honor de buscar aquí?
-A voz mismo señor, si sois el dueño de esta casa -respondió el joven con voz argentina y breve, pero con un cierto grado de aflicción que no escapó a Morrel-... si tenéis buen corazón, si deseáis socorrernos...
-¿Vuestro nombre? -preguntó Maximiliano.
-Yo me llamo León d'Armüly. ¡Oh señor Morrel...! Mi señora y yo nos dirigíamos fuera de Roma, y preferimos salir de noche para excusarnos del calor del sol; pero mi mujer está embarazada, ya en el octavo mes... y el movimiento del carruaje le ha abreviado el parto... ¿qué haré pues en este caso tan lejos de la ciudad... de noche?
-Abran la puerta -gritó a los criados Maximiliano-muy señor León, yo os serviré en cuanto me fuere posible.
-Gracias, sois un caballero, yo no quisiera abusar de vuestra confianza ocultándoos un secreto. Yo os había dicho que era mi mujer... pero... ella pertenece a una buena familia romana y tiene, como cualquier otra mujer de su clase, una gran vergüenza por su falta... por lo tanto pido encarecidamente que os permitáis que ella conserve el incógnito, ella trae una máscara de seda.
-En este caso, os respondo de que todos en mi casa han de respetar el secreto en que se envuelve esta señora.
-Mil veces gracias señor -exclamó d'Armüly estrechando la mano de Maximiliano.
Mientras tanto valentina ya había preparado un cuarto acondicionado para un acontecimiento como aquel.
Mientras en el cuarto preparaban y disponían las cosas para este momento crítico, Morrel observaba con interés al joven d'Armüly, que paseaba con agitación por la sala.
La figura de aquel joven era de las más delicadas que se pueden observar: los cabellos rubios parecían finísimos y estaban echados con arte y elegancia alrededor de la frente; la expresión de sus lindos ojos azules, la blancura de sus manos y la pequenez de los pies, todo contribuía a llamar la atención de Morrel; a más, el joven d'Armüly era desenvuelto como cualquier otro joven de su edad; fumaba con desembarazo y gusto decidido; montaba en el asiento de una silla como si montase en un caballo; se extendía de espaldas sobre las butacas y ponía una pierna sobre la otra y todo esto con agilidad y rapidez. Conversaba de mujeres, de caballos, de armas de fuego, citando a los mejores autores y hablando de todo con tal desenvoltura y viveza que parecía uno de esos jóvenes, hijos de familia rica, que pasaban su juventud viajando y recorriendo de delirio en delirio. Dos horas después se sintió el gemido de un bebé.
Un momento después salió una criada a anunciar que el recién nacido era una niña fuerte que era el retrato vivo de su padre.
La puerta se abrió y León d'Armilly fue a abrazar a la misteriosa dama.
En algunos días esta dama se recuperó de manera que podía continuar su viaje sin el menor recelo. León d'Armilly agradeció infinitamente el socorro que había recibido de la familia Morrel y aún pidió un nuevo favor.
Valentina no dudó en encargarse de hacer criara a la niña en su casa, hasta que la madre pudiese llevársela a su lado. Al gustarle los niños y no tener hijos, Valentina cedió a la nueva súplica con la mejor voluntad.
Al día siguiente la madre agradeció una vez más a Valentina su hospitalidad y su amabilidad y partió al lado de su joven amante.
-¿Y ahora, Luisa? -dijo ella, quitándose la máscara, luego que el carruaje rodó.
-¿Qué quieres, mi querida Eugenia? Todavía he tenido que desempeñar otra vez el papel de León d'Armilly, pero supongo que será la última vez.
-¿Pero y mi hija?
-Está en buenas manos, y un día tendrás el placer de abrazarla; mientras, Eugenia, pensemos en ti, olvida aquel desgraciado suceso que te hizo ser madre y suponte que yo soy en efecto, el padre de tu hija.
-¡Siempre alegre! -murmuró Eugenia, sonriéndose y enjugándose un lágrima-; ¡como envidio tu buen natural!
-Eugenia, el mundo y el teatro nos esperan; volvamos a nuestro sueño de felicidad..., y si te falta fuerza, acuérdate que tienes que procurar el porvenir de tu hija.
-Sí, sí, Luisa. Dios me de fuerzas para lograrlo como lo deseo.
XLVII
LA MANO DERECHA DEL SEÑOR DE VILLEFORT
Era el día siguiente en que Pipino había salvado la vida del conde de Monte-Cristo. Este hombre arrodillado al borde del abismo en que había rodado el cadáver de Haydée, elevando los ojos al cielo, rezaba desde lo más íntimo de su alma y se resignaba como verdadero cristiano a la amarga suerte que le esperaba en el mundo. Su resolución estaba tomada, e inclinándose por última vez sobre el peñasco, pronunció el último adiós a aquel cadáver querido que había visto destrozarse en el fondo del abismo.
Acordándose de que un barco le esperaba en uno de los recodos de la isla, descendió pausadamente a la playa dispuesto a abandonar aquel lugar fatal; cuando de pronto se le apareció Benedetto.
Su rostro no tenía máscara y parecía tranquilo; su mirada lenta se fijó con firmeza en el abatido rostro del conde de Monte-Cristo y sus labios se contrajeron con una sonrisa de ironía. A corta distancia de ellos se veía a Pipino Rocca-Priori, en cuyo cinto lucían dos pistolas de largo alcance.
-¿Me conocéis, al fin, Edmundo Dantés? -preguntó Benedetto cruzando los brazos sobre el pecho. -Sí -murmuró el conde.
-¡Y bien! yo tendría aún que recordaros el nombre de aquel príncipe de Cavalcanti improvisado por vos para una de vuestras malditas comedias.
-¿Y sois vos el hombre que me ha perseguido? -dijo el conde con desprecio-. ¡Ah! ¿y a todos vuestros actos de violencia, realizados por el simple deseo de poseer riqueza, dais sin rubor el título de justicia de Dios?
-iOs engañáis, conde Monte-Cristo! -replicó Benedetto con tranquilidad-. No fue el deseo de atesorar riquezas; yo tengo tanto hoy cuanto poseía antes de privaros de las nuestras; éstas han sido ya repartidas entre los pobres, y las que aún quedan no serán dentro de poco tiempo; si os he perseguido sin piedad y sin dolor fue para vengar la sangre inocente de mi hermano Eduardo.
-¿Vuestro hermano? -preguntó el conde. -Sí, no ignoro la historia terrible de mi nacimiento; es decir..., sé quién es el autor de mis días y sólo me falta saber quién es mi madre.
El conde se sonrió intencionadamente. -¿Sabéis, acaso, quién es?
-Sí.
-Hablad, pues -gritó Benedetto-; os daré cuanto me pidáis.
-Desprecio vuestra oferta, Benedetto; vos debéis el ser a la baronesa Danglars.
Benedetto retrocedió un paso, dando un grito de sorpresa y se siguió un momento de silencio.
-Gracias, señor conde -dijo al fin Benedetto con expresión feroz-; agradezco vuestra generosidad, y estoy seguro que si no hubieses calculado cuánto yo sufriría con esta revelación no me la habríais hecho... Escuchadme, pues ésta será la última vez que nos veremos y quiero daros cuenta de algunas personas que habéis conocido. La baronesa Danglars fue robada por mí y quedó reducida a la miseria, ignoro donde está y si vive aún. El barón Danglars terminó como empezó su carrera de crímenes; esto es, volvió a la condición de simple marino y expiró en una noche de tempestad a los golpes que le descargaba un hombre que le disputaba el puesto de piloto en mi yate Tormenta. Ahora me falta deciros lo que hicieron con Luis Vampa; vos protegíais siempre a ese audaz ladrón, mientras que os preciabais de castigar con rigorismo el robo y el crimen; yo, por el contrario, lo entregué por un puñado de piastras a la justicia romana, que le ajustició en el plazo de un mes. Ahora que os veo reducido a la última desesperación, ahora que toda Italia maldicen vuestro nombre y os creen completamente loco; ahora que no tenéis esposa ni hijo; ahora que no tenéis con que comprar el alimento de mañana; ahora que acabó para siempre el improvisado conde de Monte-Cristo, con todo su loco e inmenso prestigio, habéis de conocer que si Dios os hizo tan poderoso, fue sólo para que premiaseis la virtud; así como me hizo atrozmente audaz y atrevido para que castigase el crimen. Tanto vos como yo, fuimos simplemente instrumentos de su alta justicia; ¡nuestra tarea está concluida y volvemos a la nada!... La familia Morrel vive feliz, así como muchas otras personas con las cuales repartisteis vuestra felicidad y vos acabasteis en la miseria porque tuvisteis el orgullo de juzgaros inspirado como un apóstol. La deuda está cancelada y la mano del muerto va ha ser devuelta a su cadáver.
Diciendo esto, Benedetto abrió rápidamente un pequeño cofre y tomando la disecada mano que allí estaba , dio violentamente con ella un golpe en la faz de Edmundo Dantés, gritando:
-¡Hombre alucinado por el exceso de tu pasión, sé maldito por siempre!
El conde dio un grito y Benedetto y Rocca-Priorí desaparecieron.
El conde permaneció por algunos momentos con el rostro oculto entre las manos, después miró a su alrededor y viéndose solo caminó hacia el embarcadero del sur, donde, efectivamente, lo esperaba una ligera embarcación con dos remeros.
-¿Podréis conducirme para un punto cualquiera de la costa de Francia, cerca de Marsella?
-Sí señor, embarcaos.
El conde se echó en el fondo de la barquilla, que se hizo a la vela.
Pipino y Benedetto contemplaban la partida del conde desde la cima de una roca.
-Muy bien -dijo Benedetto, dirigiéndose a Pipino-, todo está acabado.
-¿Cómo así maestro?...
-De hoy en adelante se separan nuestros caminos y cada quien que siga el que le pertenece.
-¿Queréis, entonces, separaros de mí?
-Tal cual lo dices. Te cedo mi pequeño yate después de que me haya transportado a Francia; en esta cartera hay una pequeña suma, que pongo a tu disposición y partirás donde te plazca.
-Pues bien, acepto; y ya que he reconocido en vos sentimientos honrados, quiero tomar ejemplo de ellos y os aseguro que voy a establecerme decentemente en París. En cualquier tiempo que necesitéis algún servicio mío, siempre me encontraréis dispuesto a serviros.
-Nunca más nos veremos -dijo Benedetto, elevando su mirada al cielo y sonriéndose maliciosamente.
-¿Porqué?
-¡Oh! hazte la idea que se abrirá la tierra para ocultarme, voy a desaparecer.
-Si yo os no conociese ciertos caprichos vuestros diría que estabais soñando...
-¡Insensato! ¿qué es la vida sino un sueño? No hace mucho tiempo que el mundo repetía con entusiasmo el nombre del conde de Monte-Cristo, ¿y donde está ahora? ¿dónde está su inmensa fortuna? ¿dónde su bellísima amante griega?... pregunta a estos peñascos, interroga al espacio infinito... todo parece decir: "¡sueño, delirio, locura!"
Pipino quedó en silencio, como si meditase.
-¿Y el hijo del conde? Creo que habréis desistido de la idea de matarlo.
-Descuidad. Voy a confiarlo a los cuidados de cierta familia que reside en Roma; ella tomará a su cargo el niño, guardando siempre el secreto de su nacimiento. Partamos pues, los negocios han acabado en esta costa.
Quince días después, un hombre cubierto por una capa oscura se paraba junto a la puerta de la residencia de Morrel. El hombre abrió con una ganzúa la cerradura y atravesando el jardín fue a parar cerca de la escalera de la casa. Allí dejó a la criatura que llevaba en las manos, saliendo rápidamente luego, tiró fuertemente de la campanilla.
Valentina salió a la ventana, que estaba abierta, mientras que un criado que había salido a ver quién era, dio un grito de sorpresa.
-¡Jesús! Señora aquí hay un niño que han abandonado en la escalera.
Valentina bajó precipitadamente y tomando al niño en brazos subió a la sala donde se encontraba Maximiliano.
-Amigo mío -le dijo-, el cielo nos ha premiado con dos hijos; aquí tienes al esposo de aquella niña que nació entre nosotros.
-Veamos, ¿qué papel es ese que está en el seno del niño? -dijo Morrel.
«Señora; sois piadosa y buena; por eso, en nombre de Dios, se os confía este niño, que debéis criar como si fuese vuestro hijo; el inocente es huérfano y su nacimiento es hoy y debe ser para venidero, un secreto profundo entre Dios y lo pasado. Su nombre es Edmundo»
Las lágrimas asomaron a los ojos de Valentina. Desde entonces los esposos se esmeraron en criar a las criaturas, que fueron creciendo entre besos y halagos de la tierna y buena Valentina.
XLVIII
ULTIMA NOCHE EN MONTE-CRISTO
Culminada la última entrevista entre Benedetto y Monte-Cristo, la isla pareció quedar enteramente desierta. Sin embargo, la isla no estaba tan desierta como parecía; un hombre marchaba con pesado y lento paso entre las rocas y ese hombre era Edmundo Dantés.
Descendía en dirección a uno de esos profundos abismos de la isla formado por la separación de dos rocas, y caminaba con seguridad, a pesar de la noche. Poco después un rayo rojo de una luz agitada penetrando por las hendiduras de las rocas, fue a reflejarse en el camino de Edmundo Dantés. Este se paró súbitamente, como sorprendido y miro alrededor como si despertase de un sueño. Admirado de notar aquella luz en la isla que él creía desierta, caminó en esa dirección y vio en la playa una hoguera alrededor de la cual tres hombres se habían sentado.
Aquellos marineros se retiraron media hora después. Edmundo, entonces, bajó a la playa, improvisó un hachón y tomó el fuego que había quedado vivo aún; y volvió a internarse en el fondo del abismo. En poco tiempo llegó a la base del peñasco más alto, en cuya punta elevada al seno de las nubes, algunos años antes había clavado su mirada ardiente, como preguntándole respecto a los inmensos tesoros que el abate Faria había asegurado existir escondidos allí. Edmundo se paró miró atentamente a su alrededor y luego clavó la mirada en una forma que distinguió a pequeña distancia.
-¡Haydée! -murmuró con una singular mezcla de amor, de recuerdo y de remordimiento, cayendo de rodillas junto al cadáver desfigurado-, ¡Nunca debiera yo haber ligado tu existencia a la mía y entonces no hubieras partido tan pronto de esta vida que debías gozar feliz y tranquila!... ¡Perdón, Haydée!... ¡El esposo de Mercedes no podía ser el tuyo; el corazón que ya había entregado a otra, como sólo se puede entregar una vez en la vida, no podía entregártelo igual a ti, sino por un sueño que debía terminar algún día! Ese día ya llegó a su fin...
está acabado... y ahora me queda apenas la perpetua idea del remordimiento y la desesperación. ¡Haydée! ¡ahí estas muerta! ¡ya tus labios no se posarán en los míos; ya no podré yo sentir el fuego que los devoraba en tu dulce llanto amor!... ¡Y a pesar de este sentimiento sublime el nos unía..., a pesar de mi grandeza, de mi ciencia obtenida en muchas vigilias amargas y dolorosas, yo poseo el secreto para reanimarte! ¡miserable de mi!... ¡Raza miserable, tanto más miserable cuanto la orgullosa es la raza de los hombres!
-¡Dios omnipotente -continuó-, yo me equivoqué, pesan desde lo más profundo de mi alma los equívocos de la vida pasada. Fui inexorable en la venganza..., fui bárbaro..., fui loco... ¡Sí, reconozco que desvió de mis manos la espada de tu justicia divina!... ¡perdón Dios, perdón para el hombre débil e ignorante!
Luego de un largo silencio, Edmundo Dantés se calmó, ciñó el cuerpo de Haydée y caminó por una las sendas tortuosas que cortaban la roca y comenzó a subir lentamente.
El camino que seguía era una de las muchas encrucijadas y huellas que podían conducir a la gruta, las cuales parecían talladas a propósito con la única idea de desviar al explorador, que en tiempo remoto intentase descubrir el tesoro del cardenal jada.
Un cuarto de hora después, Edmundo se encontraba frente al portal ennegrecido de la gruta. bajó las escaleras de mármol y luego de cruzar la inmensa sala, entró en la segunda y encaminándose hacia la pared de la izquierda, depositó el cadáver en el suelo.
-Es aquí -dijo mirando delante de sí- el lugar en que paré hace ocho años, después de un arduo trabajo, interrogando con la mirada ardiente de codicia la tierra que ocultaba en sus entrañas los tesoros del abate de Faria. ¡Pobre viejo! ¡La mucha hiel que la maldad de los hombres había vaciado en su pecho, contagió al mío, aumentando la que había ya en él!... ¿qué hubiera dicho yo entonces si viniese alguien a decirme, en el momento en que habría la tierra, que ocho años más tarde había de venir aquí, tan pobre como estaba, no para buscar un tesoro, sino para esconder, en el seno de esta misma tierra, cuanto me quedaba de otro? ¡Es muy triste en verdad!... el cadáver de mi Haydée... yacerá por siempre, pues, en este túmulo gigante construido por la naturaleza y no comprendido por los hombres.
Después de estas palabras, introdujo el cuerpo de Haydée en la sepultura que había abierto y empezó a cubrirla de tierra, luego empujó hacia allí una enorme piedra, la aseguró en la tierra y se marchó.
¡Todo está concluido ya! ¡Todo fue un sueño, y al final de este sueño tan agitado que dormí, comprendo que Edmundo Dantés dejó de existir para siempre en el momento en que un golpe fatal le arrebató la juventud, la felicidad y la paz íntima de su existencia oscura!
Salió de la gruta, descendió al arrecife del poniente e hizo señas a un pequeño barco que lo esperaba y en el cual había vuelto para cumplir un deber sagrado: dar sepultura al cadáver de Haydée.
¡A la costa de Italia! -dijo Edmundo, sentándose con tranquilidad aparente y la embarcación empezó a surcar las aguas.
XLIX
LA VUELTA AL SEPULCRO
Luego de dejar al inocente hijo de Edmundo Dantés en manos de Valentina, Benedetto volvió a Francia con el fin de devolver la mano de su padre a su sepultura. Salió de Roma y volvió a París, allí se despidió de Pipino, quién le aseguró que pondría un negocio de muebles para llevar una existencia decente y honrada.
Benedetto atravesó la ciudad y entró en la casa de un escribano. Allí hizo formar una escritura de donación de cerca de doce millones de Francos a la señora Valentina Morrel, bajo la condición de aplicar los réditos de aquel capital para la fundación de diversas casas de asilo para la infancia y para la vejez desvalida tanto en Italia como en Francia. Esta donación debía serle entregada por el mismo escribano en nombre de una Sociedad de beneficencia anónima, de la que Benedetto se fingió regente.
Otro capital de seis millones de francos sería, por las mismas vías entregado al señor Alberto Mondego, residente de Marsega, en nombre de un deudor ignorado de su difunto padre, el conde de Morcef.
Realizadas las disposiciones públicas en presencia de varios testigos, Benedetto salió de casa del escribano y se dirigió a un hotel donde permaneció hasta que fue de noche.
Cuando dieron las ocho, Benedetto salió envuelto en su capa con dirección al cementerio Lachaise. Golpeó la puerta y le respondió una voz que no era extraña a Benedetto.
Luego de negociar con el guarda y de entregarle una buena cantidad de dinero, el guarda le abrió la puerta y le preguntó: -¿A cuál de los túmulos es la visita? -Al de las familias Saint-Meran y Villefort. -¡Ah! -dijo para sí el guarda-. Puede ser el caso que venga a restituir a los esqueletos las joyas de sus mortajas. Nada, este bribón es muy fino... él viene con otra intención, pero no sabe que viene a meterse en la boca del lobo.
Poco después el guarda, tomando una azada y una linterna, marchó delante de Benedetto en dirección al túmulo. Llegado a este removió la tierra para abrir la puerta, luego colocó la linterna cerca de allí y se alejó. Benedetto tomó la linterna y bajó pausadamente al centro, donde yacían los cadáveres. Abrió sin dificultad el cajón de su padre y luego de contemplar durante largo rato el esqueleto paterno, sacó una caja negra y extrajo de ella una mano descarnada y la colocó sobre el pecho del cadáver.
-Está satisfecha la deuda, padre mío. Recibid este ósculo mío, que es la última prueba del respeto profundo que me inspiró vuestro horrendo sufrimiento; y ¡adiós para siempre!
Diciendo esto, Benedetto besó la diestra del cadáver y cerró el ataúd; tomó la linterna y subió las escaleras del sepulcro y notando que la puerta estaba cerrada, la empujó, esta no cedió, la empujó con todo el peso de su cuerpo y nada... la puerta estaba cerrada por fuera.
Algún tiempo permaneció allí en estado de estupor, sin concebir la más mínima idea acerca de aquello, sin embargo luego de largo rato comprendió con tranquilidad la razón por la que habían cerrado la puerta.
-Soy acusado de profanación, y el guarda me entrega a la justicia. Hace año y medio que se encontró este túmulo profanado y saqueado; yo me escapé sin satisfacer su codicia y ahora él toma venganza.
Benedetto, aunque acostumbrado a luchar con el peligro, no tenía la vanidad de vencer lo imposible, así que, se sentó en los escalones de mármol y esperó.
Al amanecer sintió que muchos pasos se acercaban al sepulcro, la puerta se abrió y seis soldados se asomaron con los sables descubiertos.
-¡Cúmplase la voluntad de Dios! -dijo Benedetto y se puso en medio de la comitiva.
L
LA PACIENCIA DEL CORDERO DE DIOS OS ACOMPAÑE
Monte-Cristo aceptó sus errores y se sujetó con gran resignación a la justicia de Dios. Nadie lo reconocería al ver a un hombre de rostro lacerado por un profundo sufrimiento, cubierto con un simple hábito de penitente, que camina a pie descalzo, con la cabeza baja, hacia la hospedería del maestro Pastrini.
En aquel instante un carruaje paró a la puerta del edificio y de él descendieron dos señoras, todavía jóvenes, la más joven vestía de luto y tenía el rostro siempre bajo.
Al verlas Edmundo escondió el rostro con las manos, como si no quisiese ser reconocido; la mayor de las jóvenes, sin embargo, fijándose en aquella humilde figura, sacó una pequeña moneda de plata de su bolso y puso el dinero en la mano del supuesto mendigo, siguiendo inmediatamente a su amiga.
Edmundo quedó mirando la limosna que le había sido dada, después movió con abatimiento la cabeza, y besando humildemente aquella moneda, algunas lágrimas empaparon por su pálido rostro.
-Sí -murmuró-; sea este mi primer acto de humildad cristiana. Besemos esta limosna dada sin orgullo, sin pretensión y aún sin haberla solicitado. ¡Oh! ¡Puedas encontrar, allá en el cielo, una gracia especial de Dios, en recompensa de la verdadera sensibilidad que produjo en ti la figura resignada de un pobre pecador!
Apenas había concluido estas palabras, cuando la voz juguetona y breve de Pastrini hirió sus oídos:
-¡Hola, hermano limosnero! La paciencia del cordero de Dios os acompañe; yo no puedo favoreceros.
-¿Os he pedido alguna cosa? -preguntó Edmundo, mirándole fijamente y desviando luego la vista con aire de disgusto.
-Peí Bacco, entonces... no importunéis ahí a mis huéspedes; ellos se incomodan con vuestra presencia, y además, como... es ésta un a de las principales casa romanas donde habitualmente vienen a parar los extranjeros, no es decoroso para el estado que esos señores encuentren la miseria en el acto de subir las escaleras.
Edmundo sin contestar comenzó a subir las escaleras lentamente.
-Hermano, os aseguro que no podré daros la más mínima limosna..., id, id..., la paciencia del Cordero de Dios os acompañe,,,
-La limosna que os solicito no es de comer ni de dinero, es sencillamente de palabras, maese Pastrini.
-¿Palabras hermano? -dijo Pastrini- ¿qué queréis que os diga?
-Os preguntaré sólo por uno de sus huéspedes de otro tiempo.
A esta pregunta, Pastrini, quedó embobado mirando a su interlocutor, al reconocer por su modo de hablar y por la majestad, humilde y respetable de su figura, que allí había una gran verdad oculta, cualquiera que ella fuese. Decidió entonces abrir el pequeño gabinete que le servía de escritorio e hizo una señal misteriosa al mendigo para que subiese.
-Sentaos hermano -le dijo Pastrini con cierto modo irónico, que no escapó a Edmundo-, sentaos y hablad.
-Maestro -dijo Edmundo-, habiendo asistido a los últimos momentos de un hombre poderoso, recibí su confesión paternal, y después de ella le hice promesa solemne para el reposo de su alma. Desde entonces, encargado también por él de recompensar a algunas personas que durante la vida brillante del hombre a quien me refiero, lo sirvieron con celo y desinterés, no he dejado de indagar minuciosamente quienes son esas personas, con el fin de cumplir mi promesa... Decidme, quién fue a quien servísteis bien según vuestra conciencia y de este modo llegaremos al mismo fin.
-...Pero yo he servido a tanta gente...príncipes, marqueses... condes, simples particulares... ricos..., medianos..., y aún a pobres -dijo el astuto italiano.
Edmundo guardó silencio durante un tiempo y luego dijo:
-No pertenecía a ninguna de esas clases. -Eso es absurdo, hermano limosnero. Yo me refiero a Luis Vampa -dijo Edmundo. -iVampa! -murmuró Pastrini-. ¡Ah! sí...; mañana es el día de su ejecución. Víspera de Carnaval..., me consta que no hay una sola ventana para alquilar en la plaza del Popólo.
-Vos dijisteis que habíais asistido a un hombre en sus últimos momentos... y Vampa todavía vive.
-Dije la verdad...; me refería a sus últimos momentos mundanos; yo no soy ordenado aún.
-Entonces -dijo Pastrini luego de reflexionar un momento-, Vampa os encargó de remunerar.., quiero decir gratificar...
-A un hombre que lo sirvió con desinterés y lealtad. ¿Seréis vos ese hombre, Pastrini? -No lo sé. -¿Cómo así?
-Quiero decir, que muy bien puedo yo haberle servido e ignorar que lo hacía, esto es, haber servido con interés a un hombre sin saber que ese hombre era Luis Vampa, pues aquel pobre diablo se transformaba de tal modo que iba a los teatros, hoteles y plazas más públicas sin que nadie lo conociese. Era como un tal conde de Monte-Cristo, refinadísimo bribón y hechicero que por la nigromancia de una cierta mano de un muerto, era todo cuanto quería ser, menos buen cristiano, a pesar de su título pomposo... muy bien se habló de él por ahí, sin embargo, hoy, está desenmascarado. Lo conocí muy de cerca y os juro que no me dejaré engañar más si por ventura él recuperase su diabólico talismán y viniese de nuevo bajo diferente forma. En conde se transformaba ya en mujer, ya en un joven muy enfermo y fatigado, ya en mosca, ya en pájaro..., pero la reliquia le fue robada y se vio perdido para siempre. Había un hombre, francés de origen, que fue también mi huésped y que lo buscaba para hacerle no se que especie de exorcismo, con el fin de perderlo del todo. Este hombre le había robado el talismán maldito y lo guardaba en un pequeño cofre de hierro que traía siempre consigo. Vampa y un tal Rocca-Priori, su ayudante, vieron aquella mano del muerto, así como un tal Danglars.
Estáis excusado de proseguir -dijo Edmundo-. No sois vos el hombre a quien él se refirió.
-¿No soy yo? ¡cómo sabéis vos?
-Por vos mismo. Me habríais dado ya una cierta señal...
-¡per Bacco! -exclamó Pastrini-. Era lo que decía yo; al fin de toda vuestra retórica vendríais a parar en el estribillo de la limosna...; ¡idos pues, ya me enfada vuestra astucia. Yo no puedo daros nada, la paciencia del Cordero de Dios os acompañe.
Habiendo dicho esto, Pastrini empujó con las manos al mendigo para que saliese del gabinete.
Un nuevo personaje se presentó ante la puerta y vino a interrumpirlo en aquella expulsión.
-¿Qué pretendéis? -preguntó Pastrini.
-Señor, ¿podríais tomaros la molestia de nombrarme las personas que hoy se hospedan en vuestra casa?. Yo soy Bertuccio el mayordomo del conde de Monte-Cristo.
-¡Per Bacco! -exclamó Pastrini.
-Habiéndose extraviado de S. E. vine a Roma en la certeza de encontrarlo; su excelencia siempre gustó de esta ciudad.
-Señor Bertuccio..., mi casa es la primera en su clase en Roma, y no es cueva de hechiceros y bribones.
Edmundo permaneció inmóvil, mientras Bertuccio furioso gritaba: -¡Miserable!
-Os lo repito señor; id a buscar donde queráis a vuestro hechicero, a ese malvado que sólo con los ojos sería capaz de incendiarme esta casa y condenar mi alma de fiel cristiano. Y esto mismo os dirá otro cualquiera a quien preguntéis por vuestro conde, que a estas horas estará tragado por el infierno con su concubina griega...
-¡Jesús! -exclamó de pronto el mendigo-, ¡la más inocente y virtuosa de las mujeres! ¡Ah! ¡Cielos... todo... todo... excepto este martirio!...
-¿Qué escucho?... ¡Esta voz!... -balbuceó Bertuccio mirando a la figura triste del mendigo cuyo rostro no se dejaba ver por estar cubierto por la capucha de su capa.
-Vamos, vamos, no quiero estar parado aquí oyendo palabras sin sentido -dijo Pastrini-. Señor Bertuccio, id a buscar a vuestro conde en las prisiones o el infierno que aquí en mi casa no está.
-¡Señor Pastrini, yo os enseñaré cómo debéis hablar de un hombre como el conde de Monte-Cristo!
Y diciendo esto avanzó hacia Pastrini de forma amenazadora; pero el mendigo sé colocó entre ambos y dijo:
-¡Paz en nombre del cielo!
Pastrini lanzó una carcajada y despareció en el interior del edificio.
Bertuccio empezó a seguir la figura del mendigo hasta un pequeño edificio rústico en un barrio apartado. El mendigo abrió la puerta y subió el alero y cuando llegó al centro del cuarto se volvió rapidamente con el rostro descubierto.
bertuccio, al verlo, cayó a sus pies, exclamando: ¡A, mi señor!
Levántate, Bertuccio -dijo Edmundo con voz aguda y firme- este modo humilde con que en otro momento hablabas al conde de Monte-Cristo, tu amo, tu señor, tu amigo, no es el indicado en este momento; a un hombre más pobre y humilde que el más agraciado mendigo. de todos los que conmigo partisiparon de la grandeza, tú serás el único que quede tranquilo y feliz. ¡Así lo quiso Dios! Tu fuiste el que desenterró al hijo de Villefort, la víbora motivada para morderme el corazón y envenenar mi existencia.
¿Qué decís señor? ¿Qué fatalidad hay aquí? ¡Yo rio..., sí, esto es una pesadilla terrible!
No Bertuccio; ésta es la verdad; todo lo demás un sueño.
¡Ah, señor mío! Yo que os vi tan omnipotente, tan grande, tan magnánimo..., tan lleno de felicidad... veros ahora humilde, pobre, miserable... ¡no, mil veces lo niego! ... esto no puede ser. ¡Grandeza, magnanimidad y placer..., pasó por tus manos todo mi sueño de tiempo distinto! Todo acabó bertuccio. Del conde de Monte-Cristo apenas resta un recuerdo viciado por el absurdo, y allá en el futuro, no quedará de él otra cosa que el nombre vago, al lado del cual los hombres deberían escribir: "Orgullo, obcinación". Vete, pues, Bertuccio; puedes vivir tranquilamente; en el Banco de París está, como es, un capital que te pertenece y que hará tu independencia.
-Pero, señor..., yo no puedo..., ese capital de que hablais podría seros útil...
Mi única riqueza en adelante, se reduce a la paciencia del Cordero de Dios. No quiero ni debo tener otra.
Por amor de Dios, señor mío, dejad que os acompañe y sirva siempre... permitidme solamente que yo vele por vuestros días...
Bertuccio, desde entonces, no se separó más de su amo.
Edmundo decidió permanecer en Roma hasta conseguir la primera tonsura con las primeras órdenes eclesiásticas, con el designio de volver después a Marsella donde pretendía establecer una ermita en el lugar en que había estado la aldea de los catalanes.
LI
DESPUÉS de la EJECUCIÓN
La víspera de los Carnavales, día de ejecución de los condenados a pena de muerte, la plaza Pópolo presentaba un cuadro de imponente perversidad y fanatismo. de todas las ventanas que estaban abiertas de par en par, sólo en una, abierta como las demás, no había espectadores. Era la ventana de un pequeño cuarto en el segundo piso, que dominaba toda la plaza. Dos mujeres había en este cuarto una de ellas vestida de negro, alta, pálida y sumamente bella y la otra era la señora que echó la limosna en manos de Edmundo.
La señora de negro se encontraba de rodillas sobre una almohada en el centro del cuarto, desde allí podía observar el doloroso cuadro sin ser vista desde afuera. Cuando Luis Vampa apareció en la plaza, la dama de negro empezó una oración a media voz. Cuando Luis Vampa se arrodilló, ella miró al cielo como si sus ojos no tuviesen fuerza suficiente para ver el golpe del verdugo, en el instante en que se descargó el golpe, sus labios bellos murmuraron:
-¡Luis! ¡Luis! ¡todo acabó ya!
-¡Eugenia, sufres tanto!...
-Te engañas mi querida Luisa; ya no sufro..., ya no puedo sufrir..., porque de hoy en adelante tengo una misión sagrada: ganar el pan de mi hija. Nos iremos de Italia y el teatro inglés nos ayudará. ¡Ah!..., entretanto, amiga mía, ora junto a mí por aquel alma desgraciada que tanto amé desde lo más profundo de mi alma; aquel desgraciado que es padre de mi hija; quiera el cielo también perdonarme a mí la falta que cometí....
Diciendo esto, Eugenia y Luisa se disponían a salir, cuando abriéndose la puerta, vieron delante de sí una figura humilde y triste de un penitente negro.
-Buen hermano -dijo Luisa-, ¿venís sin duda a pedir por el alma del paciente?
-Vengo a cumplir un deber que él me impuso.
-¡Dios mío! -dijo Eugenia.
-Sí señora, vos sois la misma que el desgraciado me designó. Sus ojos parecían penetrar las paredes para admiraros en el último momento de su vida. El presentía que estabais aquí, señora; me dijo que os encontrara aquí..., y en efecto aquí estáis...
-¡Luis,..! -exclamó Eugenia-. ¿Qué importan paredes ni distancias a dos corazones que se aman? ¡ellos se comunican siempre!
-Me dijo - el penitente-; hermano, veo allí una ventana sin espectadores, presiento que una mujer estará en aquella casa rezando, tal vez, por el alma del hombre que fue en un tiempo su amante y su verdugo. Ella era grande y magnánima..., estará, sin duda, allí para que su oración acompañe mi alma, en el momento en que se escape de este pecho criminal y apasionado. Id, pues, hermano mío y entregadle este anillo que yo le saqué del dedo en un momento de delirio del que ambos fuimos víctimas. ¡He aquí el anillo, Eugenia Danglars!
-Sí, lo reconozco -dijo Eugenia sin poder continuar porque el llanto ahogaba sus palabras.
-Cumplí, mi misión -murmuró el penitente, inclinando el rostro siempre oculto por el capuchón-. Eugenia que la misericordia de Dios os conduzca y creed que toda la sabiduría humana consiste en creer que Dios es infinitamente misericordioso, y que el hombre es vanidoso y osado en presencia de la vasta justicia del magnánimo Creador...
Y diciendo esto se retiró y bajó pausadamente las escaleras..
-¡Partamos! -dijo Eugenia-; partamos, amiga mía. ¡Dios velará sobre nosotras, Dios protegerá a mi inocente hija!
LII
EL PENITENTE
Eugenia y Luisa se dirigieron a la posada Pastrini e esperaron allí que pasasen los tres días de carnaval para retirarse de Italia.
Las campanas anunciaban con solemnidad el inicio de la semana santa. Las dos amigas, luego de arreglar sus cuentas con Pastrini, se disponían a abandonar Italia, cuando de pronto se abrió la puerta de sus aposentos y vieron ante ellas la figura grave del mismo penitente al que Luisa había dado limosna y que en el día de la ejecución de Vampa había entregado el anillo a Eugenia.
El penitente traía la capucha de su hábito blanco de forma que cubría su rostro, y las manos escondidas en las anchas manos de su sayal.
-Señora, vengo a cumplir lo que en mi conciencia creo sagrado; dar a una hija la bendición de su madre. Eugenia Danglars -continuó el penitente-, ¿vais a salir de Italia sin que imploréis, al menos, la bendición de quien os dio el ser?
-¿Dónde está mi madre?... yo debo... -exclamó Eugenia.
-¡os ilumina la gracia del señor, hija mía! -añadió el penitente, y plazca al cielo que ella no me desampare en este camino de penitencia que sigo.
-¡Ah, Dios mío!! -murmuró Luisa-; esta voz... ¿dónde he oído yo esta voz?
-Venid, buen hermano -dijo Eugenia arrodillándose-, venid, y ya que no puedo recibir la bendición de mi madre por su propia mano... bendecidme vos en su nombre, pues sin duda ella os encargó que lo hicieseis.
-Así es, hija mía; yo bendigo pues en nombre suyo y de Dios. Escuchadme Eugenia, y no queráis mudar los destinos con esa vanidad mundana que todavía se trasluce en vos.
-Mujer a quien las pasiones del mundo agitaron -continuó el penitente-, la señora de Serviéres y de Nargone, baronesa de Danglars, vive hoy piadosamente y resignada bajo el hábito de las piadosas hermanas de San Lázaro. En breve se trasladará a Francia, donde desea concluir; orad y rogad por ella Eugenia, y seguid vuestro destino. La fatalidad cayó sobre vuestra familia y sois la única de ella, que podrá aún alcanzar algún futuro tranquilo, porque fuisteis la menos criminal. Vuestros padres sufrieron el castigo de sus desvaríos; uno se sumergió para siempre en el estado oscuro del cual se había elevado mediante la intriga; y la otra, cayendo de lo alto de su orgullo y vanidad, llora un error del pasado, bajo el hábito humilde que tomó por expiación. ¡Adiós, Eugenia; si tenéis enemigos, perdonadlos desde lo íntimo de vuestra alma y seguid vuestro camino!
-Buen hermano -dijo Luisa-; ya que habéis terminado la misión por la que nos buscabais, permitidme que os dirija algunas preguntas.
-Hablad...
-¿Acaso recibisteis la confesión de la baronesa Danglars?
-NO, yo soy un hombre pecador, no puedo recibir la confesión de otro pecador. Soy débil de espíritu y no puedo representar a Dios.
-Entonces ¿cómo pudisteis hablar de la familia Danglars como lo hiciste? ¿Acaso la conocisteis en algún tiempo?
-Sí, Luisa; en el tiempo en que enseñabais música a vuestra amiga; en el tiempo en que apareció en el centro de la familia Danglars el hombre que le arrebató el prestigio y deshizo la reputación y el crédito de aquella casa.
-¿El conde de Monte-Cristo?
-Sí, un vanidoso loco. Un miserable que se juzgaba iluminado de Dios, cuando apenas lo animaba el fuego violento de una pasión única: ¡La Venganza! Un alucinado que pretendió santificar ese sentimiento sin tener en cuenta que todas las leyes divinas y humanas lo condenaban. Creedme, Luisa, el conde era un hombre vanidoso y débil como todos los otros...
-¡Dios mío!..., pero, ¿quién sois vos?., ¿qué motivos tenéis para condenarlo?...
-Lo condeno porque vi caer sobre aquella cabeza orgullosa y exaltada por el delirio la espada de la justicia divina. ¡Ah! si hubieras visto la fatalidad constante que empezó a oprimirlo; como un simple hombre oscuro e ignorante consiguió aniquilar la grandeza del conde de monte-Cristo, clavándole al mismo tiempo agudas espinas en el pecho...; si hubieseis visto como de un momento a otro pasó de la opulencia a la miseria, del orgullo a la humildad, de la felicidad a la desesperación..., ¡entonces, Luisa, Creeríais, como creo yo, que el conde de Monte-Cristo fue castigado por Dios!...
Un criado de la posada llegó a la puerta de la cámara y anunció que estaba pronto el carruaje que debía conducir a las señoras.
-¡Eugenia..., Eugenia! -exclamó de súbito el penitente cayendo de rodillas, y por el movimiento brusco la capucha descubrió su rostro-perdonadme..., yo también necesito tu perdón.
-¡Jesús! ¡el conde de Monte-Cristo! -balbuceo Luisa.
-Levantaos, señor, ¿en que me habéis ofendido para que yo os tenga que perdonar?... -dijo Eugenia sorprendida.
-¡respetad este misterio y no queráis despertar amargos recuerdos del pasado!. Eugenia, Dios me hiere, pero yo espero firmemente alcanzar su perdón, perdonadme vos también sufrís, vos que sabéis que es la desesperación. ¡Perdonadme!...
-Ya que así lo deseáis os perdono si me ofendisteis.
-Ahora podéis partir, idos, que desde lo más íntimo de mi alma yo pediré a Dios por vos, así como le pido por el alma de Haydée y por la felicidad de mi hijo. ¡Todo se acabó ya para mí!...
Diciendo esto se echó la capucha al rostro y se apartó lentamente de las dos amigas.
Un segundo recado de uno de los criados sacó del estado estático en el que se encontraban las amigas después de su entrevista con el conde; bajaron las escaleras y subieron a un carruaje que les esperaba.
LIII
LA HERMANA DE SAN LÁZARO
Edmundo, viendo partir el carruaje, dobló tristemente a lo largo de la calle y se dirigió presuroso a su humilde refugio. Allí se encontraba el mayordomo Bertuccio acostado en un colchón de paja y cubierto con una colcha ordinaria. A su lado estaba una mujer de mediana edad, noble figura y francas facciones, vestida con el habito de las piadosas hermanas de la Caridad.
Bertuccio al encontrar nuevamente a su amo y verlo en tal estado, sufrió tan grande impresión que se puso enfermo, entonces, Edmundo solicitó la presencia de una de aquellas piadosas enfermeras, la elegida fue aquella que hacia poco tiempo había sido admitida en la hermandad.
Edmundo se detuvo en el umbral de la puerta, y esperó allí algunos momento, inmóvil y silencioso... avanzando, luego, algunos pasos, dijo a media voz:
-Eugenia partió ya; vuestra bendición la acompaña; quedad tranquila, señora.
-¡La misericordia de Dios vaya con ella! -murmuró la hermana de la caridad.
-Sí, señora; aunque soy un gran pecador para que mis oraciones sean escuchadas por Dios. Entretanto, voy a haceros otro servicio semejante al que os acabo de prestar.
-¿Qué decís?
-Señora; yo llevé vuestra bendición sobre vuestra única hija..., ¿conseguiré, que bendigáis a vuestro único hijo?...
-¡Dios mío!... ¿qué decís? -exclamó ella
sobresaltada.
-Sí, señora; nunca vuestra bendición maternal descendió sobre aquella cabeza maldecida...y, sin embargo, ella debía concebir después un pensamiento fatal. Pero ahora es necesario que enmendéis vuestro error y que bendigáis a aquel a quien disteis el ser entre las lágrimas de una profunda angustia... Calmaos -continuó Edmundo-; yo no quiero haceros sufrir con este recuerdo; quiero simplemente disminuiros el remordimiento...
-¡Ah! por piedad... ¿quién sois... que parecéis conocer un secreto fatal de mi existencia? ¡Benedetto, Benedetto...! Decidme, por favor, lo que hace aquel desgraciado...
-Lo que hace, tal vez no lo adivino; lo que hizo puedo decíroslo. Maldecido por todos, lanzado a la muerte y al infierno desde su nacimiento y salvado milagrosamente por un brazo que se vengaba, concibió después un pensamiento fatal de destrucción. Atravesó el camino de un hombre ciego de orgullo y vanidad, Benedetto fue el último que bajo los pies de ese hombre se convirtió en montaña y que después le conminó y abrió para tragarlo en su abismo. Ese hombre a quien él aniquiló fue Monte-Cristo, hombre vanidoso y opulento que se creyó omnipotente y pretendió desconocer las leyes divinas y humanas para consumar su venganza, a la que dio el título de Justicia de Dios... Benedetto aniquiló a aquel atrevido titán, así como el sencillo David derribó a aquel fiero Goliat... ¡Sangre y lágrimas! He aquí lo que Benedetto dejó a su paso... arrancó de las manos, al conde de Monte-Cristo, sus más caras afecciones... culminó su tarea como instrumento de Dios y ahora está en Francia próximo a recibir el público castigo de sus pasados crímenes. He aquí, baronesa, la obra de vuestro hijo.
Y diciendo esto se bajó la capucha y se mostró a ella. La baronesa dio un grito de horror y cayó de rodillas junto a la cama en la que se encontraba Bertuccio agonizando.
-Ahí podéis ver al hombre que salvó a vuestro hijo de las garras de la muerte. Éste infeliz lo sacó de la cueva en que Villefort lo había enterrado vivo... ¿Sabéis como recompensó Benedetto después a ese hombre generoso?... Asesinó a su hermana, le incendió su vivienda y le robó. ¡Ah! estaba maldito de Dios y de los hombres... Vamos, baronesa, sabed que vuestro hijo os busca para pediros la bendición maternal; id a encontrarlo y a otorgársela, para que pueda morir en paz; de éste modo quedará más sosegada vuestra conciencia.
La baronesa Danglars se envolvió en su velo y salió de allí. Dirigiéndose al puerto se embarcó, por caridad, en un barco que se dirigía a Marsella, desde donde se embarcaría hacia París.
LIV
EL 27 DE SEPTIEMBRE
Benedetto fue recluido en La Forcé. Principiado su proceso, el jurado, después de haber examinado los autos y tomado en consideración los crímenes de Benedetto, tuvo que emitir contra el, luego de ocho meses, la pena de muerte. Benedetto oyó leer el fallo en el mismo calabozo en que había asesinado al carcelero, con la misma sangre fría y salvaje indiferencia que lo caracterizaba desde hacía largo tiempo... ese estado de apatía era el fruto de una resignación profunda a los designios de ese Dios poderoso que en otro tiempo había conjurado para saber si era justa o no su causa contra aquel hombre orgulloso y vanidoso que creyéndose omnipotente había abusado del poder que le fue conferido.
Llegó la víspera de la ejecución y Benedetto ingresó al oratorio.
-Padre -dijo Benedetto con profunda devoción-, yo creo en Dios, en su justicia infalible y ni aún de pensamiento me atrevo de censurarla. Nací del crimen, fui bautizado con sangre y lágrimas... y mi fin no podía ser otro que el del patíbulo. Antes de creer en Dios como creo hoy, sentí en mi pecho toda la hiél que la desesperación puede sentir el corazón humano. Ignorante, me dejé influenciar por las malas compañías, hasta el punto de insultar, quitarle y matar a la hermana, incendiar la casa y robar al hombre que me había recogido por caridad. Desde entonces la desgracia y desesperación me abrumó, yo fui maldito en el mundo, no hubo ningún techo, ninguna mirada amiga, ningún corazón piadoso para mí... Entonces me sumergí en el libertinaje, corrí de crimen en crimen, en ese tiempo mi pecho no guardaba ningún sentimiento sublime, ninguna afección... ¡Ah! no demoró mucho mi caída en poder de la justicia y arrastré por el espacio de algunos meses la cadena vil de los forzados. Cuando ya resignado cumplía mi sentencia... un hombre me liberó; me dio una lima para limar mis cadenas, dinero y las señas de su habitación. Un mes después, descubrí los fines para los que aquel hombre me empleaba haciéndome representar un drama ridículo... entonces me burlé de mi propio, por haber creído que existiese un hombre que tuviese sentimientos generosos...y volví a ser lo que fui, con la sola diferencia que ya no era Benedetto, sino el príncipe de Cavalcanti, sin embargo, culminada la comedia, volví a mi estado vulgar, tan malvado ramo antes y más ilustrado aún por las lecciones de hipocresía que recibí del conde de Monte-Cristo, mi nobilísimo protector... Un día, sin embargo, la presencia de mi padre, pobre, viejo, desgraciado y casi loco, paró mi carrera de crímenes. Me conmovió su estado y juré vengarle entonces y medité profundamente en los hombres y en sus acciones. Reconocí a Dios, creí, sin duda, en que yo era el instrumento de su justicia, herí y robé sin piedad a todos cuantos habían hecho lo mismo. Para transitar en esta senda requería dinero y robé las joyas que ornaban los cadáveres de mi familia paterna y no descansé hasta conseguir el fin que me había propuesto. En mi entorno vi al malo, al falsario y recibieron el castigo de sus crímenes; los virtuosos fueron gratificados y por esto no me extraña ahora aquel cadalso que también se ha levantado para mí: Lo merezco. ¡Dadme vuestra bendición y orad por mí!
Y luego de arrodillarse para recibir la bendición del padre preguntó:
-¿Qué día es hoy?
-Veintisiete de septiembre, hijo mío...
-¡Veintisiete de septiembre! -repitió Benedetto con sonrisa lúgubre-. Allí está el patíbulo para celebrar el aniversario de mi nacimiento.
-¿Perdonáis a tus padres el abandono en que os han dejado desde que nacisteis, perdonas a su padre su intentado crimen de infanticidio?
-¡Ya hace tiempo que los he perdonado!
-Muy bien hijo mío; sea Dios contigo siempre.
La puerta del oratorio se abrió entonces y los guardias condujeron al reo al cuarto del verdugo, para que éste le cortase el cabello y le pusiese el sayo de los condenados. Luego, Benedetto fue conducido al carro de los penitentes y el verdugo dio la señal para empezar la triste partida.
Un piquete de caballería escoltó el carro hasta el patíbulo. Benedetto recibió la última bendición del confesor, repelió suavemente la venda que le era ofrecida por el verdugo dirigiéndole las dos preguntas de ritual que así fueron hechas y contestadas:
-¿Deseáis comer o beber? -No.
-¿Me perdonáis la acción que voy a ejecutar? -Sí.
-Tomad esta venda, pues, ha llegado la hora. -Dejadme solamente mirar un momento esa multitud que me rodea; quiero ver si reconozco un rostro amigo.
Y Benedetto parándose en el cadalso observó con avidez los rostros que le observaban y lanzó un pequeño grito de sorpresa. Había visto atravesar la plaza, con mucho trabajo, un carruaje en el que iba una mujer con el hábito de las hermanas de San Lázaro, que parecía acompañar a otra mujer muy enferma.
-Padre mío -dijo al religioso-, en este momento no deseo más que hablar con aquella hermana de San Lázaro, que atraviesa la plaza en un carruaje. Por amor de Dios traedla.
El padre bajó del patíbulo para cumplir el deseo de Benedetto.
La hermana de San Lázaro subió las escaleras y se presentó al reo.
Benedetto tomó su mano respetuosamente y llevándola a los labios depositó en ella un ósculo; después, abrazándola, murmuro:
-Animo, señora; yo quería mandaros mi último adiós por una de vuestras compañeras, pero el Eterno quiso que vos misma vinieseis a recibirla.
-¡Jesús!... ¡Jesús!... -gritó la pobre señora con desesperación, cayendo de rodillas sobre el cadalso.
Benedetto corrió con presteza al cepo y recostando allí su cabeza, gritó al verdugo:
-¡Hiere... hiere sin piedad! ¡es hoy el día 27 de septiembre!
Después de estas palabras, el hierro de la guillotina le cortó la cabeza.
-¡Oh, no... no! ¡Hijo mío! -gritó la hermana de San Lázaro, levantándose trémula y pálida y cayendo, luego, como herida por un rayo junto al cadáver de su hijo.
Pocos días después, aquella infeliz mujer murió también.
Luego de un mes de este suceso, en Marsella sucedió otro no menos importante.
Al lado de los peñascos en que se situaba la aldea de los catalanes, además de una casita muy blanca, muy sencilla, que era la habitación de Mercedes; había una pequeña ermita cuya puerta casi siempre estaba cerrada y sólo se abría media hora después del mediodía.
Alberto Mondego y Mercedes aún habitaban aquella casita en la antigua aldea de los catalanes. Alberto, habiendo recibido la donación que Benedetto le hacía nuevamente en la forma de acreedor de su padre, empleó aquel dinero en establecerse en el comercio. El nombre de Benedetto era allí sinceramente bendecido.
Mercedes rezaba diariamente por el amigo sincero de su hijo, su bienhechor sin interés, el juez imparcial que había mitigado el rigor de su desgracia. Pero Mercedes, herida aún por un dolor profundo desde la muerte de su esposo, caminaba lentamente al sepulcro.
Alberto, inquieto por el abatimiento físico de su pobre madre, había consultado a los mejores médicos de Marsella, quienes le aseguraron, que Mercedes sucumbiría en poco tiempo si se declaraba la enfermedad. Alberto, ante esta noticia, no dejaba de pasar un día sin la presencia de su madre, oía sus palabras sinceras y disfrutaba de su tierna mirada de sincero amor que pronto se extinguiría.
Mercedes no temía la hora final, su rostro reflejaba la más completa contrición. Lo único que parecía temer era el delirio; pedía a Dios que le conservase el perfecto uso de sus facultades intelectuales hasta el último momento, para dar el postrero adiós a su hijo, cuando exhalase el último suspiro.
Una noche, Mercedes se sintió muy abatida, se sentó en su cama y mandó llamar a Alberto, que apareció en el acto.
-Hijo mío -dijo Mercedes forzando una sonrisa-; deseo prepararme para comparecer ante Dios.
-¿Ya, madre mía?... -dijo Alberto faltándole la voz para completar su pensamiento y abrazó lleno de amor a su frágil madre.
-Sí..., sí... -replicó ella adquiriendo mayor palidez y respirando dificultosamente-. Un confesor, hijo mío... un confesor...
Alberto salió precipitadamente y corrió como enloquecido entre las peñas con intención de dirigirse a la ciudad, pero fue a dar ante la puerta de un ermita, la cual golpeó maquinalmente repetidas veces. Al cabo de un momento la puerta se abrió y la figura austera de un padre apareció.
-Por amor de Dios, señor, venid a socorrer a mi madre, que está expirando.
El padre no vaciló y siguió a Alberto al cuarto de Mercedes.
-He aquí el ministro de Dios, madre mía -dijo Alberto acercándose al lecho.
-Pues bien, hijo mío, dejadme un instante, que mi confesión será breve; poco tengo que decir...; quiero apenas la última absolución.
-Venid, padre -murmuró ella.
-¡Oh, Dios! -exclamó él con la mirada clavada en Mercedes-, ¡Oh, Dios recibe en tu seno aquella alma pura que parte demasiado torturada ya de este mundo!... ¡Mercedes, Mercedes...! -continuó a media voz acercándose al lecho, yo necesito de vuestro perdón. -¿Vos?...
-Sí; yo, que fui un necio cuando creí poder sofocar en mi pecho el amor que me inspirabais. Yo, que fui un malvado cuando, para vengarme de Fernando Mondego, deshice el edificio de vuestra felicidad, y os hice participar de la miseria y la vergüenza de él!... Mercedes..., no sería digno de vuestro perdón si no estuviese verdaderamente arrepentido...,
perdonadme, pues....
-¡Oh, Dios poderoso! -Murmuró ella-, quienquiera queseáis... yo os perdono... -¡Gracias... gracias...! -¡Edmundo! -dijo ella a media voz. -¡Sí, sí; yo soy, Mercedes, vuestro implacable e insensato amante! ¡yo necesito también de tu perdón para morir en la paz del señor!...
-¡Mi hijo! -gritó ella con los labios encendidos ya por el delirio-. ¡Mi hijo... aquel hombre querrá tal vez vengar aún en ti la afrenta que recibió de tu padre!
-¡Piedad! -exclamó Edmundo tomándole la mano y acercándola a su pecho con un movimiento involuntario.
-Madre mía, heme aquí, sosegaos -dijo Alberto precipitándose en sus brazos.
Pasó media hora de silencio, apenas interrumpido por las oraciones del padre y por la respiración entrecortada de la moribunda.
Finalmente, Alberto lanzó un grito de dolor, cayendo de rodillas al lado de la cama y arrimando sus labios a la mano inerte de Mercedes.
¡Había partido!
Pocas horas transcurrieron desde el fallecimiento de Mercedes, en la ermita, ante el sencillo altar, un padre rezaba el oficio de muertos con la voz entrecortada por las lágrimas y sollozos. El requiescat in pace rezado por un amante sobre el cadáver de su amada, era como la voz agorera y fatídica del pensamiento del otro; y la fúnebre campana de la ermita no cesaba en su doblar.
El cadáver de Mercedes era descendido a tierra; cuando, de pronto, el padre que oraba, luego de un suspiro que le desgarró el corazón, resbaló y cayó en la misma sepultura abierta para la desventurada condesa de Morcef... la apoplejía fue fulminante y también partió...
...Haydée fue para Edmundo tan solo una visión, un sueño. Fue la mujer que lo amó y en quien él, por su infortunio, se había refugiado... Sin embargo, Mercedes, fue aquel primer y único amor que inundó su alma, era su constante visión, su único alimento y por lo mismo, debía ser también su muerte...
Alberto se encargó de reunir a los pocos días en un mismo mausoleo a aquellos dos cadáveres. Acabado este acto y no teniendo ya nada que hacer en Francia, se embarcó en un vapor que se dirigía para Argel.
La fatalidad lo reunió, en aquel vapor, con Morrel, su esposa y los dos hijos que misteriosamente habían llegado a su seno. La familia Morrel había salido de Roma con dirección a Francia y desde allí se dirigían a África para recibir una considerable herencia que un pariente le había dejado a Valentina. A pocas horas de que el vapor hubo abandonado el muelle, se oyó una gran explosión. Después de algunos días los cadáveres de los Morrel, de sus hijos adoptivos, de Alberto y de muchas otras personas conocidas en Marsella eran devueltas por el mar.
Mientras tanto Eugenia Danglars y Luisa d'Armilly continuaban en París con su vida de artistas.
FIN