Publicado en
mayo 30, 2010
O EL PUEBLO DE LOS RATONES
Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto. No hay nadie a quien no arrebate su canto: esto debe valorarse porque nuestra raza, en general, no ama la música. La quietud es nuestra música más querida. Nuestra vida es difícil, y no podemos -siquiera cuando tratamos de desprendernos de todos los cuidados diarios- elevarnos hasta cosas tan lejanas como la música.
Sin embargo, no nos quejamos: no llegamos a tanto, consideramos que nuestra mayor virtud es una astucia práctica, que por cierto necesitamos con extrema urgencia, y con la sonrisa de esa astucia solemos consolarnos de todo, hasta de añorar la dicha que tal vez produce la música (pero esto no sucede). Pero Josefina es la excepción: ama la música y también sabe comunicarla: es única, y cuando nos deje desaparecerá la música de nuestra vida, quién sabe hasta cuándo.
Suelo preguntarme qué sucede realmente con esa música. Puesto que somos nulos para ese arte, cómo comprendemos el canto de Josefina (pero Josefina niega nuestra comprensión, tal vez sólo creamos comprenderla). La respuesta más simple sería que es tan grande la belleza de este canto, que hasta los sentidos más torpes no pueden resistirla, pero esa respuesta no satisface. Si así fuera debería tenerse, de inmediato y siempre ante ese canto, la sensación de que en esa garganta resuena algo que nunca se oyó antes y que podemos oír porque Josefina, y sólo ella, nos capacita para oírlo. Pero justamente, según mi opinión, no sucede así, no siento eso y no he notado que otro sintiera algo parecido. En círculos íntimos, confesarnos abiertamente que el canto de Josefina no es nada extraordinario como canto.
¿Es siquiera un canto? A pesar de que no sentimos la música tenemos tradiciones de canto. En los antiguos tiempos de nuestro pueblo hubo canto, las leyendas lo cuentan y hasta se han conservado canciones que, por cierto, ya nadie puede cantar. Tenemos, pues, cierta noción de canto: a esta noción no corresponde el arte de Josefina. ¿Y es arte, en verdad, o siquiera canto? ¿No es, tal vez, chillido? Por cierto, todos sabemos chillar; es nuestra peculiar expresión vital y no una habilidad artística. Muchos de nosotros chillamos sin darnos cuenta, sin saber siquiera que chillar es una de nuestras características. Si la verdad fuera que Josefina no canta sino chilla, o apenas sobrepasa nuestro común chillido (quizá no alcance su fuerza a la de cualquier trabajador que silba todo el día además de su trabajo), si todo esto, repito, fuera cierto, se refutaría así lo que Josefina presenta como su arte; pero entonces habría que resolver el enigma de su gran efecto.
Porque no sólo es un chillido lo que ella emite. Si uno se aleja un poco cuando Josefina canta en medio de otras voces, y uno trata de reconocer la de ella, no se oye sino un chillido vulgar que apenas se distingue por su delicadeza o debilidad. Pero si uno está ante Josefina, no sólo es eso: para sentir su arte es necesario verla además de oírla, y aunque su canto se redujera a nuestro cotidiano chillido, he aquí lo extraño: que uno se prepare solemnemente para hacer un acto vulgar. Cascar una nuez, no es, por cierto, un arte difícil, y por eso nadie osaría convocar un público y para divertirlo se pondría a cascar nueces. Pero si alguien lo hace y tiene éxito, algo habrá en su ejecución por encima de ese arte, dado que todos lo poseemos, y hasta podría convenir al efecto del nuevo cascador mostrarse menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros.
Tal vez acontece lo mismo con el canto de Josefina: admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por lo demás, ella está fundamentalmente de acuerdo con nosotros. Yo estaba presente una vez en que alguien, como suele suceder, se refirió tímidamente al chillido popular, y eso bastó para irritar a Josefina. Nunca he visto una sonrisa tan desdeñosa y arrogante como la suya; ella, que en su exterior es la delicadeza personificada (notable por eso hasta en nuestro pueblo, tan rico en tales tipos femeninos); ella, con su gran sensibilidad, advirtió que esa sonrisa era vulgar y se dominó, pero negó toda relación entre su arte y el chillido común. Por los de opinión contraria no tiene sino desprecio y, probablemente, odio inconfesado. Esto no es vanidad, pues tales opositores, entre los que de algún modo me cuento, no la admiramos menos que la multitud, pero a Josefina no le basta la admiración; requiere una admiración especial. Cuando uno está frente a ella, la comprende (sólo desde lejos la atacan: ante ella se sabe que lo que chilla no es chillido).
Ya que chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes, podría suponerse que también chilla el auditorio de Josefina. Nos sentimos satisfechos por su arte, y chillamos cuando estamos satisfechos; pero su auditorio no chilla, está mudo, calla como si participara en la ansiada paz de la que nuestro chillar nos aparta. ¿Nos extasía su canto o el solemne silencio que rodea su débil voz? Ocurrió, una vez, que una ratita cualquiera se puso inocentemente a chillar mientras Josefina cantaba. Ahora bien: ese chillido era idéntico al que nos hacia oír Josefina. En el escenario, los chillidos aún débiles, pese a la maestría de la cantora; en el público los chillidos involuntarios; era imposible distinguir. Y, sin embargo, silbamos y siseamos en seguida para silenciar a la intrusa, aun cuando no era menester, pues ella misma, al darse cuenta, se hubiera arrastrado fuera, de miedo y vergüenza, mientras Josefina entonaba su chillido triunfal y se enardecía, con los brazos extendidos y el cuello estirado.
Por lo demás, ella siempre es así. Cualquier pequeñez, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del piso, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación, le parecen apropiados para dar realce a su canto. Según ella, todos los oídos son sordos, y aunque no le faltan aprobación y entusiasmo, hace ya mucho que ha renunciado a ser realmente comprendida. Por eso le convienen las interrupciones y molestias: todo lo que desde afuera se opone a la pureza de su canto y que, en lucha fácil o hasta sin lucha, se vence con sólo afrontarlo, puede contribuir a despertar a la multitud y a enseñarle, si no comprensión, un respeto religioso.
Si le sirven así las cosas chicas, ¡cuánto más las grandes! Nuestra vida es muy inquieta: cada día nos trae sorpresas, temores, esperanzas, sustos: sería imposible soportarla sin el apoyo de los camaradas; pero aun así es muy difícil. A veces, miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina cree que llegó su hora. Pronto se halla listo el débil ser, con el pecho vibrando de un modo alarmante, como si reuniera toda su poca fuerza en el canto, como si se desnudara y se entregara por entero a la protección de los espíritus buenos, como si al estar arrobada dentro del canto le quedara tan poca vida fuera de la música, que un leve hálito frío pudiera matarla. Y viendo esto los presentes solemos decir: “Ni siquiera puede chillar bien; es espantoso cómo se violenta, no para cantar -no hablemos ya de cantar- sino para alcanzar más o menos el chillido usual”. Así nos parece y, sin embargo, esta impresión inevitable es fugaz y muy pronto nos sumergimos en la sensación de la multitud que, conteniendo el aliento, escucha tímidamente, en cálida proximidad.
Y para reunir en torno a ella esta multitud de nuestro pueblo, tan errabundo, a Josefina casi siempre le basta echar la cabeza hacia atrás, poner los ojos en alto y entreabrir la boca: signos que anuncian su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, aunque sea en un rincón elegido al azar. En seguida cunde la noticia y empieza a acudir la procesión de sus devotos. Pero a veces surgen impedimentos, pues Josefina canta de preferencia en tiempos de excitación, cuando los cuidados y las necesidades nos dispersan por múltiples caminos y entonces, pese a la mejor voluntad del mundo, no podemos reunirnos tan pronto como Josefina lo desea. Y ella permanece algún tiempo en su gran actitud, sin suficiente número de oyentes, y entonces se pone verdaderamente rabiosa, patea el suelo, blasfema de modo poco virginal y hasta muerde. Pero tal conducta ni siquiera daña su fama; en vez de tratar de refrenar sus exageradas pretensiones, todos tratan de satisfacerla secretamente; envían mensajeros por todos los caminos para traer oyentes y se los ve apresurando con sus gestos a los que llegan. Esta faena prosigue hasta reunir un número pasable.
¿Qué impulsa al pueblo a tomarse tanta molestia por Josefina? Es un problema no más fácil de resolver que el mismo canto de Josefina. Se dirá que el pueblo es incondicionalmente adicto de Josefina a causa de su canto. Pero no es este el caso: nuestro pueblo es incapaz de una adhesión incondicional. Es un pueblo que, sobre todo, ama la astucia inocua, la charla infantil e inocente que apenas mueve los labios. Eso lo sabe la misma Josefina, y lo combate con todas las fuerzas de su débil garganta.
Claro está que no debemos ir tan lejos con tales reflexiones. El pueblo está sometido a Josefina, pero hasta cierto punto. Por ejemplo: es incapaz de reírse de ella. Llega a admitir que en Josefina hay mucho de ridículo; pese a todas las miserias de nuestra vida, reímos fácilmente; una leve risa nos es peculiar. Pero de Josefina no nos reímos. Muchas veces me parece que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, necesitado de indulgencia, notable de algún modo, según ella misma por el canto, estuviera confiado a él. El motivo no es claro para nadie, pero el hecho es indiscutible. No hay que reírse de lo que nos ha sido confiado. Seria faltar a un deber. La mayor malignidad de que son capaces los más malignos consiste en decir: “La risa se nos acaba cuando vemos a Josefina”.
Así cuida el pueblo a Josefina, como un padre cuida al hijo que le tiende la mano, no se sabe si para pedir o para exigir. Podría pensarse que nuestro pueblo es incapaz de esos deberes paternales; pero los llena ejemplarmente, a lo menos en este caso; ningún individuo seria capaz de lo que hace el pueblo en conjunto.
Por cierto, la diferencia de fuerzas entre todo el pueblo y un individuo es inmensa. Basta que el pueblo hospede a su protegido con el calor de su proximidad para que éste se halle seguro. Claro está que nadie se atreve a tratar estas cosas con Josefina. “La protección de ustedes me tiene sin cuidado”, dice ella. “Tienes razón; más bien somos nosotros quienes deberíamos cuidarnos de ti”, pensamos para nuestros adentros. Y además, no hay contradicción si ella se nos rebela; son únicamente modos y gratitud infantiles, y modo del padre es no tenerlos en cuenta.
Hay otra cosa más difícil de explicar, en las relaciones del pueblo con Josefina. Josefina piensa al contrario que es ella quien protege al pueblo. Y parecería, en efecto, que su canto nos salva de malas situaciones políticas o económicas; cuando no ahuyenta la desgracia, nos da siquiera la fuerza para soportarla. Josefina no lo afirma exactamente, pues habla poco, y es silenciosa si se la compara con nosotros. Pero esta afirmación brilla en sus ojos y se puede leer en su boca cerrada (entre nosotros muy pocos pueden tener la boca cerrada; ella la tiene).
A cada mala noticia -y hay períodos en que las malas noticias abundan diariamente, y entre ellas también las falsas y las semiverdaderas- se alza Josefina de inmediato (ella que, en general, se arrastra cansadamente por el suelo), se yergue, estira el cuello y trata de dominar con la mirada su rebaño, como un pastor ante la tormenta. Es verdad que hay niños con pretensiones análogas, pero esas pretensiones no dejan de tener en Josefina más fundamento que en los niños... No nos salva ni nos da ninguna fuerza, por supuesto, y es fácil darse por salvador a posteriori de este pueblo tan acostumbrado a la desgracia, nada indulgente consigo mismo, rápido en tomar decisiones, buen conocedor de la muerte, tan sólo temeroso en apariencia, dentro de la atmósfera de temeridad en que siempre vive y, además, tan fecundo como arriesgado; es fácil -digo- hacer el salvador a posteriori de este pueblo que siempre supo salvarse a sí mismo de uno u otro modo, aunque sea mediante sacrificios que hacen temblar de espanto al investigador histórico (en general, descuidamos por completo la investigación histórica). Y sin embargo, es verdad que en situaciones angustiosas escuchamos mejor que otras veces la voz de Josefina.
Las amenazas suspendidas sobre nosotros nos vuelven más quietos, más modestos, más dóciles al mandato de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos amontonamos, sobre todo porque el motivo es ahora muy distinto de la tortura dominante. Es como si bebiéramos rápidamente en común -si, hay que apurarse: esto lo olvida Josefina demasiadas veces- todavía una copa de paz antes del combate. Resulta menos un concierto de canto que un mitin popular y un mitin, por cierto, en el cual todos permanecemos mudos, salvo Josefina. La hora es demasiado seria para perderla en charlas.
Naturalmente, estas circunstancias no satisfacen a Josefina. A pesar de toda su inquietud y nerviosidad, hay cosas que muchas veces ella no ve (la ciega su engreimiento) y también, sin gran esfuerzo, se le pueden hacer preterir muchas más, pues de esto se encarga un enjambre de aduladores. Pero, cantar inadvertida, en segundo orden, o en un rincón de una asamblea popular, eso nunca.
Lo cual no sucede, pues su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos ocupados en otra cosa, y no sólo a causa del canto guardamos silencio, y muchos ni siquiera la miran, hundiendo el hocico en el pellejo del vecino, y Josefina allá arriba parece agitarse en vano, es indudable que algo de su chillido nos alcanza. Este chillido que se eleva sobre el obligado silencio general, es casi un mensaje del pueblo al individuo. El tenue chillar de Josefina, en medio de las graves decisiones, es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del tumulto enemigo. Josefina se afirma y se abre camino hasta nosotros. Reconforta pensar que se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza.
Si pudiera existir entre nosotros un verdadero artista del canto, no lo soportaríamos en tales momentos. De una manera unánime, rechazaríamos su concierto como una insensatez. Esperemos que Josefina no descubra que el solo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su canto. Ella, sin duda, lo vislumbra. Por eso niega con tanto ardor que la escuchamos; sin embargo, vuelve siempre a cantar, a diluirse en su chillido, más allá de esta sospecha.
Pero siempre tendrá un consuelo: la escuchamos quizá del mismo modo con que se escucha a un artista del canto. Y Josefina consigue efectos que un gran artista tratarla en vano de alcanzar y que corresponden, precisamente, a sus precarios medios vocales. Esto se debe, sobre todo, a nuestro modo de vivir.
En nuestro pueblo se ignora la juventud. Apenas se conoce una mínima niñez. Es cierto que garantizamos a los niños una libertad especial, que debemos reconocer su derecho a cierta negligencia y a cierta travesura y ayudarlos un poco; nada más plausible que tales exigencias: todos las reconocen; pero nada menos admisible en la realidad a nuestra vida, y los esfuerzos que hacemos en tal sentido son efímeros.
Entre nosotros, en cuanto un niño puede corretear un poco y enterarse de lo que lo rodea, ya tiene que ganarse la vida como un adulto.
Los distritos en que vivimos dispersos, por razones económicas, son demasiado grandes. Nuestros enemigos son tan numerosos y los peligros que nos acechan tan incalculables, que no podemos mantener a los niños alejados de esta lucha por la vida. Si no lucharan, ellos también morirían. A estas causas tristes se añade otra, muy relevante: la fecundidad de nuestra raza. Una generación empuja a la otra; LOS NIÑOS NO TIENEN TIEMPO de ser niños. En los demás pueblos, los niños son criados con especial esmero y aunque se erijan escuelas y de ellas salgan torrentes, siempre, durante algún tiempo, son los mismos niños quienes se forman allí. Nosotros no tenemos escuelas, y de nuestro pueblo, a cortísimos intervalos, mandan bandadas incontables de niños, siseando o pipiando hasta que pueden chillar; revolcándose o rodando bajo la presión del montón, hasta que pueden andar solos; arrollando torpemente con su masa todo lo que encuentran, hasta que pueden ver. Y no como los niños de las escuelas, que siempre son los mismos. No, siempre nuevos, sin fin, sin interrupción. Apenas aparece un niño ya no es niño, y lo empujan los nuevos hocicos, indistinguibles su multitud y premura. Por bello que esto sea y por mucho que otros nos envidien, no nos es permitido dar a nuestros niños una verdadera niñez. Eso trae consecuencias: una perpetua y arraigada puerilidad penetra nuestro pueblo. En contraste directo con nuestra mejor condición, que es el entendimiento práctico, obramos muchas veces del modo más tonto, justamente como los niños, derrochadores irreflexivos y generosos. Y aunque nuestra alegría ya no puede conservar la fuerza de la alegría infantil, algo nos queda, sin duda. Hace tiempo que Josefina aprovecha esta puerilidad.
Pero nuestro pueblo no sólo es infantil; también es prematuramente viejo. No tenemos juventud, somos adultos en seguida, y permaneceremos adultos durante tanto tiempo que cierta desesperación y cierto cansancio dejan su huella en el carácter aplicado y optimista de nuestro pueblo. Esa es tal vez la causa de nuestra falta de musicalidad. Sois demasiado viejos para la música: su agitación, su vuelo no convienen nuestra pesadez. Cansados, la rechazamos con el gesto: nos hemos reducido a chillar. Nos bastan unos pocos chillidos, de tiempo en tiempo. Es posible que no haya talentos musicales entre nosotros, pero, de haberlos, el carácter de nuestras gentes los suprimiría antes de la madura Josefina, en cambio, puede chillar o cantar o como ella quiera llamarlo. Eso no nos molesta. Lo soportamos bien. Si hay alguna música en sonidos que emite, esa música es mínima. Una cierta tradición musical se conserva de este modo, sin que nos pese.
En sus conciertos, tan sólo los muy jóvenes se interesan por la cantante, la miran con asombro cuando ella mueve los labios y expulsa el aire entre los menudos incisivos, embelesada con sus propios tonos. Languidece y utiliza este caimiento pasa destacar nuevas habilidades cada vez menos comprensibles, hasta para ella misma. Pero la multitud se mantiene recogida y en suspenso. Soñamos en las escasas treguas de la lucha; es como si a uno se le aflojaran las piernas, es como si pudiéramos, una vez, echarnos y relajarnos en la cálida cama del pueblo. Y en medio del sueño, de vez en cuando, se oye el chillar de Josefina. Ella dice que es chispeante. A nosotros nos parece fastidioso. En esta música hay algo de nuestra pobre y corta niñez, algo de la dicha perdida que ya no encontraremos. Pero también hay algo de nuestra activa vida presente, de su vivacidad pequeña, incomprensible y, sin embargo, tan pertinaz. Todo esto no se expresa con una gran voz, sino muy despacio. Bisbiseando en confianza, muchas veces con ronquera, a fuerza de chillidos, por mortecinos que sean, puesto que así es la lengua de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y ni siquiera lo advierten. Aquí, al contrario, el chillido está liberado de las ataduras de la vida cotidiana y nos libera también, aunque sea por un momento.
En verdad, nos apenaría dejar de oír estos conciertos. Pero de esto a la afirmación de Josefina de que su música infunde nuevas fuerzas, hay una gran distancia. Hablo, bien entendido, del común de las gentes y no de algunos partidarios incondicionales. “¿Cómo podría ser de otro modo?” dicen con arrogancia estos últimos. “¿Cómo podría explicarse la gran concurrencia, sobre todo en momentos de grave e inmediato peligro y que ha estorbado, más de una vez, nuestra oportuna defensa contra ese mismo peligro?” Por desgracia, esto último es verdad, y no es precisamente un título de gloria para Josefina, sobre todo si consideramos que muchas veces el enemigo dispersó nuestras reuniones, matando a muchos de los nuestros, y que Josefina, la culpable de todo -tal vez atrajo al enemigo con su chillar-, se reservó siempre el lugar más seguro y desapareció la primera, con la complicidad de sus partidarios. Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar. De aquí podría deducirse que Josefina está por encima de la ley, que se le permite hacer lo que quiere, aunque perjudique a la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, se explicarían las pretensiones de Josefina. Hasta podría verse en esta libertad que le da su pueblo, en este regalo extraordinario y, por cierto, contrario a las leyes, nunca otorgado a otro, el reconocimiento de que su pueblo como ella afirma no la entiende, se asombra y pasma ante su arte y sintiéndose indigno de ella, trata de compensar con un favor supremo que llega a la muerte, las penas que le causa con su incomprensión. Así como el arte de Josefina está fuera del alcance general, el pueblo coloca también fuera del poder de sus órdenes a la persona de Josefina y a sus caprichos: en lo pequeño, tal vez así suceda, tal vez el pueblo capitule demasiado pronto ante Josefina. Pero no es su adicto incondicional.
Desde hace mucho, quizá desde el principio de su carrera, Josefina lucha para que no la obliguen a trabajar; deberían eximiría, por lo tanto, de toda preocupación económica. Un entusiasta fácil -entre nosotros hubo algunos- podría pensar que el solo hecho de formular pretensión semejante, la justifica. Pero así no lo entiende nuestro pueblo y rechaza con calma la pretensión de la cantora. Tampoco se esfuerza mucho en refutar los fundamentos de la demanda. Josefina, por ejemplo, hace notar que los esfuerzos del trabajo dañan la voz; que el trabajo la priva de toda posibilidad de descansar después del canto y de fortalecerse para la próxima función; que en esa forma se agota por completo y no puede alcanzar su capacidad máxima.
El pueblo la escucha y pasa a otro asunto. Este pueblo, tan fácil de conmover, sabe también mostrarse insensible. El rechazo es a veces tan terminante que la misma Josefina se sorprende y parece entrar en razón. Entonces trabaja como es debido, canta lo mejor que puede. Pero luego vuelve a la carga.
En el fondo se ve claro que Josefina no desea de verdad lo que pretende. Es razonable, no le teme al trabajo -temor desconocido entre nosotros- y además, si le otorgaran lo que exige, seguiría viviendo como de costumbre: el trabajo no le impediría cantar; el canto no sería más bello. Lo que Josefina desea es el reconocimiento público, unánime, imperecedero, de su arte. Esto, aunque todo lo demás parezca accesible, fracasa tenazmente. Quizá le hubiera convenido encarar la cuestión por otro lado; quizá ella misma reconoce el error. Pero no puede echarse atrás. Le parecería una deslealtad consigo misma; está obligada a seguir hasta la victoria o la muerte.
Si fuera verdad que tiene enemigos, podrían divertirse con esta lucha; pero no tiene enemigos, y aun cuando la critican, esta lucha no divierte a nadie. El pueblo se muestra en fría actitud de juez. En el rechazo del pueblo, como en la pretensión de Josefina, lo significativo no es el asunto sino el hecho de que seamos implacables con una persona a quien, por otra parte, protegemos paternalmente.
Si en vez del pueblo se tratara de un individuo, podría creerse que éste había ido cediendo ante los ardientes pedidos de Josefina, hasta cansarse al fin y poner coto a las concesiones; se podría creer también que han accedido a todas sus exigencias para provocar una última exigencia desaforada y poder rechazarla. Pero el pueblo no necesita de tales astucias y su veneración por Josefina es sincera y probada; además, la vanidad de Josefina es tan fuerte que hasta un niño hubiera previsto el resultado; sin embargo puede ser que dada la idea que Josefina se ha hecho del asunto, tales suposiciones estén también en juego y añadan amargura a su dolor. Pero aunque ella suponga esas cosas, no se deja espantar y en los últimos tiempos aguzó la lucha; si antes luchaba de palabra ahora empieza a usar otros medios, según ella, más eficaces, pero según nosotros más peligrosos para ella misma.
Muchos creen que Josefina se pone tan apremiante porque se está sintiendo vieja, la voz muestra fallas, y le parece urgente librar el último combate para ser definitivamente reconocida. No lo creo. Josefina no sería ella si esto fuera verdad. Para ella no hay ni vejez ni debilitamiento de la voz. Cuando pretende algo no es por motivos superficiales sino por lógica íntima. Extiende la mano hacia la corona más alta; si dependiera de ella, la colgaría más alto aun.
Este desprecio por las dificultades externas no le impide emplear los medios más indignos. Su derecho le parece indiscutible. Juzga, además, que los medios dignos fracasarían en este mundo. Quizá por eso mismo ha desplazado la lucha hacia otro terreno, menos importante para ella. Su séquito ha hecho circular dichos suyos, según los cuales es capaz de cantar de tal modo que diera placer a todo el pueblo. Pero, añade Josefina, no hay que adular al vulgo: las cosas han de quedar como están.
Así, por ejemplo se difundió el rumor de que Josefina tiene intención, si no la complacen de abreviar los trinos. Yo no entiendo nada de trinos y nunca los he notado en su canto. Pero Josefina quiere abreviar los trinos, no suprimirlos, sólo abreviarlos. Ha publicado su amenaza; yo, por mi parte, no he notado ninguna diferencia entre sus recitales de ahora y los de antes. El pueblo escucha como siempre sin manifestarse en cuanto a los trinos, y no ha cambiado su conducta hacia las pretensiones de Josefina. El modo de pensar de Josefina, como su figura, tiene algo de gracioso. Así, por ejemplo, como si su decisión respecto a los trinos fuera demasiado implacable, declaró después que en lo sucesivo volvería a cantar sus trinos completos. Pero en el otro concierto lo repensó y resolvió que los grandes trinos se habían acabado y no volverían sino por una decisión favorable a ella. El pueblo signe benévolo, pero inaccesible, como un adulto preocupado que no escucha las palabras de un niño.
Pero Josefina no cede. Hace poco afirmó que en el trabajo se había hecho una lastimadura que le impedía estar de pie durante el canto; como sólo se puede cantar de pie, ahora debe abreviar sus cantos. Aunque renquea y se deja sostener por su séquito, nadie cree en su lastimadura; aun teniendo en cuenta la especial sensibilidad de su cuerpo, no hay que olvidar que Josefina pertenece a un pueblo de trabajadores; si por cada raspadura en la piel nos pusiéramos a renquear, todo el pueblo andaría con muletas. Pero que la lleven como inválida, que se exhiba en ese estado lamentable, no importa; el pueblo oye agradecido su canto y no hace mucho caso de la abreviación de los trinos. Como no puede cojear perpetuamente, inventa otras cosas: cansancio, debilidad, mal humor. Estamos condenados a ver al séquito de Josefina suplicándole cantos. La consuelan, la halagan, la llevan casi en andas al lugar elegido. Al fin consiente con lágrimas inexplicables; pero cuando va a empezar, con los brazos no abiertos como otras veces, sino colgantes -lo que hace que parezcan cortos-, cuando quiere entonar, un estremecimiento involuntario la irrumpe y se desploma ante nuestra vista. Luego se domina con energía y canta, creo que más o menos como siempre; quizá el que note los más finos matices, distinga una ligera excitación que la favorece. Al final parece menos cansada que antes: camina segura, si es lícito hablar así de huidizo pataleo, y se aleja rechazando toda ayuda de sus cortesanos y desafiando con mirada fría la multitud respetuosa que le abre paso.
Sin embargo, la última vez que se esperaba su canto, Josefina desapareció. Ahora no sólo la busca su séquito; muchos se enrolan en la busca; Josefina ha desaparecido, no quiere cantar ni quiere que se lo pidan; ahora nos ha abandonado por completo.
Es extraño lo mal que calcula esa astuta, tan mal que uno creería que no calcula, sino que está llevada por la corriente de su destino, que nuestro mundo sólo puede ser triste. Ella misma se aparta del canto, ella misma destruye el poder que había conseguido. ¿Cómo logró ese poder, ya que tan mal conoce a su pueblo? Se oculta y no canta; pero el pueblo, tranquilo, sin desilusión visible, señoril, una masa descansando en sí misma, que formalmente, aunque la apariencia sea contraria, sólo puede dar regalos, nunca recibirlos, ni aun de Josefina, este pueblo -repito- sigue su camino. Pero Josefina debe de estar en decadencia. Pronto vendrá el momento en que sonará su último chillido y quede muda para siempre. Josefina es un episodio en la historia eterna de nuestro pueblo, y este pueblo superará la pérdida. No nos será fácil; ¿cómo serán posibles las asambleas en completo silencio? Pero, ¿no eran silenciosas también con Josefina? ¿Era su chillar efectivo, notablemente más fuerte y vivaz de lo que será en el recuerdo? ¿Acaso, en vida, era más que un mero recuerdo? ¿O habremos enaltecido el canto de Josefina porque era imperdible?
Quizá nosotros no perdamos mucho; pero Josefina, redimida de los afanes terrestres, a los que, según ella, están predestinados los elegidos, se perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, y pronto, ya que no nos interesa la historia, entrará, como todos sus hermanos, en la exaltada liberación del olvido.
FIN
Franz Kafka
Ein Hungerkünstler (1924)