Publicado en
mayo 30, 2010
Jane Cleveland hojeó las páginas del Daily Leader y un profundo suspiro salió de lo más recóndito de su ser. Contempló con disgusto la mesa de mármol, el huevo escalfado reposando sobre una tostada, y la pequeña tetera. No era porque no tuviese apetito. Ése no era su caso. Jane tenía un hambre canina, y en aquellos momentos hubiera consumido una libra y media de bistec bien condimentado con patatas fritas, y a ser posible con guisantes franceses. Todo ello, acompañado mejor de un buen vino que con té.
Pero las jovencitas que se hallan en precaria situación económica no pueden escoger, y Jane tuvo la suerte de poder pedir un huevo escalfado, y un poco de té. No era muy probable que pudiera hacerlo al día siguiente. Es decir, a menos que...
Volvió a repasar las columnas de anuncios del Daily Leader. Para hablar sin ambages, Jane estaba sin empleo, y su situación se estaba haciendo apurada, y ya la patrona de la humilde pensión en que se hospedaba comenzaba a mirarla con desprecio.
—Y no obstante —se decía Jane alzando su barbilla con indignación, gesto habitual en ella—. Y no obstante, soy inteligente, y bonita... y bien educada. ¿Qué más se puede pedir?
Según el Daily Leader, solicitaban mecanógrafas de gran experiencia, directores para negocios que tuvieran un capital que invertir, señoras que pudieran dedicarse al cultivo de una granja agrícola (también se requería disponer de capital), e innumerables cocineras, doncellas, camareras... sobre todo camareras.
—No me importaría hacer de camarera —se dijo Jane—. Pero tampoco me aceptarán sin experiencia. Podría presentarme como aprendiza... pero no pagan gran cosa.
Y volviendo a suspirar dejó el periódico ante ella y se dispuso a atacar el huevo escalfado con todo el vigor de su juventud.
Cuando hubo terminado el último bocado, volvió a ocuparse del periódico y estudió la columna de anuncios, mientras bebía el té. Aquélla era siempre la última esperanza.
De haber tenido un par de miles de libras, la cosa hubiera sido sencilla. Por lo menos había siete oportunidades únicas... todas produciendo por lo menos tres mil al año. Jane se mordió el labio.
—Si tuviera dos mil libras —murmuró—, no sería fácil separarme de ellas.
Repasó rápidamente la columna desde el principio al fin con la natural facilidad que proporciona la práctica.
Había una señora que pagaba espléndidamente la ropa usada, y que inspeccionaba los guardarropas femeninos a domicilio. Caballeros que lo compraban «todo»... pero principalmente «dientes». Señoras que marchaban al extranjero y vendían sus pieles por cifras ridículas. Sacerdotes desesperados y viudas, oficiales retirados... todos precisando sumas que oscilaban desde las cincuenta libras a las doscientas. Y de pronto Jane se detuvo ante un anuncio que volvió a leer dejando la taza de té que saboreaba.
—Claro que debe haber alguna pega —murmuró—. Siempre las hay en estas cosas. Tendré que andar con cuidado. Pero sin embargo...
El anuncio que tanto intrigaba a Jane Cleveland decía así:
«Si una joven de veinticuatro a treinta años, ojos azul oscuro, cabello muy rubio, pestañas y cejas negras, nariz recta, figura esbelta, de un metro sesenta y ocho de estatura, buena imitadora, y que hable francés, se presenta en la calle Endersleigh, número 7, entre las cinco y las seis de la tarde, se enterará de algo que le interesa.»
—Así es como se descarrían muchas chicas —murmuró Jane—. Desde luego, tendré que tener cuidado. Pero la verdad es que dan demasiados detalles para que se trate de una cosa así. Quisiera saber... Volvamos a repasarlo.
—De veinticinco a treinta años... yo tengo veintiséis. Ojos azul oscuro, eso está bien. Cabello muy rubio... pestañas y cejas negras... de acuerdo. ¿Nariz recta...? Ssíííí... por lo menos bastante recta. No la tengo jorobada ni respingona. Y tengo una figura esbelta... incluso para lo que se estila hoy en día. Sólo mido un metro sesenta y cinco, pero podría ponerme tacones altos. Buena imitadora lo soy... nada del otro jueves, pero sé copiar las voces de los demás, y hablo francés como un ángel o una francesa. En resumen, soy precisamente lo que necesitan. Tendrán que desmayarse de placer al verme. Jane Cleveland, preséntate y gana el puesto.
Con resolución rasgó el anuncio, guardándolo en su bolso. Luego pidió la cuenta con nuevos bríos.
A los diez minutos se encontraba en las cercanías de la calle Endersleigh, que era una callejuela situada entre dos mayores en la vecindad de Oxford Circus. Modesta, pero respetable.
El número siete no se diferenciaba nada de las demás casas colindantes, pero al mirarla, Jane cayó en la cuenta, por primera vez, que no era ella la única rubia de ojos azules, nariz recta, y figura esbelta entre los veinticinco y los treinta años. Evidentemente, Londres estaba lleno de muchachas semejantes, y por lo menos cuarenta o cincuenta de ellas se agrupaban ante el número siete de la calle Endersleigh.
«Competencia —pensó Jane—. Será mejor que me apresure a reunirme con la masa.»
Y mientras lo hacía otras tres muchachas más doblaron la esquina de la calle. Otras las siguieron, y Jane se entretuvo en buscar defectos a sus vecinas más inmediatas. En cada caso lograba encontrar alguno... pestañas rubias en vez de oscuras, ojos más bien grises que azules, cabellos rubios que lo eran gracias al agua oxigenada; interesante variedad de narices, y figuras que sólo un alma caritativa habría calificado de esbeltas. Jane se animó.
—Creo que tengo tantas posibilidades como cualquiera —murmuró para sí—. Quisiera saber de qué se trata. Supongo que de escoger un grupo de coristas.
La cosa se movía lenta, pero continuamente, y no tardaron en empezar a desfilar las que iban saliendo de la casa, unas meneando la cabeza, otras sonriendo con aire estúpido.
«Rechazadas —se decía Jane con alegría—. Espero que no tengan ya bastantes cuando me toque a mí.»
Y la cola seguía avanzando. Todas dirigían miradas nerviosas a sus espejitos y se empolvaban la nariz.
«¡Ojalá tuviera un sombrero más elegante!», se dijo Jane con pesar.
Al fin le tocó el turno. En el interior de la casa, había una puerta de cristal con la leyenda: Señores Cuthbertsons. Y era por esa puerta por donde entraban las aspirantes una por una. Le llegó la vez a Jane, y entró tomando aliento.
Dentro había una oficina, sin duda para los empleados, y al final otra puerta de cristal. Jane fue acompañada hasta allí y se encontró en una habitación muy reducida, donde había un gran escritorio, y detrás del escritorio un hombre de mediana edad, de aspecto extranjero, con un gran bigote. Luego de dirigir a Jane una mirada, le indicó una puerta que había a la izquierda.
—Espere ahí, por favor —le dijo en tono seco.
Jane obedeció. El departamento en donde entrara estaba ya ocupado por cinco muchachas, todas muy erguidas, que se miraban unas a otras. Jane comprendió al punto que había sido incluida entre las candidatas probables y sus esperanzas crecieron. Sin embargo, vióse obligada a admitir que aquellas cinco chicas tenían tantas probabilidades de ser elegidas como ella misma: en cuanto a las condiciones del artículo se refería estaban de conformidad.
El tiempo fue pasando. Sin duda continuaban pasando muchachas por la oficina interior. La mayoría eran despedidas por otra puerta, que daba al pasillo, pero de cuando en cuando una nueva elegida iba a reunirse con las seleccionadas. A las seis y media eran catorce las allí reunidas.
Jane oyó un murmullo de voces en la oficina exterior, y luego el caballero de aspecto extranjero a quien ella había bautizado mentalmente con el sobrenombre de «El Coronel», debido al aire marcial de sus bigotes, apareció en el umbral de la puerta.
—Ahora, señoritas, si me hacen el favor, las iré recibiendo de una en una —anunció—. Por el orden en que han ido llegando.
Jane, naturalmente, era la sexta, y transcurrieron veinte minutos antes de que la llamaran. «El Coronel» estaba de pie con las manos a la espalda. Rápidamente examinó su francés y midió su altura.
—Señorita, es posible que usted nos sirva —dijo en francés—. No lo sé, pero es probable.
—¿Cuál es el empleo, si puedo preguntarlo? —dijo Jane de pronto.
Él se encogió de hombros.
—Eso todavía no puedo decírselo. Si la escogen... entonces lo sabrá.
—Eso resulta muy sospechoso —objetó Jane—. Yo no puedo comprometerme a nada sin saber de qué se trata. ¿Tiene relación con la escena?
—¿La escena? Desde luego que no.
—¡Oh! —exclamó Jane muy sorprendida.
Él la miraba fijamente.
—¿Es usted inteligente? ¿Y discreta?
—Tengo toneladas de inteligencia y discreción —repuso Jane con calma—. ¿Y qué hay del sueldo?
—El sueldo asciende a dos mil libras... por quince días de trabajo.
—¡Oh! —exclamó Jane con desmayo. Estaba demasiado aturdida por la esplendidez de la suma para recobrarse en seguida. «El Coronel» continuó hablando.
—He seleccionado ya a otra señorita. Las dos son igualmente aceptables. Tal vez haya otras que aún no he visto. Le daré instrucciones sobre lo que debe hacer a continuación. ¿Conoce el Hotel Harridge?
Jane tragó saliva. ¿Quién no conocía el Hotel Harridge en Inglaterra? Era un famoso establecimiento situado modestamente en una calle secundaria de Mayfair, donde celebridades y realezas entraban y salían como quien no hace la cosa. Aquella misma mañana, Jane había leído la llegada al hotel de la gran duquesa Paulina de Ostrova, quien había venido para inaugurar una gran tómbola pro ayuda de los refugiados rusos, y naturalmente, se hospedaba en el Harridge.
—Sí —dijo Jane respondiendo a la pregunta del «Coronel».
—Muy bien. Vaya allí. Pregunte por el coronel Strepttich. Enséñele su tarjeta... ¿tiene usted una tarjeta?
Jane le mostró una, en la que él escribió una P. diminuta en una esquina. Luego volvió a dársela.
—Así es seguro que la recibirá. Sabrá que yo la envío. La decisión final depende de él... y de otra persona. Si él la considera aceptable, le explicará de qué se trata, y usted puede aceptar o rechazar su proposición. ¿Satisfecha?
—Sí —repuso Jane.
—Hasta ahora —murmuró para sí mientras salía a la calle—, no veo la pega por ningún lado. Y no obstante, debe haberla. Nadie da dinero por nada. ¡Debe tratarse de un crimen! ¡No se me ocurre nada más!
Se fue animando. Jane no tenía nada contra el crimen... moderado. Últimamente los periódicos no hablaban más que de las hazañas de varias muchachas bandidos, y Jane había pensado en ser una de ellas si le fallaba todo lo demás.
Penetró en el vestíbulo del Harridge con ligera inquietud. Deseaba más que nunca haber tenido un sombrero nuevo.
Pero avanzó valientemente hacia la conserjería, donde mostró la tarjeta sin la menor vacilación. Imaginóse que el encargado la miraba con cierta curiosidad. Sin embargo, tomó su tarjeta y luego la entregó a un botones, dándole instrucciones en voz baja, que Jane no pudo entender. Al fin regresó el botones y Jane fue invitada a acompañarle. Subieron en el ascensor y atravesaron un pasillo al que daban varias habitaciones de doble puerta, y a una de ellas llamó el botones. Un instante después, Jane encontróse en una amplia estancia, frente a un hombre alto de barba rubia, que sostenía su tarjeta en su mano blanca y distinguida.
—Señorita Cleveland —leyó despacio—. Yo soy el conde Strepttich.
Sus labios se separaron, en un gesto que sin duda quería ser una sonrisa, mostrando dos hileras de blancos dientes, pero sin conseguir animar su rostro lo más mínimo.
—Tengo entendido que ha venido usted por nuestro anuncio —continuó el conde—. Y la envía aquí el buen coronel Kranin.
«Era coronel», pensó Jane satisfecha de su perspicacia, mas limitóse a inclinar la cabeza.
—¿Me permitirá que le haga algunas preguntas?
Y sin esperar respuesta le hizo una serie semejante a las que ya le hiciera el coronel Kranin. Sus contestaciones parecieron complacerle, y de cuando en cuando asentía con la cabeza.
—Ahora quisiera pedirle que anduviera hasta la puerta y luego regresara lentamente.
«Quizá me quieran para maniquí —pensó Jane obedeciendo—. Pero no pagarían dos mil libras. No obstante creo que de momento será mejor no hacer preguntas.»
El conde Strepttich tenía el ceño fruncido, y golpeaba la mesa con sus dedos pálidos. De pronto se puso en pie, y abriendo la puerta de una habitación contigua, habló a alguien que se encontraba en su interior. Luego volvió a sentarse, y una mujer de mediana edad entró por aquella puerta, cerrándola tras sí. Era rolliza y extremadamente fea, pero a pesar de todo tenía el aire de una persona de importancia.
—Bueno, Ana Michaelovna —dijo el conde—. ¿Qué te parece esta joven?
La dama estuvo mirando a Jane de arriba abajo, como si la muchacha fuera un trabajo de artesanía expuesto en una exposición. No hizo el menor comentario, ni la saludó.
—Puede servir —dijo al fin—. El parecido real, en el sentido de la palabra, es bien poco, pero la figura y el colorido son mucho mejores que en las demás. ¿Qué opinas tú, Feodor Alejandrovitch?
—Estoy completamente de acuerdo contigo, Ana Michaelovna.
—¿Habla francés?
—Su francés es excelente.
Jane estaba cada vez más confundida. Ninguno de aquellos dos desconocidos parecía darse cuenta de que ella era un ser humano.
—¿Pero será discreta? —preguntó la dama frunciendo el ceño.
—Ésta es la princesa Poporensky —dijo el conde Strepttich dirigiéndose a Jane en francés—. Pregunta si sabrá usted ser discreta.
Jane dirigió su respuesta a la princesa.
—A menos que no conozca cuál es su proposición, no puedo prometer nada.
—Tienes razón, pequeña —observó la dama—. Creo que es inteligente, Feodor Alexandrovitch... más inteligente que las otras. Dígame, pequeña, ¿es usted también valiente?
—No lo sé —replicó Jane extrañada—. No me gusta que me hagan daño, pero puedo soportarlo.
—¡Ah! No me refiero a eso. ¿Le importa el peligro?
—¡Oh! —exclamó Jane—. ¡Peligro! No me importa. Me gusta el peligro.
—¿Y usted es pobre? ¿Le gustaría ganar mucho dinero?
—Pruébeme —dijo Jane casi con entusiasmo.
El conde Strepttich y la princesa Poporensky cambiaron una mirada y luego asintieron de común acuerdo.
—¿Puedo explicarle de qué se trata, Ana Michaelovna? —preguntó el primero.
La princesa meneó la cabeza.
—Su alteza desea hacerlo ella misma.
—Es innecesario... e imprudente.
—Sin embargo, ésas son sus órdenes. Tengo que llevarle a la joven en cuanto usted haya terminado con ella.
Strepttich se alzó de hombros. Era evidente que no estaba satisfecho, y también que no estaba dispuesto a desobedecer. Volvióse hacia Jane.
—La princesa Poporensky le presentará a su alteza la Gran Duquesa Paulina. No se asuste.
Jane no estaba nada asustada, sino contentísima ante la perspectiva de ser presentada a un personaje de sangre real como la Gran Duquesa. En Jane no había la menor idea socialista. Y en aquel momento hasta había dejado de preocuparse por su sombrero.
La princesa Poporensky abrió la marcha, avanzando con un aire que ella lograba revestir de cierta dignidad, a pesar de las circunstancias adversas. Pasaron por la habitación contigua, que era una especie de antecámara, y la princesa llamó a otra puerta que había en la pared del fondo. Una voz contestó desde dentro, y la princesa entró seguida de Jane, que le pisaba los talones.
—Permítame presentarle, madame —dijo la princesa en tono solemne—, a la señorita Jane Cleveland.
Una joven que estaba sentada en un gran butacón al otro extremo de la estancia, se puso en pie rápidamente avanzando hacia ellas. Estuvo mirando fijamente a Jane durante unos minutos y luego se echó a reír regocijada.
—Pero si es espléndida, Ana —exclamó—. Nunca imaginé que tuviéramos tanto éxito. Vamos, veamos qué tal resultamos de lado.
Y cogiendo a Jane del brazo la llevó delante de un gran espejo que colgaba de la pared.
—¿Lo ve? —exclamó vivamente—. Es un conjunto perfecto.
Jane, a la primera ojeada, había empezado a comprender. La gran duquesa era una joven un año o dos mayor que Jane. Tenía el mismo color de pelo y la misma figura esbelta. Era, tal vez, un poco más alta, pero ahora que estaban al lado su parecido era evidente. Detalle por detalle su colorido era exactamente el mismo.
La Gran Duquesa aplaudió con entusiasmo. Parecía una joven muy alegre.
—No podíamos haber encontrado nada mejor —declaró—. Debes felicitar a Feodor Alexandrovitch de mi parte, Ana. Lo ha hecho muy bien.
—Madame, esta joven no sabe todavía lo que queremos de ella —dijo la princesa en voz baja.
—Cierto —repuso la Gran Duquesa hablando con un poco más de calma—. Lo había olvidado. Bueno, se lo aclararé. Déjenos solas, Ana Michaelovna.
—Pero, madame,..
—Te digo que nos dejes solas...
Y golpeó el suelo con el pie. De mala gana, Ana Michaelovna abandonó la habitación. La Gran Duquesa se dispuso a tomar asiento, indicando a Jane que hiciera lo propio.
—Estas viejas son muy pesadas —observó Paulina—. Pero hay que tenerlas. Ana Michaelovna es mejor que la mayoría. Y ahora, señorita... ah, sí, señorita Cleveland. Me gusta el nombre. Y usted también me gusta. Es simpática. Adivino en seguida si una persona es simpática.
—Es usted muy inteligente, madame —dijo Jane hablando por primera vez.
—Sí, lo soy —repuso Paulina con calma—. Vamos. Voy a explicárselo todo. Usted conoce la historia de Ostrova. Prácticamente toda mi familia ha muerto... asesinada por los comunistas. Yo soy tal vez la última descendiente de esta rama, pero soy una mujer y no puedo ocupar el trono. ¿Usted cree que aún así me dejan en paz? Que va, dondequiera que voy se organizan atentados para asesinarme. ¿Absurdo, no? Esos brutos bebedores de vodka nunca tuvieron el menor sentido de la proporción.
—Comprendo —dijo Jane empezando a darse cuenta de lo que iban a pedirle.
—La mayor parte de mi vida la paso retirada... donde puedo tomar precauciones, pero de cuando en cuando tengo que tomar parte en ceremonias públicas. Por ejemplo, mientras esté aquí tengo que asistir a varios actos semipúblicos. Y también en París a mi regreso. Ya sabe usted que tengo una finca en Hungría. Allí los deportes son magníficos.
—¿De veras? —dijo Jane.
—Soberbios. Yo adoro los deportes. Además... no debiera decírselo, pero lo haré porque me es simpática... allí se han hecho ciertos planes, muy calladamente, ¿comprende? Y es muy importante que yo no sea asesinada durante las dos próximas semanas.
—Pero sin duda la policía... —comenzó a decir Jane.
—¿La policía? Oh, sí, creo que es muy buena. Y nosotros también... tenemos nuestros espías. Es posible que se me avise antes de que tenga lugar el atentado. Pero también es posible que ocurra lo contrario.
Se encogió de hombros.
—Empiezo a comprender —dijo Jane lentamente—. ¿Quiere que yo ocupe su puesto?
—Sólo en ciertas ocasiones —replicó la Gran Duquesa—. ¿Comprende? Usted ha de estar a mano. Tal vez la necesite dos, tres o cuatro veces durante los próximos quince días. Cada vez con motivo de algún acto público, naturalmente que no tendrá que representarme para nada en la intimidad.
—Desde luego —convino Jane.
—Usted lo hará muy bien. Feodor Alexandrovitch fue muy listo al pensar en el anuncio, ¿no le parece todo bien meditado?
—Supongamos —dijo Jane— que en uno de los actos me asesinaran.
La Gran Duquesa se encogió de hombros.
—Existe ese riesgo, por supuesto, pero según nuestra información secreta, quieren raptarme, y no quitarme de en medio. Pero voy a serle sincera... siempre es posible que arrojen una bomba.
—Ya —dijo Jane, tratando de imitar el tono despreocupado de Paulina. Deseaba llegar a la cuestión del dinero, pero no sabía cómo desviar la conversación por aquel terreno, mas Paulina le ahorró la molestia.
—Claro que le pagaremos bien —dijo Paulina con despreocupación—. No recuerdo exactamente cuánto dijo Feodor Alexandrovitch. Hablamos en francos o coronas.
—El coronel Kranin —dijo Jane— habló de unas dos mil libras.
—Eso es —replicó Paulina con el rostro iluminado—. Ahora lo recuerdo. Es bastante, supongo. ¿O preferiría que le diéramos tres mil?
—Pues —dijo Jane—, si le es lo mismo, prefiero las tres mil.
—Ya veo que entiende usted de negocios —repuso la Gran Duquesa en tono amable—. Ojalá yo fuese así. Pero no tengo la menor idea de lo que vale el dinero. Lo que quiero tener, lo tengo; eso es todo.
A Jane le pareció que poseía una admirable disposición de ánimo.
—Y claro está, como usted dice, existe peligro —continuó Paulina, tranquilamente—. Aunque no me parece que a usted le asuste el peligro. A mí tampoco. Espero que no me crea una cobarde por querer que usted ocupe mi puesto. Comprenda, es muy importante para Ostrova que yo me case y tenga por lo menos dos hijos. Después, ya no importa lo que pueda ocurrirme.
—Comprendo.
—¿Y acepta?
—Sí —replicó Jane con resolución—. Acepto.
Paulina aplaudió con entusiasmo, e inmediatamente apareció la princesa Poporensky.
—Se lo he contado todo, Ana —anunció la Gran Duquesa—. Hará lo que queremos y recibirá a cambio tres mil libras. Dile a Feodor que tome nota. Se parece mucho a mí, ¿verdad? Aunque creo que ella es mucho más bonita.
La princesa salió de la habitación regresando con el conde Strepttich.
—Todo arreglado, Feodor Alexandrovitch —le dijo la Gran Duquesa.
—¿Sabrá representar su papel? —preguntó mirando a Jane con aire dudoso.
—Se lo demostraré —dijo la joven de pronto—. ¿Me permite, madame? —preguntó a la Gran Duquesa.
La aludida asintió encantada. Jane se puso de pie.
—¡Pero si es magnífica, Ana —dijo—. Nunca pensé que nos saliera tan bien. Vamos, veamos qué tal resultamos de lado.
Y, lo mismo que hiciera Paulina, la arrastró hasta el espejo.
—¿Lo ves? ¡Un conjunto perfecto!
Palabras, gestos y maneras fueron una excelente imitación del recibimiento de Paulina. La princesa asintió demostrando su aprobación.
—Muy bien —declaró—. Engañará a todo el mundo.
—Es usted muy inteligente —dijo Paulina—. Yo no podría imitar a nadie, ni siquiera para salvar la vida.
Jane la creyó. Ya se había dado cuenta de que Paulina era una joven de gran personalidad.
—Ana dispondrá todos los detalles —dijo la Gran Duquesa—. Llévala a mi dormitorio, Ana, y pruébale algunos trajes.
Le dedicó un gracioso saludo de despedida, y Jane fue acompañada por la princesa Poporensky.
—Éste es el que su alteza se pondrá para inaugurar la tómbola —explicó la anciana mostrándole una atrevida creación en blanco y negro—. Eso será dentro de tres días. En esa ocasión es posible que sea necesario que usted ocupe su puesto. No lo sabemos. Aún no hemos recibido información.
A una indicación de Ana, Jane se quitó el vestido para probarse el de la Gran Duquesa. Le sentaba perfectamente y la anciana asintió con aire aprobador.
—Casi perfecto... Una pizca demasiado largo para usted... porque es un poco más baja que su alteza.
—Eso puede remediarse fácilmente —apresuróse a decir Jane—. La Gran Duquesa lleva zapatos bajos, según he observado. Yo puedo llevar la misma clase de zapatos, pero con tacón alto, y así su ropa me sentará perfectamente bien.
Ana Michaelovna le enseñó los zapatos que la Gran Duquesa solía llevar con aquel vestido. Eran de piel de lagarto e iban sujetos por una tirita. Jane se propuso agenciarse un par semejante, pero con tacones altos.
—Sería conveniente —dijo Ana Michaelovna— que usted tuviera un vestido de forma y color bien distinto al de su alteza. Así, en caso de que fuera necesario que ocupara su puesto en un momento dado, sería menos probable que se notara la sustitución.
Jane reflexionó unos instantes.
—¿Qué le parece uno de marocain rojo fuego? Y tal vez sería conveniente que me pusiera unos lentes de cristal normales. Eso desfigura mucho.
Ambas sugerencias fueron aprobadas y pasaron a tratar de otros detalles.
Jane abandonó el hotel con cien libras en billetes de Banco e instrucciones para comprar las ropas necesarias y encargar habitaciones en el Hotel Britz bajo el nombre de señorita Montresor, de Nueva York.
Al cabo de dos días fue a verla el conde Strepttich.
—Buena transformación —le dijo al saludarla.
Jane le hizo una ridícula reverencia para corresponder. Le divertía mucho el estrenar ropa y el lujo de su nueva vida.
—Todo esto es muy agradable —suspiró—. Pero supongo que su visita significa que debo darme prisa y ganar mi dinero.
—Eso es. Hemos recibido información. Se cree posible que intenten secuestrar a su alteza durante el camino de regreso de la tómbola. Como usted ya sabe, esto tendrá lugar en Orion House, que está a unos diecisiete kilómetros de Londres. Su alteza se ve obligada a asistir a esa inauguración en persona, puesto que la condesa de Anchester la conoce personalmente. Pero luego he trazado un plan.
Jane escuchó atentamente mientras se lo explicaban. Hizo algunas preguntas y al fin declaró que había comprendido a la perfección la parte que debía representar.
El día siguiente amaneció claro y radiante... un día perfecto para uno de los mayores acontecimientos de la temporada londinense, organizado por la condesa de Anchester en pro de los refugiados ostrovianos en su país.
Habiendo tenido en cuenta la inestabilidad del clima inglés, la tómbola se había instalado en las espaciosas salas de Orion House, que llevaba varios siglos en posesión de los condes de Anchester. Se habían donado varias colecciones y una encantadora idea fue que cien damas de la sociedad dieran una perla de sus respectivos collares cada una, que serían subastadas en el segundo día. Además, había numerosas atracciones en los jardines.
Jane fue allí muy temprano en su papel de señorita Montresor. Llevaba un vestido de marocain rojo llama, y un sombrero pequeño igualmente rojo, y calzaba zapatos de lagarto de altos tacones.
La llegada de la Gran Duquesa fue un gran acontecimiento. La escoltaron hasta la plataforma y allí la obsequiaron con un ramo de rosas que le entregó un niño. Pronunció un encantador discurso declarando inaugurada la tómbola. El conde Strepttich y la princesa Poporensky la asistieron.
Vestía el traje que Jane había visto, blanco con un atrevido estampado en negro, y su sombrero era una pequeña cloche negra con gran profusión de plumas blancas cayendo sobre el ala, y un diminuto velo de encaje que cubría medio rostro. Jane sonrió para sí. La Gran Duquesa recorrió la tómbola, visitando todos los departamentos, haciendo algunas compras, siempre con su donaire acostumbrado. Luego se dispuso a abandonar el local.
Jane se apresuró a intervenir. Habló con la princesa Poporensky, solicitando ser presentada a la Gran Duquesa.
—¡Ah, sí! —dijo Paulina con voz clara—. Señorita Montresor... recuerdo su nombre. Creo que es una periodista americana, según tengo entendido. Ha hecho mucho por nuestra causa. Celebraré concederle una breve entrevista para su periódico. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar tranquilamente?
En seguida pusieron a disposición de la Gran Duquesa una reducida antecámara, y el conde Strepttich fue enviado a buscar a la señorita Montresor. En cuanto lo hubo hecho y se retiró de nuevo, con la ayuda de la princesa Poporensky se verificó el cambio de ropas.
Tres minutos después, se abría la puerta dando paso a la Gran Duquesa con el ramo de rosas junto a su rostro.
Saludando graciosamente y murmurando unas palabras de despedida a lady Anchester en francés, logró salir e introducirse en el coche que la estaba esperando. La princesa Poporensky tomó asiento a su lado y el automóvil partió.
—Bien —dijo Jane—, ya está. Quisiera saber qué tal le va a la señorita Montresor.
—Nadie se fijará en ella y podrá salir tranquilamente.
—Es cierto —observó Jane—. Yo lo hice muy bien, ¿no le parece?
—Representó su comprometido papel con gran discreción.
—¿Por qué no viene el conde con nosotras?
—Se ha visto obligado a quedarse. Alguien tiene que velar por la seguridad de su alteza.
—Espero que no nos arrojen bombas —dijo Jane con recelo—. ¡Eh! Estamos abandonando la carretera principal. ¿Qué es esto?
A toda velocidad el automóvil había tomado una carretera secundaria.
Jane pegó un respingo y se asomó a la ventanilla que comunicaba con el chófer, el cual se limitó a reír y a aumentar la velocidad.
Jane volvió a dejarse caer en su asiento.
—Sus espías tenían razón —dijo riendo—. Nos han pescado. Supongo que cuanto más tiempo se sostenga el error, más segura estará la Gran Duquesa. Sea como fuere, debemos darle tiempo para que regrese a Londres sana y salva.
Ante la perspectiva del peligro, Jane se animó. No le atraía la perspectiva de una bomba, pero aquel tipo de aventura subyugaba su instinto temerario.
De pronto el automóvil se detuvo con gran chirrido de frenos y un hombre abrió la portezuela enarbolando un revólver.
—¡Manos arriba! —les dijo.
La princesa Poporensky alzó las manos rápidamente, pero Jane limitóse a mirarle con disgusto, conservando las manos en su regazo.
—Pregúntale qué significa este ultraje —dijo en francés a su compañera.
Pero antes de que ésta tuviera tiempo de hablar, el hombre soltó un torrente de palabras en idioma extranjero.
Sin comprender una sola palabra, Jane limitóse a encogerse de hombros sin decir nada. El chófer se había apeado para reunirse con el otro hombre.
—¿Tiene a bien descender, ilustre dama? —le preguntó con una sonrisa.
Volviendo a llevarse las rosas a la cara, Jane bajó del coche, seguida de la princesa.
—¿Quiere la ilustre dama venir por aquí?
Jane hizo caso omiso del tono burlón y la insolencia de aquel hombre, y por su propia voluntad avanzó hacia una casucha destartalada que se alzaba a unos cien metros del lugar donde se detuviera el coche. El camino terminaba ante la verja de la avenida que conducía a aquel edificio, al parecer deshabitado.
El hombre, todavía blandiendo la pistola, se acercó a las dos mujeres, y al subir los escalones pasó delante de ellas y abrió una puerta que había a la izquierda.
Era una habitación vacía con una mesa y dos sillas.
Jane entró, ocupando una de las sillas. Ana Michaelovna la siguió, y el hombre, cerrando la puerta de golpe, echó la llave.
Jane se acercó a la ventana y atisbo al exterior.
—Claro que podría saltar —observó—. Pero no iría muy lejos. No, de momento hemos de quedarnos aquí y pasarlo lo mejor posible. Quisiera saber si van a traernos algo de comer.
Cosa de media hora más tarde su pregunta fue contestada.
Le trajeron un gran bol lleno de sopa humeante y dos pedazos de pan seco.
—Es evidente que no gastan ningún lujo con los aristócratas —observó Jane alegremente cuando la puerta se hubo cerrado de nuevo—. ¿Empieza usted o lo hago yo?
La princesa descartó, horrorizada, la idea de comer.
—¿Cómo voy a poder comer? ¿Quién sabe en qué peligro puede hallarse mi señora?
—Ella está perfectamente —repuso Jane—. Soy yo la que me preocupa. Esta gente no se alegrará mucho al descubrir que han raptado a otra. La verdad es que pueden ponerse desagradables. Me haré la altiva Gran Duquesa mientras pueda, e intentaré huir si se presenta la ocasión.
La princesa Poporensky nada contestó.
Jane, que estaba hambrienta, tomó la sopa, que tenía un gusto extraño, pero estaba caliente y sabrosa.
Después comenzó, a sentir sueño. La princesa Poporensky sollozaba quedamente, y Jane se acomodó en una silla lo mejor que pudo y dejó caer la cabeza. Dormía.
• • • •
Despertóse sobresaltada. Tenía la sensación de haber estado durmiendo mucho tiempo. Sentía la cabeza pesada.
Y entonces vio algo que despertó de nuevo todas sus facultades. Llevaba puesto el traje de marocain rojo llama.
Se puso en pie mirando a su alrededor. Sí, todavía estaba en la misma habitación de la casa deshabitada. Todo estaba exactamente igual que estuviera cuando se durmió, excepto dos cosas. La primera era que la princesa Poporensky ya no estaba sentada en la otra silla. Y la segunda, el inexplicable cambio de vestido.
«No puedo haberlo soñado —pensó Jane—. Porque de ser un sueño no estaría aquí.»
Al mirar hacia la ventana observó otro factor significativo. Cuando se quedó dormida el sol penetraba por la ventana y ahora la casa proyectaba una larga sombra sobre la avenida bañada de luz.
—La casa mira hacia el oeste —reflexionó—. Y cuando me quedé dormida era por la tarde. Por consiguiente, ahora debe ser la mañana de otro día. La sopa debía tener alguna droga. Por lo tanto... oh, no sé. Estoy hecha un lío.
Se puso en pie, acercándose a la puerta. Estaba abierta y se dispuso a explorar la casa, que halló silenciosa y vacía.
Jane se tocó su frente dolorida tratando de pensar.
Y entonces vio un periódico roto caído delante de la puerta principal. Fue uno de los titulares lo que llamó su atención.
«Mujer bandido americana en Inglaterra» —leyó—. «La atracadora vestida de rojo. Sensacional robo en la tómbola de Orion House.»
Jane salió a la luz del sol, y sentada en los escalones fue leyendo la noticia cada vez con los ojos más abiertos. El relato era breve y conciso.
Poco después de la marcha de la Gran Duquesa Paulina, tres hombres y una mujer vestida de rojo sacando sendos revólveres habían logrado acorralar a la multitud y luego de apoderarse de las cien perlas huyeron en un veloz coche de carreras. Hasta el momento no habían sido detenidos.
En las noticias de última hora (era un periódico de la tarde) se decía que «la mujer bandido vestida de rojo» había estado hospedada en el Britz como señorita Montresor, de Nueva York.
—Estoy lista —se dijo Jaén—. Completamente perdida. Siempre supuse que debía haber alguna pega.
Y entonces se sobresaltó. Un extraño grito había rasgado el aire. La voz de un hombre, murmurando una palabra a intervalos regulares.
—¡Maldición! —decía—. ¡Maldición! —y luego volvió a repetir—: ¡Maldición!
Jane se emocionó puesto que expresaba exactamente sus propios sentimientos, y bajó corriendo el tramo de escalones. En uno de sus lados yacía un hombre que intentaba levantar la cabeza del suelo, y su rostro era uno de los más hermosos que viera Jane en su vida. Era pecoso y de expresión ligeramente burlona.
—¡Maldita cabeza! —decía el joven—. ¡Maldita sea...! Yo...
Se interrumpió para mirar a Jane.
—Debo estar soñando —dijo con desmayo.
—Eso mismo dije yo —repuso Jane—. Pero no soñamos. ¿Qué le ocurre a su cabeza?
—Alguien me golpeó. Por suerte la tengo bastante dura.
Y consiguió incorporarse hasta quedar sentado.
—Espero que mi cerebro no tarde en volver a funcionar. Sigo sin entender nada.
—¿Cómo llegó aquí? —le preguntó Jane con curiosidad.
—Es una larga historia. A propósito, no será usted la Gran Duquesa como se llame, ¿verdad?
—No. Soy la vulgar Jane Cleveland.
—Usted no es vulgar —replicó el joven, mirándola con franca admiración. Jane enrojeció.
—Debería traerle un poco de agua, o alguna cosa, ¿no le parece? —le dijo, vacilando.
—Supongo que es lo acostumbrado —convino el joven—. De todas formas, preferiría whisky, si logra encontrarlo.
A Jane le fue imposible encontrar whisky, y el joven, después de beber un vaso de agua, anunció que se encontraba mejor.
—¿Quiere que le cuente mis aventuras, o me cuenta usted las suyas? —le preguntó a Jane.
—Usted primero.
—No tengo mucho que contar. Observé por casualidad que la Gran Duquesa entraba en aquella habitación con zapatos bajos y salía con tacones altos. Me pareció bastante extraño, y a mí no me gustan las cosas raras. Seguí el automóvil en mi motocicleta y vi que la llevaban a usted a la casa. Unos diez minutos más tarde llegó un gran coche de carreras, del que se apearon una joven vestida de rojo y tres hombres. Ella llevaba zapatos de tacón bajo. Poco después volvió a salir vestida de blanco y negro y se marchó en el primer automóvil, con una vieja y un hombre alto de barba gris. Los otros se fueron en el coche de carreras. Pensé que se habían ido todos y estaba intentando entrar por esa ventana y rescatarla a usted cuando alguien me golpeó en la cabeza por la espalda. Eso es todo. Ahora le toca a usted.
Jane le relató sus aventuras.
—Y ha sido una gran suerte que usted me siguiera —terminó—. ¿Se da cuenta en qué aprieto estaría, de lo contrario? La Gran Duquesa hubiera tenido una coartada perfecta. Ella abandonó la tómbola antes de que empezara el atraco, llegando a Londres en su automóvil. ¿Acaso hubiera creído alguien mi fantástica historia?
—Nadie lo hubiese creído jamás —replicó el joven.
Habían estado tan absortos escuchando sus respectivos relatos que se olvidaron de dónde estaban, y ahora alzaron la cabeza sorprendidos al ver un hombre alto, de expresión triste, que se apoyaba contra la casa. Les saludó con una inclinación de cabeza.
—Muy interesante —comentó.
—¿Quién es usted? —le dijo Jane.
El hombre triste parpadeó.
—El detective inspector Farrell —dijo en tono amable—. Me ha interesado mucho su historia y la de esta señorita. Nos hubiera resultado difícil creerla por uno o dos detalles.
—¿Por ejemplo?
—Pues verán, esta mañana hemos sabido que la auténtica Gran Duquesa se había fugado con un chófer en París.
Jane contuvo la respiración.
—Y luego supimos que esa «joven bandido americana» había llegado a este país, y esperábamos que diese algún golpe. Les prometo que les cogeremos muy pronto. Perdónenme un minuto, ¿quieren?
—¡Vaya! —exclamó Jane, poniendo mucho énfasis en la expresión. Después, volviéndose al joven, le dijo:
—Creo que fue usted muy inteligente al fijarse en el detalle de los zapatos.
—Nada de eso— replicó el muchacho—. Me he criado entre zapatos. Mi padre es una especie de rey de la zapatería. Él quería que aprendiera el oficio... que me casara y sentara la cabeza. Nada de particular, lo corriente, pero yo quería ser artista... —suspiró.
—Lo siento —le dijo Jane para consolarle.
—Lo he estado intentado durante seis años. No hay duda posible. Soy un pintor pésimo. Tengo intención de dejarlo y regresar a casa como el hijo pródigo. Allí me espera un buen empleo.
—Un empleo es una gran cosa —convino Jane, animándose—. ¿Usted cree que yo podría encontrar uno, aunque fuese de dependienta de zapatería?
—Yo podía darle uno mejor que éste... si usted quisiera.
—¿Oh, cuál?
—Ahora no importa. Se lo diré más tarde. ¿Sabe? Hasta ayer nunca había visto una chica con la que pensara en casarme.
—¿Ayer?
—Sí, en la tómbola. Entonces la vi... ¡la única! ¡Ella! —Miró fijamente a Jane.
—¡Qué hermosos están los jacintos! —dijo Jane, apresuradamente y con las mejillas arreboladas.
—Son nadalas —repuso el joven.
—No importa —insistió Jane.
—Desde luego —convino él, acercándose más a Jane.
FIN