Publicado en
mayo 02, 2010
J. M. Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica. En 1974 publicó su primera novela, Dusklands. Le siguieron En medio de ninguna parte (1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas; Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época de Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina; Foe (1986); La edad de hierro (1990); El maestro de Petersburgo (1994); Desgracia (1999), que le valió un segundo Booker Prize, el premio más prestigioso de la literatura en inglés, Infancia (Mondadori, 2000) y Juventud (2002). También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times International Fiction Prize. En 2003 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura
Un novelista ruso exiliado regresa a San Petersburgo para conocer las circunstancias que rodean la muerte de su hijastro Pavel. Obsesivamente asediado por el recuerdo, se ve inmerso en la violencia revolucionaria de 1869. J. M. Coetzee, premio Nobel de Literatura 2003, recrea la figura de Fiodor Dostoievski, el gran novelista del siglo XIX, en una obra de ficción que es a la vez un apasionante relato de misterio y un documentado retrato psicológico.
Título original: The Master of Petersburg
Diseño de la portada: Departamento de diseño de Random
House Mondadori
Directora de arte: Marta Borrell
Diseñadora: María Bergós
Fotografía de la portada: © J. A. Hampton/GettyImages
Tercera edición en esta colección: abril, 2004
©1994.J. M. Coetzee
Publicado por acuerdo con Peter Lampack Agency Inc.,
551 Fifth Avenue, Suite 1613, Nueva York, NY 10176
0187 USA
© 2001, de la edición en castellano para todo el mundo:
Grupo Editorial Random House Mondadori, S. L.
Travessera de Gracia, 4749. 08021 Barcelona
© 2001, Miguel MartínezLage, por la traducción
Traducción cedida por Grupo Anaya, S. A. (Anaya y Mario
Muchnik)
Printed in Spain Impreso en España
ISBN: 8497930371 (vol. 342/3)
Depósito legal: B. 16.669 2004
Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.
Impreso en Novoprint, S. A.
Energía, 53. Sant Andreu de la Barca (Barcelona)
P 830371
1
PETERSBURGO
Octubre, 1869. Un droshky baja lentamente por una de las calles del barrio del mercado de San Petersburgo. Frente a un alto edificio de viviendas, el cochero tira de las riendas del caballo.
El pasajero mira el edificio con ojos dubitativos.
—¿Está seguro de que es aquí? —pregunta.
Calle Svechnoi, 63. Es lo que usted me ha dicho.
El pasajero baja del coche. Es un hombre de mediana edad, aunque ya ronde cerca de la vejez: lleva barba y va cargado de espaldas, tiene la frente despejada y unas cejas muy pobladas, que le dan un aire sobrio, absorto y ensimismado. Viste un traje oscuro, de un corte algo pasado de moda.
—Espéreme ahí mismo —indica al cochero.
Bajo las fachadas desconchadas y agrietadas, las casas del barrio del mercado todavía conservan algo de su elegancia original, aunque a estas alturas la mayor parte se han convertido en pensiones para funcionarios, estudiantes y obreros. En los intersticios que separan un edificio de otro, aprovechando a veces las medianeras, se han erigido temblequeantes estructuras de tablones, de dos y a veces hasta tres plantas, que son madrigueras de cuartos y alcobas, hogar de los más pobres.
El número 63, uno de los edificios más viejos, está flanqueado a ambos lados por estructuras de esa clase. En efecto, una telaraña de vigas y puntales atraviesa la fachada a media altura, y le da un aspecto de confinamiento. Los pájaros han anidado en los recovecos de los refuerzos y sus excrementos ensucian la fachada.
Unos niños que han estado trepando por los puntales para lanzar desde allí pedradas a los charcos, y que luego saltaban para recuperar los proyectiles, hacen un alto en sus juegos para examinar al recién llegado. Los tres más pequeños son chicos. La cuarta, que parece ser la cabecilla, es una niña de cabellos rubios y ojos llamativamente oscuros.
—Buenas tardes —saluda—. ¿Sabéis alguno dónde vive Anna Sergeyevna Kolenkina?
Los niños no contestan, lo miran con obstinación. La niña, al cabo de un momento, suelta sus piedras y se le acerca.
—Venga por aquí —dice.
La tercera planta del número 63 es una madriguera de cuartos conectados entre sí, a la que se accede desde un rellano en lo alto de la escalera. Sigue a la niña por un pasillo oscuro y en forma de hoz, en donde huele a berza y a ternera hervida; pasan por delante de un lavadero y llegan a una puerta pintada de gris que ella empuja y abre.
Se encuentran en una estancia alargada, de techo bajo, iluminada por un solo ventano que hay al fondo, a la altura de la cabeza. El lúgubre ambiente lo intensifica un recargado brocado que adorna la pared más larga. Una mujer vestida de negro se pone en pie para recibirlo. Tendrá unos treinta y tantos años y los mismos ojos os-curos, las mismas cejas bien esculpidas que tiene la niña, solo que sus cabellos son negros.
—Discúlpeme por venir sin anunciarme dice él. Me llamo... —titubea— Tengo entendido que mi hijo ha sido huésped suyo.
De la valija saca un objeto envuelto en una servilleta blanca. Es el retrato de un chico joven, un daguerrotipo con un marco de plata.
—Tal vez lo reconozca —dice. Pero no le pone el retrato en las manos.
—Es Pavel Alexandrovich, mamá —susurra la niña.
—Sí, estuvo viviendo con nosotras —dice la mujer—. Lo siento muchísimo —a sus palabras sigue un silencio embarazoso—. Tenía un cuarto alquilado desde el mes de abril —prosigue—. Su cuarto está tal cual lo dejó; ahí están todas sus pertenencias, quitando algunas cosas que se llevó la policía. ¿Quiere usted verlo?
—Sí —dice con ronquera—. Si se debe algo por el alquiler, yo me hago responsable, claro está.
El cuarto de su hijo, aunque en realidad no sea más que una realcoba separada del resto de la vivienda, tiene su entrada individual, así como una ventana que da a la calle. La cama está hecha con esmero; por lo demás, no hay más que una cómoda, una mesa con una lámpara, una silla. Al pie de la cama hay una maleta con las inicia-les P.A.I. repujadas en el cuero. La reconoce: es un regalo que él le hizo a Pavel.
Se acerca a la ventana y mira fuera. En la calle aún espera el droshky.
—¿Quieres hacerme un favor? —pregunta a la niña—. ¿Le dices al cochero que se puede marchar, y de paso le pagas lo que le debo?
La niña toma el dinero que le da y se marcha.
—Quisiera estar unos momentos a solas, si no le importa —dice a la mujer.
Lo primero que hace cuando ella lo deja solo es retirar la colcha de la cama. Las sábanas están limpias. Se arrodilla y aprieta la nariz contra la almohada, pero solo consigue percibir el olor del jabón y del hilo secado al sol. Abre los cajones. Han sido vaciados.
Deposita la maleta sobre la cama y la abre. Encima de todo encuentra un traje de algodón blanco bien doblado. Aprieta la frente contra el tejido y muy débilmente le llega el olor de su hijo. Respira hondo una y otra vez, pensando: es su espíritu, que entra en mí.
Arrastra la silla junto a la ventana y se sienta a mirar a la calle. Cae la tarde y se ahonda la oscuridad. La calle está desierta. Pasa el tiempo; sus pensamientos se estancan. Meditación, piensa, «esa es la palabra. Esa cabeza amodorrada, esos párpados que le pesan: es el plomo que se le asienta en el alma.
La mujer, Anna Sergeyevna, y su hija están cenando, sentadas frente a frente a la mesa, con una lámpara entre las dos. Se quedan calladas cuando entra él.
—¿Sabe usted quién soy? —pregunta.
Ella lo mira con firmeza, a la espera de lo que él pueda decir.
—Quiero decir, ¿sabe que no soy Isaev?
—Sí, lo sabemos. Sabemos bien la historia de Pavel.
—Por favor, no interrumpan su cena ¿Le importa que de momento deje la maleta? Le pagaré hasta fin de mes. Mejor aún, le pagaré también el mes de noviembre. Me gustaría quedarme con el cuarto, si es que no lo tiene comprometido.
Le da el dinero, veinte rublos.
—¿Le importa que venga de vez en cuando por las tardes? ¿Hay alguien en la vivienda durante el resto del día?
Ella vacila un instante. La niña y ella intercambian una mirada. Él sospecha que ya se lo está pensando mejor. Sería preferible que se llevase la maleta ahora mismo y que no volviera nunca, de modo que la historia del inquilino muerto pudiera cerrarse y el cuarto quedara libre. Ella no quiere tener en la vivienda a ese hombre enlutado, un hombre que irá proyectando la oscuridad a su paso. Pero ya es demasiado tarde, el dinero ya lo ha ofrecido él, ella lo ha aceptado ya.
—Matryosha está en casa por las tardes —dice ella sin in-mutarse—. Le daré una llave. ¿Podría pedirle que haga uso de mi propia entrada? La puerta entre el cuarto del inquilino y esta sala no cierra con pestillo, pero lo habitual es que no la utilicemos.
—Perdone, no me he dado cuenta.
Matryona
Durante una hora deambula por las calles conocidas del barrio del mercado. Luego regresa atravesando el puente Kokushkin a la posada donde el día anterior alquiló un cuarto a nombre de Isaev.
No tiene hambre. Completamente vestido se tiende en la cama, cruza los brazos y procura dormir. Pero vuelve continuamente al número 63, al cuarto de su hijo. Las cortinas están abiertas. La luz de la luna baña la cama. Ahí está: de pie junto a la puerta, sin apenas respirar, concentrada la mirada en la silla del rincón, esperando a que la oscuridad se espese, que se convierta en tinieblas de otra clase, en tinieblas de una presencia. En silencio mueve los labios al pronunciar el nombre de su hijo tres y cuatro veces.
Intenta lanzar un encantamiento, pero ¿sobre quién? ¿Sobre un espíritu o sobre sí mismo?. Piensa en Orfeo cuando camina hacia atrás, paso a paso, susurrando el nombre de la mujer muerta, para engatusarla y obligarla a salir de las entrañas del infierno; piensa en la esposa envuelta en el sudario, con los ojos ciegos, muertos, que lo sigue con las manos extendidas ante sí, inertes, como una sonámbula. No hay flauta, no hay lira: solo la palabra, la única palabra, una y otra vez. Cuando la muerte siega todos los demás lazos, aún queda el nombre. El bautismo: la unión de un alma con un nombre, el nombre que llevará por siempre, para toda la eternidad. Apenas respira, pero forma de nuevo las sílabas: Pavel.
La cabeza le da vueltas. «Ahora he de irme», susurra, o cree más bien que susurra. «Volveré.»
Volveré: la misma promesa que hizo cuando llevó al muchacho a la escuela por primera vez. No te abandonaré. Y lo abandonó.
Se está quedando dormido. Se imagina precipitándose desde lo alto de una catarata hacia el agua, allá abajo, y se entrega a ese descenso libre.
2
EL CEMENTERIO
Se encuentran en el transbordador. Cuando ve las flores que lleva Matryona, nota que le entra cierto fastidio. Son pequeñas, blancas, modestas. Desconoce si Pavel tendrá una flor favorita entre todas las demás, pero serán rosas, da igual cuánto cuesten las rosas en pleno mes de octubre, rosas rojas como la sangre, son lo menos que él merece.
—Pensé que podríamos plantarlas —dice la mujer, leyéndole el pensamiento. He traído una azadilla. Se llaman serradellas. Florecen bastante tarde.
Y es entonces cuando ve en efecto que las raíces van envueltas en un paño húmedo.
Toman el pequeño transbordador de la isla de Yelagin, que él no visita desde hace años. Si no fuese por dos viejas vestidas de negro, serían los únicos pasajeros. Hace un día frío, neblinoso. A medida que el transbordador se acerca a la costa, un perro gris y escuálido comienza a corretear por el muelle de punta a punta, aullando con ansiedad. El piloto del transbordador lo ahuyenta con el bichero; el perro se retira a cierta distancia, hasta sentirse a salvo. La isla de los perros, piensa él. ¿Habrá jaurías enteras que merodean entre los árboles, esperando a que se vayan los dolientes antes de ponerse a escarbar la tierra?
En la caseta del guarda está Anna Sergeyevna, a la cual aún sigue considerando la casera, que pregunta por dónde ir mientras él la espera fuera. Luego caminan por las avenidas entre los muertos. Él ha empezado a llorar. ¿Por qué ahora?, se dice, irritado consigo mismo. Sin embargo, las lágrimas le sientan bien a su manera, como un suave velo de ceguera que se interpone entre el mundo y él.
¡Mamá, por aquí! llama Matryona.
Se encuentran ante un montón de tierra entre otros muchos montones, con estacas en forma de cruz clavadas sin más complicaciones; todas llevan una placa con números pintados. Intenta que ese número, el número de su hijo, no se aloje en su mente, pero no antes de haber visto los sietes y los cuatros, ni antes de haber pensado que nunca volverá a apostar al siete. Nunca más.
Es el momento en el que debería postrarse sobre la tumba. Pero todo es demasiado repentino, ese lecho de tierra en concreto es demasiado extraño, no encuentra en su corazón ni una migaja de sentimiento por ese montón de tierra. También desconfía de la cadena de manos indiferentes por las cuales ha debido de pasar el cuerpo de su hijo mientras él aún estaba en Dresde, ignorante como los borregos. Del muchacho que aún pervive en su memoria al nombre que figura en el certificado de defunción y al número de la estaca, todavía no está preparado para aceptar la secuela que ha impuesto la fatalidad. Es provisional, piensa: no hay números definitivos, todos son provisionales; en caso contrario, el juego tendría que terminar tarde o temprano. Al cabo de poco dará vueltas la rueda, empezarán a moverse los números, todo irá bien otra vez.
El montón de tierra tiene el volumen e incluso la forma de un cuerpo yacente. De hecho, no es nada más que el volumen de tierra fresca que ha desplazado un ataúd de madera tosca en cuyo interior hay un joven bastante alto. Hay en todo esto algo que no tolera pensar, algo que quiere alejar de su lado. Ocupan el lugar del pensamiento los recuerdos amargos como la hiel de lo que estuvo haciendo en Dresde durante todo el tiempo en que aquí en Petersburgo se llevaba a cabo con total indiferencia el proceso del depósito, la numeración, el embalaje, el transporte, el entierro ¿Por qué no hubo ni un soplo de presagio en el aire de Dresde? ¿Es que han de perecer multitudes antes de que tiemblen los cielos?
Entre las imágenes que regresan agolpadas hay una en la que él mismo se encuentra en el cuarto de baño del piso de Larchenstrasse, recortándose la barba frente al espejo. Reluce la grifería de cobre en el lavabo; el rostro del espejo, absorto en su tarea, es el de un desconocido del pasado. Yo ya era viejo entonces, piensa. Se había dictado sentencia, y la carta de la sentencia, a mí destinada, iba de camino y pasaba de mano en mano, solo que yo no lo sabía. La alegría de tu vida ha terminado. Eso dictaba la sentencia.
La casera abre un hoyo al pie del montón de tierra.
—Por favor —le dice, y hace un gesto. Ella se hace a un lado.
Se desabrocha el gabán, se desabrocha la chaqueta, se arrodilla y se inclina con torpeza hacia adelante, hasta quedar totalmente tendido sobre el montón de tierra, con los brazos bien extendidos longitudinalmente. Llora con total libertad; le chorrea la nariz. Se frota la cara con la tierra húmeda, entierra en ella la cara.
Cuando se levanta, la tierra le ensucia la barba, el cabello, las cejas. La niña, a la que no ha prestado ninguna atención, lo mira con ojos de asombro. Se sacude la tierra de la cara, se suena la nariz, se abrocha los botones. ¡Qué escenificación tan judía!, se dice. ¡Que lo vea, que lo vea bien! ¡Que se entere de que uno no es de piedra! ¡Que se dé cuenta de que no hay límites!
Algo destella en sus ojos cuando la mira; ella se vuelve confundida y se aprieta contra su madre. ¡Vuelve al nido! Una terrible maldad brota de él con destino a todos los seres vivos, y sobre todo a los niños vivos. Si en esos momentos hubiera allí un recién nacido, lo arrancaría de brazos de su madre y lo arrojaría contra una roca. Herodes, piensa: ¡ahora sí que entiendo a Herodes! ¡Que la perpetuación de la especie termine de una vez!
A las dos les vuelve la espalda y se aleja caminando. Pronto deja atrás la zona más reciente del cementerio y deambula entre piedras antiguas, entre los que llevan mucho tiempo muertos.
Cuando regresa, se encuentra con que la serradella está plantada.
—¿Quién va a cuidar de la planta? —pregunta con hosquedad.
Ella se encoge de hombros, no es una pregunta que a ella le toque responder. Ahora le toca a él, le toca decir: yo vendré todos los días a cuidar de la planta, a regarla y recortarla, o decir si no: Dios tendrá que cuidar de ella, o incluso: Nadie va a cuidar de ella, así que mejor será dejarla morir.
Las florecillas blancas se mecen alegremente con la brisa.
Sujeta a la mujer por el brazo.
—No está aquí, él no está muerto —le dice, aunque se le quiebra la voz.
—No, claro que no está muerto, Fiodor Mijailovich— le habla con naturalidad, con ánimo de consolarle. Más aún: en esos momentos es también maternal, no solamente con su hija, sino también con Pavel.
Tiene las manos pequeñas, los dedos esbeltos y algo infantiles, aunque tenga un tipo algo entrado en carnes. Es absurdo, pero a él le gustaría apoyar la cabeza sobre su pecho y sentir cómo esos dedos le acarician el cabello.
La inocencia de las manos, renovada siempre. Un recuerdo vuelve a él: el tacto de una mano, un tacto íntimo, en la oscuridad. Pero ¿de quién es esa mano? Las manos emergen a la luz del día como animales desvergonzados, desmemoriados.
—Debo tomar nota del número —dice evitando mirarle a los ojos.
—Ya tengo el número —contesta ella.
¿De dónde viene ese deseo? Es un deseo agudo, feroz: quiere tomar a esa mujer del brazo, arrastrarla detrás de la caseta del guarda, levantarle el vestido, copular con ella.
Piensa en los dolientes en un velatorio, piensa en cómo se abalanzan sobre la comida y la bebida. Hay en eso una especie de exultación, una jactancia que se espeta a la cara de la muerte: ¡a nosotros no nos tienes!
Vuelven al muelle. El perro gris se les acerca a hurtadillas, con cautela. Matryona quiere acariciarlo, pero su madre la disuade. Hay algo raro en ese perro: una llaga abierta, enconada, le recorre el dorso desde la base de la cola. En todo momento gime muy bajo, o bien se deja caer de cuartos traseros, y ataca la llaga con los dientes.
Volveré mañana, promete: volveré solo, hablaremos tú y yo. En la idea de regresar, de cruzar el río, de hallar el camino hasta el lecho de su hijo y de estar a solas con él en la neblina, hay una sofocada promesa de aventura.
3
PAVEL
Se sienta en el cuarto de su hijo con el traje blanco sobre el regazo, respira muy quedo, intenta perderse de alguna forma, intenta evocar un ánimo que ciertamente no puede haber abandonado aún los alrededores.
Pasa el tiempo. De la habitación contigua, a través del tabique, le llegan las voces amortiguadas de la mujer y la niña, los sonidos de la mesa que una de las dos estará poniendo. Deja el traje a un lado, llama a la puerta. Las voces callan bruscamente. Entra.
—Me marcho —dice.
—Como verá, estamos a punto de cenar. Si quiere cenar con nosotras, es usted bienvenido.
Los alimentos que le ofrece son bien sencillos: sopa, patatas con sal, mantequilla.
—¿Cómo vino mi hijo a alojarse con usted? —le pregunta en un momento dado. Aún pone todo su cuidado en llamarle mi hijo: si pronuncia su nombre, se echará a temblar.
Ella vacila, él entiende por qué. Podría decirle: era un joven agradable, enseguida nos cayó muy bien. Pero el obstáculo es ese cayó: es el canto rodado que bloquea el paso. Hasta que no haya una manera de eludir la palabra en lo que tiene de esencia escueta del pasado, ella no podrá decirla delante de él.
—Nos lo recomendó un inquilino anterior —dice al fin. Y eso es todo.
Le sorprende por lo delicada que es, delicada como el ala de una mariposa. Es como si entre la piel y las enaguas, entre la piel y el dorso de las medias negras que sin duda lleva calzadas, se interpusiera una fina capa de ceniza, de modo que, al soltársele a la altura de los hombros, las prendas que viste se le deslizarían al suelo sin que mediase ningún gesto de persuasión.
Le gustaría verla desnuda, ver desnuda a esa mujer en el último florecer de su juventud.
No es lo que podría entenderse por una mujer educada, aunque ¿cabe oír alguna vez un ruso más bellamente hablado que el suyo? Su lengua es como un ave que aletea en su boca: suaves plumas, suave batir de alas.
En la hija no percibe ni un atisbo de esa suave sequedad de la madre. Muy al contrario, hay en ella algo líquido, algo propio de una cervatilla, confiada y, sin embargo, nerviosa cuando estira el cuello para olisquear la mano del desconocido, tensa y preparada para alejarse de un brinco. ¿Cómo puede esa mujer morena haber engendrado a una niña tan rubia? A pesar de todo, los signos están ahí y son reveladores: los dedos pequeños, casi sin formar, lustrosos, como los de los santos bizantinos; la finura esculpida de la frente, inclusive ese aire de melancolía caprichosa.
¡Qué raro es que en una niña un rasgo pueda adquirir su forma perfecta, mientras que en su madre o en su padre bien parece mera copia!
La niña alza la mirada un instante, se encuentra con la suya, que la sondea, y aparta los ojos sumida en la confusión. En él surge un impulso iracundo. Quiere tomarla por el brazo y zarandearla. ¡Mírame bien, niña! Eso es lo que quisiera decirle: ¡mírame bien, aprende!
A él se le cae el cuchillo al suelo. Con gesto agradecido, lo busca a tientas, agachándose. Es como si la piel se le hubiese caído a tiras de la cara, como si muy a su pesar las encarase a las dos cubierto por una máscara espantosa y ensangrentada.
La mujer vuelve a hablar.
—Matryona y Pavel Alexandrovich eran buenos amigos —dice con firmeza y con cuidado. Y a la niña le pregunta—: Él te dio clases, ¿verdad que sí?
—Me enseñó francés y alemán. Sobre todo francés.
Matryona: no es el nombre más adecuado para ella. Es nombre de vieja, de viejecita con cara de ciruela pasa.
—Me gustaría que tuvieras algo de él dice. Algo que te sirva para recordarlo.
Una vez más, la niña levanta los ojos con su mirada de aturdimiento, y lo inspecciona como inspecciona un perro a un desconocido, sin oír apenas lo que le dice. ¿Qué está ocurriendo? Llega la respuesta: no puede imaginar que yo sea el padre de Pavel. Está procurando ver a Pavel en mí, pero no puede. Y piensa más aún: para ella, Pavel todavía no ha muerto. En algún recóndito lugar de su interior él sigue con vida, respira su cálido y dulce aliento de juventud. En cambio, esta negrura mía, esta barba, este ser huesudo debe de ser para ella tan repugnante como la muerte en persona: la muerte, con las caderas huesudas y los dientes largos, de un palmo al menos, con el soniquete de los tobillos que chocan entre sí al caminar.
No siente deseos de hablar de su hijo. De oírle hablar de él sí, desde luego, pero no de hablar él. Aritméticamente, hace diez días que Pavel ha muerto. Con cada día que pasa, los recuerdos que aún puedan flotar en el aire como las hojas de otoño van cayendo al barro, y allí son pisoteados, o se los lleva el viento por los cielos cegadores. Solamente él aspira a recoger y a conservar esos recuerdos. Todos los demás suscriben el orden que impone la muerte primero, el duelo y el llanto después, y luego el olvido. Si no olvidamos, dicen, pronto el mundo no será más que una inmensa biblioteca. Pero solo de pensar que Pavel pueda ser pasto del olvido monta en cólera, se convierte en un toro viejo e irritable, de mirada fulminante, peligroso.
Quiere oír anécdotas. Y la niña está milagrosamente a punto de contar una.
—Pavel Alexandrovich —mira de reojo a su madre, como si quisiera confirmar que tiene permiso para pronunciar el nombre muerto —dijo que solamente se iba a quedar un poco más en Petersburgo, y que después se marcharía a Francia.
Se calla. Él espera con impaciencia a que prosiga.
—¿Por qué quería irse a Francia? —pregunta la niña, di-rigiéndose ahora solamente a él—. ¿Qué hay allá en Francia?
—¿En Francia?
—No quería ir a Francia. Solamente quería irse de Rusia —contesta él—. Cuando uno es joven, se muestra impaciente con todo lo que lo rodea. Uno es impaciente con la madre patria, porque la madre patria le parece vieja, revenida. Quiere ver cosas nuevas, conocer nuevas ideas. Uno piensa que en Francia, en Alemania o en Inglaterra hallará el futuro que su propio país, de puro monótono, nunca le podría proporcionar.
La niña frunce el ceño. Él dice Francia, dice madre patria, pero ella oye otra cosa muy distinta, algo que repta bajo las palabras: el rencor.
—Mi hijo tuvo una educación azarosa —dice dirigiéndose no a la niña, sino a la madre—. Tuve que llevarlo de una escuela a otra, por una razón muy sencilla. No se levantaba nunca por las mañanas. No había forma humana de despertarle. Puede que esté haciendo una montaña de un grano de arena, no lo sé, pero nadie puede contar con matricularse en una escuela si luego no asiste a las clases.
¡Qué cosa tan extraña para decirla en un momento como este! No obstante, mira ahora a la hija, y vuelve a la carga.
—Su francés no era muy fiable, seguramente te habrás dado cuenta de eso. Tal vez por eso quisiera ir a Francia, para mejorar su dominio del francés.
—Solía leer muchísimo —dice la madre—. A veces, la lámpara de su cuarto se quedaba encendida toda la noche —habla con voz baja, neutra—. A nosotras no nos importaba; siempre fue muy considerado con nosotras. Le teníamos cariño a Pavel Alexandrovich, ¿verdad que sí?
Le dedica a la niña una sonrisa que a él le parece una caricia.
Fue. Ya lo ha sacado a relucir.
Frunce el ceño.
—Lo que aún no consigo entender es...
Se hace un silencio embarazoso, que él ni siquiera intenta paliar. Muy al contrario, se eriza como un lobo que guardase a su cachorro. Cuidadito, piensa: ¡corres grave peligro si pronuncias una sola palabra contra él! Yo soy su padre y su madre, yo lo soy todo para él, y más aún. Hay algo contra lo que desea enfrentarse, dar la cara, gritar si es preciso. ¿Qué es? ¿Quién es el enemigo al que desafía de ese modo?
Del fondo de su garganta, de allí donde no alcanza a sofocarlo, emana un sonido, un gemido. Se cubre la cara con las manos; las lágrimas le corren entre los dedos.
Oye que la mujer se levanta de la mesa. Espera a que la niña también se retire, pero no lo hace.
Al cabo de un rato, se seca los ojos y se suena la nariz.
—Lo siento —le susurra a la niña, que sigue sentada ahí, con la cabeza inclinada sobre el plato vacío.
Cierra la puerta del cuarto de Pavel después de entrar. ¿Lo siente? No, la verdad es que no lo siente. Lejos de sentirlo, le puede la rabia contra todo el que está vivo, rabia de que su hijo esté muerto. Siente rabia sobre todo contra esa niña, a la que por su misma mansedumbre desearía descuartizar miembro a miembro.
Se tumba en la cama, con los brazos cruzados en tensión sobre el pecho, intentando expulsar el demonio que se está apoderando de él. Sabe que ahora mismo a nada se parece tanto como a un cadáver tendido, y que lo que él llama demonio bien puede ser poco más que su alma apesadumbrada, que bate las alas. Pero estar vivo es en estos momentos una especie de náusea. Desea estar muerto. Más aún: extinguido, aniquilado.
En cuanto a la vida que haya al otro lado de la muerte, no tiene ninguna fe. Cuenta con pasar la eternidad a la orilla de un río, con ejércitos de otras almas muertas, esperando una barcaza que nunca ha de llegar. El aire será frío y húmedo, las negras aguas del río lamerán la orilla, la ropa que lleve se le pudrirá sobre los hombros y le caerá en andrajos a los pies, nunca volverá a ver a su hijo.
Con los dedos fríos y cruzados sobre el pecho, vuelve a contar los días. Es así como se siente al cabo de diez días.
La poesía podría devolverle a su hijo. Tiene cierta idea del poema que le haría falta, una idea de su música, pero él no es poeta: es más bien un perro que ha perdido el hueso, que escarba aquí y allá.
Espera a que el brillo de la luz que se cuela por debajo de la puerta se haya apagado, y luego sale sin hacer ruido del cuarto para volver a su alojamiento.
Durante la noche tiene un sueño. Primero va nadando, luego bucea. La luz es azul y mortecina. Toma impulso y se desliza con facilidad, con elegancia; parece que ya no lleva sombrero, pero su traje negro le hace sentirse como una tortuga, como una tortuga grande y vieja en su elemento natural. Encima de él hay ondas en movimiento, pero en el fondo, donde él se encuentra, el agua está quieta. Atraviesa campos de algas; los flácidos dedos de las algas le rozan las aletas, si es que de aletas se trata.
Sabe bien qué es lo que busca. Mientras nada, a veces abre la boca y emite lo que cree que debe ser un grito, una llamada. A cada grito o a cada llamada, el agua le llena la boca; cada sílaba es sustituida por una sílaba de agua. Se vuelve más lento y más pesado, hasta sentir que con el esternón roza el légamo del río.
Pavel está boca arriba. Tiene los ojos cerrados. Su cabello, mecido por la corriente, es suave como el de un niño.
De su garganta de tortuga sale un último grito, que a él más le parece un ladrido, y se precipita hacia el muchacho. Quiere besarle la cara, pero cuando lo toca con sus labios duros, no está del todo seguro: quizá le esté mordiendo.
Es entonces cuando despierta.
Según una vieja costumbre, pasa la mañana sentado ante el escueto escritorio de su cuarto. Cuando la doncella viene a limpiar, la despacha con un simple gesto. Pero no escribe ni una palabra. No es que esté paralizado; su corazón bombea la sangre a buen ritmo, tiene la cabeza despejada. En cualquier momento podría empuñar la pluma y formar las letras sobre el papel. Pero se teme que la escritura fuese la de un demente: página tras página de vilezas, obscenidades indomeñables. Piensa en la demencia como si fluyera por la arteria de su brazo derecho hasta llegarle a la yema de los dedos, a la pluma y al papel. Fluye como un arroyo, no tendría siquiera que mojar la pluma una sola vez. Lo que fluye y se posa sobre el papel no es ni sangre ni tinta, sino un ácido negro que se pone de un repugnante color verdoso si le da la luz de refilón. Sobre el papel no se seca: si alguien pasara el dedo por encima, notaría una sensación líquida y eléctrica a la vez. Una escritura que hasta los ciegos podrían leer.
Por la tarde regresa a la calle Svechnoi, al cuarto de Pavel. Cierra la puerta interior que da a la vivienda y apoya una silla contra el pestillo. Luego extiende el traje blanco sobre la cama. A la luz del día ve que los puños están bastante sucios. Olisquea los sobacos y el olor le llega con claridad: no es el de un niño, sino el de otro hombre adulto. Aspira ese olor una y otra vez. ¿Cuántas veces se podrá oler antes de que se desvanezca? Si el traje estuviera guardado en una urna de cristal, ¿se preservaría también ese olor?
Se desviste y se pone el traje blanco. Aunque la chaqueta le queda holgada y los pantalones son demasiado largos, no se siente como un payaso.
Se tiende en la cama y cruza los brazos. Es una postura teatral, pero está dispuesto a ir allí adonde le lleven sus impulsos. Al mismo tiempo, no tiene ninguna fe en el impulso.
Imagina una visión de Petersburgo, la ciudad extendida en toda su vastedad, achatada, bajo las estrellas inmisericordes. Una palabra en caracteres hebreos aparece escrita en un pergamino que ocupa el cielo entero. No sabe leer esa palabra, pero sí sabe que se trata de una condena, de una maldición.
Se ha cerrado una verja detrás de su hijo, una verja ahora asegurada con siete llaves y candados de hierro. La tarea que tiene encomendada es abrir esa puerta.
Pensamientos, sensaciones, visiones. ¿Confía en todo eso? Vienen de lo más profundo de su corazón, pero no tiene mayor razón para confiar en el corazón que en la razón misma.
Voy de retirada de un lugar a otro, piensa; cuando haya concluido la retirada, ¿qué quedará de mí?
Se imagina que volviera a la matriz, o que volviera al menos a algo que fue suave, fresco, gris. Tal vez no sea solo una matriz: tal vez se trate del alma, tal vez así sea como se presenta el alma.
Oye un susurro bajo la cama. ¿Un ratón ocupado en sus quehaceres? Le da igual. Se da la vuelta, se lleva la chaqueta blanca a la cara, aspira.
Desde que tuvo noticia de la muerte de su hijo, en él ha ido menguando algo que considera firmeza. Soy yo el que está muerto, piensa; mejor dicho, yo he muerto, pero mi muerte no terminó de llegar. La idea que tiene de su propio cuerpo es que resulta fuerte, robusto, y que no cederá de por sí. Su pecho es como un barril de re-cias duelas. Su corazón seguirá latiendo largo tiempo. Sin embargo, algo lo ha sacado del tiempo de los hombres. La corriente que lo lleva no deja de fluir, aún sigue su curso, puede que obedezca incluso a una intención determinada, pero esa intención ha dejado de responder a la vida. Esa corriente que lo lleva es agua muerta, es una corriente inerte.
Se queda dormido. Cuando despierta, ha anochecido y el mundo entero está en silencio. Enciende un fósforo, intenta despejarse, sacudirse el embotamiento. ¿Pasa ya de la medianoche? ¿Dónde ha estado?
Se mete debajo de la ropa de cama, duerme de manera intermitente. Por la mañana, de camino al lavabo, desaliñado y maloliente, tropieza con Anna Sergeyevna. Con el pelo recogido bajo una pañoleta, con las botas grandes, parece cualquier tendera del mercado. Lo mira con asombro.
—Me quedé dormido, estaba muy cansado —le explica. Pero no se trata de eso. Es el traje blanco, que él aún lleva puesto. Si no le importa— prosigue—, me alojaré en el cuarto de Pavel hasta que me marche. No serán más que unos cuantos días.
—Ahora no puedo hablar con usted, voy con prisa —le contesta. Está claro que no le agrada esa idea. Tampoco le ha dado su consentimiento. Pero él ya ha pagado, ella no puede hacer nada al respecto.
Se pasa la mañana entera sentado ante la mesa, en el cuarto de su hijo, con la cabeza entre las manos. Ni siquiera puede fingir que está escribiendo. Mentalmente vuelve cada dos por tres al momento en que murió Pavel. Lo que no soporta es pensar que, en la última frac-ción del último instante antes de su caída, Pavel supo que ya nada iba a salvarlo, que estaba muerto. Quiere creer que Pavel estuvo protegido contra esa certidumbre más terrible que la aniquilación misma, aunque solo fuera por la precipitada confusión de la caída, por ese modo que tiene la mente de volverse éter ante todo lo que sea demasiado inmenso de sobrellevar. Quiere creerlo de todo corazón. Al mismo tiempo, sabe que desea creer para hacerse éter también él frente a la constancia de que Pavel, al caer, lo sabía todo.
En momentos como este, no distingue a Pavel de sí mismo. Son la misma persona, y esa persona no es ni más ni menos que un pensamiento, ya sea Pavel que piensa en él, o él que piensa en Pavel. Ese pensamiento mantiene vivo a Pavel, suspendido en su caída.
De lo que quiere proteger a su hijo es de saber que está muerto. Mientras yo viva, piensa, ¡déjame a mí ser el que lo sepa! Mediante cualquier acto de voluntad que sea preciso, déjame a mí ser el animal pensante que se arroje al vacío.
Sentado ante la mesa, con los ojos cerrados y apretados los puños, aleja de Pavel el conocimiento de la muerte. Piensa en sí mismo como si fuera el tritón de la Piazza Barberini de Roma, el que se lleva a los labios una concha de la cual mana una fuente constante y cristalina. De día y de noche insufla la vida en el agua. Los tendones del cuello, plasmados en bronce, se tensan en ese esfuerzo.
4
EL TRAJE BLANCO
Ha llegado noviembre, y con él las primeras nieves. El cielo está lleno de aves acuáticas que emigran hacia el sur.
Se ha instalado en el cuarto de Pavel; en cuestión de días ha pasado a ser parte de la vida del edificio. Los niños ya no dejan de jugar para volverse a mirarlo cuando pasa, aunque todavía bajan un poco la voz. Saben quién es ¿Quién es? Es el infortunio, el padre del infortunio.
A diario se dice que tiene que regresar a la isla de Yelagin, a la tumba. Pero no lo hace.
Escribe a su mujer, a Dresde. Sus cartas son tranquilizadoras, pero están vacías de sentimiento.
Pasa las mañanas en el cuarto, mañanas completamente en blanco, que terminan por destilar su propio placer, insidioso y mortal. Por las tardes recorre las calles, aunque rehuye la zona que hay alrededor de la calle Meshchanskaya y de Voznesensky Prospekt por miedo a que alguien lo reconozca; suele hacer un alto de una hora en un salón de té, siempre en el mismo.
En Dresde acostumbraba a leer los periódicos rusos, pero ahora ha perdido todo interés por el mundo que lo rodea. Su mundo se ha contraído; su mundo le cabe ahora dentro del pecho.
Por consideración hacia Anna Sergeyevna regresa al cuarto solo cuando ha anochecido. Hasta que lo llaman a cenar, permanece sin hacer ningún ruido en ese cuarto que es y no es suyo.
Está sentado en la cama con el traje blanco sobre el regazo. No lo ve nadie. No ha cambiado nada. Siente el cordón del amor que va de su corazón al de su hijo, tan tangible como si fuera una soga. Siente que esa soga se retuerce y le aprieta el corazón. Se le escapa un fuerte gemido. «¡Sí!», susurra como bienvenida al dolor; estira las manos y da otra vuelta más a la soga.
La puerta se abre a sus espaldas. Sobresaltado, se da la vuelta, inclinado todavía sobre sus rodillas, feo, con el traje hecho un amasijo entre las manos.
—¿Quiere cenar ya? —pregunta la niña.
—Gracias, pero hoy prefiero estar a solas.
Vuelve poco después.
—¿Le apetece un poco de té? Se lo puedo traer yo misma.
Trae con solemnidad una tetera, un azucarero y una taza sobre una bandeja.
—¿Es ese el traje de Pavel Alexandrovich?
Deja a un lado el traje y asiente.
Ella se planta al alcance de su mano y lo mira mientras sorbe el té. Al él vuelven a sorprenderle la finura de sus sienes y de sus pómulos, los ojos líquidos y oscuros, las cejas morenas, el cabello rubio como el maíz. Nota un atropello de emociones contradictorias, como dos olas que revientan una contra otra: el apremio de protegerla, el apremio de azotarla por el mero hecho de estar viva.
Vale más que esté encerrado, piensa. Tal como me encuentro, no soy apto para tratar con la humanidad.
Espera a que la niña diga algo; quiere que hable. Es una exigencia impensable para hacérsela a una niña, pero a pesar de todo formula su demanda. Alza la mirada hacia ella. Nada hay velado. La mira fijamente con lo que solo puede ser desnudez.
Por un instante, ella lo mira también a los ojos. Luego aparta la mirada, retrocede con perplejidad, hace una rara y torpe reverencia, y sale corriendo del cuarto.
Él se da cuenta, incluso a medida que se desarrolla, de que este es un incidente que nunca olvidará, y que incluso un buen día tal vez lo recree en sus escritos. Le embarga una vergüenza pasajera, aunque superficial y transitoria. Primero en su escritura y ahora en su vida, la vergüenza parece haber perdido poder, como si su sitio lo hubiese ocupado una pasividad ciega y amoral que no se arredra ante ningún extremo. Es como si por el rabillo del ojo viese que las nubes avanzan hacia él a una velocidad terrorífica. Son nubes de tormenta. Todo lo que se interponga en su camino será arrasado. Con temor, pero también con algo de excitación, espera a que arrecie la tormenta.
A las once en punto según su reloj, sin anunciarse, sale del cuarto. La cortina está echada a la entrada de la alcoba en que duermen Matryona y su madre, aunque Anna Sergeyevna sigue en pie, sentada ante la mesa, cosiendo a la luz de la lámpara. Cruza la habitación y se sienta frente a ella.
Tiene diestros los dedos, sus movimientos son precisos. Él aprendió a zurcir en Siberia por pura necesidad, pero nunca podría zurcir con esa gracia y esa fluidez. En sus dedos, una aguja es una curiosidad, una flecha liliputiense.
—La luz es demasiado escasa para una labor tan fina —murmura.
Ella inclina la cabeza como si fuese a decirle: lo he oído. Pero también podría haber repuesto: ¿y qué pretende que haga?
—¿Es Matryona su única hija?
Ella lo mira directamente. A él le gusta esa mirada directa. Le gustan sus ojos, que no son ni mucho menos dulces.
—Tuvo un hermano, pero murió cuando era muy pequeño.
—De modo que entiende lo que significa...
—No, no lo entiendo.
¿Qué quiere decir? ¿Que la muerte de un niño pequeño es más fácil de soportar? Ella no se lo explica.
—Si me lo permite, le regalaré una lámpara mejor que esa. Es una pena que arruine la vista siendo aún tan joven.
Ella inclina la cabeza como si fuera a decirle: gracias por haberlo pensado, no le obligaré a cumplir la promesa.
Tan joven: ¿qué pretende decir?
Sabe desde hace algún tiempo que cuando lleguen las palabras que vienen a continuación, él no hará el menor intento por contenerlas.
—Tengo verdadera ansia por hablar de mi hijo —dice—, pero mayor es el ansia por que los otros me hablen de él.
—Era un joven espléndido —aventura ella— Lamento que lo tratásemos tan poco tiempo. Acto seguido, como si se diera cuenta de que no es suficiente, añade: A Matryona le leía cuando ella se acostaba. Ella se pasaba el día esperando el momento en que él le leyese. Los dos se tenían verdadero cariño.
—¿Qué leían?
—Ahora me acuerdo de El gallito de oro. Cosas de Krylov. También le enseñó algunos poemillas en francés. Aún sabe recitar uno o dos.
—Es bueno que tenga usted libros en casa —Hace un gesto hacia una estantería en la que habrá veinte o treinta volúmenes—. Es bueno para una niña que está en edad de crecer, claro.
—Mi marido era impresor. Bueno, trabajaba en una imprenta. Leía mucho; la lectura era su principal recreación. Esos libros son solo unos pocos de los muchos que tenía. Cuando vivía, la casa estaba repleta de libros, ya no cabían más —titubea unos momentos—. Tenemos un libro suyo, Pobres gentes. Era uno de sus preferidos.
Se hace el silencio. La lámpara empieza a titilar. Ella baja la llama y deja en la mesa su labor. Las esquinas de la estancia se inundan de sombras.
—Tuve que pedirle a Pavel Alexandrovich que no invitase a sus amigos a su cuarto por las noches —dice ella—. Ahora lo lamento. Fue por una vez que no nos dejaron dormir; estuvieron charlando y bebiendo hasta muy altas horas de la noche. Tenían algunos amigos bastante rudos.
—Sí, era demócrata en sus amistades. Sabía cómo hablar con la gente llana de las cosas que más les importaban. La gente llana tiene hambre de ideas. Él nunca les habló con desprecio.
—Tampoco le habló a Matryosha con desprecio.
La luz es cada vez más escasa; el pabilo empieza a humear. Una salva de palabras, piensa él, restregadas allí donde más duele. Y yo ¿quiero curarme de veras?
—Era una persona muy seria a pesar de su juventud —insiste él—. Pensaba mucho en Rusia, en las condiciones en que aquí se vive. Le importaban las cosas que les importan a las gentes de a pie.
Hay una larga pausa. Un homenaje, piensa: le estoy rindiendo homenaje, por vacilante que sea, por muy tarde que llegue, y también intento que ella le rinda su homenaje. ¿Por qué no?
—Llevo algún tiempo preguntándome por lo que dijo el otro día —dice ella con aire pensativo—. ¿Por qué contó aquello de que Pavel no se despertaba a tiempo de ir a la escuela?
—¿Por qué? Pues porque aunque no parezca ahora im-portante, desbarató en buena parte su vida. Debido a su incapacidad de madrugar tuve que llevarlo de escuela en escuela. Por eso no se matriculó en la universidad. Al final, se encontró aquí en Petersburgo, en los márgenes más alejados de la vida estudiantil, en donde realmente no se le había perdido nada, ya que no pertenecía por derecho propio a ese medio social. Y no era por simple pereza, no. Lo que pasaba es que era imposible que se levantara: ni a gritos, ni a sacudidas, ni con amenazas, ni con súplicas. ¡Era como proponerse despertar a un oso en plena hibernación!
—Lo entiendo. Hay niños que nunca se acostumbran a la escuela, pero no es eso. Me refería a otra cosa. Perdóneme que se lo diga, pero lo que me trastornó cuando le oí contarlo fue lo enojado que parecía estar usted con él todavía hoy.
—¡Pues claro que estaba enojado! Su madre murió, debe de recordarlo, cuando tenía quince años. No fue fácil ocuparme yo solo de su educación. Tenía mejores cosas que hacer, antes de ponerme a convencer a un muchacho de esa edad para que se levantara a tiempo, y menos aún tratarlo con mano izquierda. Si Pavel hubiese concluido sus estudios, como todo hijo de vecino, nada de esto habría ocurrido.
—¿De esto?
Él hace un gesto impaciente con un brazo, como si borrase de un plumazo la vivienda, la ciudad de Petersburgo, incluso la gran bóveda de la noche que se yergue sobre ellos dos.
Ella lo mira con calma y con tesón; es bajo esa mirada cuando él empieza a entender con todas sus consecuencias lo que ha dicho. Se adueña de él un temblor que empieza por la mano derecha. Se levanta y comienza a caminar por la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Algo viene de camino, algo cuyo nombre mismo procura rehuir. Intenta decir algo, pero le sale una voz estrangulada. Me estoy conduciendo como un personaje de libro, piensa. Pero ni siquiera le sirve de ayuda burlarse de sí mismo. Le tiemblan los hombros. Sin ha-cer ruido, comienza a llorar.
En un libro, la mujer reaccionaría ante su pena con una oleada de compasión. Esta mujer no actúa así. Se sienta ante la mesa, bajo la luz titilante, con la mirada huidiza y la labor en el regazo. Es tarde, no hay nadie que los vea, la niña está durmiendo.
¡Maldito sea el corazón!, se dice él. ¡Malditas emociones! ¡La piedra angular no es el corazón, ni cómo se siente el corazón, sino la muerte y cómo se siente el muchacho muerto!
En este momento accede a la más clara de las visiones, una visión en la que Pavel le sonríe, o se sonríe de su mal humor, de sus lágrimas y su histrionismo, y también de lo que se oculta bajo su histrionismo. No es una sonrisa despectiva, sino una sonrisa de amistad y de perdón. Él lo sabe, piensa: ¡lo sabe y no le importa! Le atraviesa una oleada de gratitud, de alborozo y de amor. ¡Ahora es seguro que tendré un ataque! También lo piensa, pero es a él a quien no le importa. Renuncia a contener las lágrimas; a tientas vuelve junto a la mesa, esconde la cabeza entre los brazos y suelta un alarido de pesar tras otro.
Nadie le acaricia el cabello, nadie le murmura al oído una palabra de consuelo. Pero cuando al fin alza la cabeza, a la vez que con torpeza rebusca el pañuelo en el bolsillo, es la niña, Matryona, la que se halla ante él y la que lo observa con atención. Lleva un camisón blanco; el pelo bien cepillado le cae sobre los hombros. No puede por menos que notar los pechos que despuntan tras la tela. Él intenta sonreírle, pero la expresión de la cara con que ella lo mira no cambia lo más mínimo. Ella también lo sabe, piensa. Ella sabe qué es falso y qué es verdadero; si no, con esa mirada honda se propone averiguarlo.
Se recupera. Mientras derrama las últimas lágrimas, su mirada se entrelaza con la de la niña. En ese instante pasa algo entre ellos dos, algo ante lo cual él se encoge como si le hubiera atravesado un hierro al rojo vivo. Luego, los brazos de su madre la envuelven, se oye una palabra en un suspiro, la niña se retira a la cama.
5
MAXIMOV
—Buenos días. He venido a reclamar —le sorprende la firmeza de su voz— las pertenencias de mi hijo. Mi hijo sufrió un accidente el mes pasado, y la policía se hizo cargo de algunos de sus objetos personales.
Desdobla el resguardo y lo posa sobre el mostrador. Según Pavel perdiese la vida antes o después de la medianoche, el impreso está fechado el mismo día o al día siguiente de su muerte. Solo hace referencias a «cartas y otros papeles».
El sargento inspecciona el resguardo con recelo.
—12 de octubre. Aún no ha pasado un mes. El caso aún no estará resuelto.
—¿Cuánto tardará en resolverse?
—Puede que dos meses, tal vez tres. Puede que sea un año, quién sabe. Depende de las circunstancias.
—No hay circunstancias. No se trata de un crimen.
Sujetando el papel con el brazo extendido, el sargento sale de la oficina. Cuando regresa, se le nota una mayor hosquedad.
—¿Se llama usted, señor...?
—Isaev. Su padre.
–Sí, señor Isaev. Si hace el favor de sentarse, lo atenderán enseguida.
Se le encoge el corazón. Simplemente esperaba que le entregaran las pertenencias de Pavel para salir de allí cuanto antes. Lo que menos le interesa, por ser un lujo que no puede permitirse, es que la policía le preste la más mínima atención.
—Dispongo de poco tiempo para esperar —dice tajantemente.
—Sí, señor. Estoy seguro de que el investigador lo recibirá muy pronto. Siéntese, póngase cómodo.
Consulta su reloj, se sienta en el banco, mira a su alrededor con fingida impaciencia. Es temprano; no hay más que otra persona en la antesala, un joven vestido con un sucio sobretodo de pintor de brocha gorda. Sentado con la espalda muy erguida, parece dormido. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta; emite un ronquido apagado.
Isaev. En su interior aún no se ha asentado la confusión. ¿No sería preferible desechar cuanto antes la historia de Isaev, antes de quedar atascado en ella? ¿Cómo iba a explicarlo? «Sargento, se ha cometido un leve error. Las cosas no son del todo como parecen. En cierto modo, yo no soy Isaev. El Isaev cuyo nombre que razones de mi sola incumbencia he empleado hasta ahora, y son razones que no detallaré aquí y ahora, si bien son razones perfectamente fundadas, lleva muerto algunos años. No obstante, yo eduqué a Pavel Isaev como si fuese mi propio hijo, y lo quiero como si fuera sangre de mi sangre y carne de mi carne. En ese sentido llevamos el mismo apellido, o al menos deberíamos llevarlo. Esos papeles que él ha dejado son para mí de un valor incalculable. Esa es la razón de que haya venido.» ¿Y si reconociese esta realidad sin que nadie se lo hubiera pedido? ¿Y si nadie sospechara nada en ningún momento? ¿Y si hubiesen estado a punto de devolverle los papeles, y al saberlo optasen por retenerlos? «Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Es que hay gato encerrado?»
Mientras permanece sentado, sin decidirse entre confesar o seguir adelante con la impostura, al sacar el reloj y mirarlo con gesto de contrariedad, procurando pasar por un impaciente y atareado hombre de negocios incómodo en esa sala cerrada, en uno de cuyos rincones humea una estufa, tiene la premonición de un síncope, y en ese mismo gesto reconoce que un síncope sería una artimaña, la artimaña más infantil de todas para salir de una situación comprometida, al tiempo que en algún rincón cae de golpe la sombra molesta de un recuerdo: no cabe duda, ha estado antes aquí, en esta misma antesala, o en una muy parecida, y también tuvo un episodio o un desmayo. Pero ¿a qué se debe que recuerde el episodio tan remotamente? ¿Qué tiene que ver ese recuerdo con el olor de la pintura fresca?
—¡Esto es demasiado!
Los ecos de su grito rebotan por la sala. El pintor que dormitaba se despierta sobresaltado; el sargento del mostrador alza la mirada sorprendido. Él intenta disimular su propia confusión.
—Lo que quiero decir —dice bajando la voz— es que ya no puedo esperar más, que tengo una cita a la que no puedo faltar, ya se lo he dicho.
Se ha puesto en pie y se ha abrochado el abrigo cuando el sargento lo llama a gritos.
—El consejero Maximov lo recibirá ahora mismo, señor.
En el despacho al cual es conducido no hay ningún banco de respaldo alto. Al margen de un enorme sofá cuya tapicería es de imitación de piel, está amueblado al estilo neutro de los edificios oficiales. El consejero Maximov, investigador judicial encargado del caso de Pavel, es un hombre calvo, con la planta rechoncha que tendría una campesina, y que no para de moverse hasta estar cómodamente sentado, momento en el que abre ante él un abultado cartapacio y se pone a leer largo y tendido, murmurando algo para sus adentros, mientras sacude la cabeza de vez en cuando.
—Triste asunto... Triste asunto, ya lo creo...
Por fin levanta la mirada.
—Mis más sinceras condolencias, señor Isaev.
¡Isaev! ¡Es hora de tornar una decisión!
—Gracias. Verá, he venido a pedir que me sean devueltos los papeles de mi hijo. Me doy cuenta de que el caso no está cerrado, pero no entiendo por qué pueden tener interés para su investigación unos papeles privados, ni tampoco veo qué relevancia pueden tener para su... proceder.
—¡Sí, sí, desde luego que sí! Como usted bien dice, son papeles privados. De todos modos, dígame una cosa: cuando habla de papeles, ¿a qué se refiere exactamente? ¿De qué papeles se trata?
Los ojos del hombre despiden un brillo acuoso. Tiene blancas las pestañas, como las de un gato.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Los papeles se los llevaron del cuarto de mi hijo, yo aún no los he visto. Serán cartas, papeles...
—Así que usted no los ha visto, y sin embargo cree que no pueden ser de ningún interés para nosotros. Lo entiendo. Entiendo que un padre quiera creer que los papeles de su hijo son cuestión puramente personal, o al menos cuestión de familia. Sí, le entiendo bien. No obstante, se está llevando a cabo una investigación... Puede que no pase de ser mera formalidad, pero es una formalidad cuyo cumplimiento la ley exige, y que no puede por tanto darse por concluida con un simple chasquido con los dedos, con un simple gesto, como si no hubiera pasado nada. Y los papeles son parte de la investigación. Por lo tanto...
Une las yemas de los dedos de ambas manos, inclina la cabeza, parece sumirse en profundos pensamientos. Cuando de nuevo levanta la mirada ya no sonríe en cambio, ostenta una expresión de absoluta determinación.
—Le creo —dice—, desde luego que le creo. Y también creo tener una solución que satisfará a las dos partes. Como el caso no está cerrado, sino que, a decir verdad, apenas acaba de abrirse, no puedo devolverle los papeles, pero sí voy a permitirle que los vea. Estoy de acuerdo con usted: es injusto, es sumamente injusto arrebatárselos a la familia en un momento tan trágico como este, y mantenerlos por un tiempo fuera de su alcance.
Con un gesto súbito, como el del jugador de cartas que liga una baza ganadora, extrae una sola hoja del cartapacio y la coloca delante de él.
Es una lista de nombres, nombres rusos, solo que escritos con caracteres latinos. Todos ellos empiezan por «A».
—Debe de haber un error. Esa no es la caligrafía de mi hijo.
—¿Que no es la caligrafía de su hijo? Hum...— Maximov retira la hoja y la examina—. En tal caso, ¿tiene usted alguna idea de quién puede ser, señor Isaev?
—No reconozco esa caligrafía, pero puedo asegurarle que no es la de mi hijo.
Del final del cartapacio, Maximov selecciona otra página y la desliza sobre la mesa.
—¿Y esta otra?
Ni siquiera le hace falta leerla. ¡Qué estúpido!, piensa. Le abruma cierto sonrojo, un leve mareo. Su voz, al hablar, diríase que llega desde muy lejos.
—Es una carta que yo le escribí. Yo no soy Isaev. Solamente utilicé el nombre...
Maximov mueve una mano como si quisiera espantar una mosca, como si desechase sus palabras, como si exigiera silencio; sin embargo, él se sobrepone al mareo y concluye su declaración.
—Utilicé el nombre pensando en no complicar más las cosas, nada más que por eso. Pavel Alexandrovich. Isaev es mi hijastro, el único hijo de mi difunta esposa. Pero para mí es como si fuera mi propio hijo. Aparte de a mí mismo no tiene a nadie en el mundo.
Maximov le quita la carta, que él sostenía con manos trémulas, y de nuevo la examina. Es la última carta que le escribió desde Dresde, una carta en la que regañaba a Pavel por gastar demasiado dinero. ¡Qué mortificación, estar ahí sentado mientras la lee un perfecto desconocido! ¡Qué mortificación, haberla escrito de su puño y letra! ¿Cómo iba uno a saber, cómo iba él a saber qué día habría de ser el último?
—«Tu padre que te quiere, Fiodor Mijailovich Dostoievski» —murmura el magistrado antes de mirarle a la cara—. Hablemos, pues, con claridad. Usted no es Isaev. Usted es Dostoievski.
—Sí. Ha sido una treta, un error estúpido, pero inofensivo, que ahora de veras lamento.
—Comprendo. No obstante, viene usted aquí y afirma ser... En fin, ¿hay que utilizar esa fea expresión? Utilicémosla cautelosamente, por así decir, al menos de momento, a falta de otra mejor. Afirma ser el padre del difunto Pavel Alexandrovich Isaev y solicita que le sean devueltas sus pertenencias, cuando lo cierto es que no es usted esa persona. Esto no tiene buena pinta, ¿verdad que no?
—Ya le he dicho que fue un error que ahora lamento amargamente. Pero el difunto sí es mi hijo, y yo soy su custodio legal.
—Hum. Veo aquí que tenía veintiún años, veintidós casi, en el momento de su fallecimiento. Si hablamos con propiedad, el mandato judicial que le garantiza la custodia ya había expirado. Un hombre de veintiún años es su propio dueño y señor, ¿no es así? Legalmente, es una persona libre.
Es esta burla la que finalmente le aguijonea. Se pone en pie.
—No he venido aquí para hablar de mi hijo con desconocidos —dice, levantando el tono de voz—. Si insiste usted en retener sus papeles, dígamelo directamente, que yo daré otros pasos encaminados a obtener su devolución.
—¿Que si insisto en retener los papeles? ¡Por supuesto que no! Mi querido señor, hágame el favor de sentarse. ¡Por supuesto que no, qué cosas tiene! Por el contrario, me gustaría muchísimo que examinase usted los papeles, tanto en su beneficio como en el nuestro. El consejo que pudiera usted darnos al respecto sería muy de agra-decer, mucho. Para empezar, veamos esto. —Coloca ante él una docena de hojas escritas por las dos caras, la lista completa de nombres, cuya primera página ya había visto, la correspondiente a los que empiezan por «A». No es la caligrafía de su hijo, ¿verdad?
—No.
—Desde luego, eso lo sabemos. ¿Tiene idea de quién puede ser la caligrafía?
—No la reconozco.
—Pertenece a una mujer joven que actualmente reside en el extranjero. Su nombre es lo de menos, aunque tengo la sensación de que si se lo dijera se quedaría usted bastante sorprendido. Es amiga y colaboradora de un hombre llamado Nechaev, Sergei Gennadevich Nechaev. ¿No le dice nada ese nombre?
—No conozco personalmente a Nechaev, y dudo mucho que mi hijo lo conociera. Nechaev es un conspirador y un insurrecto, cuyos planes repudio con total contundencia.
—Dice usted que no lo conoce personalmente, pero lo cierto es que usted ha tenido contacto con él.
–No, no he tenido contacto con él. Asistí una vez a una reunión abierta al público, en Ginebra, en la cual tomaron la palabra numerosas personas, entre ellas Nechaev. Hemos estado juntos en la misma sala, a eso se reduce todo el trato que he tenido con él.
—¿Cuándo fue esa reunión?
—Fue en el otoño de 1867. La reunión fue convocada por la Liga para la Paz y la Libertad, tal como se hace llamar esa organización. Asistí a ella abiertamente y sin tapujos, en calidad de ruso y de patriota, para enterarme de lo que pudiera decirse de Rusia desde todos los puntos de vista. El hecho de que oyera hablar a ese joven lla-mado Nechaev no quiere decir, ni mucho menos, que respalde sus ideas. Por el contrario, se lo repito, rechazo todo aquello que defiende, y esto es algo que he sostenido en infinidad de ocasiones, tanto en público como en privado.
—¿Incluyendo el bienestar del pueblo? ¿No defiende Nechaev el bienestar del pueblo? ¿No es eso lo que se esfuerza por lograr?
—No consigo entender a qué viene la vehemencia con que me formula estas preguntas. Nechaev defiende en primer lugar y por encima de todo el derrocamiento violento de todas las instituciones de la sociedad, en nombre de un principio de igualdad, de felicidad igual para todos o, si no, de desdicha igual para todos. No es ese un principio que haya intentado siquiera justificar. A decir verdad, parece que desprecia la justificación en general y que la considera una pérdida de tiempo, un inútil empeño del intelecto. Por favor, le ruego que no intente relacionarme con Nechaev.
—Muy bien, acepto sus argumentos. De todos modos, debería añadir que me sorprende, pues nunca le hubiese imaginado yo como un apasionado defensor de los principios. En fin, vayamos al grano. La lista que tiene delante ... ¿no reconoce ninguno de esos nombres?
—Reconozco algunos, un puñado.
—Es una lista de las personas que han de ser asesinadas, tan pronto se dé la señal convenida, en nombre de la Venganza del Pueblo, que es la organización clandestina que, como bien sabe usted, ha creado Nechaev. Los asesinatos tiene por objeto precipitar una revuelta generalizada que conduzca al derrocamiento del Estado. Si pasa usted al final de esas hojas, encontrará un apéndice según el cual hay relaciones de personas que, subsiguientemente, una vez logrado ese derrocamiento, han de ser condenadas a una ejecución sumarísima. Entre ellas se encuentran los altos funcionarios judiciales, todos los oficiales de policía, los oficiales de la Tercera Sección con el rango de capitán o rangos superiores... Esa lista fue encontrada entre los papeles de su hijo.
Tras haber puesto sobre la mesa esta información, Maximov inclina la silla hacia atrás y sonríe amistosamente.
—¿Significa eso que mi hijo es un asesino?
—¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a serlo, si nadie ha sido asesinado? Lo que tiene usted ahí delante solamente es, por así decir, un borrador, un borrador especulativo. De hecho, en mi opinión, y es la opinión de un particular, esa es la lista que bien podría haber elaborado un joven con motivos de queja contra la sociedad en general en el espacio de una sola tarde, puede que como forma de darse tono ante la mujer misma a la que está dictando. Así se jacta de su poder sobre la vida y la muerte, de un poder completamente ilusorio. No obstante, el asesinato, la trama del asesinato, es una amenaza directa contra los altos funcionarios del Estado, y eso ya es una cuestión más grave. ¿No está de acuerdo?
—Muy grave. Su deber está bien claro, no creo que requiera mis consejos. Si Nechaev regresa a su país natal, en cuanto llegue tiene usted que arrestarlo. En lo que se refiere a mi hijo, ¿qué se puede hacer? ¿También va a arrestarlo?
—¡Ja, ja! ¡Como broma no está mal, Fiodor Mijailovich! No, no podemos arrestarlo por más que quisiéramos, pues ya se ha ido a un lugar mejor que este. Pero ha dejado algunas cosas aquí. Ha dejado papeles, más papeles de los que debiera poseer cualquier conspirador que se precie. También nos ha dejado algunos interrogantes. Por ejemplo, ¿por qué se quitó la vida? Permítame que se lo pregunte directamente. ¿Por qué cree usted que se quitó la vida?
La sala da vueltas ante sus ojos. El rostro del investigador parece elevarse como un enorme globo de color rosa.
—Él no se quitó la vida —susurra—. Usted no ha entendido nada, no sabe nada de él.
—¡Por supuesto que no! De su hijastro y de las vicisitudes de su existencia no he entendido ni un adarme, ni tampoco pretendo saber nada. Lo que sí espero entender, en un sentido material e inquisitivo, es qué motivos le impulsaron a morir. Por ejemplo, ¿había sido amena-zado? ¿Le amenazó uno de sus correligionarios con denunciarle? Y el miedo a las consecuencias de la denuncia ¿le inquietó tanto que llegó a quitarse la vida? ¿O es acaso posible que no se quitara la vida? ¿Es posible que, por razones que aún desconocemos, fuese tenido por traidor a la causa de la Venganza del Pueblo y fuera asesinado entonces de una manera particularmente cruel? Esas son algunas de las preguntas que no me puedo quitar de la cabeza. Esa es la razón por la cual he aprovechado esta fortuita ocasión de hablar con usted, Fiodor Mijailovich. Y es que si usted no le conoce, habiendo sido su padrastro y su protector durante tantos años, en ausencia de sus padres naturales, ¿quién le conoce?
»Además, cómo no, hay que tratar el asunto de la bebida. ¿Estaba habituado a beber en abundancia, o es algo que solo hizo recientemente, debido a las tensiones propias de su vida de conspirador?
—No le comprendo. ¿Por qué hablamos de la bebida?
—Porque la noche en que murió había bebido muchísimo. ¿No lo sabía usted?
Él menea la cabeza con gesto aturdido.
—Está muy claro, Fiodor Mijailovich, que hay muchas cosas que usted desconoce. Vamos, permítame ser sincero con usted. Tan pronto supe que había venido usted para reclamar los papeles de su hijo, metiéndose, por así decir, en la boca del lobo, estuve seguro, o casi seguro, de que no tenía usted la menor sospecha de que hubiese nada indigno o pernicioso. Y es que si hubiera sabido usted que existía una relación entre su hijastro y la banda criminal de Nechaev, es totalmente seguro que no habría venido usted. Al menos, es seguro que habría dejado bien claro desde el primer momento que solamente deseaba reclamar las cartas cruzadas entre usted mismo y su hijastro, nada más. ¿Me sigue?
—Sí, yo...
—Y como ya están en su poder las cartas que pudo enviarle su hijastro, eso habría supuesto que solamente deseaba usted la devolución de las cartas que usted mismo le hubiese escrito. En cambio, ¿por qué...?
—Las cartas, desde luego, pero también todo lo demás, todo lo que sea de naturaleza estrictamente privada. ¿Qué sentido puede tener que lo hostigue usted ahora como a un perro?
—¡Eso me pregunto yo! Qué trágico... En fin, volvamos al asunto de los papeles. Usted utiliza la expresión «de naturaleza estrictamente privada». Se me ocurre en cambio que, habida cuenta de las actuales circunstancias, es difícil precisar qué significa «de naturaleza es-trictamente privada». Por supuesto que debemos respetar a los muertos, que debemos hacer valer los derechos que su hijastro ya no está en situación de defender, en este caso el derecho a la decencia y a la intimidad. La posibilidad de que después de nuestra defunción venga un desconocido a husmear entre nuestras pertenencias, a abrir nuestros cajones, a violar los sellos, a leer cartas íntimas... Sería una posibilidad harto dolorosa para cualquiera de nosotros, no me cabe duda. Por otra parte, en algunos casos podríamos preferir que fuese un desconocido sin el menor interés el que desempeñase este feo pero necesario oficio. ¿Estaríamos más cómodos ante la idea de que nuestros asuntos más íntimos fueran abiertos, cuando las emociones aún están a flor de piel, ante la mirada cándida de una esposa, de una hermana, de una hija? Mejor, en ciertos aspectos, que se ocupe de esto un desconocido, alguien que no pueda sentirse ofendido, ya que nada somos para él, ya que también estará endurecido, por la natu-raleza de su profesión, y protegido contra las ofensas de todo tipo por una costra que solo dan los años de ejercicio de la profesión.
«Claro está que esto en cierto modo no es más que hablar por hablar, ya que al fin y a la postre es la ley la que dispone, la ley de sucesión: los herederos son los que toman plena posesión de los papeles privados y de todo lo demás. Y en caso de que alguien muera sin haber nombrado a su heredero, las reglas de la consanguinidad bastan para zanjar todo lo que haya que zanjar.
»Así pues, las cartas cruzadas entre miembros de una misma familia, estamos de acuerdo, son papeles privados que han de tratarse con la apropiada discreción. En cambio, las comunicaciones recibidas del extranjero, las comunicaciones de naturaleza sediciosa, las listas de personas señaladas para proceder a su asesinato, por ejemplo, no son de ninguna manera papeles privados. Aquí, sin embargo, nos encontramos con un caso muy curioso.
Está hojeando el cartapacio, mientras con las uñas tamborilea sobre la mesa de manera irritante.
–Aquí nos encontramos con un caso muy curioso, un caso muy curioso repite en un murmullo. Un cuento —anuncia inesperadamente—. ¿Qué puede decirse de un cuento, de una obra de ficción? ¿Diría usted que un cuento es un asunto privado y personal?
—Es un asunto privado, total y absolutamente privado y personal de un autor, hasta que sea dado a conocer al mundo entero.
Maximov le lanza una mirada burlona, y luego desliza sobre la mesa lo que ha estado leyendo. Es un cuaderno de ejercicios como los que usan los niños en la escuela, de páginas pautadas. Reconoce a primera vista la caligrafía inclinada, el arrastre de los ganchos y las tildes. Es la escritura de un huérfano, piensa: tendré que aprender a amarla. Coloca la mano sobre la página con ademán protector.
—Léalo dice con indolencia su antagonista.
Intenta leer, pero no puede concentrarse; cuanto más lo intenta, más se fija exclusivamente en los detalles de la caligrafía. Además, tiene la mirada empañada por las lágrimas. Se las seca con una manga para que no caigan sobre el papel y emborronen la página. «Desiertos de nieve sin una sola huella», lee, y siente deseos de corregir la redundancia del tópico. Trata sobre un hombre a la intemperie, sobre el frío. Sacude la cabeza y cierra el cuaderno.
Maximov lo alcanza y se lo quita con amabilidad. Vuelve las páginas y al final encuentra lo que busca; luego lo desliza de nuevo sobre la mesa.
—Lea esta parte —le dice—, no son más que una o dos páginas. Nuestro héroe es un joven condenado por conspiración y traición, que ha sido desterrado a Siberia. Escapa de la prisión y logra llegar a la casa de un terrateniente, en donde una criada, una campesina, le ofrece refugio y alimento sin que nadie lo sepa. Son jóvenes los dos, entre ellos nacen sentimientos románticos, etcétera. Una noche, el terrateniente, que ha sido retratado como un grosero que se entrega sin freno a todos los placeres de la sensualidad, intenta forzar a la muchacha. Ese es el pasaje cuya lectura le sugiero.
De nuevo sacude la cabeza.
Maximov recupera el cuaderno.
—El joven no puede tolerar el espectáculo ni un minuto más. Sale de su escondite e interviene —comienza a leer en voz alta—. «Karamzin», que es el terrateniente, «se dio la vuelta sobre los talones y soltó un bufido. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?" Luego se fijó en el uniforme gris hecho andrajos, en la argolla rota que aún lleva sujeta al tobillo "¡Aja, eres uno de esos!", exclamó. "¡Muy pronto me ocuparé de ti!" Se dio la vuelta y salió bamboleándose de la estancia.» Esa es la palabra que utiliza, «bambolearse». Me gusta. El terrateniente es descrito como un bruto con cara de pequinés, de orejas peludas y piernas cortas y gruesas. No es de extrañar que nuestro héroe se sienta ofendido: ¡la vejez y la fealdad manosean a su bella criada! Toma un hacha que encuentra junto a la chimenea. «Con todas sus fuerzas, estremeciéndose, desplomó de un solo golpe el hacha contra el pálido cráneo del hombre. A Karamzin se le doblaron las rodillas bajo su peso. Con un gran resoplido, como un animal, cayó cuan largo era sobre el suelo de la cocina, con los brazos en cruz y un temblor en los dedos que por fin quedaron quietos. Sergei», que así se llama nuestro héroe, «se quedó clavado en el sitio, con el hacha en-sangrentada en la mano, incapaz de dar crédito a lo que había hecho. En cambio, Marfa», que es la heroína, «con una presencia de ánimo que él no esperaba, agarró un paño húmedo y lo colocó bajo la cabeza del hombre, para que la sangre no se derramase por todo el suelo.» Simpático toque de realismo, ¿no le parece?
»En fin, el resto del cuento es poco más que un esbozo, así que le ahorraré la lectura. Posiblemente, cuando ya no queda ni rastro del obsceno Karamzin, la inspiración de nuestro autor comenzó a flaquear. Sergei y Marfa arrastran el cuerpo y lo arrojan a un pozo que no se usa desde hace años. Luego emprenden viaje en plena noche «absolutamente resueltos»; esa es la frase que usa. No está del todo claro que se propongan huir. Pero permítame mencionar un último detalle. Sergei no abandona el arma del crimen, sino que se la lleva consigo. ¿Para qué?, le pregunta Marfa. Cito textualmente su respuesta: «Porque es el arma del pueblo ruso, nuestro medio de defensa y nuestro medio de cobrarnos venganza». El hacha ensangrentada, la venganza del pueblo... La alusión no podría ser más diáfana, ¿no cree?
Mira a Maximov con incredulidad.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —susurra— ¿De veras se propone instrumentar este escrito como prueba contra mi hijo? ¡Si no es más que un cuento, una fantasía, escrita en la privacidad de su cuarto!
—¡Oh, no, Fiodor Mijailovich, no! ¡Ni mucho menos! ¡Me interpreta usted mal! —Maximov se arrellana en su sillón y menea la cabeza con aparente aflicción—. Está fuera de toda consideración el hostigar a su hijastro (por utilizar la palabra que ha usado usted antes). El caso está cerrado, al menos en el sentido que más importa. Le he leído esta fantasía, como usted mismo la llama, simplemente como indicación de lo muy profundamente que había caído él bajo la influencia de los partidarios de Nechaev, que sabe el cielo a cuántos jóvenes impresionables y volubles han descarriado, sobre todo aquí, en Petersburgo, casi todos ellos, para colmo, de buena familia. Diría incluso que es una auténtica epidemia esto del nechaevismo. Una epidemia, o quizá tan solo una moda.
—No, no tiene nada de moda. Lo que usted llama nechaevismo es algo que siempre ha existido en Rusia, aunque fuera con otros nombres. El nechaevismo es tan ruso como el bandolerismo. Pero yo no he venido para hablar de Nechaev y sus partidarios. He venido por una razón muy simple: a llevarme los papeles de mi hijo. ¿Me los puedo llevar? Si no es así, ¿puedo retirarme?
—Puede retirarse, es usted libre de retirarse, por descontado. Ha estado usted en el extranjero y ha regresado a Rusia con un nombre falso. No le pediré el pasaporte que pueda llevar encima. Pero tiene usted total libertad para marcharse. Si sus acreedores se enteran de que está aquí en Petersburgo, también son igualmente libres, por supuesto, para dar los pasos que estimen oportunos. Eso no es asunto mío; es un asunto entre ellos y usted. Le repito que es muy libre de marcharse de este despacho. No obstante, le prevengo de que no puedo de ninguna manera conspirar con usted para mantener en pie su treta. Doy por sentado que lo entiende.
—En este momento, para mí nada tiene tan poca importancia como el dinero. Si he de ser acosado por viejas deudas, así sea.
—Ha sufrido usted una grave pérdida y se encuentra bajo de ánimo, por eso adopta esa actitud. Lo entiendo perfectamente. Pero no olvide que tiene esposa y una hija que dependen por entero de usted. Aunque solamente sea por ellas, no puede usted permitirse la insen-satez de abandonarse al destino. En lo que respecta a su solicitud de devolución de estos papeles, con pesar debo denegársela. No pueden ser devueltos, pues forman parte de un asunto policial aún por resolver, en el cual se investiga la relación de su hijastro con los partidarios de Nechaev.
—Muy bien. Antes de marcharme, permítame que cambie de opinión y que le diga tan solo una cosa sobre los partidarios de Nechaev. Y es que al menos he visto y he oído a Nechaev en persona, lo cual es más, corríjame si me equivoco, de lo que ha visto y ha oído usted.
Maximov levanta la cabeza con un gesto de interrogación.
—Proceda, se lo ruego.
—Nechaev no es un asunto policial. En definitiva, Nechaev no es un asunto que incumba a las autoridades en modo alguno, al menos en lo que respecta a las autoridades civiles.
—Siga.
—Puede que consigan ustedes seguir el rastro de Sergei Nechaev y encarcelarlo, pero eso no querrá decir que el nechaevismo haya sido borrado del mapa.
—Estoy de acuerdo, estoy totalmente de acuerdo. El nechaevismo no es más que una idea en el extranjero; el propio Nechaev no es más que su encarnación. El nechaevismo no será erradicado hasta que no cambien los tiempos que corren. Nuestro objetivo, por consiguiente, debe ser algo más modesto y bastante más práctico: se trata de impedir que se extienda esta idea, y allí donde ya se ha extendido, se trata de impedir que pase a la acción.
—Sigue usted sin comprenderme. El nechaevismo no es una idea. Desprecia las ideas, está fuera de la esfera de las ideas. Es un espíritu, y el propio Nechaev no es su encarnación, sino su anfitrión. Mejor dicho, está poseído por él.
La expresión de Maximov es inescrutable. Vuelve a la carga.
—Cuando vi por primera vez a Sergei Nechaev en Ginebra, se me antojó un joven poco atractivo, taciturno, intelectualmente mediocre, un joven normal y corriente. No creo que esa primera impresión estuviera equivocada. De todos modos, en ese vehículo tan improbable ha entrado un espíritu, un espíritu sombrío, resentido, asesino. En ese espíritu tampoco hay nada que sea digno de destacar. ¿Por qué ha optado por residir en ese joven en concreto? Yo no lo sé. Tal vez sea porque lo considera un anfitrión en el que es muy fácil entrar y salir. Pero que Nechaev tenga seguidores es debido a que el espíritu reside en él. Son seguidores de ese espíritu, no de ese hombre.
—¿Y qué nombre es el que tiene ese espíritu, Fiodor Mijailovich?
Realiza el esfuerzo de imaginar a Sergei Nechaev, pero todo lo que logra ver es una cabeza, de buey, los ojos vitreos, la lengua que asoma, el cráneo partido por el hacha del carnicero. A su alrededor revolotea una nube de moscas. Se le ocurre un nombre, que en ese preciso instante pronuncia en voz alta.
—Baal.
—Qué interesante. Una metáfora, puede ser, no del todo clara, pero que vale la pena tener en consideración. Baal. Sin embargo, debo preguntarme si es realmente práctico hablar de espíritus y de posesiones del espíritu. ¿Es práctico hablar también de ideas que van por la tierra de un sitio a otro, como si las ideas tuvieran brazos y piernas? ¿Nos servirá esa manera de hablar para llevar a cabo nuestras tareas? ¿Servirá de ayuda para Rusia? Dice usted que no deberíamos encerrar a Nechaev porque está poseído por un daimon. ¿Le parece bien que lo llamemos daimon? Eso de espíritu suena a falsedad, me parece a mí. En tal caso, ¿qué hemos de hacer? Al fin y al cabo, no somos un orden meramente contemplativo, sino que pertenecemos al brazo encargado de investigar.
Se hace un silencio.
—De ningún modo pretendo descartar lo que dice usted. Maximov reanuda su exposición. Usted es un hombre de grandes facultades, un hombre dotado de una especial perspicacia, tal como sabía antes incluso de que nos conociéramos. Y esos conspiradores que en el fondo son simples niños, en comparación con sus predeceso-res son efectivamente harina de otro costal. Se tienen por inmortales. En ese sentido, esto es desde luego como luchar contra un daimon. Y son implacables. Llevan en la sangre, por así decir, el desearnos el mal a nuestra generación. Han nacido con ese impulso. Y no es fácil ser padre, ¿verdad que no? Yo también soy padre, aunque por fortuna solamente tengo hijas. En los tiempos que corren, no me gustaría haber tenido hijos. Claro que su padre de usted... ¿no tuvo algunos roces con su padre, o me engaña a mí la memoria?
Tras sus blancas pestañas, Maximov lanza una miradita de sorna antes de proseguir.
—Por eso me pregunto, al final, si el fenómeno de Nechaev es una aberración del espíritu, tal como usted da a entender. Quizá solo sea en definitiva la vieja pugna entre padres e hijos, la que siempre ha existido, solo que en esta generación en particular adquiere una naturaleza más mortífera, más inexorable. En tal caso, quizá lo más sabio fuera también lo más simple, atrincherarse y aguantar más que ellos, esperar a que maduren. Al fin y al cabo, ya aguantamos antes a los decembristas, y después a los del 49. Ahora, los decembristas son ancianos, al menos los que siguen con vida. Estoy seguro de que el daimon que pudiera haberlos poseído huyó hace mucho tiempo. En cuanto a Petrashevski y sus amigos, ¿qué opinión le merecen? ¿Estaban Petrashevski y los suyos también poseídos por un daimon?
—¡Petrashevski! ¿Por qué saca a colación a Petrashevski?
—No estoy de acuerdo. Lo que usted llama el fenómeno de Nechaev tiene una coloración propia. Nechaev es un sanguinario. Los hombres a los que estaba usted haciendo el honor de referirse eran idealistas, y fracasaron porque, hay que anotárselo en su haber, no fueron intrigantes, y mucho menos sanguinarios. Petrashevski, ya que usted menciona a Petrashevski, denunció desde el primer momento esa clase de jesuitismo que excusa los medios en nombre del fin que se pretende alcanzar. Nechaev es un jesuita, un jesuita laico que abiertamente defiende la doctrina de que el fin justifica los abusos más cínicos y el aprovechamiento más insensible de la energía que pongan sus seguidores a su disposición.
—En ese caso, hay algo que se me escapa. Explíqueme de nuevo: ¿por qué los soñadores, los poetas, los jóvenes inteligentes como su hijastro, se sienten atraídos por bandidos como Nechaev? Y es que, según su relación, Nechaev no pasa de ser eso: un bandido con un leve barniz de educación.
—No lo sé. Tal vez sea porque en los jóvenes hay algo que aún no se ha adormecido, algo a lo que apela el espíritu que habita en Nechaev. Quizá esté en todos nosotros: es algo que hemos pensado que lleva siglos amortajado, pero que solo estaba adormecido. Le repito que no lo sé. Soy incapaz de explicar en qué consiste y a qué se debe la conexión de mi hijastro con Nechaev. Para mí ha sido una sorpresa. Yo solo había venido a recoger los papeles de Pavel, que para mí son preciosos hasta un extremo que usted sin duda no alcanza a entender. Lo que yo quiero son esos papeles, nada más. Vuelvo a preguntárselo: ¿piensa devolvérmelos? Para usted no tienen ninguna utilidad. No le dirán por qué los jóvenes inteligentes caen bajo el dominio de los malhechores. Y es evidente que le dirán todavía menos, porque no sabe usted cómo leerlos. Mientras estuvo usted leyendo el relato de mi hijo, permítame que se lo diga, me percaté de que se mantenía usted a cierta distancia, de que erigía una barrera de ridiculización, como si esas palabras hubieran podido saltar de la página y estrangularlo.
Algo ha empezado a incendiarse en él mientras hablaba, y le satisface que así sea. Se inclina un poco, agarrándose a los brazos del sillón.
—¿Qué es lo que tanto miedo le da, consejero Maximov? Mientras leía la historia de Karamzin, o de Karamzov, o como se llame, cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre usted con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. Si se lo preguntase, estoy seguro de que me respondería que está usted a la caza y captura de Nechaev, con el objeto de llevarlo a juicio, a un juicio como es debido, con los abogados de la defensa y los fiscales, etcétera, para encerrarlo después de por vida en una celda bien limpia y bien iluminada. Pero mírese bien, Maximov, y dígame si en el fondo es ese su auténtico deseo. ¿No preferiría antes bien cortarle la cabeza y chapotear en su sangre?
Se respalda, algo sonrojado.
—Es usted un hombre muy inteligente, Fiodor Mijailovich. Pero habla usted de la lectura como si fuera lo mismo que estar poseído por un daimon. Según esa medida y ese criterio, me temo que soy un pésimo lector, sin duda, un lector aburrido y pedestre. Sin embargo, me pregunto si en estos momentos no tendrá usted fiebre. Si pudiera verse en un espejo, estoy seguro de que entendería lo que le digo. Además, hemos tenido una larga conversación, desde luego que interesante, pero muy larga, y yo tengo numerosos asuntos que atender.
—Y yo le digo que los papeles que tan celosamente pretende guardar bien podrían estar escritos en arameo, por el escaso provecho que les va a sacar. ¡Devuélvamelos!
Maximov se ríe.
—Me ha dado usted las razones más benévolas y de mayor peso para no acceder a su solicitud, Fiodor Mijailovich. Se lo diré de otro modo: teniendo en cuenta el estado en que se encuentra, el espíritu de Nechaev podría saltar de la página y apoderarse por completo de usted. Ahora, hablando en serio, me dice usted que sabe cómo leer. En alguna fecha que ya precisaremos, ¿querría usted leerme estos papeles, todos ellos, los papeles de Nechaev, de los cuales este no es más que un cartapacio entre muchísimos mas?
–¿Leérselos?
—Sí. Hacerme una lectura de ellos.
—¿Por qué?
—Porque según dice usted, yo no sé leer. Hágame una demostración de cómo leer. Enséñeme a leer. Explíqueme estas ideas que no son ideas.
Por vez primera desde que recibió el telegrama en Dresde, se echa a reír: siente cómo se le quiebran las rígidas líneas de sus mejillas. La risa es áspera y no destila alegría.
—Siempre me han dicho —dice— que la policía constituye los ojos y los oídos de la sociedad, y ahora me viene usted con una petición: quiere que yo le ayude. No, no pienso hacerle una lectura.
Cruzando las manos sobre el regazo, con los ojos cerrados, más parecido que nunca a un Buda sin edad y sin sexo, Maximov asiente.
—Gracias —murmura—. Ahora, debe marcharse.
Se encuentra de nuevo en la antesala ¿Cuánto tiempo ha pasado encerrado con Maximov? ¿Una hora? ¿Más? El banco está lleno de gente, y hay más personas que esperan apoyadas de espaldas contra las paredes, hay gente en los pasillos, y el olor a pintura fresca sigue siendo asfixiante. Todas las conversaciones quedan en suspenso; todos los ojos se vuelven hacia él sin la menor simpatía. ¡Cuántos son los que buscan justicia, cuántos tienen una historia que contar!
Es casi mediodía. No soporta la idea de volver a su cuarto. Camina hacia el este por la calle Sadovaya. El cielo está bajo, gris, y sopla un aire frío; hay placas de hielo en algunos sitios, y las aceras están resbaladizas. Un día lúgubre, un día para caminar a duras penas, con la cabeza gacha. Sin embargo, no puede detenerse, y los ojos se le mueven incansables de una figura que pasa a la siguiente, en busca de la inclinación de unos hombros, de una manera de andar que pudieran pertenecer a su hijo perdido. Por sus andares le podrá reconocer: primero los andares, luego el perfil.
Intenta recordar con precisión la cara de Pavel, pero la cara que en cambio se le aparece, la cara que se le presenta con una sorprendente viveza, es la de un joven de cejas espesas y barba rala, de labios delgados y prietos. Es la cara de un joven que estuvo sentado detrás de Bakunin en la platea del Congreso por la Paz de hace dos años. Tiene la piel estropeada por cicatrices que resaltan más lívidas debido al frío. «¡Márchate!», dice intentando apartar de sí esa imagen. Pero la imagen no cede. «¡Pavel!», susurra, invocando en vano a su hijo.
6
ANNA SERGEYEVNA
No había estado antes en la tienda. Es más pequeña de lo que había imaginado, oscura y de techos bajos, en parte por debajo del nivel de la calle. YAKOVLEV COMESTIBLES Y VERDURAS, reza el rótulo. Tintinea una campanilla cuando abre la puerta. Le cuesta un rato adaptar su mirada a la penumbra.
Es el único cliente. Tras el mostrador ve a un anciano con un delantal blanco y sucio. Finge examinar las existencias: sacos abiertos de alforfones, harina, alubias pintas, alfalfa para caballos. Luego se aproxima al mostrador.
—Un poco de azúcar, por favor —dice.
—¿Eh? —dice el anciano carraspeando. Por las lentes que lleva, sus ojos parecen pequeños como dos botones.
—Querría un poco de azúcar.
Ella sale de una puerta acortinada que hay al fondo de la tienda. Si le sorprende encontrarlo allí, no lo demuestra.
—Yo atenderé al cliente, Avram Davidovich dice con calma, y el anciano se aparta a un lado.
—¿Azúcar? —esboza una remotísima sonrisa en los labios.
—Sí, cinco kopeks.
Con destreza, dobla una hoja de papel y le da forma de cucurucho, cierra el fondo de un pellizco y vierte el azúcar a cucharadas; lo pesa y cierra el cucurucho. Tiene manos ágiles.
—Acabo de estar en la comisaría. Intenté que me devolviesen los papeles de Pavel.
—¿Sí?
—Han surgido complicaciones que no había previsto.
—Ya los recuperará a su debido tiempo. Todo lleva su tiempo.
Aunque no hay causa que lo explique, lee en este comentario un doble sentido. Si el anciano no estuviese remoloneando detrás de ella, se acercaría más al mostrador para tomarla de la mano.
—¿Cuánto es...?
Son cinco kopeks.
Al tomar el cucurucho, deja que sus dedos rocen los de ella.
—Me ha alegrado el día le susurra tan quedo que quizá ella no lo oye. Hace una inclinación, y otra hacia Avram Davidovich.
¿Son imaginaciones suyas, o ha visto antes en algún lugar al hombre de la pelliza de piel de cordero, al hombre de la gorra calada que, después de haberse detenido al otro lado de la calle a ver cómo unos obreros descargaban ladrillos de una carreta, se vuelve ahora igual que él en dirección hacia la calle Svechnoi?
Y el azúcar. ¿Por qué pidió azúcar, entre todas las cosas que podía haber pedido?
Escribe una nota dirigida a Apollon Maykov.
«Me encuentro en Petersburgo y he visitado la tumba», escribe. «Gracias por haberse hecho cargo de todo. Gracias también por la gran amabilidad que tuvo con P. a lo largo de los años. Estoy eternamente en deuda con usted.» Firma la nota con una D.
Sería fácil acordar un encuentro discreto, pero no desea poner en un compromiso a su viejo amigo. Maykov, generoso siempre, lo entenderá de sobra, se dice: estoy de luto, y las personas de luto rehúsan la compañía de los demás.
Es una buena disculpa, pero es mentira. No está de luto. Ni siquiera se ha despedido de su hijo, pues aún no ha renunciado a su hijo. Muy al contrario, quiere que su hijo regrese a la vida.
Escribe a su esposa: «Aún está en su habitación. Tiene miedo. Ha perdido su derecho a estar en el mundo, pero el otro mundo es frío, es tan frío como los espacios que separan las estrellas, y allí no se es bien recibido». Tan pronto concluye la carta, la rompe. Carece de sentido; es además una traición hacia lo que queda entre su hijo y él.
Su hijo está dentro de él, un niño muerto en una caja de hierro, en la tierra helada. No sabe cómo resucitar a ese niño, o bien —al final, da lo mismo— carece de voluntad para hacerlo. Está paralizado. Incluso cuando camina por la calle se considera paralizado. Todos los gestos que hace con las manos tienen la lentitud de un hombre congelado. No tiene voluntad; mejor dicho, su voluntad se ha solidificado, como una piedra que ejerce todo su peso sordo para arrastrarlo a la inmovilidad y al silencio.
Sabe qué es la pena. Esto no es pena. Esto es la muerte, una muerte que llega antes de estar en sazón, que llega no para abrumarlo y devorarlo, sino que llega simplemente para estar con él. Es como un perro que hubiese venido para quedarse a vivir con él, un perro grande y gris, ciego y sordo, y estúpido, inconmovible. Cuando duerme, el perro duerme; cuando despierta, el perro despierta; cuando sale de la casa, el perro se arrastra tras él.
Sigue pensando con pereza, pero también con insistencia, en Anna Sergeyevna. Cuando piensa en ella, piensa en ágiles dedos que cuentan monedas. Las monedas, las puntadas con que cose, ¿qué representan?
Se acuerda de una joven campesina que vio una vez a la puerta del convento de Santa Ana, en Tver. Estaba sentada con un bebé muerto en brazos, apartando de sí a las personas que intentaban arrebatarle el minúsculo cadáver, sonriendo beatíficamente, sonriendo de hecho igual que santa Ana.
Son recuerdos como hilachas de humo. Una valla de juncos en mitad de ninguna parte, gris y quebradiza, y la hilacha de una figura que se cuela entre los juncos, plana, ingrávida, la figura de un muchacho de blanco. Una aldea en la estepa, un arroyo y dos o tres árboles, una vaca con la esquila al cuello, el humo que asciende al cielo. La espalda del más allá, el fin del mundo. Un muchacho que va y viene entre los juncos, de un lado a otro, en una metamorfosis suspendida, una figura expiatoria.
Son visiones que vienen y van, veloces, efímeras. No tiene dominio de sí mismo. Con cuidado, aparta el papel y la pluma al extremo más alejado de la mesa y se sujeta la cabeza entre las manos. Si voy a desmayarme, piensa, que sea por lo menos estando en mi puesto.
Otra visión. Junto a un pozo, una figura que le acerca a los labios un cuenco de agua; él es un viajero a punto de partir; sobre el brocal, los ojos ya están abstraídos, ya están en otra parte. El roce de una mano contra una mano. El cariño de ese tacto. «¡Adiós, viejo amigo!» Y se va.
¿Por qué esta persecución lenta y pesada, campo a traviesa, en pos del rumor de un fantasma, del fantasma de un rumor?
Porque yo soy él. Porque él es yo. Hay ahí algo que pretendo aferrar: el momento previo a la extinción, cuando la sangre aún fluye, el corazón todavía late. El corazón, ese buey fiel que da vueltas a la piedra del molino, que levanta no tanto una mirada a hurtadillas, una mirada de desconcierto cuando el hacha está alzada en el punto más alto, pero acepta el golpe y se dobla sobre las patas y expira. No es el olvido final, sino el momento anterior, el momento en que llego jadeando a ti, ante el brocal del pozo, y nos miramos el uno al otro por última vez, a sabiendas de que estamos vivos, compartiendo esta vida, nuestra única vida. Todo lo que me queda por aprehender es el momento de esa mirada, una mirada de saludo y despedida al mismo tiempo, más allá de las discusiones y las súplicas «Hola, viejo amigo. Adiós, viejo amigo.» Los ojos secos. Las lágrimas hechas cristal.
Te sostengo la cabeza entre mis manos. Te beso la frente. Te beso los labios.
La regla: una mirada, solamente una; no vale mirar de nuevo. Pero yo vuelvo a mirar.
Estás junto al pozo, el viento te alborota el cabello, no un alma, sino un cuerpo rarificado, elevado a su primera, segunda, tercera, cuarta, quinta esencia, mirándome con los ojos de cristal, sonriendo con labios dorados.
Siempre vuelvo a mirar. Quedo absorto para siempre en tu mirada. Un campo de puntos de cristal que bailan y parpadean, y yo soy uno de ellos. Las estrellas del cielo, las hogueras que les responden desde la llanura. Dos dominios que se hacen señales uno al otro.
Se duerme sobre la mesa, y pasa durmiendo el resto de la tarde. A la hora de cenar, Matryona llama a la puerta, pero él no despierta. Las dos cenan sin él.
Mucho más tarde, después de que la niña se haya acostado, aparece vestido para salir a la calle. Anna Sergeyevna, sentada de espaldas a él, se vuelve ligeramente.
—Entonces, ¿va a salir? —dice ¿no tomará un poco de té antes de irse?
Hay en ella cierto nerviosismo, pero la mano que le ofrece la taza es firme.
No lo invita a sentarse. Se toma el té en silencio, de pie ante ella.
Hay algo que él desea decir, pero le da miedo no ser capaz de sacárselo de dentro, e incluso le da miedo venirse abajo otra vez delante de ella. No tiene ningún dominio de sí mismo.
Deja la taza vacía sobre la mesa y le apoya una mano sobre el hombro.
—No —dice ella sacudiendo la cabeza, apartándose de su mano— Yo no hago así las cosas.
Lleva el cabello recogido en la nuca con un pesado pasador de esmalte. Él suelta el pasador y lo deja sobre la mesa. Ahora ella ya no se resiste; menea el cabello hasta que le cae suelto sobre los hombros.
–Todo lo demás vendrá después, lo prometo dice él. Es consciente de su edad; en su voz ni siquiera nota esa mordiente de tono erótico ante la cual las mujeres en otros tiempos respondían en el acto. En cambio, hay algo a lo cual no se preocupa de dar nombre. Un instrumento resquebrajado, una voz que ha vuelto a cambiar por segunda vez—. Todo —repite.
Ella lo mira a la cara con una atención y una honradez que no dejan margen al error. Luego pone su labor a un lado. Escurriéndose entre las manos de él, desaparece tras la cortina de la alcoba.
El espera, sin saber qué hacer. No ocurre nada. Decide seguirla atravesando las cortinas.
Matryona está profundamente dormida, con los labios entreabiertos y el cabello rubio extendido sobre la almohada como un nimbo. Anna Sergeyevna tiene el vestido a medio desabrochar. Con un gesto y una mirada atravesada, en la que sin embargo hay un toque de picardía, le ordena que salga.
Él se sienta a esperar. Ella sale con la combinación, descalza. Se le marcan las venas azuladas de los pies. No es una mujer joven; no es una inocente en el acto de entregarse. Pese a todo, cuando él le toma las manos, las siente frías y temblorosas. No está dispuesta a mirarle a los ojos.
—Fiodor Mijailovich —susurra—, quiero que sepa que esto es algo que no había hecho nunca.
Lleva una cadena de plata al cuello. Con el dedo, él sigue el trazo de la cadena hasta llegar al pequeño crucifijo. Lo toma y se lo acerca a ella a los labios; cálidamente y sin titubear ella lo besa. Pero cuando él intenta besarla, ella aparta la cabeza.
—No, ahora no —susurra.
Pasan la noche juntos en el cuarto de su hijo. Lo que sucede entre ellos sucede a oscuras de principio a fin. Cuando hacen el amor, a él le asombra sobre todo el calor que desprende el cuerpo de ella. No es en modo alguno como lo había imaginado. Es como si tuviera las entrañas en llamas. A él le excita intensamente, y le excita también estar haciendo con ella algo tan férvido y tan arriesgado con la niña dormida en la habitación contigua.
Se queda dormido. En mitad de la noche, despierta junto a ella, en la estrecha cama de su hijo. Aunque está exhausto, intenta despertar en ella el deseo. Ella no le responde. Cuando se le impone, se ha convertido en algo inerte entre sus brazos.
En el acto no hay nada que él pueda llamar placer, sensación siquiera. Es como si estuvieran haciendo el amor a través de una sábana, a través de la sábana grisácea y desgarrada de su pena. En el momento del clímax, él se arroja de vuelta al sueño como si se hubiese arrojado a un lago. Al hundirse, Pavel asciende para encontrarse con él. La cara de su hijo está deformada de pura desesperación: le estallan los pulmones, sabe que se está muriendo, sabe que ya no hay ninguna esperanza, llama a su padre porque eso es lo último que puede hacer, lo último que le queda en este mundo. Esa es la visión que en su fealdad extrema se abalanza sobre él, que sale desde el vórtice de las tinieblas hacia el cual desciende desde dentro del cuerpo de la mujer. Le estalla en la cara, le posee, se acelera.
Cuando despierta ya es de día. La vivienda está desierta.
Pasa el día sumido en una febril impaciencia. Al pensar en ella se estremece de deseo igual que un joven. Pero lo que le posee no es esa douceur que sentía como un nudo en la garganta veinte años atrás. Se siente más bien como una hoja o una semilla a merced de una fuerza brutal, como una semilla alada y arrastrada por un vendaval desacordado, zarandeada hasta la náusea por encima del océano.
A la hora de la cena, Anna Sergeyevna está serena, muy dueña de sí misma, distante; limita sus atenciones a la niña, escucha con todos los sentidos la dispersa narración del día en la escuela. Cuando tiene que dirigirse a él, es cortés, pero reservada y fría. Esa frialdad no hace más que inflamarlo. ¿Cómo puede ser que las ávidas miradas que hurta al cuello de su madre, a sus labios y a sus brazos, pasen del todo inadvertidas para la niña?
Aguarda el silencio que le indique que Matryona se ha ido a la cama. En cambio, a las nueve en punto se apaga la luz de al lado. Espera otra media hora, y luego media hora más. Luego, con la vela protegida por la mano, descalzo, sale sigilosamente. La vela proyecta enormes sombras oscilantes. La deposita en el suelo y cruza hacia la alcoba.
En la penumbra adivina a Anna Sergeyevna en el lado más lejano de la cama, de espaldas a él, con los brazos graciosamente por encima de la cabeza, como los de una bailarina, con el negro cabello suelto. En el lado más próximo, acurrucada y con el pulgar en la boca, con un brazo abandonado sobre su madre, está Matryona. Tiene la in-mediata impresión de que está despierta, de que lo observa a la vez que custodia a su madre, pero cuando se inclina sobre ella descubre que respira profunda y regularmente.
Susurra su nombre:
—¡Anna!
Ella no se mueve.
Vuelve a su cuarto intentando calmarse. Existen razones muy sólidas, se dice, por las cuales esta noche tal vez prefiera dormir sola. Pero él se encuentra más allá de donde alcanza su propio poder de persuasión.
Por segunda vez llega de puntillas hasta la alcoba. Ninguna de las dos se ha desperezado. Tiene de nuevo la curiosa sensación de que Matryona lo está observando. Se acerca más.
No se equivocaba: fija la vista en dos ojos abiertos, que no parpadean. Le recorre un escalofrío. Duerme con los ojos abiertos, se dice. Pero no es verdad. Está despierta, y lo ha estado en todo momento, con el pulgar en la boca, ha estado observando cada uno de sus movimientos vigilante, sin tregua. Mientras él la mira conteniendo la respiración, a ella parecen doblársele levemente hacia arriba las comisuras de los labios en una sonrisa victoriosa, una sonrisa de murciélago. Además, tiene el brazo extendido, no abandonado, sobre la cadera de su madre. También le recuerda un ala.
Pasan juntos una noche más, después de la cual se cierra el portón. Es ella la que se acerca a su cuarto cuando ya es tarde y sin previo aviso. Una vez más, a través de ella, ingresa en las tinieblas y se adentra en las aguas donde flota a la deriva su hijo entre otros ahogados. «No tengas miedo», eso desea murmurarle. «Yo estaré contigo, yo hendiré contigo la amargura.»
Despierta abierto de piernas y de brazos sobre ella, con los labios cerca de su oído.
—¿Sabes dónde he estado? susurra. Ella se sale de debajo de él—. ¿Sabes adonde me has llevado?
En él existe el apremio incontenible de mostrarle al muchacho, de enseñárselo en plena primavera de su poderío, con sus ojos centelleantes y su mentón preciso, con su boca deliciosa. Desea vestirlo de nuevo con el traje blanco, desea que la voz profunda y clara se oiga de nuevo saliendo de su pecho. «¡Mira qué tesoro se pierde el mun-do!», desea exclamar. «¡Mira sin qué nos quedamos!»
Ella le da la espalda. Él acaricia su larguísimo muslo con apremio, de arriba abajo. Ella lo detiene.
—Debo irme —dice, y se levanta.
A la noche siguiente no regresa, permanece con su hija. Él le escribe una carta y la deja sobre la mesa. Cuando se levanta por la mañana, la vivienda está desierta y la carta sigue en su sitio, sin que nadie la haya abierto.
Visita la tienda. La encuentra en el mostrador, pero nada más verlo se desliza en la trastienda y deja que sea el viejo Yakovlev quien le despache.
A última hora de la tarde él la espera a la salida, y la sigue hasta su casa como si fuera un salteador de caminos. La alcanza a la entrada.
—¿Por qué me rehuyes?
—No le estoy rehuyendo.
La toma del brazo. Está a oscuras, ella lleva una cesta, no se puede soltar. Se aprieta contra ella y aspira el aroma a castaño de su cabello. Intenta besarla, pero ella aparta los labios, y le roza la oreja. En la presión de su cuerpo no hay nada que le responda. La desgracia, piensa: es así como se cae en la desgracia.
Se hace a un lado, pero por la escalera de nuevo la alcanza.
—Una palabra más —dice—. ¿Por qué?
Ella se vuelve hacia él.
—¿Es que no salta a la vista? ¿Tengo que decirlo con todas las letras?
—¿Qué salta a la vista? Nada salta a la vista.
—Estaba sufriendo. Estaba usted suplicando.
Él se retrae.
—Eso no es verdad.
—Estaba necesitado de cariño. No hay por qué avergonzarse. Pero ahora está hecho. No le haría ningún bien seguir así, y a mí tampoco me hará bien ser utilizada de este modo.
—¿Utilizada? ¡Yo no te estoy utilizando! ¡Nada más lejos de mi intención!
—Me está utilizando para llegar a otra persona. No se altere. Solo pretendo explicarme, no acusarlo de nada. No quiero dejarme arrastrar más lejos. Usted tiene su propia esposa. Debería esperar hasta que esté de nuevo con ella.
Su propia esposa. ¿Por qué mete a su esposa en esto? ¡Mi mujer es demasiado joven! Eso es lo que quiere decir. ¡Es demasiado joven para mi! Pero ¿cómo va a decir tal cosa?
Sin embargo, lo que ella le dice es verdad, es más verdad de lo que ella misma imagina. Cuando regrese a Dresde, la esposa que lo reciba con un cálido abrazo habrá cambiado, quedará teñida por la huella que él se lleve de esta viuda sutil y dotada del don de la sensualidad. Mediante su esposa estará intentando llegar a esta mujer, igual que a través de esta mujer intenta alcanzar... ¿a quién?
¿Le delata lo que está pensando? Con un súbito y enojado sonrojo, ella se suelta a tirones de la mano con que él la sujeta de la manga y sube las escaleras dejándolo plantado.
El la sigue, se encierra en su cuarto e intenta apaciguarse. Los latidos de su corazón van más despacio. ¡Pavel!, susurra una y otra vez, usando la palabra como un hechizo. Pero lo que llega no es la forma de Pavel, sino la de ese otro: la de Sergei Nechaev.
Ya no puede seguir negándolo: empieza a abrirse un abismo entre el muchacho muerto y él. Está furioso con Pavel, furioso por sentirse traicionado. No le sorprende que Pavel se dejara arrastrar hacia los círculos radicales, ni tampoco le extraña que no dijera ni palabra en sus cartas. Pero Nechaev es otra cuestión. Nechaev no es un estudiante exaltado, no es un joven nihilista. Es el mongol que ha quedado inscrito en el alma de Rusia, después de que el más grande nihilista de todos los nihilistas se retirase a los desiertos de Asia. ¡Y Pavel, precisamente Pavel, un simple soldado raso en su ejército!
Recuerda un panfleto que se titulaba «Catecismo de un revolucionario», que circuló por Ginebra y fue atribuido a Bakunin, aunque su inspiración e incluso su expresión fuesen claramente de Nechaev. «El revolucionario es un hombre condenado», así empezaba. «No se interesa por nada, no tiene sentimientos, no tiene lazos que le unan a nada, ni siquiera tiene nombre. En él, todo está absorbido por una pasión única y total la revolución. En las profundidades de su ser ha roto amarras con el orden civil, con la ley y la moralidad. Si sigue viviendo en sociedad, es solo con la idea de destruirla » Y más adelante decía: «No espera misericordia alguna. Todos los días está dispuesto a morir».
Está dispuesto a morir, no espera misericordia, qué fácil es decir esas palabras. ¿Qué niño podría comprender plenamente su significado? Pavel no, desde luego; puede que tampoco Nechaev, ese joven que no ama ni es amado.
Regresa ahora un recuerdo del propio Nechaev, de pie y a solas en un rincón del salón donde se celebró la recepción en Ginebra, fulminando a todos con la mirada, engullendo la comida como un lobo. Menea la cabeza, intenta suprimirlo, «¡Pavel, Pavel!», susurra llamando al ausente.
Un golpe en la puerta. La voz de Matryona,
–¡La hora de cenar!
En la mesa hace un esfuerzo por ser agradable. Mañana es domingo: sugiere una excursión a la isla de Petrovski, donde por la tarde habrá una banda de música y atracciones de feria, Matryona está deseosa de ir. Para su sorpresa, Anna Sergeyevna consiente.
Dispone encontrarse con ellas a la salida de la iglesia. Por la mañana, cuando sale de la vivienda, tropieza con un bulto que hay en el portal, un mendigo que duerme tapado por una manta raída y mohosa. Suelta un improperio; el hombre gime y se incorpora.
Llega a San Gregorio antes de que termine la misa. Mientras las espera en el pórtico, aparece ese mismo mendigo con los ojos enrojecidos, maloliente. Se vuelve hacia él.
–¿Es que me está siguiendo? —le interpela. Aunque no están ni a dos palmos uno del otro, el mendigo hace como que no lo oye, como que no lo ve. Molesto, le repite la pregunta. Los fieles van saliendo y los miran con curiosidad.
El hombre se aleja renqueando. A media manzana de distancia se detiene, se apoya contra una pared, finge un bostezo. No lleva guantes; hace uso de la manta bien enrollada para protegerse las manos.
Aparecen por la puerta Anna Sergeyevna y su hija. Hay una larga caminata hasta el parque, primero por Voznesenskv Prospekt y luego por la orilla de la isla de Vasilevski. Antes incluso de llegar al parque sabe que ha cometido un error, un estúpido error. El quiosco de la banda está desierto, el campo que circunda el estanque de los patinadores solo está ocupado por las gaviotas que se pasean de un lado a otro. Pide disculpas a Anna Sergeyevna —Tenemos muchísimo tiempo, ni siquiera es mediodía —responde ella con buen animo— ¿Damos un paseo?
Su buen humor le sorprende, más le sorprende que ella le tome del brazo. Con Matryona al otro lado de Anna Sergeyevna echan a caminar a paso largo por los campos. Una familia, piensa bastaría con un cuarto miembro para estar al completo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Anna Sergeyevna le aprieta el brazo.
Pasan junto a un rebaño de ovejas apiñadas cerca de un juncal. Matryona se aproxima a ellas con un puñado de hierba, el rebaño se dispersa al verla llegar. Del juncal sale un pastor, un chiquillo, que la regaña. Por un instante es como si sus palabras fuesen demasiado duras. Luego, el chiquillo lo piensa mejor, Matryona vuelve adonde es-tán las ovejas.
El ejercicio le da un gracioso rubor en las mejillas. Todavía llegara a ser una gran belleza, piensa él, romperá mil corazones.
Se pregunta qué pensaría su mujer. Hasta la fecha, las indiscreciones que él ha cometido han venido seguidas por el remordimiento, pisándole los talones al remordimiento, por una voluptuosa necesidad de confesar. Esas confesiones a su esposa, de expresión torturada aunque vagas en lo que se refiere a los detalles, la han confundido primero y la han enfurecido después, endemoniando su matrimonio mas aun que las infidelidades mismas.
Pero en este caso en concreto no siente ni atisbo de culpa. Por el contrario, tiene la invencible sensación de estar en su pleno derecho. Se pregunta qué es lo que oculta esa sensación de estar en su derecho, pero la verdad es que no lo quiere saber. Por el momento, basta con que haya algo parecido a la alegría en su corazón. Perdóname, Pavel, susurra para sus adentros. Pero de nuevo nota que no va en serio.
Si dispusiera de mi vida de nuevo, piensa, si fuese joven otra vez. Y quizá también se dice: ¡dispusiera de la posibilidad de usar la vida, de la juventud que Pavel desperdició…!
¿Y la mujer que camina a su lado? ¿Lamenta ella ese impulso por el cual se entregó a él? Si eso nunca hubiera ocurrido, la excursión de hoy podría señalar el inicio de un cortejo como es debido, ya que eso es lo que sin duda desea la mujer ser cortejada, halagada, persuadida, conquistada. Incluso cuando se rinde, lo que desea es rendirse no con franqueza, sino en una deliciosa bruma de confusión, resistiendo sin resistirse, cayendo, si, pero sin que sea la suya una caída irrevocable. No caer y volver después entre los caídos, rehecha, virginal, lista para ser halagada y para volver a caer. Un juego con la muerte, un juego de resurrección.
¿Que haría ella si supiera lo que él está pensando? ¿Encerrarse en si misma, rechazar el ultraje? ¿Sería ese gesto parte del juego?
La mira a hurtadillas, y en ese instante lo entiende con todas las de la ley yo podría amar a esta mujer. Más que el tirón del cuerpo, siente lo que solo sabe calificar de afinidad con ella. Los dos comparten una misma clase, una misma generación. Y de repente caen en su debido lugar todas las generaciones Pavel y Matryona y su esposa Anna a un lado, él y Anna Sergeyevna al otro. Los niños frente a los que no son niños, los que tienen edad suficiente para reconocer en los juegos del amor el primer paladeo de la muerte. De ahí la urgencia de aquella noche, de ahí el calor. Ella fue en sus brazos como Juana de Arco presa de las llamas el espíritu que lucha contra sus ataduras mientras el cuerpo arde y se consume. Una lucha contra el tiempo. Algo que un niño o una niña jamás podrían comprender.
—Pavel dijo que estuvo usted en Siberia.
Sus palabras lo sobresaltan y ponen punto final a su ensoñación.
Diez años. Allí conocí a la madre de Pavel, en Semipalatinsk. Su marido era aduanero, murió cuando Pavel tenía siete años. Ella también murió, hace ya unos cuantos años. Supongo que se lo habrá dicho Pavel.
—Y entonces se volvió a casar.
—Sí. ¿Qué dijo Pavel al respecto?
—Solamente dijo que su esposa es joven.
—Mi esposa y Pavel son más o menos de la misma edad. Vivimos los tres juntos durante un tiempo, en una vivienda de la calle Meshchanskaya. No fue una época feliz para Pavel; sentía cierta rivalidad con mi esposa. De hecho, cuando le dije que íbamos a casarnos, se le acercó y le advirtió con bastante seriedad, le dijo que yo era demasiado viejo para ella. Después, muchas veces se refería a sí mismo en tercera persona; se refería a sí mismo y decía el huérfano: «Al huérfano le apetece otra tostada», «El huérfano no tiene dinero», etcétera. Fingimos que se trataba de un chiste, pero no lo era. Era buena muestra de un hogar sobre todo perturbado.
—Me lo puedo imaginar, pero es fácil sentir simpatía por él, desde luego que sí. Tuvo que haber sentido que lo estaba perdiendo a usted.
—¿Cómo iba a haberme perdido? Desde el día en que me convertí en su padre, no le fallé ni una sola vez ¿Es que le estoy tallando ahora?
—Por supuesto que no, Fiodor Mijailovich, pero los niños, ya se sabe, son muy posesivos. Pasan por fases de celos, como todos los demás. Y cuando estamos celosos, inventarnos historias en contra de nosotros. Estimulamos nuestros sentimientos, nos asustamos casi sin darnos cuenta.
Basta con girar muy levemente sus palabras, como si fueran un prisma, para darles otro ángulo y para que reflejen un sentido muy distinto. ¿Es eso lo que pretende?
Él lanza una mirada a Matryona. Lleva unas botas nuevas, con forro de borrego que le sobresale por los bordes. Al apisonar la hierba húmeda, al clavar los tacones, deja tras de sí un rastro de huellas dentadas. Tiene fruncido el ceño a tuerza de concentración.
—Dijo que lo utilizaba para llevar mensajes.
Lo atraviesa una puñalada de dolor. ¡Así que Pavel se acordaba!
—Sí, es cierto. El año antes de que nos casáramos, el día de su onomástico, le pedí a Pavel que llevase un regalo mío a mi prometida. Fue un error del que me arrepentí después. Lo lamenté profundamente, y fue inexcusable. Lo hice sin pensar ¿Fue lo peor?
—¿Lo peor?
—¿Le habló Pavel de alguna cosa peor que esa? Me gustaría saberlo, al menos para que cuando pida perdón sepa de qué soy culpable.
Ella lo mira con extrañeza.
—Esa no es una pregunta justa, Fiodor Mijailovich. Pavel atravesaba por episodios de gran soledad. El se ponía a hablar, yo lo escuchaba. Iban saliendo las historias, no siempre historias agradables. Una vez abierto su pasado, tal vez podría entonces dejar de dolerse por todo ello.
—¡Matryona! —él se vuelve hacia la niña—. ¿Te dijo Pavel alguna cosa ..?
Pero Anna Sergeyevna le interrumpe.
—Estoy segura de que no —dice, y se vuelve hacia él con delicadeza, pero con furia. ¡A una niña no puede hacerle preguntas como esa!
Se detienen y se miran uno al otro en medio del campo. Matryona aparta la mirada con el ceño fruncido, los labios muy apretados. Anna Sergeyevna lo fulmina con la mirada.
—Empieza a hacer frío —dice—. ¿Volvemos?
7
MATRYONA
No las acompaña a casa, y esa noche cena en una taberna. En la trastienda se juega una partida de cartas. Pasa un rato mirando, bebe algo, no juega. Es bastante tarde cuando regresa a la vivienda a oscuras, al cuarto vacío.
A solas, con el ánimo solitario, se concede una punzada de nostalgia, no del todo desagradable en sí misma, por Dresde y por la cómoda regularidad de la vida allí, donde tiene una esposa que guarda celosamente su intimidad y que organiza el día a día de la familia alrededor de sus costumbres.
En el número 63, no logra sentirse como en casa, y nunca podrá sentirse como en casa. No solo es el inquilino más transitorio, no solo es su excusa para alojarse allí tan oscura para los demás como para él, sino que nota además la tensión implícita de vivir en tan reducido espacio, con una mujer de humor voluble y una niña que con demasiada facilidad podría empezar a tener por ofensiva su sola presencia física en la vivienda. En compañía de Matryona tiene aguda conciencia de que sus ropas empiezan a oler mal, de que su piel está reseca y se le desescama, de que las placas dentales que lleva puestas entrechocan y hacen un ruido desagradable cuando habla. Además, sus hemorroides le causan interminables molestias. La férrea complexión que le sirvió para aguantar en Siberia empieza a resquebrajarse; el espectáculo de su decrepitud puede ser tanto más desapacible para una niña, bastante melindrosa con la limpieza, a cuyos ojos ha suplantado además a un ser de fuerza y belleza divinas. Cuando sus compañeros de juegos le pregunten por ese fúnebre visitante que se niega en redondo a recoger sus pertenencias y a marcharse, ¿qué contestará?, se pregunta.
Estaba usted suplicando cuando piensa en las palabras de Anna Sergeyevna, se estremece. Mira que haber sido en todo momento simple objeto de compasión...! Se arrodilla, apoya la cabeza sobre la cama, intenta hallar el camino de la isla de Yelagin, el camino que le lleve a Pavel, a su fría tumba. Pavel al menos no le volverá la espalda. En Pavel puede confiar, en Pavel y en el gélido amor de Pavel.
El padre, mera copia desvaída de lo que fue el hijo. ¿Cómo ha podido contar con que una mujer que contempló al hijo investido por el orgullo de sus mejores tiempos mire al padre con benevolencia?
Recuerda las palabras de un compañero de prisión en Siberia: «¿Por qué se nos da la vejez, hermanos? ¿Por qué? Para que al final podamos empequeñecernos tanto como para pasar a rastras por el ojo de una aguja» Simple sabiduría campesina.
Se arrodilla e implora, pero Pavel no acude. Suspirando, por fin se acuesta en la cama.
Despierta desbordado por la sorpresa. Aunque aún es de noche, se siente como si hubiese descansado durante siete noches con sus días. Se siente renovado, invencible; los tejidos mismos de su cerebro le parecen recién lavados. Apenas logra contenerse. Es como un niño la mañana de Pascua, que espera en ascuas a que la casa entera se despierte para compartir con todos su alegría. Quiere despertar a ella, a la mujer, quiere que los dos bailen por toda la vivienda: «¡Cristo ha resucitado!». Eso es lo que tiene ganas de gritar, y tiene ganas de oírla contestar: «¡Cristo ha resucitado!», y de que ella haga chocar sonoramente su huevo de Pascua contra el suyo. Quiere que los dos bailen, que den vueltas y más vueltas con los huevos pintados, que Matryona haga lo propio todavía con el camisón puesto, con el sueño en los ojos, tropezando feliz entre las piernas de los dos adultos, y que el espíritu del muerto entreteja también sus idas y ve-nidas entre ellos, torpón, con los pies grandes, sonriente: como niños reunidos, recién nacidos, libres de la tumba. Y sobre la ciudad rayará el alba, y cantarán los gallos en todos los patios para dar la bienvenida al nuevo día.
¡Asoma la alegría como raya el alba! Pero no es más que un instante. No es solamente que las nubes comiencen a surcar este cielo nuevo, radiante, es como si en el instante mismo en que sale el sol con todo su esplendor, apareciese también otro sol antagónico que se deslizara por delante del sol. La palabra presagio atraviesa su mente con todo su influjo siniestro y ominoso. El sol naciente no ha salido con todas las de la ley, sino para sufrir el eclipse nada más, la alegría resplandece solo para revelar cómo ha de ser la aniquilación de la alegría.
De un solo gesto presuroso salta de la cama. Los minutos que siguen se extienden ante él como un oscuro paisaje a través del cual ha de escabullirse. Debe vestirse y salir de la vivienda antes de que descienda sobre él la vergüenza del ataque; debe encontrar un sitio que no esté a la vista, un sitio desde el cual no puedan oírlo las personas decentes, donde pueda capear el episodio de la mejor manera posible.
Sale. El corredor está negro como boca de lobo. Extiende los brazos como un ciego y llega a tientas hasta el rellano de la escalera, sujetándose allí a la balaustrada, paso a paso empieza a descender los peldaños. En el rellano de la segunda planta se apodera de él una oleada de terror, un terror sin sentido. Se agacha en un rincón y se sujeta la cabeza. Le huelen las manos a algo que ha tocado, pero no se las frota. Que venga, piensa con desesperación. Yo he hecho todo lo que he podido.
Se oye un grito cuyo eco sacude la caja de la escalera, tan fuerte y tan aterrador que arranca del sueño a los que duermen. En cuanto a él, no oye nada. Ya no está, ya no le queda tiempo.
Cuando despierta, está envuelto en una oscuridad tan intensa que nota como si le presionara las órbitas de los ojos. No tiene idea de dónde está, no sabe quién es. Es pura vigilia, pura conciencia: eso es todo. Es como si hubiese nacido hace un minuto, como si hubiera nacido en un mundo en el que la noche no da cuartel.
Calma, dice esa conciencia para sus adentros, intentando sofocar su propio pánico: ya has estado antes en otras parecidas; aguarda, que algo volverá.
Un cuerpo cae a plomo, una caída libre en su espacio interior. Ese cuerpo es él. El paso vertiginoso del aire: él es quien percibe ese paso vertiginoso. Una garganta asfixiada de terror: él es esa garganta.
Que muera, piensa. ¡Que muera!
Procura mover un brazo, pero el brazo está atrapado bajo su cuerpo. Estúpidamente intenta liberarlo a tirones. Algo huele mal, tiene húmeda la ropa. Como el hielo que se forma en el agua, los recuerdos por fin empiezan a coagularse: quién es, dónde está. Junto con el recuerdo, le invade el deseo urgente de irse muy lejos de este lugar, antes de ser descubierto en plena ignominia.
Estos ataques son el fardo que arrastra consigo por el mundo. A nadie ha confesado jamás cuánto tiempo se pasa al acecho de las premoniciones, en un intento por leer los signos que las anuncien. ¿Por qué esta maldición?, grita en su interior, golpea la tierra con el cayado, exige a la roca que le dé una respuesta. Pero él no es Moisés, la roca no se resquebraja. Tampoco sus trances le dan acceso a la iluminación: no son visitaciones. Lejos de serlo, no son nada: bocanadas de su propia vida que son arrebatados como si los sorbiera un torbellino que no deja a su paso siquiera un recuerdo de tinieblas.
Se yergue y recorre a tientas el último tramo de la escalera. Tiembla, tiene helado todo el cuerpo. Raya el alba cuando sale por fin a la intemperie. Ha vuelto a nevar. Sobre el manto de nieve se ha posado un halo escarlata que titila. El color no está en la nieve; está en su mirada y no puede desprenderse de él. Se le mueve convulso y de forma tan irritante un párpado que termina por apretárselo con la mano helada. Le duele la cabeza como si dentro tuviera un puño que se abriese y se cerrase, se abriese y se cerrase. Ha perdido el gorro por la escalera.
Con la cabeza descubierta y las ropas sucias, avanza trabajosamente por la nieve camino de la pequeña iglesia del Redentor que está cerca del puente de Kameny, y allí se resguarda hasta estar seguro de que Matryona y su madre han salido de la vivienda. Entonces regresa, calienta un poco de agua, se desnuda y se lava. También lava sus calzoncillos y los cuelga a secar en el lavadero. ¡Qué suerte que Pavel no tuviera que sufrir esta enfermedad indigna, qué suerte que no nació de mí! La ironía de sus palabras revienta entonces con fuerza, contra él, y tiene que apretar los dientes hasta que rechinan. La cabeza le retumba de dolor, el halo encarnado aún lo colorea todo. Se tiende con el batín puesto y se estremece hasta quedar adormecido.
Una hora después despierta enojado e irritable. Es como si largos conos de dolor le entrasen por los ojos y le llegaran hasta el fondo del cráneo. Tiene la piel como el papel, muy sensible al tacto.
Desnudo bajo el batín, recorre la vivienda de Anna Sergeyevna abriendo los cajones, mirando los armarios. Todo está en orden, primorosamente limpio y recogido.
En uno de los cajones, envuelto en un paño de pana, encuentra un retrato de Anna Sergeyevna. Es mucho más joven, y está al lado de un hombre; supone que es el impresor Kolenkin. Endomingado, con sus mejores prendas, Kolenkin parece adusto y demacrado, fatigado y viejo. ¿Qué clase de matrimonio vivió con él esa mujer aún joven, morena, guapa y vehemente? ¿Por qué está ese retrato guardado en un cajón? Al dejarlo en su sitio, ensucia adrede el cristal del retrato, dejando su huella dactilar sobre el rostro del muerto.
De niño, espiaba a las personas que visitaban su casa e invadía subrepticiamente su privacidad. Se trata de una debilidad que hasta ahora ha relacionado con su negativa a aceptar los límites de lo que está permitido saber, con la lectura de libros prohibidos, y por tanto con su vocación. Hoy, de todos modos, no se siente propenso a ser caritativo consigo mismo. Está subyugado por un espíritu de maldad insignificante, y de sobra lo sabe. Lo cierto es que rebuscar de este modo en las pertenencias de Anna Sergeyevna mientras ella está fuera le produce un voluptuoso estremecimiento de placer.
Cierra el último cajón y sigue dando vueltas sin descanso, sin saber qué hacer a continuación.
Abre la maleta de Pavel y se pone el traje blanco. Hasta hoy se lo ha puesto como gesto hacia el muchacho muerto, como gesto de desafío y de amor. Ahora, viéndose en el espejo, solamente encuentra una sórdida impostura, algo soterrado y obsceno, cuyo lugar propio queda más allá de las puertas cerradas con llave, más allá de las ventanas tapadas por las cortinas, donde hay hombres que se ponen pelucas y que desnudan sus traseros para ser azotados.
Pasa de mediodía y aún le duele la cabeza. Se tumba un rato, cubriéndose los ojos con un brazo, como si quisiera protegerse de un golpe. Todo le da vueltas; tiene la sensación de caer en una negrura infinita. Cuando vuelve en sí ha perdido de nuevo toda idea de quién es. Conoce la palabra yo, pero mientras la mira con terquedad se convierte en algo tan enigmático como una roca en medio del desierto.
No es más que un sueño, piensa; en cualquier momento despertaré y de nuevo estaré bien. Por un instante se le permite creer. Luego la verdad le estalla encima y lo abruma.
Cruje la puerta, se abre una rendija y Matryona se asoma. Está claramente sorprendida de verlo.
—¿Está enfermo? —le pregunta frunciendo el ceño.
El no se esfuerza por responder.
—¿Por qué se ha puesto ese traje?
—Si no me lo pongo yo, ¿quién se lo va a poner?
Un destello de impaciencia brilla en su cara.
—¿Conoces la historia del traje de Pavel? dice él.
Ella niega con la cabeza.
El se incorpora y le hace un gesto para que se siente a los pies de la cama.
—Ven. Es una larga historia, pero te la voy a contar. Hace dos años, cuando yo aún estaba en el extranjero, Pavel se fue a vivir con su tía en Tver. Solamente iba a pasar el verano. ¿Sabes dónde está Tver?
—Está cerca de Moscú.
—Sí, está en el camino de Moscú. Es un pueblo bastante grande. En Tver vivía un oficial del ejército ya jubilado, un capitán, cuya hermana le atendía y se ocupaba de él. La hermana se llamaba María Timofeyevna. Era una lisiada. También estaba un poco tocada de la cabeza. Un alma cándida, solo que incapaz de cuidar de sí misma.
Se percata de lo deprisa que adopta los ritmos del relato, igual que un motor de pistones, que no puede ejecutar otro movimiento.
—El capitán, el hermano de María, era por desgracia un alcohólico. Cuando se emborrachaba, le daba por maltratarla. Y después no se acordaba de lo que había hecho.
—¿Qué le hacía?
—Le pegaba, eso era todo. Le pegaba a la antigua, como se ha pegado siempre a las mujeres en Rusia. Ella no se lo echaba en cara. Es posible que, en su sencillez, incluso pensara que el mundo es así: un lugar en el cual te pegan.
Dispone de toda su atención. Da otra vuelta de tuerca.
—Al fin y al cabo, así es como un perro tiene que ver el mundo. O un caballo ¿Por qué iba a verlo María de otra manera? Un caballo no entiende que ha venido a este mundo para tirar de una carreta. Solo piensa que está aquí para ser golpeado. Piensa que la carreta es un enorme objeto al cual está atado, de forma que no pueda escapar mientras se le golpea.
—No... —susurra ella.
Él lo sabe, la niña rechaza con toda su alma la visión del mundo que él está ofreciendo. Ella quiere creer en la bondad, pero su creencia es indecisa, no tiene flexibilidad. El no siente piedad de ella. ¡Esto es Rusta!, tiene ganas de decirle, de imponerle las palabras a la fuerza, restregándoselas por la cara. En Rusia, nadie puede permitirse ser una flor delicada. En Rusia, para ser flor hay que ser una bardana o un diente de león.
—Un día, el capitán fue de visita. No es que fuera muy amigo de la tía de Pavel, pero de todos modos fue de visita, y llevó también a su hermana. Quizá hubiera estado bebiendo. Pavel no estaba en casa en ese momento.
»Otro visitante que había venido desde Moscú, un joven que no estaba al corriente de la situación, trabó conversación con María y logró que se mostrase más comunicativa. Puede que solamente lo hiciera por cortesía, pero tal vez lo hizo por maldad. María se excitó y su imaginación empezó a jugarle una mala pasada. Confió a este visitante que estaba comprometida o, como dijo ella, "prometida". "Y, dígame, ¿es su novio de la región?", preguntó el visitante. "Sí, es de por aquí cerca", repuso ella, dedicando a la tía de Pavel una sonrisa tímida y coqueta. Ten en cuenta que María era una mujer bastante alta, desgarbada, con voz estridente, de ninguna manera joven, ni mucho menos guapa.
»Para mantener las apariencias, la tía de Pavel tuvo que hacer como que la felicitaba, y fingió felicitar además al capitán. Este, cómo no, había montado en cólera con su hermana, y tan pronto llegaron a su casa, la golpeó sin misericordia.
—Entonces, ¿no era verdad?
—No, no era verdad nada más que en su imaginación. Y de pronto salió a la luz que el hombre con el que ella se había convencido de que se iba a casar era nada menos que Pavel. No tengo ni idea de dónde pudo sacar esa ocurrencia. A lo mejor es que un día él le sonrió, o puede que le hiciera un cumplido sobre su sombrero; Pavel era de corazón afable, y esa era una de sus cualidades más gratas, ¿verdad? Y ella tal vez se volviera a su casa soñando con él, y en un abrir y cerrar de ojos soñase que estaba enamorada de él y que él la correspondía con su amor.
Mientras habla, mira a la niña de soslayo. Está agitada, y por un instante incluso llega a meterse el pulgar en la boca.
—Puedes imaginarte cómo se lo pasaron en Tver a cuenta de María y de su pretendiente fantasma. Pero ahora deja que te hable de Pavel. Cuando Pavel se enteró de lo que se contaba, fue directamente a encargar un traje blanco muy elegante. Y en cuanto lo tuvo hecho fue a visitar a los Lebyatkin, con su traje blanco y con un ramo de flores, creo que eran rosas. Y aunque el capitán Lebyatkin no se lo tomó al principio de buen grado, Pavel lo conquistó enseguida. A María la trató con mucha consideración, con gran cortesía, como un perfecto ca-ballero, aunque todavía no había cumplido veinte años. Siguió visitándoles durante todo el verano, hasta que se marchó de Tver para volver a Petersburgo. Fue una lección para todo el mundo, una lección de auténtica caballerosidad. Fue una lección también para mí. Así era Pavel. Y esa es la historia del traje blanco.
—¿Y María?
—¿María? María aún vive en Tver, al menos por lo que yo sé.
—Pero ¿lo sabe?
—¿Que si sabe lo que le ha ocurrido a Pavel? Lo más seguro es que no.
—¿Por qué se quitó la vida?
—¿Tú crees que se quitó la vida?
—Mamá dice que se quitó la vida.
—Nadie se quita la vida, Matryosha. Uno puede poner su vida en peligro, pero nadie puede matarse de veras. Es más probable que Pavel decidiera correr un riesgo para averiguar si Dios lo amaba lo suficiente y si estaba dispuesto a salvarle. Hizo a Dios una pregunta: ¿me salvarás? Y Dios le dio su respuesta: No. Dios dijo: muere.
—¿Dios lo mató?
—Dios dijo que no lo iba a salvar. Dios podría haberle dicho que sí, que lo salvaría, pero prefirió decir que no.
—¿Por qué? —susurra.
—Él le dijo a Dios, si me amas, sálvame. Si estás ahí, sálvame. Pero solo encontró el silencio. Y dijo después: se que estás ahí. Me juego la vida a que me salvarás. Y Dios siguió sin decir nada. El añadió por muy callado que estés, sé que me oyes. Voy a correr el riesgo ¡ahora! E hizo su apuesta. Y Dios no apareció. Dios no intervino.
—¿Por qué? —susurra de nuevo.
Él le sonríe con su fea sonrisa, torcida y barbuda.
—Pues ¿quien sabe? A lo mejor a Dios no le gusta que le tienten. Quizá el principio de que Dios no ha de ser tentado es mas importante para el que la vida de uno de sus hijos. O quizá la razón sea sencillamente que Dios anda algo duro de oído. A estas alturas. Dios debe de ser viejísimo, por lo menos tan viejo como el mundo, o tal vez mas. A lo mejor es duro de oído, a lo mejor también le falla la vista, tomo a cualquier viejo
Ella se siente derrotada. No hay más preguntas. Ahora está preparada, piensa él. Y da unas palmadas sobre la cama.
Cabizbaja, se acerca a el. El la abarca con un solo brazo, la siente temblar. Le acaricia el pelo, las mejillas. Por último, ella cede al impulso y, apretándose contra el, cerrando los puños bajo el mentón, solloza sin contenerse.
—No lo entiendo— solloza ¿Por que tema que morir?
A el le gustaría decirle no ha muerto, está aquí, yo soy él. Pero no puede.
Piensa en la semilla que siguió viviendo un tiempo en el cuerpo después de que cesara la respiración, sin saber aún que nunca iba a encontrar salida.
—Se que tú lo quieres— murmura él con aspereza. El lo sabe también. Tienes un gran corazón.
¿Si esa semilla pudiera haber sido arrebatada al cuerpo, aunque nada mas fuera una, y si se le hubiese dado un hogar?
Piensa en una pequeña estatua de terracota que vio en el museo etnográfico de Berlín, era Shiva, el dios indio, tendido de espaldas, muerto, azulado, mientras sobre él cabalgaba la imagen de una diosa terrible, de múltiples brazos y de ancha boca, de ojos fijos, en éxtasis cabalgaba sobre el para extraerle de dentro la divina semilla.
No le cuesta imaginar el éxtasis de esta criatura. Su imaginación parece no tener límites.
Piensa en un bebé helado, muerto, enterrado en un ataúd de hierro, bajo un montón de tierra nevada, a la espera del invierno, a la espera de la primavera.
La violación no va más allá, la niña amparada por su brazo, los cinco dedos de su mano, blancos y entumecidos, la sostienen por el hombro. Pero igual podría estar tendida, desnuda, abierta de piernas. Una de esas niñas que se entregan porque su inclinación natural no es otra que ser buenas, someterse. Piensa en las niñas prostitutas que ha conocido aquí y en Alemania, piensa en los hombres que buscan a esas niñas, porque bajo el maquillaje llamativo y bajo las ropas provocativas encuentran algo que los ultraja, una especie de inviolabilidad, una virginidad intacta. Así prostituye a la Virgen, suele de-cir ese hombre al reconocer el sabor de la inocencia en el gesto con que la niña se cubre los pechos con ambas manos para que él la vea, o en el movimiento con que separa los muslos. En el reducido cuarto, con sus olores rancios, ella despide un débil y desesperado aroma de primavera, de flores, que el no puede soportar. Deliberadamente, con los dientes apretados, le hace daño, y le hace daño otra vez, y otra, mirándolo en todo momento a la cara, en busca de algo que vaya más allá de una simple mueca, de un mero gesto de dolor en busca de esa mirada repentina, atónita, del ser que comienza a entender que su vida corre peligro.
La visión, el acceso, el rictus de la imaginación por fin termina. La apacigua por última vez, retira el brazo, encuentra una manera de estar con ella parecida a la de antes.
—¿No va a hacer una hornacina? —dice ella.
—No lo había pensado.
—Puede hacer una hornacina fácilmente, en esa esquina, con una vela. Luego, basta con poner su retrato. Si quiere, yo mantendré la vela encendida mientras usted no esté aquí.
—Una hornacina se hace para que permanezca por siempre, Matryosha. Y tu madre querrá alquilar el cuarto cuando yo me haya marchado.
—¿Cuándo se va a marchar?
—Aún no estoy seguro —dice evadiéndose de la trampa que ella le tiende. El llanto por un ser querido, sobre todo por un niño, no termina nunca. ¿Es eso lo que quieres que diga? Pues lo digo. Es verdad.
Ya sea porque ella nota que ha cambiado de tono, o porque él le ha tocado la fibra más sensible, la niña se asusta notoriamente.
—Si tú murieses, tu madre te lloraría durante el resto de su vida. Y yo también— añade, sorprendiéndose enseguida por lo dicho.
¿Es verdad? No, aún no lo es, pero quizá esté a punto de serlo.
Entonces, ¿puedo encender una vela por él?
—Sí, claro que puedes.
—¿Y puedo mantenerla encendida?
—Sí. Dime una cosa. ¿Por qué es tan importante la vela?
Incómoda, la niña se retuerce.
—Pues para que no esté a oscuras —dice por fin.
Es curioso, pero así es como algunas veces también lo ha imaginado él. Un barco en la mar, una noche tormentosa, un muchacho que cae al agua. Manotea entre las olas, se mantiene a flote como sea; el muchacho grita aterrorizado respira y grita, respira y grita después de que el barco que ha sido su hogar deje de serlo del todo.
A popa hay un farol en el que fija la vista, un ápice de luz en una desolación de agua y noche. Mientras alcance a ver esa luz, se dice, no estaré perdido.
—¿Puedo encender la vela ahora? —pregunta ella—
—Como quieras Pero todavía no pondremos el retrato ahí. Todavía no.
Ella enciende una vela y la coloca bajo el espejo. Luego, con una confianza que a él le pilla totalmente desprevenido, vuelve a la cama y apoya la cabeza contra su brazo. Juntos contemplan la llama de la vela. Desde la calle llegan los ruidos de los niños que juegan abajo. Sus dedos se cierran sobre el hombro de la niña, la estrecha con fuerza hacia sí. Siente cómo se pliegan sus jóvenes huesos, uno sobre otro, tal como se pliega el ala de un ave.
8
I VANO V
Ingresa en el sueño tal como ingresa en el sueño cada noche, con la intención de hallar un camino que le lleve a Pavel. Solo que esta noche se despierta casi de inmediato, a lo que parece cuando oye una voz, una voz escueta hasta el punto de resultarle descarnada, que llama desde la calle ¡Isaev!, llama la voz una y otra vez, con paciencia.
El viento en los juncos, eso debe de ser, se dice, y vuelve a rodar agradecido por la pendiente del sueño. Es verano, sopla el viento en los juncos, el cielo está azul, moteado solamente por algunas nubes altas, y él va de paseo por la orilla del riachuelo, silbando, lleva un bas-tón en la mano con el que a veces acaricia perezosamente los juncos. El canto de unos pájaros tejedores. Se detiene, se queda quieto, a la escucha. También cesa el canto de las chicharras, solo se oye su respiración pausada y los juncos mecidos por el viento ¡Isaev!, llama el viento.
Se sobresalta y se despierta del todo. Es la hora más honda de la noche, la casa entera está en silencio. Se acerca a la ventana, mira la luz de la luna y las sombras, espera a que se oiga de nuevo la llamada. Y por fin la oye. Tiene el mismo tono, la misma extensión, la misma inflexión que la palabra que aún le resuena en los oídos, pero no es una voz humana. Es el desdichado gemir de un perro.
No es Pavel, pues, que llama para ser recogido; no es más que algo que no le incumbe, un perro que aúlla llamando a su padre. Bien, pues que sea el padre del perro, quien quiera que sea, el que salga a desafiar el frío y las tinieblas para tomar en brazos a ese niño grosero y maloliente. Que sea él quien lo apacigüe, quien le cante nanas para arrullarle y adormecerlo.
El perro vuelve a aullar. Nada remite a las llanuras desiertas, a la luz plateada, es un perro, no un lobo. Es un perro, no su hijo ¿Por lo tanto? Por lo tanto, tiene que sobreponerse a este letargo! Como no es su hijo, no debe volver a la cama, sino vestirse y responder a esa lla-mada. Si acaso espera que su hijo llegue a él como un ladrón envuelto por la noche, y si solamente atiende la llamada del ladrón, no lo verá nunca. Si cuenta con que su hijo hable con la voz de lo inesperado, nunca lo oirá. Mientras espere lo que no se espera, lo que no se espera no llegará. Por lo tanto una paradoja dentro de otra, la oscuridad envuelta por las tinieblas, debe responder a lo que no se espera.
Desde el tercer piso le había parecido que sería fácil encontrar al perro, pero cuando llega a la calle se siente confuso ¿Venían los aullidos de la izquierda o de la derecha? ¿No vendrían quizá del patio de uno de los edificios próximos? ¿De qué edificio? ¿Y qué de los aullidos, que ahora parecen no solo más cortos, más graves, sino también de un timbre diferente, casi como si ni siquiera fuesen los mismos, sino tal vez otros gritos?
Busca por aquí y por allá, hasta que encuentra el callejón que utilizan los barrenderos por las noches. En un recoveco del callejón por fin encuentra al perro. Está atado a una cañería por una frágil cadena, la cadena se le ha enredado en una de las patas delanteras, y tira de ella con torpeza cada vez que se tensa. Cuando se aproxima, el perro se retira todo lo que puede, gimiendo sin cesar. Aplana las orejas, se postra, se tumba de espaldas. Es una perra. Se inclina sobre ella y desenrolla la cadena. Los perros olfatean el miedo, pero incluso con el frío que hace nota él ese terror fétido del perro. Le acaricia detrás de la oreja. Aún de espaldas, tímidamente le lame la mano.
¿Será esto lo que tendré que hacer durante el resto de mis días?, se pregunta. ¿Mirar a los ojos a los perros y a los mendigos?
El perro se pone en pie de un brinco. Aunque no le caen bien los perros, de este no se aparta, sino que se agacha y deja que con su lengua húmeda y cálida le lama la cara, las orejas, la sal acumulada en su barba.
Le hace una última caricia y se pone en pie. A la luz de la luna ya no distingue su cara vigilante. El perro da tirones de la cadena, gime ansioso por verse suelto. ¿Quién habrá sido capaz de encadenar a un perro en la calle, en una noche como esta? No obstante, él no lo suelta. Por el contrario, bruscamente se da la vuelta y se marcha, perseguido por los aullidos desamparados.
¿Por qué a mí?, piensa al marcharse apresurado. ¿Por qué tengo que soportar yo las pesadas cargas de este mundo? Por lo que atañe a Pavel, si no va a poder tener nada más, que al menos se quede con su muerte para él solo, que su muerte no le sea arrebatada y convertida en una ocasión para la reforma de su padre.
De nada sirve. Su razonamiento —especioso, despreciable— no le convence ni por un momento. La muerte de Pavel no pertenece a Pavel: eso no es más que una mala pasada que le juega el lenguaje. Mientras siga aquí, la muerte de Pavel es su muerte. Allí adonde vaya lleva a Pavel consigo, como un niño azulado por el frío. («¿Quién ha de salvar al niño azulado?», le parece oír en su interior, y son palabras quejumbrosas que vienen no sabe de dónde, en una voz cantarina, de campo).
Pavel no dirá nada, no le dirá desde luego qué hacer. «Levanta eso que es lo último y al menos acarícialo»: si supiera que esas palabras vienen de Pavel, las obedecería sin pensarlo dos veces. Eso es que es lo último: ¿es lo último ese perro abandonado al frío? ¿Es el perro eso que ha de liberar y llevarse consigo, cuidar y acariciar, o es acaso el asqueroso mendigo borracho del abrigo desastrado que se resguarda bajo el puente? Le inunda una terrible desesperanza que está relacionada, aunque no sepa como, con el hecho de que no tiene ni idea de la hora que es, aunque su meollo sea la creciente certeza de que ya nunca saldrá en plena noche para atender la llamada de auxilio de un perro, de que esa oportunidad de abandonarse tal como es ahora y de convertirse en lo que podría llegar a ser ya ha pasado sin que la aprovechase. Soy el que soy, piensa con desesperación, estoy encadenado a mí hasta el día en que me muera. No sé qué fue lo que aleteó hacia mí, pero fui indigno, y ahora se ha retirado y ha vuelto allá de donde vino.
Sin embargo, incluso en el instante en que cierra la puerta sobre sí mismo se da cuenta de que sigue existiendo una posibilidad de volver al callejón, de soltar al perro, de llevárselo al portal del número 63, de hacerle una especie de lecho al pie de la escalera, aunque también sabe que una vez lo haya llevado tan lejos, el perro insistirá en seguirle adonde vaya, y si lo encadenase de nuevo volvería a gemir y a ladrar hasta que el edificio entero se despertase. No es mi hijo, no es más que un perro, protesta. ¿ Qué representa para mí? Pese a todo, a la vez que protesta sabe cuál es la respuesta: Pavel no se habrá salvado hasta que él no haya liberado al perro, hasta que no se lo haya llevado a su cama, hasta que no haya llevado lo último, al mendigo y a la mendiga también si hace falta, y muchas más cosas de las que todavía no tiene noción. Y ni siquiera entonces tendrá la certeza.
Emite un gran gemido de desesperación ¿ Qué voy a hacer? Si al menos estuviese en contacto con lo más profundo de mi corazón, ¿no me sería dada la ocasión de saber? Pero no es su corazón lo que ha perdido contacto con la verdad. Tampoco es la verdad —es la otra cara del mismo pensamiento— aquello con lo que ha perdido todo contacto, en absoluto, muy al contrario, la verdad ha estado cayéndole encima como cae un chaparrón, sin moderación ninguna, hasta que ahora se siente empapado, ahogado en ella. Y entonces piensa (invierte el pensamiento e invierte la inversión, con esas artimañas je-suíticas hay que pensar hoy en día) me ahogo bajo lo que está cayendo, ¿qué me hace falta? Más agua más inundación, ahogarme más al fondo.
De pie en medio de la calle cubierta de nieve, se lleva las manos heladas a la cara, huele en ellas el olor del perro, toca las frías lágrimas en sus mejillas, las prueba. Sal para quienes necesitan la sal. Sospecha que no salvará al perro, ni esta noche ni mañana por la noche, en el caso de que haya una noche más. Está esperando una señal, y apuesta (no hay palabra más grandiosa que se atreva a usar aquí) a que el perro no es la señal, no es ninguna señal, no es más que un perro entre los demás perros que aúllan en la noche. Pero también sabe que mientras intente distinguir a fuerza de astucia las cosas que solo son cosas de las cosas que son señales, no se salvará. Esa es la lógica en virtud de la cual saldrá derrotado, nota su férrea dureza, pero está a punto de perder los estribos, igual que un perro encadenado que se rompe los dientes desviviéndose por roer los eslabones. Y cuidado, cuidado, se dice el perro encadenado, el segundo perro, nada es en sí mismo, no es iluminación, solo es semejanza animal.
Con los puños cerrados dentro de los bolsillos, la cabeza gacha, las piernas rígidas como postes, se planta en medio de la calle y siente como se le va congelando en la barba la saliva del perro.
¿Es posible que en este mismo instante, en el sombrío portal del número 63, alguien aceche y lo vigile? Del cuerpo del vigilante no puede estar muy seguro, hasta ese manchurrón de clara oscuridad que interpreta como su rostro bien podría ser eso, una simple mancha en la pared. Pero cuanto mas tiempo pasa mirándolo, más atentamente parece mirarle a él una cara ¿Una cara de verdad? Tiene la imaginación repleta de hombres barbudos con los ojos centelleantes, que se ocultan en lúgubres corredores. No obstante, cuando entra en la negrura del portal, la sensación de que hay otra presencia se hace tan aguda que un escalofrío le recorre la espalda. Se detiene, contiene la respiración, escucha. Y enciende un fósforo.
En un rincón se agazapa un hombre que parpadea para defenderse de la luz. Aunque lleva una bufanda de lana que le envuelve la cabeza, aunque una manta le cubre los hombros, reconoce en él al mendigo al que interpeló en el pórtico de la iglesia.
—¿Quién es usted? le pregunta con voz quebrada— Es que no puede dejarme en paz?
Se le apaga el fósforo. Enciende otro.
El hombre sacude la cabeza con vehemencia. Sale de la manta una mano que aparta la bufanda a un lado.
—A mí no me puede dar ordenes —dice. El aire se llena de un hedor a pescado putrefacto.
Se apaga el fósforo. Comienza a subir las escaleras pero la paradoja vuelve tediosamente a repetirse. Espera a ese que no te esperas. Muy bien, pero ¿ha de ser tratado como un hijo pródigo todo mendigo con el que se encuentre? ¿Ha de abrazarlo, darle la bienvenida, celebrar su vuelta? Sí, eso es lo que diría Pascal, apuesta a todos, a todos los mendigos, a todos los perros sarnosos, y solo así tendrás la total segundad de que el Único, el hijo verdadero, el ladrón en la noche, no se te escapará entre las redes. Herodes estaría de acuerdo: asegúrate, asesina a todos los niños sin excepción.
Apostar a todos los números... ¿sigue siendo ese el juego? Sin el riesgo, sin someterse a la voz que habla desde otra parte con cada golpe de los dados, ¿qué queda que sea realmente divino? Sin duda que Dios lo sabe, sin duda tendrá misericordia del jugador de corazón. Sin duda que la esposa cuyo marido se arrodilla ante ella y confiesa que se ha gastado en el juego hasta el último rublo, cuyo marido se golpea en el pecho y besa el dobladillo de su vestido, la esposa que lo ayuda a ponerse en pie y que le seca las lágrimas, la que sin decir palabra sale a la casa del prestamista a empeñar su alianza de boda y vuelve con el dinero («¡Toma!»), para que él pueda regresar a la sala de juegos y hacer una última apuesta que lo redima de todo, sin duda que esa mujer está tocada por la divinidad, esa mujer que se la juega apostando al hombre al que no le queda nada, una mujer que, cuando la alianza es empeñada primero y perdida después, sale por segunda vez en una misma noche y vuelve con más dinero para una nueva apuesta.
¿Está ungida por esa divinidad la mujer de ahí arriba, esa mujer cuyo nombre parece haber olvidado por ahora, a la cual llega a confundir con aquella Gnadige Prau, con su casera de Dresde? De ella ni siquiera sabe lo más elemental, lo primero, de ella solamente sabe lo último, lo más secreto: solo sabe cómo se entrega. Por cómo se entrega una mujer ¿puede adivinar un hombre cómo se entregará al dios del azar? Una mujer así ... ¿está marcada por el abandono, por un abandono tal que ya no importa adonde la lleve, si al placer o al dolor, y que usa el cuerpo y lo sensual como mero vehículo, que lo usa únicamente por no poder disfrutar de una vida incorpórea? ¿Existe acaso una manera de hacer el amor, una manera que ella representa, y en la cual los cuerpos se aprietan uno contra otro, dentro y a través del otro, hasta ingresar en una oscuridad donde nada se oye, salvo el batir de las sábanas como si fuesen alas?
Los recuerdos de las noches que ha pasado con ella vuelven de golpe y lo alcanzan de lleno, y todo lo que en él estaba enmarañado se endereza y apunta como una flecha hacia ella. El deseo, con todos sus lujos, con toda su sensualidad, lo abruma Ella, piensa: es ella, ella es quien yo quiero. Por tanto..
Por tanto, sonríe para sus adentros, vuelve a bajar presuroso la escalera y a tientas llega al rincón donde ha anidado el hombre, el mercenario, el espía.
—Venga —dice en la oscuridad. Tengo una cama para usted.
—Este es mi puesto, y debo permanecer en mi puesto —replica el hombre con descaro.
Pero ahora nada va a estropear su buena disposición.
—El que usted espera terminará por llegar al tercer piso, se lo aseguro. Llamará a la puerta, aguardará con paciencia a que le abran, rehusará marcharse con las manos vacías.
Se oye un prolongado forcejeo y un crujir de papeles.
—No tendrá más lumbre, ¿verdad? —dice el hombre.
Enciende un fósforo; el hombre embute atropelladamente sus cosas en un bolso y se pone en pie.
Tambaleándose a oscuras, igual que dos borrachos, suben las escaleras. Ante la puerta de su cuarto le susurra al hombre que no haga ruido y lo toma de la mano para guiarlo. Es una mano desagradable, fofa.
Una vez dentro, enciende la lámpara. Le cuesta trabajo calcular qué edad tendrá el desconocido. Tiene la mirada juvenil, pero el cabello ralo y algo anaranjado, la calva pecosa y con manchas en la piel, así como su modo de conducirse, le hacen pensar en alguien agostado por los años y las desgracias.
—Me llamo Ivanov, Piotr Alexandrovich dice el hombre a la vez que amaga un taconazo, haciendo una desmañada reverencia— Funcionario, jubilado.
Hace un gesto hacia la cama.
—Acomódese —le dice.
—Seguramente se estará preguntando— dice el hombre a la vez que prueba el lecho— cómo es posible que una persona de mi posición termine por ser vigilante. Así es como lo llamamos en mi medio vigilar. —Se tiende en la cama y se estira.
Tiene el incómodo presentimiento de haberse enredado con uno de esos mendigos que, incapaces de hacer juegos malabares o de tocar el violín, se sienten en la obligación de corresponder a las limosnas relatando la historia de su vida.
—Por favor, no levante la voz dice—. Y quítese los zapatos.
—Usted es el hombre cuyo hijo fue asesinado, ¿verdad? Mi más profunda condolencia. Algo sé de lo que siente. Ojo, no todo, pero sí una parte. Yo he perdido dos hijos. Me fueron arrancados de los brazos, ¿sabe? Fiebre meníngea, así lo llaman los médicos. Mi esposa nunca se ha recuperado de un golpe tan terrible. Y es que podrían haberse salvado los dos, con que solo hubiésemos tenido dinero para pagar a un buen médico. Una tragedia, desde luego, aunque ¿a quién le importa? Hoy en día hay tragedias por todas partes. La tragedia se ha convertido en moneda corriente. Se incorpora. Si siguieras mi con-sejo, Fiodor Mijailovich, y confío en que no te importe que apeemos el tratamiento, si quieres saber cuál es el consejo de uno que ha pasado, por así decir, por la piedra de amolar, cede a tu pena, no la resistas, llora como una mujer. Ese es el gran secreto de las mujeres, eso es lo que les da ventaja sobre los hombres como nosotros. Saben cuándo ceder, cuándo echarse a llorar. Nosotros, tú y yo, no lo sabemos. Aguantamos, embotellamos la pena dentro de nosotros, la encerramos a cal y canto, hasta que se convierte en el mismísimo demonio. Y en-tonces nos da por cometer alguna estupidez, solo con tal de librarnos de la pena, aunque no sea más que un par de horas. Sí, cometemos alguna estupidez que luego habremos de lamentar durante toda la vida. Las mujeres no son así, porque conocen el secreto de las lágrimas. Tenemos que aprender del sexo débil. Fiodor Mijailovich; tenemos que aprender a llorar. Fíjate: a mí no me avergüenza llorar. El mes que viene se cumplirán tres años desde que sobrevino la tragedia ¡Y no me avergüenza llorar!
Es cierto que las lágrimas le ruedan por las mejillas. Se las frota con el puño, pero le siguen rodando. Mientras habla, parece que no tenga ninguna dificultad para llorar. A decir verdad, parece incluso bastante animado.
—A veces pienso que lloraré por mis niños durante el resto de mis días —añade.
Mientras Ivanov habla de sus «niños», él se distrae ¿Será que la gente le cuenta sus historias simplemente por ser escritor? ¿Es que se piensan que él no tiene sus propias historias que contar? Está fatigado; no se ha mitigado del todo el dolor de cabeza. Sentado en la única silla, mientras empiezan a piar los pájaros ahí fuera, está desesperado por dormir, o desesperado, a decir verdad, por la cama que ha cedido al otro.
—Ya hablaremos más tarde —le interrumpe con cautela—. Ahora, duerme. Si no, ¿que sentido tiene...?
—¿Esta obra de caridad? —concluye Ivanov taimadamente—. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Él no contesta.
—Permíteme tranquilizarte, porque no tienes que avergonzarte de la caridad continúa con un punto de dulzura. Desde luego que no. Es igual que la pena, y de la pena no tienes por qué avergonzarte. Tanto una como otra son impulsos generosos. Parece como si nos rebajasen estos impulsos generosos que a veces tenemos, pero la verdad es que nos exaltan. Y Él los ve, Él anota cada uno de estos impulsos nuestros, pues no en vano ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones.
Con ímprobo esfuerzo logra entreabrir los párpados. Ivanov está sentado en la cama, con las piernas cruzadas como si fuese un ídolo. Qué charlatán, piensa. Cierra los ojos. Cuando despierta, Ivanov sigue ahí mismo, estirado sobre la cama, con las manos unidas bajo una mejilla, durmiendo a pierna suelta. Tiene la boca abierta; entre los labios, pequeños y rosados como los de un niño, le sale un delicado ronquido.
Hasta muy avanzada la mañana permanece con Ivanov. Ivanov, el comienzo de lo inesperado, piensa ¡veamos, pues, adonde nos lleva lo inesperado! Hasta ahora, nunca había transcurrido el tiempo tan lentamente. Nunca había estado el aire tan desprovisto de revelaciones. Por fin, hastiado, despierta al hombre.
—Hora de irte, tu turno ha terminado dice.
Ivanov parece ajeno a la ironía. Está despejado, animado; ha descansado bien.
—¡Uh! —bosteza—. ¡Antes debo ir al lavabo! Y luego, al volver—: No tendrás nada que compartir para desayunar, ¿verdad?
Conduce a Ivanov a la vivienda. Su desayuno está preparado y la mesa puesta, pero él no tiene apetito. A Ivanov le brillan los ojillos, una gota de saliva le baja por el mentón. Pero come con decoro, y sorbe la taza de té con el meñique extendido y ganchudo. Cuando termina, se arrellana y suspira contento.
—¡Cuánto me alegro de que nuestros caminos se hayan cruzado! comenta. El mundo puede que sea frío y desabrido, Fiodor Mijailovich, como seguramente sabes por experiencia propia. No me estoy quejando, cuidado. Cada cual tiene lo que se merece, en el sentido más elevado de la palabra. No obstante, a veces me pregunto si no mereceremos también, todos y cada uno, un refugio donde podamos beneficiarnos de la piedad. Lo planteo como simple pregunta, como interrogación filosófica. Aun cuando no figure en las Escrituras, ¿no es propio del espíritu de las Escrituras? ¿No nos merecemos lo que no nos merecemos? Dime, ¿qué te parece?
—Sin duda, pero esta vivienda por desgracia no me pertenece. Ya es hora de que te marches.
—Solo tardo un momento; permíteme una última observación. No fue hablar por no callar, y tú lo sabes bien, lo que te dije anoche, aquello de que Dios ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones. Puede que no sea yo un santurrón como Dios manda, pero eso no me impide decir la verdad. La verdad puede llegarnos, bien lo sabes, por caminos tortuosos y llenos de misterios. Se golpea con dos dedos en la frente, con un gesto intencionado. Nunca llegaste a soñar, ¿a que no?, la primera vez que me viste, que un buen día íbamos a estar juntos los dos, tomando un té como dos personas civilizadas. Sin embargo, ¡aquí estamos!
—Lo lamento, pero no te sigo; tengo la cabeza en otras cosas. Ahora de veras tienes que irte.
—Sí, tengo que irme. Yo también tengo obligaciones que cumplir. —Se levanta, se echa la manta sobre los hombros como si fuera un capote, le tiende una mano. Adiós. Ha sido todo un placer conversar con un hombre tan culto.
—Adiós.
Le alivia librarse de él, pero persiste en su cuarto un olor viciado, nauseabundo. A pesar del frío, tiene que abrir la ventana.
Media hora más tarde alguien llama a la puerta de la vivienda. ¡No será ese hombre otra vez!, piensa, y abre la puerta con una mueca de hostilidad.
Ante él se encuentra una niña, una muchacha bastante gorda, con un vestido oscuro, como el que llevan las novicias. Tiene la cara redonda e inexpresiva, y los pómulos tan saltones que los ojos se le quedan casi escondidos en las cuencas. Lleva el pelo recogido hacia atrás, muy tirante, en una coleta corta.
—¿Es usted el padrastro de Pavel Isaev? le pregunta con voz sorprendentemente grave. El asiente. Ella entra y cierra la puerta—.
—Yo era amiga de Pavel —anuncia. El se espera el pésame de rigor, pero este no llega. En cambio, la muchacha se cuadra delante de él, con los brazos pegados a los costados, y lo mira de hito en hito, desprende un aire de sosiego impasible y vigilante, el sosiego de un luchador en espera de que empiece el combate. El pecho le sube y le baja con una respiración uniforme.
—¿Puedo ver qué ha dejado? —dice por fin.
—Ha dejado muy poca cosa. ¿Puedo saber cómo se llama usted, joven?
—Katri. Aunque sea muy poca cosa, ¿puedo verlo? Es la tercera vez que vengo de visita. Las otras dos veces, su estúpida casera no quiso dejarme entrar. Pero confío en que usted no sea tan cerril como ella.
Katri. Un nombre finés. Ella también parece finesa.
—Estoy seguro de que la casera tiene razones de peso. ¿Conocía usted bien a mi hijo?
Ella no responde a la pregunta.
—¿Se da usted cuenta de que fue la policía la que mató a su hijastro? dice con desenvoltura. El tiempo se detiene. Él oye cómo le late el corazón.
—Lo mataron ellos, y luego hicieron correr por ahí el bulo del suicidio. ¿Qué pasa, no me cree? Si no quiere, no tiene por qué creerme.
—¿Por qué lo dice? —susurra él con sequedad.
—¿Por qué? Porque es verdad. ¿Por qué, si no?
No es solo que sea beligerante; es que además comienza a inquietarse. Ha empezado a balancearse rítmicamente, desplazando el peso de un pie a otro, y mueve los brazos a la vez. A pesar de su complexión robusta, da cierta sensación de agilidad. ¡No es de extrañar que Anna Sergeyevna no quisiera saber nada de ella!
—No—sacude la cabeza—. Lo que haya dejado mi hijo es un asunto privado, de familia. Haga el favor de explicarme, si tiene la amabilidad, a qué se debe su visita.
—¿Hay algunos papeles?
—Había papeles, pero ya no queda ninguno. ¿Por qué lo pregunta? —añade ¿Es usted una de las agentes de Nechaev?
La pregunta no la desconcierta. Al contrario, sonríe, enarca las cejas y le muestra los ojos a las claras por vez primera son unos ojos chispeantes, triunfantes. ¡Por supuesto que es una de las agentes de Nechaev! Una guerrera: su balanceo no es más que el inicio de una danza de guerra, la danza de alguien que se muere de ganas por ir a la guerra.
—Si lo fuese, ¿usted cree que se lo diría? replica con una carcajada.
—¿Sabe que la policía tiene esta casa vigilada?
Ella le mira fijamente, balanceándose ahora de delante hacia atrás, como si lo retase a que descubriera algo en su mirada.
—Hay un hombre ahí abajo. Está ahí en todo momento— insiste él.
—¿Dónde?
—Usted no ha reparado en su presencia, pero puede estar segura de que el sí se ha fijado en usted. Finge ser un mendigo.
Su sonrisa se ilumina y se ensancha hasta delatar que se esta divirtiendo.
—¿De veras piensa que un simple espía de la policía es tan listo como para descubrirme? —dice ella. Y hace algo sorprendente. Se recoge el dobladillo del vestido y da dos pasos, para dejar al descubierto unos sencillos zapatos negros, con calcetines blancos de algodón.
Tiene razón, piensa podría tomársela por una niña, pero una niña sometida sin embargo al dominio de un diablo. El diablo que hay en ella se retuerce, brinca, incapaz de estarse quieto.
—¡Ya basta! dice él con firmeza— Mi hijo no dejo nada para usted.
—¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Si no era hijo suyo!
—Es mi hijo y siempre lo será. Ahora le ruego que se vaya. Estoy harto de esta conversación.
Abre la puerta y le indica el camino. Al marcharse, la muchacha tropieza adrede contra él. Es como si chocase contra un cerdo.
No hay ni rastro de Ivanov cuando sale después por la tarde, ni tampoco cuando regresa. ¿Debería importarle? Si el cometido de Ivanov es ver sin ser visto, ¿por que debería ver el a Ivanov? Aun cuando en la charada que se representa Ivanov solo desempeñase el papel de ángel del Señor —un ángel que lo es solo en virtud de no serlo en absoluto, ¿por qué iba a ser su papel encontrar al ángel? Que sea el ángel quien venga a llamar a mi puerta, se dice, y yo no fallaré, yo le daré cobijo, con eso basta para cumplir mi parte del trato. Sin embargo, incluso al decírselo se percata de que se esta mintiendo, de que está a su alcance, pues tiene el poder requerido de eximir a Ivanov total y absolutamente de su frío puesto de vigilante.
Por eso vacila y titubea, sin saber qué hacer, hasta que no le queda más remedio que bajar al portal y buscar al hombre. Pero el hombre no está en el portal, ni tampoco en la calle, ni en ninguna parte. Suspira aliviado. He hecho lo que he podido, piensa.
Pero en el fondo sabe que no es así. Podría hacer bastante mas, mucho más.
9
NECHAEV
Al día siguiente va por los alrededores del mercado, cuando delante de sí atisba la figura rechoncha, casi esférica, de la muchacha finesa. No va sola. A su lado se encuentra una mujer alta y flaca, que camina tan deprisa que la finesa tiene que ir a saltos para no quedarse atrás.
Acelera el paso. Aunque por momentos las pierde de vista entre el gentío, no le han tomado demasiada ventaja cuando entran en una tienda. Al entrar, la mujer más alta echa un vistazo a la calle en derredor. A él le llama la atención el azul de sus ojos, la palidez de su piel. Su mirada pasa por encima de él sin detenerse.
Cruza la calle y se entretiene a la espera de que salgan de la tienda. Pasan cinco, diez minutos. Tiene frío.
La placa de latón anuncia el Taller La Fay, o La Fée, sombrerería de señoras. Abre la puerta; tintinea una campanilla. En una sala estrecha y bien iluminada, unas jóvenes de vestido gris, todas iguales, están sentadas ante dos largas mesas de costura. Una mujer de mediana edad se adelanta a recibirle.
—¿Monsieur?
—Una conocida mía ha entrado aquí hace unos minutos; es una joven damisela. Pensé que ... mira a su alrededor, recorre el establecimiento con los ojos, no hay ni rastro de la finesa ni de la otra mujer—. Lo lamento, creo que me he equivocado.
Las dos costureras más cercanas se ríen por lo bajo de su azoramiento. En cuanto a Madame La Fay, ha perdido su interés por él.
—Deben de ser las estudiantes dice con cierto desdén—. Nosotras no tenemos nada que ver con las estudiantes.
Vuelve a pedir disculpas y se dispone a marcharse.
—¡Por ahí! —dice una voz a sus espaldas.
Se da la vuelta. Una de las muchachas señala una portezuela situada a su izquierda.
—¡Por ahí!
Pasa a un callejón tapiado, al que no se podría acceder desde la calle. Una escalera de hierro sube a la planta superior. Titubea, pero por fin asciende.
Se encuentra en un oscuro corredor que huele a cocina. De una planta superior llega el sonido de un violín carrasposo, una melodía gitana. Sigue la música, sube dos plantas más y llega a la puerta entreabierta de una buhardilla. Llama con los nudillos. La finesa sale a recibirle. Su cara impasible no da muestras de sorpresa.
—¿Puedo hablar con usted? dice.
Ella se hace a un lado.
El violín lo toca un joven vestido de negro. Al ver al desconocido, se detiene a mitad de una frase, mira rápidamente a la mujer más alta, recoge su gorra y, sin mediar palabra, se marcha.
Él se dirige a la finesa.
—La vi por la calle y la he seguido. ¿Podemos hablar en privado?
Ella se sienta en un sofá, pero no le invita a sentarse. Los pies apenas le llegan al suelo.
—Hable —dice.
—Ayer hizo usted un comentario sobre la muerte de mi hijo. Me gustaría saber algo más, aunque no por espíritu de venganza. Si lo pregunto, es solo por mi propio consuelo. Es decir, para mayor alivio mío.
Ella lo mira con gesto burlón.
—¿Para mayor alivio suyo?
—Quiero decir que no he venido a Petersburgo para implicarme en ninguna clase de investigación —continúa empecinadamente—, pero una vez dicho lo que dijo usted sobre el modo en que aconteció su muerte, ya no puedo ignorarlo. No puedo quitármelo de la cabeza.
Hace una pausa. La cabeza le da vueltas, de repente se encuentra exhausto. Cierra los ojos y ve a Pavel caminando hacia él. Hay una joven a su lado, la joven con la que ha decidido casarse. Pavel está a punto de decir algo, a punto de presentarle a la joven, él está a punto de pensar: ¡bien, por fin tocan a su fin todos estos años de pa-ternidad, por fin tiene otras manos en las que caer! A punto está de sonreír a Pavel, y en su sonrisa hay alegría, pero también alivio. Ahora bien: ¿quién puede ser la novia? ¿Puede ser esa mujer tan alta (casi tan alta como el propio Pavel), la de los ojos azules y penetrantes?
Se desembaraza de la ensoñación. La siguiente frase que va a pronunciar ya aflora en lo que le parece un monótono zumbido.
—Tengo con él un deber que no puedo ni quiero rehuir —dice.
Eso es todo. Las palabras llegan a su fin, se secan. Se hace un silencio que se alarga y se alarga más. Hace un esfuerzo por revivir la visión de Pavel con su novia, pero es nada menos que Ivanov quien acude a su mente, o al menos las manos de Ivanov, esas manos pálidas, fofas, de dedos amorcillados, que emergen como lombrices de los mitones de lana verde. En cuanto a la cara, flota empañada por una neblina azufrada, sin llegar a estabilizarse lo suficiente para que su mirada se pose en ella. La impresión que tiene, no obstante, es de una sonrisa taimada e insistente, como si el hombre supiese algo perjudicial para él, como si sobre todo quisiera hacerle saber que lo sabe.
Menea la cabeza e intenta recuperar la compostura. Pero diríase que las palabras le rehuyen. Se encuentra de pie delante de la finesa, igual que un actor que ha olvidado su papel. El silencio pende con todo su peso sobre la habitación. Es un peso o es una paz, piensa: qué paz, desde luego, si todo quedase inmóvil, si las aves del aire quedaran suspensas en su vuelo, si este gran planeta se suspendiera en un punto de su órbita. No le cabe duda: un nuevo acceso viene de camino; nada puede hacer para contenerlo. Saborea los últimos instantes de esa calma. ¡Qué pena que la calma no pueda durar para siempre! Desde muy lejos le llega un chillido que debe de ser suyo: habrá llanto y crujir de dientes, las palabras centellean delante de él, y después es el fin.
Cuando vuelve en sí es como si hubiese estado en un país lejano, como si allá lejos hubiera envejecido y encanecido. Pero lo cierto es que se encuentra en la misma habitación de antes, con una mano a medio levantar. Y las dos mujeres siguen estando con él, en las posturas que recuerda de antes, aunque la finesa tiene ahora un aire precavido.
—¿Puedo sentarme? — murmura como si la lengua no le cupiera en la boca.
La finesa le hace sitio y se sienta junto a ella en el sofá, mareado, con la cabeza gacha.
—¿Sucede algo? —pregunta la finesa.
Él no contesta. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué está tan cansado en todo momento? Es como si una espesa bruma se le hubiera asentado en el cerebro. Si fuera un personaje de un libro, ¿qué diría en un momento como este, cuando está claro que es el corazón el que habla, si es que la página no queda en blanco?
—No puedo decirle —habla con lentitud, que triste y qué ajeno a todo me siento a su lado. El juego a que usted se dedica es un juego en el que yo no puedo participar. Lo que a usted la atrae, lo que tuvo que haber atraído también a Pavel, a mí no me atrae. Si he de ser sincero, me repugna.
Sin mediar palabra, la joven más alta sale de la habitación. El crujido de su vestido y el rastro de un olor a lavanda cuando pasa despiertan en él un inesperado vuelco del deseo. ¿Deseo de qué? ¿De esa muchacha? Seguro que no. Al menos no solo de ella. Si acaso, de la juventud, de lo que ha perdido para siempre, de la libertad de las ropas sueltas, de los cuerpos desnudos. Aun así, su propia reacción le turba. ¿Por qué aquí, por qué ahora? Será algo debido en parte al agotamiento, pero quizá también debido a Pavel, debido a que se encuentra en el mundo de Pavel, en el entorno erótico de Pavel.
—Me han mostrado las listas de las personas señaladas para ser ejecutadas —dice.
La finesa lo observa con los ojos entornados.
—Esas listas están en poder de la policía... Espero que se dé cuenta. Se las llevaron del cuarto de Pavel. Lo que deseo preguntar es si cada uno de ustedes tiene simplemente un determinado número de personas que asesinar, o si hay en esas listas personas en concreto que están asignadas a cada uno de ustedes, solamente a cada uno. Y, de ser este el caso, quiero saber si se cuenta con que estudien a esas personas antes de proceder, y que se familiaricen con ellas, con su vida cotidiana. ¿Las espían ustedes en sus casas?
La finesa intenta decir algo, pero él empieza a recobrar la vida, y su voz se alza sobre la de la joven.
—De ser así, ¿no se familiarizan forzosamente con su víctima más incluso de lo que sería deseable? ¿No pasan a ser como alguien que ha sido llamado de la calle, un mendigo, por ejemplo, al que se le ofrecen cincuenta kopeks a cambio de que liquide a un pobre viejo y ciego, un mendigo que toma la soga y hace el nudo corredizo y acaricia al perro para que se calme, que murmura dos o tres palabras, y que al hacerlo nota cómo fluye una corriente de sentimientos, de modo que desde ese instante y en lo sucesivo el perro y él ya no son desconocidos, y lo que tendría que haber sido un simple trabajo rápido se ha vuelto la más negra de las traiciones, una traición tal, de hecho, que el ruido que hace el perro cuando es ahorcado, cuando él lo ahorca, lo obsesiona después durante días enteros, sin que pueda olvidar ese gañido de sorpresa, que se traduce por un ¿Por qué tú? ¿No les disuadiría semejante idea?
Mientras ha estado hablando, la mujer alta ha regresado. Se ha arrodillado en la esquina más alejada de la habitación, doblando sábanas, enrollando un colchón. La finesa, por otra parte, ha recobrado plenamente la vida. Sus ojos despiden chispas, se muere de ganas de hablar. Pero él prosigue.
—Y si un simple perro es capaz de eso, ¿qué poder de obsesionarles no tendrán los hombres y las mujeres que ustedes se propongan liquidar? Me da la impresión de que por muy científicamente que se seleccionen esos enemigos del pueblo, carecen ustedes de un medio de matarlos que sea realmente eficaz, un medio que no ponga en peligro sus propias almas. Por ejemplo: ¿quién era el propuesto para ser la primera víctima de Pavel? ¿A quién tenía el deber de matar?
—¿Por qué lo pregunta? ¿Por qué lo quiere saber?
—Porque me propongo ir a casa de esa persona y arrodillarme ante la puerta, para dar gracias de que Pavel nunca llegara hasta allí.
—Entonces, ¿se alegra de que Pavel fuera asesinado?
—Pavel no está muerto. Habría muerto, pero gracias a una inmensa fortuna huyó con vida.
Por vez primera habla la otra mujer.
—¿No quiere venir a sentarse aquí, Fiodor Mijailovich? —le dice a la vez que señala la mesa situada junto a la ventana, en la cual hay dos sillas.
—Es mi hermana —explica la finesa.
—Hermanas, sí, pero no de los mismos padres— dice la otra. Sus risas son cómodas, naturales.
Tiene acento de Petersburgo, tiene la voz grave. Una voz adiestrada. Le invade la sensación de que la ha conocido antes. ¿Será una cantante? ¿No la conocería entonces de los tiempos en que iba a la Ópera? No, no cabe duda de que es demasiado joven para eso.
Ocupa una de las sillas; ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se tocan un instante, y él cambia de postura.
Aunque ella está de espaldas a la ventana, ahora comprende por qué lleva tantísimo maquillaje. Tiene la piel totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice, no es una belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida.
El pie de ella de nuevo toca el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del suyo.
Una turbadora excitación le recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos jugadores frente a frente, en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda deliberación. ¿Es esa intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si fuera un peón y colocado frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la inocente que mira a donde no debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y relumbrón, un relumbrón que tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde habrán aprendido tanto de él, de sus deseos?
Una cantante, una contralto: una reina contralto.
—Usted conocía a mi hijo —dice.
—Era un mero seguidor, una mascota.
Está familiarizado con este término y le duele. Una mascota: un advenedizo en los círculos estudiantiles, útil para hacer los recados y poco más.
—Pero ¿era amigo suyo?
Ella se encoge de hombros.
—La amistad es algo afeminado. No nos hace ninguna falta la amistad.
Afeminado: ¡extraña palabra en labios de una mujer! Ya empieza a tener la sensación de que sabe más de lo que desea saber. El pie sigue apoyado contra el suyo, pero ahora hay algo inerte en su presión, inerte y pesado, amenazador incluso. Deja de ser un pie para ser una bota. Pavel no se prestaría a estos juegos. La visión de Pavel vuelve en toda su intensidad: Pavel caminando hacia él, con la joven al lado, su novia, que queda sin embargo ocluida. Pavel sonríe, y su sonrisa dimana una especie de gloria. ¡Mi amigo!, piensa. Un feroz amor le retuerce el corazón. Y esto, piensa, ¿es esto lo que he de aceptar en vez de ti, y encima conformarme?
—Si no les hace ninguna falta la amistad, Dios les asista —murmura.
Se levanta de la mesa y da la espalda a las dos mujeres. ¿Qué aspecto tendré?, se pregunta. No hay espejos a su alcance. Cuando vuelve a sentarse, las lágrimas que lo amenazaban han desaparecido.
—¿Qué hicieron con mi hijo? —pregunta con voz apagada.
La mujer se apoya con los codos sobre la mesa y lo traspasa con su mirada azul. A través de la capa de maquillaje, en los cráteres del mentón, descubre cañones que la cuchilla no ha llegado a afeitar. Y la espesura de las cejas unidas sobre el puente de la nariz es excesiva. Cualquier mujer habría optado por depilárselas, cualquier mujer le habría dicho que lo hiciera. ¿Será la finesa también un muchacho, un chaval regordete? De golpe se siente asqueado por los dos.
Ella, o él, le habla. Es Nechaev en persona, de eso no le cabe la menor duda. El disfraz se le hace de improviso transparente. El recuerdo le llega con súbita claridad: en el vestíbulo del salón en que se celebraba el Congreso por la Paz, durante un intermedio entre dos sesiones, Nechaev a solas en una esquina, comiéndose como un lobo los bocadillos, fulminando a todos con la mirada, retador en aquella sala llena de adultos: Si, reíros si os atrevéis, reíros del pequeño colegial. Su cara tenía el aire de un colegial sorprendido en el retrete con los pantalones bajados, vulnerable, pero desafiante. Reíros, que un buen día me devolveréis lo que me pertenece.
Recuerda un comentario hecho por la princesa Obolenskaya, la amante de Mrockowski: «Puede que sea el enfant terrible del anarquismo, pero la verdad es que más le valdría hacer algo para arreglarse la viruela».
—Teniendo en cuenta lo que la policía hizo a su hijo—dice ahora Nechaev, me sorprende que no esté usted encolerizado. Ya lo dice el Evangelio: ojo por ojo, diente por diente.
—Maldito embustero, ¡eso no está en el Evangelio! ¿Qué me está diciendo de Pavel? ¿Por qué va vestido con ese ridículo atuendo?
—Espero que no haya creído usted la historia del suicido. Isaev no se quitó la vida, eso no es más que una patraña que la policía ha puesto en circulación. No pueden aplicar la ley en contra de nosotros, y por eso perpetran esta clase de repugnante asesinato. Claro está que usted debe de tener sus dudas. Si no, ¿por qué está aquí?
Toda la afectada suavidad del hombre ha desaparecido: la voz es la suya. Mientras va de un lado a otro de la habitación, el vestido azul susurra. ¿Lleva pantalones debajo, o va con las piernas desnudas? ¿Qué se sentirá al caminar con las piernas desnudas y sin embargo ocultas, rozándose una con otra?
—¿Cree usted que no estamos todos nosotros en peligro? ¿Cree usted que lo que más me apetece es tener que esconderme por ahí, circular disfrazado por mi propia ciudad, la que me vio nacer? ¿Sabe qué se siente al ser mujer y estar sola por las calles de Petersburgo? —Levanta la voz, la cólera se adueña de él—. ¿Sabe qué cosas hay que oír? Los hombres no te dejan a sol ni a sombra, te susurran porquerías como no se podría imaginar, y nada puede hacer uno para defenderse. —Se domina. ¡Quién sabe, tal vez lo imagine usted perfectamente! Tal vez lo que le describo le resulte perfecta-mente familiar.
La finesa ha tomado un cuenco de patatas que apoya en el regazo a la vez que las monda. Tiene la cara en paz; más que nunca parece una abuelita.
—Empieza a hacer frío—dice.
¡Locos, están locos los dos! ¿Qué estoy haciendo aquí?, se dice. ¡He de encontrar el camino que me lleve de vuelta a Pavel!
—Por favor, repita... Repita, si es tan amable, lo que estaba diciendo sobre mi hijo —dice.
—Como quiera; permítame que le hable de su hijo. El veredicto oficial es que se suicidó. Si usted se lo cree, es verdaderamente un alma cándida, por no decir que es un alma criminalmente cándida. ¿No fue usted un revolucionario en los viejos tiempos, o me equivoco? No me cabe duda de que sabe usted perfectamente que la lucha nunca ha terminado. ¿O es que ha firmado usted la paz por su cuenta y riesgo? Los que estamos en el frente somos acosados, apresados, torturados y asesinados. Siempre hubiese dicho que usted lo sabría, y que habría escrito algo al respecto, especialmente si se piensa que la gente nunca sabrá la verdad sobre su hijo y sobre tantos otros que han sido asesinados como él, menos aún por nuestros vergonzosos periódicos rusos.
La voz de Nechaev se torna más baja, más intensa.
—Lo que le ocurrió a su hijo puede ocurrirnos cualquier día a mí o a cualquiera de nuestros camaradas. Usted dice no saber nada de esto. Pero le bastará con ir a las calles, ir a los mercados y tabernas en donde se reúne el pueblo, para descubrir que el pueblo sí lo sabe. ¡No sé cómo, pero lo sabe! Y cuando llegue el día del juicio, aquí nadie olvidará quién sufrió y quién murió por ellos, y quién no movió ni un dedo.
Cristo encolerizado, piensa: ése es el modelo en que quiere verse. El Cristo del Antiguo Testamento, el Cristo que expulsó a correazos a los usureros del templo. Hasta el disfraz resulta adecuado: no es un vestido, sino una túnica. Es un imitador, un impostor, un blasfemo.
—¡A mí no me venga con amenazas! —le replica—. ¿Con qué derecho habla usted en nombre del pueblo? El pueblo no es vengativo. El pueblo no pasa su tiempo tramando conjuras.
—El pueblo sabe quiénes son sus enemigos, el pueblo no gasta las lágrimas en llorar a sus enemigos cada vez que estos terminan como se merecen. En cuanto a nosotros, ¡al menos sabemos qué hay que hacer! ¡Al menos lo estamos haciendo! Es posible que usted también lo supiera, pero de eso hace ya tiempo, y ahora no puede más que balbucear, menear la cabeza, llorar. Eso es una blandura. Nosotros no somos blandos, no lloramos, no perdemos el tiempo en conversaciones inteligentes. Hay cosas de las que se puede hablar y cosas de las que no se puede hablar, cosas que solo pueden hacerse cuanto antes. Nosotros no hablamos, no lloramos, no pensamos sin cesar en que por una parte tal, por otra parte cual. ¡Nosotros lo hacemos, y punto!
—¡Excelente! Ustedes lo hacen, y punto. ¿Y de dónde obtienen sus instrucciones, me pregunto yo? ¿Obedecen acaso a la voz del pueblo, u obedecen a su propia voz, tenuemente disfrazada, eso sí, para que no sea obligatorio reconocerla?
—¡Otra pregunta inteligente! ¡Otra pérdida de tiempo! Estamos hartos, asqueados de la inteligencia. Están contados los días que le restan a la inteligencia. La inteligencia es una de las cosas de las que hay que deshacerse. Llega el día de la gente de a pie, y la gente de a pie no se distingue por ser inteligente. La gente de a pie lo que quiere es que se hagan las cosas. Y en cuanto estén hechas las cosas, será la gente de a pie la que decida qué será cada cosa, y también decidirá si va a estar permitida esa inteligencia.
—¡Y decidiremos si los libros inteligentes y todas esas cosas van a estar permitidas! —La finesa se suma a la conversación bastante enardecida, excitada incluso.
¿Será posible, piensa con profundo disgusto, que Pavel haya sido amigo de personas como estas, capaces de darse esas ínfulas, siempre ansiosas de azotarse hasta alcanzar ese frenesí de superioridad moral? Ese lugar es como un convento en España en tiempos de Loyola: muchachas de buena familia que se autoflagelan, que se echan a rodar por el suelo presas del éxtasis, que babean sin contenerse, o que ayunan, que rezan durante un sinfín de horas, que aspiran a ser llevadas a los brazos del Salvador. Extremistas todos ellos, sensualistas hambrientos del éxtasis de la muerte, matar o morir, lo mismo da una cosa que otra. ¡Y Pavel entre ellos!
Le estalla de pronto en las manos la idea del último momento de Pavel, del cuerpo de un joven de sangre caliente, de un ser en lo mejor de la vida, al chocar contra la tierra; la idea del aliento contenido en los pulmones, del quebrarse de los huesos, la sorpresa, sobre todo la sorpresa ante el hecho de que el final fuese real, de que no hubiese una segunda oportunidad. Por debajo de la mesa se retuerce las manos presa de esa agonía. Un cuerpo que golpea la tierra: ¡la muerte, la medida de todas las cosas!
—Demuéstreme... —dice—. Demuéstreme lo que dice sobre Pavel.
Nechaev se acerca más a él.
—Lo llevaré si quiere al lugar de los hechos. Le ofrece, y separa cada palabra con nitidez—. Le llevaré al lugar de los hechos y allí le abriré los ojos.
En silencio, se pone en pie y se tambalea camino de la puerta. Encuentra la escalera y desciende, pero se pierde al llegar al callejón. Llama al azar a la primera puerta que ve. No hay respuesta. Llama a otra puerta. Le abre una mujer de aspecto cansino, en zapatillas, y se hace a un lado para dejarlo entrar.
—No —dice—. Solo quiero saber por dónde se sale.
Sin añadir palabra, ella cierra la puerta.
Desde el final del corredor llega el zumbido de las voces. Hay una puerta abierta; entra en una estancia de techos tan bajos que parece una jaula. Se encuentra a tres jóvenes sentados en sendos sillones; uno de ellos lee en voz alta un periódico. Se hace el silencio.
—Estoy buscando la salida —dice.
—Tout droit —contesta el que está leyendo, con un gesto para que desaparezca, antes de volver a su periódico. Lee la relación de una escaramuza entre estudiantes y gendarmes delante de la Facultad de Filosofía. Levanta la mirada y comprueba que el intruso no se ha movido—. ¡Tout droit, tout droit! —le ordena. Sus compañeros se ríen.
Entonces aparece a su lado la finesa.
—Cielos, mete usted las narices en los sitios más raros —le comenta al parecer de muy buen humor. Lo toma del brazo y lo guía como si él fuese ciego, primero bajando otras escaleras, luego por un corredor sin iluminar, atestado de cajas de todos los tamaños, hasta llegar a un portón de barras que abre con facilidad. Están en la calle. Ella le tiende la mano—. Así pues, tenemos una cita —le dice.
—No. ¿Qué cita tenemos?
—Espere en la esquina de Gorojovaya con la Fontanka esta noche a las diez en punto.
—No pienso estar allí, se lo aseguro.
—Muy bien, pues no vaya. Quién sabe, a lo mejor sí que va. ¿No tiene usted sentimientos de familia? No pensará traicionarnos, ¿verdad que no?
Ella le ha hecho la pregunta en broma, como si él no tuviese realmente el poder de perjudicarles en modo alguno.
—Se lo digo, ya sabe usted, porque hay quien dice que usted nos traicionará pase lo que pase —prosigue—. Hay quien dice que usted es traicionero por naturaleza. ¿Qué piensa al respecto?
Si tuviese un bastón, la golpearía. Pero solo con las manos, piensa, ¿en qué parte se golpea un cuerpo tan redondo, tan obtuso?
—De nada sirve tener conciencia de la propia naturaleza, ¿no? —sigue ella en tono de reflexión—. Quiero decir que la naturaleza siempre nos lleva adelante, sin que importe gran cosa que nosotros lo sepamos o que lo desconozcamos. ¿De qué sirve colgar a una persona si su delito está en su naturaleza? Sería como colgar al lobo por haber devorado al cordero. Eso no cambiará la naturaleza de los lobos, ¿verdad que no? Y colgar al hombre que traicionó a Jesús tampoco sirvió de nada, ¿a que no?
—A ese no le colgó nadie —replica él con irritación—. Se ahorcó él solo.
—Lo mismo da. No sirve de nada, ¿se da cuenta? Quiero decir que es igual que lo cuelguen o que se ahorque él solo.
Algo terrible empieza a asomar al fondo de esta cháchara.
—¿Quién es Jesús? —pregunta con dulzura.
—¿Jesús? Cae la noche; son las dos únicas personas que hay en esa bocacalle fría y desangelada. Ella lo mira con incredulidad—. ¿No sabe usted quién es Jesús?
—Cuando dice que yo soy Judas, ¿quién es Jesús?
Ella sonríe.
—No es más que una manera de hablar —dice. Y luego, como si hablase para sus adentros, añade—: No entienden nada. —Vuelve a tenderle la mano—. A las diez en punto en la Fontanka. Si no va nadie a reunirse con usted, es que algo ha ocurrido.
Él rechaza la mano que ella le tiende y echa a andar. A sus espaldas, oye una palabra medio susurrada ¿Qué palabra es? ¿Judío? ¿Judas? Sospecha que es Judío. Extraordinario: ¿piensan entonces que esa palabra viene de ahí? ¿Y por qué ese fastidioso prurito que le conmina a no tocarla? ¿Será porque ella puede haber conocido a Pavel, porque de hecho lo ha conocido muy bien, carnalmente incluso? ¿Son las mujeres compartidas en común por Nechaev y los demás? Le cuesta trabajo imaginar a esa mujer como propiedad del común. Es más probable que sea ella la que tiene a los hombres en común. Incluso a Pavel. Se resiste a esa idea, pero luego cede. Ve a la finesa desnuda, entronizada en un lecho de cojines color escarlata, sus gruesas piernas separadas, sus brazos abiertos para que se vean bien los pechos y un vientre rotundo, sin vello, a duras penas maduro. Y ve a Pavel de rodillas, listo para ser cubierto y consumido.
Se sacude para librarse de la idea. ¡Envidiosas imaginaciones! Un padre igual que una vieja rata gris se arrastra en pos de la escena amorosa, solo por ver qué queda para él. Sentado sobre el cadáver, a oscuras, aguza el oído, royendo, atento, royendo. ¿Será esa la razón de que las escuadrillas de la policía persigan tan vengativamente a la juventud libre de Petersburgo, con Maximov, el buen padre, la gran rata, al frente de todas ellas?
Recuerda el comportamiento de Pavel después de su matrimonio con Anya. Pavel tenía diecinueve años y se obstino sin embargo en no aceptar que ella, Anna Grigoryevna, se acostara en lo sucesivo en el lecho de su padre. Durante el año en que vivieron todos juntos, Pavel sostuvo la ficción de que Anya no era más que la compañera de su padre, tal como una mujer ya vieja puede tener a una compañera, una persona que se ocupa de la casa, hace la compra, se encarga de la colada. Cuando el anunciaba, quizá después de una partida de cartas, que se iba a dormir, Pavel no permitía que Anya lo siguiera de inmediato, la retaba a otras ondas («¡Solo los dos!») e in-cluso se negaba a entender cuando ella, sonrojada intentaba retirarse («¡Esto no es el campo, no tienes que madrugar para ordenar a las vacas!»)
¿Son siempre iguales entre padres e hijos esas bromas que enmascaran la rivalidad más intensa que se pueda imaginar? ¿Y es esa la verdadera causa de su desolación a saber, que como han desaparecido los cimientos sobre los que estaba edificada su vida, la competición continúa con su hijo, y sus días han quedado vacíos de toda emoción? No, no es la Venganza del Pueblo Sino la Venganza de los Hijos, he ahí lo que de veras subyace a revolución, los padres que envidian a sus hijos y a sus mujeres, los hijos que urden la trama para robar los ahorros de sus padres. ¿Es eso? Menea la cabeza con fatiga.
10
LA CHIMENEA DE LA FUNDICIÓN
Al llegar a casa, le sale al paso Matryona, presa de una gran agitación.
—¡Ha venido aquí la policía, Fiodor Mijailovich! ¡Están buscando a un asesino!
Se detiene el tiempo: él se queda helado.
—¿Por qué iban a venir aquí?
Las palabras han brotado de su boca, pero él las oye como si vinieran de lejos, como si fueran las palabras de otro.
—¡Están buscando por todas partes, por todo el edificio!
De Anna Sergeyevna consigue una versión más ajustada de los hechos.
—Están interrogando a todos acerca de un mendigo que rondaba por la vecindad. Yo supongo que lo habré visto, pero la verdad es que no me acuerdo. Dicen que se cobijaba en este edificio.
En ese preciso instante podría revelar que Ivanov ha pasado la noche en su vivienda, pero calla.
—¿De qué se le acusa? —prefiere preguntar.
—La policía no suelta prenda. Matryona dice que mató a alguien, pero eso es puro rumor.
—No es posible. Yo conozco a ese hombre, he hablado con él largo y tendido, y no es un asesino.
Pero luego resulta que no es un rumor. Es cierto que se ha producido un crimen: el cuerpo de la víctima, que no es otra que el mendigo, ha sido encontrado en un callejón que da a la calle. Eso lo sabe gracias al portero, y se conmueve.
Ivanov: uno de esos individuos que son como la falsa moneda, de los que se encuentran hasta en la sopa, en el lecho de muerte, en la tumba, pero no de los que suelen morir primero.
—¿Están seguros de que no se ha muerto de frío, sin más ni más? —pregunta—. ¿Por qué tiene que haber sido un asesinato?
—Ah, está clarísimo que ha sido un asesinato —contesta el viejo con cara de sabérselo todo—. Lo que me sorprende es que se tomen tantas molestias por un don nadie.
A la hora de la cena, Matryona no habla más que del asesinato. Está exaltada: le brillan los ojos, las palabras le salen a borbotones. Por lo que a él respecta, también tiene que contar su propia historia, pero habrá de esperar hasta que su madre la apacigüe y se la lleve a dormir.
Cuando cree que la niña está dormida, comienza a contarle a Anna Sergeyevna su encuentro con Nechaev. Habla con dulzura, consciente de que el susurro de los adultos —traicionero, fascinante— puede desgarrar el sueño más profundo de los niños.
Anna Sergeyevna reconoce el nombre de Nechaev, pero parece que solo tiene una vaguísima idea de quién es. No obstante, está dispuesta a darle un consejo, y su consejo no puede ser más firme.
—Tiene que asistir a la cita. No podrá descansar tranquilo hasta que no sepa qué ocurrió realmente.
—Pero es que ya sé qué ocurrió. No necesito saber nada más.
Ella hace un gesto de impaciencia. Esa falta de nervio tan propia de él, para ella no tiene ni pies ni cabeza: ella no ve más que apatía. ¿Cómo va a conseguir él que lo entienda? Para hacerla entender, tendría que hablar con una voz que surgiera desde el fondo del agua, una voz clara y campanuda, de muchacho, que le suplicara algo desde la más profunda oscuridad «¡Cántame algo, querido padre!», tendría que decir esa voz, y ella tendría que prestar toda su atención. En algún rincón, dentro de sí, tendría que encontrar no ya la voz, sino también las palabras, las palabras verdaderas. Aquí y ahora carece de las palabras. Quizá —tiene un presentimiento— le están esperando en alguna de las antiguas baladas. Pero la balada no está en ningún libro: está en algún lugar, en el corazón del pueblo ruso, que él no alcanza. O quizá se encuentre en el corazón de un niño.
—Pavel no es vengativo —dice por fin para zanjar la disputa—. Sea quien sea el que lo mató, eso ya es agua pasada. Se ha cortado la cuerda, está libre de esa persona. Quiero que él me lo enseñe. No quiero que me emponzoñe el deseo de venganza.
Hay mucho más que decir, pero ahora no puede. Como, por ejemplo, que Pavel no tiene ganas de relatar cómo cayó al vacío. Que Pavel por encima de todo está solo, y que en su soledad necesita arrullos y consuelo, que necesita garantías de que no será abandonado al fondo de las aguas.
Se hace el silencio entre la mujer y él. Desde el domingo, es la primera vez en que están solos los dos. Ella parece fatigada. Tiene alicaídos los hombros, las manos fláccidas, arrugas en el cuello. Es más vieja que su esposa, vuelve a recapacitar: no es de una generación anterior, pero por poco. Ojalá no hubiese tenido que verlo. Es demasiado reciente su regreso tras el encuentro con Nechaev, joven y demoníaco, pictórico de energía, tal como son todos los demonios inferiores. Impulsivamente, le toma de la mano. Ella levanta la mirada sorprendida.
—Yo no le apremio a la venganza —dice ella con lentitud—. Tiene toda la razón, Pavel no era de natural vengativo, pero sí tenía muy claro qué es lo correcto, qué es justo. No falte a su cita. Descubra todo lo que pueda. Si no, nunca quedará en paz consigo mismo.
Él aún le sostiene la mano. En ella nota una leve presión que responde a la suya, y que solo puede ser amabilidad.
Justicia reflexiona. Una gran palabra, tal vez demasiado grande. ¿Puede trazar alguien una línea precisa entre la justicia y el ánimo de venganza? —como ella parece atónita, añade—: ¿No es esa la originalidad de Nechaev, hacerse llamar la Venganza del Pueblo, y no la Justicia del Pueblo? Al menos es sincero.
—¿De veras? ¿Es eso lo que el pueblo quiere oír, que es la venganza lo que persigue con tanto ahínco, y no la justicia? Yo no lo creo. ¿Por qué iba a tomarse en serio el pueblo a Nechaev? ¿Por qué iba a tomárselo nadie en serio, si no es más que un estudiante, un joven excitable? Después de todo, ¿qué poderes tiene?
—No es el poder de la vida, desde luego, sino el poder de la muerte. Si lleva dentro el ánimo necesario para hacerlo, el niño puede matar igual que mata el hombre. Es posible que esa sea la originalidad de Nechaev: que dice con todas las letras lo que nosotros ni siquiera osamos imaginar acerca de nuestros hijos, aparte de ser portavoz de algo insensato y brutal que ahora arrasa en la joven Rusia. Nosotros no queremos saberlo, y hacemos oídos sordos. Luego viene él con el hacha y verá si lo oímos, ya verá.
La mano de ella, que ha tenido vida propia, de pronto se vuelve inerte. Es una mujer de sentimiento, piensa él cuando la suelta. Como su hija. Y puede que se sienta herida con la misma facilidad.
Desea abrazarla, estrecharla, reparar lo que se haya fracturado. Tendría que poner fin a esta conversación, que a ella solo le repele, la lleva a perder afecto. Pero no lo hace.
—Al fin y al cabo, nunca será posible reclutar a nadie para la causa si se invoca un espíritu que a la gente le resulte ajeno, que nada signifique. Nechaev tiene discípulos y seguidores entre los jóvenes porque hay en ellos un espíritu que responde al espíritu que él encarna. Él no lo explica de esta manera, por supuesto. Él dice ser un materialista. Pero eso no es más que la jerga que se lleva ahora. La verdad, para mí, es que tienen lo que los griegos llamaban daimon. Ese daimon le habla directamente, y es la fuente de su energía.
Vuelve a decirse: ahora he de callar, solo que esas palabras secas y mortales siguen viniéndole a los labios. Sabe que ha perdido el contacto que le unía a ella.
Ese mismo daimon tuvo que estar en Pavel. Si no, ¿por qué habría respondido Pavel a su llamamiento? Es grato pensar que Pavel no era de talante vengativo. Es grato pensar bien de los muertos. Pero eso a él solo le adula. No nos pongamos sentimentales; en la vida de cada día fue tan vengativo como cualquier otro joven.
Ella se ha puesto en pie. Él cree saber qué palabra va a decir ella; aunque solo sea por las formas, está listo para defenderse. Se hace pasar por el padre de Pavel, pero yo no creo que le quisiera... Es lo que se está esperando. Pero se equivoca.
—Yo no sé nada de ese anarquista, de ese Nechaev dice ella—, pero a medida que le escucho hablar, se me hace difícil saber cuál de los dos, Nechaev o usted, desea más que Pavel perteneciese a ese partido de la venganza. Yo no soy nada de Pavel, no soy su madre, ni mucho menos, pero a él y a su memoria les debo mi protesta. Nechaev y usted deberían librar sus pugnas sin arrastrarlo a él a la pelea.
—Nechaev no es un anarquista. Ese es el error que comete todo el mundo. Es otra cosa muy distinta.
—Anarquista, nihilista o lo que sea, ¡no quiero oír ni una palabra más! ¡No quiero que las luchas intestinas y el odio se adentren en mi casa! ¡Bastante alterada está ya Matryona; no quiero que se contagie más de todo esto!
—No es anarquista ni tampoco nihilista —prosigue él con terquedad. Al ponerle etiquetas, se le escapa lo que tiene de único. Él no actúa en nombre de las ideas; actúa cuando siente que la acción se le agita en el cuerpo. Es un sensualista, un extremista de los sentidos. Aspira a vivir en un cuerpo al límite de la sensación, al límite del conocimiento corporal. Por eso puede decir que todo está permitido. ¿Por qué iba a decir tal cosa si no fuera tan indiferente a la hora de explicarse a sí mismo?
Hace una pausa; de nuevo cree saber qué quiere decirle ella. Mejor dicho, sabe qué quiere decirle, aunque ella no lo sepa: ¿ Y usted? ¿ Tan distinto se cree?
—¿Por qué cree que escoge el hacha? —sigue diciendo—. Si se para a pensar en el hacha, en lo que significa..
Alza las manos en un gesto de desesperación. No acierta a encontrar con decencia las palabras adecuadas. El hacha, el instrumento de la venganza del pueblo, el arma del pueblo, tosca, pesada, incontestable... oscila gracias al peso del cuerpo que la empuña, un cuerpo y un peso vital de odio y de resentimiento, almacenados en ese cuerpo, balanceados con siniestro placer.
Se hace el silencio entre ellos.
—Hay personas a quienes las sensaciones no les llegan por medios naturales —dice por fin, más ponderado—. Así se me presenta Sergei Nechaev desde el principio un hombre que, por ejemplo, no podría mantener una relación natural con su mujer. Me pregunté incluso si no sería eso lo que está detrás de sus múltiples resentimientos. Pero tal vez así haya de ser en el futuro: ya no se tendrán sensaciones por los medios de antaño. Esos medios se habrán agotado del todo. Me refiero al amor. Habrá quedado gastado, agotado. Y habrá que encontrar nuevos medios.
—Ya basta —dice ella—. No quiero hablar más. Son más de las nueve. Si tiene la amabilidad de irse... Él se pone en pie, inclina la cabeza, se marcha.
A las diez en punto acude a la cita en la Fontanka. Sopla un viento huracanado, llueve a ráfagas y se erizan las negras aguas del canal. Las farolas del muelle desierto crujen en un nervioso concierto de aldabeos discordantes. De los tejados y de las alcantarillas llega el gorgoteo del agua.
Se refugia en un portal; se siente cada vez más irritado. Si se resfría, piensa, será la gota que colme el vaso. Y se resfría con facilidad. Igual que Pavel desde que era niño. ¿Llegó a resfriarse Pavel alguna vez mientras vivió con ella? ¿Le cuidó ella misma, o dejó sus cuidados en manos de Matryona? Se imagina a Matryona entrando en el cuarto con un vaso humeante de té con limón, paso a paso, para que no se derrame ni una gota; se imagina a Pavel sonriendo, su cabello negro revuelto sobre la blanca almohada. «Gracias, hermanita», dice Pavel con ronca voz de adolescente. ¡Una vida de adolescente, del todo normal! Como no hay nadie que le oiga, agacha la cabeza y gime como un buey enfermo.
Entonces se la encuentra delante, lo inspecciona con curiosidad... no Matryona, sino la finesa.
—¿No se encuentra usted bien, Fiodor Mijailovich?
Avergonzado, niega con un gesto.
—Pues venga —le dice.
Lo guía hacia el oeste, tal como él se temía, siguiendo el canal hacia el Muelle Stolyarny y hacia la vieja chimenea de la fundición. Subiendo el tono de voz para hacerse oír a pesar del viento, ella charla amistosamente.
—¿Sabe usted, Fiodor Mijailovich? —dice—. No se ha hecho usted justicia al hablar hoy del pueblo tal como le oímos hablar. Nos ha decepcionado usted, teniendo en cuenta su formación, su pasado... A fin de cuentas, usted tuvo que ir desterrado a Siberia por sus convicciones. Lo respetarnos por eso. Hasta Pavel Alexandrovich lo respetaba. No debería permitirse estas recaídas...
—¿Pavel también?
—Sí, también Pavel. Usted sufrió en sus tiempos, y ahora también Pavel se ha sacrificado. Tiene todo el derecho del mundo a llevar la cabeza bien alta; puede estar orgulloso de él.
Parece muy capaz de charlar animada y despreocupadamente a la vez que camina muy deprisa. Él en cambio nota enseguida un dolor agudo en el costado; le cuesta trabajo respirar.
—Más despacio —jadea.
—¿Y usted? —dice por fin—. ¿Qué me dice de usted?
—¿Sobre qué?
—¿Qué me dice de usted? ¿Podrá llevar la cabeza bien alta en el futuro?
Ella se acaba de parar bajo una farola que se balancea enloquecidamente. La luz y la sombra juegan sobre su cara. Estaba muy equivocado al quitarle entidad, al pensar que no era más que una niña jugando a los disfraces. A pesar de su cuerpo sin contornos precisos, descubre ahora en ella una distante feminidad.
—Yo no cuento con estar aquí demasiado tiempo, Fiodor Mijailovich —dice—. Y tampoco cuenta con durar mucho Sergei Gennadevich. Ni ninguno de nosotros. Lo que le pasó a Pavel nos puede pasar a todos en cualquier momento. Yo que usted no haría bromas. Si se ríe de nosotros, no lo olvide, también se está riendo de Pavel.
Por segunda vez en lo que va de día tiene ganas de golpearla. Y salta a la vista que ella percibe esa ira; lo cierto es que estira el mentón y lo mira como si le retase a intentarlo. ¿Por qué está tan irascible? ¿Qué le está ocurriendo? ¿Está empezando a ser uno de esos viejos incapaces de controlar su temperamento? ¿O es algo aún peor, es decir, que ahora que su sucesión se ha extinguido se ha convertido no solo en un viejo, sino también en un fantasma, en un espíritu iracundo y desenfrenado?
La chimenea del Muelle Stolyarny está en pie desde que fue construida la ciudad de Petersburgo, pero hace mucho tiempo que no se utiliza. Aunque hay un letrero que prohíbe el paso, se ha convertido en uno de los sitios preferidos por los chavales más osados de la vecindad, que trepan por una espiral de asideros de hierro clavados por fuera, primero hasta el horno de la fundición, a unos treinta o cuarenta metros sobre el suelo, y luego mucho más arriba, hasta lo alto de la chimenea de ladrillo.
Las grandes puertas claveteadas están cerradas a cal y canto, pero la portezuela de atrás ha sido derribada a patadas, hace mucho tiempo, por estos vándalos. A la sombra de esta entrada les espera un hombre. Saluda a la finesa en un murmullo; ella le sigue dentro.
El aire huele a excrementos y a argamasa enmohecida. De lo oscuro les llega un apagado chorro de obscenidades. El hombre enciende un fósforo con el que prende un farol. Casi bajo sus pies hay tres personas apiñadas en un jergón. Él aparta la mirada.
El hombre del farol es Nechaev; lleva un capote negro de oficial de granaderos. Tiene una palidez innatural. ¿Se le ha olvidado lavarse el maquillaje?
—Las alturas me dan vértigo, así que yo espero aquí abajo —dice la finesa—. Él le enseñará el lugar.
Una escalera de caracol asciende por el interior de la torre. Sujetando el farol bien alto, Nechaev comienza a subir. En ese espacio cerrado, las pisadas de los dos hacen un ruido tremendo.
—Llevaron a su hijastro por aquí —dice Nechaev—. Lo más probable es que antes lo emborrachasen, para que les fuese más fácil la tarea.
Pavel. Aquí.
Suben y suben. El pozo de la chimenea, allá abajo, es engullido por las tinieblas. Cuenta hacia atrás los días que han pasado desde la muerte de Pavel, llega a veinte, pierde la cuenta, empieza de nuevo, la vuelve a perder. ¿Es posible que hace tantos días Pavel subiera por esos mismos peldaños? ¿A qué se debe que no logre contarlos? Los peldaños, los días... algo tienen que ver unos con otros. Cada peldaño sustrae un día más de la suma de Pavel. Una suma y una resta paulatinas y simultáneas ¿Será eso lo que le confunde?
Alcanzan la cima de las escaleras y salen a una ancha grada de acero. Su guía columpia el farol alrededor.
—Por aquí —dice.
Vislumbra la maquinaria oxidada.
Salen luego muy por encima del muelle, a una plataforma que corona el exterior de la torre y que circunda una balaustrada que le llega a la cintura. A uno de los lados se ve encastrado en la pared el mecanismo de una polea y el gancho de una gruesa cadena.
El viento los zarandea nada más salir. Se quita el sombrero y se agarra a la balaustrada, procurando no mirar abajo. Es una metáfora, se dice, eso es todo: otra palabra que designa la pérdida de la conciencia, el no estar aquí, una ausencia. Nada nuevo. El epiléptico lo sabe todo: la aproximación al borde, la mirada hacia abajo, el empujón del alma, el pensar que piensa que enloquece una y otra vez, como si una campana tocase a rebato dentro de su cabeza. El tiempo tocará a su fin, y no habrá muerte.
Se aferra con todas sus fuerzas a la balaustrada, mueve la cabeza para despejar el vértigo. Metáforas... ¡qué tontería! No hay más que la muerte, solo la muerte. La muerte no es metáfora de nada. La muerte es la muerte. Nunca debería haber accedido a venir. Ahora, durante el resto de mi vida veré todo esto, una visión fantasmal: los tejados de San Petersburgo lustrados por la lluvia, la hilera de minúsculas farolas que jalonan el muelle.
Con los dientes apretados, se repite esas palabras no tendría que haber venido. Pero todos los noes empiezan a hacerse añicos, igual que pasó con Ivanov. No debería estar aquí, luego aquí debería estar. No veré nada más, luego lo veré todo. ¿Qué mareo es este, qué enfermedad del raciocinio?
Su guía ha dejado dentro el farol. Tiene una intensa conciencia del joven cuerpo que está junto al suyo, sin duda recio, nervudo, dotado de una fuerza infatigable. En cualquier momento podría sujetarlo por la cintura, levantarlo en vilo, dejarlo caer al vacío. Pero ¿quién es el que está en la plataforma? ¿Quién es él?
Despacio, se vuelve a mirar al joven.
—Si es verdad que Pavel fue conducido aquí para ser asesinado —dice—, le perdono que me haya traído. Pero si esto no es más que una monstruosa treta, si fue usted quien lo empujó, le advierto que no habrá perdón.
Están a poco más de un palmo de distancia. La luna está velada, les azotan las ráfagas de lluvia, y él sigue sin embargo convencido de que Nechaev no se le resiste. Con toda probabilidad, su adversario ya ha pasado por ese juego de principio a fin y lo conoce en todas sus va-riantes: de todo lo que pueda decir, nada le sorprenderá. Si no, es un demonio al que las maldiciones le resbalan como si fuesen agua.
—Debería darle vergüenza hablar así —dice Nechaev—. Pavel Isaev fue uno de nuestros camaradas. Nosotros fuimos su familia cuando no tenía familia. Usted se marchó al extranjero y lo abandonó aquí. Usted perdió todo contacto con él, se convirtió en un extraño para él. Ahora aparece como caído del cielo y no hace más que lanzar acusaciones infundadas contra las únicas personas realmente cercanas a él que encontró en este mundo. —Se ciñe mejor el capote—. ¿Sabe a qué me recuerda usted? Al típico pariente lejano que aparece en el entierro con el bolso al hombro, venido a saber de dónde, para reclamar una herencia de una persona a la que no vio en toda su vida. Para Pavel Alexandrovich, usted no es más que un primo segundo, un primo tercero, y no su padre. Ni siquiera su padrastro.
Es un golpe bajo, doloroso. A duras penas intenta dejar a un lado a Nechaev, pero su antagonista le impide el paso.
—¡No haga caso omiso a lo que le estoy diciendo, Fiodor Mijailovich! Usted perdió a Isaev y nosotros lo salvamos. ¿Cómo se atreve a sospechar siquiera que nosotros pudimos haber causado su muerte?
—¡Júremelo por la inmortalidad de su alma!
Mientras lo dice, se da cuenta del retintín melodramático que ha dado a sus palabras. De hecho, toda esta escena —dos hombres subidos a una plataforma que solo ilumina a ratos la luna, a gran altura y desafiando a los elementos, gritando para entenderse por encima del viento, denunciándose el uno al otro— es falsa y melodramática. Ahora bien, ¿dónde han de encontrarse palabras más verdaderas, palabras a las que Pavel asintiera con un gesto, con su lento sonreír?
—No pienso jurar por algo en lo que no creo —dice Nechaev sin espontaneidad—. Pero la razón misma debería persuadirle de que le estoy diciendo la verdad.
—¿Y qué me dice de Ivanov? ¿También debería indicarme la razón que es usted inocente, que no tuvo nada que ver en la muerte de Ivanov?
—¿Quién es ese Ivanov?
—Ivanov era el nombre que utilizaba el desgraciado cuya misión era vigilar el edificio en que vivo, en el que vivía Pavel, en donde me visitó su amiga.
—¡Ah, el chivato de la policía! ¡El que hizo buenas migas con usted! ¿Qué le ha pasado?
—Ayer lo encontraron muerto.
—¿Y qué? Nosotros perdemos a uno, ellos pierden a otro.
—¿Que pierden a otro? ¿Está equiparando a Pavel con Ivanov? ¿Es así como llevan las cuentas?
Nechaev menea la cabeza.
—Deje a un lado las personalidades; solo sirven para añadir confusión. Los colaboracionistas tienen infinidad de enemigos. El pueblo los detesta. La muerte de ese Ivanov no me sorprende en modo alguno.
—Yo tampoco era amigo de Ivanov, ni me agradaba el trabajo que hacía. Pero eso no es motivo suficiente para asesinarlo. Y lo que dice del pueblo, ¡qué estupidez! El pueblo no lo ha hecho. El pueblo no trama asesinatos. Ni tampoco disimula sus huellas.
—El pueblo sabe bien quiénes son sus enemigos, y el pueblo no vierte lágrimas cuando mueren sus enemigos.
—Ivanov no era un enemigo del pueblo; era un hombre sin blanca, con una familia que mantener, igual que decenas de miles de ciudadanos. Si él no era parte del pueblo, ¿quiénes lo son?
—Sabe usted de sobra que, en el fondo, Ivanov no estaba con el pueblo. Decir que era parte del pueblo no es más que hablar por hablar. El pueblo lo forman los campesinos y los obreros. Ivanov no tenía ningún lazo que lo uniera al pueblo; ni siquiera fue reclutado entre las filas del pueblo. Era una persona absolutamente desarraigada, un borracho, presa fácil, que fácilmente se volvería contra el pueblo. Me sorprende que usted, con lo inteligente que es, caiga en una trampa tan simple como esa.
—Tanto si soy inteligente como si no lo soy, no puedo aceptar ese monstruoso razonamiento. ¿Por qué me ha traído a este lugar? Dijo usted que me iba a dar pruebas de que Pavel fue asesinado. ¿Dónde están esas pruebas? Estar aquí no constituye prueba alguna.
—Por supuesto que eso no prueba nada. Pero este es el lugar donde se cometió el asesinato, un asesinato que fue de hecho una ejecución planeada y perpetrada por el Estado. Lo he traído aquí para que lo vea con sus propios ojos. Ahora ya ha tenido ocasión de comprobarlo; si todavía se niega a creerlo, tanto peor para usted.
Se aferra a la balaustrada y mira ahí abajo, la oscuridad que cae en picado. Entre aquí y ahí, una eternidad, un tiempo tan inmenso que la mente no lo aprehende. Entre aquí y ahí Pavel estuvo vivo, más vivo que nunca. Vivimos más intensamente mientras nos precipitamos al vacío; es una verdad que le atenaza el corazón.
—Si no quiere creerlo, no lo creerá nunca —repite Nechaev.
Creer otra palabra más. ¿Qué significa eso de creer? Creo en el cuerpo sobre el suelo, allá abajo. Creo en la sangre y en los huesos. Alzar el cuerpo destrozado y abrazarlo: eso significa creer. Creer y amar: es una y la misma cosa.
—Creo en la resurrección—dice. Son palabras que le salen de dentro sin premeditación. El tono de locura y las ganas de echar pestes han desaparecido de su voz. Al decir esas palabras, al oírlas, siente una pronta alegría, no tanto por las palabras en sí mismas cuanto por el modo en que han llegado a él, por el modo en que las ha dicho como si las dijera otro. ¡Pavel!, piensa.
—¿Qué? —Nechaev se acerca más a él.
—Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
—No es eso lo que le he preguntado.
El viento arrecia con tal potencia que el joven ha de gritar. Su capote le azota los flancos; se agarra con más fuerza para enderezarse.
—¡Da igual, es lo que yo digo!
Aunque pasa de la media noche cuando llega a casa, Anna Sergeyevna le ha esperado. Sorprendido por su preocupación, le habla del encuentro en el muelle, le refiere las palabras de Nechaev en la chimenea. Le pide entonces que le repita una vez más qué pasó la noche en que murió Pavel. ¿Está del todo segura, por ejemplo, de que Pavel murió en el muelle?
—Eso es lo que me dijeron —responde ella—. ¿Qué otra cosa iba a creer? Pavel salió a primera hora de la noche sin decir adonde iba. A la mañana siguiente llegó un mensaje: había sufrido un accidente, me esperaban en el hospital.
—Pero ¿cómo supieron que debían informarle a usted?
—Por los papeles que encontraron en sus bolsillos.
¿Y entonces?
—Fui al hospital y lo identifiqué. Luego se lo hice saber al señor Maykov.
—Pero ¿qué explicación le dieron?
—No me dieron explicación alguna; fui yo la que tuve que darles explicaciones. Tuve que ir a la comisaría de policía y responder a sus preguntas: quién era, dónde vivía su familia, cuándo lo vi por última vez, cuánto tiempo vivió con nosotras, quiénes eran sus amigos, etcétera, etcétera. Todo lo que accedieron a decirme fue que ya estaba muerto cuando lo encontraron, y que había ocurrido en el Muelle Stolyarny. Ese fue el mensaje que yo envié al señor Maykov. No sé qué es lo que él le dijo.
—Él utilizó la palabra desventura. No cabe duda de que había hablado con la policía. Desventura es la palabra que emplean para designar el suicidio. Fue un telegrama, así que no pudo explayarse.
—Eso es lo que yo entendí. Quiero decir que eso entendí que había ocurrido. En cambio, nunca pude entender por qué lo hizo, si es que realmente lo hizo. A nosotras no nos advirtió de nada. No hubo el menor atisbo de lo que iba a ocurrir.
—Una última pregunta. ¿Qué ropa llevaba aquella noche? ¿Llevaba algo que le hubiese llamado la atención?
—¿Cuando salió de la casa?
—No, cuando lo vio usted... después.
—No lo sé, no recuerdo. Había una sábana. Y no quiero hablar de eso. Pero parecía en paz, eso sí quiero que lo sepa.
Él le da las gracias de todo corazón, y ahí termina el intercambio de pareceres. Sin embargo, cuando se encuentra en su cuarto no consigue dormir. Recuerda el retrasado telegrama de Maykov (¿por qué le costó tanto remitirlo?). Fue Anya quien lo abrió; fue Anya quien acudió a su estudio y quien pronunció las palabras que incluso esta misma noche le resuenan en la cabeza como mortecinas campanas, cada una de las cuales repica con todo su peso inapelable: «Fedya, Pavel ha muerto».
Él tomó el telegrama con sus propias manos, lo leyó una y otra vez, se quedó mirando la ridícula hoja azulada, procurando que aquellas palabras en francés dijeran algo distinto de lo que decían. Muerto, ido para siempre de un mundo de luz a la cárcel del pasado, sin posibilidad de regreso. Y el funeral ya se había llevado a cabo. Las cuentas estaban zanjadas, ajustadas las cuentas con la vida, cerrado el libro. La versión definitiva, como suelen decir los impresores.
Mésaventure: la palabra cifrada de Maykov. Suicidio. ¡Y ahora Nechaev pretende decirle lo contrario! Se siente inclinado de todo corazón a no creer en Nechaev, a dejar que la versión oficial siga en pie. ¿Y por qué? ¿Porque detesta a Nechaev, tanto su persona como su doctrina? ¿Porque quiere guardar a Pavel, siquiera sea retrospecti-vamente, lejos de sus garras? ¿O tiene acaso un motivo más mezquino, como el de esquivar mientras sea posible el imperativo de que haga justicia a su hijo?
No en vano reconoce en sí una inercia de la cual la muerte de Pavel no es más que la causa inmediata. Está haciéndose viejo; cada día que pasa se va convirtiendo en lo que sin duda será definitivamente: un anciano en un rincón, sin otra cosa que hacer aparte de repasar las páginas en que estén anotadas sus pérdidas.
Soy yo quien ha muerto y quien fue enterrado, piensa. Es Pavel el que vive y el que siempre ha de vivir. Lo que ahora me esfuerzo por hacer es solo comprender qué forma es esta en la que he regresado de la tumba.
Recuerda a un convicto al que conoció en Siberia, un hombre alto, encorvado y gris, que había violado y estrangulado a su hija, una niña de doce años. Lo habían encontrado después de cometer el crimen, sentado a la orilla del estanque de los patos, con el cuerpo inerte en sus brazos. Se había entregado sin resistencia, insistiendo únicamente en llevarse a la niña muerta en brazos, para dejarla tendida sobre una mesa, en su casa; todo esto lo hizo, según se contaba, con infinita ternura. Despreciado por los demás prisioneros, no hablaba con nadie. Por las noches se sentaba en su litera con una apacible sonrisa en sus labios, que movía a la vez que leía los Evangelios. Con el tiempo, cualquiera hubiese supuesto que el ostracismo remitiría, que su contrición sería aceptada. Pero siguió siendo despreciado y rechazado, no tanto por un crimen cometido veinte años antes, cuanto por aquella sonrisa, en la que había algo tan taimado y tan demente que helaba la sangre del que la veía. Esa misma sonrisa, se decían unos a otros, de cuando hizo lo que hizo: en su corazón no ha cambiado nada.
¿Por qué se le presenta ahora esa imagen de un hombre a la orilla del agua, con la niña muerta en brazos, una niña amada hasta el exceso, una niña que fue objeto de tal intimidad que ya no le estuvo permitido vivir? Una ternura homicida, un tierno instinto homicida. El amor es vuelto del revés como un guante, y quedan a la vista las feas costuras de su interior. ¿De qué están hechas las costuras del amor? Invoca una vez más la imagen del hombre, lo mira con atención a la cara concentrándose no en los ojos, que tiene cerrados como si estuviera en trance, sino en la boca, que se mueve de modo inapreciable. No es una violación, es rapiña. ¿Es eso? Los padres que devoran a sus hijos, que los crían bien para comérselos después y saborearlos cuando estén en sazón. Delicias.
¿Explica eso el ánimo vengativo de Nechaev, el que sus ojos se hayan abierto y hayan visto a los padres sin tapujos, a la bandada de padres cuyo apetito ya no disimulan? ¿Qué clase de hombre será el viejo Nechaev, el padre Gennady? Cuando un día reciba la noticia, y sin duda así ha de ser, de que su hijo ya no existe, ¿se sentará en un rincón a llorar, o sonreirá en secreto?
Menea la cabeza como si quisiera desembarazarse de una plaga de demonios. ¿Qué está corrompiendo la integridad de su pena, lo que insiste en que solo es un lúgubre disfraz? En algún sitio, en su interior, la verdad se ha extraviado. Es como si en el laberinto de su cerebro, pero también en el laberinto del cuerpo —venas, huesos, intestinos, vísceras—, un niño muy pequeño errase sin rumbo, buscando la luz, buscando la salida. ¿Cómo podrá encontrar al niño que se ha perdido dentro de él, cómo va a darle una voz para que entone su triste canción?
El silbido en un hueso. Le viene a la mente un viejo cuento, el de un joven que fue asesinado, mutilado y después esparcidos sus miembros: su fémur, cuando sopla el viento, silba un lamento y nombra a sus asesinos. Uno por uno, es cierto, van viniendo todos los viejos cuentos, los cuentos que oía contar a su abuela, los cuentos cuyo significado desconocía, los cuentos que se han amontonado con insensatez, como los huesos, cara al futuro. Un gran osario de cuentos que datan de antes de que empezara la historia, cuentos ideados y mimados por el pueblo. ¡Que Pavel encuentre el camino que le lleve a mi fémur, que me silbe desde allí! Padre, ¿por qué me has dejado en el bosque tenebroso? Padre, ¿cuándo vendrás a rescatarme?
La vela que arde ante el icono no es más que un charco de cera; el ramillete de flores languidece. Después de colocar la hornacina, la niña la ha olvidado quizá adrede. ¿Adivina acaso que Pavel ha dejado de hablarle a su padre, que también se ha perdido, que las únicas voces que ahora escucha son voces demoníacas?
Endereza el pábilo, lo enciende, se arrodilla. Los ojos de la Virgen están fijos en su bebé, el cual lo mira desde la estampa a la vez que eleva un minúsculo dedo admonitorio.
11
EL PASEO
Durante la semana transcurrida desde la última vez que tuvieron relaciones íntimas, se ha levantado entre Anna Sergeyevna y él una barrera de incómoda formalidad. Los modales con que ella le trata han terminado por ser tan constreñidos que él está seguro de que la niña, que observa y escucha a todas horas, habrá llegado a la conclusión de que ella desea que se marche cuanto antes de la casa.
¿En beneficio de quién mantienen los dos esa apariencia de distanciamiento? No por ellos, eso está bien claro. Solamente la mantienen a ojos de los niños, los dos: la presente y el ausente.
Sin embargo, él anhela tenerla en sus brazos otra vez. Tampoco cree que ella sea del todo indiferente. A solas, se siente como un perro que da vueltas persiguiéndose el rabo, en círculos más cerrados cada vez. Con ella, a salvo en la oscuridad, tiene el palpito de que sus extremidades se distenderán y su espíritu quedará liberado, el espíritu que en estos momentos parece anudado a su cuerpo por los hombros, las caderas y las rodillas.
En la médula de su anhelo radica un deseo que en la primera noche aún no había reconocido plenamente, pero que ahora parece haberse centrado en el olor de ella. Como si los dos fuesen animales, a él le atrae algo que husmea en el aire alrededor de ella, el olor del oto-ño, el olor de las avellanas en particular. Ha comenzado a comprender cómo viven los animales y también los niños pequeños, atraídos o repelidos por las neblinas, las auras, los ambientes. Se ve a sí mismo encima de ella como un león, acariciándole con el hocico el cabello del cuello, enterrando el morro en su axila, frotándose la cara contra su entrepierna.
La puerta no tiene cerrojo. No es concebible que la niña se adentre en el cuarto a una hora como esta, y que llegue a verlo en ese estado de... Se aproxima a la palabra con disgusto, pero es la única palabra acertada: ese estado de lujuria. Y son muchos los niños que padecen sonambulismo: también podría ella levantarse en mitad de la noche y entrar en su cuarto sin haberse despertado siquiera. ¿Se transmiten de madres a hijas estos olores tan íntimos? ¡Pensamientos descarriados, deseos escarriados! Todos tendrán que ser enterrados en su interior, escondidos para siempre, de todos, salvo de uno. Y es que Pavel ahora está en su interior, y Pavel nunca duerme. A lo sumo puede rezar para que una debilidad que en tiempos habría repugnado al muchacho ahora le lleve una sonrisa a los labios, una sonrisa divertida y tolerante.
Tal vez también Nechaev, cuando haya cruzado el río oscuro camino de la muerte, cese de ser un lobo y aprenda a sonreír de nuevo.
Y así aguarda frente a la tienda de Yakovlev a la noche siguiente, cuando por fin sale Anna Sergeyevna. Cruza la calle y saborea la sorpresa que le produce verlo.
—¿Damos un paseo? —le propone.
Ella se abriga, ciñéndose el chal sobre los hombros.
—No sé. Matryosha estará esperándome.
No obstante, dan un paseo. El viento ha dejado de soplar, el aire es frío y tonificante. Por las calles, a su alrededor, se nota un placentero bullicio. Ninguno de los dos presta atención a lo que sucede. Podrían ser cualquier pareja casada.
Ella lleva una cesta que él le quita de las manos. Le gusta cómo camina ella, con largas zancadas, los brazos cruzados bajo los pechos.
—Tendré que marcharme muy pronto —le dice.
Ella no contesta.
La cuestión de su esposa se interpone ahora delicadamente entre los dos. Al aludir a su partida, se siente como el jugador de ajedrez que ofrece un peón, y que tanto si es aceptado como rechazado, complicará posteriormente la partida ¿Son los asuntos entre hombres y mujeres siempre como este, en el cual uno trama y el otro urde una trama opuesta? ¿Es la trama un elemento del placer, ser el objeto de las intrigas del otro, dejarse llevar a una esquina y verse dulcemente presionado hasta capitular? Mientras ella camina a su lado, ¿no estará también a su manera tramando algo contra él?
—Tan solo espero que la investigación siga su curso. Ni siquiera he de quedarme hasta su resolución. Lo único que quiero son los papeles, para mí, el resto carece de importancia.
—¿Y entonces se vuelve a Alemania?
—Sí.
Han llegado al paseo fluvial. Al cruzar la calle, él la toma del brazo. Al lado el uno del otro, se apoyan en la barandilla, mirando el agua.
—No sé si detestar esta ciudad por lo que hizo a Pavel —dice— o si sentirme más estrechamente unido a ella por eso mismo, porque ahora es el hogar de Pavel. Ya nunca lo abandonará, nunca viajará tal como deseaba.
—Qué ridiculez, Fiodor Mijailovich —replica ella con una sonrisa de soslayo. Pavel va con usted; usted es su auténtico hogar. Él va en su corazón, y viaja con usted por donde quiera que vaya. Salta a la vista.
Le toca el pecho levemente con la mano enguantada.
Él siente que se le desboca el corazón, como si las yemas de sus dedos hubiesen tocado de hecho el órgano. Pura coquetería. ¿De eso se trata, o es que el gesto brota con naturalidad del corazón de Anna Sergeyevna? Lo más natural del mundo sería tomarla ahora en sus brazos. Él nota sin lugar a dudas que su mirada está devorando su boca bien delineada, en la que aún luce una sonrisa. Y ella no se defiende de esa mirada. No es una mujer joven; no es una niña. Se miran uno a otro por encima del cuerpo de Pavel, y los dos lanzan sus desafíos. El parpadeo de una idea: ¡si al menos él no estuviera aquí..! Luego, la idea se desvanece a la vuelta de una esquina.
A un vendedor callejero le compran unos pastelillos de pescado para la cena. Matryona abre la puerta, pero cuando ve quién viene con su madre se da la vuelta y se va. En la mesa está de un humor irritante, e insiste en que su madre preste atención a un largo y confuso relato de una pelea habida en la escuela entre una compañera y ella. Cuando él interviene para defender tímidamente a la otra niña, Matryona suelta un bufido y no se digna contestar.
Ella ha tenido que notar algo, él lo sabe, e intenta reclamar a su madre, afirma que le pertenece a ella ¿Por qué no? Tiene todo el derecho. Sin embargo, ¡si al menos ella no estuviera aquí! Esta vez no reprime la idea. Si no estuviese la niña, él no malgastaría ni una palabra más. Apagaría la luz de un soplido y, a oscuras, los dos se en-contrarían de nuevo. Disfrutarían de la cama grande para ellos solos, la cama de viuda, la cama viuda del cuerpo de un hombre desde hace... ¿Cuánto dijo? ¿Cuatro años?
Tiene una visión de Anna Sergeyevna que resulta cruda por su sensualidad manifiesta. Tiene las enaguas levantadas, de modo que por debajo quedan los pechos desnudos. Él se encuentra entre sus piernas: los largos y pálidos muslos de ella lo estrechan. Tiene la cara ladeada, los ojos cerrados, respira jadeando. Aunque el hombre que copula con ella no es otro que él mismo, de algún modo él lo ve todo como si estuviera junto a la cama. Son los muslos de ella los que dominan la visión: sus manos se curvan en torno a ellos, él se los aprieta contra los flancos.
—Venga, acábate lo que tienes en el plato —apremia la madre a su hija.
—No tengo hambre, me duele la garganta —se queja Matryona. Juguetea con la comida un momento más, luego la aparta a un lado.
Él se pone en pie.
—Buenas noches, Matryosha. Espero que mañana te encuentres mejor.
La niña no se toma la molestia de contestar. Él se retira, la deja en posesión del campo.
Reconoce la fuente de la visión: una postal que hace años compró en París y que destruyó junto al resto de su colección de postales eróticas cuando se casó con Anya. Una jovencita de largo cabello negro que yacía bajo un hombre bigotudo. AMOR GITANO, decía la leyenda con mayúsculas alambicadas. Sin embargo, las piernas de la muchacha eran gruesas en la postal, y sus carnes fláccidas; vuelta hacia el hombre (que se sostenía erguido con rigidez sobre los brazos), su cara parecía desprovista de toda expresión. Los muslos de Anna Sergeyevna, de la Anna Sergeyevna que él recuerda, son más esbeltos, más fuertes; hay algo que parece decidido en su forma de aferrarlo, algo que él relaciona con el hecho de que no sea una jovencita, sino una mujer madura, ávida. Madura plenamente, y por tanto abierta (esa es la palabra que se insinúa con insistencia) a la muerte. Un cuerpo en sazón, listo para la experiencia, pues sabe que no por siempre ha de vivir. Es un pensamiento excitante, pero también perturbador. A esos muslos les da igual quién se encuentre apresado entre ellos; visto desde arriba, desde un lado de la cama, el hombre de la imagen es y no es él.
Hay una carta sobre su cama, apoyada contra la almohada. Por un instante piensa despavorido que es de Pavel, que se ha materializado en el cuarto. Pero la letra es de la niña. «He intentado dibujar a Pavel Aleskandrovich», dice (con la falta al escribir el nombre), «pero no me sale bien. Si quieres, colócalo en la hornacina. Matryona.» En el reverso hay un dibujo a lápiz, algo desvaído, de un joven con la frente despejada y los labios carnosos. El dibujo es tosco, la niña no sabe aplicar sombras; no obstante, en la boca, y particularmente en la mirada osada, ha logrado captar a Pavel.
—Sí —susurra—, sí, lo pondré en la hornacina.
Se lleva la imagen a los labios, la apoya contra la palmatoria y enciende una nueva vela.
Sigue mirando la llama cuando una hora más tarde llama a la puerta Anna Sergeyevna.
—Le traigo su ropa limpia —dice.
—Pase, siéntese.
—No, no puedo. Matryosha está inquieta; creo que no está nada bien.
No obstante, toma asiento al borde de la cama.
—Nos tienen firmes los dos, estos hijos nuestros —comenta él.
—¿Que nos tienen firmes?
—Velan por nuestra moral. Nos tienen separados.
Es un alivio que no esté la mesa del comedor entre ambos. También la vela aporta una reconfortante placidez.
—Lamento que tenga que marcharse—dice ella, pero tal vez sea mejor que se marche de esta triste ciudad. Tal vez sea lo mejor para usted y también para su familia.
—Estarán echándole de menos. Y usted también les echará de menos.
—Cuando regrese, seré una persona distinta. Mi mujer no me reconocerá. O sí, pensará que me conoce, pero estará equivocada. Preveo que serán tiempos difíciles para todos. Yo estaré pensando en usted. ¿Cómo la llamaré en mis pensamientos? Mi mujer también se llama Anna, ya ve.
—Ese es mi nombre antes de que fuera el suyo —responde ella de modo cortante, sin ánimo de jugar. De nuevo lo ve con claridad meridiana: si ama a esta mujer, es en parte por no ser joven. Ya ha cruzado una línea a la que aún ha de llegar su esposa. Puede o no puede serle más querida, pero definitivamente está más cerca de él.
Regresa el tira y afloja indudablemente erótico, pero con más fuerza que nunca. Hace una semana, estaban los dos abrazados en esa misma cama. ¿Es posible que ella no esté pensando en eso ahora mismo?
Él se inclina y le deposita la mano sobre el muslo. Con la colada aún sobre el regazo, ella inclina la cabeza. Él se acerca más. Entre el índice y el pulgar la sujeta por el cuello, acerca el rostro al suyo. Ella eleva la mirada: por un instante, a él le parece mirar a los ojos de un gato, un gato cauteloso, apasionado, codicioso.
—Debo irme murmura—ella. Se suelta con un movimiento y se va.
La desea ardientemente. Más aún: la desea, pero no en esa estrecha cama de niño, sino en la cama de viuda que tiene en la habitación contigua. La imagina así al verla tendida junto a su hija, con los ojos muy abiertos y relucientes. Por vez primera se da cuenta de que pertenece a un tipo de mujer sobre el cual nunca ha escrito en sus libros. Las mujeres a las que está acostumbrado no carecen de intensidad propia, aunque sea una intensidad de piel y de nervio. Las sensaciones que tienen son intensas, eléctricas, inmediatas: acontecen en la superficie. En cambio, con ella se adentra en un cuerpo que sangra, un cuerpo visceral, cuyas sensaciones tienen lugar en lo más profundo.
¿Será un rasgo que pueda trasladarse a otras mujeres, cultivarse en otras? ¿En su esposa, por ejemplo? ¿Existe acaso una cualidad de la sensación que tiene ahora libertad de hallar en otras, tras haberla hallado en ella?
¡Qué traición!
Si tuviera mayor confianza en su dominio del francés, canalizaría esta perturbadora excitación a través de uno de esos libros que no pueden publicarse en Rusia, un libro de los que se pueden dar por terminados de un tirón, en dos o tres semanas, incluso sin copista, diez seudónimos diferentes, trescientas páginas. Un libro de la noche, en el que todos los excesos fueran representados y ningún límite se respetase. Un libro que jamás fuese relacionado con él. Remitiría el manuscrito por correo, de Dresde a París, a Paillard, para que fuera impreso clandestinamente y vendido luego bajo cuerda en la orilla iz-quierda del Sena Memorias de un noble ruso, un libro que Anna Sergeyevna, su verdadera engendradora, nunca llegase a ver, con un capítulo en el que el noble que redacta sus memorias lee en voz alta a la joven hija de su amante un relato sobre la seducción de una joven, en el que él mismo surge con creciente claridad como auténtico seductor. Un relato repleto de detalles íntimos y alusiones psicológicas que en modo alguno seduce a la hija y que, por el contrario, la aterra: le perturba, le quita el sueño, la lleva a dudar tanto de su pureza que tres días después se entrega a él desesperada, de forma infinitamente vergonzosa, de una forma tal como nunca hubiera podido concebir una niña, a no ser que la historia de su propia seducción y el modo en que se lleva a cabo no estuvieran hondamente grabados en ella de antemano.
Recuerdos imaginarios. Memorias de la imaginación.
¿Será esa la respuesta a la pregunta que él se formula? ¿Será que ella lo deja en libertad para escribir un libro sobre el mal? ¿Con qué finalidad? ¿Para que él se libre del mal, o para que se desgaje del bien?
Ni una sola vez, a lo largo de esta dilatada ensoñación, se le ocurre pensar en Pavel. La casa había quedado en silencio, y ahora lo nota regresar entre gemidos, pálido, en busca de un sitio donde recostar la cabeza. ¡Pobre muchacho! ¡El festival de los sentidos que le hubiese dejado por herencia le ha sido robado! Tumbado en la cama de Pavel, no puede por menos que notar un estremecimiento siniestramente triunfal.
Por lo común, por las mañanas disfruta de la vivienda para él solo. Pero hoy Matryona no ha ido a la escuela, está arrebolada, tiene una tos seca, le cuesta trabajo respirar. Con ella en la vivienda, es menos capaz que nunca de concentrarse en la escritura. Se descubre al acecho, procurando en todo momento oírla arrastrar los pies en la habitación de al lado. Hay momentos en los que podría jurar que siente sus ojos taladrarle por la espalda.
A mediodía, el portero trae un mensaje. Reconoce en el acto el papel gris y el sello rojo. El final de la espera: recibe la orden de presentarse en el despacho del investigador judicial, el consejero P. P. Maximov, en relación con el asunto de P. A. Isaev.
De la calle Svechnoi se dirige a la estación de ferrocarril para hacer una reserva, y de ahí va a la comisaría. La antesala está repleta de gente. Se identifica en el mostrador y se dispone a esperar su turno. Cuando el reloj da las cuatro, el sargento que le atendió en el mostrador guarda la pluma, se estira, apaga la lámpara y comienza a conducir a los presentes hacia la salida.
—¿Qué sucede? —protesta.
—Es viernes, cerramos antes —dice el sargento—. Vuelva usted mañana por la mañana.
A las seis está esperando delante de Yakovlev. Al verlo ahí, Anna Sergeyevna se muestra alarmada.
—¿Matryosha...? —le pregunta.
—Dormía cuando me marché. He pasado por una farmacia para comprarle algo que le alivie la tos.
Le muestra un frasquito de cristal marrón.
—Gracias.
—Me ha vuelto a citar la policía por algo relacionado con los papeles de Pavel. Espero que mañana mismo podamos zanjar el asunto de una vez por todas.
Caminan un rato en silencio. Anna Sergeyevna parece preocupada. Por fin toma la palabra.
—¿Hay alguna razón en especial por la cual tenga que apoderarse de esos papeles?
—Me sorprende que me lo pregunte. ¿Qué otra cosa suya ha dejado Pavel al morir? Para mí, no hay nada tan importante como esos papeles. Para mí, son su palabra. —Y al cabo de un rato en silencio añade—: ¿Sabía usted que estaba escribiendo un relato?
—Escribía a ratos. Sí, ya lo sabía.
—El que le digo trataba sobre un convicto que se fuga...
—Ese no lo conozco. A veces nos leía a Matryosha y a mí lo que estaba escribiendo, más que nada por ver qué nos parecía. Pero nunca leyó un relato sobre un convicto.
—No se me había ocurrido que hubiera otros relatos...
Ah, pues claro que escribía otros relatos. Y también poemas... aunque era cohibido, y los poemas apenas nos los enseñaba. Tuvo que llevárselos la policía, claro, cuando se llevaron todo lo demás. Pasaron mucho tiempo en su habitación registrándolo todo. No se lo había dicho, pero levantaron incluso los tablones de la tarima. Se llevaron todos los papeles.
—Entonces... ¿Es así como Pavel pasaba el tiempo? ¿Escribía?
Ella lo mira con extrañeza.
—Pues ¿cómo pensaba usted, si no?
Él contiene el deseo de darle una rápida respuesta.
—Teniendo por padre a un escritor, ¿qué otra cosa se podía esperar? —sigue ella.
—Escribir no es cosa de familia.
—Tal vez no. Yo no soy quién para juzgarlo, pero nadie le obligó a escribir para intentar ganarse la vida. Puede que solo fuese una forma de aproximarse a su padre, de alcanzarlo.
Él hace un gesto de exasperación: ¡yo también lo hubiese querido sin relato ninguno!, piensa.
—Nadie tiene que ganarse a pulso el cariño de su padre —dice por el contrario.
Ella titubea antes de volver a hablar.
—Hay algo que quisiera advertirle, Fiodor Mijailovich. Pavel convirtió en figura de culto a su padre: idealizó a Alexander Isaev, quiero decir. No se lo diría si no supusiera que antes o después encontrará rastros de ese culto entre sus papeles. Debe usted ser tolerante. A los niños les agrada idealizar a sus padres. La misma Matryona...
—¿Idealizar a Isaev? Isaev era un alcohólico, un mal esposo, un don nadie. Su propia esposa, la madre de Pavel, al final ya no lo aguantaba. Lo habría abandonado, de no ser porque él murió sin darle tiempo. ¿Cómo es posible idealizar a una persona así?
—Viéndolo de forma borrosa, por supuesto. A Pavel le costaba mucho verlo a usted de forma borrosa. Si me permite que se lo diga, usted es demasiado inmediato para él.
—Eso es porque fui yo el que tuvo que criarlo día a día. Yo lo quise como a un hijo, y como a un hijo lo traté cuando todos los demás le dieron de lado.
—No exagere. Sus padres no le dieron de lado: simplemente murieron. Además, si usted ejerció el derecho de elegirle a él por hijo, ¿por qué no iba él a tener derecho de elegir a su padre?
—¡Porque él era mucho mejor que Isaev! Esto de que los jóvenes den la espalda a sus padres, a sus casas, a su crianza, solo porque no son de su agrado, terminará por convertirse en una de las peores lacras de nuestro tiempo. Poco a poco no habrá nada que les satisfaga, nada, salvo ser hijos de Stenka Razin o de Bakunin.
—Está usted diciendo tonterías. Pavel no escapó de su casa: usted sí que escapó de él.
Cae un enojoso silencio. Cuando llegan a la calle Gorojovaya, él se disculpa y la deja.
Caminando de un extremo a otro del paseo fluvial, medita sobre lo que le ha dicho ella. Sin dudarlo, él ha permitido que emergiese algo vergonzante y muy suyo, de modo que le invade el resentimiento por el hecho de que ella fuese testigo de ese trance. Al mismo tiempo, le da vergüenza esa mezquindad. Se siente atrapado en un dilema moral que le resulta conocido, tan familiar, de hecho, que ya no lo altera, razón por la cual debería ser tanto más vergonzante. Pero hay otra cosa que también le incomoda, igual que la punta de un clavo que empieza a asomar por la punta del zapato, si bien no puede o no quiere definirla.
Hay aún cierta tensión en el aire cuando vuelve a la vivienda. Matryona se ha levantado de la cama. Lleva el abrigo de su madre por encima del camisón, pero va descalza.
—¡Me aburro! —gimotea una y otra vez. A él no le presta ninguna atención. Aunque se sienta con ellos a la mesa, no prueba bocado. Despide un olor agrio; estornuda, y de vez en cuando tiene un incontenible acceso de tos seca.
—No deberías estar levantada, mi niña —comenta él con dulzura.
—A mí no me digas qué he de hacer, que tú no eres mi padre—le replica.
—¡Matryosha! —la recrimina su madre.
—¿Qué? ¿Lo es o no lo es? —insiste ella, y acto seguido calla y adopta un gesto arisco.
Después de que él se haya retirado, Anna Sergeyevna llama a la puerta de su habitación y entra. Él se levanta con cautela.
—¿Cómo está?
—Le he dado la medicina que compró usted, y parece más descansada. Tendría que guardar cama, pero es una chiquilla muy obstinada, y yo no puedo impedirle que se levante. Pero he venido a pedirle disculpas por lo que le dije, y también a preguntarle qué planes tiene para mañana.
—No tiene por qué disculparse. La culpa la tengo yo. He hecho una reserva para el tren de mañana por la noche, pero aún estoy a tiempo de cambiarla.
—¿Por qué iba a cambiarla? Mañana tendrá los papeles que tanto desea. ¿Por qué iba a quedarse más de lo estrictamente necesario? Al fin y al cabo, no querrá convertirse en el eterno huésped. ¿No hay un libro que se titula así?
—¿El eterno huésped? No, no que yo sepa. Además, todas las decisiones pueden modificarse, incluidas las de mañana. No hay nada definitivo. Claro que en este caso no está en mis manos esa modificación.
—¿En manos de quién está?
—En las suyas.
—¿En mis manos? ¡Desde luego que no! Sus decisiones están solamente en las manos de usted, yo nada tengo que ver en lo que usted decida. Por la mañana no podré verlo; tengo que madrugar, porque es día de mercado. Puede dejarme la llave puesta por dentro.
Así ha llegado el momento. El respira hondo. Tiene la mente en blanco. A partir de ese blanco empieza a hablar rindiéndose a las palabras que afluyen a sus labios, yendo allí adonde le lleven.
—En el transbordador, cuando me llevó usted a ver la tumba de Pavel— dice, las miré a Matryosha y a usted cuando estaban sujetas a la barandilla, mirando de frente la neblina. ¿Se acuerda que aquel día era espesa la neblina? Y me dije entonces: «Ella lo devolverá. Ella es —respira hondo otra vez— una conductora de almas». No es esa la palabra que se me ocurrió en el momento, pero ahora sé que es la palabra adecuada.
Ella lo contempla inexpresiva. Él le toma la mano entre las suyas.
—Lo quiero de vuelta —dice—. Tiene usted que ayudarme. Quiero besarle en los labios.
A la vez que pronuncia cada palabra se da cuenta de lo enloquecidas que son todas ellas. Diríase que entra y sale de la locura como entra y sale una mosca por una ventana abierta.
Ella se ha puesto tensa, lista para huir. Él la sujeta con más fuerza, la retiene.
—Es la verdad. Es así como la considero. Pavel no llegó aquí por casualidad. En alguna parte estaba escrito que había de ser conducido... hacia la noche.
Cree y no cree en lo que está diciendo. Se le pasa por la mentes un fragmento de un recuerdo, un cuadro que ha visto en una galería, ni siquiera sabe dónde: una mujer vestida de oscuro, con severidad, de pie ante una ventana, con un niño al lado. Los dos miran el cielo cu-bierto de estrellas. Más vividamente que la imagen recuerda las volutas sobredoradas del marco.
La mano de ella está inerte entre las suyas.
—Está en su poder —prosigue, siguiendo todavía a las palabras como si fueran faros, escrutando por dónde han de llevarle. Usted puede devolvérmelo, aunque no sea más que un minuto. Solo un minuto.
Recuerda ahora qué seca le pareció cuando se encontraron por vez primera: como una momia, secos huesos envueltos en los trozos de lienzo que se harán polvo en cuanto uno los toque. Cuando ella le habla, la voz se le quiebra en la garganta.
—Lo quiere usted tanto —dice— que sin duda lo verá de nuevo.
Él le suelta la mano. Como si fuera una cadena de huesos, ella la retira. ¡No me tome el pelo! Eso es lo que le entran ganas de decirle.
—Usted es un artista, un maestro. Está a su alcance, y no al mío, devolverlo a la vida.
Maestro. Es una palabra que él asocia al metal, al temple de las espadas, a la forja de las campanas. Un maestro herrero, el maestro de una fundición. Maestro de la vida: extraña expresión, aunque él está preparado para reflexionar sobre ello. Dará cobijo a todas las palabras y a todas las expresiones, sin que importe cuan extrañas, cuan extraviadas sean, siempre y cuando haya alguna posibilidad de que formen un anagrama de Pavel.
—Estoy muy lejos de ser un maestro —dice—. Me recorre de lado a lado una grieta. ¿Qué se va a hacer con una campana agrietada? Una campana agrietada no tiene arreglo.
Es verdad lo que dice. Pero al mismo tiempo recuerda que una de las campanas de la catedral de la Trinidad de Sergiyev está rajada, y que lo está desde antes de los tiempos de Catalina la Grande. Nunca la han descolgado para fundirla. Todos los días se la oye tañer por toda la ciudad. La gente la llama «la pata de palo de San Sergio».
Ahora nota una cierta exasperación en la voz de ella.
—Lo lamento por usted, Fiodor Mijailovich, pero conviene que recuerde que no es usted el primer padre que ha perdido un hijo. Pavel vivió veintidós años. Piense, pues, en todos los hijos que han muerto en la más tierna infancia...
—¿Y...?
—Y reconozca que es la regla, y no la excepción, sufrir y llorar la pérdida. Y pregúntese si se duele por Pavel o si se duele más bien por usted mismo.
La pérdida. Se instala entre ambos una distancia glacial.
—No lo he perdido Pavel, no está perdido —dice entre dientes.
Ella se encoge de hombros.
—Si no está perdido, usted ha de saber dónde está. Cier-tamente, no se encuentra en esta habitación.
Mira a su alrededor. Ese amontonarse las sombras en un rincón, ¿no podría ser la huella del aliento de la sombra de su espíritu?
—Nadie vive en un sitio para marcharse sin dejar nada suyo en él —susurra.
—No, claro que no. Siempre se deja algo por donde uno pasa. Eso es lo que ya le dije esta tarde. Pero lo que él haya dejado no está en esta habitación. Él se ha ido de aquí, y aquí no lo podrá encontrar. Hable con Matryona. Haga las paces con ella antes de marcharse. Su hijo y ella estuvieron muy unidos. Si él ha dejado huella, tiene que haber sido en la niña.
—¿Y en usted?
—Yo le tenía mucho cariño, Fiodor Mijailovich. Fue un joven bueno y generoso. En calidad de hijo suyo, de usted, su vida no fue nada fácil. Estaba solo, inseguro de sí mismo, tuvo que luchar por encontrar su camino. De todo eso me di perfecta cuenta. Pero yo no soy de su generación. Conmigo no podía hablar como hablaba con Matryona. Los dos juntos podían ser como niños —hace una pausa—. Muchas veces tenía la sensación, y déjeme señalarlo ahora, ya que estamos siendo sinceros el uno con el otro, de que el niño que Pavel llevaba dentro tuvo que dejar de serlo cuando aún era demasiado pronto, sin haber tenido tiempo suficiente de jugar. No sé si se le habrá ocurrido pensar en esto, puede que no, pero todavía me sorprende su enfado con él por algo tan trivial como es el hecho de dormir hasta tarde.
—¿Por qué le sorprende?
—Porque esperaba de usted una mayor simpatía. Usted es un artista, ¿no? Hay niños que sueñan de noche, y otros en cambio esperan a la mañana para soñar. Debería pensarlo dos veces antes de despertar a un niño que está soñando. Cuando Pavel estaba con Matryona, el niño que había en él encontraba de nuevo una ocasión para salir a la superficie. Ahora me alegro de que ocurriese, me alegro de que no perdiera la oportunidad.
Vuelve a él una imagen de Pavel tal como era a los siete años, con su abrigo a cuadros grises, su gorro calado hasta las orejas y las botas demasiado grandes para su talla, correteando por la nieve, gritando como un loco. En esa imagen descuella por la esquina algo más, algo que rechaza.
—Pavel y yo nos conocimos en Semipalatinsk cuando él ya tenía siete años —dice—. Yo no le caí bien. Yo era simplemente el desconocido con el cual iban a vivir su madre y él, era el hombre que iba a arrebatarle a su madre.
Su madre, la viuda. El hijo de una viuda.
Lo que ha rechazado en todo momento, lo que ha querido quitar de en medio, lo que regresa con insistencia mientras habla, es lo que solamente puede calificar de trasgo, un ser pequeño y deforme, pelirrojo, con la barba roja también, no más alto que un niño de tres o cuatro años. Pavel sigue corriendo y gritando por la nieve; las rodillas le chocan una con otra como si fuera un potrillo. En cuanto al trasgo, permanece a un lado, mirándolo todo. Lleva un jubón color herrumbre, con el cuello abierto. No parece que tenga frío.
—... difícil para un niño... —Anna Sergeyevna dice algo a lo que él solo puede atender a medias.
¿Quién es ese trasgo? Escruta su cara con más empeño. Se sobresalta cuando lo entiende. La piel cubierta de cráteres, las huellas de la viruela hinchadas y endurecidas por el frío, la barba rala que crece entre las pústulas... es de nuevo Nechaev, un Nechaev empequeñecido, un Nechaev que en Siberia persigue los orígenes de su hijo. ¿Qué sentido tiene esa visión? Gime suavemente para sus adentros, y Anna Sergeyevna se calla en el acto.
—Lo siento —dice a modo de disculpa, pero es verdad que la ha ofendido.
—Seguro que tiene cosas que hacer —dice ella—. Aún no ha preparado su equipaje.
A pesar de sus disculpas, se marcha.
12
ISAEV
Es conducido al mismo despacho que la otra vez, pero el oficial que lo recibe sentado ante su mesa no es Maximov. Sin presentarse siquiera, este hombre le indica una silla.
—¿Se llama? —dice.
Da su nombre.
—Pensé que me iba a recibir el consejero Maximov.
—Ya llegaremos a eso. ¿Ocupación?
—Escritor.
—¿Escritor? ¿Qué clase de escritor?
—Escribo libros.
—¿Qué clase de libros?
—Relatos. Cuentos.
—¿Para niños?
—No, no particularmente para niños. Pero aspiro a que los niños puedan leerlos.
—¿Nada indecente?
—¿Nada indecente? —sopesa la pregunta—. No, nada que pudiera ofender la sensibilidad de un niño— contesta al fin.
—Bien.
—Claro que el corazón tiene sus lugares oscuros añade con reluctancia—. Uno no siempre lo sabe.
Por vez primera, el hombre levanta la mirada de sus papeles.
—¿Qué quiere decir?
Es más joven que Maximov. El ayudante de Maximov, tal vez.
—Nada. Nada.
El hombre deja la pluma sobre la mesa.
—Vayamos al asunto que nos ocupa, el fallecimiento de Ivanov. ¿Conocía usted a Ivanov?
—No lo entiendo. Pensé que me habían citado por algo relacionado con los papeles de mi hijo...
—Cada cuestión a su debido tiempo. Primero, Ivanov. ¿Cuándo tuvo su primer encuentro con él?
—Hablé con él por primera vez hará... una semana. Estaba perdiendo el tiempo, como si no tuviera nada mejor que hacer, ante la puerta de la casa en la que actualmente estoy alojado.
—Calle Svechnoi, sesenta y tres.
—Calle Svechnoi, sesenta y tres, sí. Hacía bastante frío y le ofrecí que se resguardara. Pasó la noche en mi habitación. Al día siguiente me enteré de que hubo un asesinato y de que él era sospechoso. Fue solo más tarde cuando...
—¿Ivanov era sospechoso? ¿Sospechoso de asesinato? ¿Entiendo bien lo que me está diciendo? ¿Dice usted que Ivanov era un asesino? ¿Por qué lo cree?
—¡Por favor, permítame terminar! Por todo el edificio corrió un rumor en ese sentido. A menos que la niña que me repitió el rumor no lo hubiese entendido del todo, claro. No lo sé. ¿Qué más da, si está muerto? Me sorprendió y me abrumó que una persona como él fuese asesinada. Era absolutamente inofensivo.
—Pero no era lo que parecía ser, ¿verdad?
—¿Quiere decir un mendigo?
—No era un mendigo, ¿o sí?
—En cierto modo, no, no lo era. Pero si se piensa bien, o si se piensa de otro modo, sí que lo era, desde luego.
—No me habla usted con claridad. ¿Quiere decir acaso que usted no estaba al corriente de las responsabilidades de Ivanov? ¿Por eso le sorprendió lo ocurrido?
—Me sorprendió que alguien pudiera poner en grave peligro su alma inmortal al asesinar a un don nadie inofensivo.
El funcionario lo mira sardónicamente.
—Un don nadie, ya... ¿Es así como lo llaman en cristiano?
En este momento, Maximov en persona entra en la sala, al parecer con mucha prisa. Lleva bajo el brazo un montón de cartapacios sujetos con badulaques de un rosa desvaído. Los deja sobre la mesa, saca un pañuelo y se seca la frente.
—¡Qué calor hace aquí! —murmura—. Gracias —añade, dirigiéndose a su colega. ¿Ha terminado?
Sin decir palabra, el hombre recoge sus papeles y se marcha. Suspirando, secándose aún la cara, Maximov ocupa su sillón.
—Lo lamento mucho, Fiodor Mijailovich. Muy bien: el asunto de los papeles de su hijastro. Mucho me temo que vamos a vernos obligados a conservar uno de ellos, a saber, el listado de las personas que han de ser, como dicen nuestros amigos, liquidadas. Estoy seguro de que estará usted de acuerdo si le digo que de ninguna manera conviene que circule ese papel, ya que solo causaría alarma. Además, a su debido tiempo formará parte de las pruebas que se aduzcan en el juicio contra Nechaev. En cuanto al resto de los papeles, son suyos. Hemos terminado con ellos y, por así decir, ya les hemos sacado todo el jugo.
»De todos modos, antes de entregárselos definitivamente, hay una cosa más que me gustaría decirle, siempre y cuando me haga usted el honor de prestar atención.
»Si yo meramente me tuviera por un funcionario en cuyo deber y en cuyo camino se hubiera cruzado usted por azar, le devolvería estos papeles sin más historias. Soy también, si me permite usted decirlo así, alguien que tiene buena voluntad, alguien que tiene su propio interés muy en consideración. Y por ello tengo serias reservas a la hora de entregárselos. Permítame expresarle esas reservas. Se trata de que aún le aguardan a usted nuevos descubrimientos sin duda dolorosos, descubrimientos además innecesarios. Si fuera posible que aceptase usted mi humilde consejo, yo podría indicarle una serie de páginas en concreto en las que más le valdría no detener su mirada. Claro está que, conociéndolo como yo lo conozco, es decir, tal como se conoce a un escritor por el hecho de haber leído sus libros, es decir, de una manera íntima y sin embargo ilimitada, doy por supuesto que mis esfuerzos tendrán solamente el efecto contrario, y mucho me temo que aviven su curiosidad. Por consiguiente, permítame decirle tan solo lo siguiente: no me culpe por haber leído esos papeles, que esa es, al fin y al cabo, la responsabilidad que me encomienda la Corona, y no se irrite conmigo por haber predicho con toda corrección (si es que así fuera) cuál iba a ser su manera de reaccionar antes estos papeles. A menos que se produzca un giro imprevisto en el curso de los acontecimientos, usted y yo no tendremos más que tratar. No hay razón por la cual no deba usted pensar que yo he dejado de existir, así como puede decirse que deja de existir el personaje de un libro tan pronto lo cerramos y lo devolvemos a su anaquel. Por mi parte, le puedo asegurar que mis labios están sellados. Nadie me oirá decir una sola palabra sobre este triste episodio.
Dicho esto, solo con el dedo corazón de la mano derecha, Maximov empuja el cartapacio por encima de la mesa, el cartapacio sorprendentemente grueso que contiene los papeles de Pavel.
Él se pone en pie, toma su cartapacio, hace una leve inclinación y ya se dispone a marchar cuando Maximov habla de nuevo.
—Si me permite que lo retenga un minuto más, aunque por una cuestión algo distinta: ¿no habrá tenido por casualidad algún contacto con la banda de Nechaev durante el tiempo que ha pasado aquí en Petersburgo, verdad?
¡Ivanov! ¡Nechaev! Así pues, esa es la razón de que le hayan convocado. Pavel, los papeles, los reparos y la puntillosidad de Maximov... ¡no eran más que una cuestión colateral, una añagaza!
—No entiendo qué relación pueda tener conmigo su pregunta —responde con rigidez. No entiendo con qué derecho me hace esa pregunta, ni qué derecho le asiste a esperar que yo conteste.
—¡Ningún derecho! Puede usted descansar tranquilo, que no se le acusa de nada. Solamente era una pregunta. En cuanto a la relación que tenga con usted, nunca hubiese dicho que fuera algo tan difícil de adivinar. Habiendo hablado de su hijastro como ha hablado conmigo, deduje, quizá ahora sí que le sería más llevadero hablar de Nechaev. Y es que en nuestra conversación del otro día me dio la impresión de que lo que usted opta por decir muchas veces tiene un doble sentido. Era como si cada palabra llevase otra palabra oculta bajo ella, para entendernos. ¿Qué piensa al respecto? ¿Estaba yo equivocado?
—¿Qué palabras? ¿Qué hay tras ellas?
—Eso es algo que usted tendrá que decir.
—Se equivoca. Yo no hablo con adivinanzas. Todas y cada una de las palabras que utilizo quieren decir lo que dicen. Pavel es Pavel, no Nechaev.
Con esto, se da la vuelta y se dispone a marchar. Tampoco lo llama de nuevo Maximov.
Por las sinuosas callejas del barrio de Moskovskaya lleva la carpeta hasta el número 63 de la calle Svechnoi, sube al tercer piso, a su habitación, y cierra la puerta.
Desata la cinta. El corazón le martillea de forma desagradable. Que en sus prisas hay algo desabrido es algo que no puede negar. Es como si acabara de ser devuelto a la adolescencia, a las largas y sudorosas tardes que pasaba en el dormitorio de su amigo Albert, ojeando los libros sustraídos de los anaqueles del tío de Albert. El mismo terror de que alguien lo sorprendiera con las manos en la masa (un terror en sí mismo delicioso), ese mismo enfrascarse de manera apasionada.
Recuerda que Albert le enseñó a dos moscas en pleno acto de la copulación, el macho encaramado a la espalda de la hembra. Albert tenía las moscas en la palma de la mano. «Mira», le dijo. Pellizcó con delicadeza una de las alas del macho entre las yemas de sus dedos, y dio un levísimo tirón. El ala se desprendió del cuerpo sin que la mosca prestase la menor atención. Le arrancó luego la otra. La mosca, con su rara espalda desprovista de extremidades, siguió a lo suyo. Con un gesto de desagrado, Albert arrojó la pareja de moscas al suelo y las aplastó.
Imaginó cómo sería mirar los ojos de la mosca frente a frente mientras las alas le eran arrancadas: estuvo seguro de que ni siquiera parpadearía, y puede que ni siquiera lo viese. Era como si, mientras durase el acto, su alma se introdujera en la hembra. La idea le hizo estremecerse; le dieron ganas de aniquilar a todas las moscas de la tierra.
Una respuesta infantil frente a un acto que no entendía, un acto que temía, porque a su alrededor, entre susurros y sonrisas, todos parecían insinuar que un buen día también de él se esperaría que lo realizase. «¡No lo haré, no lo haré!», quiere exclamar el niño entre jadeos. «¿Que no harás el qué?», contestan quienes lo contemplan, de improviso boquiabiertos, desconcertados. «Santo Dios, ¿de qué habla este niño tan raro?»
La carpeta contiene un diario encuadernado en cuero, cinco cuadernos pautados, de escolar, unas veinte o veinticinco hojas sueltas, aunque sujetas entre sí, un fajo de cartas atadas con un cordel y algunos panfletos impresos: folletones con textos de Blanqui y de Ishutin, un ensayo de Pisarev. Le resulta más inesperado el De Officis de Cicerón, extractos del original con una traducción al francés. Lo hojea. En la última página, con una caligrafía que no reconoce, se encuentra dos anotaciones: Salus populi suprema lex esto y, debajo, en una tinta más clara, talis pater qualis filius.
Un mensaje, o mensajes. Pero ¿de quién a quién?
Toma el diario y, sin leerlo, pasa con el pulgar las páginas como si airease una baraja. La segunda mitad está sin escribir. Con eso y con todo, el cuerpo de lo escrito no es despreciable. Echa un vistazo a la fecha de la primera entrada, el 29 de junio de 1866, día de la onomástica de Pavel. El diario tuvo que ser un regalo, sí, pero ¿de quién? No logra recordarlo. 1866 destaca en su memoria por ser exclusivamente el año de Anya, el año en que conoció a la que iba a ser su mujer, el año en que se enamoró de ella. 1866 fue un año en el que Pavel fue ignorado del todo.
Como si fuese a tocar un plato muy caliente, recién sacado del horno, alerta y listo para retroceder, da lectura a esa primera entrada. Es una narración, un tanto elaborada por cierto, de lo que hizo Pavel a lo largo de ese día. Es obra de un diarista aún novato. No hay acusaciones, no hay denuncias. Aliviado, cierra el libro. Cuando llegue a Dresde, se promete, cuando tenga tiempo, lo leeré entero.
En cuanto a las cartas, son todas suyas. Abre la más reciente, la última que remitió antes de la muerte de Pavel. «Envío cincuenta rublos a Apollon Grigorevich —lee—. Es todo lo que por el momento podemos permitirnos. Te ruego que no presiones a A. G. para que te dé más dinero. Has de aprender a vivir con los medios de que dispones.»
Son las últimas palabras que dijo a Pavel, ¡y qué mezquinas palabras! ¡Es eso lo que leyó Maximov! No es de extrañar que le advirtiese que no leyera. ¡Qué ignominia! Le gustaría quemar la carta, borrarla de la historia.
Busca entre los papeles el cuento que Maximov le leyó en voz alta. Maximov tenía razón: como personaje, el joven héroe, Sergei, deportado a Siberia por haber encabezado una revuelta estudiantil, es un fiasco. Pero el cuento es más largo de lo que Maximov le había hecho creer. Durante varios días, después del asesinato del pérfido terrateniente, Sergei y su María huyen de los soldados, se refugian en graneros, en establos, con la ayuda de los campesinos que les dan cobijo y alimento, y que reciben los interrogatorios de sus perseguidores fingiendo desconocimiento, estupidez absoluta. Al principio duermen el uno al lado del otro en casta camaradería, pero el amor crece con fuerza entre los dos, un amor que se expresa no sin sentimiento, no sin convicción. Pavel claramente prepara una escena pasional. Hay una página en la que abundan las tachaduras, en la cual Sergei confiesa a Marfa, con genuino ardor juvenil, que ella es para él mucho más que una simple compañera de lucha, que le ha robado el corazón; en vez de ese pasaje, Pavel parece haberse inclinado por una secuencia mucho más interesante, en la cual Sergei confiesa a Marfa la historia de su infancia solitaria, sin hermanos ni hermanas, y le habla de su juvenil torpeza con las mujeres. La secuencia termina con el balbuceo de Marfa al iniciar su propia confesión. Le dice: «Puedes... puedes. ».
Pasa las hojas. «No tengo padre ni madre —dice Sergei a María—. Mi padre, mi auténtico padre, fue un noble exiliado a Siberia por haber simpatizado con los revolucionarios. Murió cuando yo tenía siete años. Mi madre se casó por segunda vez. Su marido no me tenía ningún aprecio. En cuanto tuve edad suficiente, me envió a la escuela de cadetes. Fui el chico más pequeño de la clase, y allí fue donde aprendí a luchar por mis derechos. Después regresaron a Petersburgo, se instalaron allí y me mandaron llamar. Entonces murió mi madre y me quedé solo con mi padrastro, un lúgubre individuo que prácticamente no me dirigía la palabra durante días enteros. Me sentía solo; mis únicos amigos eran en parte los criados. Gracias a ellos tuve conocimiento de cómo sufre el pueblo.»
No dista de la verdad, no es totalmente falso, y sin embargo, ¡qué sutilmente retorcido! ¡«No me tenía ningún aprecio»! Era bien fácil sentir lástima del pequeño que no tenía amigos a sus siete años de edad, y en cambio ¿cómo iba a quererlo, si era tan suspicaz, tan poco dado a las sonrisas, si se aferraba casi con uñas y dientes a su madre, como una lapa, y se quejaba a cada instante que no pasaba con ella, si en una sola noche se oía más de media docena de veces, desde la habitación contigua, esa vocecilla aguda e insistente que llamaba a su madre, que le pedía que matase a los mosquitos que le estaban picando?
Deja a un lado el manuscrito. ¡Un noble que fue su auténtico padre! ¡Pobre criatura! ¡Cuánto más penosa era la verdad! La auténtica verdad era lo más penoso de todo. Claro que ¿quién, salvo el ángel de las crónicas, iba a preocuparse por escribir toda la verdad, la penosa verdad? ¿Había escrito él con parecida dedicación a los veintidós años?
Hay algo de abrumadora importancia, y es algo que desea decirle al muchacho, aunque el muchacho ya no podrá oírlo nunca. Si estás tocado por el don de la escritura, quiere decirle, ten en cuenta cuál es la fuente del don. Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor. (Aunque esa tampoco es toda la historia, quiere añadir; sí que tuviste amor, y lo habrías tenido siempre, solo que tú elegiste que no te quisieran. ¡Qué confusión! ¡Un simio lo haría mejor tocando las teclas de un armónium!) No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia. ¡No cabe duda: en el fondo de tu corazón tienes que saberlo! En cuanto al que tú llamas tu auténtico padre, en cuanto a sus simpatías revolucionarias, eso son tonterías. Isaev era un chupatintas. Si hubiera seguido vivo, si tú hubieras seguido su ejemplo, simplemente te habrías convertido en un amanuense, y nunca habrías dejado esta historia a tu muerte. (Sí, sí oye la voz aguda del niño—, sí, ¡pero estaría vivo!)
¡Unos jovencitos vestidos de blanco, jugando a ese juego francés, el croquet, o croixquette, el juego de la crucecita, y tú en el prado, entre ellos! ¡Vivo! ¡Pobre chiquillo! En las calles de Petersburgo, en esa cabeza que allí se vuelve para mirar atrás, en el gesto de esa mano, te veo a ti, y cada vez que me pasa mi corazón se eleva como se eleva una ola. En ningún lugar y en todas partes, desgarrado y esparcido cual Orfeo. Joven en sus días, chryseos, dorado, bendito.
La tarea que a mí me queda: acaparar todo cuanto queda, ensamblar los pedazos esparcidos. Poeta, tañidor de lira, mago, señor de la resurrección, eso es lo que a mí me queda por ser. ¿Y la verdad? La espalda bien recta ante el escritorio, el dolor de un corazón que se mueve con lentitud. Corazón de tortuga.
Llegué demasiado tarde a levantar la tapa del ataúd, a besarte en la frente fría. Si mis labios, tiernos como las yemas de los dedos de un ciego, hubieran podido rozarte solo una vez, no habría dejado esta existencia con tanta amargura contra mí. Pero así te has ido con el nombre de Isaev, y yo, viejo y peregrino, aquí me quedo hasta que haya de seguirte, perseguidor de una sombra violenta sobre gris, un eco.
Con eso y con todo, aquí estoy yo, no el padre Isaev. Si al ahogarte echaras mano de Isaev, tan solo te sujetarías a una mano fantasma. En el concejo de Semipalatinsk, en los polvorientos archivos, en una caja que hay en las escaleras de atrás, su firma aún está por leerse; por lo demás, no hay rastro de él aparte de este recordatorio, el recordatorio de un hombre que quiso a su viuda y a su hijo.
13
EL DISFRAZ
El caso de Pavel se ha cerrado. Nada más le retiene en Petersburgo. El tren sale a las ocho en punto; el martes podrá estar con su mujer y con su hija en Dresde. A medida que se acerca la hora, sin embargo, empieza a parecerle cada vez más inconcebible que llegue el instante en que retire las imágenes de la hornacina, apague la luz de un soplido y deje la habitación de Pavel en manos de un desconocido.
Pero si no se marcha esta misma noche, ¿cuándo se marchará? ¿«El huésped eterno»? ¿De dónde habrá sacado la frase Anna Sergeyevna? ¿Cuánto tiempo puede seguir esperando a un fantasma? Es imposible, a menos que establezca otra relación con la mujer, a menos que tengan un trato totalmente distinto. Pero, en tal caso, ¿y su mujer?
Su mente es un torbellino, no sabe qué quiere; todo lo que sabe es que las ocho en punto es una hora que pende sobre él como si fuera su sentencia de muerte. Busca al portero y tras un largo tira y afloja consigue que un recadero lleve su billete a la estación para cambiar la reserva para el tren del día siguiente.
Al volver, se asombra cuando descubre que la puerta de su cuarto está abierta y que hay alguien dentro: es una mujer que está de espaldas a él, al parecer inspeccionando la hornacina. Durante un instante de culpabilidad piensa que es su esposa, que ha venido a Petersburgo decidida a localizarle. Luego reconoce quién es, y ahoga un grito de protesta en el último momento: Sergei Nechaev, con el mismo vestido y cofia azul que la otra vez.
En ese instante entra Matryona por la puerta que da a la vivienda. Sin darle tiempo a hablar, ella toma la iniciativa.
—¡No debería usted espiar a los demás de esa forma! —exclama.
—Pero... ¿qué están haciendo los dos en mi habitación?
—Tenemos tanto derecho... dice con vehemencia Matryona, pero Nechaev la interrumpe.
—Alguien nos ha echado encima a la policía —dice, y se acerca un paso—. Espero que no haya sido usted.
Bajo el aroma de lavanda percibe el fétido sudor de hombre. El maquillaje que lleva en el cuello está resquebrajado; los cañones de la barba empiezan a brotar.
—Esa es una acusación que solo merece mi desprecio, mi más absoluto desprecio. ¿Qué está haciendo en mi cuarto, le digo? Se vuelve a Matryona. Y tú... ¡Estás enferma, tendrías que guardar cama!
Sin hacer caso de sus palabras, Matryona saca de un tirón la maleta de Pavel.
—Le he dicho que se puede quedar con el traje de Pavel Alexandrovich —dice, y sin darle tiempo a poner objeciones, añade—: ¡Sí, sí que puede! Pavel lo compró con su dinero, y Pavel era amigo suyo.
Desata la correa de la maleta y saca el traje blanco.
—¡Ahí lo tiene! —dice con gesto desafiante.
Nechaev echa una rápida mirada al traje, lo extiende sobre la cama y comienza a desabrocharse el vestido.
—Por favor, le repito que me explique...
—No hay tiempo para eso. También necesito una camisa.
Saca los brazos de las mangas con cierta dificultad, y el vestido cae hasta sus tobillos; permanece en pie, cubierto con una mugrienta ropa interior de algodón y con sus botas de cuero negro. No lleva calcetines; tiene las piernas entecas y peludas.
Lejos de sentirse azorada, Matryona comienza a ayudarle a ponerse la ropa de Pavel. Él quiere protestar, aunque ¿qué podría decir a los jóvenes cuando hacen caso omiso y cierran prietas las filas frente a los viejos?
—¿Qué ha sido de su amiga finesa? ¿No está con usted?
Nechaev se pone la chaqueta. Le queda demasiado larga, demasiado holgada de hombros. No tiene una complexión tan espléndida como la de Pavel. Siente un desolado orgullo por su hijo. ¡La muerte se ha llevado al que no debía, en vez de llevarse al otro!
—Tuve que dejarla— contesta Nechaev. Era crucial marcharse cuanto antes.
—Dicho de otro modo, la ha abandonado.
Y no da tiempo a que Nechaev responda.
—Lávese la cara, que parece un payaso.
Matryona se marcha y vuelve con un paño húmedo. Nechaev se frota la cara.
—En la frente también —dice la niña—.
—Déjame —le quita el paño y le limpia el maquillaje que se le ha empastado en las cejas.
Qué hermanita pequeña. ¿También era así con Pavel? Algo le corroe el corazón: pura envidia.
—¿De veras aspira a escapar de la policía como si fuese un veraneante en pleno invierno?
Nechaev no muerde el anzuelo.
—Necesito dinero dice.
—De mí no obtendrá nada.
Nechaev se vuelve a la niña.
—¿Tienes dinero?
Ella sale corriendo del cuarto. La oyen arrastrar una silla de un lado a otro de la vivienda; regresa con un tarro lleno de monedas. Lo vuelca sobre la cama y se pone a contarlas.
—No es suficiente —musita Nechaev, pero sigue esperando.
—Cinco rublos y quince kopeks— anuncia la niña.
—Necesito más.
—Pues váyase a la calle a mendigar. De mí no obtendrá nada. Váyase a pedir limosna en nombre del pueblo.
Los dos se fulminan con la mirada.
—¿Por qué no le da dinero? — dice Matryona. ¡Si es amigo de Pavel!
—No tengo dinero que darle.
—¡Eso es mentira! A mamá le ha dicho que tiene usted muchísimo dinero. ¿Por qué no le da la mitad? Pavel Alexandrovich le hubiese dado la mitad.
¡Pavel y Jesús!
—Yo no he dicho eso. No tengo muchísimo dinero.
—¡Vamos, démelo! —Nechaev lo sujeta por el brazo; los ojos le centellean.
De nuevo percibe el olor del miedo en el joven. Muy fiero, sí, pero asustado: ¡pobre desgraciado! Es entonces, con toda decisión, cuando cierra la puerta a la compasión.
—De ninguna manera.
—¿Por qué es usted tan mezquino? —estalla Matryona, pronunciando la palabra con todo el desdén de que es capaz.
—Yo no soy mezquino.
—¡Pues claro que es mezquino! ¡Fue mezquino con Pavel y es mezquino ahora con sus amigos! Tiene usted muchísimo dinero, pero se lo guarda todo para usted. —Se vuelve a Nechaev—. Le pagan miles de rublos por escribir libros, y todo se lo guarda para él solo. ¡Es verdad! ¡Me lo dijo Pavel!
¡Qué ridiculez! Pavel no sabía nada de asuntos de dinero.
—¡Es verdad! ¡Pavel lo descubrió en su escritorio! ¡Miró sus libros de cuentas!
—¡Maldito Pavel! Pavel no sabe ni leer un libro de contabilidad. ¡Ve solamente lo que quiere ver! ¡Desde hace años arrastro deudas que ni siquiera cabe imaginar! —Se vuelve a Nechaev—. Esta conversación es ridícula. No tengo dinero que darle; creo que debería marcharse cuanto antes.
Sin embargo, Nechaev ya no tiene prisa: incluso está sonriendo.
—No, de ridícula no tiene nada esta conversación dice. Al contrario, es muy instructiva. Siempre he tenido una sospecha al pensar en los padres, y es que su auténtico pecado, el que nunca llegan a confesar, es la codicia. Lo quieren todo para ellos. Nunca se desprenden de la bolsa del dinero, ni siquiera cuando llega el momento, porque la bolsa del dinero es lo único que realmente les importa. Les trae totalmente al fresco lo que pueda ocurrir como consecuencia. Yo no quise creer lo que me contó su hijastro, porque tenía entendido que era usted un jugador, y siempre pensé que a los jugadores no les preocupa el dinero. Pero ya veo que en el juego hay algo más, ¿no es cierto? Tendría que haberlo supuesto. Debe de ser usted de los que juegan porque nunca están satisfechos con lo que tienen, porque siem-pre les gana la codicia, el ansia de tener más.
Es una acusación absurda. Piensa en Anya, allá en Dresde, pasando privaciones para que la niña esté bien alimentada, bien vestida. Piensa en sus propias camisas, con los cuellos y los puños vueltos; piensa en los agujeros de sus calcetines. Piensa en las cartas que ha escrito año tras año, todas ellas ejercicios de humillación, de re-bajamiento, tanto a Strajov como a Kraesvski, tanto a Lyubimov como sobre todo a Stellovski, suplicándoles algún adelanto. Dostoievski, l'avare... ¡Qué desatino! Se lleva la mano al bolsillo y saca sus últimos rublos.
—¡Esto exclama— pasándole el puñado de billetes arrugados y monedas sueltas por debajo de las narices, esto es todo lo que tengo!
Nechaev observa con frialdad esa mano cerrada, y en un único movimiento le arrebata el dinero, todo, salvo una moneda que cae y rueda por debajo de la cama. Matryona se lanza a por ella.
Él intenta recuperar su dinero, e incluso forcejea con el joven. Pero Nechaev se lo quita de encima con facilidad, con el mismo movimiento con el que hace desaparecer el dinero en su bolsillo.
—Espere... espere... espere... —murmura Nechaev. En lo más profundo de su corazón, Fiodor Mijailovich, en lo más profundo de su corazón, en nombre de su hijo, sé que desea dármelo.
Da un paso atrás y se alisa bien el traje, como si quisiera hacer ostentación de su esplendor.
¡Qué falsario! ¡Qué hipócrita! ¡La Venganza del Pueblo, faltaría más! Y no puede negar en cambio que una especie de alegría se le cuela en el corazón, una alegría insensata que reconoce al punto, la alegría del marido manirroto. Por supuesto que es preciso avergonzarse de esos arranques de imprudencia. Por supuesto: cuando regrese a casa sin blanca, cuando lo confiese a su mujer y agache la cabeza, cuando aguante sus reproches y le jure que nunca más volverá a caer en esa trampa, por supuesto que será sincero. Pero en el fondo de su corazón, en el fondo, muy por debajo de la sinceridad allá donde solamente Dios alcanza a ver, sabe que él tiene razón y que ella se equivoca. El dinero está ahí para gastarlo, ¿y qué forma de gasto es más pura que el juego?
Matryona alza la mano con la palma hacia arriba: en ella hay una moneda de cincuenta kopeks. Parece no saber del todo bien a quién debe dársela. Se la ofrece a Nechaev, pero este la rechaza.
—Dásela a él, que la va a necesitar.
Nechaev se la mete en el bolsillo.
Bien. Lo hecho, hecho está. Ahora le toca el turno de adoptar la postura del virtuoso que no tiene blanca; a Nechaev le toca el turno de inclinar la cabeza y de aguantar la reprimenda. Ahora bien, ¿qué tiene que decirle? Nada, nada en absoluto.
Tampoco se preocupa Nechaev de esperar. Hace un fardo con el vestido azul.
—Encuentra un buen sitio donde esconder esto —ordena a Matryona—, y no en la casa, sino en otro lugar.
También le da la cofia y la peluca; se mete el dobladillo de los pantalones dentro de las botas relucientes, se echa por encima el abrigo y le da una distraída palmadita en la cabeza.
—He perdido demasiado tiempo —musita—. ¿Tiene usted...? —se lleva el gorro de piel que estaba colgado sobre la silla y se dirige a la puerta, dispuesto a marcharse. Parece que se acuerda de algo y se da la vuelta. Es usted un hombre interesante, Fiodor Mijailovich. Si tuviese una hija en edad de merecer, no me importaría nada casarme con ella. Sería una muchacha excepcional, estoy seguro. En cuanto a su hijastro, estaba hecho de otra pasta, no tenía nada que ver con usted. No estoy seguro de haber sabido qué hacer con él. No tenía... Ya sabe usted, no tenía lo que hay que tener. Esa es mi opinión, valga lo que valga.
—¿Y qué es lo que hay que tener?
—Él era demasiado santurrón. Hace usted bien en ponerle velas.
Mientras lo dice, ha agitado suavemente la mano sobre la vela, haciendo bailar la llama. Ahora pone un dedo directamente encima de la llama y lo deja ahí quieto. Pasan los segundos: uno, dos, tres, cuatro, cinco. No se le mueve ni un músculo de la cara. Es como si estuviera en trance.
Aparta la mano al fin.
—Esto es lo que él no tenía. Era un poco mariquita, la verdad.
Rodea a Matryona con un brazo y le da un achuchón. Ella responde sin reservas y aprieta su rubia cabecita contra el pecho de Nechaev, devolviéndole así el abrazo.
—Wachsam, wachsam! —susurra Nechaev con toda intención, y por encima de la niña agita el dedo quemado mirándole a él. Acto seguido se va.
Le cuesta unos instantes sacar algo en claro de esas extrañas sílabas. E incluso después de reconocer la palabra sigue sin entenderlo. Vigilante: ¿vigilante de qué?
Matryona está en la ventana, asomada a la calle. Le han brotado unas lagrimitas, pero está tan excitada que no puede sentirse triste.
—¿Estará a salvo? ¿Usted qué cree? —pregunta, pero no espera respuesta—. ¿Me voy con él? Podría fingir que es ciego y que yo le guío.
Solo es una idea pasajera.
Él está detrás de ella, muy cerca. Casi ha oscurecido; empieza a nevar. Su madre volverá pronto a la casa.
—¿Te cae bien? le pregunta él.
—Humm.
—Tiene una vida agitada, ¿verdad?
—Humm.
Ella apenas lo escucha. ¡Qué desigual competición! ¿Cómo va a rivalizar con esos jóvenes que vienen quién sabe de dónde, que se van como por ensalmo, que huelen a aventura y a misterio? Vidas agitadas, desde luego: es ella la que debería estar wachsam.
—¿Por qué te gusta tanto, Matryosha?
—Porque es el mejor amigo de Pavel Alexandrovich.
—¿De veras lo crees así? —rebate él sin demasiada convic-ción—. Yo creo que soy yo el mejor amigo de Pavel Alexandrovich. Yo seguiré siendo su amigo cuando todos los demás lo hayan olvidado. Yo soy su amigo de por vida.
Ella se da la vuelta, se aleja de la ventana y lo mira con extrañeza, a punto de decir algo. ¿Qué? Tal vez, «Usted no es más que el padrastro de Pavel Alexandrovich». O puede que diga algo muy diferente, algo como, por ejemplo, «No me hable en ese tono de voz».
La niña se aparta el cabello de la cara en un gesto que él ha terminado por reconocer como indicio de su azoramiento, e intenta arrimársele y meterse bajo su brazo. Él la detiene físicamente, impidiéndole el paso.
—Tengo... —susurra—. Tengo que ir a esconder la ropa.
Le concede un momento más para que sienta su indefensión. Luego, se hace a un lado.
—Tírala por el excusado —dice—. Nadie mirará ahí.
Ella arruga la nariz.
—¿Ahí...? —dice. ¿En...?
—Sí, haz lo que te digo. Si no, dámela y vuelve a la cama. Yo lo haré por ti.
—Por Nechaev no, pero por ti sí.
Envuelve la ropa en una toalla y baja las escaleras sigi-losamente, hacia el excusado. Pero entonces se lo piensa dos veces: ropa entre los excrementos. ¿Y si estuviera subestimando a los barrenderos que vienen de noche a llevarse los desechos?
Se percata de que el portero lo está observando desde su cubil, así que sale decididamente a la calle. Se da cuenta de que ha salido sin abrigo. Al subir las escaleras, se encuentra de manos a boca con Amalia Karlovna, la vieja que vive en el primero. Sostiene un plato de pasteles de canela, como si quisiera darle la bienvenida.
—Buenas tardes, señor —dice ceremoniosamente. El murmura un saludo y pasa deprisa a su lado.
¿Qué es lo que está buscando? Un agujero, una oquedad en la que pueda desaparecer ese fardo que de repente y con obstinación es suyo, un escondrijo donde pueda olvidarlo. Sin causa que lo justifique ni razón que lo explique, se ha convertido en una muchacha con un recién nacido muerto en los brazos, o en un asesino con un hacha ensangrentada. La ira que siente contra Nechaev crece de nuevo en él. ¿Por qué arriesgo mi vida por ti, quiere gritar, si tú para mí no eres nada? Pero al parecer es demasiado tarde. En el instante en que aceptó el fardo de manos de Matryona tuvo lugar una transformación: ya es imposible volver a lo que fue antes.
Al final del corredor, en una habitación vacía, sabe que hay un montón de yeso y de escombros. Escarba sin mucho ánimo, solo con la punta de la bota. Un albañil deja la paleta y, por la puerta entreabierta, lo mira con desconfianza.
Al menos no le sigue ningún Ivanov. Quién sabe: puede que Ivanov haya sido sustituido por otro. ¿Quién será el nuevo chivato? ¿No será ese albañil el que recibe un dinero por no perderlo de vista? ¿Será quizá el portero?
Se embute el fardo bajo la chaqueta y de nuevo sale a la calle. El viento es como un paredón de hielo. Dobla por la primera esquina, dobla por la siguiente: llega al mismo callejón sin salida en donde encontró al perro. Hoy no hay ningún perro. ¿Murió el perro durante la noche en que él lo abandonó a su suerte?
Deja el fardo en un rincón. Los rizos, sujetos a la cofia con horquillas, ondean al viento tan cómicos como siniestros. ¿De dónde habría sacado Nechaev los rizos? ¿De una de sus hermanas? ¿Cuántas hermanitas tendrá, todas ellas muriéndose de ganas por cortarse sus rizos de doncella para entregárselos a él?
Quita las horquillas e intenta en vano partir la cofia en dos; la arruga e intenta introducirla por la cañería a la que estaba atado el perro. Luego procura hacer lo propio con el vestido, pero la cañería es demasiado estrecha.
Nota una mirada que le taladra por la espalda; se da la vuelta. Desde una ventana del segundo, dos niños lo miran fijamente. Detrás de ellos se vislumbra la sombra de una tercera persona, más alta que los dos.
Hace lo posible por sacar la cofia de la cañería, pero no lo consigue. Maldice su estupidez. Con la cañería atascada, la alcantarilla se desbordará. Alguien vendrá a investigar, y encontrará la cofia. ¿Quién metería una cofia por un canalón? ¿Quién, salvo un alma atormentada por la culpa?
Se acuerda otra vez de Ivanov: Ivanov, tantas veces ha dicho Ivanov que el nombre se le ha posado como un sombrero. Ivanov fue asesinado, pero Ivanov no llevaba sombrero, y menos aún una cofia de mujer. Así pues, la cofia no será relacionada con Ivanov. Por otra parte, ¿no podría ser la cofia del asesino de Ivanov? Qué fácil para una mujer matar a un hombre: basta con que lo engatuse y lo lleve con arrumacos hasta un callejón, basta con que acepte su abrazo y sus embates de espaldas contra una tapia, y en el momento culminante del coito basta con que le busque las costillas y le hinque el alfiler del sombrero en el corazón. Un alfiler largo y punzante, que no deja rastro de sangre. A lo sumo, una herida minúscula.
Se arrodilla en el rincón en que arrojó las horquillas, pero está tan oscuro que no las encuentra. Le hace falta una vela. ¿Qué vela aguantaría encendida con ese vendaval?
Está tan cansado que le cuesta trabajo ponerse en pie. ¿Estará enfermo? ¿Le habrá contagiado Matryona? ¿O es un nuevo ataque que viene de camino? Esa fatiga tremenda ¿es eso lo que augura?
A cuatro patas, levanta la cabeza y olfatea el aire como un animal salvaje; intenta concentrar toda su atención en su horizonte interior. Si lo que se adueña de él poco a poco es un ataque, también se está adueñando de sus sentidos. Tiene los sentidos tan entumecidos como las manos.
14
LA POLICÍA
Se ha dejado la llave dentro, de modo que tiene que llamar a la puerta. Abre Anna Sergeyevna y lo mira sorprendida.
—¿Ha perdido el tren? —pregunta. Se percata de su aspecto desaliñado y de que está alterado, las manos temblorosas, el hilo de saliva que le cae por la barba. ¿Le ocurre algo? ¿Está usted enfermo?
—No, enfermo no. Solo he aplazado mi viaje. Se lo explicaré todo más tarde.
Hay alguien más en la vivienda, junto a la cama de Matryona: evidentemente un médico, joven y bien rasurado, al estilo de los alemanes. En la mano sostiene el frasco de cristal marrón que él trajo de la farmacia, que primero olisquea y luego cierra con el corcho, con gesto de reprobación. Cierra su bolsa de cuero y corre la cortina de la alcoba.
—Estaba diciendo que su hija tiene una inflamación bronquial —dice dirigiéndose a él—. Los pulmones no están afectados. Además...
Le interrumpe.
—No es hija mía. Yo no soy más que un inquilino.
El médico se encoge de hombros con impaciencia y vuelve a hablar con Anna Sergeyevna.
—Además, no puedo dejar de comentarlo, hay cierto elemento de histeria.
—Eso... ¿qué quiere decir?
—Quiere decir que mientras persista su actual estado de excitación, no podemos confiar en que se recupere como es debido. La excitación forma parte de su enfermedad. Es preciso que se calme. Cuando haya conseguido calmarse, podrá volver a la escuela en pocos días. Físicamente está sana, no hay nada problemático. Por eso, el tratamiento que le recomiendo es sobre todo de reposo, de calma y tranquilidad. Debería guardar cama y tomar alimentos ligeros. No le dé leche en ninguna de sus formas. Le dejo una embrocación para que se la aplique en el pecho y una pócima para dormir; utilícela como crea conveniente, aunque sea para calmarla. Pero adminístrele solamente una dosis infantil, ojo: solo media cucharadita de té.
En cuanto el médico se marcha, él intenta explicarse, pero Anna Sergeyevna no está de humor para escuchar.
—¡Matryosha dice que usted le ha gritado! —le interrumpe con un tenso susurro. Eso no pienso consentirlo.
—¡No es verdad! ¡Yo no le he gritado!
A pesar de que hablan en cuchicheos, él está seguro de que Matryona, detrás de la cortina, los oye y se regodea. Toma a Anna Sergeyevna por el brazo, la lleva a su propio cuarto, cierra la puerta.
—Ya ha oído lo que dijo el médico... Está sobreexcitada. A mi entender, no puede usted creer ni una palabra, teniendo en cuenta su estado. ¿Le ha contado todo lo que ocurrió hoy?
—Dice que vino un amigo de Pavel y que usted estuvo desconsiderado con él. ¿Se refiere usted a eso?
—Sí...
—Pues permítame terminar. Lo que pase entre usted y los amigos de Pavel no es asunto mío. Pero si también ha perdido usted los estribos con Matryosha y ha sido desconsiderado con ella, eso no lo pienso tolerar.
—El amigo del que ella le ha hablado es Nechaev, Nechaev en persona, nada menos. ¿Se lo ha dicho ella? Nechaev, un fugitivo de la justicia, estuvo hoy aquí, en su vivienda. ¿Me va a echar la culpa por haber estado enojado con ella, teniendo en cuenta que ella lo dejó entrar y se puso además de parte de... ese farsante, ese hipócrita, y en contra de mí?
—Sin embargo, ¡usted no tiene ningún derecho a perder los estribos con ella! ¿Cómo iba a saber ella que Nechaev es una mala persona? ¿Cómo iba a saberlo yo? Usted dice que es un farsante. ¿Y usted? ¿Qué me dice de su propia conducta? ¿Actúa en todo momento de todo corazón? Yo no lo creo.
—No puede decirlo en serio. Yo actúo de todo corazón, se lo aseguro. Es posible que hace tiempo no lo hiciera, pero ahora sí, se lo aseguro. Esa es la verdad.
—¿Ahora? ¿Y por qué le ha dado por ahí, así tan de repente? ¿Por qué iba yo a creerle? ¿Por qué iba usted mismo a creer lo que dice?
—Porque no deseo que Pavel sienta vergüenza de mí.
—¿Pavel? Pavel no tiene nada que ver con todo esto.
—No quiero que Pavel se avergüence de su padre, ahora que puede verlo todo. Eso es lo que ha cambiado: ahora sí existe una medida de todas las cosas, incluida la verdad, y esa medida no es otra que Pavel. En cuanto a que haya perdido los estribos con Matryona, de veras que lo siento, lo lamento, y le pediré disculpas. De todos modos, como usted bien sabrá —extiende los brazos en cruz—, yo a Matryona no le caigo nada bien.
—Ella no entiende qué está haciendo usted aquí, eso es todo. Sí entendió por qué vivía Pavel con nosotras; hemos tenido otros estudiantes antes que él, pero un inquilino ya mayor como usted no es lo mismo. Y a mí también me lo está poniendo difícil, si quiere que le diga la verdad. No pretendo echarlo de cualquier manera, Fiodor Mijailovich, pero debo reconocer que sentí un gran alivio cuando usted anunció que hoy se marchaba. Durante cuatro años, Matryona y yo hemos llevado una vida muy apacible. Ninguno de nuestros inquilinos ha tenido permiso para alterar nuestra vida. Ahora, desde que murió Pavel, la vida no ha sido más que un continuo tumulto, y eso no es bueno para una niña. Matryona no estaría hoy enferma si el ambiente que reina en la casa no fuera tan imprevisible. Lo que dice el médico es la pura verdad: está excitada, y esa excitación la convierte en una niña vulnerable.
Él espera a que ella llegue al meollo del asunto: que Matryona es consciente de lo que está ocurriendo entre su madre y él, y que se ha vuelto más posesiva, por ser víctima de un frenesí de celos. Pero le da la impresión de que ella aún no está dispuesta a sacar esta cuestión a relucir.
—Siento mucho la confusión, siento mucho todas las perturbaciones que pueda haber causado. Me ha sido imposible marcharme hoy, tal como había previsto. No le comentaré las razones, porque no tienen ninguna importancia. Aún me quedaré otro día más, dos a lo sumo, hasta que reciba algún dinero de mis amigos. Entonces le pagaré lo que le debo y me iré.
—¿A Dresde?
—A Dresde o a otra pensión. Todavía no lo sé.
—Muy bien, Fiodor Mijailovich. En cuanto al dinero, pongamos las cuentas claras, y cuanto antes mejor. No tengo ningunas ganas de estar en la larga lista de personas a las que usted debe dinero.
Hay en su enojo algo que él no entiende. Nunca le había hablado de forma tan hiriente.
Se sienta de inmediato a escribir a Maykov. «Le sorprenderá saber, querido Apollon Grigorevich, que todavía me encuentro en Petersburgo. Espero que sea esta la última vez en que por causas de fuerza mayor necesito apelar a su inmensa amabilidad. Lo cierto es que me encuentro en tal aprieto que, a menos que empeñe el abrigo, no dispongo de medios para pagar lo que debo por alojamiento, y no digo ya nada del regreso junto a mi familia. Con doscientos rublos me sacaría usted de esta.»
A su esposa también le escribe: «Cometí la imperdonable estupidez de consentir que un amigo de Pavel me convenciera de que le prestara dinero. Maykov tendrá que acudir una vez más a rescatarme. En cuanto cumpla con mis obligaciones, enviaré un telegrama».
Así pues, una vez más recae el peso de la culpa sobre el generoso corazón de Fedya. Pero la verdad es que Fedya no tiene generoso el corazón. El corazón de Fedya...
Alguien llama con vehemencia a la puerta de la vivienda. Antes de que Anna Sergeyevna tenga tiempo de abrir, él se pone a su lado de un salto.
—Debe de ser la policía —susurra. Solo la policía vendría con la hora que es. Déjeme, yo me ocupo de ellos. Quédese con Matryona. Lo mejor es que no interroguen a la niña.
Abre la puerta: se encuentra con la finesa, flanqueada por dos policías de uniforme azul. Uno es un oficial.
—¿Es este? pregunta el oficial.
La finesa asiente.
Él se aparta y los deja entrar; antes entra la finesa, a empellones. A él le pasma el cambio que ha dado su apariencia. Tiene la cara blanca como el papel, se mueve como una marioneta cuyas extremidades estuvieran sujetas por sendos hilos.
—¿Podemos pasar a mi cuarto? —dice él—. Ahí al lado hay una niña enferma a la que no conviene molestar.
El oficial cruza la vivienda a grandes zancadas y corre la cortina de un tirón. Anna Sergeyevna está inclinada sobre su hija, con gesto protector. Se da la vuelta bruscamente, con una mirada fulminante.
—¡Déjenos en paz! —sisea. Despacio, el oficial vuelve a dejar la cortina como estaba.
Los hace pasar a su cuarto. En el modo en que arrastra los pies la finesa, piensa que hay algo conocido. Luego lo ve: lleva grilletes en los tobillos.
El oficial inspecciona la hornacina y la fotografía.
—¿Quién es ese?
—Mi hijo.
Hay algo raro en la hornacina, algo que ha cambiado sustancialmente. Se le hiela la sangre en las venas cuando reconoce de qué se trata.
Comienza entonces el interrogatorio.
—¿Ha estado hoy aquí un hombre llamado Sergei Gennadevich Nechaev?
—Sí, aquí ha estado una persona de la que sospecho que es Nechaev, aunque no se presenta con ese nombre.
—¿Qué nombre es el que usa?
—Un nombre de mujer; de hecho, iba disfrazado de mujer. Llevaba un abrigo oscuro sobre un vestido azul oscuro.
—¿Y a qué se debe que esa persona viniera a verlo a usted?
—Vino a pedirme dinero.
—¿Solo por eso?
—Solamente por eso, al menos que yo sepa. No soy amigo suyo.
—¿Le dio usted el dinero?
—Me negué. No obstante, se llevó el dinero que tenía sin que yo se lo pudiera impedir.
—¿Está usted diciendo que le ha robado?
—Se llevó el dinero en contra de mis deseos. No me pareció prudente intentar recuperarlo. Si le parece conveniente, puede afirmar que fue un robo.
—¿Cuánto dinero se llevó?
—Unos treinta rublos.
—¿Y qué más ocurrió?
Decide arriesgarse y mirar a la finesa. Le tiemblan los labios sin que emita ningún sonido. Lo que le hayan hecho durante el tiempo que ha pasado en sus manos ha transformado su porte por completo. Ahí de pie, parece un animal en el matadero, esperando a que le caiga el hacha sobre la cerviz.
—Hablamos de mi hijo. Nechaev era en cierto modo amigo de mi hijo, por eso conocía esta casa. Mi hijo se hospedaba aquí. De no ser por eso, no hubiese venido nunca.
—¿Qué quiere decir con eso de que «no hubiese venido nunca»? ¿Está insinuando que él contaba con ver a su hijo, y no a usted?
—No. De los amigos de mi hijo, ninguno cuenta con verlo nunca más. Lo que quiero decir es que Nechaev vino no porque contase con que yo lo recibiera con los brazos abiertos, sino en aras de esa amistad ya pasada.
—Sí, lo sabemos todo sobre el trato delictivo de su hijo con ciertos individuos.
Él se encoge de hombros.
—Quizá no fuera culpable. Quizá no fueran delictivos esos tratos de los que usted habla; quizá, quién sabe, no fueran más que amistades. En cualquier caso, vale más dejarlo como está. Es una cuestión que nunca llegará a juicio.
—¿Tiene idea de adonde ha ido Nechaev?
—No, ni la menor idea.
—Muéstreme sus papeles.
Le entrega su pasaporte: el suyo, no el de Isaev. El oficial se lo guarda en el bolsillo y se encasqueta el gorro.
—Mañana por la mañana debe presentarse en la comisaría de la calle Sadovaya, donde le será tomada declaración por extenso. Después, hasta nuevo aviso se personará usted en la misma comisaría antes de mediodía, los siete días de la semana. No le está permitido abandonar Petersburgo. ¿Queda claro?
—¿Y quién corre mientras tanto con los gastos de mi estancia?
—Eso no es de mi incumbencia.
Hace a su compañero una señal para que se lleve a la prisionera. Ya en la puerta, aunque hasta ese momento no ha dicho ni palabra, la finesa se resiste.
—¡Tengo hambre! —dice quejumbrosamente. Cuando el guardia la sujeta de la muñeca e intenta forzarla a salir, planta las manos y los pies en las jambas de la puerta. ¡Tengo hambre, necesito comer algo!
En su grito hay algo doloroso y desesperado. Aunque Anna Sergeyevna está más cerca de ella, su llamamiento está inconfundiblemente dirigido a la niña, que se ha incorporado sin hacer ruido, se ha levantado de la cama y la mira con el pulgar metido en la boca.
—¡Déjame! —dice Matryona, y en un visto y no visto corre al armario de la cocina, regresa con un mendrugo de pan de centeno y un calabacín; también ha cogido al paso su pequeño monedero. ¡Quédate con todo! dice con gran excitación, y lanza los alimentos y el dinero a las manos de la finesa. Luego da un paso atrás y, meneando la cabeza, hace una extraña y anticuada reverencia.
—¡Nada de dinero! —advierte el guardia con ferocidad. La obliga a quedarse con el monedero.
Ni una palabra de gratitud dice la finesa, que tras ese instante de rebelión ha recaído en su pasividad. Es como si hubiesen apagado a golpes, piensa, la chispa que tenía dentro. ¿La habrán golpeado, como sospecha, o quizá es algo peor? ¿Es algo que de alguna manera Matryona intuye? ¿Es esa la fuente de su compasión? ¿Cómo puede una niña saber tales cosas?
Tan pronto se han marchado, él regresa a su cuarto, apaga la vela, deja el icono, las estampas, la fotografía en el suelo, retira la bandera de las tres barras que estaba extendida sobre la mesilla. Vuelve después a la vivienda. Anna Sergeyevna está sentada junto a Matryona; está cosiendo. Arroja la bandera hecha un guiñapo sobre la cama.
—Si hablo con su hija, con toda seguridad volveré a perder los estribos —dice—, así que tal vez pueda usted preguntarle, de mi parte, cómo es que estaba esto en mi cuarto.
—¿De qué está hablando? ¿Qué es eso?
—Pregúnteselo a la niña.
—Es una bandera —contesta Matryona con hosquedad.
Anna Sergeyevna extiende la bandera sobre la cama. Tiene más de un metro de largo y ha sido obviamente utilizada muchas veces, ya que los colores blanco, rojo y negro, en tres barras verticales de igual anchura— están desteñidos, gastados por la intemperie. ¿Dónde la habrán hecho ondear? ¿En el tejado del taller de Madame La Fay?
—¿De dónde sale esto? pregunta Anna Sergeyevna.
Él espera a que la niña responda.
—Del pueblo. Es la bandera del pueblo—dice por fin, aunque de mala gana.
—Ya basta— dice Anna Sergeyevna. Besa a su hija en la frente—. Es hora de dormir. —Y corre la cortina.
Cinco minutos después está en su cuarto; trae la bandera, doblada en pliegues muy pequeños.
—Explíquese —le dice.
—Eso que tiene ahí es la bandera de la Venganza del Pueblo. Es la bandera de la insurrección. Si quiere que le explique qué representan esos colores, se lo puedo decir. Si no, pregúnteselo a Matryona; estoy seguro de que también lo sabe. No se me ocurre ningún acto más provocativo, ni que más incrimine a quien lo comete, que desplegar esa bandera. Matryona la extendió en mi cuarto aprovechando mi ausencia; la extendió allí donde la policía pudiera verla. No entiendo qué se le ha metido en la cabeza. ¿Es que se ha vuelto loca?
—¡Ni se le ocurra decir eso de ella! No tenía ni idea de que iba a venir la policía. En cuanto a la bandera, si tan comprometedora es, yo misma me la llevaré para quemarla.
—¿Quemarla? —se pone en pie, asombrado. ¡Qué simple! ¿Por qué no quemó el vestido azul?
—Pero permítame decirle —añade—, que esto es el final de este asunto. Punto final. Está usted arrastrando a Matryona a una situación que no es nada adecuada para una niña.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, pero no soy yo el que la arrastra. Es Nechaev.
Lo mismo da. Si usted no hubiera venido, aquí tampoco habríamos visto a ningún Nechaev.
15
EL SÓTANO
Ha nevado copiosamente durante la noche. Al salir a la intemperie, le aturde esa súbita blancura. Se para en seco y se agacha, abrumado por la sensación de rotar no de izquierda a derecha, sino de arriba a abajo. Si intenta moverse, lo nota, se caerá de bruces al suelo.
No puede ser más que el preludio de un ataque. A rachas de aturdimiento y de palpitaciones cardiacas, al estar exhausto e irascible, ese ataque ha venido anunciándose durante varios días, sin llegar a producirse nunca. A no ser que el estado en que vive a cada paso pueda considerarse un ataque.
De pie a la entrada del número 63, preocupado por lo que está pasando dentro de sí, no oye nada hasta notar que el brazo le es sujetado con fuerza. Sobresaltado, abre los ojos. Está cara a cara con Nechaev.
Nechaev sonríe enseñándole las encías. Tiene los forúnculos lívidos por el frío. Él intenta soltarse, pero su captor no cede: lo sujeta más estrechamente.
—Esto es una soberana idiotez —dice—. Debería haberse marchado de Petersburgo mientras pudo. Ahora es seguro que lo detendrán.
Con una mano le sujeta por el brazo cerca de la axila, y con la otra por la muñeca. Nechaev le obliga a volverse. Hombro con hombro, como un perro reacio con su dueño, caminan por la calle Svechnoi.
—A lo mejor, en secreto, lo que desea es que lo detengan.
Nechaev llega una gorra negra, cuyas orejeras se agitan cuando sacude la cabeza. Habla con un sonsonete, pero con paciencia.
—Fiodor Mijailovich, a todas horas atribuye usted motivos perversos a las personas. Y nadie es realmente así. Piénselo bien: ¿por qué iba a querer yo que me detuviesen y que me encerrasen? Por otra parte, ¿quién va a reparar en una pareja como nosotros dos, padre e hijo, que han salido a pasear?
Se vuelve hacia él con una sonrisa de inequívoco buen humor.
Han llegado al final de Svechnoi. Con una leve presión, Nechaev lo guía hacia la derecha.
—¿Tiene usted idea de lo que está pasando su amiga?
—¿Mi amiga? ¿Se refiere usted a la finesa? No se preocupe, que no se vendrá abajo. Yo tengo plena confianza en ella.
—No diría lo mismo si la hubiera visto.
—¿Usted la ha visto?
—Dos policías la trajeron a mi cuarto, para que me identificase.
—No se preocupe, no hay que temer por ella. Es valiente, cumplirá con su deber. ¿Tuvo oportunidad de hablar con la pequeña de su casera?
—¿Con Matryona...? ¿Por qué iba a hablar con Matryona?
—Por nada, por nada. Es que le gustan los niños. Dése cuenta: ella misma es una niña, muy sencilla, muy candorosa.
—Los policías me interrogaron, y me volverán a interrogar. No les oculté nada; tampoco ocultaré nada la próxima vez. Le advierto que no puede utilizar a Pavel contra mí.
—No me hace falta utilizar a Pavel contra usted. Pero sí puedo utilizarle a usted contra sí mismo.
Están en la calle Sadovaya, en el corazón del mercado. Hinca los tacones y se detiene.
—Usted dio a Pavel una lista en la que figuraban las personas que usted quería matar —dice.
—De la lista ya hemos hablado, ¿o no se acuerda? No era más que una lista de tantas. Y hay muchísimas copias de todas esas listas.
—No ha contestado a mi pregunta. Lo que quiero saber...
Nechaev alza bruscamente la mirada y se echa a reír. Le sale una bocanada de vapor.
—¡No me lo diga! ¡Quiere saber si estaba usted incluido en ella!
—Quiero saber si esa es la razón por la cual Pavel riñó con usted, quiero saber si vio que yo estaba señalado en su lista, si se negó.
—¡Qué idea tan disparatada, Fiodor Mijailovich! ¡Usted no figura en ninguna lista, por descontado! Es usted una persona demasiado valiosa. De todos modos, y entre nosotros dos, le diré que no supone ningún cambio qué nombres vayan en las listas. Lo que sí importa es que esas personas sepan que les aguarda una seria represalia, lo que importa es que se meen encima. Eso es algo que el pueblo entiende y aprueba. Al pueblo no le interesan los casos individuales. El pueblo ha vivido padecimientos de toda clase desde tiempo inmemorial; ahora, el pueblo exige que sean ellos los que sufran. No se preocupe. Aún no le ha llegado la hora. De hecho, nos haría muy felices disponer de la colaboración desinteresada de personas como usted.
—¿De personas como yo? ¿Qué personas son como yo? ¿Es que espera que escriba panfletos para ustedes?
—No, claro que no. Su talento no sirve para los panfletos; es usted demasiado sincero para eso. Venga, caminemos. Quiero llevarle a un sitio. Quiero plantar una semilla en su alma.
Nechaev lo toma del brazo y reanudan la caminata por la calle Sadovaya. Se les acercan dos oficiales que llevan los capotes verde oliva del regimiento de dragones. Nechaev les cede el paso, saludándoles con la mano en alto. Los oficiales contestan a su saludo con un gesto.
—He leído Crimen y castigo, su libro —prosigue—. Y de ahí saqué la idea. Es un libro excelente; nunca he leído cosa igual. A veces me aterraba. La enfermedad de Raskolnikov y todo eso. Tiene que haber oído alabanzas de mucha gente. Pero da igual, se lo digo sinceramente. —Se golpea con la palma abierta sobre el pecho y, como si se arrancase el corazón, le acerca a la cara la mano abierta. Diríase que la rareza de su gesto a él mismo le sorprende, pues se sonroja.
Es el primer acto no calculado que ha visto en Nechaev, y le sorprende. Un corazón virginal, se dice, que enloquece con su propia agitación. Es como esa criatura del doctor Frankenstein cuando cobra vida propia. Siente un primer amago de compasión por ese joven rígido y repulsivo.
Están en pleno mercado. Nechaev lo conduce por callejuelas estrechas, repletas de tenderetes y carromatos de mercachifles, atravesando una masa de maloliente humanidad.
En un portal hacen un alto. Nechaev saca del bolsillo una bufanda de lana azul.
—Tengo que pedirle que me permita vendarle los ojos —dice.
—¿Adonde me lleva?
—Hay algo que quiero enseñarle.
—Ya, pero ¿adonde me lleva?
—Al sitio en donde vivo ahora, un sitio del pueblo. A los dos nos será más fácil. Así podrá decir con toda honestidad que no sabe dónde localizarme.
Con la bufanda bien prieta sobre los ojos, se permite el lujo de volver al acogedor ámbito de las tinieblas. Nechaev lo guía; tropieza con la gente que circula por la calle, se lleva un par de empujones, pierde pie una vez, a punto está de caer, pero recibe ayuda a tiempo.
Dejan atrás la calle y se internan por lo que parece un patio. De una taberna llegan canciones, el rasgueo de una guitarra, gritos de jaleo. Huele a alcantarilla y a despojos de pescado.
Siente que Nechaev le lleva la mano hasta apoyarla en una barandilla.
—Vaya con cuidado —dice Nechaev—. Esto está tan oscuro que de nada serviría quitarle la bufanda de los ojos.
Se arrastra por las escaleras como si fuera un anciano. El aire está húmedo, rancio, quieto. Por algún sitio oye el goteo del agua. Es como entrar en una cueva.
—Atención dice Nechaev, cuidado con la cabeza.
Se paran y le quita la bufanda. Están al pie de una escalera de tablones, a oscuras, ante una puerta cerrada. Nechaev llama con los nudillos: primero cuatro golpes, después tres. Esperan. No se oye más que el gotear del agua. Nechaev repite la clave. No hay respuesta.
—Tendremos que esperar —dice—. Venga por aquí.
Llama a otra puerta, del otro lado de la escalera. La abre y se aparta a un lado.
Están en un cuarto de sótano, tan bajo que tiene que agacharse. La única iluminación es un ventanuco cerrado con papel encerado, que queda a la altura de la cabeza. El suelo es de piedra. De pie, nota cómo se le cuela el frío a través de las suelas de las botas. Por la unión de la pared con el suelo pasan varias tuberías. Huele a yeso húmedo, a ladrillo húmedo. Aunque sea imposible, parece como si bajasen por las paredes láminas de agua sin cesar.
Al otro extremo del sótano hay una cuerda tendida de lado a lado; de ella penden algunas ropas tan grises como el sótano mismo. Bajo el tendedero hay un catre en el cual están sentados tres niños en idéntica postura: de espaldas a la pared, con las rodillas pegadas a los mentones, abrazados a las pantorrillas. Están descalzos; llevan camisas de hilo. La mayor es una niña. Tiene el pelo alborotado y grasiento; los mocos resecos le llegan al labio superior, que se lame lánguidamente. De los otros, uno aún no sabe andar. Ninguno hace el menor movimiento, ni emite ningún ruido. Con sus ojillos acuosos, observan indiferentes a los intrusos que los miran.
Nechaev prende una vela y la coloca en una hornacina que hay en la pared.
—¿Es aquí donde vive?
—No, pero eso no tiene importancia.
Comienza a caminar de un lado a otro. De nuevo tiene una impresión de energía confinada. Se imagina a Pavel a su lado. No, Pavel no fue conducido como él. Ya no es tan difícil comprender por qué lo aceptó Pavel como cabecilla.
—Permítame decirle por qué lo he traído aquí, Fiodor Mijailovich —dice Nechaev—. En el cuarto de al lado tenemos una imprenta manual. Es ilegal, por supuesto. El idiota que guarda la llave por desgracia ha salido, aunque me aseguró que iba a estar aquí. Lo que quiero es ofrecerle el uso de esta imprenta antes de que se marche de Petersburgo. Cualquier cosa que quiera decir la podemos poner en circulación en cuestión de horas. Miles de ejemplares. En un momento como este, cuando estamos al borde de grandes acontecimientos, cualquier aportación suya podría tener un efecto inmenso. Su nombre es ampliamente respetado, sobre todo entre los estudiantes. Si está usted dispuesto a escribir y a firmar con su nombre el relato de cómo perdió la vida su hijastro, no cabe duda de que los estudiantes se echarán a la calle para expresar su justa protesta. Deja de caminar de un lado a otro y lo mira de frente. Lamento que Pavel Isaev haya muerto. Era un buen camarada, pero no podemos limitarnos a contemplar el pasado. Debemos hacer uso de su muerte para encender una llama. Él estaría muy de acuerdo conmigo. Le apremiaría a que diera usted una buena finalidad a la ira que le em-barga.
Mientras dice estas palabras, parece como si se diera cuenta de que ha ido demasiado lejos. Se corrige de forma poco convincente.
—Su ira y su tristeza, quiero decir. De ese modo, su muerte no habrá sido en vano.
Encender una llama: ¡es demasiado! Se da la vuelta, se dispone a marchar. Pero Nechaev lo sujeta, lo retiene.
—¡No puede irse todavía! —dice con los dientes apretados. ¿Cómo puede usted abandonar Rusia y regresar a su despreciable existencia de burgués? ¿Cómo es posible que ignore usted un espectáculo como este? —Señala con un gesto lo que hay al fondo del sótano—. Es un espectáculo que puede multiplicarse por mil, por un millón, a lo largo y a lo ancho de todo el país. ¿Qué ha sido de usted? ¿Es que no le queda nada de chispa? ¿Es que no ve lo que tiene delante de los ojos?
Se da la vuelta y contempla el húmedo sótano. ¿Qué es lo que ve? Tres niños ateridos, famélicos, que esperan al ángel de la muerte.
—Lo veo igual de bien que usted replica—. O mejor.
—¡No! Cree que lo ve, pero no ve nada. La visión no es solo cosa de los ojos; es cuestión de comprender correctamente las cosas. Lo único que ve usted son las miserables circunstancias que prevalecen en este sótano, en el que ni siquiera se debería condenar a vivir a una rata, a una cucaracha. Ve el patetismo de tres niños que se mueren de hambre; si espera un poco, también verá a su madre, una mujer que para traer a casa un mendrugo de pan tiene que venderse por las calles. Ve cómo han de vivir los pobres de solemnidad en Petersburgo. Pero eso no es ver, eso no es más que puro detalle. No consigue usted reconocer qué fuerzas son las que determinan la vida a la que están condenados estos seres. Las fuerzas: ante eso sí que está usted ciego.
Con un dedo, traza una línea en el suelo (se agacha a tocar el suelo; las yemas de los dedos se le humedecen) que llega hasta el ventanuco para perderse en el cielo.
—Aquí terminan las líneas, aunque ¿dónde cree usted que empiezan? Empiezan en los ministerios y en el tesoro, en la bolsa de valores y en los bancos. Empiezan en las cancillerías de toda Europa. Las líneas de fuerza comienzan ahí, e irradian en todas direcciones, hasta terminar en sótanos como este, en donde viven bajo tierra estos pobres desgraciados. Si usted lo escribiera, verdaderamente podría despertar al mundo. Claro está —ríe con amargura— que si lo escribiese nadie se lo permitiría publicar. Le dejan a usted escribir lo que quiera sobre el mudo sufrimiento de los pobres, hasta hartarse y aplacar su corazón, e incluso le aplauden, cómo no, pero jamás le permitirían publicar la auténtica verdad. Por eso le ofrezco la imprenta. ¡Haga algo! Dígales a todos qué fue de su hijastro, por qué fue sacrificado.
Sacrificado. Tal vez se haya distraído, tal vez es que está cansado, pero no logra entender cómo fue sacrificado Pavel, ni menos aún por quién. Tampoco le conmueve este derroche de vehemencia sobre las líneas. Y no está de humor para aguantar arengas de ese estilo.
—Veo lo que veo —dice fríamente—. Y no veo ninguna línea.
—¡En tal caso, lo mismo daría que siguiera usted con la bufanda sobre los ojos! ¿Es que debo darle una lección? Le atormenta a usted la cara repugnante del hambre, de la enfermedad y la pobreza, pero el hambre, la enfermedad y la pobreza no son el enemigo. No son sino medios por los cuales se manifiestan las auténticas fuerzas de este mundo. El hambre no es una fuerza; es un medio, igual que el agua es un medio. Los pobres viven en el hambre como viven los peces en el agua. Las auténticas fuerzas tienen su origen en los centros de poder, en la colusión de intereses que allí tiene lugar. Me dijo antes que le daba miedo que su nombre pudiera estar en las listas. Se lo aseguro de nuevo, se lo juro: no está. En nuestras listas solo se nombra a las sanguijuelas y arañas que se apoltronan en los centros de cada telaraña. Una vez sean destruidas estas arañas y sus telas, los niños como estos tendrán libertad. Por toda Rusia, los niños serán capaces de salir por fin de sus sótanos. Habrá alimentos y ropa, casas para todos, casas como es debido. ¡Y habrá trabajo que hacer, muchísimo trabajo que hacer! En primer lugar, arrasar los bancos, destruir las bolsas de valores, los ministerios del gobierno; arrasarlos tan por completo que nunca puedan ser reconstruidos.
Los niños, que en un principio parecían atender, han perdido todo interés. El más pequeño ha caído de lado y duerme sobre el regazo de su hermana. Es una niña más pequeña que Matryona, aunque también, y le llama la atención, más apagada, más aquiescente. ¿Habrá empezado ya a decir sí a los hombres?
Hay algo extraño en su forma de mirar en silencio. Nechaev no les ha dicho nada desde que llegaron, ni tampoco ha dado muestra alguna de saber siquiera cómo se llaman. Especimenes de la pobreza urbana: ¿son para él algo más que eso? ¿Es que debo darle una lección? Recuerda el malicioso comentario de la princesa Obolenskaya: que el joven Nechaev había querido ser maestro de escuela, pero que no aprobó los exámenes de ingreso, y que había recurrido a la revolución para vengarse de quienes lo examinaron. ¿Es Nechaev otro pedagogo, como su mentor Jean Jacques?
Y las líneas: sigue sin estar seguro de qué quiere decir Nechaev al referirse a las líneas. No le hace ninguna falta que nadie le repita que los banqueros amasan el dinero, que la suya es una codicia que a cualquiera le encogería el corazón. Pero Nechaev insiste en otra cosa. ¿En qué? ¿En rosarios de números que atraviesan el papel encerado del ventanuco y que golpean a esos niños en los estómagos vacíos?
De nuevo la cabeza le da vueltas. Darle una lección. Respira hondo.
—¿Tiene usted cinco rublos? pregunta.
Nechaev se tienta los bolsillos con gesto distraído.
—¡Esa niña de ahí, véala! —él la señala con un gesto del mentón—. Si le diera usted un buen baño y le cortase el pelo, si le pusiera un vestido nuevo, podría proporcionarle la dirección de un establecimiento en el que esta misma noche, sin esperar a más, ella le daría cien rublos a cambio de una inversión de cinco. Y si le diera de comer como es debido, si la mantuviera bien limpia y no la aprovechase en exceso ni dejara que se pusiera enferma, podría ganar para usted cinco rublos por noche, al menos durante otros cinco años. Es fácil.
—¿Qué...?
—Escúcheme bien. En los sótanos de Petersburgo hay niñas de sobra, y por las calles de Petersburgo hay caballeros de sobra, con los bolsillos forrados de dinero y con un gusto especial por probar la carne joven, tantos como para traer la prosperidad a todos los pobres de la ciudad. Lo único que hace falta es mantener la cabeza fría. A espaldas de sus hijos, los que habitan en los sótanos podrían salir a la luz del día.
—¿Qué sentido tiene su depravada parábola?
—Yo no hablo nunca con parábolas. Igual que a usted, me indigna el sufrimiento de los inocentes. A mi no me engaña, Sergei Gennadevich. Durante bastante tiempo no estuve dispuesto a creer que mi hijo pudiera haber sido uno de sus seguidores. Ahora empiezo a entender qué es lo que veía en usted. Usted ha nacido con el espíritu de la justicia en el cuerpo, y aún no se ha apagado ese espíritu. Estoy seguro de que si a esa niña la arrastrase con arrumacos a un callejón uno de nuestros libertinos de Petersburgo, y si los encontrase usted de repente, por ejemplo, si hubiese decidido no perderla de vista y estar vigilante por lo que le pudiera suceder, no vacilaría usted al hincarle al hombre un puñal por la espalda, con tal de salvarla a ella. Y si fuera demasiado tarde para salvarla, con tal de vengarla al menos.
»Esto no es una parábola: es una historia acerca de los niños, acerca del uso que se les puede dar a los niños. Con la ayuda de una niña, las calles de Petersburgo podrían quedar libres de una sanguijuela, quizá incluso de un banquero de los que según dice usted chupan la sangre del pueblo. A su debido tiempo, la esposa y los hijos del difunto también podrían ser arrojados a la calle, para introducir así un mayor nivelamiento.
—¡Es usted un cerdo!
—No, no es ese el lugar que me corresponde en la historia. Yo no soy el cerdo, no soy el hombre que se queda atascado como un cerdo en ese callejón. Se lo vuelvo a decir: no es una parábola, sino una historia, un cuento. Los cuentos pueden tratar sobre otras personas: nadie está obligado a encontrar el lugar que le corresponde en ellos. Pero si el espíritu de la justicia no le permite hacer caso omiso del sufrimiento de los niños inocentes, ni siquiera en un cuento, hay muchas otras formas de castigar a las arañas que los acechan y se ceban en ellos. No hace falta ser una niña, por ejemplo, para conducir a un hombre por un callejón oscuro. Basta con afeitarse bien la barba y empolvarse la cara, ponerse un vestido e ir siempre por la sombra.
Ahora sonríe Nechaev, o al menos le muestra los dientes.
—¡Todo eso está sacado de uno de sus libros! ¡Es parte de sus perversas engañifas de cuentista!
—Puede ser, pero aún me queda una pregunta que hacer. Si hoy fuese usted libre de vestirse a su antojo y de ser quien quisiera, de seguir sin reparos los acicates del espíritu de la justicia (un espíritu, sigo convencido, que reside en su corazón), ¿en qué situación nos veríamos mañana, una vez se hubiese obrado la tempestad de la venganza del pueblo, cuando todo el mundo estuviera nivelado? ¿Seguiría usted siendo libre de ser quien quisiera? ¿Seríamos todos por fin libres de ser quienes quisiéramos ser?
—Eso ya no sería necesario.
—¿No sería necesario vestirse como uno quisiera? ¿Ni siquiera los días de carnaval?
—Esta conversación es una estupidez. No serían necesarios los días de carnaval.
—¿No habría días de carnaval? ¿Ni vacaciones?
—Habría días de recreo. El pueblo podría elegir entre descansar o irse al campo a ayudar en la cosecha.
—Sí, ya he oído hablar de los días de cosecha. A buen seguro cantaremos mientras estemos trabajando. Pero vuelvo a mi pregunta. ¿Qué sería de mí? ¿Qué lugar tendría yo en su utopía? ¿Me estaría permitido vestirme como una mujer, si el espíritu me llevase por esos derroteros, o bien como un joven dandy de traje blanco? ¿O solo se me permitiría un único nombre, una dirección, una edad, una paternidad?
—No soy yo quien ha de estipular tales cosas. El pueblo le dará su respuesta. El pueblo le dirá qué le estará permitido hacer.
—Pero ¿cuál es su dictamen, Sergei Gennadevich? Lo digo porque, si no es usted del pueblo, ¿quién es usted, qué futuro tiene? ¿Gozaré aún de la libertad de hacerme pasar por quien quiera, por un joven, por ejemplo, deseoso de pasar sus horas libres dictando listas de personas que no le agradan, ideando sanguinarios castigos para esas personas, o hacerme pasar por el responsable del almacén cuyo cometido es encargar el serrín que ha de llenar la cesta situada debajo de la guillotina? ¿Tendré esa libertad? ¿O más bien habré de tener muy en cuenta lo que le oí decir una vez en Ginebra, esto es, que ya estamos hartos de Copérnico y sus semejantes, y que si apareciese otro Copérnico habría que sacarle los ojos de las cuencas?
—Usted delira. Usted no es Copérnico.
—Eso es muy cierto, yo no soy Copérnico. Cuando alzo la mirada a los cielos solamente veo las estrellas que nos contemplaban cuando nacimos, y que nos contemplarán cuando muramos, al margen de cómo queramos disfrazarnos, al margen de lo recónditos y profundos que sean los sótanos en los que decidamos escondernos.
—Yo no me escondo; simplemente, me he mezclado con la gente invisible de esta ciudad, con las condiciones que me han hecho posible. Claro que usted de ninguna forma alcanza a ver cuáles son esas condiciones.
—¿Me permite que le sea sincero? Está usted diciendo tonterías. Puede que no vea las líneas y los números en el cielo, pero no estoy ciego.
—¡No hay más ciego que el que no quiere ver! Ve a esos niños muriéndose de hambre en un sótano, pero se niega en redondo a entender qué es lo que determina las condiciones en que viven esos niños. ¿Cómo puede decir que ve? Claro está que usted y también quienes le pagan tienen un interés en cualquier niño famélico, cualquier niño de mirada hueca. A fin de cuentas, esas son las cosas sobre las que les gusta leer: niños enternecedores y de mirada hueca, niños de vocecillas inaudibles. Pues deje que le diga cuál es la verdad sobre el hambre. Cuando lo miran, ¿sabe usted qué ven esas criaturas de mirada hueca? ¡Pregúnteselo! Se lo voy a decir yo. No ven más que mejillas gruesas y una lengua bien jugosa. Esos inocentes podrían lanzarse sobre usted igual que las ratas, y podrían masticar sus carnes si no supieran que es usted más fuerte y que los destrozaría a palos. Pero usted prefiere no reconocerlo. Usted prefiere ver ahí a tres angelitos que han hecho una breve visita a la tierra.
»Cuanto más hablo con usted, Fiodor Mijailovich, menos entiendo cómo es posible que haya escrito usted sobre Raskolnikov. Raskolnikov al menos estuvo vivo hasta que contrajo aquella fiebre, o lo que fuese. ¿Sabe qué impresión me causa usted en este momento? La misma que un caballo viejo, con orejeras, que da vueltas y vueltas sin fin, que rueda y amasa a diario el mismo cuento de siempre, un día y otro sin cesar. ¿Qué derecho tiene de hablarme de disfraces? No sabría usted endomingarse siquiera para salvar la vida. No es usted más que un viejo reseco, un viejo caballo de tiro al que poco le falta para que se le acabe la vida. ¿No va siendo hora de que intente compartir la existencia con los oprimidos, en vez de sentarse en su casa a escribir sobre ellos para ponerse luego a contar el dinero que ha ganado? En fin, ya veo que empieza usted a ponerse nervioso. Imagino que lo que quiere es irse cuanto antes a su casa para anotar en su libreta cualquier cosa sobre este sótano y esos niños, antes de que el recuerdo se diluya. ¡Me da asco!
Hace una pausa, se acerca, lo mira.
—¿Voy acaso demasiado lejos, Fiodor Mijailovich? —sigue diciendo, quizá con más delicadeza—. ¿Estoy quizá traspasando los límites de la decencia, desvelando algo que no debería desvelar? ¿Será que lo hemos calado todos nosotros, su hijastro también? ¿Por qué calla ahora? ¿Se acerca demasiado el cuchillo al hueso? Saca la bufanda del bolsillo— ¿Querrá que le pongamos la venda de nuevo en los ojos?
¿Que se ha acercado al hueso? Sí, puede ser que haya dado en el clavo. Y no es la acusación misma, sino la voz que oye detrás: la de Pavel, la queja de Pavel ante su amigo, el amigo que reserva esas palabras como si fueran veneno.
Con gesto de desánimo aparta la bufanda.
—¿Por qué intenta provocarme? —dice. Usted no me ha traído aquí para mostrarme su imprenta, ni para mostrarme a esos niños famélicos. Eso no son más que pretextos. ¿Qué es lo que quiere realmente de mí? ¿Quiere que me invada la rabia y que me largue de estampida, que le traicione y lo delate a la policía? ¿Por qué no se ha ido de Petersburgo? En vez de huir, como cualquier persona sensata, se está comportando como Jesús en las afueras de Jerusalén, a la espera de un asno que lo lleve a presencia de sus enemigos, de quienes quieren buscarle la ruina. ¿Confía acaso que sea yo ese asno? Se imagina usted que es el príncipe escondido, el príncipe y el mártir, a la espera de que lo llamen. Quiere usted robarle la Pascua a Jesús. Esta es la segunda vez que me tienta, pero yo no estoy tentado.
—¡Ya basta, no cambie de conversación! Estamos hablando de Rusia, no de Jesús. Y ya basta de echarme a mí la culpa. Si me traiciona, lo hará solamente porque me odia.
—Yo no le odio. No tengo por qué.
—¡Sí, sí tiene por qué! Quiere devolverme el golpe porque yo abro los ojos de la gente, que así ve cómo es usted en verdad, usted y los de su generación.
—¿Y cómo soy yo en verdad, yo y los de mi generación?
—Se lo voy a decir. Sus días están contados. Lo que ocurre es que en vez de hacer mutis y abandonar el escenario sin hacer ruido, quieren arrastrar al mundo entero con ustedes. Les irrita que las riendas pasen a manos de hombres más jóvenes y más fuertes, hombres que van a construir un mundo mejor. Así es como son ustedes. Y no me venga con el cuento de que usted fue un revo-lucionario, que fue condenado a diez años en Siberia por sus creencias. Sé al dedillo que a usted lo trataron en Siberia como si fuese parte de la nobleza. Usted no compartió los sufrimientos del pueblo, en modo alguno: todo eso es mera falsedad. ¡Los viejos como usted me dan asco! El día en que cumpla treinta y cinco años, me vuelo la tapa de los sesos, se lo juro.
Esas últimas palabras le salen con tal petulancia que él no puede disimular una sonrisa. El propio Nechaev se sonroja, presa de la confusión.
—Ojalá tenga ocasión de ser padre antes de llegar a esa edad, para que sepa a qué sabe este cáliz.
—Yo nunca seré padre—musita Nechaev.
—¿Cómo lo sabe? No puede estar tan seguro. Todo lo que puede hacer el hombre es derramar la simiente; después, esta tiene vida propia.
Nechaev sacude la cabeza con vehemencia. ¿Qué pretende decir? ¿Que él no derrama su simiente? ¿Que ha jurado voto de castidad, como Jesucristo?
—No puede estar tan seguro —repite con más cautela—. La simiente se convierte en hijo, el príncipe se convierte en rey. Cuando un día esté usted sentado en el trono (si es que para entonces no se ha volado la tapa de los sesos, claro está), cuando la tierra esté llena de principitos escondidos en sótanos y en buhardillas, tramando todos su caída, ¿qué es lo que hará? ¿Ordenar a sus soldados que los degüellen a todos?
Nechaev está que se sube por las paredes.
—Pretende usted enojarme con sus tontas parábolas. Lo sé todo sobre su propio padre; Pavel Isaev me habló de él, me dijo que era un tiranuelo, que todo el mundo le odiaba, hasta que sus propios aparceros lo mataron. Cree usted que, como su padre y usted se odiaban el uno al otro, la historia del mundo ha de ser simplemente la historia de las guerras que se libran entre padres e hijos. No entiende usted el sentido de la revolución. La revolución es el fin de todo lo antiguo, incluidos padres e hijos. Es el fin de la sucesión y las dinastías. Y se renueva incesantemente, si es revolución de verdad. Con cada nueva generación, la vieja revolución queda invalidada y la historia empieza de nuevo. He ahí la nueva idea, la idea verdaderamente nueva. Año uno. Carta blanca. Todo se reinventa, todo se borra y renace: la ley, la moralidad, la familia, todo. Todos los prisioneros son puestos en libertad, todos los delitos son perdonados. La idea es tan tremenda que usted no alcanza a entenderla, como tampoco la entienden los de su generación. Mejor dicho, usted la entiende demasiado bien, y pretende asfixiarla en su cuna.
—¿Y el dinero? Cuando se perdonen los delitos, ¿se re-distribuirá el dinero?
—Mucho más que eso. De vez en cuando, en el momento en que menos se lo espere la gente, declararemos que el dinero existente carece de valor y emitiremos una nueva moneda. Ese fue el error de los franceses, permitir que el dinero antiguo siguiera en circulación. Los franceses no hicieron una verdadera revolución, porque no tuvieron el valor de ir hasta el final. Liquidaron a la aristocracia, pero no eliminaron la antigua manera de pensar. En nuestras escuelas se enseñará la manera de pensar propia del pueblo, la que ha estado reprimida durante todo este tiempo. Todo el mundo irá de nuevo a la escuela, incluidos los profesores. Los campesinos serán los maestros, y los maestros pasarán a ser alumnos. En nuestras escuelas haremos hombres y mujeres nuevos del todo. Todos renacerán con un nuevo corazón.
—¿Y Dios? ¿Qué pensará Dios de todo eso?
El joven se ríe de puro júbilo.
—¿Dios? Dios estará verde de envidia.
—Así que usted cree en Dios.
—¡Por supuesto! ¿Qué sentido tendría no creer? Lo mismo daría prenderle fuego a todo, convertir el mundo en ceniza. No; iremos ante Dios, nos presentaremos de pie ante su trono, lo llamaremos. ¡Y vendrá! No le quedará más remedio que escucharnos. ¡Y entonces por fin estaremos todos juntos en un mismo pie de igualdad!
—¿Y los ángeles?
—Los ángeles formarán círculos a nuestro alrededor entonando el hosanna. Los ángeles estarán embelesados. También ellos serán libres para caminar por la tierra como hombres de a pie.
—¿Y las almas de los muertos?
—¡Qué cantidad de preguntas hace usted! También las almas de los muertos, Fiodor Mijailovich, también, si así le parece. Las almas de los muertos volverán a caminar por la tierra, por supuesto. Si así le parece, también Pavel Isaev. Lo que podemos hacer no tiene límite.
¡Qué charlatán! Sin embargo, él ya no sabe quién domina la situación: no sabe si está jugando con Nechaev o si es Nechaev el que juega con él. Es como si todas las barreras se hicieran añicos al tiempo: la barrera que contiene las lágrimas, la barrera que contiene la risa. Si Anna Sergeyevna estuviera aquí, y es una idea que le acude a la memoria sin que él quiera, estaría en condiciones de decirle las pala-bras que han faltado en todo este tiempo.
Da un paso adelante y, con lo que le parece la fuerza de un gigante, abraza a Nechaev y lo estrecha. En su abrazo, atrapa los brazos del muchacho contra sus costados, y nota el hedor agrio de su carne forunculada; sollozando, riendo, lo besa en ambas mejillas. Cintura contra cintura, pecho contra pecho, permanece entrelazado con él.
Se oyen pasos por las escaleras. Nechaev se libra como puede de su abrazo.
—¡Por fin vienen! —exclama. Los ojos le brillan triunfales.
Se vuelve. En la entrada hay una mujer vestida de negro con un incongruente sombrerito blanco. En la penumbra, con los ojos borrosos por las lágrimas, no sabe qué edad tendrá.
Nechaev parece decepcionado.
—¡Ah! —dice—. ¡Perdone! Pase, pase.
Pero la mujer permanece donde está. Lleva bajo el brazo algo envuelto en una tela blanca. Los niños tienen un olfato más agudo que el suyo. Todos juntos, sin mediar palabra, se dejan caer del catre y pasan por entre los dos hombres. La niña tira de la tela y el olor del pan recién hecho inunda el sótano. Sin mediar palabra parte dos trozos y se los da a sus hermanos. Apretados contra las faldas de su madre, con las miradas ausentes e inexpresivas, se ponen a comer. Como los animales, piensa: saben de dónde viene, y no les importa.
16
LA IMPRENTA
Hace una inclinación de cabeza ante la mujer. Bajo el ridículo sombrerito que lleva asoma una cara un tanto tímida, juvenil, pecosa. Siente un rápido aleteo de interés sexual por ella, pero se apaga enseguida. Debería llevar una corbata negra, o un brazalete negro, a la italiana, y así su posición en el mundo estaría mucho más clara, inclusive para él. Y no sería un hombre en plenitud de facultades, sino solamente medio hombre. Si no, debería llevar en la solapa una medalla con la efigie de Pavel. Su mejor mitad, la que ha perdido, la mitad que aún estaba por ser.
—Debo irme dice.
Nechaev lo mira con desdén.
—Váyase —dice—, nadie se lo impide. Se cree —dice a la mujer— que no sé adonde piensa ir.
El comentario le resulta gratuito.
—¿Adonde cree que voy a ir?
—¿Quiere que se lo diga con todas las letras? ¿No es esta su ocasión de vengarse?
Vengarse: después de lo que acaba de ocurrir, esa palabra es como si una vejiga de cerdo le fuese aplastada contra la cara. Es la palabra de Nechaev, el mundo de Nechaev: un mundo de venganza. ¿Qué tiene que ver con él? Con todo, esa fea palabra no le ha sido arrojada a la cara sin razón. Se acuerda de algo: la conducta de Nechaev cuando se conocieron, el roce de las faldas contra el respaldo de su silla, la presión del pie por debajo de la mesa, el modo en que hizo uso de su cuerpo, desvergonzado y sin embargo torpe y falto de aplomo. ¿Tiene ese muchacho una idea clara de lo que quiere, o simplemente se limita a ver como puede por qué camino le lleva? Es como yo; yo era como él, piensa; solo que yo no tenía ese valor. Y añade: ¿Será esa la causa de que Pavel lo siguiera, será que intentaba adquirir el valor? ¿Será esa la causa de que aquella noche subiera a la chimenea?
Cada vez se aclaran más las cosas: Nechaev no quedará satisfecho hasta caer en manos de la policía, hasta haber probado también eso. De ahí que insista tanto en poner a prueba su valor y su resolución. Y saldrá indemne; no cabe la menor duda. No se vendrá abajo. Poco importa que lo apaleen, que lo tengan a pan y agua, que él no cederá, que si quisiera caerá enfermo. Puede que pierda toda la dentadura, pero mantendrá intacta su sonrisa. Arrastrará sus extremidades tronzadas, rugiendo con la fuerza de un león.
—¿Quiere acaso que me vengue? ¿Quiere que salga y lo traicione? ¿Es eso lo que se pretende conseguir con toda esta charada de los laberintos y los ojos vendados?
Nechaev se ríe con excitación, sabedor de que se entienden perfectamente.
—¿Por qué iba yo a querer tal cosa? —contesta con voz meliflua y maliciosa, mirando a la niña de reojo, como si quisiera incluirla en su broma—. No soy un joven descarriado, como lo era su hijastro. Si va usted a la policía, sea honesto. No me haga objeto de su sentimentalismo, no finja que no es usted mi enemigo. Conozco bien su tendencia al sentimentalismo. Es lo que hace con las mujeres, estoy seguro. Con las mujeres y con las niñas pequeñas —se vuelve hacia la niña—. Tú lo sabes bien, ¿verdad que sí? Sabes cómo lloran los hombres de ese tipo cuando te están haciendo daño, solo para lubricar su conciencia y excitarse un poco más.
Para la edad que tiene, es extraordinario cuánto ha aprendido. Más incluso que una mujer de la calle, porque no en vano es de por sí espabilado. Tiene mundo. A Pavel le hubiese ido bien tener un poco más de mundo. En el repulsivo y bamboleante oso viejo de su cuento —¿cómo se llamaba? ¿Karamzin?— había más vida, más realidad que en el relamido héroe que con tanto dolor construyó. Era demasiado pronto para su muerte. Un lamentable error.
—No tengo la menor intención de traicionarle —dice con hastío—. Váyase a casa, váyase con su padre. En alguna parte tendrá a su padre; en Ivanovo, si mal no recuerdo. Vaya a verlo, arrodíllese ante él, pídale que le esconda. Lo hará. No tiene límites lo que un padre puede hacer.
A Nechaev se le escapa un bufido, una risotada. Ya no puede quedarse quieto: echa a andar por el sótano, apartando a los niños de en medio.
—¡Mi padre! ¡Qué sabrá usted de mi padre! Yo no soy un tontaina, como lo era su hijastro. Yo no me cuelgo de las personas que me oprimen. Me fui de la casa de mi padre cuando cumplí dieciséis años; nunca he vuelto, nunca pienso volver. ¿Sabe usted por qué? Porque me pegaba. Le dije que me golpease una sola vez más, y que nunca volvería a verme. Me pegó y no me ha vuelto a ver el pelo. Desde ese día dejó de ser mi padre. Ahora, yo soy mi padre. Me he hecho a mí mismo empezando desde cero. No me hace falta que me esconda ningún padre. Si he de esconderme, el pueblo me esconderá.
»Dice usted que no tiene límites lo que un padre puede hacer. ¿Sabe usted que mi padre muestra mis cartas a la policía? Escribo a mis hermanas, pero él les roba las cartas, las copia, se las enseña a la policía, y la policía le paga, cómo no. Ya ve cuáles son sus límites. Y así se demuestra qué desesperada está la policía, que llega a pagar por tal cosa: se agarran a un clavo ardiendo, a lo que sea, porque yo no he hecho nada, ¡nada!, que pruebe lo que pretenden demostrar.
Desesperado, sí. Desesperado porque le traicionen; de-sesperado incluso por encontrar a un padre que le traicione.
—Tal vez no puedan demostrar nada, pero la policía sabe, como lo sabe usted y como lo sé yo mismo, que usted no es lo que se dice inocente. No se ha conformado con redactar esas listas, ¿verdad que no? Tiene las manos manchadas de sangre, ¿no es cierto? No le voy a pedir que confiese. No obstante, y en el más hipotético de los sentidos, ¿por qué lo hace?
—¿Hipotéticamente? Fácil: porque si uno no mata, nadie le toma en serio. Es la única prueba de seriedad, lo único que cuenta.
—Pero ¿por qué necesita que lo tomen en serio? ¿Por qué no ser joven y no tener preocupaciones al menos mientras pueda? Tiempo de sobra tendrá después para ser todo lo serio que usted quiera. Y tenga a bien pensar aunque solo sea un instante en esos seres más débiles, en los que cometen el error de tomarle a usted muy en serio. Piense en su amiga la finesa, piense en lo que está pasando en estos momentos, a consecuencia de haberle tomado a usted en serio.
—¡Deje ya de insistir tanto con mi presunta amiga la finesa! ¡Ya nos hemos ocupado de ella, ya no tiene que sufrir más! Y no me diga que espere a ser viejo para que me tomen en serio. Ya he visto qué ocurre cuando uno envejece. Cuando sea viejo, habré dejado de ser el que soy.
Es una acertada idea que fácilmente habría imputado a Pavel, pero nunca a Nechaev. ¡Qué desperdicio!
—Ojalá —dice—, ojalá hubiera podido oírles hablar juntos a Pavel y a usted.
En cambio, no dice esto otro: igual que dos sables, dos sables desenvainados.
Sin embargo, ¡qué inteligente por parte de Nechaev haberle prevenido para que no cayera en la compasión! Y es que eso mismo es lo que está a punto de sentir: compasión por un niño perdido en alta mar, que lucha y que se ahoga. Así pues, se equivoca al detectar algo tal vez demasiado estudiado en el sombrío aspecto de Nechaev (y es que, por sorprendente que sea, acaba de callarse), en su mirada meditabunda: algo no solo estudiado, sino también, puede ser, astuto. ¿Cuándo fue la última vez en que pudo confiar que las palabras viajasen directas de un corazón a otro? Época de falsificaciones, ésta en que vive: época de disfraces y disimulos. Pavel era demasiado niño, estaba demasiado chapado a la antigua para medrar. El héroe y la heroína de Pavel conversaban en aquel divertido, farfullante y anticuado lenguaje del corazón. «Ojalá... ojalá...» «Puedes... puedes...» Sin embargo, Pavel cuando menos intentó proyectarse en un pecho ajeno. Es imposible imaginarse a Sergei Nechaev como escritor. Es un egoísta, o incluso algo peor. También es un mal amante, de seguro. Sin sentimiento, sin piedad. De sentimientos a lo sumo inmaduros, esquivos, estancados, como un enano. Un hombre del futuro, puede que del siglo venidero, un hombre de monstruoso cerebro y monstruosos apetitos, pero nada más. Solitario, apartado de todo. Su lugar adecuado, un trono en una estancia vacía. El trono de las ideas. Un pope de las ideas, de ideas mortecinas. ¡Dios salve entonces a los fieles, Dios salve a los que se sometan a su gobierno!
Sus pensamientos son interrumpidos por un ruido de pasos en las escaleras. Nechaev corre a la puerta, escucha, sale. Se oye un furioso cuchicheo, una llave que entra en un cerrojo, el silencio.
Todavía con su sombrerito blanco, la mujer se ha sentado al borde del lecho para dar de mamar al niño más pequeño. Al mirarle a los ojos, se sonroja y alza el mentón con un gesto desafiante.
—El señor Ishutin dice que a lo mejor usted puede ayudarnos.
—¿El señor Ishutin?
—El señor Ishutin, su amigo de usted.
—¿Y por qué iba a decir tal cosa? Bien sabe él en qué situación me encuentro.
—Nos han desahuciado por impago del alquiler. He pagado el de este mes, pero no puedo pagar los atrasos; es demasiado.
El niño deja de mamar y se retuerce. Ella lo suelta; se resbala de su regazo y sale del cuarto. Lo oyen aliviarse debajo de las escaleras, gimiendo suavemente mientras lo hace.
—Lleva algunas semanas enfermo —se queja ella.
—Enséñeme los pechos.
Ella se suelta otro botón y expone ambos pechos. Los pezones se le yerguen por el frío. Alzándolos entre los dedos, los manipula con suavidad. Aparece una gota de leche.
Él lleva encima cinco rublos que pidió prestados a Anna Sergeyevna. Le da dos. Ella toma las monedas sin decir palabra y las envuelve en un pañuelo.
Regresa Nechaev.
—Ya veo que Sonya le ha dicho que está en un grave aprieto —dice—. Pensé que su casera podría hacer algo por ellos. Es una mujer generosa, ¿verdad que sí? Eso es lo que dijo Isaev.
—Ni hablar. ¿Cómo iba a llevar...?
La muchacha —¿se llamará Sonya realmente?— aparta la mirada para esconder su vergüenza. El vestido, que es de una tela estampada de flores, barata e inapropiada para la crudeza del invierno, se abotona de arriba a abajo por delante. Se ha echado a temblar.
—De eso hablaremos más tarde—dice Nechaev. Quiero mostrarle la imprenta.
—No me interesa su imprenta.
Nechaev, sin embargo, lo sujeta por el brazo, y a medias lo conduce, a medias lo arrastra a la puerta. Él vuelve a sorprenderse de su propia pasividad; es como si se hallara en un trance moral. ¿Qué pensaría Pavel si lo viera utilizado de este modo por su asesino? ¿O es de hecho Pavel quien lo conduce?
Reconoce la imprenta de inmediato; es el mismo modelo anticuado, una Albion fabricada en Birmingham, igual que la que utilizaba su hermano para imprimir pasquines, octavillas, programas de mano. Nada de miles de ejemplares; si acaso, doscientos por hora.
—La fuente del poder que tiene todo escritor —dice Nechaev dando una palmada sobre la máquina—. Su comunicado será distribuido entre las células esta misma noche, y mañana estará en la calle. Si lo prefiere, podemos esperar hasta que usted haya cruzado la frontera. E incluso si le acusan, siempre podría decir que es una fal-sificación. Para entonces ya no tendrá ninguna importancia, porque habrá surtido su efecto.
Hay otro hombre en la estancia, mayor que Nechaev: un hombre enjuto, de pelo negro, tez cetrina y ojos negros, sin brillo, encorvado sobre la mesa de composición, con el mentón entre las manos. No les presta ninguna atención, y Nechaev tampoco lo pre-senta.
—¿Mi comunicado? —pregunta.
—Sí, su comunicado. Cualquier comunicado que quiera hacer. Puede ponerse a escribir aquí mismo, ahora, para ganar tiempo.
—¿Y si decido contar la verdad?
—Le prometo que lo que usted escriba, sea lo que sea, nosotros lo distribuiremos.
—La verdad tal vez sea más de lo que puede aguantar una imprenta manual.
—Déjalo en paz. —La voz es la del otro, que sigue repasando el texto que tiene delante. Es un escritor, él no trabaja así.
—Entonces, ¿cómo trabaja?
—Los escritores tienen sus propias reglas. No pueden trabajar si alguien los mira por encima del hombro.
—Deberían aprender nuevas reglas. La privacidad es un lujo sin el cual todos podemos pasar. El pueblo no necesita la privacidad.
Ahora que tiene público, Nechaev ha retomado su talante de siempre. En cuanto a él, está harto, asqueado de sus torpes provocaciones.
—He de irme— dice otra vez.
—Si no escribe usted, lo tendremos que hacer nosotros.
—¿Qué quiere decir? ¿Escribir por mi?
—Sí.
—¿Firmando con mi nombre?
—Con su nombre, claro. No tenemos otra alternativa.
—Eso no lo aceptará nadie. No le creerá nadie.
—Los estudiantes sí lo creerán. Tiene usted una gran acogida entre los estudiantes, ya se lo dije. Sobre todo si no tienen que leer un grueso volumen para recibir el mensaje. Los estudiantes están dispuestos a creer cualquier cosa.
—¡Vamos, Sergei Gennadevich! —dice el otro con una voz que nada tiene de sorna. Se le marcan las ojeras; ha encendido un cigarro que fuma con nerviosismo. ¿Qué es lo que tienes contra los libros? ¿Qué tienes contra los estudiantes?
—Lo que no pueda decirse en una sola página es que no vale la pena decirse. Por otra parte, ¿por qué van a sentarse cómoda y lujosamente unos pocos a leer libros, si hay muchos que no saben leer, que no pueden leer aunque sepan? ¿Tú te crees que Sonya, la de ahí al lado, tiene tiempo para leer? Los estudiantes, por cierto, hablan demasiado. No hacen otra cosa que sentarse a discutir, a desperdiciar sus energías. La universidad es un sitio en donde te enseñan a discutir, de modo que nunca tengas que hacer realmente ninguna otra cosa. Es igual que los judíos cuando le cortan los cabellos a Sansón. Las discusiones son una trampa. Solo sirven para pensar que hablando podrán hacer un mundo mejor; no entienden que las cosas tienen que empeorar antes de que puedan ser mejores.
Su camarada bosteza; su indiferencia parece incitar a Nechaev.
—¡Es verdad! ¡Por eso hay que provocarles! Si los dejas a su antojo, siempre recaerán en las charlas y los debates, y todo terminará por irse al garete. Así era su hijastro, Fiodor Mijailovich: no hacía más que hablar. La gente que sufre no necesita hablar, sino pasar a la acción. Nuestro objetivo es conseguir que actúen. Si logramos provocarles para que actúen, habremos ganado la mitad de la batalla. Puede que los aplasten, puede que se recrudezca la represión, pero eso creará más sufrimiento, más indignación, más deseos de pasar a la acción. Así son las cosas. Además, si algunos sufren, ¿qué justicia habrá hasta que no sufran todos? Así se acelerarán las cosas; le sorprenderá con qué rapidez puede avanzar la historia, siempre y cuando consigamos ponerla en marcha. Los ciclos serán cada vez más cortos. Si actuamos hoy, el futuro lo tendremos encima antes de que nos demos cuenta.
—A lo que veo, está permitida la falsificación. Todo está permitido.
—¿Por qué no? ¿Qué novedad hay en eso? Todo está permitido si es en aras del futuro. Lo dicen incluso los creyentes; no me extrañaría que estuviera en la Biblia.
—Le aseguro que no lo está. Eso es algo que solo dicen los jesuitas, y no tendrán perdón. Usted tampoco.
—¿Que no tendré perdón? ¿Quién sabe? Estamos hablando de un panfleto, Fiodor Mijailovich. ¿A quién importa quién escriba realmente un panfleto? Las palabras se las lleva el viento, hoy están aquí, mañana en otra parte. Nadie es dueño de las palabras. Y estamos hablando de las masas. Imagino que habrá estado usted en medio de una muchedumbre: a las masas no les interesan nada las cuestiones de la autoría. Una muchedumbre no tiene intelecto, solo tiene pasiones. ¿O acaso pretende decir otra cosa?
—Quiero decir que si, en nombre del futuro, impone adrede el sufrimiento sobre esas desdichadas criaturas de ahí al lado, usted tampoco tendrá perdón.
—¿Adrede? Y eso ¿qué quiere decir? No hace usted más que hablar de los entresijos de las personas, de la mente. La historia nada tiene que ver con los pensamientos, la historia no es una creación mental. La historia se hace en las calles, y no me diga que ahora hablo de pensamientos. Eso no es más que otro truco de debate, tal vez muy inteligente, sí, como tantos otros con los que se confunden los estudiantes. Yo no hablo de pensamientos, y aun cuando así fuera, poco importaría. Puedo pensar una cosa ahora y otra dentro de un minuto, y eso no importa un comino mientras pase a la acción. La gente actúa. Además, ¡se confunde usted! ¡No tiene ni idea de teología! ¿No ha oído hablar de la peregrinación de la Madre de Dios? Al día siguiente del último día, después de que todo se haya decidido, después de que se hayan cerrado a cal y canto las puertas del infierno, la Madre de Dios dejará su trono en el cielo y peregrinará al infierno para suplicar por los condenados, se hincará de rodillas y se negará a ponerse en pie hasta que Dios ceda y los perdone a todos, incluso a los ateos y a los blasfemos. Así pues, ya ve usted que se equivoca, que le contradicen los libros que usted mismo maneja.
Y Nechaev le lanza una fulminante mirada de triunfo.
El perdón de todos. Le basta con pensar en eso y la cabeza le da vueltas. Y serán reunidos el padre y el hijo. Por el hecho de venir de la indigna boca de un blasfemo, ¿no ha de ser verdad? ¿Quién ha de promulgar en dónde residirá la Madre de Dios? Si Cristo está oculto, ¿por qué no iba a ocultarse aquí, en estos sótanos? ¿Por qué no iba a estar aquí en este preciso instante, en el niño que se alimenta a los pechos de la mujer de al lado, en la niña de los ojos apagados, sagaces, o en el propio Sergei Nechaev?
—Está usted tentando a Dios. Si lo juega todo a la carta de la misericordia de Dios, tenga por seguro que lleva las de perder. Mejor que no se le ocurra ese pensamiento, hágame caso, o caerá irremisiblemente.
Lo dice con voz tan espesa que a duras penas logra dar forma a las palabras. Por vez primera el camarada de Nechaev levanta la vista de su mesa, observándole con interés.
Como si percibiese su debilidad, Nechaev se le echa encima y lo acosa como a un perro.
—Han pasado dieciocho siglos desde la época de Dios, casi diecinueve. Estamos a punto de entrar en una nueva época en la que seremos libres de pensar lo que queramos. ¡No habrá nada que escape a nuestro pensamiento! Seguramente ya lo sabe. A la fuerza lo sabe usted: ¡es lo que dijo Raskolnikov en su libro, poco antes de caer enfermo!
—Es usted un demente, ni siquiera sabe leer —murmura. Pero ha perdido, y lo sabe. Ha perdido, porque en todo este debate no cree en sí mismo. Y no cree en sí mismo porque ha perdido. Todo se derrumba: la lógica, la razón. Mira fijamente a Nechaev y ve tan solo un cristal que titila a la luz del desierto, un cristal encerrado en sí mismo, inexpugnable.
—Ande con cuidado —dice Nechaev meneando un dedo con gesto significativo—. Tenga cuidado con las palabras que emplea conmigo. Yo soy de Rusia; cuando dice que soy un demente, está diciendo que Rusia es demente.
—¡Bravo! —dice su camarada, y da un aplauso tenue y burlón.
Intenta por última vez darse ánimo.
—No, eso no es verdad. Es puro sofisma. Usted no es más que parte de Rusia, solamente una parte de la demencia de Rusia. Yo soy el que... —se lleva la mano al pecho, y perplejo por lo afectado de su gesto, la deja caer. Yo soy el que lleva a cuestas la demencia. Es mi sino, mi carga, no la suya. Usted aún es un niño, todavía no puede ni empezar a soportar siquiera ese peso.
—¡Bravísimo! —dice el hombre, y aplaude—. ¡Ahí te tiene pillado, Sergei!
—Así pues, quiero hacer un trato con usted —prosigue—. Al fin y al cabo, escribiré algo para su imprenta. Contaré la verdad, toda la verdad, en una sola página, tal como usted me exige. Mi única condición es que lo imprima tal cual, sin cambiar una coma, y que lo haga circular.
—¡Hecho! Nechaev se enardece claramente, convencido de su triunfo. ¡Me gustan los tratos! ¡Dale papel y pluma!
El otro coloca un tablón sobre la mesa de componer y saca un papel.
Escribe lo siguiente:
«La noche del 12 de octubre del año de Nuestro Señor de 1869, mi hijastro Pavel Alexandrovich Isaev halló la muerte al caer al vacío desde la chimenea de la fundición que hay en el Muelle Stolyarny. Ha corrido el rumor de que su muerte fue obra de la Tercera Sección de la Policía Imperial. Este rumor es una artera patraña. Estoy convencido de que mi hijastro fue asesinado por su falso amigo, Sergei Gennadevich Nechaev.
»Que Dios se apiade de su alma.
»F. M. Dostoievski.
»18 de noviembre de 1869.»
Con un leve temblor, entrega el papel a Nechaev.
—¡Excelente! —dice Nechaev, y pasa el papel al otro—. La verdad, tal como la ve un ciego.
—Imprímalo.
—Prepara la composición— ordena Nechaev al otro.
Este le mira con gesto dubitativo.
—¿Es verdad?
—¿Verdad? ¿Qué es la verdad? —exclama Nechaev con una voz que resuena por todo el techo del sótano—. ¡Prepáralo! ¡Bastante tiempo hemos perdido!
En ese instante comprende con toda claridad que ha caído en una trampa.
—Permítame una corrección —dice él. Toma el papel, lo arruga, se lo guarda en el bolsillo. Nechaev no intenta impedírselo.
—Demasiado tarde, ya no hay retractación posible dice—. Usted lo ha escrito delante de un testigo. Lo imprimiremos tal como le he prometido, palabra por palabra.
Una trampa, una trampa demoníaca. A fin de cuentas, no es él, en contra de lo que había pensado, una figura salida entre bastidores que se interpone como un intruso incómodo en una disputa entre su hijastro y Sergei Nechaev, el anarquista. La muerte de Pavel solo ha sido el señuelo para hacerle viajar de Dresde a Petersburgo. Él ha sido la presa en todo momento. Ha sido engatusado para salir de su escondrijo, y ahora Nechaev se le ha echado encima y lo ha sujetado por el cuello.
Lo mira enfurecido, pero Nechaev no cede un ápice.
17
EL VENENO
El sol cabalga bajo en el cielo pálido y claro. Al salir de la maraña de callejuelas tortuosas a Voznesensky Prospekt tiene que cerrar los ojos; el mareo y el aturdimiento han vuelto, hasta el punto de que casi echa de menos una venda sobre los ojos, una mano que lo guíe.
Está hastiado del torbellino infernal de Petersburgo. Dresde lo llama de lejos como un islote de paz: Dresde, su esposa, sus libros y sus papeles, un centenar de mínimas comodidades que es lo que constituye un hogar, y entre todas ellas no desdeñable el placer de la ropa interior limpia. Y todo esto, precisamente ahora que, sin pa-saporte, no se puede marchar. «¡Pavel!», susurra, repitiendo el ensalmo. Pero ha perdido todo contacto con Pavel y con la lógica que le indica el porqué; solo porque Pavel murió aquí, está atado a Petersburgo. Ya no lo retienen el recuerdo de Pavel, ni tampoco Anna Sergeyevna, sino el hoyo excavado para él por el hombre que traicionó a Pavel. No tuerce a la izquierda, hacia la calle Svechnoi, sino a la derecha, en dirección a la calle Sadovaya, donde está la comisaría de policía; confía, algo irritado, en que Nechaev lo siga, lo espíe.
La sala de espera está tan llena como antes. Ocupa su lugar en la cola; al cabo de veinte minutos llega al mostrador.
—Dostoievski. Me persono tal como se me ha exigido dice.
—¿Se lo ha exigido quién? —el funcionario que le atiende es joven, ni siquiera viste uniforme de policía.
Alza las manos exasperado.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Se me ha exigido que me persone aquí, y eso es lo que vengo a hacer.
—Siéntese, enseguida le atenderán.
Su exasperación se desborda.
—¡No hace falta que me atienda nadie; basta con que esté aquí! Ya me ha visto usted en carne y hueso. ¿Qué más pretende? ¿Y cómo quiere que me siente, si no hay asientos libres?
El funcionario se queda claramente de una pieza por este arranque de vehemencia; el resto de los presentes también lo miran con curiosidad.
—Anote mi nombre y terminemos de una vez —le exige.
—No puedo escribir un nombre así, sin más —contesta el funcionario con un tono razonable—. ¿Cómo quiere que sepa que es su nombre? Muéstreme el pasaporte.
No logra contener la cólera.
—¡Primero me confiscan el pasaporte y ahora me exige que se lo enseñe! ¡Qué insanía! ¡Quiero ver al concejal Maximov!
Pero si cuenta con que el funcionario se atemorice por el nombre de Maximov, está muy engañado.
—El concejal Maximov está ocupado. Lo mejor será que se siente y se tranquilice. Lo atenderán en cuanto sea posible.
—¿Y cuánto va a tardar?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No es usted el único que tiene problemas —hace un gesto hacia la sala atestada de gente. En todo caso, si desea hacer una reclamación o expresar una queja, lo correcto es que la presente por escrito. No podemos ponernos en funcionamiento hasta que lo tengamos por escrito; ya sabe usted, necesitamos algo donde hincar el diente, por así decir. Me parece que es usted un hombre cultivado; seguramente aprecia la escritura en lo que vale. Y se vuelve al siguiente de la cola.
No le cabe la menor duda de que, si pudiera recibirlo Maximov, canjearía a Nechaev por su pasaporte. Si llegara a vacilar, sería solo por estar convencido de que ser traicionado, y más traicionado por él, por Dostoievski, es exactamente lo que Nechaev necesita. ¿O es acaso peor, y aún queda una nueva vuelta de tuerca? ¿Será posible que, tras las abundantes insinuaciones que Nechaev ha ido sembrando acerca de su potencial, el de Dostoievski, de traicionarle, exista la intención de confundirle e inhibirle? A cada paso tiene la impresión de haber sido derrotado, y derrotado quizá porque desea perder, ser derrotado por un jugador que, desde el día en que lo conoció y quizá desde mucho antes, admitió el placer que a él le produce ceder, dejarse enmarañar en la intriga, dejarse engatusar, seducir, de modo que ha sabido aprovechar ese conocimiento para sus propios fines. ¿Cómo, si no, iba a explicar esta estúpida pasividad suya, este estado medio aletargado, medio drogado, en que se halla su conciencia?
¿Fue igual con Pavel? ¿Fue Pavel en lo más hondo de su ser un genuino hijo de su padrastro, susceptible de ser seducido por la voluptuosa promesa de la seducción?
Nechaev hablaba de los financieros tildándolos de arañas, pero en este instante se siente como una mosca atrapada en la telaraña de Nechaev. Tan solo acierta a pensar en una araña más grande que Nechaev: la araña de Maximov sentado ante su mesa, mojándose los labios con la lengua, saboreando por adelantado la siguiente presa. Confía en que devore a Nechaev, en que lo engulla entero, le aplaste los huesos y escupa los restos resecos de su cuerpo.
Así, después de felicitarse, se ha hundido en el ánimo vengativo más inicuo que pueda imaginar. ¿Podrá caer más bajo aún? Recuerda el comentario de Maximov: bendito, con los tiempos que corren, por haber tenido solo hijas. Si ha de haber hijos varones, mejor engen-drarlos de lejos, como las ranas o los peces.
Se imagina a la araña de Maximov en su hogar, sus tres hijas alborotadas a su alrededor, acariciándole con sus garras, siseando quedamente, y a su pesar siente también un infinito resentimiento.
Había esperado recibir rápida respuesta de Apollon Maykov, pero el portero se muestra inflexible e insiste en que no hay mensajes para él.
—¿Está seguro de que mi carta fue franqueada?
—A mí no me pregunte, pregúntele al mozo que la llevó.
Intenta localizar al chico, pero nadie sabe dónde está.
¿No debería escribir otra vez? Si la primera petición llegó a Maykov y si este no hizo caso, ¿no le parecerá abyecta una segunda intentona? Aún no es un mendigo. Pero la ingrata verdad es que vive día a día gracias a la caridad de Anna Sergeyevna. Tampoco puede confiar en que su presencia en Petersburgo siga siendo un secreto y pase inadvertida durante mucho más tiempo. Tarde o temprano se correrá la noticia, si es que no se ha difundido ya; en ese instante, media docena de acreedores podrían iniciar el debido procedimiento judicial para que sea arrestado. Su indigencia no le serviría de protección: un acreedor fácilmente puede suponer que, como último recurso, su esposa o la familia de su esposa, o incluso sus colegas escritores, podrían reunir el dinero necesario para salvarlo de la ignominia.
¡Razón de más, por tanto, para irse de Petersburgo! Tiene que recuperar el pasaporte como sea; si no lo consigue, tendrá que arriesgarse a viajar otra vez con los papeles de Isaev.
Ha prometido a Anna Sergeyevna ocuparse de la niña enferma. Se encuentra abierta la cortina de la alcoba; Matryona está sentada en la cama.
—¿Qué tal te encuentras? —le pregunta.
Ella no contesta; parece absorta en sus pensamientos.
Se acerca un poco más, le palpa la frente con la mano. Tiene coloreadas las mejillas, respira de forma muy superficial, pero no parece que haya fiebre.
—Fiodor Mijailovich dice ella hablando muy despacio y sin mirarle—, ¿morirse duele?
Le asombra el rumbo que ha tomado su pensamiento.
—¡Mi querida Matryosha! —le dice—. ¡Tú no vas a morir! Anda, acuéstate, duerme un poco, que te sentirás mejor. Dentro de muy poquitos días volverás a la escuela; ya oíste lo que dijo el médico.
Pero mientras habla, ella menea la cabeza.
—No lo digo por mí—dice. Solo quiero saber si duele, ya sabes, cuando una persona se muere.
La niña se ha puesto seria.
—¿En el momento de la muerte?
—Sí. No cuando estás muerto del todo, sino un poco antes.
—¿Cuando sabes que estás muerto?
—Sí.
Le colma una gratitud inmensa. Durante varios días, ella se ha cerrado a él, encastillándose en lo obtuso, en lo infantil, entregada al resentimiento, negándole el preciado recuerdo de Pavel que ella lleva dentro. Ahora vuelve a ser la de siempre.
—A los animales no les cuesta ningún trabajo morir —dice con dulzura—. Tal vez deberíamos aprender de ellos la lección. Tal vez por eso están con nosotros en la tierra, para enseñarnos que vivir y morir no es tan difícil como nosotros pensamos.
Hace una pausa; prueba otra solución.
—Lo que más nos asusta de la muerte no es el dolor. Es el miedo de dejar atrás a los que nos aman, y de viajar solos. Pero no es así, no es tan simple. Cuando nos morimos, nos llevamos a los seres queridos en nuestro corazón. Por eso, Pavel te llevó consigo cuando se murió, y me llevó a mí consigo, y también a tu madre. Aún nos lleva dentro a todos. Pavel no está solo.
Ella, todavía con aire perezoso, abstraído, insiste.
—No estaba pensando en Pavel.
Se siente intranquilo; sigue sin entender, aunque ha de pasar un momento más hasta darse cuenta de qué modo tan absoluto sigue sin entender.
—Entonces, ¿en quién estás pensando?
—En la chica que estuvo el sábado aquí.
—No sé de qué chica me hablas.
—La amiga de Sergei Gennadevich.
—¿La finesa? ¿Lo dices porque la trajeron los policías? ¡No tienes que preocuparte por eso! le toma de la mano y le da unas palmaditas con las que quiere sosegarla—. ¡No se va a morir! ¡Los policías no matan a nadie! Como mucho, la obligarán a volver a Karelia. Tal vez la tengan una temporada en prisión, pero nada más.
La niña retrae la mano y se vuelve de cara a la pared. Él empieza a percatarse de que tal vez ni siquiera ahora haya entendido nada; tal vez ella no le pide que la sosiegue, ni que alivie sus miedos infantiles, tal vez, mediante un rodeo, esté intentando decirle algo que él no sabe.
—¿Te da miedo que la ejecuten? ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Es por algo que ella hizo y que tú sabes?
La niña asiente con la cabeza.
—Pues entonces me lo tienes que decir. No puedo adivinarlo yo solo.
—Todos han jurado que nunca los apresarán. Todos han jurado que antes se quitarán la vida.
—Es muy fácil hacer esos juramentos, Matryosha, pero mucho más difícil es cumplirlos a rajatabla, sobre todo si tus amigos te han dejado en la estacada y tienes que velar por ti misma. La vida es algo precioso, y ella tiene todo el derecho del mundo a conservarla a toda costa, así que no le eches la culpa.
La niña rumia un rato la respuesta, jugando abstraída con las sábanas. Cuando habla, lo hace en un murmullo y con la cabeza inclinada hacia la pared, de modo que él apenas entiende lo que dice.
—Le di un veneno.
—¿Que le diste el qué?
Ella se aparta el pelo de la cara, y él ve qué es lo que estaba ocultando: la más leve sonrisa.
—Veneno —dice con la misma suavidad—. ¿Duele el veneno?
—¿Y cómo lo hiciste? —pregunta él para ganar tiempo, mientras la mente se le dispara.
—Cuando le di un trozo de pan. No lo vio nadie.
Rememora la escena que de forma tan extraña le afectó: aquella reverencia a la antigua usanza, la ofrenda de comida a la prisionera.
—¿Y ella lo sabía? —musita con la boca seca.
—Sí.
—¿Estás segura? ¿Seguro que sabía qué era?
Asiente. Al recordar qué rígida, qué desagradecida estuvo la finesa en aquel momento, no duda más de ella.
—Pero ¿cómo encontraste tú el veneno?
—Lo dejó Sergei Gennadevich para ella.
—¿Qué más cosas dejó?
—La bandera.
—¿La bandera y qué más?
—Algunas otras cosas. Me pidió que se las guardase.
—Enséñamelas.
La niña se levanta como puede; se arrodilla, busca a tientas entre los muelles del somier y saca un envoltorio de lienzo. Lo abre sobre la cama. Un revólver americano y cartuchos. Panfletos. Un monedero de algodón con un largo cordel de cierre.
—El veneno está ahí —dice Matryona.
Afloja el cordel y vierte el contenido: tres cápsulas de cristal que contienen un fino polvo de color verdoso.
—¿Esto es lo que le diste?
Asiente.
—Tenía que haber llevado uno igual atado al cuello, pero se olvidó—hábilmente se cuelga el cordel del cuello, de modo que el monedero le cuelga entre los senos, como un medallón—. Si lo hubiese llevado, nunca la habrían detenido.
—Así que le diste una de estas...
—Ella la necesitaba para cumplir su juramento. Haría cualquier cosa por Sergei Gennadevich.
—Puede ser. Eso es lo que dice Sergei Gennadevich, desde luego. Sin embargo, si no le hubieses dado el veneno, le habría sido más fácil incumplir la promesa que le hizo a Sergei Gennadevich y que tan difícil es de cumplir, ¿no?
Ella arruga la nariz: es un gesto que él ha terminado por reconocer. Se siente arrinconada, y eso no le gusta. No obstante, él sigue adelante.
—¿No te parece que Sergei Gennadevich se toma demasiadas libertades cuando se trata de la muerte de los demás? ¿Te acuerdas del mendigo al que mataron? Pues lo mató Sergei Gennadevich, o al menos le dijo a alguien que lo matase, y esa otra persona le obedeció, igual que tú le has obedecido.
Vuelve a arrugar la nariz.
—¿Por qué? ¿Por qué quería matarlo?
—Supongo que por enviar un mensaje al resto del mundo: que él, Sergei Gennadevich Nechaev, es un hombre con el cual no se juega. Si no, habrá sido para comprobar solamente si la persona a la que ordenó que lo matara le obedecía o no. No lo sé. Yo no veo lo que hay en el fondo de su corazón, y tampoco quiero seguir mirando.
Matryona se queda pensativa.
—A mí no me gustaba —dice por fin—. Olía a pescado que apestaba.
Él la mira sin parpadear, y ella le sostiene la mirada con todo candor.
—Pero a ti en cambio sí te gusta Sergei Gennadevich.
—Sí.
Lo que aspira a preguntar, lo que no se atreve a preguntar, es esto otro: ¿le amas? ¿Harías cualquier cosa por él? Pero ella entiende perfectamente lo que él querría decir, y ya le ha dado su respuesta. Así pues, no queda más que una pregunta por formular.
—¿Más que a Pavel?
Titubea. La ve sopesarlos a los dos, los dos amores, uno en la mano derecha, otro en la izquierda, como si fueran manzanas.
—No —dice por fin con lo que para él no puede ser más que gracia—. Todavía me gusta Pavel más.
—Es porque no podrían ser más diferentes entre sí, ¿a que no? Se parecían como un huevo a una castaña.
—¿Un huevo a una castaña? —a ella le hace gracia la idea.
—Es una manera de hablar. Como un caballo y un lobo. Como un ciervo y un lobo.
Ella considera la nueva semejanza, aunque con recelo.
—A los dos les gusta pasarlo bien... Les gustaba —corrige, patinando en el verbo.
Él niega con un gesto.
—No, en eso te equivocas. En Sergei Gennadevich no hay ánimo de pasarlo bien. Sí que tiene espíritu, un espíritu seguramente único, pero no es un espíritu amigo de la diversión —se acerca más a ella, le aparta el mechón de negros cabellos que le oculta la cara, le acaricia la mejilla. Escúchame, Matryosha. Esto no se lo puedes ocultar a tu madre dice, señalando los mortíferos instrumentos—. Yo me desharé de ellos, igual que me deshice del vestido. No importa lo que diga Nechaev; no los puedes guardar aquí. Es demasiado peligroso. ¿Lo entiendes?
Se le entreabren los labios, le tiemblan las comisuras de la boca. Se va a echar a llorar, piensa él. Pero nada de eso. Cuando levanta los ojos, él se siente envuelto por una mirada a un tiempo despectiva y descarada. Ella le aparta la mano con la que le acariciaba la mejilla.
—¡No! dice él. La sonrisa que ostenta la niña es hiriente, provocativa. Pasa entonces el encantamiento y vuelve a ser una niña igual que antes, confundida, avergonzada.
Es imposible que lo que acaba de ver haya ocurrido de veras. Lo que ha visto no procede del mundo que él conoce, sino de otra existencia. Es como si por vez primera hubiese estado presente y consciente durante un episodio, de modo que por vez primera sus ojos han estado abiertos hacia donde está cuando sufre el ataque. En rea-lidad, tiene que preguntarse si episodio sigue siendo la palabra más adecuada, y preguntarse después si la palabra no habrá sido siempre posesión, averiguar si todo lo que durante los últimos veinte años se ha dado bajo el nombre de episodio no habrá sido un mero presentimiento de lo que ahora está ocurriendo, el temblor violento y el baile del cuerpo, un dilatado preludio de un temblor del alma.
La muerte de la inocencia. Jamás, en toda su vida, se ha sentido tan solo. Es como un viajero en medio de una vasta llanura. Allá arriba se amontonan nubes de tormenta; los relámpagos refulgen en el horizonte; las tinieblas se multiplican pliegue tras pliegue. No hay re-fugio; si alguna vez tuvo un destino al que llegar, hace mucho que lo ha perdido; cuando más se agolpan las nubes, más pesadas se tornan. ¡Qué reviente!, implora: ¿qué sentido tiene aplazarlo más?
Son las seis y las calles aún están llenas cuando se apresura con el paquete encima. Por la calle Gorojovaya llega al Canal de Fontanka y se apiña entre todos los viandantes que cruzan el puente. A medio camino se detiene y se asoma por el pretil.
El agua está helada al menos en la superficie; no corre más que una hilacha por el centro. ¡Qué amasijo tiene que haber bajo el hielo, en el lecho del canal! Con el deshielo, en primavera, se podría agavillar una auténtica cosecha de culpables secretos: cuchillos, hachas, ropas ensangrentadas. Cosas peores. Es fácil matar el espíritu, pero más difícil es deshacerse de lo que queda después. El entierro y sus ensalmos se dirigen, la verdad sea dicha, no al alma, sino al cuerpo obstinado, y lo conjuran para que no se levante, para que no regrese.
De ese modo, con cautela, como un hombre que sondea su propia herida, readmite a Pavel en sus pensamientos. Bajo su manta de tierra y de nieve, en la isla de Yelagin, Pavel, sin apaciguar aún, sigue existiendo con terquedad. Pavel se tensa para aguantar el frío, los eones que debe aguantar hasta el día de la resurrección, cuando los sepulcros se abran de cuajo y bostecen las tumbas, apretando los dientes de su cráneo pelado, soportando lo que ha de soportar hasta que brille el sol sobre él y pueda distender sus miembros tensados. ¡Pobre niño!
Una joven pareja se ha detenido a su lado; el hombre rodea a la mujer con el brazo por los hombros. Se aleja poco a poco de ellos. Bajo el puente, el agua negra corre perezosamente, lamiendo una caja de madera rota y festoneada de carámbanos. Sobre el pretil acuna el paquete de lienzo sujeto a un cordel. La muchacha lo mira, pero aparta la mirada. En ese instante da un codazo al paquete.
Cae sobre el hielo a un lado del canal, y ahí queda quieto, a la vista de todo el mundo.
No puede creer lo que ha ocurrido. Está directamente encima del canal, pero le ha salido mal. ¿Será un truco de la perspectiva? ¿Habrá objetos que no caigan en vertical?
—Ahora sí que se ha metido en un buen lío oye decir a una voz a su izquierda. Un hombre con gorra de obrero, viejo, de barbas grises, le dedica una ancha sonrisa. ¡Qué rostro demoníaco!. No se podrá pisar el hielo al menos hasta dentro de una semana, creo yo. ¿Qué piensa hacer, eh?
Es el momento perfecto para un acceso, piensa. Será la gota que colme el vaso. Se ve a sí mismo en plena convulsión, soltando espumarajos por la boca; ve la multitud que se congrega a su alrededor, ve al de las barbas grises señalar, en beneficio de todos, en dónde está la pistola posada sobre el hielo. Un acceso igual que un rayo del cielo, caído para abatir al pecador. Pero ese rayo no llega.
—¡Ocúpese de sus asuntos, amigo! susurra. Y se marcha a buen paso.
18
EL DIARIO
Es la tercera vez que se sienta a leer los papeles de Pavel. No logra saber qué es lo que tanto dificulta la lectura, pero su atención oscila entre el sentido de las palabras y las palabras mismas, va de las letras sobre el papel al trazo de la pluma, de los movimientos de la mano a las sombras que ha dejado la presión de los dedos. Hay momentos en los que cierra los ojos y se lleva la página a los labios. Querido: cada arañazo que hay sobre ese papel me es queridísimo, se dice.
Pero en su reluctancia hay algo más. Hay algo que afea su intrusión en las cosas de Pavel; hay algo sin duda obsceno en el Nachlass de un niño.
El cuento siberiano de Pavel está echado a perder, para su sensibilidad, quizá para siempre, por el ridículo de Maximov. No puede alegar ya que el estilo no sea juvenil, ni ignorar tampoco que carece de originalidad. Y, sin embargo, ¡qué poco costaría insuflarse algo de vida! Le invade una comezón por tomar la pluma y retocarlo, por tachar los largos pasajes sentimentales o doctrinales, por añadir esos toques que le darán vida propia, que está pidiendo a gritos. El joven Sergei es un personaje relamido, convencido de estar en posesión de la verdad, del cual conviene distanciarse si se trata de verlo desde un prisma más humorístico, sobre todo en la solemne disciplina que impone a su propio cuerpo. Hasta donde a él se le alcanza, lo que le hace tan atractivo a ojos de la muchacha campesina difícilmente puede ser la promesa de una vida conyugal (una dieta de pan y cebolla, desnudos tablones para dormir), y sí su aire de estar presto para afrontar un destino misterioso. ¿De dónde sale esa idea? De Chernishevski, desde luego, pero también de más allá de Chernishevski: de los Evangelios, de Jesucristo, de una imitación de Cristo tan obtusa y tan pervertida a su manera como lo es la del ateo Nechaev, que reúne a una banda de discípulos y les ordena cumplir sus encargos homicidas. Un flautista con una piara de cerdos que bailan pegados a sus talones. «Hará cualquier cosa por él», dijo Matryona de Katri, la cerda de la piara. Cualquier cosa, soportar cualquier humillación, la muerte incluso. Han quemado toda vergüenza, todo el respeto que una persona se debe a sí misma. ¿Qué pasó entre Nechaev y sus mujeres en el cuarto de arriba del taller de Madame La Fay? ¿Y Matryona? ¿No estaba siendo también adiestrada para ingresar en su harén?
Cierra el manuscrito de Pavel y lo deja a un lado. Si empezara a escribir sobre esas páginas, con toda certeza lo convertiría en una abominación.
Luego está el diario. Al hojearlo, se fija por vez primera en un rastro de marcas a lápiz, nítidas señales que no son de Pavel, y que por tanto solo pueden ser de Maximov. ¿A quién están destinadas? Lo más probable es que sean para el copista; sin embargo, en su situación solo puede tomarlas como indicaciones destinadas a él.
«Hoy vi a A.», dice la entrada señalada del 11 de noviembre de 1868, hace casi un año exactamente. 14 de noviembre: una críptica «A». 20 de noviembre: «A. en casa de Antonov». Todas las referencias a «A», de aquí en adelante, están marcadas.
Vuelve atrás las páginas. La primera «A» es del 6 de junio, si se exceptúa la entrada del 14 de mayo, en donde dice «Larga conversación con —», que lleva una marca a lápiz y un signo de interrogación en el margen.
14 de septiembre de 1869, un mes antes de su muerte: «Esbozo de un relato (la idea es de A.). Una verja cerrada, fuera de la cual nos encontramos: llamamos a gritos, aporreamos los portones para que nos dejen entrar. Cada tantos días se abre una rendija y un guardia llama a uno de nosotros para que entre. El elegido es despojado de todo lo que tiene, incluso de sus ropas. Se convierte en un siervo, aprende a reverenciar a sus amos, a hablar siempre en voz baja. Como siervos, eligen a los que consideran más dóciles, más fáciles de domesticar. A los fuertes les impiden el paso.
»Tema: extender el espíritu entre los siervos. Primero murmullos, luego ira, ánimo rebelde; por último, unir las manos, pronunciar un voto de venganza. Se cierra con un anciano y fiel criado, de cabellos blancos, con aire de abuelo, que viene con un candelabro para "aportar su granito de arena" (eso dice él) y prender fuego a los cortinajes.»
Es una idea para una fábula, para una alegoría, no para un relato. Carece de vida propia, de centro. De espíritu.
6 de julio de 1869: «En el correo, diez rublos de la Snitkina por mi onomástica (aunque tarde), con orden expresa de no decirle nada al Amo».
«La Snitkina»: Anya, su esposa. «El Amo»: él mismo. ¿A eso se refería Maximov cuando le avisó de que algunos pasajes iban a hacerle daño? En tal supuesto, Maximov debería haber sabido que esa es una flecha de pigmeo. Aún puede aguantar más, mucho más.
Pasa las páginas hacia atrás, hacia los primeros días.
26 de marzo de 1867: «Tropecé anoche, en plena calle, con EM. Estuvo huidizo (¿habría estado con una puta?), así que hube de fingir que estaba más borracho de lo que en realidad estaba. "Guió mis pasos hacia casa" (le encanta jugar al padre que perdona al hijo pródigo), me tendió en el sofá como si fuese un cadáver y tuvo con la Snitkina una larga pelea en susurros. Yo había perdido los zapatos (tal vez los había regalado, no sé). Terminó como F. M. en mangas de camisa, intentando lavarme los pies. Todo muy deplorable. Esta mañana dije a la S. que por fuerza he de vivir por mi cuenta; le pedí que a toda costa intentase que él diera su brazo a torcer, que utilizara todas sus artimañas. Pero le tiene demasiado miedo».
¿Doloroso? Sí, sin duda que hacen daño: está conforme con Maximov. Pero si hay algo que pueda convencerle de que abandone la lectura, no es el dolor, sino el miedo: miedo, por ejemplo, de que la confianza que tiene en su esposa salga minada. Miedo, también, de su confianza en Pavel.
¿Para quién fueron pergeñadas estas malhadadas páginas? ¿Las escribió Pavel pensando en los ojos de su padre, para morir después y dejar sus acusaciones sin respuesta posible? No, claro que no: ¡qué demente es pensar en eso! Es más bien como una mujer que escribe a un amante, solo que con la figura familiar y fantasmal de su marido leyendo lo que escribe por encima del hombro. Cada palabra tiene un doble sentido: para uno, la pasión y la promesa de la entrega; para el otro, la súplica, el reproche. Una escritura dividida, obra de un corazón dividido. ¿Se habrá dado cuenta Maximov?
2 de julio de 1867, tres meses después: «¡Liberación de los siervos! ¡Por fin libre! Me despedí de EM. y de su novia en la estación de ferrocarril. Luego, de inmediato, me presenté en este imposible alojamiento en que me ha metido (mi propia taza, mi propio servilletero, toque de queda a las diez y media). V. G. ha prometido que me puedo quedar con él hasta que encuentre otro sitio mejor. Tengo que convencer al viejo Maykov de que me dé a mí el dinero para pagar directamente la pensión».
Vuelve las páginas adelante y atrás algo distraído. El perdón: ¿es que no hay una sola palabra de perdón, por ambigua que sea, por disimulada que esté? Será imposible vivir los días que le queden con un niño en su interior, un niño cuya última palabra no ha sido de perdón.
Dentro del cofre de plomo, un cofre de plata. Dentro del cofre de plata, un cofre de oro. Dentro del cofre de oro, el cadáver de un joven vestido de blanco, con las manos cruzadas sobre el pecho. Entre sus dedos, un telegrama. Observa el telegrama hasta que se le va la vista, buscando la palabra perdón que no figura. El telegrama está escrito en hebreo, en arameo, en unos símbolos que nunca había visto.
Alguien llama a la puerta. Es Anna Sergeyevna, viene con su ropa de calle.
—Quiero darle las gracias por cuidar de Matryona. ¿Le ha causado alguna molestia?
Le cuesta un instante recogerse, recordar que ella no sabe nada del abominable uso que Nechaev ha hecho de la niña.
—No, en modo alguno. ¿Qué tal se encuentra?
—Está durmiendo, no quiero despertarla.
Ella se fija en los papeles extendidos sobre la cama.
—Veo que después de todo ha decidido usted leer los papeles de Pavel. No le interrumpo más.
—No, no se vaya. No es una tarea precisamente grata.
—Fiodor Mijailovich, permítame que se lo ruegue otra vez: no lea cosas que no fueron escritas para usted. Solo conseguirá hacerse daño.
—Ojalá pudiera seguir su consejo. Por desgracia, no es esa la razón por la que estoy aquí. No he venido para ahorrarme el daño. Estaba repasando el diario de Pavel, y he topado con un incidente que recuerdo demasiado bien, un incidente que ocurrió hace dos años. Es muy esclarecedor verlo ahora con los ojos de otro. Pavel volvió a casa en plena noche, sin tener ningún dominio de sí mismo. Había bebido en abundancia. Lo desvestí y me llamó la atención una cosa que hasta entonces me había pasado desapercibida: qué pequeñas tenía las uñas de los pies. Era como si no le hubiesen crecido desde que era niño. Tenía los pies anchos, carnosos, imagino que como su padre, pero con unas uñas muy pequeñas. Había perdido los zapatos, o puede que se los hubiese regalado a alguien. Tenía los pies como dos témpanos de hielo.
Pavel descalzo y sin rumbo por las calles, pasada la me-dianoche: un ángel perdido, un ángel imperfecto, uno de los parias de Dios. Tenía los pies de un hombre hecho a caminar, de un hombre hecho a hollar nuestra gran madre tierra: los pies de un campesino, no de un bailarín.
Luego, ya tumbado en el sofá, con la cabeza dándole vueltas, se vomitó encima, manchándose la ropa.
—Le di un par de botas viejas y lo vi marcharse por la mañana, de muy mal humor, con las botas en la mano. Y eso fue todo, pensé yo. Estaba en una edad difícil, claro; tendría dieciocho, diecinueve años, es difícil para todos, incluso cuando están ya bien crecidos, pero aún no pueden marcharse del nido. Tienen todo el plumaje, pero aún no saben volar. Comen a todas horas, siempre tienen hambre. Me recuerdan a los pelícanos: son desgarbados, son las aves más feas, hasta que por fin despliegan sus grandes alas y despegan del suelo.
»Por desgracia, no es así como recordaba Pavel aquella noche. En su relación no se dice nada de aves ni de ángeles. No se habla del cuidado que dan los padres a sus hijos. Ni se menciona el amor paterno.
—Fiodor Mijailovich, no va a conseguir nada por más que siga lacerándose de este modo. Si no está dispuesto a quemar esos papeles, al menos ciérrelos un tiempo bajo llave, vuelva a mirarlos cuando haya hecho las paces con Pavel. Escúcheme, haga lo que le digo. Es por su propio bien.
—Gracias, mi querida Anna. Escucho sus palabras, me llegan al corazón. Pero cuando le hablo de ahorrarme el daño, cuando le hablo del porqué estoy aquí, no me refiero a esta vivienda, ni tampoco a Petersburgo. Lo que quiero decir es que no estoy aquí en Rusia, en estos tiempos que corren, para llevar una vida libre de daño. Se me exige vivir... ¿Cómo llamarlo? ¿Una vida rusa? Una vida dentro de Rusia, o con Rusia bien dentro de mí, sea lo que sea Rusia. No es un destino del que me pueda evadir.
»Lo cual no significa que pregone a los cuatro vientos la importancia que tiene. No es la mía una vida que soporte un examen detenido. De hecho, no es del todo una vida, sino más bien un precio, una moneda. Es algo que pago por escribir. Eso es lo que Pavel no entendió nunca: que yo también pago.
Ella frunce el ceño. El entiende ahora de dónde saca Matryona el amaneramiento. Qué poca paciencia cuando se trata de desgarrarse las entrañas. Bien, ¡pues merece todos los honores por eso mismo! En Rusia hay demasiada afición a desgarrarse las entrañas.
No obstante, yo también pago: lo diría otra vez si ella sufriese al oírlo. Lo diría otra vez, y diría más. Pago y vendo: esa es mi vida. Vendo mi vida, vendo la vida de los que me rodean, los vendo a todos. Soy un Yakovlev que comercia con las vidas de todos. La finesa, a fin de cuentas, tenía razón: un Judas, no un Jesús. La vendo a usted, vendo a su hija, vendo a todos los seres que amo. Vendo vivo a Pavel y ahora venderé al Pavel que llevo dentro, si encuentro la manera de hacerlo. Espero encontrar también la manera de vender a Sergei Nechaev.
Una vida sin honor: traición sin límites, confesiones sin fin.
Ella interrumpe sus pensamientos.
¿Todavía tiene previsto marcharse?
—Sí, por supuesto.
—Se lo pregunto porque hay una persona interesada por el cuarto. ¿Adonde piensa ir?
—Primero, a ver a Maykov.
—Pensé que había dicho que no podía ir a verlo.
—Él me prestará dinero, eso es seguro. Le diré que lo necesito para volver a Dresde. Luego encontraré algún otro sitio donde quedarme.
—¿Por qué no regresa a Dresde? ¿No resolvería así todos sus problemas?
—La policía aún tiene confiscado mi pasaporte. Y existen otras consideraciones.
—Se lo digo porque seguramente usted ha hecho todo lo posible. Seguramente, en Petersburgo ya solo puede perder el tiempo.
¿Es que no ha oído lo que él acaba de decir? ¿O es que intenta provocarle? Se pone en pie, recoge los papeles, se vuelve hacia ella.
—No, mi querida Anna, no estoy perdiendo el tiempo, ni mucho menos. Tengo toda clase de razones para seguir aquí. No hay en el mundo nadie que tenga más razones. Y seguro que en el fondo de su corazón usted lo sabe.
Ella sacude la cabeza.
—No, no lo sé— murmura, aunque es la voz de una persona lista para que la contradiga el otro.
—Hubo un tiempo en que estuve convencido de que usted podría conducirme hasta Pavel. Me imaginé que iríamos los dos en una barca, usted en la proa, pilotando entre la neblina. Esa imagen era tan clara como la vida misma. Puse en usted toda mi confianza.
Ella vuelve a sacudir la cabeza.
—Tal vez me equivocase en los detalles, pero el sentimiento no era equivocado. Desde el principio tuve ese sentimiento hacia usted.
Si ella quisiera detenerlo, tendría que detenerlo ahora. Pero no lo hace. Parece en cambio: beber sus palabras tal como bebe agua una planta. ¿Y por qué no?
—Nos lo pusimos muy difícil los dos, yendo tan deprisa... a donde llegamos tan deprisa—sigue.
—Yo también tuve la culpa— apostilla ella. Pero ahora no quiero hablar de eso.
—Ni yo. Déjeme decir tan solo que durante esta semana pasada he terminado por comprender cuánto significa para nosotros la fidelidad, para los dos. Hemos tenido que recuperar nuestra fidelidad. ¿Me equivoco?
La examina con gran atención, pero ella solo espera a que él diga más: espera a estar segura de lo que significa la fidelidad.
—Quiero decir, por su parte, la fidelidad hacia su hija. Por la mía, claro está, la fidelidad hacia mi hijo. No podemos amar mientras no contemos con sus bendiciones. ¿Me equivoco?
Aunque sabe que ella está de acuerdo, aún no va a decir palabra. Contra esa suave resistencia sigue presionando.
—Me gustaría tener un hijo suyo.
Ella se sonroja.
—¡Qué disparate! Ya tiene una esposa y una hija.
—Son de otra familia. Usted es de la familia de Pavel, igual que Matryona. Las dos lo son, y yo también soy de la familia de Pavel.
—No entiendo qué quiere decir.
En el fondo, sí que lo entiende.
—¡En el fondo, no lo entiendo! ¿Qué es lo que está proponiendo? ¿Que críe a un niño cuyo padre vivirá en el extranjero, y que quizá me envíe un dinero por correo? ¡Es absurdo!
—¿Por qué? Usted cuidó de Pavel.
—¡Pavel era un inquilino, no era un niño!
—No tiene que tomar aún ninguna decisión.
—Pero pienso decidirlo ahora mismo. ¡De ninguna manera! Ya sabe cuál es mi decisión.
—¿Y si estuviese embarazada?
Ella se enoja.
—¡Eso no es asunto suyo!
—¿Y si yo no regresara a Dresde? ¿Y si me quedase aquí y enviase en cambio el dinero a Dresde?
—¿Aquí? ¿En el cuarto que me sobra? ¿En Petersburgo? Pensé que la razón por la cual no puede quedarse en Petersburgo es que sus acreedores terminarán por meterlo en la cárcel.
—Puedo saldar mis deudas. Me bastaría con un solo éxito.
Ella se echa a reír. Es posible que esté enojada, pero no ofendida. A ella le puede decir lo que sea. ¡Qué contraste con Anya! Con Anya correrían las lágrimas, atronarían los portazos, le haría falta una semana de súplicas para gozar otra vez de su favor.
—Fiodor Mijailovich—dice ella, mañana despertará y no recordará ni palabra de todo esto. No fue más que una idea descabellada. No la ha pensado a fondo ni por un instante.
—Tiene toda la razón. Así se me ha ocurrido. Y por eso tengo confianza en esa idea.
No se entrega a sus brazos, pero tampoco lo rechaza bruscamente.
—¡Eso es bigamia! —dice suavemente, en tono de burla, y de nuevo se estremece al reír. Luego, en un tono más pausado, añade: ¿Le gustaría que viniese esta noche con usted?
—No hay en el mundo nada que desee tanto.
—Pues ya veremos.
A media noche regresa.
—No puedo quedarme dice, pero ya está cerrando la puerta a sus espaldas.
Hacen el amor como si pendiera sobre ellos una sentencia de muerte, absortos, embebidos. Hay momentos en que él no sabe quién es quién, quién el hombre, quién la mujer; momentos en que son como esqueletos, ensambladuras de huesos y ligamentos apretados uno contra el otro, la boca contra la boca, el ojo contra el ojo, entrelazadas las costillas, enredados los huesos de las piernas.
Después, ella yace con él en la cama estrecha, apoyada la cabeza sobre su pecho, con una pierna montada grácilmente sobre las suyas. A él la cabeza le da vueltas dulcemente.
—¿Así que esto tenía por finalidad lograr el nacimiento del salvador? —murmura ella. Y como él no entiende, añade: Todo un río de simiente. Ya veo que querías estar bien seguro. La cama está empapada.
Esta blasfemia le interesa. Cada vez encuentra en ella algo nuevo y sorprendente. Es inconcebible que, si se va de Petersburgo, no regrese algún día. Es inconcebible que no la vuelva a ver.
—¿Por qué dices salvador?
—¿No es eso lo que habrá de hacer, salvarte, salvarnos a los dos?
—¿Cómo estás tan segura de que será un salvador?
—Ah, porque una mujer entiende estas cosas.
—¿Qué pensará Matryosha?
—¿Matryosha? ¿De un hermanito? No hay nada que le pueda complacer más. Podría ser su madrecita hasta saciar su corazón de contento.
Aparentemente, su pregunta es por Matryosha, pero en realidad no es más que la versión desviada de otra pregunta, una pregunta que no llega a formular, porque ya conoce la respuesta. Pavel no dará la bienvenida a un hermano. Pavel lo agarraría del pie y estamparía los sesos contra la pared. Para Pavel nunca sería un salvador, sino un farsante, un usurpador, un taimado diablillo vestido de carne regordeta de bebé. ¿Y quién podría jurar que se equivocaba?
—¿Siempre lo saben las mujeres?
—¿Quieres decir si sé con seguridad si estoy preñada? No te preocupes, no pasará —y añade—: Si me quedo un poco más, me quedaré dormida.
Arroja a un lado la ropa de cama y pasa por encima de él. A la luz de la luna encuentra sus ropas y se viste.
Él siente una especie de aguijonazo. Se revuelven los recuerdos de antiguas sensaciones; el joven que hay en él, que todavía no ha muerto, intenta hacerse oír; el cadáver que hay en él aún no está enterrado. Muy poco le falta para caer a plomo y enamorarse de un modo tal que no habría reservas de prudencia suficientes para salvarle. De nuevo el vértigo, la enfermedad o una versión distinta.
Ese impulso es fuerte, pero al final remite. Es fuerte, aunque no lo suficiente. Nunca volverá a ser lo bastante fuerte, a menos que encuentre una muleta en alguna parte.
—Ven un momento —le susurra.
Ella se siente en la cama; él le toma la mano.
—¿Puedo hacer una sugerencia? No creo que sea buena idea que Matryosha se relacione con Sergei Nechaev y con sus amigos.
Ella retira la mano.
—Pues claro que no. Pero ¿a qué viene eso ahora? —su voz es fría, cortante.
—Es que no creo que sea bueno dejarla sola en casa cuando él puede venir de visita.
—¿Qué estás proponiendo?
—¿No puede pasar el día abajo, con Amalia Karlovna, hasta que tú regreses a la casa?
—Es mucho pedirle a una anciana que cuide de una niña enferma, sobre todo si se piensa que Matryosha y ella no se llevan nada bien. ¿Por qué no es suficiente con decirle a Matryosha que no abra la puerta a ningún desconocido?
—Porque no te das cuenta del alcance que tiene aquí el poder de Nechaev sobre ella.
Anna se levanta.
—Esto no me gusta dice. No veo por qué hemos de hablar de mi hija en plena noche.
El ambiente entre ellos dos es de pronto más glacial que nunca.
—¿Es que no puedo ni decir su nombre sin que te vuelvas tan irritable? —le pregunta ya desesperado—. ¿O es que piensas que sacaría este asunto a colación si su bienestar no me importase muchísimo?
Ella no contesta. La puerta se abre y se cierra.
19
LAS HOGUERAS
El salto de la intimidad renovada al renovado alejamiento, a la falta de afecto, lo deja perplejo y hundido en la melancolía. Se debate entre el ansia de hacer las paces con esa mujer difícil, susceptible, y la exasperada urgencia de lavarse las manos no solo para desentenderse de una historia que no guarda la menor compensación, sino también de una ciudad de luto, de duelo y de intrigas, con la que ya no percibe ningún lazo vivo que le una.
Trastabilla. ¡Pavel!, susurra al intentar recuperar el equilibrio. Pero Pavel le ha soltado la mano, Pavel ya no lo salvará.
Se pasa la mañana encerrado, sentado con los brazos en torno a las rodillas, la cabeza inclinada. No está solo, aunque la presencia que siente en el cuarto no es la de su hijo. Es la de un millar de inicuos demonios que bullen en el aire como langostas recién sueltas de un tarro.
Cuando por fin se anima a levantarse, es solo para quitar las dos imágenes de Pavel, el daguerrotipo que se trajo de Dresde y el esbozo que dibujó Matryona, envolverlas cara a cara y guardarlas.
Sale a presentarse como cada día en la comisaría. A su vuelta, Anna Sergeyevna ya está en casa, horas antes que de costumbre, y en un cierto estado de agitación.
—Hemos tenido que cerrar la tienda —dice—. Durante todo el día ha habido escaramuzas entre los estudiantes y la policía. Sobre todo el barrio de Petrogradskaya, aunque también a este lado del río. Todos los comercios han cerrado; es demasiado peligroso andar por la calle. El sobrino de Yakovlev volvía del mercado con la carreta y le tiraron un adoquín sin motivo ninguno. Le dio en la muñeca; tiene muchos dolores, no puede mover los dedos, creen que se ha roto un hueso. Dice que los obreros se han sumado a las escaramuzas. Y los estudiantes han vuelto a prender hogueras.
—¿Podemos ir a verlo? —grita Matryona desde la cama.
—¡Pues claro que no, hija! Es peligroso. Además, sopla un viento helado.
No da el menor indicio de recordar lo ocurrido la noche anterior.
Él sale de nuevo, se refugia en un salón de té. En los periódicos no se dice nada de las escaramuzas en las calles, pero sí hay un recuadro que anuncia que, debido «a la extendida indisciplina entre el cuerpo estudiantil», la universidad permanecerá cerrada hasta nuevo aviso.
Son más de las cuatro. A pesar del viento cortante, se encamina al este, siguiendo la orilla del río. Todos los puentes están cortados; los gendarmes de uniforme azul cielo y casco con plumas montan guardia con las bayonetas caladas. En la orilla opuesta resplandecen las ho-gueras a la luz del crepúsculo.
Sigue el curso del río hasta llegar a ver de lejos los primeros almacenes saqueados y humeantes. Ha empezado a nevar; los copos de nieve se quedan en nada al contacto con las maderas calcinadas.
No cuenta con que Anna Sergeyevna vuelva a su lado. Pero lo hace, y con tan pocas explicaciones como antes. Como Matryona se encuentra en la habitación contigua, su furor al hacer el amor le sorprende por su intrepidez.
Sus jadeos y sus gritos solamente los sofoca a medias; no son ni han sido nunca sonidos de placer animal, según empieza a comprender, sino el medio que emplea para entrar en un trance erótico.
Al principio, su intensidad pasa por encima de él como un ciclón. Hay un largo trecho durante el cual pierde de nuevo el sentido y no sabe quién es él, quién es ella. Alrededor de ambos se cierra una incandescente esfera de placer; dentro de la esfera flotan como geme-los, girando lentamente.
Nunca ha conocido a una mujer que se entregue tan sin reservas a lo erótico. No obstante, cuando Anna alcanza el frenesí, él comienza a alejarse. Hay en ella algo que parece ir cambiando. Las sensaciones que en su primera noche juntos tenían lugar en las profundidades de su cuerpo ahora parecen emigrar hacia la superficie. De hecho, se está poniendo «eléctrica», como tantas otras mujeres que él ha conocido.
Ella ha insistido en dejar encendida la vela en la mesilla. A medida que se acerca al clímax, sus ojos oscuros lo miran a la cara con más y más atención, incluso cuando le tiemblan los párpados y comienza a estremecerse.
En un momento determinado musita una palabra que él solo entiende a medias.
—¿Qué? —le pregunta. Pero ella se limita a sacudir la cabeza de un lado a otro, con los dientes bien apretados.
A medias, sí, aunque sabe no obstante qué es: demonio. Es una palabra que él mismo emplea, aunque no puede creer que sea en el mismo sentido que le da ella. El demonio: ese instante en que se inicia el clímax y el alma se retuerce al salir del cuerpo para comenzar su espiral descendente hacia el olvido. Cuando agita la cabeza de lado a lado, con las mandíbulas bien prietas, no es difícil verla también a ella como si la poseyera el demonio.
Por segunda vez, e incluso con mayor ferocidad, se arroja a copular con él. Pero el pozo se ha secado, y bien pronto los dos lo saben.
—¡No puedo! —jadea ella al quedarse inmóvil. Con las manos levantadas y abiertas, yace como si se hubiera rendido. ¡No puedo seguir!
Comienzan a rodarle las lágrimas por las mejillas.
La vela arde intensamente. Él estrecha su cuerpo desmadejado. Las lágrimas le siguen brotando sin que haga nada por impedirlo.
—¿Qué sucede?
—No tengo fuerzas para seguir. He hecho todo lo posible, estoy agotada. Por favor, ahora déjanos en paz.
—¿Que os deje en paz?
—Sí, a nosotras, a las dos. Nos estamos ahogando bajo tu peso. No podemos respirar.
—Haberlo dicho antes. Yo había entendido las cosas muy de otro modo.
—No te echo la culpa. He intentado encargarme yo de todo, pero ya no puedo más. Me he pasado el día entero de pie, no dormí anoche, estoy agotada.
—¿Piensas que te he utilizado?
—Sí, bueno, no de esa manera, pero sí me utilizas como medio para llegar a mi hija.
—¡A Matryona! ¡Qué estupidez! No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Muy en serio. Es verdad, y cualquiera se dará cuenta. Me utilizas como medio para llegar a ella, y no lo puedo soportar. —Se sienta en la cama, cruza los brazos sobre los pechos desnudos y se balancea con tristeza de adelante hacia atrás. Estás poseído por algo que no alcanzo a comprender. Parece como que estás aquí, pero en realidad no lo estás. Yo estaba muy dispuesta a ayudarte, porque... Los hombros se le estremecen sin que pueda remediarlo. Pero ya no puedo más.
—¿Por Pavel?
—Sí, por Pavel, por lo que tú dijiste. Estaba dispuesta a intentarlo al menos. Pero me cuesta demasiado, me agota. Nunca habría llegado tan lejos, de no ser porque me daba miedo que utilizaras a Matryosha de la misma forma.
Él alza la mano y le cubre los labios.
—Baja la voz. Esa es una acusación terrible. ¿Qué es lo que te ha dicho la niña? Nunca le pondría un dedo encima, lo juro.
—¿Que lo juras? ¿Y por quién? ¿En qué, en quién crees tú como para ponerlo por testigo? De todos modos, no tiene nada que ver con que le pongas las manos encima, bien lo sabes. Y no me digas que me calle —aparta la ropa de cama y busca su bata. Tengo que estar sola; si no, me volveré loca.
Una hora más tarde, cuando está a punto de quedarse dormido, ella vuelve a su cama; viene con calor en la piel, se aferra a él, le entrelaza con las piernas.
—No tengas en cuenta lo que he dicho le dice. Algunas veces pierdo la razón y no soy la que soy, tienes que acostumbrarte a eso.
Él vuelve a despertar una vez más en plena noche. Aunque las cortinas están cerradas, el cuarto está iluminado como si hubiese luna llena. Se levanta y se asoma a la ventana. Las llamaradas se yerguen en la noche a menos de un kilómetro de distancia. Al otro lado del río, el incendio es tan enorme que podría jurar que nota el calor.
Vuelve a acostarse con Anna. Es así como los encuentra Matryona por la mañana: su madre, con el pelo revuelto, está profundamente dormida y abrazada por él, y ronca ligeramente; él acaba de abrir los ojos y ve a la niña muy seria en la puerta.
Una aparición que muy bien podría ser un sueño. Pero él sabe que no lo es. Ella lo ve todo, todo lo sabe.
20
STAVROGIN
Una nube de humo cubre la ciudad. Del cielo caen cenizas; hasta la nieve misma es gris en algunos sitios.
Pasa la mañana sentado a solas en el cuarto. Ahora ya sabe por qué no ha ido a la isla de Yelagin. Es porque teme encontrarse la tierra removida, la tumba abierta de cuajo como un bostezo, el cuerpo desaparecido. Un cadáver pésimamente enterrado; enterrado ahora dentro de sí, en su pecho, que ya no llora, que rezuma locura, que le susurra que caiga.
Está enfermo, y sabe cómo se llama su enfermedad. Nechaev, la voz de los tiempos que corren, la llama ánimo vengativo, pero existe un nombre más certero, menos grandilocuente: resentimiento.
Se le ofrece una elección. Puede ponerse a gritar en medio de su vergonzosa caída, batir los brazos como alas, invocar a Dios o a su esposa para que lo salven. Puede entregarse de lleno, rechazar el cloroformo del terror o de la inconsciencia, vigilar, verlo y oírlo todo en espera del momento que tal vez llegue, tal vez no —pues no está en su mano forzarlo—, en que de ser un cuerpo que se precipita en las tinieblas pase a ser un cuerpo en cuyo interior tenga lugar una caída en las tinieblas, un cuerpo que contiene su propia caída, sus propias tinieblas.
Si hay alguien a quien le haya sido prescrito vivir a despecho de la locura de nuestro tiempo, según dijo él mismo a Anna Sergeyevna, no es otro que él. No se trata de salir impune de la caída, sino de lograr lo que no logró su hijo: luchar contra las tinieblas sibilantes, absorberlas, hacer de ellas su medio; hacer de la caída un vuelo, aunque sea un vuelo tan lento, tan anciano, tan torpe como el de una tortuga. Vivir allí donde murió Pavel. Vivir en Rusia y oír cómo murmuran las voces de Rusia en su interior. Albergarlo todo dentro de sí: Rusia, Pavel, la muerte.
Eso es lo que dijo. Ahora bien: ¿era verdad, o era mera jactancia? La respuesta no importa, al menos mientras él no se eche atrás. Tampoco importa que hable de forma figurada, haciendo de su sórdida y despreciable enfermedad el malestar emblemático de la época en que vive. La locura está en él y él está en la locura; se piensan uno a la otra; lo que se llamen uno a otro, ya sea locura, epilepsia o venganza, no tiene la menor trascendencia. No reside en una casa de huéspedes de la locura, ni es Petersburgo una ciudad de locura. El loco es él; quien admita que él es el loco también está loco. De todo lo que dice, nada es verdad, nada es falso, nada es digno de confianza, nada se puede descartar. No hay nada a qué agarrarse; no hay nada que hacer, salvo precipitarse libremente.
Saca el recado de escribir que lleva en una caja de viaje y dispone los materiales. Ya no es cuestión de escuchar cómo le llama el niño perdido desde la corriente oscura, ya no es cuestión de ser fiel a Pavel cuando todos lo han abandonado. Ya no es cuestión de fidelidad. Muy al contrario, es cuestión de traiciones: en primer lugar, de traición al amor, y luego de traición a Pavel y a la madre, a la hija y a todos los demás. Perversión: todo, todos han de ser aprovechados de otro modo, deben ser sujetados por él, precipitarse con él.
Recuerda al ayudante de Maximov y la pregunta que le hizo: «¿Qué clase de libros escribe usted?». Sabe ahora qué debería haber contestado: «Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones más oscuros. Sigo la danza de la pluma».
En el espejo se ve de refilón inclinado sobre la mesa. En esa luz grisácea y sin lentes, podría confundirse con un desconocido; la barba oscura podría ser un velo, o una cortina de abejas.
Mueve la silla para no tener que verse en el espejo, pero persiste la sensación de que hay alguien más en el cuarto: si no es una persona de carne y hueso, es una figura de pega, un espantapájaros vestido con un traje viejo, con un saco de azúcar relleno en vez de la cabeza y un pañuelo sobre la boca.
Está distraído, irritado consigo por estar distraído. El espíritu mismo de la distracción mantiene al espantapájaros perversamente vivo, y su muda indiferencia frente a su irritación reduplica la irritación que siente.
Da la vuelta al cuarto, cambia la mesa de sitio por segunda vez. Se inclina sobre el espejo, examina los poros de su piel. No puede escribir; ni siquiera puede pensar.
Si no puede pensar siquiera, entonces, ¿qué? No ha olvidado al ladrón de noche. Si ha de salvarse, será gracias al ladrón de noche, por el cual ha de guardar constante vigilancia. Pero es obvio que el ladrón no vendrá hasta que el que vive en la casa lo olvide y se duerma. El que vive en la casa no puede estar vigilante de por vida, en todo momento; de lo contrario, la parábola no se cumplirá nunca. El que vive en la casa tiene que dormir; si tiene que dormir, ¿cómo puede Dios condenar su descanso? Dios ha de salvarlo, pues Dios no obra de otro modo. Sin embargo, atrapar a Dios en una red de razones es una provocación y una blasfemia.
Está en el viejo laberinto de siempre. Es la historia de su afición al juego, solo que relatada de otro modo. Juega porque Dios no habla. Juega para hacer hablar a Dios. Pero hacer hablar a Dios en vez de a una carta es una blasfemia. Solo cuando Dios está callado, solo entonces habla Dios. Cuando Dios parece hablar, es que Dios no dice nada.
Se pasa las horas sentado ante la mesa. No mueve la pluma. Intermitentemente vuelve el espantapájaros, ese arrugado, avejentado travestido de sí mismo. Está bloqueado, encarcelado.
Por tanto... Por tanto, ¿qué?
Cierra los ojos, se fuerza a mirar de frente esa figura, insiste hasta que se torna más clara. Sobre la cara aún lleva un velo que él parece incapaz de retirar. Eso es algo que solo podrá hacer la propia figura, y no lo hará antes de que se lo pida. Para pedírselo, por fuerza ha de saber su nombre. ¿Cómo se llama? ¿Es Ivanov? ¿Es Ivanov el oscuro, el olvidado, que está de vuelta? ¿O es Pavel? ¿Quién era el inquilino que ocupaba el cuarto antes que él? ¿Quién era P. A. I., dueño de la maleta? ¿Es esa P. la inicial de Pavel? ¿Era Pavel el verdadero nombre de Pavel? Si a Pavel lo llama por un nombre falso, ¿vendrá Pavel alguna vez?
En otro tiempo era Pavel el que se había perdido. Ahora es él quien está perdido, tan perdido que ni siquiera sabe cómo pedir ayuda.
Si suelta la pluma, ¿la empuñará esa figura que hay en el cuarto, se pondrá a escribir?
Piensa en Anna Sergeyevna, en lo que le dijo: Está usted de luto por sí mismo.
Las lágrimas que le ruedan por las mejillas son de una transparencia absoluta, y casi no saben a sal. Si se está obrando una purgación, lo que se purga es de una extraña pureza.
En definitiva, no le será dado devolver al muchacho muerto a la vida. En definitiva, si desea reunirse con él, tendrá que reunirse con él en la muerte.
Está la maleta. Está el traje blanco. En algún lugar aún debe existir el traje blanco. ¿Hay alguna forma, empezando por los pies, que lo lleve a construir el cuerpo dentro del traje, hasta que por fin le sea revelado el rostro, aunque sea el rostro bovino de Baal?
La cabeza de la figura al otro lado de la mesa es quizá demasiado grande, no mucho, pero más grande en todo caso de lo que debiera ser una cabeza humana. De hecho, en todas sus proporciones hay algo sutilmente erróneo. Hay algo excesivo en la figura.
Se pregunta si no estará aquejado de fiebre él también. Es una pena que no pueda llamar a Matryona para que le palpe la frente.
Por la figura no siente nada, nada en absoluto. Mejor dicho, siente a su alrededor un campo de indiferencia que tiene una fuerza tremenda, como un envoltorio tenebroso. ¿Será esa la razón de que no encuentre el nombre, y no porque el nombre esté oculto, sino porque la figura es indiferente a todos los nombres, a todas las pa-labras, a todo lo que de ella se pueda decir?
La fuerza tiene tal potencia que siente cómo le presiona, cómo choca con él cada onda silenciosa, unas tras otras.
La tercera prueba. Lo que le dijo a Anna Sergeyevna: he sido destinado a llevar una vida rusa. ¿Es así como se manifiesta Rusia, en esta fuerza, en estas tinieblas, en esta indiferencia por los nombres?
¿O es que el nombre que para él envuelven las tinieblas es el nombre del otro muchacho, del que él repudia, el nombre de Nechaev? ¿Es eso lo que ha de aprender, que a los ojos de Dios no existen diferencias entre ellos, Pavel Isaev y Sergei Nechaev, gorriones del mismo peso? ¿Es que va a renunciar al final a su fe en la inocencia de Pavel, es que va a reconocerlo al final como simple camarada y seguidor de Nechaev, como un joven inquieto que respondió sin reservas a todo lo que Nechaev le propuso, no solo la aventura de las conspiraciones, sino también el éxtasis del trato con la muerte, ese éxtasis que hincha el alma? Así como Nechaev odia a los padres y les ha declarado una guerra implacable, ¿habrá que dejar que Pavel lo siga?
Mientras se formula estas preguntas, mientras deja que Pavel pruebe por primera vez el odio y la sed de sangre, nota que algo se agita también en él: los arranques de una furia que contesta a Pavel, que contesta a Nechaev, que les contesta a todos. Padres e hijos: enemigos: enemigos hasta la muerte.
Así que sigue paralizado. Una de dos: o Pavel sigue estando con él, en él, niño encerrado en la cripta de su tristeza, llorando sin cesar, o suelta a Pavel en el torbellino de su ira contra las reglas de los padres. También puede soltar su propia rabia, como se suelta un genio de su lámpara, contra la impiedad y la ingratitud de los hijos.
Eso es todo lo que alcanza a ver: una elección que no es tal elección. No puede pensar, no puede escribir, no puede dolerse ni llorar más que por sí y para sí. Hasta que Pavel, el verdadero Pavel, venga a visitarlo sin que él lo evoque, será un prisionero en su propio pecho. Y no hay certeza de que Pavel no haya llegado ya en plena noche; no hay forma de saber si ha hablado ya.
A Pavel le es dado hablar solamente una vez. No obstante, no puede aceptar que no tendrá perdón por haber estado sordo, haberse dormido, haber sido un estúpido cuando fue pronunciada la palabra. Lo que por tanto espera oír es la segunda palabra de Pavel. Está absolutamente convencido de que no se merece una segunda palabra, de que no habrá una segunda palabra, pero cree con total convicción que esa segunda palabra ha de llegar.
Sabe que corre el peligro de jugárselo todo a la segunda oportunidad. Tan pronto haga su apuesta y lo fíe todo a la segunda oportunidad, habrá perdido la partida. Ha de hacer lo que no puede hacer de ninguna forma: resignarse a lo que haya de sobrevenir, ya sea palabra, ya sea silencio.
Teme que Pavel haya hablado. Cree que Pavel ha de hablar. Las dos cosas. El huevo y la castaña.
Ese es el ánimo con que está sentado ante la mesa de Pavel, con los ojos fijos en el fantasma que se halla frente a él, cuya atención no es menos implacable que la suya. Es el fantasma que a él le ha sido dado devolver a la vida.
No es Nechaev, eso ahora ya lo sabe. Es mayor que Nechaev. Tampoco es Pavel. Quizá sea Pavel, pero tal como podría haber llegado a ser un día, crecido y maduro hasta dejar muy atrás su juventud, hasta convertirse en uno de esos hombres apuestos y de rostro impávido a los que ningún amor alcanza a tocar, ya sea siquiera la adoración de una niña que hará lo que sea por él.
Es una visión que lo perturba. No es la verdad; aún no es la verdad. Pero de esa visión de Pavel, ya crecido hasta dejar atrás la niñez, el amor, y crecido no de forma humana, sino a la manera de un insecto que cambia por completo de forma en una determinada etapa de su evolución individual, de esa visión nota que le llega un es-tremecimiento. Encarar esa visión es como descender a las aguas del Nilo y encontrarse cara a cara con algo enorme, algo frío y gris, que tal vez en su día naciera de mujer, pero que con el paso de los siglos se ha convertido en piedra y no es de este mundo, sino algo que aturde y desbarata su capacidad de concepción.
También lo abruma Cristo en el Calvario, pero la figura que se halla ante él no es la de Cristo. En ella no detecta ni rastro de amor, sino que solo percibe la fría y sólida indiferencia de la piedra.
Esta presencia, tan gris, tan sin rasgos... ¿es eso lo que él ha de engendrar, es eso lo que debe recibir su carne, su sangre, su vida? ¿O es que acaso lo ha entendido mal, y lo ha entendido todo mal desde el principio? ¿No será más bien que es preciso dejar a un lado todo aquello que es, todo lo que ha llegado a ser, incluidos sus rasgos, y que vuelva a ser un recién nacido? ¿No es exactamente eso que tiene delante lo que engendra en realidad la vida? ¿No debe acaso entregarse a eso que tiene delante, para dejarse engendrar por ello?
Si así ha de ser, si esa es la verdad y si ese es el camino de la resurrección, está dispuesto a hacerlo. Lo dejará todo a un lado. Seguirá esa sombra y entrará desnudo como vino al mundo en las fauces del infierno.
Le viene de golpe una imagen de la que se ha defendido durante todo el último mes que ha transcurrido: Pavel, desnudo y destrozado y ensangrentado, en el depósito de cadáveres. También la semilla en su cuerpo está muerta, o está si no muriéndose.
Ya no hay nada que sea privado. Sin parpadear, al menos en la medida en que puede no parpadear, mira aquellas partes del cuerpo sin las que no puede engendrarse a un hijo. Y su mente regresa en el acto a la monstruosa deidad del museo de Berlín, empeñada en arrancar la semilla del cadáver, en salvarla.
Así es como por fin llega el momento, y la mano que empuña la pluma comienza a moverse. Pero las palabras que traza no son palabras de salvación. Por el contrario, hablan de moscas, o de una única mosca negra que zumba y rebota contra una ventana cerrada. Es cuando más aprieta el verano en Petersburgo, caluroso y pegajoso; de abajo, de la calle, sube el ruido, la música. En la habitación, una niña de ojos castaños y cabello lacio yace desnuda junto a un hombre. Los pies esbeltos de la niña apenas llegan hasta las pantorrillas del hombre, y la niña apoya la cara sobre su hombro, donde parece haberse acomodado y dormir como un bebé.
¿Quién es ese hombre? El cuerpo está formado con tanta perfección como el de un dios, pero desprende una frialdad tan marmórea que es imposible que una niña abrazada por él no se hiele hasta el tuétano de los huesos. En cuanto a la cara, la cara no ha de verse.
Se sienta con la pluma en la mano conteniéndose, procurando no caer en un descenso que lo lleve a las representaciones que no tienen lugar en este mundo, a punto de desmoronarse, encerradas en un instante en el que toda la creación yace abierta a sus pies, el momento en que él pierde pie y empieza a caer.
Es un momento del cual empieza a ser un refinado y voluptuoso conocedor. Y por eso habrá de condenarse.
Inquieto, se levanta. De la maleta toma el diario de Pavel y vuelve las páginas hasta la primera que está vacía, la página que el niño no llegó a emborronar porque había muerto. En esa página comienza por segunda vez a escribir.
En su escritura se encuentra en esta misma habitación, sentado ante la mesa, tal como ahora mismo está sentado. Pero la habitación es de Pavel, solamente de Pavel. Y él ha dejado de ser él: ya no es un hombre que vive el cuadragésimo noveno año de su vida. Por el contrario, es de nuevo un joven y tiene toda la arrogancia y la fuerza de la juventud. Lleva un traje blanco perfectamente cortado, a la medida, por el sastre. Es hasta cierto punto Pavel Isaev, aunque Pavel Isaev no es el nombre que se va a dar.
En la sangre de este joven, esta versión de Pavel, corre una sensación de triunfo. Ha atravesado las puertas de la muerte y ha regresado; ya nada puede tocarle. No es un dios, pero tampoco es humano. Está en cierto modo más allá de lo humano, más allá del hombre. No hay nada de lo que no sea capaz.
Mediante este joven, el edificio, con sus corredores malolientes y estancados, con sus ángulos ciegos, comienza a escribirse por sí solo: un edificio de Petersburgo, de Rusia.
Encabeza la página con mayúsculas bien perfiladas: LA VIVIENDA. Y escribe:
Duerme hasta bien tarde, rara vez se levanta antes de mediodía, cuando en la vivienda hace tanto calor que las sábanas están empapadas de sudor. Luego tropieza de camino al cuarto de aseo que hay en el rellano y se salpica la cara con el agua, se lava los dientes con el dedo y vuelve tropezando a la vivienda. Sin afeitar, con el cabello revuelto, despacha el desayuno que la casera le ha dejado (la mantequilla está ya derretida, las gachas de avena flotan en el cuenco de leche); se afeita y se pone la ropa interior del día anterior, la camisa del día anterior y el traje blanco (las arrugas del pantalón marcadas como cuchillos por haber pasado la noche planchadas bajo el colchón), y se humedece el cabello y se lo alisa; y así, una vez preparado para el día que le espera, pierde todo interés, pierde capacidad motriz: se sienta de nuevo ante la mesa aún ocupada por el desayuno y cae en una ensoñación, o bien se tumba a limpiarse las uñas con un cuchillo, a la espera de que algo suceda, o que la niña vuelva de la escuela a casa.
Si no, vaga por la vivienda, abre los cajones, toca todo lo que encuentra.
Halla una alacena en la que hay fotografías de su casera y su marido ya difunto. Escupe sobre el cristal y lo abrillanta con el pañuelo. Con brillantez, los dos se miran uno al otro en su minúscula prisión emparejada.
Hunde la cara en la ropa interior de ella. Percibe un vago olor a lavanda.
Está matriculado como estudiante en la universidad, pero no asiste a las clases. Se ha unido a un kruzhok, un círculo cuyos miembros experimentan el amor libre. Una tarde se lleva a una muchacha a su cuarto. Se le ocurre que debería cerrar la puerta con llave, pero no lo hace. La muchacha y él hacen el amor y luego se quedan dormidos.
Se despierta al oír un ruido. Sabe que alguien los observa.
Toca a la muchacha y esta se despierta. Los dos están desnudos, hermosos, en la flor de la juventud. Hacen el amor por segunda vez. En todo momento, él tiene en cuenta que la puerta se ha abierto solo una rendija y que la niña está mirando. Vive un intenso placer que por sí solo se comunica a la muchacha; nunca habían experimentado ninguno de los dos tan oscura dulzura.
Cuando después acompaña a casa a la muchacha, deja la cama sin hacer, de modo que la niña, si la explora, pueda familiarizarse con los olores del amor.
En lo sucesivo, todos los miércoles por la tarde, durante el resto del verano, se lleva a la muchacha a su cuarto, siempre a la misma muchacha. Cada vez, cuando llega el momento de despedirse, la vivienda parece desierta; cada vez, y él lo sabe, se ha colado la niña sigilosamente y los ha mirado o los ha escuchado, y ahora está oculta en algún rincón.
—Hazlo otra vez— susurrará la muchacha.
—¿Que haga el qué?
—¡Eso! —musita ella, arrebolada por el deseo.
—Primero di lo que has de decir —dice él, y la obliga a decir las palabras—. Más alto —añade. Decir las palabras es algo que excita a la muchacha hasta extremos intolerables.
Él se acuerda de Svidrigailov: «A las mujeres les gusta que las humilles».
Piensa en todo esto como si estuviera creando un gusto en la niña, tal como uno se crea un gusto por alimentos que no son naturales, como las ostras o las mollejas.
Se pregunta por qué lo hace, y es esta la respuesta que se da: la historia toca a su fin, los viejos libros de contabilidad pronto habrán ido a las hogueras; en este tiempo muerto entre lo viejo y lo nuevo todo está permitido. No es que tenga especial fe en su respuesta, pero tampoco la pone en duda. Le sirve.
Si no, esto es lo que se dice: todo es culpa del verano en Petersburgo, estas largas, calurosas y encerradas tardes en las que las moscas se estrellan contra los cristales, estas noches en las que reverberan los mosquitos. Que aguante al menos hasta el fin del verano, que aguante hasta que acabe también el invierno; cuando llegue la primavera me habré marchado a Suiza, a las montañas, y seré una persona diferente.
Suele comer y cenar con la casera y con su hija. Un miércoles por la noche, fingiendo estar de buen humor, se inclina sobre la mesa y le revuelve el cabello a la niña. Ella se aparta. Él se da cuenta de que no se ha lavado las manos, y ella ha notado el olor aún presente del amor en sus dedos. Sonrojada, confusa, la niña se inclina sobre su plato y no lo mira a los ojos.
Todo esto lo escribe con letra clara y esmerada, sin tachar una sola palabra. En el acto de la escritura experimenta hoy un placer excepcionalmente sensual, tanto en el tacto de la pluma como en la comodidad con que le encaja en el hueco entre el índice y el pulgar, pero más aún en la sensación de que su mano es arrastrada y des-viada levemente de su curso natural sobre la página por la forma estricta e invariable de las letras, la disciplina del alfabeto.
Anya, Anna Snitkina, fue su secretaria antes de ser su mujer. La contrató para que pusiera en orden sus manuscritos y luego se casó con ella. Era a su modo una muchacha que algo tenía de hada, que él llamó para que desenmarañase el embrollo de su escritura y para que encontrase el hilo bueno. Si hoy escribe con tanta claridad es porque ya no está escribiendo para que ella lo lea. Está escribiendo para sí mismo, está escribiendo para la eternidad. Escribe para los muertos.
Y sin embargo, mientras permanece sentado con tanta calma, es un hombre apresado por un torbellino. Son torrentes de papel, fragmentos de una vida antigua, los que se sueltan con el rugido de la espiral ascendente, los que vuelan a su alrededor. Es transportado muy por encima de la tierra, sostenido por las corrientes del aire, antes de que el viento amaine un instante, antes de que empiece a caer, y goza ahí de un instante de total calma y claridad, del mundo abierto bajo sus pies como si fuera un mapa del mundo mismo.
Cartas del torbellino. Hojas esparcidas que él recoge. Un cuerpo esparcido que él ensambla de nuevo.
Oye que llaman a la puerta: es Matryona, en camisón, quien por un instante le observa sorprendida, como su madre.
—¿Puedo pasar? —dice con la voz algo ronca.
—¿Aún te duele la garganta?
—Mmm.
La niña se sienta en la cama. Incluso a esa distancia él se percata de la dificultad que tiene al respirar.
¿Por qué está ahí? ¿Es que quiere hacer las paces? ¿Es que también ella está agotada?
—Pavel se sentaba así también cuando estaba escribiendo —dice—. Cuando entré, pensé que eras Pavel.
—Estoy atareado—dice él. ¿Te importa si continúo?
Ella permanece en silencio, sentada a sus espaldas, y lo observa mientras él escribe. El aire de la habitación está cargado de electricidad; hasta las partículas de polvo parecen en suspenso.
—¿Te gusta tu nombre? —le pregunta él al cabo de un rato.
—¿Mi nombre?
—Sí, Matryona.
—No, lo aborrezco. Lo eligió mi padre. No entiendo por qué he de llevarlo. Era el nombre de mi abuela, y ella murió antes de que yo naciera.
—Tengo otro nombre para ti, Dusha— escribe el nombre en el encabezamiento de la página y se lo enseña. ¿Te gusta?
Ella no contesta.
—¿Qué es lo que de verdad le ocurrió a Pavel? —dice él—. ¿Lo sabes?
—Creo... Creo que ya no pudo más.
—¿Por qué no pudo más?
—Por el futuro. Prefirió ser uno de los mártires.
—¿Qué es un mártir?
Ella titubea.
—Es el que ya no puede más, se entrega y renuncia a seguir por el futuro.
—¿Fue la muchacha finesa también una mártir?
Matryona asiente.
Él se pregunta si Pavel también se acostumbró a hablar mediante fórmulas, aunque solo fuese al final. Por vez primera piensa que tal vez lo mejor es que Pavel haya muerto. Y ahora que esa idea se le ha pasado por la cabeza, la afronta con calma, sin repudiarla.
Una guerra: jóvenes contra viejos, los viejos contra los jóvenes.
—Ahora tienes que irte —le dice—. Tengo trabajo que hacer.
La siguiente página la titula LA NIÑA, y escribe:
Un día llega una carta para él: su nombre y su dirección están escritos con letra de molde, clara y espaciosa. La niña la recoge en portería y la deja apoyada contra el espejo de su habitación.
Esa carta... ¿quieres saber quién la envía? le pregunta él al desgaire la siguiente vez en que están a solas. Y le relata la historia de María Lebyatkin, de cómo deshonró María a su hermano, el capitán Lebyatkin, y de cómo se convirtió en el hazmerreír de Tver al afirmar que un admirador suyo, cuya identi-dad se negó a revelar con tozuda coquetería, había pedido su mano.
—¿Esa carta es de María? —pregunta la niña.
—Espera y lo sabrás.
—Pero ¿por qué se reían de ella? ¿Por qué no quería nadie casarse con ella?
—Porque María era una simple, y es mejor que los simples no se casen, no sea que tengan hijos simples como ellos, y así sucesivamente, hasta que el mundo entero se llene de gente simple. Como una epidemia.
—¿Una epidemia?
—Sí. ¿Quieres que siga? Todo ocurrió el verano pasado, mientras estaba en casa de mi tía. Oí contar la historia de María y de su admirador fantasma, y decidí hacer algo. En primer lugar, me encargué un buen traje de color blanco, de modo que pareciese un galán, a la altura del papel que iba a desempeñar.
—¿Es este traje?
—Sí, este traje. Cuando el traje estuvo listo, todo el mundo sabía qué se estaba cociendo, porque en Tver la noticias vuelan. Me puse el traje y con un ramo de flores en la mano me fui a visitar a los Lebyatkin. El capitán no entendía nada, pero su hermana se dio cuenta de lo que ocurría. Nunca había perdido la fe. A partir de aquel día fui a verlos a diario. Una vez la llevé a dar un paseo por el bosque, solos los dos. Fue el día antes de que me viniese a Petersburgo.
—Entonces, ¿fuiste su admirador en todo momento?
—No, las cosas no fueron así de sencillas. Su admirador no fue más que un sueño que ella tuvo. Los simples no saben distinguir entre los sueños y la realidad. Creen en los sueños. Ella creyó que yo era el sueño. Y es que me comporté, ¿sabes?, como si fuera un sueño.
—¿Y no vas a volver a ver cómo está ella?
—No, no lo creo. La verdad es que no pienso volver. Y si por un casual ella viniese a visitarme, no dejes de ninguna manera que pase. Dile que he cambiado de alojamiento. Di que no sabes dónde vivo, o dale una dirección falsa. Invéntate una. A ella la reconocerás en el acto. Es alta, huesuda, tiene dientes de conejo y no hace más que sonreír. La verdad, es una especie de bruja.
—¿Es eso lo que dice en su carta, que piensa venir?
—Sí.
—Y ¿por qué...?
—¿Por qué hice lo que hice? Por hacer una gracia. El verano en el campo es tan aburrido... No tienes ni idea de lo aburrido que es.
No le lleva más de diez minutos escribir esa escena, sin tener que tachar ni una palabra. En una versión definitiva tendría que redondearla, pero por el momento le basta. Se levanta, deja las dos páginas sobre la mesa.
Es una violación de la inocencia de una niña. Es un acto por el cual no puede esperar perdón. Con ese acto ha cruzado el umbral. Ahora es Dios quien ha de hablar, ahora es Dios quien ya no puede permanecer callado. Corromper a una niña es obligar a Dios. El artilugio que ha ideado se abre y se desata como una trampa, una trampa para cazar a Dios.
Sabe bien lo que está haciendo. Al mismo tiempo, en esta competición en la que se mide la astucia entre Dios y él mismo, él está fuera de sí, quizá está fuera de su alma. No sabe bien dónde, pero se pone en pie y observa cómo Dios y él se acechan el uno al otro. El tiempo está en suspenso, todo está en suspenso antes de la caída.
He perdido mi sitio en mi alma, piensa.
Recoge su gorro y abandona su alojamiento. No reconoce el gorro, no tiene ni idea de quién es el calzado que lleva puesto. A decir verdad, nada reconoce de sí mismo. Si ahora tuviera que mirarse en un espejo, no le sorprendería que fuese otro rostro el que encontrase, el que lo mirase a ciegas.
Ha traicionado a todos; tampoco entiende que esas traiciones podrían ir aún más allá. Si alguna vez quiso saber si la traición sabe más a vinagre o a hiél, ahora ha llegado el momento.
Pero en su boca no hay sabores que él reconozca, así como no hay peso en su corazón. Su corazón, de hecho, le parece vacío. De antemano nunca supo que estaría así. ¿Cómo habría podido saberlo? No hay tormento, sino una mortecina ausencia de tormento. Es como un soldado alcanzado en el campo de batalla, un soldado que sangra, que ve su sangre, que no acusa el dolor, que se pregunta: ¿no estaré ya muerto?
Le da la impresión de que es un precio enorme el que ha de pagar. Le pagan muchísimo dinero por escribir libros, dijo la niña, repitiendo lo que había oído al niño muerto. Lo que ninguno de los dos alcanzó a decir fue que a cambio había de entregar su alma.
Ahora empieza a probar ese sabor, y sabe a hiél.
FIN