Publicado en
mayo 02, 2010
Título original: The Caves of Steel
A mi esposa Gertrude y a mi hijo David
ÍNDICE
CAPÍTULO 1 3
Conversación con un comisionado 3
CAPÍTULO 2 15
Viaje en una expresvía 15
CAPÍTULO 3 28
Incidente en una zapatería 28
CAPÍTULO 4 37
Presentación en familia 37
CAPÍTULO 5 50
Análisis de un asesinato 50
CAPÍTULO 6 62
Murmullos en una alcoba 62
CAPÍTULO 7 70
Espaciópolis 70
CAPÍTULO 8 83
Debate acerca de un robot 83
CAPÍTULO 9 94
Aclaración de un Espaciano 94
CAPÍTULO 10 107
La tarde de un detective 107
CAPÍTULO 11 120
La huida 120
CAPÍTULO 12 132
La opinión de un experto 132
CAPÍTULO 13 145
Retorno a la máquina 145
CAPÍTULO 14 159
El poder de un nombre 159
CAPÍTULO 15 172
Arresto de un conspirador 172
CAPÍTULO 16 183
Cuestiones acerca de un motivo 183
CAPÍTULO 17 196
Conclusión de un proyecto 196
CAPÍTULO 18 207
Fin de una investigación 207
CAPÍTULO 1
Conversación con un Comisionado
Lije Baley recién había llegado a su escritorio cuando advirtió que R. Sammy lo observaba expectante.
Las marcadas líneas de su largo rostro se acentuaron.
—¿Qué deseas?
—El jefe quiere verte, Lije. Ya mismo. Tan pronto como llegues.
—Muy bien.
R. Sammy no se movió.
—Te he dicho que muy bien. Retírate —añadió Baley.
R. Sammy giró sobre sus talones y se dirigió a sus tareas. Baley se preguntó por qué esas mismas tareas no podían ser hechas por un hombre.
Se detuvo a examinar el contenido de su bolsa de tabaco y hacer un cálculo mental. A razón de dos pipas por día podía estirarlo hasta el siguiente día de paga.
Salió de detrás de su barandilla (había logrado ascender a un rincón con barandilla dos años atrás) y caminó a lo largo de la sala común.
Simpson levantó la vista de un registro de expedientes mercurizados cuando Lije Baley pasó frente a él.
—El jefe quiere verte, Lije.
—Lo sé. R. Sammy me avisó.
Una cinta codificada salió de del dispositivo mientras el pequeño instrumento buscaba y analizaba en su memoria la información almacenada en los pequeños patrones vibrantes de la superficie de mercurio en su interior.
—A ese R. Sammy le daría una patada en el trasero si no temiese romperme una pierna —exclamó Simpson—. El otro día vi a Vincent Barrett —añadió inesperadamente.
—¿Oh?
—Buscaba regresar a su empleo. O cualquier otro en el Departamento. El pobre anda desesperado, pero, ¿qué le podía decir yo? R. Sammy está desempeñando su trabajo y así anda todo. El muchacho tiene que trabajar en el despacho de una granja de levadura ahora. Es un muchacho inteligente. Les gustaba a todos.
Baley se encogió de hombros y comentó en un tono más formal que el que realmente sentía:
—Es algo que a todos nos puede suceder.
El jefe ocupaba una oficina privada. Sobre el cristal esmerilado se leía: «JULIUS ENDERBY». Buenas letras. Cuidadosamente grabadas en el cuerpo del cristal. Y abajo: «COMISIONADO DE POLICÍA, CIUDAD DE NUEVA YORK».
Baley se detuvo y preguntó:
—¿Deseaba usted verme, Comisionado?
Enderby levantó la mirada. Llevaba gafas porque tenía los ojos muy sensitivos y no podía usar las lentes de contacto comunes. Y sólo después de que se acostumbraba uno a vérselas, podía percibir el resto del rostro, que carecía de características. Baley abrigaba la idea persistente de que el Comisionado apreciaba sus gafas por la personalidad que le conferían, y sospechaba que aquellos globos del ojo no eran tan sensitivos como se pretendía.
El Comisionado parecía nervioso. Cerró los puños, se echó para atrás y exclamó con gran cordialidad aparente:
—Siéntate, Lije, siéntate.
Baley se sentó muy ceremonioso y aguardó. Enderby prosiguió:
—¿Cómo está ¿Josie? ¿Y el chico? —preguntó.
—Muy bien —repuso Baley indiferente—. Muy bien. ¿Y tu familia?
—Muy bien —repitió Enderby—. Muy bien.
Fue un comienzo forzado.
«Algo está mal en su rostro», pensó Baley. Y luego, en voz alta, añadió:
—Comisionado, me agradaría que no enviase a R. Sammy a buscarme cuando desea verme.
—Bueno, ya sabes cómo me siento respecto de estas cosas, Lije. Pero ha sido colocado aquí y tengo que emplearlo en algo.
—Resulta incómodo, Comisionado. Me dice que usted me necesita y se queda parado allí. Sabe lo que quiero decir. Tengo que decirle que se vaya o de lo contrario permanece sin moverse.
—Fue culpa mía. Le di el recado para ti y olvidé ordenarle específicamente que regresase a su trabajo una vez que te lo hubiese comunicado.
Baley suspiró. Las finas arrugas en torno de sus ojos castaño oscuro se acentuaron.
—De todos modos, usted deseaba verme.
—Sí, Lije —convino el Comisionado—, pero para nada sencillo.
Se levantó, dio media vuelta y caminó hacia la pared, tras su escritorio. El Comisionado sonrió:
—Hice que me arreglaran especialmente esto el año pasado. Me parece que no te lo había mostrado antes. Ven y echa un vistazo. En otras épocas, todas las habitaciones tenían arreglos como éste. Se llaman «ventanas». ¿Lo sabías?
Baley lo sabía perfectamente. Había leído muchas novelas históricas. Replicó:
—Oí hablar de ellas.
—Acércate —ordenó Enderby.
Baley titubeó un poco pero hizo lo que le dijeron. Había algo de indecente en la exposición de las intimidades de un aposento a lo indiscreto de un mundo exterior. A veces el Comisionado llevaba su afectación de Medievalismo hasta un extremo absurdo.
«Como sus gafas», pensó Baley.
¡Eso era! ¡Eso era lo que le hacía parecer raro! Dijo:
—Discúlpeme, comisionado, pero... usa usted unas gafas nuevas, ¿verdad?
El comisionado se le quedó mirando con un poco de sorpresa; quitóse las gafas, las estudió y después miró a Baley. Sin ellas, el semblante redondo parecía más redondeado, y la barbilla una insignificancia más acentuada. También se veía más vago, porque las pupilas estaban desenfocadas.
—Sí —murmuró.
Volvió a calarse las gafas sobre la nariz y añadió con verdadero enojo:
—Rompí las otras hace tres días. Por una razón u otra no he podido reemplazarlas hasta esta mañana. Lije, esos tres días han sido un infierno.
—¿Debido a las gafas?
—A las gafas y a otras cosas. Deja que te lo explique.
Se volvió hacia la ventana y Baley hizo lo propio. Algo sobresaltado, Baley se percató de que llovía. Durante algunos minutos se perdió en el espectáculo del agua que caía del firmamento mientras el Comisionado exhalaba una especie de orgullo como si el fenómeno fuese algo arreglado por él mismo.
—Es la tercera vez en lo que va de mes que veo llover. Bello espectáculo, ¿no te parece?
Baley convino para sí mismo que resultaba impresionante. Durante sus cuarenta y dos años, en raras ocasiones había visto llover, o cualquier otra manifestación de la naturaleza, para el caso.
—Siempre tengo la impresión de que es un gran desperdicio toda esa agua que cae sobre la ciudad —comentó—. Se debería dirigir a los tanques de almacenamiento.
—Lije, no eres más que un modernista —le reprochó el Comisionado—. Ese es tu problema. En tiempos Medievales, la gente vivía al aire libre. No solamente en las granjas, quiero decir. En las Ciudades también. Incluso en Nueva York. Cuando llovía no pensaban que era un desperdicio. Lo glorificaban. Vivían en contacto con la naturaleza. Es más saludable, mucho mejor. Los problemas de la vida moderna vienen de que estamos divorciados de la naturaleza. Vuelve a leer sobre el Siglo del Carbón, alguna vez.
Baley lo había hecho. Había quien se quejaba de la invención del acumulador atómico. Él mismo se quejaba cuando las cosas estaban malas, o cuando se sentía cansado. Quejarse de una u otra manera era una faceta imprescindible de la naturaleza humana. En el Siglo del Carbón, la gente despotricaba contra la invención del motor a vapor. En uno de los dramas de Shakespeare, uno de los personajes se quejaba de la invención de la pólvora. Dentro de un millar de años se quejarían de la invención del cerebro positrónico. Al diablo con ello.
Y entonces dijo, sonriente:
—Mira, Julius. (no era su costumbre tratar amistosamente al Comisionado en horas de oficina, a pesar de todos los “Lije” que él le decía, pero había algo especial que lo estaba pidiendo). Mira Julius, me estás hablando de todo menos de lo que deseas decirme y para lo cual me enviaste llamar. ¿De qué se trata?
—A ello voy, Lije —contestó el Comisionado—. Permíteme que lo haga a mi manera. Tenemos..., tenemos dificultades.
—Por supuesto. ¿En dónde no las hay, en este planeta? ¿Más dificultades con los robots?
—Hay algo de eso, Lije. Aquí me tienes, y me pregunto: ¿qué más penalidades pueden ocurrir en este viejo mundo? Cuando ordené que me colocaran esta ventana, lo hice para dejar que de vez en cuando me entrase un poco de cielo y que entrase también la ciudad. La contemplo y me pregunto: ¿qué será de ella dentro de un siglo?
Baley se sintió asqueado por el sentimentalismo del otro; pero se encontró mirando fascinado hacia el exterior. Aún empañada por el clima, la Ciudad era algo tremendo para mirar. El Departamento de Policía se encontraba en las plantas superiores del Palacio Municipal, y éste era muy elevado. Desde la ventana del Comisionado, las vecinas torres quedaban muy abajo, y los techos eran visibles. Se asemejaban a otros tantos índices que apuntaran hacia arriba. Sus muros se veían ciegos, monótonos. Eran los cascarones exteriores de colmenas humanas.
—En cierto modo —prosiguió el Comisionado—, siento que esté lloviendo. No podemos ver Espaciópolis.
Baley dirigió la vista hacia el poniente; pero era como decía el Comisionado. El horizonte se cerraba. Las torres de Nueva York se alzaban entre la niebla y terminaban contra una blancura plana.
—Sé cómo es Espaciópolis —murmuró Baley.
—Me agrada su aspecto desde aquí —explicó el Comisionado—. Se puede columbrar en la abertura que forman los dos Sectores Brunswick. Domos bajos espaciados. Esa es la diferencia entre nosotros y los Espacianos. Nosotros nos elevamos y aglomeramos. En cambio, cada uno de ellos tiene un domo para sí. Una familia: una casa. Y tierra entre cada domo. ¿Has hablado alguna vez con un Espaciano, Lije?
—En algunas ocasiones. Hará un mes hablé con uno aquí mismo, en tu intercomunicador —replicó Baley pacientemente.
—Sí, lo recuerdo. Pero, vamos, me estoy poniendo filosófico. Nosotros y ellos. Diferentes modos de vida.
Baley sentía retortijones en las tripas. A medida que el Comisionado empleaba más circunloquios, más mortal se le figuraba la conclusión. Insinuó:
—Muy bien; pero, ¿qué hay de sorprendente en eso? No puedes esparcir ocho mil millones de personas sobre la Tierra en pequeños domos. Los Espacianos disponen de mucha más extensión en sus mundos; deja, pues, que vivan a su manera.
El Comisionado caminó hasta su sillón y se sentó. Sus ojos miraron a Baley sin parpadear, reducidos por los cristales cóncavos de sus gafas, y manifestó:
—No todos se muestran tan tolerantes respecto a las diferencias de cultura. Ni entre nosotros ni entre los Espacianos.
—De acuerdo. ¿Y bien?
—Hace tres días murió un Espaciano.
Ahora comenzaba. Las comisuras de los delgados labios de Baley se levantaron ligeramente; mas el efecto sobre su rostro triste y alargado resultó imperceptible. Comentó:
—Lo siento mucho. De algo contagioso, supongo. Algo virulento. Quizás algún catarro.
De pronto el comisionado apareció como sobresaltado:
—¿De qué estás hablando?
Baley no se molestó en responder. La precisión con que los Espacianos habían desterrado toda clase de enfermedades de su sociedad era bien conocida. El cuidado con el que evitaban, tanto como les era posible, todo contacto con los de la Tierra, plenos de enfermedades, era mejor conocida aún. No obstante, el Comisionado no supo captar el sarcasmo.
—Hablaba por hablar. ¿De qué murió? —inquirió Baley y se volvió hacia la ventana.
—Murió de una pérdida de pecho. Alguien le disparó con un desintegrador.
Baley se puso rígido. Sin volverse, exclamó:
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Te estoy contando un asesinato. Tú eres un detective y sabes muy bien lo que es un asesinato.
—Pero, ¡un Espaciano! ¿Y hace tres días?
—Sí.
—¿Quién lo mató? ¿Cómo?
—Los Espacianos dicen que fue un Terrícola.
—No puede ser.
—¿Por qué no? A ti no te gustan los Espacianos. A mí no me gustan. ¿A quién en la Tierra? A alguno le disgustaban demasiado, eso es todo.
—Claro, pero...
—Hubo ese incendio en las fábricas de Los Ángeles. Hubo masacre de robots en Berlín. Hubo tumultos en Shangai...
—Está bien.
—Todo indica un descontento creciente. Quizás hasta una determinada organización.
—Comisionado, no alcanzo a comprender esto —saltó Baley—. ¿Acaso está tratando de probarme?
—¿Qué? —El Comisionado se veía honestamente perplejo. Baley le miraba.
—Hace tres días que asesinaron a un Espaciano, y los Espacianos se figuran que el asesino es un Terrícola. Hasta ahora —su dedo golpeó sobre el escritorio—, nada se ha hecho, ¿no es así? Comisionado, eso es increíble. Josafat, Comisionado, un acontecimiento como este haría volar la Ciudad de Nueva York de la faz del planeta, si sucediera.
El comisionado sacudió la cabeza.
—No es tan sencillo como parece. Mira, Lije, he estado ausente durante tres días. Estuve en conferencia con el Alcalde. Me di una vuelta por Espaciópolis. Estuve en Washington, hablando con personal de la Oficina Terrestre de Investigaciones.
—¿Sí? ¿Y qué dicen a todo esto los de la OTI?
—Dicen que es cosa nuestra, que está dentro de nuestros límites. Que Espaciópolis pertenece a la jurisdicción de Nueva York.
—Sí, pero con derechos extraterritoriales.
—Lo sé. Me estoy haciendo cargo de eso. —Los ojos del Comisionado esquivaron la dura mirada de Baley. Parecía como si de pronto se hubiese rebajado a la categoría de subordinado de Baley, y éste se comportaba como si aceptase el hecho.
—Los Espacianos pueden encargarse del asunto —sugirió Baley.
—Un momento, Lije —suplicó el comisionado—. No me apures. Estoy tratando de hablar contigo sobre este asunto de amigo a amigo. Quiero que conozcas mi posición. Yo estaba allá cuando se conoció la noticia. Precisamente tenía una cita con él..., con Roj Nemennuh Sarton.
—¿La víctima?
—Sí, la víctima —gruñó el Comisionado—. Cinco minutos más y yo, yo mismo, hubiera descubierto el cadáver. Qué tremendo hubiera sido. De todos modos, fue brutal, brutal. Me esperaron y me lo comunicaron. Y allí comenzó una pesadilla que dura ya tres días, Lije. Y para colmo de males viendo todo borroso y sin tiempo para reemplazar mis gafas durante días. Eso no volverá a suceder, de todos modos. He ordenado tres pares.
Baley reflexionaba en la imagen del evento que aparecía en su mente. Podía ver las figuras altas y rubias de los Espacianos que se aproximaban al Comisionado con la noticia, y se la espetaban de golpe, sin emoción y sin adornos. Julius se habría quitado las gafas para limpiarlas. Inevitablemente, bajo el impacto de los hechos, las dejaría caer, y luego miraría hacia abajo, observando los restos con un estremecimiento de sus labios suaves y carnosos. Baley estaba seguro de que por lo menos durante cinco minutos el Comisionado estaba más turbado por sus gafas que por el asesinato mismo.
El Comisionado estaba diciendo:
—¡Qué situación de infierno! Como muy bien dices, los Espacianos gozan de derechos extraterritoriales. Pueden insistir en llevar a cabo sus propias investigaciones; presentar cualquier informe que deseen a sus propios Gobiernos. Los Mundos Exteriores podrían utilizarlo como excusa para colmarnos de toda clase de reclamaciones. Y tú bien sabes cómo le caería eso al pueblo.
—Sería un suicidio político total para la Casa Blanca si se accediese a pagar.
—Y otra clase de suicidio el no pagar.
—No tienes que pintármelo —concluyó Baley. Era todavía un niño cuando las brillantes naves del espacio exterior condujeron por última vez fuertes contingentes de soldados a Washington, a Nueva York y a Moscú para cobrar lo que pretendían que era suyo.
—Pues ya lo ves. Pagando o sin pagar, hay dificultades. La única salida es hallar por nuestra cuenta al asesino, y entregarlo a los Espacianos. Y eso nos corresponde a nosotros.
—¿Por qué no confiar la misión a la OTI? Aun cuando desde un punto de vista legal incumba a nuestra jurisdicción, queda todavía la cuestión de las relaciones interestelares...
—La OTI no lo tocará. Está al rojo vivo y es nuestro. —Durante un instante levantó la cabeza y contempló con atención a su subordinado—. Y no es bueno, Lije. Todos y cada uno de nosotros está en peligro de perder su empleo.
—¿Sustituirnos a todos? ¡Tonterías! Los hombres especializados con quienes hacerlo no existen.
—Existen los robots —repuso el comisionado.
—¿Qué?
—R. Sammy no es más que un principio. Lleva recados y trae objetos. Otros pueden patrullar las expreso-vías. ¡Maldita sea, hombre! ¡Conozco a los Espacianos mejor que tú, y sé lo que están haciendo! Existen robots que pueden desempeñar tu trabajo y el mío. Podemos ser desclasificados. No pienses otra cosa. Y a nuestra edad, a buscar trabajo.
—Está bien —dijo Baley, malhumorado.
—Lo siento, Lije. —El Comisionado parecía avergonzado.
Baley asintió y trató de no pensar en su padre. Por supuesto que el Comisionado conocía la historia. Preguntó:
—¿Cuándo comenzó todo este asunto de las sustituciones?
—Escúchame, Lije, y no seas ingenuo. Ha estado sucediendo todo el tiempo. Ha estado sucediendo durante veinticinco años, desde que vinieron los Espacianos. Lo sabes. Nos está llegando a los de arriba, eso es todo. Si fracasamos en este caso, será un largo paso hacia el punto en que nos detendremos a recoger nuestro carnet de pensión. Por otra parte, si manejamos el asunto como es debido, enviará ese punto lejos en el futuro. Y para ti significará una oportunidad única.
—¿Para mí? —indagó Baley.
—Tú serás el oficial a cargo, Lije.
—No me alcanza el rango, Comisionado. Soy un simple C-5.
—Deseas un rango C-6, ¿verdad?
¿Que si lo deseaba? Baley conocía los privilegios que venían con el rango C-6. Un asiento en la expreso-vía a la hora de las aglomeraciones, y no solamente de diez a cuatro. Más arriba en la lista de elección en el Sector Cocina. Quizás hasta una probabilidad de obtener un apartamento mejor, y para Jessie una tarjeta para la gradería del solario.
—Por supuesto que la deseo —replicó—. ¿Por qué no la habría de desear? Pero, ¿y si no resuelvo el caso?
—¿Por qué no lo habrías de resolver? —estimuló el Comisionado—. Eres bueno. Uno de los mejores que tenemos.
«Pero hay por lo menos media docena de individuos en mi sección con rango superior al mío. ¿Por qué los han de postergar?»
Baley no lo dijo en voz alta, aunque sabía perfectamente que el Comisionado no se saltaría el protocolo de esa manera, excepto en casos de seria emergencia.
—Existen dos razones —explicó el Comisionado uniendo sus manos—. Para mí tú no eres sólo otro detective. Somos amigos, además. No se me olvida que fuimos compañeros de colegio. Algunas veces parecerá que lo olvido, pero es culpa de la jerarquía. Yo soy el Comisionado y tú sabes lo que eso significa. Pero sigo siendo tu amigo y esta es una oportunidad formidable para la persona apropiada. Quiero que te beneficies de ella.
—Esa es una razón —convine Baley sin entusiasmo.
—La segunda es que también considero que tú eres mi amigo. Y necesito un favor.
—¿Qué clase de favor?
—Necesito que tomes un socio Espaciano en este problema. Tal fue la condición que pusieron los Espacianos. Han convenido en no informar el asesinato; han convenido en dejar las investigaciones en nuestras manos. A cambio de ello insisten en que uno de sus agentes colabore en el caso, en todos los procedimientos.
—Eso suena como si no nos tuvieran confianza en absoluto.
—Juzgo que podrás apreciar su punto de vista. Si se fracasa en esta investigación, muchos de ellos se verán en aprietos con sus propios gobiernos. Por esta vez me conformo con darles el beneficio de la duda. Voy a creer que sus intenciones son honradas.
—Yo estoy seguro de que lo son, Comisionado. Y ese es el problema con ellos.
El Comisionado pasó por alto esta afirmación. Preguntó:
—¿Convienes en aceptar a un Espaciano como socio, Lije?
—¿Me lo pides como un favor?
—Sí. Solicito de ti que te encargues de este trabajo, con todas las condiciones impuestas por los Espacianos.
—Trabajaré con un socio Espaciano, comisionado.
—Gracias, Lije. Será preciso, además, que viva contigo.
—¡Un momento!
—Ya sé lo que vas a decir. Mira, Lije, tienes un apartamento bastante amplio. De tres habitaciones. Y un solo hijo. Te será fácil alojarlo. ¡No te ocasionará ninguna molestia! Y es indispensable que lo alojes.
—A Jessie no le agradará. Estoy seguro.
—Ya convencerás a Jessie. —El comisionado mostraba tanto ahínco que sus ojos parecían perforar los discos de cristal que obstruían su mirada—. Le asegurarás que si haces esto por mí, yo, a mi vez, cuando todo termine, usaré de toda mi influencia para que asciendas por encima de un grado. ¡C-7, Lije, C-7!
—Muy bien, Comisionado. Trato hecho.
Baley medio se levantó de su silla; columbró la expresión del rostro de Enderby, y volvió a sentarse.
—¿Hay algo más?
Lenta, muy lentamente, el comisionado asintió con un movimiento de cabeza.
—Otro pequeño detalle.
—¿Cuál es?
—El nombre de tu socio.
—¿Qué diferencia implica?
—Los Espacianos tienen algunas modalidades muy especiales —empezó el comisionado—. El socio que nos proponen no es..., no es...
Los ojos de Baley se abrieron, enormes.
—¡Un momento, por favor, un momento!
—Tienes que hacerlo, Lije. Tienes que hacerlo. Imposible buscar un subterfugio.
—¿Que viva en mi apartamento una cosa como esa?
—Como amigo, por favor.
—¡No, no!
—Lije, no puedo confiar en nadie más para esto. ¿Será preciso que te lo repita? Tenemos que trabajar con los Espacianos. Tenemos que triunfar si queremos mantener a los cobradores de indemnizaciones lejos de la Tierra. Pero no podemos tener éxito a la manera antigua. Se te va a asociar con uno de sus robots. Si él resuelve el problema, o si se ve obligado a informar que somos incompetentes, estaremos arruinados. Nosotros, como Departamento. Alcanzas a ver eso, ¿verdad? Dejo en tus manos un trabajo sumamente delicado. Necesitas cooperar con él; pero, al mismo tiempo, ser tú quien resuelva el caso y no él. ¿Comprendes?
—¿Me quieres dar a entender que coopere con él en un ciento por ciento, excepto cuando le corte el cuello? ¿Que le dé palmaditas en la espalda con un puñal en la mano?
—¿Qué otra cosa podemos hacer? No existe otra salida.
Lije Baley permaneció indeciso, sin atinar a nada.
—No sé qué dirá Jessie.
—Yo le hablaré, si lo deseas.
—No, Comisionado. —Aspiró profundamente y luego suspiró—. ¿Cómo se llama mi socio?
—R. Daneel Olivaw.
Baley murmuró entonces, con mucha tristeza:
—No es momento para eufemismos, Comisionado. Ya decidí ocuparme del trabajo; por lo tanto, usemos su nombre completo: Robot Daneel Olivaw.
CAPÍTULO 2
Viaje redondo en una expreso-vía
En la expreso-vía viajaba la multitud habitual; los en pie estaban en el piso de abajo y los con asiento de privilegio, arriba. Un flujo continuo de humanidad se filtraba del expreso-vía, cruzando las bandas desaceleradoras hasta las local-vías o hacia los andenes que salían bajo los arcos o por sobre los puentes conducían al laberinto interminable de las Secciones de la Ciudad. Otra corriente, de igual continuidad, se metía por el otro lado, a través de las bandas aceleradoras y hacia la expreso-vía.
Tenían luces infinitas: paredes y cielorrasos luminosos que parecían gotear frescura y aún fosforescencia; los anuncios relampagueantes aullaban atención; el fulgor discordante y regular de las «luciérnagas» indicaban: POR AQUÍ A LAS SECCIONES DE JERSEY. SIGA LA FLECHA PARA TRASBORDADOR DE EAST RIVER. NIVEL SUPERIOR EN TODOS SENTIDOS PARA LAS SECCIONES DE LONG ISLAND.
Lo más insufrible era el ruido, forma inseparable de la vida; el sonido de millones de seres hablando, tosiendo, llamando, riendo, tarareando, respirando.
«Ninguna dirección conduce a Espaciópolis», pensó Baley.
Brincaba de banda en banda con la facilidad de una práctica adquirida durante toda su existencia. Los niños aprendían el “salto de banda” en cuanto eran capaces de caminar. Baley apenas se daba cuenta de la aceleración a medida que aumentaba la velocidad con cada uno de sus pasos. Ni siquiera se percataba del instintivo echarse para adelante contra la fuerza impulsora. En treinta segundos había llegado a la banda final, la de sesenta millas por hora, y pudo abordar la plataforma con barandillas y cristales que constituía la expreso-vía.
«Ninguna dirección para ir a Espaciópolis», pensó de nuevo.
No había necesidad de indicadores. Si tenías asuntos allí, conocías el camino. Si no conocías el camino, no tenías negocios allí. Cuando veinticinco años antes se fundó Espaciópolis, hubo una fuerte tendencia a considerarla sitio de exhibición. Las multitudes de la ciudad pronto invadieron el lugar.
Con mucha cortesía (siempre eran corteses) los Espacianos colocaron una barrera de fuerza entre ellos y la Ciudad. Establecieron un Servicio de Inmigración y una Inspección Aduanera. Si tenías algún asunto, tenías que identificarte, permitir que te registraran, y someterte a un examen médico y a una desinfección de rutina.
Eso produjo un ascenso en el descontento. Naturalmente. Más descontento que el que merecía el asunto. Suficiente descontento como para erigir un obstáculo muy serio en el programa de modernización. Baley recordaba los Tumultos de la Barrera. Él formó parte de la turba que se había colgado de los barandales de las expreso-vías, amontonándose en los asientos y sin respetar los privilegios de rango, corriendo como alocado a lo largo y ancho de las bandas a riesgo de romperse los huesos, y permaneció en la parte de afuera de la barrera de Espaciópolis durante dos días seguidos, vociferando y destruyendo los bienes de la Ciudad al ver sus deseos frustrados.
Si se concentraba en ello, Baley aún podía entonar los cánticos de esos tiempos. Había uno “El Hombre Nació en Madre Tierra, ¿Me Oyes?” con una tonada folclórica y el estribillo “Hinky-dinky-parley-voo”.
»El hombre nació en la Madre Tierra, ¿me oyes?
La Tierra es el mundo que le dio vida, ¿me oyes?
Espaciano, quita tu cara
De la Madre Tierra y vete al espacio.
Sucio Espaciano, ¿me oyes?»
Había cientos de versos. Unos pocos eran ingeniosos, muchos eran estúpidos, y algunos obscenos. De todos modos, todos terminaban con “sucio Espaciano, ¿me oyes?” Sucio, sucio. Esa era una inútil manera de lanzar a la cara de los Espacianos el insulto más sentido: ellos insistían en considerar a los nativos de la Tierra como repugnantes enfermos.
Por supuesto, los Espacianos no se fueron. Ni siquiera necesitaron emplear sus armas ofensivas. La armada anticuadísima de la Tierra había aprendido mucho tiempo atrás que era un suicidio aproximarse a cualquier nave de un Mundo Exterior. Los aeroplanos terrestres que se habían aventurado sobre el área de Espaciópolis en los primeros días de su fundación, desaparecieron. A lo sumo, un jirón de ala cayó a la Tierra.
Y ninguna multitud lograba enloquecerse hasta el punto de olvidar los efectos del desintegrador subetérico manual utilizado contra los Terrícolas en las guerras del siglo anterior.
Así, los Espacianos se sentaron detrás de su barrera, la que era el producto de su propia ciencia avanzada, y que ningún método existente en la Tierra pudo quebrar. Inmutables esperaron detrás de esa barrera hasta que la Ciudad calmó a las multitudes con vapores somníferos y gases vomitivos. Luego las penitenciarías subterráneas se llenaron de huéspedes de todas clases a quienes capturaron simplemente por estar a la mano. Poco tiempo después los soltaron.
Tras un intervalo apropiado, los Espacianos disminuyeron sus restricciones. Retiraron la barrera de fuerza y confiaron a la Policía de la Ciudad la protección del aislamiento de Espaciópolis. Y algo de la mayor importancia: los exámenes médicos fueron menos molestos.
«Ahora las cosas pueden cambiar» pensó Baley. Si los Espacianos concebían seriamente la idea de que un Terrícola había penetrado en Espaciópolis y cometido un asesinato, colocarían de nuevo la barrera. Una perspectiva nada agradable. Trepó en la plataforma de la expreso-vía; se abrió paso entre los pasajeros en pie hasta la estrecha espiral de la rampa que conducía al piso superior y allí tomó asiento. No colocó su billete de rango en la copa del sombrero hasta que hubo traspasado la última Sección de Hudson. Un C-5 no tenía derechos de asiento al este del Hudson ni al oeste de Long Island, y aunque hubiese asientos disponibles en esos momentos, automáticamente alguno de los guardavías lo hubiera obligado a dejarlo. La gente se ponían insoportable en cuanto a los privilegios de los rangos y, con toda honradez, Baley se consideraba uno más entre esa «gente».
El aire producía característico silbido al resbalar sobre los parabrisas curvos colocados encima de los respaldos de todos los asientos. Eso provocaba inconvenientes para conversar, pero ninguno para meditar en cuanto uno se acostumbraba al ruido.
La mayoría de los Terrícolas eran Medievalistas en una u otra forma. Ello resulta fácil cuando tal cosa significa volver la vista hacia atrás, a una época en que la Tierra era el mundo, y no uno de cincuenta. El inadaptado mundo entre cincuenta. Atraído por un grito femenino, Baley miró hacia la derecha. Una mujer había dejado caer su bolso de mano; la vio por un instante, algo así como una mancha sonrosada contra el gris mate de las bandas. Un pasajero saliendo apurado de la expreso-vía debió, inadvertidamente, empujarlo en dirección de la menos veloz, y ahora la propietaria iba volando muy adelante de su adminículo personal.
La boca de Baley inició una mueca de indiferencia. La mujer todavía podría recobrar el bolso si era lo bastante inteligente como para bajar hasta las bandas que se movían con mayor lentitud, y siempre que otros pies no la impulsaran en otro sentido. Nunca llegaría a saber si lo había recuperado. La escena ya se desenvolvía media milla atrás.
Las probabilidades eran de que no lo hallase. Se calculaba que, como promedio, algo se caía en las bandas cada tres minutos en algún lugar de la Ciudad y no era recuperado. El Departamento de Perdidos y Encontrados era una alternativa. Era una complicación más de la vida moderna.
Baley pensó: «Era mucho más sencillo en otros tiempos. Todo era más simple. Eso los hace Medievalistas».
El Medievalismo tomaba diferentes formas. Para los no imaginativos de la clase de un Julius Enderby, significaba la adopción de arcaísmos. ¡Gafas! ¡Ventanas!
Para Baley todo se reducía al estudio de la historia. Especialmente la historia de las costumbres populares.
¡La Ciudad de Nueva York de hoy! La Ciudad de Nueva York en la que él vivía y hacía su existencia. Más grande que ninguna otra, excepto Los Ángeles. Más populosa que cualquiera menos Shanghai. Apenas contaba con tres siglos de existencia.
Por supuesto, algo había estado en la misma superficie geográfica antes de la actual Ciudad de Nueva York. El conjunto primitivo de la población había existido durante más de tres mil años, no únicamente trescientos; pero no era una Ciudad.
No había Ciudades entonces. Sólo se veían amontonamientos de habitaciones, grandes y pequeñas, abiertas al aire libre. Eran algo como los domos de los Espacianos, aunque distintos, desde luego. Estos amontonamientos (el más grande difícilmente llegaba a los diez millones de habitantes, y la mayoría jamás alcanzaba el millón) se encontraban diseminados por miles sobre la Tierra. De acuerdo con los estándares modernos, habían sido completamente ineficientes, económicamente hablando. El aumento de la población impuso la eficiencia en la Tierra. Dos, tres, y hasta cinco mil millones podrían subsistir en el planeta si se reducía paulatinamente el nivel de vida. Sin embargo, cuando el número alcanza los ocho mil millones, la desnutrición es una evidencia palpable. Un cambio radical tuvo que sufrir la cultura humana a medida que los Mudos Exteriores (los que eran simples colonias terrestres doscientos años atrás) se pusieron tremendamente serios en sus restricciones inmigratorias.
El cambio radical había sido la formación gradual de las Ciudades, tras mil años de historia terrestre. La eficiencia implicaba crecimiento. Eso había sucedido aún en tiempos Medievales, posiblemente de manera inconsciente. Las industrias hogareñas habían dejado su lugar a las fábricas y éstas a las industrias continentales.
Pensar en la ineficiencia de cientos de miles de casas para cientos de miles de familias, contra una Sección de cientos de miles de unidades; una colección de libros-película en cada casa, contra una Sección concentrada de películas; un vídeo independiente para cada familia, contra un sistema de provisión de vídeos.
Para el caso, tomar el simple desatino de multiplicación de cocinas y baños, contra con los indudablemente eficientes comedores y baños posibilitados por la cultura de la Ciudad.
Cada vez más, las villas, ciudades y pueblos de la Tierra murieron y fueron tragados por las Ciudades. Incluso las primeras perspectivas de una guerra atómica habían retrasado un poco la tendencia. Con el invento del campo de fuerza la tendencia se fortaleció nuevamente.
La cultura de la Ciudad implicaba una distribución óptima de alimentos, incrementando la utilización de levaduras e hidropónicos. La Ciudad de Nueva York creció hasta ocupar una superficie de dos mil millas cuadradas y el último censo había arrojado la cifra de más de veinte millones. Había algo así como ochocientas Ciudades en la Tierra, con una población promedio de diez millones.
Cada Ciudad se convirtió en una unidad semi-autónoma, que se bastaba a sí misma desde el punto de vista económico. Pudo ponerse un techo, una bóveda encima, una muralla en torno, y hasta hundirse bajo tierra. Se convirtió en una bóveda de acero, una tremenda bóveda auto-contenida de acero y cemento.
Se diseñaba a sí misma científicamente. En el centro estaba el enorme complejo de oficinas administrativas. En una adecuada orientación, unas con otras y con el conjunto, estaban las grandes Secciones residenciales, conectadas y entrelazadas con las local-vías y las expreso-vías. En los suburbios estaban las fábricas, las plantas hidropónicas, las tinas de cultivo de levaduras, y las centrales de energía. A través de todo esto estaban los conductos de agua y los drenajes cloacales, las escuelas, las prisiones y los comercios, así como líneas de energía y de comunicaciones.
No cabía la menor duda al respecto: la Ciudad era la culminación del dominio del hombre sobre el ambiente. No los viajes por el espacio, no los cincuenta mundos colonizados que se independizaron con tanta arrogancia, sino la Ciudad.
Prácticamente toda la población de la Tierra vivía en las Ciudades. En el exterior estaba lo salvaje, el cielo abierto que pocos individuos podían afrontar con algo de ecuanimidad. Por supuesto, el espacio abierto era necesario. Poseía el agua que los hombres deben consumir, el carbón y la madera que eran las materias primas fundamentales para los plásticos y para las levaduras que aumentaban sin cesar. (El petróleo había desaparecido tiempo atrás, pero cepas de levaduras, ricas en grasa, eran un sustituto adecuado) la tierra entre las Ciudades aún tenía las minas, y aún era utilizada como una gran extensión empleada en cultivos y en la cría de ganado. Era ineficiente, pero la carne de vaca o de cerdo y los granos encontraban siempre un mercado lujoso y podía ser exportado.
Sin embargo, muy pocos humanos se precisaban para explotar las minas y los ranchos, y bombear el agua; todo se podía dirigir a distancia. Los robots llevaban a cabo los trabajos con menos exigencias.
¡Robots! He aquí la feroz ironía. Fue en la Tierra en donde se inventó el cerebro positrónico, y en la Tierra en donde por primera vez se aplicaron los robots a un uso productivo.
No en los Mundos Exteriores. Por supuesto, los Mundos Exteriores siempre actuaban como si los robots hubiesen nacido de su cultura.
De todos modos, la culminación de la economía robótica tuvo lugar en los Mundos Exteriores. Aquí, en la Tierra, los robots siempre estuvieron restringidos a las minas y a las extensiones cultivables. Apenas en el último cuarto de siglo, a instancias de los Espacianos, los robots empezaron a filtrarse poco a poco en las Ciudades.
Las Ciudades eran algo bueno. Todos menos los Medievalistas sabían que no había sustitutos, sustitutos razonables. La única dificultad es que no permanecerían como algo bueno. La población de la Tierra seguía en aumento. Algún día, con todo cuanto pudieran hacer las Ciudades, las calorías disponibles por persona caerían por debajo del nivel de subsistencia.
Y todo eso empeoraba la situación, porque los Espacianos, los descendientes de los primitivos emigrantes de la Tierra, llevaban una existencia de lujo en sus despoblados mundos robóticos del espacio. Estaban fríamente decididos a conservar las comodidades que provenían del vacío de sus mundos, y para ese propósito mantenían baja la proporción de nacimientos y evitaban que los emigrantes se precipitaran desde la Tierra. Y esto...
¡Ya se acercaba Espaciópolis!
Un cosquilleo subconsciente le previno a Baley que se aproximaba a la Sección de Newark. Si permanecía más tiempo donde estaba, de pronto se encontraría lanzado a toda velocidad hacia el sudoeste, hacia la Sección Trenton, a través del corazón mismo del país de la levadura, cálido y con un fuerte olor a moho.
Era asunto de precisión. Tanto tiempo para cruzar la rampa, tanto para escabullirse por entre los gruñones, tanto para deslizarse a lo largo de la barandilla hasta una de las entradas, tanto para descender a través de las bandas desaceleradoras.
Cuando hubo concluido con todo se encontraba en oposición con la plataforma respectiva. En ningún momento se preocupó por medir su tiempo de modo consciente. Si lo hubiese hecho, con toda probabilidad se habría equivocado.
Baley se halló en un semiaislamiento inusitado. Sólo un policía ocupaba la plataforma del andén, y, excepto el chirrido de la expreso-vía, estaba rodeado de un silencio muy incómodo.
El policía se aproximó, y Baley le mostró con impaciencia su placa. El policía levantó la mano dándole permiso para continuar.
El pasadizo se estrechaba y daba vueltas acentuadas tres o cuatro veces. Con seguridad que eso era intencionado. Las multitudes de la Tierra no se podían aglomerar en él con ninguna clase de comodidad, y los aludes humanos en carga directa resultaban imposibles.
Baley agradeció mentalmente que el arreglo fuese de modo que él se le presentase a su socio de su lado de Espaciópolis. No le simpatizaba la idea de un examen médico, por más miramientos corteses que se le prodigaran al efectuarlo.
Un Espaciano permanecía en pie en el sitio en que una serie de puertas señalaban las salidas al aire libre y a los domos. Vestía a la manera de la Tierra, con los pantalones estrechos a la cintura, sueltos en el tobillo y con una cinta de color en la costura a lo largo de cada pierna. Usaba una camisa ordinaria Textron, de cuello abierto, sin botones y plegada en los puños, pero era un Espaciano. Lo denotaba la forma de permanecer en pie, el modo de mantener erguida la cabeza, las líneas tranquilas y sin emociones del rostro ancho, de pómulos salientes, el peinado del corto cabello color de bronce, liso y echado para atrás. Todo su aspecto lo señalaba distinguiéndolo de cualquier Terrícola nativo.
Baley se le presentó en tono frío:
—Soy el Detective Elijah Baley, Departamento de Policía, Ciudad de Nueva York. Clasificación C-5.
Mostró sus credenciales y prosiguió impasible:
—Se me dieron instrucciones para que me presentara a R. Daneel Olivaw, en la encrucijada de Espaciópolis. —Consultó su reloj—. Llegué un poco adelantado. ¿Podría solicitar que se anunciara mi presencia?
Sintióse un poco inquieto por dentro. En cierto modo estaba acostumbrado a los robots de modelo terrestre. Los modelos Espacianos serían diferentes. Nunca se había topado con uno; mas nada era tan común en la Tierra como las historias horribles que se susurraban acerca de los tremendos y formidables robots que trabajaban de manera súper-humana en los lejanos y brillantes Mundos Exteriores. Se dio cuenta de que apretaba los dientes.
El Espaciano, que lo escuchaba con toda cortesía, le dijo:
—No será necesario. Lo he estado esperando a usted.
La mano de Baley ascendió automáticamente; luego la dejó caer. Lo mismo le pasó a su barbilla, con lo cual el rostro tomó un aspecto más alargado. No le fue posible articular una sola palabra. Las palabras se congelaron.
El Espaciano prosiguió con gran mesura:
—Me voy a presentar. Soy R. Daneel Olivaw.
—¿Sí? ¿Estaré cometiendo algún error? Pensé que la primera inicial de su nombre...
—Desde luego. Yo soy un robot. ¿No se lo advirtieron?
—Sí, me lo advirtieron. —Baley se pasó una mano húmeda por el cabello y se lo alisó hacia atrás, sin ninguna necesidad. Luego se la tendió—. Lo siento, señor Olivaw. No sé en qué estaba pensando. ¡Muy buenos días! Yo soy Elijah Baley, su socio.
—¡Bien! —La mano del robot estrechó la suya con una presión creciente muy suave, que llegó hasta el apretón amistoso; luego disminuyó—. Sin embargo me parece que percibo cierto trastorno. ¿Le puedo pedir que sea franco conmigo? En una relación como la nuestra, lo mejor es aducir el mayor número posible de hechos relevantes. Y en mi mundo la costumbre es que los socios se tuteen, llamándose por sus respectivos nombres. Confío en que no sea contraria a sus propias costumbres.
—Lo que sucede es que usted, ¿sabe?, no se ve como un robot —explicó Baley con desesperación.
—Y, ¿eso te trastorna?
—No debiera, me supongo, Da..., Daneel. ¿Son todos como tú en tu mundo?
—Hay diferencias individuales, Elijah, como en los hombres.
—Nuestros propios robots... Bueno, de esos sí que se puede decir que son robots, ¿comprendes? Tú pareces un Espaciano.
—Ah, sí, me doy cuenta. Esperabas un modelo más bien rudo, ¿no? Con todo, resulta sumamente lógico que nuestros directores empleen a un robot de visibles características humanoides en este caso, y confiamos en evitar cualquier dificultad. ¿No es así?
Así era seguro que las evitarían. Un robot de aspecto común vagando por la Ciudad sería un problema.
—Sí —repuso Baley.
—Entonces, vamos ya, Elijah.
Regresaron rumbo al expreso-vía. R. Daneel se familiarizó con las bandas aceleradoras, y maniobró a lo largo de ellas con gran habilidad. Baley, que empezó moderando su movimiento, terminó muy molesto por verse obligado a precipitarlo.
El robot conservó su equilibrio. Ni siquiera mostró el menor vestigio de dificultad. Baley incluso se preguntaba si R. Daneel no estaría con toda intención obrando con mayor lentitud de la que necesitaba. Llegó hasta los interminables vagones del expreso-vía y se encaramó con un atrevimiento inusitado. El robot lo siguió con facilidad.
Baley se ruborizó. Tragó dos o tres veces, y por fin exclamó:
—Permaneceré aquí abajo contigo.
—¿Aquí abajo? —El robot, al parecer indiferente tanto al estruendo como al balanceo rítmico de la plataforma, añadió—: Me informaron que un rango C-5 le daba a uno derecho a ocupar un asiento en el piso superior de acuerdo con ciertas condiciones.
—Tienes razón. Yo puedo subir; pero tú no.
—¿Y por qué no he de poder ir contigo?
—Porque se necesita ser C-5, Daneel.
—Entiendo.
—Tú no eres un C-5. —Resultaba difícil hablar. El silbido del aire friccionado era mucho más fuerte en el piso inferior, de menor abrigo, y Baley procuraba que su tono de voz fuese muy quedo. R. Daneel protestó:
—¿Por qué no habría yo de ser un C-5? Soy tu socio, y, en consecuencia, de igual rango. Me dieron esto.
De un bolsillo interior extrajo una tarjeta-credencial rectangular, totalmente auténtica. El nombre que aparecía era Daneel Olivaw, sin la importantísima inicial. El rango, C-5.
—Subamos, pues —convino Baley, impasible.
En cuanto se sentó, Baley se quedó mirando fijamente hacia delante y disgustado consigo mismo, con plena conciencia del robot situado a su lado. Por dos veces lo habían pescado en falla. En primer lugar, no reconoció a R. Daneel como a robot; luego no previó la lógica que exigía que a R. Daneel le otorgasen un rango C-5.
La dificultad, por supuesto, estribaba en que él no era el detective del mito popular. Él no era incapaz de sorprenderse, imperturbable de apariencia, infinito de adaptabilidad y veloz como el rayo para las lucubraciones mentales. Ni nunca se supuso que lo fuera; pero nunca antes lo había lamentado como ahora.
Lo que lo obligaba a dolerse de ello, al parecer, era confesarse que R. Daneel Olivaw significaba la verdadera personificación de aquel mito.
Tenía que serlo. Era un robot.
Baley comenzó a encontrar excusas para sí mismo. Él estaba acostumbrado a los robots como R. Sammy, en su oficina. Había esperado una criatura con una piel de plástico duro y brillante, de un color blanco casi muerto. Había esperado una expresión fija en un nivel irreal de buen humor imbécil. Había esperado movimientos bruscos, un poco inciertos, casi automáticos.
R. Daneel no era nada de eso.
Baley arriesgó una rápida mirada de soslayo al robot. R. Daneel se volvió simultáneamente y asintió gravemente. Cuando habló, sus labios se habían movido con naturalidad, y no se limitaban a quedar entreabiertos como los de los robots terrícolas. Hasta pudo vislumbrar movimientos de una lengua articulada.
«¿Por qué ha de permanecer allí sentado con tanta tranquilidad? —pensó Baley—. Todo esto debe de ser algo distinto y totalmente nuevo para él. El ruido, las luces, ¡la multitud!»
Se levantó, se escurrió junto a R. Daneel y le dijo:
—¡Sígueme!
Bajaron de la expreso-vía y se dirigieron a las bandas desaceleradoras.
Baley pensó: «Qué le diré a Jessie ahora, por los cielos».
La llegada del robot había sacado ese pensamiento de su cabeza, pero regresaba con urgencia exasperante ahora que estaban dirigiéndose por la local-vía hacia la Sección de Bajo Bronx.
—Sabes que todo esto es un solo edificio, Daneel —dijo—; todo lo que ves, la gran Ciudad. Aquí viven veinte millones de personas. La expreso-vía se mueve todo el tiempo, noche y día, a sesenta millas por hora. Tiene doscientas cincuenta millas en total y hay cientos de miles de millas en local-vías.
«En cualquier momento —pensó Baley—, estaré imaginando cuántas toneladas de productos de levadura come Nueva York por día, y cuántos pies cuadrados de agua tomamos, y cuántos megawats de energía proveen las pilas atómicas por hora».
—He sido informado —dijo Daneel— sobre esto y sobre otros datos similares en mi entrenamiento.
«Eso cubre la comida, bebida, y situación de la energía también, supongo —pensó Baley—. ¿Por qué intento impresionar a un robot?»
Se encontraron en la calle 182 Este y a menos de doscientos metros estaban bloques de ascensores que alimentaban aquellas capas de acero y cemento en donde estaba situado su propio apartamento.
Estaba a punto de decirle, «Por aquí», cuando se halló detenido por un grupo de gente que se aglomeraba en la parte exterior de una puerta de fuerza brillantemente iluminada, en una de las múltiples tiendas al menudeo situadas en las plantas bajas de esta Sección.
Dirigiéndose a una de las personas más cercanas, preguntó con un tono de autoridad automático:
—¿Qué sucede?
El hombre a quien se dirigió, y que permanecía sobre la punta de los pies atisbando, repuso:
—¡Maldita mi suerte si lo sé! Acabo de llegar.
Alguien informó con excitación manifiesta:
—Tienen a esos miserables robots ahí. Se supone que nos echarán a nosotros. ¡Con lo que me gustaría descuartizarlos pieza por pieza!
Baley soslayó nerviosamente a Daneel; si éste pescó el significado de las palabras, o si las escuchó, no lo mostró por ningún signo externo.
Baley se hundió en la aglomeración.
—Déjenme pasar. ¡Déjenme pasar! ¡Policía!
Le hicieron lugar. Baley alcanzó a oír tras sí:
—... que los descuarticen. Tornillo a tornillo. Que los corten por las costuras, muy despacio... —Y alguien más se rió.
A Baley le entró un escalofrío. La Ciudad era la máxima eficiencia, pero exigía demasiado de sus habitantes. Los obligaba a vivir dentro de una rutina estricta, y ordenaba sus existencias de acuerdo con un método científico y restringido. Ocasionalmente, las inhibiciones constreñidas explotaban.
Recordó los Tumultos de la Barrera.
Cierto que existían motivos para perturbaciones callejeras antirrobotistas. Los hombres que se encontraban ante la perspectiva del mínimo desesperado que representaba la desclasificación, tras media vida de esfuerzo continuo, no eran capaces de decidir a sangre fría que los robots individuales no tuviesen la culpa de ello. Entonces, por lo menos, nada más sencillo que volverse contra los mismos.
Uno no podía manifestar contra algo llamado “política gubernamental”, o contra un eslogan como “Más producción con trabajo robótico”.
El Gobierno las llamaba dificultades crecientes. Movía tristemente su cabeza colectiva y aseguraba a todos y a cada uno que, tras un período absolutamente necesario de ajuste, se presentaría ante ellos una nueva vida mucho mejor.
Pero el movimiento Medievalista aumentaba en proporción con el proceso de degradación. Los individuos llegaban a la desesperación, y con facilidad se pasaba de la amarga frustración a la destrucción vandálica.
En este momento, apenas minutos podían separar la hostilidad de la multitud de una orgía de sangre y desastre.
Baley se esforzaba desesperadamente por acercarse a la puerta de fuerza.
CAPÍTULO 3
Incidente en una zapatería
La parte interior de la tienda se encontraba más vacía que la calle, afuera. El gerente, con previsión encomiable, había ordenado que se elevara la barrera de fuerza desde muy al principio, impidiendo que perturbadores potenciales penetrasen en el establecimiento. También servía para que los protagonistas de la discusión no escapasen, aunque eso era de menor importancia.
Baley pasó por la puerta de fuerza empleando su neutralizador policial. Inesperadamente, se encontró con R. Daneel detrás de sí. El robot guardaba su propio neutralizador en el bolsillo, uno muy delgado, más pequeño y más eficaz que el modelo estándar de la policía.
El gerente corrió hacia ellos de inmediato, hablando en voz alta:
—Oficiales, mis dependientes me fueron asignados por la Ciudad. Estoy perfectamente en mis derechos.
Había tres robots parados en la parte posterior del departamento. Seis humanos estaban parados cerca de la puerta de fuerza. Eran todas mujeres.
—Muy bien, ahora —ordenó Baley con sequedad—. ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué todo ese trastorno?
Una de las mujeres chilló molestísima:
—Entré por zapatos. ¿Por qué no puedo tener un dependiente decente? ¿No soy respetable?
Su vestido, especialmente su sombrero, eran tan exagerados que hacían de esa pregunta algo más que un hecho retórico. El rojo encendido de su semblante encolerizado ocultaba de modo imperfecto la exageración del maquillaje.
—La atenderé yo mismo, si tengo que hacerlo —explicó el gerente—, pero no puedo atenderlas a todas, Oficial. No hay nada de malo con mis empleados. Están registrados como dependientes. Tengo sus tarjetas de especificaciones y sus talones de garantía...
—Tarjetas de especificaciones —gritó la mujer. Luego se echó a reír volviéndose hacia las demás—: Escúchenlo. ¡Les dice empleados! ¿Qué es lo que te pasa? No son hombres. ¡Son ro... robots! —Estiró las sílabas—. Y te diré lo que hacen, por si no lo sabes. Les roban el trabajo a los hombres. Por eso el Gobierno los protege siempre. Trabajan por nada, y, con motivo de eso, las familias se ven obligadas a vivir en galpones y a comer pasta de levadura cruda. Familias de decentes trabajadores. Si yo mandara, destruiría a todos los ro... robots. ¡Te lo aseguro!
Las otras hablaban farfullando, confusas, y como fondo se oía el tumulto creciente de la muchedumbre al otro lado de la puerta.
Baley estaba consciente, vivamente conciente, de R. Daneel Olivaw parado junto a su codo. Miró a los dependientes. Eran de manufactura Terrícola, y aún en esa escala, del modelo más barato. Eran robots fabricados solamente para conocer unas pocas cosas simples. Debían conocer todos los estilos, números, precios, tamaños disponibles de cada uno. Podían retener las fluctuaciones de las reservas, posiblemente mejor que un ser humano, ya que no tenían otros intereses. Podían computar las órdenes apropiadas para la semana siguiente. Podían medir el pie del cliente.
Inofensivos por sí mismos. Increíblemente peligrosos como grupo.
Baley podía simpatizar con la mujer más profundamente que lo que podía haber creído posible el día anterior. No, dos horas antes. Podía sentir la cercanía de R. Daneel y se preguntaba si no estaría capacitado para reemplazar a un detective ordinario C-1. Lograba ver los galpones mientras pensaba. Podía saborear la pasta de levadura. Podía recordar a su padre.
Su padre había sido físico nuclear, con un rango que lo había colocado en la cumbre de la Ciudad. Se produjo un accidente en la planta de energía, y su padre hubo de soportar la culpa. Lo desclasificaron. Baley ignoraba los detalles; todo eso sucedió cuando tenía un año de edad.
Pero sí recordaba los galpones de su niñez; la miserable existencia comunitaria justo a un lado de lo soportable. No recordaba bien a su madre; no sobrevivió largo tiempo. A su padre sí, un hombre deshecho, melancólico y perdido, que hablaba en ocasiones de su pasado con frases roncas y entrecortadas.
Murió, todavía desclasificado, cuando Lije contaba ocho años de edad. El joven Baley y sus dos hermanas mayores se cambiaron a la Sección orfanato. Nivel Niños, le decían. El hermano de su madre, el tío Boris, era demasiado pobre para impedirlo.
Y continuó su dura vida. Y fue muy duro pasar por la escuela careciendo de privilegios heredados para facilitar el camino.
Y ahora tenía que pararse en medio de un tumulto creciente y golpear a hombres y mujeres que, después de todo, solamente temían la desclasificación para ellos y para quienes amaban, como le ocurrió a él mismo.
Sin levantar la voz, se dirigió a la mujer que ya había hablado:
—No provoque problemas, señora. Los dependientes no le hacen a usted ningún daño.
—Claro que no me harán daño alguno —vociferó la mujer—. No lo voy a permitir. ¿Piensa que dejaré que me toquen con sus fríos dedos y grasientos? Entré aquí esperando ser tratada como un ser humano. Soy una ciudadana. Tengo el derecho a ser atendida por humanos. Y escuche, tengo dos chiquillos esperando para cenar. No pueden ir a la Sección Cocina sin mí, como si fuesen huérfanos. Tengo que salir de aquí.
—Bien, vea —reanudó Baley, sintiendo que perdía el humor—, si hubiese usted permitido que la atendieran, ya podría haber salido. Está haciendo problema por nada. Vamos, pues.
—¡Bien! —La mujer se mostró irritada—. Quizás se cree que me puede hablar como si yo fuera basura. Quizás es tiempo de que el Gobierno se dé cuenta de que los robots no son la única cosa sobre la Tierra. Yo soy una mujer trabajadora y tengo derechos.
La mujer siguió y siguió. Baley se sintió atrapado y aburrido. La situación se le escapaba de las manos. Aun si la mujer consentía en que la atendiesen, la multitud que aguardaba estaba lista para cualquier cosa desagradable.
Debía haber un centenar de personas amontonadas fuera de la vidriera. En los pocos minutos transcurridos desde que los policías penetraran en la tienda, la multitud se había duplicado.
—¿Cuál es el procedimiento habitual en casos como este? —preguntó R. Daneel, de pronto.
Baley casi saltó y respondió:
—En primer lugar, este es un caso no habitual.
—¿Qué dice la ley?
—Los robots han sido debidamente asignados aquí. Son dependientes registrados. No hay nada ilegal en eso.
Hablaban en susurros. Baley trataba de verse oficial y amenazador. La expresión de Olivaw, como siempre, no decía nada.
—En ese caso —insinuó R. Daneel—, ordénale a la mujer que permita que se le atienda o que se vaya.
Baley levantó brevemente una comisura de sus labios y dijo:
—Es una turba la que tenemos que enfrentar, no una mujer. No hay otra cosa que hacer que llamar al escuadrón de motines.
—No debería ser necesario para los ciudadanos más que un oficial de la ley que les diga qué hacer —dijo Daneel. Volvió su amplio rostro hacia el gerente le dijo—: Abra la puerta de fuerza, señor.
El brazo de Baley se adelantó para tomar a R. Daneel del hombro y hacerlo girar sobre sí mismo. Detuvo el ademán. Si dos hombres representativos de la ley se disputaban abiertamente, era indudable que no se lograría una solución pacífica.
El gerente protestó, miró a Baley. Baley no enfrentó esa mirada. Entonces R. Daneel repitió, sin inmutarse:
—Se lo ordeno a usted con la autoridad de la ley.
El gerente gimió, retorciéndose las manos:
—Haré responsable a la Ciudad por cualquier daño a mis muebles y mercancías. Deseo hacer constar que hago esto bajo órdenes.
La barrera de fuerza descendió; hombres y mujeres se precipitaron adentro. Se levantó de ellos un rugido feliz. Se sentían victoriosos.
Baley había escuchado de tumultos semejantes. Hasta había presenciado uno de ellos. Había visto robot levantados por una docena de manos; llevados sus cuerpos pesados, sin oponer resistencia, de mano en mano. Hombres tironearon y retorcieron esas imitaciones de hombres. Usaron martillos, navajas de fuerza, pistolas de aguja. Por último, redujeron aquellos objetos miserables a metal hecho tiras y cables. Los caros cerebros positrónicos, la creación más complicada de la mente humana, eran arrojados de mano en mano como pelotas de fútbol, y aplastados hasta quedar inútiles en un breve lapso.
Entonces, con el genio destructivo desencadenado con tanto alborozo, las bandas se volvían en busca de otras cosas que pudieran fragmentar.
Los dependientes robots podían no tener conocimiento de nada de esto; pero chillaban a medida que la multitud inundaba el local y levantaban los brazos para cubrirse los rostros en un esfuerzo primitivo para ocultarse. La mujer que iniciara todo este escándalo, atemorizada al ver el incremento que tomó tan repentinamente, más allá de cuanto se atrevió a imaginar, murmuraba:
—Vamos, calma; vamos, calma.
Nadie le hizo caso y la voz se convirtió en un chillido sin significado alguno. El gerente también gritaba:
—¡Deténgalos, oficial, deténgalos!
R. Daneel habló. Sin esfuerzo aparente, su voz se elevó de pronto varios tonos más fuerte que cualquiera emisión humana hubiese logrado obtener. «Por supuesto —pensó Baley por décima vez— si no lo es...»
—Al siguiente hombre que se mueva le disparo —dijo R. Daneel.
—¡Agárrenlo! —gritó alguien en la parte de atrás.
Por un instante, nadie se movió.
R. Daneel se subió ágilmente en una silla, y de ahí saltó hasta lo alto de un exhibidor de Transtex. El brillo fluorescente y coloreado que surgía por entre las rendijas de película molecular polarizada transformaron su semblante terso y frío en algo extraterrestre.
«Extraterrestre» pensó Baley.
El cuadro se mantuvo mientras R. Daneel aguardaba, una tranquila y formidable persona. Dijo resueltamente:
—Vosotros estáis diciendo: Este hombre tiene un látigo neurónico o un tickler. Si le atacamos, le abatiremos y al menos uno o dos de nosotros seremos heridos y nos podríamos recuperar. Mientras haremos exactamente lo que queremos y al demonio con la ley y el orden.
Su voz no estaba severa ni enfadada pero tenía autoridad. Tenía el tono seguro de una orden.
—Estáis en un error. Esto que tengo no es un látigo neurónico ni un tickler. Es un desintegrador y muy mortal. Lo usaré y no apuntaré por encima de vuestras cabezas. Mataré varios de vosotros antes de que se apoderen de mí, quizás a la mayoría. Y hablo en serio. ¿Verdad que estoy serio?
Hubo un movimiento en los extremos; pero ya no aumentó el grupo. Si algunos recién llegados se detenían por curiosidad, otros se apresuraban a retirarse. Los más cercanos a R. Daneel mantenían la respiración, tratando desesperadamente de no adelantarse impelidos por la presión masiva de los cuerpos a sus espaldas.
La mujer del sombrero habló. En un inesperado acceso de sollozos, gritó:
—Nos va a matar. Yo no hice nada malo. ¡Déjeme salir!
Se volvió, pero se enfrentó con una muralla inmóvil de hombres y mujeres aglomerados. Cayó de rodillas. El movimiento de retroceso de la muchedumbre silenciosa se acrecentó.
R. Daneel saltó del exhibidor y dijo:
—Ahora me voy a dirigir a la puerta. Dispararé contra todo quien me toque. Cuando alcance la puerta, dispararé a todo hombre o mujer que no se haya marchado a sus asuntos. En cuanto a esta mujer...
—No, no —vociferó la mujer del sombrero—. Le digo a usted que no hice nada malo. Quiero decir, daño. Ya no quiero zapatos. Quiero irme a casa.
—Esta mujer permanecerá aquí —ordenó Daneel—. Se le atenderá.
Dio un paso hacia delante.
La multitud lo miró atontada. Baley cerró los ojos. «No es culpa suya —pensó desesperado—. Habrá una muerte y el peor lío del mundo, pero ellos forzaron un robot como mi socio. Ellos le dieron un rango igual.»
No daría resultado. Él no se creía a sí mismo. Pudo haber detenido a R. Daneel desde un principio. Pudo en cualquier instante haber llamado a un patrullero. Había permitido que R. Daneel tomase la responsabilidad en su lugar, y se había sentido cobardemente aliviado. Cuando intentó decirse a sí mismo que la personalidad de R. Daneel dominaba la situación, lo invadió un repentino menosprecio. El dominio de un robot.
No se producía ningún ruido insólito; ni gritos, ni maldiciones, ni gemidos, ni vociferaciones. Abrió los ojos.
Se estaban dispersando.
El gerente se calmaba, ajustándose la desarreglada chaqueta, alisándose el cabello, murmurando amenazas furiosas hacia la muchedumbre que desaparecía.
Oyó el silbato terso y apagado de un coche patrulla que se detenía al llegar junto a la puerta. «Claro, cuando todo ha terminado»
El gerente le tiró de la manga.
—Que no haya más problemas, Oficial.
—No habrá ningún problema —repuso Baley.
Fue fácil desembarazarse de los policías del patrullero. Habían venido en respuesta a informes sobre una aglomeración en la calle. Desconocían los detalles y podían ver por sí mismos que la calle se hallaba despejada. R. Daneel se hizo a un lado y no demostró signo alguno de interés en lo que Baley explicaba a los hombres del patrullero, minimizando la importancia del acontecimiento y enterrando la parte que en él tuvo R. Daneel.
Después llevó a R. Daneel hacia un costado, contra el acero y el concreto de una columna del edificio.
—Escúchame —dijo—, no trato de robarte tus méritos, ¿me comprendes bien?
—¿Robarme mis méritos? ¿Es uno de los modismos de la Tierra?
—No informé la parte que tú tomaste.
—No conozco todas vuestras costumbres. En mi mundo, un informe completo es lo habitual, pero quizá no suceda así en tu mundo. En todo caso, se impidió una rebelión civil. Y eso es lo único importante, ¿verdad?
—¿Lo es? Ahora tú me escuchas —Baley trató de aparentar la máxima energía posible, aun viéndose en la necesidad de hablar en murmullos furiosos—. Nunca lo vuelvas a hacer.
—¿Nunca volver a insistir en la observancia de la ley? Si no hago eso, ¿cuál es entonces mi cometido?
—Nunca vuelvas a amenazar a un ser humano con un desintegrador.
—No hubiese disparado bajo ninguna circunstancia, Elijah, como lo sabes muy bien. Soy incapaz de dañar a ningún ser humano. Pero, como ves, no tuve que disparar. Ni esperaba tener que hacerlo.
—Eso fue pura suerte, que no tuvieras que disparar. No vuelvas a correr ese riesgo otra vez. Yo pude haber adoptado la actitud melodramática que tú...
—¿Actitud melodramática? ¿Qué quieres decir?
—No te preocupes. Toma el sentido de lo que estoy diciendo. Pude haber apuntado un desintegrador contra esa turba. Tengo un desintegrador para hacerlo. Pero esa no es la clase de riesgo que yo pueda justificar, ni tú tampoco. Era más seguro llamar a un patrullero al lugar que intentar a esos heroísmos individuales.
R. Daneel se quedó meditabundo. Sacudió la cabeza.
—Creo que estás equivocado, socio Elijah. Mi información respecto a las características humanas aquí, entre los habitantes de la Tierra, incluye los datos de que, a diferencia de los hombres de los Mundos Exteriores, están educados desde su nacimiento para aceptar la autoridad. Aparentemente es el resultado de su modo de vivir. Un hombre, representando la autoridad con suficiente firmeza, fue suficiente como te lo he probado. Tu propio deseo de que viniera un patrullero era sólo la expresión de tu instintivo deseo en busca de una autoridad superior que te quitara cualquier responsabilidad de las manos. Admito que lo que hice hubiese sido totalmente injustificado en mi propio mundo.
El rostro alargado de Baley estaba rojo de rabia.
—Si te hubiesen reconocido como a un robot...
—Yo tenía la seguridad de que no.
—En todo caso, recuerda que eres un robot. Nada más que un robot. Sólo un robot. Como esos dependientes en la zapatería.
—Pero eso es obvio.
—Y no eres un ser humano.
Baley se sentía impelido hasta la crueldad, muy en contra de su voluntad.
Al parecer, R. Daneel reflexionaba en esas palabras.
—Quizá la división entre los seres humanos y los robots —explicó— no sea tan significativa como la que existe entre la inteligencia y la no inteligencia.
—Tal vez en tu mundo —arguyó Baley—; pero no en la Tierra.
Miró su reloj, y apenas pudo darse cuenta de que se había retrasado una hora y cuarto. Su garganta estaba seca y áspera con el pensamiento de que R. Daneel le había ganado la primera mano, le había ganado mientras él mismo se quedaba parado impotente.
Pensó en Vince Barrett, el adolescente a quien R. Sammy había reemplazado. Y pensó en sí mismo, en Elijah Baley, a quien R. Daneel podía reemplazar. Josafat, a lo menos su padre había sido despedido por causa de un accidente que produjo daños y que mató a personas. Tal vez fue culpa suya: Baley no lo sabía. Supuso que había sido quitado para hacer lugar a un físico mecánico. Sólo por eso. Por ninguna otra razón. Nada podía hacer con eso.
—Vámonos —ordenó Baley con brusquedad—. Tengo que llevarte a casa.
—¿Lo ves? —observó R. Daneel—. No es apropiado hacer ninguna distinción que tenga un significado inferior al hecho de la inteli...
—Muy bien. —Baley elevó la voz—. El asunto está cerrado. Jessie nos aguarda. —Caminó en dirección del comunicador interseccional más cercano—. Será mejor que la llame y le diga que vamos en camino.
—¿Jessie?
—Mi esposa.
«¡Josafat! —pensó Baley— ¡En buena forma estoy para enfrentar a mi esposa!».
CAPÍTULO 4
Presentación en familia
Había sido el nombre lo que primero hizo que Elijah Baley tuviera conciencia de Jessie. La conoció en la fiesta de Navidad de la Sección, allá por el ‘02, al amparo de una ponchera. Él había terminado sus estudios, recién obtenido su primer empleo en la Ciudad, recién mudado a la Sección. Estaba viviendo en una de las habitaciones para solteros del Salón Común 122A. Nada mal para ser un dormitorio de soltero.
Ella se hallaba sirviendo ponches.
—Soy Jessie —dijo—. Jessie Navodny. No te conozco.
—Baley —repuso—, Lije Baley. Me acabo de mudar a la Sección.
Él tomó su copa de ponche y sonrió mecánicamente. Ella le pareció una persona alegre y amigable, entonces se quedó cerca de ella. Era nuevo, y se sentía solitario al estar en una fiesta donde observaba a las personas en grupos de los que no era parte. Más tarde, cuando hubiese pasado suficiente alcohol por las gargantas, podía mejorar.
Mientras tanto, permaneció junto a la ponchera, mirando a la gente ir y venir y bebiendo a pequeños sorbos, pensativo.
—Yo ayudé a hacer el ponche. —La voz de la muchacha le llegó de repente—. Se lo puedo garantizar. ¿Desea más?
Baley se dio cuenta de que su pequeña copa se hallaba vacía.
—Sí —respondió sonriendo.
El rostro de la joven era ovalado y no muy bonito, debido sobre todo a la nariz un poco larga. Vestía un traje muy serio y llevaba el cabello de color castaño claro peinado en una serie de rizos y bucles sobre la frente.
También ella bebió a la segunda ronda, y él se sintió mejor.
—Jessie —murmuró, acariciando el nombre con la lengua—. Es un nombre agradable. ¿Le importa si lo utilizo cuando me dirija a usted?
—Claro que sí. Si quiere. ¿Sabe de qué es diminutivo?
—¿De Jessica?
—Nunca lo acertará.
—Pues no se me ocurre ningún otro.
Saltó una risita y le informó con timidez:
—Mi nombre completo es Jezabel.
Entonces fue cuando se le avivó el interés. Dejó su copa de ponche sobre la mesa y, mirándola fijamente, le dijo:
—¡No! ¿De verdad?
—De veras. No estoy haciendo bromas. Jezabel. Es mi verdadero nombre en todos los registros. A mis padres les gustaba cómo suena.
Estaba bastante orgullosa de él, aunque nunca habría ninguno como Jezabel en el mundo. Baley se preguntó muy serio:
—Mi nombre es Elijah, ya sabes. Mi nombre completo, quiero decir.
Ella no reaccionó. Insistió:
—Elías fue el mayor enemigo de Jezabel.
—¿Sí?
—Claro. En la Biblia.
—¡Ah, pues no lo sabía! Resulta curioso, ¿eh? Espero que aquí no tengas que ser mi enemigo.
Desde el principio no había dudas sobre el asunto. Fue la coincidencia de los nombres lo que hizo de ella algo más que una chica agradable junto a la ponchera. Pero más adelante encontró que era alegre, de tierno corazón, y finalmente hasta bonita. Particularmente apreciaba su alegría. Su propia visión de la vida, escéptica y sardónica, necesitaba ese antídoto.
Pero Jessie no parecía preocuparse por su largo rostro grave.
—¡Oh, bendito seas! —decía—. ¿Qué importa si te ves como un limón agrio? Sé que, en realidad, no eres así, y me pregunto que si estuvieras sonriendo siempre, como yo lo hago, haríamos explosión al juntarnos. Tú sigue así, Lije, e impide que me vaya volando.
Y ella impidió que Lije Baley se hundiera. Éste solicitó un apartamento para pareja, y obtuvo también un permiso provisional con perspectiva de matrimonio. Se lo mostró, diciéndole:
—¿Quieres encargarte de arreglar que me mude de Solteros, Jessie? No me agrada vivir allí.
Tal vez no fue la declaración más romántica del mundo, pero a Jessie le agradó.
Baley sólo recordaba una ocasión en que la alegría habitual de Jessie la abandonó por completo y que había involucrado su nombre. Sucedió en su primer año de matrimonio y el niño no había nacido aún. En verdad, fue durante el mismo mes en que Bentley fue concebido. (Su rango IQ, su estatus de Valores Genéticos y su posición en el Departamento le daban derecho a dos hijos, de los cuales el primero podía ser concebido durante el primer año.) Tal vez, según Baley lo recordaba posteriormente, la gestación de Bentley pudiese explicar parte de su inusual ánimo caprichoso. Jessie había estado refunfuñando a causa de las horas extras de trabajo de Baley. Le dijo:
—Es muy molesto comer sola en la cocina todas las noches.
—No tienes por qué —Baley estaba cansado y se sentía indispuesto. Dijo—. Podrías encontrarte con algún soltero joven por ahí.
Y, por supuesto, ella se enfureció.
—¿Acaso te figuras que no podría impresionarles, Lije Baley?
Tal vez fuera únicamente porque estaba cansado, o quizá porque Julius Enderby, compañero de escuela suyo, ascendiera otro escalón en la escala C de rangos, en tanto que él no. Tal vez era simplemente porque estaba un poco cansado de que ella intentara provocar problemas por el nombre que le fastidiaba cuando no tenía nada que ver y nunca podría tener nada que ver.
Contestó mordaz:
—Supongo que sí lo puedes; pero no creo que lo intentes. ¡Ojalá te olvidaras de tu nombre fueras tú misma!
—Seré lo que me venga en gana.
—Pretender que eres Jezabel no te llevará a ninguna parte. Si deseas saber la verdad, el nombre no significa lo que te imaginas. La Jezabel de la Biblia fue una esposa fiel y buena de acuerdo con su entendimiento. No tuvo amante alguno, que sepamos, no se mezcló en ninguna orgía y no se permitió en lo absoluto libertades morales.
Jessie le miró enojada.
—No es tan así. Escuché la frase ‘pintada como Jezabel’. Sé lo que significa.
—Tal vez piensas que lo sabes, pero escucha. Después de que el esposo de Jezabel, el rey Ajab, muriese, su hijo Jehoram fue rey. Uno de los capitanes de su ejército, Jehu, se rebeló contra él y lo asesinó. Entonces Jehu cabalgó hasta Jezreel donde vivía la reina madre, Jezabel. Ella supo que él venía y se dio cuenta de que iba a asesinarla. Con orgullo y coraje se pintó el rostro y se vistió con las mejores ropas, como una reina arrogante y desafiante. Él la lanzó por la ventana del palacio y la mató, pero tuvo un buen final, de acuerdo con mi idea. Y a eso se refiere la gente cuando dicen ‘pintada como Jezabel’, aunque no sepan por qué.
A la noche siguiente, Jessie le murmuró en voz muy baja:
—He estado leyendo la Biblia, Lije.
—¿Qué? —Por un momento Baley estuvo honestamente desconcertado.
—Las partes de Jezabel.
—Oh, Jessie, lamento mucho si herí tus sentimientos. Me porté como un chiquillo.
—No, no. —Quitó la mano de Baley de su cintura y se sentó en el sillón, erguida y serena, dejando un buen espacio entre ambos—. Es bueno saber la verdad. No quiero parecer tonta por no saber. Así que leí sobre ella. Era una mujer malvada, Lije.
—Bueno, sus enemigos escribieron esos capítulos. No conocemos su versión.
—Mató a todos los profetas del Señor en quienes pudo poner las manos.
—Eso dicen que hizo. —Baley buscó en su bolsillo una barra de goma de mascar. (En años posteriores abandonó ese hábito porque Jessie dijo que, con su cara larga y triste, y sus ojos café, le hacía aparecer como una vieja vaca masticando un poco de pasto desagradable que no podía tragar ni escupir). Dijo—: Si quieres estar de su parte, puedo darte algunos argumentos. Pensaba que la religión de sus ancestros era más antigua que la de los hebreos. Los hebreos tenían su propio dios, y, lo que es más, era un solo Dios exclusivo. Ellos no solamente querían adorarle; querían que todo mundo le adorase.
»Jezabel era conservadora, sostenedora de las antiguas creencias contra las nuevas. Después de todo, si las nuevas creencias tenían un contenido moral más alto, las viejas eran emocionalmente más satisfactorias. El hecho de que ella asesinara sacerdotes solamente la señala como una hija de su tiempo. Era el método habitual de proselitismo de esa época. Si has leído Reyes I debes recordar que Elías (mi tocayo esta vez) tuvo un concurso contra 800 profetas de Baal para ver quién podía bajar fuego desde el cielo. Elías ganó y al instante ordenó que la muchedumbre de observadores asesinaran a los 800 baalitas. Y lo hicieron.
Jessie se mordió el labio.
—Pero, ¿qué del viñedo de Naboth, Lije? Allí estaba este Naboth, sin molestar a nadie, excepto el haberse rehusado a vender su viñedo al Rey. Entonces Jezabel arregló que unas personas perjuraran y dijeran que Naboth había cometido blasfemia o algo así.
—Se suponía que había blasfemado contra Dios y el rey —dijo Baley.
—Sí. Y ellos confiscaron su propiedad y después le ejecutaron.
—Eso estuvo mal. Por supuesto, en los tiempos modernos, Naboth pudo haber sido controlado más fácilmente. Si la Ciudad quería su propiedad, o inclusive si una de las naciones Medievales hubiese querido su propiedad, las cortes le habrían ordenado que se fuera, podrían haberle sacado con la fuerza si fuese necesario, y tal vez pagarle lo que consideraran un precio justo. El rey Ajab no hacía las cosas de esa manera. Aún así, la solución de Jezabel estuvo mal. La única excusa que tiene es que Ajab estaba enfermo e infeliz por la situación, y ella sintió que su amor por su esposo estaba delante del bien de Naboth. Pero a pesar de todo sigo sosteniendo que fue un verdadero modelo de esposa fiel...
Jessie se apartó de él roja de cólera e indignación.
—Pues a mí me parece que eres muy malo conmigo y vengativo.
Entonces él le dirigió una mirada de incomprensión total:
—¿Qué te he hecho, pues? ¿Qué te sucede? Dime.
Salió del apartamento sin responderle, y se pasó la tarde y la mitad de la noche en los diferentes niveles del vídeo subetérico, yendo de un espectáculo en otro, y utilizando más de dos meses de reserva de su asignación (y de la de su esposo, además).
Cuando regresó a un marido aún despierto, no tenía nada más que decirle.
A Baley se le ocurrió más tarde, mucho más tarde, que había destrozado una parte muy importante de la vida de Jessie. Su nombre le significó siempre algo confusamente malvado para ella. Resultaba un delicioso contrapeso para un pasado puritano. Le daba un aroma de pecaminosidad, y ella adoraba eso.
Pero lo había perdido. Nunca más volvió a mencionar su nombre completo, ni a Lije ni a sus amigas, ni, como suponía Baley, aún a sí misma. Era Jessie, y de ese modo firmó en lo sucesivo su nombre.
A medida que pasaron los días ella comenzó a hablarle otra vez, y después de algo así como una semana su relación estaba como antes, con disputas, pero nunca como la del nombre. Sólo una vez hubo una referencia indirecta al asunto. Aconteció en el octavo mes de su embarazo. Había dejado su puesto como asistente de dietista en la Sección Cocina A-23, y con tiempo ocioso entre manos se divertía en especulaciones y en preparaciones para el nacimiento del niño. Una noche dijo:
—¿Qué te parece Bentley?
—¿Perdona, querida? —dijo Baley, levantando la vista de un fajo de trabajo que había traído a casa. (Con una boca adicional que alimentar a la brevedad y con el salario de Jessie sin llegar, y sus propios ascensos a los niveles no administrativos muy lejos al parecer, parecía que el trabajo extra era necesario).
—Quiero decir, si el bebé es varón. ¿Qué te parece Bentley como nombre?
Baley bajó las comisuras de los labios.
—¿Bentley Baley? ¿No te suenan los dos nombres muy iguales?
—Pues no sé. Tiene ritmo, me imagino. Además, el chico siempre podrá escoger otro nombre adicional que le agrade, cuando sea mayor.
—Bueno, entonces está bien para mí.
—¿Estás seguro? Tal vez querías que le pusiéramos Elijah.
—¿Y que le llamen Júnior? No creo que sea buena idea. Él podrá darle ese nombre a su hijo, si lo desea.
—Hay una sola cosa —dijo y se detuvo. Después de un momento él levantó la vista.
—¿Qué una cosa?
Ella esquivó la mirada, recalcando, sin embargo, con gran fuerza:
—Bentley no es nombre bíblico, ¿eh?
—No —repuso Baley—. Estoy seguro de que no lo es.
—Muy bien, entonces. No quiero ningún nombre bíblico.
Y eso fue lo único que Elijah Baley recordaba desde aquel día hasta el momento en que llegaba a su casa con el Robot Daneel Olivaw, cuando había estado casado durante más de dieciocho años, y cuando su hijo Bentley Baley (segundo nombre aún sin elegir) había ya cumplido los dieciséis.
Baley se detuvo frente a la enorme doble puerta donde brillaban las grandes letras de PERSONAL-HOMBRES. Con otras más pequeñas seguía: SUB-SECCIONES 1A-1E. Y, sobre la cerradura, otras más pequeñas que indicaban:
«En caso de pérdida de llaves, llame al 27-101-51».
Un hombre se les adelantó, insertó una hojita de aluminio en la cerradura, y entró. Cerró la puerta tras de sí, sin intentar mantenerla abierta para Baley. Si hubiese hecho esto, Baley se habría sentido seriamente ofendido. Debido a una costumbre muy arraigada, los hombres no se percataban de la presencia de nadie, ni adentro ni en las cercanías de estos lugares privados. Baley recordaba una de las confidencias matrimoniales más interesantes cuando Jessie le contó que la situación era totalmente distinta en los Personales para Mujeres.
A menudo le comentaba: «Me encontré con Josephine Greely en el Personal y me dijo...»
Era una de las desventajas inherentes al ascenso civil; cuando a los Baley les concedieron permiso para la activación de un pequeño tocador en su alcoba, la vida social de Jessie se resintió.
Sin ocultar su mortificación, Baley dijo:
—Por favor, Daneel, espérame aquí afuera.
—¿Te vas a lavar? —preguntó R. Daneel.
Baley se avergonzó, pensando: «¡Maldito robot! Si le dieron información acerca de todo, ¿por qué no le enseñaron buenos modales? Me tendré que hacer responsable si le llega a decir esto a cualquier otra persona». Se apresuró a contestarle:
—Me voy a duchar. Más tarde se aglomeran muchos. Entonces perdería tiempo. Si lo hago ahora, dispondremos de toda la noche para nosotros.
El rostro de R. Daneel se mantuvo impasible.
—¿Es parte de las costumbres sociales el que yo aguarde afuera?
La mortificación de Baley aumentó.
—¿Para qué necesitas entrar... para nada?
—Oh, te comprendo. Sí, por supuesto. Sin embargo, Elijah, las manos se ensucian también, y las lavaré.
Señaló sus manos, sosteniendo las palmas hacia él. Eran rosadas y regordetas, con las líneas apropiadas. Presentaban todas las apariencias de un trabajo excelente y meticuloso, y estaban tan limpias como era posible. Baley le indicó:
—Tenemos un lavabo en el departamento, ya sabes.
Lo dijo en tono casual. Una petulancia se perdería con un robot.
—Muchas gracias por tu gentileza. Sin embargo, creo que será preferible hacer uso de este sitio. Si tengo que vivir con los hombres de la Tierra, mejor será adoptar el mayor número de costumbres y actitudes que pueda.
—Entremos, pues.
El brillo alegre del interior contrastaba violentamente con el utilitarismo de la mayor parte del resto de la Ciudad, pero por esta vez la conciencia de Baley no registró ese efecto. Susurró:
—Puede tomarme algo así como media hora. Espérame. —Comenzó a alejarse, pero regresó para agregar—: Y escucha, no hables con nadie ni le claves la vista a nadie. ¡Ni una palabra, ni una mirada! ¡Es la costumbre!
Miró en torno con rapidez para cerciorarse de que esa corta conversación no había sido notada. Afortunadamente, nadie estaba en el ante-corredor, y después de todo, era sólo el ante-corredor.
Caminó apurado, sintiéndose vagamente sucio, pasó las cámaras comunes hacia los compartimientos privados. Habían pasado cinco años desde que fuese premiado con uno del tamaño suficiente para contener una ducha, un pequeño lavadero, y otras facilidades. Incluso tenía un pequeño proyector con el que visualizar los nuevos films.
—Un hogar lejos del hogar —había bromeado cuando estuvo habilitado. Pero ahora se preguntaba cómo podría lograr el ajuste a una existencia más espartana de las cámaras comunes si su compartimiento de privilegio era cancelado.
Presionó el botón que activaba el lavabo y la cara suave del medidor se encendió.
R. Daneel aguardaba con paciencia cuando Baley volvió con el cuerpo bien frotado, la ropa interior limpia, una camisa recién planchada y, en general, con una sensación de mayor comodidad.
—¿Ninguna dificultad? —preguntó Baley en cuanto estuvieron bien lejos de la puerta y pudieron hablar.
—Ninguna, Elijah —replicó R. Daneel.
Jessie se hallaba en el umbral, sonriendo nerviosamente. Baley la besó.
—Jessie —murmuró—, este es mi nuevo socio, Daneel Olivaw.
Su esposa tendió una mano, que R. Daneel estrechó y soltó. Se volvió hacia su esposo, y entonces miró tímidamente a R. Daneel.
—¿Quiere sentarse, señor Olivaw? —dijo—. Debo hablar con mi esposo de asuntos familiares. Será sólo un minuto. Espero que no le importe.
La mano de Jessie estaba sobre la manga de Baley. Él la siguió hacia la habitación contigua.
—No estarás herido, ¿verdad? —preguntó ella en un apresurado susurro—. He estado preocupada desde que lo oí por la radio.
—¿Por la radio?
—Lo emitieron hará cosa de una hora. Me refiero al escándalo en la zapatería. Dijeron que dos detectives lo habían sofocado. Sabía que tú regresabas a casa con un socio, y esto sucedía precisamente en nuestra subsección y en el momento exacto de tu regreso a casa. Me figuré que estaban minimizando los hechos y que tú...
—Por favor, Jessie. Puedes ver que estoy perfectamente bien.
Jessie se controló, no sin esfuerzo. Añadió temblorosa:
—Tu socio no pertenece a tu división, ¿verdad?
—No —repuso Baley con desagrado—. Es... un perfecto extraño.
—¿Cómo habré de tratarlo?
—Como a cualquier otro. Sólo es mi socio; he ahí todo.
Lo dijo con tan poco convencimiento, que los rapidísimos ojos de Jessie se contrajeron.
—¿Algo anda mal?
—Nada. Ven, volvamos al recibidor. Esto comenzará a parecer raro.
Lije Baley se sentía un tanto inseguro de su apartamento. Hasta ese mismo momento, no lo habían asaltado las dudas. De hecho, siempre se había enorgullecido de él. Tenía tres habitaciones amplias: el estar, por ejemplo, tenía quince pies por dieciocho . Había un placard en cada habitación. Pasaba por allí uno de los principales conductos de ventilación. Significaba que, en ocasiones, se escuchaba un rumor, pero, por otro lado, aseguraba buena temperatura y acondicionamiento. Tampoco estaba alejado de cada Personal, lo que era muy conveniente.
Pero con aquella creación de los mundos allende el espacio sentada en medio de él, Baley se sintió de pronto inseguro. El apartamento parecía miserable y amontonado.
Jessie dijo con una alegría ligeramente artificial:
—¿Habéis comido, tú y el señor Olivaw, Lije?
—A propósito —dijo Baley rápidamente—. Daneel no comerá con nosotros. Yo sí, por supuesto.
Jessie aceptó la situación sin problemas. Con las provisiones de alimentos estrechamente controladas y racionadas más estrictamente que nunca, era de buena educación rehusar la hospitalidad de los demás. Ella dijo:
—Espero que no le importe que comamos, señor Olivaw. Lije, Bentley y yo generalmente comemos en las Cocinas de la Comunidad. Es mucho más conveniente y hay más variedad, ¿sabe?, y entre usted y yo, más ayudantes también. Pero claro, Lije y yo tenemos permiso de comer en nuestro departamento tres veces por semana si lo deseamos... Lije tiene éxito en su oficina y tenemos muy buen estatus, y pienso que si, por esta ocasión, usted desea unírsenos podemos tener una fiesta privada para nosotros, aunque creo que las personas que exageran sus privilegios privados son un poco antisociales, ya sabe.
R. Daneel escuchaba educadamente.
—¡Jessie, tengo hambre! —exclamó de pronto Baley, haciendo disimuladas señas de silencio con los dedos.
—Señora Baley, ¿violaría yo alguna norma establecida si le dirigiera la palabra por su nombre? —intervino R. Daneel.
—No, por supuesto que no. —Jessie extendió una mesa desde el muro y ubicó el calentador en el centro—. Hágalo con toda libertad, y llámeme Jessie si..., oh..., si te parece, Daneel. —Y soltó una risita.
Baley se sintió furioso. Rápidamente la situación se ponía muy incómoda. Jessie pensaba en R. Daneel como en un hombre. La cosa daba para jactarse y hablar de ello en el Personal de Mujeres. Era buen mozo aunque estirado, y Jessie se sentía halagada con su deferencia. Cualquiera podía verlo.
Baley se preguntaba qué impresión hacía Jessie en R. Daneel. Ella no había cambiado mucho en dieciocho años, o al menos no para Lije Baley. Estaba más pesada, por supuesto, y su figura había perdido mucho de su vigor juvenil. Había líneas en las comisuras de los labios y huellas de pesadez en sus mejillas. Su cabello estaba peinado de un modo más conservador y tenía un tono café un poco más claro.
«Pero todo eso está más allá de la cuestión», pensó Baley. En los Mundos Exteriores la mujer era alta y tan delgada e imponente como el hombre. O, al menos, así los mostraban los libros-película, de modo que esa sería la clase de mujer a la que estaba acostumbrado R. Daneel.
Pero R. Daneel parecía imperturbable ante la conversación de Jessie, su apariencia o su nombre. Dijo:
—¿Está segura de que es apropiado? —dijo—. El nombre, Jessie, parece ser un diminutivo. Es posible que su empleo esté restringido a los miembros de su círculo inmediato y tal vez sería más apropiado que yo utilice su nombre completo.
Jessie, quien estaba abriendo el envoltorio que contenía la cena, inclinó su cabeza sobre lo que estaba haciendo en una repentina concentración.
—Solamente Jessie —dijo, tensa—. Todos me llaman Jessie. No hay ninguno más.
—Muy bien, Jessie.
La puerta se abrió y un jovencito entró con cautela. Sus ojos se fijaron en R. Daneel al instante.
—¿Papá? —inquirió con incertidumbre.
—Mi hijo Bentley —dijo Baley, en voz baja—. Este es el señor Olivaw, Ben.
—Tu socio, ¿no, papá? ¿Cómo está usted, señor Olivaw? —Los ojos de Ben se agrandaron y brillaron—. Dime, pa, ¿qué sucedió allá en la zapatería? La radio dijo...
—No hagas preguntas ahora, Ben —interpuso Baley, brusco.
Bentley quedó desconcertado y miró a su madre, quien le indicó que se sentara.
—¿Hiciste lo que te ordené, Bentley? —preguntó Jessie, cuando se hubo acomodado. Sus manos acariciaban sus cabellos. Eran tan oscuros como los de su padre e iba a tener también su estatura, pero todo el resto de su apariencia era de ella. Tenía el rostro ovalado de Jessie, sus ojos de avellana, su manera despreocupada de tomarse la vida.
—Claro que sí, ma —repuso echándose un poco hacia delante para mirar dentro de la doble fuente de la que subían sabrosos vapores—. ¿Qué comeremos? ¿Otra vez zimovial no, ma? ¿Ah, ma?
—No hay nada de malo con el zimovial —dijo Jessie apretando los labios—. Ahora te comes lo que se te pone en frente y no quiero ningún comentario.
Era obvio que había zimovial.
Baley tomó asiento. Hubiera preferido algo diferente que zimovial, con su fuerte sabor y regusto, pero Jessie había explicado su problema antes de ese momento.
—Bueno, no puedo, Lije —había dicho—. Vivo en estos niveles todo el día y no puedo hacer enemigos, o la vida no sería aceptable. Ellos saben que yo solía ser ayudante de dietista y si salgo con un trozo de carne o de ave cada semana, cuando casi no hay nadie en el piso que tenga privilegios de comer en privado a excepción de los domingos, dirían que quiero alejarme de los amigos en la sala de preparados. Sería comentado y comentado y comentado, y no podría sacar la nariz de la puerta o visitar el Personal en paz. De cualquier modo, es tan bueno el zimovial como el protoveg. Es una alimentación con nutrientes bien balanceados, sin desperdicio y, de hecho, llenos de las vitaminas y minerales que todo mundo necesita, y podemos tomar todo el pollo que queramos cuando comemos en las cocinas comunitarias los martes de pollo.
Baley se dio por vencido fácilmente. Era como Jessie decía; el primer problema de la vida era minimizar la fricción con las multitudes que les rodeaban por todas partes. Bentley era un poco más duro de convencer.
En esa ocasión dijo:
—Oye, ma, ¿por qué no puedo utilizar el pase de pa y comer en los comunitarios? Sería lo mejor.
Jessie sacudió la cabeza, molesta, y dijo:
—Me sorprendes, Bentley. ¿Qué diría la gente si te ve comiendo solo, como si tu familia no fuera buena para ti, o que te hemos echado del departamento?
—Bueno, ¡cielos!, no es asunto de nadie.
—Haz lo que tu madre dice —dijo Baley con un toque nervioso en la voz.
Bentley se encogió de hombros, insatisfecho.
—¿Se me permite hojear estos libros-película durante la cena? —interrogó de pronto R. Daneel, desde el otro lado del cuarto.
—Por supuesto —replicó Bentley, levantándose de la mesa con una mirada instantánea de interés reflejada en su semblante—. Son míos. Los conseguí en la biblioteca, con un permiso especial de mi escuela. Le voy a traer mi visor. Es magnífico. Mi papá me lo regaló en mi último cumpleaños.
Después de traérselo a R. Daneel, preguntó:
—¿Se interesa usted en robots, señor Olivaw?
A Baley se le cayó la cuchara, y se inclinó para recogerla.
—Sí, Bentley, me intereso —repuso R. Daneel.
—Entonces le agradarán éstos. Todos son de robots. Tengo que escribir un ensayo sobre ellos, para mi escuela, así que estoy haciendo una investigación. Resulta un asunto bastante complicado. —Y terminó, dándose importancia—: Yo estoy en contra de ellos.
—Siéntate, Bentley —ordenó Baley, desesperado—, y no molestes al señor Olivaw.
—No me molesta en absoluto. Bentley, me gustaría hablar contigo sobre este problema en otra ocasión. Tu padre y yo estaremos sumamente atareados esta noche.
—Gracias, señor Olivaw. —Bentley se sentó y, después de lanzar una mirada de disgusto hacia su madre, cortó una porción del crujiente zimovial rosado con el tenedor.
«¿Atareados esta noche?», pensó Baley.
Luego, con un violento sobresalto, recordó su trabajo. Pensó en el Espaciano que yacía muerto en Espaciópolis, y se dio cuenta de que, durante horas enteras había estado inmerso en su propio dilema y olvidado por completo el hecho frío del asesinato.
CAPÍTULO 5
Análisis de un asesinato
Jessie se despidió de ellos. Se colocaba un sombrero formal y una pequeña chaqueta de ceratofibra mientras decía:
—Tendrá que excusarme, señor Olivaw. Sé muy bien que tendrá por delante mucho que discutir con Lije.
Hizo pasar a su hijo por delante mientras abría la puerta.
—¿Cuándo volverás, Jessie? —preguntó Baley. Ella se detuvo.
—¿A qué hora deseas que regrese?
—Pues..., no hay necesidad de quedarse fuera toda la noche. ¿Por qué no regresas a la hora acostumbrada? Cerca de la medianoche.
Le lanzó una mirada interrogativa a R. Daneel. Éste asintió.
—Lamento que tenga que irse de su casa.
—No se preocupe por eso, señor Olivaw. Usted no exige que me vaya. Es mi noche para salir con mis amigas, de todos modos. Vámonos, Ben.
El jovenzuelo se mostró un poco rebelde.
—Caray, ¿por qué diablos debo irme yo también? No los voy a molestar. ¡Ufa!
—Haz lo que te ordeno.
—Entonces, ¿por qué no he de poder acompañarte a los etéricos?
—Porque yo voy con algunas amigas y, además, tú tienes otras cosas... —La puerta se cerró tras ellos.
Y ahora había llegado el momento. Baley lo había sacado de su mente. Pensó: «Primero, nos encontremos con el robot y veamos cómo es». Luego: «Llevémoslo a casa». Y después: «Comamos».
Pero ahora todo eso había pasado y no había lugar para nuevas dilaciones. Por fin se veían enfrentados al asunto del asesinato, con complicaciones interestelares, posible ascenso de rango, o probable desgracia. Y no tenía manera de comenzar, excepto recurriendo al robot en busca de ayuda.
Sus dedos se movían sin rumbo sobre la superficie de la mesa que no había sido regresada a su lugar dentro del muro.
R. Daneel preguntó:
—¿Cuán seguros estamos de que no nos oirán?
Baley levantó la vista, sorprendido:
—Nadie escucharía lo que sucede en el apartamento de otro.
—¿No existe la costumbre de fisgonear?
—Eso no se hace, Daneel. Vaya, sería como suponer que..., no sé..., que mirarían tu plato mientras estás comiendo.
—¿O que puedan cometer un asesinato?
—¿Qué?
—¿No es también contrario a las costumbres matar, Elijah?
Baley sentía que su cólera iba en aumento.
—Mira, si hemos de ser socios, trata de no imitar la arrogancia de los Espacianos y sus aires de superioridad. No va contigo, R. Daneel. —Y no pudo menos que poner énfasis en la ere.
—Mucho lamento si herí tus sentimientos, Elijah. Mi intención era indicar que, puesto que los seres humanos son, ocasionalmente, capaces de asesinar a pesar de las costumbres, pueden también ser capaces de violarlas con una pequeña falta de decoro al fisgonear.
—El apartamento se encuentra adecuadamente aislado —informó Baley, con el ceño aún fruncido—. No has escuchado nada que provenga de ninguno de los apartamentos que hay a los lados, ¿verdad? Bueno, pues tampoco ellos nos oirán a nosotros. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría, y por qué, que algo importante sucede aquí?
—No hay que menospreciar al enemigo.
—Comencemos ya —propuso Baley, encogiéndose de hombros—. Mi información es muy esquemática, así que puedo mostrar mi mano sin ninguna dificultad. Sé que un hombre llamado Roj Nemennuh Sarton, ciudadano del planeta Aurora, residente de Espaciópolis, fue asesinado por persona o personas desconocidas. Entiendo que es opinión de los Espacianos que no se trata de un acontecimiento aislado. ¿Estoy en lo cierto?
—Estás bien informado, Elijah.
—Lo relacionan con los recientes intentos de sabotear ese proyecto patrocinado por Espacianos de convertirnos en una sociedad integrada por humanos y robots, según el modelo de los Mundos Exteriores. Suponen que el asesinato fue producto de un grupo de terroristas muy bien organizados.
—Exactamente.
—Muy bien. Entonces, para comenzar, ¿es esta suposición de los Espacianos una verdad? ¿Por qué no puede ser el asesinato el trabajo de un fanático aislado? Existe en la Tierra un sentimiento anti-robot muy fuerte, pero no hay partidos organizados que propugnen violencias de esta clase.
—Abiertamente, quizá no, desde luego.
—Hasta una organización secreta dedicada a la destrucción de robots y de fábricas de robots tendría el sentido común para darse cuenta que lo peor que pueden hacer es asesinar a un Espaciano. Más bien parece haber sido el trabajo de una mente desequilibrada.
R. Daneel escuchaba con muchísima atención. Al fin dijo:
—Creo que el peso de las probabilidades está en contra de la teoría de un «fanático». La persona asesinada estuvo demasiado bien elegida, y el momento del crimen demasiado apropiado para nada que no signifique planificación deliberada por parte de un grupo organizado.
—Bueno, entonces tienes mayor información que yo. ¡Suéltala!
—Tu fraseología es oscura, pero creo que comprendo. Tendré que explicar de fondo para ti. Vistas desde Espaciópolis, Elijah, las relaciones con la Tierra son no satisfactorias.
—Ásperas —murmuró Baley.
—Se me ha dicho que cuando se fundó Espaciópolis, en el origen, era aceptado por la mayor parte de nuestra gente que la Tierra estaría dispuesta a adoptar la sociedad integrada que ha venido funcionando tan bien en los Mundos Exteriores. Incluso después de los primeros motines, pensamos que sólo se trataba un asunto de tu gente sobreponiéndose al primer sobresalto de la novedad.
»Pero se ha demostrado que no era el caso. Aun con la cooperación del Gobierno Terrícola y de la mayoría de los diversos Gobiernos de las Ciudades, la resistencia continuó y el progreso es muy lento. Naturalmente, esto ha sido cuestión de preocupación para nuestro pueblo.
—Por puro altruismo, supongo.
—No del todo —repuso R. Daneel—, aunque sea muy amable de parte tuya el atribuirles motivos tan nobles. Es nuestra creencia general que una Tierra saludable y modernizada sería de gran beneficio para toda la Galaxia. Por lo menos, es la creencia general entre nuestra gente de Espaciópolis. Debo admitir que existen elementos muy poderosos que se oponen a ello en los Mundos Exteriores.
—¿Cómo? ¿Desacuerdos entre los Espacianos?
—Por cierto. Hay algunos que piensan que una Tierra modernizada sería una Tierra imperialista y peligrosa. Esto es particularmente cierto entre los habitantes de esos mundos más antiguos que se encuentran cercanos a la Tierra, y tienen mayores razones para recordar los primeros siglos de viajes interestelares, cuando sus mundos se vieron dominados por la Tierra, política y económicamente.
—Historia antigua —suspiró Baley—. ¿Se preocupan verdaderamente? ¿Continúan quejándose todavía de cosas que ocurrieron hace mil años?
—Los humanos tienen sus propias peculiaridades —dijo R. Daneel—. No son razonables, en muchos sentidos, como nosotros los robots, ya que sus circuitos no se proyectan de antemano. Asimismo, se me ha dicho que esto tiene sus ventajas.
—Puede que las tenga —convino Baley con acritud.
—Tú estás en mejor posición que yo para saberlo —sugirió R. Daneel—. En todo caso, los fracasos continuos en la Tierra han fortalecido la política de los partidos Nacionalistas de los Mundos Exteriores. Dicen que es obvio que los terrícolas son muy diferentes de los Espacianos, y que no pueden encajar en las mismas tradiciones. Opinan que si impusiéramos robots en la Tierra a la fuerza, desencadenaríamos destrucciones en la galaxia. Algo que no olvidan nunca, sabes, es el hecho de que la población de la Tierra es de ocho mil millones de habitantes, mientras que la población total de los cincuenta Mundos Exteriores apenas llega a cinco mil quinientos millones. Nuestra gente aquí, especialmente el doctor Sarton...
—¿Era doctor?
—En sociología, y especializado en robótica. Un individuo sumamente brillante.
—Comprendo. Prosigue.
—Como te decía, el doctor Sarton y los demás se percataron de que Espaciópolis y todo cuanto significa no existiría por mucho tiempo si se permitía que tales sentimientos en los Mundos Exteriores continuaran aumentando, alimentados por nuestros continuos fracasos. El doctor Sarton comprendió que había llegado el momento de hacer un esfuerzo supremo por comprender la psicología de los Terrícolas. Se puede afirmar que los individuos de la Tierra son conservadores innatos e inclinados a repetir «la Tierra inmutable» y «la inescrutable mente Terrícola», pero eso es sólo evadir el problema.
»El Dr. Sarton afirmó que hablaba la ignorancia y que no podíamos enfrentarnos al problema de los Terrícolas con un proverbio o con un calmante. Dijo que los Espacianos que trataban de rehacer esta Tierra debían abandonar el aislamiento de Espaciópolis y mezclarse con los Terrícolas. Era preciso vivir como ellos, pensar como ellos, ser como ellos.
—¿Los Espacianos? —interrumpió Baley—. ¡Imposible!
—Tienes razón —convino R. Daneel—. A pesar de sus puntos de vista, el Dr. Sarton mismo no hubiese sido capaz de venir a ninguna de las Ciudades, y lo sabía. No habría sido capaz de soportar la enormidad ni las multitudes. Aunque le hubieran obligado a entrar a punta de desintegrador, lo exterior le habría pesado de tal modo que jamás hubiese penetrado las verdades más profundas en cuya búsqueda trabajaba.
—¿Y qué me dices de su preocupación por las enfermedades? —indagó Baley—. No olvides eso. No creo que haya uno solo de ellos que se arriesgue a entrar en una Ciudad, por eso solamente.
—Está eso, también. La enfermedad en el sentido terrestre es desconocida en los Mundos Exteriores y el temor a lo desconocido es siempre mórbido. El Dr. Sarton justipreciaba todos estos detalles, pero, sin embargo, insistía en la necesidad de incrementar el conocimiento de los Terrícolas y sus modos de vida, íntimamente.
—Pues parece que se metió en un callejón sin salida.
—No del todo. Las objeciones a entrar en las Ciudades son de los Espacianos humanos. Los robots Espacianos son otra cosa, completamente.
«Siempre se me olvida, maldición», pensó Baley, y en voz alta:
—¿Oh?
—Sí —dijo R. Daneel—. Nosotros somos más flexibles, naturalmente. Por lo menos a este respecto. Se nos puede diseñar para adaptarnos a una vida en la Tierra. Si nos construyen con una similitud particularmente cercana al aspecto externo de los humanos, podríamos ser aceptados por los Terrícolas y nos permitirían una visión más íntima de su vida.
—¿Entonces tú..., tú mismo...? —principió Baley, iluminado por una idea repentina.
—Sí, soy precisamente un robot. Durante un año, el doctor Sarton estuvo trabajando en el diseño y construcción de esos robots. Yo fui el primero de todos ellos, y el único hasta este momento. Desafortunadamente, mi educación no está completa. Se me apresuró de manera prematura en este rol como resultado del asesinato.
—Entonces, ¿no todos los robots Espacianos son como tú? Quiero decir, algunos se ven más como robots y menos como humanos, ¿no es así?
—Claro, naturalmente. La apariencia exterior depende de las funciones del robot. Mi propia función exige una apariencia muy humana, y por eso la poseo. Otros son distintos, aunque sean humanoides. Ciertamente son mucho más humanoides que los modelos primitivos que vi en aquella zapatería. ¿Son así todos vuestros robots?
—Más o menos —replicó Baley—. ¿No los apruebas?
—Por supuesto que no. Es difícil aceptar una burda parodia de la forma humana como un igual intelectual. ¿No pueden sus fábricas hacerlo mejor?
—Estoy seguro de que sí, Daneel. Creo que preferimos saber cuándo estamos frente a un robot y cuándo no. —Se quedó mirando directamente a los ojos del robot mientras hablaba. Estaban húmedos y brillantes, como los de un humano, pero a Baley le pareció que su mirada era fija y no se movía de un lado a otro como haría la un hombre.
—Espero que con el tiempo pueda comprender ese punto de vista —expresó R. Daneel.
Por un momento Baley creyó que había cierto sarcasmo en la frase; luego desechó la posibilidad.
—En todo caso —prosiguió R. Daneel—, el doctor Sarton vio claramente el hecho de que era un caso para C/Fe.
—¿Ce Fe? ¿Qué es eso?
—Los símbolos químicos de los elementos carbono y hierro. El carbono es la base de la vida humana, y el hierro de la vida del robot. Resulta muy sencillo hablar de C/Fe cuando deseas expresar una cultura que combina lo mejor de las dos sobre una base igual.
—Ce Efe E. ¿La escribes con un guión? ¿O cómo?
—No, Elijah. Con una línea diagonal entre las dos es la manera habitual. Simboliza, no una o la otra, sino la mezcla de las dos, sin prioridad.
En contra de su voluntad, Baley se sintió interesado. La educación oficial de la Tierra prácticamente no incluía información sobre la historia de los Mundos Exteriores o su sociología después que la Gran Rebelión les hiciera independientes del planeta madre. Las populares novelas de los libros-película, seguramente, tenían una buena provisión de personajes de los Mundos Exteriores: el magnate visitante, colérico y excéntrico; la bella heredera, invariablemente enamorada de los encantos de un Terrícola y sufriendo el desprecio de él; el arrogante rival Espaciano, malvado y siempre derrotado. Eran películas sin valor, ya que negaban las verdades más elementales y bien conocidas: que los Espacianos nunca entraban en las Ciudades y que las mujeres Espacianas nunca, o casi nunca, visitaron la Tierra.
Por primera vez en su vida, Baley estaba invadido por una extraña curiosidad. ¿Cómo era en realidad la vida de un Espaciano?
Regresó su atención al asunto entre manos con algún esfuerzo y dijo:
—Creo que comprendo lo que quieres decir. Tu doctor Sarton enfrentaba el problema de convertir a la Tierra en C/Fe desde un ángulo nuevo y prometedor. Nuestros grupos conservadores o Medievalistas, como se autodenominan, se sintieron perturbados. Tuvieron miedo de que pudiera tener éxito. Entonces le mataron. Ese es el motivo que lo convierte en un complot organizado y no en un atentado aislado. ¿Estoy en lo justo?
—Yo diría que es así, Elijah. Sí.
Baley silbó meditabundo, como para sí. Sus largos dedos tamborilearon levemente contra la mesa. Luego sacudió la cabeza.
—Eso es imposible. Completamente imposible.
—Perdóname. No te comprendo.
—Trato de imaginarme la escena. Un Terrícola camina hacia Espaciópolis; camina hasta el doctor Sarton, lo desintegra y luego sale caminando. No logro verlo. Estoy seguro de que la entrada a Espaciópolis está bien guardada.
Daneel asintió.
—Creo que se puede decir con seguridad que algún Terrícola tuvo la posibilidad de cruzar la frontera ilegalmente.
—Entonces, ¿dónde te deja eso?
—Nos dejaría en una situación confusa, Elijah, si la entrada fuese la única manera de llegar a Espaciópolis desde la Ciudad de Nueva York.
Baley miró a su socio pensativo.
—No te sigo. Es la única conexión entre las dos.
—Entre las dos, directamente, sí. —R. Daneel esperó un momento y dijo—: No me sigues, ¿verdad?
—Así es. No te comprendo para nada.
—Bueno, si no te molesta, trataré de explicarme. ¿Puedes darme un trozo de papel y un lápiz? Gracias. Mira, socio Elijah. Dibujaré un gran círculo y le anotaré ‘Ciudad de Nueva York’. Ahora, rozándolo, dibujaré otro círculo, pequeño, y le anotaré ‘Espaciópolis’. Bien, aquí donde se tocan, dibujaré una flecha y le anotaré ‘Barrera’. Ahora, ¿puedes ver alguna otra conexión?
—Claro que no —dijo Baley—. No hay otra conexión.
—En cierto modo —dijo el robot—. Me alegra escuchar tu respuesta. Está de acuerdo a lo que aprendí acerca del modo de pensar de los Terrícolas. La barrera es la única conexión directa. Pero ambas, la Ciudad y Espaciópolis, están abiertas a pleno campo por todos lados. Es posible que un Terrícola deje la Ciudad por cualquiera de sus numerosas salidas y cruce el campo hacia Espaciópolis, donde ninguna barrera le detendrá.
La punta de la lengua de Baley tocó su labio superior y por un momento se mantuvo allí.
—¿A través del campo?
—Sí.
—¡A través del campo! ¿Solo?
—¿Por qué no?
—¿Caminando?
—Sin dudas, caminando. Al cruzar caminando ofrecería la menor oportunidad de ser detectado. El asesinato tuvo lugar temprano en un día laboral y el viaje fue realizado indudablemente en las horas anteriores al amanecer.
—¡Imposible! No hay un solo hombre en la Ciudad que lo pueda hacer. ¿Dejar la Ciudad? ¿Solo?
—Generalmente parecería imposible. Sí. Los Espacianos lo sabemos. Es por eso que solamente cuidamos la entrada. Inclusive en el Gran Motín tu gente atacó solamente la barrera y protegimos la entrada. Nadie dejó la Ciudad.
—Entonces, dime.
—Pero ahora estamos frente a una situación no habitual. No es el ataque ciego de una banda que sigue la línea de la menor resistencia, sino el atentado organizado de un pequeño grupo para ingresar deliberadamente por un punto no resguardado. Explica por qué, como dices, un Terrícola podría entrar en Espaciópolis, caminar hasta la víctima, asesinarla, y volver caminando. El hombre atacó a través de un punto completamente invisible para nosotros.
Baley lo negó, moviendo la cabeza.
—También es demasiado imposible. ¿Ha hecho algo tu gente para verificar esta teoría?
—Sí, lo hemos hecho. Tu Comisionado de Policía estuvo presente casi desde el momento del crimen...
—Lo sé. Me lo dijo.
—Eso, Elijah, es otro ejemplo de lo oportuno de este crimen. Tu Comisionado había cooperado con el Dr. Sarton en el pasado y era el hombre con el que el Dr. Sarton planeaba realizar los primeros arreglos para infiltrar en tu Ciudad los primeros ‘R’ como yo. La cita de esa mañana se refería a este motivo. El asesinato detuvo, por supuesto, esos planes, al menos temporalmente, y el hecho de que sucediera mientras tu Comisionado de Policía estaba en Espaciópolis hacen esta situación mucho más complicada y embarazosa para la Tierra, y para tu gente también.
»Pero no es lo que comenzaba a decir. Tu Comisionado estaba presente. Le dijimos: «El hombre debe haber cruzado el campo». Como tú, dijo: «Imposible», o tal vez: «Impensable». Estaba muy confuso, por supuesto, y posiblemente eso le impidiera ver los puntos esenciales. Sin embargo, le obligamos a considerar esa posibilidad al menos una vez.
Baley pensó en las gafas rotas del Comisionado y, aún en medio de pensamientos sombríos, una media sonrisa subió el extremo de sus labios. ¡Pobre Julius! Sí, debió estar confundido. Por supuesto, no debió haber modo de que Enderby explicara la situación a los altivos Espacianos, quienes miraban las incapacidades físicas como un atributo peculiarmente desagradable de los Terrícolas no seleccionados genéticamente. Al menos, no podía quedar mal, y quedar mal era importante para el Comisionado de Policía Julius Enderby. Bien, los Terrícolas tenían que pujar juntos en algunos aspectos. El robot nunca averiguaría la miopía que sufría Enderby de boca de Baley.
R. Daneel prosiguió:
—Una por una, todas las salidas de la ciudad fueron sometidas a investigaciones minuciosas. ¿Sabes cuántas hay, Elijah?
Baley negó con la cabeza, y luego trató de adivinar.
—¿Veinte?
—¡Quinientas dos!
—¿Qué?
—Originalmente, había muchas más. Quinientas dos son las que quedan funcionando. Tu Ciudad tiene crecimiento lento, Elijah. Una vez fue abierta al cielo y la gente iba de ella al campo libremente.
—Por supuesto. Ya lo sé.
—Bueno, cuando fue cerrada, algunas salidas se dejaron. Quedan quinientas dos. Las demás fueron bloqueadas. No estamos contando, claro, los puntos de ingreso del transporte aéreo.
—Bueno, ¿qué hay con esas salidas?
—Ni la menor esperanza. No las vigilan. No pudimos encontrar un solo oficial a cargo, o alguien que las considerara bajo su jurisdicción. Parece como si nadie supiera que existen. Un hombre pudo haber salido por cualquiera en cualquier momento y regresado a voluntad. No habría sido detectado.
—¿Hay algo más? Me imagino que el arma desapareció.
—¡Oh, sí!
—¿Algún indicio de importancia?
—Ninguno. Hemos examinado los terrenos que rodean Espaciópolis con cuidado. Los robots en las granjas resultaban inútiles como posibles testigos. Apenas son un poco más que maquinaria agrícola automática, sin llegar a humanoides. Y no había ningún ser humano.
—Uh... huh ¿Qué sigue?
—Habiendo fracasado, y mucho, en uno de los extremos, Espaciópolis, trabajaremos en el otro, en la Ciudad de Nueva York. Será nuestra tarea seguir la huella de todos los grupos subversivos posibles, desmenuzar a todas las organizaciones disidentes...
—¿Cuánto tiempo has decidido emplear? —interrumpió Baley.
—Tan poco como sea posible; tanto como sea necesario.
—Bien —dijo Baley, meditabundo—, desearía que en este embrollo tuvieras a otro socio que no fuera yo.
—Pues yo no lo deseo —replicó R. Daneel—. El Comisionado habló en términos muy elogiosos de tu lealtad y de tu capacidad.
—Fue muy amable de su parte —murmuró Baley, irónico. Pensó: «Pobre Julius. Sufre de remordimientos de conciencia.»
—No confiamos enteramente en él —aclaró R. Daneel—. Estudiamos tu expediente. Tú te has expresado con libertad y frecuencia en contra del uso de robots en tu departamento.
—¿Oh? ¿Objetas?
—Para nada. Tus opiniones son obviamente cosa tuya. Pero eso hizo necesario un ajustado control de tu perfil psicológico. Sabemos que, aunque te disgustan intensamente los robots, trabajarás con uno de ellos si lo consideras como un deber. Posees una actitud de lealtad en grado extraordinario, y respeto por las autoridades legítimas. Y eso es lo que necesitamos. El Comisionado Enderby te juzgó bien.
—¿No tienes tú ningún resentimiento personal por mis sentimientos anti-robots?
—Si no te impiden trabajar conmigo y ayudarme a hacer lo que se me exige —arguyó R. Daneel—, ¿cómo podrá importarme?
Baley se sintió paralizado. Con gran beligerancia, preguntó:
—Bien, entonces, si yo pasé la prueba, ¿qué hay de ti? ¿Qué te hace un detective?
—No te entiendo.
—Se te diseñó como a una máquina colectora de información. Una imitación de hombre para registrar los hechos de la vida humana para los Espacianos...
—Es un buen comienzo para un investigador, ¿verdad? Ser una máquina colectora de información.
—Un principio, quizás. Pero eso no es todo lo que se necesita, ni con mucho.
—Seguro que no; tuvieron que darle un ajuste final a mi sistema de circuitos.
—Siento curiosidad por escuchar los detalles de eso, Daneel.
—Es muy fácil. Se ha insertado un impulso particularmente fuerte en mi banco de motivaciones; un deseo de justicia.
—¡Justicia! —exclamó Baley. De su semblante desapareció la ironía y fue reemplazada por una expresión de la más profunda desconfianza.
Pero R. Daneel se volvió con rapidez en su sillón y se quedó mirando hacia la puerta.
—Alguien está ahí fuera.
Sí, alguien estaba. La puerta se abrió y Jessie entró, muy pálida y con los labios apretados.
Baley se sobresaltó.
—¿Qué sucede, Jessie? ¿Ocurre algo?
Ella permaneció allí, sin mirarle a los ojos.
—Lo siento mucho. Tenía que... —Y la voz se extinguió.
—¿Dónde está Bentley?
—Pasará la noche en la Residencia de Jóvenes.
—¿Por qué? —protestó Baley—. No te dije que hicieras eso.
—Me informaste que tu socio pasaría aquí la noche. Me imaginé que necesitaría la alcoba de Bentley.
—No había necesidad, Jessie —interpuso R. Daneel.
Jessie levantó los ojos hasta el rostro de R. Daneel, y se quedó mirándolo con seriedad.
Baley se miró las yemas de los dedos, molesto por lo que pudiera seguir, y en cierto modo incapaz de intervenir. El silencio momentáneo pesó en sus tímpanos y entonces, como a través de láminas de plástex, escuchó a su esposa que decía:
—Creo que eres un robot, Daneel.
—Sí, lo soy —respondió R. Daneel con un tono tan tranquilo como el de siempre.
CAPÍTULO 6
Murmullos en una alcoba
En los niveles superiores de las sub-secciones más ricas de la Ciudad se encuentran los Solarios naturales, donde un tabique de cuarzo con una pantalla movible de metal, excluye el aire y permite la entrada a la luz del sol. Allí las esposas y las hijas de los administradores y ejecutivos de más alto rango de la Ciudad pueden broncearse. Allí acontece algo único todos los días.
La noche cae.
En el resto de la Ciudad (incluyendo los solarios UV, donde millones, en estricta secuencia de tiempo asignado, pueden exponerse ocasionalmente a las longitudes de onda de arcos de luz) sólo existen los ciclos horarios arbitrarios.
Los negocios de la Ciudad podían continuar fácilmente en tres periodos de ocho horas, o en cuatro de seis, como ‘días’ y ‘noches’. La luz y el trabajo podían continuar sin parar. Siempre había reformadores cívicos que periódicamente sugerían cambios en interés de la economía y de la eficiencia.
Las mociones eran siempre rechazadas.
Muchos de los primeros habitantes de la sociedad Terrícola habían abandonado, por ese interés en la eficiencia y economía, privacidad, espacio, y aún mucho de sus deseos de libertad. No obstante, eran productos de una civilización, y de no más de diez mil años.
La necesidad de dormir de noche, sin embargo, era tan vieja como el hombre mismo; millones de años. No era fácil abandonar ese hábito. Aunque no se podía ver un atardecer, las luces de los apartamentos disminuían mientras transcurrían las horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilitaba. Aunque nadie podía distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno cósmico, a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad la humanidad persistía en la muda división del horario.
Las expreso-vías circulaban vacías; el ruido de la vida disminuía; la movible muchedumbre que transitaba por los larguísimos callejones desaparecía; la Ciudad de Nueva York yacía en la sombra no advertida de la Tierra y sus habitantes dormían.
Elijah Baley no dormía. Yacía en el lecho y ninguna luz iluminaba su apartamento, pero eso era todo lo que sucedía.
Jessie estaba acostada a su lado, sin movimiento, en la oscuridad. No la había sentido ni escuchado moverse.
Al otro lado de la pared se encontraba sentado, parado, acostado (Baley se preguntaba qué) R. Daneel Olivaw.
Baley susurró:
—¡Jessie! —Y luego otra vez—: ¡Jessie!
La forma oscura junto a él se movió ligeramente bajo las sábanas.
—¿Qué quieres?
—Jessie, ¡no me lo hagas más difícil!
—Pudiste habérmelo dicho.
—¿Cómo hacerlo? Planeaba decírtelo en cuanto se me ocurriera algún modo. Josafat, Jessie...
El tono de la voz de Baley se convirtió en un murmullo:
—¿Cómo lo descubriste? ¿No me lo dirás?
Jessie se volvió hacia él. Podía sentir sus ojos a través de la oscuridad, fijos en él.
—Lije —Su voz casi no llegaba a un leve soplo de aire—. ¿Nos puede oír? ¿Esa cosa?
—No, si susurramos.
—¿Cómo lo sabes? Puede tener oídos especiales para recibir cualquier sonido mínimo. Los robots de los Espacianos pueden hacer todo tipo de cosas.
Baley lo sabía. La propaganda pro-robot se ocupaba en todo momento de recalcar las proezas de los robots Espacianos, su resistencia, sus sentidos extraordinarios, sus servicios a la humanidad en cientos de maneras novedosas. Personalmente, él creía que ese enfoque se derrotaba a sí mismo. Los Terrícolas odiaban a los robots, precisamente y por sobre todo, por su superioridad. Susurró:
—No a Daneel. Lo construyeron del tipo humano a propósito. Querían que fuera aceptado como un ser humano, entonces debe tener solamente sentidos humanos.
—¿Cómo lo sabes?
—Si tuviera sentidos extraordinarios, habría demasiado peligro de que se delatara como no humano por accidente. Haría demasiado, sabría demasiado.
—Bueno, puede ser...
Reinó el silencio otra vez.
Pasó un minuto y Baley intentó por segunda vez.
—Jessie, si dejas las cosas como están hasta... hasta... mira. Querida, no es justo que estés enfadada.
—¿Enfadada? ¡Oh, Lije! No estoy enfadada. Estoy asustada, tengo un miedo de muerte.
Largó un sonido gutural y metió la cabeza en el cuello de Baley. Por un rato estuvieron abrazados, mientras él veía que su anterior sentimiento de agravio se convertía en una nueva inquietud.
—¿Por qué, Jessie? No hay por qué preocuparse. Es del todo inofensivo. Te lo juro.
—¿No te puedes desembarazar de él, Lije?
—Sabes que no puedo. Son asuntos del Departamento. ¿Cómo podría?
—¿Qué clase de asuntos, Lije? Dímelo.
—¡Caray, Jessie, me sorprendes! —Le buscó la mejilla en la oscuridad, y se la acarició. Estaba húmeda. Con la manga de su pijama le enjugó los ojos con suavidad—. Ahora, mira —añadió con ternura—, te estás portando como un bebé.
—Diles a los del Departamento que pongan a otro a hacerlo, sea lo que fuere. ¡Por favor, Lije!
La voz de Baley se endureció un poco.
—Jessie, has sido la esposa de un detective durante suficiente tiempo para saber que una comisión es una comisión.
—Bien, pero, ¿por qué tuviste que ser tú?
—Julius Enderby...
Jessie se puso tensa entre sus brazos:
—Debí haberlo sabido. ¿Por qué no puedes decirle a Julius Enderby que ponga a otro, por una vez, a que le haga su trabajo sucio? Tú le aguantas demasiado, Lije, y eso es precisamente...
—¡Muy bien, muy bien! —murmuró él, calmándola.
Poco a poco, temblorosa todavía, se fue apaciguando.
«Nunca lo entenderá», pensó Baley.
Julius Enderby siempre fue motivo de disputas entre ellos desde su compromiso. Enderby iba dos cursos delante de él en la Escuela de Estudios Administrativos de la Ciudad. Fueron amigos. Cuando Baley tomó su batería de pruebas de aptitud y neuroanálisis y estaba a punto de acceder a la fuerza policial, encontró a Enderby delante de él. Ya había sido promovido a la división detectives.
Baley siguió a Enderby, pero a una distancia continuamente mayor. No era culpa de ninguno. Baley era suficientemente capaz, y eficiente, pero carecía de algo que Enderby tenía. Enderby se ajustaba a la perfección a la maquinaria administrativa. Era una de esas personas que habían nacido para la jerarquía, que se sentían naturalmente cómodos en una burocracia. El Comisionado no era un gran cerebro, y Baley lo sabía. Tenía sus peculiaridades infantiles, rachas intermitentes de ostentoso Medievalismo, por ejemplo. Pero era suave con los demás; no ofendía a nadie; recibía órdenes con afabilidad; las impartía con una mezcla exacta de suavidad y de firmeza. Hasta se llevaba bien con los Espacianos. Quizá fuera demasiado obsequioso con ellos (Baley mismo no hubiera podido tratar con ellos durante medio día sin ponerse en estado de excitación; estaba seguro de eso, aun cuando nunca en realidad hubiese hablado con un Espaciano); pero ellos confiaban en él, y eso le convertía en un individuo extremadamente útil para la Ciudad. Entonces, en un Servicio Civil, donde el desempeño suave y sociable era más útil que la competencia individual, Enderby escaló la escala con rapidez, y llegó al puesto de Comisionado cuando Baley apenas alcanzaba el rango C-5. Baley no resentía el contraste, aunque era humano y se lamentaba de ello. Enderby no olvidó la amistad de la edad temprana, y, a su extraño modo, trató de compensar sus éxitos ayudando a Baley en cuanto pudo.
La comisión como socio de R. Daneel era un ejemplo de ello.
Era algo rudo y desagradable, pero había la menor duda de que era la plataforma de un formidable ascenso. El Comisionado pudo haberle dado la oportunidad a otro. Su propia conversación, aquella mañana, acerca de que necesitaba un favor disfrazó el asunto pero no ocultó ese hecho.
Jessie jamás veía las cosas de esa manera. En oportunidades similares, en el pasado, había afirmado: «Es el índice de tu tonta lealtad. Estoy tan cansada de escuchar a todo el mundo que te alaba porque estás lleno de sentido del deber. Piensa en ti mismo, de vez en cuando. Noto que los de arriba nunca plantean en tema de su propio índice de lealtad».
Baley permanecía en la cama en un estado de tensa vigilia, dejando que Jessie se calmara. Tenía que asegurase de sus sospechas. Pequeñas cosas encajaban unas con otras y se ajustaban en su mente. Lentamente, constituían un patrón.
Sintió que el colchón se hundía mientras Jessie se movía.
—Lije. —Sus labios estaban cerca del oído.
—¿Qué?
—¿Por qué no renuncias?
—¡Estás loca!
—¿Por qué no? —De repente se mostraba ansiosa—. Te puedes librar de ese horrible robot de esa manera. Solamente tienes que entrar a la oficina y decirle a Enderby que estás fuera.
Baley respondió fríamente:
—No puedo renunciar en medio de un caso importante. No puedo arrojar todo por el tubo de desperdicios cuando me venga en gana. Un truco de esa naturaleza significa degradación por causa justificada.
—Aún así. Puedes volver a trabajar por tu cuenta. Puedes hacerlo, Lije. Hay una docena de lugares donde podrías encajar en el Servicio.
—El Servicio Civil no acepta empleados que hayan sido degradados por causa justificada. Trabajo manual es lo único que podría hacer; lo único que tú podrías hacer. Bentley perdería todas las posiciones hereditarias. Por amor de Dios, Jessie, ¡no sabes lo que es eso!
—Pero he oído sobre eso. No tengo miedo de eso —masculló.
—¡Estás loca! Completamente loca —Baley podía sentirse temblar. Tenía la parpadeante imagen familiar de su padre en el ojo de su mente. Su padre, arrinconado, inactivo hasta morir.
Jessie suspiró pesadamente.
La mente de Baley se alejó de ella rápidamente. Desesperada, regresó al patrón que estaba dibujando. Tenso, dijo:
—Jessie, debes decirme. ¿Cómo averiguaste que Daneel es un robot? ¿Qué te hizo pensarlo?
—Bueno... —empezó ella, y enmudeció. Era la tercera vez que iniciaba sus explicaciones y no las completaba.
Le apretó la mano entre las suyas, insistiendo en que hablara:
—¡Por favor, Jessie! ¿Qué está atemorizándote?
—Simplemente adiviné que era un robot, Lije.
—No había nada que te hiciera adivinarlo, Jessie —persistió Baley—. No pensaste que era un robot antes de salir de casa, ¿ahora sí?
—No... pero me puse a pensar...
—Vamos, Jessie, ¿qué fue?
—Bien... Mira, Lije, las muchachas estaban hablando en el Personal. Ya sabes cómo son. Sólo hablando de todo.
«¡Mujeres!» pensó Baley.
—De cualquier manera —dijo Jessie—, el rumor está en toda la ciudad. Debía serlo.
—¿Por toda la ciudad? —Baley experimentó una sensación rápida y salvaje de triunfo, o algo parecido. ¡Otra pieza en su lugar!
—Así decían. Decían que había rumores acerca de que un robot Espaciano vagando por la ciudad. Se suponía que se veía como un hombre y que trabajaba con la policía. Me preguntaron a mí sobre ello. Se rieron y dijeron: «¿No sabe nada tu Lije respecto a este asunto, Jessie?», y yo les contesté: «No sean tontos.»
»Entonces fuimos a los etéricos y me puse a pensar sobre tu nuevo socio. ¿Recuerdas aquellas fotografías que trajiste a casa, las que Julius Enderby tomó en Espaciópolis para enseñarme cómo se veían los Espacianos? Bueno, pues me puse a pensar que así se veía tu socio, y entonces me dije: «Oh, mi Dios, alguien lo habrá reconocido en la zapatería, y anda con Lije», y al momento pretexté que me dolía mucho la cabeza y corrí...
—Vamos, Jessie, basta, ¡basta! —interrumpió Baley—. Domínate. Ahora, ¿por qué tienes miedo? No tienes miedo de Daneel. Tú te le enfrentaste cuando llegaste a casa. Te le enfrentaste bien. Así que...
Dejó de hablar. Se sentó en la cama, con los ojos inútilmente abiertos en la oscuridad.
Sintió que su esposa se movía a su lado. Alargó la mano, encontró sus labios y la oprimió contra ellos. Ella luchó contra la presión, tomando con sus manos la muñeca y empujando, pero él apretó con mayor fuerza.
Luego, de pronto, la soltó. Ella se quejó.
—Lo siento, Jessie —murmuró con voz ronca—. Estaba escuchando. —Se levantó de la cama y colocó una cálida Plastofilma sobre las plantas de los pies.
—Lije, ¿adónde vas? No me dejes sola.
—Está todo bien. Sólo voy hasta la puerta.
La Plastofilma produjo un sonido suave mientras rodeaba la cama arrastrando los pies. Entreabrió la puerta del recibidor y aguardó un largo rato. No sucedió nada. Todo estaba tan tranquilo que podía percibir el leve silbido de la respiración de Jessie que le llegaba desde el lecho. Escuchaba hasta el ritmo sordo de su propia sangre martilleándole los oídos.
La mano de Baley se escurrió por la abertura de la puerta, deslizándose hasta ese lugar que no necesitaba luz para encontrar. Sus dedos se cerraron sobre el botón que controlaba la iluminación del cielorraso. Ejerció la presión más pequeña que pudo y el cielorraso se iluminó levemente, tan levemente que la mitad inferior del recibidor permaneció en semipenumbra.
De todos modos fue suficiente para ver. La puerta principal estaba cerrada y el recibidor estaba sin vida y callado.
Giró el conmutador a la posición apagado y regresó a la cama.
Eso era todo lo que necesitaba. Los trozos ajustaban. El patrón estaba completo. Jessie decía suplicante:
—Lije, ¿qué sucede?
—No sucede nada, Jessie. Todo está bien. Ya no está aquí.
—¿El robot? ¿Quieres decir que se ha ido? ¿Para siempre?
—No, no. Ya regresará. Y antes de lo haga, responde mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿A qué le tienes miedo?
Jessie permaneció muda. Baley insistió con energía:
—Dijiste que tenías un miedo de muerte.
—A él.
—No, ya pasamos por eso. No le tenías miedo a él, y, además, sabes perfectamente que un robot no puede dañar a ningún ser humano.
—Pensé —sus palabras salían lentamente— que si todos sabían que era un robot, podía haber un tumulto. Que nos matarían.
—¿Por qué matarnos a nosotros?
—Sabes lo que son los tumultos.
—Ni siquiera saben dónde está el robot, ¿verdad?
—Podrían averiguarlo.
—¿Y eso es lo que temes, un tumulto?
—Bueno...
—Chissst. —Empujó a Jessie sobre la almohada. Después le acercó los labios al oído—. Ha regresado. Ahora escucha y no digas una palabra. Todo está bien. Por la mañana se irá y no volverá. Y no habrá ningún tumulto, ninguno.
Estaba casi contento al decir esto, casi completamente contento. Sintió que podría dormir.
Pensó otra vez: «Ningún tumulto, ninguno. Y tampoco degradación». Y justo antes de quedarse dormido, pensó: «Ni siquiera investigación del asesinato. Ni siquiera eso. Todo está aclarado...»
Entonces se durmió.
CAPÍTULO 7
Excursión en Espaciópolis
El Comisionado de policía Julius Enderby limpió sus gafas con exquisito cuidado y se las colocó sobre el puente de la nariz.
Baley pensó: «Es un buen truco. Te mantiene ocupado mientras piensas qué decir, y no cuesta el dinero de prender una o dos pipas.
Y porque ese pensamiento había penetrado en su mente sacó su pipa y la hundió en su escasa reserva de tabaco de corte grueso. Uno de los pocos lujos que aún se mantenían en la Tierra era el tabaco, y se visualizaba su fin a la brevedad. Los precios habían subido, nunca bajado, en la vida de Baley; las raciones bajado, nunca subido.
Enderby, después de ajustarse las gafas, buscó el conmutador al extremo de su escritorio y, durante unos instantes, convirtió la puerta de su oficina en transparente en un solo sentido.
—A propósito, ¿en dónde está?
—Me dijo que quería que le enseñaran el Departamento, y le dije a Jack Tobin que le hiciera los honores.
Baley encendió su pipa y presionó el tabaco cuidadosamente. El Comisionado, como la mayoría de los no fumadores, se molestaba por el humo.
—Espero que no le hayas dicho que Daneel es un robot.
—Por supuesto que no.
El Comisionado no se tranquilizó. Con una mano seguía jugueteando sin objeto con el calendario automático sobre su escritorio.
—¿Cómo va? —interrogó sin mirar a Baley.
—No muy bien.
—Lo siento, Lije.
—Pudiste haberme advertido que tenía un aspecto completamente humano —le reprochó Baley con firmeza.
El Comisionado apareció muy sorprendido.
—¿No te lo dije? —entonces, con repentina petulancia agregó—: ¡Maldita sea, debiste de haberlo sabido! No te hubiese pedido que se quedara en tu casa si se pareciera a R. Sammy, ¿no te parece?
—Lo sé, Comisionado, pero nunca había visto un robot como este, y tú sí. Ni siquiera sabía que tales cosas eran posibles. Solamente deseo que lo hubieras mencionado, eso es todo.
—Escúchame, Lije, lo siento mucho. Debí habértelo dicho. Tienes razón. Es que este trabajo, este asunto entero, me tiene tan alterado que me paso la mitad del tiempo regañando a la gente sin motivo. Él, digo esta cosa Daneel, es un nuevo tipo de robot. Se encuentra todavía en la etapa experimental.
—Así me lo explicó él mismo.
—Bueno, es eso, entonces.
Baley se puso levemente tenso. Era eso, entonces. Dijo, con tono casual, mordiendo la pipa:
—R. Daneel ha arreglado un viaje a Espaciópolis para mí.
—¡A Espaciópolis! —Enderby levantó la vista con indignación.
—Sí. Es el siguiente movimiento lógico, Comisionado. Me gustaría ver la escena del crimen, hacer algunas preguntas.
Enderby sacudió la cabeza con decisión.
—No creo que sea una buena idea, Lije. Nosotros ya examinamos el lugar. Dudo que haya algo nuevo que averiguar. Y son gente extraña. ¡Guantes blancos! Hay que tratarlos con guantes blancos. Tú careces de experiencia. —Apoyó una regordeta mano sobre su frente y añadió, con énfasis inesperado—: ¡Los odio!
Baley puso algo de hostilidad en la voz.
—Maldita sea, el robot ha venido acá, y yo debo ir allá. Es suficientemente malo compartir el asiento delantero con un robot; odio tomar el asiento posterior. Por supuesto, si no me consideras capaz de dirigir estas investigaciones, Comisionado...
—No es eso, Lije. No se trata de ti, sino de los Espacianos. No sabes cómo son.
—Bueno, pues, entonces, Comisionado —Baley acentuó el entrecejo—, supongamos que vienes con nosotros. —Tenía la mano descansando sobre la rodilla, y dos de los dedos se cruzaron automáticamente mientras lo decía.
Los ojos del comisionado se abrieron enormes.
—No, Lije. No iré allí. No me lo pidas. —Parecía querer atrapar sus palabras fugitivas. Con mayor calma y una sonrisa poco convincente, agregó—: Aquí hay muchísimo trabajo, lo sabes. Tengo días de retraso.
Baley lo contempló un rato, pensativo.
—Te voy a sugerir otra cosa, entonces. ¿Por qué no intervenir en el asunto mediante el triménsico, más tarde? Durante un rato, comprendes. En caso de que necesite ayuda.
—Bueno, sí. Supongo que lo puedo hacer —sonaba sin entusiasmo.
—Bien. —Baley consultó el reloj de pared y se levantó—. Estaré en contacto contigo.
Baley miró hacia atrás mientras salía de la oficina, manteniendo la puerta abierta una fracción de segundo más de lo necesario. Vio la cabeza del Comisionado que se inclinaba hacia uno de sus codos apoyado sobre el escritorio. El detective casi hubiera podido jurar que escuchó un sollozo.
«Josafat» pensó, conmocionado.
Se detuvo en la sala común y se sentó en un rincón, cerca de un escritorio, ignorando a su ocupante, quien levantó la vista, murmuró algo como saludo y regresó a su tarea.
Baley retiró la boquilla de la cazuela de la pipa y sopló dentro. Dio vuelta la cazuela sobre la pequeña aspiradora de cenizas del escritorio y dejó que la ceniza blanca y polvorienta del tabaco desapareciera por ella. Miró con pena la pipa vacía, reajustó la boquilla, y la dejó. ¡Otra ración de tabaco que se iba para siempre!
Baley meditó sobre lo que acababa de suceder. En un sentido, Enderby no le había sorprendido. Esperaba resistencia a cualquier intento de su parte de viajar a Espaciópolis. A menudo había escuchado al Comisionado hablar acerca de las dificultades del trato con los Espacianos, acerca de los peligros de permitir que alguien que no fuera un negociador experimentado tuviese algo que hacer con ellos, incluso insignificancias.
Sin embargo, no esperaba que el Comisionado cediese tan fácilmente. Había supuesto, por lo menos, que Enderby insistiría en acompañarlo. La urgencia de cualquier otro trabajo carecía de significado si se la comparaba con la importancia de este problema.
Y eso no era lo que Baley deseaba. Quería exactamente lo que había conseguido. Quería que el comisionado estuviese presente por personificación trimensional, de modo que pudiera asistir a los procedimientos desde un punto protegido.
Seguridad era la palabra clave. Baley podría necesitar un testigo al que no se le pudiese eliminar inmediatamente. Lo necesitaba como garantía mínima de su propia seguridad.
El Comisionado había estado de acuerdo en ello de inmediato. Baley recordó el sollozo de despedida, el fantasma de un sollozo, y pensó: «Josafat, el hombre está en esto más de lo que alcanza a resolver».
Baley oyó una voz alborozada y borrosa de la altura de su hombro. Se sobresaltó.
—¿Qué demonios quieres? —preguntó frenético.
La sonrisa en el semblante de R. Sammy permaneció fija, inmóvil como la de un idiota.
—Jack me ordenó que te dijera que Daneel está listo, Lije.
—Está bien. Ahora lárgate de aquí.
Frunció el ceño a la espalda del robot que se alejaba. No había nada tan irritante como tener ese pesado aparato metálico llamándole por su nombre y tuteándole. Se había quejado de ello cuando R. Sammy llegó y el Comisionado se encogió de hombros y dijo:
—No puedes tenerlo de las dos maneras, Lije. El público insiste que los robots de la Ciudad se construyan con un fuerte circuito amistoso. Muy bien, entonces. Tú le simpatizas mucho. Te llama con el nombre más amistoso que conoce.
¡Circuito amistoso! Ningún robot construido, de ningún tipo, podía dañar a un ser humano. Era la Primera Ley de la Robótica:
“Ningún robot causará daño a un ser humano, o permitirá, por su inacción, que un ser humano sufra algún daño.”
Ningún cerebro positrónico había sido jamás construido sin esa advertencia incorporada tan profundamente en sus circuitos básicos que ningún desarreglo concebible la podía desplazar. No había necesidad de circuitos amistosos especiales.
Y, con todo, el Comisionado tenía razón. La desconfianza de los Terrícolas hacia los robots era algo bastante irracional, y los circuitos amistosos tuvieron que ser incorporados, así como que todos los robots se hacían sonrientes. Por lo menos, en la Tierra.
En cambio, R. Daneel nunca sonreía.
Baley se puso en pie, suspirando. Pensó: «Espaciópolis, siguiente parada... o tal vez, ¡última parada!»
Las fuerzas policiales de la Ciudad, así como ciertos oficiales de alto nivel, podían todavía hacer uso de patrulleros individuales a lo largo de los corredores de la Ciudad, y aún las antiguas autopistas subterráneas que estaban prohibidos para el tránsito a pie. Había permanentes demandas de parte de los Liberales para que se transformaran en campos de recreo para los niños, en nuevas áreas de comercio, o en extensiones de las expreso-vías o local-vías.
Los fuertes pretextos de “Seguridad Civil” permanecían invencibles. En caso de incendios demasiado grandes para ser sofocados por dispositivos locales, en caso de caídas masivas de líneas de energías o ventilación, y más que nada, en caso de motines, debía haber algún medio por el que las fuerzas de la Ciudad se movilizaran hacia el punto crítico y con velocidad. No había sustituto para las autopistas.
Baley había viajado a lo largo de una autopista varias veces en su vida, pero su vacío desolador siempre lo deprimía. Parecían hallarse a un millón de kilómetros de la pulsación de la Ciudad, cordial y viviente. Se extendía como un gusano ciego y hueco ante sus ojos mientras estaba ante los controles del patrullero. Se abría continuadamente en una nueva extensión mientras se deslizaba por esta curva suave, o aquella otra. Detrás de él, lo sabía aun sin mirar, otro gusano ciego y hueco se contraía continuamente y se cerraba. La autopista estaba bien iluminada, pero la claridad carecía de significado en el silencio y el vacío.
R. Daneel no hizo nada por romper ese silencio o por llenar ese vacío. Miraba derecho hacia adelante, tan poco impresionado por vacía autopista como por atiborrada expreso-vía.
En cierto momento, con el salvaje sonido de la sirena de patrullero, salieron de la autopista y entraron gradualmente en el carril para vehículos del corredor de la Ciudad.
Los carriles vehiculares aún eran concientemente marcados en los corredores principales como reverencia hacia una porción del pasado. No había vehículos, solamente algunos patrulleros, carros de bomberos y camiones de mantenimiento, y caminantes que utilizaban las aceras con completa seguridad. Se dispersaron rápidamente antes de que el ruidoso coche de Baley se acercara.
El mismo Baley respiró sonoramente, oculto por el ruido, pero fue sólo un momento. A menos de doscientas yardas viraron en dirección a los tranquilos corredores que conducían a la entrada de Espaciópolis.
Eran esperados. Era evidente que los guardias conocían a R. Daneel de vista, y, aun cuando fueran humanos, lo saludaron con un movimiento de cabeza, sin el menor indicio de repugnancia.
Uno de ellos se aproximó a Baley y lo saludó con perfecta, y fría, cortesía militar. Era alto y grave, aunque no el perfecto espécimen de físico Espaciano que era R. Daneel. Le pidió:
—Por favor, su tarjeta de identificación, señor.
La examinaron con rapidez, pero a conciencia. Baley observó que el guardia usaba guantes color carne, y traía un pequeñísimo aunque visible filtro en cada ventanilla de la nariz.
El guardia saludó de nuevo y devolvió la tarjeta, añadiendo:
—Hay un pequeño Personal para Hombres que nos complacemos en poner a su disposición si desea ducharse.
Estuvo en la mente de Baley negar tal necesidad, pero R. Daneel le tiró con suavidad de la manga mientras el guardia caminaba hasta su lugar. Le dijo:
—Se acostumbra, socio Elijah, que los habitantes de la Ciudad tomen una ducha antes de entrar en Espaciópolis. Te lo digo porque sé que no tienes deseos, por carecer de información en este asunto, de sentirte incómodo o de que nosotros nos lo sintamos. Es importante que prestes atención a todos los asuntos de higiene personal que creas oportunas. Una vez dentro de Espaciópolis, ya no habrá instalaciones para ese propósito.
—¡Sin instalaciones! —dijo Baley, vehemente— ¡Pero eso es imposible!
—Me refiero, naturalmente —explicó R. Daneel—, para los habitantes de la Ciudad...
Ante esas palabras, el semblante de Baley reflejó una sorpresa hostil. R. Daneel continuó:
—Lamento mucho la situación, pero es cuestión de costumbres.
Sin palabras, Baley entró en el Personal. Sintió, más que ver, a R. Daneel entrando tras él.
Pensó: «¿Controlándome? ¿Asegurándose de que lavo el polvo de la Ciudad de mi cuerpo?»
Durante un momento colérico, se regocijó en el pensamiento del impacto que preparaba para Espaciópolis. De pronto, le pareció que era menor al que le produciría un desintegrador apuntando a su propio pecho.
El Personal era pequeño, pero muy bien dispuesto y antiséptico en su limpieza. Había un rastro de acidez en el aire. Baley lo olfateó, momentáneamente desorientado.
Entonces pensó: «¡Ozono! Habían inundado el lugar de radiaciones ultravioleta.»
Una pequeña señal centelleó apagándose y encendiéndose varias veces, y luego permaneció iluminado. Decía: “El visitante debe quitarse toda la ropa, incluyendo los zapatos, y colocarla en el receptáculo de abajo.”
Baley accedió. Se desprendió del desintegrador y de la funda y la enrolló en su cintura desnuda. Lo sintió pesado e incómodo.
El receptáculo se cerró y su ropa desapareció. La señal luminosa se apagó. Otra se encendió adelante. Decía:
“El visitante debe atender a sus necesidades personales y luego usar la ducha señalada con una flecha.”
Baley se sentía como una herramienta de maquinaria armada por energía a distancia en una línea de ensamblaje.
Su primera acción en cuanto entró en el pequeño cubículo de la ducha fue cubrir la funda del desintegrador con el envoltorio impermeable y cerrarla bien. Sabía, por largas pruebas previas, que podría tomarlo y usarlo en menos de cinco segundos.
No había ningún tirador o gancho en que colgar su desintegrador. Ni siquiera la ducha era visible. Lo colocó en un rincón distante de la puerta de entrada.
Otra señal se iluminó: “El visitante deberá mantener los brazos despegados del cuerpo y pararse en el círculo central con los pies en la posición indicada.”
Cuando apoyó los pies en las pequeñas depresiones que había, la señal se apagó. Seguidamente una ducha espumosa y cosquilleante lo bañó desde el techo, piso, y los cuatro muros. Sintió que el agua lo inundaba aun hasta bajo las plantas de los pies. Duró un minuto, y se le enrojeció la piel bajo las fuerzas combinadas del calor y de la presión, a la vez que los pulmones buscaban aire en aquella humedad tibia. Después siguió otro minuto de ducha fresca, a presión baja, y, por último, un minuto de aire caliente que lo dejó seco y muy refrescado.
Recogió su desintegrador y la funda, y se percató que también ellos estaban secos y calientes. Se lo ciñó a la cintura y salió fuera del cubículo para ver a R. Daneel emergiendo de uno contiguo. ¡Por supuesto! R. Daneel no era habitante de la Ciudad, pero había recogido polvo de Ciudad.
De manera casi automática, Baley desvió la vista. Luego, con el pensamiento de que, después de todo, las costumbres de R. Daneel no eran costumbres de la Ciudad, se esforzó para mirarle. Sus labios temblaron al esbozar una sonrisa. La semejanza de R. Daneel con los humanos no se limitaba sólo a su rostro y a sus manos, sino que había sido llevada, con agudeza meticulosa, a todo su cuerpo.
Baley caminó hacia la dirección que había seguido continuamente desde que entró en el Personal. Encontró sus ropas esperándole, dobladas con gran cuidado. Exhalaban un agradable y tibio olor a limpio.
Otra señal decía: “El visitante debe vestirse y colocar la mano en el lugar indicado».
Así lo hizo Baley. Experimentó un cosquilleo perceptible en la yema del dedo medio al colocarlo sobre la superficie limpia y lechosa. Levantó la mano con rapidez y se encontró con una pequeñísima gota de sangre. Mientras la miraba dejó de fluir.
Se la sacudió, oprimiéndose el dedo. Ni así volvió a manar otra gota.
Resultaba evidente que iban a analizar su sangre. Sintió una punzada de ansiedad. Estaba seguro de que su examen anual de rutina, efectuado por los doctores del Departamento, no se llevaba a cabo con la misma exactitud ni con el mismo conocimiento que utilizaban esos fabricantes de robots de los espacios exteriores. No estaba seguro de querer una investigación demasiado a fondo del estado de su salud.
El tiempo de espera pareció excesivamente largo, pero cuando la luz se volvió a encender, decía simplemente: “El visitante puede seguir.”
Baley lanzó un largo suspiro de alivio. Caminó hacia adelante y a través de una arcada. Dos varillas de metal se cruzaron ante él y, escrito en el aire luminoso, estaban las palabras: “El visitante es advertido que no continúe.”
—¡Qué diablos...! —exclamó Baley olvidando, por su enojo, el hecho de que todavía estaba dentro del Personal.
La voz de R. Daneel resonó en su oído:
—Imagino que los buscadores detectaron una fuente de energía. ¿Traes tu desintegrador, Elijah?
Baley giró sobre sí mismo, rojo de cólera. Por dos veces seguidas trató de hablar, hasta que, al fin, pudo vociferar:
—Un funcionario de la policía tiene su desintegrador sobre sí, o en lugar accesible, todo el tiempo, en servicio o fuera de él.
Era la primera vez que hablaba en un Personal, por decirlo así, desde la edad de diez años. Aquello sucedió en presencia de su tío Boris, y se limitó a ser una queja automática cuando se golpeó el pulgar del pie. El tío Boris bien que lo había castigado cuando llegaron a casa, amonestándolo sobre las conveniencias de la decencia pública. R. Daneel dijo:
—Ningún visitante puede estar armado. Es nuestra costumbre, Elijah. Hasta tu propio Comisionado deja su desintegrador en todas sus visitas.
En casi cualquier otra circunstancia, Baley hubiera dado media vuelta y regresado, lejos de Espaciópolis y lejos del robot. Ahora, sin embargo, se hallaba casi como loco de deseos por seguir adelante su plan exacto y así obtener su venganza hasta el límite. Pensó que este era el examen médico sin asperezas que había remplazado al más detallado de los primeros días. Pudo entonces entender, pudo entender con creces, la indignación y la furia que se desencadenaron y condujeron a los Tumultos de la Barrera de su juventud.
Con furia, Baley desabrochó el cinturón de su desintegrador. R. Daneel lo tomó de sus manos y lo colocó en un hueco del muro. Una plaquita de metal muy delgada se deslizó sobre él.
—Si oprimes tu pulgar en la depresión —dijo R. Daneel—, sólo tu pulgar la abrirá más tarde.
Baley se sintió desnudo, mucho más que en la ducha. Caminó a través del punto en el que las varillas le habían detenido, y finalmente salió del Personal.
De nuevo se encontraba en un corredor, pero había un elemento extraño y nuevo. Arriba y adelante, la luz poseía una calidad que no le era familiar. Sintió un soplo contra el rostro y pensó, de manera automática, que un patrullero había pasado.
R. Daneel debió de leer su intranquilidad en el semblante, porque le explicó:
—Ahora ya estás al aire libre, Elijah. No está acondicionado.
Baley se sintió ligeramente enfermo. ¿Cómo podían los Espacianos ser tan estrictamente cuidadosos del cuerpo humano, sólo porque proviene de la Ciudad, y respirar el aire sucio del campo abierto? Apretó las ventanillas de su nariz, como si de este modo pudiera librarlas de modo más efectivo del aire que le penetraba. R. Daneel dijo:
—Me parece que te vas a encontrar con que el aire libre no es nocivo para la salud humana.
—Está bien —dijo Baley con voz débil.
Las corrientes de aire golpeaban su rostro molestándole. Eran suaves pero erráticas. Eso le incomodaba.
Y llegó lo peor. El corredor se abría hacia el azul inmenso y, mientras se aproximaban al extremo, una fuerte claridad blanca los bañaba. Baley había visto la luz del sol. Estuvo una vez en un solario natural por asuntos de trabajo. Pero allí, un cristal protector encerraba el lugar y la propia imagen del sol se refractaba en una luminosidad generalizada. Aquí, todo era al descubierto.
Automáticamente, levantó la vista al sol y después la retiró. Los ojos deslumbrados parpadeaban y lloraban.
Un Espaciano se aproximó a ellos. Una inquietud momentánea invadió a Baley.
Sin embargo, R. Daneel se adelantó a saludar al hombre con un apretón de manos. El Espaciano se volvió a Baley y dijo:
—¿Tiene la amabilidad de acompañarme, señor? Yo soy el doctor Han Fastolfe.
Las cosas estaban mejor dentro de uno de los domos. Baley se quedó perplejo por el tamaño de las habitaciones y por la manera en que el espacio era distribuido sin cuidado, pero agradeció la sensación del aire acondicionado.
Sentándose y cruzando las piernas, Fastolfe indicó;
—Supongo que prefiere el aire acondicionado al viento sin control.
Parecía muy amigable. Había finas arrugas en su frente y ciertas bolsitas bajo los ojos y la barbilla. El cabello le raleaba mas no mostraba señales de gris. Sus grandes orejas sobresalían de la cabeza, dándole una apariencia ordinaria y humorística que consolaba a Baley.
Temprano en la mañana Baley había mirado otra vez esas fotografías de Espaciópolis que Enderby había tomado. R. Daneel había arreglado la cita en Espaciópolis y Baley se había hecho la idea de que se vería con Espacianos de carne y hueso. Sin dudar era una situación del todo diferente hablar con ellos a millas de distancia por onda, como había hecho en varias ocasiones anteriormente.
Los Espacianos de aquellas fotografías habían sido, en general, como los que de vez en cuando aparecían en los libros-película: altos, de cabellos rojos, graves, fríamente bien parecidos. Como el mismo R. Daneel Olivaw, por ejemplo.
R. Daneel nombraba los Espacianos para Baley y cuando éste le preguntó de repente, señalando con sorpresa:
—Ése eres tú, ¿verdad?
—No, Elijah —le replicó el robot—. Ése es mi diseñador, el doctor Sarton. —Y lo dijo sin ninguna emoción.
—¿Te hicieron a imagen de tu creador? —interrogó con sarcasmo Baley, pero no hubo respuesta alguna y, en realidad, Baley apenas si esperaba ninguna. La Biblia, como él sabía, circulaba en forma restringida en los Mundos Exteriores.
Y ahora Baley miraba a Han Fastolfe, un hombre cuya apariencia se desviaba visiblemente de la norma espaciana, y el Terrícola sintió una inmensa gratitud por ello.
—¿Desea comer? —inquirió Fastolfe.
Señaló la mesa que separaba a él y a R. Daneel del Terrícola. No tenía nada más que un cuenco con esferoides de diversos colores. Baley se quedó vagamente sorprendido. Los había tomado como adornos de mesa. R. Daneel explicó:
—Éstos son los frutos de una planta natural que crece en Aurora. Le sugiero que pruebe esta especie. Se llama manzana, y tiene fama de ser agradable.
Fastolfe sonrió.
—R. Daneel no las conoce por experiencia personal, por supuesto, pero tiene mucha razón.
Baley se llevó una manzana a la boca. La superficie era roja y verde. Fresca al tacto, poseía un aroma leve y apetitoso. Con algún esfuerzo, le hincó el diente y el inesperado sabor agrio del interior pulposo le destempló los dientes.
Masticó cauteloso. Los residentes en la Ciudad comían alimentos naturales, naturalmente, cuando las raciones lo permitían. Él mismo había comido carne natural y pan frecuentemente. Pero esos alimentos habían sido siempre procesados de alguna manera. Había sido cocidos o molidos, mezclados o compuestos. La fruta, por ejemplo y propiamente hablando, podía venir bajo la forma de una salsa conservada. Lo que él estaba tomando ahora debía venir directamente desde la suciedad del suelo de un planeta.
Pensó: «Confío en que por lo menos la habrán lavado».
Nuevamente se preguntó sobre lo extraño de los conceptos espacianos sobre la limpieza.
—Permítame presentarme un poco más específicamente —dijo Fastolfe—. Estoy a cargo de la investigación del asesinato del doctor Sarton en la parte de Espaciópolis, así como el Comisionado Enderby lo está en la parte de la Ciudad. Si puedo ayudarle de alguna manera, cuente conmigo. Estamos más ansiosos por llegar a una buena solución del asunto y prevenir futuros incidentes de esta clase que cualquiera de los hombres de la Ciudad puedan estar.
—Gracias, doctor Fastolfe —repuso Baley—. Su actitud es apreciada.
Pensó: «Y mucho, por los servicios.» Mordió en el centro mismo de la manzana y se saltaron dentro de la boca pequeños ovoides duros y negros. De modo automático resopló. Volaron y fueron a caer al suelo. Uno hubiese dado en la pierna del doctor Fastolfe si el Espaciano no la hubiese retirado con rapidez.
Baley enrojeció y comenzó a inclinarse.
—Está bien, señor Baley —manifestó Fastolfe con humor agradable—. Déjelos, por favor.
Baley se enderezó. Dejó la manzana, un tanto confuso y cohibido. Tenía el incómoda sentimiento de que, apenas se fuera, los pequeños objetos caídos serían encontrados y recogidos por succión; el cuenco de fruta sería quemado o descartado lejos de Espaciópolis; hasta la habitación en que estaban sentados sería rociada con viricida.
Bruscamente, trató de ocultar su malestar.
—Me agradaría solicitar permiso para que el Comisionado Enderby se una a nuestra conferencia por personificación trimensional.
Las cejas de Fastolfe se levantaron.
—Por supuesto, si lo desea. Daneel, ¿quieres establecer comunicación?
Baley permaneció sentado, con tensa incomodidad, hasta que la superficie brillante del enorme paralelepípedo en uno de los rincones de la habitación, se disolviera para mostrar al Comisionado Enderby y parte de su escritorio. En ese momento, el malestar cesó y Baley sintió algo de amor por aquella figura familiar, y un vivo deseo de estar de regreso a salvo en aquella oficina con él, o en cualquier lugar de la Ciudad, sin importarle cuál. Hasta en la sección menos agradable de los distritos de levadura de Jersey.
Ahora que ya contaba con su testigo, Baley no vio razón para demorar. Dijo:
—Creo que he penetrado ya el misterio que rodea la muerte del doctor Sarton.
Con el rabillo del ojo vio a Enderby que se ponía en pie, como impulsado por un resorte, y que aferraba (esta vez con éxito) las gafas que volaban. Una vez en esa posición, el Comisionado sacó la cabeza fuera de los límites del receptor del triménsico, y se vio obligado a sentarse de nuevo, con el rostro encendido y sin habla.
De manera más tranquila, el doctor Fastolfe, con la cabeza inclinada hacia un lado, estaba sorprendido. Sólo R. Daneel permaneció impasible.
—¿Pretende usted decirnos que conoce al asesino? —preguntó Fastolfe.
—No —replicó Baley—, quiero decir que no hubo asesinato.
—¿Qué? —gritó Enderby.
—Un momento, Comisionado Enderby —interpuso Fastolfe, levantando la mano. Miró fríamente a Baley—: ¿Quiere decir que el doctor Sarton está vivo?
—Sí, señor, y creo que sé en dónde está.
—¿En dónde?
—¡Ahí! —replicó Baley, y con gran firmeza señaló a R. Daneel Olivaw.
CAPÍTULO 8
Debate acerca de un robot
En ese momento, Baley tenía clara conciencia del latido de su propio pulso. Le parecía estar viviendo un instante de tiempo suspendido. La expresión de R. Daneel estaba, como siempre, vacía de toda emoción. Han Fastolfe mostraba una moderada sorpresa en su rostro y nada más. Era la reacción del Comisionado Julius Enderby era lo que más le preocupaba a Baley. El receptor del triménsico del que emergía el rostro asombrado no permitía una reproducción perfecta. Siempre existía aquel débil parpadeo y una resolución que no era la ideal. Debido a esas imperfecciones y también a la distorsión ocasionada por las gafas del Comisionado, sus ojos resultaban ilegibles.
Baley pensó: «No desfallezcas, Julius. Te necesito».
No pensaba realmente que Fastolfe obrara con precipitación o bajo algún impulso emocional. En alguna parte había leído que los Espacianos carecían de religión pero que la sustituían con un intelectualismo frío y flemático elevado hasta la altura de una filosofía. Creía en ello, y con ello contaba. Tendrían como norma obrar muy despacio, y siempre sobre la base de la razón.
Si estuviera solo entre ellos y dicho lo que dijo, estaba seguro de que nunca habría vuelto a la Ciudad. Lo habría ordenado la fría razón. Los planes de los Espacianos eran más importantes para ellos, muchas veces más, que la vida de un habitante de la Ciudad. Inventarían cualquier excusa que darle a Julius Enderby. Quizás hasta presentarían su cadáver al Comisionado, sacudirían la cabeza y hablarían de una conspiración Terrícola atacando otra vez. El Comisionado tendría que creerles. Era su forma de ser. Aunque odiaba a los Espacianos, era un odio fundado en el temor. No se atrevería a mostrar incredulidad.
Es por eso que tenía que ser un testigo real de los acontecimientos; un testigo, además, a salvo de las calculadas medidas de seguridad de los Espacianos.
Se escuchó la voz sofocada del comisionado:
—Lije, estás equivocado. Yo vi el cadáver del doctor Sarton.
—Viste los restos carbonizados de algo que te dijeron que era el cadáver del doctor Sarton —replicó Baley con audacia. Recordó, ceñudo, en las gafas rotas del Comisionado. Había sido un inesperado favor para los Espacianos.
—No, Lije, no. Conocía bien al doctor Sarton y su cabeza no resultó dañada. Eso era él —El Comisionado se llevó la mano a los anteojos, intranquilo, como él también estuviese recordando, y añadió—: Lo miré desde cerca, desde muy cerca.
—Y, ¿qué me dices de éste, Comisionado? —preguntó Baley señalando a R. Daneel de nuevo—. ¿Se parece al doctor Sarton?
—Sí, del mismo modo que se le parecería una estatua.
—Es fácil asumir una actitud sin expresión, Comisionado. Supongamos que fue un robot lo que viste totalmente desintegrado. Me dices que lo miraste desde cerca. ¿Lo hiciste desde tan cerca como para ver si la superficie carbonizada al borde del disparo era en realidad tejido orgánico descompuesto, o una capa de carbonización colocada deliberadamente sobre metal fundido?
El Comisionado apareció molestísimo. Replicó:
—Te estás poniendo ridículo, Baley.
Éste se volvió al Espaciano:
—¿Estaría usted dispuesto a que se exhumara el cuerpo para otro examen, doctor Fastolfe?
—Ordinariamente —dijo el doctor Fastolfe con una sonrisa—, no opondría ninguna objeción, señor Baley, pero me temo que nosotros no enterramos a nuestros muertos. Entre nosotros, la cremación es una costumbre universal.
—Muy conveniente.
—Dígame, señor Baley —pidió el doctor Fastolfe—, ¿cómo llegó usted a esta conclusión tan extraordinaria?
Baley pensó: «No se da por vencido. Tratará de rebatir la acusación, si puede». Replicó con cautela:
—No fue difícil. Para imitar a un robot hace falta algo más que adoptar una expresión estática y adoptar un estilo rebuscado de conversación. El problema con vosotros, los hombres de los Mundos Exteriores, es que están demasiado acostumbrados a los robots. Los tienen que aceptar casi como seres humanos. Se han quedado ciegos a las diferencias. En la Tierra, es diferente. Tenemos plena conciencia de lo que es un robot.
»Pues bien, en primer lugar, R. Daneel es un ser humano demasiado bueno para ser un robot. Mi primera impresión de él fue que era un Espaciano. Me costó gran esfuerzo ajustarme al hecho de que era un robot. Y, por supuesto, la razón de eso estaba en era un Espaciano y no un robot.
R. Daneel interrumpió, sin mostrar signo de tener conciencia de que él era precisamente el tema del debate. Manifestó:
—Como te expliqué, socio Elijah, fui diseñado para ocupar un lugar temporal en una sociedad humana. El parecido a la humanidad fue intencional.
—¿Hasta en la duplicación meticulosa de esas partes del cuerpo que, en el curso normal de los sucesos, estarían siempre cubiertas con ropas? —interrogó Baley—. ¿Hasta en la duplicación de los órganos que, en un robot, no tendrían función posible?
La voz de Enderby resonó de pronto:
—¿Cómo te percataste de eso?
—No pude impedirlo... —tartamudeó Baley enrojeciendo—, en el... en el Personal.
Enderby apareció escandalizado.
—Seguramente comprenderán ustedes —interpuso Fastolfe—, que un parecido debe ser completo. Para nuestros propósitos, media semejanza era tan mala como ninguna.
—¿Puedo fumar? —indagó Baley repentinamente.
Tres raciones de pipa en un solo día era ridículamente extravagante, pero iba cabalgando en un torrente impetuoso de audacia y necesitaba el alivio del tabaco. Después de todo, estaba respondiendo a los Espacianos. Les metería sus propias mentiras por el cuello.
—Mucho lo lamento —repuso Fastolfe—; pero preferiría que usted no lo haga.
Era una “preferencia” que tenía la fuerza de una orden. Baley lo sintió. Guardó la pipa cuya cazuela ya estaba en su mano anticipando un permiso automático.
Pensó con amargura: «Por supuesto que no. Enderby no me lo advirtió, porque él no fuma, pero es obvio. Se comprende. No fuman en sus Mundos Exteriores higiénicos, ni beben, ni tienen ninguno de los vicios humanos. No me extraña que acepten robots en su maldita... ¿cómo la llamó R. Daneel?... sociedad C/Fe. No me extraña que R. Daneel pueda representar el papel de un robot tan bien como lo hace. Aquí son todos robots, para empezar».
—El parecido tan exacto es sólo un punto entre otros muchos —siguió Baley—. Casi hubo un motín en mi Sección cuando íbamos a mi casa. (Tuvo que señalarlo. No se podía decidir a llamarlo R. Daneel o Dr. Sarton.). Sucedió que él detuvo el problema y lo hizo apuntando con un desintegrador a los amotinados en potencia.
—¡Santo Dios! —exclamó Enderby con energía—. ¡El informe indicaba que fuiste tú... !
—Lo sé, Comisionado —convino Baley—. El informe se basó en los datos que yo proporcioné. No quise que constara en los registros que un robot había amenazado con desintegrar hombres y mujeres.
—No, no, naturalmente que no. —Enderby estaba visiblemente horrorizado. Se inclinó para mirar algo que se hallaba fuera del alcance del receptor del triménsico.
Baley pudo adivinar qué era. El Comisionado estaba mirando el indicador de potencia para saber si el transmisor había sido intervenido.
—¿Es este un punto de su argumento? —preguntó Fastolfe.
—Ciertamente lo es. La Primera Ley de la Robótica establece que un robot no puede dañar a un ser humano.
—¡Pero R. Daneel no dañó a nadie!
—Es verdad. Hasta me indicó después que no hubiese disparado bajo ninguna circunstancia. Con todo, jamás escuché que algún robot hubiese violado el espíritu de la Primera Ley hasta el extremo de amenazar con disparar a un hombre, aunque no hubiese tenido intención de hacerlo.
—Ya veo. ¿Es usted experto en robótica, señor Baley?
—No, señor. Pero seguí un curso de robótica general y de análisis positrónico. No soy un ignorante.
—Eso es bueno —repuso Fastolfe, en tono agradable—; pero, vea, yo sí soy experto en robótica, y le aseguro que la esencia de la mente de un robot se funda en una interpretación completamente literal del universo. No reconoce el espíritu de la Primera Ley, solamente su letra. Los sencillos modelos que ustedes tienen en la Tierra pueden tener la Primera Ley tan sobrecargada con garantías adicionales que, con seguridad, pueden ser incapaces de amenazar a un ser humano. Un modelo avanzado como R. Daneel es otro asunto. Si he captado la situación correctamente, la amenaza de Daneel fue necesaria para prevenir un motín. Tenía por objeto evitar daño a seres humanos. Estaba obedeciendo la Primera Ley, no violándola.
Baley se retorcía por dentro, pero mantenía una tiesa calma exterior. Sería duro, pero se enfrentaría a este Espaciano en su propio juego. Prosiguió:
—Usted podrá contar cada punto por separado, pero juntos son otra cosa. Anoche, durante nuestra discusión acerca del falso asesinato, este presunto robot me aseguró que lo habían convertido en detective mediante la instalación de un nuevo impulso en sus circuitos positrónicos. Un impulso hacia la justicia, para ser exactos.
—Y yo lo confirmo —aseveró Fastolfe—. Así se procedió, bajo mi propia supervisión, hace tres días.
—¿Un impulso hacia la justicia? Justicia, doctor Fastolfe, es una abstracción. Sólo un ser humano puede usar el término.
—Si usted define “justicia” de modo que sea una abstracción, si dice que es indicarle a cada hombre su deber, que es adherir a lo que está bien, me sumo a su argumento, señor Baley. Una comprensión humana las abstracciones no se puede insertar dentro de un cerebro positrónico, en el estado actual de maestros conocimientos.
—¿Usted lo admite, entonces, como... como experto en robótica?
—Ciertamente. La cuestión es, qué quiso decir R. Daneel con el término “justicia”.
—En el contexto de nuestra conversación, quiso decir lo que usted y yo y cualquier ser humano querría decir, no lo que robot podría decir.
—¿Por qué no le pide a él, señor Baley, que nos defina la palabra?
Baley sintió disminuir su confianza. Se volvió hacia R. Daneel.
—¿Bien?
—¿Sí, Elijah?
—¿Cuál es tu definición de la justicia?
—Justicia, Elijah, es lo que existe cuando todas las leyes están en vigor y se aplican.
—Estupenda definición, señor Baley, para un robot —exclamó Fastolfe—. El deseo de ver que todas las leyes se cumplan quedó insertado dentro de R. Daneel. Justicia es un término muy concreto para él ya que está basado en la aplicación de las leyes, lo que a su vez está basado en la existencia de leyes específicas y definitivas. No hay nada abstracto en ello. Un ser humano puede reconocer el hecho de que, sobre la base de un código moral abstracto, algunas leyes pueden ser malas y su aplicación resultar injusta. ¿Qué dices tú de eso, R. Daneel?
—Una ley injusta resulta una contradicción de términos —repuso R. Daneel con precisión.
—Así es para un robot, señor Baley. ¿Lo ve? No debería confundir su justicia con la de R. Daneel.
Baley se volvió hacia R. Daneel repentinamente y dijo:
—Tú saliste anoche de mi apartamento.
—Sí, salí —respondió R. Daneel—. Si mi salida te perturbó el sueño, lo siento mucho.
—¿Adónde fuiste?
—Al Personal de Hombres.
Por un instante Baley quedó como alelado. Era la respuesta que ya había decidido que era la verdadera, pero no esperaba que fuese la respuesta que R. Daneel le daría. Sintió que un poco más de su certidumbre se le escurría, pero mantuvo firme en su camino. El Comisionado estaba observando y sus ojos detrás de las gafas iban de uno al otro mientras hablaban. Baley ya no podía echarse atrás, no importaba qué argumentos empleasen en su contra. Tenía que mantener su posición.
—Al llegar a mi Sección insistió en ingresar al Personal conmigo —siguió Baley—. Su excusa entonces fue pobre. Durante la noche, salió para ir de nuevo al Personal, como acaba de admitir. Si se tratara de un hombre, diría que tiene razón y derecho de hacerlo. Obviamente. Sin embargo, como robot, esa visita carecía de sentido. Mi conclusión es que se trata de un hombre.
Fastolfe asintió. No parecía entregado en lo más mínimo; propuso:
—Esto es muy interesante. Suponga que le preguntamos a Daneel por qué fue a visitar el Personal anoche.
El Comisionado Enderby protestó:
—Por favor, doctor Fastolfe —murmuró—, no es propio de...
—No se alarme, Comisionado —le tranquilizó Fastolfe, curvando los labios en algo que parecía sonrisa pero que no lo era—. Estoy seguro que la respuesta de Daneel no ofenderá su sensibilidad ni la del señor Baley. ¿Puedes explicarlo, Daneel?
—Jessie, la esposa de Elijah —comenzó Daneel—, salió anoche del apartamento y se despidió de mí en términos amistosos. Era obvio que no tenía razón alguna para pensar que yo era otra cosa que un ser humano. Regresó sabiendo que yo era un robot. La obvia conclusión es que su información sobre ello estaba fuera del apartamento. Deduje que mi conversación de anoche con Elijah había sido escuchada. De ningún otro modo pudo ser desvelado el secreto de mi verdadera naturaleza.
»Elijah me dijo que los departamentos estaban bien aislados. Hablamos juntos en voz baja. Las escuchas subrepticias comunes no nos hubieran oído. Con todo, era sabido que Elijah es un policía. Si dentro de la Ciudad existía una conspiración bastante bien organizada como para haber planeado el asesinato del doctor Sarton, entonces bien podían saber que Elijah había sido puesto a cargo de la investigación. Quedaría dentro del cuadro de posibilidades entonces, hasta de probabilidades, que su apartamento hubiera sido espiado.
»Busqué dentro del apartamento lo mejor que pude después de que Elijah y Jessie se fueran a la cama, pero no pude hallar ningún transmisor. Eso complicó las cosas. Un rayo dual enfocado pudiera surtir efecto, hasta en la ausencia de transmisores, pero eso requiere un equipo muy especializado.
»El análisis de la situación me llevó a la siguiente conclusión. El único lugar donde un habitante de la Ciudad puede hacer casi todo sin ser molestado ni interrogado es en el Personal. Allí incluso lograría colocar un rayo dual. La costumbre de absoluta discreción en los Personales es muy arraigada y los otros hombres ni siquiera lo mirarían. La Sección Personal está muy cerca del apartamento de Elijah, así que el factor distancia no importante. Sería fácil usar un modelo de maleta de mano. Fui al Personal a investigar.
—¿Y qué hallaste? —indagó Baley con rapidez.
—Nada, Elijah. Ni señales de un rayo dual.
—Bien, señor Baley —interpuso el doctor Fastolfe—, ¿le parece a usted esto razonable?
Pero la incertidumbre de Baley había desaparecido. Dijo:
—Razonable hasta cierto punto, pero dista mucho de ser perfecto. Lo que él no sabe es que mi esposa me comunicó donde obtuvo sus datos y cuándo. Supo que era un robot poco después de salir de casa. Y aun entonces, el rumor ya estaba circulando desde hacía varias horas. Así pues, el hecho que Daneel era un robot no pudo conocerse espiando, fisgando, escuchando nuestra conversación de anoche.
—Sin embargo —recalcó el doctor Fastolfe—, su acción al visitar el Personal durante la noche queda explicada, me imagino.
—Pero surge algo más que no está explicado —replicó Baley acalorado—. ¿Dónde, cuándo y cómo se filtró la noticia? ¿Cómo se supo que un robot Espaciano estaba en la ciudad? Por lo que sé, sólo dos de nosotros sabíamos el asunto, el Comisionado y yo, y no se lo dijimos a nadie... Comisionado, ¿pudo saberlo alguien más en el Departamento?
—¡No! —contestó Enderby, con ansiedad—. Ni siquiera el Alcalde. Sólo nosotros, y doctor Fastolfe.
—Y él —añadió Baley, señalando al robot.
—¿Yo? —interrogó R. Daneel.
—¿Por qué no?
—Yo estuve contigo todo el tiempo, Elijah.
—¡No es cierto! —exclamó Baley con fiereza—. Yo estuve el Personal durante más de media hora antes de que nos fuéramos a mi apartamento. Durante ese tiempo, estuvimos completamente fuera de contacto uno con el otro. Fue entonces cuando te pusiste en contacto con tu grupo en la Ciudad.
—¿Qué grupo? —preguntó Fastolfe.
—¿Qué grupo? —vino como eco casi simultáneamente desde el Comisionado Enderby.
Baley se levantó de su asiento y se volvió hacia el receptor del triménsico.
—Comisionado, deseo que escuches esto atentamente. Dime si algo no concuerda con los hechos. Un asesinato es informado y por una curiosa coincidencia, sucede precisamente cuando llegas a Espaciópolis para asistir a una cita con el hombre asesinado. Te muestran el cadáver de algo que se supone humano, pero este cadáver es incinerado y no está disponible para un nuevo examen.
»Los Espacianos insisten en que un Terrícola cometió el asesinato, aun cuando la única manera en que logran hacer tal acusación es suponer que un habitante de la Ciudad salió y se cruzó a campo traviesa rumbo a Espaciópolis, solo y de noche. Sabes muy bien qué improbable resulta eso.
»Después, envían a un supuesto robot a la ciudad; de hecho, insisten en enviarlo. Lo primero que el robot hace es amenazar a una muchedumbre de seres humanos con un desintegrador. Lo segundo es hacer circular el rumor de que hay un robot Espaciano en la Ciudad. En realidad, el rumor es tan específico que Jessie me dice que se sabe que está trabajando con la policía. Eso significa que pronto se sabrá que fue el robot quien apuntaba con el desintegrador. Es posible que en estos momentos ya se esté difundiendo a través de la sección de los productores de levadura y en las plantas hidropónicas de Long Island el rumor de que hay un robot suelto por allí.
—Eso es imposible. ¡Imposible! —gruñó Enderby.
—No, no lo es. Es exactamente lo que está sucediendo, Comisionado. ¿No lo ves? Existe una conspiración en la Ciudad, está bien, pero la manejan desde Espaciópolis. Los Espacianos quieren dar publicidad al asesinato. Quieren motines. Quieren un asalto a Espaciópolis. Para tener lo pero, lo mejor era el incidente... y las naves espacianas vendrán y ocuparán las Ciudades de la Tierra.
Con gran benignidad y calma, Fastolfe insinuó:
—Teníamos la excusa cuando los Motines de la Barrera, hace veinticinco años.
—Entonces no estaban preparados, pero hoy sí lo están. —El corazón de Baley le latía violentamente.
—Es un complot bastante complicado el que nos atribuye, señor Baley. Si quisiéramos ocupar la Tierra, lo podríamos hacer de modo mucho más simple.
—Tal vez no, doctor Fastolfe. Su presunto robot me dijo que la opinión pública respecto a la Tierra no se encuentra unificada de ninguna manera en los Mundos Exteriores. Creo que, en ese momento, me estaba diciendo la verdad. Tal vez una ocupación descarada no caería bien a la gente en casa. Tal vez un incidente fuera una necesidad absoluta. Un buen incidente escandaloso.
—Como un asesinato, ¿eh? ¿Es eso? Admitirá que debería ser un asesinato fingido. Usted no sugerirá, espero, que asesinaríamos a uno de los nuestros por el bien un incidente.
—Construyeron un robot muy parecido al doctor Sarton, le dispararon con un desintegrador y le mostraron los restos al Comisionado Enderby.
—Y entonces —concluyó el doctor Fastolfe—, habiendo utilizado a R. Daneel para reemplazar al Dr. Sarton en el asesinato fingido, tuvimos que utilizar al doctor Sarton para reemplazar a R. Daneel en la falsa investigación del asesinato fingido.
—Exactamente. Se lo estoy diciendo a usted en presencia de un testigo que no se encuentra aquí en carne y hueso, y a quien no pueden dispararle, y quien es bastante importante para ser creído por el Gobierno de la Ciudad y por el de Washington. Estaremos preparados para ustedes y conocemos sus intenciones. Si es necesario, nuestro Gobierno informará de ello directamente a su pueblo, expondrá la situación exactamente como es. Dudo que se tolere tal violación interestelar.
Fastolfe meneó la cabeza con impaciencia.
—Por favor, señor Baley, está siendo poco razonable. Realmente, tiene conceptos muy asombrosos. Suponga ahora, solamente suponga, que R. Daneel es efectivamente R. Daneel. Suponga que en realidad es un robot. ¿No se deduciría de esto que el cadáver que vio el Comisionado Enderby era en efecto el del doctor Sarton? No sería razonable creer que el cadáver era otro robot. El Comisionado Enderby conoció a R. Daneel en construcción y puede atestiguar el hecho que no existía más que uno.
—Si viene a colación —insistió Baley tercamente—, el Comisionado no es un experto en robótica. Ustedes pudieron tener una docena de esos robots.
—Ciñámonos al tema, señor Baley. ¿Qué pasa si R. Daneel es realmente R. Daneel? ¿No vendría a tierra toda la estructura de su razonamiento? ¿Tendría otros argumentos para fundar su opinión de esta conspiración interestelar, melodramática e imposible, que ha fabricado?
—¡Si fuese un robot! Yo digo que es un ser humano.
—Con todo, señor Baley, realmente usted no ha investigado el problema —dijo Fastolfe—. Para diferenciar un robot, incluso un robot muy humanoide, de un ser humano no hace falta llegar a deducciones complicadas y sin fundamento desde las pequeñas cosas que dice o hace. Por ejemplo, ¿intentó clavarle un alfiler a R. Daneel?
—¿Qué? —exclamó Baley boquiabierto.
—Es un experimento simple. Hay otros tal vez no tan simples. Su piel y su cabello parecen reales, pero, ¿trató usted de examinarlos con un aumento adecuado? También, parece que respira, especialmente cuando utiliza el aire para hablar, pero usted ha observado que su respiración es irregular y que pueden pasar minutos durante los cuales no respira para nada. Usted pudo haber recogido un poco del aire expelido para medir el contenido de dióxido de carbono. Usted pudo haber tratado de extraer una muestra de su sangre. Usted pudo haber comprobar el pulso en la muñeca, o palpitaciones del corazón... ¿Entiende lo que quiero decir, señor Baley?
—Es solamente conversación —dijo Baley inquieto—. No me asustará. Pude haber intentado cualquiera de esas cosas, pero, ¿supone que este pretendido robot habría permitido que me acercara con una hipodérmica, un estetoscopio o un microscopio?
—Por supuesto. Entiendo el punto —convino Fastolfe. Se volvió hacia R. Daneel y le hizo un leve gesto.
R. Daneel tocó el puño de la manga derecha de su camisa, y la costura diamagnética se abrió a todo lo largo del brazo. Un miembro liso, musculoso y, al parecer, enteramente humano quedó expuesto. Su vello corto y bronceado, en cantidad y distribución, era exactamente lo que uno hubiese esperado de un ser humano.
—¿Y bien? —exclamó Baley.
R. Daneel se apretó la yema del dedo mayor derecho con el pulgar y el índice de la mano izquierda. Baley no pudo ver los detalles de las manipulaciones que siguieron.
Pero, tal cual como la tela de la manga había caído en dos cuando el campo diamagnético fue interrumpido, así el propio brazo caía en dos.
Allí, debajo de una delgadísima capa de material con apariencia de carne, estaba el gris azulado de las varillas de acero inoxidable, de los cables y de las juntas.
—¿Le interesaría examinar la manufactura de Daneel con detalle, señor Baley? —preguntó el doctor Fastolfe con cortesía.
Baley apenas podía escuchar las palabras por el zumbido en sus oídos y por la repentina y discordante carcajada, aguda e histérica, que soltó el Comisionado.
CAPÍTULO 9
Aclaración de un Espaciano
A medida que pasaban los minutos, el zumbido crecía en intensidad y ahogaba la estridencia de la carcajada. El domo y su contenido oscilaron, al tiempo que para Baley desaparecía la noción del tiempo.
Se encontró sentado e inmóvil, con una clara sensación de tiempo perdido. El comisionado había desaparecido; el receptor del triménsico se veía opaco, y R. Daneel estaba sentado a su lado, apretándole la piel del brazo desnudo, en la parte superior. Baley podía ver, bajo la piel, la sombra delgada de una hipodérmica. Desapareció mientras lo observaba, disolviéndose en el fluido intercelular; de allí a la corriente sanguínea y de ésta a todas las células de su cuerpo.
—¿Te sientes mejor, socio Elijah? —indagó R. Daneel.
Baley sí se sentía mejor. Tironeó de su brazo y el robot le permitió sacarlo. Se bajó la manga y miró a su alrededor. El doctor Fastolfe permanecía sentado en donde estuvo, vagándole por los labios una ligera sonrisa que suavizaba lo feo de su rostro.
—¿Me desmayé? —preguntó Baley.
—En cierto sentido, sí —repuso el doctor Fastolfe—. Me temo que recibió usted una sorpresa mayúscula.
Todo volvió con claridad a la memoria de Baley. Tomó con rapidez el brazo más cercano de R. Daneel; le alzó la manga hasta donde pudo, dejando al descubierto la muñeca. Sentía carne del robot muy suave bajo sus dedos; pero debajo estaba la dureza de algo más que el hueso.
R. Daneel dejó que su brazo descansase con facilidad en el apretón de la mano del detective. Baley se quedó viéndolo, pellizcándolo a lo largo de la línea media. ¿Existía allí una costura?
Por supuesto, era lógico que la hubiese. Un robot, recubierto con piel sintética y deliberadamente construido para aparecer como humano, no podría ser, compuesto de modo ordinario.
Imposible que se desoldara un pecho de metal en caso de descompostura. El cerebro no se podría atornillar y destornillar. En lugar de eso, las diferentes partes del cuerpo mecánico estarían unidas mediante una línea de campos micromagnéticos. Un brazo, una cabeza, un cuerpo entero podrían separarse en dos con una presión exacta, y luego volverse a juntar al aplicar la presión contraria. Baley levantó la cabeza:
—¿Dónde está el comisionado? —murmuró, ruborizándose de mortificación.
—Asuntos muy importantes —respondió el doctor Fastolfe—. Lo animé a que nos dejara. Le aseguré que nos ocuparíamos de usted.
—Ya me han atendido bastante, muchas gracias —convino Baley, sombrío—. Me parece que nuestro asunto se terminó.
Se irguió sobre articulaciones fatigadísimas. De repente se sintió como un anciano. Demasiado viejo para empezarlo todo de nuevo. No hacía falta mucha imaginación para vislumbrar ese futuro.
El comisionado se encontraría medio aterrorizado y medio frenético de rabia. Impasible, se enfrentaría con Baley, quitándose las gafas para limpiarlas cada quince segundos. Con tono dulce (Julius Enderby casi nunca gritaba) le iría explicando minuciosamente que los Espacianos se sentían gravemente ofendidos.
«Tú no puedes hablarles a los Espacianos de ese modo, Lije. No lo permiten. (Baley se imaginaba escuchar la voz de Enderby con toda claridad, hasta los matices más delicados de su entonación.) Te lo advertí. Imposible apreciar el daño que has causado. Alcanzo a comprender tu punto de vista, créeme. Comprendo lo que estabas tratando de hacer. Si fuesen terrícolas, sería diferente. Yo diría que sí, arriésgalo. Corre el riesgo. Acorrálalos hasta que se muestren al descubierto. ¡Pero no a los Espacianos! Pudiste habérmelo dicho, Lije. Pudiste habérmelo consultado. Yo los conozco. Los conozco por dentro y por fuera y por todas partes.»
¿Y qué podría alegar Baley? ¿Que Enderby era precisamente el hombre a quien no debía decírselo? ¿Que el proyecto suponía riesgos tremendos y que Enderby era un hombre de prudencia infinita? ¿Que había sido Enderby mismo quien señalara los gravísimos peligros tanto de un fracaso absoluto como de un éxito de alcance equivocado? ¿Que el único modo de evitar la desclasificación era demostrar que la culpabilidad radicaba precisamente en Espaciópolis...? Y Enderby contestaría:
«Será necesario redactar un informe acerca de esto, Lije. Surgirán toda clase de repercusiones. Conozco a los Espacianos. Exigirán que se te retire del caso, y así será. ¿Comprendes eso, Lije? Yo, a mi vez, trataré de facilitarte las cosas. Puedes contar conmigo. Te protegeré hasta donde sea humanamente posible.
Y Baley sabía que esa sería la verdad exacta. El comisionado protegería hasta donde pudiera, mas sólo hasta donde pudiera, no hasta el punto de enfurecer a un alcalde colérico ya por sí.
También se figuraba escuchar al alcalde:
«¡Maldita sea, Enderby! ¿Qué hay de todo esto? ¿Por qué no me consultó a mí? ¿Quién gobierna esta ciudad? ¿Por qué permitió a un robot no autorizado que anduviera por la edad? ¡Y además ese maldito Baley...!»
Como mal menor, Baley podía esperar un descenso de categoría, lo cual ya era bastante malo. El mero hecho de vivir en la Ciudad moderna aseguraba apenas la posibilidad de la existencia, aún para los desclasificados por completo. Cómo descubrir esa posibilidad era algo que él conocía demasiado bien.
Era adicional al estatus lo que proporcionaba las pequeñas cosas: un asiento más cómodo aquí, un mejor corte de carne allí, una espera más corta en la fila de más allá. Para una mente filosófica, estos temas podían parecer de escasa importancia y no ser de adquisición problemática.
Pero nadie, ni aún el más filosófico, podía abandonar esos privilegios sin dolor. Ése era el punto.
Qué insignificante agregado a la conveniencia del departamento era el lavadero cuando durante los treinta años previos lo automático y esperado era el Personal. Qué útil era aún como dispositivo de prueba de su estatus cuando se lo consideraba una manera de medir ese estatus. Y si el lavadero era desactivado, ¡qué humillante y degradante sería cada nuevo viaje hasta el Personal! ¡Qué nostálgico el recuerdo de esa afeitada en el dormitorio! ¡Qué llena de sensaciones de lujos perdidos!
Era un asunto puesto de moda por los escritores modernos el mirar con desaprobación la ‘fiscalización’ de los tiempos medievales, cuando la economía estaba asentada en el dinero. La lucha competitiva por la existencia, decían, era brutal. Ninguna sociedad verdaderamente compleja podía ser sostenida porque las tensiones introducidas por el eterno ‘pelea-por-tu-dólar’. (Los estudiantes le habían dado a la palabra ‘dólar’ otras interpretaciones, pero no había discusión respecto den concepto global)
En contraste, el moderno ‘civismo’ era alabado en grande, por eficiente e ilustrado.
Por otro lado, también había novelas históricas que ponderaban lo romántico y lo tradicional, y los Medievalistas pensaban que la ‘fiscalización’ había producido cosas tales como el individualismo y la iniciativa.
Baley no se comprometía a sí mismo, pero ahora se preguntaba si un hombre peleaba más duro por su dólar, lo que sea que fuese, o si sentía su pérdida más profundamente, que un habitante de la Ciudad peleaba por no perder su opción de muslo de pollo del domingo -uno de verdadera carne, de verdadera ave voladora.
No tanto por mí, pensó Baley; están Jessie y Ben.
Le interrumpió la voz urgente del doctor Fastolfe.
—Señor Baley, ¿me escucha usted?
—¿Sí...? —parpadeó Baley. ¿Por cuánto tiempo habría permanecido allí como un idiota petrificado?
—¿Tendría la bondad de sentarse, señor? Habiendo concluido con el asunto que le preocupaba a usted, quizá le interese examinar algunas películas tomadas en la escena del crimen, y los acontecimientos que siguieron inmediatamente.
—No, muchas gracias. Me llaman asuntos urgentes a la edad.
—Supongo que el caso del doctor Sarton ocupa un lugar presente.
—Para mí no. Me figuro que ya nada me incumbe en este caso. —De pronto se notó colérico—. ¡Maldita sea!, si podía usted demostrar que R. Daneel era un robot, ¿por qué no lo hizo? ¿Por qué llevó tan lejos semejante farsa?
—Mi estimado señor Baley, a mí me interesaron muchísimo sus deducciones. En cuanto a que ya nada le incumbe en este asunto, lo dudo mucho. Antes de que el comisionado nos abandonara, acordamos mantener la cooperación con usted. Estoy seguro de que sabrá corresponder.
Baley se sentó, en gesto involuntario, y dijo amargamente:
—¿Por qué?
El Dr. Fastolfe cruzó las piernas y suspiró.
—Señor Baley, en general me he encontrado con dos clases de habitantes de la ciudad: sediciosos y políticos. Su comisionado está acostumbrado a nosotros y nos es útil; pero se ocupa de política. Nos dice sólo lo que nosotros deseamos oír. Nos consiente, si comprende lo que pretendo indicarle. Ahora bien, usted vino aquí y, con suma arrogancia, nos acusa de crímenes tremendos y trata de probarlos. Disfruté mucho con su proceso mental. Me pareció un desarrollo esperanzador.
—¿Esperanzador? —indagó Baley con sarcasmo.
—Sí. A usted le puedo hablar con franqueza. Anoche, señor Baley, R. Daneel se comunicó conmigo mediante subéter encubierto. Algunas peculiaridades de usted me interesan muchísimo. Por ejemplo, está el detalle relativo a la naturaleza de los libros-película en su apartamento.
—¿Qué hay con ellos?
—Varios de ellos tratan sobre temas históricos y arqueológicos. Eso nos hace suponer que usted se preocupa por la sociedad humana y que sabe algo respecto a su evolución.
—Nada impide que los detectives empleen su tiempo libre en libros-película.
—Por supuesto, y me agrada su selección de temas. Me ayudará en lo que pretendo hacer. En primer lugar, deseo explicarle el exclusivismo de los hombres de los Mundos Exteriores. Nosotros vivimos aquí en Espaciópolis; no visitamos la ciudad: nos mezclamos con ustedes, habitantes de la ciudad, sólo de manera muy rígidamente limitada. Respiramos el aire libre; pero cuando lo hacemos, nos ajustamos filtros. Aquí estoy ahora sentado con filtros en las ventanillas de la nariz, guantes en mis manos y un propósito inflexible de no acercarme a usted más de lo que pueda evitar. ¿Por qué supone usted que obramos así?
—Mejor no suponer —repuso Baley.
—Si discerniera usted como lo hacen algunos de sus conciudadanos, me diría que es porque menospreciamos a los hombres de la Tierra y evitamos rebajarnos en casta permitiendo que su sombra caiga sobre nosotros. Mas no es esa la razón. La verdadera respuesta es obvia por demás. El examen médico a que se le sometió a usted, así como los procedimientos de limpieza, no fueron rituales, sino necesarios.
—¿Por las enfermedades?
—En efecto. Los terrícolas que colonizaron los Mundos Exteriores se encontraron en planetas totalmente libres de bacterias terrestres y de virus. Trajeron los suyos propios, sin duda, pero traían también las técnicas médicas y microbiológicas más avanzadas. Tenían una pequeña comunidad de microorganismos con los que enfrentarse y sin anfitriones intermedios. No había mosquitos que esparza la malaria, ni caracoles que esparza la esquistosomiasis. Se eliminaron los agentes de enfermedad y se estimuló el aumento de bacterias simbióticas. Gradualmente, los Mundos Exteriores se vieron libres de toda clase de enfermedades. Para no arriesgarse a una posible introducción de enfermedades, los Mundos Exteriores hicieron cada vez más rigurosos los requisitos para la entrada de inmigrantes terrícolas.
—¿Nunca ha padecido alguna enfermedad, doctor Fastolfe?
—No del tipo parasitario, señor Baley. Todos estamos sujetos a enfermedades degenerativas como la arterosclerosis, por supuesto, pero nunca he padecido lo que usted llamaría un resfriado o un catarro. De ser así posiblemente la consecuencia sería fatal. No poseo las defensas necesarias. Y los demás, tampoco. Aquí todos corremos el mismo riesgo específico. No poseemos las defensas naturales contra las enfermedades que invaden la Tierra. Usted mismo es portador de los gérmenes de casi todas las enfermedades conocidas, si bien están dominadas por los anticuerpos que su organismo ha desarrollado. Yo, en cambio, carezco de anticuerpos. ¿Se pregunta por qué no estoy más cerca de usted? Créame, señor Baley, actúo así en propia defensa.
—Si es así, ¿por qué no se da a conocer la razón en la Tierra? Quiero decir, que no es repulsión de su parte sino la defensa contra un verdadero peligro.
—Somos pocos. Además, como extranjeros aparecemos antipáticos. Mantenemos nuestra seguridad sobre la base de un prestigio muy precario como seres superiores. No podemos confesar que tenemos miedo de aproximarnos a un terrícola, al menos hasta que exista una mejor comprensión entre los terrícolas y los Espacianos.
—Imposible en las circunstancias actuales. Precisamente los odiamos..., los odian por su pretendida superioridad.
—Nos damos perfecta cuenta del dilema.
—¿Lo sabe el comisionado?
—Nunca se lo explicamos con claridad, aunque quizá lo adivine. Es un hombre muy inteligente.
—Si lo sospechara, me lo habría dicho —murmuró Baley, pensativo.
El doctor Fastolfe levantó las cejas, perplejo.
—En tal caso usted no habría considerado la posibilidad de que R. Daneel fuese un Espaciano, ¿verdad?
Baley se encogió de hombros ligeramente, restando importancia al punto. El Dr. Fastolfe continuó:
—Eso es verdad, lo sabe. Haciendo a un lado las dificultades psicológicas, el efecto terrible del ruido y la multitud, subsiste el hecho escueto de que para nosotros entrar en la ciudad equivale a una sentencia de muerte. Por ello el doctor Sarton inició su proyecto de robots humanoides que penetrasen en la ciudad en lugar nuestro...
—Sí, R. Daneel me lo explicó.
—¿Acaso usted lo desaprueba?
—Dígame —comenzó Baley—: ¿por qué van ustedes a la Tierra?, ¿por qué no nos dejan tranquilos?
El doctor Fastolfe comentó con evidente sorpresa:
—¿Se encuentran ustedes satisfechos con la vida que llevan en la Tierra?
—Lo llevamos bien.
—Sí, pero, ¿por cuánto tiempo seguirá? Su población sigue aumentando de manera continua, las calorías disponibles satisfacen las necesidades solamente como resultado de un esfuerzo cada vez mayor. La Tierra es un callejón sin salida, hombre.
—Aguantaremos —repuso Baley.
—Escasamente. Una Ciudad como Nueva York debe gastar cada onza de esfuerzo en conseguir agua y deshacerse de la basura. Las plantas nucleares se mantienen en funcionamiento con suministros de uranio que son cada vez más difíciles de obtener aún en los otros planetas del sistema, y los suministros suben de precio de manera constante. La vida de la Ciudad depende en todo momento de la llegada de la pulpa de madera para las plantas de levaduras, y de los minerales para las plantaciones hidropónicas. El aire debe ser reciclado incesantemente. El equilibrio es sumamente delicado en más de cien direcciones, y se hace más delicado cada año. ¿Qué pasaría en Nueva York si el tremendo flujo de entradas y salidas fuese interrumpido por una sola hora?
—Nunca sucedió.
—Lo que no es una seguridad para el futuro. En los tiempos primitivos, los centros urbanos eran virtualmente auto suficientes, viviendo del producto de las granjas de los alrededores. Nada podía dañarlas, a excepción de un desastre inmediato, una inundación, una peste, o una mala cosecha. Mientras los centros crecían y mejoraba su tecnología, esos desastres localizados podían ser superados enviando ayuda desde centros distantes, pero al precio de hacer enormes áreas interdependientes. En los tiempos Medievales, las ciudades abiertas, aún las más grandes, podían subsistir al menos por una semana por el almacenamiento de alimentos y de todo tipo de suministro de emergencia. Cuando Nueva York se convirtió en Ciudad, la primera, pudo haber vivido por sus propios medios por un día. Ahora no llega a una hora. Un desastre considerado incómodo diez mil años atrás, algo meramente serio mil años atrás y grave hace cien años, ahora sería fatal.
Baley se movió inquieto en su silla.
—Ya he escuchado todo esto antes. Los medievalistas desean poner fin a las ciudades. Desean que regresemos a la tierra y la agricultura natural. Pues están locos. No podemos hacerlo. Es imposible caminar para atrás en la historia. Por otra parte, si la emigración a los Mundos Exteriores no estuviese restringida...
—Usted ya sabe por qué debe restringirse.
—Entonces, ¿qué hay que hacer? Usted intenta conectar una línea muerta de energía...
—¿Y por qué no intentan una emigración a nuevos mundos? Hay millones de estrellas en la galaxia. Se estima que existen cien millones de planetas que son habitables o que pueden serlo.
—¡Eso es ridículo!
—¿Por qué? —preguntó el Dr. Fastolfe con vehemencia—. ¿Por qué es ridícula esta sugerencia? Los terrícolas han colonizado otros planetas en lo pasado. Más de treinta de los cincuenta Mundos Exteriores, incluso Aurora, donde yo nací, fueron colonizados directamente por terrícolas. ¿Acaso ya no es posible la colonización?
—Bien...
—¿Sin respuesta? Permítame sugerir que si ya no es posible, se debe al desarrollo de la cultura de las ciudades en la Tierra. Antes de las ciudades, la vida humana en la Tierra no era tan especializada que no pudiesen emigrar y comenzar una nueva etapa en un mundo primitivo. Lo hicieron treinta veces. Pero ahora los terrícolas están tan reblandecidos, tan aprisionantes en sus bóvedas de acero, que se encuentran sujetos, apresados para siempre. Usted, señor Baley, ni siquiera cree que un habitante de esta ciudad sea capaz de cruzar las campiñas para llegar a Espaciópolis. Cruzar el espacio para llegar a un nuevo mundo debe representar algo tan imposible como la cuadratura del círculo. El civismo está arruinando la Tierra, señor.
—De ser así, ello no incumbe a su pueblo. El problema es nuestro, y nosotros lo resolveremos. Si no, será nuestro camino particular rumbo a los infiernos.
—Mejor su propio camino al infierno que el ajeno a los cielos, ¿eh? Imagino cómo se siente. No resulta agradable escuchar los sermones de un extraño. Y, sin embargo, desearía que su pueblo nos pudiera sermonear a nosotros; porque asimismo nosotros tenemos un problema similar al de ustedes.
—¿Exceso de población? —sonrió Baley con malicia.
—Similar, no idéntico. Nuestro problema es la falta de población. ¿Qué edad diría usted que tengo yo?
—Sesenta, presumo.
—Mejor presuma ciento sesenta.
—¿Qué?
—Ciento sesenta y tres cumpliré este año. Sí, años terrestres. Si la fortuna me ayuda, es posible que doble esa cifra. Los hombres en Aurora, como es bien sabido, llegan a pasar de los trescientos cincuenta años. Y el promedio de vida continúa en aumento.
Baley contempló a R. Daneel (quien durante toda esta conversación había estado escuchando en un silencio estólido), como si buscara en él confirmación de lo que estaba escuchando.
—¿Cómo es posible eso? —masculló.
—En nuestra sociedad resulta práctico concentrar el estudio de la gerontología y llevar a cabo investigaciones sobre los procesos de la edad. En un mundo como el vuestro, prolongar la expectativa de vida sería desastroso. No podrían afrontar los resultados del crecimiento poblacional. En Aurora hay lugar para tricentenarios. Entonces, por supuesto, una larga vida se vuelve doble o triplemente preciosa.
»Si usted muriera ahora, perdería tal vez cuarenta años de su vida, probablemente menos. Si yo muriese, perdería ciento cincuenta años, probablemente más. En una cultura como la nuestra, entonces, la vida del individuo es de importancia primordial. Nuestro promedio de nacimiento es bajo y el aumento de la población se gobierna con rigidez. Mantenemos una proporción definida de hombre/robot, estudiada con objeto de proporcionarle al individuo la mayor comodidad posible. Y, como es lógico, el desenvolvimiento de los niños se sigue con cuidado en sus defectos físicos y mentales antes de legar a la madurez.
—¿Quiere darme a entender que los matan si no...? —interrumpió horrorizado Baley.
—Cuando no alcanzan los requisitos. Sin ningún dolor. La idea le asombra del mismo modo que el crecimiento no reglamentado de los terrícolas nos sorprende a nosotros.
—Pero si estamos reglamentados, doctor Fastolfe. Cada familia tiene autorización para determinado número de hijos.
El doctor Fastolfe sonrió con tolerancia.
—Sí, un determinado número de no importa qué clase de hijos; no un número determinado de hijos sanos. Y aun así, abundan los bastardos; y la población aumenta.
—¿Quién se atreve a juzgar cuáles niños deben vivir?
—Eso es algo complicado, y no fácil de responder con una frase. Algún día podremos hablar de ello con detalles.
—Bien, ¿en dónde radica su problema? Al parecer, usted está satisfecho con su sociedad.
—Resulta estable. He ahí la dificultad. ¡Muy estable!
—Nada los satisface, pues —repuso Baley— Según usted, nuestra civilización linda el caos, y la suya le parece demasiado estable.
—Concibo como posible lo demasiado estable. Ningún Mundo Exterior ha colonizado otro nuevo planeta en dos siglos y medio. No existe posibilidad de colonización en lo futuro. Nuestras existencias en los Mundos Exteriores son demasiado largas para que se arriesguen, y muy cómodas para que las perturbemos.
—Sin embargo, usted mismo ha ido a la Tierra, arriesgándose con ello a contraer enfermedades.
—En efecto. Hay algunos que consideramos que para el futuro de la raza humana vale la pena correr el riesgo de perder una vida muy prolongada. Muy pocos de entre nosotros, lamento decirlo.
—¿Y cómo tratan los Espacianos de mejorar la situación?
—Al introducir robots en la Tierra intentamos desequilibrar la economía de su ciudad.
—¿Es ése el modo de ayudar? —Los labios de Baley temblaban—. ¿Pretende informarme que intencionadamente están creando un creciente grupo de hombres desplazados y desclasificados?
—No por crueldad o indiferencia, créame. Un grupo de hombres desplazados, como usted los llama, es lo que necesitamos como núcleo colonizador. Su antiguo territorio fue descubierto por naves equipadas con hombres salidos de las prisiones. ¿No ve que la matriz de la ciudad le ha fallado al hombre desplazado? No tiene nada que perder, y mundos que ganar si abandona la Tierra.
—Pero no ha dado resultados...
—No, no los ha dado —convino el doctor Fastolfe con tristeza—. Hay algo que anda mal. El resentimiento de los terrícolas por los robots cierra todas las salidas. Y, sin embargo, estos mismos robots pueden acompañar a los humanos, allanar dificultades en el ajuste inicial de un mundo primitivo, y hacer práctica la colonización.
—Entonces, ¿qué? ¿Más Mundos Exteriores?
—No. Los Mundos Exteriores fueron establecidos antes de que el ciudadanismo se extendiera en la Tierra, antes de las ciudades. Las nuevas colonias se construirán por seres humanos que tienen la ciudad como fondo, más los principios de una cultura C/Fe. Será una síntesis, un injerto. Tal como se presenta ahora, la estructura misma de la Tierra se irá destruyendo, se precipitará al fondo en un futuro próximo; los Mundos Exteriores degenerarán y decaerán lentamente en un futuro algo más lejano; pero las nuevas colonias serán un retoño nuevo y sano, las que combinen lo mejor de ambas culturas. Mediante su reacción sobre los mundos antiguos, incluida la Tierra, quizá nosotros mismos ganemos una nueva vida.
—Tengo mis dudas, doctor Fastolfe. Todo está muy brumoso.
—Sí, es un sueño; pero piense acerca de él. —Bruscamente, el Espaciano se puso en pie—. Ya he empleado con usted más tiempo del que permiten nuestros reglamentos de salubridad. ¿Tendrá a bien excusarme?
Baley y R. Daneel salieron del domo. La luz del sol, en ángulo un poco distinto y algo más amarillenta, los bañó de nuevo. En Baley surgía un vago asombro relativo a si la claridad solar pudiera ser diferente en otro mundo. Acaso menos ruda y brillante. Más aceptable.
¿Otro mundo? El Espaciano feo y de orejas prominentes le había llenado la cabeza con singulares pensamientos. ¿Habrían los doctores de Aurora mirado bien al entonces niño Fastolfe para permitir que madurara? ¿No era demasiado feo? ¿Acaso su criterio no incluía también la apariencia física? Cuando la fealdad se convertía en deformidad y qué deformidades...
Mas cuando se desvaneció la luz del sol y penetraron por la primera puerta que conducía al Personal, le resultó más difícil de conservar ese humor.
Baley meneó la cabeza con exasperación. Todo le pareció ridículo. ¡Obligar a los terrícolas a emigrar, a establecer una nueva sociedad! ¡Puras tonterías! ¿Qué andarían buscando estos malditos Espacianos?
Meditó sobre ello y no llegó a ninguna conclusión.
Muy despacio, su coche-patrulla circulaba por la calzada de los vehículos. La realidad emergía en torno a Baley. Su desintegrador le pesaba en gran manera.
Por unos instantes, en el momento en que la ciudad se cerró a su alrededor, sintió momentáneamente en la nariz un ligero y acre cosquilleo.
«La ciudad huele», pensó con sorpresa.
Pensó en los veinte millones de seres humanos amontonados entre los muros de acero de la enorme bóveda y por primera vez en su vida les sintió el olor con fosas que habían sido limpiadas con el aire exterior.
Pensó: ¿Será diferente en otro mundo? ¿Menos personas en aire más limpio?
Pero el estruendo vespertino de la ciudad flotaba a su alrededor, el apagado aroma se había ido, y él se sentía levemente avergonzado de sí mismo.
Aceleró el vehículo al entrar en la curva en donde se iniciaba la autopista vacía.
—Daneel —llamó.
—Sí, Elijah.
—¿Por qué el doctor Fastolfe me estuvo confiando todas esas cosas?
—Deseaba imbuirle con la importancia de la investigación. No estamos aquí exclusivamente para resolver un asesinato; sino para salvar a Espaciópolis y, con ella, el futuro de la raza humana.
A lo que Baley replicó con sequedad:
—Más provechoso hubiera sido dejarme examinar el lugar donde se cometió el crimen y entrevistar a los que encontraron el cadáver.
—Dudo que hubiese obtenido nada interesante. Nosotros ya hemos examinado los hechos con detalle.
—¿Y no obtuvieron ni un indicio, ni una sospecha? ¿Ni un presunto?
—No. La respuesta debe de estar en la ciudad. Con todo, para ser exacto, sí consideramos un sospechoso.
—¿Quién? En nombre del diablo. ¿Quién?
—El único terrícola que estaba en escena. El comisionado Julius Enderby.
CAPÍTULO 10
La tarde de un detective
El patrullero se desvió a un lado y se detuvo junto al impersonal muro de concreto de la autopista. Cuando el zumbido del motor se detuvo el silencio se sintió muerto y denso.
Baley miró al robot junto a él y le preguntó con un tono de voz incongruentemente tranquilo:
—¿Qué?
El tiempo se dilataba mientras Baley aguardaba la respuesta. Una vibración leve y solitaria se elevó, alcanzó un punto mínimo de percepción y luego se esfumó. Era el sonido de otro patrullero que los sobrepasaba en cumplimiento de alguna misión, tal vez a millas de allí. O un carro de bomberos apurándose a llegar a su cita con un incendio.
Una porción de la mente de Baley se preguntaba si algún hombre, alguna vez, había conocido todas las autopistas que se retorcían en los intestinos de Nueva York. En ningún instante del día o de la noche el sistema de autopistas entero estaba completamente vacío, y sin embargo, de seguro había callejones individuales en los que ningún hombre había entrado durante años. Con claridad repentina y devastadora recordó una historieta que había visto siendo joven.
Se refería a las autopistas de Londres y comenzaba, muy pausadamente, con un asesinato. El asesino huía hacia un escondrijo preparado de antemano en un rincón de una autopista, en cuyo polvo las huellas de sus propias pisadas eran la única alteración en un siglo. En ese agujero abandonado podría aguardar con seguridad a que la búsqueda concluyese.
Pero se equivocó al hacer un giro, y en el silencio y la soledad de aquellos retorcidos corredores lanzó un juramento loco y blasfemo, a despecho de la Santísima Trinidad y todos los santos, porque aún llegaría a su refugio.
Desde ese momento, ningún giro estuvo bien. Deambuló a través de un interminable laberinto desde el Sector de Brighton en el Canal, hasta Norwich, y desde Coventry hasta Canterbury. Se enterró indefinidamente bajo la gran Ciudad de Londres, de punta a punta de su extensión, a través del extremo sudeste de la Inglaterra Medieval. Sus ropas se convirtieron en andrajos y los zapatos en tiras de cuero; su fortaleza disminuía pero nunca lo abandonó. Estaba cansado, cansado, pero no era capaz de detenerse. Solamente podía seguir y seguir, y tenía por delante sólo giros equivocados.
Algunas veces escuchaba el sonido de coches que pasaban, pero estaban siempre en algún corredor adyacente y por más que se apresuraba (ya que se hubiese entregado con verdadero gusto), el sitio adonde llegaba se encontraba siempre vacío. En ocasiones veía una salida adelante, a lo lejos, que lo llevaría al aire libre, a la vida de la Ciudad, pero brillaba siempre más distante a medida que se aproximaba, hasta que debía dar la vuelta... y de había ido.
Ocasionalmente, algunos oficiales londinenses que trabajaban a lo largo de esos subterráneos veían una figura brumosa que cojeaba silenciosamente hacia ellos, con un brazo semitransparente extendido en súplica, con la boca abierta y gesticulante, pero sin sonido. Mientras se aproximaba, oscilaba y se desvanecía.
Era una historieta que había ya perdido los atributos de una ficción ordinaria y entrado en el reino de la leyenda. «El londinense vagabundo» se convirtió en una expresión familiar en todo el mundo.
En las profundidades de la ciudad de Nueva York, Baley recordó la narración y se estremeció, intranquilo.
R. Daneel habló a su vez, y hubo un pequeño eco. Decía:
—Nos pueden escuchar.
—¿Aquí abajo? No hay oportunidad. Ahora, ¿qué pasa con el Comisionado?
—Estaba en la escena, Elijah. Es un habitante de la Ciudad. Inevitablemente era un sospechoso.
—¡Vaya! ¿Sigue siendo sospechoso?
—No. Su inocencia se estableció rápidamente. En primer lugar, no había ningún desintegrador en su poder. No podía haber uno. Había entrado en Espaciópolis del modo habitual; eso es bastante seguro; y como sabes muy bien, los desintegradores son retenidos.
—A propósito, ¿se halló el arma del crimen?
—No, Elijah. Cada desintegrador de Espaciópolis fue controlado y ninguno había sido disparado en semanas. Un examen de las cámaras de radiación resultó concluyente.
—Entonces quien sea que cometió el asesinato también ocultó el arma muy bien...
—No pudo ser escondida en ningún lugar de Espaciópolis. Fuimos muy minuciosos.
Baley dijo con impaciencia:
—Estoy tratando de considerar todas las posibilidades. O fue escondida o fue transportada por el asesino cuando se fue.
—Exactamente.
—Y si admites como única la segunda posibilidad, el Comisionado está limpio.
—Sí. Como precaución, por supuesto, su cerebro fue analizado.
—¿Qué?
—Por análisis cerebral quiero decir la interpretación de los campos electromagnéticos de las células vivientes del cerebro.
—¡Oh! —exclamó Baley deslumbrado—, y ¿qué indica eso?
—Nos suministra datos relativos a la conformación temperamental y emocional de un individuo. En el caso del Comisionado Enderby, nos informó que era incapaz de matar al doctor Sarton. Bastante incapaz.
—No —convino Baley—, no es el tipo. Yo pude haberles dicho eso mismo.
—Es mejor tener una información objetiva. Naturalmente, toda nuestra gente de Espaciópolis permiten que sus cerebros sean analizados.
—Todos incapaces, supongo.
—Sin ninguna duda. Es por eso que sabemos que el asesino debió ser un habitante de la Ciudad.
—Bueno, entonces, todo lo que tenemos que hacer es pasar a toda la Ciudad por ese pequeño y lindo proceso.
—No sería muy práctico, Elijah. Debe haber millones que por su temperamento serían capaces de hacerlo.
—Millones —gruñó Baley, pensando en las muchedumbres de aquel día ya lejano que vociferaban contra los sucios Espacianos, y en la multitud amenazante e injuriante en el exterior de la tienda de zapatos la noche anterior.
Pensó: «¡Pobre Julius. ¡Un sospechoso!».
Podía escuchar la voz del Comisionado que describía los momentos posteriores al descubrimiento del cadáver: «Fue brutal, ¡brutal!». No le asombraba que rompiera sus gafas por el sobresalto y la preocupación. Tampoco le asombraba que no deseara regresar a Espaciópolis.
—¡Los odio! —había mascullado.
¡Pobre Julius! El hombre que podía manejar a los Espacianos. El hombre cuyo mayor valor para la ciudad consistía en su habilidad para entenderse con ellos. ¿Cuánto habría contribuido eso a su veloz ascenso?
No asombraba que el Comisionado hubiese querido que Baley se hiciera cargo del asunto. El bueno y por siempre fiel Baley; el boca cerrada Baley. ¡Compinche de colegio! Mantendría la boca callada si llegaba a descubrir algo de ese incidente. Se mantendría callado si averiguaba el pequeño incidente. Baley se preguntaba cómo se efectuaría el análisis cerebral. Se imaginaba enormes electrodos, pantógrafos ocupados en tejer líneas de tinta sobre el papel pautado, y engranajes auto ajustables que se ubicaban aquí y allá.
Pobre Julius. Si su estado de ánimo estuviese tan mal como casi tenía derecho a estar, debería hallarse ya contemplando el final de su carrera con una forzada carta de renuncia en manos del Alcalde.
El patrullero se desvió hacia los niveles inferiores del Palacio Municipal.
Eran las 14.30 cuando Baley regresó a su escritorio. El Comisionado había salido. R. Sammy, sonriendo, no sabía dónde estaba.
A las 15.20, R. Sammy llegó hasta él y dijo:
—El Comisionado acaba de llegar, Lije.
—¡Gracias! —repuso Baley.
Por una vez escuchó a R. Sammy sin sentirse molesto. Después de todo, R. Sammy era una especie de pariente de R. Daneel, y desde luego, R. Daneel no era una persona -o una cosa, casi- con quien disgustarse. Baley se preguntó cómo sería en un nuevo planeta con hombres y robots comenzando aún en una cultura de Ciudad. Consideró esa situación desapasionadamente.
El comisionado hojeaba unos documentos cuando Baley entró, haciendo anotaciones ocasionales.
—¡Vaya metedura de pata que organizaste en Espaciópolis! —le soltó Enderby.
Y se le volvió a presentar toda la escena. El duelo verbal con Fastolfe...
Su rostro alargado adoptó una lúgubre expresión de vergüenza.
—Confieso que así fue, Comisionado. Lo siento.
Enderby levantó la vista. Su expresión era aguda a través de las gafas. Parecía más seguro de sí mismo que en cualquier momento de las últimas treinta horas.
—¡Realmente no importa! —afirmó—. Aparentemente, a Fastolfe no le importó; así que vamos a olvidarlo. Imprevisibles estos Espacianos. No te merecías esa suerte, Lije. La próxima habla conmigo antes de convertirte en un héroe del subetérico.
Baley asintió. Ya no sintió el peso del asunto sobre sus hombros. Trató de montar un espectáculo formidable y no había resultado. Muy bien. Le sorprendía un poco que Enderby lo tomara con ligereza, pero así era. Explicó:
—Escucha, Comisionado. Quiero tener un apartamento para dos personas, para Daneel y para mí. No lo llevaré a casa esta noche.
—¿Qué estás diciendo?
—Se ha difundido la noticia de que es un robot. ¿Lo recuerdas? Tal vez no pase nada, pero si hay un motín, no quiero que mi familia esté en medio.
—Tonterías, Lije. Ya he dispuesto que se verifique. No existe ese rumor en la Ciudad.
—Jessie lo supo de algún lugar, Comisionado.
—Bueno, no hay ningún rumor organizado. Nada peligroso. Lo he verificado desde el instante en que salí del triménsico en el domo de Fastolfe. Me fui por eso. Tenía que seguirle la pista, naturalmente, y con rapidez. De todos modos, aquí están los informes. Observa tú mismo. Está el informe de Doris Gillid. Pasó por una docena de Personales de Mujeres en diferentes partes de la Ciudad. Ya conoces a Doris. Es una chica competente. Bien, no había nada. Nada en ninguna parte.
—Entonces, ¿cómo lo supo Jessie, Comisionado?
—Puede explicarse. R. Daneel hizo todo un show en la zapatería. Dime, Lije, ¿apuntó en realidad con un desintegrador o tú exageraste un poco?
—Desenfundó el desintegrador... y lo apuntó.
Enderby meneó la cabeza.
—Muy bien. Alguien lo reconocería. Como robot, quiero decir.
—¡Un momento! —exclamó Baley indignado—. No puedes decir que parezca un robot.
—¿Por qué no?
—¿Acaso pudiste tú? Yo no pude.
—¿Y eso qué prueba? No somos expertos. Suponte que hubiese un técnico de las fábricas de robots de Westchester en la multitud. Un profesional. Un hombre que se haya pasado la vida construyendo y diseñando robots. Advierte algo extraño en R. Daneel. Tal vez la manera de hablar o de comportarse. Especula. Tal vez se lo dice a su esposa. Ella se lo confía a unos pocos amigos. Entonces el rumor se extingue, muere. Es demasiado improbable. La gente no lo cree. Sólo que llegó a Jessie antes de morir.
—Tal vez —consintió Baley, dudoso—. Pero, ¿qué tal un apartamento para dos, de todos modos?
El Comisionado se encogió de hombros y levantó el intercom. Tras unos instantes, dijo:
—Sección Q-27 es todo lo que pueden hacer. No es muy buen vecindario.
—Servirá —repuso Baley.
—A propósito, ¿en dónde está ahora R. Daneel?
—Anda por los archivos. Trata de reunir información sobre los agitadores Medievalistas.
—¡Santo Señor, hay millones!
—Lo sé; pero eso lo mantiene contento —Baley estaba cerca de la puerta cuando se volvió, cediendo a un impulso—. Dígame, Comisionado, ¿le habló alguna vez el doctor Sarton acerca del programa de Espaciópolis? Quiero decir, acerca de introducir la cultura C/Fe.
—La... ¿qué?
—Introducir robots.
—Ocasionalmente.
El tono de voz del Comisionado no mostraba ningún interés particular.
—¿Le explicó cuál era el punto de vista de Espaciópolis?
—Oh, mejorar la salud, subir el nivel de vida. La verborrea habitual; no me impresionó. Por supuesto, estuve de acuerdo con él. Asentí con la cabeza y todo eso. ¿Qué podía hacer? Se trata de complacerlos y esperar que se mantengan dentro de lo razonable en sus conceptos. Tal vez algún día...
Baley aguardó pero no dijo qué venía después del ‘tal vez algún día’.
—¿Nunca mencionó nada sobre emigración? —insistió Baley.
—¡Emigración! Nunca. Que un Terrícola emigre a un Mundo Exterior sería tanto como hallar un asteroide diamantífero en los anillos de Saturno.
—Quiero decir emigración a nuevos mundos.
Pero el Comisionado respondió con una simple mirada de incredulidad.
Baley lo pensó por un momento, entonces dijo con repentina brusquedad:
—¿Qué es el análisis cerebral, Comisionado? ¿Has oído hablar de ello?
El rostro redondo del Comisionado no se inmutó: sus ojos no parpadearon. Con voz monótona repuso:
—No, ¿qué se supone que es?
—Nada. Lo escuché.
Salió de la oficina y ya en su escritorio siguió pensando. Realmente el Comisionado no era tan buen actor. Entonces, bien.
A las 16:05 Baley llamó a Jessie y le dijo que esa noche no iría a casa a dormir y que tampoco ninguna otra noche por un tiempo. Le tomó algo de tiempo terminar la llamada.
—Lije, ¿hay dificultades? ¿Estás en peligro?
Le explicó que un policía siempre se encuentra con cierta cantidad de peligro. No fue suficiente.
—¿Dónde vas a estar viviendo?
No se lo dijo.
—Si crees que esta noche te sentirás sola quédate con tu madre. —Y cortó la comunicación de golpe, que era probablemente lo mejor.
A las 16:20 hizo una llamada a Washington. Le tomó cierto tiempo conseguir al hombre que necesitaba y casi la misma cantidad el convencerlo que debería hacer un viaje aéreo hasta Nueva York al siguiente día. A las 16:40 lo había logrado.
A las 16.55 el comisionado se fue, dejándole al pasar una sonrisa incierta. Los del turno de día salieron en masa. Los escasos empleados que llenaban las oficinas por la tarde y durante la noche fueron llegando y lo saludaban con variados tonos de sorpresa.
R. Daneel llegó hasta su escritorio con un fajo de papeles.
—¿Y eso es? —preguntó Baley.
—Una lista de hombres y mujeres que podrían pertenecer a organizaciones Medievalistas —dijo.
—Y esa lista, ¿a cuántos incluye?
—Algo más de un millón —replicó R. Daneel—. Aquí sólo hay una parte de ella.
—¿Esperas poder investigarlos a todos, Daneel?
—Obviamente, sería poco práctico, Elijah.
—Mira, Daneel, casi todos los Terrícolas son Medievalistas en una u otra forma. El Comisionado, Jessie, yo mismo. Fíjate en el Comisionado, con sus... adornos oculares.
Por poco se le escapa ‘gafas’, luego recordó que los Terrícolas tenían que apoyarse entre sí, y que debía protegerse el rostro del Comisionado, en sentido literal y figurado.
—Sí —dijo R. Daneel—. Las había notado, pero pensé que era poco delicado, tal vez, mencionarlas. No he observado tales adornos en otros habitantes de la Ciudad.
—Es un objeto muy anticuado.
—¿Sirve para algún propósito?
Baley cambió bruscamente de tema preguntando:
—¿Cómo obtuviste la lista?
—Una máquina la hizo para mí. Aparentemente, uno la prepara para determinado tipo de delito y ella se encarga del resto. La puse a que rastreara todos casos de desórdenes que involucrara robots durante los últimos veinticinco años. Otra máquina rastreó en todos los periódicos de la Ciudad durante el mismo período los nombres comprometidos en declaraciones contrarias a los robots o a los hombres de los Mundos Exteriores. Es sorprendente lo que se puede hacer en tres horas. Inclusive ha eliminado de las listas a los que ya no están vivos.
—¿Te asombra? De seguro que hay mejores ordenadores en los Mundos Exteriores, ¿no es así?
—De varias clases, ciertamente. Muy avanzadas. Pero ninguna tan masiva y compleja como estas. Debes recordar, por supuesto, que aún el mayor de los Mundos Exteriores apenas tiene una población igual a la de una de vuestras Ciudades, y la complejidad no es necesaria.
—¿Has estado alguna vez en Aurora? —preguntó Baley.
—No —repuso Daneel—. Fui ensamblado en la Tierra.
—Entonces, ¿cómo sabes sobre los ordenadores de los Mundos Exteriores?
—Eso es obvio, socio Elijah. Mi almacén de datos proviene del que poseía el finado doctor Sarton. Puedes estar seguro de que es rico en material relativo a los Mundos Exteriores.
—Ya veo. ¿Puedes comer, Daneel?
—Mi fuerza motriz es nuclear. Pensé que estabas informado de eso.
—Estoy perfectamente enterado. No te pregunté si necesitabas comer. Te pregunté si podías comer. Si podrías poner comida en tu boca, masticarla y tragarla. Pensaba que sería un detalle importante en tu apariencia de ser humano.
—Comprendo tu punto de vista. Sí, puedo llevar a cabo las operaciones mecánicas de masticar y de tragar. Por supuesto, mi capacidad es bastante limitada, y tendría que retirar de lo que llamarías estómago el material ingerido, tarde o temprano.
—Muy bien. Puedes regurgitar, o lo que hagas, en la tranquilidad de nuestro apartamento esta noche. El caso es que yo estoy hambriento. Perdí el almuerzo, ¡maldita sea!, y te quiero conmigo cuando coma. Y no puedes sentarte allí y no comer sin llamar la atención. Entonces si puedes comer, eso es cuanto necesito escuchar. ¡Vámonos!
Las Secciones Cocina eran idénticas en toda la Ciudad. Y además, Baley había estado en Washington, Toronto, Los Ángeles, Londres y Budapest en viajes de trabajo, y también eran iguales. Acaso era diferente en tiempos Medievales cuando los idiomas y las dietas diferían. Actualmente los productos de levadura eran los mismos desde Shangai hasta Tashkent, desde Winnipeg hasta Buenos Aires; y el inglés podía no ser el “inglés” de Shakespeare o Churchill, pero era la mezcla final del popurrí que se escuchaba en todos los continentes, y con algunas modificaciones también en los Mundos Exteriores.
Pero dejando de lado el lenguaje y la dieta, había otras similitudes más profundas. Había siempre ese olor particular, indefinido, pero completamente característico de “cocina”. Estaba la triple fila de espera moviéndose con lentitud, convergiendo en la puerta y dividiéndose de nuevo, a la derecha, a la izquierda, al centro. Estaba, también, el rumor de humanidad, hablando y moviéndose, y el agudo repique de plástico contra plástico. Estaba el brillo del símil de madera muy pulida, los reflejos sobre el cristal, las largas mesas, el toque de vapor en el aire.
Baley avanzaba lentamente hacia adelante mientras la fila se movía (con todos los posibles escalonamientos en las horas de comer, era casi inevitable la espera de por lo menos diez minutos); con repentina curiosidad preguntó a R. Daneel:
—¿Puedes sonreír?
—¿Discúlpame, Elijah? —respondió R. Daneel, que había estado atisbando hacia el interior de la cocina con atención.
—Estaba pensando. ¿Puedes sonreír? —repitió en un susurro.
R. Daneel sonrió. El gesto fue súbito y sorprendente. Los labios se curvaron hacia atrás, y la piel de los extremos se plegó. Sin embargo, sólo la boca sonreía. El resto de la cara del robot permaneció inmutable.
Baley meneó la cabeza.
—No te molestes. No te favorece en absoluto.
Estaban en la entrada. Una tras otra, las personas introducían su tarjeta metálica de comida en la ranura apropiada y era leída. Clic-clic-clic-
Alguien, alguna vez, calculó que una cocina perfectamente continua debía permitir la entrada de doscientas personas por minuto, con las tarjetas perfectamente leídas para prevenir la duplicación de servicio y de alimento y la reducción de las raciones. También habían calculado cuánto tiempo era necesario esperar en línea para obtener la máxima eficiencia, y cuánto tiempo se perdía cuando una persona solicitaba tratamiento especial.
Era por lo tanto una calamidad interrumpir ese suave clic-clic por detenerse frente a la ventana personal, como Baley y Daneel hicieron, sólo por solicitar un pase especial al oficial a cargo.
Jessie, con el conocimiento propio de un asistente de dietista, una vez le había explicado a Baley:
—Eso trastorna las cosas completamente —había dicho—. Lanza por la borda los planes de consumo y la estimación de inventario. Significa controles especiales. Tienes que comparar listas con todas las diferentes Secciones cocina para estar seguro de que el equilibrio no está demasiado desequilibrado, si sabes a qué me refiero. Hay una hoja de balance por separado que realizamos cada semana. Entonces, si algo está mal y te has sobrepasado es siempre tu culpa. Nunca es culpa del Gobierno de la Ciudad por pasarle boletos especiales a todos y a su hermanita. Oh, no. Y cuando tenemos que decir que la libre elección se suspende para la comida, nadie de la línea hace problemas. Es siempre culpa de la gente detrás del mostrador...
Baley conocía la historia en todos sus detalles de modo que comprendió la mirada seca y venenosa que recibió de la mujer que estaba detrás de la ventana. Ella hizo unas anotaciones rápidas. Sección de alojamiento, ocupación, razón de la solicitud (“asuntos oficiales”, una razón irritante pero irrefutable). Entonces dobló la hoja con movimientos decididos y la metió por una ranura. La computadora la tomó, devoró su contenido, y digirió la información.
Se volvió hacia Daneel.
Baley dejó pasar unos minutos y dijo:
—Mi amigo es de afuera.
La mujer pareció completamente escandalizada. Dijo:
—Ciudad, por favor.
Baley interceptó la pelota que iba a Daneel otra vez.
—Todos los registros deber ser acreditados al Departamento de Policía. Los detalles no son necesarios. Asuntos oficiales.
La mujer bajó un bloc de hojas con un movimiento del brazo, y llenó los datos necesarios en código de luz negra, con la presión experta de los dos primeros dedos de su mano derecha. Preguntó:
—¿Cuánto tiempo estarán comiendo aquí?
—Hasta nuevo aviso —dijo Baley.
—Presione aquí —dijo ella, dando vuelta el formulario.
Baley tuvo una leve inquietud mientras R. Daneel presionaba sus dedos de uñas cuidadas. Seguramente no habían olvidado de colocar huellas en ellos.
La mujer tomó el papel y lo introdujo en la máquina que estaba a la altura de su codo. No fue rechazada y Baley respiró más tranquilo.
Les entregó pequeñas tarjetas metálicas en rojo, que significaba “temporal”.
Entonces dijo:
—Nada de elecciones libres. Estamos cortos esta semana. Tomen la mesa DF.
Se dirigieron hacia la mesa DF.
R. Daneel dijo:
—Tengo la impresión de que la mayor parte de vosotros coméis en cocinas como ésta con regularidad.
—Sí. Por supuesto, es espantoso comer en cocinas extrañas. No hay nadie a quien conozcas. En tu propia cocina es diferente. Tienes tu asiento, el que ocupas siempre. Estás con tu familia, tus amigos. Especialmente cuando eres joven, la hora de las comidas es un buen momento del día.
Baley sonrió ante el recuerdo.
La mesa DF estaba, aparentemente, entre otras reservadas para pasajeros. Los que ya estaban sentados miraban sus platos, inquietos, y no hablaban con otros. Observaban con evidente envidia a los que reían en grupos en las otras mesas.
No hay nadie tan incómodo como un hombre comiendo fuera de su Sección, pensó Baley. Pero aunque sea la más humilde, como decía el viejo dicho, nada mejor que la cocina del hogar. Hasta las comidas saben mejor, no importa cuántos químicos estén listos para jurar que no tiene diferencias con la comida de Johannesburgo.
Se sentó en un taburete y R. Daneel lo hizo en uno a su lado.
—Nada de elecciones libres —dijo Baley, con un movimiento de dedos—, solamente cierra el interruptor y espera.
Llevó dos minutos. Un disco se deslizó sobre la mesa y una fuente subió.
—Puré de patatas, salsa de zimovial y albaricoques en almíbar. Oh, bien —comentó Baley.
Un tenedor y dos rebanadas de pan integral de levadura surgieron en un hueco frente a la barandilla que había a lo largo del centro de la mesa.
—Si lo deseas puedes tomar mi parte —dijo R. Daneel en voz baja.
Por uno momento Baley se escandalizó. Luego recordó y murmuró:
—Eso es mala educación. Anda, come.
Baley comía con diligencia pero sin la relajación que le permitiera un completo placer. Con cuidado, lanzaba ocasionales miradas de soslayo hacia R. Daneel. El robot comía con movimientos precisos de las mandíbulas. Demasiado precisos. No se veía nada natural.
¡Cosa extraña! Ahora que Baley sabía en verdad que R. Daneel era un robot, toda clase de pequeños detalles se lo demostraban a las claras. Por ejemplo, no se movía la manzana de Adán cuando R. Daneel tragaba.
Aunque no le importaba mucho. ¿Se estaba acostumbrando a la criatura? Supongamos que la gente comienza de nuevo en un nuevo mundo (cómo hervía eso en su mente desde que el Dr. Fastolfe lo había puesto allí); supongamos que Bentley, por ejemplo, se fuera de la Tierra; ¿podía imaginar que a él no le importaría vivir y trabajar al lado de robots? ¿Por qué no? Los Espacianos lo habían hecho.
—Elijah —indagó en cierto momento R. Daneel—, ¿es de mala educación observar a otro individuo mientras come?
—Si te refieres a quedártele viendo con fijeza, desde luego que sí. Es solamente sentido común, ¿verdad? Un hombre tiene derecho a su privacidad. La conversación común está bien, pero no te quedas mirándole cuando traga.
—Ya veo. Y entonces, ¿por qué puedo contar ocho personas mirándonos con mucho cuidado?
Baley bajó el tenedor. Dirigió una mirada en torno, como si buscara un salero.
—No advierto nada anormal.
Pero lo dijo sin convicción. La multitud de personas comiendo era un amplio conglomerado de caos para él. Y cuando R. Daneel le clavó sus ojos café tan impersonales, Baley sospechó, con incomodidad, que no eran ojos lo que veía, sino rastreadores capaces de notar el panorama completo con agudeza fotográfica en fracciones de segundo.
—Estoy del todo seguro —dijo R. Daneel con calma.
—Bien, entonces, ¿qué pasa con eso? Es mala educación, pero ¿qué prueba?
—No lo puedo decir, Elijah, pero, ¿es una coincidencia que seis de los observadores estuviesen en la multitud que anoche se amotinó frente a la zapatería?
CAPÍTULO 11
Escape por las bandas
Baley sujetó con fuerza el tenedor.
—¿Estás seguro? —dijo automáticamente, y mientras hablaba se dio cuenta de lo inútil que era la pregunta. No le preguntas a una computadora si está segura de las respuestas que devuelve; ni siquiera a una computadora con brazos y piernas.
—¡Completamente! —repuso R. Daneel.
—¿Están cerca de nosotros?
—No mucho. Están dispersos.
—Muy bien, entonces.
Baley regresó a su comida, y el tenedor se movía mecánicamente. Detrás de la frente de su largo rostro la mente trabajaba frenética...
Supongamos que el incidente de anoche hubiera sido organizado por fanáticos anti-robots, que no haya sido el problema espontáneo que parecía. Un grupo de agitadores podría fácilmente incluir hombres que hubiesen estudiado a los robots con la intensidad nacida en la profunda oposición. Uno de ellos podría haber reconocido a R. Daneel por lo que era. (El Comisionado lo había sugerido, en cierto modo. Maldita sea, ese hombre tenía sus sorpresas).
Parecía lógico. Si bien no fueron capaces de actuar de manera organizada en la noche, tal vez lo fueron al planificar un proyecto futuro. Si pudieron reconocer a un robot como R. Daneel, ciertamente podrían darse cuenta que Baley era un oficial de policía. Un oficial de policía en la insólita compañía de un robot humanoide parecería ser un hombre responsable dentro de la organización. (Con sabiduría retrospectiva, Baley siguió esta línea de razonamiento sin problemas)
Entonces se deducía que observadores apostados en el Palacio Municipal (o tal vez agentes dentro de él) señalaría a Baley, a R. Daneel o a ambos, antes de mucho tiempo. Que lo hubieran hecho dentro de las veinticuatro horas no era sorprendente. Podrían haberlo hecho en menos tiempo si Baley no hubiese pasado la mayor parte del día en Espaciópolis y en la autopista.
R. Daneel había terminado su comida. Se quedó sentado, tranquilo, con las manos perfectas apoyadas ligeramente en el borde de la mesa.
—¿No deberíamos hacer algo? —preguntó.
—Estamos a salvo en la cocina —replicó Baley—. Ahora déjamelo a mí. Por favor.
Baley miró a su alrededor cautelosamente y fue como si viera la cocina por primera vez.
¡Gente! Miles de personas. ¿Cuál era la capacidad de una cocina promedio? Alguna vez había visto los datos. Dos mil doscientos, pensó. Esta era más grande que una promedio.
Supongamos que el grito de “¡robot!” se lanzara al aire. Supongamos que fuera repetido por los miles como...
Perdió sentido de la comparación, pero no importaba. No sucedería.
Un motín espontáneo podía surgir en cualquier lugar, aquí en las cocinas como en los corredores o en los elevadores. Tal vez más fácilmente. Había pocas inhibiciones a la hora de comer, un sentimiento de juego que podía degenerar en algo más serio por cualquier pavada.
Pero un motín planificado sería diferente. Aquí, en la cocina, los planificadores estarían atrapados en una habitación llena de personas. Una vez que los platos comenzaran a volar y las mesas a romperse no habría forma de escapar. Morirían cientos y ellos mismos podrían estar en la cuenta.
No, un motín seguro debía ser planificado en las avenidas de la Ciudad, en algún paso relativamente estrecho. El pánico y la histeria se transmitirían lentamente a lo largo del embotellamiento y habría tiempo para desaparecer rápidamente a lo largo de un paso lateral, o hacer un salto a otro nivel de local-vía para lograr mayor velocidad.
Baley se sintió atrapado. Probablemente había otros agitadores esperando afuera. Seguirían a Baley y a R. Daneel hasta el punto apropiado, y se encendería la mecha.
—¿Por qué no arrestarlos? —indagó R. Daneel.
—Eso comenzaría el problema más pronto. Conoces sus rostros, ¿verdad? ¿No se te olvidarán?
—No soy capaz de olvidar.
—Entonces les echaremos el guante en otra oportunidad. Por ahora, romperemos la red. Sígueme. Haz exactamente lo que yo haga.
Se levantó y volvió su plato del revés con gran cuidado, centrándolo en el disco movible de donde había surgido. Colocó el tenedor en el hueco. R. Daneel, observando, repetía los movimientos. Los platos y los cubiertos desaparecieron de la vista.
—También ellos se están levantando —indicó R. Daneel.
—Está bien. Creo que ellos no se acercarán mucho. No aquí.
Los dos se movieron en línea ahora, acercándose hacia una salida donde el clic-clic- de las tarjetas sonaba en forma ritual, con cada clic significando la salida de una unidad de ración.
Baley miró hacia atrás a través del aire húmedo y el ruido, y con repentina amargura, pensó en la visita al zoológico que hiciera con Ben, seis o siete años atrás. No, ocho, porque Ben había pasado recién su octavo cumpleaños. (Josafat, ¿dónde se había ido el tiempo?)
Era la primera vez que Ben lo visitaba y se había excitado. Después de todo nunca había visto un gato o un perro. Entonces, para completar, ¡había una jaula de pájaros! Hasta el mismo Baley, quien ya los había visto una docena de veces, quedó lleno de fascinación.
Hay algo acerca de la primera vez que se ve un ser viviente cruzando el aire y que es maravilloso. Era el momento de comer en la jaula de los gorriones y un asistente estaba colocando granos de avena en los comederos (los humanos habíamos crecido alimentados con levaduras, pero las aves, más conservadoras a su manera, insistían en el grano).
Los gorriones bajaron en bandada y parecían cientos. Ala con ala, con un apenas audible gorjeo, se lanzaron hacia el comedero.
Eso era; esa era la imagen que llegó a la mente de Baley mientras miraba hacia atrás, hacia la cocina que estaba dejando. Gorriones en el comedero. No le gustó el pensamiento.
Pensó: Josafat, debe haber una manera mejor.
Pero, ¿qué manera mejor? ¿Qué había de malo en ésta? Nunca le había molestado antes. Abruptamente, dijo a R. Daneel:
—¿Estás listo, Daneel?
—Estoy listo, Elijah.
Salieron de la cocina y escapar estaba ahora claramente en manos de Baley.
Había un juego que los jóvenes de ahora llamaban “corriendo las bandas”. Sus reglas variaban levemente de Ciudad en Ciudad, pero esencialmente eran las mismas. Un chico de San Francisco podía unirse al juego en El Cairo sin problemas.
El objetivo era llegar desde el punto A al punto B por el sistema de vías de tránsito rápido de la Ciudad de modo que el líder se las arreglara para perder tantos seguidores como le fuera posible. El líder que llegaba a destino solo era un experto cabal, y tratará de mantenerse en el primer lugar.
El juego tenía lugar habitualmente a la hora del atardecer, cuando las vías estaban densamente utilizadas, lo que lo hacía más peligroso y complicado. El líder arrancaba, corriendo arriba y abajo por las bandas de aceleración. Se esmeraba en hacer cosas inesperadas, se mantenía el mayor tiempo posible en una determinada banda, entonces se lanzaba sin aviso en cualquier dirección. Corría veloz a través de varias bandas, y se quedaba en una otra vez.
Pobres de los corredores incautos que permanecían en una banda demasiado tiempo. Antes de haberse dado cuenta del error, aunque fuese un chico muy ágil, era sobrepasado o dejado muy atrás. El líder inteligente corregía el error moviéndose a velocidad en la dirección apropiada.
Un movimiento diseñado para incrementar diez veces la complejidad de la tarea involucraba abordar las local-vías o la misma expreso-vía, y escapar por el otro lado. Era mala forma evitarlas completamente, y también quedarse en ellas.
No era fácil de entender por un adulto la atracción de este juego, especialmente para un adulto que nunca fue un adolescente corredor de bandas. Los jugadores eran tratados duramente por legítimos transeúntes que se les cruzaban en el camino. Eran duramente perseguidos por la policía y castigados por sus padres. También denunciados en las escuelas y por el sub-etérico. No pasaba un año sin tener cuatro o cinco adolescentes muertos en el juego, y docenas de heridos, algunos de ellos simples espectadores.
Aún no se había podido hacer nada para barrer estos grupos de corredores de bandas. Era más valioso para los corredores, más aún que el peligro, el honor ante los ojos de su gente. Un corredor exitoso se pavoneaba; un líder famoso era un gallito.
Elijah Baley, por ejemplo, recordaba aún con satisfacción que había sido un corredor de bandas, alguna vez. Había liderado un grupo de veinte desde el Sector Concourse hasta el límite de Queens, cruzando tres expreso-vías. En dos horas, agotadoras e implacables, había derrotados a algunos de los más ágiles seguidores del Bronx, y había llegado al punto de arribo solo. Se habló de esa carrera por meses.
Baley estaba en los cuarenta. No había corrido en las bandas por veinte años, pero recordaba algunos de los trucos. Lo que había perdido en agilidad lo había ganado en otros aspectos. Era un policía. Nadie más, excepto otro policía tan experimentado como él, conocía la Ciudad tan bien, y sabía dónde comenzaba cada callejón y dónde terminaba.
Se alejó de la cocina a paso rápido, pero no demasiado. A cada momento esperaba el grito de “¡Robot, robot!” detrás de ellos. Esos minutos iniciales eran los más arriesgados. Contó los pasos hasta que sintió la primera banda de aceleración debajo de sus pies.
Se detuvo un momento, mientras R. Daneel subía suavemente a su lado.
—¿Vienen todavía detrás nuestro, Daneel? —preguntó Baley en un susurro.
—Sí. Están más cerca.
—No será por mucho tiempo —dijo Baley en confidencia. Miró las bandas que se acercaban por los lados, con su carga de humanos acelerando a su izquierda, más y más, de modo que la distancia se incrementó. Había sentido las bandas bajo los pies muchas veces por día en su vida, pero no había flexionado las rodillas antes de correr en setecientos días o más. Sintió la vieja emoción y su respiración se aceleró.
Casi olvidaba la vez que había pescado a Ben en el juego. Le había largado un discurso interminable y le había amenazado con ponerlo bajo vigilancia policial.
Ligeramente, al doble de velocidad que lo seguro, remontó las bandas. Se inclinó hacia adelante, contra la aceleración. La local-vía estaba llena de gente. Por un momento parecía que iba a subir, pero estaba retrocediendo, más y más, a derecha y a izquierda, cruzando, a un lado y el otro, entre la multitud que se volvía más densa en las bandas más lentas.
Se detuvo en una de quince millas por hora, y se dejó llevar.
—¿Cuántos nos siguen, Daneel?
—Uno solo, Elijah. —El robot estaba a su lado sin mostrar agitación ninguna.
—Debe haber sido bueno en su tiempo, pero tampoco durará.
Pleno de conciencia de sí mismo, recordaba a medias una sensación de sus días jóvenes. Consistía, en parte, en el sentimiento de estar inmerso en un rito místico al cual otros no pertenecían; en parte, en la sensación puramente física del viento contra su rostro y su cabello; y en parte en una tenue sensación de peligro.
—A esto le llaman arrastre lateral —le dijo a R. Daneel en voz baja.
Sus largos pasos comían distancias, pero se movía en una sola banda, metiéndose en la multitud con un mínimo de esfuerzo. Se mantuvo así, moviéndose siempre en el borde de la banda, hasta que su cabeza, a través del resto de la gente, fuera una imagen hipnótica por la velocidad constante, que es lo que intentaba lograr.
Y entonces, apenas con un cambio en el paso, se corrió dos pulgadas a un lado y estaba en la banda contigua. Sintió una puntada en los músculos mientras mantenía el equilibrio.
Se lanzó a través de un racimo de conmutadores y llegó a la banda de cuarenta y cinco millas.
—¿Cómo le va ahora, Daneel? —preguntó.
—Está aún detrás —fue la tranquila respuesta.
Los labios de Baley se tensaron. No había otra cosa que hacer que utilizar las plataformas móviles, y eso requería coordinación; más, tal vez, que lo que podía recordar.
Echó una mirada a su alrededor. ¿Dónde estaban exactamente? La calle B pasó veloz. Hizo rápidos cálculos y decidió. Pasó las bandas restantes, suave y firme, y se subió a la plataforma de la local-vía.
Los rostros impersonales de hombres y mujeres, inmóviles por la velocidad de la carrera, fueron sacudidos por algo cercano a la indignación cuando Baley y R. Daneel se treparon y se metieron entre las barandas.
—Hey, paren —chilló una mujer sujetándose el sombrero.
—Lo siento —dijo Baley sin aliento.
Se abrió camino entre los parados y con una maniobra estaba del otro lado. En el último minuto, un pasajero indignado le golpeó la espalda con furia. Comenzó a tambalear.
Desesperado, trató de recuperar pie. Pasó el límite de una banda y el repentino cambio de velocidad le hizo caer de rodillas y lo volteó de costado.
Tuvo la repentina y tremenda visión de hombres chocando contra él y arrollándole, de una avalancha de confusión en las bandas, uno de los temidos “enredos humanos” que siempre ponían docenas en el hospital con las piernas quebradas.
Pero el brazo de R. Daneel estaba bajo su espalda. Se sintió levantado con fuerza más que humana.
—Gracias —musitó Baley, y no hubo tiempo para nada más.
Salió y bajó por las bandas de desaceleración en un patrón complicado diseñado para que sus pies encontraran las bandas en V de la expreso-vía en el punto exacto del crucero. Sin perder ritmo estaba acelerando otra vez, ahora arriba y cruzando la expreso-vía.
—¿Está con nosotros, Daneel?
—Nadie a la vista, Elijah.
—Bien. Pero, ¡qué buen corredor de bandas resultaste, Daneel...! ¡Oops, ya, ya!
Salió hacia otra local-vía en un remolino y bajó las bandas con un repique hacia una entrada, grande y oficial en apariencia. Un guardia se puso de pie.
Baley mostró su identificación.
—Asuntos oficiales.
Entraron.
—Una central de energía. Esto borrará nuestra pista completamente.
Había estado en plantas de energía anteriormente, incluso en ésta. La familiaridad no menguaba su sensación de incómodo sobrecogimiento. Y esa sensación se ahondaba con el horrible pensamiento de que su padre había pertenecido a la jerarquía de una planta como esa. Es decir, antes de que...
Estaba el zumbido de los tremendos generadores escondidos en el foso central de la planta, la ligera acidez del ozono en el aire, la lúgubre y silenciosa amenaza de las líneas rojas que marcaban los límites más allá de los cuales nadie podía pasar sin ropas protectoras.
En algún lugar de la planta (Baley no tenía idea exacta dónde) una libra de material fisionable se consumía cada día. Demasiado frecuentemente, los residuos radioactivos de la fisión, los llamados “cenizas calientes”, eran arrastrados por aire comprimido a lo largo de cañerías de plomo hacia distantes cavernas, a diez millas dentro del océano y media milla por debajo del fondo. Baley se preguntaba a veces qué pasaría cuando las cavernas se llenaran.
Le ordenó a R. Daneel con disgusto repentino:
—Mantente lejos de las líneas rojas. —Luego se corrigió mentalmente y añadió con timidez—: Pero supongo que no te afecta.
—¿Es algo de radiactividad? —indagó Daneel.
—Sí.
—Entonces sí me afecta. Las radiaciones gamma destruyen el delicado equilibrio de un cerebro positrónico. A mí me perjudicarían con mayor prontitud que a ti.
—¿Quieres decir que te matarían?
—Necesitaría un nuevo cerebro positrónico. Ya que no hay dos iguales, yo sería un nuevo individuo. El Daneel con quien hablas ahora estaría, por decirlo de alguna manera, muerto.
Baley le lanzó una mirada de duda.
—Nunca supe eso... Subamos por esa rampa.
—No se hace hincapié en el punto. Los Espacianos desean convencer a los Terrícolas de la enorme utilidad de aparatos como yo, no de nuestras debilidades.
—Entonces, ¿por qué decírmelo?
R. Daneel clavó la mirada sobre su compañero humano.
—Tú eres mi socio, Elijah. Es bueno que conozcas mis debilidades y mis tropiezos.
Baley aclaró su garganta y no tuvo más que decir del asunto.
—En esta dirección —indicó Baley, un momento más tarde—, y estaremos a un cuarto de milla de nuestro apartamento.
Era un apartamento sombrío, de clase inferior. Una habitación pequeña y dos lechos. Dos sillas plegables y un armario. Una pantalla de sub-etérico embutida que no permitía ajustes manuales, y que funcionaba solamente en determinadas horas, y que debería estar funcionando. No había ningún lavabo, ni aún uno inactivo, y tampoco instalaciones para cocinar ni aún para hervir agua. Sólo un pequeño embudo para los desperdicios en un rincón de la habitación, un desagradable y funcional objeto sin adorno.
—Supongo que lo podemos aguantar —Baley se encogió de hombros.
R. Daneel caminó hasta el embudo para los desperdicios. La camisa se abrió con un toque revelando un pecho terso y, en apariencia, musculado en forma perfecta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Baley.
—Estoy sacando la comida que tragué. Si la dejara, entraría en putrefacción y se volvería un asunto desagradable.
El robot colocó dos dedos cuidadosamente bajo una tetilla y oprimió de determinada manera. El pecho se abrió longitudinalmente. R. Daneel introdujo la mano y desde una confusión de metal brillante retiró una delgada bolsa traslúcida, parcialmente hinchada. La abrió mientras Baley miraba con una especie de horror. R. Daneel dudó. Explicó:
—La comida está perfectamente limpia. Ni salivo ni mastico. Pasa al esófago mediante succión, ya sabes. Sigue siendo comestible.
—Está todo bien —comentó Baley—. No tengo hambre. Puedes tirarla.
La bolsa de alimentos de R. Daneel era de plástico flúor-carbónico, reflexionó Baley. La comida no se le pegaba. Salió suavemente y fue colocada, trozo a trozo, en el embudo. Un desperdicio de buena comida, pensó. Se sentó sobre una de las camas y se quitó la camisa.
—Sugiero empezar mañana temprano —propuso Baley.
—¿Por alguna razón especial?
—La ubicación de este apartamento aún no es conocida por nuestros amigos. O al menos, así lo espero. Si salimos temprano, estaremos más seguros. Una vez en el Palacio Municipal, decidiremos si nuestra sociedad sigue siendo práctica.
—¿Crees que quizás ya no?
Baley se encogió de hombros y respondió, adusto:
—No podemos pasar por este tipo de cosas todos los días.
—Pero me parece que...
R. Daneel fue interrumpido por una flechita roja que apareció en el cuadro de señales de la puerta.
Baley se levantó silenciosamente y desenfundó el desintegrador. La señal de la puerta volvió a parpadear.
Sin hacer ruido se dirigió a la puerta, apoyó el pulgar en el contacto del desintegrador mientras accionaba el interruptor que convertía la puerta en trasparente en un solo sentido. No era un buen dispositivo; era pequeño y distorsionaba, pero era bastante para mostrar al hijo de Baley, Ben, del lado de afuera.
Baley actuó rápidamente. Cuando el chico estaba a punto de llamar por tercera vez, abrió la puerta de un envión, atrapó brutalmente la mano de Ben y lo hizo entrar con un empujón.
La mirada de temor y desconcierto fue desapareciendo con lentitud de los ojos de Ben mientras recuperaba el aliento apoyado en el muro contra el que había sido lanzado. Se frotó la muñeca.
—¡Pa! —protestó en tono de voz plañidera—. No tenías que tironearme así.
Baley estaba mirando a través del visor de la puerta, ahora cerrada. Por lo que alcanzaba a ver, el corredor estaba vacío.
—¿Viste a alguien ahí fuera, Ben?
—No. ¡Hey, pa, sólo vine a ver si estabas bien!
—¿Por qué no habría de estar bien?
—No lo sé. Fue Ma. Estaba llorando y todo eso. Dijo que tenía que encontrarte. Si yo no venía dijo que vendría ella misma, y que no sabía qué pasaría entonces. Me obligó a venir, pa.
—¿Cómo me encontraste? ¿Sabía ella dónde estaba yo?
—No, no lo sabía; pero yo llamé a tu oficina.
—¿Y te lo dijeron?
Ben se quedó sorprendido ante la vehemencia de su padre. Contestó en voz muy baja:
—Seguro. ¿No debían decírmelo?
Baley miró a R. Daneel y se levantó pesadamente. Preguntó a Ben:
—¿Dónde está tu madre ahora? ¿En el apartamento?
—No. Fuimos a casa de la Abuela a cenar y nos quedamos allí. Se supone que tengo que regresar allí ahora. Quiero decir, si estás bien, pa.
—Tú te quedas aquí. Daneel, ¿te fijaste la ubicación exacta del comunicador del piso?
—Sí. ¿Intentas dejar la habitación para utilizarlo? —preguntó el robot.
—Tengo que hacerlo. Debo comunicarme con Jessie.
—Podría sugerir que es más lógico dejar que Bentley lo haga. Hay cierto riesgo, y él es menos valioso.
Baley se le quedó mirando.
—¿Por qué...? —y pensó: «Josafat, ¿por qué estoy furioso?». Se tranquilizó y prosiguió—: Tú no entiendes, Daneel. Entre nosotros no se acostumbra que un hombre envíe a su hijo a un posible peligro, sea lógico hacerlo.
—¡Peligro! —gritó Ben con evidente placer—. ¿Qué sucede, pa? Dime, ¿eh? ¿Pa?
—Nada, Ben. Vamos, no es asunto tuyo, ¿comprendes? Prepárate para ir a la cama. Quiero que estés acostado cuando yo regrese. ¿Me oyes?
—Oh, cielos. Podrías decirme algo. No diré nada.
—¡A la cama te digo!
—¡Caray!
Baley acomodó la chaqueta hacia atrás mientras se paraba frente al comunicador del piso, de modo que el desintegrador estuviera a mano. Deletreó su número personal en el micrófono y esperó a que la computadora a quince millas lo controlara para asegurarse que la llamada era permitida. Era una espera corta ya que los detectives no tenían límite en la cantidad de llamadas oficiales. Dijo entonces el código del apartamento de su suegra.
La pequeña pantalla en la base del artefacto se iluminó y su rostro apareció contemplándolo.
—Madre, haz el favor de llamar a Jessie —murmuró.
Jessie debía estar esperándolo. Llegó al instante. Baley la miró al rostro y entonces oscureció la pantalla deliberadamente.
—Muy bien, Jessie. Ben está aquí. Dime ahora, ¿qué sucede? —sus ojos pasaban de un lado al otro, vigilantes.
—¿Estás bien? ¿No estás en problemas?
—Obviamente, estoy perfectamente, Jessie. Ahora, para con esto.
—¡Oh, Lije, estuve tan preocupada!
—¿Por qué? —preguntó tieso.
—Ya sabes. Tu amigo.
—¿Qué pasa con él?
—Ya te lo dije anoche. Habrá dificultades.
—Mira, son tonterías. Ben se quedará esta noche conmigo y tú vete a la cama. Buenas noches, querida.
Cortó la comunicación y esperó dos respiraciones antes de volverse. Su rostro estaba gris de temor.
Ben permanecía en pie en el centro del aposento cuando Baley volvió. Había colocado una de sus lentes de contacto en una tacita de succión. Conservaba la otra en el ojo. Protestó:
—¡Caray, papá! ¿No hay agua en este lugar? El señor Olivaw me dice que no puedo salir al Personal.
—Tiene razón. No puedes. Ponte esa cosa otra vez en el ojo, Ben. No te molestará dormir con ellas por una noche.
—Muy bien. —Ben se la colocó de nuevo, guardó la tacita y se metió en la cama—. ¡Caray! ¡Qué colchón!
—Supongo que no te importará quedarte sentado —le insinuó Baley a R. Daneel.
—Por supuesto que no. A propósito, me interesé en esos cristales que Bentley se pone en los ojos. ¿Todos los Terrícolas los utilizan?
—No, sólo algunos —replicó Baley un tanto ausente—. Yo no, por ejemplo.
—¿Y por qué razón las usan?
Baley estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para responder. Pensamientos inquietantes.
Las luces se apagaron.
Baley permaneció despierto. Estaba levemente conciente de la respiración de Ben mientras se volvía profunda, regular y un poco más ruidosa. Cuando volvió la cabeza, se percató de R. Daneel, sentado en una silla con grave inmovilidad y el rostro hacia la puerta.
Entonces se durmió, y cuando se durmió soñó.
Soñó que Jessie caía en la cámara de fisión de una planta de energía nuclear, caía..., caía... Levantaba los brazos hacia él, gritando, pero él solamente podía mirar petrificado, desde atrás de una línea escarlata, cómo su distorsionada figura giraba al caer, cada vez más pequeña hasta que fue sólo un punto.
Solamente podía observarla, en el sueño, sabiendo que fue él mismo la había empujado.
CAPÍTULO 12
Palabras de un experto
Elijah Baley alzó la mirada cuando el Comisionado Julius Enderby entró en la oficina. Movió la cabeza con aire cansado.
El Comisionado miró el reloj y gruñó:
—¡No me digas que has estado aquí toda la noche!
—No lo haré.
—¿Ningún problema anoche? —indagó el Comisionado en voz baja.
Baley negó con la cabeza. El Comisionado prosiguió:
—He estado pensando que quizá minimicé la posibilidad de tumultos. Si hubiera algo...
—Por amor del cielo, Comisionado —interrumpió Baley con voz tensa—, si algo sucede, te lo diré. No hay ninguna dificultad.
—Muy bien. —El Comisionado se retiró, pasando más allá de la puerta que limitaba la privacidad que correspondía a su posición superior.
Baley le miró y pensó: «Él sí debe haber dormido anoche.»
Baley se inclinó sobre el informe de rutina que trataba de escribir como cobertura de sus actividades reales de los últimos dos días, pero las palabras que había mecanografiado bailaban borrosas. Despacio tomó conciencia de un objeto parado junto a su escritorio. Levantó la cabeza.
—¿Qué deseas?
Era R. Sammy. Baley pensó: «El rastreador privado de Julius. Una compensación por ser Comisionado.»
El robot dijo, a través de su inútil sonrisa:
—El Comisionado desea verte, Lije. Dice que ahora mismo.
—Me acaba de ver —repuso Baley—. Dile que iré más tarde.
—Dice que ahora mismo —insistió R. Sammy.
—Muy bien, muy bien, ¡lárgate!
El robot retrocedió repitiendo:
—El Comisionado desea verte, Lije. Dice que ahora mismo.
—Josafat —gruñó Baley, entre dientes—. Ya voy, ya voy. —Se levantó de su escritorio y se encaminó hacia la oficina mientras R. Sammy permanecía en silencio.
—¡Maldita sea, Comisionado! —dijo Baley al entrar—. No mandes esa cosa a buscarme, ¿quieres?
—Siéntate, Lije. Siéntate —fue todo lo que el Comisionado respondió.
Baley se sentó y se le quedó mirando. Tal vez había sido injusto con el viejo Julius. Tal vez el hombre no había podido dormir, después de todo. Parecía destrozado.
El Comisionado repicaba los dedos sobre un papel que tenía delante.
—Hay registro de una llamada que hiciste a Washington, al doctor Gerrigel, por conducto aislado.
—Eso es correcto, Comisionado.
—Naturalmente, no hay registro de la conversación ya que era por conducto aislado. ¿De qué se trata?
—Ando en busca de información de respaldo.
—Es un roboticista, ¿verdad?
—Exactamente.
De repente el Comisionado estiró el labio inferior y parecía un chico caprichoso.
—Pero, ¿cuál es la cuestión? ¿Qué clase de información andas buscando?
—No estoy seguro, Comisionado. Tengo el presentimiento de que, en un caso como éste, cualquier información sobre robots podría servir de algo. —Baley cerró la boca; no iba a ser más específico, y eso era todo.
—Yo no lo haría, Lije. No lo haría. No me parece prudente.
—¿Cuáles son tus objeciones, Comisionado?
—Cuantas menos personas sepamos sobre esto, mucho mejor.
—Naturalmente, le diré lo menos posible.
—Aun así no me parece prudente.
Baley sentía que perdería la paciencia en cualquier momento.
—¿Acaso me ordenas que no lo vea?
—No, no. Haz lo que te parezca. Tú estás a cargo de la investigación. Sólo que...
—¿Sólo que...?
El Comisionado sacudió la cabeza.
—Nada... ¿Dónde está? Ya sabes a quién me refiero.
Baley sí lo sabía. Repuso:
—Daneel sigue en los archivos.
El Comisionado hizo una larga pausa y dijo:
—No estamos haciendo muchos progresos, lo sabes.
—No estamos haciendo nada. Sin embargo, las cosas pueden cambiar.
—Muy bien entonces —asintió el Comisionado; sin embargo, no parecía como si pensara que realmente aquello estuviese bien.
R. Daneel estaba en el escritorio de Baley cuando éste regresó.
—Bien, ¿qué has conseguido? —preguntó con brusquedad.
—He completado mi primera búsqueda, bastante superficial, en los archivos, socio Elijah, y he localizado a dos de las personas que trataron de seguirnos anoche y que, además, estaban en la zapatería cuando el incidente.
—Veamos.
R. Daneel colocó las pequeñas tarjetas, no mayores que una estampa, delante de Baley. Estaban marcadas con pequeños puntos que servían como código. El robot acomodó un decodificador portátil y colocó una de las tarjetas en la abertura correspondiente. Los puntos poseían propiedades de conducción eléctrica, diferentes de las de cada tarjeta completa. El campo eléctrico que pasaba por ella era distorsionado de una manera muy específica y en respuesta a eso, una pantalla de tres por seis que aparecía encima del decodificador se llenó de palabras. Palabras que, si se decodificaban, hubiesen llenado varias páginas de papel de tamaño estándar. Palabras, en fin, que sólo podían ser interpretadas por alguien que tuviera un decodificador policial.
Baley se puso a leer en actitud estólida. La primera persona era Francis Clousarr, de treinta y tres años en momento de su arresto dos años antes; causa del arresto, incitación al motín; empleado en Levaduras Nueva York; dirección, y todo lo demás; familia, y todo lo demás; cabello, ojos, marcas distintivas, historial educativo, historial laboral, perfil psicoanalítico, perfil físico, datos acá, datos allá, y finalmente la referencia a una foto en la galería de sospechosos.
—¿Has comprobado la fotografía? —preguntó Baley.
—Sí, Elijah.
La segunda persona era Gerhard Paul. Baley dirigió un breve vistazo a los informes de la tarjeta, y dijo:
—Esto no sirve para nada.
—No me parece. Si hay alguna organización de Terrícolas capaces de cometer el crimen que estamos investigando, éstos son miembros —repuso R. Daneel—. ¿No es acaso una probabilidad obvia? ¿No deberían ser interrogados?
—No les sacaríamos nada.
—Estaban allí, ambos, en la zapatería y en la cocina. No lo pueden negar.
—Estar ahí no es ningún delito. Además, lo pueden negar. Pueden decir que no estaban allí. Tan simple como eso. ¿Cómo podemos probar que mienten?
—Yo los vi.
—Eso no es una prueba —refutó Baley frenético—. Ningún tribunal, si llega a eso, creería que eres capaz de recordar dos rostros en un montón de millones.
—Es obvio que sí puedo.
—Seguro. Diles lo que eres. Y tan pronto lo hagas no podrás testimoniar. Tu clase no tiene estatus en ninguna corte sobre la Tierra.
—Entiendo, entonces, que has cambiado de opinión —dijo R. Daneel.
—¿Qué quieres decir?
—Ayer, en la cocina, dijiste que no había ninguna necesidad de arrestarles. Dijiste que mientras yo recordara sus rostros podríamos hacerlo en cualquier momento.
—Bueno, no lo pensé —dijo Baley—. Estaba loco. No puede hacerse.
—¿Ni aún por razones psicológicas? Ellos pueden no saber que no tenemos pruebas legales de su complicidad en la conspiración.
—Mira —contestó Baley tenso—, estoy esperando al doctor Gerrigel de Washington en media hora. ¿Te molestaría esperar hasta que llegue y se vaya? ¿Por favor?
—Aguardaré —dijo R. Daneel.
Anthony Gerrigel era un hombre de estatura media, meticuloso y muy cortés, que no tenía el aspecto de ser uno de los roboticistas más eruditos de la Tierra. Llegó casi veinte minutos tarde, y se excusaba por ello. Baley, pálido de furia por sus propios temores, pasó por alto las excusas, encogiéndose de hombros sin garbo. Comprobó su reservación de la Sala de Conferencias D, repitió sus instrucciones de que no debían ser molestados bajo ningún concepto durante una hora, y finalmente condujo al doctor Gerrigel y a R. Daneel a lo largo de un corredor, de una rampa, y a través de una puerta hacia una cámara aislada de rayos espías.
Baley controló los muros cuidadosamente antes de sentarse, escuchando con atención el sordo zumbido del pulsómetro que tenía en la mano, esperando cualquier cambio en ese sonido que indicaría una ruptura, aún la más leve, en el aislamiento. Lo giró hacia el techo, el piso y, con especial cuidado, hacia la puerta. No había fisuras.
El doctor Gerrigel sonrió levemente. Parecía un hombre que nunca hubiese sonreído más que levemente. Estaba vestido con un esmero tal que podía calificarse de quisquilloso. Su cabello gris acero estaba cuidadosamente peinado hacia atrás y su rostro se veía rosado y recientemente lavado. Se sentó en una posición de formal tiesura, como si los repetidos consejos maternales, relativos a lo deseable de una buena postura, hubiesen quitado flexibilidad a su columna vertebral para siempre.
Le dijo a Baley:
—Usted hace ver todo esto formidable.
—Es bastante importante, doctor. Necesito información acerca de los robots que sólo usted puede darme, tal vez. Lo que digamos aquí, por supuesto, es máximo secreto y la Ciudad espera que usted lo olvide cuando se vaya.
Baley miró su reloj.
La pequeña sonrisa se desvaneció del rostro del roboticista. Dijo:
—Permítame explicar por qué llegué tarde. —No cabía duda de que el tema le preocupaba—. Decidí no viajar por el aire. Me mareo.
—Lo siento mucho —comentó Baley. Dejó el pulsómetro a un lado después de controlar las lecturas para tener, hasta el último momento, la certeza de que todo estaba bien, y se sentó.
—Quizá no exactamente mareo, sino nervios. Una leve agorafobia. No es particularmente anormal, pero allí está. Así que tomé las expreso-vías.
Baley sintió, de pronto, un agudo interés.
—¿Agorafobia?
—Lo hago parecer peor de lo que es —dijo el roboticista—. Se trata de la sensación que uno tiene en un aeroplano. ¿Ha estado alguna vez en uno, señor Baley?
—Varias veces.
—Entonces debe saber lo que quiero decir. Es esa sensación de estar rodeado de nada; de estar separado de..., del espacio vacío por unos centímetros de metal. Es muy incómodo.
—¿Así que tomó la expreso-vía?
—Sí.
—¿Todo el camino desde Washington hasta Nueva York?
—Oh, lo he hecho antes. Desde que construyeron el túnel Baltimore-Filadelfia, resulta bastante sencillo.
Y así era. Baley nunca efectuó el viaje, pero tenía conocimiento de que era posible. Washington, Baltimore, Filadelfia y Nueva York habían crecido, en los dos últimos siglos, hasta el punto de que casi se tocaban. El Área de las Cuatro-Ciudades era casi el nombre oficial de toda la franja de costa, y había un considerable número de personas que se favorecían con la consolidación administrativa y la formación de una sola súper-Ciudad. A Baley no le gustaba la idea. La ciudad de Nueva York, por sí misma, resultaba ya demasiado grande para ser manejada por un Gobierno centralizado. Una Ciudad mayor, con más de cincuenta millones de habitantes se resquebrajaría debido a su propio peso.
—El problema fue —proseguía el doctor Gerrigel— que fallé una conexión en el sector de Chester, en Filadelfia, y perdí tiempo. Eso, y una pequeña dificultad en conseguir una habitación de transeúnte, me hicieron llegar tarde.
—No se preocupe por eso, doctor. Aunque lo que ha dicho en interesante. En vista de su aversión por los aeroplanos, ¿qué diría acerca de salir de los límites de la Ciudad a pie, Dr. Gerrigel?
—¿Con qué motivo?
Le veía sorprendido y con algo más que un pequeño temor.
—Es sólo una pregunta retórica. Realmente, no sugiero que lo haga. Sólo deseo saber qué reacción le produce la idea, eso es todo.
—Sumamente desagradable.
—Suponga usted que tenga que salir de la Ciudad, por la noche, y caminar a campo traviesa una milla, o más.
—No... no creo que nadie me convenciera.
—¿Ni en caso de urgente necesidad?
—Si fuese para salvar mi vida o las vidas de mi familia, podría tratar... —Parecía avergonzado—. ¿Me permite que le pregunte el motivo de este interrogatorio, señor Baley?
—Le diré. Un serio crimen ha sido cometido, un asesinato particularmente perturbador. No estoy autorizado para darle los detalles. Sin embargo, existe la teoría de que el asesino, con objeto de cometer ese crimen, hizo exactamente lo que estamos discutiendo: cruzó el campo abierto, en la noche y solo. Me pregunto: ¿qué clase de hombre podría hacer eso?
—Nadie que yo conozca. —El doctor Gerrigel se estremeció—. Yo no, ciertamente. Por supuesto, entre millones, supongo que podrá encontrar algunos individuos resistentes.
—Pero usted no diría que es algo que un ser humano probablemente haría.
—No. Ciertamente no.
—De hecho, si hubiera cualquier otra explicación para el crimen, cualquier otra explicación imaginable, debería ser tomada en cuenta.
El doctor Gerrigel aparecía más incómodo que nunca, sentado allí en posición erguida, con las manos descansando en su regazo, inmóviles.
—¿Tiene usted una explicación alternativa en mente?
—Sí. Se me ocurre que un robot, por ejemplo, no tendría dificultad alguna en cruzar a campo abierto.
El doctor Gerrigel se puso de pie.
—¡Oh, mi querido señor!
—¿Qué sucede?
—¿Quiere decir que un robot pudo haber cometido el crimen?
—¿Por qué no?
—¿Asesinato? ¿De un ser humano?
—Sí. Por favor, doctor, siéntese.
Obedeciendo, el roboticista prosiguió:
—Señor Baley, hay dos acciones involucradas: caminar a campo traviesa, y asesinato. Un ser humano podría cometer la última con facilidad, pero encontraría dificultades en efectuar la primera. Un robot podría emprender fácilmente la caminata, pero la última acción resultaría completamente imposible. Si pretende reemplazar una teoría improbable por otra imposible...
—Imposible es una palabra muy fuerte, doctor.
—¿Ha escuchado algo de la Primera Ley de la Robótica, señor Baley?
—Por supuesto. Hasta se la puedo citar: “Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún daño”. —De repente, Baley apuntó al roboticista con un dedo, y continuó—: ¿Por qué no se puede construir un robot sin la Primera Ley? ¿Qué hay de sagrado en todo eso?
El doctor Gerrigel pareció asustado, y entonces sonrió.
—Oh, señor Baley...
—Bien, ¿cuál es la respuesta?
—Seguramente, señor Baley, que si usted supiera algo de robótica, conocería la gigantesca tarea que significa, tanto matemática como electrónicamente, la construcción de un cerebro positrónico.
—Tengo alguna idea —repuso Baley. Recordaba muy bien su visita a la fábrica de robots, una vez durante su trabajo. Vio su biblioteca de libros-película, grandes, y en cada uno de ellos estaba el análisis matemático de un único tipo de cerebro positrónico. Tomaba más de una hora promedio mirar cada película en un visor de velocidad estándar, aunque estaba condensado en símbolos. Y no había dos cerebros iguales, aunque fueran realizados siguiendo las más rígidas especificaciones. Eso, según Baley había entendido, era consecuencia del Principio de Incertidumbre de Heisenberg. Significaba que cada película debía ser complementada con apéndices que desarrollaban posibles variaciones.
Era un verdadero trabajo... Baley no lo podía negar.
—Entonces —reanudó el doctor Gerrigel—, debe comprender que el diseño de un nuevo tipo de cerebro positrónico, aún uno donde se realicen mínimas innovaciones, no es cosa de una noche de trabajo. Habitualmente involucra el equipo de investigaciones completo de una fábrica de tamaño medio, y toma todo un año de tiempo. Aún este enorme desarrollo de trabajo casi no sería suficiente si no se hubieran estandarizado algunos circuitos y pueden utilizarse como base para posteriores elaboraciones. La teoría básica estándar incluye las Tres Leyes de la Robótica: la Primera Ley, que acaba usted de citar; la Segunda Ley que dice: “Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en conflicto con la Primera Ley”, y la Tercera Ley que establece: “Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley” ¿Comprende?
R. Daneel, que había seguido la conversación aparentemente con mucha atención, interrumpió:
—Si me perdonas, Elijah, pero quisiera saber si he entendido lo que ha dicho el doctor Gerrigel. Lo que usted da a entender, señor, es que cualquier intento de construir un robot, cuyo cerebro positrónico no trabaje orientado hacia las Tres Leyes, exigiría, primero, el establecimiento de una nueva teoría básica, y que esto, a su vez, tomaría varios años.
El roboticista pareció muy complacido.
—Eso es precisamente lo que pretendo indicar, señor...
Baley esperó un momento y con todo cuidado presentó a R. Daneel.
—Este es Daneel Olivaw, Dr. Gerrigel.
—Encantado, señor Olivaw. —El doctor Gerrigel extendió la mano y estrechó la de Daneel. Continuó—: Estimo que tomaría unos cincuenta años desarrollar la teoría básica de un cerebro positrónico no-asenio... es decir, una teoría en cuyas suposiciones fundamentales las Tres Leyes estuvieran deshabilitadas... y llegar al punto donde se pudiesen construir robots semejantes a los modelos modernos.
—¿Y eso no se ha hecho nunca? —interrogó Baley—. Quiero decir, doctor, que hemos estado construyendo robots durante varios miles de años. En todo ese tiempo, ¿nadie, o ningún grupo, ha podido disponer de cincuenta años?
—Por supuesto que sí —afirmó el roboticista—; pero no es la clase de trabajo que le interese emprender a nadie.
—Lo encuentro difícil de creer. La curiosidad humana supera cualquier cosa.
—No se ha propuesto crear un robot no-asenio. La raza humana, señor Baley, posee un fortísimo complejo de Frankenstein.
—¿Un qué?
—Es un nombre popular que deviene de una novela Medieval que describe un robot que se vuelve contra su creador. Nunca he leído esa novela, pero no hace al punto. Lo que deseo decir es que robots, sin la Primera Ley, simplemente no han sido construidos.
—Y, ¿ni siquiera existe una teoría para hacerlo?
—Hasta donde llegan mis conocimientos, no. Y mis conocimientos —añadió con una sonrisita de complacencia— son bastante extensos.
—Y un robot construido con la Primera Ley no podría matar a un hombre.
—¡Nunca! A menos que esa muerte fuese del todo accidental, o a menos que fuera necesaria para salvar las vidas de dos hombres o más. En cualquier caso, el potencial positrónico exacerbado echaría a perder el cerebro de manera definitiva.
—Muy bien —convino Baley— Todo esto representa la situación en la Tierra, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Pero, ¿qué me dice de los Mundos Exteriores?
Algo de la seguridad del doctor Gerrigel pareció desvanecerse.
—Oh, mi querido señor Baley, no podría decirlo por mis propios conocimientos, pero estoy seguro de que si alguna vez se diseñaran cerebros positrónicos no-asenios, o si hubiese sido desarrollada la teoría matemática, lo sabríamos.
—¿Lo sabríamos? Bueno, permítame desarrollar otro pensamiento que tengo en mente, Dr. Gerrigel. Espero que no le moleste.
—No. Para nada. —Miró con desamparo, primero a Baley y después a R. Daneel—. Después de todo, si es tan importante como dice, me alegra hacer todo lo que pueda.
—Gracias, doctor. Mi pregunta es: ¿por qué robots humanoides? Quiero decir que los he aceptado como son toda mi vida, pero ahora se me ocurre que no conozco la razón de su existencia. ¿Por qué ha de tener un robot cabeza y cuatro miembros? ¿Por qué ha de verse más o menos como un hombre?
—Quiere decir, ¿porque no es construido funcionalmente, como cualquier otra máquina?
—Correcto —dijo Baley—. ¿Por qué?
El Dr. Gerrigel sonrió brevemente.
—Realmente, señor Baley, usted ha nacido demasiado tarde. La primitiva literatura sobre robótica está plagada de discusiones precisamente sobre ese tema y las polémicas que se generaron fueron a veces temibles. Si quiere una muy buena referencia acerca de las disputas entre los funcionalistas y los anti-funcionalistas, le puedo recomendar “Historia de la Robótica”, de Hanford. Las matemáticas aparecen apenas. Creo que la encontrará muy interesante.
—La miraré —dijo Baley con paciencia—. Mientras tanto, ¿puede darme una idea?
—La decisión se tomó sobre la base de la economía. Mire, señor Baley, si usted estuviese administrando una granja, compraría un tractor con cerebro positrónico, una segadora, un rastrillo, una ordeñadora, un automóvil, y todo con cerebro positrónico; o mejor tendría maquinaria ordinaria sin cerebro con un solo robot positrónico para manejarla. Le prevengo que la segunda alternativa representa un centésimo de la inversión.
—Pero, ¿por qué la forma humana?
—Porque la humana es la forma generalizada que tiene mayor éxito en la naturaleza. No somos un animal especializado, señor Baley, excepto por nuestros sistemas nerviosos y algunos otros detalles curiosos. Si desea un diseño capaz de hacer muchísimas y variadas cosas, todas bastante bien, lo mejor es imitar la forma humana. Después de todo, la tecnología está enteramente basada en la forma humana. Un automóvil, por ejemplo, tiene sus controles hechos para ser asidos y manipulados fácilmente por manos y pies humanos de una determinada forma y tamaño, sujetos al cuerpo por miembros de cierta longitud y coyunturas de un determinado tipo. Hasta los objetos simples, como sillas y mesas, cuchillos y tenedores están diseñados para satisfacer los requerimientos de medidas y modos de operar humanos. Es más fácil tener robots que imiten la forma humana que rediseñar radicalmente la filosofía misma de nuestras herramientas.
—Ya veo. Tiene sentido. Ahora bien, doctor, ¿no es cierto que los roboticistas de los Mundos Exteriores fabrican robots mucho más humanoides que los nuestros?
—Creo que sí.
—¿Podrían manufacturar un robot tan humanoide que pasara por humano en condiciones ordinarias?
El doctor Gerrigel levantó las cejas y reflexionó.
—Creo que sí podrían, señor Baley. Sería terriblemente caro. Dudo que los beneficios fueran proporcionados.
—¿Supone usted que podrían manufacturar un robot que lo engañara a usted hasta el punto de pensar que es humano? —prosiguió Baley inexorable.
—Oh, mi querido señor Baley —sonrió el roboticista—. Lo dudo. Realmente. En un robot hay algo más que su aparien...
El doctor Gerrigel se quedó congelado en mitad de la palabra. Despacio, se volvió a R. Daneel, y su rostro rosado palideció.
—Oh, mi señor —murmuró—. Oh, mi señor.
Extendió una mano y tocó tímidamente la mejilla de R. Daneel. R. Daneel no se retiró, sino que contempló al roboticista calmadamente.
—Oh, mi señor —dijo el doctor Gerrigel, con casi un sollozo—, eres un robot.
—Le tomó largo tiempo darse cuenta —dijo secamente Baley.
—No me lo esperaba. Nunca vi uno como este. ¿Fabricación de los Mundos Exteriores?
—Sí —replicó Baley.
—Ahora es obvio. Su comportamiento. Su manera de hablar. No es una imitación perfecta, señor Baley.
—Pero bastante buena, ¿verdad?
—¡Es maravillosa! Dudo que alguien pueda reconocer la diferencia a primera vista. Le agradezco muchísimo que me haya puesto cara a cara con él. ¿Puedo examinarlo?
El roboticista estaba de pie, ansioso. Baley hizo un ademán con la mano.
—Por favor, doctor. En un momento. Ante todo, el asunto del asesinato, ¿sabe?
—¿Es eso verdad entonces? —El doctor Gerrigel se mostró desilusionado, dejándolo traslucir—. Pensé que era sólo un recurso para mantener mi mente distraída y ver por cuánto tiempo se me podía engañar...
—No es un recurso, doctor Gerrigel. Dígame, entonces, si al construir un robot tan humanoide como éste, con el propósito deliberado de hacerlo pasar por humano, ¿es necesario hacer que su cerebro tenga propiedades tan parecidas a las de cerebro humano?
—Sin duda alguna.
—Muy bien. ¿Podría tal cerebro humanoide carecer de la Primera Ley? Tal vez quedó fuera por accidente. Usted dice que la teoría es desconocida. El hecho de ser desconocida significa que los constructores podrían armar un cerebro sin la Primera Ley. No sabrían qué evitar.
El doctor Gerrigel estaba sacudiendo vigorosamente la cabeza.
—No, no, ¡imposible!
—¿Está usted seguro? Podemos probar la Segunda Ley, por supuesto... Daneel, permíteme tu desintegrador.
Los ojos de Baley no dejaban de mirar al robot. Su propia mano, a un costado, se apoyó sobre su propio desintegrador.
—Aquí está, Elijah —asintió R. Daneel con tranquilidad, y se lo entregó, con la culata por delante.
—Un detective nunca debe abandonar su desintegrador —dijo Baley—, pero un robot no tiene otra alternativa que obedecer a un humano.
—Excepto, señor Baley —dijo el doctor Gerrigel—, cuando la obediencia implica violar la Primera Ley.
—¿Sabe usted, doctor, que Daneel apuntó con su desintegrador a un grupo de hombres y mujeres, y amenazó con disparar?
—Pero no disparé —dijo R. Daneel.
—Concedido; pero la amenaza en sí resulta inusitada, ¿verdad, doctor?
El doctor Gerrigel se mordió los labios.
—Necesitaría conocer con exactitud las circunstancias para juzgar. Suena extraño.
—Considere esto, entonces. R. Daneel estaba en la escena del asesinato cuando este se cometió, y si usted omite la posibilidad de que un Terrícola se desplace a campo traviesa, llevando un arma consigo, de todas las personas en la escena Daneel y sólo Daneel pudo haber ocultado el arma.
—¿Ocultado el arma? —preguntó el doctor Gerrigel.
—Permítame explicar. El desintegrador empleado en esa muerte no fue encontrado. Se buscó en la escena del crimen minuciosamente y no fue encontrado. Claro que no pudo desvanecerse como el humo. Hay solamente un lugar en que pudo estar, uno en el que no pensaron mirar.
—¿Dónde, Elijah? —preguntó R. Daneel.
Baley sacó su desintegrador y lo mantuvo con el cañón apuntando con firmeza en dirección del robot.
—En tu bolsa de alimentos —dijo—. ¡En tu bolsa de alimentos, Daneel!
CAPÍTULO 13
Retorno a la máquina
—No es así —dijo R. Daneel con calma.
—¿Ah, sí? Dejaremos que el doctor Gerrigel decida. ¿Doctor Gerrigel?
—Señor Baley... —El roboticista, cuya mirada había alternado velozmente entre el detective y el robot mientras hablaban, dejó que descansara sobre el ser humano.
—Ya solicité un análisis autorizado de este robot. Puedo arreglar que utilice el laboratorio de la Oficina de Calidad de la Ciudad. Si necesita alguna pieza de equipo que ellos no tengan, yo se la conseguiré. Lo que quiero es una respuesta rápida y definitiva, y terminar con este problema.
Baley se puso de pie. Sus palabras habían sonado calmas, pero sentía que la histeria le amenazaba. Por el momento, creía que si tan solo pudiera tomar al Dr. Gerrigel por el cuello y estrangularle hasta hacerle largar esas afirmaciones, renunciaría a toda la ciencia. Dijo:
—¿Y bien, doctor Gerrigel?
El roboticista sonrió nervioso y dijo:
—Mi querido señor Baley, no necesitaré un laboratorio.
—¿Por qué no? —preguntó Baley aprensivo. Estaba allí de pie, con los músculos en tensión y muy nervioso.
—No es difícil comprobar la Primera Ley. Nunca tuve que hacerlo, entiende, pero es bastante sencillo.
Baley aspiró por la boca y dejó salir el aire lentamente.
—¿Puede explicarme qué quiere decir? ¿Dice que puede hacerle la prueba aquí mismo?
—Sí, por supuesto. Mire, señor Baley, se lo expondré mediante una analogía. Si yo fuese un doctor en Medicina y tuviese que medir el azúcar en la sangre de un paciente, necesitaría un laboratorio químico. Si necesitara medir el índice del metabolismo basal, o comprobar una función cortical, o comparar genes para señalar una disfunción congénita, necesitaría equipo complicado. Por otro lado, podría saber si alguien es ciego con sólo pasar mi mano delante de sus ojos y podría saber si alguien ha muerto con sólo tomarle el pulso.
»A lo que quiero llegar es que cuanto más importante y fundamental sea la propiedad a comprobar, más sencillo será el equipo necesario. Es lo mismo en un robot. La Primera Ley es fundamental. Afecta todo. Si estuviera ausente, el robot no podría reaccionar apropiadamente de varias maneras.
Mientras hablaba sacó un objeto chato y negro que se abrió como un pequeño visor de libro. Insertó un carrete bastante usado en el receptáculo. Entonces sacó un cronómetro y una serie de listones plásticos blancos, que ajustó para formar algo parecido a una regla de cálculo con tres escalas móviles. Las marcas sobre ella no le dijeron nada a Baley.
El Dr. Gerrigel tocó su visor y sonrió un poco, como si la perspectiva de un poco de trabajo de campo le alegrase.
—Es mi Manual de Robótica. Nunca voy a ninguna parte sin él. Es parte de mi vestuario —y rió tontamente, vanidoso.
Colocó la lente del visor delante de sus ojos y sus dedos tocaron delicadamente los controles. El visor giró y paró, giró y paró.
—Índice automático —dijo el roboticista, orgulloso, con la voz un poco borrosa porque el visor tapaba su boca parcialmente—. Lo hice yo mismo. Me ahorra un montón de tiempo. Pero, bueno, eso no importa ahora, ¿verdad? Veamos. Umm, ¿podría acercar su silla a la mía, Daneel?
R. Daneel lo hizo. Durante los preparativos del roboticista estuvo mirando atentamente y sin emociones.
Baley aprestó su desintegrador.
Lo que siguió le produjo confusión y decepción. El Dr. Gerrigel procedió a preguntar y realizar acciones que parecían no tener sentido, interrumpido por referencias a su regla triple y ocasionalmente al visor.
En un momento preguntó:
—Si tengo dos primos, hay cinco años entre ellos, y el más joven es mujer, ¿de qué sexo es el mayor?
Daneel respondió (según Baley, inevitablemente):
—Es imposible de decir con la información recibida.
A lo que el Dr. Gerrigel, después de mirar su cronómetro, respondió solamente extendiendo su mano tan lejos como pudo y dijo:
—¿Puedes tocar el extremo de mi dedo mayor con el extremo del tercer dedo de tu mano izquierda?
Daneel lo hizo fácil y velozmente.
En quince minutos, no más, el Dr. Gerrigel había terminado. Utilizó su regla para un último cálculo en silencio y la desarmó con una serie de sonidos. Dejó el cronómetro a un lado, quitó el Manual del visor y lo cerró.
—¿Es todo?
—Eso es todo.
—Pero es ridículo. No ha preguntado nada que interese a la Primera Ley.
—Oh, mi querido señor Baley, cuando un doctor golpea su rodilla con un pequeño martillo de goma y salta, ¿acepta que eso le da información acerca de alguna enfermedad nerviosa degenerativa? Cuando mira sus ojos desde muy cerca y toma en cuenta la reacción de su iris ante la luz, ¿le sorprende que pueda decirle algo acerca de una posible adicción al uso de ciertos alcaloides?
—Entonces, ¿cuál es su opinión? —interpeló Baley.
—¡Daneel está equipado completamente con la Primera Ley! —el roboticista sacudió la cabeza en una enfática afirmación.
—No puede tener razón —comentó Baley con acritud.
Baley jamás hubiese pensado que el doctor Gerrigel podría ponerse en una posición aún más tiesa que la habitual. Sin embargo, así lo hizo y muy visible. Sus ojos se achicaron y se volvieron duros.
—¿Está enseñándome mi trabajo?
—No quiero decir que usted es incompetente —dijo Baley. Estiró la mano en gesto suplicante—. ¿Puede haberse equivocado? Usted mismo acaba de decir que nadie conoce nada acerca de la teoría de los robots no-asenios. Un hombre ciego podría leer Braille o con lector sonoro. Suponga que usted no sepa que existe el Braille o el lector sonoro. ¿Podría decir, con toda honestidad, afirmar que un hombre tiene ojos porque conoce el contenido de cierto libro-película, y estar equivocado?
—Sí, ya comprendo su punto de vista —dijo el roboticista recuperándose otra vez—. Pero aún un hombre ciego no podría leer por medio de sus ojos, y es eso lo que estaba probando, si me permite continuar con la analogía. Tenga usted mi palabra, sin tener en cuenta lo que un robot no-asenio pueda hacer o no, que R. Daneel está equipado con la Primera Ley.
—¿Podría él haber falsificado sus respuestas? —Baley estaba vacilando y lo sabía.
—Claro que no. Esa es la diferencia entre un robot y el hombre. El cerebro humano, o de cualquier mamífero, no puede ser analizado completamente por ninguna disciplina matemática conocida hasta ahora. Ninguna respuesta puede ser, por lo tanto, contada como una certeza. El cerebro de un robot es completamente analizable, o no podría ser construido. Sabemos exactamente qué respuestas debe dar a determinados estímulos. Ningún robot puede falsificar respuestas. Lo que usted llama falsificación no existe en el horizonte mental de un robot.
—Entonces, volvamos a los hechos. R. Daneel apuntó un desintegrador hacia una multitud de seres humanos. Eso yo lo vi. Estaba allí. Concediendo que no disparó, ¿no debería la Primera Ley, por eso, haberle provocado a una especie de neurosis? No lo hizo, ya sabe. Estaba perfectamente normal después.
El roboticista indeciso puso una mano sobre su barbilla.
—Eso es anómalo.
—Para nada —intervino R. Daneel, de pronto—. Socio Elijah, ¿podrías mirar el desintegrador que me quitaste?
Baley miró el desintegrador que conservaba en la mano izquierda.
—Abre la cámara de carga —instó R. Daneel—. Examínalo bien.
Baley sopesó sus alternativas, y lentamente colocó su propio desintegrador en la mesa junto a sí. Con un movimiento rápido abrió el desintegrador del robot.
—¡Está vacío! —murmuró como alelado.
—No hay carga dentro de él —convino R. Daneel—. Si lo miras con mayor atención, verás que nunca ha habido carga en él. El desintegrador carece de cabeza de percutor y no puede ser utilizado.
—¿Apuntaste un desintegrador descargado hacia la multitud? —preguntó Baley.
—Tenía que tener un desintegrador o fracasar en mi rol de detective —explicó R. Daneel—. Sin embargo, llevar un desintegrador cargado y utilizable podía hacer posible que yo lastimara a un ser humano por accidente, algo que es, por supuesto, impensable. Te lo hubiera aclarado en su momento, pero estabas molesto y no me habrías escuchado.
Baley miró alelado el inútil desintegrador que tenía en la mano y dijo en voz baja:
—Creo que eso es todo, doctor Gerrigel. Muchas gracias por su ayuda.
Baley salió a almorzar, pero cuando llegó la comida (torta de nueces de levadura y una extravagante rodaja de pollo frito sobre tostada) solamente pudo quedarse mirándola.
Los pensamientos giraban y giraban en su mente. Las líneas de su largo rostro se marcaban oscuras.
Estaba viviendo en un mundo irreal; en un mundo cruel y retorcido.
¿Cómo había sucedido? El pasado inmediato lo rodeó como un sueño brumoso e improbable que comenzaba en el momento en que puso un pie en la oficina de Julius Enderby, y de repente se encontraba a sí mismo inmerso en una pesadilla de asesinato y robótica.
¡Josafat! Había comenzado solamente cincuenta horas atrás.
Persistentemente, había visto la solución en Espaciópolis. Dos veces había acusado a R. Daneel, una vez como un ser humano disfrazado, y otra vez como robot, real y admitido; en ambas, de ser el asesino. Y en ambas la acusación no pudo sostenerse.
Había sido vencido. Contra su voluntad había sido obligado a volver sus pensamientos hacia la Ciudad, y desde la noche anterior no se había atrevido. Ciertas preguntas repicaban en su cabeza, pero no las escucharía; sentía que no podía. Si lo hacía, no podría hacer otra cosa que responderlas, y, ¡por Dios!, no quería enfrentar las respuestas.
Una mano sacudió el hombro de Baley con rudeza.
—¡Lije! ¡Lije!
—¿Qué sucede, Phil? —replicó Baley estremeciéndose.
Philip Norris, detective grado C-1, se sentó, puso las manos sobre las rodillas, y se inclinó hacia adelante, escudriñando el rostro de Baley.
—¿Qué te ha sucedido? ¿Abusando de tragos fuertes últimamente? Estabas allí sentado con los ojos abiertos, y por lo que pude comprobar, estabas muerto.
Se frotó el cabello, rubio y delgado, y clavó los ojos ávidos sobre el almuerzo de Baley.
—¡Pollo! —dijo—. Está tan difícil que solamente lo consigues con receta médica.
—Tómalo —dijo Baley apático.
El decoro ganó y Norris dijo:
—Oh, bueno, iré a comer en un minuto. Quédatelo. Oye... ¿qué está pasando con el Comis?
—¿Qué?
Norris intentó una actitud casual, pero sus manos se movían inquietas.
—Vamos —dijo—. Sabes lo que quiero decir. Has estado viviendo con él desde que regresó. ¿Qué pasa? ¿Un ascenso?
Baley frunció el entrecejo y sintió que la realidad regresaba de alguna manera al toque de la política de oficina. Norris tenía aproximadamente su misma antigüedad y observaba con más atención cualquier signo de preferencia oficial hacia Baley. Baley dijo:
—No hay ascensos. Créeme. No es nada. Nada. Y si lo que quieres es el Comisionado, ojalá pudiera dártelo todo. ¡Josafat! ¡Tómalo!
—No me malinterpretes —dijo Norris—. No me importa si asciendes. Solamente quiero decir que si gozas de alguna influencia con el Comis, ¿qué tal usarla para el muchacho?
—¿Qué muchacho?
No había necesidad de ninguna respuesta. Vincent Barrett, el joven a quien habían desplazado de su trabajo para hacerle lugar a R. Sammy, estaba atisbando desde un rincón del salón. Una gorra giraba sin descanso en sus manos, y la piel de sus altas mejillas se movía mientras trataba de sonreír.
—Hola, señor Baley —saludó.
—Hola, Vince, ¿cómo te va?
—No muy bien, señor Baley.
Miraba a todas partes, hambriento. Baley pensó: «Parece perdido, medio muerto..., degradado». Y luego, con furia, moviendo los labios por la fuerza de la emoción: «Pero, ¿qué quiere de mí?»
—¡Lo siento, muchacho! —murmuró. ¿Qué otra cosa podía decir?
—Sigo pensando... tal vez algo haya cambiado.
Norris se acercó a Baley y le habló al oído.
—Alguien tiene que detener esta clase de cosas. Ahora van a desplazar a Chenlow.
—¿Qué?
—¿No lo sabías?
—No, no lo sabía. Maldita sea, es un C-3. Tiene diez años en el servicio.
—Estoy de acuerdo. Pero una máquina con piernas y brazos puede hacer su trabajo. ¿Quién será el siguiente?
El joven Vince Barrett estaba ajeno a los murmullos. De pronto dijo, saliendo de la profundidad de sus propios pensamientos:
—¿Señor Baley?
—Sí, Vince.
—¿Sabe lo que dicen? Dicen que Lyrane Millane, el bailarín del subetérico, es en realidad un robot.
—Tonterías.
—Tal vez. Dicen que ellos pueden hacer que los robots se vean como humanos, con una piel de plástico especial, algo así.
Baley se sintió culpable de R. Daneel y no encontró palabras. Sacudió la cabeza. El muchacho proseguía:
—¿Cree que le importará a alguien si me doy una vuelta por ahí? Me hace sentir mejor ver el lugar.
—Anda, muchacho.
El joven se retiró. Baley y Norris se le quedaron mirando.
—Parece como si los Medievalistas tuvieran razón —dijo Norris.
—¿Quieres decir volver a la tierra? ¿Es eso, Phil?
—No. Quiero decir lo de los robots. Regresar a la tierra. ¡Huh! Esta vieja Tierra tiene un futuro ilimitado. No necesitamos robots, eso es todo.
—¡Ocho mil millones de personas y el uranio agotándose! —murmuró Baley—. ¿Qué tiene de ilimitado?
—Y qué si se acaba el uranio. Lo importaremos. O descubriremos otros procesos nucleares. No hay manera de detener a la humanidad, Lije. Tienes que ser optimista acerca de ello y tener fe en el viejo cerebro humano. Nuestro mayor recurso es la inventiva y nunca jamás se nos agotará, Lije.
Ahora sí parecía como si le hubiesen dado cuerda. Continuó:
—Por una parte, podemos usar la energía solar y nos durará durante miles de millones de años. Podemos construir estaciones espaciales en la órbita de Mercurio para que actúen como acumuladores de energía. Entonces transmitiremos esa energía a la Tierra mediante rayos directos.
Ese proyecto no era nuevo para Baley. Las fronteras especulativas de la ciencia habían estado jugando con la idea por ciento cincuenta años, por lo menos. Lo que aún se mantenía era la imposibilidad de proyectar un rayo lo suficientemente estable para cruzar cincuenta millones de millas sin dispersarse al punto de ser inútil. Así lo dijo Baley.
—Cuando sea necesario, se hará. ¿Por qué preocuparnos? —respondió Norris.
Baley tenía la imagen de una Tierra con energía ilimitada. La población podía seguir aumentando. Las granjas de levadura podían ampliarse, los cultivos hidropónicos intensificarse. La energía era lo único indispensable. Las materias primas minerales podían ser transportadas desde las rocas deshabitadas del Sistema. Si el agua se convirtiera en cuello de botella, podría ser traída desde las lunas de Júpiter. Cielos, se podrían congelar los océanos y arrastrarlos al espacio, donde girarían en torno de la Tierra como lunas de hielo. Allí estarían, siempre disponibles para ser usados, mientras que los fondos oceánicos representarían más tierras para explotación, más espacio para vivir. Hasta el carbono y el oxígeno podrían ser conservados e incrementados en la Tierra mediante el empleo de la atmósfera de metano de Titán y el oxígeno congelado de Umbriel.
La población de la Tierra podría llegar a dos o tres millones de millones. ¿Por qué no? Hubo un tiempo en que la actual población de ocho mil millones era vista como un imposible. Hubo un tiempo cuando la población de sólo mil millones era impensable. Siempre hubo profetas de Malthus en cada generación desde los tiempos Medievales, y siempre se equivocaron.
Pero, ¿qué diría Fastolfe? ¿Un mundo de millones de millones? ¡Seguro! Pero serían dependientes de aire y agua importados, y de la provisión de energía desde complicados almacenamientos a cincuenta millones de millas de la Tierra. Qué increíblemente inestable sería eso. La Tierra estaría, y permanecería, a un tris de la catástrofe completa y por la más ligera falla de cualquier parte de sistema del enorme mecanismo.
—Creo que sería más fácil desplazar una buena parte de la población excedente. —Era más una respuesta a la imagen que se había hecho en la mente que a lo que Norris había dicho.
—¿Quién nos aceptaría? —masculló Norris con acritud.
—Cualquier planeta deshabitado.
Norris se levantó, dio unas palmadas en el hombro de Baley:
—Lije, te comes tu pollo, y te recuperas. Debes estar viviendo a fuerza de narcóticos —y se fue, riéndose.
Baley lo vio alejarse con una mueca sarcástica en la boca. Norris haría circular esos chismes y pasarían semanas antes de que los graciosos de la oficina (todas las oficinas tienen uno) le dejaran tranquilo. Pero al menos, eso lo sacaría del tema del joven Vince, de los robots y de la degradación.
Suspiró mientras pinchaba el tenedor en el pollo ahora frío y algo correoso.
Baley terminaba el último bocado de nuez de levadura cuando R. Daneel dejó su propio escritorio (se lo habían asignado por la mañana) y se acercó.
—¿Bueno? —Baley le miró molesto.
—El Comisionado no está en su oficina —repuso R. Daneel—, y no se sabe cuándo regresará. Le dije a R. Sammy que íbamos a ocuparla y que no permita entrar a nadie que no sea el Comisionado.
—¿Para qué vamos a usarla?
—Una mayor privacidad. Seguramente estás de acuerdo en que debemos planificar nuestro siguiente movimiento. Después de todo, no intentas abandonar la investigación, ¿verdad?
Eso era precisamente lo que Baley deseaba hacer, pero obviamente no podía decirlo. Se levantó y se dirigió hacia la oficina de Enderby. Una vez en ella, preguntó:
—Está bien, Daneel. ¿Qué pasa?
—Socio Elijah —empezó el robot—, desde anoche eres el mismo. Hay una definida alteración en tu aura mental.
Un pensamiento horrible cruzó por la mente de Baley, y exclamó espantado:
—¿Eres telepático?
Era una posibilidad que no hubiese considerado en un instante menos perturbado.
—No, por supuesto que no —replicó R. Daneel. Y el pánico de Baley se fue desvaneciendo.
—Entonces —regañó—, ¿qué diablos quieres decir con eso de auras mentales?
—Es simplemente una expresión. La empleo para describir una sensación que no compartes conmigo.
—¿Qué sensación?
—Me resulta difícil explicarla, Elijah. Recordarás que a mí se me diseñó originalmente para estudiar la psicología humana para nuestro pueblo allá en Espaciópolis...
—Sí, lo sé. Te ajustaron al trabajo detectivesco mediante la simple instalación de un circuito de deseo de justicia. —Baley ni siquiera disimuló el sarcasmo.
—Exactamente, Elijah. Pero mi diseño original permanece inalterable. Se me construyó con el propósito del cerebro-análisis.
—¿Para analizar las ondas cerebrales?
—¡Claro! Puede realizarse por medición de campos sin la necesidad del contacto directo de electrodos, si existe el receptor apropiado. Mi cerebro es precisamente un receptor. Este principio, ¿es aplicable en la Tierra?
Baley no lo sabía. Ignoraba el asunto y respondió con cautela:
—Si mides las ondas cerebrales, ¿qué sacas de eso?
—Nada de pensamientos, Elijah. Recibo vislumbres emocionales, y más que nada puedo analizar el temperamento, los impulsos y las actitudes subyacentes de un hombre. Por ejemplo, fui yo quien pudo afirmar que el Comisionado Enderby era incapaz de matar a un hombre en las circunstancias que prevalecían en el momento del asesinato.
—Y ¿lo eliminaron como sospechoso sólo con tu aseveración?
—Sí. Era seguro suficiente. Soy una máquina muy delicada sobre ese tema.
De nuevo le cruzó a Baley una idea por la imaginación.
—¡Aguarda! El comisionado Enderby no supo que le estaban haciendo cerebro-análisis, ¿verdad?
—No había necesidad alguna de lastimar sus sentimientos.
—Quiero decir, te paraste allí y lo miraste. Sin maquinaria. Sin electrodos. Sin agujas ni gráficos.
—Claro que no. Soy una unidad compacta.
Baley se mordió el labio inferior con rabia y pesadumbre. Era la única inconsistencia que quedaba, la única escapatoria a través de la cual una última estocada podía ser hecha en el intento de fijar el crimen en Espaciópolis.
R. Daneel había establecido que el Comisionado había recibido cerebro-análisis y una hora más tarde el propio Comisionado, con aparente candor, había negado cualquier conocimiento del vocablo. Ciertamente, ningún hombre podría pasar la demoledora experiencia de las mediciones electroencefalográficas por electrodos y gráficas bajo la sospecha de asesinato, sin recibir la inequívoca impresión de lo que era el análisis cerebral.
Pero ahora esa discrepancia se había evaporado. El Comisionado había sido cerebro-analizado y no lo supo. R. Daneel decía la verdad; y el Comisionado también.
—Bueno —interpeló Baley con brusquedad—, ¿qué sacas de mi cerebro-análisis?
—Que estás perturbado.
—Es un gran descubrimiento, ¿verdad? Por supuesto, estoy perturbado.
—Sin embargo, y específicamente hablando, tu perturbación se debe a un choque entre motivaciones internas. Por una parte, tu lealtad a los principios de tu profesión te inclinan a mirar profundamente en esa conspiración de Terrícolas que nos acosaron anoche. Otra motivación, igualmente fuerte, te empuja en dirección contraria. Esto está escrito con más limpieza en el campo eléctrico de tus celdas cerebrales.
—Mis celdas cerebrales, bobadas —interpuso Baley con calor—. Mira, te voy a decir por qué no hay razón para investigar lo que tú llamas conspiración. No tiene nada que ver con el asesinato. Pensé que podía tenerlo. Lo admito. Ayer, en la cocina, pensé que estábamos en peligro. Pero, ¿qué sucedió? Nos persiguieron, los perdimos rápidamente en las bandas, y eso fue todo. Esa no fue la acción de unos hombres bien organizados y desesperados.
»Mi propio hijo averiguó dónde estábamos con bastante facilidad. Llamó al Departamento. Ni siquiera tuvo que identificarse. Nuestros preciosos conspiradores hubiesen podido hacer exactamente lo mismo si, en realidad, hubieran deseado perjudicarnos.
—¿No lo hicieron?
—Obviamente, no. Si hubiesen querido motines, podrían haber iniciado uno en la zapatería, y retrocedieron bastante dócilmente ante un solo hombre y un desintegrador. Un robot, y un desintegrador que ellos debían saber que estarías incapacitado para disparar en cuanto te reconocieran por lo que eres. Son Medievalistas. Son locos inofensivos. Tú no lo podías saber, pero debía saberlo. Y lo habría sabido si no fuera por el hecho de todo este maldito asunto me tiene pensando en términos melodramáticos.
»Te diré que conozco el tipo de gente que se vuelve Medievalistas. Son blanduchos, soñadores que encuentran que la vida es demasiado dura para ellos y se pierden en un mundo ideal del pasado que nunca existió realmente. Si pudieses cerebro-analizar un movimiento del modo que lo haces con un individuo, encontrarías que no son más capaces de asesinar que el propio Julius Enderby.
R. Daneel dijo lentamente:
—No puedo aceptar tus afirmaciones tal como vienen.
—¿Qué quieres decir?
—Tu conversión a este parecer es demasiado repentino. Además, hay ciertas discrepancias. Arreglaste la cita con el doctor Gerrigel varias horas antes de la cena de anoche. Entonces no conocías mi bolsa para alimentos, ni podías sospechar de mí como el asesino. Entonces, ¿para qué lo llamaste?
—Ya para entonces sospechaba de ti.
—Y anoche hablaste mientras dormías.
Los ojos de Baley se abrieron, enormes, asombrados.
—¿Y qué dije?
—Apenas una sola palabra: ‘Jessie’ varias veces. Creo que te referías a tu esposa.
Baley dejó que sus músculos tensos se relajaran. Con voz temblorosa, explicó:
—Tuve una pesadilla. ¿Sabes lo que es eso?
—No lo sé por experiencia propia, por supuesto. La definición del diccionario dice que es un mal sueño.
—Y, ¿sabes lo que es un sueño?
—Otra vez, solamente la definición del diccionario. Es una ilusión de realidad experimentada durante la suspensión transitoria del pensamiento consciente, que llaman dormir.
—Muy bien. Tomaré nota. Una ilusión. A veces la ilusión parece condenadamente real. Bueno, soñaba que mi esposa estaba en peligro. Es la clase de sueño que la gente tiene con frecuencia. La llamé por su nombre. Eso sucede en algunas circunstancias determinadas, también. Tienes mi palabra.
—Lo hago, con placer. Pero eso me trae otro pensamiento. ¿Cómo averiguó Jessie que yo era un robot?
La frente de Baley se humedeció otra vez.
—No regresaremos al mismo tema, ¿verdad? El rumor...
—Lamento interrumpirte, Elijah, pero no hay rumor. Si lo hubiera, la Ciudad se vería hoy trepidante de ansiedad. He comprobado los informes que llegan al Departamento y no es así. Simplemente no hay rumor. Entonces, ¿cómo lo averiguó tu esposa?
—¡Josafat! ¿Qué estás tratando de decir? ¿Crees que mi esposa es uno de los miembros de... de...?
—Sí, Elijah.
Baley se apretó las manos con fuerza.
—Bueno, no lo es, y no discutiremos el punto nunca más.
—Esto no va contigo, Elijah. En el curso de esta investigación, me acusaste dos veces de asesinato.
—¿Y es tu manera de desquitarte?
—No estoy seguro de comprender lo que quieres decir con esa frase. Ciertamente, apruebo tu disposición a sospechar de mí. Tenías tus razones. Eran equivocadas, pero pudieron ser correctas. Evidencia igualmente poderosa señala hacia tu esposa.
—¿Como asesina? Vamos, maldita sea. Jessie es incapaz de dañar a su peor enemigo. No podría dar un paso fuera de la Ciudad. No podría... Si fueras de carne y hueso te...
—Me limito a decir que es miembro de la conspiración. Digo que debería ser interrogada.
—No durante tu vida. No durante lo que sea que tú llames tu vida. Escúchame, ahora. Los Medievalistas no buscan nuestra muerte. No es la manera en que hacen las cosas. Pero están tratando de sacarte de la Ciudad. Eso es obvio. Y tratan de hacerlo mediante una especie de ataque psicológico. Tratan de hacernos la vida imposible, a ti y a mí, ya que ando contigo. Pudieron descubrir fácilmente que Jessie era mi esposa, y fue una acción obvia para ellos dejar que la noticia llegue hasta ella. Mi esposa es como cualquier otro ser humano. No le gustan los robots. No querría que yo me asociara con uno, especialmente si piensa que eso conlleva peligro y sin duda se lo dejaron entrever. Te repito que dio resultado. Toda la noche me rogó que abandonara el caso o que te sacara de la Ciudad de alguna manera.
—Presumiblemente tienes un fuerte deseo de proteger a tu esposa contra todo interrogatorio. Me parece obvio que estás construyendo esta línea de argumentación sin creer realmente en ella.
—¿Qué demonios te piensas que eres? —gruñó Baley—. No eres un detective. Eres una máquina de cerebro-análisis como los electroencefalógrafos que tenemos en este edificio. Tienes brazos, piernas, una cabeza y puedes hablar, pero no eres una pulgada más que esa máquina. Ponerte un apestoso circuito no te hace detective, así que, ¿qué sabes? Mantén tu boca cerrada, y deja que yo me ocupe de pensar.
—Creo que sería mejor si bajas la voz, Elijah —aconsejó el robot con tranquilidad—. Concedo que no soy un detective en el sentido que tú lo eres, y aun me gustaría traer un pequeño detalle a tu atención.
—No me interesa escuchar.
—Hazlo, por favor. Si estoy equivocado me lo dirás, y no dañará a nadie. Es solamente esto. Anoche dejaste nuestra habitación para llamar a Jessie desde el teléfono del corredor. Sugerí que tu hijo fuese en tu lugar. Me dijiste que no era costumbre entre los Terrícolas que un padre enviase a su hijo a un peligro en su lugar. Dime: ¿es costumbre que una madre lo haga?
—No, por supues... —comenzó Baley y se detuvo.
—Ves mi punto —dijo R. Daneel—. Por lo general, si Jessie temiese por tu seguridad y desease advertírtelo, arriesgaría su propia vida y no la de su hijo. El hecho de que enviara a Bentley sólo puede significar que sabía que él estaría a salvo, en tanto que ella no. Si la conspiración estuviera formada por personas desconocidas de Jessie, tal no sería el caso, o, por lo menos, no tendría razones para pensar que ese fuera el caso. Por otra parte, si ella misma fuera miembro de la conspiración, ella sabría, lo sabría, Elijah, que sería vigilada y reconocida, mientras Bentley podría pasar inadvertido.
—Aguarda ahora —dijo Baley, disgustado profundamente—, esos razonamientos son muy sutiles...
No hubo necesidad de aguardar. La señal sobre el escritorio del Comisionado parpadeaba insensatamente. R. Daneel aguardó que Baley contestara, pero éste sólo podía quedarse mirándole indefenso. El robot estableció el contacto.
—¿Qué sucede?
—Aquí hay una señora que desea ver a Lije —se escuchó la voz de R. Sammy, muy apagada—. Le dije que estaba ocupado, pero no se irá. Dice que su nombre es Jessie.
—Permite que entre —dijo R. Daneel con calma, y sus ojos café se elevaron sin emoción para cruzarse con la mirada de pánico de Baley.
CAPÍTULO 14
El poder de un nombre
Baley permanecía parado con la tensión de una sacudida, mientras Jessie corría hacia él, se tomaba de sus hombros y se acurrucaba contra su pecho. Sus labios pálidos formaron una palabra:
—¿Bentley?
Ella le clavó la vista y sacudió la cabeza, y volaron los cabellos castaños con la fuerza del movimiento.
—Está perfectamente bien.
—Bien, ¿entonces...?
A través de un repentino torrente de sollozos, en voz tan baja que apenas era audible, Jessie dijo:
—No puedo seguir así, Lije. No puedo. No puedo dormir ni comer. Tengo que contártelo.
—No digas nada —dijo Baley angustiado—. Por amor de Dios, Jessie, ahora no.
—Debo hacerlo. He hecho algo terrible. Algo realmente terrible. Oh, Lije... —y cayó en incoherencias.
—No estamos solos, Jessie —murmuró Baley, desesperado.
Ella levantó la vista y la fijó en R. Daneel sin dar señales de haberle reconocido. Las lágrimas que anegaban sus ojos debían estar refractando el robot en una mancha indefinible.
—Buenas tardes, Jessie —le susurró R. Daneel.
—¿Es..., es el robot? —se atragantó.
Colocó las manos de revés sobre los ojos y se separó del abrazo de Baley. Respiró profundamente y, por un momento, una sonrisa trémula osciló en sus labios.
—Eres tú, ¿verdad?
—Sí, Jessie.
—¿No te molesta que te llamen robot?
—No, Jessie. Eso es lo que soy.
—A mí no me molesta que me llamen una imbécil y una idiota y un a... agente subversivo, porque eso es lo que soy.
—¡Jessie! —gimió Baley.
—No tiene sentido, Lije —dijo ella—. Será mejor que él lo sepa, si es tu socio. No puedo vivir más con esto. He tenido malos momentos desde ayer. No me importa si voy a la cárcel. No me importa si me envían a los niveles inferiores y me hacen vivir a levadura cruda y agua. No me importa si... Tú no lo permitirás, ¿verdad, Lije? No les permitirás que me hagan nada. Estoy a... aterrorizada...
Baley le palmeó el hombro y dejó que llorara.
—No se encuentra bien —señaló Baley a R. Daneel—. No la podemos tener aquí. ¿Qué hora es?
—Catorce, cuarenta y cinco —dijo R. Daneel sin signos visibles de haber consultado un reloj.
—El Comisionado regresará en cualquier momento. Mira, ordena un patrullero y hablaremos sobre esto en la autopista.
—¿La autopista? —Jessie levantó la cabeza con sobresalto—. Oh, no, Lije.
—Vamos, Jessie —dijo tratando de suavizar el tono—, no seas supersticiosa. No puedes ir en la expreso-vía con ese aspecto. Sé una buena chica y tranquilízate, o nos será imposible cruzar por la sala común. Te daré un poco de agua.
—¡Oh! Mira mi maquillaje —dijo quejosa mientras pasaba un pañuelo empapado sobre el rostro.
—No te preocupes por tu maquillaje —Y luego, dirigiéndose a R. Daneel—: ¿Qué hay del patrullero?
—Nos está aguardando, socio Elijah.
—Vamos, Jessie.
—Espera. Espera sólo un minuto, Lije. Tengo que hacer algo con mi cara.
—Eso no importa ahora.
Pero ella giró alejándose.
—Por favor. No puedo cruzar la sala común así. No tomará más de un segundo.
El hombre y el robot esperaron, el hombre con un tenso movimiento de puños, el robot impasible.
Jessie revolvió su cartera buscando los elementos. (Si hubiese una sola cosa, había dicho alguna vez solemnemente Baley, que haya resistido las mejoras mecánicas desde los tiempos Medievales, eso era la cartera de una mujer. Aún la sustitución de los cierres magnéticos por broches de metal había sido un fracaso). Jessie sacó un pequeño espejo y la caja plateada de cosméticos que Baley le había regalado en ocasión de su cumpleaños, tres años atrás.
La caja de cosméticos tenía varios orificios y ella los usó en orden. Todos, a excepción del rocío final, eran invisibles. Los utilizó con tal destreza en el toque y delicadeza de control que parecía ser el nacimiento de una mujer aún en momentos de gran estrés.
Primero puso la base en una capa suave y delgada que quitó todo brillo y aspereza de la piel y la dejó con un sutil rubor dorado, el cual había sido aprendido por Jessie como el que iba mejor con el color de su cabello y de sus ojos. Entonces el toque de bronceado a lo largo de la frente y el mentón, una suave pincelada de rubor sobre cada mejilla, alargada hacia el ángulo de la mandíbula; un delicado toque de azul sobre los párpados superiores y en las orejas. Finalmente, la cuidadosa aplicación del suave carmín sobre los labios. Eso incluía el rocío visible, una nube desmayadamente rosada que brillaba en el aire, líquida, pero que se secaba y adquiría profundidad en contacto con los labios.
—Así —dijo Jessie, con varios toques blandos a su cabellera y una mirada de profunda satisfacción—. Supongo que ya estoy.
El proceso había llevado más del segundo prometido, pero menos de quince. Aún así, a Baley le parecieron interminables.
—Vamos —le dijo.
Jessie apenas tuvo tiempo de volver a guardar su caja de cosmético antes de ser empujada por la puerta.
El misterioso silencio de la autopista yacía pesado a ambos lados.
—Muy bien, Jessie —estimuló Baley.
La impasibilidad que había cubierto el rostro de Jessie desde que abandonaron la oficina del Comisionado mostraba señales de romperse. Se quedó mirando a su esposo y a Daneel con un silencio impotente. Baley repitió:
—Dilo de una buena vez, Jessie. Por favor. ¿Has cometido algún crimen? ¿Un crimen real?
—¿Un crimen? —Sacudió cabeza con incertidumbre.
—Ahora, serénate. Nada de histerias. Solamente dime sí o no, Jessie. ¿Has... —dudó un instante— matado a alguien?
El rostro de Jessie cambió repentinamente en indignación.
—¡Oye, Lije Baley!
—Sí o no, Jessie.
—No. Por supuesto que no.
El nudo que Baley sentía en el estómago se aflojó perceptiblemente.
—¿Robaste algo? ¿Falsificaste documentos? ¿Asaltaste a alguien? ¿Destruiste propiedad pública? Habla, Jessie.
—No hice nada... nada específico. No quise decir nada de eso. —Miró por encima del hombro—. Lije, ¿tenemos que permanecer aquí?
—Sí, hasta que terminemos con esto. Ahora bien, empecemos por el principio. ¿Qué fue lo que viniste a decirnos? —Por encima de la cabeza inclinada de Jessie, la mirada de Baley se encontró con la de R. Daneel.
Jessie habló en voz baja que fue ganando intensidad y articulación a medida que avanzaba.
—Son esa gente, esos Medievalistas; tú sabes, Lije. Siempre andan por ahí, siempre hablando. Incluso en los viejos tiempos, cuando yo era asistente de dietista, pasaba igual. ¿Recuerdas a Elizabeth Thornbowe? Ela era Medievalista. Siempre andaba hablando acerca de cómo nuestros problemas venían de la Ciudad y cómo las cosas eran mejores antes de que se iniciaran las Ciudades.
»Solía preguntarle cómo era que estaba tan segura de que era así, especialmente después de conocerte, Lije (recuerda las conversaciones que teníamos), y entonces ella me citaba frases de esos pequeños libros-carrete que siempre andan por ahí. Ya sabes, como Vergüenza de las Ciudades que aquel tipo escribió. No recuerdo el nombre.
—Ogrinsky —apuntó Baley, distraído.
—Sí, sólo que la mayoría de ellos eran mucho peores. Luego, cuando me casé contigo, se puso realmente sarcástica. Decía: “Supongo que serás una auténtica mujer de Ciudad ahora que te has casado con un policía”. Después de eso, no me habló mucho y entonces dejé el trabajo y eso fue todo. Muchas de las cosas que solía decir sólo eran para escandalizarme, creo, o para parecer misteriosa y deslumbrante. Era una mujer vieja, lo sabes; nunca se casó hasta el día que se murió. Muchos de estos Medievalistas no ajustan, de una manera u otra. Recuerda que una vez me dijiste, Lije, que las personas algunas veces confunden sus propios defectos con los de la sociedad, y quieren ordenar las Ciudades porque no saben cómo ordenarse ellas mismas.
Baley recordaba, y sus palabras ahora sonaban huecas y superficiales en sus propios oídos. Interrumpió con delicadeza:
—Al grano, Jessie.
—De todos modos —continuó—, Elizabeth hablaba siempre sobre cómo llegaría un día y que el pueblo tendría que unirse. Aseguraba que todo era culpa de los Espacianos porque querían mantener a la Tierra débil y decadente. Esa era una de sus palabras favoritas, ‘decadente’. Le echaba una mirada a los menús que preparaba para la semana siguiente y sorbía y decía, ‘Decadente, decadente’. Jane Myers solía imitarla en la cocina y nos moríamos de risa. Afirmaba, Elizabeth, que algún día íbamos a destruir las Ciudades y que regresaríamos a la tierra, y a exigirles cuentas claras a los Espacianos que trataban de amarrarnos para siempre a las Ciudades imponiéndonos el empleo de robots. Sólo que nunca los llamaba robots. Solía decir “máquinas monstruosas sin alma”, si me disculpas la expresión, Daneel.
—No soy conciente del significado del adjetivo que empleaste, Jessie —replicó el robot—, pero, en todo caso, la expresión queda disculpada. Continúa, por favor.
Baley se movió intranquilo. Era la manera de Jessie. Ni una emergencia ni una crisis podía obligarla a contar una historia de otra manera que la de ella, llena de circunloquios.
—Elizabeth siempre trataba de hablar —prosiguió— como si hubiese mucha gente de acuerdo con ella. Nos decía “En la última reunión...” y entonces se detenía y me miraba medio orgullosa y medio asustada como si deseara que yo le preguntase sobre el asunto de modo de parecer importante, y sin embargo temerosa de que la fuera a comprometer. Por supuesto, nunca le pregunté. No le hubiera dado esa satisfacción.
»De todos modos, antes de casarme contigo, Lije, todo había terminado, hasta... —se detuvo.
—Continúa, Jessie —instó Baley.
—¿Recuerdas aquella discusión que tuvimos, Lije? Quiero decir, lo de Jezabel.
—¿Qué pasa con eso? —A Baley le costó un par de segundos recordar que ése era el nombre propio de Jessie, y no una referencia a otra mujer.
Se volvió para mirar a R. Daneel con una explicación defensiva.
—El nombre completo de Jessie es Jezabel. A ella no le gusta y no lo usa.
R. Daneel asintió gravemente con la cabeza y Baley pensó: «Josafat, ¿para qué preocuparme por él?».
—Me molestó mucho, Lije —decía Jessie—. Realmente. Supongo que era una tontería, pero seguí pensando en lo que me dijiste. Me refiero a tus explicaciones acerca de que Jezabel era solamente una conservadora que luchaba por las ideas de sus antepasados en contra de las ideas de los recién llegados. Después de todo, yo era Jezabel y siempre...
Titubeó, buscando la palabra apropiada.
—¿Te identificabas...? —aventuró Baley.
—¡Sí! —Pero casi inmediatamente sacudió la cabeza y desvió la mirada—. No realmente, por supuesto. No literalmente. La manera que yo creía que era ella, ya sabes. Yo no era así.
—Ya lo sé, Jessie. No seas ingenua.
—Pero todavía pensé mucho en ella y, de alguna manera, llegué a una conclusión, es lo mismo ahora que entonces. Quiero decir, nosotros aquí en la Tierra teníamos nuestras ideas, y fue que vinieron los Espacianos con un montón de nuevas ideas y tratando de imponer las nuevas ideas tambaleamos dentro de nosotros mismos y es posible que los Medievalistas tuvieran razón. Tal vez deberíamos regresar a nuestras viejas y buenas ideas. Entonces regresé y busqué a Elizabeth.
—Sí. Continúa.
—Me dijo que no sabía de lo que le estaba hablando y sobre todo que yo era la esposa de un polizonte. Le contesté que eso no tenía nada que ver y finalmente me dijo, bueno, que hablaría con alguien, y entonces, como un mes más tarde, me vino a buscar y me dijo que estaba todo bien y me incorporé al grupo, y desde entonces he asistido a las reuniones.
Baley la miró con tristeza.
—¿Y nunca me lo dijiste?
—Lo siento, Lije —dijo con voz temblorosa.
—Bueno, no ayudará mucho. Sentirlo, digo. Quiero saber acerca de las reuniones. En primer lugar, ¿dónde se celebraban?
Una sensación de desapego se estaba haciendo dueña de él, anestesiando sus emociones. Lo que había tratado de no creer era tan público, tan imperdonable. En un sentido, era un alivio haber superado esa incertidumbre.
—Aquí.
—¿Aquí? ¿Quieres decir en este lugar? ¿Qué quieres decir?
—Aquí en la autopista. Por eso no quería venir. A pesar de todo es un sitio ideal de reunión. Nos juntábamos...
—¿Cuántos?
—No estoy segura. Como sesenta o setenta. Era sólo una especie de sucursal local. Había sillas plegables y algunos refrescos, y alguien nos dirigía la palabra, por lo común acerca de lo maravillosa que era la vida en los viejos tiempos, y de cómo algún día nos libraríamos de los monstruos, los robots, y también de los Espacianos. Los discursos eran realmente monótonos, siempre eran los mismos. Los soportábamos. Mayormente era la alegría de reunirnos y de sentirnos importantes. Nos comprometíamos con juramentos e imaginábamos maneras secretas en que podíamos saludarnos en el exterior.
—¿Nunca os interrumpieron? ¿No pasaban patrulleros, o carros de bomberos?
—No, nunca.
—¿No resulta eso inusitado, Elijah? —interrumpió R. Daneel.
—Tal vez no —replicó Baley pensativo—. Hay algunos pasajes laterales que prácticamente nunca se usan. Sin embargo, sabiendo cuáles son es bastante factible. ¿Eso era todo lo que hacían en las reuniones, Jessie? ¿Discursos y jugar al conspirador?
—Eso era todo. Y algunas veces cantábamos. Y los refrescos, por supuesto. No mucho. Generalmente emparedados y jugo.
—En ese caso —interpuso Baley casi con brutalidad—, ¿qué diablos te molesta ahora?
—Estás enfadado —dijo Jessie con una mueca.
—Por favor —dijo Baley con paciencia de acero—, responde mi pregunta. Si no corrías ningún riesgo, ¿por qué te ha invadido tal pánico este último día y medio?
—Pensé que te dañarían a ti, Lije. Por amor del cielo, ¿por qué actúas como si no comprendieras? Ya te lo he explicado.
—No, no me lo has explicado. Todavía no. Me has embaucado con un inocentón grupito al que pertenecías. ¿No llevaron nunca a cabo demostraciones en público? ¿Alguna vez destruyeron robots? ¿Iniciaron motines? ¿Mataron personas?
—¡Nunca! Lije, sabes que yo no haría ninguna de esas cosas. No hubiera continuado siendo un miembro si las intentaban.
—Bueno, entonces, ¿por qué dices que has hecho algo terrible? ¿Por qué esperas ser enviada a la cárcel?
—Bueno... Bueno, ellos solían hablar acerca de que algún día iban a ejercer presión sobre el Gobierno. Se suponía que nos organizaríamos y, luego, habría paros y grandes huelgas. Podríamos obligar al Gobierno a deshacerse de todos los robots y hacer que los Espacianos regresaran al lugar de donde vinieron. Yo pensé que todo era sólo conversación y entonces, esto comenzó; quiero decir lo tuyo y de Daneel. Entonces dijeron: “Ahora veremos acción”, y “Vamos a hacer de ellos un ejemplo y a poner un límite a la invasión de robots, ahora mismo”. Lo dijeron allá en el Personal, sin saber que estaban hablando de ti. Pero yo sí sabía. Al instante... —La voz se le quebró.
—Vamos, Jessie —la calmó Baley—. No ha sido nada. Sólo conversación. Puedes ver tú misma que nada ha sucedido.
—Me en... encon... encontraba atemorizada. Y pensé: soy parte de eso. Si hubiera asesinatos y destrucción, tú podías caer muerto, y Bentley, y en cierto modo sería por mi cul... culpa por estar metida en eso, y debería ser enviada a la cárcel.
Baley dejó que sollozara un poco. Le pasó el brazo por los hombros y, con los labios apretados, se quedó mirando a R. Daneel, el cual mantenía gran tranquilidad.
—Ahora, Jessie, quiero que pienses. ¿Quién era la cabeza del grupo?
Ella estaba más tranquila ahora, secando sus ojos con un pañuelo.
—Un hombre llamado Joseph Klemin, pero no era alguien, en realidad. No tenía más de cinco pies y cuatro pulgadas de altura y creo que era dominado por su mujer. Pienso que no haría mal a nadie. No lo vas a arrestar, ¿verdad, Lije? ¿Por lo que he ducho?
Se la veía trastornada por su culpabilidad.
—No voy a arrestar a nadie todavía. ¿Cómo recibía Klemin sus instrucciones, sus órdenes?
—No lo sé.
—¿No iba gente extraña a las reuniones? Sabes a qué me refiero, personajes de los Cuarteles Centrales.
—Algunas veces venía gente a darnos discursos. No con mucha frecuencia, una o dos veces al año, algo así.
—¿Nos los puedes nombrar?
—No. Siempre los presentaban como “uno de los nuestros”, o “un amigo de Jackson Heights” o de otra parte.
—Comprendo. ¡Daneel!
—¿Sí, Elijah?
—Describe a los hombres que piensas que has detectado. Veremos si Jessie puede reconocerlos.
R. Daneel recorrió la lista con exactitud clínica. Jessie escuchaba con una expresión de desaliento a medida que las categorías de las medidas físicas se alargaban, y sacudía la cabeza con seguridad creciente.
—No tiene objeto. No tiene objeto —exclamó de pronto—. ¿Cómo poder recordarlos? No me acuerdo del aspecto de ninguno. No puedo... —Se detuvo y, al parecer, reconsideró sus respuestas. Luego preguntó:
—¿Dices que uno de ellos era un granjero de levadura?
—Francis Clousarr —repuso R. Daneel—, es un empleado de Levaduras Nueva York.
—Bueno, en una ocasión un hombre nos estaba dirigiendo un discurso, y sucedió que yo estaba sentada en la primera fila y todo el tiempo recibía un leve olor, realmente sólo eso, a levadura cruda. Sabes a qué me refiero. La única razón por la que lo recuerdo es porque tenía el estómago descompuesto ese día, y el olorcillo me ponía peor. Tuve que levantarme y moverme hacia atrás y, por supuesto, no pude explicar la causa. Fue tan embarazoso. Tal vez ese es el hombre del que hablas. Después de todo, cuando trabajas con levadura todo el tiempo, el olor se pega hasta en las ropas. —Y frunció la nariz.
—¿No te acuerdas de cómo era? —indagó Baley.
—No, en absoluto —respondió con firmeza.
—Entonces, está bien. Mira, Jessie, te voy a llevar a casa de tu madre. Bentley se quedará contigo, y ninguno de los dos abandonará esa Sección. Ben puede faltar a la escuela y arreglaré que te envíen los alimentos y que la policía vigilen los corredores alrededor del apartamento.
—¿Y tú, qué harás? —inquirió Jessie.
—No estaré en peligro.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé. Tal vez uno día o dos.
Las palabras le sonaban vacías de significado hasta a él mismo.
Baley y R. Daneel se hallaban de nuevo en la autopista, solos ahora. La expresión de Baley era concentrada.
—Me parece —dijo— que nos enfrentamos con una organización edificada en dos niveles. Primero, un nivel base sin programa específico, diseñado sólo a proporcionar apoyo masivo para un eventual golpe. Segundo, una elite mucho más reducida dedicada a un bien planificado programa de acción. Es esta elite lo que debemos de hallar. Los grupos de opereta de los que habla Jessie pueden ser ignorados.
—Todo eso corresponde —dijo R. Daneel—, tal vez, si podemos tomar la historia de Jessie tal como la contó.
—Pienso —dijo Baley con frialdad— que la historia de Jessie puede ser aceptada como completamente cierta.
—Así lo parece —convino R. Daneel—. No hay nada en sus impulsos cerebrales que indiquen una adicción patológica a la mentira.
Baley arrojó una mirada ofendida sobre el robot.
—Yo diría que no. Y no habrá necesidad de mencionar su nombre en nuestros informes. ¿Entiendes eso?
—Si así lo deseas, socio Elijah —murmuró R. Daneel con calma—, pero nuestro informe no será completo ni exacto.
—Bueno, puede ser, pero no hará ningún daño real. Ella vino a nosotros con la información que tenía, y mencionar su nombre sería ponerla en los registros policiales. No quiero que eso suceda.
—En ese caso, no lo haremos, si estamos seguros de que nada más nos queda por averiguar.
—No queda nada en lo que a Jessie se refiere. Te lo garantizo.
—¿Pudieras entonces explicarme por qué la palabra Jezabel, el simple sonido de ese nombre, la lleva a abandonar sus convicciones previas y a asumir nuevas? La motivación parece oscura.
Viajaban lentamente a lo largo del curvado túnel vacío.
—Es difícil de explicar. Jezabel es un nombre raro. Perteneció alguna vez a una mujer de muy mala reputación. Mi esposa atesoraba ese hecho. Le producía una ajena sensación de maldad y le compensaba por una vida que era uniformemente apropiada.
—¿Por qué una mujer respetuosa de la ley habría de desear sentirse malvada?
—Las mujeres son mujeres, Daneel —Baley estuvo a punto de sonreír—. De todos modos, Daneel, cometí una estupidez. En un momento de irritación, afirmé que la Jezabel histórica no era particularmente malvada y era, si acaso, una buena esposa. Lo he lamentado desde entonces.
»Sucede —prosiguió— que hice a Jessie muy infeliz. Destruí algo para ella irreemplazable. Supongo que lo que vino después era su modo de vengarse. Imagino que deseaba castigarme comprometiéndose en una actividad que ella sabía que yo no aprobaría. No digo que ese deseo fuese consciente.
—¿Puede un deseo ser otra cosa que consciente? ¿No es una contradicción?
Baley miró a R. Daneel y desesperó del intento de explicarle la mente inconsciente. En lugar de ello prosiguió:
—Además, la Biblia tiene gran influencia en el pensamiento y en las emociones humanas.
—¿Qué es la Biblia?
Por un momento Baley se sintió sorprendido, y enseguida se sorprendió de haberse sorprendido. Sabía que los Espacianos vivían bajo una filosofía personal completamente mecanística y R. Daneel sólo podía conocer lo que los Espacianos conocían; nada más.
—Es el libro sagrado —dijo cortante— de casi la mitad de la población de la Tierra.
—No capto el significado del adjetivo.
—Quiero decir que es muy respetado. En varias partes, cuando está debidamente interpretado, contiene un código de conducta que muchos hombres consideran la más apropiada para la felicidad de la humanidad.
R. Daneel parecía reflexionar.
—¿Está ese código incorporado dentro de tus leyes?
—Me temo que no. El código no se presta a ser una imposición legal. Debe ser obedecido espontáneamente por cada individuo que anhele hacerlo. En ese sentido es mucho más elevado que cualquier ley.
—¿Más elevado que la ley? ¿No es una contradicción de palabras?
Entonces Baley sonrió con tolerancia. Dijo a Daneel:
—¿Quieres que te cite una parte de la Biblia? ¿Tienes curiosidad por escuchar?
—Por favor, hazlo.
Baley dejó que el vehículo fuera más lento hasta detenerse y durante unos momentos permaneció sentado con los ojos cerrados, recordando. Le hubiese gustado emplear el sonoro Inglés Medio de la Biblia Medieval, pero para R. Daneel ese inglés sería un galimatías.
Comenzó hablando de manera casi casual con las palabras de la Revisión Moderna, como si estuviera relatando una historia de la vida contemporánea en lugar de un remoto cuento del lejano pasado del hombre:
—Jesús fue al Monte de los Olivos y al amanecer regresó al templo. Todo el pueblo vino a Él, y él se sentó y les predicó. Y los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio, y cuando la pusieron delante de Él, le dijeron: Señor, esta mujer fue sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos ordena apedrear a estas pecadoras. ¿Qué dices tú?
»Ellos decían esto, deseando atraparle, para tener algo de qué acusarle. Pero Jesús se inclinó y con el dedo escribió en tierra, como si no les hubiera escuchado. Pero cuando ellos continuaron preguntándole, se enderezó y les dijo: El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra a la mujer.
»Y otra vez se inclinó y escribió en tierra. Y los que escucharon esto, concientes de su propia conciencia, se fueron uno a uno, comenzando por los más ancianos, y hasta el último; y Jesús se quedó solo, con la mujer delante de Él. Cuando Jesús se incorporó y no vio a nadie más que la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?
»Ella dijo: No hay nadie, Señor.
»Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno tampoco. Ve y no peques más.»
R. Daneel lo escuchaba atentamente.
—¿Qué es adulterio? —interrogó.
—Eso no tiene importancia. Era un crimen y en aquella época el castigo aceptado era la lapidación; es decir, arrojaban piedras al culpable hasta que le mataban.
—Y, ¿era culpable la mujer?
—Sí, lo era.
—Entonces, ¿por qué no la apedrearon?
—Ninguno de los acusadores se sintió capaz de hacerlo después de las palabras de Jesús. La historia quiere mostrar que hay algo superior a la justicia de la cual te han imbuido. Existe un impulso humano que se llama misericordia; un acto humano que se conoce como perdón.
—No estoy informado acerca de esas palabras, socio Elijah.
—Ya lo sé —murmuró Baley—. Ya lo sé.
Arrancó el patrullero con un envión y aceleró con furia. Baley se sentía empujado contra los almohadones del asiento.
—¿Hacia dónde vamos? —indagó R. Daneel.
—A Ciudad-Levadura —respondió Baley—, a exprimirle la verdad a Francis Clousarr, conspirador.
—¿Tienes algún método para lograrlo, Elijah?
—No yo, para ser exactos. Pero tú sí, Daneel. Uno muy sencillo.
Siguieron avanzando a toda velocidad.
CAPÍTULO 15
Arresto de un conspirador
Baley podía sentir el vago aroma de Ciudad-Levadura acentuándose, llegando más definido. No lo encontraba desagradable como otros; Jessie, por ejemplo. A él le gustaba. Tenía placenteras connotaciones.
Cada vez que olía levadura cruda, la alquimia de la percepción sensorial le lanzaba hacia el pasado, treinta años atrás. Tenía diez años otra vez, y visitaba al tío Boris que era un granjero de levaduras. El tío Boris tenía siempre una reserva de levaduras deliciosas: pequeñas galletas, cosas chocolateadas rellenas de un líquido dulce, y otras confituras con forma de gatos y perros. Era muy joven, pero sabía que el tío Boris no debía habérselas dado y siempre las comía muy quieto, sentado en una esquina de la habitación dando la espalda hacia el centro. Debía comerlas muy rápido porque temía ser capturado.
Y volvió a sentir los sabores otra vez.
¡Pobre tío Boris! Tuvo un accidente y murió. Nunca le dijeron exactamente cómo, y lloró amargamente porque pensó que había sido arrestado por escamotear levadura de la planta. Esperaba ser arrestado también, y ejecutado. Años después, buscó la verdad en los archivos policiales y la encontró. El tío Boris había caído entre las ruedas de un transporte. Era el final desilusionante de un mito.
Aunque el mito volvería a surgir en su mente, al menos momentáneamente, con el aroma de la levadura cruda:
“Ciudad-Levadura” no era el nombre oficial de ninguna parte de la Ciudad de Nueva York. No podía encontrarse en un mapa oficial ni en un diccionario. Lo que en lenguaje popular era denominado Ciudad-Levadura, para la Oficina de Correos no eran más que una zonas comprendida entre Newark, Nuevo Brunswick y Trenton. Se trataba de una faja muy amplia a través de lo que otrora fuera la Medieval Nueva Jersey, moteada con áreas residenciales, especialmente en el Centro Newark y en el Centro Trenton, pero dedicada mayormente a granjas de varios niveles en las que crecían y se multiplicaban miles de variedades de levaduras.
Una quinta parte de la población de la Ciudad trabajaba en granjas de levadura; otra cantidad igual en las industrias subsidiarias. Comenzaba con las montañas de madera y celulosa gruesa que eran transportadas hacia la Ciudad desde los bosques de los Allegenios, que pasaban a través de las cubetas de ácido que las hidrolizaba en glucosa; los cargamentos de salitre y fosfatos que eran los aditivos más importantes; bajaban a los toneles de orgánicos suministradas por los laboratorios químicos... todo para un solo objetivo: levadura y más levadura.
Sin la levadura, seis de los ocho mil millones de seres humanos que habitaban la Tierra se morirían de hambre en un año. Baley quedó helado ante ese pensamiento. Tres días antes la posibilidad existía, tal cual ahora, pero tres días antes no se le había ocurrido.
Salieron raudamente de la autopista por una desviación en las inmediaciones de Newark. Las avenidas, con poca población, estaban flanqueadas a cada lado por los monótonos edificios donde estaban las granjas, y no merecía la pena reducir la velocidad para mirar.
—¿Qué hora es, Daneel? —preguntó Baley.
—Dieciséis para las cinco —respondió Daneel.
—Entonces estará trabajando, si está en el turno diurno.
Baley estacionó el patrullero en un receso para descarga y apagó los controles.
—Entonces, ¿es esto Levaduras Nueva York, Elijah? —preguntó el robot.
—Parte de ella —dijo Baley.
Entraron por un corredor flanqueado por una fila doble de oficinas. Una recepcionista en el ángulo del corredor sonrió instantáneamente.
—¿A quién desea ver?
Baley abrió su cartera.
—Policía. ¿Hay un Francis Clousarr trabajando para Levaduras Nueva York?
La chica pareció perturbada.
—Puedo mirar.
Conectó en su tablero una línea claramente marcada como “personal”, y sus labios se movieron ligeramente, aunque ningún sonido podía escucharse.
No eran extraños para Baley los micrófonos de garganta que traducían los pequeños movimientos de la laringe en palabras. Dijo:
—Habla alto. Déjame escuchar.
Sus palabras se volvieron audibles, pero solamente se oyó:
—... y dice que es policía, señor.
Un hombre moreno y bien vestido salió por una puerta. Tenía un delgado bigote y la línea de su cabello había comenzado a retroceder. Sonrió ligeramente y dijo:
—Soy Prescott, de Personal. ¿Cuál es el problema, oficial?
Baley le miró fríamente y la sonrisa de Prescott se volvió más tensa; dijo:
—No quiero molestar a los trabajadores. Son delicados con la policía.
—Entonces, ¿no está? —preguntó Baley—. ¿Está Clousarr ahora en el edificio, o no?
—Sí, oficial.
—Nos dará un orientador, entonces. Y si cuando llegamos allí él se ha ido, entonces hablaré con usted otra vez.
La sonrisa del otro ya estaba bastante muerta, y musitó:
—Le daré un orientador, oficial.
El orientador estaba preparado para el Departamento CG, Sección 2. Qué significaba eso dentro de la fábrica, Baley no lo sabía. No tenía por qué saberlo. El orientador era un elemento sencillo que podía colocarse en la palma de la mano. Su extremo se calentaba cuando era apuntado hacia la dirección apropiada, y se enfriaba cuando se desviaba. La temperatura aumentaba a medida que se acercaba al objetivo prefijado.
Para un aficionado, el orientador era inútil, casi, por sus diferencias de temperatura, rápidamente cambiantes, pero algunos pobladores de la Ciudad eran amantes de ese particular juego. Uno de los juegos más populares y eternos de la niñez era el escondite en los corredores del nivel de la escuela, con orientadores de juguete. (Caliente o frío, Vamos tras el tipo, Los orientadores arrastran entusiastas)
Baley encontró el camino a través de enormes pilas, guiado por el orientador, y podía seguir el curso más corto como si lo hubiese ubicado en un mapa antes de salir.
Cuando entró en una sala enorme y profusamente iluminada, diez minutos más tarde, la punta del orientador estaba casi caliente.
Baley habló con el trabajador que estaba más cerca de la puerta.
—¿Está Francis Clousarr aquí?
El operario hizo un ademán con la cabeza, y Baley caminó en la dirección señalada. El olor de la levadura era muy penetrante a pesar de que las bombas de aire estaban funcionando con un sostenido sonido de fondo.
Un hombre se había levantado en el otro extremo de la nave y se quitaba el delantal. Era de altura moderada, y su rostro tenía rasgos profundamente marcados a pesar de su aparente juventud; el cabello comenzaba a ponerse gris. Tenía manos grandes y nudosas y las secaba lentamente en una toalla de celltex.
—Yo soy Francis Clousarr —dijo.
Baley interrogó a R. Daneel con la mirada. El robot asintió.
—Muy bien —reanudó el detective—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar?
—Puede ser —repuso Clousarr lentamente—, pero estoy terminando mi turno. ¿Qué tal mañana?
—Hay muchas horas entre ahora y mañana. Hagámoslo ahora.
Baley abrió su cartera y la colocó en la palma para mostrarla al granjero.
Pero las manos de Clousarr no vacilaron mientras continuaban sus movimientos de secado.
—No conozco —dijo fríamente— el sistema en el Departamento de Policía, pero por aquí las horas de la comida son muy estrictas, sin márgenes. Yo como de 17:00 a 17:45, o no como.
—Está bien —dijo Baley—. Haré que le traigan su comida aquí.
—Vaya, vaya —comentó Clousarr sin alegría—. Lo mismo que un aristócrata o un detective clase C. ¿Qué seguirá? ¿Baño privado?
—Tú solamente respondes preguntas, Clousarr —dijo Baley—, y te guardas los chistes para tu novia. ¿Dónde podemos hablar?
—Si quieres hablar, ¿qué tal la sala de balanzas? Si te viene bien. En cuanto a mí, nada tengo que decir.
Baley hizo a Clousarr un ademán con el pulgar señalando la sala de balanzas. Era una habitación cuadrada, de color blanco antiséptico, con aire acondicionado independiente de la sala grande (y más eficiente), y se veía una cantidad de delicadas balanzas electrónicas alineadas contra el muro, detrás de un cristal y manejadas solamente por campos de fuerza. Baley había empleado modelos más baratos en días de escuela. Una de ellas, la reconoció, podía pesar átomos.
Clousarr dijo:
—No espero que entre alguien aquí por un rato.
Baley gruñó, luego se volvió a Daneel y le indicó:
—¿Quieres salir y ordenar que traigan la comida? Y, si no te importa, espérala afuera.
Se le quedó mirando hasta que salió, y después, dirigiéndose a Clousarr, preguntó:
—¿Eres un químico?
—Soy un zimologista, si no te importa.
—¿Cuál es la diferencia?
—Un químico es un catador de sopas —dijo Clousarr con gesto altivo—, un operador de mugre. Un zimologista, en cambio, es un hombre que ayuda a que se conserven vivos miles de millones de seres humanos. Yo soy un especialista en el cultivo de levaduras.
—Muy bien —dijo Baley, pero el otro continuó:
—Este laboratorio mantiene a Levaduras Nueva York en movimiento. No hay un solo día, una maldita hora, que no tengamos cultivos de cada cepa de levadura de la compañía creciendo en nuestros contenedores. Comparamos y ajustamos los requerimientos alimenticios. Nos aseguramos que se desarrolle bien. Modificamos su genética, comenzamos nuevas cepas y las limpiamos, encontramos sus propiedades y las reproducimos otra vez.
»Cuando los neoyorquinos comenzaron a recibir fresas fuera de temporada un par de años atrás, no eran fresas, hombre. Era un cultivo especial altamente azucarado con extracto de color y un toque de aditivo de sabor. Fue desarrollado aquí, en esta sala.
»Hace veinte años, la Sacaromyces olei Benedictae era una cepa con un desagradable sabor a cebo y buena para nada. Todavía sabe a cebo, pero su contenido graso ha sido incrementado, desde el 11 al 87 por ciento. Si hoy utilizas la expreso-vía, recuerda que está engrasada con S.O. Benedictae, Cepa AG-7. desarrollada aquí, en esta sala.
»Entonces no me llames químico. Soy un zimologista.
A pesar de sí mismo, Baley retrocedió ante el orgullo feroz del otro. Le dijo abruptamente:
—¿Dónde estabas anoche entre las dieciocho y las veinte horas?
—Caminando —se encogió de hombros Clousarr—. Me agrada hacer un paseo después de cenar.
—¿Visitaste a algún amigo? ¿Fuiste a un subetérico?
—No. Me limité a caminar.
Baley apretó los labios. La visita a un subetérico significaría una señal en la placa de raciones de Clousarr. El encuentro con algún amigo hubiese incluido el nombre de un hombre o de una mujer, y un medio de comprobación.
—Entonces, ¿nadie te vio?
—Quizás alguien me viese. No lo sé. No puedo saberlo.
—¿Y la noche anterior a ésa?
—Lo mismo.
—¿No tienes coartada para ninguna de las dos noches?
—Si hubiese cometido algún acto criminal, Oficial, tendría una. ¿Para qué necesito una coartada?
Baley no respondió. Consultó su agenda.
—Estuviste en una ocasión ante un juez. Incitación a motín.
—Muy bien. Uno de esas R. cosas me empujó al pasar y le puse una zancadilla. ¿Eso es incitación a motín?
—La corte pensó así. Fuiste sentenciado y multado.
—Eso lo termina, ¿verdad? ¿O acaso quieres multarme de nuevo?
—Anteanoche hubo casi un tumulto en una zapatería del Bronx. Fuiste visto allí.
—¿Por quién?
—Era tu hora de comer aquí —aseguró Baley—. ¿Cenaste anteanoche?
Clousarr titubeó, luego sacudió la cabeza.
—Malestar de estómago. La levadura te pone así algunas veces. Aún a los veteranos.
—Anoche hubo un casi tumulto en Williamsburg, y fuiste visto allí.
—¿Por quién?
—¿Niegas haber estado presente en ambas ocasiones?
—No me estás diciendo nada que tenga que negar. Exactamente, ¿dónde ocurrieron esas cosas y quién dice que me vio?
Baley miró a zimologista de frente.
—Pienso que sabes exactamente de qué estoy hablando. Creo que eres un hombre importante en una organización Medievalista no registrada.
—No puedo evitar que pienses, Oficial, pero pensar no es evidencia. Tal vez sabes eso —Clousarr estaba sonriendo.
—Tal vez —dijo Baley endureciendo su largo rostro—. Puedo obtener una pequeña verdad de ti ahora mismo.
Baley caminó hasta la puerta de la sala de balanzas y la abrió. Le dijo a R. Daneel que esperaba pacientemente afuera:
—¿Ha llegado la comida del señor Clousarr?
—Está llegando ahora, Elijah.
—Tráela, por favor, Daneel.
R. Daneel entró un momento después con una bandeja metálica compartimentada.
—Ponla enfrente del señor Clousarr, Daneel —ordenó Baley. Se sentó sobre uno de los taburetes junto al muro, y cruzó las piernas moviendo una con ritmo. Vio que Clousarr se estiraba mientras R. Daneel ubicaba la bandeja sobre un banco cercano al zimologista.
—Señor Clousarr —dijo Baley—, deseo presentarle a Daneel Olivaw, mi socio.
Daneel extendió la mano diciendo:
—Mucho gusto, Francis.
Clousarr no dijo nada. No hizo movimiento alguno para estrechar la mano extendida de Daneel. Éste mantuvo su actitud y Clousarr comenzó a ruborizarse.
—Se está poniendo grosero, señor Clousarr —murmuró Baley con suavidad—. ¿Es demasiado orgulloso para estrechar la mano de un detective?
—Si no le importa —murmuró Clousarr—, tengo hambre. —Extendió un tenedor desde un estuche que sacó de un bolsillo y se sentó con los ojos fijos en la comida.
—Daneel —reanudó Baley—, me parece que nuestro amigo está ofendido por tu actitud fría. No estás enojado con él, ¿verdad?
—Para nada, Elijah —afirmó R. Daneel.
—Entonces, demuestra que no hay resentimientos. Pásale tu brazo sobre el hombro.
—Tendré sumo gusto en hacerlo —contestó R. Daneel, y se adelantó.
Clousarr dejó su tenedor.
—¿Qué es esto? ¿Qué se proponen?
R. Daneel, sin inmutarse, estiró el brazo.
Clousarr movió la mano salvajemente y le dio un revés al brazo de R. Daneel.
—Maldita sea, no me toques.
Saltó para atrás, retirándose. La bandeja de alimentos cayó al suelo con estrépito.
Baley, con mirada dura, hizo un ademán a R. Daneel quien continuó inmutable su avance hacia el zimologista que retrocedía. Baley se paró en frente de la puerta.
—Quita esa cosa de mí —gritó Clousarr.
—Esa no es manera de hablar —comentó Baley con ecuanimidad—. El hombre es mi socio.
—Mejor dirás un maldito robot —chilló Clousarr.
—Retírate, Daneel —ordenó Baley de inmediato.
R. Daneel retrocedió y se paró tranquilo contra la puerta, detrás de Baley. Clousarr, resoplando ruidosamente, con los puños en alto, enfrentaba a Baley.
—Está bien, chico listo —dijo Baley—. ¿Qué te hace pensar que Daneel es un robot?
—¡Cualquiera lo puede ver!
—Lo dejaremos a juicio del juez. Mientras tanto, pienso que te queremos en el cuartel, Clousarr. Nos gustaría que nos explicaras exactamente cómo supiste que Daneel era un robot. Y mucho más, señor, mucho más. Daneel, sal de la sala y comunícate con el Comisionado. Debe estar en su casa en este momento. Dile que por favor vaya a su oficina. Dile que tengo un individuo que no puede esperar a ser interrogado.
R. Daneel salió.
—¿Qué te hace funcionar, Clousarr?
—Quiero un abogado —pidió Clousarr.
—Ya tendrá uno. Entretanto, supón que me dices lo que hace funcionar a ustedes los Medievalistas.
Clousarr miró hacia otro lado en obstinado silencio.
—Josafat, hombre —dijo Baley—. Sabemos todo sobre ti y tu organización. No estoy mintiendo. Solamente dime algo, que me tiene curioso: ¿Qué quieren los Medievalistas?
—Volver a la tierra —dijo Clousarr con voz sofocada—. Así de simple, ¿verdad?
—Es simple de decir —dijo Baley—. Pero no es simple de hacer. ¿Y cómo va a alimentar la tierra a ocho mil millones de almas?
—¿Dije regresar esta noche? ¿O en un año? ¿O en cien años? Paso a paso, señor policía. No importa el tiempo que requiera, pero permítenos salir de estas cuevas en que vivimos. Permítenos salir al aire libre.
—¿Has estado alguna vez afuera, al aire libre?
—Está bien —parecía avergonzado—, soy viejo también. Pero los niños aún no. Hay niños naciendo todo el tiempo. Sáquenlos, por amor de Dios. Permítanles tener espacio y aire libre y sol. Si tenemos que hacerlo, reduciremos nuestra población poco a poco, también.
—En otras palabras, retroceder a un pasado imposible. —Baley realmente no sabía por qué estaba discutiendo, excepto por esa extraña fiebre que sentía en sus venas—. Retroceder a la semilla, al huevo, a la matriz. ¿Por qué no avanzar? No reducir la población de la Tierra. Podemos exportarla. Retroceder a la tierra, pero a la tierra de otros planetas. ¡Colonizar!
Clousarr rió amargamente.
—¿Y hacer más Mundos Exteriores? ¿Más Espacianos?
—No lo haremos. Los Mundos Exteriores fueron colonizados por Terrícolas que provenían de un planeta sin Ciudades, por Terrícolas que eran individualistas y materialistas. Esas cualidades fueron llevadas hasta extremos no deseables. Ahora podemos colonizar desde una sociedad que se basa en la cooperación. Ahora el ambiente y la tradición pueden interactuar para formar una nueva manera, distinta de ambas, diferente de la vieja Tierra y de los Mundos Exteriores. Algo más nuevo y mejor.
Estaba repitiendo como loro al Dr. Fastolfe, lo sabía, pero salía de su interior como si lo hubiese estado pensando por años.
—¡Tonterías! —replicó Clousarr—. ¿Colonizar mundos desiertos con un mundo propio al alcance de las manos? ¿Quiénes son los tontos que lo intentarían?
—Muchos. Y no serían tontos. Los robots nos ayudarían.
—¡No! —protestó Clousarr con fiereza—. ¡Nunca! ¡Robots no!
—¿Por qué no, por amor del Cielo? Tampoco me gustan pero no voy a darme de puñaladas por un prejuicio. ¿Qué tememos de los robots? Si desea saber mi opinión, no se trata más que de un complejo de inferioridad. Todos nosotros nos sentimos inferiores a los Espacianos, y lo resentimos. Tenemos que sentirnos superiores de alguna manera para resarcirnos de ello, y nos mata que no nos sentimos al menos superiores a los robots. Nos parecen que son mejores que nosotros... pero no lo son. Y ésa es la maldita ironía que nos carcome.
Baley sentía que la sangre le bullía mientras decía esto.
—Mira este Daneel. He estado con él por dos días. Es más alto que yo, más fuerte, más buen mozo. Se ve como un Espaciano, la verdad. Tiene mejor memoria y conoce más hechos. No tiene que preocuparse por la comida. No se hace problemas por enfermedad o pánico, o amor, o culpa.
»Pero es una máquina. Puedo hacer lo que quiera con él, del modo que lo haría con esa micro-balanza allí. Si golpeo esa microbalanza, no me pateará. Tampoco Daneel. Puedo ordenarle que se dispare con el desintegrador y lo hará.
»Nunca podremos construir un robot que sea igual a un hombre en lo que realmente importa. No podemos crear un robot con sentido de la belleza, o de la ética, o la religión. No hay modo de que elevemos el cerebro positrónico una pulgada por encima del nivel de un perfecto materialismo.
»No podemos, maldita sea, no podemos. No mientras no sepamos qué hace funcionar a nuestro propio cerebro. No mientras existan cosas que la ciencia no pueda medir. Qué es belleza, o bondad, o arte, o amor, o Dios. Estamos siempre vacilando en el borde de lo desconocido, tratando de comprender lo que no puede ser comprendido. Eso nos hace humanos.
»El cerebro de un robot debe ser finito, o no podrá ser construido. Debe ser calculado hasta el último decimal, de modo que tiene un final. Josafat, ¿a qué le temes? Un robot puede verse como Daneel, puede verse como un dios, y no será más humano que un tronco de madera. ¿No puedes verlo?
Clousarr había tratado de interrumpir varias veces y falló ante el furioso torrente de Baley. Ahora, cuando Baley se detuvo en total agotamiento emocional, dijo débilmente:
—El polizonte se volvió filósofo. ¿Qué sabes tú?
Entró R. Daneel.
Baley le miró y frunció el ceño, en parte por el enfado que no se le había pasado, en parte por la nueva molestia.
—¿Qué te demoró?
—Tuve dificultades para comunicarme con el Comisionado Enderby. Resultó que todavía estaba en su oficina.
—¿Ahora? ¿Para qué? —comentó Baley consultando su reloj.
—Hay cierta confusión en estos momentos. Han descubierto un cadáver en el Departamento.
—¿Qué? Por amor de Dios, ¿quién?
—El mensajero R. Sammy.
Baley se quedó boquiabierto. Miró fijo al robot, y estalló con voz colérica:
—Pensé que habías dicho un cadáver.
—Un robot —corrigió R. Daneel con suavidad— con el cerebro completamente desactivado, si lo prefieres.
Clousarr soltó de pronto la carcajada y Baley se volvió hacia él, diciendo con tono hosco:
—¡No digas una palabra! ¿Entiendes? —Con aparatosidad desenfundó el desintegrador. Clousarr se quedó muy silencioso.
—Bien, ¿qué tiene eso? —preguntó Baley—. A R. Sammy se le saltó un fusible. ¿Y qué?
—El Comisionado Enderby se mostró evasivo, Elijah —añadió R. Daneel—, y aunque no lo dijo categóricamente, mi impresión es que el Comisionado cree que R. Sammy fue desactivado deliberadamente.
Entonces, mientras Baley lo escuchaba silencioso, R. Daneel agregó con gravedad:
—O si prefieres la frase... fue asesinado.
CAPÍTULO 16
Cuestiones acerca de un motivo
Baley volvió el desintegrador a su lugar, pero mantuvo su mano sobre la culata.
—Camina delante de nosotros, Clousarr —dijo—, hacia la Calle Diecisiete, salida B.
—No he comido —dijo Clousarr.
—Entonces —dijo Baley impaciente—, allí tienes tu comida, en el piso donde la tiraste.
—Tengo el derecho de comer.
—Comerás en detención, o perderás tu comida. No morirás de hambre. Ya vamos.
Los tres estaban silenciosos mientras cruzaban el laberinto que era Levaduras Nueva York, Clousarr, Baley detrás de él, y R. Daneel en retaguardia.
Después de que Baley y R. Daneel fueron controlados en el escritorio de la recepcionista, Clousarr recuperó su memoria y solicitó que alguien fuera a la sala de balanzas a limpiar; estaban ya afuera, junto al patrullero estacionado, cuando Clousarr dijo:
—Espera un minuto.
Se volvió hacia R. Daneel y antes de que Baley pudiese hacer un movimiento para detenerle, se adelantó y le propinó al robot una buena cachetada en la mejilla.
—¿Qué diablos... —gritó Baley tomando a Clousarr con violencia.
El hombre no se resistió a los tirones del detective.
—Está bien. Ya voy. Solamente quería verlo por mí mismo. —Estaba sonriendo.
Sin haber evitado el golpe, pero algo sentido, R. Daneel miraba a Clousarr muy quieto. Su mejilla no había enrojecido, ni había marcas de ningún tipo. Le dijo:
—Esa fue una acción peligrosa, Francis. No he retrocedido y puedes haber dañado tu mano. Como así fue me doy cuenta de que debe estar doliendo.
Clousarr se rió.
—Vamos, entra ya, Clousarr. Tú también, Daneel. En el asiento posterior, con él. Y asegúrate de que no se mueva. No me importa si eso implica romperle los brazos. Es una orden.
—¿Qué pasó con la Primera ley? —se burló Clousarr.
—Pienso que Daneel tiene la fuerza y la velocidad suficientes para detenerte sin herirte, pero podría significar uno o dos brazos rotos mientras lo hace.
Baley se colocó tras el volante, y el patrullero empezó a ganar velocidad. La fuerza del viento desordenaba su cabello y el de Clousarr; sin embargo, el de R. Daneel permanecía liso y en su lugar. Éste se dirigió al zimologista:
—Señor Clousarr, ¿teme a los robots por causa de su trabajo?
Baley no pudo volverse para mirar la expresión de Clousarr, pero estaba seguro de que sería una dura imagen de odio, de que estaría sentado bien estirado, lo más lejos posible de R. Daneel.
—Y por el de mis hijos —dijo la voz de Clousarr—. Y el de los hijos de los todos.
—Es seguro que los ajustes son posibles —dijo el robot—. Si tus hijos, por ejemplo, aceptaran entrenamiento para emigración...
—¿También tú? —vociferó Clousarr—. Este policía habló sobre emigración. Él tiene un buen entrenamiento de robot. Tal vez sea un robot.
—¡Eh, tú, ya es suficiente! —gruñó Baley.
—Una escuela de entrenamiento para emigrantes implicaría seguridad, clasificación garantizada y una carrera asegurada. Si estás preocupado por tus hijos, esto es algo a considerar —comentó R. Daneel con tranquilidad.
—Yo no aceptaría nada de un robot, ni de un Espaciano, ni de ninguna de las hienas entrenadas del Gobierno.
Eso fue todo. El silencio de la autopista les engulló y sólo quedó el zumbido ahogado del motor del patrullero y el roce silbante de las ruedas sobre el pavimento.
De regreso en el Departamento, Baley firmó un certificado de detención para Clousarr y lo dejó en las manos apropiadas. A continuación, él y R. Daneel tomaron el moto-espiral y subieron hasta el Cuartel.
R. Daneel no mostró sorpresa por no usar el elevador, ni Baley lo esperaba. Ya se había acostumbrado a la mezcla de habilidad y obediencia del robot y tendía a dejarlo fuera de sus cálculos. El elevador era el medio lógico de saltar el espacio vertical que había entre Detenciones y Cuartel. La larga escalinata en movimiento que era el moto-espiral servía solamente para viajes cortos, para subir o bajar dos o tres niveles como mucho. Gente de toda clase y variados empleados administrativos entraban y salían de él en menos de un minuto. Solamente Baley y R. Daneel permanecieron, subiendo en forma muy lenta.
Baley sintió que necesitaba ese tiempo. A lo mejor eran sólo unos minutos, pero arriba en el Cuartel sería lanzado violentamente dentro de otra fase del problema del cual quería descansar. Quería tiempo para pensar y orientarse. Y lento como era, el moto-espiral fue demasiado veloz para satisfacerle.
—Entonces, parece que no vamos a interrogar a Clousarr todavía —interpuso R. Daneel.
—No se irá —replicó Baley irritado—. Averigüemos qué es este asunto de R. Sammy —y agregó en un murmullo, más para sí que para R. Daneel—: No puede ser algo independiente; tiene que haber una conexión.
—Es una pena. Las cualidades cerebrales de Clousarr... —comenzó R. Daneel.
—¿Qué pasa con ellas?
—Han cambiado de modo extraño. ¿Qué fue lo que sucedió entre los dos en la sala de balanzas mientras yo estaba no estaba presente?
—Lo único que hice fue sermonearle —repuso Baley, distraído—. Le prediqué el evangelio según san Fastolfe.
—No te entiendo, Elijah.
Con desaliento, Baley suspiró, y continuó:
—Mira, traté de explicarle que la Tierra podía echar mano de robots y exportar el exceso de su población a otros planetas. Traté de lavar su cerebro de esas tontas ideas Medievalistas. Dios sabe por qué. Nunca pensé en mí como en un misionero. De cualquier manera, eso es lo que sucedió.
—Ya veo. Bueno, eso tiene algún sentido. Tal vez eso encaje. Dime, Elijah, ¿qué le dijiste de los robots?
—¿Quieres saberlo? ¿Realmente? Le dije que los robots eran simplemente máquinas. Ese fue el evangelio según san Gerrigel. Y existen muchísimos evangelios, me parece.
—¿Acaso le dijiste, bajo alguna forma, que se puede golpear a un robot sin temor a que devuelva el golpe, como si uno golpeara cualquier objeto mecánico?
—Con excepción de una bocha de boxeo, supongo. Sí pero, ¿por qué supones eso?
Baley se quedó viendo al robot con curiosidad.
—Porque se ajusta a los cambios cerebrales —explicó R. Daneel—, y explica el golpe que me lanzó a la cara cuando salimos de la fábrica. Debe de haber estado pensando en lo que tú dijiste, así que simultáneamente comprobó tus afirmaciones, dio salida a sus sentimientos de agresividad y tuvo el placer de verme colocado en lo que a él le parecía una posición de inferioridad. Para ser motivado así y teniendo en cuenta las variaciones delta en su quintic... —hizo una larga pausa y terminó—: Sí, es muy interesante, y ahora creo que puedo formar un conjunto congruente de toda la información.
El nivel del Cuartel se aproximaba.
—¿Qué hora es? —preguntó Baley, y pensó con tristeza: «Vaya, puedo mirar mi reloj y tomará menos tiempo».
Pero él sabía por qué lo hacía, a pesar de todo. El motivo no era diferente al de Clousarr al golpear a R. Daneel. Dar al robot una orden trivial que enfatizara su roboticidad, y por oposición, la humanidad de Baley.
Baley pensó: «Somos todos hermanos. Debajo de la piel, sobre ella, en todo lugar. ¡Josafat!»
R. Daneel dijo:
—Veinte para las diez.
Bajaron del moto-espiral y por unos segundos Baley tuvo la acostumbrada sensación de mareo que llegaba con el ajuste necesario a no moverse después de haber estado en movimiento continuo. Dijo:
—Y no he comido. Maldito empleo.
Baley vio al Comisionado Enderby y lo escuchó a través de la puerta abierta de su oficina. La sala común estaba vacía, como si la hubiesen barrido, y la voz de Enderby retumbaba con una oquedad inusitada. Su rostro redondo aparecía desnudo y débil sin las gafas, que sostenía en una mano, mientras se enjugaba la frente lisa con una servilleta de papel.
Sus ojos captaron a Baley en el instante en que éste llegaba a la puerta, y la voz se elevó resonando petulante:
—¡Buen Dios, Baley! ¿En dónde diablos te habías metido?
Baley pasó por alto la observación y se encogió de hombros:
—¿Qué sucede? —indagó—. ¿En dónde están los del turno de noche? —Entonces vio a la segunda persona en la oficina con el Comisionado. Exclamó con asombro—: ¡Doctor Gerrigel!
El roboticista de cabello gris devolvió el saludo involuntario con un leve movimiento de cabeza.
—Encantado de verle de nuevo, señor Baley.
El comisionado se ajustó sus gafas y contempló a Baley a través de ellas.
—Todos los empleados están siendo interrogados abajo. Firmando declaraciones. Me estaba volviendo loco tratando de encontrarte. Resultaba extraño que te ausentaras de aquí.
—¿Que me ausentara yo? —gritó Baley exaltado.
—Que cualquiera se ausentara. Alguien en el departamento lo hizo, y esto tendrá graves consecuencias. ¡Qué maldito lío! ¡Qué maldito y roñoso lío!
Levantó las manos como imprecando al cielo y mientras lo hacía sus ojos cayeron sobre R. Daneel.
Baley pensó sardónico: «Es la primera vez que miras a Daneel cara a cara. ¡Buen panorama, Julius!»
El Comisionado prosiguió en tono más moderado:
—También él tendrá que firmar una declaración. Hasta yo lo he de hacer. ¡Yo!
—Mira, Comisionado —interpuso Baley—, ¿qué te hace estar seguro que R. Sammy no se voló él mismo? ¿Qué lo convierte en destrucción deliberada?
El Comisionado se sentó pesadamente.
—Pregúntale a él —replicó y señaló al doctor Gerrigel.
El doctor Gerrigel se aclaró la garganta.
—Apenas conozco cómo proceder con esto, señor Baley. Me doy cuenta por su expresión que le sorprende verme.
—Sí, un poco —admitió Baley.
—Bueno, pues no tenía verdaderamente prisa por regresar a Washington y mis visitas a Nueva York son tan pocas que me hizo desear el quedarme. Y lo que es más importante, me invadía una sensación creciente de que sería criminal de mi parte dejar la Ciudad sin haber realizado un último esfuerzo para ser autorizado a analizar su fascinante robot, quien, para el caso —parecía muy ansioso—, veo que lo tiene con usted.
—Eso es imposible —dijo Baley removiéndose inquieto.
El roboticista parecía descontento.
—Ahora, sí. ¿Tal vez más tarde?
El rostro de Baley permaneció inmóvil y sin reacción.
—Le llamé aquí —prosiguió el doctor Gerrigel—, pero usted no estaba y nadie sabía dónde se le podía localizar. Solicité hablar con el Comisionado y me pidió que viniese al Cuartel y lo esperara.
—Pensé que podía ser importante —interpuso el Comisionado rápidamente—. Sabía que tú deseabas ver a este señor.
—¡Gracias! —asintió Baley.
—Desafortunadamente mi orientador estaba dañado, o tal vez en mi estado de ansiedad no valoré su temperatura correctamente. Pero de cualquier modo realicé un giro incorrecto y me encontré en un pequeño cuarto...
El Comisionado interrumpió una vez más:
—Uno de los cuartos de provisiones fotográficas, Lije.
—Sí —confirmó el doctor Gerrigel—. Y en él estaba la figura derrumbada de lo que era obviamente un robot. Era claro para mí después de un corto examen que lo habían desactivado irreversiblemente. Muerto, por decirlo así. Tampoco me fue difícil determinar la causa de la desactivación.
—¿Cuál fue? —preguntó Baley.
—En el puño derecho del robot, apretado a medias —explicó el doctor Gerrigel—, había un ovoide brillante de unas dos pulgadas de largo y media de ancho, con una ventanilla de mica en un extremo. El puño se encontraba en contacto con el cráneo como si la última acción del robot hubiese sido tocarse la cabeza. El objeto que sostenía era un atomizador alfa. Supongo que saben lo que es, ¿verdad?
Baley asintió. No necesitaba ni diccionario ni manual para saber qué era un atomizador alfa. Había manipulado varios en sus cursos de laboratorio de física: una caja de aleación de plomo con un angosto conducto longitudinal por dentro, en el extremo del cual había un fragmento de plutonio. El conducto estaba cubierto con una lámina de mica, que resultaba transparente a las partículas alfa. En esa única dirección se diseminaban fuertes radiaciones.
Un atomizador alfa tenía varios usos, pero matar robots no era una de ellas, no legal, por lo menos.
—Lo mantenía con el extremo de la mica apoyado en la cabeza, me supongo —interrogó Baley.
—Sí —replicó el doctor Gerrigel—, y el sistema de su cerebro positrónico se desarticuló inmediatamente. Muerte instantánea, por decirlo de alguna manera.
Baley se volvió hacia el pálido Comisionado.
—¿No hay error? ¿Realmente era un atomizador alfa?
El Comisionado asintió, alargando sus labios carnosos.
—Absolutamente. Los detectores lo pudieron precisar a diez pies de distancia. Las películas fotográficas del almacén se habían velado. Definitivo.
Pareció reflexionar acerca de esto por un segundo o dos, y después exclamó con sequedad:
—Doctor Gerrigel, me temo que tendrá que permanecer en la Ciudad durante uno o dos días, hasta que podamos tomar su testimonio en una fono-película. Haré que le acompañen a una habitación. No le importa estar custodiado, espero.
—¿Cree que es necesario? —preguntó algo nervioso el doctor Gerrigel.
—Es más seguro.
El doctor Gerrigel, que parecía bastante abstraído, estrechó la mano a todos los presentes, incluso a R. Daneel, y salió.
El Comisionado soltó un suspiro.
—Es uno de nosotros, Lije. Eso es lo que me molesta. Ningún extraño entraría en el Departamento para liquidar a un robot. Hay muchos allá afuera donde es más seguro. Y tiene que ser alguien que pudo apoderarse de un atomizador alfa. Son muy difíciles de conseguir.
Entonces habló R. Daneel con su voz fría y mesurada, contrastando con las palabras agitadas del Comisionado. Dijo:
—Pero, ¿cuál es el motivo para este asesinato?
El comisionado lanzó a R. Daneel una mirada de notorio disgusto, y luego la apartó.
—También somos humanos. Supongo que a los policías pueden no gustarles los robots, ni más ni menos que cualquier otra persona. R. Sammy se ha ido y tal vez sea un alivio para alguien. Solía molestarte considerablemente, Lije, ¿recuerdas?
—Eso es escasamente motivo de asesinato —dijo R. Daneel.
—No —convino Baley con decisión.
—No es un asesinato —rectificó el Comisionado—. Es daño a la propiedad. Mantengamos nuestros términos legales como son. Es que se llevó a cabo dentro del Departamento. En cualquier otro lugar sería nada. Nada. Ahora puede ser un escándalo de primera clase. ¡Lije!
—¿Sí?
—¿Cuándo viste a R. Sammy por última vez?
—R. Daneel habló con R. Sammy después del almuerzo —repuso Baley—. Diría que fue alrededor de las 13:30. Él arregló que usáramos tu oficina, Comisionado.
—¿Mi oficina? ¿Para qué?
—Yo deseaba conversar sobre el caso con R. Daneel con privacidad. No estabas aquí, de modo que tu oficina nos resultó el sitio ideal.
—Ya veo —El Comisionado parecía sospechar, pero dejó el asunto correr—. ¿Tú no lo viste?
—No, pero escuché su voz tal vez una hora después.
—¿Estás seguro de que era él?
—Totalmente.
—¿Eso sería entonces a las 14:30?
—O un poco antes.
El Comisionado se mordió el carnoso labio inferior, pensativo.
—Bueno, eso establece una cosa.
—¿Sí?
—Sí. El chico, Vincent Barrett, estuvo hoy aquí. ¿Lo sabías?
—Sí. Pero, Comisionado, él no haría nada como eso.
El Comisionado levantó los ojos hasta el rostro de Baley.
—¿Por qué no? R. Sammy lo desplazó de su trabajo. Puedo entender cómo se siente. Habría un tremendo sentimiento de injusticia. Desearía obtener revancha. ¿No te pasaría a ti? Pero el hecho es que salió del edificio a las 14:00 horas y tú escuchaste a R. Sammy vivo a las 14:30. Por supuesto, pudo haberle dado a R. Sammy el atomizador alfa antes de irse con instrucciones de no usarlo hasta después de una hora, pero entonces, ¿dónde pudo él obtener un atomizador alfa? No puedo ni pensarlo. Regresemos a R. Sammy. Cuando le hablaste a las 14:30, ¿qué te dijo?
Baley titubeó por un instante perceptible, y después, con mucha cautela, respondió:
—No me acuerdo. Salimos poco después.
—¿Adónde fueron?
—A Ciudad-Levadura, eventualmente. Y a propósito, deseo hablar sobre eso.
—Más tarde. Más tarde. —El Comisionado se frotó la barbilla—. He notado que hoy vino Jessie. Quiero decir, tuvimos que controlar todos los visitantes del día y me encontré con su nombre.
—Sí estuvo aquí —convino Baley con frialdad.
—¿Para qué?
—Asuntos personales de familia.
—Tendrá que ser interrogada como pura formalidad.
—Entiendo la rutina policial, Comisionado. Ya que hablamos, ¿qué hay del atomizador alfa en sí? ¿Se ha podido rastrear?
—Oh, sí. Vino de una de las plantas de energía.
—¿Cómo explican haberlo perdido?
—No la explican. No tienen la menor idea. Pero mira, Lije, excepto las declaraciones de rutina, esto nada tiene que ver contigo. Tú concéntrate en tu caso. Sólo que... Bueno, concéntrate en la investigación de Espaciópolis.
—¿Puedo hacer mis declaraciones de rutina más tarde, Comisionado? —indagó Baley—. La verdad es que aún no he comido.
Los acristalados ojos del Comisionado Enderby se volvieron de lleno hacia Baley.
—Por cualquier medio consigue algo de comer. Pero permanece dentro del Departamento, ¿quieres? Tu socio tiene razón, Lije —Parecía que evitaba dirigirse a R. Daneel o usar su nombre—, lo que necesitamos es el motivo. El motivo.
Baley se sintió de pronto helado.
Algo exterior a sí mismo, algo completamente extraño, se apoderó de los sucesos de ese día, y del día anterior, y del día anterior al anterior, y los entremezcló. Una vez más los trozos parecían encajar; un patrón comenzó a tomar forma.
—¿De qué planta de energía —preguntó— proviene el atomizador alfa, Comisionado?
—De la planta de Williamsburg. ¿Por qué?
—Por nada..., por nada...
La última palabra que Baley escuchó murmurar al Comisionado, al tiempo que salía de la oficina con R. Daneel pisándole los talones, fue:
—Motivo. Motivo.
Baley tomó un ligero piscolabis en el comedor del Departamento, pequeño y poco concurrido. Devoró el tomate relleno con lechuga sin notar en absoluto su naturaleza, y por uno segundo o más después de haber tragado el último bocado su tenedor se deslizaba, inútilmente, sobre la superficie lisa del plato, buscando algo que ya no estaba.
Se dio cuenta y soltó el tenedor, murmurando: «¡Josafat!».
—¡Daneel!
R. Daneel había estado sentado en otra mesa, como si deseara dejar en paz al evidentemente preocupado Baley, o como si necesitara para sí la privacidad. A Baley no le interesaba cuál.
El robot se levantó, se desplazó hasta la mesa de Baley y se sentó otra vez.
—Sí, socio Elijah.
—Daneel —dijo sin mirarlo para nada—, necesito tu cooperación.
—¿En qué forma?
—Interrogarán a Jessie y a mí. Eso es seguro. Déjame contestar las preguntas a mi modo. ¿Comprendes?
—Comprendo lo que dices, por supuesto. Sin embargo, si a mí me hacen una pregunta directa, ¿cómo me será posible decir algo que no sea verdad?
—Si te hacen una pregunta directa es otro asunto. Lo único que te pido es que no suministres información voluntaria. Puedes hacer eso, ¿verdad?
—Creo que sí, Elijah, a condición de que no aparezca que estoy perjudicando a un ser humano al permanecer silencioso.
—Tú me perjudicarás a mí si no lo haces —masculló Baley sombrío—. Puedo asegurártelo.
—No alcanzo a entender tu punto de vista, socio Elijah. Con seguridad el asunto de R. Sammy no te concierne.
—¿No? Todo se reduce a motivo, ¿verdad? Tú has dudado del motivo. El Comisionado dudó también. Y lo mismo me sucede a mí. ¿Por qué querría alguien matar a R. Sammy? Fíjate, no es una pregunta sobre quién desea destruir los robots en general. Prácticamente cualquier Terrícola querría hacer eso. La pregunta es: ¿quién querría eliminar a R. Sammy? Podría ser Vincent Barrett, pero el Comisionado dijo que no le sería posible echar mano a un atomizador alfa, y tiene razón. Tenemos que buscar por otro lado, y sucede que precisamente otra persona tiene un motivo. Encandila. Aúlla. Apesta.
—¿Quién es esa persona, Elijah?
Y Baley dijo, en voz baja:
—Soy yo, Daneel.
El rostro inexpresivo de R. Daneel no cambió bajo el impacto de la afirmación. Se limitó a sacudir la cabeza.
—No estás de acuerdo —prosiguió Baley—. Mi esposa vino hoy a la oficina. Eso lo saben ya. El Comisionado hasta siente curiosidad. Si no fuera yo un amigo personal, no hubiese interrumpido el interrogatorio tan pronto. Ahora averiguarán por qué. Es seguro. Ella formaba parte de una conspiración; estúpida e inofensiva, pero conspiración al fin. Y un policía no puede permitirse que su esposa se mezcle en cosas como esa. Sería mi propio interés ver que el asunto sea acallado.
»Bien, ¿quién sabía de eso? Tú y yo, por supuesto, y Jessie..., y R. Sammy. Él la vio en estado de pánico. Cuando le dijo que habíamos dejado órdenes de no ser molestados, debió perder el control. Tú viste el aspecto que tenía cuando entró en la oficina.
—Es improbable que ella le haya dicho algo que la incrimine —comentó R. Daneel.
—Eso puede ser. Pero estoy reconstruyendo el caso del mismo modo que ellos lo harán. Dirán que sí lo dijo. Ése es mi motivo. Lo maté para que guardara silencio.
—Ellos no pensarán eso.
—Ellos pensarán eso. El asesinato arreglado deliberadamente para arrojar sospechas sobre mí. ¿Por qué usar un atomizador alfa? Fue un medio bastante arriesgado. Es difícil de obtener y se le puede rastrear. Creo que precisamente esas fueron las razones para utilizarlo. El asesino hasta le ordenó a R. Sammy que fuera al cuarto de provisiones fotográficas y que se matara allí. Me parece evidente que la razón de ello era no permitir error respecto del método del asesinato. Incluso si todos fueran tan ingenuos para no reconocer un atomizador alfa inmediatamente, alguno por fuerza habría de notar, a muy corto plazo, las películas fotográficas veladas.
—¿Cómo se relaciona todo contigo, Elijah?
Baley sonrió tenso, con el largo rostro desprovisto de todo buen humor.
—Muy claramente. El atomizador alfa fue sacado de la planta de energía de Williamsburg. Tú y yo pasamos ayer por la planta de energía de Williamsburg. Fuimos vistos, y el hecho se descubrirá. Eso me da la oportunidad de tomar el arma, además de tener motivo para el crimen. Y puede suceder que hayamos sido los últimos en ver o escuchar a R. Sammy con vida excepto el asesino, naturalmente.
—Yo estuve contigo en la planta de energía y puedo atestiguar que no tuviste oportunidad de robar un atomizador alfa.
—Gracias —dijo Baley con tristeza—, pero eres un robot y tu testimonio será nulo.
—El Comisionado es tu amigo. Escuchará.
—El Comisionado tiene un trabajo que conservar, y ya está un poco intranquilo por mí. Sólo hay una alternativa de salvarme de esta desagradable situación.
—¿Sí?
—Me pregunto, ¿por qué la trampa? Obviamente, para librarse de mí. Pero, ¿por qué? Otra vez, obviamente porque soy peligroso para alguien. Estoy haciendo lo mejor para ser peligroso para quienquiera que haya matado al doctor Sarton en Espaciópolis. Podría significar los Medievalistas, por supuesto, o al menos, un grupo interno. Sería este grupo interno el que sabía que yo pasé por la planta de energía; al menos uno de ellos pudo haberme seguido a lo largo de las bandas hasta allí, aunque tú hayas pensado que los habíamos perdido.
»Entonces, las alternativas son que si hallo al asesino del doctor Sarton, encuentro también al hombre u hombres que tratan de librarse de mí. Si lo pienso bien, si completo el caso, si puedo completarlo, estaré a salvo. Y también Jessie. No podría soportar que le pasara... Pero no tengo mucho tiempo. —Abría y cerraba el puño espasmódicamente—. No tengo mucho tiempo.
Baley contempló el rostro cincelado de R. Daneel con repentina esperanza. Fuera lo que fuese esta criatura, era fuerte y fiel, animada por la generosidad. ¿Qué más podía pedírsele a un amigo? Baley necesitaba un amigo y no estaba con ánimo de poner reparos al hecho de que una palanca reemplazaba a un vaso sanguíneo en este amigo en particular.
Pero R. Daneel estaba sacudiendo la cabeza.
—Lo siento, Elijah —decía el robot, aunque no hubiese la menor huella de pena en su rostro, por supuesto—, pero no pude prever nada de esto. Quizá mis actos redundaron en perjuicio tuyo. Lamento mucho si el bienestar general lo exige.
—¿Qué bienestar general? —tartamudeó Baley.
—Me puse en comunicación con el doctor Fastolfe.
—¡Josafat! ¿Cuándo?
—Mientras comías.
Los labios de Baley se tensaron.
—¿Y bien? —logró por fin balbucear—. ¿Qué sucedió?
—Tendrás que quedar limpio de sospechas del asesinato de R. Sammy por otros medios que no sea la investigación del asesinato de mi diseñador, el doctor Sarton. Como resultado de mi información, nuestra gente de Espaciópolis ha decidido dar por terminada esa investigación, como está al día, y comenzar a hacer planes de abandonar Espaciópolis y la Tierra.
CAPÍTULO 17
Conclusión de un proyecto
Baley miró su reloj con algo que parecía indiferencia. Eran las 21:45. Dentro de dos horas y cuarto sería medianoche. Se había despertado antes de las seis y estaba bajo tensión desde hacía dos días y medio. Una vaga sensación de irrealidad lo invadía todo.
—¿A qué se debe todo eso, Daneel? —interrogó. Mantuvo su voz dolorosamente firme mientras buscaba la pipa y la pequeña bolsa, y pellizcaba su preciosa dosis de tabaco.
—¿No comprendes? —se asombró R. Daneel—. ¿No te parece evidente?
—No comprendo. No resulta evidente —afirmó Baley con paciencia.
—Estamos aquí —explicó el robot—, y por ‘estamos’ quiero decir nuestra gente de Espaciópolis, para romper la cáscara que rodea a la Tierra y forzar a sus habitantes hacia nuevas expansiones y colonizaciones.
—Eso ya lo sé. Por favor, no insistas en ese punto.
—Debo hacerlo ya que resulta esencial. Si estábamos ansiosos de imponer castigo por el asesinato del doctor Sarton, no era que buscáramos devolverle la vida al doctor Sarton, lo entiendes; era que el fracaso en nuestro intento fortalecería la posición de los políticos de nuestro planeta natal quienes están en contra de la mera idea de Espaciópolis.
—Pero ahora —interpuso Baley, con violencia repentina—, me dices que te preparas a volver a casa por voluntad propia. ¿Por qué? En nombre del Cielo, ¿por qué? La respuesta al caso Sarton está cerca. Tiene que estar cerca o no intentarían quitarme de la investigación con tanto empeño. Tengo la sensación de que poseo todos los hechos necesarios para encontrar la respuesta. Debe estar aquí, en algún lugar —Golpeó sus sienes con los nudillos—. Una frase puede traerla. Una palabra.
Cerró los ojos con furia, como si la gelatina opaca de las últimas seis horas estuviese a punto de volverse transparente. Pero no ocurrió. No ocurrió.
Baley aspiró una estremecida bocanada y se sintió avergonzado. Estaba dando un triste espectáculo de sí mismo delante de una máquina fría e impasible que sólo podía mirarlo fijo y en silencio. Entonces imprecó con fiereza:
—Bueno, no importa. ¿Por qué van a mudarse los Espacianos?
—Nuestro proyecto está terminado —repuso el robot—. Estamos convencidos de que la Tierra colonizará.
—Entonces, ¿te has vuelto optimista? —El detective aspiró la primera bocanada de tranquilizante humo de tabaco y sintió que volvía a controlar sus emociones.
—Sí. Desde hace mucho tiempo, nosotros los Espacianos hemos tratado de cambiar la Tierra cambiando su economía. Intentamos introducir nuestra propia cultura C/Fe. Sus gobiernos planetarios y de varias Ciudades cooperaron con nosotros porque resultaba fácil hacerlo. Aún así, en veinticinco años, hemos fracasado. Cuanto más lo intentábamos, más crecía la fuerza del grupo opositor de los Medievalistas.
—Todo eso lo sé —convino Baley. Pensó: «Es inútil. Tiene que explicar todo a su manera, como una grabación». Y silenciosamente le lanzó un: «¡Máquina!»
El robot siguió:
—Fue el doctor Sarton el primero lanzar la teoría de que debíamos cambiar de táctica. Ante nada debíamos encontrar un segmento de población de la Tierra que deseara lo que deseábamos o que pudiera ser persuadido. Con estímulo y ayuda, podíamos convertir el movimiento en nativo en vez de extranjero. La dificultad estaba en hallar el elemento nativo mejor adaptado a nuestros propósitos. Tú, tú mismo, Elijah, fuiste un experimento interesante.
—¿Yo? ¿Yo? ¿Qué quieres decir? —gritó Baley.
—Estábamos contentos de que tu Comisionado te recomendara. Desde tu perfil psíquico juzgamos que serías un espécimen útil. El cerebro-análisis, proceso que llevé a cabo sobre ti tan pronto como nos reunimos, confirmó el juicio. Eres un hombre práctico, Elijah. No te pones a soñar románticamente sobre el pasado de la Tierra, a pesar de tu saludable interés en él. Y tampoco abrazas tercamente la cultura de la Ciudad, presente en la Tierra de hoy. Sentimos que gente como tú era la que una vez más podía dirigir a los Terrícolas hacia las estrellas. Esa era una razón por la que el doctor Fastolfe estaba ansioso por verte ayer a la mañana.
»Con seguridad, tu naturaleza práctica era embarazosamente intensa. Te rehusaste a comprender que el servicio fanático a un ideal, incluso a un ideal equivocado, podía llevar a un hombre a hacer cosas más allá de su capacidad ordinaria como, por ejemplo, cruzar a campo traviesa por la noche para destruir a alguien que considera el archi-enemigo de su causa. Por lo tanto, no nos causó demasiada sorpresa que fueras tan terco y tan audaz para intentar demostrar que el asesinato era un fraude. En cierto modo, eso nos demostró que eras el hombre que queríamos para nuestro experimento.
—Por amor de Dios, ¿qué experimento? —interrumpió Baley dando un fuerte puñetazo sobre la mesa.
—El experimento de persuadirte que la colonización era la única respuesta a los problemas de la Tierra.
—Bueno, fui persuadido. Te lo garantizo.
—Sí, bajo la influencia de la droga apropiada.
Los dientes de Baley se aflojaron y soltó la pipa. La pescó mientras caía. Una vez más estaba viendo la escena en el domo de Espaciópolis. A sí mismo, regresando a la conciencia después del impacto de saber que R. Daneel era un robot después de todo; los dedos suaves de R. Daneel levantando la piel de su brazo; una hipodérmica saliendo de su piel y desapareciendo.
—¿Qué había en la hipodérmica? —preguntó, atragantándose.
—Nada que pueda alarmarte, Elijah. Una droga muy débil, sólo para hacer tu mente más receptiva.
—Y que creyera cuanto se me dijese, ¿verdad?
—No precisamente. Tú no creerías nada que fuese extraño al patrón básico de tu pensamiento. En realidad, los resultados del experimento fueron desconsoladores. El doctor Fastolfe había esperado que te convirtieras en fanático de ese asunto. En lugar de eso te mostraste más bien aprobando a la distancia, nada más. Tu naturaleza práctica se interpuso en el camino de algo más allá. Eso nos hizo comprender que nuestra única esperanza, después de todo, eran los románticos, y los románticos, desafortunadamente, eran todos Medievalistas, reales o potenciales.
Baley se sintió incongruentemente orgulloso de sí mismo, contento de su terquedad, y feliz de haberlos desilusionado. Que experimenten con algún otro.
—¿Así que te das por vencido y regresas a casa? —preguntó con una sonrisita rabiosa.
—Oye, no es eso. Dije hace unos minutos que estábamos satisfechos porque la Tierra colonizaría. Fuiste tú quien nos dio la respuesta.
—¿Yo te la di? ¿Cómo?
—Le hablaste a Francis Clousarr de las ventajas de la colonización. Le hablaste casi fervientemente, creo. Por lo menos nuestro experimento en ti tuvo ese resultado. Y las propiedades cerebro-analíticas de Clousarr cambiaron. Sutilmente, te lo aseguro, pero cambiaron.
—¿Quieres decir que le convencí de que yo tenía razón? No lo creo.
—No, la convicción no llega tan fácilmente. Pero los cambios cerebro-analíticos demostraron sin lugar a dudas que la mente Medievalista está abierta a esa clase de convicción. He experimentado un poco más por mí mismo. Cuando dejamos la Ciudad-Levadura, preguntándome qué podía haber sucedido entre los dos que causara esos cambios cerebrales, hice la propuesta de una escuela para emigrantes como la manera de asegurar el futuro de sus hijos. Lo rechazó, pero su aura volvió a cambiar, y me pareció muy evidente que era el método apropiado de trabajar.
R. Daneel hizo una pausa. Luego prosiguió:
—Lo que llamamos Medievalismo muestra una tendencia hacia las colonizaciones. Tengo la certeza de que esa tendencia se vuelve hacia la Tierra misma porque está cercana y porque tiene el precedente de un gran pasado. Pero la visión mundos más allá es algo similar y los románticos pueden volverse a ello con facilidad, del mismo modo que Clousarr se sintió atraído como resultado de una sola conversación contigo.
»Así que, como ves, nosotros los Espacianos hemos obtenido éxito sin saberlo. Nosotros mismos, más que cualquier otra cosa que tratásemos de introducir, éramos el factor desasosegante. Nosotros cristalizábamos los impulsos románticos en la Tierra hacia el Medievalismo, y les inducíamos a organizarse. Después de todo, es el Medievalista el que desea romper el molde de la costumbre, no los funcionarios de la Ciudad que tienen más que ganar conservando el status quo. Si ahora abandonamos Espaciópolis, si no irritamos al Medievalista con nuestra presencia continua hasta obligarlo a comprometerse con la Tierra, y sólo con la Tierra, sin redención alguna posible; si dejamos tras nosotros unos pocos individuos oscuros o robots como yo que junto a los Terrícolas como tú puedan establecer escuelas de entrenamiento para emigrantes de que te hablé, ese Medievalista se irá de la Tierra. Entonces necesitará robot, y los obtendrá de nosotros o construirá los suyos propios. Se verá obligados a desarrollar una cultura C/Fe a su medida.
Era un largo discurso para R. Daneel. Debía darse cuenta porque, después de otra pausa, dijo:
—Te digo todo esto para explicarte por qué es necesario que haga algo que puede perjudicarte.
Baley pensó amargado: «Un robot no debe lastimar a un ser humano, a menos que él pueda pensar la manera de probar que es por el bien último de dicho ser humano».
—Un momento. Déjame introducir una acotación práctica —exigió Baley—. Tú vas a regresar a tus mundos y a decir que un Terrícola mató a un Espaciano y quedó impune. Los Mundos Exteriores exigirán una indemnización a la Tierra, y te prevengo que la Tierra ya no está dispuesta a permitir tal tratamiento. Habrá problemas.
—Estoy seguro de que eso no sucederá, Elijah. Los elementos de nuestros planetas que estarían más interesados en presionar por una indemnización serían también los más interesados en poner un término a Espaciópolis. Podemos ofrecer fácilmente lo último como incentivo para que se abandone lo primero. De todos modos, eso es lo que pensábamos hacer. La Tierra será dejada en paz.
Y Baley saltó, con la voz ronca de repentina desesperación.
—¿Y dónde me deja a mí? Si Espaciópolis lo desea, el Comisionado desistirá inmediatamente de la investigación de Sarton; pero el enredo de R. Sammy tendrá que continuar, ya que indica corrupción dentro del Departamento. Tendrá en un minuto con una montaña de evidencias en mi contra. Lo sé. Ha sido arreglado. Seré degradado, Daneel. Está Jessie a tener en cuenta. Será marcada como una criminal. Está Bentley...
—No debes pensar, Elijah —dijo R. Daneel—, que no comprendo la posición en que te encuentras. En servicio del bien de la humanidad, los males menores deben de ser tolerados. El doctor Sarton tiene una esposa que le sobrevive, dos hijos, padres, una hermana, muchos amigos. Todos se afligen por su muerte y se entristecerán con el pensamiento de que su asesino no ha sido encontrado ni castigado.
—Entonces, ¿por qué no permanecer aquí y hallarlo?
—Porque ya no es necesario.
—¿Por qué no admitir que la investigación entera fue una excusa para estudiarnos en condiciones apropiadas? —reprochó Baley con amargura—. Nunca te importó un bledo quién asesinó al doctor Sarton.
—Nos hubiera gustado saberlo —repuso R. Daneel con frialdad—, pero nunca nos engañamos respecto a lo que era más importante, si un individuo o la humanidad. El continuar con esta investigación, en estos momentos, significaría interferir en una situación que ahora encontramos satisfactoria. No podemos pronosticar qué daño podemos causar.
—¿Quieres decir que el asesino podría ser un Medievalista prominente y que hoy los Espacianos no quieren hacer nada para antagonizar con sus nuevos amigos?
—No es como lo hubiera dicho yo, pero hay verdad en tus palabras.
—¿Dónde está tu circuito de justicia, Daneel? ¿Es esto justicia?
—Existen grados de justicia, Elijah. Cuando el menor es incompatible con el mayor, el menor debe ceder.
Era como si la mente de Baley estuviese dando vueltas alrededor de la lógica inexpugnable del cerebro positrónico de R. Daneel, buscando una brecha, una debilidad.
—¿No tienes curiosidad personal, Daneel? —intentó Baley—. Te haces llamar detective. ¿Sabes lo que eso implica? ¿Entiendes que una investigación es más que una simple tarea? Es un desafío. Tu mente se halla en lucha contra la del criminal. Es un choque de inteligencias. ¿Puedes abandonar la batalla y admitir la derrota?
—Si no hay un fin que merezca una continuación, desde luego que sí.
—¿No sentirías la pérdida? ¿No tienes dudas? ¿No habrá un poco de insatisfacción? ¿Curiosidad frustrada?
Las esperanzas de Baley, no muy fuertes al comenzar, se debilitaron mientras hablaba. La palabra “curiosidad”, dos veces repetida, le trajo a la memoria sus propios comentarios a Francis Clousarr, cuatro horas antes. Sabía muy bien por entonces las cualidades que señalaban las diferencias entre un hombre y una máquina. La curiosidad ‘tenía’ que ser una de ellas. Un gatito de seis semanas era curioso, pero, ¿cómo podía haber una máquina curiosa, por más humanoide que pareciese?
R. Daneel convirtió en eco estos pensamientos al decir:
—¿Qué quieres decir con curiosidad?
—La curiosidad es el nombre que le damos a un deseo de aumentar nuestro propio conocimiento.
—Un deseo como ese existe dentro de mí, cuando tal conocimiento es necesario para el cumplimiento de la tarea asignada.
—Sí —comentó Baley con sarcasmo—, como cuando preguntaste acerca de las lentes de contacto de Bentley con el objeto de aprender más de las costumbres peculiares de la Tierra.
—Precisamente —asintió R. Daneel, sin signo de ser conciente del sarcasmo—. Sin embargo, la extensión del conocimiento sin objeto determinado, que pienso que es lo que realmente significa el término curiosidad, es ineficiente. Estoy diseñado para evitar la ineficiencia.
Fue de esa manera como la ‘frase’ que había estado esperando le llegó a Elijah Baley y la gelatina opaca se encogió, se deslizó, y cambió en una transparencia luminosa.
Mientras R. Daneel hablaba, la boca de Baley se abrió y así quedó.
No podía ser que todo brotara ya maduro en su mente. Las cosas no funcionaban así. En algún lugar, en la profundidad de su inconsciente, había construido un caso, cuidadosamente y en detalle, pero se había quedado corto por una sola inconsistencia. Una inconsistencia que no podía ser saltada, o enterrada, o puesta a un lado. Mientras esa inconsistencia existiese el caso permanecía clavado en su mente, buscando la prueba conciente.
Pero la frase había llegado; la inconsistencia desapareció; el caso era suyo.
El resplandor de una luz mental parecía haber estimulado poderosamente a Baley. Por lo menos supo, de pronto, cuál debilidad de R. Daneel debía ser la debilidad de cualquier máquina pensante. Pensó febril: «Esta cosa debe tener una mente literal».
—Entonces —reanudó—, el Proyecto Espaciópolis está terminado desde hoy, y con él la investigación Sarton. ¿Es así?
—Tal es la decisión de nuestra gente en Espaciópolis —concedió R. Daneel con toda calma.
—Pero hoy no ha terminado. —Baley consultó su reloj. Eran las 22:30—. Falta una hora y media para la medianoche.
R. Daneel no replicó. Parecía reflexionar.
—Hasta la medianoche, entonces, el proyecto continúa —insistió Baley hablando con rapidez—. Tú eres mi socio y la investigación continúa —Se estaba volviendo telegráfico con la velocidad—. Sigamos como antes. Déjame trabajar. No le hará daño a tu gente. Les hará un gran bien. Tienes mi palabra. Si juzgas que estoy haciendo daño, me detienes. Una hora y media es todo lo que necesito.
—Lo que dices es correcto —asintió R. Daneel—. Hoy no ha terminado. No había pensado en ello, socio Elijah.
Baley era el “socio Elijah” otra vez. Sonrió y preguntó:
—¿No mencionó el doctor Fastolfe una película de la escena del asesinato cuando estuve en Espaciópolis?
—La mencionó —repuso R. Daneel.
—¿Podrías obtener una copia de la película? —instó Baley.
—Sí, socio Elijah.
—Me refiero ahora. ¡Inmediatamente!
—En diez minutos, si puedo usar el transmisor del Departamento.
El proceso tomó menos tiempo que ese. Baley miraba con fijeza el pequeño bloque de aluminio que tenía en las manos temblorosas. Dentro de él, las fuerzas sutiles transmitidas desde Espaciópolis había impreso con fuerza cierto patrón atómico.
En este momento, el Comisionado Julius Enderby se paró en la puerta. Miró a Baley y cierta ansiedad cruzó su rostro redondo, dejando tras de sí el aspecto de un creciente malhumor. Dijo con incertidumbre:
—Oye, Lije, te estás tomando mucho tiempo para comer.
—Estaba sumamente fatigado, Comisionado. Lamento mucho si te he retrasado.
—No me importa, pero... Será mejor que vengas a mi oficina.
Baley desvió la mirada hacia R. Daneel, mas no halló respuesta. Juntos los tres salieron del comedor.
Julius Enderby recorría el piso delante de su escritorio de un lado a otro, de un lado a otro. Baley lo observaba, intranquilo. De vez en cuando miraba hacia su reloj.
Eran las 22:45.
El Comisionado se subió las gafas hasta la frente y se frotó los ojos con el pulgar y el índice. Dejó manchas rojizas en la carne en torno de ellos, y luego repuso las gafas en su lugar, parpadeando a Baley tras ellas.
—Lije —exclamó de pronto—, ¿cuándo estuviste por última vez en Williamsburg, en la planta de energía?
—Ayer —repuso Baley—, después de salir de la oficina. Diría que eran alrededor de las dieciocho horas, o un poco más tarde.
El Comisionado sacudió la cabeza.
—¿Por qué no lo habías dicho?
—Lo iba a hacer. No he presentado ningún informe oficial todavía.
—¿Qué andabas haciendo por allá?
—Cruzaba de camino a nuestro alojamiento temporal.
El comisionado se detuvo frente a Baley y le dijo:
—Eso no es bueno, Lije. Nadie cruza una planta de energía para dirigirse a algún otro lugar.
Baley se encogió de hombros. Nada lograría con relatar la historia de los perseguidores Medievalistas, de la carrera por las bandas. No ahora. En vez de ello, expuso:
—Si tratas de insinuar que tuve la oportunidad de tomar el atomizador alfa que se desactivó R. Sammy, te recuerdo que Daneel estaba conmigo y que puede atestiguar que crucé toda la planta sin detenerme y que no llevaba ningún atomizador alfa al salir de allí.
Lentamente, el Comisionado se sentó. No miraba en dirección de R. Daneel ni le hablaba. Colocó sus gordas y blancas manos sobre el escritorio delante de sí y las miró con una apariencia de aguda miseria en su rostro.
—Lije, no sé qué decir ni qué pensar. Y de nada sirve que tengas a tu..., a tu socio como coartada. No puede dar evidencia —comentó.
—Sigo negando haber tomado un atomizador alfa.
Los dedos del comisionado se enredaban y temblaban.
—Lije —interrogó—, ¿por qué vino Jessie a verte aquí hoy por la tarde?
—Ya me lo preguntaste antes, Comisionado. Daré la misma respuesta. Asuntos de familia.
—Tengo información de Francis Clousarr, Lije.
—¿Qué clase de información?
—Me informa de que una tal Jezabel Baley es miembro de una sociedad Medievalista dedicada a derrocar al Gobierno por la fuerza.
—¿Estás seguro de que se refiere a la misma persona? Hay muchos Baley.
—No hay muchas Jezabel Baley.
—Usó su nombre de pila, ¿eh?
—Dijo Jezabel. Lo escuché, Lije. Y no te estoy dando un dato de segunda mano.
—Muy bien. Jessie era miembro de una organización inofensiva, bordeando lo lunático. Nunca hizo nada más que concurrir a reuniones y sentirse un poco culpable por ello.
—No le parecerá así a una junta de revisión, Lije.
—¿Quieres decir que seré suspendido y arrestado bajo sospecha de destruir propiedad del gobierno en la forma del robot R. Sammy?
—Espero que no, Lije, pero se ve horriblemente mal. Todos saben que no te gustaba R. Sammy. Tu esposa fue vista hablando con él esta tarde. Estaba llorando y algunas de sus palabras fueron escuchadas. Resultaban inofensivas por sí mismas, pero dos y dos pueden sumar cuatro, Lije. Tú pudiste sentir que era peligroso dejarle hablar. Y tuviste una oportunidad de obtener el arma.
—Si yo estuviese borrando toda la evidencia en contra de Jessie —interrumpió Baley—, ¿hubiera traído a Francis Clousarr? Parece saber mucho más acerca de ella que cuanto pudo saber R. Sammy. Otra cosa. Yo pasé por la planta de energía dieciocho horas antes de que R. Sammy hablara con Jessie. ¿Sabía yo con tanta anticipación que tendría que destruirlo, y entonces, por pura clarividencia, me apoderé de un atomizador alfa?
—Esos son puntos buenos —convino el Comisionado—. Haré lo que pueda. No sabes cuánto lo siento, Lije.
—¿Sí? ¿Realmente crees que yo no lo hice, Comisionado?
—No sé qué pensar, Lije —replicó Enderby con lentitud—. Debo ser franco contigo.
—Entonces yo te diré lo que debes pensar. Comisionado, ésta es una trampa cuidadosa y elaborada.
—Ahora, espera, Lije —dijo el Comisionado poniéndose tenso—. No des golpes de ciego. Con esa línea de defensa no obtendrás la simpatía de nadie. Ha sido usada por demasiados tipos malos.
—No ando buscando simpatía. Estoy diciendo la verdad. Estoy siendo sacado de circulación para impedir que descubra los hechos relativos al asesinato de Sarton. Desafortunadamente para mi amigo el trampero, es demasiado tarde para eso.
—¿Qué?
Baley consultó su reloj. Eran las 23:00 horas.
—Sé quién está poniéndome la trampa —agregó—, y sé cómo fue asesinado el doctor Sarton y por quién, y tengo una hora para decírtelo, atrapar al hombre, y terminar la investigación.
CAPÍTULO 18
Fin de una investigación
Los ojos del Comisionado Enderby se achicaron y miró a Baley.
—¿Qué vas a hacer? Intentaste algo como esto en el domo de Fastolfe ayer por la mañana. Otra vez no. Por favor.
Baley asintió.
—Ya lo sé. Me equivoqué la primera vez.
Pensó con rabia: «También la segunda. Pero no ahora, no esta vez, no...»
El pensamiento se desvaneció, chisporroteando como una micropila bajo un neutralizador positrónico.
—Juzga por ti mismo, Comisionado —dijo—. Concédeme que la evidencia en mi contra ha sido plantada. Acompáñame y mira hasta dónde te lleva. Pregúntate quién pudo haber plantado esa evidencia. Obviamente sólo alguien que sabía que estaba en la planta de Williamsburg ayer por la tarde.
—Muy bien. ¿Quién pudo ser?
—Fui seguido por un grupo Medievalista desde la cocina —informó Baley—. Los perdí, o al menos pensé que lo había hecho, pero sin duda al menos uno de ellos me vio cruzar por la planta. El único propósito al hacerlo fue tratar de perderlos.
El Comisionado permaneció pensativo.
—¿Clousarr? ¿Estaba con ellos?
Baley asintió. Enderby prosiguió:
—Muy bien, lo interrogaremos. Si tiene algo, se lo sacaremos. ¿Qué más puedo hacer, Lije?
—Aguarde un momento. No te vayas. ¿No ves mi argumento?
—Bueno, veamos si lo hago. —El comisionado se frotó las manos—. Clousarr te vio entrar en la planta de energía de Williamsburg, o bien otro del grupo lo hizo y la información llegó a él. Decidió utilizar el hecho para ponerte en problemas y sacarte de la investigación. ¿Es eso lo que dices?
—Bastante aproximado.
—Bien. —El Comisionado pareció entusiasmarse con la tarea—. Él sabía que tu esposa era un miembro de su organización, naturalmente, y supo que no te enfrentarías con una investigación minuciosa de tu vida privada. Pensó que renunciarías antes que luchar contra evidencia circunstancial. Y, a propósito, Lije, ¿qué opinas de una renuncia? Quiero decir, si las cosas se ponen realmente mal. Podríamos hacerlo calladamente...
—Ni en un millón de años, Comisionado.
Enderby se encogió de hombros.
—Bueno, ¿en dónde estaba yo? Ah, sí, entonces tomó un atomizador alfa, presumiblemente por medio de un cómplice en la planta, y ordenó a otro cómplice que arreglara la destrucción de R. Sammy. —Tamborileó ligeramente con los dedos sobre el escritorio—. No está bien, Lije.
—¿Por qué no?
—Muy rebuscado. Demasiados cómplices. Y cuenta con una coartada de hierro para la noche y la mañana del asesinato de Espaciópolis, entre paréntesis. Eso lo comprobamos inmediatamente, aunque yo era el único que sabía la razón para comprobar esa hora en particular.
—Nunca dije que fuera Clousarr, Comisionado —interpuso Baley—. Tú lo dijiste. Pudo haber sido cualquiera de la organización Medievalista. Clousarr no es más que el dueño de un rostro que Daneel reconoció. Ni siquiera pienso que sea particularmente importante en la organización. Aunque hay una cosa muy extraña en él.
—¿Qué? —preguntó Enderby con suspicacia.
—Sabía que Jessie era un miembro. ¿Conoce a todos los miembros en la organización? ¿Lo crees?
—No lo sé. Sabía que Jessie lo era, de todos modos. Tal vez ella era importante porque era la esposa de un policía. Tal vez la recordaba por esa razón.
—Dices que vino y dijo que Jezabel Baley era un miembro. ¿Dijo así? ¿Jezabel Baley?
Enderby asintió.
—Te digo que yo lo escuché.
—Eso es lo gracioso, Comisionado. Jessie no ha usado su nombre completo desde antes de que naciera Bentley. Ni una vez. Se unió a los Medievalistas después de abandonar su nombre completo. Lo sé con seguridad. ¿Cómo podría Clousarr llegar a conocerla como Jezabel, entonces?
El comisionado enrojeció y exclamó con rapidez:
—Oh bien, si es por eso, probablemente dijo Jessie. Yo me limité a rellenarlo automáticamente y dije el nombre completo. En verdad, ahora estoy seguro de ello. Dijo Jessie.
—Hasta ahora estabas también seguro de que dijo Jezabel. Te lo pregunté varias veces.
La voz del Comisionado se elevó.
—No estás diciendo que soy un mentiroso, ¿verdad?
—Me estoy preguntando si Clousarr, tal vez, no dijo nada de nada. Me estoy preguntando si lo inventaste. Has conocido a Jessie durante veinte años y sabías que su nombre era Jezabel.
—Estás desvariando, hombre.
—¿Lo estoy? ¿Dónde estuviste hoy, después del almuerzo? Estuviste fuera de tu oficina durante dos horas, por lo menos.
—¿Me estás interrogando?
—Contestaré también por ti. Estuviste en la planta de energía de Williamsburg.
El comisionado se levantó de su asiento. La frente le brillaba y tenía burbujas blancas y secas en las comisuras de los labios.
—¿Qué demonios tratas de decir?
—¿No anduviste por ahí?
—Baley, estás suspendido. Entrégame tus credenciales.
—Todavía no. Escúchame primero.
—No lo haré. Eres culpable. Eres culpable, por mil demonios, y lo que me enfurece es su intento barato absurda de hacerme, a mí, aparecer como si estuviese conspirando contra ti. —Perdió la voz de momento, con un gruñido de indignación. Logró recuperar el resuello para proseguir—. De hecho, estás bajo arresto.
—No —dijo Baley con voz tensa—, no todavía. Comisionado, tengo un desintegrador en tu dirección. Apunta derecho y está amartillado. No juegues conmigo, por favor, porque estoy desesperado y diré lo que tengo que decir. Después, puedes hacer lo que te plazca.
Con ojos desorbitados, Julius Enderby contemplaba el maligno orificio en las manos de Baley. Farfulló:
—Veinte años por esto, Baley, en el nivel más profundo de la prisión de la Ciudad.
R. Daneel se movió con rapidez. Su mano se apoderó como garra de la muñeca de Baley. Con toda calma expresó:
—No puedo permitir esto, socio Elijah. No debes causarle ningún daño al Comisionado.
Por primera vez desde que R. Daneel llegó a la Ciudad, el Comisionado le habló directamente:
—Detenlo, tú. ¡Primera Ley!
A lo que Baley replicó de inmediato:
—No tengo la menor intención de dañarlo, Daneel, si tú le impides que me arreste. Dijiste que me ayudarías a esclarecer esto. Todavía tengo cuarenta y cinco minutos.
R. Daneel, sin soltar la muñeca de Baley, indicó:
—Comisionado, creo que debería permitir que Elijah hable. Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe en este momento...
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó el comisionado con rabia.
—Yo poseo dentro de mí una unidad subetérica —aseguró R. Daneel.
El comisionado se le quedó viendo boquiabierto.
—Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe —prosiguió el robot inexorablemente—, y causaría una pésima impresión, Comisionado, si se rehúsa a escuchar a Elijah. Deducciones comprometedoras se podrían sacar.
El Comisionado se echó para atrás en la silla, sin palabras.
—Digo que estuviste en la planta de energía de Williamsburg hoy, Comisionado —reanudó Baley—, y te apoderaste del atomizador alfa y se lo diste a R. Sammy. Escogiste deliberadamente la planta de energía de Williamsburg con el objeto de incriminarme. Hasta echaste mano del doctor Gerrigel para invitarle a que viniera al Departamento; le diste un orientador deliberadamente mal ajustado para llevarle hasta el cuarto de provisiones fotográficas y se tropezara con los restos de R. Sammy. Contabas con él para hacer un diagnóstico correcto.
Baley guardó el desintegrador.
—Si deseas arrestarme ahora, adelante, pero Espaciópolis no considerará eso como una respuesta apropiada.
—Motivo —masculló Enderby sin aliento. Las gafas estaban empañadas y se las quitó, viéndose otra vez vago e indefenso por su ausencia—. ¿Qué motivo pude tener para esto?
—Tú me metiste en problemas, ¿verdad? Eso pondría trabas en la investigación Sarton, ¿o no? Y, aparte de todo eso, R. Sammy sabía demasiado.
—¿Acerca de qué, en nombre del Cielo?
—Acerca de la manera en que un Espaciano fue asesinado hace cinco días y medio. Ya lo ves, Comisionado, tú asesinaste al doctor Sarton en Espaciópolis.
Fue R. Daneel quien tomó ahora la palabra. Enderby lo único que podía hacer era tirarse de los cabellos con furia y sacudir la cabeza. El robot explicó:
—Socio Elijah, me temo que esta teoría es bastante insostenible. Como sabes, es imposible para el Comisionado Enderby haber asesinado al doctor Sarton.
—Escucha, entonces. Enderby me suplicó que tomara el caso, ninguno de los hombres que tienen mayor rango que yo. Lo hizo por diversas razones. En primer lugar, porque éramos amigos de colegio y pensó que podía contar con que nunca se me ocurriría que un antiguo compañero y jefe respetado fuera un criminal. Contaba con mi lealtad bien conocida. En segundo lugar, sabía que Jessie era miembro de una organización ilegal y esperaba poder quitarme de la investigación o amenazarme para que guardara silencio en caso de que me aproximara demasiado a la verdad. Y no estaba realmente preocupado por eso. Desde el principio hizo lo que pudo para despertar mi desconfianza hacia ti, Daneel, y asegurarse de que los dos trabajásemos en sentidos contrarios. Sabía sobre la degradación de mi padre. Pudo adivinar cómo reaccionaría yo. Ya ves, es una ventaja para el asesino estar a cargo de la investigación del crimen.
El Comisionado encontró su voz. Comenzó con voz débil.
—¿Cómo podía saber acerca de Jessie? —Se volvió hacia el robot—. ¡Tú! Si estás transmitiendo esto a Espaciópolis, ¡diles que es mentira! ¡Es todo mentira!
Baley le interrumpió, levantando la voz por unos instantes, y luego bajándola con una calma tensa.
—Seguro que sabías lo de Jessie. Eres un Medievalista, parte de la organización. ¡Tus gafas pasadas de moda! ¡Tus ventanas! Es evidente que tu temperamento te lleva por ese camino. Pero hay mejor evidencia que esa.
»¿Cómo averiguó Jessie que Daneel era un robot? En aquel momento me desconcertó. Por supuesto, ahora sabemos que lo descubrió a través de su organización Medievalista, pero eso sólo retrotrae el problema un paso atrás. ¿Cómo lo supieron ellos? Tú, Comisionado, lo descartaste con una teoría acerca de que Daneel había sido reconocido como un robot durante el incidente de la zapatería. Yo no creí eso. No podía. Lo tomé como un ser humano cuando lo vi por vez primera, y no tengo el menor defecto en la vista.
»Ayer, le pedí al doctor Gerrigel que viniera desde Washington. Más tarde decidí que lo necesitaba por varias razones, pero cuando lo llamé, mi único propósito era ver si él reconocería a Daneel por lo que es sin que le diera yo el menor indicio.
»Comisionado, ¡no lo reconoció! Le presenté a Daneel, estrechó su mano, conversamos, y fue solamente después de que el tema giró en torno a los robots humanoides cuando de repente cayó en la cuenta. Bien, ese era el doctor Gerrigel, el mayor experto en robots sobre la Tierra. ¿Quieres decirnos que unos pocos perturbadores Medievalistas podían hacerlo mejor que él, bajo condiciones de confusión y tensión, y estar tan seguros de ello que lanzaron toda su organización a actividades diversas basándose en el presentimiento de que Daneel era un robot?
»Resulta claro ahora que los Medievalistas debían saber que Daneel era un robot desde el principio. El incidente de la zapatería estaba deliberadamente diseñado demostrar a Daneel y, a través de él, a Espaciópolis del alcance del sentimiento anti-robot en la Ciudad. Tuvo por objetivo confundir el asunto, apartar las sospechas de los individuos y dirigirlas al conjunto de la población.
»Ahora bien, si sabían la verdad sobre Daneel desde el principio, ¿quién se los dijo? Yo no lo hice. Una vez pensé que había sido Daneel mismo, pero es un absurdo. El otro único Terrícola que lo sabía eras tú, Comisionado.
Enderby objetó, con sorprendente energía:
—También pudo haber espías en el Departamento. Los Medievalistas pudieron habernos inundado con ellos. Tu esposa era una de ellos, y si no encuentras imposible el que yo sea uno, ¿por qué no otros en el Departamento?
Las comisuras de los labios de Baley se extendieron en salvaje sonrisa.
—No traigamos espías misteriosos hasta que veamos adónde nos conduce una solución sencilla. Afirmo y sostengo que eres el único informante.
»Ahora que miro hacia atrás, Comisionado, resulta interesante notar cómo tu carácter mejoraba o empeoraba según parecía yo estar lejos o cerca de resolver el problema. Estabas nervioso al comenzar. Cuando ayer por la mañana quise visitar Espaciópolis sin explicarte la razón, estabas prácticamente en estado de colapso nervioso. ¿Pensaste que te había sorprendido, Comisionado? ¿Que era una trampa para entregarte en sus manos? Me dijiste que los odiabas. Estaba casi en llanto. Por un tiempo, pensé que era por el recuerdo de la humillación en Espaciópolis, cuando le consideraron sospechoso; pero luego Daneel me indicó que su sensibilidad había sido bien considerada. Nunca supiste que eras un sospechoso. Tu pánico se debía al temor, no a la humillación.
»Entonces cuando salí con mi solución completamente equivocada, mientras observabas por el circuito trimensional, y viste cuán lejos, cuán inmensamente lejos de la verdad me hallaba, fui otra vez de tu confianza. Hasta discutiste conmigo, defendiendo a los Espacianos. Después de eso, fuiste dueño de ti mismo, por un tiempo, bastante confiado. Me asombró la facilidad con que perdonaste mis acusaciones falsas contra los Espacianos, cuando antes me habías sermoneado respecto a su excesiva sensibilidad. Disfrutaste con mi error.
»Luego, establecí contacto con el doctor Gerrigel, y te empeñabas en saber por qué, y yo no te la dije. Eso te puso al borde del abismo porque temías...
R. Daneel interrumpió de pronto, levantando la mano.
—¡Socio Elijah!
Baley consultó su reloj: ¡Las 23:42!
—¿Qué hay? —preguntó.
—Pudo estar perturbado pensando que descubrirías sus relaciones Medievalistas, si concedemos que existen —sugirió R. Daneel—. No hay nada que lo complique en el asesinato. No puede haber tenido nada que ver con ello.
—Estás en un error, Daneel —contradijo Baley—. Enderby no sabía para qué quería al doctor Gerrigel, pero era seguro suponer que era algo relativo con información sobre robots. Esto asustó al Comisionado, porque un robot estaba ligado muy íntimamente con su crimen mayor. ¿No es así, Comisionado?
Enderby sacudió la cabeza.
—Cuando esto haya concluido... —comenzó, pero terminó incoherente.
—¿Cómo fue cometido el asesinato? —preguntó Baley con furia contenida—. C/Fe, ¡maldita sea! ¡C/Fe! Uso tus propios términos, Daneel. Estás rebosante de los beneficios de una cultura C/Fe y sin embargo dónde podría un Terrícola haberlos utilizado al menos como ventaja temporal. Déjame que te lo explique.
»No hay ninguna dificultad con la idea de un robot cruzando a campo traviesa. Aún de noche. Aún solo. El Comisionado puso un desintegrador en la mano de R. Sammy, le dijo dónde ir y cuándo. Él entró en Espaciópolis por el Personal y le despojaron de su propio desintegrador. Recibió el otro de manos de R. Sammy, mató al doctor Sarton, devolvió el arma a R. Sammy, quien la regresó a campo traviesa. Y hoy destruyó a R. Sammy, cuyo conocimiento se había vuelto peligroso.
»Esto explica todo. La presencia del Comisionado y la ausencia de un arma. Y hace innecesario suponer que cualquier humano neoyorquino haya caminado una sola milla a cielo descubierto y de noche.
Pero al final de la exposición de Baley, R. Daneel objetó:
—Lo siento, socio Elijah, aunque me congratulo con el Comisionado, que tu historia no explica nada. Ya te he dicho que las propiedades cerebro-analíticas del Comisionado son tales que es imposible para él haber cometido un asesinato premeditado. No sé cuál es la palabra que debería aplicarse a este hecho psicológico: cobardía, conciencia o compasión. Conozco el significado que el diccionario les da a todas ellas, pero no puedo juzgar. Sea como fuere, el Comisionado no asesinó.
—Gracias —murmuró Enderby. Su voz ganó fuerza y confianza—. Desconozco tus motivos, Baley, o por qué tratas de arruinarme de esta manera, pero llegaré hasta el fondo...
—Aguarden —interpuso Baley—. No he concluido. Tengo esto.
Colocó con fuerza el cubo de aluminio sobre el escritorio de Enderby, y trató de sentir la confianza que deseaba hacer notar. Durante media hora, estuvo ocultándose a sí mismo un pequeño hecho: no sabía lo que la película mostraba. Estaba arriesgándose, pero era todo lo que le quedaba por hacer.
Enderby se retiró de aquel objeto.
—¿Qué es eso?
—No es una bomba —aseguró Baley con sarcasmo—. Es un micro-proyector ordinario.
—¿Y bien? ¿Qué probará eso?
—Lo veamos.
Introdujo la uña en una de las rendijas del cubo, y una esquina del despacho del comisionado desapareció y se iluminó una escena extraña en tres dimensiones.
Se extendía desde el piso hasta el techo, prolongándose más allá de las paredes de la habitación. Estaba iluminada con una clase de luz grisácea que las instalaciones de la Ciudad jamás habían suministrado.
Baley pensó con algo de disgusto y atracción perversa: «Debe ser el atardecer del que hablaban».
La escena estaba tomada del domo del doctor Sarton. El cuerpo muerto del doctor Sarton, un objeto horrible y contrahecho, ocupaba el centro.
Los ojos de Enderby se le saltaban de las órbitas. Baley dijo:
—Sé que el Comisionado no es un asesino. No necesito que tú me lo digas, Daneel. Si hubiese podido evitar ese solo hecho, hubiera tenido la solución mucho antes. Realmente, no vi el concepto hasta hace una hora, cuando te manifesté al descuido que fuiste curioso en una ocasión respecto a las lentes de contacto de Bentley. Eso fue, Comisionado. Me di cuenta de que tu miopía y tus gafas eran la clave. Supongo que en los Mundos Exteriores no existe la miopía, o habrían llegado a la verdadera solución del asesinato casi inmediatamente. Comisionado, ¿cuándo rompiste tus gafas?
—¿Qué quieres decir? —preguntó el Comisionado.
—Cuando te vi por primera vez para este asunto —explicó Baley—, me dijiste que tus gafas se le habían roto en Espaciópolis. Asumí que las habías roto en la agitación al escuchar la noticia del asesinato, pero nunca lo dijiste, y yo no tenía razones para esa suposición. Realmente, si estabas ingresando a Espaciópolis con un crimen en la mente, estarías ya lo suficientemente perturbado para que se te cayeran las gafas y las rompieras antes del asesinato. ¿No es verdad? ¿Y no te pasó tal cosa en realidad? Dime.
—No veo en punto, socio Elijah —dijo R. Daneel.
Y Baley pensó: «Soy el socio Elijah por diez minutos más. ¡Aprisa! ¡Habla rápido! ¡Y piensa rápido!»
Estaba manipulando la imagen del domo de Sarton mientras hablaba. Con torpeza, la agrandaba, con las uñas indecisas por la tensión que estaba dominándole. Despacio, a sacudidas, el cadáver se agrandaba, se ensanchaba, se alargaba, se acercaba. Baley casi podía oler la peste de la carne chamuscada. La cabeza, los hombros y la parte superior de uno de los brazos oscilaban locamente, unidos a las caderas y piernas mediante un resto ennegrecido de columna vertebral de la que sobresalían muñones de costillas carbonizadas.
Baley le dirigió de soslayo una mirada al Comisionado. Enderby había cerrado los ojos. Parecía mareado. Baley también se sentía descompuesto, pero él tenía que mirar. Fue girando lentamente la imagen trimensional mediante los controles del transmisor, rotándola, levantando el cuerpo para verlo en cuadrantes sucesivos. La uña resbaló y la imagen del piso se ladeó de repente y se amplió de modo que el piso y el cadáver se convirtieron en una masa confusa, más allá de la resolución del transmisor. Disminuyó la ampliación y dejó que el cuerpo se deslizara hacia un lado.
Seguía hablando. Tenía que hacerlo. No podía detenerse hasta que hallara lo que estaba buscando. Y si no lo encontraba, toda su conversación podría resultar inútil. Peor que inútil. Su corazón palpitaba con fuerza, y también la cabeza. Dijo:
—El Comisionado no puede cometer un asesinato deliberado. ¡Verdad! Deliberado. Pero cualquier hombre puede matar por accidente. El Comisionado no ingresó en Espaciópolis para matar al doctor Sarton. Fue a matarte a ti, Daneel. ¡A ti! ¿Hay algo en su cerebro-análisis que diga que es incapaz de destruir una máquina? Eso no es asesinato, solamente sabotaje.
»Es un Medievalista, uno bien convencido. Trabajó con el doctor Sarton y conocía el propósito para el cual fuiste diseñado. Temía que dicho propósito fuera alcanzado, que los Terrícolas fueran alejados de la Tierra. Así que decidió destruirte a ti, Daneel. Eras el único en tu tipo construido, y tenía buenas razones para pensar que mostrar la extensión y determinación del Medievalismo en la Tierra, descorazonaría a los Espacianos. Conocía qué fuerte era la opinión popular de que los Mundos Exteriores terminarían el proyecto de Espaciópolis. El doctor Sarton debe haber discutido el punto con él. Esto, pensó, sería el último envión en la dirección apropiada.
»No digo que aún el pensamiento de aniquilarte a ti, Daneel, fuese agradable. Le hubiera pedido a R. Sammy que lo hiciera, me imagino, si no te vieras tan humano que un robot primitivo como ese no podría ver la diferencia, comprenderla. La Primera Ley lo hubiera detenido. O el Comisionado le habría encargado a otro ser humano que lo hiciera, si no fuera porque él mismo era el único que tenía acceso directo a Espaciópolis todo el tiempo.
»Permítanme reconstruir lo que pudo haber sido el plan del Comisionado. Estoy adivinando, lo confieso, pero creo estar en lo justo. Concertó la cita con el doctor Sarton, pero llegó temprano con toda intención, al amanecer, para ser exactos. El doctor Sarton estaría durmiendo, me imagino, pero tú, Daneel, estarías despierto. Supongo, ya que estamos, que vivías con el doctor Sarton, Daneel.
El robot asintió, diciendo:
—Tienes razón, socio Elijah.
—Entonces, permítanme continuar —retomó Baley—. Tú saldrías a la puerta del domo, Daneel, recibirías una carga del desintegrador en el pecho o en la cabeza, y todo habría terminado. El Comisionado se alejaría a toda velocidad, a través de las calles desiertas del amanecer de Espaciópolis, regresaría al sitio en donde lo esperaba R. Sammy. Le devolvería el desintegrador y luego caminaría muy despacio hacia el domo del doctor Sarton. De ser necesario, “descubriría” el cuerpo él mismo, aun cuando hubiese preferido que cualquier otro lo hiciera. Si le preguntaran respecto a su llegada tan temprano, supongo que hubiera dicho que había venido a informarle al doctor Sarton de ciertos rumores de un ataque Medievalista a Espaciópolis, y a urgirle que tomara precauciones para evitar problemas declarados entre Espacianos y Terrícolas. El robot muerto añadiría fuerza a sus palabras.
»Si te interrogaran respecto al gran intervalo entre tu entrada a Espaciópolis, Comisionado, y tu llegada al domo del doctor Sarton, podrías decir, veamos, que viste a alguien que se escabullía por las calles en dirección a campo abierto. Lo perseguiste por un rato. Eso los encaminaría sobre pistas falsas. En cuanto a R. Sammy, nadie lo notaría. Un robot entre las granjas fuera de la Ciudad es sólo otro robot. ¿Qué tan cerca estoy, Comisionado?
—No, yo no... —Enderby se retorcía.
—No —explicó Baley—, no mataste a Daneel. Él está aquí, y en todo el tiempo que ha estado en la Ciudad no has sido capaz de mirarle la cara ni dirigirte a él por su nombre. Míralo ahora, Comisionado.
Enderby no pudo. Se cubrió el rostro con manos temblorosas.
Las inseguras manos de Baley casi dejan caer el micro-proyector. Lo había hallado.
La imagen estaba ahora centrada sobre la puerta principal del domo del doctor Sarton. La puerta estaba abierta; había sido deslizada dentro del receptáculo del muro a lo largo de las correderas de brillante metal. Abajo, entre ellas. ¡Allí! ¡Allí!
El brillo era inequívoco.
—Les diré lo que sucedió —continuó Baley—. Te encontrabas en el domo cuando se te cayeron las gafas. Debes haber estado nervioso y te he visto cuando estás nervioso. Te las quitas; las limpias. Eso fue lo que hiciste entonces. Pero tus manos temblaban y las dejaste caer; tal vez las pisaste. De todos modos estaban rotas y, precisamente en ese instante, la puerta se abrió y una figura que parecía Daneel se te puso delante.
»Le disparaste, recogiste los restos de tus gafas, y corriste. Ellos encontraron el cadáver, pero tú, y cuando por fin te hallaron, descubriste que no era a Daneel, sino al madrugador doctor Sarton a quien habías asesinado. El doctor Sarton diseñó a Daneel a su imagen, para su gran desgracia, y sin tus gafas en ese momento de tensión no pudiste distinguirlos.
»Y si deseas la prueba tangible, ¡hela ahí!
La imagen del domo de Sarton se estremeció y Baley colocó el proyector con mucho cuidado sobre el escritorio, con la mano fuertemente apoyada sobre él.
El rostro del Comisionado Enderby estaba distorsionado por el terror y el de Baley por la tensión. R. Daneel parecía indiferente.
El dedo de Baley estaba señalando.
—Ese reflejo en las correderas de la puerta, ¿qué es, Daneel?
—Dos pequeñas partículas de cristal —repuso el robot con frialdad—. No significaron nada para nosotros.
—Ahora lo harán. Son porciones de lentes cóncavas. Midan sus propiedades ópticas y compárenlas con las de las gafas que Enderby está usando ahora. ¡No las rompa, Comisionado!
Se precipitó hacia el Comisionado y arrancó las gafas de sus manos. Se las alargó a R. Daneel, jadeando.
—Esto es prueba suficiente, creo, de que estuvo en el domo más temprano de lo que se pensó que estuviera.
—Estoy del todo convencido —asintió R. Daneel— Ahora me doy cuenta que me aparté por completo de la pista por el cerebro-análisis del Comisionado. Te felicito, socio Elijah.
Baley consultó su reloj. Señalaba las 24:00 horas. Un nuevo día comenzaba.
Lentamente, la cabeza del Comisionado bajó hasta sus brazos. Las palabras no eran más que gemidos ahogados:
—Fue un error. Un error. Nunca quise matarlo.
Sin previo aviso, se deslizó de la silla y quedó como un bulto informe en el suelo. R. Daneel se le aproximó con rapidez y dijo:
—Lo has lastimado, Elijah. Eso está muy mal.
—No está muerto, ¿eh?
—No; pero sí inconsciente.
—Ya volverá en sí. Supongo que fue demasiado para él. Tenía que hacerlo. ¡Yo tenía que hacerlo! No tenía evidencia que se sostuviera en una corte, sólo deducciones. Tuve que acosarle, y acosarle, y soltárselo poco a poco, con la esperanza de que se desmoralizara. Así sucedió, Daneel. Tú le oíste confesar, ¿verdad?
—Sí.
—Ahora bien, yo te prometí que esto sería beneficioso para el proyecto de Espaciópolis, de modo que... ¡Aguarda, está volviendo en sí!
El comisionado se quejó. Los ojos le temblaron y se abrieron. Se les quedó mirando sin pronunciar palabra.
—¡Comisionado! —llamó Baley—, ¿me escuchas?
El comisionado asintió indiferente.
—Muy bien, entonces. Mira, los Espacianos tienen otras cosas en mente, no tu culpabilidad. Si cooperas con ellos...
—¿Qué? ¿Qué?
Un débil rayo de esperanza brilló en los ojos del Comisionado.
—Tú debes ser alguien importante en la organización Medievalista de Nueva York, tal vez hasta en el ámbito planetario. Encáuzalos en la dirección de la colonización del espacio. Puede ver la consigna, ¿verdad? Podemos volver a la tierra, muy bien... pero en otros planetas.
—No comprendo —murmuró el comisionado.
—Eso es lo que buscan los Espacianos. Y que Dios me ayude, también lo que busco yo, desde la pequeña conversación que tuve con el doctor Fastolfe. Eso es lo que desean más que nada. Se arriesgan a muerte viniendo a la Tierra y permaneciendo aquí para ese propósito. Si el asesinato del doctor Sarton te posibilita orientar al Medievalismo en la línea de reanudar la colonización galáctica, probablemente ellos lo consideren un sacrificio que valió la pena. ¿Me comprendes ahora?
—Elijah tiene razón —interpuso R. Daneel—. Ayúdanos, Comisionado, y olvidaremos el pasado. Estoy hablando en nombre del doctor Fastolfe y de nuestro pueblo en general. Por supuesto, si aceptas ayudarnos y después nos traicionas, siempre tendríamos el hecho de tu culpabilidad para actuar. Espero que entiendas esto, también. Lamento tener que mencionarlo.
—¿No seré juzgado? —preguntó el Comisionado.
—No si nos ayudas.
—Pues sí lo haré —murmuró mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Fue un accidente. Explícales eso. Un accidente. Hice lo que pensé era correcto.
—Si nos ayudas —añadió Baley—, entonces sí estarás haciendo lo correcto. La colonización del espacio es la única salvación posible para la Tierra. Te darás cuenta si piensas en ello sin prejuicios. Si piensas que no puedes, tienes una corta conversación con el doctor Fastolfe. Y ahora, puedes comenzar ayudando si le echas tierra al asunto de R. Sammy. Llámalo accidente o algo así. ¡Ponle fin! —Se puso de pie—. Y recuerda, no soy la única persona que conoce la verdad, Comisionado. Librarte de mí te arruinará. Toda Espaciópolis sabe. Lo entiendes, ¿verdad?
—Es innecesario decir más, Elijah —amonestó R. Daneel—. Él es sincero y nos ayudará. Para mí está caro, viendo su cerebro-análisis.
—Muy bien. Entonces me voy a casa. Deseo ver a Jessie y a Bentley y recomenzar mi existencia natural. Y quiero dormir... Oye, Daneel, ¿te quedarás en la Tierra después de que se vayan los Espacianos?
—No se me ha informado —repuso R. Daneel—. ¿Por qué me lo preguntas?
Baley se mordió los labios, y luego murmuró:
—Pensé que nunca se me ocurriría decirle algo como esto a nadie como tú, Daneel, pero confío en ti. Hasta... te admiro. Yo ya estoy muy viejo para abandonar la Tierra, pero cuando finalmente se establezcan las escuelas para emigrantes, allí estará Bentley. Y tal vez, algún día, Bentley y tú...
—Tal vez —el rostro de R. Daneel no mostraba emociones.
El robot se volvió hacia Julius Enderby, quien los observaba con el rostro fláccido en el que ahora comenzaba a aparecer cierta vitalidad. Le dijo:
—Estuve tratando de comprender, amigo Julius, ciertas observaciones que me hizo Elijah. Tal vez estoy comenzando a entender porque de pronto me parece que la destrucción de lo que no debería ser, o sea, la destrucción de lo que la gente llama el mal, resulta menos justa y deseable que la conversión de este mal en lo que llama el bien.
Dudó, entonces, casi como si estuviera sorprendido de sus propias palabras, y dijo:
—¡Ve, y no peques más!
Baley, sonriendo de repente, tomó a R. Daneel del codo, y salieron por la puerta, del brazo.
FIN