Publicado en
mayo 30, 2010
Parte 1,
Parte 2CAPITULO 47
El testamento de Jo
Mientras Allan Woodcourt y Jo siguen por las calles en las que las altas torres de las iglesias y las distancias parecen tan próximas y tan nítidas a la luz matutina que la misma ciudad parece renovada por el descanso, Allan decide mentalmente cómo y a dónde va a llevar a su compañero. «Desde luego, es asombroso» —considera— «que en el centro del mundo civilizado este ser con forma humana tenga más dificultades para encontrar acomodo que un perro sin dueño.» Pero por asombroso que resulte, así es, y las dificultades continúan.
Al principio mira a sus espaldas muchas veces, para asegurarse de que Jo efectivamente lo sigue. Pero, mire donde mire, ahí sigue, bien cerca de las paredes del otro lado, avanzando, tocando con la mano un ladrillo tras otro y una puerta tras otra, también él mira hacia él, atentamente, mientras lo sigue. Al cabo de un rato, convencido de que lo último que se le ocurrirá es escapar de él, Allan continúa, pensando ya sin esa otra preocupación, en lo que va a hacer.
Al ver un kiosco que sirve desayunos en una esquina, se le ocurre lo primero que ha de hacer. Se detiene en él, mira atrás y llama a Jo. Jo cruza la calle y llega a trompicones titubeantes, frotándose lentamente los nudillos de la mano derecha en la palma ahuecada de la izquierda, como si estuviera machacando polvo con una mano y un mortero naturales. Entonces ponen ante Jo lo que a éste le parece un yantar muy delicado, y empieza a tragarse el café y a roer el pan con mantequilla, mirando preocupado en todas las direcciones al mismo tiempo que come y bebe, como un animal asustado.
Pero está tan enfermo y se siente tan mal que incluso le ha abandonado el hambre.
—Creía que me estaba muriendo de hambre, caballero —dice Jo, que aparta en seguida los platos—, pero es que no sé ná... ni siquiera de eso. No me apetece comer ná ni beber ná. —Y Jo se pone en pie y contempla el desayuno, asombrado.
Allan Woodcourt le toma el pulso y después le lleva la manó al pecho.
—¡Respira, Jo, respira hondo!
—Más hondo que un pozo —dice Jo, y podría añadir: «y me estoy ahogando», pero se limita a susurrar—: Ya circulo, caballero.
Allan busca una botica con la mirada. No hay ninguna cerca, pero igual o mejor vale una taberna. Obtiene una pequeña cantidad de vino y le da un poco al chico, con gran cuidado. El muchacho empieza a revivir en cuanto le pasa de los labios.
—Quizá repitamos la dosis, Jo —dice Allan tras observarlo con su expresión atenta—. ¡Bueno! Vamos a descansar cinco minutos y después seguimos adelante.
Allan Woodcourt deja al muchacho sentado en el banco del kiosco, con la espalda apoyada en una barra de hierro y se da un paseo al sol de la mañana, mirándolo de vez en cuando pero sin dar la impresión de vigilarlo. No hace falta gran discernimiento para percibir que ya no tiene frío y se siente descansado. Si cabe decir de una cara tan sombría que se haya iluminado, es cierto que algo se le ha iluminado la carita, y poco a poco va comiendo la rebanada de pan que había dejado tan desesperado. Al ver todos esos indicios de mejoría, Allan empieza a hablar con él, y se entera con gran asombro de las aventuras de la dama del velo, con todas sus consecuencias. Jo mastica lentamente y las va contando lentamente. Cuando terminan su historia y el pan, los dos siguen su camino.
Allan se propone hablar de sus dificultades para encontrarle un refugio temporal al muchacho con su vieja paciente, la activa señorita Flite, y se dirige hacia el patio donde por primera vez se vieron él y Jo. Pero en la tienda del trapero ha cambiado todo; la señorita Flite ya no vive allí; está cerrado, y una hembra de facciones duras y muy oscurecidas por el polvo, de edad difícil de adivinar —pero que, de hecho, es nada menos que la interesante Judy— da unas respuestas concisas y lacónicas. Como, sin embargo, éstas bastan para comunicar al visitante que la señorita Flite y sus pájaros están alojados con una tal señora Blinder, en Bell Yard, allá van los dos, y la señorita Flite (que se levanta temprano para llegar puntualmente al Diván de la justicia que preside su excelente amigo el Canciller) baja corriendo con lágrimas de bienvenida y los brazos abiertos.
—¡Mi querido médico! —grita la señorita Flite—. ¡Mi meritorio, distinguido y honorable oficial! —Utiliza algunas expresiones raras, pero es tan cordial y tan acogedora como pueda ser la persona más cuerda, y más de lo que suelen serlo éstas. Allan, muy paciente con ella, espera hasta que se le acaben sus expresiones de cariño, se-ñala hacia Jo, que tiembla en un portal, y le dice por qué ha ido allí.
—¿Dónde puedo alojarlo de momento? Usted conoce a mucha gente y tiene muy buen sentido, de manera que quizá pueda aconsejarme.
La señorita Flite, orgullosísima ante tamaño cumplido, se pone a pensar, pero tarda mucho en tener una idea brillante. La casa de la señora Blinder está llena, y ella misma está ocupando la habitación del pobre Gridley.
—¡Gridley! —exclama la señorita Flite batiendo palmas tras repetir esta observación por vigésima vez—. ¡Gridley! ¡Claro, claro! ¡Mi querido médico! El General George va a ayudarnos.
Es inútil pedir información alguna acerca del General George, y lo sería aunque la señorita Flite no se hubiera echado ya a correr por las escaleras en busca de su sombrerito arrugado y su pobre chal y a armarse con su ridículo lleno de documentos. Pero como informa a su médico, a su aire desordenado, cuando baja con todo listo, que el General George, a quien visita a menudo, conoce a su querida Fitz-Jarndyce, y se interesa mucho por todo lo relacionado con ella, Allan se siente inducido a pensar que quizá vayan a buen puerto. En consecuencia, dice a Jo, para confortarlo, que dentro de poco acabarán sus vagabundeos, y se dirigen a casa del General. Por fortuna, no está lejos.
Por el exterior de la Galería de Tiro de George, su larga entrada y la perspectiva despejada que hay más allá. Allan Woodcourt piensa que va a ir bien. También considera prometedora la figura del propio señor George, que avanza hacia ellos en medio de su ejercicio matutino, con la pipa en la boca, sin corbata y con los brazos musculosos, desarrollados por el uso del sable y de las pesas, claramente visibles bajo las mangas de una delgada camisa.
—A su servicio, caballero —dice el señor George con un saludo militar. Tiene una sonrisa bienhumorada que le sube hasta la ancha frente y el pelo bien cortado, y después saluda a la señorita Flite que con gran cortesía, y sin ninguna prisa efectúa ceremoniosamente el rito de las presentaciones. El, por su parte, termina con otro—: ¡A su servicio, caballero! —y otro saludo.
—Con su permiso, caballero. ¿Es usted marino? —pregunta el señor George.
—Me complace mucho saber que lo parezco —responde Allan—, pero sólo soy médico de la marina.
—¡Vaya, caballero! Hubiera jurado que era usted un lobo de mar.
Allan espera que eso sirva para que el señor George perdone su intrusión, y especialmente que no apague la pipa, como ha manifestado intención de hacer por cortesía.
—Es usted muy amable, caballero —responde el soldado—. Como sé por experiencia que a la señorita Flite no le molesta, y como a usted tampoco... —y termina la frase volviendo a llevársela a la boca. Allan procede a contarle todo lo que sabe de Jo, mientras el soldado escucha con gesto grave.
—Y, entonces, ¿éste es el muchacho, caballero? —pregunta con una mirada hacia la entrada, donde está Jo contemplando el gran letrero dé la fachada encalada, que a sus ojos no significa nada.
—Éste es —dice Allan—. Y, señor George, tengo esta dificultad con él. No quiero llevarlo a un hospital, incluso de suponer que pudiera conseguir que lo ingresaran de inmediato, porque preveo que no se quedaría mucho tiempo allí, si es que lográsemos convencerlo para que fuera allí. La misma objeción cabe aplicar a un asilo, de suponer que tuviera yo la paciencia para soportar que me dieran excusas y evasiones, y que me pasaran de una ventanilla a otra para tratar de ingresarlo, sistema que no me agrada demasiado.
—No le agrada a nadie, caballero —responde el señor George.
—Estoy convencido de que no se quedaría mucho tiempo en ninguno de esos sitios, pues está dominado por un terror extraordinario de la persona que le ordenó que se mantuviera lejos de aquí; en su ignorancia, cree que esa persona está en todas partes y que lo sabe todo.
—Perdóneme usted, caballero —dice el señor George—, pero no ha mencionado usted cómo se llama esa persona. ¿Es algún secreto, caballero?
—El chico dice que sí. Pero se llama Bucket.
—¿Bucket el detective, caballero?
—Exactamente.
—Pues yo lo conozco, caballero —replica el soldado tras exhalar una columna de humo y abombar el pecho—, y el chico no se equivoca en el sentido de que sin duda se trata de... un tipo extraño —y el señor George tras decir esto, fuma profundamente y contempla en silencio a la señorita Flite.
—Bien, pues lo que yo desearía es que por lo menos el señor Jarndyce y la señorita Summerson supieran que éste Jo, que cuenta una historia tan rara, ha vuelto a reaparecer, y que pudieran hablar con él, si es que lo desean. Por eso quiero que, de momento, se encuentre alojado en algún lugar modesto mantenido por personas decentes que quisieran recibirlo. Como ve usted, señor George —dice Allan, siguiendo la mirada del soldado hacia la entrada—, Jo no ha tenido mucho trato con personas decentes. De ahí la dificultad. ¿Conoce usted por causalidad a alguien de por aquí que estuviera dispuesto a acogerlo durante un tiempo si yo pago por adelantado?
Al mismo tiempo que lo pregunta se da cuenta de que hay un hombrecillo de cara sucia al lado del soldado, que mira hacia arriba, con cara y gesto enrevesados, a la cara del soldado. Tras unas cuantas chupadas a la pipa, el soldado mira de lado al hombrecillo, y éste le hace un guiño al soldado.
—Pues bien, señor mío —dice el soldado—, le puedo asegurar que estoy dispuesto a darme con un canto en los dientes si ello puede agradar a la señorita Summerson, y en consecuencia considero un privilegio hacer un favor a esa señorita, por pequeño que sea. Claro está, señor mío, que aquí Phil y yo somos un tanto bohemios. Ya ve usted este lugar. Si quiere usted, el chico puede ocupar un rincón tranquilo. No se cobra nada, más que el rancho. La verdad señor mío, es que no andamos muy prósperos. Nos pueden desahuciar en cualquier momento. Sin embargo, caballero, dentro de las limitaciones del lugar, y mientras esté a nuestra disposición, también lo está a la suya.
Con un gesto amplio de su pipa, el señor George pone todo el edificio a disposición de su visitante.
—Doy por seguro, caballero —añade—, que como pertenece usted a la profesión médica, está usted seguro de este pobre sujeto no es víctima de ninguna infección. Allan está totalmente seguro de ello.
—Porque, caballero —dice el señor George con un gesto pesaroso de la cabeza—, de eso ya hemos tenido más que demasiado.
Su nuevo conocido le hace eco con un gesto no menos pesaroso.
—Sin embargo, estoy obligado a decir a usted —observa Allan, tras repetir su anterior garantía—, que el muchacho está deplorablemente debilitado y desnutrido, y que quizá (aunque no puedo asegurarlo) esté demasiado mal como para que pueda recuperarse.
—¿Cree usted que corre peligro, caballero? —pregunta el soldado.
—Sí, mucho me lo temo.
—Entonces, caballero —responde el soldado con gesto decisivo—, me parece (dado que yo también soy muy dado al vagabundeo) que cuanto antes entre de la calle, mejor. ¡Eh, Phil! ¡Haz que entre!
El señor Squod zarpa oblicuamente a cumplir la orden, y el soldado, que ha terminado la pipa, la deja a un lado. Entra Jo. No es uno de los indios tockahupo de la señora Pardiggle; no es una de las ovejas de la señora Jellyby, pues no tiene nada que ver con Borriobula-Gha; no es alguien que enternezca gracias a la distancia y a la ignorancia [no puede tranquilizar ni ablandar a nadie, como pretexto distante para no intervenir en lo que anda mal a la vuelta de la esquina]; no es un auténtico salvaje exótico: es un producto auténticamente nacional. Está sucio, es feo, desagrada desde todos los puntos de vistas; es físicamente un ser vulgar de las más vulgares calles; no es un pagano más que de alma. La suciedad que lo recubre es local, los parásitos que lo consumen son locales; las llagas que tiene son locales; la ignorancia nativa, el producto del suelo y del clima ingleses hacen que su naturaleza inmortal sea inferior a la de las bestias que perecen . ¡Muéstrate, Jo, tal y como eres! Desde la planta de los pies hasta la coronilla no tienes nada de interesante.
Entra, arrastrando los pies, en la galería del señor George y se queda ahí acurrucado, mirando el suelo. Parece comprender que los otros tienen una tendencia a rehuirlo, en parte por lo que es y en parte por lo que ha causado. También él los rehuye. No pertenece al mismo orden de cosas ni al mismo lugar de la creación. No pertenece a ningún orden ni a ningún lugar; no pertenece a los animales ni a la humanidad.
—¡Vamos, Jo! —dice Allan—. Éste es el señor George.
Jo sigue mirando un rato al suelo, después levanta la vista y vuelve a bajarla.
—Es un buen amigo tuyo, porque te va a dar alojamiento aquí.
Jo hace un gesto con la mano, como esbozando una reverencia. Tras un rato de reflexión, unos tropezones atrás y adelante, y un cambio del pie en el que está apoyado, susurra que «muchas gracias».
—Aquí estarás bien y a salvo. Por ahora no tienes más que obedecer lo que te digan e irte recuperando. Y no te olvides de decirnos la verdad en todo, Jo, pase lo que pase.
—Que me muera si no, caballero —dice Jo, que vuelve a su expresión favorita—. No he hecho ná más que lo que usté sabe, pá meterme en líos. Yo nunca me he metido en líos, señor, menos que no sé ná y lo del hambre que paso.
—Te creo. Ahora, escucha al señor George. Ya veo que te va a decir algo.
—Caballero, lo único que pretendía yo —observa el señor George, notablemente robusto y tieso— era señalarle dónde puede acostarse y dormir todo lo que quiera. Bueno, mira aquí —y mientras el soldado va hablando los lleva al otro extremo de la galería, y abre uno de los pequeños cubículos—, ¡ya ves! Aquí tienes un colchón y aquí puedes quedarte mientras te portes bien, mientras el señor..., con su permiso, caballero —dice en tono de excusa mientras lee la tarjeta que acaba de pasarle Allan—, mientras quiera el señor Woodcourt. No te asustes si oyes tiros; van al blanco, y no a ti. Bueno, hay otra cosa que quiero recomendar, caballero —dice el soldado, volviéndose hacia su visitante—, ¡Phil, ven!
Phil se acerca conforme a su táctica habitual.
—Éste, caballero, es un hombre al que encontraron en el arroyo cuando era niño. Por lo tanto, es de prever que se interese naturalmente por esta pobre criatura. Así es, ¿no, Phil?
—Desde luego que sí, no faltaba más, jefe —responde Phil.
—Pues estaba yo pensando, caballero —continúa el señor George, con una especie de confianza marcial, como si estuviera dando su opinión en un consejo de guerra en plena campaña—, que si este hombre lo llevara a darse un baño, y se gastara unos chelines en comprarle algo de ropa barata...
—Señor George, mi amable amigo —le interrumpe Allan, que se saca la cartera—, ése es precisamente el favor que quería pedirle a usted.
Inmediatamente se envía a Phil Squod y a Jo en busca de atavíos. La señorita Flite, totalmente encantada con su éxito, se apresura a dirigirse á los Tribunales, pues teme mucho que, si no lo hace, su gran amigo el Canciller se sienta inquieto por ella, o que pronuncie el fallo tanto tiempo esperado mientras ella está ausente, y observa que: «¡Y ya saben mis queridos médico y general, que al cabo de tantos años sería absurdamente lamentable!» Allan aprovecha la oportunidad para ir a buscar unos reconstituyentes, y cuando los consigue cerca, vuelve en seguida y se encuentra con que el soldado se está paseando por la galería, y se pone a su paso.
—Entiendo, caballero —dice el señor George—, que la señorita Summerson está bastante bien, ¿no?
Eso parece.
—Pero, usted no es pariente suyo, ¿verdad, caballero?
Parece que no.
—Excuse mi aparente curiosidad —dice el señor George—. Me pareció probable que se interesara usted por este pobre chico más de lo corriente porque por desgracia la señorita Summerson se interesó tanto por él. Eso es lo que me pasa a mí, caballero, se lo asegura.
—Y a mí, señor George.
El soldado mira de lado a las mejillas tostadas de Allan y a sus ojos oscuros y brillantes, mide rápidamente su peso y su estatura y parece darle su aprobación.
—Desde que salió usted, caballero, he estado pensando en que sin duda conozco el despacho de Lincoln's Inn Fields al que llevó Bucket al muchacho, según el relato de éste. Aunque él no sabe de quién se trata, le puedo decir quién es. Es Tulkinghorn. Ése es.
Allan lo mira con gesto interrogante y repite el nombre.
—Tulkinghorn. Así se llama, sí, señor. Lo conozco y sé que ha estado en contacto con Bucket antes, en relación con una persona fallecida que le había ofendido en algo. Sé quién es, sí, señor. Para desgracia mía.
Allan, naturalmente, pregunta qué género de persona es.
—¡Qué género de persona! ¿Quiere usted decir qué aspecto tiene?
—No, eso creo que ya lo entiendo. Quiero decir para tratar con él. ¿Qué género de persona, en general?
—Bueno, caballero, pues le diré —contesta el soldado, que se detiene y se cruza los brazos encima del ancho pecho, tan airado que la cara se le enrojece y enciende entera— que es un género endemoniadamente malo de persona. Es el género de persona al qué le gusta la tortura lenta. No tiene más sentimientos que un pedazo de carbón. Es un género de persona (¡por Jove!) que me ha causado más preocupaciones y más intranquilidad y más descontento conmigo mismo que todas las demás personas que conozco juntas. ¡Ése es el género de persona que es el señor Tulkinghorn!
—Lamento mucho —dice Allan— haberme referido a algo tan doloroso.
—¿Doloroso? —El soldado separa todavía más las piernas, se humedece la palma de la mano con la lengua y se la lleva a un bigote imaginario—. No es culpa suya, caballero, pero júzguelo. Tiene un poder sobre mí. Es precisamente la persona que mencioné hace un momento en el sentido de que podía desahuciarnos de un momento al otro. Me tiene sometido a una incertidumbre constante. Ni me ataca ni me deja en paz. Si tengo que hacerle un pago, o pedirle un plazo, no me ve ni me oye: me pasa a Melchisedech de Clifford's Inn, y Melchisedech de Clifford's Inn vuelve a pasarme a él, y así me tiene siempre pendiente de él, como si yo estuviera hecho de la misma madera que él. Pero, fíjese, ¡me paso prácticamente la mitad de la vida esperando y llamando a su puerta! ¿Qué le importa a él? Nada. Para él soy como el pedazo de carbón con el que lo he comparado alguna vez. Me pincha y me irrita hasta que... ¡Bah! ¡Bobadas! Estoy divagando, señor Woodcourt —y el soldado vuelve a echarse a andar—; lo único que digo es que es un viejo, pero yo celebro no tener ya una oportunidad de meterle las espuelas a mi caballo y combatir con él en campo abierto. Porque si tuviera esa oportunidad cuando me pone como me pone, ¡le juro que lo atravesaría, caballero!
El señor George se ha excitado tanto que considera necesario limpiarse la frente con la manga de la camisa. Incluso cuando aventa su ira silbando el Himno Nacional, todavía sigue haciendo involuntariamente sacudidas de cabeza, y el pecho le palpita; por no mencionar algunos ajustes apresurados del cuello de la camisa con ambas manos, como si no estuviera lo bastante abierto para impedir que se sofoque. En resumen, Allan Woodcourt no abriga ninguna duda acerca de la probabilidad de que el señor Tulkinghorn quedara atravesado en el campo abierto mencionado.
Poco después llegan Jo y su guía, y Phil lleva cuidadosamente a Jo a su colchón; Allan, tras administrar minuciosamente los medicamentos por su propia mano, confía a Phil todos los medios y las instrucciones que hacen falta. La mañana ya está bien entrada. Allan va a su alojamiento y a desayunar, y después, sin tratar de descansar, va a ver al señor Jarndyce para comunicarle su descubrimiento.
El señor Jarndyce vuelve solo con él y le dice confidencialmente que hay motivos para mantener en el margen secreto este asunto, por el que manifiesta gran interés. Jo repite al señor Jarndyce básicamente lo mismo que ha dicho por la mañana, sin ninguna variación material. Lo único que ocurre es que ese pozo suyo es más hondo, y le resulta más difícil salir de él.
—Déjenme quedarme aquí y que no me persigan más —tartamudea Jo—, y me hagan el favor de si alguien pasa por donde yo barría antes, na más que dicirle al señor Snagsby que Jo, que ya conoce él, va y circula como está mandado, y se lo agradeceré mucho más entoavía que lo estoy ya, si es que los probes podemos estar agradecidos.
En el día o los dos días siguientes se refiere tantas veces al papelero de los tribunales que Allan, tras consultar al señor Jarndyce, decide, llevado de su buen corazón, ir a la plazoleta de Cook, y cuanto antes, porque el pozo está cada vez más hondo.
A la plazoleta de Cook, pues, encamina sus pasos. El señor Snagsby está tras el mostrador, con su guardapolvos gris y sus manguitos, inspeccionando un contrato en varias hojas que le acaba de llegar del copista: una meseta inmensa de letra cancilleresca sobre pergamino, con un alto de vez en cuando de letra gruesa para romper esa terrible monotonía e impedir que el viajero se desespere. El señor Snagsby se detiene en uno de esos oasis de tinta y saluda al recién llegado con su tos de preparación general para el negocio.
—¿No me recuerda, señor Snagsby?
Al papelero le empiezan a dar palpitaciones, pues nunca ha olvidado sus viejas aprensiones. Lo único que puede hacer es responder:
—No, señor, no puedo decir que lo recuerde. Yo diría, por no andarme con circunloquios que nunca le he visto a usted hasta ahora, señor mío.
—Dos veces —responde Allan Woodcourt—. Una vez ante el lecho de muerto de un pobre hombre y otra... «¡Por fin ha llegado!», piensa el pobre papelero al recordar. «¡Ahora la nube se ha cargado y va a romper!» Pero tiene la suficiente presencia de ánimo para llevar a su visitante a la trastienda y cerrar la puerta.
—¿Es usted casado, caballero?
—No.
—Aunque sea usted soltero —dice el señor Snagsby—, ¿querría usted tratar de hablar lo más bajo posible? ¡Porque apuesto este negocio y quinientas libras a que mi mujercita está escuchando por alguna parte!
El señor Snagsby, profundamente acongojado, se sienta en su taburete, con la espalda al escritorio y protesta:
—Jamás he tenido un secreto propio, señor mío. No puedo hallar un solo recuerdo en mi memoria de haber tratado ni una sola vez de engañar voluntariamente a mi mujercita desde el día en que me dio el sí. No lo hubiera hecho, señor mío. Por no andarme con circunloquios, no podría haberlo hecho, no habría osado. Y pese a todo, sin embargo, me encuentro rodeado de secretos y misterios, y la vida se me ha convertido en una pesada carga.
Su visitante manifiesta su pesar al oírlo y le pregunta si se acuerda de Jo. El señor Snagsby responde con un gemido ahogado. ¡Y tanto!
—No podría usted hablar de un solo ser humano (salvo yo mismo) en contra del cual esté más determinada mi mujercita que en contra de Jo.
Allan pregunta por qué.
—¿Por qué? —repite el señor Snagsby, que en su desesperación se lleva una mano al mechón de pelo que tiene en la nuca de su calva cabeza—. ¿Cómo voy a saber yo por qué? Pero usted es soltero, señor mío, y ¡ojalá pase mucho tiempo sin que le tengan que hacer a usted esa pregunta como persona casada!
Con este benévolo deseo, el señor Snagsby emite su tosecilla de total resignación y se prepara a escuchar lo que ha de comunicarle el visitante.
—¡Otra vez! —dice el señor Snagsby, que entre la gravedad de sus sentimientos y la obligación de hablar en voz baja se está quedando sin color en la cara—. ¡Otra vez, pero en sentido opuesto! Una cierta persona me conmina, con la mayor solemnidad, a no hablar de Jo con nadie, ni siquiera con mi mujercita. Después viene otra persona, en la persona de usted, y me conmina, con igual solemnidad a no mencionar a Jo a esa otra persona, menos que a ninguna otra persona. ¡Pero si esto es un asilo privado! ¡Pero si esto, por no andar con circunloquios es un verdadero manicomio, señor mío!
Pero, después de todo, es mejor de lo que se temía, pues no ha estallado la mina bajo sus pies, ni se ha ahondado el pozo en el que ha caído. Y como tiene buen corazón y está afectado por lo que ha oído, acepta en seguida «pasarse por allí» esa tarde en cuanto pueda organizarlo discretamente. Y por allí pasa muy discretamente cuando llega la tarde, pero es posible que la señora Snagsby se organice con tanta discreción como él.
Jo se alegre mucho de ver a su viejo amigo, y cuando se quedan solos le dice que le parece muy amable por parte del señor Snagsby que se aleje tanto de su casa sólo por él. El señor Snagsby, conmovido por el espectáculo que tiene ante sí, pone inmediatamente media corona encima de la mesa: bálsamo mágico que, a su juicio, cura todas las heridas.
—Y, ¿cómo te encuentras, pobrecito? —pregunta el papelero con su tosecilla de solidaridad.
—Tengo suerte, señor Snagsby, de verdá —responde Jo—, y no me falta ná. Me tratan como naide, señor Snagsby. Siento mucho lo que hice, pero la verdá es que no quería hacer ná.
El papelero deposita silenciosamente otra media corona en la mesa y le pregunta qué es lo que lamenta haber hecho.
—Señor Snagsby —dice Jo—, fui y puse mala a la señorita que era como la otra señora, pero que no era la señora, y naide me dice ná por eso, porque ella es mú güena y yo soy probe. La señora me viene a ver ayer y va y me dice: « ¡Ay, Jo! », me dice. «¡Creíamos que te habíamos perdido, Jo! », me dice. Y se queda ahí sentá y echándome una sonrisa y no me dice una palabra ni me echa una mirá por lo que hice, de verdá, y yo me güelvo a la paré, de verdá, señor Snagsby. Y el señor Jandis va y veo que también se vuelve a la paré. Y el señor Woodcot va y viene a darme algo pá curarme, que viene tós los días y las noches y cuando se baja a darme eso habla en voz muy alta, pero yo veo que está llorando, señor Snagsby.
El papelero, enternecido, deposita otra media corona en la mesa. La repetición de ese remedio infalible es lo único que puede aliviar sus sentimientos.
—Lo que yo pensaba, señor Snagsby —continúa Jo—, es que a lo mejor usté sabe escribir con esas letras tan grandes, ¿no?
—Sí, Jo, gracias a Dios —replica el papelero.
—Mú grandes y mú bonitas, ¿verdá? —pregunta Jo, interesadísimo.
—Sí, chiquillo.
Jo ríe encantado.
—Lo que yo pensaba, entonces, señor Snagsby, es que cuando ya haya circulao tó lo que puedo y ya no pueda circular más, a lo mejor usté tendría la bondá de escribir muy grande pá que tó el mundo lo entienda en toas partes, que de verdá siento mucho lo que hice y que no quería hacerlo, y que aunque no sabía ná de ná, ya sé que el señor Woodcot ha llorao por eso y que lo siento mucho y que espero que me pueda perdonar. Y si lo escribe usté con letras mú grandes, a lo mejor me perdona.
—Así lo haré, Jo. Con letras muy grandes.
Jo vuelve a reír:
—Gracias, señor Snagsby. Es usté mú güeno y estoy entoavía mejor tratao que antes.
El manso papelero, con una tosecilla rota e incompleta, saca su cuarta media corona (nunca se ha encontrado con un caso que requiera tantas) y está a punto de marcharse. Y Jo y él ya no se verán nunca más en este pequeño mundo. Nunca más.
Porque el pozo tan hondo está a punto de colmarse y sus aguas están agitadas. Se llena y se llena, y sus aguas están cada vez más agitadas. El sol no va a levantarse ni a ponerse muchas veces más sobre su agitada superficie.
Phil Squod, con su cara marcada por la pólvora, actúa simultáneamente de enfermero y de armero en su mesita del rincón; levanta muchas veces la cabeza y dice con un movimiento de su gorra de fieltro verde y un gesto animoso de una ceja: «¡Aguanta, muchacho, aguanta!» También viene mucho el señor Jarndyce, y casi siempre está allí Allan Woodcourt; y ambos piensan mucho en la extraña forma en que el Destino ha enredado a este pobre de las calles en la trama de vidas muy diferentes. También viene a visitarlo a menudo el soldado, que llena la puerta con su cuerpo atlético y su exuberante vitalidad y su fuerza, de tal modo que parece traspasar algo de su vigor a Jo, que nunca deja de responder con algo más de fuerza a sus palabras de ánimo.
Hoy Jo está sumido en el sueño o en un estupor, y Allan Woodcourt, que acaba de llegar, está a su lado contemplándole el rostro demacrado. Al cabo de un rato se sienta en silencio junto a la cama, y sigue mirándolo de frente, igual que se sentó en la trastienda del papelero, y le toca el pecho y el corazón. El pozo ya está casi lleno, pero el agua deja de subir por unos momentos.
En la puerta está el soldado, inmóvil y silencioso. Phil se ha detenido en sus actividades tintineantes, con el martillito en una mano. El señor Woodcourt mira a su alrededor con gesto de grave atención e interés profesional en la cara y, con una mirada significativa al soldado, indica a Phil que se lleve su mesa fuera. Cuando se vuelva a usar el martillito, tendrá una gota de agua en la superficie.
—¡Vamos, Jo! ¿Qué pasa? ¡No tengas miedo!
—Creí —dice Jo, que ha dado un respingo y mira a su alrededor—, creí que estaba otra vez en Tomsolo. ¿No hay por ahí naide más que usté, señor Woodcot?
—Nadie.
—Y no estoy otra vez en Tomsolo, ¿verdá, señor?
—No.
Jo cierra los ojos y murmura:
—Menos mal.
Tras contemplarlo de cerca un momento, Allan le lleva la boca junto a la oreja y le dice en voz baja, pero clara:
—Jo, ¿sabes alguna oración?
—Yo no sé ná, señor.
—¿Ni siquiera una oración cortita?
—No, señor. Ná de ná. El señor Charbán estaba rezando una vez en casa del señor Snagsby y le oí, pero parecía que estuviera hablando solo, y no conmigo. Rezaba mucho, pero yo no entendía ná. Otras veces había otros señores que venían a rezar a Tomsolo, pero tós decían que los otros rezaban mal y tós parecían que hablaban solos o que les echaban la culpa de algo a los otros, y que no nos hablaban a nosotros. Nosotros no, sabíamos ná. Yo nunca he sabido de qué iba tó eso.
Tarda mucho en decirlo, y poca gente, salvo alguien que escuchara con gran atención y estuviera cargado de experiencia, podría entender lo que ha dicho. Tras sumirse otra vez en el sueño o en el estupor, hace de repente un esfuerzo decidido por salir de la cama.
—¡Quieto, Jo! ¿Qué pasa?
—Es hora de me vaya al cementerio, señor —dice con una mirada nerviosa.
—Échate y cuéntame. ¿Qué cementerio, Jo?
—Donde enterraron a aquel que era tan güeno conmigo, de verdá que era mú güeno. Es hora de me vaya a ese cementerio, señor, pá que me pongan a su lao. Quiero ir allí a que me entierren. Me decía muchas veces «Ahora soy tan probe como tú, Jo», me decía. Quiero decirle que ahora yo soy tan probe como él y que quiero ir a acostarme a su lao.
—Ya llegará, Jo. Ya llegará.
—¡Ah! A lo mejor, si se lo digo yo, no me hacen caso. Pero si usté me promete llevarme allí, me pondrán a su lao, ¿verdá?
—Te lo prometo.
—Gracias. Gracias, señor. Tendrán que buscar la llave de la puerta, porque siempre está cerrao. Y hay una escalera que yo barría antes. Está muy oscuro, señor... ¿Van a traer una luz?
—En seguida, Jo.
Rápido. El pozo se está llenando y el agua está a punto de desbordarse.
—¡Jo, pobrecito!
—Le oigo señor, aunque está oscuro. Pero estoy buscando... buscando... déjeme que me coja de su mano.
—Jo, ¿puedes repetir lo que te diga?
—Yo digo lo que usté me diga, señor, porque sé que será algo güeno.
—PADRE NUESTRO.
—¡Padre nuestro! Sí que es mú güeno, señor.
—QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.
—Estás en los cielos... ¿Llega ya la luz, señor?
—En seguida. ¡SANTIFICADO SEA TU NOMBRE!
—Santificao sea... tu...
Ha llegado la luz al profundo pozo. ¡Ha muerto! Ha muerto, Majestad. Muerto, señoras y caballeros. Muerto, reverendísimos, y nada reverendísimos, señores de todas las órdenes. Muerto, hombres y mujeres. Muerto con la compasión celestial en vuestros corazones. Y así siguen muriendo en torno a nosotros todos los días.
CAPITULO 48
Se estrecha el cerco
La casa de Lincolnshire ha vuelto a cerrar sus mil ojos, y la casa de la ciudad ha despertado. En Lincolnshire los Dedlock del pasado dormitan en sus marcos y el viento sordo murmura por el salón largo como si los Dedlock respirasen regularmente. En la ciudad, los Dedlock del presente recorren en sus carruajes de ojos de fuego la oscuridad de la noche, los mercurios de los Dedlock, con cenizas (o polvos) en la cabeza, como síntomas de su gran humildad, perecean a lo largo de las lentas mañanas ante las pequeñas ventanas del vestíbulo. El gran mundo (orbe gigantesco de cinco millas de diámetro) gira a toda velocidad, y el sistema solar funciona respetuosamente a la dis-tancia indicada.
Donde más densa es la multitud, más brillantes las luces, donde todos los sentidos se regalan con las mayores delicadezas y refinamientos, allí está Lady Dedlock. Nunca está ausente de las luminosas alturas que ha ido escalando y conquistando. Aunque ha desaparecido la idea que antes tenía ella de sí misma, de que podía reservar todo lo que quisiera bajo su capa de orgullo; aunque no está segura de lo que es para quienes la rodean, ahí seguirá otro día más; no está en su carácter el ceder o inclinarse cuando la están mirando ojos envidiosos. Dicen de ella que en estos últimos tiempos está más bella y más altiva. El primo debilitado dice de ella que «es hermosa como para mil mujeres, ¿sabéis?... pero, ¿cómo te lo diría? de un tipo algo alarmante, ¿no?... De hecho le recuerda a uno a... esa mujer tan desagradable... de esa que lo mismo se pone a insultar a todo el mundo... la de, cómo se llama, Shakespeare, ¿no?»
El señor Tulkinghorn no dice nada ni hace un gesto. Ahora, igual que siempre, se lo ve en las puertas de los salones, con su corbatín blanco y blando retorcido en su nudo anticuado, recibiendo los favores de los Pares del Reino, e impasible. De todos los hombres, sigue siendo el último del mundo del que cabría esperar que tuviera alguna influencia sobre Milady. De todas las mujeres del mundo, ella es la última de la que cabría suponer que le tuviera miedo.
Hay algo en lo que ella piensa constantemente desde su última entrevista en la habitación de la torreta de Chesney Wold. Ahora ha decidido desembarazarse de ese peso y está dispuesta a hacerlo.
Es por la mañana en el gran mundo; por la tarde según el sol que va bajando. Los mercurios, agotados de tanto mirar por las ventanas, están reposando en el vestíbulo, y bajan las cabezas; bellas criaturas, como girasoles demasiado maduros. También al igual que ellos lucen muchos dorados en forma de chapas y cordones. En la biblioteca, Sir Leicester se ha dormido por el bien del país, mientras leía el informe de una comisión parlamentaria. Milady está sentada en el aposento en que concedió audiencia al joven llamado Guppy. Con ella está Rosa, que le ha estado escribiendo cartas y leyendo. Ahora Rosa está bordando algo muy bonito, y mientras inclina la cabeza sobre su labor, Milady la contempla en silencio. No es la primera vez hoy que hace lo mismo.
—Rosa.
La bonita cara pueblerina se vuelve iluminada hacia arriba. Después, al ver lo seria que está Milady, hace un gesto de sorpresa y confusión.
—Ve a ver la puerta. ¿Está cerrada?
Sí. Rosa va a ella y vuelve, con expresión todavía más sorprendida.
—Voy a hacerte una confidencia, hija mía, pues sé que puedo confiar en tu lealtad, por no decir tu criterio. Al hacértela no voy a disimular nada. Pero confío en ti. No digas a nadie nada de lo que vas a oír.
La pequeña belleza tímida promete con gran seriedad que merecerá esa confianza.
—¿Sabes? —dice Lady Dedlock, con un gesto para que acerque más la silla—, sabes, Rosa que contigo soy diferente que con todos los demás?
—Sí, Milady. Mucho más amable. Pero es que muchas veces pienso que yo conozco a Milady tal como es de verdad.
—¿Muchas veces piensas que me conoces tal como soy de verdad? ¡Pobre hija, pobre hija!
Lo dice con una especie de desdén, pero no hacia Rosa, y se queda pensativa, mirándola soñadoramente.
—¿Crees Rosa que eres para mí un alivio y un descanso? ¿Supones que como eres joven y natural y me tienes cariño y gratitud, es para mí un placer tenerte a mi lado?
—No sé, Milady; apenas si puedo esperarlo. Pero es lo que deseo de todo corazón..
—Y así es, pequeña.
La carita guapa se retiene, en su rubor de placer, ante la sombría expresión en la bella cara que tiene ante sí. Busca tímidamente una explicación.
—Y si fuera a decirte hoy: «¡Vete! ¡Abandóname!», te diría algo que significaría para mí un gran dolor y una gran inquietud, niña, y que me dejaría muy solitaria.
—¡Milady! ¿La he ofendido en algo?
—En nada. Ven aquí.
Rosa se inclina en su taburete a los pies de Milady. Milady, con el mismo toque maternal que en la famosa velada con el metalúrgico, le pone una mano en el pelo oscuro y la mantiene en él suavemente.
—Te he dicho, Rosa, que deseaba tu felicidad, y que si podía hacer feliz a alguien en este mundo, sería a ti. No puedo. Por razones que acabo de conocer, razones que no son culpa tuya en nada, ahora es mucho mejor que no sigas aquí. No debes seguir aquí. He decidido que no sigas. He escrito al padre de tu enamorado y va a venir hoy. Todo ello lo he hecho por ti.
La muchacha, llorosa, le llena la mano de besos y pregunta ¿qué va a hacer, qué va a hacer cuando se separe de ella? Su señora le da un besó en la mejilla y no responde.
—Y ahora, hija mía, sé feliz en circunstancias mejores que éstas. ¡Deja que te quieran y sé feliz!
—Ay, Milady, a veces he pensado, perdóneme por tomarme esta libertad, pero he pensado que Milady no era feliz.
—¡Yo!
—¿Será más feliz cuando me haya ido? Le ruego, le imploro que lo vuelva a pensar. ¡Déjeme quedarme algún tiempo más!
—Ya te he dicho, hija mía, que lo que hago lo hago por ti, no por mí. Lo que soy para ti, Rosa es lo que soy ahora: no lo que seré dentro de poco. Recuérdalo y no se lo digas a nadie. ¡Recuérdalo, y así termina todo entre nosotras!
Se aparta de su ingenua compañera y sale del aposento. A media tarde, cuando vuelve a aparecer en la escalera, se halla en su estado más frío y altivo. Tan indiferente como si toda pasión, todo sentimiento, todo interés, hubieran desaparecido en los albores de la existencia del mundo y hubieran desaparecido con todos los monstruos del pasado.
Mercurio ha anunciado al señor Rouncewell, que es la causa de su aparición. El señor Rouncewell no está en la biblioteca, pero a la biblioteca es adonde va ella. Allí está Sir Leicester, y quiere hablar primero con él.
—Sir Leicester, quería... pero veo que estás ocupado.
¡No, Dios mío! En absoluto. No es más que el señor Tulkinghorn.
Siempre a mano. Se cierne por todas partes. No hay un momento de descanso ni de seguridad con él.
—Mil excusas, Lady Dedlock. ¿Permiten que me retire?
Con una mirada que dice claramente: «Sabe usted de sobra que tiene poder para quedarse si quiere», le dice que no es necesario, y avanza hacia una silla. El señor Tul-kinghorn, con su torpe reverencia, se la acerca un poco y se retira a una ventana frente a ella. Al interponerse entre ella y la última luz del día en la calle ya silenciosa, su sombra cae sobre Milady y todo queda a oscuras ante ella. Hasta en eso le oscurece la vida.
Es una calle tranquila en las mejores de las condiciones, donde dos largas filas de casas se contemplan mutuamente con tal severidad que media docena de sus mayores mansiones parecen haberse quedado de piedra a fuerza de contemplarse, en lugar de haberse construido desde un principio con ese material. Es una calle de una grandiosidad tan terrible, tan decidida a no condescender a la vitalidad, que las puertas y las ventanas tienen una condición sombría propia, con su pintura negra y su polvo; y los establos llenos de ecos que hay en las traseras tienen un aspecto seco y macizo, como si estuvieran destinados a albergar los corceles de piedra de nobles estatuas. Un encaje complicado de hierro se entrelaza sobre las escaleras de esta calle terrible, y desde las fincas petrificadas los extintores de faroles anticuados contemplan el gas advenedizo. Acá y acullá un anillo corroído de hierro por el que los muchachos aspiran a hacer pasar las gorras de sus amigos (único uso actual) mantiene su lugar entre el follaje oxidado, consagrado a la memoria del petróleo desaparecido. E incluso queda el mismo petróleo, que sigue ardiendo a largos intervalos en un absurdo cacharrito de vidrio con un pomo en forma de ostra en el fondo, que guiña malhumorado a las luces nuevas que aparecen cada noche, igual que su dueño fracasado lo hace en la Cámara de los Lores.
Por consiguiente, no es mucho lo que Lady Dedlock, sentada en su silla, podría desear ver por la ventana ante la que está el señor Tulkinghorn. Y sin embargo, sin embargo, mira en esa dirección, como si en el fondo de su corazón deseara que esa figura se quitara de en medio. Sir Leicester pide excusas a Milady. ¿Qué le iba a decir?
—Únicamente que ha venido el señor Rouncewell (a quien he convocado yo), y que más vale que pongamos fin a la cuestión de esa chica. Estoy ya aburrida del asunto.
—¿Qué puedo hacer yo... para ayudar en él? —pregunta Sir Leicester, sumido en tremendas dudas.
—Vayamos a verlo inmediatamente y terminemos con ello. ¿Puede decirles que lo hagan subir?
—Señor Tulkinghorn, tenga usted la bondad de llamar. Gracias. Solicite —dice Sir Leicester a Mercurio, sin recordar de momento el título correcto que emplear—, solicite al señor metalúrgico que venga aquí.
Mercurio sale en busca del señor metalúrgico, lo encuentra y lo trae. Sir Leicester recibe a la persona ferruginosa con amabilidad.
—Espero que se encuentre usted bien, señor Rouncewell. Tome asiento (mi abogado, el señor Tulkinghorn). Señor Rouncewell, Milady deseaba —y Sir Leicester lo traslada hábilmente con un gesto solemne de la mano—, deseaba hablar con usted. ¡Ejem!
—Con mucho gusto —responde el señor metalúrgico— escucharé atentamente todo lo que Lady Dedlock me haga el honor de comunicarme.
Al volverse hacia ella se encuentra con que la impresión que le causa es menos agradable que la última vez. Su aire distante y arrogante establece un ambiente frío en su derredor, y su actitud no tiene nada que aliente a la franqueza, como la última vez.
—Caballero —dice Lady Dedlock—, le ruego me permita preguntar si han hablado usted y su hijo acerca del capricho de este último.
Casi resulta demasiado molesto para sus ojos lánguidos mirar hacia él cuando le hace esta pregunta.
—Si no me falla la memoria, Lady Dedlock, dije cuando tuve el placer de ver a ustedes anteriormente, que aconsejaría seriamente a mi hijo que dominara ese... capricho —y el metalúrgico repite la expresión de ella con un cierto énfasis.
—Y, ¿lo ha hecho usted?
—¡Ah! ¡Naturalmente que sí!
Sir Leicester hace un gesto que es al mismo tiempo de aprobación y de confirmación. Muy correcto. Como el señor metalúrgico dijo que iba a hacerlo, estaba obligado a hacerlo. En este respecto no hay diferencia entre los metales comunes y los preciosos. Muy correcto.
—Y, dígame, ¿lo ha hecho él?
—Realmente, Lady Dedlock, no puedo darle una respuesta clara. Me temo que no. Probablemente todavía no. La gente de mi clase a veces añade a nuestros... caprichos una intención seria, lo cual hace que no resulten fácilmente renunciables. Creo que tenemos costumbres bastante tenaces.
Sir Leicester teme que esta expresión sea un poco Watt Tyleresca, y se irrita un tanto. El señor Rouncewell es perfectamente cortés y amable, pero dentro de esos límites es evidente que adapta su tono a la acogida de que ha sido objeto.
—Porque —continúa Milady— he estado pensando en este tema, que ya me está cansando.
—Lo lamento mucho, sinceramente.
—Y también en lo que dijo Sir Leicester al respecto, con lo cual estoy perfectamente de acuerdo (Sir Leicester se siente halagado), y si no nos puede usted dar la garantía de que se le ha pasado su capricho, he llegado a la conclusión de que lo mejor es que la muchacha se vaya de mi lado.
—No le puedo dar esa garantía, Lady Dedlock. En absoluto.
—Entonces es mejor que se vaya.
—Perdón, Milady —interrumpe cortésmente Sir Leicester—, pero es posible que con eso se haga un grave daño a la joven, daño que no se ha merecido. Se trata de una muchacha —dice Sir Leicester, que expone, magnífico, el asunto con la mano derecha, como si fuera un plato de comida— que ha tenido la fortuna de atraer la atención y el cariño de una dama eminente y de vivir, bajo la protección de esa dama eminente, rodeada de todas las ventajas que confiere una posición así, y que sin duda son muy grandes (le aseguro que sin duda son muy grandes, señor mío) para una joven de su condición. Entonces se plantea la cuestión: ¿debe esa joven verse privada de esas múltiples ventajas y de esa buena fortuna sencillamente porque haya atraído la atención del hijo del señor Rouncewell? Díganme, ¿merece ella ese castigo? ¿Es justo para con ella? ¿Es ése el entendimiento al que habíamos llegado anteriormente? —termina de decir Sir Leicester con una inclinación exculpatoria, pero digna, de la cabeza hacia el metalúrgico.
—Con su permiso —interviene el padre del hijo del señor Rouncewell—. ¿Me permite, Sir Leicester? Creo que yo puedo abreviar la cuestión. Le ruego que no tenga ese aspecto en cuenta. Si recuerda usted algo de tan poca importancia (lo que no es de esperar), recordará que mi primera actitud en este asunto fue la de oponerme a que siguiera aquí ella.
¿No tener en cuenta la protección de los Dedlock? ¡Oh! Sir Leicester está obligado a dar crédito a un par de oídos que le han sido legados por una familia como la suya, pues de lo contrario quizá no diera crédito a lo que le hacen comprender las observaciones de ese señor de los metales.
—No es necesario —observa Milady con su voz más fría, antes de que él pueda hacer otras cosas que dar suspiros de sorpresa— que ninguna de las partes entre en esos aspectos. La muchacha es muy buena; no tengo nada en absoluto que decir en contra suya, pero hasta tal punto no comprende sus múltiples ventajas ni su buena fortuna, que está enamorada (o la pobrecilla cree estarlo) y es incapaz de apreciarlas.
Sir Leicester pide permiso para observar que eso modifica totalmente las cosas. Está seguro de que Milady tiene los mejores motivos y razones para apoyar su opinión. Está completamente de acuerdo con Milady. Lo mejor es que la muchacha se vaya.
—Señor Rouncewell, como observó Sir Leicester en la última ocasión, cuando nos sentimos fatigados por este asunto —continúa diciendo lánguidamente Lady Dedlock—, no podemos establecer condiciones con usted. Sin condiciones, y en las circunstancias actuales, la chica no tiene sitio aquí y es mejor que se vaya. Ya se lo he dicho. ¿Prefiere usted que la hagamos volver al pueblo, o prefiere llevarla consigo, o qué prefiere usted que se haga?
—Lady Dedlock, si puedo hablar sinceramente...
—Desde luego.
—... preferiría hacer lo que antes alivie a ustedes de la molestia y la saque a ella de su situación actual.
—Y para hablar con la misma sinceridad —responde ella con la misma negligencia estudiada—, eso es lo que prefiero yo. ¿He de entender que se la lleva usted?
El señor metalúrgico hace una reverencia metálica.
—Sir Leicester, ¿quieres llamar? —Pero el señor Tulkinghorn se adelanta desde la ventana y tira de la campanilla—. Me había olvidado de usted. Gracias. —Él hace su reverencia acostumbrada y vuelve en silencio a su lugar. Aparece Mercurio, siempre tan rápido, recibe instrucciones sobre a quién tiene que traer, desaparece, trae a la recién llamada y se va.
Rosa ha estado llorando y se siente inquieta. Cuando entra, el metalúrgico se levanta de la silla, la toma del brazo y se queda con ella junto a la puerta, listo para irse.
—Ya ves que estás bien atendida —dice Milady con su voz cansada—, y que quedas en buenas manos. He mencionado que eres muy buena chica, y no tienes motivos para llorar.
—Después de todo —observa el señor Tulkinghorn, que da unos pasitos adelante, con las manos a la espalda— parece que llora porque se va.
—Bueno, es que no tiene mucha educación, ya ve —responde el señor Rouncewell de manera un tanto abrupta, como si celebrase poderse revolver contra el abogado—, y la pobrecita no tiene experiencia y no comprende. No cabe duda, señor mío, de que de haberse quedado aquí habría mejorado mucho.
—No cabe duda —es la respuesta mesurada del señor Tulkinghorn.
Rosa gime que siente mucho dejar a Milady y que ha sido muy feliz en Chesney Wold y ha sido muy feliz con Milady y da las gracias a Milady una vez tras otra.
—¡Vamos, tontita —dice el metalúrgico, frenándola en voz baja, aunque sin enfurecerse—, si tienes cariño a Watt, ten valor!
Milady se limita a hacerle un gesto indiferente con la mano y decir:
—¡Vamos, vamos, hija! Eres una buena chica. ¡Vete!
Sir Leicester ha procedido a abandonar magníficamente el tema y se ha retirado al santuario de su levita azul. El señor Tulkinghorn, que ahora es una forma indistinta colocada contra el fondo oscuro de la calle, que se empieza a tachonar de faroles, aparece a la vista de Milady más grande y más negro que antes.
—Sir Leicester y Lady Dedlock —dice el señor Rouncewell tras una pausa de unos momentos—, con su permiso me despido de ustedes y me excuso por haberlos molestado, aunque no por mi propia voluntad, con este fatigoso asunto. Les aseguro que entiendo muy bien lo fatigoso que debe hacerle sido algo de tan poca monta a Lady Dedlock. Si tengo alguna duda acerca de mi propio comportamiento es por no haber ejercido antes mi influencia, discretamente, para llevarme a mi joven amiga sin molestar a ustedes para nada. Pero me pareció (supongo que por ganas de aumentar la importancia de la cuestión) que lo más respetuoso era explicar a ustedes cómo estaban las cosas, y lo más sincero consultar lo que ustedes deseaban y preferían. Espero que excusen ustedes mi falta de familiaridad con un mundo en que las buenas formas tienen más importancia.
Sir Leicester considera que estas observaciones lo invocan para salir del santuario:
—Señor Rouncewell —replica—, no tiene importancia. Espero que no hagan falta explicaciones por ninguna de las partes.
—Celebro saberlo, Sir Leicester, y si se me permite a modo de despedida, repetiré lo que ya he dicho acerca de la larga relación de mi madre con la familia, y de todo lo bueno que ello dice de ambas partes. Al respecto, basta con señalar a esta damisela que llevo del brazo, y que muestra tanto afecto y lealtad al marcharse, y en la cual oso decir mi madre ha hecho algo para inspirar esos sentimientos, aunque desde luego Lady Dedlock, con su cariñoso interés y su amable condescendencia, ha hecho mucho más.
Si lo dice con ironía, es posible que haya acertado mucho más de lo que piensa. Sin embargo, él lo señala sin desviarse en absoluto de su manera franca de hablar, aunque al decirlo se vuelve hacia la parte sombría de la biblioteca en que está sentada Milady. Sir Leicester se pone en pie para devolver su saludo de despedida. El señor Tulkinghorn vuelve a llamar. Mercurio sube otra vez las escaleras y el señor Rouncewell y Rosa salen de la casa.
Entonces traen luces y se descubre que el señor Tulkinghorn sigue al lado de la ventana, con las manos a la espalda, y Milady sigue sentada mientras él, en frente, le tapa la visión de la noche, igual que hizo con la del día. Ella está muy pálida. El señor Tulkinghorn la observa cuando se levanta para marcharse y piensa: «¡Y bien puede estarlo! Es increíble la capacidad de esta mujer. Ha estado representando un papel todo el tiempo». Pero también él puede representar un papel (su personaje de siempre), y cuando abre la puerta para esta mujer, si lo contemplaran cincuenta pares de ojos, cada uno de ellos cincuenta veces más penetrantes que los de Sir Leicester, no le verían ni una fisura.
Lady Dedlock cenará sola en sus aposentos esta noche. Han llamado a Sir Leicester al rescate del partido de Doodle, para gran desasosiego de la Facción Coodle. Lady Dedlock pregunta, todavía mortalmente pálida (y es un reflejo perfecto del primo debilitado) si ha salido; le dicen que sí. ¿Se ha ido ya el señor Tulkinghorn? No. Al cabo de poco rato vuelve a preguntar si se ha ido ya. No. ¿Qué está haciendo? El Mercurio cree que está escribiendo unas cartas en la biblioteca. ¿Desea Milady verlo? Cualquier cosa antes que eso.
Pero él sí desea ver a Milady. Al cabo de unos minutos comunican a ésta que le envía sus saludos y desearía saber si Milady tendría la bondad de intercambiar una palabra con él después de cenar. Milady lo recibirá inmediatamente. Y entra, con excusas por la intrusión, aunque sea con permiso de ella, cuando todavía no ha terminado de cenar. Cuando se quedan a solas, Milady hace un gesto de la mano para que termine toda la farsa.
—¿Qué desea usted, señor mío?
—Pues, la verdad, Lady Dedlock —dice el abogado, tomando una silla un poco apartada de ella y frotándose lentamente los descoloridos pantalones, una vez tras otra, una vez tras otra—, es que me sorprende el rumbo que ha tomado usted.
—Ah, ¿sí?
—Sí, desde luego. No estaba preparado para ello. Lo considero como una ruptura de nuestro acuerdo y de su promesa. Nos coloca en una nueva posición, Lady Dedlock. Me considero obligado a decirte que no lo apruebo. Deja de frotarse y se queda contemplándola, con las manos apoyadas en las rodillas. Pese a lo imperturbable y lo inmutable que es, hay en su actitud una libertad indefinible que es nueva y que no escapa a la observación de esta mujer.
—No acabo de entender lo que dice.
—Ah, sí, creo que sí me entiende. Vamos, vamos, Lady Dedlock, no nos dediquemos ahora a hacer fintas. Usted sabe que la chica le agrada.
—¿Y qué, señor mío?
—Y usted sabe (y yo sé) que no se ha deshecho usted de ella por los motivos que ha dicho, sino con objeto de alejarla todo lo posible (y perdóneme si me adentro en una cuestión de negocios) de todo reproche y todo vilipendio que puedan caer sobre usted.
—¿Y qué, señor mío?
—Bueno, Lady Dedlock —responde el abogado, cruzando las piernas y frotándose la rodilla que le queda arriba—, eso no me parece bien. Considero que se trata de un procedimiento peligroso. Sé que es innecesario y que su objetivo es causar especulaciones, dudas, rumores, no sé qué más en la casa. Además, constituye una infracción de nuestro acuerdo. Había usted de mantenerse exactamente igual que antes. Por el contrario, debe de ser evidente para usted, como lo es para mí, que esta tarde ha sido usted muy diferente de lo que era antes. ¡Pero, por Dios, Lady Dedlock, ha sido usted transparente!
—Señor mío —comienza ella—, si en mi conocimiento de mi secreto...
Pero él la interrumpe:
—Vamos, Lady Dedlock, ésta es una cuestión de negocios, y en las cuestiones de negocios es imposible exagerar la necesidad de ser claros. Ya no es su secreto. Perdone usted. Ahí está el error. Es mi secreto, que mantengo en depósito por Sir Leicester y su familia. Si fuera su secreto, Lady Dedlock, no estaríamos aquí, conversando.
—Muy cierto. Si, en mi conocimiento del secreto, hago lo que pueda por salvar a una muchacha inocente (especialmente al recordar la referencia que hizo usted a ella cuando contó mi propia historia a los invitados a Chesney Wold) de quedar manchada por mi vergüenza inminente, lo hago actuando conforme a la resolución que he adoptado. No hay nada en el mundo ni nadie en el mundo que me pueda conmover ni cambiar al respecto —y dice todo esto con gran calma y claridad, sin más emoción visible que la que muestra el abogado. En cuanto a éste, trata metódicamente de su cuestión de negocios, como si ella fuera un instrumento insensible utilizado en el negocio.
—¿De verdad? Entonces, mire usted, Lady Dedlock —responde—, no me puedo fiar de usted. Ha expuesto usted el caso de forma perfectamente clara, y en estas circunstancias, y literalmente, no me puedo fiar de usted.
—Quizá recuerde usted que ya expresé una cierta preocupación al respecto cuando hablamos aquella noche en Chesney Wold.
—Sí —dice el señor Tulkinghorn, que se levanta pausadamente y se va junto a la chimenea—. Sí, recuerdo, Lady Dedlock, que mencionó usted claramente a la muchacha, pero aquello fue antes de que llegáramos a nuestro acuerdo, y tanto la letra como el espíritu de nuestro acuerdo prohibían totalmente todo acto por su parte que se debiera a mi descubrimiento. De eso no puede caber duda. En cuanto a ahorrarle sufrimientos a la chica, ¿qué importancia tiene eso? ¡Ahorrarle sufrimientos! Lady Dedlock, lo que está en peligro es el nombre de una familia. Cabría haber supuesto que el camino estaba claro: recto, ni a la derecha ni a la izquierda, independientemente de cualesquiera consideraciones durante su transcurso, sin ahorrar nada a nadie, pisando donde hiciera falta.
Ella ha estado contemplando la mesa. Levanta la vista y lo mira a él. Tiene en el rostro una expresión grave, y se muerde con los dientes parte del labio inferior. «Esta mujer me comprende», piensa el señor Tulkinghorn, cuando ella vuelve a apartar la mirada. «A ella no se le puede ahorrar ningún sufrimiento. ¿Por qué ahorrárselos a otros?»
Se quedan un momento en silencio. Lady Dedlock no ha comido nada de la cena, pero se ha servido agua una o dos veces con mano firme, y la ha bebido. Se levanta de la mesa, se dirige a un butacón y se hunde en él, tapándose la cara. En sus gestos no hay nada que exprese debilidad ni que incite a la compasión. Son gestos reflexivos, sombríos, concentrados. «Esta mujer», piensa el señor Tulkinghorn, de pie junto a la chimenea, convertido otra vez en un objeto negro que le corta la visión, «es todo un personaje».
La estudia con calma, sin hablar durante un rato. También ella estudia algo con calma. No es la primera en hablar, y de hecho parece improbable que lo haga, aunque el otro se quedara allí hasta la medianoche, de modo que él se ve incluso obligado a romper el silencio:
—Lady Dedlock, todavía queda la parte más desagradable de esta entrevista, pero es cuestión de negocios. Se ha infringido nuestro acuerdo. Una dama de su fuerza de carácter y su criterio aceptará que yo lo declare anulado a partir de ahora y siga mi propio rumbo.
—Estoy perfectamente dispuesta a aceptarlo. El señor Tulkinghorn inclina la cabeza.
—Entonces ya no tengo que molestarla más, Lady Dedlock.
Cuando va a salir del aposento ella lo detiene al preguntar:
—¿Es ésta la advertencia que me iba a hacer usted? No quiero que haya un malentendido.
—No es exactamente la advertencia que quería hacer a usted, Lady Dedlock, porque la conversación prevista partía de la hipótesis de que el acuerdo se había observado. Pero prácticamente es lo mismo, es lo mismo. La diferencia es meramente de índole jurídica.
—¿No se propone usted hacerme otra advertencia?
—Exactamente. No.
—Prevé usted revelárselo a Sir Leicester esta noche?
—¡Pregunta directa! —exclama el señor Tulkinghorn, con una leve sonrisa y un gesto negativo y cauteloso de la cabeza hacia la cara sombría—. No, esta noche no.
—¿Mañana?
—Habida cuenta de todo, más vale que me niegue a responder a esa pregunta, Lady Dedlock. Si dijera que no sé exactamente cuándo, no me creería usted, y no serviría de nada. Quizá sea mañana. Prefiero no decir más. Usted está preparada y yo no quiero dar esperanzas que quizá no pueda satisfacer. Le deseo buenas noches.
Ella aparta la mano, vuelve hacia el abogado la cara pálida cuando él va en silencio hacia la puerta y vuelve a detenerlo cuando está a punto de abrirla.
—¿Piensa usted quedarse algún tiempo en la casa? Me han dicho que estaba usted escribiendo en la biblioteca. ¿Vuelve ahora allí?
—Únicamente por mi sombrero. Me voy a mi casa.
Milady baja los ojos, y no la cabeza, con un movimiento muy leve y curioso, y él se retira. Al salir del aposento consulta el reloj, pero se siente inclinado a dudar si no irá un minuto adelantado o retrasado. En la escalera hay un espléndido reloj, famoso, cosa que no suele ocurrir con todos los relojes tan espléndidos, por su precisión. «Y ¿qué dices tu?», pregunta el señor Tulkinghorn, dirigiéndose a él. «Qué dices tu?»
Si ahora le dijese: «¡No te vayas a casa!», qué reloj más famoso sería entonces. Si hablara precisamente esta noche, al cabo de todas las que ha ido contando, a este anciano precisamente, tras todos los ancianos y los jóvenes que han estado frente a él: «¡No te vayas a casa!» Con su campanilla penetrante y cristalina da las ocho menos cuarto y sigue contando. «Pues eres peor de lo que yo pensaba», dice el señor Tulkinghorn para reprobar a su propio reloj. «¿Nada menos que dos minutos? A este paso no me vas a durar toda la vida.» ¡Qué reloj para devolver bien por mal si dijera en respuesta: «¡No te vayas a casa!»
Sale a la calle y sigue adelante, con las manos a la espalda, bajo la sombra de los caserones, muchos de cuyos misterios, dificultades, hipotecas, asuntos delicados de todo tipo están guardados en el interior de su viejo chaleco de raso. Cuenta con la confianza hasta de los ladrillos y el mortero. Las altas chimeneas le telegrafían los secretos de las familias. Pero no hay voz de ellas una vez que le diga en una milla: «¡No te vayas a casa!»
En medio de la agitación y la conmoción de las calles más vulgares, de los ruidos y los traqueteos de muchos vehículos, muchos pies, muchas voces; iluminado por los escaparates brillantes, impulsado por el viento de Poniente y arrastrado por la multitud, avanza implacablemente en su camino, y nada le sale al paso para decirle: «¡No te vayas a casa!» Llega por fin a sus grises aposentos, enciende sus velas y mira en torno a sí y hacia arriba, donde ve al romano que señala desde el techo, pero esta noche la mano del romano no tiene ningún significado especial, ni tampoco los grupos que le rodean le dicen: « ¡No te vengas aquí!»
Es noche de luna, pero como ya no es luna llena, apenas si empieza a levantarse sobre el gran amasijo de Londres. Las estrellas brillan igual que brillaban por encima de las torretas de Chesney Wold. «Esta mujer», como se ha ido acostumbrando él a llamarla en los últimos tiempos, las contempla. Tiene el alma agitada, el corazón inquieto y se siente angustiada. Los grandes aposentos están demasiado llenos de cosas y la asfixian. No puede soportar sus limitaciones y prefiere irse sola a dar un paseo por uno de los jardines del vecindario.
Como es demasiado caprichosa e imperiosa en todo lo que hace para causar gran sorpresa en quienes la rodean, haga lo que haga, esa mujer, con algo puesto sobre los hombros, sale a la luz de la luna. Mercurio espera con la llave. Tras abrir la puerta del jardín, pone la llave en manos de Milady por orden de ésta y vuelve obediente a entrar en la casa. Ella va a darse un paseo por allí para despejarse la cabeza, que le duele. Quizá tarde una hora y quizá más. No necesita más compañía. La puerta se cierra sobre sus muelles con un golpetazo, y el Mercurio la deja sola, bajo la sombra de unos árboles.
La noche es buena, la luna grande y brillante y hay multitud de estrellas. Cuando el señor Tulkinghorn va camino de su bodega y abre y cierra sus puertas resonantes, tiene que cruzar un patinillo que parece digno de una cárcel. Mira hacia arriba despreocupado, pensando qué buena noche hace, cómo brilla la luna y cuántas estrellas hay. Y además, la noche está tranquila.
Es una noche muy tranquila. Cuando la luna brilla mucho, parece irradiar una soledad y una calma que influyen incluso en los lugares más hacinados del mundo. No sólo es una noche tranquila en los caminos polvorientos y las cimas de los montes desde las que cabe percibir una gran extensión campestre en pleno reposo, cada vez más tranquila a medida que se va ampliando hacia la franja de árboles recortados contra el cielo, con el fantasma gris de la floración en sus copas; no sólo es una noche tranquila en los jardines y en los bosques y en el río, cuyas praderas están frescas y verdes, y cuyas corrientes fluyen entre islas placenteras, presas rumorosas y juncos susurrantes; no sólo transmite tranquilidad al llegar a los sitios donde las casas se amontonan, donde se reflejan muchos puentes, donde los muelles y los barcos la hacen negra y terrible, donde se desliza para salir de esos horrores entre pantanos cuyos faros sombríos se yerguen como esqueletos lanzados por el mar a la costa, donde se extiende por la región más escarpada de terrenos ondulados, llenos de trigales, molinos e iglesias, y donde se mezcla con el mar en su eterna ondulación; no sólo es una noche tranquila en las profundidades y en las costas donde el espectador está viendo cómo el barco con sus alas desplegadas cruza el surco de luz que parece existir sólo para él, sino que incluso en este laberinto que es Londres para el forastero también hay algo de paz. Sus campanarios y sus torres, y su única gran cúpula, se hacen más etéreos; sus tejados ahumados pierden su aspereza a la pálida luz; los ruidos que llegan de las calles son menos en número, y más apagados, y las pisadas en las aceras se alejan con más tranquilidad. En estos campos que habita el señor Tulkinghorn, donde los pastores tocan unas flautas de Cancillería que no tienen clave, y mantienen a sus ovejas en el reato por las buenas o por las malas, hasta haberlas esquilado a fondo, todos los ruidos se funden, en esta noche de luna, en un rumor distante y cristalino, como si la ciudad fuera un gran vaso que vibra.
¿Qué es eso? ¿Quién ha disparado una pistola o una escopeta? ¿Dónde ha sido?
Los pocos peatones que quedan se paran a mirar en su derredor. Se abren algunas puertas y ventanas y sale gente a mirar. El disparo ha hecho mucho ruido, ha despertado muchos ecos. Ha hecho retemblar una casa, o por lo menos eso es lo que ha dicho alguien que pasaba por allí. Ha despertado a todos los perros del vecindario, que se han puesto a ladrar vehementes. Los gatos, aterrados, salen corriendo por la calzada. Mientras los perros siguen ladrando y aullando —hay un perro que aúlla como un demonio—, empiezan a sonar los relojes de las iglesias, como si también ellos se hubieran asustado. La vibración de las calles también parece haberse convertido en un grito. Pero pronto acaba todo. Antes de que el último reloj empiece a dar las diez se produce un silencio. Cuando el reloj termina, vuelven a quedar en paz la noche tan buena, la luna tan grande y las multitudes de estrellas.
¿Se ha visto molestado el señor Tulkinghorn? Sus ventanas están oscuras y silenciosas, y su puerta está cerrada. Tendría que ser algo muy fuera de lo habitual para sacarlo de su concha. No se le oye, no se le ve. ¿Qué artillería haría falta para sacar a ese anciano descolorido de su compostura inmutable?
Hace muchos años que el persistente romano viene señalando, sin ningún significado aparente, desde ese techo. No es probable que esta noche tenga ningún significado especial. Una vez que se indica algo, se indica, para siempre, igual que cualquier romano, o incluso cualquier británico, con una idea única. Allí está, sin duda, en su actitud imposible, señalando algo, sin ningún resultado, a lo largo de toda la noche. Luna, oscuridad, alborear, salida del sol, día. Ahí sigue él, inmóvil, y nadie se fija en él.
Pero poco después de iniciarse el día llega gente a limpiar las casas. Y, o bien el romano ha adquirido un nuevo significado, nunca expresado antes, o la primera persona que llega se ha vuelto loca, pues al mirarle a la mano alargada, y mirar lo que hay debajo de ella, esa persona lanza un grito y se echa a correr. Los demás, al mirar al sitio donde miró la primera, también se ponen a gritar y a correr, y se produce una alarma en la calle.
¿Qué significa esto? No entra la luz en el bufete oscuro, y las gentes desacostumbradas a él entran y, con pasos silenciosos, pero pesados, transportan un bulto a la cama y lo ponen encima de ella. Todo el día se pasa entre susurros y preguntas, en registros a fondo por todos los rincones, en descripciones de ellas, en tomas cuidadosas de notas de todos los muebles. Todos los ojos miran al romano y todas las voces murmuran: «¡Si pudiera contar lo que ha visto! »
Él está indicando una mesa en la cual hay una botella (parcialmente llena de vino) y un vaso, y dos velas apagadas de repente poco después de que se encendieran. Está indicando una silla vacía y una mancha en el piso ante ella que casi se podría tapar con una mano. Estos objetos entran totalmente en su campo visual. Una imaginación calenturienta podría suponer que había en ellos algo tan aterrador como para que el resto de la composición, no sólo los muchachotes de piernas robustas, sino también las nubes y las flores e incluso los pilares..., en resumen, al cuerpo y el alma de la Alegoría y todo su cerebro, se vuelvan locos de remate. Y sin una sola excepción, todos los que entran en ese aposento oscuro y miran esas cosas, levantan la vista hacia el romano, que reviste para todos ellos un aspecto de misterio y de temor, como si fuera un testigo mudo y paralizado.
Y así sucederá sin duda en muchos años por venir, cuando se contarán historias de fantasmas acerca de la mancha en el piso, tan fácil de tapar, tan difícil de quitar, y el romano seguirá indicando desde el techo, mientras el polvo, y la humedad, y las arañas se lo permitan, con mucho más significado del que tuvo jamás en vida del señor Tulkinghorn, y con un significado mortal. Pues la vida del señor Tulkinghorn ha terminado para siempre, y el romano indicaba a la mano asesina levantada contra su vida, e indicaba impotente hacia él, desde la noche hasta la mañana, caído boca abajo en el suelo, con un disparo en el corazón.
CAPÍTULO 49
Amistad y deber
Ha llegado la gran ocasión anual en casa del señor Matthew Bagnet, también conocido como Lignum Vitae, ex artillero y actual intérprete del bajón. Una ocasión de festividad y alegría. Hay que celebrar un cumpleaños en la familia.
No es el cumpleaños del señor Bagnet. El señor Bagnet se limita a celebrar esa fecha en el negocio de instrumentos musicales besando a los niños una vez más de lo habitual antes del desayuno, fumándose una pipa más después de la cena y preguntándose hacia el atardecer lo que estará pensando su pobre y anciana madre al respecto, objeto de infinitas especulaciones, debido a que su madre abandonó este mundo hace veinte años. Algunos hombres raras veces vuelven a pensar en sus padres, sino que parece como si, en los talonarios de sus recuerdos, hubieran traspasado todo su capital de afecto filial a nombre de sus madres. El señor Bagnet es uno de ellos. Quizá se deba a su enorme aprecio de los méritos de su viejita el que suela utilizar el sustantivo, neutro en inglés de «bondad» en el género femenino.
No es el cumpleaños de ninguno de los tres retoños. Esas ocasiones se señalan con algunas pruebas de que es un día diferente, pero raramente sobrepasan los límites de una felicitación y un pudding. Claro que cuando fue el último cumpleaños del joven Woolwich, el señor Bagnet, tras hacer algunas observaciones sobre cómo había crecido y progresado en general, procedió, en un momento de profunda reflexión acerca de los cambios que trae el tiempo, a hacerle un examen de catecismo, en el cual formuló con gran precisión las preguntas primera y segunda: «¿Cómo te llamas?» y «¿Qué significa tu nombre», pero al fallarle ahí la precisión exacta de su memoria, sustituyó la pregunta tercera por la de «¿Y qué te parece tu nombre», con tal sentido de su importancia, tan edificante y ejemplar que le dio un aire ortodoxo. Sin embargo, aquello fue una excepción en aquel cumpleaños concreto, y no un festejo habitual.
Es el cumpleaños de su viejita, y ésa es la mayor fiesta y el día señalado con letras más rojas en el calendario del señor Bagnet. El auspicioso acontecimiento se conmemora siempre conforme a determinados ritos, prescritos por el señor Bagnet hace ya unos años. Como el señor Bagnet está convencido de que el comerse un par de gallinas equivale a alcanzar las cumbres más altas del lujo imperial, invariablemente sale solo a primera hora de la mañana de ese día a comprar un par; invariablemente el vendedor lo engaña y le vende los dos habitantes más ancianos de los gallineros de toda Europa. Tras volver con esos triunfos de la dureza atados en un limpio pañuelo azul y blanco (que forma parte indispensable del ceremonial), invita al desgaire a la señora Bagnet a que declare durante el desayuno lo que le gustaría comer más tarde. Como la señora Bagnet, por una coincidencia que nunca falla, dice que unas Aves, el señor Bagnet saca instantáneamente su hatillo de algún lugar donde lo ha escondido, lo cual causa gran sorpresa y alegría. Entonces él exige que la viejita no haga nada en todo el día, más que quedarse sentada ataviada con sus mejores galas y servida por él y los muchachos. Como no se distingue por su capacidad culinaria, cabe suponer que se trata más bien de una ce-remonia que de darle una alegría a su viejita, pero ella mantiene el ceremonial con todo el ánimo imaginable.
Este cumpleaños, el señor Bagnet ha hecho los preparativos de rigor. Ha comprado dos especímenes alados que, como dicen en algunos sitios, desde luego han «muerto en posición de firmes»; ha sorprendido y regocijado a la familia al sacarlos; él mismo se encarga de que se asen las gallinas, y la señora Bagnet, con sus dedos morenos y sanos ardiendo de deseos de impedir lo que sabe que va a salir mal, sigue sentada con su vestido de los días de fiesta, como invitada de honor.
Quebec y Malta ponen los manteles para la comida, mientras Woolwich actúa, como le corresponde, a las órdenes de su padre y mantiene a las gallinas girando en el asador. El señor Bagnet imparte de vez en cuando a sus jóvenes pinches un guiño, o un gesto de la cabeza, o una mueca cuando se equivocan.
—A la una y media —dice el señor Bagnet—. Al minuto. Entonces estarán hechas.
La señora Bagnet contempla angustiada que una de ellas está inmóvil sobre el fuego y ha empezado a quemarse.
—Viejita —anuncia el señor Bagnet—, te vamos a hacer una comida digna de una reina.
La señora Bagnet muestra sonriente su blanca dentadura, pero su hijo percibe hasta tal punto lo intranquila que está que se ve obligado por los dictados del afecto a preguntarle con la mirada qué es lo que va mal y, al quedarse ante ella con los ojos bien abiertos, se olvida de las gallinas todavía más que antes, y no cabe abrigar la menor esperanza de que advierta lo que pasa. Por fortuna, la hermana mayor percibe la causa de la agitación en el seno de la señora Bagnet y con un gesto admonitorio se la recuerda. Las gallinas inmóviles vuelven a ponerse en movimiento y la señora Bagnet cierra los ojos, dada la intensidad de su alivio.
—George va a venir a vernos a las cuatro y media —dice el señor Bagnet—. Puntualmente. ¿Cuántos años hace, viejita que George viene a visitarnos. ¿Esta tarde?
—Ay, Lignum, Lignum, tantos como para hacer que una vieja volviera a la juventud, empiezo a creer. Más o menos ésos, nada menos —responde la señora Bagnet con una sonrisa y un gesto de la cabeza.
—Viejita —dice el señor Bagnet—, ni, hablar. Siempre serás igual de joven. Si es que no eres más joven. Que lo eres. Como sabe todo el mundo.
Entonces Quebec y Malta palmotean y exclaman que seguro que Bluffy le traerá algo a su madre, y empiezan a preguntarse qué será.
—¿Sabes una cosa, Lignum? —dice la señora Bagnet, mirando hacia el mantel y diciendo con un guiño: «¡la sal!» a Malta con el ojo derecho, y haciendo con un meneo de cabeza que le quiten la pimienta de las manos a Quebec—, empiezo a pensar que George está pensando en ponerse en marcha otra vez.
—George —dice el señor Bagnet— no desertará nunca. Y dejar a su viejo camarada en la estacada. No lo temas.
—No, Lignum. No. No digo que vaya a hacerlo. No creo que vaya a hacerlo. Pero si pudiera liquidar ese problema de dinero que tiene, creo que se marcharía.
El señor Bagnet pregunta por qué.
—Bueno —responde su mujer, pensativa—, me da la sensación de que George se está poniendo un tanto impaciente e inquieto. No digo que no sea tan franco como siempre. Claro que es franco, porque si no, no sería George. Pero está irritable y parece intranquilo.
—Tiene que hacer maniobras suplementarias —dice el señor Bagnet—. Le obliga a ellas un abogado. Que confundiría hasta el diablo.
—Algo hay de eso —asiente su mujer—, pero te digo que así es, Lignum.
De momento la conversación queda interrumpida por la necesidad en que se encuentra la señora Bagnet de dirigir toda su atención a la comida, que se ve en peligro por el mal humor de las gallinas, que no dan ninguna salsa, y también porque la salsa ya hecha no da ningún sabor y tiene un tono cerúleo. Con parecida perversidad, las patatas se deshacen en los tenedores en el momento de pelarlas, saltan de sus centros en todas las direcciones, como si estuvieran padeciendo un terremoto. También los muslos de las gallinas son más largos de lo que sería deseable, y llenos de durezas. El señor Bagnet supera estas dificultades lo mejor que puede y por fin sirve; la señora Bagnet ocupa el lugar de los invitados, a la derecha de él.
Menos mal para la viejita que sólo tiene un cumpleaños al año, porque dos excesos así de gallina podrían hacerle daño. En estos especímenes, todos los tipos de tendones y ligamentos que puede tener una gallina se han desarrollado en la extraña forma de cuerdas de guitarra. Las patas parecen haber echado raíces en la pechuga, como las raíces que echan en tierra los árboles añosos. Son tan duras esas patas que sugieren la idea de que deben de haber consagrado la mayor parte de sus largas y arduas vidas a ejercicios pedestres y a la marcha. Pero el señor Bagnet, inconsciente de esos defectillos, se consagra a que la señora Bagnet coma una enorme cantidad de los manjares que le va sirviendo, y como la buena de la viejita no le causaría una desilusión ningún día, y menos que ninguno en un día así, por nada del mundo, pone su digestión en un peligro terrible. La preocupada madre de Woolwich no puede comprender cómo éste termina su muslo pese a que no desciende de un avestruz.
La viejita ha de soportar otra prueba al concluir el festín y tenerse que quedar sentada a contemplar cómo se limpia el comedor, se barre la chimenea y se lava y se seca la vajilla en el patio. La felicidad y la energía con que las dos señoritas se aplican a esas funciones, levantándose las faldas en imitación de su madre, y patinando sobre pequeños andamios de zuecos, inspiran las mayores esperanzas para el futuro, pero una cierta preocupación por el presente. Las mismas causas llevan a la confusión de las lenguas, los golpes en los platos, el tintineo de las tazas de metal, el blandir de las escobas y un gran gasto de agua, todo ello en exceso, mientras la saturación de las dos damiselas es un espectáculo casi demasiado conmovedor para que la señora Bagnet lo pueda contemplar con la calma propia de su posición. Por fin quedan triunfalmente terminados todos los diversos procesos de limpieza; Quebec y Malta aparecen con ropa limpia, sonrientes y secas; se colocan en la mesa pipas, tabaco y algo que beber, y la viejita goza del primer rato de tranquilidad que conoce en el día de esta encantadora conmemoración.
Cuando el señor Bagnet ocupa su asiento de costumbre, las manillas del reloj están muy cerca de las cuatro y media; justo cuando las marcan, el señor Bagnet anuncia:
—¡George! Puntualidad militar.
Es George, que felicita efusivamente a la viejita (a quien da un beso en esta magna ocasión) y saluda cariñosamente a los niños y al señor Bagnet.
—¡Que cumpla usted muchos! ——dice el señor George.
—¡Pero George, muchacho! —exclama la señora Bagnet mirándolo curiosa— ¿Qué te ha pasado?
—¿A mí?
—¡Ay, estás tan pálido! George, resulta extraño en ti. Y pareces como aturdido. ¿No es verdad, Lignum?
—George —dice el señor Bagnet—, díselo a la viejita. Qué pasa.
—No sabía que estaba pálido —dice el soldado, que se pasa la mano por la frente—, ni que pareciese aturdido, y lo siento. Pero la verdad es que el chico que estaba en mi casa se murió ayer por la tarde y me ha dejado muy triste.
—¡Pobrecito! —exclama la señora Bagnet con compasión materna—. ¿Se ha muerto? ¡Dios mío!
—No quería decirlo, porque no es tema para un cumpleaños, pero ya ve usted que me lo ha sacado antes de que me sentara. Me hubiera recuperado en un minuto —dice el soldado, tratando de hablar en tono más alegre—, pero es usted muy rápida, señora Bagnet.
—Tienes razón. La viejita. Es rápida. Como una centella —observa el señor Bagnet.
—Y lo que es más, hoy es su día y tenemos que dedicarnos a ella —señala el señor George—. Mire. Le he traído un brochecito. Ya sé que no es nada, pero es un recuerdo. Es el único valor que tiene, señora Bagnet.
El señor George saca su regalo, que es recibido con aplausos de admiración por los niños, y con una especie de admiración reverencial por el señor Bagnet.
—Viejita ——dice este último—. Dile lo que opino yo.
—¡Es maravilloso, George! —exclama la señora Bagnet—. ¡Es lo más maravilloso que he visto en mi vida!
—¡Bien! —afirma el señor Bagnet—. Eso es lo que opino yo.
—Es tan bonito, George —dice la señora Bagnet, que le da vueltas por todos los lados y lo aleja de los ojos para admirarlo mejor—, que me parece demasiado fino para mí.
—¡Mal! —dice el señor Bagnet—. Eso no es lo que opino yo.
—Pero sea como sea, un millón de gracias, muchacho —dice la señora Bagnet, a quien le brillan los ojos de alegría, y alarga la mano al soldado—, y aunque a veces me he portado ásperamente contigo, George, estoy segura de que somos los mejores amigos que pueda haber en el mundo. Ahora quiero que me lo pongas tú mismo, George, para que me dé buena suerte.
Los niños se acercan a ver cómo lo hace, y el señor Bagnet alarga la cabeza por encima de la del joven Woolwich para ver cómo lo hace, con un interés tan maduro e inexpresivo y al mismo tiempo tan deliciosamente infantil que la señora Bagnet no puede evitar el echarse a reír y decir: «¡Ay, Lignum, Lignum, qué divertido eres!» Pero el soldado no logra ponerle el broche. Le falla la mano y el adorno se cae.
—¿Qué os parece? —dice, cogiéndolo antes de que llegue al suelo y mirándolos a ellos—. ¡Estoy tan nervioso que no puedo hacer ni esto!
La señora Bagnet concluye que en un caso así no hay remedio como una pipa y, poniéndose ella misma el broche en un santiamén, hace que el soldado ocupe su lugar habitual y que se pongan en marcha las pipas.
—Si esto no te tranquiliza, George —le dice—, no tienes más que mirar tu regalo de vez en cuando y entre las dos cosas tienes que tranquilizarte.
—Con usted debería bastarme —responde George—; lo sé perfectamente, señora Bagnet. La verdad es que han sido demasiadas cosas para mí. Es lo del pobre muchacho. Ha sido un mal trago verlo morir así y no poder ayudarlo.
—¿Qué dices, George? Sí que le ayudaste. Le acogiste bajo tu techo.
—En eso lo ayudé, pero es muy poco. Quiero decir, señora Bagnet, que allí estaba, muriéndose y sin que nadie le hubiera enseñado nada más que distinguir la mano izquierda de la derecha. Y estaba demasiado malo para que se le pudiera enseñar nada.
—¡Ay, pobrecito! —dice la señora Bagnet.
—Y eso —dice el soldado, sin encender la pipa todavía— es lo que le hizo a uno recordar a Gridley. También su caso fue bastante malo, aunque diferente. Luego las dos cosas se le mezclan a uno en la cabeza con ese viejo sinvergüenza de corazón de piedra que intervino en los dos casos. Y el pensar ese corazón de piedra allá en su esquina, duro, indiferente, tomándoselo todo con tanta tranquilidad..., le aseguro que le hace a uno hervir la sangre en las venas.
—Lo que te aconsejo —responde la señora Bagnet— es que enciendas tu pipa y que eso sea lo único que hierva; es más sano y más cómodo, y en general mejor para la salud.
—Tiene usted razón —dice. el soldado—; es lo que voy a hacer.
Efectivamente la enciende, aunque sigue manteniendo una gravedad indignada que impresiona a los jóvenes Bagnet, e incluso hace que el señor Bagnet aplace la ceremonia de brindar a la salud de la señora Bagnet, cosa que hace siempre él en estas ocasiones, con un discurso de una concisión ejemplar. Pero como las damiselas ya han compuesto lo que el señor Bagnet tiene la costumbre de llamar «la poción», y la pipa de George ya está encendida, el señor Bagnet considera su deber pasar al brindis de la velada. Se di-rige a los reunidos en los siguientes términos:
—George. Woolwich. Quebec. Malta. Hoy es su cumpleaños. Si hacéis una marcha de un día. No encontraréis otra igual. ¡Va por ella!
Una vez bebido el brindis con entusiasmo, la señora Bagnet da las gracias con un lindo discurso de igual brevedad. Esta composición modelo se limita a tres palabras: «¡Va por vosotros!», que la viejita complementa con un gesto a cada uno sucesivamente y un trago medido de la poción. Pero esta vez lo complementa con una exclamación totalmente inesperada:
—¡Ahí hay un hombre!
Y ahí hay un hombre, para gran asombro del grupito, que está mirando por la puerta del salón. Es un hombre de mirada penetrante, un hombre vivaz y sagaz, que devuelve la mirada de todos y cada uno de ellos al mismo tiempo, de una forma que demuestra que se trata de un hombre notable.
—George —dice el hombre con un gesto—, ¿cómo está usted?
—¡Pero si es Bucket! —exclama el señor George.
—Sí —dice el hombre, que entra y cierra la puerta—. Pasaba por la calle y me paré a mirar los instrumentos musicales de la tienda (un amiguete mío necesita un violonchelo de segunda mano, pero que sea bueno), y vi un grupo que estaba de fiesta, y creía que eras tú el que estaba aquí en el rincón. Me pareció que no cabía duda. ¿Cómo te van las cosas ahora, George? Bien, ¿verdad? ¿Y usted, señora? ¿Y usted, jefe? ¡Dios mío —dice el señor Bucket, abriendo los brazos—, si también hay niños! Conmigo los niños pueden hacer lo que quieran. Dadme un beso, guapas. No hay que preguntaros a vosotros de quién sois hijos. ¡En mi vida he visto parecidos iguales! ¡Sois el vivo retrato!
El señor Bucket es bien recibido y se sienta al lado de George y toma en sus rodillas a Quebec y Malta.
—Dadme otro beso, guapitas —dice el señor Bucket—; es lo único de lo que nunca me canso. ¡Dios mío, qué guapas estáis! ¿Y qué edad tienen las niñas, señora? Yo diría que ocho años una y diez la otra.
—Casi acierta, caballero —dice la señora Bagnet.
—Casi siempre acierto —responde el señor Bucket—, porque me gustan mucho los niños. Un amigo mío tiene diecinueve hijos, señora, todos de la misma madre, y ésta sigue tan fresca y tan sonrosada como el alba. No tanto como usted, pero le aseguro que casi, casi. Y ¿cómo llamas a éstas, guapita? —continúa el señor Bucket, pellizcándole las mejillas a Malta—. Rosas, eso es lo que son. ¡Qué guapa! ¿Y qué me dice tu padre? ¿Crees que tu padre podría recomendarme un violonchelo de segunda mano, pero que sea bueno, para el amigo del señor Bucket, preciosa? Yo me llamo Bucket. ¿No te parece un nombre divertido?
Todas estas carantoñas han cautivado el corazón de la familia. La señora Bagnet se olvida del día que es hasta el punto de llenar una pipa y una copa para el señor Bucket y atenderlo hospitalariamente. En cualquier circunstancia se alegraría de recibir a un personaje tan afable, pero le dice que como amigo de George celebra especialmente verlo esta tarde, porque George no está tan animado como de costumbre.
—¿Que no está tan animado? —exclama el señor Bucket—. ¡Eso es imposible! ¿Qué pasa, George? No me digas que estás desanimado. ¿Por qué estás desanimado? ¿No tendrás alguna preocupación?
—Nada especial— responde el soldado.
—Seguro que no —replica el señor Bucket—. ¿Por qué ibas a estar preocupado? ¿Están preocupadas estas preciosidades? Claro que no, pero ya van a darles preocupaciones a más de un muchacho un día de éstos, y les van a dar achares. No soy profeta, pero eso se lo aseguro, señora.
La señora Bagnet, encantada, espera que el señor Bucket también tenga familia.
—¡Pues fíjese, señora —dice el señor Bucket—, aunque no lo crea, no! No tengo. Toda mi familia se reduce a mi mujer y una pensionista. A la señora Bucket le gustan los niños tanto como a mí, y hubiera querido tenerlos tanto como yo; pero no. Así son las cosas. Los bienes de este mundo están desigualmente repartidos y el hombre no debe quejarse. ¡Qué patio más bonito, señora! ¿Tiene salida a la calle?
—No, el patio no tiene salida.
—¿De verdad que no? —se maravilla el señor Bucket—. Yo hubiera jurado que sí. Bueno, creo que nunca he visto un patio más bonito. ¿Me permite echarle un vistazo? Gracias. No, ya veo que no tiene salida. ¡Pero qué buenas proporciones tiene!
Tras lanzar su mirada penetrante por todas partes, el señor Bucket vuelve a su asiento al lado de su amigo George, y le da un golpecito afectuoso en el hombro.
—¿Cómo va ese ánimo, George?
—Ya estoy bien —replica el soldado.
—¡Es lógico! —comenta el señor Bucket—. ¿Por qué vas a estar mal de ánimo? Un hombre de tu salud y tu vigor no tiene por qué estar mal de ánimo. Ese pecho no es para estar mal de ánimo, ¿verdad, señora? ¡Y ya sabes que no tienes ningún motivo de preocupación, George, estaría bueno!
Insistiendo un tanto en esta frase, en comparación con la amplitud y la variedad de su conversación habitual, el señor Bucket la repite dos o tres veces dirigiéndola a la pipa que enciende y con un gesto de estar atento a todo que es muy suyo. Pero el sol de su sociabilidad pronto se recupera de este breve eclipse y vuelve a lucir.
—Y éste es vuestro hermano, ¿verdad, guapas? —preguntó el señor Bucket, dirigiéndose a Quebec y Malta en busca de información sobre el joven Woolwich—. Pues tenéis un hermano muy guapo... Bueno, debe de ser un hermanastro. Porque es demasiado mayor para ser hijo suyo, señora.
—En todo caso, puedo certificar que no es de otra —responde la señora Bagnet, riéndose.
—¡Me sorprende usted! Pero sí que se le parece, no cabe duda. ¡Es su vivo retrato! Pero en la frente, la verdad es que ahí es igual que su padre —y el señor Bucket compara ambas caras, para lo cual cierra un ojo, mientras el señor Bagnet fuma con una satisfacción impasible.
Esa es la oportunidad para que la señora Bagnet le comunique que el muchacho es ahijado de George.
—Conque el ahijado de George, ¿eh? —comenta el señor Bucket con gran cordialidad—. Tengo que estrecharle otra vez la mano al ahijado de George. Buen pa-drino, buen ahijado. ¿Y qué quiere usted que sea de mayor, señora? ¿Tiene vocación por algún instrumento musical?
El señor Bagnet interviene repentinamente:
—Toca la flauta. Muy bien.
—Me creería usted, jefe, si le digo que cuando yo era joven también tocaba la flauta? No de manera científica, como supongo que la toca él, sino de oído. Alabado sea Dios. «Granaderos Británicos»: ¡Ésa sí que es una marcha que levanta los ánimos de los ingleses. ¿Sabrías tocarnos la Marcha de los Granaderos Británicos, muchacho?
Nada podía resultar más placentero para el grupito que esta petición hecha al joven Woolwich, que inmediatamente saca su flauta e interpreta la animada melodía, durante cuya interpretación el señor Bucket, muy animado, lleva el ritmo y nunca falla cuando llega el coro, de entonar: « ¡Gra-na-de-ros Bri-tá-ni-cos! ». En resumen, que da tales muestras de afición a la música que hasta el señor Bagnet se saca la pipa de la boca para afirmar su convencimiento de que es un buen cantante. El señor Bucket recibe la armónica acusación con tanta modestia, confesando que es cierto que en sus tiempos canturreaba algo, para expresar los sentimientos de su propio corazón, y sin ninguna idea presuntuosa de entretener a sus amistades, que le piden que cante. Por no desmerecer de la sociabilidad de la velada, accede y entona la balada titulada «Créeme que todos tus encantos juveniles». Comunica a la señora Bagnet que a su juicio ésta fue su arma más poderosa para ganar el corazón de la señora Bucket cuando ésta era una jovencita, e inducirla a ir al altar, aunque la frase que emplea el señor Bucket es «ir al matadero».
El animado desconocido se convierte en un elemento tan nuevo y agradable de la velada que el señor George, que no dio grandes muestras de alegría cuando llegó, empieza, muy a su pesar, a sentirse bastante orgulloso de él. Es tan amable, tiene tantos recursos y es tan fácil conversar con él, que resulta agradable ser quien lo ha dado a conocer en la casa. Tras otra pipa, el señor Bagnet aprecia tanto el haberlo conocido que le solicita el placer de su compañía para el próximo cumpleaños de su viejita. Si hay algo que pueda consolidar más la estima en que tiene el señor Bucket a la familia es el descubrir el ca-rácter de la ocasión. Bebe a la salud de la señora Bagnet con una calidez que casi es fervor, se compromete para el mismo día dentro de un año, apunta la fecha en un gran cuaderno negro cerrado con una goma y murmura su esperanza de que antes de esa fecha la señora Bucket y la señora Bagnet hayan llegado a ser como hermanas, por así decirlo. Como suele decir él mismo, ¿qué es la vida pública si no se tienen relaciones? Él aunque humildemente, es un hombre público, pero no es en esa esfera donde encuentra la felicidad. No, ésta hay que buscarla en el ámbito de la dicha doméstica.
En estas circunstancias es natural que él, a su vez, recuerde al amigo al que debe una amistad tan prometedora. Y lo hace. Se mantiene siempre a su lado. Cualquiera sea el tema de conversación, siempre tiene la vista fija amistosamente en él. Espera para irse a casa con él. Le interesan hasta las botas que lleva, y las observa atentamente, mientras el señor George fuma con las piernas cruzadas, al lado de la chimenea.
Por fin, el señor George se levanta para marcharse. En el mismo instante, el señor Bucket, con la solidaridad secreta de la amistad, se levanta también. Sigue haciéndoles cariños a los niños hasta el final, y recuerda el recado que traía para un amigo ausente.
—En cuanto al violonchelo ése de segunda mano, jefe, ¿podría usted recomendarme algo?
—Muchos —dice el señor Bagnet.
—Se lo agradezco —responde el señor Bucket, con un apretón de manos—. Es usted un amigo para los momentos difíciles. ¡Pero que sea bueno! Mi amigo es todo un artista. Pero ¡si le da al Mozart y al Händel ésos y a todos esos peces gordos como un auténtico artista! Y no hace falta —añade el señor Bucket en tono considerado e íntimo— que tenga que ser muy barato, jefe. No quiero pagar demasiado en nombre de mi amigo, pero quiero que se cobre usted un porcentaje adecuado, para compensar el tiempo que le lleve. Es lo justo. Todos tenemos que vivir, y así deben ser las cosas.
El señor Bagnet hace un gesto de la cabeza dirigido hacia su viejita, en sentido de que acaban de conocer a una verdadera joya.
—Supongamos que vengo a verle a usted, digamos, a las diez y media mañana por la mañana. ¿Podría usted indicarme unos cuantos violonchelos buenos? —pregunta el señor Bucket.
Nada más fácil. Tanto el señor como la señora Bagnet se comprometen a tener la información pedida, e incluso se sugieren entre sí la posibilidad de tener unos cuantos en casa para someterlos a su aprobación.
—Gracias —dice el señor Bucket—, gracias. Buenas noches, señora. Buenas noches, jefe. Buenas noches, guapas. Les agradezco mucho que me hayan brindado una de las veladas más agradables que he pasado en mi vida.
Al contrario, son ellos quienes le están agradecidos por el placer que les ha causado su compañía, y así se separan con muchas expresiones de buena voluntad por ambas partes.
—Y ahora, George, muchacho —dice el señor Bucket, tomándolo del brazo a la puerta de la tienda—, ¡vamos! —Mientras avanzan por la callejuela y los Bagnet se paran un momento a mirarlos, la señora Bagnet observa al buen Lignum que el señor Bucket «va casi pegado a George, y parece tenerle mucho cariño».
Como las calles del vecindario son estrechas y están mal pavimentadas, resulta algo incómodo andar por ellas de a dos en fondo y del brazo. En consecuencia, el señor George propone ir de uno en uno. Pero el señor Bucket, que no puede decidirse a abandonar ese gesto de amistad, replica:
—Espera medio minuto, George. Primero quiero hablar contigo —e inmediatamente lo mete de un tirón en una taberna, en cuya salita se coloca frente a él y se queda con la espalda contra la puerta.
—Bueno, George —dice el señor Bucket—. Como tú sabes muy bien, una cosa es el deber y otra cosa es la amistad. A mí no me gusta que lo uno esté en conflicto con lo otro, si puedo evitarlo. He tratado de que no pasara nada desagradable esta tarde, y estarás de acuerdo en que lo he conseguido. Ahora considérate detenido, George.
—¿Detenido? ¿Por qué? —pregunta el soldado, estupefacto.
—Vamos, George —dice el señor Bucket, exhortándolo con un gesto del índice a que adopte una actitud razonable—, como sabes muy bien, el deber es una cosa y la conversación otra. Tengo la obligación de informarte de que todo lo que digas podrá utilizarse en contra tuya. O sea, George, que ten cuidado con lo que dices. ¿No has oído hablar de un asesinato?
—¡Un asesinato!
—Vamos, George —continúa diciendo el señor Bucket, que mantiene el índice impresionantemente activo—, recuerda lo que te he dicho. No te pregunto nada. Esta tarde estabas mal de ánimo. Insisto: ¿has oído hablar de un asesinato?
—No. ¿Dónde ha habido un asesinato?
—Vamos, George —continúa el señor Bucket—, no vayas a comprometerte. Voy a decirte por qué te detengo. Ha habido un asesinato en Lincoln's Inn Fields: un señor llamado Tulkinghorn. Murió anoche; de un tiro. Por eso te detengo.
El soldado se deja caer en una silla, le empiezan a brotar grandes gotas en la frente y por su faz se difunde una palidez mortal.
—¡Bucket! Será posible que hayan matado al señor Tulkinghorn y que sospeche usted de mí!
—George —replica el señor Bucket, que sigue moviendo el dedo—, es tan posible, que eso es lo que pasa. El crimen se cometió anoche a las diez. Tú sabrás dónde estabas anoche a las diez y sin duda podrás probarlo.
—¡Anoche! ¡Anoche! —repite el soldado pensativo. Y de pronto se acuerda—¡Dios mío, anoche estuve allí!
—Eso tenía entendido, George —replica el señor Bucket con mucha calma—. Eso tenía entendido. Igual que has estado muchas veces allí. Te han visto rondando por allí, y te han oído pelearte con él más de una vez, y es posible... Atención, no digo seguro, pero sí posible que alguien le haya oído a él decir que eras un tipo amenazador, asesino y peligroso.
El soldado se queda con la boca abierta, como dispuesto a reconocerlo todo, pero no puede hablar.
—Vamos, George —continúa diciendo el señor Bucket, que deja el sombrero en una mesa, como si lo único que le interesara en este mundo fuera el estudio de la tapicería—, lo único que yo deseo, igual ahora que a lo largo de toda la tarde, es que no pase nada desagradable. Te digo sinceramente que Sir Leicester Dedlock, Baronet, ha ofrecido una recompensa de cien guineas. Tú y yo siempre nos hemos llevado bien, pero tengo un deber que cumplir, y si alguien se va a ganar esas cien guineas más vale que sea yo, y no otro. Por todo lo cual espero que comprendas que he de detenerte, y que me ahorquen si no te detengo. ¿Tengo que pedir ayuda o están las cosas claras?
El señor George se ha recuperado y se yergue como un soldado.
—¡Vamos! —dice—. Estoy dispuesto.
—George —continúa diciendo el señor Bucket—, ¡espera un momento! —con sus gestos de tapicero, como si el soldado fuera una ventana a la que poner burletes, se saca del bolsillo un par de esposas—, se trata de una acusación grave, George, y tengo un deber que cumplir.
Al soldado se le suben los colores de ira, y titubea un momento, pero alarga las dos manos juntas y dice:
—¡Ahí.. están! ¡Póngamelas!
El señor Bucket se las pone en un momento.
—¿Cómo las encuentras? ¿Te aprietan? Si te aprietan, me lo dices, porque no quiero que las cosas sean más desagradables de lo necesario, dentro de los límites que me impone el deber, y tengo otro par en el bolsillo. —Y hace esta observación como si fuera un comerciante respetable, deseoso de hacer bien lo que le han encargado, a plena satisfacción del cliente—. ¿Están bien así? ¡Perfecto! Y ahora, mira, George —y saca una capa de un rincón y empieza a ponérsela al cuello al soldado—, cuando salí a buscarte comprendí cuáles serían tus sentimientos y por eso he traído esto. ¡Mira! ¿Quién se va a enterar?
—Sólo yo —responde el soldado—, pero ya que lo sé yo, hágame un favor y bájeme el sombrero hasta las cejas.
—¡Vamos! ¿De verdad? Es una pena. No parece bien.
—No puedo mirar a la gente con que nos crucemos con estas cosas puestas —replica rápidamente el señor George—. Por el amor de Dios, bájeme el sombrero hasta las cejas.
Ante esta exhortación, el señor Bucket obedece, se pone él también el sombrero y lleva a su presa a la calle; el soldado marcha con su decisión de siempre, aun que lleva la cabeza menos erguida, y el señor Bucket lo guía por el codo en los cruces y las esquinas.
CAPÍTULO 50
La narración de Esther
Ocurrió que cuando volví de Deal a casa encontré una nota de Caddy Jellyby (como seguíamos llamándola nosotros) en la cual me comunicaba que su salud, que era delicada desde hacía algún tiempo, había empeorado, y que no podía saber yo la alegría que le daría si podía ir a verla. Era una nota de pocas líneas, escrita desde su lecho de enferma, y que contenía otra de su marido, el cual éste secundaba la petición de ella con gran solicitud. Caddy era ya madre, y yo madrina, de un pobrecito bebé: una nenita de carita arrugada con un rostro que parecía hundirse bajo los bordes del gorrito, y unas manitas flacas de dedos largos que siempre tenía apretadas bajo la barbilla. Se pasaba el día acostada en esa postura, con los ojitos brillantes muy abiertos y preguntándose (solía imaginarme yo) por qué era tan pequeña y tan débil. Siempre que la cambiaban de postura se echaba a llorar, pero el resto del tiempo era tan buena que parecía como si no deseara en la vida nada más que estarse quietecita y pensar. Tenía unas extrañas venillas oscuras en la cara, y unas curiosas marcas oscuras bajo los ojos, como débiles recuerdos de los días entintados de Caddy, y, en general, para quienes no estaban acostumbrados a verla, era un espectáculo que daba pena.
Pero a Caddy le bastaba con estar ella acostumbrada a verla. Los proyectos con los que iba pasando los días de su enfermedad, para la educación de la pequeña Esther, la boda de la pequeña Esther, e incluso para su propia vejez, como abuela de las pequeñas Estheres de la pequeña Esther expresaban de manera tan bonita su cariño a aquel orgullo de su vida que me siento tentada de recordar algunos de ellos, si no fuera porque me doy cuenta de que me estoy apartando de mi narración.
Volvamos a la carta. Caddy tenía una superstición relacionada conmigo, que se le había ido haciendo más fuerte desde aquella noche, hacía mucho tiempo, en que se había quedado dormida con la cabeza en mi regazo. Estaba casi convencida (creo que debo decir totalmente convencida) de que siempre que yo estaba a su lado le pasaban cosas buenas. Aunque aquello era una fantasía de aquella chica tan cariñosa que casi me da vergüenza recordar, quizá tuviera toda la fuerza de la realidad cuando estaba verdaderamente enferma. En consecuencia, y con el permiso de mi Tutor, me puse inmediatamente en marcha para ver a Caddy; y ella y Prince se alegraron tanto de verme que nunca había visto yo nada igual. Al día siguiente volví a sentarme a su lado, y lo mismo al otro. Era un viaje muy fácil, pues bastaba con que me levantara un poco más temprano por la mañana, hiciera mis cuentas y atendiera a los asuntos de la casa antes de marcharme.
Pero una vez hechas aquellas tres visitas, mi Tutor me dijo una noche, a mi regreso:
—Bueno, mujercita, mujercita, esto no puede continuar. La gota de agua acaba por horadar la piedra, y los constantes viajes acaban incluso con la señora Durden. Vamos a pasar una temporada en Londres en nuestro antiguo alojamiento.
—No lo haga usted por mí, mi querido Tutor —dije—, porque nunca me siento cansada —lo cual era verdad. Incluso me alegraba el que quisieran mi compañía.
—Pero sí por mí —respondió mi Tutor—, o por Ada, o por los dos. Creo que mañana es el cumpleaños de alguien.
—Es verdad, yo también —dije, dándole un beso a mi niña, que al día siguiente cumplía los veintiuno.
—Bueno —observó mi Tutor, medio en broma, medio en serio—, es un gran día que dará a mi querida prima unas cuantas cosas que hacer en relación con la afirmación de su independencia, y para eso es mejor estar en Londres. De manera que nos vamos a Londres. Una vez resuelto esto, queda otra cosa: ¿cómo has dejado a Caddy?
—Nada bien, Tutor. Me temo que va a tardar algún tiempo en recuperar la salud y las fuerzas.
—¿A qué llamas tú algún tiempo? —preguntó mi Tutor, pensativo.
—Unas semanas, me temo.
—¡Ah! —y empezó a pasearse por la habitación con las manos en los bolsillos, lo cual mostraba que eso era lo que había pensado él—. ¿Y qué te parece su médico? ¿Es un buen médico, amor mío?
Me sentí obligada a confesar que no sabía que no lo fuera, pero que Prince y yo habíamos convenido aquella misma tarde en que nos gustaría ver su opinión confirmada por algún otro.
—Bueno, ya sabes —replicó rápidamente mi Tutor— que contamos con Woodcourt.
Yo no había querido referirme a él, y me sentí tomada por sorpresa. Durante un momento pareció como si todo lo que ya pensaba en relación con el señor Woodcourt volviera sobre mí para confundirme.
—¿No tendrás nada que objetar, mujercita?
—¿Objetarle a él, tutor? ¡Ah, no!
—¿Y no crees que la paciente tenga nada en contra de él?
Por el contrario, a mí no me cabía duda de que ella estaría dispuesta a confiar mucho en él y a llevarse muy bien con él. Dije que para ella no era ningún desconocido, pues lo había visto muchas veces cuando él había tenido la amabilidad de atender a la señorita Flite.
—Muy bien —dijo mi Tutor—. Hoy ha venido a vernos, hija mía, y mañana hablaré con él del asunto.
En aquella breve conversación tuve la idea (aunque no sé cómo, porque ella se mantuvo en silencio y no nos miramos) de que mi niña recordaba muy bien con qué risas me había tomado por la cintura cuando nada menos que la propia Caddy me había traído el regalito de despedida de él. Aquello me hizo pensar que debería ponerla al tanto, y también a Caddy, de que yo iba a pasar a ser la señora de Casa Desolada, y que si aguardaba más tiempo a hacer esa revelación, me haría menos digna a sus propios ojos del amor del señor de la casa. En consecuencia, cuando subimos a nuestras habitaciones y esperamos hasta que el reloj diera las 12, únicamente con el objeto de que pudiera ser yo la primera en felicitar de todo corazón a mi cariñito por su cumpleaños y en darle un abrazo, le expuse, igual que me había expuesto a mí misma, la bondad y la honorabilidad de su primo John y la vida tan feliz que me esperaba. Si alguna vez mi bienamada me mostró más cariño que de costumbre en toda nuestra relación, desde luego fue aquella noche. Y yo me sentí tan alegre al verlo, y tan reconfortada por la sensación de haber hecho bien al eliminar aquella última reserva absurda, que me sentí diez veces más feliz que antes. Hacía apenas unas horas que no había considerado que aquello fuera una reserva por mi parte, pero ahora que había desaparecido, me pareció comprender mejor su índole.
Al día siguiente nos fuimos a Londres. Hallamos libre nuestro antiguo alojamiento, y en media hora quedamos cómodamente instalados, como si nunca nos hubiéramos ido. El señor Woodcourt comió con nosotros, para celebrar el cumpleaños de mi niña, y fue un acontecimiento tan agradable como era posible con el gran vacío que naturalmente creaba la ausencia de Richard. A partir de aquel día pasé unas semanas (ocho o nueve, según recuerdo) acompañando mucho a Caddy, y así ocurrió que vi mucho menos a Ada en aquella época que en ninguna desde que nos habíamos conocido, salvo cuando yo misma estuve enferma. También ella venía a menudo a casa de Caddy, pero allí nuestra función consistía en entretenerla y animarla, y no hablábamos para intercambiar nuestras confidencias habituales. Cuando me iba a, casa por la noche, nos íbamos juntas, pero era frecuente que el reposo de Caddy se viera interrumpido por sus dolores, y muchas veces me quedaba con ella para atenderla.
Con su marido y su nenita chiquitita a la que amar, y su casa por la que luchar, ¡qué gran persona era Caddy! Era altruista, no se quejaba, quería ponerse bien por ellos, no quería causar problemas, pensaba siempre en que su marido tenía que trabajar sin la ayuda de nadie, y jamás se olvidaba de las comodidades del señor Turveydrop padre. Hasta entonces nunca le había visto yo tal como era de verdad. Y parecía muy curioso que su pálida cara y su cuerpo sin fuerza estuvieran yaciendo allí, mientras lo que importaba en la vida era el baile, mientras el violín y los aprendices empezaban de madrugada en el salón de baile, y mientras el muchacho sucio bailaba el vals solo en la cocina durante toda la tarde.
A petición de Caddy, me encargué de la administración de su apartamento, lo puse en orden y la saqué a ella, en su propia cama, a un rincón más ventilado y más alegre que el que había estado ocupando, y después todos los días cuando ya estábamos perfectamente arregladas, le ponía todos los días en brazos a mi tocayita y nos sentábamos a charlar o a hacer labores, o yo le leía algo. Fue una de aquellas primeras veces de tranquilidad cuando le hablé a Caddy de Casa Desolada.
Además de Ada, teníamos otros visitantes. El primero de todos era Prince, que en los intervalos entre sus clases subía corriendo en silencio y se sentaba en silencio, con un gesto de preocupación amorosa por Caddy y por la niñita. Se sintiera como se sintiera Caddy, nunca dejaba de decirle a Prince que estaba casi bien, lo cual (el cielo me perdone) confirmaba siempre yo. Ello ponía a Prince de tan buen humor que a veces se sacaba su pequeño violín del bolsillo y tocaba uno o dos acordes para ver si sorprendía a la nena, lo cual nunca logró ni una sola vez, pues mi diminuta tocaya jamás se daba cuenta.
Y, por añadidura, estaba la señora Jellyby. Venía de vez en cuando, con su aire preocupado de siempre, y se quedaba sentada en silencio, mirando millas más allá de su nieta, como si su atención estuviera absorbida por algún borriobuleño en su costa natal. Con su mirada brillante de siempre, y su serenidad y su desorden de siempre, decía: «Bueno, Caddy, hija mía, ¿cómo te sientes hoy?». Y después se quedaba allí sentada con su sonrisa afable, sin escuchar la respuesta, o se iba deslizando gradualmente a un cálculo del número de cartas que había recibido y contestado últimamente, o de la capacidad de cultivo de café de Borriobula-Gha. Y todo ello lo hacía siempre en medio de un desdén sereno por nuestra limitada esfera de acción, que no podía disimular.
Encima estaba el señor Turveydrop padre, que de la mañana a la noche y de la noche a la mañana era objeto de innumerables atenciones. Si lloraba la niña, casi la sofocaban para que el ruido no le causara incomodidad. Si hacía falta atizar el fuego por la noche, ello se hacía de manera subrepticia para no molestar su sueño. Si Caddy necesitaba algo que hubiera en la casa, primero preguntaba si era probable que también lo necesitara él. A cambio de aquellas atenciones, él bajaba a su habitación una vez al día, prácticamente como para darle su bendición, con tal aire de condescendencia, de paternalismo y de superioridad, al dispensar la luz de su eminente presencia, que hubiera cabido suponer (de no haber tenido antecedentes) que él era el benefactor de la vida de Caddy.
—Caroline mía —decía, haciendo todo lo que podía para aparentar que se inclinaba sobre ella—, dime que hoy vas mejor.
—Sí, mucho mejor, gracias, señor Turveydrop —replicaba Caddy.
—¡Magnífico! ¡Estoy encantado! Y nuestra querida señorita Summerson, ¿no está postrada de fatiga? —al decir lo cual arrugaba los párpados y me enviaba un beso con los dedos, aunque celebro decir que sus atenciones habían cesado desde que había ocurrido el cambio de mi físico.
—En absoluto —le aseguraba yo.
—¡Magnífico! Tenemos que cuidar de nuestra querida Caroline, señorita Summerson. No hay que escatimar en nada que sirva para restablecerla. Hay que darle reconstituyentes. Mi querida Caroline —y se volvía hacia su nuera con un aire infinito de protección y de generosidad—, que no te falte nada, hija mía. Tus deseos han de ser órdenes, cariño. Todo lo que contiene esta casa, todo lo que contiene mi apartamento, está a tu servicio, querida mía. No permitas siquiera —añadía a veces en un estallido de Porte— que se tengan en cuenta mis sencillas necesidades si en algún momento se cruzan con las tuyas, Caroline mía. Tus necesidades son superiores a las mías.
Había establecido desde hacía tanto tiempo un derecho prescriptivo al Porte (y su hijo había heredado de su madre un gran respeto a ese Porte que varias veces advertí que tanto Caddy como su marido estallaban en lágrimas ante aquellos sacrificios tan afectuosos.
—No hijos míos —replicaba a veces, y cuando yo veía que Caddy le echaba los brazos al cuello al decir él aquellas palabras también hubiera estallado yo, aunque no en lágrimas—, ¡no, no! He prometido que jamás os abandonaré. Sedme fieles y afectuosos, es lo único que os pido. Y ahora, ¡quedad con Dios! Me voy al Parque.
Se iba a tomar el aire a fin de abrir el apetito para comer en el hotel. Espero no ser injusta con el señor Turveydrop padre, pero nunca vi en él ningún comportamiento mejor que el registrado fielmente en mis notas, salvo que desde luego se aficionó a Peepy y a veces se llevaba al niño de paseo con gran ceremonia, aunque siempre, en aquellas ocasiones, enviaba al niño a comer a su casa antes de irse él al hotel, y a veces con una moneda de medio penique en el bolsillo. Pero incluso aquel desinterés causaba unos gastos nada despreciables, pues para que Peepy estuviera lo bastante bien ataviado para ir de la mano del maestro del Porte, tenía que vestirse de nuevo, a expensas de Caddy y su marido, de la cabeza a los pies.
El último de nuestros visitantes en aquella casa era el señor Jellyby. La verdad es que cuando llegaba por las tardes y preguntaba a Caddy con su mansa voz cómo se encontraba, y después se sentaba con la cabeza apoyada en la pared, sin tratar de decir nada más, me agradaba mucho. Si me encontraba en plena actividad, aunque no fuera nada de importancia, a veces medio se quitaba la levita, como si tuviera la intención de ayudar con un gran esfuerzo, pero nunca pasaba más allá. Lo único que hacía era sentarse con la cabeza apoyada en la pared, mirando fijamente a la nenita pensativa, y yo no podía quitarme de la cabeza que se comprendían perfectamente entre sí.
No he contado entre nuestros visitantes al señor Woodcourt, porque ya era el médico habitual de Caddy. Ésta empezó a mejorar pronto gracias a sus cuidados, pero estoy segura de que como él era tan amable, tan hábil y tan infatigable en su trabajo, ello no tenía nada de extraño. En aquella época vi mucho al señor Woodcourt, aunque no tanto como cabría suponer, pues al saber que Caddy estaba a salvo en sus manos, muchas veces me iba a casa a las horas en que sabía en que se lo esperaba a él. Sin embargo, nos veíamos a menudo. Yo ya me había reconciliado bastante conmigo misma, pero, todavía me alegraba ver que él me compadecía, y a mí me parecía que me compadecía. El ayudaba al señor Badger en sus múltiples actividades profesionales, y todavía no tenía proyectos fijos para el futuro.
Fue cuando Caddy empezó a recuperarse cuando empecé a advertir un cambio en mi niña; no puedo decir cuándo se presentó por primera vez, pues lo fui observándolo en una serie de pequeños detalles, ninguno de los cuales era nada en sí mismo y que no empezaban a significar nada hasta que empezaban a sumarse. Pero, al irlos sumando, observé que Ada no tenía conmigo la misma animada franqueza que antes; su cariño para conmigo era tan afable y franco como siempre; de eso no dudaba yo ni un momento, pero tenía un aire de pena callada que no acababa de confiarme, y en el cual advertí yo un pesar escondido.
Esto era algo que no podía entender yo, y tanto me preocupaba la felicidad de mi cariñito que aquello me causó no poca inquietud y me hizo reflexionar mucho. Al final, segura de que Ada me estaba ocultando el motivo de todo aquello, para no hacer que yo también me sintiera desgraciada, se me ocurrió que quizá sintiera pena por mí por lo que le había contado acerca de Casa Desolada.
No sé cómo fue que me persuadí de que aquello era lo más probable. No tenía idea de que al pensar así existiera el menor motivo egoísta. No sentía pena de mí misma; estaba perfectamente satisfecha y me sentía muy feliz. Sin embargo, el que Ada pudiera pensar (por mí, aunque yo misma ya había abandonado esas ideas) en lo que fue alguna vez, pero ya había cambiado totalmente, parecía tan fácil de creer, que lo creí.
¿Qué podía yo hacer para convencer a mi niña (como la consideraba yo) y demostrarle que ya no tenía yo aquellos sentimientos? ¡Bien! Lo único que podía hacer era estar lo más activa y trabajadora posible, y eso era lo que intentaba estar en todo momento. Sin embargo, como la enfermedad de Caddy había causado una interferencia indudable, más o menos, con mis deberes domésticos (aunque siempre había estado en casa por las mañanas para preparar el desayuno de mi Tutor, y él se había reído cien veces, diciendo que debía de haber dos mujercitas, pues su mujercita nunca desaparecía), decidí ser doblemente diligente y bien dispuesta. De manera que recorría la casa cantando todas las canciones que me sabía y me sentaba a hacer labores como una obsesa, y me pasaba el tiempo hablando, mañana, tarde y noche.
Y sin embargo persistía la misma sombra entre mi niña y yo..
—¿De manera, señora Trot —observó mi Tutor, cerrando su libro una noche en que cenábamos los tres juntos— que Woodcourt ha devuelto a Caddy Jellyby la alegría de vivir?
—Sí —dije—, y cuando el pago es una gratitud como la de ella, verdaderamente, eso es hacerse millonario, Tutor.
—Ojalá fuera cierto —me respondió—; de verdad lo digo.
Yo también opinaba lo mismo, y lo dije.
—¡Sí! Si supiéramos cómo haríamos que fuese más rico que un judío. ¿No es verdad, mujercita?
Me reí mientras seguía con mi labor y repliqué que no estaba muy segura, pues a lo mejor no le sentaba bien, y entonces no sería de tanta utilidad y quizá hubiera muchos que no pudieran prescindir de él. Por ejemplo, la señorita Flite, la propia Caddy y muchos más personas.
—Es cierto —dijo mi tutor—. Lo había olvidado. Pero estaríamos de acuerdo en hacerlo lo bastante rico para vivir, ¿no? ¿Lo bastante rico como para que pudiera vivir con tranquilidad? ¿Lo bastante rico como para que poseyera su propio hogar feliz, con sus propios lares y penates, y quizá también con su propia diosa del hogar?
Aquello era muy distinto, dije. En eso deberíamos estar todos de acuerdo.
—Desde luego —dijo mi Tutor—. Todos nosotros. Aprecio en mucho a Woodcourt, lo estimo en mucho, y he estado sondeándolo discretamente acerca de sus planes. Resulta difícil ofrecer ayuda a un hombre independiente, y encima con esa especie de orgullo que posee. Y, sin embargo, yo celebraría hacerlo, si pudiera o si supiera cómo. Parece sentir una cierta inclinación a embarcarse otra vez. Pero me parece que eso es malgastar a un hombre de su calibre.
—Quizá le abriese nuevos mundos —dije.
—Es posible, mujercita —asintió mi Tutor—. Dudo que abrigue muchas esperanzas respecto del viejo mundo. La verdad es que a veces me da la sensación de que siente una especie de desilusión o de desgracia personal en éste. ¿No le has oído decir nada al respecto?
Negué con la cabeza.
—Bueno —dijo mi Tutor—, a lo mejor me he equivocado.
Como en aquel momento se produjo una breve pausa y opiné, por tranquilidad de mi niña, que más valía la pena llenarla, empecé a tararear una canción que sabía era una de las favoritas de mi Tutor.
—Y, ¿cree usted que el señor Woodcourt va a volver a embarcarse otra vez? —pregunté cuando terminé de tararearla.
—No sé qué pensar exactamente, querida mía, pero en estos momentos creo probable que esté pensando en pasar una larga temporada en otro país.
—Estoy segura de que se llevará con él nuestros mejores deseos dondequiera que vaya —dije—, y aunque eso no significa que se enriquezca, tampoco es nada malo, Tutor.
—Desde luego, mujercita —me respondió.
Yo estaba sentada en mi lugar de costumbre, que ahora era junto a la silla de mi Tutor. No era ése mi lugar antes de la carta, pero sí ahora. Miré hacia Ada, que estaba sentada en frente, y cuando ella me miró vi que tenía los ojos bañados en lágrimas, y que aquellas lágrimas le resbalaban por las mejillas. Pensé que no tenía más que comportarme con placidez y alegría, para aclarar de una vez las cosas a mi niña y lograr que se tranquilizara. Así era como me sentía realmente y no tenía que hacer sino comportarme con naturalidad.
Así, pues, hice que mi corazoncito se apoyara en mi hombro (¡sin darme cuenta de lo que de verdad le pesaba en el alma! ), le pasé el brazo por la cintura y la llevé arriba. Cuando ya estábamos en nuestro cuarto, y cuando quizá podría haberme dicho lo que yo estaba tan poco preparada para oír, no la alenté en absoluto a que se confiara en mí; nunca pensé que lo necesitara.
—¡Ay, mi querida y bondadosa Esther —dijo Ada—, si pudiera decidirme a hablar contigo y con mi primo John cuando estáis juntos!
—¡Pero, cariño mío! —repliqué—. Ada, ¿por qué no vas a hablarnos?
Ada se limitó a bajar la cabeza y a estrecharme contra su corazón.
—Seguro que no olvidas, guapa mía —le dije con una sonrisa— lo tranquilos y anticuados que somos en esta casa y cómo me he asentado hasta convertirme en una señora de lo más discreto. ¿No olvidarás lo feliz y pacíficamente que va a pasar mi vida y gracias a quién? Estoy segura de que no olvidas la nobleza de esa persona, Ada. Eso sería imposible.
—No, jamás, Esther.
—Pues entonces, hija mía —dije yo— no puede haber confusión. ¿Por qué no vas a hablarnos?
—¿Qué no puede haber confusión, Esther? —respondió Ada—. ¡Ay, cuando pienso en estos años y en los cuidados y las atenciones paternales que me ha dispensado él, y en la antigua relación entre nosotros, y en ti, qué voy a hacer, qué voy a hacer!
Miré a mi niña un tanto sorprendida, pero consideré mejor no contestar más que para darle ánimos, de forma que pasé a rememorar una serie de pequeñas cosas de nuestra vida juntas, y no dejé que dijera más. Cuando se quedó dormida, y no antes, volví a ver a mi Tutor para desearle las buenas noches, y después volví junto a Ada y me quedé un rato a su lado.
Seguía durmiendo, y al contemplarla pensé que estaba un poco cambiada. Me lo venía pareciendo últimamente. No podía determinar, ni siquiera al mirarla mientras estaba inconsciente, en qué había cambiado, pero había algo en la belleza familiar de su rostro que me parecía diferente. Me vinieron a la mente las antiguas esperanzas de mi Tutor a su respecto y el de Richard, con tristeza, y me dije: «ha estado preocupada por él», y me pregunté cómo acabaría aquel amor.
Cuando volvía a casa yo durante la enfermedad de Caddy, muchas veces me encontraba a Ada que hacía labores, y siempre las ponía de lado, de modo que yo no sabía de qué se trataba. Parte de aquellas labores estaba en un cajón al lado de su cama, que ahora estaba cerrado. No abrí el cajón, pero seguí preguntándome de qué podría tratarse, pues evidentemente no era nada para ella misma.
Y al dar un beso a mi niña vi que dormía con una mano bajo la almohada, de modo que quedaba oculta. ¡Cuánto menos buena debía ser yo de lo que me creían, y cuánto menos de lo que pensaba yo misma, para no ocuparme más de mi propio buen ánimo y mi contento, y pensar que bastaba con mi voluntad para tranquilizar a mi querida muchachita y darle ánimo!
Pero me acosté autoengañada en esa creencia. Y con ella me desperté al día siguiente, para encontrarme con que persistía la misma sombra entre ella y yo.
CAPÍTULO 51
Se aclaran las cosas
Cuando el señor Woodcourt llegó a Londres se fue el mismo día al bufete del señor Vholes, en Symond's Inn. Porque jamás, desde el momento en que le rogué que fuera un amigo para Richard, olvidó aquella promesa, ni la descuidó. Me dijo que aceptaba aquel encargo como algo sagrado, y siempre se comportó fielmente al respecto. Se encontró al señor Vholes en su despacho y le comunicó que Richard le había pedido que fuera allí a preguntar sus señas.
—Exactamente, señor mío —dijo el señor Vholes—, y las señas del señor no están a 100 millas de aquí; no señor, no están a 100 millas de aquí. ¿Quiere usted sentarse, caballero?
El señor Woodcourt dio las gracias al señor Vholes, pero no tenía otra pregunta que hacerle que la ya expuesta.
—Exactamente, señor mío. Creo, caballero —continuó el señor Vholes, insistiendo todavía discretamente en que tomara asiento, meramente con no darle las señas—, que tiene usted influencia con el señor C. Tengo conciencia de ello.
—Pues yo no la tengo —respondió el señor Woodcourt—, pero si usted lo dice, sus motivos tendrá.
—Caballero —replicó el señor Vholes, siempre tan contenido, tanto en su tono de voz como en todo lo demás—, es parte de mi función profesional decir las cosas con motivo. Es parte de mi función profesional estudiar y comprender a un caballero que me confía sus intereses. Y no voy a faltar a mi capacidad profesional a sabiendas, caballero. Puedo, aun con la mejor de mis intenciones, faltar a ella, señor mío, pero nunca a sabiendas.
El señor Woodcourt volvió a mencionar la cuestión de las señas.
—Permítame, señor mío —dijo el señor Vholes—. Tenga usted un momento de paciencia. Caballero, el señor C. está jugando una partida muy fuerte y no la puede jugar sin... ¿necesito decir sin qué?
—¿Dinero, supongo?
—Caballero —contestó el señor Vholes—, para ser honrado con usted (y la honradez es mi regla dorada, tanto si me hace ganar como perder, y veo que generalmente pierdo), dinero es la palabra exacta. Ahora bien, señor mío, no voy a expresar ninguna opinión acerca de las posibilidades que tiene el señor C. en esa partida, ninguna opción. Es posible que fuera una imprudencia por parte del señor C. dejar la partida después de jugarla tanto tiempo y con apuestas tan altas, y es posible que fuera lo contrario. Yo no digo nada. No, señor; nada —siguió el señor Vholes, poniendo la mano en el escritorio, con un gesto definitivo.
—Parece usted olvidar —replicó el señor Woodcourt— que no le he pedido que me diga nada y que no tengo ningún interés en nada de lo que diga usted.
—¡Perdóneme, señor mío! —replicó el señor Vholes—, pero se hace usted una injusticia. ¡No, señor! No va usted a cometer una injusticia consigo mismo..., no la va a cometer en mi bufete y a sabiendas mías. A usted le interesan todas y cada una de las cosas relativas a su amigo. Conozco lo suficiente la naturaleza humana, caballero, como para admitir ni por un instante que un caballero de su aspecto no sienta interés por todo lo relativo a un amigo suyo.
—Bien —dijo el señor Woodcourt—, es posible. Ahora lo que más me interesa son sus señas.
—(El número caballero) —dijo el señor Vholes entre paréntesis— (creo que ya lo he mencionado). Si el señor C. desea seguir jugando esta partida tan fuerte, ha de disponer de fondos. ¡Entiéndame! Por ahora hay fondos disponibles. Yo no pido nada; hay fondos disponibles. Pero, para seguir jugando, hay que contar con más fondos, salvo que el señor C. quiera tirar por la borda lo que ya ha apostado, cosa que depende única y exclusivamente de él. Esto se lo digo abiertamente, señor mío, como amigo que es usted del señor C. Si no hay fondos, siempre celebraré ir a los Tribunales a actuar en nombre del señor C, en la medida en que todas las costas que ello represente puedan cargarse a la herencia; nada más. No podría hacer nada más, señor mío, sin hacer daño a alguien. Habría de perjudicar a mis tres queridas hijas o a mi venerable padre, que depende totalmente de mí, allá en el Valle de Taunton, o a alguna otra persona. Y yo estoy decidido (puede usted considerarlo una debilidad o una locura) a no perjudicar a nadie.
El señor Woodcourt contestó en tono bastante severo que celebraba saberlo.
—Abrigo el deseo, señor mío —continuó el señor Vholes— de dejar a mi muerte una buena reputación. Por ello aprovecho toda oportunidad posible de decir abiertamente a un amigo del señor C cuál es la situación del señor C. En cuanto a mí mismo, señor mío, el obrero es digno de su salario. Si me comprometo a arrimar el hombro, lo arrimo, y me gano lo que cobro. Para eso estoy aquí. Ése es el objeto de tener mi nombre pintado en la puerta.
—¿Y las señas del señor Carstone, señor Vholes?
—Señor mío —contestó el señor Vholes—, como creo haber mencionado son las de al lado. En el segundo piso hallará usted el apartamento del señor C. El señor C. desea estar al lado de su asesor profesional, y yo disto mucho de oponerme, pues me agrada que se me consulte. Tras oír esto el señor Woodcourt se despidió del señor Vholes y fue en busca de Richard, y entonces empezó a comprender claramente por qué había cambiado tanto de aspecto.
Lo encontró en una habitación oscura y mal amueblada, en situación parecida a como lo había encontrado yo poco antes en su habitación del cuartel, salvo que no estaba escribiendo, sino sentado con un libro ante sí, pero con la mirada y el pensamiento muy lejos de allí. Como daba la casualidad de que la puerta estaba abierta, el señor Woodcourt lo estuvo mirando un momento sin ser visto él, y me dijo que nunca podría olvidar lo demacrada que tenía la cara y lo triste de su aspecto antes de que saliera de su ensueño.
—¡Woodcourt, amigo mío! —exclamó Richard, levantándose con las manos extendidas—, apareces ante mí como un fantasma.
—Pero amistoso —le contestó—, y sin esperar, como los fantasmas, a qué vengan a mí. ¿Cómo va el mundo de los mortales? —ya se habían sentado en sillas próximas.
—Bastante mal y bastante lento —dijo Richard—, al menos por lo que respecta a mi parte de él.
—¿Qué parte es esa?
—La parte de la Cancillería.
—Nunca he sabido —contestó el señor Woodcourt— que en esa parte nada fuera bien.
—Ni yo —dijo Richard melancólicamente—. Ni nadie.
Se recuperó en un momento y dijo con su franqueza natural:
—Woodcourt, lamentaría mucho que se me entendiera mal, aunque con ello ganara en tu estima. Debes saber que llevo mucho tiempo en que no hago nada bien. No he pretendido hacer demasiado daño, pero parece que no he sido capaz de hacer otra cosa. Quizá hubiera hecho mejor en no meterme en la red en la que me ha atrapado el destino, pero creo que no, aunque me atrevo a decir que dentro de poco oirás, si es que no has oído ya, una opinión muy diferente. Para abreviar, me temo que antes me faltaba un objetivo, pero ahora tengo un objetivo, o más bien él me tiene a mí, y ya es demasiado tarde para pensármelo. Tómame como soy y aprovecha sólo mis buenos aspectos.
—Trato hecho —dijo el señor Woodcourt—, y tú haz lo mismo conmigo.
—¡Bueno! Tú —replicó Richard— puedes practicar tu arte como algo valioso en sí mismo, puedes echar mano al arado y no deshacer nunca el surco, y puedes encontrar un objetivo en cualquier parte. Tú y yo somos personajes muy diferentes.
Hablaba con pena, y volvió a caer un momento en su tristeza.
—¡Bueno, bueno! —exclamó saliendo de ella—. Todo tiene un final. ¡Ya veremos! ¿Así que estás dispuesto a tomarme como soy y aceptarme tal cual?
—¡Sí! Te lo aseguro —para confirmar lo cual se dieron un apretón de manos, sonrientes, pero muy en serio. Respecto de uno de ellos lo puedo confirmar desde el fondo de mi corazón.
—Me vienes como anillo al dedo —dijo Richard—, porque desde que estoy aquí no he visto a nadie más que a Vholes. Woodcourt, hay un tema que desearía mencionar, de una vez para siempre, al comienzo de nuestro trato. Me atrevo a decir que ya sabes que tengo mucho cariño a mi prima Ada.
El señor Woodcourt replicó que ya se lo había sugerido yo.
—Te ruego —comentó Richard— que no me creas un monstruo de egoísmo. No te creas que me estoy partiendo la cabeza y casi el corazón por este siniestro pleito en Cancillería, sólo por mis propios intereses y derechos. Los de Ada son afines a los míos; no se pueden separar. Vholes está trabajando en pro de ambos. ¡Te ruego que lo tengas en cuenta!
Tanto le preocupaba aquello que el señor Woodcourt le dio las más firmes seguridades de que no tenía una mala opinión de él.
—Comprenderás —dijo Richard en un tono un tanto patético al insistir a este respecto, aunque era sincero y no fingía nada— que ante una persona digna como tú, que vienes aquí a mostrar una cara amiga, no puedo soportar la idea de aparecer como un egoísta y un mezquino. Quiero que Ada tenga lo que es justo, Woodcourt, y no sólo lo tenga yo; quiero hacer todo lo posible para que tenga lo que le corresponde, y no sólo lo tenga yo; aventuro todo lo que puedo conseguir para sacarla a ella de problemas, y no sacarme sólo a mí mismo. ¡Te ruego que siempre lo tengas presente!
Más tarde, cuando el señor Woodcourt reflexionó sobre lo que había ocurrido, se sintió tan impresionado por la gran preocupación de Richard a este respecto que al hablarme en general de su primera visita a Symond's Inn se refirió a ello en particular. Volvió a despertar en mí el temor que ya había sentido antes, de que las escasas propiedades de mi niña quedaran engullidas por el señor Vholes, y de que Richard se sintiera sinceramente justificado al hacerlo. Aquella entrevista se celebró justo cuando yo estaba empezando a cuidar a Caddy, y ahora regreso al momento en que Caddy ya se había recuperado, mientras persistía la sombra entre mí y mi niña.
Aquella mañana propuse a Ada que fuéramos a ver a Richard. Me sorprendió un tanto el ver que ella titubeaba, y que no estaba tan radiantemente dispuesta como yo había esperado.
—Querida mía —le dije—, ¿no habrás tenido alguna diferencia con Richard durante estos días en que he pasado tanto tiempo fuera?
—No, Esther.
—¿Quizá no has tenido noticias de él? —pregunté.
—Sí que he tenido noticias de él —contestó Ada.
No podía comprender que mi niña tuviera tantas lágrimas en los ojos y reflejara tanto amor en su expresión. ¿Debía ir yo a ver a Richard sola?, pregunté. No, Ada pensaba que era mejor que no fuera yo sola. ¿Vendría ella conmigo? Sí, Ada pensaba que era mejor que viniera ella conmigo. ¿Nos íbamos ya? Sí, vámonos ya. ¡La verdad era que no podía comprender a mi niña, con tantas lágrimas en los ojos y tanto amor en su expresión!
Pronto nos vestimos y salimos. Era un día sombrío, y caían frías gotas de lluvia a intervalos. Era uno de esos días incoloros en que todo parece cargado y duro. Las casas nos miraban hostiles, el polvo saltaba a nuestros pies, el humo caía sobre nosotras, nada transigía ni se ablandaba. Me pareció que mi angelito estaba fuera de lugar en aquellas calles ásperas, y que por las calzadas tristonas pasaban más funerales de los que jamás había visto yo en mi vida.
Primero teníamos que encontrar Symond's Inn. Ibamos a preguntar en una tienda cuando Ada dijo que creía que estaba cerca de Chancery Lane.
—Desde luego, no es probable que nos quede muy lejos si vamos en esa dirección, cariño —dije Así que fuimos hacia Chancery Lane, y efectivamente allí vimos el letrero de Symond's Inn.
Después teníamos que averiguar el número. «O bastará con el del bufete del señor Vholes», recordé, «puesto que vive al lado del bufete». Ante lo cual Ada dijo que quizá el bufete del señor Vholes estuviera en la esquina de allá. Y efectivamente lo estaba.
Después había que decidir cuál de las dos puertas. Yo iba hacia una cuando mi niña se dirigió hacia la otra, y nuevamente volvió a tener razón. Así que subimos al segundo piso y vimos el nombre de Richard escrito en grandes caracteres blancos en un panel como el de un coche funerario.
Yo iba a llamar, pero Ada dijo que mejor era abrir la puerta con el picaporte. Y así nos encontramos con, Richard, leyendo ante una mesa llena de montones polvorientos de papeles que me parecieron como polvorientos espejos que reflejaban su propio estado de ánimo. Dondequiera que mirase, veía las palabras ominosas escritas en ellos, «Jarndyce y Jarndyce».
Nos recibió con mucho cariño y nos sentamos.
—Si hubiérais venido un poco antes —dijo— os habríais encontrado con Woodcourt. No conozco persona mejor que Woodcourt. Siempre encuentra el tiempo para venir a verme de vez en cuando, mientras que cualquiera que tuviese la mitad de trabajo que él pensaría que nunca podía venir. Y siempre tan animado, tan tranquilo, tan sensato, tan serio, tan... todo lo que no soy yo, que este apartamento se ilumina cada vez que viene él, y se oscurece cuando vuelve a marcharse.
«¡Bendito sea», pensé, «por mantener así la palabra que me dio! »
—No es tan optimista, Ada —continuó Richard mirando triste hacia los montones de papeles—, como lo solemos ser Vholes y yo, pero no está en el asunto y no conoce sus misterios. Nosotros hemos entrado en ellos y él no. No es de esperar que sepa mucho de un laberinto como éste.
Cuando volvió a pasear la vista sobre los documentos, y se pasó las manos por la cabeza advertí lo hundidos y grandes que tenía los ojos, lo secos que tenía los labios y lo mordidas que tenía las uñas.
—Richard, ¿crees que éste es un sitio sano para vivir?
—Pero mi querida Minerva —respondió Richard con su alegre risa de antaño— no es un lugar rural ni animado, y cuando aquí luce el sol puedes estar convencida de que en algún lugar abierto está brillando resplandeciente. Pero no está mal por ahora. Está cerca de los Tribunales y cerca de Vholes.
—Quizá —sugerí— un cambio respecto de ambas cosas...
—... ¿me sentaría bien? —preguntó Richard, forzando una risa al terminar la frase—. ¡No me extrañaría nada! Pero ya sólo puede ocurrir en una de dos formas, diría yo. O bien termina el pleito, Esther, o termina el pleiteante. ¡Pero lo que va a terminar va a ser el pleito, hija mía, el pleito, hija mía!
Esas últimas palabras se las dirigió a Ada, que estaba sentada a su lado. Como ella tenía la cara vuelta hacia él, y no hacia mí, yo no podía verla.
—Nos va muy bien —prosiguió Richard—. Ya os lo dirá Vholes. La verdad es que las cosas marchan. No paramos un minuto. Vholes conoce todos los giros y los recovecos, y atacamos en todos los terrenos. Ya los tenemos asombrados. ¡Os aseguro que vamos a despertar a esa banda de dormilones!
Desde hacía mucho tiempo, su optimismo me causaba más dolor que su melancolía; era algo tan distinto del verdadero optimismo, contenía algo tan feroz en su determinación de ser optimista, era tan hambriento y tan ansioso, y sin embargo tan consciente de ser forzado e insostenible, que desde hacía tiempo me había tocado el corazón. Pero el comentario que aquel optimismo le había dejado impreso indeleblemente en su atractivo rostro hacía que resultara todavía más preocupante que de costumbre. Digo indeleblemente, pues me sentía persuadida de que si jamás se pudiera terminar la famosa causa, conforme a sus mejores esperanzas, aquella misma hora, las huellas de la ansiedad prematura, del autorreproche y de la desilusión que le había dejado quedarían impresas en sus rasgos hasta la hora de su muerte.
—La visión de nuestra querida mujercita —dijo Richard, mientras Ada permanecía en silencio e inmóvil— me resulta algo tan natural, y su rostro compasivo es tan igual al de los viejos tiempos...
—¡Ah! No, no. —Sonreí y negué con la cabeza.
—... tan exactamente igual al de los viejos tiempos —continuó Richard con su tono más cordial, y tomándome la mano con aquella mirada fraternal que nada hizo cambiar jamás—, que con ella no puedo andarme con engaños. Es verdad que yo fluctúo un poco. A veces tengo esperanzas, querida mía, y a veces... no es que desespere, pero casi. ¡Es que me canso mucho! —dijo Richard soltándome suavemente la mano y poniéndose a dar vueltas por la habitación.
Siguió dando vueltas un rato y después se dejó caer en el sofá, repitiendo sombrío:
—Me canso mucho, mucho. ¡Es un trabajo tan fatigoso!
Se apoyaba en un brazo al decir aquellas palabras en voz baja y meditabunda, y miraba al suelo, cuando se levantó mi niña, que se quitó el sombrero, se arrodilló a su lado con sus cabellos dorados caídos como rayos de sol sobre la cabeza de él, le echó los brazos al cuello y volvió la cara hacia mí. ¡Y qué cara tan amante y abnegada vi entonces!
—Esther, querida mía —me dijo con gran calma—, no voy a volver a casa.
De pronto se me hizo la luz.
—Nunca más. Voy a quedarme con mi bienamado marido. Hace más de dos meses que nos casamos. Vete a casa sin mí, mi querida Esther; ¡yo no vuelvo más a casa! —y con aquellas palabras mi niña dejó caer la cabeza sobre el pecho y la dejó así. Y si alguna vez en mi vida he visto un amor que no pudiera cambiar nada más que la muerte, lo vi entonces ante mí.
—Díselo a Esther, querida mía —dijo Richard, rompiendo el silencio al cabo de un rato—. Cuéntale lo que pasó.
Fui hacia ella antes de que ella viniera hacia mí y la acogí en mis brazos. No hablamos ninguna de las dos, pero con su mejilla al lado de la mía, no quería oír nada.
—Cariño mío —le dije—. Amor mío, pobrecita mía—, pues la compadecía mucho. Yo le tenía mucho cariño a Richard, pero el impulso que me vino fue el de compadecerla a ella.
—Esther, ¿me podrás perdonar? ¿Me podrá perdonar mi primo John?
—Querida mía —le contesté—, el sólo dudarlo ya es hacerle una grave injusticia. ¡Y en cuanto a mí! ... En cuanto a mí, ¿qué es lo que tengo que perdonar yo?
Le sequé los ojos a mi pobrecita niña y me senté a su lado en el sofá, con Richard a mi otro lado, mientras yo recordaba aquella otra noche tan diferente cuando habían confiado en mí por primera vez y me habían dicho a su estilo propio y despreocupado cómo iban las cosas entre ellos.
—Todo lo mío era de Richard —dijo Ada—, y Richard no quería tomarlo, Esther, y, ¿qué iba yo a hacer más que ser su esposa cuando lo quiero tanto?
—Y tú estabas tan ocupada en algo tan meritorio, querida señora Durden, excelente señora Durden —dijo Richard—, que, ¿cómo íbamos a hablarte en aquellos momentos? Y, además, no era nada que no viniéramos pensando desde hacía mucho tiempo. Salimos una mañana y nos casamos.
—Y cuando estuvo hecho, querida mía —siguió diciendo Ada—, yo no pensaba más que en cómo decírtelo y en qué sería lo mejor. Y a veces me parecía que lo mejor sería decirte las cosas inmediatamente, y otras que no tenías por qué saberlo, y que había que mantenerlo oculto a mi primo John, y no sabía qué hacer y estaba muy preocupada.
¡Qué egoísta debía de haber sido yo para que no se me hubiera ocurrido antes! No sé qué dije entonces. ¡Lo lamentaba tanto, y al mismo tiempo les tenía tanto cariño, y estaba tan contenta de que ellos me tuvieran cariño, me daban tanta pena, y al mismo tiempo sentía una especie de orgullo de que se quisieran tanto! Nunca había experimentado una emoción tan dolorosa y tan placentera al mismo tiempo, y en el fondo de mi corazón no sabía qué era lo que predominaba. Pero no era función mía el oscurecer su camino, así que no lo hice.
Cuando me sentí menos estupefacta y más compuesta, mi niña se sacó del seno su anillo de bodas, lo besó y se lo puso. Entonces me acordé de la noche anterior y le dije a Richard que desde que se habían casado ella siempre se lo ponía por la noche cuando no se lo podía ver nadie. Ada, entonces, me preguntó ruborizada cómo lo sabía yo. Y yo le dije a Ada que había visto que escondía la mano bajo la almohada y no se me había ocurrido el motivo. Todo con expresiones de cariño mutuas. Entonces empezaron a contarme otra vez lo que había ocurrido, y yo empecé otra vez a sentir pesar y alegría al mismo tiempo, y a esconder mi cara de vieja desfigurada todo lo que podía, para no desanimarlos.
Así fue pasando el tiempo, hasta que fue necesario pensar en volver a casa. Cuando llegó aquel momento, fue el peor de todos, porque fue entonces cuando mi niña se deshizo totalmente. Se me colgó al cuello, diciéndome todas las cosas cariñosas que se podían imaginar, y que qué iba a hacer sin mí. Tampoco Richard se portó mucho mejor, y en cuanto a mí, hubiera sido la peor de los tres de no haberme dicho severamente: «¡Vamos, Esther, si te portas así, no te vuelvo a dirigir la palabra en la vida! ».
—Bueno, la verdad —dije— es que nunca he visto a una recién casada así. No creo que quiera a su marido en absoluto. Vamos, Richard, quédate con esta niña, por el amor del cielo —pero mientras lo decía la tenía abrazada, y hubiera podido seguir llorando no sé cuánto tiempo—. Advierto a los recién casados —continué diciendo— que me voy, pero volveré mañana, y que me voy a pasar la vida yendo y viniendo, hasta que Symond's Inn ya no me pueda soportar. Por eso no te digo adiós, Richard. ¡No valdría de nada cuando sabes que vas a volver a verme dentro de muy poco!
Ya le había entregado a mi niña y quería irme, pero me quedé un momento más para mirar aquella cara tan bonita, que parecía romperme el corazón al marcharme.
Así que dije (con tono alegre y activísimo) que si no me alentaban más a volver, no estaba segura de quererme tomar esa libertad, ante lo cual mi niña levantó la vista, con una débil sonrisa entre lágrimas, y tomé su encantadora cara entre mis manos, le di un último beso, me reí y me marché.
Y cuando llegué abajo, ¡ay, cuánto lloré! Casi me pareció que había perdido para siempre a mi Ada. Me sentía tan sola y tan vacía sin ella, y me resultaba tan triste el irme a casa sin esperanzas de volver a verla en ella, que tardé un rato en tranquilizarme y tuve que pasearme un rato en torno a una esquina sombría mientras gemía y lloraba.
Por fin me fui calmando, tras reñirme a mí misma, y tomé un coche para ir a casa. El pobre muchacho que había encontrado yo en St. Albans había reaparecido hacía poco tiempo y estaba al borde de la muerte; de hecho, ya había muerto, aunque yo no lo sabía. Mi Tutor había salido a preguntar cómo estaba, y no había vuelto a cenar. Como yo estaba completamente sola, volví a llorar un poquito, aunque en general creo que no me porté tan mal.
Era perfectamente natural que todavía no me acostumbrase a la pérdida de mi niña. Tres o cuatro horas no eran demasiado tiempo, al cabo de los años. Pero no podía dejar de pensar en el escenario inhóspito en el que la había dejado, y me parecía algo tan hosco, y sentía tantos deseos de hallarme a su lado y de cuidar de ella de una forma u otra, que decidí volver aquella noche, aunque sólo fuera para mirar a sus ventanas.
Era una locura, no cabe duda, pero entonces no me lo pareció, y todavía ahora no me lo acaba de parecer. Se lo confié a Charley, y salimos al caer la tarde. Ya era de noche cuando llegamos al extraño nuevo hogar de mi niña, y se veía una luz tras las persianas amarillas. Pasamos por allí en silencio tres o cuatro veces, mirando hacia ellas, y casi nos tropezamos con el señor Vholes, que salió de su bufete mientras estábamos nosotras allí y también miró hacia arriba antes de irse a su casa. La visión de aquella figura negra y flaca, y el aire solitario de aquel rincón en la oscuridad coincidían con mi estado de ánimo. Pensé en la juventud, en el amor y en la belleza de mi querida niña, metida en tan impropio refugio, casi como si fuera un lugar de encierro.
Todo estaba solitario y silencioso, y no dudé de que podría subir a salvo las escaleras. Dejé a Charley abajo y subí con pasos cautelosos, sin que me molestara el leve res-plandor de las débiles lámparas de petróleo que había por el camino. Escuché un momento, y en medio del silencio decadente del edificio, creí oír el murmullo de sus voces juveniles. Posé los labios sobre el panel funerario de la puerta, como si besara a mi tesoro, y volví a bajar calladamente, pensando que algún día confesaría mi visita.
Y verdaderamente me sentó bien, pues aunque nadie más que Charley y yo se enteró de aquello, pensé que en cierto sentido había reducido la distancia entre Ada y yo y nos habíamos vuelto a reunir durante aquel instante. Volví a casa, no del todo acostumbrada al cambio, pero sintiéndome mejor por haberme cernido en las cercanías de mi tesoro.
Mi Tutor había vuelto, y estaba pensativo junto a la ventana oscura. Cuando entré yo se le iluminó la cara y fue a sentarse, pero advirtió mi expresión cuando me senté yo.
—Mujercita —me dijo—, has estado llorando.
—Pues sí, Tutor —contesté—, me temo que sí he llorado un poco. Ada ha estado pasando por un mal trance y está muy triste, Tutor.
Apoyé el brazo en el respaldo de su silla, y vi en su mirada que mis palabras, y mi vistazo a la silla vacía de ella lo habían preparado.
—¿Se ha casado, hija mía?
Se lo conté todo, y cómo lo primero que había rogado ella era que la perdonase.
—No necesita mi perdón —dijo—. ¡Que Dios la bendiga, a ella y a su marido! —Pero al igual que mi primer impulso había sido compadecerla, lo mismo le pasó a él—: ¡Pobrecita, pobrecita! ¡Pobre Rick! ¡Pobre Ada!
Después de eso ninguno de los dos dijimos nada, y al cabo de un instante continuó él con un suspiro:
—¡Bueno, bueno, hija mía! Casa Desolada se va despoblando a toda velocidad.
—Pero allí sigue su señora, Tutor —aunque me daba apuro decirlo, lo aventuré ante el tono triste con que había hablado él—, y hará todo lo posible para que reine la felicidad en ella.
—¡Y lo logrará, amor mío!
La carta no había producido ninguna diferencia entre nosotros, salvo que el asiento a su lado había pasado a ser el mío, y ahora tampoco la producía. Volvió a mí su antigua mirada luminosa y paternal, tomó una de mis manos en las suyas, a su viejo estilo, y volvió a decir:
—Y lo logrará, querida mía. Sin embargo, Casa Desolada se está despoblando a toda prisa, ¡ay, mujercita!
Poco después hube de lamentar que en aquel momento no habláramos más del asunto. Me sentí un tanto desilusionada. Temí no haber sido todo lo que quería ser, desde la carta y la respuesta.
CAPÍTULO 52
Obstinación
Pero llegó otro día cuando a primera hora de la mañana, cuando íbamos a desayunar, llegó corriendo el señor Woodcourt con la asombrosa noticia de que se había cometido un horrible asesinato por el cual habían detenido al señor George. Cuando nos dijo que Sir Leicester Dedlock había ofrecido una gran recompensa por la captura del asesino, no comprendí, en mi consternación inicial, por qué, pero unas palabras más me revelaron que el muerto era el abogado de Sir Leicester, e inmediatamente llegó a mi recuerdo el horror que le tenía mi madre.
La desaparición imprevista y violenta de alguien a quien ella vigilaba y de quien desconfiaba desde hacía mucho tiempo, y que durante mucho tiempo la había vigilado a ella y desconfiado de ella; de alguien por quien ella podía haber sentido pocos instantes de benevolencia, por temer siempre en él a un enemigo secreto y peligroso, me pareció tan terrible que en quien primero pensé fue en ella. ¡Qué horrible enterarse de una muerte así y no poder sentir pena! ¡Qué horrible recordar, quizá, que a veces había incluso deseado que desapareciera aquel anciano al que tan repentinamente habían quitado la vida!
Tal cúmulo de reflexiones, que aumentaban el apuro y el temor que sentía yo siempre que se mencionaba el nombre, me causó tal agitación que apenas si pude seguir a la mesa. No pude seguir en absoluto la conversación hasta que tuve algún tiempo para recuperarme. Pero cuando volví en mí y vi lo impresionado que estaba mi Tutor y observé que estaban hablando muy en serio del sospechoso, y recordando todas las opiniones favorables que nos habíamos formado de él, de lo bueno que sabíamos que era, mi interés y mis temores por él fueron tan fuertes que recuperé todas mis fuerzas:
—Tutor, ¿no creerá usted posible que esa acusación sea justa?
—Querida mía, no puedo creerlo. Este hombre a quien hemos visto tan sincero y compasivo, que aúna la fuerza de un gigante con la dulzura de un niño, que parece ser uno de los hombres más valerosos de este mundo, y es tan sencillo y tan discreto al respecto, ¿este hombre acusado justamente de tamaño crimen? No puedo creerlo. No es que no lo crea o no lo quiera creer. ¡Es que no puedo!
—Ni yo tampoco —dijo el señor Woodcourt—. Pero, independientemente de lo que creamos y de lo que sabemos de él, más vale no olvidar que algunas de las apariencias están en contra suya. Sentía animosidad contra el muerto. La ha mencionado abiertamente en varios sitios. Se dice que se ha expresado violentamente en contra suya, y, desde luego, que yo sepa, es cierto. Reconoce que estaba solo, en la escena del crimen, en los minutos inmediatos a que éste se cometiera. Yo creo sinceramente que es inocente de toda participación en él, tanto como yo mismo, pero todas ésas son razones para que recaigan en él las sospechas.
—Es verdad —dijo mi Tutor, y añadió, volviéndose hacia mí—. Sería hacerle un desfavor, querida mía, el cerrar los ojos a cualquiera de esos aspectos.
Naturalmente, yo también creía que debíamos reconocer, no sólo entre nosotros, sino ante los demás, toda la fuerza de las circunstancias en contra de él. Pero sabía que, sin embargo (no podía evitar el decirlo), el peso de éstas no debía inducirnos a abandonarlo en su hora de peligro.
—¡No lo quiera Dios! —respondió mi Tutor—. Estaremos a su lado, igual que lo estuvo él con los dos pobrecillos que ya han desaparecido. —Se refería al señor Gridley y al muchacho, a ambos de los cuales había dado refugio el señor George.
Después, el señor Woodcourt nos dijo que el ayudante del soldado había estado con éste desde la mañana, tras recorrer las calles toda la noche como un demente. Que una de las primeras preocupaciones del soldado había sido que nosotros no lo creyéramos culpable. Que había encargado a su mensajero que nos explicara su total inocencia, con todas las garantías más solemnes que podía darnos. Que la única forma que había tenido el señor Woodcourt de tranquilizar al hombre había sido comprometerse a venir a nuestra casa a primera hora de la mañana con aquellas explicaciones. Añadió que ahora mismo se iba él a ver al preso.
Mi Tutor dijo inmediatamente que también iría él. Por mi parte, además de que el soldado retirado me agradaba mucho, y yo le agradaba a él, tenía aquel secreto interés en lo que ocurriese que únicamente mi Tutor sabía. Sentí como si aquel interés se cerniera cada vez más sobre mí. Me pareció importante para mí misma que se descubriese la verdad y que no se sospechara de un inocente; pues una vez que se desencadenaba la sospecha, podía irlo invadiendo todo.
En una palabra, me pareció que tenía el deber y la obligación de ir con ellos. Mi Tutor no trató de disuadirme, y nos fuimos.
Era una prisión grande, con muchos patios y galerías, todos iguales, y con pisos tan uniformes que al ir recorriéndolos me pareció adquirir una nueva comprensión de cómo los presos solitarios encerrados entre las mismas paredes desnudas, año tras año, se encariñan tanto con una planta, o una hierba, que llevan años contemplando. Encon-tramos al soldado solo en una habitación abovedada, como si fuera una bodega, pero puesta en un piso de arriba, con unas paredes de un blanco tan deslumbrante que hacían que los grandes barrotes de hierro de la ventana y de la puerta parecieran todavía más negros de lo que eran. Estaba sentado en un banco, del que se levantó cuando oyó que se descorrían los cerrojos.
Cuando nos vio, dio un paso adelante con su calma acostumbrada, y después se paró con una leve inclinación. Pero como yo seguí avanzando y alargándole una mano, nos comprendió al momento.
—Señorita y caballeros, les aseguro que esto me quita un gran peso de encima —dijo, saludándonos con mucho ánimo y exhalando un largo suspiro—. Ahora ya no me importa tanto cómo termine todo esto.
No parecía que fuera él el preso. Con su calma y su porte militar, parecía más bien ser él el guardián.
—Este lugar es todavía peor que mi galería de tiro para recibir a una dama ——dijo el señor George—, pero sé que la señorita Summerson se adaptará lo mejor posible —y me llevó hacia el banco donde estaba al llegar nosotros para que me sentara, y cuando lo hice pareció darle gran satisfacción.
—Gracias, señorita —dijo.
—Bueno, George —observó mi Tutor—, igual que nosotros no necesitamos más garantías de su parte, creo que huelga darle las nuestras.
—En absoluto, señor. Se lo agradezco de todo corazón. Si no fuera inocente de este crimen, no podría mirarlos a ustedes a la cara y mantener mi secreto después del favor que me hacen con esta visita. Se la agradezco muchísimo. Yo no soy muy elocuente, pero se la agradezco, señorita Summerson y señores, de todo corazón.
Se llevó una mano a su ancho pecho e inclinó la cabeza hacia nosotros. Aunque inmediatamente volvió a ponerse en posición de firmes, con aquel sencillo gesto expresó una gran emoción.
—En primer lugar —dijo mi Tutor—, ¿qué podemos hacer por su comodidad personal, George?
—¿Por qué, caballero? —preguntó, carraspeando un poco.
—Por su comodidad personal. ¿Desea usted algo que alivie el pesar de este confinamiento?
—Bueno, caballero —replicó George, tras pensarlo un momento—, se lo agradezco mucho, pero como el tabaco está prohibido, no se me ocurre nada.
—Quizá se le vayan ocurriendo algunas cosillas. Cuando se le ocurran, George, comuníquenoslas.
—Gracias, caballero. Sin embargo —observó el señor George con una de aquellas sonrisas que le iluminaban la cara bronceada—, cuando se ha pasado uno la vida por el mundo, vagabundeando tanto como yo, se las arregla uno bien en sitios así, en la medida de lo posible.
—Y ahora, hablemos de su caso —dijo mi Tutor.
—Exactamente, caballero —respondió el señor George, cruzándose de brazos con toda calma y una cierta curiosidad.
—¿Cuál es la situación actualmente?
—Bueno, caballero, se está instruyendo. Bucket me da a entender que mi detención se prolongará mientras termina la instrucción. No sé qué es lo que les falta, pero seguro que, sea lo que sea, Bucket lo encontrará.
—Pero, por el amor del cielo, hombre —exclamó mi Tutor, que recuperó, sorprendido, su excentricidad y su vehemencia de otros tiempos—, habla usted de sí mismo como si fuera de otro.
—No se ofenda, caballero ——dijo el señor George—. Agradezco mucho su amabilidad. Pero no veo cómo puede un hombre inocente aceptar este género de cosas sin darse de cabezazos contra la pared, salvo que se adopte una actitud como la mía.
—Eso es verdad hasta cierto punto —respondió mi Tutor, ablandado—. Pero, amigo mío, incluso un hombre inocente debe adoptar precauciones normales para defenderse.
—Desde luego, caballero, y las he tomado. He dicho a los jueces: «Señores, yo soy tan inocente como ustedes de esta acusación; lo que se ha dicho de mí es perfectamente cierto en cuanto a los hechos; no sé más.» Y me propongo seguir diciendo lo mismo. ¿Qué más puedo hacerle? Es la verdad.
—Pero no basta con la mera verdad —replicó mi Tutor.
—¿Seguro que no, caballero? ¡Verdaderamente, mal me veo! —observó, bienhumorado, el señor George.
—Necesita usted un abogado —continuó diciendo mi Tutor—. Tenemos que encontrarle un buen abogado.
—Permítame, caballero —dijo el señor George, dando un paso atrás—. También se lo agradezco. Pero estoy decidido a rogarle que no me mezcle con esa gente.
—¿No quiere usted un abogado?
—No, señor —negó el señor George, con la cabeza, del modo más enfático—Se lo agradezco mucho, pero ¡nada de abogados!
—¿Por qué no?
—No me gusta esa gente —dijo el señor George—. A Gridley tampoco le gustaban. Y, si me permite usted que me propase un tanto, tampoco diría que a usted le gustaran mucho.
—Son los de la Cancillería —explicó mi Tutor, sin saber qué decir—; son los de Cancillería.
—Sí, ¿eh? —respondió el soldado, con su aire calmado—. Yo no estoy familiarizado con esos matices, pero, en general, me molesta esa raza.
Descruzó los brazos y, cambiando de postura, se quedó con una manaza apoyada en la mesa y la otra en la cadera, como la imagen más perfecta de alguien a quien no se va a hacer que cambie de opinión que jamás haya visto yo. Fue en vano que los tres razonáramos con él y tratásemos de persuadirlo; nos escuchó con aquella amabilidad que le iba tan bien a su aspecto imponente, pero estaba claro que no se veía más conmovido por nuestras exhortaciones que por el lugar de su encierro.
—Le ruego que lo piense más, señor George —le dije—. ¿No tiene usted ningún deseo con referencia a su caso?
—Desde luego, desearía que me juzgaran, señorita —respondió— en un consejo de guerra, pero sé perfectamente que eso es imposible. Si tiene usted la amabilidad de prestarme su atención dos minutos, señorita, nada más, trataré de explicarme con toda la claridad posible.
Nos miró a los tres por turno, movió la cabeza un poco, como si la estuviera ajustando en el cuello de un uniforme que le quedara estrecho y al cabo de un instante de reflexión continuó:
—Mire usted, señorita, me han esposado y detenido y traído aquí. Soy un hombre marcado y caído, y aquí estoy. Bucket ha registrado por todas partes mi galería de tiro; lo poco que tengo (que es muy poco) está puesto patas arriba hasta el extremo de que no puedo reconocerlo, y (como ya he dicho) ¡aquí estoy! No me quejo especialmente. Aunque me halle en este lugar por algo que no es directamente culpa mía, entiendo muy bien que si no me hubiera hecho un vagabundo en mi juventud, no habría ocurrido esto. Pero ha ocurrido. Entonces se plantea la cuestión de cómo hacerle frente.
Se frotó la atezada cara un momento, con gesto bienhumorado, y dijo, como para excusarse:
—Estoy tan poco acostumbrado a hablar, que tengo que pararme a pensar un momento. —Tras pensar un momento, volvió a levantar la vista, y siguió—: Cómo hacerle frente. El pobre muerto era abogado, y me tenía bien agarrado. No quiero hablar mal de los muertos, pero me tenía agarrado, como diría si siguiera vivo, peor que el Diablo. Eso hace que no me guste su oficio. Si no me hubiera mezclado con los de su oficio, no me habrían metido aquí. Pero no me refiero a eso. Supongamos que lo hubiera matado yo. Supongamos que de verdad le hubiera descerrajado en el cuerpo cualquiera de esas pistolas mías que están disparadas hace poco y que Bucket ha encontrado en mi galería, y que, ¡por Dios!, podría haber encontrado cualquier día del año. ¿Qué hubiera hecho yo en cuanto me metieron aquí? Buscar un abogado.
Dejó de hablar al oír que había alguien a la puerta, y no continuó hasta que la puerta se abrió y se volvió a cerrar. En seguida diré por qué se había abierto la puerta.
—Hubiera buscado un abogado, y él habría dicho (como he leído muchas veces en la prensa): «Mi cliente no dice nada, mi cliente se reserva su defensa, mi cliente esto y lo otro.» Bueno, según mi opinión, la gente de esa raza no tiene la costumbre de andar por lo derecho, ni de creer que otra gente lo hace. Digamos que soy inocente y me busco un abogado. Lo más probable es que él me creyera culpable. ¿Qué haría en todo caso? Actuar como si lo fuera, hacerme callar, decirme que no me comprometiera, disimular las circunstancias, reducir a pedazos las pruebas, andarse con equívocos y quizá lograr que me absolvieran, quizá. Pero, señorita Summerson, ¿preferiría yo que me absolvieran así o que me colgaran a mi aire (si me perdona que diga cosas tan desagradables a una dama)?
Ahora ya había entrado en materia, y no necesitaba pararse a pensar un momento.
—Prefiero que me cuelguen a mi aire. ¡Y estoy decidido! No pretendo decir —y volvió a mirarnos a cada uno, con los fuertes brazos en jarras y las cejas negras arqueadas— que tenga más ganas que cualquiera de que me cuelguen. Lo que digo es que debo salir totalmente exculpado o no salir en absoluto. Por eso, cuando oigo que dicen de mí algo que es verdad, digo que es verdad, y cuando me dicen: «Cualquier cosa que diga, podrá ser utilizada en contra suya», les digo que no me importa; que la utilicen. Si no me pueden declarar inocente cuando les digo toda la verdad, tampoco lo van a hacer si no se la digo toda, o si les digo otra cosa. Y si lo hicieran, tampoco me valdría de gran cosa.
Dio uno o dos pasos sobre las losas, volvió a la mesa y terminó con lo que tenía que decir:
—Les agradezco muchísimo, señorita y señores, su atención, y muchísimo más su interés. Ésa es toda la verdad del caso, tal como aparece ante un pobre soldado con una cabeza como un sable mellado. Nunca he hecho nada a derechas, salvo mi deber como soldado, y si después de todo ocurre lo peor, recogeré lo que he sembrado. Cuando se me pasó la primera impresión de que me detuvieran por asesinato (y a un viejo vagabundo como yo no le hace falta mucho tiempo para que se le pasen las impresiones así), me puse a pensar hasta llegar a las conclusiones que les he dicho. No tengo parientes que se puedan avergonzar de mí, y... eso es todo lo que tengo que decir.
La puerta se había abierto para que entrase otro hombre de aspecto militar, aunque menos imponente a primera vista, y una mujer de aspecto sano, curtida y de mirada brillante, que llevaba un cesto y desde que entró había prestado gran atención a todo lo que decía el señor George. Éste los había recibido con un gesto de familiaridad y una mirada de amistad, pero sin hacerles un saludo especial en medio de su discurso. Ahora les estrechó la mano efusivamente, y dijo:
—Señorita Summerson y caballeros, éste es un viejo camarada mío, Matthew Bagnet. Y ésta es su esposa, la señora Bagnet.
El señor Bagnet hizo una tiesa inclinación militar, y la señora Bagnet nos hizo una reverencia.
—Son buenos amigos míos —dijo el señor George—. Fue en su casa donde me detuvieron.
—Con un violonchelo de segunda mano —intervino el señor Bagnet, con un gesto airado de la cabeza—. Pero bueno. Para un amigo. No importaba el precio.
—Mat —dijo el señor George—, has oído prácticamente todo lo que he dicho a esta señorita y a estos caballeros. ¿Entiendo que estás de acuerdo, que das tu aprobación?
—Díselo. Si tiene mi aprobación. O no.
—Pero, George —exclamó la señora Bagnet, que había estado vaciando el cesto, que contenía un trozo de carne de cerdo en conserva, algo de té y de azúcar y una hogaza de pan negro—, tienes que saber que no. Tienes que saber que vuelves a la gente loca con lo que dices. Así que no estás dispuesto a tal cosa y no estás dispuesto a tal otra..., ¿qué significan tantos melindres? Eso son bobadas, George.
—No me trate mal en la desgracia, señora Bagnet el soldado, con una sonrisa.
—¡Bah! Al diablo con tu desgracia —exclamó la señora Bagnet—, si no te hace tener más sentido que lo que acabamos de oír. En mi vida he sentido más vergüenza de oír a alguien decir tantas tonterías como de oírte a ti hablar así delante de estos señores. ¿Abogados? ¿Por qué te va a dar miedo de que se meta demasiada gente en el ajo si aquí el caballero te los recomendara?
—Eso es hablar con sensatez —dijo mi Tutor—; espero que lo persuada usted, señora Bagnet.
—¿Persuadirlo a él, caballero? —replicó ella—. Seguro que no. No conoce usted a George. ¡Mírelo! —y la señora Bagnet dejó el cesto para señalarlo con sus manos morenas—. ¡Mírenlo! ¡Más tozudo en defenderla y no enmendarla que ningún ser humano bajo la capa del Cielo! ¡Pero si es que acaba con la paciencia de cualquiera! Más fácil resulta levantar a pulso un cañón del ochenta y cuatro que convencer a este hombre cuando se le mete algo en la cabeza y se le queda en ella. ¡Si es que no lo conocen uste-des! —exclamó la señora Bagnet—. ¡Yo sí te conozco, George! ¡No vas a hacerme creer a mí que has cambiado, al cabo de tantos años, espero!
Su amistosa indignación tuvo un efecto ejemplar en su marido, que meneó la cabeza varias veces en dirección al soldado, como recomendándole silenciosamente que cediera. De vez en cuando, la señora Bagnet me miraba a mí, y comprendí por la expresión de su mirada que deseaba que yo hiciera algo, aunque yo no comprendía qué.
—Pero ya he renunciado a decirte nada, muchacho, desde hace años y años —continuó la señora Bagnet, mientras le quitaba una motita de polvo a la carne de cerdo en conserva y me volvía a mirar a mí—, y cuando las damas y los caballeros te conozcan tan bien como te conozco yo, también renunciarán ellos. Si no eres demasiado tozudo para aceptar algo de comer, aquí lo tienes.
—Lo acepto, y lo agradezco mucho —respondió el soldado.
—¡Vaya! ¿Conque sí? —replicó la señora Bagnet, que seguía gruñendo bienhumoradamente—. Pues eso sí que me sorprende. Me extraña que no te dejes también morir de hambre a su aire. A lo mejor eso es lo que se te ocurre la próxima vez —y volvió a mirarme, y entonces comprendí que deseaba que nos retirásemos y esperásemos a que ella nos siguiera a la salida de la prisión. Les comuniqué esa idea por el mismo medio a mi Tutor y al señor Woodcourt, y me levanté.
—Esperamos que reflexione usted, señor George —dije—, y volveremos a visitarlo, con la esperanza de encontrarlo más razonable.
—Más agradecido de lo que ya estoy, señorita Summerson, no me podrá encontrar —contestó.
—Pero sí que podemos encontrarlo más persuasible, espero —dije—. Y permítame rogarle que considere que la aclaración de este misterio, y el descubrimiento de quién perpetró verdaderamente el crimen, puede ser de la máxima importancia para otros, además de usted.
Me escuchó respetuosamente, pero sin hacer gran caso de aquellas palabras, que pronuncié dándole un poco la espalda, camino de la puerta; estaba observando (como me dijeron después) mi altura y mi tipo, que de pronto parecieron llamarle la atención.
—Es curioso —dijo—. ¡Y, sin embargo, es lo que me pareció entonces!
Mi Tutor le preguntó a qué se refería.
—Mire usted —le respondió—, cuando mi mala fortuna me llevó a la escalera del muerto, la noche del asesinato, vi una figura muy parecida a la señorita Summerson que pasaba a mi lado en la oscuridad, tan parecida que casi le dirigí la palabra.
Durante un instante me sentí temblar como jamás me había sentido antes, y espero que no me volveré a sentir jamás.
—Bajaba cuando subía yo —dijo el soldado—, y pasó por delante de la ventana por la que entraba la luz de la luna, con una capa suelta sobre los hombros; vi que tenía unos flecos muy largos. Pero no tiene que ver con este tema, salvo que en aquel momento se parecía tanto a la señorita Summerson que ahora me he acordado.
No soy capaz de definir ni de separar las sensaciones que se me agolparon entonces; baste decir que aumentó en mí el vago sentimiento de deber y de obligación, que había tenido desde un principio, de seguir adelante con la investigación, sin atreverme a hacerme directamente ninguna pregunta, y me sentí indignadamente segura de que no había ningún motivo posible de sentir miedo.
Salimos los tres de la prisión., y nos quedamos paseándonos a poca distancia de la puerta, que se hallaba en un lugar retirado. No llevábamos mucho tiempo esperando cuando también salieron el señor y la señora Bagnet y se reunieron con nosotros rápidamente.
La señora Bagnet tenía lágrimas en los ojos y la cara enrojecida y preocupada. Lo primero que dijo al llegar fue:
—Mire, señorita, no quería que lo supiera George, pero está en muy mala situación. ¡Pobrecillo!
—No estará tan mal con atención, paciencia y una buena ayuda —dijo mi Tutor.
—Un caballero como usted probablemente sabe más que yo —respondió la señora Bagnet, secándose rápidamente las lágrimas con el borde de su mantón gris—, pero estoy preocupada por él. Ha sido tan imprudente, y ha dicho tantas cosas sin quererlas... Es posible que los señores de los jurados no lo entiendan como Lignum y yo. Y luego se le han puesto tantas circunstancias en contra, y va a haber tanta gente que declare contra él, y Bucket es tan astuto.
—Con un violonchelo de segunda mano. Y dijo que había tocado la flauta. De pequeño —añadió el señor Bagnet con gran solemnidad.
—Se lo voy a decir, señorita —continuó la señora Bagnet—, ¡y cuando digo a la señorita digo a todos ustedes! Vengan a esa esquina y se lo voy a decir.
La señora Bagnet nos llevó a toda prisa a un lugar más discreto, y al principio no pudo decir nada, porque se había quedado sin aliento, lo cual llevó al señor Bagnet a decir:
—¡Viejita! ¡Díselo!
—Bueno, señorita —continuó la viejita, desatándose las cintas del sombrero para que le diese más aire—, pues lo que le digo es que más fácil es cambiar de sitio el Castillo de Dover que cambiar a George en este asunto, si no se tiene algo especial para cambiarlo. ¡Y yo lo tengo!
—Es usted una joya, señora —dijo mi Tutor—. ¡Siga, por favor!
—Pues lo que le digo, señorita —siguió ella, aplaudiendo en sus prisas y su agitación una docena de veces a cada frase—, que lo que dice de que no tiene parientes es una bobada. Ellos no tienen noticias de él, pero él sí las tiene de ellos. Me ha ido diciendo cosas a lo largo del tiempo, más que a nadie, y no es por nada si una vez le dijo a mi Woolwich aquello de hacer que las cabezas de las madres se pusieran blancas y arrugadas. Apuesto cincuenta libras a que aquel día había visto a su madre. ¡Está viva, y hay que traerla inmediatamente!
Y en el acto la señora Bagnet se puso unos alfileres en la boca y empezó a recogerse las faldas por todas partes, un poco más alto que el borde del mantón, lo cual hizo a una velocidad y con una destreza admirables.
—Lignum —dijo—, tú te encargas de los niños, viejito, y dame el paraguas. Me voy a Lincolnshire a traer a la anciana.
—¡Pero, mujer bendita! —exclamó mi Tutor con la mano en el bolsillo—. ¿Cómo va a ir? ¿Qué dinero tiene? La señora Bagnet volvió a llevarse la mano a la falda y sacó un bolso de cuero, en el que contó a toda velocidad unos cuantos chelines y que después cerró, muy satisfecha. —No se preocupe por mí, señorita. Soy la mujer de un soldado, y estoy acostumbrada a viajar a mi aire. Lignum, viejito —le dijo, dándole de besos—, uno para ti y tres para los niños. ¡Me voy a Lincolnshire a buscar a la madre de George!
Y, efectivamente, se marchó mientras los tres nos quedábamos mirándonos, asombrados. Efectivamente, se fue corriendo con su mantón gris, dio la vuelta a la esquina y desapareció.
—Señor Bagnet —dijo mi Tutor—, ¿de verdad va a dejar usted que se marche así?
—No puedo evitarlo —respondió él—. Una vez volvió a casa. Del otro extremo del mundo. Con el mismo mantón gris. Y el mismo paraguas. Lo que diga la viejita se hace. ¡Se hace! Lo que diga la viejita, yo lo hago. Ella lo hace.
—Entonces es tan honrada y auténtica como aparenta —replicó mi Tutor, y es imposible decir nada mejor de ella.
—Es la Sargenta Mayor del Batallón de los Incomparables —dijo el señor Bagnet, mirándonos por encima del hombro al marcharse él también—. Y no hay otra igual. Pero yo nunca se lo digo. Hay que mantener la disciplina.
CAPITULO 53
La pista
El señor Bucket y su grueso dedo índice están celebrando muchas consultas, dadas las circunstancias. Cuando el señor Bucket tiene un asunto de gran interés en estudio, el grueso dedo índice parece adquirir la categoría de un demonio familiar. Se lo lleva a los oídos, y el índice le susurra información; se lo lleva a los labios, y el índice le aconseja discreción; se lo pasa por la nariz, y el índice le aguza el olfato; lo sacude ante un culpable, y el índice lo seduce para que confiese. Los Augures del Templo de los Detectives predicen invariablemente que cuando el señor Bucket y su índice celebran una conferencia, falta poco para que se tengan noticias de una terrible venganza.
El señor Bucket, que en otros respectos es moderadamente estudioso de la naturaleza humana, que en general es un filósofo benigno, y que no está dispuesto a ser demasiado severo con las locuras de la Humanidad, invade gran número de casas y recorre una infinidad de calles, y a ojos de un observador ignorante, se pasea porque no tiene nada mejor que hacer. Actúa de la manera más amistosa con sus congéneres, y está dispuesto a beber con la mayor parte de ellos. Es liberal con su dinero, afable en sus modales, ino-cente en su conversación, pero en esta plácida corriente de su vida siempre flota por debajo la otra corriente: la del índice.
Los lugares y las horas no pueden atar al señor Bucket. Al igual que el hombre, en sentido abstracto, aparece hoy y desaparece mañana, pero al revés que ese hombre, re-aparece al día siguiente. Esta tarde va a contemplar distraídamente los tubos de hierro de las lámparas de la casa que tiene Sir Leicester Dedlock en la ciudad, y mañana por la mañana se paseará por los tejados de Chesney Wold, donde hace algún tiempo se asomaba el anciano cuyo fantasma se propicia con 100 guineas. El señor Bucket examina los cajones, las mesas, los bolsillos, todo lo que le pertenecía. Unas horas después estará junto con el romano, comparando dedos índices.
Es probable que estas ocupaciones sean irreconciliables con los placeres hogareños, pero es seguro que en estos días el señor Bucket no va a su casa. Aunque en general aprecia mucho la compañía de la señora Bucket —dama de genio detectivesco natural, que de haberse perfeccionado mediante el ejercicio de esa profesión podría haber hecho grandes cosas, pero que se ha detenido al nivel de un amateur bien dotado—, se mantiene alejado de ese amable solaz. La señora Bucket depende de su pensionista (que afortuna-damente es una amable dama y que le parece interesante) para gozar de compañía y conversación.
El día del funeral se reúne una gran multitud en Lincoln's Inn Fields. Sir Leicester Dedlock asiste a la ceremonia en persona; estrictamente hablando, hay sólo otros tres— seguidores humanos, es decir, Lord Doodle, William Buffy y el primo debilitado (añadido como relleno), pero la cantidad de carruajes inconsolables es inmensa . La Aristocracia contribuye más sentimiento en cuatro ruedas de lo que jamás se haya visto en el distrito. Tal es la cantidad de escudos nobiliarios en los paneles de los coches, que cabría suponer que el Colegio de Heráldica ha perdido de un solo golpe su padre y su madre. El Duque de Foodle envía un montón espléndido de polvo y cenizas, con guardabarros de plata, ejes patentados y todos los perfeccionamientos más recientes, así como seis gusanos afligidos de seis pies de alto cada uno, aferrados a la trasera y manifestando un gran pesar. Todos los cocheros de gala de Londres parecen haberse puesto de luto, y si el anciano muerto de vestimenta descolorida se interesa por la raza equina (como parece probable), debe de estar muy satisfecho hoy.
Entre los enterradores y los lacayos, y las pantorrillas de tantas piernas sumidas en el dolor, el señor Bucket se sienta en silencio en uno de los carruajes inconsolables y contempla tranquilamente la multitud por la ventanillas encortinadas. Tiene la mirada acostumbrada a las multitudes, y al ir mirando acá y allá, unas veces desde un lado del carruaje y otras desde el otro, unas veces a las ventanas de las casas y otras a las cabezas de la gente, no se le escapa nada.
«Ahí estás, mi cara mitad, ¿eh?», se dice a sí mismo el señor Bucket, pero refiriéndose a la señora Bucket, apostada por recomendación suya en las escaleras de la casa del difunto. «Ahí estás. ¡Claro que sí! ¡Y tienes muy buen aspecto, señora Bucket! »
El cortejo no se ha iniciado todavía, sino que espera a que se saque a quien es la causa de toda la reunión. El señor Bucket, en el primero de los carruajes engalanados, utiliza sus dos gruesos dedos índices para levantar un poco la cortinilla mientras mira.
Y dice mucho de su afecto marital el que siga ocupándose de la señora B. «Ahí estás, ¿eh?», repite con un murmullo. «Y veo que a tu lado está nuestra pensionista. Me estoy fijando en ti, señora Bucket, y espero que te encuentres bien, querida mía.»
El señor Bucket no dice nada más, sino que sigue sentado, con la vista bien atenta, hasta que bajan empaquetado al depositario de nobles secretos (¿dónde están esos secretos ahora? ¿Los sigue conservando? ¿Volaron con él en su repentino viaje?), y hasta que se pone en marcha el cortejo y cambia la visión del señor Bucket. Después se prepara para hacer el viaje tranquilamente, y toma nota de los adornos del carruaje, por si alguna vez le resulta útil recordarlos.
Existe bastante contraste entre el señor Tulkinghorn encerrado en su carruaje y el señor Bucket encerrado en el suyo. Entre la pista inconmensurable de espacio que se abre a partir de la pequeña herida que ha lanzado a uno al sueño eterno, que tanto le hace traquetear sobre las piedras de las calles, y la leve pista de sangre que mantiene al otro en estado de vigilancia que expresa cada pelo de su cabeza. Pero a ambos les da igual; a ninguno de ellos le importa.
El señor Bucket deja a su aire tranquilo que pase el cortejo, y se apea del carruaje cuando le llega la oportunidad que esperaba. Se dirige a casa de Sir Leicester Dedlock, que ya es una especie de segundo hogar para él, donde entra y sale cuando quiere y a todas horas, donde siempre se le recibe y se le acoge muy bien, donde conoce a todos los habitantes, y avanza rodeado de una atmósfera de misteriosa grandeza.
El señor Bucket no tiene que golpear el llamador ni tocar el timbre. Se le ha dado una llave, y puede entrar como quiera. Cuando cruza el vestíbulo, Mercurio le informa:
—Otra carta para usted, señor Bucket. Ha llegado en el correo.
—Otra más, ¿eh? —comenta el señor Bucket.
Si Mercurio poseyera alguna leve curiosidad acerca de las cartas del señor Bucket, este prudente personaje no es quién para satisfacerla. El señor Bucket lo contempla como si fuera un panorama de varias millas de largo y lo estuviera contemplando en un rato de ocio.
—¿Tiene usted una petaca? —pregunta el señor Bucket.
Por desgracia, Mercurio no es aficionado al rapé.
—¿Podría usted traerme algo de donde sea? —continúa el señor Bucket—. Gracias. No importa lo que sea; me da igual el género. ¡Gracias!
Tras servirse calmosamente de una lata tomada prestada a alguien del piso de arriba para ese objetivo, y tras hacer grandes muestras de probarlo, primero con una aleta de la nariz y luego con la otra, el señor Bucket, con gran prosopopeya, declara que es de buena clase, y se marcha con la carta en la mano.
Ahora bien, aunque el señor Bucket sube las escaleras hacia la pequeña biblioteca que hay dentro de la grande, con el gesto de quien está acostumbrado a recibir docenas de cartas a diario, da la casualidad de que en su vida no interviene mucha correspondencia. No es un gran escritor, pues más bien maneja la pluma como el bastoncillo pequeño que siempre tiene a mano, y desalienta a los demás de que le escriban, como forma demasiado inocente y directa de hacer transacciones delicadas. Además ve cómo a menudo se presentan como pruebas cartas imprudentes y dispone de tiempo para reflexionar que fue una simpleza escribirlas. Por todos esos motivos, no ve muchas cartas, ni como destinatario ni como remitente. Y, sin embargo, en las últimas veinticuatro horas ha recibido media docena de ellas.
—Y ésta —dice el señor Bucket, abriéndola encima de la mesa— viene de la misma mano y contiene las mismas dos palabras.
—¿Qué dos palabras?
Hace girar la llave en la cerradura, quita la goma de su cuaderno negro (ominoso para muchos) y pone dentro de él otra carta, y lee, escrito en letras mayúsculas en cada una de ellas: «LADY DEDLOCK.»
«Sí, sí», se dice el señor Bucket, «pero podría haber obtenido la recompensa sin necesidad de esta información anónima».
Tras poner las cartas en su cuaderno del Destino, y volverle a poner la goma, abre la puerta, justo a tiempo para que le traigan la cena, que viene en una buena bandeja, con una botella de jerez. El señor Bucket observa a menudo, en círculos de sus amistades donde no hay que andarse con disimulos, que lo mejor que se le puede ofrecer es un traguito de un buen jerez oscuro de las Indias Orientales. En consecuencia, llena su vaso y lo vacía con un chasquido de la lengua, y está procediendo a restaurarse cuando le viene a la mente una idea.
El señor Bucket abre silenciosamente la puerta que comunica el aposento en que se halla con el de al lado, y mira. La biblioteca está vacía, y el fuego está a punto de apagarse. La mirada del señor Bucket recorre todos los rincones del aposento y cae en una mesa en la que se suelen depositar las cartas que llegan. En ella hay varias para Sir Leicester. El señor Bucket se acerca y mira los sobres. «No», se dice, «ninguna con esa letra. No me escribe más que a mí. Mañana se lo puedo decir a Sir Leicester Dedlock, Baronet».
Tras lo cual vuelve a terminar su cena con buen apetito, y tras una breve siesta lo llaman al salón. Sir Leicester lo ha recibido todas estas tardes, para saber si tiene información que darle. Lo acompañan el primo debilitado (al que el funeral ha dejado agotado) y Volumnia.
El señor Bucket hace tres reverencias distintas a estas tres personas. Una reverencia de homenaje a Sir Leicester, una reverencia de galantería a Volumnia, y una reverencia de reconocimiento al primo debilitado, al que parece decir: «Usted es un paseante en corte, y me conoce, y yo lo conozco a usted.» Tras distribuir estos pequeños especímenes de su tacto, el señor Bucket se frota las manos.
—¿Tiene usted algo nuevo que comunicar, agente? —pregunta Sir Leicester—. ¿Desea usted tener una conversación conmigo en privado?
—Pues..., esta noche, no, Sir Leicester Dedlock, Baronet.
—Porque mi tiempo —continúa Sir Leicester— está totalmente a su disposición con miras a vindicar la majestad ultrajada de la ley.
El señor Bucket tose y mira a Volumnia, maquillada y encollarada, como si quisiera observar respetuosamente: «Le aseguro que está usted muy guapa. He visto centenares peores que usted a su edad, se lo aseguro.»
La bella Volumnia, que quizá no sea inconsciente de la influencia humanizadora de sus encantos, hace una pausa en su redacción de notas en papelillos de forma triangular y se ajusta meditabunda el collar de perlas. El señor Bucket almacena ese ornamento mentalmente y considera probable que Volumnia esté escribiendo poesía.
—Si no he exhortado a usted, agente —sigue diciendo Sir Leicester—, de la manera más enfática a aplicar toda su capacidad a este atroz caso, deseo particularmente aprovechar esta ocasión para rectificar toda posible omisión por mi parte. Que no haya problemas con los gastos. Estoy dispuesto a correr con todos. Imposible que realice usted ninguno en la búsqueda del objetivo que ha emprendido, que vaya yo a titubear ni un momento en costear.
Como respuesta a tamaña liberalidad, el señor Bucket repite su reverencia a Sir Leicester.
—Mi ánimo —añade Sir Leicester con generoso calor— no ha recuperado su equilibrio, como cabría fácilmente suponer, desde ese acontecimiento diabólico. Y no es probable que jamás lo recupere. Pero esta noche está lleno de indignación, tras sufrir la prueba de enviar a la tumba los restos de un seguidor fiel, celoso y abnegado.
A Sir Leicester le tiembla la voz, y sus cabellos grises se agitan. Tiene lágrimas en los ojos; se ha despertado la parte mejor de su carácter.
—Declaro —dice—; declaro solemnemente, que hasta que se haya descubierto este crimen y lo haya castigado la justicia, siento casi como si hubiera caído una mancha sobre mi nombre. Un caballero que me ha consagrado una gran parte de su vida, un caballero que me ha consagrado el último día de su vida, un caballero que se ha sentado constantemente a mi mesa y ha dormido bajo mi techo, se va de mi casa a la suya y muere menos de una hora después de salir de mi casa. Cabe incluso pensar que lo hayan seguido desde mi casa, observado en mi casa, incluso espiado en primer lugar por su relación con mi casa, lo cual puede haber sugerido que poseía más riqueza y tenía más importancia de lo que podría haber indicado su comportamiento modesto. Si con mis medios y mi influencia, y mi posición, no puedo sacar a la luz a los perpetradores de tamaño crimen, es que miento cuando afirmo mi respeto a la memoria de ese caballero y mi lealtad a alguien que siempre me fue leal.
Mientras hace estas protestas con gran emoción y seriedad, mirando por todo el salón como si se estuviera dirigiendo a una asamblea, el señor Bucket lo mira a él con una gravedad atenta en la que podría haber, si no fuera por la osadía de tamaña idea, un matiz de compasión.
—La ceremonia de hoy —continúa diciendo Sir Leicester—, claro ejemplo del respeto que tenía por mí fallecido amigo —y subraya esta última palabra, pues la muerte elimina todas las distinciones— la flor y nata del país, ha agravado, como decía, la impresión que me ha causado este crimen horrible y audaz. Aunque lo hubiera perpetrado mi propio hermano, no se lo perdonaría.
El señor Bucket tiene un aire muy grave. Volumnia dice del fallecido que era la persona más de fiar y más amable del mundo.
—Sin duda debe usted de considerarlo una pérdida, señorita —replica el señor Bucket para calmarla—. Estoy seguro de que su desaparición tiene que ser una grave pérdida.
Volumnia, en respuesta, da a entender al señor Bucket que su sensible espíritu está plenamente decidido a no recuperarse mientras viva, que tiene los nervios rotos para siempre y que no tiene la más mínima esperanza de volver a sonreír jamás. Entre tanto, dobla uno de sus papelitos triangulares, destinado al temible general de Bath, en el cual describe su melancólico estado.
—Tiene que impresionar a una mujer delicada —dice el señor Bucket, en señal de solidaridad—, pero acabará por pasársele.
Volumnia quiere, por encima de todo, saber qué está pasando. ¿Van a condenar, o como se diga, a ese horrible soldado? ¿Tuvo cómplices o como se llame eso en Derecho? Y muchas más preguntas igual de inanes.
—Pues mire, señorita —responde el señor Bucket, que pone en marcha su persuasivo índice, y tal es su natural galantería, que casi le dice «querida mía»—, no resulta fácil responder a esas preguntas por ahora. Por ahora, no. Me he ocupado únicamente de este caso, Sir Leicester Dedlock, Baronet —a quien ahora introduce el señor Bucket en la conversación, por razón de su importancia—, mañana, tarde y noche. Salvo una copita o dos de jerez, creo que no podría mantener mi atención más enfocada en una sola cosa. Podría contestar a sus preguntas, señorita, pero el deber me lo impide. Sir Leicester Dedlock, Baronet, estará pronto informado de todo lo que se ha descubierto. Y espero que lo encuentre satisfactorio —dice el señor Bucket, que ha vuelto a adoptar su aire grave.
El primo debilitado sólo espera que se castigue a alguien, ¿no? Un buen ejemplo, vaya. Pero hace falta más interés, ¿verdad?, para conseguir que ahorquen a alguien hoy día que para darle a uno una pensión de diez mil-año, ¿no? No cabe duda, un ejemplo, más vale colgar a un inocente que no ahorcar a nadie.
—Usted sí que conoce la vida, caballero, de verdad —dice el señor Bucket, con un guiño del ojo, en expresión de cumplido y haciendo un gancho con el índice—, y puede confirmar lo que he dicho a esta dama. Usted no quiere que le diga que gracias a una información que he recibido ya me he puesto en marcha. Usted está a una altura que no se puede exigir a una dama. ¡Dios mío! Especialmente de una condición social tan elevada como la suya, señorita —termina el señor Bucket, ruborizándose al escapar otra vez por los pelos de decir «querida mía».
—El agente, Volumnia —observa Sir Leicester—, cumple con su deber y tiene toda la razón.
El señor Bucket murmura:
—Celebro tener el honor de contar con su aprobación, Sir Leicester Dedlock, Baronet.
—De hecho, Volumnia —continúa diciendo Sir Leicester—, no es un modelo digno de imitación el hacer al agente preguntas como las que le has hecho tú. Él es el mejor juez de su responsabilidad y actúa conforme a su responsabilidad. Y no nos incumbe a nosotros, que ayudamos a promulgar las leyes, el obstaculizar o interferir a quienes se encargan de su ejecución. O —dice Sir Leicester, un tanto severamente, pues Volumnia iba a interrumpirlo antes de que redondeara él su frase—...; o que vindican su majestad ultrajada.
Volumnia explica con toda humildad que no sólo tenía la excusa de la curiosidad (con todas las jóvenes de su sexo), sino que está muriéndose de pena y de interés por aquel querido hombre, cuya pérdida deploran tanto todos.
—Muy bien, Volumnia —replica Sir Leicester—, en tal caso, toda discreción es poca.
El señor Bucket aprovecha la oportunidad de una pausa para hacerse oír otra vez:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, no tengo objeciones a decir a esta dama, con su permiso y entre nosotros, que considero el caso prácticamente resuelto. Es un caso magnífico, un caso magnífico, y lo poco que falta para cerrarlo preveo tenerlo hecho en unas pocas horas.
—Pues celebro muchísimo oírlo —dice Sir Leicester—. Dice mucho de usted.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket, muy serio—, espero que al mismo tiempo que dice algo de mí, de satisfacción a todos. Mire usted, señorita —continúa el señor Bucket, mirando gravemente a Sir Leicester—, cuando digo que es un caso magnífico, quiero decir desde mi punto de vista. Considerado desde otros puntos de vista, estos casos siempre implican más o menos cosas desagradables. Llegan a nuestro conocimiento cosas muy extrañas de algunas familias, señorita; usted, tan delicada, quizá las calificaría de fenómenos.
Volumnia, con su gritito inocente, supone que sí.
—Sí, sí, incluso en familias bien, en familias altas, en grandes familias —prosigue el señor Bucket, que vuelve a lanzar a Sir Leicester una mirada oblicua—. He tenido el honor de ser empleado por grandes familias antes, y no tiene usted idea..., bueno, estoy dispuesto hasta decir que ni siquiera usted tiene idea, caballero —esto, dirigido al primo debilitado—, de los juegos a los que se dedican.
El primo, que ha estado poniéndose los almohadones del sofá en la cabeza, en manifestación de aburrimiento, bosteza y dice:
—Muy probable, claro.
Sir Leicester considera que ha llegado el momento de despedir al agente, e interviene majestuosamente con las siguientes palabras:
—Muy bien. ¡Gracias! —y hace un gesto con la mano, con lo cual implica que no sólo ha terminado la conversación, sino que si hay grandes familias que caen en hábitos vulgares, deben aceptar las consecuencia—. Y no olvide, agente —dicho con gran condescendencia—, que estoy a su disposición cuando usted quiera.
El señor Bucket (que sigue comportándose con mucha gravedad) pregunta si mañana por la mañana vendría bien, en caso de que avance tanto como espera. Sir Leicester replica:
—A mí me da igual cualquier hora —y el señor Bucket hace sus tres inclinaciones y se va a retirar cuando se le ocurre algo que había olvidado.
—A propósito, ¿podría preguntar —pregunta en voz baja y volviendo cautelosamente— quién ha colocado el cartel de la Recompensa en la escalera?
—Yo lo ordené —responde Sir Leicester.
—¿Consideraría usted impertinente, Sir Leicester Dedlock, Baronet, que le preguntase por qué?
—En absoluto. Lo escogí porque me pareció una parte destacada de la casa. Creo que no es posible exagerar en estas cosas ante el personal. Quiero que mi personal se sienta impresionado ante la enormidad del crimen, la determinación de castigarlo y la imposibilidad de escapar. Al mismo tiempo, agente, si usted, que está más informado sobre el tema, tiene alguna objeción...
El señor Bucket ya no tiene ninguna; si se ha puesto el cartel, más vale no quitarlo. Repite sus tres inclinaciones y se retira, cerrando la puerta cuando Volumnia lanza su gritito, que es un preludio a su observación de que esa persona encantadoramente horrible es un perfecto Cuarto Azul .
Con su afición a la compañía y su capacidad para adaptarse a todos los niveles, al cabo de un momento el señor Bucket está ante la chimenea del vestíbulo (que ilumina y calienta a estas primeras horas de la noche de invierno) admirando a Mercurio.
—Hombre, usted medirá seis pies y dos pulgadas, ¿no? —pregunta el señor Bucket.
—Y tres pulgadas ——dice Mercurio.
—¿Tanto? Pero, claro, como también es usted muy ancho, no se nota. Desde luego, no es usted ningún alfeñique. ¿Ha posado usted alguna vez para un artista? —pregunta el señor Bucket, dando la impresión de que él mismo es artista, para lo cual ladea la cabeza y cierra un ojo. Mercurio no ha posado nunca.
—Pues debería hacerlo, mire —responde el señor Bucket—, y un amigo mío, del que algún día oirá usted hablar como escultor de la Academia de Bellas Artes, seguro que pagaría una buena suma por dejar constancia de sus proporciones en mármol. Milady ha salido, ¿verdad?
—Ha salido a una cena.
—Sale prácticamente todos los días, ¿no?
—Sí.
—¡No me extraña! —comenta el señor Bucket—. Una mujer tan fina como ella, tan hermosa y tan elegante es como un limón nuevo en una mesa, ornamenta cualquier parte donde vaya. ¿Su padre de usted tenía el mismo oficio que usted?
La respuesta es negativa.
—El mío, sí —dice el señor Bucket—. Mi padre fue primero paje, después lacayo, después mayordomo, después administrador y después hotelero. En vida, todo el mundo lo respetaba, y cuando murió, todos lo lloraron. En su último aliento dijo que el servicio era la parte más honorable de su carrera, y era verdad. Yo tengo en el servicio un her-mano y un cuñado. ¿Milady es amable?
—Normal —responde Mercurio.
—¡Ah! —exclama el señor Bucket—. ¿Un poco mimada? ¿Un poco caprichosa? ¡Dios mío! ¿Qué se va a esperar de una persona tan hermosa? Y eso es lo que más nos gusta de ellas, ¿no?
Mercurio, con las manos en los bolsillos de su uniforme de diario, del color de la flor del melocotón, estira las piernas simétricas envueltas en seda con el aire de un hombre galante que no puede negarlo. Se oyen unas ruedas y un toque violento de la campanilla.
—Hablando del rey de Roma —dice el señor Bucket—. ¡Aquí está!
Se abren las puertas de golpe y pasa ella por el vestíbulo. Sigue estando muy pálida, va vestida de medio luto y lleva dos pulseras magníficas. Sea la belleza de éstas o la belleza de los brazos de ella, algo parece especialmente atractivo al señor Bucket. La contempla con una mirada penetrante y se acaricia algo en el bolsillo, quizá monedas de a medio penique.
Al verlo a esta distancia, ella lanza una mirada interrogante al otro Mercurio que la ha traído a casa.
—El señor Bucket, Milady.
El señor Bucket hace una inclinación y se adelanta, pasándose el demonio familiar por la región de la boca.
—¿Está usted esperando a ver a Sir Leicester?
—No, Milady. ¡Ya lo he visto!
—¿Tiene usted algo que decirme?
—Nada por el momento, Milady.
—¿Ha descubierto usted algo nuevo?
—Algo, Milady.
Todo esto mientras ella sigue adelante. Casi ni se para, y sube sola las escaleras. El señor Bucket avanza hasta el pie de la escalera, la contempla mientras asciende los mismos escalones que el anciano descendió camino de la muerte, mientras pasa los grupos de estatuas, repetidas en la pared con las sombras de sus armas, junto al cartel impreso al que echa una mirada al pasar, hasta que desaparece.
La verdad es que es una mujer encantadora —dice el señor Bucket, volviendo junto a Mercurio—. Pero no parece estar muy bien de salud.
—No está muy bien de salud —le informa Mercurio—. Tiene muchos dolores de cabeza.
¿De verdad? ¡Qué pena! El señor Bucket le recomendaría pasear mucho.
—Bueno, ya intenta pasear —responde Mercurio—. A veces se da paseos de dos horas, cuando se siente muy mal. Y de noche.
—¿Está usted seguro de medir nada menos que seis pies y tres pulgadas? —pregunta el señor Bucket—. Con mis excusas por interrumpir sus palabras.
—No cabe duda de ello.
—Está usted tan bien proporcionado que no lo hubiera pensado. Pero los soldados de la guardia, aunque dicen que son tan grandes, son muy flacos... ¿Con que da paseos de noche, eh? Pero será cuando hay luna, ¿no?
Sí, claro. ¡Cuando hay luna! Claro. ¡Claro! Uno menciona las cosas y el otro las confirma.
—Supongo que no tendrá usted la costumbre de darse paseos, ¿verdad? —pregunta el señor Bucket—. Seguro que no le sobrará el tiempo.
Además de lo cual, a Mercurio no le agrada. Prefiere el ejercicio de los carruajes.
—Naturalmente —dice el señor Bucket—. Eso es diferente. Ahora que lo pienso —dice el señor Bucket, calentándose las manos y contemplando el fuego con gesto de sentirse muy a gusto—, la noche misma de este asunto anduvo ella de paseo.
—¡Claro que sí! Yo mismo la llevé al jardín de enfrente.
—Y la dejó usted allí. Claro. Si lo vi yo.
—Yo no le vi a usted —dice Mercurio.
—Andaba con prisas —responde el señor Bucket—, porque iba a ver a una tía mía que vive en Chelsea, a dos puertas de la antigua Bun House, una señora que ya tiene noventa años, es soltera y tiene algunos bienes. Sí, pasaba por casualidad a aquella hora. ¿Qué hora era? Todavía no habían dado las diez.
—Las nueve y media.
—Tiene usted razón. Eso era. Y, si no me engaño, llevaba una capa negra suelta con flecos muy largos, ¿verdad?
—Claro que sí.
Claro que sí. El señor Bucket tiene que volver arriba a terminar unas cosillas, pero antes ha de darle la mano a Mercurio en agradecimiento por una conversación tan agradable y le pregunta (no pide más) si cuando tenga un rato libre pensará en concedérselo a ese escultor de la Academia de Bellas Artes que le ha dicho, lo cual sería beneficioso para ambas partes.
CAPITULO 54
Revienta una mina
Restaurado por el sueño, el señor Bucket se levanta por la mañana y se prepara para pasar un día muy ocupado. Acicalado tras ponerse una camisa limpia y aplicarse al pelo un cepillo húmedo, instrumento con el cual, en las ocasiones de ceremonia, se lubrica los escasos rizos que le quedan tras una vida de intenso estudio, el señor Bucket ingiere un desayuno de dos chuletas de cordero para empezar, junto con té, huevos, tostada y mermelada, en escala correspondiente. Tras disfrutar mucho con esta forma de recuperar sus fuerzas, y tras una conferencia sutil con su demonio familiar, encarga confiado a Mercurio que «se limite a mencionar a Sir Leicester Dedlock, Baronet, que cuando esté dispuesto a verme, yo estoy dispuesto a verlo a él». Cuando le llega el amable mensaje de que Sir Leicester se apresurará a vestirse y se reunirá con el señor Bucket en la biblioteca dentro de diez minutos, el señor Bucket se dirige a ese aposento y se queda ante el fuego, con el índice apoyado en la barbilla, contemplando los carbones ardientes.
Está pensativo el señor Bucket, como corresponde a alguien a quien espera una tarea importante, pero está sereno, seguro y confiado. Por la expresión que tiene en el rostro, podría tratarse de un famoso jugador de whist que apuesta fuerte (digamos que sobre seguro cien guineas) con las cartas en la mano, pero que también tiene la reputación de jugar hasta la última carta y de manera magistral. No se siente nada nervioso ni inquieto el señor Bucket cuando aparece Sir Leicester, pero mira al baronet de lado cuando éste se aproxima lentamente a su butaca, con la misma gravedad atenta de ayer, en la que ayer hubiera podido haber, de no haber sido por la osadía de tamaña idea, un matiz de compasión.
—Lamento haberle hecho esperar, agente, pero esta mañana me he levantado bastante más tarde que de costumbre. No estoy bien. La agitación y la indignación que he sufrido últimamente han sido demasiado para mí. Padezco de... la gota —Sir Leicester iba a decir una indisposición, y es lo qué hubiera dicho a cualquier otra persona, pero es palpable que el señor Bucket está al tanto—, y circunstancias recientes me han provocado un ataque.
Cuando ocupa su asiento con alguna dificultad, y con aire de sufrir, el señor Bucket se le acerca un poco y se queda apoyado con una de sus manazas en la mesa de la biblioteca.
—No sé, agente —observa Sir Leicester, levantando la mirada hacia él—, si desea usted que estemos a solas, pero será lo que usted decida. Si es a solas, perfectamente. Si no, a la señorita Dedlock le interesaría...
—Pero Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket, ladeando persuasivamente la cabeza y con el índice junto a la oreja, como un pendiente—, ahora mismo es imposible exagerar la importancia de estar a solas. En estas circunstancias, la presencia de una dama, y especialmente de la señorita Dedlock, con la elevada posición que ocupa en la sociedad, no podría por menos de resultarme agradable, pero no quiero ser egoísta y me tomo la libertad de asegurarle que estoy seguro de que no es posible exagerar la importancia de estar a solas.
—Basta, pues.
—Tan es así, Sir Leicester Dedlock, Baronet —prosigue el señor Bucket—, que estaba a punto de pedirle permiso para cerrar la puerta con llave.
—Desde luego.
Y el señor Bucket, hábil y silenciosamente, toma esa precaución, y se pone de rodillas un momento, por mera fuerza de la costumbre, para asegurarse de que la llave queda encajada de modo que no pueda mirar nadie desde fuera.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, ayer tarde mencioné que me faltaba muy poco para terminar el caso. Ya lo he terminado y he reunido pruebas contra la persona que cometió el crimen.
—¿Contra el soldado?
—No, Sir Leicester Dedlock, no es contra el soldado.
Sir Leicester parece quedarse asombrado y pregunta:
—¿Ya ha detenido al culpable?
El señor Bucket, tras una pausa, le dice:
—Fue una mujer la culpable.
Sir Leicester se echa atrás. en la butaca y exclama sin aliento:
—¡Cielo santo!
—Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet —comienza el señor Bucket, en pie ante él con una mano en la mesa de la biblioteca y el índice de la otra en pleno funcionamiento impresionante—, tengo el deber de preparar a usted para una serie de circunstancias que pueden causar, y que oso decir van a causar una grave impresión a usted. Pero, Sir Leicester Dedlock, Baronet, usted es un caballero, y yo sé lo que es un caballero y de todo lo que es capaz un caballero. Un caballero puede soportar un golpe, cuando es necesario, con vigor y calma. Un caballero puede decidir que está dispuesto a aguantar casi cualquier género de golpe. Fíjese en usted mismo, Sir Leicester Dedlock, Baronet. Si va usted a sufrir un golpe, piensa inmediatamente en su familia. Se pregunta a sí mismo cómo hubieran soportado ese golpe todos sus antepasados, hasta llegar a Julio César (por no llegar de momento más lejos); recuerda usted docenas de ellos que lo habrían soportado bien, y lo soporta bien gracias a ellos, y por mantener el prestigio de la familia. Eso es lo que usted se dice y así es como actúa usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet.
Sir Leicester está echado hacia atrás en la butaca, asido a los brazos de ésta, y lo contempla con cara impasible.
—Pues bien, Sir Leicester Dedlock —continúa diciendo el señor Bucket—, al preparar así a usted, permítame pedirle que no se agite ni un momento por pensar que yo me he enterado de algo. Sé tantas cosas acerca de tanta gente, de alta y baja condición, que un dato más o menos no significa nada. Creo que no hay ni un movimiento del tablero que pueda sorprenderme a mi, y en cuanto a que se haya realizado tal o cual movimiento, el que yo lo sepa no importa nada, dado que cualquier movimiento posible (con tal de que sea un movimiento equivocado) siempre es probable, según mi experiencia. Por eso lo que le digo a usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, es que no se debe usted preocupar porque yo sepa algo acerca de los asuntos de su familia.
—Le agradezco a usted esta preparación —responde Sir Leicester tras un silencio, sin mover un pie, ni una mano, ni hacer un gesto—, que espero no sea necesario, aunque reconozco que es bien intencionado. Tenga usted la bondad de continuar. Además —y Sir Leicester parece encogerse ante la sombra de su figura—, además, le ruego que tome asiento, si no le importa.
—En absoluto.
El señor Bucket arrima una silla y su sombra se reduce.
—Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet, tras este breve prefacio voy al grano. Lady Dedlock...
Sir Leicester se yergue en su butaca y le lanza una mirada feroz. El señor Bucket pone en juego el índice como emoliente.
—Lady Dedlock, como usted sabe, goza de la admiración universal. Eso es de lo que goza Milady, de la admiración universal.
—Preferiría con mucho, agente —contesta rígidamente Sir Leicester—, que el nombre de Milady no figurase para nada en esta conversación.
—Y yo también, Sir Leicester Dedlock, Baronet, pero... es imposible.
—¿Imposible?
El señor Bucket niega con su implacable cabeza.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, es totalmente imposible. Lo que tengo que decir se refiere a Milady. Es el punto en torno al cual gira todo.
—Agente —replica Sir Leicester, con mirada feroz y labio tembloroso—, usted sabe cuál es su deber. Cumpla con su deber, pero mucho cuidado con sobrepasarse. Yo no lo toleraría. No lo soportaría. Introduce usted el nombre de Milady en esta comunicación únicamente bajo su responsabilidad..., bajo su responsabilidad. ¡El nombre de Milady no es un nombre para que juegue con él la gente del común!
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, digo lo que he de decir, y nada más.
—Espero que sea cierto. Muy bien. Adelante. ¡Adelante, señor mío!
El señor Bucket mira a los ojos airados que ahora eluden y la figura colérica que tiembla de los pies a la cabeza, pero trata de mantenerse en calma, explora el camino con el índice y continúa diciendo en voz baja:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, tengo el deber de decirle que el difunto señor Tulkinghorn abrigaba desde hacía tiempo desconfianzas y sospechas respecto de Lady Dedlock.
—Si hubiera osado insinuármelo, señor mío (cosa que nunca hizo), ¡lo hubiera matado yo mismo! —exclama Sir Leicester, dando un manotazo en la mesa. Pero en medio del calor y la furia del acto se interrumpe, frenado por la mirada sabia del señor Bucket, cuyo índice se mantiene lentamente en marcha, y que, con una mezcla de confianza y de paciencia, niega con la cabeza.
—Sir Leicester Dedlock, el difunto señor Tulkinghorn era muy astuto y muy reservado, y yo no puedo decir exactamente qué era lo que pensaba al principio de todo. Pero sé por su propia boca que desde hacía mucho tiempo sospechaba que Lady Dedlock había descubierto, al ver algo escrito a mano (en esta misma casa y en presencia de usted mismo, Sir Leicester Dedlock), la existencia, en condiciones de extrema pobreza, de cierta persona que había sido su enamorado antes de que usted la pretendiera, y que hubiera debido convertirse en su marido. —El señor Bucket se detiene y repite lentamente:—. Que hubiera debido convertirse en su marido; no cabe la menor duda. Sé por él mismo que cuando poco después murió esa persona él sospechaba que Lady Dedlock había visitado su miserable alojamiento y su miserable tumba, sola y en secreto. Sé por mis propias investigaciones y por mis propios ojos y oídos que Lady Dedlock hizo, efectivamente, esa visita, vestida como si fuera su doncella: pues el señor Tulking-horn me empleó para investigar a Lady Dedlock (si me permite usted el uso del término que solemos emplear nosotros), y la investigué tanto, hasta tal punto, que lo vi todo. Me enfrenté con la doncella en el bufete de Lincoln's Inn Fields y no cabía duda de que Milady había llevado la vestimenta de aquella joven sin que ésta lo supiera. Sir Leicester Dedlock, Baronet, ayer traté de preparar el terreno un poco antes de hacer estas desagradables revelaciones, al decir que incluso en las grandes familias a veces pasaban cosas muy extrañas. Todo eso, y más, ha pasado en su propia familia y a su propia señora y por conducto de ella. Creo que el finado señor Tulkinghorn siguió adelante con sus investigaciones hasta la hora de su muerte, y que incluso hubo hostilidades entre él y Lady Dedlock, por este mismo asunto, en la noche de autos. Ahora bien, basta con que usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, se lo diga a Lady Dedlock, y pregunte a Milady si cuando él se fue de aquí no fue ella a su bufete con la intención de decirle algo más, vestida con una capa suelta negra de flecos largos.
Sir Leicester está sentado como una estatua, contemplando el cruel índice que le está sacando la sangre a chorros del corazón.
—Dígaselo usted a Milady, Sir Leicester Dedlock, Baronet, de parte mía, del Inspector Bucket, el Detective. Y si a Milady le resulta difícil reconocerlo, dígale que no vale de nada, que el Inspector Bucket lo sabe, y sabe que pasó junto al soldado, como lo llama usted (aunque ya no está en el ejército), y sabe que ella sabe que pasó a su lado, en la escalera. Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet, ¿por qué le cuento a usted todo esto?
Sir Leicester, que se ha tapado la cara con las manos y ha exhalado un solo gemido, le pide que se detenga un momento. Al cabo de un rato se aparta las manos de la cara, y hasta tal punto mantiene su dignidad y su aire de calma, aunque ya tiene la cara del mismo color que el pelo, que el señor Bucket se siente impresionado. Su actitud es como helada e inmóvil, lo que se añade a su coraza habitual de altivez, y el señor Bucket pronto detecta que habla con una lentitud desusada, y que de vez en cuando experimenta una curiosa dificultad para empezar las frases, que comienzan con sonidos inarticulados. Así es como rompe ahora el silencio; pero poco después se controla y dice que no puede comprender cómo un caballero tan fiel y celoso como el difunto señor Tulkinghorn podía no comunicarle nada de esa información tan dolorosa, inquietante, imprevista, abrumadora, increíble.
—Repito, Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket—, que le pida a Milady que lo aclare. Dígaselo a Milady, si le parece bien, de parte del Inspector Bucket, el Detective. Averiguará, o mucho me equivoco, que el difunto señor Tulkinghorn tenía la intención de comunicárselo todo a usted en cuanto considerase llegado el momento, y además que así lo había dado a entender a Milady. ¡Pero si quizá fuera a revelarlo la misma mañana en que yo examiné el cadáver! Usted no sabe lo que voy a hacer y a decir yo dentro de sólo cinco minutos, Sir Leicester Dedlock, Baronet, y de suponer que alguien me matase ahora, se podría usted preguntar por qué no le había dicho lo que fuera, ¿no es así?
Es cierto. Sir Leicester evita con alguna dificultad emitir esos raros sonidos y dice: «Es cierto.» En ese momento se oye en el vestíbulo un gran clamor de voces. El señor Bucket, después de escuchar, va a la puerta de la biblioteca, la abre silenciosamente y vuelve a escuchar. Después vuelve atrás la cabeza y susurra, velozmente, pero con calma:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, este triste problema de familia ha empezado a extenderse, como temía yo que ocurriese, debido a la muerte tan repentina del señor Tulkinghorn. La única oportunidad de silenciarlo es dejar que esa gente que ha venido se enfrente ahora con sus lacayos. ¿Le importaría a usted quedarse sentado en silencio (por la familia) mientras yo observo? ¿Y querría usted limitarse a hacer un gesto de asentimiento cuando yo se lo pida?
Sir Leicester responde con voz torturada:
—Agente. Lo mejor que pueda. ¡Lo mejor que pueda! —y el señor Bucket asiente con la cabeza, y con un gesto sagaz del índice, sale silenciosamente al vestíbulo, donde rápidamente se apagan las voces. No tarda mucho en volver, unos pasos por delante de Mercurio y una deidad gemela, también empolvada y con calzones cortos de color melocotón, que transportan entre los dos una silla en la que se sienta un anciano inválido. Detrás vienen otro hombre y dos mujeres. El señor Bucket dirige el transporte de la silla con modales afables y reposados, despide a los mercurios y vuelve a cerrar la puerta con llave. Sir Leicester contempla esta invasión de los lugares sagrados con una mirada helada.
—Bueno, señoras y caballeros, es posible que ya me conozcan ustedes —dice el señor Bucket con voz llena de confianza—. Soy el Inspector Bucket de los Detectives. Y éstos —dice sacándose del bolsillo del pecho el bastoncillo que siempre lleva a mano— son mis poderes. Bien, deseaban ustedes ver a Sir Leicester Dedlock, Baronet. ¡Muy bien! Ya lo ven, y observen ustedes que no todo el mundo puede presumir de tal honor. Usted, anciano, se llama Smallweed, así se llama usted; lo conozco bien.
—¡Sí, y nunca habrá oído usted decir nada malo de mí! —grita el señor Smallweed con voz alta y chillona.
—¿No sabrá usted por qué matan a los cerdos, verdad? —replica el señor Bucket con mirada firme, pero sin perder la calma.
—¡No!
—Pues los matan ——dice el señor Bucket— porque tienen mucha jeta. No se vaya a poner usted en la misma situación, porque no es digno de usted. ¿No estará usted acostumbrado a hablar con sordos, verdad?
—Sí —gruñe el señor Smallweed—, mi mujer es sorda.
—Eso explica que hable usted en voz tan alta. Pero como ahora no está ella aquí, bájela usted una octava o dos, por favor, y no sólo se lo agradeceré yo, sino que le vendrá mejor a usted —dice el señor Bucket—. Este otro caballero se dedica a la prédica, ¿no es así?
—Se llama Chadband —interviene el señor Smallweed, que a partir de entonces habla en voz mucho más baja.
—Una vez tuve un amigo y sargento, ascendido al mismo tiempo que yo, que también se llamaba así —dice el señor Bucket, ofreciendo su mano—, y en consecuencia es un nombre que me agrada. ¿La señora Chadband, sin duda?
—Y la señora Snagsby —presenta el señor Smallweed.
—Marido papelero y amigo mío —señala el señor Bucket—. ¡Lo quiero como a un hermano! Bueno, ¿qué pasa?
—¿Se refiere usted a por qué hemos venido? —pregunta el señor Smallweed, un tanto sorprendido ante este repentino giro de las cosas.
—¡Ah! Me entiende usted perfectamente. Oigamos de qué se trata en presencia de Sir Leicester Dedlock, Baronet. Vamos.
El señor Smallweed llama con un gesto al señor Chadband y consulta con él durante un momento. El señor Chadband, que exuda grandes cantidades de aceite por los poros de la frente y de las manos, dice en voz alta:
—Sí. ¡Usted primero! —y vuelve a ocupar su sitio de antes.
—Yo era cliente y amigo del señor Tulkinghorn —chirría entonces el Abuelo Smallweed—; tenía negocios con él. Le era útil y él me era útil a mí. Krook, el difunto, era cuñado mío. Era el hermano de una arpía horrorosa, es decir, de la señora Smallweed. Me corresponden los bienes de Krook. Examino todos sus papeles y sus efectos. Todos se sacaron ante mis ojos. Había un fajo de cartas pertenecientes a un pensionista ya muerto, que estaba escondido en la trasera de un cajón al lado de la cama de Lady Jane, de la cama de su gata. Lo escondía todo y por todas partes. El señor Tulkinghorn quería esas cartas y se quedó con ellas, pero primero las leí yo. Soy hombre de negocios y les eché un vistazo. Eran cartas de la novia del pensionista, y se firmaba Honoria. Dios mío, qué nombre tan raro, Honoria. ¿No habrá una dama en esta casa que se firme Honoria? ¡Ah, no, creo que no! Ni tampoco con la misma letra, ¿verdad? ¡Ah, no, creo que no!
Al señor Smallweed le da un ataque de tos en medio de su triunfo y se interrumpe para exclamar: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Señor! ¡Estoy hecho pedazos!»
—Bueno, cuando esté usted dispuesto —dice el señor Bucket, tras esperar a que así ocurra— a referirse a algo que tenga que ver con Sir Leicester Dedlock, Baronet, ya sabe que aquí está sentado ese caballero.
—Pero ¿no me he referido ya a ello, señor Bucket? —grita el Abuelo Smallweed—. ¿Todavía no tiene que ver con el caballero? ¿Ni con el Capitán Hawdon y su siempre amante Honoria, y encima con su progenie? Bueno, pues entonces querría saber de quién son esas cartas. Eso tiene que ver conmigo, si es que no tiene que ver con Sir Leicester Dedlock. Quiero saber dónde están. No estoy dispuesto a permitir que desaparezcan en silencio. Se las entregué a mi amigo y abogado, el señor Tulkinghorn, y a nadie más.
—Pero se las pagó, como bien sabe, y muy bien además —dice el señor Bucket.
—A mí eso no me importa. Quiero saber quién las tiene. Y le voy a decir lo que queremos..., lo que queremos todos nosotros aquí presentes, señor Bucket. Queremos que la investigación de este asesinato sea más minuciosa y más a fondo. Sabemos cuál es el motivo y a quién beneficia, y usted no ha hecho lo suficiente. Si ese vagabundo de dragón de caballería de George tuvo algo que ver con él, no fue más que un cómplice, y alguien le guió. Y usted sabe mejor que nadie a quién me refiero.
—Pues le hoy a decir a usted una cosa —dice el señor Bucket, cuyos modales cambian instantáneamente cuando se acerca al viejo y comunica una fascinación extraordinaria a su dedo índice—: que me ahorquen si voy a permitir que ni un solo ser humano en el mundo me reviente el caso ni se meta en él ni se me adelante aunque sea en medio segundo, sea quien sea. ¿Quiere usted una investigación más minuciosa y más a fondo? ¿La quiere usted? ¿Ve usted esta mano y cree que yo no sé a qué hora exactamente alargarla para ponerla en el brazo que efectuó el disparo?
Tal es la fuerza terrible de este hombre, y tan terriblemente evidente es que no está jactándose de nada que no sea cierto, que el señor Smallweed empieza a presentar sus excusas. El señor Bucket se deshace de su repentina ira y lo interrumpe:
—Lo que le aconsejo es que no se ande usted preocupando por el asesinato. Eso es asunto mío. No tiene usted más que estar atento a la prensa, y no me extrañaría que leyera usted algo al respecto dentro de poco, si de verdad está atento. Yo conozco mi oficio, y eso es todo lo que tengo que decir al respecto. Y ahora pasemos a las cartas. Usted quiere saber quién las tiene. No me importa decírselo. Las tengo yo. ¿Es éste el fajo?
El señor Smallweed mira con ojos codiciosos el paquetito que se saca el señor Bucket de una parte misteriosa de su levita y confirma que se trata del mismo.
—Y ahora, ¿qué tiene usted que decir? —pregunta el señor Bucket—. Y no abra demasiado la boca, porque no está usted demasiado guapo cuando hace eso.
—Quiero 500 libras.
—No, no es verdad; quiere usted decir 50 —dice el señor Bucket, bienhumorado.
Sin embargo, parece que el señor Smallweed quiere 500.
—He de decirle que tengo órdenes de Sir Leicester Dedlock, Baronet, de estudiar (sin reconocer nada ni comprometernos a nada) todo este asunto —prosigue el señor Bucket; Sir Leicester asiente mecánicamente con la cabeza—, y usted me pide que considere una propuesta de 500 libras. ¡Pues no es una propuesta razonable! Todavía 250 ya estaría mal, pero menos mal. ¿No prefiere usted decir 250?
El señor Smallweed está convencido de que no lo preferiría.
—Entonces —dice el señor Bucket—, vamos a ver lo que dice el señor Chadband. ¡Dios mío, cuántas veces he hablado con el sargento que era compañero mío y que llevaba el mismo nombre, y que era la persona más moderada en todos los respectos que jamás haya conocido yo!
Ante tal invitación, el señor Chadband da un paso adelante, y tras unas sonrisas oleaginosas y un oleaginoso frotar de las palmas de las manos pronuncia lo siguiente:
—Amigos míos, nos encontramos en este momento (Rachael, mi esposa, y yo) en las mansiones de los ricos y los grandes. ¿Por qué nos encontramos ahora en las mansiones de los ricos y los grandes, amigos míos? ¿Es porque nos han invitado? ¿Porque nos han invitado a celebrar un festín con ellos, porque nos han dicho que nos regocijemos con ellos, porque nos han rogado que vengamos a tocar el laúd con ellos, porque nos han rogado que vengamos a danzar con ellos? No. Entonces, ¿por qué estamos aquí, amigos míos? ¿Estamos en posesión de un secreto vergonzoso y exigimos, en consecuencia, cereales y vinos y aceites, o, lo que es lo mismo, dinero con objeto de guardar ese secreto? Probablemente sea así, amigos míos.
—Usted es un hombre de negocios, usted sí —replica el señor Bucket, muy atento—, y en consecuencia va usted a mencionar cuál es el carácter de su secreto. Tiene usted razón. Imposible expresarse mejor.
—Entonces, hermano mío, con el espíritu del amor —dice el señor Chadband con mirada astuta—, sigamos adelante. ¡Avanza, Rachael, esposa mía, avanza!
La señora Chadband, más que dispuesta, avanza hasta tal punto que da un empujón a su marido para dejarlo tras ella y se enfrenta al señor Bucket con su sonrisa ceñuda.
—Como quiere usted saber qué es lo que sabemos nosotros —dice ella—, se lo voy a decir. Yo ayudé a criar a la señorita Hawdon, la hija de Milady. Estaba yo al servicio de la hermana de Milady, que era muy sensible a la vergüenza que la había causado Milady y que hizo creer, incluso a Milady, que la niña había muerto (y casi había muerto) al nacer. Pero está viva y yo sé quién es. —Con esas palabras, una risa mordaz y un énfasis amargo en la palabra «Milady», la señora Chadband se cruza de brazos y mira implacable al señor Bucket.
—Supongo, pues —responde el agente—, que deseará usted un billete de 20 libras o un regalo que equivalga más o menos a lo mismo?
La señora Chadband se limita a reírse y le dice despectiva que igual podría «ofrecerle» 20 peniques.
—Y mi amiga, la esposa del papelero de los tribunales que está ahí —dice el señor Bucket, convocando a la señora Snagsby con el índice—. ¿Qué reclama usted, señora?
Al principio, la señora Snagsby no puede, debido a sus lágrimas y sus lamentos, establecer cuál es su reclamación, pero gradualmente sale a la luz que es una persona abrumada por las ofensas y las injurias, engañada muchas veces por el señor Snagsby, que la ha abandonado y obligado a mantenerse en la oscuridad, y cuya principal fuente de consuelo, en medio de estas circunstancias, ha sido la solidaridad del finado señor Tulkinghorn, quien mostró gran conmiseración por ella cuando vino a la plazoleta de Cook en ausencia del perjuro de su marido, y que últimamente le llevaba a él todos sus problemas. Según parece, con excepción de los presentes, todo el mundo ha estado conspirando en contra de la felicidad de la señora Snagsby. Por una parte, el señor Guppy, pasante de Kenge y Carboy, que al principio era más claro que el sol del me-diodía, pero que de pronto se puso más cerrado que el cielo de la medianoche, bajo la influencia (sin duda) de los sobornos y las injerencias del señor Snagsby. Después, el se-ñor Weevle, amigo del señor Guppy, que vivía misteriosamente encima de un callejón, debido a las mismas causas coherentes. Y después el difunto señor Krook, el difunto Nimrod y el difunto Jo, y todos ellos «estaban en el ajo». La señora Snagsby no dice explícitamente en qué ajo, pero sabe que Jo era hijo del señor Snagsby, con tanta claridad como si se hubiera anunciado a trompetazos, y siguió al señor Snagsby la última vez que fue a visitar al muchacho, y si no era su hijo, ¿por qué había ido a verlo? Desde hace algún tiempo, lo único que ha hecho en la vida ha sido seguir al señor Snagsby a todas partes, fuera donde fuera, e ir sumando las circunstancias sospechosas, y todas las circunstancias con las que ha tropezado han sido sospechosas, sospechosísimas, y así es cómo ha perseguido su objetivo de detectar y confundir al falso de su marido, noche y día. Así fue como hizo que los Chadband y el señor Tulkinghorn llegaran a conocerse, y como habló con el señor Tulkinghorn acerca del cambio producido en el señor Guppy y ayudó a crear las circunstancias que interesan actualmente a este grupo, sin darse cuenta de pasada, pues lo que más le sigue interesando es acabar con la denuncia de todo lo que le ha hecho el señor Snagsby y con una separación matrimonial. Todo ello es algo que la señora Snagsby, como esposa ofendida, como amiga de la señora Chadband, como seguidora del señor Chadband y como plañidera del señor Tulkinghorn, ha venido a certificar en la más estricta confianza, con todas las posibles confusiones e implicaciones posibles e imposibles, pues no tiene el más mínimo motivo pecuniario, ni más plan ni pro-yecto que el mencionado; y lleva consigo acá y acullá su propio clima denso de polvo, que surge del molino en constante funcionamiento de sus celos.
Mientras está en marcha este exordio (que lleva un cierto tiempo), el señor Bucket, que ha penetrado de un vistazo la transparencia del vinagre de la señora Snagsby, celebra una conferencia con su demonio familiar y centra su penetrante atención en los Chadband y en el señor Smallweed. Sir Leicester Dedlock se mantiene inmutable, con el mismo aire glacial, salvo que de vez en cuando mira al señor Bucket como si fuera el único ser humano en el que confiara.
—Muy bien —dice el señor Bucket—. Ahora ya los comprendo, vean ustedes, y como estoy delegado por Sir Leicester Dedlock, Baronet, para investigar este asuntillo —y Sir Leicester vuelve a asentir mecánicamente en confirmación de ese aserto—, puedo prestarle mi plena y cabal atención. No voy a aludir a una conspiración para practicar la extorsión, ni nada por el estilo, porque aquí somos todos hombres y mujeres de mundo, y nuestro objetivo es que las cosas no sean demasiado desagradables. Pero les voy a decir lo que a mí me preocupa: me sorprende que se les haya ocurrido armar un jaleo en el vestíbulo. Es algo que iba en contra de sus propios intereses. Eso es lo que me parece.
—Queríamos que nos dejaran entrar —aduce el señor Smallweed.
—Claro que querían que les dejaran entrar —afirma animado el señor Bucket—, pero el que un señor anciano de su edad (¡que yo calificaría de venerable!), de mente aguzada, como no me cabe duda, por la pérdida del uso de sus extremidades inferiores, lo cual hace que toda la animación se le suba a la cabeza, no pueda reflexionar que si un asunto como éste no se mantiene con plena discreción no le vale ni medio penique, me parece a mí, resulta muy curioso. Ya ve usted, se ha dejado perder por su mal carácter, y ahí es donde ha perdido usted terreno —dice el señor Bucket en tono elocuente y amistoso.
—Lo único que dije yo era que no estaba dispuesto a irme si no subía uno de los criados a ver a Sir Leicester Dedlock —responde el señor Smallweed.
—¡Eso es! Ahí es donde su mal carácter le ha vencido. Domínelo la próxima vez y ganará algún dinero. ¿Llamo para que vuelvan a bajarlo a usted?
—¿Cuándo vamos a tener más noticias? —pregunta severamente la señora Chadband.
—¡Eso es una mujer de verdad! ¡Qué curioso es siempre su bellísimo sexo! —replica el señor Bucket con gran galantería—. Ya tendré el placer de hacerles a ustedes una visita mañana o pasado..., sin olvidar al señor Smallweed y su propuesta de dos cincuenta.
—¡Quinientas! —exclama el señor Smallweed.
—¡Muy bien! Digamos nominalmente quinientas —y el señor Bucket lleva la mano al cordón de la campanilla—. ¿He de desear a ustedes buenos días por el momento, de mi propia parte y de la del señor de la casa? —pregunta en tono insinuante.
Como nadie se atreve a objetar a que lo haga, lo hace, y el grupo se retira en el mismo orden en que subió. El señor Bucket los sigue hasta la puerta, y al volver dice con aire de gran seriedad:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, incumbe a usted considerar si compra usted a esa gente o no la compra. Yo, en general, recomendaría comprarla, y creo que se puede comprar muy barata. Mire usted: ese pepinillo en vinagre de la señora Snagsby ha sido utilizada por todas las partes en esta especulación, y ha hecho mucho más daño al ir reuniendo pizcas de información aquí y allá que si se hubiera hecho adrede. El difunto señor Tulkinghorn tenía a todos esos caballos de las riendas y podía llevarlos como quería, no me cabe duda, pero tuvo que salir del establo con los pies por delante y ahora ellos están trotando cada uno a su aire y tirando cada uno por su lado. Así están las cosas, y así es la vida. Cuando el gato sale de casa los ratones se ponen a retozar, y cuando se funde el hielo vienen las inundaciones. Pasemos ahora a la parte a la que hay que detener.
Sir Leicester parece despertar de algo, aunque ha estado todo el rato con los ojos abiertos, y mira muy atento al señor Bucket, mientras éste consulta su reloj.
—La parte a la que hay que detener se halla ahora en esta casa —continúa diciendo el señor Bucket, que se guarda el reloj con mano firme y buen ánimo—, y estoy a punto de detenerla en presencia de usted. Sir Leicester Dedlock, Baronet, no diga una palabra ni haga un gesto. No va a haber ruidos ni jaleos. Volveré por la tarde, si a usted le parece bien, y trataré de satisfacer sus deseos en cuanto a este lamentable asunto de familia y a la forma mejor de mantenerlo en silencio. Ahora, Sir Leicester Dedlock, Baronet, no se ponga usted nervioso por el hecho de que vaya a practicar la detención. Ya verá usted cómo todo el asunto se aclara desde el principio hasta el fin.
El señor Bucket llama, va a la puerta, susurra algo brevemente a Mercurio, cierra la puerta y se queda tras ella con los brazos cruzados. Tras una espera de un minuto o dos, se abre lentamente la puerta y entra una francesa. Mademoiselle Hortense.
En cuanto entra ésta en el aposento, el señor Bucket vuelve a cerrar la puerta y se apoya con la espalda contra ella. Lo repentino del ruido hace que ella se dé la vuelta, y entonces es cuando ve por primera vez a Sir Leicester Dedlock sentado en su butaca.
—Perdóneme usted —murmura apresuradamente— Me han dicho que no era nadie aquí.
Al avanzar hacia la puerta se tropieza con el señor Bucket. De pronto tiene un espasmo en la cara y se pone mortalmente blanca.
—Ésta es mi pensionista, Sir Leicester Dedlock —dice el señor Bucket con un gesto hacia ella—. Esta joven extranjera ha estado alojada conmigo desde hace unas semanas.
—¿Y qué le puedo interesar eso a Sir Leicester, ángel mío? —pregunta Mademoiselle en tono jocoso.
—Pues vamos a ver, ángel mío —responde el señor Bucket.
Mademoiselle Hortense lo contempla con una mueca en la cara tensa, que va convirtiéndose gradualmente en una sonrisa de desprecio.
—Está usted muy misterioso. ¿Es usted borracho?
—Tolerablemente sereno, ángel mío —replica el señor Bucket.
—Acabo de llegar de esa casa detestable de con su esposa. Su esposa me dejó hace sólo unos pocos minutos. Ellos me dicen de abajo que su esposa es aquí. Yo vengo aquí y su esposa no es aquí. ¿Cuál es el propósito de esta comedia de tontos, dígame pues? —exige Mademoiselle con los brazos cruzados en aparente calma, pero con algo en la cara cetrina que pulsa como un reloj.
El señor Bucket se limita a ponerle el índice ante la cara.
—¡Ah, mí Dios, es usted un idiota desgraciado! —exclama Mademoiselle, con un gesto de la cabeza y una risa—. Déjeme a pasar abajo, gran cerdo. —Con una patada en el suelo y una amenaza.
—Vamos, Mademoiselle —dice el señor Bucket con voz fría y calmada—, vaya a sentarse en ese sofá.
—No voyme a sentar en nada —replica ella con una serie de gestos.
—Vamos, Mademoiselle —repite el señor Bucket, sin mover nada más que el índice—, váyase a sentar en ese sofá.
—¿Por qué?
—Porque voy a detenerla a usted acusada de asesinato, y no hace falta que le diga de quién. Ahora bien, quiero ser cortés con una persona de su sexo y además extranjera, si es que puedo. Si no puedo, tendré que ser descortés, y afuera hay gente más descortés que yo. Depende de usted cómo me porte. Así que le recomiendo, como amigo, que deje de pensárselo y vaya a sentarse en ese sofá.
Mademoiselle obedece y dice en voz concentrada, mientras en la mejilla sigue latiéndole cada vez más rápido:
—Es usted el Diablo.
—Bueno, vamos a ver —sigue diciendo en tono aprobador el señor Bucket—, está usted cómoda y se comporta como esperaría yo de una joven extranjera con tan buen sentido como usted. Así que le voy a dar un consejo y es éste: No se ponga a hablar demasiado. No tiene usted que decir nada aquí, y cuanto más calladita se quede, mejor. En resumen, cuanto menos parle usted, mejor —termina el señor Bucket, muy satisfecho con su dominio del francés.
Mademoiselle, con ese gesto de tigresa suyo en la boca, y lanzándole llamaradas con los ojos, se sienta muy erguida en el sofá, rígida, con las manos apretadas (y cabría suponer que también los pies), murmurando:
—¡Oh, Bucket, es usted un Diablo!
—Veamos, Sir Leicester Dedlock, Baronet —dice el señor Bucket, y a partir de este momento el índice no cesa de actuar—, esta joven, mi pensionista, era la doncella de Milady en la época que he mencionado, y esta joven, además de ponerse extraordinariamente vehemente y apasionada contra Milady cuando ésta le despidió...
—¡Mentiras! —exclama Mademoiselle—. Yo me despido.
—¿Por qué no sigue mi consejo? —responde el señor Bucket, en tono impresionante, casi implorante— Me sorprende su indiscreción. Mire usted que va a decir algo que puede ser utilizado en contra suya. Seguro que lo dice. No se preocupe de lo que digo hasta que declare en el juicio. No me dirijo a usted.
—¡Encima despedida! —grita furiosa Mademoiselle—. ¡Por Milady! ¡Qué es que una Milady muy fina! ¡Pero si yo arruino mi reputación si me quedo con una Milady tan infame!
—¡De verdad que me asombras! —replica el señor Bucket—. Y yo que creía que los franceses eran un pueblo muy fino. De verdad. Y ver a una hembra que se comporta así, y delante de Sir Leicester Dedlock, Baronet...
—¡Es un pobre abusado! —exclama Mademoiselle—. Y escupo sobre su casa, sobre su nombre, sobre su imbecilidad —y hace que la alfombra represente todas esas cosas—. ¡Oh, que él es un gran hombre! ¡Oh, sí, soberbio! ¡Oh, cielo! ¡Bah!
—Pues bien, Sir Leicester Dedlock —continúa diciendo el señor Bucket—, a esta colérica hembra también se le metió en la cabeza que tenía derechos sobre el difunto señor Tulkinghorn por haber asistido en aquella ocasión que le mencioné a su bufete, aunque la pagó liberalmente por su tiempo y sus molestias.
—¡Mentira! —grita Mademoiselle—. Yo rehuso su dinero totalmente.
—(Sí se empeña usted en parlar, ya sabe —dice el señor Bucket entre paréntesis— que ha de aceptar las consecuencias.) Pues bien, no voy a expresar una opinión acerca de si vino a alojarse en mi casa con la intención deliberada de hacer lo que hizo y taparme los ojos, pero el hecho es que vino a alojarse en mi casa en la época en que se cernía en torno al bufete del finado señor Tulkinghorn, en busca de pelea, al mismo tiempo que perseguía y medio mataba a sustos a un pobre papelero.
—¡Mentira! —grita Mademoiselle—. ¡Todas mentira!
—El asesinato se cometió, Sir Leicester Dedlock, Baronet, y ya sabe usted en qué circunstancias. Ahora le ruego que me siga atentamente un minuto o dos. Me enviaron a buscar y se me confió el caso. Examiné el lugar, el cadáver, los documentos y todo. Conforme a información recibida (de un pasante de la misma casa) fui a detener a George, porque lo habían visto por allí, la noche, y más o menos a la hora, del crimen, y además porque se le había oído pelearse con el finado en otras ocasiones, e incluso amenazarlo, según dijo el testigo. Si me pregunta usted, Sir Leicester Dedlock, si creí desde un principio que George era el asesino, le diré sinceramente que no, pero también podía serlo, y había suficientes indicios contra él como para que fuera mi deber detenerlo y hacer que lo procesaran. ¡Pero observe!
Cuando el señor Bucket se inclina hacia adelante, muy excitado —en la medida en que pueda excitarse él— y comienza lo que va a decir con un golpe fantasmal del índice en el aire, Mademoiselle Hortense fija en él sus negros ojos con un ceño oscuro y sombrío, y aprieta mucho los labios.
—Aquella noche, Sir Leicester Dedlock, Baronet, me fui a casa y vi a esta joven cenando con mi mujer, la señora Bucket. Desde que llegó a solicitar alojamiento con nosotros había dado grandes muestras de sentir afecto por señora Bucket, pero aquella noche las dio más que nunca, y de hecho las exageró. Igual que exageró su respeto, y todo eso, por la memoria del finado señor Tulkinghorn. ¡Por Dios que al sentarme frente a ella a la mesa con un cuchillo en la mano, se me ocurrió que lo había hecho ella!
Apenas se puede oír a Mademoiselle que dice entre dientes y con los labios apretados:
—Es usted un Diablo.
—Y —continúa exponiendo el señor Bucket—, ¿dónde había estado ella la noche del crimen? Había ido al teatro (y después he averiguado que efectivamente había estado allí, tanto antes del crimen como después). Yo sabía que tenía que enfrentarme con una persona muy astuta, y que me sería muy difícil conseguir pruebas, así que le puse una trampa, una trampa como nunca había tendido, y me aventuré como nunca me había aventurado. Lo fui pensando mientras hablaba con ella durante la cena. Cuando subí a acostarme, como nuestra casa es muy pequeña y esta joven tiene muy buen oído, le metí la sábana en la boca a la señora Bucket para que no dijera una palabra de sorpresa y se lo conté todo. Mira, hija, no se te vuelva a ocurrir, o te ato los pies por los tobillos. —El señor Bucket se ha interrumpido y desciende en silencio sobre Mademoiselle y le echa una manaza al hombro.
—¿Qué le pasa a usted ahora? —le pregunta ella.
—No se te vuelva a ocurrir —responde el señor Bucket, que mueve el índice admonitoriamente— eso de tirarte por la ventana. Eso es lo que me pasa. ¡Vamos! Tómame del brazo. No hace falta que te levantes; me sentaré yo a tu lado. Te he dicho que me tomes del brazo, ¿oyes? Ya sabes que estoy casado: ya conoces a mi mujer. Limítate a tomarme del brazo.
Ella trata en vano de humedecerse los labios resecos, con un ruido de dolor, pero lucha consigo misma y obedece.
—Ya está todo bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet. Este caso no hubiera podido llegar a su forma actual de no haber sido por la señora Bucket, ¡que es de las que no hay una en 50.000, en 150.000! A fin de engañar a esta joven, desde entonces no he vuelto a poner el pie en mi casa, aunque me he comunicado con la señora Bucket por medio de hogazas de pan y en frascos de leche todo lo que ha sido necesario. Las palabras que susurré a la señora Bucket cuando le puse la sábana en la boca fueron: «Querida mía, ¿podrás engañarla hablándole constantemente de mis sospechas contra George y tal y cual y lo de más allá? ¿Puedes pasarte sin dormir y vigilarla noche y día? ¿Puedes comprometerte a decir: “no hará nada sin que me entere yo, será mi prisionera sin sospecharlo, no se me podrá escapar, y su vida será mi vida y su alma mi alma”, hasta que yo demuestre que fue ella quien cometió el crimen?» Y la señora Bucket va y me dice, con toda la claridad que le permite la sábana: «¡Bucket, te lo prometo!» ¡Y ha cum-plido magníficamente!
—¡Mentiras! —interviene Mademoiselle—. ¡Todo mentiras, mi amigo!
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, ¿cómo salieron mis cálculos en estas circunstancias? Cuando calculé que esta impetuosa joven iba a cometer nuevas exageraciones, ¿me equivoqué o acerté? Acerté. ¿Qué intenta hacer? ¿No le sorprende? Atribuir el asesinato a Milady.
Sir Leicester se levanta de la butaca y vuelve a hundirse en ella.
—Y se sintió alentada para hacerlo al enterarse de que me pasaba la vida aquí, cosa que hice adrede. Abra usted ahora este cuaderno, Sir Leicester Dedlock, si me permite la libertad de tirárselo a usted, y mire las cartas que me han ido llegando, cada una de las cuales contiene dos palabras: «LADY DEDLOCK.» Abra la dirigida a usted, que retuve esta misma mañana, y lea las tres palabras: «LADY DEDLOCK, ASESINA.» Estas cartas han ido llegando como un enjambre de langostas. ¿Qué me dice usted si le digo que la señora Bucket, desde su torre vigía, vio que todas ellas las escribía esta joven? ¿Qué me dice usted si le digo que hace media hora la señora Bucket consiguió la tinta y el papel correspondientes, las medias hojas que faltan y todo lo demás? ¿Qué me dice usted si le digo que la señora Bucket vio cómo esta joven ponía todas y cada una de ellas en el correo, Sir Leicester Dedlock, Baronet? —pregunta el señor Bucket, triunfante en su admiración del genio de su cara mitad.
Hay dos cosas fácilmente perceptibles cuando el señor Bucket llega a su conclusión. La primera es que parece establecer imperceptiblemente un terrible derecho de propiedad sobre Mademoiselle. La segunda es que la misma atmósfera que respira ella parece estrecharse y contraerse en torno a ella, como si en torno a su cuerpo se fuera es-trechando una red tupida, o una mortaja.
—No cabe duda de que Milady estuvo en el lugar del crimen en el preciso momento en que se cometía —dice el señor Bucket—, y aquí mi amiga extranjera la vio, según creo, desde el piso de arriba. Milady y George y mi amiga extranjera estuvieron muy cerca los unos de los otros. Pero eso ya no tiene importancia, de manera que no voy a seguir con ello. Encontré el taco de la pistola que sirvió para asesinar al difunto señor Tulkinghorn. El papel era un trozo de la descripción impresa de su casa de Chesney Wold. Dirá usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, que eso no significa mucho. No. Pero cuando aquí mi amiga extranjera está completamente desprevenida como para creer que ya puede hacer pedazos el resto de esa hoja, y cuando la señora Bucket reconstruye las piezas y resulta que falta el trozo exacto, parece que está todo bien claro.
—Son muy largas mentiras —interviene Mademoiselle—. Supone usted mucho. ¿Es que ya ha acabado o es que va a hablar siempre?
—Sir Leicester Dedlock, Baronet —sigue diciendo el señor Bucket, a quien le encantan los títulos completos y que se siente violento cuando elimina cualquier fragmento de ellos—, el último aspecto de mi caso que voy a mencionar por ahora revela la necesidad de tener paciencia en nuestro oficio, y de no hacer nunca las cosas con prisas. Ayer observé a esta joven, sin que ella lo notara, mientras ella contemplaba el funeral, en compañía de mi mujer, que había proyectado llevarla a él, y observé tal expresión en su rostro y yo tenía tantas pruebas contra ella, que me indigné por su malicia contra Milady, y tan bueno era el momento para que cayera sobre ella lo que podría usted calificar de venganza, que de haber sido yo más joven y tenido menos experiencia, estoy seguro de que la hubiera detenido. Asimismo anoche, cuando llegó a casa Milady, que estoy seguro goza de la admiración universal, con un aspecto que, por Dios cabría casi decir que era Venus surgiendo del océano, me resultó tan desagradable y tan absurdo pensar que se la acusara de un asesinato del cual era inocente, que sentí grandes deseos de poner fin al trabajo. ¿Qué podía yo perder? Sir Leicester Dedlock, Baronet, hubiera perdido el arma. Aquí mi prisionera propuso a la señora Bucket después del funeral que fueran en autobús al campo para tomar el té en un lugar público, pero muy decente. Ahora bien, cerca de ese lugar público corren unas aguas. A la hora del té aquí mi prisionera se levantó para ir a buscar un pañuelo de bolsillo al dormitorio donde se guardaban los sombreros. Estuvo ausente mucho tiempo, y cuando reapareció venía sin aliento. En cuanto llegaron a casa me lo comunicó la señora Bucket, junto con sus observaciones y sus sospechas. Hice que dragaran el río a la luz de la luna, en presencia de un par de nuestros hombres, y antes de que la pistola de bolsillo llevara allí seis horas, salió del fondo. Ahora, querida mía, pásame más el brazo por encima del mío, pásalo firme y no te haré daño.
En un instante el señor Bucket le pone una de las esposas en una muñeca.
—Va una —dice el señor Bucket—. Ahora la otra, guapa. ¡Dos y nada más!
Se levanta, y también ella.
—¿Dónde —pregunta ella, bajando los párpados hasta que casi no se le pueden ver los ojos—, dónde está la falsa, traicionera y maldita de su mujer?
—Ha ido a la Jefatura de Policía —responde el señor Bucket—. Ya la verás allí, linda.
—¡Me gustaría darle un beso! —exclama Mademoiselle Hortense, jadeando como una tigresa.
—Sospecho que la ibas a morder —dice el señor Bucket.
—¡Pero sí! —abriendo mucho los ojos—. Me encantaría hacerla pedazos, miembro a miembro.
—Claro, hija —dice el señor Bucket con la mayor compostura—. Estoy totalmente dispuesto a creérmelo. Las de tu sexo tenéis una animosidad tan sorprendente las unas contra las otras cuando estáis en desacuerdo... ¿A que a mí no me odias tanto?
—No. Aunque es usted un Diablo siempre.
—Ángel y diablo por turnos, ¿eh? —exclama el señor Bucket—. Pero tienes que considerar que éste es mi trabajo. Permíteme que te arregle el chal. Ya he hecho de doncella de muchas más señoras. ¿Te falta algo: el sombrero? Hay un coche a la puerta.
Mademoiselle Hortense lanza una mirada indignada al espejo, se sacude hasta quedar perfectamente arreglada y, por hacerle justicia, tiene un aire especialmente refinado.
—Escuche entonces, ángel mío —dice tras varios gestos sarcásticos—. Es usted muy espiritual. Pero, ¿puede usted devolverle la vida?
El señor Bucket responde:
—No exactamente.
—Qué divertido. Escuche todavía más una vez. Es usted muy espiritual. ¿Puede usted hacer de ella una señora honesta?
—No seas tan maliciosa.
—¿O hacer de él un señor altivo? —grita Mademoiselle, refiriéndose a Sir Leicester con un desdén inefable—. ¡Eh! ¡Oh, entonces mírele! ¡Pobre niño; ¡Ja, ja, ja!
—Vamos, vamos, estás parlando peor que antes —dice el señor Bucket—. ¡Vámonos!
—¿Usted no puede hacer eso? Entonces puede usted hacer conmigo lo que le plazca. Es como la muerte, es todo la misma cosa. Vámonos, ángel mío. Adieu, anciano, gris. ¡Le compadezco y le desprecio!
Con estas últimas palabras cierra los dientes de un golpe, como movidos por un muelle. Es imposible describir cómo la saca el señor Bucket, pero realiza esa hazaña de manera peculiar en él: la rodea y la circunda como una nube y se marcha flotando en torno a ella, como si él fuera un Júpiter feo y ella el objeto de sus afectos.
Sir Leicester se queda a solas en la misma actitud, como si siguiera escuchando y siguiera teniendo la atención ocupada. Por fin mira en torno al aposento vacío, y al ver que está desierto, se pone inseguro en pie, echa atrás la butaca y da unos pasos, apoyándose como puede en la mesa. Después se detiene, y con unos cuantos sonidos inarticulados más, levanta la vista y parece contemplar algo.
El Cielo sabe qué verá. Los verdes, verdes bosques de Chesney Wold, la mansión familiar, los cuadros de sus antepasados, desconocidos que los desfiguran, agentes de policía que manipulan groseramente sus objetos más preciados, miles de dedos que lo señalan a él, miles de caras que lo contemplan burlonas. Pero si esas sombras desfilan ante él en su confusión, hay otra sombra a la que todavía puede nombrar con una cierta claridad, y a la que se dirige mientras mesa sus blancos cabellos y abre los brazos.
Es ella, en relación con la cual, salvo en el sentido de haber sido desde hace años una fibra básica de las raíces de la dignidad y el orgullo de él, jamás ha tenido un pensamiento egoísta. Es ella, a quien ha admirado, honrado, amado y erigido un pedestal para que la respete el mundo entero. Es ella, quien en medio de todas las formalidades y los convencionalismos rígidos de su vida, ha sido una reserva de ternura y de amor, susceptible como ninguna otra cosa en el mundo de padecer la agonía que sufre él. La ve, hasta casi borrarse él mismo, y no puede soportar el verla caída del pedestal que tan bien adornaba.
E incluso en el momento en que cae al suelo, inconsciente ya de su sufrimiento, puede seguir pronunciando su nombre de manera casi clara en medio de esos ruidos incoherentes, y en un tono de dolor y de compasión, y no de reproche.
CAPÍTULO 55
La huida
El inspector Bucket, de los Detectives, todavía no ha dado su gran golpe que acabamos de relatar, sino que todavía está restaurándose con el sueño en preparación para su gran día, cuando en medio de la noche y por las heladas carreteras invernales sale de Lincolnshire una silla con dos caballos, que avanza hacia Londres.
Todo este territorio estará dentro de poco surcado de caminos de hierro, y con un rugido y un resplandor, la locomotora y el tren recorrerán como un meteoro el amplio paisaje de la noche, haciendo que la luna palidezca, pero por aquí todavía no existen tales cosas, aunque no sean del todo desconocidas. Están haciéndose preparativos, tomándose medidas, se está delimitando el terreno. Se han comenzado los puentes, y sus tramos todavía sin unir se contemplan desolados por encima de caminos y arroyos, como parejas de ladrillo y mortero que tropiezan con un obstáculo a su unión; se están levantando fragmentos de terraplenes, que quedan como precipicios con torrentes de carreteras y carretillas desordenados en su superficie; en las lomas aparecen trípodes de altos palos, donde hay rumores de túneles; todo tiene un aspecto caótico y abandonado en la desesperanza. Por los caminos helados y en medio de la noche, la silla de postas sigue avanzando sin pensar en un ferrocarril.
La señora Rouncewell, ama de llaves de Chesney Wold desde hace tantos años, está en la silla, y a su lado va sentada la señora Bagnet, con su mantón gris y su paraguas. La viejita preferiría ir en el asiento de arriba, que está expuesto a los elementos y constituye una especie de percha primitiva más acorde con la forma en que está acostumbrada ella a viajar, pero la señora Rouncewell se preocupa demasiado de su comodidad para aceptarlo. La anciana no se cansa de manifestar su aprecio a la viejita. Va sentada con sus modales ceremoniosos agarrándola de la mano, y pese a lo áspera que es ésta, se la lleva a menudo a los labios, diciendo muchas veces:
—Tú eres madre, querida mía, ¡y has encontrado a la madre de mi George!
—Pues es que George siempre ha sido franco conmigo —responde la señora Bagnet—; sí, señora, y cuando dijo a nuestro Woolwich en mi casa que lo principal que habría de saber mi Woolwich cuando se hiciera un hombre mejor era no saber nunca que por su culpa había surgido una arruga de pena en la cara de su madre, ni le había salido a ésta una cana, entonces tuve la seguridad, por la forma de hablar de él, de que hacía poco había pasado algo que le había hecho volver a pensar en su madre. Ya otras veces le había oído decirme que se había portado mal con ella.
—¡Jamás, hija mía! —contesta la señora Rouncewell, rompiendo en lágrimas— ¡Bendito sea, jamás! Siempre me quiso mucho, siempre tan cariñoso, mi George. Pero tenía el alma aventurera, y era un poco loco y se alistó en el ejército. Y yo sé que al principio estuvo esperando antes de darnos noticias, a ver si ascendía a oficial, y cuando no ascendió, sé que consideró que nos había decepcionado, y no quería avergonzarnos. ¡Porque mi George tenía un corazón de león, y siempre lo había tenido, desde que nació!
Las manos de la anciana se mueven como hace años al recordar, siempre temblando, qué chico tan guapo, tan bueno, tan alegre y bienhumorado había sido siempre, cómo lo quería todo el mundo, allá en Chesney Wold; cuánto afecto le tenía Sir Leicester cuando éste era un joven caballero; cómo lo querían los perros; cómo incluso la gente con la que él se peleaba lo perdonaba al cabo de un momento, pobrecito. ¡Y volver a verlo ahora, al cabo de tanto tiempo, y en la cárcel! Y la amplia faja se agita, y la curiosa figura tiesa y anticuada se curva bajo el peso del dolor de su corazón.
La señora Bagnet, con la habilidad instintiva de un corazón cálido y generoso, deja que la anciana ama de llaves se abandone a su pesar durante un momento (no sin pasarse el dorso de la mano por sus propios ojos de madre), y al cabo de él vuelve a comentar con su tono animado de costumbre:
—Así que voy y le digo a George cuando voy a verle para tomar el té (mientras él pretende que está fumando su pipa afuera), voy y le digo: «¿Qué te pasa esta tarde, George, por el amor de Dios? Mira que he visto cosas en esta vida, y que te he visto en los momentos buenos y en los malos, en el extranjero y en Inglaterra, y nunca te he visto de este humor melancólico y penitente.» «Pues mire, señora Bagnet», va y dice George, «precisamente porque estoy de humor melancólico y penitente me ve usted así.» «¿Qué has hecho, muchacho?», le digo. «Pues mire, señora Bagnet», va y dice George, moviendo la cabeza, «lo que he hecho pasó hace ya muchos años, y más vale no tratar de deshacerlo ahora. Si alguna vez voy al Cielo, no será por haber sido un buen hijo de mi madre viuda, y no quiero decir más». Pero mire, señora, cuando George va y me dice que es mejor no tratar de deshacerlo ahora, se me ocurren cosas que ya he pensado antes, y le saco a George que por qué se le ocurren cosas así esa tarde. Entonces George me dice que por pura casualidad ha visto en el bufete del abogado a una ancianita magnífica que le ha hecho pensar en su madre, y sigue hablando de la ancianita hasta olvidarse de sí mismo y hace un retrato de ella tal como era hace años y años. Y entonces voy y le digo a George cuando ha terminado que quién es esa ancianita a la que ha visto. Y George me dice que es la señora Rouncewell, ama de llaves desde hace más de medio siglo de la familia Dedlock, allá en Chesney Wold, en Lincolnshire. George me ha dicho muchas veces que es de Lincolnshire, y entonces voy yo y le digo a Lignum esa noche: «¡Lignum, te apuesto cuarenta y cinco libras a que es su madre!»
La señora Bagnet relata todo esto por vigésima vez, como mínimo, en las últimas cuatro horas. Lo trina, como si fuera una especie de ave, en una nota muy alta, con objeto de que la anciana lo pueda oír por encima del estruendo de las ruedas.
—Bendita seas, hija mía, y gracias —dice la señora Rouncewell—. ¡Bendita seas y gracias, hija mía querida!
—¡Dios mío! —exclama la señora Bagnet con la mayor naturalidad—. Desde luego, no es a mí a quien hay que dar las gracias. Gracias a usted, señora, por querer dármelas. Y recuerde usted una vez más, señora, que lo mejor que puede hacer al ver que George es su hijo es hacer (por usted misma) que esté dispuesto a aceptar la mejor ayuda que pueda para salir adelante y liberarse de una acusación de la que es tan inocente como usted o como yo. No basta con que tenga la verdad y la justicia de su parte; tiene que tener la ley y los abogados —exclama la viejita, aparentemente persuadida de que éstos últimos for-man un estamento aparte y han disuelto todo consorcio con la verdad y la justicia para toda la eternidad.
—Contará —dice la señora Rouncewell— con toda la ayuda que se le pueda obtener en este mundo, hija mía. Estoy dispuesta a gastar todo lo que tengo, y sea como sea, para obtenerlo. Sir Leicester hará todo lo posible. Toda la familia hará todo lo posible. Yo..., yo sé algo, hija mía, y haré lo que pueda por mi parte, como madre separada de él durante tantos años y que al final acaba por encontrarlo en la cárcel.
La gran inquietud que revela el comportamiento de la anciana ama de llaves al decir esto, sus tartamudeos y la forma en que se retuerce las manos impresionan mucho a la señora Bagnet, y la asombrarían si no fuera porque lo atribuye a su pena por la situación en la que se halla su hijo. Y, sin embargo, la señora Bagnet se pregunta también por qué la señora Rouncewell murmura con un aire tan ausente: «¡Milady, Milady, Milady! », una vez tras otra.
La noche helada va pasando y llega el alba, y la silla de postas sigue rodando en medio de la niebla de la mañana, como el fantasma de una silla ya muerta. Tiene mucha compañía espectral, en los fantasmas de los árboles y de los arbustos que van desapareciendo gradualmente y dejando su lugar a las realidades del día. Al llegar a Londres se apean los viajeros, la anciana ama de llaves muy atribulada y confusa, la señora Bagnet tan tranquila y compuesta como si su siguiente destino, sin cambio de tripulación ni de equipaje, fuera el Cabo de Nueva Esperanza, la Isla de la Ascensión, Hong Kong o cualquier otro destino militar.
Pero cuando se ponen en marcha hacia la prisión en la que está confinado el soldado, la anciana ha logrado recubrirse, con su vestido de color lavanda, de gran parte de la sólida calma que constituye su habitual presencia. Es como si fuera una figura maravillosamente grave, precisa y hermosa de cerámica antigua, aunque el corazón le late rápido y se le agita la faja, mucho más incluso de lo que ha logrado agitársela el recuerdo de su hijo extraviado en todos estos años.
Al acercarse a la celda ven que se abre la puerta y que está a punto de salir un guardián. La viejita le hace inmediatamente una seña de que no diga nada; él asiente con la cabeza y les permite entrar, después de lo cual cierra la puerta.
De manera que George, que está sentado a la mesa y escribiendo algo, pues supone que se halla a solas, no levanta la mirada, sino que sigue absorto. La anciana ama de llaves lo mira, y esas manos de ella, tan inquietas, bastan para que la señora Bagnet quede confirmada en sus ideas; aunque pudiera ver juntos a la madre y el hijo, sabiendo lo que sabe, y dudar todavía de su parentesco.
El ama de llaves no se traiciona con un roce de su vestido, con un gesto ni con una palabra. Se queda mirándolo mientras él sigue escribiendo, totalmente inconsciente, y lo único que revela sus emociones es la forma en que se le agitan las manos. Pero éstas son muy elocuentes, muy, muy elocuentes. La señora Bagnet las comprende. Expresan gratitud, alegría, pesar, esperanza, un afecto inagotable, mantenido sin esperanza alguna desde que este hombretón era un bebé, de un hijo mejor pero menos querido, y de este hijo tan querido y tan orgulloso, y hablan en un lenguaje tan conmovedor que a la señora Bagnet se le llenan los ojos de lágrimas que le bajan relucientes por la cara atezada.
—¡George Rouncewell! ¡Ay, hijo mío querido, date la vuelta a mirarme!
El soldado se vuelve de golpe, se lanza al cuello de su madre y cae de rodillas ante ella. Sea por un arrepentimiento tardío, sea porque es lo primero que se le ocurre, el hecho es que junta las manos como un niño al decir sus oraciones y las levanta hacia el seno de ella, baja la cabeza y se echa a llorar.
—¡George mío, hijo mío querido! Siempre fuiste mi favorito y lo sigues siendo, y, ¿dónde has estado todos estos años tan terribles? Y te has hecho un hombre, todo un hombre, y magnífico. ¡Eras igual que hubiera sido él, como yo sabia que iba a ser él, si Dios le hubiera guardado la vida!
Ella pregunta y el responde, sin que durante un momento nada guarde relación con lo otro. Durante todo este tiempo, la viejita, que se ha vuelto a un lado, se apoya con un brazo en la pared encalada, apoya en ella su honesta frente, se enjuga las lágrimas con su mantón gris de siempre y disfruta con todo, como viejita útil para todo que es.
—Madre —dice el soldado cuando ya se han calmado—, ante todo perdóneme, pues sé que lo necesito.
¡Perdonarlo! Lo hace de todo corazón y con toda el alma. Siempre lo ha perdonado. Le dice que ha dejado escrito en su testamento, desde hace tantos años, que él es su bienamado hijo George. Nunca jamás ha creído nada malo de él. Aunque hubiera muerto sin este instante de dicha —y ya es una anciana que no puede esperar muchos años de vida—, le hubiera dado su bendición con su último aliento, si tuviera consciencia para ello, por tratarse de su bienamado hijo George.
—Madre, he causado a usted excesivos problemas, y ahora tengo mi recompensa, pero últimamente también he tenido una visión de un cierto objetivo. Cuando me fui de casa no me preocupé demasiado, madre, me temo que no me preocupé mucho, y fui y me alisté a lo loco, haciendo como que nada me preocupaba, a mí no, y que yo no le preocupaba a nadie.
El soldado se ha secado los ojos y se ha guardado el pañuelo, pero existe un contraste extraordinario entre su forma habitual de expresarse y de comportarse y el tono más blando con el que habla ahora, interrumpido de vez en cuando por un sollozo ahogado.
—De manera que escribí una línea a casa, madre, como bien sabe usted, para decir que me había alistado con nombre falso, y me embarqué. Cuando llegué al extranjero pensé que escribiría a casa al cabo de un año, cuando quizá hubiera ascendido, y cuando pasó aquel año, quizá ya no pensaba tanto en escribir. Y así fueron pasando los años, a lo largo de diez años de servicio, hasta que empecé a envejecer y a preguntarme para qué iba a escribir.
—No veo de qué acusarte, hijo mío, pero, ¡sin acusarte de nada, George! ¿Por qué no escribiste una carta a tu amante madre, que también estaba envejeciendo?
Esas palabras casi vuelven a derribar al soldado, pero éste se yergue con un carraspeo fuerte, duro y sonoro.
—Que el Cielo me perdone, madre, pero pensé que de poco le valdría el tener noticias mías. Ahí estaba usted, respetada y estimada. Estaba también mi hermano, que según veía de vez en cuando en los periódicos del Norte que nos llegaban, empezaba a prosperar y a hacerse famoso. Y de la otra parte estaba un dragón de caballería que va-gabundeaba, no se asentaba nunca, que no era un hombre hecho por sí mismo, sino deshecho por sí mismo, que había tirado por la borda todo lo que le había dado su familia al nacer, que había desaprendido todo lo que había aprendido, que no sabía nada que le pudiera valer para nada útil. ¿Por qué iba yo a dar noticias mías? Al cabo de tanto tiempo, ¿de qué valía hacerlo? Para usted, madre, ya había pasado lo peor. Para entonces (porque ya era un hombre) ya sabía yo cómo había llorado por mí, y cuánto me había echado de menos, y que ya se le había pasado el dolor, o había disminuido, y era mejor que mantuviese usted la imagen que tenía de mí.
La anciana sacude pesarosa la cabeza, y tomándole una de sus manazas, se la lleva cariñosa al hombro.
—No, si no digo que fuera así, madre, sino que yo pensaba que era así. Como acabo de decir, ¿de qué iba a valer? Bueno, madre querida, de algo me hubiera valido a mí... y eso era lo malo. Me hubiera buscado usted, hubiera usted tratado de que me licenciara, me hubiera llevado usted a Chesney Wold, nos hubiera usted reunido a mí y a mi hermano y a la familia de mi hermano, hubieran pensado todos ustedes muy preocupados qué era lo mejor que se podía hacer conmigo, y me habrían asentado en plan de paisano respetable, Pero, ¿cómo podía ninguno de ustedes estar seguro de mí, cuando yo no podía estar seguro de mí mismo? ¿Cómo podían ustedes no considerarme como un estorbo y un descrédito para ustedes, salvo que me disciplinara? ¿Cómo podía yo mirar a la cara a los hijos de mi hermano y pretender que era un ejemplo para ellos... yo, el vagabundo que se había escapado de casa y que había causado tanto dolor y tanta pena a mi madre? «No, George», ésas eran las palabras que se me venían a la mente cada vez que pensaba en todo eso: «A lo hecho, pecho». ,
La señora Rouncewell yergue su figura majestuosa y hace un gesto con la cabeza a la viejita, como indicando: «¡Ya se lo había dicho!». La viejita da rienda a sus sentimientos y atestigua su interés en la conversación con un gran golpetazo que asesta al soldado entre los omoplatos, acto que repite después, a intervalos, con una especie de demencia afectuosa, y después de administrar cada una de estas amonestaciones no deja de volverse hacia la pared blanqueada y el mantón gris.
—Así fue como llegué a pensar, madre, que lo mejor que podía hacer era echarle pecho a lo hecho, hasta la muerte. Y ésa es la resolución que habría mantenido (aunque he ido a verla a usted más de una vez en Chesney Wold, cuando usted no pensaba que yo pudiera andar merodeando por allí), de no haber sido por aquí la mujer de mi camarada, que según veo ha sido demasiado lista para mí. Pero se lo agradezco. Se lo agradezco, señora Bagnet, de todo corazón y con todas mis fuerzas.
A lo que la señora Bagnet responde con dos paraguazos.
Y ahora la anciana convence a su hijo George, a su queridísimo hijo recién recuperado, a su orgullo y su alegría, a la luz de su vida, al desenlace feliz de su vida y todos los demás apelativos cariñosos que se le ocurren, que debe regirse conforme a los mejores consejos que se puedan conseguir con dinero e influencia; que en esta grave situación debe actuar según se le aconseje, y que no debe ser voluntarioso, por mucha razón que tenga, sino que debe pensar en la ansiedad y los sufrimientos de su pobre madre hasta salir en libertad, pues de otro modo le destrozará el corazón.
—Madre, no es mucho pedir —dice el soldado, que detiene su verborrea con un beso—; dígame lo que he de hacer y aunque sea tarde para empezar a obedecer, lo haré. Señora Bagnet, estoy seguro de que cuidará usted de mi madre, ¿verdad?
Un paraguazo muy fuerte de la viejita.
—Si se la presenta usted al señor Jarndyce y a la señorita Summerson, verá que éstos opinan lo mismo que ella y que le darán los mejores consejos y toda su ayuda.
—Y, George —dice la anciana—, hay que mandar a buscar a tu hermano a toda prisa. Según me dicen, es un hombre muy sensato y de mucho criterio en el mundo fuera de Chesney Wold, hijo mío, aunque yo no sé mucho de ese mundo, y nos servirá de gran ayuda.
—Madre —responde el soldado—, ¿es demasiado pronto para pedirle un favor?
—Desde luego que no, hijo mío.
—Entonces, concédame usted este gran favor: no deje que se entere mi hermano.
—¿Que no se entere de qué, hijo mío?
—Que no se entere de mí. De hecho, madre, yo no podría soportarlo, no puedo consentirlo. Ha demostrado ser tan diferente de mí, y ha hecho tanto por progresar mientras yo he andado por ahí de soldado, que en mi situación actual no tengo cara suficiente para verlo aquí y sometido a esta acusación. ¿Cómo puede agradar a un hombre como él descubrir tal cosa? Es imposible. No, madre, mantenga mi secreto ante él; hágame un favor mayor de lo que yo merezco y haga que mi secreto se mantenga, ante todo, respecto de mi hermano.
—Pero, ¿no eternamente, querido George?
—Pues, madre, quizá no para siempre (aunque a lo mejor haya de pedirle eso también), pero sí por ahora. Si jamás se entera de que el sinvergüenza de su hermano ha aparecido, desearía —dice el soldado con un gesto muy dubitativo de la cabeza— ser yo quien se lo revelara y regirme, tanto en mis avances como en mis retiradas, por la forma en que parezca tomarlo él.
Como evidentemente tiene una opinión muy firme a este respecto, tan firme que la expresión de la señora Bagnet manifiesta reconocerlo, su madre asiente implícitamente a lo que le pide él. Y él se lo agradece mucho.
—En todo lo demás, madrecita querida, seré todo lo dócil y obediente que desee usted; sólo me mantengo firme en lo que le he dicho. De manera que ahora estoy dispuesto incluso a tratar con abogados. He estado preparando —con una mirada a lo que estaba escribiendo a la mesa— un relato exacto de lo que sé del difunto, y de cómo me vi implicado en este lamentable asunto. Ahí está escrito, bien claro y bien sencillo, como el parte de una unidad; no contiene ni una palabra que no se refiera a hechos concretos. Pretendía leerlo del principio al fin cuando me llamaran para declarar en mi defensa. Espero que todavía se me permita hacerlo, pero ya no tengo una voluntad propia en este caso, y pase lo que pase en un sentido u otro, prometo seguir sin tener voluntad propia.
Como las cosas han llegado a esta situación tan satisfactoria, y como empieza a caer la noche, la señora Bagnet propone que se vayan. La anciana se cuelga una vez tras otra del cuello de su hijo, y una vez tras otra el soldado la aprieta contra su recio pecho.
—¿Dónde va usted a llevar a mi madre, señora Bagnet?
—Voy a la casa que tienen en la ciudad, hijo mío, a la casa de la familia. Tengo algo que hacer allí y he de hacerlo inmediatamente —responde la señora Rouncewell.
—¿Querrá usted encargarse que llegue allí a salvo, en un coche, señora Bagnet? Pero, qué bobada, ya lo sé. ¡Qué preguntas hago!
—Desde luego, ¡qué preguntas! —responde la señora Bagnet a paraguazos.
—Llévesela, vieja amiga, y llévese con usted mi agradecimiento. Muchos besos a Quebec y Malta, todo mi cariño a mi ahijado, un apretón de manos para Lignum, y a usted esto, ¡y ojalá fueran 10.000 libras en monedas de oro, querida amiga! —y con estas palabras el soldado lleva los labios a la frente bronceada de la viejita, y se cierra la puerta de su celda.
Por mucho que insista la buena ama de llaves, la señora Bagnet no quiere seguir en coche hasta su casa. Salta de él animosa al llegar a la puerta de los Dedlock y tras ayudar a la señora Rouncewell a subir las escaleras, la señora Bagnet le da la mano, se va a pie, y poco después llega a la mansión de los Bagnet y se pone a lavar las verduras como si no hubiera pasado nada.
Milady está en el mismo aposento en el que tuvo su última conferencia con el asesinado, y está sentada en el mismo sitio que aquella noche, mirando al mismo sitio en que estuvo él ante la chimenea, mientras la estudiaba tan atentamente, cuando suena una llamada a la puerta. ¿Quién es? La señora Rouncewell. ¿Cómo es que la señora Rouncewell ha venido a la capital de forma tan imprevista?
—Problemas, Milady. Problemas muy graves. Ay, Milady, ¿podría hablar con usted a solas?
¿Qué novedad es ésta que hace temblar así a esta anciana siempre tan calmada? Si es mucho más feliz que Milady, como tantas veces ha pensado Milady, por qué tartamudea así y la mira con una desconfianza tan extraña?
—¿Qué pasa? Siéntese y recupere el aliento.
—Ay, Milady, Milady. He encontrado a mi hijo, al más joven, al que se fue de soldado hace tantos años. Y está en la cárcel.
—¿Por deudas?
—Ay, no; no, Milady. Yo hubiera pagado cualquier deuda, y con mucho gusto.
—Entonces, ¿por qué está en la cárcel?
—Está acusado de asesinato, Milady, y él es tan inocente como... como yo. Acusado del asesinato del señor Tulkinghorn.
¿Qué quiere decir esta mujer con esa mirada y ese gesto de imploración? ¿Por qué se acerca tanto? ¿Qué es esa carta que lleva en la mano?
—¡Lady Dedlock, mi querida señora, mi buena señora, mi amable señora! Tiene usted que tener un corazón para compadecerse de mí, tiene usted que tener un corazón que me perdone. Yo estoy en esta familia desde antes de que naciera usted. Me he consagrado a ella. Pero piense en que a mi hijo se le acusa injustamente.
—Yo no lo acuso.
—No, Milady, no. Pero otros sí, y está en la cárcel y en peligro. ¡Ay, Milady, si puede usted decir una sola palabra para ayudar a liberarlo, dígala!
¿De qué ilusión puede tratarse? ¿De qué facultades supone que está dotada esta persona a la que se dirige para desviar esa sospecha injusta, si es que es injusta? Los bellos ojos de Milady la contemplan asombrados, casi asustados.
—Milady, llegué anoche de Chesney Wold para ver con mis ojos de anciana a mi hijo, y los pasos en el Paseo del Fantasma eran tan constantes y tan solemnes que jamás he oído nada parecido en todos estos años. Noche tras noche, al caer la oscuridad, el ruido ha recorrido sus aposentos, pero lo peor de todo fue anoche. Y al caer la noche de ayer, Milady, recibí esta carta.
—¿Qué carta?
—¡Chist, chist! —el ama de llaves mira en su derredor y responde con un susurro asustado—: Milady, no le he dicho una palabra a nadie. No me creo lo que dice. Sé que no puede ser verdad, estoy segura y convencida de que no puede ser verdad. Pero mi hijo está en peligro, y tiene usted que apiadarse de mí en su corazón. Si sabe usted algo que no sepan los demás, si tiene usted alguna sospecha, si tiene usted alguna clave del género que sea, y algún motivo para guardársela, ¡ay, Milady, piense en mí y supere ese motivo, y haga que se sepa! Eso es lo más que considero posible. Ya sé que no es usted una señora de corazón duro, pero usted siempre hace lo preciso sin necesidad de ninguna ayuda, y usted no da confianzas a sus amigos, y todos los que la admiran a usted (o sea, todo el mundo) por lo guapa y lo elegante que es, saben que es usted una persona muy distante, que no es posible acercarse a usted. Milady, es posible que tenga usted motivos de orgullo o de cólera para desdeñar cualquier expresión de algo que usted sabe; en tal caso, ¡ay, le ruego que piense usted en una sirviente fiel que se ha pasado toda la vida con la familia, y apiádese, y ayúdeme a liberar a mi hijo! —Y la anciana ama de llaves ruega con una sencillez totalmente auténtica—. ¡Milady, mi buena señora, yo ocupo un lugar tan humilde, y usted un lugar tan elevado y remoto, que quizá considere usted que mis sentimientos por mi hijo no valen nada, pero para mí valen tanto que he venido aquí osando rogarle e implorarle que no nos desprecie, si es que puede usted hacernos favor o justicia en estos momentos terribles!
Lady Dedlock la hace levantarse sin decir una palabra, hasta que toma la carta de su mano.
—¿He de leer esto?
—Cuando me vaya yo, Milady, se lo ruego, y recordar entonces qué es lo que considero yo lo máximo posible.
—No sé qué puedo hacer yo. No recuerdo haberme reservado nada que pueda afectar a su hijo. Yo nunca lo he acusado.
—Milady, quizá se apiade tanto más de él, acusado en falso, cuando haya usted leído la carta.
La anciana ama de llaves se marcha, dejándola con la carta en la mano. La verdad es que no es una mujer dura por naturaleza, y hubo tiempos en los que la visión de la venerable figura que le ha hecho sus súplicas con tal ansiedad podría haberla movido a una gran compasión. Pero lleva tanto tiempo acostumbrada a reprimir sus emociones y a distanciarse de la realidad, tanto tiempo educándose, para sus propios fines, en esa escuela destructora que encierra los sentimientos naturales del corazón, como si fueran moscas atrapadas en ámbar, y que difunde una capa uniforme y monótona sobre lo que es bueno y lo que es malo, los sentimientos y la falta de sentimientos, lo que es sensato y lo que es insensato, que ha reprimido hasta ahora mismo incluso su capacidad de sorpresa.
Abre la carta. En el papel está escrito con letras de imprenta un relato del descubrimiento del cadáver tal como yacía boca abajo, con un disparo en el corazón, y debajo está escrito su propio nombre, al que se ha añadido la palabra. «Asesina».
Se le cae de la mano. No sabe cuánto tiempo llevará caído en el suelo, pero ahí sigue cuando llega un criado a anunciarle al joven llamado Guppy. Probablemente haya tenido que repetirle las palabras varias veces, pues aún le resuenan en los oídos antes de que llegue a comprenderlas.
—¡Que pase!
Y pasa. Ella tiene en la mano la carta que ha levantado del suelo y trata de componer sus ideas. A ojos del señor Guppy es la misma Lady Dedlock, que tiene la misma actitud estudiada, orgullosa, fría.
—Es posible que Milady no esté dispuesta en un principio a excusar la visita de alguien que nunca ha gozado de la bienvenida de Milady, de lo cual uno no se queja, pues está obligado a confesar que nunca ha habido ningún motivo aparente a primera vista para que la gozara; pero espero que cuando mencione mis motivos a Milady no le parezcan mal. —dice el señor Guppy.
—Hágalo.
—Gracias, Milady. Debo primero explicar a Milady —el señor Guppy se ha sentado al borde de una silla y pone el sombrero sobre la alfombra que hay a sus pies que la señorita Summerson, cuya imagen como mencioné hace un tiempo a Milady, estuvo grabada en mi corazón durante un período de mi vida hasta que la borraron circunstancias ajenas a mi voluntad, me comunicó, después de la última vez en que tuve el honor de ver a Milady, que deseaba especialmente que yo no hiciera en ningún momento nada que tuviera que ver con ella. Y como los deseos de la señorita Summerson son ley para mí (salvo en relación con circunstancias ajenas a mi voluntad), en consecuencia no esperaba tener nunca el honor de volver a ver a Milady.
Y, sin embargo, ahí está, le recuerda desmayadamente Lady Dedlock.
—Y, sin embargo, aquí estoy —reconoce el señor Guppy—. Y mi objeto es comunicar a Milady, bajo el sello de la confidencialidad, por qué estoy aquí.
Imposible decírselo demasiado pronto o demasiado brevemente, le comunica ella.
—Ni puedo yo —responde el señor Guppy, que se siente ofendido— insistir demasiado ante Milady en que observe muy en particular que si vengo aquí no es por ningún asunto personal mío. No tengo intereses propios al venir aquí. Si no fuera por mi promesa a la señorita Summerson y porque la considero sagrada... De hecho no hubiera vuelto a traspasar estas puertas, de las que hubiera preferido mantenerme alejado.
El señor Guppy considera que éste es un buen momento para alisarse el pelo con ambas manos.
—Milady recordará cuando se lo mencione, que la última vez que estuve aquí me tropecé con una persona muy eminente en nuestra profesión y cuya pérdida todos deploramos. Esa persona se dedicó desde aquel momento a perjudicarme de un modo que yo calificaría de muy astuto, e hizo que en todo momento y en toda circunstancia me resultara dificilísimo estar seguro de que no había hecho algo en contra de los deseos de la señorita Summerson. No es bueno elogiarse uno mismo, pero puedo decir de mí mismo que tampoco yo soy mal hombre de negocios.
Lady Dedlock lo contempla con un gesto de interrogación grave. El señor Guppy aparta inmediatamente la vista de la de ella y mira a cualquier parte que no sean esos ojos.
—De hecho, me ha resultado tan difícil —continúa— tener una idea de lo que estaba tramando esa persona junto con otras que hasta la pérdida que todos deploramos, me sentía a punto del K.O. (expresión que, como Su Señoría se mueve en círculos más elevados que los míos, debe comprender que equivale a fuera de combate). También Small (nombre por el que me refiero a otra persona, a un amigo mío que Milady no conoce) se puso tan reservado y tan doble que a veces me costaba trabajo no echarle las manos al cuello. Sin embargo, gracias al ejercicio de mi humilde capacidad y con la ayuda de un amigo mutuo llamado señor Tony Weevle (que tiene gustos muy aristocráticos y que siempre cuelga en su habitación el retrato de Milady), he percibido ya motivos de aprensión que son por lo que vengo a poner en guardia a Milady. Primero, ¿me permite Milady preguntarle si ha tenido algún visitante extraño esta mañana? No me refiero a visitantes del gran mundo, sino, por ejemplo, a visitantes como la antigua criada de la señorita Barbary o a una persona incapacitada de sus miembros inferiores a quien tienen que llevar en brazos para subir las escaleras, como un muñeco.
—¡No!
—Entonces, aseguro a Milady que esos visitantes han venido aquí y han sido recibidos aquí. Porque los he visto a la puerta y he esperado en la esquina de la plaza hasta que salieron, y después me he dado una vuelta de media hora para no tropezarme con ellos.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo, o qué tiene que ver usted? No le comprendo. ¿A qué se refiere?
—Milady, he venido a ponerla en guardia. Quizá no sea necesario. Muy bien. Entonces me habré limitado a hacerlo todo por cumplir mi promesa a la señorita Summerson. Sospecho mucho (por lo que ha dejado traslucir Small y por lo que le hemos sacado) que las cartas que iba yo a traer a Milady no quedaron destruidas cuando lo supuse yo. Que si había algo que descubrir, ya está descubierto. Que los visitantes a los que he aludido han estado aquí esta mañana para sacar dinero con eso. Y que el dinero lo han sacado o lo van a sacar.
El señor Guppy recoge el sombrero y se levanta.
—Milady sabrá si tiene sentido lo que le digo o si no lo tiene. Lo tenga o no lo tenga, he actuado conforme a los deseos de la señorita Summerson en cuanto a dejar las cosas en paz y deshacer lo que había empezado yo a hacer, en la medida de lo posible, y a mí me basta con eso. Si me he tomado demasiadas libertades al alertar a Milady cuando no era necesario, espero que trate usted de perdonar mi osadía y yo trataré de superar su desaprobación. Con éstas me despido de Milady y le aseguro que no hay peligro de que jamás vuelva aquí a verla.
Ella apenas si reconoce esas palabras de despedida con una mirada, pero unos momentos después llama a la campanilla.
—¿Dónde está Sir Leicester?
Mercurio le comunica que en estos momentos está encerrado en la biblioteca, y a solas.
—¿Ha tenido visitantes Sir Leicester esta mañana?
Varios, por motivos de negocios. Mercurio procede a describirlos, y repite lo que ya le ha adelantado el señor Guppy. Basta; puede irse.
¡Ya! Todo se ha derrumbado. Su nombre corre por todas esas bocas, su marido conoce sus culpas, su vergüenza será pública (quizá lo sea ya mientras ella lo piensa), y además del desastre previsto por ella desde hace tanto tiempo, está denunciada por un acusador invisible como asesina de su enemigo.
Era su enemigo, y ella le ha deseado la muerte muchas, muchísimas veces. Sigue siendo su enemigo incluso en la tumba. Este terrible acusación cae sobre ella como un nuevo tormento que le inflige su mano sin vida. Y cuando recuerda cómo llegó ella en secreto a su puerta aquella noche, y cómo es posible que se interprete el que haya despedido a su doncella favorita, muy poco antes, meramente para que no la pudiera observar, se pone a temblar como si ya tuviera al cuello las manos del verdugo.
Se ha tirado al suelo y yace con el pelo desordenado en torno a la cabeza, con la cara hundida en los cojines del sofá. Se levanta, anda de un lado para otro, vuelve a dejarse caer, tiembla y gime. El horror que experimenta es inexpresable. Si realmente fuera la asesina, no podría ser más intenso en estos momentos.
Pues, al igual que la perspectiva del asesinato, antes de que éste se cometiera, por sutiles que hubieran sido las precauciones para cometerlo, se habría visto negada por una ampliación gigantesca de la figura odiada, que no le permitiría ver las consecuencias después; y al igual que esas consecuencias le habrían llovido encima como un diluvio de dimensiones inconcebibles, en el momento del entierro de la figura, como ocurre siempre que se comete un asesinato, igual ve ahora que cuando él la vigilaba y ella pensaba: «¡Ojalá cayera un golpe mortal sobre este viejo y lo quitara de mi camino!», no hacía sino desear que todo lo que él tenía contra ella se lo llevara el viento y cayera hecho pedazos en muchos sitios distintos. Lo mismo ocurre con el alivio culpable que experimentó ante la muerte de él. ¿Qué fue su muerte, sino la eliminación de la piedra clave de un arco sombrío? ¡Y ahora el arco empieza a caerse en mil fragmentos, cada uno de los cuales la aplasta y la lacera!
Así una impresión terrible se le va imponiendo, la va invadiendo, y es la de que contra este perseguidor, vivo o muerto (obstinado e imperturbable ante ella con su figura que tan bien recuerda, y no menos obstinado e imperturbable en su ataúd), no existe más escapatoria que la muerte. Si la persiguen, huye. La combinación de su vergüenza, su temor, su remordimiento y su horror la abruma totalmente, e incluso la fuerza de su confianza en sí misma se ve trastocada y aventada, como una hoja ante un fuerte viento. Dirige apresuradamente unas líneas a su marido, las cierra y las deja encima de la mesa:
Si se me busca o se me acusa por este asesinato, cree que soy totalmente inocente. No creas ninguna otra cosa buena de mí, pues no soy inocente de ninguna otra cosa que te hayan contado o te vayan a contar en contra mía. Él me preparó aquella noche fatal para la revelación que iba a hacerte. Cuando se marchó, fui, so pretexto de darme un paseo, al jardín donde suelo hacerlo, pero en realidad se trataba de seguirlo a él y hacerle una última petición de que no prolongase más la horrible angustia a la que me había sometido, no sabes durante cuánto tiempo, sino que tuviera la compasión de asestar el golpe a la mañana siguiente.
Encontré su casa sumida en la oscuridad y el silencio. Llamé dos veces a su puerta, pero no obtuve respuesta y volví a casa.
Ya no tengo casa. No te voy a abrumar más. Ojalá puedas, en tu justo resentimiento, olvidar a esta mujer indigna en la que has desperdiciado un cariño generosísimo, y que al evitarte sólo experimenta una vergüenza más profunda que la que le hace huir de sí misma, y que te escribe este último adiós.
Se pone a toda prisa un velo y un vestido, abandona todas sus joyas y su dinero, escucha, baja las escaleras en un momento en que vestíbulo está vacío, abre y cierra la enorme puerta y se pierde en medio del viento frío y cortante.
CAPITULO 56
La persecución
Impasible, como corresponde a su alta condición, la casa Dedlock de la capital contempla a las demás casas de la calle grandiosamente lúgubre y no da ninguna muestra externa de que en ella pase nada malo. Resuenan los carruajes, llaman a sus puertas, el mundo intercambia visitas; antiguas bellezas con gargantas como esqueletos y mejillas sonrosadas que tienen un brillo fantasmal cuando se las ve a la luz del día, cuando de hecho esos fascinantes seres parecen la Muerte y la Dama fundidas en una sola figura, deslumbran los ojos de los hombres. De las cuadras frígidas salen ágiles carruajes que se balancean, guiados por cocheros paticortos tocados de pelucas cerúleas, hundidos en sus mantas mullidas, y detrás van montados Mercurios hermosísimos, con sus bastones de ceremonia y sus bicornios ladeados, un espectáculo digno de los propios ángeles.
La casa Dedlock de la capital no cambia externamente, y pasan horas antes de que su calma impenetrable se vea perturbada internamente. Pero como la bella Volumnia está sometida a la frecuente enfermedad del aburrimiento, y ve que esa enfermedad la ataca con una cierta virulencia, se aventura por fin hasta la biblioteca en busca de un cambio de aires. Cuando sus blandas llamadas a la puerta no obtienen respuesta, la abre y mira adentro; al ver que no hay nadie, toma posesión del lugar.
La animada Dedlock tiene fama, en la Ciudad de la Antigüedad , Bath, ahora invadida por las hierbas, de estar estimulada por una curiosidad permanente que la lleva a pasearse en todos los momentos oportunos e inoportunos con una lente dorada en el ojo, mirando objetos de todos los tipos. Evidentemente, aprovecha esta oportunidad de fisgar en las cartas y los documentos de su pariente, como un pájaro; da un picotazo a un documento y mira de lado a otro, y salta de mesa en mesa, con la lente puesta en el ojo y con gestos inquisitivos e inquietos. Durante estas investigaciones, tropieza con algo, y al girar la lente en esa dirección, ve a su pariente tendido en el suelo, como un árbol caído.
El gritito favorito de Volumnia adquiere un tono considerable de realidad ante tamaña sorpresa, y la casa se pone rápidamente en movimiento. Las escaleras se llenan de criados que corren, suenan violentos campanillazos, se envía a buscar a varios médicos, y se busca a Lady Dedlock por todas partes, pero no se la encuentra. Nadie la ha visto ni oído desde la última vez que tocó la campanilla. Se descubre en una mesa su carta a Sir Leicester, pero todavía no se sabe si éste ha recibido otra misiva de otro mundo, que haya de responder en persona, y todas las lenguas vivas y las muertas dan igual en el estado en que se halla.
Lo ponen en su lecho y lo frotan, le dan masajes y lo abanican, y le ponen hielo en la cabeza, e intentan todos los medios de reanimarlo. En todo caso, el día ha ido cayendo, y en su habitación es de noche antes de que se aquiete su respirar estertoroso o sus ojos muestren alguna conciencia de la vela encendida que le pasan de vez en cuando por delante. Pero cuando comienza este cambio, continúa, y al cabo de un rato asiente con la cabeza, o mueve los ojos, o incluso la mano, en señal de que oye y entiende.
Cuando cayó esta mañana era un caballero apuesto y majestuoso, algo enfermizo, pero de buena presencia y con la cara tersa. Ahora yace en su lecho convertido en un anciano de mejillas hundidas, en una sombra decrépita de sí mismo. Tenía una voz rica y melodiosa, y llevaba tanto tiempo convencido del peso y la importancia para la humanidad de cada palabra que decía, que sus palabras habían llegado verdaderamente a sonar como si contuvieran algo. Pero ahora no puede más que susurrar, y sus susurros suenan como lo que son: una jerga confusa.
Su ama de llaves favorita y leal está a su lado. Es lo primero que advierte, y es evidente que le agrada. Tras tratar en vano de hacerse comprender verbalmente, hace señas para que le den un lápiz. Es tan inexpresivo que al principio no lo entienden; es su anciana ama de llaves quien comprende lo que desea y le trae una pizarra.
Tras un momento de pausa, garabatea lentamente en ella, con una letra que ya no es la suya: «¿Chesney Wold?». No, le dice ella. Están en Londres. Esta mañana se ha puesto enfermo en la biblioteca. Ella se alegra mucho de haber venido por casualidad a Londres, pues así puede cuidar de él.
—No es una enfermedad muy grave, Sir Leicester. Mañana estará mucho mejor. Sir Leicester. Es lo que dicen todos estos señores —le dice la anciana, cuyo hermoso rostro está bañado en lágrimas.
Tras contemplar toda la habitación, y mirar en especial en torno a la cama, donde están los médicos, escribe: «Milady».
—Milady ha salido, Sir Leicester, antes de que se pusiera usted enfermo, y todavía no sabe que está malo. Vuelve a señalar lo escrito con gran agitación. Todos intentan tranquilizarlo, pero él sigue señalando y está cada vez más agitado. Cuando se miran los unos a los otros sin saber qué decir, vuelve a tomar la pizarra y escribe: «Milady, por Dios, ¿dónde?», y exhala un gemido implorante.
Se considera que lo mejor es que su vieja ama de llaves le dé la carta de Lady Dedlock, cuyo contenido nadie conoce ni puede suponer. Ella se la abre y se la da para que la lea. Tras leerla dos veces con grandes esfuerzos, la pone boca abajo para que nadie la vea y yace gimiendo. Tiene una especie de recaída o desmayo, y pasa una hora antes de que vuelva a abrir los ojos y se apoye en el brazo de su anciana sirvienta, tan fiel y leal. Los médicos saben que con quien mejor está es con ella, y cuando no se ocupan activamente de él, se hacen a un lado.
Vuelve a pedir la pizarra, pero no recuerda la palabra que quiere escribir. Es lamentable ver su ansiedad, su preocupación y su aflicción al verse en este estado. Parece que va a volverse loco por la necesidad que siente de apresurarse y la incapacidad en que se halla de expresar lo que se esfuerza por expresar qué hacer o a quién buscar. Ha escrito la letra B y se ha detenido ahí. De golpe, cuando más sufre, pone delante de esa letra la abreviatura «Sr.». La anciana sugiere Bucket. ¡Gracias a Dios! Eso era lo que quería decir él.
Se averigua que el señor Bucket está abajo, como habían convenido. ¿Hay que hacerle subir?
Imposible no comprender el ardiente deseo que siente Sir Leicester de verlo, o el que expresa de que se vaya de su dormitorio todo el mundo, salvo el ama de llaves. Se cumplen sus deseos rápidamente y aparece el señor Bucket. Parece que de todos los hombres de la Tierra, Sir Leicester ha descendido de su alta condición para confiar y depositar todas sus esperanzas únicamente en éste.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, lamento ver a usted en este estado. Espero que se recupere. Estoy seguro de que sí, debido al prestigio de la familia.
Sir Leicester pone en sus manos la carta de ella y le mira atento a la cara mientras le lee. Cuando el señor Bucket va leyendo aparece en su mirada un gesto nuevo de comprensión; con un movimiento del índice, mientras sigue leyendo, dice:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, lo comprendo. Sir Leicester escribe en la pizarra: «Pleno perdón. Encuentre...», y el señor Bucket le para la mano:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, la encontraré. Pero mi búsqueda debe empezar inmediatamente. No hay que perder ni un minuto.
Con la velocidad del pensamiento sigue la mirada de Sir Leicester Dedlock a una cajita que hay en la mesa.
—¿Traerla aquí, Sir Leicester Dedlock? Desde luego. ¿Abrirla con una de estas llaves? Desde luego. ¿La más pequeña? Pues claro. ¿Sacar los billetes? Inmediatamente. ¿Contarlos? En seguida. Veinte y treinta hacen cincuenta, y veinte setenta y cincuenta, ciento veinte, y cuarenta, ciento sesenta. ¿Llevármelo para los gastos? Seguro, y naturalmente le rendiré cuentas. ¿Qué no escatime en los gastos? No se preocupe.
La velocidad y la exactitud con que el señor Bucket lo interpreta todo es casi milagrosa. La señora Rouncewell, que sostiene la lámpara, se marea ante la celeridad de su mirada y sus manos cuando él se pone en pie, listo para el viaje.
—Usted, señora, es la madre de George, o así creo, ¿no? —dice el señor Bucket en un aparte, cuando ya se ha puesto el sombrero y se está abotonando el sobretodo.
—Sí, señor, soy su pobre madre.
—Eso me parecía, por lo que me acaba de decir hace un momento. Bueno, pues voy a decirle una cosa. No tiene usted que preocuparse más. Su hijo está perfectamente. No se ponga a llorar, porque lo que tiene usted que hacer es cuidar de Sir Leicester Dedlock, Baronet, y eso no lo va a hacer usted si se pone a llorar. En cuanto a su hijo, le digo que está perfectamente y que le envía todo su cariño y espera que usted también esté bien. Ha salido en libertad, eso es lo que le pasa, y no pesan sobre él más acusaciones que puedan pesar sobre usted, y sobre usted no pesa ninguna, le apuesto una libra. Puede usted fiarse de mí, porque fui yo quien detuvo a su hijo. Y en aquella ocasión se comportó como un hombre, y es un hombre excelente, y usted es una señora excelente, y los dos juntos, madre e hijo, son tan excelentes que podrían exhibirse en un museo de cera. Sir Leicester Dedlock, Baronet, voy a hacer lo que usted me ha confiado. No se tema que vaya a apartarme de mi camino, a derecha ni a izquierda, ni que vaya a dormir, ni a lavarme ni a afeitarme hasta encontrar lo que busco. ¿Qué diga que por su parte todo está arreglado y perdonado? Sir Leicester Dedlock, Baronet, eso es lo que haré. Que se mejore usted y que se arreglen estos problemas de la familia, como ha ocurrido, ¡Dios mío!, con tantos otros problemas de familia y cómo seguirá ocurriendo hasta el final de los tiempos.
Con esta perorata el señor Bucket, bien abotonado, se marcha silenciosamente, mirando al frente, como si ya estuviera penetrando en la noche, en busca de la fugitiva.
Lo primero que hace es ir a los aposentos de Lady Dedlock y mirar por todas partes en busca de algún mínimo indicio que le sirva de algo. Los aposentos están ya sumidos en la oscuridad, y el ver al señor Bucket con una vela en la mano y tomando un inventario mental de múltiples objetos delicados que tanto contrastan con él sería todo un espectáculo, espectáculo que no ve nadie, pues se toma el cuidado de cerrar la puerta con llave.
—Hermoso boudoir éste —dice el señor Bucket, que se considera ya versado en el francés tras lo ocurrido esta mañana—. Debe de haber costado una pila de dinero. Curioso que se haya dejado todo esto, ¡debe de haber estado bien apurada!
Al abrir y cerrar cajones y mirar en cajas y estuches de joyas se ve reflejado en varios espejos y reflexiona al respecto:
—Casi se diría que estoy entrando en los círculos del gran mundo—y que me presento como miembro de Almack's —dice el señor Bucket—. Estoy empezando a pensar que soy uno de esos señoritos de los regimientos de la Guardia, y yo sin saberlo.
Sigue mirando por todas partes y abre un estuchito muy bonito que hay en un cajón interior. Cuando con la manaza da la vuelta a unos guantes que hay dentro del cajoncito, casi etéreos, tan ligeros y suaves son, se encuentra con un pañuelo blanco.
—¡Ejem! Vamos a ver —dice el señor Bucket, que deja la luz en el suelo—¿Por qué te han apartado a ti? ¿Por qué estás tú ahí? ¿Eres propiedad de Milady o de otra persona? ¿Vamos a suponer que tengas algún tipo de etiqueta?
Y mientras habla la encuentra: «Esther Summerson».
—¡Vaya! —exclama el señor Bucket, que hace una pausa y se lleva el índice a la oreja—. ¡Vamos, te vas a venir conmigo!
Termina sus observaciones con tanto silencio y cuidado como las empezó, deja todo exactamente igual que lo encontró, se marcha al cabo de cinco minutos en total, y sale a la calle. Con una mirada hacia arriba, hacia los aposentos débilmente iluminados de Sir Leicester Dedlock, se pone en marcha, a toda velocidad, hacia la parada de coches más próxima, escoge el caballo que más le gusta y ordena que lo lleven a la Galería de Tiro. El señor Bucket no se considera un juez científico de los caballos, pero apuesta algo en las carreras más importantes, y en general resume sus conocimientos al respecto diciendo que cuando ve un caballo que sabe correr, lo reconoce inmediatamente.
En este caso no se ha equivocado. Trota sobre los adoquines a una velocidad peligrosa, pero al mismo tiempo hace que su vista atenta se pose en todos los seres furtivos a los que adelanta en las calles de la medianoche, e incluso en las luces de las ventanas altas, donde la gente se está acostando, y en todas las esquinas que pasa volando, así como en el cielo cargado y en la tierra en la que hay una leve capa de nieve, pues es posible que aparezca algo que le pueda servir de ayuda, y sigue hacia su destino a tal velocidad que cuando se detiene, el caballo casi lo envuelve en una nube de vapor.
—Quítele los arreos un momento para que descanse; vuelvo en seguida.
Sube corriendo por la larga entrada de maderas y ve al soldado que está fumando su pipa.
—He creído que era mi deber, George, después de todo lo que has soportado, amigo mío. No puedo decirte una palabra más. ¡Palabra de honor! Y todo es por salvar a una mujer. La señorita Summerson, la que estaba aquí cuando murió Gridley..., así se llama, estoy seguro, ¡bien!, ¿dónde vive?
El soldado acaba de llegar de allí y le da la dirección, cerca de Oxford Street.
—No te arrepentirás, George. ¡Buenas noches!
Vuelve a marcharse, con la impresión de haber visto a Phil, que lo contemplaba boquiabierto, junto a la chimenea apagada; se vuelve a marchar galopando y envuelto en una nube de vapor.
El señor Jarndyce, que es la única persona despierta de la casa, está en bata y a punto de irse a la cama; deja de leer su libro al escuchar las llamadas insistentes de la campanilla, y va a la puerta.
—No se alarme, caballero —y en un solo momento el visitante, que sigue en el vestíbulo, le hace sus confidencias, cierra la puerta y se queda con la mano en el picaporte—. Ya he tenido el honor de ver a usted antes. Inspector Bucket. Mire este pañuelo, caballero, es de la señorita Esther Summerson. Lo he encontrado yo mismo escondido en un cajón de Lady Dedlock, hace un cuarto de hora. No hay un momento que perder. Cuestión de vida o muerte. ¿Conoce usted a Lady Dedlock?
—Sí.
—Hoy se ha producido un descubrimiento. Han salido a la luz cuestiones de familia. Sir Leicester Dedlock, Baronet, ha tenido un ataque (apoplejía o parálisis) y no se lograba hacer que reviviera, y se ha perdido un tiempo precioso. Lady Dedlock ha desaparecido esta tarde y ha dejado una carta para él que no tiene buen aspecto. Échele un vistazo. ¡Tenga!
El señor Jarndyce la lee, y después le pregunta qué opina él.
—No lo sé. Parece un caso de suicidio. Sea lo que sea, a cada minuto que pasa, mayor es el peligro de que se trate de eso. Yo daría cien libras por hora con tal de haberme adelantado a este momento. Veamos, señor Jarndyce: estoy empleado por Sir Leicester Dedlock, Baronet, para seguirla y encontrarla..., para salvarla y hacer que acepte su perdón. Tengo dinero y plenos poderes, pero necesito a la señorita Summerson.
El señor Jarndyce, con voz turbada, repite:
—¿La señorita Summerson?
—Vamos, señor Jarndyce —dice el señor Bucket, que ha estado contemplando su rostro con la mayor atención desde que llegó—, hablo a usted como caballero de corazón humanitario, y en circunstancias tan apremiantes que no suelen presentarse a menudo. Si jamás ha sido precioso el tiempo, lo es ahora, y si jamás ha habido una ocasión en la que no podría usted perdonarse jamás el perderlo, es ésta. Ya se han perdido de ocho a diez horas, que valen, como le digo, más de cien libras cada una, desde que desapareció Lady Dedlock. Se me ha encargado que la encuentre. Yo soy el Inspector Bucket. Además de todas las demás cosas que la agobian, ahora cree que recae sobre ella una sospecha de asesinato. Si la sigo solo, como ella ignora lo que me ha comunicado Sir Leicester Dedlock, Baronet, es posible que caiga en la desesperación. Pero si la sigo acompañado por una cierta señorita, que responde a la descripción de una señorita a la que ella tiene mucho cariño (no hago preguntas ni digo más que eso), creerá que mis intenciones son amistosas. Permítame alcanzarla y estar en condiciones de presentarle a esa señorita, y la salvaré y la convenceré, si es que sigue viva. Si llego yo solo ante ella, lo cual será difícil, haré todo lo que pueda, pero no sé cuánto será lo que pueda hacer. El tiempo vuela; es casi la una de la mañana. Cuando dé la una será una hora más que ha pasado, y ahora ya vale mil libras, en lugar de ciento.
Todo ello es cierto, y no cabe negar la urgencia del caso. El señor Jarndyce le ruega que se quede donde está mientras él habla con la señorita Summerson. El señor Bucket dice que sí, pero conforme a sus principios generales no lo hace, sino que sigue al señor Jarndyce por las escaleras, sin perder de vista a su hombre. De manera que se queda escondido en la sombra de la escalera mientras ellos hablan. Al cabo de muy poco rato baja el señor Jarndyce a decirle que la señorita Summerson se reunirá con él inmediatamente, y se coloca bajo su protección, para acompañarlo a donde él le diga. El señor Bucket, satisfecho, expresa su mayor aprobación y espera a que venga ella a la puerta.
Después erige una gran torre mentalmente y otea en todas direcciones. Percibe muchas figuras solitarias que se arrastran por las calles, muchas figuras solitarias en los páramos y en los caminos y apostadas bajo montones de paja. Pero entre ellas no se halla la figura que busca él. Percibe a otros solitarios bajo los puentes y en lugares sombríos al nivel de los ríos, y un objeto muy oscuro e informe que baja con la corriente, más solitario que ningún otro, que es el que más atrae su atención.
¿Dónde está? Viva o muerta, ¿dónde está? Si pudiera; mientras dobla el pañuelo y se lo guarda cuidadosamente, llegar con un poder mágico al lugar donde lo encontró ella, y al paisaje nocturno cerca de la casita donde estaba tapando el cuerpecillo del niño muerto, ¿la vería allí? En el páramo, donde los hornos de los ladrillos arden con una llama de color azul pálido, donde los techos de bálago de las pobres chozas en las que se hacen los ladrillos se mueven agitados por el viento, donde la arcilla y el agua están heladas y la noria de la que tira en redondo durante todo el día el famélico caballo ciego parece un instrumento de tortura para seres humanos, atravesando este lugar abandonado y estéril hay una figura solitaria, sin nadie en todo el triste mundo, azotada por la nieve y arrastrada por el viento, y condenada, según parece, a carecer de toda compañía humana. Y es la figura de una mujer, pero va miserablemente vestida, y jamás han salido ropas tan pobres por el vestíbulo y la gran puerta de la mansión de los Dedlock.
CAPITULO 57
La narración de Esther
Me había acostado, y ya estaba dormida, cuando llamó a la puerta mi Tutor y me pidió que me levantara inmediatamente. Cuando fui corriendo a hablar con él para enterarme de lo que pasaba, me dijo, tras unas palabras de preparación, que se había producido un descubrimiento en casa de Sir Leicester Dedlock. Que mi madre había huido, que ahora estaba a nuestra puerta una persona facultada para comunicarle a ella las más cabales garantías de protección afectuosa y de perdón, si es que podía encontrarla, y que quería que lo acompañara, con la esperanza de que mis imploraciones la convencieran en caso de que no lo lograsen las suyas. Algo así fue lo que percibí en general, pero me encontré sumida en tal confusión de alarma, prisas y apuros, que, pese a todo lo que hice para dominar mi agitación, no tuve la sensación de recuperar del todo la razón hasta varias horas después.
Pero me vestí y me abrigué rápidamente sin despertar a Charley ni a nadie, y bajé a ver al señor Bucket, que era la persona a la que se le había confiado el secreto. Al llevarme a verlo, mi Tutor me lo explicó, así como por qué se le había ocurrido venir en busca mía. El señor Bucket me leyó en voz baja, a la luz de la vela que llevaba mi Tutor, una carta que había dejado mi madre en su mesa, y creo que no habían pasado ni diez minutos desde que se me despertó cuando me hallaba sentada a su lado y rodando a toda velocidad por las calles.
Tenía modales muy cortantes, pero al mismo tiempo se mostró muy considerado al explicarme que quizá fuera mucho lo que dependiera de que yo pudiera responder, sin confusión alguna, a algunas preguntas que deseaba hacerme. Se trataba, ante todo, de saber si yo había hablado mucho con mi madre (a la cual no mencionaba nunca más que como Lady Dedlock), cuándo y dónde había hablado con ella la última vez y cómo era que ella estaba en posesión de un pañuelo mío. Cuando le respondí a todos esos puntos, me pidió que considerase en particular, con todo el tiempo que me hiciera falta para pensármelo, si que yo supiera había alguien, fuera donde fuese, en quien ella tuviera probabilidades de confiarse, en circunstancias de gran necesidad. A mí no se me ocurrió nadie más que mi Tutor. Pero al final acabé por mencionar al señor Boythorn. Se me ocurrió por la manera caballerosa en que había mencionado el nombre de mi madre y por lo que había mencionado mi Tutor de que había estado prometido con su hermana, así como por su relación inconsciente con la triste historia de ella.
Mi compañero había detenido al cochero mientras sosteníamos esta conversación, con objeto de que nos pudiéramos oír mejor el uno al otro. Después le dijo que continuara, y a mí, tras consultarse a sí mismo durante unos instantes, que ya había decidido lo que había de hacer. Estaba perfectamente dispuesto a contarme su plan, pero yo no me sentía lo bastante lúcida para comprenderlo.
No nos habíamos alejado mucho de nuestra casa cuando nos detuvimos en una calle lateral, junto a un sitio que parecía ser un edificio público y que tenía una luz de gas. El señor Bucket me hizo entrar y sentar en una butaca junto a un fuego muy vivo. Ya era más de la una, según vi en un reloj que había junto a la pared. Había dos agentes de policía, que con sus impecables uniformes no tenían el aspecto de llevar toda la noche en vela, escribiendo en silencio ante un pupitre, y todo el lugar parecía muy tranquilo, salvo que de abajo llegaban ruidos de golpes y de voces, a los que nadie hacía caso.
Salió un tercer hombre de uniforme, al que llamó el señor Bucket y le susurró unas instrucciones, y después los otros dos se consultaron, mientras uno de ellos escribía lo que le dictaba en voz baja el señor Bucket. Se estaban ocupando de hacer una descripción de mi madre, porque cuando terminó, el señor Bucket me la trajo y me la leyó en susurros. Desde luego, era muy exacta.
El segundo agente, que la había escuchado con gran atención, pasó después a copiarla y llamó a otro hombre de uniforme (había varios en una sala al lado), que la tomó y se marchó con ella. Todo ello se hizo a gran velocidad y sin perder un momento, aunque nadie parecía apresurarse. En cuanto se llevaron el papel a la calle, los dos agentes vol-vieron a su anterior trabajo de escribir en silencio, muy limpia y cuidadosamente. El señor Bucket vino, pensativo, y se calentó los pies ante la chimenea, primero el uno y luego el otro.
—¿Va usted bien abrigada, señorita Summerson? —me preguntó, mirándome a la cara—. Es una noche muy desapacible para que salga una señorita como usted.
Le dije que el tiempo no me importaba, y que iba bien abrigada.
—Es posible que tardemos —observó—, pero con tal de que termine bien, no importa, señorita.
—¡Ruego al Cielo que termine bien! —dije.
Asintió de manera reconfortante:
—Mire usted, pase lo que pase, no se preocupe. Manténgase usted serena y al tanto de todo lo que pueda pasar, y así le irá mejor a usted, me irá mejor a mí, le irá mejor a Lady Dedlock y le irá mejor a Sir Leicester Dedlock, Baronet.
Verdaderamente se comportaba con gran cortesía y amabilidad, y al verlo ante la chimenea, calentándose los pies y frotándose la cara con el índice, sentí tal confianza en su sagacidad que me tranquilicé. No eran todavía las dos menos cuarto cuando oí afuera cascos de caballos y ruedas.
—Ahora, señorita Summerson —me dijo—, vámonos ya, por favor.
Me dio el brazo, y los dos agentes me hicieron una cortés inclinación al salir, y a la puerta nos encontramos con un faetón, o una calesa, con su postillón y caballos de postas. El señor Bucket me ayudó a subir y ocupó su propio asiento en el pescante. El hombre de uniforme al que había enviado a buscar el vehículo le entregó después una linterna que le pidió, y tras dar instrucciones al conductor, nos pusimos en marcha.
Yo no estaba segura de no encontrarme en un sueño. Entramos ruidosamente en tal laberinto de calles, que pronto perdí toda idea de dónde nos encontrábamos, salvo que cruzamos el río y lo volvimos a cruzar, y parecíamos seguir atravesando un barrio situado en terreno bajo, junto a un río, lleno de callejuelas estrechas, interrumpidas por muelles y amarraderos, enormes almacenes, puentes colgantes y mástiles de buques. Por fin nos detuvimos en una esquina sucia y embarrada, que el viento que llegaba desde el río y hacía remolinos no lograba limpiar, y vi que mi acompañante, a la luz de su linterna, hablaba con varios hombres, algunos de los cuales parecían ser de la policía y otros marineros. En la pared mohosa junto a la que estaban se leía un letrero en el que pude discernir las palabras: «ENCONTRADO AHOGADO», y ello, junto a una inscripción relativa a las dragas, me infundió la horrible sospecha que no podía por menos de inspirar nuestra visita a aquel lugar.
No tuve necesidad de recordarme que no me encontraba allí por un capricho mío, para aumentar las dificultades de la búsqueda, para disminuir sus esperanzas ni para alargar sus retrasos. Me mantuve en silencio, pero jamás podré olvidar lo que sufrí en aquel horrible lugar. Y sin embargo, era el horror de un sueño. Llamaron para que viniera de un bote a un hombre todavía mojado y embarrado, con botas altas empapadas y un sombrero igual, y éste se puso a hablar en voz baja con el señor Bucket, que bajó con él unos escalones resbaladizos, como si fuera a mirar algo que el otro tuviera para mostrarle. Volvieron secándose las manos en los sobretodos, tras dar la vuelta a algo mojado, ¡pero, gracias a Dios, no era lo que yo me temía!
Tras una nueva conversación, el señor Bucket (a quien todos parecían conocer y respetar) se fue con los otros a una puerta y me dejó en el carruaje, mientras el conductor se paseaba al lado de sus caballos, para entrar en calor. Estaba subiendo la marea, según me pareció por el ruido que hacía, y podía oír yo las rompientes al final del callejón, como si avanzara hacia mí. No me alcanzó, aunque a mí me pareció que sí lo hacía centenares de veces en un rato que no puede haber sido de más de un cuarto de hora, y probablemente menos, pero me agobiaba la idea de que las rompientes iban a lanzar a mi madre bajo los cascos de los caballos.
Volvió a salir el señor Bucket, que exhortó a los otros a estar vigilantes, apagó su linterna y recuperó su asiento.
—No se alarme usted, señorita Summerson, por haber venido aquí —dijo, volviéndose hacia mí—. Lo único que quiero yo es que todo esté en orden, y para saber que está en orden, tengo que verlo con mis propios ojos. ¡Adelante, muchacho!
Me pareció que deshacíamos el camino ya recorrido. No porque yo hubiera observado ningún objetó en particular, en el estado de ánimo perturbado en que me hallaba, sino por el aspecto general de las calles. Visitamos otro puesto o comisaría un momento, y volvimos a cruzar el río. Durante todo este tiempo, y durante toda la búsqueda, mi compañero, bien abrigado en el pescante, no aflojó en su vigilancia ni un momento, pero cuando cruzamos el puente pareció estar más alerta que antes, si ello era posible. Se puso en pie para mirar por encima del parapeto; se apeó y siguió a una figura femenina que pasó ante nosotros, y contempló las profundidades del río con una expresión que me hizo morir por dentro. El río tenía un aspecto temible, oscuro y secreto, deslizándose tan rápido entre las líneas planas y bajas de las riberas; cargado de formas indistintas y terribles, tanto de sustancia como de sombra; mortífero y misterioso. Lo he visto muchas veces después, a la luz del sol y a la de la luna, pero nunca sin revivir la impresión de aquel viaje. En mi recuerdo, las luces del puente siempre están bajas; el viento cortante crea remolinos en torno a la mujer sin hogar con la que nos cruzamos; las ruedas giran monótonas y la luz de los faros del carruaje, reflejada por la niebla, me mira pálidamente: como una cara que surge del agua temible.
Con gran traqueteo por las calles vacías, salimos por fin del pavimento a los caminos oscuros de tierra, y empezamos a dejar las casas a nuestras espaldas. Al cabo de un rato reconocí el familiar camino de Saint Albans. En Barnet nos esperaban caballos de refresco; los enganchamos y seguimos adelante. Hacía muchísimo frío, y el campo abierto estaba blanco de nieve, aunque en aquellos momentos ya no caía.
—Este camino lo debe usted de conocer bien, señorita Summerson —dijo, animado, el señor Bucket.
—Sí —respondí—. ¿Se ha enterado usted de algo?
—Nada seguro por ahora —contestó—, pero todavía es temprano.
Había entrado él en todas las tabernas que cerraban tarde o abrían pronto (y había bastantes en aquellos tiempos, pues el camino lo usaban muchos arrieros), y se había bajado a hablar con los peones camineros. Yo le había oído pedir de beber para los presentes, y contar dinero, y comportarse cordial y alegremente en todas partes, pero siempre que volvía a su puesto en la caja recuperaba el gesto alerta, y siempre decía al cochero, en el mismo tono serio: «¡Adelante, muchacho!»
Con todas aquellas paradas, ya eran entre las cinco y las seis de la mañana, y todavía estábamos a cierta distancia de Saint Albans cuando salió él de una de aquellas casas y me ofreció una taza de té.
—Bébaselo, señorita Summerson, que le sentará bien. Está usted empezando a serenarse, ¿verdad?
Le di las gracias, y le dije que eso esperaba.
—Al principio se quedó usted aturdida, si me permite decírselo —observó—, y, ¡por Dios que no me extraña! No hable en voz alta, hija mía. Todo va bien. Va un poco por delante de nosotros.
No sé qué exclamación de alegría proferí o iba a proferir, pero él levantó el índice y me contuve.
—Pasó por aquí, a pie, anoche, hacia las ocho o las nueve. La primera noticia suya me la dieron en el peaje del arco, allá en Highgate, pero no estaba del todo seguro. La hemos venido siguiendo, más o menos. Había pasado por un sitio, pero por el siguiente no, pero ahora estamos tras ella, y está a salvo. Tome la taza y el platillo, hostelero. Y ahora, si no es usted demasiado torpe, mire a ver si puede atrapar esta media corona con la otra mano. ¡Un, dos, tres, ahí va! ¡Ahora, muchacho, a ver si podemos galopar!
En seguida llegamos a Saint Albans, y nos apeamos poco antes del amanecer, cuando yo estaba empezando a poner en orden y a comprender lo que había ocurrido aquella noche, y a creer verdaderamente que no era un sueño. Al dejar el carruaje en la posta y encargar que preparasen caballos de refresco, mi acompañante me dio el brazo y nos encaminamos a casa.
—Como ésta es su residencia habitual, señorita Summerson —observó él—, querría saber si ha preguntado por usted o por el señor Jarndyce una forastera que responda a la descripción. No tengo muchas esperanzas, pero es posible.
Al subir la cuesta iba mirando en su derredor muy atentamente, pues ya se había hecho de día, y me recordó que una noche había bajado yo por allí, como tenía motivos para recordar, con mi criadita y el pobre Jo, a quien él llamaba el Chico Duro.
Me pregunté cómo lo sabía él.
—Recuerde que se cruzó usted con un hombre en la carretera, justo allí —dijo el señor Bucket.
Sí, yo recordaba muy bien aquello, también.
—Era yo —dijo el señor Bucket.
Al ver mi sorpresa, continuó explicando:
—Llegué aquella tarde en calesa en busca del chico. Quizá oyera usted las ruedas cuando salió usted misma a buscarlo, pues yo advertí a usted y su criadita cuando subían mientras yo paseaba al caballo. Cuando hice una o dos preguntas por él en el pueblo, en seguida me enteré de con quién estaba el chico, e iba a venir adonde los ladrilleros a llevármelo cuando observé que lo hacía usted entrar en su casa.
—¿Había cometido algún delito? —pregunté.
—No estaba acusado de ninguno —respondió el señor Bucket, levantándose fríamente el sombrero—, pero supongo que tampoco sería un angelito. No. Si yo lo buscaba era precisamente para mantener en silencio este mismo asunto de Lady Dedlock. El chico había estado hablando más de lo conveniente de un pequeño servicio por el que le había pagado el difunto señor Tulkinghorn, y no se podía permitir a ninguna costa que se dedicara a esos juegos. Así que, tras advertirle que se fuera de Londres, dediqué una tarde a advertirle que siguiera callado ahora que se había ido, y que siguiera alejándose y tuviera mucho cuidado no lo fuera a pescar yo otra vez.
—¡Pobrecillo! —dije.
—Desde luego —asintió el señor Bucket—, pero también era un problema, y lo mejor era tenerlo lejos de Londres y de todas partes. Le aseguro que me sorprendí mucho cuando vi que hallaba refugio en su casa.
Le pregunté por qué.
—¿Por qué, hija mía? —respondió el señor Bucket—. naturalmente, podía ponerse a contarlo todo. Había nacido con una lengua de yarda y media de larga.
Aunque ahora recuerdo aquella conversación, en esos momentos me sentía tan confusa que mis facultades apenas si me permitían comprender que hablaba de todas aquellas cosas para distraerme. Con la misma buena intención evidentemente, me habló de muchas cosas sin importancia, mientras seguía perfectamente atento al único objeto que le interesaba. Y seguía hablando cuando llegamos a la puerta del jardín.
—¡Ah! —exclamó el señor Bucket—. Ya llegamos. ¡Qué sitio tan bonito y tan tranquilo! Le recuerda a uno la casa de campo de la canción de Woodpeckertapping famosa por el humo que ascendía tan tranquilo. Veo que han encendido el fuego tempranito, lo que es señal de que los criados son buenos. Pero con lo que siempre hay que tener cuidado con los criados es con quién viene a verlos, pues si no se sabe eso, no se sabe qué van a hacer. Y otra cosa, señorita: siempre que vea usted a un muchacho tras la puerta de una cocina, ya puede usted acusarlo a la policía por sospechas de haber entrado en una residencia particular con fines ilegales.
Ya habíamos llegado a la casa, y él se puso a mirar atentamente y muy de cerca en la gravilla a ver si había huellas de pisadas, antes de elevar la mirada a las ventanas.
—¿Le asignan siempre la misma habitación a ese señor viejo y joven cuando viene de visita, señorita Summerson? —preguntó, mirando hacia la habitación que solía ocupar el señor Skimpole.
—¡Conoce usted al señor Skimpole! —exclamé.
—¿Cómo dice que se llama? —replicó el señor Bucket, llevándose una mano a la oreja—. ¿Skimpole, ha dicho? Me he preguntado muchas veces cómo se llamaría. Skimpole. Pero no John, ¿eh? ¿ni Jacob?
—Harold —le dije.
—Harold. Sí. Un bicho raro, el tal Harold —dijo el señor Bucket, mirándome con mucho sentimiento.
—Es un personaje raro —comenté.
—No tiene ni idea del dinero —observó el señor Bucket—. ¡Pero lo acepta con mucho gusto!
Respondí, sin darme cuenta, que ya advertía que el señor Bucket lo conocía.
—Pues mire usted, señorita Summerson, le voy a decir una cosa —replicó él— no le sentará mal a usted dejar de pensar por un momento en lo mismo, y le voy a decir una cosa para cambiar sus ideas. Fue él quien me dijo donde estaba el Chico Duro. Aquella noche me había decidido a venir a esta puerta y a preguntar por el Chico, aunque no fuera más que eso; pero, como estaba dispuesto a hacer otras cosas si eran posibles, me limité a echar un puñado de gravilla a una ventana en la que vi una sombra. En cuanto Harold la abre y lo veo, me digo, éste es mi hombre. Así que le hablé un ratito y le dije que no quería molestar a la familia cuando ya se había ido a acostar, y qué lástima era que unas señoritas caritativas dieran acogida a un vago, y luego, cuando vi de qué pie cojeaba, le dije que consideraría una buena inversión un billete de cinco libras si pudiera llevarme de la casa al Chico Duro sin causar ruidos ni molestias. Y entonces va y me dice, levantando las cejas con una expresión de lo más alegre: «no vale de nada mencionarme un billete de cinco libras, amigo mío, pues soy un niño en esos asuntos y no tengo idea del dinero.» Naturalmente, comprendí lo que significaba el que se tomara el asunto con tanta tranquilidad, y como ya estaba totalmente seguro de que aquél era mi hombre, envolví con el billete una piedrecita y se lo tiré. ¡Bueno! Se echa a reír, tan con-tento y con el aspecto más inocente del mundo, y va y me dice: «Pero yo no sé qué valor tienen estas cosas. ¿Qué voy a hacer con esto?» «Gastárselo, señor mío», le digo yo. «Pero me van a engañar», va y dice él, «no me darán el cambio correcto, y lo perderé, no me vale de nada». ¡Dios mío, no ha visto usted cara igual cuando decía todo eso! Claro, que me dijo dónde encontrar al Chico, y lo encontré.
Aquello me pareció un acto de traición por parte del señor Skimpole hacia mi Tutor, y consideré que traspasaba los límites de la inocencia infantil.
—¿Límites, hija mía? —replicó el señor Bucket—. ¿Límites? Mire, señorita Summerson, le voy a dar un consejo que su marido encontrará muy útil cuando esté usted felizmente casada y tenga una familia. Cuando quiera que alguien le diga que es totalmente inocente en asuntos de dinero, guarde bien el suyo, porque seguro que van a por él si pueden. Cuando quiera que alguien le proclame a usted: «En los asuntos materiales soy un niño», recuerde usted que eso son pretextos para no aceptar responsabilidades, y que ya sabe usted lo que le interesa a ese alguien, y es él mismo. Mire, yo no soy muy poético, salvo que me gusta cantar en compañía, pero sí soy persona práctica, y ésa es mi experiencia. Y de ahí esta norma: cuando uno es irresponsable en unas cosas, también lo es en otras. No falla. Ya lo verá usted. Y todo el que quiera. Y con esta advertencia a los ingenuos, hija mía, me tomo la libertad de llamar a la puerta y volver a nuestro asunto.
Creo que él no lo había olvidado ni un minuto, ni tampoco yo, y se le notaba en la cara. Toda la gente de la casa se sintió muy asombrada de verme, a aquella hora de la mañana y en aquella compañía, y mis preguntas no hicieron disminuir su sorpresa. Pero no había ido nadie. No cabía duda de que decían la verdad.
—Bien, señorita Summerson —dijo mi acompañante—, tenemos que ir inmediatamente a donde están los ladrilleros. Ahí dejaré que sea usted quien haga la mayor parte de las preguntas, si tiene usted la bondad. Lo mejor es actuar con naturalidad, y usted es de lo más natural.
Nos volvimos a poner en marcha inmediatamente. Al llegar a la casita, la encontramos cerrada, y aparentemente abandonada, pero una de las vecinas, que me conocía y vino corriendo mientras yo intentaba hacerme oír de alguien, me comunicó que las dos mujeres y sus maridos vivían ahora juntos en otra casa, hecha de ladrillos groseros y mal puestos, que estaba al borde del terreno donde se hallaban los hornos, y donde estaban puestas a secar las largas hileras de ladrillos. No perdimos tiempo en dirigirnos al lugar, que estaba a unos centenares de yardas, y como la puerta estaba entreabierta, la abrí del todo.
No había más que tres personas sentadas a desayunar, más el niño que dormía en una cama puesta en un rincón. La que faltaba era Jenny, la madre del niño muerto. Al verme, la otra mujer se levantó, y aunque los hombres estaban, como de costumbre, malhumorados y callados, cada uno de ellos me hizo un gesto desganado de reconocimiento. Cuando me siguió el señor Bucket, se cruzaron una mirada, y me sentí sorprendida al ver que, evidentemente, la mujer lo conocía.
Naturalmente, yo había pedido permiso para entrar. Liz (único nombre por el que la conocía yo) se levantó para cederme su propia silla, pero me senté en un taburete junto al fuego, y el señor Bucket ocupó una esquina de la cama. Ahora que me tocaba hablar a mí, y hablar con gente a la que no conocía bien, me di cuenta de que estaba nerviosa y mareada. Me resultaba muy difícil empezar, y no pude evitar el romper en lágrimas.
—Liz —le dije—, he hecho un largo camino de noche y por la nieve para preguntar si una señora...
—Que ya sabemos que ha estado aquí —intervino el señor Bucket, dirigiéndose a todo el grupo con gesto calmado y propiciatorio—, ésa es la señora a la que se refiere esta señorita. Ya saben, la señora que estuvo aquí anoche.
—¿Y quién le ha dicho a usted que viniera nadie? —preguntó el marido de Jenny, que había dejado de comer, malhumorado, para escuchar, y que ahora lo estaba midiendo con la vista.
—Una persona llamada Michael Jackson, con un chaleco azul de terciopelo y con dos filas de botones de madreperla —respondió inmediatamente el señor Bucket.
—Pues más le valiera ocuparse de sus cosas, sea quien sea —gruñó el hombre.
—Creo que está sin trabajo —dijo el señor Bucket, excusando a Michael Jackson—, y por eso se va de la lengua.
La mujer no se había vuelto a sentar, sino que estaba en pie y titubeante, con la mano apoyada en el respaldo roto de la silla, mirándome. Pensé que quería hablar conmigo a solas, y no se atrevía. Seguía en aquella actitud de incertidumbre cuando su marido, que estaba comiendo un pedazo de pan con tocino que tenía en una mano, mientras en la otra sostenía una navaja, dio un violento golpe con el mango de la navaja en la mesa, y le dijo, con un juramento, que en todo caso ella no se metiera en los asuntos de otros y se sentara.
—Me hubiera gustado mucho ver a Jenny —dije yo—, porque estoy segura de que me habría dicho todo lo que supiera de esa señora, a la que tengo una enorme necesidad, no pueden ustedes saber cuánta necesidad, de alcanzar. ¿Volverá Jenny pronto? ¿Dónde está?
La mujer tenía grandes deseos de contestarme, pero el hombre, con otro juramento, le dio claramente una patada con su botorra. Dejó que el marido de Jenny dijese lo que quisiera, y tras un silencio terco, este último me volvió hacia mí su cabeza melenuda.
—No me gusta que vengan señoritos a mi casa, como creo que ya me ha oído usted decir antes, señorita. Yo los dejo en paz a ellos, y me parece curioso que ellos no me dejen en paz a mí. No les gustaría nada que les fuera yo a visitar a ellos, me parece. Pero usted no me parece tan mala como otros, y estoy dispuesto a contestar a usted correctamente, aunque ya le digo que no voy a ponerme a cantar como un canario. ¿Si Jenny va a volver pronto? No, no va a volver pronto. ¿Que dónde está? Se ha ido a Londres.
—¿Se fue anoche? —pregunté.
—¿Que si se fue anoche? ¡Sí! Se fue anoche —respondió con un gesto malhumorado.
—Pero ¿estaba aquí cuando vino esa señora? ¿Qué le dijo ésta? ¿Dónde ha ido la señora? Por favor, le ruego, le imploro, que me conteste —dije—, porque para mí es muy importante.
—Si el jefe me dejara hablar y no decir nada malo... —empezó tímidamente la mujer.
—Tu jefe —dijo su marido, murmurando una imprecación lenta y enfáticamente— te romperá la crisma si te metes en lo que no te importa.
Al cabo de otro silencio, el marido de la ausente se volvió otra vez hacia mí y me respondió con sus gruñidos renuentes de costumbre:
—¿Que si estaba Jenny aquí cuando vino esa señora? Sí, estaba aquí cuando vino esa señora. ¿Que qué le dijo la señora? Bueno, le voy a decir lo que le dijo la señora. Le dijo: «¿Recuerda usted que vine una vez para hablar con usted de la señorita que la había venido a visitar? ¿Recuerda que le di una buena suma por el pañuelo que se había dejado ella?» ¡Ah! Sí que se acordaba. Nos acordábamos todos. Bueno, y después si la señorita estaba ahora en su casa. No, no estaba ahora en la casa. Bueno, pues entonces va y resulta que la señora está de viaje sola, por raro que nos parezca, y pregunta si puede quedarse a descansar aquí, donde está usted sentada ahora, una o dos horas. Sí que podía, y eso hizo. Después se marchó..., serían las once y veinte o las doce y veinte, que aquí no tenemos relojes para saber la hora, ni de bolsillo ni de pared. ¿Adónde se fue? No sé a dónde se fue. Ella se fue por un lado, y Jenny por el otro; una se fue derecha a Londres, y la otra al revés. Eso es todo. Pregúntele a éste. Lo oyó todo y lo vio todo. Él lo sabe.
El otro hombre repitió:
—Eso es todo.
—¿Estaba llorando la señora? —pregunté.
—Ni hablar —dijo el primero de los hombres—. Tenía los zapatos destrozados y la ropa deshecha, pero no lloraba..., que viera yo.
La mujer estaba sentada con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. Su marido se había vuelto un poco en la silla con objeto de verla bien, y mantenía una mano como un martillo en la mesa, como si estuviera dispuesto a cumplir su amenaza en caso de que ella lo desobedeciera.
—Espero que no le importe si pregunto a su mujer —dije— qué aspecto tenía la señora.
—¡Vamos! —le dijo bruscamente—. Ya has oído lo que te dice. Abrevia y díselo.
—Malo —dijo la mujer—. Estaba pálida y cansada. Muy malo.
—¿Habló mucho?
—No mucho, pero estaba ronca.
Mientras respondía, miraba todo el rato a su marido para contar con su permiso.
—¿Se sentía débil? —pregunté—. ¿Comió o bebió algo mientras estuvo aquí?
—¡Vamos! —dijo el marido, en respuesta a la mirada de ella—. Díselo y abrevia.
—Tomó un poco de agua, señorita, y Jenny le dio un poco de pan y de té. Pero casi ni los tocó.
—Y cuando se marchó de aquí... —seguí preguntando yo, cuando su marido, impaciente, me cortó.
—Cuando se marchó de aquí, se marchó, y basta. Por el camino del Norte. Pregunte por el camino, si no me cree, a ver si no es verdad. Y se acabó. Nada más.
Miré a mi acompañante, y al ver que ya se había levantado y estaba listo para irse, les di las gracias por lo que me habían dicho y me despedí de ellos. La mujer miró a los ojos al señor Bucket cuando salió, y él también la miró a los ojos a ella.
—Bueno, señorita Summerson —me dijo él, mientras nos alejábamos rápidamente—, tiene el reloj de Milady. De eso no cabe duda.
—¿Lo ha visto usted? —exclamé.
—Prácticamente, como si lo hubiera visto —me respondió—. Si no, ¿por qué iba a hablar de los «y veinte», si no tiene reloj para ver la hora? ¡Los y veinte! Esa gente no cuenta los minutos con tanta exactitud. Si acaso, cuenta por medias horas. De manera que o Milady le dio el reloj o se lo quitó él. Yo creo que se lo dio. Pero ¿por qué iba a dárselo? ¿Por qué iba a dárselo?
Se repitió esta pregunta a sí mismo varias veces, mientras seguíamos a toda prisa, y parecía que fuera haciendo balance entre las diversas respuestas que se le iban ocu-rriendo.
—Si dispusiéramos de tiempo —dijo el señor Bucket—, y el tiempo es lo único de lo que no disponemos en este caso, quizá se lo sacara a esa mujer, pero es una posibilidad demasiado dudosa para confiar en ella en estas circunstancias. Seguro que la vigilan de cerca, y hasta un idiota comprendería que una pobre mujer así, golpeada y pateada y llena de cicatrices y cardenales de los pies a la cabeza, hará lo que le dice el bruto de su marido, pase lo que pase. Hay algo que no sabemos. Es una pena no haber visto a la otra mujer.
Yo lo lamentaba mucho, porque era muy agradecida y estaba segura de que no se hubiera resistido a un ruego mío.
—Es posible, señorita Summerson —continuó diciendo el señor Bucket, pensativo—, que Milady la haya enviado a Londres con un mensaje para usted, y es posible que le diera el reloj a su marido a cambio de dejarla ir. No encaja lo bastante perfecto para dejarme satisfecho, pero podría apostar. Ahora bien, no me agrada gastar el dinero de Sir Leicester Dedlock, Baronet, contra tales probabilidades, y no veo de qué valdría, de momento. ¡No! Así que, a la carretera, señorita Summerson, adelante, por el camino recto, ¡y hay que actuar con discreción!
Volvimos a casa para que yo enviara una nota apresurada a mi Tutor, y después volvimos corriendo a donde habíamos dejado el carruaje. Nos sacaron los caballos en cuanto nos vieron llegar, y en unos minutos volvíamos a estar en camino.
Al amanecer había empezado a nevar otra vez, y ahora nevaba muy fuerte. El aire estaba tan impenetrable, debido a lo oscuro del día y a la densidad de la nevada, que no podíamos ver casi nada en cualquier dirección que mirásemos. Aunque hacía muchísimo frío, la nieve no acababa de cuajar, y se quebraba con un ruido como de conchitas de playa bajo los cascos de los caballos hasta convertirse en lodo y agua. A veces, los caballos resbalaban y chapoteaban durante una milla seguida, y nos veíamos obligados a detenernos para que descansaran. Un caballo se cayó tres veces en la primera etapa, y tanto temblaba y tiritaba que al final el conductor tuvo que bajarse de la silla y llevarlo de la rienda.
Yo no podía comer y no podía dormir, y me puse tan nerviosa con los retrasos y con el ritmo lento al que viajábamos, que sentía un deseo irracional de bajarme y echarme a andar. Sin embargo, cedí al buen sentido de mi acompañante y me quedé donde estaba. Todo este tiempo, él, que se mantenía alerta porque, hasta cierto punto, le gustaba lo que estaba haciendo, se bajaba en cada casa del camino y hablaba con gente a la que nunca había visto antes, y entraba a calentarse en todos los fuegos que veía, y hablaba y bebía y estrechaba manos en todos los bares y todas las tabernas, y hacía amistad con todos los carreteros, los carpinteros, los herreros y los cobradores de peajes, pero parecía que nunca perdiera el tiempo, y siempre volvía a montar en la caja con aquella cara alerta y serena y su admonición de «¡Adelante, muchacho!».
A la próxima vez que cambiamos de caballos, volvió del establo cubierto de nieve, que le caía por todas partes y que le llegaba hasta las rodillas mojadas, como las tenía desde que habíamos salido de Saint Albans, y me dijo al lado del carruaje:
—Tenga ánimo. No cabe duda de que ha pasado por aquí, señorita Summerson. Ya no cabe duda del vestido que lleva, y aquí han—visto ese vestido.
—¿Sigue a pie? —pregunté.
—Sigue a pie. Creo que el caballero a quien mencionó usted es ahora su punto de destino, y sin embargo no me gusta la idea de que viva en el mismo condado que ella.
—Sé tan pocas cosas —dije—. Quizá haya otra persona por aquí cerca de la cual no sepa yo nada.
—Es cierto. Pero, haga lo que haga, no se ponga usted a llorar, hija mía, y no se preocupe más de lo imprescindible. ¡Adelante, muchacho!
Aquel día estuvo cayendo aguanieve incesantemente, la niebla se levantó temprano y nunca se desvaneció ni se aclaró un momento. A veces temía yo que hubiéramos perdido el camino y nos hubiéramos metido en tierras de labor o en pantanos. Cuando pensaba en el tiempo que llevaba en camino, se me presentaba como un período indefinido de enorme duración, y me parecía, por extraño que fuera, no haber estado nunca libre de la ansiedad que ahora me atenazaba.
Mientras avanzábamos empecé a sentir temores de que mi acompañante fuera perdiendo la confianza. Se portaba igual que antes con todo el mundo que encontrábamos por el camino, pero cuando volvía a sentarse en el pescante del carruaje, tenía un gesto más grave. Vi cómo se pasaba el índice por la boca, intranquilo, a lo largo de toda una fati-gosa etapa. Escuché que empezaba a preguntar a los conductores de las diligencias y otros vehículos con los que nos cruzábamos qué pasajeros habían visto en otras diligencias y otros vehículos que iban por delante de nosotros. Sus respuestas no le parecían alentadoras. Siempre me hacía un gesto tranquilizador con el índice, y levantando un párpado cuando volvía a subir al pescante, pero ahora, cuando decía «¡Adelante, muchacho!», parecía perplejo.
Por fin, cuando estábamos cambiando de caballos, me dijo que había perdido la pista del vestido hacía tanto rato que empezaba a sentirse sorprendido. No era nada, dijo, perder una pista durante algún tiempo y volver a encontrarla poco después, pero en este caso había desaparecido de manera inexplicable, y desde entonces no la habíamos vuelto a encontrar. Aquello corroboró las impresiones que me había ido formando yo cuando empezó a mirar los indicadores de caminos y a apearse del carruaje en las encrucijadas durante un cuarto de hora cada vez mientras las exploraba. Pero me dijo que no debía desanimarme, pues lo más probable era que a la próxima etapa volviéramos a encontrar la dirección.
Sin embargo, la etapa siguiente terminó igual que la anterior: no teníamos ni una pista nueva. Había una posada espaciosa, solitaria, pero en un edificio sólido y cómodo, y cuando entramos bajo un amplio portón, y antes de que yo me diera cuenta, la patrona y sus agraciadas hijas vinieron a la puerta del carruaje a pedirme que me apeara y me refrescara mientras se preparaban los caballos, pensé que no sería cortés por mi parte negarme. Me hicieron subir a una habitación calentita y me dejaron en ella.
Estaba, recuerdo, en una de las esquinas de la casa, y daba a dos lados. De un lado había un establo abierto a un camino secundario, donde los hosteleros estaban desenganchando del carruaje embarrado los caballos manchados y fatigados, y más allá al propio camino secundario, sobre el cual se balanceaba violentamente la muestra de la posada; del otro lado, daba a un bosque de pinos oscuros. Tenían las ramas cargadas de nieve, que ahora caía silenciosamente en grandes montones mientras yo miraba por la ventana. Estaba llegando la noche, cuya oscuridad se veía realzada por el contraste con el fuego que chisporroteaba y se reflejaba brillante en los paneles de la ventana. Mientras yo miraba entre los troncos de los árboles, y seguía las marcas descoloridas en la nieve donde penetraba el deshielo que la iba minando, pensé en la faz de aquella madre brillantemente iluminada por las hijas que acababan de darme la bienvenida y en mi madre yacente en un bosque como aquél para morir en él.
Me sentí asustada cuando las vi a todas en derredor mío, pero recordé que antes de desmayarme había intentado con todas mis fuerzas no caer, y aquello me sirvió de algo. Me recostaron en unos cojines, en un sofá junto a la chimenea, y después la amable hostelera me dijo que yo no podía seguir viajando aquella noche, sino que tenía que acostarme. Pero aquello me hizo temblar de tal modo, ante la idea de que me retuvieran allí, que pronto retiró sus palabras y aceptó que yo no descansara más que media hora.
Era una persona buena y cariñosa. Tanto ella como sus tres guapas hijas no hacían más que ocuparse de mí. Yo tenía que tomar una sopa caliente y un pollo a la parrilla, mientras el señor Bucket se secaba y comía en otra parte, pero cuando me trajeron una mesita muy bien dispuesta junto a la chimenea, me di cuenta de que no podía comer, aunque no quería desilusionarlas. Sin embargo, logré ingerir algo de tostada y vino caliente con especias, y como verdaderamente aquello me sentó bien, por lo menos no se quedaron desencantadas.
Exactamente a tiempo, al cumplirse la media hora, se oyó el ruido del carruaje que pasaba por el portón, y me bajaron ya recuperada, restaurada, reconfortada por su amabilidad y segura (según les aseguré) de que no volvería a desmayarme. Cuando me subí y me despedí, agradecida, de todas ellas, la más joven de las hijas (una muchacha preciosa, de dieciocho años) se subió al escalón del carruaje, metió la cabeza en él y me dio un beso. Nunca la he vuelto a ver, pero desde entonces la considero una amiga.
Pronto desaparecieron las ventanas transparentes, iluminadas por el fuego y la luz, tan claras y calientes vistas desde la oscuridad fría del exterior, y una vez más nos encontramos pisoteando la nieve blanda y chapoteando en ella. Nos costó bastante trabajo salir, pero los lóbregos caminos no estaban peor que antes, y esta etapa era de sólo 19 millas. Mi compañero iba fumando en el pescante (en la última posada se me había ocurrido pedirle que fumase cuando quisiera, al verlo de pie ante la chimenea y envuelto en una gran nube de tabaco) y tan alerta como siempre, y seguía apeándose y volviendo a montar a toda velocidad cada vez que nos encontrábamos con una casa o con un ser humano. Había encendido su linternita sorda, que parecía ser uno de sus artilugios favoritos, porque el carruaje ya llevaba faros, y de vez en cuando la volvía en mi dirección, para ver si yo estaba bien. Había una ventana corrediza en la delantera del carruaje, pero yo no la cerraba, porque me parecía que era cerrar las puertas a la esperanza.
Llegamos al final de la etapa, y seguíamos sin recuperar la pista perdida. Lo miré, preocupada, cuando nos paramos a cambiar de caballos, pero supe, al ver su gesto todavía más grave, al quedarse mirando al hostelero, que seguía sin tener noticias. Casi un instante después, cuando me recosté en mi asiento, miró él con la lámpara encendida en la mano, excitado y completamente cambiado.
—¿Qué pasa? —pregunté yo, mirándolo—. ¿Está aquí?
—No, no. No se engañe usted, hija mía. Aquí no hay nadie. ¡Pero ya lo tengo!
Tenía nieve cristalizada en los párpados, en el pelo, en todas las arrugas de su traje. Tuvo que quitársela a sacudidas de la cabeza y recuperar el aliento antes de volver a hablarme:
—Mire, señorita Summerson —me dijo, golpeándose los dedos en el marco de la ventanilla—: no se desaliente por lo que voy a hacer. Ya me conoce usted. Soy el Inspector Bucket, y puede usted confiar en mí. Hemos recorrido un largo camino, pero no importa. ¡Cuatro caballos más para la próxima etapa! ¡Rápido!
Se produjo una gran conmoción en el patio, y llegó un hombre corriendo para saber si los queríamos al Norte o al Sur.
—¡Al Sur, te digo! ¡Al Sur! ¿No entiendes el inglés? ¡Al Sur!
—¿Al Sur? —pregunté, asombrada—. ¡A Londres! ¿Vamos a volver?
—Señorita Summerson —me respondió—, vamos a volver como una bala. Ya me conoce. No tenga miedo. Voy a seguir a la otra, por D...
—¿A la otra? —repetí—. ¿A quién?
—Dijo usted que se llamaba Jenny, ¿no? Voy a seguir a ésa. Si sacáis a esos dos pares, os doy una corona a cada uno. ¡A ver si os despertáis!
—¡No puede usted abandonar a la señora que buscamos, no puede usted abandonarla en una noche así y en el estado de ánimo en el que sé que está —dije, angustiada y apretándole la mano.
—Tiene usted razón, hija mía, no puedo hacerlo. Pero voy a seguir a la otra. ¡Vamos, arriba con esos caballos! ¡Que vaya un hombre solo por delante a la siguiente posta y que envíe a otro por delante, y que encarguen cuatro más, por si acaso! ¡No tenga miedo, hija mía!
Aquellas órdenes, y la forma en que corría él por el patio, metiéndoles prisa, causaron una conmoción general que apenas si me causó menos asombro que el cambio repentino ocurrido en él. Pero en el colmo de la confusión salió un hombre a caballo para encargar los relevos, y nos engancharon nuestros corceles a gran velocidad.
—Hija mía —dijo el señor Bucket, saltando a su asiento y mirando otra vez—, perdóneme usted si me tomo demasiadas confianzas, pero no se preocupe usted ni se agite más de lo necesario. Por el momento, no quiero decir nada más, pero ya me va usted conociendo, hija mía, ¿no es verdad?
Logré decir que él era mucho más competente que yo, para decidir lo que debíamos hacer, pero ¿estaba seguro de que íbamos por el buen camino? ¿No podría yo adelantarme en busca de..., y volví a tomarlo de la mano, apurada, y se lo susurré: de mi propia madre?
—Hija mía —me respondió—, lo sé, lo sé, ¿y cree usted que sería yo capaz de hacerle daño? Soy el Inspector Bucket. Ya me conoce, ¿no?
¿Qué podía decir yo más que sí?
—Entonces, mantenga usted el ánimo todo lo que pueda y confíe en mí para hacerlo lo mejor posible, tanto por usted como por Sir Leicester Dedlock, Baronet. ¡Eh! ¿Vamos bien por ahí?
—¡Perfectamente, jefe!
—Entonces, sigamos. ¡Adelante, muchachos!
Nos encontramos otra vez en el lúgubre camino por el que habíamos venido, pisoteando el barro resbaladizo y la nieve, que se derretía a chorros, como movida por una noria.
CAPITULO 58
Un día y una noche de invierno
TODAVÍA impasible, como corresponde a su elevada condición, la casa de los Dedlock en la capital se comporta como de costumbre ante la calle de grandiosidad lúgubre. De vez en cuando se asoman cabezas empolvadas a las ventanillas del vestíbulo, a contemplar el polvo, que no paga impuestos , y que cae durante todo el día del cielo; y en ese mismo invernadero hay unos capullos de melocotón que se vuelven exóticamente hacia la gran chimenea del salón para no ver el tiempo inclemente que hace fuera. Se ha dicho que Milady ha ido a Lincolnshire, pero se prevé que vuelva dentro de poco.
Sin embargo, los rumores, siempre tan ocupados, no están dispuestos a irse a Lincolnshire. Persisten en correr y parlotear por toda la ciudad. Saben que ese pobre Sir Leicester, tan infortunado, ha sido utilizado sin piedad. Escuchan, hijos míos, todo tipo de cosas chocantes. Todo ello hace que ese mundo de cinco millas de diámetro se divierta mucho. El no saber que algo va mal con los Dedlock es convertirse en un donnadie. Una de las bellezas de mejillas amelocotonadas y gargantas de esqueleto ya está al tanto de todas las principales circunstancias que van a revelarse en la Cámara de los Lores cuando Sir Leicester solicite el divorcio.
En la joyería de Blaze y Sparkle y en la pañería de Sheen y Gloss éste va a ser durante varias horas el tema del momento, el chisme del siglo. Las clientas de esos esta-blecimientos, pese a lo altivamente inescrutables que son y a que en ellos se las pesa y se las mide como si fueran cualquier artículo de comercio, cuentan con la total comprensión del último dependiente llegado, a este respecto. «Nuestras clientas, señor Jones», dicen Blaze y Sparkle a ese dependiente al contratarlo, «nuestras clientas, señor mío, son ovejas; meras ovejas. A donde vayan las dos o tres primeras, siguen las demás. Esté usted atento a esas dos o tres, señor Jones, y podrá contar con todo el rebaño». Lo mismo dicen Sheen y Gloss a su Jones, al hablar de cómo ha de saber lo que prefiere la gente del gran mundo y cómo hacer que se ponga de moda lo que escojan ellos (Sheen y Gloss). Conforme a los mimos principios inequívocos, el señor Sladdery, librero, que efectivamente es pastor de hermosísimas ovejas, reconoce este mismo día: «Pues sí, señor, efectivamente existen noticias acerca de Lady Dedlock que conocen de buena tinta mis altas relaciones, señor mío. Como comprenderá usted, mis altas relaciones tienen que hablar de algo, caballero; y basta con poner un tema en circulación con una o dos señoras a las que podría nombrar para hacer que todas ellas hablen de lo mismo. Han hecho exactamente lo mismo que yo hubiera hecho con esas damas, caballero, si me hubiera usted dejado alguna novedad que poner en circulación, pero en este caso sólo se refieren a Lady Dedlock, y es que quizá tengan unos pequeños celos inocentes de ella. Ya verá usted, caballero, que este tema será muy popular entre mis altas relaciones. Si se hubiera tratado de una especulación monetaria, señor mío, habría producido mucho dinero. Y cuando se lo digo, puede usted confiar en mí, caballero, pues todo mi negocio consiste en estudiar a mis altas relaciones y darles cuerda como a un reloj, señor mío».
Así es como prosiguen los rumores en la capital, aunque no llegan hasta LincoInshire. A las cinco y media de la tarde, por el reloj del Cuartel de la Guardia de Caballería, ello ha provocado incluso una nueva frase del Honorable señor Stables, que promete superar incluso a la antigua, en la cual ha basado durante tanto tiempo su fama de buen conversador. Esta chispeante frase va en el sentido de que, aunque él siempre había sabido que era la mejor yegua de la cuadra, no tenía idea de que también valiera para los saltos. La frase goza de una magnífica recepción entre los aficionados al picadero.
Lo mismo ocurre en los banquetes y en las fiestas, en los firmamentos que durante tanto tiempo adornó ella y entre las constelaciones a las cuales se imponía hasta ayer, donde sigue siendo el tema dominante. ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde ocurrió? ¿Cómo ocurrió? De ella hablan sus queridos amigos con la jerga más a la moda, con la última palabreja introducida, el último nuevo gesto, el último nuevo acento y la perfección de la indiferencia cortés. Un aspecto notable del tema es que inspira tantas ideas que hablan de él algunas personas que jamás habían dicho nada interesante antes: ¡dicen auténticas frases! William Buffy lleva una de esas frases desde la casa donde ha cenado hasta la Cámara de los Comunes, donde el portavoz de su partido la pasa junto con la tabaquera a fin de que se queden en la Cámara quienes pensaban en marcharse, con tal efecto que el Presidente (a quien se lo han insinuado en privado al oído bajo los rizos de la peluca) ha de exclamar: «¡Orden en la Cámara!» tres veces antes de imponerlo.
Y una de las circunstancias sorprendentes relacionadas con el hecho de que ella se haya convertido vagamente en el tema de conversación es que la gente que se cierne en torno a los confines de las altas relaciones del señor Sladdery, gente que no sabe y nunca ha sabido nada de ella, considera indispensable para su reputación pretender que ella también es su tema, y mencionarla de segunda mano con la última palabreja nueva y el último nuevo gesto, con el último nuevo acento y la última nueva indiferencia cortés, y todo lo demás, todo de segunda mano, pero como si fuera nuevo, en sistemas inferiores y ante constelaciones menos luminosas. ¡Si entre esta gentecilla hay algún hombre de letras, de artes o de ciencias, cuán noble es por su parte apoyar unos elementos tan débiles en unas muletas tan majestuosas!
Y así pasa el día de invierno fuera de la mansión de los Dedlock. ¿Qué pasa dentro de ella?
Sir Leicester, yacente en su cama, puede decir algunas palabras, aunque con dificultad y poca claridad. Lo conminan a que guarde silencio y descanse, y le han dado un opiáceo para mitigar su dolor, pues su viejo enemigo sigue combatiendo con él. Nunca se duerme, aunque a veces parece caer en un estado de semisopor. Ha hecho que le acerquen la cama a la ventana, al enterarse de que el tiempo era tan inclemente, y que le coloquen la cabeza de modo que pueda ver la nieve y la lluvia. Las ve caer a lo largo de todo ese día de invierno.
Al menor ruido que se produce en la casa, la cual ha caído en el silencio, lleva la mano al lápiz. La anciana ama de llaves sentada a su lado sabe lo que va a escribir y susurra: «No, todavía no ha vuelto, Sir Leicester. Cuando se marchó anoche era muy tarde. Todavía hace poco tiempo que se fue.» Él retira la mano y vuelve a contemplar la nieve y la lluvia hasta que, a fuerza de mirarlas, parecen caer tan fuerte que se ve obligado a cerrar los ojos un minuto frente al torbellino mareante de copos blancos y de gotas heladas.
Empezó a contemplar todo eso en cuanto amaneció. Todavía no ha avanzado mucho el día cuando considera necesario que le preparen a ella sus aposentos. Hace mucho frío y está húmedo. Que enciendan todas las chimeneas. Que todos sepan que se la espera. Encárguese usted misma, por favor. Eso es lo que escribe en la pizarra y la señora Rouncewell obedece en medio de su pena.
—Porque lo que temo, George —dice la anciana a su hijo, que espera abajo para hacerle compañía cuando ella tiene un rato libre—, lo que temo, hijo mío, es que Milady no vuelva jamás a pisar esta casa.
—Es un mal presentimiento, madre.
—Ni tampoco Chesney Wold, hijo mío.
—Eso es peor. Pero ¿por qué, madre?
—Cuando vi a Milady ayer, George, me pareció (e incluso diría que me miró) como si los pasos del Paseo del Fantasma ya la hubieran alcanzado.
—¡Vamos, vamos! Se alarma usted con temores de cuentos de viejas, madre.
—No, hijo mío, no. No, no. Hace ya casi sesenta años que estoy con esta familia y nunca he temido por ella antes. Pero se está deshaciendo, hijo mío; la gran familia de los Dedlock, tan antigua, se está deshaciendo.
—Espero que no, madre.
—Yo doy gracias por haber vivido lo suficiente para estar con Sir Leicester en su enfermedad y en estos momentos de dificultades, porque sé que no soy demasiado vieja, ni demasiado inútil, para que celebre tenerme a su lado mejor que a cualquier otra persona. Pero los pasos del Paseo del Fantasma van a pasar por encima de Milady, George; llevan muchos días tras ella y ahora la van a dejar atrás y seguir adelante.
—Bueno, madre, repito que espero no sea así. —¡Ah!, yo también lo espero, George —responde la anciana moviendo la cabeza y separando las manos que tenía juntas—. Pero si se cumplen mis temores y él ha de enterarse, ¿quién se lo va a decir?
—¿Éstos son sus aposentos?
—Sí, son los de Milady, tal como los dejó ella.
—Pues vaya —dice el soldado mirando en su derredor y hablando en voz más baja—, ahora empiezo a comprender cómo es que tiene usted esas ideas, madre. Las habitaciones adquieren un aspecto horrible cuando están ideadas para una persona a la que está uno acostumbrado a ver en ellas, como éstas, y esa persona ha desaparecido y corre peligro; no digamos cuando nadie sabe dónde está.
Y no se equivoca mucho. Al igual que toda despedida es un presentimiento de la última Gran Despedida, también las habitaciones vacías, privadas de una presencia familiar, susurran lúgubres lo que algún día debe ser la habitación tuya, lector, y la mía. Los aposentos de Milady tienen un aspecto vacío, lúgubre y abandonado, y en el apartamento interior, donde anoche hizo el señor Bucket su registro secreto, las huellas de sus vestidos y sus joyas, e incluso los espejos acostumbrados a reflejarlos cuando eran parte de ella misma, tienen un aire desolado y hueco. Con todo lo oscuro y lo frío que es este día de invierno, es más oscuro y más frío en estas cámaras desiertas que en muchas chozas que apenas si bastan para guardar contra el viento, y aunque los criados amontonan la leña en las chimeneas y ponen los sofás y las sillas tras las pantallas cálidas de vidrio que reflejan su brillante luz hasta los rincones más apartados, pesa sobre los aposentos una densa nube que ninguna luz puede disipar.
La anciana ama de llaves y su hijo se. quedan hasta que han terminado los preparativos, y después ella vuelve a subir las escaleras. Entre tanto, Volumnia ha ocupado el lugar de la señora Rouncewell; aunque los collares de perlas y los tarros de maquillaje estén perfectamente calculados para deslumbrar al todo Bath, al inválido en sus circunstancias actuales le resultan indiferentes. Como se supone que Volumnia no sabe (y de hecho no sabe) lo que pasa, le resulta muy difícil brindar comentarios adecuados, y en consecuencia los sustituye por arreglos distraídos de las sábanas, locomociones, complicaciones de puntillas, una contemplación vigilante de los ojos de su pariente y un susurro exasperante a sí misma cuando se dice: «Está dormido.» Para negar cuya observación superflua Sir Leicester escribe indignado en la pizarra: «No.»
Por tanto, Volumnia cede la silla de al lado de la cama a la anciana ama de llaves y se sienta a una mesa un poco más allá, exhalando suspiros de solidaridad. Sir Leicester contempla la nieve y la lluvia y escucha en espera de unos pasos que vuelven. A oídos de su anciana servidora, que parece haber salido de un cuadro antiguo para escoltar a un Dedlock llamado a otro mundo, el silencio está preñado de ecos de sus propias palabras: «¿Quién se lo va a decir?»
El ayuda de cámara lo ha estado arreglando esta mañana con objeto de que esté todo lo presentable que permiten las circunstancias. Está reclinado en medio de montones de almohadas, con el pelo gris cepillado como de costumbre, las sábanas bien ordenadas y con una bata muy presentable. Tiene a mano el monóculo y el reloj. Es necesario (quizá ahora menos por la propia dignidad de él que por ella) que se lo vea lo menos cambiado y lo más posible con su aspecto de siempre. Las mujeres son habladoras, y aunque Volumnia es una Dedlock, no es una excepción. No cabe duda de que si él la hace quedarse ahí es para impedir que se vaya a hablar a otra parte. Está muy enfermo, pero hace frente con gran valor a sus problemas, tanto físicos como mentales.
Como la bella Volumnia es una de esas jovencitas animadas que no pueden mantenerse mucho tiempo en silencio sin correr un peligro inminente de que las ataque el dragón del Aburrimiento, pronto indica con una serie de bostezos obvios la cercanía de ese monstruo. Al considerar imposible reprimir esos bostezos por cualquier proceso que no sea el de la conversación, felicita a la señora Rouncewell por el hijo de ésta y declara que sin duda es una de las personas más atractivas que ha visto y que, como diríamos, tiene un aspecto tan militar como, cómo se llama, su Guardia de Corps favorito, ese hombre que tanto le gustaba, tan simpático, que murió en Waterloo.
Sir Leicester escucha este homenaje con tanto sorpresa, y mira en su derredor con tal confusión, que la señora Rouncewell considera necesario explicar:
—La señorita Dedlock no habla de mi hijo mayor, Sir Leicester, sino del menor. Lo he encontrado. Ha vuelto a casa.
Sir Leicester rompe el silencio con un grito:
—¿George, su hijo George ha vuelto a casa, señora Rouncewell?
La anciana ama de llaves se seca los ojos:
—Gracias a Dios, sí, Sir Leicester.
¿Le llega este descubrimiento de que alguien perdido ha vuelto a casa al cabo de tanto tiempo como una firme confirmación de sus esperanzas? ¿Piensa: «y no podré yo, con los medios de que dispongo, hacer que vuelva ella sana y salva después de esto, cuando en el caso de ella han pasado menos horas que años en el de él?».
De nada vale rogarle; ahora está decidido a hablar y lo hace. En medio de una serie de ruidos extraños, pero de manera lo bastante inteligible como para que se le comprenda:
—¿Por qué no me lo había dicho, señora Rouncewell?
—No ocurrió hasta ayer, Sir Leicester, y dudaba de que estuviera usted lo bastante bien para hablarle de esas cosas.
Además, la voluble Volumnia recuerda ahora con su gritito acostumbrado que nadie debía enterarse de que era el hijo de la señora Rouncewell, y de que ella no lo hubiera debido decir. Pero la señora Rouncewell protesta, con suficiente calor como para que se le infle la faja, que, naturalmente, se lo hubiera dicho a Sir Leicester en cuanto éste mejorase.
—¿Dónde está su hijo George, señora Rouncewell? —pregunta Sir Leicester.
La señora Rouncewell, no poco alarmada por la forma en que él pasa por alto las órdenes del médico, responde que en Londres.
—¿En qué parte de Londres?
La señora Rouncewell se ve obligada a reconocer que está en la casa.
—Que venga a mi dormitorio. Que venga inmediatamente.
La anciana no puede hacer otra cosa que ir a buscarlo. Sir Leicester, dentro de sus limitadas posibilidades de movimiento, se arregla un poco para recibirlo, después vuelve a mirar a la lluvia y la nieve y a escuchar a ver si suenan los pasos de la que regresa. En la calle han ido poniendo montones de paja para sofocar los ruidos, y quizá pudiera llegar ella a la puerta sin que él oyese las ruedas.
Así yace, aparentemente olvidado de la sorpresa nueva y menor que acaba de recibir, cuando regresa el ama de llaves, acompañada por su hijo el soldado. El señor George se acerca silenciosamente al lecho, hace una inclinación, adopta la actitud de firmes con la cara sonrojada, y muy avergonzado de sí mismo.
—¡Dios bendito, efectivamente, es George Rouncewell! —exclama Sir Leicester—. ¿Te acuerdas de mí, George?
El soldado necesita mirarlo y distinguir entre unos sonidos y otros antes de saber lo que le acaban de decir, pero después de ello, y con una pequeña ayuda de su madre, responde:
—Tendría que tener muy mala memoria, Sir Leicester, para no recordar a usted.
—Cuando te miro, George Rouncewell —observa con dificultad Sir Leicester—, veo a un muchachito de Chesney Wold... al que recuerdo bien..., muy bien.
Se queda mirando al soldado hasta que se le llenan de lágrimas los ojos, y después vuelve a mirar la nieve y la lluvia.
—Con su permiso, Sir Leicester —dice el soldado—, ¿aceptaría usted mi ayuda para recostarse? Estaría usted más cómodo, Sir Leicester, si me permitiese cambiarle de posición.
—Por favor, George Rouncewell; ten la amabilidad.
El solidado lo toma en brazos como si fuera un niño, lo levanta blandamente y lo deja con la cara más vuelta hacia la ventana.
—Gracias. Combinas la suavidad de tu madre —dice Sir Leicester— con tus propias fuerzas. Muchas gracias. Le indica con la mano que no se vaya. George permanece en silencio al lado de la cama y espera a ver qué le dice.
—¿Por qué querías mantener el secreto? —pregunta Leicester, a quien estas palabras le llevan algún tiempo.
—La realidad, Sir Leicester, es que no soy precisamente un tipo del que presumir y... desearía, Sir Leicester, si no estuviera usted tan indispuesto (y espero que mejore pronto), que en general se me permitiera seguir de incógnito. Habría que dar explicaciones, que no resultaría demasiado difícil imaginar, que no vendrían muy bien ahora y que no dirían mucho en favor mío. Por muchas opiniones que haya en torno a muchos temas, en lo que creo que habría acuerdo universal, Sir Leicester, es en que yo no soy precisamente una joya.
—Has sido soldado —observa Sir Leicester—, y soldado leal.
George hace su inclinación militar habitual:
—En cuanto a eso, Sir Leicester, he cumplido con mi deber y con la disciplina, y era lo menos que podía hacer.
—George Rouncewell, me ves —dice Sir Leicester, cuya mirada sigue atraída hacia él— cuando no estoy nada bien.
—Lamento mucho oírlo y verlo, Sir Leicester.
—Estoy seguro de que es verdad. No. Además de mi enfermedad anterior, he tenido un ataque repentino y grave. Algo que atonta —haciendo una tentativa de pasarse una mano por un costado— y que confunde... —tocándose los labios.
George, con una mirada de asentimiento y solidaridad, hace otra inclinación. Reaparecen ante ambos, y a ambos conmueven, otros tiempos en que ambos eran jóvenes (el soldado mucho más) y se miraban el uno al otro, allá en Chesney Wold.
Sir Leicester, evidentemente muy decidido a decir, a su estilo, algo que tiene en la cabeza antes de recaer, trata de recostarse un poco sobre las almohadas. George observa su gesto, lo vuelve a tomar en brazos y lo coloca tal como él desea.
—Gracias, George. Eres como mi otro yo. Me llevaste tantas veces la escopeta de repuesto en Chesney Wold, George... Y en estas circunstancias tan extrañas tú eres un ser conocido, muy conocido.
El soldado ha puesto el brazo más sano de Sir Leicester sobre su propio hombro al levantarlo, y Sir Leicester tarda en retirarlo al pronunciar esas palabras. Al cabo de un rato continúa diciendo:
—Iba a añadir, en relación con este ataque, que por desgracia ha coincidido con un leve malentendido entre Milady y yo. No quiero decir que haya habido diferencias entre nosotros, porque no las ha habido, sino que ha existido un malentendido acerca de determinadas circunstancias que sólo nos importan a nosotros y que, durante algún tiem-po, me priva de la compañía de Milady. Ella ha considerado necesario hacer un viaje... y espero que vuelva pronto. Volumnia, ¿se me entiende? No logro dominar totalmente la forma de pronunciar las palabras que digo.
Volumnia lo entiende perfectamente, y la verdad es que se expresa de manera mucho más clara de lo que se hubiera podido suponer hace un minuto. El esfuerzo con que lo hace queda grabado en la expresión preocupada y laboriosa de su rostro. Lo único que le permite hacerlo es su fuerza de voluntad.
—Por eso, Volumnia, quiero decir en tu presencia (y en la de mi vieja servidora y amiga, la señora Rouncewell, de cuya veracidad y fidelidad nadie puede dudar), y en presencia de su hijo George, que reaparece como un viejo recuerdo de mi juventud en el hogar de mis antepasados de Chesney Wold, en caso de que recaiga, en caso de que no me recupere, en caso de que pierda la facultad tanto de hablar como de escribir, aunque espero mejorar...
La anciana ama de llaves llora en silencio; Volumnia está agitadísima y tiene las mejillas encendidas; el soldado tiene los brazos cruzados y la cabeza un poco inclinada, y escucha con respeto atento.
—Por eso quiero decir y pido a todos ustedes que sean testigos (empezando, Volumnia, y con la mayor solemnidad, por ti) que mi relación con Lady Dedlock no se ha modificado. Que afirmo no tener motivo alguno de queja en contra de ella. Que siempre he sentido el mayor afecto por ella y que ese afecto permanece incólume. Díganselo a ella y a todos. Si jamás dicen ustedes algo menos que esto, serían culpables de falsedad deliberada para conmigo.
Volumnia protesta temblorosa que observará esas instrucciones a la letra.
—Milady es de posición elevada, es demasiado bella, demasiado perfecta, demasiado superior en casi todos los respectos a los mejores de quienes la rodean para no tener enemigos y calumniadores, afirmo. Que sepan éstos, igual que yo comunico a ustedes, que en perfecto uso de mi razón, mi memoria y mi comprensión, no revoco ninguna de las disposiciones que he hecho en su favor. No retiro nada de lo que jamás le haya concedido. Mi relación con ella no está modificada y no me retracto (cuando tengo plenos poderes para hacerlo si así lo deseara, como ven ustedes) de ninguna de las cosas que jamás haya podido hacer en su beneficio y por su felicidad.
La manera formal en que habla podría haber tenido en cualquier otro momento, como ha ocurrido muchas veces, algo de ridículo, pero en esta ocasión resulta grave y conmovedor. Su noble seriedad, su lealtad, la forma en que la protege valerosamente, en que conquista con generosidad su propio agravio y su propio orgullo en aras de ella, son sencillamente honorables, viriles y leales. Imposible ver nada más estimable en el brillo de esas cualidades en el más común de los obreros; imposible ver nada más estimable en el caballero de más alta alcurnia. De ese modo ambos aspiran por igual y ambos se elevan por igual, ambos, como hijos del polvo, brillan por igual.
Agotado por sus esfuerzos, se inclina con la cabeza en la almohada y cierra los ojos; pero sólo un minuto, y después vuelve a contemplar la nieve y a escuchar los ruidos que le llegan sofocados. El soldado se ha convertido ya en alguien necesario por la forma en que le presta esos pequeños servicios y por la forma en que él los puede aceptar. Nada se ha dicho, pero queda entendido. El soldado da uno o dos pasos atrás para no estar tan visible y monta la guardia un poco detrás de la silla de su madre.
Está empezando a caer el día. La niebla y el aguanieve en que se ha convertido la nevada son ya oscuras, y el fuego empieza a reflejarse más vívidamente en las paredes y en los muebles del dormitorio. Va aumentando la oscuridad; el gas brillante se enciende en las calles, y las pertinaces lámparas de petróleo que todavía se mantienen en ella, con su fuente de vida mitad helada y mitad deshelada, chisporrotean jadeantes, como feroces peces varados, que es lo que son. El gran mundo, que ha venido a pasearse sobre la paja y a llamar al timbre «para saber cómo esta», empieza a irse a su casa, a vestirse de gala, a cenar, a hablar de su querido amigo, con todos los modales más recientes, qué ya se han mencionado.
Y ahora, efectivamente, Sir Leicester va empeorando; está inquieto, se siente incómodo y sufre grandes dolores. Volumnia enciende una vela (con su aptitud predestinada para hacer siempre el gesto equivocado) y se le dice que la vuelva a apagar, porque todavía no hace lo bastante oscuro. Y, sin embargo, ya hace muy oscuro, todo lo oscuro que puede hacer. Al cabo de un rato lo intenta otra vez. ¡No! Que la apague. Todavía no hace lo bastante oscuro.
Su anciana ama de llaves es la primera en comprender que lo que él pretende es mantener ante sí mismo la ficción de que no es demasiado tarde.
—George —susurra cuando Volumnia baja a cenar—, a Sir Leicester no le gusta la idea de que Milady pasa otra noche fuera de casa. Vete un rato, hijo mío. Quiero hablar con él.
Se retira el soldado, y la señora Rouncewell se vuelve a sentar al lado de la cama.
—Sir Leicester.
—¿Es la señora Rouncewell?
—Claro, Sir Leicester.
—Temía que me hubiera usted dejado.
La mano de Sir Leicester está al lado de ella, que la toma y se la besa.
—Ésta es en la que no siento nada —dice Sir Leicester—. Pero eso sí que lo siento, señora Rouncewell.
Hace demasiado oscuro para verlo; sin embargo, ella cree que él se ha llevado la otra mano a los ojos.
—¿Dónde está su hijo George? ¿No se habrá ido? Quiero que esté aquí. No quiero que estén más que usted y él; esta noche prefiero que no haya nadie más.
—Él espera poderle ser útil y no se ha ido, Sir Leicester.
—¡Dele las gracias!
—Mi querido Sir Leicester, mi honorable señor —le susurra ella—, debo, por su propio bien y porque es mi deber, tomarme la libertad de pedirle e implorarle que no se quede así en la oscuridad y a solas, vigilante y a la espera, y dejando que el tiempo se arrastre. Permítame correr las cortinas y encender las velas y tratar de que esté Usted más cómodo. De todos modos, Sir Leicester, los relojes de las iglesias seguirán dando las horas, y la noche pasará exactamente igual. Milady volverá exactamente igual.
—Ya lo sé, señora Rouncewell, pero estoy muy débil... y hace tanto tiempo que se marchó el agente...
—No hace tanto tiempo, Sir Leicester. Todavía no hace veinticuatro horas.
—Pero eso es mucho tiempo. ¡Ay, cuánto tiempo!
Lo dice con un gemido que a ella le parte el corazón.
El ama de llaves sabe que no es un momento para infligirle el brillo de luces brillantes; cree que las lágrimas de él son demasiado sagradas para que las vea nadie, ni siquiera ella. Por eso se queda en la oscuridad durante un rato, sin decir una palabra, y después empieza a moverse lentamente: ahora atiza el fuego, después se queda ante la ventana oscura mirando a la calle. Por fin le dice él, que ha recuperado el dominio de sí mismo:
—Como dice usted, señora Rouncewell, no van a empeorar las cosas por reconocerlas. Se está haciendo tarde y no ha vuelto. ¡Encienda las luces! —Cuando se encienden se corren las cortinas; ya no le queda más que escuchar.
Pero pronto averiguan que, por triste y enfermo que esté, se anima cuando se le comunica quietamente que ya han encendido las chimeneas de los aposentos de ella y que todo está listo para recibirla. Por transparente que sea la ficción, estas alusiones a que se la espera hacen que él siga abrigando esperanzas.
Llega la medianoche y todo sigue en la incógnita. Ya quedan pocos carruajes en las calles, y en ese distrito no hay otros ruidos tardíos, salvo que alguien tan románticamente ebrio como para penetrar en la zona frígida entre allí y se dedique a pegar gritos por las calles. En esta noche de invierno reina tal silencio que el escucharlo es como contemplar una inmensa oscuridad. Si hubiera algo audible en este caso, rompe la oscuridad como una débil luz, y luego todo sigue más negro que antes.
Se dice al cuerpo de servidumbre que se vaya a la cama (y acepta la orden con mucho gusto, porque anoche estuvieron todos levantados hasta muy tarde) y sólo quedan la señora Rouncewell y George despiertos en el dormitorio de Sir Leicester. Mientras la noche va transcurriendo lentamente (o, más bien, cuando parece detenerse del todo, como ocurre entre las dos y las tres de la mañana), ven que él siente gran inquietud por enterarse del tiempo que hace, ahora que no puede mirar afuera. Entonces George, que patrulla regularmente cada media hora por los aposentos tan cuidadosamente atendidos, alarga su marcha hasta la puerta del vestíbulo, mira en su derredor y vuelve con las noticias mejores que puede dar acerca de la peor de las noches; sigue cayendo el aguanieve, e incluso las aceras de piedra están ahora cubiertas por un barrizal que llega hasta los tobillos.
Volumnia, en su habitación, que se halla en un descansillo apartado y alto de la escalera (la segunda vuelta después de las tallas y las molduras), habitación para primos que contiene un horrible aborto de retrato de Sir Leicester, desterrado por su crimen, y que de día contempla un patio solemne plantado de arbustos secos como especímenes antediluvianos de té negro, es presa de todo género de horrores. Uno de ellos, y no el menor, es posiblemente el horror de lo que ocurrirá con su pequeña renta en caso, como dice ella, de que «le pase algo» a Sir Leicester. En este sentido, «algo» significa una sola cosa, y es la última que le puede ocurrir a la conciencia de cualquier baronet del mundo conocido.
Un efecto de estos horrores es que Volumnia comprende que no puede acostarse en su propia habitación, ni sentarse junto a la chimenea de su propia habitación, sino que ha de salir con sus rubios cabellos tapados por una profusión de chales y sus bellas formas envueltas en magníficos paños, y recorrer la mansión como un fantasma. Recorrer en particular los aposentos, calientes y lujosos, preparados para alguien que sigue sin volver. Como en estas circunstancias no cabe pensar en la soledad, Volumnia cuenta con la com-pañía de su doncella, la cual, extraída de su propia cama con ese objeto, con mucho frío, mucho sueño y sintiéndose en general como una doncella ofendida y condenada por las circunstancias a trabajar con una prima de la nobleza, cuando había resuelto no ser doncella de alguien que no contara con menos de diez mil libras al año, no tiene precisamente una expresión dulce.
Sin embargo, las visitas que realiza periódicamente el soldado a esos aposentos durante su patrullar constituyen una garantía de protección y compañía, tanto para la señorita como para la doncella, lo cual hace que les resulten muy aceptables en lo más profundo de la noche. Cuando quiera que lo oyen avanzar, ambas hacen pequeños preparativos decorativos para recibirlo; en los otros momentos dividen sus guardias entre breves períodos de sopor y de diálogos, no totalmente exentos de acritud, acerca de si la seño-rita Dedlock, que se sienta con los pies apoyados en el guardafuegos, estaba o no a punto de caer a la chimenea cuando la rescató (con gran disgusto de ella) su genio guar-dián, la doncella.
—¿Cómo está ahora Sir Leicester, señor George? —pregunta Volumnia, ajustándose la capucha sobre la cabeza.
—Pues Sir Leicester está más o menos lo mismo, señorita. Se siente muy desanimado y muy enfermo, e incluso a veces delira un poco.
—¿Ha preguntado por mí? —pregunta tiernamente Volumnia.
—Pues no, no puedo decir que haya preguntado por usted, señorita. Es decir, no que yo haya oído.
—Verdaderamente, qué tristeza, señor George.
—Verdaderamente, señorita. ¿No sería mejor que se fuera usted a acostar?
—Sería mucho mejor que se fuera usted a acostar, señorita Dedlock —dice la doncella con firmeza.
Pero Volumnia responde que no. ¡No! A lo mejor la llaman, a lo mejor la necesitan de un momento a otro jamás se perdonaría si «pasara algo» y no estuviera ella allí. Se niega a aceptar la pregunta, que aventura la doncella, de cómo es que el «allí» es donde están ellas y no en su dormitorio (que está más cerca del de Sir Leicester), y, por el contrario, declara decidida que va a seguir allí. Volumnia, además, se enorgullece de declarar que no ha «pegado un ojo» (como si tuviera veinte o treinta), aunque resulta difícil conciliar esa afirmación con el hecho de que no cabe duda de que hace cinco minutos abrió los dos.
Pero cuando dan las cuatro y sigue sin ocurrir nada empieza a fallar la constancia de Volumnia, o más bien empieza a reforzarse, pues ahora considera que tiene la obligación de estar dispuesta para el día siguiente, cuando quizá tenga mucho que hacer; que, de hecho, por mucho que desee estar «allí» es posible que, como acto de abnegación, tenga que irse de «allí». Así, cuando reaparece el soldado y repite: «¿No sería mejor que se fuera usted a acostar, señorita?», y cuando la doncella protesta, con más firmeza que antes: «¡Sería mucho mejor que se fuera usted a acostar, señorita Dedlock! », se levanta mansamente y dice:
—¡Hagan conmigo lo que les parezca mejor!
El señor George opina que sin duda lo mejor es llevarla del brazo a la puerta de su habitación de prima, y la doncella considera, también sin duda, que lo mejor es meterla en la cama con muy poca ceremonia. En consecuencia, se adoptan esas medidas, y ahora el soldado, en su ronda, tiene la casa para él solo.
El tiempo no ha mejorado. Del pórtico, de los aleros, del parapeto, de todos los bordes, las columnas y las pilastras cae la nieve derretida. Se ha metido, como si fuera buscando refugio, por el dintel de la gran puerta, bajo ella, hacia las esquinas de las ventanas, en todos los puntos y los rincones de retiro, y ahí se derrite y muere. Sigue cayendo: en el tejado, en las claraboyas, e incluso por en medio de las claraboyas, gotea y gotea y gotea, con la misma regularidad del Paseo del Fantasma, en el piso empedrado de abajo.
El soldado, cuyos viejos recuerdos se han visto despertados por la grandeza solitaria de una gran mansión (que antes, en Chesney Wold, no era ninguna novedad para él), sube las escaleras y recorre las habitaciones de la zona noble, con un farol en la mano, que lleva alargada. Piensa en cómo han variado sus fortunas en las últimas semanas, y en su niñez rústica y en los dos períodos de su vida que tan extrañamente se han reunido al cabo de tan gran espacio intermedio; piensa en la víctima del asesinato, cuya imagen tiene reciente en el recuerdo, piensa en la dama que ha desaparecido de estos mismos aposentos y de cuya reciente presencia hay indicios por todas partes, piensa en el dueño de la casa que está arriba y en el presentimiento de «¿quién se lo va a decir?», mira acá y acullá y reflexiona cómo podría ahora ver algo para acercarse a lo cual, ponerle la mano encima y ver que no era sino una fantasía, haría falta gran osadía por su parte. Pero todo está vacío: vacío como la oscuridad que reina arriba y abajo, mientras vuelve a subir la gran escalera, vacío como este silencio opresivo.
—¿Sigue todo listo, George Rouncewell?
—Todo listo y en orden, Sir Leicester.
—¿No ha llegado ninguna noticia?
El soldado niega con la cabeza.
—¿No ha llegado ninguna carta de la que quizá no se hayan dado cuenta?
Pero sabe que no puede haber ninguna esperanza al respecto y vuelve a bajar la cabeza sin esperar respuesta. Su viejo conocido, como él mismo dijo hace unas horas, George Rouncewell, lo levanta para que vaya estando más cómodo a lo largo del resto de esa noche vacía de invierno y, como también conoce los deseos que no ha expresado, apaga la luz y vuelve a abrir las cortinas cuando amanece. El día llega como un fantasma. Frío, sin color y vago, envía por delante de sí un rayo de advertencia de color mortal, como si exclamara: «¡Mirad lo que os traigo a quienes miráis desde ahí! ¿Quién se lo va a decir?»
CAPITULO 59
La narración de Esther
Eran las tres de la mañana cuando por fin los edificios de Londres sustituyeron al campo y empezaron a formar calles. Habíamos ido avanzando por caminos que se hallaban en estado mucho peor que cuando los habíamos cruzado de día, pues desde entonces o había estado nevando o se había producido el deshielo; pero la energía de mi acom-pañante no disminuía. Me pareció que era lo único, aparte de los caballos, que nos había permitido continuar, y a menudo había ayudado a los mismos caballos. Éstos se habían detenido agotados a mitad de varias cuestas, se les había hecho cruzar corrientes de aguas turbulentas, se habían resbalado y se habían enredado en los arneses, pero él siem-pre había estado dispuesto con su linternita, y una vez arreglada la situación, siempre decía, imperturbable, lo mismo: «¡Adelante, muchachos!»
Yo no podía explicarme la firmeza y la confianza con que había organizado nuestro viaje de regreso. Sin titubear un momento, no se detuvo ni siquiera a hacer una pregunta hasta que nos hallábamos a pocas millas de Londres. Ahora le bastaba con unas pocas palabras acá o allá, y así llegamos, entre las tres y las cuatro de la mañana, a Islington.
No voy a detenerme en la angustia y la ansiedad con que estuve reflexionando, durante todo este tiempo, que a cada minuto dejábamos a mi madre cada vez más atrás. Creo que abrigaba una firme esperanza de que él tuviera razón, y sin duda tenía un objetivo decidido de seguir a aquella mujer; pero me atormentaba al ponerlo yo misma en tela de juicio y debatirlo a lo largo de todo el viaje. Otras preguntas que tampoco podía dejarme de hacer eran las de qué ocurriría cuando la encontrásemos y qué nos podría compensar por esta pérdida de tiempo; me sentía horriblemente torturada por largas reflexiones a estos respectos cuando por fin nos detuvimos. Nos paramos en una calle principal en la que había una posta. Mi acompañante pagó a nuestros dos postillones, que estaban tan completamente cubiertos de manchas como si hubieran sido arrastrados por los caminos al igual que el carruaje, y tras darles una breve orientación acerca de dónde debían lle-varlo a este último, me sacó del vehículo y me llevó a otro que había escogido para el resto del recorrido.
—¡Pero, hija mía! —me dijo al hacerlo—. ¡Qué mojada está usted!
Yo no tenía conciencia de ello. Pero la nieve derretida había ido entrando en el carruaje y yo me había apeado dos o tres veces cuando se cayó un caballo y había que levantarlo, y la humedad me había empapado el vestido.. Le aseguré que no importaba, pero no logré disuadir al postillón, que conocía al señor Bucket, de que fuera corriendo hacia su establo, de donde sacó una brazada de paja seca y limpia. La sacudieron y me la pusieron encima, y la encontré cálida y confortable.
—Ahora, hija mía —dijo el señor Bucket, mirando por la ventana después de abrigarme—, vamos a buscar a esta persona. Quizá nos lleve algún tiempo, pero seguro que a usted no le importa. Ya sabe usted que tengo mis motivos. ¿No?
No pensé en cuáles serían, no pensé en que dentro de muy poco tiempo los comprendería mejor, pero le aseguré que tenía confianza en él.
—Y tiene usted razón, hija mía —me respondió—. ¡Le voy a decir una cosa! Si tiene usted la mitad de confianza en mí de la que yo tengo en usted, después de cómo la he ido conociendo, a mí me basta. ¡Dios mío!, usted no plantea problemas. Jamás he visto a una joven de cualquier condición social ( y he conocido a muchas de muy alto rango) que se conduzca como ha hecho usted desde que la sacaron de la cama. Es usted una joya, eso es —dijo el señor Bucket; muy cálidamente—; es usted una joya. Le dije que celebraba mucho el no haber constituido un obstáculo para él, pues así era, y que esperaba seguir sin serlo.
—Hija mía —replicó—, cuando una señorita es tan amable como dispuesta y tan dispuesta como amable es todo lo que pido y más de lo que puedo esperar. Entonces se convierte en una Reina, y eso es lo que es usted.
Con aquellas palabras de aliento (y de verdad que me alentaron en aquellas circunstancias de soledad y preocupación), se subió al pescante y volvimos a salir. No sabía entonces, ni he sabido después, adónde fuimos, pero parecíamos buscar por las calles más estrechas y peores de Londres. Cada vez que lo veía dar instrucciones al postillón yo me preparaba para meternos en más laberintos de calles así, y siempre era eso lo que ocurría.
A veces salíamos a una calle más ancha, o llegábamos a un edificio mayor que los habituales y bien iluminado. Entonces nos deteníamos, y yo lo veía consultar con otros hombres. A veces se metía por un arco o daba la vuelta a una esquina y mostraba misteriosamente la luz de su linternilla. Aquello atraía luces parecidas de diversos lugares oscuros, como si fueran insectos, y se celebraba una nueva consulta. Gradualmente parecíamos ir confinando nuestra búsqueda a límites más estrechos y fáciles. Ahora ya había agentes de policía de servicio que podían decir al señor Bucket lo que éste quería saber y señalarle adonde ir. Por fin nos detuvimos para que él celebrase una conversación bastante larga con uno de aquellos hombres, conversación que me pareció satisfactoria por la manera en que él asentía de vez en cuando. Por fin terminó y vino hacia mí, con aire muy serio y atento.
—Ahora, señorita Summerson —me dijo—, estoy seguro de que no va usted a alarmarse pase lo que pase. No necesito hacerle más advertencia que decirle que ya hemos encontrado a esta persona y que quizá me resulte usted útil incluso sin que me dé yo cuenta. No me gusta perdirle esto, hija mía, pero ¿querría usted ir un ratito a pie?
Naturalmente, me bajé de inmediato y le tomé del brazo.
—Hay que andar con cuidado para no caerse —dijo el señor Bucket—, pero tómese usted su tiempo.
Aunque yo iba mirando en mi derredor confusa y apresuradamente, cuando cruzamos la calle pensé que sabía dónde estábamos y le pregunté:
—¿Estamos en Holborn?
—Sí —dijo el señor Bucket—. ¿Conoce usted esta esquina?
—Parece Chancery Lane.
—Y así se llama, hija mía —dijo el señor Bucket.
Dimos la vuelta a la esquina y mientras seguíamos avanzando entre el barro oí que los relojes daban las cinco y media. Seguimos en silencio y a toda la velocidad que podíamos por un suelo tan resbaladizo, cuando vino alguien hacia nosotros por la estrecha acera, envuelto en una capa, que se detuvo y se hizo a un lado para dejarme pasar. En aquel mismo momento oí una exclamación de sorpresa y mi propio nombre, pronunciado por el señor Woodcourt. Conocía muy bien su voz.
Fue algo tan imprevisto y tan..., no sé si calificarlo de agradable o doloroso, el encontrarme con él tras mi viaje errático y febril y en medio de la noche, que no pude con tener las lágrimas. Era como oír su voz en un país extranjero.
—¡Mi querida señorita Summerson, usted en la calle a esta hora y con este tiempo!
Se había enterado por mi Tutor de que yo había tenido que salir por algún asunto fuera de lo común, y así me lo expresó para que no tuviera yo que darle explicaciones. Le dije que acabábamos de dejar un coche y que íbamos a..., pero para eso tuve que mirar a mi acompañante.
—Pues mire usted, señor Woodcourt —me había oído decir su nombre—, ahora vamos a ir a la calle siguiente. Soy el inspector Bucket.
El señor Woodcourt, pese a mis protestas, se había despojado a toda prisa de su capa y me la estaba poniendo a mí.
—Muy buena idea —dijo el señor Bucket, ayudándolo—, muy buena idea.
—¿Puedo acompañarlos? —preguntó el señor Woodcourt, no sé si a mí o a mi acompañante.
—¡Por Dios! —exclamó el señor Bucket, haciéndose cargo de la respuesta—. Naturalmente que sí.
Todo aquello transcurrió en un momento, y me llevaron entre los dos, envuelta en la capa.
—Acabo de separarme de Richard —dijo el señor Woodcourt—. He estado con él desde anoche a las diez.
—¡Está enfermo!
—No, no, créame; no está enfermo, pero tampoco bien del todo. Estaba deprimido y se sentía débil, ya sabe usted cómo se preocupa y se agita a veces, y, naturalmente, Ada envió a buscarme; y cuando llegué a casa encontré una nota de ella y vine inmediatamente. ¡Bueno! Richard se recuperó mucho al cabo de un rato, y Ada estaba tan contenta y tan convencida de que era gracias a mí, aunque bien sabe Dios que yo tuve poco que ver con ello, que me quedé con él hasta que llevaba varias horas durmiendo. ¡Y espero que también ella esté durmiendo bien!
El tono amistoso y familiar con que hablaba de ellos, el evidente cariño que les tenía, y la agradecida confianza que yo sabía había inspirado él a mi niña y la tranquilidad que yo sabía le inspiraba a ella su presencia, ¿cómo podía separar todo aquello de la promesa que me había hecho él? ¡Qué desagradecida debo de haber sido yo al no recordar las palabras que me había dicho cuando se sintió tan conmovido por el cambio que había sufrido mi aspecto: «¡Lo acepto como un mandato, y como un mandato sagrado!»
Entrábamos en otra callejuela.
—Señor Woodcourt —dijo el señor Bucket, que lo había estado observando atentamente mientras avanzábamos—, nuestro negocio nos lleva a un papelero de los tribunales que hay aquí: un tal señor Snagsby. Pero veo que usted ya lo conoce, ¿no? —Era tan sagaz que lo percibió en un instante.
—Sí, he oído hablar de él y lo he visitado en su tienda.
—¿Verdaderamente, caballero? —dijo el señor Bucket—. Entonces tendrá usted la bondad de permitirme que deje a la señorita Summerson con usted durante un momento, mientras voy a hablar un instante con él.
El último agente de policía con el que había hablado estaba detrás de nosotros en silencio. Yo no me había dado cuenta hasta que intervino cuando dije yo que había oído gritar a alguien.
—No se alarme, señorita —comentó—. Es la criada de Snagsby.
—Mire —dijo el señor Bucket—, la chica tiene ataques, y esta noche ha tenido uno muy malo. Verdaderamente es una lástima, pues quiero que me dé una información y hay que hacerla que recupere el sentido sea como sea. .
—En todo caso, no estarían despiertos todavía si no fuera por ella, señor Bucket —dijo el otro—. Lleva así prácticamente toda la noche, inspector.
—Pues es verdad —replicó—. Se me ha terminado la linterna. Encienda usted la suya un momento.
Todo ello dicho en susurros, a una o dos puertas de la casa en la que se oían débilmente llantos y gemidos. En medio del pequeño círculo de luz que se creó entonces, el señor Bucket fue a la puerta y llamó. Tuvo que llamar dos veces antes de que le abrieran, y entró, dejándonos a nosotros en la calle.
—Señorita Summerson —dijo el señor Woodcourt—, si no es un abuso de confianza, permítame quedarme a su lado.
—Es usted muy amable —respondí—. No quiero guardar secretos con usted; si guardo alguno, es que no me pertenece.
—Le entiendo perfectamente. Confíe en mí, no seguiré a su lado más que si ello no obliga a usted a violarlo.
—Confío en usted implícitamente —dije—. Sé y aprecio perfectamente que usted considera sagradas las promesas.
Al cabo de un rato volvió a aparecer el circulito de luz y avanzó hacia nosotros el señor Bucket con un gesto de preocupación y dijo:
—Por favor, señorita Summerson, entre y siéntese junto a la chimenea. Señor Woodcourt, según información fidedigna, entiendo que es usted médico. ¿Querría usted ver a esta chica y ver si se puede hacer algo para que se recupere? Tiene por alguna parte una carta que necesito especialmente. No está en su baúl y creo que la debe de tener ella, pero está tan rígida y tan tiesa que es difícil manejarla sin hacerle daño.
Entramos los tres juntos en la casa; pese a lo frío e inclemente del tiempo, olía a cerrado porque nadie había dormido en ella en toda la noche. En el pasillo que había detrás de la puerta estaba un hombrecillo asustado y de aspecto triste embutido en un sobretodo gris, que parecía tener una gran cortesía natural y que hablaba mansamente.
—Baje las escaleras, señor Bucket, por favor —dijo—. Perdone la señorita esta cocina; es la que usamos como cuarto de estar de diario. Atrás está el dormitorio de Guster, ¡y hay que ver la que está armando la pobrecita!
Bajamos las escaleras, seguidos por el señor Snagsby, que según averigüé en seguida era como se llamaba el hombrecillo. En la cocina y junto al fuego estaba la señora Snagsby, con los ojos enrojecidos y una expresión muy severa.
—Mujercita —dijo el señor Snagsby al entrar tras nosotros—, por cesar (pues no quiero andar con circunloquios, querida mía) las hostilidades durante un momento en el curso de esta larga noche, éstos son el Inspector Bucket, el señor Woodcourt y una señora.
La señora Snagsby pareció muy asombrada, como era lógico, y me miró a mí con especial dureza.
—Mujercita —repitió el señor Snagsby sentándose en el rincón más lejano de la puerta, como si estuviera tomándose libertades—, no es improbable que me preguntes por qué el Inspector Bucket, el señor Woodcourt y una señora vienen a vernos en Cook's Court, Cursitor Street, a esta hora. No lo sé. No tengo la menor idea. Si me lo dijeran, creo que no lo entendería, y prefiero que no me lo digan.
Parecía tan triste, sentado con la cabeza apoyada en la mano, y yo parecía tan mal recibida allí que iba a presentar mis excusas, cuando el señor Bucket se hizo cargo de la situación.
—Bueno, señor Snagsby —dijo—, lo mejor que puede usted hacer es entrar con el señor Woodcourt a ver cómo está su Guster...
—¡Mi Guster, señor Bucket! —exclamó el señor Snagsby—. Siga, caballero, siga. Es la última acusación que me faltaba.
—Y sostener la vela —siguió el señor Bucket sin corregirse—, o sostenerla a ella, o hacer lo que sea necesario según le pidan. Y no hay nadie que esté mejor dispuesto a hacerlo que usted, pues sé que es usted una persona educada y amable y que tiene un corazón muy sensible (Señor Woodcourt, ¿tendría usted la bondad de ir a verla y si consigue sacarle la carta entregármela en cuanto pueda?).
Cuando salieron ellos, el señor Bucket me hizo sentarme en un rincón junto a la chimenea y sacarme los zapatos mojados, que él puso a secar en el guardafuegos, mien-tras seguía hablando:
—No se moleste usted en absoluto, señorita, por la falta de hospitalidad de aquí la señora Snagsby, porque está totalmente confundida. Ya lo verá, y antes de lo que resulta agradable a una dama que por lo general forma sus ideas correctamente, porque se lo voy a explicar. —Y después, de pie junto a la chimenea y con el sombrero y los chales húmedos en la mano, todo él calado hasta los huesos, se volvió hacia la señora Snagsby—: Bueno, lo primero que voy a decirle a usted, como mujer casada poseedora de ciertos encantos, si se me permite decirlo («creedme, si todos esos encantos, y todo lo demás», canción que ya conocerá usted, porque sería inútil que me dijera usted que no conoce la buena sociedad), encantos, atractivos, digo, que deberían dar a usted confianza en sí misma, es que ha hecho usted mal.
La señora Snagsby pareció alarmarse un tanto, se aplacó un poco y preguntó titubeante a qué se refería el señor Bucket.
—¿Que a qué se refiere el señor Bucket? —repitió éste, y vi por su gesto que mientras hablaba estaba en todo momento escuchando a ver si se descubría la carta, lo cual me inquietó mucho, pues comprendí lo importante que debía de ser—, le voy a decir a qué se refiere, señora. Vaya a ver lo que hizo Otelo. Ésa es su tragedia.
La señora Snagsby le preguntó, inquieta, por qué.
—¿Por qué? —dijo el señor Bucket—. Porque es lo que le va a pasar a usted si no se anda con cuidado. Pero si ahora mismo sé que no está usted completamente segura acerca de esta señorita. Pero, ¿voy a decirle quién es? Vamos, vamos, es usted lo que yo calificaría de mujer intelectual, con un alma demasiado grande para su cuerpo, por así decirlo, y como presa en él, y usted me conoce y recuerda dónde me vio la última vez y de qué se hablaba en aquel círculo. ¿No? ¡Sí! Muy bien. Esta señorita es aquella señorita.
La señora Snagsby pareció comprender la alusión mejor que yo misma por el momento.
—Y el chico duro, al que ustedes llamaban Jo, estaba metido en el mismo asunto, y en ningún otro, y el copista que usted sabe estaba metido en el mismo asunto, y en ningún otro; y su marido, aunque no tenía más idea de ello que su tatarabuelo, se vio metido (por el señor Tulkinghorn, difunto, su mejor cliente) en el mismo asunto y en ningún otro, y todo este montón de gente ha estado metido en el mismo asunto, y en ningún otro. Y, sin embargo, una mujer casada con los atractivos que posee usted cierra los ojos (y bien bonitos que son, por cierto) y va y se da de golpes con su hermosa cabeza contra la pared. ¡Me siento avergonzado de usted! (Yo creía que el señor Woodcourt ya se la hubiera podido sacar.)
La señora Snagsby hizo un gesto con la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos.
—¿Eso es todo? —dijo el señor Bucket, excitado—. No. Mire lo que pasa. Otra persona metida en este asunto y en ningún otro, persona en muy mal estado, viene aquí esta noche y se la ve hablando con su criada, y entre ella y su criada pasa un papel por el que yo daría inmediatamente cien libras. ¿Qué hace usted? Se esconde y las mira y se tira usted encima de la criada, sabiendo que le dan ataques, y que le dan por cualquier cosa, de una manera tan sorprendente, y con tal severidad, que le da un ataque que no se le puede pasar, ¡cuando puede que de las palabras de esa chica dependa una vida!
Decía ahora lo que pensaba con tal sentimiento que involuntariamente apreté las manos y sentí que la habitación se ponía a dar vueltas. Pero se detuvo. Volvió el señor Woodcourt, le puso un papel en la mano y se marchó otra vez.
—Ahora, señora Snagsby, lo único que puede usted hacer para arreglar las cosas —dijo el señor Bucket, con una mirada rápida al papel— es dejarme que hable una palabra a solas con esta señorita. Y si se le ocurre a usted algo que pueda hacer para ayudar al caballero que está en la otra cocina o se le ocurre algo que tenga más probabilidades de hacer que esa chica recupere el sentido, ¡hágalo lo más rápido y lo mejor que pueda! —Ella desapareció en un instante y él cerró la puerta—. Ahora, hija mía, ¿está usted tranquila y segura de sí misma?
—Totalmente —contesté.
—¿De quién es esta letra?
Era la de mi madre y estaba escrita a lápiz, en una hoja de papel arrugada y rota, llena de manchas de humedad. Estaba doblada aproximadamente como una carta y dirigida a mí en casa de mi Tutor.
—Usted conoce la letra —me dijo él—, y si es lo bastante firme como para leerme la carta, hágalo! Pero no se deje usted ni una palabra.
Estaba escrita en diferentes momentos. Leí lo siguiente:
Vine a la casa con dos objetos. Primero para ver a mi niña, si podía, una vez más —pero sólo para verla—, no para hablar con ella ni para que se enterase de que estaba cerca. El otro objeto era escapar a la persecución y perderme. Que no se culpe a la madre por lo que ha hecho. La ayuda que me ha prestado la concedió cuando le aseguré que era por el bien de mi niña. Hay que recordar a su hijo muerto. El consentimiento de los hombres fue comprado, pero la ayuda de ella fue gratuita.
—«Vine». Eso es lo que escribió —dijo mi acompañante— cuando estaba descansando allí. Corresponde a lo que yo pensaba. Tenía razón yo.
La parte siguiente estaba escrita en otro momento:
He hecho mucho camino, y durante muchas horas, y sé que pronto voy a morir. ¡Qué calles! No quiero más que morir, pero se me ha permitido no tener que añadir ese pecado al resto de los míos. El frío, la lluvia y el cansancio son causas suficientes para que se me encuentre muerta, pero moriré por otras causas, aunque éstas no son las que me hacen sufrir. Era lógico que todo lo que me había sostenido cediera de golpe y que yo muriese de terror y de mala conciencia.
—Tenga ánimo —dijo el señor Bucket—. Ya sólo quedan unas palabras.
También éstas estaban escritas en otra ocasión. Según parecía, casi en la oscuridad.
He hecho todo lo que podía por perderme. Así se me olvidará dentro de poco y lo deshonraré a él lo menos posible. No tengo nada por lo que se me pueda reconocer. Ahora dejo este papel. El lugar donde voy a yacer, si puedo llegar hasta allí, es algo en lo que he pensado muchas veces. Adiós. Perdón.
El señor Bucket me hizo apoyarme en su brazo y me forzó suavemente a sentarme:
—¡Ánimo! No crea usted que soy duro con usted, hija mía, pero en cuanto sienta usted fuerzas, póngase los zapatos y prepárese.
Hice lo que me pedía, pero me quedé allí un largo rato, rezando por mi pobre madre. Todos ellos estaban ocupados con la muchacha, y oí las instrucciones que les daba el señor Woodcourt que hablaba mucho con ella. Por fin llegó él con el señor Bucket y dijo que como era muy importante hablarle con amabilidad, le parecía que lo mejor era que fuese yo quien le pidiera la información que deseábamos. No cabía duda de que ahora ya podía responder a las preguntas, si se la podía tranquilizar, en lugar de alarmarla. Las preguntas, dijo el señor Bucket, eran cómo le había llegado la carta, lo que había ocurrido entre ella y la persona que le dio la carta y dónde había ido aquella persona. Traté con todas mis fuerzas de retener en la memoria todas las preguntas, y pasé con ellos al cuarto de al lado. El señor Woodcourt quería quedarse fuera, pero a solicitud mía entró con nosotros.
La pobre muchacha estaba sentada en el suelo, donde la habían colocado.
Estaban todos en torno a ella, aunque un poco separados, para que no le faltase el aire. No era guapa y parecía débil y pobre, pero tenía una cara triste y bondadosa, aunque todavía parecía algo fuera de sí. Me arrodillé a su lado y le puse la cabecita en mi hombro, ante lo cual me echó el brazo al cuello y rompió en llanto.
—Pobrecita mía —le dije, apoyándole la cara en la frente, pues yo también lloraba y temblaba—, parece una crueldad molestarte en estos momentos, pero aunque dispusiera de una hora no podría decirte cuántas cosas dependen de que sepamos algo de esta carta.
Ella empezó a declarar agitada que no había querido hacer nada malo, ¡no había querido hacer nada malo, señora Snagsby!
—De eso estamos convencidos todos —dije—. Pero te ruego que me digas cómo fue que te llegó.
—Sí, señorita, le voy a decir la verdad. Señora Snagsby, le digo que voy a decir la verdad.
—Estoy convencida —dije—. Y, ¿cómo fue?
—Yo había salido a un recado, señorita, mucho después del anochecer, muy tarde; y cuando volví a casa me encontré con una persona de aspecto vulgar, toda mojada y llena de barro, que miraba a nuestra casa. Cuando me vio entrar por la puerta me llamó y me preguntó si vivía aquí y yo le dije que sí y ella que no conocía más que uno o dos sitios de por aquí, pero que se había perdido y no podía encontrarlos. ¡Ay, qué voy a hacer, qué voy a hacer! ¡No me quieren creer! No me dijo nada malo y yo no le dije nada malo a ella, ¡de verdad, señora Snagsby! Su ama tenía que tranquilizarla y lo hizo, y debo decir que lo hizo muy contrita, de forma que la chica pudo seguir adelante.
—No podía encontrar esos sitios —dije yo.
—¡No! —exclamó la muchacha, meneando la cabeza—. ¡No! No podía encontrarlos. Y estaba muy débil, y cojeaba y estaba muy triste. Tan triste que si la hubiera visto usted, señor Snagsby, le hubiera dado media corona, ¡estoy segura!
—Bueno, Guster, hija mía —dijo él, sin saber al principio qué decir—, eso supongo.
—Pero hablaba tan fino —dijo la muchacha, mirándome con los ojos muy abiertos— que me partía el corazón. Y entonces me preguntó si yo sabía ir al cementerio. Y le pregunté qué cementerio. Y dijo que el cementerio de los pobres. Y entonces le dije que yo había sido una niña pobre y que eso dependía de la parroquia. Pero ella dijo que quería saber un cementerio de pobres no muy lejos de aquí, donde había un arco, y un escalón y una puerta de hierro.
Mientras yo la miraba y la tranquilizaba para que siguiera, vi que el señor Bucket recibía aquellas palabras con un gesto que me pareció de alarma.
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —exclamó la muchacha, tirándose del pelo con las manos— ¡qué voy a hacer, qué voy a hacer! Hablaba del cementerio en que enterraron a aquel hombre que se tomó la cosa esa para dormir, que vino usted a casa y nos dijo, señor Snagsby, que me dio tanto miedo, señora Snagsby. ¡Tengo miedo otra vez! ¡No me deje!
—Ahora ya estás mucho mejor —le dije—. Por favor, por favor, sigue.
—¡Sí, voy a seguir, voy a seguir! Pero no se enfade conmigo, señorita, que he estado muy mala.
¡Enfadarme con ella, la pobrecilla!
—¡Bueno! Ya sigo, ya sigo. Entonces me preguntó si podía decirle cómo encontrarlo y le dije que sí y se lo dije, y ella me miró con unos ojos casi como si estuviera ciega y dio unos pasos atrás. Y entonces se sacó la carta y me la enseñó y me dijo que si la ponía en el correo se quedaría toda borrada y no se ocuparían de ella ni la mandarían, de que si yo la quería agarrar y enviarla y que al mensajero le pagarían en la casa. Y entonces yo dije que sí, si no era nada malo, y ella dijo que no, que no era nada malo. Y entonces yo la agarré y ella me dijo que no tenía nada que darme, y yo le dije que yo también era pobre, que no quería nada. Y entonces ella dijo: «¡Que Dios te bendiga! », y se fue.
—¿Y se fue...?
—Si —exclamó la muchacha, adelantándose a la pregunta—, ¡sí!, se fue por el camino que yo le había dicho. Entonces yo entré en casa y la señora Snagsby me vino por detrás no sé cómo y me agarró y me dio miedo.
El señor Woodcourt la apartó suavemente de mí. El señor Bucket me abrigó y salimos inmediatamente a la calle. El señor Woodcourt titubeaba, pero le dije: «¡No me abandone usted ahora!», y el señor Bucket añadió: «Más vale que venga usted con nosotros, quizá lo necesitemos; ¡no pierda el tiempo!».
Mis recuerdos de aquel trayecto están sumidos en la mayor confusión. Recuerdo que no era de noche ni de día; que estaba amaneciendo, pero todavía no se habían apagado los faroles, que seguía cayendo el aguanieve y que todas las calles estaban inundadas. Recuerdo que por ellas pasaban algunas personas con aspecto de tener mucho frío. Recuerdo los tejados mojados, las cunetas inundadas hasta reventar, los montones de hielo y de nieve ya negros sobre los que pasamos, lo estrechas que eran las callejuelas que cruzamos. Al mismo tiempo recuerdo que parecía como si aquella pobre chica estuviera contando su historia audible y claramente, que podía sentir cómo descansaba en mis brazos, que las fachadas sucias de las casas adquirían aspecto humano y me miraban, que en el interior de mi cabeza parecían abrirse enormes esclusas y lo mismo ocurría en el aire, y que las cosas irreales eran más claras que las reales.
Por fin nos detuvimos bajo un pasaje oscuro y mísero en el cual ardía una sola lámpara encima de una puerta de hierro, y donde la mañana apenas si lograba penetrar.
La puerta estaba cerrada. Al otro lado había un cementerio, un lugar horrible del que lentamente iba alejándose la noche, pero en el que apenas si podía discernir yo unos montones de tumbas y de losas profanadas, rodeadas de casas sucísimas con unas cuantas luces mortecinas en las ventanas, y cuyas paredes estaban impregnadas de una humedad densa, como una enfermedad. En el escalón de la puerta, todo mojado y rezumante por todas partes, vi, con un grito de piedad y de horror, que yacía una mujer: Jenny, la madre del niño muerto.
Me eché a correr, pero me detuvieron, y el señor Woodcourt me rogó con la mayor seriedad, e incluso con lágrimas que antes de dirigirme a aquella mujer escuchara un instante lo que decía el señor Bucket. Creo que lo hice. Estoy segura de que lo hice.
—Señorita Summerson, si piensa usted un momento me comprenderá. Intercambiaron vestidos en la casita. Intercambiaron vestidos en la casita. Yo era capaz de repetir mentalmente aquellas palabras y de comprender lo que significaban en sí, pero no les atribuía sentido alguno en otro respecto.
—Y una volvió —dijo el señor Bucket— y la otra siguió adelante. Y la que siguió adelante sólo recorrió un cierto camino convenido entre ellas para disimular y luego deshizo el camino y volvió a su casa. ¡Piénselo un momento!
También aquello lo podía repetir mentalmente, pero no tenía la menor idea de lo que significaba. Veía ante mí, yacente en el escalón, a la madre del niño muerto. Tenía un brazo apretado a uno de los barrotes de la puerta de hierro, y parecía abrazarlo. Allí estaba la que hacía tan poco había hablado con mi madre. Allí estaba, un ser en apuros, sin abrigo, sin sentido. La que había traído la carta de mi madre, la que podía darme la única pista de dónde estaba mi madre; la que tenía que guiarnos para rescatarla y salvarla después de buscarla tanto tiempo, ya que había caído en esta condición debido a algo relacionado con mi madre que yo no podía vislumbrar, cuando en aquel mismo momento ella podía estar ya fuera de nuestro alcance y nuestra ayuda; ¡allí estaba, y no me dejaban llegar a ella! Vi, pero no comprendí, el gesto solemne y compasivo del señor Woodcourt. Vi, pero no comprendí, cómo tocaba al otro en el pecho para retenerlo. Vi que se descubría en aquel aire inclemente, con un gesto de respeto a algo. Pero ya no podía comprender nada de aquello.
Incluso oí qué se decían el uno al otro:
—¿Le dejamos que vaya?
—Más vale. Que sean sus manos las primeras en tocarla. Tienen más derecho que las nuestras.
Fui a la puerta y me incliné. Levanté la cabeza inerte, hice a un lado el pelo largo y claro y le di la vuelta a la cara. Y era mi madre, fría y muerta.
CAPITULO 60
Perspectiva
Paso ahora a otros episodios de mi narración. La bondad de todos los que me rodeaban me consoló tanto que nunca puedo recordarlo sin conmoverme. Ya he dicho tanto acerca de mí misma, y queda tanto por decir, que no voy a seguirme refiriendo a mi dolor. Estuve enferma, pero no durante mucho tiempo, e incluso evitaría mencionarlo, si pudiera olvidar la solidaridad que me manifestaron.
Paso ahora a otros episodios de mi narración. Durante mi enfermedad seguimos en Londres, adonde había venido la señora Woodcourt, por indicación de mi Tutor, a pasar una temporada con nosotros. Cuando mi Tutor creyó que yo estaba lo bastante bien para hablar con él como hacíamos en los viejos tiempos, aunque hubiera podido ser antes si él me hubiera creído, volví a mi trabajo y a ocupar mi silla al lado de la suya. El mismo era el que había dicho cuándo podíamos hacerlo, y nos hallábamos a solas.
—Señora Trot —dijo, recibiéndome con un beso—, bienvenida otra vez al Gruñidero, hija mía. Tengo un plan que exponerte, mujercita. Me propongo que sigamos aquí, quizá seis meses, quizá más, según vayan las cosas. En resumen, quedarnos aquí bastante tiempo. .
—¿Y entre tanto no volver a Casa Desolada? —pregunté.
—¿Sí, hija mía? Casa Desolada —respondió— tendrá que cuidarse por sí sola.
Me pareció que hablaba en tono apenado, pero al mirarlo vi que su cara, siempre amable, estaba iluminada por la más brillante sonrisa.
—Casa Desolada —repitió, y comprendí que su tono no era de pena— tendrá que aprender a cuidarse por sí sola. Está muy lejos de Ada, hija mía, y Ada te necesita mucho.
—Es típico de usted, Tutor —dije—, haber tenido eso en cuenta, para darnos una sorpresa tan agradable a ambas.
—Y no es nada desinteresado, hija mía, si es que pretendes decir que yo adolezco de esa virtud, pues si estuvieras siempre yendo y viniendo, poco tiempo podrías dedicarme. Y, además, deseo tener todas las noticias de Ada que sea posible, en esta situación de distanciamiento mío con el pobre Rick. No sólo noticias de ella, sino también de él, el pobre.
—¿Ha visto usted al señor Woodcourt esta mañana, Tutor?
—Veo al señor Woodcourt todas las mañanas, señora Durden.
—¿Sigue diciendo lo mismo de Richard?
—Lo mismo. No tiene ninguna enfermedad física que él sepa; por el contrario, parece que no tiene ninguna. Pero no está tranquilo por él. ¿Quién podría estarlo?
Últimamente mi niña bienamada nos había venido a ver todos los días; algunos días dos veces. Pero siempre habíamos previsto que esto sólo duraría hasta que yo me recuperase. Sabíamos perfectamente que su ferviente corazón estaba tan lleno como siempre de afecto y de gratitud para con su primo John, y que Richard no le había dicho que se mantuviera alejada de nosotros. Pero también sabíamos, por otra parte, que ella consideraba tener la obligación para con él de no hacernos muchas visitas. La delicadeza de mi Tutor lo había percibido en seguida, y había tratado de comunicarle que a su juicio tenía razón ella.
—Nuestro pobre, desgraciado, equivocado Richard —dije—. ¿Cuándo se despertará de su engaño?
—No va a hacerlo por ahora, hija mía —replicó mi Tutor—. Cuanto más sufre, menos deseos siente de verme, pues me ha convertido en el principal representante del gran motivo de sus sufrimientos.
Yo no pude evitar añadir:
—¡Qué falta de razón!
—Ay, señora Trot, señora Trot —respondió mi Tutor—, ¡qué habrá de razonable en Jarndyce y Jarndyce! Por arriba sinrazón e injusticia, en el centro sinrazón e injusticia y en el fondo sinrazón e injusticia, desde el principio hasta el final (suponiendo que alguna vez tenga algún final). ¿Cómo va el pobre Rick, que se pasa la vida ocupándose de este asunto, sacar de él algo de razón? Eso sería como cuando en la antigüedad los hombres pedían peras al olmo.
Su amabilidad y su consideración para con Richard, siempre que hablábamos de él, me conmovía tanto que en seguida dejaba yo de hablar del tema.
—Supongo que el Lord Canciller, y los Vicecancilleres, y todos los grandes señores de la Cancillería, se sentirían infinitamente asombrados ante tanta sinrazón y tanta injusticia por parte de uno de sus pleiteantes —siguió diciendo mi Tutor—. ¡Cuando esos eruditos señores empiecen a cultivar rosas de las nieves con el polvo que echan en sus pelucas, yo también empezaré a asombrarme!
Se contuvo con una mirada a la ventana para ver de qué lado soplaba el viento y se apoyó en el respaldo de mi silla.
—¡Bueno, bueno, mujercita! Sigamos adelante, hija mía. Hemos de dejar estos escollos al tiempo, la suerte y un posible cambio favorable de las circunstancias. Que no naufrague Ada en todo esto. Ni ella ni él se pueden permitir la más remota posibilidad de perder a otro amigo. Por eso he pedido especialmente a Woodcourt, y ahora te lo pido especialmente a ti, hija mía, que no planteemos el tema con Rick. Que pase el tiempo. La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, tarde o temprano me juzgará con más lucidez. Yo puedo esperar.
Pero le confesé que yo ya lo había comentado con él y que, según me parecía, también lo había hecho el señor Woodcourt.
—Eso me ha dicho —contestó mi Tutor—. Muy bien. Él ya ha presentado sus protestas, y la señora Durden las suyas, y ya no queda nada más que decir al respecto. Ahora paso a la señora Woodcourt. ¿Qué te parece, hija mía?
En respuesta a aquella pregunta, que era extrañamente abrupta, dije que me agradaba mucho, y que me parecía más simpática que antes.
—A mí también me lo parece —dijo mi Tutor—. ¿Menos aristocracia? ¿No tanto hablar de Morgan-ap.... como se llame?
Reconocí que a eso me refería, aunque este último era persona muy inofensiva, incluso cuando no se hacía más que hablar de él.
—Sin embargo, en general, bien está en sus montañas nativas —dijo mi Tutor—. Estoy de acuerdo contigo. Entonces, mujercita, ¿no te importa que retenga aquí a la señora Woodcourt durante algún tiempo?
—No. Pero...
Mi Tutor me miró, en espera de lo que iba yo a decir.
No tenía nada que decir. Al menos, no tenía nada in mente que pudiera decir. Tenía una impresión indefinida de que sería mejor si tuviéramos otra compañía, pero difícilmente podría explicar por qué, ni siquiera a mí misma. O, si me lo podía explicar a mí misma, desde luego a nadie más.
—Ya sabes —siguió mi Tutor— que nuestro barrio está cerca del de Woodcourt, así que puede venir a verla siempre que quiera, lo cual agrada a ambos, y ella ya está acostumbrada a nosotros y te tiene mucho cariño a ti.
Sí. Aquello era innegable. No tenía nada que decir en contra. No se me ocurría mejor sugerencia que hacer, pero no me sentía del todo tranquila. Esther, Esther, ¿por qué no? ¡Piensa, Esther!
—Es un plan muy bueno, de verdad, querido Tutor, y es lo mejor que podemos hacer.
—¿Seguro, mujercita?
Totalmente seguro. Había tenido un momento para pensar desde que me había impuesto aquella obligación, y estaba totalmente segura.
—Muy bien —dijo mi Tutor—. Así lo haremos. Aprobado por unanimidad.
—Aprobado por unanimidad —repetí, y seguí con mis labores.
Lo que estaba bordando era un mantelito para su mesa de lectura. Lo había dejado a un lado la noche antes del triste viaje, y nunca había vuelto a él. Ahora se lo enseñé y lo admiró mucho. Cuando le expliqué el patrón que estaba siguiendo y los bonitos dibujos que irían apareciendo, se me ocurrió volver a nuestro último tema.
—Querido Tutor, cuando hablamos del señor Woodcourt antes de que se nos fuera Ada, dijo usted que le parecía que él iba a pasar una larga temporada en otro país. ¿Lo ha seguido consultando él después?
—Sí, mujercita; muchas veces.
—Y, ¿ha tomado ya esa decisión?
—Me parece más bien que no.
—¿Quizá tiene otras perspectivas? —pregunté.
—Pues... sí... quizá —respondió mi Tutor que inició su contestación con mucha lentitud—. Dentro de medio año más o menos van a designar a un médico de los pobres en un cierto lugar de Yorkshire. Es un lugar próspero, bien situado, con arroyos y calles, medio urbano y medio rural, con fábricas y con páramos, y parece ser un buen puesto para un hombre como él. Quiero decir para un hombre cuyas esperanzas y objetivos se sitúan a veces (aunque oso decir que lo mismo ocurre con la mayor parte de los hombres) por encima del nivel ordinario, pero para quien el nivel ordinario acabará por ser lo bastante alto si resulta constituir un medio de ser útil y de servir a la gente, aunque no lleve a otra cosa. Supongo que todos los espíritus generosos son ambiciosos, pero la ambición que a mí me gusta es la que se confía calmadamente a ese camino, en lugar de tratar espasmódicamente de volar por encima de él. Éste es el tipo de ambición de Woodcourt.
—Y, ¿logrará que lo nombren a él? —pregunté.
—Pues, mujercita —respondió mi Tutor con una sonrisa—, como no soy oráculo no puedo decirlo con seguridad, pero creo que sí. Tiene muy buena reputación; cuando el naufragio había gente de esa parte del país entre las víctimas y, aunque resulte extraño decirlo creo que el mejor candidato será el que tenga más oportunidades. No creas que el puesto esté muy bien dotado. Es algo muy, pero que muy corriente, hija mía; un puesto con mucho trabajo y muy poco sueldo, pero cabe esperar que con el tiempo vayan mejorándole las cosas.
—Los pobres de ese lugar tendrán motivos para bendecir la elección, si el elegido es el señor Woodcourt, Tutor.
—Tienes razón, mujercita; estoy seguro de ello.
No hablamos más del asunto, ni él volvió a comentar una palabra sobre el futuro de Casa Desolada. Pero era la primera vez que yo había ocupado mi silla a su lado, con mi vestido de luto, y consideré que aquello lo explicaba.
Ahora empecé a visitar a mi niña todos los días, en el rincón triste y sombrío en el que vivía. Solía ir por las mañanas, pero siempre que me encontraba una hora libre, me ponía el sombrero y salía corriendo a Chancery Lane. Ambos se alegraban tanto de verme a cualquier hora, y sonreían de tal modo cuando me oían abrir la puerta y entrar (como me sentía en mi propia casa, nunca llamaba), que de momento yo no temía importunarlos.
En muchas de aquellas ocasiones no estaba presente Richard. En otras estaba escribiendo documentos relativos a la Causa, sentado a su mesa, siempre llena de papeles que no se podían tocar. A veces me lo encontraba a la puerta de la oficina del señor Vholes. Otras me lo encontraba por la calle, paseándose y mordiéndose las uñas. Muchas veces me lo encontré en Lincoln's Inn, cerca del lugar donde lo había conocido yo, y ¡qué diferencia, qué diferencia!
Yo sabía muy bien que el dinero que le había llevado Ada estaba quemándose igual que las velas que veía encendidas tras el oscurecer en la oficina del señor Vholes. No era mucho para empezar; cuando se casaron, él ya estaba endeudado, y para entonces yo no podía dejar de comprender lo que significaba el que el señor Vholes estuviese arrimando el hombro, como me decían que seguía haciendo. Mi niña llevaba la casa lo mejor que podía y trataba con todas sus fuerzas de economizar. Pero yo sabía que cada día eran más pobres.
En aquel rincón miserable ella brillaba como una hermosa estrella. Lo ornaba y lo honraba de tal modo que se convertía en un lugar distinto. Estaba más pálida que cuando vivía en casa y un poco más callada de lo que me parecía natural a mí, cuando siempre había sido animada y tan llena de esperanzas, pero tenía la cara tan alegre que medio me convencí de que su amor por Richard la había hecho ser ciega a la carrera hacia la ruina en que estaba empeñado éste.
Un día, mientras me hallaba bajo aquella impresión, fui a cenar con ellos. Al entrar en Symond's Inn me encontré con la pequeña señorita Flite que salía. Había ido a hacer una de sus solemnes visitas a los pupilos de Jarndyce, como los seguía llamando, y aquella ceremonia le había causado el mayor placer. Ada ya me había dicho que venía a verlos todos los lunes a las cinco, con un lacito blanco adicional en el sombrero, lacito que nunca aparecía en ningún otro momento, y llevando al brazo el mayor de sus ridículos llenos de documentos.
—¡Hija mía! —empezó diciendo—. ¡Qué alegría! ¿Cómo está usted? Me alegro mucho de verla. Y, ¿va a usted a visitar a nuestros interesantes pupilos de Jarndyce? ¡Pues claro! Nuestra preciosidad está en casa, hija mía, y estará encantada de verla.
—Entonces, ¿todavía no ha vuelto Richard? —pregunté—. Me alegro, pues temía llegar un poco tarde.
—No, no ha llegado —respondió la señorita Flite. Ha tenido un día muy ocupado en el Tribunal. Allí lo dejé con Vholes. Espero que a usted no le guste Vholes, ¿verdad? Que no le guste Vholes. ¡Hombre Pe-li-gro-so!
—Me temo que usted ve a Richard más a menudo que de costumbre ¿no? —dije.
—Hija mía —contestó la señorita Flite—, todos los días y a todas las horas. Jovencita, después de mí es el pleiteante más constante que hay en el Tribunal. Empieza a divertir un tanto a nuestro grupito. Somos un grupito muy agradable, ¿no?
Era tristísimo oír aquello de su pobre boca de loca, aunque no era ninguna sorpresa.
—En resumen, mi estimada amiga —continuó la señorita Flite, llevándome los labios al oído con un aire mezcla de maternalismo y de misterio—, debo decirle un secreto. Lo he convertido en mi albacea. Lo he designado, constituido y nombrado. En mi testamento. Sí, señora.
—¿De verdad? —pregunté.
—Sí, señora —repitió la señorita Flite con su tono más distinguido—: albacea, administrador y derechohabiente (como decimos en la Cancillería, jovencita). He pensado que si me voy, podrá asistir al fallo. Por lo regularmente que asiste.
Suspiré al pensar en él.
—Hubo un tiempo en que pensé —continuó la señorita Flite haciéndose eco del suspiro— en designar, constituir y nombrar al pobre Gridley. También muy regular, querida mía. ¡Le aseguro que era ejemplar!, pero se fue, el pobre, de modo que he designado a su sucesor. No se lo diga a nadie. Se lo comento en confianza.
Abrió cuidadosamente su ridículo un poco y me mostró una hoja de papel que había dentro, doblada y con el nombramiento del que hablaba.
—Y otro secreto, hija mía. He aumentado mi colección de pájaros.
—¿De verdad, señorita Flite? —dije, sabiendo cómo le agradaba que se recibieran sus confidencias con aire de interés.
Asintió varias veces y después adoptó un gesto sombrío y triste:
—Dos más. Los llamo los pupilos de Jarndyce. Están enjaulados con todos los demás. Con Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Reposo, Vida, Polvo, Cenizas, Despilfarro, Necesidad, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte, Astucia, Tontería, Palabrería, Pelucas, Trapos, Pergamino, Saqueo, Precedente, Jerga, Necedad y Absurdo.
La pobrecilla me dio un beso con la expresión más turbada que había visto yo jamás en ella y siguió adelante. La forma en que había recitado a toda prisa los nombres de sus pájaros, como si le diera miedo escucharlos incluso de sus propios labios, me dejó helada.
Aquél no era un preparativo muy alegre para mi visita y podría haberme privado de la compañía del señor Vholes cuando Richard (que llegó un minuto o dos después que yo) lo trajo para que compartiese nuestra cena. Aunque ésta era muy sencilla, Ada y Richard salieron juntos unos minutos de la habitación para ir preparando lo que íbamos a comer y beber. El señor Vholes aprovechó aquella oportunidad para celebrar conmigo una pequeña conversación en voz baja. Se acercó a la ventana ante la que estaba sentada yo y empezó a hablar de Symond's Inn.
—Un lugar aburrido, señorita Summerson, para quien no lleve vida oficial —dijo el señor Vholes, manchando el vidrio con su guante negro en lugar de limpiarlo.
—Aquí no hay mucho que ver —comenté.
—Ni qué oír, señorita —respondió el señor Vholes—. A veces llega algo de música, pero la gente de leyes no somos aficionados a la música, y pronto la rechazamos. Espero que el señor Jarndyce esté tan bien de salud como desean todos sus amigos.
Di las gracias al señor Vholes y le dije que estaba perfectamente.
—No tengo el placer de que me admita entre sus amigos —dijo el señor Vholes— y sé que en ese círculo a veces se mira a la gente de nuestra profesión con malos ojos. Sin embargo, nuestro último objetivo, tanto si se habla bien como si se habla mal de nosotros, y pese a todo género de prejuicios (porque somos víctimas de prejuicios) es que todo se lleve a cabo abiertamente. ¿Qué tal aspecto encuentra usted al señor C, señorita Summerson?
—Parece estar muy enfermo. Terriblemente preocupado.
—Exactamente —dijo el señor Vholes.
Estaba detrás de mí, con su larga figura negra que llegaba casi hasta el techo de aquellas habitaciones bajas, tocándose los granos de la cara como si fueran adornos y hablando para sus adentros y con calma, como si en su naturaleza no cupiera una pasión ni una emoción humanas.
—Creo que el señor Woodcourt viene a visitar al señor C, ¿no? —continuó.
—El señor Woodcourt es un amigo desinteresado —respondí.
—Pero yo me refiero que viene a visitarlo profesionalmente, como médico.
—Es poco lo que puede servir eso para quien se siente desgraciado —dije.
—Exactamente —contestó el señor Vholes.
Era tan lento, tan árido, de sangre tan fría y tan delgado, que me pareció que Richard estuviera perdiendo la vida bajo los ojos de este asesor, que tenía algo del Vampiro.
—Señorita Summerson —dijo el señor Vholes, frotándose muy lentamente las manos enguantadas, como si a su frío sentido del tacto fuera lo mismo que estuvieran cubiertas de cabritilla como si no—, el matrimonio del señor C no ha sido nada acertado.
Le rogué que me excusara si no quería comentarlo. Le dije (un poco indignada) que se habían comprometido cuando ambos eran muy jóvenes y cuando las perspectivas que tenían ante sí eran mucho más claras y brillantes. Cuando Richard todavía no había cedido a la lamentable influencia que ahora oscurecía su vida .
—Exactamente —volvió a asentir el señor Vholes—. Sin embargo, y con miras a que todo se haga abiertamente, observaré, con su permiso, señorita Summerson, que considero este matrimonio muy desacertado. Debo manifestar esta opinión no sólo por los parientes del señor C, ante los que naturalmente deseo protegerme, sino también por mi propia reputación, que me es muy cara, como profesional que desea ser respetable; cara para mis tres hijas en casa, para quien trato de lograr una pequeña independencia; cara, diré incluso, para mi anciano padre, a quien tengo el privilegio de mantener.
—Sería un matrimonio muy diferente, mucho más feliz y mejor, completamente distinto, señor Vholes —dije si se persuadiera a Richard para que volviera la espalda a la fatal actividad a la que se dedica usted con él.
El señor Vholes, con una tos callada (casi un jadeo), sofocada con uno de sus guantes negros, inclinó la cabeza como si no quisiera poner totalmente en duda ni siquiera eso.
—Señorita Summerson —dijo—, es posible; y reconozco libremente que la joven dama que ha tomado el nombre del señor C de manera tan desacertada (estoy seguro que no se va a pelear usted conmigo por volver a decir esto, como obligación que tengo para con los parientes del señor C) es una dama muy distinguida. Mi trabajo me ha impedido relacionarme mucho con la sociedad en general, salvo en mi carácter profesional; pero creo tener la competencia para percibir que es una dama muy distinguida. En cuanto a su belleza, no soy juez de ese aspecto, y nunca le he prestado gran atención desde que era un muchacho, pero oso decir que la dama también es muy apta desde ese punto de vista. Así la consideran, según he oído, los pasantes del Inn, y es un aspecto en el cual ellos son mejores jueces que yo. En cuanto a la actividad del señor C en materia de sus intereses...
—¡Ah! ¡Sus intereses, señor Vholes!
—Usted perdone —respondió el señor Vholes que seguía hablando igual que antes para sus adentros y de forma totalmente desapasionada—. El señor C persigue determinados intereses conforme a determinados testamentos que están en disputa en el pleito. Es la expresión que empleamos nosotros. En cuanto a la forma en que el señor C defiende sus intereses, ya mencioné a usted, señorita Summerson, la primera vez que tuve el placer de conocerla, y llevado por mi deseo de que todo se haga abiertamente (y éstas fueron las palabras que utilicé, pues dio la casualidad de que después las anoté en mi diario, que puedo presentar en todo momento), ya le mencioné a usted que el señor C había establecido el principio de atender a sus propios intereses, y que cuando un cliente mío establecía un principio que no fuera de carácter inmoral (es decir, ilegal), me correspondiera a mí aplicarlo. Lo he aplicado; lo sigo aplicando. Pero por ningún motivo quiero disimular las cosas ante los parientes del señor C. Soy tan abierto con usted como lo fui con el señor Jarndyce. Considero que es mi obligación profesional, aunque no se la voy a cobrar a nadie. Digo abiertamente, por desagradable que resulte, que considero que los asuntos del señor C van muy mal, que considero que el propio señor C está muy mal, y que considero que este matrimonio es sumamente desacertado... ¿Qué si he llegado, señor mío? Sí, gracias; ya he llegado señor C, y estoy disfrutando del placer de una conversación muy agradable con la señorita Summerson, por cuya oportunidad le doy muchas gracias, señor mío.
Se había interrumpido en respuesta a Richard, que lo saludaba al entrar en la habitación. Para entonces, yo comprendía demasiado bien la forma minuciosa con que el señor Vholes se ponía a salvo a sí mismo y a su reputación, como para no sentir que nuestros peores temores estaban justificados por la marcha de los asuntos de su cliente.
Nos sentamos a cenar y tuve una oportunidad de observar preocupada a Richard. El señor Vholes (que se quitó los guantes para cenar) no me molestó, aunque se sentó frente a mí a la mesita, pues dudo que cuando alguna vez levantaba la vista, la apartara del rostro de su anfitrión. Encontré a Richard delgado y lánguido, mal vestido, distraído, forzándose de vez en cuando a animarse, aunque en otros intervalos recaía en actitudes tristemente pensativas. En torno a aquellos ojos grandes y brillantes que antes eran tan alegres ,se percibía un desánimo y una inquietud que los cambiaban totalmente. No puedo decir que pareciese viejo. Existe una ruina de la juventud que no es como la de la edad. Y en esa ruina habían caído la juventud y la belleza juvenil de Richard.
Comía poco y parecía sentirse indiferente a lo que comía; se mostraba mucho más impaciente que antes, y estaba irritable, incluso con Ada. Al principio me pareció que había perdido totalmente sus antiguos modales despreocupados, pero a veces seguían brillando en él, igual que yo a veces veía retazos de mi antigua cara contemplándome desde el espejo. Tampoco su risa lo había abandonado, pero era como el eco de un ruido alegre, y eso es algo que siempre da pena.
Sin embargo, estaba tan contento como de costumbre de tenerme en su casa, y lo mostraba con su afecto de siempre, y hablamos agradablemente de los viejos tiempos. No pareció que éstos interesaran al señor Vholes, aunque de vez en cuando daba un jadeo que creo era su forma de sonreír. Se levantó poco después de cenar y dijo que con permiso de las damas, iba a retirarse a su bufete.
—¡Siempre consagrado al trabajo, Vholes! —exclamó Richard.
—Sí, señor C —respondió—, los intereses de los clientes no pueden descuidarse nunca, señor mío. Ocupan el lugar supremo en los pensamientos de un profesional como yo que desea mantener un buen nombre entre sus colegas y la sociedad en general. Si me niego el placer de esta conversación tan agradable, quizá no sea por algo del todo ajeno a sus propios intereses, señor C.
Richard dijo estar seguro de ello, y tomando una vela acompañó a la puerta al señor Vholes. A su regreso nos dijo, más de una vez, que Vholes era un buen tipo, un tipo seguro, un hombre que hacía lo que decía hacer, un tipo muy bueno, ¡de verdad! Lo decía de manera tan desafiante que me dio la impresión que había empezado a dudar del señor Vholes.
Después se tendió en el sofá, agotado, y Ada y yo recogimos las cosas, pues no tenían más servicio que la mujer que también limpiaba el bufete. Mi niña tenía allí un piano pequeño y se sentó en él para entonar en voz baja alguna de las canciones favoritas de Richard, pero primero se llevó la lámpara a la habitación de al lado, pues él se quejaba de que le hacía daño en los ojos.
Me senté entre ellos, al lado de mi niña, y sentí gran melancolía al escuchar su dulce voz. Creo que Richard también; creo que por eso quería que la habitación se quedara a oscuras. Llevaba algún tiempo cantando ella, e interrumpiéndose a veces para inclinarse él y hablarle, cuando llegó el señor Woodcourt. Éste se sentó junto a Richard y medio en broma, medio en serio, con toda naturalidad y facilidad, averiguó cómo se sentía y dónde había pasado el día. Después le propuso que le acompañara a dar un breve paseo por uno de los puentes, pues era una noche de luna y fresca, y Richard se manifestó muy dispuesto y salieron juntos.
Nos dejaron a mi niña todavía sentada al piano y a mí todavía sentada a su lado. Cuando salieron, le pasé el brazo por la cintura. Ella me puso la mano izquierda en la mía (pues yo estaba sentada de aquel lado) pero mantuvo la derecha sobre el teclado y lo recorrió una vez tras otra, sin tocar una nota.
—Esther, querida mía —dijo, rompiendo el silencio—, Richard nunca está tan bien y yo jamás me siento tan tranquila por él como cuando está con Allan Woodcourt. Eso te lo tenemos que agradecer a ti.
Señalé a mi niña que difícilmente podía ser así, pues el señor Woodcourt había ido a la casa de su primo John y allí nos había conocido a todos, y siempre le había gustado Richard y a Richard siempre le había gustado él, etc.
—Todo eso es cierto —dijo Ada—, pero si es tan legal amigo nuestro, te lo debemos a ti.
Me pareció mejor dejar que mi niña pensara lo que quisiera y no decir más del asunto. Así se lo observé. Lo dije con voz despreocupada, pues sentí que temblaba.
—Esther, querida mía, quiero ser una buena esposa, una esposa buena, buenísima. Me tienes que enseñar a serlo.
¡Enseñárselo yo! No dije nada más, pues advertí que le temblaba la mano sobre las teclas y comprendí que no era yo quien debía hablar, que era ella quien tenía algo que decirme.
—Cuando me casé con Richard, no ignoraba lo que le esperaba. Yo llevaba mucho tiempo siendo perfectamente feliz con vosotros, y nunca había conocido problemas ni preocupaciones, pues me sentía muy querida y protegida, pero comprendía el peligro en que estaba él, mi querida Esther.
—Ya lo sé, ya lo sé, cariño mío.
—Cuando nos casamos, yo abrigaba algunas esperanzas de que podría convencerlo de su error, de que podría mirar las cosas de un modo nuevo como marido mío y no seguir de manera todavía más desesperada con el caso, cosa que hace por mí, pero es lo que está haciendo. Pero aunque no hubiera tenido esa esperanza, me hubiera casado igual con él, Esther. ¡Igual!
En la momentánea firmeza de la mano que no se detenía nunca, una firmeza inspirada por la expresión de estas últimas palabras y que murió con ellas, vi la confirmación de la seriedad de su tono.
—No debes creer, mi querida Esther, que no veo lo mismo que tú y que no temo lo mismo que tú. Nadie puede comprenderlo mejor que yo. La persona más sabia que jamás haya vivido en el mundo no podría conocer a Richard mejor de lo que lo conocía mi amor.
¡Con qué voz tan moderada y suave hablaba, y qué agitación expresaba su mano temblorosa al recorrer las teclas silenciosas! ¡Mi querida, mi queridísima niña!
—Lo veo todos los días cuando peor está. Lo contemplo en su sueño. Conozco cada uno de sus gestos. Pero cuando me casé con Richard estaba decidida, Esther, a con la ayuda del cielo no mostrarle nunca desaprobación por lo que hiciera, pues eso sólo serviría para hacerlo más desgraciado. Quiero que cuando llegue a casa no vea problemas en mi cara. Quiero que cuando me mire vea lo que ha amado en mí. Para eso me casé con él, y eso me sustenta.
Sentí que temblaba más. Esperé a ver lo que faltaba por decir y empecé a pensar que ya sabía lo que era.
—Y hay otra cosa que me sustenta, Esther.
Se interrumpió un minuto. Sólo interrumpió sus palabras; la mano seguía en movimiento.
—Miro un poco hacia el futuro, y no sé qué gran ayuda puede venir en mi socorro. Entonces, cuando Richard me mira, es posible que haya algo en mi seno más elocuente de lo que he sido yo, con más capacidad que yo para mostrarle cuál es el camino recto y conseguir que vuelva a él. Dejó de mover la mano. Me tomó en sus brazos y yo a ella en los míos.
—Si también el bebé fracasa, Esther, sigo mirando al futuro. Miro a un futuro dentro de mucho tiempo, años y años, y pienso que entonces, cuando yo ya sea vieja, o quizá haya muerto, una mujer hermosa, su hija, felizmente casada, podrá estar orgullosa de él y ser una bendición para él. O que un hombre valiente y generoso, tan guapo como era él antes, tan lleno de esperanzas y mucho más feliz se pasee al sol con él, respete sus cabellos grises y se diga a sí mismo: «¡Gracias a Dios que éste es mi padre, arruinado por una herencia fatal y recuperado gracias a mí!»
Mi dulce niña, ¡qué gran corazón era aquel que latía tan rápido a mi lado!
—Estas esperanzas me sustentan, mi querida Esther, y sé que lo seguirán haciendo. Aunque a veces, incluso ellas me abandonan, ante el temor que siento cuando miro a Richard.
Traté de animar a mi niña y le pregunté qué era. Me replicó, entre gemidos y sollozos:
—Que no viva el tiempo suficiente para ver al bebé.
CAPITULO 61
Un descubrimiento
Los días en que frecuentaba aquel lugar miserable, iluminado sólo por mi niña, no podrán borrarse jamás de mi recuerdo. Ahora nunca voy a él ni deseo ir; sólo he vuelto una vez, pero en mi recuerdo existe una luz dolorosa que brilla en el lugar, que brillará para siempre. Naturalmente, no pasaba un día en que no fuera a verlos. Al principio me encontré allí dos o tres veces con el señor Skimpole, que tocaba lánguidamente el piano y hablaba con su tono animado de siempre. Ahora, además de que a mí me parecía muy poco probable que él fuera a verlos sin empobrecer algo más a Richard, me pareció que en su alegría despreocupada había algo demasiado incoherente con lo que yo sabía de las honduras de la vida de Ada. También percibía claramente que Ada compartía mis sentimientos. En consecuencia, tras pensar mucho en ello, resolví hacer una visita en privado al señor Skimpole y tratar de explicarme con delicadeza. La gran consideración que me dio la osadía necesaria fue mi amor por mi niña.
Una mañana, acompañada por Charlie, me puse en marcha hacia Somers Town. Al acercarme a su casa sentí una fuerte inclinación a volverme atrás, pues sabía lo desesperado que era el tratar de impresionar con algo al señor Skimpole y la enorme probabilidad que existía de que me infligiera una derrota total. Sin embargo, pensé que ya que estaba allí seguiría adelante con ello. Golpeé con una mano temblorosa en la puerta del señor Skimpole (literalmente, con una mano, pues había desaparecido el aldabón), y tras una larga negociación conseguí que me dejase entrar una irlandesa que estaba en el vestíbulo cuando llamé yo, ocupada en romper la tapa de una cuba de agua con un atizador, para encender el fuego con las astillas.
El señor Skimpole estaba tumbado en el sofá de su habitación, tocando la flauta un poco, y se sintió encantado de verme. Me preguntó quién quería que me recibiera. ¿Quién prefería yo, como maestra de ceremonia? ¿Prefería a su hija de la Comedia, a su hija de la Belleza o a su hija del Sentimiento? ¿O prefería que vinieran todas las hijas a la vez, en un perfecto ramillete?
Repliqué, ya medio derrotada, que si me lo permitía quería hablar a solas con él.
—¡Mi querida señorita Summerson, con mucho gusto! Naturalmente —dijo, acercando su silla a la mía y rompiendo en su fascinante sonrisa—, naturalmente, no se trata de negocios. ¡Entonces es por placer!
Dije que desde luego no había venido a tratar de negocios, pero que tampoco era un asunto placentero.
—Entonces, mi querida señorita Summerson —respondió con la más franca alegría—, no aluda a ello. ¿Por qué va usted a aludir a algo que no sea placentero? Yo nunca lo hago. Y desde todos los puntos de vista, usted es un ser mucho más placentero que yo. Usted es perfectamente placentera; yo soy imperfectamente placentero; entonces, si yo nunca aludo a un asunto no placentero, ¡mucho menos debe hacerlo usted! De manera que eso es asunto terminado, y vamos a hablar de otra cosa.
Aunque yo me sentía violenta, tuve valor para intimar que seguía deseando hablar del tema.
—Creo que sería un error —dijo el señor Skimpole con su risa alegre— si pudiera imaginar que la señorita Summerson es capaz de cometer errores. ¡Pero no lo puedo imaginar!
—Señor Skimpole —dije, levantando mis ojos hacia los suyos—, he oído decir tantas veces que usted no comprende los asuntos comunes de la vida...
—¿Se refiere usted a nuestros tres amigos de la banca, L, C, y cómo se llama el último? ¿P? —dijo el señor Skimpole, muy animado—. ¡Ni idea!
—....Que quizá —continué diciendo— excuse usted mi atrevimiento al respecto. Creo que debería usted comprender con toda seriedad que Richard es más pobre ahora que antes.
—¡Dios mío! —replicó el señor Skimpole—. Y yo también, según me dicen.
—Y que sus circunstancias son muy precarias.
—¡Un caso de paralelismo exacto! —exclamó el señor Skimpole, con un gesto encantado.
—Como es natural, esto causa ahora a Ada una gran preocupación, que mantiene en secreto, y como creo que se preocupa menos cuando los visitantes no le exigen nada, y como Richard siempre sufre bajo el peso de una gran preocupación, se me ha ocurrido tomarme la libertad de decir que... si usted quisiera... no...
Me costaba gran trabajo llegar al meollo del asunto, pero él me tomó de ambas manos y, con la faz radiante y la expresión más animada, se me anticipó.
—¿Que no vuelva allí? Desde luego que no, mi querida señorita Summerson, desde luego que no en absoluto. ¿Por qué debería ir yo a verlo? Cuando voy a alguna parte, lo hago por placer. No voy a ningún lado por dolor, porque yo estoy hecho para el placer. El dolor me viene él solito cuando me busca. Ahora bien, últimamente he disfrutado de muy pocos placeres en casa de nuestro querido Richard, y los comentarios prácticos de usted demuestran por qué. Nuestros jóvenes amigos, al perder la juvenil poesía que antes resultaba tan cautivadora en ellos, empiezan a pensar: «Éste es un hombre que necesita dinero.» Y es verdad, yo siempre necesito dinero; no para mí, sino porque los comerciantes siempre quieren que se lo dé. Después, nuestros jóvenes amigos empiezan a pensar, pues se hacen mercenarios: «Éste es el hombre que ha tenido dinero..., que lo ha pedido prestado», lo cual es cierto. Yo siempre pido prestado. Y entonces nuestros jóvenes amigos, reducidos a la prosa (lo que es muy de lamentar) degeneran en su capacidad para impartirme placer. En consecuencia, ¿para qué voy a ir a verlos? ¡Absurdo!
En medio de la sonrisa radiante con la que me miraba, al ir razonando así, apareció ahora un gesto de benevolencia desinteresada que resultaba totalmente asombroso.
—Además —dijo, para continuar su argumento con su tono de convencimiento despreocupado—, si no voy buscando dolor a ninguna parte (lo cual sería una perversión del objetivo de mi existencia y algo monstruoso de hacer), ¿por qué voy a ir a ninguna parte a ser motivo de dolor? Si fuera a visitar a nuestros jóvenes amigos en su actual estado mental de confusión, les causaría dolor. Despertaría en ellos ideas desagradables. Podrían decir: «Éste es el hombre que ha recibido dinero y que no puede pagarlo», lo cual, evidentemente, es cierto; ¡nada más imposible! Entonces, la amabilidad exige que no vaya a visitarlos, y no lo haré.
Acabó besándome bienhumoradamente la mano y dándome las gracias. Nada más que el gran tacto de la señorita Summerson podía haberle descubierto aquello, dijo.
Me sentí muy desconcertada, pero reflexioné que si se había conseguido lo principal, poco importaba lo curiosamente que pervertía él todos los motivos para ello. Había determinado yo mencionar otra cosa, sin embargo, y pensé que no iba a dejarme desviar de ella.
—Señor Skimpole —añadí—, debo tomarme la libertad de decir, antes de concluir mi visita, que hace poco tiempo me sentí muy sorprendida al enterarme, de fuente muy bien informada, que usted sabía con quién se había ido de Casa Desolada aquel pobre muchacho y que en aquella ocasión aceptó usted un regalo. No se lo he mencionado a mi Tutor, pues temo hacerle un daño innecesario, pero sí puedo decir a usted que me sentí muy sorprendida.
—¿No? ¿Verdaderamente sorprendida, mi querida señorita Summerson? —respondió, inquisitivo, levantando sus agradables cejas.
—Enormemente sorprendida.
Se quedó pensándolo un momento, con una expresión muy agradable y caprichosa; después renunció a ello, y dijo con su tono más seductor:
—Ya sabe usted que yo soy un niño. ¿Por qué sorprendida?
Yo sentía renuencia a entrar en detalles al respecto, pero como me pidió que se lo dijera, pues verdaderamente sentía curiosidad por saberlo, le hice comprender, con las palabras más amables que pude, que su conducta parecía indicar el desprecio de varias obligaciones morales. Se sintió muy divertido e interesado al oírlo, y dijo con una sencillez ingenua:
—No. ¿De verdad? Ya sabe usted que yo no pretendo ser responsable. No podría. La responsabilidad es algo que siempre ha estado por encima de mí..., o por debajo —continuó el señor Skimpole—, ni siquiera sé cuál de las dos cosas, pero, como comprendo la forma en que ve este caso, mi querida señorita Summerson (siempre tan notable por su buen sentido práctico y su claridad), he de imaginar que se trata básicamente de una cuestión de dinero, ¿no es así?
Tuve la imprudencia de confirmarlo con reservas.
—¡Ah! Entonces comprenderá usted —dijo el señor Skimpole, negando con la cabeza— que es imposible que yo lo comprenda.
Al levantarme para irme, sugerí que no estaba bien traicionar la confianza de mi Tutor con un soborno.
—Mi querida señorita Summerson —respondió, con una hilaridad cándida típica en él—, a mí no se me puede sobornar.
—¿Ni siquiera el señor Bucket? —pregunté.
—No —me dijo—. Nadie. Yo no concedo ningún valor al dinero. No me importa. No lo conozco. No lo quiero. No lo guardo..., me separo de él inmediatamente. ¿Cómo se me puede sobornar a mí?
Mostré que yo tenía una opinión diferente, aunque no la capacidad para discutir el asunto.
—Por el contrario —dijo el señor Skimpole—, yo soy exactamente la persona que ha de ocupar una posición superior en un caso así. Yo estoy por encima del resto de la Humanidad en un caso así. Yo puedo actuar con filosofía en un caso así. Yo no estoy envuelto en prejuicios, como lo está un niño italiano en vendajes. Yo soy tan libre como el aire. Yo me considero tan encima de toda sospecha como la mujer del César.
¡Estoy segura de que jamás nadie ha tenido un aire tan despreocupado ni una imparcialidad tan juguetona como los que parecían servirle a él para convencerse, mientras jugueteaba con la cuestión como si fuera una pelota de plumas!
—Observe usted el caso, mi querida señorita Summerson. Se trata de un muchacho al que se recibe en la casa y al que se mete en la cama, en una condición que me parece muy objetable. Una vez que el muchacho está en la cama, llega un hombre, y es como el cuento de la Madre Gansa de la casa que construyó Jack. El hombre pregunta por el muchacho al que se ha recibido en la casa y se ha metido en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Luego está el billete que saca el hombre que pregunta por el muchacho que han recibido en la casa y puesto en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Luego está el Skimpole que acepta el billete que saca el hombre que pregunta por el muchacho al que se ha recibido en la casa y puesto en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Ésos son los hechos. Muy bien. ¿Debería el Skimpole haber rechazado el billete? ¿Por qué debería el Skimpole haber rechazado el billete? Skimpole protesta a Bucket: «¿Para qué es esto? Yo no lo comprendo, no me vale de nada, lléveselo.» Bucket sigue implorando a Skimpole que lo acepte. ¿Hay algún motivo para que Skimpole, que no está cargado de prejuicios, lo acepte? Sí. Skimpole los percibe. ¿Cuáles son? Skimpole razona en su fuero interno que se trata de un lince domesticado, un agente de policía en activo, un hombre inteligente, una persona cuyas energías han seguido un sentido concreto y que es muy sutil, tanto en cuanto a conceptos como a ejecución, que descubre en nombre nuestro a nuestros amigos y nuestros enemigos cuando se escapan, recupera nuestros bienes en nombre nuestro cuando nos roban, nos venga cómodamente cuando se nos asesina. Este agente de policía en activo y hombre inteligente ha adquirido, en el ejercicio de su oficio, una gran fe en el dinero; lo considera muy útil y hace que sea muy útil para la sociedad. ¿Voy yo a destruir esa fe de Bucket porque yo carezca de ella? ¿Voy yo a mellar adrede una de las armas de Bucket? ¿Voy yo a paralizar totalmente a Bucket en su siguiente actividad detectivesca? Y hay otras cosas. Si Skimpole hace mal al recibir el billete, entonces Bucket hace mal al ofrecer el billete, y hace mucho peor Bucket, porque él si que comprende estas cosas. Ahora bien, Skimpole quiere tener una buena opinión de Bucket; Skimpole considera fundamental, dentro de sus límites, para la cohesión general de las cosas, que él tenga una buena opinión de Bucket. El Estado le pide expresamente que confíe en Bucket. Y lo hace. ¡Eso es lo único que hace!
Yo no tenía nada que decir en respuesta a aquella declaración, y en consecuencia me despedí. Sin embargo, el señor Skimpole, que estaba de excelente humor, no estaba dispuesto a tolerar que yo volviera a casa acompañada sólo por la «pequeña Coavinses», y me vino a acompañar en persona. Por el camino me entretuvo con una conversación variada y encantadora, y al separarnos me aseguró que jamás olvidaría el exquisito tacto con el que yo le había informado de la situación de nuestros jóvenes amigos.
Como da la casualidad de que jamás volví a ver al señor Skimpole, puedo terminar ya diciendo de golpe todo lo que sé de él. Las relaciones entre él y mi Tutor se fueron enfriando, debido, sobre todo, a los motivos expuestos y a que había fríamente hecho caso omiso de las exhortaciones de mi Tutor (como supimos después por Ada) en relación con Richard. El que se separaran no tuvo nada que ver con que tuviese grandes deudas con mi Tutor. Murió cinco años después, y dejó tras de sí un diario, con cartas y otros documentos para su Biografía, que se publicó, y en la cual se demostraba que había sido víctima de una conspiración de toda la Humanidad contra un niño inocente. Se consideró que era una lectura entretenida, pero nunca leí de ese libro más que la frase sobre la que cayeron mis ojos por casualidad cuando lo abrí. Era la siguiente: «Jarndyce tiene en común con la mayor parte de los hombres que he conocido el ser la Encarnación del Egoísmo.»
Y ahora llego a una parte de mi relato que verdaderamente me afecta mucho y para la cual no estaba nada preparada cuando se produjeron las circunstancias. Aunque todavía me quedasen de vez en cuando algunos recuerdos en relación con mi vieja imagen, sólo volvían como algo perteneciente a una parte ya terminada de mi vida: terminada como mi adolescencia o mi infancia. No he censurado ninguna de mis múltiples debilidades a este respecto, sino que las he descrito con toda la fidelidad con que las recuerda mi memoria. Y espero y pretendo hacer lo mismo hasta las últimas palabras de estas páginas, que según veo ahora ya no tardarán mucho en llegar.
Iban pasando los meses, y mi niña, sustentada por las esperanzas que me había confiado, seguía siendo la misma estrella de belleza en aquel rincón miserable. Richard, cada vez más flaco y más demacrado, iba al Tribunal un día tras otro. Se quedaba allí sentado, apático, todo el día, aunque sabía que no existía la más remota posibilidad de que se mencionara el pleito, y se convirtió en un punto fijo de aquel lugar. Me pregunto si alguno de aquellos señores lo recordaba tal como era cuando fue por primera vez.
Tan completamente absorto estaba en sus ideas fijas, que cuando se hallaba con ánimo confesaba que ahora ya no saldría al aire libre «de no ser por Woodcourt». El señor Woodcourt era el único que distraía de vez en cuando su atención durante unas horas, y que incluso lograba reanimarlo cuando se sumía en un letargo mental y corporal que nos alarmaba mucho y cuyas recaídas se fueron haciendo más frecuentes con el transcurso de los meses. Mi niña tenía razón al decir que si persistía en su error de forma cada vez más desesperada era por ella. No me cabe duda de que su deseo de recuperar lo que había perdido se iba haciendo cada vez más intenso ante su pesar por su joven esposa, y se convirtió en algo parecido a la locura de un jugador.
Como ya he mencionado, yo iba a visitarlos a todas horas. Cuando iba por la noche, generalmente volvía a casa con Charley en un coche; a veces, mi Tutor venía a buscarme al distrito e íbamos juntos a casa. Una tarde había quedado en reunirse conmigo a las ocho. Yo no pude salir, como era mi costumbre, exactamente a la hora, pues estaba haciendo labores para mi niña y me quedaban unos puntos más que dar para terminar lo que estaba haciendo, pero apenas si habían pasado unos minutos cuando recogí mi cesto de labor, di a mi niña el último beso de aquella noche y bajé corriendo las escaleras. Me acompañó el señor Woodcourt, porque estaba anocheciendo.
Cuando llegamos al lugar habitual de encuentro (estaba muy cerca, y el señor Woodcourt ya me había acompañado muchas veces), mi Tutor no estaba. Esperamos media hora, paseándonos arriba y abajo, pero no había indicios de él. Convinimos en que o bien no había podido venir o había llegado y se había ido, y el señor Woodcourt propuso acompañarme a casa.
Era la primera vez que nos dábamos un paseo juntos, salvo aquel brevísimo hasta el punto de encuentro. Fuimos hablando de Richard y de Ada todo el camino. No le di las gracias con palabras por lo que había hecho él (para entonces, mi agradecimiento ya no se podía expresar con palabras), pero esperé que no dejara de comprender cuán fuertes eran mis sentimientos.
Cuando llegamos a casa y subimos, vimos que mi Tutor había salido, y también había salido la señora Woodcourt. Estábamos en la misma habitación a la que había llevado yo a mi niñita sonrojada cuando su joven corazón había elegido a su no menos joven amante, ahora convertido en un marido tan cambiado; la misma habitación desde la cual mi Tutor y yo los habíamos visto marcharse a la luz del sol, cuando acababa de florecer de su esperanza y su promesa.
Estábamos junto a la ventana abierta, mirando a la calle, cuando el señor Woodcourt me dirigió la palabra. En un momento supe que me amaba. En un momento supe que mi cara llena de cicatrices seguía siendo la misma para él. En un momento supe que lo que había pensado que era piedad y compasión, era un amor abnegado, generoso y leal. Pero era demasiado tarde para saberlo, demasiado tarde, demasiado tarde. Ése fue el primer pensamiento ingrato que tuve. Demasiado tarde.
—Cuando volví —me dijo—, cuando volví, sin más riquezas que cuando me fui, y la encontré a usted recién levantada de su lecho de enferma, pero tan inspirada por una dulce consideración por los demás, tan exenta de ideas egoístas...
—¡Ay, señor Woodcourt, deténgase, deténgase! —imploré—. No merezco esos elogios. En aquella época tenía muchas ideas egoístas, ¡muchas!
—Sabe el cielo, bien amada mía —me dijo—, que mis elogios no son los del enamorado, sino la verdad. No sabe usted lo que ven todos quienes la rodean en Esther Summerson, a cuántos corazones emociona y anima, qué admiración sagrada y qué amor despierta.
—¡Ay, señor Woodcourt! —exclamé—. El despertar amor es magnífico, ¡es magnífico despertar amor! Me siento orgullosa y honrada por lo que me dice, y el oírlo me hace derramar estas lágrimas, en las cuales se mezclan la alegría y la pena: alegría por haberlo despertado, pena por no haberlo merecido; pero no soy libre para pensar en el suyo.
Lo dije con mayores fuerzas, porque cuando me hacía estos elogios y oía su voz resonar con la idea de que lo que decía era verdad, aspiraba a ser más digna de ellos. No era demasiado tarde para eso. Aunque aquella noche cerrase yo aquella página imprevista de mi vida, no me bastaría toda ella para merecerla. Y me resultó reconfortante, y como un impulso, y sentí que en mi interior surgía una dignidad que me insuflaba él mientras iba pensando aquellas ideas.
Rompió él el silencio.
—Mal manifestaría yo la confianza que tengo en el ser amado y quien a partir de ahora amaré cada vez más —y la gran solemnidad con que lo dijo me dio al mismo tiempo fuerzas y ganas de llorar— si, después de sus seguridades de que no es libre para pensar en mi amor, insistiera yo en él. Querida Esther, déjame decirte únicamente que la afectuosa idea de ti que me llevé al extranjero se vio exaltada hasta el Cielo cuando volví a casa. Siempre esperé que en la primera hora en que pareciese caer sobre mí un rayo de buena fortuna, podría decírtelo. Siempre temí que te lo dijera en vano. Esta noche se cumplen tanto mis esperanzas como mis temores. Pero te estoy causando dolor. Ya he dicho bastante.
Pareció ocupar mi lugar algo que era como el Ángel que él me consideraba, ¡y sentí mucha pena por la pérdida que había sufrido él! Deseaba ayudarlo en su dolor, igual que ya había deseado cuando mostró su primera conmiseración por mí.
—Querido señor Woodcourt —dije—, antes de que nos separemos esta noche, tengo algo que decirle. Nunca podría decirlo como yo desearía... Nunca lo lograré..., pero...
Antes de que pudiese seguir, tuve que pensar, una vez más,. en que había de merecer más su amor y no ser indigna de su sufrimiento.
—... Tengo plena conciencia de su generosidad, y hasta la hora de mi muerte atesoraré su recuerdo. Sé perfectamente lo cambiada que estoy, y sé que no ignora usted mi historia, y sé lo noble que es un amor tan leal como el suyo. Lo que me ha dicho usted no hubiera podido afectarme tanto si procediera de otros labios; porque no existen otros que pudieran hacerlo tan preciado para mí. No se perderá. Hará que yo sea una persona mejor.
Se tapó los ojos con una mano y volvió la cabeza a un lado. ¿Cómo podría ser yo jamás digna de esas lágrimas?
—Sí, en las relaciones que seguiremos teniendo sin modificación alguna (en nuestros cuidados de Richard y de Ada, y espero en escenas de la vida mucho más felices), encuentra usted algo en mí que pueda considerar honestamente mejor que antes, créame usted si le digo que procederá de lo ocurrido esta noche, y que se deberá a usted. Nunca crea, mi querido, queridísimo señor Woodcourt, nunca crea que olvidaré esta noche, ni que mientras siga teniendo un corazón podrá ser éste insensible al orgullo y la alegría de haber sido amada por usted.
Me tomó la mano y me la besó. Había vuelto a su ser, y yo me sentí todavía más alentada.
—Por lo que acaba usted de decir —comenté—, me siento inducida a esperar que ha triunfado usted en su intento.
—Así es —me contestó—. Con la ayuda del señor Jarndyce, y como usted lo conoce muy bien puede imaginar hasta qué punto ha llegado, he triunfado.
—Que Dios lo bendiga a él por ello —dije, dándole la mano—, ¡y que el cielo lo bendiga a usted en todo lo que haga!
—Sus buenos deseos harán que lo haga mejor —me respondió—; harán que me inicie en esas nuevas funciones como si fueran una nueva misión sagrada encargada por usted.
—¡Ah, Richard! —exclamé involuntariamente—, ¿qué hará cuando se vaya usted?
—Todavía no tengo que irme; y, querida señorita Summerson, no lo abandonaría aunque ya tuviese que irme.
Consideré que era necesario referirme a otra cosa antes de que se fuera. Comprendí que no merecería ese amor que no podía aceptar si me la reservara para mis adentros.
—Señor Woodcourt —dije—, celebrará usted saber de mis labios, antes de que le desee buenas noches, que en el futuro, que se me abre claro y brillante, soy muy feliz, muy afortunada, no tengo nada que lamentar ni que desear.
Él me respondió que celebraba mucho saberlo.
—He sido desde mi infancia —continué diciendo— objeto de la bondad infatigable del mejor de los seres humanos, al cual estoy vinculado por todos los lazos del cariño, la gratitud y el amor, de modo que nada que pueda hacer en toda una vida podría expresar los sentimientos de un solo día.
—Comparto esos sentimientos —me replicó—; habla usted del señor Jarndyce.
—Usted conoce bien sus virtudes —le dije—, pero son pocos quienes pueden conocer la grandeza de su carácter como la conozco yo. Sus cualidades más elevadas y mejores nunca se me han revelado de modo más brillante que en la formación de ese futuro que me causa tanta felicidad. Y si no gozara él ya del homenaje y el respeto más elevados de usted (como sé que ocurre), creo que se lo ganarían estas seguridades y el sentimiento que ellas habrían despertado en usted hacia él y por amor a mí.
Replicó ferviente que, efectivamente, así hubiera sido. Volví a darle la mano.
—Buenas noches —dije—; adiós.
—En cuanto a lo primero, hasta mañana; en cuanto a lo segundo, ¿es como un adiós a este tema entre nosotros para siempre?
—Sí.
—Buenas noches; ¡adiós!
Se marchó, y yo me quedé ante la ventana oscura, contemplando la calle. Su amor, con toda su constancia y su generosidad, me había llegado de forma tan repentina que no hacía un minuto que se había marchado cuando volví a perder mi fortaleza, y la calle desapareció bajo el torrente de mis lágrimas.
Pero no eran lágrimas de pena ni de dolor. No. Me había llamado su bienamada, y había dicho que seguiría amándome cada vez más, y sentí como si mi corazón no pudiera soportar el triunfo de haber oído aquellas palabras.
Habían pasado mis primeras ideas desordenadas. No era demasiado tarde para escucharlas, porque no era demasiado tarde para sentirme animada por ellas para ser buena, leal, agradecida y estar satisfecha. ¡Qué camino más fácil el mío, cuánto más fácil que el suyo!
CAPITULO 62
Otro descubrimiento
Aquella noche no tuve el valor de ver a nadie. Ni siquiera tuve el valor de verme a mí misma, pues temía que mis lágrimas pudieran constituir un pequeño reproche. Subí a mi dormitorio en la oscuridad, dije mis oraciones en la oscuridad, y me acosté en la oscuridad. No necesitaba ninguna luz para leer la carta de mi Tutor, pues la sabía de memoria. La saqué del sitio donde la guardaba y repetí su contenido a la luz brillante de su integridad y de su amor, y me dormí con ella encima de la almohada.
Por la mañana me levanté muy temprano y llamé a Charley para ir a darnos un paseo. Compramos flores para la mesa del desayuno, volvimos, las arreglamos y nos ocupamos de todo lo posible. Nos habíamos levantado tan temprano que todavía tuve tiempo para darle a Charley su lección antes del desayuno; Charley (que no había mejorado en lo más mínimo en cuanto a su mal uso de la gramática) se la había aprendido muy bien esta vez, de modo que ambas estábamos estupendamente. Cuando apareció mi Tutor, exclamó:
—¡Mujercita, tienes un aire más fresco que todas tus flores! —Y la señora Woodcourt repitió y tradujo un pasaje del Mewlinwillinwodd, en el sentido de que yo era como una montaña bañada por el sol.
Todo resultó tan agradable que espero me hiciera parecerme aún más a aquella montaña que antes. Después del desayuno esperé una oportunidad y estuve atenta hasta que vi que mi Tutor se hallaba a solas en su propia habitación: en la habitación de ayer. Entonces me inventé una excusa para entrar en ella con mis llaves de la casa y cerrar la puerta detrás de mí.
—Bien, ¿señora Durden? —dijo mi Tutor, a quien habían llegado varias cartas y estaba escribiendo—. ¿Necesitas dinero?
—No, nada de eso, me queda mucho.
—Nunca ha habido nadie como la señora Durden —observó mi Tutor— para hacer que dure el dinero.
Dejó la pluma y se reclinó en la silla a mirarme. He hablado muchas veces de lo luminosa que era su expresión, pero creo que nunca la había visto tan luminosa y tan bondadosa. Estaba tan llena de felicidad que pensé: «Debe de haber hecho algún acto de gran bondad esta mañana.»
—Nunca ha habido —repitió mi Tutor, sonriéndome con aire pensativo— nadie como la señora Durden para hacer que dure el dinero.
Nunca había modificado sus modales de siempre. Me encantaban, y lo quería tanto que cuando ahora me acerqué y ocupé mi asiento de costumbre, que siempre estaba al lado del suyo (porque a veces le leía en voz alta, otras hablaba con él y otras bordaba en silencio a su lado), titubeé en modificar su actitud al ponerle la mano al pecho, pero vi que no la modificaba en absoluto.
—Tutor querido —le dije—, quiero hablar con usted. ¿Tiene usted algo que reprocharme?
—¿Reprocharte algo, querida mía?
—¿No he sido lo que he pretendido ser desde que... le traje la respuesta a su carta, Tutor?
—Has sido todo lo que yo pudiera desear, amor mío.
—Me alegro mucho de saberlo —repliqué—. ¿Recuerda usted que me dijo si quería ser la señora de Casa Desolada, y yo dije que sí?
—Sí —dijo mi Tutor, asintiendo con la cabeza. Me había pasado el brazo por el hombro, como si hubiera algo de lo que protegerme, y me miraba sonriente a la cara.
—Desde entonces —dije— no hemos hablado más que una vez del tema.
—Y entonces dije que Casa Desolada se estaba despoblando a toda rapidez, y la verdad es que así era, hija mía.
—Y yo dije —le recordé tímidamente— que quedaba la señora de la casa.
Siguió tomándome del hombro con el mismo gesto protector y con la misma bondad luminosa en su rostro.
—Querido Tutor —dije—, yo sé cómo ha sentido usted todo lo ocurrido y lo considerado que ha sido. Como ha pasado tanto tiempo y nada más que esta mañana mencionó usted que yo volvía a estar tan bien, quizá espere usted de mí que vuelva al tema. Y quizá debiera yo hacerlo. Quiero ser la señora de Casa Desolada cuando usted quiera.
—Fíjate —me respondió, en tono alegre— qué coincidencias existen entre nosotros. No he estado pensando en otra cosa, con la excepción (y es una gran excepción) del pobre Rick. Cuando entraste, era eso en lo que estaba pensando. ¿Cuándo vamos a dar una señora a Casa Desolada, muchachita?
—Cuando usted quiera.
—¿El mes que viene?
—El mes que viene, Tutor querido.
—Entonces, el día en que voy a adoptar la medida más feliz y mejor de mi vida: el día en que seré un hombre más exultante y envidiable que ningún hombre del mundo, el día en que daré su señora a Casa Desolada, será el mes que viene —dijo mi Tutor.
Le eché los brazos al cuello para besarlo, igual que había hecho el día en que le llevé mi respuesta.
Llegó a la puerta una criada para anunciar al señor Bucket, lo cual era totalmente innecesario, pues el señor Bucket ya estaba mirando por encima del hombro de la criada y diciendo, casi sin aliento:
—Señor Jarndyce y señorita Summerson, con todas mis excusas por interrumpir, ¿querrían usted permitirme que ordene subir a una persona que está en la escalera y que no quiere quedarse ahí, por si es objeto de observaciones durante su ausencia? Gracias. ¿Tendrían la bondad de subir en su silla a ese Diputado por este camino? —exclamó el señor Bucket, llamando por encima de la barandilla.
Tan singular petición hizo que llegara un anciano que llevaba en la cabeza un bonete negro y no podía andar, al que subió un par de porteadores, que lo dejaron en la habitación, cerca de la puerta. El señor Bucket se deshizo inmediatamente de los porteadores, cerró la puerta con aire de misterio y le echó el cerrojo.
—Pues mire usted, señor Jarndyce —empezó a decir después, sacándose el sombrero e iniciando el tema con un gesto de su memorable índice—, usted me conoce, y la señorita Summerson me conoce. Este señor también me conoce, y se llama Smallweed. Trabaja sobre todo en la cuestión de los préstamos, y podrían ustedes decir que se ha especiali-zado en los pagarés. Eso es lo suyo, ¿no? —preguntó el señor Bucket, deteniéndose un momento para dirigirse a aquel señor, que lo miraba con gran suspicacia.
Parecía estar a punto de discutir aquella descripción de sí mismo cuando lo sacudió un acceso violento de tos.
—¡Ahí está la moraleja, ya lo ve! —exclamó el señor Bucket, aprovechando el incidente—. No me contradiga sin motivo y no le pasarán estas cosas. Bueno, señor Jarndyce, me dirijo a usted. Estoy negociando con este señor en nombre de Sir Leicester Dedlock, Baronet, y entre unas cosas y otras he estado yendo y viniendo a su casa. Su casa es la que ocupaba anteriormente Krook, proveedor de la Marina; es pariente de aquel caballero a quien usted conoció en vida, si no me equivoco, ¿verdad?
Mi Tutor replicó:
—Sí.
—¡Bien! Debe usted comprender —dijo el señor Bucket— que este señor ha heredado los bienes de Krook, que es como decir la cueva de una urraca. Entre otras cosas, había montones de papel viejo. ¡Papeles que no le valían a nadie, se lo aseguro!
La mirada astuta que brillaba en los ojos del señor Bucket, y la manera magistral en la que lograba, sin una mirada ni una palabra contra las que pudiera protestar su alerta oyente, comunicarnos que expresaba el caso conforme a un acuerdo anterior y que podría decir mucho más acerca del señor Smallweed si lo considerase aconsejable, hacían que no tuviera ningún mérito por nuestra parte el comprender su significado. Sus dificultades se veían intensificadas porque a la suspicacia del señor Smallweed se sumaba su sordera, de modo que lo contemplaba con la mayor atención.
—Entre esos montones de papeles viejos, cuando este caballero hereda los bienes, naturalmente empieza a registrar, ¿entienden ustedes? —dijo el señor Bucket.
—¿Cómo? Repita eso —gritó el señor Smallweed, con voz chillona y aguda.
—A registrar —repitió el señor Bucket—. Como usted es hombre prudente y está acostumbrado a cuidar bien sus asuntos, empezó a registrar entre los papeles que había heredado, ¿no es verdad?
—Naturalmente que sí —gritó el señor Smallweed.
—Naturalmente que sí —comentó el señor Bucket, en tono festivo.
—Y lo raro sería que no lo hubiera usted hecho. Y así fue cómo se encontró —siguió diciendo el señor Bucket, inclinándose sobre él con un aire jovial que el señor Smallweed no reciprocó en absoluto—, y así es como encontró usted, naturalmente, un papel que llevaba la firma de Jarndyce. ¿No es verdad?
El señor Smallweed nos echó una mirada inquieta y asintió de mala gana.
—Y al ver ese documento, con toda calma y a su aire, sin prisas, porque usted no siente ninguna curiosidad al respecto, ¿y por qué iba a sentirla? Pues va y se encuentra usted con un Testamento, ¿no? Eso es lo divertido —siguió el señor Bucket, con el mismo aire animado de recordar un chiste para divertir al señor Smallweed, que seguía teniendo el mismo aspecto triste de no disfrutar en absoluto con todo aquello—, ¡que va y se encuentra usted más que un Testamento!
—Yo no sé si tiene validez como Testamento o como lo que sea —gruñó el señor Smallweed.
El señor Bucket se quedó mirando un momento al anciano (que había ido resbalando y hundiéndose en su silla hasta convertirse en un espantapájaros) como si estuviera dispuesto a darle de golpes; sin embargo, siguió inclinándose sobre él con el mismo aire agradable, mientras nos miraba por el rabillo del ojo.
—Sin embargo de lo cual —observó el señor Bucket—, a usted le entran unas ciertas dudas e inquietudes, dada la amabilidad de su corazón.
—¿Eh? ¿De qué corazón habla usted? —preguntó el señor Smallweed, llevándose una mano a la oreja.
—De su tierno corazón.
—¡Ah!, bueno, siga —dijo el señor Smallweed.
—Y como ha oído usted hablar mucho de un caso famoso de Testamentaría que está ante la Cancillería, y que lleva el mismo nombre, y como sabe usted lo listo que era Krook en cuanto a comprar todo género de muebles, libros, documentos, etcétera, viejos, y que no le agradaba separarse de ellos, y que siempre decía que iba a aprender a leer él solo, empezó usted a pensar (y fue la mejor idea que ha tenido usted en su vida): «Diablos, si no me ando con cuidado, puedo meterme en líos con este Testamento.»
—Cuidado con lo que dice usted, Bucket —exclamó preocupado el anciano, llevándose la mano a la oreja—. Hable usted más alto; nada de trucos diabólicos. Levánteme usted; quiero escuchar mejor. ¡Dios mío, me están haciendo pedazos!
Desde luego, el señor Bucket lo levantó inmediatamente. Sin embargo, en cuanto pudimos entender lo que decía en medio de las toses y las exclamaciones furiosas del señor Smallweed de: «¡Pobre de mí! ¡Dios mío! ¡Estoy sin aliento! ¡Estoy peor que esa cerda charlatana, murmuradora y diabólica que hay en casa!», el señor Bucket siguió diciendo en el mismo tono bienhumorado de antes:
—De manera que, como tengo la costumbre de ir a casa de usted, usted me hace una confidencia, ¿no es verdad? Creo que sería imposible reconocer nada con peor voluntad y malos modales que los exhibidos por el señor Smallweed, con lo cual quedó en perfecta evidencia que el señor Bucket era la última persona del mundo a quien se le hubiera ocurrido hacer una confidencia, si hubiera tenido la menor posibilidad de evitarlo.
—Y yo estudio el asunto con usted, estamos muy de acuerdo al respecto y le confirmo en sus bien fundados temores de que se va usted a meter en un buen lío si no saca el famoso Testamento —dijo el señor Bucket, enfáticamente—, y por eso va usted y se las arregla conmigo para que se entregue aquí al señor Jarndyce, sin condiciones. Si tiene algún valor, usted confía en que él lo recompense, eso fue en lo que quedamos, ¿no es verdad?
—En eso quedamos —asintió el señor Smallweed, con igual de mala gana.
—Como consecuencia de lo cual —continuó diciendo el señor Bucket, deshaciéndose inmediatamente de sus modales placenteros y poniéndose en un tono muy profesional— usted tiene en estos momentos ese Testamento encima, y lo único que tiene usted que hacer es ¡sacarlo!
Tras echarnos otra mirada de reojo y frotarse triunfalmente la nariz con el índice, el señor Bucket se quedó con la mirada fija en su confiado amigo y con la mano alargada para tomar el documento y dárselo a mi Tutor. No lo sacó sin grandes renuncias y muchas declaraciones por parte del señor Smallweed en el sentido de que él era un pobre hombre industrioso y que confiaba al honor del señor Jarndyce el no hacer que su honradez le significara una pérdida. Poco a poco se sacó lentamente del bolsillo del pecho un papel descolorido y manchado, chamuscado por fuera y un poco quemado por los bordes, como si mucho tiempo atrás lo hubieran echado a un fuego y lo hubieran sacado a toda prisa. El señor Bucket no perdió el tiempo en llevar el papel, con la destreza de un prestidigitador, del señor Smallweed al señor Jarndyce. Al dárselo a mi Tutor, murmuró, tapándose la boca con una mano:
—No sabían cómo lucrarse con esto. Se pelearon y se sugirieron montones de cosas. He invertido veinte libras. Primero, los nietos avariciosos se pelearon con él porque están hartos de que siga vivo a pesar de sus años, y después se pelearon el uno con el otro. ¡Dios mío! En esa familia no hay ni uno que no fuera capaz de vender al otro por una libra o dos, salvo la vieja, y si ella no está metida en el asunto es porque no tiene cabeza suficiente para hacer un negocio.
—Señor Bucket —dijo mi Tutor—, cualquiera sea el valor de este documento para alguien, le estoy muy reconocido, y si vale de algo, me comprometo a que el señor Smallweed reciba una remuneración congrua.
—No es porque usted se la merezca, ya sabe —dijo el señor Bucket en amistosa explicación al señor Smallweed—. No es por eso. Será conforme a su valor.
—A eso me refiero —dijo mi Tutor—. Observará usted, señor Bucket, que me abstengo de examinar yo el documento. La verdad es que he renunciado a este asunto hace muchos años y abjurado de él, y estoy harto de él, pero la señorita Summerson y yo pondremos inmediatamente el documento en manos de mi abogado en la causa y co-municaremos su existencia a todas las demás partes interesadas.
—Ya comprenderá usted que el señor Jarndyce no puede prometer más que eso —observó el señor Bucket al otro visitante—. Y como ahora ya comprenderá usted que no se va a engañar a nadie (lo cual debe de resultar a usted de gran alivio), podemos proceder a la ceremonia de llevar a usted a su casa en la silla otra vez.
Quitó el cerrojo de la puerta, llamó a los porteadores, se despidió de nosotros, y con una mirada llena de significado y un gesto del índice al marcharse, se fue.
También nosotros nos fuimos hacia Lincoln's Inn a toda la velocidad posible. El señor Kenge no estaba ocupado, y lo encontramos a su escritorio, en su polvoriento despacho, con sus libros de aspecto inexpresivo y los montones de documentos. Cuando el señor Guppy nos trajo sillas, el señor Kenge expresó la sorpresa y la alegría que le producía la desusada presencia del señor Jarndyce en su bufete. Después se puso los impertinentes mientras hablaba, y se convirtió en el perfecto Kenge el Conservador.
—Espero —dijo el señor Kenge— que la benévola influencia de la señorita Summerson —con una inclinación hacia mí— haya inducido al señor Jarndyce —con una inclinación hacia él— a renunciar a parte de su animosidad contra una causa y contra un Tribunal que son..., si se me permite decirlo, que ocupan un lugar en el panorama majestuoso de los pilares de nuestra profesión.
—Yo me siento inclinado a pensar —replicó mi Tutor— que la señorita Summerson ha visto ya demasiado de los efectos del Tribunal y de la causa como para que ejerza ninguna influencia en su favor. Sin embargo, eso es parte del motivo por el cual estoy aquí. Señor Kenge, antes de depositar este documento en su escritorio y de terminar con él, permítame decirle cómo ha llegado a mis manos.
Así lo hizo, con brevedad y claridad.
—Señor mío, no podría —dijo el señor Kenge— explicarse de manera más clara y más al grano, aunque hubiera sido ante un Tribunal.
—¿Sabe usted de algún Tribunal o alguna instancia en Derecho ingleses que hayan sido jamás claros o hayan ido al grano? —preguntó mi Tutor.
—¡Hombre! —exclamó el señor Kenge.
Al principio no había parecido conceder mucha importancia al documento, pero al verlo pareció interesarse más, y cuando lo abrió y leyó un poco con sus impertinentes, se puso verdaderamente sorprendido, y dijo, levantando la vista de él:
—Señor Jarndyce, ¿lo ha visto usted?
—¡Yo, ni hablar! —replicó mi Tutor.
—Pero, señor mío —dijo el señor Kenge—, es un Testamento de fecha más tardía que todos los demás que hay en el pleito. Parece ser todo él ológrafo. Está escrito correctamente y tiene firmas de testigos. Y aunque existiera el objetivo de anularlo, como cabría suponer que denotan estas señales de llamas, no está anulado. ¡Aquí tenemos un instrumento perfecto!
—¡Bien! —dijo mi Tutor—. ¿A mí qué me importa?
—¡Señor Guppy! —exclamó el señor Kenge, elevando la voz—. Con su permiso, señor Jarndyce.
—Señor mío.
—Al señor Vholes, de Symond's Inn. Con mis saludos. Jarndyce y Jarndyce. Celebraría hablar con él.
Desapareció el señor Guppy.
—Me pregunta usted que qué le importa, señor Jarndyce. Si hubiera usted echado un vistazo a este documento, habría visto que reduce mucho su interés, aunque éste sigue siendo muy considerable, muy considerable —dijo el señor Kenge, moviendo la mano en gesto persuasivo y suave—. Habría usted visto, además, que los intereses del señor Ri-chard Carstone y de la señorita Ada Clare, actualmente señora de Richard Cartone, se ven muy avanzados.
—Kenge —respondió mi Tutor—, si la mayor riqueza que el pleito ha traído a este repulsivo Tribunal de Cancillería pudiera corresponder a mis dos jóvenes primos, yo me quedaría muy contento. Pero ¿me pide usted a mí que crea que de Jarndyce y Jarndyce va a salir algo bueno?
—¡Vamos, vamos, señor Jarndyce! Prejuicios, prejuicios. Señor mío, éste es un gran país, un, gran país. Su sistema jurídico es un gran sistema, un gran sistema. ¡Vamos, vamos!
Mi Tutor no dijo nada más, y llegó el señor Vholes. Estaba modestamente impresionado por la eminencia profesional del señor Kenge.
—¿Cómo está usted, señor Vholes? ¿Tendría usted la bondad de tomar asiento a mi lado y mirar este documento?
El señor Vholes hizo lo que le pedían, y pareció que lo leía palabra por palabra. No pareció impresionarle, pero es que nada lo impresionaba. Una vez lo hubo examinado bien, se apartó a una ventana junto con el señor Kenge y, tapándose la boca con su guante negro, habló un rato con él. No me sorprendió observar que el señor Kenge se sentía inclinado a discutir lo que decía antes de que dijera mucho, pues sabía que —nunca había dos personas que estuvieran de acuerdo en nada de lo relativo a Jarndyce y Jarndyce. Pero también pareció vencer al señor Kenge, en una conversación que parecía como si estuviera integrada por los términos de «Ejecutor de Hacienda», «Contable del Estado», «Contabilidad», «Testamentaría» y «Costas». Cuando terminaron, volvieron al escritorio del señor Kenge y hablaron en voz más alta.
—¡Bien! ¡Pues es un documento muy notable, señor Vholes! —dijo el señor Kenge.
—Muchísimo —asintió el señor Vholes.
—¿Y un documento muy importante, señor Vholes? —preguntó el señor Kenge.
—Importantísimo —volvió a asentir el señor Vholes.
—Y como dice usted, señor Vholes, cuando en el próximo curso vuelva a verse la causa, este documento constituirá un elemento imprevisto e interesante —dijo el señor Kenge, con una mirada altanera a mi Tutor.
El señor Vholes celebraba mucho, como profesional de menor categoría, ver confirmada aquella opinión, que era la suya, por tal autoridad.
—¿Y cuándo —preguntó mi Tutor, levantándose tras una pausa durante la cual el señor Kenge había hecho tintinear sus monedas y el señor Vholes se había rascado los granos— es el próximo curso?
—El próximo curso, señor Jarndyce, será el mes que viene —dijo el señor Kenge—. Naturalmente, procederemos a hacer de inmediato todo lo necesario con este do-cumento, y a recoger las pruebas necesarias en relación con él, y, naturalmente, recibirá usted la habitual notificación nuestra acerca de la vista de la causa.
—A la cual, naturalmente, haré mi habitual caso.
—¿Sigue usted empeñado, señor mío —dijo el señor Kenge, acompañándonos por el antedespacho hacia la puerta—, sigue usted empeñado, pese a ser persona ilustrada, en hacerse eco de ese prejuicio del populacho? Somos una comunidad próspera, señor Jarndyce, una comunidad muy próspera. Somos un gran país, señor Jarndyce, un gran país. Éste es un gran sistema, señor Jarndyce, ¿y desearía usted que un gran país tuviera un sistema pequeño? ¡Vamos, vamos, vamos!
Mientras decía aquellas palabras, movía suavemente la mano derecha, como si fuera una espátula de plata con la que repartir el cemento de sus frases sobre la estructura del sistema, a fin de consolidarlo para mil siglos.
CAPITULO 63
Hierro y acero
LA GALERÍA de tiro de George tiene el letrero de «Se alquila», se han vendido sus existencias y el propio George está en Chesney Wold para cuidar de Sir Leicester en sus paseos a caballo, montando a su lado, porque Sir Leicester guía a su caballo con mano muy incierta. Pero hoy George no está ocupado en eso. Hoy viaja al país del hierro, en el Norte, para ver cómo están las cosas.
Al llegar más al norte del país del hierro, deja tras él los bosques verdes y jugosos como los de Chesney Wold, y los elementos del paisaje pasan a ser los pozos de carbón y las cenizas, altas chimeneas y ladrillos rojos, un verdor agostado, unos fuegos ardientes y una nube de humo denso que no se disipa nunca. Entre esos objetos cabalga el soldado, mirando en su derredor y siempre buscando algo que ha venido a encontrar.
Por último, en el puente negro del canal de una ciudad muy activa, en la que resuena el hierro y hay más fuegos y más humos que jamás haya visto en su vida, el soldado, ennegrecido por el polvo de los caminos del carbón, frena a su caballo y pregunta un obrero si conoce a alguien llamado Rouncewell en las cercanías.
—¡Hombre, jefe —dice el obrero—, eso es como preguntarme si conozco a mi padre!
—¿Tan conocido es por aquí, camarada? —pregunta el soldado.
—¿Rouncewell? ¡Y tanto!
—¿Y dónde podría encontrarlo? —vuelve a preguntar el soldado, que echa un vistazo en su derredor.
—¿El banco, la fábrica o la casa? —quiere saber el obrero.
—¡Jem! Según parece, Rouncewell es tan importante —murmura el soldado—, que casi me dan ganas de darme la vuelta. Pero es que no sé exactamente lo que quiero. ¿Cree usted que podré encontrar al señor Rouncewell en la fábrica?
—No es fácil saber dónde va usted a encontrarlo; a esta hora del día podría usted encontrarlo ahí, a él o a su hijo, si está en la ciudad; pero como tiene muchos contratos, ha de salir mucho.
¿Y cuál es la fábrica? Pues si ve esas chimeneas... ¡las más altas! Sí, las ve. Bueno, pues siga atento a esas chimeneas, vaya hacia ellas todo derecho, pronto verá una vuelta a la izquierda, cerrada por un gran muro de ladrillo que forma un lado de la calle. Ésa es la fábrica de Rouncewell.
El soldado da las gracias a su informador y sigue adelante lentamente, pero deja su caballo (y casi le dan ganas de ponerse a cepillarlo) en una taberna en la que están comiendo algunos de los empleados de Rouncewell, según le dice el hostelero. Algunos de los empleados de Rouncewell acaban de salir para la comida y parecen invadir toda la ciudad. Los empleados de Rouncewell son muy musculosos y fuertes, y también están un tanto ennegrecidos.
Llega a una puerta en medio del gran muro, mira y ve una confusión de hierros tirados por el suelo, en todo género de estados y de toda clase de formas: lingotes, cuñas, planchas; tanques, calderas, ejes, ruedas; engranajes, raíles; hierros retorcidos y rotos en formas excéntricas y curiosas, como trozos sueltos de maquinaria, montañas de chatarra y de hierro oxidado; hornos distantes de hierro que vibra y gorgotea en su juventud; hogueras de él que echan chispas por todas partes bajo los golpes del martillo pilón; hierro al rojo, hierro al blanco, hierro negro; un sabor a hierro, un olor a hierro y una Babel de sonidos de hierro.
—¡Esto es como para darle a uno dolor de cabeza! —se dice el soldado, que busca con la mirada una oficina—. ¿Quién viene aquí? Debe de parecerse a mí antes de alistarme. Si el parecido es de familia, debe de ser mi sobrino. A su servicio, señor mío.
—Y yo al suyo, caballero. ¿Busca usted a alguien?
—Con su permiso. ¿Es usted el hijo del señor Rouncewell?
—Sí.
—Estaba buscando a su padre, señor mío. Desearía hablar con él.
El joven le dice que ha escogido bien la hora, pues su padre está allí, y le enseña el camino a la oficina donde podrá encontrarlo.
«Se parece mucho a mí antes de alistarme, muchísimo», piensa el soldado, mientras lo sigue. Llegan a un edificio en el patio, con una oficina en un piso alto. Al ver al caballero que hay en la oficina, George enrojece totalmente.
—¿Qué nombre le digo a mi padre? —pregunta el joven.
George, que tiene la cabeza llena de hierro, responde, desesperado: «Steel» [Acero], y por ese nombre lo presentan. Se queda a solas con el caballero de la oficina, que está sentado a una mesa con unos libros de contabilidad ante sí y unas hojas de papel, llenas de multitudes de cifras y dibujos de formas complicadas. Es una oficina desnuda, de ventanas desnudas, que da al patio del hierro de abajo. Amontonados en la mesa hay algunos pedazos de hierro, rotos adrede para ponerlos a prueba en diversos momentos de sus diversas funciones. Hay polvo de hierro por todas partes, y por las ventanas se ve el humo que sale denso de las altas chimeneas, para mezclarse con el humo de la vaporosa Babilonia de otras chimeneas.
—A su servicio, señor Steel —dice el ocupante cuando su visitante toma una silla llena de polvo de hierro.
—Pues bien, señor Rouncewell —responde el soldado, que se inclina adelante, con el brazo izquierdo apoyado en la rodilla y el sombrero en la mano, evitando cautelosamente mirar a los ojos de su hermano—, no me extrañaría nada que en esta visita me haya tomado demasiadas libertades para que me dé usted la bienvenida. En tiempos serví en Caballería, y un camarada mío, con el que trabé bastante amistad, era, si no me equivoco, hermano de usted. Usted tuvo un hermano que causó algunos problemas a su familia y se escapó, y nunca hizo nada bueno, salvo mantenerse lejos de ustedes, ¿verdad?
—¿Está usted seguro —responde el industrial, con voz alterada— de llamarse Steel?
El soldado titubea y lo mira. Su hermano se pone en pie, lo llama por su verdadero nombre y le da un abrazo.
—¡Eres demasiado agudo para mí! —exclama el soldado, con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo estás, querido hermano? Nunca me imaginé que te pusieras ni la mitad de contento de verme. ¿Cómo estás, mi querido hermano, cómo te va?
Se dan la mano y se abrazan una y otra vez, y el soldado sigue repitiendo: «¿Cómo estás, mi querido hermano? », junto con sus protestas de que nunca se había imaginado que su hermano se alegrara ni siquiera la mitad de volverlo a ver.
—Tanto así —declara tras un relato minucioso de todo lo que ha precedido a su llegada—, que no estaba nada decidido a darme a conocer. Pensé que si reaccionabas con clemencia al oír mi nombre, podría ir llegando gradualmente a la decisión de escribirte una carta. Pero, hermano, no me hubiera sorprendido nada si hubieras considerado que el tener noticias mías no era precisamente una buena noticia.
—Vamos a enseñarte en casa qué clase de noticias nos parecen éstas, George —responde su hermano—. Éste es un gran día para la familia, y tú, mi viejo soldado bronceado, no podías haber llegado en uno mejor. Hoy he llegado a un acuerdo con mi hijo en que dentro de doce meses se casará con una joven que no has visto más guapa ni más buena en todos tus viajes. Ella sale mañana para Alemania con una de tus sobrinas a completar un poco su educación. Hemos decidido celebrarlo con una fiesta, y tú vas a ser el héroe de ella.
El señor George se siente tan abrumado al principio por esa perspectiva que se resiste con gran seriedad al honor que se propone. Vencido, sin embargo, por su hermano y su sobrino (al cual renueva sus protestas de que nunca hubiera imaginado que se fueran a alegrar ni la mitad de verlo), se lo llevan a una elegante casa, en toda la disposición de la cual se observa una agradable mezcla de los hábitos inicialmente sencillos del padre y de la madre con los que corresponden a su cambio de condición y a las fortunas mayores de sus hijos. Aquí el señor George se siente superado por los encantos y las perfecciones de sus sobrinas y por los de la que va a serlo, Rosa, así como por los saludos afectuosos con que lo acogen todas estas señoritas, que él recibe sumido en una especie de sueño. Tam-bién se ve muy sorprendido por el comportamiento de su sobrino, y tiene una penosa conciencia de haber sido un pródigo. Sin embargo, reina una gran alegría, la compañía está muy animada, todo el mundo disfruta mucho, y el señor George se comporta con gran firmeza y marcialidad a lo largo de la fiesta, y su promesa de venir a la boda y de actuar como padrino de la novia se recibe con el favor universal.
Al señor George le da vueltas la cabeza esa noche cuando yace en la habitación principal de la casa de su hermano y piensa en todo eso y ve las imágenes de sus sobrinas (imponentes toda la noche con sus vestidos de muselina) que bailan el vals a la alemana con sus parejas.
A la mañana siguiente los dos hermanos se encierran en la habitación del industrial, donde el mayor de los dos procede a su aire claro y sensato a indicar cuál es el mejor empleo que puede dar a George en sus negocios, cuando George le aprieta la mano y le hace parar.
—Hermano, te doy un millón de gracias por tu acogida más que fraternal, y un millón más por tus fraternales intenciones. Pero mis planes están hechos. Antes de decirte una palabra de ellos quiero consultarte sobre una cuestión de familia —dice el soldado, cruzándose de brazos y mirando con una firmeza indomable a su hermano— ¿Cómo lograr que mi madre me borre?
—No estoy seguro de comprenderte, George —replica el industrial.
—Digo, hermano, que cómo se puede lograr que mi madre me borre. No sé cómo, pero hay que lograrlo.
—¿Quieres decir que te borre de su testamento?
—Claro. En resumen —insiste el soldado, que se cruza de brazos con más firmeza todavía—. Quiero decir ¡que me borre!
—Pero, mi querido George —responde su hermano—, ¿es que te parece indispensable pasar por ese proceso?
—¡Totalmente! ¡Absolutamente! No puedo cometer la mezquindad de volver si no es así. Siempre podría volverme a marchar otra vez. No he vuelto a casa a escondidas para robar a tus hijos, por no decir a ti mismo, hermano, de vuestros derechos, ¡yo, que renuncié a los míos hace tanto tiempo! Si quiero quedarme y llevar alta la cabeza, tiene que borrarme. Vamos. Tú eres hombre conocido por tu agudeza y tu inteligencia, y me puedes decir cómo lograrlo.
—Lo que te puedo decir, George —responde lentamente el industrial—, es cómo no lograrlo, lo cual creo que te puede valer— igual de bien. Mira a nuestra madre, piensa en ella, recuerda su emoción al recuperarte. ¿Crees que existe una sola consideración en el mundo para inducirla a hacer algo así en contra de su hijo favorito? ¿Crees que hay alguna posibilidad de que consienta, que compense el insulto que sería para ella (¡nuestra querida y anciana madre!) el proponérselo? Si lo crees, te equivocas. ¡No, George! Tienes que decidirte a que no te borre. Creo —y el industrial tiene una sonrisa divertida al contemplar a su hermano— que, sin embargo, puedes arreglar algo que te valdría igual que si lo hicieras, sin embargo.
—¿Qué, hermano?
—Si te empeñas, puedes disponer en tu testamento lo que quieres que se haga de la forma que quieras, con todo lo que tengas la desgracia de heredar, ya sabes.
—¡Es verdad! —exclama el soldado, que vuelve a reflexionar. Después pregunta pensativo, con la mano de su hermano entre las suyas:— ¿Te importaría mencionárselo, hermano, a tu mujer y tu familia?
—En absoluto.
—Gracias. ¿No te importaría decir, quizá, que, aunque sin duda soy un vagabundo, soy más bien un vagabundo cabeza loca, y no del género de los malvados?
El industrial sofoca una sonrisa divertida y asiente.
—Gracias. Gracias. Eso me quita un peso de encima —dice el soldado, exhalando un suspiro mientras descruza los brazos y se apoya una mano en cada pierna—, ¡aunque la verdad es que estaba decidido a que me borrase!
Los hermanos, sentados frente a frente, se parecen mucho, pero la verdad es que quien tiene los modales más sencillos y está evidentemente menos acostumbrado a los usos mundanos es el soldado.
—Bueno —continúa diciendo éste, que olvida su desencanto—, pasemos a lo último, que son los planes que te dije. Has sido lo bastante fraternal como para proponer me que me quedara aquí y que ocupara un lugar entre los productos de tu perseverancia y tu buen sentido. Te doy las gracias de todo corazón. Como te he dicho antes, eso es más que fraternal, y te doy las gracias de todo corazón —con un largo apretón de manos—. Pero la verdad, hermano, es que yo soy una especie de mala hierba y es demasiado tarde para plantarme en un jardín.
—Mi querido George —responde el hermano mayor, concentrando en él su firme mirada y con una sonrisa confiada—, déjame eso a mí, déjame que lo intente.
George niega con la cabeza:
—No me cabe duda de que si alguien pudiera lograrlo serías tú, pero no se puede lograr. ¡No se puede lograr, señor mío! Y en cambio, por otra parte, puedo resultarle algo útil a Sir Leicester Dedlock desde que cayó enfermo, por desgracias de familia, y que prefiere contar con la ayuda del hijo de nuestra madre que con la de ningún otro.
—Bueno, mi querido George —replica el otro, cuyo rostro se ensombrece un poco—, si prefieres servir en la brigada doméstica de Sir Leicester Dedlock mejor que...
—¡Ya lo ves, hermano! —exclama el soldado, frenándolo y volviéndose a poner una mano en la rodilla—, ¡ya lo ves! No te gusta la idea. No estás acostumbrado a recibir órdenes de oficiales; yo sí. Tú eres todo orden y disciplina, yo necesito que alguien me los imponga. No estamos acostumbrados a llevar las cosas en la misma mano, ni a 'mirarlas desde el mismo punto de vista. No quiero hablar de mis soldadescos modales, porque anoche no les parecieron mal a nadie, y estoy seguro de que aquí nadie les haría ningún caso. Pero lo mejor es que me vaya a Chesney Wold, donde hay más sitio que aquí para una mala hierba, y además nuestra anciana madre se alegrará mucho de tenerme a su lado. Por eso acepto las propuestas de Sir Leicester Dedlock. Cuando aparezca por aquí el año que viene para ser el padrino de la novia, o cuando sea que aparezca, tendré el buen sentido de mantener lejos a la brigada doméstica y de no llevarla de maniobras en tu terreno. Te doy las gracias de todo corazón una vez más y me siento orgulloso al pensar en la dinastía Rouncewell que estás fundando.
—Tú te conoces, George —dice el hermano mayor, devolviéndole el apretón de manos—, y quizá me conoces a mí mejor que yo mismo. Sigue tu camino. Con tal de que no nos volvamos a perder el uno del otro, sigue tu camino.
—¡Eso no lo temas! —responde el soldado—. Y ahora, hermano, antes de llevar a mi caballo a casa, te pido (si tienes la amabilidad) que te hagas cargo de una carta en mi nombre. La he traído para enviarla desde aquí, porque ahora mismo el nombre de Chesney Wold podría resultar doloroso para la persona a la que está dirigida. Yo no estoy muy acostumbrado a la correspondencia, y me preocupa en particular esta carta, porque quiero que sea al mismo tiempo clara y delicada.
Con lo cual entrega una carta, escrita con una tinta algo pálida, pero con clara letra redonda, al industrial, que lee lo siguiente:
«SRTA. ESTHER SUMMERSON:
Como el Inspector Bucket me ha comunicado que entre los papeles de una cierta persona se ha encontrado una carta dirigida a mí, me tomo la libertad de informar a usted de que no eran más que unas líneas de instrucciones enviadas desde el extranjero acerca de dónde, cuándo y cómo entregar una carta adjunta a una dama joven y bella, que entonces todavía no estaba casada y vivía en Inglaterra. Yo cumplí las órdenes como era debido.
Me tomo además la libertad de comunicar a usted que si salió de mis manos fue únicamente como prueba de caligrafía, y que de lo contrario yo no la hubiera entregado, por parecerme que donde menos daño podía hacer era en mi posesión, salvo que me hubieran pegado un tiro en el corazón.
Me tomo además la libertad de decir que, de haber supuesto que cierto infortunado caballero seguía existiendo, jamás hubiera descansado, ni podido descansar, hasta haber descubierto su paradero y haber compartido hasta mi último medio penique con él, como hubiera sido tanto mi deber como mi agrado. Pero (oficialmente) había muerto ahogado, y no cabe duda de que había caído por la borda de un transporte de tropas una noche en un puerto irlandés, pocas horas después de que el buque llegara de las Indias Occidentales, como comunicaron a quien esto escribe tanto los oficiales como el resto de los hombres que iban a bordo, y como sé que se vio confirmado (oficialmente).
Me tomo además la libertad de afirmar que, en mi humilde calidad de miembro de la tropa, soy, y seguiré siendo siempre, su humilde y devoto servidor, y que considero las cualidades que usted posee por encima del resto de la humanidad, muy superiores a los límites del presente parte.
Siempre a sus pies,
GEORGE».
—Un tanto formal —comenta el hermano mayor, que vuelve a plegar la carta con gesto de confusión.
—Pero ¿no contiene nada que no se pueda enviar a una señorita que es todo un modelo de virtudes? —pregunta el menor.
—Nada en absoluto.
Tras lo cual se sella y se deposita para enviarla con el resto de la férrea correspondencia del día. Una vez hecho esto, el señor George se despide animadamente del grupo familiar y se dispone a ensillar su caballo y montarlo. Sin embargo, su hermano, que no quiere separarse de él tan pronto, propone que vayan juntos en un carruaje pequeño hasta el lugar donde va a pasar esa noche, y quedarse con él hasta la mañana siguiente, mientras un criado lleva al caballo gris de pura raza de Chesney Wold durante esa parte del viaje. La oferta se acepta con alegría, y a ella siguen un viaje agradable, una cena agradable y un desayuno agradable, todo ello en fraternal comunión. Vuelven a darse fuertes apretones de manos y se separan, el industrial camino del humo y los fuegos, el soldado camino del país verde. A primera hora de la tarde se oye el ruido sofocado de su pesado trote militar en la avenida, cuando él cabalga imaginándose el tintineo y el golpeteo de sus arneses militares bajo los viejos álamos.
CAPITULO 64
La narración de Esther
Poco después de aquella conversación con mi Tutor, una mañana éste me puso un papel sellado en la mano y me dijo:
—Para el mes que viene, querida mía. — Dentro encontré 200 libras.
Entonces empecé a hacer tranquilamente los preparativos que me parecieron necesarios. Regulé mis compras conforme a los gustos de mi Tutor, que, naturalmente, conocía muy bien, organicé mi ajuar con objeto de agradarlo y esperé tener el mayor éxito posible. Lo hice todo con discreción, porque no acababa de liberarme de mi vieja aprensión de que Ada lo sintiera mucho, y por lo discreto que era mi propio Tutor. No me cabía duda de que, dadas todas las circunstancias, nos casaríamos en la mayor de las intimidades y con gran sencillez. Quizá hubiera debido decir sencillamente a Ada: «¿Quieres venir a mi boda mañana, cariño mío?» Quizá nuestra boda pudiera ser incluso tan poco pretenciosa como la suya, y no me fuera necesario decir nada de ella hasta que hubiera pasado. Pensé que si podía escoger eso sería lo mejor.
La única excepción que hice fue con la señora Woodcourt. Le dije que iba a casarme con mi Tutor y que llevábamos prometidos desde hacía algún tiempo. Lo aprobó totalmente. Siempre estaba dispuesta a todo por mí, y ahora estaba considerablemente ablandada, en comparación con cómo había estado cuando acabábamos de conocerla. No había molestias que no estuviera dispuesta a tomarse por mí, pero huelga decir que no le permití tomarse sino las mínimas posibles para satisfacer su amabilidad sin que se cansara.
Naturalmente, no era aquellos momentos para descuidar a mi Tutor, y naturalmente tampoco para descuidar a mi niña. Así que estaba muy ocupada, lo cual celebraba; y en cuanto a Charley, las labores de aguja la absorbían totalmente: el enterrarse bajo grandes montones de labores (cestos enteros) y hacer un poco y pasar muchísimo tiempo mirando con sus ojazos redondos todo lo que había que hacer, y convenciéndose de que todo lo iba a hacer ella, eran las grandes dignidades y alegrías de Charley.
Entre tanto, he de decirlo, no podía ponerme de acuerdo con mi Tutor en cuanto al tema del testamento, y seguía abrigando esperanzas optimistas acerca de Jarndyce y Jarndyce. Pronto se verá cuál de los dos tenía razón, pero desde luego yo abrigaba esperanzas. En Richard, aquel descubrimiento causó un estallido de actividad y de agitación que lo reanimaron durante un tiempo, pera ya había perdido incluso la elasticidad de la esperanza, y a mí me parecía que sólo conservaba sus preocupaciones febriles. Por algo que dijo mi Tutor un día, cuando estábamos hablando del asunto, comprendí que mi boda no se celebraría hasta después del Curso que nos habían dicho esperásemos, y por eso pensé todavía más lo que celebraría yo que pudiera casarme cuando Richard y Ada estuvieran en condiciones más prósperas.
Ya se acercaba mucho el tal Curso cuando mi Tutor tuvo que salir de la ciudad e ir a Yorkshire para algo relacionado con el señor Woodcourt. Me había anunciado de antemano que sería necesaria su presencia. Acababa yo de llegar una noche de casa de mi querida niña, y estaba sentada en medio de todos mis vestidos nuevos, contemplán-dolos en mi derredor y pensado, cuando me trajeron una carta de mi Tutor. Me pedía que fuese a reunirme con él en el campo, y mencionaba en qué diligencia me había re-servado plaza y a qué hora de la mañana debía yo salir de la ciudad. Añadía en una breve posdata que no estaría muchas horas alejada de Ada.
Lo que menos me podía esperar yo en aquellos momentos era un viaje, pero en media hora me preparé para hacerlo, y salí a la hora prevista de la mañana siguiente.
Estuve viajando todo el día, preguntándome para qué haría falta que me desplazara a tanta distancia; unas veces me imaginaba que sería para una cosa y otras que sería para otra, pero nunca, nunca, nunca me aproximé a la verdad.
Cuando llegué al final de mi viaje ya era de noche, y me encontré con mi Tutor, que me esperaba. Aquello fue un gran alivio para mí, pues al caer la tarde había empezado a temer (tanto más cuanto que su carta era muy breve) que quizá estuviera enfermo. Pero allí estaba, perfectamente bien, y cuando volví a ver aquel rostro bienhumorado, con su gesto más radiante y cordial, me dije que debía de acabar de hacer otra gran bondad. Tampoco hacía falta ser muy penetrante para pensarlo, porque ya sabía yo que si había ido allí era para hacer algo bueno.
En el hotel nos esperaba la cena, y cuando nos quedamos solos a la mesa me preguntó:
—Mujercita, ¿no estás llena de curiosidad por saber por qué te he hecho venir aquí?
—Bueno, Tutor —le respondí—, sin considerarme yo una Fátima ni a usted un Barba Azul, algo de curiosidad sí que siento.
—Entonces, amor mío, para estar seguros de que vas a descansar bien esta noche —me contestó en tono alegre—, no voy a esperar hasta mañana para decirte cuánto deseaba yo expresar a Woodcourt, como fuera, la forma en que aprecio su humanidad para con el pobre Jo, sus inestimables servicios a mis jóvenes primos y su valía para todos nosotros. Cuando se decidió que ocupara un puesto aquí se me ocurrió que podría pedirle que aceptara un lugar sencillo y adecuado en el que alojarse. En consecuencia, hice que buscaran un sitio así, como se ha encontrado en muy buenas condiciones, y lo he estado retocando a fin de hacer que le resulte más habitable. Sin embargo, cuando fui allí el otro día y me dijeron que ya estaba listo vi que yo no era lo bastante amo de llaves como para saber si todo estaba como debía estar. Por eso he enviado a buscar a la mejor amita de casa posible, para que venga a darme su consejo y su asesoramiento. ¡Y aquí la tenemos —terminó mi Tutor—, aunque se ríe y llora al mismo tiempo!
Como era tan bueno, tan cariñoso y tan admirable, traté de decirle lo que pensaba de él, pero no pude decir una palabra.
—¡Vamos, vamos! —dijo mi Tutor—. No exageremos, mujercita. ¡Cómo lloras, señora Durden, cómo lloras!
—Es de pura alegría, Tutor, porque el corazón me desborda de agradecimiento.
—Bueno, bueno —me respondió—, me alegro de que te guste. Ya lo pensaba yo. Quería que fuera una sorpresa agradable para la joven señora de Casa Desolada. Lo besé y me sequé los ojos.
—¡Ahora lo entiendo! —exclamé—. Lo había advertido en su cara hace mucho tiempo.
—¿De verdad, querida mía? —comentó él—. ¡Es una maravilla la señora Durden en esto de leer en las caras.
Estaba tan simpático y animado que yo no pude evitar el estarlo también al cabo de poco rato, y casi sentía vergüenza de no haberlo estado antes. Cuando me fui a la cama lloré; confieso que lloré, pero espero que fuera de alegría, aunque no estoy del todo segura de que así fuera. Me repetí dos veces cada frase de la carta.
Llegó una magnífica mañana de verano, y después del desayuno salimos del brazo a ver la casa sobre la que yo debía dar mi imponente opinión de ama de llaves. En tramos en un jardín de flores por una puertecilla de un muro lateral, de la que él tenía la llave, y lo primero que vi fueron los lechos y las flores, todo dispuesto igual que hacía yo en casa.
—Ya ves, querida mía —observó mi Tutor, que se detuvo con un gesto encantado a ver qué decía yo—; como sabía que no podía haber un plan mejor, imité el tuyo.
Pasamos, por entre unos preciosos árboles frutales, donde ya había cerezas colgando entre las verdes hojas, y las sombras de los manzanos jugaban en la hierba, a la casa en sí, que era una casita muy rústica con habitaciones como de muñecas, pero era tan bonita, tan tranquila y tan encantadora, con un paisaje tan rico y risueño alrededor, con el agua centelleante en la distancia, aquí toda poblada con la vegetación del verano, allá haciendo girar un molino resonante, en el punto más cercano rozando con un prado junto a un pueblo alegre, donde se reunían jugadores de cricket en grupos llenos de color y ondeaba una bandera, sobre una tienda de campaña blanca, al blando viento del oeste. Y al ir recorriendo aquellas bonitas habitaciones, saliendo por las puertas rústicas de la galería y bajo las diminutas columnatas de madera, con sus guirnaldas de madreselvas, jazmines y zapaticos, vi además en los papeles de las paredes, en los colores de los muebles, en la disposición de todos los objetos tan bonitos, reproducidos mis pequeños gustos y aficiones, mis pequeños métodos e invenciones, de los que se reían al mismo tiempo que los elogiaban, mis pequeñas manías por todas partes.
No tenía yo palabras para admirar todas aquellas bellezas, pero al verlas surgió en mi mente una duda. Pensé: «¡Ojalá que esto lo haga feliz! ¿No hubiera sido mejor para su tranquilidad no tenerme siempre delante?» Porque, si bien yo no era lo que él creía, seguía queriéndome mucho, y quizá le recordase tristemente lo que creía haber perdido. No es que deseara que me olvidase, y quizá de no tener todos aquellos recuerdos míos ante sí hubiera podido hacerlo, pero mi camino era más fácil que el suyo, y yo hubiera podido incluso aceptarlo si eso valía para que él fuera más feliz.
—Y ahora, mujercita —dijo mi Tutor, a quien nunca había visto yo tan orgulloso y tan alegre como al mostrarme todo aquello y observar que me gustaba— ahora, lo último de todo, el nombre de esta casa.
—¿Cómo se llama, mi querido Tutor?
—Hija mía —me dijo—, ven a verlo.
Me llevó al porche, que había eludido hasta entonces, y antes de salir hizo una pausa y dijo:
—Hija mía querida, ¿no te supones el nombre?
—¡No! —exclamé.
Salimos al porche y me enseñó, escrito encima: CASA DESOLADA.
Me llevó a un banco que había allí, entre los árboles, se sentó a mi lado, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así:
—Alma mía, en todo lo que ha sucedido entre nosotros yo siempre me he preocupado ante todo, espero, de tu felicidad. Cuando te escribí la carta a la que trajiste la respuesta —con una sonrisa al recordarlo— pensaba demasiado en la mía, pero también en la tuya. No necesito preguntarme si, en diferentes circunstancias, podría yo haber renovado el antiguo sueño que abrigaba cuando tú eras muy joven de hacerte mi esposa algún día. Lo renové y te escribí la carta y tú trajiste tu respuesta. ¿Sigues lo que te estoy diciendo, hija mía?
Yo tenía frío y temblaba violentamente, pero no me perdía ni una palabra de las que me decía. Mientras estaba allí sentada, mirándolo fijamente, y mientras los rayos del sol descendían con un brillo suave entre las hojas para darle en la cabeza descubierta, me parecía que lo que brillaba sobre él debía ser como el brillo de los ángeles.
—Escúchame, amor mío, pero no digas nada. Ahora soy yo quien tiene que hablar. No importa en qué momento empecé a dudar de que lo que había hecho yo sirviera para hacerte realmente feliz. Volvió Woodcourt y pronto no me cupo ninguna duda.
Le eché los brazos al cuello y le apoyé la cabeza en el pecho y lloré.
—Puedes seguir así cuanto tiempo quieras —me dijo apretándome suavemente—. Soy tu Tutor y ahora tu padre. Apóyate en mí con confianza.
Con voz tranquila, como el roce del viento en las hojas, y bienhumorada, como el tiempo de verano, y radiante y benéfica, como la luz del sol, continuó:
—Compréndeme, hija mía. No me cabía duda de que estabas satisfecha y contenta conmigo, dado lo fiel y lo cariñosa que eres, pero vi con quién serías más feliz. No tiene nada de extraño que lograse penetrar en el secreto de él cuando la señora Durden estaba ciega a él, pues yo sabía mucho mejor que ello lo inmutable de su bondad. Bien, gozo desde hace tiempo de la confianza de Allan Woodcourt, aunque yo no le hice ninguna confidencia a él hasta ayer, unas horas antes de tu llegada. Pero yo no quería que se perdiera el brillante ejemplo de mi Esther; no estaba dispuesto a que pasaran sin observar ni una sola de las virtudes de mi querida hija; no la hubiera dejado entrar como si nada en el linaje de Morgan ap Kerrig, ¡ni por todo el oro de las montañas de Gales!
Se detuvo para darme un beso en la frente, y yo volví a sollozar y a llorar. Porque sentía que no podía soportar la dolorosa delicia de sus elogios.
—¡Calma, mujercita! No llores; hoy es un día de alegría. ¡Llevo esperándolo —dijo exultante— desde hace meses! Unas palabras más, señora Trot, y termino. Decidido a no desperdiciar ni un átomo del valor de mi Esther, me confié por separado a la señora Woodcourt. «Mire, señora», le dije, «percibo claramente, y de hecho sé perfectamente, que su hijo ama a mi pupila. Además, estoy segurísimo de que mi pupila ama a su hijo, pero está dispuesta a sacrificar su amor por sentimientos de deber y de afecto, y a sacrificarlo de manera tan total, tan completa, tan religiosa, que usted nunca podría sospecharlo, aunque la vigilara día y noche». Después le conté nuestra historia, la nuestra, la tuya y mía. «Y ahora, señora», dije, «como ya lo sabe, venga a pasar una temporada con nosotros. Venga a ver a mi hija hora tras hora; compare lo que vea con sus orígenes, que son éste y éste», pues no me pareció bien disimular, «y cuando haya usted decidido dígame cuál es la verdadera legitimidad». ¡Y en honor de su vieja sangre galesa —exclamó mi Tutor entusiasmado—, creo que el corazón al que anima no late con menos calor, con menos admiración, con menos amor por la señora Durden que el mío!
Me levantó tiernamente la cabeza mientras yo me aferraba a él, y me besó una vez tras otra a su viejo estilo paternal. ¡Cómo se aclaraba ahora su aire protector en el que tanto había pensado yo!
—Una última palabra. Cuando Allan Woodcourt habló contigo, hija mía, lo hizo con mi conocimiento y mi consentimiento, pero no le di alientos, pues esta sorpresa era mi gran recompensa, y era demasiado avaro como para privarme de una parte de ella. Él tenía que venir a decirme todo lo que hubiera pasado y lo hizo. No tengo más que decir. Hija mía, Allan Woodcourt estuvo junto a tu padre cuando murió éste, y estuvo junto a tu madre. Ésta es Casa Desolada. Hoy entrego esta casa a su pequeña señora, ¡y por Dios que es el día más feliz de mi vida!
Se levantó y me levantó con él. Ya no estábamos solos. Mi marido (hace ya siete años que lo llamo así) estaba a mi lado.
—Allan —dijo mi Tutor—, acepta de mí un regalo que quiere serlo, la mejor esposa que pueda tener un hombre. ¡Qué mejor puedo decir de ti, sino que creo que la mereces! Toma con ella la casita que te aporta. Ya sabes en qué la convertirá, Allan; ya sabes lo que hizo con su tocaya. Permitidme que alguna vez comparta su felicidad. ¿Qué sacrifico yo? Nada, nada.
Me besó una vez más, y esta vez con lágrimas en los ojos, mientras decía en voz más baja:
—Esther, ...alma mía, al cabo de tantos años, esto también es una especie de despedida. Sé que mi error te ha causado algún problema. Perdona a tu viejo Tutor y devuélvele el lugar que ocupaba antes en tu afecto, y borra el error de tu memoria. Allan, toma a mi hija.
Se fue yendo bajo la techumbre de verdes hojas, y al llegar al sol, ya fuera, se volvió animado hacia nosotros y dijo:
—Me podréis encontrar por aquí. Sopla viento de Poniente, mujercita, ¡de Poniente! Que nadie me vuelva a dar las gracias, pues vuelvo a recuperar mis hábitos de solterón, y si alguien olvida esta advertencia, ¡me escaparé para no volver!
¡Qué felicidad la nuestra aquel día, qué alegría, qué descanso, qué esperanza, qué gratitud, qué dicha! Nos casaríamos antes de que terminara el mes, pero la fecha en que viniéramos a tomar posesión de nuestra propia casa dependería de Richard y Ada.
Al día siguiente volvimos a casa los tres juntos. En cuanto llegamos a la capital, Allan fue a ver a Richard directamente, para llevar nuestras buenas nuevas a él y a mi niña. Aunque era tarde, yo pretendía ir a verla unos minutos antes de acostarme, pero primero fui a casa con mi Tutor, para hacerle el té y ocupar mi viejo puesto a su lado, pues no quería que quedara vacío tan pronto.
Cuando llegamos a casa nos dijeron que un joven había venido tres veces en el día, a verme a mí, y que cuando en la tercera ocasión le dijeron que yo no volvería hasta las diez de la noche había dicho: «Volveré hacia esa hora.» Las tres veces había dejado su tarjeta: SR. GUPPY.
Como, naturalmente, especulé acerca del objeto de aquellas visitas y como siempre relacionaba algo ridículo con aquel visitante, resultó que al reírme del señor Guppy hablé a mi Tutor de su proposición y de su retractación ulterior.
—Después de eso —dijo mi Tutor—, desde luego que tenemos que recibir a este héroe. —De modo que dimos instrucciones para que hicieran pasar al señor Guppy en cuanto volviera éste, y apenas acabábamos de darlas cuando, efectivamente, volvió.
Se sintió apurado al ver a mi Tutor conmigo, pero se recuperó y dijo:
—¿Cómo está usted, caballero?
—¿Cómo está usted, señor mío? —respondió mi Tutor.
—Muchas gracias, caballero, estoy pasable —replicó el señor Guppy—. Permítanme ustedes presentar a mi madre, la señora Guppy, de Old Street Road, y a mi amigo íntimo el señor Weevle. Es decir, mi amigo ha estado utilizando el nombre de Weevle, pero en realidad se llama Jobling.
Mi Tutor les rogó que tomaran asiento, lo que hicieron.
—Tony —dijo el señor Guppy a su amigo, tras un silencio embarazoso—, ¿quieres iniciar el caso?
—Hazlo tú —replicó el amigo en tono más bien cortante.
—Pues sabrá usted, señor Jarndyce —comenzó el señor Guppy para gran diversión de su madre, que la exhibió dándole con el codo al señor Jobling y haciéndome a mí unos guiños de lo más notable—, yo tenía idea de que iba a ver a la señorita Summerson a solas, y no estaba del todo preparado para su estimable presencia. Pero quizá le haya mencionado la señorita Summerson que en una ocasión anterior hubo algo entre nosotros.
—La señorita Summerson —asintió mi Tutor con una sonrisa— me ha hecho una comunicación en este sentido.
—Eso me facilita las cosas, señor mío —dijo el señor Guppy—. He terminado mi pasantía con Kenge y Carboy, y creo que de forma satisfactoria para todas las partes; ahora ya me he recibido (tras un examen que bastaría para que le salieran a uno las canas, sobre un montón de cosas que no le hacen a uno ninguna falta) en el colegio de abogados, y he sacado mi título, si es que desea usted verlo.
—Muchas gracias, señor Guppy —contestó mi Tutor—, pero estoy perfectamente dispuesto (creo que utilizo una frase jurídica) a reconocer implícitamente la validez del título.
Ante esto, el señor Guppy desistió de sacarse algo del bolsillo y siguió adelante sin más:
—Yo no tengo ningún capital, pero mi madre tiene algunos bienes en forma de una pensión vitalicia —al oír lo cual la madre del señor Guppy movió la cabeza de un lado a otro, como si aquella observación la hiciera disfrutar inmensamente, se llevó un pañuelo a la boca y me hizo otro guiño—, así que nunca faltan unas libras para los gastos del trabajo, sin interés, lo cual, como usted sabe, es una gran ventaja —dijo el señor Guppy con gran sentimiento.
—Una gran ventaja, desde luego —asintió mi Tutor.
—Y tengo algunas relaciones —prosiguió el señor Guppy—, que se hallan en la dirección de Walcot Square, Lambeth. Por eso he tomado una casa en esa localidad, que a juicio de mis amistades es una ganga (casi no tiene contribución y el uso de los muebles está incluido en la renta), y aspiro a establecerme allí profesionalmente dentro de nada.
Al oír esto, la señora Guppy cayó en una extraordinaria pasión de gestos de la cabeza y de sonrisas pícaras a todo el que quisiera mirarla.
—Tiene seis habitaciones, sin contar cocinas —siguió diciendo el señor Guppy—, y a juicio de mis amistades es un apartamento espacioso. Cuando digo mis amistades digo sobre todo aquí mi amigo Jobling, que, según creo, me conoce —y el señor Guppy lo miró con aire sentimental— desde que éramos muchachos.
El señor Jobling lo confirmó con un leve movimiento de piernas.
—Mi amigo Jobling me ayudará en calidad de pasante, y vivirá en la casa —continuó el señor Guppy—. Mi madre también vivirá en la casa cuando cese y expire su actual contrato en Old Street Road, y en consecuencia no faltará la compañía. Mi amigo Jobling tiene gustos, naturalmente, aristocráticos, y además de estar familiarizado con las actividades de los altos círculos, me respalda plenamente en las intenciones que ahora sustento.
El señor Jobling dijo que «desde luego», y se alejó un poco del codo de la madre del señor Guppy.
—Bien, ahora tengo ocasión de mencionar a usted; señor mío, puesto que goza de la confianza de la señorita Summerson —observó el señor Guppy— (madre, ten la bondad de estarte quieta), que la imagen de la señorita Summerson me quedó firmemente grabada en el corazón y que le hice una proposición de matrimonio.
—Así he oído —respondió mi Tutor.
—Circunstancias —prosiguió el señor Guppy— ajenas a mi voluntad, totalmente ajenas, debilitaron, la impresión de aquella imagen durante algún tiempo. En cuyos momentos la conducta de la señorita Summerson fue muy distinguida. Podría añadir que incluso magnánima.
Mi Tutor me dio un golpecito en el hombro y pareció sentirse muy divertido.
—Ahora bien, señor mío —dijo el señor Guppy—, he llegado a un estado de ánimo tal que deseo reciprocar aquella conducta magnánima. Deseo demostrar a la señorita Summerson que puedo ponerme a una altura de la que quizá ella no me considerase capaz. Veo que la imagen que yo suponía se había borrado de mi corazón no se ha borra-do. Su influencia sobre mí sigue siendo enorme, y al rendirme a ella estoy dispuesto a olvidar las circunstancias ajenas a mi voluntad, suya y la mía, y a repetir las proposi-ciones que tuve el honor de hacer a la señorita Summerson en tiempos pasados. Ruego ofrecer a la señorita Summerson la casa de Walcot Square, el negocio y a mí mismo, para que nos acepte.
—Es usted verdaderamente magnánimo, señor mío —observó mi Tutor.
—Verá usted —respondió sinceramente el señor Guppy—, lo que deseo es ser magnánimo. No considero que al hacer este ofrecimiento a la señorita Summerson esté haciendo yo un sacrificio en absoluto, y tampoco piensan eso mis amistades. Pero existen circunstancias que ruego se tengan en cuenta en comparación con cualquier de-fectillo que pueda tener yo, con objeto de llegar a un equilibrio equitativo.
—Señor mío, me propongo —rió mi Tutor, riendo mientras llamaba a la campanilla— ser yo quien responda a su proposición en nombre de la señorita Summerson. Le agradece sus generosas intenciones, le desea buenas noches y le desea suerte.
—¡Oh! —contestó el señor Guppy con aire de no comprender—. ¿Equivale eso, señor mío, a una aceptación, a un rechazo o a la petición de un plazo para reflexionar?
—A un rechazo total, compréndalo —replicó mi Tutor.
El señor Guppy miró incrédulo a su amigo y a su madre, que de pronto se puso a mirar, muy airada, al suelo y al techo.
—¿De verdad? —preguntó—. Entonces, Jobling, si fueras el amigo que dices ser, creo que podrías acompañar a mi madre al pasillo, en lugar de permitir que se quede donde no es bien recibida.
Pero la señora Guppy se negaba decididamente a salir al pasillo. Ni hablar de eso. Dijo a mi Tutor:
—Pero ¿qué se ha creído usted? ¿De qué habla? ¿No le parece bien mi hijo? ¡Vergüenza tendría que darle! ¡Vamos, lárguese usted!
—Señora mía —respondió mi Tutor—, no parece muy razonable decirme que me vaya de mis propios aposentos.
—¡A mí qué me importa! —dijo la señora Guppy—. Vamos, largo. Si no le parecemos bien, váyase a buscar a alguien que le parezca bien. ¡Vamos, váyase a buscarle!
Yo no estaba preparada para la rapidez con la que la capacidad de jocosidad de la señora Guppy se convertía en la capacidad para sentirse ofendidísima.
—Váyanse ustedes a buscar a alguien que les parezca bien —repitió la señora Guppy—. ¡Vamos, váyanse! —Nada parecía asombrar tanto a la señora Guppy, ni indignarla tanto, como el que no nos fuéramos—. ¿Por qué no se van ustedes? —repitió—. ¿Para qué se quedan aquí?
—Madre —interrumpió su hijo, poniéndose ante ella y haciéndola echarse atrás con un hombro, mientras ella acosaba a mi Tutor—, ¿quieres callar la boca?
—No, William —le contestó ella—, ¡no quiero! ¡Si no se larga ése no me voy a callar!
Sin embargo, entre el señor Guppy y el señor Jobling cercaron a la señora Guppy (que empezaba a ponerse muy insultante) y se la llevaron, contra su voluntad, escaleras abajo, mientras la voz de ella se alzaba una escala más alta a cada escalón que bajaba, e insistía en que saliéramos inmediatamente a buscar a alguien que nos pareciera bien, y sobre todo que nos fuéramos.
CAPÍTULO 65
Empezar el mundo
Había empezado el Curso, y mi Tutor encontró una nota del señor Kenge en el sentido de que dentro de dos días se iba a ver la Causa. Como a mí el Testamento me inspiraba suficientes esperanzas como para ponerme nerviosa, Allan y yo decidimos ir al Tribunal aquella mañana. Richard estaba sumamente agitado, y tan débil y tan bajo de ánimo, aunque su enfermedad estaba sobre todo en la cabeza, que de hecho mi niña tenía mucha necesidad de apoyos. Pero también ella abrigaba esperanzas (aunque ya muy pocas) de que le iba a llegar ayuda, y nunca se desanimaba.
La Causa se iba a ver en Westminster. Estoy convencida de que ya se había visto cien veces antes, pero yo no podía quitarme la idea de que ahora podría tener algún resultado. Salimos de casa inmediatamente después de desayunar, con objeto de llegar puntualmente a Westminster Hall, y fuimos a pie por calles animadas, ¡juntos de una manera que me parecía tan feliz y tan extraña!
Mientras nos dirigíamos allí, planeando lo que deberíamos hacer por Richard y Ada, oí una voz que gritaba: «¡Esther! ¡Mi querida Esther! ¡Esther!» Y era Caddy Jellyby, que sacaba la cabeza de un pequeño carruaje que ahora alquilaba para ir a las casas de sus diferentes alumnos, pues ya tenía muchos, como si quisiera darme un abrazo a una distancia de cien yardas. Yo le había escrito una nota para decirle lo que había hecho mi Tutor, pero no había tenido un momento para ir a verla. Naturalmente, volvimos atrás, pero aquella chica tan cariñosa estaba en tal estado de deliquio, y tan contenta de hablar de la noche en que me trajo las flores, y tan decidida a estrecharme la cara (y hasta el sombrero) en sus manos, y a comportarse con tal excitación y a dedicarme todo género de apelativos cariñosos, y a decir a Allan que yo había hecho no sé cuántas cosas por ella, que me sentí obligada a subir al pequeño carruaje y calmarla y dejarle decir y hacer todo lo que quisiera. Allan, que se quedó junto a la portezuela, estaba igual de satisfecho que Caddy, y yo tanto como ambos, y lo que me extraña es que lograse salir del carruaje y no que me bajara riendo, sonrojada y desordenada, y me quedara mirando a Caddy, que también nos siguió mirando por la ventanilla del coche mientras pudo vernos.
Todo aquello nos hizo llegar con un cuarto de hora de retraso, y cuando llegamos a Westminster Hall vimos que ya habían empezado los asuntos del día. Todavía peor, vimos que en el Tribunal de Cancillería había una multitud tan desusada que estaba lleno hasta los topes, y no podíamos ver ni oír lo que pasaba allí dentro. Parecía ser algo divertido, pues de vez en cuando se oía una risa y un grito de «¡silencio!». Parecía ser algo interesante, pues todo el mundo empujaba y levantaba la cabeza para acercarse. Pa-recía ser algo que causaba gran contento a los profesionales, pues detrás de la multitud había varios abogados jóvenes con sus pelucas y sus togas, y cuando uno hablaba del asunto a los otros se llevaban las manos a los bolsillos y se retorcían de risa y daban patadas en los pisos del Hall.
Preguntamos a un caballero que estaba a nuestro lado si sabía qué causa se estaba viendo. Nos dijo que Jarndyce y Jarndyce. Le preguntamos si sabía qué pasaba. Dijo que en realidad no, nadie sabía nunca lo que pasaba, pero, que él supiera, se había terminado. ¿Terminado por el día?, le preguntamos. No, dijo, terminado para siempre.
¡Terminado para siempre!
Al oír aquella respuesta inexplicable nos miramos el uno al otro totalmente confusos. ¿Sería posible que el Testamento hubiera servido para poner, en fin, las cosas en orden y que Richard y Ada fueran a ser ricos? Parecía demasiado bueno para ser verdad. ¡Por desgracia, lo era!
Nuestra curiosidad duró poco, pues la multitud empezó pronto a disolverse, y la gente salió a toda prisa, con aspecto acalorado y excitado, y con ellos salió mucho aire rancio. Pero todos seguían muy divertidos, más bien como gente que sale de ver una comedia o un prestidigitador que de un Tribunal de Justicia. Nos hicimos a un lado en busca de una cara conocida, y al cabo de un momento empezaron a salir grandes montones de papeles: montones metidos en sacas, montones demasiado grandes para caber en sacas, masas inmensas de papeles de todas las formas y sin forma, que hacían encorvarse bajo su peso a quienes los portaban, los cuales los tiraban, al menos de momento, al piso del Hall, mientras volvían a sacar más. Hasta aquellos pasantes iban riéndose. Miramos los papeles y al ver que todos ellos iban encabezados Jarndyce y Jarndyce preguntamos a alguien con aspecto oficial, que estaba en medio de ellos, si había terminado la causa.
—Sí —dijo—, ¡por fin ha terminado todo! —y también él rompió en carcajadas.
En aquel momento vimos al señor Kenge, que salla del Tribunal, con un aire de dignidad afable, mientras escuchaba al señor Vholes, que le hablaba en tono deferente y llevaba su propia saca. El señor Vholes fue el primero que nos vio.
—Aquí está la señorita Summerson, señor mío —dijo—. Y el señor Woodcourt.
—¡Es cierto! Sí. ¡Claro! —dijo el señor Kenge, que se levantó el sombrero al verme, con gran cortesía ¿Cómo están ustedes? Me alegro de verlos. ¿No ha venido el señor Jarndyce?
No. Nunca venía, le recordé.
—La verdad —respondió el señor Kenge— es que más vale que no haya venido hoy, pues (¿podría decir en ausencia de mi buen amigo, su singularidad indomable de opinión?) quizá hubiera podido verse reforzada; no con razón, pero podría haberse visto reforzada.
—Por favor, ¿qué ha ocurrido hoy? —preguntó Allan.
—¿Cómo dice usted? —preguntó el señor Kenge con una cortesía excesiva.
—¿Qué ha ocurrido hoy?
—¿Qué ha ocurrido? —repitió el señor Kenge—. Claro. Sí. Pues no ha ocurrido gran cosa; no ha sido mucho. Nos han detenido..., nos han frenado de repente, cuando estábamos, ¿cómo diría yo..., digamos en el umbral?
—Señor mío, ¿se considera que el Testamento es un documento auténtico? —preguntó Allan—. ¿Puede usted decirnos?
—Desde luego, si pudiera —dijo el señor Kenge—, pero no hemos entrado en eso, no hemos entrado en eso.
—No hemos entrado en eso —repitió el señor Vholes, como si su voz baja y dirigida hacia sí mismo fuera un eco.
—Ha de reflexionar usted, señor Woodcourt —observó el señor Kenge, utilizando su espátula de plata de forma tranquilizadora y persuasiva—, que ésta ha sido una gran causa, que ésta ha sido una larga causa, y que ésta ha sido una compleja causa. Se ha calificado a Jarndyce y Jarndyce, no sin razón, de Monumento a la Práctica de la Cancillería.
—Y la Paciencia ha intervenido mucho en ella —dijo Allan.
—¡Muy bien, sí, señor —contestó el señor Kenge, con aquella risa suya condescendiente—. ¡Muy bien! Debe usted, además, reflexionar, señor Woodcourt —con un tono tan digno que se aproximaba a la severidad—, que en las múltiples dificultades, contingencias, ficciones magistrales y formas de procedimiento de esta gran causa se han invertido estudio, elocuencia, conocimiento, intelecto, señor Woodcourt, intelecto de gran nivel. Durante años y años, ah... diría yo que la flor del Colegio y los... ah... frutos maduros de otoño del Canciller... se han dedicado a Jarndyce y Jarndyce. Si el público se ha beneficiado, y si el país se ha visto adornado, por esta magnífica Erudición, de alguna forma hay que pagar todo esto, señor mío.
—Señor Kenge —intervino Allan, que pareció comprenderlo de golpe—, mil perdones. Tenemos prisa. ¿He de entender que toda la herencia queda absorbida por las costas?
—¡Jem! Eso creo —respondió el señor Kenge—. Señor Vholes, ¿qué dice usted?
—Eso creo —dijo el señor Vholes.
—¿De modo que el pleito desaparece y se desvanece?
—Probablemente —dijo el señor Kenge—. ¿Señor Vholes?
—Probablemente —dijo el señor Vholes.
—Alma mía —susurró Allan—, ¡esto va a destrozarle el corazón a Richard!
Tenía tal gesto de aprensión, y conocía tan bien a Richard, y también yo había advertido hasta tal punto el declive gradual de éste, que ahora lo que me había dicho mi niña en la plenitud de su amor y sus presentimientos me sonó como un toque a muerto.
—Si busca usted al señor C, señor mío —dijo el Vholes, viniendo tras nosotros—, lo encontrará usted en el Tribunal. Ahí lo dejé descansando un poco. Buenos días, señor mío; buenos días, señorita Summerson —y al dedicarme una de aquellas miradas devoradoras suyas, mientras retorcía los cordones de su saca, antes de correr con ella tras el señor Kenge, la benigna sombra de cuya presencia y conversación parecía temeroso de abandonar, exhaló un pequeño jadeo como si se hubiera tragado el último trozo de su cliente, y su silueta negra, abotonada y lustrosa se fue deslizando hacia la puerta baja que había al final del Hall.
—Amor mío —me dijo Richard—, déjame por un momento, que me haga cargo de lo que me has confiado. Ve a casa con esta información y después ven a casa de Ada.
No le permití que fuera a buscarme un coche, sino que le rogué que fuera en busca de Richard sin perder un momento y que me dejara hacer lo que me había dicho. Llegué corriendo a casa, vi a mi Tutor y le fui contando gradualmente las noticias que le traía.
—Mujercita —me dijo, muy tranquilo por lo que a él respectaba—, el haber terminado con el pleito es una bendición más grande que lo que hubiera podido yo esperar. ¡Pero mis pobres jóvenes primos!
Estuvimos hablando de ellos toda la mañana y comentando lo que se podría hacer. Por la tarde, mi Tutor me acompañó a Symond's Inn y me dejó a la puerta. Subí las escaleras. Cuando mi niña oyó mis pasos salió al descansillo y me echó los brazos al cuello, pero pronto se recompuso y me dijo que Richard había preguntado por mí varias veces. Allan lo había encontrado sentado en un rincón del Tribunal, según me dijo Ada, como una estatua de piedra. Al llamarlo se despertó, e hizo como si se dispusiera a hablar en voz feroz con el Juez. Se detuvo porque se le llenó la boca de sangre, y Allan lo había traído a casa.
Estaba tumbado en un sofá con los ojos cerrados cuando entré yo. En la mesa había unos reconstituyentes; la habitación estaba todo lo ventilada que era posible, con las luces apagadas y en silencio. Allan estaba a su lado y lo contemplaba con gesto grave. Me dio la sensación de que estaba muy pálido, y ahora que yo lo veía sin que él me viera a mí, advertí cabalmente, por primera vez, lo demacrado que estaba. Pero tenía mejor aspecto que desde hacía muchos días.
Me senté a su lado en silencio. Al cabo de un rato abrió los ojos y dijo con voz débil, pero con su antigua sonrisa:
—Señora Durden, ¡dame un beso, querida mía!
A mí me reconfortó y me sorprendió mucho el ver que en su mal estado estaba animado y miraba hacia el futuro. Me comentó que en su matrimonio se sentía más feliz de lo que pudiera decirme con palabras. Mi marido había sido un ángel de la guardia para él y para Ada, y nos bendecía a ambos y nos deseaba toda la felicidad que nos pudiera traer la vida. Casi me pareció que se me destrozaba el corazón cuando vi que tomaba la mano de mi marido y se la llevaba al pecho.
Hablamos del futuro todo el tiempo posible, y dijo varias veces que tenía que venir a nuestra boda si para entonces podía tenerse en pie. Dijo que ya lograría Ada llevarlo como fuese. Pero cuando mi niña le dijo: «¡Sí, claro, mi querido Richard! », y le habló con tanta serenidad y esperanza, con tanta belleza, de la ayuda que iba a llegarle tan pronto, ... ¡lo supe..., lo supe!
No le convenía hablar demasiado, y cuando él se callaba también callábamos los demás. Yo seguía sentada a su lado y haciendo como que bordaba algo para mi niña, dado que él siempre bromeaba diciéndome que no era capaz de estar quieta. Ada se inclinó sobre su almohada y le puso el brazo bajo la cabeza. El se quedaba dormido a ratos, y cuando se despertaba sin verlo, lo primero que preguntaba era: «¿Dónde está Woodcourt?».
Había llegado la tarde cuando levanté la vista y vi que en el corredor estaba mi Tutor. «¿Quién es, señora Durden? », me preguntó Richard. Tenía la puerta a sus espaldas, pero había visto por mi gesto que había alguien. Miré a Allan para pedirle consejo y cuando él asintió para decir que «sí», me incliné hacia él y se lo dije. Mi Tutor vio lo que pasaba, se acercó en silencio a mí en un instante y puso una mano sobre las de Richard.
—¡Ay, señor —dijo Richard—, es usted muy bueno, muy bueno! —y rompió a llorar por primera vez.
Mi Tutor, imagen pura de bondad, se sentó en mi lugar y mantuvo su mano en las de Richard.
—Mi querido Rick —le dijo—, ya se han disipado las nubes y ha salido el sol. Ya podemos ver. Rick, todos estábamos más o menos engañados. ¡Qué importa! Y, ¿cómo estás, mi querido muchacho?
—Estoy muy débil, primo, pero espero recuperarme. Tengo que empezar el mundo.
—Eso es, ¡muy bien! —exclamó mi Tutor.
—Pero ahora no voy a empezarlo como antes —dijo Richard con una sonrisa triste—. Ya he aprendido una lección, primo. Ha sido duro, pero puede usted tener la seguridad de que la he aprendido.
—Muy bien, muy bien —dijo mi Tutor, reconfortándolo—, muy bien, muy bien, hijo mío!
—Estaba pensando, primo —siguió diciendo Richard—, que lo que más me gustaría ver en el mundo es ver la casa de ellos: la casa de la señora Durden y del señor Woodcourt. Si pudieran sacarme de aquí en cuanto esté más fuerte, creo que allí empezaría a recuperarme mejor que en ninguna otra parte.
—Pues eso mismo pensaba yo, Richard —comentó mi Tutor—, y lo mismo nuestra mujercita, y de eso estábamos hablando hoy mismo. Estoy seguro de que su marido no tendrá ninguna objeción. ¿Qué te parece?
Richard sonrió y levantó el brazo para tocarlo a él, que permanecía a su lado, a la cabecera del sofá.
—No digo nada de Ada —dijo Richard—, pero pienso en ella y he estado pensando mucho en ella. ¡Mírela! ¡Mírela aquí, primo, inclinada sobre esta almohada cuando es ella quien tanto necesita descansar, mi gran amor, mi pobrecita!
La tomó en sus brazos y ninguno de nosotros habló. Fue soltándola gradualmente, y ella nos miró a nosotros, miró al cielo y movió los labios.
—Cuando llegue a Casa Desolada —siguió diciendo Richard—, tendré muchas cosas que decirle a usted, primo, y usted tendrá muchas cosas que enseñarme. Vendrá usted, ¿verdad?
—Sin duda, mi querido Rick.
—Gracias; es digno de usted, digno de usted —dijo Richard—. Pero todo es digno de usted. Ya me han contado cómo lo planeó usted todo, y cómo recordó usted los gustos y las pequeñas manías de Esther. Será como volver otra vez a la vieja Casa Desolada.
—Y espero que también a ésa vuelvas, Richard. Ya sabes que ahora vivo solo, y si vienes a verme será un acto de caridad. Un acto de caridad el que volváis, amor mío —repitió a Ada, mientras le pasaba la mano blandamente por el dorado cabello y se llevaba un rizo de éste a los labios (y yo creo que se prometió en su fuero interno el protegerla si se quedaba sola).
—¿Ha sido una pesadilla? —preguntó Richard, apretando angustiado las manos de mi Tutor.
—Nada más que eso, Rick. Nada más.
—Y como usted es tan bueno, ¿podrá perdonarla como tal y compadecerse del que la tuvo, y ser paciente y amable cuando se despierte?
—Claro que sí. ¿Qué soy yo más que otro soñador, Rick?
—¡Voy a empezar el mundo! —dijo Richard con una luz en la mirada.
Mi marido se acercó un poco más a Ada, y vi que levantaba solemnemente la mano para advertir a mi Tutor.
—Cuando me vaya de aquí a ese país amable donde se encuentran los viejos tiempos, ¿dónde hallaré las fuerzas para decir todo lo que ha sido Ada para mí, dónde podré recordar mis múltiples errores y cegueras, dónde me voy a preparar para guiar a mi hijo que va a nacer? —preguntó Richard—. ¿Cuándo me voy?
—Mi querido Rick, en cuanto tengas las fuerzas suficientes —respondió mi Tutor.
—¡Ada, amor mío!
Trató de levantarse algo. Allan lo recostó para que ella pudiera abrazarlo contra su seno, que era lo que quería él.
—Te he hecho mucho daño, cariño. He caído en tu camino como una pobre sombra perdida, te has casado conmigo en la pobreza y los problemas, he tirado tu herencia a los vientos. ¿Me podrás perdonar todo eso, Ada mía, antes de que empiece yo el mundo?
Cuando Ada se inclinó a besarlo, una sonrisa iluminó la faz de Rick. Lentamente fue apoyándose en el seno de ella, fue apretándole más los brazos al cuello y con un último gemido empezó el mundo. No este mundo, ¡Ay, no, no éste! El mundo que corrige a éste.
Cuando todo estaba en silencio, muy tarde, la pobre loca de la señorita Flite llegó llorando a verlo y me dijo que había puesto en libertad a todos sus pajaritos.
CAPITULO 66
Allá en Lincolnshire
En estos días alterados ha caído un silencio sobre Chesney Wold, al igual que sobre una parte de la historia de la familia. Se dice que Sir Leicester ha pagado a algunos que podrían contar historias para que mantengan el silencio, pero no hay mucha gente que se lo crea y todo va desvaneciéndose en susurros y murmullos débiles, y en cuanto cae sobre ello una chispa caliente de la vida, en seguida desaparece. Se sabe con seguridad que la bella Lady Dedlock yace en el mausoleo del parque, donde los árboles forman una bóveda y por las noches se oye al búho que pulula en el bosque, pero lo que es un misterio es cuándo la han traído a casa para yacer bajo los ecos de ese lugar solitario, y cómo murió. Algunas de sus amistades más antiguas, que se encuentran sobre todo entre las damiselas de mejillas de melocotón y gargantas de esqueleto, se han preguntado alguna vez como si fueran bellezas reducidas a flirtear con la lúgubre muerte, después de haber perdido a todos sus pretendientes, que se extrañaban de que cuando se reunía todo el Wold, cómo era que las cenizas de los Dedlock, enterradas en el mausoleo, nunca se erguían en contra de aquella profanación de su compañía. Pero los Dedlock, muertos hace tanto tiempo, se lo toman con mucha calma, y que se sepa nunca han formulado objeciones.
Desde los helechos del fondo del valle, y por el camino de los jinetes que serpentea entre los árboles, a veces llega a este lugar solitario el sonido de los cascos de caballos. Entonces se puede ver a Sir Leicester, inválido, encorvado y casi ciego, pero todavía de buena presencia, que cabalga con un hombre fornido a su lado, siempre atento a sus bridas. Cuando llegan a un cierto punto junto a la puerta del mausoleo, el caballo de Sir Leicester, que ya está acostumbrado, se detiene solo, y Sir Leicester se quita el sombrero y se queda inmóvil unos momentos antes de volver a partir.
El audaz Boythorn sigue en guerra, aunque a intervalos inciertos, a veces más caliente y otras más fría, pues arde como un fuego irregular. Según se dice, cuando Sir Leicester vino a quedarse en Lincolnshire para siempre, el señor Boythorn mostró un deseo manifiesto de abandonar su servidumbre de paso y hacer lo que Sir Leicester quisiera, pero como Sir Leicester creyó que aquello era una condescendencia a su enfermedad o a su mala fortuna, montó en cólera, y se sintió tan magníficamente ofendido que el señor Boythorn se consideró obligado a cometer una infracción flagrante a fin de que su vecino volviera en sí. Análogamente, el señor Boythorn sigue colocando carteles tremendos en el camino y (siempre con su pájaro posado en la cabeza) manifestándose vehemente contra Sir Leicester desde el santuario de su propia casa, y análogamente también sigue desafiándolo como siempre en la iglesita, haciendo como si sencillamente no creyera en su existencia. Pero, según se murmura, si bien sigue manifestando ferocidad contra su viejo enemigo, en realidad es de lo más considerado, y Sir Leicester, en la dignidad de su implacabilidad, no se da cuenta de hasta qué punto le están siguiendo el apunte. Igual que no se da cuenta de hasta qué punto él y su antagonista han sufrido con los destinos de las dos hermanas, y su antagonista, que ya sí lo sabe, no es persona que vaya a decírselo. Y así continúa la disputa, para satisfacción de ambos.
En uno de los pabellones del parque, el pabellón que no se puede ver desde la casa, en el que, hace tiempo, cuando se desencadenaban las aguas sobre Lincolnshire, Milady iba a ver a la niña del guarda, es donde está alojado el hombre fornido, el soldado: En las paredes cuelgan algunas reliquias de su antigua vocación, y el mantenerlas brillantes constituye el recreo escogido de un hombrecillo cojo que recorre los establos. Y es un hombrecillo que siempre está ocupado, sea en limpiar las puertas del armario de los jaeces, las espuelas, los palafrenes, las sillas, todo lo que hace falta limpiar en un establo; es una vida de constante fricción. Es un hombrecillo peludo, inválido, como un perro viejo sin raza determinada, que ha sufrido muchos golpes. Responde al nombre de Phil.
Resulta muy agradable ver a la anciana ama de llaves (que ya está más sorda) cuando va a la iglesia del brazo de su hijo, y observar (cosa que hacen pocos, porque ahora viene poca gente a la casa) las relaciones de ambos con Sir Leicester, y las de él con ellos. Tienen visitantes en pleno verano, cuando se ven entre las hojas una capa y un paraguas grises, desconocidos en Chesney Wold en otras épocas; cuando a veces se ve jugueteando a dos damiselas entre pozos escondidos y otros rincones del parque, y cuando el humo de dos pipas sube haciendo volutas por el aire fragante de la tarde, desde la puerta del soldado. Entonces se oye cómo trina una flauta desde dentro del pabellón, que toca el aire melodioso de los Granaderos Británicos y, al caer la tarde, una voz inflexible y estentórea dice, mientras los dos hombres se dan un paseo: «Pero es algo que nunca le digo a la viejita. Hay que mantener la disciplina».
Casi toda la casa está cerrada y ya no se enseña a los visitantes; pero Sir Leicester sigue manteniendo su corte reducida en el salón largo, pese a todo, y descansa en su sitio de siempre frente al retrato de Milady. El salón queda cerrado por la noche con amplias cortinas e iluminado sólo en esa parte, y la luz parece irse contrayendo y disminuyendo gradualmente hasta que desaparece. La verdad es que en muy poco tiempo más habrá desaparecido del todo para Sir Leicester, cuando la húmeda puerta del mausoleo, que tan herméticamente se cierra y que parece tan impenetrable, se haya abierto para darle acogida.
Volumnia, a la que con el paso del tiempo se le va poniendo más sonrosado el colorete de la cara, y más amarillo el blanco, lee a Sir Leicester en las largas veladas y se ve impulsada a diversos artificios para ocultar sus bostezos, el principal y más eficaz de cuyos artificios consiste en insertar el collar de perlas entre sus labios sonrosados. La base de sus lecturas la forman enormes tratados sobre la cuestión Buffy-Boodle, en los cuales se demuestra que Buffy es intachable y Boodle un villano, y cómo el país va a su perdición si es todo de Boodle y nada de Buffy, o a su salvación si es todo de Buffy y nada de Boodle (ha de ser una de las dos cosas, y ninguna otra). A Sir Leicester no le preocupa de qué se trate, y no parece que lo siga con mucha atención; aparte de eso, siempre parece despertarse cuando Volumnia se interrumpe, y repitiendo sonoramente las últimas palabras dichas por ella, le pregunta con un cierto desagrado si se siente fatigada. Sin embargo, Volumnia, en el transcurso de su revoloteo y su picoteo entre papeles, ha caído sobre un memorando relativo a ella en caso de que le pase algo a su pariente, que constituye una compensación generosa por un largo curso de lecturas, y mantiene a raya incluso al dragón del Aburrimiento.
Los primos eluden por lo general Chesney Wold en sus momentos aburridos, pero vuelven a él en la temporada de caza, cuando se oyen escopetas en las plantaciones y unos cuantos batidores y ojeadores dispersos esperan en los apostaderos antiguos a que lleguen las parejas y los tríos de primos desanimados. El primo debilitado, más debilitado todavía por lo apagada que está la casa, cae en un estado terrible de depresión, gime bajo almohadones penitenciales en las horas que no pasa con la escopeta y protesta que esto es como una cárcel, ¿no?... bastaría para, como diría yo, no volver nunca jamás, ¿verdad?
Las únicas grandes ocasiones para Volumnia, en este nuevo aspecto de la casa de Lincolnshire, son las ocasiones, escasas y muy esporádicas, en las que hay algo que hacer por el condado o por el país en forma de aparecer en un baile público. Entonces sí que la sílfide marchita aparece en forma de hada y marcha alegre escoltada por un primo a la fatigada sala de reuniones que se halla a catorce agotadoras millas de distancia, que en trescientos sesenta y cuatro días y noches del año ordinario es una especie de depósito de madera de las Antípodas, llena de viejas sillas y mesas puestas del revés. Entonces sí que cautiva todos los corazones con su condescendencia, su juvenil vivacidad y sus saltitos como en la época en que a aquel horrible general con la boca llena de dientes todavía no le había salido ni uno de ellos (a dos guineas la pieza). Entonces gira y se contonea, cual ninfa pastoral de buena familia, por el laberinto de la danza. Entonces aparecen los galanes con té, con limonada, con sandwiches, con homenajes. Entonces se muestra amable y cruel, majestuosa y sencilla, diversa, hermosamente voluntariosa. Entonces se advierte un singular paralelismo entre ella y los pequeños candelabros de cristal de otra época que adornan la sala de reuniones, que con sus flacos tallos, sus escasas lágrimas, sus desalentadores bultos donde no hay lágrimas, sus tallitos desnudos de los que han desaparecido bultos y lágrimas, y con su leve resplandor prismático, todos parecen Volumnias.
Por lo demás, para Volumnia la vida en Lincolnshire es un inmenso vacío de casa demasiado grande que contempla unos árboles que suspiran, se retuercen las manos, menean las cabezas y derraman sus lágrimas sobre las ventanas en monótonas depresiones. Un laberinto de grandeza que parece menos la propiedad de una familia antigua de seres humanos y sus imágenes fantasmales que una familia de ecos y truenos que salen de sus cien tumbas al menor sonido y siguen resonando por todo el edificio. Un desierto de pasillos y escaleras sin utilizar, en el cual si un peine cae al suelo de un dormitorio por la noche, su eco recorre toda la casa como una pisada sigilosa. Un lugar por el que a poca gente le gusta desplazarse sola, donde una doncella rompe a gritar si cae un ascua del fuego, se aficiona a llorar en todo momento y en toda ocasión, cae víctima de desórdenes espirituales, se despide y se marcha.
Así va Chesney Wold. Con una parte tan grande abandonada a la oscuridad y la desocupación, con tan pocos cambios bajo la luz del verano o las sombras del invierno, siempre tan sombrío y tan silencioso, sin que ondeen banderas sobre él durante el día, ni brillen en él luces durante la noche, sin familia que vaya y venga, sin visitantes que den alma a las formas frías y pálidas de los aposentos, sin un gesto de vida; incluso a ojos de un extraño han muerto la pasión y la vida en esa casa de Lincolnshire, y se han rendido a un reposo inerte.
CAPÍTULO 67
El final de la narración de Esther
Desde hace nada menos que siete años de felicidad soy la señora de Casa Desolada. Las pocas palabras que me quedan por escribir se redactan en seguida, y entonces yo y el amigo desconocido al que escribo nos separaremos para siempre. No sin recuerdos llenos de cariño por mi parte. Y espero que tampoco por la suya.
Me dejaron a mi niña en mis brazos y no me separé de ella en muchas semanas. El bebé que iba a haber logrado tantas cosas nació antes de que se plantara la hierba en la tumba de su padre. Fue un niño, y yo, mi marido y mi Tutor le dimos el nombre de su padre.
La ayuda con la que contaba mi niña le llegó, aunque llegó, en su Sabiduría Eterna, con otro fin. Aunque el ayudar y reanimar a su madre, y no a su padre, fue el objetivo del bebé, su capacidad para lograrlo era muy grande. Cuando vi la fuerza de aquella manita tan débil, y cómo bastaba su contacto para sanar el corazón de mi niña y hacerle concebir esperanzas, tuve una nueva sensación de la bondad y la ternura de Dios.
Fueron prosperando, y poco a poco vi a mi niña ir saliendo a mi jardín del campo y pasearse, por él con su hijo en brazos. Entonces me casé. Me sentía la mujer más feliz del mundo.
Fue entonces cuando vino a vernos mi Tutor y preguntó a Ada cuándo quería ir a casa.
—Las dos son tus casas, hija mía —le dijo—, pero la Casa Desolada más antigua reivindica la prioridad. Cuando tú y el muchacho estéis lo bastante fuertes, venid a tomar posesión de vuestra casa.
Ada le contestó:
—Eres muy bueno, primo John.
Pero él le dijo:
—No, ahora debo ser tu Tutor.
Y a partir de entonces fue su Tutor y el del niño, y él estaba ya acostumbrado a ese nombre. De manera que ella lo llamó Tutor y se lo ha seguido llamando desde entonces. Los niños no lo conocen por otro nombre, y digo los niños porque yo ya tengo dos hijas.
Resulta difícil creer que Charley (que sigue teniendo los ojos igual de redondos y cometiendo errores de gramática) está casada con un molinero de los alrededores, pero así es, y ahora mismo, cuando levanto la vista de la mesa a la que estoy escribiendo, veo que empieza a dar vueltas el molino. Espero que el molinero no mime demasiado a Charley, pero la quiere mucho, y Charley está bastante orgullosa de su boda, pues es hombre acomodado y estaba muy solicitado. Por lo que respecta a mi criadita, podría suponer que el tiempo se ha detenido durante siete años igual que lo estaba el molino hasta hace media hora, pues Emma, la hermana menor de Charley, es exactamente igual que era ésta. En cuanto a Tom, el hermano de Charley, no sé lo que hizo en la escuela en aritmética, pero creo que llegó hasta los decimales. En todo caso, ahora es el aprendiz del molinero, y es un muchacho bueno y tímido, que se pasa el tiempo enamorándose de alguien y luego sintiéndose avergonzado de ello.
Caddy Jellyby pasó sus últimas vacaciones con nosotros, y estuvo más cariñosa que nunca, siempre entrando y saliendo de la casa y bailando con los niños, como si nunca hubiera dado una lección de baile en su vida. Caddy ya tiene su propio pequeño carruaje, en lugar de alquilarlo, y vive nada menos que a dos millas al oeste de Newman Street. Trabaja mucho, pues su marido (que es una persona excelente) se ha quedado cojo y puede hacer muy poco. Pero ella se siente feliz y hace todo lo que tiene que hacer con el mejor de los ánimos. El señor Jellyby va a pasar las veladas a su nueva casa con la cabeza apoyada en la pared, como hacía en la antigua. Me han dicho que la señora Jellyby se había sentido muy mortificada por el matrimonio y las actividades innobles de su hija, pero espero que se haya recuperado con el tiempo. Ha sufrido un gran desen-canto con Borríobula-Gha, que al final resultó un fracaso debido a que el rey de Borríobula quiso vender a todos los que habían sobrevivido al clima a cambio de barricas de ron, pero ahora se ocupa del derecho a las mujeres a ser diputadas, y según me dice Caddy, es una misión que requiere más correspondencia que la misión anterior. Casi me había olvidado de la pobre hija de Caddy. Ya no es un bebé, pero es sordomuda. Creo que jamás ha habido una madre mejor que Caddy, que en sus escasos ratos de ocio se dedica a aprender todas las artes de los sordomudos para aliviar la enfermedad de su hija.
Como si nunca pudiera terminar con Caddy, me acuerdo ahora de Peepy y del señor Turveydrop, padre. Peepy está en Aduanas, y le va muy bien. El señor Turveydrop padre, muy apoplégico, sigue exhibiendo su Porte en la capital y disfrutando como siempre. Sigue protegiendo a Peepy, y según tengo entendido le ha dejado en su testamento su reloj francés favorito, el del vestidor, que no es suyo.
Con el primer dinero que ahorramos en casa ampliamos ésta con objeto de añadirle un Gruñidero expresamente para mi Tutor, que inauguramos con gran esplendor la primera vez que vino a vernos. Trato de escribir todo esto con levedad, pues se me desborda el corazón al llegar al final, pero cuando hablo de él triunfan las lágrimas.
Cuando lo miro, siempre recuerdo a Richard diciéndole que era un hombre bueno. Es el mejor de los padres para Ada y el hijo de ésta; para conmigo es lo que ha sido siempre, y, ¿qué calificativos puedo utilizar para describir eso? Es el mejor y más querido amigo de mi marido, el favorito de nuestras hijas, el objeto de nuestro mayor amor y veneración. sin embargo, aunque lo considero un ser superior, me siento tan próxima de él, y tan a gusto con él, que casi me maravillo. Nunca he perdido mis antiguos nombres, ni él el suyo, y cuando está con nosotros nunca me siento más que igual que antes, en mi vieja silla a su lado. «¡Señora Trot, señora Durden, Mujercita! Todo igual que siempre», y yo respondo: «¡Sí, querido Tutor! Igual que siempre».
Nunca he oído hablar de que el viento sea de Levante ni una sola vez desde que me llevó al porche a leer el nombre. Una vez le dije que ahora nunca parecía soplar viento de Levante y me dijo que era verdad, que por fin había desaparecido de allí a partir de aquel día. Creo que mi niña está más bella que nunca. La pena que expresaba su rostro (y que ya no expresa) parece haber purificado incluso su inocente expresión, y haberle dado una calidad más divina. A veces, cuando levanto la vista y la veo, con el vestido negro que sigue llevando, mientras enseña algo a mi Richard, me siento..., me resulta difícil expresarlo..., me siento como si fuera magnífico saber que recuerda a su querida Esther en sus oraciones.
¡Lo llamo mi Richard! Pero él dice que tiene dos mamás y que yo soy una de ellas.
No somos ricos en dinero, pero siempre nos ha ido bien, y tenemos más que suficiente. Cuando salgo con mi marido nunca dejo de oír a gente que lo bendice. En todas las casas de cualquier condición a las que voy, oigo sus elogios o veo sus miradas de agradecimiento. Todas las noches, al acostarme sé que en el curso del día ha aliviado dolores y ayudado a algún pobre en momentos de necesidad. Sé que desde los lechos de los que ya no pueden curar muchas veces se le han dado las gracias, en el último momento, por sus cuidados hasta entonces. ¿No es eso ser ricos?
La gente incluso me elogia a mí como la mujer del doctor. La gente incluso me quiere y me da tanta importancia que me siento avergonzada. ¡Todo se lo debo a él, a mi amor, a mi orgullo! Les gusto por él, igual que yo lo hago todo en la vida pensando en él.
Hace una o dos noches, cuando estaba ocupada preparando las cosas para mi niña, mi Tutor y el pequeño Richard, que van a venir mañana, estaba yo sentada nada menos que en el porche, aquel querido y memorable porche, cuando llegó Allan y me dijo:
—Mujercita mía, ¿qué haces aquí?
Y yo contesté:
—Brilla tanto la luna, Allan, y la noche es tan deliciosa que estaba aquí, pensando.
—Y, ¿en qué estabas pensando, cariño? —me preguntó entonces Allan.
—¡Qué curioso eres! —contesté—. Casi me da vergüenza decírtelo, pero te lo diré. Estaba pensando en mi cara de antes..., aunque no fuera gran cosa.
—Y, ¿qué pensabas de ella, abejita? —dijo Allan.
—Estaba pensando que me parecía imposible que pudieras amarme más de lo que me amas aunque la hubiera conservado.
—¿Aunque no era gran cosa? —rió Allan.
—Claro, aunque no era gran cosa.
—Mi querida señora Durden —dijo Allan, tomándome del brazo—, ¿te miras alguna vez al espejo?
—Ya sabes que sí; me has visto.
—¿Y no sabes que estás más guapa que nunca?
No lo sabía, y no estoy segura de saberlo. Pero sé que mis hijitas son muy guapas, y que mi niña es muy bella, y que mi marido es muy apuesto, y que mi Tutor tiene la cara más radiante y bondadosa del mundo, y que pueden contentarse perfectamente con que yo no sea muy guapa, aun de suponer...
POSTFACIO
Conviene, ante todo, recordar un poco cuán diferente del nuestro era el mundo en el que Dickens empezó a escribir Casa Desolada: en todo el hoy llamado «mundo occidental» sólo Inglaterra y Gales tenían más del 20 por 100 de la población en ciudades de 100.000 o más habitantes; no existía el ferrocarril al sur de los Pirineos ni al norte de Alemania; el Imperio Otomano cubría gran parte de las actuales Bulgaria y Yugoslavia, así como de Egipto, etc., África era una colonia política o económica de tres o cuatro Estados europeos; no existían los canales de Suez ni de Panamá; los Estados Unidos tenían menos población que Inglaterra, Francia o los Estados germánicos, y el Imperio Británico se extendía desde Belize hasta Nueva Zelanda, desde Gibraltar hasta Ciudad de El Cabo; no existían, naturalmente, la luz eléctrica, el automóvil, la radio, el cine ni el avión... Persistía la esclavitud en los Estados Unidos, en las ya exiguas colonias españolas, etc.; el joven Marx iniciaba su labor del análisis moderno de la sociedad contemporánea, en la que era habitual, además, el trabajo de los niños, se perseguía a los nacientes sindicatos, se navegaba a vela y no se había inventado la hamburguesa. Es decir, el llamado Antiguo Régimen daba unos coletazos que durarían todavía más de sesenta años.
Pero también eran muchas las semillas que estaban dando fruto o se estaban plantando hacia la modernidad. No sólo había Marx iniciado su labor, sino que por esos años florecía la ópera italiana y comenzaba la publicación del texto del ciclo wagneriano, se publicaban Moby Dick y La cabaña del tío Tom, se declaraba el dogma de la In-maculada Concepción, se inventaba la máquina de coser y Livingstone comenzaba su exploración del Zambeze.
En Inglaterra, si los agricultores prosperaban era gracias a que muchos campesinos emigraban a las ciudades o al extranjero (ya había que importar el 25 por 100 de la harina para panificación). Los grandes terratenientes que controlaban casi el 20 por 100 de la superficie cultivable (Clapham) dominaban las zonas rurales, en las que «seguía sin existir una administración local elegida (G. M. Trevelyan). Pero «la mayor miseria [...] se daba en las ciudades[(...], donde los pobres se morían de hambre de forma menos pasiva y menos invisible» (E. J. Hobsbawm). J. Bright describe la situación en términos cuasidickensianos: «2.000 mujeres y muchachas recorrían las calles cantando himnos (espectáculo singular y asombroso, casi sublime) —tenían un hambre horrorosa— y cuando caían sobre una hogaza la devoraban con un ansia indescriptible, y aunque el pan estuviera casi lleno de barro lo devoraban con igual voracidad.»
Había ya enormes cantidades de trabajadores que caían en paros prolongadísimos debido a crisis pasajeras o recurrentes, aunque fueran obreros especializados. Si bien existía una cierta prosperidad industrial, ayudada por la relación de intercambio que el Imperio mantenía con sus colonias, las desigualdades eran gigantescas: los niños «po-dían» legalmente trabajar diez horas al día, persistía la prisión por deudas, quedaban «burgos podridos», las mujeres no tenían derecho de voto, se seguían comprando ofi-cios, como los mandos militares, etc.
Es en este ambiente, en el que la riqueza se mezcla con la sordidez, en el que Dickens escribe Casa Desolada. Su publicación se realiza por el sistema habitual de la época: entregas mensuales ilustradas por un dibujante famoso (en este caso H. K. Browne, «Phiz») con el objeto de reunir después todas las entregas en forma de libro.
En 1852 Dickens tiene cuarenta años y, aunque sea un tópico, está en la plenitud de su vigor literario. Tras el asombroso éxito de su primera obra larga, Picwick, viene publicando infatigablemente, y casi siempre con un enorme éxito popular (sus folletones se venden por cientos de miles de ejemplares). No sólo cuenta ya en su haber novelas como Oliver Twist, Nicholas Nickleby, Martin Chuzzlewit, Dombey e hijo, etc., sino también con su obra quizá más conocida, el relato más breve de La canción de Navidad. Además, había diversificado su producción, y aparte de las crónicas parlamentarias con las que se había iniciado en la literatura, había publicado las polémicas Notas sobre su viaje de 1842 a los Estados Unidos, en las que fustigaba la persistencia de la esclavitud y la hipocresía de la sociedad estadounidense, que predicaba la «moralidad» política a medio mundo mientras exterminaba a los amerindios, invadía a sus vecinos, negaba el voto a las mujeres, contaba a los negros como «3/5 de ser humano» y no contaba con más ídolo que el dinero.
Este tema de la hipocresía en todas sus formas es una de las bestias negras de Dickens, que la había sufrido personalmente como consecuencia de sus azarosos e impecunes primeros años (el padre encarcelado por deudas tras haber sido pagador de la Armada británica y gozado de relativa prosperidad). Prácticamente no hay novela suya en que no se trate el tema con mayor o menor protagonismo. Y, desde luego, en Casa Desolada hay todo un elenco de hipócritas, desde los colectivos o institucionales, como el Tribunal de Cancillería o «el gran mundo», hasta los individuales, como el señor Skimpole, la familia Smallweed, el «joven llamado Guppy» o el ridículo santurrón de Chadband, pasando por los políticos de nombres rimados y por los lacayos que aspiran (inútilmente, claro) a identificarse con sus amos.
En esta época Dickens se halla también en una de sus etapas de más compromiso político y social. En marzo de 1850 había empezado a dirigir el semanario Household Words, que obtuvo un éxito inmediato. Era la segunda o la tercera vez (y no sería la última) en que Dickens intentaba utilizar la prensa periódica para prolongar su crítica «radical» del sistema. Porque desde hacía muchos años Dickens era precisamente eso: un «radical» en el sentido anglosajón del término, como indica Edgar Johnson en su magistral biografía. No era un revolucionario, aunque G. B. Shaw llegase a afirmar que La pequeña Dorrit era un libro más subversivo que El capital de Marx, pero sí un reformador a fondo que denunciaba todas las injusticias que advertía en su derredor, un partidario del «contra esto y aquello» en el posterior sentido unamuniano, en el «¿de qué se trata?, que me opongo», porque se tratara de lo que se tratara en aquella sociedad casi todo merecía oposición. De ahí su visión radical del medio. Una visión al mismo tiempo pesimista y optimista en el sentido del que habla Sciascia: pesimista porque lo ve casi todo mal; optimista porque todo está tan mal que no puede sino mejorar. Por eso no sugiere la destrucción de la sociedad existente, sino su transformación radical, para lo cual es indispensable el cambio de los comportamientos. Y, efectivamente, muchos de sus personajes cambian. Véase en Casa Desolada la transformación gradual del detective Bucket, o la de Sir Leicester Dedlock. Y, en cambio, como ejemplo de que no se busca la destrucción del sistema, obsérvese la franca admiración con que trata al mayor de los hermanos Rouncewell, el metalúrgico, que permanece simbólicamente cuasianónimo en toda la novela. Se trata de un empresario capitalista modelo, y Dickens no tiene nada en contra de él, porque su empresa está con los tiempos, no practica una explotación desalmada, funciona. Lo malo es lo que no funciona, lo que es un anacronismo, los abusos desaforados, sean de poder o económicos.
Esos abusos desaforados constituyen otro de los temas recurrentes en la obra de Dickens, tanto novelística como periodística. En Casa Desolada figuran en primerísimo plano, y sus principales víctimas quizá sean «el pobre Jo» y el señor Gridley o la señorita Flite, aunque otros personajes también lo son de manera más indirecta: Esther por el «estigma» que los prejuicios sociales atribuyen a su nacimiento; Richard por la ambición destructiva que los valores predominantes le hacen concebir como única meta en la vida; Lady Dedlock por la vida de añagazas y subterfugios que esos valores y esos prejuicios le hacen llevar.
También sentimentalismo hay mucho en la novela. Por ejemplo, el personaje de Esther, como señala J. Hillis Miller, ha sido muy criticado por la forma gazmoña en que habla constantemente de su propia bondad, de cuánto la quiere todo el mundo (salvo al principio mismo). Pero, como indica Miller, no sólo hay que tener en cuenta la sensibilidad de la época, sino también la manera en que la propia Esther reacciona a todos sus problemas y todas sus tragedias, con una entrega práctica a lo concreto y no a lo abstracto, a la misión de ser útil en su propio entorno, que es para lo que está capacitada.
Y, claro, las reacciones a la novela son muy diversas. Para G. K. Chesterton era la mejor de Dickens. Para R. C. Churchill, pese a tener pasajes deleznables, es la novela en que Dickens domina la gama más amplia de su obra. Por el contrario, para Leslie Stephens, en el Dictionary of National Biography (citado por Churchill), «si fuera legítimo medir la fama literaria por la popularidad alcanzada entre los semianalfabetos, Dickens podría reivindicar el primer lugar entre los novelistas ingleses». Y, a la inversa, Conrad manifestaba su enorme admiración por esta obra concreta del «maestro», como recuerda S. Monod.
Se ha señalado reiteradamente que la novela es de una complejidad enorme. Desde el soporte dialogal, siempre tan rico y variado en Dickens (y tan difícil de reflejar en el castellano de fines del siglo XX —después de todo, como dice un personaje de Golding: «En la Gran Bretaña, el idioma es la clase»—), hasta el enorme número de personajes y de conflictos que van apareciendo y desarrollándose: hay aristócratas ricos y aristócratas entrampados; usureros y ropavejeros; lacayos y ladrilleros; industriales y marginales; militares y lumpenproletarios “avant la lettre”; papeleros, médicos, parásitos, lacayos, y por todas partes abogados, procuradores, pasantes, magistrados, escribanos, escribientes, copistas, papeles, documentos, cartas... Como dice el ya mencionado Miller: «Casa Desolada es un documento que trata de la interpretación de documentos...»
Sin duda, el libro adolece de una serie de cabos sueltos y de contradicciones más o menos latentes. El señor Jarndyce es, evidentemente, un hombre muy acomodado, pero en ningún momento se nos dice cuál es su fuente de ingresos, ni siquiera cómo le llegan éstos. Queda sin aclarar cuál es la causa de la caída social del capitán Hawdon. La transformación personal del inspector Bucket y de Sir Leicester Dedlock se produce porque sí. Y, como apunta Angus Wilson, «el plan, tan lógico y completo, por el que el pleito de los Jarndyce corrompe a todos los que toca (salvo al excepcional señor Jarndyce), se derrumba cuando descubrimos que la pérdida de la virtud de Lady Dedlock no tiene nada que ver con el asunto...». ¡Y no hablemos de las peregrinas teorías dickensianas acerca de la «combustión espontánea»!
Hay un aspecto de la novela que no he visto mencionado en ninguna de las obras de crítica o de historia literaria consultadas, pero que a mí me parece interesante. Se trata de la corriente soterrada de sexualidad entre Esther y Ada. A mi entender, desde que se conocen se produce un «flechazo», sobre todo por parte de Esther hacia Ada, y esa relación, evidentemente no consumada y sólo sugerida, se mantiene a lo largo de todo el libro, hasta el último capítulo. Lógicamente, la moral victoriana ni siquiera permitía aludir en forma implícita a ese tipo de atracción entre personas del mismo sexo, pero a mí me parece innegable. Es una reflexión a la que invito al lector.
No es Casa Desolada un mero dramón lacrimógeno, ni una intrincada balumba de documentos. Al igual que en el resto de su obra, Dickens aplica grandes dosis de humor, sobre todo irónico. Las secuencias de la familia Smallweed, de los primos Dedlock, de la pareja Chadband, del señor Turveydrop padre o del «joven llamado Guppy» con su madre y con su inefable amigo Joblling, también llamado Weevle, son de inmensa comicidad, no exenta de crueldad. Era otra de las armas empleadas por Dickens en su permanente enfrentamiento con la estupidez, la hipocresía, la mezquindad y la incompetencia. Y si he utilizado a este respecto el término cinematográfico de «se-cuencia», es de forma consciente. Me parece palmaria la concepción cinematográfica de esta novela, antes de que se inventara el cine. Hay capítulos enteros que tienen la forma de un guión fílmico que se podría rodar inmediatamente, desde la llegada de Esther a Londres y la descripción de la familia Jellyby hasta la carrera final tras la pista de Lady Dedlock.
El calificar a Casa Desolada de una de las cumbres en la obra de Dickens no significa que marque el principio de una decadencia. Todavía habría de escribir nada menos que Tiempos difíciles, La pequeña Dorrit, Historia de dos ciudades y Grandes esperanzas, entre otras cosas. Su compromiso social y político y su actividad frenética continuarían hasta su muerte en 1870, al igual que su labor periodística, sus «divertimenti» teatrales y sus charlas y lecturas públicas. Pero el referirnos a todo eso llevaría mucho más espacio del que permiten las limitaciones de un postfacio. Otra vez será.
FIN