Publicado en
mayo 30, 2010
Parte 1CAPÍTULO 25
La señora Snagsby lo comprende todo
Reina la intranquilidad en Cook's Court, Cursitor Street. Una sospecha negra se cierne sobre esa pacífica región. La masa de sus habitantes se halla en su estado habitual de ánimo, ni mejor ni peor; pero el señor Snagsby está cambiado, y su mujercita lo sabe.
Porque Tomsolo y Lincoln's Inn Fields persisten en engancharse, como un par de caballos desbocados, al carro de la imaginación del señor Snagsby; el conductor es el señor Bucket, y los pasajeros son Jo y el señor Tulkinghorn, y todo el carruaje recorre el comercio de la papelería de los Tribunales a enorme velocidad, y durante todo el día. Incluso en la cocinita de la parte delantera, donde come la familia, surgen a velocidad de relámpago de la mesa, cuando el señor Snagsby hace una pausa al cortar la primera tajada de la pierna de cordero al horno con patatas y contempla la pared de la cocina.
El señor Snagsby no puede comprender qué tiene que ver él con todo eso. Hay algo que anda mal por alguna parte, pero lo que no entiende es qué es ese algo, qué resultado puede tener, para quién, cuándo ni de qué sector del que nada sabe ni nada ha oído procederá. Todo: sus remotas impresiones de las túnicas y las coronas de nobleza, de las estrellas y las jarreteras, de aquel resplandor entrevisto a través del polvo de la oficina del señor Tulkinghorn; su veneración por los misterios custodiados por los mejores y más conocidos de sus clientes, a quienes todos los Inns de los Tribunales, toda Chancery Lane y todo el barrio judicial están de acuerdo en reverenciar; su recuerdo del Detective Bucket y su dedo índice, y sus modales confidenciales que era imposible eludir o negar; todo ello lo persuade de que él mismo ha pasado a su parte en algún peligroso secreto, sin saber cuál es. Y la terrible peculiaridad de esa condición es que a cualquier hora de su vida cotidiana, a cualquier apertura de la puerta de la tienda, a cualquier llamada al timbre, a cualquier entrada de un mensajero, o a cualquier entrega de una carta, el secreto puede impregnarse de aire y de fuego, estallar y hacer que salte en pedazos... sólo el señor Bucket sabe quién.
Motivo por el cual, cada vez que entra en la tienda un desconocido (y suelen entrar muchos desconocidos), y pregunta si está el señor Snagsby o cualquier cosa igual de inocente, el corazón del señor Snagsby palpita acelerado en su pecho culpable. Sufre tanto con esas preguntas, que cuando quienes las hacen son muchachos, se venga tirándoles de las orejas por encima del mostrador, preguntando a los mozalbetes qué quieren decir con eso y por qué no dicen inmediatamente lo que quieren. Hay hombres y muchachos menos reales que persisten en introducirse en los sueños del señor Snagsby y aterrarlo con preguntas inexplicables; de manera que muchas veces, cuando el gallo de la pequeña lechería de Cursitor Street estalla como suele hacerlo absurdamente por la mañana, el señor Snagsby se encuentra sufriendo la crisis de una pesadilla, con su mujercita que lo sacude y se pregunta: «¿Qué le pasa a este hombre?»
Esa misma mujercita no es la menor de sus dificultades. El saber que está siempre ocultándole un secreto, que en todas las circunstancias ha de disimular y retener en la boca una muela careada, que ella con su agudeza está siempre a punto de arrancarle de la cabeza, da al señor Snagsby, ante la presencia de dentista que asume ella, un aspecto muy parecido al de un perro que tiene algo que esconder a su amo, y que mira a cualquier parte con tal de no tropezar con la mirada de éste.
Todos esos indicios y signos, observados por la mujercita, no pasan inadvertidos a ésta. La inducen a decir: «¡Snagsby tiene alguna preocupación!» Y así es cómo la sospecha se introduce en Cook's Court, Cursitor Street. De la sospecha a los celos, la señora Snagsby encuentra que hay un camino tan natural como el que va de Cook's Court a Chancery Lane. Y esos celos penetran en Cook's Court, Cursitor Street. Una vez llegados (y siempre han estado muy próximos), se muestran muy activos y ágiles en el seno de la señora Snagsby, y la impulsan a realizar exámenes nocturnos de los bolsillos del señor Snagsby, a hacer inspecciones privadas de su Libro Diario y su Mayor, su caja regis-tradora, su caja de reserva y su caja de caudales; a mirar por las ventanas, a escuchar detrás de las puertas y a hacer que una serie de cosas verdaderamente disparatadas parezcan encajar unas con otras.
La señora Snagsby está tan perpetuamente en estado de alarma, que la casa se llena de fantasmas, de planchas que chirrían y vestidos que rozan las paredes. Los aprendices piensan que allí debe de haber muerto asesinado alguien en tiempos antiguos. Guster tiene unos átomos de una idea (recogidos en Tooting, donde se hallaban flotando entre unos niños huérfanos) de que existe dinero enterrado bajo la bodega, custodiados por un anciano de barbas blancas, que no podrá salir hasta dentro de siete mil años, porque una vez dijo el Padrenuestro al revés.
«¿Quién era Nimrod?» , se pregunta reiteradamente la señora Snagsby. «¿Quién era aquella dama, aquel ser. ¿Y quién es ese chico?» Ahora bien, como Nimrod está más muerto que aquel gran cazador cuyo nombre le ha atribuido la señora Snagsby, y la dama no está visible, dirige su mirada mental, de momento y con vigilancia redoblada, al mu-chacho. «¿Y quién», se pregunta la señora Snagsby por milyunésima vez, «es ese muchacho? ¿Quién es ese...?». Y ahí, por primera vez, la señora Snagsby siente el soplo de la inspiración.
Él no respeta en absoluto al señor Chadband. Desde luego que no, y es natural en alguien así. Naturalmente que no, en tamañas circunstancias. El señor Chadband lo invitó y lo conminó (¡pero si lo oyó la señora Snagsby con sus propios oídos) a volver, y el señor Chadband le dijo adónde tenía que ir para hablar con él; ¡y no ha ido nunca! ¿Por qué no ha ido nunca? Porque alguien le ha dicho que no fuera. ¿Quién le ha dicho que no fuera? ¿Quién? ¡Ja, ja! La señora Snagsby lo ha comprendido todo.
Pero, por suerte (y la señora Snagsby hace tensos movimientos con la cabeza y esboza una tensa sonrisa), el señor Chadband se encontró ayer en la calle con aquel muchacho, y el señor Chadband agarró a aquel muchacho, como tema apropiado sobre el cual el señor Chadband desea predicar para gran delicia espiritual de una congregación selecta, y lo amenazó con entregarlo a la policía si no mostraba al reverendo caballero dónde vivía y si no contraía, y cumplía, el compromiso de ir a Cook's Court mañana por la noche; «ma-ña-na-por-la-no-che», repite la señora Snagsby como para subrayarlo, con otra sonrisita tensa y otro tenso movimiento de la cabeza; y mañana por la noche estará aquí aquel muchacho, y mañana por la noche la señora Snagsby estará atenta a él y a otra persona, y, «¡Oh, mucho puedes recorrer en tus misteriosos caminos», dice la señora Snagsby con altivez y desprecio, «pero no podrás engañarme a mí!».
La señora Snagsby no puede hacer que suene un pandero en las orejas de nadie, pero se mantiene firme en su propósito, y guarda silencio. Llega mañana, llegan los preparativos suculentos para el Comercio del Aceite de Ballena, llega la noche. Llega el señor Snagsby con su levita negra; llegan los Chadband; llegan (cuando está repleta la máquina de ingurgitar) los aprendices y Guster, para que el reverendo les predique; llega por fin, con la cabeza baja y arrastrando los pies a derecha y a izquierda, con su mínima gorra de piel en la mano embarrada, esa gorra a la que va quitando los pelos como si fuera un pajarito que acabara de recoger de la calle, y al que fuera a desplumar antes de comérselo crudo, Jo, el mismo, el mismísimo personaje al que desea salvar el señor Chadband.
La señora Snagsby mira escudriñadora a Jo cuando Guster lo introduce en la salita. Jo mira al señor Snagsby en el mismo momento en que entra. ¡Ajá! ¿Por qué mira al señor Snagsby? El señor Snagsby lo mira. ¿Por qué lo hace, cuando la señora Snagsby lo está viendo todo? ¿Por qué pasa esa mirada entre ellos? ¿Por qué tiene el señor Snagsby ese aspecto tan confuso y exhala una tosecilla tan significativa tras la mano? Es un indicio transparente de que el señor Snagsby es el padre de ese muchacho.
—Que la paz sea con nosotros, amigos míos —dice Chadband, levantándose y limpiándose las exudaciones oleaginosas de su reverenda faz—. ¡Que la paz sea con nosotros! Amigos míos, ¿por qué con nosotros? Porque —añade, con su fatua sonrisa— no puede ser en contra de nosotros, porque ha de ser con nosotros, porque la paz no es dura, sino blanda, porque no hace la guerra como el halcón, sino que viene a casa entre nosotros, como la paloma. Por consiguiente, amigos míos, ¡que la paz sea con nosotros! ¡Mi querido muchacho humano, ven con nosotros!
El señor Chadband alarga una zarpa fofa, la extiende sobre el brazo de Jo y reflexiona sobre dónde colocar a éste. Jo, que siente grandes dudas acerca de las intenciones de su reverendo amigo, y que no está seguro de nada, salvo de que van a hacerle algo concreto y doloroso, murmura:
—Que me dejen en paz. Yo no he dicho ná. Que me dejen en paz.
—No, mi joven amigo —dice plácidamente el señor Chadband—. No te voy a dejar en paz. ¿Y por qué? Porque soy el que recoge las mieses, porque soy un trabajador encarnizado, porque me has sido entregado y te has convertido en un instrumento precioso en mis manos. ¡Amigos míos, permítanme emplear este instrumento en beneficio de ustedes, para la edificación de ustedes, para ventaja de ustedes, para bienestar de ustedes, para el enriquecimiento de ustedes. Joven amigo mío, siéntate en este taburete.
Jo, aparentemente poseído de la impresión de que el reverendo caballero le quiere cortar el pelo, se protege la cabeza con ambos brazos, y cuesta mucho trabajo hacer que adopte la postura requerida, lo que hace con todas las manifestaciones posibles de renuencia.
Cuando por fin queda colocado como un maniquí de pintor, el señor Chadband se retira detrás de la mesa, levanta una mano como zarpa de oso y dice:
—¡Amigos míos! —lo cual es la señal para que el público, en general, se siente. Los aprendices se ríen por lo bajinis, y se dan codazos los unos a los otros. Guster cae en un estado de contemplación vacua, mezclado de admiración asombrada por el señor Chadband y de compasión por el proscrito sin amigos, cuya condición le afecta en lo más íntimo de su ser. La señora Snagsby va colocando en silencio las municiones en sus bandejas. La señora Chadband se compone sombría junto a la chimenea y se calienta las rodillas, sensación que considera favorable para ser objeto de la elocuencia de su marido.
Da la causalidad de que el señor Chadband tiene la costumbre de los predicadores de mirar directamente a alguno de los miembros de su congregación, y de ir lanzando todos los aspectos de su argumentación hacia esa persona concreta, de la cual se espera que de vez en cuando se sienta impulsada a exhalar un gruñido, un suspiro, un jadeo o alguna otra expresión audible de sentimientos interiores, cuyas expresiones de sentimientos internos reciben el eco de alguna señora anciana del reclinatorio de al lado, y así se van comunicando, como la caída de los dominós, por el círculo de los pecadores más expresivos de entre los presentes y van desempeñando la función de los aplausos parlamentarios, lo cual va animando al señor Chadband. Por mera fuerza de la costumbre, cuando el señor Chadband ha exclamado: «¡Amigos míos», ha mirado de frente al señor Snagsby, y procede a hacer que el infortunado papelero, que ya estaba lo bastante confuso, sea el receptor de su discurso.
—Tenemos entre nosotros, amigos míos —dice el señor Chadband—, a un Gentil y un Pagano, a un residente en los campos de Tomsolo y a un vagabundo por la superficie de la Tierra. Tenemos entre nosotros, amigos míos —y el señor Chadband enfatiza lo que va diciendo con la punta de una uña sucia; confiere una sonrisa aceitosa al señor Snagsby para significarle que le va a poner argumentativamente de espaldas contra la lona, si es que ya no lo está—, a un hermano y un muchacho. Sin padres, sin parientes, sin rebaños ni manadas, sin oro ni plata, sin piedras preciosas. Ahora bien, amigos míos, ¿por qué digo que carece de esas preciosas posesiones? ¿Por qué? ¿Por qué carece de ellas? —El señor Chadband formula la pregunta como si estuviera proponiendo un enigma misteriosísimo, lleno de ingenio y de mérito, al señor Snagsby, y encareciendo a este último que no se rinda.
El señor Snagsby, totalmente perplejo ante la mirada misteriosa que acaba de recibir de su mujercita, aproximadamente en el mismo momento en que el señor Chadband pronunció la palabras «padres», cae en la tentación de contestar: «Yo no lo sé, se lo aseguro», ante cuya interrupción la señora Chadband lo mira ferozmente y la señora Snagsby exclama: «¡Qué vergüenza!»
—Oigo una voz —dice Chadband—; ¿no es más que una vocecita, amigos míos? Me temo que no, aunque verdaderamente tendría la esperanza de que...
(«¡Ah-h-h!», dice la señora Snagsby.)
—Que dice «yo no lo sé». Entonces voy a deciros por qué. Digo que el hermano presente entre nosotros carece de padres, carece de parientes, carece de rebaños y de manadas, carece de oro, de plata y de piedras preciosas porque le falta la luz que brilla sobre algunos de otros. ¿Qué es esa luz? ¿Qué es? Os pregunto: ¿Qué es esa luz?
El señor Chadband echa atrás la cabeza y hace una pausa, pero el señor Snagsby no va a caer otra vez en su propia destrucción. El señor Chadband vuelve a inclinarse sobre la mesa y mira penetrantemente al señor Snagsby para decirle, mientras usa la uña antes mencionada:
—Es el rayo de los rayos, el sol de los soles, la luna de las lunas, la estrella de las estrellas. Es la luz de la Verdad.
El señor Chadband vuelve a erguirse y mira triunfante al señor Snagsby, como si quisiera saber lo que opina éste después de tamaña frase.
—De la Verdad —repite el señor Chadband, volviendo a golpearlo—. No me digáis que no es la antorcha de las antorchas. Yo os digo que lo es. Os digo un millón de veces que lo es. ¡Lo es! Os digo que os lo proclamaré, tanto si os gusta como si no; incluso que cuanto menos os guste, más os la proclamaré. ¡Con un clarín! Os digo que si os levantáis en contra de ella, caeréis, os golpearéis, os quebraréis, os romperéis, os aplastaréis.
Como el efecto instantáneo de esa fuga oratoria (muy admirada por su vigor general por los seguidores del señor Chadband) no es sólo hacer que el señor Chadband se sienta incómodamente acalorado, sino representar al inocente señor Snagsby en la guisa de un enemigo decidido de la virtud, con una frente de bronce y un corazón de diamante, el infortunado comerciante se siente todavía más desconcertado, y se halla en un estado avanzado de pasión de ánimo, y se siente en falso, cuando el señor Chadband acaba con él de manera como de pasada:
—Amigos míos —continúa diciendo, tras enjugarse la cabeza grasienta durante un rato (y la cabeza le echa tanto humo que parece encender con él el pañuelo, que también humea después de cada pasada)—, por continuar con el objeto sobre el cual tratamos con nuestras humildes dotes de predicar, tratemos con ánimo de amor de preguntar qué es esa Verdad a la que he aludido. Porque, mis jóvenes amigos —dirigiéndose a Guster y los aprendices, para gran consternación de éstos—, si el médico me dice que lo que me conviene es el calomelo o el aceite de hígado de bacalao, naturalmente que puedo preguntar qué son el calomelo y el aceite de hígado de bacalao. Quizá desee que se me informe al respecto, antes de medicarme con una cosa o con la otra. Y entonces, mis jóvenes amigos, ¿qué es la Verdad? En primer lugar (y llevado del ánimo del amor), ¿cuál es el tipo vulgar de la Verdad, su ropa de trabajo, su ropa de diario, mis jóvenes amigos? ¿Es el engaño?
(«¡Ah-h-h!», dice la señora Snagsby.)
—¿Es la omisión?
(Temblor negativo por parte de la señora Snagsby.)
—¿Es la reserva?
(Gesto negativo de la señora Snagsby con la cabeza, muy largo y muy tenso.)
—No, amigos míos, no es nada de eso. No se la puede llamar por ninguno de esos nombres. Cuando este joven Pagano que se halla entre nosotros, que ahora, amigo míos, se acaba de dormir, con el sello de la indiferencia y de la perdición entre sus párpados (pero no lo despertéis, pues es justo que yo haya de luchar, y de combatir, y de debatirme y de vencer por su bien) cuando este joven Pagano endurecido nos habló de una historia rocambolesca de una dama y un Soberano, ¿es ésa la Verdad? No. O, si lo era en parte, ¿era ésa toda y la única Verdad? ¡No, amigos míos, no!
Si el señor Snagsby pudiera aguantar la mirada de su mujercita cuando tropieza con sus ojos, que son el espejo del alma, para penetrar en todas sus interioridades, sería otro hombre del que es. Se arruga y se encoge.
—O, juveniles amigos míos —dice Chadband, descendiendo al nivel de comprensión de éstos, con una demostración ostensible, que expresa mediante una sonrisa grasientamente humilde, de rebajarse mucho a fin de lograrlo—, si el amo de la casa hubiera de aventurarse en la ciudad y ver en ella una anguila y volver después y fuera a llamar ante sí al alma de esta casa y dijera: « ¡Sara, regocíjate conmigo, pues he hallado a un elefante!», ¿sería eso la Verdad?
La señora Snagsby llora a moco tendido.
—O digamos, mis juveniles amigos, que viera a un elefante y a su regreso dijera: «He aquí que la ciudad está vacía y no he visto más que una anguila.» ¿Sería eso la Verdad?
La señora Snagsby solloza a gritos.
—O digamos, mis juveniles amigos —dice Chadband, estimulado por esos sonidos—, que los padres desnaturalizados de este Pagano que duerme (pues no cabe duda, mis juveniles amigos, de que tuvo unos padres) tras echarlo a los lobos y a los buitres, a los perros asilvestrados y a las ágiles gacelas, y a las serpientes, volvieran a sus residencias, y disfrutaran con sus pipas y sus ollas, con sus flautas y sus bailes, y sus licores de malta, y con las carnes y las aves de su carnicero, ¿sería eso la Verdad?
La señora Snagsby responde cayendo en una serie de espasmos; no como una presa resignada, sino aullante y espasmódica, de forma que Cook's Court se llena de sus chillidos. Por fin cae en la catalepsia, y hay que subirla por la estrecha escalera como si fuera un piano de cola. Tras unos sufrimientos indecibles, que producen la mayor cons-ternación, los mensajeros enviados del dormitorio dicen que ya no sufre, aunque ha quedado agotada, en cuyo estado de las cosas el señor Snagsby, pisoteado y golpeado durante el traslado del pianoforte, y sumamente tímido y debilitado, se aventura a salir de detrás de la puerta de la sala.
Durante todo este tiempo, Jo se ha quedado de pie, inmóvil, en el mismo sitio en que se despertó, sin parar de quitarse pelos de la gorra y de llevársela a la boca, de la cual escupe de vez en cuando trocitos de piel con aire de remordimiento, pues considera que está en su carácter ser un réprobo irremediable, y que nada vale que él trate de mante-nerse despierto, pues bien sabe él que nunca va a saber ná de ná. Si bien es posible, Jo, que exista una historia tan interesante y tan conmovedora como la tuya, incluso para mentalidades tan cercanas a las de las bestias como la tuya, en la cual quedara constancia de las cosas hechas en la tierra por gente del común, que si los Chadband de este mundo, al hacer mutis por el foro, te quisieran mostrar con un mínimo de respeto, que no sólo la dejarían sin más prédicas, sino que la considerarían lo bastante elocuente sin necesidad de su modesta ayuda, ello te haría quedar despierto, entonces quizá aprendieras algo!
Jo no ha oído jamás hablar de ningún libro de historia así. A él le dan lo mismo sus compiladores y el señor Chadband, salvo que conoce al reverendo Chadband, y prefiere pasarse una hora corriendo para huir de él que oírlo hablar durante cinco minutos. «No vale de ná que siga esperando aquí», piensa Jo. «El señor Snagsby no me va a decir ná esta noche.» Y baja las escaleras arrastrando los pies.
Pero abajo está la caritativa Guster, que está agarrada a la balaustrada de la escalera de la cocina, y tratando de contener un ataque, en lucha todavía incierta; ataque provocado por los aullidos de la señora Snagsby. Tiene su propia cena de pan y queso que entregar a Jo, con el cual se aventura a intercambiar unas palabras por primera vez.
—Ten algo de comer, pobrecito —dice Guster.
—Gracias, señorita —contesta Jo.
—¿Tienes hambre?
—¡Más o menos! —replica Jo.
—¿Qué ha pasado con tu padre y con tu madre, eh?
Jo se interrumpe en medio de un mordisco y se queda petrificado. Porque esa huérfana criada por el santo cristiano cuyo santuario se halla en Tooting le ha tocado el hombro, y es la primera vez en su vida que lo han tocado con un gesto de amabilidad.
—No sé ná de ellos —dice Jo.
—Yo tampoco de los míos —exclama Guster. Está reprimiendo los síntomas típicos de su ataque, cuando parece que algo la alarma, y desaparece escaleras abajo.
—Jo —dice en voz baja el papelero cuando el muchacho se queda parado en el escalón.
—¡Aquí estoy, señor Snagsby!
—No sabía si te habías ido... Ten otra media corona, Jo. Tuviste toda la razón al decir que no sabías nada de aquella señora la otra noche, cuando salimos juntos. No haría más que crear problemas. El silencio es oro, Jo.
—¡Comprendido, señor!
Y se dan las buenas noches.
Una sombra fantasmal, en camisón y gorro de dormir, sigue al papelero a la sala de la que acaba de salir, y se desliza escalera arriba. Y a partir de ese día, dondequiera que vaya, lo seguirá otra sombra distinta de la suya, apenas menos fugaz que la suya, apenas menos silenciosa que la suya. Y en cualquier lugar secreto por el que vaya a pasar su propia sombra, más vale que todos los preocupados por su secreto estén alerta. Porque ahí está también la observadora señora Snagsby, la carne de su carne, la sangre de su sangre, la sombra de su sombra.
CAPITULO 26
Tiradores de primera
La mañana invernal, que contempla con ojos apagados y la cara cetrina al vecindario de Leicester Square, encuentra a los habitantes de ésta nada dispuestos a salir de la cama. Muchos de ellos no son madrugadores ni en el mejor de los momentos, pues se trata de aves nocturnas que se van a la percha cuando el sol ya se ha levantado, y que están despiertos y listos para la presa cuando están brillando las estrellas. Tras visillos y cortinas mugrientos, en los pisos altos y las buhardillas, ocultos tras nombres más o menos falsos, cabelleras falsas, títulos falsos, joyas falsas e historias falsas, hay una colonia de bergantes que yacen en su primer sueño. Caballeros de los tapetes verdes que podrían discursear por experiencia personal acerca de las galeras extranjeras y de las penitenciarías nacionales; espías de gobiernos fuertes que tiemblan constantemente de debilidad y de temores inconfesables, traidores convictos, cobardes, matones, jugadores, fulleros, estafadores y testigos falsos, algunos de ellos ya marcados por la señal del hierro al rojo, tras sus melenas sucias, con más suciedad dentro de ellos que jamás hubo en el seno de Nerón, y con más delitos de los que encierra toda la cárcel de Newgate. Pues, por malo que sea el Diablo vestido de fustán o de levita (y puede ser muy malvado vestido de uno u otro modo), es un diablo más astuto, encallecido e intolerable cuando se pone un alfiler en la corbata, se autocalifica de caballero, apuesta a un solo color o a una sola carta, juega una partida de billar y está algo informado de lo que son los pagarés o las letras de cambio, que ea cualquiera de las otras guisas que adopta. Y en cualquiera de esas formas lo encontrará el señor Bucket, que sigue recorriendo las vías que conducen a Leicester Square, si decide encontrarlo.
Pero la mañana de invierno no lo busca ni lo despierta. Despierta al señor George, de la Galería de Tiro, y a su acompañante. Se levantan, enrollan sus petates y los colocan ea sus sitios. El señor George, tras afeitarse ante un espejito de proporciones diminutas, sale a zancadas, coa la cabeza y el pecho desnudos, hacia la Bomba que hay en el patinillo, y vuelve reluciente de jabón amarillo, fricción, agua de lluvia y otra agua gélida. Mientras se seca con una toalla sin fin, resoplando como una especie de buceador militar que acaba de salir a la superficie, con el pelo rizado cada vez más rizado sobre las sienes atezadas, y cuando más se va frotando, de manera que parece que jamás se pudiera alisar con un instrumento menos coercitivo que un rastrillo de hierro o una almohaza, mientras se frota, y jadea, y se pule, aceza, menea la cabeza de un lado para el otro, con objeto de frotarse la garganta con más comodidad, con el cuerpo inclinado hacia adelante, a fin de que la humedad no le moje las piernas marciales, mientras ocurre todo esto, Phil está arrodillado encendiendo el fuego, y mira en su derredor como si con tanto lavatorio en torno suyo ya fuera suficiente para él, y le bastara, por un día, con absorber toda la salud que le sobra a su jefe y que éste esparce a su alrededor.
Cuando el señor George se seca, se va a cepillar el cabello con dos cepillos al mismo tiempo, y lo hace con tal aspereza, que Phil, que va acercándose por la galería, con los hombros pegados a las paredes mientras va barriendo, hace un guiño de compasión. Una vez terminada esta tarea, pronto acaban las abluciones del señor George. Carga la pipa, la enciende y se pasea arriba y abajo fumando, como tiene por costumbre, mientras que Phil, de a cuyo lado surge un fuerte aroma a café y panecillos calientes, prepara el desayuno. Fuma gravemente y marcha a paso lento. Es posible que la pipa de esta mañana esté consagrada a la memoria de Gridley en su tumba.
—¿De manera, Phil —dice George, de la Galería de Tiro, al cabo de unas vueltas en silencio—, que anoche estabas soñando con el campo?
Phil, efectivamente, había dicho eso mismo con tono de sorpresa al levantarse de la cama.
—Sí, jefe.
—¿Y cómo era?
—Casi ni me doy cuenta de cómo era, jefe —dice Phil, parándose un momento a pensar.
—¿Cómo sabías que era el campo?
—Debe de haber sido por la hierba, creo. Y por los cisnes —dice Phil, reflexionando.
—¿Qué hacían los cisnes en la hierba?
—Supongo que se la estaban comiendo —contesta Phil.
El amo sigue dándose sus paseos, y el criado sigue haciendo sus preparativos para el desayuno. No son necesariamente unos preparativos prolongados, pues se limitan a preparar un desayuno muy sencillo para dos, y a la fritura de dos rajas de bacón en la parrilla ennegrecida, pero como Phil tiene que deslizarse a lo largo de una parte muy considerable de la galería en busca de cada uno de los objetos que necesita, y nunca trae dos de esos objetos a la vez, todo ello lleva un cierto tiempo. Por fin queda preparado el desayuno. Cuando lo anuncia Phil, el señor George saca de un golpe las cenizas de su pipa, coloca ésta en la repisa de la chimenea y se sienta a comer. Una vez que ha terminado, Phil sigue su ejemplo; se sienta a un extremo de la mesita oblonga y se pone el plato en las rodillas. No se sabe si es por humildad, o por esconder las manos ennegrecidas, o porque ésa es su forma natural de comer.
—El campo —dice el señor George mientras maneja cuchillo y tenedor— ¡pero, Phil, si creo que nunca has visto el campo!
—Una vez vi los marjales —dice Phil, satisfecho, mientras se come el desayuno.
—¿Qué marjales?
—Los marjales, jefe —replica Phil. —¿Dónde están?
—No sé dónde están —dice Phil—, pero los he visto, jefe. Eran muy llanos. Mucha niebla.
Los términos de jefe y de Comandante son intercambiables, a juicio de Phil; expresan el mismo respeto y la misma deferencia, y no son aplicables a nadie más que al señor George.
—Yo nací en el campo, Phil.
—¿De verdad, mi comandante?
—Sí. Y allí me crié.
Phil enarca su única ceja, tras contemplar respetuosamente a su jefe para expresar su interés, engulle un gran trago de café mientras sigue contemplándolo.
—No hay un solo trino de pájaro que no sepa yo reconocer —dice el señor George—. No hay muchas hojas ni bayas de Inglaterra que no pueda yo nombrar. Ni tampoco muchos árboles que no pudiera trepar si me lo propusiera. En mis tiempos, yo era un verdadero chico del campo. Mi buena madre vivía en el campo.
—Debe de haber sido una viejecita muy buena, jefe —observa Phil.
—¡Ya! Y no creas que era tan vieja, tampoco, hace treinta y cinco años —dice el señor George—. Pero apuesto a que a los noventa estaría más o menos tan erguida como yo, y que tendría unos hombros casi tan anchos como los míos.
—¿Es que se murió a los noventa, jefe? —pregunta Phil.
—No. ¡Basta! ¡Descanse en paz, Dios la bendiga! —dice el soldado—. ¿Por qué me he puesto a hablar de los chicos del campo y los fugitivos y los inútiles? ¡Seguro que es culpa tuya! Así que nunca has visto el campo, salvo los marjales, y en tus sueños, ¿eh?
Phil niega con la cabeza.
—¿Quieres verlo?
—No, no estoy muy seguro, la verdad —dice Phil.
—¿Te basta con la ciudad, eh?
—Bueno, mire, mi comandante —dice Phil—. La verdá es que es lo único que conozco, y no sé si no me estaré haciendo demasiado viejo para empezar a meterme en novedades.
—¿Cuántos años tienes, Phil? —pregunta el soldado, haciendo una pausa al llevarse el platillo humeante a los labios.
—Sé que hay un ocho de por medio —explica Phil—. No pueden ser ochenta. Pero tampoco dieciocho. Es algo por en medio de esas dos cosas.
El señor George baja lentamente el platillo sin probar su contenido y empieza a decir, sonriente:
—¡Qué diablo, Phil...! —cuando se detiene al ver que Phil está contando con sus sucios dedos.
—Tenía justo ocho años —dice Phil—, según el cálculo del párroco, cuando me fui con el lañador. Me mandaron a un recado y lo veo sentado debajo de una casa vieja con un fuego para él solo, bien cómodo, y va y me dice: «Hombre, ¿quieres venirte conmigo?» Y yo voy y digo: «Sí», y entonces él y yo y el fuego nos fuimos todos a Clerkenwell. Eso fue un uno de abril, me digo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años con un uno más.» Al siguiente uno de abril, voy y digo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años con un dos más.» Y así va pasando el tiempo hasta que tengo ocho con un diez más; ocho y dos dieces más. Cuando fue haciéndose más, perdí la cuenta, pero por eso sé qué siempre hay ocho con algo más.
—¡Ah! —dice el señor George, volviendo a su desayuno—. ¿Y dónde está el lañador?
—La bebida lo llevó al hospital, jefe, y el hospital le puso... en una caja de cristal, me han dicho —replica Phil misteriosamente
—Y entonces ascendiste. ¿Te quedaste con el negocio, Phil?
—Sí, mi comandante. Me quedé con el negocio. Con lo que quedaba. No era mucho: la ronda de Saffron Hill a Hatton Garden, Clerkenwell, Smiffeld y vuelta; zona pobre; guardan los pucheros hasta que ya no se pueden componer. Casi todos los lañadores que pasaban se alojaban con nosotros, y así era cómo ganaba mi amo más dinero. Pero con-migo no se venían a alojar. Yo no era como él. Él les cantaba canciones muy bonitas. ¡Yo no sabía! El les tocaba músicas con cualquier cosa, con tal que fuera un cacharro de hierro o de estaño. Yo no sabía hacer nada con los cacharros, sólo arreglarlos o cocinar en ellos... Nunca aprendí ná de música. Además, era demasiado feo, y las mujeres se quejaban de mí.
—Eran demasiado aspaventeras. Tampoco es que llames la atención —dice el soldado, con una sonrisa agradable.
—No, jefe —dice Phil, negando con la cabeza—. Sí que la llamo. Yo era pasable cuando me fui con el lañador, aunque tampoco era una belleza, pero entre atizar el fuego con la boca cuando era pequeño, que me fastidió la cara y me quemó el pelo, además de tragarme todo el humo, y además con ser tan torpe que me pasaba la vida tropezando con el metal caliente y haciéndome quemaduras, y con pelearme con el lañador cuando fui creciendo, casi siempre que él había bebido demasiado (que era casi siempre), la verdad es que si antes no era una belleza, me fui haciendo peor, incluso entonces. Y después, con pasarme una docena de años en una forja, donde a los hombres les gustaba gastarme bromas, y con quemarme en un accidente en una fábrica del gas, y con salir volando por una ventana, cuando estaba empleado en una casa de fuegos artificiales, la verdad es que me he quedado como un monstruo de feria.
Y Phil, que se resigna a esa condición con un aire perfectamente satisfecho, pide por favor otra taza de café. Mientras se la bebe, dice:
—Fue después de la explosión de los fuegos artificiales cuando nos conocimos, jefe.
—Lo recuerdo, Phil. Estabas paseándote al sol.
—Iba pegado a una pared, jefe...
—Es cierto, Phil..., ibas arrimado a una...
—¡Con un gorro de dormir! —exclama Phil, excitado.
—Con un gorro de dormir.
—¡Y cojeando con un par de muletas! —exclama Phil, todavía más excitado.
—Con un par de muletas. Cuando...
—Cuando usted se para, ya sabe —grita Phil, que pone en el suelo la taza y el platillo y se quita de las rodillas la bandeja—, y me dice: «¡Vaya, compañero, se ve que has estado en la guerra! » Entonces no le dije gran cosa, mi comandante, porque me tomó por sorpresa que alguien tan fuerte y tan sano y tan valiente como usted se parase a hablar con un saco de huesos como yo. Pero entonces va usted y me dice, con una voz de lo más fuerte, como si fuera un vaso de algo caliente: «¿Qué clase de accidente has tenido? Desde luego, ha sido algo grave. ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Ánimo, cuéntamelo! ¡Ánimo!» ¡Ya con eso me sentí animado! Le digo eso, usted me dice otras cosas, ¡y aquí estoy, mi comandante! ¡Aquí estoy, mi comandante! —exclama Phil, que ha saltado de su silla e inexplicablemente ha empezado a andar pegado a la pared—. Si hace falta un blanco, o si vale para animar el negocio, que me disparen los clientes a mí. A mí no me van a dejar más feo. A mí no me importa. ¡Vamos! Si quieren pegar a alguien, que me peguen a mí. Que me den en la cabeza. A mí no me importa. Si quieren un peso ligero con el que pegarse para entrenarse, conforme al reglamento de Cornualles, el de Devonshire o el de Lancashire, que me peguen a mí. A mí no me van a hacer daño. ¡Ya me han pegado bastante en la vida, con reglamento o sin ellos!
Tras este discurso inesperado, pronunciado con energía y acompañado de gestos para ilustrar los diversos ejercicios a los que se ha referido, Phil Squod recorre tres lados de la galería pegado a la pared, y se lanza abruptamente hacia su comandante y le da un cabezazo, como muestra de su total lealtad a él. Después empieza a llevarse los trastos del desayuno.
El señor George, tras reír animadamente y darle un golpecillo en el hombro, le ayuda en su trabajo y coopera en la tarea de poner en orden la galería. Una vez hecho esto, pasa a entrenarse con las pesas, y después se pesa él y opina que está «poniéndose gordo», tras lo cual se dedica con gran solemnidad a la esgrima solitaria con el sable. Entre tanto, Phil se ha puesto a trabajar a su mesa de siempre, donde atornilla y desatornilla, limpia, lima y sopla en pequeñas aperturas, y se va poniendo cada vez más negro, mientras parece montar y desmontar todo lo que hay de montable y desmontable en un arma de fuego.
El amo y el criado se ven interrumpidos al cabo de un rato por unos pasos en el corredor, pasos que suenan de forma rara y denotan la llegada de visitantes desusa dos. Esos pasos, que van acercándose cada vez más a la galería, introducen en ella a un grupo que a primera vista lo hacen irreconciliable con cualquier fecha que no sea la del 5 de noviembre
Está formado por una figura fláccida y fea transportada en una silla por dos personas, acompañada de una mujer flaca con una cara de máscara afilada, de la cual cabría esperar que se pusiera inmediatamente a recitar los versos populares conmemorativos de la época en que ayudaron a crear la explosión que haría despertar a la Vieja Inglaterra, salvo que mantiene la boca firme y desafiantemente cerrada cuando la silla queda en tierra, en cuyo momento la figura contenida en la silla jadea:
—¡Ay, Dios mío! ¡Ay de mí! —y añade:— ¿Cómo está usted, amigo mío? ¿Cómo está usted?
El señor George discierne entonces, en la procesión, al venerable señor Smallweed, que ha salido a tomar el aire, asistido por su nieta Judy como guardaespaldas.
—Señor George, mi querido amigo —aceza el Abuelo Smallweed, apartando el brazo derecho del cuello de uno de sus porteadores, a quien casi ha estrangulado por el camino—, ¿cómo estamos? Veo que le sorprende verme, mi querido amigo.
—No me hubiera sorprendido más ver a su amigo de la City —replica el señor George.
—Salgo muy poco —jadea el señor Smallweed—. Hace meses que no salía. Me resulta incómodo... y sale caro. Pero tenía muchas ganas de verle, mi querido señor George. ¿Cómo está usted, señor mío?
—Bastante bien —dice el señor George—. Espero que usted también.
—Nunca podrá usted estar demasiado bien, querido amigo —dice el señor Smallweed, tomándolo de ambas manos—. He traído a mi nieta Judy. Era imposible dejarla en casa, de ganas que tenía de verle a usted.
—¡Jem! Pues parece disimularlas bastante —murmura el señor George.
—Así que tomamos un simón y le metimos una silla, y al llegar a la esquina me sacaron del coche a la silla y me trajeron hasta aquí para que pudiera ver a mi querido amigo en su propio establecimiento. Éste —dice el señor Smallweed, aludiendo al porteador que ha estado en peligro de estrangulamiento y que se retira, llevándose la mano a la garganta— es el conductor del simón. No tiene que cobrar nada más. Llegamos al acuerdo de que estaría incluido en la carrera. Esta persona —el otro porteador— la contratamos en la calle de afuera por una pinta de cerveza. O sea, dos peniques. Judy, dale dos peniques a esa persona. No estaba seguro de si tenía usted un criado, mi querido amigo, pues de saberlo no habríamos empleado a esta persona.
El Abuelo Smallweed se refiere a Phil con una mirada de considerable terror y medio tragándose la exclamación de: «¡Ay de mí! ¡Dios mío!» Y tampoco carece de alguna razón esa aprensión a primera vista, pues Phil, que nunca había visto antes a la aparición con la gorra de terciopelo negro, se ha quedado inmóvil con un fusil en la mano, cual un tirador de primero que aspire a matar al señor Smallweed como si fuera un viejo pájaro de la especie de los córvidos.
—Judy, hija mía —dice el señor Smallweed—, dale sus dos peniques a la persona. Ya es mucho para lo que ha hecho.
La persona, que es uno de esos especímenes extraordinarios de hongo humano que aparece espontáneamente en las calles del Lado Oeste de Londres, siempre vestidos con una chaqueta vieja y roja y con la «misión» de sostener los caballos y llamar los simones, recibe los dos peniques sin ninguna manifestación de sentir entusiasmo alguno, tira la moneda al aire, la recoge en el dorso de la mano y se retira.
—Mi querido señor George —dice el Abuelo Smallweed—, ¿tendría usted la amabilidad de ayudar a llevarme junto a la chimenea? Estoy acostumbrado a estar junto a una chimenea, y como soy viejo, en seguida me enfrío. ¡Ay de mí!
Esta última exclamación se la arranca al venerable caballero la celeridad con que el señor Squod, como un genio oriental, lo agarra, silla y todo, y lo deposita junto a la chimenea.
—¡Ay de mí! —repite el señor Smallweed, jadeante—. ¡Dios mío! ¡Cielo santo! Mi querido amigo, su empleado es muy fuerte y muy brusco. ¡Dios mío, qué brusco! Judy, apártame un poquito; se me están chamuscando las piernas —como en efecto pueden advertir los olfatos de todos los presentes por el olor que emiten sus medias de estambre.
La dulce Judy, tras apartar un poco del fuego a su abuelo y darle la sacudida de costumbre, le destapa el ojo que tenía tapado por su despabilador de terciopelo negro, y el señor Smallweed vuelve a repetir: «¡Ay de mí! ¡Ay, Señor! », y tras mirar otra vez al señor George, vuelve a acercar las manos al fuego.
—¡Mi querido amigo! ¡Qué alegría de verle! ¿Y éste es su establecimiento? Es un lugar encantador. ¡Toda una estampa! ¿No se disparará nada por accidente, verdad, amigo mío? —añade el Abuelo Smallweed, muy intranquilo.
—No, no. No tema usted.
—Y su empleado... ¡Ay de mí! Nunca dejará que se dispare nada por accidente, ¿verdad, mi querido amigo?
—Nunca ha hecho daño a nadie, salvo a sí mismo —dice el señor George con una sonrisa.
—Pero existe la posibilidad, ya sabe. Parece haberse herido muchas veces y podría herir a otro —replica el anciano caballero—. Quizá sin querer... o quizá queriendo. Señor George, ¿querría usted ordenarle que deje en paz sus infernales armas de fuego y que se vaya?
Phil obedece a un gesto del soldado y se retira con las manos vacías al otro extremo de la galería. El señor Smallweed, tranquilizado, se pone a frotarse las piernas.
—Y ¿qué tal le va, señor George? —pregunta al soldado, que está en posición de firmes frente a él, con el sable en la mano—. ¿Prospera usted, con la gracia de Dios?
El señor George responde con un gesto frío de asentimiento y añade:
—Siga. No cabe duda de que habrá venido usted para decirme algo.
—Es usted tan ocurrente, señor George —replica el venerable abuelo—. Es usted muy buena compañía.
—¡Ya, ya! ¡Siga! —dice el señor George.
—¡Mi querido amigo!... Pero esa espada parece tan brillante y tan afilada... Podría cortarse alguien por accidente. Me da miedo, señor George... ¡Maldito sea! —dice el excelente anciano en un aparte a Judy cuando el soldado da unos pasos para dejar la espada a un lado— Me debe dinero y podría ocurrírsele quedar en paz en este antro. Ojalá estuviera aquí tu infernal abuela para que le cortara la cabeza a ella.
El señor George vuelve, se cruza de brazos y, mirando desde su altura al anciano, que cada vez se va hundiendo más en su silla, dice calmosamente:
—¡Vamos a ver!
—¡Ya! —exclama el señor Smallweed, frotándose las manos con una risita—. Vamos a ver. Sí. ¿Ver qué?
Una pipa —dice el señor George, que con gran compostura pone su silla junto al rincón de la chimenea, saca la pipa de la parrilla, la ataca y la enciende y se pone a fumar pacíficamente.
Eso tiende a desconcertar al señor Smallweed, a quien le resulta tan difícil entrar en su tema, sea éste el que sea, que se exaspera y hace gestos misteriosos de rascar el aire con una vengatividad impotente que expresa el deseo de arañar la cara al señor George y desfigurarlo. Como el excelente anciano tiene las uñas largas y duras, y las manos largas y finas, y los ojos verdes y lacrimosos, y además de todo eso, a medida que continúa, mientras sigue echando manotazos, hundiéndose en su silla y deshaciéndose en un montón informe, se convierte en un espectáculo tan horrible, incluso a los ojos expertos de Judy, esa joven vestal se lanza hacia él con algo que es más que el ardor del afecto y tanto lo sacude, lo palmotea y lo achucha en diversas partes del cuerpo, pero especialmente en los que la ciencia de la defensa propia califica de aparato respiratorio, que en su apuro atormentado lanza estertores como un solador en plena faena.
Cuando, por esos medios, Judy lo ha vuelto a erguir en su silla, con la cara pálida y la nariz helada (aunque sigue manoteando), la propia Judy extiende su índice descarnado y le da un toque en la espalda al señor George. El soldado levanta la cabeza y ella señala con el dedo a su estimable abuelo, y una vez que los ha puesto en contacto de este modo se queda contemplando rígidamente el fuego.
—¡Ay, ay, ay! ¡Aaaghhh! —tirita el Abuelo Smallweed, tragándose la rabia—. ¡Mi querido amigo! (mientras sigue manoteando).
—Voy a decirle una cosa —comenta el señor George—. Si quiere usted conversar conmigo, tiene que hablar en voz alta. Yo no soy demasiado fino y no puedo andar me con rodeos. No tengo la educación necesaria. No soy lo bastante listo. No me va. Cuando se dedica usted a andarme con historias y rodeos —continúa el soldado, lleván-dose la pipa a los labios—, ¡que me cuelguen si no me siento sofocar!
Y llena de aire su ancho tórax como para asegurarse a sí mismo que todavía no está sofocado.
—Si ha venido usted en plan de visita amistosa —continúa diciendo el señor George—, se lo agradezco. ¿Cómo está usted? Si ha venido usted para ver si hay objetos de valor en el local, no tiene más que mirar; haga lo que usted quiera. Y si quiere decirme algo, ¡dígalo de una vez!
La lozana Judy, sin apartar los ojos del fuego, le da a su abuelo un empujón fantasmal.
—¡Ya ve usted! Ella opina lo mismo. Y ¿por qué diablo no se sienta esa muchacha como una cristiana? —comenta el señor George, mirando curioso a Judy—. No puedo comprenderlo.
—Se mantiene a mí lado para atenderme, señor —dice el Abuelo Smallweed—. Soy muy viejo, señor George, y necesito ciertos cuidados. Llevo bien la edad; no soy una cotorra infernal —mientras gruñe y busca inconscientemente el cojín—, pero necesito cuidados, amigo mío.
—¡Bueno! —contesta el soldado, que gira su silla para hacer frente al viejo—. ¿Y qué más?
—Señor George, mi amigo de la City ha hecho un pequeño negocio con un alumno de usted.
—Ah, ¿sí? —dice el señor George—. Lamento saberlo.
—Sí, señor—. El Abuelo Smallweed se frota las piernas—. Ahora es un soldadito excelente, señor George, y se llama Carstone. Unos amigos suyos lo ayudaron y ahora todo está saldado honorablemente.
—Ah, ¿sí? —repite el señor George—. ¿Cree usted que su amigo de la City agradecería un buen consejo?
—Creo que sí, mi querido amigo. Si viniera de usted.
—Entonces le aconsejo que no siga haciendo negocios en ese sector. Ya no puede sacarles nada. Que yo sepa, ese joven caballero ha tenido que frenar en seco.
—No, no, mi querido amigo. No, no, señor George. No, no, señor —reprocha el Abuelo Smallweed, que se frota astutamente las piernas flacas—. Nada de frenado en seco, creo. Tiene buenos amigos y tiene un sueldo, y siempre puede vender su despacho de oficial, y siempre puede vender su participación en un pleito, y sus posibilidades de compromiso matrimonial, y..., vamos, ya sabe usted, señor George. ¿Cree usted que mi amigo podría todavía opinar que el joven caballero está bien avalado? —pregunta el Abuelo Smallweed, dándole la vuelta a la gorra de terciopelo y rascándose una oreja como si fuera un mono.
El señor George, que ha dejado a un lado la pipa y está sentado con un brazo en el respaldo de la silla, traza un zapateado en el suelo con el pie derecho, como si no le agradara especialmente el giro de la conversación.
—Pero, por pasar de un tema a otro —continúa diciendo el señor Smallweed—. Por animar la conversación, como diría un chistoso. Por pasar, señor George, del guardiamarina al capitán.
—¿De qué está usted hablando? —pregunta el señor George, que deja con un fruncimiento de ceño de acariciarse el recuerdo de su bigote—. ¿De qué capitán?
—De nuestro capitán. Del capitán que sabemos. Del Capitán Hawdon.
—¿Ah! De eso se trataba, ¿verdad? —exclama el señor George con un pequeño silbido, mientras observa que tanto el abuelo como la nieta lo están mirando—. ¡Ya hemos llegado! Bueno, ¿y qué pasa? Vamos, no estoy dispuesto a que me sigan sofocando! ¡Hable!
—Mi querido amigo —replica el viejo—. Me han preguntado (¡Judy, dame una sacudida!), ayer me han preguntado por el capitán, y yo sigo creyendo que el capitán no ha muerto.
—¡Bobadas! —observa el señor George.
—¿Qué ha dicho usted, amigo mío? —pregunta el viejo, llevándose la mano a la oreja.
—¡Bobadas!
—¡Ja! —dice el Abuelo Smallweed—. Señor George, ya puede usted juzgar cuál es mi opinión por las preguntas que me han hecho y los motivos que me han dado para hacerlas. Y ahora, ¿qué cree usted que quiere el abogado que está haciendo esas preguntas?
—Un negocio —dice el señor George.
—¡Nada de eso!
—Entonces no puede ser un abogado —dice el señor George, cruzándose de brazos con aire de total convencimiento.
—Mi querido amigo, es un abogado, y de los famosos. Quiere ver algún papel escrito por el Capitán Hawdon por su propia mano. No quiere quedárselo. No quiere más que verlo y compararlo con un papel que tiene en su posesión.
—Muy bien, ¿y qué?
—Muy bien, señor George. Como dio la casualidad de que recordó el anuncio relativo al Capitán Hawdon y a toda la información que pudiera darse a su respecto, lo consultó y vino a verme... exactamente igual que hizo usted, mi querido amigo. ¿Quiere usted darme la mano? ¡Cuánto me alegré de que viniera usted aquel día! ¡De no haber venido, no hubiéramos podido trabar esta amistad!
—¿Y qué más, señor Smallweed? —vuelve a decir el señor George, tras realizar la ceremonia con una cierta rigidez.
—Yo no tenía nada. No tengo más que su firma. Que caigan sobre él la plaga, la pestilencia y el hambre, la muerte en la batalla y la muerte repentina —dice el viejo, que convierte en maldición una de las pocas oraciones que recuerda , y aprieta su gorra de terciopelo con manos indignadas—. Tengo un millón de sus firmas, ¡diría yo! Pero usted —recuperando repentinamente su tono dulce, mientras Judy le vuelve a colocar la gorra en la cabeza de bola de billar—, usted, mi querido señor George, probablemente tendrá alguna carta o algún documento que podría valer. Bastaría con cualquier cosa escrita por su mano.
—Quizá podría tener algo escrito por su mano —dice pensativo el soldado.
—¡Mi querido amigo!
—Quizá podría y quizá no.
—Ja! —dice el Abuelo Smallweed, alicaído.
—Pero aunque tuviera montones, no enseñaría a nadie ni lo suficiente para envolver un cartucho sin saber para qué.
—Señor mío, ya le he dicho para qué. Mi querido señor George, ya le he dicho para qué.
—No lo suficiente —dice el soldado, negando con la cabeza—. Tendría que saber algo más y estar de acuerdo.
—Entonces, ¿quiere usted venir a ver al abogado? Mi querido amigo, ¿querrá usted venir a ver a ese caballero? —exhorta el Abuelo Smallweed, que saca un viejo reloj de plata muy plano con unas manos flacas como las piernas de un esqueleto—. Le dije que era probable que pudiera ir a visitarle entre las diez y las once de la mañana, y ya son las diez y media. ¿Querrá usted venir a ver a ese caballero, señor George?
—¡Ejem! —es la grave respuesta—. No me importaría. Aunque no entiendo por qué le importan tanto a usted.
—A mí me importa todo, si tengo una oportunidad de sacar algo a la luz en relación con él. ¿No nos ha engañado a todos? ¿No nos debía a todos sumas inmensas? ¿Por qué me importa? ¿A quién le puede importar más que a mí todo lo que se refiera a él? No es, amigo mío —dice el Abuelo Smallweed bajando la voz—, que pretenda yo que vaya usted a traicionar nada. Lejos de mí. ¿Querrá usted venir, mi querido amigo?
—¡Sí! Iré dentro de un minuto. Pero desde luego no prometo nada.
—No, mi querido señor George, no.
—¿Y pretende usted decirme que me va usted a llevar a su casa, dondequiera que esté, sin cobrarme el coche? —pregunta el señor George, mientras saca el sombrero y sus gruesos guantes de cuero.
Esa broma le resulta tan divertida al señor Smallweed que se queda riendo en voz baja y durante mucho tiempo ante el fuego. Pero mientras se ríe echa una mirada por encima de su hombro paralítico al señor George, y lo contempla ansiosamente mientras este último abre el candado de una alacena al otro extremo de la galería, escudriña acá y allá, lo dobla y se lo mete en el bolsillo del pecho. Entonces Judy da un golpecito al señor Smallweed y el señor Smallweed da un golpecito a Judy.
—Estoy listo —dice el soldado al volver—. Phil, puedes llevar a este anciano caballero a su coche, no te costará trabajo.
—¡Cielo santo! ¡Dios mío! ¡Un momento, por favor! —exclama el señor Smallweed—. ¡Es tan brusco! ¿Está seguro de que puede usted cargar conmigo, señor mío?
Phil no replica, sino que levanta la silla con su carga, se desliza de lado, abrazado fervientemente por el señor Smallweed, que ahora no dice nada, y recorre rápido el pasillo como si le hubieran dado la agradable orden de llevar al venerable caballero al volcán más cercano. Sin embargo, como a plazo más corto sólo ha de llevarlo al Simón, allí es donde lo deposita, y la bella Judy se sienta a su lado, y la silla pasa a embellecer el techo del coche, mientras el señor George pasa a ocupar la plaza vacía en el pescante.
El señor George queda totalmente confuso ante el espectáculo que se extiende a su vista periódicamente cuando contempla el interior del coche por la ventanilla que tiene a sus espaldas, al ver que la sombría Judy permanece todo el tiempo inmóvil y que el anciano caballero, con la gorra tapándole un ojo, no hace más que resbalar de su asiento hacia el montón de paja, y con el otro ojo no cesa de mirarlo, con la expresión impotente de alguien a quien hacen sufrir todos los baches.
CAPITULO 27
Más de un ex soldado
El señor George no tiene gran distancia que recorrer, cruzado de brazos en el pescante, hasta que llegan a su destino en Lincoln's Inn Fields. Cuando el conductor frena sus caballos, el señor George se apea y al mirar por la ventanilla dice:
—O sea, que su cliente es el señor Tulkinghorn, ¿eh?
—Sí, mi querido amigo. ¿Le conoce usted, señor George?
—Hombre, ya sé quién es..., y además creo que lo he visto. Pero no lo conozco, y no creo que él me conozca a mí.
Después llevan arriba al señor Smallweed, lo cual se hace a la perfección con la ayuda del soldado. Lo llevan a la gran sala del señor Tulkinghorn, y lo depositan en la alfombra turca ante la chimenea. El señor Tulkinghorn no está ahora mismo, pero no tardará en volver. Tras decir esto, el ocupante del reclinatorio de la entrada atiza el fuego y deja al triunvirato que se vaya calentando.
El señor George siente gran curiosidad por esta sala. Contempla el techo pintado, mira los viejos libros de derecho, contempla los retratos de los grandes clientes, lee en voz alta los nombres de las cajas.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet —lee pensativo el señor George—. ¡Ah! «Mansión de Chesney Wold». ¡Jem! —y el señor George se queda mirando largo rato las cajas, como si fueran cuadros, y vuelve hacia la chimenea, repitiendo:— Sir Leicester Dedlock y Mansión de Chesney Wold, ¿eh?
—¡Tiene una fortuna, señor George! —murmura el Abuelo Smallweed, que se frota las piernas—. ¡Es riquísimo!
—¿De quién habla? ¿De este viejo o del baronet?
—De este caballero, de este caballero.
—Eso me han dicho, y también que sabe algunas cosillas, apuesto. Tampoco está mal el acuartelamiento —comenta el señor George, echando otra mirada—. ¡Mire esa caja fuerte!
La respuesta queda abortada por la llegada del señor Tulkinghorn. Naturalmente, no ha cambiado en nada. Va vestido con su ropa descolorida de siempre, lleva las gafas en la mano y hasta el estuche de éstas está raído. Sus modales son furtivos y secos. Su voz, ronca y baja. Su rostro, observador tras una persiana, como es habitual en él, no carente de un gesto de censura y quizá de desprecio. Es posible que la nobleza tenga adoradores más fervientes y creyentes más fieles que el señor Tulkinghorn, después de todo, si todo se pudiera saber.
—¡Buenos días, señor Smallweed, buenos días! —dice al entrar—. Veo que me ha traído usted al sargento. Siéntese, sargento.
Mientras el señor Tulkinghorn se quita los guantes y los pone dentro de su sombrero, mira con ojos entornados al otro lado de la sala, donde está el soldado, y quizá se dice para sus adentros: «¡Me parece que me vas a valer, chico!»
—¡Siéntese, sargento —repite al acercarse a la mesa, que está junto a la chimenea, y ocupar su sillón—. ¡Qué mañana más fría y desapacible! —y el señor Tulkinghorn se calienta ante la reja de la chimenea, primero las palmas y después los nudillos de las manos, y mira (tras esa persiana que, según sabemos, está siempre bajada) al trío sentado en un pequeño semicírculo ante él—. ¡Creo que ya sé de qué se trata, señor Smallweed! —(y quizá sea cierto en más de un sentido). El anciano caballero se ve sacudido una vez más por Judy para que participe en la conversación—. Ya veo que ha traído usted a nuestro buen amigo el sargento.
—Sí, señor —replica el señor Smallweed, totalmente servil ante la riqueza y la influencia del abogado.
—¿Y qué dice el sargento de este negocio?
—Señor George —dice el Abuelo Smallweed con un movimiento tembloroso de la mano reseca—, éste es el caballero del que le he hablado.
El señor George saluda al caballero, pero aparte de eso mantiene un silencio total y sigue sentado tieso en la silla, como si llevara encima todo el equipo reglamentario para un día de marcha.
El señor Tulkinghorn continúa:
—Bueno, George... Creo que se llama usted George, ¿no?
—Efectivamente, señor.
—¿Qué dice usted, George?
—Con su permiso, señor —responde el soldado—, pero primero desearía saber qué es lo que dice usted.
—¿Se refiere usted a qué recompensa ofrezco?
—Me refiero a todo, señor.
Esto le resulta tan exasperante al señor Smallweed que de pronto empieza a gritar:
—¡Bestia infernal! —y de forma igualmente repentina pide perdón al señor Tulkinghorn para excusarse por este lapsus y dice a Judy:— Estaba pensando en tu abuela, hija mía.
—Yo había supuesto, sargento —sigue diciendo el señor Tulkinghorn, inclinándose hacia un lado de la silla y cruzando las piernas—, que el señor Smallweed quizá hubiera explicado suficientemente el asunto. Pero eso es lo de menos. Usted sirvió cierto tiempo a las órdenes del Capitán Hawdon, lo ayudó cuando estuvo enfermo y le hizo muchos pequeños favores, y según me dicen gozaba usted de su confianza. ¿Es verdad o no?
—Sí, señor; es verdad —dice el señor George con laconismo militar.
—Por consiguiente, es posible que tenga usted en su posesión algo, lo que sea, no importa: cuentas, instrucciones, órdenes, una carta, cualquier cosa; algo escrito por el Capitán Hawdon. Deseo comparar su letra con unas muestras que tengo. Si puede usted darme la oportunidad, le compensaré la molestia. Estoy seguro de que consideraría usted suficiente tres, cuatro o cinco guineas.
—¡Generosísimo, amigo mío! —exclama el Abuelo Smallweed, que parpadea nervioso.
—Si no es así, dígame lo que le parece, conforme a su conciencia de soldado, que podría exigir. No es necesario que se deshaga usted de los papeles si no lo desea, aunque yo preferiría quedarme con ellos.
El señor George sigue tieso en su silla, exactamente en la misma postura que antes; contempla las pinturas del techo y no dice una palabra. El irascible señor Smallweed da manotazos al aire.
—De lo que se trata —dice el señor Tulkinghorn con su aire metódico, suave, ininteresante— es, en primer lugar, de saber si tiene usted algo escrito por el Capitán Hawdon.
—En primer lugar, sí tengo algo escrito por el Capitán Hawdon, señor —repite el señor George.
—En segundo lugar, de saber qué suma puede compensarle a usted por la molestia de traérmelo.
—En tercer lugar, puede usted juzgar por sí mismo si se parece en absoluto a esta letra —dice el señor Tulkinghorn, que de pronto le pasa unas hojas escritas y atadas en un fajo.
—Si se parece en absoluto a esa letra. Muy bien —repite el señor George.
Las tres veces que el señor George repite lo que le han dicho, lo hace de manera mecánica, mirando a los ojos al señor Tulkinghorn, y ni siquiera echa un vistazo a la declaración jurada en el caso de Jarndyce y Jarndyce que le han dado para que la inspeccione (aunque todavía la tiene en la mano), sino que sigue mirando al abogado con aire de reflexión inquieta.
—Bueno —dice el señor Tulkinghorn—, ¿qué dice usted?
—Bueno, señor —replica el señor George, que se pone en pie y parece adquirir una estatura inmensa—, si no le importa, prefiero no tener nada que ver con todo esto.
El señor Tulkinghorn parece quedarse tan tranquilo y pregunta:
—¿Por qué no?
—Pues mire, señor —responde el soldado—, salvo que se trate de una cuestión militar, yo no soy un hombre muy práctico. En el mundo civil soy lo que algunos calificarían de un inútil. No entiendo nada de pluma, señor. Estoy más capacitado para aguantar un fuego cruzado que un interrogatorio. Ya le he dicho al señor Smallweed, hace una hora o dos, que cuando se me plantean cosas de este tipo me siento sofocar. Y eso es lo que siento ahora —dice el señor George, mirando a los presentes.
Una vez dicho esto, da tres zancadas adelante para volver a poner los papeles en la mesa del abogado, y otras tres zancadas atrás para volver a ocupar el mismo sitio, que antes, donde se queda perfectamente rígido, aunque esta vez mira al suelo en lugar de a las pinturas del techo, con las manos a la espalda, como para que no se le puedan dar más documentos de ningún tipo.
Ante tamaña provocación, el señor Smallweed tiene su adjetivo favorito tan en la punta de la lengua que comienza a mezclar las palabras «Mi querido amigo» con las sílabas «Infer...», con lo cual el pronombre posesivo se convierte en «Infermi», y parece como si se le hubiera trabado la lengua. Pero una vez pasada esta dificultad, exhorta a su querido amigo con la mayor dulzura a que no sea impulsivo, sino que haga lo que le pide un caballero tan eminente, y lo haga con buenos modales, en el convencimiento que debe ser algo impecable, además de rentable. El señor Tulkinghorn se limita a intercalar una frase de vez en cuando, como «Usted es quien mejor sabe lo que le interesa, sargento», o «Asegúrese usted de que no está perjudicando a nadie», o «Haga usted como quiera, como quiera», o «Si ya está usted decidido, no hay más que hablar». Todo ello lo dice con aire de perfecta indiferencia, mientras ojea los papeles que tiene en la mesa y se dispone a escribir una carta.
El señor George mira con desconfianza de las pinturas del techo al suelo, del señor Smallweed al señor Tulkinghorn y del señor Tulkinghorn a las pinturas del techo, y en su perplejidad cambia a menudo la pierna en la que se apoya.
—Le aseguro, caballero —dice el señor George— que, sin ánimo de ofender, entre usted y aquí el señor Smallweed me siento más que sofocado. De verdad, señor. No puedo medirme con ustedes. ¿Me permite usted preguntarle por qué desea usted ver la letra del capitán, en caso de que pueda encontrar algún ejemplo de ella?
El señor Tulkinghorn niega pausadamente con la cabeza.
—No. Sargento, si fuera usted hombre de negocios no haría falta decirle que existen motivos confidenciales, completamente inocuos en sí mismos, para deseos de ese género, en la profesión a la que pertenezco. Pero si teme causar algún perjuicio al Capitán Hawdon, puede usted tranquilizarse al respecto.
—¡Ah! Pero ya ha muerto, caballero.
—¿Ha muerto? —y el señor Tulkinghorn se dispone tranquilamente a ponerse a escribir.
—Bueno, señor mío —dice el soldado, mirándose el sombrero, tras otra pausa desconcertada—, siento no haberle sido de más utilidad—. Si pudiera serle de utilidad a alguien es que me viera confirmado en mi opinión de que prefiero no tener nada que ver con esto, pues hay un amigo mío que tiene mejor cabeza para los negocios que yo y que es un ex soldado; estoy dispuesto a consultar con él y... me siento tan completamente sofocado ahora mismo —dice el señor George, pasándose desesperadamente la mano por la frente— que no sé ni lo que puede serme de utilidad a mí.
El señor Smallweed, al oír que esa autoridad también es un ex soldado, insiste tan decididamente en la conveniencia de que el soldado veterano allí presente consulte con él, y especialmente que le comunique que se trata de una cuestión de cinco guineas o más, que el señor George se compromete a ir a verlo. El señor Tulkinghorn no dice nada en un sentido ni en otro.
—Entonces, con su permiso, caballero, voy a consultar a mi amigo —dice el soldado— y me tomaré la libertad de volver aquí con mi última respuesta hoy mismo. Señor Smallweed, si desea usted que ayude a bajarle por la escalera...
—Dentro de un momento, mi querido amigo, un momento. ¿Me permite que antes hable un momento en privado con este caballero?
—Desde luego, señor mío. Por mí no hay prisa —y el soldado se retira al punto más distante de la sala y continúa su inspección curiosa de las cajas, tanto la fuerte como las otras.
—Si yo no estuviera más débil que un bebé del infierno, señor —susurra el Abuelo Smallweed, haciendo que el abogado se rebaje a su nivel mediante un tirón de la solapa, y con un fuego medio apagado en su mirada furiosa—, le sacaría a golpes sus papeles. Los tiene en el bolsillo del pecho. He visto cómo se los metía en él. Judy también lo ha visto. ¡Habla, imagen deforme de una muestra de tienda de bastones, y di que lo has visto!
Este vehemente conjuro del anciano caballero va acompañado de un gesto tan vehemente hacia su nieta que resulta demasiado para sus fuerzas y se resbala de la silla, arrastrando consigo al señor Tulkinghorn, hasta que interviene Judy y le da una sacudida.
—No me agrada la violencia, amigo mío —observa entonces fríamente el señor Tulkinghorn.
—No, no; ya lo sé, ya lo sé, señor Pero resulta irritante e indignante. Es... es peor que esa cotorra incoherente de tu abuela —dice a la imperturbable Judy, que se limita a contemplar la chimenea— saber que tiene lo que hace falta y se niega a dárnoslo. ¡Que se niega a dárnoslo! ¡Ése! ¡Un vagabundo! Pero no importa, caballero, no importa. En el peor de los casos, podrá hacer lo que quiera durante muy poco tiempo. Lo tengo sometido a una servidumbre periódica. Y voy a doblegarlo, caballero, voy a doblegarlo. Le aseguro que voy a doblegarlo. ¡Si no quiere hacerlo de grado, tendrá que hacerlo por fuerza, señor mío! ... ¡Vamos, señor George! —dice el Abuelo Smallweed con un guiño horroroso dirigido al abogado al soltar a este último—. ¡Estoy listo para recibir su ayuda, mi querido amigo!
El señor Tulkinghorn se queda de pie en la alfombrilla que hay ante la chimenea y muestra algunos indicios de diversión dentro de su taciturnidad habitual, mientras de espaldas a la chimenea contempla cómo desaparece el señor Smallweed y devuelve con un gesto de la cabeza el saludo que hace el soldado al marcharse.
El señor George advierte que resulta más difícil deshacerse del anciano caballero que el echar una mano para transportarlo escaleras abajo, pues una vez vuelto a instalar en su vehículo es tan locuaz acerca del tema de las guineas, y se le queda agarrado, a uno de sus botones con tanto afecto (pues en realidad mantiene un deseo secreto de rasgarle la ropa, de robarle), que el soldado tiene que aplicar una cierta fuerza para efectuar la separación. Por fin lo logra y marcha solo en busca de su consejero.
Junto a los claustros del Temple, y junto a Whitefriars (sin dejar de echar una mirada al Callejón de la Espada Colgada, que parece encontrarse en su camino), y junto al Puente de Blackfriars, y el Camino de Blackfriars, el señor George va avanzando pausadamente hasta una calle de pequeños comercios que se halla en medio de la maraña de caminos que van a Kent y a Surrey, y de calles que van a los puentes de Londres, y que se centran en el famosísimo Elefante que ha perdido su Castillo formado por mil coches de cuatro caballos arrebatado por un extraño monstruo de hierro más fuerte que él y que está dispuesto a convertirlo en picadillo en el momento en que ose desafiarlo. El señor George sigue avanzando a zancadas hacia una de las tiendecitas de esta calle, que es la tienda de un músico, con unos cuantos violines en el escaparate, unas cuantas flautas de Pan, una pandereta, un triángulo y unas hojas de papel pautado. Y cuando se detiene a unos pasos de ella, ve a una mujer de aspecto militar con el mandil recogido, que avanza con una artesa de madera, y que en esa artesa empieza con grandes chapoteos a lavar algo apoyándose en la acera. El señor George se dice: «Como de costumbre, lavando las verduras. ¡Salvo una vez que la vi montada en una carreta, jamás la he visto que no estuviera lavando verduras!»
El tema de esta reflexión está, en todo caso, tan ocupada en lavar verduras que no se da cuenta de que se le acerca el señor George, hasta que se levanta junto con su artesa y tras echar toda el agua en la cuneta, se lo encuentra a su lado. No lo recibe de forma muy halagüeña:
—¡George, cada vez que te veo desearía que estuvieras a cien millas de distancia!
El soldado no hace caso de este saludo y la sigue a la tienda de instrumentos musicales, donde la dama coloca su artesa de verduras encima del mostrador y, tras darle la mano, pone los brazos en la artesa.
—Te juro —dice—, George, que nunca considero a Matthew Bagnet verdaderamente a salvo cuando te tiene cerca. Eres tan inquieto y tan vagabundo...
—¡Sí! Ya lo sé, señora Bagnet. Ya lo sé.
—¡Y tanto que lo sabes! —replica la señora Bagnet—. ¿Qué más da? ¿Por qué eres así?
—Por naturaleza, supongo —responde el soldado con buen humor.
—¡Ja! —exclama la señora Bagnet con voz un tanto chillona—. Pero ¿de qué me va a valer tu naturaleza cuando hayas tentado a mi Mat para que abandone el negocio de la música y se me vaya a la Nueva Zelandia o a la Australia?
La señora Bagnet no es nada fea. De huesos bastante grandes, tez áspera y curtida por el sol y el viento, que le han desteñido el pelo encima de la frente, pero sana, robusta y de mirada animada. Es una mujer fuerte, ocupada e incansable, que tiene de cuarenta y cinco a cincuenta años. Limpia, ordenada, hacendosa y vestida de forma tan económica (aunque bien) que el único artículo ornamental que lleva parece ser su anillo de bodas, en torno al cual le ha engordado tanto el dedo desde que se lo puso que nunca se lo podrá sacar hasta que se mezcle con las cenizas de la señora Bagnet.
—Señora Bagnet —dice el soldado—, le doy mi palabra de honor de que por mi culpa jamás le pasará nada malo a Mat. De eso puede estar segura.
—Bueno, pues creo que sí. Pero la verdad es que sólo de verte se pone una nerviosa —responde la señora Bagnet—. ¡Ay, George, George! Si te hubieras casado con la viuda de Joe Pouch cuando murió él en Norteamérica, estoy segura de que por lo menos irías bien peinado.
—Desde luego, aquello fue una oportunidad —replica el soldado, medio en broma, medio en serio—, pero seguro que ya no voy a convertirme en persona respetable. Probablemente me hubiera ido bien con la viuda de Joe Pouch, porque había algo, y tenía algo, pero la verdad es que no pude decidirme. ¡Si hubiera tenido la suerte de conocer una mujer como la que encontró Mat!
La señora Bagnet, que parece, dentro de un estilo virtuoso, tener pocas reservas con un buen chico, pero que también es una buena chica ella misma, recibe este cumplido tirándole a la cabeza al señor George una de las verduras que lleva en la artesa, y se lleva ésta al cuartito de la trastienda.
—¡Hombre, mi muñequita Quebec! —dice George, que la sigue a esa zona cuando ello lo invita—. ¡Y aquí está la pequeña Malta! ¡Venid a dar un besito a vuestro Bluffy!
Esas damiselas, que oficialmente no tienen esos nombres de pila aunque en la familia siempre las llaman así, por el nombre de los acuartelamientos en los que nacieron, están sentadas en sus taburetes; la más pequeña (que tiene cinco o seis años) está aprendiendo las letras en una cartilla de a penique; la mayor (de ocho o nueve años quizá) se las enseña al mismo tiempo que cose con gran diligencia. Ambas reciben al señor George con las grandes aclamaciones dignas de un viejo amigo, y tras darle unos besos y jugar con él, colocan sus taburetes al lado de él.
—¿Y cómo está el joven Woolwich?
—¡Ah, vamos! —grita la señora Bagnet, volviéndose de sus cacerolas (porque está preparando la comida) con la cara sonrojada—. ¿A que no te lo crees? Tiene un contrato en el teatro, con su padre, para tocar la flauta en una obra militar.
—¡Bien por mi ahijado! —exclama el señor George, dándose una palmada en el muslo.
—¡Y tanto! —dice la señora Bagnet—, Hace de antiguo británico. Eso es, mi Woolwich: ¡un antiguo británico!
—Y Mat sopla en su bajón y todos ustedes son unos civiles de lo más respetable —responde el señor George—. Una familia. Los niños van creciendo. Se escriben con la anciana madre de Mat, allá en Escocia, y con su padre de usted en otra parte, y les ayudan un poco y... ¡bien, bien! ¡Desde luego, no sé por qué no va a desear usted que yo estuviera a cien millas de distancia, porque no tengo nada que ver con todo esto!
El señor George se va poniendo pensativo; sentado ante la chimenea en la habitación encalada, que tiene el suelo enarenado y exhala un olor a cuartel limpio, y que no contiene nada superfluo, ni una mota visible de polvo o suciedad, desde las caras de Quebec y de Malta hasta los cacharros relucientes del vasar; el señor George se va poniendo pensativo, allí sentado, mientras la señora Bagnet se dedica a sus cosas, cuando vuelven oportunamente a casa el señor Bagnet y el joven Woolwich. El señor Bagnet es un antiguo artillero, alto y erguido, con cejas pobladas y patillas como las fibras del coco, sin un solo pelo en la cabeza y de piel muy tostada por el sol. Habla con frases cortas, profundas y sonoras, no muy distintas de los tonos del instrumento que toca. De hecho, cabe observar en general en él un aire inflexible, rígido, metálico, como si él mismo fuera el bajón de la orquesta humana. El joven Woolwich es del tipo y el modelo de un joven tambor.
Tanto el padre como el hijo saludan animadamente al soldado. Pasado un rato, éste dice que ha venido a consultar al señor Bagnet, ante lo cual el señor Bagnet declara hospitalariamente que no quiere hablar de cosas serias hasta después de comer, y que su amigo no recibirá sus consejos hasta que primero haya compartido el cerdo hervido con verduras. Cuando el soldado accede a esta invitación, él y el señor Bagnet se van, a fin de no perturbar los preparativos domésticos, a dar una vuelta por la callejuela, que recorren a paso medido y con los brazos cruzados, como si fuera un bastión.
—George —dice el señor Bagnet—, ya me conoces. La que vale para dar consejos es la viejita. Es la que tiene buena cabeza. Pero nunca lo reconozco delante de ella. Hay que mantener la disciplina. Espera hasta que se le quiten de la cabeza las verduras. Entonces la consultamos. Te diga lo que te diga, ¡hazlo!
—Eso es lo que me propongo, Mat —replica el otro—. Prefiero su opinión antes que la de toda una Universidad.
—Universidad —responde el señor Bagnet, en frases cortas, como un bajón—. ¿Qué universidad podrías dejar... al otro lado del mundo... sin más que una capa gris y un paraguas... para que volviera sola a Europa? La viejita lo haría mañana mismo, si se lo pido. ¡Ya lo hizo una vez!
—Tienes razón —dice el señor George.
—¿Qué universidad —continúa Bagnet— iba a compartir tu vida... con dos peniques de cal... un penique de tierra de alfar... medio penique de arena... y el resto del cambio de una moneda de seis peniques... por todo dinero? Así empezó la viejita. En la empresa actual.
—Me alegro mucho de saber que prosperan, Mat.
—La viejita —dice el señor Bagnet, asintiendo sabe ahorrar. Tiene una media escondida. Con dinero. Nunca la he visto. Entonces te dirá lo que sea. Espera a que se le quiten de la cabeza las verduras. Entonces te dirá lo que sea.
—¡Es un tesoro! —exclama el señor George.
—Es más que eso. Pero nunca lo digo delante de ella. Hay que mantener la disciplina. Fue la viejita la que descubrió mi talento musical. De no ser por ella, yo seguiría en la artillería. Pasé seis años con el violín. Diez con la flauta. La viejita dijo que aquello no iba; buenas intenciones, pero falta de flexibilidad; prueba el bajón. La viejita tomó prestado un bajón al jefe de la banda del Regimiento de Fusileros. Practiqué en las trincheras. Aprendí, me conseguí otro, ¡y ahora vivo de eso!
George observa que la señora parece estar fresca como una rosa y sana como una manzana.
—La viejita —replica el señor Bagnet— es una mujer extraordinaria. Por eso es como un buen día. Según pasa el tiempo, se pone mejor. Nunca he conocido a nadie que se la pueda comparar. Pero nunca lo digo delante de ella. ¡Hay que mantener la disciplina!
Pasan a hablar de cuestiones de poca monta y siguen paseándose por la callejuela, marcando el paso, hasta que Malta y Quebec los llaman para que hagan justicia al cerdo y las verduras, que el señor Bagnet bendice brevemente, como un capellán militar. En la distribución de esos comestibles, la señora Bagnet, al igual que en todas las funciones domésticas, observa un sistema preciso: se sienta con todos los platos ante ella, asigna a cada porción de cerdo su propia porción de caldo, de verduras, de patatas e incluso de mostaza, y lo sirve completo. Tras servir de igual forma la cerveza de una lata, y dotar así a la tropa de todo lo necesario, la señora Bagnet procede a satisfacer su propio apetito, que se halla en buen estado. Las herramientas de reglamento, si cabe llamar así a la cubertería, están formadas sobre todo por utensilios de cuerno y estaño, que han servido fielmente en diversas partes del mundo. En particular, el cuchillo del joven Woolwich, que es del tipo para las ostras, con la característica adicional de un fuerte mecanismo de cierre, que se opone a menudo al apetito de ese joven músico, y que según se dice ha hecho en diversas manos todo el recorrido de los destinos en ultramar.
Una vez terminada la comida, la señora Bagnet, ayudada por los elementos menores (que dejan pulquérrimos sus tazas y sus platos, sus cuchillos y sus tenedores), hace que todos los cacharros de la comida queden tan relucientes como antes, y los coloca todos en su sitio, tras limpiar primero el suelo, con objeto de que el señor Bagnet y el visitante no tengan que esperar a fumar sus pipas. Estas tareas domésticas entrañan muchas marchas y contramarchas por el patio y el uso considerable de un cubo, que al final acaba por tener la dicha de servir para las abluciones de la propia señora Bagnet. Cuando reaparece la «viejita», perfectamente lozana, y se sienta a hacer su labor de punto, entonces y sólo entonces (pues hasta entonces no se considera que se le hayan quitado totalmente de la cabeza las verduras), el señor Bagnet pide al soldado que exponga su problema.
El señor George procede a hacerlo con gran discreción, como si se dirigiera al señor Bagnet, pero atento exclusivamente en todo momento a la viejita, al igual que el propio señor Bagnet. Una vez expuesto completamente el problema, el señor Bagnet recurre a su artificio habitual para mantener la disciplina:
—Eso es todo, ¿no, George? —dice.
—Eso es todo.
—¿Y harás lo que yo te diga?
—No me guiaré más que por eso —replica George.
—Viejita, dile lo que opino yo —dice el señor Bagnet—. Ya lo sabes. Dile lo que pienso.
Lo que piensa es que George tiene que eludir a toda costa a una gente que es demasiado astuta para él, y que está obligado a actuar con el mayor de los cuidados en asuntos que no comprende; que evidentemente lo que tiene que hacer es no hacer nada sin asegurarse primero, no participar en nada turbio ni misterioso, ni dar un paso sin mirar antes dónde pisa. Ésa, efectivamente, es la opinión del señor Bagnet, expresada por su viejita, lo cual alivia tanto al señor George, al confirmar su propia opinión y disipar sus dudas, que se prepara a fumar otra pipa en tan excepcional ocasión, y a pasar un rato hablando de los viejos tiempos con toda la familia Bagnet, conforme a la diversidad de sus respectivas experiencias.
Por todo ello sucede que el señor George no vuelve a ponerse en pie en la salita hasta que se acerca el momento en que un moderno público británico espera al bajón y la flauta, y como incluso al señor George le lleva algún tiempo, en su papel doméstico de Bluffy, separarse de Quebec y de Malta, e insinuar un chelín benévolo en el bolsillo de su ahijado, con felicitaciones por su éxito en la vida, cuando el señor George por fin pone rumbo hacia Lincoln's Inn Fields ya es de noche.
«Un hogar y una familia», va pensando mientras avanza; «por pequeños que sean, hacen que alguien como yo parezca un solitario. Pero más ha valido que nunca me metiera en esa marcha del matrimonio. No hubiera sido para mí. Todavía soy tan vagabundo, incluso a esta edad, que no podría conservar la galería ni un mes si fuera una actividad regular, o si no estuviera acampado en ella como un gitano. ¡Vamos! No le hago daño a nadie y no molesto a nadie; ya es algo. ¡Hace muchos años que no hago nada de eso! »
Así que se pone a silbar, y continúa su marcha. Una vez llegado a Lincoln's Inn Fields, y tras subir las escaleras del señor Tulkinghorn, resulta que la puerta exterior está cerrada, y los despachos tienen la llave echada, pero como el soldado no sabe gran cosa de puertas exteriores, y además la escalera está a oscuras, sigue tanteando y buscando cuando por la escaleras sube el señor Tulkinghorn (en silencio, naturalmente) y le pregunta airado:
—¿Quién es? ¿Qué hace usted aquí?
—Mil perdones, caballero. Soy George. El sargento.
—Y ¿no podía George, el sargento, ver que estaba cerrada mi puerta?
—Pues no, señor; no podía. Desde luego, no lo vi —dice el sargento, un tanto irritado.
—¿Ha cambiado usted de opinión? ¿O sigue opinando lo mismo? —pregunta el señor Tulkinghorn. Pero ya sabe de antemano la respuesta.
—Sigo opinando lo mismo, caballero.
—Me lo esperaba. Es suficiente. Puede usted irse. ¿Con que era usted el hombre —dice el señor Tulkinghorn, abriendo la puerta con su llave —con el que se fue a esconder el señor Gridley?
—Sí, yo soy ese hombre —contesta el soldado, que se detiene dos o tres escalones más abajo—. ¿Qué pasa, señor?
—¿Qué pasa? Que no me gustan sus amigos. De haber sabido yo quién era usted, no hubiera venido a mi despacho. ¿Gridley? Un tipo amenazador, asesino, peligroso.
Con esas palabras, pronunciadas en tono desusadamente alto para él, el abogado entra en sus aposentos, y cierra la puerta con ruido atronador.
Al señor George no le agrada en absoluto esa despedida; tanto más cuanto que un pasante que subía por la escalera ha oído las últimas palabras y evidentemente cree que se refieren a él. «¡Menudo tipo se va a creer que soy»; gruñe el soldado con un juramento apresurado mientras sigue bajando, «¡Un tipo amenazador, asesino, peligroso!», y al mirar hacia arriba ve que el pasante lo está mirando y observando cuando pasa junto a un farol. Eso agrava su ira hasta tal punto que pasa cinco minutos de mal humor. Pero se lo quita silbando, se olvida de todo el resto del asunto, y va marchando a casa, a la Galería de Tiro.
CAPÍTULO 28
El metalúrgico
Sir Leicester Dedlock ha superado, de momento, la gota familiar, y está una vez más en pie, tanto en el sentido literal como en el figurado. Está en su mansión de Líncolnshire, pero las aguas vuelven a anegar las tierras bajas, y el frío y la humedad se cuelan en Chesney Wold, aunque éste está bien defendido, y calan a Sir Leicester hasta los huesos. Las llamas de leña y de carbón —madera de Dedlock y bosque antediluviano— que crepitan en las amplias chimeneas y que relumbran en el crepúsculo de los bosques ceñudos, entristecidos al contemplar el sacrificio de los árboles, no rechazan al enemigo. Las tuberías de agua caliente que recorren toda la casa, las puertas y las ventanas con burletes, las pantallas y las cortinas, no logran suplir las deficiencias de las chimeneas ni satisfacer las necesidades de Sir Leicester. Por eso, los rumores del gran mundo proclaman una mañana a la tierra que los escucha que se prevé que en breve Lady Dedlock vuelva a pasar unas semanas en la ciudad.
Es una triste verdad que incluso los grandes hombres tienen sus parientes pobres. De hecho, los grandes hombres suelen tener más de su parte alícuota de parientes pobres, dado que la sangre rojísima de las personas de superior calidad, al igual que la sangre de la de inferior calidad ilegalmente derramada, es más espesa que el agua, y acaba por descubrirse. Los primos de Sir Leicester, hasta el enésimo grado, son como otros tantos crímenes, en el sentido de que siempre acaban por descubrirse. Entre ellos hay primos que son tan pobres que casi cabría decir que sería mejor para ellos no haber figurado nunca entre los eslabones de la cadena de oro de los Dedlock, sino entre hechos de hierro común para empezar y haber desempeñado servicios comunes.
Pero precisamente lo que no pueden hacer es servir para nada (con algunas reservas, de buen tono, pero lucrativas), dado que tienen la dignidad de ser unos Dedlock. De modo que visitan a sus primos más ricos, y se endeudan cuando pueden, y viven pobremente cuando no pueden, y las mujeres no encuentran maridos, ni los hombres esposas, y andan en coches prestados, y asisten a banquetes que nunca dan ellos, y así van recorriendo la vida de la alta sociedad. La rica suma de la familia se ha dividido entre tantas cifras que ellos son el resto con el que nadie sabe qué hacer.
Todos los que participan de la posición de Sir Leicester Dedlock y comparten las opiniones de éste parecen estar más o menos emparentados con él. Desde Milord Boodle, pasando por el Duque de Foodle, hasta llegar a Noodle, Sir Leicester, como una araña gloriosa, extiende los hilos de su parentela. Pero aunque él comparte pomposa-mente el parentesco con el Gran Mundo, es una persona amable y generosa, a su aire digno, en su parentesco, con los Don Nadies, y en estos momentos, pese a la humedad, está soportando en Chesney Wold la visita de varios de esos parientes, con la constancia de un mártir.
De todos ellos, quien más se destaca es Volumnia Dedlock, una jovencita (de sesenta años) que tiene grandes parientes por partida doble, pues tiene el honor de ser la pariente pobre de otra gran familia por el lado materno. Como la señorita Volumnia exhibió en su juventud un gran talento para recortar adornos de papel de colores, así como para cantar en la lengua española acompañándose a la guitarra, y proponer adivinanzas en francés en las casas de campo, pasó los veinte años de su existencia comprendidos entre los veinte y los cuarenta de manera bastante agradable. Como entonces se quedó anticuada y se consideró que aburría a la humanidad con sus frases en la lengua española, se retiró a Bath, donde vive frugalmente con una subvención anual que le pasa Sir Leicester, y desde donde hace reapariciones de vez en cuando en las casas de campo de sus primos. En Bath tiene muchos conocidos entre ancianos espantosos de piernas flacas y calzones de nankín, y ocupa un lugar destacado en esa aburrida ciudad. Pero es temida en otras partes, debido a una profusión indiscreta de colorete y a su persistencia en adornarse con un collar de perlas anticuado que parece un rosario de huevos de pajarito.
En cualquier país decente, Volumnia merecería claramente una pensión. Se han hecho esfuerzos por conseguírsela, y cuando llegó al poder William Buffy, todo el mundo esperaba que se le concedieran 200 libras al año. Pero, no se sabe bien cómo, William Buffy descubrió, en contra de todas las previsiones, que no era el momento adecuado, y aquél fue el primer indicio claro que percibió Sir Leicester Dedlock de que el país se estaba yendo al garete.
El resto de los parientes son señoras y caballeros de diversas edades y capacidades, en su mayor parte amigables y sensatos, y a los que probablemente les hubiera ido bien en la vida de haber podido superar su condición de familia; de hecho, están casi todos superados por ella, y recorren perezosamente caminos sin objetivo ni meta, y parecen estar tan despistados acerca de lo que deben hacer con sus vidas como el resto de la gente acerca de lo que se debe hacer con ellos.
En esta sociedad, como en todas, Milady Dedlock reina majestuosamente. Bella, elegante, refinada y poderosa en su microcosmos (pues el universo del Gran Mundo no se extiende enteramente desde un polo al otro), su influencia en la casa de Sir Leicester, por altivos e indiferentes que sean sus modales, lleva a mejorar y refinar mucho la mansión. Los primos, incluso los de más edad que se sintieron paralizados cuando Sir Leicester se casó con ella, le rinden homenaje feudal, y el Honorable Bob Stables repite a diario a alguna persona escogida, entre el desayuno y la comida, su observación original favorita: que es la mujer mejor entrenada de toda la cuadra.
Esos son los invitados del salón largo de Chesney Wold en esta noche desapacible en que los pasos del Paseo del Fantasma (aunque aquí no se pueden oír) podrían ser los de un primo muerto y abandonado a la intemperie. Es casi hora de acostarse. En toda la casa están encendidas las chimeneas de los dormitorios, que hacen aparecer fantasmas de muebles sombríos en las paredes y los techos. En la mesa que hay al otro extremo, junto a la puerta, brillan los candelabros para los dormitorios, y los primos bostezan en las otomanas. Hay primos al piano, primos junto a la bandeja de botellas de agua mineral, primos que se levantan de la mesa de juegos, primos reunidos en torno a la chimenea. Al lado de su propia chimenea (porque hay dos) está Sir Leicester. Al otro lado de la amplia chimenea está Milady sentada a su mesa. Volumnia, que es una de las primas más privilegiadas, está en una silla lujosa entre los dos. Sir Leicester contempla con un desagrado olímpico el colorete y el collar de perlas.
—De vez en cuando me encuentro aquí en mi escalera —desgrana lentamente Volumnia, que quizá esté ya pensando en subir por ella hacia su cama, tras una larga velada de charla inane— con una de las mocitas más guapas que he visto en mí vida, según creo.
—Una protégée de Milady —observa Sir Leicester.
—Eso pensaba yo. Estaba segura de que tenía que haber sido alguien con gran discernimiento quien la escogiera. Verdaderamente, es una maravilla. Quizá un poco demasiado como una muñequita —dice la señorita Volumnia, que defiende su propio estilo—, pero perfecta en su género; ¡jamás he visto tal lozanía!
Sir Leicester parece manifestar su acuerdo con una magnífica mirada de desagrado al colorete.
—De hecho— observa lánguidamente milady—, si hay alguien que haya mostrado discernimiento en este caso es la señora Rouncewell, y no yo. Fue ella quien descubrió a Rosa.
—¿Doncella tuya, supongo?
—No. No es nada mío en concreto: favorita... secretaria... mensajera... No sé qué.
—¿Te gusta tenerla a tu lado como te gustaría tener una flor o un perrito de aguas... o cualquier cosa igual de mona? —pregunta Volumnia, simpatizante—. Sí, ¡qué encantador resulta! Y qué buen aspecto tiene esa deliciosa ancianita de la señora Rouncewell. Debe de tener una edad inmensa, ¡y, sin embargo, es tan activa y tiene tan buen aspecto! ¡Os aseguro que es mi mejor amiga en el mundo!
Sir Leicester considera oportuno y apropiado que el ama de llaves de Chesney Wold sea una persona notable. Aparte de eso, estima de verdad a la señora Rouncewell, y le gusta que se la elogie. Por eso dice: «Tienes razón, Volumnia», lo cual alegra mucho a esta última.
—No tiene hijas, ¿verdad?
—¿La señora Rouncewell? No, Volumnia. Tiene un hijo. La verdad es que tenía dos.
Milady, cuya enfermedad crónica de aburrimiento se ha visto tristemente agravada esta tarde por Volumnia, contempla cansada los candelabros y exhala un suspiro silencioso.
—Y eso constituye un notable ejemplo de la confusión en que hemos caído en estos tiempos, de la forma en que se destruyen los puntos de referencia, de cómo se abren las compuertas y se desarraigan las distinciones —dice Sir Leicester con gran solemnidad—, pues el señor Tulkinghorn me ha informado de que al hijo de la señora Rouncewell se le ha invitado a presentarse para el Parlamento.
La señorita Volumnia lanza un chillido.
—Sí, es cierto —repite Sir Leicester—. Para el Parlamento.
—¡Jamas he oído cosa igual! Dios mío, ¿qué hace ese hombre? —exclama Volumnia.
—Es eso que llaman... creo... un... metalúrgico —dice lentamente Sir Leicester, con mucha gravedad y grandes dudas, como si no estuviera seguro de que quizá el título adecuado fuera el de fontanero, o de que la expresión correcta quizá fuera otra que denotara alguna otra relación con algún tipo concreto de metales.
Volumnia da otro chillido.
—Ha rechazado la oferta, si la información que me ha dado el señor Tulkinghorn es correcta, de lo cual no me cabe duda, porque el señor Tulkinghorn siempre es correcto y exacto; pero eso —dice Sir Leicester— no corrige la anomalía, que está preñada de graves consideraciones... de consideraciones alarmantes, a mi juicio.
Cuando la señorita Volumnia se levanta con una mirada hacia los candelabros, Sir Leicester cortésmente efectúa la vuelta entera al salón, trae uno y lo enciende en la lám-para con pantalla de milady.
—Te ruego, Milady —dice al mismo tiempo—, que te quedes unos momentos, porque esta persona a la que acabo de mencionar llegó esta tarde poco antes de la hora de cenar y pidió, de forma muy cortés —explica Sir Leicester, con su habitual respeto por la verdad— el favor de una breve entrevista, en una nota muy bien redactada y expresada, contigo y conmigo acerca del tema de esa muchacha. Como, según parecía, se proponía volver a marcharse esta noche, repliqué que lo veríamos antes de retirarnos.
La señorita Volumnia huye con un tercer chillido, mientras manifiesta a sus anfitriones:
—¡Dios mío! ¡Más vale deshacerse de...! ¿Cómo has dicho?... ¡Del metalúrgico!
Pronto se dispersan los demás primos, hasta el último de ellos. Sir Leicester toca la campanilla:
—Mis saludos al señor Rouncewell, en los apartamentos del ama de llaves, y díganle que ya puedo recibirlo.
Milady, que ha escuchado todo esto con pocas muestras de prestar atención, observa al señor Rouncewell cuando éste entra. Tiene poco más de cincuenta años, buena figura, igual que su madre, y tiene la voz clara, una frente despejada con entradas en el pelo, y una cara inteligente y franca. Es un caballero de aspecto responsable, vestido de negro, bastante corpulento, pero firme y activo. Actúa con toda naturalidad y franqueza, y no se siente en lo más mínimo nervioso ante la excelencia de quienes lo reciben.
—Sir Leicester y Lady Dedlock, como ya he presentado mis excusas por molestar a ustedes, lo mejor que puedo hacer es ser breve. Le agradezco que me reciba, Sir Leicester.
El jefe de los Dedlock ha hecho un gesto hacia un sofá que hay entre él y Milady. El señor Rouncewell se sienta pausadamente.
—En momentos tan ocupados, cuando están en marcha tan grandes empresas, quienes como yo empleamos a tantos obreros en tantos sitios, siempre andamos corriendo de un lado a otro.
Sir Leicester le satisface que el fabricante considere que no hay prisa allí, en aquella casa antigua, arraigada en su parque silencioso, donde la hiedra y el musgo han tenido tiempo para madurar y donde los olmos retorcidos y nudosos, y los robles umbríos están hundidos en medio de los helechos y las hojas centenarias, y donde el reloj de sol de la terraza lleva registrando desde hace siglos el Tiempo, que era tan de la propiedad de los Dedlock (mientras éstos durasen) como la casa y las tierras. Sir Leicester se sienta en una butaca, y opone su reposo y el de Chesney Wold a las idas y venidas inquietas de los metalúrgicos.
—Lady Dedlock ha tenido la amabilidad —continúa diciendo el señor Rouncewell, con una mirada respetuosa y una inclinación hacia ella— de colocar a su lado a una joven belleza llamada Rosa. Resulta que mi hijo se ha enamorado de Rosa, y me ha pedido permiso para proponerle matrimonio, y para comprometerse con ella si ella está dis-puesta, y yo supongo que sí lo estará. No he visto a Rosa hasta hoy, pero tengo bastante confianza en el buen sentido de mi hijo, incluso en asuntos de amor. Veo que la forma en que él la representa es cierta, a mi leal saber y entender, y mi madre habla de ella con grandes elogios.
—Los merece en todos los respectos —dice Milady.
—Celebro mucho oírselo decir a usted, Lady Dedlock, y huelga añadir comentarios sobre el valor que me merece su amable opinión de ella.
—Eso —observa Sir Leicester, con una grandeza indecible, pues considera que el fabricante es demasiado elocuente— es algo que resulta innecesario.
—Totalmente innecesario, Sir Leicester. Ahora bien, mi hijo es muy joven, y Rosa también. Al igual que yo tuve que abrirme camino por mi cuenta, mi hijo debe hacer lo mismo, y es imposible que se case de momento. Pero de suponer que yo diera mi consentimiento a que se comprometiera en absoluto con esa muchachita, y que esa muchachita quisiera comprometerse con él, creo que estoy obligado por sinceridad a decir inmediatamente (estoy seguro, Sir Leicester y Lady Dedlock, de que me comprenderán y me perdonarán) que impondría como condición que ella no se quedara en Chesney Wold. Por consiguiente, antes de seguir hablando con mi hijo, me tomo la libertad de decir que si la marcha de ella provocara en cualquier sentido una incomodidad o una molestia, le daré a él un plazo razonable de espera y dejaré las cosas exactamente igual que están.
¡No quedarse en Chesney Wold! ¡Imponer eso como condición! Todas las dudas de Sir Leicester acerca de Wat Tyler y de la gente de las metalurgias que no hacen más que manifestarse a la luz de antorchas le caen de golpe en la cabeza como un chaparrón, y de hecho el fino pelo gris de la cabeza, al igual que el de las patillas, se le ponen de punta de la indignación.
—¿He de entender, señor mío —pregunta Sir Leicester—, y ha de entender Milady —a la que introduce así en la discusión especialmente, en primer lugar como cuestión de cortesía, y en segundo lugar como cuestión de prudencia, pues confía mucho en el buen sentido de Milady—, he de entender, señor Rouncewell, y ha de entender Milady, caballero, que considera usted que esa joven vale demasiado para Chesney Wold o que es probable que le haga algún perjuicio al seguir aquí?
—Desde luego que no, Sir Leicester.
—Celebro saberlo —dice Sir Leicester en tono muy altivo.
—Por favor, señor Rouncewell —dice Milady, advirtiendo a Sir Leicester que no intervenga con un gesto levísimo de la manita, como si él fuera una mosca—, ex-plíqueme lo que quiere decir.
—Con mucho gusto, Lady Dedlock. Es lo que más deseo.
Milady vuelve su cara compuesta, cuya inteligencia, sin embargo, es demasiado viva y activa para que la pueda disimular ninguna impasibilidad estudiada, por habitual que sea en ella, hacia la fuerte cara sajona del visitante, imagen de resolución y perseverancia, y escucha atentamente, bajando la cabeza de vez en cuando.
—Lady Dedlock, yo soy el hijo de su ama de llaves, y he pasado mi infancia en esta casa. Mi madre lleva medio siglo aquí, y no me cabe duda de que morirá aquí. Es uno de esos ejemplos (quizá uno de los mejores) del amor, la lealtad y la fidelidad de un tipo de personas, de las que Inglaterra puede estar muy orgullosa, pero en los que ninguna de las partes interesadas puede atribuirse el mérito exclusivo, porque esos casos dicen mucho de ambas partes; sin duda de la parte de los grandes, pero también sin duda de la parte de los humildes.
Sir Leicester lanza un pequeño respingo al oír cómo se comparten así los méritos, pero, dicho sea en su honor y en el de la verdad, reconoce sincera aunque silenciosamente la justicia de lo que acaba de decir el metalúrgico.
—Perdónenme por decir algo que resulta obvio, pero no quiero que se suponga apresuradamente —con una levísima mirada hacia Sir Leicester— que me da vergüenza la posición que ocupa mi madre aquí, ni que sienta la más mínima falta de respeto hacia Chesney Wold y la familia. Desde luego, es posible que yo haya deseado (y, desde luego, lo he deseado, Milady) que mi madre pudiera retirarse al cabo de tantos años, y terminar sus días conmigo. Pero como he visto que el romper este vínculo tan fuerte sería como destrozarle el corazón, hace mucho tiempo que he renunciado a esa idea.
Sir Leicester se pone muy digno otra vez ante la idea de que alguien pensara en llevarse a la señora Rouncewell de su hogar natural, para determinar sus días con un metalúrgico.
El visitante continúa diciendo modestamente:
—He sido aprendiz y he sido obrero. He vivido con el salario de un obrero durante años y años, y más allá de un cierto punto, he tenido que educarme solo. Mi mujer era hija de un capataz y se educó modestamente. Tenemos tres hijas, además de este hijo del que he hablado, y como afortunadamente les hemos podido dar más ventajas que las que gozamos nosotros, las hemos educado bien; muy bien. Una de nuestras principales preocupaciones y de nuestros mayores placeres ha sido hacerlos dignos de ocupar cualquier posición.
Su tono paternal adquiere ahora una cierta jactancia, como si añadiera en su fuero interno: «incluso la posición de Chesney Wold». Por eso Sir Leicester se va poniendo cada vez más digno.
—Todo ello es tan frecuente, Lady Dedlock, donde vivo yo, y entre la clase a la que pertenezco, que entre nosotros no son tan infrecuentes como en otras partes lo que se calificaría en general de matrimonios desiguales. Hay veces en que un hijo comunica a su padre que se ha enamorado, digamos, de una joven de la fábrica. El padre, que en su juventud también trabajó en una fábrica, probablemente se sentirá un poco decepcionado al principio. Quizá tuviera otras aspiraciones para su hijo. Sin embargo, lo más probable es que tras averiguar que la joven es de carácter intachable, le diga a su hijo: «Necesito estar seguro de que vas en serio. Se trata de un asunto muy serio para vosotros dos. Por eso voy a hacer que esa chica reciba una educación durante dos años; o quizá diga: «Voy a colocar a esta chica en la misma escuela que tus hermanas durante tanto o cuanto tiempo, y tú me vas a dar tu palabra de que no la vas a ver más que con tal o cual frecuencia. Si al final de este tiempo, cuando ella haya aprovechado tanto ese favor que podáis estar más o menos en pie de igualdad, seguís pensando lo mismo, yo haré lo que pueda por mi parte para que seáis felices». Conozco varios casos como los que acabo de describir, milady, y creo que me indican el rumbo que debo seguir yo ahora.
La dignidad de Sir Leicester estalla. Pausada, pero terrible.
—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, poniéndose la mano derecha en la solapa de su levita azul, con la actitud de estadista en la que está pintado en la galería—, ¿está usted estableciendo un paralelo entre Chesney Wold y una —se le atraganta la palabra— una fábrica?
—No necesito decirle, Sir Leicester, que los dos lugares son muy diferentes, pero para los fines del caso, creo que no es injusto establecer un paralelo entre las dos situaciones.
Sir Leicester dirige su majestuosa mirada por uno de los costados del salón largo, y luego por el otro, antes de convencerse de que efectivamente no está soñando.
—¿Tiene usted conciencia, señor mío, de que esa joven a la que Milady, insisto, Milady, ha puesto cerca de su persona se educó en la escuela de la aldea, al lado del parque?
—Sir Leicester, tengo plena conciencia de ello. Es una escuela muy excelente, y generosamente subvencionada por esta familia.
—Entonces, señor Rouncewell —replica Sir Leicester—, me resulta incomprensible la aplicación de lo que acaba usted de decir.
—¿Le resultará más comprensible, Sir Leicester, si le digo —el metalúrgico está ruborizándose un poco— que no considero que la escuela de la aldea enseñe todo lo que debe saber la esposa de mi hijo?
De la escuela rural de Chesney Wold, intacta como está este mismo minuto, hasta todo el tejido de la sociedad; de todo el tejido de la sociedad hasta que ese mismo tejido se vea brutalmente rasgado porque hay gente (metalúrgicos, fontaneros o lo que sea) que se olvida del catecismo y se sale del puesto que le corresponde en la sociedad (que ha de ser necesariamente y para siempre, conforme a la lógica rápida de Sir Leicester, el primer puesto que ocuparon al nacer), y de ahí pasa a educar a otra gente para que salga de sus puestos, con lo que se derrumban los puntos de referencia y se abren las compuestas y todo lo demás; así razona rápidamente la mentalidad Dedlock.
—Perdón, Milady. Permíteme un momento —porque ella ha mostrado un leve indicio de que iba a hablar— Señor Rouncewell, nuestras opiniones de lo que son las obligaciones, y nuestras opiniones de lo que es la posición, y nuestras opiniones de..., en resumen, todas nuestras opiniones son tan diametralmente opuestas, que el prolongar esta conversación debe de ser repugnante para sus sentimientos, como lo es para los míos. Esa jovencita se ve honrada por la atención y el favor de Milady. Si desea renunciar a esa atención y ese favor, o si decide colocarse bajo la influencia de cualquiera que con sus opiniones peculiares (permítame decir sus opiniones peculiares, aunque estoy dispuesto a reconocer que no tiene la culpa de ellas), que con sus opiniones peculiares quiera que renuncie a esa atención y ese favor, puede hacerlo en el momento que decida. Le agradecemos la franqueza con que nos ha hablado. No tendrá ninguna consecuencia, en un sentido u otro, para la posición de esa jovencita aquí. Aparte de eso, no podemos establecer ni aceptar condiciones. Y ahora le rogamos, si tiene la bondad, que dejemos el tema.
El visitante hace una pausa para dar a Milady una oportunidad, pero ella no dice nada. Entonces él se levanta y responde:
—Sir Leicester y Lady Dedlock, permítanme agradecerles su atención y observar únicamente que recomendaré muy en serio a mi hijo que venza sus inclinaciones actuales. ¡Buenas noches!
—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, en quien brilla todo el carácter de la hidalguía—, es tarde, y las carreteras están oscuras. Espero que su tiempo no sea tan precioso para no permitir que Milady y yo le ofrezcamos la hospitalidad de Chesney Wold, por lo menos esta noche.
—Espero que acepte —dice Milady.
—Se lo agradezco mucho, pero tengo que viajar toda la noche para llegar puntualmente a un lugar bastante lejano, pues estoy citado por la mañana.
Con lo cual el metalúrgico se despide; Sir Leicester toca la campanilla, y Milady se levanta cuando él sale de la sala.
Cuando Milady va a su tocador, se sienta, pensativa, junto a la chimenea y, sin prestar atención al Paseo del Fantasma, mira a Rosa, que está escribiendo en una saleta. Al cabo de un rato, Milady la llama:
—Ven, hija mía. Dime la verdad. ¿Estás enamorada?
—¡Ay, Milady!
Milady contempla la cara bajada y sonrojada y dice sonriente:
—¿Quién es? ¿Es el nieto de la señora Rouncewell?
—Sí, Milady, con su permiso. Pero no sé si estoy enamorada de él. No estoy segura.
—¡No estás segura, tontita! ¿No sabes que él sí está seguro de quererte?
—Creo que le gusto un poco, Milady —y Rosa rompe a llorar.
¿Es Lady Dedlock la que está ahí, de pie junto a la belleza rural, atusándole el pelo oscuro con ese toque maternal, y mirándola con unos ojos tan llenos de interés y curiosidad? ¡Sí, efectivamente lo es!
—Escúchame, hija mía. Eres joven y franca, y creo que me tienes cariño.
—Sí, Milady, sí. De verdad que no hay nada en el mundo que no esté dispuesta yo a hacer para demostrarle cuánto.
—Y no creo que quieras dejarme todavía, Rosa, aunque sea por un novio.
—¡No, Milady! ¡Ay, no! —Rosa levanta la mirada por primera vez, aterrada ante la mera idea.
—Confía en mí, hija mía. No me tengas miedo. Quiero que seas feliz, y voy a hacer que lo seas..., si es que puedo hacer feliz a alguien en este mundo.
Rosa se echa a llorar otra vez, se arrodilla a sus pies y le besa la mano. Milady toma la mano con la que ha cogido la suya y, de pie, con la mirada fija en el fuego, la acaricia con las dos manos y la deja caer lentamente. Al verla tan absorta, Rosa se retira en silencio, pero Milady sigue con la mirada fija en la chimenea.
¿Qué busca? ¿Una mano que ya no existe, una mano que nunca existió, un contacto que podría haber cambiado mágicamente su vida? ¿O escucha el Paseo del Fantasma y piensa a qué se parecen más sus pasos? ¿A los de un hombre? ¿A los de una mujer? ¿A los pasitos de un niño pequeño que se acercan... y se acercan? Está sometida a alguna influencia melancólica, pues, si no, ¿por qué iba una dama tan orgullosa a cerrar las puertas y sentarse tan desolada ante la chimenea?
Volumnia se marcha al día siguiente, y antes de la cena se han dispersado todos los primos. No hay ni uno solo del montón de primos que no se sienta asombrado durante el desayuno al oír a Sir Leicester hablar de la eliminación de todos los puntos de referencia y de la apertura de las compuertas y de los rasguños en el tejido de la sociedad, todo lo cual manifiesta la conducta del hijo de la señora Rouncewell. No hay ni uno solo del montón de primos que no se sienta verdaderamente indignado, y que lo relacione todo con la debilidad de William Buffy cuando estuvo en el poder, y que se sienta verdaderamente despojado de sus intereses en la nación, o en la lista de pensiones, o en lo que sea, por el fraude y la maldad. En cuanto a Volumnia, Sir Leicester la acompaña por la gran escalera, hablando con tanta elocuencia del tema como si existiera un insurrección general en el norte de Inglaterra para quedarse con la caja de colorete y el collar de perlas de su prima. Y así, en medio del escándalo que forman las doncellas y los ayudas de cámara —pues una característica de los primos es que, por difícil que les resulte mantenerse, tienen que mantener doncellas y ayudas de cámara—, los primos se dispersan a los cuatro vientos, y el viento de invierno que sopla hoy hace que de los árboles al lado de la casa desierta caiga un chaparrón, como si todos los primos se hubieran transformado en hojas.
CAPÍTULO 29
El joven
Chesney Wold está cerrado, las alfombras están enrolladas como gigantescos manuscritos en los rincones de habitaciones desnudas. El damasco brillante hace su penitencia encerrado en holandas marrones; las tallas y los estucos hacen penitencia, y los antepasados de los Dedlock vuelven a retirarse de la luz del día. En torno a toda la casa, las hojas caen constantemente, pero nunca de prisa, pues van trazando círculos, con una levedad muerta que es sombría y lenta. Por mucho que el jardinero barra y barra el césped y meta las hojas en carretillas y se las lleve, le siguen llegando a los tobillos. El viento chillón gime en torno a Chesney Wold; la lluvia densa golpea, las ventanas tiemblan y las chimeneas gruñen. Las nieblas se esconden en las avenidas, velan las perspectivas y avanzan funeralmente por las lomas. Toda la casa está invadida por un olor frío y blanco, como el olor de una iglesia pequeña, aunque algo más seco, que sugiere que los Dedlock muertos y enterrados salen a pasear durante las largas noches, y dejan tras ellos el aroma de sus tumbas.
Pero la casa de la ciudad, que rara vez está del mismo humor que Chesney Wold al mismo tiempo, que raras veces se alegra cuando se alegra aquélla, ni gime cuando gime aquella, excepto cuando muere un Dedlock; la casa de la ciudad brilla despierta. Tan cálida y luminosa como pueda ser un lugar tan ceremonioso, tan delicadamente lleno de aromas agradables tan distante de la menor huella de invierno como pueda conseguirse con flores de invernadero; blanda y silenciosa, de forma que sólo el tic-tac de los relojes y el chisporroteo del fuego alteran la paz de los salones, la casa parece envolver los fríos huesos de Sir Leicester en lana de color arco iris. Y Sir Leicester celebra descansar con satisfacción solemne ante la gran chimenea de la biblioteca, mientras ojea condescendiente los lomos de sus libros u honra a las bellas artes con una mirada de aprobación. Porque tiene sus cuadros, antiguos y modernos. Los tiene de la Escuela de los Bailes de Máscaras, en los que el Arte a veces condesciende a intervenir, que sería mejor catalogar en una subasta como artículos varios. Por ejemplo: «Tres sillas de respaldo alto, una mesa y un tapete, botella de cuello alto (con vino), una frasca, un vestido de española, retrato de tres cuartos de la señorita Jogg, la modelo, y una armadura con un Don Quijote», o «Una terraza de piedra (agrietada), una góndola en la distancia, un traje de senador veneciano, completo, ricamente bordado traje de raso blanco con retrato de perfil de la señorita Jogg, la modelo, una cimitarra soberbiamente montada en oro con empuñadura de joyas, un traje complicado de moro (muy raro), y un Otelo».
El señor Tulkinghorn va y viene muy a menudo, pues hay asuntos del patrimonio de los que tratar, arriendos que renovar, etc. También ve a menudo a Milady Dedlock, y él y ella son tan formales, y tan indiferentes, y se hacen tan poco caso el uno al otro como siempre. Pero es posible que Milady tema a este señor Tulkinghorn, y que él lo sepa. Es posible que él la persiga obsesiva y tenazmente, sin el menor detalle de pesar, remordimiento ni compasión. Es posible que la belleza de ella, y toda la pompa y la bri-llantez que la rodean, sólo sirvan para acicatearlo más a él en lo que ha decidido hacer, y lo haga más inflexible en su determinación. Sea que es frío y cruel, sea que es inconmo-vible en lo que ha decidido que es su deber, sea que está absorbido por su ansia de poder, sea que ha determinado que no se le puede esconder nada en donde ha huroneado en busca de secretos toda su vida, sea que en su fuero interno desprecia el esplendor en el cual él no es sino un rayo distante, sea que esté acumulando siempre desdenes y ofensas en la afabilidad de sus lujosos clientes; sea cualquiera de estas cosas, o todas ellas, es posible que a Milady más le valiera tener cinco mil pares de ojos del gran mundo sobre ella, llenos de vigilancia desconfiada, que los dos ojos de este abogado descolorido, con su corbatín transparente y sus calzones cortos negros anudados con cintas en las rodillas.
Sir Leicester está sentado en la sala de Milady —la sala en la que el señor Tulkinghorn leyó la declaración jurada de Jarndyce y Jarndyce— y se siente especialmente benévolo. Milady, igual que aquel día, está sentada ante la chimenea, pantalla protectora en mano. Sir Leicester se siente especialmente benévolo porque ha encontrado en su periódico algunas observaciones agradables relativas a las compuertas y al tejido de la sociedad. Son tan felizmente aplicables a lo ocurrido últimamente, que Sir Leicester ha venido directamente desde la biblioteca a la sala de Milady para leérselas en voz alta.
—El hombre que ha escrito este articulo —observa como prefacio, mirando al fuego como si estuviera mirando a ese hombre desde un monte— tiene una mente equilibrada.
La mente del hombre no está tan bien equilibrada que deje de aburrir a Milady, quien, tras un lánguido esfuerzo por escuchar, o más bien una lánguida resignación a hacer como que escucha, se queda distraída y cae en una contemplación ensimismada del fuego, como si fuera el suyo de Chesney Wold y nunca se hubiera ido de allí. Sir Leicester no se da cuenta de nada y sigue leyendo con las gafas puestas, deteniéndose de vez en cuando para quitarse las gafas y expresar su aprobación con frases de: «Una gran verdad», «Muy bien dicho», «Eso mismo he dicho yo muchas veces», después de cada una de cuyas observaciones pierde invariablemente el sitio y tiene que mirar arriba y abajo de la columna para volverlo a encontrar.
Sir Leicester está leyendo, con una gravedad y una pomposidad infinitas, cuando se abre la puerta y el Mercurio empolvado hace este extraño anuncio:
—Milady, el joven llamado Guppy.
Sir Leicester se detiene, mira y dice con voz asesina:
—¿El joven llamado Guppy?
Cuando mira hacia atrás, ve al joven llamado Guppy, muy nervioso y que no presenta una carta demasiado impresionante de presentación, por sus modales y su aspecto.
—Dígame —se dirige Sir Leicester a Mercurio—, ¿qué significa esto de que anuncie de manera tan abrupta a un joven llamado Guppy?
—Con su permiso, Sir Leicester, pero Milady dijo que quería ver a este joven en cuanto viniera. No sabía que estaba usted aquí, Sir Leicester.
Con esta excusa, Mercurio dirige una mirada despectiva e indignada al joven llamado Guppy, que significa claramente: «¿Qué significa esto de que venga usted aquí y me meta a mí en una bronca?»
—Está bien. Efectivamente, di esa orden —dice Milady—. Que espere ese joven.
—En absoluto, Milady. Puesto que has ordenado que venga, no voy yo a interrumpir —y Sir Leicester se retira galante, aunque declina aceptar la inclinación que le hace el joven al salir él, y supone majestuosamente que se trata de un zapatero con aspecto de inoportuno.
Lady Dedlock mira imperiosa a su visitante cuando el criado sale de la sala, y lo inspecciona de la cabeza a los pies. Deja que se quede junto a la puerta y le pregunta qué quiere.
—Que Milady tenga la amabilidad de permitirme una pequeña conversación —contesta Guppy, todo apurado.
—Naturalmente, es usted la persona que me ha escrito tantas cartas, ¿no?
—Varias, Milady. Varias, antes de que Milady condescendiera a hacerme el favor de responder.
—¿Y no podría usted utilizar el mismo medio para hacer que fuera innecesaria una conversación? ¿No podría usted hacerlo ahora?
El señor Guppy forma con la boca un silencioso «¡No!» y niega con la cabeza.
—Ha sido usted extrañamente inoportuno. Si después de todo eso parece que lo que ha de decir no me concierne (y no sé en qué puede concernirme, ni lo creo), me permitirá usted que le interrumpa con poca ceremonia. Diga usted lo que tiene que decir, por favor.
Milady, con un gesto descuidado de la pantalla de mano que le protege la cama, se vuelve otra vez hacia la chimenea, y se queda sentada casi de espaldas al joven llamado Guppy.
—Entonces, con permiso de Milady —dice el joven—, pasaré a ocuparme del asunto. ¡Ejem! Como ya dije a Milady en mi primera carta, trabajo en los Tribunales. Al trabajar en los Tribunales, he adquirido el hábito de no comprometerme por escrito, y por eso no mencioné a su señoría el nombre del bufete con el que estoy relacionado, y en el cual mi posición es relativamente buena (al igual, si se me permite añadir, que mis ingresos). Ahora puedo decir a Milady, confidencialmente, que el nombre de ese bufete es Kenge y Carboy, de Lincoln's Inn; que quizá Milady no encuentre desconocido del todo, en relación con el caso de Jarndyce y Jarndyce.
La figura de Milady empieza a expresar una cierta atención. Ha dejado de agitar la pantalla, y la sostiene como si estuviera escuchando.
—Ahora, permítame Milady decirle inmediatamente —continúa el señor Guppy, algo más animado— que no es por ningún motivo relacionado con Jarndyce y Jarndyce por lo que tenía tantos deseos de hablar con Milady, conducta que sin duda ha parecido, y sigue pareciendo, impertinente..., por no decir ruin. —Tras esperar un momento, a ver si lo refutan, y al ver que no es así, el señor Guppy sigue adelante—: Si se hubiera tratado de Jarndyce y Jarndyce, hubiera ido a ver inmediatamente al procurador de Milady, el señor Tulkinghorn de los Fields. Tengo el placer de conocer al señor Tulkinghorn, o por lo menos nos saludamos cuando nos vemos, y si se hubiera tratado de algo de ese género, hubiera ido a verle a él.
Milady se vuelve un poco hacia él, y le dice:
—Más vale que se siente.
—Gracias, Milady —y el señor Guppy se sienta y mira una hojita de papel en la que ha escrito notas breves sobre lo que ha de exponer, y que parece dejarlo de lo más confuso cada vez que lo consulta—. Ahora bien, Milady, yo... ¡Ah, sí!..., me pongo totalmente en manos de Milady. Si Milady me denunciara a Kenge y Carboy, o al señor Tulkinghorn, por hacerse esta visita, me vería en una situación muy desagradable. Lo reconozco francamente. En consecuencia, confío en la honorabilidad de Milady.
Milady, con un gesto desdeñoso de la mano en la que sostiene la pantalla, le asegura que él no merece la pena de que lo denuncie.
—Gracias, Milady —dice el señor Guppy—; muy satisfactorio. Pues bien, yo..., ¡maldita sea!... El hecho es que he apuntado aquí una o dos de las cosas que me pareció que le debía mencionar, y las he escrito muy resumidas y ahora no comprendo lo que significan. Si Milady me permite que me acerque un momento a la ventana, entonces.. .
El señor Guppy se acerca a la ventana, se tropieza con una pareja de aves inseparables, a los que en su confusión pide mil perdones. Eso no hace que sus notas resulten más legibles. Murmura algo, mientras se va ruborizando, y con el papel pegado a los ojos primero, y después muy alejado de la vista, va leyendo: «C.S.». ¿Qué significa C.S.? ¡Ah! ¡E.S.! ¡Ya sé! ¡Claro!» Y vuelve a su sitio, ya más aclarado.
—No sé —dice el señor Guppy, a mitad de camino entre Milady y su propia silla— si Milady ha oído hablar alguna vez de una señorita llamada Esther Summerson. Milady le mira directamente a los ojos:
—No hace mucho que conocí a una señorita que se llama así. Fue en otoño pasado.
—¿Y no opinó Milady que se parecía mucho a alguien? —pregunta el señor Guppy, cruzándose de brazos y ladeando la cabeza; y rascándose la comisura de la boca con su memorando.
Milady no aparta la vista de la suya.
—No.
—¿Que no se parecía a la familia de Milady? —No.
—Quizá Milady —dice el señor Guppy— no recuerda bien la cara de la señorita Summerson.
—Recuerdo muy bien a esa señorita. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Milady, le aseguro que como tengo la faz de la señorita Summerson grabada en el corazón (cosa que le menciono confidencialmente), observé, cuando tuve el honor de visitar la mansión de Milady en Chesney Wold, durante una breve excursión con un amigo al condado de Lincolnshire, tal parecido entre la señorita Esther Summerson y el retrato de Milady, que me dejó con la boca abierta; tanto, que en aquel momento ni siquiera comprendí qué era lo que me dejaba con la boca abierta. Y ahora que tengo el honor de estar al lado de Milady (desde entonces me he tomado muchas veces la libertad de mirar a Milady cuando pasaba en su coche por el parque, cuando estoy seguro de que Milady ni siquiera me veía a mí, pero nunca había estado tan cerca de Milady), resulta todavía más sorprendente de lo que me había parecido.
¡Joven llamado Guppy! Hubo épocas en que las señoras vivían en fortalezas y tenían auxiliares poco escrupulosos a su disposición, cuando esa pobre vida tuya no hubiera valido un comino, si esos ojos tan bellos te hubiesen mirado como lo están haciendo ahora.
Milady, que utiliza lentamente su pantalla de mano como un abanico, le vuelve a preguntar qué supone que tiene que ver con ella su sentido de los parecidos.
—Milady —replica el señor Guppy, que vuelve a consultar su papelito—, a eso voy. ¡Malditas notas! ¡Ah, sí! «Señora Chadband.» Sí —y el señor Guppy acerca un poco su silla y se vuelve a sentar. Milady se reclina pausadamente en la suya, aunque quizá de manera una pizca menos elegante que de costumbre, y no cesa de contemplarlo fijamente—. Un... ¡un momento, por favor! ¿E.S. dos veces? ¡Ah, sí! Ya veo a lo que iba —dice el señor Guppy, tras consultar una vez más.
El señor Guppy enrolla el papelito como un instrumento para puntuar su discurso, y continúa:
—Milady, existe un misterio en torno a la señorita Esther Summerson, su nacimiento y su educación. Estoy informado al respecto porque (y lo digo confidencialmente) lo sé por mi trabajo en Kenge y Carboy. Bien: como ya he mencionado a Milady, tengo la imagen de la señorita Summerson impresa en mi corazón. Si pudiera aclarar ese misterio para ella, o demostrar que es de buena familia, o averiguar que al tener el honor de pertenecer a una rama lejana de la familia de Milady tenía derecho a ser parte en Jarndyce y Jarndyce, entonces podría, creo yo, aspirar a que la señorita Summerson contemplara de modo más favorable mis propuestas que hasta ahora. De hecho, no las contempla de modo nada favorable.
En la cara de Milady aparece una especie de sonrisa airada.
—Y es una circunstancia muy singular, señoría —continúa diciendo el señor Guppy—, aunque una de esas circunstancias que surgen a veces en la vida de profesionales como yo (y puedo decirme profesional, aunque todavía no estoy licenciado, pero ya me admiten como pasante letrado en Kenge y Carboy, porque mi madre ha avanzado con sus escasos ingresos el dinero para el sello, que es bastante caro), que he encontrado a la persona que vivía como sirvienta de la señora que educó a la señorita Summerson, antes de que se hiciera cargo de ella el señor Jarndyce. Milady, aquella señora se llamaba señorita Barbary. .
¿Es el color de la muerte el que se ve en la cara de Milady, reflejado por la pantalla, que tiene un forro verde, y que tiene en la mano levantada como si se hubiera olvidado de ella, o es que se ha puesto terriblemente pálida?
—¿Ha oído Milady hablar de la señorita Barbary alguna vez? —pregunta el señor Guppy.
—No sé. Creo que sí. Sí.
—¿Tenía la señorita Barbary alguna relación con la familia de Milady?
Milady mueve los labios, pero no dice nada. Niega con la cabeza.
—¿No tenía ninguna relación? —exclama el señor Guppy—. ¡Ah! Quizá es que no lo sabía Milady. ¡Ah! Pero ¿sería posible? Sí. —Tras cada una de esas interrogaciones, ella ha inclinado la cabeza—. ¡Muy bien! Pues esa señorita Barbary era muy callada, parece que extraordinariamente callada para el sexo femenino, pues las hembras, por lo general (al menos en la vida ordinaria), son muy inclinadas a la conversación, y mi testigo nunca tuvo idea de si tenía algún pariente. Una vez, y sólo una, parece que se confió a mi testigo, y sobre un solo tema, y entonces le dijo que en realidad la niña no se llamaba Esther Summerson, sino Esther Hawdon.
—¡Dios mío!
El señor Guppy se queda mirándola. Lady Dedlock está sentada ante él, contemplándolo, con el mismo gesto sombrío en el rostro, con la misma actitud, incluso de la mano que sostiene la pantalla, con los labios entreabiertos, con el ceño levemente fruncido, pero por un instante como muerta. Ve que recupera la conciencia, que recorre su cuerpo un temblor, como una onda en el agua, ve que le tiemblan los labios, ve que se reanima con un gran esfuerzo, ve que se fuerza a reconocer la presencia de él y lo que él ha dicho. Todo ello con tal rapidez que su exclamación y su momentánea rigidez parecen haber desaparecido, como ocurre con los rasgos de cadáveres conservados durante mu-cho tiempo, que a veces, cuando se abren sus tumbas, desaparecen en un suspiro, afectados por la entrada del aire libre como si éste fuera un rayo.
—¿Milady conoce el nombre de Hawdon?
—Ya lo había oído antes.
—¿Es el nombre de alguna rama colateral o lejana de la familia de Milady?
—No.
—Pues bien, Milady —dice el señor Guppy—, llego ahora al último aspecto del caso tal como lo he venido reconstruyendo hasta ahora. Hay más, y los iré reconstruyendo poco a poco en sus diversos aspectos. Milady debe de saber (si es que Milady no lo sabe ya por casualidad) que hace algún tiempo hallaron muerto en casa de una persona llamada Krook, en Chancery Lane, a una persona, copista de los Tribunales, que se hallaba en grandes apuros. Se celebró una encuesta sobre ese copista, y ese copista era un personaje anónimo, o sea, que no se sabía cómo se llamaba. Pero, Milady, hace poco he descubierto yo que ese copista se llamaba Hawdon.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Sí, Milady, ésa es la cuestión! Ahora bien, Milady, pasó algo raro cuando murió ese hombre. Apareció una señora; una señora disfrazada, Milady, que fue a ver la escena de la acción y a mirar la tumba. Pagó a un chico de los que barren los cruces de las calles para que se la enseñara. Si Milady quiere ver al chico para que corrobore esta declaración, puedo echarle mano en cualquier momento.
El pobre chico no significa nada para Milady, y ésta no desea que se lo presenten.
—Pero aseguro a Milady que es un comienzo de lo más raro —dice el señor Guppy—. Si Milady le oyera describir los anillos que le brillaban en los dedos cuando se quitó ella el guante, le parecería de lo más romántico.
En la mano que sostiene la pantalla brillan unos diamantes. Milady juguetea con la pantalla y hace que brillen todavía más, una vez más con esa expresión que en otros tiempos podría haber sido tan peligrosa para el joven llamado Guppy.
—Se supuso, Milady, que no había dejado tras de sí ni un papel ni un trapo para que se le pudiera identificar con seguridad. Pero sí. Dejó un fajo de cartas antiguas.
La pantalla sigue moviéndose igual que antes. Todo este tiempo ella no ha dejado de contemplarlo fijamente.
—Vuelvo a preguntarle, ¿qué tiene todo eso que ver conmigo?
—Milady, mi conclusión es que —y el señor Guppy se pone en pie— si cree Milady que hay algo en toda esta cadena de circunstancias sumadas: en el indudable gran parecido entre esta señorita y su señoría, lo cual es un dato positivo para un jurado, en que la educara la señorita Barbary, en que la señorita Barbary dijera que la señorita Summerson se llamaba en realidad Hawdon, en que Milady conozca muy bien esos nombres, y en que Hawdon muriera como lo hizo, que hay algo en todo ello como para dar a Milady un interés de familia en investigar más el caso, le traeré aquí esos papeles. No sé qué son, salvo que son cartas antiguas. Todavía no las he tenido en mi posesión. Le traeré aquí esos papeles en cuanto los tenga, y los estudiaré por primera vez con Milady. Ya he dicho a Milady cuál es mi objetivo. Ya he dicho a Milady que me vería en una situación muy desagradable si se presentara alguna denuncia contra mí, y todo lo digo con estricta confidencialidad.
¿Es éste el único objetivo del joven llamado Guppy, o tiene algún otro? ¿Revelan sus palabras toda la extensión y la profundidad de su objetivo y de sus sospechas al venir a esta casa, o, si no, qué es lo que esconden? Puede medirse con Milady a este respecto. Ella puede mirarlo, pero él puede mirar a la mesa, e impedir que su gesto de testigo en el estrado revele nada.
—Puede usted traer las cartas —dice Milady—, si le agrada.
—Milady no es muy alentadora, le doy mi palabra, y de honor —dice el señor Guppy, un tanto herido.
—Puede usted traer las cartas —repite ella en el mismo tono—, si... hace el favor.
—Así lo haré. Deseo buenos días a Milady.
En una mesa al lado de Milady hay un finísimo estuche, con barras y candado, como una caja fuerte antigua. Ella lo sigue mirando, acerca la mano al estuche y lo abre.
—¡Ah! Aseguro a Milady que no actúo movido por aceptar nada por el estilo. Deseo un buen día a Milady, y, de todos modos, le quedo muy agradecido.
Así que el joven hace una inclinación y baja las escaleras, donde el desdeñoso Mercurio no se considera obligado a abandonar su Olimpo junto a la chimenea del recibidor para abrirle la puerta. .
Mientras Sir Leicester sigue adormilado encima de sus periódicos, en la biblioteca, ¿no hay ninguna influencia en la casa que lo alarme, por no decir que haga que hasta los árboles de Chesney Wold agiten sus ramas, los retratos frunzan el ceño y las armaduras se muevan?
No. Las palabras, los gemidos, los gritos, no son más que aire, y el aire está tan encerrado por un lado, y tan excluido por el otro en toda la casa de la capital, que Milady tendría verdaderamente que lanzar grandes gritos en su salita para que a los oídos de Sir Leicester llegara la más mínima vibración, y, sin embargo, en la casa hay alguien, una figura destrozada y arrodillada, que lanza hacia el techo este grito:
—¡Ay, hija mía! ¡Hija mía! No murió en las primeras horas de su vida, como me dijo mi cruel hermana, sino que ella la crió severamente después de renunciar a mí y a mi nombre! ¡Ay, hija mía, hija mía!
CAPITULO 30
La narración de Esther
Hacía algún tiempo que se había ido Richard cuando llegó una visitante a pasar unos días con nosotros. Se trataba de una señora anciana. Era la señora Woodcourt, que había venido de Gales a pasar un tiempo con la señora de Bayham Badger, y tras escribir a mi tutor «por deseo de mi hijo Allan», para comunicar que había tenido noticias de él y que estaba bien y nos «enviaba sus recuerdos más cariñosos», había recibido de mi Tutor una invitación para ir a visitarnos a Casa Desolada. Se quedó casi tres semanas con nosotros. Fue muy amable conmigo, y me hizo muchas confidencias, tantas que a veces me hacía sentir casi incómoda. Yo sabía perfectamente que no tenía derecho a sentirme incómoda porque me hiciera confidencias, y advertía que no era razonable, pero, pese a todos mis intentos, no podía evitarlo.
Era una señora tan vivaz, y solía sentarse con las manos cruzadas, con un aire tan vigilante mientras me hablaba, que me resultaba irritante. O quizá fuera que siempre estaba tan tiesa y tan formal, aunque no creo que fuera eso, porque aquello me resultaba curiosamente agradable. Tampoco podía tratarse de la expresión general de su cara, que era chispeante y bonita para una anciana. No sé lo que era. O quizá, si lo sé ahora, no lo sabía entonces. O, por lo menos... Pero no importa.
Por las noches, cuando yo me iba a ir a la cama, me invitaba a su cuarto, donde estaba sentada ante la chimenea en un sillón, y por Dios que hablaba de Morgan ap-Kerrig hasta que me hacía sentirme deprimida. A veces recitaba unos versos de Crumlinwallinwer y del Mewlinnwillinwodd (suponiendo que se escriban así, y estoy casi segura de que no) y se ponía muy excitada con los sentimientos que expresaban. Aunque no supe nunca cuáles eran (pues estaban en galés), salvo que encomiaban mucho el linaje de Morgan ap-Kerrig.
—De manera, señorita Summerson —me decía con solemnidad triunfal—, que ya ve usted la fortuna que hereda mi hijo. Dondequiera que vaya mi hijo, puede afirmar que desciende de Ap-Kerrig. Quizá no tenga dinero, pero siempre tendrá algo mucho más importante: una buena familia, hija mía.
Yo albergaba mis dudas de que en la India o la China atribuyeran mucha importancia a Morgan ap-Kerrig, pero, naturalmente, nunca las expresé. Le decía que era algo es-tupendo proceder de una familia tan importante.
—Lo es, hija mía, una gran cosa —replicaba la señora Woodcourt—. Tiene sus inconvenientes; por ejemplo, limita la elección de novia por mi hijo, pero también son muy limitadas las opciones matrimoniales de la Familia Real.
Después me daba unos golpecitos en el brazo y me alisaba el vestido, como para asegurarme que tenía muy buena opinión de mí, pese a la gran distancia existente entre nosotras.
—El pobre señor Woodcourt, hija mía —decía, y siempre con una cierta emoción, pues, pese a su alto linaje, en el fondo era muy afectuosa—, descendía de una gran familia de las Tierras Altas, los MacCoort de MacCoort. Sirvió a su patria y su Rey como oficial de los Reales Fusileros, y murió en el campo de batalla. Mi hijo es uno de los últimos representantes de dos familias muy antiguas. Si el Cielo lo quiere, las volverá a encumbrar, y las unirá con otra familia antigua.
Era inútil que yo tratase de cambiar de tema, como solía intentar (sólo por hablar de algo distinto, o quizá porque...), pero no hace falta que entre en detalles. La señora Woodcourt nunca me dejaba cambiarlo.
—Hija mía —me dijo una noche—, tienes tanto sentido común, y contemplas el mundo con una calma tan superior a tu edad, que me resulta reconfortante hablar contigo de estas cuestiones de mi familia. No conoces mucho a mi hijo, guapa, pero estoy segura de que lo conoces lo suficiente para recordarlo, ¿no?
—Sí, señora; lo recuerdo.
—Claro, hija mía. Bueno, hija mía, creo que eres buena jueza de las personas, así que me gustaría saber lo que opinas de él.
—Ay, señora Woodcourt —dije—, eso me resulta muy difícil.
—¿Por qué es tan difícil, hija mía? —contestó—. A mí no me lo parece.
—Dar una opinión...
—Cuando lo conoces tan poco, hija mía. Eso es verdad.
Yo no me refería a eso, porque, en total, el señor Woodcourt había pasado bastante tiempo en nuestra casa, y se había hecho muy amigo de mi Tutor. Lo dije, y añadí que parecía ser muy capaz en su profesión, según creíamos nosotros, y que su caballerosidad y su amabilidad para con la señorita Flite resultaban inestimables.
—¡Le haces justicia! —exclamó la señora Woodcourt, apretándome la mano—. Lo has definido exactamente. Allan es un muchacho magnífico, e impecable en su profesión. Puedo decirlo, aunque sea mi hijo. Pero debo confesar, niña, que no carece de defectos.
—Eso nos pasa a todos —dije.
—¡Ah! Pero los suyos son defectos que puede corregir y que debe corregir —respondió la cortante anciana, meneando la cabeza—. Te he tomado tanto cariño, que puedo hacerte una confidencia, hija mía, como tercera absolutamente desinteresada, y es que la inconstancia personificada.
Repuse que, a mi juicio, me parecía muy difícil que fuera otra cosa que constante en su profesión, y celoso en su desempeño, a juzgar por la reputación que se había hecho.
—Tienes razón una vez más, hija mía —replicó la anciana—, pero fíjate que no me refiero a su profesión.
—¡Oh! —exclamé.
—No —respondió ella—. Me refiero, hija mía, a su conducta social. Se pasa la vida prestando atenciones triviales a damiselas, y lo lleva haciendo desde los dieciocho años. Pero fíjate, hija mía, que en realidad nunca le ha importado ninguna de ellas, y con esa actividad no ha pretendido hacerles ningún daño, ni expresar más que cortesía y buen carácter. Pero sigue sin estar bien, ¿no te parece?
—No —comenté, pues parecía esperar algo de mí. —Y comprenderás que puede llevarles a concebir falsas ilusiones.
Supuse que sí.
—Por eso le he dicho muchas veces que de verdad debería ser más prudente, tanto para hacerse justicia a sí mismo como a los demás. Y siempre me dice: «Madre, lo seré; pero tú me conoces mejor que nadie, y sabes que nunca pretendo hacer nada malo; que en realidad no significa nada.» Todo lo cual es muy cierto, hija mía, pero no lo justifica. Sin embargo, como ahora se ha ido tan lejos, y por tiempo indefinido, y como tendrá buenas oportunidades y cartas de presentación, podemos considerar que se trata de algo del pasado. Y tú, hija mía —dijo la anciana, que ahora no paraba de hacer gestos de asentimiento y de sonreír— ¿qué me dices de ti misma?
—¿De mí, señora Woodcourt?
—Por no ser siempre tan egoísta, ya que me paso el tiempo hablando de mi hijo, que ha ido a hacer fortuna y encontrar una esposa... ¿Cuándo se propone usted buscar fortuna y encontrar un marido, señorita Summerson? ¡Vamos! ¡Se ha sonrojado!
No creo que me hubiera sonrojado (y en todo caso, si lo hice, no tenía importancia), y dije que mi situación actual me tenía muy satisfecha, y que no tenía ganas de cambiarla.
—¿Quiere que le diga lo que pienso siempre de usted y de la fortuna que todavía le espera? —preguntó la señora Woodcourt.
—Si cree ser buena profetisa —respondí.
—Pues es que se va a casar con alguien muy rico y digno de usted mucho mayor que usted, quizá veinticinco años más que usted. Y que usted será una excelente esposa, y él querrá mucho y será muy feliz.
—Es un buen destino —comenté—. Pero, ¿por qué va a ser el mío?
—Hija mía —me dijo, pasando a tutearme—, es lo adecuado: eres tan hacendosa, y tan ordenada, y toda tu situación general es tan fuera de lo corriente, que eso es lo adecuado y lo que va a pasar. Y nadie te felicitará más sinceramente por ese matrimonio que yo.
Fue curioso que aquello me hiciera sentir incómoda, pero creo que así fue. Sé que así fue. Me dejó incómoda parte de aquella noche. Me sentí tan avergonzada por mi tontería, que no se la quise confesar ni siquiera a Ada, lo cual me haría sentir todavía más incómoda. Hubiera hecho cualquier cosa por no recibir tantas confidencias de aquella ancianita tan vivaz, si me hubiera resultado posible rechazarlas. A veces me parecía una fantasiosa, y otra que no decía más que grandes verdades. Unas veces pensaba que era muy astuta; otras, que su honrado corazón galés era perfectamente inocente y sencillo. Y, después de todo, ¿qué me importaba y por qué me importaba? ¿Por qué no podía yo, al irme a la cama con mi manojo de llaves, pararme a sentarme con ella junto a la chimenea, y adaptarme un rato a ella, por lo menos igual que a los demás, en lugar de molestarme por las cosas inocentes que me decía? Si me sentía atraída hacia ella, como efectivamente me ocurría, pues deseaba mucho agradarla, y celebraba mucho ver que así era, ¿por qué me incomodaba después, y sentía una inquietud y un dolor muy reales ante cada palabra que me decía, y las sopesaba una vez tras otra en veinte balanzas? ¿Por qué me preocupaba tanto que estuviera ella en nuestra casa y me hiciera confidencias todas las noches, cuando, por otra parte, sentía que, en cierto sentido, era mejor y más seguro que estuviera aquí que en ninguna otra parte? Eran perplejidades y contradicciones que no podía explicarme. Por lo menos, si pudiera... Pero ya hablaré de eso en su momento, y es ocioso entrar en ello ahora.
Así que cuando la señora Woodcourt se marchó, lo lamenté, pero también me sentí aliviada. Y después llegó Caddy Jellyby, y Caddy traía tantas noticias de su casa; que nos dio mucho que hablar.
Primero, declaró Caddy (y al principio no quería hablar de nada más) que yo era la mejor consejera jamás vista. Aquello, dijo mi amiga del alma, no era ninguna noticia, y yo dije, naturalmente, que estaban diciendo bobadas. Después, Caddy nos contó que iba a casarse dentro de un mes, y que si Ada y yo queríamos ser sus damas, de honor, sería la novia más feliz del mundo. Aquello sí que era noticia, y creí que nunca dejaríamos de hablar de ella; tantas eran las cosas que teníamos que decir a Caddy y que tenía ella que decirnos a nosotros.
Parecía que el pobre papá de Caddy había terminado su quiebra (había «pasado por la Gaceta», dijo Caddy, como si fuera por un túnel) con la clemencia y la conmiseración general de sus acreedores, y había liquidado sus asuntos sabe Dios cómo, sin llegar a comprenderlos, y había renunciado a todo lo que poseía (que no valía mucho, pensé, a juzgar por el estado de los muebles) y había convencido a todos los interesados de que no podía hacer más, el pobre. Así que lo habían devuelto honorablemente a «la oficina», para empezar todo de nuevo. Nunca supe qué hacía en la oficina: Caddy decía que era «Agente de Aduanas y General», y lo único que yo pude comprender de todo aquel, asunto era que cuando tenía más necesidad de dinero que de costumbre, se iba a los muelles a buscarlo, y casi nunca lo encontraba.
En cuanto su papá se quedó más tranquilo al convertirse en una oveja trasquilada, y la familia se mudó a un piso amueblado en Hatton Garden (donde encontré a los niños, cuando fui a verlos más tarde, cortando la crin de las sillas y metiéndosela en la boca), Caddy había convocado una reunión entre él y el señor Turveydrop padre, y como el señor Jellyby era tan humilde y manso, adoptó ante el Porte del señor Turveydrop una actitud tan sumisa que se hicieron excelentes amigos. Poco a poco, el señor Turveydrop, al irse reconciliando con la idea del matrimonio de su hijo, había llevado sus sentimientos paternales hasta la altura de considerar que el acontecimiento se aproximaba y había accedido graciosamente a que la joven pareja se fuera a vivir a la Academia de Newman Street en cuanto se casaran.
—Y tu papá, Caddy, ¿qué dijo?
—¡Ay, pobre Papá! —exclamó Caddy—. Se limitó a llorar y dijo que esperaba que nos lleváramos mejor que él y Mamá. No lo dijo delante de Prince; sólo delante de mí. Y dijo: «Pobre hija mía, no te han enseñado muy bien a llevar la casa de tu marido, pero si no aspiras con todo tu corazón a lograrlo, más te valiera matarlo que casarte con él..., si es que de verdad lo quieres.»
—¿Y cómo lo tranquilizaste, Caddy?
—Pues la verdad es que resultaba muy triste ver a Papá tan bajo de ánimo y oírle decir cosas tan terribles, y no pude evitar echarme a llorar yo también. Pero le dije que sí, que aspiraba a ello con todo mi corazón, y que esperaba que nuestra casa se convirtiera en un sitio al que pudiera él ir en busca de tranquilidad las tardes que quisiera, y que esperaba y creía que yo podría ser una hija mejor para él allí que en nuestra casa. Entonces mencioné que Peepy vendría a vivir conmigo, y entonces Papá empezó a llorar otra vez y dijo que los niños eran unos indios.
—¿Unos indios, Caddy?
—Sí —dijo Caddy—. Indios salvajes. Y Papá dijo —y ahora Caddy se echó a llorar, la pobrecita, y no parecía en absoluto ser la chica más feliz del mundo— que se daba cuenta de que lo mejor que les podía pasar era que a todos los mataran con el tomahawk al mismo tiempo.
Ada sugirió que resultaba agradable saber que el señor Jellyby no expresaba en serio esos sentimientos destructivos.
—No, claro; ya sé que a Papá no le gustaría ver a su familia nadando en su propia sangre —dijo Caddy—, pero lo que quería decir era que tienen muy mala suerte por ser hijos de Mamá, y que él tiene muy mala suerte por ser el marido de Mamá, y estoy segura de que es verdad, aunque parezca antinatural el decirlo.
Pregunté a Caddy si la señora Jellyby sabía que ya se había fijado la fecha de la boda.
—¡Ay, ya sabes cómo es Mamá, Esther! —me contestó—. Es imposible decir si lo sabe o no. Se lo hemos dicho más de una vez, y cuando se lo decimos, se limita a mirarme plácidamente, como si yo fuera no sé qué.... un campanario lejano —dijo Caddy con una idea repentina—, y después menea la cabeza y dice: «Caddy, Caddy, qué bromista eres! », y sigue con las cartas de Borriobula.
—¿Y tu ajuar, Caddy? —pregunté. Porque con nosotras no tenía reservas.
—Bueno, mi querida Esther ——contestó, secándose los ojos—. Tendré que hacerlo lo mejor que pueda, y confiar en que mi querido Prince no tenga un mal recuerdo de lo pobremente que me fui con él. Si se tratara de encontrar ropa para Borriobula, Mamá sabría hacerlo perfectamente, y estaría activísima. Pero como se trata de lo que se trata, ni sabe ni le importa.
Caddy no carecía en absoluto de cariño por su madre, sino que mencionó aquello entre lágrimas, como algo innegable, y me temo que lo era. Nosotras lo sentimos por la pobre chica, y encontramos tan admirable la buena disposición con la que había sobrevivido a tanto desencanto, que inmediatamente nos pusimos las dos (quiero decir Ada y yo) a proponerle un pequeño plan que la dejó encantada. Consistía en que se quedara con nosotras tres semanas, y después, yo una con ella, y las tres nos pondríamos a planear y cortar, repasar y coser y economizar y hacer todo lo mejor posible para sacar el mayor partido de lo que tenía. Como a mi Tutor le agradó la idea tanto como a Caddy, la llevamos a su casa al día siguiente para organizar la cuestión, y nos la volvimos a llevar a la nuestra en triunfo, con sus cajas y con todas las compras que pudo hacer con un billete de diez libras que el señor Jellyby había encontrado en los muelles, supongo, pero que en todo caso le dio. Resultaría difícil saber lo que no hubiera dado mi Tutor si lo hubiéramos animado, pero consideramos que lo apropiado sería simplemente su vestido y su sombrero de novia. Él lo aceptó, y si Caddy había sido feliz alguna vez en su vida, lo fue ahora cuando nos pusimos al trabajo.
La pobre era bastante torpe con la aguja, y se pinchaba los dedos con tanta frecuencia como antes se los manchaba de tinta. No podía evitar el ruborizarse de vez en cuando, en parte por el pinchazo y en parte por la irritación de no saber hacerlo mejor, pero pronto lo superó y empezó a mejorar rápidamente. Así que, días tras día, ella, mi niña y mi doncellita Charley y una sombrerera de la ciudad y yo nos los pasábamos trabajando mucho, pero contentas.
Pero, por encima de todo, lo que más deseaba Caddy era «aprender a llevar una casa», como decía ella. ¡Dios mío! La idea de que aprendiera a llevar una casa de alguien tan enormemente experimentada como yo era tan absurda que me eché a reír, y me ruboricé y fui objeto de una confusión cómica cuando me lo propuso. Sin embargo, le dije:
—Caddy, estoy segura de que me encantará enseñarte todo lo que yo te pueda enseñar —y le enseñé mis libros y mis métodos y todas mis pequeñas manías. Cabría suponer que le estaba enseñando algún invento maravilloso, por la forma en que lo estudiaba todo, y si la hubierais visto, cuando yo agitaba las llaves de la casa, cómo se levantaba para ayudarme, hubierais pensado que jamás hubo mayor impostora que yo, ni seguidora más ciega que Caddy.
De manera que entre el trabajo y la casa y las lecciones de Charley y las partidas de backgammon por las tardes con mi Tutor, y los dúos con Ada, las tres semanas se fueron en un suspiro. Después me fui yo con Caddy a su casa, a ver lo que se podía hacer allí, y Ada y Charley se quedaron a cuidar de mi Tutor.
Cuando digo que me fui a casa de Caddy, me refiero al piso amueblado de Hatton Garden. Fuimos dos o tres veces a Newman Street, donde también había en marcha preparativos; muchos de ellos, según observé, para aumentar las comodidades del señor Turveydrop padre, y unos pocos para dejar a la pareja de recién casados instalados por poco precio en la parte de arriba de la casa, pero lo que más nos importaba era dejar el piso amueblado en condiciones para el banquete de bodas, e imbuir a la señora Jellyby de antemano con una ligera idea de qué se trataba.
Esto último era lo más difícil, porque la señora Jellyby y un muchacho de aspecto poco agradable ocupaban la sala delantera (la de atrás era un cuartucho), que estaba llena de papeles tirados por todas partes, y de personas que tenía cita para hablar de Borriobula. El muchacho desagradable, que me dio la sensación de estar enfermo, comía fuera de la casa. Cuando el señor Jellyby llegaba, generalmente lanzaba un gruñido y se iba a la cocina. Allí comía algo, si lograba que se lo diera la criada, y después, para no molestar, se iba a dar un paseo bajo la lluvia por Hatton Garden.
Los pobres niños se peleaban y recorrían la casa a gritos, como estaban acostumbrados a hacer desde siempre. Como era absolutamente imposible poner a aquellos pobrecillos en condiciones presentables con un plazo de sólo una semana, propuse a Caddy dejarlos lo más contentos posible, el día de su boda, en el ático en el que dormían todos, y concentrar nuestros principales esfuerzos en su Mamá, y en la habitación de su Mamá y en organizar una comida adecuada. De hecho, la señora Jellyby requería mucha atención, pues el enrejado que tenía a la espalda se había ensanchado considerablemente desde que la había conocido yo, y tenía el pelo como la melena del caballo de un barrendero. `
Pensando que la exhibición del ajuar de Caddy sería el mejor medio de enfocar el tema, invité a la señora Jellyby a que viniera a verlo extendido en la cama de Caddy, una tarde que ya se había ido el muchacho desagradable.
—Mi querida señorita Summerson —dijo, levantándose de su escritorio con su buen humor habitual—, verdaderamente se trata de unos preparativos absurdos, aunque usted demuestra lo amable que es al ayudar en ellos. ¡A mí me parece tan inefablemente absurda la idea de que Caddy se vaya a casar! ¡Ay, Caddy, qué bobita, pero qué bobita eres!
Sin embargo, subió con nosotras y contempló el ajuar con su aire habitual de distanciamiento. Le sugirió una idea bien clara, pues con su sonrisa plácida, y meneando la cabeza, dijo:
—¡Dios mío, señorita Summerson, por la mitad de este dinero, esta bobita podría haberse equipado para ir a África!
Cuando volvimos a bajar, la señora Jellyby me preguntó si todo aquel aburrido asunto iba efectivamente a ocurrir el miércoles siguiente. Cuando le dije que sí, me preguntó:
—¿Hará falta mi cuarto, señorita Summerson? Porque me resulta imposible deshacerme de mis papeles.
Me tomé la libertad de decirle que sin duda haría falta su cuarto, y que a mi juicio deberíamos poner los papeles en otra parte.
—Bueno, señorita Summerson —dijo la señora Jellyby—, estoy segura de que sabe usted lo que dice. Pero al obligarme a emplear a un muchacho, Caddy me ha creado tales problemas, dado lo abrumada que estoy con asuntos públicos, que no sé qué hacer. Además, el miércoles por la tarde tenemos una reunión de la subsección, y eso me crea un gran problema.
—No es probable que se repita —dije con una sonrisa—. Lo más probable es que Caddy se case sólo una vez.
—Es verdad —replicó la señora Jellyby—, es verdad, hija mía. ¡Supongo que habrá que poner al mal tiempo buena cara!
La cuestión siguiente era la de cómo se debería vestir para la ceremonia la señora Jellyby. Me pareció muy curioso ver cómo nos miraba ella serenamente desde su escritorio mientras Caddy y yo lo comentábamos, y cómo meneaba la cabeza en nuestra dirección de vez en cuando con una sonrisa de medio reproche, como un espíritu superior que apenas si podía soportar nuestras trivialidades.
El estado en que se hallaban sus vestidos, y la extraordinaria confusión en que los tenía guardados, aumentaron no poco nuestras dificultades; pero, por fin, ideamos algo que no se alejaba demasiado de lo que llevaría en esa circunstancia una madre corriente. La forma abstraída en que la señora Jellyby se sometía a que la modista le probara su atavío y la amabilidad con la que después me comentaba cuánto sentía que yo no hubiera pensado más en África, eran coherentes con el resto de su comportamiento.
El piso era bastante pequeño, pero supuse que aunque la familia Jellyby hubiera sido la única ocupante de la Catedral de San Pablo, o de la de San Pedro, la única ventaja que hubieran hallado en las dimensiones del edificio habría sido la de tener mucho más espacio que ensuciar. Creo que en aquellos días de preparativos para la boda de Caddy no quedó sin romper nada de lo que había de rompible entre las pertenencias de la familia; no quedó sin averiar nada de lo que resultara posible averiar de una forma u otra, y que ninguno de los objetos domésticos capaces de ensuciarse, desde las rodillas de los niños hasta la placa de la puerta, quedó sin acumular toda la suciedad que podía so-portar.
El pobre señor Jellyby, que raras veces hablaba, y que cuando estaba en casa casi siempre se sentaba con la cabeza apoyada en la pared, se empezó a interesar cuando vio que Caddy y yo tratábamos de poner algo de orden en medio de aquellos desechos y ruinas, y se quitó la chaqueta para ayudarnos. Pero cuando abrimos los armarios cayeron de ellos cosas tan sorprendentes: pedazos de pastel mohoso, botellas de vinagre, los gorros y las cartas de la señora Jellyby, té, tenedores, botas viejas y zapatos de niños, leña, ga-lletas, tapaderas de ollas, azúcar húmedo que salía de los fondos de bolsas de papel, taburetes, cepillos de zapatos, pan, sombreros de la señora Jellyby, libros con mantequilla pegada a la encuadernación, cabos de vela apagados por el procedimiento de ponerlos cabeza abajo en palmatorias rotas, cáscaras de nuez, cabezas y colas de gambas, manteles individuales, guantes, posos de café, paraguas..., que el señor Jellyby se asustó y volvió a dejarlo. Pero volvió regularmente todas las tardes y se quedaba sentado, sin chaqueta y con la cabeza apoyada en la pared, como si hubiera querido ayudarnos, de saber cómo.
—¡Pobre Papá! —me dijo Caddy la noche antes del gran día, cuando por fin habíamos puesto las cosas un poco en orden—. Me parece mal abandonarlo, Esther. Pero ¿qué podría hacer si me quedara? Desde que te conocí, no hago más que limpiar y ordenar, pero es inútil. Mamá y África, juntas, vuelven a desordenar la casa inmediatamente. Nunca tenemos una criada que no beba. Mamá lo estropea todo.
El señor Jellyby no podía oír aquellas palabras, pero parecía estar verdaderamente bajo de ánimo, y me pareció que lloraba.
—¡Te aseguro que se me oprime el corazón por él, de verdad! —gimió Caddy—. Esta noche no puedo evitar el pensar cuántas esperanzas tengo, Esther, de ser feliz con Prince, y cuánto esperaba Papá, estoy segura, ser feliz con Mamá. ¡Qué vida más triste!
—¡Mi querida Caddy! —exclamó el señor Jellyby, volviendo la cabeza lentamente desde la pared. Creo que era la primera vez que lo oía yo decir tres palabras seguidas.
—¡Sí, Papá! —gritó Caddy, yendo a abrazarlo afectuosamente.
—Mi querida Caddy —continuó diciendo el señor Jellyby—, nunca te...
—¿Que no me case con Prince, Papá? —tartamudeó Caddy—. ¿Que no me case con Prince?
—Sí, hija mía —dijo el señor Jellyby—. Claro que te cases con él. Pero nunca tengas...
En mi relato de nuestra primera visita a Thavies Inn ya mencioné que, según Richard, el señor Jellyby solía abrir la boca después de cenar y no decía nada. Era una costumbre suya. Ahora abrió la boca muchas veces y sacudió la cabeza con aire melancólico.
—¿Qué es lo que no quieres que tenga? ¿Que no tenga qué, Papá querido? —preguntó Caddy, presionándolo con los brazos echados al cuello de él.
—Nunca tengas una Misión en la Vida, hija mía.
El señor Jellyby gruñó y volvió a apoyar la cabeza en la pared, y aquélla fue la única vez en que lo oí aproximarse ni siquiera a expresar sus sentimientos sobre la cuestión de Borriobula. Supongo que alguna vez debe de haber sido más expresivo y animado, pero parecía haberse quedado completamente agotado mucho antes de que lo conociera yo.
Aquella noche me pareció que la señora Jellyby no iba a dejar nunca de contemplar serenamente sus papeles y de beber café. Era medianoche antes de que pudiéramos entrar en posesión de la sala, y la limpieza que entonces necesitaba era tan desalentadora, que Caddy, que casi estaba al borde de sus fuerzas, se sentó en medio del polvo y se puso a llorar. Pero pronto se animó, e hicimos maravillas antes de irnos a acostar.
Por la mañana, con la ayuda de unas cuantas flores y gran cantidad de agua y jabón, todo tenía un aspecto muy ordenado y alegre. El breve desayuno resultó animado, y Caddy estuvo perfectamente encantadora. Pero cuando llegó mi niña pensé (y sigo pensándolo) que nunca había visto una cara tan bella como la de mi encanto.
Hicimos una pequeña fiesta en el piso de arriba para los niños, y pusimos a Peepy a la cabecera de la mesa, y les dejamos ver a Caddy vestida de novia, y aplaudieron y gritaron hurras, y Caddy lloró al pensar que se iba a separar de ellos, y les dio unos abrazos tras otros, hasta que trajimos a Prince para que se la llevara, momento en el que, lamento decirlo, Peepy le dio un mordisco. Después apareció en el piso de abajo el señor Turveydrop padre, en un estado de Porte imposible de expresar, que bendijo benignamente a Caddy e hizo comprender a mi Tutor que la felicidad de su hijo era obra paternal suya, y que había sacrificado sus consideraciones personales para asegurarla:
—Señor mío —dijo el señor Turveydrop—, estos jóvenes van a vivir conmigo, mi casa es lo bastante grande para ellos también, y no les faltará la protección de mi techo. Quizá hubiera deseado (y usted, señor Jarndyce, comprenderá mi alusión, pues recordará usted a mi ilustre protector, el Príncipe Regente), hubiera podido desear que mi hijo se hubiera casado con alguien de una familia en la que hubiera más Porte, pero ¡hágase la voluntad del Cielo!
El señor y la señora Pardiggle formaban parte del grupo. El señor Pardiggle, hombre de aspecto terco, con un gran chaleco y pelo erizado, siempre hablaba a gritos, con su vozarrón de bajo, de su óbolo, o del óbolo de la señora Pardiggle, o de los óbolos de sus cinco hijos. El señor Quale, con el pelo cepillado hacia atrás, como de costumbre, y con las sienes abultadas como siempre, y como siempre muy brillantes, también estaba presente, y no representaba el personaje del pretendiente desilusionado, sino el del Aceptado por una dama joven —o, al menos, soltera—, una tal señora Wisk, que también estaba presente. La misión de la señorita Wisk, según dijo mi Tutor, consistía en demostrar al mundo que la misión de la mujer era la misión del hombre, y que la única verdadera misión, tanto del hombre como de la mujer, consistía en presentar proyectos de resolución acerca de todo género de cosas en mítines públicos. Los invitados no eran muchos, pero, como cabía esperar en casa de la señora Jellyby, estaban todos consagrados de manera exclusiva a todo género de actividades públicas. Además de los que ya he mencionado, había una señora muy sucia, con el sombrero puesto del revés, y en cuyo vestido todavía se podía ver la etiqueta con el precio, cuya casa descuidada, según me contó Caddy, era como un campo abandonado, pero, en cambio, tenía su iglesia más limpia que una patena. El grupo quedaba completo con un caballero muy discutidor, según el cual su misión en la vida era la de ser hermano de todos, pero que parecía estar en relaciones muy frías con toda su familia.
Por mucho ingenio que se tuviera, apenas habría podido reunirse un grupo menos idóneo para una ocasión de este tipo. Lo que menos atraía a todos ellos era una misión tan mezquina como la misión de la domesticidad; de hecho, según nos comunicó la señorita Wisk, muy indignada antes de sentarnos a la mesa, la idea de que la misión de la mujer consistía en reducirse estrictamente al Hogar era una calumnia insultante por parte de su Tirano, el Hombre. Otra de las singularidades era que a ninguna de las personas con misión (salvo el señor Quale, cuya misión, como creo haber dicho ya antes, consistía en caer en éxtasis con la misión de todos los demás) le importaba en absoluto la misión de ningún otro. La señora Pardiggle estaba convencida de que el único rumbo infalible era el de lanzarse sobre los pobres e imponerles la benevolencia igual que se les podría imponer una camisa de fuerza, y la señorita Wisk estaba convencida de que lo único práctico que se podía hacer en el mundo era la emancipación de la Mujer de la soberanía de su Tirano, el Hombre. Entre tanto, la señora Jellyby sonreía ante la visión limitada de quienes no podían ver que lo único importante era Borriobula-Gha.
Pero me estoy adelantando al sentido de nuestra conversación en el trayecto de vuelta, en lugar de llevar a Caddy primero a su boda. Todos fuimos a la iglesia, con el señor Jellyby actuando de padrino. Jamás podré decir lo suficiente acerca de la forma en que el señor Turveydrop padre, con el sombrero bajo el brazo izquierdo (y el interior de aquél apuntando al clérigo, como si fuera un cañón), y los ojos arrugados bajo la peluca, se mantuvo, rígido y firme, detrás de nosotras, las damas de honor, a todo lo largo de la ceremonia, y después nos presentó sus saludos. La señorita Wisk, de la cual no puedo decir que tuviera un aspecto impresionante, y cuyos modales eran sombríos, escuchó la ceremonia como parte de los Agravios de la Mujer, con gesto desdeñoso. La señora Jellyby, con su sonrisa plácida y su mirada brillante, era la que parecía menos interesada de todo el grupo.
Cuando llegó el momento, volvimos todos para el banquete nupcial, y la señora Jellyby se sentó a la cabecera de la mesa, y el señor Jellyby al otro extremo. Anteriormente, Caddy había subido discretamente las escaleras, para dar otro abrazo a los niños y decirles que a partir de ahora su nombre de casada era Turveydrop. Pero aquella noticia, en lugar de constituir una sorpresa agradable para Peepy, hizo que éste se cayera de espaldas con tales transportes de pesar, que cuando me enviaron a buscar no pude hacer nada mejor que acceder a la propuesta de que lo llevaran a la mesa del banquete nupcial. Así que lo bajaron y se me sentó en las rodillas, y la señora Jellyby, tras comentar al ver el delantal de Peepy: «¡Ay, Peepy, malo, qué marranito eres!», no se sintió en absoluto incómoda. El niño se comportó muy bien, salvo que se había bajado a Noé (parte de un arca que le había regalado yo antes de irnos a la iglesia) y se dedicó a empaparlo, primero en los vasos de vino y después a metérselo en la boca.
Mi Tutor, con su amabilidad, su rápida percepción y su rostro amigable, logró que incluso aquel grupo tan poco amigable se comportara agradablemente. Parecía como si nadie pudiera hablar más que de su propio tema, e incluso que nadie supiera hablar ni siquiera de eso, como parte de un mundo en el que hubiera otras cosas, pero mi Tutor logró que todo se convirtiera en amables palabras de cariño hacia Caddy y el motivo del banquete, y consiguió que éste saliera adelante estupendamente. Me da miedo pensar en lo que hubiera podido ocurrir sin él, pues la verdad era que la ocasión prometía poco, ya que todo el grupo despreciaba a la novia y el novio, y el señor Turveydrop padre se consideraba inmensamente superior a todos, habida cuenta de su gran Porte.
Por fin llegó el momento de que se marchara la pobre Caddy, y de que se pusieran todas sus cosas en el coche alquilado que se la iba a llevar a Gravesend con su marido. Nos afectó mucho ver cómo Caddy se aferraba entonces a su deplorable hogar, y se abrazaba al cuello de su madre con la mayor ternura:
—Siento mucho no haber podido seguir tomándote los dictados, Mamá —gimió Caddy—, y espero que ahora me perdones.
—¡Vamos, Caddy, Caddy! ——dijo la señora Jellyby—. Ya te he dicho veces y veces que he contratado a un muchacho, y no hay más que hablar.
—¿Estás segura de no estar enfadada conmigo, Mamá? ¡Por favor, Mamá, dime que no antes de que me vaya!
—Caddy, no seas tonta —replicó la señora Jellyby—. ¿Te parece que estoy enfadada, o que tengo tendencia a enfadarme, o tiempo para enfadarme? ¿Cómo puedes decirme una cosa así?
—¡Mamá, cuida bien de Papá durante mi ausencia!
La señora Jellyby se echó a reír ante tamaña idea.
—Eres una romántica —dijo, dándole unas palmaditas a Caddy—. Vamos. Ya sabes que somos muy buenas amigas. ¡Ahora, adiós, Caddy, y que seas muy feliz!
Entonces Caddy se abrazó a su padre y apretó la mejilla contra la de él, como si se tratase de un niño enfermo. Todo aquello ocurrió en el vestíbulo. Su padre se desprendió de ella, se sacó el pañuelo y se sentó en las escaleras con la cabeza apoyada en la pared. Espero que todas aquellas paredes constituyeran un consuelo para él. Casi estoy con-vencida de ello.
Y después Prince la tomó del brazo y se volvió con gran emoción y respeto hacia su padre, cuyo Porte en aquel momento era abrumador.
—¡Muchas gracias una vez más, padre! ——dijo Prince, besándole la mano—. Le agradezco todas sus amabilidades y atenciones en relación con nuestra boda, y le aseguro que lo mismo piensa Caddy.
—Desde luego —gimió Caddy—. ¡Des-de lue-go!
—Querido hijo —dijo el señor Turveydrop—, y querida hija, he cumplido con mi deber. Si se cierne sobre nosotros el espíritu de una Mujer que es Santa, y contempla este momento, eso, y la constancia de vuestro afecto, constituirá mi recompensa. Creo que no fallaréis en vuestros deberes, hijo mío e hija mía, ¿verdad?
—¡Jamás, querido padre, jamás! —exclamó Prince.
—¡Jamás, jamás, querido señor Turveydrop! —dijo Caddy.
—Así debe ser —replicó el señor Turveydrop—. Hijos míos, mi casa es vuestra, mi corazón es vuestro, todo lo mío es vuestro. Jamás os abandonaré, hasta que la Muerte nos separe. Hijo mío, ¿creo que contemplas estar ausente una semana?
—Una semana, padre. Volveremos a casa dentro de ocho días.
—Querido hijo mío —dijo el señor Turveydrop—, permíteme que incluso en las actuales circunstancias excepcionales te recomiende la más estricta puntualidad. Es importantísimo mantener las cosas en orden, y cuando se empieza a abandonar las escuelas, éstas tienden a caer en el desorden.
—Padre, le aseguro que dentro de ocho días estaremos cenando en casa.
—¡Muy bien! —dijo el señor Turveydrop—. Mi querida Caroline, os aseguro que encontraréis la chimenea encendida en vuestro aposento y la cena preparada en mis apartamentos. ¡Sí, sí, Prince! —anticipándose con grandes aires a cualquier objeción altruista por parte de su hijo— Tú y tu Caroline seréis unos recién llegados a la parte alta de la casa, y, en consecuencia, ese día cenaréis en mis apartamentos. ¡Y ahora, idos con mi bendición!
Se marcharon, y no sé quién me pareció más extraño: si la señora Jellyby o el señor Turveydrop. Ada y mi Tutor pensaban lo mismo que yo, y hablamos del asunto. Pero antes de que nos marcháramos también nosotros, recibí un cumplido de lo más inesperado y elocuente del señor Jellyby. Se me acercó en el vestíbulo, me tomó de las dos manos, me las apretó mucho y abrió dos veces la boca. Estaba yo tan segura de lo que significaba aquello, que dije, muy apurada:
—No hay de qué, señor mío. ¡Por favor, no tiene importancia!
Y cuando los tres estábamos camino de casa, comenté:
—Espero que este matrimonio sea para bien, Tutor.
—Eso espero, mujercita. Paciencia. Ya veremos.
—¿Sopla hoy viento de Levante? —me aventuré a preguntar.
Se rió mucho, y contestó:
—No.
—Pero creo que esta mañana sí soplaba —dije yo.
Volvió a contestar que no, y aquella vez mi niñita también dijo que no, y meneó la adorable cabecita, que, con el ramillete de flores que tenía en el pelo dorado, era como la verdadera imagen de la Primavera.
—Sí que sabes tú mucho de los vientos de Levante feíta mía —le dije, besándola admirada; no pude contenerme.
¡Bueno! Ya sé que no era más que por lo mucho que me querían, y hace mucho tiempo de esto. Tengo que escribirlo, aunque después vuelva a borrarlo, porque me agrada mucho. Dijeron que no podía soplar viento de Levante donde había presente Alguien; dijeron que donde iba la señora Durden brillaba el sol y el aire era el del verano.
CAPITULO 31
Enfermera y paciente
No hacía muchos días que había vuelto yo a casa cuando una tarde subí a mi habitación a ver lo que estaba escribiendo Charley en su cuaderno. A Charley le resultaba muy difícil aprender a escribir, y no parecía que pudiera dominar a la pluma, sino que en su mano la pluma aparentaba adquirir una animación perversa, y saltaba y se encabritaba, se detenía de repente, corveteaba y gambeteaba, como un caballo indómito. Resultaba algo muy extraño ver qué letras tan raras iba formando la manita de Charley, por lo encogi-das, deformes y tambaleantes que le salían, cuando aquella manita era tan regordeta y torneada. Pero Charley hacía muy bien todo lo demás, y tenía unos deditos de lo más diestros para todo género de cosas.
—Bueno, Charley —le dije al ver una copia de la letra «O» que estaba representada como algo cuadrado unas veces, triangular otras, o en forma de pera o de mil otras formas—, parece que vamos mejorando. Si logramos que salga redonda, Charley, estará perfecta.
Entonces hice yo una, y Charley hizo otra, y la pluma no sacó entera la «O» de Charley, sino que la convirtió en un nudo.
—No importa, Charley; con el tiempo nos saldrá bien.
Charley dejó la pluma en la mesa, porque había terminado de copiar; abrió y cerró la manita crispada, miró gravemente a la página, medio orgullosa, medio dudosa, se levantó y me hizo una reverencia.
—Gracias, señorita; ¿conocía usted a una pobre mujer que se llama Jenny, con su permiso, señorita?
—¿Una que estaba casada con un ladrillero, Charley? Sí.
—Pues vino a hablar conmigo cuando salí hace un rato, y me dijo que la conocía a usted, señorita. Me preguntó si no era yo la doncella de la señorita, o sea, de usted, señorita, y le dije que sí, señorita.
—Creía que se había ido de aquí, Charley.
—Y se había ido, señorita, pero ha vuelto a casa, señorita, ella y Liz. ¿Conocía usted a otra pobre mujer que se llama Liz?
—Creo que sí, Charley, aunque no me acuerdo de cómo se llamaba.
—¡Eso fue lo que dijo ella! —comentó Charley—. Han vuelto las dos señorita, después de mucho andar por ahí.
—¿Mucho andar por ahí, Charley?
—Sí, señorita. —Si Charley hubiera podido hacer las letras tan redondas como ponía ahora los ojos al mirarme, hubiera sido excelente—. Y la pobre vino a casa tres o cuatro días, esperando verla a usted, señorita; dijo que no quería más que eso, pero usted no estaba. Entonces fue cuando me vio a mí —dijo Charley con una risita breve, encantada y orgullosa—, ¡y pensó que yo tenía el aspecto de ser su doncella de usted!
—¿De verdad, Charley?
—¡Sí, señorita! ¡De verdad se lo digo! —Y Charley, con otra risita breve y encantada, volvió a abrir mucho los ojos, y después puso el gesto de seriedad apropiado para mi doncella. Yo nunca me cansaba de ver cómo disfrutaba Charley con aquel honor, cómo se erguía ante mí con aquella cara y aquel cuerpo tan aniñados y aquellos modales tan firmes, y cómo se advertía en medio de todo aquello su alegría infantil.
—¿Y dónde la viste, Charley? —le pregunté.
A mi doncellita se le entristeció la cara al replicar:
—Junto a la clínica del doctor, señorita. —Porque Charley todavía estaba de luto.
Pregunté si la mujer del ladrillero estaba enferma, pero Charley me dijo que no. Era un chico. Un chico que estaba en casa de aquella mujer, que había llegado a pie a Saint Albans y que seguía a pie no sabía adónde. Un pobre chico, dijo Charley. No tenía ni padre, ni madre, ni nadie. «Como podía haberle pasado a Tom, señorita, si después de padre nos hubiéramos muerto Emma y yo», dijo Charley, a quien se les llenaron de lágrimas los ojazos redondos.
—¿Y le iba a comprar medicinas, Charley?
—Me dijo, señorita —respondió Charley—, que él había hecho lo mismo por ella.
Mi doncellita tenía un gesto tan preocupado, y tenía las manos tan apretadas mientras me miraba, que no me resultó difícil leer sus pensamientos, y le dije:
—Bueno, Charley, me parece que lo mejor que podemos hacer es ir a casa de Jenny, a ver qué pasa.
La alacridad con la que Charley me trajo el sombrero y el velo, y con que, después de ayudarme a vestirme, se arrebujó de manera tan rara en su cálido chal, de modo que parecía una viejecita, bastó para expresar lo dispuesta que estaba. De modo que nos fuimos, Charley y yo, sin decir nada a nadie.
Era una noche fría y desapacible, y los árboles se agitaban con el viento. Todo el día había estado cayendo una lluvia constante y densa, y los anteriores, también. Pero en aquel momento no llovía. Había aclarado en parte, pero seguía muy cubierto, incluso por encima de nosotras, donde se divisaban algunas estrellas. En el Norte y el Noroeste, donde se había puesto el sol hacía tres horas, se veía una luz pálida y mortecina, que era al mismo tiempo atractiva e inquietante, y hacia ella apuntaban ondulantes unos filamen-tos largos y grises de nubes, como un mar que se hubiera quedado inmovilizado en su oleaje. En la dirección de Londres se advertía un resplandor lívido sobre el páramo oscu-recido, y el contraste entre aquellas dos luces, y la visión que sugería la luz más roja de un fuego sobrenatural que luciera sobre todos los edificios invisibles de la ciudad, y sobre todos los millares de rostros de sus asombrados habitantes, prestaba a todo una enorme solemnidad.
Aquella noche no tenía yo la menor idea, ni la más mínima, de lo que pronto iba a ocurrirme. Pero después siempre he recordado que cuando nos detuvimos en la puerta del jardín a contemplar el cielo, y cuando seguimos nuestro camino, tuve por un momento la impresión indefinible de mí misma como algo diferente de lo que era en aquel momento. Sé que fue justo en aquel momento cuando la experimenté. Desde entonces siempre he relacionado aquella sensación con el lugar y el momento exactos, con las voces distantes que llegaban del pueblo, los ladridos de un perro y el ruido de unas ruedas que bajaban por una cuesta embarrada.
Era un sábado por la noche, y casi toda la gente que vivía en el sitio al que íbamos nosotras estaba bebiendo en otra parte. Todo estaba más tranquilo que en mi última vi sita, pero igual de miserable. Los hornos estaban encendidos, y hasta nosotros llegaba un vapor sofocante con un resplandor azul pálido.
Llegamos a la casita, en cuya ventana medio rota ardía débilmente una vela. Llamamos a la puerta y entramos. La madre del niño que había muerto estaba sentada en una silla junto a un pobre fuego, cerca de la cama, y frente a ella, un chico con muy mal aspecto se acurrucaba en el suelo, apoyado en la chimenea. Tenía bajo el brazo, como si fuera un paquetito, un trozo arrancado de un gorro de piel, y aunque trataba de calentarse, tiritaba tanto que la puerta y la ventana desvencijadas también temblaban. El aire estaba más enrarecido que la última vez, con un olor malsano y muy raro.
Cuando dirigí la palabra a la mujer, que fue en el momento de entrar, no me había levantado el velo. Instantáneamente, el muchacho se puso en pie como pudo y se me quedó mirando con una extraña expresión de sorpresa y terror.
Reaccionó con tal rapidez, y era tan evidente que aquello era por causa mía, que me detuve, en lugar de seguir avanzando.
—No quiero golver al cementerio —murmuró el chico—. ¡Le digo que no voy a golver!
Me levanté el velo y me dirigí a la mujer. Ésta me dijo, en voz baja:
—No haga caso, señora. Ya le volverá el juicio —y a él le dijo—: Jo, Jo, ¿qué pasa?
—¡Ya sé a qué ha venío ésa! —gritó el chico.
—¿Quién?
—Esa señora. Ha venío para llevarme al cementerio.
—No quiero golver al cementerio. No me gusta esa palabra. A lo mejor me quiere enterrar a mí —y como le volvieron a entrar los temblores, se apoyó en la pared e hizo temblar la choza.
—Se ha pasado diciendo lo mismo todo el día, señora —dijo Jenny en voz baja—. ¡Deja de mirar! Es mi señora, Jo.
—¿Seguro? —respondió con voz de duda el chico, contemplándome con un brazo puesto en la frente ardorosa—. A mí me parece que es la otra. No es por el gorro ni por el traje, pero me parece que es la otra.
Mi pequeña Charley, con su experiencia prematura en materia de enfermedades y problemas, se había quitado el sombrero y el chal, y ahora se le acercó en silenció con una silla y le hizo sentarse en ella, como si fuera una enfermera vieja y experta. Salvo que ninguna enfermera profesional hubiera podido mostrarle la carita aniñada de Charley, que pareció inspirarle confianza.
—¡Bueno! —dijo el chico—. Lo que usted diga. ¿Esta señora no es la otra señora?
Charley lo negó con la cabeza, mientras lo iba abrigando metódicamente con los harapos que llevaba el propio chico, para taparlo todo lo posible.
—¡Bueno! —murmuró el chico—, pues no será ella.
—He venido a ver si podía hacer algo —dije yo—. ¿Qué te pasa?
—Me hielo —respondió él con voz ronca, contemplándome con ojos desencajados— y luego ardo de calor, y luego me hielo, y luego ardo, y así muchas veces en una hora. Y tengo mucho sueño, y es como si me golviera loco... y tengo mucha sed... y es como si me dolieran todos los güesos.
—¿Cuándo ha llegado? —pregunté a la mujer.
—Esta mañana, señora. Le encontré en una esquina del pueblo. Le conocí cuando estuvimos en Londres. ¿Verdad, Jo?
—En Tomsolo —respondió el muchacho.
Cada vez que fijaba la atención o la vista, le duraba sólo un momento. Luego volvía a bajar la cabeza, que se le caía pesadamente, y hablaba como si sólo estuviera despierto a medias.
—¿Cuándo salió de Londres? —pregunté.
—Salí de Londres ayer —dijo el propio chico, que ahora estaba encendido y sudaba—. Voy a un sitio.
—¿Adónde va? —continué preguntando.
—A un sitio —repitió el chico en voz más alta—. Desde que la otra me dio el soberano me han hecho circular y más circular, más que nunca. La señora Snagsby me vigila todo el tiempo y me echa de todas partes, como si yo le hubiera hecho algo, y todo el mundo me vigila y me hace circular. Todos igual, desde que no me levanto hasta que no me acuesto. Y ahora me voy a un sitio. Eso es lo que voy a hacer. Cuando me vio en Tomsolo, me dijo que venía de Santalbán, así que vine por el camino de Santalbán. Da igual uno que otro.
Siempre terminaba mirando a Charley.
—¿Qué vamos a hacer con él? —pregunté a la mujer, llevándomela a un lado—. ¡No puede viajar en este estado, aunque fuese a hacer algo concreto y supiera dónde va!
—Señora, yo sé menos que los muertos —me contestó, mirándolo con compasión—. Y a lo mejor los muertos saben más, pero no lo pueden decir. Le he dejado quedarse aquí todo el día por compasión, y le he dado un caldo y un remedio, y Liz ha ido a ver si hay alguien que le pueda alojar (ahí está mi niña en la cama; en realidad es de ella, pero yo la llamo mi niña), pero no se puede quedar aquí mucho tiempo, porque si vuelve mi hombre y le encuentra aquí, le echa a golpes, y le puede hacer daño. ¡Un momento! ¡Aquí vuelve Liz!
Mientras decía aquella palabras, llegó corriendo la otra mujer, y el muchacho se levantó con una idea confusa de que querían que se marchara. No sé cuándo se despertó la niña ni cómo se le acercó Charley, la sacó de la cama y empezó a pasearla para que no llorase. Lo hizo todo con aire muy natural, como si volviera a estar con Tom y Emma en la buhardilla de la señora Blinder.
La amiga había ido allá y acullá, de un lado para otro, y había vuelto igual que se fue. Al principio era demasiado temprano para dar alojamiento al chico, y al final era demasiado tarde. Un funcionario la había enviado a ver a otro, que la había enviado de vuelta al primero, y así constantemente, hasta que me dio la impresión de que los habían designado a ambos por su competencia para eludir sus obligaciones, en lugar de para cumplirlas. Y ahora, al cabo de todo, dijo jadeante, porque había venido corriendo y además tenía miedo: « Jenny, tu marido ya está en camino, y el mío también, ¡y que el Señor se apiade del chico, porque no podemos hacer más por él!» Reunieron unas cuantas monedas de medio penique que le pusieron en la mano, y así, con un aire ausente, medio agradecido medio inconsciente, salió de la casa arrastrando los pies.
—Dame la niña, guapa —dijo la madre a Charley—, y muchas gracias. Jenny, hija, buenas noches. Señorita, si mi hombre no se enfada conmigo, dentro de un rato iré al horno, que es donde probablemente se habrá ido el chico, y por la mañana volveré—. Se fue corriendo, y poco después, cuando pasamos junto a su puerta, le estaba cantando a su hija para que no llorase, y miraba preocupada al camino a ver si llegaba su marido borracho.
Me daba miedo quedarme hablando con ninguna de las dos mujeres, por si les creaba problemas. Pero le dije a Charley que no podíamos dejar que se muriese el muchacho. Charley, que sabía mucho mejor que yo lo que se había de hacer, y cuya agilidad mental era tan grande como su presencia de ánimo, se deslizó delante de mí y poco después alcanzamos a Jo, justo antes de llegar al horno de los ladrillos.
Supongo que debía de haber iniciado su viaje con un hatillo bajo el brazo, y que se lo habían robado o lo había perdido. Porque todavía llevaba su pobre trozo de gorro de piel como si fuera un hatillo, aunque tenía la cabeza descubierta bajo la lluvia, que ahora había arreciado. Cuando lo llamamos, se paró, y volvió a asustarse de mí cuando llegué a su lado: se quedó inmóvil, contemplándome con los ojos brillantes, e incluso dejó de tiritar.
Le pedí que se viniera con nosotras, que nos encargaríamos de que pasara la noche bajo techo.
—No quiero un techo —dijo—, puedo acostarme entre los ladrillos, que están calientes.
—Pero ¿no sabes que así es como se muere la gente? —le preguntó Charley.
—La gente se muere de todos modos —contestó el chico—. Se mueren en sus cuartos, y ella lo sabe; ya se lo he enseñado, y allá, en Tomsolo, se mueren a docenas. Que yo haya visto, se mueren más de los que viven —y le añadió a Charley, con voz ronca—: Si no es la otra, ni tampoco la astrajera, ¿es que hay tres de ellas?
Charley me miró algo asustada. Yo misma me sentía medio asustada cuando el muchacho me miraba así.
Pero cuando le hice un gesto, se dio la vuelta y nos siguió, y al ver que reconocía mi influencia, lo llevé derecho a casa. No estaba muy lejos: al final de la cuesta. No nos cruzamos más que con un hombre. Yo dudaba que pudiéramos llegar a casa sin ayuda, por lo titubeantes e inseguros que eran los pasos del chico. Pero no se quejaba, y parecía curiosamente indiferente a su destino, si es que se me permite decir algo tan raro.
Lo dejé un momento en el vestíbulo, hundido en un rincón del asiento de la ventana, contemplando con una indiferencia que no se podía tomar por asombro las comodidades y las luces que lo rodeaban, y pasé a la sala a hablar con mi Tutor. Allí estaba el señor Skimpole, que había llegado en la diligencia, como tenía por costumbre sin aviso previo y sin traer ninguna ropa, pues siempre tomaba prestado todo lo que le hacía falta.
Vinieron inmediatamente conmigo a ver al chico. En el vestíbulo también se habían congregado los criados, y él tiritaba en el asiento de la ventana, con Charley de pie a su lado, como si fuera un animal herido y encontrado en una cuneta.
—Es un caso lamentable —dijo mi Tutor, tras hacerle una o dos preguntas, tocarlo y examinarle los ojos—. ¿Qué dices, Harold?
—Más vale que lo eches —dijo el señor Skimpole.
—¿Qué dices? —preguntó mi Tutor, en tono casi severo.
—Mi querido Jarndyce —dijo el señor Skimpole—, ya sabes lo que soy yo: soy un niño. Enfádate conmigo si me lo merezco. Pero tengo una objeción de principio a este género de cosas. Siempre la tuve cuando trabajaba de médico. Es peligroso, ¿sabes? Tiene unas fiebres muy graves.
El señor Skimpole había vuelto del vestíbulo a la sala, y decía estas palabras con toda tranquilidad, sentado en el taburete del piano, mientras todos lo rodeábamos.
—Me dirás que es una niñería —observó el señor Skimpole, contemplándonos alegre—. Bueno, es posible, pero yo soy un niño, y jamás he dicho ser más que eso. Si lo echas a la calle, no haces más que dejarlo igual que antes. Su situación no va a empeorar, ya lo sabes. Si quieres, puedes incluso hacer que mejore. Dale seis peniques, o cinco chelines, o cinco libras y diez chelines, yo no sé de aritmética y tú sí, ¡pero déshazte de él!
—¿Y qué será de él entonces? —preguntó mi Tutor.
—Te juro —dijo el señor Skimpole, encogiéndose de hombros con aquella sonrisa suya tan atractiva— que no tengo ni la menor idea de lo que va a ser de él. Pero no tengo la menor duda de que algo será.
—¿Y no es posible imaginarse, no es horrible imaginarse —dijo mi Tutor, a quien yo había explicado a toda prisa lo que habían intentado en vano las dos mujeres, y que se paseaba arriba y abajo mientras se pasaba las manos por los cabellos— que si este pobre chico fuera un preso convicto tendría un hospital a su disposición, y estaría tan bien cuidado como cualquier niño enfermo de este reino?
—Mi querido Jarndyce —respondió el señor Skimpole—, perdóname la ingenuidad de la pregunta, dado que procede de alguien que es perfectamente ingenuo en las cuestiones mundanas, pero, entonces, ¿por qué no está preso ya?
Mi Tutor dejó de pasearse y lo contempló con una curiosa expresión, mezcla de extrañeza e indignación.
—Imagino que no cabe sospechar que nuestro joven amigo sea demasiado delicado —continuó diciendo el señor Skimpole, con toda tranquilidad y candidez—. Creo que lo más prudente, y en cierto sentido lo más respetable, sería que diera muestras de una energía mal orientada que lo llevara a la cárcel. Eso revelaría más espíritu de aventura y, en consecuencia, un tanto más de espíritu poético.
—Creo —replicó mi Tutor, que reanudó su agitado paseo— que no hay en el mundo otro niño como tú.
—¿De verdad? —preguntó el señor Skimpole—. ¡Vaya, vaya! Pero confieso que no entiendo por qué nuestro joven amigo, dada su situación, no trata de dotarse de toda la poesía que esté a su alcance. No cabe duda de que nació con apetito, y es probable que cuando se halle en mejor estado de salud gozará de excelente apetito. Muy bien. A la hora natural de comer de nuestro joven amigo, que probablemente será el mediodía, nuestro joven amigo dice de hecho a la sociedad: «Tengo hambre; ¿tienen ustedes la bondad de sacar su cuchara y darme de comer?» La sociedad, que ha aceptado organizar todo el sistema general de las cucharas y dice tener una cuchara para nuestro joven amigo, no le acerca esa cuchara, y, en consecuencia, nuestro joven amigo dice: «Ustedes perdonen si me apodero de ella.» Pues a mí eso me parece un caso de energía mal orientada, aunque contiene una cierta razón y un cierto grado de romanticismo, y no puedo negar que nuestro joven amigo me parecería más interesante cómo ejemplo de un caso de esa índole que meramente como un pobre vagabundo..., que es algo al alcance de cualquiera.
—Entre tanto —me aventuré a observar yo—, está poniéndose peor.
—Entre tanto —observó el señor Skimpole, en tono animado—, como observa la señorita Summerson, con su habitual sentido práctico, está poniéndose peor. Por eso te recomiendo que lo eches antes de que se ponga peor todavía. Creo que jamás olvidaré el gesto risueño con el que pronunció aquellas palabras.
—Claro está, mujercita —observó mi Tutor, volviéndose a mí— que puedo conseguir que lo ingresen en alguna institución adecuada, simplemente con exigírselo a ésta, aunque muy mal están las cosas cuando hay que hacer esa gestión por alguien en su estado. Pero se está haciendo tarde, la noche está pésima, y el chico ya está agotado. En el cuartito abrigado que está junto al establo hay una cama; creo que lo procedente es que duerma allí hasta mañana por la mañana; entonces podemos abrigarlo bien y sacarlo de aquí. Y eso es lo que vamos a hacer.
—¡Ah! —dijo el señor Skimpole, poniendo las manos en las teclas del piano al ir saliendo nosotros—. ¿Volvéis con nuestro joven amigo?
—Sí —contestó mi Tutor.
—¡Cómo envidio tu carácter, Jarndyce! —replicó el señor Skimpole, con una admiración burlona—. A ti no te importan estas cosas, y a la señorita Summerson, tampoco. Siempre estáis listos para ir a cualquier parte y para hacer cualquier cosa. ¡Eso es Voluntad! Yo no tengo ni voluntad, ninguna Voluntad... Es que, sencillamente, soy incapaz.
—¿Supongo que no podrás recomendar nada para el muchacho? —preguntó mi Tutor, mirando por encima del hombro, medio enfadado; sólo medio enfadado, pues parecía que no pudiera considerar nunca al señor Skimpole como un ser responsable.
—Mi querido Jarndyce, he observado que el chico lleva en el bolsillo un frasco de solución antipirética; lo mejor es hacer que se la tome. Puedes decirles que rocíen con un poco de vinagre el sitio donde vaya a dormir, que éste mantenga una temperatura moderadamente fresca y que él se mantenga moderadamente abrigado. Pero es una impertinencia por mi parte hacer estas recomendaciones. La señorita Summerson conoce tan bien todos los detalles, y tiene tal capacidad para administrar las cosas de detalle, que sabe todo lo que es preciso hacer.
Volvimos a salir al vestíbulo, explicamos a Jo lo que proponíamos hacer, y después Charley se lo volvió a explicar, todo lo cual oyó él con aquella despreocupación lánguida que ya había advertido yo, mientras contemplaba cansado lo que íbamos haciendo, como si todo se refiriera a otra persona distinta de él. Los criados observaban compasivos su mal estado, y como estaban muy dispuestos a ayudar, pronto le tuvimos preparado el cuartito, y algunos de los hombres de la casa lo llevaron en volandas por el patio, en medio de la lluvia, pero bien abrigado. Resultaba agradable ver con qué amabilidad lo trataban, y que, según parecía, creían que con llamarlo «compañero» iban a lograr que se animara algo. Las operaciones las dirigía Charley, que iba y volvía entre el cuartito y la casa con los pequeños estimulantes y comodidades que consideramos prudente darle. Mi Tutor volvió a verlo antes de que lo dejáramos dormir, y cuando volvió al Gruñidero a escribir una carta en pro del chico, que un mensajero habría de entregar al amanecer del día siguiente, me comunicó que parecía estar mejor y a punto de quedarse dormido. Dijo que le habían cerrado la puerta por fuera, por si le daba un delirio, pero que había tomado precauciones para que si hacía algún ruido hubiera alguien que lo oyera.
Como Ada estaba resfriada en nuestra habitación, el señor Skimpole se quedó solo todo aquel rato, y se entretuvo tocando fragmentos de melodías patéticas, cuya letra entonaba a veces (según podíamos oír a lo lejos) con gran expresión y sentimiento. Cuando nos reunimos con él en el salón, dijo que nos iba a cantar una pequeña balada, que se le había ocurrido «a propósito de nuestro joven amigo», y entonó una canción relativa a un muchacho del campo:
Arrojado al ancho mundo,
condenado a siempre errar,
ya no tiene ni una tierra,
ni unos padres, ni un hogar
La cantó con una voz exquisita. Nos dijo que era una canción que siempre le hacía llorar.
Estuvo muy alegre todo el resto de la velada, porque «le encantaba gorjear», dijo encantado, «al pensar que estaba rodeado de gente tan maravillosamente dotada para organizar las cosas». Levantó su vaso de vino caliente para brindar: «¡Porque se mejore nuestro joven amigo!», e imaginó detalladamente que el chico estuviera destinado, como Whittington, a llegar a ser el Lord Mayor de Londres. En tal caso, no cabía duda de que fundaría la Institución Jarndyce y el Asilo Summerson, y establecería una pequeña Peregrinación de la Corporación Municipal a Saint Albans. Dijo estar convencido de que nuestro joven amigo era un excelente muchacho en su género, aunque ese género no era el de Harold Skimpole; lo que era Harold Skimpole lo había descubierto el propio Harold Skimpole, con gran sorpresa, cuando por fin se conoció a sí mismo con todos sus defectos, y le parecía filosóficamente correcto sacar el mejor partido de su descubrimiento, y esperaba que nosotros hiciéramos lo mismo.
Lo último que nos había dicho Charley era que el chico estaba tranquilo. Desde mi ventana, yo podía ver cómo seguía ardiendo en silencio la luz que le habían dejado, y me fui a la cama muy contenta, pensando que estaba a salvo. Poco antes de amanecer, se oyeron más ruidos y más voces que de costumbre, y me desperté. Al vestirme, miré por la ventana, y pregunté a uno de los criados, que la noche pasada había mostrado su solidaridad activa con el muchacho, si pasaba algo. En la ventana del cuartito seguía ardiendo el quinqué.
—Es el chico, señorita —me respondió.
—¿Está peor? —pregunté.
—Se nos ha ido, señorita.
—¡Ha muerto!
—¿Muerto, señorita? No. Se ha marchado.
Parecía imposible adivinar a qué hora de la noche se había ido, ni cómo, ni por qué. Como la puerta seguía estando cerrada y el quinqué seguía en la ventana, sólo cabía suponer que se hubiera marchado por una trampa que había en el suelo y que comunicaba con la cuadra de los carros, abajo. Pero, de ser así, la había vuelto a cerrar, y no se notaba que la hubiera abierto. No faltaba nada. Una vez aclarado eso, todos aceptamos la penosa idea de que por la noche había delirado y que, atraído por algún objeto imagi-nario, o perseguido por algún horror imaginario, se había marchado en un estado peor que el de la debilidad; es decir, todos menos el señor Skimpole, quien sugirió reiterada-mente, con su habitual aire de jovialidad, que a nuestro joven amigo se le había ocurrido que si se quedaba podía ponernos en peligro, y con gran cortesía natural había decidido marcharse.
Se hicieron todas las investigaciones posibles, y se le buscó por todas partes. Se examinaron los hornos de hacer ladrillos, se visitaron las casitas, se interrogó, en particular, a las dos mujeres, pero no sabían nada de él, y era imposible dudar de la sinceridad de su sorpresa. Hacía demasiado tiempo que estaba lloviendo, y aquella misma noche había llovido demasiado para que se pudieran seguir sus huellas. Nuestros criados examinaron setos y zanjas, cercas y pajares en varias millas a la redonda, por si el chico estaba inconsciente o muerto en alguna parte, pero no había dejado ni un indicio de que jamás hubiera estado por los alrededores. Después de quedarse solo en el cuartito, había desaparecido.
La búsqueda continuó durante cinco días. No quiero decir que cesara ni siquiera entonces, sino que entonces mi atención se desvió en una dirección que me resultaría memorable.
Una tarde, cuando Charley estaba otra vez ocupada en aprender a escribir en mi habitación, y yo bordaba sentada frente a ella, sentí que temblaba la mesa. Levanté la vista, y vi que mi doncellita estaba tiritando de los pies a la cabeza.
—Charley —pregunté—, ¿tanto frío tienes?
—Creo que sí, señorita —me contestó—. No sé lo que me pasa. No me puedo contener. Ayer me sentí igual a esta misma hora. No se preocupe, señorita, pero creo que estoy mala.
Oí la voz de Ada al lado, y corrí a la puerta de comunicación entre mi habitación y la salita que compartíamos, para echar el cerrojo. Justo a tiempo, porque llamó cuando todavía tenía yo la mano en la cerradura.
Ada me dijo que la dejara pasar, pero yo repliqué:
—No, ahora no, cariño mío. Vete. No pasa nada. Voy a verte en un momento.
Pero, ¡ay!, pasaría mucho, mucho tiempo antes de que volviéramos a estar juntas mi niña y yo.
Charley estaba enferma. Doce horas después estaba muy enferma. La dejé en mi habitación, la puse en mi cama y me senté en silencio a cuidarla. Se lo dije todo a mi Tutor, y le expliqué por qué consideraba yo necesario encerrarme sin ver a nadie, y especialmente sin ver a mi niña. Al principio, ésta venía muy a menudo a la puerta, y me llamaba e incluso me hacía reproches, entre sollozos y lágrimas; pero le escribí una larga carta en la cual le decía que me hacía sentir tristeza y preocupación, y le imploraba que, si me quería y deseaba que yo estuviese tranquila, no se acercara más que hasta el jardín. A partir de entonces venía debajo de mi ventana, con más frecuencia todavía que antes a la puerta, y si antes yo había aprendido a amar su dulce voz cuando apenas si nos separábamos, ¡cómo aprendí a amarla entonces, mientras detrás de las cortinas escuchaba y replicaba, pero sin atreverme a asomarme! ¡Cómo aprendí a amarla después, cuando llegaron momentos más difíciles!
Me pusieron una cama en nuestra salita, y dejé la puerta abierta para hacer de las dos habitaciones una sola, ahora que Ada había abandonado aquella parte de la casa, y lo mantuve todo siempre fresco y ventilado. No había un solo criado, de la casa ni del campo, que no hubiera estado dispuesto por bondad a venir alegremente a verme sin miedo ni renuencia a cualquier hora del día o de la noche, pero me pareció oportuno seleccionar a una buena mujer, que en adelante nunca vería a Ada y en la cual podía con-fiar para que fuera y viniera con total precaución. Gracias a ella podía salir a veces a tomar el aire con mi Tutor, cuando no había posibilidad de tropezarnos con Ada, y no me faltaba nada en cuanto a servicio ni en ningún otro respecto.
Y así Charley seguía enferma y empeorando, y estuvo en grave peligro de muerte, gravísimo, durante muchos largos días y muchas noches. Era tan paciente, tan sufrida y estaba inspirada por tal fortaleza de espíritu, que muchas veces, cuando estaba yo sentada a su lado, tomándole la cabeza en mis brazos (porque así podía descansar, y en otra postura no), rezaba en silencio a nuestro Padre que está en los cielos para que nunca se me olvidara la lección que me estaba enseñando aquella hermanita.
Sufría al imaginar que Charley, tan mona, cambiara y se quedara desfigurada si es que se recuperaba —¡aquella carita aniñada, con sus hoyuelos!—, pero, en general, aquellas ideas quedaban barridas ante el peligro mayor que la amenazaba. Incluso cuando estuvo peor, y en su delirio mencionaba cómo había cuidado a su padre en su lecho de muerte, y cómo había cuidado a sus hermanitos, seguía reconociéndome, o, por lo menos, se quedaba tranquila en mis brazos, cuando de otra forma no hallaba descanso, y los murmullos de su delirio se hacían menos agitados. En aquellos momentos pensaba yo cómo podría comunicar a los dos niños que quedaban que la niña que había aprendido por bondad de su corazón a ser una madre para ellos cuando la necesitaban había muerto. Había otros momentos en los que Charley me reconocía del todo y me hablaba para decirme que enviaba todo su cariño a Tom y a Emma, y que estaba segura de que Tom sería un hombre muy bueno de mayor. Entonces, Charley me contaba lo que había leído a su padre, como podía, para entretenerlo; lo del joven al que se habían llevado a enterrar y que era hijo único de su madre viuda; lo de la hija del señor importante levantada de su lecho de muerte por una mano generosa . Y Charley me contó que cuando murió su padre, ella se había arrodillado y rezado en medio de su dolor que también a él lo levantara alguien y lo devolviera a sus pobres hijos, y que si ella no mejoraba y moría también, creía probable que a Tom se le ocurriera ofrecer la misma plegaria por ella. ¡Entonces yo le mostraría a Tom cómo aquella gente de la antigüedad había resucitado únicamente para que nosotros conociéramos la esperanza de resucitar en el cielo!
Pero, pese a la diversidad de momentos por los que pasó la enfermedad de Charley, ni en uno solo perdió las delicadas cualidades que he mencionado. Y hubo muchos, muchos momentos en los que yo pensé, por las noches, en la última esperanza en el Ángel de la Guarda y en la fe más alta y última en Dios de las que había dado muestras su pobre y despreciado padre.
Y Charley no murió. Lentamente, y con recaídas, superó la crisis, que fue muy larga, y empezó a mejorar. La esperanza, que no habíamos tenido nunca, desde el principio, de que Charley siguiera siendo por fuera la misma de siempre volvió pronto a anidar en nosotros, y pude ver cómo recuperaba sus facciones infantiles.
Fue una mañana magnífica cuando pude decir todo aquello a Ada, que estaba en el jardín, y fue una gran tarde cuando por fin Charley y yo pudimos tomar el té juntas en la salita. Pero aquella misma tarde empecé yo a sentir mucho frío.
Por fortuna para ambas, no se me ocurrió que me había contagiado su enfermedad hasta que ella volvió a la cama y se durmió plácidamente. Durante el té, yo había logrado disimular fácilmente lo que sentía, pero ya no podía seguir fingiendo, y comprendí que estaba siguiendo rápidamente el mismo camino que Charley.
Sin embargo, no estaba lo bastante mal como para no levantarme temprano a devolver el animado saludo que me hacía mi niña desde el jardín y hablar con ella como de costumbre. Pero me perseguía la sensación de haberme estado paseando por los dos cuartos durante la noche, un poco fuera de mí misma, aunque con conciencia de dónde estaba, y a veces me sentía confusa, con una extraña sensación de estar llena, como si me estuviera hinchando por todas partes.
Aquella tarde me sentí mucho peor, y decidí ir preparando a Charley, con miras a lo cual le dije:
—Ya estás recuperando las fuerzas, ¿verdad, Charley?
—¡Y tanto! —dijo Charley.
—¿Crees que ya estás lo bastante fuerte para que te cuente un secreto, Charley?
—¡Claro que sí, señorita! —exclamó Charley. Pero su gesto de alegría le desapareció de la cara cuando vio en mi cara qué secreto era, y saltó del sillón a mis brazos, diciendo—: ¡Ay, señorita, es por culpa mía! ¡Es por culpa mía! —y muchas más cosas que le dictaba su corazón agradecido.
—Vamos, Charley —tras permitirle llorar un rato—, si tengo que estar enferma, en quien más confianza deposito en este mundo es en ti. Y si no mantienes la misma serenidad durante mi enfermedad que mantuviste durante la tuya, nunca podrás responder a esa confianza, Charley.
—Señorita, déjeme llorar un poquito más —imploró Charley—. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Déjeme llorar un poquito más! ¡Ay, Dios mío! Me portaré bien —dijo con tan gran afecto y devoción, mientras se me aferraba al cuello, que cuando lo recuerdo se me saltan las lágrimas.
De manera que dejé a Charley llorar un poquito más, y las dos nos sentimos mejor.
—Ahora, por favor, señorita, confíe en mí —dijo Charley, más calmada—. Haré caso de todo lo que me diga.
—De momento tengo muy poco que decirte, Charley. Esta noche le diré a tu médico que no me encuentro bien y que tú vas a cuidarme.
La pobrecita me lo agradeció de todo corazón.
—Y por la mañana, cuando oigas a la señorita Ada en el jardín, si yo no logro llegar a la ventana como de costumbre, ve tú, Charley, y dile que estoy dormida..., que estoy muy cansada y sigo durmiendo. Mantén siempre la habitación como la he tenido yo, Charley, y no dejes entrar a nadie.
Charley me lo prometió, y me acosté, pues me sentía muy cansada. Aquella noche me vio el médico, a quien pedí el favor que más caro me era: que no dijera todavía a nadie de la casa que yo estaba enferma. Recuerdo vagamente cómo aquella noche se fue convirtiendo en día, y el día se fue convirtiendo en noche, pero la primera mañana logré llegar a la ventana para hablar con mi niña.
La segunda mañana oí su voz encantadora (¡cuán encantadora sigue siendo!) que llamaba, y pedí a Charley con cierta dificultad (porque me dolía al hablar) que fuera a decirle que yo estaba dormida. Oí cómo ella respondía en voz baja:
—¡Charley, no la molestes por nada del mundo! —¿Qué aspecto tiene el orgullo de mi corazón, Charley? —pregunté.
—Desilusionado, señorita —contestó Charley, que atisbaba por la ventana.
—Pero estoy segura de que esta mañana está muy guapa.
—Así es, señorita —respondió Charley, que seguía atisbando—. Sigue mirando hacia esta ventana.
¡Con aquellos ojazos azules, bendita fuera, más encantadores todavía cuando los levantaba así.
Dije a Charley que se me acercara y le di mis últimas instrucciones:
—Bueno, Charley, cuando se entere de que estoy enferma va a tratar de entrar aquí. Si de verdad me quieres, Charley, no se lo permitas. ¡Nunca! Charley, si le dejas entrar aquí aunque sólo sea una vez, aunque sólo sea a ver cómo estoy, me moriré.
—¡No se lo permitiré! ¡jamás! —me prometió.
—Te creo, querida Charley. Y ahora ven a sentarte un ratito a mi lado y dame la mano. Porque no puedo verte, Charley; me he quedado ciega.
CAPITULO 32
A la hora exacta
Ya es de noche en Lincoln's Inn, valle perplejo e inquieto de la sombra de la ley, donde los pleiteantes no suelen hallar demasiada luz, y en las oficinas se apagan las gruesas velas, y los pasantes ya han bajado las destartaladas escaleras de madera y se han dispersado. La campana que suena a las nueve ha interrumpido su tañido doliente que no significa nada, las puertas están cerradas, y el portero de noche, solemne guardián con una capacidad portentosa para quedarse dormido, mantiene la guardia en su garita. Desde las filas de ventanas de las escaleras, lámparas ciegas como los ojos de la Equidad, como un Argos pitañoso con un bolsillo sin fondo por cada ojo y un ojo para vigilarlo todo, parpadean pálidamente hacia las estrellas. En las buhardillas sucias surgen de vez en cuando parches borrosos de luz de candil donde algún dibujante o algún escribiente astutos siguen trabajando para aumentar las complicaciones de algún pleito por propiedades en resmas de pergamino, a una tasa media de unas 12 ovejas por acre de tierra. En esa industria digna de las abejas se siguen ocupando estos benefactores de la especie, aunque ya han pasado las horas de oficina, a fin de cumplir con su deber de cada día.
En la plazoleta de al lado, donde reside el Lord Canciller de la trapería, se manifiesta una tendencia general a la cerveza y la cena. La señora Piper y la señora Perkins, cuyos respectivos hijos, ocupados con un círculo de sus amistades en jugar al escondite, han pasado varias horas agazapados en las esquinas de Chancery Lane, o correteando por esa misma arteria para gran confusión de los viandantes; la señora Piper y la señora Perkins, decimos, ya se han felicitado mutuamente porque sus hijos se han acostado, y aún se quedan un rato en el umbral de la puerta para la despedida. Como de costumbre, el tema principal de su conversación son el señor Krook y su huésped, y el hecho de que el señor Krook «siempre lleva una copa de más», así como las perspectivas testamentarias del joven. Pero también tienen algo que decir, como siempre, de la Reunión Armónica que se celebra en las Armas del Sol, desde donde el sonido del piano que llega por las ventanas entreabiertas repiquetea en la calle, y donde cabe ahora escuchar a Little Swills que, tras lograr como un auténtico Yorick que los amantes de la armonía rían como locos, se pone a cantar cavernosamente, mientras exhorta a sus amigos y aficionados a «¡Escuchar, escuchar, escuchar, la cascada que cae!». La señora Perkins y la señora Piper comparan opiniones en torno al tema de la damisela de gran reputación profesional que ayuda en las Reuniones Armónicas, y a la que se menciona por su nombre en el anuncio manuscrito colocado en la ventana, de la cual la señora Perkins sabe perfectamente que lleva casado un año y medio, aunque se anuncie con el nombre de señorita M. Melvilleson, el ruiseñor londinense, y que a su hijo pequeño lo meten clandestinamente todas las noches en las Armas del Sol para que reciba su alimento natural durante el espectáculo. «Lo que es yo», dice la señora Perkins, «antes que eso preferiría ponerme a vender fósforos por las calles». La señora Piper, como está obligado, comparte esa opinión, pues sostiene que una vida privada decente es mejor que el aplauso del público, y da gracias al Cielo por su propia respetabilidad (y por alusión a la de la señora Perkins). Como en ese momento aparece el pinche de las Armas del Sol con la pinta de cerveza bien espumosa para la cena de la señora Piper, ésta acepta el recipiente y se retira al interior de su casa, tras desear las buenas noches a la señora Perkins, que tiene su propia pinta en la mano desde que se la trajo del mismo establecimiento el joven Perkins antes de que lo enviaran a la cama. Ahora se oye en la plazoleta el ruido de los cierres que van echando las tiendas, y llega un olor como de humo de pipa, y en las ventanas de arriba se ven estrellas fugaces, indicadoras también de que la gente se va a descansar. Es también el momento en que el policía empieza a comprobar las puertas, verificar las cerraduras, sospechar de los montones de trapos y papeles y administrar su sector, basándose en la hipótesis de que quien no está robando a alguien está siendo víctima de un robo.
La noche es opresiva, aunque también soplan a veces ráfagas frescas y húmedas, y a una cierta altura se advierten jirones de niebla. Es una noche magnífica para los mataderos, los comercios pecaminosos, las alcantarillas, las aguas salobres, los cementerios; para dar que hacer a la Sección de Fallecimientos del Registro Civil. Es posible , que la culpa sea de algo que está suspendido en el aire (que contiene muchas materias en suspensión), o quizá se trate de algo que lleva él en su fuero interno, pero el caso es que el señor Weevle, también llamado Jobling, se siente muy incómodo. En una hora va y viene veinte veces entre su aposento y la puerta abierta de la calle. No para de subir y bajar desde que cayó la tarde. Desde que el Canciller cerró la tienda, cosa que hizo muy temprano esta noche, el señor Weevle ha estado subiendo y bajando, subiendo y bajando, con más frecuencia que nunca, con un bonete barato de terciopelo ajustado en la cabeza, debido a lo cual sus patillas parecen totalmente desproporcionadas.
No es de extrañar que también el señor Snagsby se sienta incómodo, pues siempre se siente así, en mayor o menor medida, bajo la influencia opresiva del secreto que pesa sobre él. Impulsado por el misterio en el que participa, pero que no comparte, el señor Snagsby vuelve siempre a lo que parece ser el origen de todo: la trapería de la plazoleta. Ejerce una atracción irresistible en él. El señor Snagsby se acerca allí incluso ahora, cuando pasa al lado de Las Armas del Sol con la intención de cruzar la plazoleta, salir por Chancery Lane y terminar así su paseo no premeditado de después de cenar que le lleva diez minutos desde que sale de su casa hasta que vuelve a ella.
—Bueno, señor Weevle —dice el papelero, que se detiene a conversar—. ¡Con que es usted!
—¡Pues sí! —responde el señor Weevle—. Yo soy, señor Snagsby.
—¿Está usted tomando el aire, igual que yo, antes de acostarse? —pregunta el papelero.
—Bueno, la verdad es que aquí no hay mucho aire que tomar, y el que hay no resulta muy refrescante —replica Weevle, mirando arriba y abajo de la plazoleta.
—Tiene usted razón, señor mío. ¿No observa usted, caballero —inquiere el señor Snagsby, haciendo una pausa para olisquear y saborear un poco el aire—, no observa usted, señor Weevle, que... para no andarnos con circunloquios... que por aquí huele un tanto a grasa?
—Pues sí; yo también he observado que por aquí hay un olor un tanto raro esta noche —contesta el señor Weevle—. Supongo que serán las chuletas de las Armas del Sol.
—¿Cree usted que son chuletas? ¡Ah! Chuletas, ¿eh? —y el señor Snagsby vuelve a olisquear pensativo— Bueno, señor mío, quizá sea eso. Pues yo diría que habría que vigilar un poco a la cocinera de Las Armas del Sol. ¡Las está quemando, señor mío! Y no creo —el señor Snagsby vuelve a olisquear y a abrir la boca, y después escupe y se limpia los labios—; y no creo... por no hablar con eufemismos... que estuvieran demasiado frescas cuando las puso en la parrilla.
—Es muy probable. Con este tiempo se estropea todo.
—Es verdad que con este tiempo se estropea todo —dice el señor Snagsby—y a mí además me deprime.
—¡Diablo! A mí me horroriza —replica el señor Weevle.
—Claro que usted vive solo, en una sola habitación, sobre la que se cierne una circunstancia siniestra —dice el señor Snagsby, que mira por encima del hombro del otro hacia el pasaje oscuro, y después de un paso atrás para contemplar el edificio—. Yo no podría vivir solo en esa habitación como usted, señor mío. Por las noches me sentiría tan nervioso y tan preocupado que me sentiría impulsado a bajar a la puerta y quedarme aquí, antes que seguir ahí arriba. Pero también es verdad que usted no ha visto en su habitación lo que vi yo. Y eso cuenta.
—Lo sé perfectamente —comenta Tony.
—No es nada agradable, ¿verdad? —continúa diciendo el señor Snagsby, con su tosecilla de blanda persuasión, tapándose la boca con la mano—. El señor Krook debería tenerlo en cuenta al fijar el alquiler. Desde luego, espero que así sea.
—Eso espero yo también —concurre Tony—. Pero lo dudo.
—Encuentra usted el alquiler demasiado alto, ¿verdad, señor mío? —pregunta el papelero—. Es verdad que en esta zona los alquileres son altos. No sé exactamente a qué se debe, pero parece como si la presencia de abogados hiciera subir los precios. Y conste que no es que yo quiera decir nada en contra de la profesión gracias a la cual me gano la vida.
El señor Weevle vuelve a mirar arriba y abajo de la plazoleta, y después mira al papelero. El señor Snagsby recibe inexpresivo su mirada y vuelve la suya hacia arriba, a ver si encuentra alguna estrella, tras lo cual tose de una forma que indica que no sabe exactamente cómo terminar esta conversación.
—Verdaderamente, señor mío —observa, frotándose lentamente las manos— resulta de lo más curioso que el pobre se viniera...
—¿Quién? —interrumpe el señor Weevle.
—El difunto, ya sabe —dice el señor Snagsby, volviendo la cabeza y enarcando la ceja derecha hacia la escalera y dándole al otro un golpecito en un botón.
—¡Ah, claro! —replica su interlocutor, como si no le agradara el tema—. Creí que ya habíamos acabado de hablar de él.
—Lo que iba a decir era que resulta de lo más curioso que el pobre se viniera a vivir aquí, y que fuera uno de mis copistas, y que después haya venido usted a vivir aquí y sea también uno de mis copistas. ¡Conste que ese título no tiene nada de derogatorio, ni mucho menos! —señala el señor Snagsby, para disipar cualquier malentendido de que haya afirmado descortésmente ningún género de autoridad sobre el señor Weevle—, porque sé de copistas que han entrado después en las grandes fábricas de cerveza y les ha ido muy bien. Pero que muy bien —añade el señor Snagsby, que teme no haber mejorado mucho las cosas.
—Efectivamente, es una coincidencia extraña —responde Weevle, que vuelve a mirar arriba y abajo de la plazoleta.
—Parece cosa del Destino, ¿verdad? —sugiere el papelero.
—Pues sí.
—Exactamente ——observa el papelero con su tosecilla de asentimiento—. Cosa del Destino. Completamente del Destino. Bueno, señor Weevle, me temo que debo despedirme de usted, porque si no saldrá mi mujercita a buscarme. ¡Buenas noches! —dice el señor Snagsby como si le apenara marcharse, aunque desde que se detuvo a charlar está buscando algún medio de escaparse.
Si el señor Snagsby se va corriendo a casa para ahorrar a su mujercita la molestia de salir a buscarlo, puede estar tranquilo al respecto. Su mujercita ha estado todo el tiempo vigilando por las inmediaciones de Las Armas del Sol, y ahora se desliza tras él con un pañuelo liado a la cabeza, y hace al señor Weevle y a su puerta el honor de echarles una ojeada al pasar a su lado.
«No cabe duda de que me reconocerá usted, señora», —dice el señor Weevle—, «y no puedo decir que sea usted una belleza, con ese trapo que lleva a la cabeza. ¿No llegará nunca este hombre?»
Mientras él habla a solas se acerca este hombre. El señor Weevle levanta un dedo en silencio, le hace entrar en el pasaje y cierra la puerta de la calle. Después suben las escaleras; el señor Weevle pesadamente, y el señor Guppy (pues de él se trata) con gran ligereza. Tras encerrarse en el cuarto de atrás hablan en voz baja:
—Creí que te habías ido por lo menos a Jericó, en lugar de aquí —dice Tony.
—Pero si te dije que hacia la diez.
—Dijiste que hacia la diez —repite Tony—. Sí, claro que sí. Pero por mis cuentas son diez veces las diez: son las cien. ¡En mi vida había pasado una noche así!
—¿Qué ha pasado?
—¡De esa se trata! —dice Tony—. No ha pasado nada. Pero a fuerza de aguantar esperando en este cuchitril siniestro, me ha entrado una depresión espantosa. Fíjate qué vela —continúa Tony, señalando el pabilo que chisporrotea en la mesa, rodeado de un montón de cera derretida.
—Eso se arregla en un momento —observa el señor Guppy, apoderándose del despabilador.
—¿Tú crees? —replica su amigo—. No es tan fácil. Lleva ardiendo así desde que la encendí.
—Pero, ¿qué te pasa Tony? —pregunta el señor Guppy, mirándolo despabilador en mano y sentándose con un codo apoyado en la mesa.
—William Guppy —responde el otro—, estoy muy desanimado. Es esta habitación tan insoportablemente triste, que impulsa al suicidio..., y el espectro de ahí abajo —y el señor Weevle aparta malhumorado el despabilador de un codazo, apoya la cabeza en una mano, pone los pies en el guardafuegos y contempla la chimenea. El señor Guppy lo observa, hace un gesto con la cabeza y se sienta al otro lado de la mesa con actitud despreocupada.
—¿No estabas hablando con Snagsby, Tony?
—Sí, y... Sí, era Snagsby —dice el señor Weevle sin terminar su frase inicial.
—¿De negocios?
—No. Nada de negocios. Pasaba por aquí y se paró a charlar.
—Ya me parecía que era Snagsby —dijo el señor Guppy—, y también me pareció mejor que no me viera, ¡por eso esperé hasta que se marchó!
—¡Ya empezamos otra vez William G.! —exclamó Tony, levantando la vista un instante—. ¡Siempre con tus misterios! ¡Te juro que si fuéramos a cometer un asesinato no podrías estar más misterioso!
El señor Guppy finge una sonrisa, y con ánimo de cambiar de tema contempla con admiración, real o fingida, la Galería de la Galaxia de las Bellezas Británicas, estudio que termina con el retrato de Lady Dedlock, puesto encima de la repisa de la chimenea, en el cual está representada en una terraza, en la que hay un pedestal, en el que hay un jarrón, con el chal de ella sobre el jarrón y una piel prodigiosa sobre el chal, y sobre la prodigiosa piel apoya el brazo, en el cual lleva una pulsera.
—Se parece mucho a Lady Dedlock —observa el señor Guppy—. Sólo le falta hablar.
—Ojalá pudiera —gruñe Tony sin cambiar de postura—. Así podríamos hablar de cosas del gran mundo. Como el señor Guppy ya ha advertido que no hay forma de poner a su amigo de humor más sociable, rectifica el rumbo y le hace un reproche:
—Tony —dice—, comprendo que estés desanimado, porque nadie sabe mejor que yo lo que son estas cosas, y quizá nadie tenga más derecho a saberlo que quien lleva grabado en el corazón la imagen de alguien que no le corresponde. Pero estas cosas tienen un límite con quien no tiene la culpa de nada, y te he de decir, Tony, que tu actitud en estos momentos no es ni hospitalaria ni propia de un caballero. .
—Eso que me dices es muy fuerte, William Guppy —responde el señor Weevle.
—Es posible, señor mío —replica el señor William Guppy—, pero es porque así lo siento.
El señor Weevle reconoce que se ha conducido mal y pide al señor William Guppy que lo dé por olvidado. Pero como el señor William Guppy advierte que ha adquirido una ventaja, no puede renunciar del todo a ella sin un pequeño reproche más.
—¡No! De verdad, Tony ——dice el caballero—, de verdad que deberías tratar de no herir los sentimientos de quien lleva grabada en su corazón la imagen de alguien que no le corresponde, y que no se siente del todo feliz con los acordes que vibran con las más tiernas emociones. Tú, Tony, posees en ti mismo todo lo que puede cautivar la vista y atraer el gusto. No entra en tu carácter (quizá por suerte para ti, y ojalá pudiera yo decir lo mismo del mío) volar en torno a una sola flor. Todo el jardín se abre ante ti, y tus leves alas te llevan por él; ¡y sin embargo Tony, lejos de mí, te aseguro herir en lo más mínimo tus sentimientos sin causa!
Tony vuelve a suplicar que se abandone el tema, y repite enfáticamente:
—¡Déjalo ya, William Guppy!
A lo que el señor Guppy accede con la siguiente respuesta:
—Por mí no se hubiera mencionado nunca el asunto.
—Y ahora —dice Tony, atizando la chimenea—, cuéntame lo de ese célebre paquete de cartas. ¿No te parece extraordinario que Krook me haya citado a medianoche de hoy para dármelas?
—Mucho. ¿Por qué a esa hora?
—¿Por qué razón hace ése lo que sea? El mismo no lo sabe. Dijo que hoy era su cumpleaños y que me las daría hoy a medianoche. Para entonces estará borracho como una cuba. Lleva bebiendo todo el día.
—¿No habrá olvidado la cita contigo— espero?
—¿Olvidado? No, eso no. Nunca se olvida de nada. Lo he visto esta tarde hacia las ocho, cuando le ayudé a cerrar la tienda, y tenía las cartas metidas en esa gorra peluda suya. Se la quitó para enseñármelas. Después de cerrar la tienda se las sacó de la gorra, la colgó del respaldo de la silla y se puso a darles vueltas delante de la chimenea. Después le oí por las rendijas del piso y estaba canturreando la única canción que conoce: la de Bibo y el viejo Caronte, y que Bibo estaba borracho cuando murió, o algo por el estilo.
—¿Y tienes que bajar a las doce?
—A las doce. Y ya te digo que cuando llegaste tú me parecía que fueran las cien.
—Tony —dice el señor Guppy, tras reflexionar un rato con las piernas cruzadas—, todavía no ha aprendido a leer, ¿verdad?
—¡A leer! No va a aprender nunca. Sabe hacer todas las letras una por una, y las reconoce casi todas por separado si las ve; hasta ahí ha llegado gracias a mí, pero no sabe juntarlas. Y ya es demasiado viejo para aprender... y está demasiado borracho.
—Tony —dice el señor Guppy, que descruza las piernas y vuelve a cruzarlas—, ¿cómo crees que escribió el nombre de Hawdon?
—No lo escribió. Ya sabes que tiene una curiosa facultad de imitación, y que se ha dedicado a copiar cosas sólo con mirarlas. Lo imitó, evidentemente, de las señas de una carta, y me preguntó qué significaba.
—Tony —insiste Guppy, que vuelve a descruzar y cruzar las piernas—, ¿tú dirías que el original era letra de hombre o de mujer?
—De mujer. Apuesto 50 a 1 a que era de una señora: una letra muy inclinada y el final de la letra «n» largo y apresurado.
Durante este diálogo el señor Guppy ha estado mordiéndose la uña del pulgar, y generalmente cambiando de pulgar al cambiar la pierna que tiene cruzada. Al volver a hacer ese gesto se mira por casualidad la manga de la levita. Le llama la atención. La contempla asombrado.
—Pero, Tony, ¿qué diablo pasa en esta casa esta noche? ¿Se ha incendiado alguna chimenea?
—¡Incendiado una chimenea!
—¡Ah! —responde el señor Guppy—. Mira cómo cae el hollín. ¡Mírame el brazo! ¡Mira aquí, en la mesa! ¡Pero qué porquería, no se va! ¡Deja unas manchas, como si fuera sebo negro!
Se miran el uno al otro y Tony va a escuchar a la puerta, y después sube unos escalones y baja otros. Vuelve y dice que no pasa nada, que todo está tranquilo, y cita lo que le dijo hace poco al señor Snagsby acerca de las chuletas que estaban guisando en Las Armas del Sol.
—¿Y fue entonces —continúa el señor Guppy, que sigue mirando con notable aversión la manga de su levita, mientras prosigue su conversación frente a la chimenea cuando te dijo que había cogido las cartas del portamantas de su inquilino?
—Entonces fue, sí señor —contesta Tony, que se atusa las patillas—. Y entonces fue cuando escribí unas líneas a mi querido amigo el Honorable William Guppy, para comunicarle la cita que tenía esta noche y decirle que no viniera antes, porque el viejo es un Zorro.
El tono vivaz y alegre de la vida del gran mundo que suele asumir el señor Weevle le resulta tan poco apropiado esta noche que lo abandona junto con las patillas, y tras mirar por encima del hombro, parece rendirse una vez más al horror.
—Tienes que traerte las cartas a la habitación para leerlas y compararlas y después decírselo todo a él. ¿No es eso lo convenido, Tony? —pregunta el señor Guppy, mordiéndose nervioso la uña del pulgar.
—Habla más bajo. Sí, eso es lo convenido.
—Te voy a decir una cosa, Tony...
—Habla más bajo —repite Tony. El señor Guppy asiente sagazmente con la cabeza, la adelanta un poco más y habla en susurros:
—Te voy a decir una cosa. Lo primero que tenemos que hacer es otro paquete como el de verdad, para que si quiere verlo, mientras lo tengo yo, se lo puedas enseñar.
—Y, ¿qué pasa si se da cuenta de que es falso en cuanto lo vea, que con esa vista que tiene es infinitamente más probable que no? —sugiere Tony.
—Entonces habrá que echarle cara. No son suyas y nunca lo han sido. Lo averiguaste y las pusiste en mis manos, en manos de un amigo tuyo que trabaja en los Tribunales, para que estuvieran a salvo. Y si nos obliga, siempre podemos devolvérselas, ¿no?
—Sí ...í —reconoce de mala gana el señor Weevle.
—Pero Tony —reprocha su amigo—, ¡qué cara pones! ¡No dudarás de William Guppy? ¿No sospecharás que vaya a pasar nada malo?
—Nunca sospecho más que lo que sé, William —responde el otro gravemente.
—Y, ¿qué es lo que sabes? —pregunta el señor Guppy, elevando un poco la voz (aunque cuando su amigo vuelve a advertirle: «Te digo que hables más bajo», repite la pregunta sin hacer más que mover los labios: «¿Qué es lo que sabe?»).
—Sé tres cosas. La primera es que estamos hablando en secreto, como un par de conspiradores.
—Bueno —dice el señor Guppy—, más vale que seamos eso que no un par de idiotas, que es lo que seríamos si hiciéramos otra cosa, porque es la única forma de hacer lo que queremos. ¿La segunda?
—La segunda es que no veo claro cómo nos vamos a beneficiar, después de todo.
El señor Guppy levanta la mirada hacia el retrato de Lady Dedlock que hay encima de la repisa y responde:
—Tony, en esto lo único que se te pide es que confíes en la honorabilidad de tu amigo. Aparte de lo cual, todo está ideado en beneficio de tu amigo, de esos acordes del corazón humano... que... que no hace falta movilizar a una agónica vibración ahora mismo... tu amigo no es ningún tonto. ¿Qué es eso?
—Es la campana de San Pablo que da las 11. Si escuchas, oirás como suenan todas las campanas de la ciudad. Ambos se quedan en silencio, escuchando las voces metálicas, cercanas o distantes, que resuenan desde campanarios de diversas alturas, en tonos aún más diversos que sus situaciones. Cuando por fin cesan, todo parece ser más misterioso y estar más silencioso que antes. Un resultado desagradable de hablar en susurros es que parece evocar un clima de silencio, sobre el que se ciernen los fantasmas del ruido: crujidos y restallidos extraños, el roce de prendas sin sustancia, el paso de unos pies terribles que no dejarían huellas en la arena de la playa ni en la nieve del invierno. Los dos amigos están tan sensibilizados que el aire les parece lleno de fantasmas, y ambos, de común acuerdo, miran por encima del hombro para comprobar que la puerta está cerrada.
—Bueno, Tony —dice el señor Guppy, acercándose a la chimenea, y mordiéndose la uña de un pulgar tembloroso—. ¿Qué era lo que ibas a decir en tercer lugar?
—No resulta nada agradable conspirar contra alguien en la misma habitación en que murió, sobre todo cuando está uno viviendo en ella.
—Pero, Tony, no estamos conspirando en contra de él.
—Puede que no, pero a mí sigue sin gustarme. Quédate a vivir tú aquí y ya verás si te gusta.
—En cuanto a eso de que haya muerto aquí, Tony —continúa diciendo el señor Guppy, eludiendo la propuesta—, hay muchos cuartos en los que ha muerto gente.
—Ya lo sé, pero en casi todos ellos uno les deja en paz, y... ellos le dejan en paz a uno— responde Tony.
Los dos vuelven a mirarse. El señor Guppy formula una observación apresurada, en el sentido de que quizá le estén haciendo un favor al muerto, y que eso es lo que espera él. Se produce un silencio opresivo hasta que el señor Weevle atiza el fuego de forma repentina, y da al señor Guppy un susto como si en lugar del fuego le hubieran atizado en el corazón.
—¡Puah! Ha vuelto a caer más de ese hollín asqueroso —dice—. Vamos a abrir un poco la ventana para que entre algo de aire. Esto huele a cerrado.
Levanta la parte de abajo de la ventana y los dos se quedan apoyados en el alféizar, con el cuerpo medio afuera. Las casas de enfrente están demasiado próximas para que puedan ver el cielo sin retorcer el cuello para mirar hacia arriba, pero consideran reconfortantes las luces de las ventanas sucias que se ven acá y acullá, así como el ruido de los coches que pasan a lo lejos, y la expresión nueva que se ve en los gestos de la gente. El señor Guppy tabalea sin hacer ruido en el alféizar de la ventana y sigue susurrando como un actor de comedia cómica:
—A propósito, Tony, no te olvides del viejo Smallweed —aunque se refiere al individuo más joven del mismo apellido—. Ya sabes que no le he dicho de qué se trata todo esto. Ese abuelo suyo es demasiado listo. Lo llevan en la sangre.
—Ya recuerdo —dice Tony—. Me doy perfecta cuenta.
—Y en cuanto a Krook —continúa el señor Guppy—, ¿crees que de verdad tiene más papeles importantes, como ha presumido contigo desde que os hicisteis amigos?
Tony niega con la cabeza:
—No sé. No me lo puedo imaginar. Si sacamos esto adelante sin que sospeche de nosotros, estoy seguro de que tendré más datos. ¿Cómo voy a saberlo sin verlas, cuando no lo sabe ni él mismo? Se pasa el tiempo copiando palabras de las cartas y escribiéndolas con tiza en la mesa y en la pared de la tienda, y preguntando qué significa tal cosa o cuál otra, pero que yo sepa es muy posible que todo —lo que tiene sea papel viejo, que es lo que dijo al vendedor. Tiene como la monomanía de pensar que posee documentos valiosos. Lleva un cuarto de siglo diciendo que va a aprender a leerlos.
—Pero, ¿cómo se le ocurrió esa idea? Ésa es la cuestión —sugiere el señor Guppy, cerrando un ojo, tras una breve meditación, como si fuera un investigador—. Quizá encontrase documentos en algo que ha comprado, donde nadie creía que hubiera documentos, y quizá se le metiera en esa astuta cabeza, por la forma y el lugar donde estaban escondidos, que tuvieran algún valor.
—O quizá le hayan engañado con el cuento de que podía hacer negocio. O quizá esté completamente enredado, a fuerza de pasarse tanto tiempo contemplando lo que sea que tiene, y de la bebida, y de pasarse tanto tiempo en el Tribunal de Cancillería y de pasarse la vida oyendo hablar de documentos —responde el señor Weevle.
El señor Guppy, sentado en el alféizar de la ventana, asiente con la cabeza mientras sopesa mentalmente todas esas posibilidades, y golpea, toca y mide el marco con la mano, hasta que la retira a toda prisa.
—¿Qué diablos es esto? —exclama—. ¡Mírame los dedos!
Los tiene manchados de un líquido espeso y amarillento, ofensivo al tacto y la vista y todavía más al olfato. Un líquido pegajoso y asqueroso, del cual emana algo ins-tintivamente repulsivo que hace temblar a los dos amigos.
—¿Qué has estado haciendo aquí? ¡Qué has tirado por la ventana?
—¡Tirar yo por la ventana! ¡Nada, te lo juro! ¡No he tirado nada desde que llegué! —exclama el inquilino. ¡Pero basta con mirar por aquí... o por allá! Cuando acerca la vela aquí, al rincón del alféizar, aquélla sigue goteando y dejando caer goterones entre los baldosines; en otras partes se acumula la cera en un charco nauseabundo.
—Esta casa es horrible —dice el Señor Guppy, cerrando la ventana—. Dame algo de agua, o me tendré que cortar la mano.
Tanto se lava, se frota, se rasca, se olfatea y se vuelve a lavar que no hace mucho rato desde que se ha restaurado con una copa de aguardiente y se ha plantado solemne ante la chimenea cuando la campana de San Pablo da las 12 y todas las demás campanas dan las 12 desde sus torres de diversas alturas en la noche tenebrosa y con sus múltiples tonos. Cuando todo vuelve a quedar en silencio, el inquilino dice:
—Ya es la hora de la cita. ¿Voy?
El señor Guppy asiente y le da un golpecito de «buena suerte» en la espalda, pero no con la mano que se acaba de lavar, aunque es la derecha.
Baja las escaleras y el señor Guppy trata de calmarse ante el fuego, en previsión de una larga espera. Pero no han pasado ni dos minutos cuando chirrían las escaleras y vuelve Tony corriendo.
—¿Ya las tienes?
—¡Tener qué! No. No está el viejo.
En el breve intervalo transcurrido se ha llevado tal susto que contagia su temor al otro, el cual se le echa encima y le pregunta en voz alta:
—¿Qué ha pasado?
—No logré que me oyera y abrí la puerta despacito para mirar. Y el olor a quemado viene de allí, y el hollín viene de allí, y el líquido viene de allí, ¡pero él no está allí —termina de decir Tony con un gemido.
El señor Guppy toma la vela. Bajan, más muertos que vivos, y apoyándose el uno en el otro, abren de un empujón la puerta de la trastienda. La gata está al lado de la puerta y enseña los dientes, pero no a ellos, sino a algo que hay en el suelo, frente a la chimenea. En la rejilla no quedan sino unas brasas, pero en la habitación flota un vapor sofocante y maloliente, y las paredes y el techo están recubiertos de una capa grasienta de color oscuro. Las sillas y la mesa, y la botella que suele haber encima de la mesa, están como de costumbre. Del respaldo de una de las sillas cuelgan la gorra de pelo y la levita del viejo.
—¡Mira! —exclama el inquilino, señalando todo eso a la atención de su amigo con un dedo tembloroso—. Ya te lo dije. La última vez que le vi se quitó la gorra, sacó el atado de cartas viejas, dejó la gorra en el respaldo de la silla (donde ya tenía la levita, porque se la había quitado antes de ir a correr las contraventanas) y cuando me fui estaba dándoles vueltas a las cartas, justo ahí donde está esa cosa negra tirada en el suelo.
¿Se habrá ahorcado en algún rincón? Miran por todas partes. No.
—¡Mira! —susurra Tony—. Al pie de esa misma silla hay un trocito de esa cuerda roja que se utiliza para atarla las plumas. Era con lo que tenía atadas las cartas. Él las había desatado con toda calma, mientras me hacía muecas y se reía de mí, antes de empezar a darles vueltas, y lo dejó caer ahí. Yo mismo lo vi caer.
—¿Qué le pasa a la gata? —pregunta el señor Guppy—. ¡Mírala!
—Debe de haberse vuelto loca, y no me extraña en esta casa endemoniada.
Avanzan lentamente, escudriñándolo todo. La gata sigue en el mismo sitio en que la encontraron, y sigue enseñándole los dientes a algo que hay en el suelo, delante de la chimenea y entre las dos sillas. ¿Qué es? Hay que levantar la palmatoria.
Hay un trocito del suelo que ha ardido, quedan las cenizas de unos papeles quemados, pero que no parecen tan frágiles como es habitual, pues parecen estar empapadas de algo, y aquí está eso: ¿se trata de los restos de un tronco quemado y roto de madera, lleno de cenizas blancas, o de algo de carbón? ¡Qué horror, es él! Es eso de lo que echamos a correr, de forma que se nos apaga la vela y salimos a trompicones a la calle; eso es todo lo que lo representa a él.
¡Socorro, socorro, socorro! ¡Vengan aquí, por el amor del Cielo!
Vendrán muchos, pero nadie puede aportar socorro. El Lord Canciller de la plazoleta, fiel a su título hasta el final, ha muerto como mueren todos los Lords Cancilleres de todos los Tribunales, y todas las autoridades de todas las partes, se llamen como se llamen, en las que se actúa con falsedad y se cometen injusticias. Dad a la muerte el nombre que Vuestra Alteza quiera, atribuidla a quién queráis, o decid que hubiera podido impedirse de un modo u otro, pero seguirá siendo eternamente la misma muerte: congénita, innata, engendrada en los humores corruptos del propio cuerpo viciado, y nada más... La Combustión Espontánea, y ninguna otra de las muertes por las que se puede perecer.
CAPITULO 33
Intrusos
Y ahora reaparecen en el distrito con sorprendente celeridad aquellos dos caballeros de puños y botones no demasiado limpios que asistieron a la última encuesta del Coroner en Las Armas del Sol (pues, de hecho los ha traído a toda velocidad el activo y cumplidor bedel), e inician sus investigaciones en toda la plazoleta, se meten en la sala de Las Armas y escriben con plumas insaciables en papel finísimo. Primero anotan que en noches de vigilia, como ayer, hacia medianoche, el barrio de Chancery Lane cayó en un estado de la más intensa agitación y confusión por el descubrimiento alarmante y horroroso que se describe más adelante. Después exponen que como sin duda se recor-dará, hace algún tiempo se creó una sensación dolorosa en la opinión pública debido a un caso de muerte misteriosa por el opio ocurrida en el primer piso de la casa ocupada como comercio de ropavejería, artículos de segunda mano y marinos en general por un individuo excéntrico y dado a la bebida, de avanzada edad, llamado Krook, y, por una notable coincidencia, Krook fue testigo en la Encuesta celebrada en aquella ocasión en Las Armas del Sol, taberna de buena reputación, con pared medianera con el edificio de referencia por el lado de Poniente, con licencia de bebidas a nombres de un propietario muy respetable, el señor James George Bogsby. Después señalan (con el mayor número de palabras posible) cómo durante algunas horas de la tarde de ayer advirtieron los residentes de la plazoleta en la que ocurrió el trágico acontecimiento que constituye el tema de la presente relación un olor especial, olor que en algunos momentos llegó a ser tan fuerte que el señor Swills, vocalista cómico empleado profesionalmente por el señor J. G. Bogsby, ha declarado personalmente a nuestro redactor que mencionó a la señorita N. Melvilleson, dama con algunas pretensiones de talento musical, contratada asimismo por el señor J. G. Bogsby para dar una serie de recitales llamados Reuniones o Veladas Armónicas, que según parece se celebran en Las Armas del Sal, bajo la dirección del señor Bogsby, conforme a las Ordenanzas de Jorge II, que él (el señor Bogsby) encontraba su voz gravemente afectada por el estado impuro de la atmósfera, y que en aquellos momentos había dicho en broma y que se sentía «como una oficina de correos vacía, pues no le quedaba dentro ni una sola nota». Cómo este relato del señor Swills se ve enteramente corroborado por dos mujeres inteligentes, casadas, residentes en la misma plazoleta, y conocidas respectivamente por los nombres de señora Piper y señora Perkins, ambas de las cuales admitieron los fétidos efluvios, y consideraron que procedían del local ocupado por Krook, el infortunado fallecido. Todo esto y mucho más escriben sobre la marcha los dos caballeros, que han formado una sociedad amistosa durante la melancólica catástrofe, y los muchachos de la plazoleta (que han salido de la cama al instante) se cuelgan de las persianas de la sala de Las Armas del Sol para mirar por encima de sus cabezas lo que ellos escriben.
Toda la gente de la plazoleta, tanto adultos como muchachos, pasa esa noche en vela, y no pueden hacer más que abrigarse la cabeza y hablar de la malhadada casa, y contemplarla. La señorita Flite se ha visto valerosamente rescatada de sus aposentos, como si hubiera habido un incendio, y depositada en una cama en Las Armas del Sol, donde esa noche no se apaga el gas ni se cierra la puerta, pues cualquier tipo de acontecimiento público es rentable para el Sol, y hace que la plazoleta necesite reconfortarse. La casa no hacía tanto negocio en su digestivo con clavo, ni en aguardiente con agua caliente, desde que se celebró la Encuesta. En cuanto el mozo se enteró de lo que había pasado, se arremangó hasta el hombro y dijo: «¡Se nos van a echar encima! » Al primer clamor, el chico de los Piper se lanzó hacia el cuartel de bomberos, y volvió triunfante subido en la bomba «El Fénix», agarrado con todas sus fuerzas a aquella fabulosa criatura, en medio de cascos y linternas. Uno de los cascos se ha quedado atrás, después de investigar cuidadosamente todas las grietas y todos los intersticios, y se pasea en silencio ante la casa, acompañado de uno de los dos policías que se encargan también de la custodia. Todos los residentes de la plazoleta que poseen seis peniques muestran un deseo insaciable de mostrar hospitalidad líquida a este trío.
El señor Weevle y su amigo el señor Guppy están en el bar del Sol y valen su peso en oro líquido a la taberna mientras sigan allí.
—No es el momento de preocuparse por el dinero —dice el señor Bogsby, aunque él está muy atento, tras el mostrador, a lo que paga cada uno— ¡pidan ustedes lo que quieran, caballeros, y con mucho gusto les serviremos lo que deseen!
Ante este ruego, los dos caballeros (y especialmente el señor Weevle) desean tantas cosas que al cabo de un rato les resulta difícil manifestar con claridad lo que desean, aunque siguen relatando a los que van llegando una cierta versión de la noche que han pasado, y de lo que dijeron y de lo que vieron. Entre tanto, cada cierto tiempo aparece uno u otro de los dos policías, que abre la puerta de un empujón y mira desde las tinieblas exteriores. No es que sospeche nada, sino que más vale saber lo que está haciendo la gente ahí adentro.
Así va recorriendo la noche su lento camino, con la plazoleta todavía levantada a las horas más desusadas, mientras unos convidan y otros son convidados, como si la plazoleta se hubiera encontrado con una pequeña herencia inesperada. Y así, por fin, se va la noche en despaciosa retirada, y el farolero, que hace su ronda como el verdugo de un rey tiránico, va cortando las cabecitas de fuego que aspiraban a combatir la oscuridad. Y así, irremisiblemente, llega el día.
Y el día percibe, incluso con su nublado ojo londinense, que la plazoleta lleva toda la noche en pie. No sólo las cabezas que han caído soñolientas encima de las mesas, y de las piernas extendidas en el duro suelo y no en la cama, sino hasta la fisonomía de ladrillo y mortero de la propia plazoleta parece gastada y fatigada. Y ahora el resto del vecindario se despierta y empieza a enterarse de lo que ha pasado, y llega corriendo, a medio vestir, a preguntar de qué se trata, y a los dos policías y el casco (que apa-rentemente son mucho menos impresionables que la plazoleta) les resulta difícil guardar la puerta.
—¡Por Dios señores! —dice el señor Snagsby al llegar—. ¡Qué me han dicho!
—Pues es verdad —responde uno de los policías— Precisamente. ¡Ahora, vamos; circulen!
—Pero Dios mío, señores —dice el señor Snagsby, que se siente bruscamente rechazado—, si anoche estuve yo en esta misma puerta, entre las 10 y las 11, charlando con el joven que vive arriba.
—¿Ah, sí? —replica el policía—. Pues entonces, vaya a encontrar al joven aquí al lado. Ahora, vamos, circulen algunos de ustedes.
—¿No le habrá pasado nada a él, espero? —pregunta el señor Snagsby.
—¿A él? No. ¿Por qué le iba a pasar?
El señor Snagsby, tan confuso que no puede responder a ésta ni a ninguna otra pregunta, se dirige a Las Armas del Sol y encuentra al señor Weevle que trata de reponerse con té y tostadas, y ostenta una considerable expresión de agotamiento nervioso y de haber fumado mucho.
—¡Y también el señor Guppy! —exclama el señor Snagsby—. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Todo esto parece cosa del destino! Y mi muj...
Las facultades de discurso del señor Snagsby lo abandonan cuando va a formular las palabras «mi mujercita». Pues se queda mudo de asombro al ver que esa dama ofendida entra en Las Armas del Sol a esas horas de la mañana y se queda ante el grifo de la cerveza con la mirada fija en él, como el espíritu de la acusación.
—Cariño mío —dice el señor Snagsby cuando recupera el habla—, ¿quieres tomar algo? ¿Un poco, para no andar con circunloquios, un poco de ponche?
—No —dice la señora Snagsby.
—Amor mío, ¿conoces a estos dos caballeros?
—¡Sí! —contesta la señora Snagsby, y reconoce rígidamente su presencia, mientras sigue contemplando fijamente al señor Snagsby.
El cariñoso señor Snagsby no puede soportar este trato. Toma de la mano a la señora Snagsby y la lleva a un lado, junto a un barril.
—Mujercita mía, ¿por qué me miras así? Te ruego que no lo hagas.
—No puedo cambiar mi forma de mirar —dice la señora Snagsby—, y aunque pudiera, no querría.
El señor Snagsby, con su tosecilla de sumisión, responde:
—¿De verdad que no querrías, cariño mío —y medita—. Luego tose con su tosecilla de preocupación y añade: —¡Es un misterio terrible, amor mío! —todavía terriblemente desconcertado por la mirada de la señora Snagsby.
—Así es —contesta la señora Snagsby meneando la cabeza—: un misterio terrible.
—Mujercita mía —exhorta el señor Snagsby con tono tristísimo—; te ruego, por el amor de Dios, que no me hables con tanta amargura ni me mires con esa expresión! Te ruego y te suplico que no lo hagas. Dios mío, ¿no irás a pensar que yo iba a causarle la combustión espontánea, a nadie, cariño mío?
—No podría decirlo —responde la señora Snagsby.
Tras un examen apresurado de su triste posición, el señor Snagsby tampoco «podría decirlo». No puede negar positivamente que quizá haya tenido algo que ver con lo ocurrido. Ha tenido algo (no sabe cuánto) que ver con tantas circunstancias misteriosas a este respecto que quizá incluso esté implicado, sin saberlo, en este último suceso. Se pasa cansadamente un pañuelo por la frente y jadea.
—Vida mía —dice el infeliz papelero—, ¿tendrías alguna objeción a mencionar cómo es que tú, que sueles observar una conducta tan circunspecta, hayas venido a una taberna antes del desayuno?
—Y, ¿por qué has venido tú —pregunta la señora Snagsby.
—Cariño mío, únicamente para recabar detalles del fatal accidente sufrido por la venerable persona que ha... combustionado —y el señor Snagsby sofoca un gemido—. Después iba a contártelo, querida mía, mientras te comías tu panecillo .
—¡Seguro que sí! Tú siempre me lo cuentas todo, Snagsby.
—¿Todo, muj. . . ?
—Me agradaría mucho —dice la señora Snagsby, tras contemplar con una sonrisa severa y siniestra cómo aumenta la confusión de su marido— que te vinieras a casa conmigo. Creo que allí estarás más a salvo que en ninguna otra parte, Snagsby.
—Amor mío, probablemente tienes razón, claro. Estoy listo.
El señor Snagsby echa una ojeada melancólica al bar, desea buenos días a los señores Weevle y Guppy, les asegura que se alegra mucho de ver que se encuentran ilesos y acompaña a la señora Snagsby cuando ésta sale de Las Armas del Sol. Antes de que llegue la noche, sus temores de que quizá sea él el responsable de alguna parte incon-cebible de la catástrofe que es objeto de la conversación de todo el distrito quedan casi confirmados por la persistencia con que la señora Snagsby mantiene la vista fija en él. Sus sufrimientos mentales son tan grandes que juega vagamente con la idea de entregarse a la justicia y exigir que ésta lo exonere si es inocente, o lo castigue con todo el rigor de la ley, si es culpable.
El señor Weevle y el señor Guppy, tras consumir su desayuno, se dirigen a Lincoln's Inn para darse un paseo por la plaza y quitarse de la cabeza todas las telarañas sombrías que se pueden disipar con un paseito.
—No puede haber momento más favorable que éste, Tony —dice el señor Guppy cuando ya han recorrido en silencio los cuatro lados de la plaza—, para que charlemos un rato sobre un asunto en torno al cual tenemos que llegar a un entendimiento cuanto antes.
—¡Te voy a decir una cosa, William G.! —replica el otro, contemplando a su compañero con ojos enrojecidos—. Si se trata de una conspiración, no te molestes en hablarme de ella. Ya estoy harto de eso, y no quiero volver a oír hablar del asunto. La próxima vez serás tú el que te incendies, o el que revientes de un estallido.
Ese fenómeno hipotético le parece tan desagradable al señor Guppy que le tiembla la voz cuando dice en tono moralizante:
—Tony, yo hubiera creído que lo que nos pasó anoche te había enseñado a no hacer observaciones personales en el resto de tus días.
A lo que le replica el señor Weevle:
—William, yo hubiera creído que a ti te habría enseñado a no volver a conspirar en el resto de tus días.
Ante lo cual el señor Guppy dice:
—¿Quién está conspirando?
Y el señor Weevle contrarreplica:
—¡Tú eres el que está conspirando!
Y el señor Guppy contesta:
—No es verdad.
Y el señor Weevle sostiene:
—¡Sí que lo es!
Y el señor Guppy niega:
—¿Quién lo dice?
Y el señor Weevle acusa:
—¡Lo digo yo!
Y el señor Guppy manifiesta:
—¡Eso es, acabáramos!
Con lo cual se hallan ambos en tal estado de agitación que siguen paseando un rato en silencio, con objeto de volver a serenarse.
—Tony —dice después el señor Guppy—, si escucharas a tu amigo, en lugar de ponerte a dar gritos, no cometerías estos errores. Pero eres de carácter arrebatado, y no tienes consideración. Cuando uno posee, como te ocurre a ti, Tony, todo lo necesario para cautivar la vista...
—¡Vamos, déjate de cautiverios! —interrumpe el señor Weevle—. ¡Di lo que tengas que decir!
Al ver que su amigo se halla de humor tan arisco y materialista, el señor Guppy se limita a expresar los sentimientos más delicados de su alma con el tono de dolor en el que vuelve a empezar:
—Tony, cuando te digo que hay un asunto en torno al cual tenemos que llegar a un entendimiento cuanto antes, lo digo independientemente de cualquier conspiración, por inocente que sea. Ya sabes que en todos los casos que van a juicio se decide profesionalmente de antemano qué datos van a aportar los testigos. ¿Conviene o no que sepamos qué datos vamos a aportar a la investigación sobre la muerte del pobre ti..., del pobre anciano? (El señor Guppy iba a decir «tirano», pero creo que «anciano» es mejor, dadas las circunstancias).
—¿Qué datos? Los datos.
—Los datos pertinentes para la encuesta. Son los siguientes —y el señor Guppy los va contando con los dedos—: lo que sabemos de sus costumbres; cuándo lo viste por última vez; en qué estado se hallaba entonces; el descubrimiento que hicimos.
—Sí —asiente el señor Weevle—, esos son los datos, más o menos.
—Hicimos el descubrimiento debido a que, en una de sus excentricidades, te había dado cita a medianoche para que le explicaras unos escritos, como ya habías hecho en otras ocasiones, porque él no sabía leer. Como yo estaba pasando la velada contigo, me llamaste abajo... y todo lo demás. Como la encuesta se refiere sólo a las circunstancias relativas a la muerte del difunto, no hace falta dar más que esos datos. ¿Estás de acuerdo?
—¡No! —replica el señor Weevle—. Vamos, creo que no.
—Entonces, ¿eso no es una conspiración? —dice, dolido, el señor Guppy.
—No —contesta su amigo—; si no es más que eso, retiro mi comentario.
—Bueno, Tony —observa el señor Guppy, que vuelve a tomar a su amigo del brazo y se pasea lentamente con él—, me gustaría saber, como amigos que somos, si has pensado en cuántas ventajas te puede reportar el seguir viviendo en esa casa.
—¿Que quieres decir? —pregunta Tony, deteniéndose de repente.
—¿Has pensado en cuántas ventajas te puede reportar el seguir viviendo en esa casa? —repite el señor Guppy, que le hace volver a ponerse en marcha.
—¿En qué casa? ¿En esa casa? —y señala la tienda del ropavejero.
El señor Guppy asiente.
—Pues no estoy dispuesto a pasar ni una noche más ahí, aunque me ofrezcas todo el oro del mundo —dice el señor Weevle, al que se le salen los ojos de las órbitas.
—Pero, Tony, ¿lo dices de verdad?
—¡Que si lo digo de verdad! ¿Te parece que no lo digo de verdad? Creo que sí; tanto que sí —dice el señor Weevle con un escalofrío perfectamente auténtico.
—Entonces, Tony, ¿si te entiendo bien, la posibilidad o la probabilidad (pues debe considerarse que habíamos llegado hasta ese punto) de que nadie te discutiera jamás la posesión de aquellos efectos, que habían pertenecido en último lugar a un anciano solitario y aparentemente sin ninguna familia, y la seguridad de que pueden averiguar lo que efectivamente tenía guardado allí, todo eso no pesa nada en comparación con lo que pasó anoche? —pregunta el señor Guppy, mordiéndose el pulgar con el apetito que da la frustración.
—Desde luego que no. ¿Te parece tan fácil vivir ahí? —exclama indignado el señor Weevle—. Vete tú a vivir ahí.
—¡Vamos, Tony! —dice el señor Guppy en tono conciliador—. Yo nunca he vivido ahí, y ahora no me alquilarían una habitación, mientras que tú ya tienes una.
—Pues te la cedo —responde su amigo—, y, ¡puaf!, te puedes quedar a vivir en ella.
—Entonces, Tony, si bien te entiendo —señala el señor Guppy—, ¿efectiva y definitivamente renuncias a todo?
—¡En tu vida has dicho palabras más verdaderas! ¡Efectivamente! —contesta Tony con una firmeza de lo más convincente.
Mientras sostienen esa conversación entra en la plaza un coche de alquiler desde cuyo pescante se manifiesta al público un enorme sombrero de copa. Dentro del coche, y en consecuencia no tan manifiesto para la multitud, aunque sí para los dos amigos, pues el coche se detiene casi a los pies de éstos, se encuentran el venerable señor Smallweed y la señora Smallweed, acompañados por su nieta Judy.
El grupo llega con aires de prisa y de nerviosismo, y cuando el sombrero de copa (encasquetado en la cabeza del joven Smallweed) se apea, el mayor de los señores Smallweed saca la cabeza por la ventanilla y grita al señor Guppy:
—¿Cómo está usted, caballero? ¿Cómo está usted?
—¿Qué andarán haciendo por aquí el pollito y su familia a estas horas de la mañana? —se pregunta el señor Guppy, con un gesto dirigido a su otro amigo.
—Señor mío —inquiere el señor Smallweed—, ¿quiere hacerme usted un favor? ¿Tendrían usted y su amigo la amabilidad de llevarme a la taberna de la plazoleta, mientras Bart y su hermana llevan a su abuela? ¿Tendría usted la amabilidad de hacerle ese favor a un anciano, señor mío?
El señor Guppy mira a su amigo mientras repite en tono dubitativo: «¿A la taberna de la plazoleta?». Y se preparan a transportar la venerable carga a Las Armas del Sol.
—¡Ahí está el precio de la carrera! —dice el Patriarca al cochero con una mueca feroz y una amenaza de su puño atrofiado—. Como me pidas ni un penique más te echo encima a la policía. Mis jóvenes amigos, les ruego que me lleven con cuidado. Permítanme que los tome del cuello. Les aseguro que no apretaré más de lo necesario. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué cosas! ¡Pobres huesos míos!
Menos mal que Las Armas del Sol no está demasiado lejos, porque el señor Weevle parece estar a punto de sufrir una apoplejía antes de recorrer la mitad de la distancia. Pero sin que sus síntomas se agraven más allá de la emisión de gemidos diversos, expresivos de problemas respiratorios, desempeña la parte del transporte que le corresponde, y el benévolo anciano queda depositado, conforme a sus deseos, en la sala de Las Armas del Sol.
—¡Señor mío! —jadea el señor Smallweed mirando a su alrededor, acezante, desde su sillón—. ¡Ay, Dios mío! ¡Pobres huesos y espalda míos! ¡Me duele todo! ¡Siéntate, cacatúa siniestra, vagabunda, trepadora, inconstante, charlatana! ¡Siéntate!
Este pequeño apóstrofe a la señora Smallweed está causado por la propensión de la infortunada anciana, siempre que se encuentra de pie, a pasearse y hacer una reverencia a objetos inanimados, acompañándose con chasquidos de la lengua, como en un baile de brujas. Es probable que estas demostraciones tengan tanto que ver con una afección nerviosa como con alguna intención imbécil por parte de la pobre anciana, pero en esta ocasión son tan animadas en relación con la butaca Windsor, gemela de la que acomoda al señor Smallweed, que la mujer no desiste del todo hasta que sus nietos la obligan a sentarse en ella, mientras su amo y señor le atribuye con gran animación el epíteto de «corneja, cabeza de cerdo», que repite un número sorprendente de veces.
—Estimado señor mío —procede después a decir el Abuelo Smallweed, dirigiéndose al señor Guppy—, aquí ha ocurrido una calamidad. ¿Se ha enterado de ella alguno de ustedes?
—¡Qué si nos hemos enterado! ¡Pero si la descubrimos nosotros!
—La descubrieron ustedes. ¡La descubrieron ustedes dos! ¡Bart, las descubrieron ellos!
Los dos descubridores se quedan contemplando a los Smallweed, que les devuelven el cumplido.
—Mis queridos amigos —gime el Abuelo Smallweed, alargando ambas manos—, les debo mil gracias por haber tenido el melancólico deber de descubrir las cenizas del hermano de la señora Smallweed.
—¿Eh? —exclama el señor Guppy.
—El hermano de la señora Smallweed, querido amigo mío..., su único pariente. No nos tratábamos, lo cual es de lamentar ahora, pero es que él nunca quiso tratarse. No nos tenía afecto. Era excéntrico, muy excéntrico. Si no ha dejado testamento (caso nada probable), solicitaré que se me nombre administrador de sus bienes. He venido a ver en qué consisten; hay que sellarlos, hay que protegerlos. He venido —repite el Abuelo Smallweed, atrayendo hacia sí el aire de la sala con los diez dedos ganchudos a la vez— a cuidar de sus bienes.
—Creo, Smallweed —dice el desconsolado señor Guppy—, que podrías haber mencionado que el viejo era tío tuyo.
—Vosotros dos no hablabais nunca de él, así que creí preferible hacer yo lo mismo —replica el pajarraco, con una mirada que oculta un misterio—. Además, yo no estaba muy orgulloso de él.
—Y además, la verdad es que a ustedes no les importaba nada que fuera tío nuestro o no —dice Judy, en quien también se advierte una mirada de misterio.
—Nunca me vio en su vida, para conocerme —observa Small—, ¡así que no sé por qué iba yo a presentarlo a él!
—No, nunca se comunicaba con nosotros, lo que es de lamentar —interviene el anciano—, pero he venido a cuidar de sus bienes, a ver qué papeles hay y a cuidar de los bienes. Haremos valer nuestros derechos. Lo he puesto en manos de nuestro abogado. El señor Tulkinghorn, de Lincoln's Inn Fields, justo aquí al lado, ha tenido la bondad de actuar como abogado mío, y les aseguro que no es hombre que se chupe el dedo. Krook era el único hermano de la señora Smallweed; ella no tenía más parientes que Krook, y Krook no tenía más familia que la señora Smallweed. Estoy hablando de tu hermano, escarabajo infernal, que tenía setenta y seis años.
La señora Smallweed empieza inmediatamente a menear la cabeza y a gritar:
—¡Setenta y seis libras y siete chelines y siete peniques! ¡Setenta y seis mil bolsas de dinero! ¡Siete mil seiscientos millones de fajos de billetes de banco!
—¿Quiere alguien darme un jarro? —exclama su exasperado marido, que mira impotente en su derredor y no encuentra ningún proyectil a su alcance—. ¿Quiere alguien pasarme una escupidera, por favor? ¿No hay nadie que me pase algo duro y picudo con que arrearla? ¡So bruja, so gata, so perra, so diabla! —Y el señor Smallweed, excitadísimo, por su propia elocuencia, tira a Judy encima de su abuela a falta de algo mejor, para lo cual empuja a la joven virgen hacia la anciana con todas sus escasas fuerzas, y después se derrumba en su silla.
—Que alguien tenga la bondad de darme una sacudida —dice la voz que sale del montoncillo de ropa en que se ha convertido, y que se agita débilmente—. He venido a cuidar de los bienes. Que me den una sacudida y que llamen a la policía que está de servicio en la casa de al lado, para que le explique lo de los bienes. Dentro de poco llegará mi abogado a proteger los bienes. ¡Al exilio o a galeras con quien se atreva a tocar los bienes!
Cuando sus dóciles nietos lo ayudan a incorporarse y le hacen pasar por el habitual proceso de restablecimiento a base de sacudidas y puñetazos, sigue repitiendo como un eco: «¡Los bienes! ¡Los bienes... bienes!».
El señor Weevle y el señor Guppy se miran el uno al otro; el primero como si hubiera renunciado a todo el asunto; el segundo, con gesto de inquietud, como si todavía le quedara alguna esperanza leve. Pero nada se puede oponer a los intereses del señor Smallweed. Llega el pasante del señor Tulkinghorn desde su reclinatorio oficial en el bufete, a mencionar a la policía que puede dirigirse al señor Tulkinghorn para recibir información acerca de los herederos, y que en su debido momento se tomará la debida posesión oficial de todos los documentos y efectos. Inmediatamente se permite al señor Smallweed afirmar su supremacía hasta el punto de llevarlo a hacer una visita sentimental a la casa de al lado, y después lo suben por las escaleras hasta la habitación de la señorita Flite, donde parece como si fuera un feo pájaro de presa recién añadido a la pajarera de la señorita Flite.
Como pronto se conoce en la plazoleta la llegada de este heredero inesperado, el Sol sigue haciendo negocio y los habitantes siguen animados. La señora Piper y la señora Perkins opinan que es una lástima por el joven si de verdad no hay testamento, y consideran que debería hacérsele un buen regalo con cargo al patrimonio. El joven Piper y el joven Perkins, como miembros del inquieto círculo juvenil que tiene aterrados a los peatones de Chancery Lane, se pasan el día reduciéndose a cenizas detrás de la bomba y bajo el arco, y sobre sus restos se exhalan grandes gritos y voces. Little Swills y la señorita M. Melvilleson inician una amable conversación con sus admiradores, pues consideran que acontecimientos tan desusados eliminan las barreras entre los profesionales y los no profesionales. El señor Bogsby anuncia « ¡La popular canción de SU MAJESTAD LA MUERTE! con coros y por toda la compañía», como gran espectáculo armónico de la semana, y anuncia en el cartel que «Se ha inducido a J. G. B. a interpretarla a un costo considerable, como consecuencia de un deseo generalmente expresado en el bar por un grupo numeroso de personas respetables, y como homenaje a un reciente y triste acontecimiento que ha creado gran sensación». Hay algo relacionado con el fallecido que causa especial preocupación en la plazoleta: es decir, que debe mantenerse la ficción de un ataúd de tamaño normal, aunque haya tan poco que meter en él. Cuando el enterrador dice en el bar del Sol ese mismo día que ha recibido órdenes de construir uno «de seis pies», la preocupación general se ve muy aliviada, y se considera que la conducta del señor Smallweed le honra mucho.
Fuera de la plazoleta, y a gran distancia de ella, también se ha producido una conmoción considerable, pues vienen a estudiar el caso hombres de ciencia y filósofos, y en la esquina se detienen carruajes de los que se apean médicos que llegan con las mismas intenciones, y se producen más conversaciones eruditas acerca de gases inflamables y de hidrógeno fosforado de lo que jamás podría imaginarse la plazoleta. Algunas de esas autoridades (naturalmente, las más sabias) mantienen indignadas que el difunto no tenía por qué morir como dicen, y cuando otras autoridades les recuerdan las pruebas que hay de muertes así, reimpresas en el sexto volumen de Philosophical Transactions, así como en un libro no del todo desconocido de jurisprudencia Médica Inglesa, así como el caso ocurrido en Italia de la Condesa Cornelia Baudi, expuesto con todo detalle por un tal Blanchini, prebendario de Verona, que escribió alguna que otra obra erudita, así como el testimonio de los señores Foderé y Mere, dos franceses pestilentes que se empeñaron en investigar el tema, además del testimonio en corroboración de Monsieur Le Cat, cirujano francés que fue bastante célebre y que tuvo la terrible idea de vivir en una casa en la que ocurrió uno de esos casos, siguen considerando que la terquedad del difunto señor Krook al irse de este mundo de forma tan desusada, es algo totalmente injustificado y personalmente ofensivo. Cuanto menos entiende la plazoleta de todo esto, más le gusta, y más disfruta con el contenido de Las Armas del Sol. Entonces llega el artista de una revista ilustrada, con una plantilla de un primer plano y unas siluetas dibujada de antemano y lista para cualquier tema, desde un naufragio en la costa de Cornualles hasta un desfile en Hyde Park o un mitin en Manchester, y en la sala de la señora Perkins, que queda inmortalizada para siempre, introduce en la plantilla la casa del señor Krook de tamaño natural, a la que convierte en un auténtico Temple. Análogamente, cuando se le permite mirar por la puerta del aposento de autos, representa ese apartamento como si tuviera tres cuartos de milla de largo y 50 yardas de alto, lo cual encanta especialmente a la plazoleta. Durante todo este tiempo, los dos caballeros antes mencionados entran y salen de cada casa, ayudan en las disputas filosóficas, van a todas partes y escuchan a todo el mundo, y además se pasan el tiempo entrando en el salón del Sol y escriben con sus plumillas insaciables en su papel finísimo.
Por fin llega el Coroner a realizar su encuesta, igual que antes, salvo que al Coroner le gusta el caso porque se sale de lo ordinario, y dice a título privado a los señores del jurado, que «parece que la casa de al lado está gafada, señores, que es una casa malhadada, pero son cosas que vemos a veces, y se trata de misterios explicables». Después de lo cual entra en acción el ataúd de seis pies, que todos admiran.
En todos estos procedimientos el señor Guppy desempeña un papel tan pequeño, salvo cuando hace su declaración, que lo hacen circular como si fuera un cualquiera, y no puede contemplar la casa misteriosa sino desde fuera, desde donde sufre la humillación de ver cómo el señor Smallweed echa el candado a la puerta, y comprende con amargura que no le permiten la entrada. Pero antes de que terminen los procedimientos, es decir, la noche siguiente a la de la catástrofe, el señor Guppy tiene algo que decir, y ha de decírselo a Lady Dedlock.
Motivo por el cual, con el ánimo encogido y con un sentimiento deprimente de culpabilidad, producido por el miedo y la vigilia, más los efectos de Las Armas del Sol, el joven llamado Guppy se presenta en la mansión capitalina hacia las siete de la tarde y solicita ver a Milady. Mercurio replica que va a salir a cenar, ¿no ve el carruaje que hay a la puerta? Sí, sí que ve el carruaje que hay a la puerta, pero también quiere ver a Milady.
Mercurio está dispuesto, como dice poco después a un caballero de la casa que es colega suyo, a «darle una patada al jovencito», pero ha recibido unas instrucciones muy claras. En consecuencia, supone malhumorado que el joven puede subir a la biblioteca. Allí deja al joven en una sala amplia, no muy bien iluminada, mientras comunica su llegada.
El señor Guppy escudriña las sombras en todas direcciones, y por todas partes ve un montoncillo de carbón o de madera quemado y blanco. Al cabo de un rato oye un roce. ¿Es... ? No, no es un fantasma, sino un hermoso cuerpo de sangre y hueso, brillantemente ataviado.
—Pido perdón a Milady —tartamudea el señor Guppy, muy afligido—. Es un mal momento...
—Le dije que podía venir en cualquier momento —le recuerda Milady, tomando una silla y mirándolo a los ojos igual que la última vez.
—Gracias, Milady. Milady es muy amable.
—Puede usted sentarse —su tono no es muy afable.
—No sé, Milady, si merece la pena que me siente y que Milady pierda el tiempo. Porque... porque no tengo las cartas que mencioné cuando tuve el honor de visitar a Milady.
—¿Y ha venido usted sólo para decirme eso?
—Sólo para decirle eso, Milady. —El señor Guppy, además de sentirse deprimido, desanimado e incómodo, se siente todavía más desconcertado por el esplendor y la belleza de Milady. Ella sabe perfectamente qué influencia tienen ambas cosas; lo ha estudiado demasiado bien como para perder ni un ápice de ese efecto en nadie. Cuando ella lo mira de manera tan fija y tan fría, él no sólo adquiere conciencia de que carece de toda orientación, del menor vislumbre de sus intenciones, sino también de que a cada momento, por así decirlo, se va distanciando más y más de ella.
Es evidente que ella no va a hablar, así que ha de hacerlo él.
—En resumen, Milady —dice el señor Guppy, como un ladronzuelo arrepentido—, la persona que me iba a proporcionar las cartas ha tenido un fin repentino, y... —Se detiene. Lady Dedlock termina lentamente la frase:
—¿Y las cartas han quedado destruidas junto con esa persona?
El señor Guppy diría que no, si pudiera, pero es incapaz de disimular.
—Eso creo, Milady.
¿Qué pasaría si pudiera él ver en este momento el brillo de alivio en la cara de Milady? No, no podría verlo, aunque el valeroso exterior de ella no lo turbara totalmente y él no estuviera mirando más allá de ese exterior y en su derredor.
Murmura una o dos excusas torpes por su fracaso.
—¿No tiene usted nada más que decir? —pregunta Lady Dedlock tras oír sus palabras, dentro de lo poco audible que son sus murmullos.
El señor Guppy cree que nada más.
—Más vale que esté usted seguro de que no tiene nada más que decirme, dado que es la última vez que tendrá usted la oportunidad.
El señor Guppy está completamente seguro. Y, de hecho, en estos momentos no desea decir nada más, en absoluto.
—Basta. Ahórrese usted sus excusas. ¡Buenas noches! —y llama a Mercurio para que acompañe a la puerta al joven llamado Guppy.
Pero a aquella casa, en aquel momento, llega un anciano llamado Tulkinghorn. Y ese anciano, que ha llegado con su paso silencioso a la biblioteca, tiene en ese momento la mano en el picaporte, entra y se encuentra frente a frente con el joven que sale de allí.
Una mirada entre el anciano y la dama, y durante un instante la persiana, que siempre está bajada, sube hasta arriba. Por ella mira la sospecha, inmediata y penetrante. Otro instante y se vuelve a bajar.
—Mis excusas, Lady Dedlock. Le presento mis excusas. Es tan raro encontrarla a usted aquí a estas horas. Supuse que la biblioteca estaba vacía. ¡Mis excusas!
—¡Quédese! —le dice ella, despreocupada—. Le ruego que se quede aquí. Voy a salir a cenar. No tengo nada más que hablar con este joven.
El desconcertado joven hace una reverencia de despedida y manifiesta abyectamente la esperanza de que el señor Tulkinghorn de los Fields esté bien.
—¿Sí, sí? —dice el abogado, que lo mira bajo las cejas fruncidas, aunque él es de los que no necesitan mirar dos veces—. Usted es de Kenge y Carboy, ¿verdad?
—De Kenge y Carboy, señor Tulkinghorn. Me llamo Guppy, señor.
—Claro. Bueno, gracias, señor Guppy. Me encuentro muy bien.
—Me alegro de saberlo, señor. Nunca se encontrará usted demasiado bien, señor, para el bien de la profesión.
—¡Muchas gracias, señor Guppy!
El señor Guppy se marcha discretamente. El señor Tulkinghorn, cuyo negro atavío, anticuado y descolorido, contrasta tanto con la brillantez del de Lady Dedlock, acompaña a ésta por la escalera hasta llegar al carruaje. Vuelve frotándose la barbilla, y se la sigue frotando mucho a lo largo de la velada.
CAPITULO 34
Una vuelta de tuerca
—¿Y ahora, qué es esto? —se pregunta el señor George—. ¿Es un cartucho de fogueo o una bala? ¿Un relámpago o un disparo?
El objeto de las especulaciones del soldado es una carta abierta, que parece tenerlo totalmente perplejo. Alarga el brazo para contemplarla, después vuelve a acercársela, la sostiene en la mano derecha, después en la izquierda, la lee con la cabeza ladeada, frunce las cejas, las levanta, no puede convencerse. La alisa en la mesa con una manaza, se da un paseo, pensativo, arriba y abajo de la galería, se detiene ante la carta de vez en cuando, para mirarla con ojos nuevos. Tampoco eso le vale. Y el señor George se sigue preguntando: «¿Es un cartucho de fogueo o está cargado?»
Phil Squod se está dedicando, con la ayuda de un pincel y de un bote de pintura, a blanquear los objetivos de tiro que hay al otro extremo, mientras silba bajito, a ritmo de marcha y a paso de flauta y tambor, la canción del soldado que ha de volver a la chica que dejó.
—¡Phil! —le llama el soldado, y le hace una seña para que venga.
Phil se acerca como es costumbre en él: primero, de lado, como si fuera a otra parte, y después lanzándose hacia su comandante como si estuviera en una carga a la bayoneta. Lleva manchas blancas como altorrelieves en la cara sucia, y se rasca una ceja con el mango del pincel.
—¡Atención, Phil! Escucha esto.
—Calma, mi comandante, calma.
—«Muy señor mío: Me permito recordarle (aunque como usted sabe, no tengo legalmente la obligación de hacerlo) que el pagaré a dos meses vista firmado a usted por el señor Matthew Bagnet, y aceptado por usted, por la suma de noventa y siete libras, cuatro chelines y nueve peniques, expira mañana, cuando le ruego lo redima usted tras el debido pago. Le saluda atentamente Joshua SMALLWEED. » ¿Qué te parece, Phil?
—No me gusta, jefe.
—¿Por qué?
—Creo —replica Phil, tras rascarse, pensativo, una arruga de la frente con el mango del pincel— que siempre trae malas consecuencias cuando le piden a uno dinero.
—Fíjate, Phil —dice el soldado, sentado a la mesa—, que en primer lugar ya he pagado, podríamos decir, el principal y la mitad más, entre los intereses y unas cosas y otras.
Phil, al dar un paso o dos hacia atrás, con una mueca inexplicable en la cara, sugiere que no considera que la transacción resulte más prometedora por ese pequeño detalle.
—Y fíjate, además, Phil —continúa diciendo el soldado, rechazando esa conclusión prematura con un gesto de la mano—, que siempre ha estado entendido que este pagaré se iba a prorrogar, como dicen ellos. Y se ha prorrogado no sé cuántas veces. ¿Qué dices ahora?
—Digo que creo que ya no va a haber más veces.
—¿Eso dices? ¡Ejem! Yo opino algo muy parecido.
—¿Joshua Smallweed es ése al que trajeron aquí en una silla?
—El mismo.
—Jefe —dice Phil con enorme gravedad—, tiene el alma de una sanguijuela, actúa como tuerca y tornillo al mismo tiempo, ataca como una serpiente, tiene unas pinzas de langosta.
Tras manifestar de modo tan expresivo sus sentimientos, el señor Squod, que espera un momento a ver si ha de seguir diciendo algo más, vuelve por su método habitual al blanco que estaba pintando, y manifiesta vigorosamente, por su medio musical de antes, que ha de volver y va a volver a aquella damisela ideal. George, tras volver a doblar la carta, se le acerca.
—Hay una forma, mi comandante, de arreglar esto —dice Phil con una mirada astuta.
—¿Pagar el dinero, supongo? Ojalá pudiera. Phil niega con la cabeza:
—No, jefe, nada tan malo. Hay una forma —dice Phil, imprimiendo un movimiento muy artístico al pincel—, y es lo que estoy haciendo yo ahora.
—¿Borrarlo? Phil asiente.
—¡Pues vaya una forma! ¿Sabes lo que pasaría con los Bagnet en ese caso? ¿Sabes que se arruinarían para pagar viejas cuentas? ¡Pues vaya un personaje moral que eres tú, te lo aseguro, Phil! —exclama el soldado, contemplándolo desde su altura con no poca indignación.
Phil, con una rodilla apoyada en el blanco, está a punto de protestar muy en serio, aunque no sin grandes sacudidas alegóricas de su pincel, y alisamientos de la superficie blanca en torno a los bordes con el pulgar, que había olvidado la responsabilidad de Bagnet, y que no querría ni tocarle un pelo a ningún miembro de esa digna familia, cuan-do se oyen pasos en el largo corredor de fuera y se oye una voz animada que pregunta si está George en casa. Phil mira a su amo y va cojeando a la puerta, mientras responde:
—¡Aquí está el jefe, señor Bagnet! ¡Aquí está! —y aparece la viejita, acompañada por el señor Bagnet.
La señora nunca sale a dar un paseo, sea cual sea la estación del año, sin una capa de paño gris, burda y muy gastada, pero muy limpia, que sin duda es la misma prenda que resulta tan interesante al señor Bagnet, debido a que llegó a Europa desde otra parte del globo en compañía de la señora Bagnet y de un paraguas. Este último fiel apéndice también forma, invariablemente, parte del atavío de la viejita cuando sale de casa. Tiene un color que nadie puede describir en este mundo, y por mango tiene un gancho rugoso de madera, con un objeto metálico clavado en su proa o pico, que parece un modelo a escala de un farol de puerta o uno de los vidrios ovalados de un par de impertinentes, objeto ornamental que no tiene esa capacidad tenaz de aguantar en su puesto como cabría desear en un objeto que ha tenido una relación tan larga con el Ejército Británico. El paraguas de la viejita tiene una cintura fofa y parece necesitar ballenas, aspecto que quizá se explique porque en la casa ha servido muchos años de receptáculo de diversos objetos, y en los viajes de portamantas. Nunca lo abre, pues se fía totalmente de su fiel capa con su amplia capucha, sino que, en general, utiliza el instrumento como si fuera una vara con la que apuntar a los trozos de carne o las verduras que desea en el mercado, o para atraer la atención de los vendedores con un golpecito amistoso. Nunca sale a la calle sin su cesta de la compra, que es una especie de pozo sin fondo con dos tapaderas que suben y bajan. Acompañada de estos compañeros de confianza, pues, y con su cara honrada y tostada asomando animada bajo un sombrero de paja dura, llega la señora Bagnet, de buen color y animada, a la Galería de Tiro de George.
—Bueno, George, muchacho —dice—, ¿y cómo te va en este excelente día?
La señora Bagnet le da la mano amistosamente, exhala un largo suspiro tras su paseo y se sienta a descansar. Como tiene la facultad, madurada en incontables carromatos de impedimenta y en otras posiciones parecidas, de descansar a gusto en cualquier parte, se sienta en un banco duro, se desata las cintas del sombrero, se lo echa atrás, se cruza de brazos y parece encontrarse perfectamente a gusto.
Entre tanto, el señor Bagnet le ha dado la mano a su antiguo camarada y a Phil, a quien también la señora Bagnet hace un gesto y una sonrisa bíenhumorados.
—Bueno, George, aquí estamos —dice rápidamente la señora Bagnet—, Lignum y yo —pues suele referirse a su marido por ese apelativo, derivado, se supone, de que en el regimiento, cuando se conocieron, lo llamaban Lignum Vitae, en homenaje a la gran dureza y aspereza de la fisonomía de él—; no hemos venido más que a ver cómo estabas, para que lo del préstamo esté en orden, como siempre. Dale el pagaré nuevo para que lo firme, George, y lo firmará como un hombre.
—Esta mañana iba a verles a ustedes —observa con renuencia el soldado.
—Sí, ya pensamos que vendrías a vernos esta mañana, pero salimos temprano y dejamos a Woolwich, que es un chico magnífico, al cuidado de sus hermanas, y, en cambio, hemos venido a verte nosotros, ¡ya ves!, porque Lignum está tan ocupado, y hace tan poco ejercicio, que le hace bien darse un paseo. Pero ¿qué pasa, George? —pregunta la señora Bagnet, interrumpiendo su animada charla—. No tienes buen aspecto.
—No ando bien —replica el soldado—. He estado un poco destemplado, señora Bagnet.
La mirada de ésta, rápida y brillante, advierte inmediatamente la verdad:
—¡George! —y levanta el dedo índice—. ¡No me digas que anda algo mal con el pagaré de Lignum! ¡George, por mis hijos, te ruego que no me digas eso!
El soldado la mira con la cara turbada.
—George —insiste la señora Bagnet, que emplea ambas manos para mayor énfasis y de vez en cuando se golpea las rodillas con ellas—. Si has dejado que pase algo con el pagaré de Lignum y dejas que le pase algo a él, y nos pones en peligro de que nos embarguen (y te estoy viendo en la cara como si estuviera escrita en ella la palabra em-bargo), has hecho algo que te debería dar vergüenza y nos has engañado cruelmente. ¡Cruelmente, te digo, George! ¡Eso es!
El señor Bagnet, que en los demás respectos está más impasible que un poste, se lleva la manaza derecha a la cabeza calva, como para defenderse de un chaparrón, y mira muy inquieto a la señora Bagnet.
—George —dice ésta—. ¡Me extraña en ti! ¡George, me siento avergonzada de ti! ¡Nunca lo hubiera podido creer de ti! Siempre he sabido que eras un culo de mal asiento, pero nunca me imaginé que pudieras quitar el poco asiento que tienen Bagnet y los niños para reposar. Ya sabes lo buen trabajador y lo serio que es. Ya sabes cómo son Quebec y Malta y Woolwich... Y nunca me imaginé que tuvieras el corazón como para hacernos algo así. ¡Ay, George!. —La señora Bagnet se recoge la capa para secarse los ojos con ella sin el menor disimulo—. ¿Cómo nos lo has podido hacer?
Cuando la señora Bagnet se interrumpe, el señor Bagnet se quita la mano de la cabeza, como si hubiera pasado el chaparrón, y mira desconsolado al señor George, que está palidísimo, y mira inquieto al sombrero de paja y la capa gris.
—Mat —dice el soldado, dirigiéndose a él, pero sin dejar de mirar a la viejita—, siento que te lo tomes así, porque la verdad es que espero que las cosas no vayan tan mal como parecen. Claro, que esta mañana he recibido esta carta —que procede a leer en voz alta—, pero creo que todavía puede arreglarse. En cuanto a lo del mal asiento, es verdad lo que decís. Soy de mal asiento, y la verdad es que nunca he logrado asentarme de manera que eso le hiciera un favor a nadie. Pero seguro que no hay un solo ex camarada vagabundo que quiera más a tu mujer y a tu familia que yo, Mat, y espero que me perdones en todo lo posible. No creáis que os he mentido en nada. No hace más de un cuarto de hora que me llegó esta carta. —
—Viejita —murmura el señor Bagnet tras un breve silencio—, ¿quieres decirle lo que opino yo?
—¡Ay! ¿Por qué no se casaría con la viuda de Joe Pouch en Norteamérica? —responde la señora Bagnet, medio riendo, medio llorando—. Entonces no se habría metido en estos líos.
—La viejita —observa el señor Bagnet— tiene razón. ¿Por qué no te casaste?
—Bueno, supongo que ya tendrá un marido mejor que yo —replica el soldado—. Y en todo caso, aquí estoy, y no me he casado con la viuda de Joe Pouch. ¿Qué voy a hacer? Todo lo que tengo está delante de vosotros. No es mío; es vuestro. Decídmelo, y vendo hasta la última silla. Si hubiera tenido esperanzas de conseguir la suma que me falta, lo habría vendido todo hace tiempo. No te vayas a creer, Mat, que os voy a dejar a ti y a los tuyos en la estacada. Antes me vendería yo. Ojalá supiera de alguien que quisiera comprar una impedimenta tan gastada —dice el soldado, dándose un golpe autodespectivo en el pecho.
—Viejita —murmura el señor Bagnet—, dile otra vez lo que opino yo.
—George —dice su mujer—, bien pensado, no tienes tú toda la culpa, salvo en haber tomado este negocio sin tener los medios.
—¡Típico de mí! —observa el compungido soldado, meneando la cabeza—. Ya sé que es típico de mí.
—¡Silencio! La viejita tiene razón en la forma de expresar lo que opino —exclama el señor Bagnet—. ¡Escúchame!
—Eso fue cuando no debiste haber pedido nunca el aval, George, y cuando nunca te lo debimos dar, de habérnoslo pensado. Pero lo hecho, hecho está. Siempre has sido un chico honrado y veraz, a tu aire, aunque un poco frívolo. Por otra parte, no puedes dejar de reconocer que es natural que estemos preocupados, con esa amenaza pendiente sobre nuestras cabezas. De manera, George, que lo mejor es que todos nos perdonemos los unos a los otros. ¡Vamos, más vale que nos perdonemos los unos a los otros!
Como la señora Bagnet le da una de sus honestas manos, y la otra a su marido, el señor George le da una a cada uno de ellos y las aprieta mientras habla:
—Os aseguro a los dos que no hay nada en el mundo que no estuviera yo dispuesto a hacer para pagar esa deuda. Pero todo lo que he podido reunir se ha ido cada dos meses en los pagos. Phil y yo hemos vivido muy modestamente aquí. Pero la Galería no marcha tan bien como yo esperaba, y no es..., digamos que no es la Casa de la Moneda. ¿Que me equivoqué al alquilarla? Pero es que, por así decirlo, me vi obligado a ello, y creí que me serviría para asentarme y establecerme, y ahora os ruego que me perdonéis por habérmelo imaginado, y os estoy muy agradecido, y me siento muy avergonzado. —Con estas palabras de conclusión, el señor George estrecha cada una de las manos que aprieta en las suyas, las suelta y da uno o dos pasos atrás, muy erguido, como si acabara de hacer su última confesión y fueran a fusilarlo inmediatamente con todos los honores militares.
—¡George, déjame terminar! —dice el señor Bagnet, con una mirada hacia su mujer—. ¡Sigue, viejita!
El señor Bagnet se hace escuchar de esta manera tan extraña, y se limita a observar que es preciso ocuparse cuanto antes de la carta, que es aconsejable que George y él vayan inmediatamente a ver al señor Smallweed en persona, y que lo más importante es salvar y dejar a salvo al señor Bagnet, que no tiene el dinero. El señor George está com-pletamente de acuerdo; se pone el sombrero y se dispone a marchar con el señor Bagnet al campo enemigo.
—No guardes rencor por las palabras apresuradas de una mujer, George —dice la señora Bagnet, dándole una palmadita en el hombro—. Te confío a mi viejo Lignum, y estoy segura de que me lo devolverás ileso.
El soldado replica que eso es muy amable por su parte, y que va a devolverle a Lignum ileso, sea como sea. Al oír lo cual, la señora Bagnet, con su capa, su cesta y su paraguas, vuelve a su casa, animada otra vez a unirse al resto de su familia, mientras los camaradas inician la marcha con la esperanza de ablandar al señor Smallweed.
Sería muy discutible que haya dos personas en Inglaterra con menos esperanzas de realizar con éxito cualquier negociación con el señor Smallweed que el señor George y el señor Bagnet. Además, pese a su aire marcial, sus anchos hombros y su paso decidido, sería muy discutible que haya en los mismos confines dos criaturas más simples y menos acostumbradas a los asuntos de los Smallweed de este mundo. Mientras avanzan con gran solemnidad por las calles que llevan a la región de Mount Pleasant, el señor Bagnet observa que su compañero está pensativo, y considera un deber de amistad referirse a las últimas palabras que ha dicho la señora Bagnet.
—George, ya sabes cómo es la viejita; es dulce y apacible como la leche, pero que le toquen a los niños, o a mí, y salta como un barril de pólvora.
—¡Y muy bien hecho, Mat!
—George —dice el señor Bagnet, mirando al frente—, la viejita nunca hace nada que no esté bien hecho. Más o menos. Yo nunca se lo digo. Hay que mantener la disciplina.
—Vale su peso en oro —dice el soldado.
—¿En oro? —responde el señor Bagnet—. Te voy a decir una cosa. Mi viejita pesa ciento setenta y cuatro libras. ¿Aceptaría yo ese peso (en cualquier metal) por mi viejita? No. ¿Por qué no? Porque el metal de que está hecha la viejita es mucho más precioso que el más precioso de los metales, ¡y está hecha toda ella de metal precioso!
—¡Tienes razón, Mat!
—Cuando me aceptó, y aceptó el anillo, se alistó conmigo, y los niños, con todo y para toda la vida. Es tan seria —añade el señor Bagnet— y tan leal a la bandera, que si alguien nos pone un dedo encima y ella se entera, saca la artillería. Si la vieja dispara alguna vez una andanada, muy de tarde en tarde, en cumplimiento de su deber, déjala pasar, George. ¡Es por lealtad!
—¡Pero, Mat —replica el soldado—, si yo tengo la mejor opinión de ella!
—¡Y haces bien! —contesta Bagnet con el mayor entusiasmo, aunque sin relajar un solo músculo—. Piensa que la vieja es más firme que el Peñón de Gibraltar, y todavía te quedarás corto frente a sus méritos. Pero nunca lo reconozco delante de ella. Hay que mantener la disciplina.
Con estos encomios llegan a Mount Pleasant y a la casa del Abuelo Smallweed. Abre la puerta la perenne Judy, que tras contemplarlos de la cabeza a los pies, sin especial amabilidad, sino, de hecho, con una mueca malévola los deja allí en pie mientras va a consultar al oráculo si debe dejarlos pasar. Cabe inferir que el oráculo ha dado su consentimiento, dada la circunstancia de que Judy vuelve a decirles con su habitual dulzura que «pueden pasar, si quieren». Ante tal privilegio, pasan, y se encuentran al señor Smallweed con los pies puestos en el cajón de su silla, como si fuera un pediluvio de papel, y a la señora Smallweed a la sombra del cojín, como un pájaro que no debe cantar.
—Mi querido amigo —dice el Abuelo Smallweed, alargando los dos brazos menos cordiales del mundo— ¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Quién es su amigo, mi querido amigo?
—Pues es Matthew Bagnet, el que me hizo el favor en este asunto nuestro, ya sabe —replica George, que por el momento no se siente capaz de mostrarse muy conciliador.
—¡Ah! ¿El señor Bagnet? ¡Pues claro! —y el anciano lo contempla llevándose una mano a los ojos—. ¡Espero que esté usted bien! ¡Bueno aspecto, señor George! ¡Aspecto militar, señor mío!
Como no les ofrecen sillas, el señor George le acerca una a Bagnet y toma otra él. Se sientan, y parece como si el señor Bagnet no pudiera doblar más que las caderas, y úni-camente para sentarse.
—Judy —dice el señor Smallweed—, trae la pipa.
—Pues no creo —interviene el señor George— que la muchacha necesite tomarse esa molestia, porque la verdad es que hoy no tengo ganas de fumar.
—¿No? —responde el anciano—. Judy, trae la pipa.
—El hecho, señor Smallweed —continúa George—, es que me encuentro en un estado de ánimo bastante desagradable. Me parece, señor mío, que su amigo de la City ha estado jugando sucio.
—¡No, Dios mío! —dice el Abuelo Smallweed—. Nunca juega sucio.
—¿No? Bueno, me alegro de oírlo, porque creí que podía ser cosa de él. Ya sabe usted de qué hablo. De esta carta.
El Abuelo Smallweed esboza una sonrisa muy fea al reconocer la carta.
—¿Qué significa? —pregunta el señor George.
—Judy —pregunta el anciano—, ¿has traído la pipa? Dámela. ¿Ha preguntado usted qué significa, mi querido amigo?
—¡Sí! Vamos, vamos, lo sabe usted perfectamente, señor Smallweed —insiste el soldado, forzándose a hablar con toda la calma y la confianza que puede, con la carta abierta en una mano y los enormes nudillos de la otra apoyados en el muslo—; entre nosotros se ha cambiado una buena cantidad de dinero, y aquí estamos cara a cara, y los dos sabemos muy bien el acuerdo que ha existido siempre. Estoy dispuesto a seguir haciendo lo que he estado haciendo regularmente, y seguir con el asunto. Nunca había recibido una carta así de usted, y la de esta mañana me ha dejado un tanto preocupado, porque aquí tiene usted a mi amigo, el señor Bagnet, que, como usted sabe, no tenía dinero...
—Pero es que usted sabe que yo no lo sé —interrumpe pausadamente el viejo.
—Bueno, maldita sea... Quiero decir... Se lo estoy diciendo, ¿no?
—Sí, usted me lo dice —replica el Abuelo Smallweed—, pero yo no lo sé.
—¡Vamos! —dice el soldado, tragando bilis—. Yo lo sé.
El señor Smallweed responde con muy buen humor:
—¡Ah, eso es otra cosa! —y añade—: Pero no importa. La situación del señor Bagnet sigue siendo la misma, lo tenga o no.
El infortunado señor George hace un gran esfuerzo por arreglar el asunto a gusto de todos y propiciar al señor Smallweed en sus propias condiciones:
—A eso me refería yo exactamente. Como dice usted, señor Smallweed, aquí tenemos a Matthew Bagnet, que puede pasarlo mal, lo tenga o no. Bueno, pues mire usted, eso hace que su señora se preocupe mucho, y yo también, porque aunque soy una especie de vagabundo y un loco, más acostumbrado a las peleas que a las cuentas, él, en cambio, es un honrado padre de familia, ¿no entiende? Vamos, señor Smallweed —continúa diciendo el soldado, que va adquiriendo confianza a medida que avanza en su estilo militar de hacer negocios—, aunque usted y yo somos bastante buenos amigos en cierto sentido, comprendo perfectamente que no pueda usted perdonar totalmente su deuda a mi amigo Bagnet.
—Bueno, bueno, es usted demasiado modesto. Puede usted pedirme cualquier cosa, señor George. —Hoy, el Abuelo Smallweed parece tener el mismo sentido del humor que un ogro.
—Y usted puede negármela, ¿verdad? ¿O quizá no tanto usted como su amigo de la City, eh? ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —le hace eco el Abuelo Smallweed, con tal dureza y con unos ojos de un verde tan especial que la gravedad natural del señor Bagnet se ve muy aumentada por la contemplación del venerable caballero.
—¡Vamos! —dice el optimista de George—. Celebro ver que podemos bromear. Aquí está mi amigo Bagnet, y aquí estoy yo. Podemos arreglar el asunto sobre la marcha, señor Smallweed, si usted quiere, como de costumbre. Y tranquilizará usted mucho a mi amigo Bagnet, y también a su familia, si le menciona usted a él cuál es nuestro acuerdo.
En ese momento, un espectro chirriante grita en tono burlón: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay!», salvo que en realidad se trate de la jovial Judy, a la que se ve en silencio cuando los visitantes, alarmados, miran a su alrededor, pero cuya barbilla acaba de agitarse con expresión de burla o de desprecio. El gesto del señor Bagnet se hace todavía más grave.
—Pero creo, señor George, que me ha preguntado usted —ahora el orador es el viejo Smallweed, que durante todo el tiempo ha tenido la pipa en la mano—, creo que me había preguntado usted lo que significaba la carta.
—Pues es verdad —replica el soldado con su aire distraído—, pero no siento gran curiosidad si todo está en orden y a gusto de todos.
El señor Smallweed se contiene deliberadamente en una tentativa de apuntar a la cabeza del soldado, tira la pipa al suelo y la rompe en pedazos.
—Eso es lo que significa, mi buen amigo. Voy a hacerle pedazos a usted. Voy a aplastarle. Voy a hacerle polvo. ¡Váyase al diablo!
Los dos amigos se levantan y se miran el uno al otro. La gravedad del señor Bagnet ha llegado ya a su punto más profundo.
—¡Váyase al diablo! —repite el viejo—. No estoy dispuesto a seguir soportando sus pipas y su arrogancia. ¿Cómo? ¡Que encima es usted un dragón de caballería y muy independiente. Vaya usted a ver a mi abogado (ya sabe dónde es; ya ha estado usted allí antes) a demostrar lo independiente que es, ¿quiere? Vamos, amigo mío, ésa es su oportunidad. Abre la puerta de la calle, Judy, ¡y echa a estos dos fanfarrones! Si no se van, pide ayuda. ¡Que se vayan!
Vocifera de tal modo, que el señor Bagnet pone las manos en los hombros de su camarada antes de que éste pueda recuperarse de su asombro y lo hace salir por la puerta de la calle, que la triunfal Judy cierra inmediatamente de un portazo. El señor George, absolutamente estupefacto, se queda un momento contemplando el aldabón. El señor Bagnet, sumido en un profundo abismo de gravedad, se pasea arriba y abajo ante la ventanita de la sala, como un centinela, y la mira cada vez que pasa; aparentemente, rumiando algo mentalmente.
—¡Vamos, Mat! —dice el señor George cuando se recupera—. Tenemos que ir a ver al abogado. ¿Qué te parece este sinvergüenza?
El señor Bagnet se detiene a echar una mirada de despedida hacia la sala y replica con un movimiento de cabeza dirigido hacia el interior:
—Si hubiera estado aquí mi viejita, ¡ya le hubiera dicho yo! —Y tras descargarse así del tema de sus cogitaciones, se pone al paso del soldado y sale en marcha con éste, hombro con hombro.
Cuando se presentan en Lincoln's Inn Fields, el señor Tulkinghorn está ocupado y no puede recibirlos. No quiere en absoluto recibirlos, pues cuando llevan toda una hora esperando, y el pasante aprovecha la oportunidad de mencionarlo al oír que suena su campanilla, no vuelve con palabras más alentadoras sino las de que el señor Tulkinghorn no tiene nada que decirles, y que más les vale no esperar. Pero siguen esperando, con la perseverancia de la táctica militar, y por fin vuelve a sonar la campanilla y sale del des-pacho del señor Tulkinghorn la cliente que estaba en posesión de él.
La cliente es una anciana de buen aspecto; nada menos que la señora Rouncewell, ama de llaves de Chesney Wold. Sale del santuario con una reverencia anticuada, y cierra suavemente la puerta. La tratan con cierta deferencia, pues el pasante sale de su reclinatorio para acompañarla a la oficina externa y abrirle la puerta. La anciana le está dando las gracias por su atención cuando observa a los camaradas que esperan.
—Perdóneme, señor mío, pero ¿esos caballeros son militares?
El pasante les transmite la pregunta con una mirada, y como el señor George no se aparta de su contemplación del almanaque que hay encima de la chimenea, el señor Bagnet se ocupa de responder:
—Sí, señora. Lo hemos sido.
—Me lo parecía. Estaba segura. Caballeros, el ver a hombres como ustedes me reanima el corazón. Siempre me ocurre cuando los veo. ¡Dios los bendiga, señores! Perdonen a una vieja, pero es que un hijo mío se metió a soldado. Era un muchacho muy guapo, y muy bueno, a su aire, un tanto atrevido, aunque había quienes le hablaban mal de él a su pobre madre. Perdóneme por molestarle, caballero. ¡Que Dios les bendiga, señores!
—Igualmente, señora —le responde el señor Bagnet con toda sinceridad.
El tono de voz de la anciana tiene algo de conmovedor, así como el temblor que le recorre todo el cuerpo. Pero el señor George está tan ocupado con el almanaque que hay encima de la chimenea (quizá está calculando qué mes es el siguiente), que no vuelve la vista hasta que se ha ido ella y se ha cerrado la puerta.
—George —susurra roncamente el señor Bagnet cuando el otro por fin aparta la vista del almanaque—, ¡no estés tan triste! Ya conoces la canción: «El buen soldado, el buen soldado / no se puede entristecer!» ¡Ánimo, amigo mío!
Como el pasante ha vuelto a entrar a decir que siguen allí, y se oye que el señor Tulkinghorn replica con voz irascible: «¡Que pasen, entonces!», entran en el gran despa-cho del techo pintado y lo encuentra de pie ante la chimenea.
—Bueno, hombres, ¿qué quieren? Sargento, le dije la última vez que lo vi que no deseo verlo por aquí.
El sargento replica (muy abatido en los últimos minutos con respecto a su forma habitual de hablar e incluso con respecto a su porte habitual) que ha recibido esta carta, que ha ido a ver al señor Smallweed para hablar de ella y que le ha dicho que venga aquí.
—No tengo nada que decir a usted —responde el señor Tulkinghorn—. Si contrae usted deudas, tiene que pagar sus deudas o aceptar las consecuencias. ¿Supongo que no le hará falta venir aquí para comprenderlo?
El sargento lamenta decir que no dispone del dinero.
—¡Muy bien! Entonces, el otro hombre, éste, si es él, tendrá que pagar por usted.
El sargento lamenta añadir que el otro hombre tampoco dispone del dinero.
—¡Muy bien! Entonces tendrán que pagarlo entre los dos, o si no se les denunciará a los dos, y los dos lo pasarán mal. Recibieron ustedes el dinero y tendrán que pagarlo. No se pueden ustedes embolsar las libras y los chelines y los peniques ajenos y quedarse tan tranquilos.
El abogado se sienta en su butaca y atiza el fuego. El señor George manifiesta la esperanza de que tenga la bondad de...
—Le repito, sargento, que no tengo nada que decirle. No me gustan sus amigos, y no quiero verlos por aquí. Estos asuntos no son habituales en mi bufete ni en mis actividades. El señor Smallweed tiene la bondad de ofrecerme estos asuntos, pero no son de mi especialidad. Tiene usted que ir a Melquisedec, en Clifford's Inn.
—He de presentarle mis excusas, caballero —dice el señor George— por imponer mi presencia a usted cuando usted no la desea, y le aseguro que me resulta casi tan desagradable a mí como debe serlo para usted, pero ¿podría decirle unas palabras en privado?
El señor Tulkinghorn se levanta con las manos metidas en los bolsillos y se va a uno de los salientes de las ventanas:
—¡Vamos! No tengo tiempo que perder —y al mismo tiempo que adopta esta pose de indeferencia, lanza una mirada penetrante al soldado, con cuidado de ponerse de espaldas a la ventana y de que el otro mire hacia ella.
—Bien, señor mío —dice el señor George—, la persona que está conmigo es la otra parte implicada en este lamentable asunto, aunque nominalmente, sólo nominalmente, y mi único objetivo es impedir que tenga problemas por culpa mía. Es una persona respetabilísima, con mujer e hijos; antes estaba en la Real Artillería...
—Amigo mío, se me da una higa de toda el Arma de la Real Artillería: oficiales, soldados, armones, carros, caballos, cañones y municiones.
—Muy probable, señor. Pero a mí me importa mucho que Bagnet y su señora y su familia no se vean perjudicados por culpa mía. Y si pudiera sacarlos sanos y salvos de este asunto, no me quedaría más remedio que renunciar, sin ninguna otra consideración, a lo que deseaba usted de mí el otro día.
—¿Lo tiene usted aquí?
—Aquí lo tengo, caballero.
—Sargento —continúa diciendo el abogado con su tono monótono y desapasionado, más difícil de afrontar que la vehemencia más desatada—, decídase usted mientras le hablo, porque esta vez es la última oportunidad. Cuando termine de hablar, habré acabado con el tema, y no voy a volver sobre él. Que quede bien claro. Puede usted dejar aquí durante unos días lo que haya traído con usted, si quiere; puede llevárselo inmediatamente, si lo prefiere. Si decide usted dejarlo aquí, puedo hacer una cosa por usted: puedo hacer que el asunto vuelva a su situación anterior, y además puedo comprometerme con usted por escrito a que jamás se moleste a este hombre, a Bagnet, en modo alguno hasta que se haya actuado contra usted a todos los niveles, y hasta que usted haya agotado todos sus medios antes de que el acreedor se ocupe de los de él. Esto equivale, prácticamente, a liberarlo a él de su obligación. ¿Ha decidido usted?
El soldado se lleva la mano al pecho, y responde con un largo suspiro:
—No me queda más remedio, caballero.
Entonces, el señor Tulkinghorn se pone las gafas, se sienta y escribe el compromiso, que lee lentamente, y se lo explica a Bagnet, el cual ha estado todo este tiempo mirando al techo, y que se ha vuelto a llevar la mano a la calva, bajo este nuevo chaparrón verbal, y parece necesitar desesperadamente a su viejita para que exprese lo que él opina. Después, el soldado se saca del bolsillo del pecho un papel doblado, que coloca de mala gana junto al codo del abogado.
—No es más que una carta con instrucciones, caballero. La última que recibí de él.
Busque usted una piedra de molino, señor George, si aspira a ver un cambio de expresión, porque antes lo hallará en ella que en la cara del señor Tulkinghorn cuando éste abre y lee la carta. La vuelve a doblar y la deja en su escritorio con un gesto tan imperturbable como el de la Muerte.
Tampoco tiene nada más que hacer o que decir, salvo hacer un gesto de asentimiento con los mismos modales frígidos y descorteses, y decir brevemente:
—Pueden irse ustedes. ¡Hagan salir a estos hombres! —que cuando salen se dirigen a comer a la residencia del señor Bagnet.
Una carne de vaca hervida con verduras constituye la variación del menú anterior de carne de cerdo hervida con verduras, y la señora Bagnet sirve la comida de la misma forma, y la sazona con el mejor de los humores, pues es esa especie rara de viejita que recibe el Bien en sus brazos sin una sugerencia de que podría ser Mejor, y percibe un rayo de luz siempre que advierte la cercanía de las tinieblas. Las tinieblas en esta ocasión son las que se ciernen sobre el ceño del señor George, que está desusadamente pensativo y deprimido. Al principio, la señora Bagnet confía en que las carantoñas combinadas de Quebec y de Malta sirvan para animarlo, pero cuando ve que estas dos señoritas advierten que en estos momentos su Bluffy no es el Bluffy que han conocido en sus juegos, despide a la infantería ligera y le permite que maniobre a sus anchas en el campo abierto del hogar doméstico.
Pero él no maniobra a sus anchas. Mantiene el orden cerrado, sombrío y deprimido. Durante el largo proceso de limpiar y secar, cuando él y el señor Bagnet reciben sus pipas, no está mejor que durante la comida. Se le olvida fumar, contempla la chimenea y piensa, deja que se le apague la pipa, y llena el ánimo del señor Bagnet de preocupación e inquietud al mostrar que no disfruta con el tabaco.
En consecuencia, cuando reaparece por fin la señora Bagnet, sonrosada por efecto del agua caliente, que la ha reanimado, y se sienta a sus labores, el señor Bagnet gruñe:
—¡Viejita! —y le hace guiños para indicarle que averigüe qué pasa.
—¡Pero, George! —exclama la señora Bagnet, enhebrando despaciosamente su aguja—. ¡Qué desanimado estás!
—¿Ah, sí? ¿No soy buena compañía? Bueno, me temo que no.
—¡No parece Bluffy, madre! —exclama la pequeña Malta.
—Debe de ser que no se siente bien, madre —añade Quebec.
—¡Desde luego, no es buena señal eso de no parecer Bluffy, es verdad! —contesta el soldado, besando a las damiselas—. Pero es verdad, me temo que es verdad. ¡Estas pequeñas siempre tienen razón! —añade con un suspiro.
—George —dice la señora Bagnet, trabajando afanosamente—, si creyera que estás enfadado por pensar en lo que la mujer gritona de un viejo soldado (que después se hubiera podido morder la lengua, y casi hubiera debido hacerlo) te dijo esta mañana, no sé qué decirte ahora.
—Pero, querida amiga mía —replica el soldado—. Ni hablar de eso.
—Porque de verdad de la buena, George, lo que yo decía o quería decir era que te confiaba a Lignum y que estaba segura de que me lo devolverías sano y salvo. ¡Y eso precisamente es lo que has hecho!
—¡Gracias, querida amiga! —dice George—. Me alegro de que tenga usted tan alta opinión de mí.
Al dar un apretón amistoso a la mano de la señora Bagnet, en la cual tiene sus labores, pues ella está sentada a su lado, la atención del soldado se ve atraída hacia la cara de ella. Tras contemplarla un momento, mientras ella sigue cosiendo, mira hacia el joven Woolwich, que está sentado en su taburete en un rincón, y llama al flautista.
—Mira, hijo mío —dice George, atusando muy suavemente el pelo de la madre con la mano—, ahí tienes una frente amable. Llena de amor por ti, muchacho. Un poco marcada por el sol y el viento a fuerza de seguir a tu padre a todas partes y de cuidar de vosotros, pero tan fresca y tan sana como una manzana madura.
La cara del señor Bagnet expresa, en la medida en que lo permite su carácter leñoso; la mayor aprobación y aquiescencia.
—Llegará el momento, muchacho —continúa diciendo el soldado— en que el pelo de tu madre se vuelva gris, y en que su frente esté cruzada y surcada de arrugas, y entonces será una estupenda viejecita. Ahora, cuando eres joven, preocúpate de que más adelante puedas decirte: «Yo nunca tuve la culpa de una sola de las arrugas de su frente! » Pues de toda la serie de cosas en que podrás pensar cuando seas mayor, Woolwich, ¡más te vale tener ésa en que pensar!
El señor George concluye levantándose de su silla, sentando en ella al chico junto a su madre y diciendo, con un aire un tanto apresurado, que se va un momento a la calle a fumar su pipa.
CAPITULO 35
La narración de Esther
Estuve varias semanas enferma, y mi régimen habitual de vida se convirtió en un mero recuerdo. Pero ello no fue efecto del tiempo, sino del cambio de todos mis hábitos, impuesto por la impotencia y la inactividad de una enfermería. Antes de llevar demasiados días confinada en ella, pareció que todo se había retirado a una distancia remota, en la que existía poca o ninguna separación entre las diversas etapas de mi vida, que en realidad se habían dividido por años. Parecía que hubiera cruzado un lago sombrío y hubiera dejado todas mis experiencias, amontonadas a lo lejos, en la costa de los años de salud.
Aunque al principio me preocupaba mucho que mis deberes domésticos quedaran sin realizar, pronto quedaron tan lejos como mis antiguas funciones en Greenleaf, o las tardes de verano en que volvía de la escuela, con mi cartera bajo el brazo y mi sombra infantil a mi lado, a casa de mi madrina. Hasta entonces nunca había comprendido lo breve que era la vida en realidad, y en qué pequeño espacio podía la imaginación colocarla.
Mientras estuve muy enferma, la forma en que aquellas divisiones del tiempo se confundían las unas con las otras me inquietaba mucho. Convertida simultáneamente en una niña, una adolescente y la mujercita que había sido tan feliz, no sólo me sentía oprimida por todas las preocupaciones y todas las dificultades inherentes en cada una de esas edades, sino por la gran perplejidad de tratar incesantemente de reconciliar las unas con las otras. Supongo que serán pocos los que no hayan pasado por una circunstancia así que puedan comprender del todo lo que digo, ni la dolorosa inquietud que todo ello me causaba.
Por el mismo motivo, casi temo aludir a aquel momento de mi dolencia (pareció una larga noche, pero creo que fueron varios días y varias noches) en el que subía laboriosamente enormes escaleras, tratando siempre de llegar arriba y siempre tenía, como ya había visto yo en alguna ocasión que ocurría a algún gusano en los senderos del jardín, que volverme atrás debido a una obstrucción, y empezar de nuevo otra vez. Comprendía perfectamente a intervalos, y vagamente casi siempre, que estaba en mi cama, y hablaba con Charley, y sentía el contacto de ésta, y la reconocía muy bien, pero me oía a mí misma quejarme: «¡Otra vez esas escaleras inacabables, Charley..., cada vez más..., y llegan al cielo, creo!», y volvía a reanudar mi ascensión.
¿Osaré mencionar aquellos momentos peores en que veía enfilado en medio de un gran espacio negro un collar flamígero, o un anillo candente, o un círculo forma do por una especie de estrellas, una de cuyas piezas era yo? ¿Y cuando lo único que pedía era que me separaran del resto, y cuando constituía una agonía y una desgracia tan inexplicable formar parte de aquella cosa horrible?
Quizá cuanto menos hable de aquellas experiencias de mi enfermedad, menos aburrida y más inteligible seré. No las recuerdo para causar tristeza a otros, ni porque ahora me sienta en absoluto triste al recordarlas. Quizá si supiéramos más de esos extraños sufrimientos, podríamos aliviar mejor su intensidad.
El reposo que seguía, el largo sueño delicioso, el bendito descanso, cuando en mi debilidad me sentía demasiado calmada para preocuparme de mí misma y podría haber escuchado (o eso pienso ahora) que estaba muriéndome sin más emoción que un amor compasivo por quienes me sobrevivirían; no sé, quizá ese estado se pueda comprender mejor. En él me hallaba la primera vez que me retiré de la luz cuando ésta volvió a brillar sobre mí, y comprendí con una alegría sin límites, para expresar la cual no existen sufi-cientes palabras de regocijo, que iba a recuperar la vista.
Había oído cómo Ada lloraba ante mi puerta día y noche; la había oído exclamar que yo era cruel y no la quería; la había oído rogar e implorar que se la dejara entrar a ser mi enfermera y cuidarme y no volver a apartarse de mi lecho, pero cuando yo podía hablar, no decía más que: «Jamás, cariño mío, jamás!», y había recordado a Charley una vez tras otra que tenía que impedir la entrada de mi niña en mi habitación, tanto si yo vivía como si moría. Charley me había sido fiel en mi hora de necesidad, y con su mano diminuta y su corazón de gigante había mantenido cerrada la puerta.
Pero ahora, a medida que iba recuperando la vista y que cada día me llegaba más plena y brillante la gloriosa luz, ya podía leer las cartas que me escribía todas las mañanas y las tardes mi niña, y podía llevármelas a los labios y poner en ellas mi mejilla sin temor de hacerle daño a ella. Podía ver cómo mi doncellita recorría las dos habitaciones poniéndolo todo en orden, y cómo volvía a hablar animadamente con Ada por la ventana que se había vuelto a abrir. Podía comprender el silencio de la casa, y la delica-deza que éste revelaba por parte de todos los que siempre habían sido tan buenos conmigo. Podía llorar por la exquisita felicidad que sentía en mi corazón, y sentirme tan feliz en mi debilidad como antes me había sentido en mi vigor.
Poco a poco empecé a recuperar fuerzas. En lugar de quedarme echada con aquella calma tan extraña, observando lo que hacían por mí, como si lo estuvieran haciendo por otra persona a la que yo compadeciera en silencio, empecé a ayudar un poco, y poco a poco cada vez más, hasta que empecé a valerme por mí misma, y me interesé y volví a sentir apego a la vida.
¡Qué bien recuerdo la agradable tarde en la que por primera vez me erguí sobre las almohadas en mi lecho para disfrutar de un estupendo té con Charley! La criaturita (sin duda enviada al mundo para cuidar de los débiles y de los enfermos) estaba tan contenta y tan ocupada, y se detenía tantas veces en sus preparativos para ponerme la cabeza en mi seno y acariciarme y llorar con lágrimas de alegría de lo feliz que se sentía, lo feliz que se sentía, que me vi obligada a decir: «¡Charley, si sigues así tendré que recostarme otra vez, cariño mío, porque será que estoy más débil de lo que yo pensaba!» Entonces, Charley se quedó más silenciosa que un ratón y fue con su cara radiante acá y allá por las dos habitaciones, saliendo de la sombra a la bendita luz del sol, y del sol a la sombra, mientras yo la contemplaba en paz. Cuando terminaron todos sus preparativos y estuvo lista ante mi lecho la bonita mesita del té, con sus golosinas para tentarme, con su mantelito blanco y sus flores, y todo lo que me había preparado con tanto cariño Ada en el piso de abajo, me sentí segura de tener suficientes fuerzas para decirle a Charley algo que llevaba un tiempo pensando.
Primero felicité a Charley por cómo se hallaba la habitación, que verdaderamente estaba tan fresca y ventilada, tan inmaculada y ordenada, que apenas si me podía imaginar que hubiera llevado yo tanto tiempo enferma. Aquello le encantó a Charley, cuya cara estaba más reluciente que nunca.
—Pero Charley —dije, mirando en mi derredor—, estoy segura de que me falta algo a lo que estoy acostumbrada.
La pobrecita Charley miró también en su derredor y meneó la cabeza, como si no se diera cuenta de que faltaba algo.
—¿Están todos los cuadros igual que antes? —le pregunté.
—Todos, señorita —dijo Charley.
—¿Y los muebles, Charley?
—Menos los que he movido para dejar más espacio, señorita.
—Sin embargo —dije—, echo de menos algunas de las cosas conocidas. ¡Ah, ya sé lo que es, Charley! Es el espejo.
Charley se levantó de la mesa, como si se le hubiera olvidado algo, y se fue al cuarto de al lado, y desde allí escuché sus gemidos.
Yo ya había pensado muchas veces en aquello. Ahora estaba segura. Podía dar gracias a Dios porque no me iba a llegar de sorpresa. Dije a Charley que volviera, y cuando volvió (al principio fingiendo una sonrisa, pero poniendo cara de pena a medida que se me iba acercando), la tomé en mis brazos, y le dije:
—No importa, Charley. Espero poder arreglármelas muy bien sin mi antigua cara.
Ya estaba yo lo bastante bien como para sentarme en una butaca e incluso para avanzar tambaleante hasta el cuarto de al lado, apoyada en Charley. También allí había desaparecido el espejo de su lugar habitual, pero no por ello era más duro soportar lo que me tocaba soportar.
Mi Tutor había deseado visitarme en todos los momentos, y ahora ya no había ningún motivo para que yo me negara aquella dicha. Vino una mañana, y cuando entró no pudo hacer más que abrazarme y decir: « ¡Hija mía, querida! » Yo sabía desde hacía mucho tiempo (¿y quién iba a saberlo mejor que yo?) cuán generoso era el manantial de afecto y generosidad que manaba de su corazón, ¿y no quedaban mis triviales sufrimientos y cambios compensados por ocupar un lugar así en él? «¡Sí!», pensé. «Me ha visto, y me quiere más que antes; me ha visto, y me tiene todavía más cariño que antes, ¿cómo me voy a lamentar?»
Se sentó a mi lado en el sofá, e hizo que me apoyara en su brazo. Se quedó un rato tapándose la cara con la mano, pero cuando la apartó, recuperó su comportamiento de costumbre: es imposible que jamás haya habido, que jamás pueda haber, comportamiento más agradable.
—Mujercita —dijo—, qué momentos tan tristes hemos pasado. ¡Y qué mujercita tan inflexible has sido todo este tiempo!
—Pero con razón, Tutor —respondí.
—¿Con razón? —preguntó cariñosamente—. Claro, con razón. Pero ahí estábamos Ada y yo, totalmente abandonados y entristecidos, ahí estaba tu amiga Caddy, que iba y venía a todas horas, ahí estaba toda la gente de la casa, totalmente desolada y compungida, ahí estaba el pobre Rick, que esperaba y escribía (¡y me escribía a mí!), de ansiedad por ti.
Sabía lo de Caddy por las cartas de Ada, pero nada de Richard. Se lo dije.
—Bueno, querida mía —me contestó—, es que pensé que era mejor no mencionárselo a ella.
—¿Y dice usted que le ha estado escribiendo a usted? —pregunté, repitiendo la forma en que había subrayado él sus palabras—. ¡Como si no fuera natural que lo hiciese, Tutor, como si tuviera un mejor amigo al que escribir!
—Él cree que sí, amor mío —replicó mi Tutor—, y muchos. La verdad es que me escribió muy a su pesar, porque no podía escribirte a ti con esperanza alguna de res-puesta; me escribió en tono frío, altivo, distante, resentido. Bueno, mujercita querida, tenemos que considerarlo con tolerancia. No es culpa suya. Jarndyce y Jarndyce lo ha sacado de sus casillas, y me ha pervertido a sus ojos. Sé que ha tenido ese mismo efecto en muchas ocasiones. Creo que si intervinieran en el asunto dos ángeles, también les cambiaría el carácter.
—A usted no se lo ha cambiado, Tutor.
—Ay, sí que me lo ha cambiado, cariño —dijo él, riéndose—. Ha hecho que el viento del Mediodía sople de Levante. No podría decirte con cuánta frecuencia. Rick no se fía, y sospecha de mí: va a ver abogados, que le enseñan a desconfiar y sospechar de mí. Oye decir que tengo intereses conflictivos con los suyos, que mis aspiraciones están en conflicto con las suyas, y lo que quieras. Mientras que el Cielo sabe que si yo pudiera escapar a las montañas de peluconeo en las que por desgracia lleva tanto tiempo enterrado mi apellido (cosa que no puedo hacer), o si pudiera eliminarlas mediante la extinción de mi propio derecho inicial (cosa que tampoco puedo hacer, y creo que no hay poder humano que pueda hacer, hasta tal punto hemos llegado), lo haría inmediatamente. Preferiría que Rick recuperase su carácter verdadero antes que gozar de todo el dinero que los pleiteantes muertos, destrozados en cuerpos y almas en la rueda de la Cancillería, han dejado sin reclamar ante el Contable General, y te aseguro, querida mía, que ese dinero bastaría para erigir una pirámide en memoria de la perversidad transcendental de la Cancillería.
—¿Es posible, Tutor, que Richard pueda tener sospechas de usted? —pregunté, sorprendida.
—Ay, amor mío, amor mío —dijo él—, es propio del sutil empozoñamiento de esos abusos incubar esas enfermedades. Tiene una infección de la sangre, y a sus ojos los objetos pierden sus aspectos naturales. No es culpa de él.
—Pero es una desgracia terrible, Tutor.
—Mujercita, lo que es una desgracia terrible es verse alguna vez succionado por la influencia de Jarndyce y Jarndyce. No conozco desgracia peor. Poco a poco, Rick se ha visto inducido a confiar en esa mala hierba, que comunica una parte de su maldad a todo lo que la rodea. Pero vuelvo a decir de todo corazón que hemos de tener paciencia con el pobre Rick y no echarle la culpa. ¡Cuántos corazones sanos no habré visto yo corrompidos por ese mismo medio!
No pude por menos de expresar algo de mi sorpresa y de mi pesar por el hecho de que sus intenciones tan benévolas y desinteresadas hubiesen valido de tan poco.
—No digamos eso, señora Durden —replicó en tono animado—. Creo que Ada está más contenta, de manera que eso llevamos de ganado. Creí que yo y los dos muchachos podríamos ser amigos, en lugar de enemigos desconfiados, y que en eso podríamos vencer al pleito, y ser lo bastante fuertes como para resistirnos a él. Pero era demasiado esperar. Jarndyce y Jarndyce fueron las cortinas de la cuna de Rick.
—Pero, mi querido Tutor, ¿no podemos esperar que un poco de experiencia le demuestre lo malo que es todo eso?
—Podemos esperarlo, Esther mía —dijo el señor Jarndyce—, y que esa experiencia no le llegue demasiado tarde. En todo caso, no debemos ser demasiado duros con él. Ahora mismo no hay demasiados hombres mayores y maduros que, si se vieran metidos en ese mismo Tribunal con otros pleiteantes, no se verían cambiados vitalmente y depreciados al cabo de tres años..., de dos..., de uno. ¿Cómo puede sorprendernos lo que le ocurre al pobre Rick? Un joven tan infortunado —y aquí bajó el tono de la voz, como si estuviera pensando en voz alta— que al principio no puede creer (y, ¿quién podría creerlo?) que la Cancillería es lo que es. Espera de ella, febril y esporádicamente, que haga algo por sus intereses y resuelva sus problemas. Ella le da largas, lo desilusiona, lo somete a pruebas y torturas; va limando sus esperanzas y su paciencia optimistas, gota a gota; pero él sigue esperando que ella haga algo, lo ansía y se encuentra con que todo su mundo es traicionero y huero. ¡Bien, bien, bien! ¡Basta ya de estas cosas, cariño mío!
Durante todo aquel tiempo me había tenido apoyada contra sí, y su ternura me resultaba algo tan precioso que apoyé la cabeza en su hombro y lo amé como si hubiera sido mi padre. No sé cómo, en aquel momento decidí en mi fuero interno ir a ver a Richard cuando me sintiera más fuerte para aclararle la realidad de las cosas.
—Hay temas mejores que ése —dijo mi Tutor para un momento tan feliz como el de la recuperación de nuestra querida muchachita. Y se me ha encargado que abordara uno de ellos en cuanto pudiera iniciar una conversación. ¿Cuándo puede Ada venir a verte, hija mía?
También yo había estado pensando en aquello. Un poco en relación con los espejos desaparecidos, pero no demasiado, pues sabía que mi niñita no cambiaría porque mi cara hubiera cambiado.
—Querido Tutor —dije—, como hace tanto tiempo que se lo tengo prohibido, aunque la verdad es que para mí es como la luz del día...
—Lo sé muy bien, señora Durden, muy bien.
Era tan bueno, su contacto expresaba una compasión y un afecto tan entrañables, y el tono de su voz me confortaba de tal modo el corazón, que me detuve un momento, porque no podía seguir. Me dijo:
—Ya sé, ya sé, estás cansada. Descansa un rato.
—Como hace tanto tiempo que tengo apartada a Ada —volví a empezar al cabo de un rato—, creo que me gustaría seguir sola algún tiempo, Tutor. Lo mejor sería que me alejara durante algún tiempo antes de volver a verla. Si Charley y yo pudiéramos irnos a una posada en el campo en cuanto yo pueda viajar, y si pudiera pasar allí una semana, para ir recuperando las fuerzas y respirar el aire libre, y contemplar la dicha de volver a ver a Ada, creo que sería lo mejor para todos.
Espero que no fuera mezquino por mi parte el desear irme acostumbrando a los cambios producidos en mí antes de enfrentarme a la mirada de la niñita a la que tan ardientemente deseaba volver a ver, pero es verdad. Eso es lo que deseaba. Estoy segura de que él me comprendió, pero no era eso lo que temía yo. Si hubiera sido una mezquindad, estoy segura de que él lo habría comprendido.
—Nuestra mujercita mimada —dijo mi Tutor— hará lo que desea, incluso cuando se muestra inflexible, aunque sé que esto costará algunas lágrimas en el piso de abajo. ¡Y fíjate! Aquí está Boythorn, el espíritu de la caballería andante, que jura en términos tan feroces que jamás se podrían transcribir, que si no vas a ocupar toda su casa, que él ha dejado vacía expresamente para eso, ¡por el Cielo y por la Tierra que la derribará y no dejará un ladrillo sobre otro!
Y mi Tutor me puso en la mano una carta, que no comenzaba normalmente diciendo «Querido Jarndyce», sino que se lanzaba directamente a decir: «Juro que si la señorita Summerson no viene a tomar posesión de mi casa, que dejo vacía para ella en el día de hoy a la una de la tarde», y después con toda seriedad y en los términos más enfáticos pasaba a hacer la extraordinaria declaración que había citado mi Tutor. No por reírnos por su contenido apreciamos menos al autor, y decidimos que al día siguiente le enviaría yo una carta de agradecimiento y aceptación de su oferta. A mí me parecía muy agradable, porque de todos los sitios que se me podían ocurrir, a ninguna me apetecía tanto ir como a Chesney Wold.
—Y ahora, mujercita —dijo mi Tutor mirando al reloj—, antes de subir aquí me dieron una hora fija, porque no tienes que cansarte demasiado, y he agotado mi tiempo hasta el último minuto. Me queda una última petición: la pobre señorita Flite, al oír el rumor de que estabas enferme, se ha venido sin más, a pie (20 millas, pobrecilla, con un par de zapatillas de baile), a ver cómo estabas. Gracias a Dios estábamos en casa, porque si no se hubiera vuelto a pie.
¡La conspiración de siempre para hacerme feliz! ¡Parecía que todo el mundo estuviera implicado en ella!
—Y ahora, cariño mío —dijo mi Tutor—, si no te resultara fatigoso permitir que te viniera a ver una tarde esa personilla inofensiva, antes de salvar a la casa de Boythorn (que por lo demás está muy apegado a ella) de la demolición, ¡creo que la dejarías más orgullosa y más complacida consigo mismo de lo que pudiera hacer yo (pese a que mi eminente apellido es Jarndyce) en toda mi vida!
No me cabe duda de que él comprendía que habría algo en la simple imagen de aquella pobre víctima que me penetraría la mente como una lección amable en aquellos momentos. Lo advertí mientras me hablaba. No pude decirle con suficiente sinceridad lo dispuesta que estaba yo a recibirla. Siempre le había tenido compasión, y nunca tanta como ahora. Siempre me había sentido contenta de mi humilde capacidad para confortarla en sus calamidades, pero nunca, ni la mitad de contenta que ahora.
Decidimos una fecha para que viniera la señorita Flite en la diligencia a compartir mi tempranera cena. Cuando se marchó mi Tutor, apoyé la cabeza en el sofá y recé para que se me perdonara si, pese a estar rodeada de tantas bendiciones, me había exagerado a mí misma la pequeña prueba que había tenido que sufrir. Me volvió a la mente la oración infantil de aquel antiguo cumpleaños, cuando había aspirado a ser industriosa, alegre y leal, y hacerle algo de bien a alguien, y lograr que alguien me quisiera, con una sensación de reproche al recordar de cuanta felicidad había gozado desde entonces, y todos los corazones afectuosos que se habían vuelto hacia mí. Si ahora me mostraba débil, ¿de qué me habían servido todas aquellas bendiciones? Repetí la vieja plegaria infantil con sus viejas palabras infantiles y vi que no había perdido su vieja capacidad para tranquilizarme.
Ahora mi Tutor venía a verme todos los días. Al cabo de una semana o poco más, yo podía pasearme por nuestras dos habitaciones y sostener largas conversaciones con Ada, desde detrás de la cortina de la ventana, pero nunca la veía, porque todavía no me atrevía a mirar aquella cara tan bianamada, aunque hubiera podido hacerlo fácilmente sin que ella me viera a mí.
El día designado llegó la señorita Flite. La pobrecilla entró corriendo en mi habitación, olvidándose totalmente de su habitual dignidad, y gritando desde el fondo de su corazón: «¡Mi querida Fitz-Jarndyce! », se me lanzó al cuello y me besó veinte veces.
—¡Dios mío! —dijo llevándose la mano al ridículo—, no llevo más que documentos, mi querida Fitz-Jarndyce; tengo que pedirle prestado un pañuelo. Charley le pasó uno, y aquella buena mujer desde luego lo necesitaba, porque se lo llevó a los ojos con ambas manos y se quedó sentada, derramando lágrimas durante los diez minutos siguientes.
—Es la alegría, mi querida Fitz-Jarndyce —explicó cuidadosamente—. No tengo el menor pesar. La alegría de volverla a ver recuperada. La alegría de tener el honor de que se me permita verla a usted. Hija mía, le tengo a usted mucho más cariño que al Canciller. Aunque es verdad que acudo regularmente al Tribunal. A propósito, querida mía, hablando de pañuelos...
Y entonces la señorita Flite miró a Charley, que había ido a recibirla al punto de parada de la diligencia. Charley me lanzó una mirada, y pareció que no sentía deseos de hacer caso de la sugerencia.
—E-xac-ta-men-te —dijo la señorita Flite—, perfec-to. ¡Eso es! Ya sé que es muy indiscreto por mi parte mencionarlo, pero mi querida señorita Fitz-Jarndyce, me temo que a veces (dicho sea entre nosotras, usted me entiende), divago un poco —dijo la señorita Flite, llevándose la mano a la frente—. Nada más.
—¿Qué iba usted a decirme? —pregunté con una sonrisa, pues vi que quería continuar—. Me ha despertado usted la curiosidad, y ahora tiene que satisfacerla.
La señorita Flite miró a Charley como para pedirle consejo en aquella importante grave crisis, y Charley le dijo:
—Señora, con su permiso, es mejor que se lo diga usted —lo cual agradó enormemente a la señorita Flite.
—Nuestra amiguita es muy sagaz —me dijo con su habitual aire misterioso—. Diminuta ¡pero muy sa-gaz! Bueno, hija mía, es una anécdota muy bonita. Nada más. Pero me parece encantadora, ¿quién te crees que nos ha seguido por el camino desde la diligencia, hija mía, más que una pobrecilla con un sombrero muy feo... ?
—Jenny, con su permiso, señorita —interpuso Charley.
—¡Exactamente! —aprobó la señorita Flite con la mayor placidez—. Jenny. ¡Eso es! Y, ¿qué le dice a nuestra joven amiga más que a su casita ha venido una dama con velo a preguntar cómo está de salud mi querida Fitz-Jarndyce, y a llevarse un pañuelito como una especie de recuerdo, sólo porque había pertenecido a mi encantadora Fitz-Jarndyce! ¡Verdaderamente, me parece encantador por parte de la señora del velo!
—Con su permiso, señorita —dijo Charley, a quien había mirado yo un tanto sorprendida—, Jenny dice que cuando murió su bebé usted le dejó un pañuelo y que ella lo conservó y lo dejó con las cositas del bebé. Creo, con su permiso, que en parte fue porque era de usted, señorita, y en parte porque había servido para tapar al bebé.
—Diminuta —susurró la señorita Flite, con una serie de gestos en torno a su propia frente para expresar la capacidad intelectual de Charley—. ¡Pero sa-ga-cí-si-ma! ¡Tan clara! ¡Hija mía, se expresa con más claridad que ninguno de los abogados que he oído en mi vida!
—Sí, Charley —dije yo—. Ya me acuerdo. Y, ¿qué pasó?
—Bueno, señorita —siguió Charley—, ése fue el pañuelo que se llevó la señora. Y Jenny quiere que sepa usted que ella no se hubiera deshecho de él ni por un montón de dinero, pero que la señora se lo llevó y le dejó algo de dinero. Pero Jenny no la conoce, con su permiso, señorita.
—Y, ¿quién podrá ser? —pregunté.
—Hija mía —sugirió la señorita Flite, llevándome la boca al oído con la más misteriosa de sus miradas—, a mi juicio (y no se lo mencione a nuestra diminuta amiga), es la esposa del Lord Canciller. Ya sabe usted que está casado Y tengo entendido que le hace la vida imposible. ¡Le aseguro que tira al fuego los papeles de Su Señoría si el Canciller no paga al joyero!
En aquel entonces no pensé demasiado en la señora, pues tenía la impresión de que podría tratarse de Caddy. Además, me distraía la atención nuestra visitante, que había llegado con frío de su viaje y parecía tener hambre, y que, cuando nos trajeron la cena, necesitó algo de ayuda para ataviarse con gran satisfacción con un chal lamentablemente viejo y un par de guantes muy gastados y cosidos varias veces, que se había traído consigo en un hatillo de papel. Además, tuve que presidir la cena, consistente en un plato de pescado, un ave asada, mollejas, verduras, un flan y vino de Madeira, y me resultó tan agradable ver cómo disfrutaba con todo aquello, y la pompa y la ceremonia con que le hacía los honores, que al cabo de poco no pude pensar en otra cosa.
Cuando terminamos, con el postre ante nosotras, adornado por las manos de mi niña, que no permitía a nadie más supervisar la preparación de todo lo que me daban, la señorita Flite estaba tan charlatana y tan contenta que pensé en volver a llevarla a su anécdota anterior, ya que tanto le agradaba hablar de sí misma. Empecé diciendo:
—¿Hace muchos años que conoce usted al Lord Canciller, señorita Flite?
—Ay, muchos, muchísimos años, hija mía. Pero estoy esperando un veredicto. Dentro de poco.
Incluso aquellas palabras esperanzadas reflejaban tal preocupación que me hizo dudar si había hecho bien en referirme al tema. Creí que no debía volver a mencionarlo.
—Mi padre esperaba un veredicto —dijo la señorita Flite—. Mi hermano. Mi hermana. Todos esperaban un veredicto. El mismo que espero yo.
—Todos han...
—Sí-í. Han muerto, hija mía, claro está —dijo. Cuando vi que iba a continuar, pensé que lo mejor era hacerle un favor atacando directamente el tema, en lugar de eludirlo.
—Y, ¿no sería más prudente dejar de esperar ese veredicto? —pregunté.
—¡Pero, hija mía, claro que lo sería! —respondió inmediatamente.
—¿Y dejar de asistir al Tribunal?
—También, claro —me contestó—. Resulta muy cansado estar siempre en espera de algo que no llega nunca, mi querida Fitz-Jarndyce. ¡Le aseguro que cansa a no poder más!
Me mostró un brazo, que verdaderamente estaba delgadísimo.
—Pero, hija mía —continuó con su tono de misterio—, ese lugar ejerce un atractivo misterioso. ¡Chist! No se lo mencione a nuestra diminuta amiga cuando vuelva. Puede darle miedo. Y con razón. El lugar ejerce un atractivo cruel. Es imposible dejarlo. Y hay que tener esperanza. Traté de convencerla de que no era así. Me escuchó con paciencia y con una sonrisa, pero ya tenía su propia respuesta preparada:
—¡Claro, claro, claro! Es lo que cree usted porque yo divago un tanto. Con-fun-den mucho las divagaciones, ¿no? Claro que con-fun-den. La cabeza. Lo sé. Pero, hija mía, yo llevo muchos años yendo allí, y me he dado cuenta. Es la Maza y el Sello que hay encima de la mesa .
Le pregunté sin presionarla qué por qué era aquello.
—Absorben —me contestó la señorita Flite—. Absorben a las gentes, hija mía. Les absorben la paz. Les absorben el sentido común. Les absorben hasta el aspecto. Hasta todas sus buenas cualidades. A veces he sentido que incluso me absorben por la noche. ¡Diablos fríos y relucientes!
Me dio varios golpecitos en el brazo mientras asentía bienhumorada, como si sintiera grandes deseos de hacerme comprender que no había ningún motivo para tenerle miedo a ella, pese al tono sombrío que empleaba, y a los terribles secretos que me confiaba.
—Veamos —me dijo—; voy a contarle mi propio caso. Antes de que me absorbieran (antes de que si siquiera los viera), ¿qué es lo que hacía yo? ¿Tocaba la pandereta? No. El tambor. Yo y mi hermana hacíamos bordados de tambor. Nuestro padre y nuestro hermano trabajaban en la construcción. Vivíamos todos juntos. ¡Y é-ra-mos muy respetables, hija mía! El primero al que absorbieron fue mi padre..., lentamente. Con él absorbieron nuestra casa. Al cabo de unos años se había convertido en un hombre enfurecido, amargado, caído en quiebra, sin una palabra amable ni una mirada amable para nadie. Y antes era tan distinto, Fitz-Jarndyce. Lo absorbieron hasta llevarlo a una prisión por deudas. Murió en ella. Después mi hermano se vio absorbido (rápidamente) hasta caer en la bebida. A la miseria. Y a la muerte. Después absorbieron a mi hermana. ¡Chist! ¡No me pregunte a dónde la llevaron! Después yo caí enferma y en la miseria, y oí decir, como había oído decir tantas veces antes, que todo ello era obra de la Can-cillería. Cuando me puse mejor, fui a ver al Monstruo. Y entonces averigüé cómo era, y me sentí absorbida hasta quedarme allí.
Tras terminar su propia y breve narración, al pronunciar la cual había hablado en voz baja y tensa, como si todavía tuviera recientes aquellas impresiones, recuperó gradualmente su aire habitual de importancia amistosa.
—¡No me acaba usted de creer del todo, querida niña! ¡Bueno, bueno! Ya me creerá algún día. Ya sé que divago un poco. Pero lo he advertido. He visto llegar muchas caras nuevas que no sospechaban nada, y que se han visto absorbidas por la influencia de la Maza y el Sello, en todos estos años. Como le ocurrió a mi padre. Y a mi hermano. Y a mi hermana. Y a mí misma. Escucho como Kenge el Conversador y todos ésos dicen a las caras nuevas: «Ahí está la señorita Flite. Vamos, usted es nuevo aquí, ¡tenemos que presentarle a la señorita Flite! ». Muy bien. ¡Seguro es un gran placer para mí tener el honor! Y todos nos reímos. Pero, Fitz-Jarndyce, sé lo que va a ocurrir. Sé mucho mejor que ellos mismos cuándo empieza la atracción. Conozco los indicios, hija mía. Los vi empezar en Gridley. Y los vi terminar. Mi querida Fitz-Jarndyce —y volvió a hablar en voz baja—. Los he visto empezar en nuestro amigo el Pupilo de Jarndyce. Que alguien lo frene. O la absorción lo llevará a la ruina.
Se quedó mirándome en silencio un momento, mientras el gesto se le iba suavizando gradualmente hasta convertirse en una sonrisa. Como aparentemente temía haber estado demasiado sombría, y además también parecía que se le iba olvidando el tema, dijo cortésmente mientras bebía lentamente su vaso de vino:
—Sí, hija mía. Como le decía, estoy esperando un veredicto. Dentro de poco. Entonces, ya sabe, soltaré a mis pájaros y conferiré mercedes.
Me sentí muy impresionada por su alusión a Richard, y por el triste mensaje, tan claramente ilustrado por su cuerpecillo encogido, que se revelaba en medio de sus incoherencias. Pero, afortunadamente para ella, estaba otra vez muy contenta y radiante, llena de gestos. y de sonrisas.
—Pero, hija mía —me dijo alegremente, alargando la otra mano para ponerla en una de las mías—, no me ha felicitado usted por mi médico. ¡Vamos, no ha dicho ni una palabra!
Me vi obligada a confesar que no sabía exactamente de qué estaba hablando.
—De mi médico, el señor Woodcourt, hija mía, que ha sido tan atento conmigo. Aunque me prestó sus servicios de forma totalmente gratuita. Hasta el día del veredicto. Me refiero al veredicto que disolviera el hechizo al que me tienen sometida la Maza y el Sello.
—El señor Woodcourt está ahora tan lejos —dije—, que pensé que ya no era el momento de felicitarla, señorita Flite.
—Pero, hija mía —replicó—, ¿es posible que no sepa usted lo que ha pasado?
—No
—¡Pero si todo el mundo ha estado hablando de lo mismo, mi querida Fitz-Jarndyce!
—No —repetí—. Olvida usted cuánto tiempo llevo sin salir de aquí.
—¡Es verdad! Hija mía, por un momento... Es verdad. Es culpa mía. Pero la memoria, y todo lo demás, me ha quedado absorbida por culpa de lo que le he dicho. Una influencia e-nor-me, ¿no? Bueno, hija mía, ha habido un naufragio terrible en esos mares de las Indias orientales.
—¡Ha naufragado el señor Woodcourt!
—No se agite, hija mía. Está sano y salvo. Una me escena terrible. La muerte en todas sus formas. Centenares de muertos y de moribundos. Incendio, tormenta, oscuridad. Montones de gente a punto de ahogarse encuentran una peña. Allí y en todo momento mi querido médico se portó como un héroe. Tranquilo y valiente en toda circunstancia. Salvó muchas vidas, no se quejó ni una vez de hambre ni de sed. ¡Dio a los desnudos su propia ropa, tomó la iniciativa, les indicó qué hacer, los organizó, cuidó de los enfermos, enterró a los muertos y por fin llevó a lugar seguro a los pobres supervivientes! Hija mía, los pobres, que estaban al borde de la inanición, prácticamente lo adoraban. Cuando llegaron a tierra se echaron a sus pies y lo bendijeron. Todo el país habla de ello. ¡Un momento! ¿Dónde está mi bolso de documentos? Aquí lo tengo, para que lo lea usted, ¡y va a leerlo!
Y efectivamente leí toda aquella historia llena de nobleza, aunque con gran lentitud y de manera imperfecta, porque tenía los ojos tan cargados de lágrimas que no podía distinguir las letras, y lloré tanto que me vi obligada a soltar muchas veces de las manos el largo relato que la señorita Flite me había recortado del periódico. Me sentí tan orgullosa de haber conocido al hombre que había realizado tales actos de valor y generosidad, me sentí tan emocionada por su fama, admiré y adoré tanto lo que había hecho que envidié a las víctimas de la tempestad que se habían echado a sus pies y lo habían bendecido por salvarlos. Yo misma, que estaba tan lejos, hubiera podido ponerme de rodillas para bendecirlo, tan encantada estaba de que efectivamente fuera tan bueno y tan valiente. Pensé que nadie, ni madre, ni hermana, ni esposa, podía honrarlo más que yo. ¡Sí, lo pensé!
Mi pobre visitante me regaló el artículo, y cuando se levantó al empezar a caer la tarde, porque no quería perder la diligencia que la iba a llevar a casa, todavía seguía hablando del naufragio, mientras yo todavía no había podido tranquilizarme lo bastante para comprender todos los detalles de lo ocurrido.
—Hija mía —me dijo la señorita Flite mientras doblaba cuidadosamente su chal y sus guantes—, a mi valiente médico le deberían dar un Título. Y sin duda se lo darán. ¿Qué opina usted?
Que merecía uno, sí. Que jamás se lo fueran a dar, no.
—¿Por qué no, Fitz-Jarndyce? —preguntó con cierta severidad.
Dije que en Inglaterra no existía la costumbre de conferir títulos a hombres que se distinguieran por servicios de paz, por buenos y grandes que fueran, salvo alguna vez, cuando consistían en la acumulación de grandes sumas de dinero.
—Pero, Dios mío —dijo la señorita Flite—, ¿cómo puede usted decir eso? Sin duda debe de saber, hija mía, que las mayores glorias de Inglaterra en conocimientos, imaginación, humanitarismo activo y mejoras de toda suerte ingresan en su nobleza! Mire a su alrededor, hija mía, y reflexione. ¡Creo que ahora es usted la que divaga un poquito, si no sabe que ése es el motivo por el que siempre habrá títulos en este país!
Me temo que ella se creía lo que estaba diciendo, porque había momentos en que efectivamente estaba completamente loca.
Y ahora debo revelar el pequeño secreto que he estado tratando de mantener hasta ahora. A veces había pensado que el señor Woodcourt me amaba, y que si hubiera sido más rico, quizá me hubiera dicho que me amaba antes de irse. Y a veces había pensado que si lo hubiera hecho, yo me habría alegrado. ¡Pero cuánto mejor era ahora que no hubiera pasado jamás! ¡Cómo habría sufrido yo de haberle tenido que escribir y decirle que la pobre cara que él había conocido como mía no existía ya y que lo liberaba plenamente de su promesa, dada a alguien a quien no había visto nunca!
¡Era mucho mejor así! Como, piadosamente, se me había evitado un gran dolor, podía guardar en mi corazón mi infantil plegaria de llegar a ser todo lo que él había ya demostrado ser, y no había nada que deshacer: ninguna cadena que romper yo ni que arrastrar él, y podía recorrer, con la ayuda de Dios, mi humilde camino por la senda del deber cumplido, mientras que él podía seguir un camino más noble por una senda más ancha y aunque hiciéramos el camino por separado, yo podía aspirar a encontrarme con él, de manera altruista e inocente, mucho mejor de lo que le había parecido, al final del recorrido, que cuando me contemplaba con algún favor.
CAPITULO 36
Chesney Wold
Charley y yo no salimos solas en nuestra expedición a Lincolnshire. Mi Tutor estaba decidido a no perderme de vista hasta que yo llegara sana y salva en casa del señor Boythorn, así que nos acompañó en el viaje, y pasamos dos días en el camino. Cada bocanada de aire, cada olor, cada flor y cada hoja y cada tallo de hierba y cada nube que pasaba, y todo lo que contenía la naturaleza me resultaban más bellos y más maravillosos que nunca. Era lo primero que recuperaba desde mi enfermedad. ¡Qué poco había perdido, cuando el mundo estaba tan lleno de delicias!
Como mi Tutor pretendía volverse a marchar inmediatamente, durante el camino decidimos en qué fecha podía venir a verme mi ángel. Le escribí una carta, que mi Tutor se encargó de llevarle, y efectivamente se marchó una hora después de haber llegado a nuestro destino, en una tarde magnífica de principios de verano.
Si un hada buena me hubiera construido aquella casita con un toque de su varita mágica, y yo hubiera sido una princesa y su ahijada favorita, no me hubieran podido hacerme sentir más mimada. Me habían hecho tantos preparativos, y me mostraron recordar tan entrañablemente todos mis pequeños gustos y preferencias, que hubiera podido sentarme, abrumada, una docena de veces antes de volver a ver la mitad de los aposentos. Pero me resultó mejor, por el contrario, mostrárselos todos a Charley. El placer de Charley calmó el mío, y tras darnos un paseo por el jardín, y cuando Charley agotó su vocabulario de expresiones de admiración, me sentí tan plácidamente feliz como era posible. Me resultó muy reconfortante decirme después del té: «Esther, hija mía, creo que eres lo bastante sensata como para sentarte ahora a escribir una nota de agradecimiento a tu anfitrión». Éste me había dejado una nota de bienvenida, tan luminosa como su propio rostro, y había confiado su pájaro a mi cuidado, cosa que yo sabía era la mayor muestra de confianza que podía hacerme. En consecuencia le escribí una esquela a su dirección de Londres, para decirle qué aspecto tenían todos sus árboles y plantas favoritos, y cómo el más asombroso pájaro del mundo me había cantado los honores de la casa con gran hospitalidad, y cómo después de sentarse a cantar en mi hombro, para gran delicia de mi doncellita, estaba ahora dormido en su lugar habitual de la jaula, aunque no podía decirle si estaba soñando o no. Una vez terminada mi nota y enviada al correo, me ocupé de deshacer las maletas y ordenar las cosas, y envié a Charley a la cama tempranito, y le dije que aquella noche ya no la necesitaría más.
Porque todavía no me había mirado en el espejo, y nunca había pedido que me devolvieran el mío. Sabía que aquella era una debilidad que había de superar, pero siempre me había dicho que ya me enfrentaría con ella cuando llegara adonde me encontraba ahora. Por eso había querido quedarme a solas, y por eso ahora, a solas, me dije en mi propia habitación: «Esther, si aspiras a ser feliz, si quieres tener algún derecho a ser leal, tienes que mantener tu palabra, hija mía». Estaba totalmente decidida a mantenerla, pero primero me senté un rato a reflexionar sobre todas las cosas en las que era afortunada. Y después dije mis oraciones y recé algo más.
No me habían cortado el pelo, aunque varias veces estuve en peligro de ello. Lo tenía largo y abundante. Me lo solté y lo sacudí y después me dirigí al espejo que había encima del tocador. Por encima le habían puesto una cortinilla de muselina. La descorrí y me quedé ante él un momento, mirando por debajo del velo que formaban mis propios cabellos, de forma que no podía ver más que eso.
Después me aparté el pelo y miré a mi reflejo en el espejo, alentada al ver con qué placidez me contemplaba. Me encontré muy cambiada; sí, cambiadísima. Al principio, me resultó tan extraña mi propia cara que creo que hubiera debido ponerme las manos en ella y dado un paso atrás, de no haber sido por el aliento que he mencionado. Pronto empecé a familiarizarme con ella, y entonces advertí mejor que al principio hasta qué punto había cambiado. No era lo que yo esperaba, pero tampoco esperaba nada concreto, y me atrevo a decir que nada me hubiera asombrado.
Nunca había sido yo una belleza, y nunca me lo había considerado, pero sí había sido muy diferente de esto. Ahora todo había desaparecido. El Cielo era tan bueno conmigo que pude limitarme a derramar unas lágrimas y quedarme allí peinándome antes de acostarme con una gran sensación de gratitud.
Había una cosa que me inquietaba y sobre la que estuve reflexionando largo tiempo antes de dormirme. Había conservado las flores del señor Woodcourt. Cuando se marchitaron, las puse a secar y las metí en un libro que me gustaba mucho. No lo sabía nadie, ni siquiera Ada. Yo dudaba de si tenía derecho a guardar lo que había enviado él a alguien tan diferente, de si era correcto con él conservarlas. Quería ser correcta con él, incluso en los rincones más recónditos de mi corazón, que él nunca conocería, porque po-dría haberlo amado, podría haberme consagrado a él. Por fin llegué a la conclusión de que podía conservarlas, si no las atesoraba más que como un recuerdo de algo que pertenecía irrevocablemente al pasado y que había terminado, algo que ya no se podía contemplar más que bajo esa luz. Espero que esto no parezca frívolo. Lo pensaba muy en serio.
A la mañana siguiente me preocupé de levantarme temprano y de encontrarme delante del espejo cuando entrara Charley de puntillas.
—¡Pero, señorita! —exclamó Charley contemplándome—. ¿Es usted?
—Sí, Charley —contesté recogiéndome el pelo—. Y estoy muy bien y muy contenta.
Vi que le quitaba un peso de encima a Charley, pero mayor era el que me quitaba de encima yo. Ahora ya sabía lo peor y lo aceptaba. No voy a ocultar, antes de seguir adelante, las debilidades que todavía no lograba dominar del todo, pero pronto se me pasaron y mi buen estado de ánimo se mantuvo fielmente conmigo.
Como deseaba recuperar totalmente las fuerzas y el buen humor antes de que llegara Ada, fui estableciendo una pequeña serie de planes con Charley a fin de pasar todo el día al aire libre. Saldríamos de casa antes del desayuno y temprano para estar fuera antes y después de comer, y nos daríamos un paseo por el jardín después del té, y entre tanto tendríamos ratos de descanso, e íbamos a subir todas las cuestas y a explorar todas las carreteras, todos los caminos y todos los campos de los alrededores. En cuanto a reconstituyentes y golosinas para recuperar las fuerzas, la bondadosa ama de llaves del señor Boythorn no paraba de traerme cosas de comer o de beber; bastaba con que se enterase de que estaba yo descansando en el parque para que saliera detrás de mí con un cesto, con un gesto radiante en su animado rostro, para darme una charla sobre la importancia de hacer comidas frecuentes. Además, había un pony destinado expresamente a que lo montara yo, un pony regordete de cuello corto al que le caían las crines sobre los ojos, que (cuando quería) sabía trotar con tal calma y tranquilidad que resultaba un tesoro. Al cabo de pocos días se me acercaba en el picadero en cuanto lo llamaba y me comía en la mano y me seguía a todas partes. Llegamos a entendernos tan bien que si cuando estaba paseando conmigo encima perezosa y tercamente por algún camino umbrío yo le daba una palmadita en el cuello y le decía: «Stubbs, me sorprende que no trotes cuando sabes lo que me gusta, y creo que podrías hacerme ese favor, porque te estás poniendo tonto y te está durmiendo», sacudía cómicamente la cabeza una vez o dos y se ponía inmediatamente a trotar, y entre tanto Charley se quedaba donde estaba y se echaba a reír, tan contenta que sólo su risa era como una música. No sé quién había puesto aquel nombre a Stubbs , pero parecía encajarle exactamente igual que su áspera pelambre. Una vez lo enganchamos a un pequeño tilbury y lo hicimos trotar triunfalmente por los verdes caminos unas cinco millas, pero justo cuando estábamos cantando sus elogios pareció irritarse al verse acompañado todo el camino por los mosquitos molestos que le revoloteaban en torno a las orejas, sin apartarse de él ni una pulgada, y supongo que cuando se paró a reflexionar sobre aquello llegó a la de-cisión de que era insoportable, porque, se negó a moverse en absoluto, hasta que le di las riendas a Charley y me bajé a seguir a pie, y entonces me siguió con una especie de paciente buen humor, poniéndome la cabeza bajo el brazo, y frotando una oreja contra mi manga. De nada valió que le dijera: «Vamos, Stubbs, por lo que te conozco estoy segura de que si vuelvo a montar un momento en el coche seguirás trotando», porque en el momento en que me separaba de él volvía a quedarse completamente inmóvil. Así que me vi obligada a seguir a pie, igual que antes, y así fue como volvimos a casa, para gran diversión de la gente del pueblo.
Charley y yo teníamos motivos para considerarlo un pueblo de lo más acogedor, pues al cabo de una semana la gente nos saludaba tan amablemente, aunque pasáramos muchas veces por allí en el mismo día, que en cada casita veíamos alguna cara para darnos la bienvenida. Ya antes había conocido yo a muchos de los adultos y a casi todos los niños, pero ahora hasta el campanario empezó a adquirir un aspecto familiar y afectuoso. Entre mis nuevos amigos había una anciana que vivía en una casita de techo de paja y encalada, tan pequeña que cuando abría las contraventanas, quedaba tapada toda la fachada. La ancianita tenía un hijo que era marinero, y me hizo que le escribiera una carta, en la parte de arriba de la cual dibujé la parte de arriba de la chimenea ante la cual lo había criado, y el lugar donde estaba puesto todavía el taburete que él había ocupado. Toda la aldea consideró que aquello era una habilidad de lo más admirable, pero cuando llegó respuesta nada menos que desde Plymouth, en la cual mencionaba el hijo que se iba a llevar el dibujo a América, y que volvería a escribir desde allí, me atribuyeron todos los méritos que en realidad correspondían al Correo, y me atribuyeron a mí todas las maravillas del sistema.
O sea, que entre pasar tanto tiempo al aire libre, jugar con tantos niños, charlar con tanta gente, estar invitadas en las casitas, continuar con la educación de Charley y escribir todos los días largas cartas a Ada, apenas si tenía tiempo para pensar en mi pequeña desgracia, y casi siempre me sentía animada. Si a veces pensaba en ella, no tenía más que ocuparme en algo para olvidarme. La sentí más de lo que había esperado cuando una vez un niño dijo: «Mamá, ¿por qué ahora no es guapa la señora, como era antes?». Pero cuando vi que el niño no me tenía menos cariño, y me pasaba suavemente la mano por la cara con una especie de protección compasiva en el tacto, pronto me recuperé. Hubo muchos pequeños acontecimientos que me sugirieron, para mi gran consuelo, cuán natural es que los corazones bondadosos sean considerados y delicados al encontrarse con una deformidad. Hubo uno de ellos que me emocionó en especial. Había entrado yo por casualidad en la iglesita cuando acababa de terminar una boda, y la joven pareja tenía que firmar el registro.
El novio, a quien le pasaron la pluma en primer lugar, firmó con una cruz bastante burda; la novia, que vino después, hizo lo mismo. Ahora bien, yo había conocido a la muchacha en mi última visita, y no sólo sabía que era la más guapa del lugar, sino también que había hecho muy buenos estudios, y no pude por menos de contemplarla con alguna sorpresa. Se hizo a un lado y me susurró, con lágrimas de honesto amor y de admiración: «Es un muchacho magnífico, señorita, pero todavía no sabe escribir, ... va a aprender conmigo, ¡y no lo dejaría en vergüenza por nada del mundo!». ¡Qué podía yo temer, pensé, cuando podía percibir tamaña nobleza en el alma de la hija de un jornalero!
El aire libre me acariciaba tan fresco y tonificante como siempre, y me dio un color tan sano en la nueva cara como el mejor que hubiera tenido jamás en la antigua. Era maravilloso ver a Charley tan sonrosada y radiante, y ambas disfrutábamos todo el día y dormíamos como troncos toda la noche.
Yo tenía un lugar favorito en el parque de Chesney Wold, donde habían puesto un banco con una vista magnífica. Allí se había talado y abierto el bosque para mejorar el panorama, y el paisaje luminoso y soleado que había más allá era tan hermoso que me iba a descansar allí por lo menos una vez al día. Desde aquel altozano se veía muy bien una parte pintoresca de la mansión, llamada el Paseo del Fantasma, y el extraño nombre, junto con la antigua leyenda de la familia Dedlock que me había contado el señor Boythorn para explicarlo, se mezclaba con el panorama, de tal modo que le prestaba un interés un tanto misterioso, además de sus encantos reales. Además, había una pendiente famosa por las violetas que crecían en ella, y a Charley le encantaba ir todos los días a recoger las flores silvestres, porque se había aficionado a aquel lugar tanto como yo.
Sería inútil preguntar ahora por qué no me acercaba nunca a la mansión, ni entré jamás en ella. La familia no estaba, según había sabido a mi llegada, ni se la esperaba en lo inmediato. No es que yo careciera de curiosidad ni de interés por el edificio; por el contrario, muchos veces me quedaba sentada allí, preguntándome cómo estarían orde-nados los aposentos, y si era verdad que de vez en cuando resonaban ecos de pasos, como decían las consejas, en el solitario paseo del Fantasma. Es posible que la indefinible sensación que me había causado Lady Dedlock tuviera alguna influencia en cuanto a mantenerme distanciada de la casa incluso cuando no estaba ella. No estoy segura. Naturalmente, yo relacionaba su cara y su figura con la casa, pero no puedo decir que fuera aquello lo que me alejaba, aunque algo había que lo hacía. Por el motivo que fuese, o por ningún motivo, no me había acercado allí, hasta el día al que llega ahora mi relato.
Estaba yo descansando en mi lugar favorito, tras un largo paseo, y Charley estaba cogiendo violetas bastante lejos de mí. Yo había estado contemplando el Paseo del Fantasma, que yacía en las sombras de un grueso muro, a lo lejos, e imaginándome la forma femenina que, según decían, lo recorría, cuando advertí que se me acercaba una figura por el bosque. La perspectiva era tan distante, y estaba tan sumida en la penumbra por las hojas y por las sombras que las ramas lanzaban sobre el suelo, que dificultaban mucho más la visión, que al principio no pude discernir de qué figura se trataba. Poco a poco resultó ser la de una mujer, la de una dama, la de Lady Dedlock. Estaba sola, y se acercaba a donde estaba yo, advertí con sorpresa, con un paso mucho más rápido de lo habitual en ella.
Me extrañó verla tan cerca de improviso (casi estaba al alcance de la voz cuando descubrí que era ella), y me hubiera levantado para continuar mi paseo. Pero no pude. Me quedé paralizada. No tanto por el gesto apresurado de súplica que me hizo, no tanto por lo rápido de su paso y la forma en que me alargó las manos, no tanto por la gran modificación que había sufrido su comportamiento y por la desaparición de su parte altiva, sino por algo que se le veía en la cara y que yo había soñado y ansiado cuando era niña; algo que no había visto nunca en ningún rostro; algo que nunca antes había visto en el suyo.
Me invadió una sensación de temor y de debilidad, y llamé a Charley. Inmediatamente Lady Dedlock se detuvo y recuperó casi el ser que antes había conocido yo en ella.
—Señorita Summerson, temo haberla asustado —dijo, avanzando ya con más lentitud—. No, puede usted haberse recuperado del todo. Ya sé que ha estado usted muy enferma. Me sentí muy preocupada al saberlo.
Me resultaba tan imposible apartar la mirada de aquella cara pálida como moverme del banco en el que estaba sentada. Me dio la mano, y la frialdad mortal de aquella mano, tan diferente de la compostura forzada de sus facciones, ahondó la fascinación que me embargaba. No sé decir qué predominaba en mis pensamientos agitados.
—¿Ya se va usted recuperando? —me preguntó amablemente.
—Hace un momento estaba muy bien, Lady Dedlock.
—¿Ésta es la mocita que la cuida?
—Sí.
—¿Quiere usted decirle que vaya por delante, y volver andando a su casa conmigo?
—Charley —dije—, llévate las flores a casa; yo te sigo inmediatamente.
Charley, con su reverencia más exquisita se ató ruborizada las cintas del sombrero y se fue. Cuando desapareció, Lady Dedlock se sentó a mi lado en el banco.
No puedo expresar con palabras cuál era mi estado de ánimo cuando vi que me pasaba el pañuelo, el mismo con el que había tapado yo al bebé muerto.
La miré, pero no pude verla, no podía ni respirar. El corazón me latía de forma tan violenta y desordenada que me pareció que se me escapaba la vida. Pero cuando me apretó contra su pecho, me besó, lloró conmigo, se compadeció de mí y me hizo recuperar mis sentidos, cuando cayó de rodillas ante mí y me exclamó: «¡Ay, hija mía, soy tu madre perversa y desgraciada! ¡Ay, trata de perdonarme! », cuando la vi a mis pies en la tierra desnuda, tan afligida, sentí, en medio del tumulto de mis emociones, un estallido de gratitud a la Providencia de Dios por haberme cambiado tanto que nunca podría crearle un problema con nuestro parecido, porque ahora nadie podía mirarme a mí y mirarla a ella y pensar ni remotamente que pudiera existir un parentesco estrecho entre nosotras.
Hice que se levantara mi madre y le rogué que no siguiera hincada ante mí, tan afligida y humillada. Lo hice con frases cortadas e incoherentes, pues, además de la agitación que sentía, me daba miedo verla a mis pies; le dije (o traté de decirle) que de suponer que me incumbiera a mí, su hija, arrogarme el derecho de perdonarla en cualesquiera circunstancias, la perdonaba y lo había hecho desde hacía muchísimos años. Le dije que mi corazón estaba lleno de amor hacia ella, que se trataba de un amor natural y que nada de lo que hubiera pasado lo había cambiado ni podía cambiar. Que no me incumbía a mí, la primera vez que me apoyaba en el seno de mi madre, pedirle cuentas por haberme dado la vida, sino que tenía la obligación de bendecirla y recibirla, aunque todo el mundo le diera la espalda, y que lo único que le pedía era el permiso para hacerlo. Abracé a mi madre y ella me abrazó a mí, y en aquel bosque silencioso, en el silencio de aquel día de verano, pareció como si todo estuviera en calma, salvo nuestras dos almas agitadas.
—Es demasiado tarde —gimió mi madre— para bendecirme y recibirme. Debo recorrer a solas mi áspero camino, y que me lleve adónde me lleve. Hay días; hay incluso horas, en que no veo el camino que se abre ante mis pies culpables. Este es el castigo terrenal que me he merecido. Lo soporto y lo oculto.
Incluso cuando pensaba en lo que había de soportar se envolvía como en un manto en su aire habitual de orgullosa indiferencia, aunque pronto volvía a deshacerse de él.
—He de mantener este secreto por todos los medios posibles, y no sólo por mí misma. Tengo un marido, ¡yo, este ser maldito y deshonroso!
Profirió aquellas palabras con un grito sofocado de desesperación, cuyo sonido era más terrible que cualquier chillido. Se tapó la cara con las manos y se apartó de mis brazos, como si no quisiera que la tocara, y no pude, pese a utilizar toda mi capacidad de persuasión ni a rogárselo, lograr que se levantara. Dijo que no, que no, que no, que no podía hablarme más que en aquella postura; en todas partes tenía que mostrarse orgullosa y desdeñosa, aquí tenía que ser humilde y mostrarse avergonzada, pues eran los únicos momentos naturales de su vida.
Mi pobre madre me dijo que durante mi enfermedad casi se había puesto frenética. Se acababa de enterar de que su hija vivía. Antes no sospechaba que esa hija era yo. Me había seguido hasta aquí para hablarme por única vez en la vida. Nunca podríamos estar juntas, nunca podríamos comunicarnos, probablemente a partir de entonces nunca podríamos intercambiar una sola palabra en este mundo. Me puso en las manos una carta que había escrito para que no la leyera más que yo, y me dijo que cuando la hubiera leído y destruido (no tanto por ella, porque ella no perdía nada, sino por su marido y por mí), la considerase muerta para siempre. Si yo podía creer que me amaba, en esta agonía en la que veía, con amor de madre, me pedía que lo hiciera, porque entonces yo podría pensar en ella con más compasión, al imaginar lo que había sufrido. Ella se había colocado más allá de toda esperanza; más allá de toda ayuda. Tanto si mantenía el secreto hasta su muerte como si se descubría y ello acarreaba la deshonra y el vilipendio para el nombre de su marido, sería siempre ella quien tendría que combatir a solas, y no se le podía ofrecer ningún cariño, ni había criatura humana que pudiera prestarle ayuda.
—Pero, ¿está a salvo el secreto ahora mismo —pregunté—. ¿Está a salvo ahora mismo, madre mía querida?
—No —replicó mi madre—. Casi se ha descubierto. Se salvó por accidente. Se puede descubrir por otro accidente..., mañana, cualquier día.
—¿Tienes miedo de alguien en concreto?
—¡Chist! No tiembles ni llores tanto por mí. No merezco esas lágrimas —dijo mi madre besándome las manos—. Hay alguien a quien temo mucho.
—¿Un enemigo?
—No es un amigo. Es una persona demasiado desapasionada para ser ninguna de las dos cosas. Es el abogado de Leicester Dedlock, que es de una fidelidad mecánica y muy cuidadoso del lucro, los privilegios y la reputación que comporta el poseer los misterios de las grandes casas.
—¿Sospecha algo?
—Mucho.
—¿De ti? —dije alarmada.
—¡Sí! Siempre está muy alerta, y siempre está cerca de mí. Puedo ponerle freno, pero nunca logro deshacerme de él.
—¿No tiene piedad ni compasión?
—Ninguna de las cosas, y tampoco siente ira. Es indiferente a todo lo que no sea su profesión. Su profesión consiste en adquirir secretos y en mantenerse en posesión del poder que le confieren, sin que nadie los puede compartir ni oponerse a él.
—¿Podrías confiar en él?
—Jamás lo intentaré. El tenebroso camino que llevo recorriendo desde hace tantos años acabará donde acabe. Lo recorreré sola hasta el final, dondequiera se halle éste. Quizá esté cerca y quizá esté lejos; mientras dure el camino nada me hará volverme atrás.
—¿Tan decidida estás, madre querida?
—Estoy decidida. Llevo mucho tiempo oponiendo a la tontería más tontería, al orgullo más orgullo, al desdén más desdén, a la insolencia más insolencia, y he superado muchas vanidades a base de tener yo muchas más. Voy a sobrevivir a este peligro, que desaparecerá antes que yo, si puedo. Ahora me cerca, de una manera casi tan aterradora como si estos bosques de Chesney Wold estuvieran cercando la casa, pero en todo caso mi camino está trazado. No tengo más que uno; no puedo tener más que uno.
—El señor Jarndyce... —empecé a decir, cuando mi madre me preguntó inquieta:
—¿Sospecha algo él?
—No —dije—. ¡Te aseguro que no! ¡Puedes estar segura —y le conté lo que me había dicho él que sabía de mi historia—. Pero es tan bueno y tan sensible, que quizá si lo supiera...
Mi madre, que hasta aquel momento no había cambiado de postura, me llevó una de sus manos a los labios y me hizo callar.
—Confía cabalmente en él —dijo al cabo de un momento—. Tienes mi permiso... ¡Un pequeño regalo de tal madre a su hija ofendida! ... Pero no me lo cuentes. Todavía me queda algo de orgullo.
Expliqué lo mejor que pude entonces o que puedo recordar ahora (pues mi agitación y mi preocupación por todo eran tan grandes que apenas si podía comprenderme yo misma; pese a que todas las palabras que decía la voz de mi madre, tan poco conocida, con la que nunca me había dormido cantando una nana, que nunca me había bendecido, que nunca me había inspirado una esperanza creaban en mí una impresión muy duradera), digo que expliqué, o lo intenté, que mi única esperanza era que el señor Jarndyce, que había sido el mejor de los padres para mí, pudiera aportarle algún consejo y apoyo. Pero mi madre dijo que no, que era imposible, que nadie podía ayudarla. Tenía que recorrer ella sola el desierto que se abría ante ella.
—¡Hija mía, hija mía! —me dijo—. ¡Por última vez! ¡Unos últimos besos! ¡Abrázame por última vez! No nos veremos más. Si quiero hacer lo que trato de hacer debo ser lo que llevo tanto tiempo siendo. Ésa es mi recompensa y ése es mi castigo. ¡Si oyes hablar de la brillante, próspera y admirada Lady Dedlock, piensa en tu madre, agobiada por su conciencia bajo esa máscara! ¡Piensa que la realidad son sus sufrimientos, sus remordimientos inútiles, la forma en que aniquila en su seno el único amor y la única verdad de lo que es capaz! ¡Y después perdónala si puedes, y pide al Cielo que la perdone, cosa que nunca podrá!
Todavía seguimos abrazadas un rato, pero ella era tan firme que me apartó las manos y me las volvió a poner en el pecho, y con un último beso mientras me las retenía allí, las soltó y volvió a adentrarse por el bosque. Me quedé sola, y debajo de mí, apacible y silenciosa entre el sol y la sombra estaba la vieja mansión, con sus terrazas y sus torretas, sumida en lo que me había parecido un reposo tan total la primera vez que la vi, pero ahora me parecía un centinela obstinado e implacable de los sufrimientos de mi madre.
Estupefacta como estaba yo, tan débil e indefensa como cuando caí enferma, la necesidad de protegernos contra el peligro del descubrimiento, o incluso de la más remota sospecha, me fue útil. Tomé todas las precauciones posibles para ocultar a Charley que había estado llorando, y me forcé a pensar en todas las sagradas obligaciones que ahora me incumbían de permanecer tranquila e imperturbable. Me costó algún tiempo lograrlo, e incluso contener mis estallidos de dolor, pero al cabo de aproximadamente una hora me sentí mejor y consideré que podía volver. Fui a casa muy despacio, y dije a Charley, a quien encontré en el portón mirando a ver si llegaba, que me había sentido tentada de alargar el paseo cuando se marchó Lady Dedlock, y que estaba muy cansada y quería acostarme. Una vez a salvo en mi habitación leí la carta. De ella deduje claramente (lo que era mucho en aquel momento) que mi madre no me había abandonado. Su hermana mayor y única, la madrina de mi infancia, había descubierto indicios de que yo seguía viva cuando ya me habían dado por muerta y, con su severo sentido del deber, aunque no deseaba mi vida para nada, me había criado en el mayor de los secretos, y desde pocas horas de nacer yo nunca había vuelto a verse con mi madre. Tan extrañas eran las condiciones de mi existencia que hasta hacía muy poco tiempo yo nunca había existido, que mi madre supiera, no había respirado, estaba enterrada, jamás había gozado de la vida, no tenia ni siquiera un nombre. La primera vez que me había visto en la iglesia se había asustado, y había pensado cómo sería una niña que se me hubiera parecido tanto de haber vivido yo y seguido viva, pero de momento nada más.
Huelga repetir aquí las demás cosas que me decía la carta. Ya ocuparán su tiempo y su lugar en mi relato.
De lo primero que me ocupé fue de quemar lo que me había escrito mi madre, y de consumir hasta sus cenizas. Espero que no parezca antinatural ni perverso por mi parte el que después empezara a pensar tristemente que era una pena el que me hubieran salvado. Que me pareciese que hubiera sido mejor y más agradable para muchos el que de verdad yo no hubiera llegado nunca a respirar. Que me sintiera aterrada de mí misma, como un peligro y una posible deshonra para mi propia madre y para un encumbrado apellido. Que me sintiera tan confusa y tan conmovida como para estar poseída del convencimiento de que lo lógico, y lo predestinado habría sido que yo hubiera muerto al nacer, y que lo malo, y lo no predestinado, era que siguiera viva.
Todo aquello era lo que verdaderamente sentía yo. Me dormí agotada, y cuando me desperté volví a echarme a llorar al pensar que había vuelto al mundo, con mi carga de problemas para los demás. Me sentí más asustada de mí misma que nunca, al volver a pensar en ella, contra la cual yo era una prueba viviente; en el propietario de Chesney Wold, en el significado nuevo y terrible de aquellas viejas palabras, que ahora rugían en mis oídos como el oleaje en la costa: «Tu madre Esther es tu vergüenza, igual que tú eres la suya. Ya llegará el momento (y muy pronto) en que lo comprenderás mejor, y también en que lo comprenderás como sólo puede comprenderlo una mujer». Y junto con aquellas palabras me volvieron a la memoria éstas: «Reza todos los días para que no caigan sobre tu cabeza los pecados de los otros». Yo no podía aclarar todo lo que me había caído encima, y pensaba que toda la culpa y toda la vergüenza eran mías, y que el castigo había caído sobre mí.
El día fue desvaneciéndose hasta convertirse en un crepúsculo sombrío, nublado y triste, y yo seguía sumida en los mismos problemas. Salí sola, y tras un breve paseo por el parque, durante el cual contemplé las sombras oscuras que caían sobre los árboles, y el vuelo desordenado de los murciélagos, que a veces casi me rozaban, me sentí atraída por primera vez hacia la mansión. Quizá no me hubiera acercado de haber estado mejor de ánimo. Pero el hecho es que tomé la senda que llevaba hacia ella.
No me atreví a quedarme ni a contemplarla, pero pasé ante el jardín con sus fragantes aromas y sus despejados caminos, con sus cuidados lechos de flores y su blanda hierba, y vi lo hermoso y lo grave que era, y cómo los antiguos parapetos y las viejas balaustradas de piedra y las anchas escalinatas estaban llenos de cicatrices dejadas por el tiempo y los accidentes meteorológicos, cómo crecían en torno a ellos un musgo y unas hierbas bien cuidados, igual que en torno al viejo pedestal de piedra del reloj de sol, y oí el agua de la fuente que caía. El camino seguía después bajo las filas de ventanas oscurecidas, flanqueadas de torretas y porches con formas excéntricas, en las que había leones de piedra y monstruos grotescos erizados junto a cuevas en sombras, que surgían al crepúsculo por encima de los escudos que tenían en sus garras. Después el camino pasaba bajo una puerta y por un patio donde estaba la entrada principal (yo pasé rápidamente de largo) y junto a los establos, donde no parecían oírse más que voces profundas, tratárase del viento que murmuraba por en medio de la gran masa de hierba aferrada a una gran pared roja o del lento quejido de la veleta, o del ladrido de los perros, o del lento tañer de un reloj. De manera que, cuando me tropecé con un dulce olor a limas, el roce de cuyas hojas me llegó á los oídos, giré donde daba la vuelta el camino hacia la fachada sur, y allí, por encima de mí, me encontré con las balaustradas del Paseo del Fantasma, y una ventana iluminada que podía ser la de mi madre.
Por aquí el camino estaba pavimentado, al igual que la terraza de por encima, y mis pasos dejaron de ser silenciosos para resonar sobre las losas. Sin detenerme a mirar nada, pero viéndolo todo en mi camino, avancé rápidamente, y en unos momentos debería haber pasado más allá de la ventana iluminada cuando el eco de mis pisadas me reveló repentinamente que existía una verdad terrible en la leyenda del Paseo del Fantasma; que era yo la que iba a atraer la calamidad sobre aquella mansión señorial, y que incluso en aquellos momentos mis pisadas advertían de ello. Poseída de un temor todavía mayor de mí misma que me dio un escalofrío, me eché a correr para alejarme de mí y de todo, deshice el camino por el que había venido y no me detuve hasta llegar al pabellón, y el parque quedó detrás de mí, hosco y tenebroso.
Hasta que me encontré a solas en mi cuarto para pasar la noche, y tras volverme a sentir abatida e infortunada, no empecé a comprender lo equivocada que estaba y lo ingrata que era por hallarme en aquel estado. Pero encontré una carta muy alegre de mi ángel, que iba a verme al día siguiente, tan llena de cariñosa anticipación, que tendría que haber sido yo de piedra para no sentirme conmovida; también encontré otra carta de mi tutor en la que me pedía que le dijera a la señora Durden, si veía por alguna parte a aquella mujercita, que todo el mundo la echaba terriblemente de menos, que los cuidados de la casa estaban en el peor de los desórdenes, que nadie sabía arreglárselas con las llaves y que toda la gente de la casa declaraba que ésta ya no era la misma, y que estaba a punto de rebelarse para exigir su regreso. El recibir dos cartas así al mismo tiempo me hizo pensar hasta qué punto era mucho más querida de lo que yo merecía, y lo feliz que debería sentirme. Y aquello me hizo pensar en mi vida anterior, lo cual, como hubiera debido ya ocurrir antes, me hizo sentirme mejor.
Pues comprendí muy bien que no podía ser que yo estuviera destinada a morir, ni a no haber vivido nunca, y no digamos a no haber podido tener nunca una vida tan feliz. Comprendí perfectamente cuántas cosas se habían sumado para que yo viviera tan bien, y que si a veces los pecados de los padres caían sobre los hijos, aquella frase no significaba lo que yo había temido aquella misma mañana que significara. Comprendí que yo tenía tanta responsabilidad por haber nacido como una reina por haber nacido ella, y que ante mi Padre Celestial no me vería castigada por haber nacido, como tampoco una reina se vería recompensada por haber nacido ella. Las impresiones de aquel mismo día me habían hecho comprender que, incluso al cabo de tan poco tiempo, podía encontrar una reconciliación reconfortante con el cambio que había caído sobre mí. Reiteré mis resoluciones y recé para que se robustecieran, y mi corazón se desbordó por mí misma y por mi infortunada madre, y sentí que se iban desvaneciendo las tinieblas de la mañana. No se cernieron sobre mis sueños, y cuando me despertó la luz del día siguiente, habían desaparecido.
Mi tesoro iba a llegar a las cinco de la tarde. No se me ocurrió mejor forma de pasar el tiempo que faltaba hasta entonces que darme un largo paseo por el mismo camino por el que llegaría ella; así que Charley y yo, con Stubbs (con Stubbs ensillado, porque nunca volvimos a engancharlo después de aquella célebre ocasión), hicimos un largo recorrido por allí, y volvimos a casa. A nuestro regreso efectuamos una inspección general de la casa y el jardín, vimos que todo estaba más bonito, y pusimos a mano al pájaro, pues era una parte importante de nuestro pequeño grupo.
Todavía quedaban más de dos horas antes de su llegada, y en aquel intervalo, que parecía largo, debo confesar que me sentí preocupada y nerviosa por mi nuevo aspecto. Quería tanto a mi niña, que me sentía más preocupada por el efecto que pudiera tener en ella que en ninguna otra persona. Si tenía este leve disgusto no era porque me quejara en absoluto (estoy segura de que no me quejaba nada, aquel día), sino porque me preguntaba si ella estaría totalmente preparada. Cuando me viera por primera vez, ¿no se sentiría impresionada y desilusionada? ¿No resultaría peor incluso de lo que se esperaba? ¿No esperaría ver a su antigua Esther, sin encontrarla? ¿No tendría que volver a acostumbrarse a mí y volverlo a empezar todo?
Conocía tan bien las expresiones del rostro de mi ángel, y era un rostro tan transparente en su belleza, que estaba segura de antemano de que no podría disimularme su primera impresión. Y me pregunté si en caso de que registrase alguno de esos significados, lo cual era muy probable, cuál sería mi reacción.
Bueno, pensé que podría sorportarla. Después de lo de anoche, pensé que sí. Pero el estar esperando y esperando, imaginando e imaginando cosas, era tan mala forma de prepararme, que decidí adelantarme a encontrarla por la carretera.
Así que le dije a Charley:
—Charley, voy a adelantarme yo sola por la carretera hasta que llegue Ada. —Y como Charley aprobaba complacida todo lo que pudiera agradarme, me fui y la dejé en la casa.
Pero antes de llegar a la segunda piedra miliar ya había sentido tantas palpitaciones cada vez que veía polvo a lo lejos (aunque sabía que no era la diligencia ni podía serlo todavía) que decidí desandar camino y volver a casa. Y cuando me di la vuelta, me dio tanto miedo que la diligencia me llegara por detrás (aunque seguía sabiendo que ni llegaría ni podía llegar) que hice la mayor parte del camino corriendo, para que no me pudiera alcanzar.
Entonces, cuando por fin me encontré a salvo, pensé: «¡Qué tontería has hecho!» Porque me había acalorado y había empeorado las cosas, en lugar de mejorarlas.
Por fin, cuando yo creía que todavía faltaba más de un cuarto de hora, Charley me gritó de repente, mientras me hallaba temblando en el jardín:
—¡Ya llega, señorita! ¡Ya llega!
No quería hacerlo, pero subí corriendo a mi habitación y me escondí detrás de la puerta. Me quedé allí temblando, incluso oí que mi niña me llamaba al subir:
—Esther, querida mía, cariño mío, ¿dónde estás? ¡Mujercita, mi querida señora Durden!
Entró corriendo y se iba a marchar corriendo otra vez cuando me vio. ¡Ay, ángel mío! Me miró como siempre, todo cariño, todo afecto, todo amor. No vi nada más en sus ojos... ¡no, nada, nada!
Qué feliz me sentí, allí, tirada en el suelo, con mi bello ángel también en el suelo, sosteniendo mi cara picada junto a su encantadora mejilla, bañándola con lágrimas y besos, acunándome como a un niño, diciéndome los nombres más tiernos que se le ocurrían, y estrechándome contra su fiel corazón.
CAPITULO 37
Jarndyce y Jarndyce
Si el secreto que se me había confiado hubiera sido mío se lo habría comunicado a Ada al cabo de poco rato. Pero no lo era, y creí que no tenía derecho a revelarlo, ni siquiera a mi Tutor, salvo en caso de gran emergencia. Era una carga que tenía que soportar sola, pero de momento mi deber aparecía bien claro y, feliz con el cariño de mi ángel, no me faltaban impulsos ni alientos para cumplir con él. Aunque muchas veces, cuando ella ya se había dormido y todo estaba en silencio, el recuerdo de mi madre me mantenía despierta y llenaba de pena mis noches, no volví a dejarme abatir por segunda vez, y Ada me encontró igual que antes, salvo, naturalmente, en ese particular del que ya he dicho bastante, y que no tengo el propósito de volver a mencionar más, si puedo evitarlo.
¡Qué difícil me resultó expresarme con calma aquella primera noche, cuando Ada me preguntó, mientras cosíamos, si la familia estaba en la casa y me vi obligada a decir que sí, que eso creía, pues anteayer me había hablado Lady Dedlock en el bosque! Y todavía fue mayor mi dificultad cuando Ada me preguntó qué me había dicho y repliqué que había estado amable y atenta, y cuando Ada, tras reconocer lo bella y elegante que era, comentó lo orgullosos que eran sus modales, e imperioso y cortante, que era su aspecto. Pero Charley me ayudó inconscientemente en todo cuando nos dijo que Lady Dedlock sólo había pasado dos noches en la mansión, pues estaba de paso, en camino desde Londres, pues iba a hacer una visita a otra mansión del condado de al lado, y que se había marchado a primera hora de la mañana siguiente de habernos visto en nuestro banco, como lo llamábamos. Charley verificó el adagio de que los niños se enteran de todo, pues oía más cosas y frases en un día que yo en todo un mes.
Íbamos a quedarnos un mes en casa del señor Boythorn. Apenas llevaba allí una semana mi ángel, tal como lo recuerdo ahora, cuando una tarde, después de ayudar a regar al jardinero, y justo cuando se estaban encendiendo las velas, apareció Charley con aire de gran importancia detrás de la silla de Ada y me pidió misteriosamente que saliera de la habitación.
—Con su permiso, señorita —dijo Charley en un susurro, con los ojos más redondos que nunca—. Preguntan por usted en Las Armas de Dedlock.
—¡Pero Charley —dije—, quién va a preguntar por mí en la taberna!
—No lo sé, señorita —respondió Charley, adelantando la cabeza y apretándose las manos sobre la cinta del delantalito, como hacía siempre que disfrutaba con algo misterioso o confidencial—, pero se trata de un señor, señorita, que envía sus saludos y pregunta si podría usted ir sin decirle nada a nadie.
—¿Quién es el que me envía sus saludos, Charley?
—El mismo, señorita —contestó Charley, cuyo aprendizaje de la gramática iba progresando, pero no a gran velocidad.
—¿Y cómo es que eres tú la mensajera, Charley?
—Con su permiso, señorita, pero no soy la mensajera —replicó mi doncellita—. Fue W. Grubble, señorita.
—¿Y quién es W. Grubble, Charley?
—El señor Grubble, señorita —me dijo Charley—. ¿No le conoce, señorita? Las Armas de Dedlock, W. Grubble —recitó Charley, como si estuviera leyendo el letrero con alguna dificultad.
—¿Sí? ¿El propietario, Charley?
—Sí, señorita. Con su permiso, señorita, su mujer es muy guapa, pero se le rompió el tobillo y no le sanó bien. Y su hermano es el leñador al que mandaron a chirona, y se temen que vaya a morirse de tanta cerveza que bebe —dijo Charley.
Como no sabía de qué podía tratarse, y ahora me sentía aprensiva por todo, creí que lo mejor sería ir yo sola a la taberna. Le dije a Charley que me trajera inmediatamente el sombrero, el velo y el chal, y tras ponérmelo todo, bajé la callecita empinada, donde me sentía tan en casa como en el jardín del señor Boythorn.
El señor Grubble estaba en mangas de camisa a la puerta de su tabernita, que era muy pulcra, esperándome. Se quitó el sombrero con las dos manos cuando me vio llegar, y llevándolo así, como si fuera un recipiente de hierro (así de pesado parecía), me precedió por el pasillo cubierto de serrín hasta su mejor aposento: una salita alfombrada con más plantas de las que cabían, una litografía en colores de la Reina Carolina, varias conchas, muchas bandejas para el té, dos pescados disecados en vitrinas de cristal y un extraño huevo, o quizá una extraña calabaza (no estoy segura de lo que era, y no creo que mucha gente lo supiera) que colgaba del techo. Yo conocía muy bien de vista al señor Grubble, porque se pasaba mucho tiempo a la puerta. Era un hombre de aspecto agradable, robusto, de mediana edad, que nunca parecía considerarse vestido cómodamente para estar en su propia casa si no llevaba el sombrero y las botas altas, pero que nunca se ponía la levita más que para ir a la iglesia.
Apagó la vela y, tras dar un paso atrás para ver qué aspecto tenía todo, salió de la salita, de modo inesperado para mí, pues iba a preguntarle quién me había hecho llamar. Entonces se abrió la puerta de la salita de enfrente y oí algunas voces, que me parecieron conocidas, que después se interrumpieron. Se acercaron unos pasos rápidos a la sala en que estaba yo, y, para gran sorpresa mía, apareció Richard.
—¡Mi querida Esther! —dijo—. ¡Mi mejor amiga! —y verdaderamente estuvo tan cariñoso y tan atento, que con la primera sorpresa y el placer de su saludo fraternal apenas si encontré aliento para decirle que Ada estaba bien.
—Te adelantas a mis propios pensamientos, ¡siempre eres la misma, querida mía! —exclamó Richard, llevándome hacia una silla y sentándose a mi lado.
Me levanté el velo, pero no del todo.
—¡Siempre eres la misma, querida mía! —repitió Richard, igual que antes.
Me levanté el velo del todo, puse una mano en el brazo de Richard y, mirándole a los ojos, le dije cuánto le agradecía su amable acogida y cuánto me alegraba de verlo, tanto más dada la decisión que había adoptado durante mi enfermedad, que ahora le comuniqué.
—Encanto —dijo Richard—, tú eres la persona a quien más deseo hablar, porque quiero que me comprendas.
—Y yo, Richard —dije con un gesto de la cabeza—, quiero que comprendas a otra persona.
—Como siempre, te refieres inmediatamente a John Jarndyce —dijo Richard—, supongo que es él.
—Naturalmente.
—Entonces, permíteme qué te diga inmediatamente que lo celebro, porque ése es el tema en el que quiero que se me comprenda. ¡Pero, fíjate, que me comprendas tú, hija! ¡No tengo que dar cuentas al señor Jarndyce ni a ningún señor!
Me dolió que hablara en aquel tono, y él lo observó.
—Bueno, bueno, hija mía —dicho Richard—, no entremos en eso ahora. Quiero aparecer tranquilamente en tu casa de campo, contigo del brazo, y dar una sorpresa a mi encantadora prima. ¿Supongo que tu lealtad a John Jarndyce te lo permite?
—Mi querido Richard —repliqué—, sabes que él te acogería encantado en su casa, que es la tuya si tú lo deseas, e igualmente te acogemos en ésta.
—¡Has hablado como la mejor de las mujercitas! —exclamó Richard, alegre.
Le pregunté qué le parecía su profesión.
—¡Bueno, no me disgusta! —contestó Richard—. No está mal. De momento, vale igual que otra. No sé si me va a gustar mucho cuando me asiente, pero entonces puedo vender el despacho de oficial y..., pero todas estas bobadas no importan ahora.
¡Tan joven y tan guapo, y exactamente todo lo contrario de la señorita Flite en todos los respectos! ¡Y, sin embargo, en la mirada nublada, ansiosa, preocupada que tenía ahora, tan terriblemente parecido a ella!
—Ahora estoy en la ciudad, de permiso.
—¿Ah, sí?
—Sí. He venido a cuidar de..., de mis intereses en la Cancillería, antes de las vacaciones de verano —dijo Richard, fingiendo una risa despreocupada—. Te aseguro que vamos a darle un nuevo impulso a ese viejo pleito.
¡No es de extrañar que yo negara con la cabeza!
—Como dices tú, no es un tema agradable —,dijo Richard, mientras le pasaba por la cara la misma sombra que antes—. Que se vaya a los cuatro vientos por ahora. ¡Paf! ¡Fuera! ¿Con quién crees que he venido?
—¿No era la voz del señor Skimpole la que he oído antes?
—¡Exactamente! Me es más útil que nadie. ¡Qué niño tan fascinante!
Pregunté a Richard si alguien sabía que habían venido juntos. Dijo que no, que nadie. Había ido a ver a aquel simpático niño viejo (así llamaba al señor Skimpole), y el simpático niño viejo le había dicho dónde estábamos, y él le había dicho al simpático niño viejo que quería venir a vernos, y el simpático niño viejo había dicho inmediatamente que también él quería venir, así que lo había traído consigo.
—Y la verdad es que vale, no digamos sus sórdidos gastos, sino tres veces su peso en oro —dijo Richard—. Es tan animado. No conoce el mundo. ¡Es tan inocente y de un corazón tan virginal!
Desde luego, yo no veía que el hacer que Richard le pagara sus gastos demostrase que el señor Skimpole fuera tan inocente, pero no dije nada. De hecho, entonces entró él e hizo cambiar el tono de nuestra conversación. Se manifestó encantado de verme; dijo que se había pasado seis semanas derramando lágrimas deliciosas de compasión y de alegría, según el momento, en relación conmigo, que nunca se había sentido tan feliz como cuando se enteró de que iba recuperándome; que ahora empezaba a comprender la mezcla del bien y el mal en el mundo; que consideraba que apreciaba tanto más la buena salud cuando alguien se ponía enfermo; que no sabía si quizá estuviera preordenado que A tuviera que ser bizco para que B se sintiera más feliz por tener bien los ojos, o que C tuviera que tener una pata de palo para que D se sintiera más satisfecho de llevar su pierna envuelta en una media de seda.
—Mi querida señorita Summerson, fíjese en nuestro amigo Richard —dijo el señor Skimpole—, henchido de perspectivas brillantes para el futuro, que él hace salir de las tinieblas de Cancillería. ¡Qué cosa más deliciosa, más estimulante, más llena de poesía! En los viejos tiempos, los bosques y las soledades se alegraban a los ojos del pastorcillo gracias a las melodías y las danzas imaginarias de Pan y de las ninfas. El pastorcillo de hoy, nuestro pastor Richard, ilumina las sombrías salas de los Tribunales al hacer que la Fortuna y su séquito dancen en ellas a los tonos melodiosos de un fallo emitido por el Presidente. ¡Eso es muy agradable, sépalo! Un tipo malhumorado y gruñón puede decirme: «¿De qué valen todos esos abusos del Derecho y la Equidad? ¿Cómo puede usted defenderlo?» Y yo le contesto: «Mi gruñón amigo, yo no los defiendo, pero me resultan muy agradables. Ahí tiene usted a un pastorcillo, un amigo mío, que los convierte en algo demasiado fascinante para mi sencillez. No digo que existan para eso, porque yo soy como un niño en su mundo de gruñidos y no tengo que explicar a usted ni explicarme a mí mismo nada, pero quizá sea así».
Empecé a pensar en serio que difícilmente podía Richard haber encontrado un amigo peor. Me inquietaba que en un momento así, cuando más necesitaba unos principios y unos objetivos decentes, tuviera a su lado esta fascinante soltura y este dejarlo todo de lado, esta prescindencia despreocupada de todo principio y todo objetivo. Creía que yo podía comprender cómo un carácter como el de mi Tutor, experto en las cosas del mundo y obligado a contemplar las lamentables evasiones y los tristes enfrentamientos de la desgracia familiar, encontraba un enorme alivio en la forma en que el señor Skimpole confesaba sus debilidades y exhibía su candor inocente, pero no podía convencerme de que aquello fuera tan candoroso como parecía, o que no resultara tan favorable como cualquier otro papel a la pereza del señor Skimpole, y con menos problemas para representarlo.
Ambos volvieron conmigo, y cuando el señor Skimpole se despidió de nosotros a la puerta, seguí andando en silencio con Richard, y dije:
—Ada, cariño, he traído a un caballero de visita. No fue nada difícil leer en aquella cara ruborosa y asombrada. Lo amaba mucho, y él lo sabía, y yo también. Era transparente que no se veían como meros primos.
Casi desconfié de mí misma por abrigar sospechas demasiado infames, pero no estaba tan segura de que Richard la amara igual a ella. La admiraba mucho (¿y quién podía no admirarla?), y me atrevo a decir que hubiera reiterado su compromiso de adolescentes con gran orgullo y ardor, salvo que sabía que ella respetaría la promesa dada a mi Tutor. Pero yo tenía la torturadora idea de que la influencia bajo la que estaba él llegaba incluso hasta aquí, que estaba aplazando la verdad y la seriedad, en esto igual que en todo, hasta que pudiera quitarse de encima a Jarndyce y Jarndyce. ¡Ay, Dios mío! ¡Ya no sabré jamás lo que hubiera podido ser de Richard sin aquella maldición!
Dijo a Ada, con su aire más franco, que no había venido para cometer ninguna infracción secreta de las condiciones que había aceptado ella (de manera excesivamente implícita y confiada, a juicio de Richard) del señor Jarndyce, que había venido abiertamente a verla y a justificarse por su situación actual con respecto al señor Jarndyce. Como dentro de poco estaría con nosotros aquel simpático niño viejo, me rogó a mí que le diera hora para la mañana siguiente, con objeto de aclarar su posición mediante una conversación sin reservas conmigo. Le propuse que a las siete nos diéramos un paseo por el parque, y así convinimos. Poco después apareció el señor Skimpole, que nos divirtió durante una hora. Pidió en especial ver a la pequeña Coavinses (es decir, a Charley), y le dijo con aire patriarcal que había dado a su padre todo el trabajo que había podido, y que si alguno de sus hermanitos se apresuraba a dedicarse a la misma profesión, todavía podría conseguirle bastante trabajo.
—Porque siempre me encuentro atrapado en esas redes —dijo el señor Skimpole, mirándonos sonriente por encima de un vaso de vino con agua— y constantemente me están sacando de ellas, como a un pez. O me están sacando a flote, igual que a un barco. Siempre hay alguien que lo hace por mí. Ya saben ustedes que yo no puedo hacerlo, porque nunca tengo dinero. Pero siempre hay Alguien que lo hace. Salgo de ellas gracias a Alguien. Yo no soy como el estornino enjaulado; yo siempre salgo. Si me preguntaran ustedes quién es ese Alguien, les doy mi palabra de que no podría decírselo. Bebamos a la salud de Alguien. ¡Que Dios lo bendiga!
Por la mañana Richard llegó un poco tarde, pero no me hizo esperar demasiado, y salimos al parque. El aire estaba luminoso y húmedo del rocío, y no había ni una nube en el cielo. Los pájaros cantaban deliciosamente, y resultaba exquisito ver cómo brillaban los helechos, la hierba y los árboles; la riqueza de las plantas parecía haberse multiplicado por 20 desde ayer, como si en el silencio de la noche, cuando parecían unánimemente cobijadas en el sueño, la Naturaleza, en todos los detalles diminutos de cada hoja maravillosa, hubiera estado más despierta que de costumbre preparando la gloria de aquel día.
—Este sitio es precioso —dijo Richard, mirando en su derredor—. ¡Aquí no llegan los enfrentamientos y las discordias de los pleitos!
Pero había otros problemas.
—Te voy a decir una cosa, Esther —dijo Richard—: cuando logre arreglar las cosas en general, creo que me voy a venir aquí a descansar.
—¿No sería mejor descansar ahora?
—Bueno, en cuanto a descansar ahora —respondió Richard—, o a hacer algo claro ahora, no resulta fácil. En resumen, es imposible; por lo menos, para mí.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Ya sabes por qué no, Esther. Si estuvieras viviendo en una casa sin acabar, donde lo mismo te pueden poner el tejado que quitártelo, donde lo mismo pueden empezarte a construir por arriba que derribarlo todo hasta los cimientos, mañana, pasado, la semana que viene, el mes que viene, te resultaría muy difícil descansar ni asentarte. Eso es lo que me pasa a mí. ¿Ahora? Los pleiteantes no tenemos un ahora.
Casi hubiera podido creer yo en aquel momento lo del atractivo que mencionaba mi pobre amiga divagante, de no haberle vuelto a ver aquella mirada sombría de anoche. Por terrible que sea pensarlo, también recordaba en algo a aquel pobre hombre que había muerto.
—Mi querido Richard —dije—, éste es un mal principio para nuestra conversación.
—Ya sabía que me ibas a decir eso, señora Durden.
—Y no seré yo la única, querido Richard. No fui yo quien te aconsejó una vez que nunca buscaras esperanzas en la maldición de la familia.
—¡Ya vuelves otra vez a John Jarndyce! —exclamó Richard, impaciente—. ¡Bien! Tarde o temprano teníamos que llegar a él, pues se halla en la clave de lo que tengo que decir, y más vale que sea temprano. Mi querida Esther, ¿cómo puedes estar tan ciega? ¿No ves que es parte interesada, y que quizá a él le venga muy bien desear que yo no sepa nada del pleito ni me interese por éste, pero que quizá a mí no me venga tan bien?
—Ay, Richard —le contesté—, ¿es posible que puedas haberlo visto y oído, que puedas haber vivido bajo su techo y que, sin embargo, puedas insinuarme, ni siquiera aquí, en este lugar solitario, donde nadie puede oírnos, sospechas tan indignas?
Se ruborizó hasta las orejas, como si su generosidad natural sintiera una punzada de reproche. Se quedó callado un momento, antes de replicarme con voz mansa:
—Esther, estoy seguro de que sabes que no soy un mezquino, y que comprendo que la sospecha y la desconfianza son malas cualidades en alguien de mi edad.
—Lo sé perfectamente —dije—. Estoy totalmente segura de ello.
—Eres una buena amiga —comentó Richard—, y me agrada, porque me reconfortas. Necesitaba a alguien que me reconfortara en todo este asunto, porque, en el mejor de los casos, es un mal asunto, como no hace falta que te explique.
—Lo sé perfectamente —dije—. Lo sé tan bien, Richard..., ¿cómo podría decírtelo? Igual de bien que tú. Y sé igual de bien que tú qué es lo que te hace cambiar tanto.
—Vamos, hermanita, vamos —dijo Richard en torio más alegre—, sé justa conmigo en todo caso. Si yo tengo la desgracia de hallarme bajo esa influencia, también él la tiene. Si me ha cambiado en algo, quizá lo haya cambiado en algo también a él. No digo que no sea hombre honorable, aparte de todas estas complicaciones e incertidumbres; estoy seguro de que lo es. Pero esto nos ensucia a todos. Tú sabes que nos ensucia a todos. Se lo has oído decir a él más de cincuenta veces. Entonces, por qué va él a escapar?
—Porque —dije— es una persona extraordinaria, y porque se ha mantenido resueltamente fuera de ese círculo, Richard.
—¡Tantos porqués! —replicó Richard, con su tono vivaz—. No estoy seguro, querida mía, de que sea prudente y acertado mantener esa indiferencia externa. Puede llevar a otras partes interesadas a descuidar sus intereses, y la gente puede irse muriendo y las cosas pueden irse olvidando, y pueden pasar en silencio muchas cosas que resultan muy cómodas.
Me sentí tan llena de compasión por Richard, que no pude hacerle otro reproche, ni siquiera con la mirada. Recordé lo comprensivo que había sido mi Tutor con sus errores, y la falta total de resentimiento con que los había mencionado.
—Esther —continuó diciendo Richard—, no vayas a suponer que he venido aquí a hacer acusaciones subrepticias contra John Jarndyce. No he venido más que a justificarme. Lo que digo es que todo estaba muy bien, y nos llevábamos muy bien, cuando yo era un muchacho, independientemente de este mismo pleito; pero en cuanto empecé a interesarme en él y a estudiarlo, entonces todo cambió. Después, John Jarndyce descubre que Ada y yo tenemos que romper, y que si yo no cambio esa conducta reprensible, no soy digno de ella. Pues, bueno, Esther, no tengo intención de modificar esa conducta reprensible: no quiero obtener la buena opinión de John Jarndyce en esas condiciones tan injustas que no tiene ningún derecho a dictar. Le guste o no, tengo que mantener mis derechos, y los de Ada. He estado pensando mucho al respecto, y ésa es la conclusión a la que he llegado.
¡Mi pobre Richard! Desde luego que lo había estado pensando mucho. Se veía claramente en su cara, en su voz, en su actitud.
—De manera que le he dicho (quiero que sepas que le he escrito una carta sobre el tema) que estamos enfrentados, y que más vale enfrentarnos abiertamente que a escondidas. Le doy las gracias por su buena voluntad y su protección, y que él siga su camino, y yo seguiré el mío. El hecho es que nuestros caminos no son los mismos. Conforme a uno de los testamentos impugnados, me debe corresponder a mí mucho más que a él. No quiero decir que vaya a ser este testamento el que se ratifique, pero ahí está, y tiene posi-bilidades.
—No hace falta que me digas tú que has escrito esa carta, mi querido Richard. Ya había oído hablar de ella, y no escuché una palabra de amargura ni de cólera.
—¿Ah, sí? —replicó Richard, ablandándose—. Celebro haber dicho que era una persona honorable, aparte de todo este maldito asunto. Pero siempre lo he dicho y nunca lo he dudado. Ahora bien, mi querida Esther, ya sé que estas opiniones mías deben de parecerte muy duras, y lo mismo le parecerán a Ada cuando le cuentes lo que hemos hablado. Pero si te hubieras adentrado en el caso como lo he hecho yo, si hubieras estudiado los documentos como hice yo cuando estaba en el bufete de Kenge, si supieras qué acumulación entrañan de cargos y contracargos, de sospechas y contrasospechas, me creerías moderado en comparación.
—Quizá —respondí—. Pero, Richard, ¿crees que en todos esos documentos hay muchos que digan la verdad y lo que es justo?
—En alguna parte del caso tienen que hallarse la verdad y la justicia, Esther.
—O se hallaron alguna vez, hace mucho tiempo —comenté.
—Se hallan, se hallan, se deben hallar en alguna parte —continuó diciendo Richard impetuosamente—, y hay que descubrirlas. La forma de sacarlas a la luz no es convertir a Ada en una forma de sobornarme, de mantenerme en silencio. Tú dices que el pleito me está haciendo cambiar. John Jarndyce dice que cambia, que ha cambiado y que cambiará a todos los que intervienen en él. Entonces, tanta más razón tengo yo al decidir que he de hacer todo lo que pueda para ponerle fin.
—¡Todo lo que puedas, Richard! ¿Crees que en todos estos años no ha habido otros que han hecho todo lo que han podido? ¿Se han allanado las dificultades gracias a tantos fracasos?
—No puede durar eternamente —dijo Richard, en el cual volvía a renacer una terquedad que me recordó la misma triste imagen de unos momentos antes—. Yo soy joven y decidido, y son muchas las veces en que la energía y la decisión han hecho milagros. Otros no se han metido en el asunto más que a medias. Yo me consagro a él. Lo convierto en el objetivo de mi vida.
—¡Tanto peor, mi querido Richard, tanto peor!
—No, no, no; no tengas miedo por mí —me replicó afectuosamente—. Eres una muchacha cariñosa, buena, prudente, tranquila, magnífica; pero tienes tus prejuicios. Por eso vuelvo a John Jarndyce. Te digo, mi buena Esther, que cuando él y yo teníamos la relación que tan cómoda le resultaba a él, no era una relación natural.
—¿Te parece que lo natural son la discordia y la animosidad, Richard?
—No, no digo eso. Quiero decir que todo este asunto nos coloca en una relación antinatural, con la que es incompatible toda relación natural. ¡Mira, otro motivo para acelerarlo! Cuando termine, quizá comprenda que me he equivocado con John Jarndyce. Cuando me libere de él, es posible que se me aclaren las cosas, y entonces quizá esté de acuerdo con lo que tú dices. Muy bien. Entonces lo reconoceré y le presentaré mis excusas.
¡Todo aplazado hasta aquel momento imaginario! ¡Todo suspendido en la confusión y la indecisión hasta entonces!
—Y ahora, confidente mía —dijo Richard—, quiero que mi prima Ada comprenda que no soy insidioso, inconstante y terco con John Jarndyce, sino que estoy respaldado por este objetivo y estas razones; quiero exponérselo a ella por conducto tuyo, porque tiene en gran estima y respeto a su primo John, y sé que tú explicarás el rumbo que sigo, aunque lo desapruebes, y..., y en resumen —dijo Richard, que titubeaba al pronunciar aquellas palabras—, yo..., yo no quiero presentarme como una persona litigiosa, pugnaz y suspicaz a ojos de una chica tan confiada como Ada.
Le dije que con estas últimas palabras era más fiel a sí mismo que en todo lo que había dicho hasta entonces.
—Bueno, querida mía —reconoció Richard—, es posible que sea así. A mí también me lo parece. Pero ya volveré a mi ser. Entonces haré todo lo que haga falta, no temas.
Le pregunté si aquello era todo lo que deseaba que le dijera yo a Ada.
—No todo —dijo Richard—. No puedo dejar de decirle que John Jarndyce contestó a mi carta en su tono habitual, encabezándola con un «Querido Rick», y que trató de disuadirme de mis opiniones y me dijo que no afectaban a su actitud (todo lo cual está muy bien, claro, pero no cambia las cosas). También quiero que Ada sepa que si bien ahora la vengo a ver poco a menudo, velo tanto por sus intereses como por los míos, porque los dos estamos exactamente en la misma situación, y que espero que no crea, por algún rumor fugaz que le llegue, que soy frívolo ni imprudente; por el contrario, no ceso de desear que termine el pleito, y mis planes van siempre en ese sentido. Como ya soy mayor de edad, y he adoptado la medida que he adoptado, me considero libre de toda responsabilidad ante John Jarndyce; pero como Ada sigue estando bajo la tutela del Tribunal, no le pido que renueve nuestro compromiso. Cuando esté en libertad para actuar por su cuenta, yo habré vuelto a mi ser, y ambos estaremos en circunstancias materiales muy distintas, creo. Si le dices todo esto, con la ventaja de tus dulces modales, me harás un favor enorme y muy amable, mi querida Esther, y atacaré con mayor vigor el caso Jarndyce y Jarndyce. Naturalmente, no te pido que me guardes el secreto en Casa Desolada.
—Richard —le dije—, confías mucho en mí, pero me temo que no vas a aceptarme ningún consejo, ¿verdad?
—Acerca de este tema no puedo aceptarlo, hija mía. Acerca de cualquier otro, con mucho gusto.
¡Como si hubiera algún otro tema en su vida! ¡Como si toda su carrera y toda su personalidad no tuvieran un solo y único norte!
—Pero, ¿puedo hacerte una pregunta, Richard?
—Creo que sí —me dijo, riendo—. Si no me la puedes hacer tú, no sé quién va a poder.
—Tú mismo dices que no llevas una vida muy asentada.
—¿Cómo iba a llevarla, Esther, cuando nada está asentado?
—¿Has vuelto a contraer deudas?
—Naturalmente que sí —contestó Richard, asombrado de mi simpleza.
—¿Es lo natural?
—Pues claro, hija mía. No puedo meterme de forma tan absoluta en algo sin realizar algunos gastos. Olvidas, o quizá no sepas, que conforme a cualquiera de los testamentos, a Ada y a mí nos corresponde algo. Se trata únicamente de decidir si serán las sumas mayores o las menores. En todo caso, quedaré a cubierto. Bendita seas, hija mía —dijo Richard, muy divertido conmigo—, ¡a mí no me va a ir nada mal! ¡Me las arreglaré muy bien, mi querida Esther!
Me sentí tan aterrada ante el peligro que corría él, que intenté, en nombre de Ada, en el de mi Tutor, en el mío propio, por todos los medios fervientes que logré imaginar, advertirle de él, y mostrarle algunos de los errores que estaba cometiendo. Acogió todo lo que le dije con paciencia y amabilidad, pero todo rebotaba contra él sin surtir el menor efecto. No me extrañó, tras la forma en que su mente preocupada había recibido la carta de mi Tutor, pero decidí volver a probar con la influencia de Ada.
De manera que cuando nuestro paseo nos hizo volver al pueblo y me fui a desayunar, preparé a Ada para lo que le iba a contar, y le dije exactamente qué motivos teníamos para temer que Richard fuera a perderse y a destrozar totalmente su vida. Naturalmente, ella se sintió muy desgraciada, aunque tenía mucha más fe en la capacidad de él para corregir sus errores de la que hubiera podido tener yo (¡lo cual era tan natural y tan encantador en mi ángel!), y poco después le escribió la siguiente cartita:
Mi querido primo:
Esther me ha contado todo lo que le has dicho esta mañana. Te escribo para repetirte con absoluta sinceridad todo lo que te ha dicho ella y para informarte de lo segura que estoy de que tarde o temprano verás que nuestro primo John es un modelo de veracidad, de sinceridad y de bondad, y lamentarás profundamente haberle hecho tanto daño (aunque haya sido sin querer).
No sé exactamente cómo escribir lo que quiero decirte ahora, pero confío en que comprenderás el sentido en el que quiero decírtelo. Siento un cierto temor, mi querido primo, de que quizá sea en parte por mí por lo que te estás creando tanta infelicidad, y si tú eres infeliz, también yo lo soy. Si es así, o si piensas mucho en mí al hacer lo que estás haciendo, te ruego y te suplico encarecidamente que desistas. No puedes hacer nada por mí que me pueda hacer ni la mitad de feliz como el volver la espalda a la sombra bajo la que ambos nacimos. No te enfades conmigo por decirte esto. Te ruego, querido Richard, te ruego que por mí y por ti mismo, y con una repugnancia natural por esa fuente de problemas que tuvo parte de culpa en que nos quedáramos huérfanos cuando ambos éramos pequeños, te ruego que la abandones para siempre. Ya tenemos motivos para saber que todo este asunto no contiene nada de bueno ni ninguna esperanza, que de él no nos pueden venir sino desgracias.
Mi querido primo, huelga que te diga que eres totalmente libre y que es muy probable que encuentres a alguien a quien amar mejor que a tu primer amor. Estoy segura, si me permites decirlo, que el objeto de tu elección preferiría con mucho seguir tu destino por el mundo entero, en la riqueza o en la pobreza, y verte feliz, cumpliendo con tu deber y siguiendo la vocación que has escogido, que tener la esperanza de ser, o incluso el hecho de ser, muy rica contigo (de suponer que ello fuera posible) a costa de años angustiosos de aplazamientos y ansiedad, y de tu indiferencia a otros objetivos. Quizá te extrañe que te lo diga con tanta seguridad cuando tan escasos son mis conocimientos y mi experiencia, pero lo sé con toda certidumbre en el fondo de mi corazón.
Siempre, mi querido primo, seré tu cariñosa
ADA
Aquella nota hizo que Richard viniera a vernos en seguida, pero lo hizo cambiar poco o nada. Ya veríamos, nos dijo, quién tenía razón y quién no, ya nos iba a enseñar.... ¡ya lo veríamos! Estaba animado y ardoroso, como si la ternura de Ada lo hubiera complacido, pero yo no pude por menos de esperar, con un suspiro, que la carta tuviera más efecto sobre él cuando la volviera a leer que el apreciable hasta ese momento.
Como iban a quedarse con nosotras hasta el día siguiente, y habían tomado billetes para volver en la diligencia de la mañana, busqué una oportunidad de hablar con el señor Skimpole. Como nos pasábamos el tiempo al aire libre, me resultó muy fácil encontrar una, y le dije delicadamente que el dar alas a Richard comportaba una cierta responsa-bilidad.
—¿Responsabilidad, mi querida señorita Summerson? —repitió él, repitiendo aquella palabra con la más agradable de las sonrisas—. Yo sería el último de los mortales a quien aplicar ese concepto. No he sido responsable en mi vida, y no puedo serlo.
—Me temo que todo el mundo tiene la obligación de serlo —dije con bastante timidez, pues él era mucho mayor e inteligente que yo.
—¿No me diga usted? —replicó el señor Skimpole, recibiendo aquella información con una sorpresa jocosa de lo más agradable—. Pero no todo el mundo tiene la obligación de ser solvente, ¿verdad? Yo no lo soy. Nunca lo he sido. Mire, mi querida señorita Summerson —dijo, sacándose un puñado de monedas del bolsillo—, esto es dinero. No tengo ni idea de cuánto. Digamos que son cuatro chelines y nueve peniques..., digamos que son cuatro libras y nueve chelines. Según me dicen, debo mucho más que eso. Seguro que sí. Seguro que tengo tantas deudas como me acepta la gente de buen carácter. Si ellos no me frenan, ¿por qué me voy a frenar yo? Y, en resumen, ése es Harold Skimpole. Si eso es tener responsabilidad, entonces tengo responsabilidad.
La perfecta tranquilidad con la que se volvió a meter el dinero en el bolsillo y se me quedó mirando con una sonrisa en su rostro refinado, como si hubiera estado mencionando algo curioso relativo a otra persona, casi me dio la sensación de que verdaderamente él no tenía nada que ver con todo aquello.
—Pero cuando me habla usted de responsabilidades —continuó diciendo—, estoy dispuesto a afirmar que nunca he tenido la dicha de conocer a nadie a quien pudiera con-siderar tan agradablemente responsable como a usted. Me parece que es usted modelo de la responsabilidad personificada. Cuando la veo a usted, mi querida señorita Sum-merson, tan consagrada al perfecto funcionamiento de todo el sistemita ordenado del cual es usted el centro, me siento inclinado a decirme, y de hecho muchas veces me digo: ¡eso es responsabilidad!
Después de aquello me resultó difícil explicar lo que quería decir yo, pero persistí hasta el punto de decir que todos esperábamos que refrenara a Richard en las opiniones superoptimistas que mantenía en aquellos momentos, en lugar de confirmarlo en ellas.
—Con sumo gusto —replicó—, si pudiera. Pero, mi querida señorita Summerson, yo no soy artificioso, no sé disimular. Si me toma de la mano y me conduce alegremente por Westminster Hall en busca de la Fortuna, he de ir con él. Si me dice: «¡Skimpole, entra en el baile!», he de entrar en él. Ya sé que no es lo que dicta el sentido común, pero es que yo no tengo sentido común.
—Es una verdadera lástima por Richard —dije.
—¿Lo cree usted? —me preguntó Skimpole—. No diga eso, no diga eso. Supongamos que estuviera en compañía del Sentido Común, hombre excelente, muy arrugado, horriblemente práctico, con cambio de un billete de diez libras en cada bolsillo, con un bloc cuadriculado de cuentas en cada mano, o sea, en todos los respectos igual que un recaudador de contribuciones. Nuestro querido Richard, optimista, ardiente, corredor de obstáculos, repleto de poesía como un capullo de rosa, dice a este respetabilísimo compa-ñero: «Veo ante mí una perspectiva dorada, es luminosa, es preciosa, es alegre, ¡ahí voy, a saltos por la naturaleza en persecución de ella!» Inmediatamente, el respetable compa-ñero le da un golpe con el libro de cuentas, le dice, con su estilo literal y prosaico, que él no ve tal cosa, le demuestra que no se trata más que de una serie de honorarios, fraudes, pelucas de crin de caballo y togas negras. Bueno, usted comprenderá que se trata de un cambio para peor, muy sensato, sin duda, pero desagradable. Yo no puedo hacer eso. No tengo el bloc cuadriculado para las cuentas, no tengo en mi personalidad ninguno de los elementos del recaudador de contribuciones, no soy en absoluto respetable ni quiero serlo. ¡Quizá sea raro, pero así es!
Era inútil decir nada más, así que propuse que fuéramos a reunirnos con Ada y Richard, que iban un poco por delante de nosotros, y renuncié, desesperada, al señor Skimpole. Aquella mañana él había ido a la Mansión, y a lo largo del paseo nos describió ingeniosamente los cuadros de familia. Entre las ladies Dedlock del pasado había unas pastoras tan portentosas que en sus manos los pacíficos cayados se convertían en armas de asalto. Cuidaban de sus ganados ataviadas severamente de tafetán y cuidadosamente empolvadas, y se colocaban sus lunares artificiales para aterrar a los campesinos, igual que los jefes de otras tribus se ponían su pintura de guerra. Había un Sir Nosequé Dedlock en medio de una batalla, se veía estallar una mina, había mucho humo, relámpagos, una ciudad incendiada y un fuerte atacado, todo lo cual se apercibía entre las patas traseras de su caballo, lo cual demostraba, suponía el señor Skimpole, la poca importancia que atribuía un Dedlock a tamañas futesas. Nos contó que, evidentemente, toda aquella raza había sido en vida lo que él calificaba de «gente disecada»: una gran colección de personas con ojos de cristal, asentada de forma perfectamente correcta en sus diversas ramas y perchas, sin ningún movimiento, y siempre metidas en fanales de cristal.
Ahora yo ya no me sentía nada cómoda cuando alguien mencionaba aquel apellido, de forma que me sentí aliviada cuando Richard, con una exclamación de sorpresa, se fue corriendo al encuentro de un desconocido, a quien vio acercándose lentamente hacia nosotros.
—¡Dios mío! —dijo Skimpole—. ¡Vholes!
Todos preguntamos si era un amigo de Richard.
—Amigo y asesor jurídico —dijo Skimpole—. Bueno, mi querida señorita Summerson, si busca usted sentido común, responsabilidad y respetabilidad, todo junto; si busca usted un hombre ejemplar, ese hombre es Vholes.
Dijimos que no sabíamos que Richard contara la asistencia de nadie que se llamara así.
—Cuando salió de la infancia legal —nos explicó el señor Skimpole—, se separó de nuestro convencional amigo Kenge y se unió, según creo, a Vholes. De hecho, sé que fue así, porque fui yo quien se lo presentó a Vholes.
—¿Lo conocía usted desde hacía mucho tiempo? —preguntó Ada.
—¿A Vholes? Mi querida señorita Clare, he tenido el mismo trato con él que con varios caballeros de la misma profesión. Había hecho algo de forma muy agradable y cortes: actuado contra mí, creo que es la expresión, y todo aquello terminó en que me llegó una orden de detención. Alguien tuvo la bondad de intervenir y pagar la suma..., era algo con cuatro peniques; no recuerdo cuántas libras ni cuántos chelines, pero recuerdo los cuatro peniques, porque entonces me pareció sorprendente que yo pudiera deberle a alguien cuatro peniques, y después lo presenté el uno al otro. Vholes me pidió que los presentara, y lo hice. Ahora que lo pienso —dijo, mirándonos interrogante, y con la más franca de sus sonrisas al descubrirlo—, Vholes quizá me sobornó. Me dio algo y dijo que era mi comisión. ¿Fue un billete de cinco libras? ¡La verdad es que creo que debe de haber sido un billete de cinco libras!
No pudo seguir reflexionando sobre el asunto, porque se nos volvió a unir Richard, muy agitado, y nos presentó a Vholes: individuo cetrino con labios apretados como si tuviera frío, erupciones rojizas en distintos puntos de la cara, alto y delgado, de unos cincuenta años, la cabeza metida entre los hombros y un poco jorobado. Iba vestido de negro, con guantes negros, y estaba abotonado hasta la barbilla, pero lo más notable en él eran sus modales desganados y la forma en que contemplaban fijamente a Richard.
—Espero no molestarlas, señoras —dijo el señor Vholes, y entonces observé que tenía otra cosa de notable, y era que hablaba como para sus adentros—. Había quedado con el señor Carstone en que estuviera siempre informado de cuándo aparecía su causa en el diario del Canciller, y como anoche uno de mis pasantes me informó después del correo de que había aparecido, de forma un tanto inesperada, en el diario de mañana, me metí en la diligencia a primera hora de hoy, y he venido a conferenciar con él.
—Sí —dijo Richard, acalorado y mirándonos triunfal a Ada y a mí—, ahora no hacemos las cosas lentamente, como antes. ¡Ahora vamos a toda velocidad! Señor Vholes, hemos de alquilar algo para llegar al pueblo de las postas y atrapar la diligencia de esta noche, a fin de llegar a la capital a tiempo.
—Como usted diga, señor mío —contestó el señor Vholes—. Estoy a su servicio.
—Veamos —dijo Richard mirando el reloj—. Si voy corriendo a las Armas y cierro mi portamantas y pido y consigo una tartana o una silla de posta, o lo que haya, dispondremos de una hora antes de ponernos en marcha. Prima Ada, ¿querréis tú y Esther atender al señor Vholes durante mi ausencia?
Se marchó inmediatamente, acalorado y apresurado, y pronto desapareció en la luz del atardecer. Los que quedábamos seguimos paseando hacia la casa.
—Caballero, ¿es necesario que el señor Carstone esté presente mañana? —pregunté—. ¿Sirve de algo?
—No, señorita —replicó el señor Vholes—. No que yo sepa.
Tanto Ada como yo manifestamos pesar porque en tal caso tuviera que irse, sólo para llevarse una desilusión.
—El señor Carstone ha establecido el principio de vigilar sus propios intereses —dijo el señor Vholes—, y cuando un cliente establece sus propios principios, y no son inmorales, me incumbe a mí obedecerlos. En los negocios pretendo ser exacto y abierto. Soy viudo con tres hijas: Emma, Jane y Caroline, y deseo cumplir con todos mis obligaciones en esta vida, a fin de dejarles un buen nombre. Este lugar parece muy agradable, señorita.
Como esta observación iba dirigida a mí, por ser yo quien iba a su lado en nuestro paseo, asentí y enumeré sus principales atractivos.
—¿Verdaderamente? —comentó el señor Vholes—. Tengo el privilegio de mantener a mi anciano padre en el Valle de Taunton, que es donde nació, y me agrada mucho aquella comarca. No sabía que hubiera nada tan agradable por aquí.
A fin de mantener la conversación, pregunté al señor Vholes si le gustaría vivir siempre en el campo.
—Al decir eso, señorita —me contestó—, toca usted una fibra muy sensible. Mi salud no es buena (pues tengo graves problemas digestivos), y si no tuviera que pensar más que en mí mismo, me refugiaría en los hábitos rurales, dado especialmente que las preocupaciones del trabajo me han impedido siempre entrar en contacto con la sociedad en general, y especialmente con la sociedad femenina, que era con la que más aspiraba yo a tratar. Pero con mis tres hijas: Emma, Jane y Caroline, y con mi anciano padre, no puedo permitirme ser egoísta. Es cierto que ya no estoy obligado a mantener a mi querida abuela, que murió cuando tenía ciento dos años, pero sigo teniendo suficientes obligaciones como para que resulte indispensable seguir manteniendo la maquinaria en marcha.
Yo tenía que estar muy atenta para oír lo que decía, dada la forma que tenía de hablar para sus adentros y sus modales desganados.
—Les pido disculpas por mencionar a mis hijas —añadió—. Son mi debilidad. Quiero dejar a mis hijas una cierta independencia, además de un buen nombre.
Llegábamos ya a la casa del señor Boythorn, donde nos esperaba la mesa completamente preparada para el té. Volvió Richard, inquieto y apresurado, poco después, e inclinándose sobre la silla del señor Vholes le susurró algo al oído. El señor Vholes replicó en voz alta, o todo lo alta, supongo, que pudiera emplear para contestar a nadie:
—Me lleva usted, ¿verdad, señor mío? A mí me da igual. Como usted guste. Estoy enteramente a su servicio.
Por lo que siguió, colegimos que el señor Skimpole se quedaría hasta la mañana siguiente para ocupar las dos plazas que ya estaban pagadas. Como Ada y yo estábamos tristes por Richard, y lamentábamos mucho separarnos de él, aclaramos en toda la medida que la cortesía nos permitía que llevaríamos al señor Skimpole a Las Armas de Dedlock y nos retiraríamos cuando se hubieran marchado los viajeros.
Ambas nos sentimos sorprendidas cuando nos levantamos para acompañar a Richard a la posada y éste nos dijo que prefería ir solo.
—La verdad es— nos explicó por fin, con una carcajada—, aunque resulta ridículo, pero como hay que decirlo..., que allí no tienen nada, no había nada que alquilar más que coche de entierros que tiene que volver al punto de partida, y voy a llevar en él al señor Vholes.
Ada palideció y se preocupó mucho. Debo decir que yo también me sentí inquieta, y de nada me sirvió la gran disposición del señor Vholes a viajar en aquel carruaje.
Como el buen humor de Richard resultaba contagioso, subimos juntos a la colina que había encima del pueblo, donde había ordenado esperar un carricoche, y allí nos encontramos con un hombre que llevaba un farol y estaba en pie junto a un caballo blancuzco y flaco enganchado al vehículo.
Jamás me olvidaré de aquellos dos sentados juntos a la luz del farol: Richard, todo encendido, animado y reidor, con las riendas en la mano; el señor Vholes, completamente inmóvil, con sus guantes negros y abotonado hasta el cuello, mirándolo como si estuviera contemplando a su presa e hipnotizándola. Se presenta ante mí toda la imagen de la noche oscura y cálida, los relámpagos del verano, el tramo polvoriento de carretera cercado de setos y altos árboles, el caballo blancuzco y flaco con las orejas enhiestas y la marcha a toda velocidad hacia Jarndyce y Jarndyce.
Mi niña me dijo aquella noche que para ella el que en adelante Richard prosperase o se arruinase, estuviera lleno de amigos o solo, no le significaría más que, cuanto más necesitara el amor de un corazón firme, más amor le tendría que dar ese firme corazón; que él pensaba en ella pese a sus errores de aquellos momentos, y que ella pensaría siem-pre en él; nunca en sí misma, si podía consagrarse a él, nunca en sus propios gustos si podía satisfacer los de él.
¿Y mantuvo su palabra?
Ahora miro el camino que se extiende ante mí, cuando la distancia ya se está acortando y se empieza a ver el final del viaje, y por encima del mar muerto del pleito de la Cancillería y de toda la fruta cenicienta que lanzó a las playas , creo que veo a mi ángel, fiel y buena hasta el final.
CAPITULO 38
Un combate
Cuando llegó el momento de que volviéramos a Casa Desolada, fuimos de una puntualidad exacta, y se nos hizo objeto de una bienvenida abrumadora. Yo había recuperado toda mi salud y mis fuerzas, y al ver que mis llaves estaban ya puestas en mi habitación, las sacudí como si se tratara de recibir alegremente el Año Nuevo. «Una vez más, a tus obligaciones, a tus obligaciones, Esther», me dije, «y si no te llena de alegría el tenerlas, y no estás colmada de contento y satisfacción, deberías estarlo. ¡Y eso es todo lo que tengo que decirte, querida mía!»
Las primeras mañanas fueron tan agitadas y ocupadas, dedicadas a pagar cuentas, a hacer tantos viajes de ida y vuelta al Gruñidero y a todas las demás partes de la casa, a volver a ordenar tantos cajones y armarios, y volverlo a empezar todo de nuevo, que no tuve ni un momento libre. Pero una vez ordenado y organizado todo, hice una visita de unas horas a Londres, visita que había decidido mentalmente hacer, debido a algo que contenía la carta que había destruido yo en Chesney Wold.
El pretexto para aquella visita fue Caddy Jellyby (me resultaba tan natural llamarla por su nombre de soltera, que así la llamaba siempre), y antes le escribí una nota en la que le pedía el favor de su compañía en una pequeña expedición de negocios. Salí de casa a primera hora de la mañana, y llegué a Londres tan temprano en la diligencia, que cuando arrivé a Newman Street todavía tenía todo el día por delante.
Caddy, que no me había visto desde el día de su boda, estuvo tan alegre y tan afectuosa conmigo, que casi me dio miedo de que su marido sintiera celos. Pero él, en su propio estilo, estuvo igual de mal, quiero decir de bien, y en resumen fue igual que siempre, y nadie me dejó la menor posibilidad de hacer nada meritorio.
El señor Turveydrop padre estaba en la cama, me dijeron, y Caddy le estaba moliendo el chocolate, y que un muchachito melancólico que era aprendiz (me pareció muy curioso que se pudiera ser aprendiz del oficio del baile) estaba esperando para llevárselo al piso de arriba. Caddy me dijo que su suegro era sumamente amable y considerado, y que vivían muy contentos juntos (cuando ella decía vivir juntos, quería decir que el anciano caballero se quedaba con todas las cosas buenas y los apartamentos buenos, mientras que ella y su marido se quedaban con lo que podían y estaban apretadísimos en dos habitaciones que daban encima de los establos).
—¿Y cómo está tu mamá, Caddy?
—Bueno, Esther, tengo noticias suyas —respondió Caddy— por Papá, pero la veo muy poco. Celebro decir que nos llevamos muy bien, pero Mamá cree que es algo absurdo que me haya casado con un maestro de baile, y teme que se le contagie algo a ella.
Pensé que si la señora Jellyby hubiera cumplido con sus obligaciones y deberes naturales, antes de contemplar el horizonte con un telescopio en busca de otros, habría tomado todas las precauciones posibles contra el contagio del absurdo, pero huelga decir que no se lo comenté a nadie.
—¿Y tu papá, Caddy?
—Viene todas las tardes —me dijo Caddy—, y le gusta tanto quedarse sentado en ese rincón, que da gusto verle.
Miré al rincón, y vi marcada claramente la huella de la cabeza del señor Jellyby en la pared. Resultaba un consuelo saber que había encontrado ese lugar en que reposarla.
—¿Y tú, Caddy —pregunté—, siempre ocupada, estoy segura?
—Bueno, querida mía —me contestó—, la verdad es que sí, porque voy a decirte un gran secreto. estoy aprendiendo a dar lecciones. Prince no tiene una salud muy fuerte, y quiero ayudarle. Entre la escuela y las clases de aquí y los alumnos particulares y los aprendices, el pobre la verdad es que tiene mucho que hacer.
La idea de los aprendices me seguía pareciendo tan rara, que pregunté a Caddy si eran muchos.
—Cuatro —dijo Caddy—. Uno interno y tres externos. Son unos niños muy buenos, sólo que cuando se juntan, se empeñan en ponerse a jugar, como niños que son, en lugar de dedicarse a su trabajo. Así que ahora el muchachito que acabas de ver valsea a solas en la cocina, y a los otros los repartimos por la casa como podemos.
—Sólo para aprender los pasos, ¿no? —pregunté.
—Sólo los pasos —me aclaró Caddy—. Así practican un número determinado de horas seguidas, sean los que sean los pasos que les tocan. Bailan en la academia, y en esta época del año hacemos Figuras todas las mañanas a las cinco.
—¡Qué vida más laboriosa! —exclamé.
—Te aseguro, querida mía —me dijo Caddy, con una sonrisa—, que cuando nos llaman por la mañana los aprendices externos (el timbre suena en nuestro cuarto, para no molestar al señor Turveydrop padre), y cuando subo las persianas y los veo en la puerta, con sus zapatillas bajo el brazo, hay veces que me recuerdan a los deshollinadores.
Todo aquello me hacía ver su arte bajo una luz especial, claro. Caddy disfrutó con el efecto de su relato, y siguió contando, animada, los detalles de sus propios estudios.
—Mira, hija mía, a fin de ahorrar gastos, tengo que saber algo de Piano, y también tengo que saber algo de Violín, y, en consecuencia, tengo que practicar en estos dos instrumentos, además de aprender los detalles de nuestra profesión. Si Mamá hubiera sido como todo el mundo, yo ya sabría algo de música. Pero no sé nada, y al principio esa parte del trabajo resulta un tanto desalentadora, he de reconocerlo. Pero tengo muy buen oído, y estoy acostumbrada a trabajar mucho (algo que tengo que agradacerle a Mamá, en todo caso), y ya sabes, Esther, que, sea en lo que sea, querer es poder.
Con estas palabras, Caddy se sentó, riéndose, ante un piano pequeñito y cuadrado, y tocó a toda velocidad una cuadrilla con gran animación. Después se volvió a levantar, toda ruborizada y bienhumorada, y, mientras seguía riéndose, me dijo:
—¡Por favor, sé buena y no te rías de mí!
Yo más bien tenía ganas de llorar, pero no hice ninguna de las dos cosas. La alenté y la elogié con todo mi corazón. Pues creía conscientemente que, por mucho que fuera la mujer de un maestro de baile y aspirase a ser ella maestra de baile, en su limitada ambición había encontrado un camino de industria y perseverancia tan natural, sano y amoroso, que era tan bueno como una Misión.
—Querida mía —dijo Caddy, encantada—, no sabes cuánto me animas. No sabes hasta qué punto estaré siempre en deuda contigo. ¡Cuántos cambios, Esther, incluso en mi reducido mundo! ¿Recuerdas aquella primera noche, cuando estuve tan descortés y andaba toda llena de tinta? ¡Quién hubiera pensado entonces que jamás iba yo a enseñar a la gente a bailar, entre tantas posibilidades e imposibilidades!
Al volver su marido, que nos había dejado sostener esta breve conversación a solas, antes de irse a ver a los aprendices en la sala de baile, Caddy me comunicó que estaba a mi entera disposición. Pero todavía no había llegado el momento, celebré decirle, pues no me hubiera agradado llevármela en aquel momento. En consecuencia, nos fuimos los tres juntos a ver a los aprendices, y participé en el baile.
Los aprendices eran unos personajillos de lo más raro. Además del muchacho melancólico, que yo esperaba no se hubiera quedado así a fuerza de valsear a solas en la cocina, había otros dos muchachos y una chiquita sucia y desgalichada con un vestido de gasa. Era una muchachita precoz, con un sombrero mugriento (también hecho de gasa), que llevaba las zapatillas de baile en un viejo ridículo de terciopelo muy gastado. Los muchachitos, cuando no estaban bailando, eran muy desagradables, y llevaban los bolsillos llenos de cordeles, de canicas y de huesos para la buena suerte, y tenían los pies y las piernas (y sobre todo los talones) de lo más sucio.
Pregunté a Caddy qué era lo que había llevado a sus padres a escoger aquella profesión para ellos. Caddy dijo que no sabía, que quizá pretendieran hacerlos maestros, o quizá destinarlos a las tablas. Todos ellos eran de origen humilde, y la madre del muchacho melancólico tenía una tienda de cerveza de jengibre.
Pasamos una hora bailando con la mayor seriedad, y el muchacho melancólico hizo maravillas con sus extremidades inferiores, lo cual parecía darle una cierta sensación de alegría, aunque aquella alegría nunca parecía subirle más arriba de la cintura. Caddy observaba a su marido, y evidentemente lo imitaba, pero había adquirido una gracia y una seguridad propias, que, junto con sus bonitas cara y figura, resultaban extraordinariamente agradables. Ya lo había descargado de gran parte de la instrucción de aquellos muchachos, y él intervenía poco en ella, salvo para interpretar su parte de la figura si le tocaba. Siempre era él quien interpretaba la melodía. La afectación de la niña de las gasas, y su actitud condescendiente para con los muchachos, eran algo digno de verse. Y así nos pasamos bailando una hora justa.
Cuando terminó el ejercicio, el marido de Caddy se preparó para irse a una escuela que estaba fuera de la ciudad, y Caddy se fue corriendo a vestir para venirse conmigo. Entre tanto, yo me quedé sentada en la sala de baile, contemplando a los aprendices. Los dos muchachos externos se fueron a la escalera a calzarse y a tirarle del pelo al interno, según pensé, por el carácter de las objeciones de éste. Cuando volvieron con las chaquetas abrochadas y las zapatillas de baile metidos en los bolsillos, sacaron envoltorios de pan con fiambres y montaron un vivac bajo una lira que había pintada en la pared. La niña de las gasas, tras meterse las sandalias en el ridículo y ponerse un par de zapatos muy gastados, se colocó como pudo el sombrero mugriento, y cuando le pregunté si le gustaba bailar, replicó:
—Con chicos no —después de lo cual se ató las cintas del sombrero bajo la barbilla y se fue toda despectiva a su casa.
—El señor Turveydrop padre lamenta mucho —dijo Caddy— no haberse terminado de vestir, de forma que no puede tener el placer de saludarte antes de que te vayas. Ya sabes que te tiene gran afecto, Esther.
Contesté que le estaba muy agradecida, pero no consideré oportuno añadir que me podía pasar muy bien sin sus atenciones.
—Tarda mucho en vestirse —dijo Caddy— porque ya sabes que en esas cosas hay muchos que lo consideran un modelo, y tiene que mantener su reputación. No puedes ni imaginarte lo amable que es con papá. Cuando a veces le habla a papá por las tardes sobre el Príncipe Regente, nunca he visto a papá tan interesado.
La imagen del señor Turveydrop impartiendo su Porte al señor Jellyby capturó mi imaginación. Pregunté a Caddy si hacía que su papá hablara mucho.
—No —me —respondió Caddy—; que yo sepa no, pero él le habla a Papá y Papá le admira mucho y le escucha y le gusta. Claro que ya comprendo que Papá no es quién para hablar mucho de Porte, pero se llevan magníficamente. No te puedes imaginar qué buenos compañeros son. Antes, nunca había visto a Papá tomar rape, pero cuando está con el señor Turveydrop siempre toma un poquito de su caja, y se pasa la velada llevándoselo a la nariz y retirándolo otra vez.
Pensé que el que el señor Turveydrop hubiera rescatado jamás, por las casualidades de la vida, al señor Jellyby de Borriobula-Gha era una de las cosas más agradables que pudiera darse.
—Y en cuanto a Peepy —dijo Caddy con un cierto titubeo—, que era lo que más temía yo, salvo tener familia yo misma Esther, lo que más temía yo que causara in comodidades al señor Turveydrop, he de decirte que es increíble la amabilidad con que se comporta el señor con ese niño. ¡Pide verle, querida mía! ¡Le deja que le lleve el periódico a la cama! Le da las sobras de sus tostadas, le envía a hacer recados por la casa, le dice que venga a que le dé monedas de seis peniques. En resumen —añadió Caddy—, y para no alargarme, soy una mujer con suerte, y debería sentirme muy agradecida. ¿Dónde vamos, Esther?
—A Old Street Road —dije—, donde tengo unas palabras que decirle al pasante de abogado al que enviaron a buscarme a la parada de la diligencia el día que llegué a Londres, cuando te conocí, hija mía. Ahora que lo pienso, es el caballero que nos trajo a tu casa.
—Entonces, es evidente que yo parezco ser la persona indicada para acompañarte —replicó Caddy.
Fuimos a Old Street Road, donde preguntamos por la señora Guppy en las señas que teníamos de esta señora. Como la señora Guppy habitaba lo que antes habían sido los salones de la mansión, y de hecho había corrido visiblemente el peligro de abrirse como una nuez en el salón de la fachada a fuerza de mirar antes de que preguntásemos por ella, se presentó inmediatamente y nos pidió que entrásemos. Era una anciana que llevaba un gorro enorme, y tenía una nariz bastante roja y una mirada bastante errática, pero que no paraba de sonreír. Tenía la salita de estar preparada para las visitas, y en ella había un retrato de su hijo que, estaba yo ahora a punto de escribir, le hacía más que justicia, a fuerza de exagerar su personalidad y de no dejar fuera un solo detalle.
No sólo estaba allí el retrato, sino que también nos encontramos con el original. Estaba vestido con algo de muchos colores, y lo descubrimos sentado a una mesa y leyendo documentos de los Tribunales, con un dedo en la frente.
—Señorita Summerson —dijo el señor Guppy, levantándose—, verdaderamente esto se convierte en un Oasis. Madre, tenga la bondad de acercar una silla para la otra señora y de dejar libre el paso.
La señora Guppy, cuyas incesantes sonrisas le daban un aire un tanto jovial, hizo lo que le pedía su hijo, y después se sentó en un rincón, con un pañuelo apretado contra el pecho con ambas manos, como si se estuviera aplicando fomentos.
Presenté a Caddy, y el señor Guppy dijo que todas mis amistades eran bien venidas a su casa. Después procedí a exponer el objeto de mi visita.
—Me he tomado la libertad de enviarle una nota, caballero —le dije.
El señor Guppy acusó recibo sacándosela del bolsillo del pecho y llevándosela a los labios, tras lo cual se la volvió a meter en el bolsillo con una reverencia. La señora Guppy se sintió tan divertida que movió la cabeza con otra sonrisa e hizo en silencio una indicación a Caddy con un codazo.
—¿Podría hablar a solas con usted un momento? —pregunté.
Creo que nunca en mi vida había visto yo jovialidad como la de la madre del señor Guppy en aquel momento. No es que emitiera sonido alguno de risa, pero meneó la cabeza y la sacudió, y se llevó el pañuelo a la boca, e hizo gestos a Caddy con el codo, con la mano, con el hombro, y en general se manifestó tan divertida que le costó un cierto trabajo llevarse a Caddy por la puertecita corredera que daba al dormitorio de al lado.
—Señorita Summerson —dijo el señor Guppy—, espero que sepa usté escusar los nervios de una madre que no piensa más que en la felicidá de su hijo. Mi madre, aunque pueda ponerse mú nerviosa está motivada sólo por el instinto materno.
Apenas hubiera podido yo creer que nadie pudiera ponerse tan colorado en un instante, ni cambiar tanto como ocurrió con el señor Guppy cuando me levanté el velo.
—Le he pedido por favor ver a usted unos momentos aquí —dije—, mejor que ir al bufete del señor Kenge, porque, al recordar lo que dijo usted en cierta ocasión en que me habló en confianza, me temía que de lo contrario podría ponerlo a usted en apuros, señor Guppy.
Estoy segura de que ya lo había puesto en bastante apuro. Jamás he visto tales titubeos, tal confusión, tal sorpresa y tal aprensión.
—Señorita Summerson —tartamudeó el señor Guppy—. Le... le... ruego me escuse, pero en nuestra profesión a... a... veces consideramos necesario ser explícitos. Se refiere usté a una ocasión, señorita, en la que... en la que tuve el honor de hacer una declaración que...
Pareció como si tuviera en la garganta algo que le resultara imposible tragar. Se llevó la mano a ella, tosió, hizo muecas, volvió a tratar de tragárselo, volvió a toser, volvió a hacer muecas, miró por toda la salita y revolvió entre sus papeles.
—Me ha venido una especie de mareo, señorita —explicó— que me deja un tanto atontao. Soy... padezco... cosas así... ¡diablo!
Le di un cierto tiempo para recuperarse. Lo dedicó a llevarse la mano a la cabeza y volvérsela a quitar, y a apartar la silla hacia el rincón que había detrás de él.
—Lo que me proponía, señorita, era señalar —continuó diciendo el señor Guppy— que... ay, Dios mío..., deben ser los bronquios, creo..., ¡ejem!..., señalar que en aquella ocasión tuvo usted la bondad de rechazar y repudiar aquella declaración. ¿No... no tendría usted objeciones a reconocerlo? Aunque no hay testigos presentes, quizá le resultara... satisfactorio... por usted misma... reconocer que así fue.
—No cabe duda —le dije— de que rechacé su proposición sin reservas ni matices de ningún tipo, señor Guppy.
—Gracias, señorita —respondió, midiendo la mesa con manos preocupadas—. Hasta el momento, todo va bien y dice bien de usté. ¡Jem! No cabe duda de que es bronquitis, deben de ser los pulmones... ¡Jem!..., quizá no se sintiera usté ofendida si yo le dijera... aunque no es necesario, porque su buen sentido, el buen sentido de cualquiera debe bastar... si yo le mencionara que aquella declaración mía fue la última y terminó ahí, ¿verdad?
—Lo entiendo perfectamente —dije.
—Quizá... ¡jem!..., quizá no merezca la pena, pero quizá le fuera satisfactorio a usté..., quizá no le importaría reconocerlo explícitamente, señorita —insistió el señor Guppy.
—Lo reconozco explícita y cabalmente.
—Muchas gracias —dijo el señor Guppy—. Es lo más honorable, estoy seguro. Lamento que la forma en que está organizada mi vida, junto con circunstancias ajenas a mi voluntad, me impidan repetir jamás aquel ofrecimiento, o renovarlo en cualquier forma, pero será siempre un recuerdo ligado por los ¡ejem!..., ligado por los lazos de la amistad. —La bronquitis del señor Guppy vino en su ayuda y dejó de medir la mesa con las manos.
—¿Puedo decirle ahora lo que he venido a decirle? ——empecé.
—Será un honor para mí —dijo el señor Guppy—. Estoy tan persuadido de que su buen sentido y sus buenos sentimientos la harán actuar con toda corrección que estoy seguro de que será para mí un placer el escuchar cualquier observación que desee usté hacer.
—Tuvo usted la bondad de implicar en aquella ocasión...
—Perdón, señorita —interrumpió el señor Guppy—, pero es mejor que no nos apartemos de las pruebas a las implicaciones. No puedo admitir que implicara nada.
—Dijo usted en aquella ocasión —volví a empezar— que quizá tuviera usted los medios de defender mis intereses y de promover mi fortuna mediante unos descubrimientos que me afectarían. Supongo que basaba usted aquella opinión en su conocimiento general de que soy huérfana, y de que todo lo que tengo se lo debo a la benevolencia del señor Jarndyce. Pues bien, el principio y el fin de lo que he venido a rogarle, señor Guppy, es que tenga usted la bondad de renunciar a toda idea de prestarme servicio alguno. He pensado en ello a veces, y cuando mas he pensado ha sido últimamente..., desde que caí enferma. Por fin he tomado una decisión, en caso de que en algún momento recordara usted aquella intención, y actuara al respecto de una u otra forma, de venir a asegurarle que comete usted un error. No podría usted hacer un descubrimiento a mi respecto que me hiciera el más mínimo favor y ni me complaciera en absoluto. Conozco mi historia personal, y estoy en condiciones de asegurar a usted que nunca podrá defender mis intereses por esos medios. Es posible que haya abandonado usted ese proyecto hace tiempo. En tal caso, le ruego me perdone por causarle una molestia innecesaria. Si no es así, le ruego, conforme a las seguridades que acabo de darle, que en adelante renuncie a él. Se lo ruego para que yo pueda quedar en paz.
—Me siento obligado a confesar —dijo el señor Guppy— que se expresa usté, señorita, con los buenos sentimientos y el sentido de la justicia que le atribuía yo. Nada puede ser más satisfactorio que esos buenos sentimientos, y si hace un momento me equivoqué acerca de sus intenciones, estoy dispuesto a presentarla todas mis escusas. Quede constancia, señorita, de que por la presente le pido esas escusas... limitadas, como su propio buen sentido y sentido de la justicia le señalarán es necesario, al procedimiento en curso.
Debo decir en honor del señor Guppy que los modales evasivos de antes habían mejorado mucho. Parecía celebrar verdaderamente la posibilidad de hacer algo si yo se lo pedía, y parecía avergonzado de sí mismo.
—Si me permite usted terminar inmediatamente lo que tengo que decirle, para que no haya ocasión de volver sobre ello —continué al ver que se disponía a seguir hablando—, me hará usted un favor, caballero. He venido a ver a usted de la manera más discreta posible porque usted me anunció aquella impresión suya en una confidencia que he deseado auténticamente respetar, y que como recordará usted siempre he respetado. Ya le he mencionado mi enfermedad. No tengo ningún motivo para titubear en decir que sé muy bien que todo pequeño rebozo que pudiera sentir en hacerle una petición a usted ha desaparecido totalmente. De ahí el ruego que acabo de hacerle, y espero que me tenga usted en suficiente estima como para acceder a él.
Debo señalar otra vez en honor del señor Guppy que cada vez parecía más avergonzado de sí mismo, y que cuando más avergonzado y más serio pareció fue cuando me replicó todo sonrojado:
—Por mi palabra y por mi honor, por mi vida y por mi alma, señorita Summerson, que le prometo por mi hombría que actuaré conforme a sus deseos. Jamás daré un solo paso en oposición a ellos. Si le satisface, prestaré juramento. En todo lo que prometo en este momento, y en relación con los asuntos que se están tratando —continuó el señor Guppy rápidamente, como si estuviera repitiendo una fórmula conocida—, digo la verdad, toda la verdá y nada más que la verdá, con...
—Estoy convencida —dije levantándome—, y se lo agradezco mucho. ¡Caddy, hija mía, estoy lista!
Volvió la madre del señor Guppy con Caddy (y esta vez me hizo a mí la destinataria de sus risas silenciosas y de sus codazos) y nos despedimos. El señor Guppy nos acompañó a la puerta con un aire como de quien está medio dormido o sonámbulo, y allí lo dejamos contemplándonos.
Pero al cabo de un minuto vino detrás de nosotras sin haberse puesto el sombrero y con sus largos cabellos al viento y nos detuvo, diciendo fervientemente:
—Señorita Summerson, por mi honor y por mi alma que puede usté confiar en mí.
—Y confío —le dije—, confío totalmente.
—Perdóneme usté, señorita —dijo el señor Guppy, apoyándose primero en una pierna y luego en otra—, pero como está presente esta señora..., su propio testigo..., quizá se sintiera usté más satisfecha (pues deseo que quede usté tranquila), si repitiera usté lo que reconoció hace un rato.
—Bien, Caddy —dije volviéndome hacia ésta—, quizá no te sorprenda saber que nunca ha existido compromiso...
—Ni proposición ni promesa de matrimonio alguna —sugirió el señor Guppy.
—Ni proposición ni promesa de matrimonio alguna —dije— entre este caballero...
—William Guppy, de Penton Place, Pentonville, en el condado de Middlesex —murmuró él.
—Entre este caballero, William Guppy, de Penton Place, Pentonville, en el condado de Middlesex y yo.
—Gracias, señorita —dijo el señor Guppy—. Todo en orden... ¡Jem!... Perdón... ¿La señora se llama, nombre y apellido?
Se los dije.
—¿Casada, creo? —preguntó el señor Guppy—. Casada. Gracias. De soltera Caroline Jellyby, que vivía entonces en Thavies Inn, de la City de Londres, pero no de la parroquia; actualmente de Newman Street, Oxford Street. Muy agradecido.
Se fue corriendo a su casa y volvió corriendo otra vez.
—Acerca de ese asunto, ya sabe usté, de verdad que lamento muchísimo que la actual organización de mi vida, junto con circunstancias ajenas a mi voluntad impidan una reanudación de lo que quedó terminado enteramente hace algún tiempo —me dijo el señor Guppy, melancólico y desolado—, pero era imposible. ¡No me diga que no lo era! ¿Qué opina usté?
Le dije que evidentemente era imposible. El asunto no admitía duda. Me dio las gracias y volvió a marcharse corriendo, pero una vez más se dio la vuelta.
—Es algo que le honra mucho, señorita, desde luego —dijo el señor Guppy.... Si pudiera erigirse un altar sobre los lazos de la amistad..., ¡pero por mi alma que puede usté contar conmigo en todos los respectos, salvo en los de una tierna pasión!
El combate que estaba en marcha en las profundidades del corazón del señor Guppy, y las repetidas oscilaciones que le impulsaba a hacer entre la puerta de su madre y nosotras, eran suficientemente conspicuos en aquella calle ventosa (dado especialmente que le hacía falta un corte de pelo) como para obligarnos a irnos a toda prisa. Lo hice con un peso menos en el alma, pero la última vez que nos volvimos a mirar, el señor Guppy seguía debatiéndose con la misma inquietud que antes.
CAPITULO 39
Abogado y cliente
El nombre del señor Vholes, precedido por la leyenda de Piso Bajo, figura inscrito en el montante de una puerta de Symond's Inn, Chancery Lane: un edificio pequeño, pálido, ciego, destartalado, como un gran cubo de la basura con dos compartimentos y un tabique. Parece que Symond fue hombre ahorrativo y construyó su edificio con materiales usados de construcción de segunda mano, que fueron rápidamente víctimas de la carcoma, la suciedad y todo lo que provoca la decadencia y la ruina, y perpetuó el nombre de Symond’s con una sordidez bienhumorada. En esta hura mezquina conmemorativa de Symond es donde el señor Vholes se consagra a la práctica del derecho.
El bufete del señor Vholes, por su origen poco cordial y en situación poco acogedora, está metido en un rincón, y contempla un muro ciego. Tres pies de pasillo oscuro y con el piso lleno de nudos llevan al cliente a la puerta negrísima del señor Vholes, en una esquina que resultaría tenebrosa incluso en la mañana veraniega más luminosa posible por encima de la cual sube la escalera del sótano, contra la que se dan golpes en la cabeza los profanos que llegan con prisas. El bufete del señor Vholes es tan reducido que un pasante puede abrir la puerta sin bajarse de su taburete, mientras que el otro, que comparte el mismo escritorio, puede hacer lo mismo para atizar el fuego. Hay un olor a oveja enferma, mezclado con el de polvo y humedad, que cabe atribuir al consumo nocturno (y muchas veces diurno) de velas de sebo de cordero y a la desintegración de formularios y pergamino en cajones grasientos. Por lo demás, el ambiente es rancio y cerrado. La última vez que se pintó o se encaló ese bufete es algo que no recuerda memoria humana, y las dos chimeneas tiran mal, y por todas partes hay una capa de hollín que lo recubre todo, y las ventanas opacas y agrietadas en sus pesados marcos no tienen nada que las haga notables, salvo su determinación de permanecer siempre sucias y siempre cerradas, salvo que se las fuerce. Ello explica el fenómeno de que la más débil de ellas suela tener metido entre sus mandíbulas un haz de leña cuando hace calor.
El señor Vholes es un hombre muy respetable. No tiene mucho trabajo, pero es un hombre muy respetable. Los abogados más importantes, que han hecho grandes fortunas o están a punto de hacerlas, reconocen que es un hombre respetabilísimo. En su trabajo nunca pierde una oportunidad, lo cual es seña de respetabilidad. Nunca se divierte, lo cual es otra seña de respetabilidad. Es reservado y serio, lo cual es otra seña de respetabilidad. Tiene problemas digestivos, lo cual es muy respetable. Y está almacenando la carne que es como hierba para sus tres hijas . Y mantiene a su anciano padre en el Valle de Taunton.
El gran principio del derecho inglés es ser lucrativo. No existe, en todos sus meandros, ningún otro principio tan distinta, clara y consistentemente mantenido. Visto bajo esta luz se convierte en un plan coherente, y no en el laberinto monstruoso que suelen pensar los profanos. Bastaría con que percibieran claramente una sola vez que su gran principio es ser lucrativo a costa de ellos para que dejaran de gruñir de una vez, no cabe duda.
Pero como no lo perciben con claridad, sino que lo ven de forma fragmentaria y confusa, los profanos a veces sufren en su paz de ánimo y sus bolsillos y sí que gruñen demasiado. Entonces se les aplica todo el peso de la respetabilidad del señor Vholes: «¿Derogar tal artículo, señor mío?», dice el señor Kenge a un cliente irritado, «¿Derogarlo, señor mío? jamás lo consentiré. Cambie usted la ley, señor mío, y ¿cuál será el efecto de su temerario proceder para toda una clase de profesionales muy dignamente representada, permítaseme decirlo, por el abogado de la parte contraria a usted, el señor Vholes? Señor mío, esa clase de profesionales se vería barrida de la faz de la Tierra. Y usted no se puede permitir; diría yo que el sistema social no se puede permitir la pérdida de hombres como el señor Vholes. Diligentes, perseverantes, agudos en los negocios. Señor mío, comprendo lo que siente usted en estos momentos en contra del orden actual de cosas, y reconozco que en su caso es un tanto molesto, pero jamás levantaré mi voz en pro de la destrucción de toda una clase de hombres como el señor Vholes.» La respetabilidad del señor Vholes se ha citado incluso con efecto aplastante ante comisiones parlamentarias, como ocurrió en el caso de las siguientes minutas oficiales de la declaración de un distinguido procurador. «Pregunta (número quinientos diecisiete mil ochocientos sesenta y nueve»: Si bien entiendo lo que declara usted, no cabe duda de que estas formas de ejercer la profesión causan retrasos. Respuesta: Sí. Algunos retrasos. Pregunta: ¿Y muchos gastos? Respuesta: Desde luego, no se pueden hacer gratis. Pre-gunta: ¿Y problemas indecibles? Respuesta: No estaría en condiciones de contestar a eso. A mí nunca me han causado problemas, sino todo lo contrario. Pregunta: Pero, ¿cree usted que su abolición perjudicaría a toda una clase de profesionales? Respuesta: No me cabe duda. Pregunta: ¿Puede usted dar un ejemplo de esa clase? Respuesta: Sí. Mencionaría sin titubear al señor Vholes. Se arruinaría. Pregunta: ¿En su profesión se considera que el señor Vholes es una persona respetable? Respuesta (que resultó fatal e hizo que la investigación durase diez años): En la profesión se considera que el señor Vholes es una persona respetabilísima».
Análogamente, en las conversaciones familiares hay autoridades privadas, pero no menos desinteresadas, que observan que no saben a donde vamos a llegar, que estamos cayendo en el caos, que ya han eliminado otra cosa más, que estos cambios significan la muerte de gente como Vholes, persona de indudable respetabilidad, con un padre en el Valle de Taunton y tres hijas en casa. Como sigamos por ese camino, dicen, ¿qué va a pasarle al padre de Vholes? ¿Tendrá que morirse? ¿Y a las hijas de Vholes? ¿Tendrán que hacerse costureras, o amas de llaves? Es como si el señor Vholes y sus parientes fueran jefezuelos caníbales y, ante la propuesta de abolir el canibalismo, surgieran indignados campeones suyos que plantearan las cosas como sigue: ¡Si prohiben ustedes la antropofagia, matarán ustedes de hambre a los Vholes!
En resumen, el señor Vholes, con sus tres hijas y su padre en el Valle de Taunton, sigue sirviendo de puntal, como si fuera , una viga de madera, para sustentar una pared en ruinas que se ha convertido en un peligro público y en una molestia. Y para muchísima gente, en muchísimos casos, nunca se trata de pasar de lo Injusto a lo Justo (consideración que desde luego no interviene para nada), sino que siempre se trata de perjudicar o beneficiar a esa legión, eminentemente respetable, de los Vholes de este mundo.
Hace diez minutos que el Lord Canciller ha salido para sus vacaciones de verano. El señor Vholes y su joven cliente, juntos con varias sacas azules rellenadas a toda prisa de forma que no se reconoce en absoluto su forma original, como ocurre con las grandes serpientes cuando están saciadas, han vuelto a la guarida oficial. El señor Vholes, tranquilo e imperturbable, como corresponde a persona tan respetable, se quita sus ajustados guantes negros como si se estuviera desollando las manos, se levanta el sombrero apretado como si se estuviera quitando el cuero cabelludo, y se sienta a su escritorio. El cliente tira al suelo el sombrero y los guantes, los tira donde caigan, sin ocuparse de ellos ni de dónde van a caer, se lanza a una silla, con algo que es entre un suspiro y un gruñido, descansa la cabeza dolorida en una mano y es como la imagen de la joven Desesperación.
—¡Nada, una vez más! —dice Richard—. ¡Nada!
—No diga usted que nada, caballero.—replica plácidamente Vholes—. ¡Eso no es justo, señor mío, nada justo!
—Bueno, ¿y qué es lo que hemos conseguido? —pregunta Richard, que lo contempla sombrío.
—Es posible que no se trate sólo de eso —responde Vholes. Es posible que se trate qué es lo que se está consiguiendo, qué es lo que se está consiguiendo.
—Y, ¿qué es lo que se está consiguiendo? —pregunta su melancólico cliente.
Vholes se sienta con los brazos apoyados en el escritorio, y lleva en silencio las puntas de los cinco dedos de una mano a reunirse con las cinco puntas de la otra, y tras volver a repararlas en silencio otra vez, contempla fija y lentamente a su cliente y contesta:
—Se están consiguiendo muchas cosas, señor mío. Hemos arrimado el hombro a la rueda, señor Carstone, y la rueda empieza a girar.
—Sí, y a ella está atado Ixión . ¿Cómo voy a pasar los cuatro o cinco meses infernales que vienen? —exclama el joven, que se levanta de su silla y se pone a pasear por el aposento.
—Sr. C. —replica Vholes, que lo sigue con la mirada mientras él se desplaza—, es usted muy impulsivo, y lo lamento por usted. Permítame que le recomiende que no se irrite usted tanto, que no sea tan impetuoso, que no gaste tantas energías. Debería usted tener más paciencia. Debería usted contenerse más.
—¿O sea, señor Vholes, que debería imitarlo a usted? —dice Richard, que vuelve a sentarse con una risa impaciente y golpea nervioso con un pie la alfombra descolorida.
—Señor mío —replica Vholes, que sigue mirando al cliente como si fuera a engullírselo con los ojos, además de con su apetito profesional—. Señor mío —replica Vholes con su manera de hablar para sus adentros y con la calma de quien no tiene sangre en las venas—, no voy a tener yo la presunción de proponerme como modelo, ni de usted ni de nadie. Me basta con dejar un buen nombre a mis tres hijas; no soy egoísta. Pero como se refiere usted a mí de ese modo, reconozco que me agradaría impartir a usted algo de lo que sin duda calificaría usted, señor mío, de insensibilidad, y estoy seguro de que yo no tengo nada que objetar, digamos de mi insensibilidad, algo de mi insensibilidad.
—Señor Vholes —dice el cliente, un tanto cortado—, no era mi intención acusar a usted de insensibilidad.
—Yo creo que sí, señor mío, aunque fuera sin saberlo —responde el ecuánime Vholes—. Es muy natural. Yo tengo el deber de cuidar de sus intereses con ánimo tranquilo, y entiendo perfectamente que a sus ojos excitados yo pueda aparecer insensible en momentos como éste. Quizá mis hijas me conozcan mejor; es posible que mi anciano padre me conozca mejor. Pero también me conocen desde hace mucho más tiempo que usted, y el ojo confiado del afecto no es el mismo que el ojo desconfiado de los negocios. Al cuidar de los intereses de usted deseo que se verifique lo que hago en toda la medida de lo posible; es lo correcto; exijo que se me investigue. Pero los intereses de usted exigen que yo mantenga mi calma y mis métodos, señor Carstone, y yo no puedo actuar de otro modo; no, señor, ni siquiera para complacer a usted.
El señor Vholes, tras echar un vistazo al gato oficial que observa paciente una ratonera, vuelve a fijar su mirada hechizada en su joven cliente y continúa diciendo con su voz semiaudible y completamente abotonada, como si en su interior residiera un espíritu impuro que no quisiera salir ni hablar en voz alta:
—Pregunta usted, señor mío, lo que va a hacer durante las vacaciones judiciales. Yo supongo que ustedes, los caballeros del ejército, saben encontrar muchos medios de entretenerse si lo desean. Si me hubiera preguntado usted lo qué iba a hacer yo durante las vacaciones, podría haberle dado una respuesta más rápida. Voy a cuidar de los intere-ses de usted. Voy a pasarme los días aquí, cuidando de los intereses de usted. Ésa es mi obligación, señor C., y el que los Tribunales estén reunidos o de vacaciones, poco me importa. Si desea usted consultarme acerca de sus intereses, aquí me encontrará en todo momento. Otros profesionales se marchan de la ciudad. Yo no. No es que los critique por marcharse, simplemente digo que yo no me marcho. ¡Este escritorio es su roca, señor mío!
El señor Vholes le da un golpe y el escritorio resuena como una caja de ataúd. Pero no a oídos de Richard. Ese sonido le resulta alentador. Quizá el señor Vholes lo sepa.
—Tengo plena conciencia, señor Vholes —dice Richard en tono más confianzudo y de mejor humor—, de que es usted la persona más fiable del mundo, y el trabajar con usted es trabajar con alguien que no se va a dejar engañar. Pero póngase usted en mi caso, con esta vida desordenada, sumido cada día en más dificultades, siempre esperando y siempre desencantado, consciente de que no hago más que cambiar para peor, sin que nada cambie para mejor en ningún otro aspecto, y verá usted que se trata de un caso de lo más desesperado, como a veces me parece a mí.
—Ya sabe usted —dice el señor Vholes— que yo nunca pierdo la esperanza, señor mío. Le he dicho desde el primer momento, señor C., que yo nunca pierdo la esperanza. Particularmente en un caso como éste, en el que la mayor parte de las costas la paga la herencia. No tendría en cuenta mi buen nombre si abandonara la esperanza. Quizá parezca que mi objetivo son las costas. Pero cuando dice usted que nada cambia para mejor, debo negarlo, como mera cuestión de hecho.
—¿Sí? —pregunta Richard, animándose—. ¿En qué sentido lo dice usted?
—Señor Carstone, está usted representado por...
—Acaba usted de decirlo: una roca.
—Sí, señor —insiste el señor Vholes, meneando dulcemente la cabeza y golpeando su escritorio hueco, que resuena como si hubiera dentro de él cenizas que caen sobre cenizas, y polvo sobre polvo—, una roca. Eso ya es algo. Está usted representado individualmente, y ya no está perdido ni oculto entre los intereses de otros. Eso es algo. El pleito no está dormido; nosotros lo despertamos, lo ventilamos, lo sacamos de paseo. Eso es algo. No es solamente Jarndyce, de hecho, además de nombre. Eso es algo. Ahora ya no hay nadie que haga exclusivamente lo que él quiere. Y no cabe duda de que eso es algo.
Richard, con un gesto repentinamente encendido, golpea el escritorio con un puño.
—¡Señor Vholes! Si alguien me hubiera dicho la primera vez que fui a casa de John Jarndyce que era otra cosa que el amigo desinteresado que parecía ser, que era lo que se ha ido viendo gradualmente que es, no hubiera podido yo encontrar palabras lo bastante fuertes para rechazar la calumnia; no subiera podido encontrar demasiado ardor para defenderlo. ¡Qué poco sabía yo del mundo! Mientras que ahora le declaro a usted que se ha convertido para mí en la personificación del pleito, que en lugar de que éste sea algo abstracto, se ha convertido en John Jarndyce; que cuanto más sufro, más me indigno con él; que todo nuevo retraso y toda nueva desilusión no es sino una injuria más que me inflige la mano de John Jarndyce.
—No, no —dice el señor Vholes—. No diga usted eso. Debemos tener paciencia, todos nosotros. Además, a mí no me gusta—ofender, señor mío. Yo nunca ofendo a nadie.
—Señor Vholes —replica el indignado cliente—, sabe usted igual que yo que si le hubiera sido posible, él habría dado carpetazo al pleito.
—No ha estado muy activo —reconoce el señor Vholes, con aire renuente—. Desde luego, no ha estado muy activo. Pero sin embargo, sin embargo, es posible que sus intenciones fueran buenas. ¿Quién puede jactarse de leer en los corazones, señor C.?
—Usted puede —contesta Richard.
—¿Yo, señor C.?
—Lo bastante bien para saber cuáles eran sus intenciones. ¿Están en conflicto nuestros intereses o no? ¡Dígame sí o no! —dice Richard, acompañado sus cuatro últimas palabras con cuatro golpes en su roca de confianza.
—Señor C. —responde Vholes, imperturbable en su actitud y sin pestañear ni una vez sus famélicos ojos—, faltaría a mi deber como asesor profesional de usted, me desviaría de mi fidelidad a los intereses de usted, si adujera que esos intereses son idénticos a los intereses del señor Jarndyce. No lo son, señor mío. Yo nunca hago procesos de intenciones. Tengo un padre y yo mismo soy padre, y nunca hago procesos de intenciones. Pero no debo renunciar a mis obligaciones profesionales, aunque ello implique sembrar la disensión en las familias. Entiendo que usted me consulta ahora, profesionalmente, acerca de sus intereses, ¿no es así? Le respondo que no son idénticos a los del señor Jarndyce.
—¡Pues claro que no! —grita Richard—. Ya lo averiguó usted hace mucho tiempo.
—Señor C. —insiste Vholes—, no deseo hablar más de lo necesario acerca de terceros. Deseo dejar mi buen nombre inmaculado, junto con los escasos bienes que haya logrado adquirir gracias a la industria y la perseverancia, a mis hijas Emma, Jane y Caroline. También deseo vivir amigablemente con mis colegas. Señor mío, cuando el señor Skimpole me hizo el honor (no diré el gran honor, pues nunca desciendo a las adulaciones) de reunirnos en estos aposentos, le mencioné a usted que no podía ofrecerle ninguna opinión, ningún consejo, acerca de los intereses de usted, mientras esos intereses estuvieran confiados a otro miembro de mi profesión. Y hablé en los términos en los que estaba obligado a hablar del bufete de Kenge y Carboy, que tiene gran reputación. Usted, señor mío, consideró oportuno retirar sus intereses del cuidado de ellos, pese a todo, y yo los acepté con las manos limpias. Esos intereses son ahora los supremos de este bufete. Como es posible que me haya usted oído mencionar, mis funciones digestivas no están en buen estado, y es posible que un descanso las hiciera mejorar, pero no voy a descansar, señor mío, mientras ostente su representación. Siempre que me necesite me hallará aquí. Llámeme a donde sea y acudiré. Durante las vacaciones, señor mío, consagraré mi tiempo libre a estudiar los intereses de usted cada vez más a fondo y a adoptar disposiciones para remover Roma con Santiago (incluido, desde luego, el Canciller) después de San Miguel, y cuando por fin felicite a usted, señor mío —dice el señor Vholes con la severidad de un hombre muy decidido—, cuando por fin felicite a usted de todo corazón por haber obtenido una fortuna, acerca de lo cual, aunque yo nunca doy esperanzas, quizá tenga algo más que decirle a usted, no me deberá usted nada, salvo lo poco que para entonces quede pendiente de los honorarios entre abogado y cliente, no incluidos en las costas judiciales, que recaen sobre el patrimonio. No tengo ningún derecho sobre usted, señor C., salvo el del desempeño celoso y activo (no el desempeño lánguido y rutinario, señor mío, eso sí debo reconocérmelo a mí mismo) de mis obligaciones profesionales. Una vez cumplido felizmente mi deber, todo habrá terminado entre nosotros.
Para terminar, Vholes añade en calidad de postdata de esta declaración de sus principios, que como el señor Carstone está a punto de reincorporarse a su regimiento, es posible que el señor C. desee complacerlo con una orden de pago contra su agente por valor de 20 libras a cuenta.
—Porque últimamente, señor mío —observa el señor Vholes, pasando las hojas de su Libro Diario—, ha habido muchas consultas y asistencias, y estas cosas van acumulán-dose y yo no presumo de ser hombre de capital. Cuando iniciamos nuestras actuales relaciones le dije a usted abiertamente (es uno de mis principios que las relaciones entre abogado y cliente nunca pueden ser demasiado abiertas) que yo no era hombre de capital, y que si su objetivo era el capital, mejor sería dejar los documentos en el bufete de Kenge. No, señor C., aquí, señor mío, no encontrará usted ninguna de las ventajas ni de las desventajas del capital. Ésta —y Vholes da otro golpe hueco al escritorio— es su roca; no pretende ser nada más.
El cliente, con su abatimiento sensiblemente aliviado, y con sus vagas esperanzas reanimadas, toma pluma y tinta y escribe la nota, aunque no sin realizar antes un estudio y un cálculo perplejo de la fecha que puede llevar, lo cual implica la existencia de escaso efectivo en manos de su agente. Durante todo ese rato Vholes, con el cuerpo y la mente abotonados, lo contempla atentamente. Durante todo ese rato el gato oficial de Vholes sigue contemplando la ratonera.
Por último, el cliente da la mano al señor Vholes y le ruega que, por el amor del Cielo y por el amor de la Tierra haga todo lo posible por «sacarlo con bien» del Tribunal de Cancillería. El señor Vholes, que nunca da esperanzas, pone la palma de la mano en el hombro del cliente y le responde con una sonrisa: «Siempre estoy aquí, señor mío. Personalmente o por carta, siempre me encontrará usted aquí, señor mío, con el hombro arrimado a la rueda». Así se separan, y Vholes, al quedarse solo, se dedica a trasladar una serie diversa de notas de su Diario a su libro personal de contabilidad, en beneficio final de sus tres hijas. Igual podría un zorro industrioso, o un oso, establecer su contabilidad de gallinas o de viajeros perdidos mientras miran a sus cachorros; por no ofender con esa palabra a las tres doncellas de cara macilenta, flacas y abotonadas que viven con el padre Vholes en el rústico chalet situado en medio de un jardín húmedo de Kennington.
Richard sale de las tinieblas de Symond's Inn a la luz del sol de Chancery Lane (pues da la casualidad de que hoy brilla el sol), va paseando pensativo hacia Lincoln's Inn y pasa bajo la sombra de los árboles de Lincoln's Inn. Son muchos los paseantes bajo los que han caído las sombras moteadas de esos árboles: sobre cabezas igualmente bajas, uñas igualmente mordisqueadas, ojos gachos, pasos titubeantes, aire errabundo y soñador, mientras el bien se consume y se ve consumido y la vida se agría. Nuestro paseante todavía no está raído, pero es posible que llegue a estarlo. La Cancillería, que no conoce sabiduría alguna salvo en los Precedentes, goza de gran riqueza en esos Precedentes, y, ¿por qué va éste a ser distinto de los diez mil anteriores?
Pero hace tan poco tiempo que se inició su decadencia que cuando se va alejando, renuente a la idea alejarse del lugar durante varios meses, por mucho que lo deteste, que quizá el propio Richard considere que su caso es excepcional. Aunque le pese en el corazón estar lleno de preocupaciones corrosivas, de angustia, de desconfianza y de dudas, quizá le quede margen para preguntarse tristemente al recordar lo distintas que fueron sus primeras visitas a este mismo lugar, cuán diferente era él, cuán diferentes veía las cosas mentalmente. Pero la injusticia engendra injusticia, el combatir con las sombras y verse derrotado por ellas requiere establecer sustancias con las que combatir; se ha convertido en un alivio indescriptible el pasar del pleito impalpable que no puede comprender nadie en este mundo a la figura palpable del amigo que lo hubiera salvado de la ruina y convertirlo a él en su enemigo. Richard le ha dicho la verdad a Vholes. Tanto si está de buen humor como de malo, sigue atribuyendo todos sus problemas a la misma causa; se ha visto contrariado en ese sentido, con respecto a un objetivo bien claro, y ese sentido sólo puede deberse al único tema que está a punto de absorber toda su existencia; además, se considera justificado ante sus propios ojos al disponer de un antagonista y un opresor claramente identificado.
¿Convierte todo esto a Richard en un monstruo, o cabe advertir que la Cancillería también abunda en Precedente de este tipo, de suponer que el Ángel Escribano pudiera demandar su presentación?
Mientras él se va mordiendo las uñas melancólico al cruzar la plaza, dos pares de ojos que están ya acostumbrados a ver personas que se hallan en la misma situación ven que desaparece en la sombra de la puerta del sur, y van siguiéndolo. Los poseedores de esos ojos son el señor Guppy y el señor Weevle, que han estado conversando, apoyados en el parapeto bajo de piedra bajo los árboles. Pasa junto a ellos, sin ver nada más que el suelo.
—William —dice el señor Weevle alisándose las patillas—, ¡ahí marcha alguien en combustión! No es un caso de la Espontánea, pero sí de una combustión lenta.
—¡Ah! —dice el señor Guppy—. No ha querido mantenerse apartado del caso Jarndyce y supongo que está endeudado hasta las cejas. Nunca llegué a conocerle bien. Cuando estuvo a prueba con nosotros era más tieso que el Monumento . Por mí, cuanto más lejos, mejor, como pasante y como cliente. Bueno, Tony, lo que están tramando es lo que te decía yo.
El señor Guppy vuelve a cruzarse de brazos y a apoyarse en el parapeto, como si estuviera a punto de reanudar su interesante conversación.
—Te digo, amigo mío, que siguen en eso —comenta el señor Guppy—, y que siguen echando las cuentas, estudiando los documentos, examinando un montón de basuras tras otro. Como sigan así, dentro de siete años estarán igual que ahora.
—¿Y Small les ayuda?
—Small se ha marchado tras dar un preaviso de una semana. Le dijo a Kenge que los negocios de su abuelo eran demasiado para el anciano y a él le convendría dedicarse a ellos. Últimamente se habían enfriado las relaciones entre Small y yo por lo reservado que era él. Pero me dijo que tú y yo lo habíamos empezado, y a decir verdad yo no se lo podía discutir, porque tenía razón él, y volví a poner nuestras relaciones en el mismo pie que antes. Así es como me he enterado de lo que están tramando.
—¿No has ido a buscar nada?
—Tony —dice el señor Guppy, un tanto desconcertado—, no quiero ser reservado contigo, y la verdad es que no me gusta demasiado la casa, salvo cuando estoy contigo; por eso he propuesto esta pequeña cita para que nos llevemos tus cosas. ¡El reloj acaba de dar la hora! Tony —añade el señor Guppy, misteriosa y tiernamente elocuente—, es necesario convencerte una vez más de que circunstancias ajenas a mi voluntad han introducido una modificación melancólica en mis planes más acariciados, y en la imagen que no me ama y que te he mencionado anteriormente como a un buen amigo. Esa imagen se ha roto, y ese ídolo ha caído.. Mi único deseo actualmente, en relación con los objetos que tenía yo la idea de llevar al Tribunal con tu ayuda como amigo, es dejarlos en paz y enterrarlos en el olvido. ¿Crees posible, crees en absoluto probable (y te lo pregunto como buen amigo, Tony), por tu conocimiento del personaje caprichoso, astuto y anciano, que cayó presa del... elemento Espontáneo, crees, Tony, probable en absoluto que él tuviera otra idea y colocara aquellas cartas en otra parte, después de la última vez en que lo viste vivo, y que no quedaran destruidas aquella noche?
El señor Weevle se queda reflexionando un momento. Niega con la cabeza. Opina decididamente que no.
—Tony —dice el señor Guppy mientras avanza hacia la plazoleta—, una vez más, entiéndeme como amigo. Sin entrar en más explicaciones, puedo repetir que el ídolo ha caído. No tengo ya más objetivo que el de enterrarlo en el olvido. Me he comprometido a ello. Me lo debo a mí mismo, y se lo debo también a esa imagen rota, así como a circunstancias ajenas a mi voluntad. Si me expresaras con un gesto, con un guiño, que has visto en alguna parte de tu antigua residencia algún papel parecido a los que buscábamos, los tiraría al fuego, te lo aseguro, bajo mi responsabilidad.
El señor Weevle asiente. El señor Guppy, muy elevado a sus propios ojos por haber formulado esas observaciones, con aire en parte forense y en parte romántico (pues este caballero siente pasión por hacerlo todo como si fuera un interrogatorio judicial, o afirmarlo todo como si fuera un alegato final o un discurso), acompaña dignamente a su amigo a la plazoleta.
Nunca, desde su fundación como plazoleta, ha habido en ella una bolsa de chismorreos, inagotable como la de Fortunato, comparable a la de la trapería. Infaliblemente, todas las mañanas a las ocho, llega a la esquina el señor Smallweed abuelo, al que meten en la tienda acompañado por la señora Smallweed, Judy y Bart, e infaliblemente se pasan en ella todo el día hasta las nueve de la noche, solazados con refacciones improvisadas, en cantidades no abundantes, que les traen de la casa de comidas de al lado, y buscan y registran, escarban y bucean entre los tesoros del finado. Mantienen tan en secreto la índole de esos tesoros que la plazoleta se siente enloquecer. En su delirio se imaginan monedas de a guinea que aparecen en teteras, monedas de a corona amontonadas en poncheras, sillas y colchones viejos llenos de billetes del Banco de Inglaterra. Compra el pliego de a seis peniques (con portada de vivos colores) del señor Daniel Dancer y su hermana, y también el del señor Elwes, de Suffolk y convierte todos los datos de esa narraciones auténticas en alusiones al señor Krook. Dos veces, cuando se llama al barrendero a que se lleve una carretada de papel viejo, cenizas y botellas rotas, la plazoleta entera se reúne a inspeccionar los cestos cuando salen. Muchas veces, los dos caballeros que escriben con plumillas infatigables en papel finísimo aparecen curioseando en la plazoleta, sin saludarse el uno al otro, pues su antigua sociedad se ha disuelto. El Sol introduce hábilmente en las veladas de la Armonía una nota relativa a lo que más interesa en estos momentos. Little Swills recibe grandes aplausos cuando introduce alu-siones habladas al tema, y ese mismo vocalista añade improvisaciones ingeniosas en su repertorio habitual, como si hubiera recibido la inspiración divina. Incluso la señorita M. Melvilleson, en la vieja melodía caledoniana que dice «Todos de acuerdo», expresa el sentimiento de que «a los perros les gusta la chevecha» (sea lo que sea ese brebaje) con tal picardía y tal giro de la cabeza hacia la puerta de al lado que inmediatamente se advierte que significa que al señor Smallweed le encanta encontrar dinero, y todas las noches ha de bisar la canción. Pese a todo esto, la plazoleta no se entera de nada, y como informan la señora Piper y la señora Perkins ahora al antiguo pensionista, cuya aparición provoca la agitación general, se halla en estado de constante agitación para ver si logra descubrirlo todo y algo más.
El señor Weevle y el señor Guppy, sobre los que caen las miradas de toda la plazoleta, llaman a la puerta de la casa del finado, en estado de gran popularidad. Pero cuando contra lo que esperaba la plazoleta los dejan entrar, inmediatamente se hacen impopulares y se considera que no pueden ir a nada bueno.
Las persianas están más o menos echadas en toda la casa, y el piso bajo está lo bastante oscuro como para que hagan falta velas. Al pasar, acompañados a la trastienda por el más joven de los Smallweed, como acaban de llegar de la luz no pueden distinguir más que sombras y tinieblas, pero gradualmente disciernen al señor Smallweed abuelo, sentado en su silla al borde de un montón o una tumba de papel viejo, en el que está hurgando la virtuosa Judy como una sacristana, y a la señora Smallweed en el nivel más bajo de los alrededores, hundida en un montón de pedazos de papel, impreso y manuscrito, que parece estar formado por los cumplidos acumulados de que viene siendo objeto durante todo el día. Todo el grupo, incluido Small, está negro de polvo y de hollín, y tiene un aspecto demoníaco que no se ve precisamente aliviado por la traza general del aposento. Hay en éste más desechos y basuras que antes, y está todavía más sucio, si cabe; además, las huellas de su antiguo habitante le dan un aire fantasmal, agravado por los restos de su escritura con tiza en las paredes.
Cuando entran los visitantes, el señor Smallweed y Judy se cruzan simultáneamente de brazos y cesan en su búsqueda.
—¡Ajá! —grazna el anciano caballero—. ¡Cómo estamos, señores, cómo estamos! ¿Ha venido usted a buscar sus pertenencias, señor Weevle? Muy bien, muy bien. ¡Ja! ¡Ja! Si las hubiera usted dejado mucho tiempo más habríamos tenido que venderlas, caballero, para pagar los gastos de almacenaje. Se siente usted en su propia casa, ¿a que sí? ¡Me alegro de verle, me alegro de verle!
El señor Weevle le da las gracias y echa una ojeada a su alrededor. La mirada del señor Guppy sigue a la del señor Weevle. La mirada del señor Weevle vuelve atrás sin haber encontrado nada. La mirada del señor Guppy vuelve atrás y se encuentra con la del señor Smallweed. El simpático anciano sigue murmurando, como un instrumento cuya cuerda se estuviera acabando: «Cómo estamos, caba..., cómo esta...». Y cuando se le acaba la cuerda del todo cae en un silencio sonriente, momento en el que el señor Guppy siente un sobresalto al ver al señor Tulkinghorn, que está de pie en las tinieblas del fondo,, con las manos a la espalda.
—El caballero ha tenido la amabilidad de constituirse en mi abogado —dice el Abuelo Smallweed—. ¡No soy yo cliente digno de un caballero de tamaña distinción, pero ha sido muy amable conmigo!
El señor Guppy da un leve codazo a su amigo para que eche otro vistazo, hace una pequeña reverencia al señor Tulkinghorn, que le devuelve una leve inclinación de cabeza. El señor Tulkinghorn lo contempla todo como si no tuviera cosa mejor que hacer y se sintiera más bien divertido por la novedad.
—Diríase que hay bastantes pertenencias aquí, señor mío —observa el señor Guppy al señor Smallweed.
—¡Más que nada trapos y basura, amigo mío! ¡Trapos y basura! Yo y Bart y mi nieta Judy estamos tratando de levantar un inventario de lo que se puede vender. Pero todavía no hemos encontrado gran cosa, no... hemos... encon... ¡ah!
Al señor Smallweed se le ha vuelto a acabar la cuerda, mientras que la mirada del señor Weevle, seguida por la del señor Guppy, ha vuelto a recorrer la trastienda y ha regresado a su origen.
—Bueno caballero —dice el señor Weevle—, no queremos interrumpir más; si nos lo permite, vamos a subir.
—¡Vayan donde quieran, señores míos, donde quieran! Están ustedes en su casa. ¡Les ruego que se sientan en su casa!
Mientras suben, el señor Guppy levanta las cejas con un gesto inquisitivo y mira a Tony. Tony niega con la cabeza. Encuentran la vieja habitación triste y lúgubre, con las cenizas del fuego que ardía aquella memorable noche todavía en la chimenea descolorida. No sienten inclinación alguna a tocar nada, y al principio quitan el polvo de cada objeto con un soplido. Tampoco sienten deseos de prolongar su visita y envuelven todas las cosas transportables a toda velocidad, sin hablar nunca más que en susurros.
—Mira —dice Tony, dando un paso atrás—, ¡aquí vuelve esa gata asquerosa!
El señor Guppy se atrinchera tras una silla.
—Ya me ha hablado Small de ella. Aquella noche salió a saltos y arañándolo todo, como un dragón, y se salió al tejado y se pasó quince días por los tejados, y luego volvió a meterse por la chimenea, porque había adelgazado mucho. ¿Has visto cosa igual? Es como si lo supiera todo, ¿no? Es casi como si fuera Krook. ¡Zape! ¡Largo, demonio!
Lady Jane se queda en la puerta con su mueca de tigre que le va de oreja a oreja, y su cola cortada, y no da muestras de obedecer, pero cuando el señor Tulkinghorn tropieza con ella, la gata le escupe a los pantalones descoloridos y con un maullido de ira sigue subiendo con el lomo arqueado. Posiblemente vaya otra vez al tejado, para volver a bajar por la chimenea.
—Señor Guppy —dice el señor Tulkinghorn—, ¿puedo decirle una palabra?
El señor Guppy está ocupado en recoger la Galería de la Galaxia de las Bellezas Británicas de la pared y en depositar esas obras de arte en su vieja e indigna sombrerera.
—Caballero —responde, ruborizándose—, deseo actuar cortésmente con todos los miembros de la profesión, y en especial, naturalmente, con un miembro de ella tan conocido como usted, y si me permite añadirlo, señor mío, tan distinguido como usted. Pero, señor Tulkinghorn, debo estipular que si desea usted decirme algo, ese algo ha de decirse en presencia de mi amigo.
—¿Ah, sí? —comenta el señor Tulkinghorn.
—Sí, señor. Mis motivos no son en absoluto personales, pero para mí son más que suficientes.
—Sin duda, sin duda —el señor Tulkinghorn sigue tan imperturbable como la piedra de la chimenea a la que dirige sus palabras—. La cuestión no es de tanta importancia como para que necesite molestar a usted con la imposición de condiciones, señor Guppy. —Hace una pausa para sonreír, y su sonrisa es tan lúgubre y tan oxidada como sus calzones cortos—. He de felicitarlo, señor Guppy; es usted un joven afortunado, señor mío.
—Bastante, señor Tulkinghorn; no me quejo.
—¿Quejarse? Amistades en las altas esferas, ingreso en las grandes casas y acceso a damas elegantes! Le aseguro, señor Guppy, que hay gente en Londres que se daría con un canto en los dientes por estar en su posición.
El señor Guppy parece dispuesto a darse con lo que sea en la cara, cada vez más sonrojada, por hallarse él en la posición de esa gente, en lugar de donde está, y replica:
—Señor mío, mientras realice mi trabajo y atienda a los asuntos de Kenge y Carboy, a nadie le importa quiénes sean mis amigos y conocidos, ni a ningún miembro de la profesión tampoco, y eso incluye al señor Tulkinghorn, de los Fields. No tengo ninguna obligación de dar más explicaciones, y con todo el respeto debido a usted y sin ánimo de ofender... repito: sin animo de ofender...
—¡Naturalmente!
—... no me propongo darlas.
—Exactamente ——dice el señor Tulkinghorn con un gesto calmoso—. Muy bien. Veo por esos retratos que se interesa usted mucho por el gran mundo.
Estas palabras las dirige al asombrado Tony, que reconoce esa pequeña debilidad.
—Es una virtud de la que carecen pocos ingleses —observa el señor Tulkinghorn. Está de pie en el reborde de la chimenea, con la espalda hacia ésta, y ahora se da la vuelta y se pone las gafas—. ¿Quién es ésta? «Lady Dedlock». ¡Ja! Muy buen parecido, en su estilo, pero le falta fuerza de carácter. ¡Les deseo muy buenos días, señores, muy buenos días!
Cuando se marcha, el señor Guppy, bañado en sudor, se apresta a terminar de desmontar la Galería de la Galaxia, concluyendo con Lady Dedlock.
—Tony —dice apresuradamente a su asombrado compañero—, vamos a terminar con esto cuanto antes y a largarnos de aquí. Sería inútil tratar de ocultarte a ti, Tony, que he tenido con una persona de esa elegante aristocracia, a quien tengo ahora en mi mano, una comunicación y una relación no divulgadas. Quizá hubiera un momento para que te lo revelase. Pero ya se acabó. Si todo ha de quedar enterrado en el olvido se debe tanto al juramento que he hecho como al ídolo roto y como a circunstancias ajenas a mi voluntad. ¡Te pido como amigo, por todo el interés de que has dado muestras por el gran mundo, y por cualquier pequeño favor que haya podido hacerte para sacarte de algún apurillo, que tú también lo entierres sin una palabra de curiosidad!
El señor Guppy formula este ruego en un estado muy próximo al frenesí forense, mientras su amigo da muestras de gran confusión con toda su cabellera e incluso con sus cultivadas patillas.
CAPITULO 40
Noticias nacionales y locales
Inglaterra lleva unas semanas sumida en un estado terrible. Lord Coodle quería salir, Sir Thomas Doodle no quería entrar, y como no había nadie (digno de mención) en la Gran Bretaña más que Coodle y Doodle, no ha habido Gobierno. Menos mal que el encuentro hostil entre estos dos grandes hombres, que en cierto momento parecía inevitable, no se produjo, porque si ambas pistolas hubieran surtido efecto, y Coodle y Doodle se hubieran matado el uno al otro, cabe suponer que Inglaterra hubiera esperado a tener Gobierno hasta que el joven Coodle y el joven Doodle, que todavía visten de bata y medias largas, fueran adultos. Sin embargo, aquella escalofriante calamidad nacional se vio conjurada cuando Lord Coodle descubrió oportunamente que si en el calor del debate había dicho que despreciaba y vilipendiaba toda la innoble carrera de Sir Thomas Doodle, en realidad lo que había querido decir era que las diferencias de partido nunca lo inducirían a negar el testimonio de su más cálida admiración, y cuando en igual oportunidad, por la otra parte, Sir Thomas Doodle había dicho sincera y expresamente que, a su juicio, Lord Coodle pasaría a la posteridad como el más fiel reflejo de la virtud y la honorabilidad. Pero Inglaterra lleva varias semanas en la horrible situación de no tener un piloto (como expresó tan acertadamente Sir Leicester Dedlock) para capear el temporal, y lo más extraño del caso es que a Inglaterra no ha parecido preocuparle demasiado, sino que ha seguido comiendo y bebiendo y casándose y dando a sus hijos en matrimonio, como se hacía en la antigüedad, en los viejos tiempos antes del Diluvio. Pero Coodle advirtió el peligro, y Doodle advirtió el peligro, y todos sus seguidores y sus fieles tuvieron la percepción más clara posible del peligro. Por fin, Sir Thomas Doodle no sólo ha condescendido a entrar, sino que lo ha hecho en toda regla, y con él han entrado todos sus sobrinos, todos sus primos y todos sus cuñados. De manera que el viejo buque todavía tiene posibilidades.
Doodle ha concluido que debía entregarse al país, entrega que se efectúa, sobre todo, en forma de monedas de a soberano y de jarras de cerveza. En este estado metamorfoseado se halla disponible en muchas partes a la vez y puede entregarse a una parte considerable del país al mismo tiempo. Como Britannia está muy ocupada en embolsarse a Doodle en forma de monedas de a soberano y en tragarse a Doodle en forma de cerveza, y en jurar y perjurar que no está haciendo ninguna de las dos cosas (evidentemente, como contribución a su gloria y su moralidad), la temporada de Londres termina repentinamente porque todos los Coodleístas y todos los Doodleístas se dispersan para ayudar a Britannia en esos ejercicios piadosos.
En consecuencia, la señora Rouncewell prevé, aunque todavía no le han enviado instrucciones, que cabe esperar en breve a la familia, junto con un buen séquito de primos y otros que puedan ayudar de un modo u otro en la gran Tarea Constitucional. Y de ahí que esa anciana majestuosa aproveche al máximo el tiempo disponible para subir y bajar las escaleras, pasar por galerías y pasillos y por los aposentos para presenciar, antes de pasar más adelante, que todo está listo, que los pisos están encerados y brillantes, las alfombras extendidas, las cortinas desempolvadas, las camas hechas y las almohadas ahuecadas, las alacenas y cocinas listas para la acción, y todo dispuesto como correspon-de a la dignidad de los Dedlock.
Esta tarde de verano, cuando se pone el sol, han terminado los preparativos. La casa presenta un aspecto serio y solemne, con todo dispuesto para que la habiten, pero sin más habitantes que los retratados en las paredes. Así vivieron y murieron éstos, podría cavilar un Dedlock en residencia al pasar a su lado; así vieron esta galería callada y en calma, como la veo yo ahora; así pensarían, como pienso yo ahora, en el hueco que dejarían en este reino cuando se fueran; así les parecería, como me parece a mí, difícil de creer que pudiera existir sin ellos; así se alejarían de mi mundo, como me alejo yo del de ellos y cierro ahora la puerta que resuena; así pasearían sin dejar un hueco tras ellos, y así morirían.
La luz, rica, lujuriante, abundante como la abundancia que da el verano al país, la misma luz que está excluida de otras ventanas, entra por algunas de las ventanas a las que hace brillar, tan bellas desde fuera y que a esta hora del atardecer no están enmarcadas en piedra de un gris monótono, sino en una casa gloriosa de oro. Y entonces, los Dedlock congelados se deshielan. Sus rasgos se llenan de extraños movimientos cuando juegan en ellos las sombras de las hojas. Un estólido Justicia Mayor que hay en una esquina hace un guiño caprichoso. Un baronet contemplativo, con un bastón de mando, adquiere un hoyuelo en la barbilla. Por el seno de una pastora de piedra entra un brillo de luz y calor que le hubiera venido bien hace cien años. Una antepasada de Volumnia, con zapatos muy altos, igual que los de esta última (como si proyectara ante ella la sombra virginal de esa doncella con doscientos años de antelación) se dota de un halo y se convierte en una santa. Una dama de honor de la corte de Carlos II, con grandes ojos redondos (y otros encantos en consonancia), parece estar bañada en agua brillante, que hace ondulaciones con la luz.
Pero va apagándose el fuego del sol. Ahora, incluso el piso empieza a caer en la sombra, y ésta va ascendiendo lentamente por las paredes y va abatiendo a los Dedlock, como la edad y la muerte. Y ahora, sobre el retrato de Milady que hay encima de la gran chimenea, cae de algún árbol añoso una extraña sombra, que le hace ponerse pálido y tembloroso, y da la sensación de que un gran brazo sostuviera un velo o un capuchón en espera de echárselo encima. La sombra de la pared va subiendo y ennegreciéndose, ya hay un brillo rojizo en el techo, y por fin se apaga el fuego.
Toda la perspectiva, que tan próxima parecía desde la terraza, se, ha ido alejando solemnemente y ha cambiado (no es la primera ni será la última de las cosas hermosas que parecían tan cercanas y que cambian) para transformarse en un fantasma distante. Se levantan unas leves nieblas, va cayendo el rocío y el aire se llena de los dulces aromas del jardín. Ahora los bosques se asientan en grandes bloques, como si cada uno de ellos se resolviera en un solo árbol profundo. Y ahora se levanta la luna, que los separa y que brilla acá y acullá en líneas horizontales tras sus troncos, y convierte a la avenida en un pavimento de luz entre altos arcos catedralicios fantásticamente rotos.
Ya está alta la luna, y la gran casa, que necesita más que nunca estar habitada, es como un cuerpo sin vida. Ahora resulta incluso terrible deslizarse por su interior, pensar en los seres vivientes que han dormido en sus solitarios dormitorios, por no decir nada de los muertos. Ya es el momento de las sombras, en el que cada rincón es una caverna y cada paso de bajada es como un pozo, cuando las vidrieras de colores se reflejan en tonos pálidos y desvaídos en los suelos, cuando se puede ver en las grandes vigas de la escalera todo, cualquier cosa, salvo sus verdaderas formas, cuando las armaduras emiten reflejos oscuros que no se pueden distinguir fácilmente de un movimiento cauteloso, y cuando los cascos con celada sugieren temerosamente que hay cabezas en su interior. Pero, de todas las sombras que hay en Chesney Wold, la sombra que en el salón largo se cierne sobre el retrato de Milady es la primera en llegar y la última en verse perturbada. A esta hora y con esta luz se convierte en unas manos que se levantan amenazantes y que se dirigen contra la hermosa faz con cada soplo de aire.
—No está bien, señora —dice un lacayo en la sala de audiencias de la señora Rouncewell.
—¡Que no está bien Milady! ¿Qué le pasa?
—Bueno, señora, la verdad es que Milady no está bien desde la última vez que vino. No quiero decir con la familia, señora, sino cuando vino aquí como ave de paso, digamos. Milady no ha salido mucho para su costumbre, y ha pasado mucho tiempo en sus aposentos.
—Thomas, ¡Chesney Wold hará que Milady se sienta bien! —replica el ama de llaves con complacencia orgullosa—. No hay aire más sano ni tierra más saludable en el mundo.
Es posible que Thomas tenga sus propias opiniones a estos respectos; es probable que las sugiera por la forma en que se atusa el pelo repeinado desde la nuca hasta las cejas, pero se abstiene de expresarlas de otro modo y se retira a la sala de la servidumbre para regalarse con una empanada de carne y una cerveza.
Este lacayo es el pez piloto que viene antes del noble tiburón. A la tarde siguiente llegan Sir Leicester y Milady con el mayor de sus séquitos, y con ellos llegan los primos y otros personajes procedentes de todos los puntos de la rosa de los vientos. Durante varias semanas seguirán llegando y marchándose hombres misteriosos y anónimos que pululan por todas las partes del país por las que Doodle se esparce ahora cual chaparrón dorado y acervezado, pero que no son sino personas de ánimo inquieto y que nunca hacen nada en ninguna parte.
En esas ocasiones nacionales, Sir Leicester encuentra útiles a sus primos. Imposible encontrar a nadie mejor que el Honorable Bob Stables para invitar a cenar a los miembros de la Partida de Caza. Dificilísimo sería encontrar caballeros más presentables que los otros primos para cabalgar hasta los centros de votación y los mítines a demostrar que son los defensores de Inglaterra. Volumnia es un poco lenta, pero de buen linaje, y son muchos los que aprecian su animada conversación, sus adivinanzas francesas (tan antiguas que gracias al paso del tiempo casi se han vuelto a hacer nuevas), así como el honor de llevar a la bella Dedlock a cenar o incluso el privilegio de sostener su mano en el baile. En esas ocasiones patrióticas, el baile puede ser un servicio patriótico, y a Volumnia se la ve dar saltitos constantemente, en aras de un país desagradecido y que no le confiere una pensión.
Milady no se toma demasiadas molestias para atender a sus múltiples invitados, y como todavía no se siente bien, es raro verla aparecer hasta el final del día. Pero durante todas las cenas aburridas, los almuerzos soporíferos, los bailes mortíferos y otros festejos melancólicos, su mera aparición es un alivio para todos. En cuanto a Sir Leicester, con-sidera totalmente imposible que a nadie que tenga la buena fortuna de verse recibido bajo su techo le pueda faltar nada de nada, y en un estado de sublime satisfacción se pasea entre la concurrencia con majestuosa impavidez.
A diario, los primos trotan por el polvo y galopan por la hierba de los caminos, van a los mítines y a las cabinas de votación (con guantes de cuero y látigos de caza a las sedes del condado, y con guantes de cabritilla y bastones de montar a los pueblos), y a diario vuelven con informes sobre los que pensará Sir Leicester después de cenar. A diario, los hombres inquietos que no tienen una ocupación en la vida presentan el aspecto de estar muy ocupados. A diario, Volumnia celebra una conversación entre primos con Sir Leicester sobre el estado de la nación, por la que Sir Leicester está dispuesto a concluir que Volumnia es más reflexiva de lo que pensaba él.
—¿Qué tal nos va? —pregunta la señorita Volumnia con una palmadita—. ¿Entramos seguros?
Ya está casi terminada la gran empresa, y dentro de unos días Doodle dejará de clamar al país. Sir Leicester acaba de aparecer en el salón largo después de la cena, como una estrella brillante rodeada de nubes de primos.
—Volumnia —replica Sir Leicester, que lleva una lista en una mano—, nos va tolerablemente bien.
—¡Sólo tolerablemente!
Aunque es verano, Sir Leicester siempre tiene encendida su propia chimenea. Ocupa su asiento de costumbre cerca de la pantalla, y repite, con gran firmeza y algo de desagrado, como quien dice: «Yo no soy un hombre corriente, y cuando digo “tolerablemente” no se debe entender en el sentido corriente»:
—Volumnia, nos va tolerablemente bien.
—Por lo menos tú no tendrás oposición —afirma Volumnia con seguridad.
—No, Volumnia. Lamento decir que este país desquiciado ha perdido el sentido en muchos respectos, pero...
—No ha llegado a ese grado de locura. ¡Celebro saberlo!
La forma en que Volumnia termina su frase la devuelve al favor. Sir Leicester, con una graciosa inclinación de cabeza, parece decirse a sí mismo: «Esta mujer es sensata, a fin de cuentas, aunque a veces sea una precipitada.»
De hecho, en cuanto a esta cuestión de la oposición, la observación de la bella Dedlock era superflua, pues en estas ocasiones Sir Leicester siempre hace triunfar su propia candidatura, como una especie de magnífico pedido al por mayor, que se le ha de entregar inmediatamente. Hay otras dos circunscripciones que le pertenecen y a las que trata como pequeños pedidos sin importancia, pues se limita a enviar a ellas sus candidatos y decir a los comerciantes: «Tengan la bondad de hacerme con estos materiales dos Miembros del Parlamento y mandármelos a casa cuando estén hechos.»
—Lamento decir, Volumnia, que en muchas partes la gente ha dado muestras de ánimo avieso, y que esta oposición al Gobierno ha sido del carácter más decidido e implacable.
—¡Malvados! —exclama Volumnia.
—Incluso —continúa Sir Leicester, contemplando a los primos circunyacentes, tendidos en sofás y otomanas—, incluso en muchos (de hecho en casi todos) de los lugares en los que el Gobierno ha triunfado contra una facción...
(Obsérvese, dicho sea de paso, que para los doodleístas los coodleístas siempre son una facción, y que los coodleístas ocupan exactamente la misma posición respecto de los doodleístas.)
—Incluso allí me siento escandalizado, y lo digo como buen inglés, al verme obligado a deciros que el Partido no ha podido triunfar sino a costa de grandes gastos —y Sir Leicester contempla a los primos con una indignación cada vez mayor y una mayor dignidad—. ¡Cientos, cientos de miles de libras!
Si Volumnia tiene un defecto, es el de ser un poquito inocente, dado que esa inocencia, que iría muy bien con un delantal y un babero, está un poco fuera de tono con el colorete y el collar de perlas. En todo caso, impulsada por su inocencia, pregunta:
—¿Para qué?
—Volumnia —le reprocha Sir Leicester con la mayor severidad—. ¡Volumnia!
—No, no, si no quería preguntar para qué —exclama Volumnia con su gritito favorito—. ¡Qué tonta soy! ¡Quería decir que qué pena!
—Celebro —replica Sir Leicester— que quisieras decir qué pena.
Volumnia se apresura a expresar su opinión de que a esa gente horrible habría que juzgarla por traición y obligarla a dar su apoyo al Partido.
—Celebro, Volumnia —repite Sir Leicester, sin tener en cuenta esos dulces sentimientos—, que quisieras decir qué pena. Pero, como sin darte cuenta y sin pretender hacer esa impertinente pregunta, has preguntado «¿Para qué?», permíteme que te responda. Para los gastos necesarios. Y confío, Volumnia, en que tengas el buen sentido de no seguir con el tema, ni aquí ni en ninguna parte.
Sir Leicester se considera obligado a mirar a Volumnia con aire aplastante, porque se ha rumoreado por ahí que esos gastos necesarios figurarán en desagradable relación con el soborno en 200 solicitudes de anulación de las elecciones, y porque algunos bromistas de mal gusto han sugerido, en consecuencia, que en los servicios religiosos se suprima en adelante la oración ordinaria por las intenciones del Alto Tribunal Parlamentario, y en su lugar han recomendado que se pidan las oraciones de la congregación por 658 caballeros en muy mal estado de salud .
—Supongo —observa Volumnia, que ha tardado algo en recuperar la tranquilidad tras su reciente reprimenda— que el señor Tulkinghorn se ha estado matando a trabajar.
—No sé —dice Sir Leicester, abriendo los ojos— por qué iba el señor Tulkinghorn a matarse a trabajar. No sé cuáles son las obligaciones del señor Tulkinghorn. No es candidato.
Volumnia pensaba que quizá le hubieran encargado algún trabajo. Sir Leicester desearía saber por quién y para qué. Volumnia, decaída una vez más, sugiere que por Alguien, para dar su consejo y tomar disposiciones. Sir Leicester no sabe que ningún cliente del señor Tulkinghorn haya necesitado de su ayuda.
Lady Dedlock, sentada junto a una ventana abierta con el brazo apoyado en un cojín en el alféizar, y contemplando cómo caen en el parque las sombras del atardecer, parece estar prestando atención desde que se mencionó el nombre del abogado.
Un primo lánguido y bigotudo, en estado de suma debilidad, observa ahora desde su sofá que «una persona le ha dicho ayer que Tulkinghorn había ido, ya sabéis, a la fábrica esa, y que como la elección termina hoy, ya sabéis, sería divino que Tulkinghorn viniera con la noticia, ya sabéis, de que el candidato de Coodle ha perdido; sería divino».
Aparece Mercurio con el café, e informa inmediatamente a Sir Leicester de que ha llegado el señor Tulkinghorn, que está cenando. Milady vuelve la cabeza hacia la sala por un momento, y luego vuelve a quedarse mirando al parque.
Volumnia está encantada de saber que ha llegado su Maravilla. ¡Es un ser tan original, tan inmutable, un ser tan inmenso, que sabe todo género de cosas y no habla nunca de ellas! Volumnia está convencida de que debe de ser francmasón. Seguro que es el jefe de su logia y se pone mandiles y es el perfecto ídolo de todos, que llevan candelabros y escuadras. La bella Dedlock hace estas observaciones animadas con su tono juvenil habitual, mientras teje un bolso de punto.
—No ha venido ni una vez —añade— desde que llegué yo. Os aseguro que he pensado que iba a morirme de pena. Casi me llegué a creer que se había muerto.
Puede que sea la oscuridad cada vez mayor de la tarde, o la oscuridad todavía mayor que siente en su corazón, pero a Lady Dedlock le pasa una sombra por la cara, como si pensara: «¡Ojalá!»
—El señor Tulkinghorn —dice Sir Leicester— siempre será bien acogido aquí, y será discreto dondequiera que se halle. Es una persona muy valiosa, y merecidamente res-petada
El primo debilitado supone que «Es un tipo inmensamente rico, qué maravilloso».
—Si el país prospera, él también —dice Sir Leicester—, sin duda. Naturalmente, está muy bien pagado, y se relaciona con la sociedad más alta casi en pie de igualdad.
Todo el mundo se sobresalta, porque ha sonado un disparo cerca.
—Dios mío, ¿qué es eso? —pregunta Volumnia; con su gritito sofocado.
—Una rata —dice Milady—, y la han matado.
Entra el señor Tulkinghorn, seguido por dos mercurios con lámparas y velas.
—No, no —dice Sir Leicester—, creo que no. Milady, ¿tienes algo que objetar a la media luz?
Por el contrario, Milady la prefiere.
—¿Volumnia?
¡Oh! No hay nada que le parezca tan delicioso a Volumnia como estar charlando sentada en la oscuridad.
—Entonces que se las lleven —ordena Sir Leicester—. Perdone, Tulkinghorn. ¿Cómo le va?
El señor Tulkinghorn avanza con su calma de costumbre, hace una reverencia de pasada a Milady, estrecha la mano de Sir Leicester y se hunde en la silla que le corresponde cuando tiene algo que comunicar, frente a la mesita de la prensa del Baronet. Sir Leicester teme que como Milady no está muy bien, le dé frío en esa ventana abierta. Milady se lo agradece, pero prefiere seguir sentada ahí para tomar el aire. Sir Leicester se levanta, le pone el chal y vuelve a su asiento. Entre tanto, el señor Tulkinghorn toma un poquito de rapé.
—Bien —pregunta Sir Leicester—, ¿cómo ha ido la elección?
—Pues mal desde el principio. Ni una posibilidad. Han sacado sus dos candidatos. Los han derrotado totalmente a ustedes. Tres a uno.
Parte de la política y de la destreza del señor Tulkinghorn es que no tiene opiniones políticas. Por eso dice que «ustedes» han salido derrotados, y no «nosotros».
Sir Leicester se encoleriza majestuosamente. Volumnia nunca ha oído cosa igual. El primo debilitado sostiene que «eso es lo que pasa, ya sabéis, cuando se da el voto al... populacho».
—Claro, es la circunscripción —continúa diciendo el señor Tulkinghorn, en medio de la oscuridad, que cae a velocidad cada vez mayor— donde querían presentar al hijo de la señora Rouncewell.
—Propuesta que, como me informó usted acertadamente en su momento, él tuvo el buen gusto y la inteligencia de no aceptar —observa Sir Leicester—. No puedo decir que apruebe en absoluto los sentimientos expresados por el señor Rouncewell cuando pasó una media hora en este salón, pero su decisión tenía un carácter ponderado, que celebro reconocer.
—¡Ja! —comenta el señor Tulkinghorn—, pero eso no le impidió participar muy activamente en estas elecciones. Se oye claramente que Sir Leicester da un respingo antes de decir:
—¿He comprendido bien? ¿Ha dicho usted que el señor Rouncewell había participado muy activamente en estas elecciones?
—Con una actividad extraordinaria.
—En contra...
—Ay, sí, en contra de ustedes. Es muy buen orador. Claro y penetrante. Ha hecho mucho daño, y tiene gran influencia. En el aspecto de la gestión del trabajo ha sido el principal organizador.
Es evidente para todos los reunidos, aunque nadie pueda verlo, que Sir Leicester está mirando ante sí con aire majestuoso.
—Y, además —señala el señor Tulkinghorn como para terminar—, su hijo lo ayudó mucho.
—¿Su hijo, señor mío? —repite Sir Leicester con una cortesía helada.
—Su hijo.
—¿El hijo que deseaba casarse con la joven que se halla al servicio de Milady?
—Ese hijo. Es el único que tiene.
—Entonces, por mi honor —exclama Sir Leicester tras una pausa terrorífica, durante la cual se le ha oído dar otro respingo y se ha sentido que se quedaba con la mirada fija—, entonces, por mi honor, por mi vida, por mi reputación y mis principios, es que se han roto los diques de la sociedad y las aguas han..., ¡ejem!..., borrado los hitos del marco de la cohesión que mantiene las cosas en orden!
Estallido general de indignación entre los primos. Volumnia cree que verdaderamente ya es hora, sabéis, de que alguien con poder intervenga y haga algo con decisión. El primo debilitado cree que «el país, ya sabéis, se está yendo al D-I-A-B-L-O a paso de carga».
—Ruego —dice Sir Leicester— que no sigamos comentando esa circunstancia. Todo comentario es superfluo. Milady, permíteme sugerirte con respecto a esa muchacha...
—No tengo ninguna intención —observa Milady desde su ventana, en voz baja, pero decidida— de privarme de ella.
—No era eso lo que iba a decir —replica Sir Leicester—. Celebro saberlo. Iba a sugerirte que, como la consideras digna de tu protección, ejercieras tu influencia para alejarla de esas manos peligrosas. Podrías mostrarle qué violencia haría esa relación a sus deberes y sus principios, y podrías reservarla para un destino mejor. Podrías señalarle que, con el tiempo,_ probablemente encontraría en Chesney Wold un marido que no... —añade Sir Leicester tras un momento de reflexión— la arrancaría de los altares de sus antepasados.
Brinda esas observaciones con su cortesía acostumbrada y con la deferencia con la que siempre se dirige a su esposa. Ésta se limita a mover la cabeza en respuesta. Está saliendo la luna, y desde donde está sentada ella, es como un riachuelo de luz pálida y fría que le enmarca la cabeza.
—Merece la pena señalar, sin embargo —dice el señor Tulkinghorn—, que, a su estilo, esa gente es muy, pero que muy orgullosa.
—¿Orgullosa? —Sir Leicester no da crédito a sus oídos.
—No me sorprendería que todos ellos abandonaran voluntariamente a la muchacha (sí, su enamorado y todos ellos), en lugar de abandonarlos ella, de suponer que ella siguiera en Chesney Wold en estas circunstancias.
—¡Bueno! —dice Sir Leicester con voz trémula—. ¡Bueno! Usted debe saberlo, señor Tulkinghorn. Ha estado usted con ellos.
—De verdad, Sir Leicester —responde el abogado—, me limito a hacer constar un hecho. Pero sí les podría contar una historia... Con el permiso de Lady Dedlock.
Lo concede con un gesto de asentimiento, y Volumnia está encantada. ¡Una historia! ¡Ay, por fin va a contar algo! ¿Habrá un fantasma? (espera Volumnia).
—No. De personajes de carne y hueso. —El señor Tulkinghorn se interrumpe brevemente y repite, con un pequeño énfasis superpuesto a su monotonía habitual—: De carne y hueso, señorita Dedlock. Sir Leicester, se trata de algo que no he sabido hasta hace muy poco. Es muy breve. Constituye un ejemplo de lo que acabo de decir. De mo-mento no mencionaré nombres. Espero que Lady Dedlock no me considere maleducado.
A la luz del fuego, que está muy bajo, puede verse cómo mira él hacia la luna. A la luz de la luna se puede ver a Lady Dedlock, totalmente inmóvil.
—Un conciudadano de este señor Rouncewell, una persona, según me han dicho, en circunstancias exactamente iguales, tuvo la buena fortuna de tener una hija que atrajo la atención de una gran dama. Hablo de una dama, verdaderamente grande, no sólo grande para él, sino casada con un caballero de la misma condición que usted, Sir Leicester.
Sir Leicester dice, condescendiente:
—Sí, señor Tulkinghorn —implicando que entonces debe de haber parecido de unas dimensiones morales muy considerables, a ojos de un metalúrgico.
—La dama era rica y bella, y se aficionó a la muchacha, la trató con gran amabilidad y la tenía siempre a su lado. Y aquella dama tenía un secreto bajo toda su grandeza, que había mantenido desde hacía muchos años. De hecho, en sus años mozos había estado prometida en matrimonio con un pícaro capitán del Ejército, que era incapaz de llegar a nada. No llegó a casarse con él, pero tuvo descendencia del capitán.
A la luz de la lumbre, puede verse cómo mira él hacia la luna. A la luz de la luna, puede verse de perfil a Lady Dedlock, totalmente impasible.
—Al morir el capitán, ella se creyó totalmente a salvo, pero sucedió una serie de circunstancias con las que no voy a aburrirlos, que llevaron a que se descubriera el asunto. Según me han contado la historia, todo comenzó un día con una imprudencia de ella, al verse sorprendida por algo, lo cual demuestra lo difícil que es incluso para los más firmes de nosotros (pues ella era muy firme) el mantenerse siempre alerta. Se produjeron grandes problemas domésticos, grandes sorpresas. Dejo a su imaginación; Sir Leicester, el dolor del marido. Pero ahora no estamos hablando de eso. Cuando el paisano del señor Rouncewell se enteró de la revelación, no permitió que la muchacha siguiera es-tando protegida y honrada, igual que no hubiera sufrido que la atropellaran delante de él. Tal fue su orgullo que se la llevó indignado, como si la arrancara a la vergüenza y la deshonra. No comprendía el honor que les había hecho a él y a su hija la condescendencia de la dama; no lo comprendía en absoluto. Lo que hacía era lamentar la posición de la muchacha, como si la dama hubiera sido la más plebeya de las plebeyas. Ésa es la historia. Espero que Lady Dedlock disculpe lo triste que es.
Hay varias opiniones sobre el fondo de la historia, que entran más o menos en conflicto con la de Volumnia. Esa bella jovenzuela no puede creer que jamás haya existido una dama así, y rechaza toda la historia del principio al fin. La mayoría se siente inclinada a apoyar los sentimientos del primo debilitado, que los expresa en pocas palabras: «No hay derecho..., paisano infernal de Rouncewell.» Sir Leicester se remonta vagamente a Wat Tyler y organiza una secuencia de acontecimientos conforme a sus propios planes.
En total, no se conversa demasiado, pues en Chesney Wold se han estado acostando tarde desde que empezaron los gastos necesarios en otras partes, y ésta es la primera noche en que la familia ha estado sola. Son más de las diez cuando Sir Leicester pide al señor Tulkinghorn que llame para pedir velas. Para entonces, el riachuelo de la luna se ha convertido en un lago, y entonces es cuando Lady Dedlock se mueve por primera vez, se levanta y se acerca a la mesa a buscar un vaso de agua. Los primos guiñan los ojos como murciélagos a la luz de las velas cuando se apresuran a dárselo, y Volumnia (siempre dispuesta a tomar algo mejor si está disponible) toma otro, un sorbito diminuto del cual le resulta suficiente; Lady Dedlock, siempre amable y compuesta, contemplada por miradas de admiración, recorre lentamente la larga perspectiva junto a esa Ninfa, y la comparación entre la una y la otra no es precisamente favorable para Volumnia.
CAPITULO 41
En la habitación del Sr. Tulkinghorn
El señor Tulkinghorn llega a su habitación de la torreta, un tanto cansado por la subida, aunque la ha hecho despacio. Lleva en la cara una expresión como si acabara de descargarse mentalmente de una cuestión grave y, en su estilo introvertido, estuviera satisfecho. El decir de alguien tan severa y estrictamente autocontrolado que está triun-fante sería hacerle una injusticia tan grave como decir que sufre de mal de amores o de alguna debilidad romántica. Quizá dé una sensación de mayor poder cuando se aprieta una de las muñecas surcadas de venas abultadas con la otra mano y, con ambas así a la espalda, se pasea en silencio arriba y abajo.
En la habitación hay una mesa escritorio de gran capacidad, con un montón bastante grande de papeles. La lámpara verde está encendida, sus gafas de leer están en la mesa, el sillón está puesto al lado, y da la sensación de que va a dedicar una hora más o menos a todo lo que reclama su atención antes de acostarse. Pero da la casualidad de que no está pensando en el trabajo. Tras echar un vistazo a los documentos que lo esperan (e inclinar la cabeza junto a la mesa, pues la visión del anciano para leer manuscritos o impresos por la noche es bastante defectuosa), abre la puertaventana y sale a la terraza. Allí sigue paseándose arriba y abajo, con la misma actitud, para calmarse, si es que un hombre tan pausado necesita calmarse, después de la historia que ha relatado en el piso de abajo.
Hubo épocas en que hombres tan sabios como el señor Tulkinghorn se paseaban por las terrazas de las torretas a la luz de las estrellas y miraban al cielo para leer su fortuna en él. Esta noche se ven miríadas de estrellas, aunque su brillo se ve eclipsado por el esplendor de la luna. Si está buscando su propia estrella mientras da vueltas metódica-mente por la terraza, debería ser una estrella pálida para tener una representación tan descolorida ahí abajo. Si está buscando su destino, es posible que se halle escrito en otros caracteres y más cerca de él.
Mientras se pasea por la terraza, probablemente con los ojos tan por encima de sus pensamientos como lo están por encima de la Tierra, de pronto se ve detenido al pasar junto a la ventana por dos ojos que tropiezan con los suyos. El techo de su habitación es bastante bajo, y la parte más alta de la puerta, que está frente a la ventana, es de cristal. También hay una doble puerta acolchada, pero como la noche es cálida, no la cerró cuando subió. Esos ojos que tropiezan con los suyos miran por el cristal desde el pasillo de afuera. Él los conoce bien. Hace muchos años que no se le subía la sangre a la cara de manera tan repentina y tan roja como cuando reconoce a Lady Dedlock.
Entra en la habitación, y también entra ella, que cierra ambas puertas tras de sí. Tiene ella en la mirada una inquietud furiosa (¿es miedo o es ira?). En cuanto al porte y todo lo demás, tiene el mismo aspecto que tenía hace dos horas, en el piso de abajo.
¿Es miedo o es ira? Él no puede estar seguro. Ambos podrían reflejarse en la misma palidez, en la misma decisión.
—¿Lady Dedlock?
Al principio ella no habla, ni siquiera tras dejarse caer lentamente en la butaca que hay junto a la mesa. Se miran el uno al otro, como dos cuadros.
—¿Por qué ha contado usted mi historia a tanta gente?
—Lady Dedlock, tenía que comunicarle a usted que la conocía.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoce?
—La sospecho desde hace mucho tiempo; la conozco completamente desde hace muy poco.
—¿Unos meses?
—Unos días.
Se queda en pie ante ella, con una mano en el respaldo de una silla y la otra entre su chaleco anticuado y la pechera de la camisa, en la postura que siempre ha adoptado ante ella desde el día en que se casó. La misma cortesía formal, la misma deferencia compuesta, que igual podría ser un gesto de desafío; todo el hombre es el mismo objeto oscuro y frío, y se mantiene a la misma distancia, que nada ha disminuido jamás.
—¿Es verdad lo que ha dicho de la pobre muchacha?
Él se inclina levemente y baja la cabeza, como si no acabara de comprender la pregunta.
—Ya sabe usted lo que ha relatado. ¿Es verdad? ¿También los amigos de ella saben mi historia? ¿Es ya objeto de chismorreo? ¿Es algo que escriben por las paredes y pregonan por las calles?
¡Vaya! Ira, temor y vergüenza. Todo al mismo tiempo. ¡Qué fuerte es esta mujer si sabe tener a raya estas tres pasiones! Ésa es la forma que adoptan los pensamientos del señor Tulkinghorn cuando la mira, con las cejas grises e hirsutas contraídas un pelo más de lo habitual, bajo la mirada de ella.
—No, Lady Dedlock. Ése era un caso hipotético, provocado por la forma en que Sir Leicester trataba inconscientemente del asunto de forma tan arrogante. Pero sería un caso real si supieran... lo que nosotros sabemos.
—Entonces, ¿todavía no lo saben?
—No.
—¿Puedo evitarle problemas a la muchacha antes de que se enteren?
—Verdaderamente, Lady Dedlock —responde el señor Tulkinghorn—, no puedo darle una opinión satisfactoria a ese respecto.
Y piensa, con el interés de una curiosidad atenta, al observar la lucha que se desarrolla en el seno de ella: «¡La fuerza y el poder de esta mujer son asombrosos!»
—Señor mío —dice ella, obligada de momento a aplicar todas sus energías a comprimir los labios, si quiere hablar comprensiblemente—, voy a decírselo con más claridad. No pongo en tela de juicio su caso hipotético. Ya lo tenía previsto, y advertí su autenticidad con tanta claridad como usted cuando vi aquí al señor Rouncewell. Comprendí perfectamente que si él hubiera tenido la facultad de verme tal cual he sido, consideraría que la pobre muchacha estaba manchada por haber sido durante un momento, aunque fuera con toda inocencia, el objeto de mi grande y distinguida protección. Pero me intereso por ella, o más bien debería decir (dado que mi lugar ya no está aquí) que lo sentía, y si puede usted encontrar suficiente consideración por la mujer que tiene usted a su merced como para recordarlo, ésta agradecerá mucho su compasión.
El señor Tulkinghorn, que escucha muy atento, desecha la frase con un encogimiento de hombros para quitarse importancia, y frunce un poco más el ceño.
—Me ha preparado usted para la denuncia, y eso también se lo agradezco. ¿Quiere usted algo más de mí? ¿Hay algún derecho al que deba renunciar, o algún problema o alguna acusación que pueda ahorrarle a mi marido para que él quede exonerado, si certifico la exactitud de lo que usted ha descubierto? Estoy dispuesta a escribir ahora mismo lo que quiera usted dictarme. Estoy preparada.
¡Y lo haría!, piensa el abogado, contemplando la firmeza de la mano con que toma ella la pluma.
—No se moleste, Lady Dedlock. Le ruego que no haga nada.
—Llevo mucho tiempo esperando esto, como sabe usted muy bien. No deseo evitarme sufrimientos ni que me los eviten. No puede usted hacerme nada peor de lo que ya ha hecho. Ahora, haga lo que le quede por hacer.
—Lady Dedlock, no me queda nada por hacer. Le ruego autorización para decirle unas palabras cuando haya terminado usted.
Debería haber pasado ya la necesidad de observarse el uno al otro, pero siguen haciéndolo, y las estrellas observan a ambos por la ventana abierta. A lo lejos, a la luz de la luna, yacen los campos y los bosques, en paz, y la gran mansión está tan silenciosa como la última morada. ¡La última! ¿Dónde están el sepulturero y la pala en esta noche tranquila, destinada a añadir el último gran secreto a los múltiples secretos de la existencia de Tulkinghorn? ¿Ha nacido ya el sepulturero, se ha fabricado ya la pala? Curiosa pregunta que contemplar, quizá más curiosa que no contemplar, bajo las estrellas que lo observan todo en una noche de verano.
—No diré una palabra de arrepentimiento, ni de remordimiento, ni de ninguno de mis sentimientos —continúa diciendo Lady Dedlock al cabo de un momento—. Si yo no fuera muda, usted sería sordo. Dejémoslo. No es para los oídos de usted.
Él hace un amago de protesta, pero ella lo descarta con una mano desdeñosa.
—He venido a hablarle de cosas distintas y muy diferentes. Todas mis joyas se hallan en su sitio de siempre. Allí se encontrarán. Lo mismo digo de mis vestidos. Y de todo lo que tengo de valor. Llevo encima algo de dinero liquido, celebro comunicarle, pero no es una gran suma. No me he puesto uno de mis vestidos para que no me vean. Me marcho para desaparecer a partir de este momento. Comuníquelo. Es el único encargo que le hago.
—Disculpe, Lady Dedlock —dice el señor Tulkinghorn, imperturbable—; no estoy seguro de comprenderla. ¿Se marcha usted...?
—Para desaparecer de la vista de todos. Esta noche me marcho de Chesney Wold. Ahora mismo.
El señor Tulkinghorn menea la cabeza. Ella se levanta; pero él, sin apartar la mano que tiene en el respaldo de la silla ni la que ha colocado entre el chaleco anticuado y la pechera de la camisa, niega con la cabeza.
—¿Cómo? ¿Que no me marche como he dicho?
—No, Lady Dedlock —replica muy tranquilo él.
—¿Sabe usted qué alivio significará mi desaparición? ¿Ha olvidado usted la mancha y la deshonra para esta mansión, y dónde están, y quién los representa?
—No, Lady Dedlock; en absoluto.
Ella, sin dignarse replicar, va hacia la puerta interior y pone la mano en ella cuando Tulkinghorn le dice, sin mover mano ni pie ni elevar la voz:
—Lady Dedlock, tenga la bondad de detenerse y escucharme, o antes de que llegue usted a la escalera toco el timbre y levanto a toda la casa. Y entonces habré de hablar delante de todos los invitados y todos los criados, delante de todos los hombres y todas las mujeres que hay en ella.
La ha vencido. Ella titubea, tiembla y, confusa, se lleva la mano a la cabeza. Serían leves indicios en cualquier otra persona, pero cuando un ojo tan experto como el del señor Tulkinghorn ve la indecisión un solo momento en una persona así, advierte perfectamente lo que vale.
Repite inmediatamente:
—Tenga la bondad de escucharme, Lady Dedlock —y hace un gesto hacia la silla de la que se acaba de levantar ella, que titubea, pero él vuelve a hacer el mismo gesto, y ella se sienta.
—Las relaciones entre nosotros son poco gratas, Lady Dedlock, pero como no son culpa mía, no me voy a disculpar por ellas. Usted conoce tan bien cuál es mi posición con Sir Leicester que no puedo por menos de imaginar que desde hace mucho tiempo debe usted de haber considerado que yo era la persona natural para hacer este descubrimiento.
—Señor mío —responde ella, sin levantar la vista del suelo en el que ahora la tiene fija—, más vale que me vaya. Hubiera sido mucho mejor no detenerme. No tengo nada más que decirle.
—Discúlpeme, Lady Dedlock, si le digo que tiene algo más que escuchar.
—Entonces deseo escucharlo junto a la ventana. Aquí me estoy sofocando.
La mirada de sospecha que le lanza él cuando ella va a la ventana revela la aprensión momentánea de que se le haya ocurrido dar un salto, aplastarse contra la balaustrada y la cornisa y caer sin vida a la terraza de abajo. Pero un momento de observación de su figura cuando se queda parada junto a la ventana, sin ningún apoyo, contemplando las estrellas que tiene delante (no las de arriba), contemplando sombría esas estrellas que están bajas, lo tranquiliza. Como él giró cuando se desplazó ella, ahora él está un poco tras Lady Dedlock.
—Lady Dedlock, todavía no he podido deducir una solución que me parezca satisfactoria acerca de lo que debo hacer. No tengo claro lo que he de hacer ni cómo actuar. Entre tanto, he de pedirle que mantenga usted su secreto, igual que lo ha mantenido durante tanto tiempo, y que no se extrañe si yo también lo mantengo.
Hace una pausa, pero no recibe respuesta.
—Discúlpeme, Lady Dedlock. Es una cuestión importante. ¿Me honra usted con su atención?
—Sí.
—Gracias. Hubiera debido saberlo, por lo que he podido comprender de su fuerza de carácter. No debería haberlo preguntado, pero tengo la costumbre de asegurarme del terreno que piso, paso a paso, según voy avanzando. La única persona a la que se ha de tener en cuenta en este lamentable caso es a Sir Leicester.
—Entonces —pregunta ella en voz baja, y sin apartar la mirada melancólica de las estrellas lejanas—, ¿por qué me retiene usted en esta casa?
—Porque él es a quien debemos tener en cuenta, Lady Dedlock. Huelga decirle que Sir Leicester es un hombre muy orgulloso, que tiene confianza implícita en usted, que si esa luna se cayera del cielo, no le sorprendería más que si cayera usted de su elevada posición como esposa de él.
Ella respira rápidamente y jadeante, pero se mantiene tan impávida como siempre la ha visto, incluso en medio de la compañía de más elevada condición.
—Le declaro, Lady Dedlock, que si no dispusiera de un caso tan firme como éste hubiera tenido tantas esperanzas de arrancar por mis propias fuerzas y con mis propias manos el árbol más añoso de este parque como de quebrantar la confianza de Sir Leicester en usted y la influencia de usted sobre él. E incluso ahora, con este caso, titubeo. No es que él pudiera dudarlo (eso es imposible, incluso para él), pero sí que no hay duda que pueda prepararlo para tamaño golpe.
—¿Ni mi huida? —pregunta ella—. Píenselo otra vez.
—Su huida, Lady Dedlock, revelaría toda la verdad, y cien veces toda la verdad, al mundo entero. Sería imposible salvar ni por un día el prestigio de la familia. Es in-concebible.
Esta réplica revela una decisión tranquila que no admite discusión.
—Cuando digo que Sir Leicester es la única persona a quien tener en cuenta me refiero a él y a toda la familia. Sir Leicester y el título de baronet, Sir Leicester y Chesney Wold, Sir Leicester y sus antepasados y su patrimonio —dice el señor Tulkinghorn, que habla sin inflexiones— son, no necesito decírselo a usted, Lady Dedlock, inseparables.
—¡Continúe!
—En consecuencia —añade el señor Tulkinghorn, que sigue exponiendo su caso con su monotonía habitual—, son muchas las cosas que he de tener en cuenta. Esto debe mantenerse en silencio, si es posible. ¿Cómo lograrlo si Sir Leicester pierde el control o muere? Si mañana por la mañana le sometiera yo a este escándalo, ¿cómo podría ex-plicarse un cambio inmediato en él? ¿Qué podría haberlo causado? ¿Qué podría haberlos separado a ustedes? Lady Dedlock, los letreros de las paredes y los pliegos de cordel comenzarían inmediatamente, y ha de recordar usted que no se referirían a usted únicamente (a quien no puedo tener en cuenta para nada en este asunto), sino a su ma-rido, Lady Dedlock, a su marido.
A medida que va avanzando se expresa con más claridad, pero sin un ápice más de énfasis ni de animación.
—Existe otro punto de vista —continúa— para contemplar el caso. Sir Leicester la ama usted casi hasta la sinrazón. Es posible que no pudiera superar esa sinrazón, ni siquiera después de saber lo que sabemos. Estoy llevando las cosas al extremo, pero podría ocurrir. En tal caso, mejor es que no sepa nada. Mejor para el sentido común, mejor para él y mejor para mí. He de tener todo esto en cuenta, y todo ello se suma para hacer que resulte muy difícil adoptar una decisión.
Ella se queda mirando a las mismas estrellas sin decir una palabra. Están empezando a palidecer, y da la sensación de que su frialdad la ha helado a ella.
—Mi experiencia me enseña —dice el señor Tulkinghorn, que ahora se ha metido las manos en los bolsillos y sigue estudiando de modo práctico el asunto, como una máquina—. Mi experiencia me enseña, Lady Dedlock, que casi toda la gente que conozco haría mejor en no contraer matrimonio. El matrimonio se halla en la base de las tres cuartas partes de sus problemas. Es lo que pensé cuando se casó Sir Leicester, y eso es lo que sigo pensando ahora. Basta ya de eso. Ahora debo guiarme por las circunstancias. Entre tanto, he de rogarle que guarde usted su secreto, y yo guardaré el mío.
—¿He de seguir arrastrando mi vida actual y seguir sufriendo para mayor placer de usted un día tras otro? —pregunta ella, que sigue mirando al cielo distante.
—Sí, eso me temo, Lady Dedlock.
—¿Considera usted necesario que yo siga atada al poste del suplicio?
—Estoy seguro de que lo que recomiendo es lo necesario.
—¿He de seguir en esta plataforma de oropel en la que se lleva representando mi engaño desde hace tanto tiempo, y que ha de caer bajo mí cuando dé usted la señal? —pregunta ella lentamente.
—Pero no sin advertírselo, Lady Dedlock; no adoptaré ninguna medida sin advertírselo antes.
Ella formula todas sus preguntas como si las repitiera de memoria, como si las dijera en sueños.
—¿Cuando nos veamos será igual que antes?
—Exactamente igual que antes, se lo ruego.
—¿He de seguir ocultando mi culpa, como he hecho durante tantos años?
—Como ha hecho usted durante tantos años. Yo no hubiera aludido a ello, Lady Dedlock, pero ahora puedo recordarle que su secreto no puede resultarle más gravoso que antes, y no está ni mejor ni peor guardado que antes. Yo lo sé con toda seguridad, pero creo que nunca hemos confiado totalmente el uno en el otro.
Ella sigue absorta en la misma postura congelada durante un tiempo antes de preguntar:
—¿Queda algo más que decir esta noche?
—Bueno —replica metódicamente el señor Tulkinghorn mientras se frota silenciosamente las manos—, me gustaría contar con la seguridad de su aquiescencia con mis disposiciones, Lady Dedlock.
—Puede usted contar con ella.
—Bien. Y desearía, para concluir, recordarle como precaución práctica, por si fuera necesario recordarlo en alguna comunicación con Sir Leicester, que a todo lo largo de esta entrevista he dicho expresamente que mi única consideración eran los sentimientos y la honra de Sir Leicester y la reputación de la familia. Hubiera celebrado mucho poner también a Lady Dedlock entre las primeras de mis consideraciones, si el caso lo hubiera permitido, pero por desgracia no es así.
—Soy testigo de su fidelidad, señor mío.
Tanto antes como después de esta frase sigue absorta, pero por fin se mueve y da la vuelta, imperturbable en su aspecto natural y adquirido, hacia la puerta. El señor Tulkinghorn abre ambas puertas exactamente igual que lo hubiera hecho ayer, o hace diez años, y hace su reverencia anticuada cuando sale ella. La mirada que recibe de esa hermosa faz cuando pasa ésta a la oscuridad no es corriente, ni es corriente el gesto, aunque leve, con que reconoce su cortesía. Pero, como reflexiona él cuando se queda a solas, la mujer no ha estado sometida a una presión corriente.
Lo comprendería todavía mejor si viera cómo la mujer recorre ahora sus propios aposentos, con los cabellos desordenados y apartados de la cara, que tiene echada hacia atrás, las manos puestas en la nuca, el cuerpo retorcido como por el dolor. Lo pensaría todavía más si viera cómo la mujer se pasa andando varias horas así, sin cansarse, sin descansar, seguida por los fieles pasos en el Paseo del Fantasma. Pero ahora él cierra la ventana para protegerse contra el viento que ya sopla fresco, corre las cortinas y se acuesta y se duerme. Y es verdad que cuando las estrellas se apagan y el pálido día penetra en el dormitorio de la torreta lo encuentra más viejo que nunca, y parece como si tanto el sepulturero como la pala ya estuvieran dispuestos y dentro de poco fueran a empezar a cavar.
El mismo día pálido atisba a Sir Leicester, que perdona a un país arrepentido en un sueño majestuosamente condescendiente, y a los primos que ocupan diversos cargos públicos, y sobre todo empiezan a percibir sueldos, y la casta Volumnia que concede una dote de 50.000 libras a un general feo y viejo, con una boca llena de dientes falsos, como un piano con demasiadas teclas, que desde hace mucho tiempo es la admiración de Bath y el terror de todas las demás comunidades. También atisba otros dormitorios en las partes más altas del tejado, y los cuartos del servicio en los patios y encima de las cuadras, donde ambiciones más humildes sueñan con la felicidad, en forma de pabellones de guardabosques y de uniones en santo matrimonio con Will o con Sally. Se levanta el sol brillante y se lo lleva todo con él: los Wills y las Sallys, el vapor latente en la tierra, las hojas y las flores que caen hacia el suelo, los pájaros y los animales y los insectos, los jardineros que barren la hierba bañada por el rocío y revelan un terciopelo esmeralda por donde pasa el rodillo, el humo de la gran cocina que sube recto y alto por el aire iluminado. Por fin se iza la bandera por encima de la cabeza inconsciente del señor Tulkinghorn, para proclamar con animación que Sir Leicester y Lady Dedlock están en su dulce hogar y que reina la hospitalidad en su casa de Lincolnshire.
CAPÍTULO 42
El bufete del Sr. Tulkinghorn
Desde las verdes ondulaciones y los añosos robles de la finca de los Dedlock, el señor Tulkinghorn se traslada al calor y el polvo rancios de Londres. La manera en que va y viene entre los dos lugares es uno de sus misterios. Llega a Chesney Wold como si estuviera al lado de su bufete y vuelve a su bufete como si nunca hubiera salido de Lincoln's Inn Fields. No se cambia de ropa antes del viaje ni habla de éste después. Esta mañana se evaporó de su habitación en la torreta, igual que ahora, al oscurecer, se condensa en su propio distrito.
Como un pájaro sucio de Londres entre los pájaros que descansan en estas praderas agradables, donde todas las ovejas se convierten en pergamino, las cabras en pelucas y la hierba en paja, el abogado, secado al humo y desvaído, residente entre los humanos, pero sin relacionarse con ellos, envejecido sin haber experimentado la desenfadada juventud, y habituado desde hace tanto tiempo a formar su nido apretujado entre los huecos y los rincones de la naturaleza humana que ha olvidado que existen otras pers-pectivas más amplias y generosas, llega tranquilamente a su casa. En el horno que forman los ardientes suelos y los edificios ardientes ha quedado más cocido que de costumbre, y, en su mente sedienta, no piensa más que en su viejo oporto de más de medio siglo.
El farolero sube y baja su escalera del lado de los Fields en que está el señor Tulkinghorn cuando ese noble sacerdote de los misterios de la nobleza llega a su propio y gris patio. Sube las escaleras y va a deslizarse al recibidor en penumbra cuando en el escalón de arriba se encuentra con un hombrecillo que se inclina propiciatorio.
—¿Es Snagsby?
—Sí, señor. Espero que se encuentre usted bien, señor. Estaba a punto de renunciar a ver a usted y de marcharme a casa.
—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Qué desea usted de mí?
—Pues, señor —dice el señor Snagsby, que se ha ladeado el sombrero en signo de deferencia para con su mejor cliente—, deseaba decirle una palabra, señor.
—¿Puede usted decírmela aquí?
—Perfectamente, señor.
—Dígala, pues —y el abogado apoya los brazos en la barandilla que hay en la escalera, y contempla cómo el farolero va alumbrando la plazoleta.
—Se refiere —dice el señor Snagsby en voz baja y misteriosa—, se refiere... por no andarnos con circunloquios... a la extranjera, señor.
Al señor Tulkinghorn le brillan los ojos de sorpresa:
—¿Qué extranjera?
—La señora extranjera, caballero. ¿Francesa, si no me equivoco? No es que yo conozca su idioma, pero juzgaría por sus modales y su aspecto que era francesa; en todo caso, extranjera sin lugar a dudas. La que estaba arriba, caballero, cuando el señor Bucket y yo tuvimos el honor de venir a verle a usted con el chico barrendero aquella noche.
—¡Ah! Sí, sí. Mademoiselle Hortense.
—¿Así se llama, caballero? —y el señor Snagsby emite su tosecilla de sumisión tras el sombrero—. Yo, personalmente, no estoy familiarizado con los nombres extranjeros en general, pero no cabe duda de que sería ése. El señor Snagsby parece haberse lanzado a esa respuesta con algún designio desesperado de repetir el nombre, pero, tras pensárselo, vuelve a toser para disculparse.
—¿Y qué tiene usted que decirme con respecto a esa persona, Snagsby? —pregunta el señor Tulkinghorn.
—Verá, caballero, —responde el papelero, tapándose la boca con el sombrero—, la verdad es que me resulta algo difícil. Mi felicidad doméstica es muy grande, o por lo menos lo máximo que se puede esperar, creo, pero mi mujercita es un poco dada a los celos. Por no andarnos con circunloquios, es muy dada a los celos. Y ya comprenderá usted, cuando aparece en la tienda una mujer extranjero de tan buen aspecto y se cierne (aunque yo sería el último, caballero, en emplear una expresión tan fuerte, pero se cierne) por la plazoleta, pues ya sabe usted que es... ¿cómo le diría yo?... Imagínese usted, caballero.
Tras decir estas palabras con tono compungido, el señor Snagsby añade una tosecilla de sentido general para cubrir todo lo que no ha dicho.
—Pero ¿qué quiere decir usted? —pregunta el señor Tulkinghorn.
—Exactamente eso, caballero —replica el señor Snagsby—. Estaba seguro de que usted lo comprendería y disculparía mis sentimientos por ser tan razonables cuando a ellos se añade la conocida excitabilidad de mi mujercita. Sabrá usted que la extranjera (cuyo nombre acaba usted de pronunciar, seguro que con la mayor perfección) comprendió aquella noche la palabra Snagsby, pues es muy rápida, e hizo preguntas y se enteró de las señas y llegó a la hora de cenar. Bueno, pues nuestra criadita Guster es tímida y tiene ataques y cuando se asustó al ver el aspecto de la extranjera (que tiene un aire muy bravío) y ante la manera tan rara que tiene de hablar, que puede alarmar a cualquier persona un poco débil, cedió, en vez de aguantar, y bajó cayéndose por las escaleras de la cocina, un escalón tras otro, con unos ataques que yo creo que jamás ha tenido igual, y creo que no han ocurrido en ninguna casa más que en la nuestra. En consecuencia, por fortuna, mi mujercita tuvo muchas cosas de las que ocuparse, y yo era el único que podía ocuparse de la tienda. Cuando ella me dijo que, como su empleado siempre le negaba la posibilidad de ver al señor Tulkinghorn (estoy convencido de que así es como llaman los extranjeros a los pasantes), se iba a dedicar a venir constantemente a mi tienda hasta que la dejaran venir aquí. Desde entonces se pasa el tiempo, como empecé a decir, caballero, cerniéndose..., cerniéndose, caballero —y el señor Snagsby repite el verbo con un énfasis patético—, por la plazoleta. Resulta imposible calcular los efectos de esos desplazamientos. No me extrañaría que ya hubieran sido la causa de errores de lo más doloroso incluso en las mentes de mis vecinos, por no mencionar (si ello fuera posible) a mi mujercita. Cuando sabe Dios —observa el señor Snagsby, meneando la cabeza— que jamás he pensado en ninguna extranjera, salvo las antiguas, que vendían escobas mientras llevaban un bebé en brazos, o las de ahora, que llevan una pandereta y pendientes ¡Le aseguro, señor, que nunca había pensado en ellas!
El señor Tulkinghorn ha escuchado gravemente estas quejas y cuando el papelero termina pregunta:
—¿Y eso es todo, Snagsby?
—Pues sí, señor, eso es todo —dice el señor Snagsby, que termina con una tosecilla que significa claramente: «Y a mí me basta y me sobra.»
—No sé lo que puede querer o significar Mademoiselle Hortense, salvo que se haya vuelto loca —dice el abogado.
—Pero sabe usted, caballero, aunque se hubiera vuelto loca no sería ningún consuelo tener una especie de arma, en forma de daga extranjera, clavada en medio de la familia.
—No —dice el otro—. ¡Bien, bien! Habrá que poner fin a todo esto. Lamento que se haya visto usted incomodado. Si vuelve, dígale que venga aquí.
El señor Snagsby se despide, con grandes reverencias y tosecillas de disculpa, con el ánimo aliviado. El señor Tulkinghorn sube las escaleras, diciéndose: «A estas mujeres las han creado para causar problemas vayan donde vayan. ¡Como si no bastara con tratar con la señora, ahora hay que tratar con la doncella! Pero al menos con esta individua voy a terminar pronto!»
Diciéndose estas palabras, abre la puerta, va a tientas hacia sus sombríos aposentos, enciende sus velas y mira a su alrededor. La oscuridad es excesiva para que se pueda ver bien la alegoría del techo, pero se ve con toda claridad a ese inoportuno romano, que se pasa el tiempo mirando por encima de las nubes y señalando algo. El señor Tulkinghorn no le hace demasiado caso, se saca una llavecita del bolsillo, abre un cajón en el cual hay otra llave, que abre una cómoda en la cual hay otra llave, y de ahí sale la llave de la bodega, con la que se dispone a bajar a las zonas donde está el vino añejo. Se está acercando a la puerta con una vela en la mano cuando alguien llama.
—¿Quién es? Ya, ya, señora, es usted, ¿no es verdad? Llega usted en un buen momento. Me estaban hablando de usted. ¡Bueno! ¿Qué quiere usted?
Pone la vela en la repisa de la chimenea del despacho del pasante y se golpea en la seca mejilla con la llave mientras pronuncia esas palabras de bienvenida a Mademoiselle Hortense. Ese personaje felino, con los labios firmemente apretados, y mirándolo de reojo, cierra la puerta silenciosamente antes de responder:
—Me ha costado mucho trabajo encontrarle, monsieur.
—¡No me diga!
—He venido muchas veces aquí, monsieur. Siempre me han dicho que no está en casa, que está ocupado, que lo de aquí y lo de allá, que no está para usted.
—Exacto, le han dicho la verdad.
—No la verdad. ¡Mentiras!
Hay ocasiones en las que los humores de Mademoiselle Hortense son tan repentinos, sus modales se parecen tanto a un salto sobre la persona a la que se dirige, que esa persona involuntariamente se sobresalta y retrocede. Eso es lo que le ocurre ahora al señor Tulkinghorn, aunque Mademoiselle Hortense, con los ojos casi cerrados (si bien sigue mirando de reojo), no hace más que sonreír despectivamente y menear la cabeza.
—Bueno, señora —dice el abogado, poniendo apresuradamente la llave en la repisa—, si tiene usted algo que decirme, dígamelo, dígamelo.
—Señor, usted no me ha bien tratado. Ha sido usted mezquino y sucio.
—Mezquino y sucio, ¿eh? —replica el abogado, frotándose la nariz con la llave.
—Sí. ¿Qué es lo que le digo? Usted lo sabe bien. Usted me ha atrapado (me ha cogido) para darle información; usted me ha pedido que le enseñe el vestido de mi que Milady debe de haber llevado aquella noche, usted me ha pedido que le venga aquí para ver a aquel chico... ¡Diga! ¿No es así? —y Mademoiselle Hortense da otro salto.
—¡Es usted una bruja, una bruja! —y el señor Tulkinghorn parece meditar mientras la contempla desconfiado, después de lo cual replica:—. Bien, moza, bien. Pero ya le he pagado.
—¡Que me ha pagado! —replica ella con feroz desdén—. ¡Dos soberanos! No los he cambiado. Los desprecio. Los rechazo, los tiro —lo cual procede a hacer literalmente, sacándoselos del seno al hablar y tirándolos al suelo con tal violencia que rebotan a la luz antes de salir disparados hacia los rincones e irse parando allí lentamente tras girar mucho en torno a su propio eje.
—¡Eso! —dice Mademoiselle Hortense, que vuelve a entrecerrar los ojos—. ¿Con que me ha pagado? ¡Mi Dios, que sí!
El señor Tulkinghorn se frota la cabeza con la llave mientras ella lo sigue contemplando con una risa sarcástica.
—Debe de ser usted rica, mi bella amiga —observa él imperturbable—, cuando tira usted el dinero de esta manera.
—Soy rica —responde ella—. Soy riquísima en odio. Odio a Milady con todo mi corazón. Ya lo sabe usted.
—¿Que lo sé? ¿Y cómo voy a saberlo?
—Porque lo sabe usted perfectamente, desde antes que me pidiera que le diera esa información. Porque sabe usted perfectamente que yo estaba ggggggabiosísima —es como si fuera imposible que a Mademoiselle Hortense le saliera bien la letra «r» en esta palabra, pese a la energía con la que la pronuncia, para lo cual aprieta las manos y los dientes.
—¡Ah! Con que yo lo sabía, ¿eh? —comenta el señor Tulkinghorn, que examina las guardas de la llave.
—Sí, sin duda. No estoy ciega. Usted se aseguró de mí porque lo sabía. ¡Y tenía razón! La de-tes-to —y Mademoiselle Hortense se cruza de brazos y le lanza esta observación por encima de un hombro.
—Una vez dicho esto, ¿tiene usted algo más que decir, Mademoiselle?
—Sigo sin empleo. Búsqueme uno bueno. Búsqueme un buen sitio. Si no puede, o no quiere, empléeme usted para seguirla, para perseguirla, para desgraciarla y deshonrarla. Le ayudaré a usted bien y de gana buena. Eso es lo que hace usted. ¿Es que no lo sé yo?
—Según parece, sabe usted muchas cosas —replica el señor Tulkinghorn.
—¿No es así? ¿Es que yo soy tonta bastante para creer que yo vengo aquí con ese vestido puesto a recibir a ese muchacho sólo para decidir una pequeña apuesta, una broma? ¡Eh, mi Dios! ¡Ah, sí! —En su réplica, hasta la palabra «broma» inclusive, Mademoiselle ha estado irónicamente cortés y blanda; después, de forma igualmente repentina, se ha lanzado a hablar con el tono más amargo y desafiante de desprecio, y sus ojos negros pasan en un instante de estar casi cerrados a abrirse del todo con una mirada intensa.
—Bueno, vamos a ver —dice el señor Tulkinghorn, dándose golpecitos en la barbilla con la llave y mirándola impasible— cuál es el estado de la cuestión.
—¡Ah! Vamos a ver —asiente Mademoiselle con muchos movimientos airados y tensos de la cabeza.
—Usted ha venido a hacer una petición notablemente modesta, que acaba usted de exponer, y si no se atiende a ella volverá otra vez.
—Y otra —dice Mademoiselle, con más gestos airados y tensos—. Y otra. Y otra. Y muchas veces más. De hecho, ¡todos los días!
—Y no sólo aquí, sino que quizá también vaya a casa de Snagsby, ¿verdad? Si esa visita tampoco tiene éxito, ¿verdad que volverá otra vez allí?
—Y otra —repite Mademoiselle, con una determinación cataléptica—. Y otra. Y otra. Y muchas veces más. De hecho, ¡todos los días!
—Muy bien. Ahora, Mademoiselle Hortense, permítame recomendarle que tome la vela y recoja su dinero. Creo que lo encontrará usted detrás de la mampara del pasante, en aquella esquina.
Ella se limita a reírse por encima del hombro y se queda inmóvil con los brazos cruzados.
—No quiere, ¿eh?
—¡No, no quiero!
—¡Eso que pierde usted y que gano yo! Mire, señorita, ésta es la llave de mi bodega. Es una llave grande, pero las llaves de las cárceles son más grandes. En esta ciudad hay cárceles (con regímenes de disciplina para determinadas mujeres) cuyas puertas son muy resistentes y pesadas, y sin duda las llaves también. Me temo mucho que una dama de su talante y su energía consideraría molesto que la encerrasen con una de esas llaves durante algún tiempo. ¿Qué opina usted?
—Opino —replica Mademoiselle sin moverse, y con voz claramente ablandada— que es usted un miserable.
—Probablemente —responde el señor Tulkinghorn, que se suena la nariz discretamente—. Pero no le he preguntado qué opina usted de mí, sino qué opina usted de la cárcel.
—Nada. ¿Qué me importa a mí?
—Pues le importa mucho, señorita —dice el abogado, que se guarda lentamente el pañuelo y se ajusta la pechera—; en este país la ley es tan despótica que impide que ninguno de nuestros buenos ciudadanos ingleses se vea molestado, ni siquiera por las visitas de una dama, si él no lo desea. Y cuando denuncia ser víctima de esas molestias, la ley se lleva a la molesta dama y la encierra en una cárcel con una disciplina muy dura. La encierra con llave, señorita —y hace un gesto con la llave de la bodega.
—¿Verdaderamente? —pregunta Mademoiselle con el mismo tono agradable—. ¡Qué divertido! Pero ¡mi fe! Vuelvo a preguntarle: ¿a mí qué me importa?
—Mi buena amiga —dice el señor Tulkinghorn—, vuelva usted aquí o a casa del señor Snagsby y se enterará.
—¿En ese caso me enviará usted a la cárcel quizá?
—Quizá.
Sería contradictorio que alguien en, el estado de agradable jocosidad en que se halla Mademoiselle echase espumarajos por la boca, pues si no bastaría con un gesto levemente más parecido al de una tigresa para que pareciese que le faltaba muy poco.
—En una palabra, señorita —continúa el señor Tulkinghorn—, lamento mucho ser descortés, pero si alguna vez se presenta usted aquí sin que la haya llamado, o donde sea, la entregaré a la policía. Son muy galantes, pero arrastran a la gente molesta por la calle de la forma más ignominiosa, atada a una tabla, jovencita.
—¡Le voy a enseñar! —susurra Mademoiselle alargando una mano—. ¡Voy a ver si osa usted!
—Y —continúa diciendo el abogado, sin hacerle caso— si la coloco a usted en la excelente posición de ir a la cárcel, verá usted que tarda algún tiempo en volver a salir.
—¡Le voy a enseñar! —repite Mademoiselle en el mismo susurro.
—Y ahora —continúa el abogado, que sigue sin hacerle caso— más le vale irse. Piénseselo dos veces antes de volver.
—Piénselo usted —responde ella—. ¡Piénselo dos veces doscientas veces!
—Usted sabe que su señora la despidió —observa el señor Tulkinghorn mientras la sigue por la escalera por ser la más implacable e intratable de las mujeres. Ahora cambie usted de actitud y tenga en cuenta lo que le he dicho. Porque cuando digo una cosa voy en serio, y hago lo que amenazo con hacer, señorita.
Ella baja sin responder ni mirar a su espalda. Cuando se marcha baja él también, y al volver con su botella cubierta de telas de araña se dedica a disfrutarla reposadamente; de vez en cuando, al apoyar la cabeza en el respaldo de la silla, ve al pertinaz romano que señala desde el techo.
CAPITULO 43
La narración de Esther
Poco importa ya cuánto pensé yo en mi madre, que estaba viva y que me había pedido que en adelante la considerase muerta. No podía aventurarme a acercarme a ella, ni a comunicarme con ella por escrito, pues mi sentido del peligro en que transcurría su vida sólo era comparable con mi temor de aumentarlo. Al saber que mi mera existencia como ser vivo era un peligro imprevisto para ella, no siempre podía dominar aquel terror a mí misma que se había adueñado de mí cuando me enteré del secreto. No me atrevía a pronunciar su nombre en ningún momento. Me daba la sensación de que no me atrevía ni siquiera a oírlo. Si en cualquier lugar en que estuviera yo la conversación iba en ese sentido, como naturalmente ocurría a veces, trataba de no escuchar, me ponía a contar mentalmente, me repetía algo para mis adentros o me iba de la sala. Ahora tengo conciencia de que muchas veces hacía todo aquello cuando no podía haber ningún peligro de que se hablara de ella, pero lo hacía por el temor que me inspiraba la posibilidad de oír algo que pudiera llevar a que la descubrieran, y a que la descubrieran por conducto mío.
Poco importa ya la frecuencia con que recordaba yo los tonos de la voz de mi madre y me preguntaba si alguna vez la volvería a oír como tanto ansiaba, y pensaba en lo extraño y lo triste que era que aquella voz fuera tan nueva para mí. Poco importa que me quedara acechando toda mención en público del nombre de mi madre, que pasara y volviera a pasar ante la puerta de su casa de la ciudad y la amara, pero temiera mirarla; que una vez estuviera en el mismo teatro que mi madre y ella me viera, y que cuando estábamos tan separadas, en medio de numeroso público de todas las condiciones, todo vínculo o toda confianza entre nosotras pareciera un sueño. Todo, todo ha terminado. He sido tan afortunada que poco puedo decir de mí misma que no sea una historia de la bondad y la generosidad de otros. Más vale que deje atrás ese poco y siga adelante.
Cuando volvimos a estar asentadas en casa, Ada y yo tuvimos muchas conversaciones con mi Tutor en torno al tema de Richard. Mi ángel estaba muy dolida de que se portara tan mal con el amable primo de ambos, pero era tan leal a Richard que ni siquiera por eso podía soportar el hacerle un reproche. Mi Tutor lo sabía y jamás pronunciaba una palabra de reprobación en relación con el nombre de Richard. «Rick está equivocado, querida mía», le decía. «Bueno, bueno, todos nos hemos equivocado alguna vez. Hemos de confiar en que entre tú y el paso del tiempo le hagáis comprender su error.»
Después supimos lo que entonces sospechábamos: que no había confiado en el paso del tiempo hasta después de haber intentado él mismo abrirle los ojos a Richard. Que le había escrito, ido a verlo, hablado con él, intentado por todos los medios de persuasión y amabilidad que podía idear su bondad. Nuestro pobre y cariñoso Richard estaba ciego y sordo a todo. Si se había equivocado, ya se corregiría cuando terminara el pleito en la Cancillería. Si andaba a tientas en la oscuridad, lo mejor que podía hacer era todo lo posible para disipar las nubes que tanto lo confundían y que le oscurecían todo. ¿Que las sospechas y los malentendidos eran por culpa del pleito? Entonces, que le dejaran a él resolver el pleito y así recuperar sus sentidos. Ésa era su respuesta siempre. Jarndyce y Jarndyce se había adueñado hasta tal punto de toda su naturaleza que era imposible hacerle ninguna consideración que no le bastara —con una especie de razonamiento retorcido— para darle un nuevo argumento favorable a lo que estaba haciendo. Una vez mi Tutor me dijo: «De forma que resulta todavía peor discutir con el pobre chico que dejarlo en paz.»
Aproveché una de aquellas oportunidades para mencionar mis dudas de que el señor Skimpole fuera un buen consejero para Richard.
—¡Consejero! —exclamó mi Tutor, riéndose—. ¿Quién va a dejarse aconsejar por Skimpole?
—¿Sería mejor alentar? —pregunté.
—¡Alentar! —volvió a exclamar mi Tutor—. ¿Quién va a dejarse alentar por Skimpole?
—¿Richard no? —pregunté.
—No —me replicó—. Un ser tan poco mundano, tan incapaz de cálculo, tan transparente, le sirve de entretenimiento y de diversión. Pero en cuanto a dejarse aconse-jar, alentar, o darle vara alta en relación con nada ni con nadie, sencillamente es inconcebible en un niño como Skimpole.
—Por favor, primo —dijo Ada, que acaba de sumarse a nosotros y que ahora miraba por encima de mi hombro—, ¿por qué es tan niño?
—¿Que por qué es tan niño? —repitió mi Tutor frotándose la cabeza, sin saber qué decir.
—Sí, primo John.
—Bueno —respondió lentamente, frotándose la cabeza cada vez con más fuerza—, es todo sentimiento y sensibilidad y susceptibilidad e... imaginación. Y no sé por qué, pero tiene esas cualidades sin dominar. Supongo que la gente que lo admiraba por ellas en su juventud les atribuían demasiada importancia, y demasiado poca a la formación que las hubiera ajustado y equilibrado, y así fue como ser convirtió en lo que es hoy día. ¿Qué? —dijo mi guardián deteniéndose y contemplándonos esperanzado—. ¿Qué pensáis vosotras dos?
Ada me echó una mirada y dijo que era una pena que le estuviera costando dinero a Richard.
—Así es, así es —dijo mi Tutor apresuradamente—. No podemos permitirlo. Tenemos que ponerle remedio. Tengo que impedirlo. Eso no está bien.
Y yo dije que me parecía lamentable que hubiera presentado a Richard al señor Vholes por una gratificación de cinco libras.
—¿Fue así? —comentó mi Tutor con un gesto pasajero de irritación—. Pero así es ese hombre. ¡Así es ese hombre! No es que sea nada mercenario. No tiene idea del valor del dinero. Presenta a Rick, se hace amigo del señor Vholes y le pide prestadas cinco libras. Para él, eso no significa nada, ni le parece nada importante. Seguro que te lo dijo él mismo, ¿verdad, querida mía?
—¡Sí, sí! —le respondí.
—Exactamente. ¡Así es ese hombre!
—Si hubiera querido hacer algún daño, o tuviera conciencia de que podía hacer daño, no lo diría. Dice las cosas según las hace, por mera simpleza. Pero ya lo veréis en su propia casa, y entonces lo comprenderéis mejor. Tenemos que hacer una visita a Harold Skimpole y advertirlo a esos respectos. ¡Por Dios, hijas mías, si es que es un niño, un niño!
Conforme a aquel plan, al cabo de pocos días fuimos a Londres y nos presentamos a la puerta del señor Skimpole.
Vivía en un sitio llamado el Polígono, en Somers Town, donde por aquella época había muchos refugiados españoles pobres que se paseaban envueltos en capas y fumando cigarros pequeños de papel ; no sé si él era mejor arrendatario de lo que cabría suponer porque su amigo Alguien acababa siempre por pagarle el alquiler o si su incapacidad para los negocios hacía que resultara especialmente difícil desahuciarlo, pero llevaba bastantes años en la misma casa. Ésta se hallaba en el estado de abandono que ya nos esperábamos. Habían desaparecido dos o tres barrotes de la barandilla de la entrada; la cisterna para el agua de lluvia estaba rota; el llamador estaba suelto, el timbre estaba desprendido desde hacía mucho tiempo, a juzgar por lo oxidado del cable, y los únicos indicios de que la casa estaba habitada eran unas huellas sucias de pisadas en el suelo.
Una muchacha regordeta y descuidada, que parecía a punto de salirse por los rotos de la bata y las grietas de los zapatos, como una fruta demasiado madura, respondió a nuestra llamada abriendo un poco la puerta y llenando el hueco con su cuerpo. Como ya conocía al señor Jarndyce (de hecho, tanto Ada como yo pensamos que, evidentemente, lo relacionaba con el pago de su salario), se aplacó inmediatamente y nos permitió entrar. Dado que la cerradura de la puerta estaba estropeada, se ocupó después de cerrar con la cadena, que tampoco se hallaba en muy buen estado, y nos preguntó si queríamos ir arriba.
Subimos al primer piso, sin ver más muebles que las pisadas sucias. El señor Jarndyce, sin más ceremonia, entró en una habitación, y nosotras lo seguimos. Estaba bastante destartalada y nada limpia, pero amueblaba con una especie de lujo gastado, con un gran taburete, un sofá y muchos cojines, una butaca y muchos almohadones, un piano, libros, material de dibujo, música, periódicos y unos cuantos esbozos y cuadros. Uno de los cristales de las ventanas estaba roto y tapado con un trozo de papel, pero en la mesa había un platito con mandarinas de invernadero, otro de uvas, otro de pasteles y una botella de vino claro. El señor Skimpole estaba recostado en el sofá, en bata, bebiendo un café aromático de una taza vieja de porcelana —era hacia el mediodía— y contemplando una mata de alhelíes que había en el balcón.
No se sintió en absoluto desconcertado por nuestra presencia, sino que se levantó y nos recibió con su animación acostumbrada.
—¡Aquí me ven! —dijo cuando nos sentamos, aunque no sin cierta dificultad, pues la mayor parte de las sillas estaban rotas—. ¡Aquí me ven! Éste es mi frugal desayuno. Hay hombres que quieren patas de vaca y de cordero para el desayuno; yo no. Que me den mi melocotón, mi taza de café y mi clarete, y estoy satisfecho. No es que me gusten por sí mismos, sino porque me recuerdan el sol. Las patas de vaca y de cordero no tienen nada de solar. ¡Mera satisfacción animal!
—Ésta es la consulta de nuestro amigo (o lo sería si alguna vez ejerciera la medicina), su refugio, su estudio —nos dijo mi Tutor.
—Sí —asintió el señor Skimpole, mirando animado en su derredor—, ésta es la jaula del pájaro. Aquí es donde vive y canta el pájaro. De vez en cuando le quitan las plumas y le recortan las alas, pero él sigue cantando, ¡sigue cantando!
Nos alargó las uvas y repitió en su tono radiante:
—¡Sigue cantando! No es un canto con pretensiones, pero sigue cantando.
—Son magníficas —comentó mi Tutor de las uvas—. ¿Un regalo?
—No —respondió—. ¡No! Un amable hortelano las vende. Su mozo quiso saber, cuando las traje anoche, si tenía que esperar a que le pagase. «Verdaderamente, amigo mío», le dije, «creo que no, si aprecia en algo su tiempo». Supongo que lo apreciaría, porque se marchó.
Mi Tutor nos miró con una sonrisa, como preguntándonos: «¿Es posible ser mundano con este chiquillo?»
—Éste es un día —dijo el señor Skimpole, tomando alegremente algo de clarete de una copa— que siempre se recordará aquí. Lo llamaremos el día de Santa Clare y Santa Summerson. Tienen ustedes que ver a mis hijas. Tengo una hija de ojos azules que es mi hija Belleza. Tengo una hija Sentimiento y una hija Comedia. Tienen que verlas a las tres. Estarán encantadas.
Iba a llamarlas cuando se interpuso mi Tutor y le pidió que esperase un momento, pues primero deseaba decirle algo.
—Mi querido Jarndyce —respondió él, volviéndose al sofá—, todos los momentos que quieras. Aquí el tiempo no importa. Nunca sabemos qué hora es, y nunca nos importa. Me dirán ustedes que ésa no es forma de progresar en la vida, ¿verdad? Desde luego. Pero es que nosotros no progresamos en la vida. Ni lo pretendemos.
Mi Tutor volvió a mirarnos, diciendo evidentemente: «¿Lo oís?»
—Bueno, Harold —empezó—, lo que tengo que decirte se refiere a Rick.
—¡Mi mejor amigo! —contestó el señor Skimpole cordialmente—. Supongo que no debería ser mi mejor amigo, dado que no se habla contigo. Pero lo es, y no puedo evitarlo; está lleno de la poesía de la juventud y yo lo quiero mucho. Si no te agrada, no puedo evitarlo. Lo quiero mucho.
La cautivadora franqueza con la que hizo aquella declaración, verdaderamente con aire desinteresado, cautivó a mi Tutor, por no decir qué, de momento, también a Ada
—Puedes quererlo todo lo que quieras —replicó el señor Jarndyce—, pero tenemos que cuidarle el bolsillo, Harold.
—¡Ah! —exclamó el señor Skimpole—. ¿El bolsillo? Bueno, ahora me hablas de algo que no entiendo—. Tomó algo más de clarete y, mojando en él uno de los pasteles, meneó la cabeza y nos sonrió a Ada y a mí con una insinuación ingenua de que era algo que jamás podría comprender.
—Si vas con él por ahí —dijo mi Tutor con. toda claridad—, no debes dejarle que pague por los dos.
—Mi querido Jarndyce —comentó el señor Skimpole, con su bienhumorada cara radiante ante lo cómico de aquella idea—, ¿qué le voy a hacer yo? Si me lleva a alguna parte, debo ir. Y ¿cómo puedo pagar yo? Yo nunca tengo dinero. No sé nada de eso. Suponte que le diga a alguien: «¿Cuánto es?» Y que me conteste que son siete chelines y seis peniques. Yo no sé lo que son siete chelines y seis peniques. Me resulta imposible continuar con el tema si tengo algo de respeto a esa persona. No voy a andar por ahí preguntándole a gente ocupada qué son siete chelines y seis peniques en árabe, idioma que además no comprendo. ¿Por qué voy a ir preguntando por ahí lo que son siete chelines y seis peniques en dinero, idioma que tampoco comprendo?
—Bien —dijo mi Tutor, nada descontento con aquella ingenua respuesta—, si has de viajar a donde sea con Rick, debes pedirme el dinero a mí (sin decir ni una palabra de ese detalle) y dejar que sea él quien haga los cálculos.
—Mi querido Jarndyce —replicó el señor Skimpole—, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por complacerte, pero me parece superfluo, e incluso una superstición. Además, les doy mi palabra, señorita Clare y mi querida señorita Summerson, de que estaba convencido de que el señor Carstone era inmensamente rico. Creí que le bastaba con firmar lo que fuera, o extender un pagaré o una transferencia, o un cheque, o una letra, o poner algo en un archivo en alguna parte, para que le lloviera encima el dinero.
—Pues no es así, caballero —dijo Ada—. Es pobre.
—No, ¿de verdad? —contestó el señor Skimpole con su sonrisa radiante—. Me sorprende usted.
—Y como no se enriquece al confiarlo todo a un individuo que no tiene nada —dijo mi Tutor, poniendo una mano enfáticamente en la manga de la bata del señor Skimpole—, debes tener mucho cuidado de no alentarlo en esa confianza, Harold.
—Mi querido y buen amigo —dijo el señor Skimpole—, y mi querida señorita Summerson y mi querida señorita Clare, ¿cómo iba a hacer eso yo? Son cuestiones de negocios, y yo no sé nada de los negocios. Es él quien me da alientos— a mí. Sale de sus grandes hazañas de negocios, me expone las perspectivas más brillantes como resultados y me pide que las admire. Yo las admiro, como brillantes perspectivas. Pero no sé nada de ellas, y se lo digo.
Aquel tipo de sinceridad indefensa con que se presentaba ante nosotros, y la ligereza con la que se divertía con su propia inocencia, la forma fantástica en la que se colocaba bajo su propia protección y defendía a su curioso personaje, eran todos ellos factores que se combinaban con la facilidad deliciosa con que lo decía todo para confirmar exactamente la tesis de mi Tutor. Cuanto más lo veía, más improbable me parecía a mí, si él estaba delante, que fuera capaz de tramar, disimular ni influir en nada, y, sin embargo, cuanto menos probable parecía cuando no estaba él presente, menos agradable resultaba pensar que tuviera nada que ver con nadie que me importase.
Al saber que su interrogatorio (como lo calificó él) había terminado, el señor Skimpole salió de la sala con la cara radiante a buscar a sus hijas (sus hijos se habían escapado de casa en distintas fechas), y dejó a mi Tutor encantado con la manera en que había vindicado su carácter infantil. Pronto volvió, llevando consigo a las tres damiselas y a la señora Skimpole, que había sido una belleza, pero que ahora era una inválida desdeñosa que sufría toda una serie de enfermedades.
—Ésta —dijo el señor Skimpole— es mi hija Belleza, Arethusa, que toca diversos instrumentos y canta algo, igual que su padre. Ésta es mi hija Sentimiento, Laura, que toca algo, pero no canta. Y ésta es mi hija Comedia, Kitty, que canta un poco, pero no toca. Todos dibujamos algo y componemos algo, y ninguna de nosotros tiene idea del tiempo ni del dinero.
La señora Skimpole dio un suspiro, como si hubiera celebrado eliminar ese aspecto de la lista de virtudes de la familia. También me pareció que dirigía ese suspiro hacia mi Tutor y que aprovechaba la primera oportunidad posible para lanzar otro.
—Resulta muy agradable —añadió el señor Skimpole, volviendo la mirada vivaz de unos a otros— y resulta curiosamente interesante el ver los rasgos distintivos de las familias. En esta familia somos todos niños, y yo soy el más pequeño de todos.
Las hijas, que parecían tenerle mucho cariño, se sintieron muy divertidas ante aquella observación, especialmente la hija Comedia.
—Queridas mías —siguió diciendo el señor Skimpole—, es verdad, ¿no? Lo es y debe serlo, porque, al igual que los perros del himno, «está en nuestra naturaleza». Fijaos en la señorita Summerson con su gran capacidad administrativa y su conocimiento sorprendente de los detalles. Estoy seguro de que parecerá extraño a oídos de la señorita Summerson si le digo que en esta casa no sabemos nada de las chuletas. Pero es verdad; no lo sabemos. No sabemos cocinar nada en absoluto. No sabemos qué hacer con aguja e hilo. Admiramos a las personas que poseen la experiencia práctica que a nosotros nos falta, y no nos enfrentamos con ellas. Entonces, ¿por qué se van a enfrentar ellas con nosotros? Vivid y dejad vivir, les decimos. ¡Vivid vosotros gracias a vuestros conocimientos prácticos y dejad que nosotros vivamos a costa de vosotros!
Se echó a reír, pero, como de costumbre, parecía muy sincero y decir exactamente lo que sentía.
—Somos solidarios, rosas mías —dijo el señor Skimpole—, solidarios con todo, ¿no es verdad?
—¡Ay, sí, papá! —exclamaron las tres hijas.
—De hecho, eso es lo que caracteriza a nuestra familia en esta existencia tan agitada. Tenemos la capacidad de observar y de interesarnos, y efectivamente observamos y efectivamente nos interesamos. ¿Qué más podemos hacer? Miren a mi hija Belleza, que se casó hace tres años. Bueno, estoy seguro de que el que se casara con otro niño y tuvieran dos más fue algo muy malo desde el punto de vista de la economía política, pero fue algo muy agradable. En aquellas ocasiones tuvimos nuestros pequeños festejos e intercambiamos ideas sociales. Un día trajo a casa a su joven marido y ahora ellos y sus retoños tienen su nido en el piso de arriba. Y estoy seguro de que algún día mis hijas Sentimiento y Comedia traerán a casa a sus maridos y también tendrán sus nidos en el piso de arriba. Y así seguimos adelante, no sé cómo, pero seguimos.
Verdaderamente, la muchacha parecía demasiado joven para ser la madre de dos niños, y no pude evitar el sentir lástima—de ella y de ellos. Era evidente que las tres hijas habían crecido como habían podido, y no habían tenido más instrucción que una formación desordenada que bastaba para que fueran juguetes de su padre en las horas de ocio de éste. Observé que le consultaban sus gustos pictóricos en cuanto a la forma de peinarse; la hija Belleza llevaba el pelo al estilo clásico; la hija Sentimiento lo llevaba largo y suelto, y la hija Comedia a lo pícaro, muy apartado de la frente y con unos ricitos vivaces que le llegaban a los rabillos de los ojos. Iban vestidas en consecuencia, aunque del modo más desordenado y negligente.
Ada y yo conversamos con aquellas señoritas y las encontramos extraordinariamente parecidas a su padre. Entre tanto, el señor Jarndyce (que se había estado frotando mucho la frente y haciendo sugerencias de que iba a cambiar el viento) hablaba con el señor Skimpole en un rincón, y no pudimos evitar el oír tintineo de monedas. Antes, el señor Skimpole había ofrecido venir a casa con nosotros y se había retirado para vestirse con ese objeto.
—Rosas mías —dijo al volver—, cuidad de mamá. No se siente bien hoy. Me voy a pasar un día o dos a casa del señor Jarndyce, para oír el canto de los ruiseñores y mantener mi buen humor. Ha estado puesto a prueba, como sabéis, y volvería a estarlo si me quedara en casa.
—¡Fue aquel hombre horrible! —dijo la hija de la Comedia.
—Justo cuando sabía que papá estaba enfermo y echado junto a sus lirios, contemplando el cielo azul —se quejó Laura.
—¡Y cuando empezaba el aire a oler a heno! —dijo Arethusa.
—Ha sido una muestra de falta de espíritu poético en ese hombre —asintió el señor Skimpole, aunque de perfecto buen humor—. Fue una grosería. ¡Mostró que carecía de los sentimientos humanos más delicados! Mis hijas se sienten muy ofendidas —nos explicó— porque un buen hombre...
—¡No era bueno, papá! ¡Imposible! —protestaron las tres.
—Un tipo un poco grosero, una especie de puercoespín humano hecho una bola —continuó el señor Skimpole— que tiene una panadería en este barrio y a quien pedimos prestadas dos butacas. Necesitábamos dos butacas y no las teníamos, y, por consiguiente, buscamos un hombre que sí las tenía, para que nos las prestara. ¡Bueno! Ese pesado nos las prestó y nosotros las fuimos usando. Cuando ya estaban usadas nos las pidió y se las dimos. Dirían ustedes que estaría satisfecho. Pues no lo estaba. Objetó a que estuvieran usadas. Razoné con él y le expuse su error. Le dije: «¿Puede usted, a su edad, ser tan terco, amigo mío, como para persistir en que una butaca es algo que se ha de poner en una vitrina para contemplarla? ¿Que es un objeto que mirar, que observar de lejos, que estudiar desde un buen punto de vista? ¿No sabe usted que les pedimos prestadas estas butacas para sentarnos en ellas?» No fue nada razonable ni fácil de persuadir, y usó palabras destempladas. Con la misma paciencia que muestro en este momento le dije: «Bien, buen hombre, por diferentes que sean nuestras aptitudes para los negocios, somos hijos ambos de una gran madre, la Naturaleza. En esta hermosa ma-ñana de verano me ve usted aquí (yo estaba en el sofá) con flores ante mí, con fruta en la mesa, con el cielo azul por encima de mí, el aire lleno de fragancia, contemplando la Naturaleza. Le ruego, por nuestra condición de hermanos, que no interponga entre mí y un espectáculo tan sublime la figura absurda de un panadero encolerizado.» Pero sí que lo hizo —observó el señor Skimpole, elevando la vista al cielo con un asombro juguetón—; sí que interpuso aquella ridícula figura, y lo sigue haciendo, y lo seguirá haciendo. Y por eso me alegro mucho de desaparecer de su vista e irme a casa de mi amigo Jarndyce.
Parecía escapar a su consideración que la señora Skimpole y las hijas se quedaban allí a recibir al panadero, pero para ellas era algo tan acostumbrado que se había convertido en cuestión de rutina. Se despidió de su familia con una amabilidad tan airosa y tan gentil como todo lo que hacía, y se vino con nosotros en perfecta armonía consigo mismo. Tuvimos oportunidad de ver por algunas puertas abiertas, al ir bajando las escaleras, que sus propios apartamentos eran un palacio en comparación con el resto de la casa.
Me era imposible prever que antes de que acabara el día iba a suceder algo que en aquellos momentos me sorprendió mucho y que siempre habré de recordar por las consecuencias que tuvo. Nuestro invitado estuvo tan animado en el camino hacia casa que no pude por menos de escucharlo y maravillarme de él; y no fui yo la única, pues Ada cedió a la misma fascinación. En cuanto a mi Tutor, el viento que amenazaba con fijarse en el Levante cuando salimos de Somers Town giró en redondo antes de que nos alejáramos ni dos millas de allí.
Fuera por una puerilidad discutible o no, el señor Skimpole disfrutaba como un niño con el cambio y el buen tiempo. Nada cansado por su actividad durante el viaje, llegó al salón antes que nadie, y le oí tocar el piano mientras yo todavía me ocupaba de las cosas de la casa; estaba cantando barcarolas y canciones tabernarias, italianas y alemanas, una tras otra.
Nos habíamos reunidos todos poco antes de la cena, y él seguía al piano, tocando a su aire indolente algunas cancioncillas y hablando entre tanto de acabar algunos esbozos de las ruinas de la muralla de Verulam , que había empezado hacía uno o dos años y de los que se había cansado, cuando entraron con una tarjeta que mi Tutor leyó en— alto y con voz de sorpresa:
—¡Sir Leicester Dedlock!
El visitante entró en la sala mientras yo estaba todavía toda confusa y sin poderme mover. De haber podido, me habría escapado. En mi turbación, no tuve ni siquiera la presencia de ánimo para retirarme a la ventana junto a Ada, ni para saber siquiera dónde estaba. Oí mi nombre y vi que mi Tutor me estaba presentando antes de que pudiera sentarme en una silla.
—Siéntese, Sir Leicester, por favor.
—Señor Jarndyce —dijo Sir Leicester en respuesta mientras hacía una inclinación y se sentaba—, tengo el honor de venir aquí...
—Me hace usted a mí el honor, Sir Leicester.
—Gracias... de venir aquí camino de Lincolnshire para expresar mi pesar por el hecho de que cualquier motivo de enfrentamiento, por fuerte que sea, que tenga yo contra un caballero que..., que conoce usted y que ha sido su anfitrión, y a quien en consecuencia no voy a volver a mencionar, haya impedido a usted, y todavía más a unas señoritas bajo su protección y a su cargo, ver lo poco que pueda haber para agradar un gusto cortés y refinado en mi casa, Chesney Wold.
—Es usted muy amable, Sir Leicester, y en nombre de esas señoritas (que son las aquí presentes) y en el mío propio, se lo agradezco mucho.
—Es posible, señor Jarndyce, que el caballero a quien, por las razones que he mencionado, me abstengo de aludir más..., es posible, señor Jarndyce, que ese caballero me haya hecho el honor de comprender tan mal mi carácter como para inducir a usted a creer que mi personal de Lincolnshire no lo hubiera recibido a usted con la urbanidad y la cortesía que se les ha encargado muestren a todas las damas y todos los caballeros que se presenten en esa casa. Le ruego observe, señor mío, que la realidad es todo lo contrario.
Mi Tutor descartó delicadamente esa observación sin dar ninguna respuesta de palabra.
—Me ha dolido mucho, señor Jarndyce —continuó diciendo pomposamente Sir Leicester—. Le aseguro, señor mío, que me ha... dolido... mucho saber por el ama de llaves de Chesney Wold que un caballero que estaba en compañía de usted en aquella parte del condado y que parecería poseer un sentido refinado de las Bellas Artes también se vio impedido, por una causa similar, de examinar los cuadros de la familia con la calma, la atención, el cuidado que quizá hubiera deseado concederles, y que algunos de ellos quizá hubieran merecido —y sacó una tarjeta y leyó con mucha gravedad y cierta dificultad, con el monóculo puesto:— señor Hirrold... Herald... Harold... Skampling... Skumpling (perdón)... Skimpole.
—Éste es el señor Harold Skimpole —dijo mi Tutor, evidentemente sorprendido.
—¡Ah! —exclamó Sir Leicester—. Celebro mucho conocer al señor Skimpole y tener la oportunidad expresarle personalmente mi pesar. Espero, señor mío, que cuando vuelva usted a encontrarse en mi parte del condado no se sienta usted sometido a esos impedimentos.
—Es usted muy amable, Sir Leicester Dedlock. Con este aliento desde luego tendré el placer y el privilegio de visitar su hermosa casa. Los propietarios de mansiones como Chesney Wold —dijo el señor Skimpole con su aire habitual de felicidad y tranquilidad— son benefactores públicos. Tienen la bondad de mantener una serie de objetos deliciosos para la admiración y el placer de nosotros, los pobres, y si no aprovechamos toda la admiración y el placer que causa somos ingratos con nuestros benefactores.
Sir Leicester pareció aprobar mucho esta opinión.
—¿Es usted artista, señor mío?
—No. —respondió el señor Skimpole—. Soy un hombre perfectamente ocioso. Un aficionado.
Sir Leicester pareció aprobar esto todavía más. Manifestó la esperanza de tener la fortuna de hallarse en Chesney Wold la próxima vez que el señor Skimpole fuera a Lincolnshire. El señor Skimpole se manifestó muy halagado y honrado.
—El señor Skimpole mencionó —continuó diciendo Sir Leicester al volver a dirigirse a mi Tutor—..., mencionó al ama de llaves, que como quizá observara es una sirvienta antigua y leal de la familia...
(«Eso fue cuando paseé por la casa el otro día, cuando fui a visitar a la señorita Summerson y la señorita Clare», nos explicó tranquilamente el señor Skimpole.)
—... que el amigo con quien había estado anteriormente allí era el señor Jarndyce —dijo Sir Leicester con una inclinación al portador de ese nombre—, y así fue como me enteré de la circunstancia por la que he expresado mi pesar. El que haya ocurrido algo así a cualquier caballero, señor Jarndyce, pero especialmente a un caballero a quien en tiempos conoció Lady Dedlock y que de hecho tiene un lejano parentesco con ella y por quien (como he sabido por Milady en persona) ella siente gran respeto, le aseguro que... me... causa... dolor.
—Le ruego no lo mencione más, Sir Leicester —interpuso mi Tutor—. Agradezco mucho su consideración, y estoy seguro de que todos los presentes sienten lo mismo. De hecho, el error fue mío, y debería ser yo quien me disculpara.
Yo no había levantado la vista ni una vez. No había mirado al visitante y ni siquiera me parecía haber escuchado la conversación. Me sorprende ver que puedo recordarla, pues mientras se celebraba no parecía hacerme ninguna impresión. Los oía hablar, pero me sentía tan confusa, y mi evasión instintiva de aquel caballero hacía que su presencia me resultara tan inquietante, que me pareció que no comprendía nada, debido a cómo me daba vueltas la cabeza y me palpitaba el corazón.
—He mencionado el asunto a Lady Dedlock —dijo Sir Leicester levantándose—, y Milady me dijo que había tenido el placer de cambiar unas palabras con el señor Jarn-dyce y sus pupilas con ocasión de un encuentro fortuito durante su estancia en los alrededores. Permítame, señor Jarndyce, repetir a usted y a estas señoritas las segurida-des que ya he dado al señor Skimpole. Sin duda, las circunstancias me impiden decir que me resultaría grato saber que el señor Boythorn había favorecido mi casa con su presencia, pero esas circunstancias sólo se le aplican a él.
—Ya saben lo que siempre he opinado de él —dijo el señor Skimpole dirigiéndose animado a nosotras—: ¡Un simpático toro que está determinado a verlo todo de color de rojo!
Sir Leicester Dedlock tosió como si no le resultara posible oír otra palabra de alusión a tal individuo, y se despidió con grandes ceremonias y cortesías. Yo me fui a mi habitación a toda la velocidad posible, y me quedé en ella hasta que logré recuperar el control de mí misma. Me había sentido muy perturbada, pero celebré ver, al volver abajo, que únicamente se reían de mí por haber estado tímida y muda ante el gran baronet de Lincolnshire.
Yo ya había decidido que había llegado el momento de contar a mi tutor lo que sabía. La posibilidad de que me pusieran en contacto con mi madre, de que me llevaran a su casa, incluso de que el señor Skimpole, por distante que fuera su relación conmigo, fuera objeto de la amabilidad y el favor de su marido, me resultaba tan dolorosa que consideré que ya no podía orientarme sin la ayuda de mi Tutor.
Cuando nos retiramos a dormir y Ada y yo tuvimos nuestra conversación habitual en nuestra salita, volví a salir por mi puerta y busqué a mi Tutor entre sus libros.
Sabía que a aquella hora siempre se ponía a leer, y al acercarme vi que al pasillo salía la luz de su lámpara de lectura.
—¿Puedo pasar, Tutor?
—Claro, mujercita. ¿Qué pasa?
—No pasa nada. He pensado en aprovechar esta hora de reposo para decirle algo acerca de mí misma.
Me acercó una silla, cerró el libro y lo dejó a un lado y volvió hacia mí su rostro amable y atento. No pude dejar de observar que tenía aquella curiosa expresión que ya le había observado antes yo, aquella noche en que me dijo que él no tenía un problema que pudiera yo comprender fácilmente.
—Lo que te preocupa a ti, Esther querida —me dijo—, nos preocupa a todos. No puedes estar más dispuesta a hablar que yo a escucharte.
—Lo sé, Tutor. Pero necesito mucho su consejo y su apoyo. ¡Ay! No sabe usted cuánto lo necesito esta noche.
No parecía estar preparado para tanta gravedad de mi parte, e incluso me dio la sensación de sentirse un poco alarmado.
—No sabe cuánto deseaba hablar con usted —dije desde que estuvo aquí nuestro visitante.
—¡El visitante, querida mía! ¿Sir Leicester Dedlock?
—Sí.
Se cruzó de brazos y se quedó sentado mirándome con aire de enorme sorpresa, en espera de lo que iba a decir yo después. Yo no sabía cómo irlo preparando.
—¡La verdad, Esther, nuestro visitante y tú sois las dos últimas personas del mundo que se me hubiera ocurrido relacionar! —me dijo con una sonrisa.
—¡Ay, sí, Tutor! Ya lo sé. Y a mí también, hasta hace algún tiempo.
Se le borró la sonrisa de la cara, y puso un gesto más grave que antes. Fue a la puerta a ver si estaba cerrada (pero ya me había encargado yo de eso) y volvió a sentarse frente a mí.
—Tutor —le dije—, ¿recuerda usted cuando nos cayó encima la tormenta y Lady Dedlock le habló a usted de su hermana?
—Claro. Naturalmente.
—¿Y que le recordó a usted que ella y su hermana se habían enfrentado y «habían ido cada una por su lado»?
—Naturalmente.
—¿Por qué se separaron, Tutor?
Se le ensombreció el gesto al mirarme:
—¡Hija mía, qué preguntas! Nunca lo supe. Creo que nunca lo supo nadie más que ellas. ¡Quién podía saber qué secretos tenían aquellas dos mujeres, tan bellas y tan orgullosas! Ya has visto a Lady Dedlock. Si alguna vez hubieras visto a su hermana, sabrías que era tan decidida y tan altiva como ella.
—¡Ay, Tutor, la he visto muchísimas veces!
—¿Que la has visto? —hizo una pausa, mordiéndose el labio—. Entonces, Esther, cuando me hablaste de Boythorn hace mucho tiempo, y cuando te dije que casi se había casado una vez y que la dama no había muerto, pero que había muerto para él, y que todo aquello había influido en la vida ulterior de él..., ¿lo sabías todo y sabías quién era la dama?
—No, Tutor, —respondí, temerosa de la luz que iba abriéndose lentamente ante mí—. Y sigo sin saberlo.
—La hermana de Lady Dedlock.
—Y ¿por qué —apenas logré preguntarle—, por qué, Tutor, se lo ruego que me lo diga, por qué se separaron?
—Fue cuestión de ella, y mantuvo sus motivos encerrados en su corazón inflexible. Más tarde él conjeturó (pero no fue más que una conjetura) que algún daño sufrido por su altivo espíritu en el motivo que la llevó a enfrentarse con su hermana la había herido indeciblemente; pero ella le escribió que a partir de la fecha de aquella carta moría para él (y así ocurrió literalmente), y que aquella resolución era lo que le exigía su conocimiento del orgullo y el sentido del honor de él, que ella compartía. En consideración a esas características de él, e incluso por consideración de esas mismas características en ella, hacía el sacrificio, decía, y viviría con él y moriría con él. Me temo que hizo ambas cosas; desde luego, él nunca la volvió a ver ni oyó una palabra de ella a partir de aquel momento. Ni él ni nadie.
—¡Ay, Tutor, qué he hecho! —exclamé cediendo a mi dolor—. ¡Cuánta pena he causado inocentemente!
—¿Has causado tú, Esther?
—Sí, Tutor, inocentemente, pero no cabe duda. Esa hermana encerrada es mi primer recuerdo.
—¡No, no! —gritó asombrado.
—¡Sí, Tutor, sí! ¡Y su hermana es mi madre!
Yo le hubiera contado todo lo que decía la carta de mi madre, pero él no quiso escucharlo entonces. Me habló con tanto cariño y tanta sabiduría, y me explicó con tanta claridad todo lo que yo había pensado imperfectamente y esperado en mis mejores momentos, que, pese a toda la ferviente gratitud que había sentido por él a lo largo de tantos años, creo que nunca lo quise tanto, nunca le estuve tan agradecida en mi corazón como aquella noche. Y cuando me llevó a mi cuarto y se despidió de mí con un beso, y cuando por fin me acosté, lo único en que pensé fue en cómo podría jamás hacer lo suficiente, jamás ser lo bastante buena, cómo en mi modestia podía jamás olvidarme lo bastante de mí misma, consagrarme lo suficiente a él y ser lo suficientemente útil a los demás, como para demostrarle hasta qué punto lo bendecía y lo honraba.
CAPITULO 44
La carta y la respuesta
Mi tutor me llamó a su habitación la mañana siguiente y entonces le dije lo que no le había contado la noche anterior. No había nada que hacer, me contestó, más que guardar el secreto y evitar más encuentros como el de ayer. Comprendía mis sentimientos y los compartía totalmente. Se encargó incluso de impedir que el señor Skimpole aprovechara la oportunidad. Había una persona cuyo nombre no necesitaba mencionarme a quien de momento le resultaba imposible aconsejar o ayudar. Ojalá pudiera, pero era imposible. Si los recelos de ella respecto del abogado al que había mencionado estaban justificados, cosa que no dudaba, temía que se descubriera todo. Lo conocía algo, tanto de vista como por reputación, y desde luego era un hombre peligroso. Pasara lo que pasara, me insistió reiteradamente con afecto y amabilidad preocupados, yo era inocente, igual que él, y ni él ni yo podíamos hacer nada.
—Y tampoco tengo entendido —me dijo— que nadie abrigue sospechas en relación contigo, querida mía. Es posible que existan muchas sospechas, pero sin relacionarse contigo.
—Puede que sea así con el abogado —repliqué—, pero desde que empezó esta preocupación me he acordado de otras dos personas —y le conté todo lo relativo al se-ñor Guppy, quien yo temía hubiera abrigado vagas suposiciones cuando yo no entendía a qué se refería, pero en cuyo silencio tras nuestra última entrevista expresé total con-fianza.
—Bien —dijo mi Tutor—. Entonces podemos descontarlo de momento. ¿Quién es la otra?
Le recordé a la doncella francesa, y la forma tan insistente en que se me había ofrecido.
—¡Ja! —exclamó pensativo—, esa persona me alarma más que el pasante. Pero, después de todo, querida mía, no hacía más que buscar colocación. Hacía poco que os había visto a ti y a Ada, y era natural que le vinierais a la cabeza. No hizo más que proponerse como doncella tuya. No hizo nada más.
—Actuó de forma muy rara —dije.
—Sí, y actuó de forma muy rara cuando se sacó los zapatos y se mostró encantada con un paseo que podía haberla llevado a su lecho de muerte —comentó mi Tutor— Sería una angustia y un tormento inútiles el ponerse a calcular con tantas posibilidades y probabilidades. Hay pocas circunstancias inofensivas que no puedan parecer preñadas de significados peligrosos si se pone uno a pensar así. Ten esperanzas, mujercita. No puede ser mejor de lo que ya eres; al saber todo esto, debes seguir siendo igual que eras antes de saberlo. Es lo mejor que puede hacer por todos nosotros. Y yo, al compartir el secreto contigo...
—Y aliviar mi carga tanto, Tutor —dije.
—... estaré atento a lo que ocurre en esa familia, en la medida en que pueda estarlo a tanta distancia. Y si llega el momento en que puedo alargar una mano para hacer el más mínimo favor a alguien que mejor es no nombrar ni siquiera aquí no dejaré de hacerlo por su querida hija.
Se lo agradecí de todo corazón. ¡Qué podía hacer yo más que estarle siempre agradecida! Iba a salir cuando me pidió que me quedara un momento. Me di la vuelta rápidamente y advertí que tenía aquella misma expresión, e inmediatamente, no sé cómo, se me ocurrió como una posibilidad nueva y remota, que yo comprendía.
—Mi querida Esther —dijo mi Tutor—, llevo mucho tiempo pensando en algo que deseaba decirte.
—¿Sí?
—Me ha costado algunas dificultades plantearlo, y me las sigue causando. Desearía expresarlo con toda calma y que se estudiara con toda calma. ¿Tienes alguna objeción a que te lo diga por escrito?
—Mi querido Tutor, ¿cómo iba yo a tener objeciones a que escribiera usted algo para que lo leyera yo?
—Entonces mira, amor mío —dijo con su sonrisa más animada—, ¿estoy en este momento tan lúcido y tan tranquilo, parezco tan abierto, tan honesto y tan anticuado como siempre?
Respondí muy seria:
—Totalmente —lo cual era la estricta verdad, pues su titubeo momentáneo había desaparecido (no había durado ni un minuto) y había recuperado su actitud fina, sen-sible, cordial y sincera.
—¿Te parece que he callado algo, que he querido decir algo distinto de lo que he dicho, que he actuado con reservas, sea en lo que sea? —me preguntó fijando su mirada brillante y clara en la mía.
Dije que, desde luego, no.
—¿Puedes confiar en mí plenamente, y fiarte totalmente de lo que te diga, Esther?
—Plenamente —respondí de todo corazón.
—Querida mía —contestó mi Tutor—, dame la mano.
La tomó en la suya, estrechándome levemente contra su brazo, y mirándome de nuevo a la cara con el mismo gesto sincero y leal, con aquel gesto antiguo de protección que había convertido a aquella casa en mi hogar en un momento, me dijo—: Me has cambiado mucho, mujercita, desde aquel día de invierno en la diligencia. Desde entonces hasta ahora me has hecho muchísimo bien.
—¡Ay, Tutor, cuánto no habrá hecho usted por mí desde entonces!
—Pero —continuó diciendo— no es el momento de recordarlo.
—Jamás podré olvidarlo.
—Sí, Esther —me dijo con amable seriedad—, tienes que olvidarlo ahora; que olvidarlo durante algún tiempo. Ahora sólo tienes que recordar que nada puede cambiar al hombre que conoces. ¿Puedes estar segura de ello, querida mía?
—Puedo estarlo y lo estoy —dije.
—Ya eso es mucho —respondió—. Eso es todo. Pero no debo aceptarlo con una sola palabra. Es algo que no voy a inscribir en mis pensamientos hasta que hayas resuelto perfectamente en tu fuero interno que no hay nada que pueda cambiarme de cómo me conoces. Si lo dudas en lo más mínimo, jamás escribiré. Si estás segura, tras haberlo reflexionado bien, envíame a Charley dentro de una semana «a buscar la carta». Pero si no estás segura, no me la envíes. Piensa que confío en tu veracidad, en esto como en todo. ¡Si no estás segura a ese respecto, no me la mandes!
—Tutor —le dije—, ya estoy segura. No puedo cambiar más en esa convicción que puede usted cambiar respecto de mí. Enviaré a Charley a buscar la carta.
Me estrechó la mano y no dijo más. Y, ni él ni yo dijimos más acerca de aquella conversación en toda la semana. Cuando llegó la noche designada, dije a Charley en cuanto estuve a solas: «Ve a llamar a la puerta del señor Jarndyce, Charley, y dile que vienes de mi parte “a buscar la carta”.» Charley bajó escaleras y subió escaleras, y reco-rrió pasillos (aquella noche, los zigzags de la vieja casa parecieron muy largos a mis oídos atentos) y por fin volvió por los pasillos y las escaleras de subida y las escaleras de bajada y me trajo la carta.
—Ponla en la mesa, Charley —le dije. Y Charley la puso en la mesa y se fue a acostar, y yo me quedé sentada y mirando a la carta sin cogerla, pensando en muchas cosas.
Empecé por mi sombría infancia y pasé por aquellos días tímidos hasta llegar a los graves momentos en que murió mi tía, con su cara decidida tan fría y tan impasible, y por cuando estuve más solitaria con la señora Rachael que si no hubiera tenido nadie con quien hablar en el mundo ni a quien mirar. Pasé a aquellos otros días tan distintos en los que tuve la dicha de encontrar amigos por todas partes y de sentirme querida. Llegué al momento en que vi por primera vez a mi niña y fui acogida por ella con aquel afecto de hermana que constituía la bendición y la belleza de mi vida. Recordé el primer resplandor de bienvenida que había salido de aquellas mismas ventanas para brillar ante nuestras caras expectantes aquella noche fría y transparente, y que nunca se había apagado. Reviví una vez tras otra mi feliz vida allí. Pasé por mi enfermedad y mi convalecencia; me vi tan cambiada mientras que quienes me rodeaban no lo estaban; y toda aquella felicidad salía como una luz de una sola figura central, representada ante mí por la carta que había en la mesa.
La abrí y la leí. Era tan impresionante en su amor por mí, y en las advertencias altruistas que me hacía, y en la consideración que mostraba hacia mí en cada palabra, que a menudo se me nublaron los ojos y no pude seguir leyendo. Pero la leí entera tres veces antes de volverla a dejar. Ya había pensado antes que conocería su contenido, y así era. Me preguntaba si quería ser la dueña y señora de Casa Desolada.
No era una carta de amor, aunque expresaba tanto amor, sino que estaba escrita igual que me hubiera hablado él en cualquier momento. Yo podía verle la cara y oírle la voz, y sentir la influencia de su estilo amablemente protector, en cada línea. Se dirigía a mí como si se hubieran invertido los papeles, como si todas las bondades hubieran sido de mi parte, y todos los sentimientos que habían despertado fueran suyos. Comentaba que yo era una joven, mientras que él ya era más que maduro; que él ya había llegado a la madurez cuando yo no era más que una niña, que me escribía cuando él ya peinaba canas, y sabía todo eso tan bien que me lo expresaba para someterlo a mi reflexión detenida. Me decía que yo no tenía nada que ganar con un matrimonio así, ni nada que perder con negarme a él, pues ningún cambio en nuestra relación podía aumentar el cariño que me tenía, y cualquiera que fuese mi decisión, estaba seguro de que sería la acertada. Pero había vuelto a reflexionar sobre este paso desde nuestras últimas confidencias y había decidido darlo; aunque sólo sirviera para demostrarme, en muy pequeña escala, que el mundo entero se uniría para refutar la lúgubre predicción de mi infancia. Yo era la última en saber qué felicidad podía darle, pero no quería seguir hablando de eso, pues yo debía recordar siempre que no le debía nada y que era él mi deudor, y con mucho. Había pensado a menudo en nuestro futuro, y previendo que debía llegar el momento, que podría llegar pronto, en que Ada (ya casi mayor de edad) nos abandonara, y en que acabara nuestro régimen actual de vida, se había ido acostumbrando a reflexionar sobre esta proposición. Por eso la formulaba. Si yo consideraba que podía darle alguna vez el mejor derecho que podía tener a ser mi protector, y si pensaba que podía convertirme con felicidad y justicia en la bienamada compañera del resto de sus días, por encima de todos los cambios y todas las posibilidades, salvo la de la Muerte, ni siquiera entonces quería que me comprometiese con él irrevocablemente, en los días inmediatamente siguientes a su carta; incluso ahora quería que tuviera tiempo de sobra para pensármelo. Tanto en un caso como en el otro, no quería que cambiase en nada su antigua relación ni su antigua imagen, ni el nombre por el que siempre lo había llamado yo. En cuanto a su animada señora Durden y su pequeña ama de llaves, sabía que siempre sería la misma.
Ése era el fondo de al carta, escrita en todo momento con justicia y dignidad, como si verdaderamente actuase en calidad de Tutor responsable y expusiera imparcialmente la proposición de un amigo sin disimular ninguno de sus inconvenientes, como cuestión de integridad.
Pero no me sugería que cuando yo era más atractiva había tenido la misma idea en la cabeza y se había abstenido de exponerla. Que cuando yo perdí mi cara de siempre y me quedé sin atractivo me podía seguir amando igual que en mis días mejores. Que el descubrir las circunstancias de mi nacimiento no lo había conmovido. Que su generosidad se elevaba por encima de mi deformidad y de mi herencia de vergüenza. Que cuanto más necesitara yo tal lealtad, más firmemente podía confiar en él hasta el final.
Pero yo lo sabía. Ahora lo sabía perfectamente. Se me ocurrió que aquello era el final lógico de la historia de bondades de la que yo había sido objeto, y consideré que no podía hacer sino una cosa. El consagrar mi vida a hacerlo feliz era lo mínimo que podía hacer en señal de agradecimiento, ¿y qué era lo que había deseado yo la otra noche, más que hallar algún nuevo medio de mostrarle mi agradecimiento?
Sin embargo, lloré mucho; no sólo porque se me desbordaba el corazón después de leer su carta, no sólo por lo extraña que me resultaba la perspectiva (pues me resultaba extraña, pese a haber imaginado el contenido de la carta), sino porque era como si hubiera perdido para siempre algo a lo que no había dado un nombre y de lo cual no tenía una idea clara. Me sentía muy feliz, muy agradecida, muy esperanzada, pero lloré mucho.
Al cabo de un rato fui ante mi viejo espejo. Tenía los ojos rojos e hinchados, y me dije: «¡Ay, Esther, Esther, puedes ser tú ésa! » Me temo que la cara del espejo estuvo a punto de echarse a llorar ante aquel reproche, pero le levanté un dedo y se contuvo.
«¡Así te pareces más a la cara tan serena con la que me reconfortaste, hija mía, cuando se produjo tamaño cambio!», dije, empezando a soltarme el cabello. «Cuando seas la señora de Casa Desolada, podrás estar más alegre que un pájaro. De hecho, tienes que estar alegre siempre, de manera que empecemos de una vez por todas».
Seguí peinándome el cabello, sintiéndome ya más tranquila. Todavía seguía gimiendo un poco, pero eso era porque había estado llorando, no porque siguiera llorando todavía.
«De manera, Esther, hija mía, que vas a ser feliz toda tu vida. Feliz con tus mejores amigos, feliz en tu vieja casa, feliz porque podrás hacer mucho bien, y feliz porque vas a contar inmerecidamente con el amor del mejor de los hombres».
Inmediatamente pensé en lo que hubiera hecho yo si mi Tutor se hubiera casado con otra, ¡en lo que yo habría hecho! Aquello sí que hubiera sido un cambio. Aquello me sugirió una visión de mi vida tan huera y tan nueva que hice tintinear mi manojo de llaves y luego le di un beso antes de volver a ponerlo en su cesto.
Después, según me iba arreglando el pelo ante el espejo, seguí pensando en la frecuencia con que había considerado en mi fuero interno que las huellas visibles de mi enfermedad y las circunstancias de mi nacimiento no eran sino nuevos motivos para que yo me mantuviera ocupada, ocupada, ocupada... en ser útil, cordial, servicial, de todos los modos honestos y no pretenciosos imaginables. ¡Pues sí que era éste un momento para sentarme morbosamente a llorar! En cuanto a que me pareciera en absoluto extraño, al principio (suponiendo que aquello fuera una disculpa para llorar, que no lo era), el que algún día yo llegara a ser la dueña de Casa Desolada, ¿por qué iba a parecer raro eso? Aunque yo no hubiera pensado en ello, otra gente sí que lo había pensado. «¿No te acuerdas, feíta», me pregunté a mí misma, mirando al espejo, «que la señora Woodcourt te dijo antes de que te quedaras con estas cicatrices que si te casabas... »
Es posible que el nombre me los hiciera recordar. Los restos secos de las flores. Más valdría dejar de guardarlas. No se habían guardado sino en recuerdo de algo que ya pertenecía totalmente al pasado y se había terminado, pero sería mejor dejar de conservarlas.
Estaban en un libro, y daba la casualidad de que éste se hallaba en nuestra salita, la que separaba la habitación de Ada de la mía. Tomé una vela y fui en silencio a sacarlas de su estante. Tras tenerlas en la mano, vi por la puerta abierta a mi hermoso angelito, que dormía, y me deslicé en su cuarto para darle un beso.
Sé que fue una debilidad por mi parte, y que no podía tener ningún motivo para echarme a llorar, pero derramé una lágrima sobre aquella faz bienamada, y después otra y otra. Lo que fue todavía más débil por mi parte, saqué las flores secas y se las llevé un momento a los labios. Pensé en cuánto quería ella a Richard, aunque, de hecho, las flores no tenían nada que ver con aquello. Después me las llevé a mi propia habitación, las quemé con una vela y se convirtieron en cenizas en un momento.
Cuando a la mañana siguiente fui al comedorcito del desayuno, me encontré con mi Tutor que estaba igual que siempre, igual de franco, de abierto y de bienhumorado. Como su actitud no revelaba la menor tensión, tampoco (o eso pensé) la mostraría la mía. Durante aquella mañana estuve varias veces en su compañía, tanto en casa como fuera de ella, cuando no había nadie más presente, y me pareció que no sería improbable que me hablara de la carta, pero no dijo ni una palabra.
Y así siguieron las cosas a la mañana siguiente, y a la siguiente, y por lo menos durante una semana, que fue el tiempo que se prolongó la estancia del señor Skimpole. Yo esperaba todos los días que mi Tutor me hablara de la carta, pero nunca lo hacía.
Entonces me empecé a inquietar y a pensar que debería escribir una respuesta. Lo intenté una vez tras otra en mi habitación por las noches, pero no podía ni empezar a escribir una respuesta que empezara verdaderamente bien, así que cada noche me decía que esperaría hasta el día siguiente. Y seguí esperando siete días más, sin que él dijera una sola palabra.
Por fin, cuando se marchó el señor Skimpole, salimos una tarde los tres juntos de paseo, y como yo me había vestido antes que Ada y ya había bajado, me encontré, con mi Tutor, que estaba de espaldas a mí, contemplando el paisaje por la ventana del salón.
Cuando entré yo, se dio la vuelta y dijo con una sonrisa:
—Ah, eres tú, mujercita, ¿eh? —y siguió mirando por la ventana.
Yo ya había decidido que tenía que hablar con él. En resumen, al bajar antes lo había hecho adrede, y dije, titubeante y temblorosa:
—Tutor, ¿cuándo querría usted tener la respuesta a la carta que le vino a buscar Charley?
—Cuando esté lista, hija mía —replicó.
—Creo que ya está lista —dije.
—¿Me la va a traer Charley? —preguntó amablemente.
—No, Tutor, la he traído yo misma —respondí.
Le eché los dos brazos al cuello y lo besé, y él me preguntó si ésta era la señora de Casa Desolada, y le dije que sí, y de momento aquello no cambió nada, y salimos juntos y no le dije nada de todo ello a mi niña.
CAPITULO 45
Un asunto de confianza
Una mañana, cuando acababa de terminar mi trabajo con mis cestos de llaves, y cuando mi niña y yo estábamos dándonos vueltas por el jardín, volví la mirada por casualidad hacia la casa, y vi una sombra alargada que se parecía a la del señor Vholes. Ada acababa de decirme aquella mañana cuánto esperaba que a Richard se le pasaran sus ardores en la Cancillería, dado lo en serio que se lo tomaba, y, en consecuencia, y con objeto de no bajarle el ánimo a mi pequeña, no dije nada de la sombra del señor Vholes.
En seguida llegó Charley, corriendo ligera entre los arbustos, y tropezándose por los senderos, sonrosada y bonita como si fuera una de las doncellas de Flora, en lugar de ser mi criadita, y exclamando:
—¡Ay, señorita, con su permiso, vaya a hablar con el señor Jarndyce!
Una de las características de Charley era que siempre que se le daba un recado empezaba a transmitirlo en cuanto veía, a la distancia que fuese, a la persona a la que estaba destinado. Así fue cómo vi cómo me pedía Charley, con su forma habitual de expresarse, que «fuera a hablar» con el señor Jarndyce mucho antes de oírla. Y cuando la oí, llevaba gritándolo tanto tiempo que se había quedado sin aliento.
Dije a Ada que me iba corriendo, y pregunté a Charley, al entrar en casa, si el señor Jarndyce estaba con un señor. A lo cual Charley, cuya gramática, debo confesarlo, no decía mucho de mi capacidad pedagógica, respondió:
—Sí, señorita, el mismo que fue y vino al campo con el señor Richard.
Supongo que sería imposible hallar dos personas más distintas que mi Tutor y el señor Vholes. Los encontré sentados a lados opuestos de una mesa y mirándose: el uno tan abierto y el otro tan encerrado en sí mismo; el uno tan corpulento y erguido y el otro tan flaco y encorvado; el uno diciendo lo que tenía que decir en voz muy sonora, y el otro conteniendo sus palabras con unos modales tan fríos, tan jadeantes, como un pez, que me imaginé no haber visto jamás a dos personas tan opuestas.
—Ya conoces al señor Vholes, querida mía —dijo mi Tutor. Y debo señalar que en un tono no demasiado amable. El señor Vholes se levantó, tan abotonado y enguantado como de costumbre, y se volvió a sentar, igual que se había sentado al lado de Richard en el carricoche. Como no estaba Richard para mirarlo, se quedó mirando al frente. —El señor Vholes —dijo mi Tutor, contemplando aquella figura negra como si fuera un pájaro de mal agüero— nos trae malas noticias de nuestro pobre Rick —y subrayó mucho la palabra «pobre», como si fuera la mejor descripción de su relación con el señor Vholes.
Me senté en medio de ellos; el señor Vholes se mantuvo inmóvil, salvo que se llevó la mano furtivamente, con su guante negro, a uno de los granos enrojecidos que tenía en la cara.
—Y como, por fortuna, Rick y tú sois buenos amigos, desearía saber —continuó mi Tutor— qué opinas tú, hija mía. ¿Tendría usted la bondad de... hablar con toda claridad, señor Vholes?
El señor Vholes no hizo nada por el estilo, sino que observó:
—Estaba diciendo, señorita Summerson, que tengo motivos para saber, como asesor profesional del señor C., que en el momento actual las circunstancias del señor C. Son preocupantes. No por lo que respecta a la cantidad como debido al carácter peculiar y urgente de las responsabilidades en que ha incurrido el señor C., y a los medios que tiene de liquidar o satisfacer las mismas. He solucionado muchas cosas de poca monta en nombre del señor C., pero hay un límite a lo que se puede solucionar, y hemos llegado a él. Yo mismo he adelantado algunas cantidades de mi propio bolsillo para atender a estos desagradables asuntos, pero por fuerza he de esperar que se me reembolse, pues no pretendo ser persona con capital, y tengo un padre al que mantener en el Valle de Taunton, además de tratar de realizar una cierta independencia para mis tres queridas hijas. Lo que temo es que, dadas las circunstancias del señor C., acabe por obtener autorización para vender su despacho de oficial, lo cual en todo caso debe darse a conocer a sus parientes.
Y después el señor Vholes, que me había estado mirando mientras hablaba, volvió a caer en el silencio que apenas si cabía decir que hubiera roto, dado el tono tan sofocado en el que hablaba, y volvió a mirar frente a sí.
—Imagínate al pobre muchacho sin disponer siquiera de sus recursos actuales —me dijo mi Tutor—. Pero ¿qué le puedo hacer yo? Ya lo conoces, Esther. Hoy día no aceptaría ninguna ayuda que viniera de mí. El ofrecerla, e incluso el sugerirla, lo llevaría a una actitud más extrema que ninguna otra cosa imaginable.
Al oír lo cual el señor Vholes volvió a dirigirse a mí.
—Lo que dice el señor Jarndyce, señorita, es indudable, y ahí está la dificultad. No sé qué se puede hacer. Yo no digo que se deba hacer nada. Ni mucho menos. Meramente he venido en plan totalmente confidencial, y lo menciono, para que todo se pueda hacer abiertamente, y para que después no se pueda decir que las cosas no se han hecho abiertamente. Lo que yo deseo es que todo se haga abiertamente. Quiero dejar una buena reputación cuando desaparezca. Si me limitara a pensar en mis propios intereses acerca del señor C., no estaría aquí. Como bien sabe usted, sus objeciones serían insuperables. No estoy aquí profesionalmente. Por mi venida no le puedo cobrar a nadie. No tengo ningún interés más que el de miembro de la sociedad, y el de padre y el de hijo —dijo el señor Vholes, que casi había olvidado el último aspecto.
Nosotros consideramos que el señor Vholes no decía ni más ni menos que la verdad al sugerir que aspiraba a dividir la responsabilidad, si ésta existía, de estar al tanto de la situación de Richard. Yo no podía más que sugerir que podía ir a Deal, donde estaba ahora destinado Richard, para verlo y tratar de impedir lo peor, si era posible. Sin consultar al señor Vholes a este respecto, me llevé a mi Tutor a un lado para proponérselo, mientras el señor Vholes se iba, sombrío, a la chimenea y se calentaba sus fúnebres guantes.
Lo cansado que sería aquel viaje hizo que mi Tutor formulase una objeción inmediata, pero como vi que no tenía otras objeciones y yo iría muy contenta, obtuve su consentimiento. Ya no nos quedaba más que deshacernos del señor Vholes.
—Bien, señor mío —dijo el señor Jarndyce—, la señorita Summerson va a comunicarse con el señor Carstone, y no nos queda sino esperar que la situación no sea desesperada. Permítame que le haga servir algo de comer tras su viaje, caballero.
—Muchas gracias, señor Jarndyce —replicó el señor Vholes, alargando su manga negra para impedir que llamara a la campanilla—, pero no quiero nada. Gracias, pero ni un bocado. Soy de digestión difícil, y nunca he sido de buen apetito. Si tomara algo sólido a estas horas, no sé qué consecuencias podría tener. Como todo se ha hecho abierta-mente, señor mío, me voy a despedir, con su permiso.
—Y ojalá se despidiera usted, y pudiéramos todos despedirnos, señor Vholes —replicó mi Tutor, en tono amargo—, de cierta Causa que usted conoce.
El señor Vholes, que estaba tan impregnado de tinte negro de la cabeza a los pies que se había puesto a echar vapor ante la chimenea, lo cual dejaba un olor muy desagradable, hizo una breve inclinación lateral de la cabeza y negó lentamente con ella.
—Quienes no tenemos más ambición que la de que se nos considere como profesionales respetables, señor mío, no podemos hacer más que arrimar el hombro. Es lo que hacemos, caballero. Por lo menos, es lo que hago yo, y prefiero pensar que todos y cada uno de mis colegas hacen lo mismo. ¿Comprende usted, señorita, la necesidad de no men-cionarme cuando se comunique con el señor C.?
Le dije que lo tendría muy presente.
—Precisamente, señorita. Adiós, señor Jarndyce, buenos días, caballero. —Y el señor Vholes me puso en los dedos su guante muerto, que casi parecía no contener una mano dentro, después tocó con él los dedos de mi Tutor y se llevó lejos de allí su larga sombra flaca. Pensé que cuando aquella sombra saliera del coche y fuera cruzando el paisaje soleado que se hallaba entre nosotros y Londres, iría helando las semillas de la tierra al pasar sobre ellas.
Naturalmente, hubo que decir a Ada dónde iba a ir y por qué, y naturalmente ella se sintió preocupada y triste. Pero era demasiado fiel a Richard para decir nada que no fueran palabras de compasión y de excusa, y con ánimo todavía más amante —¡mi querida niña, tan leal!— le escribió una larga carta, que entregó a mi cuidado.
En mi viaje tendría a Charley como acompañante, aunque yo no quería compañía, y de buena gana la hubiera dejado en casa. Aquella tarde nos fuimos todos a Londres, y cuando vimos que quedaban dos plazas en la diligencia, las reservamos. A la hora en que normalmente nos acostábamos, Charley y yo estábamos rodando hacia el mar, con el correo de Kent.
En aquellos tiempos, el viaje llevaba toda la noche, pero como teníamos el coche para nosotras solas, no nos pareció tediosa la noche. Se me pasó igual que me imagino se le pasaría a la mayor parte de la gente en las mismas circunstancias. A veces, mi viaje me parecía esperanzador y otras desesperado. A ratos me parecía que podría servir de algo, y a ratos me preguntaba cómo podía haberme imaginado tal cosa. En ocasiones me parecía de lo más razonable del mundo el ir a verlo, y en otras de lo más irracional. Pen-saba por turno en qué estado iba a encontrar a Richard, qué iba a decirle y qué me diría él a mí, según el estado de ánimo en que me encontrase en cada momento, y las ruedas parecían marcar un ritmo (que se acompasaba al de las frases de la carta de mi Tutor) que se repetía incesante durante toda la noche.
Por fin llegamos a las callejuelas de Deal, que estaban muy sombrías en la mañana desapacible y neblinosa. La playa larga y llana, con sus casitas irregulares de madera y de ladrillo, y su confusión de cabrestantes, barcas y hangares, y sus postes erguidos y desnudos con sus poleas y sus espacios vacíos, donde la arena pedregosa estaba invadida por las hierbas y los hierbajos, tenía uno de los aspectos más lóbregos que jamás haya visto yo. El mar ondulaba bajo una niebla densa y blanca, y era lo único que se movía en el entorno, salvo unos cuantos cordeleros que, con las fibras atadas al cuerpo, parecía ir girando hasta convertirse en cuerdas, de puro cansancio de su forma de existencia.
Pero cuando entramos en una habitación cálida en un excelente hotel y nos sentamos cómodamente, ya bien lavadas y vestidas; a consumir un desayuno tempranero (porque era demasiado tarde para pensar en irnos a la cama), Deal empezó a parecer más acogedor. Nuestra habitacioncita era como un camarote de barco, lo cual encantó a Charley. Después, la niebla empezó a levantarse como un telón, y aparecieron montones de barcos, que no teníamos ni idea de que estuvieran tan cerca. No sé cuántas velas nos dijo el camarero que estaban entonces fondeadas en los Downs de Kent. Algunos de aquellos navíos eran de gran tamaño; uno muy grande era del comercio de las Indias, que acababa de llegar, y cuando apareció el sol entre las nubes, proyectando zonas plateadas en el mar oscuro, la forma en que aquellos barcos se iluminaron, se llenaron de sombras y fueron cambiando, en medio de un gran zafarrancho de botes que iban y venían de la costa hacia ellos y de ellos hacia la costa, y la vitalidad y el movimiento generales en su derredor y en ellos mismos, constituían un espectáculo de lo más hermoso.
Lo que más nos atraía era el gran buque de las Indias, porque había llegado aquella misma noche a los Downs. Estaba rodeado de lanchas, y comentamos cómo se debía de alegrar la gente de a bordo de llegar a tierra. Charley también sentía curiosidad acerca del viaje y del calor de la India, y las serpientes y los tigres, y como absorbía toda la información al respecto mucho mejor que la gramática, le dije todo lo que sabía sobre aquellos temas. También le conté cómo a veces la gente que hacía esos viajes naufragaba y se quedaba en una isla, donde los salvaba la intrepidez y la humanidad de un hombre. Y cuando Charley me preguntó cómo podía ocurrir eso, le expliqué cómo habíamos sabido de un caso así en nuestra propia casa.
Había yo pensado en enviar a Richard una nota para decirle que había llegado, pero ahora parecía mejor ir a verlo sin ningún preparativo. Como él vivía en el cuartel, dudé un poco si sería viable, pero salimos de reconocimiento. Al atisbar por la puerta del cuartel, vimos que a aquella hora de la mañana todo estaba tranquilo, y pregunté dónde vivía Richard a un sargento que estaba en los escalones del cuerpo de guardia. Envió a uno de sus hombres a que me enseñara, y éste subió unas escaleras austeras, llamó a la puerta con los nudillos y se fue.
—¿Qué pasa? —gritó Richard desde dentro.
Entonces dejé a Charley en el pasillo, avancé hacia la puerta entreabierta y dije:
—¿Puedo entrar, Richard? No es más que la señora Durden.
Él estaba sentado a una mesa, escribiendo, en medio de una gran confusión de ropa, cajas de hojalata, libros, botas, cepillos y portamantas, todo tirado por el suelo. Estaba a medio vestir —y observé que de paisano, no de uniforme—, con el pelo despeinado, y tenía un aspecto tan desordenado como su alojamiento. Todo aquello lo vi después de que él me diera una bienvenida cariñosa y me hiciera sentarme a su lado, porque al oír mi voz levantó la cabeza y me dio un rápido abrazo. ¡Mi querido Richard! Conmigo era igual que siempre. Hasta el final —¡ay, pobre muchacho!— siempre me recibió con algo de su vieja actitud alegre y juvenil.
—Cielo santo, mujercita —exclamó—, ¿cómo es que has venido aquí? ¡Quién se iba a imaginar que ibas a venir! ¿No pasa nada? ¿Ada está bien?
—Perfectamente. ¡Más guapa que nunca, Richard!
—¡Ah! —dijo, reclinándose en la silla—. ¡Pobre primita mía! Te estaba escribiendo, Esther.
¡Qué fatigado y preocupado parecía, incluso en toda la plenitud de su juventud agraciada, reclinándose en la silla y arrugando en la mano aquella página escrita con líneas apretadas!
—Y después de haberte tomado la molestia de escribir todo eso, ¿no voy a leerlo después de todo? —pregunté.
—Ay, querida mía —me respondió con un gesto sin esperanza—, lo puedes leer en toda esta habitación. Está escrito por todas partes.
Lo amonesté blandamente para que no se pusiera tan desanimado. Le dije que me había enterado por casualidad de que tenía problemas y había venido a consultarle qué era lo que más convenía hacer.
—Es muy propio de ti, Esther, pero inútil, así que es impropio de ti —me dijo, con una sonrisa melancólica— Hoy salgo de permiso, tendría que marcharme dentro de una hora, y todo es para disimular que voy a vender mi despacho de oficial. ¡Bueno! Lo pasado, pasado está. De manera que esta vocación mía sigue el ejemplo de todas las demás. Ya sólo me falta haberme hecho clérigo para haber recorrido todas las profesiones.
—Richard —invoqué—, ¡no estarán tan desesperadas las cosas!
—Esther —me replicó—, sí que lo están. Estoy tan al borde del deshonor, que quienes son mis superiores en edad, saber y gobierno (como dice el catecismo) prefieren mucho más que me vaya a que me quede. Y tienen razón. Además de las deudas y de los acreedores y demás problemas, no valgo ni siquiera para este trabajo. No me importa, no me interesa, no me atrae, no me llama la atención más que una sola cosa. Si no hubiera estallado este asunto ahora —siguió diciendo, mientras rompía en pedazos la carta recién escrita y dejaba caer los papeles al suelo—, ¿cómo hubiera podido salir de Inglaterra? Me habrían destinado al extranjero, pero ¿cómo podría haberme ido? ¿Cómo podría, con mi experiencia de todo el asunto, confiar ni siquiera en Vholes, si no estaba yo encima de él?
Supongo que advirtió en mi gesto lo que iba a decir yo, pero me tomó la mano que le había puesto en el brazo y me la llevó a mi propia boca para impedirme hablar.
—¡No, señora Durden! Hay dos temas que prohibo, que estoy obligado a prohibir. El primero es John Jarndyce. El segundo, ya lo sabes. Dime que estoy loco, y te digo que ya no puedo impedirlo, que no puedo estar cuerdo. Pero no es eso; es lo único a lo que puedo dedicarme. Es una pena que se me convenciera para salirme de mi camino y tomar otro. ¡Sería más lógico abandonarlo ahora, al cabo de todo el tiempo, las preocupaciones y los dolores que le he consagrado! ¡Ah, sí, sería más lógico! Y además sería lo que desearía más de una persona, ¡pero no voy a hacerlo!
Estaba de tal humor que consideré mejor no aumentar su determinación (si es que algo podía aumentarla) oponiéndome a él. Saqué la carta de Ada y se la puse en la mano.
—¿Tengo que leerla ahora mismo? —preguntó.
Cuando le dije que sí, la puso en la mesa y, apoyándose la cabeza en una mano, empezó a leerla. No llevaba mucho tiempo de lectura cuando se llevó ambas manos a la cabeza, para que no le pudiera yo ver la cara. Al cabo de un rato se levantó, como si tuviera mala luz, y se acercó a la ventana. Allí terminó de leerla, dándome la espalda, y cuando la terminó y la volvió a doblar, se quedó un momento allí con la carta en la mano. Cuando volvió a su silla, vi que tenía lágrimas en los ojos.
—Naturalmente, Esther, ¿sabrás lo que dice aquí? —me preguntó con voz más tranquila, y al preguntármelo besó la carta.
—Sí, Richard.
—Me ofrece —continuó, golpeando el suelo con el pie— la pequeña herencia que tiene asegurada dentro de poco (tanto y tan poco como lo que he despilfarrado yo), y me pide y me ruega que la acepte, que ponga mis asuntos en orden con eso y que permanezca en el servicio.
—Yo sé que su mayor deseo es tu bienestar —le dije—, y, Richard, querido mío, Ada es una persona de corazón nobilísimo.
—De eso estoy seguro. Yo..., ¡ojalá me hubiera muerto!
Volvió a la ventana, descansó un brazo en ella y apoyó en él la cabeza. Me afectó mucho verlo así, pero como esperaba que se fuera relajando, permanecí en silencio. Mi experiencia era muy limitada; no estaba preparada en absoluto para que saliera de aquel estado de ánimo con nuevas manifestaciones de ser él el ofendido.
—Y ése es el corazón ante el cual el mismo John Jarndyce, al que de otro modo no se debe mencionar entre nosotros, intervino para separarlo de mí —dijo, indignado—. Y esta muchacha encantadora me hace este mismo ofrecimiento bajo el techo del mismo John Jarndyce, y con el consentimiento y la benévola connivencia del mismo John Jarndyce, estoy seguro, como nuevo truco para comprarme.
—¡Richard! —exclamé, levantándome de golpe—. ¡No estoy dispuesta a escuchar palabras tan lamentables! —La verdad era que me sentía muy enfadada con él, por primera vez en mi vida, pero no me duró más que un momento. Cuando vi que me miraba, tan joven, como pidiendo excusas, le llevé la mano al hombro y le dije—: Por favor, querido Richard, no me hables en ese tono. ¡Piénsalo!
Se hizo enormes reproches, y me dijo con gran generosidad que había actuado muy mal, y que me pedía perdón mil veces. Al oírlo me eché a reír, pero también a temblar un poco, pues me sentía bastante agitada tras mi cólera inicial.
—El aceptar este ofrecimiento, mi querida Esther —me dijo, sentándose a mi lado y reanudando nuestra conversación— (y una vez más, te lo ruego, perdóname, lo siento muchísimo), el aceptar el ofrecimiento de mi querida prima es imposible, huelga decirlo. Además, tengo cartas y documentos que podría mostrarte y que te convencerían de que aquí estoy acabado. Créeme que he acabado con la casaca roja. Pero sí es una cierta satisfacción que en medio de mis problemas y mis perplejidades pueda saber que al defender mis intereses, también estoy defendiendo los de Ada. Vholes está arrimando el hombro, y no puede evitar arrimarlo tanto por ella como por mí, ¡gracias a Dios!
Surgían en él esperanzas optimistas que le iluminaban el rostro, pero para mí aquello imprimía en su cara un tono más triste que antes.
—¡No, no! —exclamó Richard, exultante—. Aunque el último penique de la fortuna de Ada fuera mío, no se debería gastar ni una fracción en retenerme en algo para lo que no valgo, que no me puede interesar y de lo que estoy harto. Yo tengo que consagrarme a lo que promete un mejor rendimiento, y dedicarme a algo que le interesa más a ella. ¡No te inquietes por mí! Ahora no voy a ocuparme más que de una cosa, y Vholes y yo vamos a triunfar. No me faltarán los medios. Una vez liberado de mi despacho de oficial, podré arreglármelas con algunos pequeños usureros a los que no les interesa más que cobrar sus intereses, según me dice Vholes. En todo caso, debe de quedar un saldo a mi favor, pero así tendría algo más. ¡Vamos, vamos! Esther, tienes que llevarle una carta mía a Ada, y ambas debéis tener más confianza en mí, y no creer que soy ya un caso desesperado, querida mía.
No voy a repetir lo que le dije a Richard. Sé que fue algo pesado y nadie ha de suponer ni por un momento que fuera lo más prudente. Sólo le dije lo que me dictaba el corazón. Me escuchó con paciencia y sentimiento, pero advertí que era inútil decirle nada acerca de los dos temas que había proscrito. También advertí, y ya lo había experimentado antes en aquella misma entrevista, el sentido que tenía la observación de mi Tutor de que era todavía más perjudicial el utilizar la persuasión con Richard que el dejarlo con sus ideas.
En consecuencia, al final me vi obligada a preguntar a Richard si le importaría convencerme de que efectivamente él había terminado con todo aquello, como me había dicho, y si no sería más que una impresión. Me enseñó sin titubear una correspondencia en la cual quedaba perfectamente en claro que su retiro estaba organizado. Averigüé, por lo que me dijo, que el señor Vholes tenía copias de aquellos documentos y que había estado en consulta con él todo el tiempo. Salvo averiguar aquello y llevarle la carta de Ada, y ser (como iba a ser) la acompañante de Richard en su viaje de vuelta a Londres, no había logrado nada con mi desplazamiento. Lo reconocí ante mí misma de mala gana; le dije que me iría a mi hotel a esperarlo hasta que él viniera a buscarme, de manera que se puso una capa sobre los hombros y me acompañó a la puerta, y Charley y yo volvimos por la playa.
En un punto de ésta había un grupo de gente en torno a unos oficiales de la marina que estaban desembarcando de una lancha y que los rodeaban con grandes muestras de interés. Dije a Charley que debía de ser uno de los botes del gran buque de las Indias, y nos detuvimos a mirar. Los caballeros fueron llegando lentamente desde la orilla, hablándose en tono bienhumorado entre sí y con la gente que los rodeaba, y mirando en su derredor como si celebrasen estar otra vez en Inglaterra.
—¡Charley, Charley! —dije—. ¡Vámonos! —y me eché a correr a tal velocidad, que mi doncellita se quedó sorprendida.
Hasta que llegamos a nuestra habitación-camarote y tuve tiempo de recuperar el aliento, no empecé a pensar en por qué me había echado a correr así. Había reconocido que una de aquellas caras tostadas por el sol era la del señor Allan Woodcourt, y había temido que me reconociera. No quería que viese cómo había cambiado yo de aspecto. Me había visto tomada por sorpresa y me había fallado el valor.
Pero comprendía que eso no estaba bien, y me dije: «Hija mía, no hay motivo (no hay ni puede haber motivo) para que esto te resulte peor ahora que en otras ocasiones. Hoy eres la misma que hace un mes; no eres ni peor ni mejor. Esto no es digno de tus resoluciones; ¡recuérdalas, Esther, recuérdalas.» Me sentía muy temblorosa con tanta carrera, y al principio no logré calmarme, pero fui poniéndome mejor, y celebré comprenderlo.
El grupo llegó al hotel. Los oí hablar en la escalera. Estaba segura de que eran los mismos caballeros, porque reconocí sus voces... Es decir, reconocí la del señor Woodcourt. Yo seguía prefiriendo, con mucho, marcharme sin darme a conocer, pero estaba decidida a no hacerlo. «¡No, hija mía, no! ¡No, no, no!»
Me desaté las cintas del sombrero y me levanté el velo a medias (creo que quiero decir que lo dejé medio bajado, pero poco importa), y escribí en una de mis tarjetas que me hallaba allí, por casualidad, con el señor Richard Carstone, y se la hice llegar al señor Woodcourt. Éste subió inmediatamente. Le dije que celebraba encontrarme por ca-sualidad entre las primeras personas que le daban la bienvenida a su regreso a Inglaterra. Y vi que me compadecía mucho.
—Desde que nos dejó usted, señor Woodcourt, ha tenido usted un naufragio y sufrido muchos peligros —le dije—, pero no podemos calificar todo eso de desgracia cuando le ha permitido ser tan útil y tan valiente. Lo hemos leído todo con gran interés. La primera noticia me llegó por su vieja paciente, la pobre señorita Flite, cuando me estaba recuperando de mi grave enfermedad.
—¡Ah, la pequeña señorita Flite! —comentó él—. ¿Sigue igual?
—Exactamente igual.
Ahora me sentía tan confiada, que no me importaba el velo, y lo dejé a un lado.
—Es maravilloso lo agradecida que le está, señor Woodcourt. Es una persona de lo más afectuoso, y le aseguro que tengo motivos para saberlo.
—¿Ya..., ya lo ha advertido usted? —me contestó—. Pues..., pues me alegro de saberlo. —Me tenía tanta lástima que apenas sí podía hablar.
—Le aseguro —respondí— que me sentí muy afectada por su solidaridad y su amabilidad en los momentos a los que me refiero.
—He lamentado mucho saber que había estado usted muy enferma.
—Estuve muy enferma.
—Pero ¿está usted totalmente recuperada?
—He recuperado totalmente la salud y el ánimo —dije—. Ya sabe usted lo bueno que es mi Tutor y qué vida tan feliz tenemos, y tengo todos los motivos del mundo para sentirme agradecida, sin tener nada más que desear.
Sentí como si él tuviera más compasión de mí de la que jamás había tenido yo misma. Aquello me imbuyó de más fortaleza y de una nueva calma, al ver que era yo quien se hallaba en la necesidad de darle seguridad. Le hablé de sus viajes de ida y de vuelta, y de sus planes futuros, y de su probable regreso a la India. Dijo que aquello era muy du-doso. No se había considerado más favorecido por la fortuna allí que aquí. Se había ido como un humilde médico de barco y había vuelto igual que se había ido. Mientras hablábamos, y yo me sentía contenta de haber aliviado (si puedo utilizar ese término) la impresión que había tenido al verme, entró Richard. Se había enterado abajo de quién estaba conmigo, Y ambos se saludaron con auténtica cordialidad.
Advertí, cuando terminaron los primeros saludos y hablaron de la carrera de Richard, que el señor Woodcourt comprendía que las cosas no iban bien. Lo miraba a menudo a la cara, como si viese en ella algo que le causaba dolor, y más de una vez se volvió a mirarme, como si tratase de averiguar si yo sabía cuál era la verdad. Pero Richard estaba en uno de sus momentos optimistas y de buen humor, y muy contento de volver a ver al señor Woodcourt, que siempre le había agradado.
Richard propuso que nos fuéramos todos juntos a Londres, pero como el señor Woodcourt tenía que quedarse algún tiempo más con su barco, no podía sumársenos. Sin embargo, cenó temprano con nosotros, y volvió tan pronto a recuperar su comportamiento habitual, que yo me sentí mucho más tranquila al pensar que había logrado aliviar su pena. Pero él no dejaba de preocuparse por Richard. Cuando la. diligencia estaba casi lista y Richard bajó corriendo a ver su equipaje, me habló de él.
Yo no estaba segura de si tenía derecho a contar todo lo que había ocurrido, pero me referí en pocas palabras a su distanciamiento del señor Jarndyce y a cómo se había visto complicado en el malhadado pleito en Cancillería. El señor Woodcourt escuchó interesado y manifestó su pesar.
—He visto que lo observaba usted atentamente —dije—. ¿Cree usted que ha cambiado mucho?
—Ha cambiado —me contestó con un gesto de la cabeza.
Sentí que se me subía la sangre a la cara por primera vez, pero no fue más que una emoción momentánea. Volví la cabeza a un lado, y todo desapareció.
—No se trata —dijo el señor Woodcourt— de que esté más joven o más viejo, de que esté más delgado o más grueso, más pálido o más tostado, sino de que tiene una expresión muy singular en el rostro. Nunca he visto una expresión tan notable en una persona tan joven. No se puede decir que sea sólo de ansiedad o sólo de preocupación, pues se trata de ambas cosas al mismo tiempo, como una desesperación en agraz.
—¿No creerá usted que está enfermo? —pregunté.
—No. Tenía un aspecto muy sano.
—Tenemos motivos de sobra para saber que no puede estar muy tranquilo —continué diciendo—. Señor Woodcourt, ¿va usted a Londres?
—Mañana o pasado.
—Lo que más necesita Richard es un amigo. Usted siempre le ha agradado. Le ruego que cuando llegue vaya a verlo. Le ruego que lo ayude a veces con su compañía, si puede. No sabe usted el favor que le haría. No sabe usted cómo se lo agradeceríamos Ada, el señor Jarndyce e..., ¡incluso yo, señor Woodcourt!
—Señorita Summerson —me dijo, más conmovido ahora que al principio—, le juro en nombre del Cielo que seré buen amigo suyo. ¡Lo acepto como un mandato, y como un mandato sagrado!
—¡Que Dios lo bendiga a usted! —exclamé, mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, pero me pareció que no importaba, porque no era por mí misma—. Ada lo quiere... Todos lo queremos, pero Ada lo quiere como no podemos quererlo los demás. Ya le contaré lo que ha dicho usted. ¡Gracias, y que Dios lo bendiga, en nombre de ella!
Richard volvió cuando acabábamos de intercambiar aquellas palabras apresuradas, y me dio el brazo para llevarme al coche.
—Woodcourt —dijo, sin darse cuenta de cuán a propósito venían sus palabras—, tenemos que vernos en Londres.
—¿Vernos? —replicó el otro—. Hoy día apenas si me queda algún amigo allí, salvo usted. ¿Dónde podemos vernos?
—Bueno, ahora tengo que buscar alojamiento —dijo Richard, pensativo—. Digamos en el bufete de Vholes, Symond's Inn.
—¡Muy bien! Sin falta.
Se dieron un apretón de manos. Cuando me senté en el coche, mientras Richard seguía en pie en la calle, el señor Woodcourt puso una mano, en gesto amistoso, en el hombro de Richard y miró hacia mí. Lo comprendí, e hice un gesto de agradecimiento con la mano.
Y en su última mirada, cuando nos marchamos, vi que estaba muy triste por mí. Celebré verlo. Tuve por mi antiguo yo los mismos sentimientos que tendrían los muertos si jamás volvieran a este mundo. Celebré que se me recordara amablemente y se me tuviera una compasión bondadosa, que no se me olvidara del todo.
CAPITULO 46
¡Deténgalo!
La oscuridad se cierne sobre Tomsolo. Se ha ido dilatando cada vez más desde que cayó el sol anoche, y se ha ido extendiendo gradualmente hasta llenar todos los espacios del lugar. Durante algún tiempo brillaron algunas luces en buhardillas, tal como arde también esa lámpara de la Vida en Tomsolo, pesada, muy pesadamente en el aire nauseabundo y haciendo guiños, también esa otra lámpara en Tomsolo ante tantas cosas horribles. Pero se han ido apagando. La Luna ha contemplado a Tomsolo con una mirada torva y fría, como si advirtiera una pobre imitación de sí misma en esa región desierta, incapaz de vida y asolada por fuegos volcánicos, y después se ha ido. La yegua de la pesadilla más negra de los establos infernales pasta en Tomsolo, y Tom está profundamente dormido.
Son muchos los grandes discursos que se han pronunciado, tanto en el Parlamento como fuera de él, acerca de Tom, y muchos han sido los graves debates acerca de cómo solucionar lo de Tom. Si habrá que ponerlo en el buen camino por medio de agentes de policía, o de bedeles, o de campanadas, o por la fuerza de las estadísticas, o por los principios correctos del buen gusto, o por la jerarquía eclesiástica, o por la base eclesiástica, o por nada eclesiástico; si habrá que ponerlo a partir en el aire los pelos de tan elevadas polémicas con el cuchillo retorcido de su mente, o si, por el—contrario, habría que ponerlo a partir piedras. En medio de tanta barahúnda, no hay más que una cosa perfectamente clara, y es que Tom no puede, ni quiere, ni debe recuperarse más que conforme a la teoría de alguien, y no conforme a la práctica de nadie. Y en el intervalo esperanzado, Tom va de cabeza a la perdición conforme a su ánimo determinado de siempre.
Pero obtiene su venganza. Incluso los vientos son sus mensajeros, y están a su servicio en estas horas de oscuridad. No hay ni una gota de la sangre corrompida de Tom que no propague la enfermedad y el contagio por algún lado. Esta misma noche contaminará la noble corriente (en la cual si algún químico hiciera un análisis, encontraría la genuina nobleza) de una casa normanda, y el Señor Duque no podrá decir que No a la infame alianza. No hay ni un átomo de cieno de Tom, ni una pulgada cúbica de gas pestilente en el que vive Tom, ni una obscenidad o una degradación suya, ni una ignorancia ni una maldad, ni una brutalidad cometida por él que no vaya a vengarse de todos los órdenes de la sociedad, hasta los más orgullosos de los orgullosos y los más altos de los altos. En verdad que al manchar, saquear y despojar, Tom obtiene venganza.
Sería debatible si Tomsolo es más feo de día o de noche. Pero conforme al criterio de que cuanto más se ve de él, más repulsivo resulta, y que nada de él que se deje a la imaginación es probable que sea tan feo como la realidad, el día se lleva la palma. Ahora está empezando a romper, y verdaderamente mejor sería para la gloria nacional que el sol se pusiera alguna vez en los dominios británicos, y no que siempre saliera sobre un punto tan vil como Tom.
Un caballero moreno y quemado por el sol, que por alguna incapacidad para el sueño parece andar dando vueltas en lugar de contar las horas sobre una almohada inquieta, se pasea a esta hora silenciosa. Atraído por la curiosidad, se para con frecuencia a lanzar miradas a su alrededor, arriba y abajo de las callejuelas miserables. Y no es sólo la curio-sidad, pues en su mirada brillante y oscura se percibe un interés compasivo, y mientras mira acá y allá, parece comprender tanta desgracia y haberla estudiado antes.
En las riberas del canal lleno de lodo estancado que constituye la calle mayor de Tomsolo no se ve nada más que las casas desvencijadas, cerradas y silenciosas. No apa-rece ningún ser despierto más que él mismo, salvo en una dirección, donde ve la figura solitaria de una mujer sentada en un portal. Va en esa dirección. Al acercarse, observa que ella ha hecho un largo viaje, que tiene los pies cansados y el vestido sucio. Está sentada en el portal con aire de esperar, con un codo apoyado en una rodilla y la cabeza apoyada en la mano. Al lado tiene un saco, o un hatillo, de lona que ha traído consigo. Probablemente está dormitando, pues no se mueve al oír los pasos que se acercan.
La acerca desconchada es tan estrecha que cuando Allan Woodcourt llega a donde está la mujer, tiene que salir a la calzada para no pisarla. Le mira a la cara, sus miradas se cruzan y él se detiene.
—¿Qué le pasa?
—Nada, caballero.
—¿No la oyen? ¿Quiere usted entrar?
—Estoy esperando a que se levanten en otra casa, en una pensión, no aquí —responde la mujer con paciencia—. Espero aquí porque dentro de poco saldrá el sol y podré calentarme aquí mismo.
—Me temo que esté usted muy cansada. Lamento verla a usted en la calle.
—Gracias, caballero. No me importa.
La costumbre que tiene él de hablar con los pobres, y de evitar el paternalismo o la condescendencia, o el infantilismo (que es el truco favorito de mucha gente que considera rasgo de gran sutileza el hablar con los pobres como si fueran niños de primaria) ha hecho que la mujer lo mire bien desde el primer momento.
—Permítame que le mire la frente —dice él, inclinándose—. Soy médico. No tenga miedo. No le haría daño por nada del mundo.
Sabe que si la toca con su mano hábil y experimentada podrá tranquilizarla con más rapidez todavía. Ella hace una leve objeción, y dice que no es nada, pero apenas le pone él los dedos en la parte herida cuando ella la levanta hacia la luz.
—¡Sí! Un buen golpe y una herida fea. Debe de dolerle mucho.
—Sí que me duele un poco, caballero —responde la mujer, con una lágrima repentina en la mejilla.
—Permítame que la ayude. Este pañuelo no va a hacerle daño.
—¡Seguro que no, caballero, estoy segura!
Le limpia la parte herida y se la seca, y tras examinarla atentamente y apretársela suavemente con la palma de la mano, se saca un estuche del bolsillo, le aplica una cura y se la venda. Entre tanto, mientras ríe por estar pasando consulta en la calle, dice:
—¿De manera que su marido es ladrillero?
—¿Cómo lo sabe usted? —pregunta la mujer, asombrada.
—Pues lo he supuesto por el color de arcilla que tienen su bolsa y su vestido. Además, sé que los ladrilleros van de un lado para otro en su trabajo. Y lamento decir que he conocido a muchos que son crueles con sus mujeres. La mujer levanta la vista apresuradamente como para negar que su herida se deba a esa causa. Pero, al sentir la mano en la frente y ver el gesto preocupado y al mismo tiempo sereno de él, vuelve a bajarla.
—¿Dónde está ahora? —pregunta el médico.
—Tuvo un problema anoche, pero irá a buscarme a la pensión.
—Más problemas va a tener si abusa mucho de esa mano dura como ha abusado con usted. Pero usted lo perdona, pese a sus brutalidades, y no voy a decir nada más de él, salvo que ojalá se la mereciera a usted. ¿No tiene usted hijos?
La mujer niega con la cabeza:
—Hay uno al que digo hijo, señor, pero es de Liz.
—¡Ya entiendo! Se murió uno suyo. ¡Pobrecito!
Ya ha terminado su labor, y está arreglando las cosas del estuche, y pregunta a la mujer:
—Supongo que tendrá usted una casa. ¿Está lejos de aquí? —como quitando importancia a lo que acaba de hacer cuando ella se levanta y le hace una reverencia.
—A más de veintitrés millas de aquí, caballero. En Saint Albans. ¿Conoce usted Saint Albans, caballero? Me ha parecido que hacía usted un gesto como si lo conociera.
—Sí, he estado alguna vez. Y ahora le voy a hacer yo una pregunta: ¿Tiene usted dinero para la pensión?
—Sí, señor —dice ella—, de verdad que sí.
—Y se lo enseña. Él le dice, en respuesta a sus múltiples expresiones de agradecimiento, que no merece la pena, y sigue su camino. Tomsolo sigue dormido y no se ve a nadie.
¡Sí, alguien hay! Cuando él deshace su camino hacia el punto desde el que vio a la mujer sentada a lo lejos en el portal, ve una figura harapienta que se acerca cautelosa, pe-gándose a las sucias paredes —que incluso el más andrajoso haría bien en eludir cuidadosamente—, con una mano extendida ante sí. Es la figura de un muchacho de cara demacrada y mirada opaca. Está tan ocupado en avanzar sin que lo vea nadie, que incluso la presencia de un desconocido bien vestido no le hace mirar a sus espaldas. Se tapa la cara con un codo rugoso al pasar al otro lado de la calzada, y sigue adelante, encogido y lento, con la mano ansiosa ante sí y la ropa informe caída en jirones. Una ropa de la que sería imposible decir a qué uso estaba destinada, ni de qué material se hizo. Por su color y su forma, parece como si estuviera hecha de un montón de hojas de alguna planta de pantano que se hubiera podrido hace mucho tiempo.
Allan Woodcourt se detiene a contemplarlo y lo observa, con una vaga idea de haber visto antes al muchacho. No recuerda dónde ni cuándo, pero tiene un vago recuerdo de esa figura. Imagina que debe de haberla visto en algún hospital o asilo; pero no puede imaginar por qué le viene al recuerdo con tanta fuerza.
Va saliendo gradualmente de Tomsolo a la luz matutina, pensando en eso, cuando oye unos pasos que corren tras él, y al volverse ve al chico que avanza hacia él a gran velocidad, seguido por la mujer.
—¡Deténgalo, deténgalo! —grita la mujer, casi sin aliento—. ¡Deténgalo, caballero!
Corre al otro lado de la calzada hacia el muchacho, pero éste es más rápido que él, hace una finta, se agacha, pasa bajo sus manos, sale a media docena de yardas detrás de él y vuelve a salir corriendo. La mujer sigue corriendo y gritando: «¡Deténgalo, caballero, por favor!» Allan se imagina que acaba de robarle su dinero, y corre a tal velocidad que intercepta al muchacho una docena de veces, pero a cada una de ellas el otro repite la finta, se agacha y le pasa entre las manos, y se le vuelve a escapar. Si en cualquiera de esas ocasiones le diese un golpe, podría hacerlo caer y atraparlo, pero el perseguidor no puede resolverse a dárselo, y así continúa la persecución determinada y ridícula. Por fin, el fugitivo, apurado, se mete en un callejón hacia un patio sin salida. Ahí queda acorralado frente a un montón de madera en putrefacción, y cae jadeante ante su perseguidor, que se queda jadeante ante él hasta que llega la mujer.
—¡Eres tú, Jo! —exclama la mujer—. ¡Vaya, por fin te he encontrado!
—Jo —repite Allan, contemplándolo atento—. ¡Jo! Quédate quieto. ¡Claro! Recuerdo que hace algún tiempo vino este chico a declarar ante el Coroner.
—Sí, ya le vi a usté en la cuesta —gime Jo—. ¿Y qué? ¿No puede usté dejar en paz a un probe como yo? ¿Qué quiere usté? ¿Que sea más probe entoavía? Me persiguen y me persiguen, primero uno de ustedes y luego otro de ustedes hasta que me he quedao en los güesos. Lo de la cuesta no fue culpa mía. Yo no he hecho ná. Fue mu güeno conmigo, de verdá. Era el único que me hablaba siempre. No iba a ser yo el que le llevara a lo de la cuesta. Ojalá me hubiera pasao a mí. No sé por qué no me voy a ahogar en el mar, de verdá que no.
Lo dice con un aire tan triste, y sus lágrimas sucias parecen tan auténticas, y está apoyado en el montón de leña de tal forma, que parece un hongo, o alguna excrecencia producida en él por el descuido y las impurezas que Allan Woodcourt se ablanda con él. Dice a la mujer:
—Pobre chiquillo, ¿qué ha hecho?
Y ella no responde más que con un gesto de la cabeza hacia la figura postrada, mientras dice, más sorprendida que indignada:
—Ay, Jo, Jo. ¡Por fin te he encontrado!
—¿Que ha hecho? —repite Allan—. ¿Le ha robado a usted?
—No, señor; no. ¿Robado? No me ha hecho nada más que ser amable conmigo, y eso es lo que me sorprendió.
Allan mira de Jo a la mujer y de la mujer a Jo, esperando a que uno de ellos le aclare el enigma.
—Pero estuvo conmigo, caballero... —dice la mujer—. ¡Ay. Jo! Estuvo conmigo, caballero, allá en Saint Albans, cuando estaba enfermo, y una señorita que Dios la bendiga por lo buena que es se apiadó de él cuando yo tuve miedo y se lo llevó a casa.
Allan se aparta de él con un horror repentino.
—Sí, señor, sí. Se lo llevó a su casa y cuidó de él y luego él, como un monstruo desagradecido, se escapó una noche, y desde entonces nadie le ha vuelto a ver hasta ahora. Y aquella señorita, que era tan guapa, se contagió de él y dejó de ser tan guapa y ahora nadie diría que es la misma, pero sí se nota por lo buena que es, que es como un ángel, y por su buena figura y por la voz tan dulce que tiene. ¿Te enteras? Eres un malo desagradecido, ¿te enteras de que todo ha sido por ti y por lo buena que fue contigo? —pregunta la mujer, que empieza a enfurecerse con él y rompe en un llanto apasionado.
El muchacho, asombrado y alarmado por lo que oye, se pone a frotarse la frente sucia con la sucia palma de la mano y mira al suelo y tiembla de la cabeza a los pies hasta que el montón desordenado de leña en el que está apoyado también empieza a temblar.
Allan modera a la mujer con un mero gesto que basta.
—Me había dicho Richard... —tartamudea— quiero decir que ya sabía... No me haga caso. Ahora vengo. Se da la vuelta y se queda un rato mirando el pasaje. Cuando vuelve ha recuperado la calma, salvo que ha de contender con una repulsión tan marcada hacia el muchacho que llama la atención de la mujer.
—Ya has oído lo que te ha dicho. Pero, ¡levántate, levántate!
Jo, tembloroso y tiritando, se levanta lentamente y se queda, como hace la gente así en dificultades, apoyado en el montón de leña con un hombro, mientras se frota disimuladamente la mano derecha con la izquierda y el pie izquierdo con el derecho.
—Ya has oído lo que te han dicho y yo sé que es verdad. ¿Estás aquí desde entonces?
—Que me muera si he venío a Tomsolo hasta esta maldita mañana —replica Jo roncamente.
—Y, ¿por qué has venido hoy?
Jo mira en torno al patio cerrado, mira a sus interrogadores a las rodillas y acaba por responder.
—Yo no sé hacer ná y no me dan ná que hacer. Soy muy probe y estoy enfermo y creí que podía venir aquí cuando no hay naide y quedarme escondío en algún lao hasta que se haga de noche y entonces ir a pedirle algo al señor Snagsby. Siempre me da algo, de verdá, aunque la señora Snagsby siempre me se echaba encima, lo mismo que todos.
—¿De dónde vienes ahora?
Jo vuelve a mirar al patio, vuelve a mirar a las rodillas de su interrogador y concluye apoyando la cara en el montón de leña, con una especie de resignación.
—¿No me has oído preguntarte dónde has estado?
—Pues por ahí —dice Jo.
—Y ahora dime —continúa Allan, que hace un gran esfuerzo por vencer su repulsión, se le acerca y se inclina sobre él con `una expresión de confianza—; dime cómo fue que te fuiste de aquella casa, cuando aquella señorita tan buena tuvo la desdichada idea de compadecerse de ti y llevarte a tu casa.
Jo sale repentinamente de su resignación y declara excitado, dirigiéndose la mujer, que no conocía a la señorita, que no se había enterado de que estaba mala, que nunca había querido hacerle nada, que antes hubiera preferido ponerse malo él, que hubiera preferido que le cortasen la cabeza antes que hacerle daño a ella y que ella había sido muy buena con él, de verdad. A lo largo de sus manifestaciones se comporta a su pobre estilo como si hablara con sinceridad, y termina con unos sollozos tristísimos.
Allan Woodcourt percibe que no está fingiendo. Se fuerza a tocarlo.
—Vamos, Jo. Cuéntamelo.
—No. No me atrevo —dice Jo, que vuelve a caer en su actitud anterior—. No me atrevo, porque si no...
—Pero necesito saberlo —le responde el otro— de todas formas. Vamos, Jo.
Al cabo de dos o tres exhortaciones del mismo estilo, Jo vuelve a levantar la cabeza, mira una vez más al patio y dice en voz baja:
—Bueno, le voy a decir una cosa. Se me llevaron. ¡Eso es!
—¿Se te llevaron? ¿De noche?
—¡Ah! —Con gran temor de ser oído, Jo mira en su derredor e incluso mira diez pies por encima del montón de leña y por entre los intersticios de éste, por si el objeto de su desconfianza está mirando allá arriba, o escondido al otro lado.
—¿Quién se te llevó?
—No me atrevo a decirlo —responde Jo—. No me atrevo, caballero.
—Pero yo quiero saberlo, en nombre de la señorita. Puedes tener confianza en mí. No se va a enterar nadie.
—Ah, pero es que yo no sé —replica Jo, meneando frenético la cabeza— que no va oírlo él.
—Pero si aquí no hay nadie.
—¿Con que no, eh? —comenta Jo—. Está en todas partes, en todas al mismo tiempo.
Allan lo contempla perplejo, pero advierte que esta asombrosa respuesta significa verdaderamente algo y no carece de buena fe. Espera paciente una respuesta explícita, y Jo, más confuso ante su paciencia que ante nada, le susurra al fin desesperado un nombre al oído.
—¡Vaya! —dice Allan—. Pero, ¿qué habías estado haciendo tú?
—Ná, señor. Nunca he hecho ná pa meterme en líos, menos los de no circular y lo de la cuesta. Pero ahora sí que circulo. Circulo al cementerio, ahí es adonde circulo.
—No, no, vamos a tratar de que no sea así. Pero, ¿qué fue lo que hizo contigo?
—Me llevó a un hospital —replica Jo en un susurro— hasta que me dieron el alta y después fue y me dio algo de pasta, cuatro medias monedas, de esas medias coronas, y va y me dice: «¡Largo! Vete por ahí. Aquí no haces falta», va y me dice: «Circula», va y me dice: «No quiero verte en cuarenta millas de Londres o te arrepentirás.» Y es verdá, si me ve, y me va a ver si sigo en la calle —concluye Jo, que repite nervioso todas sus precauciones y sus investigaciones de antes.
Allan reflexiona un momento y después, volviéndose hacia la mujer, pero sin apartar un ojo alentador de Jo, observa:
—No es tan desagradecido como suponía usted. Tenía motivos para marcharse, aunque no fueran suficientes.
—¡Gracias, señor, gracias! —exclama Jo—. ¡Hale! Ya ve usté que me ha considerao mal. Pero le dice usté a la señorita lo que dice este señor y vale. Porque usté también fue mu güena conmigo, ya lo sé.
—Ahora, Jo —dice Allan que lo sigue mirando—, vente conmigo y vamos a encontrarte un sitio mejor que éste para que descanses y te escondas. Si yo voy por un lado de la calle y tú por el otro para que no nos miren, estoy seguro de que no te vas a escapar si me lo prometes antes.
—De verdá que no, si no le veo venir a él, caballero.
—Muy bien. Te tomo la palabra. A esta hora ya se estará levantando media ciudad y dentro de otra hora estará despierta la otra media. Vamos. Adiós otra vez, buena mujer.
—Adiós otra vez, caballero, y muchas gracias otra vez.
La mujer ha estado todo este rato sentada sobre su hatillo y ahora se levanta y lo toma. Jo repite:
—¡Tiene usté que decirle a la señorita que yo no quería hacerle ná y decirle lo que dice este señor! —entre gestos de la cabeza, temblores y tiritones, roces y guiños, medias risas y medias lágrimas, y así se despide de ella y vuelve a caminar pegado a las paredes tras Allan Woodcourt, pero al otro lado de la calle. Por este orden salen ambos de Tomsolo a los rayos amplios del sol y de un aire más puro.
Parte 3