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abril 03, 2010
En el momento que finalizaba la cuadrilla, se presentó alguien más en el salón de baile. Katrine Castlereagh lo vio al instante desde su situación privilegiada sobre la tarima. Exhaló una brusca explosión de aliento y luego quedó inmóvil.
El recién llegado se detuvo en la entrada, mirando alrededor impertérrito. Como ya estaba avanzada la velada, el mayordomo había abandonado su puesto y no acudió nadie para recoger el sombrero de copa ni la capa salpicada de lluvia, que pendía en pliegues pesados desde los anchos hombros hasta los talones.
La pista de baile se despejó, dejando un sendero de parqué brillante entre la puerta y la tarima, y él volvió la cabeza, contemplando el pasillo. Al posar la mirada sobre Katrine, entrecerró los ojos. Se permitió una inspección lenta y minuciosa de la joven, con mirada dura y firme, desde los rizos resplandecientes hasta el ruedo del vestido de baile. Luego, adoptó una expresión cortés y sociable. Se quitó el sombrero, lo metió bajo el brazo y se encaminó hacia la dueña de casa.
Sus largas piernas se movieron con gracia inconsciente, a un paso mesurado, pero cargado de energía suficiente para que la capa, ondulando en torno a él, exhibiera el forro de seda roja.
El traje, de corte perfecto, con el toque necesario de extravagancia del chaleco crema de tela fina se ajustaba con sobriedad a la figura sólida y musculosa. El cabello oscuro y ondulado, muy corto, estaba salpicado por gotas de la ligera lluvia de otoño de Luisiana que caía al otro lado de los ventanales, y atrapaba las luces de las velas que ardían en las lámparas. En torno de la boca y de los ojos se distinguía el aire de aquel a quien los vientos tórridos y los soles implacables tornaban la piel del mismo castaño dorado que el roble lustroso del piso. El verde de los ojos tenía el matiz del estanque de un bosque, de un tono profundo que sugería pensamientos profundos y propios.
Giles Castlereagh, el esposo de Katrine, de pie a la izquierda de ésta, que estaba hablando con su sobrino, se volvió y vio al recién llegado: sus facciones hinchadas se tiñeron de excitación. Se controló con evidente esfuerzo y bajó de la plataforma, tendiendo la mano al invitado.
¿Rowan de Blanc, supongo? dijo, con aire satisfecho . Bienvenido a Arcadia. Permítame presentarle a mi esposa. Katrine, querida mía, debes de haber oído hablar de monsieur De Blanc.
Katrine, que estaba indicando al mayordomo que se acercara a recoger el sombrero y la capa del invitado, se volvió. Saludó de manera automática, apelando a su educación, pero no supo qué decía mientras lo miraba de cerca.
Rowan de Blanc inclinó la cabeza en una reverencia, y Katrine observó que el movimiento era tal como debía: de profundo respeto, pero no de una humildad exagerada. La voz que devolvió el saludo era profunda y de timbre parejo, y sus palabras galantes, sin ser irrespetuosas. Si advirtió que la mano de Katrine temblaba, tuvo la consideración de no manifestarlo. La sujetó con tanta firmeza como suavidad, y el roce de los labios sobre el dorso enguantado fue impersonal pese a su calidez.
La frente de Rowan era amplia, la nariz, recta; las pestañas, un espeso refugio desde donde contemplar el mundo. La forma de la boca sugería generosidad, y la firmeza de la barbilla, agresividad. Katrine pensó: «Si tuviera algo de ternura en el semblante, sería devastador. Tal como es, resulta demasiado apuesto, bien educado, fuerte, perspicaz y experimentado. Rowan de Blanc es... ¡no sé! ¡me asusta!».
Espero que disculpen mi retraso dijo el recién llegado, agradeciendo con un gesto al mayordomo, que recogía sus prendas . El St. Louise Belle ha llegado con retraso esta noche a St. Francisville. Recibí la invitación a las fiestas en Nueva Orleans, pero sólo supe del baile de apertura al llegar.
No se preocupe respondió Giles con gesto expansivo . Fue una decisión repentina para recibir a los que han acudido ya a la ciudad a estas horas, Katrine y yo comenzábamos a pensar en abandonar el estrado.
Es usted muy gentil dijo el otro, sin apartar la mirada del rostro de Katrine, que mantenía una postura regia.
Rowan admitió para sí que la dama no era como él esperaba. El cálido tono café de sus ojos no manifestaba dureza y la mirada no era evasiva. El delicado sonrojo que teñía la piel sedosa y pálida otorgaba a sus finas facciones un aspecto de frescura, y unos labios húmedos de dulces contornos atraían la mirada del hombre como un imán. El modo en que el cabello caía en gruesos tirabuzones brillantes desde una peineta de diamantes sujeta a la coronilla, era fascinante. Tenía un tono que, según cómo, parecía cobrizo y dorado con matices castaños y, de otro modo, de un cálido marrón con brillos de oro rojo. El vestido de brocado de seda verde mar modelaba las curvas de sus pechos, abrazaba la estrecha cintura encerrada en el rígido corsé y se ensanchaba luego en la inmensa y ondulante falda de campana.
Las mangas abullonadas le daban cierto aire medieval, apropiadas a la ocasión y al ambiente. El papel dorado de las paredes del salón de baile quedaba oculto a trechos por los tapices desdibujados con el paso de los años y las enseñas de reyes de tiempo atrás. Los músicos que tocaban el piano, los violines, el corno francés y el arpa, lucían atuendos de bufones de corte. A través de las puertas que se abrían al comedor se veía una larga mesa dispuesta sobre caballetes. Pero no había antorchas en las paredes ni alfombras en el suelo: Giles Castiereagh había tenido la prudencia de no dejarse llevar demasiado lejos por la moda que imitaba los detalles de las obras de sir Walter Scott.
Llegaron por el aire los primeros acordes de una antigua melodía inglesa, Greensleeves, a ritmo de vals, y Rowan lo aprovechó de inmediato.
Madame Castlereagh, puesto que no esperan ustedes más invitados, ¿me haría el honor de esta pieza?
En las facciones de Katrine quedó dibujado el horror.
¡No! ¡Oh, no! ¡Ya tengo comprometido el baile!
Su esposo volvió la cabeza y la miró con una ceja alzada.
¿Ah, sí, querida? ¿Con quién?
Contigo, desde luego dijo Katrine, sintiendo que el color le teñía las mejillas , tratándose del primero...
No tiene importancia. Teniendo en cuenta que me inmoviliza la gota, no guardaremos tantas formalidades.
En ese caso, me sentaré a tu lado dijo en tono decidido.
Giles era un individuo achacoso, y la mayoría de sus dolencias resultaban sospechosamente convenientes. En ocasiones, también se lo parecía así a Katrine.
No, no. Ve con monsieur De Blanc. No quisiera que te privaras de ello, y además, ya sabes que disfruto viéndote bailar. Por otra parte, oigo el canto de la sirena del salón de juego.
Pero, Giles... comenzó a protestar la mujer.
¿Querrías complacerme?
Si bien la petición fue suave, la expresión era inflexible. Katrine no podía seguir negándose sin ofender a Rowan de Blanc.
Como desees.
Bajando los párpados, Katrine apoyó la mano con rigidez sobre el brazo que le ofrecía el hombre de cabello oscuro y se dejó conducir hacia la pista.
Giraron con suavidad, guardando la distancia correcta y el control de sus movimientos. Sin embargo, la intensidad de la mirada que fijaba Rowan sobre ella la incomodaba. De él se desprendía la frescura de la noche húmeda, mezclada con el tibio aroma masculino de la camisa de lino recién planchada y con el agua de colonia. La mano que la sostenía con firmeza por la cintura parecía dejar una huella ardiente sobre la piel de Katrine. Los movimientos de sus muslos ecuestres la perturbaban cuando rozaban la amplitud sedosa de las faldas de la mujer.
Katrine hizo una exhalación profunda, pero discreta, para serenarse. No tenía sentido rebelarse ni la ayudaría en nada. Lanzó una rápida mirada a Rowan y dijo:
Me sorprende que una persona de su reputación se divierta con nuestras fiestas.
Madame Castlereagh, ignoraba que mantuviese una reputación replicó el hombre.
Su hermano me hablaba mucho de usted, orgulloso de sus hazañas.
Lo sé dijo el hombre en tono cortante.
Katrine apartó un instante sus ojos y luego volvió a mirarle.
Quiero decir que nuestros concursos de arquería y las justas de anillas resultan demasiado domésticas, en comparación a la caza de las selvas amazónicas, las cabalgatas con árabes de rostro azulado y las expediciones a través de África.
¿Cree usted que necesito un elemento de riesgo para divertirme? Sin duda, su torneo podrá proporcionármelo.
La suavidad del tono de Rowan hizo estremecerse a Katrine, aunque se negó a prestar atención a sus temblores.
No creo que los altercados del concurso se igualen a los peligros de sus viajes.
Los labios del hombre dibujaron una sonrisa superficial.
Esos viajes suelen resultar caros y, además, el ganador no recibe premio.
¿Una bolsa de oro? ¿Qué importancia tiene? La propiedad de su padre era considerable y tengo entendido que está usted en condiciones de satisfacer cualquier capricho.
La sonrisa se esfumó y sus palabras adquirieron un matiz acerado:
Terence le contaba muchas cosas.
Katrine apartó la vista de la mirada penetrante de Rowan.
Pasamos mucho tiempo hablando.
¿Sí? Hizo una pausa y luego prosiguió : ¿Acaso antes de morir le dijo cuánto la amaba? ¿Murió tal vez por su causa?
La exclamación de Katrine fue tan brusca que le contrajo la garganta. Equivocó un paso y Rowan la sostuvo para ayudarla a recobrarse. Bajo la tela suave de las mangas de la chaqueta, la mujer percibió los músculos tensos de los brazos: la dureza del abrazo era como una prisión. En lo profundo de su ser, Katrine sintió un ramalazo de pánico. Se apartó del hombre y respondió en tono sibilante:
¡No, no fue así! Jamás hubo la menor insinuación.
¿Está segura? ¿Acaso la ofendió tanto con su adoración pueril que se vio obligado a acudir al campo del honor?
No. No se sabe por qué se disparó. Se le halló junto al lago, pistola en mano.
Entonces prosiguió el hombre en tono insinuante , ¿por qué la llamaba a usted la belle dame sans merci, sin piedad?
Katrine sintió que la luz se desvanecía y le zumbaban los oídos. Sintió una opresión en el pecho que podía provenir del recuerdo de un dolor, de la apertura del corsé o de la férrea firmeza con que la sostenía Rowan. Hizo una inspiración honda para controlarse: no se desmayaría.
Terence, su hermano... comenzó Katrine.
Era hermanastro.
Lo sé respondió la joven, perturbada . Todo aquello era broma.
¿De verdad? ¿Por eso decía que, ante todo, era usted inflexible consigo misma? dijo en voz baja, casi para sí.
No tengo idea. No sabía que pensara de ese modo, ni que hablara así de mí.
Así se expresó por carta. Al parecer, pensaba en usted con frecuencia. Le intrigaba la mujer de un hombre viejo, enfermo y senil, que sonreía a pesar de sentirse abatida mientras atendía la corte del amor... ¿no es así?
Sí, sí respondió Katrine casi sin pensarlo . Fue un juego que inventamos, con ocasión del torneo, Musetta, mi cuñada, y yo. A Terence le gustaba.
Tenía imaginación. La veía a usted como a una novia malvendida por su padre, que recibía del esposo una lluvia de riquezas y, al mismo tiempo, la mantenía encerrada como a una princesa medieval en su torre. Le atraía la idea de rescatarla, aunque estuviera usted bien resguardada.
No sea ridículo exclamó Katrine, con súbito enfado . ¡No sucedió así!
¿No?
No creo que su hermano me considerase digna de lástima.
No, pero quizá la considerara prenda de un caballero andante. Mi madre, que se le parece, se pregunta si habría muerto en el empeño.
Katrine percibió el matiz burlón de Rowan.
¿Le parece a usted improbable? Tiene razón. No se me ocurre qué pudo haberle dicho para darle esa idea tan extravagante.
Tal vez fuese demasiado compasivo, pero no fantasioso.
¿Qué insinúa? preguntó Katrine, sintiendo que la cólera corría por sus venas y la reavivaba . ¿Una unión sórdida? ¿La venganza de un marido engañado?
Es posible.
La joven alzó la barbilla y un relámpago de ira cruzó sus ojos oscuros.
Si piensa así, es que no conocía a su hermano.
¿Usted, sí? dijo con una mueca.
No se sorprenda, usted no ha vivido aquí. No comprendo cómo un amante de la aventura puede hablar así de los impulsos románticos.
Mis viajes no tienen nada que ver con el romanticismo replicó en tono tenso.
Debió de haberle decepcionado que su madre lo dejara en Inglaterra para venir aquí a formar otra familia y a concebir otro hijo que lo reemplazara a usted.
Katrine sintió una satisfacción inmensa al ver la expresión sorprendida y disgustada de su oponente.
Es cierto que yo no me ajusté a la nueva vida de mi madre dijo en tono neutro , pero los motivos eran antes por mi origen europeo que por mi hermano.
Su hermanastro se burló Katrine.
No lo consideré menos por ser hijo de un francés de Luisiana. Los dos éramos hijos de mi madre. Acudía a Inglaterra una vez al año o cada dos, con mi madre, a casa de los abuelos, y yo lo comprendía lo suficiente como para saber que no habría abandonado esta tierra por voluntad propia.
El dolor la atenazó y su mirada se oscureció al mirarlo. La invadieron los recuerdos que no había compartido con nadie, y que compartiría aún menos con el hombre que la sostenía mientras se balanceaban y giraban al compás de la música. La pieza se acercaba al final. Katrine se humedeció los labios y dijo por fin:
Usted no ha venido al concurso.
No. He venido a verla a usted, señora, para preguntarle acerca de la muerte de mi hermano.
No puedo decirle nada exhaló Katrine con un hilo de voz.
No la creo replicó Rowan sin vacilar, mientras la música se extinguía y se veía obligado a soltarla . Eso significa que tendré que participar en los juegos. ¿Cuál es la recompensa mañana? ¿El honor de acompañarla a usted a cenar y sentarse a su derecha? En ese caso, no podrá escapar a mis preguntas.
Para eso tiene que ganar replicó decidida Katrine volviéndose y apoyando la mano sobre el brazo de Rowan con la mayor ligereza posible, al tiempo que se acercaban a donde estaba su esposo hablando con un vecino.
Eso está hecho respondió Rowan.
La confianza del tono le sonó a Katrine como el rasguño de una uña sobre el cristal.
¡Cuánta arrogancia dijo sin conocer siquiera a sus competidores!
Mañana tendrá lugar el concurso de esgrima, ¿verdad? preguntó Rowan, alzando una ceja.
Sí respondió Katrine, remota.
Cuando alguien es capaz de hacer lo que dice, no peca de arrogancia.
Estaban demasiado cerca de Giles para que Katrine pudiese replicarle y, de todos modos, Rowan no le dio ocasión. Le agradeció la danza con una inclinación de cabeza y se fue.
Katrine quedó contemplando la espalda recta, los hombros anchos subrayados por la chaqueta oscura y el paso fluido de aquellas piernas. «Tendría que sentirme aliviada de que Rowan de Blanc aprovechara el torneo como excusa para venir a Arcadia, pensó Katrine , pero, a pesar de todo, es peligroso.»
La joven odió el concurso, las rondas de esgrima y arquería, las justas de anillas y la carrera de caballos en que participaban sobre todo los establos de Giles. Detestaba el boato inspirado en las novelas de Scott que su esposo insistía en sostener, aborrecía aquella falsa pompa medieval. Pero, por mucho que se lo propusiese Giles no habría querido saber nada. Tampoco le gustaba que Rowan usara aquel pretexto para acudir allí.
¿Qué ha hecho ese individuo para enfurecerte así? le preguntó el sobrino de su esposo con maliciosa insinuación.
Lewis Castlereagh era un joven de la edad de Katrine. Ella le contestó casi sin volverse:
Nada. ¿Por qué?
Lo contemplas como si quisieras clavarle un cuchillo en la espalda.
La muchacha se llevó una mano al entrecejo.
Debo de tener dolor de cabeza.
Mi querida Katrine, no seas evasiva. Te he visto hablando con él.
Los labios de Lewis se curvaron en una sonrisa despectiva. La miró con aire significativo, los ojos azul claro como espejos que reflejaran una habitación vacía.
¿Y qué?
Es hermano de Terence, ¿no es cierto? ¿A qué habrá venido?
Yo diría que por razones obvias replicó Katrine en tono cortante.
Tú sabrás. Parece un competidor formidable, seguro de sí mismo.
Sí, por cierto respondió Katrine con un matiz de amargura.
Quizá podamos abrigar la esperanza de su derrota. Un pequeño cortecito entre los ojos, tal vez...
Katrine detestaba a Lewis y presentía el sentimiento mutuo. Era vano, aprovechado, dotado de malicia. El matrimonio de Giles le provocaba resentimiento y sufría la ansiedad permanente de que Katrine concibiera un hijo que heredase la considerable fortuna de su tío.
Lewis se pasó una mano sobre el cabello rubio plateado apartando de la frente los mechones lacios y dijo en tono ácido:
Si estás segura de que De Blanc piensa crear dificultades, creo que tendrías que advertir a Giles.
Espero que Giles pueda juzgarlo por sí mismo. Fue él quien lo invitó.
Así es y, dadas las circunstancias, uno no puede menos que preguntarse por qué.
Katrine le lanzó una mirada penetrante.
¿Qué quieres decir?
Me refiero a la inoportuna muerte del joven Terence, ¿a qué otra cosa podría referirme? dijo, abriendo los ojos con expresión de asombro y conteniendo el aliento mientras esperaba una respuesta.
Katrine debió de haber adivinado que Lewis trataba de pescar información: le gustaban los secretos, en particular si eran ajenos. Pero la llegada de otro hombre la salvó de tener que responder. Se volvió y sonrió agradecida a Alan Delaney.
Me ha parecido oírte mencionar a Terence dijo Alan . Últimamente he pensado mucho en él..., supongo que con motivo de los juegos. Era uno de los pocos con quien se podía conversar de literatura.
El sobrino de Giles sonrió con cinismo.
Hablábamos también de su hermano Rowan: Ha reñido con Katrine. No puede permitirse, ¿verdad?
Alan era de estatura mediana y complexión robusta. Vestido con esmero y sobriedad, lucía el enrojecido cutis del hombre que pasa mucho tiempo al aire libre, pese a sus modales comedidos y a su afición por los libros. Por otra parte, no era ningún tonto: se daba perfecta cuenta de la carnada que le ofrecían. Dirigió a Lewis una expresión ceñuda que iba creciendo en irritación y luego preguntó a Katrine:
¿Es cierto, madame?
No del modo que insinúa Lewis dijo Katrine en tono seco.
¿Acaso me he referido al modo? protestó Lewis.
Alan no le hizo caso e insistió:
Pero ¿te ha molestado?
Me ha hecho enfadar, eso es todo respondió Katrine . Piensa que, en cierto modo, tengo yo la culpa de la muerte de Terence.
¡Eso es ridículo! exclamó Alan, sacudiendo la cabeza . Debería saber que eres la más inocente de las mujeres con sólo mirarte. ¿Quieres que hable con él?
¡Te suplico que no intervengas!
No creo que esté dispuesto a escuchar intervino Lewis . Pero, si mal no recuerdo, tú tienes cierta habilidad en la esgrima y a los Delaney nunca les faltó valor. Sería conveniente que le dieras un par de tajos para recordarle los buenos modales.
Alan afrontó la expresión especulativa de Lewis con mirada firme.
Los sables van protegidos.
Las puntas sí, pero no los filos.
Es cierto, pero un hombre no puede quebrantar ciertas reglas sin perder el honor.
Lewis se encogió de hombros.
En ese caso, derrótalo. Si puedes...
¿Y tú?
¿Yo? Mi fuerte son los ardides. Dejo la destreza con la espada a los forzudos como tú.
Como de costumbre, haré lo que mejor pueda dijo Alan con sequedad.
Será suficiente repuso Lewis con la misma ironía, y dirigiendo una sonrisa ácida a aquél y a Katrine, hizo una reverencia y se marchó.
¡Fanfarrón! musitó Alan.
Katrine quiso asentir, pero prefirió fingir no haber oído.
Hacia el fin de la cena, Musetta se aproximó a Katrina en un revuelo de gasas amarillo doradas. La hermana de Giles, nacida del segundo matrimonio de su madre, unos veinte años menor que aquél, llevaba consigo el plato de porcelana con un hilo dorado y comía las últimas migas de almendrado de coco. Los suaves rizos dorados en cascada en torno a unas facciones incitantes y sobre los hombros marfileños presentaban un cuadro encantador. Era característico de Musetta arreglarse con un arte que no fuera fácil percibir.
Rápido, dímelo, Katrine dijo en tono suave y sugerente : ¿Es digno de nuestra corte?
¿Te refieres a Rowan de Blanc? preguntó Katrine mirando a su cuñada con aire inocente.
Sí: a los demás ya los hemos analizado muchas veces.
¿Sí?
En especial, tú. No seas maliciosa. Me expuse a todo trapo, pero no solicitó a nadie más que a ti. Respóndeme.
Muy bien dijo Katrine en tono brusco . Pues no es muy indicado que digamos.
Musetta se echó un poco hacia atrás, con los ojos azul cerúleo muy abiertos.
Pues parece un buen candidato. Ten en cuenta el brillo europeo que podría reportar, y el conocimiento de las mujeres y del amor que debe de haber adquirido en sus viajes. ¡No me digas que no te gustaría oírlo hablar!
No creo que le interesen los juegos de palabras, ni que a ti te gustaran las respuestas que te diera.
Musetta inclinó la cabeza y entrecerró los ojos.
Me intrigas, te lo aseguro. ¿Es eso lo que quieres?
No dijo Katrine sacudiendo la cabeza y haciendo que uno de sus brillantes rizos rodara sobre el hombro . Pero sería un error tratarlo con ligereza: ha venido a investigar acerca de Terence.
¿Y qué? Si hace preguntas, no obtendrá respuestas, pues no las tenemos. Pero se ha apuntado al torneo y, mientras descansa, igual que los demás, quizá juegue.
Una brisa húmeda alzó las cortinas de encaje de la ventaja próxima y la frescura rozó los hombros de Katrine. Cruzó los brazos en la cintura y se los frotó. Con el entrecejo fruncido, Katrine le contó a su cuñada la amenaza de Rowan de Blanc de ganar la contienda al día siguiente para interrogarla a su antojo.
Como de costumbre, lo tomas con demasiada seriedad dijo Musetta, encogiéndose de hombros.
Aun así, habría preferido que Giles se limitara a organizar una fiesta sencilla replicó Katrine taciturna.
¿Y estropear nuestra diversión? No seas tonta. Te juro que si no estuviera segura de equivocarme, creería que quieres a Rowan de Blanc para ti, tal y como te agarrabas a él.
No lo hacía.
Pese a la negativa, las mejillas de Katrine se tiñeron de un delicado rubor. Musetta le dirigió una sonrisa maliciosa.
A mí tampoco me molestaría hacerlo. Estoy impaciente por verlo en traje de esgrima. ¡Dios mío, cómo se le ajustarán los pantalones a las piernas! ¡Pensándolo, me siento acalorada!
Al ver que Musetta desplegaba el abanico y lo agitaba con tanta energía que los rizos le revoloteaban en torno al rostro, Katrine le preguntó.
¿Qué diría Brantley si te oyese?
La joven se encogió de hombros.
Se mesaría la barba, haría un gesto de disgusto y seguiría contando fardos de algodón. Si no baila ni me entretiene, no puede quejarse de que busque lo mismo en otro lugar.
El matrimonio de Musetta había sido arreglado por su hermano a su llegada de Inglaterra, seguido por el escándalo de una fuga amorosa que, al parecer, no era la primera. El único que no aceptaba que el matrimonio hubiera sido un error era Giles.
La música recomenzaba a una señal de Giles a los ejecutantes desde el otro extremo del salón, y Katrine tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre la melodía de un vals de Strauss.
¿Y Perry?
Querido Peregrine exclamó Musetta con calidez, evocando al joven que la cortejaba en los últimos tiempos . Si me lo pidiese, podría tener en cuenta sus pensamientos.
Se oyeron unos pasos tras ellas y una voz suave, áspera por la emoción, preguntó:
¿Mis pensamientos?
Musetta giró, formando un remolino amarillo de faldas.
¡Perry, mi amor, eres tú! Estaba esperándote. Vamos a bailar y me dirás qué opinas del recién llegado. ¿Crees que os vencerá con tanta facilidad como alardea?
Katrine se quedó observando cómo se mezclaban con otros bailarines. El joven era esbelto, de cabellos oscuros, semblante serio, ojos negros feroces y labios rojos y húmedos. Por lo visto, Perry negaba con vehemencia la posibilidad de ser vencido. Los gestos ampulosos armonizaban con la corbata de lunares y el cabello largo, de acuerdo con su estilo romántico.
Katrine suspiró y apretó más los brazos en torno a sí. Era tan caprichosa Musetta... Podía ser un encanto y al mismo tiempo una bruja. Vivía al instante, dejándose llevar por la última emoción que la asaltaba, sin preocuparse demasiado por las consecuencias de cuanto hiciera o dijera. Desde la llegada de Peregrine Blackstone, apenas se habían separado, y Musetta, halagada por la evidente pasión del muchacho, olvidaba la menor discreción. Quizás el esposo no lo advirtiese. El cuñado de Giles era un hombre ocupado, para quien la prosperidad de Arcadia descansaba sobre sus robustos hombros. Era el encargado de Giles y llevaba minuciosamente las cuentas de cada acre de algodón, de cada mula, de cada yegua preñada, mueble o enser que se adquiriera, de los artículos que se retiraban de las alacenas y de cada bocado que se consumiera. Se ocupaba de la venta del algodón y vigilaba que el oro de Giles medrara. De figura pesada, mayor que la esposa, con una barba al estilo que había puesto de moda hacía algún tiempo Napoleón III, resultaba entrometido en ocasiones. Era Brantley Hernnen quien separaba la mensualidad doméstica de Katrine y el dinero para sus gastos. Era lógico que la joven se resintiera por el modo minucioso en que contaba moneda por moneda, como si proviniese de su propio bolsillo. Pero eso no impedía que Katrine sintiera cierta lástima por él.
En el extremo opuesto del salón, tras el caleidoscopio que formaban los bailarines, estaba Rowan de Blanc de pie con los hombros apoyados contra la pared. La observaba formando con sus cejas oscuras una sola línea sobre los ojos.
Katrine sintió la mirada del hombre sobre ella y ante su intensidad se sintió vulnerable e indefensa. Se había resguardado con una decisión duramente conquistada, amparándose en su dignidad de castellana de la Arcadia y como esposa del dueño. No podía permitir que nadie perturbase aquel precario equilibrio, ni siquiera Rowan de Blanc ni el mismísimo Giles.
Dio la espalda al hombre apoyado contra la pared allá lejos y bajó las manos, posando la izquierda sobre la campana de la falda. Con la otra alzó el frente del pesado brocado de satén, levantó la barbilla con gesto orgulloso y salió con lentitud del salón.
Rowan de Blanc frunció el entrecejo al contemplarla. El provocativo meneo de las faldas abullonadas le causó un dolor en la ingle tan inesperado como incómodo. El modo en que la luz de las velas resplandecía sobre los hombros de la mujer y la seda brillante del cabello le hacían escocer los dedos por la ansiedad de tocar y de abrazarla. El anhelo de arrancar aquellas capas de pesada tela que llevaba Katrine para descubrir y explorar el misterio femenino que ocultaban era tan intenso que le hizo apretar los puños a los lados para dominarlo.
Comenzaba a comprender cómo había sido embrujado Terence. Joven e idealista, no había sido digno rival de una mujer que gozaba de riqueza y posición, y de una belleza poco común.
Pero Rowan sí lo era: lo sería sin lugar a dudas. Derrotaría cada evasiva y desenmascararía cada uno de sus engaños. Su hermano había muerto por causa de aquella mujer y descubriría la verdad, por mucho tiempo que le llevara, fuese lo que fuera lo que tuviera que hacer para lograr la respuesta. No sería rechazado ni seducido...
2
Y bien, querida mía, ¿qué opinas del campo? preguntó Giles, sentándose con dificultad en un sillón junto a Katrine.
En ese momento no había nadie cerca. Algunos de los invitados subían los escalones de madera que conducían a una tribuna entoldada, en el extremo opuesto, pero la mayoría era acogida en la casa conforme llegaban los coches que aparcaban en el sendero. Los hombres se llamaban a gritos entre sí, y las voces reverberaban en ecos débiles a través del bosque que rodeaba Arcadia. Las mujeres se saludaban en medio de exclamaciones, intentando sostener en una mano las sombrillas que las protegían del sol de la tarde y con la otra, las faldas, para evitar las manchas que pudiera dejar el césped recién cortado.
Erguida contra el intenso azul del cielo estival se recortaba la enorme construcción gótica que Giles llamaba su Arcadia, en honor del ideal griego de la felicidad pastoral. Los muros, cubiertos de un cemento gris claro, los balcones redondos, las ventanas de arco ojival con vidrieras y los altos frontones subrayados por arcos convergentes, nada decían de griego ni de pastoral. Tampoco abundaba la felicidad entre los gruesos muros.
El lago, un estanque de aguas tranquilas, pardas, que reflejaba el azul del cielo sobre la superficie, descansaba sobre una leve depresión en la parte trasera de la casa. En la orilla opuesta, tal como reflejaba la imagen invertida sobre el agua, se levantaba una torre almenada, coronada por una cúpula, que Giles había hecho construir a modo de refugio. Se la consideraba un capricho, en parte porque se usaba como invernadero, pero también porque estaba de moda que una plantación contase con un edificio que no sirviese para nada. Desde la orilla del lago, el prado sobre el que se movían se extendía en un espacio en forma de abanico hasta el hueco donde se había instalado la tribuna principal.
¿El campo? preguntó Katrine, recorriendo con la vista la franja de verde que se extendía ante ellos . Se nota que ha sido recortado con esmero, parece que estuviera plagado de esmeraldas.
Me refiero al campo de batalla.
La voz de Giles adquirió un tono irritado, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia lo hombres que se alineaban en la zona abierta. Katrine apretó los labios, fingiendo concentración.
Al parecer este año hay un buen grupo de hombres. Nunca había visto tanto vigor reunido.
La fuerza es tan importante como la resistencia.
La sentencia se debe aplicar a la afición del esposo, su pasión por la cría de caballos, un tema por lo común habitual en sus conversaciones. Katrine lo miró de frente:
Si te refieres a los potros...
Por favor, no hagas ascos del tema le replicó el marido con gesto ceñudo . ¿No hay nadie a quien tengas como favorito, nadie a quien quisieras apostar?
Los labios de la mujer dibujaron una sonrisa irónica.
Si el criterio es la fuerza, sí: me gusta el aspecto de Satchel Godwin.
El hombre al que se refería era un gigante, el más musculoso del grupo, jactancioso y robusto, de cabello color arena tan áspero que parecía que lo lavara con lejía, la piel tan enrojecida que ningún rayo de sol podría broncear jamás, y unos modales tan bruscos e irreverentes cuanto llenos de humor. Ejercitaba todos los deportes, desde la esgrima hasta la pesca y jamás perdía uno de los torneos organizados por Giles.
El esposo le dirigió una expresión de censura con sus ojos de azul desvaído.
Katrine, no se trata de un juego, ya lo sabes, preferiría que no lo consideraras con tanta ligereza.
La aludida se miró las manos y alisó el borde de un frunce del vestido de muselina.
Para mí constituye un juego, Giles, pero el tuyo, y no el mío.
Tengo tu palabra.
Si no la hubiese dado no me habrías dejado en paz.
El hombre hizo una aspiración profunda y la exhaló en un suspiro pesado.
Sea cual fuere la razón, pienso hacer que la cumplas.
Dirigiéndole una expresión suplicante, Katrine dijo:
Giles, por favor...
No. Si hubieses querido, podrías haber arreglado la cuestión de otra manera y con discreción, pero no lo has hecho.
Cuando Katrine percibió la intencionalidad de quien hablaba, su voz sonó angustiada.
No es tan fácil como crees.
Tienes miedo, de lo cual, en parte, tengo yo la culpa. Durante mucho tiempo fuiste una esposa inocente. Tienes reparos en confiarte a nadie más cuando lo que necesitas es dejar correr...
No es eso lo interrumpió Katrine, con los pómulos encendidos . Es que yo no quiero.
Querida mía, aplaudo tus principios, pero resultan un impedimento estúpido. Se me acaba el tiempo.
No es cierto replicó la joven.
Había repetido tantas veces la negación a lo largo de los cinco años que llevaban casados que había perdido la cuenta, aunque por lo general se advertía mayor preocupación. Giles mantenía la idea de que le quedaban pocos años de vida.
Pero moriré llegado el momento, cosa que me sucederá mucho antes a mí que a ti. Eres joven, Katrine, y yo, no. Pasarán años antes de que me sigas a la tumba y, en ese lapso, podrás hacer lo que te plazca. Ahora, en cambio, deseo eso con toda mi alma y me lo darás, de lo contrario... se detuvo de golpe, señalándose a sí mismo mientras mantenía la vista fija, sin ver, en los hombres que ocupaban el campo. Por fin, se sacudió, le cogió la mano y dijo en tono bajo y suplicante : Harás lo correcto, querida mía, ya lo creo que lo harás.
Se levantó y se alejó. Katrine observó su trabajoso avance hacia donde los competidores elegían las armas. A Giles le habría gustado ser uno de ellos. Le irritaba que hubiesen pasado los días de actividad: la obsesión lo dominaba. Y estaba tan incapacitado para competir en el campo como en la cámara nupcial. No podía brindarle el servicio al que la mujer se sentía con derecho. Y de la misma manera que lo atraía observar a los demás competir en los torneos que organizaba, también necesitaría...
«¡No! se dijo la joven , no tengo por qué pensar eso de él. Es mi esposo y me quiere, a su manera.»
Aunque Katrine se había casado con él en atención a los deseos de su padre, había llegado a cobrarle afecto. Era un esposo considerado y generoso y no dejaba pasar día sin hacer algo por el bienestar de Katrine. Era un amo bondadoso con los criados y un anfitrión que brindaba la magnífica hospitalidad de Arcadia no como un deber, sino con alegría. Era un hombre de honor, de elevada reputación en St. Francisville y en toda la región de Luisiana, en otro tiempo conocida como la Florida Británica Occidental. ¿Cómo podía negarle Katrine a su esposo cuanto le pidiera?
Tras ella sonó un paso liviano. Volvió la cabeza y sonrió al ver a Delphia, su doncella, que traía un par de abanicos con cordones de seda en el cabo.
¿Ha ocurrido algo? preguntó Delphia, mientras le entregaba uno de los abanicos a Katrine y se quedaba con el otro.
En verdad, no respondió Katrine.
¿No ha encontrado a nadie que la atraiga?
Katrine alzó una ceja, observando la sonrisa maliciosa de la doncella.
No tendría que encontrarlo necesariamente.
Se comenta que a De Blanc lo acompaña un gigante. Se dice que es un pagano que usa turbante, y lleva al costado una enorme espada con empuñadura de oro puro.
No lo he visto repuso Katrine.
No había advertido al criado por la sencilla razón de que había evitado con toda premeditación mirar en dirección a Rowan de Blanc.
La otra no respondió y se volvió a inspeccionar el grupo de hombres cada vez más numeroso que había en el campo, guiñando los ojos para protegerse del sol y con los brazos en jarras. Delphia era una mulata cuarterona, con la piel color caramelo y ojos oscuros y líquidos, y una mata de cabello rizado suelto, color tabaco, que le caía sobre los hombros. De una belleza exótica, era tan vanidosa como de buen carácter. Pocas personas la ofendían, pues era la primera en reírse de sí misma. Tenía una franca inclinación a los hombres, fueran del tamaño que fuesen, edad y color. Era la doncella de Katrine desde el momento en que llegó a Arcadia y estaba al tanto de la situación de su señora.
Se dice prosiguió la muchacha al cabo de unos momentos que anoche, ese bárbaro quería la bañera de cobre para su amo. Y en lugar de pedirla se limitó a acercarse, la levantó y salió con ella en alto: es un artefacto que sólo podrían cargar dos hombres robustos. Esta mañana se ha comido dos platos de bizcochos y salió sin dar siquiera las gracias.
Tal vez no hable inglés sugirió Katrine.
Es posible admitió Delphia. De pronto, hizo un gesto de asombro : Ahí está. ¡Caramba, qué grandote es! Me pregunto si todo lo que tiene será de ese tamaño.
El asombro de la doncella hizo que al fin Katrine estirara el cuello. La muchacha le señalaba un amontonamiento de gente al otro lado del campo. Pasó un momento hasta que se apartaron algunos de ellos y pudo ver al sirviente de dimensiones gigantescas. Delphia no había exagerado. Su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de la mayoría de los que lo rodeaban. Vestía una amplia camisa blanca abierta hasta la cintura y pantalones muy anchos, sujetos a la cintura por una faja de rayas color bermellón, de la que pendía el alfanje, la gigantesca espada curva que había mencionado Delphia. Con los brazos en jarras y expresión desafiante en su rostro aquilino, montaba guardia ante una caja de sables forrada de terciopelo que había abierta a sus pies.
Y al parecer, era de sentidos agudizados, la vista en particular, pues percibió la mirada de las dos mujeres y se volvió hacia ellas. La vista del gigante rebasó a Delphia y observó a Katrine a través del espacio que los separaba. No abrió la boca, pero atrajo la atención de su amo haciendo un gesto con la cabeza en dirección a ella.
Rowan de Blanc, que hablaba con Giles, tal vez acerca de los méritos de su sable sobre los que ofrecía el del anfitrión, se volvió. Al toparse con la mirada de Katrine, alzó la espada y se llevó la empuñadura a la barbilla en el saludo tradicional de la esgrima. La bajó, extendió hacia fuera el otro brazo e inclinó el cuerpo en una graciosa reverencia.
-¡Qué gesto tan bello! exclamó Delphia.
Más bien parece que se burlara de mí respondió Katrine con sequedad.
Sería cuestión de no advertirlo y alzar la mano en ademán majestuoso le aconsejó la doncella.
¿Sabes de quién se trata?
Por supuesto. Rápido, antes de que aparte la vista.
Katrine hizo lo que sugería Delphia, aunque su ademán fue más irritado que majestuoso.
Eso es, ¿lo ve? Está convencido de que lo admira de la cabeza a los pies.
¡Espero que no!
Por lo menos no creerá que lo desprecia.
No lo desprecio dijo Katrine con brusquedad.
Entonces, ¿qué?
Desearía que no estuviese aquí.
Con expresión seria, la doncella la contempló unos momentos antes de decir:
Pero está aquí, y se ajusta a los comentarios que se hacían de él.
Ya sabía que no podrías resistir la tentación de echarle un vistazo.
La muchacha inclinó la cabeza y dibujó una sonrisa pícara:
No era a mí a quien miraba dijo , ni tampoco su gigante.
En ese momento, Musetta y Brantley, su esposo, se reunieron con Katrine y Delphia. El palco comenzaba a llenarse y se tornaba ruidoso con el murmullo de las voces. Aparecieron cuatro músicos con cornos franceses y se agruparon a pares a cada lado del área del espectáculo. El esposo de Katrine regresó al asiento. El rumor de las conversaciones comenzó a apagarse a medida que la multitud percibía el inminente inicio de los juegos.
En aquel instante se adelantó Alan Delaney y se encaminó hacia Katrine.
Madame Katrine dijo, haciendo una breve reverencia , anoche se sugirió que me destacara yo como vuestro campeón. Si estáis de acuerdo, ¿podríais entregarme, por favor, el símbolo de vuestro favor?
Se refería al estúpido desafío de Lewis, y la sonrisa de Katrine adquirió un sesgo amargo.
Parecéis empapado del espíritu del encuentro.
He leído a Scott respondió el joven, sonriéndole , y la novedad de Tennyson Idilios del rey, un tema sobre el rey Arturo y sus caballeros y, tras considerar el asunto, he decidido comportarme de la misma manera, la más galante posible.
¿Sería posible que Alan derrotara a Rowan? No podía saberse y, a juzgar por la expresión del otro, no parecía así. Sin embargo, si un símbolo del favor de Katrine era capaz de dar ánimos al joven, la muchacha no se lo negaría.
No llevaba pañuelo, cintas o sombrilla, pero la falda del vestido de muselina de color coral estaba orlada de frunces que, bordeados por una banda de un color suave diferente y rematados en moño, despedían un manojo de cintas multicolores. La mirada atenta de Katrine se posó sobre las que pendían del busto y arrancó un ondulante grupo con matices de crema, de rosa pálido, de azul celeste y de amarillo. Se inclinó y se lo entregó a Alan, que estiró la mano para recibirlo.
El joven lo balanceó adelante y atrás, un poco desconcertado por lo suave y femenino del adorno, y preguntó suplicante:
Ahora que lo tengo, ¿qué queréis que haga con él?
Respondió Delphia, en un tono más sumiso que el que empleaba con Katrine:
Áteselo al brazo.
No tengo la menor habilidad para hacerlo, ni aun en las mejores circunstancias respondió el muchacho, sacudiendo la cabeza.
Permítame dijo Katrine.
Recuperó las cintas, se levantó y bajó a mitad de camino el breve tramo de escalones. Inclinándose un tanto, ató con rapidez las largas cintas en torno al brazo izquierdo de Alan, con cuidado de no apretarlas demasiado para no dificultarle los movimientos, pero no tan flojas que se soltaran y lo molestaran.
Listo, caballero dijo la joven al terminar : tenéis mi favor y mi bendición.
Con esas dos cosas, ¿cómo podría perder? exclamó el muchacho en tono fervoroso.
Hizo una última reverencia, retrocedió y corrió otra vez a su lugar.
Giles, que había observado la escena en silencio, habló en voz queda mientras su esposa se acomodaba otra vez en el asiento:
Querida mía, ¿crees que ha sido prudente?
Tanto como lo demás respondió la mujer.
Giles frunció el entrecejo, pero no agregó nada más. Instantes después hizo señas a los ejecutantes de cornos y se puso de pie para ordenar el comienzo de los juegos.
La esgrima con sable era un deporte italiano que se había puesto de moda en los últimos tiempos. El hecho de que las armas fuesen más largas y pesadas hacía que la contienda fuese más excitante y, que se asemejara más a un verdadero duelo. Los duelos de pistolas, que poco a poco iban reemplazando a la esgrima, no le gustaban a Giles. Decía que en los encuentros con arma blanca eran más evidentes los elementos de resistencia, inteli-gencia e intuición, y daban ocasión a la intervención de la Divina Providencia, que se suponía del lado de los justos. En Luisiana existían numerosos hombres que pensaban del mismo modo y, por lo tanto, las salles d'armes, los establecimientos donde los hombres practicaban con hojas, preparándose para la posibilidad de enfrentar a un individuo con una espada en la mano, estaban repletos. Y la afición hacía pensar que los encuentros de la tarde serían interesantes.
Las peleas estaban organizadas para que se enfrentaran en la primera vuelta todos contra todos, ganando los que se impusieran en dos vueltas de tres, al cabo de tres touchés en cada vuelta. Como había dieciséis hombres en el campo, las rondas serían cuatro. Una vez eliminados los perdedores de las primeras vueltas, los ganadores lucharían entre sí hasta que quedaran sólo dos rivales. El ganador del asalto final sería el campeón.
Tal como dijera Alan la noche anterior, las puntas de los sables estaban protegidas por botones, pero los filos, no. El estilo acostumbrado eran los lances y las paradas, pero se permitían los cortes. La zona a que se apuntaba era tan sólo el tronco, incluyendo las clavículas hasta el borde de los muslos, cuya zona quedaba protegida por el acolchado de la ropa. Para proclamar el toque se empleaba el aviso de honor, en el que cada uno gritaba cuando era tocado. En caso de toque simultáneo, el contendiente que se encontrara en posición ofensiva en el momento en que se produjera el contacto era el que se acreditaba el punto.
Katrine odiaba la lucha a espada. Detestaba las máscaras de alambre y las prendas acolchadas que convertían a los hombres en guerreros extraños y sin rostro. Odiaba los chirridos y el entrechocar de las hojas de acero de los oponentes. Le disgustaba el aspecto de las inevitables heridas. Y, sobre todo, odiaba la conciencia de vulnerabilidad que sentía al ver el destello de los sables que se cruzaban.
Y, al mismo tiempo, la fascinaba. Admiraba tanto el valor de los hombres que luchaban como la velocidad de la acción, el denuedo y el entusiasmo combinados con el intercambio de tácticas ingeniosas y sorprendentes. Más aún: los juegos, que se desarrollaban bajo las reglas exactas y la ceremonia precisa pero con un elemento de peligro siempre presente, eran lo más parecido a un duelo genuino.
Resultaba extraño ver a los hombres en público sin chaquetas. Esa parte del atuendo nunca se dejaba de lado, ni en los días más calurosos, salvo en circunstancias extremas y en medio de las más profusas disculpas. Observarlos despojados del confinamiento de las chaquetas y las corbatas, cubiertos sólo con la camisa, de modo que los verdaderos físicos se exhibieran sin el auxilio de las habilidades del sastre, era ocasión de un entusiasmo secreto que compartían todas las mujeres presentes. Katrine vio que Musetta se echaba hacia delante en el asiento y observaba sin disimulo, al tiempo que las otras lanzaban breves miradas de soslayo hacia la liza, o contemplaban el cielo, la hierba, los banderines que ondeaban al viento, cualquier cosa que no fuese a los hombres en mangas de camisa.
La primera vuelta fue breve, y los menos expertos quedaron eliminados. En la segunda, Lewis, el sobrino de Giles, fue eliminado por el corpulento y jovial Satchel Godwin. Quedaron así Satchel, Rowan, Alan y Perry de Musetta, dispuestos a la tercera vuelta. Tras un breve descanso, la contienda se reanudó enfrentándose Alan a Satchel y Perry a Rowan.
Los encuentros, organizados de modo que siguieran unos a otros en rápida sucesión, los convertía en una prueba suprema de resistencia, así como de destreza y astucia. Las primeras rondas no tenían demasiada importancia, pero ahora comenzaba a perfilarse el duelo.
Al comienzo, el tamaño y la fuerza de Satchel representaron una ventaja y le permitieron superar a sus oponentes con el peso de sus golpes, que entumecían las muñecas. Sin embargo, su estado físico no mantuvo esa primera racha de energía: había bebido y comido en exceso. Al comenzar la tercera vuelta se advertía que estaba flaqueando. Alan, más liviano, rápido e infatigable, se mantuvo fuera del alcance casi todo el tiempo, acercándose y alejándose en ataques rápidos que el más corpulento sólo podía parar con gran esfuerzo, falto de aire. Se produjo el primer toque, luego el segundo, uno de parte de cada hombre. El tercero fue a favor de Alan. Se dedicaron entonces a una serie de fintas, lances y estocadas de contragolpe que no lograban nada.
Rowan y Perry eran más parejos en fuerza y agilidad, aunque el primero tenía un alcance algo mayor. Pero la mayor ventaja de Rowan era la destreza: pronto resultó evidente que Perry había llegado a esa altura de la competición gracias a la mediocridad de sus oponentes. El primer toque, adjudicado a Rowan, se produjo segundos después del comienzo del encuentro, y lo siguió otro inmediato. El tercero se retrasó porque Rowan prolongaba el encuentro para no herir el orgullo de su rival.
Era evidente que Perry advertía la actitud piadosa del oponente, pues sus movimientos se hicieron rígidos a causa de la furia y el pesar, y la pequeña parte de rostro que dejaba ver la máscara tenía un tono escarlata. No hacía otra cosa que parar los golpes y retroceder, sin poder iniciar una ofensiva sostenida.
Entre tanto, en el otro campo, Alan dio el toque final: un hermoso redoble veloz, perfectamente sincronizado después que el primero fuera rechazado. Se deslizó bajo la guardia de Satchel como un cuchillo caliente a través de la manteca con tanta fuerza que la hoja de Alan se dobló casi por la mitad contra la protección acolchada del pecho del otro. Satchel proclamó el toque casi con un rugido.
Aprovechando el momento de distracción, Perry lanzó un ataque contra Rowan golpeando, arqueando, agitando su hoja suelta y cortando hacia abajo con cruel energía en un movimiento destinado a rebanar hasta el hueso. Rowan saltó hacia atrás eludiendo aquel ataque ilegal y, aun así, el filo del sable enemigo lo cortó encima de la rodilla. Tajó la tela de los pantalones y dejó a la vista una herida de rojo brillante.
Las mujeres gritaron. Los hombres también. Giles se levantó de un salto y, en tono severo, dio la orden de que se suspendiera el encuentro.
Ya era tarde. En la hoja de Rowan, la luz brilló como un relámpago azul plateado. Sin hacer caso de su herida ni del anfitrión, se trabó otra vez en lucha con Perry. Hubo un remolino de acción demasiado veloz, y Perry comenzó a retroceder tambaleándose, parando los golpes con desesperación. Las hojas chirriaron en un enervante deslizamiento de metal contra metal y, de súbito, se produjo un enceguecedor remolino de acero. Luego, Perry apareció en el suelo y Rowan sobre él, con la punta del sable hundida en el acolchado, en el corazón del joven.
Touché, diría yo dijo Rowan sin inmutarse; se irguió y se quitó la máscara.
Perry contempló la hoja de sable que lo mantenía contra el suelo y la mirada penetrante del hombre que la sujetaba. Giró la cabeza y miró hacia la tribuna, donde estaba Musetta. La mujer, sentada junto a Giles, apartó la mirada del hombre que yacía bajo la espada.
En medio del silencio, Perry proclamó su derrota, en voz baja, pero con fuerza. En voz más alta, agregó:
Perdóneme la herida. En el calor de la lucha perdí la cabeza.
Rowan apartó el sable con un movimiento veloz y extendió la mano para ayudar al joven a levantarse. Con voz profunda y serena dijo:
Perdonado.
El asalto siguiente, entre Rowan y Alan, fue un contraste. Emplearon la técnica correcta con una ejecución rigurosa, mantuvieron con meticulosidad las formas y resultó un encuentro limpio que dejó a ambos hombres agitados y bañados en sudor. Pero no había duda sobre el resultado.
A lo largo de la tarde, Katrine evitó mirar a Rowan, pero no pudo dejar de oír a su alrededor los comentarios que alababan la limpieza de su destreza, la precisión de sus movimientos y su conducta impecable.
Rowan permitió que le vendaran la herida y luego insistió en participar en el siguiente encuentro.
¡Era demasiado! No era justo... Katrine percibió que el resentimiento crecía en ella ahora que seguía los movimientos del hombre, con actitud precisa, el sable sostenido en la posición exacta de guardia, el puño izquierdo sobre la cadera. El vendaje blanco contra el paño negro del pantalón de esgrima llamaba la atención; hacía resaltar la flexión de los músculos de los muslos y los flancos, en especial cuando atacaba. El sudor hacía que la camisa se le pegara a la ancha espalda y enfatizara el fluido deslizamiento de los músculos que constituían la parte superior del cuerpo. En algún momento se había enrollado las mangas por encima del codo, dejando expuestos las muñecas y los antebrazos nervudos. El ejercicio había hecho que su cabello se rizara en un casco apretado sobre la cabeza, confiriéndole el aire de un gladiador romano. Algo en la honda concentración en la punta del sable, en el modo contenido en que se movía, lo distinguía de cuantos lo rodeaban. Era como si dentro de él una crueldad inquebrantable le permitiera llevar la fuerza al último extremo y le otorgara lo que deseaba, o lo obligara a arrancar el último vestigio de vida de quien se opusiera.
Alan alzó la mano izquierda en señal de que admitía el último toque del encuentro. Los dos hombres se inclinaron desde la cintura, se quitaron las máscaras, colocándolas bajo los brazos, y se volvieron de frente a la tribuna principal, de pie uno junto al otro, la respiración agitada, las puntas de los sables hundidas en la hierba a los pies de ambos.
La multitud se puso en pie, aplaudiendo, y se elevó un clamor de vivas. Los cuernos lanzaron un sonoro coro de victoria. Los pendones y gallardetes que decoraban la tribuna flamearon con suavidad en la brisa, mientras los niños, blancos y negros, se mezclaban con los mayores que se acercaban a felicitar al ganador de ese día.
¡Bien hecho, Rowan de Blanc! exclamó Giles desde su sitio, inclinándose sobre la baranda de la tribuna . Acercaos a recibir el premio.
Rowan entregó la máscara y el sable a su criado, que se había adelantado a recibirlos, y avanzó con paso firme hasta quedar bajo Katrine. En ese momento, ella recogió la corona de laureles de manos de Delphia. A medida que avanzaba por las gradas, se topó con la mirada oscura y observadora de Rowan. Se detuvo de golpe como si hubiese chocado contra una barrera invisible y luego, con esfuerzo, descendió hacia él.
Rowan, acalorado y sudoroso, sintiendo la fatiga en la médula de los huesos, observaba erguido a lady Katrine, que bajaba las gradas de la tribuna. Tenía un aspecto frío e intocable y, aun así, delicioso, con el vestido del color de un melocotón maduro. De súbito, sintió el deseo de saborearla, de borrar el frío desdén y el rechazo que veía en el rostro de la mujer, y de tenerla entre los brazos dulce y suculenta, tibia y dócil. La fuerza del deseo fue tan intensa que lo obligó a quedarse quieto, pues no estaba seguro de poder controlar algún movimiento instintivo.
Katrine se detuvo en el último escalón. Con voz melodiosa, aunque no demasiado firme, dijo:
Rowan de Blanc, te obsequio con esta corona de laurel, como símbolo de la victoria que conquistaste por el derecho de las armas, y también como signo del elevado nivel de juego que has manifestado. Si me lo permites, colocaré esta corona sobre tu frente con el beso romano de la buena suerte.
Alzó la corona y Rowan inclinó la frente para recibirla. Cuando el círculo de hojas quedó colocado sobre las ondas oscuras del cabello del hombre, la mujer le apoyó las manos sobre los hombros y se inclinó hacia él. Fue a besarlo en las mejillas, primero a un lado, luego al otro, y Rowan la imitó. Luego, en el último instante, mientras la joven le rozaba la otra mejilla con los labios, volvió la cabeza. La superficie suave y firme de los labios del hombre estaba caliente y sabía a sal y a deseo, quemaba con un fuego arrasador que parecía penetrar y vertirse como aceite hirviendo por las venas de Katrine. Sus pensamientos volaron, y un anhelo lento y dulce la invadió. Sin poder contenerse, apretó los dedos sobre los firmes músculos del hombre.
Rowan se movió apenas, alzando una mano como si fuese a sujetarla. Katrine exhaló un suspiro y se apartó. Con las pestañas bajas para no mirarlo, se alejó. Subió las gradas con la cabeza alta y dejó allí a Rowan, de pie, coronado de laureles, con los pies asentados firmemente sobre la hierba.
3
¿Es grave la herida?
La pregunta de Katrine se incluía en el jueguecito cortés que venía desarrollando desde que Rowan y ella habían ocupado sus sitios a la cabecera de la mesa del banquete. Pero no tenía ganas de ser cortés.
Tenía los nervios alterados y le escocía la piel con la sensación de que cada uno de los presentes a la mesa que se extendía ante ellos los observaba. El recuerdo de los labios del hombre sentado junto a ella sobre los propios ardía como un ascua en el centro de su mente. Hacía que sus palabras, sus modales, cada movimiento, fuesen rígidos y le resultaba más difícil que nunca comportarse con él de manera natural. Para colmo de males, la actitud de Rowan era relajada.
No es nada grave repuso Rowan, reclinándose en la silla.
Katrine había adivinado su respuesta. Por una parte, indicaba la clase de hombre que era. Por otra, Delphia, por fuente de los criados, sabía que Rowan había rechazado el ofrecimiento de ser atendido por un médico y había preferido que lo atendiera su criado, con ciertos conocimientos en cuestión de medicina.
¿Estás seguro? preguntó, con cierta aspereza . La competición de esgrima será más exigente mañana, y los rivales no se andarán con contemplaciones.
Tu preocupación es bálsamo suficiente sobre cualquier herida. De cualquier modo, tengo que estar preparado para ser rey del torneo una vez más y conservar el privilegio de sentarme a tu lado.
En el tono del hombre hubo un matiz sedoso que a Katrine no le agradó, y dijo:
El premio consiste en acompañarme a un almuerzo al aire libre. Seguro quedarías desolado si lo perdieras.
El hombre la observó unos momentos.
Y tú preferirías que lo perdiese.
Katrine no respondió y apartó la mirada de la mesa. Dispuesta en forma de «T», estaba servida con vajilla de plata y cristalería, saleros individuales, soportes para los cuchillos, y coronas de laurel entretejidas con hiedra y ásteres. La luz parpadeante provenía de una lámpara de bronce y bañaba a la concurrencia con un resplandor dorado. Bajo esa suave luz, Giles, al otro extremo de la mesa, parecía más saludable y benévolo que de costumbre, el resto de los presentes adquiría un aire heroico y, las mujeres, un aspecto hermoso. La luz era engañosa.
El tema central de la conversación general era en ese momento el asalto reciente a una armería de Virginia por un loco llamado John Brown. Katrine deseaba un pretexto para intervenir y eludir el tete a tete con Rowan, pero no lo logró.
¿Acaso preferirías que ocupara mi lugar otro hombre? sugirió Rowan . ¿El que llevaba tus cintas, quizá? ¿O tal vez ese atolondrado que deseaba tanto ganar que se olvidó de sí mismo?
Cualquiera de los dos dijo Katrine en tono airado.
Como te da lo mismo, debo deducir que lo que te molesta es mi presencia. ¿Por qué, si eres inocente de la muerte de mi hermano?
En mitad de la mesa, Lewis hizo un comentario malicioso a media voz y volvió la mirada hacia la cabecera. La joven sentada junto a él, una muchacha pálida de cabellos oscuros y enormes ojos negros, se sonrojó e inclinó la cabeza sobre el plato. El comensal del otro lado echó hacia atrás su cabeza pelirroja y soltó una carcajada con tono grave. Katrine apretó los labios y luego quiso descargar su ira sobre el hombre que estaba junto a ella.
¿Acaso crees que, fascinada por tu triunfo, te daría la ocasión de atormentarme en público?
¿Atormentarte? Por cierto, parece una palabra muy fuerte para aplicarla a lo que sucede entre nosotros.
Ya me lo advertiste dijo la joven, sin hacer caso del comentario . ¡Cuán gratificado debes de sentirte al comprobar que es así!
Es eso lo que te molesta: que haya ganado yo, ¿no es cierto?
Todo en ti... comenzó Katrine, y se interrumpió, aterrada al ver lo cerca que había estado de descubrirse.
Eso sí que me da ánimos dijo Rowan con una mueca burlona . Tu desagrado es personal. ¿Será acaso porque te recuerdo a Terence y a cosas que quieres olvidar?
Katrine lo contempló largo rato.
No puedo imaginar a un hombre más diferente de Terence. Tu hermano era siempre bondadoso y considerado, un alma tierna. Tenía momentos de alegría, pero ninguna veta de maldad.
Rowan apretó los labios e hizo una pausa prolongada. Luego dijo:
¿Lo amabas por esas cualidades?
Katrine lo observó y vio el dolor reflejado en las líneas fuertes de aquel rostro y la súbita pena que asomaba a las profundidades hipnóticas de sus ojos verdes. Un impulso vago de ceder, de dejar de luchar y de darle el gusto a Giles invadió la mente de Katrine. Soltó un suspiro entrecortado y se echó atrás en la silla, tanto como se lo permitía el alto respaldo. Se humedeció los labios pues, de pronto, los sintió resecos, y rebuscó en la mente algo que decir. El eco de la pregunta de Rowan le propició una súbita inspiración.
Sí, por esas y por muchas otras cosas dijo Katrine con un matiz ronco en la voz . Pero Terence era tan joven que no comprendía el juego.
El juego... repitió Rowan, entrecerrando los ojos.
Claro. ¿Qué, si no? Soy una mujer casada.
De dónde había salido la inspiración para fingir así? «De Musetta pensó Katrine , que parlotea de los juegos amorosos de la clase alta y de los matrimonios que convierten el amor en algo que debe buscarse fuera de los lazos conyugales.»
¿No querría algo más de lo que estuvieras dispuesta a dar?
Debo confesar que me reí cuando me sugirió que huyésemos prosiguió Katrine, inspirada . Era una idea loca, poco práctica, y tan romántica... No supe que hablara en serio o que estuviera desesperado. Pero cuando nos dejó, advertí lo mucho que me importaba.
Rowan la observó largo rato. Por fin, sacudió lentamente la cabeza.
Entre todo lo que has dicho, sólo creo una cosa: que Terence fuera demasiado joven para ti.
La joven parpadeó y alzó la barbilla:
Querías saber cómo se mató tu hermano, y te lo he dicho. Lamento mucho que no te agrade la respuesta, pero así es.
Y ahora, ya puedo irme y dejarte en paz, ¿no es así?
Si lo prefieres repuso Katrine en tono agudo, irritada porque hubiese adivinado con tanta facilidad sus pensamientos.
No. Pienso que, por alguna razón, te provoco temor y represento una amenaza contra tu mundo rico y seguro. No sé muy bien por qué, pero hay algo de lo que no tengo dudas. Vaciló un instante y, cuando prosiguió, habló en tono suave e insinuante . Yo ya no soy tan joven para jugar.
En el silencio que cayó entre los dos, las voces de los otros comensales y el tintineo de la vajilla parecieron lejanos. ¿Acaso era posible que Rowan insinuara lo que Katrine estaba pensando? Observándolo, con la respiración contenida, no supo a qué conclusión llegar y tampoco estaba segura de querer arribar a alguna.
Qué, ¿no hay respuesta? dijo el hombre . ¿No tienes curiosidad por saber en qué aspectos nos parecíamos Terence y yo? Te aseguro que nos consideraban muy parecidos.
Rowan esperó la respuesta de Katrine con el corazón convertido en un puño de hierro dentro del pecho. ¿Aceptaría, jugaría con él, condenándose como una coqueta sin corazón, o lo rechazaría, demostrando cuánto le importaba Terence y que no estaba dispuesta a aceptar un sustituto? «Me temo pensó el hombre , que cualquiera de las dos cosas constituiría una pérdida para mí.» Le irritaba que le importase tanto, que aquella mujer lo atrajera, permitir que se lo distrajera de su propósito. Tal cólera le resultaba familiar: hacía meses que lo acompañaba, desde el momento en que supo que Terence había muerto y, en especial, desde que había llegado a Arcadia. Y aquella noche empleaba esa ira para velar cada afirmación con un matiz de sarcasmo autoprotector.
Katrine se quedó mirándolo, mientras el color abandonaba su semblante. Con apenas un hilo de voz, le dijo:
Lo sabes, ¿verdad?
Rowan no sabía nada, pero ansiaba comprender qué había convertido a la mujer vibrante que tenía a su lado instantes antes en aquella criatura pálida y a la defensiva, con expresión de paloma herida. Hizo una tentativa.
Tal vez, pero...
No es necesario que seas discreto; estoy enterada de la situación, pues se mantiene desde hace años. No hay motivos para que no seas sincero conmigo.
Yo también lo preferiría dijo el hombre, tanteando el terreno con cautela . Y, no obstante..., admitirás que existen dificultades.
¡Oh, sí! respondió Katrine, con una sonrisa torcida en los labios pálidos . Eso lo admito.
¿Y si me dijeras qué es lo que sientes al respecto?
¡Me opongo! Para siempre y de manera inalterable.
¿Por qué? los ojos oscuros la examinaron, penetrantes.
Por decencia, por honor, por disgusto personal a someterme a otra persona en asunto tan privado. Además, de entre todas las objeciones que se pueda imaginar, y teniendo en cuenta lo poco común del arreglo... Hablando con fervor, Katrine se interrumpió al ver que el semblante de Rowan adoptaba una expresión confundida.
¿Acaso estás diciendo exclamó él, incrédulo que mi hermano anduvo metido en un asunto carente de decencia o de honor?
El rostro de la mujer se cubrió de un intenso color y dijo con brusquedad:
Me has engañado. Es imperdonable.
¿En serio? repuso el hombre en tono duro . No hay medios lo bastante indignos que no sea capaz de emplear para descubrir qué le sucedió a Terence. No puedo creer que haya estado dispuesto de manera voluntaria a participar en algo pero, si lo estuvo, quisiera saberlo.
El problema al que me refería no tiene nada que ver con él, al menos...
¿Qué?
Katrine desvió el rostro de la mirada dura e inquisitiva del hombre.
Ya he dicho más que suficiente, y no tiene que ver con el motivo que te ha traído aquí. Será mejor que lo olvides. Olvídalo todo y vete.
No te librarás de mí con tanta facilidad.
Katrine le dio la espalda.
Si eres prudente, me harás caso.
No quiero ser prudente dijo el hombre, enfrentando la mirada de ella con la propia.
Ante tan audaz afirmación, hecha con matiz resuelto, Katrine sintió que la atravesaba un estremecimiento mezcla de temor y excitación. Por supuesto, era imposible que supiera de qué hablaba. «Es una locura pensarlo», pensó Katrine. A Terence no se le había informado, al menos de forma directa, del motivo de haber sido invitado a Arcadia. ¿Cómo, entonces, podía saberlo su hermano?
No. Nadie lo sabía, excepto la misma Katrine, su doncella y Giles. En ocasiones, la joven creía que lo sospechaba Lewis pero que, de haber estado seguro, habría sido incapaz de admitirlo: se habría puesto en acción, aunque hubiera significado ofender a su tío y arriesgar su posición en Arcadia. No habría podido evitarlo.
¡Katrine, querida mía, necesitamos una respuesta! exclamó Musetta, desde el medio de la mesa, que sentaba a Brantley, su esposo, enfrente, y a Perry a su derecha.
¿Ahora? preguntó Katrine.
La pregunta que haría Musetta sería de las que suelen comentarse en el vestíbulo, después de la cena, cuando se reunieran todos en la galería, en el prado, o en algún otro ambiente informal.
¿Qué mejor momento, puesto que acaba de surgir? Musetta, de aspecto radiante con su vestido de satén color crema adornado de encaje, miró a Perry con aire risueño y prosiguió : Esta es la cuestión: ¿Qué deber esencial tiene un hombre hacia la mujer a la que ha entregado el corazón?
Amor, por supuesto respondió Katrine, sin pensarlo.
Sí, sin duda, y no es necesario agregar la devoción infinita. Pero, además de eso.
Para Katrine fue un alivio olvidar las preocupaciones dedicándose al ejercicio mental que le proponían. Consideraba esas cuestiones asuntos de interés filosófico y un escape mental, aunque para Musetta, aquellos debates representaban una forma de coqueteo.
Expongo la teoría dijo Perry, con el rostro rojo de que el primer deber es el honor, en cualesquiera de sus formas. Deben observarse todas las manifestaciones externas de la cortesía y el respeto, sin tener en cuenta lo que suceda en la intimidad.
Y yo sostengo rebatió Musetta, con la risa asomada a los ojos azules que lo principal es la obediencia a los deseos de la dama. El de ella es un riesgo mayor y, en consecuencia, es quien debe decidir cada acción del romance y cada cambio de dirección que pudiera adoptar.
A medida que el interés de los comensales derivaba hacia el pequeño drama que se estaba representando, el murmullo general de las conversaciones cesó. Georgette, una muchacha corpulenta de cabellos rojos sentada junto a Lewis, se inclinó y le susurró algo que lo hizo estallar en carcajadas, que ahogó enseguida. Dos mujeres maduras juntaron sus cabezas y contemplaron con miradas severas, aunque ávidas, a Musetta, al tiempo que hablaban en voz queda.
Al parecer, todos sospechaban alguna intriga amorosa. Katrine dudaba. Y Musetta, aunque le agradara ver las cejas alzadas y disfrutara con el flirteo, era más prudente de lo que declaraba. En ocasiones, Katrine pensaba que su cuñada actuaba como si quisiera castigar a su esposo por su indiferencia.
Ambas cuestiones son válidas dijo Katrine, inclinando la cabeza con aire pensativo . Con todo, yo diría que el mayor deber de un hombre hacia una mujer en esa situación es la protección, tanto física como mental.
¿La protección? Musetta frunció la nariz . ¡Qué aburrido!
A mí no me lo parece repuso Katrine . El amante devoto no debería hacer nada que pudiese causar pena a su dama y no tendría que permitir que nadie le hiciera daño, de palabra o de hecho. El honor y la obediencia que mencionáis están incluidos en este concepto: si a un hombre le importan el buen nombre y la posición social de una mujer tanto como su bienestar íntimo, debe honrarla tanto en público como en privado. Si quiere verla segura y libre de preocupaciones innecesarias, obedecerá sus deseos, tanto los explícitos como los tácitos pues, mientras el amor perdure, la vida del hombre ha de estar dedicada a la mujer. En lo que al hombre se refiere, proteger a la mujer que ha honrado con su amor debe convertirse en el único objetivo de la vida. En un mundo perfecto, esta misma mujer llevaría el apellido del hombre, concebiría a sus hijos y, en consecuencia, brindaría la inmortalidad a ambos. Nuestro mundo dista de ser perfecto pero, si somos afortunados, puede acercarse a ello.
Musetta arrugó su nariz respingona y respondió a Katrine:
¡Bien dicho, correcto! ¡Qué provocativa!
No he querido serlo dijo Katrine, con una sonrisa.
Lo sé repuso la otra , pero eso es peor alzó un hombro redondo en gesto de enfado, pero pronto se convirtió en una sonrisa.
Tengo la impresión de que has pensado mucho sobre el tema insinuó Rowan en voz queda, mientras los demás perdían interés y reanudaban la conversación interrumpida.
A desgana, Katrine se volvió hacia él y observó su expresión, como si se preguntara si había querido insinuar que debía ser experta en cuestiones amorosas. Por fin, dijo:
El modo de vida de esta comunidad tan pequeña nos brinda tiempo para ejercicios filosóficos como éstos.
Entiendo. ¿No tienes nada más práctico en qué ocuparte?
Katrine empleaba su tiempo en las tareas para las que la habían preparado: supervisar la limpieza y el mantenimiento de la mansión, planificar las comidas, enseñar a los criados y mediar en sus disputas, velar por la salud y el bienestar de los trabajadores del campo y de sus familias, y ocuparse de los invitados a la casa y de ser una anfitriona atenta y competente. Con calma, respondió:
Nada en que ocupar la mente.
Creí que quizá disfrutaras con el papel de reina, las entregas de premios y los homenajes, como por derecho propio.
Antes de hablar, Katrine apretó los labios.
Estás ofendiéndome, y sospecho que es tu intención.
¿Por qué?
Porque has decidido detestarme y considerarme una villana capaz de cualquier cosa.
Si me equivoco, demuéstramelo.
No puedo hacerlo dijo la mujer, sacudiendo la cabeza con gesto firme . Piensa lo que quieras.
Si te digo que eres la mujer más deseable que he conocido, ¿qué me dirías?
Por un instante, los ojos de la joven se abrieron sorprendidos, pero enseguida bajó las pestañas.
Sospecharía que tratas de convencerme de que complazca tus deseos por un medio injusto, puesto que son inaccesibles.
Una vez más, tal vez tengas razón; tal ve no dijo Rowan con una breve carcajada . ¿No se te había ocurrido?
Te recuerdo que...
Sí, a lo sé: eres una mujer casada concluyó por ella con un gesto impaciente . ¿Y qué tiene que ver eso, en especial viniendo de una persona que habla con tanta libertad de los amantes y de sus damas?
Hablaba en forma teórica aclaró la muchacha, impulsada por el escepticismo que veía en la mirada del hombre.
¡Cómo! ¿No es imaginación y fantasía? No esperarás que lo crea, teniendo en cuenta que tu marido es mucho mayor...
Giles no participa en esto.
¿No? Rowan sacudió la cabeza, con los ojos oscurecidos . ¿Y no crees que debería participar?
La mujer hizo una profunda inspiración, pero la calma que procuraba no llegó, y dijo entre dientes:
Mi relación con mi esposo no es asunto tuyo. Me harás el favor de no volver a mencionarlo de aquí en adelante.
¿En serio? preguntó el hombre, como para sí. Alzando un hombro en gesto casual, agregó : Quizá lo haga, si eres capaz de presentarme un tema de mayor interés.
O repuso Katrine con ojos relampagueantes podríamos dejar de hablar.
Eso daría la impresión de que hemos discutido y estoy seguro de que no lo deseas. Los únicos que discuten en público son los enemigos y los amantes.
Entonces, prefiero que nos consideren enemigos.
Katrine comprendió que sus palabras eran demasiado entusiastas de acuerdo a los buenos modales, pero no se retractó. El semblante sombrío de Rowan le indicó que el arreglo no era de su agrado. Pero no dijo nada y al fin, por suerte, la cena concluyó.
La mañana siguiente no era la más apropiada para la arquería: en el horizonte, hacia el sur, un gris azulado prometía lluvia. Cruzaban el cielo nubes cargadas que velaban la luz del sol y disminuían la visibilidad. Un viento suave que agitaba el toldo de lona de los graderíos y arrancaba la hierba del campo de juego podría afectar a la puntería. El humo proveniente de las fosas donde se habían encendido hogueras para el asado pendía bajo, y el aroma hacía pensar que se aproximaba el otoño. Incluso hacía más fresco por la noche, sin llegar a ser tan intenso que no pudiese remediarse con un chal de Cachemira.
Katrine se había abrigado con un pequeño echarpe de chifón de seda color marfil que más tarde entregaría como señal de favor. En cuanto terminó el desayuno, se lo había dado a Satchel, que tenía grandes probabilidades de ser campeón, pues a menudo cazaba ciervos como lo habían hecho, en otra época, los indios de la región. El gesto lo emocionó muchísimo más de lo que ella esperaba. Con el rostro muy rojo y la voz áspera, dijo:
No fallaré, madame.
Hágalo lo mejor que pueda le dijo la joven cuando le ataba el echarpe al brazo.
Se irán todos con la cola entre las piernas, en especial el extranjero.
Katrine alzó la vista.
¿No le gusta Rowan de Blanc?
Está demasiado seguro de sí mismo dijo Satchel con expresión sombría.
Eso mismo pienso yo dijo Katrine suavemente.
No se preocupe: me encargaré de él dijo Satchel, con un gesto enfático.
Muy bien respondió la joven.
El robusto gigante se dirigió a zancadas hacia el campo. Agitaba el brazo para que el echarpe ondeara como una bandera y resplandecía de orgullo y de alegría como un niño con un juguete nuevo.
Katrine oyó pasos tras ella, cuando Lewis se inclinó sobre su silla y le murmuró al oído:
Comprendo tu elección, querida dijo , pero ¿no crees que tendrías que haberle aconsejado que fuese más discreto?
¡Por qué? preguntó Katrine, casi sin mirar el rostro delgado coronado de cabellos dorados.
Para no sufrir una humillación con su derrota.
¿Crees que le derrotarán? preguntó, en tono incisivo.
Las autoridades en la materia me han informado que Rowan creció con un arco en la mano y que su abuelo, guardabosques, era un cazador furtivo que le enseñó los secretos de la arquería.
Tendría que haberlo sabido Katrine cerró los ojos con fuerza.
Eso diría yo. Estoy tan seguro de su superioridad que aposté por él.
¿En lugar de medir tu habilidad? preguntó Katrine, pues el tono altivo del hombre le irritaba los nervios, ya tensos.
Oh, a mí nunca me instruyó un guardabosques; según mi padre, era un deporte relacionado con las clases bajas. Además, yo no pierdo el tiempo en objetivos inútiles.
¿Significa que no te consideras digno rival de Rowan de Blanc? dijo la mujer en tono cortante.
Si así lo crees... Ser un hombre no consiste sólo en el físico.
De manera que te sientes su igual en el terreno mental propuso Katrine.
Una expresión dolorida borró la sonrisa superficial.
Por lo menos.
Lo dudo dijo Katrine en tono pensativo, buscando con la mirada hasta encontrar al hombre del que hablaban.
Me has hecho daño se quejó Lewis . No creí que tuvieras una opinión tan pobre de mi inteligencia.
No se trata de eso repuso la muchacha, volviendo hacia el interlocutor una mirada límpida.
Entonces, ¿tan alta es tu opinión de De Blanc? ¡Qué interesante!
En efecto, le guardo cierto respeto. En tu lugar, procuraría no despreciarlo tanto.
El hombre esbozó una sonrisa irascible.
Te ganó la discusión, ¿verdad? Eso no es garantía de su agudeza.
No ha venido aquí con motivo de los juegos. Cree que la muerte de Terence guarda algo extraño.
Eso no me concierne replicó Lewis, aunque se le contrajo el ceño mientras buscaba también él con la mirada la figura de Rowan.
He pensado que debías saberlo dijo Katrine bajando la voz y hablando más de prisa, al ver que Brantley Hennen se dirigía allí.
El esposo de Musetta sonreía con su acostumbrada distraída afabilidad, como si barajara cifras en la mente. Al hablar, empleó un tono despreocupado:
¿Habéis visto a Musetta?
No respondió Katrine.
Musetta no tenía la costumbre de bajar a desayunar y prefería que le llevaran la bandeja a la habitación antes de salir de la cama. Se vestía sin prisa y aparecía cuando se le antojaba.
Anoche quedamos de acuerdo en que nos sentaríamos juntos, pero no la encuentro.
Seguramente se habrá olvidado.
Estoy seguro dijo el esposo de Musetta, suspirando. Giró la cabeza en una y otra dirección y se alejó.
Katrine volvió a observar el campo. No se veía a Perry Blackstone por ningún lado. Era una indiscreción por parte de Musetta estar ausente al mismo tiempo y de manera tan evidente.
Lewis, con la vista fija también en el campo, chasqueó la lengua fingiendo sentirse escandalizado y se alejó como para buscar al tunante.
A la hora fijada comenzaron los juegos. El primer blanco era común, situado a unos cien pasos de distancia. Satchel disparó el primero y clavó tres flechas que quedaron colgando con las plumas que las adornaban. Lamentablemente no habían hecho diana.
Alan colocó dos flechas y no acertó al objetivo por un pelo. Los siguientes no se acercaron tanto, y le tocó el turno a Rowan. Las tres flechas se clavaron en el centro, tan cerca que parecían una sola.
El resto de la mañana pasó del mismo modo. Rowan acertó en el blanco pendular, que se balanceaba con sus tres flechas. Clavó cada una de las flechas de su carcaj en el grupo de blancos fijos mucho antes de haber transcurrido el tiempo fijado. Desde el lomo de un caballo, cual indio de las llanuras, dio en el muñeco relleno cinco veces de cinco, y cada una de sus flechas se clavo en el corazón marcado en rojo.
Por fin, llegó la prueba final, el disparo «papingo». Provenía de una prueba medieval de habilidad con el arco: el blanco consistía en un pájaro vivo de plumaje brillante, tradicionalmente un papagayo. En Arcadia se lo reemplazaba por una paloma. A Katrine le disgustaba la prueba casi tanto como la de esgrima, aunque rara vez resultara fatal para el ave. Se ataban las patas del pájaro a una banda de cuero trenzado y el otro cabo a un poste. Luego se lanzaba el pájaro al aire. Katrine solía buscar una excusa para abandonar las gradas mientras las flechas volaban hacia el pobre animal, que agitaba las alas desesperado para escapar al cielo. Pero esta vez no podía hacer lo mismo sin llamar la atención.
Se fijó el poste, se revisaron las flechas y los jugadores se prepararon. Los miembros del público que se habían alejado durante el intervalo volvieron a sus asientos. Cesaron las risas y las charlas, las apuestas y las discusiones y las anécdotas curiosas de concursos anteriores.
En ese momento se oyó una lúgubre llamada: la melodía de dos notas del cortejo de las palomas. La sombra de otro pájaro gris en vuelo cruzó la arena. Giró en torno al poste que retenía a la presa y se alejó volando, pero volvió al cabo de un instante. Se encendió en el extremo del poste, junto a la hembra amarrada, y emprendió luego el vuelo circundado por el resplandor dorado del sol poniente sobre las alas, llamando a su compañera.
Katrine se inclinó hacia delante en su silla, con la vista fija en el pájaro que sobrevolaba. Era un macho del mismo tono suave gris que las nubes que comenzaban a amontonarse sobre el terreno de juego, y llevaba un anillo oscuro en torno al cuello. Tras ella, oía los suaves murmullos de los invitados, mientras observaban lo que sucedía. Giles, sentado junto a ella, se inclinó y murmuró:
Debe de haber una confusión: la hembra amarrada al poste ya está acoplada.
Eso es terrible dijo Katrine . Haz que la suelten.
No es más que un ave, querida. Si intenta volar tras el macho, le dará más interés al juego.
Es patético, Giles.
Había algo trágico en el volar frenético del macho formando círculos, mezclando sus chillidos a los de la hembra. Katrine sintió como si una prensa le oprimiera el pecho. Crispó una mano sobre la falda y la otra al brazo de la silla.
No creo que los jugadores me agradezcan la intervención dijo su esposo.
Diles que es mi deseo replicó Katrine, con voz constreñida.
¡No querrás que cree una disensión en medio del juego! Pero..., ¡ya es tarde para eso!
El primer concursante, un joven de una plantación vecina, se había parado sobre la marca, preparó la flecha y la lanzó; se desvió a la derecha. El segundo intento no fue más certero, pero, aun así, el sonido del batir de las alas de la paloma, que intentaba huir en dirección contraria, aumentó.
¡Que se detengan ahora mismo! le dijo Katrine a Giles al tiempo que el joven se apartaba de la marca.
Giles sacudió ligeramente la cabeza.
No sería justo cambiar el blanco una vez han comenzado los disparos. Todos los participantes deben tener el mismo grado de dificultad.
¿Y qué posibilidades tiene la paloma?
Giles, con la atención fija en el campo de juego, no le respondió.
Uno a uno, los arqueros cubrieron su turno. Perry acertó más cerca de la paloma libre que de la cautiva. Las flechas de Alan pasaron por debajo del pájaro en vuelo. Satchel clavó la primera en el poste. La segunda fue directamente hacia la paloma, tanto que Katrine se levantó y se cubrió la boca con la mano. La paloma chilló. La flecha se desvió pero tres de sus plumas grises cayeron a tierra ondulando en la brisa.
Lentamente, Katrine se hundió en su silla. Miró al último que esperaba turno. Rowan la contemplaba con las cejas juntas. Las miradas se encontraron un instante y luego Katrine apartó la suya y la dirigió a las cimas de los árboles. Tras ella se acalló el murmullo de la multitud.
No había forma alguna de que la paloma sobreviviese: Rowan era disciplinado y certero. La pobrecilla estaba condenada. El compañero fiel, impotente, no la salvaría. Le llegaría la muerte en forma de una flecha veloz al corazón y caería bañada en sangre. Se balancearía inerte en el extremo de la cuerda que, en medio del pánico, había enroscado en torno al poste. Así acabaría el apasionado apareamiento.
Katrine se sintió extrañamente identificada con la paloma. Le parecía que sería su propio corazón el que sentiría la flecha, y acabaría su vida antes de haber comenzado verdaderamente. Sentía en su interior el dolor por anticipado, la misma desesperación de volar huyendo del destino que se abatía sobre ella. No podía soportarlo. No podía mirar. Y, sin embargo, tampoco hallaba fuerzas para alejarse de la escena de tan absurdo drama.
Como si no pudiese evitarlo, observó a Rowan. De pie sobre la marca, aseguraba la flecha con toda minuciosidad. La encajó en su lugar, observó el blanco y luego miró otra vez hacia Katrine y entrecerró los ojos.
Ella se sintió clavada, atrapada por aquella rígida concentración, en aquella consumada evaluación. «La decisión de Rowan es de acero templado», pensó. Un golpe de viento agitó los extremos de su chal y la muchacha se estremeció.
No murmuró, en una reacción de angustia inconsciente, haciendo un gesto de negación con la cabeza . ¡Por favor, no!
Rowan dirigió otra vez la mirada al blanco. Se colocó en la postura correcta y tendió el arco. Alzó la mirada al cielo una vez más, como evaluando el viento, y luego fijó la mirada en la paloma. Alto y erguido, la brisa le agitaba el cabello y moldeaba los pliegues de la camisa sobre las formas esculturales de su torso. Los pies, calzados con botas, permanecían firmes, los pantalones oscuros se adherían a los tensos músculos de sus pantorrillas y de sus muslos. Permanecía inmóvil y no se advertía esfuerzo alguno en la línea de sus hombros mientras sostenía el pesado arco; no había sensación de prisa ni de vacilación.
Disparó. El proyectil silbó en vuelo veloz y alto con su canción fatal. Los invitados contuvieron el aliento exhalando un sonido áspero y entrecortado. El macho que sobrevolaba en círculos chilló. Todo el terreno de juego alzó sus miradas al cielo. Katrine cerró con fuerza los ojos y se tapó los oídos. No quería ver ni oír.
Hubo un grito, un alarido, y un coro maravillado brotó de muchas gargantas. Luego resonó un griterío de hurras y Katrine abrió los ojos. Lo primero que vio fue a las palomas: otra vez eran pareja, la hembra estaba libre. Giraban una en torno de la otra rozándose en el vuelo, trazando graciosos arabesos, silenciosas en el delirio de su dicha, alzándose cada vez más sobre la arena. Finalmente se dirigieron hacia el oeste agitando las alas con lentitud hasta perderse de vista.
Rowan, apoyado sobre el arco, las observaba. Una sonrisa torva iba desvaneciéndose de sus labios. Cuando se acercó Alan y le palmeó el hombro, se volvió y dejó al descubierto el poste, en el cual se observaba una flecha clavada a la madera. La cuerda que había sujetado a la paloma pendía libre ondeando al viento. La había cortado en dos limpiamente.
Rowan había liberado la paloma, sacrificando su posibilidad de ganar, en aras a la piedad, por una criatura sin inteligencia. No había compasión en su rostro cuando apuntaba al animal y no existía motivo de honor porque nadie hubiese sido capaz de lograrlo. ¿Por qué lo había hecho?
4
Giles se puso de pie y dirigió hacia la gente un gesto con las manos levantadas a la altura de los hombros, pidiendo silencio. Cuando cesaron los murmullos de admiración hacia el arco y la flecha, alzó la voz y habló.
Amigos míos dijo en tono bajo y solemne , pocas veces he tenido el privilegio de presenciar un despliegue semejante de destreza como el que acaba de producirse ante nosotros de manera ejemplar. Pero nunca, repito, nunca, he presenciado un ejemplo tan magnifico de galantería y compasión. Es necesario ser un gran hombre para desechar la posibilidad de ganar cuando se tiene al alcance de la mano. Y es preciso ser un hombre extraordinario para hacerlo por consideración a la sensibilidad de una mujer.
Katrine lanzó una rápida mirada a su esposo; éste le sonrió y prosiguió:
Amigos míos, he observado la expresión de súplica que ha dirigido mi esposa al hombre que habría sido vencedor y el momento en que Rowan de Blanc la tomó en cuenta.
Katrine bajó los párpados y, a través de ellos, observó a Rowan de pie sobre la arena. «Será cierto?», se preguntó. Pero siguió escuchando a su esposo y la pregunta se le fue de la mente.
En recompensa a esta manifestación de espíritu deportivo, con todo mi reconocimiento y con vuestro gracioso permiso prosiguió Giles con voz resonante le entrego a Rowan de Blanc el título de rey del torneo, con todos los honores y privilegios inherentes a tal posición.
Lanzando hurras y aplaudiendo, el público expresó su aprobación. Giles se unió a ellos al tiempo que se volvió hacia Rowan. El clamor parecía no tener fin. Cuando al fin se hizo silencio, Giles extendió la mano hacia el hombre del arco y la flecha y le dijo:
¡Acercaos a recibir el reconocimiento!
Alan recogió las armas de manos de Rowan con un comentario risueño. Los pómulos y el cuello de éste se cubrieron de un intenso sonrojo, mientras se volvía y comenzaba a caminar hacia la tribuna.
A Katrine le pareció que se consideraba renuente a recibir el honor que se le ofrecía. Se preguntó silo consideraría inmerecido, si rechazaría que su debilidad ante el capricho de una mujer fuese expuesta en público, si no preferiría que los triunfos fuesen conquistados de manera indudable. No tenía importancia. Tenía que levantarse, coger la corona de laurel e ir al encuentro del caballero. Se disponía a descender las gradas, cuando Giles la retuvo por el hombro y le hizo gesto a Rowan de Blanc de que subiera.
Rowan subió con paso pesado. Exhibía un aire de pesadumbre y cierta confusión: no sabía bien de dónde había salido el impulso de salvar a la paloma. Contempló a Katrine Castlereagh, vio en el rostro de la mujer el dolor y la angustia, y tuvo conciencia de lo que había consumado. Desde el momento en que percibió los sentimientos de Katrine hasta que había actuado para ponerles remedio, no había pensado más. No le gustó. No quería la maldita corona de laureles ni aproximarse a la mujer, hasta que no hubiese reflexionado sobre lo que había sucedido. Sólo quería un baño y que las manos diestras de Omar le aplicaran un masaje para anular las contracturas del cuello y, quizá, la estupidez de su cerebro.
Katrine se acercaba a Rowan con la corona en las manos. Era demasiado alto y no alcanzaba su cabeza, pero él permanecía mirándola con la boca abierta como un patán campesino. Exhalando un suspiro inaudible, se apoyó en una rodilla. Tal vez fuese la posición que merecía: a sus pies.
Debo expresarte las gracias dijo Katrine, mientras colocaba la corona sobre las ondas ásperas del cabello del hombre . Fue un gesto muy galante... ya fuera por mí o por cualquier otra razón.
Rowan alzó la vista y la miró.
No me debe nada, madame Castlereagh.
Arriesgaste la corona como rey del torneo pero el sacrificio no te costó nada. Al parecer, los vientos de la fortuna te son favorables.
Estoy de acuerdo repuso Rowan, dibujando una sonrisa amarga . Si no lo estuviese, resultaría descortés.
Y jamás lo serías, ¿verdad? Hizo ademán de darse la vuelta.
Pero dijo Rowan con suavidad, posando la mirada sobre la boca de Katrine , ¿no hay un beso de victoria?
Rowan no se movió de su sitio y Katrine se inclinó hacia él. La vacilación de la mujer, la mezcla de resentimiento y obediencia de la mirada de Katrine devolvió al hombre su control. Con todo, le cruzó la mente una arrasadora curiosidad por saber cómo le daría ella un beso de haber sido por voluntad propia.
El roce de los labios de Katrine era frío como los trozos de hielo que arrastrara un barco desde el sur, y aun así le provocaron un cosquilleante calor en el cuerpo. Quiso entibiarlos, hacerla arrodillarse frente a él y...
Estaba loco. Ella era una dama, la esposa de otro hombre y la mujer que, no sabía cómo, había provocado la muerte de su hermano. De manera que no se dejaría atrapar en su peligroso embrujo.
Las amenazadoras nubes se desparramaron con un sordo rumor de truenos y ni una gota de lluvia. Quedaron unas hilachas de ellas por donde entraba y salía el sol, lanzando alternativamente luces y sombras. Los concurrentes entraron en la casa a refrescarse hasta que se sirviera el asado al aire libre. Luego se dispersaron por el prado en pequeños grupos, según las edades e intereses, descansando en sillas bajo los árboles.
El aroma de la carne de vacuno y de cerdo asada, de legumbres condimentadas, ensalada de patatas, de huevo, manzanas cocidas, peras, encurtidos y manjares, tortas de coco y restos de manzanas fritas se mezclaba con el olor del humo de leña y el aroma picante de las hojas de los árboles que comenzaban a amarillear. En el límite del bosque, los altos tallos de la varilla de oro, los macizos de ageratum azules, las «susanas» de ojos negros y las reina margarita de color lavanda se mezclaban con los tallos serpenteantes de las enredaderas de la «gloria de la mañana» que acababa de cerrar sus corolas. Los sinsontes emitían sus cantos claros como el tañir de una campana y los cardenales volaban de rama en rama. Mariposas amarillas y anaranjadas revoloteaban sobre la hierba y sobre las cercas con sus alas frágiles y su devaneo constante.
Giles estaba sentado con algunos de los Barrow, a quienes se consideraba la familia más rica de la parroquia. Compartía con el varón más viejo las mismas preferencias: las carreras de caballos, los juegos de cartas y las fiestas.
A cierta distancia, bajo las ramas extensas de un roble, Katrine atendía a su propio cónclave. Junto a ella estaban Musetta y Perry; Alan acompañaba a la tímida Charlotte, un acto de caridad que parecía complacerlo, mientras que Georgette se había arrimado a Satchel. También estaba allí Rowan, muy a gusto, aceptando las felicitaciones que recibía con gracia y con un toque de modestia. Al parecer, no advertía las miradas de las mujeres que pasaban y tampoco prestaba atención a Charlotte, pendiente de cada una de sus palabras, a los coqueteos de Musetta ni a los elogios de Georgette.
Pero las mujeres no eran las únicas impresionadas. Los hombres le manifestaban una forma nueva de respeto y asentían a sus opiniones con una frecuencia embarazosa. Mientras observaba el juego, Katrine pensó que resultaría divertido si no fuese tan irritante. ¿Por qué una habilidad con las armas, que no tenía uso práctico para un caballero, era capaz de elevar a tal punto la dimensión de un hombre? «Comprendo el atractivo de la excelencia combinada con el espíritu deportivo pensó la joven , yo misma lo experimento, pero aun así es ridículo.»
Lo peor de todo era que no podría soportar la ventaja de Rowan. Ese temor flotaba en la mente de la joven como un dolor de cabeza que no pudiese aliviar, y la convertía en una anfitriona desconsiderada, aunque se esforzaba por participar de las bromas y por prestar atención al comentario de los sucesos que se desarrollaban alrededor. Alan y Rowan comenzaron a discutir sobre la insurrección en Haití, que había concluido con el suicidio del gobernante negro. Escuchó unos momentos y luego dejó vagar la mente.
Pensó: «Resulta un grupo atractivo, una representación del oeste de Florida que vuelve a hacerse famosa bajo el antiguo nombre de Feliciana, la tierra feliz». Perry, de madre francesa, pertenecía a la familia más antigua de la región. Sus ascendientes habían llegado con el establecimiento de los franceses a comienzos del siglo XVIII. La familia de Satchel poseía sus tierras desde que los británicos habían adquirido aquella parte de Luisiana por medio del tratado con los españoles, que la habían conquistado noventa años antes; al bisabuelo le habían correspondido tres mil acres gracias a su servicio como capitán en el ejército británico, lo cual significó un aliciente para instalarse en una tierra salvaje en aquel entonces. El bisabuelo de Georgette había llegado a los jóvenes Estados Unidos como tory huido, donde esperaba encontrar amigos en el territorio dominado por los británicos, y no se decepcionó. El abuelo español de Charlotte procedía de Nueva Orleans y acompañaba a Gálvez, el gobernador español, quien, aprovechando la preocupación de los británicos con la insurrección de las costas del este, iniciaba una campaña para acabar con la ocupación inglesa.
Katrine debía su situación a su abuelo, que se había instalado en las Carolinas durante la guerra de 1812 y llegó a Feliciana a tiempo de unirse al grupo que expulsó a los españoles y declaró la zona como república independiente. Durante setenta y cuatro días completos se gobernaron a sí mismos con ejército, bandera y lema propios, hasta que las fuerzas federales de Estados Unidos anexionaron el pequeño y flamante país.
El abuelo de Katrine había sido todo un hombre. Su hijo, el padre de Katrine, no fue tan decidido ni afortunado. Si hubiera sido así, la joven jamás se habría casado con Giles. Pero, por supuesto, era una tontería. Dejó a un lado el plato de comida intacto: no tenía hambre.
Katrine dijo Musetta en tono áspero , cada día estás más distraída. Deja de soñar y préstame atención. Esta pregunta requiere una respuesta urgente.
Lo siento, no prestaba atención.
Ya lo sé. Pregunto si un hombre que sacrifica su propio bien en favor de la amada tiene algún derecho a esperar recompensa.
De inmediato, Katrine reconoció la intención de la pregunta, y respondió en tono neutro:
No.
La cuñada levantó una ceja.
Eres demasiado estricta! Piénsalo; si un hombre deja de lado lo que más desea por razones altruistas y su amada tiene la posibilidad de compensarle la pérdida, ¿acaso no tendría derecho a recibir lo que pudiese brindarle?
Claro, dicho así, sí respondió Katrine. Hizo una pausa, y luego continuó como si se le hubiesen aclarado las ideas : pero tú has preguntado si el hombre tenía derecho a esperar recompensa. En ese caso, la acción tendría una motivación ulterior: no es un sacrificio. Demostró ser deshonesto al intentar mostrarse desinteresado, pero con la intención de obtener una recompensa. No tendría que recibir nada, ni aun esperar la consideración de la amada.
Rowan se inclinó hacia delante.
Me parece una conclusión muy dura. ¿Acaso un hombre no podría esperar consuelo, o al menos una señal de que la amada reconociera su gesto?
Katrine lo miró de frente.
La esperanza es otra cuestión, pero lo que la mujer pudiera ofrecer es diferente de lo que el hombre tendría derecho a esperar, o incluso de lo que otra persona podría asegurarle.
¿De manera que es esa la cuestión? dijo Rowan, en tono suave e insinuante.
Katrine se puso en pie con un movimiento tan brusco que el vuelo de su vestido se enganchó en la silla y la hizo caer, pero ni lo advirtió. El duelo verbal, los insultos corteses y los significados ocultos le hicieron rechinar de súbito los dientes. Quería marcharse.
Debo disculparme dijo . Tengo que ocuparme de algunos asuntos en St. Francisville antes de que oscurezca.
Se marchó con la rapidez que le permitía la campana de la falda. No se había alejado más de seis pasos cuando percibió un suave rumor y sintió una presencia junto a ella. Botas negras, muy lustradas. Pantalones de paño fino, de un tono gris apagado, con finas rayas negras. Se detuvo y se enfrentó a Rowan.
¿Adónde vas?
Recuerda que tengo el privilegio de acompañarte adondequiera que vayas.
Para eso tengo a un mozo.
Despídelo le sugirió.
No necesito acompañante ni lo deseo.
La cuestión es dijo, parodiando las palabras de Katrine hacía unos momentos que tengo el derecho a estar contigo.
En contra de mi voluntad, no Katrine se sintió orgullosa de la firmeza de su voz.
No recuerdo que se mencionara el deseo de nadie.
Mientras hablaba, el hombre esbozó una sonrisa plácida; pero tan desbordante de sereno poder que la mujer sintió un feroz anhelo de ser varón, alto y fuerte. Intentó otro ángulo de ataque.
Te aburrirás; voy en busca de los ananás que se servirán con el postre y que deben haber llegado en el vapor esta mañana.
Eso significa que usarás el carruaje, y será para mí un honor conducirlo.
Katrine le dirigió una larga mirada y dijo:
¿Para qué?
El hombre inclinó la cabeza.
¿Por qué crees? Tengo intenciones secretas hacia tu virtud y tus ananás.
¿Piensas convencerme de que hable de Terence? preguntó Katrine con una mirada colérica; luego se volvió y siguió caminando.
Rowan se mantuvo junto a ella.
¿Y tú sigues resuelta a callar? Tal vez podamos encontrar otro tema de conversación.
Katrine pensó en enviar a Delphia y a alguna otra de las criadas a buscar lo que necesitaba, pues la salida no era más que un pretexto para estar sola y, si no podía lograrlo, no tenía sentido. Pero no estaba dispuesta a permitir que aquel hombre controlara sus acciones. Además, si se quedaba en Arcadia, seguiría persiguiéndola allí.
No dijo . Si te molestara ir en el coche guiado por una mujer, harías mejor en quedarte.
Iré dijo Rowan resuelto, añadiendo en tono seco . Será una novedad.
Necesito la ropa apropiada.
Yo también he de cambiarme.
Katrine lo observó unos momentos, con la sospecha de que estaba decidido a salirse con la suya. Al parecer, no podía hacer otra cosa que complacerlo.
La tarea se llevó a cabo con la mayor sencillez posible. Una vez en el muelle, Rowan alzó la pesada caja de ananás y la colocó tras el asiento del coche.
Demostró ser un agradable compañero: no mencionó a su hermano ni la situación en Arcadia. En cambio, habló de la cosecha de algodón y de los seiscientos fardos de oro blanco que se habían extraído de los campos que se extendían a lo largo de muchos kilómetros tras la zona boscosa que rodeaba Arcadia. Le habló de las modas y los caprichos de París, de los paisajes de Londres y de una villa que poseía en Roma. Cuando Katrine mencionó a algunos amigos de St. Francisville, Rowan siguió su conversación recordando a cuantos había conocido durante la saison des visites anual de Nueva Orleans, cuando todo el que tenía cierta significación acudía río abajo a escuchar ópera.
Cuando regresaban, advirtieron que el cielo había oscurecido. Una nube gris y púrpura se cernía por el noroeste. Katrine decidió intentar la vuelta antes de que comenzara a llover; ése fue su primer error. El segundo surgió en las afueras de la ciudad, cuando la tierra y las hojas, levantadas por un viento cada vez más intenso y las ramas de los inmensos robles y de las hayas que cubrían el camino como un túnel, crujían sobre sus cabezas.
Sería mejor que llevara yo las riendas propuso Rowan.
Puedo hacerlo yo respondió Katrine con sequedad.
Necesitaba de toda su fuerza y su atención para controlar a la yegua baya, mientras eludía una enredadera que colgaba sobre el camino. Sentía el esfuerzo en la espalda y en los hombros, y los guantes de cuero castaño le producían escozor.
Supongo que sí, pero ¿para qué tanto esfuerzo por tu parte cuando sería más fácil para mí?
No hubo tiempo de responder. Una enorme lechuza, perturbada por el oscurecimiento prematuro, se abalanzó hacia ellos. La yegua alzó la cabeza relinchando aterrada y se desprendió de los arneses.
El coche se tambaleó atravesando el camino. Mientras luchaba por retener las riendas, un guante de Katrine se desgarró. Rowan cerró sus manos sobre las de ella en un apretón que estuvo a punto de quebrarle los huesos. El carruaje se deslizó en medio de una nube de polvo levantado por el viento. Katrine trató de soltar las riendas y entregárselas a Rowan, pero en el instante en que lo hacía se oyó un crujido amenazador. El coche dio un tumbo y cayó sobre uno de lo ejes con una sacudida que les hizo rechinar los dientes. En medio de un remolino de polvo y hojas secas, se deslizó hacia una zanja.
La mujer sintió que resbalaba del asiento y que el coche se hundía con ella. Vio precipitarse los troncos de los árboles. Luego, una banda de acero se cerró en torno a su cintura y la dejó sin respiración. Fue lanzada al aire dando vueltas. Algún objeto cruzó entre su cabeza y su hombro produciéndole un dolor cegador. Sentía que la sujetaban con fuerza y se hundió en una oscuridad erizada de púas.
Fue recobrando la conciencia gradualmente; oyó algo, pero pasó mucho tiempo antes de que lograra abrir los ojos. Estaba tendida sobre algún objeto tibio y firme. Tenía un ligero dolor de cabeza, pero se sentía cómoda y su respiración era libre y sin dificultades. A lo lejos oía un tamborileo, pero estaba a salvo de todo. El aire era frío y húmedo y olía a ceniza, a polvo y a ratones.
Frunció el entrecejo pensando que consideraba aquello extraño. Lentamente, consciente de la necesidad de hacerlo y de sus pocas ganas, abrió los ojos.
Estaba acurrucada en brazos de Rowan. La rodeaban la fuerza y el aroma del hombre, una mezcla de lluvia tibia, algodón planchado y cuero. El rostro estaba surcado por líneas severas y tenía una expresión feroz, aunque en sus ojos se distinguía una veta de preocupación.
Ocupaban una cabaña abandonada. Había una chimenea ennegrecida por el humo con el hogar repleto de cenizas. La lluvia tamborileaba sobre el tejado y se vertía en cascada en algún rincón distante. Rowan estaba sentado en mangas de camisa, con la espalda apoyada contra la áspera pared. Katrine iba cubierta con la chaqueta del hombre. Debajo, el corpiño del traje quedaba abierto hasta la cintura y le había aflojado el corsé.
Katrine se quedó inmóvil, cobrando conciencia de que Rowan de Blanc la había llevado desmayada a la cabaña, y le había desabrochado el vestido y abierto el corsé, dejando los pechos al descubierto. Luego se había sentado y la había cogido en brazos.
¿Qué más habría hecho? Desde lo hondo, surgió un calor que le inundó los hombros, el cuello y le ardió en el rostro. Se le aceleró la respiración. Las manos, dentro de los guantes, se crisparon.
Rowan percibió sus señales de agitación. Conocía la causa y no esperaba otra cosa y, sin embargo, se irritó. Todo aquello lo había hecho temeroso de que la joven fuera a morir. El terror lo había paralizado: no sabía que le importase tanto. Cuando descubrió que el corazón de Katrine latía, que una vez liberada de la opresión cruel del corsé podía respirar sin dificultad, su miedo se alivio. Entonces vio las dulces formas turgentes que había descubierto, la luminosidad perlada de la piel desnuda, la delicadeza de los huesos que cubría.
Comenzaron a temblarle las manos. Por un instante fugaz, hizo ademán de tocar y sus manos se acercaron a la angosta cintura que podría abarcar con facilidad. Sus dedos se ahuecaron para ajustarse a aquellos pechos sombreados por una fina red de venas, coronados por pezones coralinos sobre contornos rotundos y adorables.
Se apartó y el esfuerzo le provocó un calambre en los brazos y un nudo en la boca del estómago. La cubrió y se sentó, ejercitando una voluntad férrea; se prohibió pensar y procuró el olvido ordenando a la tensión de su cuerpo y a la lujuria que hervía en su interior que se disiparan. Y había vencido. Permaneció inmóvil, contemplando los contornos del rostro de la mujer, las sombras de fatiga bajo sus ojos. ¿Y para qué? ¿Para encontrarse con una expresión acusadora? ¿O acaso era su imaginación?
Lo siento dijo Rowan con brusquedad . Tu respiración era débil y no había nadie más que pudiera auxiliarte.
Katrine reaccionó ante la cólera ahogada que percibió en el semblante del hombre, a la tensión controlada que sintió en los brazos: supo que la deseaba. Nunca en su vida se había sentido tan vulnerable, ni siquiera en el momento de la noche de bodas en que Giles yacía tendido junto a ella, después de abrirle el camisón, dándole la espalda, avergonzado de su impotencia.
De pronto, se preguntó qué habría pasado si hubiese despertado y sentido el contacto íntimo de Rowan mientras se esforzaba en aflojarle las ropas, si no se hubiese detenido allí. Con súbito anhelo deseó ser la mujer que pudiese acercarse al hombre y decir: «Haz lo que quieras. Abrázame fuerte. Tómame, muéstrame los placeres que sugiere Musetta. Hazme sentir. Ámame con ese deseo que es la otra cara del amor, si es que no puedes amarme para siempre».
Tales pensamientos eran tan ajenos a la naturaleza de Katrine, tan lejanos a cualquier eventualidad, que parecieron despojarla de su voluntad e impedirle alejarse de él. El recuerdo de la cálida suavidad de sus labios fue tan vívido que sintió otra vez el cosquilleo. El deseo de volver a sentirlo fue tan intenso que la boca le palpitó. Se preguntó qué haría Rowan si se acercaba ella, le apoyaba la mano en el cuello y acercaba su cabeza para...
¡No! Cerró con fuerza los ojos. El golpe en la cabeza debía de haberle afectado y se sentía aturdida. De otro modo, no comprendía de dónde surgían impulsos tan audaces. Aquel hombre que la abrazaba constituía un peligro. ¿Qué esperanzas tenía Katrine de conservar su castidad, su integridad y el respeto a sí misma, si permitía que sus defensas se debilitaran?
¿Te encuentras bien? preguntó el hombre con un rastro de ansiedad en la voz . No me parece muy serio el golpe de la cabeza, pero si es necesario iré a buscar a un médico. La yegua no está herida y está ahí afuera, atada.
Katrine compuso una breve sonrisa.
Estoy bastante bien. Creo que te las has arreglado bien. ¿Me permites que me levante?
Desde luego respondió Rowan en tono cortante, disipada la preocupación como si jamás hubiera existido.
Con un mínimo esfuerzo, Katrine se levantó. La mujer aferró con ambas manos las solapas de fino paño de la chaqueta de Rowan. Quiso alejarse, cayó de rodillas e hizo un esfuerzo por levantarse. Rowan la sostuvo por la cintura hasta que pudo desembarazarse de la falda y recuperó el equilibrio.
Gracias le dijo, en tono formal.
Rowan no respondió; se apartó de ella y se acercó a la puerta abierta. Con un hombro apoyado contra el marco, permaneció contemplando la lluvia que caía. Katrine comprendió que, con aquella actitud, le daba ocasión de arreglarse y se sintió agradecida. Pero la enfadaba que Rowan no pusiera de manifiesto ningún interés en contemplar el espectáculo. Este dijo:
Parece que está escampando. No me gusta la idea de dejarte aquí para ir en busca de otro coche. Puedes montar la yegua y te seguiré a pie.
Katrine echó una mirada a la espalda erguida de Rowan.
Sin montura ni bridas, no creo que pueda controlar la yegua.
En ese caso, ya me ocuparé yo de controlarla, si no te molesta montar a la grupa conmigo.
Evocaba la insistencia de Katrine por conducir, lo que los había llevado a la presente situación. En tono seco, dijo la mujer:
¿Por qué habría de molestarme?
No fue un trayecto cómodo. Katrine se vio obligada a deshacerse de buena cantidad de enaguas y miriñaques, y aun así, todavía tenía que sujetar la falda para evitar que la yegua se asustara.
Los brazos de Rowan la rodeaban. Sin la protección de la ropa interior, tenía dolorosa conciencia de los músculos de los muslos masculinos debajo de sí y de los movimientos del caballo, que la hacían rozar contra el cuerpo del hombre con rítmica regularidad. Por fortuna, no tenían que recorrer una distancia muy considerable. Ya iban a medio galope por el sendero que precedía a Arcadia cuando Rowan habló:
Hay algo que debes saber dijo . Se refiere a tu coche.
Katrine hizo una exclamación interrogativa, aunque la distrajo la agitación poco habitual que descubría frente a las puertas de la mansión. Al parecer, su ausencia había creado preocupación.
¿Es tuyo el vehículo? ¿Tienes la costumbre de guiarlo tú misma?
Katrine le lanzó una mirada.
Desde que tengo edad suficiente para sostener las riendas. Fue un regalo de cumpleaños de Giles.
El vuelco lo provocó una rueda quebrada. Varios radios fueron serrados por la mitad.
En silencio, Katrine reflexionó en lo que insinuaba Rowan: que alguien había preparado la rueda para provocar un accidente. Dijo con voz tensa:
Podrías estar equivocado.
Es probable. Pero de ahora en adelante deberías vigilar al mozo que se encarga de los establos.
No hubo tiempo de decir más. Salieron a su encuentro Alan, Satchel, Musetta y Perry, el mayordomo, Cato y Delphia. Giles los esperaba de pie en los escalones, bajo el pórtico de estilo gótico.
Entraron rodeados de exclamaciones, exigencias de explicaciones y comentarios sobre la fortuna que habían tenido. Giles oyó hablar del golpe que había recibido Katrine en la cabeza, frunció el entrecejo y, al fin, disparó él también una andanada de preguntas.
Basta. Estoy seguro de que nos contarán los detalles de la aventura durante la cena, pero creo que Katrine necesita recostarse y descansar.
Estoy bastante bien repuso la aludida con una sonrisa mecánica , y tengo cosas que hacer.
No te preocupes, todo se andará. Debes ocuparte de ti misma. Querrás cambiarte la ropa, al menos. Giles la hizo volverse hacia un espejo mientras hablaba.
Aunque a Katrine no la preocupó el tono de su esposo, comprendió. El cabello le caía desordenado, llevaba sucio el rostro, sin enaguas y las faldas, desgarradas, se arrastraban sobre el suelo. No discutió más, hizo un significativo gesto a Delphia y subió con ella las escaleras.
Giles fue tras ellas y entró en la habitación. Se volvió hacia su esposa y fijó una mirada inquisitiva en su pálido semblante. Dijo en tono cortante:
Estaba preocupado.
Lo siento, no he podido evitarlo. Se dirigió al sillón que había ante el tocador, y Delphia comenzó a ayudarle con el ritual del cabello.
Al principio, viendo que no aparecías, pensé que hubieras cambiado de idea. El tono del hombre era insinuante y aguardó la respuesta.
No, no es así.
Me alegro. Circularon habladurías de que Rowan de Blanc y tú habíais huido juntos. Sería una verdadera pena que se estropeara todo por un momento de indiscreción.
Pues yo te habría imaginado contento, fueran como fuesen las cosas dijo Katrine en tono punzante.
Te equivocas, querida. No tengo la intención de aparecer como un tonto ni de quedar públicamente como cornudo, lo cual contradice el motivo de la ficción.
Katrine chocó en el espejo con la expresión atenta de la doncella y observando la suya propia, colérica e irritada, le dijo a Giles:
No tienes que preocuparte: no existió tal peligro.
Eso ya lo veo. No obstante, tienes que tenerlo en cuenta en el futuro.
Katrine le dirigió una mirada directa y prolongada.
No creo que sea necesario.
Giles se balanceó sobre sus talones y luego se acercó a su esposa:
Estás cansada y dolorida por la caída, y no insistiré. Pero te recuerdo por última vez que tengo tu palabra y que te llevaré a cumplirla, por mucho que te disguste. Será mejor que no me obligues a tomar medidas que pudiéramos lamentar ambos.
El tono de voz de Giles Castlereagh crispó los nervios de la mujer.
¿A qué te refieres?
Hay ciertos métodos para asegurarse de que una potranca renuente permanezca sumisa cuando la monta el potro. Quizá te resistas a recordarlo.
Al concluir la frase, el hombre dio media vuelta y se alejó. La joven se puso en pie de un salto y lo llamó. Cuando Giles se volvió, tenía el rostro rojo, pero la expresión implacable. Las protestas y ruegos que había acumulado la mente de Katrine se desvanecieron y dejaron sólo una sombría desesperación. Se le formó un nudo en la garganta y no pudo hablar.
¿Qué, mi querida Katrine?
El tono afectuoso de la pregunta le dio valor:
Dime una cosa, Giles, solamente una. ¿Sientes cariño por mí?
Te quiero mucho. ¿Acaso no te lo he dicho nunca?
¿Y cómo voy a creerlo, siendo capaz de algo así? La pregunta fue un grito surgido del corazón.
Es mejor para ti. Aunque me resulte difícil, intento no ser egoísta.
La puerta de la recámara se cerró tras él.
No era posible. Trataba de atemorizarla para someterla. Giles nunca la había amenazado a no ser con alguna consideración rayana en la indulgencia. Nunca le había levantado la mano ni la voz. La misma Katrine habría dicho que era la bondad personificada.
Y, sin embargo, la joven no podía olvidar el día en que la había llevado a la cuadra a ver la yegua de tan excelente ascendencia que había adquirido. Iba a ser cubierta por un semental, pero no sabía que sucedería aquella misma mañana. La yegua, aunque físicamente dispuesta a acoplarse, estaba aterrorizada por el ardor agresivo, los agudos relinchos y los mordiscos amorosos del potro, y corría alrededor del corral con ojos desorbitados pateando y mordiendo. Giles ordenó que la ataran a la cerca de modo que no pudiera moverse. Con sonrisa satisfecha, el esposo de Katrine observó cómo el ansioso potrillo se aliviaba sobre la hembra temblorosa e indefensa.
Era imposible que Giles hubiese insinuado que podía hacerla sufrir semejante humillación. Era cosa de un loco. Ella era su esposa. No era posible. Se llevó una mano a la frente y se la frotó. Miró a la doncella a través del espejo y dijo:
¿Qué voy a hacer?
¡Ay, señora! dijo Delphia con suavidad . Como lo hacemos todos, hará usted lo que haga falta.
5
Las justas de la mañana siguiente se desarrollaron de manera similar a la competición de esgrima, aunque la elección del ganador era bastante más sencilla.
Se había erigido una serie de postes altos espaciados a lo largo del campo, con barras fijas en ángulo recto en el tope de cada cual. De allí colgaban cadenas con anillas de bronce pendientes de los últimos eslabones. Comenzando a la derecha de la hilera, la primera anilla era del tamaño aproximado de la luna llena sobre el horizonte, y las demás iban haciéndose progresivamente más pequeñas y más difíciles de ensartar, hasta la última, del tamaño de la muñeca de una mujer.
Los jinetes tenían que ensartar la mayor cantidad de anillas posible, con la lanza sujeta bajo el brazo, cabalgando al galope. En caso de empate, los dos rivales cubrirían un segundo recorrido compitiendo entre sí.
Era una competición de habilidad, coordinación, nervios templados y destreza hípica sin igual, así como de rivalidad. Exigía que cada individuo que se considerara deportista apelara a cuantos recursos pudiese emplear. El único factor ajeno era la montura que eligiera el jinete para cabalgar.
El criado de Rowan conducía un potro gris, todo nervio, músculo y tendones, de cuello arqueado, el pelo tan bien cepillado que resplandecía como acero bruñido bajo el sol matinal. Era un pura sangre de líneas árabes. Se llamaba Saladin. Cuando lo vio Katrine tuvo una sensación de oscuro fatalismo. También sintió una vibración que la hizo sonrojar, y pasó mucho tiempo hasta que disipó su rubor.
El día era claro y brillante, el cielo de un azul intenso tras el verde de los árboles que rodeaban la propiedad. La noche anterior, después de la lluvia, había refrescado y había hojas caídas aquí y allá. Para protegerse del frescor de la mañana hacía falta una capa, pero al mediodía subiría la temperatura. Se aproximaba el fin del largo veranillo indio del otoño del sur.
Katrine disfrutó del placer sensual de la tibieza de la luz y del espectáculo de los hombres que galopaban por el campo, lanza en ristre, con expresión atenta y concentrada. Celebró con exclamaciones la cantidad de anillas que se les escapaban a los demás y gimió cuando, con demasiada frecuencia, las rozaban y las lanzaban al aire.
Ese día le había concedido su favor a Perry. Pensó que Musetta contemplaría el echarpe flotante con la expresión airada de sus claros ojos azules, pero... ¡qué se le iba a hacer! De cuantos hombres de Arcadia hubiera en el campo, Perry era el de vista más aguda y mejor monta. Katrine se levantó de un salto con la esperanza en el pecho viéndolo ensartar anula tras anula sin fallar..., hasta que llegó a la última, la más pequeña. Entonces, la joven imaginó el resultado de la competición y pensó que sería conveniente estar preparada.
Rowan cabalgó con más energía, más rápido, con más vigor y pujanza. Sujetaba la pesada lanza como si no fuese más pesada o incómoda que un bastón de paseo, y cabrioleó como si condujese al potro con el corazón y la mente más que con las riendas. Ensartó todas las anillas, desde la más grande a la más pequeña, como si estuviera cosechando manzanas o duraznos, sin la menor dificultad.
Era abrumador. Katrine tuvo ganas de abandonar su sitio, de dar media vuelta y alejarse sin entregar el premio, sin tener que mirar a Rowan de Blanc a los ojos para ver en ellos la expresión de victoria. Pero permaneció sentada mientras Rowan recorría el perímetro del campo con las brillantes anillas pendiendo de su lanza erguida. Frenó el potro ante Katrine e inclinó la lanza hacia ella. Las anillas se deslizaron y cayeron tintineando como una cascada sobre su regazo.
Le disgustó que no manifestara jactancia, sino una calma serena en el semblante; que mereciera aquel premio y que se hubiera inclinado a su altura, esperándolo. Habría tirado las anillas a sus pies, o las habría arrojado una a una a la cabeza del jinete. En ese instante vio con el rabillo del ojo que Musetta comenzaba a levantarse de su asiento. Katrine adivinó que su cuñada pretendía usurparle el lugar que le correspondía. ¡Por cierto, le encantaría darle a Rowan el beso de la victoria! Aquello le pareció intolerable.
Katrine recogió las anillas y las depositó en el regazo de Giles, a su lado. Se puso en pie y descendió hasta el último escalón, al tiempo que Rowan se apeaba y encaminaba hacia ella. Cuando concluyó la coronación, Rowan sintió el roce leve de los labios primero sobre una de sus duras mejillas, luego sobre la otra. Rowan mantuvo los ojos bajos, inmóvil, aunque el esfuerzo le había coloreado el rostro y los latidos del corazón sacudían el paño de su chaqueta.
Katrine se sintió suspicaz y comenzó a retroceder. El tacón de su sandalia atrapó el ruedo de las rígidas faldas de tartán de Balmoral y se tambaleó perdiendo el equilibrio. Rowan tendió las manos para sujetarla, apretándola contra sí. Por un instante, la muchacha sintió los fuertes músculos de los hombros, la presión de sus pechos contra el torso de él, los aros del miriñaque en torno a las piernas separadas del hombre y el apretón de los dedos en sus brazos. La rodeó aquel aura de masculinidad arrogante y poderío restallante mezcla de olor a caballo, a colonia, a algodón planchado y de macho en celo. Sintió más que oyó un suspiro explosivo. El hombre retrocedió, asegurándose de que Katrine se mantuviese erguida, y dejó caer las manos a los costados.
Ten cuidado dijo en tono sombrío . Podrías hacerte daño.
Y tú también repuso ella, constreñida.
Una sonrisa caprichosa y fugaz asomó al rostro de Rowan, aunque sus ojos estaban oscurecidos de un verde como el envés de una hoja de encina.
No lo dudo respondió.
Después de la cena, Musetta les había obsequiado con una interpretación al piano. Estaba encantadora sentada ante el teclado, e interpretó de manera muy loable una sonata de Chopin. Luego instaron a la tímida Charlotte, de cabellos oscuros, a que tocara. La muchacha se negó, pero Georgette, su prima, insistió obligándola. Charlotte miró alrededor con el rostro pálido y mirada vacua, como si le hubiesen pedido que cometiera un crimen, hasta que Rowan se acercó al piano y cogió una guitarra que había encima del mueble. Charlotte se rehízo y tuvo valor suficiente para cantar El sueño de la doncella y La feria de Scarborough, sin apartar ni un instante de Rowan su mirada cargada de adoración.
Fue una velada sencilla, como le gustaba a Katrine. Habría presentes unos veinte invitados. La concurrencia estaba tranquila: los varones, fatigados después de tres días agotadores, y las damas reservaban sus, energías para el baile que tendría lugar después de las carreras. El concurso había concluido. Rowan reinaría hasta la noche siguiente. La bolsa de oro sería entregada en privado. Y ése sería el final de aquella temporada.
Sin embargo, era dudoso que Giles dejase que los invitados se marchasen tan pronto. Ya había organizado una expedición de caza que requería una travesía río abajo en vapor. Le gustaba que las fiestas duraran al menos una semana y, con frecuencia, dos o tres.
Katrine pensó que, hasta que finalizaran las carreras, tendría tiempo de hallar una solución a su dilema, pero a medida que avanzaba la velada, comenzó a dudarlo.
Giles había estado sombrío todo el día; en ese momento, los observaba a ella y a Rowan girando en la pista, con los ojos entrecerrados y la boca apretada en gesto empecinado. Mientras guiaba el vals sin esfuerzo, Rowan le dijo:
Tu esposo ha tenido la generosidad de compartir tu compañía conmigo hasta la última noche. Pero ahora creo que no está demasiado complacido de verte en brazos de otro hombre.
No tiene motivos para estar celoso repuso Katrine.
Para la mayoría de los esposos no es necesario un motivo: lo que importa son las apariencias. Te confieso que su actitud me parece comprensible.
No entiendes nada dijo Katrine, frunciendo el entrecejo al recordar las observaciones que le hiciera Giles la noche anterior.
Tal vez no repuso Rowan . ¿Acaso lo entendía Terence?
Rowan se endureció para no sucumbir ante el dolorido reproche de la expresión de Katrine. Se había entusiasmado con los juegos y con su anfitriona, y corría el riesgo de olvidar el propósito que lo llevaba allí. Había tenido ocasión de conversar con Alan, con Perry, con Brantley Hennen y con la encantadora Musetta, pero no había servido de nada. El tiempo se agotaba y no estaba más cerca de la verdad de lo que lo estaba a su llegada.
La noche anterior, tendido en la cama, pensaba en el modo en que Giles Castlereagh se había llevado a Katrine a la habitación y si tal conducta no había sido un intento deliberado de distraer su atención. No era la primera vez que se empleaba a una dama con tales propósitos. La duda era hasta dónde sería capaz de llegar Katrine y si participaba por voluntad propia.
Katrine tenía ciertos escrúpulos, o al menos así lo creía Rowan: podrían ser ficticios, pero no quería pensar que fuese menos de lo que representaban. Había conocido a muchas mujeres, pero ninguna lo había rechazado más de una noche o un día. Y aunque le irritara admitirlo, ésta lo fascinaba. Toda ella era seducción y embrujo. Manifestaba enfado y repudio. Avanzaba y retrocedía, se acercaba y huía, y Rowan no deseaba sino atraparla y sujetarla, y desnudarla lentamente a ver qué ocultaba. Había estado a punto de hacerlo una noche de deseo incómodo y palpitante, y seguía fascinado.
Bailar con ella, sentirla dócil entre los brazos, obediente a su guía era un placer peligroso. Katrine se movía con tanta gracia y tanta armonía como si le leyera la mente y los instintos. El roce de los aros del miriñaque contra sus piernas era como la sensación de los delicados huesos de la mujer a través de la piel: un preludio de la intimidad. El perfume que emanaba de su piel y su pelo sugería un jardín a la luz de la luna, un matiz de rosas y jazmines en efervescencia. El resplandor de su piel bajo la luz de las lámparas, el brillo del cabello, mantenían a Rowan embrujado. Bendijo la tradición según la cual, como rey, tenía derecho a pedir cuantas piezas de baile quisiera. Pero a Katrine no le gustaba él. Se negaba a mirarlo a los ojos y conservaba una distancia estricta entre los dos. Aunque a Rowan lo preocupaba, no pensaba permitir que aquello le impidiera lo que había venido a hacer. Quebró el silencio que se había formado entre los dos:
Has estado evitándome. ¿He hecho algo que te disgustara?
Claro que no repuso la joven , pero he estado ocupada.
El hombre no hizo caso de la excusa.
No es necesario que haya incomodidad entre los dos, si es ése el problema. Cuanto sucedió ayer por la tarde fue inevitable.
La muchacha le lanzó una mirada irritada.
Ya lo sé.
Bien; entonces, ¿por qué te ruborizas?
En la voz de Rowan resonó una nota que hizo vibrar una cuerda largo tiempo olvidada en el alma de Katrine, y lo miró. Su semblante estaba suavizado por una sonrisa tan encantadora que, cuando habló, la voz de Katrine surgió entrecortada:
No me sonrojo: es la agitación.
Sí, claro dijo Rowan, haciéndole dar una serie de giros que la dejaron aturdida, tanto que tuvo que aferrarse a los brazos de su compañero. En medio de las vueltas, le dijo : Tu esposo nos hace señas, pero no sé si querrá hablar contigo o conmigo.
A Katrine se le formó un nudo en el estómago, pero no respondió. Al terminar la música, se detuvieron frente a Giles, quien manifestó una amabilidad sin fisuras.
Discúlpame, querida dijo a Katrine , pero me debo a tu compañero por unos momentos. Hemos de conversar acerca de cierto asunto en mi estudio.
Era buena excusa que el asunto fuese el premio, pero Katrine temió que no sólo fuera eso. Observando la mirada de los ojos azul pálido de su esposo, preguntó:
¿Me necesitáis?
Creo que no. Será mejor que hablemos de hombre a hombre.
Con el rabillo del ojo, Katrine vio el gesto ofuscado de Rowan; pero se concentró en su esposo.
¿Estás seguro?
Sí, querida, y no te preocupes si no vuelvo. Creo que me acostaré temprano.
¿Te ocurre algo? tenía los labios azulados y el rostro pálido. Sin duda había otras preocupaciones que contribuían a ese estado.
No me siento bien: sin duda, será algo que comí en la cena.
¡Quieres que te envíe a Cato?
El esposo le dedicó una mirada impaciente.
Por favor, Katrine, no alborotes; si necesito algo llamaré con campanilla. Tú, ocúpate de los invitados.
No se movió, viendo a los dos hombres alejarse en dirección al estudio.
La velada terminó una media hora después de que Giles y el invitado de honor abandonaran la fiesta. Uno por uno, el resto fue alejándose hacia sus respectivos dormitorios. Katrine dio indicaciones a Cato y a las criadas que ordenaban el salón y luego se apresuró a cruzar el vestíbulo, subió las escaleras y llegó hasta la habitación que combinaba biblioteca y estudio, el refugio preferido de Giles.
Se detuvo a la puerta. Alzó la mano para llamar y luego la retiró, crispando los dedos. Fijó la vista en la puerta y apretó los labios. Alzó la mano otra vez y golpeó. Posó la mano sobre el picaporte de plata, abrió la puerta y entró.
Giles estaba sentado ante el escritorio, con una copa de coñac junto al codo. Estaba lívido, con la piel pálida, el cuello de la camisa empapado en sudor y se apretaba el estómago como si le doliese. Rowan estaba al otro extremo del estudio. De espaldas a la habitación, sujetaba con una mano las pesadas cortinas de la ventana y miraba hacia la oscuridad de fuera. Cuando entró Katrine, se volvió apenas. La miró por encima de la alfombra turca roja que había en el centro de la habitación, pero la expresión de su rostro era inescrutable.
Giles volvió su rostro hacia Katrine con una luz febril en la mirada y una sonrisa satisfecha de su boca temblorosa.
Entra, querida dijo . Te alegrará conocer el resultado de nuestra conversación. Rowan se muestra de acuerdo.
Katrine se detuvo con tanta brusquedad que el balanceo de las faldas armadas hizo que el aro del miriñaque se pegara a sus pantorrillas. Pasó un momento infinito hasta que logró emitir algún sonido a través de su garganta oprimida.
No es posible... murmuró.
Te aseguro que sí. No creas que aceptó con facilidad, pues no fue así, por tanto proclamo esta victoria como mía.
Katrine tragó con dificultad, tratando de recuperar cierto grado de control, y dijo en voz monocorde, estrangulada:
Enhorabuena.
Gracias. Y ahora, estoy muy fatigado y necesito acostarme. Pero no tengo más quehacer que dejaros solos.
Katrine abrió la boca para protestar, pero no logró emitir ningún sonido, y desistió. Sería mejor decir en ese mismo instante lo que quería.
Con dificultad, Giles se puso de pie y se acercó a la puerta. Con el picaporte en la mano, se detuvo y miró atrás.
Buenas noches, querida dijo.
Katrine no respondió y la puerta se cerró tras él.
La joven se volvió lentamente para afrontar al hombre que había junto a la ventana. En medio del silencio, oyó el tictac del reloj sobre la repisa de la chimenea y el chisporroteo de las velas del candelabro de bronce. Luego vio el reflejo de ellos en el cristal de la ventana: dos personas rígidas y sin vida, como estatuas. Sintió tanta opresión que le pareció que se le encogía el corazón. Quería gritar, cubrirse la cara, huir y ocultarse, cualquier cosa para escapar a los momentos humillantes que la aguardaban, pero era imposible. Hizo una inspiración tan profunda que el corsé emitió un pequeño crujido de protesta. Por fin, dijo:
Confiaba en que fueras un hombre de honor y que te negaras.
Estás equivocada replicó en tono áspero.
¿Por qué? exclamó, sin poder contenerse . ¡Dios querido!, ¿por qué?
Rowan dejó caer la cortina y se volvió hacia la mujer.
Por varias razones, algunas de las cuales se relacionan con cuestiones de honor.
¡Oh, por favor! Katrine hizo una mueca desdeñosa.
La razón principal fue la impresión de que, si era yo el elegido, no te opondrías del todo dijo en tono rígido, sin inflexiones.
Katrine lanzó una exclamación.
Si te lo dijo Giles, estaba equivocado. Recordarás que yo misma te dije...
Sí, lo recuerdo la interrumpió Rowan, inclinando la cabeza , pero cuando lo comentaste no sabía a qué te referías, y existía una pequeña posibilidad de que cambiaras de opinión.
No, no he cambiado repuso Katrine en tono seco.
Ya lo veo Rowan guardó silencio un instante y se pasó la mano por el cabello , pero estábamos hablando de mis motivos. Uno de ellos fue la curiosidad. No pude resistir la tentación de descubrir que a mi hermano se le hubiera hecho el mismo ofrecimiento, y que aceptara.
No respondió Katrine, oprimiendo con tanta fuerza las manos entre sí que los anillos le cortaron la circulación de los dedos . Ya te respondí, de modo que eres libre de desistir.
¿Recuerdas que juré descubrir la causa de su muerte? ¿Acaso puedo rechazar la oportunidad de permanecer aquí unas semanas más, durante las cuales podría conocer la verdad?
A los labios de Katrine asomó una sonrisa helada.
¿Así es como intervendría el honor? ¿Cómo concilia tus principios cometer tal bajeza y cumplir el juramento?
Si hay un beneficio, no es enteramente una bajeza lo dijo en tono firme, aunque bajó la mirada para examinar los dibujos de la alfombra.
¡Oh, tu consideración es ilimitada! Debo recordarte que el beneficio no es para mí, sino para mi esposo.
El beneficio es para ti repuso Rowan con suavidad , pues, de lo contrario, te expondría al dolor y al peligro.
Entonces la mirada de Rowan, del color de las esmeraldas a la luz de las velas, se encontró con la de Katrine. La mujer habría jurado que no había rastros de engaño o de lujuria. Con palabras cortantes, dijo:
¿Cómo dices?
Tu esposo me dio a entender que, si rehusaba yo, no habría más competición y que llevaría la oferta tal vez a un pariente varón.
¿Lewis?
En efecto. Tu esposo sabe que su sobrino no te gusta y, muy a su pesar, le diría que aceptaba la fuerza como medio de lograr tu cooperación.
El rostro de Katrine se quedó sin color y se tambaleó. Al mismo tiempo, recordó con toda nitidez la advertencia que le había hecho Giles de las yeguas nerviosas. Le costó esfuerzo reunir suficiente valor para volver a mirar a Rowan.
¿Y tú? murmuró . ¿A ti también se te permitirá el empleo de semejante medio?
La expresión de los ojos de Rowan fue firme, pero sus labios esbozaron simultáneamente una mueca desdeñosa.
Lo que se me permita y lo que haga yo son dos cosas distintas.
¡Se te permite...! exclamó la joven, con los ojos muy abiertos.
Nunca he forzado a una mujer y no voy a hacerlo ahora repuso el hombre en un tono que crispaba los nervios, como acero sobre acero.
Pero Katrine no le prestó atención. ¿Cómo era posible que Giles le hiciera algo así? ¿Cómo podía afirmar que la amaba? Katrine no podía creerlo. Su esposo debía de estar loco: no cabía otra explicación. La enfermedad le habría afectado la mente. Pero ¿qué importaba si, de todos modos, tenía que atenerse a sus mandatos? Giles quería un heredero y era capaz de cualquier extremo para lograrlo: era evidente. Katrine había evitado el tema durante meses, durante años, pero ya no podía seguir haciéndolo.
No dijo, abrazándose a sí misma, frotándose con las palmas de las manos para quitarse el frío . No puedo. Está mal, absolutamente mal. Apenas te conozco, como tú a mí. Ofende el más elemental sentido de la decencia. Y, lo más importante, lo prohíben los votos que he hecho como esposa.
También prometiste obediencia, y esto es una exigencia de tu esposo.
La joven sacudió la cabeza con tal vehemencia que los rizos sujetos en la coronilla bailotearon.
No tiene derecho.
El derecho no cuenta. Ya está hecho.
Katrine le lanzó una mirada despectiva.
¿Y a ti, qué? ¿No te molesta que Giles te marque el camino como a un semental para la reproducción?
Cruzó el rostro de Rowan una expresión fugaz de menosprecio.
Cuando se me ha dicho que había sido elegido por mi habilidad, me molestó. Y, para ser sincero, sigue perturbándome. No obstante, tuve mis propios motivos para venir y no tengo derecho a quejarme si otros tienen los suyos.
Todavía puedes retractarte tras la supuesta frialdad de los ojos de Katrine había un ruego.
También tú. Podrías abandonar a tu esposo y volver con tu familia.
¿Crees que no lo he considerado? gritó . No tengo familia: mi padre murió un año después de mi matrimonio, y mi madre, cuando apenas tenía yo unos días de vida. No tengo a nadie, ningún sitio adonde ir y, ningún medio de vida.
¿Qué harías si me negara yo? ¿Someterte a Lewis?
¡Jamás! exclamó la muchacha, con odio.
¿Y qué otra alternativa te queda, sino aceptar el mandato de tu esposo?
Katrine lo miró con ojos ensombrecidos.
No. No permitiré que..., no podría...
¿No puedes decirlo claramente? dijo Rowan con ácida ironía . No importa: ya te entiendo. Nunca me aceptarás por voluntad propia, no yacerás en mis brazos por amor ni concebirás un hijo mío.
Algo en la voz de Rowan provocó una sacudida en el interior de Katrine y evocó con claridad en su mente unas imágenes que la hicieron sentirse aturdida y extraña. Con cierta dificultad las disipó, creyendo haber encontrado la solución a la situación.
Entonces, ¿reconoces que es imposible?
Rowan tardó en responder, y cuando lo hizo, su voz era serena y firme.
No, madame Castlereagh, no puedo. Son tus promesas contra las mías, tu bienestar contra mi beneficio, tus dudas y tus miedos contra mi palabra. He llegado a un acuerdo con tu esposo y emplearé todos los medios a mi alcance para cumplirlo. Agregó : Salvo la fuerza, por supuesto.
Cuando Katrine sintió que Rowan abatía la tenue esperanza que había surgido en ella, sintió que hervía de amargo rencor.
¡Das tu palabra con demasiada facilidad y eres muy efectivo en la búsqueda de argumentos que sirvan a tus fines! Me perdonarás si dudo que puedas tener escrúpulos en usar la fuerza. También me pregunto cómo puedes esperar que confíe en ti, sabiendo que tu palabra de honor es tan endeble.
Un músculo se contrajo en la mandíbula del hombre, y el pecho subió y bajó en una honda inspiración. Respondió en tono duro:
Ya lo veremos. Tu marido insinúa que no hay por qué retrasarlo.
Ya repitió la joven, vacilante.
Esta misma noche ha dejado la decisión en mis manos.
No es posible murmuró Katrine.
Sí. Me ha dado autorización para usar la puerta que comunica su dormitorio con el tuyo, pues de esta manera será más discreto.
No puede ser.
Katrine percibió en la voz de Rowan un matiz de odio hacia Giles y, tal vez, para sí mismo. Pero en una casa como aquella, llena de cuartos y pasillos, la posibilidad de encontrarse con alguien era muy remota. Una sonrisa helada se dibujó en labios de Rowan.
Te aseguro que está todo arreglado. Tu participación consiste en ser complaciente y fértil.
Katrine sintió que aquellas palabras la destrozaban. No comprendía por qué Giles le había hecho partícipe, comentando abiertamente los detalles de una seducción tan pérfida. Surgió en ella una sensación de vacío que se sumó a la ira. Con la repulsión claramente reflejada en los ojos, alzó la barbilla:
¡No! exclamó . ¡Nunca!
Sí repuso Rowan con suavidad, acercándose a la mujer . Ahora mismo. ¿Estás lista?
6
Katrine se mantuvo en su sitio hasta que Rowan se acercó y entonces, perdió el valor y retrocedió sobresaltada.
¡No me toques!
¿Te parece mal? preguntó el hombre, avanzando un paso más . ¿Le tienes miedo al amor, o a mí?
¿Qué diferencia hay? Déjame en paz chocó con el escritorio de Giles y se deslizó a lo largo del borde.
Llámalo capricho, incluso vanidad, pero quisiera saberlo.
Rowan se movió con gracia controlada y sus flexibles músculos hicieron un rápido juego. De súbito, Katrine quedó atrapada con la espalda contra el escritorio y las muñecas presas en las manos de hierro del hombre; tal como la sujetaba no es que sintiera dolor, pero no podía soltarse. Se debatió un instante, pero aún quedaron más cerca. Rowan le colocó los brazos tras de la cintura y los sostuvo en aquella posición incrementando poco a poco la presión hasta que el torso duro del hombre sólo se separaba de los pechos de Katrine por delgadas capas de satén, lino y paño.
¿Es éste el modo como cumples tu palabra? preguntó la joven, falta de aliento y no por la furia.
Sí respondió el hombre exhalando una gran bocanada de aire . Claro que sí.
Con suma lentitud, él fue acercando los labios a los de la muchacha, al tiempo que observaba las expresiones de Katrine a través de sus párpados entornados. Ella quedó como embrujada, quiso protestar, pero el súbito asalto a sus sentidos de la masculinidad del hombre y su curiosidad erótica la inmovilizaron. Los párpados de Rowan descendieron y la mujer sintió el contacto cálido de su boca.
¡Ah, qué dulce fue la gentil persuasión de aquel beso, qué invasión tan delicada y a la vez tan intensa...! Los labios de Rowan tenían la suavidad de la seda y estaban bordeados de la ligera punzada de una barba incipiente. Sus movimientos casi imperceptibles eran una tierna incitación, una búsqueda de aquiescencia para ahondar en la intimidad.
Una oleada de deseo la hizo entreabrir los suyos. Rowan lo aprovechó al instante y su lengua recorrió las comisuras, sondeó el dulce néctar, barrió el interior palpitante de su boca instándola a que también ella explorara. Las superficies ásperas de las dos lenguas se saborearon enlazadas en una danza sinuosa.
La impresión la sacudió y al mismo tiempo le resultó familiar, como si despertara a una caricia experimentada en sueños. La sacudida trajo el despertar de un anhelo dulce y perezoso que amenazaba convenirse en un deseo perentorio de urgente satisfacción. Katrine lo deseaba, quería deleitarse en el asalto de unas emociones que la hacían estremecer, despiertas a medias, subconscientes en algún recóndito lugar de su mente y de su cuerpo.
Alzó las manos hasta los hombros de Rowan y las deslizó hacia la fuerte columna del cuello atrayéndolo hacia sí. La piel del hombre era tibia, como si retuviese el calor del sol que lo había bronceado. De pronto percibió que estaba libre; ya no la tenía prisionera de su abrazo. Sus manos descansaban sobre la cintura y en la espalda de la mujer.
La asaltó una mezcla de furia y arrepentimiento y lo empujó con toda su fuerza. Rowan retrocedió y la soltó con tal brusquedad que ella se tambaleó contra el escritorio. Con expresión subyugada, contempló el rostro sonrojado de la mujer y el rápido movimiento de ascenso y descenso de sus pechos. En voz baja y un poco ronca, dijo:
No creo que me tengas miedo.
Katrine pensó: «Lo que no dice, por cortesía, es que mis objeciones no parecen ser contra él». Agradeció para sus adentros tal muestra de consideración: no sólo le evitaba sonrojos inútiles, sino que le daba cierta esperanza de encontrar una solución.
No repuso, alzando la barbilla , pero detesto ser tratada como una yegua de cría, sin voluntad ni deseos propios. Apoyo los objetivos de mi esposo, pero no puedo aceptar sumisamente al hombre elegido para lograrlos.
Rowan guardó silencio mientras recapacitaba sobre ello.
Katrine dirigió la mirada hacia la ventana que los reflejaba, y dijo:
Me gustaría hacerte una proposición, a ver qué te parece.
Te escucho.
La respuesta fue serena, sin ira, y animó a Katrine a continuar.
Si nos limitáramos a fingir...
Se detuvo, vacilante, y él acudió en su ayuda.
Quieres hacerle creer a tu esposo que somos amantes sin que exista tal relación entre nosotros.
Eso es dijo la muchacha, aliviada por la rapidez con que la había comprendido.
Rowan ladeó la cabeza y le preguntó:
¿Y cómo lo lograríamos?
Acudiendo a mi dormitorio tal como habéis acordado, y al cabo de un rato, te irías otra vez.
Tu esposo sugirió repuso Rowan en tono cortante que me quedara hasta la mañana, para que pareciera una visita temprana a mi anfitrión.
Katrine pensó rápidamente.
En ese caso, mi doncella podría dormir conmigo y tú en su cuarto. No sería complicado.
No creo que resultara muy cómodo respondió Rowan con un dejo de ironía.
Lo siento replicó Katrine, a la defensiva , pero permitiría que te quedases más tiempo, tal y como querías.
Así es admitió el hombre . Sin embargo, quisiera preguntarte qué esperas lograr con el engaño, pues cuando tu esposo se entere al cabo del tiempo, de tu continencia, recurrirá igualmente a su sobrino.
Quizá no. Si has tenido hijos con otras mujeres, mi esposo me echará la culpa a mí, pensando que soy estéril.
Que yo sepa, no he dejado bastardos a mi paso respondió con dureza.
Oh repuso Katrine, y captó el brillo divertido de los ojos de Rowan al percibir su desilusión . En ese caso, cuando llegue el momento tendré que pensar en otra cosa. Ahora sólo me preocupa el presente.
Hay otra cosa que tal vez no hayas tenido en cuenta. ¿Y si a Giles se le ocurre entrar en tu habitación?
¿Para qué iba a hacerlo? preguntó la joven con la frente crispada.
Para comprobar que estés bien en mis manos. Yo en su caso estaría afligido.
¿De verdad? Lo observó con atención y luego prosiguió : Aunque no fuese más que por temor a ti, no creo que lo hiciera.
Rowan hizo un breve gesto de asentimiento, pero no pareció convencido.
¿Me esperas esta noche?
Katrine vaciló un instante.
Si Giles lo pretende tanto...
El hombre la miró con aire pensativo. Katrine aguardó la decisión de Rowan sintiendo el corazón en la garganta.
Numerosas dudas ocupaban la atención de Rowan. Lo que sugería ella no resultaba fácil. Pasar noches interminables sabiendo que dormía indefensa tan cerca, que tenía permiso para hacerle el amor, pondría a prueba a un santo, y Rowan no pretendía serlo. Sería una tortura verla desvestirse para irse a la cama, compartir la intimidad del dormitorio y no traspasar los límites que se habían fijado. No tendría que haberla besado e ignoraba de dónde había nacido el impulso. Podía pensarse que hubiera puesto en duda su honor pero había algo más. Quiso saber qué sentía ella y qué la impulsaba a rechazarlo. Y, sobre todo, experimentó el deseo irrefrenable de tocarla.
No había pensado en otra cosa desde que Giles le brindara la posibilidad de acostarse con ella. Al ver que se le escapaba de las manos una perspectiva tan tentadora, quiso recabar una modesta recompensa, por censurable que fuese. Había aceptado la proposición porque la deseaba: ésa era la verdad, lo que reconvertía por medio de cierta justicia que se viese obligado a estar a su lado sin poder tocarla.
Lo mejor era hacer lo que sugería Katrine. Si tenía rienda libre para acostarse con ella, podría olvidar su propósito, incluso a su hermano, y no irse jamás de Arcadia. Pero el recuerdo de Terence lo atenazaba.
De acuerdo dijo de pronto . Entonces, volveré dentro de una hora. ¿Será suficiente?
Katrine comprendió que le daba la oportunidad de desvestirse y de meterse en la cama, algo en lo que no había pensado ella. Se sintió agradecida de que lo tuviese en cuenta. En voz ronca le respondió que sería suficiente. Se dirigió hacia la puerta y se detuvo cuando Rowan se adelantó a abrirla.
Hasta luego dijo.
Sí, hasta luego.
La respuesta de Katrine brotó con un hilo de voz.
Rowan llegó al cabo de una hora.
Katrine estaba sola. Delphia le había pedido permiso para reunirse con los otros criados. Pero en ese momento deseó que se hubiese quedado: la compañía de la doncella la habría tranquilizado.
Estaba en la cama. Llevaba un camisón y un peinador de batista blanca, de aspecto monacal, con el cuello recargado de encajes, manga larga y puños también de encaje que le caían sobre las manos. El cabello se derramaba por su espalda, brillante tras el cepillado, y se le arremolinaba a cada movimiento.
Permaneció quieta unos momentos y luego se levantó; no quería dar la impresión de estar esperándolo. Se acomodó en la mecedora con un libro, pero parecía deliberado. Se le ocurrió sentarse ante el tocador y arreglarse el pelo, pero tampoco parecía natural. Se encaramó al borde de la cama sin que se le ocurriese nada más, cuando sonó el golpe en la puerta y se puso en pie de un salto.
Se humedeció los labios mientras Rowan avanzaba por la habitación y dijo lo primero que se le ocurrió:
¿Estaba Giles en su cuarto?
Me hizo pasar Cato. Aparentemente, tu esposo dormía; junto a la cama, en un recipiente con agua turbia, quedaban los restos de alguna poción.
Con frecuencia toma algo para dormir.
Rowan esbozó una sonrisa torcida.
No insinuaba que la tomara como un remedio especial.
Parecía probable repuso la joven, con aire rígido.
¿Podría culpársele? Tal vez fingía dormir para no tener que verme mientras hablaba, la recorría con la mirada, que se detuvo al fin en el ruedo del camisón, arremolinado en torno a las chinelas.
Katrine sujetó los bordes del peinador, los cerró más contra los pechos y, con la otra mano, señaló la puerta que comunicaba con el vestidor:
Si quieres acostarte, hay otra cama allí.
Rowan miró con curiosidad en aquella dirección, pero dijo:
Será mejor que permanezcamos juntos durante un momento. Si él se despierta, esperará algún murmullo de conversación.
Katrine sintió que se sonrojaba y deseó que Rowan no tuviese aquella habilidad de desconcertarla. Tratando de aparentar que se sentía cómoda, se sentó sobre la cama, colocó una almohada tras de su espalda y dijo en tono acre:
Tienes razón. Supongo que tienes más experiencia que yo.
No en situaciones como ésta repuso Rowan en tono significativo.
Se quitó la chaqueta, la arrojó sobre el pie de nogal de la cama y comenzó a aflojarse la corbata. Se quitó el alfiler de azabache, lo guardó en el bolsillo de los pantalones y comenzó a quitarse los gemelos a juego.
¿Qué haces? dijo la mujer, enderezándose.
Rowan se interrumpió y la observó evaluándola.
No pretendía alarmarte. Me pareció más conveniente no andar vestido con tanta formalidad.
Katrine entrecerró los ojos y recordó cómo se había acercado antes de besarla. Pero si cada vez que hacía él un movimiento se inquietaba ella, acabaría por convertirse en una idiota. Cerró los ojos un instante y apartó el rostro.
Como quieras.
Rowan se desprendió al fin de los gemelos, los guardó así mismo en el bolsillo y se remangó. No apartaba la vista de un mechón de cabello que caía sobre el pecho de Katrine y resplandecía a cada ascenso y descenso de la respiración agitada de la mujer. No confiaba en él. ¿Por qué habría de hacerlo? ¡Tampoco él tenía demasiada confianza en sí mismo! Con todo, hallaba un doloroso placer en estar allí y se preguntó hasta dónde le permitiría avanzar. No pensaba llegar demasiado lejos, pero necesitaba algo que le hiciera olvidar lo que podría haber sido. Porque, en definitiva, Katrine estaba más segura de lo que suponía. Los escrúpulos de Rowan habían sufrido muchas pruebas, y en este caso todo dependía de la resistencia de Katrine. Pero no estaba seguro de soportar la rendición de la mujer.
Se acercó a la cama y se acomodó lejos de Katrine, cerca del pie, cruzó una pierna sobre la otra y esperó a que la joven pusiera alguna objeción.
Katrine crispó la mano sobre el encaje del cuello. La invadía una sensación de sofoco al tener sentado sobre su cama, donde había dormido sola su vida de casada, al hombre que la atemorizaba desde hacía tres días. Quiso ordenarle que se levantara, pero, al mismo tiempo, no quería revelarle su pánico. Para distraerse y demostrar que no estaba nerviosa preguntó:
¿De qué suelen hablar hombres y mujeres en situaciones como ésta?
Rowan alzó una ceja:
¿No conversa nunca tu esposo contigo?
El problema que nos impide tener hijos es por causa de él. Hasta ahora nunca...
¿Nunca? preguntó Rowan, ignorando el resto de la frase.
Katrine movió la cabeza y jugueteó con el encaje de las mangas, incapaz de mirarlo. Rowan guardó silencio tanto tiempo que al fin arriesgó una mirada entre las pestañas. Los ojos del hombre que la contemplaban tenían la cualidad insondable de un estanque velado por la bruma. Katrine le sostuvo la mirada largo rato, y al fin bajó él los párpados.
Veamos dijo el hombre en voz baja y reflexiva, volviendo a la pregunta de Katrine . Si fuésemos una pareja en el prólogo amoroso, te diría yo que lo que llevas te queda muy bien, pero que preferiría que no llevases nada.
Katrine apretó los dientes y luego dijo:
¿Y yo qué respondería?
Seguramente que, si me acercara, tendría el placer de quitártelo yo mismo.
La joven le lanzó una mirada severa, pese a que sintió que le corría la sangre por las venas.
¿No podríamos hablar de otra cosa?
Te diría también que me encanta el color de tu cabello, que me recuerda a las castañas, al zumaque, y a todos los bermellones del otoño. Diría que me asombra tan brillante y largo, que me gustaría enrollarlo en la mano para sujetarte mientras te...
Por favor rogó Katrine, tensa , hablemos de otro tema.
Antes de recobrar el habla, Rowan contempló el latido de la garganta de Katrine.
Podría preguntarte si querrías que me afeitase para encontrarme contigo o preferirías que te raspase la barba. Como la noche es fresca, podría preguntarte si tienes frío y ofrecerme a calentarte. Y tú podrías preguntarme si tengo los músculos de la espalda tensos por la lanza. Entonces, me sugerirías que me quitara la camisa para darme un masaje que aliviara mi tensión.
Aquellas palabras comenzaron a ejercer un embrujo en la mente de Katrine: lo imaginaba haciendo lo que decía y a ella aceptándolo y devolviéndolo. Ya sentía sus músculos bajo la piel desnuda mientras los masajeaba con las manos extendidas. Pero al mismo tiempo, aquellas imágenes evocaban un vacío dentro de ella. Nunca había pensado en lo escasas que eran la calidez y las caricias amorosas en su vida, cuán poco había gozado de los cuidados que Rowan conjuraba.
La voz de Rowan se fue apagando; Katrine exhaló un lento suspiro y dijo con suavidad:
¿Son ésas las cosas que los hombres y las mujeres se dicen?
Mucho más respondió Rowan.
Katrine abrió la boca para preguntar qué, pero se arrepintió. Prefería adivinarlo en la entonación sugestiva de Rowan.
Cuéntame de tus viajes dijo en cambio . ¿Es cierto que viviste con los beduinos y que cruzaste el desierto de Arabia en camello?
Rowan le contó un relato que hablaba de calor y de arena, monotonía, sed y noches heladas. Sugería una belleza sutil y el triunfo de la humanidad sobre las contrariedades. La joven escuchó fascinada, hasta que, de pronto, el hombre le agarró un pie entre sus manos cálidas.
Estás helada dijo, exasperado . ¿Por qué no me lo decías? Cúbrete con las mantas.
Tú no tienes con qué retiró el pie y lo metió bajo el peinador.
¿Y qué? Yo no tengo frío.
Yo tampoco... Pero no puedo ofrecerte compartir las mantas conmigo.
Prefieres helarte, ¿no? se inclinó hacia ella con expresión colérica.
¡No me parece prudente! exclamó Katrine.
Rowan se echó atrás, compuso un semblante impasible y luego se relajó.
Tienes razón: habría sido imprudente, aunque bondadoso.
Con movimiento ágil, se levantó de la cama. Cogió su chaqueta y su corbata, se las colgó al hombro y se encaminó a zancadas al vestidor.
Al poco, regresó Delphia. Katrine no dormía. Estaba tendida en la cama, rígida, escuchando cada crujido de la casa, cada susurro del viento en los aleros. Rowan tampoco dormía: se veía resplandor de luz bajo la puerta. Oyó que se abría la del vestidor, que hacía Rowan un breve comentario y que la doncella reía. Luego se cerró.
Qué apuesto es ese hombre dijo Delphia . Vestido, es guapo, pero sin ropa... ¡ah!
Katrine se apoyó sobre un codo y dijo en voz baja:
¿Iba desnudo?
Sí, aunque cubierto por una manta.
¡Oh! Katrine se acostó otra vez.
¿Está usted bien? preguntó la doncella, mientras se preparaba para acostarse.
Sí respondió Katrine con una breve sonrisa; luego le dio la espalda y se quedó contemplando la cortina de seda rosado intenso del baldaquino. Los cordones de la cama se balancearon cuando se acostó.
A la mañana siguiente estaba sentada en la cama bebiendo el café con leche del desayuno cuando escuchó un brusco golpe al otro lado de la puerta. Su marido irrumpió en su cuarto.
Katrine se sobresaltó de tal modo que estuvo a punto de tirar la taza. Delphia, que preparaba el atuendo matinal de Katrine, se volvió con los ojos muy abiertos. Echó un vistazo a la puerta del vestidor y luego intercambió una mirada con Katrine.
Y bien, querida, ¿cómo estás? preguntó Giles.
La preocupación que parecían tener todos estaba volviéndose irritante, como si la proximidad de Rowan pudiese producirle consecuencias adversas. Sin embargo, respondió con una sonrisa brillante:
Estoy bien, gracias.
Su esposo asintió, con los labios apretados.
Esperaba encontrar contigo a Rowan.
Aquí estoy dijo el aludido, apoyado en el marco de la puerta del vestidor, con una taza de café en la mano.
Llevaba el cabello revuelto, el rostro sombreado por una barba incipiente y la bata desabrochada. Tampoco su voz era demasiado cordial.
Ah, está ahí repuso Giles, con mesura.
¿Quería hablarme?
A Katrine le pareció que la pregunta era una maniobra agresiva que se manifestaba en el tono. Tenía el propósito de desalentar las preguntas impertinentes o las visitas repentinas, sin duda. Si cumplían su propósito, era otra cuestión. Giles respondió con el ceño fruncido:
Mi intención era ver si necesitaba algo relacionado con la carrera. Tengo entendido que su caballo está en excelentes condiciones físicas y que su hombre ha pasado la noche con él.
Rowan le aclaró que no necesitaba nada. Al tiempo que hablaba, se acercó a la cama, se sentó en el borde, junto a Katrine, y se puso cómodo. La sonrisa que le dedicó a la mujer desbordaba de rústico encanto y de voluptuosa apreciación en igual medida. Su bata de brocado negro se abrió exhibiendo una vasta extensión de músculos sombreada de vello oscuro que formaba un sendero hacia el abdomen plano y duro. Extendió una mano para recoger el peinador de Katrine, tirado al pie de la cama, y se lo entregó con una expresión de tan melosa intimidad y con la mirada tan atenta al profundo escote del camisón, que Katrine sintió una oleada de calor en los pómulos.
Muy bien dijo Giles . Entonces, lo veré a usted en el desayuno.
Lanzando otra sonrisa a Katrine, Rowan dijo:
Creo que lo tomaré en la cama. Omar ha estado tan ocupado con el caballo que todavía no me ha preparado el baño.
Entiendo dijo Giles, echando una mirada al cuarto desde el que llegaba, en efecto, ruido de agua . Hasta luego, entonces.
Delphia le abrió la puerta y la cerró tras él con un brusco suspiro. Con expresión bromista, se volvió a su señora y dijo:
Me parece que no llegarán ustedes a ningún lado.
Tal vez tengas razón admitió Katrine en tono hueco. Miró a Rowan y luego apartó el rostro . Podríamos cerrar la puerta con llave.
¿No lo has hecho nunca? preguntó Rowan.
No ha habido necesidad repuso Katrine.
Rowan movió la cabeza y frunció el entrecejo:
Pero no haría más que despertar sospechas.
Katrine apretó los labios y no respondió.
¿Qué se puede hacer? preguntó la doncella, los brazos en jarras, esperando una respuesta.
Katrine respondió con lentitud:
Hay una posibilidad.
Que el caballero y yo hagamos un intercambio, ¿verdad? dijo Delphia, lanzando una mirada atrevida a Rowan.
Katrine le lanzó una mirada hueca. Su doncella opinaba «que el ama vivía de manera muy limitada».
Tiene razón dijo Rowan, en tono calmo y pensativo.
Ya lo creo que sí repuso Katrine con un suspiro irritado.
7
Cuando Katrine se reunió con Giles para que se desarrollara la carrera, su esposo la trató con frialdad. Se presentó con rostro pálido y labios apretados, y ejercía una presión tan fuerte bajo el codo mientras se dirigían a la tribuna, que la mujer se resintió. Si no resultara absurdo, habría pensado que estaba celoso.
El espacio había sido transformado en una pista de carreras mediante el recurso de espolvorear una avenida de cal para delimitar el recorrido. De acuerdo a la tradición británica, se corría sobre césped. La pista tenía forma de una «U» con algunos declives y, para aumentar la dificultad, el tramo ascendente se situaba al final. Los hitos que indicaban la línea de partida y la de meta se situaban a un nivel plano, ambos frente a la tribuna.
Se desarrollarían varias carreras, una de velocidad a lo largo de cuatrocientos metros, un recorrido completo a la pista y, por fin, la eliminatoria, que consistía en dos vueltas a la misma. El concurso enfrentaría caballos de los establos vecinos y algunos otros procedentes de Luisiana y del trayecto del Misisipí. Entre Giles y los miembros del clan Barrow había gran rivalidad, pero también a los plantadores establecidos a lo largo del río les gustaba aceptar el reto. Los últimos días se habían suscitado muchas discusiones sobre los animales que participaban, examinado con minuciosidad su procedencia, los jockeys que los montaban y las competiciones anteriores.
En Luisiana, en las últimas décadas, las carreras de caballos se habían convertido en una pasión, y había pistas salpicadas por todo el Estado. En Nueva Orleans, Metaire y Eclipse, la Magnolia en Baton Rouge, y la Fashion Course en Clinton. En St. Francisville había una pista pública de cierta notoriedad apta para las carreras cortas, como la Unión Course de Long Island en Nueva York, pero siguiendo la inclinación de los dueños de las plantaciones, Giles prefería la pista de Arcadia, de acuerdo a sus gustos.
Se esperaba con ansia la carrera final, donde los animales serían montados por sus dueños, en lugar de los jockeys. Allí intervendría Rowan a lomos de Saladin.
Katrine se sentía desorientada e incapaz de concentrarse. Era difícil sonreír a sus invitados sabiendo que un hombre casi desconocido había pasado la noche en su habitación y que la siguiente compartiría la cama con ella. También se sentía un tanto perversa. Tenía una aguda conciencia de su cuerpo, de sus reacciones, del modo en que se movía, distinta de la que había tenido hasta el momento. Bajo la confusión y la ira, bullía en ella una euforia latente y tal sensación le gustaba a pesar de sí misma.
Giles había sido arrinconado por un vecino que le exigía acompañarlo a ver un tordo que según él, descendía del inglés Eclipse. Finalmente lo dejó cuando apareció Rowan.
Atravesó el campo a caballo hasta Katrine. Montaba erguido, con gracia natural, y se detuvo inclinándose hacia la mujer y apoyando la mano en la rodilla. Su mirada era cálida. Katrine vestía un conjunto de terciopelo verde musgo orlado con una cinta del mismo color, como la que adornaba la banda del ancho sombrero de paja toscana que le cubría los rizos. Rowan hizo un amplio gesto de saludo con su sombrero de castor de copa baja, como si hubiera transcurrido una inmensidad de tiempo desde que se habían separado.
¿Como está tu animal? preguntó Katrine tras el saludo.
Perfectamente dijo el hombre, distraído, y prosiguió en voz baja : Me gustaría preguntarte si por casualidad mandaste a tu doncella al cuarto de Giles esta mañana cuando te despertaste.
No ¿por qué?
Estaba allí: Omar la vio salir.
No me dijo nada.
¿Tiene tu marido la costumbre de llamarla? preguntó Rowan, mirando a la joven con aire significativo.
No, nunca.
No supo si sentirse irritada o divertida ante la insinuación de que Giles pudiese requerir los servicios de Delphia. Según sabía, su doncella tenía un amante, un caballero de cierta fortuna y gran facilidad de persuasión, lo cual explicaba las ausencias de Delphia y la proliferación de perfumes, ropas y alhajas de la criada. Pero aquel hombre no era Giles.
En ese caso dijo Rowan es posible que tu esposo haya estado interrogándola.
Katrine abrió los ojos, sorprendida, y sacudió la cabeza.
No creo que Giles haya caído tan bajo. Y aunque así fuera, me cuesta creer que Delphia le dijese algo.
Tu esposo fue a verte después de hablar con ella, ¿no es cierto? dijo Rowan en tono paciente.
Tal vez estuviese preocupado, como tú decías mientras reflexionaba, Katrine se mordió el interior del labio.
De todos modos, tendremos que tener cuidado. Sería conveniente que Omar se ocupara de ella.
No quiero que Delphia se inquiete.
No te preocupes: Omar goza de favor entre las mujeres. El sabrá cómo manejarla.
¿Quién es Omar?
Fue un mensajero del Dey de Algiers, a quien cortaron la lengua para asegurarse de que no traicionaría jamás lo que se le confiara. Aun así, emite algún sonido y aprendió el lenguaje mudo de los indios cheroquis.
¿Estás seguro de que entendiste lo que te decía?
Sí.
De todas maneras, hablaré yo con Delphia.
Rowan vaciló y luego respondió:
Sería mejor que no le dijeras nada.
¿Tú crees? Tienes que darte cuenta de nuestra situación y de que es muy difícil mantener a Delphia al margen de los hechos.
Tú decides admitió el hombre, alzando un hombro.
En ese momento se acercó más, comentó: «Tienes un bicho en el sombrero», dio un ligero manotazo al ala, y se marchó.
Katrine lo observó alejarse en dirección a los establos. El balanceo de sus piernas largas, las líneas esbeltas de sus muslos, el gesto seguro de los hombros atrajeron su mirada más tiempo del debido.
Era exasperante estar pendiente de él. Había razones para ello, pues era un hombre muy atractivo. Pero no habría sido humana si no quisiera evaluar con minuciosidad al hombre que había sido arrojado a su cama. Debía saber cómo era y hasta qué punto se podía confiar en él. No estaba segura todavía.
La consideración de Rowan a las reglas de juego que había fijado ella eran extraordinarias. Claro está que tenía sus motivos, y la joven deseó que fuesen lo bastante sólidos para no aprovecharse de las peculiares circunstancias que los ligaban. Pero no existían garantías.
Rowan volvió a la tribuna en el momento en que se iniciaba la primera carrera. Caminaba a paso mesurado, y una mujer de vestido azul pálido se le colgaba del brazo: era Musetta. La hermana menor de Giles le sonreía mientras conversaban, y balanceaba sus amplias faldas envolviendo los pies de su acompañante. A la zaga iba Peregrine Blackstone, dirigiendo a Rowan miradas feroces.
Musetta agitó los dedos saludando a Katrine mientras subía las gradas con Rowan. Sus ojos azules chisporroteaban divertidos y por la sonrisa parecía una mujer satisfecha de la vida. Al sentarse, procuró que Rowan quedara a un lado y Perry al otro.
Katrine echó un vistazo al lugar que ocupaba Brantley Hennen, cerca de la pista. Tras la barba, sus facciones mostraban una expresión agria y tenía la nuca roja. Echó una mirada a su esposa y apartó la vista de inmediato.
Pero no era el único que se sentía desdichado con la reciente conquista de Musetta. Charlotte, sentada junto a Georgette y a Lewis, contemplaba la escena de hombros caídos. Observaba a Rowan con una expresión tan penosa y añorante que resultaba doloroso verla. Iba vestida con un tono lavanda tan suave que confería un aspecto aún más etéreo a su figura. La rica masa de cabello oscuro, formando rizos y trenzas, parecía pesada para un cuello tan delgado. Tenía sombras oscuras bajo los ojos, tal vez por sus dificultades con el sueño. Katrine sintió un aguijón de pena. «Tendré que buscar tiempo para hablar con ella antes de que terminen los festejos», pensó.
A Lewis se lo veía vigoroso, a la delantera con su habitual ingenio y malicia. Daba la impresión de sentir la tibieza de la tarde en mayor medida que los demás. Cada tanto se quitaba el sombrero y se abanicaba con él, pasándose los dedos por los cabellos, hasta dejarlos erizados. No participaría en la carrera final porque, según decía, desde que estaba en St. Francisville no había encontrado ningún caballo que le apeteciera adquirir. Ya lo hacía su tío. En opinión de Katrine, esta especie de candor era el rasgo más admirable de Lewis. El sobrino de Giles se sentiría seguramente contento de no tener que competir con Rowan.
Durante la mañana quedó demostrada la excelencia de los establos de Arcadia. Los caballos de Giles ganaron la primera carrera y la copa de plata de la segunda, cosa que lo hizo resplandecer de satisfacción. «Está tan orgulloso como si hubiese ganado con sus propias piernas», pensó Katrine. En el intervalo del mediodía estaba de excelente ánimo y bebió varias copas de vino gracias a los numerosos brindis que acompañaron la comida ligera. Después, no se sintió bien. Se recostó sobre el sofá de su estudio, mientras las damas descansaban arriba y los caballeros conversaban sobre algodón y política en la terraza de atrás. Cuando se levantó para la eliminatoria, se lo veía pálido.
El sol poniente peinaba el prado y los árboles del contorno con largos dedos de luz, mientras el público se reunía una vez más en las tribunas. La llamada del clarín que convocaba a los hombres al punto de partida dejó oír un sonido melancólico al rebotar contra el contorno del bosque. Una bandada de patos sobrevoló la cúpula de la torre y enfiló hacia el lago. En medio de los tenues murmullos que siguieron a la última nota del clarín, el canto de los grillos y las ranas quebraba la quietud del crepúsculo.
El desfile inicial revistió el campo de esplendor. Los jinetes montaban con una soltura relajada y sin pretensiones. Cada uno de ellos contaba con seguidores que lo aclamaban cuando aparecía. Mientras desfilaban ellos, los hombres que ocupaban las tribunas se enzarzaron en vivaces discusiones sobre monturas, equipos y las ventajas relativas al peso. Más vivaz era aún el intercambio de apuestas.
Rowan ingresó entre los últimos. La montura, al estilo militar, constaba de un estribo más largo que los otros. También el asiento era diferente. Los avíos brillaban, destacando el bocado de acero y las pequeñas espuelas de bronce de las resplandecientes botas negras de montar. Llevaba pantalones de cuero, una chaqueta negra y una corbata de color verde musgo. En su antebrazo ondulaba una cinta del mismo tono.
Al ver la cinta, Katrine ahogó una exclamación y se llevó la mano al sombrero: había desaparecido la suya. Rowan pasó frente a Katrine y la saludó con el látigo y con una inclinación de cabeza. Ella le devolvió una mirada colérica. Giles, sentado junto a Katrine, volvió la cabeza y la miró con expresión reprobadora.
Creí que te había dicho que... comenzó.
Rowan lo interrumpió Katrine, sin dejarse aminalar , tiene mucho sentido del humor.
Su esposo observó largo rato su rostro acalorado y dijo en tono suave:
¿De modo que lo llamas Rowan?
Después de todo lo que ha pasado, ¿tendría que llamarlo «señor De Blanc»?
Ah, de modo que os habéis puesto de acuerdo...
En Katrine se mezclaron la vergüenza, la mortificación y una peculiar tristeza, y apartó el rostro. Con voz fatigada, dijo:
¿Qué esperabas?
No lo sé respondió Giles, como para sí.
Los jinetes se alinearon en el punto de partida: un grupo de unos veinte hombres que se revolvía, contenía a los animales y maniobraba para quedar en posición.
Había animales de todas clases: potros, capones y alguna yegua, algunos de pedigrí respetable, la mayoría, desconocida.
Por fin, estuvieron listos. Se oyó el disparo de pistola y partieron.
Surgió una confusión entre el revuelo de faldones y cascos que chispeaban. Con las melenas al viento, levantando el polvo, se abalanzaron hacia la primera vuelta. Cuando llegaron al tramo recto, iban pegados los unos a los otros, pero al llegar a la loma, los líderes comenzaron a destacar.
Dieron vuelta a la «U» y galoparon otra vez hacia las tribunas. Rowan llevaba la delantera, pero Alan, a lomos de un hermoso bayo, lo seguía de cerca. Perry estaba atrapado en medio de un apretado grupo de jinetes sin poder separar a su velocísimo potro. Satchel iba a la retaguardia sobre un alazán indolente, más apto para carga pesada que para carreras de velocidad.
De las tribunas se levantaron gritos de aliento, aplausos y vivas. La débil estructura de madera se estremeció cuando los cascos tamborilearon más cerca y el público se puso en pie para saludar a los corredores. Los jinetes pasaron ante el público inclinados hacia delante, las riendas tensas, y se lanzaron a la segunda vuelta. Cuando se perdieron otra vez en la distancia, Giles se dejó caer en su asiento y sacudió la cabeza.
Para conservar la delantera, De Blanc correrá campo a través. Tendría que haberlo sabido. Hasta Satchel podría vencerlo.
Quizá dijo Katrine . O quizá, no.
Quieres que gane.
Al percibir el tono acusador de su esposo, en la mente de Katrine se elevó la negativa de inmediato y, al mismo tiempo, comprendió que tenía razón.
Que gane el mejor dijo.
¿Y silo es De Blanc?
La mujer le lanzó una mirada serena:
En ese caso, me alegraré de que lleve la insignia de mis favores.
Lentamente, un intenso sonrojo cubrió el rostro de su esposo. En ese momento, Katrine se dio cuenta de que, sin advertirlo, había agregado un plural a la última palabra, y comprendió el doble sentido que podía desprenderse. Pero no estaba dispuesta a retractarse: su turbia relación con Rowan no era como a ella le habría gustado. Cuando volvió a mirar a la pista, los caballos aparecían otra vez a la vista.
Con los ojos desorbitados y el pelaje cubierto de espuma, los animales se dirigían a la recta final. Rowan De Blanc seguía firme a la cabeza, y Alan de cerca, blandiendo la fusta con expresión sombría y decidida. El grueso seguía detrás y otros pocos quedaban a la retaguardia.
Cuando cubrían la última vuelta, Rowan se inclinó sobre Saladin y movió los labios y, al instante, se abalanzó campo a través. Golpeó con fuerza y se retorció con esfuerzo apartándose de los que se acercaban. Pero la montura brincó y resbaló luego ante los jinetes. Un caballo perdió el paso, tropezó con la montura libre y se precipitó hacia delante. Lo siguió otro, en una maraña de patas que se agitaba con desesperación. Otros jinetes rodaron sobre el campo. Perry viró con brusquedad, pero no pudo detenerse; saltó de su montura mientras el caballo caía, pero un casco lo golpeó. Trató de levantarse, se desplomó y quedó inmóvil.
Alan, que había eludido el choque, miró atrás y tiró de las riendas, deteniendo con brusquedad a su animal. Saltó de su montura y corrió a aferrar las riendas del potro blanco de Perry, que retrocedía. Rowan ya estaba allí. Sacó a su caballo gris del tumulto, se lo entregó a Omar, que llegaba corriendo, y luego se preocupó de los otros corredores.
En ese momento, los hombres que ocupaban la tribuna bajaban todos a ayudar. Entre los chillidos horrorizados de las damas y los gritos de los mozos de establo cargaron a los jinetes heridos, llevándolos a sitio seguro.
Katrine buscó con la vista a un criado y lo envió a St. Francesville a buscar al médico. A otro le encargó que fuese a decirle a Cato que se encargara del transporte de los heridos y, por último, a un tercero, que corriese al hospital a traer todo aquello que pudiese hacer falta.
El médico llegó al oscurecer. Sufrieron heridas cinco jinetes y había dos brazos fracturados, una clavícula quebrada, un hombro dislocado, un tobillo torcido, una mejilla cortada y una contusión leve. Aun así, el médico no tenía quehacer. Omar había corrido al saloncito del piso bajo donde se había colocado a los heridos y se había hecho cargo. Quiso atender a Rowan en primer lugar, pero su amo le indicó que curara a los demás, y no le permitió acomodarle el hombro dislocado hasta que los otros no hubieran sido atendidos.
El doctor Grafton, un hombrecillo jactancioso y desafiante como un gallo de pelea, estaba irritado por haber tenido que viajar desde tan larga distancia con urgencia y encontrar a los pacientes cenando. Los examinó, pero no halló heridas graves. No obstante, cuando Giles lo llevó aparte para invitarlo a una copa y discutir los honorarios, pareció dispuesto a dejarse apaciguar. Cuando se sentó a la mesa a saborear la sopa de tortuga, los espárragos a la vinagreta y el capón estofado, el ánimo del médico era casi jovial.
No obstante, el clima de la cena fue contenido. Los jinetes habían escapado al peligro por un margen tan estrecho que permanecían pensativos. El tributo que pagaban los caballos a causa del accidente no era en balde: uno tuvo que ser sacrificado, a otro hubo que colocarle emplastos y un tercero serviría sólo para que lo montaran los niños. Corría el rumor, aún no confirmado, de que la correa de la montura de Rowan había sido recortada. Los comensales echaban entre sí miradas furtivas, preguntándose quién tendría un deseo tan intenso de ganar para arriesgarse a matar al que más posibilidades tenía, y que los había puesto a todos en peligro.
A la hora de los postres, Alan se recostó en la silla, mientras hacía girar en la copa lo que le quedaba de vino. Paseó la mirada y vio a Giles, a la cabecera, a Katrine, al otro extremo; Rowan, a su derecha. Observó a Perry, que llevaba la cabeza envuelta en vendas como un pequeño turbante, a los otros heridos, y a Satchel, que estaba reclinado y disfrutaba de antemano de la porción de flan con caramelo que le servían. En los labios de Alan jugueteó una sonrisa débil, pero esperó a que el criado se retirara del salón y luego dijo:
Esta mesa debería ser redonda.
Musetta le sonrió, dispuesta a participar de la broma.
¿Como la del rey Arturo, quieres decir?
El joven, tranquilo, le devolvió la sonrisa.
Arcadia, por supuesto, es nuestro Camelot. Giles sería Arturo y Katrine, Ginebra.
¡Qué astuto! exclamó Musetta, aplaudiendo . ¿Y quién sería Perry?
Sir Percival, por supuesto repuso Alan.
Perry, que disfrutaba de la atención de la dama rubia gracias a la herida de la cabeza, dirigió a Alan una mirada irónica.
Y supongo que tú serías Galahad, siempre rescatando damas, o posiblemente Percival...
No creo ser lo bastante puro dijo Alan . Pero no puede discutirse que nuestro Lancelot sería Rowan. No sólo tiene sangre francesa, sino que nos ganó a todos.
Katrine vio que su esposo hacía un gesto brusco con la mano, como si quisiera intervenir. Con el entrecejo fruncido, miraba ora a Alan, ora a Rowan, y al seguir su mirada, descubrió que Rowan observaba a Alan con aire atento y penetrante. Desvió fugazmente sus ojos en dirección a la mujer, pero su rostro permaneció inescrutable. Lewis, desde su sitio, lanzó una carcajada repentina.
¿Serían tan amables de decirme a quién represento yo? Mi querido Alan, debo decirte que no me gustaría ser el casto Modred, y conspirar contra mi tío.
Por cierto, que no intervino Giles, en tono de reproche . Es una idea ridícula. Antes sospecharía que me traicionara Katrine.
Y eso murmuró Lewis sería inaudito.
Sin duda Giles se irguió en la silla. Recorrió a los comensales con mirada dura y por fin la posó en Charlotte . Tal vez podríamos entretenemos hasta que llegaran los invitados al baile. Muchacha, ¿podrías deleitarnos otra vez con tu bella voz?
Charlotte, confusa de ser el centro de atención, dirigió la mirada a Rowan y barbotó:
¡Oh, no señor, preferiría no hacerlo, si no le importa!
El anfitrión inclinó la cabeza.
Como quieras la boca del hombre dibujó una sonrisa cínica . En ese caso, si hemos regresado a la época de la caballería andante, podrían entretenerse las damas con preguntas relativas a cuestiones de honor y de romances.
La intervención de Giles fue eficaz para concluir el tema y Katrine no lo lamentó. No tenía ganas de verse obligada a sonreír cuando se aludiera al romance entre Ginebra y Lancelot. Pero le molestó aquella alusión a la corte del amor y el tono despectivo de Giles. Musetta y ella no discutían problemas de singular importancia. El propósito era divertirse, al tiempo que examinaban ideas vinculadas a la relación entre hombre y mujer. No era necesario despreciar el entretenimiento.
La pregunta un tanto ácida que formuló' Musetta una vez instalados en el recibidor, fue muy satisfactoria.
¿Qué es lo que debe preguntó la cuñada frunciendo los labios una esposa al marido? La Iglesia exige que los amemos, honremos y obedezcamos, pero se nos entrega en matrimonio a hombres que confunden la posesión con el amor, que no dejan espacio al honor y que, más que tratarnos con cariño, nos agobian. Entonces, ¿hasta qué punto no pierden su significado los votos conyugales?
Katrine alisó el encaje negro que bordeaba su vestido de baile de seda dorada extendido sobre el canapé y dijo:
En la corte del amor de Eleonora de Aquitania se consideraba imposible el amor entre marido y mujer. El matrimonio era un contrato por el cual se transfería aquello que poseía la mujer, incluida su persona, al esposo. De acuerdo con ello, es imposible que la mujer ame al hombre que la mantiene sometida, ni que el hombre ame a una mujer que considere poco más que a una esclava. Desde aquella época, las cosas no han variado apenas.
Si bien algunos matrimonios se basan en el dinero, no ocurre lo mismo con todos contradijo Rowan, que se había colocado de pie tras el sofá.
Katrine volvió la cabeza y dijo:
No, no todos, pero muchos se establecen aún sobre esa base.
Sí concordó Musetta y, siendo así, ¿qué espacio se concede al voto? ¿Hasta qué punto nos resulta aceptable buscar en otro lado el consuelo que haga la vida tolerable?
Perry, repantigado en una silla de respaldo alto tapizada de brocado azul, se aclaró la voz.
A mi parecer, comienza en ausencia del amor.
¿Por qué lo dices? preguntó Musetta, contemplándolo con complacida sorpresa.
Con expresión de esforzada concentración, Perry respondió:
Si no hay amor, el resto: honor, obediencia, cariño, es imposible. Al menos, ésa es mi opinión.
¡Oh, pero veamos! protestó Satchel, con voz gruñona . Si nos guiáramos por eso, en St. Francisville no debe de haber más de una docena de matrimonios decentes.
Es triste, pero cierto dijo Musetta.
Lewis resopló.
A mi modo de ver, es una buena excusa para calmar la comezón amorosa.
Musetta se volvió hacia él.
Lewis, por favor, no seas tan vulgar.
Por supuesto, algunas personas prosiguió Lewis sin interrumpirse no necesitan excusas. Y a otras, se les impone una.
Aunque respondiera a Musetta, la mirada ávida de Lewis iba dirigida a Katrine. Se esfumó de la cabeza de la mujer el argumento que elaboraba a favor del matrimonio y no pudo evitar mirar a Rowan.
Dejando de lado el cinismo dijo Rowan en tono pensativo, con los ojos entornados en un matrimonio decente pueden existir compañerismo, confianza y respeto mutuo. En las uniones basadas en el amor, es eso lo que se le debe a un esposo, y del mismo modo a una esposa.
Será un esposo excepcional dijo Musetta en tono seco , si alguna vez decide casarse.
Rowan la miró de frente.
Me casaré cuando encuentre a una mujer de corazón fuerte que reciba mi amor.
¡Caramba! exclamó Musetta, abriendo los ojos con expresión de irónico asombro.
Volvió la cabeza buscando la mirada de Katrine e invitándola a compartir su asombro. Katrine afrontó la mirada de Rowan con expresión inescrutable, ocultando la súbita opresión que sintió en el pecho.
El baile que siguió no tuvo el brillo de otras ocasiones. Quizá fuese por el accidente, pero la luz de las velas no brillaba como de costumbre, el suelo se hacía opaco, los músicos tocaron sin brío, y las flores se marchitaron al poco. Aun así, había en el salón tanta gente como de costumbre y el murmullo de risas y conversaciones era como el rumor del mar rebotando contra las pinturas del techo.
Katrine bailó hasta que le dolieron los pies, aunque sentía una opresión en los ojos que amenazaba en convertirse en un fuerte dolor de cabeza; pero temía que terminara la fiesta. Mientras giraba por la pista con Alan, vio a Rowan bailando el vals con Charlotte. La muchacha lo seguía fascinada y, al parecer, no era capaz de alzar la vista. La sonrisa del hombre escrutando el rostro de su compañera provocó una extraña opresión en Katrine.
Bailó con Rowan una danza escocesa, de movimientos rápidos y casi jactanciosos, que resultaba simple cuando se la conocía. Satchel la convirtió en un juego, conduciendo a Georgette. Rowan se mostró dispuesto a imitar su espíritu e hizo girar a Katrine, obligándola a aferrarse a él, y se zambulló con ella bajo el arco formado por los brazos alzados, del cual emergieron tan juntos que el rostro de Katrine estuvo a punto de hundirse en la chaqueta de Rowan. Katrine pensó si querría perturbarla.
Luego quedó sola, mientras Rowan iba a buscar una copa de ponche de champaña para recuperar el aliento, cuando comenzó el siguiente vals. En su carné de baile figuraba Perry, pero no se lo veía por ningún lado.
Mientras recorría el salón con la vista en busca de su compañero, divisó a Giles. Conducía a una mujer a la pista de baile, la única con la que había bailado: era Musetta.
Era evidente que Giles estaba mejor de su gota, pues se deslizó a los compases del vals como un verdadero experto. Sonreía embelesado a su hermanastra al tiempo que la recorría con una irónica mirada de apreciación. Musetta se la devolvió con ojos gatunos, con una expresión de curiosa vulnerabilidad, y entonces el rostro de Giles adquirió un aire triste que ya no se disipó. En ese momento pudo adivinarse en él el negligente encanto que debió de haber tenido en otra época, el barniz del caballero que se siente a sus anchas en la sociedad londinense. Inspiraba cierta piedad, y no era una sensación cómoda.
Por fin, la velada llegó a su término. Los músicos tocaron la última pieza, guardaron sus instrumentos y se marcharon. Los invitados que no se quedaban en la casa recibieron sus capas, sombreros y bastones, se despidieron y fueron yéndose en grupos de dos y de tres. Uno tras otro, los carruajes fueron desfilando, haciendo crujir la gruesa capa de guijarros que cubría el sendero. Cato cerró la puerta cuando se hubo ido el último de los invitados. El baile había terminado, y con él, los festejos.
Rowan salió del salón a la galería de arcos góticos, sita en la parte de atrás. Se abría a una terraza que descendía en amplias gradas a una franja de hierba que bajaba hasta el lago.
Sus pensamientos evocaron la corte del amor: Ya no tenía edad para dedicarse a juegos de salón, ni inclinación a las especulaciones azarosas del pensamiento y, aun así, el juego había tenido el atractivo de intercambiar opiniones con Katrine, si bien era un atractivo precario. No creía que ella hubiera agradecido su intervención. Rowan había descubierto que, para mucha gente, sus puntos de vista eran demasiado amplios: le resultaba demasiado fácil discutir cualquier aspecto de una cuestión y eso no era algo que la gente agradeciera. Sus convicciones guardaban escasa relación con las creencias más comunes. De manera que prefería retroceder antes que explicar las experiencias que habían acabado con tantas certezas engreídas.
Era una noche agradable: refrescaba. El cielo estaba nublado, pero el disco plateado de la luna brillaba tras una hilera de nubes. Una niebla suave y ondulante se elevaba desde el lago. La humedad y el rocío habían decorado de plata las telarañas que se esparcían sobre la hierba. Se apoyó contra un pilar de piedra y aspiró la frescura de la noche, pensando en ir a acostarse. Al instante, sintió una tensión en las ingles. Se había acostumbrado tanto a aquella disposición desazonada, que casi no la percibía. Pero podía controlarla, siempre lo había hecho.
No obstante, no se acordaba de haber dormido con una mujer sin tocarla, ni de haberlo hecho con una mujer como Katrine Castlereagh. Su amante londinense, aquella otra árabe, la cantante de ópera de Nueva Orleans: desfilaron todas por su mente. Cada una le había enseñado algo de las mujeres y de sus aspiraciones, de sí mismo y de sus límites: a todas les estaba agradecido. Pero era un vínculo en el que no pretendía incluir a Katrine: ella era diferente. Mas, ¿por qué se preocupaba? Katrine pretendía solamente una ficción de amor y no era tan difícil.
Tras él oyó el rumor de una falda femenina. Llegó hasta Rowan y lo rodeó un perfume de lirios del valle. Aquella no era Katrine.
Lamento haberlo molestado dijo Charlotte, con voz tan suave y ambigua como la brisa . Pensaba caminar un poco. Me gusta caminar de noche, en la oscuridad.
Será un placer repuso Rowan con aquella cortesía amable y automática que reemplazaba al candor.
La muchacha debía de temer que creyese que lo hubiera buscado, o que prefiriese estar solo. En el primer caso, no era vanidoso y, en cuanto a lo segundo, era cierto, pero tampoco tenía ánimos de rechazarla. Charlotte flotó hacia el hombre y se detuvo junto a él. Alzó la vista y la apartó luego.
¿Le duele el hombro?
Rowan acudió en su auxilio:
Es usted muy amable, pero no me duele. Es lo que merezco por no haber revisado yo mismo la correa antes de montar.
Es inquietante..., inconcebible que pudiera suceder. Tal vez el cuero estuviese cuarteado..., o fuera cortado de manera intencional.
Omar no habría permitido que sucediera ninguna de las dos cosas.
La muchacha frunció ligeramente el entrecejo.
Pero es difícil pensar en alguien tan vengativo, en especial aquí, donde nos conocemos todos.
Es posible que alguien se enfureciera ante la perspectiva de que un extraño se llevara el premio no hizo la insinuación al azar, quería saber qué pensaba Charlotte.
Es posible que exista cierto resentimiento, pero nadie en su sano juicio habría intentado asesinar por eso, ¿no cree?
Una vez más se abrió la puerta. Charlotte dio media vuelta haciendo remolinear las faldas y se llevó la mano a la boca. Si la hubieran sorprendido haciendo el amor sobre el empedrado, no habría tenido un aire más culpable.
¡Dios mío! exclamó Musetta . ¿Qué pasa aquí fuera que sea tan interesante?
¡Nada! balbuceó Charlotte . Estábamos...
Buscábamos intimidad dijo Rowan . Y tranquilidad.
Musetta lanzó una risa cristalina y lo miró.
Me merezco la reconvención se volvió a la muchacha . Querida Charlotte, no quería incomodarte. He venido a decirte que te busca Georgette.
Iré dentro de un momento. Me gustaría pasear un poco. ¿Se lo dirás, por favor? la voz débil de la joven ahogaba lágrimas contenidas. Dio entonces media vuelta y, cruzando la terraza, se dirigió hacia el lago.
A mí también me gustaría dar un paseo dijo Rowan, yendo tras Charlotte.
Déjela ir dijo Musetta, apoyándole la mano en el brazo . Si la sigue, sólo conseguirá ponerla más incómoda. El problema de Charlotte es usted.
Rowan se detuvo, con el entrecejo crispado.
¿Cómo dice?
Musetta inclinó la cabeza y lo observó al pálido resplandor de la luna.
¿Acaso no lo percibe? Charlotte tiene un corazón muy sensible y cada año elige a un caballero objeto de su amor. El año pasado fue Perry. Este, le ha tocado a usted.
Rowan guardó silencio al tiempo que observaba el vestido claro de la jovencita que se esfumaba en la penumbra. De pronto, dijo:
Yo no la estimulé.
Musetta se encogió de hombros.
Eso ya se sabe, pero no es necesario. Le aseguro que lo superará, pues veo que le preocupa. Quédese aquí; iré yo a buscarla.
Rowan asintió. La hermana de su anfitrión se marchó en dirección al lago, entre los árboles. La oscuridad la envolvió, como había hecho con Charlotte. En ese instante apareció Katrine en la terraza. Esperó a que se acercara y le pidió en voz queda:
Acompáñame a caminar un poco, por favor.
Katrine lo miró interrogante.
¿Pasa algo malo?
No, pero quisiera constatar algo Rowan supo que no era del todo sincero, pero no iba a explicarle a Katrine que Charlotte estuviera enamorada de él.
Katrine lo contempló un buen rato y luego cogió el brazo que le ofrecía y echó a andar a su lado. El gesto de aceptación fue tan inesperado que Rowan sintió que le oprimía el pecho y guardó silencio mientras intentaba comprender el motivo. Ya habían alcanzado el césped, más allá de la zona que iluminaban las lámparas de la casa, cuando se detuvo y dijo:
Lo siento, no he tenido en cuenta que tu vestido y tus sandalias se humedecerían con el rocío.
No importa repuso Katrine en voz queda.
Al resplandor difuso de la luna, las facciones de la mujer estaban pálidas y compuestas, nimbadas por una belleza sobrenatural. La seda dorada del vestido le daba la apariencia de una figura moldeada en metal pulido. Lo embriagó el aroma femenino que exhalaba, compuesto de lavanda, agua de rosas, polvos de arroz y su fresca dulzura natural, y la sensación se fusionó con la certeza de que, si decidía ser un canalla, la mujer era suya; podía tomarla. Lentamente, crispó la mano en un puño al costado del cuerpo con fuerza. Comprendía que aquella afirmación era más fácil de lo que había soñado.
A mí sí me importa dijo, con un matiz áspero en la voz . Volvamos.
Da lo mismo replicó Katrine en voz tan queda que Rowan tuvo que inclinar la cabeza para oírla . Los demás están acostándose.
Más allá, desde la oscuridad, llegó una risa quebrada. Katrine atendió al sonido. Rowan escuchó el eco y dijo luego:
Procede de la torre. Debe de tratarse de tu cuñada. Espérame aquí un momento, me gustaría preguntarle algo.
Te acompañaré.
La firmeza del tono de la mujer le indicó que sería inútil discutir. La cogió del brazo y la condujo hacia la oscura silueta que se erguía ante ellos.
La puerta de entrada a la torre era maciza y profusamente tallada con extraños símbolos. Estaba entreabierta y un débil resplandor de alguna lámpara interior iluminaba la abertura. Los rodeó un aire tibio y húmedo que olía a plantas. Rowan se quedó inmóvil contemplando un helecho inmenso y palmeras con hojas que alcanzaban los tres metros para curvarse luego en graciosos arcos; las losas del suelo eran de mármol rosado y verde, y había una enorme fuente de piedra con sátiros y ninfas de tamaño natural apresados en medio de retozos y juegos. El recipiente de mármol de la fuente tenía forma de concha y en su interior nadaban con indolencia varias carpas doradas. Unas lámparas titilantes con soportes de cobre, fijas a las pilastras de las inmensas paredes, aclaraban la oscuridad. Una escalera ascendía en redondo contra el muro opuesto a la entrada, conducente a una galería protegida por una barandilla a la cual se abrían varias habitaciones sumidas en la penumbra. De pie, bajo una palmera, un hombre y una mujer se unían en estrecho abrazo: Musetta y Perry.
La hermana de Giles dio media vuelta, con los ojos agrandados por la sorpresa, pero al verlos a ellos sonrió.
¡Qué sorpresa por parte de los dos! O pensándolo mejor, quizá no.
¿Dónde está Charlotte? preguntó Rowan, interrumpiendo el tono sardónico de la mujer.
Musetta hizo un mohín y miró por entre las pestañas a su compañero, que la contemplaba con embelesado placer. Mientras Rowan aguardaba, Musetta se dirigió de nuevo a él y dijo:
Decidió regresar antes de haber avanzado tres pasos. Es una chica extraña, llena de fantasías románticas. Por otra parte, no estaba en condiciones de apreciar esta noche tan encantadora para... ¿como diría yo?, ¿... una cita amorosa?
8
No puedo dormir con camisón.
Era una frase simple y, aunque dicha en voz baja, se entendía perfectamente. «El problema pensó Katrine , es que mi mente se niegue a aceptar el significado de que haya un hombre ahí, al pie de mi cama.» Dijo con cautela:
¿Con qué acostumbras a dormir?
En mi propia piel. Es una costumbre que adopté en África Ecuatorial. Si insistes, me pondré el camisón, pero te aseguro que daré tantas vueltas que ninguno de los dos podrá dormir.
Katrine dudaba que pudiera dormir con un hombre desnudo en la cama, pero por lo visto, tenía que hacerlo. Desde luego no esperaba dormir teniendo a Rowan a su lado. Eligiendo las palabras, dijo:
¿No podríamos concertar un compromiso?
Rowan le dedicó una sonrisa torcida.
Oh, sí, podría apagar la luz antes de desnudarme, o bien podrías cerrar tú los ojos!
Esperaba que así fuese repuso Katrine, con aspereza.
¿En serio? ¿No esperas otra cosa?
El matiz acariciante de Rowan le provocó una oleada de pánico.
Nada en absoluto. Pero, si no soportas un camisón, tal vez puedas dormir vestido.
El meollo de la cuestión replicó el hombre, con paciencia consiste en adormecer las sospechas, no en causarlas. Podría quedarme en ropa interior, pero sería peor que el camisón.
Sin duda debe existir algo que te cubra sentía calor en el rostro ante lo que imaginaba y por lo difícil que le resultaba hallar las palabras, más que por mojigatería.
Rowan ladeó la cabeza.
En ocasiones, Omar usa un taparrabos, un trozo de tela que envuelve la parte inferior del cuerpo. ¿Es eso lo que piensas?
Dijo en tono vacilante:
Sería mejor que nada.
En mi opinión, no repuso Rowan en tono cortante . Cuando lo usa Omar parece un niño crecido.
Preocupada, Katrine se sentó mordiéndose la parte interna del labio inferior y se miró las manos enlazadas sobre el regazo. Por fin, preguntó:
Pero, ¿vas a meterte desnudo en la cama?
Por un instante, una extraña expresión apareció y desapareció de los ojos de Rowan, antes de que los cubriese con sus párpados. En tono brusco, dijo:
No representará diferencia con respecto a nuestro acuerdo y a tu seguridad.
Eso pensaba Katrine dudó otra vez y luego dijo precipitadamente : Será mejor que te desnudes, no fuera que a Giles se le ocurriese visitarnos.
Rowan la contempló, observando el blanco inmaculado de su camisón, el cabello que flotaba en ondas brillantes sobre sus hombros, la luminosidad de su piel y la expresión resuelta del rostro, y dijo en tono afligido.
¿Por qué?
La mujer alzó la mirada y luego la bajó otra vez.
Giles sabe muy bien lo que siento yo al respecto, y por eso sospecha que podamos engañarlo. Sólo de una manera se convencería de que obedecí a sus deseos. He tratado de decírtelo, pero no creo que me entendieras.
Rowan se acercó y apoyó las manos sobre el pie de caoba de la cama. El tono del hombre delataba preocupación, pero no condena.
¿De qué se trata?
Katrine hizo una honda inspiración y exhalo un suspiro.
Todavía soy virgen se interrumpió . Tal vez te cueste creerlo, después de cinco años de matrimonio, pero mi unión con Giles nunca fue consumada.
Entiendo: todavía eres virgen. Tu esposo es impotente cierto sentimiento fuertemente reprimido vació su voz de matices.
Katrine no pudo sostener sino un momento la intensidad de su clara mirada verde. Se miró las manos otra vez y asintió. De repente, el hombre se apartó de la cama.
¿Y que va a hacer? ¿Revisar las sábanas como una comadre?
Es posible dijo Katrine con la voz carente de inflexiones.
Es intolerable. ¿Cómo puede un hombre tratar así a su propia esposa...? dio unos pasos apresurados y se detuvo dándole la espalda, la respiración agitada resonando en el cuarto.
Lo siento dijo la joven alisando la sábana con las manos . Seguramente te repugna.
Rowan se volvió con lentitud.
No hay nada en ti que pudiese disgustarme: ni lo pienses. La intención de tu esposo es monstruosa, una traición al matrimonio, pero tú no tienes que ver con ello.
El alivio la desbordó. La perspicacia de Rowan al comprender a Katrine, si ésta temía que la despreciara antes de que ella misma lo comprendiese, le produjo una extraña sensación en el pecho. En parte, era gratitud, pero también había un rastro de zozobra al pensar que pudiera él llegar más allá. Le dedicó una sonrisa trémula.
Hemos de resolver qué hacer.
No hay ningún problema repuso Rowan . Vamos, sal de la cama.
Le dio la mano para ayudarla, cuidando de mantener la vista baja cuando el camisón se le apelmazó en las rodillas. A continuación, entró en el vestidor y regresó con la espada en su vaina. Probó la hoja para saber cuál era el borde más afilado y, en el preciso instante en que la mujer comenzaba a comprender lo que pensaba hacer, se la pasó por los dedos. Brotó la sangre, apartó Rowan las sábanas y frotó la herida sobre la tersa superficie de hilo. Arrojó la espada sobre la cama y se acercó al aguamanil. Vertió agua de la jarra que había junto a la palangana y sumergió en ella un trozo de tela. Se limpió los dedos con el trapo húmedo, regresó junto a la cama y frotó también la mancha de modo que se extendiese y tornase más clara. Echó una mirada a Katrine, que lo observaba, y su rostro se abrió en una sonrisa amarga.
Si es lo bastante insensible para buscar pruebas, se merece sentir el temor de lo que hubieras disfrutado.
Katrine asintió con lentitud, aunque no estaba segura de las consecuencias que podrían resultar de aquello. Pero no estaba dispuesta a preguntárselo, pues ya había hecho gala suficiente de ignorancia aquella noche.
Rowan se deshizo del trapo, recogió la espada y la guardó otra vez en su vaina. Permaneció con el arma en las manos, pensativo, con el entrecejo fruncido.
En los viejos tiempos dijo al fin un caballero ponía a prueba en ocasiones su capacidad de resistir a la tentación, durmiendo con su dama, con una espada entrambos. Servía como recordatorio, pues la cruz que se forma entre la hoja y la empuñadura simboliza el voto de caballería.
Katrine lo miró a los ojos y vio que aquellas umbrosas honduras verdes reflejaban una seria resolución.
No creo que sea necesario, pero estoy dispuesta a aceptarlo.
La boca de Rowan esbozó una mueca divertida.
No rechazaría nada que sirviera de ayuda.
A pesar de su afirmación, Katrine estaba segura de que la espada existía en beneficio de ella misma: Rowan estaba convencido de que Katrine tenía miedo de tenerlo a su lado. Tal vez fuese cierto, pues sentía una especie de nudo dentro del pecho, una sensación de pánico incipiente. Pero ya que había llegado hasta este punto, no pensaba retroceder.
¿Sangra la mano todavía? preguntó.
No, ya está mejor casi no la miró; se volvió hacia la cama y se inclinó para colocar la espada en el medio.
Está bien.
La intención de Katrine era parecer serena, pero, en cambio, las palabras parecieron una invitación sensual. Apretando los dientes para que no castañetearan, se apartó y se acercó a la lámpara que había sobre la mesilla. Ahuecó las manos en torno al cristal y apagó la llama.
La única iluminación era el fantasmal resplandor de la luna que entraba por las ventanas. Rowan no era más que una sombra que se movía en la oscuridad. Katrine le dio la espalda. Se cubrió hasta la barbilla y cerró los ojos.
Entonces percibió el rumor suave de la ropa, los gemelos de la camisa y los botones del pantalón, las botas de cuero. Se esforzó en no escuchar y se concentró en el pulso que latía en sus oídos. Abrió apenas los ojos y captó unos movimientos fugaces. El hombre se desvestía como hacía con todo, con seguridad, ligereza y gracia. Percibió el manchón pálido de un flanco esbelto que parecía de un color más claro que el torso, y cerró los ojos otra vez con fuerza.
Se movía tan silenciosamente que ella se dio cuenta de que estaba allí cuando alcanzó la cama. El cuerpo de la joven se crispó en respuesta. Antes de que el movimiento hubiese comenzado, Rowan alzó las sábanas y se deslizó bajo ellas.
La cama se sacudió y el mullido colchón de lana cambió de forma. Katrine sintió que se deslizaba hacia el centro de la cama, la espada y Rowan. Estiró el brazo para sujetarse y el movimiento cesó. Volvió la cabeza y lo vio en la penumbra. Estaba tendido con un brazo detrás de la cabeza, cubierto por la sábana hasta la cintura. La blancura de la tela formaba fuerte contraste con el tono oscuro de su piel. únicamente los esclavos, los trabajadores y los marinos se exponían al sol sin camisa, ¿Cómo, pues, podía estar tan bronceado? Comprendió que el pensamiento era un recurso para distraerse. Rowan giró la cabeza hacia Katrine, y en voz profunda y fluida, le preguntó.
¿Dónde está Delphia?
Me pareció mejor que estuviese ocupada hasta que estuviésemos acostados.
Ya sabrá que he ocupado su lugar afirmó Rowan con un rastro de humor contenido en la voz.
Sí, aunque no exactamente.
¡Mientras no intente acostarse con nosotros! dudó un instante y luego prosiguió : Omar la vigila.
Katrine le lanzó una mirada prolongada, pero no dijo palabra. Sospechar de la doncella la inquietaba, pues hacía tiempo que estaban juntas y habían pasado muchas cosas. La había considerado una amiga, al menos tan íntima como lo permitían las respectivas posiciones de señora y doncella. Pero había aspectos de la vida de Delphia que nunca entendería, pues la doncella se reservaba. Katrine pensó que era posible que estuviese con su amante, siguiérala o no Omar. Aunque la preocupaba no ponía objeciones. Delphia no habría permitido que la hicieran perder el control.
De pronto, Katrine advirtió que Rowan apoyaba el brazo con cierta rigidez sobre el abdomen. Al parecer, el hombro le dolía más de lo que demostraba.
Si te duele el hombro, junto al aguamanil hay láudano.
Ya lo he visto respondió . Creo que no lo necesitaré, pero es muy considerado de tu parte tenerlo a mano.
Lo trajo Delphia para aliviar mi dolor de cabeza tras el accidente del coche. Vaciló un instante y luego prosiguió : Quería hablar contigo al respecto, pero no hubo oportunidad. ¿Crees que mi accidente y el tuyo pudieran tener alguna relación?
Ya se me había ocurrido dijo, en tono seco.
¡Qué podría significar?
Al parecer, tu esposo está decidido a que sus manejos para conseguir un heredero se mantengan en secreto. Pero lo más probable es que tiendan a evitar la aparición de un heredero en Arcadia.
Podrían habernos matado a alguno de los dos.
Eso habría hecho difícil nuestra unión dijo el hombre, con irónica amargura.
¿Cómo es posible que se haya enterado alguien? preguntó Katrine.
Delphia lo ha sabido siempre.
Oh, sí, pero... Katrine se interrumpió . Para ser precisos, Omar también lo sabe.
Así es. ¿Y quién más? ¿No es posible que alguien hubiera oído algo, sumado dos y dos, observado el giro de los acontecimientos?
Supongo que sí repuso Katrine en tono renuente . A mi parecer, Lewis sospecha algo. Pero si es así, cualquiera podría saberlo.
Es verdad.
Katrine oyó que inspiraba y luego soltaba un suspiro de frustración y se preguntó si no sería, en parte, por el esfuerzo de compartir la cama con ella. Siempre había oído decir que los hombres tenían necesidades físicas más intensas e ingobernables que las de las mujeres y que era injusto tentarlos, imprudente provocarlos. Dijo con los labios rígidos.
Si te resulta difícil, lo siento.
Rowan se incorporó apoyándose en un codo.
¿Estás preocupada por mí? No te preocupes. O en todo caso, si te pesa la conciencia, podrías decirme lo que sabes acerca de mi hermano. No olvides que es lo que nos ha conducido a esta situación.
Rowan aguardó, pero al no oír respuesta, extendió la mano hacia la mujer. Katrine sintió que cogía un mechón de sus cabellos que se había enganchado en la empuñadura de la espada. El hombre lo agarró con los dedos, lo enrolló con cuidado en torno a su mano y contempló la silueta inmóvil de Katrine Castlereagh en la penumbra.
¿Por qué no me lo cuentas? dijo Rowan, en un tono en que se mezclaban la aprensión y la duda . ¿Qué es lo que te obliga a guardar silencio?
Aunque hubiese querido hablar, Katrine tenía la garganta oprimida. Calló y volvió la cabeza hacia el otro lado. Rowan se tendió sobre el colchón y volvió a hablar con amargura:
A pesar de todo, tú no eres responsable, y yo estoy aquí por él. Suceda lo que suceda caerá sobre mi cabeza.
Katrine dio rienda suelta a su imaginación: Terence era un muchacho apuesto y alegre, gentil, pero fuerte.
Había sido tan vulnerable, tan abierto a su pasión como si solo hubiese amado entonces y no opusiese defensas a los dolores del amor.
¿Por qué se llevaba la muerte a los mejores? Se había equivocado la Creación, que desechaba a los inocentes y permitía, en cambio, que florecieran los culpables. Habló en la oscuridad:
Estando en Inglaterra, y en duelo por una mujer, Giles mató a un hombre, hará unos quince años. La familia lo ocultó y lo hizo embarcar a Luisiana. Aquí encontró a mi padre. Invirtió en tierras y algodón e hizo fortuna al cabo.
¿Qué tiene que ver con Terence? preguntó Rowan, tratando de adivinar.
Quería que lo supieras respondió Katrine. Se calló y luego siguió, como por impulso : ¿Alguna vez celebraste un duelo a muerte?
Sólo hasta la primera sangre. Mi honor nunca exigió que matara a un hombre.
¿Fue por decisión? preguntó la mujer con voz ronca.
Hacían falta habilidad y precisión para herir al rival en lugar de matarlo. También demandaba el valor de arriesgarse a morir a manos del otro, y la tolerancia de conformarse con la satisfacción del honor más que con la venganza.
Sí.
Katrine recordó a Terence, tendido sobre la hierba húmeda de rocío, con un agujero en la frente. Cualquier otro había tomado una decisión diferente. Pensaba que también ella era culpable. Si no hubiese sido por ella, Terence jamás habría ido a Arcadia, y no habría muerto. Katrine había aceptado su culpabilidad.
Si bien la noche era fresca, se sintió helada. «Este frío viene de dentro», pensó. Se arropó más en la manta.
Sintió un tirón en el pelo; al parecer, Rowan había olvidado que lo llevara en la mano. Katrine iba a hacérselo notar, pero no protestó y volvió a su posición anterior.
Los minutos se arrastraban. Afuera, un búho ululó en el bosque con una nota lúgubre. Crujió una tabla del suelo en alguna otra parte de la casa. Desde la habitación de Giles llegó un rumor suave seguido de un fugaz «click».
Sobre la cama, Rowan se movió como la columna de humo de una fogata cuando se apaga con agua. Su cuerpo enorme y duro se pegó al de Katrine de arriba abajo.
Quédate quieta murmuró, con la boca apoyada sobre el cabello de la mujer , pero si quieres, podrías ensayar un gemido.
Mientras Rowan se retorcía, el cerebro de la mujer comprendió. La mano del hombre, oscura sobre el camisón, aun en la penumbra de la habitación, aferró el pecho de Katrine en un apretón poderoso, pero suave al mismo tiempo. Su boca tibia atrapó el suave gemido, ahogando el sonido.
Giles abría la puerta de comunicación y los espiaba desde su dormitorio en penumbra.
Una marea de furia se remontó por las venas de Katrine. Se arqueó hacia Rowan, le apoyó la mano en el hombro y la deslizó sobre el vendaje entrelazando los dedos en los rizos oscuros de la nuca del hombre. Sintió el respingo de sorpresa y, en cierto modo, la complugo comprobar que pudiera sacudir el control de Rowan. Sintió el ataque de un beso y comprendió que, hasta ese momento, sólo había conocido las caricias amables.
Los labios del hombre firmes, posesivos, provocadores, recorrieron los de Katrine. Barrió su frágil superficie con su lengua saboreándola y tentándola. Sondeó la humedad de sus tiernas comisuras y se sumergió en aquella profundidad que sabía a miel, instándola al delicado juego. Probó los bordes vacilantes y flexibles de su lengua y la frotó con gentileza, invitándola a un duelo sinuoso que no tenía quien ganase. Se deslizó por los bordes perlados y suaves de los dientes y sorbió el néctar de aquella entrega dulce e inconsciente. Aumentó, de manera casi imperceptible, su presión sobre el pecho, al tiempo que con el pulgar incitaba a abrirse el tierno capullo del pezón hasta que se puso tenso y duro bajo la fina batista. Levantó una de sus largas piernas y la insinuó entre las rodillas de Katrine. En el interior de la mujer creció un anhelo ilusorio que fue cobrando fuerza, mientras los miembros se le tornaban pesados, y sentía que la riqueza bullente del deseo corría por sus venas y se esparcía en su cuerpo como calor de verano. Un atisbo de alegría tembló en su mente. Se apretó más contra el hombre que la abrazaba y ahogó un suave gemido.
Se oyó el chasquido suave de un pestillo. Rowan se puso tenso y alzó la cabeza. Inspiró una bocanada de aire y la retuvo mientras aguardaba, hasta que Katrine pensó que había olvidado soltarla. Espiró sin ruido, pero la mujer sintió la relajación del hombre y que se apartaba de ella. Deslizó la mano a lo largo del brazo de Rowan y la dejó caer. Tuvo la sensación fugaz de la presión de la espada que había habido entre los dos, y luego desapareció.
No era la espada, sino una dureza más tibia y flexible. Se contrajo y se apartó hasta el borde de la cama.
¡Fuera! exclamó, en un susurro sibilante . ¡Fuera de aquí!
El silencio de Rowan no fue de sorpresa, sino de evaluación.
Podría volver.
Que vuelva. Vete de aquí.
Está bien.
El tono de Rowan fue tenso y no expresaba excusa, ruego ni disculpa. Algo confusa y aunque se sintiera sacudida por lo que acababa de hacer, Katrine reconoció que aquel hombre escondía reservas de pasión que mantenía bajo férreo control y que jamás alcanzaría ella.
De un solo movimiento, Rowan se levantó sin sacudir la cama. El cuerpo de hombros anchos, de cintura ahusada, los muslos de línea esbelta se recortaban contra la luz tenue que entraba por la ventana. Se dirigió hacia la puerta que llevaba al vestidor.
Se iba. A fin de cuentas, no era lo que Katrine quería, y no podía soportar aquella retirada digna y serena que manifestaba mejor que las palabras que no regresaría.
Espera dijo Katrine, en una súplica suave, casi inaudible.
Pero Rowan tenía buen oído: se detuvo y dio media vuelta.
Vuelve. Eran las palabras más difíciles que Katrine había pronunciado en su vida.
¿Estás segura? la voz de Rowan era firme.
No repuso Katrine con difícil sinceridad.
Bien susurró Rowan, divertido . Yo tampoco.
Retrocedió, se metió entre las sábanas y quedó inerte a su lado.
Katrine se hundió en el suyo y permaneció acostada largo tiempo contemplando la oscuridad, temblando por no pensar. La sacudió un estremecimiento y percibió que estaba helada. Estiró la ropa hasta la cabeza y hundió debajo los hombros. Tocó con la mano el frío metal de la vaina de la espada. Se estremeció otra vez y se puso tensa hasta que, por fin, encontró la tibieza que buscaba. Era la que irradiaba Rowan de Blanc, como si fuese un sol, una fuente de calor poderosa que la envolvió en un resplandor permanente. Exhaló un suspiro silencioso. Se volvió hacia el hombre acostado junto a ella. Con lentitud, a base de movimientos imperceptibles, fue acercándose por encima de la rígida vaina de metal buscando aquella fuente de tibieza. Al mismo tiempo sentía temor de acercarse demasiado, mientras la cama se inclinaba en aquella dirección: era un delicado equilibrio. Tratando de mantenerlo, se durmió.
Rowan se despertó con la mente despejada como de costumbre. Sin mover un músculo, permaneció quieto. Katrine estaba recostada con la espalda contra su pecho, las caderas sobre su abdomen y las piernas entre la curva relajada de las de él.
Respiraba con tranquilidad y su pecho subía y bajaba con cadencia natural. La dulce fragancia de la joven se le subió a la cabeza, inundándolo con una oleada de deseo crudo e imperioso. Katrine se ajustaba a sus brazos a la perfección, de una manera adorable. El anhelo de descubrir el abrazo de su apretada virginidad alrededor de él fue tan intenso que se sintió aturdido. ¡Qué fácil sería olvidar sus obligaciones y dejarse llevar...!
Percibió la espalda sepultada entre los dos. La empuñadura le rozaba la axila y la punta de la vaina le escarnecía la rodilla. ¡Cuán eficaz no había resultado como elemento disuasorio!
¿Quién se había movido durante la noche: él o ella? Evocó un recuerdo vago, entre sueños, del momento en que se había acomodado Katrine. En ese instante, tendría que haberse levantado él, pero tuvo la presencia de ánimo de no estrecharla contra sí rodeándole la cintura con el brazo.
¿Acaso no lo había hecho? Le pareció recordar unas curvas suaves y firmes bajo una fina capa de batista. ¡Gracias a Dios, no se había despertado!
Después, recordaba muy poco. Los dos se habían dormido profundamente. Pero antes, Katrine había estado inquieta, cambiaba de posición a cada momento y lanzaba prolongados suspiros. Rowan oía el roce de la ropa, su respiración, y lo exasperaba imaginar que fuera causa de aquella inquietud. Si pudiera hallar la paz entre sus brazos tal vez ya no lo fuese.
¿Acaso tendría relación con la muerte de Terence? Lo pensaría más tarde, con la cabeza despejada.
Aunque no quisiera, Rowan tenía que poner distancia entre los dos antes que provocar la vergüenza de ambos. Comenzaban a incomodarlo sus propias reacciones. Pero antes de moverse, percibió el murmullo de una inspiración. Ya era tarde. Se quedó inmóvil esperando que Katrine se apartara de él con brusquedad.
Sintió que Katrine se ponía tensa y se apartaba. Con cuidado infinito y doblando con agilidad sus miembros, la mujer hizo espacio entre ellos. Rowan sintió luego un tirón suave y el roce sedoso del mechón de pelo que Katrine retiraba de bajo el brazo sobre el que apoyaba la cabeza.
«Está mirándome», pensó Rowan. La ansiedad por abrir los ojos, por buscar la mirada de Katrine y adivinar lo que pensaba fue tan intensa que lo asustó. Era un lujo que no podía concederse. No importaba lo deseable que fuese, cuán fascinante, todavía era el único eslabón que lo conduciría al asesino de su hermano.
Fingió un suspiro quedo y se volvió de espaldas, alejándose de la espada y de Katrine. Abrió los ojos y miró el techo unos segundos. Se estiró, ahogó un bostezo con el dorso de la mano y alzó la cabeza para contemplar a su compañera de lecho. Su boca se curvó en una lenta sonrisa:
Buenos días dijo, en tono ronco y dulce a la vez . ¿Has dormido bien?
9
Era domingo. A los invitados que se habían quedado a dormir se les serviría el desayuno en el dormitorio. Luego se dispondrían los coches para que quien lo deseara pudiese asistir al servicio religioso. Al regreso, habría un almuerzo frío en la terraza, compuesto de jamón dulce, pollo frito, pastelillos de hojaldre, panecillos, bocadillos salados, salsa de tomate, pasteles de coco y tarta de manzana. A los que necesitaran descansar a la hora del almuerzo, se les concedería una, breve tregua, y a media tarde toda la concurrencia, con equipaje y criados, sería conducida al muelle para abordar el vapor de Giles, el Cotton Blossom.
El resto del día se dedicaría a un agradable paseo por el río. A la noche fondearía el anda y al día siguiente abordarían una isla que contaba con una gran población de jabalís. Allí se dedicaría un par de días a la caza y luego, se trasladarían a la costa, a un delta pantanoso repleto de ciervos, osos negros, ardillas y mapaches. Las damas se entretendrían leyendo y bordando a bordo del vapor, y con las comidas campestres y paseos a la orilla. Por la noche, habría música, canciones y baile.
La excursión estaba perfectamente organizada: abundancia de provisiones y una cocina con todos los enseres. En la sala de tertulias del barco se habían apilado libros, obras de teatro y naipes, y de Nueva Orleans llegó una caterva de músicos, cantantes y actores que se instalarían a bordo para exhibir sus respectivas habilidades. Giles estaba resuelto a que no faltara nada que contribuyese al placer de los invitados.
Katrine no tenía muchas ganas de ir. En comparación con el amplio espacio de la casa, los invitados estarían unos encima de otros. La ocupación principal de las mujeres durante las largas jornadas sería el chismorreo y las disquisiciones sobre niños y partos, temas que no la atraían lo más mínimo.
Su preocupación fundamental era Rowan. ¿Qué pensaría Giles de la pretendida intimidad entre ellos? Era evidente que resultaría imposible continuar como hasta entonces en un sitio tan atestado, donde habría tanta gente que pudiera observar las idas y venidas de Rowan. Y, sin embargo, las dos noches que habían pasado eran insuficientes para el propósito con que los había reunido su esposo.
Al recordar la situación por la mañana, al despertarse, Katrine sintió calor en el rostro. La causa debía de ser la blandura de la cama. «No es posible que me haya apretado contra Rowan de Blanc de ese modo por ninguna otra razón», pensó la joven. Resultó extraño despertar recostada contra él. Recordaba vagamente el calor de Rowan, y la sensación de comodidad honda y constante de estar entre sus brazos. No podía recordar la última ocasión en que se había sentido tan a gusto y dormido tan profundamente. Pero se había apartado de él antes de que se diera cuenta. No quería pensar lo mucho que se habría divertido a costa de ella viéndola en aquella posición.
Se miró al espejo con el entrecejo fruncido mientras la peinaba Delphia. Quizás era demasiado injusta con Rowan. Se había comportado con la más absoluta corrección.
¿Pasa algo malo? preguntó Delphia con la boca llena de horquillas, mientras trenzaba con habilidad un largo mechón y lo sujetaba . ¿Desea acaso un peinado más elaborado?
No, no, hoy necesito algo sencillo. Sólo estaba pensando.
¿Acerca de la noche? insinuó la doncella.
Más bien, de la mañana. ¿Sabes? prosiguió Katrine, con amargura . El cuerpo del hombre es diferente.
Delphia puso los ojos en blanco.
Un poquito.
Katrine sonrió ante su propia ingenuidad.
Es decir, bastante. Estaba pensando en lo duros que son... ¡no te rías! Me refería a sus músculos.
Sí, señora, claro que se refería a eso.
Me imagino que no todos tendrán pecho, brazos y piernas tan fuertes como los de Rowan. No me asombra que estuviese tan seguro de ganar el torneo hablar de él le producía un extraño placer.
Delphia interrumpió la tarea y observó a Katrine a través del espejo.
¿Le ha hecho daño?
Por supuesto que no.
¿No está escocida? Si es así, tengo un ungüento que la dejaría como nueva antes de la noche.
Katrine movió la cabeza.
De verdad, no lo necesito.
Conmigo no es necesario que se haga la valiente. Los hombres no siempre saben lo que hacen; no la tienen en cuenta a una. El ungüento le facilitará las cosas.
Te aseguro que no es necesario. Katrine habló en tono firme, pero apartó sus ojos de la mirada escudriñadora de la doncella.
De pronto, Delphia dijo:
No pasó nada, ¿verdad?
¿Qué quieres decir? al mismo tiempo que lo decía, Katrine recordó la advertencia de Rowan.
No puede engañarme, madame Katrine, la conozco bien. Me pareció que no traslucía la expresión justa, de orgullo complacido. ¿Qué hicieron? La sangre de las sábanas, ¿es suya o del hombre?
¿A qué te refieres?
Eso lo demuestra: debería usted saberlo. Está engañando al señor.
Katrine sintió dolor y temor que se agudizaron al imaginar a la doncella informando a Giles. Dijo en voz suave:
Tal vez no me conozcas tan bien como crees.
Delphia se llevó un brazo a la cadera y alzó una ceja.
Entonces, dígame exactamente qué hizo el señor Rowan.
Eso son intimidades.
No es que Katrine ignorara el asunto: había atendido en ocasiones a las mujeres de los campesinos y conocía los problemas femeninos y los embarazos. Pero, aunque la noche anterior hubiese sido diferente, no creía animarse a contárselo a la doncella.
No puedo creerlo afirmó Delphia moviendo la cabeza . Debería darle vergüenza... ¡y piense en lo que se está perdiendo!
La muchacha miró en dirección al camisón, la toalla de baño y las sábanas de la noche anterior dispuestos para la muda. Constituían una evidencia para que la doncella creyese lo que el ama decía.
Katrine prefirió dejar pasar la cuestión y esperar los acontecimientos; y pasó a darle indicaciones sobre la ropa que quería llevar y de las labores que la acompañarían al barco.
Hubo un breve lapso a media mañana en que pareció que debía abandonarse el proyecto. Cuando las carretas hubieron acudido con la última carga al barco, uno de lo mozos advirtió del peligro que representaban, según había oído, los piratas del río. Aquellos pendencieros, ladrones y asesinos, habían elegido como jefe a un malhechor que se hacía llamar Rooster Isom. El pirata, ansioso por prevalecer en el río, andaba alborotando. La banda de Isom atacaba barcazas, ocupaba depósitos de madera y cobraba precios exorbitantes a los vapores que se veían obligados a detenerse ante ellos; había acabado con cuanto desconocido se le atravesase que anduviera por los muelles, y en una ocasión asaltó una plantación para llevarse a la esposa y a la hija del propietario. Las dos mujeres habían regresado a la mañana siguiente, más muertas que vivas.
Tras cierta discusión, se decidió que no existía demasiado peligro para una embarcación del tamaño del Cotton Blossom. Los hombres harían turnos para cazar, y dejarían una guardia permanente donde quedaran las señoras. Entre tantos deportistas, las posibilidades de un ataque abierto por parte de los piratas eran escasas, aun cuando se atreviesen a aparecer.
El día transcurrió de acuerdo a lo planeado. A la hora del almuerzo, el tiempo era inestable: el sol se escondía y volvía a salir tras los bancos de nubes grises que pasaban, y se tomó desusadamente cálido y húmedo. Se percibía la tormenta en el aire, empujada por una racha de aire frío. La perspectiva de la irrupción del veranillo indio puso contentos a los invitados de Giles, pues significaba que la caza se daría mejor.
Los que sentían necesidad de una siesta se retiraron al piso de arriba. Durante el intervalo, Giles llevó a los caballeros que no tenían sueño a ver su colección de armas de fuego, que incluía un revólver Adams de doble tiro, recién llegado de Inglaterra, una pieza especial con la culata de plata repujada, que suscitó un acalorado debate acerca de sus méritos respecto a un Colt. Para resolver la cuestión de velocidad y precisión, se requirió un concurso de tiro, que consumió el tiempo de descanso.
A medida que se acercaba la hora de embarcar, los pisos superiores de la casa resonaron con pasos apresurados. El caos alcanzó proporciones de pandemónium, pues las doncellas discutían en último momento el uso de las planchas de ropa.
Comenzaban a llegar los coches y los caballos de silla para los que prefiriesen cabalgar. Giles salió en determinado momento de la casa y abordó a su esposa.
Querida mía, ¿Podríamos hablar unas palabras antes de que nos atrape el vértigo de la partida?
Tendría que cambiarme dijo Katrine, dudando.
Será sólo un momento Giles sonrió y le tendió el brazo, y la firmeza de su tono indicó que no estaba dispuesto a aceptar negativas.
Echó en dirección a la torre y, al ver la mirada inquisitiva de su esposa, dijo:
Estará más tranquilo aquello y habrá menos posibilidades de que nos interrumpan.
¿Hay algún problema? preguntó la mujer.
No es cuestión de importancia, pero el criado de De Blanc ha desaparecido.
¿Omar? ¿Dónde estará?
Estoy seguro de que debe de ser algún malentendido. De Blanc anda buscándolo afirmó Giles, con convicción.
¿Y si no lo encuentra?
Nos iremos sin él, por supuesto. Ya se reunirá luego con nosotros.
Katrine se inquietó. El enorme criado había atendido a Rowan mientras se bañaba y vestía, y luego ya no los había visto, ni al uno ni al otro.
El portón de la torre estaba cerrado. Katrine se sorprendió: solía dejarse abierto cuando había invitados, por si alguien quería visitarla. Cato era el encargado. Hizo intención de volver, pero Giles metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó la enorme llave de hierro. Abrió la puerta e hizo pasar a su esposa.
Un vago desasosiego rozó la mente de Katrine, pero no pudo encontrarle explicación. Se introdujo antes que su esposo, caminó hasta la fuente, que burbujeaba y salpicaba, y dio media vuelta.
Sube, por favor Giles no esperó a que lo obedeciera, alcanzó la escalera y comenzó a subir hacia la galería.
Katrine se alzó las faldas y lo siguió a desgana. El corazón comenzaba a golpearle en el pecho: había algo en la actitud de su esposo que no le gustaba.
Giles llegó hasta una habitación que se empleaba como estudio. Miró dentro y volvió a cerrar. Caminó hasta la siguiente y miró también.
Bien dijo a Katrine sobre el hombro . Aquí podremos estar tranquilos.
Katrine se le unió en el cuarto que Giles acostumbraba usar como dormitorio en invierno. En la época de los fríos sufría de reumatismo, y en la torre lo molestaba menos. La piedra era aislante, y las ventanas, unas aberturas en forma de flecha, con paños de cristal bien fijos, y había hecho instalar calderas en el sótano. En ocasiones, la atmósfera se tornaba tan cálida y húmeda que por los muros de piedra y los frisos de madera sudaba el agua.
El dormitorio estaba amueblado con cierto aire de masculina grandeza. Había una enorme cama de nogal con dosel tapizado de paño azul cobalto, y un gran armario, de la misma madera, más adecuado a su función original de guardar armaduras que ropa. Junto a la chimenea ennegrecida por el uso había un par de cómodos sillones recubiertos de terciopelo azul gastado por el uso. El morillo y el atizador de hierro forjado hacían juego con el candelabro instalado en la chimenea. Alfombras con arabescos de un azul y rojo desvaídos resguardaban el suelo de madera.
Ah exclamó Giles, acercándose a una bandeja en una mesa lateral , hay vino. Cato se ha acordado de traerlo.
Sirvió un vaso del líquido rojo oscuro y luego otro, y Katrine se apresuró a decir:
Yo no quiero, gracias.
¡Vamos! dijo el hombre, llenando el segundo vaso hasta el borde . No me cabe duda de que necesitas algo que te sostenga hasta la noche.
Por cortesía, Katrine aceptó y dijo:
Pero hemos de prepararnos para partir. No podemos dejar a la gente esperando.
Dentro de un momento. Hay algo que me preocupa.
A la mujer se le ocurrió que Giles habría descubierto el engaño. Bebió un sorbo de vino y esperó a que continuara: le supo ácido y un poco amargo, algo que no podía tener en cuenta Cato.
Su esposo le lanzó una mirada severa.
Quería preguntarte si te complace De Blanc.
Katrine tragó, se ahogó, y como Giles seguía contemplándola esperando una respuesta, dijo:
No tengo de qué quejarme, del modo como me trata.
¿No hay nada en la actitud de ese hombre que pueda ofender a una mujer de sensibilidad refinada?
No, nada repuso Katrine contemplando el vaso, negándose a afrontar la mirada inquisitiva de su esposo.
Entonces, ¿por qué te has burlado de mis deseos, de mis órdenes explícitas?
Yo no... comenzó la mujer, sintiendo que la invadía la ira.
Claro que «no» replicó el hombre, haciendo una mueca para enfatizar el sentido irónico de sus palabras , ya lo sé, por eso me quejo, precisamente.
Katrine sintió el fluir de la cólera que le inundaba la mente y todo el cuerpo.
¡Esto es intolerable! exclamó . Estás pidiéndome que haga una locura. No hay nada en las promesas que intercambiamos que te autorice a utilizarme de este modo, y nada exige que me rebaje yo en tu beneficio.
Estuviste de acuerdo.
No. Lo diste tú por sentado. Creí la idea una fantasía que acabarías por olvidar, y que bastaría con que me negara una y otra vez.
El dolor y la tristeza se manifestaron en el rostro ajado de Giles y sacudió la cabeza con lentitud.
Si no hubieses sido tan obstinada... Si hubieses aceptado una unión discreta...
Katrine se preguntó si tendría razón, si en realidad se mostraba irracional y desconsiderada al negarle su único deseo, cuando comprendió que era así como su esposo quería que se sintiera. Alzó la barbilla:
¿Crees que podría dar a tu casa un niño inocente, y que decidieras algún día que no era digno de tu apellido? No, así como tampoco puedo elegir a un hombre a sangre fría.
Ese es el problema: no tienes sangre en las venas. Si no fuera así, quizá no necesitara un heredero de las entrañas de otro.
El insulto hizo que Katrine lo viese todo rojo: era el primer indicio que le daba su esposo de que la consideraba inepta.
¿Me culpas a mí? Que yo sepa, estoy normalmente constituida.
Prueba que estoy equivocado dijo Giles, con una expresión taimada en los ojos . Demuéstrame que sabes bien lo que es la pasión y cuánta alegría puede brindar. No te demostraré nada ni daré un paso más en ese sentido. He llegado a tal punto por temor a que una negativa pusiera en peligro tu salud. Mientras hablaba, bebió un trago.
No necesito tu piedad, Katrine. Lo que necesito es un heredero. Ya te lo advertí.
Lo sé. También se lo dijiste a Rowan y me parece repugnante. ¿Cómo pudiste caer tan bajo? ¿Cómo pudiste espiarme? ¿Cómo se te ocurrió amenazarme con la idea de que me forzara alguien?
Giles guardó silencio durante un rato.
Si te comentó De Blanc lo que le dije, significa que no es tan desinteresado como parece. Tampoco es de fiar según mis propósitos. No puedo permitir que vaya contándolo por ahí.
Katrine hizo una mueca.
Me lo ha dicho sólo a mí: reconocerás que tengo cierto interés.
A pesar de todo, hay que hacer algo.
Katrine lo miró, sintiendo que el miedo crecía en su interior, y le preguntó en voz queda:
¿Qué vas a hacer?
Ya lo verás respondió el hombre, con el rostro grisáceo congelado en una expresión implacable . Lograré lo que quiero, pese a todo.
Giles... comenzó la mujer, y se interrumpió cuando la furia cedió paso a una extraña confusión. Vaciló un poco y luego prosiguió, apoyándose en la resolución conquistada en muchas noches desveladas de angustia y temor : Giles, si vas demasiado lejos, me obligarás a abandonarte.
Giles guardó un prolongado silencio.
No lo harás dijo al fin , pues no tienes ningún sitio adonde ir, y menos aún cuando hayas concebido al niño. Piénsalo: si yo no vivo sino un año o dos, controlarás la propiedad durante la mayor parte de tu vida de adulta.
Aquella retórica le resultaba familiar: se había alarmado sin motivo. Movió la cabeza con gesto abatido.
No morirás.
Sí, lo percibo.
Los médicos no te achacan maldita enfermedad.
Se equivocan.
No tenía sentido discutir con él, nunca escuchaba.
De todos modos, no me casé contigo por tu dinero.
No, pero ten en cuenta a tu padre y al mío, cuyo sueño está vivo. Piensa, Katrine, en las dos propiedades funcionando al unísono, una de las explotaciones más grandes de Luisiana. ¿Qué bien haría tu sacrificio si no hubiese un niño para unirlas?
¿Y yo, no significo nada en todo esto? preguntó la mujer, con súbita fatiga.
En aquel momento estaba tan cansada de discutir... Tan harta de pelear contra lo que parecía inevitable... Tan fatigada de limitarse a soñar...
Un hijo sería un consuelo le dijo su esposo.
Quiso replicar que no era consuelo lo que necesitaba, pero no halló palabras. Sentía en la cabeza una extraña sensación y tenía las manos entumecidas.
El ruido agudo del cristal la hizo mirar el suelo: la copa yacía a sus pies, hecha trizas, y el vino, rojo como la sangre cubría cada fragmento.
Levantó la vista hacia su esposo: se acercaba a ella en silencio, amenazador, con unos ojos desorbitados que resplandecían con la alegría lúgubre de la lujuria. La envolvió como una neblina helada y comenzó a rasgarle la ropa con las uñas.
Despertó con un constante latir de cabeza. Gimió y la volvió al otro lado: la almohada en que se apoyaba era dura. No era la suya de costumbre. Alrededor, el espacio era enorme, y le daba una sensación de frío y humedad. Aquella cama tampoco era la propia. Oyó lluvia, un chaparrón intenso y sonoro.
Abrió los ojos poco a poco. La oscuridad le presionó los globos oculares como si quisiera cubrirlos. Lanzó una breve exclamación de angustia que le hizo estallar la cabeza. Alzó una mano sacándola fuera de las mantas, tan pesadas que la hacían respirar con dificultad. Se tranquilizó al tocarse la cabeza, pero el leve contacto le causó más dolor. Una corriente de aire frío la envolvió y le resultó extraño. Entonces comprendió que estaba desnuda.
El recuerdo volvió a su mente: la torre, Giles, el vino... Le habían administrado algún barbitúrico, no cabía otra explicación. Y Giles, ¿por qué lo habría hecho? ¿Qué esperaba lograr? Desnuda y drogada como estaba. ¿Qué más habría hecho? ¿Qué otras cosas habría permitido hacer?
Apartó con energía las mantas y se sentó. Se detuvo como si hubiese chocado contra un muro de piedra, y las náuseas le produjeron un espasmo tan violento que se cubrió la boca con la mano. Con cuidado, bajó de la cama, se arrodilló sobre el suelo y tanteó buscando el orinal. Lo encontró justo a tiempo.
Una vez pasado el espasmo, Katrine se sentó junto a la cama con la cabeza apoyada sobre el colchón, jadeando y temblando. El frío del suelo la despabiló. Todavía estaba en la torre. No había luz. Era de noche, una noche lluviosa. ¿Cuánto tiempo habría estado allí? ¿Dónde estarían los demás? ¿Se habrían ido sin ella?
Se puso en pie con suma lentitud. Se le había deshecho la trenza y llevaba el pelo suelto. Mientras se erguía despacio, el pelo onduló cosquilleándole la piel desnuda. Empezó a sentirse bien. Pese a estar algo descompuesta, no sentía dolores internos, magulladuras o irritación en las piernas. Giles no había hecho más que desnudarla.
¿Por qué lo había hecho? La única explicación que cabía es que fuera para humillarla. ¿Qué podía hacer? Debía de haber una vela y lumbre en algún sitio. Si lograba encontrarlo, tendría luz.
Con pasos lentos y cuidadosos, se guió pasando los dedos por la tersa superficie de la cama. Necesitó valor para alejarse de ella y lanzarse a la penumbra. Arrastró los pies sobre el suelo, con cuidado por el recuerdo de los cristales rotos.
Tropezó con algo grueso, largo y áspero. Se le escapó una suave maldición, que ahogó. Le había parecido oír un eco, casi un gemido. Se precipitó hacia delante extendiendo las manos para protegerse. Golpeó el brazo de una silla. Sus dedos resbalaron y luego lograron asirse. Se golpeó la cabeza contra el respaldo y la rodilla contra el suelo, pero detuvo la caída. Se acurrucó contra la silla, conteniendo las lágrimas, las náuseas y el dolor pulsante de la cabeza. Aguzó el oído, pero lo único que escuchó fue su propia respiración agitada.
Largo rato después apretó los dientes y se levantó. Sujetándose con una mano a la silla, estiró la otra tanteando hacia donde suponía que habría una vela. Efectivamente. Aunque fugaces, las chispas que saltaron le permitieron ver. Los puntos ígneos atraparon la suave mecha de algodón al tercer intento. Tomó la vela. Cuando el pábilo encendió y floreció una luz amarilla, Katrine sintió que había ganado una batalla. Alzó la luz ante sí con una sonrisa trémula en el semblante.
En ese momento, a sus pies, se oyó un ruido suave, y la joven se alejó de la silla con los ojos muy abiertos, buscando su procedencia. Allí estaba el objeto con que había tropezado, una alfombra turca enrollada que ocupaba el estudio de Giles. Del rollo emergían la cabeza y los hombros de un hombre, que trataba de liberarse. Tenía las manos atadas por delante y una mordaza le cubría la boca. En el pelo había sangre. Llevaba un ojo cerrado, hinchado y purpúreo. El otro la contemplaba como si nunca hubiese visto a una mujer y hubiera perdido las esperanzas de verla alguna vez. Estaba tan desnudo como la propia Katrine. Era Rowan.
10
Tenía que darse prisa. No sabía cuánto tiempo hacía que Rowan yacía envuelto en la alfombra, desnudo sobre el suelo.
Espera dijo en medio de la oscuridad solo un momento.
No hubo respuesta. Se llegó hasta la cama, separó la sábana, y se envolvió en ella como en una toga. Recogió de nuevo la vela, y con ella, encendió el candelabro. Inmediatamente se arrodilló junto a Rowan.
Primero le quitó la mordaza. Mientras deshacía el nudo que le sujetaba las manos, Rowan la contemplaba. La mirada del hombre, con una oscura expresión de aprecio, recorrió el cabello suelto, el resplandor de la luz sobre un hombro desnudo, el semblante atento a su empeño.
Rowan había estado maldiciendo en silencio el destino, la torre, a su propia cabeza y a su estupidez con igual amargura. Comenzaba a sentirse mejor. Cuando habló, la voz le salió ronca por la sequedad que le había provocado la mordaza:
Tu esposo tiene un extraño sentido del humor.
No creo que pretendiera divertirse.
Le dio vergüenza mirarlo. Era imposible desatarlo sin tocarlo: sus dedos le rozaban continuamente el pecho y el abdomen. La superficie de la piel era fresca, pero por debajo se percibía el calor que había conocido ella la noche anterior. No pudo resistir la curiosidad de echar alguna mirada al vientre, que la fascinaba. Recortaba el ombligo una línea de vello que bajaba desde la mata triangular del pecho y desaparecía bajo el borde de la alfombra. El impulso de seguir aquella línea con los dedos y acariciarla fue tan intenso que tuvo que morderse el labio inferior para contenerse.
¿Qué intención tenía Giles? ¿Acaso tuvo la consideración de informarte?
La pregunta de Rowan fue moderada y cortés.
Está obsesionado fue la breve respuesta de la mujer.
Rowan le examinó el rostro.
Ah dijo , ¿crees que continúa con la idea del semental y la yegua, y que es ésta nuestra caballeriza?
Le ardió la cara a Katrine y el calor se extendió hasta instalarse en la parte central de su cuerpo.
No sé si estaremos encerrados.
Lo estamos. Oí la llave.
¿Cuántos eran?
Creo que dos, pero no pude verlos.
Katrine aflojó el último nudo, quitó la cuerda y se acuclilló.
-¿Cuánto tiempo has estado así?
He estado así, como tú dices, desde poco antes de mediodía, cuando Giles me invitó a su estudio. Nos sentamos a beber una copa y sostuvimos una discusión sobre mi falta de cooperación. Durante la discusión, me desmayé. Creo que me trajeron aquí por la tarde.
La joven recordó que Giles habla cerrado la puerta de su estudio: Rowan debía de estar ya allí cuando ella había llegado.
¿Qué te ha pasado en la cara? Fue Giles, ¿verdad?
Me parece que no le gustaron mis comentarios sobre su moral, sus ancestros y, en especial, el modo como se comportaba con su esposa.
¡Sin importar cuál hubiese sido la provocación, era increíble que Giles Castlereagh hubiese pegado a un hombre atado! Katrine retorció la cuerda entre las manos y dijo:
Creo que está volviéndose loco. Tal vez sea la enfermedad, o la vejez.
Rowan, que se frotaba las muñecas para devolverles la circulación, se palpó el ojo.
De todas maneras, todavía tiene fuerza.
Lo que hace no es normal se interrumpió, se puso de pie y caminó hasta la cama. Recogió la manta de lana, la quitó y la sostuvo en los brazos . Me da miedo imaginar qué puede hacer a continuación.
Rowan permaneció inmóvil, contemplando con febril concentración la espalda lisa, la curva esbelta de la cintura y la protuberancia de las caderas. Los pliegues de la sábana desvelaban con tal fidelidad las dulces formas de Katrine, comparándolos con el abultado atuendo que solía vestir, que no pudo apartar la vista. La tela que rebasaba el hombro y se arrastraba por el suelo podría haber resultado ridícula, pero no lo era. La mujer tenía la gracia de una reina de la antigüedad, que no temía ser femenina. Jamás, ni al exhalar el último aliento rodeado de sus nietos, olvidaría Rowan el momento en que Katrine Castlereagh salió de detrás de la silla con una vela en la mano. Batallones enteros de ángeles desnudos e impúdicos no lo compensarían por abandonar un mundo donde existiera gloria semejante. Le había quitado el aliento y, al parecer, para siempre.
En el cerebro del hombre se agitó una insinuación, y en su estado actual, dudó que no fuese provocada por la más pura y primitiva necesidad. La sopesó, la desechó y luego volvió a considerarla.
Hay una manera de asegurarnos que tu esposo recupere la cordura.
Katrine giró con lentitud y lo afrontó, con un semblante que reflejaba furia y horror al mismo tiempo:
¿Quieres decir satisfacer sus deseos, a fin de cuentas?
¿Acaso sería tan terrible?
Esperó la respuesta conteniendo el aliento. En el rostro pálido de Katrine los ojos aparecían inmensos, oscuros, acusadores. Abrió los brazos y dejó caer lo que llevaba, luego se volvió con movimiento brusco y se alejó. La pesada manta cayó en un ondulante montón a alguna distancia de donde Rowan yacía. El hombre miró la manta y luego la espalda rígida de la mujer y por su rostro pasó fugazmente una sonrisa de admiración. Dijo:
Debo deducir que no te gusta la idea.
Katrine se volvió hacia él:
¿Acaso tengo que dejarme amilanar? ¿Tengo que ir en contra de mis convicciones para ahorrarme un poco de incomodidad?
Esta torre es una verdadera prisión; la primera vez que la vi me di cuenta. Es posible que estemos mucho tiempo aquí.
Rowan se sentó. Le dolían las articulaciones y los músculos, como si lo hubiesen pateado. Sin duda lo habían hecho y la dureza del piso lo habría agravado. Apretó los dientes y comenzó a librarse las piernas de la alfombra, sin tener en cuenta su estado de desnudez.
Puedes cubrirte dijo Katrine, señalando el montón de lana azul y dándose la vuelta.
Rowan alzó una ceja y miró hacia donde indicaba la. joven. En efecto, la manta estaba lo bastante cerca.
Podría cogerla dijo, en tono de ruego si pudiese alcanzarla. Todavía tengo los pies atados. Una ayuda me vendría bien.
Katrine cruzó los brazos pero, de pronto, en un impulso, se volvió y avanzó. Se detuvo y posó la vista en el cuerpo desnudo del hombre tendido a sus pies. Rowan esbozó una lenta sonrisa, acercando la ropa hacia él y envolviéndose en ella. Katrine, a quien se le había aflojado la sábana, la acomodó en su lugar sosteniéndola con un brazo, al tiempo que miraba con severidad a Rowan. Con el sonrojo cubriéndole los pómulos, tenía una apariencia encantadora.
Tal vez te parezca divertido dijo pero cuando Giles quiera matarte, ya no lo será tanto.
¿Tú crees?
Rowan se libró al fin de la alfombra y comenzó a desatarse los pies.
Amenazó con ello, convencido de que hablarías de esto.
¿Pensó que disfrutaría yo contando el privilegio que tuve de rondar a su esposa? ¡Me impresiona la buena opinión que tiene de mis costumbres!
Creyó que tal vez lo hicieras quedar como un tonto, divulgando el modo en que lo engañamos.
¿En lugar de describirlo a él como un cornudo voluntario? Perdóname, pero no veo por qué una cosa ha de ser peor que la otra.
Rowan fue consciente de la amargura que transmitió, pero se negó a suavizarla. Ella se rodeó con los brazos como si sintiera más aún el frío de la habitación.
Al parecer, no es necesario que exista una razón sensata. Si hubiese una causa justa para aceptar las pretensiones de Giles, sería precisamente la de preservar tu vida. Si después hubiese un hijo, mi esposo se quedaría tan tranquilo, convencido de que guardarías silencio por el niño.
Rowan arrojó lejos la cuerda que se había quitado. Se puso lentamente de pie, sujetando la manta como un jefe indio que la llevara consigo. Frente a Katrine, con todo el orgullo que logró reunir dadas las circunstancias, le dijo:
¿Ofreces tu honor a cambio de mi vida?
¿Tan asombroso es? Tú acabas de ofrecerme el tuyo por mi comodidad.
Rowan repuso, remarcando las palabras:
No es lo mismo.
Sin mirarlo a los ojos, la joven preguntó:
¿Por qué no? Tú no pediste que te obligaran a meterte en mi cama.
La imagen que evocó no alivió el dolor que sintió él en las ingles, aunque significó un golpe a su estima.
No del modo al que te refieres dijo con suavidad pero tampoco habría rechazado yo la atención. Sólo me contuve de hacer lo que se esperaba de nosotros porque me lo pediste tú. No es un deshonor acceder una vez más a los deseos de una dama.
La confusión de Katrine le provocó a Rowan una especie de placer doloroso. Pero tenía que admitir que comprendía con rapidez.
Si para ti no es un deshonor, no... no. Estás renuente, y sólo mis escrúpulos te impiden...
¿Hacerte el amor en este momento? Sí, eso y mi orgullo.
¿Orgullo?
Rowan dijo en tono suave:
Me niego a ser responsable de semejante sacrificio.
Katrine alzó la barbilla.
El responsable sería Giles: tú sólo serías un peón del juego.
El hombre respondió en tono cortante:
Ésa es mi mayor objeción.
Al principio, cuando estuviste de acuerdo, no te molestó dijo Katrine, frunciendo el entrecejo.
Antes, actuaba por voluntad propia, por mis propias razones. Me niego a dejarme presionar por medio de amenazas.
La joven apretó los labios y Rowan observó aquel pequeño gesto con atención. Le pareció que todavía percibía la dulzura de Katrine, la suavidad de pétalo de su boca, que sentía otra vez la pasión delicada y sumisa con la que había aceptado el beso la noche anterior. La forma de los pechos, la perfección con que se ajustaban a su mano, el capullo tieso del pezón rozando su palma, estaban grabados a fuego en la memoria del hombre. Katrine le había permitido tomarse más libertades de las que se habría atrevido a soñar. Y, aunque había tenido motivos evidentes, sin duda no era necesario que fuese tan sumisa. Motivos. «Por Dios! pensó Rowan . Comienzo a odiar esa palabra.»
¡Qué no daría por agarrarla, sencillamente, y llevársela lejos!, olvidar la muerte del hermano, el hecho de que estuviese casada con otro hombre,, olvidar el motivo que los había reunido y el pacto que los mantenía separados. Si Rowan se lo pedía, ¿dejaría ella todo para irse con él?
«El que estoy loco soy yo», pensó Rowan. La belle dame sans merci. No quería olvidarlo.
De modo que dijo Katrine, con aire vivaz estamos de acuerdo contra Giles. ¿Y ahora, qué?
Rowan la contempló con seriedad unos instantes y luego, una sonrisa creció lentamente en sus labios.
Propongo buscar ropa que ponernos. Tu atuendo tiene cierta elegancia, pero el mío es muy precario.
El armario estaba vacío, igual que los baúles y las cajas que había, tanto en el estudio como en el vestidor. En la torre no había nada que sirviese para cubrirse, salvo alguna toalla. Abandonaron la búsqueda y se concentraron en temas esenciales.
Había una buena provisión de leña que alimentar a la caldera del sótano. En la alcoba y el vestidor, las jarras estaban llenas de agua, y si era necesario, podían llenarse en la fuente. Sobre una mesa lateral había un cuenco de frutas y nueces, una fuente de pan y queso, y pasteles de manzana, cubierto todo por una tela que, en algún momento, habían humedecido para mantener frescos los alimentos. No morirían de frío ni sucumbirían al hambre o la sed.
Sin embargo, estaban prisioneros. No sólo estaba la puerta principal cerrada con llave sino que habían pasado el cerrojo por el ojal de hierro y lo habían asegurado. Las únicas ventanas eran aquellas aberturas en forma de flecha, demasiado estrechas para dejar pasar a un niño.
Rowan observó la cúpula desde el invernadero. El cristal que la rodeaba se recortaba en dibujos, fijos a la estructura que no se abría. Y aunque se hubiesen abierto, la cúpula se alzaba unos doce metros, apoyada sobre muros de piedra que se elevaban rectos.
Las exploraciones fueron interrumpidas por el agudo sonido de una campana. En la despensa, había un dispositivo que ascendía desde el sótano por el sistema d poleas hasta el estudio de Giles. En ese momento, se enviaba la cena.
Katrine sacó la bandeja, que venía con tapa de plata. Atisbó hacia abajo y gritó. La única respuesta fue el silencio. Por fin, el eco de una voz de mujer rebotó en el angosto pasaje: era Delphia.
¡Gracias al Cielo! exclamó Katrine . ¿Qué sucede? ¿Dónde están los demás?
Se han ido todos, madame Katrine.
Entonces, déjanos salir. Ve a buscar a alguno de los peones y haz que abran la puerta.
Katrine esperó la respuesta con ansiedad.
No puedo. El amo Giles ordenó que quedara usted ahí hasta que volviese él. Me encargó traerle cualquier cosa que deseara comer o cualquiera otra razonable para entretenerse.
¡Insisto, Delphia! Tienes que ayudarnos.
No puedo, madame Katrine, no puedo. El amo Giles me prohibió que le hablara siquiera.
«Giles es audaz», pensó Katrine, sabía que ella intentaría convencer a la criada de que la ayudara. Le tocaron el hombro; volvió la cabeza y miró interrogativamente a Rowan.
El hombre apartó la vela que traía en la mano e inclinó la cabeza.
Delphia, ¿dónde está Omar?
En la cárcel de la plantación, amo Rowan: hicieron falta seis hombres para conducirlo allí.
¿Está herido?
Sólo tiene unos rasguños. Su apetito, en cambio, está en perfectas condiciones: en el día de hoy ha comido seis veces y ha bebido siete litros de café.
Rowan retiró la cabeza y se dio la vuelta con un movimiento tan brusco que casi apagó la vela e hizo girar su atuendo como la capa de un emperador. Katrine lo observó largo rato y luego volvió a dirigirse abajo.
Delphia, ¿por qué obedeces las órdenes de mi esposo en lugar de hacer lo que te pido yo?
La voz de la doncella, subiendo una octava, protestó:
¡Usted sabe que me juego el pellejo!
No lo creo.
Los esclavos domésticos de Arcadia jamás recibían latigazos; la sola amenaza de enviarlos a los campos era suficiente para contenerlos. No obstante, en alguna ocasión Giles había ordenado aplicar castigos a los trabajadores del campo. Katrine comprendía el temor de Delphia.
La doncella continuó:
El amo Giles me juró que no le acarrearía a usted ningún daño. Y habló de mi libertad si, cuando regresaba, permanecía usted aquí. La voz subió otra vez de tono : Lo siento, madame Katrine.
Aunque era una traición, ¿acaso podía culparla? Katrine tuvo una ocurrencia y se acercó otra vez:
Ropa, Delphia; necesitamos algo que ponernos.
Las instrucciones del amo Giles han sido muy estrictas. No me atrevo.
La voz de Delphia sonó esta vez a lo lejos, como si estuviese yéndose. Katrine alzó la voz.
Un camisón y un par de pantalones.
Una guitarra agregó Rowan detrás de ella , tus labores, libros, pluma y papel.
¿Me has oído? gritó Katrine.
Veremos qué puedo hacer respondió la muchacha.
Oyeron el chasquido lejano del pestillo seguido por el golpe de la puerta. Los pasos de Delphia crujieron alejándose. Se había ido.
Katrine permaneció allí, con profundos surcos entre las cejas. Habían sido como hermanas. Tantos momentos de risas compartidas, de penas, tantos recuerdos en común... ¿Cuándo había cambiado? ¿Cómo había ocurrido sin que Katrine lo advirtiese? Si algo que parecía permanente había cambiado de la noche a la mañana, ¿no podría cambiar todo en la misma medida?
Bien podríamos comer dijo Rowan . Si bien hay cierto atractivo en dejarse morir de hambre por obstinación, tiene sus inconvenientes.
Los ojos de la mujer expresaron desdicha y pena.
No tengo hambre.
Yo tampoco, pero nos ayudará a pasar el tiempo.
En respuesta, Katrine cogió la pesada bandeja y le hizo ademán de que abriera la puerta que comunicaba el estudio con la alcoba. Rowan vaciló, con la vista fija en la comida, dispuesto a llevarla él. Pero como en una mano sostenía la vela y con la otra la manta, era difícil imaginar cómo lo haría. Al captar la mirada especulativa de Katrine, sonrió con humor ácido e hizo lo que le pedía.
Encendieron la chimenea. Katrine se sentó ante la sopa caliente, el pollo asado, las frutas y el vino. Levantó la cuchara y le dio vuelta a la sopa. Con voz quebrada, dijo:
Tengo que pedirte perdón por haber dudado de tu opinión sobre Delphia.
No es necesario repuso Rowan en voz calma.
Tal vez si te hubiera hecho caso, no estaríamos aquí.
El hombre le lanzó una mirada pensativa.
Me parece que prefiero verte furiosa y desafiante, más que contrita.
Lo que intento decirte respondió Katrine, con irritación es que tenías razón.
Ya lo sé, de manera que no tengo necesidad de oírlo, y menos aún si te transforma en una mujer abatida, que juega con la sopa.
Katrine pensó: «Qué generoso... ¿O será más bien condescendiente?».
No pudo discernirlo y, entre tanto, Rowan volvió a hablar:
¿Cuánto durará exactamente la partida?
Depende de la suerte. Si es mala, unos tres o cuatro días, y si es buena, una semana.
¡Una semana...! repitió Rowan, con la vista fija en la reja de bronce que cubría una abertura de la ventilación . Soy afortunado, ya que no tenía ganas de hacer el viaje.
¿Que no tenias ganas?
La joven hundió la cuchara en la sopa y comenzó a comer, mientras guardaba la respuesta.
Estar enjaulado en un vapor con un montón de gente que no conozco, mientras se espera que me escurra por los corredores durante la noche para un juego amoroso con la esposa de mi anfitrión? Estuve pensando excusas durante dos días.
¿En serio? Creí que actividades como la caza eran habituales entre la clase alta de Inglaterra.
Es diferente. Allí nos conocemos todos.
La mirada de los ojos verdes de Rowan se posó sobre el rostro de Katrine, con cierto matiz de humor en las profundidades. Mientras se ocupaba de comer, de beber, de alcanzarle el pan a la mujer, se le había deslizado la manta de los hombros a la cintura. La luz de las llamas le iluminaba el rostro y dejaba en sombra la parte magullada. Esculpía el contorno macizo de los hombros, brillando sobre el vendaje que aún cubría uno de ellos, y confería un resplandor sedoso a los rizos que le cubrían el tórax. La superficie del abdomen y los músculos de los brazos se remarcaban al mover sus manos con la agilidad y el toque precisos de un artesano que tallara el mármol y la piedra.
Katrine estaba cenando con un hombre desnudo. Si conservara siquiera algo de pudor virginal, la situación la horrorizaría, pero no era así. Por desconcertante que fuese, se había hecho a la idea con asombrosa rapidez. Con todo, la presencia de aquel hombre desnudo, indiferente, audaz, era otra cuestión. Era difícil dejar de mirarlo. Sentía un deseo irresistible de tocarle el pecho y los torneados brazos para comprobar si era tan tibio como parecía, allí sentado, bañado por el resplandor de la llamas, tan cálido como ella lo recordaba.
Terminaron en silencio el pollo asado y apartaron los platos. Rowan le ofreció fruta y cogió una pera a su vez. Los dos tendieron la mano hacia el cuchillo al mismo tiempo. Katrine sintió que rozaba la mano del hombre y retiró la suya como si la hubiesen picado. Rowan se quedó inmóvil sosteniendo con mirada escudriñadora la de los ojos inmensos de la mujer. El fuego crujió. La mecha de la vela goteó. Con gestos lentos, Rowan de Blanc se respaldó en la silla y apoyó las manos sobre la mesa.
Si queremos que esto sea tolerable dijo, con voz ronca por el esfuerzo tenemos que aceptarnos y acostumbrarnos el uno al otro. Nos volveremos locos si tratamos de evitar cualquier contacto, cualquier mirada, cada palabra o gesto.
Está bien dijo la mujer pero, ¿y si no podemos evitarlo?
Sólo es necesario que nos comportemos con naturalidad.
Con naturalidad... repitió Katrine, en tono hueco.
Como si fuésemos amigos o, si lo prefieres, hermanos. Como prisión, no está mal: tenemos alimento, bebida y cierta comodidad. Estaremos aquí un tiempo limitado. No hay nadie que nos espíe o nos obligue a actuar.
Con eso cuenta Giles: con que la intimidad y cierta ilusión de libertad nos haga comportarnos con naturalidad.
En nuestras manos está decepcionarlo.
Lo dijo con sencillez. Pero estaban los dos, casi desnudos, solos en la torre, la lluvia tamborileando sobre la cúpula de cristal al otro lado de la puerta de la alcoba, y la enorme cama tras ellos. Katrine permaneció sentada, rígida, y Rowan inclinó la cabeza:
Tienes que confiar en mí.
No desconfío de ti.
No es lo mismo, pero es suficiente. ¿De qué se trata, entonces?
Katrine no lo sabía con certeza. Lo que proponía él no iba a ser fácil. Pero tenía que decir algo. Abrió la boca y musitó:
No tenemos espada que colocar entre los dos.
No repuso Rowan en tono significativo , aunque no creo que sirviera de mucho.
Katrine lo miró. ¿Habría estado despierto? ¿Sabría que había pasado toda la noche acurrucada contra él? Si era así, ¿cómo podía seguir contemplándola a los ojos con aquella mirada límpida y benévola? Permaneció él quieto, apretando con los dedos la mesa de nogal, como si quisiera dejar sus huellas allí.
Katrine pensó qué expresaría su semblante: el recuerdo de aquella mañana, el temor de perder el control por la noche, la necesidad de abandonar lo que se había convertido en una carga, la dolorosa noción de que no tenía protección y que tampoco estaba segura de desearla.
11
Cuando terminaron de comer, Katrine apiló los platos sobre la bandeja. Rowan se ocupó de enviarlos abajo con la curiosidad de comprobar si Delphia les habría mandado algo.
Katrine se lavó la cara y las manos, utilizando el agua de la jarra y el cuenco. Volcó la que quedaba en el orinal, bajó con él las escaleras y lo yació en el desagüe del invernadero.
Permaneció quieta unos instantes mirando la cúpula en donde, de tanto en tanto, estallaban relámpagos con mudo resplandor, como si procediesen de algún sitio lejano. La lluvia había disminuido: casi no se oía, amortiguada por el rumor de la fuente. El aire comenzaba a enfriarse. «¿Quién alimentaría el fuego de la caldera?», se preguntó ¿Sería Delphia, o habría alguien más encargado de entrar allí abajo?
Aquel espacio tibio y húmedo, con olor a tierra y a vegetación, era agradable. La oscuridad la envolvía como una presencia suave y calmaba su inquietud. Sintió el deseo de quedarse allí, de ocultarse como en un refugio, pero sería una cobardía. Por otra parte, la seguridad era ilusoria: la persona de la que más habría necesitado ocultarse estaba encerrada con ella. Regresó arriba y dejó el orinal en el vestidor. Estaba de espaldas al fuego calentándose las manos, cuando volvió Rowan.
¡Ropa! exclamó la joven al ver la que llevaba éste en las manos.
El hombre le dirigió una sonrisa torcida:
Algo parecido dijo, arrojándole una prenda blanca y suave.
Delphia le había mandado un camisón tal como había pedido, una mandolina, un lío en el que Katrine reconoció su labor de punto, y una camisa y un par de pantalones viejísimos para Rowan.
Algo es algo dijo amable Rowan . Delphia te quiere mucho.
Querría estar segura respondió Katrine . Bien podría ser lo contrario.
Rowan rebuscó en los bolsillos de los pantalones y extrajo varios objetos. Fue sacándolos a la vista de Katrine:
Dos peines, uno de carey y otro de marfil, dos pastillas de jabón de lavanda, un paquete de agujas y una cuerda de repuesto para la mandolina. Esta chica es un tesoro.
Si fuese un tesoro, abriría la puerta.
Eso es mucho pedir Rowan miró con el entrecejo fruncido lo que llevaba en las manos . Después de haber estado envuelto en esa mugrienta alfombra, siento necesidad de un baño. Traeré agua caliente y nos lo daremos.
Yo podré hacerlo sola, gracias repuso ella, con cierto filo en la voz.
La respuesta del hombre consistió en salir del cuarto. Katrine percibió el peso deliberado que imprimía a cada paso y comprendió que lo había enfadado. Rowan regresó al poco. Llevaba los pantalones, la camisa abierta hasta la cintura, y cargaba un balde de madera lleno de agua humeante. La echó en la bañera y salió otra vez. Subió la escalera cinco veces más cargando agua, en sombrío silencio, sin hacer caso de las protestas de Katrine. Cuando el nivel del agua fue suficiente para el baño, dejó el balde en el vestidor y se fue escalera abajo en dirección al invernadero.
Katrine entró en el vestidor, cerró la puerta y se quitó la sábana. No podía dejar que el resentimiento la dominara. Metida en la bañera, oyó los truenos: al parecer, la tormenta cobraba fuerzas. Cada tanto, se veía estallar un relámpago a través de las troneras, como resplandores breves, interrumpidos.
Después del baño, el camisón se le pegaba al cuerpo todavía húmedo, pero se sentía más fresca y menos inquieta. Había pasado la larga maraña de pelo sobre el hombro y trataba de desenredarlo. Cuando refulgió un relámpago, la luz que provenía de la cúpula y la que llegaba a través de la puerta, la hizo parpadear. A continuación, retumbó el trueno. Como arrastrada por el furor de la tormenta, Katrine se encaminó a la galería.
La lluvia caía con fuerza, corriendo sobre los cristales en forma de cortinas que, a la luz de los relámpagos, parecían de un azul grisáceo. Un trueno resonó sacudiendo los cristales. Daba la sensación de que toda la cúpula se vendría abajo sobre el invernadero. La joven miró hacia las palmeras y los helechos que se mantenían serenos y fantasmales en la oscuridad, alzando su follaje hacia la lluvia, tan lejos de ellos. «Tendrían que estar sacudiéndose bajo el agua, y no aquí, cautivos en esta prisión protectora», pensó Katrine.
Fulguró otro relámpago, y la mirada de Katrine quedó atrapada por una silueta que distinguió entre el follaje. Se le agrandaron los ojos y quedó transfigurada. Rowan se bañaba en la fuente, con el rostro expuesto al chorro de agua tibia que caía formando un arco desde la jarra de vino que sostenía una ninfa. Con los ojos cerrados, dejaba caer los brazos a los lados. El agua que le recorría el cuerpo resplandecía a la luz intermitente de los relámpagos, teñía de plata los contornos de sus músculos y sus formas torneadas. Perfecto en su belleza masculina, tenía el aspecto de un dios antiguo rodeado de ninfas: Mercurio, quizá, moldeado en algún metal precioso, los pies alados calzados de salpicaduras de azogue. Alrededor se elevaban jirones de vapor como nubes del Olimpo, que lo ocultaban y mostraban alternativamente.
Dentro de Katrine se removió la imagen vital de sí misma, la noción de lo que sentía y en qué podía convertirse. Nunca había admirado un cuerpo masculino, y se veía obligada a admitir que era admirable. Había pasado las páginas de los libros que representaban a los dioses griegos y romanos con un vistazo furtivo, pues contemplarlos, considerarlos siquiera desde el punto de vista estético, no era digno de una dama, sino inaceptable. La atención que les brindaba Musetta, como en el juego de esgrima, la ponía incómoda. Se negaba a verlos en relación a su físico.
Ahora era diferente. Se había dado cuenta de la fuerza y la agilidad de movimientos de Rowan. Era un hombre singularmente apuesto, de rasgos y cuerpo atractivos, y había llegado a apreciar su mente, su agudeza, y su complejidad y velocidad de razonamiento, pero no se había atrevido a unir todos esos atributos. Se resistía a esa conjunción por buenos motivos. Era peligroso admitirlo, no sólo para la paz de su propia conciencia sino en lo más profundo de su ser. Rowan era formidable, y a decir verdad, le resultaba más peligroso que cuando, días atrás, lo había calificado como perfecto.
Retrocedió un paso y se dispuso a volver a la alcoba, pero aquel suave rumor entre la lluvia o quizás el cambio de luz, atrajo la atención de Rowan. Abrió los ojos y fijó la vista en la mujer. Permaneció inmóvil, aunque algo comenzó a arder dentro de él hasta convertirse en una conflagración en el fondo de sus ojos. Un relámpago tiñó su rostro de azul y dorado sobre la plata y estalló como si fuese el reflejo del fuego del infierno. El trueno sacudió la torre y agitó el agua en torno a las pantorrillas del hombre, pero no hizo el menor esfuerzo para cubrirse o volverse. Su mirada atravesó la atmósfera colmada del vapor que los separaba y pareció derretir el aire.
Katrine sintió que el rostro se le ponía escarlata. En su interior estalló el calor y le recorrió las venas una dolorosa excitación. Se acumuló en el centro de su cuerpo y palpitó, haciéndola sentirse lánguida y pesada. El anhelo de bajar las escaleras, acercarse a Rowan y desnudarse fue tan intenso que el esfuerzo por contenerse hizo que el sudor le mojara la piel. Contuvo el aliento produciendo un sonido agudo, y como si aquello la hubiese liberado, dio media vuelta y huyó.
En la habitación, escuchó el latido de pánico de su corazón y se preguntó qué rayos le diría a Rowan cuando subiera. La respuesta era muy sencilla: nada. Tal vez resultara inconsistente, pero se sentía incapaz de sentarse e intercambiar comentarios corteses con un hombre que la perturbaba tanto. Y lo soportaría aún menos si él le hacía algún comentario jocoso sobre lo que había sucedido.
Se tendió en la cama de cara a la pared, conservando la luz de la vela, y cerró los ojos. No lo oyó acostarse. El día interminable, las secuelas del barbitúrico y el exceso de emociones, la abatieron como un golpe.
Cuando volvió a abrir los ojos, la luz del sol inundaba la habitación, sellando el suelo con largas ráfagas amarillas. Rowan estaba tendido a su lado con la cabeza apoyada sobre la mano y la observaba dormir. Katrine acusó el impacto de su mirada lúcida e inquisitiva y la obligó a alejarse. Con facilidad, casi con desinterés, Rowan se estiró y la cogió del brazo. La detuvo con tal brusquedad que el cabello le cayó sobre la cara y la sangre se retiró de sus labios, dejándolos pálidos y temblorosos. Luego él la soltó. Una pequeña arruga le frunció el entrecejo al tiempo que decía:
Disculpa mi brusquedad. No quería hacerte daño.
Katrine le creyó y disipó el miedo en su interior.
¿Por qué me has agarrado? le dijo.
Me disgustó que huyeras de mí como de un monstruo.
Katrine no estaba más ansiosa de mirarlo a los ojos que Rowan de permitirle semejante privilegio.
Me asusté. Como no hay nadie que nos espíe, no estaba segura de que compartieras la cama conmigo.
Es la única que hay, y por otro lado, no puedes decir que te resulte extraño.
Solamente lo hemos hecho un par de noches.
Ayer no huías de mí.
Era diferente repuso, tragando con dificultad.
¿Por qué? ¿Porque te despertaste antes, o porque, como no me habías visto desnudo, no te asustaba tanto todavía?
La mirada de Rowan le sugería que sabía lo que había pasado la noche anterior. No pudo contener el impulso de negar:
No estaba asustada.
Entonces, ¿por qué no te metiste en la fuente conmigo?
Ya me había bañado.
Aquella no era respuesta a la pregunta y no la sorprendió la irritación con que le contestó Rowan.
No habría sido prudente.
No dejemos de lado la cuestión del deseo repuso Katrine, y cerró los ojos, desesperada, al advertir que había caído en su propia trampa.
Me alegra que lo menciones dijo Rowan , pero entonces, ¿por qué saltas ahora como una virgen aterrorizada?
Hubo un silencio tenso y, por fin, la mujer dijo:
Está bien, tengo miedo, pero no a lo que pudieras hacerme sino a mis propios impulsos. ¿Eso es lo que querías oír?
No respondió Rowan.
Los ojos del hombre ardían con la claridad de una esmeralda y la voz raspaba como la cuerda mal tensada de un violín. La respuesta de Rowan la irritó.
Entonces, no tendrías que haber preguntado.
En la boca del hombre apareció la sombra de una sonrisa.
No me habría perdido la respuesta ni por todo el oro de los cofres de la reina Victoria, pero así la cuestión es más ardua.
¿Cuál? exclamó Katrine.
Guardar la distancia.
Apartó las sábanas y, balanceando las piernas, salió de la cama. Cuando se puso de pie, no hizo el menor intento de ocultar que hubiera dormido desnudo. Con pasos lerdos, fue hasta una silla y recogió los pantalones y la camisa. Echó una mirada a la cama y se puso ambas prendas, ajustando los faldones de la prenda superior en los pantalones.
Katrine se dedicó a observarse las uñas y alisó una cutícula de una de ellas. Deseó tener valor para toparse con la mirada del hombre, pero no lo hizo, aunque su visión periférica era excelente. Claro que, de todos modos, no lo necesitaba, pues el recuerdo de Rowan bajo la luz feroz de los relámpagos también era excelente.
Al parecer, el golpe sanaba; iba disipándose el enrojecimiento y ya no estaba hinchado. También se había quitado el vendaje del hombro. Seguramente ya no lo necesitaba. En la pierna tenía una gran cicatriz, si bien cerrada, que comenzaba a cobrar la apariencia de una costura apretada. Sin duda tenía una notable capacidad de cicatrización.
Era notable en todo. ¿Qué otro hombre la habría dejado sola en la cama tras su desastrosa admisión, que le concedía carta blanca para comportarse con ella como deseara? ¿Qué otro hombre aceptaría haber sido encerrado en la torre sin enfurecerse con ella por haberlo causado? ¿Qué otro soportaría una cuchillada, haber sido arrojado del caballo, drogado y golpeado en beneficio de una mujer y no decir una palabra para obligarla a reconocerlo? Aunque tenía él sus propios motivos, y éstos poco tenían que ver con ella, había pagado un precio demasiado alto por ellos. Sentía culpa, aunque él no dijera nada. La campanilla interrumpió los pensamientos de la joven. Rowan, que estaba arrodillado ante la chimenea avivando el fuego, se levantó.
Por fin dijo, mientras iba hacia la puerta . Espero que el café esté caliente.
Transcurría el día. Como el tiempo era frío, se sentaron al fuego. El viento silbaba en los aleros de la torre y, de vez en cuando, sentían una corriente de aire, pero estaban cómodos. Katrine dio unas puntadas a su labor. Rowan leyó un rato, luego cogió la mandolina y tocó una serie de baladas y piezas alegres, y por fin dejó el instrumento. Enlazó las manos tras de la cabeza, estiró las piernas hacia delante y se quedó contemplando las llamas que se elevaban de la chimenea.
Cuando al fin habló, su voz tenía un tono áspero, desacostumbrado:
¿Por qué te casaste con Giles Castlereagh?
¿No lo adivinas? dijo Katrine, sin levantar la vista de la costura.
Rowan volvió la cabeza hacia la mujer.
No lo sé. Dímelo.
No es una historia muy interesante dijo la mujer, dejando caer la labor sobre el regazo . Mi madre casó con su novio de la infancia. Era un tanto inquieto, algo salvaje. Seis semanas después de la boda, volvió a casa borracho bajo la lluvia y murió de neumonía al cabo de cuatro días. Un año después, mi madre se casó con mi padre, quizás intentando olvidar. Pero murió pronto, según mi nodriza porque mi padre le había destrozado el corazón.
Katrine hizo una pausa, esperando que Rowan hiciera un comentario, pero el hombre se limitó a dirigirle una mirada sombría e intensa. Tragó ella con dificultad y prosiguió:
Siempre tuve la sensación de que fue al revés, que mi madre le hubiera fallado a él y que nos hubiera abandonado a los dos, y que tuviera que compensarlo yo de algún modo. Fui una hija obediente y cariñosa cuanto pude, pero yo no era mi madre, y tampoco un hijo que pudiese prolongar el apellido. Mi padre había sido educado en Inglaterra y conoció a Giles en Oxford. Mantuvieron correspondencia; mi padre echaba de menos Inglaterra y a Giles le fascinaba lo que oía de Feliciana. Cuando se vio obligado a irse de Inglaterra, compró la propiedad de Arcadia, que lindaba con la de mi padre. Hablaban con frecuencia de unirlas. Giles era considerado un buen partido; había heredado un buen patrimonio, tenía vínculos con una antigua familia inglesa y, una excelente propiedad. Al llegar yo a la edad núbil, se acordó el matrimonio.
Podrías haberte negado sugirió Rowan.
Sí, pero no conocía a ningún otro hombre y se me impuso como pretendiente a Giles. Se hablaba del matrimonio como de un hecho consumado: el día que cumplí trece años, mi niñera me habló ya del hombre con quien me casaría y de la espléndida casa que estaba construyendo. Además, mi padre no habría tolerado un desafío, y yo, ¿adónde habría ido?
De modo que Giles depositó sus esperanzas en un hijo tuyo.
Fue una amarga decepción.
Rowan guardó silencio y contempló el fuego. Finalmente, dijo:
Y Terence, ¿por casualidad fue rey del torneo el año pasado?
Compartió los honores con Alan.
Katrine percibió el rumbo que seguían los pensamientos de Rowan.
Es posible que Giles le hiciera a mi hermano la misma propuesta que a mí? ¿Pudo ser que Terence se negara y que llegaran a enfrentarse?
¿Crees que Giles lo mató para hacerlo callar?
Rowan pasó por alto la réplica:
O que forzara un enfrentamiento en el campo del honor con ese propósito...
Katrine apartó la mirada.
No sé.
¡Que no lo sabes...! exclamó Rowan, incrédulo.
La joven le lanzó una mirada incisiva:
Por lo general, los hombres no anuncian sus enfrentamientos a las mujeres. No veo por qué había de ser diferente. A tu hermano se lo halló muerto de una herida de bala, junto al lago. Cómo ocurrió y quién le disparó, son preguntas que no puedo responder. Nadie puede hacerlo.
Si se trató de un duelo, debió de ser privado. De otra manera, alguien lo habría llevado a casa. Quienquiera que fuera, es un cobarde y un asesino, desde el momento que huyó dejándolo allí.
Eso, en el caso de que se tratara de un duelo repitió Katrine.
Sí respondió el hombre en tono duro.
Se levantó y la dejó sola. En aquel movimiento se percibió una impaciencia contenida, señal de que sentía el confinamiento, la necesidad de hacer algo, y a Katrine le sorprendió que no hubiese sucedido antes. Debía de haberse dirigido a la torre en busca de una salida. Lo oía vagar por las habitaciones. Salió a la galería y lo vio trepado al muro bajo la cúpula, aferrado a los salientes de piedra. Sin detenerse a pensarlo, alzó la voz, que resonó aterrada tras rebotar en los muros:
¿Qué estás haciendo, Rowan? ¡Baja de ahí enseguida!
Rowan se soltó y se dejó caer, aterrizando con un movimiento felino. Se irguió y caminó hacia ella con la gracia de un depredador. El modo como se movía la puso alerta. Cuando él se acercó, la muchacha retrocedió sin poder evitarlo. Rowan abrió los labios como dispuesto a informarle, pero los cerró otra vez y la rebasó en silencio.
Hacia el anochecer del tercer día, Rowan estaba cansado y de ánimo melancólico. Había observado los cristales de la cúpula y comprobado que estaban engarzados con firmeza y el tamaño de las troneras y la cerradura de la puerta. Interrogó a Delphia con respecto a Omar y le envió un mensaje para que no se preocupara y se mantuviese tranquilo, y ganó cierto grado de tranquilidad al saber que la mayoría de los platos que les traía la doncella de Katrine se debían a las sugerencias del gigante árabe. Jugó a las cartas con Katrine e inventó juegos de palabras para entretenerla. Leía lo que había encontrado en el estudio mientras observaba el, semblante concentrado de la muchacha, que leía o bordaba, hasta que la lujuria lo obligaba a alejarse y volver a intentar abrir la puerta o trepar los muros. Nada parecía capaz de cambiar el giro de sus pensamientos.
Por un lado, no quería pensar en Terence ni que se le hubieran ofrecido los mismos privilegios de que gozaba él, aunque el cariño fraterno no llegaba al punto de hacer tolerable la idea.
Por otro, no deseaba recordar el instante en que había alzado los ojos mientras se bañaba en la fuente y había visto a Katrine. La simetría perfecta de la figura, de la cabeza a los pies, cada una de sus curvas y sus entresijos se había recortado contra un nimbo rojo dorado a la luz de la vela. El cabello, que flotaba alrededor como una capa, parecía arder. La seducción insidiosa de su presencia había sido tan intensa que había quedado paralizado, incapaz de pensar, y no quería romper el hechizo de la imagen.
La deseó como pocas cosas en su vida. La virulencia de su anhelo le cortó el aliento, le desgarró el corazón, alteró el ritmo primario de su ser. La obligación de subir la escalera y meterse en la cama junto a Katrine y yacer inmóvil le hizo trizas el deseo y le dejó las entrañas como hilos que sólo sirvieran para fabricar la ropa interior de una abuela.
Intentaba distraerse, hacía el mayor esfuerzo posible por mantener una conversación sensata, mientras Katrine se sentaba al alcance de la mano, y las aureolas de rosa coralino de sus pechos formaban dulces sombras bajo la maldita muselina del camisón. La prenda, más que una barrera, era una incitación y, sin duda, ése era el propósito. Que Katrine no advirtiese cuán poco la cubría le confería cierto encanto. Había hecho lo posible para no ponerle las manos encima, obligándose a poner distancia entre los dos. Se mantenía apartado, y se ocupaba todo lo que podía. Lo irritaba que Katrine se sobresaltara cada vez que se acercaba pero, al mismo tiempo, no la culpaba: tenía razón.
Pero existía una solución. El problema consistía en hacerle comprender a Katrine la sensatez de la misma. Era necesario que lo escuchara. Tendría que perdonarla si creía todas las ventajas a favor de Rowan, pues no estaba seguro de que no tuviese razón. Tampoco sería la primera vez que la prudencia y el interés propio fuesen de la mano, ni que un hombre intentase persuadir a una mujer de que hiciera algo por motivos que no tuvieran que ver con el bienestar de ninguno de ellos.
12
Aquella noche, la conducta de Rowan volvió a atemorizar a Katrine. Era como si hubiese adoptado una decisión, que le diese la firmeza de propósitos que expresaba su semblante. Sentada al otro lado de la mesa donde cenaban, lo observaba tras las pestañas, al tiempo que se llevaba la comida a la boca, la tragaba y ensartaba otro bocado. Pensó en preguntarle qué sucedía, pero se contuvo. No la retenía el miedo, sino la incómoda sospecha de saber lo que lo inquietaba.
A causa de ella se había metido en la trampa. Le había costado la libertad y había puesto en peligro su vida. Lo irritaría la presencia constante de la mujer, que lo privaba de intimidad y de comodidad. Querría librarse de su compañía y marcharse de Arcadia, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas, y formaría una herida en su interior que se infectaría lentamente. Katrine no lo culpaba, pero no pensaba preguntarle. No quería escuchar su explicación ni observar cómo se debatiría buscando una respuesta que no fuese cierta.
Rowan había terminado de comer. Respaldado en la silla, partía nueces con sus fuertes manos y las comía rebajándolas con generosos sorbos de borgoña. Las llamas de la chimenea se reproducían en miniatura en la copa de vino y conferían al líquido rojo el resplandor de un corazón de fuego. Cada tanto, le lanzaba una mirada posando su vista en los hombros de Katrine, en el escote del camisón. En otra ocasión se desvió siguiendo el brillo del cabello que bajaba a lo largo de los brazos y sobre la lana suave del chal. Aquella mirada fue sombría y secreta, como si estuviese concentrada en procesos de pensamiento que exigieran toda su atención.
Katrine deseó que dijera algo, cualquier cosa que se le ocurriera, algún comentario casual que aliviara la tensión que había entre ellos. El crujido agudo de las nueces que quebraba una a una hizo que se crispara y observó la pila de cáscaras que crecía ante el hombre. El silencio, que sólo quebraban la destrucción casi cruel de las cáscaras y el crepitar del fuego, le provocó el deseo de levantarse de un salto y salir de la habitación. Alzó la mirada y la fijó en Rowan con expresión pensativa, matizada de deseo.
El yació la copa y la dejó. Barrió las cáscaras de nuez con la mano y las arrojó al fuego. Se sacudió los dedos con precisión y dijo en tono decidido:
Si esto continúa, cuando vuelvan a abrirnos la puerta nos habremos convertido en idiotas o uno de los dos habrá acabado con el otro.
Katrine no tuvo dificultad en seguir el pensamiento del hombre.
Es natural que nos irritemos mutuamente.
¿Irritar? dijo, marcando las palabras . Me asombras, me maravilla tu control. Tus evasivas, el brillo nacarado de tu piel me enloquecen. Pero no me irritas.
Entonces, era la cautividad lo que lo exasperaba. Katrine dijo:
Será cuestión de unos días.
Es demasiado para un hombre y una mujer encerrados, en estado de semidesnudez, una prueba de nervios casi diabólica.
Ése es el objetivo.
Rowan esbozó una sonrisa amarga:
Se trata del Edén, la serpiente y el parto cual castigo final. ¿Por qué tenemos que someternos amablemente? Katrine percibió la amargura de Rowan y respondió:
¿Qué otra cosa podríamos hacer?
Planear nuestra propia conspiración, una venganza de abrazos cuidadosamente administrados.
Quizás había bebido más de lo que Katrine calculaba. La joven dejó el tenedor, se limpió con la servilleta, la desechó y apoyó las manos unidas sobre el borde de la mesa.
¿Qué dices? preguntó, tensa.
Antes de responder, Rowan la contempló.
Desde el punto de vista de tu esposo, el objetivo de esta farsa es un heredero. Por este motivo, está dispuesto a permitirte un episodio de infidelidad controlado con todo cuidado, con un hombre elegido por él. No es que lo permita, sino que insiste en ello. ¿No crees que merece una decepción?
Esa es mi intención.
Las manos de Katrine se crisparon aún más.
Y la mía admitió Rowan . Me irrita no disponer de ningún otro método para desafiarlo. Me resulta amargo que, por resistirme a sus planes deba resistir también al apremio más intenso que he experimentado en la vida.
Katrine afrontó la mirada de Rowan y vio sus ojos con la claridad de las esmeraldas. Estaba relajado, respaldado en la silla, con una de las piernas estirada hacia delante. La camisa abierta exhibía la amplia extensión del musculoso pecho y una pequeña porción del abdomen, duro como una tabla. Apoyaba la cabeza sobre el respaldo, el cabello espeso y oscuro en rebelde abandono, las manos flojas colgando de los brazos de la silla. Con todo, la imagen de fatigada indolencia se contradecía por la línea de la boca y trascendía un aspecto de fuerza contenida.
Se trata de deseo murmuró Katrine.
Estaba seguro de que lo sabías.
Claro que lo sabía, pero pensó que no habría en ello nada personal. Según Delphia, y también en opinión de Musetta, no era insólito que un hombre reaccionara ante cualquier mujer razonablemente atractiva. Sin embargo, había otras cosas a considerar. Katrine se mojó los labios.
Espero que no lo digas solamente por mis desconsideradas palabras.
Sólo hasta el punto en que me dan valor para hablar.
Eso es algo que nunca creí que necesitaras repuso la mujer, con franqueza.
En este caso, permíteme que reúna el escaso valor que me queda y te pregunte una sola cosa: ¿tienes alguna objeción en tomarnos la revancha si te demuestro que existe un medio de que tu esposo no obtenga lo que quiere?
¿Quieres decir...? comenzó la muchacha, y se interrumpió, incapaz de expresar en palabras lo que sospechaba.
Quiero decir dijo Rowan con suavidad que conozco un modo de dar vueltas a los resultados, de permitirnos las alegrías del amor y la infidelidad sin concebir un pequeño huésped para satisfacer a tu esposo.
¿Por qué querría hacer yo semejante cosa?
Castlereagh no estaba impaciente por entregarte a mí; creo que ofendía su sentido de posesión exclusiva. ¿Acaso podrías afirmar con sinceridad que no sería satisfactorio hacer lo que Giles teme y, al mismo tiempo, negarle la recompensa que busca?
He jurado...
Juraste que no serías usada como una yegua de cría. No creo que hayas jurado permanecer virgen toda tu vida porque tu esposo sea incapaz de modificar esa condición. Lo que decidas hacer en provecho propio es una cuestión muy diferente.
Es un argumento muy convincente, ¿no crees? dijo la mujer, con la vista fija en el fuego.
¿Crees que lo digo en beneficio propio? Tal vez estés en lo cierto. Me gustaría pensar que he llegado a esa conclusión preocupado porque se te negaran los placeres del lecho conyugal y por compensar el mal que te ha hecho tu esposo, pero no me atrevo. La verdad es que estoy volviéndome loco por la necesidad de tocarte, y quizá se me haya enturbiado el pensamiento. Aun así, ¿no sería una dulce venganza?
En medio del silencio que siguió a estas palabras, Katrine oyó el latido de su propio corazón como un trueno amortiguado en los oídos. Un sentimiento le gritaba que sí, un anhelo feroz de liberarse del celibato y, al mismo tiempo, de vengarse de Giles por la humillación de aquellos días. Pero, ¿cómo era posible que lo dijese y siguiera siendo una dama?
Rowan esperaba una respuesta. Katrine eligió las palabras con cuidado:
No es posible decidir a voluntad la concepción de un niño.
El hombre inclinó la cabeza.
Si te explico cómo se hace, ¿pensarás en ello?
Es posible respondió Katrine en voz tan suave que casi no perturbó el aire.
Rowan la contempló e hizo luego un brusco gesto de asentimiento.
En las tierras de Arabia, y más allá, en Persia y la India, hay un pueblo que practica un código amoroso llamado tantra o, en ocasiones, Ismak. Algunos lo consideran una religión basada en la adoración de los principios masculino y femenino; en numerosos templos existen dibujos que representan a hombres y mujeres dedicados a los juegos amorosos, que duran horas. Para otros, representa un método de prolongar los placeres del amor. El aspecto principal es el control que pone en práctica el miembro masculino de la pareja, que retiene el fluido que causa la concepción. ¿Lo entiendes?
Katrine no pudo mirarlo a los ojos ni reprimir el rubor que le encendió el rostro. De cualquier modo, estaba familiarizada con la cría de caballos y las actividades nocturnas de los esclavos, y entendió el significado de lo que decía Rowan.
Sí, sí... Creo que sí.
Las mujeres árabes se burlan del hombre que no tiene esa habilidad. El individuo que no posee esa destreza no sólo priva a la mujer del placer, sino que pone en peligro la vida de su compañera, al obligarla a parir durante los períodos de inmigración tribal. Si quiere que lo respeten, tiene que aprender a privarse de su propia gratificación para proteger a la mujer y prolongar el éxtasis de ambos. El Islam permite que el hombre tenga cuatro esposas y otras tantas concubinas. Por eso se considera necesario que conserve los jugos de la vida, que representan su fuerza, para satisfacer a muchas mujeres. La idea me intrigó y pedí que me enseñaran.
Lentamente, un fuego liquido inundó el cerebro de Katrine y se deslizó como un vino embriagador por sus venas. Intentó combatirlo pero le invadió los músculos, los huesos, los poros y, cada hebra de cabello. Sintió la piel húmeda y cosquilleante, invitando a la caricia. La llenó como si fuese un cáliz y se desbordó hacia la parte central de su cuerpo. Desenlazó las manos, se frotó con ellas los brazos y se aferró los antebrazos mientras volvía a sentarse.
Contempló al hombre sentado ante ella. Parecía el mismo y, sin embargo, la forma de la nariz, la boca y los dedos, su esbeltez y su actitud desenvuelta cobraban una nueva fascinación. La mente de Katrine había cambiado. Lo comprendió, aunque no pudo impedirlo e incluso no estaba segura de querer intentarlo. Por fin, dijo:
Si sacrificas tu placer, ¿qué ventaja tienes?
No pierdo placer sino que cambia de forma. Te tendré a ti, cierto grado de paz y tanta dicha como pueda obtenerse de nuestra prisión dorada.
Un paraíso temporal reflexionó la mujer.
Con mirada sombría, Rowan dijo:
¿Qué otra cosa nos queda?
Se hizo un silencio expectante. «Ha apelado tanto a la razón como a la emoción pensó Katrine , pero no ha suplicado. El próximo movimiento me toca a mí.» Tenía que decidir qué quería, qué giro tomaría el encierro desde ese momento.
¿Podría confiar en lo que decía Rowan? Sabía poco del milagro de la concepción, pero entre las mujeres había oído de ciertos artificios para prevenirla. No tenía motivos para dudar de la palabra de Rowan. Además, tenía la sensación de que el tiempo y la oportunidad se le escapaban. Ese momento, ese aislamiento secreto con un hombre al que podía respetar, que podía inspirarle emociones, tal vez no volviera a presentarse. No quería marchitarse y envejecer sin conocer el amor de un hombre por una mujer, y no soportaba la idea de dejar sin explorar el torbellino de deseos y temores que bullía dentro de ella.
Por otro lado, ¿qué significaba el honor del que tanto se vanagloriaba, comparado con los años largos y vacíos que la esperaban? Pero, ¿cómo podría hallar las palabras que manifestaran su asentimiento? ¡Parecían tan bajas, una traición tan terrible a sí misma y a todo lo que representaba...! Había sido una esposa buena y honesta, una dama casi perfecta, atrapada en un papel del cual no podía liberarse. Angustiada, abrió los labios pero no pudo pronunciar palabra. Sintió que la inundaba la desolación y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Rowan sostuvo la mirada de Katrine durante largo tiempo, conteniendo la respiración. En los músculos de su rostro se produjo un cambio imperceptible. Con una enérgica contracción se repuso, se levantó y apartó de la mesa. Se arrodilló y cogió la mano fría de Katrine entre las suyas, tibias, y la apretó contra el pecho.
¡Dulce Katrine, no es necesario que te tortures! dijo, en tono vibrante de honda comprensión . Quería hacerte las cosas más fáciles, y no más difíciles. Si quieres, seguiremos como hasta ahora.
Casi no podía moverse. Hizo con la cabeza un mínimo gesto de negación y unas lágrimas cristalinas cayeron de sus ojos, trazando huellas húmedas. Sobre las mejillas, atraparon el resplandor del fuego como astillas de un prisma.
En otro caso, déjame que te enseñe los primeros movimientos del juego del amor. Si en cualquier momento decides dejarlo, sólo tienes que decírmelo. No habrá preguntas, disculpas, culpas ni arrepentimientos.
¿Sin dolor?
Se refería al dolor emocional, no físico,, pero estaba segura de que Rowan lo entendía. Era importante saber cuál era el riesgo a que se exponía y había tenido el valor de preguntarlo.
El dolor dijo Rowan con suavidad es el precio que pagamos a veces en la búsqueda de la alegría.
Puso las palmas de las manos de Katrine hacia arriba, inclinó la cabeza y posó los labios allí. La mujer sintió el contacto tibio de la lengua como una invasión y tuvo ganas de cerrarlas. Pero Rowan las mantuvo abiertas mientras trazaba una línea de besos cálidos y húmedos sobre el pulso que latía en la muñeca, las venas azules del antebrazo, el hueco frágil del codo. Luego las apoyó sobre su pecho, las sostuvo allí y, agarrando los brazos de la mujer, la acercó hacia sí.
El calor de la boca sobre la clavícula y en el hueco del cuello la consumió. Cerró con fuerza los párpados sintiendo cómo se vertía en su sangre y la recorría con cada latido del corazón. Abrió los dedos en forma de abanico sobre el pecho de Rowan. Aquel contacto satisfizo una honda necesidad, como si a través de ello pudiese conocer la esencia del hombre. Quería conocerlo, descubrir los pensamientos y los sentimientos que moraban en los recovecos más profundos de su mente. Necesitaba saber si el don que le brindaba, al desechar la necesidad de que diese ella un consentimiento explícito al juego del amor, era en beneficio de uno o de otro. Ansiaba comprobar que las palabras del hombre fuesen ciertas, disipar el temor difuso de que hablara y actuara en provecho propio.
Entonces, los labios del hombre, rozando la curva suave del cuello de la mujer, después la barbilla, se posaron al fin con habilidad, ternura y maestría sobre la boca de Katrine, y los motivos dejaron de importar.
La boca de Rowan era firme, sabía a borgoña y a la dulzura del deseo. Recorrió el contorno de los labios de Katrine, barriendo la suave superficie con movimientos delicados, hasta que cosquillearon y se adhirieron al hombre. Exploraba sin desmayo, incitándola con tenacidad, tanteando las comisuras húmedas, hasta que penetró en una incursión más profunda. La superficie áspera de la lengua de Rowan abrasó la de Katrine y la acarició por debajo, en los bordes sensibles, instándola a responder. Succionó con delicadeza el dulce néctar. Recorrió los bordes tersos de los dientes, al tiempo que le rodeaba el rostro con las manos ahuecadas y penetraba más a fondo.
Con un suave arrullo en la garganta, Katrine deslizó las manos sobre los hombros de Rowan, pasó los dedos por la columna fuerte del cuello y los entrelazó en los espesos rizos de la nuca. El hombre la acercó más, de modo que los tiernos pezones bajo la fina muselina rozaron el vello del pecho masculino. Katrine se apretó a él hasta que las curvas firmes de su cuerpo se adaptaron al del otro, y sintió el ascenso y descenso del pecho con la respiración agitada y el corazón batiente.
El hombre acarició la espalda de Katrine, trazó la curva esbelta de la cintura y se posó sobre el suave ensanchamiento de las caderas. Apretó un instante el abrazo y luego continuó con aquella caricia circular y tranquilizadora. Abrió una mano entre los omóplatos, con la otra acarició el torso y luego, con una presión floja aunque firme, cubrió el monte erguido del pecho y rozó el pezón con el pulgar. La recorrió un estremecimiento y respiró profundamente. Sintió la agitación del corazón dentro del pecho y se quedó quieta.
Rowan percibió el cambio, liberó la boca y alzó la cabeza. Aflojó el brazo. Con voz quebrada y ronca, dijo:
¿Quieres que me detenga?
El movimiento negativo de la cabeza fue de una enloquecedora lentitud, pero claro y definido. Rowan soltó el aliento con una explosión de voluntad contenida y la acercó otra vez a él. Sosteniéndola con una mano en la espalda, le colocó la otra bajo las rodillas y la levantó. El dosel de la cama se cernió sobre ellos. Katrine sintió que se balanceaba y luego quedaba tendida sobre el colchón. La recibió su blandura, que amortiguó el impacto del cuerpo de Rowan, cuando se tendía junto a ella.
De súbito, Katrine sintió deseos de arrastrarse fuera de la cama y huir a algún sitio, a cualquier lugar, antes de que fuese demasiado tarde. Abrió la boca para pronunciar la palabra que la dejaría libre. Atrapó su mirada el verde intenso de tos ojos de Rowan, la preocupación, la gentileza y el ardor que bullían en lo hondo. El pánico se aquietó y murió. Cuando Rowan apoyó una mano en el abdomen de la mujer, aquietando el terror que anidaba, los labios de la muchacha se abrieron en una sonrisa trémula. Alzó una mano y la apoyó sobre el hombro de Rowan, para brindarle un acceso sin escollos.
Con diligencia, sin piedad pero con tierno cuidado, Rowan buscó los resortes del placer de Katrine. Apoyó el rostro sobre el estómago de la mujer, exhalando su aliento cálido a través de la delgada muselina e inhalando la fragancia femenina. Dejó una huella húmeda sobre la tela y, desde allí hacia arriba, exploró el hueco diminuto del ombligo, el valle entre los pechos, y trepó las colinas redondas y palpitantes para excitar luego las cimas protuberantes hasta conferirles la tersa dulzura de las fresas estivales.
Rowan apoyó la mano en el muslo de Katrine y lo acarició con suavidad, distrayéndola. Cuando ella lo advirtió, alzaba ya el camisón y la desnudaba. Lo sacó por encima de su cabeza, cuidándose de la larga cabellera, atrapada entre los pliegues. Cuando al fin Katrine quedó libre de la prenda, Rowan la arrojó a un lado y cogió un puñado de los sedosos mechones y los esparció sobre los hombros y los pechos, cubriendo con aquella gloriosa melena rojiza la palidez encendida de su piel. Aspirando profundamente, buscó la madurez de las fresas entre los hilos resplandecientes.
El calor latió en las venas de Katrine y pesó vibrante de expectación sobre la unión de los muslos. Tenía la piel cubierta de un fino sudor e irradiaba calor. Sus nervios resonaban con gloriosa ansiedad. La respiración era suave y superficial. La mente de Katrine dio forma al impulso. Sus dedos acariciaban el cuerpo del hombre en una tentativa de descubrimiento.
Rowan se quitó la camisa y los pantalones. Cogió la mano de Katrine y la guió por su pecho hacia los pezones, le besó la palma y luego la apoyó sobre su virilidad sedosa y caliente. Soltó la mano, dejándola libre a voluntad.
Dura, pero de una suavidad aterciopelada, elástica pero turgente, vigorosa y quieta a la vez, imperiosa aunque obediente a la voluntad del hombre, los contrastes de Rowan la fascinaron. La maravillaba a tal punto que pasó un momento hasta que notó la mano del hombre entre sus muslos, la firmeza con que le separaba las piernas, la mano que ahuecaba sobre los pliegues húmedos y delicados en el vértice de su ser.
Katrine ocultó el rostro en el cuello de Rowan mientras respiraba tan hondo que le dolía el pecho. Pero no se movió ni lo soltó, cuando él separó los pétalos y presionó hacia dentro con suavidad y precisión. La sensación que ascendió en espiral aniquiló el pudor, disipó el miedo y amenazó su cordura. Katrine estaba como un ascua encendida. Ni aun la ligera punzada que sintió cuando Rowan se topó con su virginidad pudo superar el placer arrasador de ese momento. Luego sintió el calor húmedo de la boca de Rowan donde antes había estado la mano.
El tiempo se transfiguró, se convirtió en eras en que la gloria buscó morada en el cuerpo de la mujer. La conciencia retrocedió hacia un éxtasis de fuego. Se estremeció y estalló sin ruido entre las manos del hombre. El cuerpo, el ser, el alma de Katrine se tornaron maleables. Se entregó a Rowan sin pensar en el coste. Siglos después, la colocó bajo él y se cernió sobre ella como un dios de la noche. En equilibrio, la virilidad palpitante latiente contra la entrada expuesta del cuerpo de Katrine, Rowan dijo con voz entrecortada:
¿Quieres que me detenga?
Dentro de Katrine se alzó un sentimiento violento, orgulloso y victorioso. Apoyó las manos sobre los flancos esbeltos de Rowan y apretó con fuerza.
¡Por Dios, no! susurró, y lo guió con fuerza y seguridad hacia el centro mismo de su ser.
La sensación fue de hinchazón y plenitud, pues Rowan había preparado el camino aunque hubo un pequeño amago de dolor. Durante largos minutos se quedó quieto, y luego marcó un ritmo lento y cabal. Regulares, firmes, los impulsos abrieron las puertas interiores del placer. Destruyeron los últimos vestigios de reserva y fundieron el corazón y el alma en una sola masa palpitante de deseo. Katrine lo quiso con cada gota de sangre que le ardía en las venas, con cada jadeo de respiración y a cada estremecimiento. Salió al encuentro de cada movimiento meciéndose suavemente una y otra vez. El embeleso líquido profundizó y se esparció. De pronto, Katrine jadeó al sentir que todo su ser se contraía alrededor de Rowan, apretándolo en un abrazo aterciopelado. En los repliegues más íntimos de su mente brilló una sensación de vuelco como si fuese ella una cerradura viviente, y él, la llave. Los movimientos se aquietaron y Rowan descansó parte de su peso sobre la mujer apretándola hacia abajo, hacia el regocijo.
Fue como un florecer. Cada represión, cada miedo o pudor, cada uno de los sueños y esperanzas se desplegaron en un abanico brillante. El éxtasis se ensanchó y se abrió en una gloria que ascendió hacia una resplandeciente beatitud. Palpitante de sensación, Katrine se aferró a los brazos temblorosos del hombre que la sostenía.
Permanecieron quietos, dejando que el ritmo del corazón de Rowan se aquietara y se regularizara la respiración, y luego el hombre se soltó con cuidado. Alzándose con consumada facilidad y una ternura infatigable, volvió a comenzar.
Katrine se sintió perdida en paroxismos de puro placer. Por sus venas corrió una sensación de gratitud en cantada y peligrosa a la vez. Veloces y lentos, con suavidad y con energía, rodaron por la cama, primero uno arriba, después el otro. Sin descanso, con una inventiva sin límites, Rowan no dejó un rincón del cuerpo o de la mente de Katrine sin poseer. El placer no le daba tregua a ella, no tenía defensa contra él, excepto devolviendo caricia por caricia, asalto por asalto, una alegría por otra. Era como un ramo de capullos, cada uno de ellos cuidado con devoción, quizá destinados a conservarse como flores apretadas en un álbum de recuerdos.
Por fin, quedaron agotados, los corazones latiendo al unísono y los cuerpos fundidos entre sí por el rocío de sudor que los cubría. Katrine, acomodando la cabeza de Rowan de manera que el rostro quedara hundido en su cabello, acariciando su espalda, sacó del fondo de la garganta un susurro matizado de agotamiento y una extraña desolación.
Basta dijo . Por favor, detente.
13
De pie, con el antebrazo apoyado en la repisa de la chimenea, Rowan contemplaba el fuego. No estaba complacido consigo mismo. Había cometido un error inmenso suponiendo que la cautividad sería más fácil si cambiaba la relación entre ellos, pero ahora sabía que la había hecho más difícil.
Antes, no sabía exactamente a qué renunciaría cuando terminara aquella dura prueba. Reconocía que el renunciamiento sería difícil, pero no imposible. Pero ahora, cada momento del tiempo que les quedaba otorgaba un matiz de desesperación. Este sentimiento había despertado a Rowan de un largo sueño y lo impulsó a encender el fuego, con la esperanza de que ella se levantara a compartirlo con él.
Quiso darle un beso para despertarla, pues el deseo era como un hueco doloroso en su interior, pero no estaba seguro de que Katrine se lo agradeciera, ni tampoco de que fuese prudente. Había demasiadas cosas de las que no estaba seguro. Quizá hubiese ejercido demasiada presión sobre ella la noche pasada. La respuesta de la mujer había sido tan asombrosa y encantadora que Rowan se olvidó de todo. No había querido obligarla a pedirle que se detuviese.
Echó una mirada a la cama. Katrine estaba tendida de lado, un brazo estirado sobre la cabeza, el cabello derramado sobre el borde del colchón. La sábana la cubría hasta el cuello, y así debía ser, pues él la había cubierto antes de saltar de la cama. Recordaba demasiado bien las curvas que cubría y el remate de aquellos picos de coral rosado.
Estaba despierta y lo observaba con expresión solemne. Rowan se obligó a sonreír y preguntó:
¿Estás bien?
Sí murmuró Katrine.
«Diría eso en cualquier circunstancia», pensó Rowan. Se apartó de la repisa y fue a sentarse al borde de la cama. Un mechón de pelo cruzaba la mejilla de la mujer y Rowan lo quitó con mano temblorosa.
¿No sientes dolor?
La joven movió la cabeza y alzó la vista a él.
No quise hacerte daño aseguró Rowan.
Katrine se movió hasta quedar de frente.
No lo hiciste.
Pero me pediste que no siguiera.
¡Oh! Katrine bajó los párpados . Como tú no disfrutabas me pareció demasiado esfuerzo.
Las cejas de Rowan se unieron.
¡Por supuesto que disfrutaba! ¿Qué dices?
No tanto como yo respondió Katrine con claridad. Aquella preocupación adorable le quitó el aliento. Puso el índice bajo la barbilla de la muchacha y la obligó a mirarlo:
Mi placer fue diferente, eso es todo. Te aseguro que no estaba sufriendo.
Pues lo parecía.
Porque mi control no es tan absoluto como imaginé dijo, con desprecio por sí mismo y, al ver que no la convencía, prosiguió : sentí lo que los franceses llaman una serie de «pequeñas muertes», en lugar de una gran explosión de alivio. A decir verdad, se parecieron mucho a lo que experimentaste tú.
¿No sentiste que te faltaba algo? preguntó, con semblante preocupado . ¿No habrías preferido que fuese de otra manera?
Sonriente, Rowan negó con la cabeza.
Teniendo en cuenta las consecuencias, no.
Bueno respondió Katrine con lentitud , en ese caso, está bien.
El hombre vio que no estaba convencida y que, al parecer, las palabras no lo lograrían. Pero había algo que podía convencerla. Se estiró para apartar la sábana y expuso la carne rosada de la mujer al aire frío de la mañana al tiempo que se quitaba la camisa con la otra mano. Dijo, marcando las palabras:
Yo no la habría expresado así: anoche, las cosas resultaron mejor que bien. Quizá necesites que te recuerde cómo fue exactamente.
«No tiene ningún problema con el control», pensó Katrine. Sabía lograr la rendición que quería y no se detenía hasta alcanzarla. Katrine podía tentarlo sin dificultades, pero no podía hacerle perder la cabeza. Lo sabía, pues lo había intentado; desde luego, en un esfuerzo decoroso, pero no por eso menos genuino.
Katrine había creído que le sería difícil afrontar a Rowan después de lo sucedido, pero él había allanado el camino con su comportamiento natural, ese humor tranquilo y la sensación de comodidad con su propio cuerpo. ¡Si lo resolvía todo con esa eficacia...!
El sol oblicuo de media tarde formaba rayos cual hojas de cuchillo al pasar entre las troneras. Como el día era templado, dejaron apagar el fuego. Rowan estaba sentado a los pies de Katrine, la espalda apoyada contra la silla, y tocaba en la mandolina una melodía vaga y fascinante. La joven tenía la labor sobre el regazo aunque no daba una puntada. Estaba ocupada con sus pensamientos, contemplando los dedos de Rowan, seguros y ágiles sobre las cuerdas.
Rowan concluyó la melodía. La última nota resonó en el aire rebotando contra los muros de piedra. El hombre echó la cabeza atrás y la apoyó sobre la rodilla de Katrine. La joven acarició suavemente las ondas prietas del cabello del hombre y dijo, preocupada:
¿Qué vamos a hacer?
Algo, nada, lo que haga falta respondió Rowan.
¿Y si...? comenzó la mujer, mordiéndose el labio.
¿Qué?
Rowan ladeó la cabeza, sin llegar a mirarla. Con la garganta oprimida, Katrine habló:
¿Y si, de cualquier modo, Giles decidiera matarte? ¿Si llegara a la conclusión de que representas una amenaza a la que no puede arriesgarse?
¿Si resuelve que no siga viviendo un hombre que le ha puesto los cuernos? amplió Rowan . No pienso marchar tranquilamente a la ejecución.
Pero estás desarmado.
¿Crees que me hará matar en cuanto atraque el Cotton Blossom? Tal vez tengas razón, pero ya que se ha tomado tanto trabajo, pienso que al menos manifestará cierta curiosidad por el éxito de su maniobra.
No se me ocurre qué podría hacer para descubrirlo repuso Katrine, con cierta aspereza.
Sería bastante sencillo, si no estuvieras tú aquí.
Ah, ya entiendo: una conversación directa, de hombre a hombre.
Rowan se enderezó, se dio la vuelta y apoyó un brazo sobre la rodilla de Katrine. Posó sobre el rostro de la mujer una mirada clara.
¿Acaso te molesta? Te doy mi palabra de que no habrá comentarios socarrones, ni detalles.
No, estoy segura.
«Rowan no es así pensó Katrine . Pero tampoco cabría hacerle el amor a una mujer a instancias del marido... ¡y aquí estamos!»
Rowan cogió la mano de Katrine y la unió a la suya. Las apretó hasta que cada nudillo y cada línea se tocaron, midiendo el largo de los dedos y el ancho de los pulgares.
No te inquietes dijo, sin quitar la vista de lo que hacía . No le haré daño, a menos que haga falta.
No se trata de Giles... comenzó Katrine, pero se interrumpió cuando Rowan la miró con interés. Sacó la mano con brusquedad . Quizá te divierta que me preocupe por ti, pero me sentiría responsable de tu muerte. Preferiría que no fuese así.
La luz se apagó del rostro de Rowan.
Haré lo posible dijo en tono seco para que no tengas que soportarlo.
Katrine no se sintió apaciguada por completo y esa sensación no era nueva. Desde la noche anterior, una inquietud zumbaba dentro de ella. Pese a la explicación de Rowan, estaba abrumada por la manera en que dominaba sus reacciones emocionales. No le agradaba la idea de que el hombre pudiese controlarlas sin olvidarse de sí mismo. La hacía sentirse manipulada, la obligaba a preguntarse si tras la sugerencia de Rowan no habría algo más que simple deseo o preocupación por ella. Pensaba que tal vez quisiera influir en sus sentimientos y que tuviese otros motivos para hacerla responder a sus diestras caricias.
Antes, no mucho tiempo atrás, semejante cosa no habría pasado siquiera por su cabeza, pero los sucesos de la noche habían cambiado su forma de pensar. No sólo había obtenido conocimientos del arte del amor sino que había aprendido acerca de sí misma. «Con toda facilidad pensó , podría tomarme dependiente de esta intimidad.» Pero se esforzó por reservar esas inquietudes para sí.
Odiaba sospechar, sentir dudas o confusión. Con súbita vehemencia, deseó haber conocido a Rowan antes de la muerte de su padre, que lo que había surgido entre ellos hubiese podido desarrollarse de un modo más normal. Que se cortejaran como lo hacen los jóvenes amantes, con valses, regalos, tranquilas caminatas y conversaciones sobre lo que gustaba o disgustaba a cada uno, deseos y sueños. ¡Qué encantador habría sido contar con tiempo para conocerse el uno al otro, acariciarse, besarse y llegar lentamente al amor!
En ese caso, la pregunta era: ¿se habrían amado? ¿Habría sentido algo por ella? En este momento ¿sentía hacia ella otra cosa que compasión y la atracción del presente? Tenía que saberlo. Pensó que si lograba quebrar el control de Rowan, hacerlo olvidar lo que no fuese ella, obtendría una señal. Tendría que volver a intentarlo, pero con menos pudor.
Estiró una rodilla, alzó el pie y, al mismo tiempo, se inclinó para rascarse el tobillo. Cuando lo hizo, rozó con su pecho la mejilla de Rowan. El hombre cambió de posición para hacerle sitio. Aunque quizá fuese natural que un individuo de buenos modales hiciera lo propio, la irritó. Al volver a su posición original, Rowan se acomodó como antes.
Después de unos instantes, Katrine posó la punta de un dedo en el borde externo de la oreja de Rowan, fingiendo una distraída exploración. No había distracción en aquel gesto: Katrine había descubierto que, al acariciarlo allí, se excitaba. Siguió con el dedo la espiral y las formas sutiles de la oreja y luego lo introdujo en la pequeña abertura del centro.
La boca de Rowan dibujó una sonrisa desmayada. Estiró la mano, cogió la de la joven, la llevó a los labios y le besó los nudillos. Permaneció sentado sujetando la mano cautiva, acariciando la palma con suaves roces del pulgar.
Katrine se sintió frustrada. Se le ocurrió preguntarse si advertía él lo que estaba haciendo ella. Era posible que lo supiera y estuviese dándole muestras de que las caricias no eran bienvenidas. La idea le provocó una sensación de vacío interior, pero la única manera de descubrirlo era continuar. Dejó la labor sobre la mesa, apoyó el peso sobre un codo en el brazo de la silla e introdujo los dedos en los pequeños tirabuzones que formaban los negros rizos de Rowan.
Ten cuidado dijo el hombre con voz perezosa o te meterás en problemas.
¿Es una amenaza? dijo Katrine, siguiendo con precaución una onda rebelde para curvarla tras la oreja.
Es una promesa repuso Rowan.
No sé por qué dijo Katrine con suavidad , no me asustas.
Sintió un tirón en la mano cautiva y se vio catapultada fuera de la silla. Los duros brazos la atraparon y la arrastraron contra el cuerpo de Rowan. Tras un movimiento, Katrine se halló tendida sobre el regazo del hombre, la espalda contra el pecho y los brazos cruzados en torno a ella.
Me gustan las mujeres valientes susurró Rowan al oído de la muchacha pues son aventuradas en el amor.
Katrine tardó unos momentos en recuperar el aliento. Probó la fuerza del abrazo retorciendo las muñecas hacia delante y atrás, pero en vano. Con voz tensa, dijo:
Estoy segura de que debes saberlo, después de haber conocido a tantas mujeres.
¿Tantas? Sólo han sido una o dos.
Supongo que serán las que te enseñaron cómo contenerte.
Le ardió el rostro ante su propia audacia. Con voz risueña, Rowan respondió:
No. Lo aprendí a través de las instrucciones de un estudioso, un caballero árabe.
Pero tienes que haber practicado con alguna mujer insistió la joven, al tiempo que seguía tironeando de las manos, esperando un momento de distracción.
Amor mío, tienes una mentalidad poco delicada, y al parecer muy activa. ¿Acaso esas prácticas, como las llamas, te molestan?
«Amor mío!» Katrine se sintió sacudida por la indignación y una cierta alarma.
¿Por qué? No tienen nada que ver conmigo.
La muchacha percibió el golpeteo del corazón del hombre a través de su cuerpo y le provocó una sensación en lo más hondo de su ser que ya comenzaba a reconocer. Hizo una rápida aspiración y se puso tensa. El movimiento hizo que sus pechos se apretaran contra los antebrazos de Rowan.
Qué astuta eres articuló el hombre, en tono perezoso.
Pasó a sujetar las muñecas de Katrine en una sola mano. Ahuecó la que tenía libre sobre el contorno del pecho, como sopesándolo, encerrándolo entre sus dedos abiertos, trazando lentos círculos con la palma sobre el pezón, y continuó:
Ninguna de las mujeres que he conocido significan nada: ya están olvidadas.
¿Por qué lo había dicho? Tenía que haber una razón. Katrine se esforzó por no prestar atención a la sensación que ascendía en espiral por su cuerpo y dijo:
¡Pobrecitas, haberse entregado a un hombre tan voluble...!
Con la mujer apropiada, seré la constancia personificada.
Katrine sintió el aliento cálido que le acariciaba el cuello, la voz que resonaba en el pecho de Rowan y vibraba contra su espina dorsal. Aun contra su voluntad, se emocionó con esas sensaciones y por la promesa que había percibido en su profunda voz. Era preferible distraerlo, antes de que la afectara demasiado. Se inspiró al observar las manos de Rowan, tan oscuras sobre el blanco camisón.
¿Ha sido el sol de Arabia el que ha bronceado tu piel?
¿Te desagrada? preguntó.
Katrine curvó el cuello para verle el rostro, pero Rowan mantenía la vista en su tarea de excitar el pezón hasta convertirlo en un fruto más firme. Con la voz un tanto constreñida, la muchacha respondió con sinceridad:
No, me gusta, pero me resulta un tanto extraño.
Sé que un caballero está obligado a mantenerse pálido para demostrar que no necesita trabajar, pero me gusta el sol. Esto es por haber sido criado bajo los cielos y los arrayanes grises de Inglaterra. Pero no estuve expuesto al calor del desierto; habría sido temerario. En una ocasión me capturaron unos piratas moros y me hicieron trabajar de marinero. Pero descubrí sus beneficios, hasta cierto punto.
Oh, ya recuerdo dijo Katrine, y se quedó quieta . Terence me contó que habían pedido tu rescate pero que, a fuerza de buen pirata, te devolvieron la espada y reconquistaste tu libertad.
Algo así, aunque no fue tan sencillo. ¿Qué más te contó Terence?
Que acompañaste una expedición en busca de las fuentes del Nilo, pero que no te fue bien. Así conociste a un individuo creo que un tal Burton a quien tradujiste los pasajes más atrevidos de Las mil y una noches.
Ya veo que mi hermano no siempre fue discreto.
Tal vez por eso resultaba entretenido. Dijo que una vez peleaste contra un león solamente con las manos.
No es cierto: sólo espanté a la bestia, que invadió mi tienda de campaña en busca de cena.
Lo dijo con tanta modestia y tanta seguridad a la vez que Katrine no pudo contener una sonrisa.
¿Cuándo conociste a Omar, estando con los piratas o en tus viajes a África?
En la costa bereber. Compartíamos un remo en la galera; después de que le cortaran la lengua, fue entregado a los piratas. Un buen compañero puede ocuparse de remar, mientras el otro arrebata preciosos momentos de descanso sin peligro de recibir un latigazo sobre los hombros: es una manera excelente de hacerse amigos. Después, cuando nos liberamos, lo acompañé a su pueblo natal, donde había quedado su amada, que se había casado en su ausencia. Los sorprendieron juntos. A la mujer la metieron atada en un saco y la ahogaron en un estanque, y a Omar le dieron una paliza y lo dejaron en una zanja para que muriese, y así habría ocurrido si no lo hubiera encontrado yo.
Katrine ahogó una exclamación de angustia y se estremeció de horror ante la visión que había conjurado Rowan.
¡Qué salvajes!
No es tan civilizado como cortar en pedazos al rival en un duelo, pero el resultado es similar. De cualquier manera, obligué a Omar a vivir, pues no quería sino morir. Pasó mucho tiempo hasta que pudiese agradecérmelo, pero desde entonces no me ha abandonado.
Se produjo un silencio pensativo, al cabo del cual, dijo Katrine:
También me contó Terence que le salvaste la vida.
El pillastre saltó de un bote de remos, tratando de imitar a su hermano mayor. En aquella época tenía siete años, y no sabía nadar. Yo era el que estaba más cerca.
Al parecer, estaba decidido a que no lo consideraran un héroe.
Me contó cómo luchaste para vencer la corriente que lo arrastraba. Nunca lo olvidó.
Yo tampoco. Pero jamás habría corrido peligro si no lo hubiese llevado yo a pasear en bote.
Rowan acariciaba el cuerpo de la joven, haciendo que la fina tela del camisón se adaptara a sus curvas.
Terence quería seguir tus pasos, pero su madre se lo prohibió dijo, con voz serena . Te adoraba.
¿Te dijo lo que sentía hacia mí?
El tono de Rowan estaba teñido de color. Su mano fue a posarse sobre el pequeño monte que protegía el hueso púbico y merodeó la entrada hacia el interior de Katrine. Hizo una pausa.
¿Acaso no hablaba de otra cosa mientras estabais juntos?
La furia invadió a Katrine, pero permaneció inmóvil. Casi se había convencido de que estaba equivocada, de que Rowan no trataba de usar en su contra las respuestas físicas, pero se dio cuenta de que tenía razón.
¿Y qué? dijo, dando rienda suelta al dolor de la desilusión . ¿Qué importa eso?
Rowan apretó más. Katrine casi no podía respirar. Los fuertes dedos se clavaron en su carne vulnerable.
Como eras virgen, debo suponer que mi hermano era mejor que yo jugando a ser un caballero.
No tenía que jugar repuso la mujer.
Katrine sintió que se encogía ante la crueldad de las palabras que lo condenaban como un hombre inferior e imaginó que la rechazaría. Pero no fue así. En cambio, aflojó el apretón como haciendo un esfuerzo de voluntad y comenzó a acariciarla con movimientos lentos, insistentes. En la mente de Katrine se infiltró el miedo, no al dolor sino de una forma extrema de humillación: quería castigarla con placer por la ofensa.
Tenía dos alternativas: o se retractaba, o soportaba las caricias y se esforzaba por permanecer indiferente. Pero, ¿acaso podía resistir el contacto de quien era, guiado por la experiencia, la inteligencia y una furia sofocada? Aquello era tan nuevo, tan poderoso que podía ser sorprendida por variaciones que ignoraba que existiesen. Había rebajado sus defensas ante aquel hombre. ¿Qué no sería capaz de hacer y decir si caían del todo? ¿Y cómo viviría, después?
No hagas caso dijo, con voz estrangulada.
Aminoró los movimientos, pero fue para recoger el camisón, alzarlo, y meter la mano debajo. Con voz pensativa, absorta, dijo:
¿Por qué? Sólo me has dicho lo que querías. ¿Qué estás ocultando? ¿Qué motivo hay para que te reserves lo que sabes, a menos que sea algo que te desacredite? Y si es así, ¿por qué no habría retribución?
¿Retribución o tortura? Sea como fuere, no tengo nada más que decir.
No te creo. Quiero saber quién invitó a mi hermano a venir aquí, si fue elegido por el mismo motivo que yo, cómo conquistó tu compañía sin haber ganado de manera definitiva, qué pasó después y por qué ya nunca más se marchó de Arcadia. Tuve paciencia, creyendo que me lo dirías cuando la ocasión fuese oportuna, pero el tiempo se acaba y ahora deberás decírmelo en el momento oportuno para mí.
¡Estás seguro dijo Katrine con voz estrangulada -de que no has esperado hasta ahora porque creías que no podría resistirme?
Rowan se detuvo un momento y luego prosiguió:
Esa idea oculta un extraño placer, pero si se me hubiese ocurrido, no habría podido continuar por razones evidentes.
La honestidad y la consideración que demostraba hacia los temores secretos de la mujer merecían una pequeña recompensa.
Si te dijera que tu hermano vino por iniciativa propia, porque oyó a Alan hablar del torneo, si te juro una vez más que nunca se acostó conmigo, que jamás me tocó excepto para bailar el vals, ¿te conformarías?
Quizá respondió el hombre con voz absorta si no supiera que escondes alguna otra cosa.
Supongamos... comenzó la joven, y la voz se le cortó cuando Rowan penetró más hondamente en ella y sintió la oleada caliente del deseo inundando cada partícula de su cuerpo.
¿Qué?
Habría sido más fácil resistir si el hombre se hubiese acercado a ella de un modo más dominante y cruel; podría resistir el dolor con los dientes apretados, pero aquel control diabólico y la atención infatigable a sus reacciones le sacudían el alma. Sintió deseos de llorar y se contuvo tragando con dificultad.
Me decías... la instó Rowan.
Supongamos que te contara algo acerca de tu hermano que no te gustara oír.
No creo que puedas respondió con sencillez . Si bien Terence era joven, con inclinación a los gestos grandilocuentes y los impulsos quijotescos, no tenía bajeza, a diferencia de su hermano.
Katrine ardía y Rowan lo sabía. Nada podía hacer la joven contra el pulso de su sangre en las venas, su carne turgente y húmeda, sus pezones convertidos en erguidos capullos. Quería liberarse, anular las sensaciones que la inundaban, pero no podía. Al mismo tiempo que una parte de su mente se alejaba del hombre, bullendo de ira y de amor propio herido, su cuerpo se contraía en torno a él y lo instaba a tomarse mayores libertades.
Podía luchar contra él, patear y gritar, obligarlo a hacerle daño para dominarla, pero, ¿de qué serviría? El apretón de acero con que le sujetaba las manos rozaba el límite del dolor, y los veloces reflejos que frenaban cada intento de la joven por soltarse le indicaban que sería inútil. No, sería más digno quedarse quieta y dejarlo hacer lo peor. La mejor defensa sería disfrutar de sus caricias sin revelar sus secretos, y el mayor triunfo consistiría en persuadirlo de que él también disfrutara.
Tu hermano dijo Katrine con suavidad, apoyando otra vez la cabeza en el hombro de Rowan y volviéndose a contemplar su perfil era un joven adorable, apuesto, divertido, y un poco alocado. Era el favorito; muchas damas lo amaban. Pero no podía compararse con su hermano mayor.
Los movimientos de Rowan cesaron. La miró. Katrine le sostuvo la mirada, con los ojos muy abiertos, vulnerables. Estaban tan cerca que podía distinguir cada uno de los pelos de sus cejas y la insinuación de la barba bajo la piel. Supo en qué instante las pupilas del hombre se dilataron, vio que la mirada volaba hacia sus labios y presenció el movimiento vacilante de su cabeza. La boca del hombre tocó la de la mujer, y dentro de Katrine explotó el júbilo. Tampoco Rowan quedó fuera de la seducción: en verdad, Katrine podía tentarlo.
Los labios de la mujer fueron firmes y posesivos. Rowan no le soltó las manos. Al percibir los esfuerzos del hombre por dominarla, suavizó el beso y se tomó receptiva. Probó la dureza de su boca con diminutos lengüetazos, instándolo a abrirse paso. Avanzó, retrocedió y lo provocó para que la imitara. Rowan arrasó la dulzura, haciéndose cargo de la iniciativa, abrasando la otra lengua con la propia y hundiéndola más a fondo mientras acariciaba el torso.
Animada por el logro, la mujer se apretó contra él dejando que su cuerpo se adaptara al del hombre. Sintió que el aire hinchaba el pecho de Rowan, que los músculos del abdomen se ponían tensos: la deseaba. La dureza que sentía contra las caderas se lo demostraba. Los pechos de Katrine ascendieron y bajaron con un suspiro, al tiempo que se apretaba más a él.
Rowan le oprimió las muñecas casi con crueldad, y de golpe la soltó. Apartó la boca y se levantó. Katrine, que había estado sobre el regazo, salió despedida y habría caído si Rowan no la hubiera sujetado. Se cernió sobre ella con las cejas juntas en gesto feroz. La recorrió con la mirada, se detuvo un instante en el movimiento rápido de ascenso y descenso del pecho y volvió a la rosa tierna de su boca.
Entonces soltó una maldición con voz queda. Se alejó de Katrine y ganó a zancadas la puerta. La cerró de un portazo y salió de la habitación.
Había ganado. Aun en pequeña medida, había quebrado el control absoluto del hombre, aunque fuera increíble. Sin embargo, no se sentía victoriosa.
Había olvidado lo que quería obtener de ella. Había excitado su deseo hasta tal punto que había tenido que interrumpirse y sólo le quedaban dos alternativas: poseerla o dejarla. Había preferido dejarla. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso era posible que no tuviese suficiente confianza para hacerle el amor con el mismo desapego que antes? ¿O se había marchado por no hacerle daño en busca de las respuestas que quería?
Se sintió recorrida por un estremecimiento. Se rodeó con los brazos. Comprendió que, en parte, el frío se debía a la falta de Rowan, pero también a la desolación que sentía dentro de sí. Lujuria. Eso era lo que despertaba en Rowan. No sentía otra cosa por ella. «Por supuesto, no puedo acusarlo pensó Katrine . ¿Acaso no era ése uno de los motivos para participar & esta comedia? Al menos, fue sincero.»
Además, no tenía derecho a esperar otra cosa. Estaba casada, sometida por la tradición y por sus propios principios. Sin faltar al honor, no existía manera de que Katrine pudiese responder a otro sentimiento, aunque se lo ofreciese Rowan.
¿Quería que se lo ofreciera? No lo sabía. Estaba demasiado confundida y abrumada por las sensaciones que le provocaba. La tempestad que desataba en su sangre no era amor... ¿O sí? Tampoco lo era el deleite interior que sentía al mirarlo y al tocarlo... ¿O sí?
¿Acaso todo ello resultaba algo más que un simple deseo? ¿Acaso el deseo extremo por un hombre en particular, por un cuerpo masculino en especial, era una forma de amor?
A Katrine le habría gustado saberlo.
14
¡Era absurdo, no había esperanza!
Rowan, apoyado sobre el muro, en el estudio, contemplaba el cielo gris de la tarde y el paisaje que permitía ver la tronera. Estaba de un humor de todos los diablos, sobresaltado como un polluelo frente a una serpiente. Y lo peor era que sólo podía culparse a sí mismo.
No tendría que haber intentado forzar las respuestas de Katrine. Había calculado mal y no era frecuente que cometiese un error semejante. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por celos? Cuando menos en parte, impulsado por celos hacia su hermano. ¡Qué actitud más estúpida! Y sin embargo, ¿quién habría adivinado que Katrine fuera tan dura de corazón?
Esperaba si acaso ruegos, lágrimas, recriminaciones y luego, la inevitable capitulación. Pero en cambio la mujer había hecho uso de la razón y, cuando había fallado, intentó el asalto a las defensas emocionales de su compañero de cautiverio.
No estaba preparado. Nada lo había enervado tanto como la fortaleza, la acusación y la resolución de la muchacha. Se sintió el más miserable entre los miserables. A modo de recompensa, habría querido dejar a los pies de Katrine el corazón sangrante y latiente.
Pero había destruido el débil acuerdo a que habían llegado. Se había exiliado de la cama de Katrine y no existía manera de volver a la situación anterior.
Hasta ese momento no había sentido que la torre fuese una verdadera prisión, pero ahora le parecía sentir sobre la piel el peso de la piedra, cerrarse los muros sobre él. Creyó que, si no salía, explotaría como un polvorín demasiado cargado y, al mismo tiempo, no quería que terminara el tiempo que debía pasar con Katrine.
Desde esa mañana, se esforzó por no cruzarse con ella, pues se sentía demasiado sensible para permanecer en el mismo cuarto, aunque fuese con un pretexto. Pasó el tiempo tratando de averiguar si lo que quería era verla desnuda y dispuesta durante el tiempo que les quedaba o sencillamente poseerla de manera rápida y completa, dondequiera se topase con ella la próxima vez: frente al fuego, sobre el suelo, entre las palmeras, en el descansillo de la escalera...
Comenzaba a comprender la obsesión de Terence y era posible que también él la hubiese contraído. Ninguna mujer lo había hecho arder como ésta, ninguna se había apoderado de sus pensamientos, sus sueños, sus planes y preocupaciones. Aquel dulce amor, de Katrine, parecía impreso en los poros de Rowan, en sus pulmones y en su mente. El sabor de Katrine persistía como un elixir mágico que, una vez probado, se convertía en adicción.
La situación de Katrine y la valentía con que luchaba contra ella debieron de haber sido irresistibles para Terence, al punto que debió de parecerle una causa noble salvar a la dama en apuros, aun sin la esperanza de recibir recompensa.
Sentía un deseo vehemente de que Giles intentara asesinarlo, como había hecho con su hermano, aunque esperaba que no le resultase tan fácil. Ansiaba una venganza rápida y violenta, si se presentaba por sí sola: el intento sería una buena excusa para llevarse de allí a Katrine.
Durante los últimos días aquel anhelo, que lo sorprendía por su intensidad, había surgido con frecuencia. No tenía la más mínima seguridad de que Katrine se fuera con él. La única posibilidad, o así lo creía, consistía en aprovechar el peligro, pues frente a una situación desesperada, la mujer dejaría de lado los principios que la obligaban a permanecer con el hombre con quien se había casado.
Era difícil imaginar qué sucedería luego. Mucho dependía de cómo y por qué se la llevaba, y qué pensaría Katrine de ello. Rowan dudaba que ella fuese a sentir alguna vez algo por él, en especial después de lo sucedido. Pero no importaba, se ocuparía de que nunca más tuviera que compartir la cama con un hombre a quien despreciaba.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que Katrine comprendiera que primero era una mujer, y luego una dama. Le habría gustado estar presente cuando lo descubriese.
La hora de la cena tenía la virtud de ser una excusa inmejorable para reunirse con Katrine. En silencio, cogió la pesada bandeja y la llevó a la alcoba. Se ofreció a ayudarla a poner la mesa, pero ella hizo ademán de que se encargaría sola. Tomó asiento enfrente, deseando tragar sin hacer ruido como un jabalí que encontrara una costilla de cerdo en el fango.
Había vino para acompañar la comida. Con meticulosa cortesía, Rowan lo ofreció a Katrine, pero se alegró de que sólo bebiese un vaso. En cambio, él necesitaba la bebida y el efecto que le produciría sobre el ánimo.
La observó mientras comían. Estaba pálida y mantenía los párpados bajos. Jugueteaba con la comida sin llevarse demasiado a la boca. El cabello resplandecía a la luz del fuego, esparcido como hebras de seda rojiza sobre el fino camisón. Al parecer le molestaba pues, de tanto en tanto, lo echaba hacia atrás por encima del hombro. El disfrutaba con el gesto, en movimiento rápido y gracioso, cuando el mechón bajaba y se unía en la espalda al resto de la espesa melena. Deseaba hundir las manos allí...
Pero quería demasiado. Siempre había querido demasiado. Por eso se había ido del hogar, por eso estaba allí. En un intento por aliviar la tensión, dijo:
He oído cabalgar un jinete y había actividad en la cochera, como si prepararan los carruajes para salir. Al parecer, nuestro idilio concluirá antes de tiempo.
¿Habrá atracado el Cotton Blossom?
Mientras hablaba, los ojos de Katrine se hicieron grandes y oscuros.
Rowan dejó la comida y cogió la copa de vino.
Eso creo.
¡Tan pronto! exclamó la mujer.
Una racha de temeroso placer hizo saltar el corazón de Rowan. Katrine dejó el tenedor y apartó el plato. Uniendo las manos sobre el regazo con ademán monjil, alzó la vista y encontró la mirada de Rowan. Con los ojos claros y un tanto afiebrados, dijo:
Me gustaría mucho tener un hijo tuyo.
Las palabras lo golpearon como un azote, como si cada una fuese la punta de un látigo de nueve colas que le arrebatara la fuerza y la capacidad de hablar. Esperó recuperar alguna de las dos, al tiempo que la contemplaba con los ojos entrecerrados para ocultar el intenso regocijo que sentía.
Ya sé siguió Katrine, con el aliento entrecortado -que no es lo que acordamos, pero, a fin de cuentas, ¿qué importaría?
¡Caramba! El regocijo se esfumó y afloró la desolación que encubría. Con voz afilada como una espada, dijo : Entonces, ¿has decidido complacer a Giles?
Katrine respondió en tono incisivo:
Prefiero complacerme a mí misma.
Con un hijo al que mecer y amamantar y que, en su momento, herede Arcadia para ti...
Y a quien amar.
La censura que expresó la mirada de Katrine lo conmovió: la merecía, pero saberlo no disminuiría el sentimiento de haber sido traicionado. El desafío significaba para Rowan más de lo que imaginara. Quizás estaba celoso, no sólo del esposo y de su hermano, sino también de aquel hijo no concebido.
¡Imagina qué bendición habría sido dijo Rowan con una mueca que hubieses sido tan complaciente la primera vez que mencionamos el tema!
Aún estamos a tiempo.
Un velo rojo cubría la mirada de Rowan y le ardía el borde de las orejas. Todavía era intenso el impulso de autodestrucción.
No, no lo estamos dijo, en tono suave pero firme . No concebiré un hijo que sea criado a la sombra de un asesino, no lo dejaré abandonado a la ausencia del padre. No me marcharé llevándome el recuerdo de un niño, pensando cuán fácil sería que muriese.
Katrine tendió una mano hacia él:
Yo lo cuidaré.
¿En serio, siempre? ¿Despreciando a su padre?
Rowan arrancó la mirada del rostro de Katrine y la posó sobre el brazo extendido, cuando descubrió unos cardenales redondos y purpúreos como uvas, del tamaño de sus dedos. Se crispó por dentro y tocó una de las marcas lívidas:
Te pido perdón por esto, aunque no por la negativa.
La joven retiró el brazo y lo ocultó bajo el borde de la mesa. Lo observó como si buscara una debilidad en él, y dijo:
En determinada ocasión, lo quisiste.
En determinada ocasión, quería acostarme contigo, pero no hijos.
Rowan había descubierto que la brutalidad selecta, a menudo, daba resultado.
Me lo niegas porque no has recibido información de Terence, ¿no es así?
Se reclinó en la silla, sin apartar la vista del rostro del hombre. El afrontó su mirada largo rato, y por fin dijo en tono incrédulo e irónico:
¿Sugieres que intercambiemos favores?
Katrine apartó el rostro.
No. No, no puedo hacer eso.
Rowan, después de lo que había estado pensando durante todo el día, dijo, con aire servicial:
Te preguntaría por qué, pero no creo que sea necesario. Estás protegiendo a alguien. Si Terence nunca se acostó contigo, no es a Giles a quien proteges, sino a alguna otra persona por quien debes de sentir afecto. Sólo que, como en el caso de la esposa del hojalatero que gustaba de los calderos, no se me ocurre quién podría ostentar ese cetro.
No conoces mi capacidad de amor.
Con serena amargura, el hombre repuso:
En eso te equivocas.
El ardor con que le había respondido la noche anterior le había revelado a Rowan cuanto necesitaba saber. Si bien hacer el amor no era lo mismo que amar, eran cuestiones lo bastante afines para establecer comparaciones. Había experimentado una de ellas, pero era difícil que alguna vez conociera la otra. En la vida de Katrine no habría lugar para él en cuanto aquello hubiese concluido. Rowan habría cumplido su objetivo y sería olvidado.
En medio del silencio, el fuego crepitó y una lluvia de chispas rojas se elevó bajo la repisa y cayó, muriendo sobre el hogar.
Si me rechazas dijo ella quizá no vuelva a tener la oportunidad de sentir la satisfacción plena de una mujer.
Quéjate a Giles. Si se apiada de tu problema, tal vez organice otro torneo.
Si lo hace, lo abandonaré.
La llaneza de la afirmación terminó con la bravuconada de Rowan. Sin embargo, para tranquilidad de su conciencia, no podía aceptarla, y dijo:
Eso, si hallas valor y dinero. Y si encuentras un sitio a dónde ir, y si hay un miércoles de agosto en el que caiga aguanieve.
Hizo una pausa, y luego las palabras brotaron de él contra su voluntad:
Ven conmigo.
Con el resentimiento reflejado en su pálido rostro, repuso Katrine:
No veo que vayas a ningún lado.
Rowan le lanzó una mirada cargada de anhelo, y tuvo la satisfacción de ver que Katrine contenía el aliento. En tono significativo, dijo:
¿Y si así fuera?
La joven no respondió ni pudo sostener su mirada. Mientras Rowan aguardaba, el fuego flameó y el viento suspiró afuera. Tras un prolongado instante, asintió. Se puso de pie, levantó la botella de coñac de la que bebía y la copa:
Comprendo. Desde luego, el matrimonio es una institución sagrada, pero también un cementerio lo es...
Por efecto de los golpes verbales y los impulsos contenidos, sumados a las cuatro copas de vino y una buena cantidad de coñac en un estómago que casi no había recibido cena y tampoco almuerzo, Rowan se tambaleó.
Tenía intenciones de tragar todo el licor que pudiese hasta lograr el olvido. Si bien no se lo permitía con frecuencia, era un bebedor controlado; casi no se notaba la borrachera. Sus pasos eran firmes y se encaminó hacia la puerta en línea recta.
¿A dónde vas?
Katrine se levantó y dio un paso hacia Rowan.
Al Edén, a mi propio paraíso cálido y húmedo. Afuera. Abajo.
Se volvió y apoyó la ancha espalda contra el marco de la puerta.
¿Me echarás de menos?
Quédate replicó Katrine, acercándose con gracia y franco aire provocativo . No quiero estar sola.
Se acercó a Rowan y le puso una mano en el pecho, donde la camisa se abría. Rowan sintió los dedos sobre su piel como una marca a fuego que quizá no se borrara nunca. En su cabeza se desató una tormenta que sacudió su cerebro con estruendo de relámpagos y sacudió cada fibra de su cuerpo. Para contrarrestar la fuerza de la distracción, dijo con voz ronca:
Te has vuelto una provocadora.
¿Te importa? replicó la mujer, acercándose más.
Para sus adentros, Rowan admiró el esfuerzo que debía de costarle aquello, pero no cometió el error de tomarlo como algo personal.
¡Por Dios, no! respondió . Al menos, mientras las consecuencias no lleven mi sangre...
Eso corre de tu cuenta, según me has dado a entender.
Se puso de puntillas y posó sus suaves labios sobre los de Rowan. El hombre la rodeó con sus brazos, apoyando la botella de coñac sobre la cadera de la mujer: no podía hacer otra cosa. La boca de Katrine era un néctar cargado de promesas que lo instaba a rendirse.
Los brazos de la joven lo rodeaban, frescos y envolventes. Sentía las puntas de sus pechos que se apretaban contra su torso y lo llevaban a la locura. El ansia de rendirse, de entregarse, de abandonarse, fue tan intensa que sintió que lo arrastraba como un tronco a la deriva, hasta que recordó que no era él a quien quería Katrine, sino a un hijo concebido por él. Dejó caer los brazos a los lados y aflojó los labios. A desgana, lentamente, Katrine le quitó los brazos del cuello, mientras él decía:
Claro que me importa.
Con los ojos llenos de lágrimas, Katrine buscó los de Rowan. El hombre sintió el aliento suave y dulce de la mujer en el rostro:
¿Por qué?
Orgullo familiar, ego, obstinación. Cuando me quieras a mí, puedes volver a intentarlo, pero no cuando se trate de absolución, alivio a la soledad o un indefinido anhelo familiar. Entonces te daré lo que quieras, y lo único capaz de detenerme será que grites que no.
Las manos de Katrine se aferraron por un instante a la camisa del hombre y luego lo soltó. No exhaló un solo sonido y lo vio inclinar la cabeza y alejarse. Se quedó donde estaba, la mirada perdida, rodeándose con los brazos, cuando Rowan miró atrás.
«He hecho lo correcto, lo único posible pensó Rowan . Entonces, ¿por qué me siento tan tonto?»
Rowan pensaba: «Nunca había visto una luna como ésta». Redonda como una reina preñada, brillante como un dibujo del cielo, plateaba los árboles, resplandecía sobre la hierba y atacaba desde las troneras como una espada sarracena de plata forjada. Se derramaba en torrentes a través de la cúpula de cristal, tornando las sombras de un negro profundo, dibujando las hojas de las palmeras y el follaje de los helechos, simulando dientes de dragón sobre el suelo de mármol.
Estaba borracho y proclive a la fantasía. Vagaba de una ventana del estudio a otra, subía y bajaba las escaleras. Recorrió el invernadero, agachándose para pasar bajo las palmas y tocando los pechos tibios y húmedos de las ninfas de la fuente con dedos curiosos y delicados.
No resistían la comparación con Katrine. Suspiró, dio media vuelta y encontró un sitio a la sombra serrada de la palma más grande, con la espalda apoyada en la gigante vasija de cerámica china. Con una franja de fría luz lunar sobre los ojos, bebió lo que quedaba de coñac.
Aún estaba allí, con la copa vacía, cuando Katrine bajó la escalera. Al verla, Rowan apoyó cuidadosamente la copa en el suelo, antes de que cayese, y luego permaneció inmóvil en su refugio umbrío.
El resplandor de la luz procedente del techo confería al cabello de la muchacha un brillo de cobre dorado y convertía el delgado camisón en una telaraña de plata. Como una diosa que descendiera del Olimpo, flotó escaleras abajo con gracia perfecta, sin hacer el menor ruido. Los pómulos, las prominencias altivas de los pechos, el contorno gentil de sus brazos y sus muslos atrapaban al andar el juego de chispas de luz de luna y reflejaban una luminosidad suave que lo hería en los ojos.
Sobre el brazo llevaba una toalla.
Si acudía a bañarse allí, Rowan tendría que haberle hecho saber de su presencia, dejar que se bañara en la intimidad, si era lo que pretendía, pero más que el esfuerzo, su inclinación estaba más allá de su voluntad. Ni todos los caballos del infierno podrían haberlo sacado de allí.
Katrine se deslizó sobre el último escalón y cruzó el suelo de mármol sin echar una mirada allí donde estaba Rowan. Al llegar a la fuente, extendió la mano hacia las vertientes de plata que manaban de las vasijas sostenidas por las ninfas. Al ver el deleite que reflejaba el semblante de la joven cuando las gotas salpicaron sus dedos y le perlaron el rostro y los hombros como diamantes tibios, a Rowan se le cortó la respiración.
Esparció el agua por la cara y echó el cabello hacia atrás, haciendo que refulgiese como una llama viviente. Llevó luego las manos al corpiño del camisón y comenzó a soltar los botones que lo cerraban. Primero un hombro, luego otro, quedaron libres y la pequeña manga abullonada resbaló por el brazo. Lentamente, con extremo cuidado para no romper la tela, Katrine bajó la batista por sus pechos, la sostuvo contra la angosta cintura y la deslizó por las curvas suaves de las caderas. Por un instante fugaz quedó allí pegada, ocultando la parte inferior del cuerpo como la vestidura de una estatua clásica, y al fin se deslizó hasta el suelo, cayendo a los pies en blandos pliegues.
Rowan ya no pudo respirar. Sabía que era hermosa pues se lo habían dicho ya sus propias manos, su boca, cada milímetro de su cuerpo, pero parecían recursos pobres comparados al placer de verla desnuda al resplandor de la luna. La imagen se grabó a fuego en sus pupilas con el ácido de su embeleso febril. «Cuando sea viejo pensó , y llegue la hora en que la muerte me cierre los ojos, el que se ocupe de esa tarea verá la imagen de Katrine todavía impresa allí. Y se maravillará.»
Katrine se apartó del camisón. Con movimientos fluidos rebasó el borde de la fuente. Se irguió cual ninfa en carne viva. Con el agua hasta la rodilla, se dirigió al sitio en donde se mezclaban los chorros de agua. El agua la golpeó deshaciéndose en rocío. Buscó el centro y el chorro resbaló por sus curvas en cascadas refulgentes, que parecían reír y gorgotear, hasta caer salpicando a sus pies. Cerró los ojos, inspiró hondo y giró con lentitud bajo la lluvia con los brazos extendidos y las palmas hacia arriba para atrapar los tibios chorros.
Por fin volvió la cara hacia delante. Retrocedió hasta el borde donde había quedado la toalla y cogió el jabón que Rowan había dejado allí. Con embeleso pintado en el semblante, frotó el jabón en movimientos lentos por los brazos, a los costados, sobre los pechos y el abdomen, por la cara interior de las piernas, de una rodilla a la otra. La espuma del jabón brillaba como un encaje de plata, se esparcía, resbalaba hacia abajo, cubría a la mujer con la intimidad de una caricia, cabalgando sobre sus curvas, desapareciendo en los huecos, trazando meandros silenciosos y secretos.
Miró atrás, se acomodó sobre la rodilla del sátiro y, alzando primero un pie, luego el otro, se los enjabonó. Levantó los brazos e hizo lo propio con el cabello hasta convertirlo en una melena lacia, nevada de blanco y la espuma cubrió la superficie del agua de la fuente y salpicó al público de estatuas. Cuando terminó, se colocó otra vez bajo el chorro, dejando que el agua arrastrase la espuma, girando lentamente en medio de las corrientes que convergían.
Luego advirtió Katrine al sátiro riente, adornado de espuma. Se inclinó hacia él, le arrojó agua para lavar las burbujas del pecho y pasó los dedos abiertos sobre los músculos esculpidos, los deslizó sobre el abdomen demasiado rígido y se detuvo por un instante fugaz sobre el miembro viril húmedo, adornado de espuma.
Rowan tragó y soltó el aire con un sonido ronco y sibilante en los pulmones, al tiempo que un par de recuerdos surgían del fondo de su mente, aturdida por el alcohol. Katrine lo habría espiado a él cuando se bañaba en la fuente, y no ignoraba que él estuviera allí, en el invernadero. Seguramente sabía que él estaba mirándola. Lentamente, con cuidado, se levantó y salió de las sombras hacia la luz. Sobresaltada y temblorosa, ella dio media vuelta. Según recordaba Rowan, era una seductora inexperta. Katrine no hizo intento de cubrirse sino que se irguió en toda su estatura y Rowan lo celebró, no sólo porque demostraba coraje, sino porque le permitía una visión espléndida. Aprovechándolo, cerró las manos sobre los bordes de su camisa y la sacó de los pantalones.
¿Qué estás haciendo? preguntó la joven, en voz no muy firme.
Rowan esbozó una sonrisa intencionada y dijo mientras se desabrochaba el pantalón:
Abandono una posición insostenible por otra mejor. Tal vez sea un poco húmeda, pero espero obtener compensaciones.
Si pretendes...
Sí la interrumpió . ¿Acaso no soy bienvenido?
Pasó largo rato antes de que Katrine respondiera. Su mirada oscura, cargada de una emoción que Rowan no logró comprender, siguió los movimientos del hombre que deslizaba los pantalones sobre los muslos y los sacaba por los pies, arrojándolos lejos de una patada. Dejó caer la camisa atrás y avanzó en inocultable disposición.
Los ojos de Katrine se abrieron asombrados y retrocedió un paso. Los chorros de agua la golpearon con un flujo de salpicaduras.
Quédate donde estás dijo Rowan, rebasando la fuente y acercándose a la mujer de un solo paso.
¡Vivo, se sentía vivo! Se había disipado el aturdimiento del licor, barrido por la lujuria y la fascinación. Cada uno de sus sentidos despertó a la vida hasta producirle dolor. El pesado aroma de los helechos, el rico perfume de la tierra, la lavanda del jabón giraron alrededor y se le subieron a la cabeza con arrasadora intensidad.
Oyó el grito de un pájaro nocturno y el paso del viento al otro lado del muro. Se distinguía con facilidad el latido de la garganta de Katrine, el movimiento rápido del pecho, el brillo de un pánico incipiente en sus ojos. Rowan sintió que sus articulaciones tenían fuerza y su sangre un ardor palpitante. Quería a aquella mujer, la deseaba con una especie de dolor interior que nunca había experimentado y nada le impediría poseerla.
Katrine adelantó una mano para detenerlo y Rowan quedó inmóvil. Permaneció largo rato con las manos en las caderas, mientras el agua salpicaba del cuerpo de ella al rostro del hombre. Luego cogió la mano de la mujer, la acunó en la suya, la llevó a sus labios y la apoyó sobre su hombro. Rodeó su cintura con un brazo y se agachó para sujetarla bajo las rodillas. Con un solo impulso la colocó donde había estado hacía unos minutos, sobre el regazo del sátiro.
Antes de que pudiese moverse, antes de que pudiera protestar, Rowan se colocó entre las rodillas de Katrine en cuclillas. Sujetándole las caderas, inclinó la cabeza hacia la unión de sus muslos, hacia los tiernos pliegues perfumados de lavanda. Su sangre corría a toda velocidad. A Rowan le pareció que podría saborearla a través de la piel frágil, al tiempo que saboreaba su esencia agridulce. El corazón se le hinchó dentro del pecho. Entonces apeló a la destreza con facilidad, junto a la firma decisión de provocar placer.
Lo embelesaron los suaves gritos que Katrine trataba de ahogar, las veloces convulsiones de placer que la atravesaban bajo sus manos, el modo en que apoyaba las palmas con los dedos extendidos como si diese la bienvenida a todo aquel deleite. Adoró la forma en que se ajustaba a su abrazo, como si hubiese sido hecha para él, el tirabuzón húmedo y espeso del cabello y el modo en que los pezones maduraban en su boca como frutillas dulces. Amó la delicadeza de los movimientos con que Katrine reaccionaba, la fascinación del semblante de la muchacha. La amaba. Por eso estaba allí, en la torre, en la fuente, en los brazos de aquella mujer.
Cuando la penetró, oprimiendo el cuerpo en el interior blando de Katrine una y otra vez, sintiendo aquella banda revestida de terciopelo cálido que lo circundaba, las palabras resonaron en la cabeza de Rowan cual una letanía sin fin. Las gritó en el silencio tenso de su mente, las sintió derramarse en lágrimas contenidas garganta abajo, aunque no las pronunció. Tenía un control soberbio y completo de sí mismo.
15
Katrine se aferró a Rowan. Éste, alzándola, la sacó de la fuente y dejando huellas de agua, la llevó escaleras arriba. La fuerza del hombre era un placer secreto, el modo en que la llevaba acurrucada le oprimía el corazón. Jamás olvidaría cómo se había acercado a ella, desnudo, desvergonzado, en medio de las salpicaduras de agua tibia. Tampoco olvidaría lo que sucedió luego: nunca sería la misma, ni querría serlo.
Rowan no aprobó el cambio de opinión de Katrine con respecto a un hijo y ella no lo culpaba, recordando su oposición inicial a la intimidad entre los dos. Su cambio de opinión procedía de la tierna enseñanza de Rowan sobre el acto amoroso. La asaltó la noción de lo desolada que quedaría una vez se hubiera ido, y cuánto anhelaría su amor.
Katrine nunca se habría opuesto a un hijo. No había nada más encantador que un pequeño ser viviente al que abrazar, para colmar el vacío de su corazón. No podía evitar, al concebir un hijo, satisfacer también a Giles, pero aquello no tenía que ver con su decisión. Sin duda, éste sería generoso y un padre afectuoso: en ese sentido, no tenía temores, pero lo importante era el niño y no los sentimientos de su esposo. En cambio, se llenaba de dudas al pensar lo que sería de Rowan, que pudieran atentar contra él y su temor aumentaba su deseo, pues el peligro subsistía concibiera un hijo o no. Si lo mataban... ¡no quería pensarlo!
El tiempo se agotaba. Si Rowan estaba en lo cierto, y si su esposo se atenía al programa de costumbre, dejarían el barco por la mañana y llegarían a Arcadia a media tarde. Les quedaba una noche.
Aunque Katrine no tenía experiencia en el terreno amoroso, estaba segura de que, aquella segunda vez, Rowan había vuelto a retener su simiente. Tenía que romper sus defensas.
Una vez en la alcoba, Rowan la depositó sobre una silla junto al hogar, la envolvió en una toalla y se arrodilló para avivar el fuego. Ella permaneció sentada, perdida en un lánguido bienestar y en sus pensamientos, pero observó que se ponía los pantalones y los abrochaba con movimientos veloces. En verdad, era magnifico. Giles había sabido elegir.
Rowan se detuvo con la vista fija en la involuntaria sonrisa que curvaba los labios de Katrine. Su semblante adoptó una expresión inescrutable poco digna de confianza. Ella deseó saber qué pensaba. Le cogió la mano y ella se la entregó dejando que la levantase de la silla. Luego colocó a Katrine sobre sus piernas. Agradecida, se reclinó al calor del hombre y al hacerlo se dio cuenta de que estaba helada. Comenzó a secarse los brazos.
Rowan le quitó la toalla y procedió a secarle los pechos con suavidad hasta que los dejó resplandecientes. Los pezones se tensaron y quedaron erectos.
Katrine percibió los músculos de la mejilla de Rowan contra su sien y comprendió que sonreía. Tal manifestación de deleite le provocó una oleada de calidez que se extendió por todo su cuerpo y le hizo arquear la espalda. Luego dejó la toalla sobre el regazo de Katrine y procedió a peinarle los cabellos húmedos. El contacto sobre el cabello era sedante. Se quedó ella con la vista fija en el fuego, disfrutando del calor y de los cuidados de Rowan, que envolvía el extremo de un largo mechón en torno a su mano para librarlo de nudos y lo dejaba caer luego para que se uniese a la gran masa que se derramaba en torno a la mujer. Tenía la expresión concentrada y atenta. Ella ansiaba saber qué pensaba, pero no se atrevió a preguntárselo.
Pero, por grato que fuese, no podía quedarse sentada: tenía que actuar. Pensó en el éxito que había obtenido en la fuente y obtuvo el ánimo que necesitaba. Había tardado en descubrirlo. Por supuesto, no había sido educada de manera independiente y cada faceta de su vida había sido organizada por otros pero la resistencia de la joven a los deseos de Giles, aunque pasiva, constituyó el comienzo del cambio. Tenía que decidirse.
Había apoyado el pie sobre el empeine de Rowan. Acarició aquel arco con el dorso del suyo. En voz suave y soñadora, dijo:
-Me alegro de que sepas hacer el amor.
-¿Ah, si? -la voz de Rowan fue como una pluma tibia sobre el hombro de Katrine-. ¿Y por qué?
-Porque yo he cosechado los beneficios y nadie puede quitármelos. Porque no teníamos tiempo de adaptarnos el uno al otro, como la mayoría.
-Pero habría sido preferible contar con tiempo.
-Sí -admitió la mujer. La alegraba saber que Rowan deseara haber contado con tiempo para estar con ella.
-Sí -repitió, y agregó-: estoy en deuda contigo por haberme enseñado los placeres del cuerpo. Ahora sé lo que significa.
Rowan detuvo sus movimientos y dijo con voz constreñida:
-Si no hubiese sido yo, habría sido algún otro.
-¿Tú crees? ¿Y cuándo? ¿Cuando hubiese enviudado? Quizás entonces fuese ya demasiado vieja y habituada a la continencia.
-No lo creo -repuso Rowan en tono seco e irritado.
Qué insinúas? Que habría sucumbido a otro hombre a voluntad de Giles. No. La única posibilidad era contigo.
Rowan alzó la mano hacia el rostro de la joven y la obligó a mirarlo.
¿Qué estás diciendo?
Katrine sólo pudo sostener su inquisitiva mirada durante un instante. Oculta tras el refugio de sus párpados, dijo:
Que tus cualidades te convierten en un buen padre y en un amante soberbio.
¿Cómo sabes qué clase de amante soy, si nunca tuviste otro?
El rostro de Katrine se tiñó de un intenso sonrojo, pero apenas vaciló un instante en responder:
Es cuestión de instinto. ¿Me equivoco? ¿Acaso es posible que cualquier otro hombre me hiciera sentir lo mismo o que respondiera yo con igual abandono?
En la boca de Rowan jugueteó una sonrisa amarga.
Espero que no.
Entonces...
La modestia me impide admitirlo, así como la prudencia me insta a no pasar por alto el motivo del halago.
¿De modo que sospechas que lo diga para tentarte y forzarte a engendrar un hijo? preguntó Katrine, abriendo mucho los ojos . Creía que eras inamovible, que no había nada capaz de hacerte perder el control de tus deseos.
No se trata de eso.
Entonces, ¿tambalearía tu firmeza si te hiciera esto? dijo, apretando los labios contra la comisura de la boca del hombre . ¿O esto? agregó, en tono suave, apoyando la mano sobre el pecho desnudo, buscando el pezón enhiesto entre la mata de rizos todavía húmedos que cubrían el torso de Rowan.
El atrapó su mano y la retuvo en un fuerte apretón. Preguntó en voz áspera:
¿Qué otra razón tienes?
Quizá dijo Katrine, conteniendo el aliento quiera devolverte placer por placer. Como no habrá nadie más que comparta mi cama, tal vez desee descubrir todas las posibilidades de amar que conozcas. ¿Me enseñas?
¡Por Dios, Katrine...! exhaló.
Al ver la confusión de Rowan, el regocijo y la audacia corrieron raudos por las venas de Katrine. Dijo en voz queda:
¿Existe algo que pueda hacer yo, un modo de acariciar o alguna técnica que te brinde a ti el mismo placer que me das tú a mí?
No tienes que decir eso repuso Rowan, con voz ronca.
¿No? Y si no lo pregunto, ¿cómo puedo saber lo que más te gusta?
Con semblante severo, el hombre repuso:
No necesitas aprender ninguna técnica. Es suficiente que me mires como estás haciéndolo ahora.
Sin duda, tiene que haber algo más insistió, ladeando apenas la cabeza . Las mujeres dependemos tanto de los hombres, que tiene que existir un modo de complacerlos que ayude a retenerlos.
Rowan entrecerró los ojos.
Lo habría, si necesitaras renovar un ardor que languidece. El de tu esposo, por ejemplo.
La joven parpadeó y se echó atrás.
No se me había ocurrido.
En ese caso, tendrás que explicarme este súbito deseo... a menos que no seas sincera.
En la pausa que siguió, Katrine respiró profundamente. Los ojos de la mujer, oscurecidos por la rápida corriente de emociones, estaban fijos en la mirada atenta del hombre. «Está más en lo cierto de lo que supone», pensó. Quería muchas cosas, no sólo un conocimiento completo del placer sino también un hijo. Sin embargo, lo más acuciante era barrer de la mente de Rowan la idea de control. Quería que la deseara con tal intensidad que no importase nada más, que la amara hasta entregarse a ella sin reservas.
La mano de Katrine se cerró con lentitud sobre la carne de Rowan, cuando vio lo que debió comprender días antes. Necesitaba saber que él la amaba sólo por una razón: porque ella lo quería. En un susurro estrangulado, dijo al fin:
Pronto te irás, tienes que hacerlo. Conocerás a otras mujeres pero, para mí, será diferente. ¿Es tan malo, entonces, que quiera tomar y retener una vida de amor en unas pocas horas?
¿Acaso tendría que sentirme culpable? preguntó Rowan, atento y sereno.
El corazón de Katrine se contrajo, pero respondió con sinceridad, pues era lo único que le quedaba:
Sí dijo si eso te convence.
¿Y después, qué?
Hazme el amor una sola vez, sin preocupaciones, y te prometo que nunca sabrás los resultados. Podrás irte sin mirar atrás. Si gestamos un niño, nunca me pondré en contacto contigo ni te haré reclamo alguno en su nombre. No tendrás que temer por un niño que jamás conocerás.
Supongamos dijo con voz queda que hago averiguaciones.
Katrine tragó con dificultad y tuvo que intentarlo un par de veces antes de poder hablar:
Estarías en tu derecho, por supuesto.
¿Mi derecho? repitió, con voz tensa . ¿Y qué me dices de mi esperanza, mi miedo, mi deseo mutilado y maltratado? ¿Acaso piensas eso de mí, que no quiera lazos ni responsabilidades? ¿No te das cuenta de que viviría perseguido siempre por la posibilidad insoportable de que hubieses dado a luz a un niño a mi imagen y que no pudiera saberlo?
Katrine le escudriñó el rostro:
No estaba segura.
Ahora que lo sabes, ¿me dirás la verdad? Sabiendo que podría nacer un niño de nuestro amor, que yo volvería a ti pasando por el fuego y la tormenta, que te ganaría por la fueza si fuese necesario y te llevaría tan lejos que tu esposo jamás te encontrara, ¿te atreverías?
Katrine se sintió inundada por una alegría feroz mezclada de angustia. Era admirable que Rowan fuese tan decidido para tomar y conservar lo que era suyo, pero Katrine no pudo evitar el dolor que le producía saber que la protección con que la amenazaba sólo se manifestaría hasta ese punto y que no regresaría sólo por ella. Esa idea la desasosegaba. Dijo:
Aun contando con ese riesgo, ¿por qué me negarías el consuelo de un hijo? ¿Qué derecho tienes a negármelo?
¿Qué derecho tienes tú a negarme información sobre la muerte de mi hermano? Mis escrúpulos o los tuyos: ¿cuáles causarían más pena? ¿Cuáles serían más fuertes?
Katrine dijo con voz queda:
Los escrúpulos pueden ser algo terrible.
En un tono que revelaba admisión y arrepentimiento, Rowan dijo:
Te daría todo lo que me pidieras, haría cualquier cosa, si no tuviésemos que considerarnos sino a nosotros.
El tono de Katrine fue indeciso; la sonrisa, tensa.
¿Lo harías?
¿Lo dudas?
No sé respondió, y se inclinó lentamente hacia él hasta que sus pechos tocaron su torso desnudo y sus labios quedaron a escasa distancia de los del hombre.
El apoyó las manos en la espalda de la joven, acercándola más.
Estoy seguro de que, cueste lo que cueste, sería un crimen desperdiciar el tiempo que nos queda.
La boca de Rowan fue tibia, dulce y generosa; la combinación de amor y autoridad provenía sólo de él. Katrine se entregó con un gemido suave y ahogado, apretándose con fuerza y enlazando los brazos en torno al cuello y los hombros. La sensación del cuerpo de Rowan que se amoldaba al propio la enardeció.
Su anhelo iba más allá del simple deseo. Ancho y profundo, tenía matices conferidos por la amenaza de pérdida: había desesperación, furia y un hambre feroz, alimentado por un temor terrible y doloroso. Era una ansiedad dolorosa, y sólo Rowan conocía el remedio: Permanencia. Alguien a quien querer. Un hijo que lo reemplazara, hasta cierto punto. Quería todo aquello y lo tomaría, si podía, con astucia y amor.
Pasó la mano por la oreja, recorrió el contorno cuadrado de la mandíbula, la ahuecó sobre el pómulo que aún conservaba restos del cardenal, y sobre la mejilla. Posó los labios sobre los de Rowan, acariciando la superficie suave y cálida. Invadió su boca con delicadeza y enlazó la lengua con la de él avanzando, retrocediendo, invitándolo a unirse a ella en prólogo amoroso. Rowan aceptó, alargando el juego con destreza y cortesía y, de pronto, con energía.
El abrazo se hizo más fuerte. Katrine sintió un movimiento y vio que Rowan se levantaba de la silla mientras ella se sujetaba con firmeza, y se tendía sobre el suelo. Se encontró acostada sobre la alfombra bajo Rowan, que estaba apoyado sobre un codo, con la luz anaranjada del fuego y la decisión en los ojos. Se estremeció y el temblor se agolpó en la boca de su estómago. Por un instante recordó cuán poco sabía de este hombre y lo vulnerable que era ante él, pero entonces su mirada se posó sobre la boca de Rowan, donde jugueteaba una ligera sonrisa burlona, y fue a su encuentro. El inclinó la cabeza e incitó los labios de Katrine con toques suavísimos de la lengua, tibia, apelando a su exquisita sensibilidad.
Dime dijo con voz ronca si Terence no conquistó tus abrazos. ¿Por qué se quedó en Arcadia?
La sorpresa la dejó inmóvil, al tiempo que escudriñaba con los ojos muy abiertos el rostro del otro, tan cerca del suyo. Algo que había dicho, no recordaba si aquel mismo día o la noche anterior, revoloteaba en la mente de la mujer. ¡Si pudiese recordarlo...! Al parecer, era una explicación. Y entonces, lo recordó.
«Sugieres que intercambiemos favores?» Había considerado que Katrine tuviera la intención de intercambiar cuanto sabía sobre la muerte de su hermano por la perspectiva de un hijo. ¿Y era eso lo que pretendía? Lanzó un suspiro entrecortado y dijo:
Ya lo intentaste en una ocasión y no lograste nada.
Así fue dijo en voz baja pero hay una diferencia. Lo hacía para poner a prueba tus deseos conteniendo los míos, arrebatándote algo sin nada que darte a cambio, lo cual era injusto. Este acuerdo, en cambio, al menos tiene equidad.
La voz de Katrine tembló sin control.
Si crees que es justo, tienes una extraña noción de la justicia.
Rowan bajó la cabeza y apretó la lengua tibia y húmeda contra el pecho de Katrine, saboreándolo antes de llevarse el pezón a la boca. Lo retuvo largo rato y luego respondió:
Tú tienes algo que yo necesito, y yo algo que tú quieres. No me parece irracional un intercambio.
Tus métodos... comenzó.
Tienen doble filo terminó Rowan por ella . No puedo tentarte a ti sin tentarme yo mismo, como bien sabes. Pero, si te atreves, eres libre de hacer lo mismo.
Si bien desnudar la naturaleza exacta del desafío no constituía un gran acto de caballerosidad, era honesto. En verdad, lo era en mayor medida que lo que Katrine había intentado momentos antes.
En el interior de la mujer se produjo una gran quietud. Comenzó en el centro palpitante de su corazón y se difundió hacia fuera en ondas lentas. Su ser se expandió, tomándose tibio, líquido y sereno. En este centro de su ser no existía el temor, era todo aceptación y bienvenida. Quería a Rowan y no le sería negado, lo quería y no importaba nada más.
Llevó la mano al pecho del hombre y recorrió con los dedos el contorno firme de sus músculos, atravesó con las uñas el vello sedoso y rizado. Con los dedos abiertos en abanico, tanteó con la palma el dibujo cincelado del hombro y el contorno del brazo. Tanto el placer como la importancia de lo que hacía eran tan inmensos que sintió un nudo en la garganta y, aun así, se esforzó en hablar.
Tu hermano dijo no estaba enamorado de mí, nunca me trató de otro modo más que con respeto. Yo no era sino su anfitriona.
Te admiraba, ¿no es así? Siempre fue un cachorro de buenos modales dijo Rowan, rodeando con esmero el pecho de Katrine, apretándolo hacia arriba de manera que el pezón húmedo y rosado se alzara hacia sus labios . Pero no me has dicho por qué estaba aquí.
Disfrutaba de la música, del baile, de la comida y el vino, de muchas otras diversiones, y de otras damas.
Katrine pasó los dedos a través del triángulo de vello del pecho de Rowan, siguiendo el trazo que se afinaba hacia abajo y desaparecía bajo la cintura del pantalón. Descubrió el bulto del miembro masculino bajo la tela.
Rowan alargó la mano sobre el abdomen de la muchacha, frotó los nudillos sobre la superficie plana e, imitando la acción de Katrine, los deslizó hacia abajo hasta el triángulo más pequeño de rizos suaves y rojizos.
La última vez que supe de Terence, había aprendido galantería y buenos modales. Si no fuiste tu, ¿a qué otra dama honró con sus reverencias y sus gracias?
A ninguna respondió Katrine, y contuvo el aliento, pues Rowan acababa de tocar el punto de más exquisita sensibilidad de su cuerpo y centraba la atención en él.
¿Estás segura? preguntó Rowan con un suave murmullo al oído de la joven, moviendo el pulgar y el índice al ritmo de las palabras . ¿Quién pudo haber sido? Georgette sería demasiado tosca para el gusto de mi hermano, más adecuada para los Satchel de este mundo. Tal vez, la dulce Charlotte despertara el instinto protector de Terence, pero no su pasión. Musetta es demasiado coqueta para haber mantenido mucho tiempo el interés de mi hermano. Me parece que no hay nadie, y, sin embargo, en las cartas hablaba de amor. Y de ti.
La duda y la confusión tensaron la voz de Katrine:
No debía de referirse a mí.
¿No? ¿Por qué no, si te amaba en secreto? Quizá no lo advirtieses, aunque Giles sí lo hiciera.
No murmuró la mujer, casi incoherente.
La sangre bullía en las venas de Katrine, casi no podía respirar. Para defenderse, estiró la mano y apoyó la palma sobre el miembro de Rowan, a través de los pantalones, ajustándose, imitando el ritmo de él. El hombre contuvo el aliento, se puso rígido y alzó la mano:
Qué ha sido eso?
Katrine se detuvo y escuchó: no se oía otra cosa que el retumbar del corazón agitado de la joven. Pensó que fuera una treta de Rowan para darse tiempo a fortalecer su control. Lo soltó, metió la mano bajo la cintura de los pantalones y rodeó con los dedos el miembro viril, apretando con fuerza.
Rowan le sujetó las caderas. Masajeó el contorno suave y redondeado, acarició la tersa piel y acercó más a la mujer hacia sí. Extendió la mano y flexionó su rodilla hasta alzarla sobre su propio muslo. Tal movimiento le brindó un acceso total, y lo aprovechó de inmediato.
La penetración fue segura pero cuidadosa, honda, conocedora, fuerte y dura, pero sin dolor. Katrine se estremeció por el ataque súbito de sensaciones. En su garganta se formó un grito ahogado, mitad grito, mitad súplica, que quedó atrapado en el aliento. Su interior se contrajo alrededor de Rowan, lo atrajo y lo sujetó. Con movimientos lentos y ciegos se apretó contra él.
Los músculos del hombre temblaron en un prolongado espasmo. De su frente y suslabios brotó el sudor, y le cubrió los brazos con una película húmeda. Se le hinchó el pecho con la profundidad de su inspiración.
Durante largo tiempo permanecieron los dos quietos, con los ojos cerrados, hasta que Rowan apoyó la barbilla sobre la frente de Katrine. Con la voz quebrada dijo:
Tiene que existir un motivo para que no hables. Te ruego que me digas algo, antes de que pierda la razón y el alma y te posea como una bestia torpe y grosera.
Con gusto murmuró Katrine, pues no podía hacer otra cosa . Guardé silencio porque di mi palabra, y porque ya había demasiado dolor y muerte.
El honor dijo Rowan, en tono áspero también puede ser algo terrible.
Sí.
Katrine suspiró, abrió las manos y, al mismo tiempo, se acurrucó contra el hombre.
Por favor te lo ruego, ámame como quieras, de la manera que prefieras! No quiero, no puedo soportarlo más. Quiero...
¡Shh! murmuró Rowan contra el pelo de la mujer . Lo sé. ¡Dios, cómo lo sé!
La cubrió con su cuerpo y la mujer se abrió a él con gracia y sencillez. Rowan sostuvo la mirada de Katrine a la luz parpadeante de las llamas mientras se hundía en el corazón líquido de su ser. Ella lo recibió en su interior, ansiando que la colmara, ardiendo de anhelos, con una satisfacción intensa. Como contagiado, la piel de Rowan se erizó y el vello oscuro de sus brazos quedó enhiesto de pasión. Comenzó a moverse. Luego, en un murmullo ronco y desesperado, le dijo al oído:
¿Quién fue? ¿A quién amaba mi hermano?
Katrine, a una inspiración súbita provocada por el impacto de las preguntas, percibió la primera bocanada del desastre. Olía a madera y a ropa quemada. Allí había humo.
16
Una niebla de humo pendía en el aire, encima del invernadero, y sus retazos se arrastraron hacia la puerta abierta de la alcoba, llevados por el tiro de la chimenea del hogar, junto al cual estaban acostados Katrine y Rowan. Se oyó un ominoso crujido en alguna parte, en medio de la quietud de la noche.
La torre ardía. Estaban atrapados en un edificio en llamas, sin salida. Era un horror harto imaginado, temido por Katrine.
Rowan rodó de encima de la mujer, aferró la toalla que tenía a mano, y la tiró sobre Katrine, para arrastrarse luego en busca de sus pantalones. Katrine se puso de rodillas y dijo con voz vacilante:
Quienquiera que haya estado vigilando las calderas del sótano debe de haber dejado escapar el fuego.
Puede ser respondió Rowan, en tono sombrío.
Un instante después bajaba la escalera. Katrine lo siguió. Se puso el camisón lo más rápido posible, debatiéndose con los pliegues empecinados en conservar la forma de mujer. Rowan se movió velozmente de una rejilla a otra y tanteó el suelo en busca del origen del fuego. Se detuvo junto a la puerta principal y revisó inútilmente la cerradura.
Cuando lo alcanzó Katrine, tosía en medio de una espesa nube de humo y llamas que ardían rápidas a través del hueco del montacargas. Cerró de un golpe la puerta.
En efecto, el fuego nace abajo, alrededor de la caldera dijo . No podemos salir por ahí.
¿Salir? repitió Katrine, escudriñándole el rostro con ojos inmensos.
El hombre asintió con vehemencia.
Se podría forzar la cerradura que cierra el hueco. Si el fuego se hubiese iniciado en algún otro sitio, podríamos bajar por allí.
¿Bajar? dijo Katrine, con lentidud . ¿Quieres decir que podríamos escapar?
Hay un hombre de guardia respondió Rowan, cauteloso . Creo que es el jardinero.
No sería un problema para un hombre como tú.
Tal vez haya más.
El aire se había llenado de un humo denso, gris negruzco. Ascendía por las grietas de los muros y bullía contra la cúpula de cristal. Lenguas de fuego, como víboras, lamían las bases de las pilastras y se oía con fuerza el siseo y el crujido de las llamas hambrientas.
Lame las paredes dijo Rowan . Quienquiera que haya sido, sabía lo que hacía.
¿Cómo sabes que ha sido intencionado? protestó la mujer.
A tenor de todo lo que ha pasado, tiene que ser así, ¿no te parece?
Katrine apretó los labios. Prefería no imaginar quién podía ser el responsable.
Rowan examinó la piedra acanalada del muro que sostenía la cúpula. Fijó la mirada en varios puntos, como si marcase los sitios donde apoyar manos y pies. Katrine lo observó un instante.
No dijo , no: el humo es muy denso. Déjame que te indique.
De prisa y corriendo, volvió a la alcoba. Quizá por efecto de su imaginación, le pareció sentir el suelo más caliente bajo los pies. El humo se pegaba a los pulmones y le hacía llorar. Aspiró con demasiada fuerza y se dobló en un espasmo de tos, pero no dejó de correr.
Ganó el dormitorio. Corrió hacia el gran armario y abrió de par en par la puerta. Se asomó a él y alzó un resorte que abrió una portezuela revestida de madera. Una escalera angosta revestida de piedra se perdía en la oscuridad. En el aire caliente que llegaba desde abajo flotaban el polvo y las telarañas, pero sólo se advertían unas pequeñas guedejas de humo.
Rowan lanzó una ronca exclamación de sorpresa. Katrine se dispuso a bajar por allí, pero el hombre extendió el brazo y le obstruyó el paso. En voz tensa, dijo:
Ahora, te toca a ti dar explicaciones.
Es una escalera respondió con cautela , construida dentro del muro de piedra, que conduce al bosque. Delphia me habló de su existencia.
No me refería a eso dijo Rowan, sin alterarse.
A Katrine no le gustó el tono de voz.
Según decías tú mismo, no hay tiempo que perder. Tenemos que apresurarnos, antes de que el humo se extienda.
Rowan la detuvo otra vez.
Podrías haber huido de la torre: admítelo.
La joven volvió la cabeza. Rowan resopló. Con la voz cargada de amenaza, dijo:
Luego hablaremos. Espérame aquí.
Volvió con un candelabro de hierro forjado. Su forma de tridente constituía un arma formidable. Comenzó a bajar la escalera y Katrine lo siguió con pasos rápidos.
A mitad de camino aparecieron dos hombres, sombras de dimensiones brutales, con pañuelos atados al rostro. El que iba delante maldijo al verlos y ambos se dispusieron al ataque.
Rowan lanzó a Katrine una rápida mirada, y una vez se aseguró de que hubiera entre ellos una distancia prudente, blandió el arma.
El primer atacante recibió el golpe en el estómago, cayó hacia atrás sobre el otro sujeto y rodaron ambos por la escalera. Se oyó el choque del metal contra la piedra. Rowan los siguió.
Katrine ahogó un grito de alarma. Con los ojos muy abiertos, escudriñó ante ella. Bajó unos escalones y se detuvo. No iba armada, no podía ayudar. En medio de la oscuridad, cualquiera podía ser un enemigo. Era mejor que se mantuviese al margen.
De abajo llegaban ruidos de golpes y roncas maldiciones. Un cuerpo blando se deslizó sobre la piedra. Se oyó un grito agudo y luego se hizo el silencio. Sólo se oía la respiración trabajosa de un hombre.
Rowan lo llamó.
La voz de Katrine resonó desesperada en el espacio cerrado.
Ven respondió él, jadeante . Apresúrate.
Bajó a toda prisa; los escalones de piedra le magullaban los pies. Por un instante, todo fue oscuridad; pero enseguida, un brazo le rodeó la cintura y la impidió seguir avanzando.
No tan rápido dijo Rowan, con risa ronca , o nos romperemos el cuello.
El corazón de Katrine palpitaba tan deprisa que se sintió descompuesta. Quiso besarlo o abofetearlo, sin saber qué hacer primero. Moviéndose con cautela y en silencio, bajaron los últimos escalones y al llegar al final, se agazaparon contra la pared.
Durante largo tiempo, escudriñaron la noche al otro lado de la puerta. Nada se movía. Irradiándose a través de la cúpula de cristal, sobre ellos, crecía una luz anaranjada. El bosque, que se espesaba hasta la torre, estaba oscuro y silencioso.
Vamos dijo Rowan, saliendo a la oscuridad.
Se mantuvo a ras de la torre siguiendo sus paredes, observando la noche que los rodeaba. No había dado más que seis pasos, cuando tropezó. Se apoyó sobre una rodilla y reparó en una silueta alargada, inmóvil, tendida sobre la hierba. Soltó un juramento sofocado.
Katrine se acuclilló junto a Rowan y atisbó sobre su hombro escudriñando el rostro de aquel hombre. Tenía las facciones grises y llenas de la sangre que manaba de un corte en la cabeza. No podía saberse si respiraba: era Giles.
En aquella máscara de cera, los párpados se estremecieron y se abrieron con lentitud. La mirada del hombre divagó hasta posarse en Katrine, y mantuvo una expresión abrumada. Levantó una mano temblorosa, abrió y cerró la boca, y por fin habló en tono seco y débil:
Corre dijo . Vienen a matarte. Corre.
¿Quién? preguntó Rowan, inclinándose sobre el hombre, urgiéndolo.
Giles abrió la boca pero no pudo emitir ningún sonido. Se le crispó el rostro y dejó caer la mano sobre el pecho, estrujando la ropa que llevaba puesta.
Alguien se aproximaba a la torre. Aquellos pasos pesados y rápidos sólo podían pertenecer a los asesinos contra los que estaba advirtiéndoles Giles. Rowan se levantó de un salto, se acercó a aquél y lo sujetó por los hombros.
¿Qué haces? preguntó Katrine, corriendo a ayudarlo.
Apartarlo del muro.
Lo apoyaron a un árbol en la linde del bosque. Rowan vaciló, dudando en dejarlo, pero no había alternativa. A la luz que llegaba de arriba, descubrieron a unos sujetos con chaquetas harapientas y pantalones informes de sarga sostenidos por tirantes. De cabellos albo rotados y rostros rudos, tenían el aspecto de pertenecer a la peor escoria de las orillas del río.
Rowan... murmuró la joven.
Ahora no respondió él en el mismo tono, y le hizo señas de que lo siguiese al bosque.
Katrine miró atrás. Al parecer, pensaba que hubiera alguien en la torre: se empujaban, se daban empellones, rechinaban de dientes y se maldecían entre sí tratando de entrar. Llevaban pistolas amartilladas y cuchillos de hoja gruesa sin guarnición, y en los semblantes, expresiones sanguinarias.
Con un brusco movimiento, Katrine se ocultó. En ese momento se oyó la campana de la plantación y, en¡ seguida, gritos. En las viviendas de los esclavos habían descubierto el incendio. Pronto, los campos se llenarían de gente y quizá la alarma y la perspectiva de ser descubiertos ahuyentara a los hombres del río.
Rowan no estaba dispuesto a confiar en esa posibilidad. Aferró a Katrine por el brazo para ocultarla entre la maleza. Con la cabeza baja, Katrine se concentró en seguirlo, manteniendo los pies en la oscuridad que se cerraba sobre ambos.
Las ramas de los árboles se le enganchaban al cabello y le golpeaban el rostro. Las zarzas se le clavaban en los pies y le arañaban los tobillos. Las enredaderas se le enroscaban en las piernas, amenazando hacerla caer. Hundiéndose en las charcas, cruzaron las ramificaciones del arroyo que alimentaba la fuente de la torre, hasta que quedaron empapados hasta la cintura.
La maleza crujía alrededor y las criaturas silvestres se escurrían apartándose del camino. El aire olía a hojas mohosas y a tierra, salvando el olor a humo. El rocío fresco que caía de las telarañas y de las hojas perennes les refrescaba los acalorados rostros.
El rugido y estallar del fuego y el clamor frenético de la campana fue apagándose tras ellos sin perderse del todo. En determinados momentos parecía tornarse más fragoroso como por el influjo de un viento cambiante. Katrine, esforzándose por respirar, aferró el brazo de Rowan y lo obligó a detenerse.
¡Deténte! rogó . Descansemos, aunque sea un momento.
Ya llegamos repuso Rowan.
La respiración de éste era profunda, pero sin esfuerzo aparente.
¿A dónde vamos?
Rowan esbozó una sonrisa tensa:
Al único lugar donde estaremos a salvo.
¿Cuál?
Allí respondió el hombre, dando un paso y señalando delante, al otro lado de los árboles.
Ante ellos se erguía una casa a oscuras, una gran mansión de dos plantas, de arcos góticos en los frontones, con balcones, y arabescos en madera tallada. El tejado se recortaba en un halo anaranjado de luz resplandeciente.
¡Arcadia! dijo Katrine, aturdida.
Una vez más, lo hizo detenerse. El hombre se acercó tanto que sus muslos rozaron los de Katrine. En voz baja y profunda, dijo:
Dulce Katrine, ¿existe algún otro lugar adonde querrías ir?
Algo en las palabras de Rowan hizo que los ojos de Katrine ardieran, llenos de lágrimas, y no pudo evitar que se percibiera en su voz:
Sí, a cualquier otro.
Como si hablara de manera casual dijo él:
Tal vez pudiéramos entrar en medio de la confusión, encontrar algo que ponernos y aparecer sin más ni más.
Katrine se mordió el labio y asintió, a desgana.
Pero... ¿y si nos descubren esos hombres?
Rowan repuso en tono cortante:
Haré lo posible por impedirlo.
Katrine sacudió la cabeza.
No estoy segura.
El hombre la observó en silencio unos momentos y al hablar, lo hizo con voz monocorde, sin inflexiones:
Si a ti no te importa que nos vean juntos, medio desnudos como estamos, a mí tampoco.
Katrine lo entendió enseguida.
Te agradezco que tengas en cuenta mi buen nombre, pero no creo que valga la pena sacrificar nuestras vidas.
Debes de haber descubierto cierto grado de libertad en nuestro idilio forzado dijo Rowan, ladeando la cabeza y ya no sabes si regresar a esa prisión.
¿Será eso la libertad? repitió la mujer.
De decir lo que deseas, de hacer lo que quieres sin censura, de andar desnuda, si tienes ganas, de tentar a un hombre, si te atreves. De saber que hay alguien que no sólo entiende y acepta lo que haces y lo que eres, sino que te alienta en lo que necesitas.
Oyéndolo, Katrine sintió que se le formaba un nudo en la garganta, y murmuró:
Así es.
Rowan guardó silencio, mientras las llamas se elevaban y la campaña seguía tañendo. Por fin dijo:
¿Qué decides?
Katrine tragó con dificultad y con un hilo de voz, dijo:
Es imposible. Alguien tiene que ocuparse de Giles y no podemos dejar que se queme la torre vaciló, y luego siguió con dificultad : Hemos de hacer lo que podamos.
Sí respondió Rowan con un suave suspiro, como para sí . Es un imposible.
En el camino, se mantuvieron en la sombra más densa y utilizaron cada matorral al paso para cubrirse. Nadie les salió al encuentro, nadie intentó detenerlos. La puerta estaba abierta de par en par, los grandes salones, vacíos. Los criados habían salido por la puerta del fondo para observar el incendio y no había señales de Musetta.
Katrine y Rowan se separaron en la puerta del dormitorio. El pudor a que alguien apareciera hizo la despedida breve.
En cuanto me haya cambiado de ropa iré a recoger a Giles dijo Rowan.
Katrine asintió.,
Busca a Cato. El te ayudará y mandará a buscar a un médico.
Rowan asintió.
Como Giles estaba herido, y Brantley y el resto permanecían en el vapor, alguien tenía que ocuparse de que las llamas no alcanzaran la casa. Además, los piratas merodeaban por allí. Era poco probable que atacaran, pero no había garantías.
Espérame, iré contigo dijo de pronto Katrine.
Rowan movió la cabeza.
No. A mí me gusta tu aspecto, pero no creo que lo entendiera nadie más. Y Giles necesita auxilio.
Sí respondió la mujer, contemplándolo con ojos oscuros. Se humedeció los labios . Ten cuidado.
El hombre depositó un beso en la palma de su mano. Con una extraña dulzura en la sonrisa, dijo:
Lo tendré.
Inclinó la cabeza para sostenerle la mirada, luego dio media vuelta y se fue. Katrine entró en la alcoba y cerró lentamente la puerta tras ella.
Por el rabillo del ojo, vio una sombra: era su propio reflejo en el espejo del tocador. El resplandor del incendio que entraba por las ventanas era suficiente para iluminar la habitación. Con esa luz peculiar, se aproximó con lentitud al espejo.
«Me gusta tu aspecto.» Aquel cumplido merecía ser atesorado, guardado entre pétalos de rosa para recordarlo cuando tuviese los cabellos grises y fuese senil. ¿Qué sería lo que tanto le gustaba a Rowan? Le habría gustado saberlo.
La mujer que vio en el espejo era diferente: lo percibió al instante. No sólo era el cabello que flotaba, salvaje, por la espalda ni aquel harapo, casi transparente, rasgado desde la cintura y que exhibía las piernas desnudas. No era el sonrojo del rostro y de los labios ni el movimiento. No, era algo en los ojos. Tenían una suavidad, una calidez y una conciencia de sí mismos que antes no existía. Se percibía cierta vulnerabilidad y un atisbo de desolación. «Es la expresión del amor pensó Katrine , y de la renuncia.»
Cerró los ojos y se cubrió el rostro con las manos, apretando con fuerza. No recordaría, no. No era momento para arrepentimientos inútiles, para llorar la pérdida de la intimidad del espíritu y del corazón, las frases amargas y desafiantes y la dulce rendición, el amor y el proyecto de un hijo.
Era la castellana de Arcadia. No importaba dónde hubiese estado los últimos días, o lo que hubiera andado haciendo: tenía que ocupar su antigua posición y atender a sus deberes. El orgullo y el deber eran los puntales de su vida: no tenía otra cosa.
Dejó caer las manos. Hizo una inspiración profunda, irguió los hombros y echó el cabello atrás. Todo saldría bien. Un día, quizá cuando estuviese próxima a la muerte, comenzaría a olvidar.
Se acercó al lavabo y vertió agua de la jarra en el cuenco. Le ardieron los arañazos que tenía en los brazos y el cuello cuando se lavó. También tenía cortes en los pies y alguna que otra espina en los talones. Aun así, tendría que arreglárselas con un lavado rápido.
Se quitó la ropa y abrió el armario buscando algo que ponerse con un mínimo esfuerzo, y que le cubriese los brazos y los hombros. Encontró un vestido de popelín rosado, de cuello alto bordeado de encaje y cerrado con botones de perlas. Se dio la vuelta para dejarlo sobre la cama. Se oyó un roce de pasos en el pasillo y alzó la vista esperando a Delphia.
¡Bueno, bueno! dijo, arrastrando las palabras, el sujeto que apareció en la puerta . ¡Mirad lo que tenemos aquí! Isom, viejo bruto, me decía, la perra que buscas volverá a su guarida, tan seguro como que naciste. ¡Y mira cuánta razón tenía!
El sombrero informe, agujereado en la copa como si alguien le hubiese dado un mordiscón, el chaleco de piel de mapache sobre la ropa interior desteñida, los pantalones grasientos dentro de unas viejas botas mojadas, la barba grasa y sucia: todo lo denunciaba como un hombre del río. Katrine dejó caer el vestido y retrocedió lentamente, alejándose del sujeto.
¿Qué hace aquí?
¡Atención! dijo el hombre, con una sonrisa que mostraba las mellas de los dientes . Seguro que sabes alguna cosa se fue acercando, desnudándola con la mirada, y se detuvo en el triángulo que se adivinaba bajo el camisón. Continuó:
Me parece un pecado quitarle la vida a una cosita tan linda como ésta. ¡Pero el dinero es el dinero!
Sea lo que fuere lo que se imagina, mi marido le dará mucho más.
Tras ella, sobre el aguamanil, permanecía la espada de Rowan, allí donde la había dejado hacía tantas noches. ¿Sabría manejarla Katrine? No estaba segura, pero era una posibilidad.
Todo el mundo dice lo mismo. Pero, ¿dónde estaría ese viejo patán si hubiese prestado oídos? Además, no se me ha prohibido hacer nada contigo, cosita buena, y tengo unas ganas enormes de...
Katrine cerró la mente a lo que seguía y se esforzó en ignorar el repugnante olor a humo, piel animal y sudor reconcentrados que emanaba del sujeto. Tal como se contoneaba; Katrine se dio cuenta de que no esperaba resistencia, lo cual le daba la ventaja de la sorpresa. Necesitaba encontrar una forma de distraerlo, aunque fuese durante un momento.
Supongamos logró decir, a pesar de su angustiaque acepto. ¿Qué pasaría entonces?
Sobre el semblante del hombre se extendió una expresión de impúdico deleite.
Ah, eso sí que es bueno. Pero en realidad no importa: no puedes impedírmelo.
En ese instante, sintió violentos deseos de matarlo: odiaba la grosería, la confianza exagerada en la fuerza, el goce sobre el miedo. Le repugnaba el empalagoso placer que manifestaba ante la idea de lo que pensaba hacer.
Pero no podía dejar que tales pensamientos le nublaran el cerebro. Una vocecita insistente en el fondo de su mente la reclamaba, y aunque no lo captaba con claridad, se relacionaba con lo que el hombre decía. Retrocedió un paso más.
Quizá le resulte más difícil dijo en tono despectivo matar a Rowan de Blanc.
¿El hombre a quien dejaron contigo? Hizo un gesto hacia la torre en llamas . Si se interpone en mi camino, le haré tragar el anzuelo.
Al parecer, era a ella a quien buscaba: Rowan significaba sólo un impedimento. Sólo podía existir un motivo, pero, ¡qué difícil le resultaba creerlo!
Evocó a Giles tendido sobre la hierba, la sangre apelotonada en su cabello y brillando en los surcos de su rostro. Pensó en Terence, gentil, bondadoso y tan joven. Luego en Rowan, tan serio, concentrado, irguiéndose sobre ella a la luz de las llamas. Todas aquellas imágenes formaron un caleidoscopio en la mente de Katrine, y comprendió su equivocación.
¡Jo! Ahora entiendo lo que buscas, cosita dijo con risa procaz el hombre que se llamaban Isom . Quieres ensartarme con ese espetón de cerdos que tienes ahí atrás, ¡cosa que no es digna de una dama, ya debes saberlo! Pero si quieres, puedes intentarlo.
Sacó de la cintura un cuchillo de empuñadura basta, hoja ahusada y punta muy aguda. Floreándolo en amplios arcos, se puso en posición agazapada de peleador callejero.
En ese preciso momento, apareció Delphia en la puerta y, al ver al sujeto, abrió los ojos asombrada y soltó un chillido.
El sujeto giró la cabeza con brusquedad al oírla. Katrine aprovechó ese segundo de distracción para darse la vuelta y aferrar la empuñadura de la espada. La jarra que había sobre el aguamanil cayó y se estrelló contra el suelo en el instante en que la joven sacaba la hoja de la vaina. El arma era más larga y pesada de lo que esperaba y al hacerla girar, la punta cayó a tierra. La aferró con las dos manos y la levantó.
El hombre refunfuñó y se lanzó al ataque. Katrine se preparó para parar la estocada. El golpe hizo vibrar la hoja de la espada y le entumeció las muñecas; el revés de Katrine, lanzado hacia la cintura del sujeto, no tuvo la fuerza suficiente para cortarle la chaqueta, pero detuvo al atacante, que se tambaleó hacia atrás. Luego entrecerró los ojos con intención aviesa y saltó hacia la mujer. Katrine afirmó los pies, apretó los dientes y aferró la espada con más fuerza. Tras ella sintió un susurro sofocado y atisbó una sombra de movimiento. A su espalda había alguien más, que debía de haber entrado por la puerta del vestidor. No tuvo tiempo de darse la vuelta. Los brazos del sujeto, largos y musculosos, le sujetaron las manos que sostenían la espada.
El llamado Isom dibujó una sonrisa torcida y se lanzó con el cuchillo contra Katrine. Ella alzó la espada que, de pronto, cobraba el peso de una pluma. Rodeó en un círculo la hoja del cuchillo y la apartó, flexionó una rodilla en gracioso movimiento y hundió el acero en el pecho del pirata.
¡Dios! suspiró Rowan.
Sacó la espada del pecho del hombre y lo dejó caer, y arrojó el arma hacia la pared, contra la que chocó con estrépito. Hizo girar a Katrine y la abrazó con fuerza contra sí. Con voz entrecortada, dijo:
Vi al canalla escurrirse en la casa. Estaba tan lejos que tuve miedo de no llegar a tiempo.
En ese momento entró Delphia. Tenía el semblante grisáceo y las manos crispadas sobre la tela almidonada y fruncida del delantal. Con una curiosa expresión, mitad burla y mitad celos, dijo:
Sí que ha llegado a tiempo...
Katrine se removió entre los brazos de Rowan y lo empujó a un lado. Cuando la soltó, dijo:
Sí, ha llegado a tiempo.
Ahora tendrá que irse dijo Delphia . Las carretas se acercan por el camino. El amo Brantley y el amo Lewis vienen con ellas.
Katrine se volvió hacia la doncella.
Si es así, los coches no tardarán. Me pregunto por qué volverán tan pronto.
Yo diría que a causa del amo dijo Delphia, inexpresiva . Sin duda estaría ansioso.
Debe de ser por eso admitió Katrine en voz queda.
Dadas las circunstancias, sea cual fuere el motivo, es cosa de alegrarse dijo la doncella, esbozando una sonrisa.
Sí admitió Katrine, alzando los ojos y encontrando la intensa mirada verde de Rowan.
17
Mi querida Katrine, ¿qué ha sido de ti mientras hemos permanecido fuera? Tus pobres manos están tan arañadas que me asusta pensar en lo que debe dolerte.
Musetta hizo la observación en mitad de la cena. Cenaban tarde, después de un almuerzo ligero y sin haber comido, a causa del desasosiego del personal. La mesa estaba dispuesta con candelabros y flores, y había un menú abundante regado con vino. Se había hecho lo posible para dar un aire de normalidad a la primera ocaSión en que volvían a reunirse tras la expedición pero, hasta el momento, la reunión resultaba apagada. Estaban demasiado cansados, ansiosos y conscientes del lugar vacío a la cabecera, para entablar conversaciones animadas. Katrine respondió lo primero que se le ocurrió:
Recogí un ramo de rosas para mi tía enferma. Por desgracia, ha descuidado el jardín.
¿Sin guantes?
Musetta se estremeció.
Al ver las rosas, tuve un impulso.
¿Y Rowan? El también va arañado.
Katrine encontró la mirada firme de Rowan, sentado a su derecha. Sin dejar de sostenerla, dijo:
Tuvo la bondad de ayudarme y consolarme cuando me vio en dificultades.
No fue cuestión de bondad repuso Rowan, con una inclinación de cabeza . Tuve el honor de serle útil.
Katrine no pudo impedir que un rubor cubriera sus pómulos. Tendría que haber previsto que sería peligroso intentar cualquier comunicación disimulada con Rowan, pues era demasiado atrevido e inclinado a las frases con doble intención.
El único que pareció advertir la incomodidad de la dueña de la casa fue un invitado que había a la mesa, un caballero que examinaba con atención los rasguños de la mano de Katrine y el rubor de su rostro. Era el médico que habían llamado para que atendiese a Giles. Había llegado por la mañana temprano y casi no se había apartado del paciente. Su diagnóstico era un ataque al corazón, provocado por la impresión del incendio y la herida de la cabeza. En ese momento, Musetta centró su atención en él.
Doctor Mercier, dice usted que mi hermano está recuperándose, pero no permite que nadie, excepto su esposa, lo vea. Debería de comprender que yo, su hermana, siento una comprensible ansiedad. Le ruego que me diga cuándo podré visitarlo.
El doctor dejó el tenedor, se limpió la boca con la servilleta de damasco, la plegó y la dejó a un lado del plato. Delgado y alto, de movimientos precisos, con un pince nez sobre la nariz y un notorio acento francés, parecía un hombre consciente de su propia importancia.
Su hermano, señora dijo cuando estuvo dispuesto está grave. Hombres más fuertes que él perecieron tras el triple golpe de una contusión, un ataque al corazón y la demora prolongada en ser atendido. Sólo le bon Dieu sabe por qué vive aún, en particular teniendo en cuenta su debilidad congénita.
¡Debilidad congénita...! ¿Acaso afirma usted que Giles está enfermo hace tiempo?
En otras circunstancias, la expresión de sorpresa de Musetta habría resultado cómica.
Sin duda. Al abordar el caso de su hermano, encuentro ciertos detalles que me intrigan sobremanera y me gustaría conversar con su médico de cabecera. Pero, más allá del problema, debemos considerar la condición precaria del presente... y sus deseos explícitos.
Lewis, que escuchaba la conversación con expresión perspicaz, dijo en tono agudo:
¿Qué deseos?
En este momento, mi paciente no quiere ver a nadie, excepto a su esposa. A mí sólo me cabe agregar que me parece una sabia decisión. Según mi experiencia en estas cuestiones, con frecuencia las visitas están cargadas de tensión, lo cual es especialmente cierto cuando pudieran esperarse resultados de índole económica del desenlace de la enfermedad del ser amado.
¡Qué audacia! exclamó Lewis, escandalizado.
El doctor se puso en pie.
Mis disculpas dijo, imperturbable si he ofendido a alguien. Espero no tener que aclarar que fue sin intención. Quien me preocupa es mi paciente. Si me disculpan, debo volver junto a él.
En la mesa reinó el silencio mientras los pasos del doctor se alejaban de la habitación. Cuando se fue, Lewis arrojó a un lado la servilleta y explotó:
Sin intención...
Musetta posó la mirada primero en Lewis, luego en su esposo, y entretanto en Katrine.
¿Es posible que Giles nos haya exiliado de su habitación?
Brantley apretó los labios y dijo tranquilamente, moviendo la cabeza:
No veo por qué el médico habría de mentir.
Oh; pero, ¿por qué? Debería saber que ninguno de nosotros tiene expectativas. ¡Es ridículo!
Ese hombre es más papista que el papa dijo Lewis irascible . No me importa que sea eficiente, prefiero al viejo Grafton. ¿Qué le ha pasado?
El doctor Grafton se rompió una pierna saltando una valla, en una cacería del zorro, cerca de Natchez. Al parecer, el doctor Mercier es pariente de Barrows, un médico de Nueva Orleans respondío Rowan.
Alan, sentado entre Georgette y Charlotte, se reclinó en la silla.
A mi entender, fue una suerte que Mercier estuviese cerca. No sé si Grafton podría haber resuelto el problema.
También fue afortunado dijo Charlotte, con su voz queda que Rowan estuviese aquí. No quiero imaginarme lo que le habrían hecho a Giles de no haber sido por él.
Me otorgas demasiado crédito repuso Rowan, mirando con firmeza a la muchacha . Los piratas huyeron rápidamente en cuanto descubrieron que había gente en la casa.
Pero, ¿por qué saquearon la torre? preguntó Musetta, extendiendo las manos . No creo que pensaran encontrar nada allí. No lo entiendo.
Aun así, me alegro de que se hayan ido dijo Charlotte, estremeciéndose.
Me gustaría que volviesen intervino Georgette, con los ojos brillantes , para que probaran mi pistola, o un látigo. Me habría encantado ver cómo los atravesaba Rowan con la espada.
Se hizo un breve silencio. Katrine echó una mirada a Rowan, pero él mantenía la vista fija en la copa. «No le gusta el papel de héroe», pensó la joven. Sólo Delphia y ellos sabían que el hombre que había sido atravesado por la espada había muerto en la casa. Dirigiéndose a toda la mesa, Rowan dijo en tono neutro:
¿Por qué regresó Giles a Arcadia solo?
Los presentes se miraron entre sí. Al fin, habló Brantley:
No sé por qué motivo. Yo supuse que sería algo relacionado con la comodidad de los invitados.
Quizá sintió necesidad de actividad añadió Alan.
Rowan los observó, como evaluándolos.
¿No tendría motivos para pensar que sucediera algo malo?
Si fuese así, habría pedido ayuda insinuó Perry.
Brantley, crispada la frente prominente, dijo:
Señor, ¿a dónde quiere llegar?
No es relevante respondió Rowan, encogiéndose de hombros , pero es una desdichada coincidencia que llegara a tiempo de resultar herido.
Katrine, observando una expresión fugaz en el semblante de Rowan, creyó entender hacia dónde se dirigían sus pensamientos. Sin duda, Giles había acudido a sacarlos de la torre. Había sido una coincidencia terrible que llegara al mismo tiempo que los piratas.
La última posibilidad reclamaba la atención de Katrine. Si alguien sabía que su esposo acudía a Arcadia, la herida no era un accidente. Alguien había intentado utilizar al delincuente para deshacerse de los tres a la vez. La pregunta era quién los odiaba hasta tal punto.
Ya que tocamos el tema dijo Rowan, con un matiz acerado en la voz , ¿a alguien se le ha ocurrido que éste es el segundo año en que el torneo de Arcadia termina en catástrofe?
Lewis, reclinado en la silla y formando un puente con los dedos entrelazados, dijo:
De Blanc, todos lamentamos la muerte de su hermanastro, pero si insinúa que existe cierta relación entre aquella tragedia y el ataque del bandido, yo no lo concibo. Los bandidos son un mal reciente.
Marcando las palabras, Rowan repuso:
A mi hermano se lo halló muerto en los campos de Arcadia. A nuestro anfitrión también se lo encontró herido fuera de la casa. ¿Acaso no hay semejanza entre ambos casos?
Sabemos quién atacó a Giles razonó Lewis.
¿En serio? ¿O sabemos de quién se supone que tenemos que sospechar? ¿No hubo nadie más que se adelantara a caballo? ¿Nadie entre ustedes faltaba la noche en que murió mi hermano?
Lewis recorrió con la mirada a los presentes en torno a la mesa, observó a cada hombre y a cada mujer. Con una sonrisa compasiva, respondió a Rowan:
Nadie.
Charlotte, los ojos inmensos en su delgado rostro, murmuró:
Creí que Terence se había suicidado.
Al parecer, Rowan de Blanc no piensa lo mismo dijo Lewis.
Tampoco yo lo creí se sumó Georgette . No era de esa clase de personas, le gustaba mucho la vida, sin mencionar el cariño por sí mismo.
Rowan, con la vista fija en el rostro ancho y rubicundo de la muchacha, preguntó:
¿Qué crees que sucedió?
Una pelea sin importancia por juego, mujeres o caballos que se le fue de las manos, sin duda. Algo que, en mi opinión, ocurre con demasiada frecuencia respondió Georgette, arrastrando las palabras.
Yo opino igual dijo Katrine, en medio del silencio que siguió. Se levantó y, con una mirada significativa, se dirigió a las mujeres : Señoras, ¿me acompañan? Indicaba con ello que dejaran a los caballeros con el oporto y el tabaco.
Mientras abría la marcha hacia el vestíbulo, notó que le temblaban las manos, y dedujo que era una reacción nerviosa, sumada a la fatiga y a la obligación de presentarse como anfitriona compuesta y eficiente, aunque su mente estuviese hecha un torbellino. ¡Cuánto habría deseado recogerse en ese momento, recostarse y cerrar los ojos! Le pareció que hacía días que no lo hacía, desde que había dormido abrazada a Rowan, en la torre.
Cuando las mujeres se hubieron instalado en el recibidor con las labores, el juego y los chismorreos, se excusó diciendo que iba a ver a Giles. Estaba acostado quieto y callado, y su respiración era suave. Sobre la funda almidonada de la almohada y el vendaje que le cubría la cabeza, el rostro resaltaba pálido, sus facciones parecían de cera.
El doctor Mercier levantó la vista del libro que leía y la saludó con un gesto de la cabeza, pero ni él ni Katrine dijeron palabra. No había razón para preguntar por el estado del paciente, pues era evidente que seguía igual, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Se había incorporado una o dos veces farfullando frases incoherentes, para volver a caer en el sopor.
Katrine lo llamó en voz baja, y la mano de Giles se crispó al oírla, pero no despertó. Le acarició la mano que yacía sobre la ropa, dio media vuelta y lo dejó.
No regresó al recibidor y se dirigió hacia el fondo del pasillo, a uno de los balcones que daba al campo del frente. Se acercó al parapeto de madera tallada. El aire fresco y la oscuridad la aliviaron. Pensó en la torre. En el presente, muchas cosas se la recordaban. Hizo una inspiración profunda y espiró con lentitud. Había pensado en procurarse unos momentos de paz pero, al parecer, no los lograría en ningún sitio.
Oyó ruido tras ella. Se dio vuelta y vio la figura alta y oscura de un hombre.
No digas nada le advirtió Rowan antes de que hablara . No tendría que haberte seguido, pero te vi salir y pensé que aquí tendríamos oportunidad de hablar sin interrupciones.
Con amarga fatiga, dijo la mujer:
Tal vez, si nos damos prisa.
Sólo vio un vago gesto de asentimiento en la penumbra, pero Rowan permaneció en silencio. Para llenar el incómodo vacío, dijo ella:
Ahora que tengo ocasión de preguntarte por Omar, ¿se ha recuperado de su confinamiento?
Más bien creo que lo disfrutó. Delphia estuvo también a su servicio. Lo dejó salir por propia voluntad cuando la torre comenzó a incendiarse.
Creo que estuvo magnífico en impedir que el fuego se extendiese.
Rowan no respondió. Se acercó a Katrine y, después de un momento, dijo:
Estaba pensando que ya es hora de que me marche.
Katrine hizo una honda inspiración y dijo con gran cautela:
Me preguntaba cuando lo harías.
Hasta ahora, mientras supusimos que la banda del río podía volver, ha sido imposible, pero a cada hora que pasa se hace más remota la posibilidad de que regresen. Por lo tanto, hay otra cuestión que sopesar. Si por desdicha ha sido mi presencia la que ha desatado los ataques contra vosotros, será mejor que no me retrase.
En el interior de Katrine se formó un frío nudo de angustia. Se mojó los labios.
¿Y si tu presencia no tuviese nada que ver?
Aun así tendría que marcharme, para evitar murmuraciones.
Sí dijo Katrine con voz insegura . De cualquier manera, debes de tener responsabilidades en algún lado.
Nada que me impidiera quedarme respondió el hombre, dándose la vuelta y apoyando la espalda contra el parapeto, junto a Katrine . Pero no quisiera herirte más de lo que lo he hecho.
¿Y si te dijera que no lo hiciste?
Me alegraría, si lo creyese repuso Rowan, con voz queda.
Katrine no podía retenerlo y no tenía derecho a intentarlo: lo más considerado que podía hacer era dejarlo en libertad. Alzo la barbilla y dijo:
Estoy convencida de que cualquier daño que pudieras haber causado se resarcirá. A fin de cuentas, quizá sea mejor que te marches. Si Giles se despertase y te encontrara aquí, se alteraría.
Por cierto, no me gustaría dijo Rowan, con aire cortante e inexpresivo.
Es muy comprensible admitió la mujer, pero el nudo en el pecho le impidió continuar.
Tu esposo cuenta con tus cuidados y tus plegarias y, por supuesto, con tu amor: ni más ni menos, lo que merece.
Por supuesto.
Se volvió de lado, para que Rowan no pudiera ver su expresión. Una ráfaga de viento húmedo y frío cruzó el balcón agitando el cabello del hombre y alzando el pesado vuelo del vestido de Katrine. El se apartó de la balaustrada. Dijo en tono pensativo:
La belle dame sans merci. Ahora sé a qué se refería Terence.
Se marchó ganando el interior con pasos veloces y silenciosos, y Katrine no hizo ademán de detenerlo. Permaneció con las manos apretadas sobre el barandal y los ojos abiertos hacia la oscuridad. El dolor que sentía era arrasador, como el peso de una piedra que le aplastara el corazón. Tuvo que apelar a toda su voluntad para que sus rodillas no cedieran. Respiraba en breves jadeos entrecortados, aquello era todo lo que podía hacer. No lloró, pues tal consuelo no le estaba permitido. Había cosas más allá de las lágrimas.
Cuando volvió a la sala, los caballeros habían dejado el comedor y se encontraban allí. Al parecer, Rowan había mencionado su partida, pues la conversación giraba alrededor del tema. La joven, sin el menor escrúpulo, se detuvo y escuchó con la mano todavía sobre el picaporte.
Ya es hora de que vuelva yo también a casa decía Satchel con su voz retumbante . Si pudiese ayudar, me gustaría quedarme, pero no haré sino estorbar.
Así es afirmó Georgette . Por mi parte estoy comprometida para ir de caza con los Cavendish. No me importaría quedarme con Katrine, pero no sé qué podría hacer.
Es una lástima que se acabe gimió Charlotte.
A todos nos lo parece le dijo Alan, severo pero sería inconveniente darle más trabajo a Katrine.
No obstante, ha sido estupendo replicó la muchacha.
En ese momento intervino Lewis. Marcando las palabras con malicia, dijo:
Caramba, que diga eso alguien que, hace pocos días, se quejaba de aburrimiento en el barco!
No sé a qué se refiere dijo la muchacha, con voz más queda que de costumbre.
Creo que sí repuso Lewis en tono insinuante.
¡Deja de molestar a Charlotte! le ordenó Musetta . ¿Acaso no te has enamorado nunca?
En los últimos tiempos, no respondió Lewis, con desdén.
No se oyó decir a Perry, con su voz moderada de barítono . Te quieres demasiado a ti mismo.
En medio de un breve y tenso silencio, Charlotte dijo, con voz desmayada:
No estoy enamorada.
La risa de Lewis sonó cargada de desprecio.
¡Oh, no! ¡Por eso miras tanto a nuestro noble campeón!
¡Basta! exclamó Rowan, con firmeza.
¡Ya es suficiente! lo secundó Alan, molesto.
¡Bueno, bueno! Tal vez deba pedirle disculpas, señorita Charlotte, si no quiero que me llamen al orden por una insignificante broma, o que me obliguen a morir por algo tan baladí!
La muchacha sollozó suavemente, pero con sentimiento. Al oír sus pasos apresurados, Katrine abrió la puerta: Charlotte corría hacia fuera cubriéndose la boca con la mano.
¡Espera, Charlotte, por favor! dijo Katrine, intentando agarrarle del brazo.
La chica la esquivó por un lado.
¡No puedo! sollozó . Oh, no puedo!
Y cruzó corriendo el vestíbulo en dirección a la escalera.
Katrine se volvió con lentitud hacia la sala. Al entrar, miró de frente a Lewis con desprecio. Este se removió en el asiento y luego estalló:
¿Acaso soy culpable de que la muchacha no tenga sentido del humor?
No es humor lo que le falta intervino Alan sino protección; y tú eres culpable de atacar a un inocente.
¡Fascinante! dijo Lewis . Creo que estás enamorado de la tímida Charlotte.
Además del interés personal, existen otros motivos para defender a una dama respondió Alan, con sequedad.
Tienes que perdonar a Lewis dijo Musetta . Es necesario amar para comprender el amor.
Lewis se volvió hacia su joven tía con fuego en la mirada. Perry, sentado junto a ella, se irguió y frunció el entrecejo.
En ese instante, Brantley, que estaba silencioso, sentado en el otro extremo del sofá, volvió la cabeza y lanzó al sobrino una mirada dura. Lewis se puso purpúreo y apretó los labios hasta formar una línea fina. Crispó las manos y luego se reclinó en la silla y levantó la vista hacia el techo. En medio del silencio Rowan dijo tranquila y reflexivamente:
Antes de que se disperse hasta el año que viene, tengo una pregunta que hacer a la corte del amor. ¿Hay alguna objeción?
Musetta, sorprendida, intervino a su favor:
En absoluto. ¡Qué intriga!
Se trata de lo siguiente: ¿qué deber tiene un hombre hacia la mujer que ha herido? ¿Qué compromiso sería el indicado para limpiar la mancha de la ofensa?
Ninguno respondió Georgette, con fastidio . Nada podría limpiarla.
Todos se volvieron a mirarla y vieron que se había tornado de un desagradable e intenso color rojo.
Yo opino que depende del carácter de la ofensa dijo Alan.
La más grande respondió Rowan, cortante.
Su mano, sus bienes terrenales; en fin, su vida dijo Musetta, en un tono que revelaba a las claras el rumbo de sus ideas . El matrimonio es un poderoso remedio a las heridas.
Sólo en ocasiones intervino Perry fatigado, evitando la mirada de Brantley . En otras, es inútil.
Amor dijo Katrine, en voz baja y abstraída es, o debería de ser, el antídoto universal de la mayoría de las dolencias, el remedio a casi todas las heridas.
Fijó la vista en un cuadro que colgaba de la pared opuesta, una naturaleza muerta con flores, sin mirar a Rowan, más temerosa de lo que pudiese echar en falta que de lo que pudiera encontrar.
¿Y si no es suficiente? preguntó Rowan, en tono pensativo.
En ese caso, se entrega la vida espetó Lewis, irguiéndose, y mirando a todos con expresión indignada . ¿En serio esperan ustedes que le ofrezca a Charlotte amor y matrimonio por unas palabras en chanza? ¡Qué absurdo!
Musetta alzó una ceja y dijo en tono compasivo:
No, Lewis, no se podría esperar de ti nada semejante.
Me alegro.
Se levantó con un movimiento brusco y, lanzando una mirada de disgusto a los presentes, salió a zancadas de la sala.
Brantley apoyó las manos sobre las rodillas y se levantó.
Creo que daré una vuelta a ver si está todo en orden y me acostaré temprano.
Quizá te imite resonó el vozarrón de Satchel.
Por favor, no abandones tan grata compañía por mi causa protestó Brantley.
No; daré también orden de que dispongan mi equipaje para salir mañana temprano.
¿Se marchan todos? preguntó Katrine.
Momentos antes deseaba estar sola, pero ahora la perspectiva no la alegraba tanto.
Georgette se encogió de hombros con tal vivacidad que sus rizos, recogidos en alto, cayeron sobre su nuca.
Tendré que comentarlo con Charlotte, pero creo que nosotras también nos vamos.
Katrine pensó que era un gesto bondadoso apresurar la partida. Pero todavía no había oído la respuesta que esperaba.
Me parece que también sería conveniente librar lo antes posible a la casa de mi presencia y la de mi sirviente dijo Rowan, con serenidad.
Alan sonrió a Katrine y se alzó ligeramente de hombros.
Yo no puedo hacer menos.
Perry contempló a Musetta y no dijo nada.
No se retrasaron más: había pasado el tiempo de la diversión y del juego de palabras. Se despidieron con cortesía e incomodidad. La reverencia de Rowan sobre la mano de Katrine fue formal, impersonal, y la voz con que la joven la aceptó, bien compuesta.
Nadie mencionó el torneo siguiente. Katrine pensó: «No tiene tanto que ver con la probabilidad de que el año que viene no lo haya sino con que nadie sienta impaciencia de que llegue». Al parecer, en este momento, se sentían aliviados de poder recogerse cada uno en su habitación.
Katrine pasó por el cuarto de Giles antes de dirigirse al suyo. Cato estaba sentado junto a su amo, e intentó convencer al anciano de que le permitiese reemplazarlo, al menos en el primer turno de la noche, pero aquél no quiso saber nada. «El doctor dijo , se ha ocupado del enfermo durante todo el día y yo estoy descansado.» De todos modos, no había que hacer sino esperar. El corazón del amo se curaría sólo, si se curaba. Estaba en manos de Dios y no del viejo Cato. La señora debía irse a descansar y no debía preocuparse. Si se producía algún cambio, la llamaría enseguida.
Katrine no quería irse a la cama; estaba vacía, fría, y era demasiado grande. No habría podido dormir. Pero no había remedio: tendría que acostumbrarse otra vez a ello. Se acercó a la puerta de comunicación y giró el picaporte de plata. Estaba cerrado y no había llave. Se volvió hacia Cato alzando las cejas.
No lo sé, madame Katrine. Debe de ser cosa de Delphia o del doctor.
Puede ser dijo Katrine . No se aflija; iré por el otro lado.
La puerta de comunicación cerrada: ¿qué significaba aquello? ¡No sospecharía el doctor Mercier que intentara hacerle daño a su esposo! No podía culparlo: en las horas pasadas, la diferencia de edad parecía haber aumentado. Nunca le había resultado tan atrayente la perspectiva de verse libre del lazo conyugal. Para su vergüenza, dentro de ella una vocecita queda murmuraba: «Y si muriese...?». Pero no quería pensar en ello. Sacudió la cabeza para apartar la idea y abrió la puerta de su alcoba.
Te habría abierto la otra, pero no creo que a Cato le pareciera bien.
¡Era Rowan!
Relajado, con aspecto de sentirse cómodo, con las manos detrás de la cabeza y apoyado sobre las almohadas, estaba acostado en medio de la cama, Katrine lo observó, delineado por la luz oscilante y dorada del candelabro, y su compostura, mantenida con tanto esfuerzo, se hizo pedazos. Pensando que ya no lo vería hasta que se marchase, se había hecho a esa idea. Echó un vistazo al pasillo y se apresuró a cerrar. Dijo con voz tensa:
¿Has cerrado tú la puerta de comunicación?
Me pareció lo mejor.
¿Pasa algo malo?
Rowan estaba descalzo y había dejado sus botas bajo la cama. Se irguió con una ligera contracción de los músculos y se deslizó del colchón. Se acercó a Katrine y dijo:
Hay entre nosotros un asunto inconcluso.
La atrajo hacia sí, hasta que el cuerpo de la joven quedó pegado al suyo. La mirada de sus ojos ardió en los de Katrine con un profundo fuego verde; luego inclinó la cabeza y estampó los labios sobre los de la joven.
Katrine pensó que debería enfadarse ante tanta audacia, que tendría que irritarla que el hombre se creyera en el derecho, seguro de que ella se sometería, pero no fue así. Era precisamente lo que necesitaba: una prueba de que Rowan no se sentía tan indiferente como lo manifestaban sus palabras y su despedida. El corazón de Katrine dio un vuelco lento en el pecho y se fundió con el hombre, emitiendo un gemido suave de alivio.
El pecho de Rowan se hinchó y la apretó más contra él, con tanta fuerza que no la dejaba respirar. No importaba: Katrine sentía tanto amor dentro de sí que no necesitaba aire.
Las caricias de Rowan tenían maestría y el poder de su abrazo, de su pasión. El limpio aroma de lino almidonado, cuero, colonia y el tibio perfume varonil invadieron los sentidos de Katrine. La boca del hombre sabía a oporto y a una decisión inquebrantable.
Los labios de la mujer ardieron bajo los de Rowan y se rindió con gracia, como invitándolo a entrar. Rowan no vaciló y repasó los bordes perlados de los dientes y abrasó la lengua de Katrine en un juego sinuoso, destruyendo defensas, estrategias y voluntades con diestras expresiones de un deseo permanente.
Katrine lo recibió y se brindó sin retaceos, sin reservas, impulsada por la intensidad de su deseo. Lo quería, y ya no lo negaría ni a sí misma ni a él. Tendría ese recuerdo y no le importaban las consecuencias.
Rowan se apartó gradualmente. Le dirigió una sonrisa voluble y dolorosa al mismo tiempo, y dijo:
De modo que la belle dame puede ser a veces misericordiosa...
Con el hombre apropiado, a menudo respondió Katrine con expresión seria.
Me siento honrado, pero te advierto que en este momento mi inclinación es por completo impropia.
Aunque me consideres depravada dijo la mujer, con sonrisa temblorosa yo también tengo predilección por los hombres de conducta impropia.
¿Depravada? Repitió la palabra con acento intrigado y tentó la protuberancia del pecho de Katrine con mano firme . Veamos cuánto has avanzado en ese camino de depravación y hasta dónde puede llevarte el hombre, propio o impropio...
La desvistió desabrochando el vestido con velocidad y destreza, salvando capas y capas de seda recia y algodón bordado. Posó los labios sobre las curvas suaves de los pechos antes de quitarle las rígidas enaguas. Luego, mientras le tocaba el turno a la camisa, saludó las rosadas perfecciones que había puesto al descubierto.
Katrine se libró de las sandalias y, vestida sólo con las medias, el corsé y la ropa interior, metió las manos en el interior de la chaqueta de Rowan y se la sacó de los hombros. La inundó un atrevido deleite mientras desabrochaba el chaleco y le quitaba los gemelos de la camisa. Nunca había desvestido a un hombre, y al tiempo esquivaba los intentos de besarla mientras lo ayudaba a sacarse los pantalones y los calzones.
Cuando quiso quitarse los ganchos del corsé, Rowan le apartó las manos de la cinta que lo cerraba. Se inclinó, le pasó un brazo bajo las rodillas y la cargó hasta la cama. Antes de que las cuerdas del bandaquino dejaran de balancearse, ya estaba tendido junto a ella. Se arrodilló sobre Katrine, desprendió la ropa interior e hizo rodar las medias de seda abajo. Se las sacó y las arrojó por encima del hombro, una y otra.
En Arabia le explicó mientras lo hacía la odalisca se mete en la cama desde la parte de abajo. Con la cabeza siempre más baja que la del hombre, avanza hacia las almohadas con pasos bien calculados. La técnica es interesante. ¿Quieres que te la enseñe?
En el verde intenso de los ojos brillaba una promesa maliciosa, a la luz débil de la vela, y Katrine no pudo resistirse. Murmuró:
¿Vas a instruirme?
El hombre sonrió:
Es para que goces tú.
Compláceme, pues murmuró, sintiendo un estremecimiento de peligroso placer al ver cómo se iluminaba el rostro de Rowan.
En la vida constreñida, encapsulada de Katrine, nada la había preparado para el calor húmedo de la lengua de Rowan en el arco del pie, sobre los dedos, rodeándole los tobillos y ascendiendo después. No sabía que sus rodillas fueran tan sensibles ni que el aliento tibio en la cara interior de los muslos fuera capaz de enloquecerla.
Una delicia turbulenta se virtió en las venas de Katrine y el corazón latió tumultuoso. La piel resplandeció con el calor interior que amenazaba con estallar en llamas, fuera de todo control. El deseo que se agitaba dentro de ella se convirtió en ansia, creció, se tomó desesperado. Quería a Rowan, lo necesitaba, no podría soportar no tenerlo.
Infatigable, imaginativo, Rowan exploró y sorbió el cuerpo de la mujer. No dejó hueco ni curva sin tocar. Arrasándola suavemente con las manos y la boca, hizo crecer el deseo de Katrine, lo liberó, modeló y controló.
En la mente de Katrine surgió la desesperación. La boca de Rowan sobre su pecho le provocó estremecimientos convulsivos, y los músculos de su estómago estaban tan tensos que se agitaban de manera involuntaria. La presión profunda de aquellos dedos que se movían con tanto cuidado convirtieron el cuerpo de Katrine en un caldero donde bulleran líquidos y se desbordaran. Jadeó y se retorció contra el hombre, casi sin aliento.
Rowan siguió ascendiendo hasta rozar con los labios los párpados de la joven, los pómulos, la barbilla. Luego se adueñó de la boca, incitándola y retirándose una y otra vez. Katrine lanzó un grito ronco y el mundo en su interior se expandió hasta los límites y luego se derrumbó tumultuoso sobre sí mismo.
Con enérgica contracción, Rowan se cernió sobre ella y la penetró en un deslizamiento ardiente. La mujer lo recibió y se sumó al ritmo del hombre, al tiempo que una sensación de plenitud gozosa irradiaba todo su ser erizándole la piel. El se hundió aún más en el centro caliente de la mujer, como buscando su alma. Katrine alzó las caderas para salirle al encuentro y absorbió cada impulso vigoroso con suaves gemidos de alivio.
Con los corazones juntos, las piernas entrelazadas, lucharon hasta que Rowan cambió de posición, rodando con ella sobre la cama, y gozaron de un placer diferente, más intenso. Las oleadas de éxtasis que comenzaban a disiparse dentro de Katrine se replegaron sobre sí mismas, giraron y comenzaron a elevarla otra vez en espiral. Se transfiguró, sintiéndose a un tiempo mortal, pero con una sensación de inmortalidad, jadeante, y el corazón palpitando de manera salvaje. No quería que esa maravilla acabara jamás y le pareció que Rowan, con su fuerza infinita, su destreza y su voluntad, podría convertirla en una eternidad.
Rowan se colocó otra vez encima. La mujer aceptó aquel peso que la apretaba contra la cama, y lo deseó. Lo estrechó con fuerza, rodeándolo con brazos y piernas, mientras sucesivas mareas interiores se encrespaban y comprimían la caliente dureza del hombre en espasmos rítmicos. Le besó la frente, las sienes, le devoró la boca con firmeza y vigor, le rodeó los pechos y tomó en la boca los pezones erectos, mientras deslizaba una mano entre sus cuerpos para acariciar la superficie tensa del abdomen de la mujer. Tanteando, acariciando su unión, la condujo al vértice del placer con toques breves y seguros. Al sentir que la atrapaba otra vez el torbellino, Katrine lanzó un brusco jadeo. Rowan se irguió sobre ella, apoyando su peso en los codos, y con voz ronca, densa de angustia, dijo:
Ahora.
Katrine abrió los ojos: el rostro de Rowan estaba rojo, el cabello húmedo de transpiración, y le temblaban los brazos por el esfuerzo. Katrine vio que el placer que le daba tendría un coste y también que no lo tenía en cuenta y que no lo esperaba de ella. Los ojos del hombre brillaban soñadores, exaltados, el verde oscurecido por una emoción que Katrine no se atrevía a nombrar. En su semblante se veía promesa y decisión.
Sosteniéndole la mirada con la propia, Rowan dejó de lado su control con esfuerzo deliberado y penetró a Katrine con vigor redoblado. En un tumulto de ascensos y descensos, la arrebató a la gloria con él. Katrine abrió las manos en abanico sobre el pecho del hombre y las deslizó, pasando las uñas sobre la cintura esbelta y musculosa, donde las enlazó. Así sostenida, cabalgó con él disfrutando las embestidas, sintiendo que el goce creciente vibraba en el hombre y reconociendo la embriaguez del deseo del otro. Se entregó entonces hasta lo más recóndito. Exhibiendo el corazón y el alma en los ojos, lo recibió en un líquido profundo, con el apasionado anhelo de poseer y retener algo de él dentro de sí.
En el pecho de Rowan resonó un gemido bajo. Caliente, fluido, se entregó a ella en pulsaciones enérgicas y vibrantes. Katrine sintió aquel fluir y se cerró con fuerza en torno a él, palpitando en un embeleso tan intenso que el único lazo terreno que la sujetaba eran los brazos de Rowan. Se abrasaron juntos, vigorosos, vitales, unidos en una comunión perfecta. El éxtasis fue tan intenso que osciló como sobre el filo de una navaja entre el dolor y el placer. Los rodeó, inmenso y espeso, los sostuvo y los transportó a través de sí mismos hacia un reino de gloria antiguo e íntimo. Allí estaban solos, seguros. Eran los dos uno.
Poco a poco, la quietud se cernió sobre ellos. Se tendieron muy juntos, la respiración agitada, en una inmovilidad absorta. Rowan le apoyó la mano en el hombro y lo acarió con el pulgar en un movimiento compulsivo. Los dedos de Katrine estaban entrelazados en el cabello sedoso y espeso de la nuca del hombre.
Pasó largo rato. Al fin, Katrine suspiró. Liberó los dedos del pelo de Rowan, los deslizó por su cuello, su pecho, y presionó apenas lo suficiente para que aflojara él un poco el abrazo. Se irguió ella un tanto y pasó la mano por el costado de Rowan hasta la cicatriz purpúrea de la herida de la espada que le cruzaba la piel. Al inclinarse hacia delante, la masa del cabello de la mujer cayó como una masa enredada en torno al rostro, y besó y acarició la cicatriz con los labios y la lengua. Entre besos suaves, dijo:
Ahora ya sé cómo hacen el amor las hermosas mujeres árabes.
Rowan en tono de embeleso, dijo:
¿Hasta dejar al hombre exhausto?
Katrine pareció pensarlo.
Teniendo en cuenta el desempeño reciente, espero que se lo pueda reanimar.
Rowan cogió un mechón de pelo de la mujer y lo acarició con los labios.
¿Y si al reanimarlo lograras más de lo que pretendías?
Es un riesgo que debo asumir respondió la joven, dirigiéndole una sonrisa temblorosa a través de las hebras cobrizas y doradas.
Rowan le soltó el pelo y estiró los brazos encima de la cabeza. En tono despreocupado pero no demasiado firme, dijo:
¿Lo probamos?
Al cabo, fatigados, observando la luz grisácea del amanecer que penetraba a través de las cortinas, Rowan se removió y lanzó un suspiro. En medio de la quietud del amanecer, su voz sonó suave y desolada.
Antes, la idea de dejarte aquí entre tantos peligros, conocidos y desconocidos, era para mí una espada clavada en el cuerpo. Creí que la mejor manera de afrontar el dolor sería dando un tirón. Pero ahora es como un cuchillo en el corazón: sacarlo sólo puede acarrearme la muerte. Entonces, ¿cómo podría irme nunca de tu lado?
18
Rowan saltó de la cama. Sabía que tendría que haberse ido hacía tiempo, pero había sido incapaz de dejar a Katrine, deliciosa y sumisa en sus brazos. En ese momento tuvo que hacer un esfuerzo para no despertarla otra vez con un beso. Tal vez, si no la contemplaba allí, acostada en el centro de la cama tibia, si no evocaba su sabor y su contacto, pudiese hacer lo que debía.
Antes de que el resto de la casa se despertara, Katrine necesitaba descansar cuanto más mejor. Rowan le había exigido un esfuerzo. Impulsado por una especie de cólera desesperada, había poseído todo lo que ella le entregaba, todo lo que tenía dentro y, aunque en su momento no lo había lamentado, ahora, al despertar, sentía un fuerte remordimiento; sospechaba que en los años venideros tampoco lo lamentería.
En la luz incierta de la mañana recogió la ropa, en un estado desastroso porque había quedado amontonada en el suelo la noche anterior, pero Omar la arreglaría a su debido tiempo. Se puso los pantalones y la camisa y comenzó a buscar las botas.
Se oyó un golpe ahogado y voces procedentes de la habitación contigua. Se detuvo en mitad del proceso de calzarse. Pensó que sería el médico, o quizá Brantley, y esperó que no se les ocurriera molestar a Katrine. Lo último que deseaba era tener que ocultarse.
¡Dios, cómo detestaba la necesidad de escabullirse, el romance sigiloso, la sensación de burlar a otro hombre!
No importaba que lo hubiesen obligado. Si hubiese sido aunque fuera la mitad de caballero de lo que él mismo se consideraba, habría rehusado el asunto en cuanto comprendió lo que se le pedía y mantenido su negativa por mucho que lo provocasen. Tuvo razón al decirle a Katrine que no era un caballero, mucho más de la que imaginara.
Se irguió, cogió la chaqueta y se la puso. La corbata en una mano, se pasó los dedos de la otra por el pelo. Su aspecto sólo tendría importancia si se topaba con la servidumbre en el pasillo. No le importaba una apariencia tan desolada tal como se sentía.
¿Te vas sin decirme adiós?
El timbre acariciador de la voz de Katrine resonó como una campana en el aire matinal. Se volvió hacia la cama y se acercó para hablar en voz baja, apoyando una rodilla en el escabel.
Creí que ya nos habíamos despedido anoche.
Una sonrisa fugaz apareció en los labios de Katrine.
Ya sabía que dirías eso. Se puso seria y prosiguió : Hay algo que quería decirte, cuando todavía tengo la posibilidad. Te lo habría dicho antes, pero me pareció una traición. Creo que es importante.
Rowan contempló el semblante de la joven, la luz sincera aunque vacilante de la mirada.
¿Se trata de Terence?
Asintió.
Tu hermano no estaba enamorado de mí sino de otra mujer por la cual sentía una especial atracción. Creo que, a pesar de todo, ella le retribuía.
Un grito desgarró el silencio de la mañana, un alarido colmado de indignación y horror que resonó en toda la casa. Rowan se levantó de un salto. Salió al pasillo para ver qué ocurría. Se oía correr fuera de la habitación; había olvidado que no podía dejarse ver. Esperó a que se alejaran los pasos y entonces entreabrió la puerta.
No se veía a nadie. Echó una mirada rápida a Katrine, que ya se había levantado y buscaba el camisón y el chal. Volvió a mirar, desgarrado por la necesidad de. recordar la encantadora desnudez de la joven a la luz matinal, y por un impulso en ciernes que sería conveniente reprimir. Katrine le dirigió una sonrisa fugaz, matizada de misterio y estremecimientos, y Rowan la recibió, al tiempo que salía y cerraba la puerta.
La que había gritado era Georgette: de pie, a orillas del lago, gemía y se retorcía las manos. Cuando Rowan se aproximó, la muchacha hizo un ademán frenético con la mano, indicando que estaba bien y luego señaló algo que flotaba en el agua. Era un cuerpo de mujer, vestido con un largo camisón y una bata, blancos, el cabello alrededor como oscuras plantas acuáticas: Charlotte.
Alan se unió a ellos. Rowan y él vadearon el lago hasta el cuerpo inerte de la muchacha y, en cuanto la tocó, aquél perdió toda esperanza: estaba fría, los miembros rígidos. La alzó y la llevó a nado. Cuando llegaron a la orilla ya los esperaba el doctor Mercier, y tras él se habían reunido los demás. Apoyaron a Charlotte en el suelo y el médico se arrodilló junto a ella.
Creo que ha muerto, pobre muchacha declaró, tras un examen superficial . El deceso ocurrió hace unas horas.
De los presentes brotaron gritos y suspiros. Georgette rompió a llorar ruidosamente. Hipando y sollozando, trató de contestar la andanada de preguntas que le espetaban. Había ido a la habitación de Charlotte, pues había pedido que la despertaran temprano. La cama estaba intacta; y la doncella no la había visto desde el momento en que se despidiera de ella, la noche anterior. Alarmada, Georgette comenzó la búsqueda, y se le ocurrió que podría haber salido a dar un paseo. Fue entonces cuando la encontró.
¿Por qué? preguntó Musetta, horrorizada . ¿Por qué lo habrá hecho? En esta casa suceden cosas tan terribles que debe de estar maldita.
Si, como deduzco, supone usted que la dama se suicidó dijo el doctor Mercier en tono seco , está equivocada.
¿Qué quiere decir? preguntó Alan, con voz aguda.
Advierta la abrasión en el cuello y lo comprenderá de inmediato. Esta infortunada joven ha sido estrangulada.
Se produjo un silencio de estupefacción; Rowan paseó una mirada penetrante alrededor de todas las personas reunidas a orillas del lago. Había visto las marcas en el cuello de Charlotte al asirla y, además, lo hizo sospechar el hecho de que flotara con tanta facilidad, cosa que no habría ocurrido de haber tenido los pulmones llenos de agua. Aun así, si alguno de los presentes sabía algo más acerca de lo que le había sucedido a Charlotte, lo ocultaba muy bien. Georgette, que estaba a unos pasos, se volvió con lentitud hacia él.
Usted dijo, con una expresión de odio en el rostro pálido y pecoso . Fue usted quien la mató.
¡Oh, no, eso no! afirmó Satchel, con su voz tan gruñona.
Los demás solamente emitieron unas exclamaciones ahogadas.
Rowan sintió frío en la nuca y contuvo el deseo de mirar tras él, para comprobar si la joven podría referirse a alguna otra persona. Dijo en tono mesurado:
La disculparé, teniendo en cuenta su estado de angustia.
No se moleste dijo la joven . No estoy tan perturbada. Charlotte me mostró la nota que pensaba enviarle a usted anoche. Parecía desdichada, pero a la vez excitada, y resuelta a declarársele a usted. Yo le dije que tuviese cuidado, que era usted un hombre al que resultaba peligroso conocer y que, de todos modos, tenía su atención puesta en otra persona, pero no me escuchó.
No recibí ninguna nota repuso Rowan.
Le pareció que, en aquellos momentos, no valía la pena comentar su alusión a aquella otra persona.
Tiene que haberla recibido. Charlotte me dijo que tenía algo que contarle, que le interesaría mucho, referente a su hermano.
Rowan sintió un frío que lo oprimía por dentro.
Me pregunto qué podría ser dijo en un tono suave.
No tengo idea respondió Georgette, el semblante rojo y cargado de desprecio . Sólo sé que ella acudió al lago a reunirse con usted, y que ahora está muerta. Si usted no la mató, ¿quién pudo haber sido?
Rowan escudriñó al grupo con el entrecejo fruncido, y su mirada se detuvo en Katrine, situada más atrás. Estaba hermosa, con una expresión afligida en los ojos y el cabello sobre el brocado rosa y brillante de la bata. Lo inquietó una sombra de ira en el rostro de la mujer. Luego dijo:
Si Charlotte hubiese tenido información de Terence, me habría encantado recibirla. Pero no tenía ningún motivo para hacerle daño.
Quizá no le gustara lo que decía.
¡Eso es ridículo! exclamó Rowan.
¿En serio? dijo Georgette, el rostro crispado de resentimiento . Ella era una muchacha inocente, mientras que usted es un hombre de mundo, como todos sabemos, que puede haber traído Dios sabe qué desmanes.
Rowan ya había notado aquella actitud, la certidumbre cerrada de que aquella comunidad representaba lo decente y, en cambio, cualquier otro encarnaría la indecencia. Era como si necesitaran los prejuicios para equilibrar el sentimiento de inferioridad que les provocaba una persona de extracción y costubres diferentes.
Con un timbre de acero en la voz, dijo:
Le aseguro que no he tocado a su amiga.
Y fue en ese momento cuando oyó lo que tanto temía; era Katrine, que hablaba en voz clara y precisa:
Es imposible que lo haya hecho él, pues no pudo recibir la nota de Charlotte ni haberse encontrado con ella.
Rowan giró con brusquedad.
¡Calla, Katrine!
Con mirada firme, la aludida dio un paso, se colocó junto a él y dijo:
¿Crees que dejaré lanzar una falsa acusación?
Desde atrás se oyó exclamar a Lewis, con burlona estupefacción:
¡Caramba, esto sí que es interesante!
Brantley, balanceándose atrás y adelante con las manos a la espalda, los miró ceñudo y dijo:
Katrine, creo que no lo entiendo. ¿Qué sabes tú acerca de las actividades de De Blanc?
Mucho repuso la mujer, con calma . Estuvo conmigo toda la noche.
Alan dirigió la mirada hacia el lago con expresión de agudo embarazo. Perry frunció el entrecejo. Musetta parecía intrigada y divertida a la vez. El médico no les prestó la menor atención, concentrado en examinar las marcas del cadáver. Georgette se volvió hacia Katrine.
Tu eres otro motivo de la muerte de Charlotte. Nunca se le habría metido en la cabeza la idea de sostener citas a medianoche de no haber sido por ti y tu ridícula corte del amor. Creía en todas esas tonterías de damas y caballeros, sacrificios y muertes por amor: para ella no era sólo un juego. Y es probable que viniera aquí con la esperanza de encontrar a Rowan pero, en cambio, se topara con un bandido. Por lo tanto, la culpa es tanto tuya como de tu magnífico campeón.
Las acusaciones le cortaron la respiración a Rowan, no porque fuesen tan generalizadas sino porque en parte podían ser ciertas. Observó el rostro de Katrine, vio que pensaba lo mismo, y sintió un miedo más profundo que el que hubiese conocido jamás, no por él sino por la mujer que tenía aliado. En medio del súbito silencio, Brantley habló otra vez en tono reflexivo:
Eso es cosa del comisario.
Sin duda afirmó el doctor Mercier, poniéndose en pie y secándose las manos con el pañuelo . Existe una serie de posibilidades a las que las autoridades tendrían que dedicar su atención.
Las palabras del médico y la inflexible orden de que lo dejaran en paz para examinar el cuerpo, hizo surgir el espectro de interrogatorios posteriores y, quizá, de otros cargos de naturaleza criminal que pudiesen plantearse. Pensativos, volvieron todos con paso pesado hacia la casa.
Hacia el mediodía llegó el comisario. Para entonces, la mayor parte de los invitados se habían arreglado y compartieron el desayuno tardío que se sirvió. La excepción fue Georgette, que se encerró en su cuarto, luchando con la carta que tenía que enviar a la madre de Charlotte, informándole de la tragedia.
En la casa reinaba un ambiente tenso y, aunque no era de extrañarse, de todos modos atacaba los nervios. Era imposible ignorar la sensación de que todos se observaran entre sí, de que se murmurara en los rincones, de que hubiera lugares y personas que era prudente evitar. Rowan se contaba entre los últimos, y también Katrine. El por sí mismo lo soportaba, pero pensando en Katrine, se irritaba.
El comisario era rotundo, dispéptico y profano. Nadie le había dado jamás motivos para dudar de su inteligencia ni de los privilegios de su oficio, y tenía una elevada opinión de ambas cosas. En St. Francisville, fuera de cuchillazos ocasionales entre la escoria del río, robos menores y fullerías, no sucedía nada parecido al asesinato. Si bien el crimen entre la alta sociedad no cabía en su estilo, sabía cómo manejarlo: todo lo que tenía que hacer era emplear el poder de su cargo. Fue un error que no lo recordara, aunque así lo hicieron los criados y los invitados de la casa durante el interrogatorio. Pero entonces, ya era demasiado tarde.
¿Mató usted a la mujer? le preguntó el comisario a Rowan.
Rowan le dirigió una mirada cargada de desprecio y fatiga. Al parecer, el funcionario lo había dejado para el final, porque era el principal sospechoso.
¿Me pregunta si, dominado por la lascivia, ataqué a la pobre chica, y luego le retorcí el cuello y la arrojé al lago como a una naranja reseca? Sí, y lo habría confesado antes, si hubiese sabido que mi retraso haría que una dama cometiese perjurio contra sí misma para salvarme.
Rowan, ¿qué estás diciendo? exclamó Alan . El daño ya está hecho.
¿Qué daño? preguntó el aludido en tono acerado . La señora y yo nos sentamos junto al esposo unas horas, y eso es todo. Me sorprende que cualquiera que la conozca piense otra cosa. Con todo, es evidente que muchos de ustedes lo hacen, y por lo tanto, lo único que puedo hacer es intentar limpiar el buen nombre de la dama.
¿Dejándote colgar? dijo Alan, en una síntesis admirable.
Escuchen dijo el comisario, con el rostro enrojecido como la cresta de un gallo , las preguntas las haré yo. Quizá tengamos que hacer bajar a la señora para descubrir qué sucedió en realidad.
¿Duda acaso de mi palabra? preguntó Rowan, apoyándose contra el muro con expresión serena y las manos apoyadas sobre el revestimiento de madera.
Lewis observó a Rowan, con las manos escondidas en clara expresión de furia contenida. El comisario no era tan tonto como parecía. Exhaló un suspiro sibilante y dirigió a Rowan una mirada ceñuda:
Estoy tratando de llegar al fondo de uno de los hechos más espantosos que he visto, y quiero una respuesta directa. ¿Se encontró anoche con la chica?
¿Tengo que declararlo otra vez? preguntó Rowan, con mirada opaca . Ya he dicho que sí.
¿Por qué? Y no me venga con esa tontería de la lujuria: la muchacha no sufrió ataques en ese sentido.
Quería casarse conmigo, y yo no.
El comisario entrecerró los ojos.
Muchas mujeres quieren casarse, pero, ¿dónde estaríamos si los hombres anduviesen matándolas por ese motivo?
Una buena pregunta: la institución del matrimonio podría sufrir descrédito.
Perry se levantó del sofá con un movimiento brusco:
Este hombre no se encontró con Charlotte.
¿Y tú? preguntó Rowan con una expresión que no era precisamente de gratitud.
¡Claro que no! dijo Perry, con vehemencia . Yo tenía otra cita.
Se referirá a alguna prostituta murmuró Lewis.
Estaba en el vestíbulo continuó Perry, tozudo y vi a De Blanc entrar en la alcoba de otra dama.
¡Caray! ¿Es que anoche nadie durmió en su propia cama? exclamó el comisario.
Brantley pasó la mirada de Perry a Musetta, con la malevolencia de un bulldog al que se lo provoca, pero no dijo nada. Musetta, con las mejillas encendidas, no desvió su vista del comisario. Rowan dijo con calma:
Al parecer, esto es un intercambio de coartadas.
Perry se volvió con brusquedad hacia él:
¿Te refieres a que, al acudir en tu auxilio, me excuso a mí mismo? No es fácil ayudar a un individuo como tú.
Yo no he pedido ayuda repuso Rowan en tono cortante.
Acaso te molesta recibirla de un bribón como yo, porque te herí con la espada? dijo el joven, apretando los puños . Pues lo siento, pero no tienes alternativa. Dejando de lado el espíritu deportivo, va contra mi conciencia permitir que un hombre sea arrestado por un asesinato que no cometió, por no pronunciar unas pocas palabras.
Contra sus propios intereses, el joven pretendía hacer lo correcto. Tal vez fuese posible aprovechar la situación. Rowan dijo con mortífera suavidad:
¿Es una retribución por ofensas pasadas? En ese caso podría aceptarla, pero, ¿tenías que perjudicar a la señora?
El latigazo de aquellas palabras hizo encogerse a Perry.
No quería...
Musetta se lanzó a la discusión:
No veo por qué había que poner en duda el honor de mi cuñada. Entre su dormitorio y el de su esposo, mi hermano, hay una puerta de comunicación. Sin duda el señor De Blanc la utilizó porque el doctor Mercier ordenó cerrar con llave la puerta de la alcoba del enfermo. Yo misma traté de entrar y no pude.
¿Para qué? preguntó Rowan, sin disminuir la aspereza del tono.
Por preocupación fraternal, desde luego respondió
Musetta, y le lanzó una mirada que lo desafiaba a acusarla de otra cosa.
Me gustaría saber dijo entonces Georgette dirigiendo a Rowan una mirada ceñuda , si no pensaba encontrarse con Charlotte, ¿por qué al menos no le envió una nota advirtiéndolo? Así no habría salido y no se habría expuesto a 1o sucedido.
No recibí ninguna nota repuso Rowan, cortante.
Ese tema ya le había deparado varios malos momentos.
Pero yo sé que la escribió insistió con vehemencia la joven pelirroja.
¿Y quién la envió?
Georgette adoptó una expresión pensativa.
Supongo que Charlotte debió de dársela a la doncella para que se la entregara a Omar.
Omar dice que no dijo Rowan con sequedad.
Por lo que deduje de las declaraciones de la doncella dijo el comisario la pasó por debajo de la puerta de su habitación.
Alan se aclaró la voz:
Si quedaba a la vista, cualquiera que pasara por el pasillo podría haberla cogido.
Me parece poco probable dijo el funcionario.
Rowan estuvo de acuerdo. Pero existía otra posibilidad que habría que examinar. Con todo el encanto del que podía hacer gala dijo:
Entonces, ¿por qué no atribuírselo a los bandidos, al menos que aparezca un candidato que haga una confesión firmada?
No me atribuya cosas que no he insinuado repuso el comisario . Entiendo a lo que se refiere. Suponen ustedes que pueden protegerse a sí mismos y, ¡al diablo con la justicia! Bueno, pues recuerden que yo represento a la ley, y pase lo que pase, tienen que responder ante mí. ¡Hasta dentro de un buen tiempo, este asunto no se habrá resuelto!
A su debido tiempo, la madre de Charlotte envió un mensaje diciendo que se encontraba enferma y no podía acudir en persona a acompañar los restos de su hija, pero que deseaba que se hicieran los arreglos para su traslado al hogar lo antes posible. El carruaje que llevaba el ataúd de Charlotte rodó hacia St. Francisville por el camino que iba al río. Georgette y Satchel cabalgaron junto a él, formando guardia de honor. El polvo que levantó al pasar se disipó entre los árboles. Los demás, tras ver pasar la lúgubre procesión, se encaminaron, cansinos, hacia la casa,
Cato, después de contar minuciosamente la reducida cantidad de los presentes, esperó un lapso respetable y llevó a la sala, donde habían vuelto a reunirse, la bandeja del té. Cuando estuvo seguro de contar con la atención general, anunció:
Señoras y señores, me han indicado que les anunciara que el señor Giles ha recuperado el sentido, ¡que el Señor lo bendiga!, y que mañana al mediodía estará dispuesto a recibir visitas.
Sentada, Katrine bordaba un dibujo azul sobre un lino blanco, para un mantel que el comedor de Arcadia no necesitaba, cuando se abrió la puerta que comunicaba su alcoba con la habitación del enfermo: era Rowan. Al contemplar la mirada oscura del hombre se le aceleró el corazón, y luego percibió la dureza del pedernal de su rostro.
Echó una mirada a Giles: tenía los ojos cerrados, pero no podía adivinar si dormía o descansaba. Hizo
señas a Rowan de que se quedara donde estaba, se levantó y dejó la costura sobre la silla. Se acercó en silencio y, pasando junto a él, entró en el otro cuarto.
Al volverse, vio que Rowan cerraba la puerta, y luego le dijo con voz estrangulada:
¿Cuándo te vas?
Nunca respondió Rowan, y la afrontó, quedando de espaldas al panel de la pared.
Pero tienes que irte musitó.
¿Y entregarte a los tiernos cuidados de un estrangulador nocturno? No, gracias. Me iría si supiera que no existe otro modo de mantenerse a salvo. No dejaré que corras el riesgo de un daño seguro.
Katrine le escudriñó el rostro, sintiendo que una melodía dulce y lenta le recorría las venas, pero, al ver el semblante sombrío del hombre, su júbilo se esfumó.
¿Sabes quién mató a Charlotte?
Y quién intentó matarte a ti, al menos en teoría. Ahora que aún tenemos tiempo, cuéntame acerca de la mujer a la que Terence amaba. ¿Cómo supiste que estaba enamorado de ella?
La joven ordenó sus pensamientos dispersos y luego dijo:
Salían a cabalgar con frecuencia, y en un par de ocasiones se perdieron. Otra vez se los sorprendió saliendo del establo. Eran un tanto imprudentes, pero la pasión les daba una buena excusa.
Musetta afirmó Rowan, avanzando desde la puerta hacia Katrine.
Lo has adivinado.
El le cogió la mano.
Si no eras tú, tenía que ser otra mujer que necesitara ser discreta. Terence podría haber cortejado abiertamente a las demás. Pero quería estar seguro.
Al parecer Terence quería que Musetta huyese con él: no le importaba que tuviese unos años más. No sé si en realidad Musetta estaba de acuerdo, pues es una mujer que prefiere la seguridad. De cualquier manera, Terence murió pocos días después de haberse declarado.
¿Supones que el romance tuvo algo que ver en la muerte de mi hermano?
No lo sé respondió Katrine, mirando más allá . Siempre me lo pregunté. Es probable que Terence se suicidara cuando Musetta se negó a abandonar la clase de vida que llevaba.
No lo creo dijo Rowan . Terence no habría llegado hasta ese punto. ¿Y qué me dices de Perry? El año pasado fue una de las conquistas de tu cuñada.
Estaba prendado de ella admitió Katrine pero si bien Musetta coqueteaba con él, prefería a Terence. ¿Piensas que Perry y Terence pudieran haber discutido y que la cosa acabara en un enfrentamiento?
No respondió, y se llevó la mano a los labios, pero sus ojos miraban sin ver.
Katrine lo observó, mientras pensaba a toda velocidad, ideas incoherentes. La expresión inmutable de Rowan era un velo tras el cual ocultaba lo que no quería que supiera, pero no le molestaba, pues la estaba protegiendo. Quien hubiese asesinado a su hermano, también había intentado hacerlo con ellos. Quizá la pobre Charlotte había muerto por culpa de aquella nota que amenazaba revelar los hechos del año anterior. Rowan había descubierto la conexión entre ambos, y si lo sabía él, también Katrine podría deducirlo si se esforzaba lo suficiente.
Liberó la mano y, dándole la espalda, se dirigió a la ventana. El anochecer temprano de otoño avanzaba tiñendo de púrpura y lila el paisaje. La penumbra hacía que el cristal se convirtiese en un espejo que reflejaba la lámpara que ardía sobre el tocador. La joven veía pues a Rowan, a la lámpara y a sí misma. El hombre la contemplaba con una expresión vacilante que le estrujó el corazón. En medio de la quietud, dijo ella:
No recibiste la nota de Charlotte porque estabas conmigo. ¿Dónde estará esa nota?
Se habrá pérdido respondió el hombre, muy desanimado.
Si Omar la hubiese recibido del modo habitual, la tendrías tú. Y entonces...
Permaneció inmóvil, contemplando la espalda de la mujer.
¿Y entonces?
Katrine comprendió de quién la protegía y por qué. El dolor nació en el centro de su ser y ascendió, convirtiéndose en una feroz angustia que tenía que contener de alguna forma. Examinó su conciencia en busca de una culpa, y la halló en su propia indoblegable confianza. La acusación era enceguecedora. Quizá no hubiera podido salvar a Rowan, pero él no tenía por qué sufrir el menor daño nunca. Y Charlotte podría estar suspirando, en lugar de haber muerto a causa de las pasiones perversas de alguna otra persona.
Cuando Rowan habló otra vez, su voz sonó como un golpe. Katrine supo que había otro accidente, y era el amor. El hombre preguntó:
¿Quién es el amante de Delphia?
19
En medio de la vibración de la pregunta, se oyeron alaridos de rabia y pánico. Llegaron temblorosos y quebrados desde la habitación vecina: era Giles.
Katrine se precipitó hacia allí, pero Rowan se le adelantó a grandes pasos hasta la puerta de comunicación y la abrió de par en par, penetrando en el cuarto del enfermo.
Se detuvo con tal brusquedad que Katrine chocó con él. Dio media vuelta y la cogió del brazo, dándole un empellón que la hizo tambalearse hacia atrás, una vez dentro del dormitorio. Luego cerró la puerta de un fuerte golpe.
¡Detente!
La orden, pronunciada con cruel promesa de violencia, tuvo una extraña resonancia, pues provenía de Brantley.
Katrine, mirando tras los anchos hombros de Rowan que le obstruían la visión, vio al esposo de Musetta junto al lecho donde yacía Giles. La placidez bovina del rostro era reemplazada por una crueldad manifiesta. En la mano del sujeto brillaba la plata labrada del revólver Adams de Giles.
Muy bien dijo el cuñado de Katrine, torciendo los labios . Necesito que Katrine se una a nosotros, pues de lo contrario, esta comedia no tiene sentido.
Giles maldijo y jadeó. Tenía el rostro purpúreo y una línea blanca en torno a sus labios lívidos.
¿Que pasa? preguntó Katrine . ¿Dónde está el doctor Mercier?
Al buen doctor lo llamaron a casa de los Barrow para el parto de su hija. ¿Consideró que su paciente estaba restablecido y lo dejó al cuidado de Cato. Se pondrá muy triste cuando sepa que ha tenido una grave recaída en su ausencia.
¡Eres estúpido! jadeó Giles, con dificulad . Mercier ya sabe que se me ha estado administrando arsénico desde hace tiempo. El mismo me lo ha dicho.
Brantley sonrió.
En ese caso, tendré que descubrir que fue Katrine. Será bastante fácil, pues todo el mundo sabe que mantiene un romance ante tus propias narices. A nadie le sorprenderá que quisiera librarse de su marido.
Ese romance lo auguré yo mismo barboteó Giles.
Oh, ya lo sé! Pero, ¿quién lo creería? Además, ninguno quedará vivo para contarlo.
En ese momento, Rowan habló en tono neutro:
Después de un doble asesinato, seguido de un suicidio, ¿supones que saldrás libre para contarlo?
Así lo creo. La gente me desprecia. Me considera un idiota fácil de embaucar, incluso mi propia esposa. Supone que no estoy enterado de sus jueguecitos amorosos. No sabe que los permito porque yo tengo gustos más exóticos.
¡Delpbia! musitó Katrine, con voz estrangulada.
Exacto. Desde que le hice creer que la amaba, me ha sido muy útil. Es mucho más interesante, desnuda entre las sábanas, que la querida Musetta.
Ella te entregó la nota de Charlotte.
Sí, fue una pena. Esa noche me vio con Terence, pero pensó que se trataba de una cuestión de honor relacionada con Musetta y que había que mantener oculta por decencia. Lo consideró una cuestión de lealtad, pero algo la hizo cambiar de idea y decidió contárselo a De Blanc. Y yo no podía aceptarlo.
Katrine comprendió que la debilidad de Brantley era su egoísmo, la seguridad de que los demás fueran inferiores a él y de que pudiera controlarlos. Dijo en tono suave:
Es curioso, yo también he protegido a Musetta. Pero no importaba, ¿no es cierto? No estabas celoso, no te importaba que hubiese un romance, mientras fuera breve. Todo cambió cuando creíste que podría huir con Terence. Eso no estabas dispuesto a tolerarlo.
No me esclavicé para que mi esposa me arrebatara el lugar que me correspondía porque no fuera capaz de mantener las piernas juntas.
Mientras hablaba, las comisuras de la boca de Brantley se llenaban de saliva y de sus ojos emanaba una helada hostilidad.
Rowan se desplazó de modo que su cuerpo se interpusiera entre Katrine y su cuñado, y dijo:
Ese fue el problema a raíz de Katrine, ¿verdad? Si la dejaba embarazada, tal como Giles quería, el niño te habría impedido la total posesión de Arcadia a través de Musetta.
Giles llegó demasiado lejos, dejando de lado los escrúpulos que os mantenían separados. Delphia me dijo que era posible que hubiese tenido éxito.
¡Por Dios, lo logré! exclamó Giles . Ya es algo, de cualquier manera.
¡No te jactes, maldito seas! dijo Brantley . ¡No te servirá de nada...! Giles emitió un sonido ronco, que podía tomarse por una carcajada . Podrías haberme elegido a mí como padre dijo con amargura.
¡Jamas! exclamó Katrine.
¡Jamás! repitió Giles, ahogándose . Recuerdo muy bien quién me sacó de Inglaterra robándome a la mujer que amaba con todo mi corazón, la mujer a cuyo prometido había matado yo, la mujer con la que decidiste casarte a sangre fría.
Brantley dijo con una sonrisa helada:
Pues lo arreglaste tú.
Giles se incorporó en la cama. Temblaba con tal violencia que la estructura se sacudía. Dijo:
Fue un chantaje. ¿Qué otra cosa podía hacer? La gente no comprende la pasión hacia una hermanastra... Nunca te lo perdoné , nunca te perdonaré que la cortejaras porque podías hacerlo. Nunca.
Katrine lanzó un suspiro breve y punzante. Dentro del pecho sentía el aliento constreñido, el olor a aceite de la lámpara, los olores acres de la enfermedad, la ingratitud y las antiguas penas. También sentía la tensión que retorcía sus nervios. Las cortinas de la cama se agitaron con una ráfaga, mostrando los pliegues negros del reverso de los rojos. Sobre la pared, encima de la cama, un cuadro mostraba unos perros que perseguían a su presa.
Junto a ella, Rowan estaba callado. Brantley los ignoró, concentrándose en el enfermo.
Y tú conseguiste una esposa que me perjudicase, de modo que hemos llegado a esto por tu culpa.
¡Habrías preferido que muriese por problemas estomacales! dijo Giles, tosiendo y jadeando . Pero Cato me salvó. Más o menos un año después de mi boda, advirtió el veneno, aunque era tarde para salvar mi digestión. Puso a prueba a Katrine, pero no era ella. Musetta tampoco podía ser. Lewis, pese a todo su mal humor, es muy pusilánime. Tenias que ser tú. Y todavía no era tarde para descubrir tu maquinación.
Sin quitar ojo del caño oscilante de la pistola que empuñaba Brantley, dijo Rowan:
Al parecer, fuiste tú quien intervino el torneo.
Era preciso dijo Brantley, con despecho . Eras fuerte y diestro para ganar el premio, para satisfacer la idea de Giles y para atraer la atención de Katrine. Desde el comienzo fue evidente que tendría que eliminar a uno de los dos.
Hizo girar la pistola para apuntar a Rowan. Con el rostro demudado, dijo éste:
Lamento haberte dado tanto trabajo. Sólo pretendía preservar la vida de Katrine y la mía, por razones obvias.
Sí, demasiado obvias repuso Brantley en tono ácido . No creo que Giles pretendiese que surgiera una atracción tan fuerte.
No lo pretendía dijo Giles, boqueando aunque debí imaginarlo. Admito que me dolió más de lo que esperaba. Me tomó más brutal, pero no importa. Te pido disculpas, mi querida esposa. Aunque en realidad no lo lamento, si ha dado resultado.
En ese caso dijo Rowan, dirigiendo una ligera reverencia a los dos hombres ¿no les molestará que me despida, aunque la despedida sea un tanto prolongada?
Se volvió hacia Katrine, le cogió las manos, las besó, y luego se las llevó al pecho, sobre el corazón.
Fue como si, al cambiar la posición, encerrara a los dos en un espacio donde no existiera otra cosa que una luz del color de la miel y los recuerdos embriagadores. Contemplando el rostro de Rowan con ojos oscuros y grandes, dijo Katrine:
Siento que todo acabe así.
En la boca de Rowan apareció una sonrisa dulce y triste.
Yo estuve detrás de ti, te empujé con las dos manos, forjando un sendero resbaladizo de impulsos contenidos a medias, trivialidades e inclinaciones impuras. Con voz más suave agregó : Agradezco tanto los premios que gané como aquellos que me fueron brindados con gracia.
Y con amor añadió Katrine, con un nudo en la garganta.
Fue suficiente para pintar unas horas robadas con colores que dejan atónitos al espíritu y la mente. Eres mi maravilla, el sueño de mi vida, mi amante valerosa, mi soberana, mi ninfa desnuda coronada por la luz de la luna y besada por un rocío tibio. Te adoro con el cuerpo y con toda otra facultad, débil y trémula, pero bienintencionada, y conservaré en el bolsillo de mi alma hambrienta, como una dulce manzana, la flecha de Cupido en el corazón.
La mujer apretó la mejilla contra las manos que sostenían las suyas.
Te honro por lo que pretendiste ser pero, sobre todo, por lo que eres, lo que me diste de ti mismo y lo que hiciste de mí.
Entonces, ¿quieres recibir una promesa? respondió Rowan, acariciándole el rostro con los dedos tibios y haciéndole inclinar la cabeza para que viese el verde intenso de sus ojos . Te juro que ni siquiera la muerte podrá apartarme de ti.
Atravesando reinos recién descubiertos de desesperación y angustia en estado puro, la joven oyó en ese instante el mensaje disimulado entre las frases de amor. Lo captó y se fortaleció, al mismo tiempo que los labios de Rowan tocaban los suyos en armonía perfecta y trascendente.
«Empújala, tras ella, la muerte.» En la mente de Katrine brotó un grito de protesta. No había tiempo. Rowan la apretó contra sí en un abrazo duro y sofocante. Los dedos le oprimieron las manos. Se echó atrás y en el mismo impulso la lanzó como una flecha disparada por el arco. Con las faldas revoloteando, Katrine voló hacia la cabecera encortinada de la cama, el único punto de la amplia habitación que no podía cubrir la pistola en manos de Brantley.
De manera instintiva, Brantley se volvió para cubrir el movimiento de Katrine. Rowan, en tanto, silencioso y veloz como la sombra de una serpiente, se lanzó de cabeza hacia el arma mortal, que sólo necesitaba que se apretara el gatillo para disparar varias veces.
No contaban con Giles, lo habían olvidado. El esposo de Katrine exhaló un gruñido ronco y salvaje y se inclinó para aferrar el brazo derecho de Brantley. Lo arrastró, le hizo perder el equilibrio y cayó atravesado sobre la cama. La explosión de un disparo retumbó en la habitación y un humo negro azulado se elevó formando una nube acre que hacía arder la garganta. Se escuchó un grito sofocado y una maldición.
Katrine, aferrada a las cortinas de la cama que había agarrado para detener el impulso, vio a través del humo un embrollo de cuerpos que se debatían sobre la cama. No vaciló. Usando la cortina como protección, se lanzó a la refriega.
De un corte en la frente de Rowan manaba sangre, y eso lo enceguecía un tanto. Había sangre sobre la colcha, sangre que los salpicaba a todos e imposible saber de quién provenía.
Giles, jadeando, era sacudido a un lado y a otro sin soltar el brazo de Brantley. El otro, más corpulento, empecinado y furioso, no hacía caso de aquellos débiles esfuerzos y forcejeaba con Rowan.
Rowan atrapó la muñeca de Brantley que llevaba el revólver y, con los dientes apretados, presionó. Se oyó el crujir de sus huesos, éste lanzó un juramento y dirigió la mano hacia los ojos de Rowan.
Este eludió el ataque de aquellas uñas amarillentas y, con el movimiento, arrastró al otro con él. Como el último era más pesado, aprovechó su peso apretando a Rowan contra el blando colchón. Lentamente, con los dientes desnudos en una mueca eufórica, apuntó el extremo del revólver hacia Rowan.
Katrine no podía respirar ni pensar. Le dolía el pecho. El corazón le sacudía los pulmones y las costillas con golpes sordos. Los ojos le ardían en la desesperada necesidad de ver. Quería ayudar, pero la aterraba estorbar. El temor por Rowan era como un ácido en su sangre. ¿Cuánto tiempo podría rivalizar con la fuerza de toro del esposo de Musetta?
A lo lejos, oyó gritos y gente que corría. Debían de ser los otros, alertados por el disparo de la pistola. Brantley también los oyó. Redobló sus esfuerzos, torciendo el revólver con toda la fuerza de su cuerpo.
Rowan lanzó un puñetazo que alcanzó el mentón de Brantley y lo hizo caer de costado. Rowan se arrojó sobre él. Gruñendo, volvieron a caer sobre el colchón. Por fin, la cabeza de Brantley cayó hacia atrás, colgando sobre el borde, y la mano que sujetaba el revólver, también.
Katrine lo aferró con manos como garras. Giles clavó en el brazo de Katrine sus dedos temblorosos manchados de sangre. Con los ojos ardientes, velados pero mortíferos, clavados en los de su esposa, dijo en un susurro entrecortado:
¡Mía!
Y tomó la pistola en un rígido apretón.
Rowan, liberado de la necesidad de vigilar el revólver, recuperó la fuerza y la voluntad y volvió a asestar un fuerte puñetazo. Brantley quedó aturdido por el impacto. Vio el revólver en poder de Giles y se arrojó a él para arrebatárselo.
Giles temblaba con tal violencia que los dientes le entrechocaban. Alrededor, las ropas de cama estaban empapadas en sangre. Tenía los ojos bordeados de rojo, opacos, y comenzaban a ponerse vidriosos. Blandió el revólver hacia Brantley, sujetándolo contra el esternón. Jadeó y cerró los ojos. Se le contorsionó el rostro y emitió un grito ahogado. La cabeza cayó hacia delante. La mano de Brantley se cerró sobre la culata de la pistola. Una sonrisa cruel le torció los labios y forcejeó para quitar el arma de la mano debilitada de Giles.
El revólver estalló. Brantley medio oculto en el humo ondulante de la pistola, abrió los ojos, incrédulo. Y ya no los cerró.
Dejaron a Giles y a Brantley tendidos sobre la cama con el arma entre los dos para que el comisario, reconocido como suspicaz, pudiese verlos así. Fue duro hacerlo.
Había mucha sangre y en el aire se olía el miedo, el terror y una violencia irracional. Habría sido más fácil librarse de todo aquello, limpiarlos y acomodarlos en la sala.
Los huéspedes se reunieron y, cerrando filas, decidieron que, para el público, omitirían algunos detalles de la terrible confrontación. Por lo tanto, no le dijeron nada al comisario acerca del amor antinatural de un hermano por su hermanastra. El odio, las maquinaciones, las faltas al honor, se atribuyeron a la codicia y a los celos mal enfocados. La pelea sobre la cama fue presentada como un arranque de locura.
Nadie estaría dispuesto a admitir que hubiera una relación entre la muerte de los dos hombres y el ataque de los bandidos. Ninguno aceptaría la posibilidad de que hubiesen sido contratados para incendiar la torre o para realizar el ataque a lo largo del río, para que la incursión a Arcadia no pareciese inusitada. Y si Alan, Rowan, Perry y Lewis intercambiaban miradas que sugerían que los días de merodeo podrían acabarse por la fuerza, ninguno de ellos sintió la necesidad de decirlo ante el oficial de la ley.
Era evidente que el comisario no creía más de dos palabras de cada diez que escuchaba, y de las demás, sospechaba. Aun así, ante la sonrisa dura de Rowan y su calma imperturbable, no insistió.
La siguiente prueba era el funeral. Se sacaron a relucir los bombasíes y paños negros cosidos al bies, se airearon, plancharon y aprestaron. En la ciudad y en cada una de las esquinas se colocaron pasquines bordeados de negro. Se prepararon pañuelos. Se cortaron mechones de pelo como recuerdo. Comenzaron a llegar las llamadas de condolencia, algunas sinceras y otras de curiosidad morbosa y para evaluar la extensión del duelo que vivía la casa.
Musetta, dopada con láudano y vino caliente con azúcar y especias, durmió pesadamente y se despertó con frecuencia entre llantos histéricos. Lloraba siempre por su hermano, jamás por su esposo. Katrine no durmió ni tampoco lloró. Un extraño aturdimiento se había adueñado de ella. Sostuvo largas discusiones consigo misma, intentando sentir cierta pena, cierto dolor, al menos alivio, pero no hubo nada. Dejaba transcurrir las horas sin advertir si era de noche o de día. Hablaba, tomaba decisiones, disponía arreglos, se comportaba como un ama de casa concienzuda. Sonreía y se mostraba todo lo afable de que era capaz. Pero por dentro sentía una quietud como de espera. De alguna manera le resultaba familiar. Si la obligaran a ponerle un nombre, lo llamaría miedo.
Después del funeral, del viaje en carruaje tras el coche fúnebre con caballos negros empenachados, después de pronunciadas las plegarias y de que se echara tierra sobre los ataúdes, del viaje de regreso a casa, Musetta sollozando en un rincón y Rowan mirando sin ver por la angosta ventanilla, comprendió Katrine por qué estaba asustada.
Señora Castlereagh, necesito hablar un momento con usted dijo el abogado, que había seguido a los dos coches desde el cementerio.
Se acercó a ellos en 'os escalones de entrada, haciendo una reverencia de suntuosa cortesía.
Creo que le convendría quedarse tranquila con respecto a los arreglos que hizo su esposo para su seguridad.
Katrine se volvió con lentitud para examinar al hombre de pecho adornado con una cadena de reloj, la cúpula brillante de la cabeza y las sobreabundantes patillas. Musetta, colgada del brazo de Perry, que se enjugaba los ojos detrás del velo de crepé, desanduvo el camino pues ya casi había llegado a la puerta principal. Siguiéndola, iba Alan que, por cortesía, se quedó atrás. Rowan aguardó junto a Katrine, y su actitud era como una exigencia de silencio.
Al parecer, el abogado no veía más que a Katrine. Con aire jocoso y cordial, dijo:
Señora, su esposo dejó las propiedades íntegras para usted y su descendencia, y hay sólo dos condiciones. La primera, que continúe con la remuneración que recibe su sobrino Lewis Castlereagh. Y la otra, que albergue y mantenga a su hermana, de la manera acostumbrada, junto con su esposo que, por supuesto, ya no es una preocupación.
Katrine se tambaleó un poco, como si el peso de Arcadia le hubiese caído sobre los hombros. Sintió un estrépito en los oídos que sólo cedió cuando Rowan le apoyó la mano en el brazo. Por fin, dijo:
Le agradezco que me haya informado.
Se interrumpió, sintiéndose perdida, y luego se aferró a su responsabilidad para recuperar cierta apariencia de normalidad, y añadió:
¿Le gustaría a usted entrar a descansar unos momentos, antes de irse?
El abogado echó una mirada a Rowan y se aclaró la voz:
Quizás en otra ocasión. Dentro de unos días vendré con los papeles, pero mi intención era adelantarle el estado de los asuntos.
Ha sido muy amable de su parte.
El abogado hizo una inclinación vivaz, se encasquetó otra vez el sombrero en la cabeza y se fue a zancadas hacia su coche. Al sentir una presión sobre su brazo, Katrine dio media vuelta y comenzó a subir los escalones pesadamente. Al entrar en la casa, Lewis dijo:
Mi querida Katrine, de modo que Musetta y yo somos tus recogidos. ¡Qué agradable!
Habría preferido lo contrario repuso Katrine, con fatiga.
Creo que no tienes alternativa: fueron deseos de Giles.
La dueña de la casa le dirigió una mirada serena y aclaró:
Quise decir que habría preferido que Giles te dejara una suma independiente. No entiendo por qué no lo hizo.
En el rostro del joven apareció y se esfumó una sonrisa torcida.
Me imagino que sabía que la gastaría inmediatamente. No importa. No seré más molesto de lo necesario.
Por mi parte, estoy contenta dijo Musetta . No quiero irme nunca de Arcadia y prefiero no tener la preocupación de pagar mis cuentas.
¿Nunca? dijo Perry, escudriñándole el rostro a través del velo.
Por mucho tiempo dijo la aludida con voz suave.
Palmeó el brazo de Perry, lo soltó y se alejó de él para subir la escalera. Alan dijo:
Creo que nos vendría bien un trago.
En ese momento, Cato emergió de las regiones posteriores de la casa y dijo:
Señores, en la biblioteca está todo preparado.
Katrine quedó a solas con Rowan. Sintió la mirada del hombre sobre su rostro. Desató las cintas del sombrero y se quitó del cabello la pequeña pieza de fieltro negro con plumas de gallo. Con él en la mano, se dirigió a la sala.
Con pasos ligeros y silenciosos, Rowan la siguió. Se acercó a una bandeja con licor, sirvió dos copas y le llevó una a Katrine. La joven dejó el sombrero y, manteniendo las manos firmes con un acto de voluntad, aceptó la copa llena de liquido dorado. Rowan dijo:
Se puede renunciar a las responsabilidades. Son ambos adultos.
Katrine había dejado que Rowan se tornara demasiado cercano. Quizá «dejar» no era la palabra. Por medio de la comunión de las emociones purificadas, se había ganado la posibilidad de invadir la mente de Katrine. Los pensamientos se agitaban entre ellos como una brisa suave. La joven comprendió la resistencia de Rowan, sus dudas, y también el honor que le impedía presionarla. El, a su vez, advertía la jaula de acero que se había cerrado en torno a Katrine. «Usted y su descendencia...»
¿No le debo nada a Giles? preguntó Katrine.
¿Permitirás que la culpa oriente tu vida?
No es culpa sino más bien responsabilidad. Tu conoces esa clase de exigencias.
Oh, sí admitió Rowan, a desgana . ¿Crees que le debes un hijo a la memoria de tu esposo?
¿Acaso puedo negarle ñp único que me pidió?
Miró a Rowan y, al ver el vendaje sobre el ojo, donde una vez más lo habían herido a causa de ella, el corazón le dio un vuelco. Con expresión honda y abierta, dijo:
Quédate.
¿En casa de otro hombre, en tierras de otro hombre, donde siempre serías la esposa de otro?
Podría ser todo tuyo.
Más bien, prefiero darte a ti el mundo. Y, si dentro de ti hay un hijo nuestro, quisiera que fuese un hijo de la tierra ancha y tumultuosa, más que un dulce lazo humano que te ligara a Arcadia.
O a ti conmigo murmuró Katrine. E interpretando el motivo del silencio de Rowan, dijo : No. Eso es indigno de nosotros. No te retendré con ese lazo.
Tal vez la compasión y el honor bastaran para retenerlo junto a ella, pero no para hacerlo feliz. Allí, en la alcoba de Giles, Rowan había pronunciado gloriosas promesas de amor para salvarle la vida. ¿Cómo podía creer ahora en ellas?
¿Cómo podrías impedirlo?
Katrine recordó la renuencia de Rowan a abandonarla con un hijo suyo, o de ser retenido con la perspectiva de que naciera, y dijo:
Quizá no tengamos donde elegir.
¿Es la canción eterna de la cobardía, Katrine. ¿Decides tu o lo hago yo?
Irse o quedarse, ésa era la cuestión. La elección de Katrine era entre el amor y el deber; la de Rowan, entre el amor y el honor. ¿Cuál sería el menor de los daños, cuál la alternativa menos dolorosa?
No sé respondió la joven, contemplando el dibujo de la alfombra.
Rowan permaneció largo rato con la vista fija en Katrine.
Yo adoptaría una decisión, pero la tentación de inclinar la balanza a mi favor sería demasiado grande. Y prefiero no tener que recurrir a una eterna súplica de perdón.
Espero que lo tengas dijo ella, y cerró los ojos, suspirando.
Por un buen rato, la mirada de Rowan quedó perdida; luego, miró la copa como sorprendido de hallarla allí, en su mano. Bebió el licor de un trago, apretó la mano en torno de la frágil pieza de cristal, y dijo:
No te preocupes, todo se arreglará.
¿Cómo es posible?
Rowan no respondió. Dejó con cuidado la copa sobre la mesa y se alejó, saliendo de la sala.
20
Tengo una pregunta que hacer...
Rowan pronunció esa frase en medio de la pequeña isla de silencio que se formó cuando se reunieron en el salón después de la cena.
Sombríos como novicias recién confirmadas, los pocos huéspedes que quedaban en la casa se apretaban frente al fuego del hogar. Conversaban por cortesía y para pasar el tiempo antes de que se les ocurriera una excusa para irse a la cama. Procuraban no mirarse entre sí y no mencionaban ningún tema que pudiese llevarlos a hablar de los recientes sucesos. Manifestaban buena educación y una consideración sin fallos, pero bajo aquel barniz de buenos modales se hacía espacio a los pensamientos erráticos.
Katrine llevaba un vestido negro de cuello alto, sin el alivio de una joya ni un adorno de encaje. La tela, rígida y brillante, extendida alrededor, era una barrera para el contacto, un reproche a la ocurrencia de mayor intimidad. Pálida y compuesta, estaba pendiente de todos. Posó sobre Rowan una mirada sombreada por rápidas especulaciones, pero no dijo nada. Musetta, angelical con el atuendo negro, fue la que respondió:
¿Acaso convocas a la corte del amor?
Denme el gusto, por favor. Hay un caso inconcluso.
Musetta miró a los demás y posó la vista en Katrine. Alzó una mano, jugueteó con uno de los rizos rubios y brillantes que le caían sobre los hombros y concentró otra vez la atención en Rowan. Con una sonrisa irónica, dijo:
Veo que nadie se opone.
Rowan inclinó la cabeza en gesto de apreciación y se levantó. Caminó hasta el hogar y quedó de espaldas al fuego con las manos sujetas atrás. Sobre la frente del hombre apareció una película de sudor que no se debía al calor de la chimenea. El pecho le subía y bajaba con inspiraciones profundas. El expectante silencio se alargó. Cuando al fin habló, lo hizo con voz honda y áspera.
En días pasados discutimos una serie de cuestiones y llegamos a la conclusión de que el deber del caballero hacia la dama es protegerla de todas las formas posibles, de que el deber del esposo hacia la esposa, y viceversa, es el de ser compañeros, y tenerse confianza y respeto, pero ¿cuál es el deber de la amante hacia el hombre que le ha prometido amor y protección?
Eso es fácil dijo Musetta, al instante . La respuesta es fidelidad.
Más bien, constancia dijo Alan . Hay una pequeña diferencia.
¡Oh, caramba! exclamó Lewis, alzando una ceja . ¿No sólo consiste en ser fiel, sino en serlo siempre?
Perry les dirigió una sonrisa tensa, se echó hacia delante, con las manos entre las rodillas y dijo:
Creo que la verdadera respuesta es la honestidad. La dama no debería decir que lo ama si no es cierto, no hablar del futuro a menos que esté dispuesta a compartirlo, no dar un solo beso cuando sabe que tendría que estardando el corazón.
¡Vamos, Perry! dijo Musetta, inquieta. Levantó un almohadón de terciopelo verde, adornado de dorado, y se puso a juguetear con él.
Así es dijo Rowan, pensativo estás en el camino correcto.
Contemplando el lustre resplandeciente de las botas de Rowan, Katrine dijo:
Quizá deba librar al hombre de sus responsabilidades.
Rowan inclinó la cabeza:
Pero supongamos que el hombre quiere esos lazos. ¿Qué sacrificio tiene derecho a esperar a cambio de su amor? ¿Qué recursos le está permitido emplear para conseguir a la dama?
¿Recursos? repitió Katrine, y en sus ojos apareció la alarma, que disipó por momentos la apatía que había en ellos.
Alan, fijando en Rowan una mirada aguda, frunció el entrecejo:
¿Estamos dando por cierto que la dama desea la situación en que quiere colocarla el hombre?
Sí respondió Rowan, volviéndose hacia Alan , por supuesto.
¿Y que los únicos obstáculos son consideraciones de orden material, o bien, responsabilidades impuestas? Rowan asintió, y Alan prosiguió : Bien, en ese caso me parece que puede justificarse cualquier medio aceptable por los principios de la caballerosidad.
Rowan se frotó el mentón con una mano:
¿Los principios de la caballerosidad? Eso podría convertirse en una restricción insuperable.
Alan no dijo más que:
Para un hombre de imaginación, no.
Katrine permaneció largo tiempo sentada, contemplando a Rowan, mientras la luz del fuego le danzaba en los ojos. Abrió los labios como para hablar, los cerró y comenzó otra vez:
Si estás insinuando...
El aludido movió la cabeza y la luz jugueteó en las ondas oscuras de su cabello. Con expresión inocente como la de una paloma implume, y reflexiva como la de un monje obrador de milagros, Rowan dijo:
Sólo quería clarificar una cuestión de honor.
Katrine sospechó del tono de voz y del tierno matiz de su sonrisa. Ya los había empleado anteriormente para romper sus defensas. «Será mejor que me ponga en guardia», pensó.
Alan, en voz un poco alta, dijo:
Si ya está resuelto el caso, he de anunciarles que me marcharé mañana por la mañana.
Al parecer, también Perry se iría. Lo dijo con aire desafiante y Musetta recibió la noticia con los párpados bajos sombreándole las mejillas y un rubor suave bajo la delicada piel. No hizo comentarios, pero el adorno del almohadón de terciopelo se soltó de sus manos.
Si hay muchos concursos más, se necesitarán muebles nuevos dijo Lewis.
Ahora que Giles no está, quizá no haya más concursos dijo Musetta.
Dejó el almohadón a un lado y los ojos se le llenaron de lágrimas trémulas. Dirigió la mirada a Perry como buscando un gesto de consuelo, pera el joven permaneció mirándose las manos.
Sería lo mejor dijo Alan.
Nadie lo contradijo. La conversación se fue diluyendo hasta no quedar más que el esfuerzo y la incomodidad. Katrine se excusó poco después dando las buenas noches y dejó que los demás la imitaran cuando quisieran.
Rowan no dijo cuáles eran sus intenciones. Katrine pensó en ello mientras se dirigía a la gran escalera circular del salón. No sabía qué significaba aquello: si no tenía intenciones de marcharse o si no había decidido todavía cuándo lo haría.
Las circunstancias habían cambiado. Katrine ya no estaba en peligro, pero tampoco segura. Que un hombre se quedara en la casa acarrearía murmuraciones que toda mujer honesta debería evitar. No estaba segura de cuán respetable podía considerarse, pero Rowan lo tendría en consideración.
Oyó la puerta que se abría y se cerraba. Alguien salía de la sala tras ella. Los pasos se aproximaban y se detuvo y miró hacia atrás. Era Lewis. Se acercaba con pasos perezosos, las manos en los bolsillos y una expresión abstraída.
¿Me concedes un momento, por favor?
No volvió a hablar hasta quedar junto a ella. Irguió los hombros y prosiguió:
Quizás no sea ésta la mejor ocasión para hablar del tema, pero es de suma importancia para mí.
Si se trata de dinero... comenzó la mujer.
Sí, para las personas como yo, siempre se trata de dinero los labios de Lewis esbozaron una mueca de desprecio hacia sí . Quisiera saber si me adelantarás la remuneración de un año, como acumulación de fondos, para que pueda regresar a Inglaterra y establecerme allá. Silo haces, te prometo que no habrá más drenaje por mi parte.
Katrine había esperado el ruego de pagar quién sabe qué deudas de juego o un coche nuevo, pero no algo así.
¿Quieres irte de Arcadia?
No se trata de que quiera irme, sino de que quisiera ser independiente. Vine aquí para serle útil a tío Giles, pero no me lo permitió. Estoy convencido de que Brantley lo disuadió, temeroso de que ocupase yo su lugar. Supongo que tu esposo me mantenía desocupado para contar con alguien que jugara contra él.
No lo advertí dijo Katrine aunque debería haberlo hecho.
Creo que a tío Giles le gustaba tenerme cerca; yo lo divertía. Y tenía la encomiable pero difícil intención de convertirme en un caballero.
Creí que ya lo eras.
¡Qué amable! Mi madre era hija de un comerciante de lanas y no tenía la estatura de tío Giles. Cuando mi padre murió, la propiedad pasó a mi hermano y ella me envió aquí con la esperanza de que tío Giles hiciera algo por uno de sus parientes.
Katrine dijo:
Yo destrocé la posibilidad, ¿no es así?
Oh, no te aflijas, fue culpa mía! La vagancia es lo más aburrido que hay, y el aburrimiento saca a flote lo peor de mí. En esencia, no soy una buena persona se interrumpió, y luego continuó en tono monocorde : Cuantas veces se lo pedía, tío Giles me negaba el pasaje a Inglaterra y creí que tú serías más complaciente. Me parece mejor marcharme antes que hacer más daño del que ya he hecho.
Katrine contempló el espasmo de dolor que cruzó el rostro de Lewis y dijo:
¿Te culpas por la muerte de Charlotte?
Lewis la miró a los ojos con expresión severa:
¿Acaso no debería hacerlo? La expuse yo por aburrimiento, y por puro desprecio y celos, le di a Brantley la clave que necesitaba para librarse de ella. Soy así y no puedo evitarlo.
En los últimos tiempos, Katrine había saboreado el dolor de sentirse culpable.
Si lo que necesitas es ocupación, aquí hay mucho trabajo, y ya no contamos con Giles y con Brantley.
Lewis adoptó una expresión asombrada.
¿Lo dices en serio? ¿No estás burlándote de mí?
Ya supondrás que no te daré el control completo.
En el semblante de Lewis surgió la ansiedad.
Con gusto seré el factótum, si puedes llegar a confiar en mí hizo una mueca . Tengo un alma mercenaria, pero no soy avaro.
Nunca va mal una veta mercenaria dijo Katrine, sonriendo . Podrías probar a hacerlo.
Lewis le agarró una mano y se la besó con fervor.
No lo lamentarás.
La señora movió la cabeza dudando.
¡Es posible! Ambos somos humanos y estamos expuestos a disentir, pero quizá podamos aprender a trabajar juntos.
Lewis la miró de soslayo.
Tal vez haya menos disenso del que supones si te vas a otro sitio.
¿Por qué habría de irme? preguntó la joven, pero Lewis ya había hecho una inclinación y volvía a la sala.
Katrine se quedó unos instantes contemplando la espalda del hombre que se alejaba, y luego se dio la vuelta y comenzó a subir la escalera. Avanzaba con lentitud, como si hubiera doblado su edad. Tendría que ser que el reclutamiento de Lewis descargara de sus hombros el peso de Arcadia, y en cambio le pareció que había aceptado la responsabilidad de otra persona. Arcadia iba a prosperar pero, ¿ a qué coste? ¿Qué precio tendría que pagar por ser ella el sostén? ¡Ah, lo sabía muy bien! El precio era el amor.
Comprendió que Lewis no opinaba así, que no lo entendía.
Si quisiera, y no fuese tan orgullosa, podría retener a Rowan recordándole su promesa. ¡Cuán característico de él haberla pronunciado en aquel momento y dejarla resonar a oídos de Katrine! La generosidad del impulso era característica de alguien que ya había dado mucho de sí en beneficio de ella.
Efectivamente, oiría la música de esas palabras resonando en la mente toda su vida, si era afortunada, como una suave endecha cuando, después de muchos años, al fin, se rindiera a la llamada de la muerte. Rowan tenía una noción estricta del honor y se sentía ligado a ella. Katrine había tratado de librarlo. «Todavía no sabe que está libre pensó , pero pronto lo sabrá y yo me quedaré sola.»
Delphia la esperaba en la habitación. La doncella había preparado la ropa de dormir de la señora y estaba lista para desnudarla y cepillarle el pelo. Tenía el rostro hinchado y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Con la mirada baja, se puso en pie y se dedicó a la tarea en silenciosa competencia. Katrine no sabía cómo cerrar la brecha que se había abierto entre ellas y no podía seguir ignorándolo. Tendría que ser ella quien diera el primer paso.
¿Te encuentras bien? preguntó, observando la cara hinchada de la doncella.
Delphia asintió, y la señora prosiguió:
¿Te tratan bien los criados?
Me dicen cosas horribles... Delphia se ahogó y luego siguió : pero no importa.
Lamento que te fastidien. ¿Quieres que le pida a Cato que hable a tu favor?
¡No, no! Ya se olvidarán.
Katrine guardó silencio unos minutos, dándole tiempo a Delphia de que le sacara el vestido y lo dejara a un lado. Mientras la muchacha comenzaba a desabrochar miriñaques y enaguas, dijo:
Sé que te llevaron a involucrarte con Brantley, pero no puedo dejar de preguntarme silo amabas.
La muchacha tragó saliva.
Me sentí halagada y orgullosa. Me regaló muchas cosas y me hizo muchas promesas. Sentí pena por él, pues a madame Musetta no le importaba nadie más que sí misma.
Katrine se quitó las enaguas y metió los brazos en el camisón que sostenía Delphia. Se acercó al tocador, donde ardía una lámpara de aceite, y se sentó. Con voz calma, dijo:
¿No sabías que quería matarnos?
El cepillo de marfil que llevaba Delphia en la mano cayó al suelo con estrépito.
¡No, madame! Cuando vi que la torre se incendiaba, no podía creerlo. Casi me volví loca.
Pero le diste a Brantley la nota de Charlotte.
El me la arrebató. Yo la llevaba para dársela a usted, pero él me atajó en el pasillo y me amenazó.
Debo de haber sido una mala patrona para que no supieras confiar en mí.
Delphia se arrodilló a recoger el cepillo, se levantó y se quedó dándole vueltas en la mano.
No se trataba de eso. Permití que me usara. Fui tan estúpida que creí que me amaba.
Por eso murió Charlotte dijo Katrine, con inflexible matiz de censura en la voz.
Yo no sabía qué pretendía ese hombre ni lo que había sucedido.
Es posible, pero, ¿cómo pudiste prolongar la situación, después de tantos años como hemos estado juntas?
Katrine descubrió que era aquello lo que realmente más le dolía.
Confié en que pudieran ustedes liberarse.
Delphia tenía una expresión tan intrigada como contrita.
También secundaste a mi marido.
Delphia movió la cabeza.
Observé al señor Rowan y me pareció diferente de los demás hombres. Pensé que era el amor que usted necesitaba.
No tenias que decidir por mí dijo Katrine con voz débil, apartando la vista.
Los ojos de la doncella se colmaron de lágrimas y ahogó un sollozo.
No sé cómo se me ocurrió. Si me equivoqué, lo lamento. Aun así, quisiera saber qué piensa hacer conmigo. ¿Va a echarme, o me llevará con usted?
¿Crees que tendría que irme? preguntó Katrine.
Delphia la miró interrogante y triste, y moviendo la cabeza, dijo:
Pero madame, ¿va a quedarse?
La respuesta a la pregunta no era fácil, y Katrine no tenía energías para explicar nada. Pero aseguró a Delphia que no la entregaría a la justicia. En definitiva, no tenía malicia: había quedado atrapada más allá de su discernimiento. Brantley la había manipulado para conseguir sus fines y la muchacha conservaría siempre las cicatrices de aquella trampa. Ya era suficiente castigo.
Al fin, Katrine despidió a la muchacha. Quería descansar. No pudo hacerlo. La perseguía la retahíla de sus pensamientos.
«Yo te amo a mi manera...», había dicho Giles. Sentada allí, junto al tocador, con la cabeza apoyada sobre una mano, pensó que Giles la había usado del mismo modo en que Brantley había utilizado a Delphia. No se había casado con ella por amor ni por compañerismo, sino para ocultar una pasión incestuosa, para que le diese un hijo y para burlar los malvados designios de su cuñado. No la advirtió a ella ni había procurado protegerla y en cambio, había acelerado los planes para obligarla a aceptar al padre de su hijo. La había amenazado con degradarla, con dejarla preñada a la fuerza, y la había entregado a merced de un hombre que, según sabía, podría haberla poseído sin gentileza ni compasión. Y por último, intentaba atarla a él y a su apellido después de la muerte, con el peso de la riqueza y las responsabilidades.
Y Rowan...: «Qué recursos está permitido emplear al caballero...?» ¿Sería posible que se hubiese equivocado al respecto? Con todo, no era un hombre fácil de conocer. El complejo intelecto de Rowan dejaba espacio a la duda, como el ejercicio constante de su noción del honor. Lo acorazaba su búsqueda de la justicia y las experiencias de su vida nómada. Había querido engañarla y terminó deseándola, pero entre ambos sentimientos no quedaba lugar al consuelo y a la esperanza. Y, sin embargo, Katrine daba vuelta a las palabras a impulsos del deseo, de la saciedad y la promesa.
Se levantó y apagó la lámpara. Permaneció largo rato en la oscuridad, luchando contra el deseo de salir corriendo hasta la alcoba de Rowan. No imaginaba qué le diría, pero le parecía mejor que soportar la erosión de la duda.
«Supongamos que el hombre quiere esos lazos...» Katrine comenzó a caminar sin querer, cruzó la habitación en penumbra hasta la puerta, la abrió y salió al pasillo, apenas iluminado. Lo recorrió con el sigilo de un fantasma, la bata flameando alrededor, el cabello ondulando a su espalda. Llegó a la puerta de la alcoba de Rowan, levantó una mano y llamó.
No hubo respuesta. La joven se mordió el labio y, decidida, hizo girar el picaporte de plata y abrió.
No estaba allí. La habitación permanecía oscura y silenciosa; la cama vacía; las lámparas distribuidas por la habitación, frías; hacía tiempo que nadie la ocupaba.
Katrine se aproximó al armario, abrió la puerta, y su mano inquisitiva sólo halló el vacío. No había siquiera una camisa o un par de botas. Se había ido sin decir adiós. ¿Habría tomado como despedida sus palabras?
Fuera como fuese, no volvería a verlo, nunca más percibiría la calidez de su sonrisa ni sentiría sus brazos alrededor. No volvería a contemplar la oscuridad de sus ojos que se intensificaba un instante antes de posar sus labios sobre los de ella.
Se sintió como si alguien le hubiera desgarrado el corazón en dos mitades y aplastado el pecho. Resultaba una agonía respirar, pensar y sentir. Se quedó allí con las manos apretadas contra la boca, temblando de manera incontrolable, mientras brotaban las lágrimas.
La puerta se abrió tras ella, pero tenía la visión tan turbia que no distinguió la figura que se recortaba en el vano. De pronto, se sintió envuelta en un paño grueso y blando que le envolvió la cabeza, los hombros, y le sujetó los brazos a los lados. Respiró asustada e indignada, ahogó una tos en la garganta y un ataque de asfixia la dobló en dos.
Sintió que la alzaban. La cargaron con pasos veloces y decididos. Supo que habían llegado al pasillo porque atisbó un débil resplandor a través de la tela. Luego oyó el crujido de la puerta que daba al balcón, al final del pasillo.
Gritó con un sonido ahogado. Intentó patear, pero su raptor la apretó más en aquel abrazo capaz de magullarla. Alrededor, la oscuridad se hizo más densa. Oyó el croar de las ranas y sintió el frescor del aire en los pies y en los tobillos. Estaba fuera.
Inspiró una bocanada de aire para gritar otra vez, pero en ese instante sintió que la empujaban al vacío, que los brazos que la cargaban alzaban su peso una y otra vez. Luego, la dejaron caer.
Lanzó un grito de terror. Caía en la oscuridad y la tela que la envolvía flameaba a su alrededor. La mente y el cuerpo de Katrine se crisparon, esperando el momento en que chocara contra el suelo.
Entonces la sujetaron en el aire unos brazos fibrosos y fuertes que la mantuvieron aturdida. Sintió al oído una maldición suave pero explícita. Era Rowan.
La ropa que le cubría el rostro cayó. Vio a Omar que se balanceaba en el balcón y que, rodeando con las piernas las columnas, se deslizó hacia abajo como un mono gigante del continente africano.
¿Qué haces? preguntó en tono ronco pero digno a la oscura figura que la sostenía.
No hubo respuesta. En cuanto Omar tocó tierra, Rowan corrió con ella. Un coche esperaba en el sendero. Omar abrió la puerta y quedó esperando. Rowan arrojó a Katrine dentro, subió de un salto y cerró la portezuela de un golpe. Y antes de que ella pudiese enderezarse en el asiento, rodaban hacia St. Francisville.
Con un acto reflejo se lanzó hacia la portezuela. Rowan la atrapó por el brazo y la empujó hacia atrás, apretándola contra el asiento con dedos férreos.
¿Quieres matarte? preguntó, irritado.
¡No puedes hacer esto! dijo Katrine, entre dientes.
Ya está hecho replicó Rowan con voz tranquila.
¿ Adónde me llevas?
Katrine luchaba con una confusión tal de furia y esperanza, matizada con resabios de temor, que no sabía qué decía.
Al vapor de Nueva Orleans. Después, a cualquier lugar del mundo donde no importe que retengas a una mujer contra su voluntad.
No tengo ropa dijo, con la garganta oprimida.
Hay un baúl detrás. Delphia ocupa el pescante, con Omar.
El capitán del barco sabrá que me has secuestrado.
El tono fue tan vacilante que sintió vergüenza.
Si me obligas, te haré beber una botella de whisky entera. En ese caso, el capitán pensará que deliras.
No serías capaz respondió.
Acaso crees que te liberaré de tu promesa de amor como hiciste tú conmigo? No soy tan complaciente. Te quiero como a nadie en mi vida. Eres mi hogar, mi fuego, el hito máximo de mi travesía. En ti tengo mi Grial, mi vellocino, mi dulce redención y mi gloria dorada. Por el sosiego que me das, te busqué en innumerables mares agitados y en cien ciudades infectadas de moscas. Te deseé nada más verte y anudé mis tripas intentando controlar la cruel urgencia de entregarte la cabeza de tu esposo, reseca y sin dientes como un trofeo africano. Y si crees que voy a perderte por el escrúpulo que te ata a un muerto, entonces, no me conoces.
El alivio y la alegría brotaron de algún sitio recóndito y se esparcieron en Katrine. Dijo, pensativa:
Creo que prefiero ser... ¿cómo era?, la dulce manzana de tu alma. También tu esposa, quizá.
¿Cuándo? preguntó el hombre.
No lo sé. Como bien has dicho, casi no te conozco.
Me conocerás, por entero y para siempre. Con voz cargada de promesas, agregó : Te lo prometo.
La melodía de la declaración de Rowan recorrió las venas de Katrine, desvaneciendo dudas y disipando temores. Llegó al corazón en suave carrera, colmándolo de la dulce marca del regocijo. Aferró las solapas de la chaqueta de Rowan para acercarlo a sí. Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa que perduró en su voz, y en la superficie tersa de la boca de Rowan, cuando ella a su vez, preguntó:
¿Cuándo?
El coche los meció, arrojándolos al uno contra el otro, y el ritmo se acrecentó mientras proseguían la marcha sin obstáculos hacia St. Francisville. Rowan le acarició el rostro y la espalda. La abrazó, apretándola contra su cuerpo, y se respaldó en el rincón del asiento.
Desde ahora mismo respondió.
FIN