Publicado en
abril 08, 2010
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Barcelona • Bogotá • Buenos Aires
Caracas • México
Título original: THE LITTLE MONSTERS
Edición en lengua original:
© Roger Elwood and Vic Ghidalia - 1969
«El metrónomo», Copyright 1935, por la Popular Fiction Publishing Company; 1945, por August Derleth. «Juguemos a los venenos», Copyright 1946, por Ray Bradbury, reimpresión con permiso de Harold Matson Co., Inc. «La compañera de juego», 1947, por Arkham House, reimpresión con permiso de August Derleth, editor. «Fingida era la arboleda», Copyright 1943, por Henry Kuttner, reimpresión con permiso de Harold Matson Co., Inc. «El antimacasar», Copyright 1949, de Weird Tales, reimpresión con permiso de Leo Margules, editor. «Ropas viejas», Copyright 1917, por Alfred A. Knopf, de El valle perdido. «Cuánto temor surgió de la Galería larga», Copyright 1912, por Mills and Boon, Londres, de La habitación en la torre. «Ellos», Copyright 1938 por MacMillan, de Tráficos y Descubrimientos. «Los pequeños monstruos», Copyright 1969 de Macfadden-Bartell Corporation. Todos los derechos reservados.
© José M. Pomares - 1977
Traducción
© L. Albors - 1977
Cubierta
La presente edición es propiedad de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
1a. edición: julio, 1977
Impreso en España
Printed in Spain
ISBN 84-02-05227-4
Depósito legal: B. 25.212 - 1977
Impreso en los Talleres Gráficos de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Carretera Nacional, 152, Km 21,650 Parets del Valles - Barcelona - 1977
ÍNDICE
EL METRONOMO 4
August W. Derleth 4
JUGUEMOS A LOS VENENOS 9
Ray Bradbury 9
LA COMPAÑERA DE JUEGO 14
Cynthia Asquith 14
FINGIDA ERA LA ARBOLEDA 31
Henry Kuttner 31
EL ANTIMACASAR 58
Greye La Spina 58
ROPAS VIEJAS 68
Algernon Blackwood 68
CUANTO TEMOR SURGIÓ DE LA GALERÍA LARGA 89
E. F. Benson 89
ELLOS 98
Rudyard Kipling 98
ÍNDICE 114
Para Jonathan Frid, que retrata a Barnabás
en «Sombras oscuras» como
«el mayor monstruo de todos».
EL METRONOMO
August W. Derleth
Mientras permanecía en la cama, envuelta en aquella agradable y encubridora oscuridad, sus labios se entreabrieron ligeramente dibujando una sonrisa, única expresión de su tremendo alivio por el hecho de que el funeral hubiera terminado de una vez. Nadie había sospechado que ella y el chico no habían caído accidentalmente al río ni que ella hubiera podido salvar a su hijastro si hubiera querido.
—¡Oh! Pobre Mrs. Farewell, ¡qué terriblemente mal debe sentirse!
Podía escuchar las palabras debilitándose, cada vez más lejanas en la opresiva oscuridad de la noche.
Ya hacía tiempo que había desaparecido el fugaz remordimiento que sintió cuando, por fin, el niño se hundió; cuando desapareció bajo la superficie del agua por última vez y cuando ella misma quedó tendida y exhausta sobre la orilla. Había dejado de pensar cómo podía haber hecho aquello. Llegó incluso a convencerse a sí misma de que el banco de la orilla se sumergió accidentalmente, de que olvidó lo débil que era en aquella parte y la profundidad y la rapidez de la corriente en aquel trozo.
Su esposo se movió en la habitación contigua. El, pobre autómata, no sospechaba nada.
—Ahora sólo te tengo a ti —le dijo a ella, con la pena reflejada en las desfiguradas líneas de su rostro.
Le había sido muy difícil soportar aquellos primeros días, pero el entierro definitivo del cuerpo de Jimmy alivió y finalmente disipó las débiles dudas que la atormentaban.
Y, sin embargo, pensándolo fríamente, le resultaba difícil concebir cómo podía haberlo hecho. Fue algo impulsivo, desde luego, pero también irritación ante el niño, y odio a consecuencia del parecido con su madre. Todo eso unido fue lo que motivó su deseo. Y aquel metrónomo. A los diez años de edad, un chico ya debería haber olvidado cosas tan infantiles como un metrónomo. Si hubiera tocado el piano y lo hubiera necesitado para marcar el compás, habría sido diferente. «¿Lo habría sido?» —se preguntó a sí misma. Pero tal y como estaban las cosas... No, no, demasiado para ella. Sus nervios no lo habrían podido soportar un día más. Recordaba cuánto la había encolerizado cantándole continuamente aquella absurda cancioncilla que escuchó a Walter Damrosch durante uno de los programas infantiles del viernes, el día en que ella le ocultó el metrónomo. Se trataba de una explicación al apodo de Sinfonía Metrónomo de la Octava de Beethoven. Sus palabras, aquellas palabras absurdamente infantiles que Beethoven envió al inventor del metrónomo, se cruzaron en su mente haciendo resonar todas las recámaras de su memoria.
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo.
O algo parecido. No podía estar segura. Las palabras sonaban insistentemente en su memoria, acompañadas por la melodía del segundo movimiento de la Octava, golpeándole el cerebro sin parar, como el metrónomo: tic-tac, tic-tac. Después de todo, el metrónomo y la canción habían cristalizado sus verdaderos sentimientos hacia el hijo de la primera esposa de Farewell.
Apartó la canción de su memoria.
Después, de repente, comenzó a preguntarse dónde había guardado el metrónomo. Era un objeto bastante bonito y moderno, con una pesada base de plata y un pequeño martillo sobre una varilla de acero acanalada que se extendía hacia arriba, sobre un fondo en forma de triángulo curvo de plata. No sucumbió a su primer impulso de destruirlo porque pensó que, una vez desaparecido el chico (¿acaso no lo había visto ya muerto?), sería un bonito adorno, aun cuando hubiera pertenecido a la madre de Jimmy. Por un momento pensó en Margot. Debía sentirse contenta de que le enviara a Jimmy junto a ella... en el supuesto de que, en el otro mundo, hubiera un lugar para él. Recordó entonces que Margot fue creyente.
¿Podría haber puesto aquel trasto en una de las estanterías de su armario? Quizá. Resultaba extraño no poder recordar algo que seguía siendo uno de sus actos más importantes durante los últimos días anteriores a aquel en el que Jimmy pereció ahogado. O quizá lo había ocultado detrás de alguno de los libros de la biblioteca.
Estaba allí, echada, pensando en todo esto. Y en lo decorativo que quedaría sobre el gran piano: únicamente aquel adorno, la plata contrastando con el negro amarronado del piano.
De repente, el tic-tac del metrónomo se introdujo en su mente. Qué extraño, que sonara precisamente ahora, pensó cuando sus pensamientos se ocupaban de él. El sonido le llegaba con bastante claridad, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Pero al tratar de descubrir el lugar de donde procedía el sonido, no lo consiguió. Parecía oscilar. El sonido aumentaba, haciéndose más alto, y después se desvanecía, una y otra vez, lo que le pareció muy poco normal. Reflexionó sobre el hecho de que nunca lo había escuchado así durante todo el tiempo en que Jimmy le acosó con su metrónomo. Todos sus sentidos se agudizaron, escuchando con mayor atención.
De pronto, pensó en algo que estremeció todo su cuerpo. Por un momento contuvo la respiración y fue incapaz de moverse. ¿No había ocultado el metrónomo después de que Jimmy se lo entregara para darle cuerda? A menos que le fallara la memoria, así lo había hecho. Y, en tal caso, ahora no podía estar sonando, pues se le había acabado la cuerda y ella no se la había vuelto a dar; además, era terriblemente difícil que aquel objeto se pusiera en marcha por sí solo. Por un instante, se preguntó si no lo habría encontrado Henry, y le habría dado cuerda para gastarle una broma dejándolo en marcha en aquellos momentos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una menos cuarto. Se necesitaba tener una buena imaginación para pensar que Henry fuera capaz de gastarle una broma como aquélla. Más bien le habría colocado el objeto delante y le habría dicho: «Mira. Creí haberte oído decir que Jimmy lo había perdido, y me lo encuentro ahora en tu estantería; probablemente, él no hubiera podido llegar allí.»
Escuchó.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
¿Estaría Henry oyendo aquello?, se preguntó. Probablemente no. Siempre dormía bastante profundamente.
Tras un momento de duda, se levantó, extendió una mano para coger la linterna y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta, introdujo la mano y la linterna en el interior y escuchó. No, el metrónomo no estaba allí. Sin embargo, no pudo evitar el hacer a un lado uno o dos sombreros para asegurarse. Casi siempre ocultaba cosas allí.
Se apartó del armario y permaneció apoyada contra su puerta cerrada, con las cejas fruncidas en una expresión de enfado. ¡Dios! ¿Estaba destinada a escuchar aquel infernal tic-tac incluso después de la muerte de Jimmy? Se dirigió resueltamente hacia la puerta de su habitación.
Pero su conciencia escuchó un nuevo ruido.
Al otro lado de la puerta, alguien estaba andando hacia alguna parte, con pisadas suaves y apagadas.
Naturalmente, lo primero que hizo fue pensar en Henry, pero casi al mismo tiempo escuchó o creyó escuchar el crujido de su cama. Quiso imaginar que, por alguna razón, la doncella o la cocinera habían vuelto a casa. Pero no pudo aceptar esta absurda idea de su regreso a la una de la madrugada.
Su mano dudó ante el pomo de la puerta. El instinto le advertía: «No salgas. No cruces esa puerta.»
Abrió la puerta casi con enojo y miró hacia el vestíbulo, elevando el haz de la linterna. Allí no había nada.
«¡Qué absurdo!», pensó.
En aquel preciso instante, volvió a escuchar los pasos, ahora rápidos y lejanos. El débil sonido parecía proceder del piso inferior. El tic-tac del metrónomo se había hecho más insistente; sonaba ahora con tal fuerza que, por un momento, temió que pudiera despertar a Henry.
Y entonces llegó hasta ella un sonido que llenó su cuerpo de un terror helado... el sonido de la voz de un niño cantando, en algún lugar lejano.
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo,
Retrocedió, tropezando con la jamba de la puerta y se agarró a ella con la mano libre. Su mente estaba completamente confusa. Pero la voz se debilitó enseguida y murió, mientras el tic-tac del metrónomo se hacía más fuerte que nunca. Cuando escuchó cómo su sonido se superponía al de la voz, no pudo dejar de sentir un cierto alivio.
Se quedó allí unos momentos, recuperándose. Después apretó los dedos alrededor de la linterna y comenzó a caminar lentamente a lo largo del pasillo, muy cerca de la pared. Poco antes de llegar al descansillo de la escalera, colocó la mano alrededor del pequeño haz de luz de la linterna, de modo que no pudiera ser vista por lo que hubiese allá abajo.
Descendió las escaleras, con el recelo de que pudieran crujir y delatar su presencia.
En el vestíbulo de abajo no había nada.
Abrió suavemente la puerta de la biblioteca y el sonido del metrónomo surgió de la habitación, envolviéndola. Sus ojos no distinguieron inmediatamente lo que había más allá del umbral. Sólo después de haber penetrado en la estancia captaron sus ojos una vaga y pequeña sombra recortada contra la pared opuesta; era una cosa confusa que se movía a lo largo de la pared, mirando detrás de los muebles, en las estanterías llenas de libros, extendiendo unas manos fantasmales hacía los rincones... ¡Jimmy, buscando su metrónomo!
Se quedó inmóvil mientras su respiración parecía quedar contenida por el horror. ¡Jimmy, el difunto Jimmy, a quien ella misma había enterrado aquella mañana! Únicamente la fortaleza de su voluntad le impidió desvanecerse y perder el equilibrio.
El niño espectral se acercó. Se acercó y pasó junto a ella, buscando, fisgoneando cada uno de los lugares donde pudiera estar escondido el metrónomo. Una y otra vez, dando vueltas por la habitación.
Con gran esfuerzo, consiguió encontrar su voz.
—Márchate —murmuró con dureza—. ¡Oh, márchate!
Pero el niño no la escuchó. Continuó su búsqueda fantasmagórica, removiendo los mismos lugares donde ya había buscado tantas veces. Y el insistente tic-tac, tic-tac del metrónomo seguía sonando, como los golpes de un martillo, en aquella opresiva habitación hundida en la noche.
Su mano se apartó del haz de luz en el instante en que el niño pasaba junto a ella. Le vio el rostro, vuelto hacia ella. Sus ojos, normalmente tan amables, le lanzaban una mirada malévola, mientras la boca dibujaba una mueca petulante y enojada, con sus pequeños puños apretados. Ella se volvió frenética, estaba ansiosa por escapar de allí.
Pero la puerta no se abrió.
Después de tres intentos inútiles por abrirla, miró para ver si existía algún obstáculo que la impidiera moverse. El niño estaba a su lado, apoyando ligeramente la mano contra la puerta. Aquello era suficiente para mantenerla inamovible. Ella lo volvió a intentar. El pomo giró en su mano, como antes, pero la puerta se negó a moverse. La expresión del niño adquirió un aspecto tan maligno, que ella dejó caer la linterna en un repentino sobresalto. Retrocedió rápidamente hacia la ventana, en la pared opuesta a donde se hallaba la puerta.
Pero el niño estaba allí antes de que ella llegara.
Trató de elevar la ventana, corriendo el cerrojo con su otra mano. No se movió. Incluso antes de mirar, sintió la mano del niño sosteniendo la ventana. Allí estaba, vagamente blanco, transparente, apoyado ligeramente contra el cristal.
Echó a correr.
Sucedió lo mismo con la otra ventana de la habitación. Cuando trató de levantar la mano, dispuesta a romper el cristal, descubrió que el niño sólo tenía que permanecer ante la ventana para evitar que su mano pudiera penetrar la atmósfera que le rodeaba y llegar al cristal.
Entonces se volvió y caminó hacia la oscura esquina, detrás del piano, sollozando de terror.
Inmediatamente, el niño se situó allí. Sintió cómo emanaba de él un frío cadavérico que penetraba a través de sus delgadas ropas de noche.
—¡Márchate! ¡Márchate! —sollozó.
Sintió el rostro del niño apretándose muy cerca de ella, buscando su mirada con sus ojos acusadores, mientras extendía sus dedos fantasmales para tocarla.
Volvió a huir, lanzando un sálvate grito de terror.
Una vez más, se dirigió hacia la puerta, pero el niño estaba allí antes de que su mano pudiera tocar el pomo. Y, sin llegar a girarlo siquiera, supo que su esfuerzo era inútil. Entonces trató de encender la luz, pero la misma fuerza que le había impedido romper antes el cristal de la ventana, actuaba de nuevo contra ella.
Sintiéndose acosada buscó de nuevo la relativa seguridad de un rincón oscuro.
El niño volvió a encontrarse junto a ella, acercándose suavemente a su cuerpo, como un animal.
Echó a correr de una esquina a otra de la habitación.
Pero el niño estaba en todas partes.
De pronto, las puertas de su mente se cerraron y bloquearon toda su capacidad para razonar. Sintió un profundo y desquiciado pánico apoderándose de su cuerpo. Empezó a golpear las paredes con los puños cerrados. Descubrió entonces que su voz y sus gritos aliviaban el horror que se encerraba en su interior.
Lo último de lo que se dio cuenta fue del estirón que las manos espectrales del niño dieron a su cintura. Entonces se desmoronó; quedó acurrucada como un ovillo contra la pared. Algo lanzó un fuerte y agudo golpe contra su sien y, en el mismo instante, el frígido cuerpo fantasmagórico del niño se apretó sobre su rostro.
Henry Farewell encontró a su esposa acurrucada contra la pared, cerca del gran piano. Cerca de su cabeza estaba el metrónomo. Se dio cuenta inmediatamente de que había caído por detrás de un enorme cuadro que ahora colgaba, doblado, sobre ella. Al caer, le había dado contra la sien.
Estaba muerta.
Durante un minuto permaneció asombrado, mirando fijamente su cuerpo. Después, su bien ordenada y metódica mente de hombre de negocios, se aseguró de la certeza de sus suposiciones y finalmente llamó al juez.
Cuando éste llegó, se lo encontró en la puerta.
—Ha ocurrido un terrible accidente —dijo—. Evidentemente, estaba andando en sueños, víctima del sonambulismo, y chocó contra la pared cuando un metrónomo, ocultado por mi hijo detrás de un cuadro, poco antes de su muerte, cayó golpeándola en la sien. Está allí, muerta.
Después, Henry Farewell se sentó, pues el impacto de la muerte de su esposa empezaba a alterar incluso su serenidad, deliberadamente fría. Se retorció las manos y esperó a que el juez terminara su inspección.
Al cabo de unos minutos, el juez salió de la biblioteca, con aspecto muy serio.
—Mire aquí, Farewell —dijo—. No comprendo esto —y sin esperar a que Henry Farewell le hiciera ninguna pregunta, siguió diciendo—: Ese golpe no fue suficiente para matarla. Parece como sí hubiera sido ahogada por... sí, por unas ropas húmedas... pero no hay nada parecido por aquí. Y, por otra parte, no comprendo cómo su hijo pudo haber escondido ese metrónomo detrás de ese cuadro. Está demasiado alto para que él pudiera alcanzarlo, aunque se subiera a una silla o al piano. Y hay algo más que me extraña. Venga, por favor.
Penetraron juntos en la biblioteca.
—Mire eso —dijo el juez, señalando con su dedo extendido la línea formada por la pared y el suelo a lo largo de toda la habitación.
Había allí un gran número de pisadas que se extendían por la pared, húmedas y brillantes a la luz que iluminaba ahora la habitación.
—Como un niño pequeño con los pies húmedos —dijo Farewell, en un tono de voz que indicaba su poca predisposición a creer lo que decía—. Parece como si hubiera estado chapoteando en el agua, ¿verdad? —preguntó.
—No, no —dijo el juez, con voz tensa—. Parece más bien un niño que hubiera estado completamente empapado, ropas y todo —se arrodilló, se puso las gafas y dijo—: Mire, gotas... como las gotas de agua que caen de las ropas mojadas. Siguen la línea de las pisadas. Y mire aquí, estos extraños recorridos del camino... hacia las esquinas... detrás de las cosas. Farewell, debo decir que, francamente, no entiendo esto.
Y Henry Farewell, a quien la Naturaleza había olvidado de proporcionar un grano de imaginación, dijo:
—Yo tampoco, señor juez. Únicamente sé lo que le he dicho.
JUGUEMOS A LOS VENENOS
Ray Bradbury
—¡Te odiamos! —Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de Michael en el aula.
Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había llegado.
—¡Te odiamos!
Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió.
Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana.
Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula.
—¡Esperad! —Gritó.
Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió.
Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así es que...
El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en su vida.
—Pero ¿por qué? —Le preguntaron sus amigos.
Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco.
Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los ingresos que conseguía de escribir historias y poesía.
No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban tener... hijos.
En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard aceptó, desgraciadamente.
—A veces —dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase—, a veces creo realmente que los niños son como invasores procedentes de otra dimensión.
Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún subió más para jugar con las gafas.
—A veces —siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald Bowers y a Charlie Hencoop—, a veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego, creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas.
La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si estuvieran hipnotizados.
—Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias, vuestras desobediencias —siguió diciendo Mr. Howard—. No sois humanos. Sois... niños. En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se debe hacer.
Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa, limpia, sin una mota de polvo.
—Vivís en vuestro mundo de fantasía —dijo, frunciendo el ceño—. Bien, aquí no habrá fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan —lanzó entonces un resoplido y preguntó—: ¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros —de pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos en él—. ¡Eh! —lanzó una penetrante mirada a través de la habitación—. ¿Qué estáis murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa?
—¿Qué es nigromancia? —Preguntó una niña pequeña, levantando la mano.
—Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos?
Donald Bowers se levantó.
—No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos.
Después volvió a sentarse.
Mr. Howard elevó las cejas.
—Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras.
Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y agudo con su bastón sobre la acera.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido golpeados con el bastón sobre sus espaldas.
—¡Oh! —exclamaron.
—¿Y bien? —pidió el hombre—. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar yo?
—Jugando a los venenos —explicó William Arnold.
—¡Veneno! —exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un estudiado sarcasmo—: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega a los venenos?
De mala gana, William Arnold echó a correr.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Mr. Howard.
—Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos —dijo el chico, saltando sobre un bloque de cemento que había en la acera—. Cada vez que llegamos ante un hombre muerto, saltamos sobre él.
—¿Lo hacéis de veras? —preguntó Mr. Howard.
—Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se muere —explicó Isabel Skelton con prontitud.
—Hombres muertos, tumbas, envenenamientos —dijo burlonamente Mr. Howard—. ¿De dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto?
—¿No lo ve? —preguntó Clara Parris señalando con su regla—. En este cuadrado están los nombres de dos hombres muertos.
—¡Ridículo! —replicó Mr. Howard, mirando de soslayo—. Eso son simplemente los nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera.
Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos.
—¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! —gritaron las dos, casi al unísono.
—Sí —dijo William Arnold, mirándose los pies—. Lo son. Bueno, casi. Da igual —levantó la mirada y añadió—: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego.
Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
—Mr. Kelly y Mr. Terrill —dijo, leyéndolos—. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una docena de veces.
—No lo hiciste —dijo Isabel, de mal humor.
—Mentiras deliberadas —dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un gesto de impaciencia—. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden?
—Sí, señor —murmuraron los chicos.
—¡Hablad más alto!
—Sí, señor —replicaron de nuevo.
Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle perdido de vista antes de decir:
—Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz...
—Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos —dijo Isabel, ilusionada.
—Se ha echado a perder todo —comentó Clara, poniendo mala cara—. Me voy a casa.
—¡Estoy envenenado! —gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo como que echaba espumarajos por la boca—. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh!
—¡Oh! —exclamó Clara, enojada y echó a correr.
El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla.
—¡Deja de hacer eso!
Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las marcas de tiza.
—Sólo estaba jugando a la pata coja —dijo la niña, lloriqueando y pasándose las manos por los ojos.
—No importa. No puedes jugar aquí —declaró él; después, inclinándose sobre las marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando—: Eres una pequeña bruja. Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios, qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo!
Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr, lamentándose.
—¡Adelante, pequeña tonta! —gritó él con furia—. Ve corriendo y dile a tus pequeñas cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no!
Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron descansar.
—Otra semana como ésta —se dijo a sí mismo—, y me volveré loco de atar —se llevó una mano a su dolorida cabeza—. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer todos adultos?
Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños. El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud.
—Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme —se dijo Mr. Howard a sí mismo, bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro—. En cualquier caso, todo esto es una tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No tardaré...
Había un cráneo blanco en la ventana.
Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba. Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora...
¡Había un cráneo blanco en la ventana!
No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente del exterior.
Mr. Howard salió precipitadamente de la casa.
—¡Eh, vosotros! —explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr.
Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde.
La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las ventanillas de la nariz...
La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr. Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una araña y una carta descolorida.
—Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard —dijo muchas veces durante los años siguientes.
Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el bloque y que decían:
Mr. HOWARD - R.I.P.
—¿Quién es Mr. Howard, Billy?
—¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento.
—¿Y qué significa eso de R.I.P.?
—¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado!
—Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!
LA COMPAÑERA DE JUEGO
Cynthia Asquith
Laura Halyard se preguntó si se acostumbraría alguna vez al encanto de su nuevo hogar. Aún sentía la necesidad de restregarse los ojos cada vez que miraba aquella casa de ensueño.
Comparados con el estruendo y la luminosidad de Nueva York, la suave belleza y el verde silencio de Lichen Hall se le aparecían a la nueva dueña como un hechizo. Hacía sólo un año que, tras la desaparición de su hermano mayor, muerto sin hijos, su esposo, Claud Halyard, había heredado la propiedad. Desde su matrimonio, los negocios habían mantenido a Claud en América; así pues, Laura nunca se encontró con su pobre y paralizado cuñado. Sin embargo, pensó en él a menudo a causa de la profunda impresión que produjo en su imaginación su trágica historia: la pérdida precoz de su adorada esposa, el accidente que le convirtió en un lisiado sin esperanzas y finalmente la horrible tragedia de su única hija de diez años, muerta en el incendio que, doce años antes, destruyó un ala de Lichen Hall.
La casa había sido restaurada tan hábilmente que resultaba difícil creer que se hubiera producido aquel incendio fatal, y, al principio, su nueva dueña se sintió tan cautivada por aquella atmósfera de paz que le resultó casi imposible asociar el lugar con algo tan terrible como la muerte de aquella pobre niña. ¿Podría haber ocurrido allí algo así y tan sólo doce años antes?
Laura Halyard tenía toda la notable adaptabilidad de las mujeres de su país y, cuando se sentaba en el gran vestíbulo, con su fina y delicada belleza brillando al parpadeo del fuego de la chimenea, tenía un aspecto maravilloso, perfectamente acorde con todo lo que la rodeaba. Había invitado a tomar el té al viejo vicario, cuyos ojos debilitados parpadeaban con admiración ante la gracia y la belleza de su anfitriona. Deseaba que no llegara el momento de terminar una visita tan agradable.
—Si me permite decirlo así, lady Halyard —dijo, arrastrando de mala gana sus rígidos miembros y elevándolos de las profundidades del sillón donde había estado sentado—, es muy agradable volver a tomar aquí un chátelaine. Lichen Hall ha sido un lugar muy triste durante estos últimos doce años.
—Sí —admitió Laura—. Creo que mi pobre cuñado nunca consiguió superar la terrible tragedia de esa pobre niña.
—«Un hombre roto» es una frase que uno escucha a menudo —dijo el sacerdote—, pero, afortunadamente, en el transcurso de toda mi vida sólo he podido conocer a un hombre a quien se pudiera aplicar justamente esa frase. Ese hombre fue su cuñado. Cumplió con su deber en este lugar. Nadie lo habría hecho mejor. Pero tras la muerte de su pequeña Daphne, las deudas fueron todo lo que le quedó en el mundo. No le quedó nada más. Para mí representó un gran dolor ver unas cenizas tan grises y ser incapaz de distinguir en ellas ni siquiera una pequeña chispa. ¡Vivió tan sólo! Durante todos aquellos últimos años apenas si hubo alguien que se acercara por aquí. Sólo unos pocos y viejos amigos, pero siempre tuve la impresión de que él únicamente los sufría por consideración a sus sentimientos.
Laura emitió un murmullo de simpatía.
—Me pregunté a menudo por qué su esposo nunca vino por aquí, lady Halyard —siguió diciendo el anciano—. A pesar de los veinte años de edad que les separaban, siempre habían sido hermanos muy compenetrados. Parece extraño que no regresara ni una sola vez a su propia casa hasta que la heredó.
—Lo sé —dijo Laura—. Mi esposo estaba muy atado por los negocios, pero, a pesar de todo, se las podría haber arreglado. Le pedí a menudo que viniéramos a hacer una visita, pero él siempre creía que el año siguiente sería mejor. No sé por qué pensaba así. Desde luego, Mr. Claud, mi esposo es muy sensible. Se encoge ante las desgracias. A veces pienso que, quizá, lo que le sucedía es que era incapaz de ver por sí mismo la miseria en que se encontraba su hermano.
—Posiblemente —admitió el vicario—. Pero hubiera deseado verle por aquí. Podría haber significado un gran cambio en la situación.
Laura detectó un tenue matiz de reproche en la voz amable del anciano.
—No es que no le guste este sitio —le aseguró—. No le puedo decir cuánto significa para él.
—Lo sé, lady Halyard, lo sé. ¿Cree que no le recuerdo de cuando era un chico? Su amor por esta casa era casi motivo de chanzas entre los miembros de su familia. En cierta ocasión le puso morado un ojo a otro chico por atreverse a decir que su casa era más hermosa que ésta. Buenos tiempos aquellos en los que él y todas sus hermanas eran jóvenes.
Los pálidos ojos del anciano vicario se abrieron mucho mientras miraba tristemente hacia el pasado.
—Siempre he pensado que lo que necesita este jardín son niños. Se le desperdicia cuando no hay nadie en él. Se lo puedo asegurar; es una verdadera alegría ver a su hija pequeña rompiendo y arrancando la hierba de las terrazas.
—No le puedo decir lo feliz que Hyacinth se siente aquí —exclamó Laura—. Se pasa todo el día como si estuviera en éxtasis.
—¡Bendígala! —dijo el sacerdote—. ¡Qué maravillosa es y qué parecido tan extraordinario con...
—¿Parecido? ¿Con quién?
—Con su pobre prima... con la pobre y pequeña Daphne. Seguramente, esa semejanza habrá impresionado a su esposo, ¿verdad?
—No... no. Al menos no me lo ha dicho así, aunque quizá, de ser cierto, no me lo diría. Ni siquiera después de todos estos años puede soportar el hablar de su sobrina. Nunca menciona el nombre de Daphne.
—Sé que le causó una terrible impresión —admitió el vicario—. Se sentía tan orgulloso de ella. Recuerdo que siempre estaba jugando con ella. Pero en realidad, la queríamos todos. Sí, existía una verdadera fascinación alrededor de la pequeña Daphne.
—¿Y era realmente como nuestra Hyacinth?
—¡Vaya si lo era! —exclamó el sacerdote—. ¡Es el parecido más asombroso que he visto! Le aseguro que la primera vez me dejó muy asombrado, cuando la vi observándome a través de unos arbustos. Sí, el verla me hizo volver doce años atrás. Ahora tiene diez años, ¿verdad?
Laura asintió.
—¿Lo ve? La pobre Daphne tenía exactamente la misma edad la última vez que la vi... el día antes de... sí, sí, aún la puedo ver... el mismo pelo rubio rodeando la palidez de su cara, los ojos grandes y la misma mirada de enojo... algo extraordinariamente vivaz.
—¿De veras? —dijo Laura.
Su voz tembló y el vestíbulo se nubló ante sus ojos, perturbada su visión por unas lágrimas.
—Sí, un parecido realmente extraordinario —siguió diciendo el anciano—. Las voces también eran muy similares. Y su Hyacinth parece tener la misma pasión por el juego. Nunca vi a un ser con tal capacidad como Daphne para llenar el día. Siempre parecía desear poner más diversión de la que podía en cada hora. Era casi como si supiera de antemano que no tenía tiempo que perder. ¿Recuerda usted el pasaje de Maeterlinck sobre aquellos a quienes él llama Les Avertis?
—Sí, lo recuerdo —la voz de Laura era pesada.
—Bien, bien, me tengo que marchar ahora. Gracias, querida señora, por la tarde tan agradable. Dé mis más queridos recuerdos a Daph... quiero decir a Hyacinth.
—Buenas tardes, Mr. Claud. Vuelva pronto —dijo Laura, aunque de una forma bastante mecánica.
Volviéndose hacia el fuego, removió uno de los grandes troncos con el pie, y después removió las ascuas con el atizador, hasta que estallaron en llamas. Se sintió cansada y con frío. Cuando el sacerdote volvió a entrar en la habitación, se le quedó mirando, asombrada. El pidió disculpas por haberse olvidado los guantes.
—¡Oh! ¿De qué color son? —preguntó Laura con un aire ausente, como si en el vestíbulo pudiera existir una gran variedad de pares de guantes—. Espere un momento, Mr. Claud —dijo, cuando el vicario hubo encontrado sus guantes—. Había algo que deseaba preguntarle. ¿Qué aspecto cree usted que tiene mi esposo?
—Bueno, lady Halyard. Siempre fue un tipo magnífico. Sí, creo que tiene un aspecto bastante bueno. Pero, ya que me lo pregunta, lo único que le he notado es una expresión especialmente tensa en los ojos, más bien, como si estuviera haciendo siempre un gran esfuerzo mental... como si estuviera tratando de recordar algo.
—¿Tratando de recordar algo?
—Sí. No cabe la menor duda de que eso es a consecuencia de lo mucho que trabaja en el despacho. Me siento muy contento de no verle allí. De algún modo, no puedo imaginarme a ningún Halyard en un despacho. ¡Oh, sí! Claud siempre estuvo hecho para la vida en el campo. Buenas noches, lady Halyard, buenas noches.
Una vez sola, Laura se acurrucó junto al fuego de la chimenea. ¿Claud hecho para la vida en el campo? Sí, así lo había pensado siempre. En América parecía un exiliado añorando siempre su país natal. Y, sin embargo, ahora que se encontraban en su querido hogar, el cual había demostrado ser mucho más maravilloso de lo que sus propias alabanzas le habían hecho esperar, ¿qué andaba mal? En su creciente desilusión, no tuvo más remedio que admitir que el ánimo de su esposo —siempre inconstante— era ahora mucho más bajo de lo que solía ser. Parecía estar abrumado por una atmósfera sofocante. Y, además, estaba aquella mirada tensa que el vicario ya había notado. Otras personas también lo habían comentado. ¿Cuál podría ser la causa ahora, cuando el presente y el futuro parecían tan favorables? ¿Preocupaciones por los negocios?, se preguntó Laura, casi con la esperanza de hallar allí la respuesta. ¡No! ¿Qué preocupaciones de negocios podría tener? El se lo contaba todo. ¿Acaso ahora no lo hacía?, se preguntó Laura, echándose a reír casi en voz alta. Este mismo día se había vuelto a encontrar con aquella terrible frase. La heroína de una mala novela que estaba leyendo, una mujer que no sabía nada con respecto a su esposo, había afirmado confidencialmente: «El me lo cuenta todo.» ¿Cómo puede un ser humano contárselo todo a otro?
Sin duda alguna, Claud tenía algo en mente. Desde que llegaron a casa, ella se dio cuenta de la existencia de una barrera cada vez más gruesa entre ellos. Tiempo atrás, si se le planteaba la cuestión admitía a menudo encontrarse un poco deprimido. Ahora, en cambio, parecía tomarse mal cualquier pregunta sobre su salud o su estado de ánimo. Si ella le preguntaba:
—¿Ocurre algo?
—¿Algo? —contestaba él, casi con enojo—. No, no ocurre nada. Y no inventes cosas.
Laura no permaneció sola con sus reflexiones durante mucho tiempo. Alto, y con buen aspecto, su esposo entró en la habitación, con su hija Hyacinth sentada sobre sus hombros. Sus mechones de pelo rubio brillaban sobre el pelo moreno de él.
Los tres se sentaron alrededor del fuego. Con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en una rodilla, y los ojos mirando fijamente hacia las llamas, Hyacinth aparentaba escuchar el Ivanhoe, que su padre le estaba leyendo. En cuanto terminó el capítulo, saltó sobre las puntas de sus zapatos moviéndose como una llama liberada.
—¿Puedo marcharme ahora? —preguntó ansiosamente.
Impresionado de nuevo por su deslumbrante hermosura, su padre la miró amorosamente. ¡Aquella vitalidad incontenible! ¿Quizá no tenía compañeros de juego de su misma edad?
—¿Te sientes sola, pequeña hada? —preguntó cariñosamente.
—¡Sola! ¡Oh, no! Nunca estoy sola aquí, ¡nunca! ¡Y menos aquí! —había un acento de júbilo en la risa feliz de la niña—. ¡Tengo que marcharme ahora! —dijo excitada.
Tras deslizarse de entre los brazos de su padre, subió por la oscura escalera de dos tramos y, haciendo un saludo con la mano, desapareció de la vista de sus padres. Mucho después de que hubiera doblado la esquina, que la ocultó de la vista de sus padres aún pudieron éstos escuchar sus pasos rápidos y ligeros y su voz vibrante:
—Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres.
—Cómo se adapta la voz de Hyacinth a su rostro, ¿verdad, Claud? —preguntó Laura—. Eso no les sucede a muchas personas. La de ella tiene ese tono penetrante propio de la juventud alegre. Es como el agua fría, o como la sensación de morder una manzana.
Claud se levantó para colocar otro leño en la chimenea.
—Laura, ¿qué quiere dar a entender Hyacinth cuando dice que nunca está sola aquí?
—No lo sé, Claud. Pero, ahora que lo preguntas, ¿no has notado lo diferente que es desde que llegamos? ¿Recuerdas lo apática que era a veces? Solía preocuparse por eso, y pensaba que quizá tendría que contratar a algún niño inteligente para que le hiciera compañía. Pero ahora, se siente muy feliz durante todo el día. Si quieres que te diga la verdad, no puedo evitar el echar de menos su estado de ánimo habitual... o al menos su dependencia de mí. Solía necesitarme mucho. ¿No recuerdas cómo siempre me estaba pidiendo que le contara historias?
—¿Te lo pide ahora? —preguntó Claud.
—No; ahora, apenas si puedo convencerla para que se quede un rato conmigo. Siempre está tratando de marcharse, como si tuviera algo mejor que hacer. La veo muy poco, a excepción de sus talones y de su cogote. ¡Se muestra tan extrañamente autosuficiente! Entre nosotros, Claud, creo que es casi inquietantemente feliz.
—¿Inquietantemente feliz? ¿Qué quieres decir, Laura?
—Bueno... quiero decir... ¿no es extraño? En realidad, no sé muy bien cómo expresarlo con palabras, pero es... es como si dispusiera de algún recurso desconocido por nosotros. Parece estar siempre tan ocupada. Sí, eso es... ocupada. Parece bastante tonto, pero es como si, estando consigo misma, no estuviera sola del todo. Últimamente ha desarrollado una nueva forma de sonreír, una sonrisa como de soslayo, y la aparición o desaparición de esa sonrisa no tiene nada que ver con lo que la gente dice o hace. ¿No te has dado cuenta...? ¿Recuerdas lo que esa fantasmal amiga mía decía sobre Hyacinth?
—No, no lo recuerdo —contestó Claud—. Por lo poco que sé de ella, estoy seguro de que será algo absurdo.
—Ella decía: «He aquí a una niña que verá cosas.» Su «actitud de decaimiento» no es lo bastante grande como para «encerrarla en sí misma». Decía que tenía lo que ella llamaba «ojos escrutadores», y los párpados más transparentes que jamás había visto. En aquel tiempo pensé que no tenía ningún sentido, pero ahora, Claud, me pregunto a veces si no habrá algo de cierto en ello. Este viejo lugar...
—¡Oh, Dios! Por el amor del cielo, no empieces con esas tonterías de los espíritus.
Sorprendida por el tono de irritación en la voz de su esposo, Laura se echó a reír.
—Querido, sé que piensas que ningún americano puede acercarse a ninguna casa antigua de Inglaterra sin llenarla de fantasmas, pero te aseguro que no he sentido nada siniestro aquí. Al contrario, soy consciente de que hay algo que es feliz, alegre... no sé muy bien cómo llamarlo, pero parece existir una especie de vitalidad en la atmósfera de esta casa... especialmente arriba y, sobre todo, en esa habitación que Hyacinth insistió en ocupar como habitación de juego. Me refiero a la habitación de la antigua niñera.
—No hubiera querido que utilizara esa habitación —dijo Claud de mal humor.
—Lo sé, querido, lo sé —contestó su esposa, turbada por el tono de su voz—. Pero ella insistió.
¡Pobre Claud! ¡Qué dolorosamente sensible era! Desde luego, aquella habitación fue la que su pequeña sobrina Daphne utilizó para sus juegos. Lo más probable es que estuviera retozando en ella poco antes de la tragedia. Laura se lo reprochó a sí misma. No debía haber permitido nunca que Hyacinth se apropiara de aquella habitación. Estas asociaciones de ideas eran demasiado fuertes para Claud. Debería haber recordado cómo se recogía sobre sí mismo ante cualquier cosa que le recordara a aquella pobre niña. Laura se estremeció ante el pensamiento de su horrorosa muerte. Diez años de edad. ¡La misma edad que Hyacinth!
—Te prometo que no hay nada... siniestro en esa habitación —repitió Laura—. Pero... por favor, no pienses que soy una tonta... siento en ella una atmósfera feliz y juvenil. Cada vez que estoy sentada allí, surgen del pasado recuerdos de mi propia niñez que me envuelven. Siento entonces cómo los años se van deslizando, alejándose de mí —se echó a reír—. No creas que estoy loca, pero a veces siento unos curiosos impulsos de ponerme a jugar... a bailar... a saltar. Los dedos de mis pies empiezan a moverse. Sí, es como si existiera una especie de invitación al juego en esa habitación. Pensarás que es demasiado absurdo, pero es como si esperara ver aparecer a alguien con quien poder jugar. Y, sin embargo, sé durante todo el tiempo que Hyacinth está en la cama, durmiendo. A veces, también siento deseos de montarme en el viejo caballo de cartón y dar una buena galopada. Lo haría, si no tuviera miedo a ser descubierta por una de esas agrias criadas. En cierta ocasión, podría haber jurado que escuché unos pasos ligeros y apagados, y una especie de risa suave, ¡Imaginaciones, claro! Y, sin embargo, supongo que generaciones y generaciones de niños han jugado en esa habitación, ¿verdad?
—Sí —contestó Claud.
El tono de su voz era lúgubre. Tras contestar, levantó el Times y lo mantuvo como un muro de separación entre él y su esposa, para evitar cualquier otro tipo de confidencias. Consciente de haberle irritado, Laura se marchó para decirle a Hyacinth que era hora de irse a la cama. Tardó media hora en encontrarla. Estaba en el henil y le resultó muy difícil engatusarla para que entrara en casa. Finalmente se la entregó a Bessy, la doncella. En el momento en que regresó al salón, su esposo se levantó y se dirigió a las habitaciones de arriba para desearle las buenas noches a Hyacinth.
—Me temo que no encontrarás en la cama a esa pequeña casquivana —le dijo—. Me ha costado mucho trabajo hacerla entrar en casa. Todas las noches sucede lo mismo. Por muy tarde que la deje, siempre protesta diciendo que apenas si ha tenido tiempo para jugar.
—¿Que no tiene tiempo suficiente para jugar? —preguntó Claud—. No será ella quien dice eso, ¿verdad? ¿No será Hyacinth?
—Sí, lo dice ella, ¿por qué no habría de decirlo? —preguntó Laura, extrañada por la vehemencia de su esposo.
Pero Claud se marchó del salón sin contestarle. Durante la cena, le preguntó por qué se había extrañado tanto ante las palabras de Hyacinth. El contestó que no tenía ni idea de a lo que se estaba refiriendo, y que no podía recordar las palabras dichas por Hyacinth. Tenía que ser una de sus «tontas suposiciones».
Extrañada y dolorida, Laura abandonó la cuestión. Claud no tenía buen aspecto y ahora se le notaba mucho aquella expresión tensa. ¿Con qué palabras lo había descrito el vicario? ¡Ah, sí! «Como si estuviera tratando de recordar algo.» No, no creía que fuera eso lo que sugerían aquellos ojos grises y cavernosos de Claud. Pero cuando trató de definirlo para sí misma, se sintió completamente desconcertada.
Unos pocos días después, los Halyard se paseaban por el jardín. Soplaba un viento fuerte, los árboles estaban desnudos, y las hojas crujientes, del color del pelo de Hyacinth, alfombraban el camino a sus pies. Como siempre, sus pensamientos se volvieron hacia su adorada hija.
—Creo que Hyacinth tenía un color muy pálido durante el almuerzo —dijo Claud.
—Sí —contestó su esposa—. Está comportándose como una niña traviesa. Anoche salió.
—¿Salió?
—Sí. Bessy descubrió esta mañana que sus zapatos y calcetines estaban empapados, y el pequeño diablillo confesó que había salido de casa mucho después de que nosotros estuviéramos acostados. ¡Figúrate el frío que debía hacer! No me quiso decir por qué salió, y cuando le pedí que me prometiera no volverlo a hacer, estalló en sollozos.
—¡Pequeña hada! —exclamó Claud, echándose a reír—. Aún piensa que dormir es desperdiciar el tiempo. Me pregunto si... ¡Por el cielo! Laura, mírala ahora. ¿Qué está haciendo? ¡Nunca he visto a una niña correr tan deprisa!
Hyacinth, con el rostro salvajemente contraído, pasó junto a ellos, corriendo a toda velocidad sobre sus largas y delgadas piernas. Su velocidad, sorprendente para su edad, no disminuyó hasta que, extendiendo los brazos para tocarla, llegó junto a una acacia, a cuyos pies se dejó caer después, resollando y riendo.
Sus padres se le acercaron.
—¡Bien hecho, Hyacinth! ¡Has corrido muy rápida!
—¡Casi he ganado esta vez! —balbució la excitada niña, brillándole los ojos verdes—. ¡Oh casi, casi!
—¡Casi has ganado! ¿Qué quieres decir con eso de que «casi has ganado»? ¿Acaso enfrentabas una pierna con la otra?
Hyacinth enrojeció, sonrió nerviosamente, se puso en pie y echó a correr de nuevo. Instantes después se perdía de vista por detrás del gran tejo.
—¡Qué niña más curiosa! —exclamó su madre con una sonrisa algo intranquila—. Siempre está corriendo, como si tuviera que acudir a alguna cita en alguna parte. Ahora no parece necesitarme nunca. ¿Recuerdas lo extraordinario que le parecía poder dormir conmigo? Ahora ya no quiere. Ya sabes, Claud, parece ridículo, pero a veces, cuando entro en su habitación, me siento como si estuviera... interrumpiendo algo... como una intrusa.
Mientras hablaba, Laura sintió un ligero estremecimiento. Sus propias palabras parecían cristalizar unos vagos recelos de los que apenas si se había dado cuenta ella misma.
—¿Interrumpiendo? —preguntó Claud—. ¿Interrumpiendo qué?
—No lo sé —contestó ella desesperada. Después, suspirando, se volvió hacia la casa.
Claud silbó, llamando a sus perros y disponiéndose a dar un largo paseo.
Aquella noche, Laura fue a ver a Hyacinth en la cama.
—Querida —dijo mimosamente—, ¿no quieres venir a dormir esta noche con mamá? Mañana por la mañana tomaremos el té y jugaremos encima de mi almohada grande.
Sobre el rostro dulce pero serio de la niña se extendió una expresión de ansiedad.
—Gracias, mamá —contestó con astucia, pero añadió decidida—: De todos modos, me siento muy bien en mi querida habitación. Me gusta mucho y creo que no me gustaría dejarla.
Un intenso alivio traslucieron sus brillantes ojos cuando, mostrándose silenciosamente de acuerdo, su madre la besó y le deseó las buenas noches.
—Eres muy buena y dulce, mamá —dijo ella. Se removió un poco y volvió su rostro radiante hacia la ventana.
Era ya muy tarde cuando, después de cenar, Laura se reunió con su esposo. La gran ventana salediza del salón no tenía cortinas y la luz de la luna penetraba por ella, mezclando sus tenues rayos verdes con el brillo rojizo del gran fuego ante el que estaba sentado Claud, con un libro cerrado sobre las rodillas.
—¿Dónde has estado todo este tiempo, Laura? —le preguntó, escudriñando su rostro—. Espero que Hyacinth no haya cometido otra de sus travesuras.
—No —contestó Laura con rapidez—. Esta vez la travesura la he hecho yo misma.
—¿Qué quieres decir?
—Me he comportado de una forma que tú llamarías tonta. ¿Recuerdas que te comenté algo sobre esas curiosas sensaciones que tenía cuando me encontraba en la habitación de juego? Bueno, pues inmediatamente después de dejarte tomando el café, tuve la necesidad de ir allí. No pongas mala cara, Claud, no lo pude evitar. Simplemente tenía que ir. Fueron mis pies los que me llevaron hasta allí. Bueno, pues mientras caminaba por el largo pasillo, escuché un sonido débil... como si algo estuviera rodando. Abrí la puerta y... ¿qué crees que vi? El caballo de cartón se balanceaba de un lado a otro…, galopando furiosamente... ¡sin jinete!
—Bueno —dijo Claud—, no cabe la menor duda de que Hyacinth te escuchó llegar y, sabiendo que debía estar en la cama, saltó del caballo y salió corriendo por la otra puerta.
—¡Eso es lo que pensé!... ¡Eso era lo que esperaba! Pero me dirigí rápidamente a su habitación y la encontré casi dormida.
—Entonces, ha tenido que ser una de las doncellas.
—No, no había ninguna por allí. Estaban todas cenando. Cuando regresé a la habitación de juego, el balanceo del caballo disminuía poco a poco. Me quedé observándolo y no tardó en quedarse quieto.
—¿De veras? ¡Me sorprendes! —se burló Claud.
—Lo más curioso de todo —siguió diciendo Laura con solemnidad—, fue que mientras el caballo galopaba furiosamente, los estribos vacíos no oscilaban. Estaban bastante tirantes... extendidos hacia adelante... como si...
—¿Adónde vas a parar, Laura? —preguntó Claud de repente, con enojo— ¿Qué has estado leyendo últimamente? ¿Qué has estado comiendo? ¡Un caballo galopando solo! ¡Querrás decir una pesadilla! Ni siquiera sabía que Hyacinth tuviera un caballo de esa clase. ¿Quién se lo regaló?
—Nadie. Lo encontramos aquí. Era de Daphne. Seguramente tienes que recordarlo. Con unas narices de color rojo, y una cola algo menos roja. Pero, Claud, ¿quieres decir... no has estado nunca en la habitación de juego desde que vinimos?
—No.
—¡Qué extraordinario!
—¿Y por qué iba a ir?
La voz de Claud era feroz y miraba fijamente a su esposa.
—¡Tranquilo, tranquilo! —dijo Laura con cierto nerviosismo, asombrada por la expresión de su rostro.
Por un instante, la había mirado como si la odiara. ¡Claud! Su marido, siempre tan amable y cortés, cuya devoción por ella era tan palpable.
—¡Oh! Me he olvidado las gafas —dijo, sintiéndose confundida—. Iré arriba a cogerlas. No tardo ni dos minutos.
Con esta débil excusa, volvió a subir arriba, dejando a su esposo de mal humor, con la vista fija en las gafas que ella misma había dejado ostensiblemente sobre la mesa.
Regresó cinco minutos después. Al verla, Claud se dio cuenta de que, a pesar de haberse ruborizado, estaba muy pálida.
—¿Qué pasa ahora ahí arriba?
Volviéndole la espalda, Laura permaneció de cara al fuego de la chimenea. Habló con rapidez, en un tono de voz muy bajo, como si temiera escuchar sus propias palabras.
—Al acercarme a la habitación de juego, escuché el gramófono. También creí oír el arrastrarse de unos pies bailando. Pero al abrir la puerta, no vi a nadie en la habitación. No me creerás, Claud, pero no había nadie en la habitación. ¡Nadie! Y, sin embargo, alguien acababa de poner un disco. Su título era Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres. Antes de encontrar el interruptor de la luz, tuve la sensación de que algo me rozaba muy ligeramente. Pero casi antes de que me diera cuenta de ello, se había marchado. ¡Oh, con tanta rapidez...! Fue como un ligero soplo de aire. Para asegurarme, me dirigí a las habitaciones de todas las doncellas, pensando que alguna de ellas podía haber puesto en marcha el gramófono... pero todas se habían acostado ya. Entonces, me dirigí a la habitación de Hyacinth. Tuve mucho cuidado para no despertarla en caso de que estuviera dormida, y me la encontré... sí, profundamente dormida. Pero mientras la miraba, escuché unos golpecitos en la ventana. Podría haber sido una rama. En cualquier caso, aquello la despertó. Saltó de la cama en un segundo, completamente despierta y con tal expresión de alegría y regocijo en su pequeño rostro... Entonces, me vio y pareció asustarse y entristecerse... sí, muy apenada por haberme visto. ¡Oh, Claud! ¡No pude soportar la mirada de su rostro cuando me vio!
Las últimas palabras de Laura surgieron de ella como un grito y, como sí estuviera invocando contra no se sabía qué, se volvió hacia Claud con los brazos extendidos.
—¡Condenación! —exclamó él, poniéndose en píe de un salto—. ¡Ya no puedo soportar más esto! Mira, Laura, querida, mañana mismo nos marcharemos de aquí. Es evidente que necesitas un cambio. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo. Después de todo, no estás acostumbrada a permanecer siempre en un mismo lugar, como un árbol. Además, será muy divertido llevar a Hyacinth a Londres, ¿no crees? Laura, querida, dime que apruebas el plan.
—Claro que me gustaría —murmuró Laura, refugiándose entre sus brazos.
En la alegría de sentirse envuelta en su ternura, y de volver a estar en el nido de amor en el que se había sentido tan segura hasta hace tan poco, cualquier proposición le habría parecido bien.
Siempre y cuando él continuara mirándola con aquella expresión tan apasionada en sus ojos, ¿qué importaba adónde fueran? Y, sin embargo, aún percibiendo la intensidad de su alivio, Laura se daba cuenta de la ironía en el deseo de su esposo: deseaba abandonar la casa que siempre había descrito casi como un paraíso terrenal.
Se decidió que se marcharían al día siguiente, pero, al llegar la mañana, no pudieron llevar a cabo su propósito. Hyacinth se había torcido el tobillo y era incapaz de posar el pie en el suelo. Una vez enterada de la noticia, Laura acudió presurosa a la habitación de su hija. La encontró sentada en la cama. Tenía el rostro ligeramente ruborizado y parecía un poco atemorizada.
—¡Pobre pequeña! Eso sí que es un contratiempo. ¿Cuándo ocurrió?
—Lo siento, mamá —Hyacinth habló con precipitación y nerviosismo—. Pero me temo que he vuelto a ser una niña traviesa. No te enfades mucho conmigo, pero la pasada noche volví a salir y...
—¿Saliste otra vez? ¡Oh, Hyacinth, querida! Me prometiste que no lo harías.
—Lo siento, mamá, pero es que era una noche tan maravillosa... tan clara a la luz de la luna. Me hizo olvidar que no debía hacerlo y simplemente no pude decir que no.
—Cuanto antes aprendas a decirte «no» a ti misma, tanto mejor. Ahora ya no podré confiar más en ti. Te has hecho daño, así que no te castigaré, pero no debes volver a hacer una cosa así, nunca más. De todos modos, ¿qué te ocurrió? ¿Cómo te hiciste daño tú misma?
—Me caí.
—¿Cómo? ¿Estabas corriendo?
—No —contestó Hyacinth con recelo—. Estaba subiéndome a un árbol.
—¿Subiendo a un árbol? ¡Por el amor de Dios! Te podrías haber roto la pierna y quedarte allí toda la noche. ¿Qué árbol fue?
—El olmo grande. Ese en el que papá se hizo una casa cuando era pequeño. Se rompió una rama...
—Bueno, has recibido lo que las niñeras llaman «un castigo de Dios». Así es que no te voy a decir nada más. Y ahora, quédate quieta hasta que venga el médico.
Después de que el médico vendara el tobillo de Hyacinth, su madre fue a echarle un vistazo al olmo. Quedó aterrada al comprobar la altura a la que se encontraba la rama rota. Casi parecía un milagro el que la niña no se hubiera hecho más daño.
Regresó a la casa para interrogarla.
—¿No me irás a decir que te caíste desde donde se rompió esa rama, casi en la cima del árbol?
—Sí, pero, ¿sabes?, al caer me golpeé con tantas ramas que, en realidad, sólo sentí el último golpe.
—No tenía la menor idea de que pudieras subir tan alto. Seguramente no habrás podido subir tanto sin ayuda.
—¡Oh, sí, lo hice! —gritó Hyacinth, en tono triunfante—. Y ella aún se subió más arriba, pero, claro, eso es porque sus piernas son un poco más largas que las mías.
—¿Ella? ¿Quién es «ella»?
Las mejillas de Hyacinth enrojecieron. Ocultando su rostro, echó los brazos alrededor del cuello de su madre. Después, la miró furtivamente y, echando un rápido vistazo por la habitación, se llevó el dedo índice a los labios.
—No se lo digas a papá. ¡Oh, mamá!, por favor, no se lo digas —rogó en un tono de voz sobresaltado y anhelante.
No quiso decir una sola palabra más. Después de aquel instante en el que descubrió un poco su secreto, todo su ser se encogió en el silencio. Al principio, su madre trató de sonsacarle una explicación, pero, alarmada por la excitación de su rostro teñido de rubor, controló la temperatura de la niña.
Laura no dijo nada a su esposo sobre el extraño desliz de Hyacinth.
«¿Ella subió aún más arriba?» ¿Cómo le podía decir una cosa así? Temía que su esposo volviera a dirigirse a ella de aquel modo insólito y agresivo tan impropio de él.
Después de todo, una caída como aquélla debió suponer una conmoción considerable para su hija. Sin duda alguna, la niña no supo lo que estaba diciendo.
Al día siguiente, Hyacinth parecía sentirse mejor y Laura emprendió un nuevo intento para sonsacarle algo sobre el accidente. Pero en cuanto hizo la primera pregunta, la boca de la niña dibujó una línea delgada y dura, y en sus ojos apareció una expresión que reflejaba un deseo de querer levantar un muro entre ella y su madre.
Durante los días siguientes, la niña se mostró afectiva, pero, de algún modo, recelosa, y Laura se sintió extrañamente alejada de ella. Cada vez que hablaba con alguien, suspiraba por un cambio de escenario, mostrando su desilusión por el forzado retraso. En cuanto a Claud, aunque su actitud parecía ser ahora de una amabilidad más estable, también se sentía cada vez más deprimido. Laura estaba decidida a marcharse de allí a la primera oportunidad, pero, desgraciadamente, la herida de Hyacinth demostró ser mucho más seria de lo que había supuesto, y su tobillo tardó mucho tiempo en recuperarse.
Ningún niño obligado a permanecer en cama dio nunca menos problemas. De hecho, parecía sentirse casi contenta, aunque de un modo muy poco espontáneo. Mientras su madre le leía algo en voz alta toda ella era amabilidad. Pero su actitud era bien la de quien está haciendo una concesión necesaria y espera con toda la paciencia que pueda reunir.
En cuanto se cerraba el libro, su contento era evidente. Y cuando su madre se volvía, dispuesta a dejar la habitación, ella le saludaba agradecida con la mano, mientras le dirigía una mirada de alivio y una suspendida sonrisa de feliz expectación, al mismo tiempo que se incorporaba ligeramente sobre las almohadas. Aunque Laura trataba de no pensar en la impresión que la conducta de Hyacinth provocaba en ella, no podía conseguirlo del todo. En cierta ocasión, y abandonando su habitual autocontrol, preguntó, casi gritando:
—¿Qué te pasa, Hyacinth? ¿Por qué siempre estás esperando... esperando a que me vaya?
Sobre el sensible rostro de la niña apareció una mirada de temor.
—¿Esperando? ¿Qué quieres decir, mamá? ¿Por qué crees que estoy esperando a que te marches?
Después, en un intento poco hábil por soslayar el tema, comenzó a hablar de cosas sin importancia... los gatitos pequeños de la gata, el nuevo jardinero, el pony que había coceado al mozo de caballos... cualquier cosa que le venía a la cabeza. Notándose el corazón pesado y con una sensación de estar viviendo una situación absurda, Laura consintió en mantener la conversación con la niña cuyas confidencias había poseído por completo con anterioridad.
Aunque Hyacinth estaba llena de extraños deseos, lo que a su madre le pareció más extraño fue su insistencia en que le trajeran a su habitación el caballo de cartón.
—Pero, querida, ocupará mucho espacio. ¿Y de qué te va a servir si no lo puedes montar?
Pero el rostro pálido de Hyacinth mostró un gesto de obstinación.
—Lo quiero. Lo necesito —fue todo lo que pudo decir.
Así pues, el viejo y estropeado caballo de cartón fue transportado a lo largo del pasillo y quedó con sus patas delanteras elevadas e inmóviles a los pies de la cama de la niña.
Aquella noche, cuando Laura entró en la habitación. Hyacinth le lanzó una perceptible mirada de sobresalto y, volviéndose hacia su madre con una inquietud evidente, preguntó en tono quejoso:
—Mamá, ¿no soy ya lo bastante mayor como para que las personas llamen a la puerta antes de entrar en mi habitación? Tú siempre me dices que debo llamar a la puerta antes de entrar en tu habitación.
Extrañada y dolida al mismo tiempo, Laura miró a su hija, normalmente amable, dándose cuenta de que su preocupada mirada estaba posada sobre el caballo de cartón. Al mirar ella misma hacia allí, sus propios ojos se quedaron clavados en el juguete. ¿Eran ilusiones suyas, o estaba realmente balanceándose de forma ligera, casi imperceptible?
—¿Te has levantado de la cama, Hyacinth?
—¡Oh, no, mamá! ¿Por qué?
—Pensé que habías vuelto a ser traviesa y te habías subido al caballo. Al llegar, creí que se estaba moviendo un poco, como si hubiera estado balanceándose antes y no hubiera tenido tiempo para detenerse del todo. Pero, desde luego, tiene que haber sido mi imaginación.
Con una impaciencia que no deseaba demostrar, Hyacinth preguntó:
—¿Me vas a leer ahora algo, mamá?
—Sí, querida. Pero antes de empezar tengo que darte unas buenas noticias. El médico dice que te podrás levantar dentro de una semana, y al día siguiente te llevaremos a Londres.
—¿Llevarme a Londres?
La voz de Hyacinth parecía desmayada.
—Sí, querida. ¿No crees que será divertido?
Hyacinth estalló entonces en sollozos.
—¡Oh, no, mamá! ¡No, no, no! Por favor, no me saquéis de aquí. ¡No puedo marcharme! ¡No sería justo!
—¿Qué quieres decir con todo eso, niña? Pasarás una temporada muy bonita en Londres. Iremos al zoológico y al establecimiento de madame Tussaud y tomaremos helados de vainilla en el establecimiento de Gunther. Disfrutaremos de todas las diversiones que solía contarte en Nueva York.
Los ojos de Hyacinth estaban hinchados por las lágrimas.
—¡Oh, por favor, mamá! —imploró—. No me apartes de aquí.
—Pero, querida, me agrada que te guste este sitio, pero no podrás permanecer aquí para siempre. Después será mucho más divertido regresar —Laura trató de suavizar la tensión de la niña—. Al fin y al cabo, patito, nuestro hogar no se va a mover de aquí por el hecho de que lo dejemos durante una temporada. Cuando volvamos, todo estará exactamente igual.
—No lo sé, mamá —dijo Hyacinth, entre sollozos—. Eso nunca se sabe. Tengo miedo de marcharme. Además, no sería justo.
—¿No sería justo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Laura, ya completamente fuera de sí.
—¡Oh! ¡No lo sé, mamá! Pero me siento tan feliz aquí. ¿Puedo quedarme? ¡Por favor, por favor, por favor!
Viendo a Hyacinth tan sobreexcitada, Laura dijo con firmeza:
—Ahora no sigamos hablando más del asunto.
Después empezó a leer en voz alta, para unos oídos que se negaban a escucharla.
Al día siguiente, Hyacinth parecía estar mucho más tranquila. Laura le dijo que su partida estaba prácticamente arreglada, y la niña hizo un evidente esfuerzo por aceptar lo inevitable con toda la paciencia posible, pero tenía un aspecto pálido y tenso y su actitud era mucho más melancólica de lo normal.
—Parece como si estuviera tratando de reconciliarse —explicó Laura a su esposo.
—¿Tratando de reconciliarse? ¡Qué frase más absurda! —exclamó él, riendo—. ¡Qué ideas tienes sobre esa niña!
—No tengo ninguna idea sobre ella —dijo Laura, asombrada ante la vehemencia de su propia voz.
Laura se pasó la mayor parte de la Nochebuena decorando un pequeño árbol para Hyacinth. Cuando, todo lleno de relucientes oropeles, nueces doradas y brillantes adornos, lo llevó a la habitación de Hyacinth, la niña aplaudió encantada. Laura dejó el árbol sobre la mesa, diciéndole que venía en seguida a encender las velas.
Al regresar, quedó sorprendida al encontrar la habitación suavemente iluminada por la trémula luz de las pequeñas velas. Hyacinth parecía dormida, pero se sentó en la cama en cuanto se abrió la puerta. Al suponer que la niña había persuadido a Bessy, la doncella, para que le encendiera las velas, Laura se limitó a decir:
—Bueno, después de todo lo que me ha costado, creo que al menos podrías haberme esperado. No importa. Y ahora vamos a poner los pequeños regalos.
Sintiéndose avergonzada, Hyacinth señaló las figuras coloreadas de dos docenas de pequeños objetos. Su cama estaba cubierta de gorros de papel, pequeñas trompetillas y silbatos.
—Lo siento, mamá, no pude esperar —murmuró—. Me gustan tanto las velas. Las llamas son muy divertidas, ¿verdad? ¿Puedo quedarme con algunos fuegos artificiales de los pequeños? ¡Por favor, mamá! ¡Me gusta tanto ver las llamas!
—No sé. Creo que los fuegos artificiales son demasiado peligrosos.
—¡Oh, no, mamá! ¡No lo son! Por favor, dime que puedo quedarme con algunos. ¡Ya sé! Le pediré a papá que me dé algunos. Me dijo que se lo pidiera cuando lo deseara.
Laura se marchó, dispuesta a reprender a Bessy.
—Tendría que haberme preguntado a mí antes de encender las velas del árbol de Navidad —le dijo, con severidad—. No ha sido muy prudente dejar a la señorita Hyacinth sola en la habitación, con todas esas velas encendidas. Siempre tiene que haber alguien cerca con una esponja húmeda. Me sorprende usted, Bessy.
—No he encendido ninguna vela, señora —contestó la asombrada doncella—. No he estado en la habitación de la señorita Hyacinth desde hace por lo menos dos horas.
Laura se apresuró a regresar a la habitación de Hyacinth.
—No quiero regañarte el día de Nochebuena, pero ha sido una acción muy traviesa por tu parte levantarte de la cama para encender las velas, cuando sabes perfectamente que se te ha prohibido poner el pie en el suelo. Por otra parte, ¿no te parece bastante egoísta poner los regalos tú sola?
—Lo siento, mamá —dijo la niña—. Lo siento tanto...
Impetuosamente arrojó los brazos alrededor del cuello de su madre y la besó con rapidez y cariño, como solía hacer en los días en que estaba sola.
Finalmente, el tobillo de Hyacinth estuvo lo bastante bien como para permitir a los Halyard hacer todos los preparativos para marcharse al día siguiente.
Aquella noche, Claud tenía que cenar con un antiguo compañero de escuela que vivía a unos seis kilómetros de distancia. Antes de marcharse, subió a la habitación de Hyacinth para desearle las buenas noches. Su baúl, medio empacado, estaba abierto y ella se encontraba muy atareada, yendo de un lado a otro de la habitación. Echó a correr hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos.
—¡No me estropees la corbata! —gritó él.
—¡No me importa tu corbata! —dijo ella, riendo—. ¡Oh, papá, querido papá! Gracias, muchas gracias por esa maravillosa caja de fuegos artificiales. ¿No te parecen magníficos? Mira esas maravillosas imágenes de la tapa. ¡Petardos, ruedas catalinas y todo!
—¡Oh! Ya han llegado. Bueno, ya sabes que no debes tocarlos por nada del mundo. Te los encenderé la primera noche que volvamos a casa. Ahora, me los llevaré y los dejaré bien guardados en algún lugar seguro.
—¡Oh! ¿No se pueden quedar aquí, papá? Me gusta mucho mirar los dibujos de la tapa.
—Desde luego que no. No puedo estar seguro de que no los vayas a tocar.
Hyacinth se ruborizó y puso mala cara. De pronto se volvió hacia la ventana.
—¡Oh, mira, papá! —exclamó, señalando el cielo—. Mira la gran lechuza blanca. ¡Oh! ¡Qué maravillosa casquivana!... No, papá. No estás mirando hacia donde yo te señalo. ¿No la puedes ver? Ha volado ahora sobre la torre de la iglesia. ¡Allí!
Pero, por mucho que miró, Claud no pudo ver la lechuza. Aún estaba intentando distinguirla, dejándose guiar por el dedo errático de Hyacinth cuando llegó el mayordomo, anunciándole que su coche estaba listo.
—Bueno, no tengo más remedio que dejar tranquila a esa lechuza —dijo—. Mi amigo es un gran amante de la puntualidad.
Y dando un beso a Hyacinth, que no hizo ningún esfuerzo por detenerle, se marchó rápidamente, olvidando por completo su regalo, la caja de fuegos artificiales, que quedó sobre la mesa.
Cuando estaba a punto de subirse al coche escuchó una voz:
—¡Hasta lueguito!
Recordando entonces una de las habilidades de Hyacinth (podía imitar a una lechuza silbando a través de las manos), levantó la mirada, hacia la ventana. Sí, allí estaba, asomada al exterior, a la luz de la luna, con la cabeza brillante y el rostro rodeado por un extraño y mágico hálito. Claud quedó sorprendido por su belleza.
—Vete a la cama, diablillo —le gritó.
Hyacinth le saludó con sus delgados y blancos brazos.
—Buenas noches, papá. iHasta mañana!
Aunque hacía un frío cortante, la noche, tranquila y llena de estrellas, era tan hermosa que Claud decidió regresar a pie a casa. El y su amigo tenían muchas cosas que decirse, y cuando emprendió el camino de regreso ya era más de medianoche. Mientras caminaba a través de los campos helados, empezó a sentir la falta de su coche. El silencio, frío y claro, sólo se veía interrumpido por sus propios pasos, el canto ocasional de una lechuza, y el lejano ladrido de algún perro solitario. Se sintió demasiado solo en aquel mundo blanco y abandonado.
El presente, en el que Claud siempre trataba de instalarse cómodamente, se alejaba y se desvanecía. Sin poder alguno para protegerle del pasado, se fue convirtiendo en una neblina que poco a poco se disolvía.
Siendo un hombre afectado por un recuerdo, dependía del contacto con las cosas inmediatas y extrañas que le preocupaban, que debían atraer su atención lo suficiente como para que sus sentidos no se vieran asaltados por las visiones y los sonidos del pasado. Precisamente ahora, se sentía impulsado hacia el pasado, completamente indefenso, a pesar de todos los años transcurridos. Después de todo, ¿qué eran el espacio y el tiempo sino simples modos del pensamiento? No puede existir ninguna distancia artificial entre uno mismo y su experiencia. ¿De qué le había servido a él el llamado paso del tiempo? De nada.
Claud Halyard había pagado muy duro su herencia. Aquella expresión tensa que sus amigos notaban en su rostro no se debía al esfuerzo por recordar, sino al esfuerzo por olvidar... por arrojar de su conciencia recuerdos que no le dejaban ningún respiro.
Y si busco el olvido de una hora,
acorto la estatura de mi alma.
En la vida de Claud existía una hora de la que trataba de olvidarse desesperadamente. Por mucho que se esforzara, se veía ahora atrapado en aquella hora, forzado a revivir cada uno de sus angustiosos instantes. Se impuso a su presente, y todas las vivencias de los doce años transcurridos no tuvieron ningún poder para disminuir toda su intensidad...
¡Hacía doce años! Una noche en la que brillaba la luz de la luna y en la que, como ahora, se encontraba caminando, en dirección a Lichen Hall, el hogar de su niñez, el hogar que había obsesionado tanto su imaginación que lo había convertido en el centro del mundo entero. Tenía la sensación de que aquel amor debía justificar el derecho de propiedad, pero Lichen Hall no sería heredado por la línea masculina, y la muerte de su propietario, su hermano viudo y lisiado, haría que la propiedad pasara a manos de la única hija de éste, Daphne, quien, sin duda alguna, con el tiempo se casaría, transfiriendo así toda aquella belleza a personas extrañas.
Meditando tristemente, llegó al borde del parque. De repente, algo le hizo salir de entre sus pensamientos. Quedó petrificado. ¡Qué sonidos tan extraños y terroríficos! ¡Dios! La campana de alarma de la gran torre estaba tocando... estaba tocando furiosamente.
—¡Fuego! ¡Fuego! —escuchó gritar a alguien.
Enfermo de terror, echó a correr hacia la casa. Se detuvo de pronto, horrorizado. Vio nubes de humo elevándose hacia el cielo. De una de las alas del edificio llegaron hasta él crujidos, y de la pequeña torreta que dominaba aquella parte, vio surgir llamaradas que se elevaban hacia la luna.
Llegó al prado casi sin respiración. Los frenéticos sirvientes acababan de sacar a alguien de la casa. ¡Su hermano! Claud se abalanzó hacia él. Esforzándose por elevar su cuerpo paralizado, el hombre agonizante se agarró a Claud y, señalando hacia la casa, gritó:
—¡Daphne! ¡Daphne!
Claud captó todo el horror del instante. Los bomberos aún no habían llegado y su pequeña sobrina, que dormía en la torreta del ala incendiada, no había salido aún de la casa. Apenas se acababa de dar la alarma, pues sólo hacía unos pocos minutos que se habían despertado los criados. El fuego había adquirido grandes proporciones antes de que nadie se diera cuenta. Hasta el momento, sólo habían tenido tiempo para sacar de allí a su desamparado dueño. Confiaban en que la niña se habría despertado y habría huido por su propia cuenta. Esperaban hallarla por allí fuera, pero, ante su desesperación, no la pudieron encontrar por ningún lado.
Lanzando gritos de aliento, Claud penetró en la casa. La escalera que conducía al ala incendiada ya estaba envuelta en un humo denso. Claud rompió una ventana y, respirando con dificultad, se abrió paso hacia arriba, llegando finalmente a la sofocante habitación, donde vio a Daphne en el suelo... cerca de la ventana. El humo la envolvía. Estaba inconsciente, pero aún respiraba. Había llegado a tiempo. Le resultaría bastante fácil cargar aquel cuerpo ligero sobre el hombro, bajar corriendo las escaleras y poner a salvo a la niña permitiéndole respirar el aire fresco. Claud se vio con claridad a sí mismo haciendo esto, y vio también la alegría en los ojos de su hermano.
Pero, simultáneamente, en su mente se dibujó otra imagen. La niña abandonada allí, tal y como estaba... inconsciente, sin sufrir, sin horror alguno, sin saber nada, sin despertarse, ignorándolo todo... ¿Su propio futuro? ¿Lichen Hall?
Su cuerpo parecía actuar sin consciencia, sin voluntad propia. Algo se apoderó de sus miembros. «¡Nunca decidí hacerlo! ¡Nunca lo decidí!»
¡Cuántas veces acudieron aquellas mismas palabras a su mente, después de aquel día!
Tras reclinarse, elevó el cuerpo de su sobrina. El pelo rubio y quemado le rozó la mejilla. En un instante, escondió el cuerpo; lo dejó debajo de la cama. Después tuvo que bajar de nuevo las humeantes escaleras. Salió del edificio tosiendo.
—¡No he podido encontrarla! —balbució ante las horrorizadas personas allí reunidas—. No está en la habitación. Tiene que haber salido.
Su hermano lanzó un grito de desesperación.
Dos minutos después llegó la brigada contra incendios. Claud se hizo cargo del control, dirigiendo a los bomberos para que buscaran a Daphne en cada una de las habitaciones del ala incendiada, excepto en la suya... en donde estaba la niña.
Finalmente vio cómo el ardiente y destrozado techo de la torreta se desplomaba.
El incendio no tardó en ser apagado.
Se pudieron salvar todos los cuadros.
El veredicto del juez fue:
—Desgraciadamente, la pobre niña se refugió debajo de la cama y, por este motivo, su valiente tío fue incapaz de encontrarla.
El padre de Daphne... ¡Dios, sus ojos!
Una vez más, Claud revivió cada momento de aquella hora fatal, doce años antes. Temblando, chorreando sudor, regresó de nuevo al presente. Pero aún siguió viendo los ojos de su hermano. ¿Había amado él a su Daphne tanto como él amaba ahora a su Hyacinth? Ante este pensamiento, el corazón de Claud se contrajo, sintiéndose agonizar. Podía suponer que la había amado igual. ¿Por qué no? ¿No fue su sobrina tan encantadora, tan delicadamente dulce y joven como su hija? ¿Y su impaciencia? ¿Acaso su pequeña sobrina no le había querido igual? La «perfecta compañera de juego», como él solía llamarla. Aquella misma noche, se había despedido de ella, deseándole las buenas noches, en su pequeña cama.
—Ya es hora de marcharse a dormir —le había dicho.
—¡Oh, me molesta dormir! —trató de engatusarle, jugando con sus dedos sobre su mejilla, y pidiéndole que se quedara—. Si apenas he tenido tiempo para jugar.
Una vez más, sintió el ligero peso en sus brazos, el pequeño cuerpo inconsciente que habría podido revivir con tanta facilidad para alimentar su ávido espíritu, para dar la bienvenida a la vida que tanto amaba.
—¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!
La mente de Claud regresó del pasado al presente, volvió después al pasado y regresó de nuevo al presente... «¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!»
¿Y el caballo de cartón, moviéndose, sin ningún jinete? ¿Y Hyacinth haciendo salidas nocturnas, ella sola? ¿Y los extraños impulsos de su esposa? ¿Jugando al escondite?... Todas estas preguntas cruzaron por su pensamiento.
Se encontraba ahora cerca de la casa, casi en el hogar, con Laura y Hyacinth, y mañana por la noche, los tres estarían muy lejos de allí. Pero, entretanto, se sentía tan subyugado por los viejos recuerdos de hace doce años, que le parecía escuchar realmente aquel terrible sonido de la campana de alarma y gritos de «¡Fuego! ¡Fuego!».
¡Dios! ¡Qué reales, qué fuera de sí mismo parecían sonar aquellos ruidos! ¡Pero aquello sólo era el pasado! ¿Acaso estaba perdiendo la capacidad de sus sentidos? Aquel camino le podría conducir a la locura. Tenía que marcharse de allí... abandonar la casa... regresar a América.
Los sonidos eran insistentes en sus oídos... y se hicieron más fuertes. Cada vez más fuertes. La ilusión era completa.
¡Dios! ¿No serían verdaderos? ¿No se estarían produciendo realmente ahora?
Al doblar la esquina que dejaba la casa a la vista, Claud se detuvo, mirando fijamente. ¡Sí, era cierto! El presente y el pasado se habían unido. La campana —aquel sonar alocado—; sus sonidos eran actuales. ¡Estaban sonando ahora!
Habían pasado doce años, pero Lichen Hall se había incendiado de nuevo... furiosamente. ¿Cómo podía el fuego haber adquirido tales proporciones? Se habían instalado en la casa los medios más modernos para extinguir cualquier incendio.
Claud echó a correr. Subió la colina y llegó al prado. En esta ocasión era la otra ala del edificio la que se había incendiado, la occidental, en la que él, Laura y Hyacinth dormían. El piso superior ya se había convertido en una furiosa llamarada. Una multitud miraba hacia arriba, con las caras pálidas, enrojecidas por el resplandor del fuego. Aquella mujer que gritaba, tratando desesperadamente de librarse de los brazos que la sujetaban... ¿podía ser su propia esposa?
De una forma inconexa, y a través de varias voces, Claud se enteró de la situación. El suministro de agua se había helado, y todas las tuberías estaban inutilizadas. Los hilos del teléfono se habían cortado, pero alguien había salido en coche para avisar a los bomberos. Debían llegar en cualquier momento. Mientras, la niña... su hija... seguía arriba... y no se podía pasar por la escalera de madera. Se había incendiado antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Su esposa no se había acostado aún y, como sólo la familia vivía en aquella parte del edificio, no había nadie más allí. La niña estaba arriba completamente sola, atrapada en aquel horror en llamas, y ni con la escalera más larga se podía llegar a la ventana de su habitación. ¿Una segunda escalera? Sí, estaban tratando de atar con cuerdas dos escaleras, y varios hombres se habían ofrecido ya para subir.
No. Claud insistió en subir él mismo. ¡Gracias a Dios! Ahora, las dos escaleras estaban unidas con suficiente seguridad. Aún había tiempo, aunque no se podía perder ni un segundo. El techo no tardaría en desplomarse.
La escalera fue colocada contra la pared, bajo la habitación de Hyacinth. Los pies de Claud se encontraban ya en el segundo tramo cuando algo atraco su atención. En la ventana, la tercera a la derecha de aquella hacia la que él subía, vio aparecer a una niña. La ventana estaba abierta y sus largos y blancos brazos se extendían hacia el exterior, brillándole la cabeza a la luz de las llamas.
—¡Muevan la escalera, rápido! —gritó Claud—-. No está en su habitación. Está en la habitación de juego. ¡Ahí! ¡Al otro lado! ¿Es que no la veis? ¡Allí, asomándose por la ventana!
Nadie vio nada, pero le obedecieron ciegamente. Algunos hombres se adelantaron y unos brazos ansiosos cumplieron sus órdenes. La escalera fue trasladada bajo la ventana señalada por Claud. Sonaron unos gritos. Claud siguió subiendo, subiendo...
Ya cerca de la cúspide, elevó la cabeza y se encontró mirando directamente el rostro sonriente de la niña que había perecido entre las llamas doce años antes. Mientras miraba, petrificado, la encantadora sonrisa, el rostro se difuminó y desapareció.
Allí no había nadie.
Después de lanzar un grito, que ninguno de los que estaban abajo olvidaría jamás, Claud volvió a bajar la escalera con toda rapidez.
—¡La otra ventana! —balbució—, ¡De nuevo a la otra ventana!
Con una increíble rapidez, la escalera fue llevada bajo la otra ventana. Pero no con la rapidez suficiente. Los pocos minutos de retraso fueron fatales. En el instante en que los coches de bomberos enfilaban el camino de entrada a la casa, el techo se desplomó.
Una vez más, se salvaron todos los cuadros y se recuperó un pequeño cuerpo.
FINGIDA ERA LA ARBOLEDA
Henry Kuttner
No vale la pena intentar describir ni Unthahorsten ni lo que le rodeaba porque, por un lado, había transcurrido su buen millón de años desde 1942 Anno Domini, mientras que, por otra parte, Unthahorsten no estaba en la Tierra, técnicamente hablando. Se hallaba en el equivalente de permanecer en el equivalente de un laboratorio. Se estaba preparando para comprobar el funcionamiento de su máquina del tiempo.
Después de conectar la energía, Unthahorsten se dio cuenta de pronto de que la Caja estaba vacía, lo cual no la haría funcionar. El instrumento necesitaba un control, un sólido tridimensional que reaccionara a las condiciones de otra edad. De otro modo, a la vuelta de la máquina, Unthahorsten no podría decir dónde y cuándo había estado. Mientras que, con un sólido en la Caja, éste se vería sujeto automáticamente a la entropía y al bombardeo de rayos cósmicos de la otra era y, cuando la máquina regresara, Unthahorsten podría medir los cambios, tanto cualitativos como cuantitativos. Entonces, los Calculadores se podrían poner a trabajar y terminarían por decirle a Unthahorsten que la Caja había visitado brevemente una época 1.000.000 Anno Domini, 1.000 Anno Domini, o 1 Anno Domini, fuera cual fuese.
No es que eso importara, excepto para Unthahorsten. Pero él era infantil en muchos aspectos.
Había poco tiempo que perder. La Caja empezaba a brillar y a estremecerse. Unthahorsten miró rápidamente a su alrededor y se lanzó rápidamente hacia la habitación contigua, acercándose a un arcón de almacenamiento que allí había. Salió con las manos llenas de cosas de aspecto muy peculiar. Eran algunos de los juguetes desechados por su hijo Snowen, que el chico había traído consigo cuando llegó desde la Tierra, tras haber dominado la técnica necesaria. Bueno, Snowen ya no necesitaba más aquellos trastos viejos. Estaba condicionado, y comenzaba a desinteresarse por las cosas infantiles. Además, aunque la esposa de Unthahorsten conservara los juguetes por razones sentimentales, el experimento era mucho más importante.
Unthahorsten salió de la habitación y amontonó los juguetes en el interior de la Caja, cerrándola justo en el instante en que se encendía la señal de advertencia. La Caja desapareció. La forma en que se fue hizo que a Unthahorsten le dolieran los ojos.
Esperó.
Y esperó.
Después abandonó y construyó otra máquina del tiempo con resultados idénticos. Snowen no se extraño ante la pérdida de sus viejos juguetes, ni tampoco su madre, de modo que Unthahorsten limpió el arcón y amontonó el resto de las reliquias infantiles de su hijo en la segunda Caja del tiempo.
De acuerdo con sus cálculos, ésta tendría que haber aparecido en la Tierra durante la última parte del siglo diecinueve Anno Domini. Si era eso lo que había ocurrido realmente, el instrumento debía estar allí.
Disgustado, Unthahorsten decidió no construir ninguna máquina del tiempo más. Pero el daño ya había sido hecho. Había dos de ellas y la primera...
Scott Paradine la encontró mientras hacía novillos en la escuela elemental Glendale. Aquel día tenían un examen de geografía, y Scott no veía ningún sentido en memorizar nombres de lugares.... lo que en 1942 era una teoría muy avanzada. Además, hacía uno de esos cálidos días de primavera, con una brisa ligeramente fresca, que invitaba a un chico a permanecer echado en un campo y mirar fijamente las nubes ocasionales que pasaban sobre él, hasta quedarse dormido. ¡Al diablo con la geografía! Scott se quedó medio dormido.
Hacia el mediodía, sintió hambre, así es que sus fuertes y delgadas piernas le llevaron hasta una tienda cercana. Allí, invirtió su pequeño tesoro con un cuidado miserable y una desconsideración sublime para con sus jugos gástricos. Bajó al arroyuelo para comer.
Una vez terminada su provisión de queso, chocolate y pasteles, y después de vaciar la pequeña botella de soda hasta la última gota, Scott se dedicó a recoger renacuajos y a estudiarlos con una considerable dosis de curiosidad científica. Pero no perseveró mucho en su tarea. Algo cayó rodando por la ribera y se introdujo en un barrizal, junto al agua. Scott, echando una cautelosa mirada a su alrededor, se acercó para investigar.
Se trataba de una caja. En realidad, se trataba de la Caja. El artilugio atado a ella significaba muy poco para Scott, aunque se preguntó por qué tendría aquel aspecto de metal fundido y quemado. Lo consideró con serenidad. Utilizando su navaja, se afanó y probó, mientras la punta de su lengua se asomaba por una esquina de su boca... Hmmm. No había nadie por los alrededores. ¿De dónde habría llegado aquella caja? Alguien tendría que haberla dejado allí y la tierra, al removerse, la habría hecho rodar hacia abajo desde su posición inicial.
—Esto es una hélice —decidió Scott, bastante erróneamente.
Tenía un aspecto helicoidal a causa de la deformación dimensional que se apreciaba, pero no era una hélice. Si el objeto hubiera sido un modelo de aeroplano, habría tenido muy pocos misterios para Scott, independientemente de lo complicado que pudiera haber sido. Pero tal y como estaban las cosas, se le planteaba un problema. Algo le decía a Scott que aquel objeto era algo mucho más complicado que el motor que había desmontado con habilidad el pasado viernes.
Pero ningún chico ha dejado nunca una caja cerrada, a menos que se le obligara por la fuerza a hacerlo así. Scott probó con más ahínco. Los ángulos de este objeto eran muy curiosos. Probablemente se había producido un cortocircuito. Eso lo explicaba... ¡vaya! La navaja resbaló. Scott se chupó el pulgar y dio rienda suelta a las blasfemias que conocía.
Quizá fuera una caja de música.
Scott no tenía por qué sentirse deprimido. Aquel artilugio hubiera dado más de un dolor de cabeza al propio Einstein y hubiera vuelto loco a un Steinmetz. Naturalmente, el problema consistía en que la caja aún no había penetrado por completo en el continuum espacio-tiempo en el que Scott existía, por lo que, en consecuencia, no podía ser abierta. En cualquier caso, no hasta que Scott utilizara una piedra adecuada para martillear la especie de hélice helicoidal hasta situarla en una posición más conveniente.
La golpeó, en efecto, desde su punto de contacto con la cuarta dimensión, liberando la torsión espacio-tiempo que había estado manteniéndola. Se produjo un chasquido. La caja se sacudió ligeramente y quedó inmóvil. Dejó de ser sólo parcialmente existente. Entonces, Scott pudo abrirla con facilidad.
El suave casquete de tejido fue lo primero que llamó su atención, pero no tardó en descartarlo sin mucho interés. Sólo era una gorra. A su lado había un bloque de cristal cuadrado y transparente, lo bastante pequeño como para caber en la palma de su mano... demasiado pequeño para contener el laberinto de aparatos que había en su interior. Scott solucionó aquel problema en un momento. El cristal era una especie de cristal cóncavo, que aumentaba considerablemente el tamaño de las cosas situadas en el interior del bloque. Se trataba, de todos modos, de cosas bastante extrañas. Gente en miniatura, por ejemplo...
Se movían. Como autómatas de relojería, aunque de forma mucho más suave. Era como estar observando una obra de teatro. Scott se interesó por sus ropas, pero quedó aún más fascinado por sus acciones. Los seres diminutos estaban construyendo hábilmente una casa. Scott habría deseado que se produjera un incendio para ver cómo se las arreglaba aquella gente para apagarlo.
Las llamas se elevaron de la semiterminada estructura. Los autómatas, utilizando una gran cantidad de extraños aparatos, extinguieron el fuego.
Scott no tardó mucho tiempo en comprender. Pero se sentía un poco preocupado. Los maniquíes obedecerían sus pensamientos. En cuanto lo descubrió, se sintió asustado, y arrojó el cubo lejos de sí.
Pero cuando ya estaba a medio camino del terraplén, lo pensó mejor y volvió. El bloque de cristal estaba parcialmente en el agua, brillando al sol. Era un juguete. Scott lo percibió así con el inequívoco instinto de un niño. Pero no lo recogió inmediatamente. En lugar de hacerlo así, regresó a donde se encontraba la caja e investigó el resto de su contenido.
Encontró algunas cosas realmente notables. La tarde transcurrió con demasiada rapidez. Finalmente, Scott colocó los juguetes en la caja y se encaminó hacia su casa, gruñendo y bufando. Cuando llegó ante la puerta de la cocina tenía el rostro encendido.
Ocultó su descubrimiento en el fondo del armario de su propia habitación, en el piso de arriba. En cuanto al cubo de cristal, se lo metió en el bolsillo, donde ya tenía un cordel, un rollo de alambre, dos peniques, un trozo de papel de estaño, un mugriento sello de la Defensa y un pedazo de feldespato. Emma, la hermana de Scott, de dos años de edad, se asomó, tambaleándose sobre sus pies, y le saludó.
—Hola, babosa —le saludó Scott, desde la suficiencia de sus siete años y varios meses.
Llamaba a Emma con los nombres más raros, pero ella no conocía la diferencia. Pequeña, rolliza y de ojos muy abiertos, se dejó caer sobre la alfombra y se quedó mirando tristemente sus zapatos.
—¿Me atas, Scotty, pó favo?
—Sapo —le dijo Scott con amabilidad, pero le ató los cordones—. ¿Sabes si ya está preparada la cena? —preguntó.
Emma asintió con un gesto de cabeza.
—Veamos tus manos.
Para variar, estaban razonablemente limpias, aunque probablemente no asépticas. Scott observó pensativo sus propias manos y, con una mueca, se dirigió al cuarto de baño, donde se lavó superficialmente. Los renacuajos habían dejado sus huellas.
Dennis Paradme y su esposa Jane estaban en la sala de estar de la planta baja tomando un cóctel antes de cenar. El era un hombre de edad media y aspecto juvenil, con el pelo algo encanecido, el rostro delgado y la boca prominente; enseñaba filosofía en la Universidad. Jane era pequeña, esbelta, morena y muy bonita. Después de sorber el martini, preguntó:
—Zapatos nuevos. ¿Te gustan?
—Aquí se va a cometer un crimen —dijo Paradine con aire ausente—. ¿Eh? ¿Zapatos? No, ahora no. Espera a que haya terminado esto. He tenido un día muy agitado.
—¿Exámenes?
—Sí. Esa condenada juventud que aspira en vano a llegar a la madurez. Espero que se mueran y tengan la peor de las agonías. ¡Insh' Allahí!
—Quiero la aceituna —pidió Jane.
—Ya lo sé —dijo Paradine resignado—. Hace ya muchos años que no he podido probar ni una. Quiero decir, en un martini. Aunque te ponga seis en la copa, no quedas satisfecha.
—Quiero la tuya. Sangre de hermano. Es por ese simbolismo por lo que la quiero.
Paradine observó a su esposa con una mirada siniestra y cruzó sus largas piernas.
—Hablas como uno de mis estudiantes.
—¿Cómo esa pícara de Betty Dawson, quizá? —preguntó Jane, mientras mostraba agresivamente sus uñas—. ¿Aún te mira de ese modo tan impúdico y descarado?
—Sí, aún lo hace. Esa muchacha tiene un verdadero problema psicológico. Afortunadamente, no es hija mía. Si lo fuera... —Paradine asintió significativamente—. Obsesiones sexuales y demasiadas películas. Creo que aún cree poder conseguir un aprobado enseñándome las piernas que, por otra parte, son bastante huesudas.
Jane se ajustó la blusa con aire de orgullo complacido. Paradine se levantó y sirvió nuevos martinis.
—La verdad, no veo ninguna ventaja en enseñar filosofía a esos monos. Todos tienen la edad equivocada. Sus hábitos de comportamiento, su forma de pensar; ya están condicionados. Son horriblemente conservadores, aunque eso, desde luego, no lo admiten. Las únicas personas capaces de comprender filosofía son los adultos maduros, o los niños como Emma y Scotty.
—Bueno, no vayas a inscribir a Scotty en tu curso —pidió Jane—. Aún no está preparado para ser un Philosophiae Doctor. No me interesan los niños superdotados, especialmente cuando se trata de mi propio hijo.
—Probablemente, Scotty sería mucho mejor que Betty Dawson —gruñó Paradine.
—«Se convirtió en un viejo débil y gruñón a los cinco años» —citó Jane ensoñadoramente—-. Quiero tu aceituna.
—Toma. Y a propósito, me gustan tus zapatos.
—Gracias. Aquí está Rosalie. ¿La cena?
—Está preparada, Mrs. Paradine —dijo Rosalie—. Llamaré a la señorita Emma y al señorito Scotty.
—Yo iré a por ellos —dijo Paradine.
Asomó la cabeza por la habitación contigua y gritó:
—¡Niños! ¡Vamos, a cenar!
Unos pequeños pies bajaron las escaleras. Scott apareció, limpio y brillante, con un rebelde mechón de cabellos emergiendo de su cabeza. Emma le seguía, bajando cuidadosamente los escalones. A medio camino, abandonó el intento de bajar sobre sus pies y se dio media vuelta, para terminar el descenso a modo de un mono. Mostrando su pequeña espalda, daba la impresión de poner una maravillosa diligencia en el empeño. Paradine la observó, fascinado por el espectáculo, hasta que fue lanzado hacia atrás por el impacto del cuerpo de su hijo.
—¡Eh, papá! —gritó Scott.
Paradine se recuperó y observó a Scott con dignidad.
—Ten cuidado. Ayúdame a llegar al comedor. Por lo menos, me has dislocado una cadera.
Pero Scott ya se había abalanzado hacia la habitación contigua, donde pisó los nuevos zapatos de Jane. En pleno éxtasis de afectividad, murmuró una disculpa y se apresuró a ocupar su sitio en la mesa. Paradine elevó una ceja mientras le seguía con la rolliza mano de Emma desesperadamente agarrada a su dedo índice.
—Me pregunto qué habrá estado haciendo este joven diablo.
—Probablemente, nada bueno —dijo Jane con un suspiro—. Hola, querida. Vamos a ver tus orejas.
—Bueno, esa lengua está mucho más limpia que tus orejas —dijo Jane, haciéndole un rápido examen—. Pero mientras puedas oír, la suciedad sólo será superficial.
—¿Terminado?
—Un poco sucias, pero están bien.
Jane cogió a su hija, la llevó hacía la mesa e introdujo sus piernas en una silla elevada. Hacía poco tiempo que Emma había adquirido la habilidad suficiente como para tener el privilegio de cenar con el resto de la familia y, según observó Paradine, la niña se sentía muy orgullosa ante la perspectiva. A Emma se le había dicho que sólo los bebés derraman la comida. Como consecuencia, llevaba tanto cuidado en llevarse la cuchara a la boca, que Paradine se ponía nervioso cada vez que la observaba.
—Una cinta transportadora sería lo que necesitaría Emma —sugirió, acercando una silla para Jane—. Pequeños racimos de espinacas llegando ante su boca a Intervalos determinados.
La cena se desarrolló sin incidentes hasta que a Paradine se le ocurrió mirar el plato de Scott.
—¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? ¿Has estado comiendo por tu cuenta?
Scott examinó pensativo la comida que aún tenía
—Ya he comido todo lo que necesitaba, papá —explicó.
—Normalmente, comes todo lo que te cabe y un poco más —dijo Paradine—. Sé que los chicos que están creciendo necesitan varias toneladas de comida al día, pero esta noche estás muy por debajo de tus posibilidades. ¿Te sientes bien?
—Sí, sí. De verdad. He comido todo lo que tenía ganas.
—¿Todo lo que has querido?
—Claro. Yo como diferente.
—¿Es algo que te han enseñado en la escuela? —preguntó Jane.
Scott sacudió la cabeza con solemnidad.
—Nadie me lo ha enseñado. Yo mismo lo he descubierto. Utilizo el esputo.
—Vuélvelo a intentar —sugirió Paradine—. No es la palabra adecuada.
—Es... sa... saliva. ¿No?
—Vaya, vaya. ¿Más pepsina? ¿Hay algo de pepsina en los jugos de la saliva, Jane? Lo he olvidado.
—En los míos hay veneno —observó Jane—. Rosalie ha vuelto a dejar grumos en las patatas chafadas.
Pero Paradine estaba interesado.
—¿Quieres decir que le estás sacando todo el provecho posible a tu comida... sin desperdiciar nada... y comiendo menos?
Scott se lo pensó un momento.
—Supongo que sí. No es simplemente el es... la saliva. Elijo la cantidad que me quiero poner en la boca en una sola vez, y qué alimentos debo mezclar. Así es como lo hago.
—Hum —murmuró Paradine, tomando una nota para comprobarla después—. Una idea bastante revolucionaria.
Los niños tienen a menudo ideas locas, pero ésta no parecía andar muy equivocada. Apretó los labios.
—Supongo que, con el tiempo, la gente comerá de un modo diferente... Me refiero a cómo comerán y a lo que comerán. Jane, nuestro hijo da muestras de estar convirtiéndose en un genio.
—¡Oh!
—Lo que acaba de decir es una buena reflexión sobre la dietética. ¿Lo pensaste tú mismo, Scott?
—Claro —dijo el chico, creyendo realmente en lo que decía.
—¿Y de dónde sacaste la idea?
—¡Oh! Yo... —pero, en lugar de contestar, se escapó hábilmente del asunto—. No lo sé. No significa mucho, supongo.
Paradine quedó desilusionado sin saber por qué.
—Pero sin duda alguna...
—Essssputo —gritó Emma, sintiéndose dominada por un repentino acceso de maldad—. ¡Esputo! —intentó demostrarlo, pero sólo consiguió lanzar unas gotas sobre su babero.
Con un aire resignado, Jane acudió en ayuda de su hija, reprendiéndola, mientras Paradine miraba a Scott con un interés bastante insólito. Pero no volvió a suceder nada más hasta después de la cena, cuando ya se encontraban en la sala de estar.
—¿Tienes algún deber que hacer?
—No... no —contestó Scott ruborizándose, con una sensación de culpabilidad.
A fin de ocultar su desconcierto, se sacó del bolsillo un objeto que había encontrado en la caja y comenzó a desplegarlo. El objeto parecía un mosaico, lleno de pequeñas piezas. Al principio, Paradine no lo vio, pero Emma sí. Quiso jugar con él.
—No. Estáte quieta, babosa —le ordenó Scott—. Puedes mirar.
Estuvo manoseando las piezas, produciendo sonidos suaves e interesantes. Emma extendió un grueso dedo índice y lanzó un grito.
—Scotty —dijo Paradine, en tono de advertencia.
—No le he hecho daño.
—Me ha mordido. Lo ha hecho —murmuró Emma.
Paradine levantó la mirada. Frunció el ceño, mirando fijamente a Scott. ¿Qué diablos...?
—¿Es eso un ábaco? —preguntó—. Déjamelo ver, por favor.
De mala gana, Scott llevó el objeto hasta la silla donde estaba sentado su padre. Paradine parpadeó. El «ábaco» desplegado, de unos treinta y cinco centímetros cuadrados, estaba compuesto por hilos delgados y rígidos que se entrelazaban aquí y allá. En los hilos estaban ensartadas las piezas de colores. Podían ser deslizadas hacia atrás y hacia delante, y trasladadas de un soporte a otro, incluso por los puntos de unión. Pero... una cuenta agujereada no podía cruzar los hilos entrelazados.
Así es que, al parecer, no estaban agujereados. Paradine miró el objeto más de cerca. Cada pequeña esfera tenía una profunda ranura a su alrededor, de modo que podía ser girada y deslizada a lo largo del hilo al mismo tiempo. Paradine intentó liberar una de las cuentas. Se adhería al hilo, como sí fuera magnética. ¿Hierro? Parecía más bien plástico.
En cuanto a la estructura... Paradine no era un matemático. Pero los ángulos formados por los hilos le resultaban vagamente extraños, con su ridícula falta de lógica euclidiana. Constituían todo un laberinto. Quizá el objeto no fuera más que eso... un rompecabezas.
—¿Dónde has conseguido esto?
—Me lo dio el tío Harry —dijo Scott, estimulado por la dificultad del momento—. El último domingo, cuando vino a vernos.
El tío Harry se había marchado de la ciudad, una circunstancia muy bien conocida por Scott. A la edad de siete años, un niño no tarda en darse cuenta de que los caprichos de los adultos se rigen por ciertas normas invariables y que, según ellas, siempre se ponen nerviosos ante las personas que hacen regalos a los niños. Y, lo que era más importante, el tío Harry no regresaría hasta el cabo de varias semanas; el final de este período de tiempo era algo inimaginable para Scott o, por lo menos, el hecho de que su mentira fuera descubierta al final de ese período significaba para él menos que las ventajas de que se le permitiera conservar su juguete.
Paradine se encontró murmurando en silencio, confundido en su intento de manipular las piezas del objeto. Los ángulos resultaban vagamente ilógicos. Era como un rompecabezas. Esta bola roja, si se deslizaba a lo largo de este hilo hacia ese ángulo, debería llegar allí... pero no llegaba. Un extraño laberinto, pero sin duda alguna instructivo. Paradine tenía la bien fundada sensación de no poseer la paciencia suficiente como para descubrir el secreto del objeto.
Sin embargo, Scott lo hizo. Se retiró a un rincón y empezó a deslizar bolas, manoseándolas de un lado a otro y gruñendo. Las bolas pasaron cuando Scott eligió las erróneas y trató de deslizarlas en la dirección ilógica. Finalmente, se dirigió excitado y jubiloso hacia su padre.
—¡Lo he hecho, papá!
—¿Eh? ¿Qué? Déjame ver.
A Paradine, el objeto le pareció estar exactamente igual que antes, pero Scott señaló y sonrió.
—La he hecho desaparecer.
—¿Está aún ahí?
—Esa bola azul. Ahora ha desaparecido.
Paradine no se lo creyó, así es que se limitó a sonreír burlonamente. Scott volvió a manosear la estructura. Ensayó varios movimientos. En esta ocasión no se produjo ninguna vibración, ni siquiera ligera. El ábaco le había enseñado el método correcto de manejarlo. Ahora dependía de él seguir haciéndolo por su propia cuenta. De algún modo, los extraños ángulos de los hilos parecían ya un poco menos confusos.
Era un juguete muy instructivo...
Scott pensó que actuaba de una forma muy similar a como lo hacía el cubo de cristal. Al recordar aquel otro objeto, lo sacó del bolsillo y le dejó el ábaco a Emma, que se quedó muda de alegría. Empezó a trabajar deslizando las cuentas, sin preocuparse en esta ocasión por las vibraciones del objeto que, en realidad, eran ahora muy pequeñas y, gracias a su naturaleza imitativa, se las arregló para conseguir hacer desaparecer una de las bolas casi con la misma rapidez con que lo hiciera Scott. Entonces, la bola azul volvió a aparecer, pero Scott no se dio cuenta. Se había retirado premeditadamente a un rincón de la habitación y tras sentarse en una butaca empezó a entretenerse con el cubo.
Había gente muy pequeña en su interior, diminutos maniquíes, muy aumentados por las propiedades del cristal, que se movían. Construían una casa. Surgió un incendio, con llamas aparentemente reales, y las figuras se quedaron quietas. Scott murmuró con urgencia:
—¡Apagadlo!
Pero no ocurrió nada. ¿Dónde estaba aquella extraña máquina contraincendios, con aquellos brazos que se movían y que había aparecido la vez anterior? Ahora llegaba. Apareció inmediatamente en la imagen y se detuvo. Scott les dio prisa.
Aquello resultaba divertido. Era como estar dirigiendo una obra de teatro, sólo que parecía más real. Los seres diminutos hacían lo que Scott les decía, con sólo pensarlo. Si cometía un error, esperaban a que él encontrara el camino correcto. Hasta le plantearon nuevos problemas...
El cubo también era un juguete muy instructivo. Enseñaba a Scott con una alarmante rapidez... y de una forma muy entretenida. Pero, en realidad, aún no le proporcionaba ningún conocimiento nuevo. No estaba preparado todavía. Más tarde... más tarde...
Emma se cansó del ábaco y se dirigió en busca de Scott. Pero no pudo encontrarle, ni siquiera en su habitación. Sin embargo, una vez en ella, se sintió intrigada por el contenido del armario. Descubrió la caja. Contenía un verdadero tesoro... una muñeca, cuya presencia ya había sido advertida por Scott, pero que éste despreció con un bufido. Lanzando pequeños gritos de alegría, Emma llevó la muñeca a la planta baja, se sentó en medio de la habitación y empezó a desarmarla.
—¡Querida! ¿Qué es eso?
—¡Señor Oso!
Evidentemente, el muñeco al que ya no le quedaban ojos, ni orejas, no era un oso, pero resultaba reconfortante en su suave gordura. Sin embargo, para Emma, todos los muñecos eran Señor Oso.
—¿Se lo has cogido a alguna otra niña? — preguntó Jane, tras un momento de duda.
—No. Es mío.
En aquel momento, Scott salió de su rincón, metiéndose el cubo en el bolsillo.
—¡Vaya!... Eso es del tío Harry.
—¿Te lo dio el tío Harry, Emma?
—Me lo dio a mí, para Emma —se apresuró a decir Scott, añadiendo otra piedra a su edificio de mentiras—. El pasado domingo.
—Lo vas a romper, querida.
Emma llevó la muñeca a su madre.
—Se separa... ¿lo ves?
—¡Oh! Eso... ¡vaya!
Jane contuvo la respiración. Paradine levantó la mirada rápidamente.
—¿Qué ocurre?
Le llevó la muñeca, pero dudó un momento y después se dirigió hacia el comedor, lanzando una mirada muy significativa a su esposo. El la siguió, cerrando la puerta tras de sí. Jane había colocado ya la muñeca sobre la mesa.
—Esto no parece muy bonito, ¿verdad, Denny?
—Hum...
Era bastante desagradable a primera vista. Uno podía esperar encontrarse con un maniquí anatómico en una escuela médica, pero en el muñeco de una niña...
La muñeca se desmontaba en diversas partes: piel, músculos, órganos, todo ello en miniatura, pero realizado con bastante perfección, por lo que Paradine pudo observar. Se sintió interesado.
—No sé. Estas cosas no son muy apropiadas para un pequeño.
—Mira ese hígado. ¿Es un hígado?
—Después de todo, no es anatómicamente perfecto —Paradine acercó una silla a la mesa—. El canal digestivo es demasiado corto. Los intestinos no son grandes. Tampoco hay apéndice.
—¿Crees tú que Emma debe jugar con una cosa como ésta?
—No me importaría jugar yo mismo con esta muñeca —dijo Paradine—. ¿De dónde diablos habrá sacado Harry una cosa así? No, no veo ningún mal en ello. Los adultos estamos condicionados para reaccionar de modo desagradable ante la visión de las tripas. Pero los pequeños, no. Se figuran que son sólidas en nuestro interior, como una patata. Emma puede conseguir un sano conocimiento del cuerpo de esta muñeca.
—Pero ¿qué es eso? ¿Nervios?
—No, los nervios son éstos. Las arterias están aquí; las venas aquí. Un tipo de aorta muy curioso —Paradine miraba extrañado—. Eso... ¿cuál es la palabra latina para designar una red? ¿Rita? ¿Rata?
—Rales—sugirió Jane casualmente.
—Eso es una forma de respirar —dijo Paradine con decisión—. No puedo imaginarme de qué material está hecha esta red luminosa. Atraviesa todo el cuerpo, como si se tratara de nervios.
—Sangre.
—No. No es nada circulatorio, ni neural… ¡qué extraño! Parece tener algo que ver con los pulmones.
Quedaron absortos y extrañados ante aquella muñeca tan rara. Estaba construida con una notable perfección hasta en sus más pequeños detalles y eso ya era bastante extraño de por sí cuando lo comparaban a los evidentes errores fisiológicos.
—Espera que coja ese libro de anatomía —dijo Paradine.
Después empezó a comparar la muñeca con las láminas anatómicas del libro. Se enteró de pocas cosas, aunque la comparación aumentó aún más su curiosidad.
Pero aquello era más curioso que un simple rompecabezas.
Mientras, en la habitación contigua, Emma estaba deslizando las cuentas del ábaco de un lado a otro. Ahora, los movimientos no parecían tan extraños como antes. Ni siquiera cuando las cuentas desaparecían. Casi podía seguir esa nueva dirección... casi...
Scott lanzó un suspiro, mirando fijamente el cubo de cristal, mientras dirigía mentalmente, con muchos comienzos falsos, la construcción de una estructura algo más complicada que la destruida por el fuego. También él estaba aprendiendo... estaba siendo condicionado...
El error de Paradine, desde nuestra perspectiva, fue el de no deshacerse inmediatamente de los juguetes. No se dio cuenta de su significado y cuando se dio cuenta, el desarrollo de los acontecimientos se le había escapado de las manos. El tío Harry estaba fuera de la ciudad, de modo que Paradine no pudo comprobar nada con él. Por otra parte, estaban en marcha los exámenes de mediados de curso, que representaban un arduo esfuerzo mental hasta llegar al completo agotamiento por la noche; por su parte, Jane estuvo ligeramente enferma durante una semana. Emma y Scott pudieron jugar libremente con los juguetes.
—¿Qué es un wabe, papá? —preguntó una noche Scott a su padre.
—¿Quieres decir wave, ola?
—No... —dudó un momento—. No lo creo. ¿No está bien dicho wabe?
—Wab es la palabra escocesa para designar web, tejido. ¿Es eso?
—No veo cómo puede serlo —murmuró Scott, y se marchó con el ceño fruncido, para entretenerse con el ábaco.
Ahora, ya era capaz de manejarlo con bastante habilidad. Pero, con el instinto de los niños para evitar las interrupciones, tanto él como Emma solían jugar con los juguetes en privado. Aquello no era nada evidente, desde luego, pero los experimentos más intrincados nunca se desarrollaban cuando estaban presentes los adultos.
Scott estaba aprendiendo con rapidez. Lo que veía ahora en el cubo de cristal tenía muy poca relación con los problemas originales, tan simples. Al contrario, ahora eran fascinantemente técnicos. Si Scott se hubiera dado cuenta de que su educación estaba siendo guiada y supervisada —aunque sólo mecánicamente—, con toda probabilidad hubiera perdido todo su interés por los juguetes. Pero, tal y como se desarrollaban las cosas, su iniciativa nunca se veía anulada.
Abaco, cubo, muñeca... y otros juguetes que los niños encontraron en la caja...
Ni Paradine, ni Jane supusieron la importante influencia que estaba teniendo el contenido de la máquina del tiempo en sus hijos. ¿Cómo podrían haberlo supuesto? Los jóvenes son dramaturgos instintivos a fin de autoprotegerse. Aún no se han adaptado a las exigencias —para ellos parcialmente inexplicables— del mundo de los seres adultos. Y, más aún, sus vidas se ven complicadas por las variables humanas. Una persona les dice que pueden jugar en el barro, pero que, en sus excavaciones, no deben destrozar las raíces de las plantas y de los pequeños árboles. Otro adulto, sin embargo, veta el barro porque sí. Los Diez Mandamientos no están esculpidos en piedra; al contrario, varían, y los niños dependen sin remedio de los caprichos de quienes les han dado a luz y les alimentan y visten. Y les tiranizan. El joven no guarda resentimiento contra esa tiranía benevolente, pues es una parte esencial de la naturaleza. Sin embargo, es un individualista y defiende su integridad mediante una lucha sutil y pasiva.
Cuando se encuentra bajo la mirada de un adulto, cambia. Al igual que un actor que está sobre el escenario, cuando es consciente de ello, se esfuerza por agradar, y también por atraer hacia sí la atención de los demás. Esta clase de actitudes tampoco son desconocidas en la madurez. Pero en los adultos son menos evidentes... para el resto de los adultos.
Es difícil admitir que los niños estén faltos de sutileza. Los niños son diferentes del hombre maduro porque piensan de otra manera. Podemos penetrar con mayor o menor facilidad en las pretensiones que plantean... pero ellos pueden hacer lo mismo con respecto a nosotros. Un niño puede destruir despiadadamente la propia imagen de un adulto. Su prerrogativa consiste en ser iconoclastas.
Tomemos, por ejemplo, la afectación. Las amenidades de la relación social exageradas, pero sin llegar a lo absurdo. El gigoló...
¡Ese savoír faire! ¡Esa puntillosa cortesía! La viuda y la joven rubia quedan a menudo muy impresionadas. Los hombres, en cambio, tienen comentarios algo menos agradables que hacer. Pero el niño llega a la verdadera raíz de la cuestión, cuando exclama:
—¡Eres un tonto!
¿Cómo puede un ser humano inmaduro comprender el complicado sistema de las relaciones sociales? No puede. Para él, cualquier exageración de la cortesía natural es una idiotez. En su estructura funcional de modelos de comportamiento, es como el rococó. Es un pequeño ser egocéntrico, que no puede visualizarse a sí mismo en la posición de otro... y mucho menos en la de un adulto. Siendo una unidad natural contenida en sí misma y casi perfecta, viendo cómo sus deseos son facilitados por otros, el niño se parece mucho a una criatura unicelular que flota en la corriente sanguínea, que es la que le proporciona la nutrición y se encarga de transportar los productos de desecho.
Desde el punto de vista de la lógica, un niño es un ser extraordinario y horriblemente perfecto. Un bebé puede ser aún más perfecto, pero también algo tan extraño a un adulto que sólo se pueden aplicar aquí niveles de comparación superficiales. Los procesos de pensamiento de un niño son inimaginables. Pero los bebés piensan, incluso antes de nacer. Se mueven y duermen en el seno materno, y no lo hacen únicamente a través del instinto. Estamos condicionados para reaccionar de un modo bastante peculiar a la idea de que un embrión apenas viable pueda pensar. Nos sentimos sorprendidos, inclinados a la risa, y hasta sentimos cierto asco. Nada humano es extraño.
Pero un bebé no es humano. Y un embrión es aún mucho menos humano.
Quizá fuera ésta la razón por la que Emma aprendió más a través de los juguetes que el propio Scott. El, desde luego, podía comunicar sus pensamientos; Emma no lo podía hacer, sino a través de fragmentos casi ininteligibles. Podríamos considerar, por ejemplo, la cuestión de los garabatos...
Demos lápiz y papel a un niño pequeño y dibujará algo que para él tiene un aspecto diferente al que tiene para un adulto. Esos garabatos absurdos tienen muy poca semejanza con una máquina contraincendios, pero es una máquina contraincendios, al menos para el niño. Quizá sea incluso tridimensional. Los niños piensan de un modo diferente y ven las cosas de un modo diferente.
Paradine reflexionó sobre todo esto una noche, mientras leía el periódico y observaba cómo Emma y Scott se comunicaban. Scott estaba haciéndole preguntas a su hermana. A veces, lo hacía en inglés. Pero, más a menudo, recurría a un lenguaje de signos que era un verdadero galimatías. Emma trataba de contestar, pero el hándicap era demasiado grande.
Finalmente, Scott cogió lápiz y papel. Eso le gustó a Emma. Dejando sacar ligeramente la lengua, la niña escribió laboriosamente un mensaje. Scott cogió el papel, lo examinó y frunció el ceño.
—Eso no es correcto, Emma —dijo.
Emma asintió vigorosamente. Volvió a coger el lápiz y trazó más garabatos. Scott, que permaneció extrañado durante un rato, sonrió finalmente, con cierta indecisión, y se levantó.
Paradine también se levantó y echó un vistazo al papel, teniendo el loco pensamiento de que Emma podría haber dominado de repente los secretos de la caligrafía. Pero no, no lo había hecho. El papel estaba cubierto de garabatos sin sentido alguno, de ese mismo tipo que resulta familiar a todos los padres. Paradine apretó los labios.
Podría tratarse de un dibujo que mostrara las variaciones mentales de una cucaracha maníaco-depresiva, pero probablemente no lo era. Y, sin embargo, no cabía la menor duda de que tenía algún significado para Emma. Quizá no hizo otra cosa que intentar representar con aquellos garabatos la figura de Señor Oso.
Scott regresó. Tenía aspecto de sentirse contento. Se encontró con la mirada de Emma y asintió. Paradine sintió la picazón de la curiosidad.
—¿Secretos? —preguntó.
—Ninguno. Emma... bueno... me pidió que hiciera algo por ella.
—¡Oh!
Paradine, recordando entonces los ejemplos de niños muy pequeños que habían balbuceado cosas en lenguas extrañas, dejando asombrados a los lingüistas, decidió guardarse el papel cuando los niños hubieran terminado. Al día siguiente, se lo enseñó a Elkins, en la Universidad. Elkins poseía buenos y amplios conocimientos de numerosas lenguas, pero soltó una risita ante la aventura de Emma en el campo de la literatura.
—He aquí una traducción libre, Dennis. Comienzo: no sé lo que significa esto, pero no se trata más que de chiquilladas. Termina la cita.
Los dos hombres se echaron a reír y se dirigieron a sus respectivas clases. Pero más tarde, Paradine recordó el incidente. Especialmente después de encontrarse con Holloway. Sin embargo, antes de que sucediera eso, transcurrieron varios meses y la situación se fue desarrollando mucho más, acercándose a un punto de extrema tensión.
Quizá Paradine y Jane habían mostrado demasiado interés por los juguetes. Emma y Scott comenzaron a mantenerlos ocultos y a jugar con ellos únicamente en privado. Nunca lo hacían abiertamente, sino con discretas precauciones. A pesar de todo, Jane se sintió algo preocupada.
Habló con Paradine sobre el asunto una noche.
—Esa muñeca que Harry le dio a Emma.
—¿Sí?
—Hoy he estado en el centro de la ciudad y he tratado de descubrir de dónde procede. Ningún indicio.
—Quizá Harry la trajera de Nueva York.
—También pregunté por esas otras cosas —añadió Jane, sin quedar convencida por la observación de su esposo—. Me enseñaron todo lo que tenían... La tienda de Johnson es muy grande, ya sabes. Pero no existe en ella nada parecido al ábaco de Emma.
—Hum.
Paradine no estaba muy interesado. Aquella noche, habían comprado entradas para un espectáculo, y se estaba haciendo tarde. Así es que, por el momento, dejaron el tema pendiente.
Más tarde, el tema volvió a surgir cuando una vecina llamó por teléfono a Jane.
—Scotty nunca ha sido así, Denny. Mrs. Burns dice que atemorizó enormemente a su hijo Francis.
—¿Francis? ¿No es ese bobo pequeño y regordete? Es como su padre. En cierta ocasión, cuando éramos estudiantes de segundo curso, le rompí las narices.
—Deja de fanfarronear y escúchame —dijo Jane, mezclando un cóctel—. Scott enseñó a Francis algo que le asustó. ¿No sería mucho mejor que...?
—Supongo que sí.
Paradine escuchó. Los sonidos procedentes de la habitación contigua le indicaron dónde se encontraba su hijo.
—¡Scott! —le llamó.
—¡Bang! —exclamó Scott, cuando apareció sonriente—. Les he matado a todos. Piratas del espacio. ¿Querías algo, papá?
—Sí. Si no te importa dejar sin enterrar por un momento a los piratas del espacio. ¿Qué le hiciste a Francis Burns?
Los ojos azules de Scott reflejaron un candor increíble.
—¿Qué?
—Inténtalo. Estoy seguro de que puedes recordarlo.
—¡Oh! Eso... No hice algo.
—Nada —le corrigió Jane con aire ausente.
—Nada. De veras. Sólo le permití mirar en mí aparato de televisión y eso... eso le asustó.
—¿Aparato de televisión?
Scott sacó entonces el cubo de cristal.
—Bueno, en realidad no es eso. ¿Lo ves?
Paradine examinó el objeto, asombrado por el aumento de tamaño. Sin embargo, todo lo que pudo ver fue un complicado laberinto de dibujos de colores sin ningún significado para él.
—El tío Harry...
Paradine extendió la mano, cogiendo el teléfono. Scott tragó saliva.
—¿Es que... es que el tío Harry ha vuelto a la ciudad?
—Sí.
—Bueno, tengo que tomar un baño.
Scott se dirigió hacía la puerta. Paradine se encontró con la mirada de Jane y asintió significativamente.
Harry estaba en casa, pero aseguró no tener el menor conocimiento de todos aquellos juguetes tan peculiares. De un modo bastante hosco, Paradine le pidió a Scott que bajara de su habitación todos aquellos juguetes. Finalmente se encontraron en un montón sobre la mesa: el cubo, el ábaco, la muñeca, el gorro en forma de casquete y algunos otros objetos misteriosos. Scott fue interrogado. Al principio, mintió con valentía, pero finalmente se desmoronó y cantó, entre hipos, su confesión.
—Tráeme la caja donde estaban estas cosas —ordenó Paradine—. Y después, vete a la cama.
—¿Vas a... vas a castigarme, papá?
—Por hacer novillos y por mentir, sí. Ya conoces las reglas. No verás ningún espectáculo en dos semanas. Y nada de golosinas durante todo ese tiempo.
—¿Vas a dejarme mis cosas? —preguntó Scott, tragando saliva.
—Aún no lo sé.
—Bueno... Buenas noches, papá. Buenas noches, mamá.
Una vez que la pequeña figura del niño desapareció escaleras arriba, Paradine acercó una silla a la mesa y examinó cuidadosamente la caja. Después removió preocupado los demás objetos. Jane le observaba.
—¿Qué es, Denny?
—No lo sé. ¿Quién dejaría una caja de juguetes junto al río?
—Puede haberse caído de un coche.
—No en ese lugar. La carretera no pasa junto al río al norte de la vía del ferrocarril. Son campos vacíos... no hay nada —Paradine encendió un cigarrillo—. ¿Quieres beber algo?
—Yo lo prepararé.
Jane se dirigió a preparar las bebidas, con una mirada de preocupación. Le trajo un vaso a Paradine y se quedó detrás de él, acariciándole el pelo con los dedos.
—¿Algo anda mal?
—Claro que no. Sólo que... ¿de dónde habrán venido estos juguetes?
—Johnson no lo sabía y ellos traen sus existencias de Nueva York.
—Yo también he estado haciendo averiguaciones —admitió Paradine—. Esa muñeca —la cogió— me preocupaba bastante. Quizá sea una deformación profesional, pero me gustaría saber quién la hizo.
—¿Un psicólogo? Ese ábaco... ¿no hacen tests a la gente con esta clase de cosas?
Paradine castañeteó con los dedos.
—¡Eso es! —exclamó—. ¡Y fíjate qué suerte! Hay un tipo llamado Holloway, un psicólogo de niños, que va a hablar en la Universidad la semana que viene. Es un tipo importante, con bastante reputación. Puede que sepa algo de todo esto.
—¿Holloway? No...
—Rex Holloway. Es... ¡Hum! No vive muy lejos de aquí. ¿Crees que habrá hecho estas cosas él mismo?
Jane estaba examinando el ábaco. Frunció el ceño y lo dejó donde estaba.
—Si lo hizo, no me gusta. Pero mira a ver si puedes descubrirlo, Denny.
—Lo haré —dijo Paradine, asintiendo.
Bebió su copa, mientras intentaba quitar importancia a todo aquello. Se sentía vacamente preocupado. Pero no estaba asustado... todavía.
Rex Holloway era un hombre grueso y brillante, con una calva y unas gafas gruesas, sobre las que se encontraban sus espesas cejas negras, como peludas orugas. Una semana después, Paradine le trajo una noche a cenar a casa. Holloway no pareció observar a los niños en ningún momento, pero nada de lo que dijeron o hicieron le pasó inadvertido. Sus ojos grises, sagaces e inteligentes, no se perdieron casi nada.
Los juguetes le fascinaron. En la sala de estar, los tres adultos se encontraban reunidos alrededor de la mesa, donde habían sido colocados los juguetes. Holloway los estudió cuidadosamente, mientras escuchaba lo que Jane y Paradine tenían que decirle. Finalmente, rompió su silencio:
—Me alegro de haber venido aquí esta noche. Pero no del todo. Ya sabe que todo esto es muy molesto.
—¿Cómo? —preguntó Paradine, asombrado, mientras el rostro de Jane mostraba su consternación.
Las siguientes palabras de Holloway no contribuyeron a calmarles:
—Nos estamos enfrentando con la locura.
Sonrió ante la mirada sobresaltada de la pareja.
—Todos los niños están locos, desde el punto de vista de un adulto. ¿Han leído Viento alto en Jamaica, de Hughes?
—Lo tengo.
Paradine extrajo el pequeño libro de la estantería donde estaba. Holloway extendió una mano, lo cogió y pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba. Después leyó en voz alta:
—«Los niños, desde luego, no son humanos... Son animales, y poseen una cultura muy antigua y ramificada, como la tienen los gatos, y los peces, y hasta las serpientes; la suya es de la misma clase, pero mucho más complicada y vivaz, pues los bebés son, después de todo, una de las especies más desarrolladas de los vertebrados inferiores. En resumen, los bebés tienen mentes que actúan en términos y categorías propias, que no pueden ser traducidas a términos y categorías de la mente humana.»
Jane trató de tomarse aquello con calma, pero no pudo.
—¿No querrá decir que Emma...?
—¿Puede usted pensar como su hija? —preguntó Holloway—. Escuche: «No puede uno pensar como un bebé, del mismo modo que no puede uno pensar como una abeja.»
Paradme preparó unas bebidas. Entonces, por encima de su hombro, dijo:
—Está usted teorizando bastante, ¿verdad? Tal y como yo lo veo, sus palabras implican que los bebés tienen una cultura propia, e incluso un nivel de inteligencia elevado.
—No necesariamente. No existen normas fijas. Todo lo que digo es que los bebés piensan de un modo diferente a como lo hacemos nosotros. No quiero decir que piensen necesariamente mejor... eso es una cuestión de valores relativos. Pero sí lo hacen en una forma diferente en cuanto a extensión... —buscaba las palabras adecuadas con la mirada perdida en el techo.
—Fantasías —dijo Paradine con cierta rudeza, extrañado al pensar en las actitudes de Emma—. Los bebés no tienen sentidos diferentes a los nuestros.
—¿Y quién ha dicho que los tengan? —preguntó Holloway—. Utilizan sus mentes de un modo diferente, eso es todo. ¡Pero es suficiente!
—Estoy tratando de comprender —dijo Jane con lentitud—. Todo lo que puedo pensar es en mi batidora. Puede batir mantequilla y patatas hervidas, pero también puede estrujar naranjas.
—Es algo parecido. El cerebro es un coloide, una máquina extraordinariamente complicada. No sabemos mucho sobre sus posibilidades. Ni siquiera sabemos cuánto puede aprender. Pero se sabe que la mente va quedando condicionada a medida que va madurando el ser humano. Sigue ciertos esquemas familiares y todo pensamiento posterior está perfectamente basado sobre un modelo que se acepta como algo garantizado. Miren esto —Holloway tocó el ábaco—. ¿Han experimentado con él?
—Un poco —dijo Paradine.
—Pero no mucho, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—No vale la pena —se quejó Paradine—. Hasta un rompecabezas ha de tener una cierta lógica. Pero esos ángulos tan extraños...
—Su mente está condicionada por Euclides —dijo Holloway—. Así es que ahora nos encontramos con que esta casa... nos preocupa, y parece no tener ningún sentido. Pero un niño no sabe nada de Euclides. Si se le presentara una lección de geometría diferente a la que nosotros conocemos, no le impresionaría por considerarla ilógica. El niño cree en lo que ve.
—¿Está tratando de decirme que este objeto posee una extensión cuatridimensional? —preguntó Paradine.
—En cualquier caso, no de una forma visual —denegó Holloway—. Todo lo que digo es que nuestras mentes, condicionadas por Euclides, no pueden ver en esto otra cosa que un laberinto ilógico de hilos. Pero un niño, y especialmente un bebé, puede ver más. No al principio. Al principio sería un rompecabezas, desde luego. Pero un niño no se vería limitado en sus capacidades a consecuencia de excesivas ideas preconcebidas.
—Arterioesclerosis del pensamiento —observó Jane.
Paradine no estaba convencido.
—¿Quiere eso decir que un niño sería capaz de calcular mejor que Einstein? No, no quiero decir eso. Comprendo más o menos claramente su punto de vista. Sólo que...
—Bien, mire esto. Supongamos que existen dos clases de geometría... las limitaremos a ese número para facilitar el ejemplo. Nuestra geometría, la euclidiana, y una segunda a la que llamaremos x. Esta segunda geometría x no tiene mucha relación con la euclidiana. Está basada en teoremas completamente diferentes. En ella, dos y dos no son necesariamente igual a cuatro; pueden ser igual a y2, o quizá ni siquiera son igual a nada. La mente de un bebé no está aún condicionada, excepto por ciertos factores cuestionables de herencia y medio ambiente. Comencemos a enseñar al niño la geometría euclidiana...
—¡Pobre chico! —exclamó Jane.
Holloway le lanzó una mirada rápida.
—Me refiero a la base teórica de Euclides: los bloques alfabéticos. Las matemáticas, la geometría, el álgebra... llegarían mucho después. Estamos muy familiarizados con esa clase de desarrollo. Por el otro lado, iniciemos a bebé en los principios básicos de nuestra lógica x.
—¿Bloques? ¿De qué clase?
Holloway se quedó mirando el ábaco un momento y dijo:
—No tendría mucho sentido para nosotros. Pero hemos sido condicionados por Euclides.
Paradine se sirvió una buena cantidad de whisky.
—Eso es algo bastante terrible —dijo—. No está usted limitándose a las matemáticas.
—¡Correcto! No me estoy limitando a nada. ¿Cómo podría hacerlo? Yo no estoy condicionado por la lógica x.
—Ahí está la respuesta —dijo Jane, con un suspiro de alivio—. ¿Quién es? Me refiero a la clase de persona capaz de haber hecho la clase de juguetes que usted, al parecer, piensa que son.
Holloway asintió, brillándole los ojos detrás de las gruesas gafas.
—Esa clase de personas pueden existir.
—¿Dónde?
—Quizá prefieran mantenerse ocultas.
—¿Superhombres?
—Quisiera saberlo. Como ve, Paradine, volvemos a encontrarnos con la cuestión de los criterios. Para nuestros propios niveles, esa clase de seres pueden parecer superhombres en ciertos aspectos. En otros, en cambio, pueden parecemos imbéciles. No se trata de una diferencia cuantitativa; es cualitativa. Ellos piensan de un modo diferente. Y estoy seguro de que nosotros podemos hacer cosas que ellos no pueden realizar.
—Quizá no deseen realizarlas —observó Jane.
Paradine golpeó ligeramente los objetos que estaban en la caja y preguntó:
—¿Y qué me dice de esto? Implica...
—Un propósito, claro está.
—¿Transporte?
—Al principio puede uno pensar en eso. SI es así, la caja puede haber venido de cualquier parte.
—¿De donde las cosas son... diferentes? —preguntó Paradine con lentitud.
—Exactamente. En el espacio, e incluso en el tiempo. No lo sé. Soy un psicólogo. Desgraciadamente, yo también estoy condicionado por Euclides.
—Debe ser un lugar muy extraño —dijo Jane— Denny, deshazte de esos juguetes.
—Tengo la intención de hacerlo.
Holloway cogió entonces el cubo de cristal y preguntó:
—¿Ha interrogado mucho a los niños?
__Sí —contestó Paradine—. Scott me dijo que, al principio, cuando miró, había gente en el interior de ese cubo. Le pregunté lo que había ahora en él.
—¿Y qué contestó? —preguntó el psicólogo, abriendo mucho los ojos.
—Me dijo que estaban construyendo un lugar. Esas fueron sus palabras exactas. Le pregunté quién lo hacía... ¿gente? Pero no me lo pudo explicar.
—No, supongo que no —murmuró Holloway—. Debe tratarse de algo progresivo. ¿Durante cuánto tiempo han tenido los niños estos juguetes?
—Unos tres meses, supongo.
—Tiempo suficiente. Como ve, se trata del juguete perfecto, tanto instructivo como mecánico. Debe hacer cosas, para interesar al niño, y debe enseñar preferiblemente sin que el niño se dé cuenta. Problemas sencillos al principio. Y más tarde...
—La lógica x —dijo Jane, pálida.
Paradine maldijo por lo bajo.
—¡Emma y Scott son perfectamente normales! —dijo.
—¿Sabe usted cómo piensan sus mentes... ahora?
Holloway no siguió el razonamiento. Manoseó la muñeca.
—Sería interesante saber las condiciones del lugar de donde proceden estás cosas. Sin embargo, la inducción no nos ayuda mucho. Nos faltan demasiados factores. No podemos visualizar un mundo basándonos en el factor x... con el medio ambiental ajustado a mentes que piensan según los modelos x. Tomemos, por ejemplo, esta luminosa red existente en el interior de la muñeca. Puede ser cualquier cosa. Podría existir también en nuestro interior, aún cuando no lo hayamos descubierto aún. Cuando encontremos la clave correcta... —se encogió de hombros—. ¿Qué piensa usted de esto?
Se trataba de un globo carmesí, de unos cinco centímetros de diámetro, con un bulto protuberante en su superficie.
—¿Qué puede pensar cualquiera de eso?
—¿Y Scott? ¿Y Emma?
—Yo ni siquiera lo había visto hasta hace apenas unas tres semanas, cuando Emma empezó a jugar con eso —Paradine se mordió el labio—. Después, Scott empezó también a sentirse interesado.
—¿Qué es lo que hacen?
—Lo mantienen frente a ellos y lo mueven hacia adelante y hacia atrás, sin ningún tipo de movimiento especial.
—No es ningún tipo de movimiento euclidiano —le corrigió Holloway—. Al principio no pudieron comprender el propósito del juguete. Tenían que ser educados para utilizarlo.
—Eso es horrible —dijo Jane.
—No para ellos. Probablemente, Emma comprende con mayor rapidez la lógica x que Scott, pues su mente todavía no está condicionada por nuestros modelos.
—Pero yo puedo recordar muchas cosas de las que hice cuando era un niño —dijo Paradine—. E incluso siendo un bebé.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿Estaba... loco, entonces?
—Las cosas que no recuerda son los criterios de su locura —replicó Holloway—. Pero he utilizado la palabra «locura» como un símbolo puramente convencional para designar la variación de la norma humana conocida. Un criterio arbitrario de mente sana.
Jane dejó su vaso sobre la mesa.
—Ha dicho usted que la inducción era difícil, Mr. Holloway. Pero me da la impresión de que está usted convirtiendo algo muy pequeño en algo excesivamente grande. Después de todo, estos juguetes...
—Yo soy un psicólogo y me he especializado en los niños. No soy un lego en la materia. Estos juguetes significan mucho para mí, principalmente porque tienen tan poco significado.
—Puede usted estar equivocado.
—Bueno, diría que me gustaría estarlo. Desearía examinar a los niños.
—¿Cómo? —preguntó Jane, levantando los brazos.
Una vez que Holloway se lo hubo explicado, ella asintió, aunque seguía mostrándose un poco dubitativa:
—Bueno, está bien. Pero no son cobayas.
El psicólogo extendió blandamente una mano en el aire.
—¡Mi querida señora! No soy un Frankenstein. Para mí, el individuo es el factor primordial... no podría ser de otra forma, ya que trabajo con mentes. Si hay algo que va mal en los jóvenes, quiero curarles.
Paradine dejó el cigarrillo en el cenicero y observó la lenta espiral de humo azul, oscilando hacia arriba.
—¿Puede usted ofrecer un pronóstico?
—Lo intentaré. Eso es todo lo que les puedo decir. Si las mentes, aún no desarrolladas de los niños, ya han sido dirigidas hacia el canal x, será necesario hacerlas retroceder. No estoy diciendo que eso sea lo mejor que podamos hacer, aunque probablemente sea así desde nuestro propio punto de vista. Después de todo, tanto Emma como Scott tendrán que vivir en este mundo.
—Sí, sí. No creo que pueda haber nada de malo en ello. Parecen niños de tipo medio, más o menos normales.
—Superficialmente pueden parecerlo así. No tienen ninguna razón para actuar anormalmente, ¿verdad? ¿Y cómo puede usted decir si piensan... de un modo diferente?
—Les llamaré —dijo Paradine.
—Hágalo entonces de un modo informal. No quiero que estén prevenidos.
Jane hizo un gesto hacia los juguetes. Holloway dijo:
—Dejémoslos aquí, ¿no le parece?
Pero, después de que llegaran Emma y Scott, el psicólogo no hizo ningún intento por interrogarles directamente. Se las arregló para atraer a Scott, sin que éste se diera cuenta, hacia una conversación, en la que de vez en cuando dejaba caer palabras clave. Nada tan revelador como un test de asociación de palabras... se necesita cooperación para eso.
El momento más interesante se produjo cuando Holloway cogió el ábaco.
—¿Te importaría enseñarme cómo funciona esto?
—Sí, señor —contestó Scott, tras un momento de duda—. Así…
Deslizó hábilmente una bola a través del laberinto, en sentido tangencial, con tanta rapidez que nadie estuvo seguro por completo de sí la bola había desaparecido o no. Podría haber sido desplazada simplemente. Después, una vez más...
Holloway intentó hacerlo. Scott le observó, arrugando la nariz.
—¿Es así?
—No, no. Tiene que ir hacia allí...
—¿Aquí? ¿Por qué?
—Bueno, porque es la única forma de hacerlo funcionar.
Pero Holloway estaba condicionado por Euclides. Para él, no existía ninguna razón particular que explicar por qué la cuenta debía deslizarse desde aquel hilo particular hacía aquel otro. Parecía tratarse de un factor casual. De repente, Holloway también se dio cuenta de que éste no era el camino tomado previamente por la bola, cuando Scott manipuló el rompecabezas. Al menos, por lo que pudo entender.
—¿Quieres volvérmelo a enseñar?
Scott lo hizo, y hasta dos veces más ante la petición del doctor. Holloway parpadeaba detrás de las gafas. Casualidad, sí. Y una variable. En cada ocasión, Scott movía la cuenta siguiendo un curso diferente.
De algún modo, ninguno de los adultos podía decir si la cuenta desaparecía o no. Si hubieran esperado verla desaparecer, sus reacciones podrían haber sido diferentes.
Al final, no se resolvió nada. Cuando se despidió, Holloway parecía sentirse muy inquieto.
—¿Puedo volver otra vez?
—Quisiera que lo hiciera —le dijo Jane—. En cualquier momento. ¿Sigue pensando...?
—Las mentes de los niños no están reaccionando con normalidad —dijo, asintiendo con la cabeza—. No están embotadas, en modo alguno, pero tengo la más extraordinaria impresión de que llegan a conclusiones a través de un camino que nosotros no podemos comprender. Como si utilizaran álgebra mientras que nosotros utilizamos geometría. La misma conclusión, pero un método diferente para llegar a ella.
—¿Qué me dice de los juguetes? —preguntó Paradine de repente.
—Manténgalos fuera de su alcance. Me gustaría llevármelos, si me lo permiten...
Aquella noche, Paradine durmió mal. El paralelo empleado por Holloway había sido desafortunado. Conducía a teorías muy perturbadoras. El factor x... Los niños estaban utilizando el equivalente de un razonamiento algebraico, mientras que los adultos utilizaban la geometría.
Bastante bonito. Sólo que...
El álgebra puede dar respuestas a las que no se puede llegar a través de la geometría, puesto que hay ciertos términos y símbolos que no pueden ser expresados geométricamente. ¿Y si la lógica x mostraba conclusiones inconcebibles para la mente adulta?
—¡Maldita sea! —murmuró Paradine.
Jane se removió a su lado.
—Querido... ¿Tampoco puedes dormir?
—No.
Se levantó, dirigiéndose a la habitación contigua. Emma dormía como un querubín, tranquilamente, con su grueso bracito abrazado alrededor de Señor Oso. A través de la puerta abierta, Paradine podía ver la cabeza morena de Scott, inmóvil sobre la almohada.
Jane estaba a su lado. La rodeó con su brazo.
—Pobres niños —murmuró ella—. Y Holloway les ha llamado locos. Creo que los locos somos nosotros, Dennis.
—¡Eh, eh! Estamos poniéndonos nerviosos.
Scott se agitó en su sueño. Sin despertarse, hizo lo que era evidentemente una pregunta, aunque no pareció ser expresada en ningún lenguaje en particular. Emma emitió un pequeño grito, como un maullido, que cambió hasta alcanzar un tono agudo.
Ella tampoco se había despertado. Ahora, los niños permanecían quietos, sin agitarse.
Pero Paradine pensó, sintiéndose repentinamente enfermo, que todo fue exactamente como si Scott le hubiera preguntado algo a Emma y ella le hubiese contestado.
¿Acaso sus mentes habían cambiado hasta el punto en que incluso... el sueño era diferente para ellos?
Apartó de su mente aquella idea.
—Te vas a enfriar. Será mejor que nos marchemos a la cama. ¿Quieres beber algo?
—Creo que sí —contestó Jane, mirando a Emma.
Extendió ciegamente su mano hacia la niña; pero la retiró antes de tocarla.
—Vamos —le dijo su esposo—. Si no, les despertaremos.
Bebieron juntos un pequeño sorbo de brandy, pero no dijeron nada. Más tarde, en sueños, Jane lanzó un grito.
Scott no estaba despierto. Pero su mente actuaba de un modo lento y cuidadoso. Así:
«Se llevarán los juguetes. El hombre grueso... listava, quizá peligroso. Pero la dirección Ghoric no se mostrará... evankrus, no les apremies. Intransdección... inteligente y luminosa Emma. Ahora, ella es más elevada khopranik que... Aún no veo cómo.., thavarar lixery dist...»
Una pequeña parte de los pensamientos de Scott aún podían ser comprendidos. Pero Emma había quedado condicionada por x con mucha mayor rapidez.
Ella también estaba pensando.
No pensaba como un adulto, ni como una niña. Ni siquiera como un ser humano. Excepto, quizá, como un humano de un tipo sorprendentemente extraño para el género conocido por el nombre de homo sapiens.
A veces, hasta el propio Scott tenía dificultades para seguirle en sus pensamientos.
De no haber sido por Holloway, la vida podría haber continuado en una rutina casi normal. Los juguetes ya no eran objetos que les recordaran el problema de un modo inmediato. Emma, con una delicia perfectamente explicable, aún disfrutaba con sus muñecas y con el cajón de arena. Por su parte, Scott se sentía satisfecho con el baseball y con su juego de química. Hacían lo mismo que otros niños y ponían de manifiesto muy pocos rasgos de anormalidad, si es que aparecía alguno. Holloway parecía ser un alarmista.
Estaba llevando a cabo experimentos con los juguetes, con resultados bastante idiotas. Dibujó innumerables gráficos y diagramas, mantuvo contactos con matemáticos, ingenieros y otros psicólogos y casi se volvió loco tratando de encontrar una concordancia o una razón en la construcción de los objetos. La caja misma, con su misterioso mecanismo, no le decía nada. Los fusibles habían derretido una gran parte del material, convirtiéndolo en escoria. Pero los juguetes..,
Era el elemento aleatorio que había en ellos lo que le impedía avanzar en la investigación. Incluso hasta eso era una cuestión de semántica. Porque Holloway estaba convencido de que, en realidad, no se trataba de casualidad. Lo que sucedía era que no había suficientes factores conocidos. Ningún adulto podía hacer funcionar el ábaco, por ejemplo. Y, reflexivamente, Holloway se negaba a permitir que un niño jugara con aquel objeto.
El cubo de cristal era un misterio similar. Mostraba un modelo alocado de colores, que, a veces, se movían. En esto se parecía a un caleidoscopio. Pero el cambio de equilibrio y de gravedad no le afectaba. Una vez más, el factor casual.
O, más bien, lo desconocido. El modelo x. Poco a poco, Paradine y Jane retornaron a una situación de tranquilidad. Tenían la sensación de que los niños habían quedado curados de su peculiaridad mental, ahora que se había eliminado la causa que contribuía a ella. Algunas de las acciones de Emma y de Scott les ofrecían todos los motivos para dejar de preocuparse.
Los chicos disfrutaban nadando, haciendo excursiones, viendo películas y jugando con los juguetes funcionales y normales de su tiempo. Cierto que fallaban al tratar de dominar ciertos instrumentos mecánicos, bastante problemáticos, que implicaban algún tipo de cálculo. Por ejemplo, un rompecabezas tridimensional, en forma de globo terráqueo, que Paradine había comprado. Pero hasta él mismo lo encontraba difícil.
De vez en cuando, se producían deslices. Un sábado por la tarde, Scott se encontraba con su padre, dando un paseo, y los dos se detuvieron en la cima de una colina. Bajo ellos se extendía un valle bastante hermoso.
—¿Verdad que es bonito? —preguntó Paradine.
Scott examinó la escena con actitud solemne.
—Todo está mal —dijo.
—¿Eh?
—No sé.
—¿Qué hay de malo en todo esto?
—Mira... —Scott terminó por guardar un extraño silencio y añadió—: No lo sé.
Los niños echaron de menos sus juguetes, pero no por mucho tiempo. Emma fue la primera en recuperarse, mientras que Scott seguía mostrándose deprimido. Mantenía conversaciones ininteligibles con su hermana, y estudiaba los garabatos sin significado alguno que ella dibujaba en el papel que él le proporcionaba. Era casi como si estuviera consultándola para tratar de resolver problemas difíciles que estaban más allá de su comprensión.
Si Emma tenía una mayor capacidad de comprensión, Scott poseía una mayor inteligencia real, así como una gran habilidad manual. Utilizando su juego de mecano, construyó un artilugio, pero no quedó satisfecho. La causa aparente de su disgusto fue exactamente la misma por la que Paradine se sintió aliviado al ver la estructura. Era la clase de cosas que un niño normal construiría, algo con una vaga semejanza a una nave cúbica.
Resultaba demasiado normal para agradar a Scott. Planteó más preguntas a Emma, aunque en privado. Ella se lo pensó durante un rato y después dibujó más garabatos con un lápiz que agarraba con una fuerza terrible.
—¿Puedes leer eso que escribe? —preguntó Jane a su hijo, una mañana.
—Bueno, exactamente no se trata de leerlo. Puedo entender la idea que ella trata de comunicar. No lo puedo hacer siempre, aunque sí en la mayor parte de las ocasiones.
—¿Se trata de una escritura?
—No... no. No significa lo mismo que aparenta.
—Simbolismos —sugirió Paradine por encima de su taza de café.
Jane le miró, abriendo mucho los ojos.
—Denny...
El guiñó un ojo y sacudió la cabeza. Más tarde, cuando se encontraban solos, le dijo a su esposa:
—No permitas que Holloway te saque de tus casillas. No estoy queriendo decir que los niños se estén comunicando por medio de una lengua extraña. Si Emma dibuja un garabato y dice que es una flor, se tratará siempre de una regla arbitraria... Scott lo recuerda. Y si en la ocasión siguiente ella dibuja la misma clase de garabato, o trata de hacerlo... ¡bueno!
—Claro —dijo Jane, dudosa—. ¿Te has dado cuenta de que Scott está leyendo mucho últimamente?
—Sí, ya me he dado cuenta. Sin embargo, no es nada anormal. No es ningún Kant o Spinoza lo que lee.
—Se pasa el tiempo hojeando los libros, eso es todo.
—Bueno, es lo mismo que hacía yo a su edad —dijo Paradine, y se marchó a dar sus clases de la mañana.
Almorzó con Holloway, lo que ya se estaba convirtiendo en una costumbre diaria, y habló de los entretenimientos literarios de Emma.
—¿Tenía razón sobre lo del simbolismo, Rex?
—Bastante —asintió el psicólogo—. Nuestro propio lenguaje no es otra cosa que una simbología arbitraria. Al menos, en su aplicación. Mira esto —y en su servilleta dibujó una elipse muy estrecha—. ¿Sabes lo que es esto?
—¿Te refieres a lo que representa?
—Sí. ¿Qué te sugiere? Podría tratarse de una representación vulgar... pero ¿de qué?
—De muchas cosas —contestó Paradine—. El canto de un cristal. Un huevo frito. Una hogaza de pan francés. Un puro.
Holloway añadió entonces un pequeño triángulo a su dibujo anterior, situándolo en uno de los extremos de la elipse. Después se quedó mirando a Paradine.
—Un pez —dijo éste instantáneamente.
—Es nuestro símbolo familiar para indicar un pez. Se le puede reconocer, aunque no tenga agallas, ni ojos, ni boca, porque estamos condicionados para identificar esa figura particular con nuestra imagen mental de un pez. Esa es la base del jeroglífico. Para nosotros, un símbolo significa mucho más de lo que en realidad vemos sobre el papel. ¿Qué hay en tu mente cuando miras este dibujo?
—¿Por qué?... Un pez.
—Continúa. ¿Qué visualizas?... ¿Todo?
—Escamas —dijo Paradine con lentitud, mirando hacia el espacio—. Agua. Espuma. El ojo de un pez. Las agallas. Los colores.
—Como ves, el símbolo representa mucho más que la simple idea abstracta de pez. Date cuenta de que las connotaciones son las de un nombre, no las de un verbo. Resulta mucho más difícil expresar acciones mediante simbolismos, eso ya lo sabes. En cualquier caso... invirtamos el proceso. Suponte que quieres encontrar un símbolo para algún nombre concreto, como por ejemplo un ave. Dibújala.
Paradine dibujó dos arcos conectados, con las concavidades hacia abajo.
—El más bajo denominador común —dijo Holloway, asintiendo—. La tendencia natural es la de simplificar. Especialmente cuando un niño está viendo algo por primera vez y tiene pocos niveles de comparación. Trata de identificar el objeto nuevo con algo que ya le sea familiar. ¿Te has fijado alguna vez cómo dibuja un niño el océano? —no esperó una respuesta y continuó hablando—: Una serie de puntos dentados. Como la línea oscilante de un sismógrafo. La primera vez que vi el Pacífico, tenía unos tres años. Lo recuerdo con bastante claridad. Parecía algo... cubierto de tejas. Una llanura plana, inclinada en uno de sus ángulos. Las olas eran como triángulos regulares, con el vértice hacia arriba. Ahora no las veo estilizadas de ese modo. Pero más tarde, recordando eso, sé que tuve que encontrar algún nivel familiar de comparación, que es la única forma de obtener una concepción nueva a partir de algo completamente nuevo. El niño medio trata de dibujar esos triángulos regulares, pero su coordinación es pobre. En consecuencia, obtiene el modelo de una línea de sismógrafo.
—¿Y qué significa todo eso?
—Un niño ve el océano, y lo estiliza. Dibuja un cierto modelo definido, simbólico, de lo que para él es el mar. Los garabatos de Emma también pueden ser símbolos. No quiero decir con eso que el mundo tenga para ella un aspecto diferente... más amplio quizá, o más agudo, más vívido o con una disminución de la percepción por encima del nivel de sus ojos. Lo que quiero decir es que sus procesos de pensamiento son diferentes; que ella convierte lo que ve en símbolos anormales.
—Sigues creyendo que...
—Sí, continúo creyéndolo. Su mente ha sido condicionada de un modo poco normal. Puede ser que ella desmembre lo que ve en modelos individuales y obvios... y conceda un significado a esos modelos, que nosotros no podemos comprender. Como el ábaco. Ella vio en él un modelo, aunque, para nosotros, se trataba de algo completamente aleatorio.
De repente, Paradine decidió cortar aquellas citas para almorzar con Holloway. Aquel hombre era un alarmista. Sus teorías se estaban haciendo cada vez más fantásticas; rastreaba cualquier cosa, aplicable o no, siempre que apoyara sus teorías.
—¿Crees que Emma se está comunicando con Scott en un lenguaje desconocido? —preguntó en un tono bastante irónico.
—En símbolos para los que ella no dispone de palabras. Estoy seguro de que Scott comprende una buena parte de esos... garabatos. Para él, un triángulo isósceles puede representar cualquier factor, aunque probablemente se trate de un nombre concreto. ¿Crees que un hombre que no entienda nada de química puede comprender lo que significa H2O? ¿Se dará cuenta de que ese símbolo podría evocar la imagen del océano?
Paradine no contestó. Sin embargo, mencionó a Holloway la curiosa observación de Scott en el sentido de que el paisaje, visto desde la colina, le había parecido erróneo. Un momento después se mostró inclinado a lamentar su comentario, pues el psicólogo volvió a empezar.
—Los modelos de pensamiento de Scott están acumulándose, hasta llegar a una suma que no es igual al aspecto que tiene este mundo. Quizá esté esperando inconscientemente ver el mundo de donde procedieron esos juguetes.
Paradine dejó de escucharle. Ya era suficiente. Los niños se las iban arreglando bastante bien, y el único factor perturbador que aún quedaba era el propio Holloway. Sin embargo, aquella noche, Scott demostró un interés por las anguilas, que más tarde resultó ser muy significativo.
No había nada aparentemente nocivo en la historia natural. Paradine le explicó lo que sabía sobre las anguilas.
—Pero ¿dónde ponen sus huevos? ¿O es que no los ponen?
—Eso todavía es un misterio. Los lugares donde desovan son desconocidos. Quizá lo hagan en el mar de los Sargazos, o en las profundidades, donde la presión les puede ayudar a sacar los huevos de sus cuerpos.
—Qué divertido —dijo Scott, reflexionando profundamente.
—El salmón hace más o menos lo mismo. Remonta los ríos para desovar —siguió diciendo Paradine, hablando sobre los detalles.
Scott estaba fascinado.
—Pero eso está bien, papá. Han nacido en el río y cuando aprenden a nadar, descienden hasta el mar. Y regresan después a poner sus huevos, ¿no?
—Correcto.
—Sólo que ellos no regresan —consideró Scott—. Se limitan a enviar sus huevos...
—Para eso necesitarían un oviducto muy largo —dijo Paradine, y añadió algunas observaciones muy bien escogidas sobre los ovíparos.
Su hijo no quedó completamente satisfecho. Las flores, argumentó, envían sus semillas a grandes distancias.
—Pero no las guían. No son muchas las que encuentran un suelo fértil.
—Pero las flores no tienen cerebros, papá. ¿Por qué la gente vive aquí?
—¿En Glendale?
—No... aquí. En todo este lugar. Apuesto a que no está aquí todo lo que hay.
—¿Te refieres a los otros planetas?
—Esto es sólo... —Scott se mostró vacilante— parte... del gran lugar. Es como el río al que acude el salmón. ¿Por qué la gente no baja al océano cuando se hace mayor?
Paradine se dio cuenta entonces de que Scott estaba hablando en sentido figurado. Sintió un breve escalofrío. ¿El... océano?
Los jóvenes de las especies no están preparados para vivir en el mundo más completo, donde viven sus padres. Sólo entran en ese mundo cuando se han desarrollado lo suficiente. Más tarde, procrean. Los huevos fertilizados son enterrados en la arena, en la parte alta del río, donde más tarde incuban.
Y aprenden. El instinto, por sí solo, es fatalmente lento. Especialmente en el caso de un género especializado, incapaz de hacer frente incluso a este mundo, incapaz de alimentarse, beber o sobrevivir, a menos que alguien proporcione previsoramente esas necesidades.
El joven, alimentado y cuidado, sobrevivirá. Habría incubadoras y robots. Los jóvenes podrían sobrevivir, pero no sabrían cómo nadar corriente abajo, hacia el mundo, mucho más amplio, del océano.
Así es que se les tenía que enseñar. Tenían que ser preparados y condicionados de muchas maneras.
Sin dolor, sutilmente, discretamente. A los niños les encantan los juguetes que hacen cosas... y si esos juguetes enseñan al mismo tiempo...
En la última mitad del siglo XIX, un inglés estaba sentado junto a la ribera, cubierta de hierba, de un río. Una niña muy pequeña estaba sentada junto a él, mirando fijamente el cielo. Había dejado a un lado un curioso juguete con el que había estado jugando y ahora tarareaba una canción corta, sin palabras, que el hombre escuchaba con cierta atención.
—¿Qué era eso, querida? —preguntó al final.
—Sólo es algo que me he inventado, tío Charles.
—Vuélvelo a cantar —pidió, sacando un libro de notas.
La niña obedeció.
—¿Significa algo?
—¡Oh, sí! —exclamó ella, asintiendo—. Como las historias- que te he contado, ya sabes.
—Son historias muy bonitas, querida.
—¿Y las escribirás algún día en un libro?
—Sí, pero tengo que cambiarlas bastante, o nadie las comprendería. Sin embargo, creo que no voy a cambiar tu canción.
—No tienes que hacerlo. Si lo haces, puede significar cualquier cosa.
—De todos modos, no cambiaré esa estrofa —prometió—. ¿Qué significa?
—Creo que es el camino para salir —dijo la niña, vacilante—. No estoy segura todavía. Mi juguete mágico me lo dijo.
—¡Quisiera saber qué tiendas de Londres venden esos juguetes tan maravillosos!
—Mamá me los compró para mí. Ella está muerta ahora. Y papá no se preocupa.
Mentía. Había encontrado los juguetes en una caja, un buen día, mientras jugaba junto al Támesis. Y, en realidad, eran juguetes maravillosos.
Su tío Charles pensó que aquella pequeña canción no significaba nada. (El no era su verdadero tío, pero se portaba muy bien con ella.) La canción, sin embargo, significaba mucho. Era el camino. Ahora, ella haría lo que decía la canción, y después...
Pero ya era demasiado vieja. Nunca encontró el camino.
Paradine había dejado de ver a Holloway. A Jane le disgustaba mucho aquel hombre, algo bastante natural puesto que ella sólo deseaba ver conjurados sus temores. Desde que Scott y Emma empezaron a actuar con normalidad, Jane se sintió satisfecha. Pero, en parte, se trataba más de deseos que de realidades, algo en lo que Paradine no podía estar de acuerdo por completo.
Scott seguía llevando a Emma artilugios, pidiéndole su aprobación. Por regla general, la niña se limitaba a negar enérgicamente con una sacudida de su cabeza. A veces, mostraba una expresión de duda. Muy ocasionalmente, demostraba estar de acuerdo. Entonces se producía una hora de laborioso y loco garabatear en trozos de papel, y Scott, después de estudiar las anotaciones, arreglaba una y otra vez sus artilugios, las partes de su maquinaria, los cabos de vela y sus trastos viejos. La sirvienta los limpiaba cada día y Scott comenzaba cada día de nuevo.
Condescendió en explicarle algo a su extrañado padre, que no veía ningún sentido o razón al juego.
—Pero ¿por qué vas a poner este guijarro aquí?
—Es duro y redondo, papá. Pertenece ahí.
—Este otro también es duro y redondo.
—Bueno, ése tiene vaselina. Cuando se llega a este punto, no puedes ver una cosa dura y redonda.
—¿Y qué viene a continuación? ¿Ésta vela?
Scott parecía disgustado.
—Eso se coloca al final. Primero hay que poner la anilla de hierro.
Paradine pensó que todo aquello era como el rastro de un boy-scout dejado entre los bosques, como marcas en un laberinto. Pero, una vez más, se encontraba aquí con el factor aleatorio. La lógica, la lógica familiar, se detenía ante los motivos que Scott tenía para acoplar los trastos viejos tal y como lo hacía.
Paradine se marchó. Por encima del hombro, vio a Scott sacar un trozo arrugado de papel y un lápiz del bolsillo y dirigirse hacia donde estaba Emma, en cuclillas, pensando en sus cosas en un rincón.
Bueno..,
Jane había ido a almorzar con el tío Harry. En aquella calurosa tarde de verano había poco que hacer, excepto leer los periódicos. Paradine tomó asiento en el lugar más frío que pudo encontrar con un diccionario Collins, y se perdió en los crucigramas cómicos.
Una hora después, el sonido de unos pasos en las habitaciones de arriba le despertó de su modorra. La voz de Scott estaba gritando, llena de júbilo:
—¡Eso es! ¡Eso es, babosa! ¡Vamos!
Paradine se levantó con rapidez, frunciendo el ceño. En el momento en que penetraba en el vestíbulo, empezó a sonar el teléfono. Jane había prometido llamarle...
Su mano estaba sobre el auricular cuando Emma lanzó un grito lleno de excitación. Paradine hizo una mueca. ¿Qué diablos estaba sucediendo allá arriba?
—¡Mira! ¡Por este camino! —gritó Scott.
Balbuciendo unas palabras, y con los nervios ridículamente tensos, Paradine olvidó el teléfono y echó a correr escaleras arriba. La puerta de la habitación de Scott estaba abierta. Los niños se desvanecían.
Desaparecían en fragmentos, como un humo espeso transportado por el viento, o como un movimiento en uno de esos espejos que desfiguran la imagen. Se iban, cogidos de la mano, en una dirección que Paradine no podía comprender. Y mientras él estaba allí, parpadeando, bajo el umbral de la puerta, acabaron por desaparecer del todo.
—¡Emma! —gritó, con la garganta seca—. ¡Scotty!
Sobre la alfombra quedaba un montón de fichas, una anilla de hierro... trastos viejos. Formaban una figura casual. Una arrugada hoja de papel voló hacia Paradine.
La cogió automáticamente.
—Niños. ¿Dónde estáis? No os escondáis...
—¡Emma! ¡SCOTTY!
En la planta baja, el teléfono dejó de sonar con su agudo y monótono timbre. Paradine miró el papel que tenía en la mano.
Era una hoja arrancada de un libro. Había cosas escritas entre las líneas y en los márgenes, dibujadas con los garabatos sin significado alguno de Emma. Una estrofa de versos había sido subrayada y tachada de modo que resultaba casi ilegible. Pero Paradine estaba familiarizado con A través del espejo. Su memoria recordó las palabras:
Era brillante, y la estopa deslizante
giraba y surgía en espiral en la banda.
Fingida era la arboleda,
y los momentos fueron arrebatados.
De un modo idiota, pensó: «Eso lo explica todo.» Una banda, se refería al lugar lleno de hierba que hay alrededor de un reloj de sol. Un reloj de sol. Tiempo... Tenía algo que ver con el tiempo. Hacía ya mucho tiempo, Scott le había preguntado algo sobre una banda. Puro simbolismo.
Era brillante...
Una fórmula matemática perfecta, en la que se daban todas las condiciones del simbolismo que, finalmente, habían comprendido los niños. Los trastos viejos en el suelo. Las estopas tenían que ser hechas de modo que fueran deslizantes... ¿vaselina? Y tenían que ser colocadas de modo que guardaran una cierta relación, y pudieran así girar y surgir en espiral.
¡Locura!
Pero no había sido locura ni para Emma ni para Scott. Ellos pensaban de modo diferente. Ellos utilizaban la lógica x. Aquellas notas que Emma había garabateado en la página... había traducido las palabras de Carroll en símbolos que tanto ella como Scott eran capaces de comprender.
El factor aleatorio había terminado por tener un sentido para los niños. Ellos habían cumplido las condiciones de la ecuación espacio-tiempo. Y los momentos fueron arrebatados...
Paradine emitió un sonido débil y profundo a través de su garganta. Observó el loco modelo dibujado en la alfombra. Si pudiera seguirlo, tal y como habían hecho los niños... Pero no pudo. Aquel modelo no tenía sentido alguno. El factor aleatorio le desafiaba. El estaba condicionado por Euclides.
Aun cuando se volviera loco, seguiría sin poder hacerlo. Sería un tipo de locura erróneo.
Ahora, su mente había dejado de pensar. Pero, dentro de un instante, se pasaría el éxtasis de horror incrédulo y se sumiría en la angustia de un horror irracional... Paradine arrugó la página entre sus dedos,
—Emma, Scotty -—llamó con una voz muy débil, como si ya no esperara respuesta.
La luz del sol penetraba por las ventanas abiertas, iluminando la piel dorada de Señor Oso. En el piso inferior comenzó a sonar de nuevo el timbre del teléfono.
EL ANTIMACASAR
Greye La Spina
—No duró mucho tiempo —dijo la voz resentida de Mrs. Renner.
Lucy Butterfield volvió la cabeza sobre la almohada, de modo que pudiera escuchar mejor los murmullos que sonaban al otro lado de la puerta de su dormitorio. Estaba dispuesta a espiar una conversación en aquella casa de sucesos extraños, si con ello pudiera encontrar alguna clave que la condujera a la misteriosa desaparición de Cora Kent.
—Porque no era una buena mujer, señora. Fue demasiado para ella. Tendría usted que haberlo sabido, si es que Kathy no lo supo.
Lucy sabía que aquélla era la voz de Aaron Gross, el pobre anciano a quien, según le había explicado su patrona, había recogido de una mísera granja del condado para que le hiciera los recados. Era una voz aguda y cacareante, bastante en consonancia con el hombre seco y menudo a quien pertenecía.
—¡Shhh.,.! ¿Quieres despertarla?
Lucy se sentó entonces en la cama, ya completamente despierta ante aquellas voces bajas que sonaban en el pasillo, fuera de su dormitorio. El saber que no querían que escuchara lo que su patrona y el hombre estaban discutiendo, introdujo cierta fascinación —medio maliciosa, medio en serio— en su acción de escuchar, casi involuntaria.
—Kathy tiene que ser alimentada —dijo el agudo murmullo de Mrs. Renner—. ¡Escúchala ahora! ¿Cómo voy a hacerla callar? ¡Dímelo!
Lucy también escuchó. Desde una de las habitaciones cerradas situadas a lo largo del pasillo, escuchó un suave gemido, dándose cuenta entonces de que lo que había estado oyendo desde hacía varias noches no era un sueño. Kathy Renner, de doce años de edad, confinada en su cama a causa de las fiebres reumáticas, y a quien se le negaba el solaz de una simpática compañía por temor a que la excitación pudiera producirle un ataque al corazón, estaba gimiendo suavemente:
—¡Mamá! ¡Tengo hambre! ¡Mamá! ¡Tengo hambre!
¡Aquella pobre niña! Allí sola durante todo el día, sin nadie con quien hablar, y llorando toda la noche a causa del hambre. El asco de Lucy se sublevó contra la falta de eficacia de Mrs. Renner. ¿Cómo podía una madre escuchar aquel lastimero ruego sin atenderlo? Se escuchó la voz ronca de Mrs. Renner, como si un inexplicable presentimiento le impulsara a dar una explicación:
—¡Escúchala! ¡Oh, mí pequeña Kathy! No puedo soportarlo. No puedo llegar hasta ellos esta noche, pero mañana voy a sacar esa madreselva,
Los ojos grises de Lucy vagabundearon por la habitación, hasta posarse con extrañeza sobre un jarrón alto de madreselvas amarillas, débilmente visible en la semipenumbra de una estantería situada en el viejo escritorio, entre las dos ventanas que daban al sur. Era para ella algo muy agradable el que su patrona se las trajera diariamente frescas, pues su dulce y penetrante perfume parecía formar parte de la vida campesina a la que se había entregado durante unas vacaciones de dos semanas, dejando por ese tiempo su nuevo y responsable puesto de jefe de compras en el departamento de lencería de Munger Brothers, en Filadelfia.
—No lo haga, señora. Lo sentirá si lo hace. ¡No lo haga! —protestó agudamente la quejumbrosa voz de Aaron—. Ya sabe lo que sucedió con la otra chica. No puede seguir así, señora. Si ahora sucede lo mismo, no será como la primera vez, y entonces tendrá un problema doble. Acuérdese de mis palabras. ¡No lo haga! Los accidentes son una cosa; pero a propósito es otra. Permítame coger una estaca aguda, señora, y...
—¡Silencio! Vuelve a la cama, Aaron. Déjame esto a mí. Después de todo, yo soy la madre de Kathy. No vas a detenerme. No voy a permitir que siga teniendo hambre. Te digo que vuelvas a la cama.
—Bueno, la puerta de ella está cerrada y hay madreselvas dentro. Esta noche no puede hacer nada —accedió Aaron, con un gruñido.
Los pasos se fueron alejando suavemente por el pasillo. La antigua granja holandesa de Pennsylvania, situada en la región de Haycock, se hundió en el silencio, a excepción del quejumbroso gemido procedente de la habitación de la niña.
—¡Mamá! ¡Tengo hambre! ¡Mamá!
Lucy permaneció despierta durante mucho rato. No conseguía dormirse mientras continuaba aquel desgraciado murmullo. Teniendo como fondo aquel extraño sonido, sus pensamientos se detuvieron en la razón de su estancia en la granja de Mrs. Renner, alejada del camino, en el condado de Bucks. Todo había comenzado con la desaparición de Cora Kent, la inmediata superior de Lucy en el departamento de lencería de Munger Brothers. Al final de su período de vacaciones, Cora no había vuelto al trabajo, y las investigaciones realizadas sólo pudieron poner de manifiesto el hecho de su desaparición. Se había marchado al campo en su cupé, llevándose un pequeño telar y cajas de hilos de colores.
A Lucy le había agradado la señorita Kent como compañera de trabajo y por eso consintió de mala gana en hacerse cargo de su responsabilidad. Alguien tenía que asumir la tarea y Lucy era la siguiente. Le tocaba su período de vacaciones tres semanas después del de la señorita Kent y ella insistió en disfrutarlas como una preparación parcial para hacerse cargo de su nuevo trabajo. Decidió recorrer el campo para ver si podía descubrir alguna clave que explicara la misteriosa desaparición de Cora Kent. Tenía la sensación de que Cora no se podía haber alejado mucho, así es que estableció su cuartel general en Doylestown, capital del condado de Bucks, mientras continuaba la tarea de detective que ella misma se había impuesto.
Encontró una pista en la región de Haycock, en las afueras de Quakertown, donde había numerosas granjas aisladas. En el museo de Doylestown se enteró de los nombres de los tejedores de la comarca y, después, sus preguntas la llevaron a la granja de Mrs. Renner. Al tercer día de su período de vacaciones, Lucy llegó a un acuerdo con Mrs. Renner para pasar una semana en su granja, con pensión completa, y recibir lecciones con el propósito de aprender a tejer. En la habitación del piso superior que daba a la fachada y que iba a ser la suya, Lucy lanzó una exclamación de entusiasmo al ver la colcha que cubría la vieja cama, los tapetes que había en el lavabo, y el antiguo escritorio con sus altas estanterías y cajones a ambos lados del elevado espejo. La atención de Lucy se dirigió hacía un sillón tapizado con un material que, según Mrs. Renner, había sido tejido por ella misma, pero, por encima de todo, se sintió atraída por el antimacasar prendido con un alfiler en el respaldo del sillón. Mrs. Renner dijo con una cierta inquietud que aquello no lo había tejido ella misma, y su mirada evitó rápidamente los ojos escrutadores de Lucy. Propuso comprárselo e inmediatamente Mrs. Renner desprendió el alfiler y dijo secamente:
—Tómelo. Nunca me gustó. Me agrada esta oportunidad de desprenderme de él.
Cuando Lucy regresó a Doylestown para recoger sus pertenencias, escribió una breve nota dirigida a la madre de Stan y le incluyó el antimacasar. Dio también a su futura suegra la dirección de Mrs. Renner. Lucy sabía que la madre de Stan, con la que mantenía excelentes relaciones, quedaría encantada con aquel tejido antiguo, y estaba segura de que se lo enseñaría a Stan cuando viniera a casa a pasar con ella el fin de semana, después de terminar las clases semanales de sus ya avanzados estudios de medicina.
El antimacasar no tenía un aspecto tan estrafalario como le había parecido al principio. Era una bonita obra de artesanía, aun cuando el dibujo central había sido hecho de cualquier modo. Los bloques decorativos de las esquinas y de las partes central superior e inferior no estaban tan pobremente diseñadas, y las marcas irregulares que cruzaban el centro eran divertidas; parecían una especie de símbolos antiguos. Mrs. Brunner quedaría encantada al recibir una pieza de un tejido evidentemente original. Lucy se prometió a sí misma descubrir quién había confeccionado aquel tejido, una vez contara con la confianza de la patrona.
Preguntó directamente a Mrs. Renner si Miss Cora Kent había estado alguna vez en aquel lugar. La patrona la observó de una forma extraña y negó haber escuchado siquiera aquel nombre. El viernes por la mañana, su segundo día de estancia en la granja Renner, Aaron Gross trajo a Lucy un paquete de la lavandería de Doylestown, donde ella había dejado ropa a lavar. El hombre actuó con tanta desconfianza y temor que Lucy quedó extrañada. Cuando ella deshizo el paquete y apartó la envoltura, él la cogió y la arrugó como si temiera que alguien se diera cuenta de que ella había dado su dirección antes de acudir a la granja. Lucy contó las pequeñas piezas; había once en lugar de diez. Había un pañuelo que no le pertenecía y que tenía bordadas unas iniciales. Fue entonces cuando Lucy recibió el primer impacto de una siniestra intuición. El pañuelo llevaba las iniciales «C. K.». Cora Kent tenía que haberlo dejado en alguna parte, por aquel vecindario.
También había una nota de la lavandería, escrita a lápiz. El pañuelo había sido enviado equivocadamente a otro cliente y se devolvía ahora, pidiendo disculpas, a la dirección de su propietaria. Aquello significaba que Cora Kent había estado en la granja Renner. Mrs. Renner había mentido deliberadamente al decir que nunca escuchó aquel nombre.
Lucy levantó la mirada al oír el sonido de una blusa almidonada. Se encontró con Mrs. Renner, que miraba fijamente el pañuelo de Cora, con las cejas fruncidas, los labios apretados, y sus ojos negros casi cerrados. Mrs. Renner no dijo nada: sólo se quedó mirando fijamente. Después, de repente, se volvió de espaldas y entró en la casa. Lucy se sintió alterada sin saber exactamente por qué, pues la deliberada mentira de Mrs. Renner era, en sí misma, un misterio.
Esta sólo era una de las pequeñas cosas que empezaron a preocuparla, como, por ejemplo, la puerta cerrada con llave de la habitación donde estaba confinada Kathy Renner. Mrs. Renner le había dicho en un tono definitivo que no deseaba que nadie molestara a Kathy excitándola, pues podía sufrir un ataque al corazón a causa de sus fiebres reumáticas. Al parecer, Kathy se pasaba el día durmiendo, pues a Lucy se le pidió que no hiciera ruido en la casa durante el día. Por la noche, el ruido no molestaba a la pequeña niña enferma ya que, de todos modos, se mantenía despierta.
Ahora, Lucy estaba sentada en la cama, escuchando las llorosas quejas de la niña. ¿Por qué la madre de Kathy no daba algo de comer a la pobre niña? El morirse de hambre no estaba incluido en ningún régimen contra las fiebres reumáticas. Se escuchó el débil sonido de una puerta abriéndose y los lamentos disminuyeron. Después, Lucy se acostó, deslizándose cómodamente en la cama, dispuesta a dormir, con la sensación de que ya se habían atendido las necesidades de Kathy.
Las enigmáticas observaciones de Mrs. Renner y la malhumorada desaprobación de Aaron sobre el comportamiento de su patrona, refiriéndose a alguna otra ocasión anterior, se fueron desvaneciendo con el sueño en la aún activa mente de Lucy. No fue hasta la tarde del día siguiente cuando, al entrar en su habitación para coger las tijeras que podría necesitar en su aprendizaje con el telar, se dio cuenta, recordando repentinamente las palabras de su patrona murmuradas la noche anterior, de que el jarrón de madreselvas brillaba por su ausencia. Se preguntó inútilmente qué relación podría existir entre los lamentos de hambre de Kathy y las madreselvas. E, incluso, con ella misma.
Con la vaga idea de obstaculizar el propósito de Mrs. Renner, insinuado la noche del viernes a Aaron, Lucy se las arregló para arrancar varías ramas de lilas y de madreselvas, asomándose por la ventana abierta, evitando astutamente el tener que llevarlas a través de toda la casa. Las colocó en el pesado vaso de gres para los dientes que se encontraba en el anaquel del lavabo. Lucy pensó maliciosamente que, para quitar aquellas flores, Mrs. Renner tendría que ponerse al descubierto y explicarle qué razones tenía para llevárselas.
La patrona había limpiado una mesa en la gran sala de estar del piso bajo, donde el elevado telar de Mrs. Renner ocupaba mucho espacio, y había dejado sobre ella un pequeño telar de unos treinta y cinco centímetros de anchura. Lucy lo examinó con interés, pues reconoció inmediatamente uno de los modelos vendidos en la tienda donde trabajaba. No le dijo nada de esto, pero miró con desconfianza a Mrs. Renner cuando la mujer le explicó que se trataba de una máquina muy antigua que le había dado hacía años una antigua estudiante que ya no la necesitaba. Había una urdimbre blanca de hilo en punto de cruz, para realizar un bordado sencillo, explicó Mrs. Renner.
—¿Qué clase de bordado puede hacerse en punto de cruz? —preguntó Lucy, pensando en el antimacasar que había enviado a la madre de Stan; la pieza con la pequeña mano atravesada sobre figuras bordadas en ella.
—Toda clase de bordados —contestó Mrs. Renner—. Con punto de cruz se puede hacer casi todo. La mayor parte se trata de trabajo hecho a mano —manipuló las palancas ilustrando lo que decía a medida que hablaba—. Será mejor que, al principio, haga usted bordados sencillos. El trabajo hecho a mano no resulta tan fácil y ocupa mucho más tiempo.
—El antimacasar que me dio es trabajo hecho a mano, ¿verdad? —probó a preguntar Lucy.
Mrs. Renner le lanzó una mirada extrañamente velada.
—Mañana podrá usted bordar una toalla blanca de algodón con orillas de colores —dijo bruscamente—. No vale la pena empezar esta noche. Es un trabajo difícil con las lámparas de queroseno.
Lucy dijo que apenas si podía esperar. Le parecía increíble estar a punto de confeccionar los bordados de una toalla con sus propias manos y dentro de los breves límites de un mismo día. De todos modos, se dirigió a su habitación bastante temprano y, tal y como había hecho desde el principio, cerró la puerta con llave, una costumbre adquirida en las pensiones de la ciudad donde había vivido. Se agitó en su profundo sueño y se despertó ante el sonido del pomo de la puerta, que giró cautelosamente; después, pudo escuchar unos débiles pasos que se retiraban y el gemido de la pequeña niña enferma, quejándose:
—¡Mamá, tengo hambre!
Le pareció escucharlo tan cerca que, por un momento, casi creyó que la niña se encontraba muy cerca de su puerta cerrada con llave. Creyó oír decir a la niña:
—¡Mamá, no puedo entrar! ¡No puedo entrar!
A la mañana siguiente, Mrs. Renner no se encontraba evidentemente muy bien. Sus ojos estaban rodeados por círculos oscuros y llevaba un pañuelo algo suelto y atado alrededor de su cuello, aunque el calor sofocante del día parecía suficiente como para haberle hecho renunciar a cualquier artículo de ropa superflua. Cuando Lucy se sentó ante el telar, ella le enseñó a cambiar los hilos, y preparó la lanzadera para efectuar un tejido sencillo; después, la dejó allí trabajando y se dirigió al piso superior para arreglar la habitación de su huésped. Cuando bajó, momentos después, se dirigió directamente hacia Lucy, con una expresión ceñuda en el rostro y los labios duramente apretados.
—¿Puso usted esas flores en su habitación? —preguntó.
Lucy dejó el trabajo y volvió el rostro hacia Mrs. Renner, fingiendo sorpresa, pero su intuición le dijo que en aquella pregunta se escondía mucho más de lo que aparecía en la superficie.
—Me gustan mucho las flores —murmuró, con desaprobación.
—No son buenas en una habitación por la noche —espetó Mrs. Renner—. No son saludables por la noche. Esa es la razón por la que saqué las otras. No quiero que haya flores en mis dormitorios por la noche.
El tono de su voz era el de una orden y el resentimiento natural de Lucy, así como su ahora excitada curiosidad, le hicieron mostrarse rebelde.
—No tengo ningún miedo a tener flores en mi habitación por la noche, Mrs. Renner —insistió con tozudez.
—Bueno, yo no las quiero —dijo la patrona con un tono de voz y una actitud airados.
Lucy elevó las cejas.
—No veo ninguna buena razón para discutir por unas pocas flores, Mrs. Renner.
—He tirado esas flores, señorita. Y no necesita traer más, porque haré lo mismo con ellas. Si quiere usted permanecer en mi casa, tendrá que pasárselas sin flores en su dormitorio.
—Si lo plantea de esa forma, desde luego que no llevaré flores a mi dormitorio. Pero, con franqueza, debo decirle que eso de que no sean saludables me parece algo tonto.
Mrs. Renner avanzó con paso decidido. Parecía sentirse satisfecha ante la afirmación de su autoridad como dueña de la casa. El resto del domingo se pasó iniciando a Lucy en las intrincadas tareas del bordado decorativo con punto de cruz, hasta el punto de que cuando llegó la noche, Lucy ya había terminado una pequeña toalla de algodón blanco, con bordes en color.
Aquella noche, Lucy se quedó medio dormida en la hamaca. El aire fresco del campo y el abundante suministro de buena comida campestre se combinaron para llevar una rápida pesadez a sus párpados. Se despertó cuando un pequeño perro callejero, al que había visto de vez en cuando salir y entrar en el establo de la granja Renner, comenzó a ladrar furiosamente alrededor de las raíces de unos arbustos cercanos, poniendo finalmente al descubierto un pequeño frasco azul casi lleno de pastillas blancas. Apartó al perro y recogió el frasco, mirándolo curiosamente. Un escalofrío de recelo recorrió su cuerpo.
Había visto un frasco igual en la mesa del despacho de Cora Kent, y Cora le había comentado algo en el sentido de que el ajo era bueno para las personas inclinadas a la tuberculosis. Lucy desenroscó la tapa del frasco y olió su contenido. El olor era inconfundible. Deslizó rápidamente el frasco en el interior de su blusa. Ahora, no tenía la menor duda de que Cora Kent había estado allí antes que ella, como huésped de la casa Renner. Ahora sabía que el pequeño telar debía ser el de Cora. Otra prueba muda era el pañuelo con las iniciales.
Lucy subió a su habitación y volvió a cerrar la puerta con llave. Como una medida adicional de precaución, deslizó el respaldo de una silla bajo el pomo de la puerta. Por primera vez desde que llegó allí, empezó a sentir cierta amenaza sobre su propia seguridad. Sus pensamientos se dirigieron hacia las flores que Mrs. Renner había apartado de la ventana. ¿Por qué aquella mujer había adoptado una posición tan dura en esa cuestión? ¿Por qué le había dicho al viejo Aaron que iba a «sacar las madreselvas»? ¿Qué había en las madreselvas que impulsara a Mrs. Renner a quitarlas de la habitación de su huésped, como sí aquello tuviera algo que ver con las quejas de Kathy Renner: «¡Mamá, tengo hambre!»?
Lucy no podía situar en su lugar correcto todas las piezas del rompecabezas. Pero la expresa mención de las madreselvas le hizo tomar la decisión de arrancar algunas más de la parra que subía por la pared de la ventana. Si Mrs. Renner no las quería en la habitación. Lucy estaba decidida a tenerlas allí. Abrió lentamente la ventana y se asomó al exterior. Quedó paralizada. Todos los brotes de madreselvas que se encontraban al alcance de la mano habían, sido violentamente arrancados y arrojados al suelo, bajo la ventana. Alguien había previsto ya su reacción. Volvió a cerrar la ventana y se sentó en el borde de la cama, extrañada e inquieta. Si Mrs. Renner abrigaba inicuos propósitos misteriosamente relacionados con la ausencia de madreselvas, Lucy sabía que no podría enfrentarse adecuadamente a la situación que pudiera plantearse.
Podría haber sido muy divertido a plena luz del día. Podría haberse dirigido hacia el cobertizo donde estaba aparcado su coche. Aun cuando «ellos» hubieran averiado el vehículo, Lucy suponía que siempre podría andar o echar a correr hasta alcanzar la carretera principal, por donde, sin duda alguna, pasarían camiones y coches; pero no era ésa la situación, en la aislada granja Renner, oculta detrás de colinas pobladas de espesos bosques.
Se dijo a sí misma que se estaba comportando como una boba demasiado imaginativa, estúpida y supersticiosa. ¿Qué tendrían que ver las madreselvas con su propia seguridad personal? Se preparó para meterse en la cama y apagó con decisión la lámpara de queroseno. Se sintió invadida por el cansancio y no tardó en caer en un profundo sueño. No escuchó, pues, el sibilante murmullo de Mrs. Renner:
—¡Shhh...! ¡Kathy! Puedes venir ahora, Kathy. Está dormida. Mamá ha sacado las madreselvas. Ya puedes entrar. ¡Shhh...!
Tampoco escuchó la quejumbrosa protesta del viejo Aaron:
—No puede hacer eso, señora. Déjeme que coja la estaca. Será mucho mejor de ese modo, señora.
Ningún sonido llegó hasta Lucv, profundamente dormida en su habitación cerrada con llave. Sus sueños eran extraordinariamente reales v cuando finalmente se despertó, en la mañana del lunes, se encontró lánguidamente echada en la cama, recordando el último sueño en el que una niña vestida de blanco se había acercado tímidamente a su cama, deslizándose junto a ella hasta que sus propios brazos rodearon a la pequeña y tímida intrusa. La niña acercó sus pequeños y cálidos labios a su cuello, en lo que Lucy creyó ser un beso, un beso como Lucy no había experimentado jamás en su vida. Sintió una punzada cruel. Pero cuando se disponía a protestar por la falta de cuidado de la niña, su mente y sus músculos se vieron invadidos por una completa relajación, como si todo su ser la estuviera abandonando para salir al encuentro de aquellos labios infantiles que se adherían con tanta fuerza a su cuello. Fue un sueño muy inquietante y su recuerdo dejó en ella una mezcla de antipatía y fascinación.
Lucy sabía que ya era hora de levantarse. Se sentó en la cama. Se sentía cansada, casi débil y, de algún modo, con muy pocos ánimos para realizar el más mínimo esfuerzo físico. Era como si algo la hubiera abandonado, pensó, exhausta. Elevó involuntariamente una mano, llevándosela al cuello. Sus dedos notaron una pequeña protuberancia, como dos pequeños pinchazos, allí donde la niña de su sueño la había besado de un modo tan extraño e intenso. Lucy se levantó de la cama y se dirigió hacia el espejo. Vio con toda claridad aquellas dos marcas en su cuello, como si un gran escarabajo hubiera cortado la carne delicada con sus agudas mandíbulas. A la vista de aquellos enrojecidos pinchazos, lanzó un débil grito.
Ahora estaba convencida de que algo andaba mal. También estaba segura de que ese algo tenía que ver con ella. Era incapaz de analizar con precisión la naturaleza de lo que andaba mal, pero sabía que existía algo perjudicial en la misma atmósfera de la granja Renner. Se sintió invadida por un terror irracional. ¿Podría llegar hasta su coche y escapar? ¿Escapar...? Se quedó mirando fijamente el cuello, reflejado en el espejo, tocándose con suavidad las marcas rojas. No podía dar ninguna coherencia a sus pensamientos y se encontró con que únicamente estaba pensando en una cosa: en huir. En realidad, no podía expresar con palabras de qué tenía que huir, pero sabía que debía abandonar la granja Renner lo antes posible; y aquella necesidad se fue convirtiendo en una convicción cada vez más fuerte a cada momento que pasaba. En su mente sólo aparecía con toda claridad un pensamiento inquietante e incontrovertible: Cora Kent había visitado la granja Renner y nadie la había visto desde entonces.
Lucy se vistió con precipitación y se las arregló para salir de la casa sin encontrarse con su patrona. Halló su automóvil donde lo había dejado, en el cobertizo situado en la parte trasera del establo. Parecía estar bien, pero cuando se acercó descubrió con desmayo que tenía dos pinchazos. Como era normal, sólo disponía de una rueda de recambio. Y ni siquiera sabía cómo sacar o colocar aquella rueda de recambio, y mucho menos reparar la segunda rueda pinchada. Le sería imposible alejarse en su automóvil de la granja Renner. Se quedó mirando fijamente el inútil vehículo, con desánimo.
La voz aguda de Aaron Gross llegó suavemente a sus oídos. Se volvió, para enfrentarse a él con una mirada acusadora.
—¿Qué le ha pasado a mi coche? ¿Quién...?
—No puede usted utilizarlo ahora mismo, señorita, con esos dos pinchazos —dijo Aaron, con su tono quejumbroso—. ¿Quiere que lleve las ruedas a un garaje para que se las arreglen?
—Eso sería estupendo —contestó con alivio—. Pero no sé cómo sacarlas.
—Yo tampoco, señorita. No sé nada de máquinas.
La impaciencia y el recelo se mezclaron en la voz de la joven. Abrió el portaequipajes y comenzó a sacar las herramientas.
—Creo que podré elevar el coche, Aaron. Nunca lo he hecho hasta ahora, pero quiero disponer del coche para ir a la ciudad. De compras —añadió rápidamente, tratando de sonreír con despreocupación.
Aaron no hizo ningún comentario. Permaneció en un extremo del cobertizo, observándola, mientras ella trataba de colocar el gato y empezaba después a elevar el coche del suelo.
—Necesitaré una caja para mantener elevada esta parte cuando coloque el gato debajo de la otra rueda —sugirió.
Aaron se marchó.
Lucy consiguió desprender el tapacubos, pero, a pesar de sus frenéticos intentos con las tuercas y los pernos, no consiguió mover nada. Se detuvo llena de desesperación, en espera de que Aaron represara con la caja. Pensó que podría convencerle para que fuera a buscar un mecánico a la ciudad. Respirando con dificultad y despeinada, salió del cobertizo para buscarle. Al salir, Mrs. Renner apareció ante ella, con los ojos casi cerrados y los labios contraídos en una mueca.
—¿Hay algo que ande mal? —preguntó Mrs. Renner, mientras con sus dos gruesas manos acariciaba suavemente el delantal azul que cubría sus anchas caderas.
—Mi coche tiene dos pinchazos. No puedo comprender cómo ha ocurrido —dijo Lucy.
El rostro de Mrs. Renner permaneció impasible. Más que preguntar, afirmó:
—No necesita ir a la ciudad. Aaron puede hacer sus recados.
—¡Oh! Pero yo quiero ir a la ciudad —insistió Lucy con vehemencia.
—No necesita su coche hasta que no se marche de aquí —dijo Mrs. Renner con frialdad.
Observó a Lucy con un rostro impasible, después, le volvió la espalda y se dirigió hacia la casa sin pronunciar ninguna otra palabra.
—¡Mrs. Renner! —llamó Lucy—. ¡Mrs. Renner! Quisiera que Aaron llevara las dos ruedas a la ciudad para que las reparen, pero no puedo sacarlas.
Mrs. Renner siguió su camino y desapareció en el interior de la casa sin volverse, y sin dar la menor señal de haber escuchado sus palabras.
Desde el interior del establo le llegó la voz quejumbrosa y precavida de Aaron:
—Señorita, ¿quiere que le pida al mecánico que venga?
—¡Oh, Aaron! Eso sería maravilloso. Podría pagarle bien... a él y a usted. Dígale que yo sola no puedo sacar esas dos ruedas.
Con eso sería suficiente, se dijo a sí misma. Una vez que el mecánico estuviera allí, bajaría su maleta y se las arreglaría para marcharse con él a la ciudad y para que alguien fuera a recoger su coche en cuanto las ruedas estuvieran reparadas. Quería marcharse de allí antes de que cayera la noche. Mientras Aaron permanecía fuera, trabajaría en el telar que, ahora estaba convencida, había pertenecido a Cora Kent. Así no despertaría las sospechas de Mrs. Renner.
Regresó a la casa andando lentamente. Se sintió contenta al comprobar que Mrs. Renner estaba arriba arreglando el dormitorio; podía escuchar sus pasos cuando caminaba de un lado a otro de la gran cama. Lucy se sentó ante el telar y comenzó a probar con un hilo de color, para ver si podía hacer una cenefa ornamental como la del antimacasar que enviara a la madre de Stan. No era tan difícil como había imaginado, y avanzó mucho más rápidamente de lo que había pensado; era casi como si otros dedos estuvieran colocando el hilo en su lugar, en vez de los suyos. Comenzó a confeccionar la cenefa con una creciente excitación. Los hilos sueltos de las esquinas parecían serpientes enroscadas que se elevaban sobre sus colas, y el del centro era como una serpiente con la cola en la boca. Pasó el tiempo. El bordado avanzaba, y ella tenía casi la impresión de que sus dedos eran guiados.
—¡Cómo! —dijo de pronto en voz alta, extrañada ante lo que había bordado en tan corto espacio de tiempo—. ¡Si parece un S-O-S!
—¿De veras? —siseó entonces Mrs. Renner significativamente.
Estaba justo detrás de Lucy, mirando fijamente los símbolos bordados con sus ojos casi cerrados y la boca contraída en una mueca. Cogió las tijeras que estaban sobre la mesa y cortó el bordado de través con deliberada intención. Al cabo de un instante, la obra de Lucy había quedado destruida sin remedio.
—¡Así! —exclamó Mrs. Renner con oscura decisión.
Las manos de Lucy se elevaron hacia su boca para ahogar un horrorizado grito de protesta. Por un momento, no pudo expresar ninguna palabra. El significado de aquella acción resultó demasiado claro para ella. De repente se dio cuenta de quién había tejido el antimacasar. Sabía por qué se habían elegido las serpientes adaptables como motivo de decoración. Miró a Mrs. Renner, reflejando en su asombrado rostro todas aquellas ideas y se dispuso a enfrentarse con ella, con todo el coraje y la fortaleza de propósito que pudo encontrar en sí misma.
—¿Qué le sucedió a Cora Kent? —preguntó a bocajarro, elevando la cabeza, con los ojos muy abiertos y llenos de horror—. Estuvo aquí. Sé que estuvo aquí. ¿Qué le hizo usted? —y como si las palabras hubieran surgido de repente en su mente, preguntó—: ¿Sacó usted las madreselvas de su habitación?
Asombrosamente, Mrs. Renner pareció desmoronarse. Empezó a retorcerse las manos, en inútiles gestos de desesperación. Su actitud de indomable decisión desapareció mientras inclinaba el cuerpo de un lado a otro, como una autómata.
—No duró mucho tiempo, ¿verdad? —siguió preguntando Lucy con implacable crueldad, al recordar en el fondo de sus pensamientos la conversación escuchada.
Mrs. Renner retrocedió dando traspiés y se desmoronó, encogida, en un sillón.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó con voz ronca, añadiendo—: Yo no sabía que estaba enferma. Tenía que alimentar a Kathy, ¿no es cierto? Pensé que...
—Pensó que duraría más tiempo, ¿no es así? En realidad, no quería que Kathy la matara, ¿verdad?
Aaron se encontraba en la puerta de la cocina. En su mano sostenía una robusta estaca, uno de cuyos extremos terminaba en una punta aguda. En la otra mano tenía un pesado mazo de madera.
Los ojos de Mrs. Renner se fijaron rápidamente en la estaca. Lanzó un grito, débil.
Aaron se introdujo en la cocina y Lucy escuchó sus pasos, subiendo las escaleras.
Mrs. Renner estaba gimoteando y gritaba frenéticamente:
—¡No! ¡No!
Parecía sentirse totalmente desprovista de fortaleza física, incapaz de levantarse del sillón en el que se había hundido su cuerpo. Continuó gritando lastimosamente, protestando por algo que las vertiginosas conjeturas de Lucy no podían convertir en pensamientos tangibles.
En el piso de arriba se abrió una puerta. Los pasos de Aaron se detuvieron. Durante un largo y terrible momento, se hizo el más absoluto silencio. Hasta Mrs. Renner dejó de gritar. Era como si la casa y todo lo que hubiera en ella estuvieran esperando un acontecimiento irrevocable.
Después, sobre el mar de silencio, se extendió un largo y penetrante grito de atormentada agonía. El grito murió en amplias oleadas, absorbido poco a poco por la profunda quietud, como si el silencio hubiera terminado por apoderarse de él.
Mrs. Renner se deslizo hacia el suelo, inconsciente. Mientras su cuerpo caía del sillón, sólo pronunció una palabra:
—¡Kathy!
Sus labios se apartaron ligeramente para permitir que escapara el sonido.
Lucy permaneció junto al telar, sin moverse, frente a su obra destrozada. Era como si se sintiera incapaz de iniciar la escena siguiente del drama, viéndose obligada a esperar su llegada. Surgió con un sonido de ruedas y de frenos y una voz que pronunciaba su nombre repetidas veces.
—¡Lucy! ¡Lucy!
¡Cómo! Era Stan. ¿Cómo era que Stan había llegado hasta allí? ¿Cómo es que ahora sus brazos la rodeaban en un gesto de protección? Fue entonces, cuando Lucy encontró su propia voz.
—Aaron ha matado a Kathy con una estaca afilada y un mazo —dijo, sintiéndose enferma.
La voz de Stan parecía llena de una serenidad tranquilizadora.
—Aaron no ha matado a Kahy. Kathy estaba muerta desde hace muchas semanas.
—Imposible —balbució Lucy—. La he estado escuchando, noche tras noche, pidiendo ser alimentada.
—¿Alimentada, Lucy? Todo lo que Kathy quería era sangre. Su madre trató de satisfacerla, pero no pudo, de modo que Kathy tomó lo que Cora Kent pudo darle, y Cora no pudo resistir el esfuerzo
—Mrs. Renner dijo que Cora no resistió mucho...
Stan la apretó contra sí y ella se sintió segura entre los brazos fuertes y protectores del hombre.
—Lucy, ¿hizo ella...?
Lucy se tocó el cuello. Incomprensiblemente, los puntos rojos habían desaparecido.
—Creo que se acercó una vez, Stan —dijo con indecisión—. Pero creí que era un sueño. Ahora, las marcas rojas han desaparecido.
—Eso se lo puedes agradecer a la acción de Aaron. El ha sido quien ha terminado con el vampirismo de Kathy.
Stan se inclinó sobre la mujer postrada.
—No es más que un desvanecimiento —dijo.
—¿Y Aaron...?
—Está perfectamente sano y no hará daño a nadie, Lucy. Lo que ha hecho no será comprendido por las autoridades, pero dudo que hagan otra cosa que declararle loco, pues cualquier examen demostrará que Kathy estaba muerta mucho antes de que él introdujera esa estaca puntiaguda en su corazón.
—¿Cómo lo sabías, Stan?
—Por el antimacasar que le enviaste a mí madre.
—¿Con el S-O-S en el borde? —se aventuró a preguntar Lucy.
—Así es que también has descubierto eso, ¿eh, Lucy? ¿Sabías que aquella pobre joven bordó símbolos taquigráficos en toda la pieza? En cuanto me di cuenta de que decían «Vampiro, peligro, muerte, Cora Kent», me vine para acá, a buscarte.
—¿Qué le ocurrirá ahora a Mrs. Renner?
—Eso es algo difícil de decir. Pero puede ser acusada de asesinato si es que encuentran el cuerpo de Cora.
Lucy se estremeció.
—Lo más probable es que esté mentalmente enferma, querido. Probablemente, nunca se dio cuenta de que Kathy estaba muerta. Su castigo puede que no sea muy severo.
—Vamos, Lucy. Recoge tus cosas. Regresas a la ciudad conmigo y allí informaremos a las autoridades de lo que ha ocurrido.
ROPAS VIEJAS
Algernon Blackwood
I
Los niños imaginativos, con sus extrañas preguntas sobre la vida y su delicado sistema nervioso, son más a menudo una fuente de gran ansiedad que de delicia para sus padres. Aneen, la hija de mi prima viuda, me impresionó desde el principio por ser un ejemplo extrañamente característico. Me impresionó aún más por la forma en que echó sobre mis hombros (a ojos de su madre) mis primeras responsabilidades como tío, que no tenía ningún derecho a aludir, aunque, en realidad, no sentía ninguna inclinación a evitarlas. De hecho, adoraba a aquel pequeño ser, extraño, travieso y misterioso.
No se trataba simplemente de que sus invenciones fueran extraordinariamente sinceras y obsesionantes, y que ella se pasara todo el tiempo hablando con compañeros de juego invisibles (tocándoles, elevando sus labios para que la besaran, abriéndoles las puertas para permitirles el paso a un lado y otro, y colocando sillas, pequeñas tarimas y hasta flores para ellos), pues, según mi experiencia, muchos niños han hecho lo mismo y también con una gran sinceridad; se trataba más bien del hecho de que ella aceptara lo que ellos le ecían, con un grado tal de convicción que sus palabras llegaban a influir en su vida y, consecuentemente, en su salud.
Al parecer, ellos le contaban historias en las que ella misma jugaba un papel central; historias que, por otra parte, no eran ni consoladoras ni prudentes. La niña se sentaba en un rincón de la habitación, como muy bien podíamos observar tanto su madre como yo, frente a algún ocupante imaginario de la silla tan cuidadosamente colocada ante ella; la pequeña tarima también había sido colocada con precisión, y a veces la movía un poco a un lado y a otro; la mesa sobre la que descansaban los codos invisibles se encontraba junto a ella, con un jarrón de flores, que variaba, de acuerdo con cada visitante. Y allí esperaba ella, inmóvil, pasándose quizá una hora, mirando fijamente los rasgos invisibles de la persona que estaba hablando con ella... y que le contaba una historia en la que ella jugaba una parte excesivamente intensa. Su rostro se alteraba con las emociones, sus ojos se hacían más grandes y se humedecían y, a veces, parecían asustados; raramente se echaba a reír y muy pocas veces balbuceaba alguna pregunta; se pasaba la mayor parte del tiempo allí sentada, tensa y ansiosa, totalmente absorbida por el cuento inaudible pronunciado por unos labios invisibles... el cuento de sus propias aventuras.
Pero fue el terror inspirado por estos singulares recitales lo que afectó su delicada salud a una edad tan prematura como los ocho años. Cuando, debido al ridículo bien intencionado pero erróneo de su madre, ella le confió más secretos, el efecto que esto produjo sobre sus nervios y su carácter se hizo tan agudo que tuve que acudir a visitarla a fin de darle un consejo especial, aunque apenas si la apreciaba.
—Y bien George, ¿qué piensas que debo hacer? El doctor Hale insiste en que haga más ejercicio y tenga más compañía, que disfrute del aire del mar y todo eso, pero ninguna de esas cosas parece hacerle ningún bien.
—¿Te has ganado su confianza, o más bien: has conseguido que te tenga confianza? —me atreví a preguntar suavemente.
La pregunta pareció ofenderla un poco.
—Claro —fue su enérgica respuesta—. La niña no tiene ningún secreto para su madre. Me es perfectamente fiel.
—Pero has tratado de reírte de ella por todo eso, ¿verdad?
—Sí, pero con tal éxito que ahora mantiene esas conversaciones en mucha menor medida de lo que...
—¿O acaso más secretamente? —fue mi pregunta, contestada con un encogimiento de hombros que indicaba ignorancia.
Después, tras otra pausa, en la que se combinaron la tensión de mi prima y mi propio y afectuoso interés por la caprichosa imaginación de mi pequeña sobrina dirigida a conmoverme, lo volví a intentar...
—La invención —observé— siempre resulta un tanto extraña para nosotros, las personas mayores, pues aunque nos mostramos tolerantes con ella durante toda nuestra vida, ya no creemos en ella; mientras que niñas como Aileen...
Mi prima se apresuró a interrumpirme.
—Ya sabes por qué me siento ansiosa —dijo, bajando su tono de voz—. Creo que hay motivos para sentirse seriamente alarmados —después, añadió con toda franqueza, mirado mi rostro con una expresión seria de sus ojos—: George, necesito tu ayuda... tu mejor ayuda, por favor. Siempre has sido un verdadero amigo.
Yo le contesté con palabras calculadas:
—No existe ningún vestigio de locura en ninguna parte de la familia —dije enérgicamente serio—, y en mi opinión Aileen es una niña perfectamente equilibrada, a pesar de esta imaginación excesivamente desarrollada. Pero, por encima de cualquier otra consideración, no debes impulsarla hacia la interiorización mediante la burla. Intenta sacarla a la superficie. Edúcala. Guíala mediante una simpatía inteligente. Consigue que te lo comunique todo y haz todo lo que puedas por comunicarte con ella. Creo que Aileen quizá desea una cuidadosa observación... pero nada más.
Ella observó mi rostro, en silencio, durante algunos minutos, con una mirada intensa, mientras los rasgos de su cara se agitaban ligeramente. Por su actitud, me di cuenta inmediatamente de que estaba intentando decirme algo. Se aproximó a la cuestión con dificultad y dando un rodeo, pues se trataba de algo que ella temía, no sintiéndose muy segura sobre si se trataba de algo relacionado con el cielo o con el infierno.
—Eres maravilloso, George —dijo al final—-, y tienes teorías para casi todo...
—Especulaciones —admití.
—Y tu poder hipnótico es de gran ayuda, ya lo sabes. Pero ahora, si... si tú crees que es conveniente y si con ello no vamos a ofender a la providencia...
—Theresa —la detuve firmemente antes de que llegara a un punto en el que pudiera sentirse herida por una negativa—, permíteme decirte ahora mismo que no considero a una niña como un sujeto adecuado para un experimento hipnótico, y que estoy bastante seguro de que una persona inteligente como tú estará de acuerdo conmigo en que una cosa así no es permisible.
—Sólo estaba pensando en una ligera «sugerencia» —murmuró.
—Que hará muchísimo más bien si procede de la madre.
—Si la madre no hubiera perdido ya su poder por haber utilizado el ridículo —confesó dócilmente.
—Sí, nunca debiste haberte reído. Me pregunto por qué lo hiciste.
En sus ojos apareció una expresión que, según sabía, se relacionaba invariablemente en los temperamentos histéricos con un estado de ánimo precursor de las lágrimas. Miró a su alrededor para estar segura de que nadie escuchaba.
—George —murmuró y en la penumbra de aquella tarde de setiembre se interpuso entre nosotros una sombra que dejó tras de sí una atmósfera de un frío repentino e inexplicable—. George, quisiera... quisiera estar completamente segura de que sólo son imaginaciones, quiero decir...
—¿Qué quieres decir? —preguntó con una severidad tras la que traté de ocultar mi propia inquietud.
Pero las lágrimas aparecieron en el mismo instante, con tal fluidez que hacían innecesaria toda explicación inteligente. El terror de la madre por una persona que llevaba su misma sangre, continuó expresándose.
—Estoy asustada... terriblemente asustada —dijo, entre sollozos.
—Iré arriba y veré a la niña yo mismo —dije, finalmente aliviado una vez pasada la tormenta—. Iré a su cuarto. No debes alarmarte. Aileen está bien. Greo que puedo ayudarte bastante en esta cuestión.
II
Aileen, como siempre, estaba sola en su habitación. La encontré sentada junto a la ventana abierta, con una silla vacía frente a ella. La estaba mirando fijamente... penetrándola; pero no resulta fácil describir el grado de certidumbre que emanaba de su persona, en el sentido de creer que había alguien sentado en aquella silla, hablando con ella. Era su propia actitud la que daba esa impresión. Se levantó rápidamente, asustada, en cuanto entré, e hizo un gesto ambiguo en dirección a la silla vacía, como si estrechara la mano a alguien; después, corrigió rápidamente su actitud con un pequeño gesto amistoso de su cabeza, que podía ser entendido como una despedida... Luego se volvió hacia mí. Por muy increíble que pueda parecer, aquella silla pareció tener inmediatamente otro carácter. Estaba vacía.
—Aileen, ¿quieres decirme lo que estabas haciendo?
—Ya lo sabes, tío —me contestó, sin la menor duda.
—¡Oh, claro! ¡Ya lo sé! —exclamé, tratando de conectar con su estado de ánimo para, más tarde, sacarle de él—. Porque yo hago lo mismo con la gente en mis propias historias. Yo también hablo con ellos...
Se acercó a mi lado, como si todo aquello fuera una cuestión de vida o muerte.
—¿Pero ellos te contestan?
Me di cuenta de la extraordinaria sinceridad, incluso de la seriedad que aquella pregunta tenía para ella. La sombra evocada momentos antes en el piso de abajo, junto a mi prima, me había seguido hasta allí. Ahora, me tocaba en el hombro.
—A menos que contesten —le dije—, no están realmente vivos, y la historia queda en suspenso cuando la gente la lee.
Me observó atentamente durante un momento, mientras nos asomábamos por la ventana abierta hasta donde llegaba el rico perfume de los laureles portugueses, procedente del prado de abajo. La proximidad de la niña hizo que se creara una clara atmósfera propia, una atmósfera cargada de sugerencias, casi de débiles imágenes, como de cosas que yo hubiera conocido en otros tiempos. Había sentido a menudo esa misma sensación y no la acababa de recibir bien, pues las imágenes parecían estar enmarcadas en una escena emocional que, invariablemente, se escapaba a mi análisis. Comprendía, de una forma vaga, que la madre sintiese temor por su hija. Por mí cruzó una sensación fugitiva, extraordinariamente elusiva y, sin embargo, dolorosamente real: ella conocía momentos de sufrimiento por medios que no debía haber conocido. Por muy extraño e irrazonable que pudiera parecer el concepto, resultaba convincente. Y despertó una profunda simpatía en mí.
Sin duda alguna, Aileen se daba cuenta de la existencia de esa simpatía.
—Es Philip quien me habla la mayor parte de las veces —dijo libremente—, y siempre, siempre, me está explicando cosas... pero nunca termina por completo.
—¿Qué cosas te explica, pequeña Niña de la Luna? —pregunté amablemente, llamándole por un nombre que solía agradarle mucho cuando era más pequeña.
—Me dice que no pudo venir a tiempo para salvarme, claro —dijo—. ¿Sabes? Le cortaron las dos manos.
Nunca olvidaré la sensación que me causaron aquellas palabras surgidas de la aventura mental de una niña; no fue la lección de amarga realidad lo que me obligó a comprender que eran ciertas; y tampoco se trató de ningún detalle de algún hipotético intento de rescate de una «princesa encerrada en la torre». Una vivida corriente de ideas pareció enfocar mi conciencia sobre mis dos muñecas, como si sintiera el dolor de la operación que ella acababa de mencionar. Después, en un rápido movimiento instintivo que se puso en acción antes de que pudiera controlarlo, descubrí que había ocultado ambas manos de su vista, llevándomelas a los bolsillos de la chaqueta.
—¿Y qué más te dice «Philip»? —pregunté con amabilidad.
Su rostro enrojeció. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y se deslizaron por sus mejillas suavemente ruborizadas.
—Que me amaba terriblemente —replicó—, y que me amaba hasta el final y que durante toda su vida, después de que yo me hubiera marchado y después de que le cortaran las manos, no haría otra cosa más que rezar por mí... desde el fin del mundo adonde se marchó para ocultarse...
Haciendo un esfuerzo, me liberé de la atmósfera envolvente de tragedia, dándome cuenta de que su imaginación tenía que ser dirigida a lo largo de canales más luminosos y de que mi deber se debía anteponer a mi interés.
—Pero tienes que conseguir que Philip te cuente también todas sus divertidas y alegres aventuras —dije—, las que tendrá, ya sabes, cuando le vuelvan a crecer las manos...
La expresión que apareció en su rostro dejó literalmente helada mí sangre.
—Eso sólo son historias inventadas —dijo fríamente—. Nunca volverán a crecer. No hubo aventuras felices ni divertidas.
Busqué en mi mente algo de inspiración que me permitiera ayudarla a seguir caminos más saludables de invención. Me di cuenta, con mucha mayor intensidad que antes, de la profundidad de mi afecto por aquella niña extraña y huérfana de padre, y de cómo estaría dispuesto a dar hasta mi alma con tal de poder ayudarla y enseñarle a ser alegre. Era un verdadero amor lo que me embargaba, enraizado en cosas mucho más profundas de lo que alcanzaba a comprender.
Pero antes de encontrar las palabras adecuadas la sentí arrimarse a mi lado, y la oí pronunciar la misma frase que, por un momento, había estado buscando en los lugares secretos de mi alma para que ella la escuchara. La frase pareció sacudirme. Experimenté un rápido instante de dolor indescriptible que me dejó incapaz para razonar.
—Ya lo sabes —fue lo que dijo—, ¡porque tú eres Philip!
Y me sentí totalmente desprovisto de toda capacidad para hablar, por la misma forma en que lo dijo, tan serenamente, expresando de algún modo en aquellas palabras un desprecio suave aunque compasivo y, sin embargo, dorado por un ardiente amor que llenaba su pequeña persona hasta rebosar. Lo único que fui capaz de hacer fue inclinarme, rodearla con mi brazo y besar su cabeza, que se elevó hasta la altura de mí mentón. Juro que amaba a aquella niña como no había amado a ningún otro ser humano.
—Entonces, Philip te va a enseñar toda clase de aventuras alegres con sus nuevas manos —recuerdo que dije con buena intención—, porque él ya no es malo, y está lleno de alegría y te quiere el doble que antes.
Y la cogí, levantándola, y bajé con ella las largas escaleras de la casa, saliendo al jardín, donde nos juntamos con los perros y retozamos juntos hasta que el rostro de la madre surgió por una de las ventanas de arriba y nos espetó algo estúpido sobre la hora de marcharse a la cama, o sobre el descanso, y Aileen, ruborizada aún y con unos ojos muy abiertos, echó a correr hacia la casa y al llegar a la puerta, se volvió y me saludó con su mano extrañamente pequeña y su rostro sonriente, lleno de risas.
Durante largo tiempo, estuve paseando de un lado a otro, fumando un puro, entre los setos del jardín arreglado al estilo antiguo, pensando en la niña y en sus extrañas imaginaciones y en las sensaciones profundamente conmovedoras e inquietantes que hacía surgir en mí al mismo tiempo. Su rostro parecía revolotear a mi lado, a través de las sombras. No era bonita, propiamente hablando, pero su aspecto poseía un encanto original que me atraía fuertemente. Su cabeza era grande y, en cierto modo, de estilo anticuado; sus ojos, oscuros pero no grandes, estaban situados uno muy cerca del otro, y tenía una boca grande que, sin duda alguna, no era precisamente hermosa. Pero la expresión de angustiada y anhelante pasión que se extendía a veces sobre estos rasgos que, de otro modo no resultaban atractivos, cambiaban su aspecto, dándole una belleza repentina, una belleza del alma, un alma que conocía el sufrimiento y que estaba familiarizada con el dolor. Esta es, al menos, la forma en que mi propia mente veía a la niña y, en consecuencia, el único modo en que espero poder hacer verla a los demás. Si fuera un pintor podría trasladarla al lienzo en algún retrato imaginario y llamarle, quizá, «Reencarnación»... pues no he visto nunca en la vida infantil algo que me impresionara tan fuertemente con la extraña idea de un alma vieja que regresa al mundo para aposentarse en un cuerpo nuevo y joven... como si se tratara de un traje nuevo.
Pero cuando hablé con mi prima después de cenar y la consolé, asegurándole que Aileen estaba dotada de una imaginación extraordinariamente vivaz que tanto el tiempo como nosotros mismos debíamos dirigir hacia algún otro objetivo más práctico... mientras le estaba diciendo todo esto y otras cosas, en mi cabeza seguían sonando dos frases que había pronunciado la niña. Una, cuando me dijo con una despiadada clarividencia que yo sólo estaba «inventando» historias; y la otra cuando me informó con aquella tranquila certidumbre y con aquella convicción de que «Philip» era... yo mismo.
III
Una expedición de caza mayor que duró algunos meses puso fin temporalmente a mis responsabilidades de tío; al menos, en lo referente a cualquier tipo de iniciativas, pues había ciertos recuerdos que se mantenían curiosamente frescos entre toda la absorbente barahúnda de la vida de nuestro campamento. A menudo, tumbado en mi tienda por la noche, o incluso siguiendo las huellas de nuestra presa a través de la jungla, esas imágenes me asaltaban y exigían mi atención. El pequeño rostro de sufrimiento de Aileen se interponía entre mí y el punto de mira de mi rifle; su afirmación de que yo era el «Philip» de su imaginación, me atacaba con un acento de realidad que parecía muy extraño hasta que lo analizaba y me desembarazaba de él. Más de una vez me encontré pensando en su aspecto moreno y serio cuando me dijo que «Philip» la había amado hasta el final, y que la habría salvado si no le hubieran cortado las manos. Parecía como si mi propia imaginación estuviera convirtiendo los detalles de su invención infantil en una historia, pues nunca podía pensar en este último detalle, sin experimentar, sin el menor género de dudas, una aguda sensación de dolor en mis muñecas...
Cuando regresé a Inglaterra, en la primavera siguiente, descubrí que se habían cambiado a una casa situada junto al mar; un viejo y destartalado edificio en el que anidaban los grajos y que el padre de mi prima apenas si ocupó en vida; ella misma no fue capaz de ocuparlo hasta que no pasó a su propiedad. Una carta urgente me llamó allí, y tras mi llegada viajé a la pelada costa de Norfolk, con un extraño presagio en mi corazón que fue aumentando, hasta convertirse casi en un presentimiento cuando el taxi enfiló el largo paseo y reconocí las paredes grises y lóbregas de la vieja mansión. El aire del mar inundaba los jardines con su rocío salado y el gemido del oleaje se escuchaba incluso desde las ventanas.
—¿Qué le habrá impulsado a venir aquí? —fue el primer pensamiento que acudió a mi mente—. Seguramente, éste es el último lugar del mundo al que traer a una niña mórbida o demasiado sensible.
Sin embargo, mi temor de que algo pudiera haberle sucedido a la pequeña niña que quería tan tiernamente desapareció en parte cuando mi prima me recibió en la puerta con los brazos abiertos y un rostro sonriente, aunque, no tardé en darme cuenta de que aquella bienvenida se debía al alivio que sentía por mi presencia. Algo le había sucedido a la pequeña Aileen, aunque no se trataba del desastre final que temía. Había sufrido unos ataques nerviosos durante mi ausencia, con unas características tan serias que el médico insistió en que tomara el aire del mar, y mi prima, no utilizando quizá su mejor juicio, tuvo la idea de hacer servir la vieja casa para tal propósito. Y así, arregló una de las alas del edificio, haciéndola habitable por unas pocas semanas. Confiaba en que el cambio completo de escenario llenaría la mente de la niña de nuevas y más felices ideas. Pero los resultados fueron exactamente contrarios. La niña comenzó a llorar copiosa e histéricamente desde el mismo instante en que vio las viejas paredes y percibió el olor del mar.
Antes de que hubiéramos podido hablar más de diez minutos, se escuchó un grito y un sonido de pasos precipitados, y una figura de pelo moreno y ondulante echó a correr hacia mis brazos. Aileen estaba sollozando...
—¡Oh, has venido! ¡Por fin has venido! Me siento tan terriblemente contenta. Pensé que pasaría lo mismo que antes y que serías atrapado.
Sólo entonces se separó de mí y besó a su madre, riendo de placer a través de las lágrimas. Después se fue de la habitación con la misma rapidez con que había llegado.
Capté la mirada de asustada extrañeza de mi prima.
—¿No te parece eso muy extraño? —preguntó, con voz precipitada—. ¿No es raro? Esas son lágrimas de felicidad... Es la primera vez que la he visto sonreír desde que llegamos aquí, hace ya una semana.
Pero aquello, creo que casi me irritó.
—¿Por qué es extraño? —pregunté—. Aileen me quiere; es delicioso poder...
—¡No es eso, no es eso! —dijo ella rápidamente—. Lo que resulta extraño es que te haya encontrado tan pronto. Ni siquiera sabía que habías regresado a Inglaterra, y la mandé a jugar a la playa con Kempster y los perros para estar seguro de que tendría una oportunidad de decírtelo todo antes de que la vieras.
Nuestros ojos se encontraron frente a frente, aunque no con completa simpatía ni comprensión.
—¿Lo ves? Ella sabía perfectamente bien que estabas aquí... en el mismo instante en que llegaste.
—Pero no hay nada de extraño en eso —aseguré—. A veces, los niños saben cosas, del mismo modo que los animales. Olió a su tío favorito como un perro —y me eché a reír ante mi prima.
Aquella risa quizá fue un error por mi parte. Mi bienintencionado buen humor resultó quizá exagerado. Ni siquiera para mí mismo sonaba a cosa cierta.
—Creo que estás de acuerdo con ella... en contra mía.
Esa fue la observación con la que saludó mi risa, mientras aumentaba aquella expresión de temor en sus ojos que adiviné desde el primer momento en que nos encontramos junto a la puerta. No encontrando nada adecuado que responderle, la besé en la parte superior de la cabeza.
Más tarde, ya retirado el servicio del té, me enteré de la situación exacta de las cosas e incluso admitiendo que había una cierta exageración en las palabras de mi excitada prima, existían cosas que parecían suficientemente inexplicables sobre la base de una explicación normal. Por muy ligeros que pudieran ser los detalles, al ser colocados en serie, su efecto acumulativo sobre mi propia mente provocó un climax impresionante y desagradable, que hice lo mejor que pude por ocultar y no revelar. Mientras permanecía sentado en la gran habitación en penumbra, escuchando la nerviosa descripción de mi prima de aquellas cosas «infantiles», surgió en mí la sensación de que muy bien podrían tener un significado más profundo. Observé su rostro ansioso y atemorizado, iluminado únicamente por las llamas parpadeantes que acompañaban el atardecer de primavera, y pensé en el objeto de nuestra conversación, revoloteando por las tristes habitaciones y pasillos del enorme y viejo edificio, como una pequeña figura de tragedia, riendo, gritando y soñando en un mundo completamente suyo... y se agitó en mi interior un desagradable reconocimiento de aquellas fuerzas turbulentas que se encuentran fuertemente protegidas tras los detalles cotidianos de la vida y que ahora parecían estar dispuestas a estallar y a jugar su misterioso role ante nuestros mismos ojos.
—Dime exactamente lo que ha ocurrido —le pedí, con decisión, pero con simpatía.
—Hay tan poco que decir cuando se quiere expresar con palabras, George. Pero... en fin, lo primero que me sorprendió fue que ella... conocía todo este lugar, aunque nunca había estado aquí con anterioridad. Conocía todos los pasillos y escaleras, muchas de las cuales ni siquiera yo misma conocía: nos enseñó un pasaje subterráneo que daba al mar, no conocido siquiera por mi padre: después, nos trazó un plano de la casa, tal y como era hace trescientos años, cuando la otra ala del edificio se elevaba sobre donde crecen ahora las hayas de hojas oscuras. Había demasiados detalles.
Parecía imposible explicar a una persona del temperamento de mi prima las teorías de la memoria prenatal y aspectos similares, o la posibilidad de que hubiera adquirido aquellos conocimientos mediante comunicación telepática establecida entre mi prima y el cerebro de su propia hija. En consecuencia, dije pocas cosas, pero escuché con una inquietud que fue aumentando de forma horrible.
—Descubrió instantáneamente el camino a través de los jardines, como si hubiera jugado en ellos durante toda su vida; y continúa dibujando figuras de gente, hombres y mujeres, con vestidos antiguos; ya sabes a qué me refiero, la clase de ropas que llevaban nuestros antepasados...
—¡Bien, bien, bien! —le interrumpí, lleno de impaciencia—. ¿Qué otra cosa puede ser más natural? Tiene los años suficientes como para haber visto dibujos que ahora puede recordar con la exactitud necesaria como para dibujarlos...
—Claro —admitió mi prima con calma, aunque se trataba de una calma debida al terror que erosionaba su propia alma, haciendo desaparecer todas las otras pequeñas emociones—. Claro, pero uno de los rostros que ha dibujado es el de... un retrato.
Se levantó de repente y se acercó más a mí, pasando junto al gran hogar de piedra, bajando el tono de su voz hasta convertirlo en un murmullo.
—George, es la misma imagen de ese terrible... ¡de Lorne!
Debo admitir que aquella noticia me produjo un escalofrío, pues precisamente aquel antepasado, por parte de mi padre, había influido mucho mi imaginación infantil, al escuchar la crueldad y la maldad empleada por él en el pasado. Pero ahora creo que el estremecimiento que bajó por mi espina dorsal fue debido al pensamiento de mi pequeña Aileen hubiera dirigido su memoria y su lápiz hacia un objeto tan vil. Ese pensamiento y la palidez del rostro de mi prima, muy alarmada, se combinaron para hacerme estremecer. Sin embargo, dije lo que, en aquellos momentos, me pareció más prudente y razonable.
—Si continúas así, Theresa, dentro de poco terminarás por decirme que la casa está embrujada —sugerí.
Ella encogió los hombros con una indiferencia que me pareció muy elocuente en cuanto a la fuerza de este otro terror, menos preocupante.
—Sería muy fácil enfrentarse a eso —dijo, sin levantar siquiera la mirada—. Un fantasma permanece en un sitio. Aileen difícilmente se lo podría llevar consigo.
Creo que los dos disfrutamos del silencio que siguió. Aquello me proporcionó tiempo para reunir mis fuerzas, pues sabía lo que iba a venir. Y también le dio tiempo a ella para situar los demás hechos dentro de un esquema con algunas pretensiones de coherencia.
—¿Te he contado ya lo del cinturón? —preguntó finalmente, con debilidad, como si las cosas insoportables que ella anhelaba rechazar la obligaran a que surgiera la pregunta en sus labios.
La pregunta me golpeó como si me acabaran de introducir la hoja de una espada en el pecho... Sacudí la cabeza.
—Bueno, hace un año o dos, sintió aquel extraño disgusto por llevar un cinturón en sus vestidos. Pensamos que se trataba de un capricho, y no cedimos. Los cinturones son necesarios, ya lo sabes, George —trató de sonreír tímidamente—. Pero ahora, la cuestión ha llegado hasta tal punto que he tenido que concederlo.
—¿Quieres decir que le disgusta llevar un cinturón alrededor de su cintura? —pregunté, luchando contra un sobresalto repentino e inexplicable en mi corazón.
—Eso la hace llorar. Desde el momento en que siente algo que la rodea por la cadera, empieza a gimotear y se retuerce y se esconde, de modo que al final me he visto obligada a ceder.
—¡Pero, Theresa! ¿Realmente...?
—Ella asegura que el cinturón la oprime y que nunca podrá volver a liberarse y otras muchas cosas. ¡Oh! Su temor es terrible, ¡pobre niña! Su rostro adquiere ese terrible color gris, ¿lo conoces? Hasta el propio Kempster, que siempre es demasiado firme, ha tenido que ceder.
—¿Y qué más?
Me disgustaba mucho tener que escuchar aquellos detalles. Eso me dolía, sentía rabia por no poder aliviar inmediatamente el dolor de la niña.
—La forma en que se dirigió a mí cuando se marchó el doctor Hale... ya sabes lo amable y gentil que es el doctor, y cómo le gusta a Aileen, que siempre juega con él y se sienta en sus rodillas. Bueno, pues él estaba hablando de su dieta, regulándola y dándome instrucciones, diciéndole a ella que no debía comer esto y aquello... en fin, todo eso. De pronto, ella se puso de nuevo de ese horrible color gris, saltó de sus rodillas lanzando un grito, esa clase de grito agudo que ella tiene y que se me clava como un cuchillo, George, y echó a correr hacia su habitación, encerrándose en ella con llave. ¿Y qué crees que se llevó? ¡Todo el pan, las manzanas, la carne fría y otros alimentos que pudo encontrar!
—¡Alimentos! —exclamé, sintiendo otro espasmo de dolor.
—Cuando, horas más tarde, conseguí que saliera de la habitación, estaba temblando como una hoja y se arrojó a mis brazos, completamente agotada. Y todo lo que pude conseguir que me dijera fue algo que repitió una y otra vez con toda clase de súplicas y con un tono de voz tan conmovedor que me hizo sangrar el corazón...
Mi prima dudó un instante.
—Dímelo en seguida.
—«Volveré a morirme de hambre. Volveré a morirme de hambre.» Esas fueron las palabras que dijo. Las estuvo repitiendo una y otra vez, entre sollozos. «Me quedaré sin nada que comer. Volveré a morirme de hambre.» Y, ¿podrás creerlo?, mientras permaneció oculta en su habitación, tragó tantos pasteles y tantas clases de comida que estuvo muy enferma durante un par de días. Es más, ahora odia tanto el ver al doctor Hale, pobre hombre, que resulta inútil que él intente verla. Le hace más mal que bien.
Me levanté y comencé a caminar de un lado a otro del gran vestíbulo, mientras ella seguía contándome todo esto. Dije pocas palabras. En mi mente se desgarraban y cruzaban extraños pensamientos, elevándose ante mí como si procedieran de unas profundidades de sombras increíblemente densas. Sin embargo, encontré muy pocas cosas que decir, porque las teorías y las especulaciones sirven de muy poco como ayuda práctica... a menos que dos mentes las puedan comprender juntas.
—¿Y el resto? —pregunté amablemente, colocándome detrás de su silla y descansando ambas manos sobre sus hombros.
Ella se levantó inmediatamente y se volvió para mirarme. Temí demostrar demasiada simpatía antes de que aparecieran las lágrimas.
—¡Oh, George! —exclamó—. Me siento muy aliviada por el hecho de que hayas venido. Eres realmente una persona fuerte y reconfortante. El sentir tus grandes manos sobre mis hombros me anima. Pero ¿sabes?, me siento real y sinceramente asustada por la niña...
—No te quedarás aquí, ¿verdad?
—Nos marchamos a finales de esta misma semana —contestó—. Ya sé que no me abandonarás hasta entonces. Y Aileen estará bien mientras tú permanezcas aquí, pues ejerces sobre ella una influencia extraordinariamente beneficiosa.
—Bendice su pequeña y atormentada imaginación —dije—. Puedes contar conmigo. Esta misma noche haré que me traigan mis cosas de la ciudad.
Y entonces me contó lo que sucedía con la habitación. Era bastante simple, pero expresaba una certidumbre sobre algo mucho más horrible que todos los demás detalles juntos. Había una habitación en el piso bajo, destinada a ser utilizada en los días húmedos, cuando la habitación de la niña se encontraba demasiado alejada para llegar a ella con unas botas llenas de barro... y Aileen no podía entrar en aquella habitación. ¿Por qué? Nadie podía decirlo. Los hechos eran que, en el momento en que la niña penetró en ella por primera vez, seguida muy de cerca por su madre, se detuvo, se tambaleó y casi se cayó al suelo. Después, lanzando gritos que fueron escuchados hasta por los jardineros que trabajaban en el exterior arreglando el camino de grava, se lanzó de cabeza contra la pared, mejor dicho: contra un rincón determinado de ésta, y la golpeó con sus pequeños puños hasta que se le desgarró la piel, dejando manchas de sangre sobre el papel. Todo esto sucedió en menos de un minuto. Su madre quedó demasiado conmocionada y estupefacta como para recordar las palabras que la niña gritó tan frenéticamente, y ni siquiera pudo escucharlas adecuadamente. Aileen casi la tiró al suelo en sus desconcertantes esfuerzos por encontrar la puerta y escapar de allí. Y lo primero que hizo, una vez lo consiguió, fue desvanecerse sobre el suelo de piedra del pasillo exterior.
—Y ahora dime, crees que eso son invenciones suyas? —preguntó Theresa en un murmullo, incapaz de evitar el temblor de sus labios—. ¿Crees que se trata simplemente de parte de una historia que ella se ha inventado y en la que representa un papel?
Nos miramos el uno al otro, directamente a los ojos, durante algunos segundos. El terror existente en el corazón de ella salió de él y se apoderó también del mío... un terror de otro tipo, mucho mayor.
—Ya es muy tarde —dije, al fin—. Hablar con ella ahora sólo contribuiría a excitarla innecesariamente. Pero mañana hablaré con Aileen. Y si parece prudente... puede... puede que sea capaz de ayudarla también de otra forma —añadí.
Así pues, hablé con ella... al día siguiente.
IV
Siempre gocé de su confianza y eso hacía que existiera entre esta pequeña niña de ojos oscuros y yo una intimidad que convertía en verdadera delicia cualquier juego o conversación. Sin embargo, por regla general y sin darme a mí mismo ninguna razón satisfactoria, prefería hablar con ella a la luz del sol. No era extraña, excepto por la singularidad y misterio de su pequeño corazón, pero tenía una forma de sugerir otras formas de vida y existencia susceptibles de rodearnos, que me hacía mirar a mi alrededor en la oscuridad, preguntándome qué ocultarían las sombras, o qué me esperaba al otro lado de la próxima esquina.
Estábamos en el prado, donde los tejos extendían pobladas sombras, y el aire suave permitía tomar el té fuera de la casa, mientras mi prima hacía unas llamadas telefónicas; Aileen había acudido y estaba interrogándome sobre mis manuscritos, de un modo que me enojaba, pues le había estado leyendo mis mejores cuentos y ella seguía haciéndome preguntas que ponían de manifiesto mis limitaciones. También recuerdo que me sentí contento de ver cómo el perro pastor iba de un lado a otro, junto a nosotros, corriendo precipitadamente y ladrando a las golondrinas que cruzaban el prado.
—Sólo algunas de tus historias son ciertas, ¿verdad? —me preguntó de repente.
—¿Y cómo sabes tú eso, pequeña crítica?
Había estado esperando un comienzo de la conversación por parte de ella misma. Cualquier cosa que hubiera intentado forzar por mi parte, habría sido sospechada por ella.
—¡Oh! Me lo figuro.
Entonces se levantó, acercándose a mí y, sin ninguna clase de invitación por mi parte, me murmuró:
—Tío, ¿es cierto que he estado contigo en otras partes? ¿Y no son sólo las cosas que hicimos allí las que forman las verdaderas historias?
La apertura de la conversación estaba llegando a mis manos de un modo perfecto y completo. No puedo comprender cómo me aproveché de ella de un modo tan extraño... quiero decir cómo fue que las palabras y el nombre surgieron por su propia cuenta, como si yo estuviera diciendo algo en una especie de sueño.
—Claro, mi pequeña lady Aileen, porque, ¿sabes?, en la imaginación, nosotros...
Pero antes de que tuviera tiempo para terminar la frase con la que esperaba sacar a la luz las verdaderas interioridades de su propia tensión, ella se acurrucó sobre mí, hecha un ovillo.
—¡Oh! —gritó con una apasionada v repentina explosión—. Entonces, ¿sabes mi nombre? ¿Conoces toda la historia... nuestra historia?
Estaba muy excitada, con el rostro ruborizado, los ojos saltones y con todas las emociones de una vida rebosante de experiencias acumuladas en su pequeña persona.
—Desde luego, señorita Inventora, conozco tu nombre —dije rápidamente, extrañado y sintiendo una repentina opresión en mi garganta y que resultaba horrible.
—¿Y sabes también todo lo que hicimos en este lugar? —siguió preguntando, señalando con una creciente excitación hacia los espesos muros de la vieja casa, cubiertos de hiedra.
Mi propia emoción aumentó extraordinariamente, al mismo tiempo que sentía como una rápida y precipitada inquietud trastornaba todos mis cálculos. Porque, de pronto, me di cuenta de que al llamarla «lady Aileen» no había pronunciado el nombre como solía hacerlo. Mi lengua había efectuado un truco con las consonantes y las vocales, aunque, en el momento de pronunciarlo, fui incapaz de darme cuenta del cambio. «Aileen» y «Helen» son sonidos casi intercambiables... ¡Y yo dije, en realidad, «lady Helen!»
Este descubrimiento me hizo contener la respiración por un instante... así como por la forma en que ella captó el nombre, haciéndolo suyo.
—¿Sabes? Nadie más me conoce como «lady Helen» —siguió murmurando—, porque eso sólo aparece en nuestra historia, ¿verdad? Y ahora soy simplemente Aileen Langton. Pero no me parece mal que lo sepas. ¡Oh! Me siento tan terriblemente contenta de que lo sepas. ¡Muy contenta! ¡Sí, muy contenta!
Por un instante me sentí perdido en busca de palabras. Deseaba profundamente guiar las «dolorosas historias» de la niña hacia canales más prudentes, ayudándola así a aliviar su dolor. Dudé un momento, en busca de la clave adecuada. Murmuré algo tranquilizador sobre «nuestra historia», mientras buscaba vigorosamente en mi mente el mejor camino de explicarle todo su terror por el cinturón, el temor a morirse de hambre, el que gritara en aquella habitación y todo lo demás. Todo lo que deseaba ansiosamente extraer de su pequeña y torturada mente, sustituyéndolo por algún otro sueño más luminoso.
Pero la insidiosa experiencia había afectado un poco mi propia confianza y estas explicables emociones destruyeron mi prudencia. La pequeña Inventora había conseguido llevarme a la realidad de su propia «historia» con una convicción que se hallaba incluso más allá de la brujería. Y la siguiente frase que dejó caer casi instantáneamente sobre mí, terminó por completar mi desconcierto...
—Contigo —me dijo en un susurro—, contigo podría entrar en la habitación. Pero sola... no podría nunca.
El aire primaveral, que murmuraba en los tejos situados detrás de nosotros, me trajo en aquellos instantes algo procedente de los días casi olvidados de la infancia; algo que me hizo temblar. De mis profundidades surgió una oleada de pasión perdida —perdida porque no supuse ni su origen ni su naturaleza—, enviando débiles mensajes hacia la superficie de mi conciencia. Aileen, la pequeña revoltosa, cambió entonces ante mis propios ojos, mientras permanecía allí, cerca de. mí... Cambió para convertirse en una figura alta y melancólica, que me llamaba a través de mares de tiempo y distancia, con la confusión de los tiempos en sus ojos y en sus gestos... Me vi obligado a dirigir mi mirada hacia ella, haciendo un esfuerzo para volverla a ver como la niña de pelo desmelenado que estaba acostumbrado a...
Entonces, sentado en la inestable silla del jardín, la coloqué sobre mi rodilla, decidido a extraer toda la historia de su mente. Estaba situado de espaldas a la casa; sin embargo, ella estaba colocada en un ángulo que le permitía observar las puertas y ventanas. Digo esto porque, apenas había comenzado mi ataque, cuando vi que su atención se desviaba y que parecía sentirse curiosamente inquieta. En una o dos ocasiones, cuando cambió ligeramente su posición para ver mejor algo que estaba sucediendo por encima de mi hombro, me di cuenta de que un ligero temblor se transmitía desde su pequeña persona a mis rodillas. Parecía estar esperando algo... con temor.
—Llevaremos a cabo una expedición especial, armados hasta los dientes —dije, sonriendo, refiriéndome a sus singulares palabras sobre la habitación—. Enviaremos primero a «Pat» para que ladre a las telarañas, y nos llevaremos muchas provisiones y... y agua, para el caso de que tengamos que resistir un asedio... y una lima...
No puedo pretender el comprender por qué elegí aquellas palabras precisas... o por qué parecía como si surgieran de mí otros pensamientos diferentes a los que intentaba decir, pugnando por expresarse. Parecía como si, todo lo que pudiera hacer fuera dejar de decir un montón de cosas sobre la habitación que sólo podrían haberla asustado, en lugar de tranquilizarla.
—¿Hablarás también dentro de la pared? —me preguntó, dirigiendo de repente sus ojos hacia mí, ruborizándose un poco con una llamarada de pasión.
Y aunque no tenía ni la menor idea de lo que ella quería decir, la pregunta me produjo una agonía de anhelante dolor. Comprendí inmediatamente que «hablar dentro de la pared» se refería al núcleo de su problema, a la misma idea central que la atemorizaba y que proporcionaba todo el sufrimiento y todo el terror a sus imaginaciones.
Pero no tuve tiempo para seguir la clave que tan misteriosamente se me ofrecía, pues casi en el mismo momento sus ojos se fijaron insistentemente en algo que se encontraba detrás de mí, y pude ver en ellos una expresión de intenso horror, como si ella estuviera viendo la aproximación de un peligro que podría llegar a... matar.
—¡Oh, oh! —exclamó, conteniendo el aliento—, ¡Se acerca! ¡Se acerca para llevarme! ¡Tío George...! ¡Philip!
Al parecer, sobré nosotros actuó simultáneamente el mismo impulso, pues me puse en pie de un salto, con los puños crispados, en el mismo instante en que ella abandonó mi rodilla y se quedó de píe, con todos sus músculos rígidos, como dispuesta a resistir un ataque. Estaba temblando terriblemente. Su rostro adquirió el color de una sábana.
—¿Quién está viniendo? —empecé a preguntar nervioso, pero me detuve al ver la figura de un hombre que se dirigía hacia nosotros desde la casa.
Era el mayordomo... el nuevo mayordomo que acababa de llegar aquella misma tarde. Resulta imposible decir qué había en su aproximación silenciosa y rápida; era algo... abominable. Al parecer, el hombre estuvo prácticamente junto a nosotros casi en el mismo instante en que le vi, y en el mismo momento Aileen, lanzando un grito, y mirando salvajemente a su alrededor, en busca de un lugar donde ocultarse, se arrebujó en mis brazos y escondió el rostro en mi chaqueta.
Horriblemente perplejo y, sin embargo, mortificado por el hecho de que el sirviente hubiera visto a mi pequeña amiga en tal estado, hice todo lo que pude por aparentar que aquello no era más que parte de un juego extraño, y levantándola en mis brazos, eché a correr, llamando al perro pastor para que nos siguiera.
—¡Vamos, «Pat»! ¡Ella es nuestra prisionera!
Sólo la volví a dejar en el suelo cuando llegamos junto a los tilos situados en uno de los extremos del prado. Ella estaba pálida a causa del terror y seguía mirando frenéticamente a su alrededor, temblando de tal modo que temí que pudiera desvanecerse en cualquier instante a causa de un colapso mortal. Se apretó a mí, agarrándome con unos dedos tensos, que me sujetaban con fuerza. ¡Cómo odiaba yo a aquel hombre! A juzgar por la repentina violencia de mi odio, se diría que podría haber sido algún monstruo que deseaba torturarla...
—¡Vamonos de aquí, mucho más lejos! —balbució.
La cogí de la mano, tranquilizándola lo mejor que pude con mis palabras, mientras me daba cuenta de que ella sólo deseaba sentir mi gran brazo alrededor de su cuerpo, protegiéndola. Me sentía terriblemente triste por ella, pero lo más extraño de todo era que no podía hallar nada, ni una sola frase realmente cierta, capaz de reconfortarla. De haber dicho en aquellos momentos alguna bobada, no habría conseguido engañar a ninguno de los dos, y sólo habría erosionado su confianza en mí, hasta el punto de perder todas las posibilidades que pudiera tener para ayudarla. Hubiera sido como si, ante la vista de un tigre surgiendo del bosque, le dijera que no temiera nada, que no mordería.
Sin embargo, conseguí balbucir algo...
—Sólo es el nuevo mayordomo. También me ha asustado a mí. Se ha acercado tan suavemente, ¿verdad?
¡Oh! Con qué ansiedad busqué una palabra, algo, que hiciera aparecer aquello como lo más normal posible... pero fue en vano.
—¿Pero sabes quién es él... realmente? —me preguntó, con una voz aguda, echando a correr por el camino y arrastrándome tras ella—. Y sí él vuelve a alcanzarme... ¡Oh, oh! —y lanzó un grito fuerte, ante la angustia de su temor.
El temor nos hizo seguir andando por el camino que corría entre los matorrales.
—Aileen, querida —grité, rodeándola con los dos brazos, y apretándola estrechamente contra mí—, no tienes por qué temer nada. Yo siempre te salvaré. Siempre estaré contigo, querida niña.
—Tenme siempre en tus fuertes brazos, siempre, siempre. ¿Verdad que lo harás, tío... Philip? —mezcló los dos nombres, y la extraña tensión de su voz me acongojó terriblemente—. Siempre, siempre, como en nuestra historia —rogó mientras volvía a ocultar su rostro en mi chaqueta.
En realidad, me sentía completamente perdido, sin saber qué hacer; apenas si me atrevía a volverla a llevar a la casa; tenía la sensación de que el volver a ver a aquel hombre podría ser fatal para su razón que ya estaba delicadamente afectada, pues temía un ataque o un paro cardíaco si ella se encontraba de nuevo con aquel hombre cuando yo no estuviera a su lado. Sin embargo, pude tomar fácilmente una decisión sobre un aspecto.
—Le despediré inmediatamente, Aileen —le dije—. Cuando te despiertes mañana, ya se habrá marchado. Desde luego, mamá no lo tendrá en casa.
Aquella afirmación pareció proporcionarle cierto alivio y. al final, sin haberme atrevido a sonsacarle toda la historia, como había esperado hacer en un principio, regresé con ella a la casa, siguiendo caminos ocultos; yo mismo la llevé a su propia habitación. También me preocupé de dar las órdenes necesarias. Ella no debía volver a ver a aquel hombre. Sin embargo, no me explicaba por qué deseaba tan ansiosamente que yo hiciera algo atroz, lo suficiente como para poder cortar su vida de raíz, y matarle...
Pero mi prima, alarmada hasta el punto de tomar medidas incluso frenéticas, tuvo finalmente una buena sugerencia que hacerme: me pidió que sacara de allí a la afligida niña al día siguiente, que fuera a Harwich y me la llevara durante una semana por el Mar del Norte, cambiando así por completo de escenario. Entretanto, yo había llegado ya al punto en el que me convencí a mí mismo de que el experimento que hasta entonces me sintiera incapaz de hacer, se había convertido en algo permisible e incluso necesario. El hipnotismo debería poder extraer la historia de aquella mente obsesionada, sin que ella se diera cuenta de nada, en el supuesto de que pudiera introducirla en un estado de trance lo bastante profundo. En tal caso, podría borrar también el recuerdo de su conciencia exterior, de un modo tan completo que quizá pudiera conocer al fin un poco de la felicidad propia de la niñez.
V
Eran más de las diez y yo aún estaba sentado en el gran salón, ante el fuego de leños, hablando en voz baja. Mi prima permanecía sentada frente a mí, en un cómodo sillón. Habíamos discutido con bastante amplitud la cuestión y la profunda inquietud que sentíamos revestía de un ambiente lóbrego no sólo nuestras mentes, sino hasta el propio edificio. Creo que, de la emoción que nos preocupaba tan profundamente a ambos, era bastante elocuente el hecho de que, instintivamente, ninguno de los dos se refiriera a la posible asistencia de los médicos. Me refiero a la emoción que se desprendía de la vivida sensación de realidad de todo el asunto. Ninguna imaginación infantil podría habernos subyugado de tal forma, ni haber extendido una red que enmarañaba nuestras mentes hasta el punto de hacernos sentir aquella confusión y consternación. Para mí resultaba ahora perfectamente comprensible que mi prima se hubiera sentido tan desamparada ante los convincentes efectos de la calamitosa tensión de la niña. Aileen estaba viviendo una realidad, y no una Invención. Este era el hecho que colmaba los salones oscuros y los pasillos situados tras de nosotros. Yo ya odiaba hasta aquel mismo edificio. Parecía estar cargada hasta el techo con recuerdos de melancolía y antiguo dolor que estremecían mi corazón, como vientos helados.
Sin embargo, y actuando a propósito, me las arreglé para aparentar cierto grado de buen humor y oculté a mi prima toda mención sobre los ataques que ciertas emociones e ideas habían provocado en mí mismo. No le dije nada sobre el hecho de haber llamado a la niña «Lady Helen», en lugar de «Lady Aileen»; tampoco comenté el que ella me llamara «Philip», ni el que me incluyera fugazmente en su «historia», y, ni mucho menos, comenté mi propia y singular aceptación del role. No consideré prudente mencionar todo lo que la vista del nuevo sirviente, con su siniestra cara cetrina y sus sigilosas aproximaciones, había despertado en mis pensamientos. Ni siquiera permití que estas cosas emergieran constantemente hacia la superficie de mi mente porque, sin duda alguna, se habrían puesto de manifiesto en mi estado de ánimo, al menos con la suficiente fuerza como para que la intuición de una mujer las adivinara. Hablé de pasada sobre la «habitación» y sobre la singular aversión de Aileen hacia ella, así como sobre su observación acerca de «hablar dentro de la pared». Sin embargo, extraños pensamientos se fueron abriendo paso en nuestras dos mentes. En el salón, las cabezas disecadas de los venados, las zorras y los tejones nos miraban fijamente como máscaras de cosas aún vivas por debajo de sus pieles muertas.
—Pero lo que más me inquieta de todas sus ilusiones —dijo mi prima, mirándome con unos ojos que no pretendían ocultar cosas oscuras— es su extraordinario conocimiento de este lugar. Te aseguro, George, que fue la cosa más misteriosa que he experimentado jamás, sobre todo cuando me enseñó el lugar y me hizo preguntas, como si en realidad hubiera estado viviendo aquí.
Su voz se convirtió en un susurro, y levantó la mirada, asombrada. Por un momento, me pareció que alguien se estaba acercando para escuchar, moviéndose a hurtadillas a lo largo de alguno de los oscuros pasillos que conducían al salón.
—Puedo comprender tu extrañeza —empecé a decir rápidamente.
Pero ella me interrumpió inmediatamente. Sin duda alguna, le producía un cierto alivio decir las cosas, sacándolas del lugar de la mente donde las ocultaba y donde le creaban nuevas actitudes angustiosas.
—George —dijo en voz más alta—, existe un límite para la imaginación. Aileen sabe lo que dice. Eso es lo más terrible de todo...
Algo pareció saltar a mi garganta. Mis ojos se humedecieron.
—El horror al cinturón... —susurró ella, sintiendo aversión por sus propias palabras.
—Olvídate de ese pensamiento —le dije, con decisión.
Aquel detalle me dolió inexplicablemente... mucho más de lo que se pueda imaginar.
—Quisiera poder hacerlo —me contestó—, pero si hubieras visto su cara cuando forcejeaba... y el... el frenesí con que escuchó las palabras sobre la comida y habló sobre morir de hambre... Me refiero a las palabras del doctor Hale.. ¡Oh! Si hubieras visto todo eso, comprenderías que yo...
Se interrumpió con un sobresalto. Alguien había penetrado en el salón, por detrás de nosotros, y estaba de pie junto al dintel de la puerta, en el extremo más alejado. La persona que escuchaba se nos había acercado desde la oscuridad. Theresa sintió la presencia, a pesar de que estaba vuelta de espaldas, y se levantó instantáneamente.
—No necesita esperarnos, Porter —dijo, en un tono de voz que sólo velaba débilmente el recelo que se ocultaba tras él—. Ya apagaremos nosotros mismos las luces.
Y el hombre se alejó como una sombra. Mi prima intercambió conmigo una rápida mirada. Desapareció entonces una sensación de oscuridad que pareció haber llegado con la presencia del sirviente. Me resulta imposible explicar por qué razón ni yo ni mi prima encontramos nada que decir durante varios minutos. Pero creo que aún resultaba más misterioso explicar por qué los músculos de mis dos manos se contrajeron involuntariamente con tal fuerza que hinqué las uñas en las palmas, ni por qué se extendió por toda mi sangre el violento impulso de saltar sobre aquel hombre y estrangularlo, asfixiándole antes de que pudiera respirar más. Nunca, ni antes ni después, he experimentado aquel deseo, aparentemente sin causa alguna, de estrangular a alguien. Y espero no volver a sentirlo nunca.
—Siempre está dando vueltas por ahí —fue todo lo que pudo decir mi prima al cabo de un rato—. Siempre está observándonos...
Pero mis propios pensamientos estaban horriblemente ocupados, y me estaba preguntando cómo era posible que aquella fea y siniestra criatura había podido ser aceptada en la historia que vivía Aileen y en la que yo mismo estaba empezando a creer poco a poco.
Para mí fue un verdadero alivio cuando, hacía la medianoche, Theresa se levantó del sillón para marcharse a la cama. Habíamos estado dándole vueltas a los horrores del sufrimiento que se habían apoderado de la niña, sin llegar siquiera a enfrentamos directamente con el fondo de la cuestión, y mientras permanecíamos allí, encendiendo las velas, con voces susurrantes, nuestras mentes se cargaron con la tensión de los pensamientos que ninguno de nosotros había creído prudente expresar. Mí prima se apoyó de espaldas contra la pared y se quedó mirando fijamente la oscuridad de arriba, allí donde la escalera bordeaba el hueco de la casa. Lanzó un grito. Al principio, creí que iba a desmayarse. Sólo tuve tiempo de recogerle la vela.
Todos los sentimientos de temor que había estado reprimiendo durante nuestra conversación, surgieron entonces en aquel breve grito, y cuando levanté la mirada para descubrir la causa, vi a una pequeña figura blanca bajando lentamente la amplia escalera, estando ya a punto de entrar en el vestíbulo. Era Aileen, con los pies descalzos y su pelo moreno cayéndole sobre el camisón, con los ojos muy abiertos y una expresión de angustiosa expectación en ellos que, posiblemente, nunca habría podido expresar basándose en los conocimientos adquiridos durante sus tiernos años. Andaba con firmeza, pero, de algún modo, no lo hacía como podía haberlo hecho una niña de su edad.
—¡Alto! —susurré perentoriamente a mi prima, llevando rápidamente mi mano hacia su boca e impidiendo que continuara su primer impulso de acudir hacia su hija—. No la despiertes. Está andando en sueños.
Aileen pasó junto a nosotros como una sombra blanca, apenas audible, y atravesó directamente el salón. Era completamente inconsciente de nuestra presencia. Evitando todos los obstáculos de sillas y mesas, moviéndose con decisión y como si persiguiera un propósito definido, la pequeña figura penetró en las sombras situadas en uno de los extremos del salón y desapareció de la vista por la boca del pasillo que conducía hacia donde —trescientos años antes— se encontrara el ala del edificio en la que ahora crecían las hayas de hojas oscuras, sobre el prado. No cabía la menor duda de que, para ella, se trataba de un camino muy familiar. Después de recuperarme de mi sorpresa empecé a moverme, dispuesto a seguirla. Theresa volvió a encontrar su voz y gritó en voz alta, con un sonido agudo y discordante que rompió el silencio de la noche:
—¡George! ¡Oh, George! Va hacia esa terrible habitación...
—Trae la vela y sigúeme —le dije, cuando ya estaba al otro lado del salón—, pero no interrumpas a menos que te llame.
Y seguí a la niña a una velocidad a la que me impulsaba la más singular mezcla de emociones que jamás haya conocido. Todo lo que había en mí de vivo estaba dominado por una sensación de trágico desastre. Todo lo que hacía parecía surgir de alguna región del subconsciente de mi mente, donde las pasiones obsesionantes de un pasado profundamente enterrado se agitaban en su sueño y despertaban.
—¡Helen! —grité—. ¡Lady Helen!
Me encontraba cerca de aquella deslizante figura. Aileen se volvió y, por primera vez, pareció verme con ojos que parecían oscilar entre el sueño y la plena consciencia. Me miraron directamente, por encima de la llama balbuciente de la vela, y después dudaron. Del mismo modo, el gesto que hizo con sus pequeñas manos hacia mí quedó detenido antes de ser completado. Me veía, sabía de mi presencia, pero tenía dudas sobre quién era yo. Fue asombrosa la forma en que sorprendí ésta indecisión momentánea entre las dos personalidades existentes en ella, captando las dos fases de su consciencia, discerniendo a la Aileen de hoy en el momento de despertarse para darse cuenta de que yo, su «tío George», estaba allí, y aquella otra Aileen de su gran y oscura historia, la «Helen» de algún ayer lejano que, en aquella condición de sonambulismo, la había impulsado a acudir a la escena del pasado en la que nuestras dos vidas estaban unidas en su imaginación. Porque, para mí, estaba bastante claro que la niña soñaba, durmiendo, la acción de la historia vivida en los momentos en que, despierta, sentía todo su terror.
Pero la elección fue rápida. Tuve el tiempo justo para hacer señas a Theresa, indicándole que dejara la vela sobre una estantería y esperara, cuando Aileen se dirigió hacia mí, extendió sus manos, completando el primer gesto, y cayó entre mis brazos con un suave grito de amor y de angustia que, por venir de aquellos labios infantiles, creo que fue el sonido humano más conmovedor que jamás haya escuchado. Ella se dio cuenta y me vio, pero no como el «tío George» del momento actual.
—¡Oh, Philip! —gritó—. Después de todo, has venido...
—Claro, querida —le susurré—. Claro que he venido. ¿Acaso no te prometí que vendría?
Sus ojos escudriñaron mi rostro y después se posaron en mis manos, que sostenían con fuerza sus pequeñas y frías muñecas.
—Pero... pero... —tartamudeó como comentario—, ¡no están cortadas! ¡Te las han vuelto a poner por completo! Me salvarás y nos marcharemos de aquí y nosotros, nosotros...
La expresión de su rostro se transformó, adquiriendo una gran confusión, llena de perplejidad. Pareció temblar sobre sus pies. Probablemente estaba a punto de despertarse; volvió a sentir de nuevo una cierta indecisión y duda en cuanto a mi identidad. Sus manos se resistieron a la presión de las mías; retrocedió medio paso; en sus ojos surgió la consciencia superficial del presente. Una vez despierta, expulsaría aquella pasión, profundamente extraña, y el misterio que obsesionaban sus pensamientos y sus recuerdos se zambullirían en los rincones, más profundos de su ser. Me daba cuenta de que, una vez despierta, la perdería, y con ello perdería también la oportunidad de conocer la historia completa. La oportunidad era única. Escuché los pasos de mi prima, aproximándose detrás de nosotros, descendiendo por el pasillo sobre las puntas de los pies... y tomé una decisión inmediata.
En estado de sueño profundo, desde luego, se está muy cerca de la condición de trance, y numerosos experimentos me han enseñado que el espíritu humano puede verse sujeto a la influencia del hipnotismo con mucha mayor rapidez cuando se está dormido que cuando se está despierto; porque si el hipnotismo significa principalmente —como yo sostenía entonces— la fusión de la pequeña consciencia superficial y cotidiana con el profundo mar de la consciencia subliminal, debajo de aquélla, entonces el proceso comienza ya parcialmente en el sueño profundo, y su aparición final ni necesita mucho tiempo, ni es una cuestión difícil. Era el extraordinariamente activo subconsciente de Aileen el que «inventaba» o «recordaba» la oscura historia que obsesionaba su vida, era su región subconsciente la que emergía hacia la superficie con excesiva frecuencia... Profundizando aún más su estado de sueño, podría enterarme de toda la historia...
Detuve la aproximación de su madre con una señal, que intenté fuera claramente comprendida, y que, en efecto, comprendió, y di inmediatamente los pasos necesarios para zambullir el espíritu de aquella pequeña niña sonámbula en la región del subconsciente que la había llevado hasta allí, donde se encontraban las claves de todos sus poderes, de la memoria, el conocimiento y la creencia. Sólo necesitaba dar los pases más simples, ante los que ella se rindió con rapidez y facilidad; entonces volvió a aparecer en sus ojos aquella primera mirada; ya no se tambaleó, ni dudó, sino que se apretó más contra mí, pronunciando el nombre de «Philip» en sus labios. Los dos juntos avanzamos por el largo pasillo hasta que llegamos ante la puerta de su horrorosa habitación de terror.
Y allí, ya fuera porque Theresa, que nos seguía con la vela, perturbó a la niña —pues el lazo subconsciente con la madre posee un gran e inalterable poder—, o ya fuera porque la ansiedad debilitó mi autoridad sobre su fluctuante estado mental, me di cuenta de que la niña volvía a oscilar y a dudar, mirándome con unos ojos cuya expresión decía en parte «tío George» y en parte «Philip».
—Entraremos —dije con firmeza—, y verás que no hay nada de qué temer.
Abrí la puerta, y la vela que estaba detrás de nosotros dibujó un triángulo de luz en la oscuridad de la habitación. La claridad reflejó un suelo desnudo, unas paredes sin cuadros y, apenas visible, el alto techo blanco. Abrí la puerta aún más y penetramos en la habitación cogidos de la mano, con Aileen temblando como una hoja al viento.
¡Cómo renace aquella escena en mi mente, incluso ahora, cuando la escribo, muchos años después de que se produjera! La niña, con su camisón, mirándome en aquella estancia vacía del antiguo edificio, con todas las apasionadas emociones de una historia trágica reflejadas en sus pequeños y jóvenes ojos, mientras su madre permanecía en el pasillo, como un fantasma, temerosa de acercarse, con las sombras oscilantes arrojadas por la luz de la vela y el suave gemido del viento de la noche contra las paredes exteriores.
Hice oscilar varias veces la vela sobre el pequeño rostro encendido y apreté suavemente mis pulgares sobre sus sienes.
—¡Duerme! —le ordené—. ¡Duerme... y recuerda!
Mi voluntad se derramó sobre su ser, para controlar y proteger. Ella se sumió aún más profundamente en la situación de trance en la que se manifiesta la lucidez del sonámbulo y en la que el ego consciente desaparece por completo. Sus ojos se abrieron más, se hicieron más redondos, se cargaron de recuerdos cuando se dirigieron rápidamente hacia los míos. El presente, que pocos minutos antes amenazó con hacerla recuperar su consciencia, se desvaneció. Ya no me vio como a su tío George, sino como el fiel amigo y amante de su gran historia, como a Philip, el hombre que había acudido para salvarla. Allí permaneció, en la atmósfera de los días pasados, en la misma habitación donde conociera tantos sufrimientos...esta habitación que, tres siglos antes, había conducido, mediante un pasillo, hacia el ala de la casa donde ahora crecían las hayas de hojas negras.
Se apretó más contra mí y pasó sus delgados y desnudos brazos alrededor de mi cuello, mirándome fijamente a los ojos con una mirada escudriñadora.
—Recuerda lo que sucedió aquí —dije resueltamente—. Recuerda y dímelo.
Sus cejas se contrajeron ligeramente, como si estuviera haciendo un esfuerzo y, mirando después por encima de su hombro hacia el extremo más alejado de la habitación, allí donde comenzaba el pasillo en otros tiempos, susurró:
—Duele un poco, pero estoy... estoy en tus brazos, querido Philip, y tú me sacarás de aquí, ya sabes...
—Yo te protejo y no corres ningún peligro, pequeña —le dije—. Puedes recordar y hablar sin que te duela. Dímelo.
La sugerencia, desde luego, actuó instantáneamente, pues su rostro se tranquilizó y lanzó un gran suspiro de alivio. De vez en cuando, yo hacía oscilar la vela delante de su rostro para mantenerla en estado hipnótico.
Después, ella habló en voz baja y clara y sus palabras se introducían en mí como una espada, buscando mis partes más profundas. Me dio la impresión de estar sangrando interiormente. Podría haber jurado que habló de cosas ya sabidas, como si yo también las hubiera vivido.
—Esta fue la última vez que te vi —dijo—. Esta era la habitación a la que viniste a buscarme para llevarme lejos de aquí, hacia la felicidad y la seguridad, a salvo de... él —y ya no fueron ni la voz ni las palabras de una niña cuando diio—: Y aquí fue adonde viniste aquella noche de viento y nieve. Penetraste por esa ventana —y señaló la profunda ventana con alféizar situada detrás de nosotros—. ¿No puedes escuchar la tormenta? ¡Cómo aulla y grita! Y el rugido del oleaje en la playa, allá abajo... Dejaste los caballos fuera, los rápidos caballos que iban a llevarnos hacia el mar, para alejarnos desde allí de todas sus crueldades, y entonces...
Dudó un momento y buscó las palabras o los recuerdos; su rostro se oscureció entonces, con una expresión de dolor y odio.
—Cuéntame el resto —ordené—, pero olvida todo tu propio dolor.
Y ella me miró, sonriendo, con una expresión de increíble ternura y confianza, mientras yo apretaba aquella figura frágil contra mí.
—¿Recuerdas, Philip? —siguió diciendo—. Sabes perfectamente bien cómo fue todo, y cómo él y sus hombres se abalanzaron sobre ti en el instante en que entraste, y cómo forcejeaste y me llamaste, y escuchaste mi respuesta...
—Muy lejos... allá afuera... —la interrumpí rápidamente, ayudándola a refrescar su memoria, partiendo de mis propios recuerdos, profundamente inmersos en un corazón que parecía arder y abrir una cicatriz—. ¡Tú me contestaste desde el prado!
—Creías que era desde el prado, pero, en realidad, era allí... desde allí —y señaló hacia un lado de la habitación, a mi derecha.
Se estremeció terriblemente y su voz disminuyó de volumen de forma extraña, como si procediera de cierta distancia... casi amortiguada.
—¿Allí? —pregunté con un estremecimiento que puso hielo y fuego mezclados en mi sangre.
—En la pared —susurró ella—. Alguien nos había traicionado y él sabía que tú ibas a venir. Me emparedó viva allí, y sólo dejó dos pequeños agujeros para mis ojos, de modo que pudiera ver. Tú escuchaste mi voz llamándote a través de aquellos agujeros, pero nunca supiste dónde estaba. Y entonces...
Sus rodillas se doblaron y tuve que sostenerla. Miró de repente, con la tortura reflejada en los ojos, por la habitación... hacia el ala antigua de la casa.
—No le dejarás que se acerque, ¿verdad? —rogó suplicante y en su voz se percibía la angustia de la muerte—. Creo que le he oído. ¿No son ésos sus pasos en el pasillo?
Escuchó, llena de temor, tratando con sus ojos de atravesar la pared y ver más allá de ella, hacía el prado.
—No viene nadie, querida —dije, con convicción y autoridad—. Dímelo todo. Dime todo lo que sepas.
—Yo lo vi todo porque no podía cerrar los ojos —siguió diciendo—. Había un cinturón de hierro alrededor de mi cintura, sujetándome firmemente... un cinturón de hierro del que nunca pude librarme. El polvo se introdujo en mi boca... mordí los ladrillos. Mi lengua estaba desgarrada, sangrante, pero antes de que pusieran las dos últimas piedras para acabar de sofocarme, les vi... cortarte las dos manos, de modo que nunca pudieras salvarme... nunca pudieras permitirme salir de allí.
Se apartó sin advertencia alguna de mi lado y echó a correr hacia la pared, aporreando la pared con sus manos y gritando en voz muy alta:
—¡Oh, pobre, pobre! Sé lo terrible que fue. Recuerdo... cuando estaba en ti y tú me llevabas a mí... ¡Oh, pobre, pobre cuerpo! Ese trueno del último ladrillo, cuando lo colocaron casi contra mi boca, y la banda de hierro que me cortaba la cintura, y el ahogo, y el hambre y la sed.
—¿A quién le estás hablando ahí dentro? —pregunté tenso, conteniendo las lágrimas.
—Al cuerpo en el que estaba... el cuerpo que él emparedó... mi cuerpo... ¡mi propio cuerpo!
Volvió a echar a correr, regresando a mi lado. Pero antes de que mi hermana lanzara aquel «grito de madre» que penetró en la profunda consciencia de la niña, peturbando sus recuerdos le había dado la orden, con todas mis fuerzas, de «olvidar» el dolor. Y sólo aquellos pocos que están familiarizados con los cambios instantáneos de la emoción que pueden ser producidos por una orden en estado hipnótico, comprenderán que Aileen regresó a mí después de aquel instante de haber estado «hablando dentro de la pared», con la risa en los labios y en sus ojos.
La pequeña silueta blanca, con la cascada de pelo negro cayéndole sobre el camisón, se arrojó entre mis brazos.
—Pero te he salvado —grité—. Nunca fuiste realmente emparedada. Te he sacado de ahí y te he llevado lejos de él, viajando por el mar, y después siempre fuimos felices, como la gente de los cuentos que terminan bien.
Introduje las palabras en ella con mi máxima fuerza e, inevitablemente, ella las aceptó como si fueran la única verdad, pues se colgó de mí, con su rostro infantil lleno de amor y risas, desaparecido ya el horror, alejado el dolor. El cambio se produjo con una inmediatez caleidoscópica.
—Así es que, después de todo, nunca consiguieron cortarte las manos —dijo, con una actitud vacilante.
—¡Mira! ¿Cómo podrían haberlo hecho? ¡Aquí están! —y primero se las mostré y después las apreté contra sus pequeñas mejillas, elevando su boca hacia mí para besarla—. Siguen siendo lo bastante grandes y fuertes como para llevarte a la cama y acariciarte hasta que caiga en un sueño tan profundo que cuando te despiertes por la mañana te hayas olvidado ya de todo lo relacionado con tu oscura historia, de Philip, de lady Helen, del cinturón de hierro, de la muerte por hambre, de tu cruel y viejo esposo, y de todo lo demás. Te despertarás y te sentirás feliz y alegre, como cualquier otro niño...
—Si tú lo dices, desde luego, así será —me contestó, sonriendo y mirándome a los ojos.
Y fue precisamente entonces cuando se produjo aquel impacto abominable que casi hizo fracasar por completo todo mi experimento, pues llegó en forma de una fuerza negra que amenazó al principio con borrar todas mis «órdenes» y dejarlas sin efecto. Al parecer, mi nueva orden en el sentido de que debía olvidarlo todo aún no había sido completamente registrada en su ser; la región de consciencia profunda que construía la «historia» no se había hundido aún a una profundidad suficiente, no había traspasado el umbral. Así, aún estaba a merced de cualquier detalle de su antiguo sufrimiento que pudiera abrirse paso con la fuerza suficiente. Y fue precisamente un detalle así el que se entrometió. Aquel toque de abominación fue calculado con una genialidad realmente sobrehumana.
—¡Escucha! —gritó ella, y fue esa clase de grito susurrante que sólo puede producir el mayor de los escalofríos—. ¡Escucha! ¡Oigo sus pasos! ¡Está viniendo! ¡Oh, te dije que estaba viniendo! ¡Está en ese pasillo! —y señaló hacia un lugar de la habitación.
Al principio saltó de mis brazos, como si algo la hubiera quemado, y después, casi instantáneamente, volvió a buscar mi protección. En el intervalo de unos pocos segundos se precipitó hacia el centro de la habitación, se llevó una mano a la oreja para escuchar mejor, y después entornó los ojos, escudriñando el extremo más alejado de la pared. Se quedó mirando fijamente el mismo lugar en el que, en otros tiempos, comenzaba el pasillo que conducía hacia el ala desaparecida. La ventana que mi tío-abuelo había construido en la pared ocupaba ahora el lugar exacto donde se encontrara aquella abertura.
Entonces, y por primera vez, Theresa se adelantó precipitadamente y penetró en la habitación, arrojando la cera líquida de la vela sobre el suelo. Me agarró fuertemente de un brazo. Los tres nos quedamos allí... escuchando... escuchando aparentemente nada, a excepción del suspiro del aire marino alrededor de las paredes, mientras Aileen permanecía con los ojos escondidos en mi chaqueta. Yo permanecí erguido, tratando en vano de captar el nuevo sonido. Recuerdo el rostro de color tiza de mi prima, con sus ojos saltones y la vela sostenida oblicuamente.
Entonces, de repente, elevó su mano y señaló por encima de mi hombro. Creí que se le iba a desprender la mandíbula de la cara. Y tanto ella como la niña hablaron en el mismo tono de voz, pronunciando las dos frases que elevaron la tensión de lo que estábamos viviendo hasta su punto máximo, en aquella silenciosa habitación.
Fueron como dos pistoletazos.
—¡Dios mío! ¡Hay un rostro, mirándonos...! —escuché la voz de mi prima, sobresaltada y seca.
Y, en el mismo instante, la de Aileen:
—¡Oh, oh! ¡Nos ha visto!... ¡Está aquí! ¡Mira!... ¡Volverá a cogerme!... ¡Escóndete las manos! ¡Esconde tus pobres manos!
Y, volviéndome hacia el lugar que mi prima miraba fijamente, vi con toda seguridad un rostro —aparentemente el rostro de un ser humano vivo—, apretado contra el cristal de la ventana, enmarcado por dos manos, como si estuviera tratando de distinguirnos en la semioscuridad de la habitación. Vi el rápido movimiento de los dos ojos en el instante en que la débil luz de la vela cayó sobre ellos, y hasta capté fugazmente los hombros inclinados que surgían desde atrás, cuando su propietario, que permanecía fuera, sobre el prado, se inclinó un poco más para ver mejor. Y aunque la aparición se apartó instantáneamente, reconocí en ella, sin el menor género de dudas, el semblante oscuro y siniestro del mayordomo. Su respiración aún empañaba de vaho el cristal de la ventana.
Sin embargo, lo más extraño de todo fue que Aileen, retorciéndose violentamente para ocultarse entre los escasos pliegues de mi chaqueta, no pudo haber visto lo que vimos nosotros, puesto que su rostro permaneció durante todo el tiempo de espaldas a la ventana, y por la forma en que la sostuve, no pudo haber permanecido ni un solo instante en posición adecuada para ver. Todo aquello sucedió a sus espaldas... Un momento después, con sus ojos todavía pegados a mi chaqueta, la llevaba rápidamente en mis brazos a través del salón, subía con ella la escalera principal y me dirigía hacia su dormitorio.
Naturalmente, mi mayor dificultad con ella consistió en mantenerla entre los dos estados de sueño y de consciencia, pues una vez que la metí en la cama y la volví a sumir en un trance profundo, fue relativamente fácil controlar su más ligero pensamiento o emoción. Al cabo de diez minutos estaba durmiendo pacíficamente, con su pequeño rostro relajado, alejada ya toda la ansiedad del terror, y con mi imperiosa orden sonando de un extremo a otro de su consciencia en el sentido de que cuando se levantara a la mañana siguiente, todo debería ser olvidado. Finalmente, iba a olvidar... absoluta y completamente.
Desde luego, cuando después me dirigí lleno de odio y rabia a la habitación del mayordomo, en el lado de la casa ocupado por los sirvientes, éste tenía una explicación perfectamente plausible. Estaba a punto de marcharse a la cama, dijo, cuando el ruido despertó sus sospechas y, sintiéndose impulsado por su deber, dio una vuelta por los alrededores de la casa, pensando en poder descubrir a los ladrones...
Con el salario de un mes en el bolsillo y un considerable grado de estupor en su alma —probablemente, porque el hombre no era culpable de nada peor que haber aterrorizado involuntariamente a una niña—, el mayordomo regresó a Londres al día siguiente. Y unas pocas horas más tarde, yo mismo viajaba sobre las olas azules del mar del Norte, acompañado por Aileen y por el viejo Kempster, llevando a la niña, por muy curioso que parezca, hacia la libertad y la felicidad de la misma forma en que su «imaginación» había visualizado su huida en la «historia» de hacía tanto tiempo, cuando ella no era más que lady Helen, mantenida en esclavitud por un esposo cruel, y yo no era más que Philip, su devoto amante.
Sólo que, en esta ocasión, su felicidad fue larga y completa. La sugestión hipnótica había eliminado de su mente el último vestigio de sus terribles recuerdos; su rostro estaba lleno de alegres sonrisas; la alegría que disfrutó en su viaje y en la semana que pasamos en Amberes no se vio entorpecida absolutamente por ningún nubarrón. Jugó y rió con todo el resplandor de una niña sin obsesiones, y su imaginación quedó curada y libre de aquellas visiones.
Cuando regresamos, su madre ya había trasladado de nuevo el hogar a la primera mansión de la familia. Allí llevé a la niña completamente curada y allí estaba mi prima. Yo cogí los antiguos archivos familiares y verifiqué ciertos detalles sobre la historia de Lorne, aquel antepasado malvado y semifabuloso, cuyo retrato colgaba en el rincón más oscuro de las escaleras. Siempre había entendido que su vida fue malvada hasta rebosar, pero ni yo ni Theresa sabíamos —o al menos no lo habíamos recordado conscientemente— que se había casado dos veces y que su primera esposa, lady Helen, había desaparecido misteriosamente, y que sir Philip Lansing, un caballero de las cercanías, del que se suponía que fue el amante de la esposa, emigró poco después a Francia, dejando que se arruinaran sus tierras y sus propiedades.
Pero aún hice otro descubrimiento, que guardé celosamente para mí y que tenía que ver con aquella «habitación de terror» de la vieja casa de Norfolk, donde, bajo el pretexto de una renovación necesaria, hice remover las piedras y en el mismo lugar que Aileen solía aporrear con sus manos, pegando puñetazos contra los ladrillos y «hablando en la pared», los obreros, bajo mi supervisión directa, pusieron al descubierto el esqueleto de una mujer, sujeta al granito por medio de un estrecho cinturón de hierro que le rodeaba toda la cintura... el esqueleto de alguna desgraciada que había sido emparedada viva y había visto acercarse la muerte de la mano de los agudos dolores provocados por el hambre, la sed y la falta de aire... varios siglos atrás.
CUANTO TEMOR SURGIÓ DE LA GALERÍA LARGA
E. F. Benson
Church-Peveril es una casa tan acosada y frecuentada por los espectros, tanto visibles como audibles, que ninguno de los miembros de la familia que habita bajo su más de media hectárea de tejados verdes se toma en serio los fenómenos psíquicos. Porque, para los Peveril, la aparición de un fantasma apenas si es una cuestión de mayor importancia que la aparición del cartero para quienes viven en casas más normales. Prácticamente, llega todos los días, llama a la puerta (o produce otros ruidos), y se le observa subiendo por el paseo (o en otros lugares). Yo mismo, estando allí, he visto a la actual Mrs. Peveril, que es bastante corta de vista, escudriñar la oscuridad, mientras nos encontrábamos en la terraza tomando café, después de cenar, y decirle a su hija:
—Querida, ¿no es la Dama Azul la que se acaba de meter por entre esos arbustos? Espero que no asuste a «Flo». Silba a «Flo», querida.
(Debe decirse que «Flo» es el más joven y precioso de los perros tejoneros.)
Blanche Peveril lanzó un rápido silbido y masticó el azúcar que no se había disuelto en su taza de café, mostrando sus dientes blancos.
—¡Oh, querida! En realidad, «Flo» no es tan tonto como para que le importe —dijo—. ¡La pobre tía Bárbara azul es un fastidio! Cada vez que me la encuentro parece como si quisiera decirme algo, pero cuando yo le pregunto: «¿Qué hay, tía Bárbara?», nunca pronuncia una sola palabra, sino que se limita a señalar hacia alguna parte, en dirección a la casa, pero de un modo muy vago. Creo que quería confesar algo ocurrido hace doscientos años, pero se ha olvidado de qué se trata.
En ese momento, «Flo» lanzó dos o tres ladridos de contento, y salió de los arbustos moviendo la cola, haciendo cabriolas alrededor de lo que, para mí, parecía ser un espacio perfectamente vacío del prado.
—¡Allí! «Flo» se ha hecho amigo de ella —dijo Mrs. Peveril—. Me pregunto por qué se vestirá con esa estúpida tonalidad azul.
Por todo lo anterior se puede colegir que incluso en relación con los fenómenos psíquicos hay algo de cierto en ese proverbio que habla de la familiaridad. Pero los Peveril no tratan a sus fantasmas con lo que podríamos considerar como desprecio, pues la mayor parte de los miembros de esa deliciosa familia nunca desprecian a nadie, excepto a aquellas personas que, de una forma abierta, no se preocupan en absoluto por la caza, el golf o el patinaje. Y como todos sus fantasmas son de la familia, parece razonable suponer que todos ellos, incluso la pobre Dama Azul, sobresalieron en otros tiempos en la práctica de los deportes al aire libre. Así pues, no albergan hacia ellos ninguna crueldad o desprecio, sino tan sólo lástima. De hecho, se sienten muy orgullosos de un Peveril que se rompió el cuello en un vano intento por subir la escalera principal montado en una yegua pura sangre, tras haber realizado una monstruosa y violenta hazaña en el jardín trasero, y Blanche baja la escalera por la mañana con unos ojos anormalmente brillantes cuando puede anunciar que el maestre Anthony fue «muy ruidoso» la noche anterior. El fue un tipo tremendo en toda la región (aparte del hecho de haber sido un asqueroso rufián), y a ellos les agradan estas indicaciones que demuestran la continuidad de la enorme vitalidad del maestre. De hecho, se supone que cuando uno acude a Church-Peveril, es un cumplido que se le asigne un dormitorio que suela ser frecuentado por miembros difuntos de la familia. Eso significa que uno es considerado lo bastante como para mirar a la augusta y malvada muerte, y uno se encontrará alojado en alguna cámara abovedada o cubierta de tapices, sin poder disfrutar de la comodidad de la luz eléctrica, y se le dirá que, ocasionalmente, la tataradeuda Bridget tiene cosas ambiguas que hacer junto a la chimenea, pero que es mejor no hablarle, y que podrá uno escuchar a maestre Anthony «terriblemente bien» si se le ocurre subir por la escalera principal cualquier momento antes del amanecer. Y allí queda uno, para su reposo nocturno y, habiéndose desnudado temblorosamente, comienza de mala gana a apagar las velas. Estas grandes cámaras están llenas de corrientes de aire, y los solemnes tapices se mueven, oscilan y se calman, y la luz del fuego de la chimenea baila sobre las formas de cazadores y guerreros y duras escenas de persecución. Después se mete uno en la cama, una cama tan enorme que siente uno como si se acabara de extender bajo su cuerpo el desierto del Sahara, y reza, como los marineros que navegaron con San Pablo, para que amanezca el nuevo día. Y, durante todo el tiempo, sabe uno muy bien que Freddy y Harry y Blanche, y posiblemente hasta la misma Mrs. Peveril, son bastante capaces de vestirse de etiqueta y llamar inquietantemente a tu puerta, de modo que cuando uno termina por abrirla, se enfrenta con algún horror imposible de definir. En cuanto a mí mismo, me aferré firme y tenazmente a la afirmación de que padecía una oscura enfermedad valvular en el corazón, así es que pude dormir, sin que nadie me molestara, en la nueva ala de la casa, hacia donde nunca penetran ni la tía Bárbara, ni la tataradeuda Bridget, ni el maestre Anthony. He olvidado los detalles de la tataradeuda Bridget, pero, sin duda alguna, le cortó el cuello a algún pariente lejano antes de que se arrancara las entrañas ella misma con el hacha que había sido utilizada en Agincourt. Antes de eso, había llevado una vida muy apasionada, plagada de incidentes asombrosos.
Pero hay en Church-Peveril un fantasma ante el que nunca se ríe la familia, y por el que no sienten ningún interés amistoso o divertido, y del que sólo hablan estrictamente lo necesario para la seguridad de sus invitados. En realidad, debería ser descrito como dos fantasmas, pues la «aparición» en cuestión es la de dos niños muy jóvenes, que fueron hermanos gemelos. A estos niños, la familia se los toma muy en serio, y no sin razón. Su historia, tal y como me la contó Mrs. Peveril, es la siguiente:
En el año 1602, el último del reinado de la reina Isabel, un cierto Dick Peveril disfrutaba de un gran favor en la corte. Era hermano del maestre Toseph Peveril, que era por aquel entonces el propietario de la casa y de los terrenos de la familia, y que dos años antes, a la respetable edad de setenta y cuatro años, se convirtió en el padre de dos gemelos, los primeros de su progenie. Se sabe que la real y anciana virgen le había dicho al elegante Dick, que era casi cuarenta años más joven que su hermano:
—Es una lástima que no seas el dueño de Church-Peveril.
Y, probablemente, estas palabras le sugirieron un plan siniestro. Fuera como fuese, el elegante Dick, que mantenía de forma adecuada la malvada reputación de la familia, cabalgó hasta Yorkshire, donde se enteró de que, muy convenientemente, su hermano Joseph acababa de sufrir un ataque de apoplejía, que parecía ser el resultado de un continuado período de calor, combinado con la necesidad de calmar su sed con una excesiva cantidad de líquido, y terminó por morir mientras el elegante Dick, con Dios sabe qué pensamientos en su mente, viajaba hacia el norte. Y ocurrió que llegó a Church-Peveril con el tiempo justo para asistir a los funerales de su hermano. Asistió a las exequias con gran corrección y regresó para pasar uno o dos días de compasivo duelo con su cuñada viuda, que era una dama de corazón débil, poco adecuada para unirse a halcones como éste. Durante la segunda noche de su estancia, Dick hizo lo que los Peveril lamentan hasta ahora. Penetró en la habitación donde dormían los gemelos con su niñera y estranguló tranquilamente a esta última, mientras dormía. Después cogió a los gemelos y los puso en el fuego de la chimenea que calienta la larga galería. El tiempo, que había sido tan caluroso hasta el mismo día de la muerte de Joseph, había cambiado de repente hasta pasar a ser frío y amargo, por lo que se había encendido el fuego, alimentado con grandes leños, que entonces ardían con todo su poder. Dick dejó libre una especie de cámara crematoria en medio de toda aquella conflagración, y arrojó a ella a los dos niños, obligándoles a permanecer allí a patadas. Los niños ya habían aprendido a andar, pero no pudieron salir de aquel lugar ardiente. Se dice que Dick reía mientras añadía más leños al fuego. De ese modo, se convirtió en el dueño de Church-Peveril.
El nunca fue acusado del crimen, pero no vivió más que un año disfrutando de aquella herencia manchada de sangre. Cuando estaba moribundo hizo su confesión a un sacerdote que le atendió, pero el espíritu abandonó su carne antes de que se le pudiera administrar la absolución. Desde aquella misma noche comenzó en Church-Peveril la aparición de la que, hasta hoy, raramente se habla en la familia y, cuando se hace, sólo en tonos bajos y con actitudes serias y graves. Porque, sólo una o dos horas después de la muerte del elegante Dick, uno de los sirvientes que pasaba por la puerta de la larga galería escuchó, procedentes del interior de ésta, sonidos de fuertes carcajadas, tan joviales y, sin embargo, tan siniestras como jamás creyó que pudieran volver a escucharse de nuevo en la casa. En uno de esos momentos de frío coraje tan vinculados al terror mortal, abrió la puerta y penetró en la galería, esperando ver no sé qué manifestación del que estaba muerto en la habitación de abajo. Pero lo que vio fue dos pequeñas figuras vestidas de blanco, que avanzaban hacia él, cogidas de la mano, sobre el suelo iluminado por la luz de la luna.
Quienes velaban el cadáver en la habitación de abajo subieron corriendo las escaleras, asombrados al escuchar el crujido del cuerpo del sirviente al caer al suelo. Le encontraron presa de alguna terrible convulsión. El hombre recuperó el conocimiento poco antes de amanecer y narró su historia. Después, señalando con un dedo tembloroso y ceniciento hacia la puerta, lanzó un grito y cayó hacia atrás, muerto.
Durante los cincuenta años siguientes se consolidó esta extraña y terrible leyenda sobre los hermanos gemelos. Afortunadamente para quienes habitaban la casa, sus apariciones eran extraordinariamente raras, y parece que durante todos aquellos años sólo se les vio en cuatro o cinco ocasiones. En cada una de ellas, aparecieron durante la noche, entre la puesta y la salida del sol, siempre en la misma galería larga y siempre en forma de dos niños que parecían estar aprendiendo a andar y que apenas si podían caminar. Y, en cada una de las ocasiones, el desgraciado individuo que les vio murió rápida o terriblemente, o con ambas cosas: velocidad y terror, después de que se le apareciera la infausta visión. A veces, conseguía vivir durante unos pocos meses: podía considerarse afortunado si moría al cabo de unas pocas horas, como le sucediera al sirviente que les viera por primera vez. Mucho más terrible fue el destino de una tal Mrs. Canning, que tuvo la mala suerte de verles a mediados del siguiente siglo o, por ser más exactos, en el año 1760. Por aquella época ya se conocían bien las horas y lugar de su aparición y, como ha seguido sucediendo hasta hace apenas un año, a todos los visitantes de la casa se les advertía que no penetraran en la larga galería entre la puesta y la salida del sol.
Pero Mrs. Canning, una mujer brillantemente inteligente y hermosa, admiradora y amiga del notorio escéptico Voltaire, entró caprichosamente en el lugar de las apariciones, donde permaneció noche tras noche, a pesar de todas las protestas. No vio nada durante cuatro noches, pero a la quinta pudo cumplir su capricho, pues la puerta existente en el centro de la galería se abrió y allí aparecieron los dos inocentes pequeños, caminando difícilmente hacia ella. Parece que ni siquiera entonces se sintió atemorizada, pero la pobre se burló de ellos, diciéndoles que ya era hora de que regresaran al fuego. Ellos no dijeron una sola palabra, pero se volvieron, alejándose de sus sollozos y de sus gritos. Inmediatamente después de que desaparecieran de su visión, ella se precipitó escaleras abajo, hacia donde la familia y los invitados la estaban esperando, anunciando triunfalmente que les había visto y que necesitaba escribir inmediatamente a Voltaire, para anunciarle que había hablado con espíritus que se habían manifestado ante ella. Eso le haría reír. Pero, cuando algunos meses más tarde, llegaron hasta él las nuevas noticias, no se echó a reír.
Mrs. Canning fue una de las más grandes bellezas de su tiempo, y en el año 1760 estaba en la cumbre de su hermosura. Su principal belleza, si es que se puede señalar un rasgo en particular cuando todo en ella era tan exquisito, radicaba en el color deslumbrante y en la incomparable brillantez de su cutis. Tenía entonces treinta años recién cumplidos, pero, a pesar de los excesos de su vida, conservaba la frescura y la fragancia de la juventud, y disfrutaba de la luminosa luz del día junto con otras mujeres que tomaban el sol, pero mostrando la gran ventaja del esplendor de su piel. En consecuencia, quedó considerablemente consternada una mañana, aproximadamente unos quince días después de su extraña experiencia en la galería larga, cuando observó en su mejilla izquierda, pocos centímetros por debajo de sus ojos de color turquesa, una pequeña mancha grisácea en la piel, casi tan grande como una moneda de tres peniques. En vano se aplicó sus acostumbrados lavados y ungüentos; también fueron vanas las artes de su fardeuse y las de su consejero médico. Se mantuvo recluida durante una semana, martirizándose con la soledad y con ejercicios físicos a los que no estaba acostumbrada, y al final de la semana no pudo apreciar ningún resultado que la reconfortara: al contrario, aquella pequeña mancha grisácea había doblado su tamaño. A partir de entonces, la enfermedad sin nombre, fuera cual fuese, se desarrolló de formas nuevas y terribles. Partiendo del centro del lugar descolorido, se fue extendiendo en forma de pequeños hilillos de un gris verdoso y no tardó en aparecerle otra mancha en el labio inferior. Esta tampoco tardó en extenderse y una mañana, al abrir los ojos al horror de un nuevo día, se dio cuenta de que su visión era extrañamente borrosa. Se dirigió rápidamente hacia su espejo y lo que vio le hizo lanzar un agudo grito, lleno de horror. Partiendo de la zona situada bajo uno de los párpados, había surgido una nueva ampliación de la mancha, que crecía con gran rapidez y cuyos filamentos se extendían hacia abajo, ocultando la pupila de su ojo. Poco después vio atacadas su lengua y su garganta: los conductos del aire se vieron obstruidos y la muerte por sofocación fue algo piadoso después de tanto sufrimiento.
Pero más terrible aún fue el caso de un cierto coronel Blantyre, que disparó contra los niños con su revólver. Sin embargo, no vamos a recordar aquí los sufrimientos y horrores por los que pasó.
Es pues, esta aparición, lo que los Peveril se toman con mucha seriedad y, a su llegada, cada uno de los invitados es advertido de que no debe entrar en la galería larga, bajo ningún pretexto, después de la caída de la noche. Durante el día, sin embargo, es un lugar delicioso que merece ser descrito, al margen del hecho de que la debida comprensión de su situación geográfica es necesaria para la narración que va a seguir. Tiene unos veinticinco metros de longitud, y está iluminada por una serie de seis altos ventanales que dan a los jardines de la parte trasera de la casa. Una puerta comunica con el rellano de la parte superior de la escalera principal y aproximadamente hacia el centro de la galería, en la pared situada frente a los ventanales, hay otra puerta que comunica con la escalera de servicio y con las dependencias de los sirvientes, de modo que la galería en cuestión es un lugar de paso constante para ellos, en su camino hacia las habitaciones situadas en el primer piso. Fue a través de esta puerta por donde aparecieron los hermanos gemelos ante Mrs. Canning, y se sabe que en otras ocasiones también hicieron su entrada por esta puerta, pues la habitación de la que les sacó el elegante Dick se encuentra justamente detrás de la parte superior de las escaleras de servicio. Más adelante, y en la misma galería, está la gran chimenea a la que aquél los arrojara y en el extremo más alejado hay un gran ventanal con alféizar que da directamente sobre la avenida. Sobre esta chimenea cuelga, de un modo muy significativo, un retrato del elegante Dick, con la insolente belleza del hombre juvenil; este retrato es atribuido a Holbein, y también hay otra docena de retratos de gran mérito que dan a los ventanales. Durante el día, éste es el lugar de estar más frecuentado de la casa, pues sus otros visitantes nunca aparecen por aquí a la luz del día, ni tampoco resuena entonces la dura risa jovial del elegante Dick que, a veces, cuando ya ha caído la noche, es escuchada por quienes pasan junto a la galería. Pero Blanche ni siquiera abre más de la cuenta los ojos cuando la escucha: al contrario, cierra los oídos y se apresura a poner una mayor distancia entre ella misma y el sonido de esa risa atroz.
Pero, durante el día, la galería larga es frecuentada por muchas personas y resuenan allí numerosas risas que en modo alguno suenan siniestras ni saturninas. Cuando el verano extiende su calor sobre los campos, esas personas se arrellanan en los cómodos sillones que hay frente a los ventanales, y cuando el invierno extiende sus helados dedos y sopla agudamente por entre sus heladas palmas, los ocupantes de la casa se congregan alrededor de la gran chimenea del extremo y charlan, en compañía de animados conversadores, sentados en el sofá, en los sillones, en las sillas e incluso en el suelo. A menudo he permanecido sentado allí, en las largas tardes de agosto, casi hasta la hora de irse a acostar, pero nunca he permanecido cuando alguien ha parecido dispuesto a permanecer hasta muy tarde, sin tener en cuenta la advertencia.
—No tardará en ponerse el sol. ¿Nos vamos?
Más tarde, durante los días más cortos del otoño, se sirve a menudo el té en la galería larga, y a veces ha sucedido que, cuando la tertulia parecía más alegre y entretenida, Mrs. Peveril ha mirado de repente por los ventanales y ha dicho:
—Queridos, se está haciendo tarde. Terminemos de charlar abajo, en el salón.
Y entonces, toda la locuaz familia y sus invitados, sentimos una curiosa precipitación y, como si acabáramos de conocer malas noticias, todos salimos en silencio del lugar. Pero el humor de los Peveril (y me refiero aquí al de los vivos) es de lo más vivo que se pueda imaginar y la mancha que el pensamiento del elegante Dick y de sus actos arroja sobre ellos, vuelve a olvidarse con una sorprendente rapidez.
Poco después de las Navidades del pasado año, había en Church-Peveril una típica y gran reunión de gente joven y peculiarmente alegre y, como de costumbre, Mrs. Peveril organizaba su baile de Fin de Año, para el 31 de diciembre. La casa estaba bastante llena y había tenido que utilizar incluso los otros alojamientos de los Peveril para acomodar a tanta gente como llenaba la casa. Durante los últimos días un frío desolador y sin viento había impedido toda excursión de caza, pero es precisamente la falta de viento la que hace soplar los vientos del mal (si es que se me puede permitir una metáfora así) y el lago situado delante de la casa se había cubierto durante los últimos días con una adecuada y admirable capa de hielo. Todos los habitantes de la casa estuvimos ocupados durante toda la mañana en realizar rápidas y violentas maniobras sobre la deslizante superficie, y en cuanto terminó el almuerzo todos nosotros, a excepción de una sola persona, volvimos a dirigirnos al lago. Esta excepción fue Madge Dalrymple, que había tenido la mala fortuna de caer en mala posición durante la mañana, pero que, descansando su rodilla herida en lugar de unirse de nuevo a los patinadores, confiaba en hallarse en condiciones para bailar aquella noche. Cierto que aquella esperanza era de lo más optimista, pues apenas si pudo regresar cojeando a la casa, pero con ese despreocupado optimismo que caracteriza a los Peveril (ella es prima hermana de Blanche), comentó que, en su estado actual, apenas si podría disfrutar tibiamente del patinaje, mientras que si se sacrificaba un poco, podía ganar mucho.
En consecuencia, y tras tornar una rápida taza de café que se nos sirvió en la galería larga, dejamos a Madge cómodamente reclinada en el gran sofá, en ángulo recto con la gran chimenea y con un atractivo libro entre sus manos para entretener el tedio hasta la hora de tomar el té. Siendo de la familia, conocía todos los detalles sobre el elegante Dick y los niños gemelos, así como los destinos de Mrs. Canning y del coronel Blantyre, pero cuando salimos oí a Blanche que le decía:
—No te quedes aquí demasiado tiempo, querida.
—No —replicó Madge—-, me marcharé antes de que se ponga el sol.
Y así, la dejamos sola en la galería larga.
Madge leyó su libro durante algunos minutos, pero no pudiendo interesarse por la lectura, lo dejó a un lado y se levantó, cojeando hacia la ventana. Aunque sólo eran poco más de las dos de la tarde, por allí sólo penetraba una luz débil e incierta, pues la luminosidad cristalina de la mañana había dado paso a una notable oscuridad producida por tropeles de nubes espesas que llegaban sigilosamente del noreste. El cielo ya estaba completamente cubierto por ellas y ocasionalmente unos cuantos copos de nieve caían oscilando ante los largos ventanales. Por la oscuridad y el frío agudo de la tarde, le pareció que no tardaría mucho tiempo en caer una copiosa nevada, y estos signos exteriores encontraron eco en su interior a través de ese adormecimiento del cerebro que afecta a las personas sensibles a las presiones y cambios de tiempo, sobre todo cuando se acerca una tormenta. Madge era una persona peculiarmente sensible a tales influencias externas; para ella, una mañana luminosa y activa le infundía inefablemente un estado de ánimo activo y luminoso, mientras que la aproximación de un tiempo tempestuoso producía en sus sensaciones una somnolencia que la amodorraba y la deprimía.
Y así fue, con este estado de ánimo, como regresó cojeando al sofá, tumbándose de nuevo en él, junto al fuego de leños. Toda la casa era cómodamente calentada por radiadores de agua, y aunque había pedido que el fuego de leños y turba, una mezcla adorable, quemara poco, la estancia estaba muy caliente. Madge observó distraídamente las llamas oscilantes, sin volver a acordarse del libro, pero echada en el sofá, con el rostro vuelto hacia el fuego, tenía la vaga intención de marcharse a su habitación, aunque no inmediatamente, para pasar allí las horas hasta que regresaran los patinadores, que volvieran a traer alegría a la casa, aprovechando el tiempo para escribir una o dos cartas que tenía pendientes y descuidadas. Aún amodorrada, comenzó a pensar en lo que tenía que comunicar: una de las cartas, pospuesta desde hacía varios días, la enviaría a su madre, que se sentía inmensamente interesada por los asuntos parapsicológicos de la familia. Le diría cómo el maestre Anthony se había mostrado prodigiosamente activo en la escalera hacía una o dos noches, y cómo la Dama Azul, sin tener en cuenta la crudeza del tiempo, había sido vista aquella misma mañana por Mrs. Peveril, dando vueltas por ahí. Resultaba bastante interesante: la Dama Azul había bajado por el paseo de laureles y se la había visto entrar en los establos donde, en aquellos momentos, Freddy Peveril estaba inspeccionando los caballos de caza, helados de frío. En aquellos momentos, un pánico repentino se extendió por los establos y los caballos relincharon, cocearon, se agitaron y sudaron. En cuanto a los fatales hermanos gemelos, no se les había vuelto a ver desde hacía muchos años, pero, tal y como sabía su madre, los Peveril nunca utilizaban la galería larga después del anochecer.
Entonces, y por un momento, se incorporó, recordando que ahora se encontraba aún en la galería larga. Pero sólo eran poco más de las dos y media de la tarde y si se marchaba a su habitación dentro de media hora dispondría de tiempo más que suficiente para escribir aquella carta y otra que también tenía pendiente, antes de la hora de tomar el té. Hasta entonces, leería el libro un rato. Se dio cuenta entonces de que lo había dejado en el alféizar de la ventana y pensó que no valía la pena levantarse para recogerlo. Se sentía excesivamente amodorrada.
El sofá en el que estaba echada había sido tapizado últimamente con un terciopelo de color verde grisáceo que, de algún modo, recordaba el color del liquen. Era de una textura muy espesa y suave y Madge se desperezó lujuriosamente, extendiendo los brazos a cada lado de su cuerpo y apretando los dedos sobre la tela. Qué horrible fue aquella historia de Mrs. Canning: las manchas que le salieron en la cara eran del color del liquen. Y después de esto, sin ninguna otra transición o pensamiento que le cruzara la mente, Madge se quedó dormida.
Soñó. Soñó que se despertaba y se encontraba exactamente en el mismo lugar en el que se había quedado dormida y exactamente en la misma posición. Las llamas de los leños se habían avivado de nuevo y se reflejaban sobre las paredes, iluminando a intervalos la imagen del elegante Dick, situada sobre la chimenea. En su sueño, supo con toda exactitud lo que había hecho hoy y por qué razón se encontraba echada aquí, en lugar de encontrarse fuera de la casa, junto con el resto de patinadores. También recordó (siguiendo con su sueño) que iba a escribir una carta o dos antes de tomar el té, y que se preparaba para levantarse y dirigirse a su habitación. Cuando se incorporó a medias, captó la visión de sus propios brazos extendidos a ambos lados de sU cuerpo, sobre el sofá de terciopelo gris. Pero no podía ver dónde terminaban sus manos, ni dónde empezaba el terciopelo gris: sus dedos parecían haberse fundido con la tela. Podía ver sus muñecas con bastante claridad, y una vena azul en el dorso de sus manos y un nudillo aquí y allá. Entonces, y en su sueño, recordó el último pensamiento que había tenido antes de caer dormida: la extensión de la vegetación del color del liquen sobre el rostro, los ojos y la garganta de Mrs. Canning. Ante este pensamiento, comenzó el sofocante terror de una verdadera pesadilla: sabía que estaba siendo transformada en aquella tela gris, y que era absolutamente incapaz de moverse. El gris no tardaría en extenderse por sus brazos y sobre sus pies; cuando los demás regresaran de patinar, no encontrarían allí más que un enorme y deformado cojín de terciopelo de color del liquen, y eso sería ella. El horror se hizo más agudo y entonces, con un violento esfuerzo, se liberó de las garras de aquel sueño demoníaco, y se despertó.
Permaneció allí, durante un minuto o dos, únicamente consciente del tremendo alivio que significaba verse despierta. Volvió a sentir con sus dedos el tacto agradable del terciopelo, e hizo avanzar y retroceder los dedos, asegurándose de que no se había fundido con el gris y con la suavidad de la tela, como le había sugerido su sueño. Pero, a pesar de la violencia de su despertar, aún se encontraba muy adormilada, y permaneció allí, quieta, hasta que, mirando hacia abajo, se dio cuenta de que no podía ver sus manos en absoluto. Ya era casi de noche.
En aquel momento, un repentino temblor de la llama le llegó desde el fuego, que se había ido apagando, y un flamear de gas ardiente se elevó de la turba, inundando la habitación. El retrato del elegante Dick la miraba con perversidad y sus manos volvían a ser visibles. Y entonces, se sintió poseída por un pánico mucho mayor que el experimentado en su sueño. La luz del día se había desvanecido por completo y se daba cuenta ahora de que se encontraba a solas y a oscuras en la terrible galería. Este pánico era como el de una pesadilla, pues se sintió incapaz de moverse, tan grande era el terror que sentía. Pero era mucho peor que una pesadilla porque sabía que estaba despierta. Entonces cayó en la cuenta de cuál era la causa que provocaba aquel temor helado: supo, con la certidumbre de la convicción más absoluta, que estaba a punto de ver a los hermanos gemelos.
Sintió cómo una repentina humedad aparecía en su rostro y en su boca, tanto la lengua como la garganta quedaron repentinamente secas y notó la lengua rasposa a lo largo de la superficie interior de sus dientes. De sus miembros había desaparecido toda capacidad para moverse, dejándola muerta e inerte, y se quedó mirando fijamente, con los ojos muy abiertos, hacia la oscuridad. La llamarada surgida de la turba había terminado por consumirse, y la oscuridad la rodeaba.
Entonces, en la pared situada frente a ella, enfrente de los ventanales, surgió y fue creciendo una débil luz de un rojo oscuro. Por un momento creyó que aquello anunciaba la aproximación de la terrible visión; pero después renació en ella la esperanza al recordar que, antes de dormirse, espesas nubes habían oscurecido el cielo, y ahora supuso que aquella luz procedería del sol, que aún no se había terminado de ocultar. Este renacer repentino de su esperanza le ofreció el estímulo necesario, y saltó del sofá donde se encontraba. Miró por la ventana y vio el apagado resplandor en el horizonte. Pero antes de que pudiera dar un solo paso adelante, todo se volvió a oscurecer de nuevo. Un diminuto centelleo de luz le llegó desde la chimenea, lo que no hizo más que iluminar las baldosas de la misma, mientras la nieve, que ya caía pesadamente, golpeaba los cristales de la ventana. No había ninguna otra luz ni sonido, excepto aquéllos.
Sin embargo, el coraje que la había invadido, devolviéndole la capacidad de movimiento, no la había abandonado aún, así es que comenzó a moverse por la galería, tanteando el camino. Se dio cuenta entonces de que se había perdido. Tropezó contra una silla y, tras recuperarse, volvió a tropezar con otra. Entonces, una mesa le cortó el paso y, haciéndose rápidamente a un lado, se encontró con el respaldo de un sofá. Se volvió una vez más y vio el débil brillo de la luz del fuego sobre la parte opuesta a aquella en que hubiera esperado verla. En sus ciegos tanteos debía haber invertido la dirección. Pero ¿qué camino debía seguir ahora? Parecía estar bloqueada por los muebles. Y durante todo ese tiempo, de una forma insistente e inminente, estaba el hecho de que los dos inocentes y terribles fantasmas estaban a punto de aparecérsele.
Empezó entonces a rezar.
—Ilumina nuestra oscuridad, ¡oh, Señor! —dijo, para sí misma.
Pero no pudo recordar cómo continuaba la oración y tenía una absoluta necesidad de ella. Había algo en los peligros de la noche. Durante todo ese tiempo, sintió a su alrededor manos temblorosas que la agarraban. El brillo del fuego, que debería haber estado a su izquierda, volvía a estar ahora a su derecha; en consecuencia, debía volver a dar media vuelta.
—Ilumina nuestra oscuridad —susurró, repitiendo después en voz alta—: Ilumina nuestra oscuridad. Tropezó contra una cortina, y no pudo recordar la existencia de aquella cortina. Ansiosa y ciegamente, introdujo las manos por entre las cortinas y tocó algo suave y aterciopelado. ¿Era el sofá en el que había estado tumbada? De ser así, ¿dónde estaba el cabezal? Tenía un cabezal, y un respaldo, y unas patas... era como una persona, toda cubierta de liquen gris. Entonces perdió la cabeza por completo. Todo lo que le quedaba por hacer era rezar; estaba perdida; perdida en aquel lugar terrible, al que nadie acudía en la oscuridad, excepto los niños pequeños que gritaban. Y escuchó su propia voz, elevándose, dejando de ser un susurro para convertirse en palabras, y dejando de ser palabras para convertirse en un grito. Gritó las palabras santas; las lanzó corno si estuviera blasfemando, mientras tanteaba ciegamente por entre las mesas, las sillas y las cosas agradables de la vida ordinaria, que ahora se habían transformado en cosas tan terribles.
Entonces le llegó una repentina y terrible respuesta a su oración gritada. Una vez más, surgió una llamarada de gas inflamado de entre la turba de la chimenea, y la habitación se iluminó. Vio los malvados ojos del elegante Dick, y vio los pequeños y fantasmales copos de nieve cayendo espesamente en el exterior. Y vio dónde estaba, justo frente a la puerta a través de la cual hacían su entrada los terribles hermanos gemelos. Después, la llamarada volvió a apagarse, dejándola una vez más sumida en la oscuridad. Pero había conseguido algo, porque ahora sabía dónde se encontraba. El centro de la estancia estaba libre de muebles y un avance rápido la llevaría hacia la puerta que daba al rellano de la escalera principal, poniéndola a salvo. Durante aquel instante de repentino resplandor, había podido ver el pomo de la puerta, de bronce brillante, luminoso como una estrella. Se dirigiría directamente hacia él; ahora, sólo era una cuestión de segundos.
Respiró profundamente, en parte a causa del propio alivio que sentía, y en parte para satisfacer las exigencias de su galopante corazón. Pero la respiración sólo se llevó a cabo a medias cuando se vio envuelta una vez más por una parálisis de pesadilla.
Llegó hasta ella un pequeño susurro, no fue más que eso, desde la puerta frente a la que se encontraba, y a través de la cual entraban los hermanos gemelos en la estancia. Fuera no estaba del todo oscuro, pues pudo ver que la puerta se estaba abriendo. Y allí, en la abertura, se encontraban dos pequeñas figuras blancas, una al lado de la otra. Avanzaron lentamente hacia ella, arrastrando los pies. No pudo ver con claridad ni sus rostros ni sus formas, pero las dos pequeñas figuras blancas estaban avanzando. Sabía que eran los fantasmas del terror, inocentes sobre el terrible destino que traían consigo, del mismo modo que ella era inocente. Con una rapidez de pensamientos inconcebible, Madge decidió lo que debía hacer. Ella ni les había hecho nada, ni se había reído de ellos, mientras que ellos... ellos no eran más que niños cuando un hecho monstruoso y sangriento les envió a la muerte por fuego. Sin duda alguna, los espíritus de estos niños no serían inaccesibles al grito de alguien que llevaba la misma sangre que ellos, y que no había cometido ninguna falta que se mereciera el destino que ellos le traían. Si ella les suplicaba, quizá tuvieran piedad, quizá dejaran de traerle la maldición, quizá la dejaran salir del lugar sin hacerle daño, sin lanzar sobre ella la sentencia de muerte o la sombra de destinos mucho peores que la misma muerte.
Sólo dudó por espacio de un instante; después, se arrodilló y extendió sus manos hacia ellos.
—¡Oh, queridos! —dijo—. Sólo me quedé dormida. No he cometido ningún otro pecado más que ése...
Se detuvo un momento, y su tierno corazón de joven ya no pensó más en sí misma, sino sólo en ellos, en aquellos pequeños e inocentes espíritus sobre los que había caído un final tan terrible que sólo llevaban consigo la muerte en lugar de las risas que acompañaban a otros niños. Pero todos aquellos que les habían visto con anterioridad se habían sentido aterrorizados, les habían temido, o se habían burlado de ellos.
Entonces, mientras se sentía invadida por la piedad, desapareció su temor, como la vaina arrugada que contiene los dulces brotes de primavera.
—Queridos, lo siento mucho por vosotros —dijo—. No es culpa vuestra que tengáis que traerme lo que me traéis, pero ahora ya no tengo miedo. Únicamente siento piedad por vosotros. Que Dios os bendiga, queridos.
Levantó la cabeza y les miró. Pudo ver ahora sus rostros, a pesar de que todo estaba en tinieblas y oscilaba como la luz de las llamas pálidas sacudidas por una corriente de aire. Pero los rostros no mostraban una expresión triste ni fiera... le sonreían, con la sonrisa tímida de los niños pequeños. Y, mientras ella les estaba mirando, la visión se debilitó y desaparecieron lentamente, como nubéculas de vapor en el aire helado.
Madge no se movió inmediatamente una vez que los niños se hubieron desvanecido, pues en lugar de temor se sintió envuelta en una maravillosa sensación de paz, tan feliz y serena que no estaba dispuesta a moverse por miedo a perturbarla. Sin embargo, no tardó excesivamente en levantarse; entonces, tanteando su camino, pero sin notar ya ninguna sensación que la oprimiera como en una pesadilla, ni resto alguno de temor, salió de la galería larga para encontrarse con Blanche que, en aquellos instantes, subía las escaleras silbando y haciendo oscilar sus patines.
—¿Cómo está la pierna, querida? —le preguntó—. Ya no estás cojeando.
Hasta ese momento, Madge no había pensado en ello.
—Creo que debe estar bien —contestó—. De todos modos, me había olvidado de ella. Blanche, querida, no te asustarás por mí, ¿verdad?, pero... pero he visto a los gemelos.
Por un instante, el rostro de Blanche palideció, lleno de terror.
—¿Qué? —preguntó en un susurro.
—Sí, los acabo de ver ahora. Pero fueron amables, me sonrieron y yo sentí mucha lástima por ellos. Y de algún modo, estoy segura de que no tengo nada que temer.
Y todo parece indicar que Madge tenía razón, pues hasta ahora nada le ha sucedido. Tuvo que haber algo, quizá su actitud hacia ellos, su piedad, su simpatía, algo que les afectó y que disolvió y aniquiló la maldición. De hecho, estuve en Church-Peveril la pasada semana, llegando allí después de oscurecer. Justo en el momento en que pasaba junto a la puerta de la galería larga, Blanche salió por ella.
—¡Ah, eres tú! —dijo—. Acabo de ver a los gemelos. Parecían muy dulces y permanecieron conmigo cerca de diez minutos. Vayamos a tomar el té.
ELLOS
Rudyard Kipling
Un paisaje me llevaba a otro; desde la cima de una colina hasta la siguiente, a través del campo, y como frente a algún problema no podía hacer otra cosa que no fuera el avanzar una palanca hacia adelante, dejé que el terreno fluyera bajo mis ruedas. Los campos sembrados de huertos del Este, dieron paso al tomillo, las encinas y la hierba de las tierras bajas, y éstas dieron paso a su vez a los ricos campos de grano e higueras de la costa inferior, desde donde se puede contemplar lo mejor de la marea, a mano izquierda, a lo largo de casi veinticinco kilómetros; y cuando, finalmente, giré hacia el interior a través de un grupo de colinas redondeadas y de bosques, ya había dejado atrás las partes conocidas. Más allá de ese preciso caserío, apadrinado por la capital de los Estados Unidos, encontré pueblos escondidos donde las abejas, los únicos seres despiertos, zumbaban en los tilos de casi veinticinco metros de altura que sobresalían por encima de grises iglesias normandas, con milagrosos arroyuelos deslizándose bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico mucho más pesado del que jamás les volverían a molestar; graneros para el diezmo, mucho más grandes que sus iglesias, y una vieja herrería, que ponía de manifiesto cómo habían sido en otros tiempos las residencias de los Caballeros del Temple. Encontré a unos gitanos en un campo comunal donde crecían las aulagas y los brezos pugnaban por abrirse paso, junto con un kilómetro y medio de camino romano, y un poco más allá molesté a una zorra roja que echó a correr como un perro bajo la desnuda luz del sol.
A medida que las colinas boscosas se fueron cerrando a mi alrededor me levanté en el coche para orientarme hacia esas tierras bajas cuyo principio está señalado con un mojón, el único en casi ochenta kilómetros a través de los campos bajos. Pensé que la configuración del terreno me llevaría a través de alguna carretera que, en dirección al oeste, llegaría hasta sus pies, pero no tuve en cuenta la confusión desorientadora de los bosques. Un giro rápido me precipitó primero hacia un desmonte verde rebosante de líquida luz solar, y después hacia un tenebroso túnel donde las hojas muertas del año anterior susurraron y se agitaron alrededor de los neumáticos. El ramaje de los fuertes avellanos que se elevaban sobre mi cabeza no había sido cortado durante, por lo menos, un par de generaciones, y ningún hacha había ayudado a los robles y hayas cubiertos de musgo a sobresalir por encima de ellos. Aquí, la carretera cambió claramente en una vereda alfombrada sobre cuyo terciopelo marrón surgían las matas de primavera, como si fueran de jade y unas pocas y achacosas campánulas azules de tallo blanco se mecían juntas. Aprovechando la cuesta abajo, apagué el motor y me deslicé sobre las hojas que formaban rápidos remolinos, esperando encontrarme en cualquier momento con un guardabosque, pero sólo escuché a un arrendajo, allá lejos, disputando con el silencio, bajo la luz crepuscular de los árboles.
El camino seguía descendiendo. Estaba a punto de frenar y retroceder haciendo marcha atrás antes de que pudiera terminar metido en algún terreno pantanoso, cuando vi la luz del sol a través de la maraña que se extendía ante mí, y quité el pie del freno.
Volví a bajar inmediatamente. En el momento en que la luz me dio en la cara, mis ruedas delanteras pisaron el césped de un gran prado silencioso, del que saltaron caballeros de tres metros y pico de altos, con las lanzas en ristre, monstruosos pavos reales y brillantes damas de honor, de cabeza redondeada... —azul, negra y reluciente—, formado todo ello por tejos podados. En uno de los extremos del prado —los bosques arreglados la vencían por tres lados—, había una casa antigua, de piedras cubiertas de liquen y desgastadas por el tiempo, con ventanas divididas con parteluces y cubierta de tejas rosadas. Estaba flanqueada por muros semicirculares, también rosados, que cerraban el prado por el cuarto lado, y a sus pies se elevaba un matorral de boj, de la altura de un hombre. En el tejado, había palomas alrededor de las chimeneas de ladrillo delgado, y capté la visión fugaz de un palomar octogonal situado detrás de la pared protectora.
En aquel momento, me detuve; la lanza verde de uno de los caballeros me dio en el pecho; contuve la respiración ante la extraordinaria belleza de esta joya, situada en aquel lugar.
«Si no soy despachado por intruso, o si este caballero no se lanza al galope contra mí —pensé—, Shakespeare y la reina Isabel, por lo menos, deben surgir ahora de esa puerta semiabierta del jardín para invitarme a tomar el té.»
Un niño apareció en una ventana superior y creí que aquel pequeño ser me saludaba amistosamente con una mano. Pero eso fue para llamar a un compañero, pues no tardó en aparecer otra cabeza. Entonces escuché una risa entre los tejos, similares a pavos reales, y volviéndome para asegurarme (hasta entonces sólo había estado observando la casa), vi la plata de una fuente detrás de un seto, que se elevaba contra el sol. Las palomas del tejado arrullaban, lo mismo que el agua; pero entre aquellas dos notas, capté la feliz risita de un niño absorto en alguna pequeña travesura.
La puerta del jardín —una pesada hoja de roble profundamente hundida en la espesura del muro— se abrió aún más: una mujer, con un gran sombrero de hortelana, puso lentamente su pie sobre el escalón de piedra desgastado por el tiempo y avanzó también con lentitud por el prado. Estaba pensando en alguna disculpa cuando ella levantó la cabeza y me di cuenta de que era ciega.
—Le he oído —me dijo—. ¿No es eso un vehículo a motor?
—Me temo que me he equivocado al tomar el camino. Tendría que haber dado la vuelta mucho antes... Nunca pensé... —empecé a decir.
—¡Pero si me alegra mucho que haya venido! Es muy divertido que un coche haya entrado en el prado. Será un placer extraordinario —se volvió e hizo como si mirara a su alrededor—. ¿No... no habrá visto quizá a alguien?
—Nadie con quien hablar, pero los niños parecían sentirse interesados, al menos a cierta distancia.
—¿Qué?
—Acabo de ver a un par de ellos en la ventana, y creo que escuché una pequeña risita allá al fondo.
—¡Oh, qué suerte la suya! —exclamó, iluminándosele el rostro—. Yo les oigo, desde luego, pero eso es todo. ¿Les ha visto y les ha escuchado?
—Sí —contesté—, y si sé algo de niños, creo que uno de ellos se lo está pasando estupendamente junto a esa fuente. Me imagino que habrá burlado la vigilancia.
—¿Le gustan a usted los niños?
Le di una o dos buenas razones por las que no tenía ningún motivo para odiarles.
—Desde luego, desde luego —admitió ella—. Entonces lo comprenderá. Entonces no pensará que es una tontería si le pido que lleve su coche una o dos veces a través del prado... con bastante lentitud. Estoy segura de que les encantará verlo. Ven tan pocas cosas, los pobres. Una trata de hacer su vida agradable, pero... —extendió las manos hacia los bosques—-. Estamos tan alejados del mundo, aquí.
—Será espléndido —dije—, pero no puedo aplastar su hierba.
—Espere un minuto —dijo, volviendo el rostro hacia la derecha—. Estamos en la puerta que da al sur, ¿verdad? Detrás de esos tejos hay un camino empedrado. Le llamamos el Camino de los Tejos. No puede usted verlo desde aquí, según me dicen, pero si se introduce por la esquina del bosque, puede doblar en el primer tejo que vea y llegar al camino empedrado.
Era un verdadero sacrilegio despertar aquella casa de ensueño con el estruendo de la maquinaria, pero hice avanzar el coche por el borde del prado y a lo largo del bosque y di la vuelta en el amplio camino de piedra donde estaba el gran cuenco de la fuente, como si fuera un zafiro estrellado.
—¿Puedo ir yo también? —me preguntó la mujer—. No, por favor, no me ayude. Les gustará mucho más si me ven.
Fue tanteando su camino ligeramente hasta llegar frente al coche y, con un pie en el guardabarros, gritó:
—¡Niños! ¡Eh, niños! ¡Mirad lo que va a ocurrir!
La voz hubiera sido capaz de arrancar a las almas perdidas del infierno por el ansia que se percibía bajo su dulzura, y no me sorprendió nada escuchar un grito por respuesta detrás de los tejos. Tuvo que haber sido el niño que se encontraba junto a la fuente, y que echó a correr ante nuestra proximidad, dejando un pequeño barco de juguete en el agua. Vi el destello de su blusa azul por entre los caballeros inmóviles.
Muy decididos, avanzamos con el coche a lo largo de todo el camino y, ante su petición, volvimos a retroceder. En esta ocasión, el niño se había librado ya de lo peor de su pánico, aunque aún se mantenía alejado y en actitud incierta.
—El pequeño nos está observando —dije—. Me pregunto si le gustaría dar un paseo.
—Aún son muy tímidos. Muy tímidos. Pero ha sido una suerte que les haya podido ver. Escuchemos.
Detuve inmediatamente el motor y el húmedo silencio, cargado con el susurrar del boj, se nos metió muy adentro. Pude escuchar las tijeras de algún hortelano que estaba podando; un zumbido de abejas y de voces rotas, que muy bien podrían haber sido las palomas.
—¡Oh, qué poco amables! —exclamó ella, con fatiga.
—Quizá sólo se sienten tímidos a causa del motor. La niña pequeña que está en la ventana parece sentirse tremendamente interesada.
—¿Sí? —elevó la cabeza—. Ha sido un error por mi parte decir eso. Se sienten realmente orgullosos de mí. Es la única cosa por la que vale la pena vivir... cuando se sienten orgullosos de una, ¿verdad? No me atrevo a pensar cómo sería este lugar sin ellos. Y, a propósito, ¿es bonito?
—Creo que es el lugar más hermoso que he visto jamás.
—Así me lo dicen. Yo lo puedo sentir, desde luego, pero eso no es exactamente lo mismo.
—Entonces, ¿nunca ha...? —empecé a preguntar, pero me detuve, avergonzado.
—No, al menos que yo pueda recordar. Todo sucedió cuando sólo tenía unos pocos meses. Eso es lo que me dicen. Y, sin embargo, tengo que recordar algo, puesto que de otro modo no podría soñar colores. Veo luz en mis sueños, y también colores, pero nunca los veo. Únicamente los escucho, tal y como hago cuando estoy despierta.
—Resulta difícil ver los rostros en sueños. Algunas personas pueden hacerlo, pero la mayor parte de nosotros no poseemos ese don —comenté, mirando hacia la ventana, donde se encontraba la niña, aunque ocultándose.
—Eso también lo he oído decir antes —dijo ella—. Y ellos me dicen que una nunca ve en un sueño el rostro de una persona muerta, ¿Es eso cierto?
—Creo que sí... ahora que lo pienso.
—¿Pero a usted cómo le sucede... a usted mismo? —los ojos ciegos se volvieron hacia mí.
—Nunca he visto los rostros de mis muertos en ningún sueño —contesté.
—Entonces, eso debe ser tan malo como ser ciego.
El sol desapareció por detrás de los bosques y las largas sombras se iban apoderando de los insolentes caballeros, uno tras otro. Vi cómo la luz moría, desapareciendo del extremo de una brillante lanza y todo el luminoso verde adquirió un tono suavemente oscuro. La casa, aceptando el final de otro día, como había aceptado otros muchos miles, pareció asentarse más profundamente en sus fundamentos, entre las sombras.
—¿Lo ha deseado alguna vez? —preguntó ella después de un silencio.
—Sí, a veces mucho —contesté.
La niña dejó la ventana cuando las sombras se cernieron sobre ella.
—¡Ah! Yo también. Pero no creo que esté permitido... ¿Dónde vive usted?
—Al otro lado del condado... a más de noventa kilómetros de aquí, y tengo que regresar. He venido sin las luces largas.
—Pero todavía no es de noche. Lo puedo sentir.
—Me temo que lo será para cuando regrese a casa. ¿Puede prestarme a alguien que me muestre antes el camino? Creo que me he perdido por completo.
—Enviaré a Madden con usted hasta el cruce. Estamos tan alejados del mundo que no me sorprende que se haya perdido. Le conduciré hasta la casa, pero irá despacio, ¿verdad?, al menos hasta que haya salido del prado. No es nada tonto, ¿no cree?
—Le prometo que iré despacio —dije, y dejé que el coche se deslizara lentamente por el camino empedrado.
Rodeamos el ala izquierda de la casa, cuyos canalones de plomo ya valían la pena, lo suficiente como para viajar todo un día para verlos; pasamos bajo una gran puerta rodeada de rosales en la pared roja y fuimos dando la vuelta hacia la elevada fachada de la casa, cuya belleza y majestuosidad superaron con mucho todas las que ya había visto.
—¿Es todo tan bonito? —me preguntó melancólicamente cuando escuchó mis exclamaciones de admiración—. ¿Le gustan también las figuras de plomo? Detrás está el viejo jardín de azaleas. Ellos dicen que este lugar debe haber sido construido para los niños. ¿Me ayudará usted a bajar, por favor? Me gustaría poder acompañarle hasta el cruce, pero no debo dejarles. ¿Eres tú, Madden? Quiero que le enseñes a este caballero el camino, hasta llegar al cruce. Se ha perdido, pero... les ha visto.
Un mayordomo apareció sin hacer ningún ruido ante el milagroso y viejo roble que debe ser llamado la puerta frontal, y se deslizó a un lado para ponerse el sombrero. Ella se quedó de pie, mirándome con unos ojos azules abiertos en los que no había visión y, por primera vez, me di cuenta de lo hermosa que era.
—Recuerde —me dijo con tranquilidad—, si le gustan a usted, volverá de nuevo —y desapareció en el interior de la casa.
Ya en el coche, el mayordomo no dijo nada hasta que nos encontramos cerca de las puertas de salida donde, .al percibir el destello fugaz de una blusa azul entre unos arbustos, di un amplio viraje para que el diablo que impulsa hacia el juego a todos los niños pequeños no terminara por convertirme en un infanticida.
—Perdóneme —me preguntó de repente—, pero ¿por qué ha hecho éso, señor?
—Por aquel niño.
—¿Por nuestro joven caballero de azul?
—Claro.
—Corre bastante de un lado a otro. ¿Le ha visto junto a la fuente, señor?
—¡Oh, sí! Varias veces. ¿Giramos aquí?
—Sí, señor. ¿Y le ha visto también arriba?
—¿En la ventana de arriba? Sí.
—¿Fue eso antes de que la señora se acercara a usted para hablarle, señor?
—Sí, un poco antes. ¿Qué es lo que quiere saber?
Guardó un momento de silencio.
—Sólo quería asegurarme de que... ellos habían visto el coche, porque con los niños corriendo de un lado a otro, y aunque estoy seguro de que usted conduce con mucho cuidado, se puede producir un accidente. Eso era todo, señor. Aquí está el cruce. A partir de ahora, ya no puede equivocarse de camino. Gracias, señor, pero no es nuestra costumbre, no con...
—Le ruego me disculpe —dije, guardándome la moneda inglesa.
—¡Oh! Es bastante correcto hacerlo con los demás, como una costumbre. Adiós, señor.
Se retiró hacia la torreta blindada de su casta, y se marchó. Evidentemente, era un mayordomo cuidadoso con el honor de su casa e interesado en los niños, probablemente a través de una niñera.
Una vez detrás de las señales de tráfico del cruce, miré hacia atrás, pero las colinas se entrelazaban tan celosamente, que no pude distinguir dónde se encontraba la casa. Cuando pregunté su nombre en una granja situada junto a la carretera, la gruesa mujer que vendía dulces allí me dio a entender que los propietarios de automóviles tenían poco derecho a la vida... y mucho menos a «ir por ahí hablando como gente importante». Evidentemente, no formaban una comunidad de actitudes agradables.
Aquella noche, cuando volví a trazar la ruta seguida en el mapa, fui un poco más cuidadoso. La Vieja Granja de Hawkin parecía ser el título de reconocimiento del lugar, y la vieja Gaceta Campesina, generalmente tan amplia, no aludía a ella. La gran casa de aquella parte era Hodnington Hall, estilo georgiano, con adornos del primer estilo Victoriano, como atestiguaba un atroz grabado en acero. Transmití mi dificultad a un vecino —una persona profundamente enraizada en aquellos lugares—, y me dio el nombre de una familia que no tuvo ningún significado para mí.
Aproximadamente un mes después... volví, aunque puede que fuera el coche el que tomó aquella carretera por voluntad propia. Recorrió las estériles tierras bajas, sintiendo como una amenaza cada uno de los giros del complicado laberinto de veredas situadas bajo las colinas, atravesó los altos bosques, impenetrables cuando están en pleno florecimiento. Llegó hasta el cruce donde me dejara el mayordomo y un poco más allá presentó un problema interno que me obligó a detenerlo al borde del camino, cubierto de hierba, que penetraba en el bosque de avellanos, silencioso en el verano. Por lo que podía cotejar a través del sol y del gran mapa ampliado que llevaba, éste debía ser el camino que cruzaba aquel bosque y que era el que había visto primero desde las alturas. Me tomé la cuestión de las reparaciones como algo muy serio, saqué mi reluciente y recién comprada caja de reparaciones, las llaves inglesas, la bomba y otras cosas similares, que extendí ordenadamente sobre una manta de viaje. Era una trampa destinada a atraer a los niños, pues en un día como aquél suponía que los niños no estarían muy lejos. Me detuve en mi trabajo y escuché, pero el bosque estaba tan repleto de ruidos de verano (aunque las aves ya se habían apareado) que al principio no pude distinguir los ruidos de los pequeños y cautelosos pasos que avanzaban furtivamente sobre las hojas muertas. Toqué entonces el claxon, de una forma atractiva, pero los pasos huyeron y me arrepentí de haberlo hecho. Así pues, para un niño, un sonido repentino produce un verdadero terror. Tuve que haber permanecido trabajando durante una media hora cuando, de pronto, escuché en el bosque la voz de la mujer ciega, que gritaba:
—¡Niños, oh niños! ¿Dónde estáis?
Y el silencio se cerraba después lentamente sobre la perfección de aquel grito. Ella se fue acercando a mí, medio tanteando su camino por entre los troncos de los árboles, y aunque había un niño cerca, se metió por entre el follaje como un conejo en cuanto ella se acercó un poco más.
—¿Eres tú? —preguntó—. ¿El que viene del otro lado del condado?
—Sí, soy el que viene del otro lado del condado —contesté.
—Entonces, ¿por qué no has venido por los bosques de arriba? Ellos estaban allí en estos momentos.
—Estaban por aquí hace unos pocos minutos. Esperaba que se dieran cuenta de que mi coche se había estropeado y vinieran a ver lo que pasaba.
—Supongo que no será nada serio, ¿verdad? ¿Cómo se pueden estropear los coches?
—De cincuenta formas diferentes. Pero el mío parece haber elegido el número cincuenta y uno.
Se echó a reír alegremente ante la pequeña broma y se llevó el sombrero hacia atrás.
—Permítame escuchar —me pidió.
—Espere un momento —gritó—. Le traeré un cojín.
Colocó un pie sobre la manta de viaje, toda cubierta de repuestos, y se inclinó, ansiosamente.
—¡Qué cosas tan deliciosas! —las manos a través de las cuales veía, brillaban a la débil luz del sol—. Una caja aquí... ¡otra caja! ¿Por qué las ha colocado todas como si estuviera en una tienda?
—Confieso ahora que las he puesto así para atraer a los niños. En realidad, no necesito ni la mitad de esas cosas.
—¡Qué bonito por su parte! He escuchado su claxon cuando me encontraba en el bosque de arriba. ¿Dice que estuvieron por aquí?
—Estoy seguro. ¿Por qué son tan tímidos? Ese pequeño niño vestido de azul, que estaba cerca de usted hace un momento, tendría que haber superado ya su timidez. Me ha estado observando como un piel roja.
—Tiene que haber sido su claxon —dijo ella—. Cuando bajaba hacia aquí, escuché a uno de ellos pasando por mi lado, y parecía tener problemas. Son muy tímidos... incluso conmigo —volvió el rostro, por encima del hombro, y gritó de nuevo—: ¡Niños! ¡Oh, niños! ¡Mirad y venid a ver esto!
—Tienen que haberse marchado a sus propios asuntos —le sugerí yo, pues detrás de nosotros se produjo un murmullo de voces bajas, rotas por las repentinas risitas propias de la infancia.
Volví a mi faena, mientras ella se inclinaba hacia adelante, con la mejilla en la mano, escuchando interesadamente.
—¿Cuántos son? —pregunté al fin.
Ya había terminado la reparación, pero no veía ninguna razón para marcharme.
Su frente se arrugó un poco, como si estuviera haciendo un pequeño esfuerzo por pensar.
—No lo sé muy bien —dijo, simplemente—. A veces más... otras veces menos. Vienen y se quedan conmigo porque yo les quiero, ¿comprende?
—Eso debe ser muy bonito —dije, colocando en su sitio una de las cajas, y mientras hablaba me di cuenta de la necedad de mi contestación.
—No... no se estará riendo de mí, ¿verdad? —preguntó, elevando el tono de su voz—. Yo... no tengo ninguno propio. No me casé nunca. A veces, la gente se ríe de mí a causa de ellos porque... porque...
—Porque son salvajes —dije yo—. No hay nada de qué reírse. Lo único que hacen en sus vidas es reírse de todo lo que ven.
—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Lo único que no me gusta es que se rían de mí a causa de ellos. Eso duele. Y cuando una no puede ver... No quiero parecer tonta —su mejilla se estremeció como la de un niño, al decir—: Pero creo que nosotros, los ciegos, sólo tenemos una piel. Todo lo del exterior choca directamente contra nuestras almas. Con ustedes, eso es diferente. Tienen buenas defensas en sus ojos... mirando al exterior... antes de que nadie pueda realmente causarles algún daño en el alma. La gente suele olvidar eso con nosotros.
Guardé silencio, reflexionando sobre aquella cuestión inagotable... la algo más que heredada brutalidad de los cristianos (pues también se la enseña cuidadosamente), frente a la que el simple paganismo del negro de la costa occidental es algo limpio y moderado. Aquellos pensamientos me llevaron a una gran distancia de mí mismo.
—¡No haga eso! —gritó ella de repente, poniéndose las manos delante de los ojos.
—¿Qué?
Ella hizo un gesto con la mano.
—¡Eso! Es... es todo morado. ¡No lo haga! Ese color duele.
—Pero ¿cómo diablos conoce usted los colores? —pregunté, pues había descubierto una revelación en sus palabras.
—¿Los colores como colores? —preguntó ella.
—No. Esos colores que acaba de ver ahora.
—Lo sabe usted tan bien como yo —contestó, sonriendo—. De otro modo, no habría hecho esa pregunta. No están en absoluto en el mundo. Están en usted... cuando se enfada tanto.
—¿Quiere usted decir una mancha oscura, como el vino tinto mezclado con tinta? —pregunté.
—No he visto nunca ni el vino tinto ni la tinta, pero los colores no están mezclados. Son separados... están todos separados.
—¿Quiere usted decir como rayas y cintas que atraviesan el morado?
—Sí... —asintió ella—, sí, son así —y trazó un movimiento de zigzagueo con el dedo—. Pero es todo más rojo que morado... ese mal color.
—¿Y cómo son los colores en la parte superior de... lo que usted ve?
Ella se adelantó lentamente y trazó sobre la manta de viaje la figura de un huevo.
—Los veo así —dijo, señalando después con una brizna de hierba—, blanco, verde, amarillo, rojo, morado, y cuando la gente está enfadada o se siente mal, el negro a través del rojo... tal y como estaba usted ahora.
—¿Quién le dijo algo sobre todo esto... quiero decir quién fue la primera persona que se lo dijo? —pregunté.
—¿Sobre los colores? Nadie. Solía preguntar por los colores cuando era pequeña... en los tapetes, las cortinas, las alfombras... porque algunos colores me duelen y otros me hacen feliz. La gente me lo decía y cuando crecí fue así como empecé a ver a la gente —y volvió a trazar los contornos del huevo, que muy pocos de nosotros podemos ver.
—¿Y todo eso por usted misma? —volví a preguntar.
—Todo por mí misma. No había nadie más. Sólo más tarde descubrí que otras personas no veían los colores.
Se apoyó sobre el tronco de un árbol, trenzando y destrenzando las briznas de hierba que arrancaba. Los niños se habían acercado más, aunque continuaban en el bosque. Les podía ver por el rabillo del ojo, jugueteando como ardillas.
—Ahora estoy segura de que nunca se reirá de mí —dijo ella, después de un largo silencio—. Ni tampoco de ellos.
—¡Por Dios! ¡No! —grité, sacudiendo la continuidad de mis pensamientos—. Un hombre que se ríe de un niño es un bárbaro... a menos que el niño también se esté riendo.
—No quería decir eso, desde luego. Nunca se ha reído usted de los niños, pero creí... pensé... que quizá se podría haber reído de ellos. Así es que ahora le pido perdón... ¿De qué se va a reír ahora?
Yo no había producido ningún sonido, pero ella lo sabía.
—De su petición de perdón. Si hubiera usted cumplido con su deber como pilar del Estado y como propietaria de tierras, tendría que haberme arrojado por intruso el otro día, cuando penetré por ente sus bosques. Fue algo inexcusable por mi parte.
Ella levantó la cabeza hacia mí, apoyándola contra el tronco del árbol... y permaneció así obstinadamente, durante largo rato... esta mujer capaz de ver el alma desnuda.
—¡Qué curioso! —medio susurró, casi para sí misma—. ¡Qué curioso es!
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—No comprende... Y, sin embargo, comprendió usted lo de los colores. ¿Entiende ahora?
Habló con una pasión que no estaba justificada por nada, y yo la observé, desconcertadamente, mientras se levantaba. Los niños se habían reunido detrás de unas grandes zarzas. Una cabeza brillante se inclinaba sobre otra algo más pequeña y la posición de los pequeños hombros me dio a entender que tenían los dedos en los labios. Ellos también tenían algún tremendo secreto infantil. Únicamente yo me encontraba desamparadamente extraviado bajo la luminosa luz del sol.
—No —dije y sacudí la cabeza en sentido negativo, como si los ojos muertos pudieran percibir el movimiento—. Sea lo que fuere, no lo entiendo aún. Quizá lo comprenda más tarde... si me permite usted volver.
—Volverá usted —comentó ella—. Estoy segura de que volverá y andará por entre el bosque.
—Quizá para entonces los niños ya me conozcan lo bastante como para dejarme jugar con ellos... como una especie de favor. Ya sabe usted cómo son los niños.
—No es una cuestión de favor, sino de derecho —replicó la mujer.
Mientras me estaba preguntando lo que significaba aquello, una mujer desmelenada dobló el recodo del camino, con el pelo suelto, el rostro amoratado, casi dando mugidos de dolor mientras corría. Se trataba de mi ruda y querida amiga gruesa que vendía dulces. La mujer ciega la escuchó y avanzó, preguntando:
—¿Qué ocurre, Mrs. Madehurst?
La mujer se llevó el delantal a la cabeza y se arrojó literalmente al suelo, gritando y diciendo que su nieto estaba enfermo de muerte, que el doctor de la localidad se había marchado a pescar, que Jenny, la madre, estaba a punto de volverse loca; repetía una y otra vez todo lo que decía, entre grandes gritos.
—¿Dónde vive el médico más cercano? —pregunté, muy agitado.
—Madden se lo dirá. Vaya a la casa y lléveselo consigo. Yo atenderé esto. ¡Dése prisa!
La ciega recogió a la mujer gruesa y la llevó hacia la sombra. Dos minutos después yo estaba haciendo sonar todas las trompetas de Jericó ante la fachada de la Casa Hermosa, y Madden, que se encontraba en la despensa, estuvo a punto de sufrir una crisis corno mayordomo y como hombre.
Después de viajar durante un cuarto de hora a velocidades prohibidas, encontramos a un médico a unos diez kilómetros de distancia. Al cabo de media hora le dejamos en la puerta de la tienda de dulces, y salimos a la carretera para esperar el veredicto.
—Los coches son cosas muy útiles —comentó Madden, sintiéndose hombre y no mayordomo—. De haber tenido uno cuando mi hija se puso enferma, no habría muerto.
—¿Cómo ocurrió? —le pregunté.
—Difteria. Mi esposa estaba fuera. Nadie sabía bien lo que hacer. Recorrí quince kilómetros en un camión que me recogió hasta encontrar a un médico. Cuando regresamos, la niña ya había sufrido un colapso. Este coche la hubiera salvado. Ahora tendría cerca de diez años.
—Lo siento —dije—. Por lo que me dijo el otro día, mientras me enseñaba el camino de regreso al cruce, pensé que le gustaban mucho los niños.
—¿Les ha vuelto a ver... esta mañana?
—Sí, pero parecen bien protegidos contra los coches. No conseguí que ninguno de ellos se acercara a menos de veinte metros de distancia.
Me observó cuidadosamente, del mismo modo en que un explorador podría observar a una persona extraña... y no como un sirviente elevando sus ojos hacia su superior.
—Me pregunto por qué —dijo, dejando que su voz se elevara apenas sobre su respiración.
Esperamos. Una ligera brisa procedente del mar subió y bajó a lo largo de los cortafuegos de los bosques, y las hierbas del camino, bloqueadas ya por el polvo del verano, se elevaron y se inclinaron en oleadas amarillentas.
Una mujer, quitándose las pequeñas burbujas de jabón de los brazos, se acercó a la tienda, procedente de la granja contigua.
—He estado escuchando en el patio de atrás —dijo alegremente—. Resulta que Arthur está muy mal. ¿Acaban de oírle gritar? Está muy mal. Recuerdo que la próxima semana le toca a Jenny pasear por el bosque, Mr. Madden.
—Perdóneme, señora, pero... se está usted confundiendo —dijo Madden respetuosamente.
La mujer le miró asombrada, balbució unas palabras de disculpa y se marchó apresuradamente.
—¿Qué quiere decir con eso de «pasear por el bosque» —pregunté.
—Debe tratarse de alguna frase hecha que utilizan por ahí. Yo soy de Norfolk —dijo Madden—. En este condado son gente muy independiente. Le ha confundido a usted con un chófer.
Vi al doctor que en aquellos momentos salía de la casa, seguido de una muchacha que arrastraba los pies, y que colgaba de su brazo como si él pudiera acordar por ella un pacto con el diablo.
—Eso —decía ella—, ellos son para nosotros tanto como si hubieran nacido legalmente. Tanto... tanto. Y Dios estará tan contento si le salva, doctor. No se lo lleve de mi lado. Miss Florence le dirá exactamente lo mismo. ¡No le deje, doctor!
—Lo sé, lo sé —dijo el hombre—, pero ahora estará tranquilo durante un rato. Conseguiremos la enfermera y la medicina con la máxima rapidez que podamos.
Me hizo señas para que avanzara con el coche y sentí no haber estado enterado de lo que iba a seguir. Pero vi el rostro de la muchacha, encogido y helado por el dolor, y sentí la mano, sin ningún anillo, que se agarró a mis rodillas cuando nos marchamos.
El médico era un hombre de buen humor, pues recuerdo que puso mi coche bajo el juramento de Esculapio, y utilizó, tanto el vehículo como a mí mismo, sin piedad alguna. Primero llevamos allí a Mrs. Madehurst y a la mujer ciega para que esperaran junto al lecho del enfermo hasta que llegara la enfermera. Después invadimos una pequeña y limpia ciudad del condado para buscar medicinas (el médico decía que se trataba de una meningitis cerebro-espinal), y cuando el Instituto Médico del condado, flanqueado por un mercado de ganado, informó que no disponía de enfermeras por el momento, nos lanzamos literalmente a recorrer todo el condado. Conferenciamos con los propietarios de grandes casas —magnates que vivían al extremo de avenidas bordeadas de árboles y cuyas mujeres de buen esqueleto se levantaban de las mesas donde estaban tomando el té para escuchar al imperioso doctor. Finalmente, una señora de pelo blanco, sentada bajo un cedro del Líbano, y rodeada por una corte de magníficos perros —todos ellos hostiles a los motores—, entregó al doctor órdenes escritas, que éste recibió como si de una princesa se tratara, y que llevamos a muchos kilómetros de distancia, a toda velocidad, a través de un parque, hasta llegar a un convento de monjas francesas, donde, a cambio de los papeles escritos, recibimos a una hermana temblorosa, de rostro pálido. Ella se arrodilló, rezando sus oraciones sin pausa alguna, cortadas únicamente por breves observaciones del médico, hasta que llegamos una vez más a la tienda de dulces. Había sido una tarde muy larga, plagada de terribles episodios que surgían y se disolvían como el polvo de nuestras ruedas; intersecciones de vidas remotas e incomprensibles a través de las cuales pasamos en ángulo recto; y me marché a casa al anochecer, agotado, para soñar con los cencerros del ganado; monjas de ojos redondos andando por un jardín lleno de tumbas; agradables reuniones donde se tomaba el té bajo la sombra de los árboles; los pasillos pintados de gris, que olían a ácido carbólico, del Instituto Médico; los pasos de unos niños tímidos en el bosque, y las manos que se agarraron a mis rodillas en cuanto empezó a zumbar el motor.
Tenía la intención de volver uno o dos días después, pero quiso el destino mantenerme apartado de aquella zona del condado, mediante numerosos pretextos, hasta que los saúcos y las rosas silvestres ya habían florecido. Amaneció finalmente un día brillante, con la claridad extendiéndose desde el sudoeste, lo que hacía que las colinas parecieran encontrarse al alcance de la mano... un día de aire inestable y de nubes altas y diáfanas. Aunque no había hecho ningún mérito propio, me encontraba libre, así es que puse el coche en marcha dirigiéndome por tercera vez hacia aquella carretera, ya conocida. Al llegar a la cresta de las colinas de las tierras bajas, sentí el cambio de aire, mucho más suave, como satinado bajo el sol; mirando hacia el Canal vi cómo en aquel instante el azul del mar cambiaba y adquiría un tono plateado pulido que terminó por convertirse en un color de acero opaco. Un mercante empezaba a alejarse de la costa, buscando aguas más profundas, y vi cómo las velas se elevaban una tras otra sobre la flota de pesca anclada. Por detrás de mí un repentino remolino de aire bramó a través de los protegidos robles, arrojando de ellos las primeras hojas del otoño. Cuando llegué a la carretera de la playa, la neblina marina humeaba sobre los muelles, mientras que la superficie del mar era agitada por el ventarrón. En menos de una hora desapareció el verano inglés, convirtiéndose en una cosa fría y gris. Volvíamos a ser la isla cerrada del norte, con todas las naves del mundo bramando ante nuestras peligrosas puertas; y por entre sus gritos se escuchaban los graznidos de las gaviotas. Mi capa se humedeció, los pliegues de la manta de viaje recogieron el agua en pequeños charcos o la desviaron en diminutos riachuelos, y la salinidad del mar se pegó a mis labios.
Tierra adentro, el olor del otoño cargaba la espesa niebla suspendida de los árboles y el goteo se convirtió en una lluvia continua. Sin embargo, las flores tardías —las malvas, escabiosas y dalias— se mostraban alegres en medio de la humedad y, aparte de la respiración salinosa del mar, había pocos signos de decaimiento en las hojas. En los pueblos, las puertas de las casas aún permanecían abiertas y los niños, de cabeza rapada, permanecían sentados sobre los escalones de las puertas para burlarse de los extraños.
Me atreví a llamar a la tienda de dulces, donde Mrs. Madehurst se encontró conmigo, mostrando las lágrimas acogedoras de una mujer gruesa. El hijo de Jenny, me dijo, había muerto dos días después de la llegada de la monja. Ella creía que era mejor de esa manera, pues ni siquiera las empresas de seguros estaban dispuestas a asegurar una vida tan aislada, por razones que ella no pretendía comprender.
—Después del primer año, Jenny no atendió a Arthur como si hubiera nacido adecuadamente... como la propia Jenny.
Gracias a miss Florence el niño había sido enterrado con una pompa que, en opinión de Mrs. Madehurst, ocultaba más que nada la pequeña irregularidad de su nacimiento. Me describió el ataúd, tanto por dentro como por fuera, el coche fúnebre de cristal y las hojas perennes que se arrojaron a la tumba.
—Pero ¿cómo está la madre? —pregunté.
—¿Jenny? ¡Oh, le pasará! Yo ya me he sentido así con uno o dos hijos míos. Lo superará. Ahora está paseando por el bosque.
—¿Con este tiempo?
—No sé, pero es como si abriera el corazón. Sí, abre el corazón. Eso es por lo que, a la larga, y según decimos nosotros, los que se marchan y los que llegan se parecen tanto.
La sabiduría de las esposas viejas es. mucho mayor que la de todos los padres juntos, y esta última frase me hizo pensar tanto mientras regresaba a la carretera, que casi tropecé con una mujer y un chiquillo situados en la esquina de la valla de madera
situada junto a las puertas de entrada a la Casa Hermosa.
—¡Un tiempo terrible! —dije, aminorando la velocidad para realizar el giro.
—No es tan malo —me contestó plácidamente desde la niebla—. Estamos acostumbrados a él. Creo que estará usted mejor dentro de la casa.
Dentro, Madden me recibió con una cortesía profesional y con amables preguntas sobre la salud del motor, que él se encargó de proteger, cubriéndolo.
Esperé en una sala silenciosa, del color de la nuez, adornada con flores y calentada con un delicioso fuego de madera... un lugar de influencia beneficiosa y de gran paz. (A veces, y después de un gran esfuerzo, los hombres y mujeres pueden conseguir un lugar adecuado donde descansar; pero la casa, que es su templo, no puede decir otra cosa más que la verdad sobre quienes han vivido en ella.) Un cochecito de niño y una muñeca se encontraban sobre el suelo blanco y negro, del que se había retirado una alfombra. Tuve la sensación de que los niños acababan de salir de allí a toda prisa —posiblemente para ocultarse en los numerosos recovecos de la gran escalera que subía firmemente, a partir de la sala, o para ocultarse a las miradas detrás de los leones y de las rosas esculpidas en la galería de arriba. Entonces, escuché su voz encima mío, cantando como puede cantar una ciega desde lo más profundo del alma:
En el agradable final del huerto
Y, ante aquella voz, regresó a mí toda la primera época del verano.
En el agradable final del huerto,
decimos que Dios bendice todas nuestras ganancias
Pero si Dios bendijera todas nuestras pérdidas,
sería mejor para nuestro rango.
Dejó caer aquella afortunada quinta estrofa y repitió:
¡Sería mejor para nuestro rango!
La vi inclinarse sobre la galería, con sus manos unidas tan blancas como las perlas, contra la madera de roble.
—¿Es usted... el que viene desde el otro lado del condado? —me preguntó.
—Sí, soy yo... el que viene desde el otro lado del condado —le contesté, riendo.
—¡Cuánto tiempo ha pasado antes de que haya vuelto de nuevo! —dijo, bajando las escaleras, tocando ligeramente el pasamanos—. Hace ya dos meses y cuatro días. ¡El verano ha terminado!
—Quise haber venido antes, pero el destino me lo impidió.
—Lo sabía. Por favor, haga algo con ese fuego. No me dejan jugar con él, pero puedo sentir que se está apagando. ¡Remuévalo!
Miré a ambos lados de la profunda chimenea y sólo encontré un palo medio chamuscado, con el que aticé el fuego y coloqué sobre él un tronco negro.
—Nunca se apaga, ni de día ni de noche —dijo ella, a modo de explicación—. Para el caso de que alguien venga con los dedos de los pies fríos.
—Se está mucho mejor aquí dentro que fuera—murmuré.
La luz roja se derramaba a lo largo de los polvorientos paneles de madera, pulidos por el tiempo, hasta que las rosas Tudor y los leones de la galería adquirieron color y movimiento. Un viejo espejo convexo, rematado por un águila, captaba la imagen en su misterioso corazón, distorsionando las ya distorsionadas sombras, y doblando las líneas de la galería hasta convertirlas casi en las curvas de un navío. El día se iba apagando en medio del ventarrón, mientras los girones de niebla se deslizaban rápidamente. A través de los parteluces sin cortinas de la gran ventana, podía ver a los valientes caballeros del prado retroceder y recuperarse ante el viento, que les insultaba con legiones de hojas muertas.
—Sí, debe ser maravilloso —dijo ella—. ¿Quiere usted mirarlo desde arriba? ¿Aún queda luz suficiente?
La seguí por la impávida y amplía escalera hasta la galería, donde abrió unas delicadas puertas de estilo isabelino.
—¿Se da cuenta qué bajas han puesto las cerraduras por el bien de los niños? —me preguntó, abriendo una ligera puerta hacia dentro.
—Y, a propósito, ¿dónde están? —pregunté—. Hoy ni siquiera los he escuchado.
No me contestó enseguida. Después dijo:
—Sólo puedo escucharlos —contestó suavemente—. Esta es una de sus habitaciones... todo está preparado, como podrá ver.
Me señaló al interior de una habitación pesadamente enmaderada. Había allí mesas pequeñas y sillas para niños. Una casa de muñecas, con su parte delantera semiabierta, estaba situada frente a un gran caballo de cartón, desde cuyo estribo sólo quedaba muy poca distancia hasta el ancho asiento que había junto a la ventana, y desde donde se podía observar todo el prado. Un arma de juguete estaba en un rincón, junto a un atractivo cañón de madera.
—Seguramente, acaban de marcharse —susurré.
En la débil luz del atardecer, una puerta crujió cautelosamente. Escuché el susurro de un vestido y los ligeros pasos de unos pies... de unos pies que se movían rápidamente por la habitación de al lado.
—He oído eso —gritó ella triunfalmente—. ¿Lo ha escuchado usted? ¡Niños! ¡Oh, niños! ¿Dónde estáis?
La voz llenó las paredes hasta la última y perfecta nota, pero no se escuchó ninguna respuesta, tal y como había ocurrido en el jardín. Nos dirigimos apresuradamente a otra habitación con suelo de madera de roble; un paso arriba aquí, tres pasos abajo allí; cruzamos un verdadero laberinto de pasillos, siempre burlados por nuestras presas. Era como si estuviéramos tratando de explorar una madriguera con varias entradas, utilizando un solo hurón. Había innumerables refugios... nichos en las paredes, alféizares en las ventanas profundamente rajadas y ahora oscurecidas, rebasadas las cuales podían salir por detrás nuestro; y chimeneas abandonadas, con mampostería de dos metros de espesor, así como una verdadera maraña de puertas que se comunicaban. Pero, sobre todo, ellos disfrutaban de la penumbra en nuestro juego. Capté una o dos jocosas risitas de evasión, y en una o dos ocasiones más vi la silueta de un vestido infantil, reflejándose contra alguna ventana oscurecida, en el extremo de algún pasillo; pero regresamos a la galería con las manos vacías, en el instante en que una mujer de edad media estaba encendiendo una lámpara en su nicho.
—No, tampoco la he visto esta tarde, miss Florence —la escuché decir—, pero ese Turpin dice que la quiere ver en su cobertizo.
—¡Oh! Mr. Turpin debe querer verme con urgencia. Dígale que acuda al salón, Mrs. Madden.
Miré abajo, hacia el salón, cuya única luz era el fuego opaco, y por fin les pude ver en aquellas profundas sombras. Debían haber bajado hasta allí, sigilosamente, mientras les buscábamos por los pasillos, y ahora creían hallarse perfectamente ocultos detrás de una atractiva pantalla de cuero. Según todas las leyes infantiles, mi búsqueda inútil era tan buena como una presentación de mí mismo, pero como me había tomado tantas molestias, decidí forzarles a salir más tarde, mediante el simple truco, detestado por los niños, de aparentar que los ignoraba. Estaban cerca, en un pequeño montón; no eran más que sombras, excepto cuando alguna rápida llamarada permitía distinguir algún que otro contorno.
—Y ahora tomaremos el té —dijo ella—. Creo que tendría que habérselo ofrecido al principio, pero, de algún modo, no se acostumbra una a conservar las buenas formas cuando se vive sola y es considerada como alguien... hmmm... peculiar —después, con aquel mismo tono de burla, me preguntó—: ¿Quiere usted una lámpara?
—La luz del fuego es mucho más agradable.
Descendimos a la deliciosa penumbra y Madden nos trajo el té.
Coloqué mi silla en dirección a la pantalla, preparado para sorprender, o para ser sorprendido, según y como se desarrollara el juego. Después de solicitar su permiso, porque el fuego de una chimenea siempre es sagrado, me incliné hacia adelante para jugar con el fuego.
—¿Dónde consigue estos maravillosos haces de leña corta? —pregunté por decir algo—. ¡Pero cómo! ¡Si son cuentas de medición!
—Claro —replicó ella—. Como no puedo leer ni escribir, me veo obligada a utilizar las antiguas cuentas inglesas de medición para hacer mis propias cuentas. Déme uno de esos palos y le diré lo que significa.
Le entregué una estaca no quemada, de poco más de treinta centímetros de longitud, y ella recorrió las muescas con los dedos.
—Estas son las cuentas de la leche del mes de abril del año pasado, en galones —dijo—. No sé lo que hubiera hecho sin estas cuentas. Un viejo guardabosque me enseñó el sistema. Ahora ya está anticuado para todo el mundo; pero quienes me rodean lo respetan. Uno de los arrendatarios va a venir ahora a verme. ¡Oh! No importa. No tiene nada que hacer aquí fuera de las horas de oficina. Es un hombre avaro e ignorante... muy avaro o, de otro modo... no vendría aquí después de oscurecido.
—¿Quiere eso decir que tiene usted mucho terreno?
—Sólo unas ochocientas hectáreas, gracias a Dios, al menos de forma directa. Las otras dos mil cuatrocientas están arrendadas casi todas a la gente que conoció a mis padres antes que a mí, pero este Turpin es un hombre bastante nuevo... y un ladrón de caminos.
—Pero ¿está segura de que yo no debería...?
—Desde luego que no. Tiene usted todo el derecho a quedarse. El no tiene niños.
—¡Ah, los niños! —exclamé y deslicé mi silla baja hacia atrás de modo que casi toqué la pantalla que les ocultaba—. Me pregunto si saldrán para verme.
Se produjo un murmullo de voces —la de Madden y otra más profunda— junto a la puerta, baja y oscura, y en la sala penetró un gigante con el pelo de color rojo, cubierto con una capa, al modo inconfundible de los granjeros arrendatarios.
—Acérquese al fuego, Mr. Turpin —dijo ella.
—Sí... sí me permite, señora, estaré... estaré mejor aquí, junto a la puerta.
Al hablar, se sujetó al pomo de la puerta como un niño asustado. De repente, me di cuenta de que se hallaba afectado por un temor casi insuperable.
—¿Y bien?
—Sobre ese nuevo cobertizo para los animales jóvenes... eso era todo. Estas tormentas de primeros de otoño... pero volveré otra vez, señora —sus dientes no castañeteaban más de lo que temblaba el pomo de la puerta.
—Creo que no -—contestó ella sensatamente—. El nuevo cobertizo... hmmm. ¿Qué le escribió mi agente el día 15?
—Supuse que, quizá, si venía a verla... como de... hombre a hombre, señora. Pero...
Sus ojos escudriñaron cada uno de los rincones de la estancia, muy abiertos y llenos de horror. Medio abrió la puerta por la que había entrado, pero noté entonces que la puerta volvía a cerrarse... desde el exterior y con firmeza.
—El le escribió lo que yo le dije —siguió la mujer—. Ya tiene usted existencias suficientes. La granja de Dunnett nunca tuvo más de cincuenta novillos... ni siquiera en los tiempos de Mr. Wright. Y él estaba endurecido. Ahora tiene usted setenta y cinco y no es lo bastante duro. Ha roto usted el pacto en ese aspecto. Está sacándole el corazón a esa granja.
—Voy... voy a traer algunos minerales, superfosfatos... la semana que viene. Prácticamente, ya he pedido un camión lleno. Mañana bajaré a la estación a por ellos. Después puedo venir a verla y hablar... de hombre a hombre, miss, a la luz del día. Este caballero no se va a marchar, ¿verdad? —casi gritó.
Sólo había deslizado la silla un poco más hacía atrás, extendiendo la mano para dar unos golpecitos en la pantalla, pero él saltó como una rata.
—No. Por favor, atiéndame, Mr. Turpin —dijo ella, volviéndose hacia él, que estaba de espaldas a la puerta.
Fue una especie de pequeña, vieja y sórdida intriga la que ella le fue sacando... el ruego de él de que fuera la patrona la que pagara el nuevo cobertizo, que él podría pagar con el estiércol obtenido, deduciéndolo del pago de la renta del año siguiente, como ella dejó bien claro, mientras que él había agotado los pastos hasta los huesos. No pude dejar de admirar la intensidad de la avaricia de aquel hombre, cuando le vi resistiendo el terror que pudiera sentir y que hacía que el sudor le corriera por la frente.
Dejé de dar golpes en el cuero... en realidad, estaba calculando el coste del cobertizo, cuando noté cómo mi mano relajada era tomada y doblada suavemente entre las manos suaves de un niño. Así es que, finalmente, había triunfado. Dentro de un momento, podría girarme y conocer personalmente a aquellos traviesos de piernas rápidas...
El pequeño y susurrante beso cayó en el centro de la palma de mi mano... como un regalo sobre el que se esperaba ver cerrar los dedos: como la señal de un niño fiel, en actitud reprochante, por no estar acostumbrado a que se le tenga en cuenta aún cuando las personas mayores puedan estar muy ocupadas... un fragmento del código mudo inventado hacía mucho tiempo.
Entonces, lo supe. Y fue como si lo hubiera sabido desde el primer día, cuando miré a través del prado, hacia la ventana de arriba.
Oí cerrarse la puerta de un portazo. La mujer se volvió hacia mí, en silencio, y tuve la sensación de que ella también lo sabía.
No puedo decir cuánto tiempo pasó después de esto. Me sentí sobresaltado por la caída de un tronco, y me levanté mecánicamente para colocarlo de nuevo en su sitio. Después regresé a mi lugar en la silla, muy cerca de la pantalla. —Ahora lo comprenderá —susurró ella, a través de las densas sombras.
—Sí, lo comprendo... ahora. Gracias.
—Yo... yo sólo les escucho —ocultó su cabeza entre las manos—. No tengo ningún derecho, ya lo sabe... ningún otro derecho. No los he dado a luz, ni los he perdido... ¡Ni dado a luz ni perdido!
—Siéntase entonces muy contenta —dije, pues mi alma se había abierto por completo en mi interior.
—¡Perdóneme!
Ella quedó en silencio, y yo regresé a mis penas y alegrías.
—Fue porque les quería tanto —dijo ella al fin, con la voz rota—. Esa fue la razón, incluso desde el principio... incluso antes de saber que ellos... ellos serían todo lo que iba a tener jamás. ¡Y les amaba tanto!
Extendió los brazos hacia las sombras que había dentro de las sombras.
—Ellos vinieron porque yo les amaba... porque les necesitaba. Yo... tuve que haberles hecho venir de algún modo. ¿Fue algo incorrecto? ¿Qué piensa usted?
—No... no.
—Le... garantizo que los juguetes... y toda esa clase de cosas no tienen ningún sentido, pero... pero solía ponerlos porque odiaba las habitaciones vacías cuando era una niña —señaló hacia la galería y añadió—: Y los pasillos todos vacíos... ¿Y cómo podría soportar tener siempre cerrada la puerta del jardín? Suponga...
—¡No! ¡Por el amor de Dios, no! —grité.
El crepúsculo había traído consigo una lluvia fría que caía a ráfagas, tamborileando sobre los cristales de las ventanas.
—Y lo mismo sucede con eso de mantener encendido el fuego por la noche. No creo que sea nada tan tonto... ¿verdad?
Observé la gran chimenea de ladrillos y creo que, a través de las lágrimas, vi que no había ningún hierro en ella o cerca de ella, e incliné la cabeza.
—Hice todo eso y muchas otras cosas... sólo para hacer creer. Entonces vinieron. Les escuché, pero no sabía que no eran míos por derecho, hasta que Mrs. Madden me lo dijo...
—¿La esposa del mayordomo? ¿Qué?
—Uno de ellos... oí decir... ella lo vio. Y lo supo. ¡De ella! No para mí. No lo supe al principio. Quizá estaba celosa. Después comencé a comprender que todo era porque yo les amaba, no porque.... ¡Oh! Se les tiene que parir o perder —dijo, piadosamente—. No existe ningún otro camino... y, sin embargo, ellos me aman. ¡Tienen que amarme! ¿Verdad?
No se escuchó ningún ruido en la habitación excepto el chisporrotear del fuego, pero los dos escuchamos atentamente y, finalmente, ella se alivió con lo que escuchó. Se recuperó y se incorporó a medias. Yo seguía sentado en mi silla, junto a la pantalla.
—No crea que soy una bruja como para gimotear sobre mí misma de este modo, pero... pero ya sabe que estoy en la más completa oscuridad, mientras que usted puede ver.
Sí, podía ver, y mi visión me confirmaba en mi resolución, aunque eso era como la separación del espíritu y la carne. Sin embargo, me quedaría un poco más, puesto que era la última vez.
—Entonces, ¿cree usted que es algo erróneo? —preguntó agudamente, aunque yo no había dicho nada.
—No para usted. Mil veces no. Para usted es correcto... Me siento muy agradecido hacia usted, más allá de lo que puedan expresar las palabras. Pero para mí sería erróneo. Para mí sólo...
—¿Por qué? —preguntó ella, pero se pasó la mano por delante de su cara, como había hecho durante nuestro segundo encuentro, en el bosque—. ¡Oh! Ya comprendo —dijo, como si fuera una niña—. Para usted sería erróneo —y después, con una ligera risita, añadió—: Y ¿recuerda usted? Una vez le llamé afortunado... al principio. ¡Usted, que ya no tiene por qué volver aquí otra vez!.
Me dejó permanecer sentado un poco más junto a la pantalla, y escuché el sonido de sus pasos muriendo a lo largo de la galería de arriba.
FIN