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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    Widget 7














































































































    LOS OJOS DEL DRAGON (Stephen King)

    Publicado en abril 08, 2010
    Esta historia es para mi gran amigo Ben Straub, y para mi hija, Naomi King.

    1

    Antiguamente, en un reino llamado Delain, hubo un rey que tenía dos hijos. Delain era un reino inmemorial, en el cual había habido cientos de Reyes, miles tal vez; cuando ha pasado demasiado tiempo ni siquiera los historiadores son capaces de recordarlo todo. Ro-land el Bueno no era ni el mejor ni el peor de los reyes que rigieron aquellas tierras. Se esforzaba firmemente en no ocasionar a nadie gran perjuicio y casi había conseguido su propósito. También se preocupó con verdadero tesón por realizar obras importantes; sin embargo, en esto no tuvo tanta suerte. Resultó ser un rey bastante mediocre; él mismo du-daba de la posibilidad de ser recordado mucho tiempo después de su fallecimiento. Y, aho-ra, la muerte podía aparecer en cualquier instante, porque era ya anciano y su corazón se iba debilitando. Era probable que le quedara un año de vida, o quizá tres. Cuantos le conocían, y quienes habían observado su rostro apagado y sus temblorosas manos cuando presidía la corte, estaban de acuerdo en que antes de cinco años un nuevo rey sería coronado en la gran plaza que se hallaba al pie de la Aguja... y sólo serían cinco años si así lo disponía la gracia de Dios.
    Por lo tanto, en todo el reino, desde el barón más rico y el cortesano de vestiduras holgadas hasta el más pobre siervo y su andrajosa mujer, pensaban y hacían cábalas sobre el futuro rey Peter, hijo mayor de Roland.
    Sólo un hombre planeaba otra cosa y cavilaba acerca de ella: cómo asegurarse de que en su lugar fuese coronado Thomas, el hijo menor de Roland. Este hombre era Flagg, el mago del rey.

    2

    A pesar de que el rey Roland era viejo (reconocía tener setenta años pero era seguro que contaba con muchos más) sus hijos aún eran jóvenes. Se le había tolerado contraer matrimonio a una edad avanzada debido a que no había encontrado antes ninguna mujer capaz de satisfacer sus gustos, y porque su madre, la gran Reina Viuda de Delain, parecía ser inmortal para Roland y todos los demás, incluso para ella misma. Gobernó el reino durante casi cincuenta años hasta que cierto día, a la hora del te, se metió en la boca una rodaja de limón recién cortado para que le aliviase una molesta tos que padecía desde hacía más de una semana. En aquella oportunidad, un malabarista representaba su acto para di-versión de la Reina Viuda y su séquito. Se dedicaba hábilmente a realizar juegos malabares con cinco bolas de cristal. En el mismo instante en que la Reina se introdujo la rodaja de limón en la boca, al malabarista se le escapó una de las frágiles bolas, la cual se rompió con estrépito sobre el suelo de azulejos de la gran Sala Este de Audiencias. El ruido sobresaltó a la Reina Viuda y la rodaja de limón se le atoró en la garganta, causándole una rápida muerte por asfixia. Cuatro días después, en la Plaza de la Aguja se llevó a cabo la coro-nación de Roland. El malabarista no tuvo oportunidad de verla había sido decapitado tres días antes en el tajo de ejecuciones situado detrás de la Aguja.
    Un rey sin herederos era algo que inquietaba a todos, especialmente si el soberano tenía cincuenta años y se estaba quedando calvo. Así que era muy necesario que Roland se casara lo más pronto posible y que produjera en breve un heredero. Flagg, su íntimo conse-jero, le hizo ver claramente su situación. También le recalcó que a los cincuenta, las pers-pectivas de engendrar una criatura en el vientre de una mujer se reducían sólo a unos pocos años. Flagg le aconsejó que no pospusiese más su casamiento y que dejara de esperar a la dama de noble linaje capaz de satisfacer sus caprichos. Si esa mujer todavía no había apa-recido en la vida de un hombre que ya rondaba la cincuentena, argumentó Flagg, era pro-bable que ya nunca lo hiciese.
    Roland se dio cuenta de la cordura de estas palabras y estuvo de acuerdo, sin saber que Flagg, con su cabello lacio y su pálido rostro que casi siempre llevaba cubierto por una capucha, conocía su más profundo secreto; él nunca había hallado a la dama de sus sueños porque en realidad jamás había soñado con mujer alguna. Las mujeres le causaban apren-sión, y en ningún momento le atrajo el acto mediante el cual era posible producir un bebé en el vientre de una fémina. Ese acto también le causaba aprensión.
    Pero había comprendido la sabiduría del consejo del mago, y seis meses después del funeral de la Reina Viuda, en el reino se celebró un acontecimiento mucho más afortunado: el casamiento del rey Roland con Sasha, quien se convertiría en la madre de Peter y Tho-mas.
    En Delain, Roland no era ni amado ni odiado. En cambio, Sasha era querida por todo el mundo. Cuando murió, luego de dar a luz a su segundo hijo, el reino se hundió en un sombrío luto durante un año y un día. Ella figuraba entre las seis mujeres que Flagg le su-girió al Rey como posibles novias. Roland no conocía a ninguna de estas mujeres, cuyos linajes y condiciones sociales eran similares. Todas poseían sangre noble, aunque ninguna sangre real; todas eran sumisas, complacientes y calladas. Flagg no había sugerido candi-datas capaces de desplazarle de su posición de íntimo consejero real. Roland eligió a Sasha porque le pareció la más callada y sumisa de las seis, y era, además, la que menor aprensión le causaba. Así que contrajeron matrimonio. En aquel entonces, Sasha, que procedía de la Baronía Occidental (una baronía muy pequeña por cierto) contaba diecisiete años, era, pues, treinta y tres años más joven que su marido. Hasta la noche de bodas nunca había visto a un hombre sin calzoncillos. Cuando llegada esa ocasión ella pudo observar su fláccido pene, preguntó con gran interés:
    —Esposo, ¿qué es eso?
    Si hubiese agregado algo más, o lo hubiera dicho en un tono de voz ligeramente dis-tinto, los eventos de aquella noche, y los de este íntegro relato, podrían haber tomado otro curso; Roland se habría escapado furtivamente, no obstante el brebaje especial que Flagg le hizo tomar una vez finalizada la fiesta de bodas. Pero en ese momento Roland la vio tal cual era, una muchacha muy joven que sabía incluso menos que él sobre el acto de hacer bebés, observó que su boca era bondadosa y comenzó a amarla, como lo harían con el tiempo todos los habitantes de Delain.
    —Es el Hierro del Rey —dijo él.
    —No se parece mucho a un hierro —observó Sasha, dudosa.
    —Es que todavía no está forjado —explicó Roland.
    —¡Ah! ¿Y dónde está la fragua?
    —Si confías en mí —repuso el Rey, acostándose con ella en el lecho—, yo te la en-señaré, puesto que, sin saberlo siquiera, la has traído contigo desde la Baronia Occidental.

    3

    Los habitantes de Delain la amaron, porque era gentil y bondadosa. Fue la reina Sasha quien creó el Gran Hospital, quien lloró desconsolada ante la crueldad del deporte que se llevaba a cabo en la Plaza, y que consistía en azuzar perros contra un oso. Con sus lágrimas logró que el Rey Roland prohibiera su práctica; también había sido la reina Sasha quien en el año de la gran sequía, en el cual hasta las hojas del Viejo Gran Árbol se tornaron grises, abogó por una Remisión de los Impuestos al Rey. Es probable que os preguntéis si Flagg no urdió alguna intriga en contra de ella. Debemos decir que al principio no lo hizo. Debido a que él era un auténtico mago, y había vivido cientos y cientos de años, en su opinión estas cosas eran relativamente insignificantes.
    Incluso permitió que la Remisión de Impuestos fuese aceptada ya que el año anterior la armada de Delain había aplastado a los piratas de Anduan, los cuales asolaban la costa sureste del reino hacía más de cien años. El cráneo del pirata—rey de Andua sonreía en lo alto de una pica en las afueras del palacio, mientras el tesoro de Delain alcanzaba la opu-lencia gracias al botín obtenido. En los asuntos más importantes asuntos de estado, Flagg seguía siendo el consejero más cercano al rey Roland, y por este motivo, el mago estuvo en un principio satisfecho.

    4

    A pesar de que Roland llegó a amar a su esposa, nunca pudo habituarse a aquella ac-tividad que la mayoría de los hombres consideran placentera, ese acto que produce desde el más vulgar de los aprendices de cocinero hasta el heredero del trono más encumbrado. Roland y Sasha dormían en lechos separados, y él no la visitaba muy a menudo.
    Sus visitas no pasaban de cinco o seis al año, y en algunas de esas ocasiones ningún hierro se forjaba en la fragua, a pesar de los cada vez más potentes brebajes de Flagg y de la persistente dulzura de Sasha.
    De cualquier modo, cuatro años después de la boda. Peter fue engendrado en el lecho de la reina. Y en aquella única noche, a Roland no le fue necesario el brebaje de Flagg, ese líquido verde y espumoso que siempre le ocasionaba una extraña sensación en la cabeza, como si se volviera loco. Aquel día había estado cazando en las Reservas con doce de sus hombres. La caza era la actividad que siempre le había gustado más a Roland: el aroma del bosque, el tonificante gustillo del aire los sonidos del cuerno de caza y la sensación que le producía el arc cada vez que disparaba una certera flecha. En Delain se conocían la armas de fuego pero su uso era poco frecuente, ya que se consideraba bajo y despreciable cazar con un tubo de hierro.
    Sasha se encontraba leyendo en su lecho cuando Roland apareció con barbado y ru-bicundo rostro encendido; ella apoyó el libro sobre el pecho y escuchó arrobada el relato, adornado por sus gesticulantes manos. Poco antes de concluir, Roland se alejó unos pasos para mostrarle cómo había estirado la cuerda del arco y dejado volar a Ensartadora de Ad-versarios, la gran flecha de su padre, a través del estrecho y encerrado valle. Al hacer esto, Sasha rió y aplaudió, con lo cual logró ganarse su corazón.
    En las Reservas del Rey ya no quedaba mucho por cazar. Por aquellos días era muy raro hallar allí un ciervo de tamaño regular, y nadie había visto a un dragón desde tiempos inmemoriales. La mayoría de los hombres se hubiesen reído ante la sugerencia de que to-davía podría existir en ese bosque doméstico tal criatura mitológica. Pero entonces, una hora antes de que se pusiera el sol y cuando Roland y su grupo ya se disponían a regresar, eso fue exactamente lo que encontraron...
    O mejor dicho, lo que les encontró a ellos.
    El dragón salió de entre la maleza con estrépito y a tropezones; sus escamas relucían con un color verde cobrizo y echaba humo por las narices sucias de hollín. No se trataba de un dragón pequeño, sino de un macho justo antes de mudar de piel por primera vez. La mayoría de los hombres del séquito se quedaron estupefactos, incapaces siquiera de dispa-rar una flecha o de moverse.
    El dragón observó a la partida de caza y comenzó a batir sus alas, mientras sus ojos, normalmente verdes, se tornaban amarillentos. No existía peligro alguno de que el dragón se escapara volando, pues hacían falta otros cincuenta años y dos cambios más de piel para que sus alas estuvieran lo bastante desarrolladas y le sostuviesen en el aire; pero las mem-branas que las mantenían adheridas al cuerpo hasta la edad de diez o doce años habían desaparecido, así que con un simple aleteo derribó de su montura al cazador que guiaba la partida, arrancándole el cuerno de la mano.
    Roland fue el único que no se vio pasmado en una total inmovilidad, y a pesar de que era demasiado modesto para decírselo a Sasha, los escasos movimientos que realizó a con-tinuación estuvieron impregnados de verdadero heroísmo, con el deleite de un deportista por el golpe mortal. Si no hubiera sido por la pronta reacción de Roland, el dragón habría asado vivos a casi todos los componentes del sorprendido grupo.
    Hizo retroceder a su caballo unos cinco pasos y ajustó una flecha en su gran arco. Es-tiró y disparó. La saeta fue a dar directamente en la diana, el punto blando parecido a una branquia que se encontraba debajo de la garganta del dragón y por donde penetraba el aire para producir fuego. El monstruo se desplomó muerto con una última bocanada ardiente que dejó en llamas todos los arbustos que se hallaban a su alrededor. Los escuderos se apresuraron a apagarlas, unos con agua, otros con cerveza, la mayor parte de esa orina era en realidad cerveza ya que cuando Roland salía de caza la llevaba consigo en gran cantidad y no la escatimaba en absoluto.
    El fuego estuvo apagado en cinco minutos, el dragón fue destripado en quince. Cuando sus tripas se hallaban ya sobre la tierra, aún era posible hacer hervir una tetera encima de las humeantes ventanillas de su nariz. El goteante corazón de nueve cavidades fue llevado ante Roland con gran ceremonia. Siguiendo la costumbre, se lo comió crudo y lo encontró delicioso. Lo único que le causaba pesar era saber que probablemente jamás volvería a tener otro.
    Quizás había sido el corazón del dragón lo que le puso tan vigoroso aquella noche. Tal vez sólo se tratase del júbilo por la caza y por haber actuado rápida y serenamente mientras todos los demás permanecían sentados, paralizados en sus monturas (a excepción, por supuesto, del cazador guía, que se quedó paralizado sobre su espalda). Cualquiera que fuese la razón, cuando Sasha aplaudió y exclamó, "Muy bien hecho, mi bravo esposo”, Roland se lanzó directo a su lecho. Sasha le recibió con los ojos bien abiertos y una sonrisa que reflejaba su propio triunfo. Aquella noche fue la primera y única vez que Roland gozó sobrio con el abrazo de su mujer. Nueve meses después, uno por cada cavidad del corazón del dragón, Peter nació en aquel mismo lecho, y en el reino hubo regocijo. El trono ya tenía un heredero.

    5

    Probablemente vosotros pensáis, si es que por casualidad os habéis detenido a pensar sobre todo este asunto, que, después del nacimiento de Peter, Roland debía dejar de beber el extraño brebaje verde que le preparaba Flagg. No fue así. Aún lo tomaba de cuando en cuando. Lo hacia porque amaba a Sasha y deseaba complacerla. En ciertos lugares la gente supone que sólo los hombres disfrutan del sexo, y que la mujer se sentirá agradecida si la dejan en paz. Los habitantes de Delain, sin embargo, no sostenían ideas tan peculiares. Daban por sentado que una mujer gozaría normalmente con aquel acto que producía las criaturas más agradables de la tierra. Roland se daba cuenta de que, en este aspecto, no atendía a su esposa como ella se merecía, así que resolvió ser lo más atento posible, aunque tuviera que tomar el brebaje de Flagg. Únicamente el mago sabía cuán esporádicas eran las visitas del rey al lecho de la reina.
    El día de Año Nuevo, cuatro años después del nacimiento de Peter, una gran tempes-tad de nieve cayó sobre Delain. Fue la más fuerte que se pudiera recordar, salvo una, acerca de la cual les hablaré más adelante.
    Siguiendo un impulso que ni él mismo podía explicarse, Flagg preparó para el Rey una mezcla el doble de poderosa. Por lo visto había algo en el viento que le impelía a hacerlo. Era usual que Roland mostrase una mueca debido a su desagradable sabor y que incluso lo apartara a un lado; pero la excitación debida a la tempestad había hecho que la fiesta de Año Nuevo fuese especialmente disoluta, y Roland estaba demasiado bebido. Las llamas del fogón le recordaron la explosiva exhalación del dragón al morir, y brindó muchas veces por la cabeza, la cual se hallaba colgada de la pared. Así que se bebió toda la poción verde de un solo trago, y una lujuria perversa se apoderó de él. De inmediato abandonó el refectorio y fue a visitar a Sasha. Mientras trataba de hacerle el amor, Roland la lastimó.
    —Por favor, esposo —exclamó sollozando.
    —Lo siento —masculló Roland—. Uff...
    Se quedó profundamente dormido a su lado, y permaneció inconsciente durante las siguientes veinte horas. Ella nunca olvidó el hedor de su aliento. Un olor parecido a carne putrefacta, un olor a muerte. Sasha se preguntó qué habría estado comiendo... o bebiendo.
    Roland jamás volvió a probar el brebaje de su consejero; pero de todas formas, Flagg ya estaba bien satisfecho. Al cabo de nueve meses, Sasha dio a luz a Thomas, su segundo hijo. Ella murió durante el alumbramiento. Estas cosas suceden, por supuesto, y si bien todos se entristecieron, nadie pareció realmente sorprendido. Creían estar enterados de lo que había ocurrido. Pero las únicas personas del reino que verdaderamente conocían las circunstancias de la muerte de Sasha eran Anna Crookbrows, la partera, y Flagg, el mago del rey. Finalmente, la actitud entrometida de Sasha había acabado con la paciencia de Flagg.
    6
    Cuando falleció su madre, Peter tenía tan sólo cinco anos; pero la recordaba profun-damente. Guardaba de ella la imagen de una persona dulce, tierna, cariñosa, llena de com-pasión. Pero era la suya una temprana edad, y la mayoría de sus recuerdos no aparecían demasiado precisos. No obstante, conservaba en su memoria uno muy vívido, que consistía en un reproche que ella le había hecho. Mucho después la memoria de aquel reproche se convirtió para él en algo esencial. Tenía que ver con su servilleta.
    El día primero de cada quinto mes, se organizaba un festín en la corte para celebrar los cultivos primaverales. Cuando cumplió los cinco años, a Peter le fue permitido asistir. Según la costumbre, Roland debía sentarse a la cabecera de la mesa, el heredero del trono a su lado derecho, la reina al otro extremo de la mesa. El resultado práctico de esto sería que, durante la comida, Peter estaría fuera de su alcance, por lo que Sasha le instruyó meticulo-samente de antemano acerca de cómo comportarse. Deseaba que Peter causara buena im-presión y que fuese cortés. Además, ella sabía que durante la comida él iba a tener que arreglárselas solo, debido a que su padre carecía por completo de buenos modales.
    Algunos de vosotros quizás os preguntéis por qué recaía sobre Sasha la tarea de tener que enseñar buenos modales a Peter. ¿Acaso el niño no tenía una institutriz? (Si, tenía dos.) ¿Carecía el pequeño príncipe de sirvientes que estuvieran a su exclusivo servicio? (Bata-llones de ellos.) El truco no consistía en lograr que estas personas se ocuparan de Peter, sino en mantenerlas alejadas. Sasha deseaba criarlo por su cuenta, al menos en todo lo que le fuera posible. Poseía ideas muy precisas respecto a cómo debía ser educado su hijo. Le amaba profundamente y quería estar con él por sus propias razones egoístas, pero también entendía que tenía una importante responsabilidad en lo referente a la educación de Peter. Algún día el niño seria rey y, por encima de cualquier otra cosa, Sasha deseaba que fuera bueno. Un buen niño, pensaba, será un buen soberano.
    Los grandes banquetes celebrados en la Sala del Rey no eran acontecimientos muy elegantes, y la mayoría de las nodrizas no se preocuparían demasiado por los modales del niño en la mesa. ¡Para qué, si será rey! seguro que dirían, un poco afectadas por la idea de tener que corregirle en asuntos tan triviales. ¿A quién te importará si derrama la salsera? ¿A quién le importará si mancha su gorguera, o incluso si se limpia las manos con ella? ¿Acaso en los viejos tiempos el rey Alan a veces no vomitaba en su plato y luego le orde-naba al bufón de su corte que se acercara para "beber la rica sopa caliente” ¿Acaso el rey John no arrancaba de un mordisco la cabeza de las truchas vivas y luego introducía sus movedizos cuerpos en los corpiños de las criadas? ¿Terminaría este banquete como sucedía en la mayoría de ellos, con los participantes arrojándose la comida unos a otros a través de la mesa?
    Indudablemente esto sucedería; pero cuando las cosas degenerasen hasta llegar a la fase dedicada a lanzar comida, haría rato que Peter y ella se habrían retirado. Lo que le preocupaba a Sasha era esa actitud de a quién le importará. Ella pensaba que era el peor de los conceptos que se le podía inculcar a un niño destinado a ser rey.
    Así que Sasha instruyó meticulosamente a Peter, y le observó con suma atención du-rante la noche del banquete. Más tarde, cuando él yacía adormilado en su lecho fue la hablarle.
    Como Sasha era una buena madre, primero le felicitó cariñosamente por su compor-tamiento y sus buenos modales; lo cual era cierto, ya que por lo general éstos habían sido ejemplares. Pero Sasha sabía que nadie se tomaría la molestia de corregirle sus errores a no ser que lo hiciese ella misma, y que no debía dejar de hacerlo ahora, en aquellos pocos años en los cuales él la idolatraba. Así que cuando terminó de felicitarle, le dijo:
    —Has cometido un error, Peter, y me gustaría que jamás volviera a repetirse.
    Peter se hallaba acostado en su lecho, mirándola seriamente con sus ojos de color azul oscuro.
    —¿Qué he hecho, madre?
    —No has usado tu servilleta —le contestó—. La dejaste doblada al lado de tu plato, y eso fue algo que me apenó ver. Comiste el pollo asado con los dedos, y eso estuvo bien, ya que así es como lo hacen los hombres. Pero cuando terminaste, vi que te limpiabas los dedos en la camisa, lo cual no es correcto.
    —Pero si padre... y el señor Flagg... y los demás nobles...
    —¡Despreocúpate de Flagg y de todos los nobles de Delain! –gritó Sasha con tanta fuerza que Peter se encogió un poco en su cama, pues se sentía atemorizado y avergonzado por haberle hecho aparecer a su madre aquellas rojeces en las mejillas.
    —Todo lo que haga tu padre es correcto, puesto que él es el rey, y cuando tú lo seas, también será correcto todo cuanto hagas. Pero Flagg no es el rey, no importa lo mucho que le gustaría serlo, y los nobles no son reyes, y tú todavía no eres rey, sino sólo un niño que se olvida de sus buenos modales.
    Sasha vio que estaba atemorizado, de modo que le sonrió poniendo la mano sobre su frente.
    —Tranquilízate, Peter —le dijo—. No se trata de nada grave, sin embargo es impor-tante, porque, a su debido tiempo, tú serás el rey. Ahora corre y trae tu pizarra.
    —Pero ya es la hora de dormir...
    —Despreocúpate también de la hora de dormir. Eso puede esperar. Trae tu pizarra.
    Peter corrió en busca de lo que su madre le pedía.
    Sasha cogió la tiza sujeta a un lado y escribió con cuidado tres letras.
    —Peter, ¿puedes leer esta palabra?
    Peter asintió. Él sólo sabía leer unas cuantas palabras, si bien conocía casi todas las Letras Mayores. Esta resultó ser una de esas palabras.
    —Ahí dice DIOS.
    —Sí, en efecto. Ahora escríbela al revés y mira a ver lo que descubres.
    —¿Al revés? —dijo Peter dudando.
    —Si, por supuesto.
    Peter escribió en la pizarra con letras vacilantes, debajo de la exquisita caligrafía de su madre. Se sorprendió al descubrir otra de las pocas palabras que era capaz de leer.
    —¡PERRO! ¡Mamá, dice perro !
    —Así es. Dice perro.
    La tristeza con que pronunció estas palabras hizo que Peter dominara en seguida su excitación. Su madre señaló las palabras DIOS y PERRO.
    —Estas son las dos naturalezas del hombre —dijo—. No las olvides jamás, porque algún dia tú serás rey y los reyes crecen y se hacen altos e imponentes; tan altos e impo-nentes como los dragones tras su noveno cambio de piel.
    —Padre no es alto e imponente —objetó Peter.
    A decir verdad, Roland era bajo y algo patizambo. También le colgaba una barriga debido a las grandes cantidades de cerveza y de aguamiel que había consumido.
    Sasha sonrió.
    —Sin embargo, lo es. ¡Los reyes crecen de forma invisible Peter, y ello sucede de una sola vez, tan pronto como empuñan el cetro y reciben sobre su cabeza la corona en la Plaza de la Aguja!
    —¿De verdad?—Los ojos de Peter se abrieron por completo.
    Él pensaba que se habían desviado del tema referente a su equivocación de no utilizar la servilleta durante el banquete pero no le afligía ver que aquel asunto embarazoso era dejado a un lado y lo sustituía uno tan interesante. Por otra parte, había decidido que jamás se olvidaría de usar su servilleta; si eso era importante para su madre, también lo era para él.
    —Claro que si. Los reyes llegan a hacerse terriblemente grandes, y por esa razón de-ben ser especialmente cuidadosos, ya que una persona grande puede aplastar con su pie a otra más pequeña con sólo salir a dar un paseo, o al girarse, o al sentarse apresuradamente en el lugar inadecuado. Los reyes malvados hacen estas cosas a menudo. Creo que incluso los buenos no pueden evitar hacerlas de vez en vez.
    —Me parece que no lo entiendo...
    —Entonces escucha lo que te voy a decir. —Sasha dio unas palmaditas en la piza-rra—. Nuestros predicadores dicen que la naturaleza humana es parte de Dios y parte del Viejo Splitfoot. ¿Sabes quién es el Viejo Splitfoot , Peter?
    —Es el diablo.
    —Si. Pero existen pocos diablos fuera de las historias inventadas, Peter; la mayoría de las personas malas se parecen más a los perros que a los diablos. Los perros son amisto-sos pero estúpidos, y ése es el comportamiento de muchos hombres y mujeres si están bo-rrachos. Cuando los perros se hallan excitados y desconcertados, pueden morder; cuando los hombres se encuentran excitados y desconcertados, pueden pelear. Los perros son exce-lentes mascotas porque son fieles, pero si un hombre se comporta como una mascota, para mi es un hombre malo. Los perros pueden ser valientes, mas también son capaces de ser cobardes, de aullar en la oscuridad o de huir del peligro con el rabo entre las piernas. Un perro tiene tantos deseos de lamer la mano de un amo cruel como la de un amo bondadoso, debido a que no saben diferenciar el bien del mal. Un perro puede comer desperdicios, vomitar aquello que su estómago rechaza, y luego ir a buscar más.
    Sasha permaneció en silencio durante unos instantes, quizás imaginando lo que su-cedía en ese mismo momento en la sala de banquetes: hombres y mujeres borrachos rién-dose estrepitosamente, arrojándose comida unos a otros, y de tanto en tanto girándose para vomitar en el suelo junto a sus sillas. Roland era igual que ellos, y en ciertas ocasiones esto la ponia muy triste, pero no lo juzgaba ni lo censuraba por ello. Era su manera de ser. Él podría prometerle reformarse para complacerla, y seguro que lo haría, pero después de eso no seria el mismo hombre.
    —Peter, ¿eres capaz de comprender estas cosas?
    Peter asintió con la cabeza.
    —¡Magnifico! Ahora dime —Sasha se inclinó sobre él—: ¿Acaso los perros usan servilleta?
    Humillado y avergonzado, Peter bajó la mirada hacia el cubrecamas y meneó la ca-beza. La conversación no se había desviado tanto como él creyó en un principio. Quizá debido a que la velada había sido muy intensa y ahora se sentía muy cansado, las lágrimas aparecieron en sus ojos y se derramaron sobre sus mejillas. Luchó contra los sollozos que pugnaban por salir. Los encerró en su pecho. Sasha se dio cuenta de esto y se quedó admi-rada.
    —Precioso mío, no llores por una servilleta no empleada —dijo—, ya que ésa no era mi intención. —Sasha se levantó, dejando ver su abultado vientre de embarazada—. Por otra parte, tu comportamiento ha sido ejemplar. Cualquier madre del reino se sentiría orgu-llosa de un hijo que se hubiese conducido sólo la mitad de bien, y mi corazón está lleno de admiración por ti. Sólo te digo estas cosas porque soy la madre de un príncipe. En ciertas ocasiones esto se torna difícil, pero no puede ser modificado, y a decir verdad, si yo pudie-ra no lo cambiaría. Recuerda que algún día la vida de otros dependerá de cada uno de tus actos; incluso puede que de los sueños que hayas tenido mientras dormías. Quizá la vida ajena no dependa de que hayas usado o no la servilleta después de comer pollo asado..., pero podría ocurrir. Podría ocurrir. A veces, la vida depende de mucho menos. Lo único que te pido es que, en todo lo que hagas, trates de utilizar el lado civilizado de tu naturale-za. El lado bueno, el lado de Dios. ¿Me prometes que lo harás, Peter?
    —Lo prometo.
    —Entonces no hay por qué preocuparse. —Sasha le besó suavemente—. Por fortuna, yo soy joven y tú también lo eres. Seguiremos hablando sobre estas cosas cuando adquieras mayor comprensión.
    Jamás volvieron a hacerlo, pero Peter nunca se olvidó de la lección y siempre usó la servilleta, aunque no lo hicieran quienes le rodeaban.
    7
    Entonces Sasha murió.
    Si bien poco queda de su participación en esta historia, aún hay una última cosa que vosotros deberíais saber de ella: Sasha tenía una casa de muñecas muy amplia y muy bonita, casi un castillo en miniatura. Cuando se acercó el momento de su casamiento, juntó todo el ánimo que pudo, pero estaba triste por tener que dejar todo y a todos en la gran casa de la Baronia Occidental en la que se había criado; también se hallaba un poco nerviosa. Y le dijo a su madre:
    —Nunca antes estuve casada y no sé si me va a gustar.
    Pero de todas las cosas infantiles que tuvo que dejar, la que más añoraba era la casa de muñecas que había tenido desde su niñez.
    Roland, que era un hombre bondadoso, descubrió esto por casualidad, y a pesar de que él también se encontraba nervioso con respecto a su vida futura (después de todo, él tampoco jamás se había casado), encontró el tiempo necesario para encargarle a Quentin Ellender, el mejor artesano de toda la comarca, que construyese para su nueva esposa una nueva casa de muñecas.
    —Quiero que sea la más bonita que una joven dama haya tenido —le dijo a Ellen-der—. Deseo que, al mirarla por primera vez, ella se olvide de su vieja casa de muñecas.
    Como todos vosotros sin duda ya habréis imaginado, si Roland hablaba en serio, aquello no era más que un disparate. Jamás se olvida un juguete que de niños nos ha hecho sumamente felices, incluso si ese juguete es remplazado por otro mucho más bonito. Sasha no olvidó su vieja casa de muñecas, pero se quedó muy impresionada con la nueva. A nadie que no fuese un completo idiota podía dejar de sucederle. Todos cuantos la vieron opinaron que era el mejor trabajo de Quentin Ellender; y posiblemente lo fuera.
    Se trataba de una casa de campo en miniatura, muy parecida a la de la ondulada Ba-ronía Occidental en la cual había vivido con sus padres. ¡Todo en ella era pequeño, pero construido de una forma tan diestra que uno podría jurar que todo funcionaba... y en reali-dad lo hacían muchos de los objetos!
    La hornilla, por ejemplo, era capaz de calentar, e incluso se podían cocinar en ella pequeñas cantidades de comida. Si se le ponía un trozo de carbón no más grande que una cajita de cerillas, ardería durante el día entero... y si uno introducía su torpe dedo de perso-na adulta en la cocina y por casualidad la tocaba cuando se hallaba encendida, recibía una quemadura de cuidado. Allí no había ni grifos ni retretes con agua corriente, ya que en el reino de Delain no conocían tales cosas (y siguen sin conocerlas); pero si se era muy hábil, se podía extraer agua de una bomba manual no más alta que nuestro dedo meñique. Había un cuarto de costura con una rueca que hilaba y un telar que real mente tejía. Si se pulsaban las teclas con un palillo, la espineta de la sala emitía los mismos sonidos que una verdadera. Las personas que vieron todo esto dijeron que era un milagro, y que seguramente Flagg debía de estar relacionado con ella de algún modo. Cuando esos comentarios llegaron a oídos del mago, él se limitó a sonreír y permaneció callado. No tenía nada que ver con la casa de muñecas; a decir verdad, lo consideraba una idea tonta, pero también sabia que no siempre era necesario ir por ahí proclamando lo maravilloso que uno era para alcanzar la grandeza. A veces todo lo que había que hacer era mostrarse prudente y mantener la boca cerrada.
    La casa de muñecas de Sasha tenía verdaderas alfombras de Kashamin, cortinas de genuino terciopelo, vajilla de auténtica porcelana china; el gabinete refrigerado realmente mantenía las cosas frías. El revestimiento del recibidor y de la sala principal era de cálida madera de tamarindo. Todas las ventanas tenían cristales y un montante de varios colores lucia sobre las amplias puertas de entrada.
    En conjunto era la casa de muñecas más deliciosa con la que un niño podía llegar a soñar. Cuando fue presentada durante la fiesta de bodas, Sasha aplaudió con verdadero deleite y dio las gracias a su esposo por el regalo. Más tarde se dirigió al taller de Ellender y no sólo le expresó su gratitud, sino que le hizo una profunda reverencia, un hecho casi sin precedentes, pues en aquellos tiempos las reinas no reverenciaban a un simple artesano. Roland se sintió complacido y Ellender, cuya vista se había debilitado notablemente en la consecución del proyecto, se conmovió en sumo grado.
    Pero aquella maravilla no hizo que se olvidase de la vieja y querida casa de muñecas que había quedado en su hogar, en cierto modo ordinaria si se la comparaba con la nueva, pero ante la cual no se pasó jugando tantas tardes lluviosas, reacomodando los muebles, encendiendo la hornilla y observando el humo que salia de la chimenea, mientras imaginaba que se estaba sirviendo un importante té social o que se iba a celebrar un gran banquete en honor de la reina, como lo había hecho antaño, incluso siendo una mujercita de quince y dieciséis años. Una de las razones era muy simple. No resultaba divertido organizar una supuesta fiesta a la cual asistiría la reina cuando la reina era ella misma. Y quizás esa sola razón explicaba todas las demás. Ahora ya era adulta y había descubierto que serlo no tenía nada que ver con la idea que se había forjado siendo una niña pequeña. En aquel entonces ella pensaba que cierto día simplemente tomaría la decisión de dejar para siempre sus ju-guetes, sus pasatiempos y sus invenciones. Pero se dio cuenta que nada de eso había suce-dido. En su lugar, descubrió que el interés simplemente se iba debilitando. Fue desapare-ciendo poco a poco, hasta que el polvo de los años cubrió el brillo de los placeres de la infancia, y éstos fueron olvidados.
    8
    Peter, un niño pequeño que algún dia sería rey, poseía docenas de juguetes; no, a de-cir verdad, eran miles. Tenía cientos de soldados de plomo con los cuales organizaba grandes batallas, y docenas de caballos de juego. Disponía de pasatiempos, pelotas, bochas y canicas. Era dueño de unos zancos que le hacían medir más de un metro y medio. También poseía un palo con resorte que le permitía brincar, y todo el papel para dibujar que quisiera, en una época en que el papel era muy difícil de hacer y sólo la gente adinerada podía permitirse el lujo de usarlo.
    Pero de todos los juguetes que había en el castillo, el que más le gustaba era la casa de muñecas de su madre. Nunca conoció la que había en la Baronia Occidental, asi que para él ésta era la mejor de las casas de muñecas. Se pasaba las horas muertas sentado delante de ella mientras afuera llovía a cántaros, o el viento invernal aullaba en un gélido pasaje cubierto de nieve. Cuando cayó enfermo con "tatuaje de niños" (una enfermedad que nosotros llamamos varicela), uno de los criados se la llevaba en una mesa especial que colocaba sobre su cama. Jugó con ella sin cesar hasta que se puso bien.
    Le gustaba imaginarse a las diminutas personas que podrían ocupar aquella vivienda; a veces eran tan reales que casi podía verlas. Hablaba por ellas con diferentes voces e in-ventaba todo el resto. Ellos eran la familia del rey. Estaba el rey Roger, que era valiente y poderoso (si bien no muy alto y un poco patizambo), y que en cierta ocasión había matado a un dragón. Estaba la hermosa reina Sarah, su esposa, y también había un niño pequeño, llamado Petie, que 10s amaba y era amado por ellos. Sin contar, por supuesto, con todos los criados que inventaba para que hicieran las camas, alimentaran el fuego, trajeran el agua, hicieran las comidas y cosieran la ropa.
    Quizá por ser varón, algunas de las historias que ideaba para la casa fueron un poco más sanguinarias que las que inventaba Sasha cuando era pequeña. En una de ellas, los piratas de Anduan rodeaban a la casa, esperando entrar para matar a toda la familia. Hubo una pelea famosa. Docenas de piratas fueron aniquilados, pero al final eran demasiados. Cuando se preparaban para el ataque decisivo, llegó la Guardia Personal del Rey (aquí intervenían los soldados de plomo de Peter) y acabó con todos esos brutales filibusteros de Anduan. En otra historia, una nidada de dragones prorrumpió procedente de un bosque cercano (por lo general el bosque cercano estaba debajo del sofá de Sasha situado cerca de la ventana), con la intención de quemar la casa con su furibundo hálito. Pero Roger y Petie se apresuraron en empuñar sus arcos y mataron a todos. Hasta que la tierra quedó negra debido a su repulsiva sangre corrompida. Aquella noche durante la cena, Peter le dijo esto a su padre el rey, cosa que Roland aprobó con estrépito.
    Tras la muerte de Sasha, Flagg le dijo a Roland que a él no le parecía bien que un niño jugara con una casa de muñecas. No por ello se convertiría en un afeminado, insinuó Flagg, pero podría ocurrir. Ciertamente, no seria positivo que el cuento llegara a oídos del populacho. Y las historias de esa clase siempre llegaban. El castillo estaba repleto de cria-dos. Los criados lo veian todo, y luego se iban de la lengua.
    —Sólo tiene seis años —replicó Roland molesto.
    Flagg, con sus conjuros y su pálido y severo rostro escondido bajo la capucha, siem-pre le hacia inquietarse.
    —Majestad, tiene la edad suficiente para comenzar a disciplinar a un niño de acuerdo con sus funciones futuras —dijo Flagg—. Pensad bien en ello. Vuestra decisión será, como siempre, la más adecuada.
    Pensad bien en ello, había dicho Flagg, y eso fue exactamente lo que hizo el rey Ro-land. Creo que es justo decir que, durante los veintitantos años que reinó en Delain, nunca tuvo que pensar con tanta intensidad.
    Probablemente, esto a vosotros os parecerá extraño, si es que habéis meditado acerca de todas las obligaciones que tiene un rey: asuntos de importancia como poner impuestos sobre unas cosas y quitarlos de otras; declarar o no la guerra; perdonar o condenar. Voso-tros os preguntaréis, ¿qué tenía que ver con todas estas decisiones permitir o no a un niño pequeño jugar con una casa de muñecas?
    Quizá nada, quizá mucho. Dejaré que vosotros mismos saquéis una conclusión. Yo os contaré que Roland no era el más inteligente de los reyes que habían gobernado en Delain. Pensar correctamente siempre significaba para él un duro esfuerzo. Le daba la impresión de que por su cabeza rodaban grandes piedras. Sus ojos lagrimeaban y sus sienes palpitaban. Cuando pensaba profundamente, la nariz se le obstruía.
    De niño, sus estudios de composición, matemáticas e historia, le daban tal dolor de cabeza que se le permitía finalizar a las doce para que se dedicara a lo que quisiera, que era cazar. Se esforzó muy duramente por ser un buen rey, pero tenía la sensación de que nunca seria lo bastante bueno, o lo bastante inteligente, como para resolver los problemas del reino o para tomar las decisiones correctas, y sabia que si se equivocaba, el pueblo iba a sufrir por su culpa. Si él hubiese escuchado lo que Sasha le dijo a Peter, después del banquete, acerca de los reyes, sin duda estaría completamente de acuerdo. Los monarcas realmente eran más grandes que las demás personas y, en muchísimas ocasiones, Roland deseaba ser más pequeño. Si alguna vez en vuestra vida os habéis preguntado seriamente si seríais lo bastante buenos como para lograr cierto objetivo, entonces podéis saber cómo se sentía Lo que tal vez no sepáis es que después de un tiempo, tales temores comienzan a alimentarse a si mismos. Incluso si ese sentimiento de que no sois buenos para realizar determinado trabajo no es verdadero desde un principio, con el tiempo se hará realidad. Esto le sucedió a Roland, y con el paso de los años cada vez fue dependiendo más y más de Flagg. En ocasiones se sentía preocupado por la idea de que, salvo por el nombre, Flagg era rey en todo, pero estos temores sólo aparecían bien entrada la noche. Durante el día agradecía contar con el apoyo de Flagg.
    Si no fuera por Sasha, Roland podría haber sido mucho peor rey de lo que era, y eso se debía a que durante las noches en las que le costaba dormirse a veces escuchaba esa tenue voz que se acercaba mucho más a la verdad que sus agradecimientos diurnos. Flagg era el que realmente gobernaba en el reino, y Flagg era un hombre muy malvado. Por des-gracia, más adelante tendremos que hablar de él, pero por ahora dejaremos que se vaya, y en buena hora nos libremos.
    Sasha había logrado disminuir un poco el poder que Flagg ejercía sobre Roland. Sus consejos eran prácticos y acertados, y se comportaba con mucha mayor bondad y justicia que el mago, el cual nunca le cayó bien. Pocos en Delain lo apreciaban, y la mayoría tem-blaba sólo al oír su nombre; pero su antipatía era muy leve. Sus sentimientos hubiesen sido completamente diferentes si hubiera sabido con qué cuidado Flagg la vigilaba, y con qué creciente resentimiento la odiaba.
    9
    Una vez Flagg realmente intentó envenenar a Sasha. Esto sucedió después de que ella le había pedido a Roland que perdonara a un par de soldados desertores a los cuales Flagg quería que se decapitara en la Plaza de la Aguja. E1 había argumentado que los desertores eran un mal ejemplo. Si se permitía que uno o dos de ellos se quedaran sin el máximo castigo, lo más probable sería que otros trataran de imitarles. El único modo de disuadirlos, decía Flagg, era mostrándoles las cabezas de quienes lo habían intentado. Los posibles desertores observarían esas cabezas cubiertas con manchas de moscas y con la mirada fija y pensarían dos veces sobre la seriedad de su servicio al rey.
    Sin embargo, Sasha se enteró de los hechos a través de una de sus doncellas que Ro-land no conocía. La madre del muchacho mayor había caído gravemente enferma. La fami-lia estaba compuesta por tres hermanos y dos hermanas, todos de corta edad. Si el chico no hubiese abandonado el campamento, con el fin de llegar a su hogar y cortar leña para su madre, todos ellos se habrían muerto a causa del intenso frío del invierno de Delain. El mozo más joven había ido porque era el mejor amigo del mayor, y hermano por juramento. Sin su ayuda, habría tardado dos semanas en cortar leña suficiente para que su familia pu-diese pasar el invierno. Entre ambos y a toda marcha, el trabajo sólo duró seis días.
    Visto así el caso se presentaba de una manera diferente. Roland había amado mucho a su madre, y gustosamente hubiese dado su vida por ella. Así que hizo ciertas averigua-ciones y descubrió que la versión de Sasha era correcta. También descubrió que los deser-tores sólo se habían escapado luego de que un cruel sargento mayor se negara repetidas veces a transmitir a sus superiores su petición de licencia, y que tan pronto cortaron cuatro grandes haces de leña, regresaron al campamento, a pesar de que ambos sabían que les esperaba un juicio marcial y el hacha del verdugo.
    Roland los perdonó. Flagg inclinó la cabeza, sonrió, y dijo tan sólo:
    —Majestad, vuestra voluntad es la voluntad de Delain.
    Ni por todo el oro de los Cuatro Reinos hubiera permitido que Roland viese la terrible furia que sintió crecer en su corazón cuando sus propósitos fueron frustrados. El perdón concedido por Roland a los muchachos fue gratamente acogido en Delain, ya que muchos de sus súbditos conocían la verdad de los hechos y quienes la ignoraban se enteraron rápi-damente a través de los demás. El sabio y compasivo perdón de Roland a los dos mucha-chos fue recordado cuando se impusieron otros decretos menos humanos (los cuales, por regla general, eran ideas del mago). Pero todo esto a Flagg no le importaba. E1 quería haberlos visto muertos, y Sasha se había interferido. ¿Por qué Roland no se podría haber casado con otra? Jamás había conocido a ninguna de ellas, y no se interesaba para nada por las mujeres. ¿Por qué no otra?
    Bien, ya no tenía importancia. Flagg se sonrió ante el perdón, pero juró firmemente en su corazón que él asistiría a los funerales de Sasha.
    Esa misma noche, después de que Roland hubiera firmado el perdón, Flagg se dirigió a su tenebroso laboratorio situado en el sótano. allí se puso un pesado guante y cogió de una jaula una tarántula a la que conservaba desde hacia veinte anos alimentándola con ra-tones recién nacidos. Cada uno de estos ratones era previamente envenenado y se los daba a la araña moribundos; Flagg recurría a este método para incrementar la potencia del veneno de la propia araña, el cual ya de por si era terriblemente potente. La araña era tan grande como una rata y de color rojo sangre. Su abultado cuerpo se retorcía con maldad; el veneno goteaba de su aguijón y hacia humeantes agujeros en la mesa de trabajo de Flagg.
    —Ahora muere, mi preciosa, y acaba con la reina —susurró Flagg, estrujando mor-talmente a la araña en su guante, hecho de una malla de acero mágico que resistía el veneno. A pesar de ello, al irse a dormir aquella noche, la mano le palpitaba y la tenía roja e hinchada.
    El veneno del estrujado y deshecho cuerpo de la araña fue echado en una copa. Flagg vertió coñac sobre el mortífero liquido y luego lo revolvió. Cuando sacó la cuchara de la copa, su pala se hallaba torcida y deformada. Con sólo beber un sorbo, la reina caería ago-nizante en el suelo. Su muerte iba a ser rápida pero muy dolorosa, pensó Flagg con satis-facción.
    Sasha había tomado la costumbre de beber todas las noches un vaso de coñac, debido a que frecuentemente tenía problemas para dormirse.
    Flagg llamó a un sirviente para que viniera y le llevase la bebida.
    Sasha nunca supo lo cerca que estuvo de la muerte en aquella ocasión.
    Momentos después de haber elaborado el mortal brebaje, antes de que el sirviente hubiese llamado a la puerta, Flagg lo derramó en el sumidero que había en el centro de la habitación y se quedó escuchando el siseo y borbolleo mientras desaparecía por la tubería. Su rostro estaba contraído por el odio. Cuando acabó el murmullo, Flagg arrojó la copa de cristal con todas sus fuerzas en el rincón más lejano. Estalló como si fuera una bomba.
    El sirviente llamó a la puerta y fue recibido.
    Flagg señaló hacia donde brillaban los fragmentos.
    —He roto una copa —dijo—. Limpialo. Usa una escoba, idiota. Si llegas a tocar los pedazos, lo lamentarás.
    10
    Flagg había derramado el veneno en el sumidero en el último momento porque pensó que podía ser descubierto. Si Roland hubiese amado un poco menos a la joven reina, habría corrido el riesgo. Pero Flagg temía que Roland, herido por la muerte de su esposa, buscara vengarse, y no descansaría hasta encontrar al asesino y ver su cabeza empalada en la punta de la Aguja. Seria el único crimen que querría ver vengado, y no le importaría quién lo hubiera cometido. ¿ Pero acaso seria capaz de encontrar al asesino?
    Flagg pensó que si.
    Después de todo, la caza era lo que mejor se le daba a Roland.
    Así que Sasha se salvó, en esa oportunidad, gracias al temor de Flagg y al amor de su esposo. Y entretanto, el mago continuaba asesorando al rey en casi todos los asuntos.
    De cualquier modo, en lo referente a la casa de muñecas, podemos decir que Sasha salió vencedora, aun cuando para entonces Flagg ya había conseguido quitársela de encima.
    11
    No mucho después de que Flagg hiciera sus despectivos comentarios sobre las casas de muñecas y los afeminados reales, Roland se deslizó sin ser visto en el cuarto mañanero de la reina muerta y observó jugar a su hijo. Se quedó muy quieto al otro lado de la puerta, con la frente muy arrugada. Estaba pensando con mucha mayor intensidad de lo acostum-brado, y eso significaba que las piedras le rodaban por la cabeza y que tenía la nariz con-gestionada.
    Pudo ver que Peter utilizaba la casa de muñecas para contarse historias, para hacerlas veraces, y no había en ellas nada que pudiera llamarse afeminado. Eran historias sangrientas y amenazantes, con ejércitos y dragones. En otras palabras, eran historias al gusto del rey. Roland descubrió en él un nostálgico deseo de unirse a su hijo, ayudarle a idear aventuras aún mejores, en las cuales aparecieran la casa de muñecas, su fascinante contenido y su familia inventada. Sobre todo, se dio cuenta de que Peter utilizaba la casa de muñecas de Sasha para mantener a su madre viva en su corazón. Roland no dudó en dar su aprobación a esto, ya que él mismo añoraba a su esposa con dolor. A veces se sentía tan solo que casi lloraba. Los reyes, desde luego, no lloran..., y si, en una o dos ocasiones después de la muerte de Sasha, él se despertaba con la funda de su almohada empapada, ¿qué había con eso?
    El rey abandonó la habitación con tanto sigilo como había llegado. Peter no lo vio en ningún momento. Roland pasó en vela casi toda la noche, meditando seriamente sobre lo que había visto, y pese a que para él era difícil soportar la desaprobación de Flagg, lo vio a la mañana siguiente en el transcurso de una audiencia privada, antes de que su decisión se debilitara, y le comunicó que luego de haber pensado mucho sobre el asunto había decidido que a Peter debía permitírsele jugar con la casa de muñecas todo lo que quisiera. Dijo que a él le parecía que aquello no le hacia ningún mal al niño.
    Una vez expresado esto, se acomodó inquieto esperando la refutación de Flagg. Pero nada de eso ocurrió. El consejero se limitó a alzar las cejas, lo que apenas pudo ver Roland dentro de las sombras de la capucha que siempre tenía puesta.
    —Majestad —dijo—, vuestra voluntad es la voluntad del reino.
    Por el tono de su voz, Roland podía darse cuenta de que a Flagg su decisión le parec-ía incorrecta; pero también le decía que el mago no iba a discutirla. Se sintió profundamente aliviado por haberse impuesto con tanta facilidad. Cuando unas horas más tarde, Flagg le sugirió que los campesinos de la Baronía Oriental podían pagar impuestos más elevados a pesar de que la sequía del año anterior les había destruido casi toda la cosecha, Roland asintió con vehemencia.
    En verdad, que el viejo tonto (Flagg pensaba que asi Roland estaría absorto en sus pensamientos) fuera en contra de sus deseos en el asunto de la casa de muñecas era secun-dario para el mago. Lo importante era el alza de los impuestos en la Baronía Oriental. Además, Flagg poseía un profundo secreto, el cual le ocasionaba gran placer. Después de todo, finalmente había conseguido asesinar a Sasha.
    12
    En aquellos días, cuando la reina o una mujer de estirpe real se hallaban a punto de dar a luz, se hacia llamar a una comadrona. Los doctores eran todos hombres, y no se per-mitía que ningún hombre estuviera presente durante el parto. La comadrona que había ayu-dado a nacer a Peter se llamaba Anna Crookbrows, del Tercer Callejón Sur. Cuando le tocó nacer a Thomas, fue llamada de nuevo. Para el tiempo del segundo parto de Sasha, Anna ya había pasado los cincuenta y era viuda. Tenía un hijo que a los veinte años contrajo el "mal del temblor", una enfermedad que siempre acababa con sus victimas en medio de terribles dolores y luego de varios años de sufrimiento.
    Ella amaba mucho a aquel hijo, y cuando ya no quedó ninguna esperanza para curarle, se dirigió a Flagg. Esto había sucedido diez años antes, ninguno de los dos príncipes vivía aún y Roland era un soltero real. El mago la recibió en sus húmedas habitaciones del sótano, cercanas a las mazmorras. Durante su entrevista, la intranquila mujer podía oír de tanto en tanto los gritos aislados de aquellos que no veían la luz del sol desde hacía años y años. Y con un estremecimiento pensó que si las mazmorras se encontraban cerca, también lo debían de estar las cámaras de tortura. La estancia de Flagg no la tranquilizaba lo más mínimo. En el suelo había extraños dibujos hechos con tizas de todos colores. Al parpadear, le pareció que los diseños se modificaban. De un largo y negro grillete colgaba una jaula con un loro bicéfalo que graznaba y a veces se hablaba a si mismo, una cabeza decía algo y la otra le respondía. Un montón de libros gastados la miraban ceñudamente desde las estanterías. Las arañas hilaban sus telas por los oscuros rincones. Del laboratorio provenía un extraño olor de mezclas químicas. Con todo, la mujer contó su historia entre tar-tamudeos y luego esperó en un angustioso silencio.
    —Yo puedo curar a tu hijo —afirmó Flagg finalmente.
    El feo rostro de Anna Crookbrows se transformó en algo casi bello debido a su alegr-ía.
    —¡Mi señor! —exclamó sin aliento, y como no se le ocurrió otra cosa, volvió a de-cir— ¡Oh, mi señor!
    Pero entre las sombras de su capucha, el pálido rostro de Flagg permaneció distante y meditativo, por lo cual ella volvió a sentir temor.
    —¿Qué eres capaz de dar a cambio por este milagro? —le preguntó.
    —Cualquier cosa —repuso ella, y hablaba en serio— ¡ Oh mi señor Flagg, cualquier cosa!
    —Te pediré a cambio un solo favor —dijo Flagg— ¿Estarás dispuesta a dármelo?
    —¡Gustosamente! Aún no sé de qué se trata, pero cuando llegue el momento, lo haré.
    Ella se había arrodillado delante del mago, y él se inclinó sobre ella.
    La capucha se le cayó hacia atrás, descubriendo un rostro en efecto terrible. Era el rostro descolorido de un cadáver, con agujeros negros en lugar de ojos.
    —Mujer, y si te niegas a mi petición...
    —¡No me negaré! ¡Oh mi señor, no me negaré! ¡No me negaré! ¡Lo juro por el nom-bre de mi querido esposo!
    —Entonces no te preocupes. Trae a tu hijo mañana por la noche, después de que haya oscurecido.
    A la noche siguiente, la mujer llevó al pobre muchacho, que temblaba y se estremecía; su cabeza giraba sin sentido, al igual que sus ojos. Sobre su mentón tenía una capa de baba. Flagg le acercó un frasco con una poción oscura, de color morado.
    —Dale a beber esto —le dijo—. Le producirá ampollas en la boca, pero cuida de que tome hasta la última gota. Luego, llévate al tonto de mi vista.
    La mujer le murmuró algo al muchacho. Cuando trató de inclinar la cabeza, sus con-vulsiones se recrudecieron durante unos instantes.
    Al acabar de beberse todo el brebaje, se dobló en dos, chillando.
    —Llévatelo de aquí —ordenó Flagg.
    —¡Si, llévatelo de aquí! —gritó una de las cabezas del loro.
    —¡Llévatelo, aquí no está permitido chillar! —vociferó la otra cabeza.
    La mujer se lo llevó a casa, segura de que Flagg lo había envenenado. Pero al otro día, el mal del temblor ya no habitaba en el cuerpo de su hijo y éste se hallaba curado.
    Pasaron los años. Cuando Sasha comenzó a tener los primeros dolores del parto de Thomas, Flagg llamó a la mujer y le susurró al oído. Estaban en las profundas habitaciones del mago, pero así y todo era preferible que aquella espantosa orden fuese muy queda.
    El rostro de Anna Crookbrows se tornó cadavérico, pero recordó las palabras de Flagg: si te niegas...
    ¿Acaso el rey no iba a tener dos hijos? Ella tenía sólo uno. Y si el monarca quería volver a casarse y tener aún más, que lo hiciera. Delain contaba con numerosas mujeres.
    Así que se dirigió a ver a Sasha, le dio ánimos y, en el momento decisivo, un pequeño cuchillo relució en su mano. Nadie se dio cuenta del diminuto corte que ella le hizo. Unos instantes después, Anna gritaba:
    —¡Empuje, mi reina! ¡Empuje, que el bebé ya sale!
    Sasha empujó. Thomas salió de ella tan suavemente como un niño deslizándose por un tobogán. Pero la sangre de Sasha manó a chorros sobre la sábana. Diez minutos después de que hubiera nacido Thomas, su madre estaba muerta.
    Y así Flagg ya no se interesó más por el trivial asunto de la casa de muñecas. Lo que ahora importaba era que Roland estaba envejeciendo, que ninguna reina entrometida se iba a interponer en su camino, y que había dos hijos entre los cuales optar. Peter era, por su-puesto, el mayor, lo cual en realidad no tenía mucha importancia. Si con el tiempo Peter resultaba inadecuado para los planes de Flagg, siempre se le podía quitar de en medio. Peter era sólo un niño, incapaz de defenderse a si mismo.
    Ya os he contado que durante todo su reinado, Roland nunca tuvo que pensar tan in-tensamente sobre algo como lo hizo acerca de aquella cuestión: si debía o no permitirle a Peter jugar con la casa de muñecas de Sasha, magníficamente acabada por el gran Ellender. Os dije que el resultado de todo aquel cavilar fue una decisión que contradijo los deseos de Flagg. También os dije que Flagg le otorgó a eso muy poca importancia. ¿Fue así? Esto es algo que vosotros deberéis resolver por vuestra cuenta, una vez que me hayáis escuchado hasta el final.
    13
    Ahora dejad que, en un abrir y cerrar de ojos, pasen de largo muchos años, pues una de las mejores cosas que tienen los cuentos es lo rápido que puede transcurrir el tiempo sin que nada notable esté sucediendo. En la vida real nunca es de ese modo, y probablemente sea un buen síntoma. El tiempo sólo pasa veloz en las historias, ¿y qué es una historia sino una especie de gran cuento en el que los siglos fugaces son sustituidos por años fugaces?
    Durante esos años, Flagg vigiló con atención a ambos niños; les observó crecer sin que el envejecido rey lo notara, calculando cuál seria rey una vez que Roland dejara de serlo. No tardó demasiado en decidir que debía ser Thomas, el más pequeño. Cuando Peter cumplió los siete años, Flagg ya sabía que el niño no le gustaba. Al llegar a los nueve, el mago hizo un extraño y desagradable descubrimiento: también le temía al niño.
    Peter había crecido vigoroso, bien parecido y honesto. Su cabello era negro y el color de sus ojos azul oscuro, tono corriente entre los nativos de la Baronía Occidental. En algu-nas ocasiones, cuando Peter alzaba la vista de improviso, su cabeza se erguía de una manera que hacia recordar a Roland. Por otra parte, su aspecto y su manera de ser revelaban casi por completo que era hijo de Sasha. A diferencia de la baja estatura de su padre, quien tenía un caminar patizambo y se movía torpemente, pues sólo resultaba agraciado cuando montaba a caballo, Peter era alto y ágil. Le agradaba cazar y lo hacía muy bien, pero eso no era todo en su vida. También le agradaban sus lecciones; geografía e historia eran las mate-rias preferidas.
    Por lo general, a su padre los chistes lo desconcertaban y le hacían perder la paciencia; había que explicarle todos los detalles, lo cual les quitaba toda la gracia. A Roland lo que le gustaba era cuando los bufones fingían resbalar al pisar una monda de plátano, cuando se daban cabezadas, o cuando armaban una batalla de pasteles en la Gran Sala.
    La idea que tenía Roland de la diversión se limitaba a estas cosas. El ingenio de Peter era mucho más agudo y sutil, como lo había sido el de Sasha, y con frecuencia su risa alegre y juvenil resonaba por el palacio, haciendo que los criados se sonrieran unos a otros con aprobación.
    Mientras muchos niños en la misma posición hubieran tenido demasiado presente su jerarquía en la escala de valores y no accederían a jugar con otros que no fueran de su linaje, Peter se hizo íntimo amigo de uno llamado Ben Staad cuando ambos contaban ocho años. La familia de Ben no pertenecía a la realeza, y a pesar de que Andrew Staad, el padre de Ben, sostenía tener por parte materna un lejano vínculo con la alcurnia del reino, tampoco podía decirse que pertenecieran a la nobleza. Hacendado era probablemente el término más gentil que se le podía aplicar a Andy Staad, e hijo de hacendado a Ben. Aun así, la antigua-mente próspera familia Staad estaba pasando por tiempos difíciles, y si bien un príncipe podría haber elegido amistades más peculiares, lo cierto es que tampoco tendría demasiadas oportunidades.
    Se conocieron en la anual Fiesta del Prado de los Granjeros, festejo ritual de cada año que los reyes y las reinas, en el mejor de los casos, consideraban tedioso: su presencia sólo era simbólica, limitándose al tradicional brindis, para luego marcharse no sin antes invitar a los granjeros a divertirse y darles las gracias por otro fructífero año, lo cual también formaba parte del ritual, a pesar de que las cosechas fuesen pobres. Si Roland hubiese sido de esa clase de rey, Peter y Ben nunca habrían tenido la oportunidad de conocerse. Pero, como quizá ya habréis imaginado, a Roland le encantaba la Fiesta del Prado de los Granjeros, asistía a ella cada año y por lo general se quedaba hasta el final; más de una vez se lo llevaron borracho y roncando ruidosamente.
    Dio la casualidad de que Peter y Ben formaron pareja en la carrera de sacos de tres pies, y la ganaron..., si bien concluyó de un modo mucho más reñido de lo que parecía al principio. Llevaban una ventaja de casi seis cuerpos, cuando dieron un tumbo y Peter se hirió en el brazo.
    —¡Lo siento, mi príncipe! —exclamó Ben, que había palidecido, y quizá ya se ima-ginaba en las mazmorras (yo puedo decirles que sus padres, que observaban ansiosamente desde las líneas laterales, lo pensaban; si no fuera por la mala suerte, Andy Staad era afi-cionado a las quejas, los Staad carecerían de toda suerte; aunque es probable que sólo estu-viera apenado por la herida que él suponia haber causado, o sorprendido al ver que la sangre del futuro rey era tan roja como la suya.
    —No digas tonterías —respondió Peter con impaciencia—. Ha sido culpa mía, no tuya. He sido torpe. Vamos, date prisa y levántate. Nos están alcanzando.
    Los dos muchachos, convertidos en una singular y desmañada bestia de tres pies de-bido al saco dentro del cual la pierna derecha de Peter y la izquierda de Ben habían sido firmemente atadas, lograron incorporarse y continuaron la carrera. Sin embargo, con la caída, ambos quedaron torcidos de manera incómoda y la larga correa quedó totalmente cortada. Al aproximarse a la meta, donde una multitud de granjeros vociferaban delirantes (por no decir nada de Roland, parado entre ellos sin la menor sensación de incomodidad, o de hallarse en un sitio en el cual desentonaba), dos grandes y sudorosos muchachos campe-sinos comenzaron a ir acortando distancia. Parecia casi inevitable que en los últimos veinte metros sobrepasaran a Peter y Ben.
    —¡Más rápido, Peter! —gritó Roland, alzando una enorme jarra de aguamiel con tanto entusiasmo que derramó sobre su propia cabeza casi todo el contenido. Ni se dio cuenta debido a lo excitado que estaba—. ¡Hijo, una liebre! ¡Sé una liebre! ¡Esos simplones están casi encima de tus posaderas!
    La madre de Ben comenzó a lamentarse, maldiciendo la suerte que había hecho que su hijo tuviera que formar pareja con el príncipe.
    —Si pierden, arrojará a nuestro Ben a la mazmorra más profunda del castillo —se lamentó entre gemidos.
    —Cálmate, mujer —la animó Andy—. No lo hará. Es un buen rey.
    Aunque no tenía ninguna duda acerca de ello, continuaba atemorizado. Después de todo, su suerte era la suerte de los Staad.
    Mientras tanto, Ben comenzó a reírse tontamente. No podía creer que lo estuviese haciendo, pero así era.
    —¿Acaso dijo, sé una liebre?
    Peter también empezó a reír. Las piernas le dolían terriblemente, la sangre le corria por el brazo derecho y el sudor le empapaba el rostro, que estaba adquiriendo un intenso color ciruela, pero se sentía incapaz de detenerse.
    —Sí, eso es lo que dijo.
    —¡Pues entonces brinquemos!
    Cuando cruzaron la meta no tenían precisamente el aspecto de liebres; parecían un par de cuervos tullidos y desorientados En realidad fue un milagro que no se hubieran caído, pero de algún modo lo consiguieron. Se las arreglaron para dar tres saltos desgarbados. El tercero les hizo ganar la carrera, y se desplomaron entre risotadas.
    —¡Liebre! —gritaba Ben, señalando con el dedo a Peter.
    —¡Tú eres una liebre! —le replicaba Peter, devolviéndole el gesto.
    Todavía risueño, se abrazaron el uno al otro con los brazos en cabestrillo y fueron llevados sobre los hombros de unos cuantos granjeros fornidos (Andrew Staad era uno de ellos, y nunca olvidó el hecho de que había soportado el peso de su hijo y del príncipe) hasta el sitio donde Roland colgó en sus cuellos unas cintas azules. Luego, los besó ruda-mente en las mejillas y vertió sobre sus cabezas el resto del contenido de su jarra, haciendo que los granjeros estallaran en un bullicioso vitoreo. Nunca, incluso en la memoria de los ancianos allí presentes, se había visto una carrera tan extraordinaria.
    Los dos muchachos permanecieron juntos lo que quedaba de día y, como pronto se pudo comprobar, les hubiese encantado pasar el resto de sus vidas sin separarse. Debido a que también un chico de ocho años tenía ciertas obligaciones (y más aún si algún día sería rey), no siempre les era posible estar juntos todo el tiempo que hubieran querido, pero cuando la oportunidad se les presentaba, no la dejaban escapar.
    Algunos descubrieron esta amistad y dijeron que no les parecía correcto que el futuro monarca tuviera como amigo a un muchacho que apenas se diferenciaba de un vulgar cam-pesino de la baronía. Sin embargo, la mayoría lo veía con buenos ojos; más de una vez se dijo en las posadas de Delain, luego de varias rondas de aguamiel, que Peter poseía lo mejor de dos mundos: la inteligencia de su madre y el amor por el pueblo de su padre.
    Al parecer, en Peter no existía maldad. Nunca pasó por un periodo en el cual le arrancara las alas a las moscas o le chamuscara los rabos a los perros para verlos correr. De hecho, intervino en el asunto de un caballo que debía ser sacrificado por Yosef, el respon-sable de las caba11erizas del rey... y sucedió cuando en este relato Flagg comenzaba a te-merle al primogénito del rey, y a pensar que quizá no le quedaba tanto tiempo para des-hacerse del muchacho como le había parecido en un primer momento. En el asunto del caballo con la pata rota, Peter reveló un coraje y una capacidad de resolución que al mago no le gustó lo más mínimo.
    14
    Peter pasaba por delante de las caballerizas cuando vio a un caballo atado a la valla que protegía al establo principal. El animal sostenía en el aire una de sus patas traseras. Mientras Peter observaba, Yosef escupió en la palma de sus manos y alzó un pesado mazo. Estaba claro qué era lo que se proponia hacer. Peter se sintió asustado y consternado. Se acercó al sitio a toda prisa.
    —¿Quién os ha dicho que matéis a ese caballo? —le preguntó.
    Yosef, un atrevido y robusto hombre de sesenta años, era una persona estable del pa-lacio. No iba a ser fácil que tolerara la interferencia de un mocoso, fuera éste el príncipe o no. Yosef le lanzó a Peter una mirada amenazante, con la intención de intimidar al mucha-cho. Peter, que en aquel entonces tenía nueve años, se puso colorado, pero no se intimidó. Creía ver en la expresión de aquel caballo de ojos castaño claro este ruego:
    Quienquiera que seas, tú representas mi única esperanza. Por favor, haz algo por mí.
    —Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo —dijo Yosef, dándose cuenta de que, le gustara o no, tendría que decir algo—. Ese es quien me ha dicho que lo mate. Un caballo con una pata rota ya no es de ninguna utilidad, ni siquiera para él mismo. —Yosef alzó levemente el mazo—. Ahora consideráis este martillo un arma cruel, pero cuando seáis mayor lo veréis como lo que realmente es en casos asi..., un arma piadosa. Ahora dad unos pasos hacia atrás, así no os salpicaré.
    El hombre levantó el mazo con ambas manos.
    —Dejadlo en el suelo —ordenó Peter.
    Yosef se quedó estupefacto. Jamás había sido obstaculizado de esta manera.
    —¡Buena es ésa! ¿Qué es lo que acabáis de decir?
    —Ya me habéis oído. He dicho que dejéis ese martillo en el suelo.
    A1 decir estas palabras, la voz de Peter se hizo más grave. De repente, Yosef se dio cuenta, de un modo muy real, de que quien estaba frente a él en ese polvoriento establo dándole instrucciones era el futuro rey. Si Peter se hubiera puesto a chillar en medio del polvo, "¡Dejadlo en el suelo, dejadlo en el suelo, os lo ordeno, algún día yo seré el rey, el rey, me oís, así que poned eso en el suelo!", Yosef se habría echado a reír desdeñosamente, lanzando un escupitajo y acabando con la vida de aquel caballo cojo de un solo golpe ases-tado con sus potentes brazos. Pero Peter no había dicho ninguna de aquellas cosas; la orden fue dada claramente con su voz y con sus ojos.
    —Vuestro padre se enterará de esto, mi principillo —replicó Yosef.
    —Cuando mi padre se entere por vos, lo escuchará por segunda vez —contestó Pe-ter—. Dejaré que continuéis con vuestro trabajo sin poner objeciones, señor jefe de caba-llerizas si sois capaz de contestar afirmativamente a una pregunta que deseo haceros.
    —Adelante con la pregunta —le instó Yosef.
    En contra de su voluntad, se sentía impresionado por el muchacho.
    Cuando Peter le hizo saber que él seria el primero en informar a su padre acerca del incidente, Yosef supo que lo decía en serio, pues era posible percibir la verdad en los ojos del chico. Además, nunca antes le habían llamado señor jefe de caballerizas, y eso le agradó bastante.
    —¿Ha visto el veterinario a este caballo? —preguntó Peter.
    Yosef se quedó pasmado.
    —¿Es ésa vuestra pregunta? ¿Esa?
    —Sí.
    —¡Por todos los dioses inmemoriales, claro que no! —exclamó Yosef, pero viendo que Peter se echaba hacia atrás bajó el volumen de su voz, se puso en cuclillas frente al muchacho y trató de explicarse.— Alteza, un caballo con una pata quebrada es un enfermo desahuciado. Siempre lo será. Las patas nunca llegan a curarse. Puede suceder que haya un envenenamiento de la sangre. El caballo sufrirá terribles dolores. Terribles. Por último, su pobre corazón reventará, o padecerá una fiebre cerebral que le hará enloquecer. ¿Com-prendéis ahora a lo que me refería cuando dije que este martillo era más bien un arma pia-dosa que una herramienta cruel?
    Peter se quedó serio y pensativo, con la cabeza gacha. Yosef permanecía en silencio, inclinado frente a él casi sin darse cuenta de su postura respetuosa, permitiéndole cortés-mente que se tomara todo el tiempo que deseara.
    Peter alzó la cabeza y le preguntó:
    —¿Habéis dicho que todos son de la misma opinión?
    —Todos, Alteza. Ciertamente, mi padre...
    —Entonces comprobemos si el veterinario también dice lo mismo.
    —¡Oh... PAH!—vociferó el caballerizo, arrojando el martillo hasta el otro lado de los establos.
    El pesado objeto hizo una entrada majestuosa en la porqueriza y se clavó de cabeza en el barro. Los cerdos gruñeron, chillaron y le maldijeron en su latin porcino. Yosef, al igual que Flagg, no estaba acostumbrado a ser obstaculizado, por lo que hizo caso omiso de ellos.
    Yosef se incorporó y echó a andar. Peter le observaba preocupado, seguro de que se había equivocado y que tendría que enfrentarse a una severa paliza por semejante osadía. Entonces, el caballerizo se detuvo a mitad del camino que cruzaba por los establos, se giró, y una breve y desganada sonrisa iluminó su rostro al igual que un rayo de sol en una maña-na nublada.
    —Id y traed a ese veterinario —dijo—. Buscadlo por vuestra cuenta. Supongo que lo encontraréis en su gabinete de cirujano, al final del Tercer Callejón Este. Os doy veinte minutos. Si para entonces no estáis de vuelta, por más príncipe que seáis, descargaré mi mazo sobre los sesos de ese caballo.
    —¡De acuerdo, señor jefe de caballerizas! ¡Gracias! —dijo a gritos Peter y luego se alejó a la carrera.
    Cuando retornó con el joven veterinario, jadeante y sin aliento, tenía la certeza de que el caballo debía estar ya muerto; según el sol, habían transcurrido tres veces los veinte minutos. Pero curiosamente, Yosef le esperó.
    Por esa época, en Delain la veterinaria representaba algo muy novedoso, y aquel joven era el tercero o el cuarto en practicar la profesión, por lo que no había que asombrarse de la desconfiada mirada de Yosef.
    Tampoco al veterinario le hizo gracia haber sido arrancado de su gabinete por el su-doroso y aturdido príncipe, pero ahora que ya tenía un paciente su irritación fue disminu-yendo. Se arrodilló delante de la yegua y le inspeccionó suavemente, palpando la pata que-brada, mientras murmuraba por lo bajo. La yegua realizó un movimiento brusco, como si le hubiese dolido alguna de las maniobras del joven facultativo.
    —Tranquila —dijo, apaciguándola—; oh, tranquilízate.
    La yegua se sosegó. Peter miraba todo esto en medio de una angustia creciente. Yo-sef también observaba con los brazos cruzados sobre su pecho y el mazo apoyado cerca de él. La opinión que le merecía aquel veterinario había mejorado un poco. El sujeto era joven, pero sus manos se movían con la seguridad de un conocedor.
    Finalmente, el veterinario asintió con la cabeza y se incorporó, limpiándose de las manos la mugre del establo.
    —¿Qué? —preguntó con ansiedad Peter.
    —Matadla —le dijo enérgicamente el veterinario a Yosef, ignorando por completo a Peter.
    Yosef cogió su mazo de inmediato, ya que suponía que aquel asunta no podía termi-nar de otro modo. Pero descubrió que no sentía ninguna satisfacción en confirmar que es-taba en lo cierto; el apenado rostro del muchacho le llegó a lo más recóndito de su corazón.
    —¡Un momento! —gritó Peter, y a pesar de que su pequeño rostro demostraba aflic-ción, su voz volvió a tener esa gravedad que le hacia parecer mucho mayor de lo que era.
    El veterinario lo miró asombrado.
    —¿Queréis decir que se morirá por envenenamiento de la sangre? —preguntó Peter.
    —¿Qué? —dijo el veterinario, observando a Peter con detenimiento.
    —¿Se morirá por envenenamiento de la sangre si la dejamos vivir? ¿O reventará su corazón? ¿O se volverá loca?
    El veterinario se hallaba visiblemente confundido.
    —¿De qué estáis hablando? ¿Envenenamiento de la sangre? Aquí no hay ningún en-venenamiento de la sangre. De hecho, la fractura está sanando muy limpiamente —observó a Yosef con cierto desdén—. Ya he escuchado esa clase de historias con anterioridad. No hay en ellas ninguna exactitud.
    —Mi joven amigo, si usted cree que no la hay, todavía os queda mucho por aprender —repuso Yosef.
    Peter no le hizo caso. Ahora le tocaba a él quedarse perplejo.
    —¿Por qué le habéis dicho al caballerizo que mate a un caballo que tiene posibilida-des de sanar? —le preguntó al joven veterinario.
    —Alteza —dijo el veterinario con viveza—, este caballo necesitaría que se le aplica-ran emplastos dos veces al día, durante un mes o más, para prevenir cualquier clase de infección. No es algo imposible de hacer, ¿pero con qué fin? El caballo siempre cojeará. Un caballo que cojea es inútil para trabajar. Nadie apostará nada por un caballo inactivo. Un caballo que cojea sólo podrá comer y comer y jamás se pagará su forraje. Por lo tanto, debe ser sacrificado.
    El veterinario sonrió satisfecho. Había explicado su caso clínico.
    Cuando Yosef comenzó nuevamente a levantar su martillo, Peter dijo:
    —Yo le aplicaré los emplastos. Si llegara a ocurrir que algún día no pudiere hacerlo, entonces Ben Staad lo haría por mi. Ella se curará porque será mi yegua, y montaré sobre ella a pesar de que su cojera me deje mareado.
    Yosef se echó a reír, palmeando la espalda del muchacho con tanta fuerza que sus dientes castañetearon.
    —Vuestro corazón es tan generoso como valiente; pero los jóvenes se olvidan pronto de las promesas durante sus ratos libres. Supongo que no hablaréis en serio.
    Peter miró al hombre con serenidad.
    —Por supuesto que hablo en serio.
    Yosef dejó de reírse en el acto. Observó a Peter con detenimiento y comprendió que el muchacho hablaba en serio... o al menos creía en lo que decía. Ninguna duda se reflejaba en su rostro.
    —¡Bien! No puedo quedarme aquí todo el día —dijo el veterinario, volviendo a su manera de ser tajante y vanidosa—. Ya os he dado mi diagnóstico. Presentaré mi factura en la Tesoreria a su debido tiempo... O tal vez haréis el desembolso de vuestra asignación, Alteza. De todas maneras, lo que decidáis hacer no es asunto mío. Buenos días.
    Peter y el caballerizo le observaron alejarse del establo, arrastrando de los tacones una larga sombra de atardecer.
    —Está lleno de estiércol —dijo Yosef cuando el veterinario hubo atravesado el portón, ya fuera del alcance de sus palabras, y por lo tanto incapaz de contradecirle—. Hacedme caso, Alteza, y os ahorraréis bastantes disgustos. Hasta ahora no ha habido caba-llo con la pata quebrada al que no se le haya envenenado la sangre. Es voluntad de Dios.
    —Quiero hablar con mi padre acerca de todo esto —dijo Peter.
    —A mi también me parece que es necesario —repuso Yosef con pesadumbre... aun-que cuando Peter se marchaba cansadamente, se sonrió. Su padre se vería obligado moral-mente a encargarse de que el muchacho fuera castigado por haber obstaculizado a sus ma-yores; pero el caballerizo sabia que Roland a sus años apreciaba mucho a sus dos hijos, quizás a Peter un poco más que a Thomas, y estaba seguro de que el muchacho conseguiría esa yegua. Por supuesto, también se le partiría el corazón cuando el caballo muriera; pero, como bien había dicho el veterinario, aquel asunto no era de su incumbencia. El entendía de adiestrar caballos; la preparación de príncipes era mejor dejarla en otras manos.
    Peter fue azotado por haberse inmiscuido en los asuntos del responsable de las caba-llerizas, y si bien para su escocido trasero no era ningún consuelo, Peter comprendía que su padre le había conferido un gran honor al azotarlo él mismo, en lugar de entregarlo a un subordinado quien podría haber buscado congraciarse con el príncipe, aliviándole el castigo.
    Peter no pudo dormir sobre sus espaldas en tres días y durante casi una semana le fue imposible comer sentado, pero el caballerizo también había acertado en lo relativo a la yegua: Roland le permitió a Peter quedarse con ella.
    —No creo que le quede mucho tiempo, Peter —le advirtió Roland—. Si Yosef dice que va a morirse, se morirá.
    El rostro de Roland se veía un poco agotado y sus avejentadas manos temblaban. La paliza le había dolido más a él que a Peter, quien en realidad era su favorito..., si bien Ro-land suponía tontamente que él era el único que estaba enterado.
    —No lo sé —respondió Peter—. Me pareció que ese veterinario sabía lo que decía.
    Resultó ser que el joven veterinario estaba en lo cierto. La yegua no tuvo un envene-namiento de la sangre, y tampoco murió, y finalmente su cojera fue tan tenue que incluso Yosef se vio forzado a admitir que apenas se notaba.
    —Al menos, cuando está descansada —se corrigió.
    Peter era un poco más que constante en el asunto de los emplastos; se los aplicaba re-ligiosamente. Los cambiaba tres veces al día, y antes de ir a acostarse lo hacia por cuarta vez. Ben Staad sustituía a su amigo de tanto en tanto, pero fue en muy pocas ocasiones. Peter le puso a la yegua el nombre de Peonia, y con el tiempo se convirtieron en grandes amigos.
    Flagg sin duda había tenido razón en una sola cosa cuando un día le aconsejó a Ro-land que no permitiese a Peter jugar con la casa de muñecas: los criados estaban en todas partes, lo observaban todo y se iban fácilmente de la lengua. Varios sirvientes presenciaron la escena del establo, pero si todos los que más tarde afirmaron haber estado allí lo hubiesen estado realmente, aquel caluroso día de verano una multitud de ellos se tendría que haber congregado en las inmediaciones del establo. Por supuesto, éste no fue el caso, pero el hecho de que, para la mayoría de los criados, aquel suceso bien valía una mentira, era señal de que a Peter se le consideraba un personaje interesante.
    Hablaron tanto sobre el tema, que durante nueve días se convirtió en el prodigio de Delain. Yosef también habló; por consiguiente, el joven veterinario tampoco se calló. Todo lo que decían hablaba bien del principito; la palabra de Yosef, en particular, tenía gran peso, ya que se le respetaba mucho. Comenzó a llamar a Peter "el joven rey", algo que jamás había hecho hasta entonces.
    —Creo que Dios tuvo piedad de la jaca porque el joven rey la defendió de una mane-ra muy valiente —decía Yosef—. Y se dedicó a aplicarle aquellos emplastos como un es-clavo. Valiente, eso es lo que es; tiene el corazón de un dragón. Algún día será un rey digno de confianza. ¡Ayl ¡Deberíais haber escuchado su voz cuando me dijo que dejara el mazo en el suelo!
    Era una gran anécdota, excelente, y Yosef bebió a su memoria durante los siguientes siete años. Hasta el día en que Peter fue arrestado a causa de un espantoso crimen, declara-do culpable y sentenciado a pasar el resto de su vida encerrado en la celda que se encontra-ba en lo más alto de la Aguja.
    15
    Quizás os estéis preguntando cómo era Thomas, y es probable que muchos de voso-tros ya le hayáis dado el papel de villano, dispuesto a colaborar con Flagg en su maquina-ción para arrebatarle la corona al auténtico heredero.
    En realidad, ése no era en absoluto el caso, a pesar de que siempre ha parecido lo contrario, y por supuesto Thomas tenía su implicación. Debo admitir que él, en efecto, no era lo que se dice un niño bueno; a menos, a primera vista. No era, sin duda, un niño bueno como podía serlo Peter, pero al lado de Peter ningún hermano hubiera parecido verdadera-mente bueno, y Thomas lo sabia desde el momento en que cumplió los cuatro años; por el tiempo en que tuvo lugar la famosa carrera de sacos, a la que siguió el sonado incidente del establo. Por lo general, Peter rara vez mentía y jamás engañaba. Era inteligente, afable, alto y bien parecido. Se parecía a la madre, a quien tanto había amado el rey y a la que adoraba el pueblo de Delain.
    ¿Cómo podía Thomas compararse al poseedor de todas aquellas virtudes? Una pre-gunta simple con una respuesta también simple. No podía.
    A diferencia de Peter, Thomas era la imagen viva de su padre. En cierto modo esto le agradaba al viejo Roland, pero no le deparaba el placer que sienten la mayoría de los hom-bres cuando tienen un hijo que ha heredado su misma estampa. Contemplar a Thomas era como mirarse en un espejo. Roland sabia que el bonito cabello rubio de Thomas encanecería muy pronto y después comenzaría a caérsele; se quedaría calvo al llegar a los cuarenta. Comprendía que Thomas nunca iba a ser alto, y que si tenía el mismo apetito que su padre por la cerveza y el aguamiel, para cuando cumpliera los veinticinco anos llevaría por delante el bulto de una gran barriga. Las puntas de sus pies ya había comenzado a desviarse, y Roland adivinó que Thomas caminaría con su mismo contoneo patizambo.
    Thomas no era exactamente lo que se dice un niño bueno, pero no penséis que por esta razón se trataba de un niño malo. A menudo era un chico triste; otras veces, un chaval confundido (también se parecía a su padre en otro aspecto: pensar mucho le congestionaba la nariz y dentro de su cabeza comenzaba a sentir como si rodaran piedras). En ciertas oca-siones, era celoso; pero no podía decirse que fuera malo. ¿De quién estaba celoso? Pues de su hermano, por supuesto. Se hallaba celoso de Peter. No bastaba con que Peter fuera a ser rey. ¡Oh no! No era suficiente que su padre prefiriera a Peter, que lo prefiriese también los criados y los maestros, porque siempre sabía las lecciones y no necesitaba ser persuadido con halagos. No bastaba con que todos prefirieran a Peter, o que Peter tuviese un mejor amigo. Había una cosa más.
    Cuando nadie miraba a Thomas, sobre todo su padre el rey, el segundón creía saber lo que ellos estaban pensando: Nosotros amábamos a tu madre, y tú la mataste al nacer. ¿Y qué es lo que obtuvimos del dolor y de la muerte que le ocasionaste? Un niño torpe de cara redonda que casi no tiene mentón, un niño torpe que no logró aprender las quince Letras Mayores hasta que tuvo ocho años. Tu hermano Peter las sabía a los seis. ¿Qué es lo que obtuvimos? No mucho. ¿Por qué has venido, Thomas? ¿Para qué sirves? ¿Una garantía para la sucesión del trono? ¿Nada más que para eso? ¿Una garantía para que el trono no quede vacío en caso de que Peter el Precioso se caiga de su renqueante jaca y se rompa la cabeza? ¿Eso es todo? Bien, entonces no te queremos. Ninguno de nosotros te quiere. Ninguno de nosotros te quiere...
    El papel que jugó Thomas en el encarcelamiento de su hermano fue deshonroso, pero aun así no era realmente un niño malo. Yo estoy convencido de esto, y espero que a su debido tiempo también lo estéis vosotros.
    16
    Una vez, cuando tenía siete años, Thomas se pasó trabajando un día entero en su habitación, tallando para su padre un modelo de velero. Lo hizo sin saber que ese día Peter se había cubierto de gloria en el campo de tiro de arco, al cual asistió también el rey. Por lo general, Peter no se destacaba como arquero. Así que, al menos en este terreno, Thomas iba a demostrar que era superior a su hermano mayor.
    Pero aquel día, en la pista juvenil, Peter tiró al blanco de un modo inspirado. Thomas era un niño triste, un niño confundido, y a menudo era un niño sin suerte.
    Thomas pensó en un velero, porque de cuando en cuando, los domingos por la tarde, a su padre le gustaba salir al foso que rodeaba al palacio para hacer flotar variados modelos de barcos. Estos placeres sencillos hacían a Roland extremadamente feliz, y Thomas nunca olvidó cuando cierto día su padre lo llevó a él, solamente a él. En aquel tiempo, su padre tenía un asesor cuyo único trabajo consistía en enseñarle cómo hacer barcos de papel, y el rey desarrolló un gran entusiasmo por ellos. Ese mismo día, un ancestral pez emergió del agua turbia, tragándose entero uno de los barcos de papel de Roland, el cual se rió como un niño y dijo que aquello era mejor que un relato sobre un monstruo marino. Mientras decía esto estrechaba fuertemente entre sus brazos a Thomas El niño jamás se olvidó de aquel día: el brillante sol, la humedad, el tenue olor a moho del agua del foso, la calidez de los brazos de su padre, su barba rasposa.
    Por lo tanto, sintiéndose un día particularmente solitario, le asaltó la idea de hacerle a su padre un velero. En verdad no iba a ser un gran trabajo, y Thomas lo sabia; era casi tan torpe con sus manos como lo era para memorizar las lecciones. Pero también sabia que su padre podría tener a su disposición a cualquiera de los artesanos de Delain, incluso al gran Ellender, quien no estaba del todo ciego, para que le construyeran un barco si así lo desea-ba. La diferencia crucial, pensaba Thomas, seria que el propio hijo de Roland se hubiera dedicado durante un día entero a tallarle un barco para su entretenimiento de los domingos.
    Thomas pasó la jornada sentado junto a su ventana, diseñando pacientemente el vele-ro en un pedazo de madera. Para ello usó un cuchillo afilado, con el cual se hizo numerosos cortes sin importancia y una herida bastante fea. A pesar de todo siguió adelante, aunque le doliesen las manos. Mientras trabajaba, soñaba despierto con el momento en que su padre y él harían navegar el velero un domingo por la tarde, solamente ellos dos, porque Peter estaría montando a Peonia por los bosques o jugando fuera con Ben. Y ni siquiera le molestaría que emergiese la misma carpa y se tragase su barco de madera, ya que entonces su padre se reiría y le abrazaría diciéndole que aquello era mejor que un relato sobre mons-truos marinos devorando los rápidos navíos de los piratas de Andua.
    Pero cuando llegó a la cámara del rey se encontró allí con Peter y tuvo que esperar alrededor de media hora con el barco escondido detrás, mientras su padre exaltaba el arte de Peter con el arco. Thomas observó que su hermano se hallaba incómodo bajo la incesante avalancha de elogios, que se daba cuenta de que él deseaba hablar con su padre, y que se esforzaba por comunicárselo a Roland. No importaba, nada de aquello tenía verdadera importancia. Thomas le odiaba de cualquier modo.
    Finalmente, Peter pudo escaparse. Thomas se acercó a su padre, quien le miró con cariño ahora que el primogénito se había marchado.
    —Papá, te he hecho una cosa —le dijo, sintiéndose repentinamente avergonzado. Con las manos atrás, sostenía el bote, y de pronto sus palmas estuvieron húmedas y pega-josas de sudor.
    —¿La has hecho ahora, Tommy? —se interesó el rey—. Vaya, eso si que es ser gentil, ¿no te parece?
    —Muy gentil, Majestad —dijo Flagg, que por casualidad se hallaba cerca. Lo había dicho de un modo indiferente pero observando a Thomas con verdadero interés.
    —¿Qué es, muchacho? ¡Anda, muéstramelo!
    —Me acordé de lo mucho que los domingos por la tarde, y... te gusta hacer flotar barcos en el foso.
    Thomas ansiaba desesperadamente poder decirle "y como quería que tú me llevaras alguna otra vez contigo», pero se dio cuenta de que era incapaz de expresar tal cosa.
    —... así que te hice un barco..., me llevó un día entero..., me corté. ., y... y...
    Mientras había estado tallando el barco junto a su ventana, Thomas compuso un largo y elocuente discurso que pensaba pronunciar antes de sacar a relucir el barco, el cual ofrecería a su padre con un gesto ceremonioso; pero ahora a duras penas lograba recordar algunas palabras, que no parecían tener ningún sentido.
    Con la lengua terriblemente trabada, Thomas sacó el velero que tenía oculto en la es-palda, del cual colgaba una vela desproporcionada, y se lo dio a Roland. El rey lo examinó con sus manazas de cortos dedos. Thomas se quedó observándole, sin advertir que se había olvidado de respirar.
    Finalmente Roland alzó la vista.
    —Muy bonito. Muy bonito, Tommy. Es una canoa, ¿no es así?
    —Es un velero.
    ¿Acaso no ves la vela? —tenía ganas de gritarle—. ¡Sólo atar los nudos me ha llevado una hora, y no tengo la culpa de que uno de ellos se haya soltado y ahora cuelgue!
    El rey manoseó la vela suelta, que Thomas había recortado de una funda de almo-hada.
    —Así que es..., por supuesto que si. Al principio me pareció una canoa y esto la ropa lavada de alguna chica de Orania.
    Roland le guiñó el ojo a Flagg, el cual sonrió vagamente al aire sin decir nada. De repente, Thomas sintió que podía vomitar en cualquier momento.
    El rey observó a su hijo un poco más serio y le hizo señas para que se acercara. Thomas, abrigando las mejores esperanzas, se deslizó tímidamente.
    —Es un buen bote, Tommy. Firme, como tú, un poquitín tosco, también como tú, pe-ro en el fondo bueno, al igual que tú eres. Y si realmente deseas hacerme un bonito regalo, trabaja duro en tus clases de arquería para conquistar una medalla de primera categoría, como Peter ha hecho hoy.
    Thomas había obtenido el primer lugar en los cursos inferiores del año anterior, pero su padre parecía haberlo olvidado debido a su alegría por el logro de Peter. Thomas no se lo hizo recordar; simplemente se quedó allí parado, contemplando el bote en las grandes manos paternas. Sus mejillas y su frente se tornaron del color del ladrillo viejo.
    —Cuando por último sólo quedaron dos muchachos —Peter y el hijo de Lord Tow-son—, el instructor mandó que retrocedieran otros cuarenta koners. El hijo de Towson se veía desalentado, pero Peter se dirigió al lugar señalado y colocó una flecha. Observé cómo apuntaba y me dije a mi mismo: "¡Ha ganado! ¡Por todos los dioses existentes, aún no ha lanzado una flecha y ya ha ganado!”, ¡Y así sucedió! ¡Te lo aseguro, Tommy, tendrías que haber estado allí! Tendrías que haber...
    El rey continuó parloteando, mientras dejaba a un lado el bote en el que Thomas hab-ía trabajado un día entero, dirigiéndole apenas una segunda mirada. Thomas se quedó de pie escuchando, sonriendo automáticamente, sin que el opaco y rojizo rubor desapareciese de su cara.
    Su padre nunca se molestaría en llevar al foso el velero que él le había tallado. ¿Por qué iba a hacerlo? El barco era tan desastroso como el concepto que Thomas tenía de sí mismo. Sin duda, Peter podría tallar uno mucho mejor con los ojos vendados, y en la mitad de tiempo. O al menos, su padre lo consideraría mucho mejor.
    Después de una desgraciada eternidad, a Thomas se le permitió retirarse.
    —Me parece que el muchacho trabajó con mucho empeño en ese bote —observó Flagg con indiferencia.
    —Sí. Supongo que lo ha hecho —admitió Roland—. Una cosa horrible, ¿no es así? Parece una cagada de perro con un pañuelo pegado. —Una cosa así habría hecho yo cuan-do tenía su edad agregó, diciéndoselo a si mismo.
    Thomas no era capaz de leer pensamientos... pero una endiablada jugarreta de acústi-ca le trajo las palabras de Roland justo cuando abandonaba la Gran Sala. Súbitamente, la enfermiza presión en su estómago se hizo mil veces peor. Corrió a su dormitorio y vomitó en una jofaina.
    Al otro día, mientras holgazaneaba detrás de las cocinas exteriores, Thomas atisbó a un viejo perro medio tullido husmeando afanosamente entre los desperdicios. Cogió una piedra y la lanzó. El proyectil dio en el blanco. El perro emitió un aullido y se desplomó, malherido. Thomas sabia que su hermano, a pesar de ser cinco años mayor, no habría po-dido hacer un lanzamiento así ni desde media distancia; pero esa satisfacción le dejó impa-sible, ya que también sabia que Peter jamás le habría arrojado una piedra a un pobre perro hambriento, y menos siendo tan viejo y decrépito como aquél.
    Durante unos instantes, el corazón de Thomas se llenó de compasión y sus ojos se inundaron de lágrimas. Luego, sin ninguna razón, recordó lo que había dicho su padre: Parece una cagada de perro con un pañuelo pegado. Recogió un puñado de piedras y se acercó hasta donde se hallaba el perro, tumbado de lado, atontado y sangrando por un oído. Una parte de su persona le decía que dejara al animal en paz, o tal vez que lo curara como Peter había curado a Peonia, para tener su propio perro y quererlo siempre. Pero su otra parte quería lastimarlo, como si de ese modo pudiera aliviar su propio dolor. Se quedó parado a un lado, indeciso, cuando de pronto le invadió un terrible pensamiento:
    Imagina que ese perro fuera Peter.
    Eso decidió la situación. Thomas contempló al viejo perro y le tiró piedras hasta que estuvo muerto. Nadie le había visto, pero si así hubiera sucedido, él o ella habrían pensado: He aquí un niño malo.... quizá tanto como el diablo. Pero la persona que sólo hubiera visto el cruel asesinato de aquel can no tendría noción de lo sucedido el día anterior; no habría visto cómo Thomas vomitaba en la jofaina, llorando amargamente. Con frecuencia era un niño confundido, o un niño triste y sin suerte, no obstante yo sigo sosteniendo lo que he dicho antes: en realidad, nunca fue un niño malo.
    También dije que nadie vio la lapidación de aquel chucho detrás de las cocinas exte-riores, pero eso no era del todo cierto. Flagg lo observó aquella noche, en su cristal mágico. El mago lo vio... y se sintió muy complacido.
    17
    Roland... Sasha... Peter... Thomas. Todavía nos falta hablar de uno, ¿no es así? Ahora sólo queda el quinto, el sombrío. Ha llegado la hora de ocuparnos de Flagg, por muy des-agradable que esto resulte.
    Unas veces los habitantes de Delain le llamaban Flagg el Encapuchado; otras sim-plemente el hombre oscuro; a pesar de su rostro cadavérico, era en efecto un hombre oscu-ro. Coincidían al opinar que estaba bien conservado, pero hasta cierto punto este término les resultaba más inquietante que de cortesía. Había llegado a Delain desde Garlan en tiempos del abuelo de Roland. En aquellos días, su aspecto era el de un hombre delgado y de rostro severo que aparentaba tener cuarenta años. Ahora, en los años finales del reinado de Roland, tenía la apariencia de un hombre delgado y de rostro severo que contara unos cincuenta anos. Sin embargo, de entonces acá no habían pasado diez años, ni veinte, sino setenta y seis. Los bebés que aún tomaban el pecho en la época en que Flagg llegó a Delain habían crecido, se casaron, tuvieron hijos, se volvieron viejos, y murieron desdentados en sus lechos o en un rincón junto a sus chimeneas. Pero en todo ese tiempo, Flagg pareció haber envejecido sólo diez años. Era cosa de magia, cuchicheaban, y por supuesto era bue-no tener a un mago en la corte, un mago verdadero y no simplemente un prestidigitador de feria que hiciera desaparecer monedas o que escondiese en la manga una paloma adorme-cida. Aun así, en lo profundo de sus corazones ellos sabían que no podía esperarse nada bueno de Flagg. Cuando la gente de Delain lo veía acercarse, con los ojos enrojecidos fis-goneando desde lo más profundo de su capucha, rápidamente encontraban alguna ocupa-ción en el otro extremo de la calle.
    ¿Había venido realmente de Garlan, allí donde los paisajes se extendían sin limite y las púrpuras montañas eran inalcanzables? Yo no lo sé. Era y lo es. Una tierra de misterios en la que a veces vuelan las alfombras, y los santos encantan cuerdas que sacan de cestos de mimbre, trepan por ellas hasta el cielo y desaparecen para siempre. Muchos buscadores de saber provenientes de tierras más civilizadas como Delain y Andua partieron hacia Garlan. La mayoría de ellos desaparecían de un modo tan radical como aquellos extraños místicos que trepaban por las cuerdas flotantes. Los que lograban volver no siempre lo hacían transformados para mejorar. Si, Flagg bien podía haber llegado a Delain desde Garlan, pero si así era, eso no había sucedido durante el reinado del abuelo de Roland sino muchísimo antes.
    De hecho, Flagg había venido a menudo a Delain. En cada oportunidad lo hizo bajo un nombre diferente, pero siempre trayendo desdichas, miseria y muerte. Ahora era Flagg. La última vez fue conocido como Bill Hinch, y había sido el Verdugo Mayor del Rey. Aunque esto se remonta a doscientos cincuenta años atrás, las madres aún utilizan su nom-bre para asustar a sus hijos cuando son desobedientes:
    —¡Si no dejas de berrear, vendrá Bill Hinch y te llevará con él! —les decían.
    Al haber sido el Verdugo Mayor de tres de los reyes más sanguinarios de toda la his-toria de Delain, Bill Hinch dio muerte a cientos (algunos dicen que miles) de prisioneros con su pesada hacha.
    En tiempos mucho más lejanos, cuatrocientos años antes del periodo de Roland y sus hijos, se presentó bajo la forma de un trovador de nombre Browson, y se convirtió en ínti-mo consejero del rey y de la reina. Browson desapareció como el humo luego de propiciar una prolongada y cruenta guerra entre Delain y Andua.
    En tiempos mucho más lejanos...
    ¿Pero para qué continuar? Aunque quisiera, no estoy seguro de poder hacerlo. Cuan-do se trata de fechas tan remotas, incluso los narradores se olvidan de los relatos. Flagg surgía cada vez con una apariencia y unos trucos diferentes, pero había en él dos cosas que nunca se modificaban. Siempre llevaba una capucha, lo cual hacia que pareciese casi no tener rostro, y nunca se presentaba él mismo como rey, pero siempre como el que secreteaba en las sombras, el hombre que emponzoñaba los oídos de los reyes.
    ¿Quién era en realidad este hombre oscuro?
    Yo no lo sé.
    ¿Por dónde vagaba cuando no estaba en Delain?
    Eso tampoco lo sé.
    ¿Nunca nadie sospechó de él?
    Sí, pero sólo unos pocos; en particular los historiadores y los recopiladores de relatos como yo. Ellos sospechaban que el hombre que ahora se hacia llamar Flagg ya había estado con anterioridad en Delain, y nunca con buenas intenciones. Pero tenían miedo de hablar. Un personaje que era capaz de vivir entre ellos durante setenta y seis anos y envejecer únicamente diez, sin duda era un mago; un individuo que ha vivido diez veces ese tiempo, y quizá mucho más..., un hombre así bien podría ser el diablo en persona.
    ¿Qué era lo que deseaba? Creo que soy capaz de responder a esta pregunta.
    Deseaba lo que todos los hombres malvados desean: tener poder y utilizarlo para cre-ar discordia. Ser rey no le interesaba porque por lo general las cabezas de los reyes termi-naban empaladas en lo alto de los muros de los castillos cuando las cosas salían mal. Pero los consejeros de los reyes..., los intrigantes amparados por los secretos ., esta clase de personas lograban desaparecer sin dejar rastro, al igual que las sombras en el atardecer, tan pronto como comenzaba a caer el hacha del verdugo. Flagg era una enfermedad, una fiebre que iba en busca de cabezas frías a las que recalentar. Escondía sus acciones del mismo modo que ocultaba su rostro. Y cuando se avecinaba la catástrofe, y eso siempre sucedía con el transcurso de los años, Flagg desaparecía, como las sombras en el atardecer.
    Tiempo después, ya finalizada la matanza y extinguida la fiebre, cuando la recons-trucción estuviera terminada y existiera de nuevo algo que valiera la pena destruir, Flagg aparecería de nuevo.
    18
    En esta oportunidad, Flagg encontró el reino de Delain en una extraordinaria situa-ción de prosperidad. Landry, el abuelo de Roland, era un viejo tonto borrachín, fácil de influenciar y de doblegar, pero un ataque al corazón se lo llevó demasiado pronto. Por aquel entonces Flagg ya sabía que Lita, la madre de Roland, era la última persona que él deseaba que estuviera en posesión del cetro. Era fea pero de buen corazón y voluntad recia. Una reina como ella no era el medio adecuado para desarrollar la clase de locura que tenía Flagg.
    Si él hubiera llegado más temprano al reinado de Landry, habría tenido tiempo para quitar de en medio a Lita, de la misma manera que esperaba quitar de en medio a Peter. Pero Flagg contó únicamente con seis años, y ese lapso no fue suficiente.
    Sin embargo, ella le aceptó como consejero, y eso era algo. No le agradaba mucho Flagg, a pesar de lo cual le admitió a su lado, más que nada porque él era capaz de decir cosas maravillosas con las cartas.
    A Lita le fascinaba enterarse de los chismes y escándalos que ocurrían en su corte y en su Gabinete, y los chismes y escándalos eran doblemente interesantes porque se enteraba no sólo de lo que había sucedido sino de lo que iba a suceder. Resultaba difícil despren-derse de un entretenimiento tan divertido, aun cuando se intuía que la persona capaz de hacer tales trucos podía ser peligrosa. Flagg jamás le transmitió a la reina ninguna de las sombrías noticias que a veces veía en sus cartas. A ella le interesaba saber quién había tomado un nuevo amante o las discusiones en los matrimonios. No quería enterarse de las intrigas ni de los planes sanguinarios. Lo que deseaba descubrir era relativamente inocente.
    Durante el largo, largo reinado de Lita, Flagg vivió mortificado ya que nunca pudo alcanzar su objetivo principal. Le fue posible mantener una posición estable, pero no al-canzó mucho más que eso. Oh, hubo unos cuantos momentos brillantes: incitar la animosi-dad entre dos poderosos hacendados de la Baronia del Sur y la desacreditación de un doc-tor que había descubierto un remedio para ciertas infecciones de la sangre (Flagg no quería en el reino remedios que no fuesen mágicos; lo cual significaba, conceder o negar a su antojo) fueron ejemplos del trabajo de Flagg durante ese período. No obtuvo progresos mucho más sustanciosos.
    Bajo el reinado de Roland, el pobre patizambo e inseguro Roland, las cosas marcha-ron más aprisa hacia los propósitos de Flagg. Porque él tenía un propósito, ya sabéis, en su estilo confuso y maligno, y esta vez sin duda se trataba de algo ambicioso. Flagg planeaba nada más y nada menos que un derrocamiento total de la monarquía: una revuelta sangrien-ta que precipitaría a Delain en mil años de ignorancia y barbarie.
    Agregad o quitad a esto un año o dos, por supuesto.
    19
    En la fría mirada de Peter vio el posible desbaratamiento de todos sus planes y del largo y cuidadoso trabajo. Flagg había llegado cada vez más al convencimiento de que deshacerse de Peter era una necesidad. Esta vez lo sabía debido a que su estancia en Delain era mucho más prolongada. Las murmuraciones habían comenzado. La labor tan bien ini-ciada durante el periodo de Roland (la constante elevación de los impuestos, los registros nocturnos en los graneros y cobertizos de los pequeños granjeros para descubrir las cosechas y los alimentos no declarados, el pertrechamiento del Cuerpo de Guardia) debía continuar para concluir bajo el reinado de Thomas. Flagg no tenía tiempo de esperar durante todo el reinado de Peter como había sucedido en el de su abuela.
    Era probable que Peter ni siquiera esperase a que las quejas de la gente llegaran a sus oídos; quizás el primer mandato de Peter como rey fuera expulsar a Flagg hacia el Este y prohibirle la entrada en el reino, so pena de muerte. Flagg podría matar al consejero antes de que se atreviese a dar semejante consejo al joven rey, pero lo peor de todo era que Peter no necesitaría a ningún consejero. Peter se aconsejaría a si mismo. Cuando Flagg vio el modo seguro y decidido con que el muchacho, que ahora tenía quince años y era muy alto, le miró, pensó que quizá Peter ya se había dado ese consejo.
    Al príncipe heredero le agradaba leer, le gustaba la historia, y en los últimos dos años, mientras su padre envejecía y se debilitaba, él estuvo haciendo un montón de preguntas acerca de los otros consejeros de su padre, y sobre algunos de sus maestros. Muchas de estas preguntas (demasiadas) tenían que ver con Flagg o con cosas que si se hurgaba pro-fundamente en ellas conducían a Flagg.
    Que el muchacho hiciera semejantes preguntas a los catorce o quince años era mala señal. Que estuviera recibiendo respuestas relativamente sinceras de personas tan reticentes y alertadas como los historiadores del reino o los asesores de Roland era mucho peor. Eso quería decir que en la mente de aquellas personas, Peter ya era casi rey, y que se alegraban. Le aceptaban con regocijo debido a que Peter sería también un intelectual. Y le aceptaban además porque, a diferencia de ellos, era un muchacho valiente que con seguridad se trans-formaría en un intrépido rey cuyas proezas servirían como material para leyendas. Ellos veían en Peter la vuelta del Blanco, esa antigua y dúctil fuerza, a pesar de ello humilde, que a través de los siglos siempre había redimido a la Humanidad.
    Peter tenía que ser eliminado. Tenía que serlo.
    Flagg se repetía esto a si mismo al retirarse cada noche a la penumbra de sus aposen-tos, y era el primer pensamiento que tenía al despertarse a la mañana siguiente en esa misma penumbra.
    Debe ser eliminado, el muchacho debe ser eliminado.
    Pero era más difícil de lo que parecía. Roland amaba a sus hijos y hubiera muerto por cualquiera de los dos, pero a Peter lo amaba con una particular fiereza. Quizás en algún momento hubiera sido posible asfixiar al niño en su cuna, o simular que la muerte de los niños se lo había llevado, pero ahora Peter era un saludable adolescente.
    Cualquier accidente seria examinado con minuciosidad debido a la irreprimible pena de Roland, y más de una vez Flagg pensó que la ironía final podría ser que Peter hallara una muerte accidental y que él, Flagg, por alguna razón, fuera declarado culpable. Un pequeño paso en falso al trepar por un caño de desagüe..., un resbalón al andar a gatas sobre el tejado de algún establo mientras jugaba con su amigo Staad a "te desafío...", una caída de su caballo. ¿Y cuál seria el resultado? ¿Acaso Roland, enfurecido por su pena, confundido y senil, no vería un asesinato premeditado en algo que en realidad era un accidente? ¿Y acaso no sospecharía de Flagg? Por supuesto. Roland sospecharía de él antes que de cualquier otro. La madre de Roland había desconfiado de él, y Flagg sabia que en lo más profundo de su alma, el actual soberano también recelaba. Flagg había podido neutralizar en parte esa desconfianza mezclándola con temor y fascinación, pero sabía que si Roland tenía alguna razón para pensar que él había causado la muerte de su hijo o participado en ella...
    Efectivamente, Flagg podía imaginarse en situaciones en las que quizá tendría que intervenir en favor de la seguridad de Peter. Era algo detestable. ¡Detestable!
    El muchacho debía ser eliminado. ¡Debía ser eliminado! ¡Debía!
    Con el paso de los días, de las semanas y de los meses, este pensamiento se repetía en la cabeza de Flagg cada vez con mayor insistencia.
    Cada día Roland estaba más viejo y más débil; cada día Peter era más adulto y más sabio y eso lo convertía en un peligroso oponente. ¿Qué era lo que debía hacerse?
    Los pensamientos de Flagg giraban y giraban sobre este tema. Se hizo más mal-humorado e irritable. Los criados, en especial Brandon, el mayordomo de Peter, y su hijo Dennis, se mantenían apartados de él, y se susurraban comentarios sobre los terribles hedo-res que por las noches provenían de su laboratorio. Dennis en particular, que algún día remplazaría a su padre en el puesto de mayordomo de Peter, estaba aterrorizado por Flagg, y en cierta ocasión le preguntó a su padre si podía decirle unas cuantas cosas acerca del mago.
    —Para que esté prevenido, es el único motivo que tengo —dijo Dennis.
    —Ni una sola palabra —replicó Brandon, y le dirigió a Dennis, que aún era un niño, una mirada de advertencia—. No dirás ni una sola palabra. El hombre es peligroso.
    —¿Entonces no es una razón más para...? —comenzó a decir tímidamente Dennis.
    —Un estúpido podrá confundir el cascabeleo de una serpiente mordedora con el so-nido de guijarros en una calabaza hueca y acercar su mano para tocarla —dijo Brandon—, pero nuestro príncipe no es un estúpido, Dennis. Ahora sírveme otro vaso de ginebra y no vuelvas a mencionar el tema.
    Así que Dennis no le dijo nada a Peter, pero el amor que sentía por su joven amo y el temor al encapuchado consejero del rey se acrecentaron después de esa breve conversación. Siempre que veía a Flagg recorriendo los pasillos del castillo con su larga y puntiaguda túnica se hacia a un lado temblando y pensaba: ¡Serpiente mordedora! ¡Serpiente mordedora! ¡Cuídate de él, Peter! ¡No dejes que te sorprenda!
    Entonces, cierta noche cuando Peter ya tenía dieciséis años, y Flagg comenzaba a creer que tal vez no existiera ninguna forma de acabar con el muchacho sin exponerse él mismo a ser descubierto, apareció la solución. Era una noche espantosa. Una violenta tor-menta de otoño se desató alrededor del castillo, quedando vacías las calles de Delain ya que la gente corrió a refugiarse de las ráfagas de lluvia fría y del desapacible viento.
    Roland pescó un resfriado debido a la humedad. Cada vez se resfriaba con mayor fa-cilidad, y las medicinas de Flagg, a pesar de ser potentes, estaban perdiendo su poder para curarle. Uno de aquellos enfriamientos, quizás el mismo que padecía ese día, llegaría a complicarse con el tiempo hasta convertirse en "el mal del pulmón húmedo" y eso podría llevarlo a la muerte. Los medicamentos mágicos no eran como las medicinas de los docto-res, y Flagg sabia que una de las causas por la que sus pociones estaban perdiendo poder sobre el rey, era que él, Flagg, en realidad no quería que surtiesen efecto. El único motivo por el cual mantenía vivo a Roland se debía al temor que le inspiraba Peter.
    Me agradaría que estuvieses muerto, viejo rey, pensó Flagg con pueril enfado al sen-tarse frente a una vela que ardía con luz mortecina; escuchó el viento que gemía fuera y a su loro de dos cabezas que hablaba en voz baja consigo mismo en el interior.
    Por una ristra de alfileres (aunque una ristra muy corta), os mataré por todas las mo-lestias que me habéis causado tú, tu estúpida esposa y tu hijo mayor. El placer de mataros bien valdrá la pena del fracaso de mis planes. El placer de mataros...
    De repente se quedó helado, en una postura enhiesta, observando la penumbra de sus habitaciones subterráneas, allí donde las sombras se desplazaban con dificultad. Sus ojos tenían un brillo plateado. En su mente una idea ardía como una antorcha.
    La vela emitió una llama verde refulgente y luego se apagó.
    —¡Muerte! —chilló en la oscuridad una de las cabezas del loro.
    —¡Asesinato! —gritó la otra.
    Y en medio de aquella negrura, sin ser visto por nadie, Flagg comenzó a reír.
    De todas las armas utilizadas para cometer regicidio (el asesinato de un rey) ninguna ha sido usada con tanta frecuencia como el veneno.
    Y nadie posee mayor conocimiento sobre venenos que un mago.
    20
    Flagg, uno de los más grandes magos que jamás hayan existido, conocía todos los venenos de que tenemos noticia: arsénico; estricnina— el curare, que penetra paralizando primero todos los músculos y por último el corazón, nicotina— belladona; la hierba mora; los hongos venenosos. Conocía el poder del veneno de cien víboras y arañas; la forma de destilar el lirio de agua cuyo aroma se asemeja a la miel pero que mata a sus víctimas en medio de terribles tormentos; la picuña mortal, que crece en la parte más sombreada del Pantano Lúgubre. Flagg no conocía tan sólo docenas de venenos sino docenas de docenas, cada uno peor que el anterior. Los tenía prolijamente clasificados en las estanterías de un cuarto secreto al que ningún sirviente jamás había entrado. Se hallaban en cubetas, en fras-cos pequeños, en sobres diminutos. Cada mortífero artículo estaba señalado nítidamente.
    Era el santuario de Flagg de los lamentos futuros, la antecámara de la agonía, el vestíbulo de las fiebres, el cuarto de vestir para la muerte.
    Flagg lo visitaba con frecuencia cuando se sentía de mal humor y deseaba animarse. En aquel mercado diabólico aguardaban todas esas cosas que los humanos, que están hechos de carne y son tan débiles, temían: demoledores dolores de cabeza, calambres de estómago que hacían aullar estallidos de diarrea, vómitos, colapso de los vasos sanguíneos, parálisis del corazón, explosión de los globos oculares, inflamaciones, lenguas teñidas de negro, locura.
    Pero al peor de todos los venenos, Flagg lo mantenía separado incluso de estos últi-mos. En su gabinete había un escritorio, cada uno de cuyos cajones estaba cerrado con llave..., pero uno de ellos tenía tres cerraduras. Dentro de él se encontraba una caja de teca toda tallada con símbolos mágicos..., runas y cosas por el estilo. La cerradura de esta caja era única en su género. Su placa parecía estar hecha de un acero blando color naranja, pero una inspección mucho más minuciosa revelaba que en realidad era una especie de vegetal. Se trataba de una zanahoria kleffa, y una vez a la semana Flagg regaba aquella cerradura viviente con un minúsculo vaporizador. La zanahoria kleffa al parecer poseía una clase de inteligencia aletargada. Si alguien intentaba forzar la caja, incluso si una persona inadecua-da trataba de usar la llave auténtica, la cerradura se pondría a gritar. Dentro de este cofre había otra caja más pequeña, que se abría con una llave que Flagg siempre llevaba colgada al cuello.
    En esta segunda caja había un paquete, el cual contenía una pequeña cantidad de are-na verde. Qué bonito, diréis vosotros, pero nada espectacular. Nada sobre lo que se le podr-ía escribir a nuestra madre. Sin embargo, esa arena verde era uno de los venenos más pode-rosos que existían en el mundo, tan poderoso que hasta Flagg le temía. Provenía del desier-to de Grenh; la gran planicie emponzoñada se extendía mucho más allá de Garlan, y era desconocida en Delain. A Grenh únicamente se podía llegar en un día en que el viento estuviera a favor, ya que sólo respirar los vahos procedentes del desierto de Grenh causaba la muerte.
    Pero no una muerte instantánea. No era así como actuaba el veneno.
    Por uno o dos días, incluso hasta tres, la persona que había inhalado los vahos vene-nosos (o si en el peor de los casos se hubiese tragado algunos granos de arena) se sentiría magníficamente, quizá mejor que nunca en su vida. Luego, de improviso, los pulmones comenzarían a arderle, la piel empezaría a ahumársele y el cuerpo se le arrugaría como el de una momia. Después de esto la persona caía fulminada, a menudo con los cabellos en llamas. Cualquiera que inhalase o tragase este mortífero material terminaba quemándose de dentro para fuera.
    Esto era la Arena Dragón, y no existía ningún antídoto o cura. Así de divertido.
    Durante aquella violenta y lluviosa noche, Flagg decidió darle a Roland en una copa de vino con un poco de Arena Dragón. Peter había tomado la costumbre de llevarle cada noche a su padre una copa de vino, antes de que se durmiera. En el palacio todo el mundo lo sabia, y comentaban la lealtad filial de Peter. Roland disfrutaba tanto de la compañía de su hijo como del vino que éste le llevaba, pensó Flagg, pero cierta doncella había atraído la atención de Peter y en esos días él raramente se quedaba con su padre más de media hora.
    Flagg pensaba que si él entrase una noche cuando Peter ya se hubiera marchado, el viejo rey no se negaría a tomar una segunda copa de vino.
    Una copa de vino muy especial.
    Mi señor, una cosecha ardiente, pensó Flagg, esbozando una leve sonrisa en su rostro alargado. En efecto, una cosecha ardiente, ¿y por qué no? Los viñedos se hallaban junto al infierno, creo, y cuando esta sustancia empiece a actuar en vuestras entrañas, creeréis que et infierno se halla dentro de vuestro cuerpo.
    Flagg echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse.
    21
    Cuando ya tuvo elaborado su plan, mediante el cual se desharía para siempre de Ro-land y de Peter, Flagg no perdió el tiempo. En primer lugar utilizó toda su hechicería para que el rey se curase. Estaba encantado de descubrir que sus pociones mágicas hacia mucho tiempo que no funcionaban tan bien. Sin duda se trataba de otra ironía. De veras quería curar a Roland, así que las pociones surtían efecto. Pero quería curar al rey para poder luego matarlo sin que nadie sospechara que había sido un crimen. Si uno se detenía a pensar en ello, en realidad era algo sumamente gracioso.
    Una noche ventosa, cuando ya hacia una semana que la seca tos del rey había cesado, Flagg sacó de su escritorio la caja de teca. Al murmurarle a la zanahoria kteffa "bien hecho”, ésta le replicó con un estúpido chillido; Flagg levantó la pesada tapa, extrayendo de ella la caja más pequeña. Para abrirla usó la llave que llevaba colgada al cuello, sacando finalmente el paquete que contenía la Arena Dragón. Como había encantado el paquete, éste era inmune al terrible poder del polvo verde. Al menos eso era lo que él pensaba. Flagg no quiso correr ningún riesgo, por lo que cogió el paquete con unas pequeñas pinzas de plata y lo colocó sobre su escritorio al lado de una de las copas del rey. Grandes gotas de sudor le caían por la frente, debido a que en efecto se trataba de una tarea delicada. Una pequeña equivocación y pagaría por ella con su vida.
    Flagg se dirigió al corredor que comunicaba con las mazmorras y allí comenzó a ja-dear. Se estaba hiperventilando. Cuando respiramos rápidamente, nuestro cuerpo se llena de oxigeno, con lo cual somos capaces de contener el aliento durante un tiempo prolonga-do. En aquel momento decisivo del plan, Flagg no tenía ninguna intención de res pirar. No podía cometer ningún error, ni grande ni pequeño. Se estaba divirtiendo mucho como para morirse.
    Tomó una última bocanada de aire puro a través de la ventana barrada que había jun-to a la puerta de su residencia y volvió a entrar en sus habitaciones. Se dirigió al sitio donde se encontraba el sobre, sacó la daga de su cinturón y lo abrió con gran delicadeza. Sobre su escritorio había una piedra plana de obsidiana, que el mago utilizaba como pisapapeles. En aquel tiempo, la obsidiana era la roca más dura que se conocía. Utilizando nuevamente las pinzas, asió con ellas el paquete y vertió casi toda la arena verde. Quedó apenas una mínima cantidad, no más de doce granos, pero aquella pizca extra era sumamente importante para sus planes. A pesar de lo dura que era, de la piedra de obsidiana comenzó en seguida a salir humo.
    Habían pasado treinta segundos.
    Flagg tomó la piedra de obsidiana, cuidando de que ni un solo grano de Arena Dragón tocase su piel, pues si esto sucediera, el veneno avanzaría hasta su corazón, para finalmente prenderle fuego. Inclinó la piedra sobre la copa y volcó en ella la arena.
    Inmediatamente, antes de que la arena comenzase a corroer la copa, vertió dentro un poco del vino favorito del rey, la misma clase de vino que Peter llevaba siempre a su padre. La arena se disolvió de inmediato. Durante unos instantes el color rojo del vino centelleó con reflejos de un verde siniestro, y luego retornó a su color natural.
    Pasaron cincuenta segundos.
    Flagg regresó a su escritorio. Cogió la piedra plana y su daga. Al rasgar el sobre, sólo unos cuantos granos de Arena Dragón habían tocado las cuchillas, pero éstos ya estaban haciendo su trabajo y unas tenues y nocivas columnas de humo salían de las mellas hechas sobre el acero de Andua. Se llevó la piedra y la daga al pasillo.
    Setenta segundos, y sus pulmones pedían aire a gritos.
    Diez metros más allá, por el pasillo que conducía a las mazmorras, si uno se internaba lo suficiente (un recorrido que en Delain nadie deseaba hacer), hallaría en el suelo una rejilla. Flagg podía escuchar el gorgoteo del agua, y si no hubiera estado conteniendo la respiración habría olido un asqueroso hedor. Se trataba de una de las alcantarillas del casti-llo. Dejó caer en ella la roca y la daga, sonriendo al escuchar cómo chocaban ambos objetos con el agua, pese a que sentía que el pecho le iba a estallar. Entonces se dirigió rápidamente a la ventana, asomó la cabeza y comenzó a tomar bocanadas de aire.
    Una vez que hubo recuperado el aliento, regresó a su gabinete. Sobre el escritorio ya sólo quedaban las pinzas, el sobre y la copa de vino.
    En las pinzas apenas si había un grano de arena, y la pizca que quedaba dentro del sobre embrujado no le dañaría si lo manejaba con el cuidado necesario.
    Sintió que hasta ese momento todo le había salido bien. Su trabajo de ninguna manera estaba terminado, pero era un buen inicio. Flagg se inclinó sobre la copa y aspiró pro-fundamente. Ahora no existía ningún peligro— cuando la arena era mezclada con un líqui-do, sus vahos se volvían inofensivos y no eran advertidos. La Arena Dragón únicamente producía vapores mortíferos cuando entraba en contacto con algo sólido, como una piedra.
    Y como la carne humana.
    Flagg sostuvo la copa a contraluz, admirando su brillo sanguinolento.
    —Una última copa de vino, mi rey —dijo riéndose hasta que el loro de dos cabezas chilló atemorizado—. Algo para calentar vuestras entrañas.
    Luego se sentó, dio la vuelta a su reloj de arena y comenzó a leer de un enorme libro de conjuros. Flagg llevaba leyendo aquel tomo, que se hallaba encuadernado con piel humana, desde hacia mil años, y sólo había logrado consultar una cuarta parte. Leer dema-siado de este libro, escrito en las altas y distantes Planicies de Leng por un demente llama-do Alhazred, podía ocasionar fácilmente la locura.
    Una hora..., nada más que una hora. Cuando la mitad superior del reloj de arena es-tuviese vacía, él podría estar seguro de que Peter ya había tenido tiempo de entrar y salir. Una hora, y entonces le llevaría a Roland su última copa de vino. Por unos instantes, Flagg contempló cómo se escabullía suavemente por el talle del reloj el blanco polvo de huesos, y después volvió a doblarse tranquilamente sobre su libro.
    22
    Roland estaba a la vez complacido y conmovido por el hecho de que Flagg le hubiera traído aquella noche una copa de vino antes de acostarse. Se bebió el contenido en dos largos tragos y dijo que le había reconfortado muchísimo.
    Sonriendo desde dentro de su capucha, Flagg contestó:
    —Majestad, esperaba que así fuese.
    23
    Si fue el destino o sólo la suerte lo que hizo que Thomas viera aquella noche a Flagg con su padre es otra pregunta que deberéis responder vosotros mismos. Yo lo único que sé es que Thomas verdaderamente lo vio, y que en parte eso fue posible porque Flagg a través de los años se había esmerado en hacerse amigo intimo de este solitario y desdichado mu-chacho.
    Me explicaré en un momento, pero antes debo corregir el concepto equivocado que quizá vosotros tenéis acerca de la magia.
    En los relatos sobre encantamientos, es común que se hable con descuido sobre tres de ellos, como si un mago de segunda clase fuera capaz de realizarlos. Se trata de la con-versión del plomo en oro, del poder de cambiar de apariencia y de la capacidad de hacerse invisible.
    Lo primero que debéis saber es que la verdadera magia nunca es fácil, y si pensáis que lo es, entonces intentad hacer desaparecer a vuestra tía más antipática la próxima vez que vaya a pasar con vosotros una semana o dos. La verdadera magia es compleja, y a pesar de que resulta más fácil hacer una magia perjudicial que una destinada a ser útil, esta primera también tiene su grado de complejidad.
    Convertir plomo en oro es algo posible de hacer, una vez que se conocen las invoca-ciones, y si se logra encontrar a alguien capaz de enseñar exactamente el truco correcto para separar las barras de plomo.
    Sin embargo, el cambio de apariencia y la invisibilidad son imposibles..., o tan cer-canos a esta palabra que no hay razón para no emplearla.
    De cuando en cuando, Flagg, que era un gran escuchador furtivo, había oído cuentos narrados por gente necia que hablaban sobre jóvenes príncipes que escapaban de las garras de genios malignos, pronunciando sencillamente una palabra mágica que les hacía desapa-recer al instante, o sobre jóvenes y bellas princesas, en los relatos siempre eran bellas, a pesar de que para Flagg la mayoría de las princesas que conoció fueren productos defec-tuosos y, como consecuencia de una larga tradición familiar endogámica, feas como el pecado y estúpidas por añadidura) que convertían a ogros imponentes en moscas, a los cuales rápidamente mataban de un papirotazo. En la mayoría de los relatos, las princesas eran también muy hábiles en aplastar moscas, aunque casi todas las princesas que había conocido Flagg no eran capaces ni de matar a una mosca moribunda sobre el frío alféizar de una ventana en pleno diciembre. En los relatos todo resulta fácil; en los relatos los pro-tagonistas se pasan todo el tiempo cambiando de apariencia o atravesando los vidrios de los ventanales.
    La verdad, Flagg jamás vio materializado ninguno de esos dos prodigios. Una vez había conocido a un gran mago de Andua que creía haber llegado a dominar el truco para cambiar de apariencia, pero después de seis meses de meditación y aproximadamente una semana de conjuros en posturas tortuosas para el cuerpo, cuando pronunció el último en-cantamiento temible sólo consiguió que su nariz creciera tres metros además de volverse loco de remate. A la nariz también comenzaron a crecerle uñas. Flagg sonreía al recordar aquellos hechos. Gran mago o no, el hombre había sido un tonto.
    La invisibilidad era asimismo inalcanzable, al menos hasta donde Flagg había sido capaz de determinar. Sin embargo era posible volverse.. opaco.
    Sí, opaco; no existía mejor palabra para describirlo, pese a que algunas veces le vi-nieran otras a la mente: espectral, transparente, inadvertido. La indivisibilidad estaba fuera de su alcance, pero si se comía un vergajo y luego se recitaba cierto número de conjuros, era posible volverse opaco. Cuando uno era opaco y se encontraba en un corredor con algún criado, se apartaba y sin moverse permitía que el fámulo pasase. En muchos casos, el sirviente bajaría la vista o hallaría, de repente, alguna cosa interesante en el techo. Si uno atravesaba por una habitación, la conversación se interrumpía y las personas presentes sentí-an momentáneamente cierta urgencia, como si todas sufrieron a la vez retortijones de estómago. Las antorchas y los candelabros comenzaban a humear; en ocasiones, las velas se apagaban. Cuando uno era opaco sólo se hacia necesario ocultarse si se coincidía con personas muy conocidas, ya que, se fuese o no opaco, esta clase de individuos casi siempre podían ver. La opacidad resultaba ventajosa, pero no era como ser invisible.
    La noche en que le llevó el vino envenenado a Roland, Flagg primero se hizo opaco. No esperaba tropezarse con nadie conocido. Eran pasadas las nueve de la noche, el rey estaba viejo y enfermo, los días se acortaban, y en el castillo todos se iban a dormir más temprano.
    Cuando Thomas sea rey, pensaba Flagg, llevando velozmente el vino por los corre-dores, habrá fiestas todas las noches. Thomas había heredado la afición de su padre por la bebida, aunque prefería el vino a la cerveza y el aguamiel. Sería relativamente fácil hacerle probar algunas bebidas más fuertes... Después de todo, ¿acaso no soy yo su amigo; Sí, cuando Peter haya sido quitado de en medio y esté prisionero en la Aguja, bajo el reinado de Thomas, habrá grandes fiestas todas las noches... hasta que los habitantes de las confe-deraciones y de las baronías encuentren tan sofocados que se alcen con una revuelta san-grienta Luego, habrá una última fiesta, la más espléndida de todas..., pero no creo que Thomas vaya a disfrutar de ella. Al igual que el vino que 1e estoy llevando esta noche a su padre, la fiesta será extremadamente acalorada.
    No esperaba tropezarse con nadie conocido, y así sucedió. Sólo unos cuantos criados pasaron a su lado, pero se apartaron distraídamente de sitio en que Flagg se detuvo casi ensimismado, como si hubieran sentido una fría corriente de aire.
    A pesar de todo, hubo alguien que vio a Flagg. Thomas lo vio través de los ojos de Niner, el dragón que su padre había cazado mucho tiempo atrás. El muchacho pudo hacerlo porque Flagg le había enseñado el truco.
    24
    A Thomas le había dolido profundamente el modo en que su padre rechazó el obse-quio del barco, y después de aquello se cuidó de mantenerse alejado de Roland. A pesar de ello, Thomas lo quería y deseaba muchísimo hacerle feliz de la misma manera que lo hacía Peter. Más que nada, deseaba que su padre le quisiera tanto como a Peter. De hecho, Tho-mas habría sido feliz si su padre tan sólo le quisiese la mitad.
    El problema radicaba en que a Peter se le ocurrían antes las buenas ideas. A veces, Peter quería compartirlas con su hermano, pero a Thomas estas ideas o bien le parecían tontas (hasta que funcionaban) o le hacían temer que él sería incapaz de hacer su parte de trabajo, como había sucedido cuando tres años atrás Peter le fabricó a su padre un ejército de hombres de Bendoh.
    —Yo le regalaré a nuestro padre algo mucho mejor que un estúpido puñado de piezas viejas —dijo entonces Thomas con desdén, pero realmente estaba pensando en que si no era capaz de hacerle a su padre un simple barco de madera, menos aún podría servir de ayuda para fabricar algo tan difícil como un ejército de Bendoh de veinte hombres. Así que Peter se dedicó por su cuenta a crear las piezas durante un período de cuatro meses: los hombres de infantería, los caballeros, los arqueros, los fusileros, el general, el monje. Y, por supuesto, a Roland le encantaron a pesar de que eran un poco toscos. Inmediatamente, apartó el juego de jade del ejército Bendoh que el gran Ellender había tallado para él hacia cuarenta años y colocó en su lugar el que acababa de regalarle Peter. Al ver esto, Thomas se fue humillado a sus habitaciones y se metió en la cama, a pesar de que era todavía media tarde. Se sentía como si alguien le hubiera cortado un pequeño trozo de su propio corazón y luego le hubiese obligado a comérselo. Le supo muy amargo, y odió a Peter más que nunca, pese a que una parte de él todavía quería a su apuesto hermano mayor y jamás dejaría de hacerlo.
    Si bien el sabor había sido amargo, a Thomas le agradó.
    Le agradó porque era su propio corazón.
    Ahora estaba aquel asunto del vaso de vino nocturno.
    Un día, Peter le dijo a Thomas:
    —Tom, he estado pensando que seria una buena idea que cada noche le llevásemos a papá una copa de vino. Se lo he preguntado al mayordomo, pero me ha dicho que no nos podía dar así como así una botella debido a que cada seis meses debía entregarle al jefe vinatero una rendición de cuentas, pero me dijo que podíamos poner algo de nuestro dinero y comprarle una de la Bodega Quinta Baronia, que es el preferido de nuestro padre. Y en realidad no es nada caro. Nos sobra mucho dinero de nuestra asignación. Además...
    —¡Me parece la idea más estúpida que jamás haya escuchado! —exclamó Thomas—. ¡Todo el vino pertenece a padre, todo el vino del reino, y él puede tener cuanto se le antoje! ¿Por qué debemos gastar nuestro dinero para ofrecerle algo que de todos modos ya le pertenece? ¡Lo único que conseguiremos será enriquecer a ese sirviente gordo!
    —A padre le agradará que nos gastemos nuestro dinero en él, incluso si se trata de algo que de todos modos ya le pertenece –explicó Peter con paciencia.
    —¿Cómo sabes tú eso?
    Peter, exasperado, le respondió:
    —Simplemente lo sé.
    Thomas lo miró con el ceño fruncido. ¿Cómo podía decirle a Peter que el jefe vinate-ro lo había sorprendido, hacía un mes, robando de la bodega una botella de vino? Aquel despreciable cerdo le había dado un buen zamarreo y le amenazó con contárselo a su padre si no le entregaba una moneda de oro. Thomas le pagó, con lágrimas de rabia y vergüenza en sus ojos. Si hubiera sido Peter, habrías mirado hacia otra parte pretendiendo no ver, escoria, pensó Thomas. Si hubiera sido Peter, te habrías vuelto de espaldas. Porque algún día no muy lejano mi hermano será rey, mientras yo me quedaré príncipe para siempre.
    A Thomas también se le ocurrió pensar que en primer lugar, Peter jamás habría in-tentado robar vino, pero la veracidad de este pensamiento únicamente consiguió que se irritase aún más contra su hermano.
    —Yo sólo pensé... —comenzó a decir Peter.
    —Yo sólo pensé, yo sólo pensé —le imitó cruelmente Thomas—. ¡Bien, pues vete a pensar a otra parte! ¡Cuando padre descubra que le has comprado al jefe vinatero su propio vino, se reirá de ti y te llamará idiota!
    Pero Roland no se rió de Peter, ni le llamó idiota. Le dijo que era un buen hijo con voz trémula y casi llorosa. Thomas lo sabía, ya que se sintió humillado después de la pri-mera noche en que Peter le llevó la copa de vino a su padre. Les había espiado a través de los ojos del dragón y lo había visto todo.
    25
    Si le hubierais preguntado abiertamente a Flagg por qué le había revelado a Thomas la existencia de aquel sitio y del pasadizo secreto que conducía hasta allí, no habría podido daros una respuesta satisfactoria. Ello se debía a que Flagg no sabía exactamente la razón por la cual lo había hecho. Así como otras personas poseen una facilidad innata para la aritmética o un claro sentido de la orientación, Flagg tenía un impulso natural hacia lo da-ñino. El castillo era muy antiguo, y en él existían numerosos accesos y pasajes secretos. El mago los conocía casi todos (nadie, ni siquiera Flagg, había descubierto la totalidad), pero a Thomas únicamente le reveló algunos. Su instinto de maldad le decía que quizás eso cau-sase contratiempos, y Flagg simplemente obedeció a su instinto. Después de todo, para él la maldad era una especie de capricho.
    De vez en vez, Flagg irrumpía en las habitaciones de Thomas exclamando:
    —¡Tommy, tienes un aire melancólico! ¡Venia con la intención de mostrarte algo que seguramente te gustará! ¿Te agradaría echar una ojeada?
    Flagg casi siempre le decía, tienes un aire melancólico, Tommy, o te veo un poco alicaído, Tommy, o parece como si te hubieras sentado sobre una tachuela, Tommy, porque tenía la habilidad de presentarse cuando Thomas se hallaba particularmente triste o deprimido. Flagg estaba al tanto del miedo que le inspiraba al muchacho, el cual hallaría probablemente alguna excusa para no ir con él, salvo que estuviese necesitado de un ami-go... y se sintiera tan desanimado e infeliz que no se fijara en qué clase de amigo era. Flagg sabía esto, pero Thomas no tenía ni la menor idea. El temor que le inspiraba Flagg era in-consciente. En un aspecto menos profundo, Thomas pensaba que Flagg era un sujeto agra-dable, divertido y lleno de trucos. A veces la diversión resultaba ser un recurso pobre, pero por lo general le venía bien a su ánimo.
    ¿Pensáis que es extraño que Flagg supiera de Thomas ciertas cosas que él mismo desconocía? Nada hay de extraño en ello. Las mentes de las personas, en particular la de los niños, son como pozos, profundos pozos repletos de agua dulce. Y en ocasiones, cuando algún pensamiento es demasiado desagradable para poder soportarlo, la persona dueña de ese pensamiento lo guarda bajo llave en una pesada caja y la arroja al pozo. Luego, oirá cómo la caja choca con el agua... y considerará que ha desaparecido. Por supuesto, esto no es exacto. No del todo. Flagg, al ser tan viejo y tan sabio, además de muy malvado, sabía que hasta el pozo más profundo tenía un fondo, y que el hecho de que una cosa no estuvie-ra a la vista no significaba que hubiese desaparecido. Aún permanecía allí, reposando en lo más hondo. Y también sabia que los cofres en los cuales se hallaban encerradas aquellas nocivas y temibles ideas podían pudrirse, dejando escapar con el tiempo toda la carga ne-gativa y contaminando el agua..., y cuando el pozo de la mente se encuentra infectado por este veneno, sus consecuencias derivan en lo que llamamos locura.
    Si el mago le enseñaba a veces en el castillo cosas espantosas, era porque Flagg sabia que cuanto más miedo le tuviera Thomas, mayor poder tendría sobre él..., y estaba seguro de conseguir ese poder debido a que conocía algo que yo ya os he contado: Thomas era débil y a menudo se hallaba desatendido por su padre. Flagg esperaba que el chico le tuvie-ra miedo, y quería estar seguro de ello; con el paso de los años, aquel príncipe debía arrojar muchas de aquellas cajas cerradas en su oscura interioridad. Si Thomas enloquecía antes de llegar a ser rey, ¿qué habría de malo en ello? Eso le proporcionaría a él una mayor libertad para gobernar; su poder prevalecería sobre todos los demás.
    ¿Cómo podía saber Flagg cuál era el momento adecuado para ir a visitar a Thomas y llevarle consigo en sus raros paseos por el castillo?
    Algunas veces veía en su cristal las cosas que entristecían o enfadaban a Thomas. Más a menudo, se limitaba a obedecer el impulso de visitarlo, pues su instinto de maldad no solía equivocarse.
    En una ocasión llevó a Thomas a la torre oriental, subieron tantos escalones que en un momento dado el muchacho jadeaba al igual que un perro, mientras Flagg jamás parecía quedarse sin aliento. En lo alto había una puerta tan pequeña que incluso Thomas tuvo que atravesarla arrastrándose a gatas. Al otro lado, había un rechinante y oscuro cuarto con una sola ventana. Flagg lo guió hasta ella sin decir nada, y cuando Thomas contempló el paisaje (toda la ciudad de Delain, los Poblados Cercanos, y más allá, entre los Poblados Cercanos y la Baronia del Este, las colinas que se perdían en una niebla azul) pensó que aquella vista bien valía la pena cada uno de los escalones que tuvieron que subir sus doloridas piernas. Su corazón se hallaba exaltado debido a la belleza, pero al darse la vuelta para darle las gracias a Flagg, el pálido y borroso rostro del mago, oculto por su capucha, le dejó sin habla.
    —¡Ahora observa esto! —dijo Flagg, alzando su mano.
    Una llama azul brotó de su dedo índice, y el chirriante sonido que, en el primer mo-mento, Thomas había tomado por el sonido del viento, se convirtió en un creciente batir de alas correosas. Unos instantes después Thomas estaba chillando y agitando los brazos por encima de su cabeza mientras buscaba a ciegas el camino hacia la minúscula puerta. El pequeño cuarto circular en la parte superior de la torre oriental del castillo tenía la mejor vista de Delain, excepto por la celda en lo alto de la Aguja, y ahora Thomas entendía por qué nadie la visitaba. El cuarto se hallaba plagado de enormes murciélagos. Perturbados por la luz que había suscitado Flagg, los negros animales se abalanzaron volando rápidamente en círculos. Más tarde, cuando ambos estuvieron fuera y Flagg hubo tranquilizado al niño, pues Thomas odiaba a los murciélagos y se había puesto histérico, el mago insistió en que sólo se trataba de una broma para animarlo. Thomas le creyó.... aunque semanas después todavía se despertaba gritando debido a las pesadillas, en las cuales los murciélagos volaban sobre su cabeza, enredándose en sus cabellos, arañándole la cara con sus afiladas garras y clavándole sus dientes ratoniles.
    En otra excursión, Flagg llevó a Thomas a la sala de los tesoros del rey y le enseñó los montones de monedas y las altas pilas de lingotes de oro, así como los hondos arcones con las indicaciones: ESMERALDAS, DIAMANTES, RUBÍES, LUZ DE FUEGO, y así sucesivamente.
    —¿Están realmente repletos de joyas? —preguntó Thomas.
    —Ven y mira —le invitó Flagg. Abrió uno de los arcones y sacó un puñado de esme-raldas sin tallar. Las piedras brillaban intensamente en su mano.
    —¡El nombre de mi padre! —exclamó Thomas con asombro.
    —¡Oh, eso no es nada! ¡Mira esto! ¡Tesoro de los piratas, Tommy!
    Le mostró a Thomas el botín obtenido en 1a batalla contra los piratas de Andua doce años atrás. El tesoro de Delain era soberbio, y los escasos encargados de cuidar la sala donde se hallaba eran viejos; aquel botín acumulado aún no había sido clasificado. Thomas miraba con asombro las pesadas espadas con sus empuñaduras enjoyadas, las dagas cuyas hojas estaban incrustadas de diamantes aserrados para que pudieran cortar más fácilmente, las macizas bolas de combate hechas de rodocrosita.
    —¿Todo esto pertenece al reino? —preguntó Thomas con voz respetuosa.
    —Le pertenece a tu padre —contestó Flagg, a pesar de que Thomas en realidad había estado en lo cierto—. Algún día le correspondería a Peter.
    —Y a mi —dijo Thomas con la seguridad de un niño de diez años.
    —No, sólo a Peter —recalcó Flagg, con un leve matiz de pesadumbre en su voz—. Debido a que él es el mayor, y por lo tanto será rey.
    —Lo compartirá —respondió Thomas, pero con un tono de voz ligeramente insegu-ro—. Peter siempre comparte todo.
    —Peter es un buen muchacho, no me cabe la menor duda de que estás en lo cierto. Probablemente lo compartirá. Pero tú sabes que nadie puede obligar a un rey a que sea generoso. Nadie puede obligar a un rey a que haga algo que él no desee hacer.
    Observó a Thomas para comprobar el efecto de su comentario, y luego volvió a posar los ojos en la espaciosa y lóbrega sala del tesoro.
    En alguna parte, uno de los envejecidos encargados pronunciaba monótonamente el recuento de ducados.
    —Pensar que todo este tesoro será para un único hombre –observó Flagg— es algo que realmente hace pensar, ¿no es así, Tommy?
    Thomas permaneció callado; pero Flagg se quedó satisfecho. Pudo ver que el joven estaba pensando en ello, y estimó que otra caja envenenada debía estar cayendo en el pozo de su mente. ¡Plas! Y sin duda era así. Más adelante, cuando Peter le propuso a su hermano que ambos compartieran los gastos de la botella de vino para su padre, Thomas recordó la gran sala del tesoro, y recordó que todo el tesoro que había allí dentro iba a pertenecer al heredero. ¡Para ti es muy fácil hablar de comprar vino con tanta despreocupación! ¡Claro, algún día tendrás todo el dinero del mundo!
    Por lo tanto, aproximadamente un año antes de aquella noche en que le llevó el vino envenenado al rey, Flagg, en un impulso, le había mostrado a Thomas el pasadizo secreto... y es probable que en esta única ocasión su infalible instinto de maldad le hubiera jugado una mala pasada. Nuevamente, dejo que vosotros mismos lo resolváis.
    26
    —¡Tommy, tienes un aire melancólico! —exclamó.
    Aquel día llevaba la capucha de su manto echada hacia atrás, y se veía casi normal.
    Casi.
    Thomas se sentía deprimido. Había tenido que soportar un largo almuerzo durante el cual su padre no dejó de alabar ante sus consejeros, con los más espléndidos calificativos, las notas obtenidas por Peter en geometría y navegación. Roland nunca había comprendido correctamente ninguna de las dos materias. Sabía que un triángulo estaba compuesto por tres lados y un cuadrado por cuatro; también sabia que si uno se perdía en el bosque podía orientarse siguiendo a la Estrella Vieja en el cielo. Y aquí se acababan todos sus conoci-mientos. Esto mismo le sucedía a Thomas, por lo que le pareció que el almuerzo jamás iba a terminar. Lo peor de todo era que la carne fue servida como le gustaba a su padre, san-guinolenta y apenas cocinada. A Thomas, la carne sanguinolenta le daba náuseas.
    —El almuerzo no fue de mi agrado, eso es todo —le dijo a Flagg.
    —Bien, yo conozco la manera de levantarte el ánimo –sugirió Flagg—. Te enseñaré un secreto del castillo, mi querido Tommy.
    Thomas jugaba con un escarabajo; lo tenía sobre el escritorio y a su alrededor había colocado sus libros escolares a manera de barreras.
    Si el escurridizo bicho daba muestras de haber encontrado una salida, Thomas en se-guida movía uno de los libros y le cerraba el paso.
    —Estoy muy cansado —dijo el muchacho.
    Y no se trataba de una mentira. Escuchar alabar a Peter con desmesura siempre le ocasionaba cansancio.
    —Te gustará... —prometió Flagg en tono persuasivo—, pero también es un poco amenazador.
    Thomas miró al mago con recelo.
    —No habrá allí ningún..., ningún murciélago, ¿verdad?
    Flagg rió animoso. De todos modos, a Thomas se le puso la carne de gallina. Luego, le dio unas cuantas palmadas en la espalda.
    —¡Ni un solo murciélago! ¡Ni una gotera! ¡Ni corrientes de aire! ¡Un sitio muy ca-lentito! ¡Y podrás atisbar a tu padre, Tommy!
    Thomas sabía que atisbar era un sinónimo de espiar, y que eso no estaba bien. A pesar de ello, esto también era una tentativa maliciosa.
    La siguiente vez que el escarabajo halló una vía de escape entre dos libros, Thomas le dejó que se fuera.
    —De acuerdo —aceptó—, pero es mejor que no haya ni un solo murciélago.
    Flagg pasó un brazo por encima de los hombros del niño.
    —Nada de murciélagos, lo juro; pero hay algo sobre lo cual debes reflexionar, Tom-my. No sólo verás a tu padre, sino que le observarás a través de su más preciado trofeo.
    Thomas abrió los ojos prestando mucha atención. Flagg se regocijó.
    El pez había mordido el anzuelo y ya estaba fuera del agua.
    —¿Qué quieres decir?
    —Ven y lo verás por ti mismo —fue todo lo que dijo el mago.
    Condujo a Thomas a través de un laberinto de corredores. Vosotros os perderíais muy pronto, y probablemente a mí me sucedería otro tanto, pero Thomas conocía el camino del mismo modo en que vosotros sabéis cómo llegar a oscuras a vuestro dormitorio. Por lo menos así fue hasta que Flagg le condujo aparte.
    Casi habían llegado a las habitaciones del rey cuando el encapuchado empujó una puerta de madera hundida en la pared que Thomas en realidad jamás había advertido. Por supuesto que la puerta siempre estuvo allí, pero en los castillos hay muchas puertas, incluso sectores completos, que han adquirido el carácter de la opacidad.
    Este pasillo era bastante estrecho. Una doncella que iba cargada con un montón de sábanas pasó a su lado; se hallaba tan aterrorizada por el hecho de haberse encontrado con el mago del rey en aquel delgado pasaje que parecía estar dispuesta a incrustarse en los poros de los bloques de piedra con tal de evitar tocarle. Thomas casi se echó a reír debido a que en ciertas ocasiones él también sentía lo mismo cuando Flagg se le acercaba. Durante el resto del trayecto no se encontraron a nadie más.
    Por debajo de ellos Thomas podía percibir débilmente el ladrido de algunos perros, y eso le ayudó a orientarse de un modo aproximado.
    Los únicos perros que había dentro del castillo eran los podencos de su padre, los cuales seguramente estaban ladrando porque era su hora de comer. La mayoría de los perros de Roland eran casi tan viejos como él, y debido a que sabía por experiencia propia cómo calaba el frío en los huesos, había mandado que les construyeran una perrera dentro del castillo. Para llegar a ella desde la sala de estar principal de su padre, había que bajar un tramo de escalera, girar a la derecha y caminar unos diez metros por un pasillo interior. Así que Thomas calculó que se encontraban a unos nueve o diez metros a la derecha de las habi-taciones privadas de su padre.
    Flagg se detuvo de golpe y Thomas casi se lo lleva por delante. El mago miró rápi-damente a su alrededor para comprobar que no hubiera nadie. El pasadizo estaba vacío.
    —Cuatro piedras hacia arriba contando a partir de la que tiene una muesca —dijo Flagg—. Apriétala. ¡Rápido!
    Ah, muy bien, aquí había un secreto, y Thomas adoraba los secretos. Con gran viva-cidad, contó hacia arriba cuatro piedras desde la que tenía la muesca y presionó. Esperaba que ocurriese una bonita superchería, un panel corredizo, por ejemplo; pero no estaba pre-parado para lo que sucedió a continuación.
    La piedra se deslizó con suavidad hacia adentro unos ocho centímetros. Luego, se es-cuchó un chasquido. En un instante toda una sección del muro se elevó, dejando al descu-bierto una oscura grieta vertical.
    ¡Aquello ni siquiera era un muro! ¡Se trataba de una puerta inmensa!
    Thomas se quedó boquiabierto.
    Flagg tuvo que darle un cachete en el culo.
    —¡He dicho rápido, pequeño tonto! —exclamó en voz baja, de un modo apremiante, y no era simplemente por el bien de Thomas, como algunos de los sentimientos de Flagg. Miró hacia derecha e izquierda para asegurarse de que el pasadizo aún continuaba vacío.
    —¡Adelante! ¡Vamos!
    Thomas contempló la oscura grieta descubierta y se inquietó ante la idea de volver a encontrarse con murciélagos. Pero una mirada al rostro de Flagg le hizo ver que no era el momento oportuno para comenzar una discusión sobre el asunto.
    Abrió la puerta de par en par y penetró en la oscuridad. Flagg le siguió sin vacilar. El chico percibió el leve roce de la capa del mago en el pavimento al darse Flagg la vuelta para hacer bajar de nuevo el muro. En aquella tiniebla total reinaba un aire quieto y seco. Antes de que Thomas pudiera abrir la boca para decir algo, del dedo índice de Flagg surgió la llama azul, iluminando el ambiente con una cruda luz celeste.
    Thomas se encogió de un modo irreflexivo y alzó las manos como para defenderse.
    Flagg prorrumpió en una risa desagradable.
    —No hay murciélagos, Tommy. ¿Acaso no te lo he asegurado?
    Y en realidad no los había. El techo era bastante bajo y Thomas podía constatarlo por si mismo. Nada de murciélagos, y muy calentito..., tal como prometió el mago. Gracias a la luz que irradiaba el dedo llama de Flagg, el niño también podía ver que estaba en un pasa-dizo secreto cuadrado de unos ocho metros de largo. Las paredes, el suelo y el techo se hallaban recubiertos con tablas de tamarindo. Thomas no podía percibir con mucha claridad el otro extremo, pero daba la impresión de ser completamente liso.
    Aún podía escuchar los ladridos amortiguados de los perros.
    —Cuando te digo que te des prisa, hablo en serio —apremió Flagg, cubriendo a Thomas con una sombra amenazadora, que en aquella oscuridad se asemejaba a la de un murciélago. El joven, asustado, retrocedió unos pasos. Como siempre, del mago emanaba un olor desagradable, un olor a polvos secretos y a hierbas amargas—. Ahora ya sabes dónde se encuentra el pasadizo, y no seré yo quien te diga que no te valgas de él. Pero si alguna vez te cogieran utilizándolo, deberás decir que lo has descubierto por accidente.
    La figura del mago se acercó aún más, obligando a Thomas a retroceder otro poco.
    —Si dices que he sido yo quien te lo ha enseñado, haré que te arrepientas de ello, Tommy.
    —Jamás diré tal cosa —promedió Thomas. Sus palabras sonaron débiles y vacilantes.
    —Bien. Pero es mejor que nunca nadie te vea utilizándolo. Espiar a un rey es un asunto muy serio, incluso aunque seas príncipe. Ahora sígueme y no hagas ruido.
    Flagg le condujo hasta el final del pasadizo. La pared del otro extremo también esta-ba revestida con madera de tamarindo, pero cuando Flagg alzó la llama que surgía de la punta de su dedo, Thomas vio dos pequeños paneles. Flagg frunció los labios y apagó la llama de un soplo.
    Totalmente a oscuras, Flagg le susurró:
    —Jamás abras estos dos paneles con una luz encendida. El podría verla. Es viejo, pe-ro aun conserva una buena vista. Podría percibir algo a pesar de que los globos de los ojos son de cristal coloreado.
    —Qué...
    —¡Chissst! Sus oídos también se hallan en buena forma.
    Thomas se quedó quieto, sintiendo latir el corazón en su pecho. No podía comprender por qué estaba tan excitado. Más tarde, se le ocurrió que la excitación se debía a que en cierto modo él sabia qué era lo que iba a suceder.
    En la oscuridad sintió un tenue sonido corredizo, y súbitamente un rayo de luz mor-tecino, luz de antorcha, iluminó el pasaje. Hubo un segundo sonido corredizo y con él apa-reció otro rayo de luz. Ahora podía ver a Flagg otra vez, muy débilmente, al igual que dis-tinguía sus propias manos si las colocaba ante si.
    Thomas contempló cómo Flagg se acercaba a la pared y se inclinaba un poco; luego, al poner sus ojos en los dos agujeros por donde penetraban los rayos de luz, el lugar volvió a quedarse casi en tinieblas.
    Después de estar observando unos instantes, emitió un gruñido y se apartó, diciéndo-le a Thomas:
    —Echa una mirada.
    Más excitado que nunca, el muchacho colocó cuidadosamente sus ojos en los dos agujeros. Podía ver con suficiente claridad, a pesar de que todo estaba teñido por un color verde amarillento. Tenía la sensación de estar mirando a través de un cristal ahumado. Un sentimiento de perfecta y deliciosa curiosidad despertó en él. Estaba observando desde arriba la sala de estar de su padre, al cual vio junto al fuego repantigado en su silla favorita, una con altas aletas que le arrojaban sombras sobre su arrugado rostro.
    Aquello tenía todo el aspecto de ser la sala de un cazador; en nuestro mundo una habitación con esas características recibiría con frecuencia el nombre de cuchitril, pese a que era tan grande como una casa corriente. A lo largo de las paredes se alineaban varias antorchas resplandecientes. Por todas partes había cabezas colgadas: de oso, de ciervo, de alce, de ñu azul, de cormorán. Incluso había un federex verde, que es el primo de nuestra legendaria ave fénix. Thomas no alcanzaba a ver la cabeza de Niner, el dragón que había matado su padre antes de que él naciera; pero este hecho no fue registrado inmediatamente por su memoria.
    Su padre picaba desganadamente un dulce. Al alcance de la mano tenía una tetera humeante.
    Ciertamente, eso era todo lo que estaba ocurriendo en aquella enorme sala capaz de albergar (y en ocasiones lo hacía) a más de doscientas personas. Nadie más que su padre; arropado con un abrigo de piel, tomando solo el té de la tarde. Aun así, Thomas estuvo mirando durante un tiempo que le pareció infinito. No había palabras para expresar la exci-tación y el arrobamiento que le causaba esta visión. Los latidos de su corazón, que antes eran rápidos, ahora se duplicaron. La sangre le producía fuertes latidos en la cabeza. Había cerrado los puños con tanta fuerza que más tarde descubriría en las palmas de sus manos pequeñas heridas en forma de medialuna infligidas por sus propias uñas.
    ¿Por qué le excitaba el simple hecho de observar a un viejo picoteando indiferente un trozo de pastel? Bien, en primer lugar no olvidemos que aquel viejo no era un viejo cual-quiera, sino el padre de Thomas. Y espiar, desgraciadamente, ofrecía un particular atractivo.
    Cuando uno observa actuar a una persona sin que ésta se aperciba de nuestra presen-cia, hasta el acto más insignificante tiene importancia.
    Al cabo de un rato, Thomas comenzó a sentirse avergonzado de su propia conducta, y a decir verdad esto no era nada sorprendente. Después de todo, espiar a una persona es una especie de robo, es robarle con la mirada algo que hace creyendo estar sola. Pero éste es también uno de sus principales encantos, y Thomas se habría quedado mirando durante horas si Flagg no le hubiese murmurado:
    —¿Sabes dónde te encuentras, Tommy?
    —Yo... creo que no lo sé, —había estado a punto de agregar, pero desde luego si que lo sabía. Su sentido de la orientación era bueno, y con un pequeño esfuerzo podía imagi-narse la parte contraria de aquel ángulo. De repente comprendió lo que había querido decir Flagg cuando le comunicó que él, Thomas, iba a ver a su padre a través de los ojos de su más preciado trofeo. Estaba observando a su padre desde el muro de la parte oeste a una altura intermedia entre el techo y el suelo..., y justamente a esa altura se hallaba colgada la cabeza más grande de todas, la de Niner, el dragón cazado por su padre.
    Podría percibir algo, a pesar de que los globos de los ojos son de cristal coloreado.
    Ahora Thomas también comprendió aquello. Tuvo que llevarse las manos a la boca para reprimir un súbito acceso de risa.
    Flagg cerró los dos pequeños paneles... también él estaba sonriendo.
    —¡No! —susurró Thomas—. ¡Quiero seguir mirando un poco más!
    —Por hoy ya basta —decidió Flagg—. Has mirado lo suficiente. En lo sucesivo podrás venir cuando te apetezca..., aunque si lo haces muy a menudo, seguramente te des-cubrirán. Vamos, ya es hora de marcharnos.
    Flagg volvió a encender la llama mágica y guió a Thomas por el corredor. Una vez que llegaron al otro extremo, apagó la luz y descorrió una mirilla. Orientó la mano de Thomas hacia ella para que supiera dónde se encontraba, invitándole luego a que echara un vistazo.
    —Date cuenta de que puedes ver el pasadizo en ambas direcciones —dijo Flagg—. Antes de abrir la puerta secreta asegúrate siempre de mirar a tu alrededor, porque si no un día te sorprenderán.
    Thomas colocó un ojo sobre la mirilla y vio, exactamente al otro lado del corredor, una ventana ornamentada cuyos soportes de los cristales presentaban un leve recodo con relación al pasadizo. Era algo demasiado lujoso para un pasadizo tan estrecho, pero dio por sentado, sin que nadie se lo dijera, que había sido construido de ese modo por quien ideara el pasillo secreto. Mirando los cristales en ángulo, Thomas podía ver un reflejo espectral de ambas direcciones del corredor.
    —¿Vacío? —susurró Flagg.
    —Sí —le contestó Thomas con otro susurro.
    Flagg empujó una palanca interior, y nuevamente hizo que Thomas la tocara para que se orientase en el futuro. La puerta se abrió con un chasquido.
    —¡Ahora, rápido! —dijo Flagg.
    Salieron y, en un abrir y cerrar de ojos, la entrada quedó otra vez clausurada.
    Diez minutos más tarde, ambos se encontraban ya en las habitaciones de Thomas.
    —Suficiente animación para un solo día —dijo Flagg—. Recuerda lo que te he ad-vertido, Tommy: utiliza el pasadizo con cuidado para que no te descubran, y si te descu-briesen —los ojos de Flagg brillaron con aspecto severo— no te olvides de que lo has hallado por casualidad.
    —Así lo haré —se apresuró a decir Thomas.
    Su voz era chillona y rechinaba como una bisagra a la cual le falta aceite. Cuando Flagg lo miró de aquel modo, sintió que en vez de corazón tenía en su pecho un pájaro atrapado, el cual revoloteaba sobrecogido de terror.
    27
    Thomas siguió el consejo de Flagg de no ir con mucha frecuencia, aunque de tanto en tanto utilizaba el pasadizo y espiaba a su padre por los ojos de vidrio de Niner. Observaba un mundo donde todo tenía una tonalidad verdedorada. Cuando se retiraba de allí con su terrible dolor de cabeza (y esto sucedía casi siempre), Thomas solía pensar: Te duele la cabeza porque has estado mirando de la misma manera que los dragones deben ver al mundo, como si todo estuviera seco y listo para ser quemado. Y quizás en esta cuestión, el instinto de maldad de Flagg no se había equivocado tanto, ya que al espiar a su padre, Thomas aprendía a tener un nuevo sentimiento hacia Roland. Antes de conocer el pasaje secreto, el chico sentía amor por él, a menudo pena por no poder complacerlo mejor, y otras veces temor. Ahora también había aprendido a experimentar desprecio.
    Cada vez que Thomas atisbaba la sala de estar de Roland y veía que éste se hallaba en compañía de alguien, se retiraba del pasadizo rápidamente. Sólo se quedaba cuando su padre se hallaba a solas. En el pasado, esto rara vez había ocurrido, incluso en un sitio como su cuchitril, el cual formaba parte de sus "aposentos privados". Siempre existía algún asunto urgente que resolver, un consejero por ver, una petición más que escuchar.
    Pero la época del poderío de Roland estaba desapareciendo. Al mismo tiempo que su importancia se debilitaba junto a su salud, Roland se descubría recordando todas las veces que se había quejado a Sasha o a Flagg:
    —¿Acaso estas personas nunca me dejarán solo?
    Aquel recuerdo le hizo esbozar una sonrisa desconsolada. Ahora que ya no le moles-taban más, él las añoraba.
    Thomas sentía desprecio debido a que cuando las gentes se hallan a solas rara vez están en su mejor momento. Por lo general dejan a un lado sus máscaras de cortesía, buena educación y disciplina. ¿Y qué hay debajo? ¿Algún monstruo verrugoso? ¿Quizás alguna actitud desagradable que haría que los demás salieran corriendo espantados? Podría suce-der en ciertas ocasiones, pero por lo general no hay en ello nada de terrible. La mayor parte de las veces que los demás nos vieran sin nuestras máscaras, sin duda sólo se reirían. Si, se reirían o harían una mueca. Tal vez ambas cosas a la vez.
    Thomas pudo ver que su padre, a quien él siempre había amado y temido, que en todo momento le había parecido el hombre más importante del mundo, cuando estaba solo a menudo se metía el dedo en la nariz. Primero se hurgaba una de las ventanillas y después la otra hasta que lograba sacar un sustancioso moco verde. Roland lo miraba con solemne regocijo a la luz del fuego, del mismo modo que un joyero podría inspeccionar una valiosa esmeralda. Casi todos los pegaba debajo de la silla sobre la cual se hallaba sentado. Pero algunos, lamento decirlo los lanzaba dentro de su boca, masticándolos con una expresión de placer en el rostro.
    Por las noches tomaba sólo una copa de vino, la que le llevaba Peter; pero después de que éste se fuera, Thomas podía ver cómo su padre se bebía grandes cantidades de cerveza (al cabo de los años Thomas descubrió que Roland no quería que Peter le viera borracho), y cuando necesitaba orinar, rara vez utilizaba la silla—retrete que había en un rincón. Por lo general, se levantaba y orinaba sobre el fuego, a la par que se descargaba de sus ventosi-dades.
    Hablaba consigo mismo. A veces caminaba por toda la sala como una persona que no sabe muy bien dónde se encuentra, dirigiendo sus palabras al aire o a las cabezas colgantes.
    —Recuerdo el día en que te obtuvimos, Bonsey —solía decirle a una de las cabezas de alce (otra de sus excentricidades era que a cada uno de sus trofeos de caza les había puesto un nombre)— yo estaba con Bill Squathings y con aquel sujeto que tenía una mejilla hinchadísima. Me acuerdo de cuando apareciste de pronto entre los árboles Bill disparó, luego lo hizo el sujeto de la cara hinchada y finalmente disparé yo...
    Al llegar aquí, su padre demostraba cómo había disparado y levantando la pierna descargaba una ventosidad, a pesar de que lo que estaba imitando era el lanzamiento de una flecha con arco. Y se reía con una estridente y desagradable risa de anciano.
    Al cabo de un rato, Thomas cerraba los pequeños paneles y se escabullía por el co-rredor, con la cabeza que le explotaba y una mueca en su rostro; la cabeza y la mueca de un niño que ha comido demasiadas manzanas verdes y sabe que a la mañana siguiente proba-blemente se sentiría mucho peor.
    ¿Era éste el padre al que él había querido y temido?
    No era más que un viejo que lanzaba fétidas nubes de vapor.
    ¿ Era éste el rey a quien sus fieles súbditos llamaban Roland el Bueno?
    Un tipo que orinaba de vapor.
    ¿Era éste el hombre que le había roto el corazón al burlarse de su barco de madera?
    Si le hablaba a las cabezas disecadas que colgaban de las paredes llamándolas con nombres tan ridículos como Bonsey, Ciervo Nadador o Cuerda fruncida; se metía los dedos en la nariz y en ocasiones se comía los mocos.
    Tu ya no me importas, solía pensar Thomas, comprobando por la mirilla que no hubiera nadie en el corredor, para dirigirse cautelosamente a su habitación como un mal-hechor. ¡Eres un viejo puerco y estúpido, y no significas nada para mí! ¡Nada en absoluto! ¡Nada!
    Pero en el fondo significaba algo para él. Una parte de Thomas aún quería a Roland; una parte de Thomas le impulsaba a acercarse a su padre, así éste tendría a alguien mejor con quien hablar en vez de un montón de cabezas disecadas y colgadas de las paredes.
    Sin embargo, había otra parte en Thomas que prefería continuar espiando.
    28
    La noche en que Flagg se presentó en las habitaciones privadas del rey Roland con la copa de vino envenenado, Thomas, por primera vez después de una larga temporada sin hacerlo, había vuelto a espiar. Para ello existió una buena razón.
    Unos tres meses antes, cierta noche a Thomas se le hizo difícil conciliar el sueño. Se había estado moviendo en la cama de un lado a otro hasta que escuchó al sereno cantar las once. Entonces se levantó, se vistió y abandonó su cuarto. Diez minutos después observaba la sala de estar del rey desde el escondrijo. Se le ocurrió pensar que su padre quizás estaría ya durmiendo, pero no era así. Roland se hallaba despierto, y muy, muy borracho.
    Thomas había visto a su padre borracho en diversas ocasiones, pero jamás le vio, ni remotamente, en aquel estado. El niño se quedó pasmado y le entró mucho miedo.
    Hay personas con más edad de la que Thomas tenía entonces que albergan la idea de que la vejez es siempre una edad apacible; que una persona vieja posee una sabiduría apa-cible, un malhumor o una astucia apacibles, o quizás una apacible confusión senil. Ellos dan por sentado esto, y se les hace difícil reconocer cualquier clase de pasión.
    Tienen la ilusión de que a los setenta años toda auténtica pasión se convertirá en carbón. Tal vez sea cierto, pero aquella noche Thomas descubrió que a veces los carbones se encienden violentamente.
    Su padre recorría de un extremo a otro la amplia sala de estar, dando rápidas zanca-das y haciendo que el abrigo de piel flotase detrás de él. El gorro de dormir se le había caído y el poco cabello que tenía le colgaba en mechones enmarañados, en particular sobre las orejas.
    No hacía eses como otras noches, buscando vacilantemente con la mano los muebles para no llevárselos por delante. Se balanceaba como un marino, pero no hacía eses. Cuando tropezó con una de las sillas de alto espaldar colocadas junto a la pared y debajo de la rugiente cabeza de un lince, Roland arrojó la silla a un lado con un grito feroz que hizo encogerse de miedo a Thomas. En los brazos se le puso la piel de gallina.
    La silla voló a través de la sala y se estrelló contra la pared de enfrente. El respaldo de madera de tamarindo se astilló por la mitad.
    En su enorme borrachera, el viejo rey había recuperado toda la fuerza de sus años de madurez.
    Contempló la cabeza de lince con los ojos enrojecidos y llenos de ferocidad.
    —¡Muérdeme! —le espetó con un bramido, y su voz ronca volvió a asustar a Tho-mas—. ¿Es que tienes miedo a morderme? ¡Baja de esa pared, Cascanueces! ¡Salta! ¡Aquí tienes mi pecho! —Roland se abrió con violencia el abrigo, mostrando su huesudo torso. Le mostró a Cascanueces los pocos dientes que le quedaban, mientras ladeaba la cabeza—. ¡Aquí tienes mi cuello! ¡Vamos, salta! ¡Me haré cargo de ti con las manos! ¡Te arrancaré tus apestosas tripas!
    Durante unos instantes se quedó en esa posición, mostrando el pecho y con la cabeza erguida; tenía todo el aspecto de un animal, un ciervo viejo, tal vez, que ha sido acorralado y cuya única esperanza es ya morir con dignidad. Luego, se alejó dando un rápido giro y se detuvo ante la cabeza de un oso a la cual amenazó con el puno dirigiéndole toda una sarta de imprecaciones, unos insultos tan terribles que Thomas, temblando en la oscuridad, creyó que el injuriado espíritu del oso descendería para revivir a la cabeza disecada y ésta desgarraría a su padre delante de sus ojos.
    Pero Roland se había escurrido nuevamente. Cogió su jarra, se tomó el contenido y luego se dio la vuelta con el mentón goteante de cerveza. Lanzó la jarra plateada a través de la habitación, la cual dio contra la esquina de piedra del hogar de la chimenea con la suficiente fuerza como para abollar el metal.
    Ahora su padre atravesaba la sala en su dirección, arrojando a un lado otra silla y moviendo a patadas una mesa con su pie desnudo. Los ojos de Roland miraron hacia arri-ba... y se encontraron con los de Thomas. Así es, se encontraron con sus ojos. Thomas sintió sus miradas entrelazadas. Un terror lúgubre y desfalleciente le invadió como gélido aliento.
    Su padre se acercó con cautela, mostrando sus amarillentos dientes, el poco cabello que le quedaba colgando sobre las orejas, y restos de cerveza goteándole del mentón y de las comisuras de la boca.
    —Tú —susurró Roland con una voz terrible y gutural—. ¿Por qué me miras? ¿Qué es lo que crees que verás?
    Thomas se quedó petrificado. ¡Me ha descubierto, pensó confundido, me ha descu-bierto, por todos tos dioses que han existido y que existirán, he sido descubierto y con toda seguridad ahora seré desterrado!
    Allí estaba su padre, con la mirada fija en la cabeza colgante del dragón. En su sen-timiento de culpa, Thomas creyó que su padre se había dirigido a él, pero no era así. Roland simplemente le hablaba a Niner, como le había hablado a las otras cabezas. Si para Thomas era posible ver a través de los ojos de vidrio coloreado, también Roland podía ver desde la sala, al menos hasta cierto punto. Si Thomas no se hubiese quedado totalmente paralizado debido al miedo, habría salido corriendo presa del pánico, incluso si hubiera reunido la suficiente presencia de ánimo como para mantenerse firme, sus ojos habrían parpadeado. ¿Y qué podría haber creído Roland si observaba que aquellos ojos se movían? ¿Que el dragón volvía a la vida? Tal vez. Es probable que yo pensase lo mismo si estuviera tan borracho como él. Pero si en aquella ocasión Thomas apenas hubiera parpadeado, a Flagg no le habría sido necesario utilizar el veneno. El rey, débil y viejo a pesar de la potencia transitoria que le había dado la bebida, casi seguro que se habría muerto de miedo.
    De pronto, Roland dio un salto hacia atrás.
    —¿Por qué me miras? —chilló y, en medio de su borrachera, era a Niner, el último dragón de Delain, a quien le chillaba; pero por supuesto, Thomas no lo sabía—. ¿Por qué me miras de esa manera? ¡Lo hice lo mejor que pude, siempre lo mejor que pude! ¿Acaso yo he pedido esto? ¿Acaso he pedido por ello? ¡Contéstame, maldito seas! ¡He hecho todo con la mejor intención y ahora fíjate en mí! ¡Fíjate en mí!
    Abrió bruscamente de par en par el abrigo, mostrando su cuerpo desnudo, la piel gris enrojecida debido a la bebida.
    —¡Ahora fíjate en mí! —volvió a chillar, y luego bajó la cabeza, sollozando.
    Thomas no pudo soportarlo más. Cerró de golpe los paneles que se encontraban detrás de los ojos de vidrio del dragón en el mismo momento en que su padre retiraba la mirada de Niner para contemplar su enflaquecido cuerpo. Thomas salió disparado y trope-zando por el oscuro corredor embistió con todo su cuerpo la puerta cerrada, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Pero se incorporó en un instante sin percatarse de la sangre que le manaba del corte que se había hecho en la frente, y pulsó fuertemente el resorte secreto hasta que la puerta se abrió con un ruido seco. Se lanzó a toda velocidad por el pasadizo, sin siquiera pensar en comprobar si alguien le veía. Lo único que tenía presente eran los ojos feroces e inyectados de sangre de su padre; lo único que oía eran sus gritos espetándole: ¿Por qué me miras?
    Thomas no tenía forma de saber que para entonces su padre había caído en un pro-fundo sueño de embriaguez. Cuando Roland se despertó a la mañana siguiente, aún se en-contraba en el suelo, y lo primero que hizo, a pesar de su terrible dolor de cabeza y de su tembloroso y magullado cuerpo (Roland ya era demasiado viejo para esos ataques de vi-gor), fue mirar la cabeza del dragón. Cuando se emborrachaba rara vez tenía sueños; en-tonces sólo se veía envuelto por una persistente oscuridad. Pero aquella última noche había tenido un sueño horrible: los ojos de vidrio de la cabeza del dragón se habían movido y Niner revivía. El monstruo exhalaba su aliento mortal sobre él, y aunque no podía ver el fuego, lo sentía dentro de si, volviéndose cada vez más ardiente.
    Con este sueño aún fresco en su mente, Roland tuvo miedo al pensar en lo que se en-contraría cuando mirara hacia arriba. Pero halló todo igual que desde hacia anos. Niner mostraba su temible gruñido, la lengua bifida le colgaba entre los dientes tan larga como una cerca de estacas puntiagudas, y sus inexpresivos ojos de color verde dorado contem-plaban fijamente el otro extremo de la sala. Debajo de este trofeo fabuloso se encontraban, ceremoniosamente cruzados, el gran arco de Roland y la flecha Ensartadora de Adversa-rios, con la punta y el asta aún ennegrecidas por la sangre del dragón. Una vez le comentó este sueño a Flagg, y el mago se limitó a inclinar la cabeza con un aire más pensativo de lo usual. Pasado un tiempo, Roland se olvidó del sueño.
    Para Thomas, olvidar no era tan fácil.
    Durante semanas fue perturbado por pesadillas. En ellas aparecía su padre con-templándole y chillando: ¡Mira lo que me has hecho! Y se abría el abrigo para mostrarle su desnudez (viejas heridas arrugadas, vientre caído, músculos fláccidos) como para demos-trarle que aquello también era culpa de Thomas, ya que si no hubiese espiado...
    —¿Por qué no vas ya a visitar a padre? —le preguntó Peter un día—. Cree que estás enfadado con él.
    —¿Que yo estoy enfadado con él? —Thomas se hallaba sorprendido.
    —Eso fue lo que dijo hoy a la hora del té —respondió Peter, y al observar a su her-mano de cerca, vio los oscuros círculos debajo de sus ojos, la palidez de su frente y de sus mejillas—. Tom, ¿te ocurre algo?
    —Nada importante —repuso Thomas despacio.
    Al otro día tomó el té con su padre y con su hermano. Ello le supuso poner a prueba todo su coraje, pero a Thomas no le faltaba, y a veces se daba cuenta de ello, por lo general cuando se sentía acosado. Su padre le dio un beso y le preguntó si le sucedía algo. Thomas contestó en voz baja que había estado un poco mal, pero que ya se hallaba mejor. Su padre asintió con la cabeza, le dio un fuerte apretón y luego retornó a su comportamiento habitual, el cual consistía casi siempre en ignorar a Thomas en favor de Peter. Por única vez, Thomas agradeció aquella actitud, pues no quería que su padre lo mirara más de lo necesario, al menos durante un rato. Aquella noche, tendido en la cama sin poder dormir y escuchando las ráfagas del viento en el exterior, Thomas llegó a la conclusión de que se había salvado por un pelo.... aunque de algún modo logró salir triunfante.
    Pero nunca más, se dijo. Durante las siguientes semanas, las pesadillas fueron dismi-nuyendo hasta que finalmente cesaron por completo.
    Sin embargo, Yosef, él encargado de las caballerizas del castillo, había acertado en una cosa: a veces los niños son mejores en hacer promesas que en cumplirlas, y por último el deseo de Thomas por espiar a su padre se volvió más fuerte que sus temores y sus buenas intenciones. Y, así, la noche en que Flagg le llevó a Roland el vino envenenado, Thomas estaba espiando.
    29
    Cuando Thomas llegó allí y descorrió los dos paneles, su padre y su hermano estaban terminando su copa de vino nocturno. Peter ya tenía diecisiete años, y era alto y bien pare-cido. Ambos charlaban y bebían sentados junto al fuego como dos viejos amigos, y Thomas sintió que el antiguo odio le llenaba el corazón con ácido. Al cabo de un rato, Peter se incorporó y comenzó a despedirse cortésmente de su padre.
    —Estas noches te retiras cada vez más temprano —comentó Roland.
    Peter hizo algún reparo.
    Roland sonrió. Era una sonrisa dulce, melancólica, casi sin dientes.
    —He oído que ella es adorable —dijo.
    Peter dio la impresión de estar turbado, algo infrecuente en él. Comenzó a balbucear, lo cual era mucho más extraño.
    —Ve —le interrumpió Roland—. Ve. Sé suave con ella, y gentil... pero también apa-sionado, si es que hay ardor en ti. Los años de la madurez son años de frialdad. Sé ardiente mientras eres joven y vigoroso y tienes el suficiente combustible para alimentar un gran fuego.
    Peter sonrió.
    —Hablas como si fueras muy viejo, padre, pero yo te veo todavía fuerte y saludable.
    Roland abrazó a Peter.
    —Te quiero —le dijo.
    Peter sonrió sin sentirse avergonzado ni incómodo.
    —Yo también te quiero, papá —repuso.
    En su oscura soledad (espiar siempre es una tarea para solitarios, y por lo general se realiza en la oscuridad), Thomas hizo una horrible mueca.
    Peter abandonó la sala. Durante una hora aproximadamente no sucedió nada nuevo. Roland estaba sentado junto al fuego con el talante adusto, bebiendo un vaso de cerveza detrás de otro. No emitía gruñidos, ni vociferaba, ni le hablaba a las cabezas colgadas de las paredes; tampoco hubo ninguna clase de destrucción del mobiliario. Cuando ya Thomas se disponía a retirarse, sonaron dos golpes secos en la puerta.
    Roland se había quedado contemplando las llamas, casi hipnotizado por su juego va-cilante. De golpe se animó, y preguntó:
    —¿Quién es?
    Thomas no oyó contestación alguna, pero su padre se incorporó y fue hacia la puerta como si él si la hubiera escuchado. Roland abrió y, en un primer momento, Thomas pensó que la costumbre de su padre de hablarle a las cabezas colgadas en las paredes había toma-do un nuevo y peculiar giro; creyó que ahora su padre se inventaba una compañía humana invisible para paliar el aburrimiento.
    —Es extraño veros aquí a estas horas —dijo Roland, retornando junto al fuego al pa-recer sin la compañía de ningún ser humano—. Imaginaba que después del anochecer siempre estabais con vuestros conjuros y encantamientos.
    Thomas parpadeó, se restregó los ojos, y descubrió que, después de todo, allí había alguien. Por un momento no pudo distinguir con claridad quién era... y luego se preguntó cómo era posible que hubiera pensado que su padre estaba solo cuando Flagg se encontraba precisamente a su lado. El mago portaba una bandeja de plata con dos copas de vino.
    —Habladurías de mujeres, Majestad; los magos hacemos conjuros tanto de día como de noche. Pero por supuesto utilizamos una imagen nocturna para pasar inadvertidos.
    El sentido del humor de Roland siempre mejoraba con la cerveza; hasta tal punto que a menudo se reía de cosas que no eran en absoluto graciosas. Ante esa observación, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse como si fuera el mejor chiste que jamás hubiera es-cuchado.
    Flagg sonrió tenuemente.
    Cuando el acceso de risa de Roland hubo pasado, le dijo al mago:
    —¿Qué es esto? ¿Vino?
    —Vuestro hijo es apenas algo más que un niño, pero su deferencia hacia su padre y el deseo de honrar a su rey me han avergonzado; yo que soy un hombre adulto —dijo Flagg—, os he traído una copa de vino, mi rey, para mostraros que también os amo.
    Le pasó la copa a Roland, que se hallaba absurdamente conmovido.
    ¡No lo bebas, padre!, pensó Thomas de repente. Sus pensamientos se encontraban perturbados por algo que él no podía comprender. Roland levantó la cabeza, inclinándola, como si le hubiese escuchado.
    —Es un buen muchacho mi Peter —dijo.
    —En efecto —repuso Flagg—. Eso es lo que todos dicen en el reino.
    —¿Todos dicen eso? —preguntó Roland, visiblemente complacido—. ¿En verdad, lo dicen todos?
    —Si, así es. ¿Brindamos a su salud? —propuso Flagg, alzando su copa.
    ¡Padre, no!, gritó Thomas otra vez para sus adentros, pero si su padre había oído el primero, éste sin duda no lo escuchó. Su rostro resplandecía de amor por el hermano mayor de Thomas.
    —¡Por Peter, entonces! —Roland levantó bien alto la copa que contenía el vino en-venenado.
    —¡Por Peter!—aprobó Flagg, sonriendo—. ¡Por el rey!
    Thomas se contrajo en la oscuridad. ¡Flagg está haciendo dos brindis diferentes! No sé lo que eso significa, pero... ¡Padre!
    Esta vez fue Flagg quien se dio la vuelta y contempló por un momento con su mirada lúgubre la cabeza del dragón, como si él hubiera escuchado su pensamiento. Thomas se quedó inmóvil, y en seguida Flagg volvió a mirar otra vez a Roland.
    Entrechocaron las copas y bebieron. Mientras su padre se tomaba a tragos el vino, Thomas sintió que se le deslizaba una astilla de hielo por el corazón.
    Flagg se giró sobre su silla y arrojó la copa al fuego.
    —¡Peter!
    —¡Peter! —repitió Roland, arrojando la suya. La copa se estrelló contra la tiznada pared de ladrillos de la chimenea y los restos cayeron sobre las llamas, que por un momento parecieron inflamarse con un repugnante color verde.
    Roland se llevó una mano a la boca, como si quisiese reprimir un bostezo.
    —¿Le habéis puesto especias? —preguntó— Tiene un sabor... picante.
    —No, mi señor —dijo Flagg muy serio.
    Pero Thomas percibió una sonrisa detrás de la máscara de solemnidad del mago, y la astilla de hielo se introdujo aún más en su corazón. De repente se dio cuenta de que no quería seguir espiando, ni ahora ni nunca. Cerró las ranuras y regresó sigilosamente a su habitación. Al principio sintió calor; luego frío, y más tarde otra vez calor.
    A la mañana siguiente tenía fiebre. Antes de que pudiera mejorarse, su padre moriría, su hermano sería encerrado en el calabozo que se hallaba en lo alto de la Aguja y él se transformaría en un niño rey con apenas doce años. Thomas el Portador de la Luz, así le apodarían durante las ceremonias de la coronación. ¿Y quién era su más cercano consejero?
    Adivinadlo vosotros.
    30
    Cuando Flagg dejó a Roland (entonces el viejo se sentía más animado que nunca, se-ñal infalible de que la Arena Dragón estaba actuando), se dirigió a sus oscuras habitaciones subterráneas. Sacó las pinzas y el paquete que contenía los restantes granitos de arena y los colocó sobre su espacioso escritorio antiguo. Después de esto dio vuelta el reloj de arena y continuó con su lectura.
    Fuera, el viento bramaba furioso. Las mujeres viejas temblaban e sus lechos sin poder conciliar el sueño y les decían a sus maridos que Rhiannon, la Oscura Bruja de la Mal-dición, volaba aquella noche sobre su odiosa escoba, tramando alguna acción perversa. Sus maridos lanzaban un gruñido, se daban vuelta y les decían que se durmiesen y les dejaran tranquilos. La mayoría eran sujetos estúpidos; cuando se quiera tener un indicio de algo que vuela, sin duda lo mejor es recurrir a una esposa vieja.
    En cierto momento una araña se deslizó con saltitos rápidos por la mitad del libro de Flagg tocando uno de los conjuros más terribles que ni el mismo mago se atrevía a utilizar, y se convirtió instantáneamente en piedra.
    Flagg sonrió satisfecho.
    Cuando el reloj de arena estuvo vacío, le dio la vuelta. Y repitió la operación hasta ocho veces; cuando el resto de arena de la octava hora estaba a punto de transcurrir, el ma-go consideró finalizada su tarea En primer lugar se dirigió a una sombría habitación que se encontraba junto a la antecámara de su gabinete, donde tenía encerrados una gran cantidad de animales. Al entrar Flagg, las pequeñas criatura se agazaparon e intentaron escabullirse. No las culpó por ello.
    En un rincón alejado había una jaula de mimbre que contenía media docena de rato-nes pardos. Estos ratones correteaban por todo el castillo y aquello era fundamental. Al lado se encontraban algunas ratas inmensas, pero esa noche Flagg no precisaba una rata. Arriba, la Rata Real había sido envenenada; un simple ratón seria suficiente para asegurarse de que el crimen quedaría entre las paredes de la Ratonera Real. Si todo salía bien, pronto Peter estaría encerrado como aquello ratones.
    Flagg se acercó a la jaula y cogió uno. El ratón temblaba salvajemente en el cuenco de su mano. Podía sentir los rápidos latidos de su corazón, y sabía que con sólo tenerlo así agarrado, el ratón pronto moriría de pavor.
    Flagg le apuntó con el meñique de su mano izquierda. Durante uno instantes la uña de ese dedo brilló con un tenue color azul.
    —Duerme —ordenó el mago, y el ratón se recostó y se durmió, sobre la palma ex-tendida.
    Flagg lo llevó al gabinete y lo depositó sobre su escritorio, en mismo lugar en que antes había estado el pisapapeles de obsidiana. Luego, se dirigió a su despensa y de un barril de roble vertió en un platillo un poco de aguamiel. Lo endulzó con miel. Lo puso también sobre su mesa de trabajo y salió después al corredor para volver a respirar profun-damente por la ventana.
    Conteniendo el aliento, retornó al gabinete y con las pinzas fue depositando en el aguamiel endulzada, salvo tres o cuatro granitos, el resto de la Arena Dragón. Una vez hecho esto, abrió otro cajón del escritorio y sacó un paquete vacío. Entonces, buscando en el fondo del cajón, extrajo una caja muy especial.
    El paquete sin uso estaba encantado, pero su magia no era muy poderosa. Sólo podría guardar sin peligro la Arena Dragón por poco tiempo. Después comenzaría a actuar sobre el papel. No lo incendiaria si se encontraba dentro de la caja; no habría suficiente aire para que pudiese suceder. Pero comenzaría a desprender humo, y eso seria suficiente. Eso seria magnifico.
    El pecho de Flagg pedía aire a gritos, sin embargo se quedó unos instantes más para contemplar su nueva caja y felicitarse. La había robado diez años atrás. Si le hubieseis podido preguntar en aquel tiempo por qué la había cogido, él no tendría mejor respuesta que la ofrecida cuando le enseñó a Thomas el pasadizo secreto que terminaba detrás de la cabeza del dragón; su instinto de maldad le había dicho que la cogiera que ya le encontraría un uso, y por eso lo hizo. Después de tantos años en su cajón, ahora se presentaba la opor-tunidad esperada.
    Sobre la tapa de la caja estaba grabado PETER.
    Sasha se la había dado a su hijo; él la dejó por un momento sobre la mesa de un pasi-llo al salir corriendo por alguna cosa; Flagg pasaba por allí, la vio y se la introdujo en el bolsillo. Por supuesto, Peter quedó desconsolado, y cuando un príncipe tiene un contra-tiempo, incluso si se trata de un príncipe de seis años de edad, todo el mundo se entera. Se organizó una búsqueda, pero jamás encontraron la caja.
    Utilizando las pinzas, Flagg pasó con cuidado los últimos granos de Arena Dragón del paquete original, que estaba totalmente encantado, al paquete que sólo lo había sido un poco. Luego regresó a la ventana del corredor para respirar aire fresco. Y no hizo una sola inspiración hasta que el nuevo paquete estuvo dentro de la antigua caja de madera, con las pinzas depositadas a su lado, la tapa de la caja cerrada lentamente, y el paquete original arrojado en la alcantarilla.
    Ahora Flagg se apresuraba, pero se sentía completamente a salvo.
    El ratón durmiendo; la caja cerrada; las pruebas acusadoras aseguradas en su interior bajo llave. Todo se hallaba en orden.
    Apuntando el dedo meñique de su mano izquierda hacia el ratón que yacía tendido sobre el escritorio como una alfombra de pieles para duendes, Flagg ordenó:
    —Despiértate.
    Las patas del ratón se sacudieron bruscamente. Abrió los ojillos y por último levantó la cabeza.
    Con una sonrisa, Flagg realizó un círculo en el aire con el dedo meñique, diciendo:
    —Corre.
    El ratón corrió en círculos.
    Flagg movió el dedo de arriba abajo.
    —Salta.
    El ratón comenzó a saltar sobre sus patas traseras como un perro de parque de atrac-ciones, los ojos girándole alocadamente.
    —Ahora bebe —dijo Flagg y apuntó con el dedo meñique el platillo que contenía el aguamiel endulzado.
    Afuera, el viento arremetió con inusitada violencia. En el extremo más alejado de la ciudad, una perra estaba pariendo una camada de cachorros de dos cabezas.
    El ratón bebió.
    —Y ahora —dijo Flagg, una vez que el ratón hubo tomado veneno suficiente para lograr sus propósitos—, vuelve a dormirte.
    El ratón le obedeció.
    Flagg se dirigió con premura a los aposentos de Peter. Llevaba la caja en uno de sus múltiples bolsillos (los magos tienen muchos, muchos bolsillos) y al ratón en otro. Se en-contró con varios criados y con un ruidoso grupo de cortesanos borrachos, pero nadie le vio. Aún seguía siendo opaco.
    Los aposentos de Peter se hallaban cerrados con llave, pero eso no era impedimento para los variados talentos de Flagg. Naturalmente, las habitaciones del joven príncipe esta-ban vacías; el muchacho todavía permanecía junto a su chica. Flagg no sabía tanto acerca de Peter como de Thomas. pero le conocía lo suficiente. Por ejemplo, conocía el lugar donde Peter guardaba ciertos tesoros que creía conveniente mantener ocultos.
    Flagg se encaminó directamente a la estantería y sacó varios libros de texto aburridos. Apretó un borde de madera y a continuación le llegó el ligero ruido de un resorte. Corrió a un lado un panel, revelando un hueco en el fondo de la estantería. Ni siquiera estaba bajo llave. En el hueco había un mechón de cabello sedoso obsequiado por su amiga, un atado de cartas de ella, y algunas escritas por Peter pero que no se había atrevido enviarle debido a su contenido demasiado pasional. Había también un pequeño relicario con el retrato de su madre.
    Flagg abrió la caja tallada y con mucho cuidado desmenuzó un extremo del sobre. Ahora parecía mordisqueado por un ratón. Volvió a cerrar la tapa y colocó la caja en el hueco.
    —Lloraste mucho cuando perdiste esta caja, querido Peter —murmuró—. Pero creo que llorarás más aún cuando vuelvas a encontrarla.
    El mago prorrumpió en una risa entrecortada.
    Depositó al durmiente ratón junto a la caja y cerró el compartimiento, colocando or-denadamente los libros en su sitio.
    Después se marchó, y aquella noche durmió bien. Iba a ocurrir una gran maldad, y él se sentía confiado en que había actuado del modo que más le gustaba, entre bastidores, sin ser visto por nadie.
    31
    Durante los siguientes tres días, el rey Roland pareció más saludable, vigoroso y de-cidido que en todos sus últimos años. Era la comidilla de la corte. Peter, en una de sus visi-tas a los aposentos de su afiebrado y débil hermano, le comentó a Thomas con temor reve-rente que el poco cabello que aún le quedaba a su padre estaba cambiando de tonalidad, del blanco y fino cabello de bebé que había tenido en los últimos cuatro años al gris oscuro de sus años de madurez.
    Thomas sonrió, pero un gélido escalofrió le recorrió todo el cuerpo.
    Le pidió a Peter otra manta, aunque en realidad no le hacia falta: lo que necesitaba era que desapareciesen de su mente las imágenes de aquel extraño brindis final, y eso, por supuesto, era imposible.
    Después de la cena del tercer día, de repente Roland se quejó de indigestión. Flagg sugirió que se mandara llamar al médico de la corte.
    El rey rechazó la sugerencia, alegando que se sentía bien; de hecho, mejor de lo que se había sentido en meses, en años...
    Roland eructó. Fue un sonido estrepitoso, sostenido, árido. La jovial muchedumbre del salón de baile enmudeció extrañada y con aprensión, mientras el soberano volvía a eructar. Los músicos que se hallaban en un rincón dejaron de tocar. Cuando Roland se incorporó, los presentes lanzaron una exclamación. Las mejillas del rey estaban inflamadas; de sus ojos caían lágrimas humeantes. Su boca también echaba humo.
    En aquel gran salón comedor había por lo menos setenta personas.
    Jinetes vestidos toscamente (supongo que nosotros les llamaríamos caballeros), ele-gantes cortesanos con sus mujeres, miembros de la escolta real, cortesanas, bufones, músi-cos, una reducida compañía de actores que más tarde tenía que representar una pieza, un gran número de criados. Pero fue Peter quien corrió hacia su padre; fue a Peter a quien todos vieron correr hacia el hombre condenado, y aquello no le desagradó a Flagg en lo más mínimo.
    Peter. Todos recordarían que había sido Peter.
    Roland se agarró el vientre con una mano y con la otra el pecho. De repente de su boca comenzó a salir un penacho de humo color gris claro. Era como si el rey hubiera aprendido una nueva y asombrosa manera de contar la historia de su increíble hazaña.
    Pero no se trataba de un truco; el monarca gritaba y el humo no sólo surgía de su boca sino también de las narices y de los oídos, y hasta de los rabillos de sus ojos. Tenía la garganta tan roja que casi parecía púrpura.
    —¡Dragón! —chilló el rey Roland y se desplomó en los brazos de su hijo—. ¡Dragón!
    Fue la última palabra que pronunció.
    32
    El viejo era un hombre duro, increíblemente duro. Antes de morir despedía tanto ca-lor que nadie, ni siquiera sus criados más leales, pudieron acercarse a menos de un metro y medio de su lecho. Varias veces arrojaron sobre el regio moribundo cubos de agua al ver que la ropa de cama comenzaba a humear. Cada vez que esto hacían, el agua se convertía instantáneamente en vapor, cuyas oleadas invadían la alcoba y la sala de estar, donde los jinetes y cortesanos permanecían aturdidos y en silencio, en tanto que las damas se apiña-ban llorosas, estrujándose las manos.
    Justo antes de medianoche, una llamarada verde surgió de su boca y Roland murió.
    Flagg se dirigió a la puerta que separaba la alcoba de la sala de estar y transmitió la noticia. Al término de sus palabras un completo silencio se apoderó del lugar, prolongán-dose por más de un minuto Hasta que fue roto por una palabra que provino de entre el compacto gentío. Flagg no sabía quién había dicho esa única palabra, y tampoco le intere-saba saberlo. Bastaba con que había sido pronunciada. En realidad, él hubiera sobornado a un hombre para que la dijese si aquello no conllevase un peligro para su seguridad.
    —¡Asesinato! —había dicho el desconocido.
    Hubo una exclamación general.
    Flagg se llevó solemnemente una mano a la boca para ocultar su sonrisa.
    33
    El médico de la corte amplió el veredicto a tres palabras: Asesinato por envenena-miento. Pero no dijo que fuera asesinato por Arena Dragón, ya que, excepto para Flagg, en Delain aquel veneno era desconocido.
    El rey falleció un poco antes de la medianoche; y, al rayar el alba, la ciudad estaba ya al corriente de los hechos, difundiendo la noticia hacía los confines de las Baronías Orien-tales, Occidentales, Meridionales y Nórdicas: Asesinato, regicidio, Roland el Bueno ha muerto envenenado.
    Para entonces, Flagg ya había organizado una inspección del castillo, desde el punto más elevado (la Torre Oriental) hasta el más bajo (la Mazmorra de la Inquisición, con sus potros de tormento, manillares y botas de presión). Cualquier evidencia relacionada con este terrible crimen, había dicho, tenía que ser puesta al descubierto y comunicada de in-mediato.
    El castillo bullía con la búsqueda. Seiscientos afanosos hombres registraban hasta el último rincón. Sólo dos pequeñas áreas quedaron exceptuadas; se trataba de los aposentos de los dos príncipes, Peter y Thomas.
    Thomas apenas se enteraba de todo esto; su fiebre había empeorado hasta el punto de que el médico de la corte se hallaba profundamente preocupado. Cuando las primeras luces del amanecer se filtraron a través de su ventana, se despertó delirando. En sus sueños había visto dos copas de vino que se alzaban, y a su padre que repetía sin cesar: ¿Le habéis puesto especias? Tiene un sabor picante.
    Flagg había ordenado la búsqueda, pero hacía las dos de la madrugada, Peter recobró la suficiente serenidad como para hacerse cargo de la situación. Flagg no se interfirió. Las siguientes horas serían de suma importancia, un lapso de tiempo en que podía ganarse o perderse todo, y Flagg lo sabía. El rey estaba muerto; el reino se encontraba de momento sin gobernante. Pero esto no duraría mucho. Peter iba a ser coronado rey al pie de la Aguja, a no ser que se demostrara su culpabilidad de un modo rápido y concluyente.
    Flagg sabía que, en otras circunstancias, Peter hubiese sido sospechoso desde un primer momento. La gente siempre sospecha de quien saca mayor provecho, y Peter se beneficiaba muchísimo con la muerte de su padre. El veneno era algo repugnante, pero podía hacerle ganar un reino.
    No obstante, en aquella ocasión, los habitantes del reino hablaban más de la pérdida que había sufrido el muchacho que de lo conseguido.
    Naturalmente, Thomas también había perdido a su padre, podrían haber agregado después de una pausa, casi como si estuviesen avergonzados del momentáneo desliz. Pero Thomas era un chico malhumorado, resentido y desagradable, que en muchas ocasiones había discutido con su progenitor. En cambio, el cariño y el respeto de Peter hacía Roland era bien conocidos de todos. ¿Y por qué, se preguntaría la gente si en algún momento se llegaba a esta monstruosa conclusión, cosa que todavía no había sucedido; por qué hubiera querido Peter eliminar a su padre por la corona cuando con toda seguridad sería coronado en uno, tres o cinco años, a más tardar?
    A pesar de ello, si la evidencia del crimen fuera hallada en un sitio secreto que sólo Peter conocía (un sitio en las mismas habitaciones del príncipe), el curso de los aconteci-mientos se modificaría rápidamente.
    La gente pronto vería el rostro de un asesino debajo de la máscara de cariño y respe-to. Dirían que al joven, un año podía parecerle tan largo como tres; tres igual que nueve, cinco lo mismo que veinticinco. Luego, sacarían a relucir que, en los días anteriores a su muerte, el rey parecía salir de un largo período de decadencia, daba la impresión de estar recobrando su salud y su vigor. Agregarían que quizá Peter había creído que su padre esta-ba a punto de comenzar un largo y saludable veranillo de San Martín y, dominado por el pánico, había actuado de un modo tan estúpido como monstruoso.
    Flagg también sabía otra cosa: que la gente desconfiaba profunda e instintivamente de todos los reyes y príncipes, debido a que podían ordenar su muerte con un simple gesto, y por crímenes tan insignificantes como dejar caer un pañuelo en presencia de ellos. Los grandes reyes son amados, los menores son tolerados; los futuros reyes representan una entidad temida y desconcertante. Si se les daba la oportunidad, podrían llegar a amar a Peter, pero Flagg sabía que también le condenarían rápidamente si se demostraba su culpa-bilidad.
    Flagg esperaba que esta evidencia apareciese pronto.
    Un simple ratón. Algo diminuto..., pero a su manera lo bastante grande como para sacudir los cimientos de todo un reino.
    34
    En Delain existían únicamente tres estadios en la vida de un ser humano: infancia, edad adulta intermedia y madurez. Estos años intermedios iban de los catorce a los diecio-cho.
    Cuando Peter entró en esa fase, las regañonas nodrizas fueron remplazadas por Bran-don, el mayordomo, y por su hijo Dennis. Brandon aún seria el mayordomo de Peter duran-te años; pero probablemente no para siempre. Peter era muy joven, mientras que Brandon tenía casi cincuenta años. Cuando ya no estuviese en condiciones de seguir sirviendo, Dennis ocuparía su puesto. La familia de Brandon había estado sirviendo a la realeza du-rante ochocientos años, y se hallaban justificadamente orgullosos de tal circunstancia.
    Dennis se levantaba cada mañana a las cinco en punto, se vestía, alisaba el traje de su padre y le lustraba los zapatos. Luego se dirigía somnoliento a la cocina y tomaba el des-ayuno. A las seis menos cuarto, abandonaba el hogar familiar situado al oeste del castillo, y entraba en éste por la Puerta Oeste Menor.
    Llegaba puntualmente a las seis a las habitaciones de Peter, en las que se deslizaba sin hacer ruido y se ponía a hacer las tareas matinales: encender el fuego, hornear media docena de panecillos para el desayuno, calentar el agua para el té. Después recorría los tres cuartos rápidamente, poniéndolos en orden. Por lo general resultaba una tarea fácil debido a que Peter no era un chico desordenado. Por último, se dirigía al estudio y servía el desayuno, ya que cuando el príncipe comía en sus habitaciones le gustaba hacerlo allí, por lo general sobre su escritorio orientado hacía las ventanas que daban al este, con un libro de historia abierto ante sí.
    A Dennis no le agradaba levantarse temprano, pero le gustaba mucho su trabajo, y también le agradaba Peter, que siempre era paciente con él incluso cuando cometía algún error. La única vez que le alzó la voz fúe cuando le sirvió un ligero almuerzo, olvidándose de colocar una servilleta en la bandeja.
    —Lo siento mucho, Alteza —había dicho Dennis en aquella ocasión—. Es que nunca pensé...
    —¡Bien, la próxima vez, piénsalo! —dijo Peter. No había gritado, pero fue casi lo mismo. Dennis jamás volvió a olvidarse de poner sobre la bandeja una servilleta; y en cier-tas ocasiones, para asegurarse, ponía dos.
    Una vez hechas las tareas matinales, Dennis desaparecía y su padre se hacía cargo del resto. Brandon era un perfecto mayordomo, con su corbatín de pulcro lazo, los cabellos estirados hacía atrás y sujetos con un moño en la nuca, la chaqueta y los calzones sin una mota de polvo, los zapatos brillantes como un espejo pulido (un espejo pulido del cual Dennis era responsable). Pero por las noches, sin los zapatos, la chaqueta colgada en el ropero, el corbatín flojo y con un vaso de ginebra en la mano, a Dennis le parecía un hombre mucho más natural.
    —Te diré algo que siempre deberás tener en cuenta, Dennis —solía aconsejar a su hijo en aquella confortable posición—. En este mundo debe haber por lo menos una docena de cosas que perdurarán, pero no más e incluso puede que menos. La pasión amorosa de una mujer no perdura, y tampoco perdurará el viento constante, ni el viento presumido, ni el período del heno veraniego o la época del azúcar en el deshielo de primavera. Pero hay dos cosas que quedarán y son, una, la realeza, y otra, la servidumbre. Si te quedas junto a tu joven señor hasta que sea un hombre viejo, y cuidas de su persona de modo adecuado él también se ocupará de ti adecuadamente. Tú le servirás a él y él té servirá a ti, no sé si me explico con claridad. Ahora sírveme otro vaso, y si te apetece échate un traguito, pero no más que un traguito, si no tu madre nos despellejará vivos a ambos.
    Indudablemente, ciertos hijos se hubiesen aburrido mortalmente con este catecismo, pero Dennis no. Era el más raro de los hijos, un muchacho que a pesar de haber cumplido ya los veinte años aún seguía pensando que su padre era mucho más sagaz que él mismo.
    A la mañana siguiente de la muerte del rey, Dennis no tuvo que esforzarse por levan-tarse somnoliento de la cama a las cinco en punto; su padre le había despertado a las tres de la madrugada, dándole la noticia del fallecimiento.
    —Flagg ha organizado una cuadrilla de búsqueda —dijo su padre, con los ojos irrita-dos por la congoja—, y por ahora es suficiente. Pero mi señor se pondrá al mando muy pronto, lo garantizo, y yo estoy dispuesto a ayudarle a cazar al vicioso que lo ha hecho, si es que me acepta.
    —¡Yo también! —gritó Dennis, mientras se apresuraba a coger sus calzones.
    —De ninguna manera, de ninguna manera —rechazó su padre con un tono severo que hizo desistir a Dennis de inmediato—. Asesinato o no, aquí las cosas seguirán igual que siempre; ahora más que nunca tenemos que mantener los viejos hábitos. Mi señor, que es tu señor, será coronado rey al mediodía, y eso es algo muy positivo, a pesar de que hereda el trono en un mal momento. Pero la muerte violenta de un monarca es siempre algo perjudicial si no sucede en el campo de batalla. Los viejos hábitos serán de utilidad, no lo dudes, aunque entretanto podrá surgir algún contratiempo. Lo mejor para ti, Dennis, es que hagas tu trabajo de la misma manera que siempre.
    Se retiró antes de que Dennis pudiese iniciar una protesta.
    Cuando dieron las cinco en punto, Dennis le contó a su madre lo que le había dicho su padre y le explicó que tenía que ir a hacer su ronda matinal, aun a sabiendas de que Peter se habría marchado. La madre de Dennis se mostró más que conforme. Se moría por tener noticias. Naturalmente, le dijo que debía ir... y regresar no más tarde de las ocho en punto, para contarle todo lo que hubiera escuchado.
    Así que Dennis se dirigió a las habitaciones de Peter, las cuales se hallaban totalmente vacías. No obstante, comenzó su rutina habitual, sirviendo por último el desayuno en el estudio del príncipe. Contempló desconsolado los platos y la vajilla, las jaleas y confituras, suponiendo que esa mañana seguramente nada de aquello sería utilizado ni consumido. Sin embargo, el realizar metódicamente sus obligaciones le había hecho sentirse mejor por primera vez desde que su padre le sacó de la cama, ya que ahora se daba cuenta que, para bien o para mal, las cosas jamás volverían a ser como antes. Los tiempos habían cambiado.
    Se estaba preparando para marcharse cuando escuchó un sonido.
    Era tan apagado que no acertaba a descubrir de dónde provenía; tan sólo percibía va-gamente el área en la que sonaba. Echó una mirada a la estantería de Peter, y el corazón comenzó a saltar en su pecho.
    De entre los huecos que formaban algunos libros inclinados salían unas estelas de humo.
    Dennis cruzó la habitación a pasos agigantados y comenzó a sacar libros con ambas manos. Descubrió que el humo provenía de unas grietas que había en un costado de la parte posterior de la estantería.
    Además, sin los libros, el sonido era mucho más claro. Daba la sensación de que hubiera alguna especie de animal chillando angustiosamente de dolor.
    Dennis arañó y rebuscó en la estantería, mientras su temor se iba transformando en pánico. Si había una cosa que temían las personas en aquellos tiempos y lugares, era sin duda el fuego.
    Muy pronto sus dedos se toparon con el resorte oculto. Flagg también había previsto que esto sucedería, después de todo, el panel secreto no era tan secreto, lo suficiente como para entretener a un niño, pero no mucho más. La parte de atrás de la estantería se deslizó un poco hacía la derecha, y a continuación emergió una bocanada de humo gris. El olor que emanaba junto con el humo era extremadamente desagradable, una mezcla de carne cocida, fritura de pelaje y papel quemado.
    Sin pensarlo, Dennis descorrió el panel hasta abrirlo. Por supuesto, cuando hizo esto, penetró aún más aire. Lo que hasta el momento sólo estaba humeando empezó a insinuar sus primeras llamaradas.
    Este era el momento crucial, la parte con que Flagg debía estar satisfecho no por lo que él estaba seguro de que iba a suceder sino por su premonición de lo que probablemente sucedería. Todos sus esfuerzos de los últimos setenta y siete años se balanceaban ahora del frágil gozne de lo que el hijo de un mayordomo hiciera o dejara de hacer durante los próximos cinco segundos. Pero los Brandon eran mayordomos desde tiempos inmemoriales, y Flagg había decidido que debía contar con su larga tradición de impecable conducta.
    Si Dennis se paralizaba de terror ante la visión de aquel desconcertante fuego, o salía corriendo en busca de un cubo de agua, todas las evidencias cuidadosamente colocadas por Flagg hubieran ardido con verdosas llamas. El asesino de Roland jamás sería llevado en presencia de Peter y él sería coronado rey a mediodía.
    Pero Flagg había estado en lo cierto. En vez de quedarse paralizado o ir en busca de agua, Dennis extendió los brazos y comenzó a apagar el fuego con sus manos desnudas. Tardó menos de cinco segundos, y apenas resultó chamuscado. El sonido lastimero todavía continuaba, y lo primero que vio Dennis luego de haber apartado el humo a manotazos, fue un ratón tendido de costado. El animal estaba agonizando.
    Era sólo un ratón, y Dennis había matado docenas de ellos como parte de su trabajo sin el menor sentimiento de lástima. Sin embargo se apiadó de aquel pobre y pequeño bribón. Algo terrible, algo que él siquiera acertaba a comprender, le había sucedido al ra-toncillo y aún continuaba sucediéndole. De su pelaje surgían unas tenues volutas humo. Al tocarlo, retiró su mano con un sonido siseante, pues era como tocar el lado de un horno diminuto, igual al que había en la casa de muñecas de Sasha.
    De una caja de madera tallada, con la tapa ligeramente entreabierta también salía un poco de humo. Dennis levantó la tapa. Vio las pinzas, el paquete, sobre el que habían apa-recido unas manchas marrones, que humeaba despacioso sin producir ninguna llama... y tampoco ahora las había. Las llamas provenían de las cartas de Peter, las cuales, natural-mente, no tenían ninguna clase de encantamiento. Fue el ratón quien las había prendido con su cuerpo tremendamente caliente. Ahora sólo quedaba el tenebroso y humeante paquete, pero algo le advirtió a Dennis que no lo tocase.
    El muchacho se sentía atemorizado. Existían cosas que él no comprendía, cosas que él no estaba seguro de querer comprender. Lo único que Dennis sabía con certeza era que necesitaba urgentemente habla con su padre. El sí sabría lo que se debía hacer.
    Dennis cogió el cajón de ceniza y una pequeña pala de detrás de la estufa y regresó junto al panel secreto. Usó la pala para recoger el humeante cuerpo del ratón y lo dejó caer dentro del recipiente de ceniza. Volvió a humedecer los bordes chamuscados de las cartas, sólo para asegurarse. Luego cerró el panel, colocó los libros en su sitio, se marchó de los aposentos de Peter. Llevó consigo el cajón de ceniza pero ya no se sentía el fiel criado de Peter sino un ladrón, cuyo botín consistía en un pobre ratón que murió antes de que Dennis hubiera salido del castillo por la Puerta Oeste.
    No había llegado aún a su casa, situada en la parte más alejada del alcázar del castillo, cuando su mente ya había esbozado una horrible sospecha. Fue el primero en Delain en tener esta sospecha, pero no sería el último.
    Trató de deshacerse de aquel pensamiento, pero siempre volvía aparecer en su mente. ¿Qué clase de veneno, se preguntaba Dennis, había acabado con la vida del rey? ¿ Exacta-mente qué clase de veneno había sido ?
    Al llegar a la casa Brandon, ya se sentía realmente mal, y no contestó a ninguna de las preguntas de su madre. Ni tampoco le mostró lo que llevaba dentro del cajón de la ceniza. Únicamente le dijo que debía hablar con su padre en cuanto éste llegara, pues tenía que comunicarle algo terriblemente importante. Después se dirigió a su habitación y siguió preguntándose qué clase de veneno había sido. El sólo sabía una cosa sobre el veneno, pero era suficiente. Se trataba de algo ca1iente.
    35
    Brandon regresó justo antes de las diez, de mal genio, exhausto y sin ánimo para ton-terías. Se hallaba sucio y sudoroso, sobre la frente tenía un pequeño corte y de sus cabellos pendían largos hilos de telarañas. No habían encontrado ni el menor rastro del asesino Sus únicas noticias eran que los preparativos para la coronación de Peter se desarrollaban a toda prisa en la Plaza de la Aguja, bajo la dirección de Anders Peyna, el Juez General de Delain.
    Su mujer le contó acerca del comportamiento de Dennis. El semblante de Brandon se ensombreció. Fue hasta la puerta de la habitación de su hijo y llamó no con los nudillos sino con el puño cerrado.
    —Sal de ahí, muchacho, y cuéntanos por qué has vuelto del estudio de tu señor con el cajón de la ceniza.
    —No —contestó Dennis—. Entra tú, papá. No quiero que madre vea lo que tengo aquí, ni deseo que escuche lo que ambos tenemos que decirnos.
    Brandon irrumpió en la habitación. La madre de Dennis se quedó aguardando junto a la estufa, pensando que se trataba de alguna tontería medio histérica que el chico había ideado, alguna diablura imprudente, y que muy pronto escucharía los sollozos de Dennis mientras su agotado esposo, el cual debía estar listo a mediodía para servir no ya a un príncipe sino a un rey, aplacaba sus temores y frustraciones en las nalgas de su hijo. Con dificultad podía culpar a Dennis; esta mañana todo el mundo parecía histérico en el alcázar corriendo de un lado a otro como locos recién salidos del manicomio, repitiendo infinidad de falsos rumores, y luego retractándose a fin de poder propalar otros nuevos.
    Pero de la habitación de Dennis no surgió ningún grito y ambos estuvieron dentro más de una hora. Cuando salieron una sola mirada al pálido rostro de su marido logró que la pobre mujer casi desfalleciese. Dennis se escondía detrás de su padre como un cachorro atemorizado.
    Brandon llevaba consigo el cajón de ceniza.
    —¿A dónde vais? —preguntó ella tímidamente.
    Brandon no dijo nada. Por lo visto Dennis tampoco podía decir ni una palabra. Tan sólo la miró y luego siguió a su padre a través de la puerta. Durante veinticuatro horas no volvió a ver a ninguno de los dos, por lo que creyó que ambos estaban muertos; o peor aún, que estaban sufriendo en la Mazmorra de la Inquisición situada debajo del castillo.
    Sus pensamientos fatalistas tampoco eran tan improbables, ya que en Delain aquellas veinticuatro horas fueron terribles. Quizá no lo hubieran parecido en ciertos lugares donde las revueltas, las alarmas y la ejecuciones a medianoche eran casi un modo de vida..., y realmente existen esta clase de lugares, si bien yo desearía no tener que afirmarlo.
    Pero Delain había sido durante años, e incluso siglos, un sitio de orden y tranquilidad así que no estaban acostumbrados a ciertas cosas. A decir verdad, aquél día nefasto co-menzó cuando Peter no fue coronado a mediodía, y terminó con la asombrosa noticia de que el príncipe heredero iba a ser juzgado en el Salón de la Aguja por el asesinato de su padre. Si Delain hubiera tenido un mercado de valores, supongo que se habría visto colap-sado.
    La construcción del estrado en el cual iba a tener lugar la coronación comenzó al alba. Anders Peyna sabía que la plataforma consistiría en un aparejo provisional de simples tablas, pero también sabía que una gran cantidad de flores y de banderas irían a adornar el rústico material. Ellos no se hallaban preparados para el fallecimiento del rey debido a que un asesinato no es algo que se pueda predecir. Si así fuese no existirían los asesinatos, y con seguridad el mundo sería un lugar mucho más feliz. Además, lo importante no eran la pompa y el acontecimiento, sino que la gente sintiese la continuidad del trono. Con tal de que los ciudadanos percibiesen que todo seguía como antes a pesa del terrible suceso, a Peyna no le importaba la cantidad de floristas que tuvieran que entablillar.
    Pero a las once en punto, la construcción se detuvo de repente. Las floristas fueron expulsadas, muchas de ellas con lágrimas en los ojos por el cuerpo de Guardias Locales.
    A las siete de la mañana, la mayoría de los Guardias Locales comenzaron a vestirse con sus rojos y espléndidos uniformes de gala y con sus altos y grises morriones, quijada de lobo. Ellos eran, por supuesto, los que formarían la doble fila ceremonial, creando el pasillo por que tendría que avanzar Peter para ser coronado. Luego, a las once, recibieron nuevas órdenes; extrañas e inquietantes órdenes. En un abrir y cerrar de ojos, los uniformes de gala desaparecieron, y fueron sustituidos por los toscos uniformes de combate de color pardo grisáceo.
    Las vistosas pero inservibles espadas de ceremonia quedaron remplazadas por las le-tales espadas cortas que pertenecían al equipo cotidiano. Impresionantes, pero nada prácti-cos, los morriones quijada de lobo fueron desechados en beneficio de los repujados cascos de cuero que correspondían a la vestimenta de combate normal.
    Vestimenta de combate. El propio término era ya inquietante. ¿Acaso existe algo que pueda llamarse vestimenta de combate normal? A mí me parece que no. Sin embargo, por todas partes había soldados de rostros severos y amenazantes vestidos con ropa de campa-ña.
    ¡El príncipe Peter se ha suicidado! Este era el rumor más común que corría por todo el alcázar.
    ¡El príncipe Peter ha sido asesinado! Decía el rumor que le seguía en segundo lugar.
    Roland no ha muerto: ha sido un diagnóstico equivocado, al médico lo han decapita-do, pero el viejo rey está loco y nadie sabe qué hacer. Este era un tercero.
    Había una gran variedad de rumores, algunos incluso mucho más disparatados.
    Cuando cayó la noche, nadie pudo dormir en el acongojado y confundido recinto re-al. En la Plaza de la Aguja todas las antorchas estaban encendidas, el castillo resplandecía de luces, y en cada casa del entorno, así como en las colinas adyacentes podían verse, velas y linternas, mientras las atemorizadas gentes se reunían para hablar acerca de los sucesos del día. Todos coincidían en que se estaba preparando un movimiento de fuerza.
    La noche era aún más larga que el día. La señora Brandon esperaba a sus hombres en terrible soledad. Se sentó junto a la ventana; pero, por primera vez en su vida, el aire se hallaba sobrecargado con mucho más chismorreo del que ella deseaba oír. ¿Así y todo, podía acaso dejar de escuchar? No, ella no podía.
    Mientras las primeras horas de la mañana se alargaban infinitamente hacía un ama-necer que le parecía que jamás iba a llegar, un nuevo rumor comenzó a suplantar a los an-teriores. Se trataba de algo increíble e inverosímil; sin embargo, fue confirmándose hasta que los propios soldados de las guarniciones comenzaron a repetírselo unos a otros en voz baja. Este nuevo rumor fue el que más aterrorizó a la señora Brandon, ya que ella recordaba (¡demasiado bien!) el rostro demacrado del pobre Dennis al entrar con el cajón de ceniza del príncipe. Dentro había algo que despedía un olor nauseabundo y a quemado, algo que el niño no le mostraría.
    El príncipe Peter ha sido arrestado a causa del asesinato de su padre, era el detestable rumor que circulaba. ¡Ha sido conducido..., el príncipe Peter ha sido conducido..., el príncipe ha asesinado a su propio padre!
    Un poco antes de la salida del sol, la confundida mujer apoyó la cabeza entre los bra-zos y comenzó a llorar. Al cabo de un rato, los sollozos fueron desapareciendo y se sumer-gió en un sueño agitado.
    36
    —¡Ahora dime lo que hay dentro de ese cajón, y es mejor que te apresures! No po-demos perder tiempo en sandeces, Dennis, ¿me comprendes? —fue lo primero que dijo Brandon al entrar en la habitación de su hijo, cerrando la puerta tras de sí.
    —Te lo mostraré, papá —repuso Dennis—; pero antes quiero que me contestes una pregunta: ¿qué clase de veneno mató al rey?
    —Nadie lo sabe.
    —¿Cómo era su aspecto?
    —Muchacho, muéstrame lo que hay dentro del cajón. En este mismo instante —Brandon le mostró un gran puño; aunque no lo sacudió sino que se limitó a mantenerlo levantado, lo cual era suficiente—. Muéstramelo ya mismo si no quieres que te golpee.
    Brandon contempló al ratón muerto durante mucho rato, sin decir una sola palabra. Dennis le observaba asustado, mientras el rostro de su padre se tornaba cada vez más páli-do, más serio, más lúgubre. Los ojos del ratón habían ardido hasta quedar convertidos en dos pavesas carbonizadas. El pelaje marrón se volvió negro tostado. Aún salía humo de sus pequeñas orejas, y sus dientes, visibles debido a la mueca mortal, estaban ennegrecidos, igual que la reja de una estufa.
    Brandon hizo un ademán como si fuera a tocarlo, pero luego retiró la mano. Levantó la vista hasta encontrarse con la de su hijo, y se dirigió a él con un ronco susurro.
    —¿Dónde has encontrado esto?
    Dennis comenzó a balbucear una serie de frases que no tenían ningún significado.
    Brandon le escuchó unos instantes y luego apretó el hombro de su hijo.
    —Denny, haz una inspiración profunda y pon tus pensamientos en orden —le acon-sejó—. En este asunto yo estoy de tu parte, así como en todo lo demás, tú lo sabes. Has hecho bien en ocultarle a tu madre esta criatura desgraciada. Ahora cuéntame cómo la has encontrado, y en qué sitio.
    Aliviado y más tranquilo, Dennis fue capaz de narrar la historia. Su relato fue un poco más corto que el mío, pero así y todo le llevó unos cuantos minutos. Su padre se sentó en una silla, con un nudillo apoyado en la frente, lo cual ocultaba sus ojos. No hizo ninguna pregunta, ni siquiera refunfuñó.
    Cuando Dennis finalizó, el mayordomo pronunció en voz baja cuatro palabras. Sólo cuatro; pero bastaron para helar el corazón del muchacho, o eso le pareció en aquel mo-mento.
    —Igual que el rey.
    Los labios de Brandon temblaban de miedo, aunque parecía estar tratando de sonreír.
    —Denny, ¿crees que aquel animal era un rey de ratones?
    —Papá... papá, yo... yo...
    —Dijiste que había una caja.
    —Sí.
    —Y un paquete.
    —Sí.
    —Y que el paquete estaba chamuscado, pero no quemado.
    —Sí.
    —Y pinzas.
    —Sí, como las que se pone mamá en los cabellos para que no se le caigan sobre la nariz...
    —Chist —dijo Brandon, volviendo a colocar el nudillo sobre la frente—. Déjame pensar.
    Pasaron cinco minutos. Brandon permanecía sentado, inmóvil como si se hubiera quedado dormido; pero Dennis sabía que no era así. Brandon no se hallaba enterado de que la caja tallada le fue dada a Peter por su madre, ni de que la había perdido de pequeño; ambas cosas sucedieron mucho antes de que Peter hubiese entrado en la adultez intermedia y Brandon se hiciese cargo de su puesto de mayordomo.
    Pero sabía de la existencia del panel secreto; sucedió, por casualidad, no muy entrado el primer año que sirvió al príncipe. Como quizá ya he dicho, aquél no era, por razones obvias, un compartimiento muy secreto, sino sólo lo suficiente como para satisfacer a un chico confiado como Peter. Brandon lo conocía, pero jamás había vuelto a mirar después de aquella primera vez, cuando no contenía más que los cachivaches glorificados que todo niño llama sus tesoros: una baraja de Tarot a la cual le faltaban algunas cartas, una bolsa con canicas, una moneda de la suerte, una pequeña trencilla hecha con el pelo de las crines de Peonía. Si un buen mayordomo es capaz de comprender cualquier cosa, hay que dar por sentado que posee esa virtud que nosotros llamamos discreción, la cual es un respeto por la intimidad de las demás personas. Brandon jamás había vuelto a mirar en el compartimiento.
    Si lo hubiera hecho, habría sido igual que robar.
    Finalmente, Dennis preguntó:
    —Padre, ¿no será mejor que vayamos allí, para que puedas echarle una ojeada a la caja?
    —No. Debemos ir a ver al Juez General y mostrarle este ratón, y tendrás que contarle tu versión de los hechos exactamente igual que me la has contado a mí.
    Dennis se sentó en la cama apesadumbrado. Se sentía como si le hubiesen dado un golpe en el vientre. ¡Peyna, el hombre que decidía la duración de las condenas y ordenaba los decapitamientos! ¡Peyna, el de rostro blanco y amenazante, el del entrecejo fruncido! ¡Peyna, que después del mismísimo rey, era la autoridad más importante en el reino!
    —No —susurró al fin—. Papá, yo no podré... yo... yo...
    —Tendrás que poder —le dijo su padre severamente—. Se trata de un asunto terrible, el más terrible que jamás he conocido; pero tiene que ser tenido en cuenta y enmendado. Le contarás lo mismo que me has contado a mí, y después yo me haré cargo de todo.
    Dennis miró a su padre a los ojos y vio que Brandon hablaba en serio. Si él se negaba a ir, su padre le agarraría por el cogote y lo arrastraría hasta Peyna, como a un gatito, tuviese o no veinte años.
    —Sí, papá —accedió Dennis sintiéndose muy desdichado y pensando que cuando la fría y calculadora mirada de Peyna cayera sobre él, se moriría al instante de un ataque al corazón. Luego, con un pánico cada vez mayor, recordó que había robado un cajón de ce-niza de las habitaciones del príncipe. Si no se moría de miedo en el momento en que Peyna le ordenase hablar, probablemente se pasaría el resto de su vida encerrado en la mazmorra más profunda del castillo por ladrón.
    —Denny, trata de calmarte. Esfuérzate en ello todo lo que puedas. Peyna es un hom-bre severo, pero también justo. No has hecho nada de lo que debas avergonzarte. Tan sólo cuéntaselo de la misma manera que me lo has contado a mí.
    —Está bien —susurró Dennis—. ¿Nos vamos ya?
    Brandon se levantó de la silla y se arrodilló.
    —Antes rezaremos. Hijo, ven aquí a mi lado.
    Dennis así lo hizo.
    37
    Peter fue juzgado y hallado culpable de regicidio. Se le condenó a cadena perpetua en los dos fríos cuartos que había en lo alto de la Aguja. Todo esto sucedió en tres días. No me llevará mucho tiempo contaros el modo en que se cerraron sobre el muchacho las mor-dazas de la cruel trampa preparada por Flagg.
    Peyna no ordenó de inmediato que se detuvieran los preparativos para la coronación. En realidad, pensaba que Dennis debía estar equivocado, que tenía que haber una explica-ción razonable para aquel asunto. De todos modos, el estado del ratón, así como el del rey, eran imposibles de ignorar, y además la familia Brandon gozaba de una larga y apreciada reputación en el reino debido a su honestidad y sensatez. Eso era un factor de peso, pero había otra cosa muchísimo más importante: cuando Peter fuese coronado, no debía existir ni la menor mancha en su reputación.
    Peyna escuchó a Dennis y después hizo comparecer a Peter. Dennis realmente podría haber muerto de miedo si veía a su señor, así que, por misericordia, se le permitió entrar con su padre en otra habitación.
    Peyna le explicó seriamente a Peter que había una acusación contra él..., una acusa-ción que le culpaba de haber participado en el asesinato de Roland. Anders Peyna no era un hombre que anduviese con rodeos, sin importarle lo mucho que sus palabras pudieran doler.
    Peter se quedó estupefacto... incapaz de hablar. Debéis recordar que él aún trataba de hacerse a la idea de que su querido padre había muerto, eliminado por un maléfico veneno que le quemó vivo de dentro para fuera. También debéis recordar que había estado diri-giendo la búsqueda durante toda la noche, con lo cual no había dormido, y se encontraba físicamente agotado. Sobre todo, debéis recordar que, a pesar de poseer la altura y la an-chura de hombros de un adulto, sólo contaba dieciséis años. Estas asombrosas novedades junto a todas las demás cosas hicieron que Peter reaccionase de un modo muy natural, aun-que fue algo que tendría que haber evitado a toda costa bajo la fría y determinante mirada de Peyna: el muchacho se echó a llorar.
    Si Peter hubiera negado enérgicamente los cargos que se le imputaban, o hubiese ex-presado su disgusto, su cansancio y su pena lanzando unas sonoras carcajadas ante tan absurda idea, es probable que todo el asunto hubiera terminado al instante. Yo estoy con-vencido de que esta posibilidad jamás entró en los planes de Flagg, ya que uno de los pocos puntos débiles del mago era la tendencia a juzgar a los demás de acuerdo a lo que le dictaba su sombrío y negro corazón. Flagg miraba a todo el mundo con sospecha, y creía que los demás actuaban siempre con doblez.
    Su mente era muy compleja, como una sala repleta de espejos en la que todas las co-sas se reflejan multiplicadas y en diferentes tamaños.
    La sucesión de pensamientos de Peyna no era nada complicada pero sí muy directa. Se le hacía dificilísimo, casi imposible, creer que Peter hubiera envenenado a su padre. Si se hubiese encolerizado o reído en voz alta, el caso probablemente podría haberse cerrado sin tener que investigar la caja con su nombre tallado en ella, supuesta prueba de su culpa-bilidad, o el paquete y las pinzas que se encontraban dentro.
    Sin embargo, las lágrimas daban muy mala impresión. Las lágrimas podían conside-rarse como una manifestación de culpa, provenientes de un chico lo bastante mayor para cometer un asesinato pero aún inmaduro para ocultar lo que había hecho.
    Peyna decidió que tendría que realizar una investigación más a fondo. Odiaba hacer esto, porque ello significaba utilizar guardias, lo cual a su vez requería alguna palabra, algún comentario, la divulgación de aquellas sospechas momentáneas, que perjudicarían las primeras semanas del reinado de Peter.
    Luego, reflexionó que quizás incluso esto podía ser evitado. Utilizaría nada más que media docena de Guardias Locales. Podía dejar apostados a cuatro de ellos al otro lado de la puerta. Una vez que aquel ridículo asunto hubiera sido olvidado, los enviaría a los confi-nes del reino. Brandon y su hijo también tendrían que ser alejados de allí pensó Peyna, aunque era una lástima, pero las lenguas se desataban con facilidad, especialmente con la ayuda de la bebida, y la afición de viejo Brandon por la ginebra era bien conocida.
    Por lo tanto, Peyna ordenó que prosiguiesen las obras, momentáneamente suspendi-das, de la plataforma para la coronación. Estaba según de que el trabajo podría reanudarse en menos de media hora, con los obreros sudando, despotricando y apurándose para ganar el tiempo perdido.
    ¡Qué pena!
    38
    Como vosotros bien sabéis, la caja, el paquete y las pinzas estaba allí. Peter juró por el nombre de su madre que él no tenía ninguna caja tallada; su vehemente negativa resultaba bastante absurda. Peyna cogió cuidadosamente el paquete chamuscado, con las pinzas, miró en su interior, y vio tres granos de arena verde. Eran tan pequeños que apenas se dis-tinguían, pero, celoso de aquello que había hecho caer a un gran rey y a un insignificante ratón, volvió a depositar el paquete en la caja cerrando luego la tapa. Ordenó a dos de los cuatro Guardia Locales que aún se hallaban en la sala que se acercasen, dándose cuenta de mala gana que lentamente el asunto tomaba un cariz cada vez más serio.
    La caja fue colocada con cuidado sobre el escritorio de Peter; de ella emanaban pe-queñas volutas de humo. Uno de los guardias fue enviado en busca del hombre que más sabía sobre venenos en todo Reino.
    Este hombre, por supuesto, era Flagg.
    39
    —Anders, yo no tengo nada que ver con esto —dijo Peter.
    Había recuperado su aplomo, pero su rostro todavía seguía pálido y contraído, y el Juez General jamás había visto sus ojos de un azul tan oscuro.
    —¿Entonces, la caja es vuestra?
    —Sí.
    —¿Por qué antes habéis negado poseer una caja así?
    —No la recordaba. Hace más de once años que no la he visto. Me la regaló mi madre.
    —¿Qué sucedió con ella?
    Ya no se dirige a mí con las palabras "mi señor" o "Su Alteza, pensó Peter con un es-calofrío. No se dirige a mí con ningún término respetuoso. ¿Me pregunto si todo esto real-mente está sucediendo? ¿Padre envenenado? ¿Thomas terriblemente enfermo? ¿Peyna parado ante mí acusándome de asesinato? Y mi caja... ¿De dónde diablos ha salido y quién la pudo haber colocado en mi compartimiento oculto detrás de los libros?
    —La perdí —explicó Peter lentamente—. Anders, no irá a creer que he sido yo el asesino de mi padre, ¿verdad?
    No lo creía... pero ahora dudo, pensó Anders Peyna.
    —Yo lo amaba profundamente —declaró Peter.
    Así lo creí siempre... pero ahora también dudo de ello, se dijo Anders Peyna.
    40
    Flagg entró apresuradamente, y sin mirar siquiera en dirección a Peyna, de inmediato comenzó a bombardear al aturdido, asustado e indignado príncipe con preguntas acerca de la búsqueda. ¿Se había encontrado algún rastro del veneno o del envenenador? ¿Ninguna señal que pusiese al descubierto una conspiración? El era de la opinión que probablemente se tratase de un solo individuo, sin duda un loco. Había pasado toda la mañana delante de su cristal, dijo Flagg, pero éste se obstin6 en permanecer oscuro. No le daba mucha impor-tancia, debido a que él podía hacer algo más que sacudir huesos o mirar en cristales.
    Deseaba con vehemencia pasar a la acción, no utilizar conjuros. Cualquier cosa que el príncipe quisiera que él hiciese, cualquier rincón escondido que deseara fuese explorado...
    —No os hemos mandado llamar para escucharos parlotear como vuestro loro, con las dos cabezas hablando al unísono —dijo Peyna fríamente.
    No le agradaba Flagg, y por lo que a él respectaba, a partir de la muerte de Roland, el mago había sido rebajado a la categoría de Nadie en la Corte. Quizá fuese capaz de decirles lo que eran aquellos malignos granos verdes que contenía el paquete, pero hasta allí se extendía toda su utilidad.
    Peter, después de su coronación, no tendrá más tratos con esta comadreja, pens6 Peyna. Sus pensamientos llegaron hasta este punto, y luego comenzó a invadirle el des-aliento, debido a que las posibilidades de que Peter fuera coronado parecían estar disminu-yendo.
    —No —dijo Flagg—, supongo que no ha sido para eso. —Mir6 a Peter y preguntó—: ¿Por qué se me ha hecho venir, mi rey?
    —¡No le llaméis de ese modo!—explotó Peyna, profundamente disgustado muy a su pesar.
    Flagg vio este sobresalto en su rostro, y aunque daba la impresión de estar confuso, comprendía perfectamente lo que aquello significaba, lo cual le satisfacía. El gusano de la sospecha estaba introduciéndose en el gélido corazón del Juez General. Perfecto.
    Peter desvi6 su pálida faz, ocultándose de la mirada de los dos hombres y observó la ciudad a través de la ventana, luchando otra vez por controlar sus emociones. Tenía los dedos fuertemente entrelazados, y los nudillos blancos. En aquel momento aparentaba mu-cho más de dieciséis años.
    —¿Veis esa caja que está sobre el escritorio? —preguntó Peyna.
    —Sí, Juez General —dijo Flagg, con su voz más ceremoniosa y afectada.
    —Dentro hay un paquete que da la impresión de estar chamuscándose lentamente. En el interior del paquete se halla algo similar a unos granos de arena. Me gustaría que los examinarais y me dijerais lo que son. Os aconsejo vivamente que no los toquéis. Creo que la sustancia que se encuentra en el paquete es probablemente lo que ha causado la muerte al rey Roland.
    Flagg se permitió poner cara de alarmado. A decir verdad, se sentía muy satisfecho. Desempeñar un papel siempre le hacía sentirse así. Le gustaba actuar.
    Cogió el paquete con las pinzas. Escudriñó en el interior. Su mirada se agudizó.
    —Quiero un trozo de obsidiana —dijo—. Lo necesito ahora mismo.
    —Yo tengo uno en mi escritorio —dijo Peter en tono monótono, y la sacó de allí.
    No era tan grande como el trozo que Flagg había utilizado y luego desechado, pero era grueso. Se lo tendió a uno de los Guardias Locales, quien a su vez le dio la obsidiana a Flagg. El mago la acercó a la luz, frunciendo un poco el entrecejo..., pero dentro de su co-razón, un hombrecito saltaba excitadísimo, dando volteretas y haciendo volatines. El trozo de obsidiana se parecía mucho al suyo, a pesar de que uno de sus lados estaba roto y me-llado. ¡Ah, los dioses le sonreían! ¡Por supuesto, por supuesto que le sonreían!
    —Se me cayó hace uno o dos años —explicó Peter, viendo el interés de Flagg. No se daba cuenta, ni tampoco Peyna, por el momento, de que había agregado otra hilera de la-drillos al muro que estaba construyendo en torno suyo—. La mitad que estáis sosteniendo aterrizó sobre la alfombra, y ésta amortiguó la caída. La otra mitad golpeó contra el pavi-mento de piedra, haciéndose añicos. La obsidiana es dura, pero muy quebradiza.
    —¿De veras, mi señor? —dijo Flagg con seriedad—. Nunca he visto una piedra se-mejante, aunque por supuesto he oído hablar de ella.
    Depositó la obsidiana sobre el escritorio de Peter, puso el paquete boca abajo y volcó sobre la piedra los tres granos de arena. En seguida, de la obsidiana comenzaron a salir unas delgadas estelas de humo.
    Todos los presentes podían ver cómo cada grano se hundía lentamente dentro del hoyuelo que producía en la piedra más dura del mundo.
    Ante aquella visión los guardias murmuraron inquietos.
    —¡Silencio! —gritó Peyna, girándose hacía ellos. Los guardias se alejaron unos pasos, con las caras largas y blancas de terror. Para ellos esto se parecía cada vez más a una brujería.
    —Creo saber qué son estos granos, y cómo comprobar mi idea —dijo Flagg brusca-mente—. Pero si estoy en lo cierto, la prueba deberá ser realizada lo antes posible.
    —¿Por qué? —demandó Peyna.
    —Creo que se trata de Arena Dragón —informó Flagg—. En una ocasión yo tuve una pequeña cantidad, pero desapareció, una lástima, antes de que pudiera estudiarla a fondo. No sería nada extraño que me la hubieran robado.
    Flagg no se perdió el modo en que los ojos de Peyna se posaron sobre Peter al escu-char aquel comentario.
    —Desde entonces, a menudo me sentía intranquilo —prosiguió—, ya que tiene la re-putación de ser una de las sustancias más mortíferas de la tierra. No tuve oportunidad de comprobar sus propiedades y por eso he dudado; pero veo que hasta ahora se han confir-mado muchas de las cosas que me fueron dichas.
    Flagg señaló la obsidiana. Los hoyos en los que descansaban los tres granos de arena verde habían ganado cada uno aproximadamente tres centímetros de profundidad, produ-ciendo un humo igual a diminuta hogueras de campamento. Flagg supuso que ya habían traspasado la mitad del grosor de la piedra.
    —Estas tres partículas de arena se están abriendo rápidamente camino a través de la roca más dura que conocemos —dijo—. El poder corrosivo de la Arena Dragón tiene fama de no detenerse ante ningún sólido, ninguna clase de sólido. Y produce un calor terrible. ¡Tú! ¡Guardia!
    Flagg señaló a uno de los Guardias Locales, el cual dio un paso adelante, nada feliz de haber sido elegido.
    —Toca el lado del bloque de obsidiana —le ordenó, y cuando acercó una mano vaci-lante para ponerla sobre el pisapapeles, agregó abruptamente—: ¡Sólo el lado! ¡No acerques la mano a esos agujeros!
    El guardia rozó el pisapapeles con los dedos y en seguida los retiró con una exclama-ción y se los introdujo en la boca, pero no sin que antes Peyna hubiera visto las ampollas que le habían salido.
    —¡He escuchado decir que la obsidiana es un conductor del calor muy lento —comentó Flagg—; pero esto trozo está tan caliente como la tapa de un horno... y todo por tres granos de arena que estarían muy anchos en la yema de vuestro dedo meñique! ¡Tocad el escritorio del príncipe, señor Juez General!
    Peyna, lo tocó. Quedó asombrado y afligido por el calor que emanaba bajo su mano. Pronto la pesada madera comenzaría a producir burbujas y a chamuscarse.
    —Así que debemos actuar con rapidez —aconsejó Flagg—. Muy pronto el escritorio comenzará a arder. Si aspirásemos sus emanaciones siempre que lo que me han contado sea verdad, todos nosotros moriríamos en unos cuantos días. Pero, para estar seguros, hagamos otra prueba. . .
    Ante esto, los Guardias Locales parecieron inquietarse más que nunca.
    —De acuerdo —aceptó Peyna—. ¿En qué consiste? ¡Daos prisa hombre!
    En ese momento detestaba a Flagg más que nunca, y si en alguna ocasión llegó a pensar que debía menospreciarle, ahora lo pensaba el doble. Cinco minutos después, Peyna estaba decidido a rehabilitar a mago de su categoría de Nadie en la Corte. Ahora parecía que sus vidas y el caso que Peyna llevaba contra Peter, dependían de él.
    —Sugiero que se llene un cubo con agua —indicó Flagg, hablando más rápido que nunca. Sus ojos negros brillaban.
    Los Guardias Locales y Peyna observaban las pequeñas cavidades negras en la obsi-diana, las delgadas estelas de humo, con la misma fascinación maligna de unos pájaros hipnotizados ante el movedizo nido de las pitones. ¿Cuán profundo estarían dentro de la piedra? ¿Cuánto les faltaba para llegar a la madera? Imposible de contestar. Incluso Peter miraba, aunque la mezcla de pena y confusión no había abandonado su agotado rostro.
    —¡Agua de la bomba del príncipe! —le gritó Flagg a uno de los guardias—. Traedla en un cubo, en una olla profunda o en una cazuela. ¡Ahora mismo!
    El guardia miró a Peyna.
    —Hazlo —le ordenó éste, tratando de que su voz no sonase atemorizada, aunque él sí lo estaba, y Flagg lo sabía.
    El hombre salió. Al cabo de unos instantes, escucharon cómo el agua caía en un cubo que el guardia había encontrado en el aparador del mayordomo.
    Flagg estaba hablando de nuevo.
    —Tengo la intención de sumergir mi dedo en este cubo y luego dejar caer una gota en uno de los agujeros —dijo—. Observaremos esto con mucha atención, señor Juez General. Debemos ver si el agua que cae en el agujero se torna momentáneamente verde. Será una clara señal.
    —¿Y luego? —preguntó Peyna tenso.
    Los Guardias Locales regresaron. Flagg cogió el cubo y lo colocó sobre el escritorio.
    —Luego verteré con cuidado unas gotas en los otros dos agujeros —repuso con cal-ma; pero sus mejillas, normalmente pálidas, se hallaban enrojecidas—. Se dice que el agua no detiene a la Arena Dragón, pero puede contenerla.
    Esto hizo que las cosas se pusieran peor de lo que ya estaban, pero Flagg los quería atemorizados.
    —¿Por qué no arrojar simplemente el cubo de agua? —preguntó con sequedad uno de los guardias.
    Peyna recibió este exabrupto con una mirada terrible, pero Flagg contestó a la pre-gunta serenamente mientras sumergía el dedo meñique dentro del recipiente.
    —¿Queréis que saque con agua estos tres granos de arena de los respectivos agujeros que han hecho en la piedra y en alguna parte del escritorio del chico? —preguntó casi jo-vialmente—. ¡Pues os dejaremos aquí para que apaguéis el fuego cuando el agua se haya secado, señoritongo!
    El guardia no hizo ningún otro comentario.
    Flagg sacó del cubo el dedo goteante.
    —E1 agua ya está caliente —le dijo a Peyna—, sólo por haber estado sobre el escri-torio.
    Con cuidado movió el dedo, del cual colgaba una sola gota de agua, hasta colocarlo justo encima de uno de los agujeros.
    —¡Observad con atención! —dijo Flagg con voz estridente.
    A Peter le pareció en aquel momento un charlatán de tres al cuarto que iba a realizar algún truco por completo engañoso. Pero Peyna se inclinó para ver mejor. Y los Guardias Locales estiraron sus cuellos. La gota de agua aún colgaba del dedo de Flagg, captando en un instante toda la habitación de Peter en una perfecta miniatura curvada. Pendía... alarga-da... y luego cayó dentro del agujerito.
    Se produjo un siseo, parecido al sonido de la grasa al caer en una sartén de hierro ca-liente. Un tenue géiser de vapor surgió del orificio... pero antes Peyna pudo ver claramente un fugaz destello verde. En ese momento, se selló el destino de Peter.
    —¡Por todos los dioses, Arena Dragón! —murmuró Flagg roncamente—. ¡Por amor de Dios, no se os ocurra aspirar este vapor!
    El valor de Anders Peyna era tan sólido como su reputación; no obstante se hallaba asustado. Aquel singular parpadeo de luz verde le había parecido algo en verdad maligno.
    —Apaga los otros dos —ordenó con acritud—. ¡Ahora mismo!
    —Ya os lo he dicho —respondió Flagg, volviendo a sumergir tranquilamente su dedo meñique y observando el trozo de obsidiana—. No es posible apagarlos; aunque, a decir verdad, se afirma que hay una manera, sólo una. No creo que os plazca. Con todo, yo creo que es posible contenerlos y deshacernos de ellos.
    Con mucho cuidado descargó una gota en cada uno de los otros dos agujeros. En ambas ocasiones se produjo un tenebroso destello de luz verde y surgió un penacho de vapor.
    —Creo que por un rato estaremos a salvo —comentó Flagg, y uno de los Guardias Locales suspiró con verdadero alivio—. Dadme unos guantes... o bien trapos..., cualquier cosa con la cual pueda levantar la piedra. Está que abrasa, y las gotas de agua se consu-mirán de un momento a otro.
    Dos almohadillas fueron traídas rápidamente de la alacena del mayordomo. Flagg las utilizó para agarrar la obsidiana. La levantó con sumo cuidado para mantenerla nivelada, y luego la arrojó dentro del cubo. Cuando el bloque de obsidiana tocó fondo, todos pudieron ver con claridad cómo del agua surgía un fugaz reflejo de luz verde.
    —Ahora —dijo Flagg efusivo—, esto va mucho mejor. Uno de los guardias deberá sacar el cubo fuera del castillo y llevarlo hasta la enorme bomba de agua que está junto al Viejo Gran Árbol en el centro del recinto real. Allí deberá llenar con agua una gran vasija, y colocar el cubo dentro de ella. La vasija deberá llevarse hasta el centro del Lago Johanna, al que será arrojada. Quizá la Arena Dragón caliente el lago pasados unos mil años; pero dejad que quienes vivan en esa época, si es que vive alguien, se preocupen por ello.
    Peyna vaciló durante unos instantes, mordiéndose el labio en un gesto de indecisión poco común en él, y finalmente decidió:
    —Tú y tú y tú. Haced lo que él ha dicho.
    El cubo fue retirado. Los Guardias Loca]es lo transportaron como si se tratase de una verdadera bomba. Flagg se divertía, ya que en gran parte todo aquello no era más que una bufonada de mago, como Peter había sospechado en un principio. Las gotas de agua que había colocado en los agujeros no eran suficientes para detener la acción corrosiva de la arena, al menos no por mucho tiempo; pero Flagg sabía que el agua del cubo la iba a em-papar bien. Incluso una menor cantidad de líquido hubiera sido suficiente para más arena... digamos, una copa de vino.
    Pero había que dejar que ellos pensaran lo que quisiesen; más adelante se volcarían contra Peter con mayor furia.
    Cuando los guardias se hubieron retirado, Peyna se dirigió a Flagg.
    —Dijiste que existía un modo de neutralizar el efecto de la Arena Dragón.
    —Sí; se dice que si penetra en el cuerpo de un ser viviente, éste arderá hasta morir en medio de una terrible agonía... y una vez que esto ocurre, la muerte, el poder de la Arena Dragón también desaparece. Yo tenía la intención de comprobarlo, pero antes de que pu-diera hacerlo, mi muestra desapareció.
    Peyna lo miraba fijamente, con el contorno de sus labios casi blanco.
    —¿Y en qué clase de ser viviente pensabais probar esta execrable sustancia. mago?
    Flagg miró a Peyna con imperturbable inocencia.
    —Pues, por supuesto en un ratón, mi señor Juez General.
    41
    Hacía las tres de la tarde tuvo lugar una extraña reunión en el Tribunal Real de De-lain, ubicado junto a la base de la Aguja. Se trataba de una enorme habitación que, con los anos, pasó a llamarse simplemente el Tribunal de Peyna.
    Reunión. No me gusta esta palabra. Es demasiado insípida e insignificante para des-cribir la trascendental decisión a la cual se había llegado aquella tarde. No puedo llamarla audiencia ni juicio, porque aquella asamblea no tuvo ninguna clase de connotación legal, pero fúe muy importante, algo en lo que creo que vosotros estaréis de acuerdo.
    La habitación era lo suficientemente amplia para albergar a quinientas personas, pero aquella tarde sólo hubo siete. Seis de ellos se situaron uno muy cerca del otro, como si les pusiera nerviosos ser tan pocos en un sitio pensado para muchos. El emblema del reino, un unicornio lanceando a un dragón, colgaba en uno de los circulares muros de piedra, y Peter se descubrió mirándolas una y otra vez. Además de él, también se hallaban Peyna, Flagg (él era, por supuesto, quien se sentaba un poco alejado de los demás) y cuatro de los Magnos Abogados del Reino. En total había diez Magnos Abogados, pero los otros seis se en-contraban atendiendo juicios en distintas y remotas partes de Delain.
    Peyna había decidido que no podía esperar a que regresasen. Sabía que tenía que ac-tuar con rapidez y decisión, o en el país habría derramamiento de sangre. Lo sabía, pero le irritaba el hecho de tener que necesitar la ayuda de aquel sereno y joven asesino para pre-venir una rebelión sangrienta.
    Que Peter era un asesino había quedado ya determinado en lo más hondo del corazón de Anders Peyna. No había sido la caja, ni la arena verde, ni siquiera el ratón abrasado lo que le había decidido. Eran las lágrimas de Peter. Ahora Peter no daba la impresión de ser culpable ni mostraba debilidad, y eso decía mucho en su favor. Se hallaba pálido pero tranquilo, otra vez en completo dominio de si mismo.
    Peyna se aclaró la garganta. E1 sonido retumbó débilmente en los amenazantes muros de piedra de la cámara del tribunal. Se llevó una mano a la frente y no se sorprendió del todo al comprobar que la tenía cubierta de sudor frío. Había escuchado los testimonios de cientos de grandiosos y solemnes procesos; había enviado bajo el hacha del verdugo a más hombres de los que podía recordar. Pero jamás se imaginó que tendría que participar en una "reunión" semejante, ni en el juicio de un príncipe por el asesinato de su regio padre... y seguramente habría un juicio así si esa tarde todo salía como él imaginaba. Era justo, pensó, que estuviera sudando, y también que el sudor fuese frío.
    Tan sólo una reunión. Aquí no había nada legal, nada oficial, nada que ver con el re-ino. Pero ninguno de ellos, ni Peyna, ni Flagg, ni los Magnos Abogados, ni el mismo Peter, se engañaba. Este era el verdadero juicio. Esta reunión. E1 poder estaba allí. Aquel ratón abrasado había puesto en marcha una larga cadena de acontecimientos. Su curso bien podía ser alterado ahora, de la misma manera que es posible desviar un río caudaloso cuando aún se encuentra cerca de su nacimiento y es un arroyo; o se le permitía continuar, dejando que intensificara su poder por el camino hasta que ninguna fuerza sobre la tierra fuese capaz de desviarlo o de contenerlo.
    Tan sólo una reunión, pensó Anders Peyna, y volvió a secarse el sudor de la frente.
    42
    Flagg observaba los acontecimientos con ojo avizor. Al igual que Peyna, él sabía que todo se decidiría allí, y por esta razón se sentía seguro.
    Peter tenía la cabeza alta y la mirada firme. Sus ojos se encontraron con cada uno de los miembros de aquel jurado informal.
    Los muros de piedra parecían desaprobar la presencia de aquellas siete personas. Los bancos dispuestos para el publico se hallaban vacíos, pero Peyna sentía el peso de unos ojos invisibles, unos ojos que exigían que se hiciese justicia en este terrible asunto.
    —Mi señor —dijo por fin Peyna—, el sol os ha hecho rey hace tres horas.
    Peter miró a Peyna sorprendido, pero permaneció en silencio.
    —Sí —continuó, como si Peter le hubiese hablado; los Magnos Abogados asentían con la cabeza, y su aspecto era terriblemente solemne—. No ha habido coronación, pero una coronación sólo es un evento público. Debido a su gran pomposidad, no es más que un espectáculo sin verdadera solidez. Dios, la ley y el sol son los que hacen a un rey, no la coronación. Vos sois rey en este mismo instante, legalmente capacitado para imponer vues-tra autoridad sobre mí, sobre todos nosotros, sobre el reino entero. Esto nos coloca ante un tremendo dilema. ¿Comprendéis de qué se trata?
    —Sí —dijo Peter muy serio—. Creéis que vuestro rey es un asesino.
    Peyna se sorprendió un poco con esta brusca salida; pero no lo lamentó del todo. Pe-ter siempre había sido un chico directo; era una lástima que aquella característica ocultara una profunda actitud calculadora, pero lo realmente importante de esta cuestión residía en que, con probabilidad, la brusquedad del muchacho era el resultado de una estúpida brava-ta, lo cual aceleraría aún más las cosas.
    —Lo que nosotros creemos, mi señor, no tiene importancia. El tribunal es quien de-termina la culpabilidad o la inocencia. Así he sido enseñado y así lo considero en lo más hondo de mi corazón. Sólo hay una excepción a esta regla. Los reyes están por encima de las leyes. ¿Lo comprendéis?
    —Sí.
    —Pero... —Peyna alzó un dedo—. Pero este crimen fue cometido antes de que fue-seis rey. Hasta donde yo sé, nunca antes un tribunal de Delain tuvo que enfrentarse a una situación tan trágica. Las consecuencias podrían ser espantosas. Anarquía, caos, guerra civil. Para prevenir todos estos peligros, mi señor, precisamos de vuestra ayuda.
    Peter le dirigió una mirada severa.
    —Os ayudaré si mis posibilidades me lo permiten —dijo.
    Y yo creo, imploro por ello, que aceptaréis mi propuesta, pensó Peyna. Percibía el fresco sudor en su frente, pero esta vez no se lo secó. Peter era sólo un muchacho, aunque se trataba de un muchacho despierto; podría considerarlo como un signo de debilidad. Se-guro que diréis que estáis de acuerdo por el bien del reino, pero un muchacho que ha tenido el monstruoso y retorcido coraje de matar a su propio padre es también, eso espero, un muchacho convencido de que podrá salirse con la suya. Creéis que os ayudaremos a en-cubrir vuestro crimen, pero oh mi señor, estáis muy equivocado.
    Flagg, que casi podía leer aquellos pensamientos, se llevó la mano a la boca para ocultar su sonrisa. Peyna le odiaba, a pesar de ello, se había convertido, sin saberlo, en su principal ayudante.
    —Quiero que renunciéis a la corona —manifestó Peyna.
    Peter lo miró asombrado.
    —¿Abdicar? —preguntó—. Yo..., yo no lo sé, mi señor Juez General Creo que tengo que pensarlo antes de pronunciarme por un sí o por un no. Quizás al tratar de favorecer al reino lo único que consigamos sea un perjuicio, al igual que un médico puede matar a un enfermo si le da demasiados medicamentos.
    El chico es listo, pensaron Flagg y Peyna al mismo tiempo.
    —Me habéis malinterpretado. No os pido que renunciéis para siempre al trono; sólo pretendo que rechacéis la corona hasta que todo este asunto haya sido resuelto. Si sois hallado inocente de la muerte de vuestro padre...
    —Como sin duda lo seré —dijo Peter—. Si mi padre hubiera gobernado hasta que yo fuese viejo y desdentado, me habría hecho muy feliz Yo sólo deseaba amarle, servirle y apoyarle en todo lo que hacía.
    —Sin embargo vuestro padre está muerto, y las circunstancias os colocan en el papel de acusado.
    Peter inclinó la cabeza.
    —Si sois hallado inocente, recuperaréis la corona. Si sois hallado culpable. . .
    Los Magnos Abogados parecieron ponerse nerviosos ante esto; pero Peyna no se echó atrás.
    —Si sois hallado culpable, seréis llevado a lo alto de la Aguja, donde permaneceréis por el resto de vuestra vida. Nadie de la familia real puede ser ejecutado; es una ley que tiene mil años de antigüedad.
    —¿Y Thomas se convertirá en rey? —preguntó Peter con aire pensativo.
    Flagg se puso levemente rígido.
    —Sí.
    Peter arrugó la frente, absorto en sus pensamientos. Se le veía muy agotado, pero no confundido ni atemorizado, y Flagg sintió un ligero estremecimiento.
    —Suponed que me niego.
    —Si os negáis, entonces seréis rey a pesar de las desagradables acusaciones que to-davía no han sido aclaradas. Muchos de vuestros súbditos, la mayoría a la luz de las evi-dencias, creerán que son gobernados por un joven que ha asesinado a su propio padre para obtener el trono. Yo creo que habría una revuelta y guerra civil, y que estos acontecimientos no tardarían mucho en aparecer. En cuanto a mí, renunciaré a mi cargo y me dirigiré hacía el Oeste. Soy viejo para comenzar de nuevo, pero a pesar de todo lo intentaré. Mi vida ha sido la ley, y no podría servir a un soberano que no se hubiera arrodillado ante ella en un caso como éste.
    El silencio invadió el recinto, un silencio que dio la impresión de durar largo rato. Peter se sentó con la cabeza inclinada y el dorso de las manos apoyadas contra los ojos. Todos le observaron mientras esperaban. Incluso Flagg sentía ahora sobre su frente una tenue película de sudor.
    Finalmente Peter levantó la cabeza y apartó las manos.
    —Muy bien —dijo—. He aquí mis órdenes en calidad de rey. Renunciaré a la corona hasta que sea absuelto del asesinato de mi padre. Tú, Peyna, serás Canciller de Delain du-rante el tiempo que esté sin gobernante real. Deseo que el juicio tenga lugar lo más pronto posible, mañana mismo si puede ser. Me someteré a la decisión del tribunal. Pero no seré juzgado por ti.
    Todos se quedaron mudos de asombro y se irguieron en sus asientos ante aquella fría nota de autoridad, pero Yosef el de los establos no se hubiera visto sorprendido por esto; él ya había escuchado antes aquel tono en la voz del muchacho, cuando aún era un mozuelo.
    —Uno de los cuatro abogados lo hará —continuó Peter—. No seré juzgado por el hombre que poseerá el poder en mi lugar..., un hombre que, por su mirada y su comporta-miento, veo que ya cree profundamente que yo he cometido aquel terrible crimen.
    Peyna se sintió abochornado.
    —Uno de estos cuatro —repitió dirigiéndose a los Magnos Abogados—. Poner en una taza cuatro piedras, tres negras y una blanca. Aquel que saque la piedra blanca presidirá mi juicio. ¿Estáis de acuerdo?
    —Mi señor, lo estoy —asintió Peyna lentamente, aborreciendo el bochorno que to-davía continuaba enrojeciendo sus mejillas.
    Nuevamente, Flagg tuvo que llevarse una mano a la boca para reprimir su leve sonrisa, al tiempo que pensaba: Y ésta, mi pequeño y condenado señor, será la única orden que daréis como rey de Delain.
    43
    La reunión, que había comenzado a las tres en punto, finalizó un cuarto de hora más tarde. Los senados y parlamentos pueden dejar pasar días y meses antes de decidirse sobre un asunto sencillo, y a menudo, pese a todo lo hablado, el asunto sigue sin ser resuelto; pero cuando suceden cosas importantes, por lo general todo acontece de un modo muy rápido. Y tres horas después, con la llegada del atardecer, ocurrió una cosa que le hizo ver a Peter que, aunque pareciese una locura, él iba a ser hallado culpable de aquel terrible crimen.
    Fue escoltado a sus habitaciones por unos guardias adustos y silenciosos. Peyna había dicho que las comidas le serían servidas allí mismo.
    Le llevó la cena un fornido Guardia Local de espesa e hirsuta barba.
    En una bandeja había un vaso de leche y un gran tazón humeante con un guiso. Al entrar el guardia, Peter se incorporó y extendió los brazos hacía la bandeja.
    —Todavía no, mi señor —dijo el guardia, con un aparente desprecio en su voz—. Me parece que no está condimentado. —Y al decir esto, escupió dentro del guiso. Luego, sonriendo y mostrando una dentadura parecida a una valla de estacas semiderruida, le ten-dió la bandeja—. Aquí tenéis.
    Peter no hizo ningún ademán de cogerla. Estaba totalmente asombrado.
    —¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué has escupido en mi guiso?
    —¿Acaso un hijo que asesina a su padre merece algo mejor, mi señor?
    —No. Pero alguien que aún no ha sido juzgado por el crimen, si —repuso Peter—. Llévate esto de aquí y tráeme otra bandeja. Tráemela en quince minutos, o esta noche dor-mirás en las mazmorras debajo de Flagg.
    Por unos instantes el guardia vaciló en su horrible mofa, pero en seguida se repuso.
    —Creo que no —respondió.
    Inclinó la bandeja, al principio sólo un poco, luego cada vez más. El vaso y el tazón se estrellaron contra las baldosas. El espeso guiso se derramó viscosamente.
    —Lámelo —dijo el guardia—. Lámelo todo como el perro que eres.
    El guardia se giró con intención de marcharse. Peter, en un arranque de ira, se le ade-lantó y le pegó una bofetada. El sonido del golpe retumbó en la habitación como un disparo de pistola.
    Con un grito, el birrioso guardia desenvainó su espada corta.
    Peter rió sarcásticamente, levantando el mentón y ofreció su cuello desnudo.
    —Adelante —le incitó—. Un hombre que escupe en la sopa de otro hombre es tal vez la clase de persona que le cortaría el cuello a alguien desarmado. Adelante. Los cerdos también cumplen el mandato de Dios, según tengo entendido, y mi vergüenza y mi pena son lo suficientemente grandes. Si la voluntad de Dios es que viva, así lo haré, pero si Dios desea que yo muera y ha enviado a un cerdo como tú para realizar la tarea, me parece muy bien.
    La cólera del Guardia Local se tornó en confusión. Unos instantes después volvió a enfundar su espada.
    —No ensuciaré mi acero —dijo, pero sus palabras fueron casi un barboteo y no era capaz de mirar a Peter a los ojos.
    —Tráeme nuevamente de comer y de beber —dijo Peter con suma tranquilidad—. No sé con quién has estado hablando, guardia, y no me importa. No sé por qué estás tan dispuesto a condenarme por el asesinato de mi padre cuando todavía no se ha dado a cono-cer veredicto alguno, y esto tampoco me importa. Pero me traerás nuevamente de beber y de comer, junto con una servilleta, y lo harás antes de que den las seis y media, o si no mandaré llamar a Peyna y esta noche dormirás debajo de las habitaciones de Flagg. Todavía no se ha probado mi culpabilidad, Peyna continúa bajo mis órdenes, y yo puedo jurar que lo que digo es verdad.
    El Guardia Local fue poniéndose cada vez más pálido, porque veía que Peter decía la verdad Pero ésta no era la única causa de su palidez. Cuando sus camaradas le contaron que el príncipe había sido cogido con las manos en la masa, él les creyó, él quiso creerles; pero ahora dudaba. Peter no hablaba ni se comportaba como un hombre culpable.
    —Sí, mi señor —repuso.
    El soldado se retiró. Unos momentos después, el capitán del guardia abrió la puerta y echó un vistazo a la habitación.
    —Creí haber escuchado cierto alboroto —dijo, y sus ojos se fijaron en el vaso y en los cacharros rotos—. ¿Ha habido aquí algún problema?
    —Ninguno —contestó Peter con tranquilidad—. Se me cayó la bandeja. El guardia ha ido a traerme otra ración de comida.
    El capitán asintió con la cabeza y se marchó.
    Durante los siguientes diez minutos Peter permaneció sentado sobre la cama, absorto en sus pensamientos.
    Sintió un ligero golpe en la puerta.
    —Entra —indicó Peter.
    El barbudo y desdentado guardia entró en la habitación con una nueva bandeja.
    —Mi señor, deseo pediros disculpas —dijo con desproporcionada rigidez—. Jamás me he comportado de esta forma, y no sé qué es lo que me ha sucedido. Por mi vida que no lo sé. Yo...
    Peter lo apartó con un ademán. Se sentía muy cansado.
    —¿Acaso los otros guardias piensan como tú?
    —Mi señor —dijo, depositando con cuidado la bandeja sobre el escritorio—. No es-toy seguro de que siga pensando como antes.
    —¿Pero acaso los demás creen que soy culpable?
    Hubo un largo silencio, y finalmente el soldado movió la cabeza, con gesto afirmati-vo.
    —¿Y cuál es el argumento que más utilizan para basar sus acusaciones ?
    —Hablan de un ratón que ardió..., dicen que habéis llorado durante el careo con Pey-na.
    Peter inclinó sombríamente la cabeza. Así era. Llorar había sido un gran error, pero fue incapaz de evitarlo..., y ahora ya estaba hecho.
    —Dicen, sobre todo, que fuisteis atrapado, que queríais ser rey, y que así debía suce-der.
    —Que yo quería ser rey y que así debía suceder —repitió Peter.
    —Así es, mi señor.
    El guardia, abatido, se quedó mirando a Peter.
    —Muchas gracias. Ahora retírate, por favor.
    —Mi señor, os pido disculpas...
    —Tus disculpas son aceptadas. Por favor, vete. Necesito pensar.
    El Guardia Local cuyo aspecto era el de un hombre que deseaba no haber nacido, traspasó el umbral de la puerta y la cerró tras de sí.
    Peter extendió la servilleta sobre su regazo pero no comió. Todo el hambre que podría haber tenido antes había desaparecido. Tiró de la servilleta pensando en su madre. Se alegraba muchísimo de que ella no viviera para ver aquello, para contemplar en lo que él se había convertido. Toda su vida había sido un chico afortunado, un niño dichoso, un mu-chacho a quien, como ciertas veces se demostró, la mala suerte no tocaba. Ahora parecía que toda la mala suerte que tendría que haberle tocado en el transcurso de los anos había estado acumulándose para que la pagase de una sola vez, y con dieciséis años de interés.
    Pero más que nada dicen que queríais ser rey y que así debe suceder.
    De alguna manera comprendía el significado profundo de aquello.
    Ellos querían a un buen rey a quien pudiesen amar. Pero también querían saber que se habían salvado por un pelo de uno malo. Deseaban tinieblas y secretos; les apetecía tener su espantoso cuento acerca de la realeza corrupta. Sólo Dios sabía el porqué. Ellos dicen que queríais ser rey, ellos dicen que así debía suceder.
    Peina está convencido de ello, pensó Peter, y el guardia también lo está: pronto todo el mundo se hallará convencido. No se trata de una pesadilla. He sido acusado del asesinato de mi padre, y ni mi anterior buena conducta ni mi evidente amor hacía él conseguirán que se retiren los cargos. Y una parte de la gente desea creer que he sido yo.
    Peter plegó con cuidado su servilleta y la colocó sobre el tazón de comida. Le era imposible tomar una sola cucharada.
    44
    Hubo un juicio, que despertó mucha curiosidad, y si estáis interesados hay varias his-torias sobre aquel evento que podéis leer. Pero ésta es la verdadera raíz de la cuestión: Pe-ter, hijo de Roland, fue llevado ante el Juez General debido a un ratón quemado; fue juzga-do por un grupo de siete personas en una reunión que no era un juicio, fue sentenciado por un Guardia Local que dio su veredicto escupiendo en un tazón de guisado. Este es el relato, y a veces los relatos nos dicen más que las historias, y también con mayor rapidez.
    45
    Cuando Ulrich Mechas, que había sacado la piedra blanca y ocupado el lugar de Peyna, comunicó el veredicto del tribunal, el público entre el cual muchos habían aseverado durante años que Peter sería el mejor rey de toda la historia de Delain aplaudió a rabiar. Se levantaron con la intención de avanzar, y si no hubiera sido por el cordón de Guardias Locales que con sus espadas desenvainadas les contuvieron, bien podrían haber linchado al joven príncipe, revirtiendo de este modo la sentencia de prisión a cadena perpetua y exilio en lo alto de la Aguja a la que fue condenado. Cuando lo condujeron fuera del recinto, Peter fue cubierto por una lluvia de escupitajos. Aun así, él continuó caminando con la cabeza muy alta.
    A la izquierda de la inmensa sala del tribunal, había una puerta que conducía a un es-trecho pasillo, el cual se extendía unos cuarenta pasos y luego, comenzaban las escaleras. Los peldaños subían interminablemente en forma de espiral, conduciendo directamente a lo alto de la Aguja y a los dos cuartos en los que Peter viviría en lo sucesivo, hasta el día de su muerte. En total eran trescientos peldaños. Volveremos más adelante a hablar de Peter y de su estancia en los cuartos de la Aguja; su historia, como podréis ver, aún no está acabada. Pero no subiremos con él, debido a que fue una subida vergonzosa, en la que dejaba su legítimo lugar en el trono para marchar, con los hombros y la cabeza erguidos, a la cima como un prisionero. No sería muy gentil acompañar, ni a él ni a ningún otro hombre, en un recorrido así.
    En lugar de ello, pensemos por un tiempo en Thomas, y veamos qué sucede cuando se recupera de sus dolencias y descubre que es rey de Delain.
    46
    —No —susurró Thomas, con voz horrorizada.
    Sus ojos asombrados se destacaban en el pálido rostro. Los labios le temblaban. Flagg acababa de notificarle que era rey de Delain; pero Thomas no parecía un niño a quien le han dicho que es soberano de un lugar, sino un niño a quien acababan de comunicarle que sería fusilado por la mañana.
    —No —volvió a decir—. Yo no quiero ser rey.
    Y era verdad. Toda su vida había estado amargamente celoso de Peter; pero una cosa que jamás le envidió fue su ascensión al trono. Se trataba de una responsabilidad que Tho-mas ni siquiera deseaba en sus sueños más desenfrenados. Y ahora las pesadillas se habían apilado una sobre otra. Parecía que no era suficiente ser despertado con la noticia de que su hermano estaba encerrado en la Aguja por el asesinato de su padre. Ahora se presentaba Flagg, con la asombrosa nueva de que él era rey en lugar de Peter.
    —¡No, no quiero ser rey, no seré rey! ¡Yo..., yo me niego! ¡Me niego rotundamente!
    —Thomas, no puedes negarte —dijo Flagg enérgicamente.
    Había decidido que era la actitud que debía seguir con Thomas: amigable pero enér-gico. En aquellos momentos el chico necesitaba a Flagg más que a ninguna otra persona en toda su vida. El mago sabía esto, pero también sabía que estaba a merced de Thomas. Por un tiempo se comportaría de un modo incivilizado y caprichoso, dispuesto a hacer cualquier cosa, por lo que habría que ocuparse de establecer al principio un firme control sobre el muchacho.
    Me necesitas, Tommy, pero cometería un grave error si te lo dijese. No, eres tú el que tiene que decírmelo. No debe existir ninguna duda acerca de quién está al mando. Ni ahora, ni nunca.
    —¿No puedo negarme? —murmuró Thomas.
    Las desagradables noticias que traía Flagg le habían hecho incorporarse apoyándose en los codos, pero en seguida se recostó sobre las almohadas sintiéndose de nuevo enfermo.
    —¿No puedo? Me encuentro muy débil otra vez. Creo que me ha vuelto la fiebre. Haz que venga el doctor. Quizá necesite que me sangren. Yo..
    —Te encuentras bien —dijo Flagg, levantándose—. Te he estado dando muy buenas medicinas, tu fiebre ha desaparecido, y lo único que te hace falta para que te cures del todo es un poco de aire fresco. Pero si quieres que un doctor te diga las mismas cosas —Flagg dejó escapar un leve tono de reproche—, entonces Tommy, no tienes más que hacer sonar la campana.
    Flagg señaló la campana con una insinuación de sonrisa, que no era muy amable.
    —Comprendo tu necesidad de querer esconderte en la cama; pero no seria tu amigo si no te dijera que cualquier refugio que intentes hallar en el lecho o en una enfermedad no será más que un refugio falso.
    —¿Falso?
    —Mi consejo es que te levantes y comiences a recuperar las fuerzas. De aquí a tres días serás coronado con toda la pompa y ceremonia real. Ser llevado en tu cama hasta la nave lateral en la que te estará esperando Peyna con el cetro y la corona, resultaría muy humillante y no es la manera adecuada de comenzar un reinado, pero si hay que llegar a ese extremo, te aseguro que lo harán. Los reinos sin gobernante son muy incómodos. Peyna quiere verte coronado lo más pronto posible.
    Tendido sobre sus almohadas, Thomas trataba de absorber toda esta información. Pa-recía un conejo aterrorizado.
    Flagg cogió su capa a rayas rojas del pilar de la cama, se la echó sobre los hombros y se abrochó al cuello la cadena de oro. Luego, sacó de un rincón una vara con la empuñadura plateada; esgrimió el arma, la cruzó sobre su cintura e hizo una profunda reverencia ante Thomas.
    La capa..., el sombrero..., la vara..., estas cosas asustaban al chico. Se hallaba frente a un hecho crucial en su vida, y ahora que necesitaba a Flagg más que nunca, éste parecía vestido como para..., para...
    Parecía vestido como para irse de viaje.
    El pánico que había sentido unos momentos antes sólo era un pequeño susto en com-paración con el espanto de las tremendas garras frías que ahora atenazaban su corazón.
    —¡Entonces, querido Thomas, espero que goces de buena salud durante toda tu vida, y te deseo cuanta felicidad pueda albergar tu corazón, así como un largo y próspero reina-do...! ¡Adiós!
    Comenzó a caminar hacía la puerta. Estaba pensando que el pánico había paralizado completamente al niño y que él, Flagg, tendría que idear alguna estratagema para regresar al lado de aquel chiquillo tonto sin que se diera cuenta de que lo hacía de intento, cuando Thomas se las arregló para pronunciar con sofoco una única palabra.
    —¡Espera!
    Flagg se dio vuelta, con una expresión de interés en su rostro.
    —¿Mi señor rey?
    —¿A dónde..., a dónde vas?
    —Bien... —Flagg puso cara de sorprendido, como si no se le hubiese ocurrido pensar antes que a Thomas podría importarle—. Para comenzar, a Andua. Como sabes, allí son excelentes marinos, y allende el Mar del Mañana hay muchas tierras en las cuales jamás he estado. A menudo, algún capitán lleva consigo a bordo un mago para que le traiga buena suerte; le sirve para invocar una brisa si el barco no avanza y para avisarle si va a hacer mal tiempo. En el caso de que nadie quiera llevar consigo a un mago, pues aunque ya no soy tan joven como cuando llegué aquí por primera vez, todavía puedo anudar una cuerda o des-plegar una vela.
    Sonriendo, Flagg representó la actividad con una pantomima, sin soltar nunca su vara.
    Thomas estaba nuevamente apoyado sobre los codos.
    —¡No! —dijo casi gritando—. ¡No!
    —Mi señor rey...
    —¡No me llames de ese modo!
    Flagg se le acercó, permitiéndose ahora una expresión de profunda preocupación.
    —Pero, Tommy. Querido Tommy. ¿Qué ocurre?
    —¿Que qué ocurre? ¿Que qué ocurre? ¿Cómo es posible que seas tan estúpido? Mi padre ha sido envenenado, Peter está encerrado en la Aguja condenado por el crimen, yo debo ser rey, tú planeas marcharte, ¿y aún quieres saber qué ocurre? —Thomas articuló una estridente y corta carcajada.
    —Pero, Tommy, así es como son las cosas —dijo Flagg con suavidad.
    —Yo no puedo ser rey —insistió Thomas, aferrándose al brazo de Flagg y clavando profundamente sus uñas en la peculiar piel del mago—. Se suponía que Peter iba a reinar. ¡El siempre fue el más listo de los dos, yo era el estúpido; yo soy estúpido, yo no puedo ser rey!
    —Dios hace a los reyes —sentenció Flagg.
    Dios..., y a veces los magos, pensó, reprimiendo en su interior una sonrisa.
    —Te ha hecho rey a ti, y créeme, Tommy, tú sabrás serlo. O serás rey, o sobre ti caerá un montón de inmundicia.
    —¡Dejemos que caiga la inmundicia! Me mataré.
    —No harás semejante cosa.
    —Prefiero matarme a que me recuerden socarronamente durante mil años como el príncipe que se murió de miedo.
    —Serás un buen rey, Tommy. Nunca tengas miedo. Pero ahora debo marcharme. Es-tos días son fríos; las noches lo son todavía mucho más. Y no quiero estar fuera de la ciu-dad antes del anochecer.
    —¡No! ¡Quédate! —Thomas tiró violentamente de la capa de Flagg—. ¡Si tengo que ser rey, quédate y aconséjame, como le has aconsejado a mi padre! ¡No te vayas! ¡De todas maneras, no sé por qué quieres marcharte! ¡Has vivido aquí siempre!
    Ah, finalmente, pensó Flagg. Esto está mejor. Bueno, esto es magnífico.
    —Se me hace difícil marcharme —declaró Flagg, en tono grave—. Muy difícil. Quiero a Delain. Y también te quiero a ti, Tommy.
    —¡Entonces quédate!
    —Tú no comprendes mi situación. Anders Peyna es un hombre poderoso, un hombre extremadamente poderoso. Y yo no le caiga bien. Creo que sería más exacto decir que me odia.
    —¿Por que?
    En parte porque sabe que mi estancia aquí se remonta a mucho, muchísimo, tiempo atrás. Y, sobre todo, porque se da cuenta de cuál es mi verdadero interés en Delain.
    —Es difícil de decir, Tommy. Supongo que tiene que ver Coll el hecho de que él es un hombre muy poderoso, y por lo general los hombres poderosos se sienten agraviados por quienes con tan poderosos como ellos. Personas como el consejero más cercano al rey.
    —¿Como tú, que eras el consejero más cercano a mi padre?
    —Así es. —Cogió la mano de Thomas y la apretó durante unos instantes; luego la soltó. lanzando un suspiro de tristeza—. Los consejeros de un rey se parecen mucho a los ciervos del parque privado de un monarca. A estos ciervos los cuidan, los miman y les dan de comer en la mano. Tanto los consejeros como los ciervos domesticados llevan vidas placenteras, pero en muchas ocasiones he visto cómo el ciervo domesticado termina en la mesa del soberano cuando en el coto privado del reino no se conseguía un macho salvaje para los bistecs o el guiso de venado que debía ser servido por la noche. Cuando muere un rey, de una manera o de otra, sus viejos consejeros desaparecen.
    Thomas daba la impresión de estar enfadado y alarmado al mismo tiempo.
    —¿Peyna te ha amenazado?
    —No... Se ha comportado muy bien —dijo Flagg—. Ha sido muy paciente. No obs-tante, he podido ver en sus ojos que su paciencia no durará siempre. En sus pupilas he leído que quizá yo encuentre el clima de Andua mucho más beneficioso para mi salud. —Se incorporó haciendo revolotear su capa—. Así que..., a pesar de lo poco que me gusta tener que irme...
    —¡Espera! —volvió a gritar Thomas, y su angustiada voz dio a entender a Flagg que iba a poder satisfacer todas sus ambiciones—. Fuiste protegido cuando mi padre era rey, porque eras su consejero. Ahora que el rey soy yo, tendrías protección si fueses mi conse-jero.
    Flagg fingió pensarlo seria y profundamente.
    —Sí..., supongo que si..., siempre que le hagas saber a Peyna muy claramente..., muy claramente por cierto..., que cualquier movimiento contra mí será visto con desaprobación real. Con una gran desaprobación real.
    —¡Oh, lo haré! —dijo ansiosamente Thomas—. ¡Lo haré! ¿Así que te quedas? ¿Por favor? ¡Si te vas, yo de veras me mataré! ¡No sé nada acerca de cómo comportarme, y de veras que lo haré!
    Flagg continuaba parado, con la cabeza gacha, el rostro oculto por las sombras, dando la impresión de que pensaba en algo muy importante. En realidad, se estaba sonriendo.
    Pero cuando levantó la cabeza, su rostro tenía una expresión taciturna.
    —He estado al servicio del reino de Delain durante casi toda mi vida —dijo—, y su-pongo que si me ordenáis que me quede..., que me quede y me ponga a vuestra disposición todas mis habilidades...
    —¡Así te lo ordeno! —chilló Thomas con voz temblorosa y febril.
    Flagg se dejó caer sobre una rodilla.
    —¡Mi señor! —dijo.
    Thomas, sollozando aliviado, se arrojó en los brazos de Flagg. El mago lo agarró, abrazándole.
    —No lloréis, mi pequeño soberano —susurró—. Todo se solucionará. Sí, todo se so-lucionará para ti, para mí y para el reino.
    Su sonrisa se hizo más amplia, mostrando unos dientes muy blancos y muy sanos.
    47
    Thomas no logró pegar los ojos durante toda la noche anterior a su coronación en la Plaza de la Aguja, y en las primeras horas de la mañana de aquel temido día sufrió un ata-que de vómitos y diarrea a causa de su nerviosismo. Era el miedo al público. Esto del miedo al público podrá sonar ridículo y gracioso, pero en aquel caso se trataba de algo mucho más serio. Thomas era todavía un niño, y lo que había sentido durante la noche, cuando por lo general casi todos estamos solos, fue un temor tan intenso que sin duda podríamos de-nominarlo terror mortal. Llamó a un criado y le ordenó que fuera a buscar a Flagg. El sier-vo, alarmado por la palidez de Thomas y por el olor a vómito que invadía la habitación, salió corriendo en busca del mago y sin apenas esperar a ser admitido, se precipitó en las habitaciones de Flagg para decirle que el principito parecía estar muy enfermo, que quizá se estuviera muriendo.
    Flagg, que se imaginaba cuál era el problema, le dijo al criado que volviese y le co-municara a su señor que pronto estaría con él, y que no se asustase. Tardó veinte minutos en presentarse.
    —No lo voy a resistir —gimió Thomas, que había vomitado en la cama, y cuyas sábanas despedían muy mal olor—. No puedo ser rey, no puedo, por favor, tienes que hacer algo para que no ocurra. ¿Cómo voy a presentarme frente a Peyna, si quizá vomite ante él y ante todos los demás; vomite o..., o.. ?
    —No te pasará nada —dijo Flagg en tono tranquilo; le había preparado una infusión que aliviaría las molestias de su estómago y, durante un tiempo, mantendría inactivos sus intestinos—. Tómate esto.
    Thomas se lo bebió.
    —Me voy a morir —dijo, depositando el vaso a un lado—. No tendré que matarme. Sencillamente, mi corazón reventará a causa del miedo. Mi padre decía que a veces los conejos morían de esa manera en las trampas, incluso sin estar malheridos. Y eso es lo que soy. Un conejo atrapado, muriéndose del susto.
    En parte tienes razón, querido Tommy, pensó Flagg. No te estás muriendo de miedo como piensas, pero sin duda eres un conejo atrapado.
    —Creo que pronto se te irán esas ideas de la cabeza —dijo Flagg.
    Ahora estaba mezclando una segunda poción. Era de un color rosa turbio, un tono apagado.
    —¿Qué es eso?
    —Algo para calmar tus nervios y hacer que duermas.
    Thomas se lo bebió. Flagg se sentó a su lado. Muy pronto el niño cayó en un profun-do sueño; tan profundo era que si el criado le hubiera visto en ese momento, podría pensar que su predicción se había vuelto realidad y Thomas estaba muerto. Flagg cogió la mano del pequeño durmiente y la palmeó con algo de afecto. A su manera, él quería a Thomas, pero Sasha hubiese definido el amor de Flagg como realmente era: el amor del amo por su perro mascota.
    Se parece tanto a su padre, pensó Flagg, y el viejo nunca lo supo. Oh, Tommy, tú y yo viviremos momentos maravillosos y, antes de que me canse, en el reino correrá sangre real. Me marcharé, pero no muy lejos, al menos no en un principio. Volveré disfrazado sólo para contemplar tu podrida cabeza empalada... y para herir el pecho de tu hermano con mi daga, arrancarle el corazón y comérmelo crudo, así como su padre se comió el corazón de su preciado dragón.
    Sonriendo, Flagg abandonó la habitación.
    48
    La coronación tuvo lugar sin problemas ni complicaciones. Los criados de Thomas (él aún no tenía mayordomo ya que era muy joven, pero pronto le pondrían uno a su dispo-sición) lo vistieron para la ocasión con fina ropa de terciopelo negro adornada de joyas (Todas mías, había pensado Thomas asombrado y con un matiz de codicia. Ahora todas son mías) y altas botas negras hechas de la mejor piel de cabritilla.
    —Ya es hora, mi señor rey —dijo Flagg, apareciendo de pronto y comprobando que Thomas se hallaba menos nervioso de lo que se esperaba. El sedante que le había dado la noche anterior aún continuaba haciéndole efecto.
    —Cógeme del brazo entonces —dijo—, por si tropiezo.
    Flagg cogió el brazo de Thomas. Durante los años siguientes, esta postura sería fami-liar para los habitantes de la ciudad de la corte:
    Flagg sosteniendo al niño rey como si se tratase de un anciano y no de un saludable jovenzuelo.
    Salieron juntos a una radiante e invernal luz solar.
    Un imponente clamor parecido al sonido de las olas rompiendo contra las extensas y desoladas costas de la Baronía Oriental les recibió.
    Thomas miró a su alrededor, sorprendido por los gritos de júbilo, y su primer pensa-miento fue: ¿Dónde está Peter? ¡Esto seguramente debe ser para Peter! Luego recordó que Peter se hallaba en la Aguja y se dio cuenta de que el vitoreo era para él. Sintió un asomo de placer... y os debo decir que el placer no era sólo por saber que lo aclamaban a él.
    Sabía que Peter, encerrado en los desolados cuartos de la torre, también debía estar escuchando aquellos vítores.
    ¿Qué importa ahora que siempre hayas sabido mejor las lecciones?, pensó Thomas con una felicidad interna que al mismo tiempo le reconfortaba y le remordía. ¿Qué importancia tiene ahora? ¡Tú estás encerrado en la Aguja y yo..., yo seré rey! ¿Qué más da que todas las noches le hayas llevado una copa de vino...?
    Pero este último pensamiento hizo que en su frente se formase una extraña y pegajosa capa de sudor, por lo cual lo apartó en seguida de su cabeza.
    Los gritos de júbilo se alzaron una y otra vez al pasar Thomas y Flagg primero por la Plaza de la Aguja y luego por debajo del arco formado por las elevadas espadas ceremonia-les de la Guardia Local, de nuevo vestida con sus rojos y elegantes uniformes de gala y sus altos morriones quijada de lobo. Thomas comenzó realmente a disfrutar de la situación. A modo de saludo levantó una mano, y los vítores de sus súbditos se convirtieron en una tormenta. Los hombres arrojaban sus sombreros al aire. Las mujeres lloraban de alegría. En el aire se elevaron los gritos de ¡El rey! ¡El rey! ¡Mirad al rey! ¡Thomas el Portador de la Luz! ¡Larga vida al rey! Thomas, que era sólo un niño, creía que lo decían por él. Flagg, que quizá jamás había sido niño, estaba más enterado. Los vítores se debían a que el tiempo de incertidumbre había pasado. Aclamaban el hecho de que las cosas continuaran igual que siempre, que las tiendas volvieran a abrir, que los soldados somnolientos con ajustadas gorras de cuero no tuvieran que seguir montando guardias por las noches alrededor del castillo, que a continuación de la solemne ceremonia todo el mundo pudiera emborracharse sin la preocupación de ser despertados por los sonidos de una confusa revuelta nocturna. El lugar de Thomas podría haber sido ocupado por otra persona cualquiera. El era un gober-nante títere.
    Pero Flagg se encargaría de que Thomas jamás se enterase de esa realidad.
    No, a ningún precio, hasta que fuera demasiado tarde.
    La ceremonia en sí misma fue corta. Estuvo oficiada por Anders Peyna, quien parecía haber envejecido veinte años en una semana. Thomas contestó, Lo haré, Lo seré, y Lo juro en los momentos adecuados, tal y como le había entrenado Flagg. Al finalizar los rituales, que se desarrollaron en un silencio absoluto permitiendo que incluso quienes se hallaban situados a mucha distancia pudieran escucharlos con claridad, la corona fue depositada sobre la cabeza de Thomas. Volvieron a alzarse los gritos de júbilo, más fuertes que nunca, y Thomas miró hacía arriba, hacía la pulida y redondeada piedra de la pared de la Aguja, donde en lo más alto había solamente una ventana. No podía ver si Peter le estaba observando, pero confió en que así lo hiciese. Confió en que su hermano estuviera mirando hacía abajo, mordiéndose los labios de frustración hasta que la sangre le manchase la bar-billa, del mismo modo que a menudo Thomas se había mordido los suyos hasta que aparecía una blanca red de pequeñas señales.
    ¿Los puedes oír, Peter?, se dijo chillando para sus adentros. ¡Me están aclamando a mí! ¡Me están aclamando a mí! ¡Finalmente me están aclamando a mí!
    49
    Durante su primera noche como rey, Thomas el Portador de la Luz se despertó sobre-saltado, con el rostro rígido y horrorizado, y las manos apretadas contra la boca como si estuviera conteniendo un grito.
    Acababa de tener una terrible pesadilla, mucho peor que aquellas en las cuales revivía la desagradable tarde pasada en la Torre del Este.
    Este sueño también había sido una especie de recuerdo. Se encontraba otra vez en el pasadizo secreto, espiando a su padre. Era la noche en que Roland, borracho y furioso, comenzó a pasearse por toda la sala desafiando a las cabezas colgadas en las paredes. Pero cuando se enfrentó a la de Niner, las cosas que dijo no fueron las mismas.
    ¿Por qué me miras así?, exclamaba su padre en el sueño. El me ha matado y supongo que tú no has podido impedirlo. ¿Pero cómo soportas ver a tu hermano en prisión por ello? ¡Contéstame, maldito seas! ¡He hecho todo con la mejor intención, y fíjate en mí! ¡Fíjate en mí!
    Su padre comenzó a arder. Su rostro adquirió el profundo color rojo de un fuego bien encendido. De sus ojos, de su nariz y de su boca salía humo. El dolor le hizo doblarse en dos y Thomas pudo ver que los cabellos de su padre se estaban quemando. Fue entonces cuando se despertó.
    ¡El vino!, pensó Thomas horrorizado. ¡Aquella noche Flagg le llevó una copa de vino! ¡Todo el mundo sabía que Peter te llevaba vino cada noche, así que creyeron que fue Peter quien te dio la copa con el veneno! ¡Pero aquella noche Flagg también te llevó vino, aunque nunca antes lo había hecho! ¡Y el veneno pertenecía a Flagg! ¡El dijo que se lo habían robado hacía unos años, pero...!
    No debía permitirse pensar en esas cosas. No debía hacerlo. Porque si pensaba en ellas...
    —Me matará —susurró Thomas, aterrorizado.
    Puedes ir a ver a Peyna. A él no le agrada Flagg.
    Sí, podía hacer eso. Pero en ese instante apareció todo su viejo rencor y su envidia hacía Peter. Si se lo decía, Peter sería liberado de la Aguja y tomaría su lugar como rey. Thomas volvería a ser otra vez un don nadie, sólo un príncipe inepto que había sido rey por un día.
    A Thomas le bastó una jornada para descubrir que le podría gustar ser rey; podría gustarle mucho, especialmente si Flagg le asesoraba.
    Por otra parte, él en realidad no sabía nada, ¿no era así? Sólo tenía una vaga idea, y sus ideas siempre habían estado equivocadas.
    ¿El me ha matado y supongo que tú no has podido impedirlo? ¿Pero cómo soportas ver a tu hermano en prisión por ello?
    No importa, pensó Thomas, debe ser un error, tiene que ser un error, e incluso si no lo es, bien se lo ha merecido. Se volvió del otro lado dispuesto a dormirse de nuevo. Y después de un largo rato, el sueño apareció.
    Durante los siguientes años, aquella pesadilla volvía a veces a presentarse: su padre acusando al oculto hijo que le espiaba, para doblarse luego en dos, humeante, con los cabe-llos ardiendo. En esos años, Thomas descubrió dos cosas: la culpa y los secretos, que como los huesos de alguien asesinado, nunca descansan en paz; sin embargo era posible vivir con el conocimiento de aquellas dos cosas.
    50
    Si le hubierais preguntado a Flagg, él habría contestado con una sonrisa desdeñosa que Thomas era incapaz de guardar un secreto de otra persona a excepción de que fuera un débil mental, y quizá ni siquiera de alguien así. Indudablemente, Flagg hubiese dicho que el hombre cuya subida al trono había orquestado, no podía guardar un secreto. Pero los hombres como Flagg están llenos de orgullo y se sienten seguros de sí mismos, y a pesar de que han visto muchas cosas, en ocasiones son extraordinariamente ciegos. Flagg nunca adivinó que aquella noche Thomas había estado detrás de Niner, y que había visto cómo él le ofrecía a Roland la copa con el vino envenenado.
    Este era un secreto que Thomas sabía guardar.
    51
    Por encima del júbilo de la coronación, en lo alto de la Aguja, Peter miraba hacía abajo de pie ante una pequeña ventana. Como había esperado Thomas, lo vio y lo escuchó todo, desde los primeros vítores, cuando Thomas hizo su entrada apoyado en el brazo de Flagg, hasta su desaparición en el palacio después de la coronación, también del brazo de Flagg.
    Después de finalizada la ceremonia, Peter permaneció ante la ventana aproximada-mente unas tres horas observando a la multitud. No parecían estar dispuestos a marcharse a sus casas. Había mucho que debatir y que recordar. Fulano tenía que contarle a Zutano dónde se encontraba cuando se enteró de que el viejo rey estaba muerto, y luego los dos tenían que referírselo a Mengano. Las mujeres lloraron a gusto en el último homenaje a Roland y comentaron el buen aspecto de Thomas y cuán tranquilo había estado. Los niños se perseguían unos a otros y jugaban a que eran reyes, hacían rodar aros, se caían al suelo lastimándose las rodillas, gritaban, reían y siempre volvían a perseguirse.
    Los hombres se palmeaban las espaldas entre sí y se decían unos a otros que espera-ban que ahora todo volviera a la normalidad. Había sido una semana terrible, pero ahora todo retornaría a su cauce. A pesar de todas las intenciones, entre ellos habitaba una sensa-ción de temor e incertidumbre, como si se dieran cuenta de que no todo estaba tan bien, que la situación confusa que se había creado con la muerte del viejo rey aún no había sido aclarada.
    Naturalmente, Peter no podía saber nada de todo esto desde su elevado y solitario confinamiento en la Aguja, pero percibía alguna cosa.
    Sí, algo percibía.
    A las tres de la tarde, tres horas antes de lo acostumbrado, los establecimientos de aguamiel abrieron sus puertas al público, supuestamente en honor a la coronación del nuevo rey, pero la razón principal era que les aguardaba un excelente negocio. La gente quería beber y celebrar. Hacía las siete, la mayoría de los habitantes de la ciudad caminaban por las calles haciendo eses, bebiendo a la salud de Thomas el Portador de la Luz (o disputando entre ellos). Ya casi había anochecido cuando los parrandistas comenzaron al fin a dis-persarse.
    Peter se alejó de la ventana y fue a sentarse en la única silla que había en su "sala de estar" (este nombre era una cruel broma). Permaneció con las manos entrelazadas sobre su regazo. Se quedó inmóvil, observando cómo se oscurecía la habitación. Le trajeron la cena: carne grasienta, cerveza aguada y un tosco pan tan salado que si hubiera comido un trozo le habría picado la boca. Pero Peter no probó ni la carne ni el pan, y tampoco bebió la cerveza.
    Alrededor de las nueve de la noche, mientras el alboroto volvía otra vez a las calles (ahora la muchedumbre era mucho más ruidosa..., casi alborotadora), Peter entró en su otra habitación, se quitó la camiseta, se lavó la cara con agua de la vasija y, arrodillándose junto a su cama, comenzó a rezar. Luego se acostó. El pequeño dormitorio era muy frío, y sólo le habían dejado una manta. Peter se tapó con ella, y cruzando los brazos por detrás de la cabeza se quedó mirando la oscuridad.
    Desde la calle le llegaban gritos, vítores y risas. De cuando en cuando se podía escu-char el estampido de petardos, y en una ocasión, cerca de la medianoche, hubo una flatu-lenta explosión de pólvora originada por el disparo de fogueo que hizo un soldado borra-cho. Al día siguiente, el desafortunado soldado fue enviado a los confines orientales del reino de Delain, a causa de su embriagado saludo al nuevo rey, pues la pólvora era escasa en Delain, y se atesoraba celosamente.
    En algún momento cerca de la una de la mañana, Peter finalmente cerró los ojos y se durmió.
    A la mañana siguiente, ya estaba en pie a las siete. Se arrodillo, tiritando de frío, con hinchazones en brazos y piernas, y echando por la boca blancas vaharadas, se puso a rezar. Cuando terminó sus oraciones, se vistió. Después fue a su "sala de estar", y durante dos horas permaneció silencioso delante de la ventana, observando cómo debajo de él la ciudad volvía a animarse. A diferencia de otros días, aquél se desarrollaba de un modo lento e irregular; la mayoría de los adultos de Delain se habían despertado atontados debido a la resaca. Se encaminaban a sus trabajos vacilantes y de mal humor. Muchos de ellos se dirig-ían a sus obligaciones reprendidos por enfadadas esposas, que no tenían compasión de su dolor de cabeza. A Thomas también le dolía, pues la noche anterior había bebido demasia-do vino; pero al menos no tenía que soportar la reprimenda de esposa alguna.
    Peter recibió el desayuno. Beson, su carcelero jefe, que también tenía resaca, le trajo cereales sin azúcar, leche aguada que estaba a punto de agriarse, y otra vez el tosco y salado pan. Era un amargo contraste con los placenteros desayunos que Peter había disfrutado en su estudio, así que no probó nada de aquello.
    A las once, uno de los carceleros inferiores retiró silenciosamente lo que le habían servido.
    —Creo que el príncipe tiene la intención de morirse de hambre —le dijo a Benson.
    —Magnífico —respondió el jefe con indiferencia—. Nos ahorrará el trabajo de tener que cuidarlo.
    —Quizá teme que lo envenenen —aventuró a opinar el carcelero inferior.
    Pese a su dolor de cabeza, Beson lanzó una carcajada. Se trataba de un buen chiste.
    Peter pasó casi todo el día en la silla de su "sala de estar". Al caer la tarde, volvió a situarse ante la ventana, la cual no tenía barrotes.
    A menos que uno fuera un pájaro no había otra dirección que hacía abajo. Ni Peyna, ni Flagg ni Aron Beson se preocupaban de que el prisionero pudiera descender por allí de alguna manera. Las curvas paredes de piedra de la Aguja eran completamente lisas. Era posible que una mosca fuese capaz de hacerlo, pero no un ser humano.
    Y si llegaba a deprimirse lo suficiente como para saltar, ¿ acaso le habría importado a alguien? No mucho. El Estado se ahorraría los gastos de manutención de un asesino de sangre real.
    Peter observaba sentado cómo los rayos del sol se deslizaban por el pavimento y las paredes. Le trajeron la cena: carne grasienta, cerveza aguada y pan salado. Peter no la tocó.
    Cuando el sol se hubo escondido, permaneció sentado en la oscuridad hasta las nue-ve, y luego se fue a su dormitorio. Se quitó la camiseta, se arrodilló y, mientras rezaba, de sus labios salían pequeñas bocanadas blancas. Se metió en la cama, cruzó los brazos detrás de la cabeza y se quedó tendido sobre la espalda mirando a la nada. Pensaba en lo que se había convertido. Alrededor de la una de la mañana ya estaba durmiendo.
    Así pasó también el segundo día.
    Y el tercero.
    Y el cuarto.
    Durante toda una semana Peter no comió, ni habló, y lo único que hizo fue mirar por la ventana de su sala de estar y sentarse en la silla, observando cómo el sol se deslizaba por el suelo para trepar luego por la pared hasta llegar al techo. Beson estaba convencido de que el muchacho vivía en una absoluta negrura de culpa y desesperación; él ya había visto casos parecidos, especialmente entre la realeza. El muchacho moriría, pensó, como un pájaro que no ha nacido para vivir enjaulado. El muchacho moriría, y en buena hora para él.
    Pero al octavo día, Peter llamó a Aron Beson y le dio ciertas instrucciones... y no lo hizo como un prisionero.
    Se las dio como un rey.
    52
    Peter sí que se sentía desesperado..., pero no se trataba de algo tan profundo como suponía Beson. Durante su primera semana en la Aguja estuvo pensando acerca de su si-tuación, y tratando de decidir lo que debía hacer. Había ayunado para poner en orden sus ideas. Finalmente lo consiguió, pero por algún tiempo se sintió terriblemente perdido, y la gravedad de la situación pesaba sobre su cabeza como el yunque de un herrero. Entonces recordó una gran verdad: él sabía que no había matado a su padre, aun cuando todos en el reino pensaran lo contrario.
    Durante el primero y el segundo día, sostuvo una lucha con sentimientos inútiles. Su parte más infantil no se cansaba de repetir, ¡No es justo! ¡Esto no es justo! Y por supuesto que no lo era; pero aquella manera de pensar no le conducía a ninguna parte. El ayuno le sirvió para volver a recobrar el dominio de sí mismo. El estómago vacío le ayudó a des-prenderse de su actitud infantil. Comenzó a sentirse más puro, despojado, vacío..., como una copa a la espera de ser llenada. Después de dos o tres días sin comer nada, los ruidos de su estómago desaparecieron, y entonces comenzó a escuchar más claramente sus verda-deros pensamientos. Rezó, pero algo en él le decía que aquel acto era más que rezar; estaba hablando consigo mismo, escuchándose, preguntándose si existía una forma de salir de aquella prisión de los cielos en la cual le habían encerrado con tanta habilidad.
    El no había matado a su padre. Esto era lo más importante. Alguien le había echado la culpa. Aquello le seguía en importancia. ¿Quién?
    Naturalmente, existía sólo una persona que podría haberlo hecho; no había más que una persona en todo Delain que pudiera tener un veneno tan horrible como la Arena Dragón.
    Flagg.
    Era muy lógico. Flagg sabia que no hallaría lugar para él en un reino gobernado por Peter. Flagg se había cuidado de que Thomas fuera su amigo... y de que le temiese. De algún modo, Flagg asesinó a Roland y luego dispuso las pruebas para enviar a Peter a aquella prisión.
    Hasta aquí llegó en la tercera noche del reinado de Thomas.
    ¿Entonces qué era lo que debía hacer? ¿Resignarse? No, él no haría eso. ¿Escapar? No podría hacerlo. Jamás nadie se había escapado de la Aguja.
    Salvo que...
    La idea fugaz comenzó a hacerse más clara.
    Una idea fugaz le cruzó por la cabeza. Fue durante la cuarta noche, mientras obser-vaba la bandeja con su cena. Carne grasienta, cerveza aguada, pan salado. Un plato blanco vacío. Faltaba la servilleta.
    Salvo que...
    La idea fugaz comenzó a hacerse más clara.
    Tenía que haber una manera de escaparse. Tenía que haberla. Seria tremendamente peligrosa, y le llevaría mucho tiempo. Era probable que después de todos los preparativos, y a pesar de sus esfuerzos, finalmente sólo consiguiera morir. Pero..., tenía que haber una manera.
    ¿Y qué sucedería si lograba escapar? ¿Podría demostrar que el mago era el verdadero asesino? Peter no lo sabía. Flagg era un vieja serpiente taimada, y no habría dejado ninguna evidencia que más tarde pudiera implicarle. ¿Seria capaz Peter de arrancarle al mago una confesión?
    Si que seria capaz, siempre suponiendo que lograse ponerle las manos encima. Peter creía que Flagg se esfumaría al enterarse de que Peter se había escapado de la Aguja. Su-poniendo que Peter lograse hacerle confesar, ¿habría alguien que creyese en las palabras de Flagg? Oh sí, ha confesado haber asesinado a Roland, diría la gente. Peter, el parricida fugado, le amenazó con una espada al cuello. ¡En una situación así, yo confesaría cualquier cosa, incluso haber asesinado a Dios!
    Quizás estéis tentados de reíros de Peter, dando vueltas en su cabeza a semejantes cosas mientras se hallaba prisionero a casi cien metros de altura. Es probable que penséis que él intentaba empezar la casa por el tejado. Pero Peter había visto una manera de esca-parse. Podría ser, por supuesto, sólo una manera de morir joven, no obstante él pensaba que valía la pena intentarlo. Sin embargo..., ¿había algún motivo para tomarse todo aquel trabajo, si finalmente no condujera a ninguna parte?
    ¿Y si, lo que era peor aún, aquello le causara al reino un nuevo daño que él era inca-paz de vislumbrar?
    Peter pensó sobre todas estas cosas y rezó por que se solucionaran.
    Así pasó la cuarta noche..., la quinta... y la sexta. En la séptima noche, Peter llegó a esta conclusión: era mejor intentarlo, que no intentarlo; mejor hacer un esfuerzo para co-rregir una equivocación aun cuando tuviera que morir en el intento. Se había cometido una injusticia. Peter descubrió algo peculiar: el hecho de que la injusticia se la hubiesen hecho a él no era ni la mitad de importante que el hecho de que todos tuvieran que padecerla. Seria necesario enmendarla.
    Al octavo día del reinado de Thomas, Peter mandó llamar a Beson.

    53
    Beson escuchó el discurso del príncipe prisionero con incredulidad y creciente ira. Cuando Peter acabó, Aron Beson dejó escapar tal sarta de obscenidades que hasta un caba-llo se hubiese sonrojado.
    Peter permaneció de pie en su sitio, impasible.
    —¡Asesino, mocoso canalla! —concluyó Beson, en un tono de voz cercano a la sor-presa—. Crees que todavía estás viviendo rodeado de lujo, con sirvientes a tu disposición cada vez que levantas uno de tus lindos dedos. Pero aquí eso se acabó, mi pequeño prínci-pe. Sí, señor.
    Beson inclinó el cuerpo hacía delante, proyectando su despreciable barbilla, y pese a que el hedor del hombre (vino barato dulzón y espeso, y gruesas costras grises de suciedad) era casi opresivo, Peter no cedió terreno. No había reja entre ellos; Beson tenía poco que temer de un prisionero, y ciertamente no sentía temor de aquel mozalbete. El carcelero jefe tenía cincuenta años, era bajo, ancho de espaldas y barrigón. Su seboso cabello le colgaba en mechones alrededor de las mejillas y sobre la nuca. Después de haber entrado en el cuarto de Peter, uno de los carceleros inferiores cerró la puerta con llave.
    Beson transformó su mano izquierda en un puño y lo sacudió delante de la nariz de Peter. La mano derecha la deslizó en el bolsillo inferior de su camisa y la cerró en torno a un pulido cilindro de metal.
    Un fuerte puñetazo con el puno cargado podría quebrarle la mandíbula a un hombre. Beson ya lo había hecho anteriormente.
    —Te guardas tus demandas y te las metes en las narices con el resto de los bribones, mi querido principito. Y la próxima vez que me llames y me vengas con una basura real como ésta, lo pagarás con tu sangre.
    Beson se dirigió a la puerta, achaparrado y encorvado, casi la viva imagen de un gnomo. Se desplazaba llevando a todas partes su propia y compacta nube de hedor.
    —Corres el peligro de cometer una extremada y grave equivocación —dijo Peter con voz suave pero firme que hacía impresión.
    Beson se volvió hacía el prisionero con el rostro incrédulo.
    —¿Qué has dicho?
    —Me has oído —repuso Peter— Y la próxima vez que te dirijas a mi, pequeño nabo apestoso, creo que es mejor que recuerdes que estás hablando con la realeza, ¿está claro? Mi linaje no ha cambiado por haber subido esas escaleras.
    Beson se quedó sin habla por unos instantes. Abria y cerraba la boca como un pez fuera del agua; aunque cualquier pescador que hubiese atrapado algo tan feo lo habría vuel-to a tirar. Las audaces demandas de Peter, dichas en un tono de voz que no dejaba dudas de que en realidad eran órdenes que no aceptaban una negativa, habían hecho que la furia calentase la cabeza de Beson. Una de las demandas parecía provenir de alguien completa-mente afeminado o francamente loco. Beson la desechó al instante por considerarla un disparate. La otra, sin embargo, se refería a las comidas. Aquello, junto a la firme resolución que emanaba de los ojos del joven, le indicó que el príncipe había optado por dejar la desesperación a un lado y continuar viviendo.
    La perspectiva de un futuro con días ociosos y noches de borrachera había brillado con esperanzas. Ahora habían vuelto a desvanecerse.
    Aquel muchacho parecía muy saludable y muy fuerte. Era probable que viviese mu-chos años. parecía probable que Beson tuviera que mirar el rostro del joven asesino por el resto de su propia vida. ¡Un pensamiento para irritar a cualquier hombre! Además...
    ¿Nabo apestoso? ¿En realidad me ha llamado Nabo apestoso?
    —Oh, mi querido principito —dijo Beson—. Creo que eres tú el que ha cometido la equivocación..., pero te aseguro que jamás la volverás a repetir.
    Sus labios se separaron en una sonrisa, dejando ver unos pocos fragmentos de dientes ennegrecidos. Ahora, que se preparaba para atacar, sus movimientos eran sorprendente-mente más ágiles. Sacó la mano derecha del bolsillo inferior, agarrando la barra de metal.
    Peter dio un paso hacía atrás, sus ojos yendo y viniendo de los puños al rostro de Be-son. Detrás del carcelero, la diminuta ventana barrada, que tenía en el centro la puerta de entrada, se hallaba abierta.
    Dos de los carceleros inferiores apretaban allí sus cerdosas mejillas, sonriendo a la espera de que diera comienzo la diversión.
    —Sabes bien que a los prisioneros reales se les ha de tener cierta consideración en los asuntos menores —argumentó Peter, caminando siempre hacía atrás y en círculos—. Es una tradición. Y no te he pedido nada inconveniente.
    La sonrisa de Beson se hizo más amplia. Creyó haber percibido temor en la voz del joven. Estaba en un error. Aquel error podría volverse contra él de un modo al cual no es-taba acostumbrado.
    —Por esas tradiciones se paga, incluso entre la realeza, mi principito.
    Beson se frotó el pulgar izquierdo y jugueteó con su mano. El puño derecho sujetaba firmemente el trozo de metal.
    —Si te refieres a que deseas una cierta cantidad de dinero de tanto en tanto, eso pue-de arreglarse —dijo Peter, sin dejar de retroceder—. Pero sólo si abandonas tu absurdo comportamiento en este mismo instante.
    —Tienes miedo, ¿no es así?
    —Si hay alguien aquí que debe tener miedo, creo que eres tú —contestó Peter—. Al parecer, tienes la intención de atacar al hermano del rey de Delain.
    Este golpe dio en lo vivo, y por un momento Beson vaciló. Sus ojos se llenaron de incertidumbre. Luego echó una mirada a la ventana abierta en La puerta, vio las caras de sus carceleros inferiores, y su propio rostro volvió a ensombrecerse. Si ahora se echaba atrás, tendría problemas con ellos; nada que no pudiese manejar, por supuesto, pero seria mucho más inoportuno que el disgusto que podría darle aquel pequeñajo.
    Se adelantó con un rápido movimiento agitando en el aire el puño cargado. Se estaba sonriendo. Los gritos del príncipe cuando cayese sobre el pavimento con las manos en torno a su aplastada y chorreante nariz sonarían agudos e infantiles, pensó Beson.
    Peter se hizo a un lado con facilidad, sus pies se movieron de un modo tan grácil co-mo si estuviera bailando. Apresó el puño de Beson sin sorprenderse en lo más mínimo de su peso, pues había visto el reflejo del metal entre los abultados dedos del carcelero. Peter tiró de él con una fuerza que cinco minutos antes Beson no hubiera creído posible. Lo hizo surcar velozmente por el aire golpeando la curvada pared interna de la sala de estar con un estrépito que resonó en los pocos dientes que aún quedaban en las fauces de Beson. El hombre vio las estrellas. El cilindro de metal se cayó de su puño y rodó por el pavimento, y antes de que pudiera comenzar a recobrarse, Peter ya se había adelantado v recogido la barra. Se movía con la agilidad de un gato.
    Esto no puede estar sucediendo, pensó el cancerbero consternado y estúpidamente sorprendido. Esto no puede estar sucediendo en absoluto.
    Nunca había sentido temor de entrar en la prisión de dos cuartos en lo alto de la Agu-ja, porque nunca ninguno de los prisioneros que pasaron por allí, no de sangre noble ni de sangre real, pudieron con él. Oh, allí arriba hubo algunas peleas famosas, pero él les había enseñado quién era el jefe. Quizás ellos mandaran allá abajo, pero arriba él era el amo, y tendrían que aprender a respetar su sórdido y consolidado poder. Pero ahora aquel mozuelo que se creía...
    Bramando de furia, Beson se alejó de la pared sacudiendo la cabeza para despejarla y cargó contra Peter, quien había empuñado el cilindro de metal en la mano derecha. Los carceleros inferiores observaban estupefactos el inesperado desarrollo de los acontecimien-tos.
    Ninguno de ellos pensó en intervenir; como el propio Beson, no podían creer lo que estaba sucediendo.
    El custodio del príncipe cargó contra él con los brazos extendidos.
    Ahora que el muchacho se había apoderado de su pesa, Beson ya no estaba interesa-do en esa sucia pelea que él consideraba que era "boxear". Tenía la intención de luchar con Peter cuerpo a cuerpo, tirarlo al suelo, echársele encima y luego estrangularlo hasta que quedara inconsciente.
    Pero el espacio que ocupaba Peter quedó vacío con increible rapidez mientras el mu-chacho se hacía a un lado agazapado. Cuando el regordete y achaparrado carcelero jefe trató de volver al ataque, Peter le golpeó tres veces seguidas con su puño derecho, cerrado alrededor del cilindro metálico. Poco limpio por mi parte, pensó Peter, ¿pero acaso he sido yo quien ha traído este pedazo de metal? Los puñetazos no eran muy fuertes. Si Beson hubiera estado contemplando una pelea y hubiese visto a alguien dar aquellos tres rápidos y agitados golpes, habría dicho riendo que eran puñetazos de mujercita. La idea que tenía Beson de un verdadero puñetazo de hombre era un gancho largo surcando el aire con un silbido.
    Sin embargo, no se trataba en absoluto de puñetazos de señorita, no importa cuáles fuesen las preferencias de Beson. Cada uno de ellos partía desde el hombro, como le había enseñado a Peter su instructor de boxeo en las dos clases semanales que tomaba desde hac-ía seis años.
    Los golpes eran económicos, no surcaban el aire con un silbido, pero Beson sintió como si hubiese sido pateado tres veces en una rápida sucesión por un poney de enormes cascos. Cuando se quebró su pómulo, una llama de dolor le cruzó por el lado izquierdo del rostro. A Beson le sonó como si una pequeña rama se hubiese partido dentro de su cabeza. Otra vez fue a parar contra la pared. Se estrelló como una muñeca de trapo, rebotando en-corvado sobre sus rodillas. Se quedó mirando al príncipe claramente consternado.
    Los carceleros inferiores que observaban por el ventanillo de la puerta no podían dar crédito a sus ojos. ¿Beson vencido por un muchacho? Era tan increíble como ver llover en el cielo despejado. Uno de ellos echó un vistazo a la llave que tenía en su mano, y por un momento pensó en entrar allí, pero luego recapacitó. allí dentro un hombre corría el riesgo de resultar herido. Así que deslizó la llave en su bolsillo; más tarde diría que se la había dejado olvidada.
    —¿Estás ahora dispuesto a hablar razonablemente? —Peter ni siquiera se hallaba agitado—. Esto es absurdo. Sólo te he pedido dos pequeños favores, los cuales puedes estar seguro que te serán recompensados con creces. Tu...
    Con un rugido, Beson se abalanzó de nuevo sobre Peter. En esta ocasión, lo cogió desprevenido; pero de todos modos se las arregló para hacerse a un lado, al igual que un torero se aparta cuando el toro embiste de pronto; el torero puede ser sorprendido, quizás incluso corneado, pero rara vez pierde su gracia. Peter tampoco perdió la suya, pero fue herido. Las uñas de Beson eran largas, sucias e irregulares, más parecidas a las garras de un animal que a las uñas de un ser humano, y gustaba de contarles a los carceleros inferiores (durante las tenebrosas noches de invierno, cuando el ambiente requería un relato saturado de horror) cómo en una ocasión le había rajado el cuello de oreja a oreja a un prisionero con la uña de su dedo pulgar.
    Después del sorpresivo zarpazo de Beson, en la mejilla izquierda de Peter podía per-cibirse una línea encarnada. El corte zigzagueaba desde la sien hasta la mandíbula, y por pocos centímetros no llegaba a cruzar sobre el ojo. La mejilla quedó abierta en dos colgajos de piel, y durante toda su vida llevaría una cicatriz como resultado de aquel combate con Beson.
    Peter se puso furioso. Todas las cosas que le habían sucedido durante los últimos diez días parecieron acumulársele en su cabeza, y por unos instantes estuvo lo suficientemente (no completamente, sino suficientemente) furioso como para matar al brutal carcelero jefe en vez de darle una simple lección que jamás, jamás olvidaría.
    Cuando Beson se giró, fue sacudido desde la izquierda por una serie de golpes cortos de derecha. En otras circunstancias, los golpes habrían causado poco daño, pero la barra de metal de más de medio kilo en el puño de Peter los convertía en torpedos. Sus nudillos estallaron en la quijada del carcelero, el cual aulló de dolor y otra vez intentó trabarse con Peter. Fue una equivocación. Al quebrarse su nariz se oyó un crujido y la sangre comenzó a chorrearle sobre la boca y el mentón, salpicando su mugriento jubón. Volvió a sentir una llamarada de dolor cuando sobre sus labios se aplastó aquella pesada mano derecha. Beson escupió su diente, y trató de dar un rodeo. Se había olvidado de que los carceleros inferio-res estaban observando, temerosos de intervenir.
    Beson se había olvidado de su estado a causa de la actitud del joven príncipe, dejan-do a un lado su anterior deseo de darle una buena lección.
    Por primera vez en el ejercicio de su cargo como carcelero jefe, únicamente tenía el ciego deseo de sobrevivir. Por primera vez en el ejercicio de su cargo como carcelero jefe, Beson tenía miedo.
    No le atemorizaba el hecho de encontrarse a merced de los golpes de Peter. Ante-riormente ya había recibido alguna que otra paliza, si bien nunca a manos de un prisionero. No, lo que le había aterrorizado tanto era la mirada de Peter. Es la mirada de un rey. Los dioses me protejan, es el rostro de un rey; su furia resplandece casi como los rayos del sol.
    Peter arrastró a Beson hasta la pared, y midiendo la distancia que había hasta su mentón levantó el pesado puño derecho.
    —¿Necesitas que te siga convenciendo, nabo? —le preguntó con una sonrisa.
    —No más —pidió Beson atontado, con los labios hinchados por completo—. No más, mi rey, imploro vuestra misericordia, imploro vuestra misericordia.
    —¿Cómo? —preguntó Peter, asombrado—. ¿Cómo me has llamado?
    Pero Beson ya se estaba deslizando lentamente hacía abajo por la curvada pared de piedra. Llamó a Peter mi rey justo antes de perder el conocimiento. Más tarde no recordaría haberlo dicho, pero Peter jamás lo olvidó.
    54
    Beson permaneció inconsciente durante más de dos horas. Si no hubiese sido por sus fuertes ronquidos, Peter habría pensado que lo había matado. El sujeto era un vulgar, mal-vado y solapado cerdo.. pero a pesar de todo eso, Peter no le deseaba la muerte. Los carce-leros inferiores se turnaban para observar por la mirilla de la puerta de roble, con los ojos tan abiertos que parecían los de los niños cuando contemplaban al tigre antropófago de Andua en el Jardín Zoológico del rey. Ninguno de ellos hizo el menor movimiento para rescatar a su superior, y Peter podía leer en sus rostros que esperaban que, en cualquier momento, el saltase sobre el inconsciente Beson para desgarrarle la garganta. Quizá con sus dientes.
    Bien, ¿y por qué no deberían pensar en esas cosas?, se preguntó Peter con amargura. Creen que he asesinado a mi propio padre, y un E hombre que hace eso es capaz de cual-quier acto vil incluso el de matar a un adversario inconsciente.
    Finalmente Beson comenzó a gemir y a revolverse. Su ojo derecho parpadeó antes de abrirse; pero el izquierdo no podía abrirlo, y no lo abriría por completo hasta pasados unos días.
    El ojo derecho observó a Peter sin odio, pero con un inconfundible sobresalto.
    —¿Estás preparado para hablar razonablemente? —le preguntó el regio prisionero.
    Beson murmuró algo que Peter no pudo comprender. Sonaba como de un modo blandengue.
    —No entiendo lo que dices.
    Beson volvió a intentarlo.
    —Podríais haberme matado.
    —Nunca he matado a nadie —repuso Peter—. Podrá llegar el momento en que quizá deba hacerlo, pero si así ocurriere, espero no tener que empezar por carceleros inconscientes.
    Beson se sentó apoyándose contra la pared y contempló a Peter con su único ojo abierto. En su rostro se asentó una expresión de profunda preocupación, absurda y un poco atemorizadora en aquellas facciones golpeadas e hinchadas.
    Por último consiguió articular otra frase babosa. Peter creyó haberle entendido esta vez, pero quería estar absolutamente seguro.
    —Por favor, repite eso, señor carcelero jefe Beson.
    Beson lo miró incrédulo. Así como Yosef jamás había sido llamado señor jefe de ca-ballerizas antes de que Peter lo hiciera, tampoco Beson había sido llamado nunca señor carcelero jefe.
    —Podemos hacer un trato —dijo.
    —Me parece muy bien.
    Beson se incorporó lentamente sobre sus piernas. No quería saber nada más de Peter, al menos por aquel día. Tenía otros problemas que resolver. Sus carceleros inferiores aca-baban de observar cómo había sido gravemente golpeado por un muchacho que no comía desde hacía una semana. Sólo observaron, y nada más, los cobardes borrachines. Le dolía la cabeza, y lo más probable era que tuviese que meter en vereda a aquellos pobres tontos antes de poder escabullirse a la cama.
    Se estaba marchando cuando Peter le llamó.
    Beson se volvió hacía atrás. Sólo fue preciso aquel movimiento.
    Ambos sabían quién era allí el encargado. Beson había recibido una paliza. Cuando su prisionero le decía que esperara, él esperaba.
    —Hay algo que tengo que decirte. Creo que será mejor para los dos que lo haga.
    Beson no respondió ni una palabra. Perrnaneció de pie mirando a Peter con cautela.
    —Dile a ésos —Peter movió su cabeza en dirección a la puerta— que cierren la mi-rilla.
    Beson miró fijamente a Peter por unos instantes, y luego se giró hacía los curiosos carceleros dándoles la orden.
    Los carceleros inferiores apiñados mejilla contra mejilla ante la abertura permanecie-ron allí observando, sin comprender las confusas palabras de Beson..., o pretendiendo no comprenderlas. Beson se lamió los dientes manchados de sangre y habló con más claridad; era obvio que lo hacía con cierto dolor. Esta vez la mirilla se cerró de un golpe y del otro lado se escuchó cómo echaban el cerrojo..., no sin que antes hubieran llegado hasta Beson las desdeñosas risas de sus subordinados. El carcelero hizo un ademán de fastidio. Sí, tendría que darles una buena lección antes de poder marcharse a casa. Los cobardes apren-den muy de prisa, se dijo a sí mismo. Aquel príncipe podría ser cualquier cosa, pero sin duda no era un cobarde. Se preguntó si realmente deseaba hacer algún tipo de trato con Peter.
    —Quiero que le lleves a Anders Peyna la nota que voy a darte —dijo Peter—. Vendrás a buscarla esta noche, así lo espero.
    Beson permaneció en silencio, pero se estaba esforzando por esclarecer sus ideas. Las cosas cada vez tomaban un giro más inquietante.
    ¡Peyna! ¡Una nota a Peyna! Se había quedado rígido cuando Peter le recordó que era el hermano del rey, pero aquello no fue nada en comparación a esto. ¡Peyna, por todos los santos!
    Cuanto más lo pensaba menos le gustaba.
    Al rey Thomas quizá no le importase demasiado que su hermano mayor hubiera sido tratado rudamente en lo alto de la Aguja. En primer lugar, el hermano mayor había asesi-nado a su padre; en aquellos momentos lo más probable era que Thomas no sintiera mucho amor fraternal. Y lo más importante, Beson se sentía muy poco, o más bien nada, atemori-zado cuando invocaban el nombre del rey Thomas Portador de la Luz. Como casi todos los habitantes de Delain, Beson ya había comenzado a mirar a Thomas con cierto desdén. Pero Peyna, bien..., Peyna era diferente.
    Beson consideraba que Anders Peyna era mucho más peligroso que todo un regi-miento de reyes marchando. Un rey era una especie de criatura distante, brillante y miste-riosa como el sol. No importaba que el sol se escondiese detrás de las nubes y nos congela-ra, o que apareciera caliente y radiante para asarnos vivos; uno tenía que aceptar ambas cosas, debido a que todo lo que hiciese el sol era demasiado inalcanzable para que pudiera ser comprendido o modificado por las criaturas mortales.
    Peyna era más parecido a un ser terrenal. La clase de ser que Beson era capaz de comprender... y temer. Peyna, el de rostro estrecho y fríos ojos azules, Peyna, con sus ves-tiduras de juez, con sus altos cuellos; Peyna, el que decide quién vivirá y quién irá a parar bajo el hacha del verdugo.
    ¿Podría aquel muchacho realmente ordenar a Peyna desde su celda en lo alto de la Aguja? ¿O tan sólo se trataba de un engaño desesperado?
    ¿Cómo podía ser un engaño si le iba a escribir una nota la cual yo mismo tendría que hacerle llegar?
    —Si yo fuese rey, Peyna me serviría en todo aquello que le ordenase —dijo Peter—. Ahora no soy rey, sino un prisionero. Sin embargo, no hace mucho tiempo le hice un favor por el cual creo que me está muy agradecido.
    —Ya veo —dijo Beson, del modo más evasivo posible.
    Peter lanzó un suspiro. De golpe se sintió muy fatigado, y se preguntó qué clase de ridículo sueño estaba persiguiendo. ¿Realmente creía que estaba dando los primeros pasos que le conducirían a la libertad por el hecho de haber golpeado a aquel estúpido carcelero y utilizarlo luego según su voluntad ? ¿ Qué garantías tenía de que Peyna fuera a hacer por él la más mínima cosa? Quizá la noción de devolver un favor recibido sólo anidaba en la ca-beza de Peter.
    Pero tenía que intentarlo. ¿ Acaso no había llegado a la conclusión, durante las largas y solitarias noches de meditación en las que se lamentaba por el destino de su padre y por el suyo propio, de que el úrico y verdadero pecado sería no intentarlo?
    —Peyna no es mi amigo —continuó Peter—. Y no haré nada para convencerte de lo contrario. He sido condenado por el asesinato de mi padre, el rey, y me estaría engañando si pensara que me queda algún amigo en todo Delain. ¿No estás de acuerdo, señor carcelero jefe Beson?
    —Sí —respondió Beson con firmeza—. Lo estoy.
    —A pesar de eso, creo que Peyna se hará cargo de suministrarte el dinero que usualmente estás acostumbrado a recibir de tus reclusos.
    Beson asintió con la cabeza. Cuando encerraban a un noble en la Aguja por un pro-longado lapso de tiempo, Beson, por lo general, procuraba que el prisionero recibiese de comer algo mejor que la grasienta carne y la cerveza aguada, que tuviese ropa interior limpia una vez a la semana, y en ciertas ocasiones la visita de la esposa o de una querida.
    Esto no lo hacía gratis, naturalmente. Los prisioneros nobles casi siempre provenían de familias ricas, en las cuales nunca faltaba alguien dispuesto a pagarle por sus servicios, no importaba cuál hubiera sido el crimen.
    Este crimen era de una excepcional y atroz naturaleza, pero aquí estaba este mucha-cho diciendo que probablemente el mismísimo Anders Peyna estaría dispuesto a suminis-trarle el soborno.
    —Otra cosa —dijo Peter suavemente—. Creo que Peyna lo hará debido a que es un hombre de honor. Y si a mí me sucediera algo; si por ejemplo, tú y algunos de tus ayudan-tes vinierais esta noche a pegarme en venganza por la paliza que yo te he dado, estoy seguro de que Peyna se tomaría interés por el asunto.
    Peter hizo una pausa.
    —Un interés personal por el asunto.
    Miró fijamente a Beson.
    —¿Comprendes lo que quiero decir?
    —Sí —repuso el carcelero, y luego agregó—: mi señor.
    —¿Me traerás papel, una pluma, un tintero y un secante?
    —Sí.
    —Ven aquí.
    Un poco perturbado, Beson se acercó.
    El hedor que despedía era tremendo, pero Peter no se alejó, había descubierto que el hedor del crimen del cual se le acusaba casi le había acostumbrado al olor del sudor y de la suciedad. Observó a Beson insinuando una sonrisa.
    —Susurra en mi oído —dijo Peter.
    Beson parpadeó inquieto.
    —¿Qué es lo que debo susurrar, mi señor?
    —Una cifra —respondió Peter.
    Al cabo de un momento, Beson se decidió.
    55
    Uno de los carceleros inferiores trajo los utensilios para escribir que Peter había pe-dido. Le dirigió una mirada cautelosa, similar a la de un gato callejero que ha sido pateado a menudo, y se escabulló antes de recibir una ración de la furia que había rellenado la ca-beza de Beson.
    Peter se sentó ante la destartalada mesa que se encontraba junto a la ventana, echan-do bocanadas de vapor debido al intenso frío. Escuchó el constante gemido del viento alre-dedor de la cúspide de la Aguja, observando las luces de la ciudad que brillaban al pie.
    Querido Juez General Peyna, escribió, haciendo luego una pausa.
    ¿Cuando leáis de quién procede esta nota, la arrugaréis en vuestra mano, lanzándola al fuego sin leerla? ¿Si la llegáis a leer, al terminar de hacerlo os reiréis desdeñosamente del tonto que, después de matar a su padre se atreve a esperar ayuda del Juez General del territorio? ¿Es posible que consigáis entrever la intención del plan y comprender lo que en realidad me propongo hacer?
    Aquella noche Peter se hallaba animado, y pensó que la respuesta a las tres preguntas seguramente sería un no. Su plan bien podría fallar, pero no era muy probable que un hom-bre tan ordenado y metódico como Peyna pudiese descubrirlo. El Juez General estaba tan dispuesto a suponer lo que en realidad se proponía a hacer Peter como lo estaba a imagi-narse a sí mismo con un alegre vestido, bailando en la Plaza de la Aguja una noche de luna llena. Y lo que pido es tan poco, pensó Peter. Sus labios nuevamente intentaron esbozar una sonrisa. Por lo menos espero y confío en que le parezca tan...
    Inclinándose hacía delante, mojó la rizada pluma en el tintero y comenzó a escribir.
    56
    La siguiente noche, apenas dadas las nueve, el mayordomo de Anders Peyna respon-dió a una llamada desacostumbradamente tardía y miró con desprecio a la figura del carce-lero jefe parado en el escalón de la puerta. Arlen, que ése era el nombre del mayordomo, había visto a Beson en otras ocasiones, naturalmente; al igual que el amo de Arlen, Beson era una parte de la maquinaria legal del reino. Pero ahora el mayordomo era incapaz de reconocerlo. La paliza que Peter le había propinado aún era reciente, y su rostro aparecía como un ocaso de rojos, púrpuras y amarillos. Su ojo izquierdo se había abierto un poco, pero todavía no pasaba de ser más que una ranura. Parecía un demonio enano, y Arlen se apresuró en cerrar la puerta casi al instante.
    —Un momento —dijo Beson, con un fuerte gruñido que hizo dudar al mayordomo—. Traigo un mensaje para tu amo.
    Por un instante, el hombre vaciló pero luego otra vez comenzó a entornar la puerta. La taciturna e hinchada cara del visitante era aterradora. ¿ Podría tratarse de un gnomo que hubiese venido del norte del país? Supuestamente, los últimos miembros de aquellas tribus salvajes que vestían con pieles habían muerto o habían sido aniquilados durante los tiempos de su abuelo, pero así y todo..., nunca se podía saber. . .
    —Es de parte del príncipe Peter —dijo Beson—. Si cierras esta puerta más tarde tendrás que habértelas con tu amo, creo yo.
    Arlen volvió a dudar entre el deseo de dar con la puerta en las narices a aquel espíritu y el poder que todavía poseía el nombre del príncipe Peter. Si aquel individuo venía de parte de Peter, entonces debía ser el carcelero jefe de la Aguja. Sin embargo...
    —No te pareces a Beson —dijo.
    —Y tú tampoco te pareces a tu padre, Arlen, y más de una vez me he preguntado dónde pudo haber estado tu madre —replicó grosero el deforme espíritu, extendiéndole un sobre manchado a través de la rendija de la puerta—. Toma... llévasela a él. Me quedaré esperando. Cierra la puerta si quieres, aunque aquí fuera hace un frío condenado.
    A Arlen tanto le daba que hubiera o no veinte grados bajo cero. No tenía ninguna in-tención de que aquel horrible sujeto compartiese el fuego de la cocina de la servidumbre. Le arrancó el sobre de la mano cerró la puerta, y echando el cerrojo se retiró..., luego regresó y echó otros dos cerrojos.
    PeyIla se encontraba en su gabinete, contemplando el fuego del hogar y sumergido en sus largas cavilaciones. Cuando Thomas fue coronado había luna nueva; aún no tenía media luna, y el giro que estaban tomando las cosas comenzaba a inquietarle. Flagg, eso era lo peor. Flagg. El mago ya ejercía mayor poder que durante el reinado de Roland. Pero al menos Roland había sido un hombre adulto, entrado en años, no importa lo lento que fuese para pensar. Thomas era sólo un muchacho y Peyna temía que quizá muy pronto Flagg controlase todo Delain en nombre del joven rey. Eso sería pésimo para el reino... y también pésimo para Anders Peyna, que jamás había ocultado su aversión hacía el mago.
    En el gabinete había un ambiente muy confortable, delante del fuego chisporroteante, pero Peyna se dio cuenta de que, a pesar de ello, él sentía alrededor de sus tobillos una corriente de aire frío. Era una ráfaga que podría soplar cada vez más fuerte y llevarse... todo.
    ¿Por qué, Peter?, ¿por qué, por que? ¿Por qué no podrías haber esperado? ¿Y por qué se te ve tan perfecto por fuera, como una pomarrosa roja en otoño, si debajo de la piel estás podrido? ¿Por qué?
    Peyna no sabía... y tampoco ahora iría a reconocerlo, que las dudas respecto a si Peter estaba realmente podrido o no comenzaban a tantear su corazón.
    Alguien llamó a la puerta.
    Peyna se despabiló, miró a su alrededor y luego exclamó con impaciencia:
    —¡Adelante! ¡Y es mejor que se trate de algo de suma importancia!
    Arlen entró; se veía descompuesto y confundido. En una mano sostenía un sobre.
    —¿Qué?
    —Mi señor... en la puerta hay un hombre... al menos, se parece a un hombre... que está, su rostro está terriblemente hinchado, como si hubiese recibido una fuerte paliza... o... —La voz de Arlen se desvaneció.
    —¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Sabes que no recibo a nadie a estas horas. Dile que se vaya. ¡Dile que se vaya al infierno!
    —Afirma ser Beson, mi señor —respondió Arlen, más confundido que nunca, y alzó el manchado sobre como si fuera a utilizarlo de escudo—. Ha traído esto. Dice que es un mensaje del príncipe Peter.
    Al oír aquello su corazón dio un vuelco, pero, ante Arlen, se limitó a fruncir el entre-cejo con mayor energía.
    —Bien. ¿Y lo es?
    —¿Del príncipe Peter?
    A estas alturas Arlen casi farfullaba. Había perdido su habitual compostura y Peyna lo halló interesante. No podía imaginarse a Arlen perdiendo la compostura ni en medio de un incendio o una inundación, ni siquiera ante una invasión de dragones devastadores.
    —Mi señor, no tenía forma de saber... Quiero decir, yo... yo...
    —¿Es Beson. idiota?
    Arlen se lamió los labios. Efectivamente, se lamió los labios. Aquello fue completa-mente desoído.
    —Bien, es probable que lo sea, mi señor... se le parece un poco... pero este sujeto está repleto de horribles moretones y es deforme... yo... —Arlen tragó saliva—. Yo creo que se parece a un gnomo —dijo, tratando de suavizar la peor parte con una débil sonrisa.
    Es Beson, pensó Peyna. Es Beson y si tiene aspecto de haber recibido una paliza es porque Peter se la ha propinado. Por esa razón ha traído el mensaje. Porque Peter le dio una paliza y tenía miedo d e negarse. Una paliza es la única cosa que puede convencerle.
    Peyna sintió de repente que su corazón se henchía de regocijo: tuvo la misma sensa-ción que podríamos sentir en una caverna oscura ante la repentina aparición de una luz.
    —Entrégame la carta —ordenó.
    Así lo hizo Arlen. Después pareció querer salir precipitadamente, y también aquello era algo nuevo, debido a que él nunca se escabullía.
    Al menos, pensó Peyna, aplicando como siempre su discernimiento de jurista, yo nunca me he enterado de que Arlen se escabullese.
    Dejó que el mayordomo llegase hasta la puerta del gabinete, al igual que un pescador experimentado deja que el pez atrapado se escape, y luego le hizo detener en seco.
    —Arlen.
    El sirviente se dio la vuelta. Parecía preparado para recibir una reprimenda.
    —Los gnomos ya no existen. ¿Acaso no te lo ha dicho tu madre?
    —Sí —contestó a regañadientes.
    —Bravo por ella. Una mujer sabía. Estas fantasías que tienes en tu cabeza deben haber venido de parte de tu padre. Deja pasar al carcelero Jefe. A la cocina de la servidum-bre —agregó apresuradamente—. No tengo ningún deseo de que entre aquí. Apesta. Pero déjalo pasar a la cocina de la servidumbre para que se caliente un poco. Es una noche fría.
    Desde la muerte de Roland, reflexionó Peyna, todas las noches habían sido frías, co-mo si fuera un reproche al modo en que el viejo rey había ardido de dentro para fuera.
    —Sí, mi señor —respondió Arlen con marcado disgusto.
    —Te llamaré en breve y te diré qué hacer con él.
    Arlen se retiró sumiso, y cerró la puerta.
    Peyna hizo girar el sobre en sus manos varias veces sin abrirlo. No había duda de que las manchas provenían de los pringosos dedos de Beson. Casi podía oler en el sobre el sudor de aquel villano. Estaba lacrado con un reguero de cera de vela corriente.
    Quizá sea mejor, pensó Peyna, que arroje esto directamente al fuego y me olvide del asunto. Si, arrojarlo al fuego y luego llamar a Arlen y decirle que le dé al achaparrado car-celero jefe (ahora que lo pienso, en realidad sí que se parece a un gnomo) un ponche ca-liente y lo mande a su casa. Eso es todo lo que debiera hacer.
    Pero Peyna sabía que no lo haría. Aquel sentimiento absurdo la sensación de que aquello contuviera un rayo de luz en medio de una desesperanzada oscuridad, no se aparta-ba de él. Colocó el pulgar debajo de la solapa del sobre, separó el sello, sacó una breve carta y la leyó junto a la lumbre de la chimenea.
    58
    Peyna,
    He decidido vivir.
    Antes de que me hubiesen encerrado en este lugar, había leído un poco acerca de la Aguja, v a pesar de que también había escuchado algún que otro detalle, debo decir que en su mayoría no eran más que habladurías. Una de las cosas que tuve oportunidad de escuchar era que se podían comprar algunos pequeños favores. Y por lo visto parece que es verdad. Por supuesto yo no tengo dinero, pero pensé que quizá vos podríais sufragar mis gastos en este asunto. No hace mucho tiempo os he hecho un favor, y si le pagarais al carcelero jefe la suma de ocho florines, cantidad que deberá abonarse al comienzo de cada año que yo permanezca en este desdichado lugar, yo consideraría devuelto el favor. Podréis apreciar que se trata de una cantidad muy pequeña. Eso se debe a que exijo sólo dos cosas. Si podéis llegar a un acuerdo que le abra el apetito a Beson para que yo pueda obtenerlas, no os importunaré más.
    Comprendo que quedaríais muy mal parado de saberse que me habéis ayudado, in-cluso en una forma modesta. De modo que, si decidís ayudarme, os sugiero que utilicéis a mi amigo Ben como mediador. No he hablado con él desde el día de mi arresto, pero espe-ro y confío que permanezca fiel a mí. Le hubiese pedido a él este favor antes que a vos, pero los Staad no se encuentran en una buena situación económica, y Ben no posee dinero propio. Me avergüenza tener que pediros dinero, pero no hay nadie más a quien pueda recurrir. Si os sentís incapaz de hacer lo que os pido, sabré comprenderlo.
    Yo no he asesinado a mi padre.
    PETER
    59
    Peyna observó aquella sorprendente carta durante un buen rato. Sus ojos iban y ven-ían de la primera línea a la última.
    He decidido vivir.
    Yo no he asesinado a mi padre.
    No le sorprendió que el muchacho continuara protestando, pues había conocido cri-minales que durante años y años aseveraban su inocencia de crímenes de los cuales eran evidentemente autores. Pero no hallaba nada común en un hombre culpable ser tan franco en su propia defensa. Tan... tan exigente.
    Sí, eso era lo que más le molestaba de la carta, su tono de exigencia.
    Un verdadero rey, pensó Pevna, no cambia en el exilio; ni en la prisión; ni siquiera mediante la tortura. Un verdadero rey no perdería el tiempo en justificaciones ni explica-ciones. Simplemente impondría su voluntad.
    He decidido vivir.
    Peyna lanzó un suspiro. Después de tomarse un tiempo, se acercó el tintero, cogió de su cajón una excelente hoja de papel pergamino y comenzó a escribir. Su nota fue aún más concisa que la de Peter. Tardó menos de cinco minutos en escribirla, secarla, enarenarla, plegarla y lacrarla. Una vez hecho esto, llamó a Arlen.
    El mensajero, que parecía haber recobrado su compostura, se presentó casi al instante.
    —¿Todavía está aquí Beson? —preguntó Peyna.
    —Me parece que sí, señor —repuso Arlen. De hecho, él sabía que Beson aún no se había marchado porque le estuvo espiando a través del ojo de la cerradura, observando cómo andaba con paso vacilante de uno a otro extremo de la cocina de la servidumbre con un muslo de pollo frío en una mano, empuñado como si fuera un garrote. Cuando ya no quedó más carne en la pata, Beson masticó los huesos, que producían un sonido horrible al astillarse, y sorbió con satisfacción la médula.
    Arlen todavía no estaba muy convencido de que aquel hombre no fuese un gnomo... incluso quizás un troll.
    —Entrégale esto —dijo Peyna, tendiendo la nota a su servidor— y también esto por la molestia.—Dos florines tintinearon en la otra mano de Arlen—. Dile que quizás haya una contestación. Si la hubiere, que me la traiga por la noche, tal como lo ha hecho ahora.
    —Sí, mi señor.
    —Y tampoco te demores ni charles con é1 —aconsejó Peyna, y era lo más parecido a una broma que el juez podía permitirse.
    —No, mi señor —contestó Arlen con displicencia, y se retiró.
    Aún recordaba el sonido de los huesos de pollo astillados al ser masticados por Be-son.
    60
    —Aquí tienes —dijo Beson de mal humor al entrar al día siguiente en la celda de Pe-ter, mientras le plantaba el sobre delante.
    En realidad se sentía malhumorado. Los dos florines entregados por Arlen habían caído inesperadamente del cielo, y Beson se pasó la mayor parte de la noche bebiéndoselos. Con dos florines se podía comprar una gran cantidad de aguamiel, y hoy sentía un terrible dolor de cabeza.
    —Me estoy convirtiendo en un maldito recadero.
    —Gracias —dijo Peter, asiendo el sobre.
    —¿Y qué? ¿No lo va abrir7
    —Sí. Cuando te retires.
    Beson mostró sus dientes y apretó los puños. Peter permaneció en su sitio, observán-dole. Después de unos segundos, Beson aflojó sus puños.
    —¡Maldito chico de los recados es todo! —volvió a decir Beson.
    Salió cerrando tras de sí, con un golpe, la pesada puerta. Se oyó el ruido sordo de las cerraduras metálicas, seguido por el sonido corredizo de los cerrojos (había tres, tan gruesos como la muneca de Peter) entrando en sus anillas.
    Cuando cesaron los sonidos, Peter abrió la carta, que constaba sólo de tres párrafos.
    Tengo conocimiento de las antiguas costumbres a las cuates os referís La suma que mencionáis podría conseguirse. Estaré dispuesto a hacerto, pero no hasta que sepa la clase de favores que esperáis comprar de nuestro mutuo amigo.
    Peter sonrió. El Juez General Peyna no era un hombre astuto, la astucia no era una cualidad de su temperamento, como en el caso de Flagg, pero sí extremadamente cuidado-so. Esa nota era la prueba de ello. Peter contaba con que Peyna pusiera una condición. Habría sospechado si no le hubiese preguntado cuáles eran sus demandas. Ben sería el mediador, y Peyna dejaría en breve de ser parte del soborno, sin embargo el juez pisaba con mucho cuidado, como si caminara sobre piedras flojas que en cualquier momento pueden ocasionar un resbalón.
    Peter fue hasta la puerta de su celda, dio un golpe seco, y después de un intercambio de palabras con Beson, recibió nuevamente el tintero y la sucia pluma. Beson continuó murmurando acerca de que no era más que un condenado recadero, aunque en el fondo la situación no le disgustaba tanto. Quizás en esta oportunidad también hubiese para él otros dos florines.
    —Si estos dos siguen escribiéndose durante una temporadica creo ue terminaré haciéndome rico —dijo, pensando en voz alta, y pese a su fuerte dolor de cabeza lanzó una tremenda carcajada.
    61
    Peyna desdobló la segunda nota de Peter y vio que esta vez el príncipe había prescin-dido de ambos nombres. Eso estaba muy bien. El muchacho aprendía rápido. Pero al leer la nota, sus cejas se fruncieron.
    Quizá vuestro requerimiento de conocer mis asuntos es presuntuoso, quizá no. Pero poco importa, puesto gue estoy a vuestra merced. Estas son las dos cosas gue vuestros ocho florines anuales comprarán:
    1. Quiero la casa de muñecas gue pertenecía a mi madre. Siempre me ha hecho pasar momentos y aventuras placenteras, y de niño le he tenido una gran afición.
    2. Quiero que junto con las comidas se me traiga una servilleta, una adecuada servi-lleta real. Si deseáis, el escudo puede ser quitado.
    He aquí mis exigencias.
    Peyna releyó la nota una y otra vez antes de arrojarla al fuego. Le perturbaba porque no podía comprenderla. El muchacho estaba tramando algo... ¿Era así realmente? ¿Para qué podría querer la casa de muñecas de su madre? Hasta donde Peyna sabía, aún se hallaba almacenada en alguna parte del castillo, acumulando polvo debajo de una sábana, y no había ninguna razón para no dársela, siempre que antes se le encomendara a una persona responsable que hiciese una inspección minuciosa y quitara de ella todos los objetos cor-tantes, como cuchillos diminutos y cosas parecidas. Pe~na recordaba muy bien cómo Peter siendo OiIiO había estado fascinado por la casa de munecas de Sasha. También recordaba, aunque muy vagamente, que Flagg no había estado de acuerdo con que un nino que algún día sería rey jugase con munecas. En aquella oportunidad, Roland no siguió el consejo de Flagg... juiciosamente, pensó Peyna, ya que Peter dejó de jugar con la casa; todo a su debi-do tiempo.
    Hasta ahora.
    ¿Se había vuelto loco, entonces?
    Peyna no lo creía.
    Ahora bien, la servilleta..., eso sí que podía comprenderlo. Peter siempre había insis-tido que le trajeran una servilleta con cada comida, y siempre la desplegaba sobre su regazo como un pequeño mantel.
    Incluso cuando salía de excursión con su padre insistía en la servilleta.
    Viniendo de Peter no era extraño que no hubiese pedido que le trajeran una comida mejor que las pobres raciones de la prisión, como habría hecho cualquier otro prisionero de origen noble o real antes de pedir otra cosa. No, él, en cambio, había pedido una servilleta.
    Esa insistencia de estar limpio en todo momento..., de tener siempre una servilleta..., era la influencia de su madre. Estoy seguro de ello. ¿Era posible que ambas cosas estuviesen relacionadas de algún modo? Servilletas... y la casa de muñecas de Sasha. ¿Qué significado tenían?
    Peyna lo ignoraba, pero aquel ridículo sentimiento de esperanza perduraba. Seguía recordando que Flagg no había querido que de niño Peter tuviese la casa de munecas. Aho-ra, muchos años después, el príncipe volvía a pedirla.
    Pero este pensamiento encerraba otro, al igual que un pastel contenía pulcramente el relleno. Se trataba de un pensamiento que Peyna difícilmente se permitía tener. Si (sólo si) Peter no había matado a su padre, ¿quién podría haber sido el autor? Pues, desde luego, la persona que originalmente había poseído aquel terrible veneno. Una persona que pasaría a ser nadie en el reino si Peter hubiese sucedido a su padre.... una persona que lo era casi todo ahora que Thomas ocupaba el trono en lugar de su hermano.
    Flagg.
    Sin embargo, para Peyna éste era un pensamiento horrible. Sugería que por alguna razón la justicia había cometido un error, y eso representaba una mala señal. Pero también indicaba que la simple lógica de la cual él siempre había estado orgulloso se derrumbó debido a la repentina aversión que sintió ante las lágrimas de Peter. Y esta idea, la de que él había tomado la decisión más importante de su carrera basándose en las emociones y no en los hechos, era mucho peor.
    ¿Qué había de malo en que el príncipe tuviera la casa de muñecas, siempre y cuando se quitasen los objetos cortantes?
    Peyna se acercó los útiles de escritura y redactó una breve nota.
    Beson recibió otros dos florines para gastarse en bebida. Hasta el momento había re-cibido la mitad de la suma que le tocaría cada año a cambio de los pequeños favores para el príncipe. Esperó que continuase la correspondencia; pero ya no hubo más.
    Peter obtuvo lo que deseaba.
    62
    De pequeño, Ben Staad había sido un niño delgado, con ojos azules y rizado cabello rubio. A partir de los nueve años las niñas comenzaron a mirarle y a reírse tontamente.
    —Muy pronto eso se acabará —había comentado el padre de Ben—. De niños todos los Staad son apuestos, pero cuando crezca me parece que será igual al resto de nosotros. Su cabello se tornará castaño, bizqueará ante todo y tendrá la misma suerte de un enorme cerdo en el corral del matadero del reino.
    Pero ninguna de las dos primeras predicciones se cumplieron. Ben era el primer Staad varón de varias generaciones que a los diecisiete anos continuaba siendo tan rubio como a los siete, y podía distinguir a un halcón marino de un halcón roqués a casi cuatrocientos metros.
    Lejos de estar desarrollando una miopía, sus ojos eran extraordinariamente agudos... y las chicas aún continuaban mirándole y sonriéndose tontamente ahora, a los diecisiete, como lo habían hecho cuando él tenía nueve.
    Y en cuanto a su suerte..., bien, ése era otro asunto. Que la mayoría de los varones Staad habían sido desafortunados, por lo menos durante los últimos cien años, estaba fuera de discusión. La familia de Ben creía que quizás él fuese quien los sacase de su decorosa pobreza. Después de todo, su cabello no se había oscurecido y su vista no se había deterio-rado, ¿por qué razón no podía escaparse también de su maldición de mala suerte? Además, el príncipe Peter era su amigo, y algún día Peter iba a ser rey.
    Entonces Peter fue juzgado y condenado por el asesinato de su padre. Antes de que la confundida familia Staad pudiese hacerse una idea de lo que había sucedido, Peter ya habitaba en la Aguja. Andrew, el padre de Ben, fue a la coronación de Thomas, y volvió al hogar con una magulladura en la mejilla, una magulladura acerca de la cual su esposa pensó que sería más prudente no hacer comentarios.
    —Estoy seguro de que Peter es inocente —declaró Ben aquella noche durante la ce-na—. Simplemente me niego a creer...
    Un instante después estaba tendido en el suelo, con su oído zumbando. Su padre se hallaba plantado delante de él, con el bigote goteando sopa de guisantes y la cara tan roja que casi era púrpura. Su hermanita, Emmaline, lloraba sentada en la silla alta para infantes.
    —Jamás vuelvas a mencionar en esta casa el nombre de ese mocoso asesino —le or-denó su padre.
    —¡Andrew! —exclamó la madre—. Andrew, él no comprende...
    Su padre, normalmente un hombre amable, giró la caheza y miró con fijeza a su es-posa.
    —Cállate, mujer —cortó, y hubo algo en su voz que hizo que ella volviera a sentarse.
    Incluso Emmaline dejó de llorar.
    —Padre —dijo con calma Ben—, no puedo recordar la última vez que me has pega-do. Creo que quizás haya sido hace diez años, o puede que haga más tiempo. Y creo que hasta hoy, jamás me habías castigado dominado por ia ira. Pero eso no hará que cambie de opinión. Sigo sin creer...
    Andrew Staad levantó un dedo a modo de advertencia.
    —Te he dicho que no menciones su nombre —le advirtió—, y ha sido en serio, Ben. Yo te quiero, pero si vuelves a nombrarlo, tendrás que abandonar mi casa.
    —No lo diré —replicó Ben, incorporándose—; pero porque te quiero, papá. No por-que te tenga miedo.
    —¡Basta ya!—exc!amó la señora Staad, más asustada que nunca—. ¡No me gusta que discutáis de esta manera por insignificancias! ¿Es que pretendéis que me vuelva loca?
    —No, madre, no te preocupes, hemos acabado —la tranquilizó Ben—. ¿No es asi, papá?
    —Hemos acabado —corroboró su padre—. Eres un muy buen hijo, Ben, y siempre lo has sido, Pero no vuelvas a mencionarle.
    Había cosas que Andy Staad creía que no podía contarle a su hijo; aunque Ben ya tenía diecisiete años, todavía lo veía como a un nilio.
    Se habría sorprendido si hubiese sabido que Ben comprendía perfectamente sus mo-tivos para pegarle.
    Antes del desafortunado giro de los acontecimientos que vosotros ya conocéis, la amistad de Ben con el príncipe ya había comenzado a cambiar algunas cosas en la vida de los Staad. En un tiempo su hacienda de Baronías Interiores había sido muy grande. Durante los últimos cien años, se vieron obligados a vender sus tierras por parcelas.
    Ahora sólo les quedaban sesenta cordeles, la mayor parte hipotecados.
    Pero durante los últimos diez años, las cosas empezaron a mejorar poco a poco. Los banqueros que antes no cesaban de amenazarles ahora se mostraron deseosos de prolongar sus hipotecas pendientes, e incluso les ofrecieron nuevos préstamos con unos intereses tan bajos que resultaban inauditos. A Andrew Staad le dolía profundamente ver cómo la tierra de sus antepasados se reducía cordel a cordel; por tanto, había sido un día muy feliz para él cuando fue capaz de dirigirse a Halvay, el propietario de la hacienda más cercana, y decirle que había cambiado de opinión acerca de venderle los tres cordeles de tierra que quería comprarle desde hacía nueve años. Y Andrew sabía a quién tenía que agradecerle aquellos magníficos cambios. A su hijo..., a su hijo que era íntimo amigo del príncipe, que daba la casualidad de que sería el sucesor en el trono.
    Ahora volvían a ser los desafortunados Staad. Si eso hubiera sido todo, una situación en la que las cosas volvían a ser como siempre, él podría hacer frente al problema sin tener que golpear a su hijo durante la cena..., un acto del cual ahora se sentía avergonzado. Pero las cosas no estaban volviendo a ser como antes. Su posición había empeorado.
    Cuando los banqueros comenzaron a comportarse como ovejas en lugar de ser lobos, Andrew se tranquilizó. Pidió prestada una gran cantidad de dinero, en parte para volver a recobrar las tierras que había vendido, y también para instalar unas cuantas cosas nuevas como el molino de viento. Ahora, estaba seguro de que los banqueros les iban a despellejar, y en vez de perder una hacienda por parcelas, era probable que la perdiese toda de golpe.
    Pero eso no era todo. Su instinto le había dicho que no permitiese ir a ningún miem-bro de su familia a la coronación de Thomas y él hizo caso de aquella voz interna. Esta noche se alegraba de ello.
    Sucedió después de la coronación, y le pareció que era algo con lo cual tendría que haber contado. Antes de regresar a su casa pasó por la taberna para tomarse un vaso de aguamiel. Se sentía muy abatido por el penoso asunto del asesinato dei rey y el encarcela-miento de Peter; un trago le iba a sentar bien. En la taberna fue reconocido como el padre de Ben.
    —Staad, ¿es verdad que tu hijo ayudó a su amigo en la proeza? —le provocó uno de los borrachos, y todos los presentes lanzaron una carcajada malintencionada.
    —¿Es verdad que sujetó al viejo mientras el príncipe le echaba por la garganta la ar-diente pócima? —preguntó a continuación otro de los hombres.
    Andrew dejó sobre la mesa su jarra medio vacía. Aquel sitio no era bueno para que-darse. Se marcharía. Rápidamente.
    Pero antes de que pudiese abandonar el local, un tercer borracho, un gigante que olía como un montón de repollos cocidos, se interpuso en su camino.
    —¿Y tú qué sabes sobre el asunto?—inquirió el gigantón con voz grave.
    —Nada —repuso Andrew—. Yo no sé absolutamente nada sobre este asunto, y mi hijo tampoco. Dejadme pasar.
    —Pasarás cuando, y siempre que, nosotros decidamos dejar que pases —fanfarroneó el hombre gigantesco, empujándole hacía los brazos abiertos de los demás borrachos.
    Entonces comenzaron a zamarrearlo. Andrew Staad fue pasado a empellones de uno a otro borracho, a veces le daban una palmada, algún codazo, o le hacían tropezar. Ninguno se atrevia a ianzarle un puñetazo, pero faltaba poco para que llegasen a eso; Andrew vio en sus ojos lo mucho que deseaban hacerlo. Si se hubiese tratado de una hora más avanzada y ellos hubieran estado mucho más borrachos, sin lugar a dudas las cosas se le habrían puesto particularmente difíciles.
    Andrew no era alto, pero era ancho de espaldas y bastante fornido. Calculó que en una pelea limpia podría ser capaz de sacudirle el polvo a dos de aquel grupo de holgazanes; sin contar al gigante, aunque pensó que quizá también a él podría enseñarle lo que era bue-no. Uno o dos, incluso hasta tres..., pero allí había casi diez. Si hubiera tenido la edad de Ben, puro orgullo y fogosidad, no habría hallado reparo en enfrentarse a todos ellos. Pero contaba cuarenta y cinco años y no le agradaba la idea de tener que volver a su casa gol-peado y casi sin vida. El se sentiría agraviado y su familia se asustaría; ambas cosas serían en vano. Lisa y llanamente se trataba de que la suerte de los Staad había vuelto con una venganza, y no quedaba otra cosa que resistir firmemente. El tabernero permaneció obser-vando, sin hacer nada para poner fin a aquel atropello.
    Finalmente dejaron que se escapara.
    Ahora temía por su esposa..., por su hija..., y más que nada por Ben, quien se conver-tiría en el objetivo de disparates similares. Si él hubiese estado en mi lugar, pensó Andrew, sin duda habrían utilizado sus puños. Sí, los habrían utilizado hasta dejarle inconsciente... o mucho peor.
    Por consiguiente, como quería a su hijo y temía por él, le había golpeado y le había amenazado con echarle de casa si volvía a mencionar el nombre del prmcipe.
    A veces, la gente tenía cosas raras.
    63
    Lo que Ben Staad no pudo comprender en abstracto acerca de este extraño y nuevo estado de las cosas lo descubrió más en concreto al día siguiente.
    Había llevado al mercado seis vacas, las cuales vendió a un buen precio (a un gana-dero que no le conocía, porque si no quizá no las hubiese vendido a un buen precio). Se dirigía a las puertas de la ciudad, cuando un grupo de vagabundos le atacó, llamándole asesino, cómplice, además de otros epítetos mucho más desagradables.
    Ben se defendió muy bien. Al final le golpearon muchísimo, pues ellos eran siete; pero tuvieron que pagar ese privilegio con narices sangrantes, ojos morados y dientes per-didos. Después Ben se levantó y se marchó a su casa, llegando allí al anochecer. Le dolía todo el cuerpo; pero, a pesar de todo lo ocurrido, se sentía bastante satisfecho consigo mismo.
    Su padre, nada más mirarle, supo exactamente lo que le había sucedido.
    —Dile a tu madre que te has caído —le aconsejó.
    —Sí, papá —convino Ben, sabiendo que su madre no se creería una mentira seme-jante.
    —Y a partir de ahora, yo llevaré las vacas al mercado, y también el maíz, o cualquier otra cosa que haya que llevar..., al menos hasta el dia en que los banqueros vengan y nos despojen de nuestras tierras.
    —No, papá —dijo Ben, tan sereno como cuando le respondió afirmativamente.
    Para ser un joven que acababa de ser brutalmente golpeado, su estado de ánimo pa-recía en realidad muy extraño, pues se mostraba casi alegre.
    —¿Qué es lo que quieres decir con ese no? —le preguntó su padre estupefacto.
    —Si me escapo o me escondo, ellos me buscarán. Pero si me mantengo firme se can-sarán muy pronto y buscarán alguna otra diversión.
    —Si alguien extrae de su bota un cuchillo —dijo Andrew, manifestando su más grande temor—, no vivirás para ver cómo se cansan, Benny.
    Ben abrazó a su padre y le estrechó fuertemente.
    —Un hombre no puede burlar a los dioses —dijo Ben, citando uno de los proverbios más antiguos de Delain—. Y tú lo sabes, padre. Yo lucharé por P... por quien no quieres que mencione.
    Su padre le miró con tristeza y dijo:
    —Tú nunca creerás que ha sido él, ¿verdad?
    —No —repuso Ben con resolución—. Nunca.
    —Tengo la impresión que te has convertido en un hombre sin que yo me diera cuenta —le dijo su padre—. Es penoso tener que convertirse en un hombre de esta manera, lu-chando en las calles del mercado con una caterva de vagabundos. Y también son tiempos de pesar para todo Delain.
    —Sí —admitió Ben—. Son tiernpos de pesar.
    —Que los dioses te ayuden —dijo Andrew—, y que ayuden a esta desafortunada fa-milia.
    64
    Thomas había sido coronado al final de un largo y duro invierno. Al decimoquinto día de su reinado, se precipitó sobre Delain la última gran tempestad de la estación. Cayó una abundante y pesada nieve, y mucho después de haber oscurecido el viento aún conti-nuaba bramando, amontonándola en forma de dunas de arena.
    A las nueve en punto de aquella severa noche, pasada la hora en que ninguna persona sensata tendría que estar fuera, la puerta de entrada de la casa de los Staad resonó con va-rios golpes de puño. No se trataban de golpecitos suaves o tímidos; aquel puño golpeaba rápida y pesadamente el sólido roble. Abridme, y que sea rápido, decía. No dispongo de toda la noche.
    Andrew y Ben se hallaban sentados delante del fuego, leyendo. Susan Staad, esposa de Andrew y madre de Ben, estaba sentada entre ambos trabajando en un modelo de bor-dado en el cual una vez terminado se leería LOS DIOSES BENDIGAN A NUESTRO REY. Emmaline ya hacía rato que dormía. Los tres miraron la puerta, y luego se miraron entre sí. En los ojos de Ben sólo podía percibirse curiosidad, pero en los de Andrew y Su-san había un instantáneo e instintivo miedo.
    Andrew se incorporó, guardando sus gafas para leer en el bolsillo.
    —¿Papá? —inquirió Ben.
    —Yo iré —decidió Andrew.
    Espero que sólo sea un viajero perdido en la noche que llama en busca de cobijo, se dijo a sí mismo, pero cuando abrió la puerta se encontró a un fornido e imperturbable sol-dado del rey de pie en el pórtico. Un yelmo de cuero, el yelmo de un guerrero, le cubría la cabeza.
    De su cinturón, y al alcance de la mano, pendía una espada corta.
    —Vuestro hijo —requirió, y Andrew sintió que se le aflojaban las piernas.
    —¿Para qué lo necesitáis?
    —Vengo de parte de Peyna —explicó el soldado, y Andrew comprendió que aquello era todo lo que obtendría por respuesta.
    —¿Padre? —dijo Ben detrás de él.
    No, pensó Andrew sintiéndose desgraciado, por favor, esto ya es demasiada mala suerte; no, mi hijo no; mi hijo...
    —¿Es éste el muchacho?
    Antes de que Andrew pudiese decir no —algo que no habría servido para nada— Ben dio un paso hacía delante.
    —Yo soy Ben Staad —se presentó—. ¿Qué es lo que queréis de mí?
    —Debes venir conmigo —dijo el soldado.
    —¿A dónde?
    —A casa de Anders Peyna.
    —¡No! —exclamó la madre desde el vano de la puerta de su pequeña sala de estar—. No, es tarde, hace frío, los caminos están llenos de nieve. . .
    —Tengo un trineo —informó el soldado inexorablemente, y Andrew Staad vio al hombre apoyar la mano sobre la empuñadura de su espada corta.
    —Iré —dijo Ben, yendo en busca de su abrigo.
    —Ben —comenzó a decir Andrew al tiempo que pensaba: Jamás votveremos a verle, se lo llevan de nuestro lado porque era amigo del príncipe.
    —No hay por qué preocuparse, padre —le animó Ben, y lo abrazó.
    Cuando Andrew sintió aquella joven fuerza que le estrechaba, casi no pudo creerlo. Pues pensó que su hijo todavía no había aprendido lo que era el temor. No había descubier-to lo cruel que podía ser el mundo.
    Andrew Staad asió a su esposa. Ambos se quedaron de pie en la puerta contemplando cómo Ben y el soldado se abrían camino a través de los montículos de nieve hasta el trineo, el cual sólo era una sombra en la oscuridad, con sus espectrales faroles resplandeciendo a los lados.
    Ben y el soldado subieron al trineo sin decirse una palabra.
    Sólo un soldado, pensó Andrew, eso ya es algo. Quizá no quieran más que interro-garle. ¡Recemos para que se lleven a mi hijo únicamente para hacerle algunas preguntas!
    El matrimonio Staad permaneció en silencio, mientras los copos de nieve se colaban entre sus tobillos. Observaron cómo el trineo se alejaba de la casa, meciendo sus faroles y haciendo sonar sus campanillas.
    Cuando desapareció de su vista, Susan estalló en lágrimas.
    —Jamás volveremos a verle —gimió—. ¡Jamás, jamás! ¡Se lo han llevado! ¡Maldito Peter! ¡Maldito por lo que le ha ocasionado a mi hijo! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea!
    —Chist —le ordenó Andrew, abrazándola con firmeza—. Chist... Chist... Lo ten-dremos de vuelta por la mañana. A más tardar a mediodía.
    Pero ella percibió el temblor de su voz y su llanto se hizo más intenso. Lloró tanto que acabó despertando a Emmaline (o quizá fue el viento que se colaba por la puerta), y pasaría un buen rato antes de que la niña pudiera volver a conciliar el sueño. Por último Susan durmiócon ella, las dos en la cama grande.
    Andrew Staad no durmió en toda la noche.
    Estuvo sentado junto al fuego, aferrándose a una última esperanza, pero en el fondo de su corazón creía que jamás volvería a ver a su hijo.
    65
    Una hora después, Ben Staad aún permanecía en el gabinete de Anders Peyna. Sentía curiosidad, incluso hasta un poco de admiración temerosa, pero no tenía miedo. Había es-cuchado atentamente todo lo que le dijo Peyna, y el dinero pasó de una mano a la otra con un apagado sonido metálico.
    —¿Comprendes de qué se trata, chico? —preguntó Peyna con su seca voz de sala de tribunal.
    —Sí, mi señor.
    —Tengo que estar seguro. Lo que te estoy encargando no es un juego de niños. Re-píteme qué es lo que tienes que hacer.
    —Tengo que dirigirme al castillo y hablar con Dennis, hijo de Brandon.
    —¿Y si se interfiere Brandon? —preguntó Peyna severamente.
    —Le diré que deberá dirigirse a vos.
    —Bien —aprobó Peyna, reclinándose en su silla.
    —Pero no tengo que decir “No le habléis a nadie de este arreglo".
    —Así es —dijo Peyna—. ¿Y sabes el motivo?
    Ben permaneció pensativo durante unos instantes, con la cabeza gacha. Peyna dejó que lo pensara. Le agradaba aquel muchacho; daba la impresión de ser juicioso y de no tener miedo. Cualquier otro que hubiese sido llevado a su presencia en plena noche estaría temblando de terror.
    —Porque si se lo digo, irá a contarlo con mucha mayor rapidez que si no lo hago —respondió finalmente Ben.
    Los labios de Peyna esbozaron una sonrisa imperceptible.
    —Perfecto —dijo—. Continúa.
    —Me habéis dado diez florines. De ahí debo darle dos a Dennis, uno para él y otro para quien encuentre la casa de muñecas que perteneció a la madre de Peter. Los ocho res-tantes son para Beson, el carcelero jefe. La persona que encuentre la casa de munecas de-berá entregársela a Dennis, y él me la dará a mí. Yo se la haré llegar a Beson. Y en cuanto a las servilletas, Dennis se las entregará directamente al carcelero.
    —¿Qué cantidad?
    —Veintiuna cada semana —respondió Ben con rapidez—. Servilletas de la casa real, pero sin el escudo. Vuestro hombre se encargará de tomar a una mujer para que quite los emblemas reales. De tanto en tanto me haréis llegar a través de alguien más dinero, que será para Dennis o para Beson.
    —¿Y nada para ti? —preguntó Peyna, que ya se lo había ofrecido; pero Ben lo re-chazó.
    —No. Me parece que eso es todo.
    —Eres listo.
    —Desearía ser de mayor utilidad.
    Peyna se irguió de pronto en su silla, con el semblante severo y amenazante.
    —No debes hacerlo y no lo harás —dijo—. Esto es ya bastante peligroso. Fíjate bien en que le procuras favores a un joven que ha sido condenado por haber cometido un asesi-nato abominable, el segundo de los asesinatos abominables que un hombre puede cometer.
    —Peter es mi amigo —dijo Ben, y habló con una dignidad que resultaba impresio-nante por su sencillez.
    Anders Peyna esbozó una leve sonrisa, levantó un dedo y señaló las oscuras magu-lladuras que aparecían en el rostro de Ben.
    —Creo adivinar —dijo— que ya estás pagando por esta amistad.
    —Pagaría el mismo precio cien veces más —manifestó Ben, que, por un momento, pareció indeciso, pero en seguida prosiguió diciendo con descaro—: Yo no creo que él haya matado a su padre. Quería al rey Roland tanto como yo quiero a mi padre.
    —¿Le quería? —preguntó Peyna, aparentemente sin ningún interés.
    —¡Claro que sí! —exclamó Ben—. ¿Acaso vos creéis que él asesinóal viejo monarca? ¿Realmente creéis que lo hizo?
    Peyna se sonrió de un modo tan severo y feroz que hasta logró enfriar los ánimos de Ben.
    —Si no lo creyese, tendría cuidado antes de decírselo a alguien —le replicó—. Mu-cho, muchísimo cuidado. O si no pronto sentiría en mi cuello el filo del hacha del verdugo.
    Ben observó a Peyna en silencio.
    —Dices que eres su amigo, y yo te creo. —Peyna volvió a erguirse aún más en su silla y apuntó con su dedo a Ben—. Si deseas serle útil de verdad, haz tan sólo las cosas que te he pedido, y nada más. Si al sacar tus conclusiones de esta entrevista ves alguna esperanza para una eventual liberación de Peter, y por tu rostro me doy cuenta de que es así, debes olvidarte de ella inmediatamente.
    Sin llamar a Arlen, Peyna condujo él mismo al muchacho hasta la salida, la puerta trasera. El soldado que le había traído aquella noche, sería enviado al día siguiente a la Baronía Occidental.
    Al llegar a la puerta, Peyna le dijo:
    —Vuelvo a recordártelo: no te desvíes de las cosas que hemos acordado ni en el más mínimo detalle. Como lo prueban tus magulladuras, ahora en Delain a los amigos de Peter no se les tiene mucha simpatía.
    —¡Lucharé contra todos ellos! —proclamó Ben con vehemencia—. ¡De uno en uno o con todos al mismo tiempo!
    —Sí —dijo Anders Peyna, con su severa y feroz sonrisa—. ¿Y también le pedirás a tu madre que haga io mismo? ¿Y a tu hermanita?
    Ben miró atóniio al anciano. El miedo se abrió en su corazón como una pequeña y delicada rosa.
    —Si no procedes con precaución, es probable que lleguemos a eso —le advirtió Pey-na—. La tormenta aún no está sobre Delain, pero ya ha comenzado. —Abrió la puerta y una siniestra ráfaga de viento dejó entrar un remolino de nieve—. Ahora vete a tu casa, Ben. Creo que tus padres se alegrarán al verte regresar tan pronto.
    En cierta manera Peyna se quedó por debajo de la realidad. Cuando Ben entró en su casa, sus padres le estaban esperando en sus ropas de dorrnir. Hablan escuchado sonar las campanillas del trineo. Su madre se abrazó a él llorosa. Su padre, con el rostro enrojecido y los ojos llenos de inusuales lágrimas, le apretó la mano hasta hacerle daño.
    Ben recordó a Peyna diciendo: la tormenta aún no está sobre Delain, pero ya ha co-menzado.
    Poco después, acostado en su cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza, ob-servando la oscuridad y escuchando cómo afuera soplaba el viento, Ben se dio cuenta de que Peyna jamás le había contestado a su pregunta, en ningún momento le había dicho si creía o no que Peter era culpable.
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    Al decimoséptimo dia del reinado de Thomas, Dennis, hijo de Brandon, trajo a la Aguja el primer lote de veintiuna servilletas. Las cogió de un cuarto de almacenar cuya ubicación no conocían ni Peter ni Thomas ni Ben Staad ni el mismo Peyna, si bien todos sabrían de él antes de que se hubiese acabado el oscuro asunto del encarcelamiento de Pe-ter. Dennis lo sabía porque era el hijo de un mayordomo con larga tradición de servicio, pero la familiaridad con las cosas alimenta el desdén, eso es lo que dicen, y el muchacho no pensaba mucho acerca del cuarto de almacenar de donde sacaba las servilletas. Más adelante volveremos a hablar de esa habitación; por ahora dejadme que sólo os diga que todos se quedarían maravillados al descubrir su existencia, en particular Peter. Ya que si hubiese tenido conocimiento de este cuarto que Dennis daba completamente por sabido, habría intentado su fuga como mucho tres años antes... y, para bien o para mal, muchas cosas podrían haberse modificado.
    67
    El escudo real fue quitado de cada servilleta por una mujer empleada por Peyna de-bido a su rapidez con la aguja y a la reserva de sus palabras. Todos los días se sentaba en una mecedora junto a la puerta de entrada del cuarto de almacenar, deshaciendo los puntos que ya eran verdaderamente viejos. Durante su labor apretaba con fuerza sus labios por más de una razón: le parecía una profanación desbaratar un bordado tan primoroso; pero su familia era pobre, y el dinero que Peyna le daba le venía como un regalo del cielo. Así que allí se sentaba, y se sentaría durante los próximos años, meciéndose y manejando su aguja con diligencia, al igual que una de aquellas hermanas hechiceras a las cuales quizás habéis oido mencionar en otro relato . A nadie le habló, acerca de aquel trabajo, ni siquiera al marido.
    Las servilletas tenían un extraño y débil olor, no a moho sino a mosto, como si no hubieran sido utilizadas desde mucho tiempo atrás; pero por otra parte no eran defectuosas, y cada una medía veinte rondeles por veinte, tamaño suficiente para cubrir el regazo hasta del comensal más cuidadoso.
    La primera entrega de servilletas fue acompañada por un poco de comedia. Dennis se quedó rondando cerca de Beson, esperando una propina. Beson dejó que le rondara un rato, ya que él también esperaba que tarde o temprano el torpe chaval se acordara de darle su propina.
    Ambos llegaron al mismo tiempo a la conclusión de que no recibirían propina ningu-na. Dennis se encaminó hacía la puerta, y Beson le ayudó a llegar dándole una patada en las posaderas. Aquello hizo que dos carceleros inferiores se echasen a reír a carcajadas. Luego, para divertir aún más a sus subordinados, fingió limpiar los pantalones de Dennis con un punado de servilletas, pero se cuidó de no ir más allá; después de todo, Peyna estaba implicado de alguna manera en aquel asunto, y lo mejor era ir con tiento.
    Sin embargo, era probable que Peyna desapareciese pronto del panorama. En las ta-bernas y en las vinaterías, Beson había comenzado a escuchar rumores de que la sombra de Flagg había caído sobre el Juez General, y que si Peyna no tenía mucho, pero que mucho cuidado, pronto podría estar observando el acta de sesiones del tribunal desde un ángulo aún mucho más dominante que el actual asiento en el que solía sentarse; podría estar mi-rando en la ventana, decían los bromistas, desde uno de los mástiles que coronaban los muros del castillo.
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    Al decimoctavo día del reinado de Thomas, sobre la bandeja del desayuno de Peter habían incluido la primera de las servilletas. Era tan grande y el desayuno tan escaso que cubría la comida por completo.
    Peter sonrió por primera vez desde que había llegado a aquel frío y elevado lugar. Las mejillas y el mentón estaban cubiertos por una incipiente barba, que le crecería larga y espesa durante su estancia en aquellas dos habitaciones expuestas a corrientes de aire, y le daba un aspecto temerario... hasta que sonrió. La sonrisa le iluminó el rostro con un poder mágico, le agregó fuerza y brillo, un faro al cual uno podía imaginar reuniendo y reani-mando a los soldados en medio de una batalla.
    —Ben —murmuró, levantando la servilleta por uno de sus extremos, con mano un poco temblorosa—. Sabía que lo harías. Gracias, mi amigo. Gracias.
    Lo primero que hizo Peter con su primera servilleta fue secarse las lágrimas que ahora le corrían sin parar por las mejillas.
    De golpe la mirilla de la maciza puerta de madera se abrió. Dos carceleros inferiores aparecieron al igual que las dos cabezas del loro de Flagg, comprimiendo en aquel reducido espacio sus cerdosas mejillas.
    —¡Esperemos que el bebé no se olvide de limpiarse su preciosa barbilla! —exclamó uno de ellos con su cascada y susurrante voz.
    —¡Esperemos que el bebé no se olvide de limpiarse el huevito de su camisita! —se burló el otro, y ambos se echaron a reír con sorna.
    Pero Peter ni siquiera los miró, y la sonrisa aún continuaba en sus labios.
    Los carceleros percibieron aquella sonrisa y dejaron de hacer chistes. Había algo en ella que prohibía las bromas.
    Finalmente cerraron la mirilla y dejaron al prisionero en paz.
    El almuerzo también vino acompanado de una servilleta.
    Lo mismo ocurrió con la cena.
    Durante los siguientes cinco años las servilletas continuaron llegando a su solitaria celda en el cielo.
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    La casa de muñecas le fue traída al trigésimo día del reinado de Thomas el Portador de la Luz. Para entonces, esos primeros anuncios de la primavera que nosotros llamamos acianos, aparecían en bonitos ramilletes al borde de los caminos. También para entonces Thomas el Portador de la Luz ya había decretado como ley el aumento del impuesto a los agricultores, que muy pronto se hizo conocido como el Impuesto Negro de Tom. El nuevo chiste que circulaba por las tabernas y vinaterías era que dentro de poco el rey cambiaría su sobrenombre real por el de Thomas el Portador de los Impuestos. El aumento no fue de un ocho por ciento, que quizás hubiese resultado legítimo, ni de un dieciocho por ciento, que tal vez hubiera sido tolerable, sino de un ochenta por ciento. En un primer momento Tho-mas había tenido ciertas dudas en aprobarlo, pero a Flagg no le costó mucho convencerle.
    —Debemos exigirles mayores impuestos sobre lo que ellos admiten poseer, así por lo menos recaudaremos una parte de lo que esconden al recaudador —había dicho Flagg.
    Thomas, embriagado por el vino que ahora no faltaba nunca en las cámaras reales del castillo, asintió con una expresión en su rostro que esperó fuese de buen entendedor.
    Por su parte, Peter comenzaba a temer que después de tantos años la casa de munecas se hubiera perdido, lo cual era casi verdad. Ben Staad había designado a Dennis para que la encontrase. Al cabo de unos cuantos días de infructuosa búsqueda, Dennis decidió pedirle ayuda a su querido papá, la única persona en la cual se atrevía a confiar en tan delicado asunto. Brandon tardó cinco días más en hallar la casa de mufiecas en uno de los cuartos de almacenar de menor importancia ubicados en la novena planta, torrecilla oeste, donde los encantadores prados de artificio y los largos e irregulares edificios estaban ocultos debajo de un vetusto guardapolvo, un poco apolillado y gris por el paso de los años. La casa con-servaba el mobiliario original, y a Brandon y a Dennis y a un soldado elegido por Peyna les llevó más de tres días asegurarse de que todos los objetos cortantes habían sido quitados. Finalmente, la casa de muñecas fue enviada con dos jóvenes escuderos, quienes ascendie-ron los trescientos escalones cargando entre los dos aquella pesada y delicada cosa afirma-da a un tablero. Beson les seguía de cerca, blasfemando y jurando terribles represalias si por casualidad la dejaban caer. El sudor chorreaba por el rostro de los muchachos, pero no hicieron ningún comentario.
    Cuando la puerta de la prisión se abrió y la casa de muñecas hizo su entrada, Peter se quedó boquiabierto de la sorpresa; no sólo porque la casa de muñecas ya estaba allí, sino debido a que uno de los muchachos que la portaba era Ben Staad.
    ¡Que no se te ocurra dar algún indicio! fulguraron los ojos de Ben.
    ¡No me mires por mucho tiempo! le respondieron del mismo modo los de Peter.
    Luego de la advertencia dada por Peyna, éste se habría asombrado de ver allí a Ben. No tomó en cuenta que a menudo ni la lógica de todos los hombres sabios del mundo pue-de detener la lógica dictada por el corazón de un muchacho, siempre y cuando el corazón fuese generoso, noble y leal. El de Ben Staad reunía los tres requisitos.
    Le había resultado la cosa más fácil del mundo hacer el intercambio con el escudero escogido para transportar la casa de muñecas hasta lo alto de la Aguja. Por un florín, que era todo el dinero que poseía Ben, Dennis lo había arreglado todo.
    —No le cuentes nada de esto a tu padre —le advirtió Ben a Dennis.
    —¿Por qué no? —había preguntado el hijo del mayordomo—. Yo le cuento a mi pa-dre casi todo... ¿Acaso tú no lo haces?
    —Lo hacía —repuso Ben, recordando cómo su padre le había prohibido volver a mencionar en la casa el nombre de Peter—. Pero cuando los chicos crecen, creo que eso en cierta medida cambia. De cualquier modo, no debes contarle nada de esto, Dennis. Podría decirselo a Peyna, y entonces sí que me veré en un terrible aprieto.
    —De acuerdo —le prometíó Dennis.
    Fue una promesa que supo mantener. Dennis había sufrido un cruel golpe cuando su amo, a quien él quiso, fue acusado y sentenciado por asesinato. Durante los últimos días, Ben se esforzó por llenar el vacío que había invadido al corazón del joven sirviente.
    —Muy bien —dijo Ben, y palmeó amistosamente el hombro de Dennis—. Sólo deseo verlo un minuto y refrescar mi espíritu.
    —El era tu mejor amigo, ¿no es cierto?
    —Aún lo es.
    Dennis se quedó mirándole, sorprendido.
    —¿Cómo eres capaz de afirmar que el hombre que mató a su propio padre es tu mejor amigo?
    —Porque yo no creo que lo haya hecho —declaró Ben—. Y tú, ¿qué piensas?
    Para total asombro de Ben, Dennis comenzó a llorar lastimeramente.
    —Mi corazón me dice lo mismo, y sin embargo...
    —Entonces, sigue su dictado —le aconsejó Ben, abrazando con rudeza a Dennis—. Y mejor límpiate el morro antes de que te vea alguien berreando como un chiquillo.
    —Dejadla en el otro cuarto —dijo ahora Peter afligido por el leve temblor de su voz.
    Beson no lo percibió; estaba demasiado ocupado maldiciendo a los dos muchachos por su lentitud, su estupidez y por su simple existencia.
    Llevaron la casa de muñecas al cuarto de dormir y la depositaron en el suelo. El otro muchacho, que tenía cara de tonto, soltó su extremo demasiado rápido y con mucha fuerza. Dentro de la casa de muñecas sonó como si algo diminuto se hubiese roto. Peter se sobre-saltó. Beson le dio una bofetada. Lo hizo con una sonrisa. Era la primera cosa buena que le sucedía desde que aquellos dos mozos hicieron su aparición con el condenado objeto.
    El torpe muchachote permaneció en su sitio, frotándose un lado de la cara, el cual ya estaba comenzando a hinchársele, y mirando boquiabierto a Peter con verdadero temor y expectación. Ben se demoróun poco más sobre sus rodillas. Delante de la puerta de entrada de la casa de muñecas había un pequeño felpudo de junco (creo que nosotros le llamaríamos felpudo de bienvenida). Durante unos instantes Ben dejó correr su dedo pulgar sobre su superficie, mientras sus ojos se encontraban con los de Peter.
    —¡Ahora largaos! —gritó Beson—. ,Largaos los dos! ¡Id a vuestras casas y maldecid a vuestras madres por haber traído al mundo unas criaturas tan torpes y bobas como voso-tros!
    Los muchachos pasaron frente a Peter, el patán rehuyendo al príncipe como si éste tuviese una enfermedad contagiosa. Los ojos de Ben volvieron a posarse una vez más sobre los del prisionero, y el príncipe sintió un escalofrio al ver el amor que irradiaba la mirada de su viejo amigo. Finalmente se marcharon.
    —Bien, mi pequeño y buen principillo, ya la tenéis aquí —dijo Beson—. ¿Qué de-bemos traeros a continuación? ¿Diminutos vestiditos con frunces? ¿Ropa interior de seda?
    Peter se volvió despacio y miró a Beson, el cual, al cabo de unos instantes, desvió sus ojos. Había algo atemorizador en las pupilas de Peter, y Beson se vio forzado a recordar de nuevo que, afeminado o no, aquel chico le había propinado una paliza tan terrible que las costillas le dolieron durante dos días y estuvo aturdido una semana.
    —Bien, es asunto vuestro —dijo entre dientes—. Pero ahora que ya la tenéis aquí, yo os podría encontrar una mesa en la que colocarla. Y una silla para sentaros mientras... —hizo una mueca—, mientras jugáis con ella.
    —¿Y cuánto me costaría?
    —Creo que no más de tres florines.
    —No tengo dinero.
    —Ah, pero conocéis gente influyente.
    —Ya no —repuso Peter—. He cambiado un favor por otro, y eso es todo.
    —¡Entonces sentaos sobre el pavimento, que os salgan sabañones en el trasero y que os lleve el diablo! —exclamó Beson, marchándose a zancadas del cuarto.
    La breve afluencia de florines que había recibido desde la llegada de Peter a la Aguja parecía haberse terminado. Esto lo puso de un humor insoportable que le duró varios días.
    Peter esperó a que todas las cerraduras y cerrojos estuviesen otra vez en su sitio antes de levantar la diminuta estera de junco que Ben había frotado con su dedo pulgar. Debajo encontró un trozo de papel no más grande que el sello de una carta. Ambos lados estaban escritos, y no había espacios entre las palabras. La letra era pequeñísima. Peter tuvo que forzar la vista para leerla, y supuso que Ben debía de haber escrito su mensaje con la ayuda de una lente de aumento.
    Peter: Destrúyela después de haberla léído. Yo no creo que hayas sido tú. Estoy se-guro de que hay muchos que piensan lo mismo. Todavía soy tu amigo. Te quiero tanto como siempre. Dennis tampoco cree que seas un asesino. Si precisas mi ayuda ponte en contacto conmigo a través de Peyna. Que tu espíritu no se quebrante.
    Mientras leía el mensaje, los ojos de Peter se llenaron con lágrimas de gratitud. Creo que una verdadera amistad siempre nos hace sentir este dulce sentimiento, ya que el mundo casi siempre parece un árido desierto y las flores que en él crecen parecen hacerlo en contra de todas esas circunstancias desfavorables.
    —¡Mi viejo y buen amigo Ben! —repitió por lo bajo varias veces, pues debido a la gran dicha que sentía, no se le ocurría decir otra cosa—. ¡Mi viejo y buen amigo Ben! ¡Mi viejo y buen amigo Ben!
    Por primera vez comenzó a pensar que su plan, a pesar de lo desatinado y del peligro que encerraba, podría salir adelante con éxito.
    Luego pensó en el mensaje. Ben había arriesgado su vida al escribirlo. Ben era de origen un tanto noble; pero no real, nada le inmunizaba del hacha del verdugo. Si Beson o uno de sus esbirros encontraba la nota, adivinarían que había sido escrita por alguno de los dos muchachos que trajeron la casa de muñecas. El patán daba la impresión de no poder ni leer las letras más grandes de un libro para niños, y ni hablar de escribir aquellas letras tan pequeñas. Asi que buscarían al otro muchacho, y de ahi a que el bueno de Ben terminase en el tajadero había un trecho muy corto.
    Se le ocurría sólo una forma segura de deshacerse del papel, y no dudó ni un instante; arrugó el pequeño mensaje con el pulgar y el índice de la mano derecha y después se lo tragb.
    70
    A estas alturas estoy seguro de que ya habéis adivinado el plan de Peter para escapar-se, porque sabéis mucho más que Peyna cuando leyó las exigencias del príncipe. Pero de todas maneras, creo que ha llegado el momento de contároslo sin ambages. Peter había planeado usar hilos de lino para hacer una cuerda. Los hilos provendrian, naturalmente, de los bordes de las servilletas. Haría llegar la cuerda hasta abajo y luego se escaparia. Algunos de vosotros os reíréis muy fuerte ante semejante idea. ¿Hilos de servilletas para escaparse de una torre de casi cien metros de altura? estaréis diciendo. ¡O tú estás loco, Narrador, o lo estaba Peter!
    Nada de eso. Peter sabia cuán alta era la Aguja, y que no debía sacar demasiados hilos de cada servilleta. Si deshilaba una cantidad exagerada, alguien podría darse cuenta. No tenía que ser el carcelero jefe; la lavandera que lavaba las servilletas podría ser la que notase que faltaban muchos hilos. Se lo podría comentar a una amiga..., que luego se lo comentaria a otra... y asi el chisme comenzaria a difundirse...
    y ya saben que no era Beson quien a Peter le preocupaba. Beson era, para ser francos, un sujeto absolutamente estúpido.
    Flagg no lo era.
    Flagg había asesinado a su padre...
    ... y Flagg siempre estaba alerta.
    Fue una lástima que Peter nunca se hubiera detenido a pensar sobre aquel vago olor a mosto que despedian las servilletas, ni a preguntar si la persona empleada para quitar los escudos reales había dejado de hacerlo luego de dejar preparadas una cierta cantidad de servilletas, o si esa persona continuaba trabajando. Peter, por supuesto, tenía la cabeza en otra parte, pero no pudo dejar pasar por alto el hecho de que eran muy viejas, y ciertamente esto era algo positivo, así podía sacar a cada servilleta una cantidad mucho mayor de hilos de la que jamás hubiese imaginado incluso en sus momentos de mayor optimismo.
    Cuántos más podría sacar era algo que descubriría sólo con el paso del tiempo.
    No obstante, puedo adivinar que diréis, ¿hilos de servilletas para hacer una cuerda tan larga que llegue hasta el patio desde la ventana de la celda más alta de la Aguja? ¿Hilos de servilletas para hacer una cuerda suficientemente resistente que soporte ochenta kilos? ¡Todavía sigo pensando que se trata de una broma!
    Aquellos de vosotros que pensáis asi os estáis olvidando de la casa de muñecas... y del telar que llevaba dentro, un telar tan diminuto que los hilos de las servilletas resultaban perfectos para su pequeñísima lanzadera. Aquellos de vosotros que pensáis así estáis olvi-dando que todo en la casa de muñecas era diminuto, pero funcionaba a la perfección. Los objetos cortantes habían sido quitados, y eso incluia la cuchilla del telar..., pero respecto a lo demás se hallaba intacto.
    Era la misma casa de muñecas que mucho tiempo atrás había causado la desconfianza de Flagg la que ahora se tornaba en la única verdadera esperanza de Peter para materializar su fuga.


    71
    Creo que tendria que haber sido un narrador mucho mejor de lo que soy para contaros cómo fueron para Peter aquellos cinco años que permaneció en lo alto de la Aguja.
    Comia, dormía, miraba por la ventana, la cual le permitía ver la parte oeste de la ciu-dad; hacía ejercicios por las mañanas, por las tardes y por las noches; soñaba con sus pro-yectos de libertad. En los veranos se sofocaba de calor, mientras que en los inviernos se helaba a causa del frío.
    Durante el segundo invierno cogió una gripe tan fuerte que casi acaba con él.
    Peter yacía en cama con fiebre y tosiendo, únicamente cubierto con una delgada manta. En un principio, temió caer en un estado de delirio y hacerse lenguas acerca de la cuerda que pulcramente enrollaba, man¨ tenía ocuitta debajo de dos bloques de piedra en el lado este de su cuarto de dormir. Cuando su fiebre aumentó, la cuerda que había hilado con el diminuto telar de la casa de muñecas pareció perder importancia, ya que Peter comenzó a pensar que se iba a morir.
    Beson y sus carceleros inferiores estaban convencidos de ello. De hecho, ya habían comenzado a hacer apuestas sobre cuándo ocurriria.
    Una noche, aproximadamente a la semana de haberle aparecido la fiebre, mientras afuera el viento soplaba con lobreguez y la temperatura había descendido a menos de cero grados, Roland se le apareció a Peter en un sueño. Peter estaba persuadido de que Roland había venido para llevarle consigo a los Campos Lejanos.
    —¡Estoy listo, padre! —exclamó, y en su delirio no sabia si lo dijo en voz alta o sólo para sus adentros—. ¡Estoy listo para partir!
    Aún no te morirás, le dijo su padre en el sueño..., en la visión... o en lo que hubiera sido. Te queda mucho por hacer, Peter.
    —¡Padre! —gritó.
    Su voz era potente y, debajo de él, los carceleros, incluido Beson, se encogieron, cre-yendo que Peter debía estar viendo el humeante y asesinado fantasma del rey Roland, que venia a llevarse su alma al infierno. Aquella noche no hicieron más apuestas, y hay que decir que uno de ellos fue al otro día a la Iglesia de los Grandes Dioses y retomó su religión, ordenándose sacerdote con el tiempo. Este hombre se llamaba Currant, y es posible que en otro relato pueda referirme a su persona.
    Hasta cierto punto, Peter realmente estaba viendo a un fantasma pero si era la verda-dera sombra de su padre o sólo un delirio de su febril imaginación, es algo que no sabría decir.
    Su voz pasó a ser un murmullo; los carceleros no pudieron oír el resto.
    —Hace tanto frio..., y yo estoy tan caliente.
    Mi pobre muchacho, decía su centelleante padre. Has pasado por pruebas difíciles, y creo que en tu camino todavía hay más. Pero Dennis sabrá. . .
    —¿Sabrá qué? —preguntó sin aliento.
    Tenía las mejillas enrojecidas, sin embargo su frente estaba tan pálida como un cirio.
    Dennis sabrá hacía dónde se dirige el sonámbulo, susurró su padre, y desapareció.
    Peter cayó en un estado de debilidad que pronto se convirtió en un profundo sueño. Mientras dormía, cesó su fiebre. Aquel muchacho que durante el último año se había acos-tumbrado a hacer cada jornada sesenta planchas y cien abdominales, a la mañana siguicnte se despertó sin fuerzas siquiera para levantarse de la casa..., pero había recobrado su luci-dez.
    Beson y los carceleros inferiores quedaron decepcionados. Pero, a partir de aquella noche, siempre trataron a Peter con una actitud temerosa, y se cuidaban mucho de no acercársele demasiado.
    Lo cual, naturalmente, hacía que su tarea fuese mucho nlás fácil.
    Toda esta historia resulta bastante fácil de contar, aunque no cabe la menor duda de que sería mucho mejor si yo pudiese decir con seguridad si el fantasma debía haber estado allí o no. Pero supongo que, como en otros aspectos del extenso relato, también en esta ocasión deberéis deducirlo por vuestra cuenta.
    ¿Pero cómo haré para explicaros el interminable y fatigoso trabajo de Peter con aquel diminuto telar? Esa historia sobrepasa mis conocimientos. Todas aquellas horas pasadas, a veces exhalando por la boca y la nariz el aire congelado, a veces con el sudor chorreándole por la frente, siempre con el temor de ser descubierto; todas aquellas largas y solitarias horas, ocupadas tan sólo con diialados pensaIIIientos y absurdas esperanzas. Yo os puedo contar ciertas cosas, y lo haré, pero transmitir las horas y los días de un tiempo tan dilatado es para mí imposible, y es probable que también sea imposible para cualquier otra persona con excepción de los grandes narradores cuva estirpe desaparecióhace mucho. Quizá la única cosa que vagamente podría sugerirnos el tiempo que Peter permaneció en aquellos dos cuartos era su barba.
    Cuando fue encerrado, apenas si era una sombra en sus mejillas y debajo de la nariz, una barba de adolescente. En los mil ochocientos veinticinco días que siguieron, creció larga y exuberante; en los últimos tiempos le llegaba hasta la mitad del pecho, y a pesar de que sólo tenía veintiún años, ya estaba salpicada de canas. El único lugar donde no le creció fue a lo largo de la dentada cicatriz producida por la uña del pulgar de Beson.
    Durante el primer año, Peter únicamente se atrevió a quitar cinco hilos de cada servi-lleta, quince hebras cada día. Las escondía debajo del colchón, y al final de cada semana, tenía ciento cinco cabos. Según nuestras medidas, cada hilo medía unos cincuenta centíme-tros de largo.
    Tejió la primera tanda una semana después de haber recibido la casa de muñecas, trabajando en el telar con mucho cuidado. Utilizarlo a los diecisiete años no era tan fácil como había sido a los cinco. Sus dedos habían crecido; el telar no. Además, se hallaba terriblemente nervioso.
    Si alguno de los carceleros le pescaba en su labor, él podría decirle que estaba usando el telar para tejer los hilos sueltos de las servilletas como distracción..., si se lo creían. Y si el telar funcionaba. No estaba seguro que así fuese hasta que vio emerger del otro extremo del telar, perfectamente trenzado, el primer trozo del delgado cable. Al verlo, Peter dejóde sentirse tan nervioso y fue capaz de tejer un poco más aprisa, colocar los hilos en el telar, tirar de ellos para que estuvieran tensos, hacer funcionar el pedal con su dedo pulgar. En un principio el telar producía un poco de ruido, mas pronto el viejo aceite comenzó a calentarse y se deslizó por las piezas como lo había hecho durante su niñez.
    Pero la cuerda era sumamente fina, su grosor ni siquiera llegaba a tener siete milíme-tros. Peter ató los extremos y tiró de ella a modo de prueba. Se mantenía firme. Esto le animó un poco. Era más fuerte de lo que parecía, y Peter pensó que tenía que ser resistente. Después de todo, se trataba de servilletas reales, hechas con el mejor hilo del pais, y él los había tejido apretadamente. Tiró con más fuerza de la cuerda, tratando de adivinar cuántos kilos le estaba aplicando al delgado cordón.
    Tiró aun mucho más fuerte, la cuerda siguió manteniéndose firme, y Peter pudo per-cibir que más esperanzas entraban a hurtadillas en su corazón. De pronto se encontró a sí mismo pensando en Yosef.
    Había sido Yosef, el encargado de los establos, quien le habló acerca de la misteriosa y terrible cosa llamada "punto de ruptura". Era pleno verano, y habían estado observando cómo unos enormes bueyes de Andua tiraban de los bloques de piedra que se utilizarían para construir la plaza del nuevo mercado. Un sudoroso y maldiciente ganadero iba monta-do a horcajadas sobre el cuello de cada buey. En aquel entonces, Peter no tenía más de once anos, y le pareció mejor que el circo.
    Yosef le hizo notar que cada buey llevaba puesto un pesado arnés de cuero. Las ca-denas que halaban de los labrados bloques de piedra estaban enganchadas a los arneses, una a cada lado del cuello del animal.
    Yosef le dijo que los talladores habían tenido que hacer un cuidadoso cálculo de cuánto pesaba cada bloque de piedra.
    —Porque si los bloques son demasiado pesados, los bueyes podrían lastimarse al tirar de ellos —había dicho Peter.
    Esto no era ni siquiera una pregunta, ya que la causa le parecia al niño muy obvia. Le daban lástima los animales, arrastrando aquellas grandes porciones de roca.
    —No —dijo Yosef, y encendió un cigarrillo hecho de perfolla de maíz, quemándose por poco la punta de su nariz; inspiró profunda y placenteramente, pues siempre le había agradado estar acompañado por el joven príncipe—. ¡No! Los bueyes no son estúpidos. La gente lo cree porque son grandes, dóciles y útiles; lo cual dice más acerca de la gente que acerca de los bueyes, si venimos al caso; pero mejor dejemos eso a un lado; dejémoslo. Si un buey es capaz de tirar de un bloque, lo hará; si no puede hacerlo, pues lo intentará otra vez y luego se quedará en su sitio con la cabeza gacha. Y allí se quedará, incluso si un cruel amo le desgarra la piel a latigazos. Los bueyes parecen estúpidos, pero no lo son. Ni una pizca.
    —¿ Entonces por qué los talladores tienen que calcular el peso de las piedras que cortan, si el buey sabe cuánto peso puede tirar y cuánto no?
    —No se trata de los bloques, sino de las cadenas.
    Yosef señaló a uno de los bueyes, el cual tiraba de un bloque de piedra que a Peter le pareció casi tan grande como una casa. El buey mantenía la cabeza agachada y los ojos mirando pacientemente hacía delante, mientras el ganadero le guiaba con ligeros golpec de su vara.
    Al otro extremo de la doble cadena, el bloque avanzaba con lentitud, cavando un sur-co en la tierra. Era tan profundo que un niño pequeño tendría que trepar para salir de él.
    —Si un buey puede arrastrar un bloque, lo hará, pero un buey no sabe nada sobre ca-denas, ni sobre el punto de ruptura.
    —¿Qué es eso?
    —Tira de una cosa con demasiada fuerza, y ésta se rompe con un chasquido —dijo Yosef—. Si aquellas cadenas se rompieran, saldrían disparadas causando estragos. No creo que quisieras ser testigo de lo que pudiese ocurrir si una pesada cadena se rompe estando estirada al máximo por uno de esos bueyes. Saldría volando hacía cualquier parte. Proba-blemente hacía atrás. Sería capaz de golpear al ganadero y destrozarle, o de cortarle a la bestia sus propias patas.
    Yosef echó otra pitada a su sucedáneo de cigarrillo y después lo aplastó contra la tie-rra. Contempló a Peter con una mirada perspicaz y amistosa.
    —Punto de ruptura —dijo—, para un príncipe es una buena cosa conocerlo, Peter. Las cadenas se parten si les pones demasiado peso, y lo mismo pasa con las personas. Tenlo siempre presente.
    Y ahora lo tenía presente, mientras tiraba de su primer cordel.
    ¿Cuánta fuerza le estaría aplicando? ¿Cinco arreldes? Por lo menos.
    ¿Diez? Tal vez. Pero es posible que sólo fuera su anhelo. Mejor diria ocho. No, siete. Siempre era preferible cometer un error en el aspecto pesimista, si es que tenía que haber un error. Si calculaba mal..., bien, los adoquines de la Plaza de la Aguja eran durisimos.
    Volvió a tirar con más fuerza todavía, y ahora los músculos de sus brazos comenzaron a resaltar un poco. Cuando el primer cordel se rompió con un chasquido, Peter supuso que le había estado aplicando una fuerza equivalente a quince arreldes, casi unos veinticinco kilos.
    No estaba descontento con el resultado.
    Aquella noche arrojó el cordel roto por la ventana, ya que al día siguiente los hombres que mantenían limpia la Plaza de la Aguja lo reco gerían junto al resto de los desperdicios.
    La madre de Peter, al ver el interés de su hijo por la casa de muñecas y su pequeño rnobiliario, le enseñó a tejer cordeles y a trenzarlos en diminutas alfombras. Cuando deja-mos de hacer una cosa durante mucho tiempo, lo más probable es que olvidemos cómo se hacía exactamente, pero a Peter le sobraba tiempo, y después de unos cuantos experimen-tos, volvió a adquirir la práctica del trenzado.
    "Trenzado" era la manera en que su madre se referia a esta labor y Peter continuaba llamándole asi, pero trenzado no era realmente la palabra adecuada; trenzar, hablando con corrección, es tejer a mano dos cordeles. El entretejido, que asi es como se hacen las al-fombras, es el tejido a mano de tres o más cordeles. En el entretejido, se apartan dos corde-les, separados en los extremos. El tercero se coloca entre ambos, pero más bajo, de modo tal que sobresalga uno de sus extremos.
    Esta pauta continúa aplicándose a cada nuevo trozo de cordel que se agrega. El resul-tado se parece un poco a un tirador de campanilla chino..., o a las alfombras con galones que hay en las casas de vuestras queridas abuelas.
    A Peter le llevó tres semanas poder juntar los hilos suficientes para probar esta técni-ca, y parte de una cuarta para recordar exactamente los pasos del entretejido. Pero una vez adquirida la práctica, consiguióhacer una verdadera cuerda. Era delgada, y a vosotros os pareceria una locura que él pensara colgarse de ella, pero la cuerda poseia una resistencia mucho mayor de lo que aparentaba. Descubrió que podía romperla, pero sólo si enlazaba firmemente los extremos alrededor de sus manos y tiraba hasta conseguir que los músculos de sus brazos y de su pecho se hincharan y los tendones sobresaliesen en su cuello.
    El techo del cuarto de dormir estaba apoyado sobre unas gruesas vigas de roble. Cuando tuviera suficiente cuerda, tendria que probar su peso en una de ellas. Si no lo resis-tia, habría que comenzar todo de nuevo..., pero semejantes pensamientos eran inútiles, y Peter lo sabia, así que se puso a trabajar.
    Cada hilo sacado de la servilleta tenía una longitud aproximada de unos cincuenta centímetros; aunque Peter perdía unos cinco entre el hilado y el entretejido. Le llevó tres meses hacer una cuerda de tres cabos, cada uno de ellos de ciento cinco hilos, y de casi un metro de largo. Una noche, después de asegurarse de que los carceleros se hallaban borra-chos y jugando a los naipes en la planta inferior, ató el flexible cable a una de las vigas. Cuando estuvo enlazado y atado con un nudo corredizo, apenas si quedó colgado un trozo de unos cuarenta centimetros.
    Se veía lamentablemente endeble.
    A pesar de eso, Peter se agarró a él y se colgó apretando fuertemente los labios en una severa línea blanca, esperando que en cualquier momento los hilos se soltasen dejándole caer sobre el pavimento. Pero los hilos resistían.
    Los hilos resistían.
    Creyendo a duras penas lo que estaba sucediendo, Peter permaneció colgado del ape-nas visible cable durante todo un minuto, y después se subió a la cama para desatar el nudo corredizo. Mientras lo hacía las manos le temblaban y tuvo que manipular torpemente el nudo un par de veces, ya que tenía los ojos empañados por las lágrimas. No podía recordar que su corazón estuviese tan pleno desde la lectura de la breve nota de Ben.
    72
    Peter había estado escondiendo la cuerda debajo de su colchón, pero se dio cuenta de que esto no duraria mucho. La Aguja tenía casi cien metros de altura hasta la punta de su tejado cónico; la ventana de la celda estaba a unos ochenta y cinco metros de los adoqui-nes. Peter medía un metro setenta y creía poder ser capaz de dejarse caer del extremo de la cuerda desde aproximadamente unos seis metros. Pero incluso en el mejor de los casos, por lo menos le seria necesario esconder ochenta y siete metros de cuerda.
    En el pavimento de la parte este de su dormitorio descubrió una piedra floja, y con sumo cuidado la extrajo de su sitio. Tuvo una sorpresa placentera al descubrir que debajo de ella había un pequeño espacio.
    Como no veia con claridad, introdujo la mano para palpar en la oscuridad, mientras esperaba, con el cuerpo rigido y tenso, a que algo comenzase a reptar sobre ella..., o se la mordiese.
    Nada de eso sucedió, y justo cuando estaba a punto de retirar la mano uno de sus de-dos rozó algo: metal frío. Peter sacó el objeto; pudo ver que era un relicario en forma de corazón con una fina cadena. Tanto el relicario como la cadena parecían ser de oro. Por su peso, a Peter no le pareció que pudiese ser falso. Al cabo de unos instantes de sopesarlos y probarlo, Peter encontró un delicado resorte. Al apretarlo, el relicario se abrió de repente. En su interior había dos retratos, uno a cada lado; eran tan bonitos como cualquiera de las diminutas pinturas que había dentro de la casa de muñecas de Sasha; quizás, incluso más bellos. Peter contempló aquellos rostros con verdadera curiosidad de niño. El hombre era muy apuesto, la mujer muy hermosa.
    Una tenue sonrisa modelaba los labios del varón y sus ojos expresaban cierta malicia. Los ojos de ella eran serios y oscuros. Parte de la sorpresa de Peter provenia del hecho de que aquel relicario debía ser muy antiguo, según pudo deducir observando la vestimenta de los retratados. Pero eso no era lo más importante. Lo que de verdad le impresionaban era que aquellos dos rostros le resultaban misteriosamente familiares. El los había visto con anterioridad.
    Cerró el relicario y miró en el reverso. Le pareció que allí había grabadas unas inicia-les, pero como estaban demasiado adornadas con volutas no pudo descifrarlas.
    Siguiendo un impulso, volvió a explorar la cavidad. Esta vez tocó papel. Se trataba de una hoja de papel de oficio vieja y quebradiza; pero la letra era clara y la firma incon-fundible. El nombre del firmante era Leven Valera, el infame Duque Negro de la Baronía Meridional. Valera, el cual había podido ser rey algún dia, pasó en cambio los últimos veinticinco años de su vida encerrado en lo alto de la Aguja por el asesinato de su esposa. ¡No resultaba extraño que los retratos del relicario le resultaran familiares! El hombre era Valera; la mujer, Eleanor, la esposa asesinada por él, acerca de cuya belleza todavia se seguían cantando baladas.
    La tinta que usó Valera era de un extraño color negro rojizo, y la primera línea de su esquela estremeció el corazón de Peter. Toda la esquela estremeció su corazón, y no sólo porque la similitud entre la posición de Valera y la suya propia resultaba demasiado grande para ser una mera coincidencia.
    Al que encuentre esta nota:
    Escribo con mi propia sangre, extraída de una vena que he abierto en mi antebrazo izquierdo, mi pluma es el mango de una cuchara al cual he sacado punta durante mucho tiempo contra las piedras de mi alcoba. Me he pasado casi un cuarto de siglo en este sitio entre las nubes; vine siendo un hombre joven y ahora soy un viejo. Los ataques de tos y la fiebre han vuelto, y creo que esta vez no voy a sobrevivir.
    Yo no he matado a mi esposa. A pesar de que todas las evidencias demuestran lo contrario, yo no he matado a mi esposa. La quería y aún la sigo queriendo, si bien su ado-rado rostro se ha empañado en mi traicionera mente.
    Creo que fue el mago del rey quien asesinó a Eleanor, y dispuso las cosas para des-hacerse de mí, debido a que yo me interponía en su camino. Por lo visto sus planes han funcionado y ahora ha prosperado; pero yo creo que al final los Dioses castigan la maldad. Ya llegará su Día, y con la cercanía de mi propia muerte siento cada vez con mayor fuerza que él será vencido por uno que vendrá a este lugar de desesperanza.
    Uno que hallará y leerá esta carta escrita con mi sangre.
    Si esto sucede, os digo a gritos: ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Ignoradme a mí y mis años perdidos si os es necesario, pero jamás, jamás, jamás os olvidéis de mi querida Eleanor, asesinada mientras dormía en su lecho! No fui yo quien envenenó su vino; escribiré aquí con mi sangre el nombre del asesino: ¡Flagg! ¡Fue Flagg! ¡Flagg! iFIagg!
    Coged el Relicario, y mostrádselo un instante después de haber liberado al mundo de su más grande villano. Mostrádselo. Así, en ese instante, sabrá que yo también he tenido parte en su caída, incluso desde mi lejana e injusta tumba de asesino.
    Quizás ahora comprendáis el verdadero motivo que hizo estremecer a Peter; o quizá no. Tal vez os ayude a entenderlo mejor si os recuerdo que, aunque aparentaba ser un hombre saludable y vigoroso de mediana edad, Flagg en realidad era muy viejo.
    Sí, Peter había leído acerca del supuesto crimen de Leven Valera.
    Pero los libros en los cuales lo había leído eran de historias. Antiguas historias. Aquel pergamino amarillento y casi desintegrado se refería primero al mago del rey, y luego mencionaba a Flagg por su nombre. ¿Mencionaba su nombre? Lo gritaba, daba alaridos. Con sangre.
    Pero el supuesto crimen de Valera había tenido lugar durante el reinado de Alan II...
    ... y Alan II había gobernado Delain hacía cuatrocientos cincuenta años.
    —Dios, oh gran Dios —murmuró Peter, dirigiéndose tambaleante a su cama, en la que se dejó caer pesadamente, justo antes de que se le aflojaran las rodillas y se desplomase en el suelo—. ¡Ya lo había hecho con anterioridad! Ya lo había hecho, y exactamente del mismo modo.
    ¡Cuatro siglos atrás!
    El rostro de Peter estaba mortalmente pálido, tenía los pelos de punta. Por primera vez se dio cuenta de que Flagg, el mago del rey, era en realidad Flagg e] monstruo, libre en Delain una vez más, sirviendo a un nuevo soberano, sirviendo a su joven, confundido y fácilmente influenciable hermano.
    73
    En un primer momento, Peter tuvo la atolondrada idea de prometerle a Beson otro soborno si le llevaba el relicario y el pergamino a Anders Peyna. En su inicial acceso de excitación, le pareció que aquella nota tendria que señalar a Flagg como el culpable y a él, liberarle. Una breve reflexión le convenció de que mientras eso podría suceder en un libro de cuentos, no ocurriría en la vida real. Peyna se reíría diciendo que aquello era una falsifi-cación. ¿Y si se lo tomara en serio? Eso quizá significase el fin tanto del Juego General como del príncipe encarcelado.
    Peter poseía oídos agudos, y escuchaba con atención los chismes de las tabernas y vinaterías que iban y venían entre Beson y los carceleros inferiores. Había escuchado co-mentarios acerca del aumento del impuesto a los agricultores, la amarga broma que sugeria que Thomas el Portador de la Luz debería ser rebautizado Thomas el Portador de los Im-puestos. Incluso llegó a enterarse de que unos cuantos bromistas atrevidos llamaban a su hermano Brumoso Tom el Siempre Borracho.
    Desde que Thomas había ascendido al trono de Delain, el hacha del verdugo funcio-naba con la regularidad de un reloj de péndulo, sólo que este reloj anunciaba traición—sedición, traición—sedición, traición—sedición con una constancia que comenzaba a ser monótona, de tan aterradora que era.
    Para entonces Peter había comenzado a sospechar sobre el objetivo de Flagg: condu-cir a la monarquía instituida de Delain a una completa destrucción. Mostrándole el relicario y la carta a Peyna sólo lograria que éste se riera o que tomara ciertas medidas. Y en ese caso, indudablemente ambos serían aniquilados.
    Finalmente Peter volvió a depositar el relicario y el pergamino donde los había en-contrado. Y junto con ellos puso un pequeño cordón de noventa centímetros que había tardado un mes entero en hilar. No se sentía muy disgustado con su labor nocturna, la cuerda resistía, y el descubrimiento del relicario y del pergamino luego de más de cuatro-cientos anos le demostró al menos una cosa: el escondite no corria peligro de ser descu-bierto.
    Con todo, le quedaban muchas más cosas por pensar, asi que aquella noche permane-ció despierto hasta tarde.
    Cuando dormia, le pareció escuchar la voz seca y cascada de Leven Valera que le su-surraba al oido: ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Venganza!
    74
    El tiempo, sí, el tiempo. Peter pasó mucho en lo alto de la Aguja.
    Le creció una barba larga, salvo allí donde aquella cicatriz blanca le surcaba la mejilla como una saeta luminosa. Con el paso de los años, pudo observar muchos cambios desde su ventana. Y oyó hablar de otros aún más terribles. El péndulo del verdugo no se retrasaba, sino que por el contrario adelantaba: traición—sedición, traición—sedición, informaba, y a veces rodaban media docena de cabezas durante el transcurso de un solo dia.
    En el tercer año de encarcelamiento de Peter, el año en el cual consiguió hacer treinta flexiones de una vez colgado de la viga central de su dormitorio, Peyna renunció a su pues-to de Juez General por hastío.
    Durante una semana fue el tema en todas las tabernas y vinaterías, y durante una se-mana y un día el tema de los carceleros de Peter. Ellos creían que Flagg encarcelaría a Peyna antes de que el calor de las asentaderas del viejo hombre desapareciese del asiento del juez, y que muy pronto los ciudadanos de Delain sabrían de una vez por todas si en las venas del Juez General había sangre o agua helada. Pero cuando Peyna continuó en liber-tad, se dejó de hablar de ello. Peter se alegraba de que Peyna no hubiese sido arrestado. No abrigaba contra él ningún resentimiento, a pesar de su buena disposición a creer que él era el asesino de su padre; y sabía que la fuerza de las evidencias había corrido por cuenta de Flagg.
    También durante el tercer año de su estancia en la Aguja, Brandon el buen padre de Dennis, murió. Su muerte fue digna y sin afectación.
    A pesar de un terrible dolor en el pecho y en el costado concluyó su labor diaria y se dirigió despacio a su casa. Se sentó en la pequeña sala de estar, con la esperanza de que el dolor desapareciera. Pero, en lugar de ello, se hizo más intenso. Entonces Brandon llamó a su lado a su mujer y a su hijo, los besó y les preguntó si podía beber un vaso de ginebra. Se lo sirvieron. El hombre se lo tomó de un trago, volvió a besar a su mujer, y le pidió que abandonase la habitación.
    —Ahora habrás de servir a tu amo en todo, Dennis —dijo—. Ya eres un hombre, y tienes ante ti una misión de hombres.
    —Serviré al rey lo mejor que pueda, padre —repuso Dennis, aunque la idea de tener que asumir las responsabilidades de su padre le aterrorizaba.
    Su bondadoso rostro estaba lustroso por las lágrimas. Durante los últimos tres años. Brandon y Dennis habían estado sirviendo a Thomas y las responsabilidades del joven no variaron mucho de las tareas realizadas para Peter; no obstante, por alguna razón, jamás había vuelto a ser lo misrrio, ni siquiera en la más mínima cosa.
    —Thomas, sí —dijo Brandon, y luego susurró—: Pero, llegado el momento de hacerle un servicio a tu primer amo, Dennis, no debes vacilar. Yo nunca...
    En aquel instante, Brandon se apretó el lado izquierdo del pecho, se puso rígiclc. y murió. Murió donde hubiese deseado morirse, en su propia silla, frente a su propio fuego.
    Durante el cuarto año de prisión de Peter (su cuerda oculta debajo de las piedras cada vez se iba haciendo más larga), la familia Staad desapareció. El trono se apoderó de lo poco que había quedado de sus tierras, como siempre lo hizo cuando desaparecía una familia noble.
    Y mientras el reinado de Thomas progresaba, las desapariciones se hacían cada vez más frecuentes.
    Los Staad sólo fueron un pequeño paréntesis en los chismes de las tabernas durante una activa semana que incluía cuatro decapitaciones, una elevada imposición de contribu-ciones contra los tenderos y el arresto de una vieja mujer que por tres días consecutivos estuvo desfilando frente al palacio, gritando que a su nieto se lo habían llevado y torturado por hablar en contra de los impuestos de ganadería de años anteriores. Pero cuando Peter escuchó que los carceleros nombraban a los Staad, el corazón se le paralizó por un momen-to.
    La cadena de acontecimientos que conducían a la desaparición de los Staad era en aquel entonces conocida por todos los habitantes de Delain. El hacha del verdugo había mermado considerablemente a los miembros de la nobleza. Muchos de aquellos nobles murieron porque sus familias servían al reino desde hacía cientos, o miles de años. y no podían creer que semejante injusticia cayese sobre ellos. Otros, al ver las sangrientas ins-cripciones en las paredes, huyeron. Los Staad se encontraban entre estos últimos.
    Entonces comenzaron los rumores.
    Se tramaban toda clase de cuentos en secreto, cuentos que insinuaban que aquellos nobles no se habían simplemente diseminado a los cuatro vientos, sino que se hallaban ocultos en algún sitio, quizás en los densos bosques al norte, planeando la caida del trono.
    Aquellas historias llegaron a Peter como una brisa a través de su ventana, como una corriente de aire por debajo de su puerta... Eran sueños de un mundo más comprensivo. Principalmente trabajaba en su cuerda, la cual, durante el primer ano, creció cuarenta y cinco centímetros cada tres semanas. Al finalizar aquel año, tenía un delgado cordel de siete metros; un cordel que era, al menos en teoría, lo bastante resistente como para soportar su peso. Pero había una gran diferencia entre colgarse de la viga de su dormitorio y suspenderse a ochenta y cinco metros de altura, y Peter se daba cuenta de ello. Literalmen-te, arriesgaría su vida con aquella delgada cuerda.
    Y quizá siete metros por año no fueran suficientes; pasarían más de ocho antes de que pudiese siquiera intentarlo, y los rumores que escuchaba de segunda mano se habían hecho tan audibles como para ser perturbadores. Sobre todas las cosas, el reino debía perdurar; no debía haber ni revueltas, ni caos. A los que ocasionaban perjuicio había que enmendarles, pero por medio de la ley, y no con arcos, hondas, mazas y garrotes. Thomas, Leven Valera, Roland, él mismo, e incluso Flagg eran insignificantes ante ella. Era preciso que existiese la ley.
    ¡Cómo le habría amado por esto Anders Peyna, envejecido y amargado junto a su fuego!
    Peter decidió que tendría que hacer lo posible para escaparse cuanto antes. Por lo tan-to realizó largos cálculos, contando mentalmente para no dejar indicios. Los hizo una y otra vez, verificando si no había cometido algún error.
    En su segundo año en la Aguja, comenzó a extraer diez hilos de cada servilleta; en su tercer año, quince; en su cuarto año, veinte. La cuerda crecía. Diecisiete metros de longitud luego de un segundo año; veintinueve al finalizar el tercero, cuarenta y cinco cuando con-cluyó el cuarto.
    En aquel momento a la cuerda todavía le faltaban cuarenta metros para llegar hasta el suelo.
    Durante su último año, Peter comenzó a quitar treinta hilos de cada servilleta, y por primera vez sus robos se vieron claramente. Cada servilleta presentaba un aspecto deshila-chado en sus cuatro lados, como si los ratones se las hubieran estado comiendo. Peter es-peró angustiado que sus extracciones fuesen descubiertas en cualquier momento.
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    Pero no lo fueron. Ni entonces ni nunca. Ni siquiera hubo curiosidad al respecto. Pe-ter pasó interminables noches (o al menos eso le parecieron) con la pregunta de cuándo oiría Flagg alguna cosa incorrecta, algo discordante que le hiciera intuir lo que él estaba tramando. Enviaría a algún subordinado, supuso Peter, con lo cual se iniciarían los interro-gatorios. Peter meditó acerca de todas las cosas con desesperada minuciosidad, y sólo una de sus conjeturas había estado equivocada, pero ésta le condujo a una segunda (eso sucede a menudo con las conjeturas erradas) y la segunda era una verdadera perla. Peter había supuesto que existía un número limitado de servilletas, quizás unas mil en total las cuales eran usadas una y otra vez. Sus pensamientos sobre el tema de la provisión de servilletas jamás pasaron de allí. Dennis podría haberle dicho otra cosa y con probabilidad le hubiese ahorrado dos años de trabajo, pero a Dennis jamás nadie le había preguntado. La verdad era simple y a la vez sorprendente. Las servilletas para Peter no provenían de una provisión de mil, dos mil, o tres mil; había aproximadamente medio millón de aquellas viejas y mo-hosas servilletas.
    En una de las profundas plantas debajo del castillo se hallaba un cuarto de almacenar tan grande como un salón de baile. Y estaba repleto de servilletas..., servilletas..., nada más que servilletas. Para Peter olían a moho, y eso no era sorprendente, casualmente o no, la mayoría de éstas eran de una época que coincidía con el encarcelamiento y muerte de Le-ven Valera, y la existencia de todas aquellas servilletas, casualmente o no, se debía, de un modo indirecto, al trabajo de Flagg.
    De una curiosa forma, él las había creado.
    Aquellos tiempos fueron en verdad oscuros para Delain. Faltaba poco para que el ca-os que Flagg tan íntimamente deseaba cayese sobre el país. Valera había sido depuesto; en su lugar ascendió al trono el loco rey Alan. Si hubiese vivido diez años más, seguramente el reino se habría visto bañado en sangre..., pero Alan fue alcanzado por un rayo mientras jugaba a los dados en el prado trasero un día de lluvia torrencial (como ya os he dicho, estaba loco). Alguien dijo: fue un rayo enviado por los mismos dioses, pues le sucedió su sobrina, Kyla, que fue conocida como Kyla la Buena... y, desde Kyla, la línea sucesoria fue a dar directa y legítimamente a las generaciones de Roland y a los hermanos cuya historia habéis estado escuchando. Kyla, la Reina Buena, sacó al país del oscurantismo y la pobreza. Para conseguirlo casi tuvo que llevar a la quiebra al Tesoro Real, pero ella sabía que el dinero en circulación, una moneda firme, era la sangre que otorgaba vida a un reino. Gran cantidad de la moneda circulante en Delain había sido gastada durante el reinado del salva-je y extraño Alan II, un rey que en ocasiones bebía la sangre de las orejas cortadas de sus criados y que aseguraba poder volar; un rey más interesado en magia y necromancia que en las gananciás y pérdidas y en el bienestar de su pueblo. Kyla sabía que para corregir los errores del reinado de Alan se necesitaba una colosal cantidad de amor y florines, y co-menzó haciendo que toda persona apta físicamente, desde el más viejo hasta el más joven, volviese a trabajar en Delain.
    Muchos de los viejos habitantes de la ciudadela del castillo fueron puestos a hacer servilletas; no porque hicieran falta (creo haberos dicho lo que gran parte de la realeza y nobleza de Delain sentía por ellas), sino porque era necesario el trabajo. En algunos casos aquellas manos habían estado inactivas durante veinte años o más, y laboraban con un huso, hilando en telares iguales al que habían en la casa de muñecas de Sasha... ¡A excepción de su tamaño, naturalmente!
    Durante diez anos, estos viejos, casi un millar de ellos, hicieron servilletas cobrando su buen dinero del Tesoro de Kyla por la labor realizada. Durante diez años las personas apenas un poco más jóvenes y capaces de moverse con mayor energía las llevaron al fresco y seco cuarto de almacenar debajo del castillo. Peter advirtió que muchas de las servilletas que le traían no sólo olían a moho, sino que también estaban apolilladas. Se sorprendía y no adivinaba el motivo, de que hubiera tantas que se encontraban en muy buen estado.
    Dennis podría haberle contado que las servilletas se traían, se usaban una vez, se volvían a llevar (sin los hilos que Peter les había extraído), y luego simplemente se tiraban. Después de todo, ¿por qué no? Había suficientes servilletas para quinientos príncipes du-rante quinientos años..., e incluso para más tiempo. Si Anders Peyna no hubiera sido un hombre con tanta compasión como severidad, entonces quizá sí que la cantidad de serville-tas habría sido limitada. Pero él sabía muy bien lo mucho que necesitaba trabajar aquella humilde mujer sentada en su mecedora, además de lo exiguo de su jornal (en su tiempo, Kyla la Buena también lo supo), por lo que dejó que continuara, encargándosele que le llegara el dinero por medio de Beson, ahora que los Staad se habían visto obligados a esca-par. La vieja mujer se convirtió en un elemento permanente al lado del cuarto de las servi-lletas, con su aguja lista para deshacer en lugar de bordar. Año tras año se sentaba en su reposera, quitando cientos de miles de escudos reales, así que en realidad no era sorpren-dente que a los oídos de Flagg jamás hubiese llegado rumor alguno sobre los insignificantes hurtos de Peter.
    Como veis, si no hubiera sido por esa única conjetura equivocada y por esa pregunta sin hacer, Peter podría haber terminado su trabajo mucho antes. Algunas veces sí que le parecía que las servilletas no se acortaban con la rapidez que debían hacerlo, pero nunca se le ocurrió cuestionarse su idea básica (aunque indefinida) de que si las servilletas que él usaba se las volvían a traer. ¡Si se hubiera hecho esa única pregunta...!
    Pero quizás, al final, todas las cosas tuvieron un mejor desenlace.
    O quizá no. Esta es otra cuestión en la cual deberéis sacar vuestras propias conclu-siones.
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    Dennis venció su miedo a ser el mayordomo de l'homas. Después de todo, el joven soberano lo ignoraba casi por completo, excepto para regañarle a veces por haberse olvida-do de llevarse los zapatos (por lo general Thomas los dejaba en cualquier parte y después olvidaba dónde) o para insistir en que Dennis le acompañase con un vaso de vino. El vino hacía que Dennis siempre tuviese dolores de estómago, si bien por las noches se había acostumbrado a un poquito de ginebra. No obstante se lo bebía. No precisaba tener a su lado al bueno de su padre para que le dijera que uno no rechazaba un ofrecimiento del rey de beber con él. Algunas veces, por lo general cuando estaba borracho, Thomas le prohibía a Dennis marcharse a su casa e insistía en que pasase la noche en sus habitaciones. Dennis suponía, con acierto, que se trataba de noches en las cuales Thomas se sentía demasiado solo para soportar su propia soledad. Thomas le daría largos, pesados y farragosos sermones acerca de cuán difícil era ser rey, lo mucho que él se estaba esforzando por hacer bien su trabajo y ser justo, y cómo todos le odiaban por una u otra razón. A menudo lloraba durante estos sermones, o se reía estrepitosamente ante cualquier cosa, mas, por lo general, se dormía a la mitad de una defensa desproporcionada de un impuesto cualquiera. A veces se dirigía tambaleante a su lecho, y Dennis se dormía, o perdía el conocimiento, sobre el sofá, y Dennis tenía que improvisar su incómoda cama sobre el frío pavimento de la chimenea. Es probable que se tratase de una vida de lo más extraña para un mayordomo; pero, por supuesto, a Dennis le parecía completamente normal debido a que era la única que había conocido.
    Que Thomas le ignorara casi siempre era una cosa. Que Flagg le ignorase era otra, incluso mucho más importante. De hecho, Flagg había desechado a Dennis por completo en su plan para mandar a Peter a la Aguja. Para él, aquel chico no había sido más que una herramienta, que una vez cumplida su función podía dejarse a un lado. Si Flagg hubiese pensado en Dennis, le habría parecido que la herramienta había sido bien recompensada: después de todo, era el mayordomo del rey.
    Pero una noche, a principios del invierno del año en que Peter contaba veintiún años y Thomas dieciséis, una noche cuando la delgada cuerda de Peter ya casi estaba a punto de ser terminada, Dennis vio algo que lo cambió todo; y es con aquello que Dennis vio en esa fría noche con lo que debo comenzar a narrar los últimos acontecimientos de mi relato.




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    Era una noche parecida a las que tuvieron lugar durante el terrl ble período que ante-cedió y precedió a la muerte de Roland. El viento soplaba bajo un cielo negro y gemía en los callejones de Delain. La gruesa escarcha cubría los pastos de las Baronías Interiores y los adoquines de la ciudadela del castillo. Al principio, un cuarto de luna aparecía y des-aparecía entre las veloces nubes; pero a medianoche las nubes se cerraron y taparon la luna por completo. Cerca de las dos de la manana, cuando Thomas despertó a Dennis con el ruido del picaporte de la puerta que comunicaba su sala de estar y el corredor exterior, comenzó a nevar.
    Dennis escuchó el ruido y en seguida se incorporó, haciendo una mueca ante la rigi-dez de su espalda y el hormigueo que recorría sus piernas. Aquella noche Thomas se había dormido sobre el sofá en vez de llegar tambaleante a su cama, por lo que al joven mayor-domo le tocó acostarse en el suelo de la chimenea. El fuego ya casi se había extinguido. La parte de su cuerpo que había estado tendida cerca de éste la sentía cocida, el otro lado lo tenía congelado.
    Dennis miró hacía el lugar de donde provenía el ruido..., y por un momento el terror le paralizó el corazón y demás órganos vitales. En ese momento creyó que en la puerta había un fantasma, y casi gritó.
    Luego vio que sólo se trataba de Thomas con su blanca camisa de dormir.
    —¿M... mi señor rey?
    Thomas pareció no oírle. Tenía los ojos abiertos, pero no miraban al picaporte; se ve-ían dilatados y somnolientos y parecían contemplar el vacío. De repente, Dennis creyó que el joven monarca era sonámbulo.
    Al mismo tiempo que Dennis sacaba sus conclusiones, Thomas pareció darse cuenta de quc la razón por la cual el picaporte no funcionaba se debía a que el cerrojo aún se hallaba echado. Tiró de él y salió a la antecámara, pareciendo más fantasmal que nunca bajo la mortecina luz de los candelabros del pasillo. Hubo un revuelo de bajos de camisa de dormir, y luego Thomas desapareció descalzo.
    Por un instante, Dennis se quedó sentado inmóvil, con las piernas cruzadas, olvidán-dose del hormigueo de sus miembros, y con el corazón latiéndole con fuerza. Afuera, el viento arrojaba nieve contra los cristales romboides de las ventanas de la sala de estar pro-duciendo un prolongado gemido de fantasma. ¿Qué debía hacer?
    Solamente una cosa, por supuesto. El joven rey era su amo. El tenía la obligación de seguirle.
    Es probable que aquella turbulenta noche hubiera traído a la mente de Thomas un re-cuerdo muy intenso de Roland; pero no necesariamente. En realidad, pensaba en su padre muy a menudo. La culpa es como una llaga, infinita, fascinante, y el individuo culpable se siente apremiado a examinarla y a escarbar en ella, con lo cual jamás se cura definitiva-mente. Thomas había bebido menos de lo acostumbrado; pero, cosa extraña, a Dennis le pareció más borracho que nunca. Sus frases habían resultado confusas y mal pronunciadas, y el blanco resaltaba en sus pupilas dilatadas.
    En gran parte, esto se debía a que Flagg se había marchado. Corrían rumores de que los nobles renegados, entre ellos la familia Staad, fueron vistos reunidos en los Bosques Lejanos, en las regiones septentrionales del reino. Flagg iba en su búsqueda al frente de un regimiento de vigorosos soldados entrenados para la batalla. Cuando Flagg no estaba, Thomas siempre se tornaba un poco más asustadizo. El sabía que esto era debido a que dependía por completo del sombrío mago.... aunque no alcanzaba a darse cuenta de hasta qué punto dependía de Flagg. El vino ya no era el único vicio de Thomas. Por lo general, a quienes guardan secretos les es difícil conciliar el sueño, y Thomas padecía un grave in-somnio. Sin saberlo, se hizo adicto a los brebajes para dormir preparados por Flagg. Antes de partir hacía el Norte con los soldados, le dejó preparada una provisión de la droga, aun-que Flagg esperaba estar fuera sólo tres días, a lo sumo cuatro. Durante los tres últimos, Thomas había dormido mal, si es que en algún momento logródormirse. Se sentía extraño, nunca estaba ni completamente dormido ni del todo despierto. Le perseguía el recuerdo de su padre. Creía que el viento le traía su voz que gritaba: ¿Por qué razón me miras? ¿Por qué razón me miras de ese modo? Visiones producidas por el vino... visiones del misterioso y consolador rostro de Flagg..., visiones de la silla de su padre ardiendo..., estas cosas le ahuyentaban el sueño y permanecía despierto durante las largas horas de la noche mientras el resto del castillo dormía.
    Cuando a la octava noche Flagg aún continuaba sin regresar (él y los soldados segu-ían acampados a ochenta kilómetros del castillo, y el mago se hallaba de un pésimo humor; el único rastro de los nobles que habían encontrado eran unas huellas congeladas que podr-ían tener días o semanas de antiguedad), Thomas hizo llamar a Dennis. Era bien entrada la noche, aquella noche octava, cuando Thomas se levantó del sofá y comenzó a caminar.
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    Dennis siguió a su amo y señor el rey a través de aquellos largos y ventosos pasillos de piedra, y si habéis llegado hasta aquí, creo que debéis saber hacía dónde se dirigía Tho-mas el Portador de la Luz.
    La tormenta nocturna continuó al amanecer. En los pasillos no había nadie, al menos Dennis no vio a nadie. Si hubiese habido alguien en los pasillos, él o ella bien podrían haberse escapado en dirección contraria, quizá gritando, creyendo que habían visto cami-nando dos fantasmas, el que abría la marcha con una larga y blanca camisa de dormir que con facilidad podía ser tomado por una mortaja, y el que le seguía con un sencillo cha-quetón, pero descalzo y de rostro tan pálido que asemeJaba un cadáver. Sí, supongo que ante su presencia cualquiera se hubiese escapado, y rezaría largas oraciones antes de dor-mir..., y es posible que ni siquiera con muchas oraciones pudiese evitar tener pesadillas.
    Thomas se detuvo en medio de un pasillo al cual Dennis raramente bajaba, y abrió una puerta oculta que hasta ese momento jamás había advertido. El joven rey penetró en otro pasillo (ninguna doncella con los brazos cargados de sábanas se les cruzó, como suce-dió algunos años atrás con Thomas y Flagg cuando el mago llevó al príncipe por este mismo camino— todas las buenas doncellas hace mucho que estaban en sus lechos), y al llegar hasta cierto punto, Thomas se detuvo tan repentinamente que Dennis casi se lo lleva por delante.
    El joven monarca miró a su alrededor, como para comprobar que nadie le había se-guido, v sus somnolientos ojos omitieron totalmente a Dennis, al cual se le puso la piei de gallina, y fue todo lo que pudo hacer para no chillar. Los candelabros de aquel casi olvida-do corredor chorreaban y hedían vilmente a aceite rancio; la luz era débil y tenebrosa. El mayordomo podía sentir cómo su cabello trataba de erizarse cada vez que aquellos ojos en blanco, parecidos a un farol apagado e iluminado solamente por la luna, lo miraban sin verle.
    El estaba allí, de pie frente a Thorllas, pero Thomas no le veía; para él, su mayordomo era opaco.
    Oh, debo huir, susurraba parte de la mente de Dennis; pero dentro de su cabeza, aquel vago susurro era como un grito. ¡Oh, debo huir, él ha muerto, ha muerto en su sueño y yo estoy siguiendo a un cadáver ambulante! Pero entonces escuchó la voz de su papá, de su adorado y muerto papá, que le decía por lo bajo: Pero llegado el momento de hacerle un servicio a tu primer amo, Dennis, no debes vacilar.
    Una voz mucho más profunda que ambas le dijo que el momento para ese servicio había llegado. Y Dennis, un joven sirviente de baja posición que en una oportunidad había alterado el destino del reino al descubrir un ratón ardiendo, quizá volvería a alterarlo si permanecía en su sitio, a pesar del terror que le helaba los huesos de estar con el corazón en la garganta.
    Con una voz grave y rara que nada tenía que ver con la suya (pero a Dennis aquella voz le sonaba misteriosamente familiar), Thomas dijo:
    —Cuatro piedras hacía arriba contando a partir de la que tiene una muesca. Apriétala. ¡Rápido!
    El hábito de la obediencia estaba tan arraigado en Dennis que comenzó a moverse antes de darse cuenta de que Thomas, en su sueño, se había dado una orden con la voz de otra persona. Antes de que Dennis diera un solo paso, el rey empujó la piedra, la cual se hundió unos ocho centímetros. Se escuchó saltar un resorte. Dennis se quedó boquiabierto cuando una parte de la pared se deslizó hacía adentro. Thomas la empujó aún más, y su asombrado acompañante pudo ver que allí había una enorme puerta secreta. Las puertas secretas le hicieron pensar en paneles secretos, y los paneles secretos le llevaron a pensar en ratones ardiendo. Otra vez sintió la necesidad de salir huyendo y luchó para dominarse.
    Thomas entró. Por un momento sólo fue una vacilante camisa de dormir en la oscuri-dad, una camisa de dormir sin nadie en su interior.
    La pared de piedra volvió a cerrarse. Se trataba de una ilusión perfecta.
    Dennis permanecía allí plantado, saltando de un pie descalzo al otro. ¿Qué es lo que debía hacer ahora?
    De nuevo le pareció escuchar la voz de su padre, pero ahora sonaba impaciente, como si no tolerara negativa alguna. ¡Síguelo, miserable muchacho! ¡Síguelo, y hazlo rápido! ¡Este es el momento! ¡Síguelo!
    Pero, papá, la oscuridad...
    Le pareció sentir un vigoroso cachetazo, y Dennis pensó histérico:
    ¡Incluso cuando estás muerto tienes una mano derecha fuerte, padre!
    ¡Está bien, está bien, ya voy!
    Contó cuatro piedras hacía arriba a partir de la muesca y empujó.
    La puerta se deslizó unos diez centímetros hacía adentro en la oscuridad.
    En el espantoso silencio del corredor, Dennis escuchó un tenue sonido repiqueteante, como si fuese producido por un ratón de piedra. Al cabo de unos instantes, el muchacho se dio cuenta de que el sonido provenía del castañeteo de sus propios dientes.
    Oh, papá, estoy tan asustado, gimió..., y luego siguió al rey Thomas entre tinieblas.
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    Mientras tanto, a ochenta kilómetros de ailí, envuelto en cinco mantas para protegerse del severo frío y el rugiente viento, Flagg lanzó un grito entre sueños justo en el preciso instante en que Dennis seguía al rey dentro del pasadizo secreto. Sobre una loma no dema-siado lejana, los lobos aullaron al unísono. El soldado que dormía a la izquierda de Flagg murió instantaneamente de un ataque al corazón, soñando que venía el gran león para de-vorarle. El soldado que dormía del lado derecho de Flagg se despertó por la mañana descu-briendo que estaba ciego. A veces los mundos se estremecen y tuercen hacía dentro sus ejes, y aquél era uno de esos períodos. Flagg podía percibirlo, pero no lo comprendía. En esto radicaba la salvación de todo lo que era bueno; en tiempos de gran trascendencia, de vez en cuando los seres malignos se quedaban extrañamente ciegos. Cuando a la mañana siguiente el mago del rey se despertó, supo que había tenido un mal sueño, probablemente de su remoto y olvidado pasado, pero no recordaba cuál era su contenido.


    80
    La oscuridad dentro del pasadizo secreto era absoluta, el aire inmóvil y seco. En eso, proveniente de algún lugar más adelante, Dennis oyó un terribIe y desolado sonido.
    El rey estaba llorando.
    Al oírlo, Dennis perdió algo de su miedo. Sentía una gran curiosídad, y también una gran pena por Thomas, que siempre parecía estar triste, y que, como rey, había crecido gordo y granujiento; a menudo se le veía pálido y le temblaban las manos debido a la gran cantidad de vino bebido la noche anterior, y también solía tener mal aliento.
    Las piernas de Thomas ya estaban comenzando a doblarse y, a no ser que Flagg le acompañase, mostraba tendencia a caminar con la cabeza gacha y el cabello colgándole sobre la cara.
    Dennis se guió a ciegas, con las manos extendidas hacía delante.
    El sonido del llanto en la oscuridad era cada vez más cercano. ., y entonces, de re-pente, las tinieblas dejaron de ser completas. Escuchó que algo se deslizaba y luego percibió vagamente a Thomas. Se hallaba de pie al final del pasadizo, y una débil luz ámbar provenía de dos pequeños agujeros que se recortaban en la negrura. Para Dennis, aquellos agujeros tenían un raro parecido a dos ojos flotantes.
    En el mismo momento en que Dennis comenzó a creer que no le pasaría nada, que sobreviviría a esta extraña caminata nocturna, Thomas dio un alarido. Gritó con tanta fuerza que produjo la impresión de haberse desgarrado las cuerdas vocales. Las piernas de Dennis se negaron a sostenerle, y el muchacho cayó sobre sus rodillas, con las manos apretadas a la boca para detener sus propios gritos, y ahora le parecía que aquel pasaje secreto estaba repleto de fantasmas, fantasmas parecidos a murciélagos que en cualquier momento podían enredársele en los cabellos; así era, para Dennis, aquel lugar, parecía estar habitado por la inquieta muerte, y quizá lo estaba; quizá lo estaba.
    Casi se desmaya..., casi..., pero no por completo.
    En algún lugar, abajo, él oyó ladridos y comprendió que estaban encima de las perre-ras del viejo rey. Los pocos perros de Roland que estaban aún vivos no habían sido vueltos a sacar de allí. Eran los únicos seres vivos —además del propio Dennis— que habían oído aquellos salvajes aullidos. Pero los perros eran reales, no se trataba de fantasmas, y Dennis se aferro a aquella idea igual que lo hace un náufrago al mástil de una nave.
    Al cabo de breves instantes, se dio cuenta de que Thomas no estaba gritando, sino que se expresaba en un tono lastimero. Al principio, Dennis sólo pudo comprender una frase, aullada una y otra vez:
    —¡No bebáis el vino! ¡No bebáis el vino! ¡No bebáis el vino!
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    Tres noches después, se oyó un ligero golpe en la puerta cerrada del salón de una granja situada en una de las Baronias Interiores, muy cerca de donde, no hacía mucho, había vivido la farnilia Staad.
    —¡Adelante! —gruñó Anders Peyna—. Y será mejor que traigas buenas noticias, Arlen.
    Arlen había envejecido en los años desde que Beson apareció en la puerta de Peyna con la nota de Peter. Sin embargo, los carnbios que él había sufrido no eran nada compara-dos con los de Peyna.
    El antiguo Juez General había perdido casi todo su cabello; asimismo, se había que-dado sumamente delgado. Aun así, las pérdidas de cabello y de peso no eran nada en com-paración con el deterioro de su rostro; en otro tiempo había sido imponente, ahora resultaba lastimoso, pues se le habían formado unas grandes ojeras oscuras. Su semblante tenía una expresión desesperada. Y existían buenas razones para ello.
    Había visto cómo las cosas que defendiera durante toda su vida se habían venido abajo... con excesiva facilidad y en un tiempo sumamente corto.
    Bueno, supongo que todas las personas inteligentes saben cuán frágiles son conceptos tales como Ley, Justicia y Civilización, pero es algo en lo que no suelen pensar de buen grado, pues ahuyenta el sueño y quita el apetito.
    Ver cómo su vida se había desmoronado igual que un castillo de naipes era terrible, pero había otra cosa que había obsesionado a Peyna durante los últimos cuatro años, algo aún peor. Se trataba del conocimiento de que Flagg no había conseguido efectuar solo sus siniestros cambios en Delain. Peyna le había ayudado. En realidad, ¿quién más vio que Peter fue sometido a un juicio quizá demasiado rápido? ¿Quién sino él había estado tan convencido de la culpabilidad de Peter..., y no tanto por la evidencia como por las lágrimas de un muchacho?
    Desde el día en que Peter fue llevado a la torre de la Aguja, el tajo del verdugo situa-do en la Plaza de la Aguja había permanecido teñido de un macabro color rojizo. Ni siquie-ra la lluvia más torrencial había conseguido lavarlo. Y Peyna creía que podía ver aquella siniestra mancha roja extendiéndose a partir del tajo... extendiendo hasta cubrir la plaza, las calles del mercado, las avenidas. En sus pesadillas, Peyna veía riachuelos de sangre recién derramada corriendo brillantes y acusadores entre los adoquines y yendo a caer como un torrente por los desagues.
    Veía las estrellas del Castillo Delain brillando sangrientas al sol, y la carpa del foso flotando muerta a causa del envenamiento causado por la sangre, que surgía incontenible de las cloacas, así como de las fuentes de la misma tierra. Veía la sangre surgir de todas partes, tiñendo los campos y bosques. En aquellos horrorosos sueños hasta el sol le empezaba a parecer un ojo enrojecido, carente de vida.
    Flagg le había dejado vivir. En las tabernas (de aguamiel), la gente cuchicheaba, tapándose la boca con las manos, que él había llegado a un arreglo con el mago, que quizá le hubiese dado a Flagg los nombres de algunos traidores, o que quizá Peyna tenía algunas pruebas contra Flagg, algún secreto que saldría a la luz si Peyna moría repentinamente. Esto era, por supuesto, ridículo Flagg no era un hombre al que nadie amenazase; ni Peyna, ni ningún otro. No existían tales secretos. No había habido pactos ni arreglos. Sencillamente Flagg le había dejado vivir..., y Peyna sabía el porqué. Muerto, quizás encontraría la paz. Vivo, debía enfrentarse al tormento de su mala conciencia. Le había dejado vivir para que contemplase los terribles cambios que imponía en Delain.
    —¿Qué hay? —preguntó, irritado—. ¿De qué se trata, Arlen?
    —Ha venido un muchacho, mi señor. Dice que debe verle.
    —Que se marche —dijo Peyna malhumorado y pensando que, no más de un año atrás, hubiese oído una llamada a la puerta; parecía que cada día estaba más sordo—. Sabes que no recibo a nadie después de las nueve. Habrán cambiado muchas cosas, pero ésa no.
    Arlen se aclaró la garganta.
    —Conozco al muchacho. Es Dennis, hijo de Brandon. Es el mayordomo del rey quien llama.
    Peyna contempló fijamente a Arlen, creyendo a duras penas lo que acababa de escu-char. Quizá se estaba quedando sordo mucho más rápido de lo que él pensaba. Le pidió a Arlen que lo repitiese, y volvió a escuchar lo mismo que la primera vez.
    —Lo atenderé. Hazle pasar.
    —Muy bien, mi señor. —Arlen dio media vuelta para marcharse.
    La similitud con la noche en que vino Beson con la nota de Peter, incluso por el frío viento que gemía fuera, acudió poderosamente a la mente de Peyna.
    —Arlen —llamó.
    El criado se volvió.
    —¿Mi señor?
    La comisura derecha de la boca de Peyna se curvó imperceptiblemente.
    —¿Estás absolutamente seguro de que no se trata de un muchacho duende?
    —Absolutamente seguro, mi señor —replicó Arlen, y la comisura izquierd a de su propia boca se torció tenuemente—. Ya no quedan duendes en el mundo actual. O eso es al menos lo que me dijo mi madre.
    —Obviamente era una mujer con sentido común y buen discernimiento, dedicada a criar a su hijo como es debido para no cargar con la responsabilidad de cualquier imperfec-ción que pudiese existir en el material con el cual tenía que trabajar. Trae al muchacho directamente aquí.
    —Sí, mi señor.
    La puerta se cerró.
    Peyna volvió a mirar el fuego y se frotó sus viejas manos castigadas por ia artritis en un gesto de infrecuente agitación. El mayordomo de Thomas. Aquí. Ahora. ¿Por qué?
    Pero era inútil hacer especulaciones; en un momento la puerta se abriría y la respuesta entraría en forma de un hombre—muchacho que con toda seguridad estaría temblando de frío, incluso medio congelado.
    A Dennis le habría sido mucho más fácil haber encontrado a Peyna si hubiera seguido viviendo en su confortable casa dentro de la ciudadela del castillo, pero su casa había sido vendida a la fuerza debido a unos "impuestos impagados que aparecieron después de su renuncia.
    Los pocos cientos de florines que logró ahorrar en el transcurso de cuarenta años era lo único con lo que contaba para comprar aquella pequeña casa de campo y continuar pagándole a Beson. Técnicamente se hallaba en las Baronías Interiores; pero, con todo, le separaban muchos kilómetros del castillo... y el clima había sido muy frío.
    Escuchó, al otro lado de la puerta, el murmullo de voces que se aproximaban. Ahora. Ahora la respuesta entraría por la puerta. De pronto aquel absurdo sentimiento, aquel sen-timiento de esperanza, igual a un potente rayo de luz dentro de una oscura caverna, volvió a apoderarse de él. Ahora la respuesta entrará por la puerta, pensó, y por un momento se descubrió a sí mismo creyendo que era realmente verdad.
    Mientras sacaba su pipa favorita de un cajón que había detrás de él, Anders Peyna vio que sus manos estaban temblando.
    82
    El muchacho era ciertarnente un hombre, pero el término empleado por Arlen no es-taba injustificado, al menos esta noche. Peyna advirtió que tenía frío, aunque también sabía que el frío por sí solo no hacía que nadie temblase de la manera que temblaba su visitante.
    —¡Dennis! —dijo Peyna, irguiéndose bruscamente en su silla, e ignorando el agudo dolor que este movimiento le causaba en la espalda—. ¿Le ha sucedido algo al rey?
    Imágenes espantosas y terribles posibilidades se acumularon con rapidez en la vieja cabeza de Peyna: el rey muerto, bien a causa de haber bebido demasiado vino, o probable-mente por su propia mano.
    En Delain todo el mundo sabía que el joven soberano padecía una profunda depre-sión.
    —No..., quiero decir... sí..., pero no..., pero no del modo en que pensáis..., del modo en que yo creo que pensáis...
    —Acércate un poco más al fuego —dijo tajante Peyna—. ¡Arlen, no te quedes ahí parado como un tonto! ¡Trae una manta! ¡Mejor trae dos! ¡Y arropa a este muchacho antes de que se muera sacudiéndose como una chinche!
    —Sí, mi señor —repuso Arlen.
    Jamás en su vida se había quedado papando moscas, él lo sabía, y Peyna también. Pero se daba cuenta de la gravedad de aquella situación y salió apresuradamente. Cogió las dos mantas de su propia cama pues en aquella glorificada choza de campesino las únicas otras dos mantas estaban en la cama de Peyna. Las llevó hasta el sitio donde Dennis se encogía junto al fuego todo lo cerca que le era posible sin quemarse vivo. La escarcha que había cubierto su cabello estaba comenzando a derretirse y a correr por sus mejillas seme-jando lágrimas.
    Dennis se envolvió con las mantas.
    —Ahora, té bien fuerte. Una taza para mí, una tetera para el muchacho.
    —Mi señor, en la casa no queda más que media lata de té...
    —¡Me importa un comino cuánto nos queda! Una taza para mí, una tetera para el muchacho.—Se quedó considerando la situación—. Y hazte también una taza para ti, Ar-len; quiero que luego vuelvas y escuches con atención.
    —¿Mi señor? —Todos sus modales no fueron suficientes para que Arlen reprimiese ante aquello una mirada de sincero asombro.
    —¡Maldición! —rugió Peyna—. ¿Tendré que pensar que te has vuelto tan sordo co-mo yo? ¡Haz lo que te he dicho!
    —Sí, mi señor —repuso Arlen, y fue a preparar el poco té que quedaba en la casa.
    83
    Peyna no había olvidado por completo todo lo que sabía acerca del arte de interrogar; en realidad, no se había olvidado lo más mínimo de aquello, ni de nada. Pasaba largas no-ches sin dormir en las que deseaba ser capaz de no acordarse de ciertas cosas.
    Mientras Arlen preparaba el té, Peyna trató de tranquilizar a aquel atemorizado (no, aquel aterrorizado) muchacho. Le preguntó a Dennis por su madre. Si los problemas de desague que tanto habían incomodado al castillo finalmente habían sido solucionados. So-licitó su opinión acerca de las siembras primaverales. Se mantuvo alejado de todos los temas que pudieran ser peligrosos..., y poco a poco, mientras se calentaba, Dennis recobró la calma.
    Cuando Arlen sirvió el té, caliente, fuerte y humeante, Dennis sorbiómedia taza de un solo trago, sonrió, y luego se bebió el resto. Impasible como siempre, Arlen le sirvió más.
    —Despacio, chico —dijo Peyna, encendiendo al fin su pipa—. Despacio es la palabra que mejor le va al té caliente y a los caballos inquietos.
    —Frío. Pensé que me iba a congelar por el camino.
    —¿Has venido andando? —Peyna fue incapaz de reprimir su sorpresa.
    —Sí. Mandé a mi madre a que les dijera a los criados inferiores que estaba en casa con gripe. Eso será suficiente para unos cuantos días, es una época del año en que hay mu-cho contagio..., o al menos tendría que haberlo. Caminé. Todo el día. No me atreví a pedirle a nadie que me trajera. No quería que se acordasen de mí. Ignoraba que estuviese tan lejos. Si lo hubiera sabido, quizá me habría decidido a pedír que me llevasen. Salí a las tres en punto. —Se esforzó, luchando con su garganta, y luego estalló—: ¡Y no pienso regresar jamás! ¡Me he dado cuenta del modo en que él me mira desde que ha vuelto! ¡Escrutándo-me de lado, con los ojos completamente oscuros! ¡Et antes jamás me había mirado de ese modo; ni siquiera se molestaba en mirarme! ¡Sabe que yo he visto algo! ¡No sabe qué, pero está convencido de que algo ha sucedido! ¡Lo puede oír en mi cabeza, como yo oigo sonar las campanas de la Iglesia de los Grandes Dioses! ¡Si yo me quedase, él se desharía de mí! ¡Sé que lo haría!
    Peyna contempló al muchacho con la frente arrugada, intentando comprender aquella compulsiva declaración.
    Los ojos de Dennis estaban cargados de lágrimas.
    —Me refiero a F...
    —Despacio, Dennis —aconsejó Peyna. Su voz era cálida, pero no sus ojos—. Sé a quién te refieres. Mejor no pronunciar su nombre en voz alta.
    Dennis le miró con sencilla y muda gratitud.
    —Es mejor que me cuentes aquello para lo cual has venido.
    —Sí. Sí, de acuerdo.
    Dennis dudó unos instantes, tratando de controlarse y de poner en orden sus ideas. Peyna aguardaba indiferente, procurando controlar su creciente excitación.
    —Pues verá —dijo por último Dennis—, tres noches atrás Thomas me llamó y me dijo que me quedara con él, como lo ha hecho otras veces. Y a eso de la medianoche, aproximadamente...
    84
    Dennis narró la historia que vosotros ya sabéis, y hay que reconocer que no intentó mentir acerca de su propio pánico, ni disimularlo. Mientras hablaba, afuera el viento gemía lastimosamente, y al tiempo que el fuego se consumía, los ojos de Peyna se tornaban cada vez más ardientes. Aquí, pensó, había peores cosas de las que jamás se hubiera imaginado No sólo Peter envenenó a Roland, sino que Thomas vio cómo sucedía.
    No era de extrañarse que el niño rey estuviera tan a menudo malhumorado y depri-mido. Quizá los rumores que corrían por las tabernas, rumores que ya tenían a Thomas medio loco, no fueran tan improbables como Peyna había pensado.
    Pero cuando Dennis hizo una pausa para tomar más té (Arlen llenósu taza apurando hasta la última gota que quedaba en la tetera), Peyna descartó aquel pensamiento. Si Tho-mas presenció cómo Peter envenenaba a Roland, ¿para qué había venido entonces Dennis..., y con tan gran pavor de Flagg?
    —Escuchaste algo más —dedujo Peyna.
    —Sí, mi señor Juez General —repuso Dennis—. Thomas..., a veces desvaría por completo. Los dos estuvimos encerrados a oscuras largo rato.
    El joven mayordomo se esforzó por ser más claro, pero no encontró palabras para transmitir el horror de aquel estrecho pasadizo, con Thomas chillando frente a él en la ne-grura, y los pocos perros supervivientes del rey muerto ladrando debajo de ellos. No había frases para describir el olor de aquel sitio, un olor a secretos que se habían puesto rancios como leche derramada en una cueva. No hallaba el modo de expresar su creciente temor de que su amo se hubiese vuelto loco en medio de su sueño.
    Thomas había gritado una y otra vez el nombre del mago del rey; imploró al soberano que inspeccionara bien su copa para ver en el fondo al ratón que simultáneamente se quemaba y se ahogaba en el vino. ¿Por qué me miras de ese modo?, había chillado. Y lue-go: Os he traído una copa de vino, mi rey, para demostraros que yo también os amo. Y finalmente comenzó a decir a gritos palabras que Peter hubiese reconocido, palabras que se remontaban a más de cuatrocientos años de antiguedad: ¡Fue Flagg! ¡Flagg! ¡Fue Flagg!
    Dennis levantó su taza y, al llevársela a la boca se le escapó de la mano y se estrelló contra la solera del hogar.
    Los tres se quedaron mirando los fragmentos de la loza.
    —¿Y después? —preguntó Peyna, con una voz engañosamente amable.
    —Nada durante un largo rato —respondió Dennis con vacilación—. Mis ojos se..., se acostumbraron a la oscuridad y logré verle un poco. Estaba dormido..., dormido ante aque-llos dos pequeños agujeros, con el mentón apoyado en el pecho y los ojos cerrados.
    —¿Y durante cuánto tiempo se quedó en esa posición?
    —Mi señor, no lo sé, los perros se habían calmado. Y quizá yo..., yo...
    —¿Estabas un poco adormecido? Yo creo que es probable, Dennis.
    —Luego, más tarde, pareció despertarse. Al menos sus ojos se abrieron. Cerró los pequeños paneles y todo volvió a oscurecerse. Escuché que se movía así, que retiré mis piernas para que no tropezara con ellas... Su camisa de dormir... me rozó la cara...
    Dennis esbozó una mueca al recordar la sensación de telarañas acariciándole la mejilla izquierda.
    —Fui tras él. Salió de aquel lugar..., yo le seguía de cerca. Cerró la puerta, con lo cual volvió a ser una simple pared de piedra. Regresó a sus habitaciones y yo continué detrás.
    —¿Os habéis cruzado con alguien? —preguntó Peyna tan bruscamente que Dennis casi dio un salto—. ¿Quién os ha visto?
    —No. No, mi señor Juez General. Nadie nos ha visto.
    —Ah. —Peyna se tranquilizó—. Eso está muy bien. ¿ Y no sucediónada más aquella noche?
    —No, mi señor. Se metió en la cama y durmió como si estuviera muerto. —Dennis hizo una pausa antes de añadir—: Yo pasé la noche en blanco, y desde entonces no he po-dido dormir mucho.
    —¿Y a la mañana siguiente él...?
    —No se acordaba de nada.
    Peyna lanzó un gruñido. Juntó las yemas de los dedos y miró lo poco que restaba del fuego a través de la pequeña estructura que había formado con sus manos.
    —¿Y tú has vuelto a ese pasadizo?
    Curiosamente, Dennis preguntó:
    —¿Vos hubierais vuelto, mi señor?
    —Sí —afirmó Peyna con sequedad—. Pero te pregunto si has vuelto tú.
    —Sí, lo hice.
    —Por supuesto lo has hecho. ¿Te han visto?
    —No. Una doncella pasó a mi lado en el pasillo. Creo que la lavandería se encuentra más abajo. Pude percibir el olor a jabón de lejía, igual al que usa mi madre. Cuando la doncella desapareció, conté cuatro piedras hacía arriba a partir de la muesca y entré.
    —¿Para ver lo que Thomas había visto?
    —Sí, mi señor.
    —¿Y lo conseguiste?
    —Sí, mi señor.
    —¿Y qué era? —preguntó Peyna con perspicacia—. ¿Qué viste cuando corriste aquellos paneles?
    —Mi señor, vi la sala de estar del rey Roland —contestó Dennis—. Estaba llena de cabezas colgadas de las paredes. Y... mi señor... —A pesar del calor que todavía emanaba del escaso fuego, Dennis se estremeció—. Todas aquellas cabezas... parecían estar mirán-dome.
    —Pero había una cabeza que tú no podías ver —dijo Peyna.
    —No, mi señor, las he visto to... —Dennis se detuvo, con los ojos muy abiertos—. ¡Niner! —exclamó sin aliento—. Las mirillas...
    Se detuvo, con los ojos casi tan grandes como platos.
    El silencio volvió a inundar la habitación. Afuera, el viento continuaba soplando y gimiendo. Y a varios kilómetros de distancia, Peter, el legítimo rey de Delain, se encorvaba sobre un diminuto telar en su elevada celda, hilando una cuerda tan fina que era casi im-perceptible.
    Por último, Peyna lanzó un profundo suspiro. Desde su sitio junto al hogar, Dennis le observaba suplicante..., lleno de esperanzas..., temeroso... Peyna se inclinó hacía delante con lentitud y le tocó el hombro.
    —Has hecho bien en venir aquí, Dennis, hijo de Brandon. Has hecho bien al dar una razón de tu ausencia, una muy verosímil, según mi opinión. Esta noche dormirás con noso-tros, en el ático, debajo del alero. Hará frío, pero me parece que tendrás un sueño mucho más tranquilo que en los últimos días. ¿O me equivoco?
    Dennis movió la cabeza despacio, una sola vez, y de su ojo derecho se escapó una lágrima que le recorrió lentamente la mejilla.
    —¿Y tu madre no sabe nada acerca del motivo por el cual has tenido que marcharte por un tiempo?
    —No.
    —Entonces no hay que temer de que ella se preocupe por tu ausencia. Arlen te con-ducirá arriba. Esas son sus mantas, creo, y tendrás que devolvérselas. Pero en el desván hay paja, y está limpia.
    —Yo puedo arreglármelas para dormir con una sola manta, mi señor —dijo Arlen.
    —¡Calla! La sangre joven permanece caliente incluso mientras duerme, Arlen. Tu sangre se ha enfriado. Y es probable que necesites tus mantas..., en caso de que gnomos y duendes se aparezcan en tus sueños.
    Arlen apenas sonrió.
    —Por la mañana, ya hablaremos más, Dennis, pero no verás a tu madre durante una temporada; es algo que debo decirte, aunque sospecho que ya te habrás dado cuenta de que quizá no sería para ti muy saludable regresar a Delain, viendo tu aspecto.
    Dennis trató de sonreír, pero sus ojos irradiaban temor.
    —Al venir aquí no sólo pensaba en el asunto de la gripe, y ésa es la pura verdad. Pero ahora también he puesto vuestra salud en peligro, ¿no es así?
    Peyna le dirigió una fría sonrisa.
    —Yo soy viejo, y Arlen también. La salud de los viejos nunca es muy buena. Por lo general, eso hace que sean más precavidos de lo que debieran..., pero a veces les lleva a ser más osados.
    Especialmente, pensó, si tienen muchas cosas que expiar.
    —Seguiremos hablando por la mañana. Mientras tanto, tú te mereces un descanso. Arlen, ¿le alumbrarás el camino hacía el ático?
    —Sí, mi señor.
    —Y luego regresa aquí.
    —Sí, mi señor.
    Arlen condujo al exhausto Dennis fuera de la habitación, dejando a Anders Peyna meditando delante del casi extinguido fuego.
    85
    Cuando Arlen regresó, Peyna le dijo con calma:
    —Tenemos planes que hacer, Arlen, pero quizás antes puedas servirnos una gota de vino. Será mejor que esperemos a que el muchacho esté dormido.
    —Mi señor, ya estaba dormido antes de apoyar la cabeza sobre el heno que amontonó a modo de almohada.
    —Perfecto. De todos modos, nos tomaremos una gota de vino.
    —Una gota es todo lo que nos queda —informó Arlen.
    —Bien. Así mañana no tendremos que partir con la cabeza embotada ¿no te parece?
    —¿Mi señor?
    —Arlen, mañana partimos, los tres juntos, hacía el Norte. Yo lo sé y tú lo sabes. Dennis dijo que en Delain hay gripe, por lo tanto debe haberla; de todos modos, hay uno que si pudiera nos la contagiaría. Nos marchamos debido a nuestra salud.
    Arlen asintió en silencio.
    —Sería un crimen dejarle ese buen vino al recaudador de impuestos. Por lo tanto nos lo beberemos...; luego nos meteremos en la cama.
    —Como digáis, mi señor.
    Los ojos de Peyna destellaron.
    —Pero antes de acostarte, subirás al ático y traerás la manta que le has dejado al mu-chacho, desoyendo mis estrictas y precisas instrucciones.
    Arlen se quedó mirando boquiabierto a Peyna, el cual se burló de su mirada atónita con extraña capacidad. Y por primera y última vez durante su servicio como mayordomo, Arlen se rió en voz alta.
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    Peyna se acostó pero no pudo dormir. No era el sonido del viento lo que no le dejaba dormir, sino el sonido de una risa impasible que provenía de dentro de su propia cabeza.
    Cuando ya no pudo seguir aguantándola más, se levantó, regresó a la sala de estar y se sentó delante de las tibias cenizas del hogar, con el cabello cano formándole uma especie de pequena nube sobre el cráneo.
    Inconsciente de su cómico aspecto (y si se hubiese percatado de él, no le habría dado importancia), se sentó envuelto en sus mantas, como si fuera el indio más viejo del universo, contemplando el fuego extinguido.
    El orgullo antecede a la caída, le había dicho su madre cuando era pequeño, y Peyna lo comprendió. El orgullo es una broma que tarde o temprano hará reír al desconocido que llevamos dentro, también le había dicho su madre, pero aquello él no lo comprendió..., sin embargo, ahora lo comprendía. Esta noche el desconocido se estaba riendo muy fuerte. Demasiado fuerte para que él pudiese dormir, a pesar de que a la mañana siguiente comen-zaría un día largo y difícil.
    Peyna era perfectamente capaz de apreciar la ironía de su posición.
    Toda su vida había servido a la idea de la ley. Conceptos como fuga de prisión y "ebelión armada le horrorizaban. Aún lo hacían, pero había que enfrentarse a ciertas verda-des. Por ejemplo, que en Delain estaban en marcha los mecanismos para una revuelta. Peyna sabía que los nobles que se habían escapado hacía el Norte se hacían llamar exiliados, aunque tampoco pasaba por alto que muy pronto pasarían a llamarse rebeldes. Y si él pensaba detener los inicios de una revuelta, tendría que utilizar los mecanismos de rebelión para ayudar a un prisionero a fugarse de la Aguja. Esta era la broma de la cual se reía el desconocido que llevaba dentro, y se reía tan alto que dormir era una remota posibilidad.
    Acciones como aquellas en las que ahora se hallaba pensando iban en contra de la esencia de toda su vida, pero él no daría marcha atrás, ni aunque le ocasionasen la muerte (lo que bien podría sucederle). Peter había sido injustamente encarcelado. El verdadero rey de Delain no ocupaba el trono, sino que permanecía encerrado en una fría celda de dos cuartos en lo alto de la Aguja. Y si para enderezar las cosas era preciso utilizar métodos anárquicos, así se haría. Pero...
    —Las servilletas —murmuró Peyna.
    Sus pensamientos no dejaban de rondar en torno a ellas. Antes de recurrir a la fuerza de las armas para liberar al legítimo rey y verle recuperar el trono, el asunto de las servilletas tendrá que ser investigado. Se hacía necesario preguntarle a Peter. Dennis... y el joven Staad, tal vez... si...
    —¿Mi señor? —preguntó Arlen tras él—. ¿Os encontráis indispuesto?
    Arlen había oído levantarse a su amo, algo que no podía escapar a casi ningún ma-yordomo.
    —Estoy indispuesto —asintió Peyna abatido—. Pero no es nada que pueda curar mi médico, Arlen.
    —Lo siento mucho, mi señor.
    Peyna se giró hacía Arlen y posó en él sus claros y hundidos ojos.
    —Antes de convertirnos en forajidos, quiero saber por qué pidió la casa de muñecas de su madre... y las servilletas con cada una de sus comidas.
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    —¿Regresar al castillo? —preguntó Dennis a la siguiente mañana, con una voz tan ronca que casi parecía un susurro—. ¿Regresar donde está él?
    —Si sientes que no puedes hacerlo, no te presionaré —dijo Peyna— Pero me parece que tú conoces el castillo lo bastante bien como para mantenerte alejado de su camino. Si es así, sabrás cómo entrar sin ser visto. Si te descubren lo pasarás mal. Tienes un aspecto demasiado saludable para ser un muchacho que se supone está en casa enfermo.
    Aquel día era frío y despejado. La nieve acumulada sobre las extensas y ondulantes colinas de las Baronías Interiores devolvían un reflejo deslumbrante que hacía que los ojos lagrimeasen. Probablemente a mediodía esté deslumbrado por la nieve, y me lo tendré bien merecido, penso Peyna ofuscado. En su interior, el desconocido parecía hallar esta pers-pectiva sumamente graciosa.
    El castillo de Delain podía verse en el horizonte, azul y con un aire de irrealidad, sus muros y torres le hacían semejante a la ilustración de un libro de cuentos de hadas. Sin embargo, Dennis no parecía un joven héroe en busca de aventuras. Sus pupilas estaban llenas de miedo, y su rostro tenía la expresión de un hombre que hubiese escapado de una guarida de leones..., sólo para ser infGrmado de que se había olvidado su almuerzo, y debía regresar a recogerlo, a pesar de que hubiera perdido el apetito.
    —Tiene que haber una manera de entrar —dijo—. Pero si él me huele, no importará cómo entro ni dónde me escondo. Si él me huele, ira por mi.
    Peyna asintió con la cabeza. No deseaba acrecentar el temor del muchacho, pero en aquella situación, solamente la verdad podría serles útil.
    —Lo que dices es cierto.
    —¿Y así y todo me pide que vaya?
    —Si puedes hacerlo, seguiré pidiéndotelo.
    Durante un frugal desayuno, Peyna le explicó a Dennis lo que quería saber, y le sugi-rió algunos modos de conseguir la información. Dennis meneó su cabeza, no porque se negara sino porque estaba confundido.
    —Servilletas —dijo.
    Peyna asintió.
    —Servilletas.
    Los asustados ojos de Dennis volvieron a posarse en aquel distante castillo de cuento de hadas adormilado en el horizonte.
    —Cuando mi padre se estaba muriendo, me dijo que, si llegaba el momento de hacerle un servicio a mi primer amo, yo debía realizarlo. Pensé que lo había hecho al venir aquí. Pero si debo regresar...
    El mayordomo, que había estado ocupado cerrando definitivamente la casa, se unió a ellos.
    —Arlen, tu llave de la casa, por favor —pidió Peyna.
    El criado se la entregó a su amo, quien a su vez se la dio a Dennis.
    —Arlen y yo iremos en dirección Norte para unirnos con —Peyna hizo una pausa y se aclaró la garganta— los exiliados —concluyó—. Te he dado una llave de esta casa. Cuando lleguemos al campamento, le daré otra, la mia, a un mozo que tú conoces, si es que se encuentra allí. Y creo que si.
    —¿Quién es? —preguntó Dennis.
    —Ben Staad.
    La triste cara de Dennis se iluminó con alegría.
    —¿Ben? ¿Ben está con ellos?
    —Es muy probable —vaticinó Peyna.
    A decir verdad, él sabia muy bien que toda la familia Staad se encontraba con los exiliados, pues él había permanecido alerta, y todavía no estaba tan sordo como para no enterarse de los desplazamientos que tenían lugar en el reino.
    —¿Y le enviaréis aquí?
    —Esa es mi intención, si él quiere venir.
    —¿Para qué? Mi señor, eso es algo que todavia no tengo claro.
    —Ni tampoco yo —repuso Peyna, con aspecto enfadado.
    Se sentía más que enfadado; estaba perplejo.
    —Me he pasado toda mi vida haciendo cosas porque las consideraba lógicas y dejan-do de hacer otras porque pensaba que no lo eran. He visto lo que sucede cuando las perso-nas actúan intuitivamente, o por razones absurdas. A veces los resultados son disparatados y vergonzosos; más a menudo son sencillamente horribles. Pero aquí estoy yo, el mismo de siempre, comportándome como un chiflado adivinador del futuro.
    —No os comprendo, mi señor.
    —Ni tampoco yo, Dennis. Ni tampoco yo. ¿Sabes en qué dia estamos?
    Dennis se vio sorprendido ante aquel repentino cambio de conversación; pero con-testó con suficiente prontitud.
    —Si. Martes.
    —Martes. Bien. Ahora voy a preguntarte algo que mi maldita intuición me dice que es muy importante. Si no sabes la respuesta, o no estás demasiado seguro, ¡por todos los dioses, dilo! ¿Estás listo para la pregunta?
    —Sí, mi señor —contestó Dennis, pero no se hallaba muy convencido de ello; los penetrantes ojos azules de Peyna debajo de sus profusas cejas blancas le ponían nervioso, y la pregunta parecia que iba a ser realmente difícil—. Es decir, me parece que sí.
    Peyna hizo la pregunta, y Dennis se tranquilizó. No le veia mucho sentido, hasta donde él alcanzaba, se trataba de otra tonteria acerca de las servilletas; pero al menos sabía la respuesta, y se la dio.
    —¿Estás seguro? —insistió Peyna.
    —Si, mi señor.
    —Bien. Por lo tanto he aquí lo que quiero hacer.
    Peyna le habló a Dennis durante un rato, mientras los tres permanecían en la fría luz del sol frente a la cabana de retiro a la que el viejo juez jamás volveria. Dennis escuchó con seriedad, y cuando Peyna le instó a que repitiese las instrucciones que le había dado, el muchacho fue capaz de hacerlo correctamente.
    —Bien —aprobó Peyna—. Muy, muy bien.
    —Me alegro de haberos complacido, señor.
    —Nada en todo este asunto me complace, Dennis. Nada de nada. Si Ben Staad llega-ra a estar con aquellos desdichados parias en los Bosques Lejaos, me veré en la coyuntura de tener que sacarlo de una relativa seguridad y exponerlo al peligro, ya que quizá pueda serle de alguna utilidad al rey Peter. Quiero que regreses al castillo porque mi corazón me dice que hay algo raro acerca de esas servilletas que pidió... y de la casa de muñecas... Al-go. A veces creo que ya casi lo tengo, pero en seguida vuelve a escapárseme. Dennis, él no solicitó esas cosas porque si. Apuesto mi vida. Pero yo no lo sé. —Frustrado, Peyna dejó caer rudamente el puño sobre su pierna—. Estoy poniendo en terrible peligro la vida de dos jóvenes excelentes, y mi corazón me dice que hago lo correcto; pero yo... no... lo sé... ¡TOMA!
    Y en el interior, del hombre que cierta vez condenó de corazón a un muchacho a cau-sa de sus lágrimas, el desconocido reía y reía y reia.
    88
    Los dos viejos se alejaron de Dennis, después de estrecharse las manos. Dennis había besado el anillo del juez, un anillo en el que se hallaba el Gran Sello de Delain. Peyna pudo renunciar a su sitial de Juez General, pero no fue capaz de deshacerse de aquella joya, que para él representaba todas las bondades de la ley. Sabía que de tanto en tanto había cometi-do errores; pero no dejaba que le rompieran el corazón. Incluso con este último y más grande de todos, su corazón no se había roto. Peyna sabía, al igual que nosotros en nuestro propio mundo, que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. También sabía que, para los seres humanos, a veces las buenas intenciones sólo se quedan en eso. Los ángeles podrían estar a salvo del castigo eterno, pero las personas eran criaturas menos afortunadas, para las que el infierno siempre se encuentra cerca.
    Peyna puso reparos a que Dennis le besara el anillo, pero el chico insistió. Luego, Arlen le dio un apretón de manos, augurándole que fuera con los dioses. Sonriendo (aunque Peyna aún percibía en sus ojos un temor latente), Dennis les deseó a ellos lo mismo. El joven mayordomo partió hacía el Este, en dirección al castillo, y los dos hombres viejos hacía el Oeste, hacía la granja de un sujeto llamado Charles Reechul, el cual se dedicaba a la cria de perros esquimales de Andua, pagaba, sin quejarse, los excesivos impuestos orde-nados por el rey, y debido a esto era considerado leal..., pero Peyna sabia que Reechul simpatizaba con los exiliados que acampaban en los Bosques Lejanos, y había ayudado a otros a unírseles. Peyna jamás sospechó que algún día necesitaria de los servicios de Ree-chul, pero el momento había llegado.
    La hija mayor del granjero, Naomi, condujo a Peyna y Arlen hacía el Norte en un tri-neo tirado por doce de los más fuertes perros esquimales. El miércoles por la noche llegaron al borde de los Bosques Lejanos.
    —¿Cuánto falta para el campamento de los exiliados? —le preguntó Peyna a Naomi.
    Ella arrojó al fuego el delgado y maloliente cigarro que había estado fumando.
    —Dos dias más si los esquíes aguantan. Cuatro dias si nieva. Si hay tempestad, quizá nunca lleguemos.
    Peyna se acostó. Logró dormirse casi al instante. Lógico o ilógico, hacía años que no dormía tan bien.
    Durante la jornada siguiente, el tiempo se mantuvo despejado, y lo mismo ocurrió el viernes. Al anochecer de aquel día, el cuarto desde que Peyna y Arlen se separaron de Dennis, llegaron a la pequeña masa de tiendas y chozas de madera que Flagg había estado buscando en
    —¡Alto! ¿Quién viene, y cuál es la contraseña? —exclamó una voz.
    Era fuerte, resuelta, animada y audaz. Peyna la reconoció.
    —Soy Naomi Reechul —gritó la muchacha—, y la contraseña de hace dos semanas era trípode. ¡Si ha cambiado, entonces deténme con una flecha, Ben Staad, y yo regresaré para visitarte como un fantasma!
    Ben salió riéndose de detrás de una roca.
    —¡No me atrevería a encontrarme contigo en forma de fantasma, Naomi; viva ya eres lo bastante temible!
    Ignorándole, la chica se giró hacía Peyna.
    —Hemos llegado —dijo.
    —Sí —respondió el juez—. Ya lo veo. Y siento que es bueno que lo hayamos hecho..., porque algo me dice que nos queda poco tiempo..., en realidad muy poco.
    89
    Peter tenía el mismo presentimiento.
    El domingo, dos dias después de que Peyna y Arlen hubieran llegado al campamento de los exiliados, a su cuerda aún le faltaban, segun sus cálculos, nueve metros para llegar hasta el suelo. Esto quería decir que al suspenderse de su extremo con los brazos comple-tamente estirados, tendria que habérselas con un salto de por lo menos siete metros y medio de altura. Sabia que sería mucho más prudente si continuaba con la cuelida otros cuatro meses, inclusG dos rnás. Si al tirarse de la cuerda caia mal y se rompía las piernas, seria descubierto, gimiendo sobre los adoquines, por los guardias de la Plaza durante su ronda diaria, habría malgastado más de cuatro años, sencillamente por no haber tenido la pacien-cia de continuar con su labor otros cuatro meses.
    Esta era la clase de lógica que Peyna hubiera apreciado, pero Peter ahora sentía con mucha mayor premura la necesidad de apurar las cosas. En otros tiempos Peyna habría lanzado un bufido ante la idea de que los sentimientos podían ser más fiables que la razón..., pero ya no estaba tan seguro de ello.
    Peter había estado teniendo el mismo sueño. Durante casi una semana estuvo soñan-do lo mismo, aunque gradualmente se tornaba distinto. Veia a Flagg, agachado sobre un objeto brillante y luminoso que proyectaba sobre el rostro del mago una luz verde amari-llenta. En este sueño, siempre había un momento en el que los ojos de Flagg se abrian muchísimo, como si estuviera sorprendido, y después se cerraban formando unas crueles ranuras. El hechicero bajaba las cejas; la frente se le ensombrecía; su boca esbozaba una sonrisa amarga parecida a una luna creciente. En esta expresión, el soñador Peter sólo podía leer una cosa: muerte. Flagg pronunciaba nada más que una palabra cuando se agachaba soplando sobre el resplandeciente objeto, que vacilaba como una vela al ser alcanzado por el aliento del mago. Sólo una palabra, pero era suficiente. La palabra que salia de la boca de Flagg era el nombre de Peter pronunciado con un tono de airada revelación.
    La noche anterior, la del sábado, la luna había estado rodeada por una banda circular. Los carceleros inferiores creían que pronto iba a nevar. Examinando el cielo por la tarde, Peter supo que estaban en lo cierto. Su padre le había enseñado a pronosticar el tiempo, y de pie frente a la ventana, Peter sintió una punzada de tristeza... y una renovada chispa de fría y sosegada cólera..., la necesidad de volver a hacer las cosas correctamente.
    Haré el intento protegido por la oscuridad y por la tormenta, pensó.
    Incluso habrá un poco de nieve para amortiguar mi caída. Tuvo que sonreírse ante esa idea; siete centímetros de liviana nieve polvo entre él y ios adoqumes modificaban muy poco su situación. O la peligrosamente delgada cuerda le soportaba... o se rompia. Supo-niendo que le soportara, él daria el salto. Y sus piernas o aguantaban el golpe... o no lo hacían.
    ¿Y si aguantan el choque, hacía dónde te dirigirás con ellas? le susurró una débil voz. Cualquiera de los que podrían haberte protegido o ayudado... Ben Staad, por ejemplo... Has óído que su familia hace tiempo que ha sido desalojada de la ciudadela del castillo... y hasta del mismo reino.
    Se confiaria a su suerte, entonces. Suerte de rey. Era algo acerca de lo cual su padre solía hablarle a menudo. Hay reyes con suerte y reyes desafortunados. Pero tú serás tu pro-pio rey y tendrás tu propia suerte.
    A mi parecer, tú has de ser muy afortunado.
    Había sido rey de Delain, al menos en su corazón, por cinco anos, y creía que su suerte era de esa clase que la familia Staad, famosos por su mala fortuna, sabria compren-der. Pero quizás esta noche todo fuera posible.
    Su cuerda, sus.piernas, su suerte. O todo le sostenía o todo se rompia, con toda pro-babilidad al mismo tiempo. No importaba. Confiaría en su suerte, a pesar de que había sido tan escasa.
    —Esta noche —murmuró alejándose de la ventana...
    Pero algo sucedió a la hora de la cena que le hizo cambiar de idea.
    90
    Peyna y Arlen necesitaron todo el martes para hacer los quince kilómetros hasta la granja de Reechul, y cuando llegaron estaban agotados.
    El castillo Delain se hallaba al doble de distancia, pero Dennis probablemente estaría llamando al Portal Oeste, si era lo bastante insensato como para hacer una cosa así, hacía las dos de la tarde, a pesar de su larga caminata del dia anterior. Naturalmente, tal es la diferencia entre los jóvenes y los viejos. Pero lo que podría haber hecho en verdad no im-portaba, ya que Peyna había sido muy claro en sus instrucciones (a pesar de que aseguraba no tener la menor idea de lo que estaba haciendo), y Dennis tenía la intención de seguirlas al pie de la letra. Debido a ello, pasaria algún tiempo antes de que pudiese entrar en el cas-tillo.
    Cuando aún no había recorrido la mitad de la distancia, Dennis comenzó a buscar un lugar donde poder esconderse durante los próximos dias. Hasta el momento no se había cruzado con nadie en el camino, pero ya era más de mediodia y pronto habría gente regre-sando del mercado del castillo. Dennis no quería ser visto ni identificado por persona algu-na. Después de todo, se suponía que él estaba enfermo, guardando cama en su casa. No tuvo que buscar mucho para encontrar un sitio adecuado a sus propósitos. Era una granja abandonada, en otros tiempos bien conservada pero que ahora se había convertido en una ruina. Gracias a Thomas el Portador de Impuestos, se podían encontrar muchos lugares así a lo largo de los caminos que conducían hacía el castillo.
    Dennis permaneció allí hasta entrada la tarde del sábado: cuatro dias en total. Para entonces, Ben Staad y Naomi ya habían partido de los Bosques Lejanos e iban en dirección a la cabaña de Peyna, con Naomi exigiendo el máximo de su equipo de perros esquimales. De haberlo sabido, Dennis se hubiese sentido un poco más tranquilo; pero por supuesto lo ignoraba, y se sentía solo.
    En la granja no había nada de comida, aunque en el sótano encontró unas cuantas pa-tatas y un pufiado de nabos. Se comió las patatas (Dennis odiaba los nabos, siempre los había odiado y siempre los odiaría), quitándoles con su cuchillo las partes podridas, lo que quería decir que desechaba unas tres cuartas partes de cada patata. Le quedó un puñado de esferas blancas del tamaño de huevos de paloma. Comió unas cuantas y, echando una mi-rada hacía el cajón de verduras con los nabos, lanzó un suspiro. Le gustasen o no, era de suponer que para el viernes o asi se veria forzado a comérselos.
    Si estoy lo bastante hambriento, pensó resignado, quizá no me sepan tan mal. ¡Hasta es probable que me zampe esos viejos nabos y quiera más!
    Finalmente se tuvo que comer una buena cantidad de ellos, si bien Dennis se las arregló para mantenerse a salvo hasta el mediodia del sábado. Para entonces, los nabos comenzaron a tener mejor aspecto; mas a pesar del hambre que tenía, le supieron de un modo espantoso.
    Pero, como sospechaba que los próximos dias serian diffciles, se los zampó.
    91
    Dennis también encontró en el sótano un viejo par de raquetas para caminar sobre la nieve. Las correas eran demasiado largas, pero le sobraba tiempo para acortarlas. Los cor-dones habían comenzado a deteriorarse, y en esto Dennis no podía hacer nada, pero creyó que le servirian para su propósito. No las necesitaria por mucho tiempo.
    Durmió en el sótano, temiendo ser cogido por sorpresa, pero a lo largo de las horas de luz de aquellos cuatro largos dias, Dennis se pasaba la mayor parte del tiempo en la sala de la granja desierta, observando la circulación en ambas direcciones. La poca que había comenzaba alrededor de las tres en punto y casi cesaba a las cinco, cuando las tempranas sombras invernales comenzaban a cubrir los campos. La sala era un sitio triste y vacio. Antiguamente había sido un lugar animado donde la familia se reunia para comentar los sucesos de la jornada. Ahora pertenecia únicamente a los ratones... y a Dennis, por supues-to.
    Peyna, luego de escucharle decir al mayordomo del rey que era capaz de leer y escri-bir bastante bien por ser alguien de la servidumbre y de ver cómo hacía las Letras Mayores (esto había sucedido durante el desayuno del martes, la última verdadera comida que Den-nis tuvo desde su almuerzo del lunes, una comida que recordaba con comprensible nostal-gia), le proporcionó varias hojas de papel y un lápiz de grafito.
    Y durante la mayor parte de las horas que permaneció en la casa abandonada, Dennis trabajó con ahinco en una nota. Escribió, tachó, volvió a escribir, ponia caras horribles al releerla, se rascaba la cabeza, sacaba punta al lápiz con su cuchillo, y escribia de nuevo. Estaba avergonzado de su pronunciación, y le aterrorizaba la idea de olvidarse algunos puntos cruciales que Peyna le dijo que pusiera. Había momentos, cuando su pobre cerebro agotado era incapaz de seguir progresando, en los cuales deseaba que Peyna se hubiese quedado una hora más aquella noche en la cual él llegó y tuvo que escribir su condenada nota, o que se la hubiera dicho en voz alta a Arlen. Sin embargo, muchas veces se sentía satisfecho con el trabajo. Toda su vida había laborado duro, y la holgazaneria le ponia ner-vioso e intranquilo. Habría preferido tener que trabajar con su robusto cuerpo de hombre joven antes que con su no tan robusto cerebro de hombre joven, pero el trabajo era el traba-jo, y él se alegraba de poder tenerlo.
    El sábado a mediodia tenía terminada una carta con la que estaba bastante satisfecho (y esó era bueno, puesto que ya no le quedaba más papel). La observó con cierta admira-ción. Llenaba las dos carillas de la hoja, y era la cosa más larga que jamás había escrito. La dobló hasta reducirla al tamaño de un comprimido medicinal, y después miró a través de la ventana de la sala de estar, esperando con impaciencia a que se hiciera de noche y poder partir. Peter veia los cúmulos de nubes desde su pobre sala de estar en lo alto de la Aguja, Dennis desde la sala de estar de su casa abandonada; pero ambos aprendieron de sus pa-dres, uno el rey y el otro el mayordomo de ese rey, a leer el cielo y también Dennis creyó que al día siguiente nevaria.
    Hacía las cuatro, la larga y azul sombra de la casa comenzó a escurrirse de los ci-mientos, y Dennis ya no tuvo tanta prisa por marcharse.
    Le esperaba el peligro..., un peligro mortal. Tenía que ir al sitio en el que, quizá desde hace tiempo, Flagg se cernia con sus hechizos infernales, incluso tal vez estuviese com-probando la enfermedad de cierto mayordomo. Pero cómo él se sintiera en realidad no importaba, y eso Dennis lo sabía; había llegado el momento de cumplir con su obligación, y como lo habían hecho todos los mayordomos de su linea familiar durante siglos y siglos, Dennis lo haría lo mejor posible.
    Dejó la casa en la sombría hora del crepúsculo, calzado con las raquetas para la nieve, y emprendió el camino por los campos en linea recta hacía la ciudadela del castillo. Le vino a la mente la presencia de los lobos; esperó que no hubiese ninguno y, en caso contrario, confióen que ie dejaran en paz. No tenía la menor idea de que Peter pensaba realizar su peligroso inten~o de fuga la siguiente noche; pero, al igual que Peyna (y el mismo Peter), sentía la necesidad de apresurarse; le parecía que, al igual que el cielo, su corazón estaba surcado por nubes plomizas.
    Mientras caminaba pesadamente por los desolados campos cubiertos de nieve, los pensamientos de Dennis giraban en torno a la idea de cómo entrar en el castillo sin ser visto ni rendir explicaciones. Creyóque sabia cómo lograrlo si, claro estaba, Flagg no le olia.
    No bien acababa de pensar en el nombre del mago cuando un lobo aulló en alguna parte de aquella blanca llanura. En una oscura habitación debajo del castillo, la sala de estar de Flagg, el mago se irguiórepentinamente en su silla, en la que se había quedado dormido con un libro de ciencia arcana abierto sobre el regazo.
    —¿Quién ha pronunciado el nombre de Flagg? —susurró el mago, y el loro de dos cabezas emitió un chillido.
    De pie en medio de un extenso y desolado campo cubierto de nieve, Dennis escuchó aquella voz, seca e inquietante como la huida de una araña, en su propia cabeza. Esperó vacilante, conteniendo el aliento. Cuando finalmente lo dejó escapar, de su boca salió una nube de vapor. Sentía frio en todo su cuerpo, pero sobre su frente había gotas de sudor caliente.
    Desde sus pies le vino el sonido de una serie de chasquidos (¡Plik! ¡Plik! ¡Plik!) al rompérsele varios de los cordones podridos de las raquetas.
    El lobo cortó el silencio con su aullido. Era un sonido hambriento y despiadado.
    —Nadie —dijo Flagg entre dientes en la sala de estar de sus oscuras habitaciones.
    Rara vez enfermaba; recordaba haberlo estado sólo tres o cuatro veces en toda su lar-ga vida; pero en el Norte había cogido un fuerte resfriado, por dormir sobre la tierra conge-lada, y a pesar de estar mejorando, todavia no se sentía bien.
    —Nadie. Un sueño. Eso es todo.
    Cogió el libro de su regazo, lo cerró, colocándolo sobre una mesa lateral (la superficie de esa mesa estaba hermosamente recubierta con piel humana) y volvió a apoyarse en su silla. En seguida estaba durmiendo de nuevo.
    En la nevada planicie al oeste del castillo, Dennis lentamente se relajó. Una gota de sudor salado se deslizó hasta su ojo y él se la limpiócon gesto distraido. Había pensado en Flagg... y de alguna forma Flagg logró escuchar~e. Pero ahora la oscura sombra del pen-samiento del mago ya había pasado, al igual que la sombra de un halcón pasa sobre un conejo agazapado. Dennis lanzó un largo y tembloroso suspiro. Sentía las piernas flojas. Intentaria (oh, lo intentaria con todas sus fuerzas) no pensar más en el mago. Pero con la caida de la noche y la aparición en el cielo de la luna con su fantasmal banda circular, aquello era una cosa mucho más fácil de decidir que de curnplir.
    92
    A las ocho en punto, Dennis dejó atrás los campos y se adentró en las Reservas del Rey. Las conocia bastante bien. Había sido escudero de su padre cuando Brandon prestaba servicios al viejo rey en los cotos de caza y Roland solía ir a menudo, a pesar de su avan-zada edad.
    Thomas no venía tan seguido, pero en las pocas ocasiones que el niño rey fue de caza, se requería, naturalmente, la presencia de Dennis. Muy pronto fue a parar a un sendero que conocia, y justo antes de la medianoche llegó al borde de aquel bosque de juguete.
    Se quedó detrás de un árbol, observando los muros del castillo, que se alzaba a unos setecientos metros, a través de un espacio abierto cubierto de nieve. La luna continuaba brillando, y Dennis sabia que los centinelas caminaban por la barbacana del castillo. Tendría que esperar hasta que el príncipe Ailon cruzara con su carruaje de plata por encima del limite del mundo antes de poder atravesar aquel tramo blanco. Incluso entonces estaría terriblemente expuesto. Desde un principio supo que esta parte seria la más arriesgada de toda la aventura.
    Al separarse de Peyna y de Arlen, bajo los agradables rayos del sol, el riesgo parecía aceptable. Ahora se le antojaba descabellado.
    Regresa, le suplicaba en su interior una voz cobarde, pero Dennis sabía que no podía. Su padre le había dejado una tarea que cumplir, y si la intención de los dioses era que mu-riese al tratar de llevarla a cabo, entonces moriria.
    Débil pero clara, como oída en un sueño, le llegó la voz del Pregonero desde la torre central del castillo: "Las doce en punto y sereno...”
    Nada está sereno, pensó Dennis con angustia. Ni la más mínima cosa. Se ajustó al cuerpo su ligera chaqueta dispuesto a esperar a que se ocultase la luna.
    Finalmente desapareció del cielo, y Dennis supo que había llegado el momento de moverse. El tiempo se estaba acortando. Se incorporórezó una breve oración a sus dioses, y comenzó a caminar a través dei espacio abierto lo más de prisa que podía, esperando en cualquier momento el grito de ¿Quién anda ahí? desde los muros del castillo. El grito no se produjo. Las nubes formaban una masa compacta por todo el cielo nocturno. Alrededor del muro del castillo había sólo una sombra oscura. En menos de diez minutos, Dennis estaba al borde del foso.
    Se sentó en la angosta orilla, con la nieve crujiendo debajo de su trasero, y se quitó las raquetas de los pies. Se deslizó dentro del foso, que ahora estaba congelado y cubierto de nieve.
    El trepidante corazón de Dennis disminuyó su velocidad. Se encontraba ahora a la sombra del imponente muro del castillo, y no seria visto a menos que un centinela mirase directamente hacía abajo, y era posible que ni siquiera entonces.
    Dennis tenía cuidado de no atravesar todo el foso (todavia no) porque el hielo cerca-no al muro del castillo estaría delgado y quebradizo.
    Sabia el motivo de esto; el delgado hielo y el desagradable olor que se percibia allí además de la musgosa humedad sobre las enormes piedras exteriores del muro eran su esperanza de entrar secretamente en el castillo. Se desplazó con cuidado hacía la izquierda, con las orejas bien abiertas para escuchar el sonido de agua corriente.
    Al fin logró oirla, y miró hacía arriba. allí, a la altura de sus ojos, había un redondo agujero negro en el sólido muro del castillo, de donde fluía apáticamente el liquido. Era el desague de las cloacas.
    —¡Venga, ahora! —se dijo Dennis por lo bajo.
    Retrocedió cinco pasos, echó a correr, y saltó. En ese momento pudo sentir que el hielo, quebradizo por el constante chorro tibio de desechos que salia del desague, desapa-recía debajo de sus pies. Luego, se encontró aferrado al mohoso borde del desague. Estaba resbaladizo, y tuvo que asirse con mucha fuerza para no caerse. Trepó, buscando dónde apoyar los pies, y por último, de un tirón, logró meterse adentro. Se detuvo unos instantes, tratando de recuperar el aliento, y después comenzó a arrastrarse lentarnente por el conduc-to, en constante empinación. Cuando eran niños, él y sus compañeros de juego habían des-cubierto estos conductos, y fueron rápidamente advertidos por sus padres, en parte porque podrían perderse, pero sobre todo a causa de las ratas de alcantarilla. No obstante, Dennis creía saber en qué parte saldria.
    Una hora más tarde, en un pasillo desierto del ala este del castillo, una rejilla del sis-tema de alcantarillado se movió sin hacer ruido y luego volvió a moverse. Fue empujada en parte hacía el lado, y al cabo de unos instantes un mayordomo muy sucio (y maloliente) llamado Dennis salió del agujero que había en el suelo y se tendió jadeante sobre las frias losas. Podría haberse quedado descansando un poco más, pero incluso a esa extraña hora era posible que pasara alguien. Asi que colocó la rejilla en su sitio y miró a su alrededor.
    En un primer momento no logró reconocer el corredor, cosa que en modo alguno le fastidió. Se puso en marcha hacía la intersección en forma de T que se hallaba en el lejano extremo del corredor. Al menos, reflexionó, no había habido ratas en la maraña de conduc-tos de cloacas debaJo del castillo. Eso había sido un gran alivio. Estaba preparado para ellas no sólo debido a los horripilantes relatos contados por su padre, sinó porque habían encontrado ratas en algunas de las ocasiones en que él y sus compañeros se aventuraron de niños por aquellos conductos, con temerosos chillidos de alegria, pues las ratas eran parte de la pavorosa y arriesgada aventura.
    Probablemente no eran más que unos cuantos ratones, y tu memoria los ha aumentado hasta transformarlos en ratas, pensó Dennis. Esto no era cierto, pero Dennis nunca lo sabria. Su recuerdo de las ratas era veraz. Los conductos habían estado infestados de enormes roedores, portadores de enfermedades, desde tiempos inmemoriales. Sólo durante los últimos cinco años dejaron de proliferar en las cloacas. Habían sido aniquiladas por Flagg. El mago se deshizo de un trozo de piedra y de su propia daga utilizando una rejilla del al-cantarillado similar a aquella por la que Dennis emergió en la madrugada del domingo. Se había deshecho de estas cosas, naturalmente, porque cada una de ellas portaba unos cuantos granos de la verde y mortifera Arena Dragón. Los vapores de aquellos escasos granos terminaron con las ratas, incluso quemando vivas a muchas mientras chapoteaban en las pútridas aguas residuales, y sofocando a las restantes antes de que pudiesen huir. Cinco anos después, las ratas aún no habían vuelto, a pesar de que la mayor parte de los vapores ya estaban disipados. La mayor parte, pero no todos. Si Dennis hubiera entrado en uno de los conductos cercano a las habitaciones de Flagg, probablemente habría muerto. Quizá le salvó su buena suerte, o el destino, o aquellos dioses a quienes él le rezaba; yo no me pro-nunciaré en este asunto. Yo cuento historias, no leo hojas de té, y en cuanto al tema de la supervivencia de Dennis, dejo que saquéis vuestras propias conclusiones.
    93
    Al llegar a la confluencia de los dos corredores Dennis se asomó mirando desde la esquina, y vio a un somnoliento joven Centinela de Guardia que se paseaba más adelante. Se apresuró a esconderse. El corazón volvía a latirle con fuerza, pero estaba satisfecho; sabia en dónde se hallaba. Cuando volvió a mirar, el guardia ya se había marchado.
    Dennis se movió rápidamente, atravesando los pasillos, bajando por un tramo de las escaleras atravesando una galeria. Actuaba con una veloz seguridad, ya que hábia pasado toda su vida en el castillo. Lo conocía lo bastante bien como para guiarse desde el ala este, donde emergió de las cloacas, hasta el ala inferior oeste, en la que se hallaban almacenadas las servilletas.
    Pero como no deseaba ser visto por nadie, utilizó los pasillos más oscuros que conoc-ía, y al sonido de cualquier clase de pisadas (reales o imaginarias, y yo creo que muy pocas fueron imaginarias), se ocultaba en la abertura o rincón más cercano. Finalmente, el reco-rrido le llevó alrededor de una hora.
    Pensó que jamás había estado tan hambriento en toda su vida.
    No te preocupes ahora de tu miserable barriga, Dennis; primero ocúpate de tu señor, y después de tu panza.
    Se encontraba de pie apoyado en un portal en penumbra. A lo lejos escuchó al Pre-gonero que gritaba las cuatro en punto. En el precisómomento en que se disponia a avanzar, desde el pasillo le llegó el débil eco de unas pisadas..., un ruido metálico de acero; el crujido de polainas de cuero.
    Dennis se ocultó aún más en las sombras, sudando.
    Un Centinela de Guardia se detuvo delante del vano de la puerta levemente oscureci-do, justo donde se escondia Dennis. El sujeto permaneció unos instantes hurgándose en la nariz con el dedo meñique, y luego se inclinó lanzando un chorro de mocos entre los nudi-llos. Dennis podía estirar el brazo y tocarlo; y tuvo la certeza de que en cualquier momento el guardia se daria la vuelta..., con los ojos muy abiertos... desenvainaría su espada corta... y ése seria el iinal de Dennis, hijo de Brandon.
    Por favor, susurró la paralizada mente de Dennis. Por favor, oh, por favor. . .
    Podía oler al guardia, podía oler su aliento a vino rancio y carne quemada, y el sudor acre que emanaba de su piel.
    El centinela se puso en marcha... Dennis comenzó a relajarse..., entonces el guardia volvió a detenerse y a hurgarse la nariz. Dennis podría haber gritado.
    —Yo tengo una chica llamada Marchy—Marchy Melda —comenzó a cantar el guar-dia con una voz grave y monótona, mientras continuaba metiéndose el dedo en la nariz. Sacó una larga cosa verde, la examinócon detenimiento y la aplastó contra la pared. Plas—. Tiene una hermana que se llama Es—a—merelda... y yo navegaré por los siete mares... ¡Sólo para besar los hoyuelos de sus rodillas! Tocad y cantad, cantad y bebed, y pasadme un cubo de vino.
    Algo horrible estaba a punto de sucederle a Dennis en aquel momento. Le había co-menzado a picar y a cosquillear la nariz de un modo inconfundible. Muy pronto estornu-daría.
    ¡Vete!, gritó mentalmente. ¡Oh! ¿Por qué no te vas, grandísimo idiota?
    Pero el guardia parecia no tener ninguna intención de marcharse.
    Por lo visto, había dado con un rico filón en su fosa nasal izquierda, y estaba decidi-do a explotarlo.
    —Yo tengo una chica llamada Darchy—Darchy—Darla... Tiene una hermana que se llama la Pelirroja Carla... y yo beberé miles de tragos... ¡De sus bonitos, bonitos labios...! Tocad y cantad, cantad y bebed, y pasadme un cubo de vino.
    ¡Te tiraría un cubo de vino a ia cabeza, idiota!, pensó Dennis. ¡Muévete! El cosquilleo de su nariz cada vez se hacía más intenso; pero no se atrevía ni siquiera a tocársela, por miedo a que el guardia percibiese el movimiento con el rabillo del ojo.
    El hombre frunció el entrecejo, se agachó, volvió a sonarse la nariz entre los nudillos y, por último, echó a andar cantando su monótona tonada. Apenas se veía ya cuando Den-nis se llevó el brazo a la boca y a la nariz estornudando en la curva del codo. Se preparó a escuchar el sonido metálico que haría el guardia al desenvainar la espada mientras se giraba violentamente, pero el sujeto se encontraba medio dormido, v además medio borracho a causa de quién sabe qué fiesta en la que había estado antes de comenzar su ronda de vigi-lancia. Antiguamente, pensó Dennis, semejante perezoso habría sido rápidamente descu-bierto y enviado a los confines más lejanos del reino, pero los tiempos habían cambiado. Se escuchó el ligero ruido de un cerrojo, el chirrido de los goznes de una puerta que se abría, y después el golpe de cerrarla, que silenció la canción del guardia justo cuando estaba a punto de volver a cantar el estribillo. Durante unos instantes Dennis permaneció hundido en su escondite con los ojos cerrados, las mejillas y la frente ardiendo, los pies convertidos en un par de bloques de hielo.
    ¡Estuve durante unos minutos sin pensar para nada en mi barriga!, pensó, y tuvo que taparse la boca con ambas manos para reprimir una risita nerviosa.
    Miró fuera de su escondite, y al no ver a nadie se encaminó hacía un portal que que-daba al final del corredor y a ia derecha. Conocia este portal perfectamente, a pesar de que la mecedora vacia y el estuche de costura a un lado eran algo nuevo para él. La puerta con-ducia al cuarto donde se almacenaban las servilletas desde tiempos de Kyla la Buena. Nun-ca había estado cerrada con llave, y tampoco lo estaba ahora. Por lo visto no valía la pena tener tan a recaudo unas servilletas viejas. Dennis miró dentro del cuarto, esperando que todavia siguiera siendo verdad su respuesta a la pregunta principal hecha por Peyna.
    De pie, al borde del camino, en aquella brillante mañana de cinco dias atrás, Peyna le preguntó lo siguiente: ¿Sabes cuándo llevan a la Aguja la provisión de servilletas limpias, Dennis?
    En efecto, ésta parecia una simple pregunta para Dennis; pero quizás habréis notado que todas las preguntas parecen fáciles si sabemos las respuestas, y espantosamente difíciles si las desconocemos. Que Dennis supiera la respuesta a esta pregunta era la prueba de su honestidad y de su honor, si bien aquellos tratos estaban arraigados tan profundamente en su carácter que se habría sorprendido si alguien se lo hubiese dicho. Había recibido dinero (el dinero de Anders Peyna) de Ben Staad para controlar que las servilletas fuesen enviadas. Sólo un florín, es verdad, pero el dinero era el dinero y un pago era un pago. Dennis se sintió obligado por el honor a asegurarse, de tiempo en tiempo, de que los envios continuaban.
    Le contó a Peyna acerca del inmenso cuarto de almacenar (Peyna se quedó asombra-do al oírle) y cómo cada sábado a las siete de la tarde, una doncella cogía veintiuna servi-lletas, las sacudía, les pasaba la plancha, las doblaba y las colocaba, apiladas, sobre una pequeña carretilla. La carretilla quedaba al otro lado de la puerta de entrada. El domingo por la mañana temprano, a las seis en punto, para lo cual faltaban menos de dos horas, un sirviente recadero empujaría la carretilla hasta la Plaza de la Aguja. Llamaría a la puerta acerrojada que había en la base de la fea torre de piedra, y uno de los carceleros inferiores entraría el carrito y colocaría las servilletas sobre una mesa, de la cual se repartiria una por cada comida durante toda la semana.
    Peyna había quedado satisfecho.
    Ahora Dennis obraba precipitadamente, buscando dentro de su camisa la nota que había escrito en la granja. Al no poder encontrarla en un principio se sintió abatido, pero luego sus dedos se cerraron sobre ella y pudo suspirar con alivio. La nota se había corrido un poco hacía el costado.
    Levantó la servilleta para el desayuno del domingo. La del almuerzo del domingo. Por poco también casi se salta la de la cena, y si lo hubiese hecho, mi relato tendría un final muy diferente; no puedo decir que hubiese sido mejor o peor, pero sin duda seria diferente. Por último, no obstante, Dennis decidió dejar para mayor seguridad tres servilletas de pro-fundidad. En la sala de estar de la granja había encontrado un alfiler en una rajadura entre dos tablas y se lo enganchó en la hombrera de la camisola de paño burdo que llevaba como camiseta (y si hubiese utilizado su cabeza un poco mejor, habría enganchado la nota a su camiseta en el sótano, ahorrándose asi el mal rato, pero como quizá ya os haya dicho, el cerebro de Dennis era en ocasiones deficiente). Rescatando el alfiler, enganchó con sumo cuidado la nota a un pliegue interior de la servilleta.
    —Espero que la encuentres, Peter —murmuró en medio del silencio fantasmal de aquel cuarto, repleto casi hasta el techo de servilletas pertenecientes a otra época—. Espero que la encontréis, mi rey.
    Dennis sabia que ahora debía esconderse temporalmente. Muy pronto el castillo co-menzaría a despertar; los mozos de cuadra se dirigirían vacilantes a los establos, las lavan-deras a los lavaderos, los aprendices de cocina irían con los ojos hinchados y somnolientos a preparar los fogones (pensar en las cocinas hizo que a Dennis le volvieran a sonar las tripas, ya que, a esas alturas incluso los odiados nabos le hubiesen sabido de maravilla, pero dedujo que la comida tendría que esperar).
    Dennis dirigió sus pasos hacía el inmenso cuarto. Las pilas eran tan altas, los pasajes tan zigzagueantes e irregulares, que tenía la impresión de entrar en un laberinto. Las servi-lletas despedían un seco y dulzón olor a algodón. Finalmente llegó a uno de los rincones más alejados, y creyó que allí estaría a salvo. Desparramó sobre el suelo un montón de servilletas, y usó un puñado de ellas para hacerse una almohada.
    Era el colchón más lujoso sobre el que jamás hubiera yacido, y a pesar del hambre que tenía, necesitaba mucho más dormir que comer debido a su larga caminata y a los sustos de la noche. Se quedó dormido en seguida, y los sueños no le molestaron con su presencia. Le dejaremos ahora, con la primera parte de su tarea ejecutada con corrección y valentía. Le dejaremos echado de lado, con la mano derecha debajo de la mejilla descansando sobre una cama hecha con servilletas reales. Y a mí me gustaría expresar un deseo para ti, Lector: que esta noche tu sueño sea tan dulce e inocente como lo fue el suyo durante todo aquel día.
    94
    En la noche del sábado, mientras Dennis permanecía de pie escuchando el tenebroso aullido del lobo y sintiendo la sombra de Flagg pasar sobre él, Ben Staad y Naomi Reechul estaban acampando en una nevada depresión a cuarenta kilómetros al norte de la cabaña de Peyna..., o la que había sido cabaña de Peyna antes de presentarse Dennis con su historia de un rey que caminaba y hablaba en sueños.
    Habían hecho un campamento tosco, de los que hace la gente cuando tiene la inten-ción de parar sólo unas cuantas horas y luego seguir camino. Naomi se ocupó de sus ama-dos perros esquimales mientras Ben se encargaba de armar una pequeña tienda y de encen-der un crepitante fuego.
    En breve, Naomi se le unió junto al fuego y cocinó carne de ciervo.
    Comieron en silencio, y luego ella fue otra vez a inspeccionar a sus perros. Se hallaban todos durmiendo excepto Frisky, su favorita. Frisky la miró con unos ojos casi humanos, y le lamió la mano.
    —Hoy has hecho un buen trecho, querida —le reconoció Naomi—. Ahora duerme. Sueña con un conejo de !a luna.
    Obedientemente, Frisky colocó la cabeza sobre sus patas. Naomi se sonrió y regresó junto al fuego. Ben se hallaba sentado frente a él, con las rodillas apretadas contra el pecho y rodeadas con los brazos. Tenía el rostro sombrío y cavilante.
    —Pronto nevará.
    —Puedo leer las nubes tan bien como tú, Ben Staad. Y las hadas han dibujado un anillo alrededor de la cabeza del Príncipe Ailon.
    Ben observó la luna asintiendo. Luego volvió a posar sus ojos en la lumbre.
    —Estoy preocupado. He soñado con..., pues, con alguien a quien es mejor no nom-brar.
    La muchacha encendió un cigarro. Le tendió el pequeño paquete, envuelto en muse-lina para prevenir que se secase; Ben meneó la cabeza.
    —Creo que yo he tenido los mismos sueños —informó Naomi, tratando de que su voz sonara indiferente; pero un leve temblor la delató.
    Ben la miró fijamente, con los ojos bien abiertos.
    —Asi es —ratificó ella, como si él le hubiese preguntado—. En ellos aparece mirando una cosa resplandeciente mientras pronuncia el nombre de Peter. Yo nunca he sido como tus asustadizas amiguitas que chillan ante la presencia de un ratón o de una araña en su tela, pero me desperté de aquel sueño con el deseo de gritar con todas mis fuerzas.
    Se veía avergonzada y desafiante.
    —¿Durante cuántas noches lo has soñado?
    —Dos.
    —Yo lo he tenido durante cuatro noches seguidas. El mío es idéntico al tuyo. Y no necesitas ponerte a la defensiva por temor a que me ría de ti o te llame la Pequeña Pilar que Llora junto al Manantial. Yo también me he despertado con deseos de gritar.
    —Aquella radiante luz..., al final de mis sueños, parecía como que él la apagase de un soplo. Es una vela, ¿no crees?
    —No. Tú sabes que no lo es.
    Ella asintió con la cabeza.
    Ben lo tomó en cuenta.
    —Algo mucho más peligroso que una vela; me parece..., que aceptaré ese cigarro que me has ofrecido, si todavía estoy a tiempo.
    Naomi le tendió uno. El lo encendió en la hoguera. Estuvieron durante un rato senta-dos en silencio, observando cómo el viento elevaba las chispas hacía el oscuro cielo entre una red tejida con polvo de nieve de los campos. Como la luz del sueño que compartían, las chispas también se apagaban. La noche se veia muy negra. Ben podía oler la nieve en aquel viento. Muchísima nieve, pensó.
    Naomi pareció haberle leído el pensamiento.
    —Creo que está en camino una tormenta parecida a la de los relatos de los viejos pa-rientes. ¿Tú qué opinas?
    —Lo mismo.
    Con un titubeo completamente inusual en su manera de ser directa, Naomi preguntó:
    —Ben, ¿qué significa ese sueño?
    Ben agitó la cabeza.
    —No te lo puedo decir. Peligro para Peter, eso al menos está claro Si quiere decir al-guna otra cosa, algo comprensible para mi, es que debemos apresurarnos. —La miró con una urgencia tan franca que su corazón comenzó a latir con mayor rapidez—. ¿Crees que mañana podremos llegar a la cabaña de Peyna?
    —Deberíamos ser capaces de hacerlo. Sólo los dioses saben si un perro no se romperá una pata o si un oso asesino incapaz de hibernar no saldrá del bosque y nos matará a todos. Pero si..., deberíamos ser capaces de hacerlo. He cambiado a todos los perros que utilizamos en la subida, excepto a Frisky, que es casi incansable. Si comienza a nevar pronto, nos retrasaremos, pero yo creo que tardará en caer la nevada, y por cada hora que se retrase al final será mucho peor. A menos eso es lo que yo pienso. Pero si tarda en nevar, y nosotros nos turnamos en el trineo corriendo a su lado, creo que lo conseguiremos. Pero a no ser que tu amigo el mayordomo regrese, ¿qué otra cosa podremos hacer allí más que esperar sentados?
    —No lo sé. —Ben suspiró, restregándose la cara con la palma de la mano.
    ¿Y con qué fin, de todos modos? Cualquier cosa que presagiasen los sueños, suceder-ía en el castillo, y no en la cabaña. Peyna había enviado a Dennis al castillo, ¿pero cómo pensaba Dennis entrar en él?
    Ben no lo sabia, porque Dennis no se lo dijo a Peyna. Y si Dennis lograba entrar sin ser descubierto, ¿dónde se escondería? Existirían miles de lugares posibles. Excepto...
    —¡Ben!
    —¿Qué? —Sacudido repentinamente de sus pensamientos, Ben se giró hacía ella.
    —¿Qué pensabas ahora mismo?
    —Nada.
    —Si, alguna cosa. Tus ojos destellaron.
    —¿Es cierto? Debía estar pensando en pasteles. Es hora de que ambos entremos. Queremos estar en pie al alba.
    Pero en la tienda, Ben Staad permaneció despierto hasta mucho después de que Naomi se hubiese dormido. Si, en el castillo había miles de lugares en los que esconderse. Pero a él sólo se le ocurrían dos en especial. Pensó que quizás encontraría a Dennis en el uno..., o en el otro.
    Al final se durmió...
    ... y soñó con Flagg.
    95
    Peter comenzó aquel domingo como lo hacía usualmente, con sus ejercicios y sus oraciones.
    Se despertó sintiéndose vigoroso y dispuesto. Después de una rápida mirada al cielo para evaluar el progreso de la tormenta que se acercaba, tomó el desayuno.
    Y, naturalmente, usó su servilleta.
    96
    Hacía el mediodía del domingo, todo el mundo en Delain había salido por lo menos una vez fuera de su casa para mirar con preocupación en dirección Norte. Todos estaban de acuerdo en que la tormenta, cuando viniese, sería de las que harían historia y se estarían comentando durante años. Las nubes eran de un gris opaco, como el color de la piel de los lobos. Las temperaturas subieron tanto que los carámbanos que colgaban debajo de los aleros de las callejuelas comenzaron a gotear por primera vez en varias semanas, pero los ancianos se decían unos a otros (y a cuantos quisieran escucharles) que ellos no se dejaban engañar. La temperatura descendería drásticamente, unas horas después (quizá dos, quizá cuatro) de que comenzara a nevar. Además, decían, era posible que estuviese cayendo nieve durante días.
    Hacía las tres de la tarde, aquellos granjeros de las Baronias Interiores que eran to-davía suficientemente afortunados de poseer algo de ganado, encerraron a sus animales en los establos. Las vacas mugían su descontento; por primera vez en meses la nieve estaba lo bastante derretida como para permitirles arrancar los últimos pastos secos del otoño. Yosef, más viejo y canoso, pero todavía activo a sus setenta y dos años, se aseguró de que todos los caballos del rey estuviesen guardados en las caballerizas. Presumiblemente algún otro se encargaría de ocuparse de todos los hombres del rey. Las esposas aprovecharon las suaves temperaturas para secar sábanas, que de otra manera se hubieran congelado en los ten-dederos y, al comenzar a oscurecerse la luz del día, presagiando con su tonalidad la cercan-ía de la tormenta, las volvieron a entrar. Pero se llevaron una decepción: sus coladas no se habían secado. El aire estaba demasiado cargado de humedad.
    Los animales se encontraban inquietos. La gente se sentía nerviosa.
    Los astutos dueños de las tabernas no abrirían sus puertas. Habían visto en sus baró-metros cómo descendía el mercurio, y la larga experiencia les tenía enseñados que la baja presión atmosférica producía en los hombres una mayor disposición a la pelea.
    Delain se preparó para la tormenta que venia, y todo el mundo permaneció a la espera.
    97
    Ben y Naomi se turnaron para correr al lado del trineo. Llegaron a la cabaña de Peyna a las dos de la tarde de aquel domingo. Casi a la misma hora Dennis se despertaba len-tamente en su colchón hecho de servilletas reales y Peter comenzaba a comer su magro almuerzo.
    Naomi se veía muy hermosa; el rubor causado por el ejercicio le había coloreado sus bronceadas mejillas con el rojo oscuro de las rosas otoñales. Al entrar con el trineo en el corral de Peyna, los perros ladrando salvajemente, ella giró su sonriente rostro hacía Ben.
    —¡Una carrera récord, por los dioses! —exclamó—. ¡Lo hemos hecho en tres..., ¡no en cuatro!, horas menos de lo que yo me había imaginado cuando partimos! ¡Bravo, Frisky! ¡Bravo! ¡Eres estupenda!
    Frisky, una enorme perra esquimal blanca de Andua con ojos verde grisáceos, se en-contraba a la cabeza de la traílla. Saltaba en el aire, tirando de los arreos. Naomi la desató y juntas bailaron sobre la nieve.
    Era un extraño vals, entre gracioso y bárbaro. Perra y ama se sonreían con lo que pa-recía ser un intenso afecto compartido. Algunos de los otros perros yacían echados de lado, jadeando con dificultad, claramente exhaustos, pero tanto Frisky como Naomi no demos-traban haberse cansado lo más mínimo.
    —¡Bravo, Frisky! ¡Bravo, cariño! ¡Eres una perra magnífica! ¡Has dirigido una per-secución famosa!
    —¿Y para qué? —preguntó Ben tristemente.
    Naomi soltó las patas de Frisky y le encaró, enfadada..., pero el abatimiento de su rostro le hizo olvidarse del enfado. Ben miraba en dirección a la casa. La chica siguió su mirada y comprendió. Sí, ellos estaban en este lugar; ¿pero dónde se encontraba este 2ugar? Una casa de campo vacía, eso era todo. ¿Por qué razón habían venido desde tan lejos y con tanta urgencia? La casa seguiría tan desierta dentro de una hora..., dos horas... o cuatro horas. Peyna y Arlen se hallaban en el Norte, Dennis en algún sitio en las profundidades del castillo. O en una celda de la prisión, o en un ataúd esperando a ser enterrado, si es que le habían agarrado.
    Se acercó a Ben y colocó una mano vacilante sobre su hombro.
    —No te sientas tan abatido —le dijo—. Hemos hecho cuanto podíamos.
    —¿Tú crees? —le preguntó Ben—. Lo dudo. —Hizo una pausa, lanzando un profun-do suspiro; se había quitado la gorra de punto y su dorado cabello emitía suaves reflejos en la opaca luz del atardecer—. Lo siento, Naomi. No fue mi intención ser brusco. Tú y tus perros habéis hecho maravillas. Es simplemente que me doy cuenta de que estamos muy lejos de donde podríamos ser de verdadera ayuda. Me siento impotente.
    Ella le miró suspirando y asintió con la cabeza.
    —Bien —dijo él—, entremos. Quizás haya alguna señal que nos diga qué hacer a continuación. Al menos la tormenta no nos encontrará desprotegidos.
    Adentro no hallaron ninguna pista. Era sólo una casa de campo enorme, vacía y con muchas corrientes de aire, que había sido abandonada de un modo apresurado. Ben mero-deó inquieto por toda la vivienda de habitación en habitación, y no logró descubrir nada. Al cabo de una hora, se desplomó desilusionado al lado de Naomij en la sala de estar..., sobre la misma silla en la que Anders Peyna estuvo sentado mientras escuchaba la increíble historia de Dennis.
    —Si hubiera alguna forma de seguirle la pista —dijo Ben.
    Levantó la vista y vio que ella le estaba observando, con los ojos abiertos, brillantes y llenos de excitación.
    —¡Quizá la haya! —exclamó—. Si la nieve se retrasa...
    —¿De qué diablos estás hablando?
    —¡Frisky! —exclamó ella—. ¿No lo ves? ¡Frisky puede rastrearle! ¡Posee el olfato más agudo de todos los perros que yo jamás he conocido!
    —Su rastro debe tener días —dijo Ben, meneando la cabeza—. Hasta el mejor perro rastreador que jamás haya vivido sería incapaz...
    —Frisky puede ser mejor que el perro rastreador que jamás haya vivido —respondió Naomi riéndose—. Y rastrear en invierno no es lo mismo que rastrear en verano, Ben Staad. En verano, las huellas desaparecen rápidamente..., se deterioran, suele decir mi padre, aparte de que existen otras cien huellas más que cubren la que sigue el perro. No se trata sólo de otras personas o de animales, sino del vestigio de pastos y vientos cálidos, incluso de los aromas que traen los arroyos. Pero en el invierno, el rastro permanece. Si tuviéramos algo que perteneciera a Dennis..., alguna cosa que portase su olor...
    —¿Y qué me dices del resto del equipo? —preguntó Ben.
    —Dejaré abierto el cobertizo en aquel sitio —dijo señalándolo— con mi saco de dormir dentro. Si les enseño dónde se encuentra y después los dejo en libertad, serán capa-ces de obtener su propia comida, conejos y otras presas, y también sabrán dónde refugiarse.
    —¿No nos seguirán?
    —No, si se les dice que no lo hagan.
    —¿Tú puedes hacer eso? —Ben la miró asombrado.
    —No —dijo Naomi, prosaicamente—. Yo no hablo en idioma perruno. Ni Frisky habla la lengua humana, pero la comprende. Si yo se lo digo a Frisky, ella se lo dirá a los demás. Cazarán lo que necesiten, pero no se alejarán demasiado para no perder el olor de mi saco de dormir, y menos con la tormenta en ciernes. Cuando ésta comience, se meterán en el refugio. No importa si tienen hambre o la panza llena.
    —Y si tuviéramos algo que pertenezca a Dennis, ¿realmente crees que Frisky podría rastrear su pista?
    —Sí.
    Ben se quedó mirándola durante un rato, pensativo. Dennis había partido de aquella misma casa el martes; estaban a domingo. No podía creer que un olor pudiese durar tantos días. Pero en la casa había algo que tendría que tener el olor de Dennis, y hasta un vaga-bundeo disparatado era mucho mejor que quedarse allí sentado sin hacer nada.
    Lo que más le crispaba era aquella ociosidad inútil, estar sentados allí matando el tiempo mientras sucesos de gran importancia podrían estar sucediendo en cualquier otra parte. En otras circunstancias, la posibilidad de estar atrapado por la nieve con una chica tan hermosa como Naomi le hubiese encantado; pero no mientras, a menos de treinta kiló-metros hacía el Este, un reino podía ganarse o perderse..., y su mejor amigo podría estar vivo o muerto contando sólo con la ayuda de aquel confundido mayordomo.
    —¿Bueno? —preguntó ella con ansiedad—. ¿Qué te parece?
    —Creo que es una locura —repuso Ben—; pero valdrá la pena intentarlo.
    Naomi sonrió.
    —¿Tenemos algo que esté impregnado con su olor?
    —Sí —dijo él levantándose—. Trae a tu perra, Naomi, y condúcela escaleras arriba. Hasta el desván.
    98
    Si bien la mayoría de los humanos no lo sabe, los olores son para los perros como co-lores. Los olores débiles tiene colores débiles, como pasteles desteñidos por el tiempo. Un olor claro es como un color claro.
    Algunos perros poseen un olfato débil, y descifran los olores del mismo modo que los humanos con escasa visión ven los colores, creyendo que un azul suave es en realidad un gris, o que un marrón oscuro es negro.
    Pero la nariz de Frisky era como los ojos de un hombre con la vista de un halcón, y el olor en el ático donde había dormido Dennis era muy fuerte y muy claro (podría haber ayudado el hecho de que el chico no se había bañado en los últimos días). Frisky olfateó el heno, y luego olfateó la manta que le tendió "la joven". En ella percibió el olor de Arlen, pero lo pasó por alto; era mucho más débil, y no se parecía en nada al olor encontrado en el heno. El olor de Arlen era limonado y fatigado, y Frisky supo en seguida que pertenecía a un hombre viejo. El olor de Dennis era mucho más estimulante y vital. Para la nariz de Frisky, era como el azul eléctrico, como un rayo de tormenta de verano.
    La perra ladró para hacerles saber que conocía aquel olor y que lo tenía guardado a salvo en su archivo de aromas.
    —Muy bien, buena chica —dijo el "muchacho alto—. ¿Eres capaz de rastrearlo?
    —Lo hará —afirmó "la joven" con confianza—. Ahora en marcha.
    —Dentro de una hora habrá anochecido.
    —Ya lo sé —dijo "la joven”, y luego sonrió; cada vez que "la joven” sonreía de aquella forma, a Frisky le parecia que su corazón podría estallar de tanto amor hacía ella—. Pero no son sus ojos lo que precisamos, ¿verdad?
    El "muchacho alto” también sonrió.
    —Me parece que no —reconoció—. Sabes, debo estar loco, pero creo que cogeremos estos naipes y jugaremos con ellos.
    —Por supuesto que si —aceptó ella—. Venga, Ben. Aprovechemos la poca luz que nos queda; muy pronto será de noche.
    Frisky, con la nariz impregnada de aquel olor azul brillante, ladró con impaciencia.
    99
    Aquel domingo la cena le fue servida a Peter temprano, a las seis de la tarde. Densas nubes de tormenta se cernían sobre Delain y la temperatura había comenzado a bajar, pero los vientos todavia no soplaban y no había caído ni un solo copo de nieve. En un extremo de la plaza, temblando en ropas blancas de cocina, robadas, Dennis aguardaba con ansiedad oculto en las sombras más profundas que pudo hallar, observando el único cuadrado de pálida luz amarilla en lo alto de la Aguja: la vela de Peter.
    El prisionero, por supuesto, no sabía nada de la vigilia de Dennis; estaba absorto en la idea de que, vivo o muerto, aquélla iba a ser la última comida que iba a hacer en esa condenada celda. No era otra cosa que la misma carne correosa y salada, patatas medio podridas y cerveza aguada, pero él igual se la comería toda. Durante las tres últimas sema-nas había comido muy poco, y el tiempo libre que le quedaba cuando no trabajaba con el diminuto telar, lo aprovechó para hacer ejercicio y poner a punto su físico. Aquel día, sin embargo, comió todo lo que le trajeron. Por la noche necesitaría de todas sus fuerzas.
    ¿Qué me sucederá?, volvió a preguntarse, sentándose ante la mesita y cogiendo la servilleta depositada junto a su cena. ¿A dónde iré exactamente? ¿Quién me acogerá? ¿Cualquiera? Todos los hombres, está dicho, deben confiar en los dioses..., pero Peter, tú confías tanto que hasta es ridículo. Alto. Será lo que deba ser. Ahora come, y no sigas pen-sando en...
    De repente, se interrumpieron sus inquietos pensamientos, debido a que, al desplegar la servilleta, sintió un débil escozor, como si hubiese rozado una ortiga.
    Frunciendo el entrecejo, Peter bajó la vista y vio sobre la yema de su dedo índice de-recho una pequeña gota de sangre. Lo primero que le vino a la mente fue Flagg. En los cuentos de hadas, siempre salía una aguja envenenada. Quizás él ahora había sido envene-nado por Flagg Esto fue lo primero que pensó, y no era una idea tan absurda. Después de todo, Flagg ya había utilizado veneno en otras ocasiones.
    Peter levantó la servilleta, vio una pequeña cosa plegada con manchas negras sobre ella..., y de un golpe volvió a depositar la servilleta sobre la mesa. Su rostro permaneció sereno, sin transmitir la turbulenta excitación que rebosaba en su interior después de haber visto la nota prendida entre los pliegues de la servilleta.
    Miró hacía la puerta de un modo casual, temiendo ver asomar a uno de los carceleros inferiores (o al mismo Beson), observándole con desconfianza. Pero allí no había nadie. Recién llegado a la Aguja el príncipe fue objeto de una gran curiosidad, escrutado ávida-mente como si fuera un exótico pez encerrado en la pecera de un coleccionista. Algunos carceleros incluso metieron a sus queridas de contrabando para que pudiesen ver al mons-truo asesino (y si los hubieran pescado, ellos también habrían terminado en la cárcel). Pero Peter era un prisionero ejemplar, y pronto dejó de interesar. Ahora nadie le observaba.
    Se obligó a comerse toda la comida, a pesar de que ya no le apetecía.
    No quería despertar ni la más mínima sospecha; ahora menos que nunca. No tenía idea de quién podría ser la nota, o qué es lo que podría decir, o por qué había despertado en él semejante agitación. No obstante, recibir una nota justo en este momento, horas antes de poner en acción su plan de fuga, le parecía un presagio. ¿Pero de qué?
    Cuando finalmente terminó de comer, volvió a mirar hacía la puerta, para asegurarse de que la mirilla estaba cerrada, y se encaminó a su dormitorio con la servilleta en una mano, como si se hubiese olvidado por completo de que la llevaba. En el dormitorio, des-prendió la nota (las manos le temblaban tanto que se pinchó otra vez) y la abrió. Estaba escrita por ambas caras, con una caligrafía descuidada y un poco infantil, pero era lo bas-tante legible. Lo primero que hizo fue mirar la firma... y se quedó asombrado. La nota es-taba firmada por Dennis, vuestro Amigo y Eterno Servidor.
    —¿Dennis? —murmuró Peter, tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta—. ¿Dennis?
    En seguida se puso a leerla, y el comienzo de la carta fue suficiente para convertir los latidos de su corazón en un veloz tamborileo. La salutación era Mi rey.


    100
    Mi rey:
    Como quizás ya Sabréis, durante los últimos 5 Años he Servido a vuestro Hermano, Thomas. En esta última Semana he descubierto que Vos no habéis Matado a vuestro Padre Roland el Bueno. Yo sé quién Fue, y Thomas también lo save. Podríais saber el nombre de este Asesino Negro si yo me atreviese a escribirlo, pero no me atrevo. Fui a ver a Peyna. Peyna se ha ido con su mayordomo Orlon a unirse a los Exiliados. Me ha Ordenado que volviese al Castillo, y os Escribiese esta nota. Peyna dice que es probable que los Exiliados muy pronto se conviertan en Rebeldes, y que esto no tiene que Suceder. El cree que quizá vos tenéis algún Plan, pero lo desconoce. Me ordenó que os Sirviese, y mi Papá también me lo dijo, antes de haverse Muerto, y mi Corazón me lo Ordena, porque nuestra Familia siempre ha servido al Rey y vos sois el Verdadero rey. Si tenéis algún Plan, yo os ayudaré en Todo lo que pueda, incluso si esto me trae la Muerte. Mientras vos leéis esta nota, yo estaré oculto en las sombras al otro lado de la Platza mirando hacía la Aguja en la que estáis Confinado. Si es que tenéis algún Plan, os ruego que os asoméis a la Ventana. Si tenéis algo en que escribir arrojad entonces una Nota que yo la recogeré más tarde esta Noche.
    Agitad la mano dos veces si es que haréis esto último.
    Vuestro amigo Ben está con los Exiliados. Peyna ha dicho que le Enviaría. Yo sé dónde El (Ben) estará. Si queréis que me una a El (Ben) lo haré, en un Día. O quizás en Dos si llega a Nebar. Sé que arrojar una Nota es algo Peligroso, pero siento que el Tiempo se acorta.
    Peyna siente de la Misma Manera. Estaré Mirando y Rezando.
    Dennis
    Vuestro Amigo y Eterno Servidor
    101
    Pasó algún tiempo antes de que Peter pudiese poner en orden sus confusos pensa-mientos. Su mente volvía siempre a la misma pregunta: ¿Qué es lo que había visto Dennis para cambiar radicalmente de idea? ¿Qué, en nombre de todos los dioses, podría haber sido?
    Poco a poco se fue dando cuenta de que aquello no tenía importancia. Dennis había visto algo, y eso era suficiente.
    Peyna. Dennis fue a ver a Peyna, y Peyna percibió..., pues bien, el viejo zorro percibió alguna cosa. El cree que quizá vos tenéis algún Plan, pero lo desconoce. Un viejo zorro sin duda. No se había olvidado de la casa de muñecas y de las servilletas pedidas por Peter. No supo exactamente lo que significaban aquellas cosas, pero percibió algo en el aire. Sí, de un modo claro y perspicaz.
    ¿Entonces qué esperaban que él hiciese?
    Una parte de sí mismo (bastante grande) deseaba seguir adelante con lo planeado. Había estado juntando valor para realizar su desesperada aventura; ahora se le hacía difícil aplazarla y continuar a la espera. Y también estaban sus sueños, que le apremiaban a actuar.
    Podríais saber el nombre de este Asesino Negro si yo me atreviese a escribirlo, pero no me atrevo. Por supuesto, Peter sabía de quién se trataba, y esto fue lo que realmente le convenció de que Dennis había dado con algo. Peter pensó que quizá muy pronto Flagg descubriría estos nuevos acontecimientos. Y él quería evadirse antes de que eso sucediera.
    ¿Acaso un día era mucho para esperar?
    Tal vez. Tal vez no.
    Peter estaba desgarrado por la agonía de la indecisión. Ben..., Thomas..., Flagg..., Peyna..., Dennis..., se agolpaban en su cerebro como figuras vistas en un sueño. ¿Qué debía hacer?
    Por último, fue la apariencia de la nota (no lo que estaba escrito en ella) lo que le persuadió. Al haber venido de aquella manera, prendida a una servilleta la misma noche en que él probaría su cuerda hecha de servilletas..., quería decir que debía esperar. Pero sólo por una noche.
    Ben no sería capaz de ayudarle.
    ¿Podría Dennis ayudarle, no obstante? ¿Qué es lo que podría hacer?
    Y de repente, como un relámpago, una idea le vino a la cabeza.
    Peter había estado sentado sobre su cama, inclinado sobre la nota, con la frente arru-gada. Se levantó de un salto, con los ojos llenos de brillo.
    Volvió a posar su mirada sobre la nota.
    Si es que tenéis algo en que escribir, arrojad entonces una Nota que yo la recojeré más tarde esta Noche.
    Sí, claro que tenía algo en que escribir. No sobre la servilleta, ya que podría perderse. Tampoco en la nota de Dennis, porque la hoja de papel estaba escrita de los dos lados, cubiertos íntegramente.
    Pero no así el pergamino de Valera.
    Peter regresó a su sala de estar. Echó una mirada a la puerta y vio que la mirilla estaba cerrada. Podía oír débilmente a los carceleros jugar a los naipes debajo de su celda. Atravesó el cuarto en dirección a la ventana y agitó la mano dos veces, esperando que Dennis realmente estuviese allí fuera, y que pudiera verle. Tendría que confiar en esta po-sibilidad.
    Peter volvió a su cuarto de dormir, levantó la piedra floja, y después de buscar tor-pemente, logró recobrar el relicario y el pergamino. Estiró la hoja, dejando hacía arriba su lado en blanco..., ¿pero qué usaría en vez de tinta?
    Al cabo de unos instantes tuvo la respuesta. Lo mismo que había usado Valera, natu-ralmente.
    Peter empezó a escarbar en su delgado colchón y, en un momento, abrió una de las costuras. Como el relleno era de paja, muy pronto encontró una buena cantidad de largos tallos que le servirían como plumas. Luego, abrió el relicario. Tenía la forma de un corazón, y su vértice era puntiagudo. Peter cerró los ojos y rezó una breve oración. Después los abrió, trazando con la punta del relicario una línea en su muñeca. La sangre comenzó a manar en seguida; mucha más de la que había salido anteriormente a causa del pinchazo con el alfiler. Peter mojó el primer tallo de paja en la sangre y comenzó a escribir.
    102
    Escondido en la fría noche al otro extremo de la plaza, Dennis vio acercarse la figura de Peter a la pequeña ventana en lo alto de la Aguja. Contempló cómo levantaba los brazos sobre su cabeza agitándolos dos veces. Por lo visto habría un mensaje. Esto duplicaba (no, triplicaba) su riesgo, pero se sentía contento.
    Se preparó a esperar, sintiendo que los pies se le estaban entumeciendo poco a poco, huyendo de ellos toda sensación. La espera se hacía muy larga. El pregonero gritó las diez..., luego las once..., y por último las doce. Las nubes habían tapado la luna, aunque el aire poseía un extraño brillo; otra señal de la tormenta que se aproximaba.
    Estaba comenzando a pensar que Peter debía haberse olvidado de él, o que había cambiado de parecer, cuando la figura volvió a surgir en la ventana. Dennis se incorporó, venciendo el dolor en su cuello, que había estado erguido durante las últimas cuatro horas. Creyó ver algo que caía formando un arco..., y luego la figura de Peter desapareció de la elevada ventana. Poco después, la luz se apagó.
    Dennis miró a su alrededor, y al no ver a nadie, juntó todo el coraje que tenía y salió corriendo a través de la plaza. Sabía muy bien que quizás hubiera alguien (un Centinela de Guardia mucho más alerta que el cantor desafinado de la pasada noche, por ejemplo) a quien él no había visto, pero no se podía hacer nada al respecto. También tenía presentes a todos los hombres y mujeres que habían sido decapitados no muy lejos de allí. ¿Y si sus fantasmas aún se encontraban ocultos por los alrededores. . . ?
    Pero pensar en aquellas cosas no le reportaba ningún beneficio, por lo que trató de apartarlas de su mente. Su preocupación más inmediata era encontrar lo que había tirado Peter. Toda el área al pie de la Aguja y debajo de la ventana era un uniforme campo neva-do.
    Sintiéndose terriblemente expuesto, Dennis comenzó a husmear por todas partes co-mo un inepto perro de caza. No estaba seguro de lo que había visto destellar en el aire, pues fue sólo durante un segundo; pero tenía aspecto sólido. Eso era lógico; Peter no tiraria suelto un pedazo de papel, que podría ir a parar a cualquier parte. ¿Pero qué era, y dónde se encontraba?
    Mientras los segundos pasaban, convirtiéndose en minutos, Dennis comenzó a sentir-se cada vez más desesperado. Se dejó caer sobre sus manos y rodillas y avanzó a gatas, mirando en pisadas que durante el día se habían derretido pero que ahora tenían el tamaño de huellas de dragón, y cuyo interior era fresco, duro, lustroso y azul. El sudor le corría por el rostro. ¿Comenzó a sentirse atormentado por la idea de que una mano caería sobre su hombro, y cuando él se girase vería el sonriente rostro del mago del rey dentro de su oscura capucha?
    Un poco tarde para andar jugando al escondite. ¿No te parece, Dennis?, diría Flagg, y a pesar de que su sonrisa se haría más grande, sus ojos arderían con un rojo diabólico y malsano. ¿Qué has perdido? ¿Puedo ayudarte a encontrarlo?
    ¡No pienses en su nombre! ¡Por el amor de los dioses, no pienses en su nombre!
    Pero se hacía difícil no pensar. ¿Dónde estaba? ¿Oh, dónde estaba?
    Dennis anduvo a gatas de un lugar a otro, y ahora tenía las manos tan ateridas como los pies. ¿Dónde estaba? Seria un gran problema que él no fuese capaz de encontrarla. Y peor aún si no nevaba hasta mañana y con la luz del día alguien la hallaba. Sólo los dioses sabían lo que allí decía.
    A lo lejos, Dennis escuchó al pregonero anunciar la una de la mañana. Estaba reco-rriendo un terreno en el cual ya había buscado, y poco a poco le invadía el pánico.
    Alto, Dennis. Alto, muchacho.
    Era la voz de su padre, demasiado clara en su cabeza para no reconocerla. Dennis se hallaba apoyado en las manos y las rodillas, con la nariz casi pegada al suelo. Al oír la voz se enderezó un poco.
    Ya no eres capaz de ver nada, muchacho. Detente y cierra tus ojos por un momento. Cuando los abras, mira a tu alrededor. Mira de veras a tu alrededor.
    Dennis cerró los ojos con fuerza y luego los abrió bien grandes. Esta vez, miró a su alrededor casi con indiferencia, escudriñando toda el área rastreada y nevada alrededor de la base de la Aguja.
    Nada. Nada en...
    ¡Espera! ¡Allí! ¡En aquel sitio!
    Había vislumbrado algo.
    Dennis vio la parte curva de un objeto metálico, sobresaliendo apenas un centímetro fuera de la nieve. Detrás, pudo ver una huella redonda hecha por una de sus rodillas; duran-te su desesperada búsqueda casi había pasado por encima.
    Trató de sacarla de la nieve pero en su primer intento sólo la hundió más. Tenía la mano demasiado entumecida para poder cerrarla. Mientras cavaba en la nieve para sacar el objeto de metal, pensó que si, en lugar de haber colocado la rodilla muy cerca, la hubiese puesto encima, la habría enterrado aún más profundamente en la nieve sin siquiera sentirlo; sus rodillas estaban tan entumecidas como el resto de su cuerpo. Y entonces sí que no lo hubiese encontrado jamás. Habría permanecido oculto hasta el deshielo de la primavera.
    Dennis tocó el objeto y, haciendo un esfuerzo para cerrar los dedos en torno a él, consiguió sacarlo. Lo miró con sorpresa. Se trataba de un relicario; un relicario en forma de corazón y que podría ser de oro. Iba unido a una fina cadena. El relicario estaba cerrado; pero cogido entre sus fauces había un pedazo de papel doblado. Un papel muy antiguo.
    Dennis desprendió la nota, cerró cuidadosamente su mano en torno al viejo papel, deslizando por último la cadena del relicario alrededor de su cabeza. Con esfuerzo logró incorporarse y corrió a refugiarse en dirección a las sombras. En cierta medida, aquella carrera fue para él la peor parte de todo el asunto. Nunca se había sentido tan expuesto en toda su vida. A cada paso que daba, las reconfortantes sombras de los edificios en el ex-tremo opuesto de la plaza parecían retroceder otro paso.
    Hasta que alcanzó la relativa seguridad de las sombras en las que permaneció tem-blando y jadeante. Cuando recuperó el aliento, regresó al castillo, escabulléndose por el Cuarto Callejón hacía el Pasaje de los Cocineros. En la puerta de entrada que conducía al castillo propiamente dicho había apostado un Centinela de Guardia, pero se preocupaba de su servicio tanto como su colega de la noche anterior. Dennis esperó, y finalmente el guar-dia desapareció de vista. El muchacho aprovechó para meterse a toda prisa.
    Veinte minutos después, estaba a salvo en el cuarto de almacenar las servilletas. Allí desplegó la nota y le echó una ojeada.
    Una de las carillas estaba cubierta por una apretada caligrafía y escrita de un modo arcaico. Quien la escribió había usado una extraña tinta de color rojizo y Dennis no lograba descubrir qué era. Al dar la vuelta a la nota se quedó pasmado. Reconocía muy bien la "tinta" usada para escribir el breve mensaje sobre este lado.
    —Oh, rey Peter —gimió.
    El mensaje estaba manchado y borroso; la "tinta" no había sido secada; pero Dennis pudo leerlo.
    Pensaba Escaparme esta noche. Esperaré otra. No me atrevo a esperar más. No bus-ques a Ben. No hay tiempo. Demasiado peligroso. Yo tengo una Cuerda. Delgada. Es posi-ble que se rompa. Demasiado corta. En todo caso será un salto desde seis metros. Mañana a media noche. Si puedes ayúdame en la huida. Un sitio seguro. Podré estar lastimado. En las manos de los dioses. Te quiero mi buen Dennis.
    Rey Peter.
    Dennis leyó la nota tres veces y después se echó a llorar; lágrimas de felicidad. Aquella luz que Peyna había percibido ahora brillaba con intensidad en el corazón de Den-nis. Eso era bueno, y muy pronto todos estarían a salvo.
    Sus ojos volvían una y otra vez a la línea que ponía Te quiero mi buen Dennis, escrita con la propia sangre del rey. No tenía necesidad de haber agregado eso para que el mensaje fuese comprendido..., y sin embargo, lo puso.
    Peter, por ti moriré miles de veces, pensó Dennis. Guardó la nota dentro de su cha-queta y se recostó con el relicario todavía colgado del cuello. Esta vez pasó bastante rato antes de que pudiese conciliar el sueño. Y no transcurrió mucho tiempo antes de que se despertase bruscamente. La puerta del cuarto de almacenar se estaba abriendo; el grave rechinar de los goznes le parecía a Dennis un grito infrahumano. Antes de que su mente, embotada por el sueño, tuviese tiempo de comprender que había sido descubierto, una os-cura sombra con ojos ardientes se abalanzó sobre él.
    103
    Alrededor de las tres de la madrugada de aquel día lunes comenzó a nevar. Ben Staad vio los primeros copos mientras Naomi y él contemplaban el castillo desde el borde de las Reservas del Rey. Frisky jadeaba, sentada sobre sus cuartos traseros. Los humanos estaban cansados, y la perra también; pero se sentía ansiosa por continuar; el olor se hacía cada vez más intenso.
    Frisky los había guiado fácilmente desde la cabaña de Peyna hasta la casa abandona-da en la que Dennis permaneció durante cuatro días, comiendo patatas crudas y teniendo pensamientos agrios acerca de los nabos, que resultaron ser tan agrios como sus pensa-mientos. En aquella vacía casa de campo de las Baronías Interiores, el olor azul eléctrico que ella había rastreado desde lejos se hallaba por toda la casa.
    Frisky ladró excitada, corriendo de un cuarto a otro, con la nariz contra el suelo y meneando alegremente la cola.
    —Mira —dijo Naomi—. Nuestro Dennis quemó aquí algunas cosas —y señaló el hogar de la chimenea.
    Ben se acercó y miró, pero no pudo descubrir nada; sólo había unos montoncitos de cenizas que se deshacían cuando él las atizaba. Se trataba, por supuesto, de los borradores de la nota de Dennis.
    —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Naomi—. Está claro que de este lugar se marchó al castillo. ¿Le seguimos o pasamos la noche aquí?
    Eran ya las seis de la tarde. Afuera había oscurecido.
    —Creo que es mejor continuar —repuso Ben pausadamente—. Después de todo, has sido tú quien dijo que necesitábamos la nariz de Frisky y no sus ojos..., y yo declararé ante el trono de cualquier rey recién elegido que Frisky posee una nariz noble.
    Frisky, sentada en la puerta de entrada, ladró para dar a entender que ella lo sabia.
    —Muy bien —dijo Naomi.
    Ben la miró atentamente. Habían hecho un largo recorrido desde el campamento de los exiliados, y apenas tuvieron un momento de descanso. Sabía que debían quedarse..., pero la premura le ponía al límite de la desesperación.
    —¿Podrás continuar? —preguntó él—. Naomi Reechul, no digas que puedes si no te sientes capaz.
    Ella puso los brazos en jarras y lo miró con altanería.
    —Yo podría hacer otros cien koners desde el sitio en que tú cayeses muerto, Ben Staad.
    Ben se rió irónicamente.
    —Ya tendrás oportunidad de demostrarlo —comentó—. Pero antes comeremos algo.
    Comieron de prisa. En cuanto acabaron, Naomi se arrodilló junto a Frisky y con cal-ma le comunicó que debía encontrar nuevamente el rastro. No tuvieron que decírselo dos veces. Los tres abandonaron la casa de campo, Ben con un gran morral sobre sus espaldas, Naomi con otro apenas un poco más pequeño.
    Para Frisky, el olor de Dennis era como una marca azul en la noche, tan claro como un alambre incandescente por una descarga eléctrica.
    Comenzó a husmear al instante, y se sintió confundida cuando "la joven" la llamó pa-ra que volviera. En seguida se dio cuenta del porqué; si Frisky hubiera sido humana, se habría dado una palmada en la frente echándose a gemir. En su impaciencia por ponerse en marcha, había comenzado a husmear en dirección contraria las huellas de Denis. A media-noche les volvería a dejar en la casa de campo de Peyna.
    —No te preocupes, Frisky —dijo Naomi—. Tómate tiempo.
    —Seguro —replicó Ben—. Tómate una semana o dos, Frisky. Puedes tomarte un mes si lo deseas.
    Naomi lanzó una severa mirada en dirección a Ben, el cual se calló; por prudencia tal vez. Ambos observaron la nariz de Frisky que iba de un lado a otro, primero a través de la puerta de entrada de la cabaña desierta, luego por el camino.
    —¿Lo ha perdido? —preguntó Ben.
    —No, lo retomará en uno o dos minutos. —Naomi no agregó en voz alta, eso creo—. Simplemente ha encontrado una gran variedad de olores en el camino y ahora tiene que clasificarlos.
    —¡Mira! —dijo Ben, dudoso—. Ahora se ha metido en los campos. Debe estar equi-vocada, ¿no es cierto?
    —No lo sé. ¿Acaso crees que Dermis tomó el camino para dirigirse al castillo?
    Ben Staad era un ser humano, y por lo tanto se palmeó la frente.
    —No, por supuesto que no. Es que soy un tonto.
    Naomi sonrió dulcemente sin decir nada.
    Frisky se había detenido en los campos. Se giró hacía "la joven" y "el muchacho alto", ladrándoles con impaciencia para que la siguiesen. Los perros esquimales de Andua eran descendientes domesticados de los grandes lobos blancos que los habitantes de la Baronía Septentrional tanto temieron en tiempos pasados; pero, domesticados o no, eran sobre todas las cosas perros cazadores y rastreadores. Frisky había aislado otra vez aquel intenso olor azul brillante, y estaba impaciente por partir.
    —En marcha —dijo Ben—. Sólo espero que haya encontrado el rastro correcto.
    —¡Pues claro que sí! ;Mira!
    Naomi señaló con el dedo, y Ben apenas percibió en la nieve unas huellas largas y poco profundas. Incluso el la oscuridad, Ben y Naomi podían reconocer aquellas huellas como lo que realmente eran: raquetas para la nieve.
    Frisky volvió a ladrar.
    —Démonos prisa —apremió Ben.
    Hacía la medianoche, cuando ya se encontraban cerca de las Reservas del Rey, Nao-mi comenzó a arrepentirse de su comentario de que era capaz de continuar cien koners desde el sitio en que Ben cayese muerto, debido a que se estaba sintiendo como si aquello le fuera a ocurrir a ella muy pronto.
    Dennis había realizado el recorrido en mucho menos tiempo, pero lo hizo luego de cuatro días de descanso. Además, llevaba raquetas para la nieve, y no tuvo que seguir a un perro que de vez en cuando perdía el olor y tenía que volver a rastrearlo. Naomi notaba las piernas calientes y elásticas. Le ardían los pulmones. En su costado izquierdo sentía una punzada. Había tomado unos cuantos bocados de nieve, pero no lograron aplacar su tre-menda sed.
    Frisky, que no tenía que portar un morral y que podía correr por la nieve sin hundirse demasiado, no estaba en absoluto cansada. Había pequeños trechos durante los cuales Naomi podía caminar sobre la capa de nieve, pero al cabo de un rato aparecía un paraje en mal estado y se hundía hasta las rodillas..., y, en muchas ocasiones, hasta las caderas. EI1 cierto momento, se hundió hasta la cintura y forcejeó torpemente con denodada furia hasta que Ben logró llegar hasta ella y ayudarle a salir.
    —Desearía... ir en trineo —dijo ella agitada.
    —... deseos..., caballos..., paseo de pordioseros —le respondió él jadeando, sonriendo a pesar de su fatiga.
    —Muy gracioso —protestó Naomi sin aliento—. Ja, ja. Deberías ser bufón de la cor-te, Ben Staad.
    —Ahí están las Reservas del Rey. Menos nieve..., más fácil.
    Ben se inclinó hacía delante, y apoyando las manos en sus rodillas, trató de recuperar el aliento. Naomi sintió de pronto que había sido egoísta y poco amable, sólo pensando en sí mismo, cuando Ben debía estar cerca del agotamiento; él era mucho más pesado que ella, especialmente con la carga del morral más grande que llevaba añadido.
    Había estado abriendo paso por la capa de nieve, brincando a través de los extensos campos como si corriera en aguas profundas, y sin embargo no emitió ni una sola queja ni aminoró la marcha.
    —Ben, ¿te encuentras bien?
    —No —dijo, jadeando y sonriendo—. Pero lo conseguiré, niña bonita.
    —¡Yo no soy una niña! —replicó ella enfadada.
    —Pero eres bonita —contestó él, colocando el pulgar en la punta de su nariz. Se burló de ella meneando los dedos.
    —Oh, ya verás lo que te hago por esto...
    —Más tarde —jadeó Ben—. Una carrera hasta el bosque. Venga.
    Así que corrieron, con Frisky delante persiguiendo el rastro, y Ben fue el vencedor, lo que la puso más furiosa que nunca..., pero también le admiró.
    104
    Ahora volvemos a encontrarles mirando a través de los setenta koners de espacio abierto que separaban los límites del bosque en el que el rey Roland cierta vez aniquiló a un dragón, y los muros del castillo donde le habían aniquilado a él. Del cielo cayeron ale-teando unos cuantos copos más de nieve..., y súbitamente, de un modo mágico, el aire es-tuvo repleto de ellos.
    A pesar de su cansancio, Ben disfrutó de un momento de paz y alegría. Miró sonrien-te a Naomi. Ella quiso responderle con una mirada ceñuda pero se dio cuenta de que no encajaría con su cara y también le sonrió. Un momento después, sacó la lengua tratando de atrapar algún copo de nieve. Ben se rió silenciosamente.
    —¿Cómo habrá entrado, si es que lo logró? —preguntó Naomi.
    —No lo sé —contestó Ben, que se había criado en una granja y no sabía nada acerca del sistema de desagüe del castillo; probablemente mucho mejor para él, debéis pensar, y estaréis en lo cierto—. Tal vez tu perro campeón pueda enseñarnos cómo lo hizo.
    —Realmente crees que lo ha conseguido, ¿verdad, Ben?
    —Oh, sí —declaró—. ¿Tú qué crees, Frisky?
    A1 oír su nombre, Frisky se incorporó; correteó unos metros rastreando el olor, y luego clavó su vista en los jóvenes.
    Naomi miró a Ben, el cual meneó la cabeza.
    —Todavía no —dijo.
    Naomi llamó a Frisky suavemente, y la perra se acercó moviendo la cola.
    —Si ella pudiese hablar, te diría que teme perder el rastro. La nieve lo cubrirá.
    —No esperaremos mucho. Dennis tenía raquetas para la nieve; pero nosotros conta-remos con algo que él no tuvo, Naomi.
    —¿Que es?
    —Protección.
    105
    Pese a la creciente inquietud de Frisky por inspeccionar el rastro, Ben les hizo aguar-dar quince minutos. Para entonces el aire se había convertido en una evasiva nube blanca. La nieve congeló el cabello castaño de Naomi, y también el cabello, rubio, de Ben; Frisky estaba cubierta por una fría estola de armiño. Ahora les era imposible divisar delante de ellos los muros del castillo.
    —Muy bien —dijo Ben con calma—, en marcha.
    Cruzaron el espacio abierto detrás de Frisky. La enorme perra esquimal se movía con lentitud, la nariz constantemente pegada al suelo, levantándola a ratos con débiles resopli-dos helados. El rastro del olor azul brillante se hacía más débil al ser cubierto por la blanca manta inodora que caía del cielo.
    —Creo que hemos esperado demasiado tiempo —dijo Naomi detrás de él en voz ba-ja.
    Ben permaneció callado. Lo sabía, y esto le roía el corazón como una rata.
    En medio de aquella blancura ahora podían percibir una mole oscura: el muro del castillo. Naomi comenzó a adelantarse con ligereza.
    Ben le dio alcance y la agarró del brazo.
    —El foso —dijo—. No lo olvides. Está por aquí en alguna parte. Te resbalarás y ca-erás sobre el hielo rompiéndote el cue...
    Al llegar aquí los ojos de Naomi brillaron alarmados y se soltó.
    —¡Frisky! —dijo, haciendo silbar las palabras—. ¡Eh! ¡Frisky! ¡Peligro! ¡Te caerás!
    Naomi se lanzó detrás de la perra.
    Esta muchacha es absolutamente atolondrada, pensó Ben con cierta admiración. Luego, se lanzó detrás de ella.
    Naomi no tenía que haberse preocupado. Frisky se había detenido al borde del foso. Tenía la nariz hundida en la nieve y meneaba alegremente la cola. Acababa de desenterrar alguna cosa. Miró a Naomi, y en sus ojos se podía leer: ¿Soy o no una buena perra? ¿Tú qué opinas?
    Naomi abrazó a su perra lanzando una carcajada.
    Ben echó un vistazo hacía el muro del castillo.
    —¡Calla! —le susurró a la chica—. Si los guardias te oyen de seguro nos azotarán hasta hacernos pedazos. ¿Dónde te crees que estamos? ¿En tu patio trasero?
    —¡Bah! Si han oído algo, creerán que son los espíritus de la nieve y correrán en busca de sus mamis.
    Pero Naomi también habló en susurros. Después enterró su rostro en el pelaje de Frisky y volvió a decirle lo buena perra que era.
    Ben rascó la cabeza de Frisky. A causa de la nieve, ninguno de los dos se sintió tan terriblemente expuesto como Dennis cuando se sentó en aquel mismo sitio para quitarse las raquetas, descubiertas ahora por Frisky.
    —Por la nariz de los dioses, muy bien —elogió Ben—. ¿Pero qué sucedió luego de que él se quitara las raquetas para la nieve, Frisky? ¿Le salieron alas y sobrevoló el Rediente del Oeste? ¿Hacía dónde crees que se dirigió?
    Como si quisiera contestarle, Frisky se alejó de ellos, deslizándose y bajando torpe-mente por el empinado terraplén hacía el foso congelado.
    —¡Frisky! —exclamó Naomi, en voz baja pero alarmada.
    La perra se detuvo cuando se hallaba en medio del hielo, con nieve reciente hasta las corvas. Les miró. Meneaba levemente la cola, y con los ojos les imploraba que la siguiesen. Pero no ladró; a pesar de que Naomi no se lo había advertido, Frisky sabía muy bien que debía permanecer en silencio. Pero ladró mentalmente. El olor continuaba allí, y ella quería rastrearlo antes de que desapareciese por completo, lo cual podía ocurrir en los próximos minutos.
    Naomi miró interrogante a Ben.
    —Sí —dijo él—. Por supuesto. Tenemos que hacerlo. Vamos. Pero mantéenla a tu lado; no dejes que se te adelante. Esto es peligroso. Puedo sentirlo.
    Ben le tendió su mano. Naomi se aferró a ella, y ambos se deslizaron hasta el pozo.
    Frisky les guió lentamente a través del hielo hasta el muro del castillo. Ahora en rea-lidad estaba excavando el rastro, con la nariz enterrada debajo de la nieve. Poco a poco en el aire comenzó a percibirse un olor fuerte, desagradable; a agua caliente y sucia, a excre-mentos y basura.
    Dennis había sabido que al acercarse al desagüe de las cloacas el hielo se tornaría pe-ligrosamente quebradizo. Incluso si no lo hubiese sabido, era capaz de ver los aproxima-damente noventa centímetros de agua al descubierto junto al muro del castillo.
    Las cosas no eran tan fáciles para Ben, Naomi y Frisky. Ellos supusieron que si el hielo era grueso a lo largo de la orilla exterior del foso, también debía serlo en la orilla opuesta. Y sus ojos no les servían de mucho a causa de la intensa nevada.
    La visión de Frisky era la más débil, y ella les guiaba. Sus oídos eran sumamente agudos, y podía escuchar los crujidos del hielo debajo de la nieve nueva..., pero estaba demasiado absorta por el olor para prestarle atención a aquellos tenues sonidos..., hasta que el hielo cedió debajo de ella y se precipitó dentro del foso con un chapoteo.
    —¡Frisky! Fr...
    Ben le tapó la boca a Naomi con una mano. Ella luchó para zafarse de él. Sin embar-go, Ben había visto el peligro y la arrastraba hacía atrás.
    Naomi no tendría que haberse inquietado. Todos los perros pueden nadar, por su-puesto, y con su gruesa y aceitosa piel, Frisky estaba mucho más a salvo en el agua que cualquier ser humano. La perra chapoteó casi hasta el muro del castillo entre témpanos de agua podrida y terrones de nieve parecidos a nata montada que pronto se convirtieron en sucia aguanieve y luego desaparecieron. Alzó la cabeza, husmeando, en busca del rastro..., y cuando supo dónde se hallaba, dio media vuelta y chapoteó hacía Ben y Naomi. Al llegar al borde del hielo, intentó trepar, pero sus patas lo rompieron, por lo que volvió a intentarlo.
    Naomi lanzó una exclamación.
    —Tranquila, Naomi, o harás que al rayar el alba estemos en las mazmorras —advirtió Ben—. Agárrate a mis tobillos.
    Esperó a que ella se alejase, y después se tendió boca abajo. Naomi se acuclilló detrás de él apresando sus botas. Al estar tan cerca del hielo, Ben podía escuchar cómo éste crujía bajo su peso. Pudo haber sido uno de nosotros dos, pensó, y eso sí que habría representado un verdadero problema.
    Abrió un poco las piernas para distribuir mejor el peso, y después cogió a Frisky de las patas delanteras, justo por debajo de su amplio y poderoso pecho.
    —Allá vamos, chica —dijo Ben con voz ronca—. Eso espero.
    Después tiró.
    Por un momento, al arrastrar a Frisky fuera del agua, Ben pensó que el hielo se que-braría bajo el peso de la perra; primero él y luego Naomi seguirían a Frisky dentro del pozo. Ben se vio cruzando aquel pozo para ir a jugar con su amigo Peter en el castillo un día de verano, el cielo azul y las blancas nubes reflejándose sobre su superficie, y recordó que en aquel entonces le parecía hermoso, como una pintura. Nunca sospechó que podría morir en él durante una tenebrosa noche de tormenta de nieve. Además olía de un modo espantoso.
    —¡Tira de mí hacía atrás! —dijo entre gruñidos—. ¡Tu maldito perro pesa una tone-lada!
    —¡Ben Staad, no te permito que insultes a mi perra!
    Los ojos de Ben se hallaban entrecerrados debido al esfuerzo, los labios abiertos mostrando los dientes apretados.
    —Un millón de perdones. Y si no comienzas a tirar de mí, creo que muy pronto to-maré un baño.
    De algún modo consiguió hacerlo, pese a que Ben y Frisky juntos debían pesar casi tres veces su propio peso. El postrado y extendido cuerpo de Ben cavó un túnel en el frío polvo; entre sus entrepiernas se había formado una pirámide de nieve, como si hubiese sido hecha por un arado de madera.
    Por fin —a Ben y a Naomi les pareció "por fin”, si bien en realidad se trató proba-blemente de una cuestión de segundos— el pecho de Frisky dejó de romper el hielo apoyándose sobre su superficie. Unos momentos después, sus patas traseras conseguían afianzarse en terreno sólido. Se paró sobre las cuatro patas, sacudiéndose enérgicamente. La sucia agua del foso salpicó el rostro de Ben.
    —¡Uf! —Hizo una mueca, secándose—. ¡Mil gracias, Frisky!
    Pero Frisky no le prestó atención. Otra vez miraba hacía el muro del castillo. Aunque su pelaje se estaba congelando en sucias espiguillas, lo único que le interesaba era el rastro. Lo había olfateado con claridad, encima de ella pero no muy alto. Se trataba de algo opaco. Allíno había la capa blanca inodora.
    —Perdón por haber gritado de esa manera —susurró Naomi—. Si hubiera sido cual-quier otro perro y no Frisky... ¿Crees que me habrán oído?
    Ben se estaba incorporando, quitándose la nieve de encima.
    —Si te hubieran oído, tendrían que haber dado el quién vive —le dijo Ben, también en voz muy queda—. Dioses, eso sí que estuvo cerca.
    Ahora podían ver el agua al descubierto justo enfrente del antiguo muro de piedra del rediente exterior del castillo de Delain, porque la estuvieron buscando.
    —¿Y qué haremos?
    —No podemos continuar —susurró Ben—, eso es evidente. ¿Pero qué hizo él, Nao-mi? ¿Hacía dónde se dirigió desde aquí? Tal vez haya volado.
    —Y si nos...
    Pero Naomi jamás terminó su pensamiento, porque fue en ese momento cuando Fris-ky se hizo cargo del asunto. Todos sus ancestros habían sido cazadores famosos, y ella lo llevaba en la sangre. Se le había encomendado rastrear aquel estimulante y tentador olor azul eléctrico, y no podía dejar de seguirlo. Así que afirmó sus cuartos traseros sobre el hielo, y tensionando sus elásticos músculos, saltó hacía la oscuridad. Su visión, como ya dijimos, era el más pobre de sus sentidos, y por lo tanto su salto fue en verdad ciego; desde el borde del hielo ella no alcanzaba a ver el negro agujero del desagüe de las cloacas.
    Pero lo pudo ver desde el agua, y aunque no lo hubiese visto, ella tenía su olfato, y sabía que estaba allí.
    106
    Es Flagg, pensó la amodorrada mente de Dennis cuando la sombra con ardientes ojos se le abalanzó encima. Es Flagg, me ha encontrado, y ahora me arrancará la garganta con sus propios dientes...
    Intentó gritar, pero no pudo articular ningún sonido.
    La boca del intruso se abrió; Dennis pudo ver unos dientes grandes y blancos..., y en-tonces una cálida y larga lengua comenzó a lamerle la cara.
    —¡Uff! —exclamó Dennis, tratando de apartar de sí aquella cosa; pero unas patas se apoyaron sobre sus hombros, y cayó tendido sobre su colchón de servilletas reales como un luchador inmovilizado; la lengua no dejaba de lamerle—. ¡Uff! —volvió a exclamar, y la negra y peluda criatura profirió un grave y amigable ladrido, como si dijese: Ya lo sé, yo también me alegro de verte.
    —¡Frisky! —llamó una voz ronca desde la oscuridad—. ¡Retírate, Frisky! ¡Sin rui-dos!
    La figura negra no era en absoluto Flagg; se trataba de un perro grandísimo, un perro que se parecía demasiado a un lobo para sentirse tranquilo, pensó Dennis. A las palabras de la chica, el animal se alejó, y se sentó. Miraba a Dennis con alegría; su cola aporreaba sor-damente el lecho de servilletas.
    Otras dos figuras aparecieron en la oscuridad, una más alta que la otra. No era Flagg, eso estaba claro. Los guardias del castillo, entonces. Dennis cogió su daga. Si los dioses estaban de su parte, tal vez sería capaz de poner fuera de combate a los dos. Y si no, enton-ces intentaría morir con honor al servicio de su rey.
    Las dos figuras se detuvieron muy cerca de él.
    —Vamos —dijo Dennis, alzando su daga (en realidad no era mucho más grande que un cortaplumas, y se encontraba herrumbrosa y bastante desafilada) en un gesto valeroso—. ¡Primero vosotros dos, y después vuestra fiera!
    —¿Dennis? —La voz le resultó muy familiar—. Dennis, ¿en verdad te hemos encon-trado?
    Dennis comenzó a bajar su arma, y luego volvió a subirla. Tenía que ser un truco. Tenía que serlo. Pero la voz sonaba tan parecida a la de...
    —¿Ben? —susurró—. ¿Eres Ben Staad?
    —Soy Ben —confirmó la figura más alta, llenando de gozo el corazón del joven y arriesgado mayordomo. La figura empezó a acercarse. Alarmado, Dennis volvió a levantar su daga.
    —¡Espera! ¿Tienes una luz?
    —Sí, un pedernal y un eslabón.
    —Ráspalos.
    —Bien.
    Al cabo de un rato, un gran resplandor amarillento, sin duda peligroso en aquel cuarto repleto con secas servilletas, iluminó el lugar.
    —Acércate, Ben —dijo Dennis, volviendo a envainar su modesta daga.
    Se puso en pie, temblando de alegría y alivio. Ben estaba allí. Gracias a qué magia Dennis no lo sabía; pero lo cierto era que había sucedido. Los pies se le enredaron en las servilletas y dio un traspiés, mas no llegó a caerse, ya que los brazos de Ben lo acogieron con un fuerte abrazo. Ben se hallaba a su lado y todo saldría bien, pensó Dennis, y fue todo lo que pudo hacer para no echarse a llorar de un modo impropio en un hombre.
    107
    A continuación hubo un gran intercambio de historias; creo que vosotros ya conocéis la mayoría de ellas, y las partes que ignoráis, pueden ser contadas con suma rapidez.
    El salto de Frisky fue un éxito completo. Una vez dentro del conducto se volvió para mirar si Naomi y Ben pensaban seguirla.
    Si no lo hubiesen hecho, a la larga Frisky habría vuelto a saltar sobre el hielo; esto podría haberle causado una gran decepción, pero no dejaría a su ama ni por el olor más excitante del mundo. Frisky estaba convencida de ello; Naomi no tanto. Ni siquiera se atrevió a llamar a Frisky por temor a ser escuchada por algún guardia. Por lo tanto trató de seguir a su perra. Ella no pensaba dejar que se fuera, y si Ben intentaba lo contrario, le derribaría con un gancho de derecha.
    Naomi no tendría que haberse inquietado. En el instante en que localizó el conducto, Ben comprendió por dóndf se había introducido Dennis.
    —Una nariz noble, Frisky —volvió a decir, y se volvió hacía Naorni—. ¿Crees que podrás hacerlo?
    —Si retrocedo un poco y tomo carrera, lo haré.
    —Trata de no errar, has de evitar pisar donde el hielo comienza a hacerse quebradizo, o te remojarás. Y las pesadas ropas que llevas te arrastrarán rápidamente hacía el fondo.
    —No erraré.
    —Deja que yo salte primero —dijo Ben—. Tal vez tenga que atraparte.
    Retrocedió unos pasos y saltó con tanta energía que estuvo a punto de que la base de la cabeza chocase con la curva superior del conducto. Excitada, Frisky lanzó un ladrido.
    —¡Cállate, perro! —ordenó Ben.
    Naomi se alejó hasta el borde del foso, permaneció allí unos segundos (para entonces estaba nevando con tanta intensidad que Ben no podía verla), y luego echó a correr. Ben contuvo el aliento, esperando a que no fallara al borde del hielo resistente. Si corría mucho antes de intentar el salto, ni los brazos más largos del mundo podrían agarrarla.
    Pero Naomi calculó a la perfección. Ben no necesitó ayudarle; todo lo que tuvo que hacer fue quitarse de en medio cuando ella hizo su entrada en el conducto. Ni siquiera se golpeó la cabeza, como le había sucedido a Ben.
    —Lo peor de todo fue el hedor —dijo Naomi, haciendo una pausa en su relato y mi-rando al sorprendido Dennis—. ¿Cómo pudiste tú soportarlo?
    —Pues me estuve recordando a mi mismo lo que podría sucederme si me atrapaban —explicó Dennis—. Cada vez que lo hacía, el aire parecía oler un poco mejor.
    Ben rió ante este comentario y afirmó con la cabeza, mientras Dennis le contemplaba durante unos instantes con los ojos brillantes. Luego volvió a posar su mirada en Naomi.
    —Sin embargo, en realidad olía espantosamente —convino—. Recuerdo que cuando yo era niño olia mal, pero no tan mal. Quizás un niño no sepa en verdad lo que es un mal olor. O algo por el estilo.
    —Supongo que eso podría ser —admitió Naomi.
    Frisky se hallaba tendida sobre una pila de servilletas reales, tenía el hocico entre las patas y llevaba sus ojos de una persona a otra mientras cada una de ellas hablaba. No era capaz de comprender lo que decían; pero, si eso hubiese sido posible, le habría dicho a Dennis que su capacidad de percibir los malos olores no había cambiado desde su niñez. Lo que ellos olieron, naturalmente, eran los últimos restos de la Arena Dragón. El olor había sido mucho más penetrante para Frisky que para "la joven" y “el muchacho alto". El olor de Dennis aún permanecía, pero esparcido y en forma de salpicaduras a lo largo de las paredes curvas (se trataba de los lugares que Dennis tocó con sus manos; el suelo de los conductos estaba cubierto por una pestilente agua tibia que había borrado todos los demás olores). Era el mismo olor azul eléctrico. El otro olor era de un insípido verde correoso; Frisky le temia. Ella sabia que algunos olores podían matar, y descubrió que no hacía tanto tiempo que aquel olor había tenido esas características.
    Pero ahora estaba perdiendo su potencia, y de cualquier forma, el rastro que seguía la alejó de sus grandes concentraciones. Un poco antes de llegar a la rejilla utilizada por Den-nis para salir del sistema de cloacas, Frisky comenzó a dejar de percibir el olor verde; y, en toda su vida, aquella perra jamás estuvo tan feliz de perder un olor.
    —¿No os habéis cruzado con nadie? ¿Con nadie en absoluto? —preguntó Dennis, ansioso.
    —Con nadie —respondió Ben—. Yo iba un poco adelantado para poder vigilar me-jor. Vi varias veces a unos guardias, pero siempre tuvimos suficiente tiempo para ocultarnos antes de ser descubiertos. A decir verdad, creo que al venir hacía aquí nos hemos en-contrado por lo menos con veinte guardias y sólo una o dos veces nos dieron el quién vive. La mayoría estaban borrachos.
    Naomi asintió.
    —Centinelas de Guardia —dijo—. Borrachos. Y no estamos hablando de borrachos en un puesto de vigilancia a lo largo de las fronteras septentrionales de alguna pequeña baronia acerca de la cual uno jamás oyó hablar; sino que borrachos en el castillo. ¡Dentro del mismo castillo!
    Dennis, recordando al desatinado cantor que se hurgaba en sus narices, asintió con tristeza.
    —Supongo que tendríamos que estar contentos. Si los Centinelas de Guardia hubie-ran sido como en tiempos de Roland, ahora estaríamos encerrados en la Aguja con Peter. Pero por alguna razón no me puedo alegrar.
    —Te diré algo —musitó Ben en voz baja—, si yo fuera Thomas y a mi alrededor sólo tuviera sujetos como los que hemos visto esta noche, cada vez que mirase hacía el Norte me estremecería dentro de mis botas.
    Esto pareció inquietar mucho a Naomi.
    —Recemos a los dioses para que jamás se llegue a eso —dijo la muchacha.
    Ben asintió con la cabeza.
    Dennis estiró el brazo y acarició a Frisky.
    —Me has rastreado desde la casa de Peyna, ¿no es así? ¡En verdad eres una perra muy lista!
    Feliz, Frisky meneó fuertemente su cola.
    Naomi dijo:
    —Si quisieras contármela de nuevo, Dennis, me gustaría escuchar esa historia acerca del rey sonámbulo.
    Asi que Dennis le contó la historia, muy parecida a como se la había contado a Peyna y a como os la he contado yo, y ambos escucharon fascinados como niños a quienes se les narra el relato del lobo hablador vestido con el gorro de dormir de la abuelita.
    108
    Cuando acabó su relato, eran ya las siete de la mañana. Afuera, una luz gris opaca había cubierto Delain; aquella apagada luz de tormenta era tan luminosa a las siete como lo seria a mediodía, debido a que la nevada más fuerte de aquel invierno, y tal vez de la histo-ria, había llegado a Delain. El viento soplaba alrededor de los aleros del castillo como una tribu de espíritus. Incluso desde su refugio los fugitivos podían verlo. Frlsky levantó la cabeza y gimoteó intranquila.
    —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Dennis.
    Ben, que había estado leyendo una y otra vez la nota de Peter, dijo:
    —Nada, hasta esta noche. Ahora en el castillo existe mucho movimiento, y no hay modo alguno de salir de aquí sin ser vistos. Dormiremos. Recobraremos nuestras energías. Y esta noche, antes de que den las doce...
    Ben habló brevemente. Naomi sonreía; los ojos de Dennis brillaban debido a la exci-tación.
    —¡Si! —dijo Dennis—. ¡Por todos los dioses! ¡Eres un genio, Ben!
    —Por favor, yo no diria tanto —protestó Naomi, pero su sonrisa era tan amplia que parecía estar en peligro de que su cabeza se partiese en dos. Se estiró hacía delante, y rode-ando a Ben con sus brazos le dio un sonoro beso.
    Ben se puso completamente rojo; parecía como si estuviese a punto de "estallarle el cerebro", como decían en Delain en aquellos lejanos tiempos. Aunque debo deciros que también se hallaba encantado.
    —¿Frisky podrá ayudarnos? —preguntó Ben, cuando volvió a recuperar su aliento.
    Al oir su nombre, Frisky levantó la cabeza.
    —Claro que podrá. Pero necesitaríamos...
    Durante un buen rato hablaron acerca del nuevo plan, y en un momento dado la mandíbula inferior de Ben pareció casi desaparecer detrás de un gran bostezo. Naomi tam-bién se hallaba muy cansada.
    Habían estado despiertos cerca de veinticuatro horas, recordaréis, además de haber recorrido una distancia enorme.
    —Basta ya —dijo Ben—. Es hora de dormir.
    —¡Hurra! —exclamó Naomi, comenzando a disponer más servilletas junto a Frisky—. Siento mis piernas como si...
    Dennis se aclaró la garganta con educación.
    —¿Qué sucede? —preguntó Ben.
    Dennis miró los morrales; el grande de Ben, y el apenas más pequeño de Naomi.
    —Supongo que no tendréis aquí..., nada para comer ¿no es asi?
    Impacientemente, la chica dijo:
    —¡Pues claro que si! Qué te crees...
    Entonces recordaron que Dennis salió de la casa de Peyna hacía seis dias, y que des-de entonces se había pasado todo el tiempo escondiéndose y andando furtivamente. Tenía mirada de desnutrido, y su rostro era pálido, enjuto y descarnado.
    —¡Oh, lo siento, Dennis, somos unos idiotas! ¿Cuándo fue la última vez que comis-te?
    Dennis meditó acerca de esto.
    —No lo recuerdo con exactitud —respondió—. Pero la última comida que tuve sen-tado a la mesa fue mi almuerzo, hace una semana.
    —¿Y por qué no lo has dicho desde un principio, tonto? —le amonestó Ben.
    —Creo que porque estaba demasiado excitado de veros —respondió Dennis sonrien-do.
    Mientras les observaba abrir los morrales y buscar entre los restos de sus víveres, el estómago le gorgoriteaba ruidosamente. La boca se le hacía agua. Entonces una idea se le cruzó por la cabeza.
    —¿No habréis traido nabos por casualidad?
    Naomi giró la cabeza y lo miró desconcertada.
    —¿Nabos? Yo no tengo ninguno. ¿Y tú, Ben?
    —Tampoco.
    Una sonrisa dulce y sumamente feliz se extendió por el rostro de Dennis.
    —Magnifico —dijo.
    109
    Aquella tormenta fue sin duda extraordinaria, y todavía hoy se habla de ella en De-lain. Antes de que un anochecer temprano y ventoso cubriese la ciudadela del castillo, ya había caído un metro y medio de nieve. Tanta cantidad en un solo día era realmente extra-ordinario, pero los montones que hacía el viento eran muchísimo más altos. Cuando oscu-reció, ya no soplaba un fuerte ventarrón, sino que se había transformado en un huracán. En algunos sitios alrededor del castillo, la nieve se acumulaba contra los muros formando rampas de más de siete metros de altura que cubrían no sólo las ventanas de la primera planta sino de la segunda y de la tercera.
    Quizás estaréis pensando que esto convenía mucho a los planes de fuga de Peter, y así habría sido si la Aguja no hubiese estado erguida sola en medio de la plaza. Pero lo estaba, y allí el viento soplaba con mayor fuerza. Un hombre robusto no era capaz de hacer frente a aquel viento, pues saldría rodando hasta estrellarse contra el primer muro de piedra al otro extremo de la plaza. Y el vendaval tenía además otro efecto: era como una escoba gigantesca. Tan pronto como caía la nieve, la barría del suelo de la plaza. Al anochecer había enormes amontonamientos blancos contra el castillo, y atascos en la mayoría de los callejones de la parte oeste de la ciudadela; pero la plaza estaba tan limpia como una patena. Lo único que había eran helados adoquines esperando quebrarle los huesos a Peter en caso de que su cuerda se partiera.
    Y debo decir que la cuerda de Peter estaba destinada a romperse.
    Cuando él la probó, soportaba su peso..., pero existía un hecho acerca de aquella cosa mitica llamada "punto de ruptura" que Peter no conocía. Yosef tampoco lo sabía. Sin em-bargo, los conductores de bueyes estaban enterados, y si Peter les hubiera preguntado, ellos le habrían contestado con un viejo axioma, conocido por marinos, leñadores, costureras, y todos aquellos que trabajaban con hilos o cuerdas: Cuanto más larga la cuerda, más rápida la rotura.
    Peter había probado con una cuerda de un metro veinte de longitud, y ésta le soportó.
    El cordón al cual pensaba confiar su vida (una cuerda muy delgada) media unos se-tenta y cinco metros.
    Estaba destinada a romperse, os lo digo, y los adoquines esperaban la caída del fugi-tivo para romperle los huesos y hacer que muriese desangrado.
    110
    Durante aquel largo y tormentoso día ocurrieron muchos desastres mayores y meno-res, del mismo modo que hubo muchos actos de heroísmo, algunos exitosos y otros predes-tinados al fracaso. En las Baronias Interiores algunas granjas fueron arrasadas por el viento, igual que en el viejo cuento el lobo hambriento tira abajo de un soplido la casa de los indolentes cerditos. Algunos de los que se quedaron sin hogar por esta causa se las arregla-ron para llegar hasta la ciudadela del castillo a través de las blancas planicies, amarrados todos juntos a una cuerda para mayor seguridad; otros erraron en la búsqueda del Gran Camino de Delain y se perdieron en medio de la blancura; sus cuerpos congelados y mor-disqueados por los lobos no serian descubiertos hasta la primavera.
    Pero a las siete de la tarde, la nevada finalmente disminuyó un poco, y el viento dejó de soplar con tanta fuerza. La inquietud fue cediendo, y en el castillo se acostaron tempra-no. Había muy poco más que hacer.
    Se alimentaron los hogares, los niños fueron arrojados en sus camas, se bebieron la última taza de té, y se dijeron las oraciones.
    Una por una, las luces fueron apagándose. El pregonero gritaba lo más fuerte que podía, pero tanto a las ocho como a las nueve el viento dispersó los sonidos de su boca; a las diez volvió a oirsele de nuevo, mas para entonces, la mayoría de la gente dormía.
    Thomas también; pero su sueño no era tranquilo. Aquella noche no estaba Dennis para dormir cerca de él y consolarle; aún continuaba enfermo en su casa. Thomas había pensado muchas veces en enviar a un paje para que lo comprobara (e incluso ir él mismo; Dennis le agradaba mucho); pero siempre surgía algo para hacer: papeles que había que firmar..., peticiones que escuchar... y, naturalmente, botellas de vino que beber. Thomas esperaba que Flagg viniera a verle, trayéndole unos polvos que le ayudasen a dormir..., pero desde su inútil viaje hacía el Norte, el mago se comportaba de un modo extraño y distante. Era como si Flagg supiese que algo no iba bien, pero no estaba seguro de lo que era. Thomas deseaba que el mago acudiese a su lado; pero no se atrevía a mandarlo llamar.
    Como siempre, el gemido del viento le hacía recordar a Thomas la noche en que mu-rió su padre; temía que le costara conciliar el sueño... y que, una vez dormido, viniesen horribles pesadillas, sueños en los que Roland gritaría, despotricaría y finalmente seria consumido por las llamas. Así que Thomas hizo aquello a lo cual se había acostumbrado durante los últimos años; se pasaba todo el día con una copa de vino en la mano, y si yo os dijese cuántas botellas de vino consumía este muchachito hasta que finalmente alrededor de las diez se marchaba a dormir, vosotros probablemente no me creeríais; por lo tanto no lo diré. Pero si que eran muchas.
    Tendido sobre el sofá, sintiéndose pésimamente y deseando que Dennis estuviera en el acostumbrado sitio junto a la chimenea, Thomas pensaba: Me duele ta cabeza y tengo el estómago revuelto... ¿Vale la pena sufrir todo esto para ser rey? Lo dudo. Vosotros también podréis dudarlo..., pero antes de que Thomas pudiese seguir dudando, ya estaba en el más profundo sueño.
    Durmió cerca de una hora..., luego se levantó y comenzó a caminar. Parecia un fan-tasma con su camisón blanco. Deambuló por los pasillos.
    Una doncella que se había quedado trabajando hasta más tarde y que llevaba los bra-zos cargados con sábanas acertó a verle, y como era tan parecido al difunto rey Roland, la mujer dejó caer su cargamento y echó a correr gritando.
    El dormido cerebro de Thomas oyó los gritos, confundiéndolos con los de su padre.
    Continuó caminando hasta dar con el corredor menos utilizado. A medio camino se detuvo y empujó la piedra secreta. Entró en el pasadizo, cerró la puerta y se dirigió hasta el final del pasillo. Deslizó los paneles que estaban detrás de los ojos de vidrio de Niner y a pesar de que todavía dormía, colocó su rostro contra los dos agujeros, haciendo como que miraba la sala de estar de su difunto padre. Y aquí dejaremos por algún tiempo al desafor-tunado muchacho, rodeado por el olor a vino y con lágrimas de remordimiento corriéndole por las mejillas desde sus somnolientos ojos.
    Este pretendido rey era unas veces un muchacho cruel; otras, un muchacho triste; y casi siempre había sido un muchacho débil..., pero debo deciros que incluso ahora sigo sin creer que en realidad fuese un muchacho malo. Que le odiéis por las cosas que hizo, y por las cosas que permitió que se hicieran, es algo que puedo comprender; pero me sorprendería que a la vez no le tuvierais un poco de lástima.
    111
    A las once y cuarto de aquella trascendental noche, la tormenta concluyó. Una tre-menda ráfaga de veinto frio pasó sobre el castillo. Soplaba a más de cien kilómetros por hora, y desgarraba las ralas nubes como la bofetada de una gigantesca mano.
    En el Tercer Callejón del Este había una torre baja de piedra a la cual llamaban Iglesia de los Grandes Dioses; llevaba allí desde tiempos inmemoriales. Mucha gente rendía culto en ella, pero ahora se hallaba vacía. Algo también muy favorable. La torre no era muy elevada (ni de lejos podía compararse con la Aguja); no obstante se alzaba sobre los edificios aledaños del Tercer Callejón del Este, y durante todo el día había sido azotada por la inquebrantable fuerza del temporal. La última ráfaga fue demasiado para ella. La cúspide de nueve metros, toda de piedra, se desplomó, del mismo modo que podría volarse el sombrero de un espantapájaros durante un viento muy fuerte. Una parte aterrizó en el ca-llejón; otra sobre las casas vecinas. El estrépito fue tremendo.
    La mayoría de la gente que vivía en la ciudadela del castillo, agotada por la excita-ción de la tormenta y sumida en un profundo sueño, no reparó en el desmoronamiento de la Iglesia de los Grandes Dioses (si bien a la mañana siguiente se sorprenderían muchísimo ante las ruinas cubiertas de nieve). Casi todos se limitaron a refunfuñar y, cambiando de posición, se volvieron a dormir.
    Algunos Centinelas de Guardia, los que no estaban muy borrachos, lo oyeron, natu-ralmente, y corrieron para ver lo que había sucedido. Salvo por estos pocos, el desmoro-namiento de la torre pasó casi por completo inadvertido en el momento de suceder..., pero hubo unas cuantas personas que lo oyeron, y creo que vosotros ya las conocéis a todas.
    Ben, Dennis y Naomi, que se preparaban para intentar rescatar al legítimo rey, oyeron el ruido desde el cuarto de las servilletas, mirándose unos a otros con los ojos bien abiertos.
    —No os preocupéis —dijo Ben al cabo de unos instantes—. No sé lo que ha podido ser; pero carece de importancia. Continuemos con lo nuestro.
    Beson y los carceleros inferiores, todos ellos borrachos, no sintieron desmoronarse la Iglesia de los Grandes Dioses, pero Peter si lo percibió. Se hallaba sentado sobre el pavi-mento de su dormitorio, pasando cuidadosamente su cuerda entre los dedos en busca de trozos flojos. Al oír el estrépito de las piedras amortiguado por la nieve, alzó la cabeza y se dirigió con premura a la ventana. No podía ver nada; lo que quiera que se hubiese derrum-bado estaba al otro extremo de la Aguja. Después de reflexionar sobre ello durante unos segundos, Peter volvió a su cuerda. Faltaba poco para la medianoche, y él había llegado a la misma conclusión que su amigo Ben. No tenía importancia. La suerte ya estaba echada. Ahora había que mirar adelante.
    En la profunda oscuridad del pasadizo secreto, Thomas oyó el ruido sordo de la torre al caerse y se despertó. Al oír debajo de él los apagados ladridos de los perros comprendió horrorizado dónde se encontraba.
    Y había otra persona cuyo sueño ligero salpicado de pesadillas fue perturbado por el estrépito de la caída de la torre. Se despertó pese a hallarse en lo más recóndito del castillo.
    —¡Desastre! —chilló una de las cabezas del loro.
    —¡Fuego, diluvio y evasión!
    Flagg se había despertado. Creo haberos dicho que a veces el demonio es extraña-mente ciego, y eso es cierto. A veces el demonio se aquíeta, y duerme.
    Pero ahora el mago se había despertado.
    112
    Flagg regresó de su viaje al Norte con un poco de fiebre, un fuerte resfriado y una sensación de inquietud.
    Algo no marcha bien, algo no marcha bien. Las mismísimas piedras del castillo pa-recían estar susurrándoselo..., pero él no tenía ni idea de lo que podía ser. Por lo pronto todo lo que sabía era que aquella incógnita algo no marcha bien poseía dientes afilados. La sensación era como de tener en el cerebro un hurón o una marta cibelina, que le iba mor-disqueando en un sitio y en otro. El mago sabía exactamente cuándo había comenzado aquel animal a corretear y a roer: al volver de su infructuosa expedición en busca de los rebeldes. Porque... porque...
    ¡Porque los rebeldes debían haber estado allí!
    Pero no habían aparecido y Flagg odiaba ser engañado. Peor aún, odiaba sentir que él podía haber cometido un error. Si se había equivocado en su búsqueda de los rebeldes, entonces tal vez había cometido fallos en otras cosas. ¿En qué cosas? No lo sabia. Pero sus sueños eran desfavorables. Aquel pequeño e irascible animal correteaba por su cabeza, inquietándole, insistiendo en que se había olvidado de cosas, que otras cosas estaban suce-diendo a sus espaldas. Corria, mordisqueaba y le arruinaba el sueño. Flagg tenía medicinas que podían terminar con un resfriado, pero ninguna de ellas lograria hacer efecto sobre aquel animal roedor que llevaba en su cerebro.
    ¿Qué es lo que podía haber salido mal?
    Se repitió esta pregunta una y otra vez, y en verdad parecía, al menos a primera vista, que nada en absoluto. Durante muchos siglos, el viejo y oscuro caos que latía dentro de él había odiado el amor, la luz y el orden de Delain, y trabajó duramente para destruir todo aquello; para derribarlo al igual que la última ráfaga de la tormenta había tirado abajo la Iglesia de los Grandes Dioses. Siempre hubo algo que se interfirió con sus planes; una Kyla la Buena, una Sasha, alguna persona, alguna cosa. Pero ahora no veía ninguna posible interferencia, mirase en la dirección que mirase. Thomas era por completo su criatura; si Flagg le ordenaba que midiese a pasos el más alto parapeto del castillo el tonto sólo atinaría a preguntarse a qué hora debía hacerlo. Los granjeros rugían bajo el peso de los agobiantes impuestos aplicados por Thomas como consecuencia de la persuasión ejercida por el mago.
    Cierta vez Yosef le dijo a Peter que, al igual que las cuerdas y cadenas, las personas también tenían un punto de ruptura, y así era; los granjeros y comerciantes de Delain casi habían llegado al suyo. La cuerda que une a la ciudadanía con el gran paquete de impuestos es pura lealtad; lealtad al soberano, al país, al gobierno. Flagg sabia que si hacía los impuestos lo bastante pesados, todas las cuerdas se romperían, y el estúpido buey, que así era como él consideraba al pueblo de Delain, saldría corriendo desbocado, arrasando con todo lo que se le pusiera al paso. El primero de los bueyes ya estaba libre y se escondía en el Norte. Se hacían llamar exiliados, pero Flagg no dudaba que muy pronto lo cambiarían por rebeldes. Peyna se había apartado y Peter estaba encerrado en la Aguja.
    Por lo tanto, ¿qué era lo que estaba mal?
    ¡Nada! ¡Maldita sea, nada!
    Pero el hurón correteaba, roía, mordisqueaba y se retorcía. En las tres o cuatro últimas semanas muchas veces Flagg se despertó bañado en un sudor frío, no a causa de la fiebre habitual sino porque había tenido algún sueño terrible. ¿Cuál era la esencia de aquel sueño? Jamás conseguía recordarlo. Sólo sabia que se despertaba con la mano izquierda apretando el ojo izquierdo, como si tuviese allí una herida; y a pesar de que no había nada malo en él, ese ojo le ardería.
    113
    Aquella noche, Flagg se despertó con su sueño fresco en la cabeza, porque se había interrumpido antes de que terminara. Fue, por supuesto, el derrumbe de la Iglesia de los Grandes Dioses lo que le hizo abrir los ojos.
    —¡Hum! —exclamó Flagg, sentándose erguido en su silla. Tenía los párpados bien abiertos y las pupilas atentas; las mejillas, blancas húmedas, se hallaban lustrosas por el sudor.
    —¡Desastre! —chilló una de las cabezas del loro.
    —¡Fuego, diluvio y evasión! —gritó la otra.
    Evasión, pensó Flagg. Sí; eso es lo que tenía en mi mente durante todo este tiempo, eso es lo que me estaba carcomiendo.
    Se miró las manos y vio que le temblaban, lo cual le puso furioso, y se levantó de la silla de un salto.
    —E1 tiene la intención de evadirse —murmuró, pasándose las manos por el cabello—. Es sólo una intención, de todos modos. ¿Pero cómo? ¿Cómo? ¿Cuál es su plan? ¿Quiénes le han ayudado? Lo pagarán con sus cabezas, lo prometo... ¡Y no se las cortarán de un solo hachazo no! Se las iran cortando de a dos centímetros y de a un centímetro.... de a medio centímetro..., cada vez. Se volverán locos por la agonia mucho antes de morir...
    —¡Loco! —chilló una de las cabezas del loro.
    —¡Agonía! —vociferó la otra.
    —¡Queréis callaros y dejarme pensar! —aulló Flagg. Cogió de una mesa cercana una jarra llena de un líquido marrón oscuro y la arrojó contra la jaula del pajarraco. Al chocar la jarra se hizo añicos produciendo un brillante destello frio. Las dos cabezas del loro graz-naron aterrorizadas; el cuerpo se desplomó de la percha y permaneció inconsciente sobre el fondo de la jaula hasta la mañana siguiente.
    Flagg comenzó a pasearse rápidamente de un lado a otro, mostrando los dientes. Ju-gueteaba con sus manos sin parar, los dedos de una luchando con los de la otra. Sus botas estaban sucias con una costra verdosa de salitre procedente de las piedras del pavimento de su laboratorio; aquellas manchas olian a tormenta eléctrica de verano.
    ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién le ayudó?
    Flagg no podía recordarlo. Su sueño ya se estaba desvaneciendo.
    Pero. . .
    —¡Tengo que saberlo! —siseó—. ¡Tengo que saberlo!
    Porque aquello acontecería muy pronto, podía sentirlo con intensidad. Sucedería muy, muy pronto.
    Buscó su llavero y con él abrió el último cajón de su escritorio. Extrajo una caja de madera de tamarindo exquisitamente tallada, la abrió, retirando de dentro una bolsa de cuero. Tiró de las cintas que cerraban la boca de la bolsa y con sumo cuidado sacó un pe-dazo de roca que irradiaba una luz intensa de su interior. La roca era de un color lechoso semejante al ojo de un viejo ciego. Parecía un pedazo de jaboncillo de sastre, pero en reali-dad era un cristal, el cristal mágico de Flagg.
    Recorrió la habitación, apagando todas las lámparas y velas. Muy pronto su estancia estaba en la más absoluta penumbra. A pesar de ello, Flagg regresó a su escritorio con total seguridad, esquivando objetos que tanto vosotros como yo nos habríamos llevado por de-lante. La oscuridad no le afectaba en lo más mínimo al mago del rey; le agradaba, y se movía en ella como un gato.
    Se sentó ante el escritorio y tocó la piedra. Le pasó las palmas por los lados, sintiendo los ásperos bordes y los ángulos.
    —Muéstrame —murmuró—. Muéstrame aquello que preciso saber. Esa es mi orden.
    Al principio no sucedió nada. Luego, poco a poco, el cristal comenzó a iluminarse desde dentro. La tenue luz que apareció era pálida y difusa. Flagg volvió a tocar el cristal, esta vez con la punta de sus dedos. La luz se hizo más cálida.
    —Muéstrame a Peter. Esa es mi orden. Muéstrame al mozalbete que se atreve a en-trometerse en mi camino, y muéstrame qué es lo que planea hacer.
    La luz empezó a brillar..., a brillar..., a brillar. Con los ojos resplandecientes mos-trando los dientes entre sus finos y crueles labios, Flagg se inclinó sobre el cristal. Ahora Peter, Ben, Dennis y Naomi podrían haber reconocido su sueño, y habrían reconocido tam-bién el resplandor que iluminaba el rostro del mago, un resplandor que no provenía de una vela.
    El matiz lechoso del cristal desapareció súbitamente, absorbido por el brillante res-plandor. Ahora Flagg podía ver en lo más profundo de su interior. Sus ojos se dilataron... y luego los entrecerró azorado.
    Era Sasha, visiblemente embarazada, sentada sobre la cama de un niño. El niño tenía en sus manos una pizarra. En ella se podían leer dos palabras: DIOS y PERRO.
    Con impaciencia, Flagg pasó las manos sobre el cristal, que ahora respondió con on-das de calor.
    —¡Muéstrame lo que necesito saber! ¡Esa es mi orden!
    El cristal volvió a aclararse.
    Era Peter, jugando con la casa de muñecas de su madre, simulando que la vivienda y la familia que la habitaba eran atacadas por los indios..., o por dragones..., o por alguna otra cosa tonta. El viejo rey se hallaba en un rincón, observando a su hijo, deseando unírsele en su...
    —¡Bah! —exclamó Flagg, frotando nuevamente sus manos contra el cristal—. ¿Por qué me muestras estas viejas historias sin sentido? ¡Yo preciso saber cómo planea escapar... y cuándo! ¡Ahora muéstrame! ¡Esa es mi orden!
    El cristal estaba cada vez más caliente. Si no le permitía apagarse pronto, Flagg sabia que se podía quebrar para siempre, y no era fácil hacerse con un cristal mágico; aquél lo había encontrado después de treinta años de búsqueda. Pero preferiría verlo partido en bi-llones de fragmentos antes que rendirse.
    —¡Esa es mi orden! —volvió a decir y, por tercera vez, el aspecto lechoso del cristal se retiró hacía dentro. Flagg se inclinó sobre él hasta que el calor hizo que se le saltaran las lágrimas. Se restregó los ojos... y entonces, a pesar del calor, los abrió de par en par, sobre-saltado y furioso.
    Era Peter. Descendía lentamente por la pared de la Aguja. No cabía duda de que se trataba de alguna magia engañosa, porque, a pesar de que pasaba una mano sobre la otra, por ningún lado se veía la cuerda...
    ¿O... estaba allí?
    Flagg se pasó una mano por la cara, disipando el calor por unos instantes. ¿Una cuer-da? No exactamente. Pero allí había algo..., algo tan sutil como el hilo de una telaraña... y sin embargo soportaba su peso .
    —Peter —dijo Flagg jadeando, y ante el sonido de su voz, la diminuta figura miró a su alrededor.
    Flagg sopló el cristal y su brillante y oscilante luz desapareció. Al sentarse, el mago pudo observar frente a él su resplandor crepuscular.
    Peter. Evadiéndose. ¿Cuándo? En el cristal era de noche, y Flagg había visto algunos errantes copos de nieve pasar volando junto a la pequeña figura que bajaba por la pared curva. ¿Iba a suceder esta noche? ¿Mañana por la noche? ¿Alguna noche de la próxima semana? O...
    Flagg con un empujón se alejó del escritorio y, vacilante se puso de pie. Sus pupilas se llenaron de fuego al mirar en torno a sús sombrias y pestilentes habitaciones subterráneas.
    ¿ . . . o ya ha sucedido?
    —Suficiente —resolló—. Por todos los dioses que han existido y que siempre exis-tirán, esto es suficiente.
    Cruzó a zancadas el oscuro cuarto, cogiendo una enorme arma que colgaba sobre la pared. Era incómoda, pero el mago la sostuvo familiarizado y sin dificultad. ¿Familiarizado con ella? ¡Si, naturalmente que lo estaba! La había utilizado muchas veces cuando vivió allí e hizo sus negocios bajo el nombre de Bill Hinch, el más temido verdugo que Delain jamás haya conocido. Aquella terrible cuchilla había mordido cientos de cuellos. Sobre la hoia, que era de acero de Andua dos veces forjado, había una modificación introducida por Flagg: una bola de hierro con púas. Cada púa estaba bañada en veneno.
    —¡Suficiente! —Flagg volvió a gritar en un arrebato de ira, frustración y temor. El loro bicéfalo incluso desde las profundidades de su inconsciencia, gimió ante aquella ex-clamación.
    Flagg tiró de su manto colgado en un gancho junto a la puerta, se lo colocó sobre los hombros, abrochándose al cuello la hebilla, un escarabajo elaborado primorosamente en plata.
    Era suficiente. Esta vez sus planes no serian desbaratados; no, desde luego que no lo serian por un odioso muchacho. Roland estaba muerto.
    Peyna desbancado, los nobles forzados al exilio. No quedaba nadie que pudiese pro-testar por la muerte de un príncipe... y menos por uno que había asesinado a su propio pa-dre.
    Si todavía no te has evadido mi bello principito, ya nunca lo harás; y algo me dice que aún te encuentras en chirona. Pero una parte tuya saldrá esta noche, te lo prometo; la parte que tengo intención de arrastrar por los cabellos.
    Mientras avanzaba dando zancadas en dirección al Portón de la Mazmorra, Flagg comenzó a reír..., un sonido que le hubiese provocado pesadillas hasta a una estatua de piedra.
    114
    La intuición de Flagg era acertada. Peter había terminado de revisar su cuerda hecha con retorcidos hilos de lino, pero aún estaba en su celda, esperando a que el Pregonero anunciase la medianoche, cuando Flagg se abrió paso por el Portón de la Mazmorra y co-menzó a cruzar la Plaza de la Aguja. La Iglesia de los Grandes Dioses se había derrumbado a las once y cuarto; eran las doce menos cuarto cuando el cristal le mostró a Flagg lo que quería saber (y quizás estaréis de acuerdo conmigo en que al principio trató de mostrarle la verdad en otras dos formas diferentes), y cuando Flagg comenzó a atravesar la Plaza, aún faltaban diez minutos para medianoche.
    El Portón de la Mazmorra se encontraba al noreste de la Aguja. En la parte suroeste había una pequeña entrada al castillo, conocida como el Portón de los Buhoneros. Entre el Portón de la Mazmorra y el Portón de los Buhoneros podía trazarse una linea en diagonal. Por supuesto, justo en el centro de esta linea se hallaba la Aguja.
    Casi al mismo tiempo en que Flagg salió por el Portón de la Mazmorra, Ben, Naomi, Dennis y Frisky salieron por el Portón de los Buhoneros. Se estaban aproximando sin sa-berlo. La torre de la Aguja se alzaba entre ellos, pero el viento había amainado, y el grupo de Ben tendría que haber oído el eco de los tacones de Flagg contra los adoquines; Flagg tendría que haber oído el débil chirrido de una rueda sin engrasar. Pero todos ellos, inclu-yendo a Frisky (la cual había vuelto otra vez a su antigua tarea de porteadora), estaban absortos por sus propios pensamientos.
    Ben y su grupo llegaron primero a la Aguja.
    —Ahora...—comenzó a decir Ben, y en aquel mismo momento, desde el otro lado de la torre, a menos de cuarenta pasos de distancia de donde se hallaban, Flagg empezó a mar-tillear en la Puerta de los Carceleros triplemente acerrojada.
    —¡Abrid! —gritó Flagg—. ¡Abrid en nombre del rey!
    —Pero qué... —comenzó a decir Dennis.
    Naomi le tapó la boca con una mano que parecía de acero, mirando a Ben con ojos alarmados.
    115
    La voz subió en espiral hasta Peter a través del frio aire que había dejado la tormenta. Era tenue, pero perfectamente clara.
    —¡Abrid en nombre del rey!
    Abrid en nombre del infierno, querrás decir, pensó Peter.
    Aquel bravo y buen muchacho se había convertido en un bravo y buen hombre; pero cuando oyó esa áspera voz y recordó ese pálido y enjuto rostro de enrojecidos ojos, siempre a la sombra de la capucha de su túnica, los huesos se convirtieron en hielo y el estómago en fuego. La boca se le secó como una astilla vieja. La lengua se le adhirió al paladar. Los pelos se le pusieron de punta. Si alguna vez os han dicho que por ser buenos y bravos jamás tendréis miedo, os han contado una mentira. Hasta ese momento, Peter jamás había sentido tanto miedo en toda su vida.
    Es Flagg, y ha venido a por mí.
    Peter se puso en pie y, durante un momento, pensó que se iba a caer, pues sus rodillas estaban a punto de doblarse. allí abajo estaba la Fatalidad, martilleando la Puerta de los Carceleros para que le dejasen entrar.
    —¡Abrid! ¡En pie, piojosos y borrachos bribones! ¡Tú, Beson, hijo de un borrachin!
    No te apresures, se dijo Peter. De lo contrario cometerás un error y harás el trabajo por él. Aún no ha ido nadie a abrirle. Beson está borracho; se tambaleaba a la hora de la cena y probablemente estuviera paralizado cuando se fue a dormir. Flagg no tiene la llave porque, si la tuviera, no perdería el tiempo dando golpes. Por lo tanto..., un paso cada vez. Tal y como lo has planeado. El tiene que entrar y luego subir todos esos escalones, tres-cientos en total. Todavía puedes derrotarle.
    Regresó a su dormitorio y tiró de la tosca chaveta que mantenía unido el armazón de la cama. Esta se desplomó. Peter cogió una de las barras laterales y la arrastró hasta la sala de estar. Había medido esta barra con cuidado y sabia que era más ancha que la ventana, y a pesar de que su superficie se hallaba oxidada, a Peter le pareció que en su interior aún debía ser resistente. Mejor que lo sea, se dijo. Sería una cruel broma que mi cuerpo resista pero que el áncora se rompa.
    Lanzó una breve mirada hacía fuera. No podía ver a nadie ahora, pero antes de que Flagg comenzara a golpear salvajemente la puerta, él observó a tres figuras atravesar la Plaza en dirección hacía la torre de la Aguja. Eso quería decir que Dennis había reclutado a algunos amigos. ¿Era Ben uno de ellos? Peter esperaba que si, pero en realidad no se atrevía a creerlo. ¿Quién seria el tercero? ¿Y para qué el carretón? Eran preguntas a las cuales no tenía tiempo de buscar respuesta.
    —¡Oh, si seréis perros! ¡Abrid esta puerta! ¡Abridla en nombre del Rey! ¡Abridla en nombre de Flagg! ¡Abrid la puerta! ¡Abrid...!
    En la quietud de la medianoche, Peter oyó desde abajo el resonar de los gruesos ce-rrojos de hierro al deslizarse de sus anillas. Supuso que habían franqueado la entrada; pero no logró oir ruido de puerta. Silencio... y luego un grito gorgoteante y sofocado.

    116
    El desgraciado carcelero inferior que finalmente respondió a la llamada de Flagg vi-vió menos de cuatro segundos después de haber descorrido el tercer cerrojo de la Puerta de los Carceleros. Tuvo la breve y espeluznante visión de un rostro blanco, con furiosos ojos enrojecidos, y de un manto negro que flotaba en la muriente brisa como las alas de un cuervo. El pobre hombre chilló. Entonces el aire se llenó con el seco sonido de un silbido. El carcelero inferior, que aún se hallaba medio borracho, alcanzó a mirar a Flagg justo en el momento en que su hacha de combate le partía la cabeza en dos mitades.
    —¡La próxima vez que alguien llame en nombre del rey, moved vuestros esqueletos y así no tendréis que limpiar un amasijo a la mañana siguiente! —vociferó Flagg.
    Riéndose salvajemente, empujó el cuerpo de una patada y se lanzó por el pasillo que daba a las escaleras. Las cosas todavía estaban a salvo. Se había despertado ante el peligro justo a tiempo. Flagg lo sabía.
    El lo sentía.
    Abrió la puerta de la derecha y penetró en el corredor principal que se alejaba de la sala del tribunal donde en otros tiempos Anders Peyna había administrado justicia. Al final de este corredor, comenzaban las escaleras. El mago miró hacía arriba, esbozando su es-pantosa sonrisa de tiburón.
    —¡Allá voy, Peter! —dijo alegremente, su voz resonando y reverberando en espiral hacía todo lo alto, donde Peter se hallaba atando su fina cuerda a la barra que había sacado de la cama—. ¡Allá voy, querido Peter, a realizar un trabajo que tendría que haber hecho hace mucho, mucho tiempo!
    La sonrisa de Flagg se agrandó y ahora si que se veía verdaderamente terrible; se pa-recía a un demonio que acabara de salir de la tierra a través de un pozo maloliente. Flagg levantó su hacha de verdugo; unas gotas de sangre del carcelero aniquilado cayeron sobre su rostro, deslizándose por sus mejillas como si fueran lágrimas.
    —¡Allá voy, querido Peter, a cortarte la cabeza! —gritó Flagg y comenzó a subir co-rriendo las escaleras.
    Uno. Tres. Seis. Diez.
    117
    Por alguna razón, las temblorosas manos de Peter no le respondian. Un nudo que an-teriormente había hecho con facilidad más de mil veces ahora se le deshacía y tenía que comenzar todo desde el principio.
    No permitas que te asuste.
    Aquello era tonto. E estaba asustado, claro que si; asustado hasta la médula. Thomas se hubiera asombrado al saber que Peter siempre había estado atemorizado por Flagg; sólo que lo supo ocultar muy bien.
    ¡Si viene a matarte, deja que lo haga el! ¡No le facilites la tarea!
    Aquel pensamiento surgió de su propia cabeza..., pero sonaba a la voz de su madre. Sus manos se calmaron un poco, y Peter comenzó a atar otra vez el extremo de la cuerda al áncora.
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    —¡Llevaré tu cabeza en mi asta de montar durante mil años!—gritaba Flagg, mientras subía y subía dando vueltas—. ¡Oh, qué bello trofeo serás!
    Veinte. Treinta. Cuarenta.
    Los tacones de sus botas sacaban chispas verdes de las piedras. Sus ojos expresaban ferocidad. Su sonrisa era veneno.
    —¡ALLA VOY, PETER!
    Setenta.
    Faltaban doscientos treinta escalones.
    119
    Si alguna vez os habéis despertado en un sitio desconocido en medio de la noche, sabréis que estar solos en la oscuridad puede llegar a ser bastante aterrador; ahora tratad de imaginaros despertando en un pasadizo secreto, mirando por unos agujeros disimulados la habitación donde habéis visto asesinar a vuestro propio padre.
    Thomas lanzó un alarido. Nadie le oyó. A no ser los perros de la planta de abajo, y aún así lo dudo; pues eran viejos, estaban sordos y, además, hacían entre ellos demasiado ruido.
    Ahora bien, en Delain existía una creencia acerca de los sonámbulos; una que en nuestro mundo también ha sido considerada comúnmente como verdadera. Según esta cre-encia, si el sonámbulo o sonámbula se despertaban antes de llegar a su cama, él o ella se volverían locos.
    Es probable que Thomas hubiese escuchado este chisme. Si así era, podía dar fe de su falsedad. Había sufrido un fuerte susto, y por eso gritó, pero ni siquiera estuvo cerca de volverse loco.
    De hecho, el sobresalto inicial se le pasó bastante pronto, más rápido de lo que mu-chas personas pudieran creer, y volvió a mirar otra vez por las mirillas. A algunos de voso-tros esto podrá sorprenderos, pero tenéis que recordar que, antes de la terrible noche cuan-do Flagg trajo su propia copa de vino después de que Peter se hubiera marchado, Thomas había pasado agradables momentos en este oscuro pasadizo. No obstante, aquel placer tenía un áspero matiz de culpa, aunque también se sentía próximo a su padre. Ahora que se hallaba allí otra vez, tenía una peculiar sensación de nostalgia.
    Descubrió que la sala no había cambiado nada. Las cabezas disecadas aún continua-ban colgadas de las paredes: Bonsey, el Alce; Cascanueces, el lince; Castañuela, el gran oso blanco del Norte. Y, por supuesto, Niner el dragón, a través del cual estaba mirando, con el arco de Roland y su flecha Ensartadora de Adversarios cruzados debajo del trofeo de caza.
    Bonsey... Cascanueces... Castañuela... Niner.
    Recuerdo todos sus nombres, pensó Thomas algo sorprendido. Y te recuerdo a ti, papá. Desearía que ahora estuvieses vivo y que Peter se hallara en libertad, u pesar de que eso signifique que nadie se fije en mí que no me tengan en cuenta. Al menos podría dormir por las noches.
    Algunos muebles habían sido cubiertos con sábanas blancas para protegerlos del pol-vo; pero sólo unos cuantos. El hogar de la chimenea estaba frío y oscuro, aunque había madera dispuesta para hacer fuego. Thomas observó con creciente curiosidad que incluso el viejo abrigo de su padre seguía colgado en el sitio acostumbrado junto a la puerta del cuarto de baño. El hogar estaba frío, pero únicamente precisaba una cerilla encendida para volver a la vida, cálido y crepitante; la habitación quería que sólo fuese su padre quien hiciese esos rituales.
    De repente, Thomas comenzó a sentir un extraño y casi misterioso deseo; él quería entrar en aquella habitación. Quería encender el fuego. Quería ponerse el abrigo de Roland. Quería beber una copa de su aguamiel. La bebería a pesar de que estuviese pasada y amar-ga. Dennis pensó..., pensó que allí dentro podría ser capaz de dormir.
    Una lánguida y cansada sonrisa se posó sobre el rostro del muchacho. Ni siquiera le tenía miedo al fantasma del viejo rey. Casi deseó que apareciera. Si esto sucedía, él podría contarle algo a su padre.
    Podría contarle a su padre que estaba arrepentido.
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    —¡ESTOY LLEGANDO, PETER! —chilló Flagg, sonriendo. Olía a sangre y muer-te; sus ojos revelaban un fuego mortal. El hacha de verdugo silbaba al cortar el aire, y las últimas gotas de sangre se derramaron de la cuchilla salpicando las paredes—. ¡YA ESTOY LLEGANDO! ¡VOY EN BUSCA DE TU CABEZA!
    Subía y subía en espiral, cada vez más alto. Flagg era una fiera con la idea fija de matar.
    Cien. Ciento veinticinco.
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    —Más rápido —dijo jadeando Ben Staad a Dennis y Naomi.
    La temperatura otra vez había comenzado a descender, pero los tres estaban sudando. Parte de aquel sudor provenía del ejercicio; habían estado trabajando muy duro. Pero su transpiración se debía sobre todo al miedo. Ellos podían escuchar los chillidos de Flagg. Incluso Frisky, con su bravo espíritu, se sentía atemorizada. La perra se había agazapado a un lado y lloriqueaba.
    122
    —¡ESTOY LLEGANDO, MOZALBETE!
    Se hallaba más cerca; su voz era más apagada, sin tanto eco.
    —¡VOY A HACER ALGO QUE TENDRIA QUE HABER HECHO MUCHO TIEMPO ATRÁS!
    La cuchilla doble cortó el aire con un silbido.
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    Esta vez el nudo no se deshizo.
    Ayudadme, dioses, pensó Peter, y miró hacía donde provenían los chillidos, cada vez más próximos, de Flagg. Ahora ayudadme, dioses.
    Peter sacó una pierna fuera de la ventana. Se sentó a horcajadas sobre el alféizar, como si fuera la silla de montar de Peonia, una pierna apoyada en el pavimento de piedra de su sala de estar, la otra pendiendo en las alturas. Sostuvo sobre su regazo el rollo de cuerda y la barra de hierro de su cama. Después, arrojó la cuerda por la ventana y vio cómo caía. A medio camino, la cuerda se enredó, y Peter tuvo que perder más tiempo sacudién-dola como si fuese un hilo de pescar antes de conseguir desengancharla.
    Entonces, pronunciando una última oración, tomó la barra de hierro y la ajustó contra la ventana. La cuerda colgaba por el centro. Deslizando por encima del alféizar la pierna que tenía en el lado de adentro, Peter giró sobre su cintura, agarrándose a la barra de la que dependería su seguridad. Ahora sólo su trasero se hallaba apoyado sobre el alféizar. Peter se torció un poco para que el frío borde exterior de la ventana presionara su estómago y no las nalgas. Sus piernas quedaron suspendidas en el aire. La barra de hierro estaba firmemente asegurada, atravesada en el marco.
    Peter quitó la mano izquierda de la barra, aferrándose con fuerza a su angosta cuerda de servilletas. Durante unos instantes permaneció indeciso, luchando contra su miedo.
    Luego, cerró los ojos y soltó la mano derecha. Ahora todo el peso de su cuerpo era soportado por la cuerda. Peter se entregó a su destino. Para bien o para mal, desde aquel momento su vida dependía de las servilletas. Peter comenzó a bajar.
    124
    —¡YA ESTOY LLEGANDO. . .
    Doscientos.
    —EN BUSCA DE TU CABEZA...
    Doscientos cincuenta.
    —MI QUERIDO PRÍNCIPE!
    Doscientos setenta y cinco.
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    Ben, Dennis y Naomi podían ver a Peter, una negra silueta de hombre contra la cur-vada pared de la torre de la Aguja, muy alto sobre sus cabezas; mucho más alto de lo que se atrevería a ir el más valiente de los acróbatas.
    —Apresuraos —dijo Ben sin aliento, casi en un gemido—. ¡Por vuestras vidas..., por su vida!
    Continuaron vaciando el carretón aún mucho más rápido..., pero, a decir verdad, todo lo que ellos podían hacer ya estaba casi hecho.
    126
    Flagg subía a toda prisa por las escaleras, con la capucha cayéndole sobre los hom-bros, el lacio cabello negro ondeando delante de su rostro ceñudo.
    Ya casi llegaba..., casi llegaba.
    127
    El viento soplaba suave, pero era muy frío. A Peter le daba en las manos y las mejillas desnudas, entumeciéndoselas. Descendía muy despacio, muy despacio, moviéndose con deliberada precaución. Sabía que si no llegaba a controlar su descenso, se caería. Frente a el, los grandes bloques de argamasa se sucedían ininterrumpidamente hacía arriba; muy pronto comenzó a tener la sensación de que él se hallaba inmóvil y que era la torre de la Aguja la que se movía. Respiraba con breves jadeos. Nieve fría y seca le golpeaba en la cara. La cuerda era delgada; si sus manos seguían entumeciéndose, pronto no seria capaz ni de sentirlas.
    ¿Hasta dónde había llegado?
    Peter no se atrevía a mirar hacía abajo.
    Encima de él, algunas filas de hilos, hábilmente trenzados entre si como el entramado de una alfombra hecho por la mano de una mujer, comenzaron a soltarse. Peter no lo sabia, lo que probablemente era mejor. Faltaba poco para alcanzar el punto de ruptura.
    128
    —¡Más rápido, Rey Peter! —susurró Dennis. Entre los tres, ya habían terminado de vaciar el carretón; ahora sólo les quedaba observar.
    Peter había descendido casi la mitad del trecho.
    —Está tan alto —gimió Naomi—. Si se cae...
    —Si se cae, se matará —dijo Ben con voz apagada, y de un modo tan concluyente que no hubo nada más que hablar.
    129
    Flagg llegó al final de las escaleras y se dirigió corriendo por el pasillo, el pecho henchido mientras intentaba recuperar el aliento. Tenía la cara sudorosa. Su sonrisa era amplia, horrible.
    Dejó el hacha en el suelo y descorrió el primero de los tres cerrojos de la puerta que daba a la celda de Peter Descorrió el segundo... y se detuvo. No seria muy inteligente entrar de pronto; oh, no, nada inteligente. El pájaro enjaulado podría estar intentado escapar de su prisión en este mismo momento; pero también podría estar junto a la puerta, preparado para romperle la cabeza con alguna cosa en el mismo instante en que él irrumpiera pre-cipitadamente.
    Cuando abrió la mirilla que se encontraba en el centro de la puerta y vio la barra de la cama de Peter atravesada en la ventana, comprendió todo y rugió furioso:
    —¡No creas que será tan fácil, mi joven pájaro! Ahora vamos a ver cómo vuelas con la cuerda cortada. ¿Qué te parece?
    Flagg tiró violentamente del tercer cerrojo y se abalanzó en la celda de Peter con el hacha alzada sobre su cabeza. Luego de una rápida mirada por la ventana, su sonrisa volvió a renacer. Decidió no cortar la cuerda, después de todo.
    130
    Peter continuaba bajando, bajando Los músculos de sus brazos le temblaban de can-sancio. Tenía la boca seca; no podía recordar haber tenido jamás tanta sed como en esos instantes. Le pareció que se hallaba suspendido de la cuerda desde hacía mucho tiempo, y una peculiar certeza se apoderó de su corazón: jamás tendría el trago de agua que tanto deseaba. Estaba destinado a morir, y esto no era lo peor de todo.
    Iba a morir sediento. En ese momento, eso le pareció lo peor de todo.
    Seguía sin atreverse a mirar hacía abajo; pero sentía la extraña compulsión, una compulsión tan fuerte como la de su hermano por entrar en la sala de estar de su padre, de mirar hacía arriba. La obedeció, y a unos cincuenta metros por encima de él, vio el blanco y sanguinario rostro de Flagg que le observaba desde lo alto con una sonrisa.
    —Hola, mi pajarito —le gritó el mago con regocijo—. Tengo un hacha, pero en rea-lidad no creo que haya necesidad de utilizarla. Asi que la he dejado a un lado, ¿lo ves? —Sacó por la ventana sus manos desnudas.
    A Peter se le comenzaron a agotar todas las fuerzas; la simple vista del detestable rostro de Flagg lo había logrado. Se concentró en seguir sujetándose. Ya no podía sentir la delgada cuerda; sabia que aún la tenía porque la veía salir de sus puños, pero eso era todo. La respiración le raspaba la garganta con jadeos acalorados.
    Entonces miró hacía abajo... y vio los círculos blancos de tres rostros vueltos hacía arriba. Aquellos círculos eran pequeñísimos; no se hallaba a seis metros de los adoquines, ni siquiera a veinte; aún se encontraba a treinta metros de altura, algo así como en la planta catorce de uno de nuestros edificios.
    Peter trató de moverse y se dio cuenta de que no podía; si lo hiciese, se caería. Así que se quedó allí colgado frente a la pared de la torre.
    Una fría y pulverulenta nieve le azotaba en la cara, y escuchó cómo desde arriba Flagg comenzaba a reírse.
    131
    —¿Por qué no se mueve? —exclamó Naomi, hundiendo los dedos de su enguantada mano en el hombro de Ben, fijos los ojos en la figura suspendida de Peter, y al ver la ma-nera en que colgaba, girando lentamente sobre si mismo, tuvo la horrible sensación de estar observando el cuerpo de un ahorcado—. ¿Qué es lo que le pasa?
    —No lo.
    Por encima de ellos, la escalofriante risa de Flagg cesó en seco.
    —¿Quién anda ahí? —gritó, y su voz tronó con un dejo de fatalidad—. ¡Contestad-me, si es que queréis conservar vuestras cabezas! ¿Quién anda ahí?
    Frisky gimoteó, acurrucándose junto a Naomi.
    —¡Oh dioses, ahora si que la has hecho! —se lamentó Dennis—. ¿Qué vamos a hacer, Ben?
    —Esperar —repuso Ben en tono sombrío—. Y si el mago baja, pelear. Esperaremos a ver lo que sucede ahora. Nosotros...
    Pero eso fue todo lo que tuvieron que esperar, ya que en los siguientes segundos, se resolvió gran parte del problema.
    132
    Flagg había visto lo fina que era la cuerda de Peter, su blancura, y en un abrir y cerrar de ojos lo comprendió todo, desde el principio hasta el final, el porqué de las servilletas y de la casa de muñecas. Peter había preparado la evasión delante de sus narices, y él casi no se dio cuenta. Pero... Flagg también descubrió otra cosa. A unos cuatro metros hacía abajo, unos cuantos hilos de la tirante cuerda comenzaban a soltarse.
    Flagg podría haber girado la barra de metal, en la que apoyaba su mano, y dejar que Peter cayese en picado, llevando consigo el áncora, la cual quizá le golpease en la cabeza una vez que él estuviera tendido sobre los adoquines. Podría también haber cortado la frágil cuerda con su hacha de combate.
    Pero prefirió dejar que las cosas siguieran su propio curso, y un momento después de que hubiera dado el quién vive a las voces, los acontecimientos siguieron su propio proceso.
    Finalmente el cordón de hilos de servilletas alcanzó su punto de ruptura. Se partió con un sonido vibrante al igual que la cuerda de un laúd que ha sido estirada demasiado lejos de su clavija.
    —Adiós, pajarito —exclamó Flagg jubiloso, asomándose por la ventana para ver la caída de Peter, al tiempo que reía—. Adiós.
    Su voz cesó por completo y sus ojos se abrieron tanto como cuando vio en el cristal la diminuta figura descendiendo por la pared de la Aguja. Abrió la boca y lanzó un grito de furia...
    Aquel atroz grito despertó en Delain a mucha más gente que la caída de la torre.
    133
    Peter oyó el vibrante sonido, sintió que la cuerda se rompía. Una ráfaga de viento frío le pasó por la cara. Trató de prepararse para el choque, sabiendo que llegaría en menos de un segundo. Si no moría instantáneamente lo peor seria el dolor.
    Y en aquel instante Peter se estrelló contra la alta y mullida pila de servilletas que Frisky había arrastrado desde el castillo y a través de la Plaza en un carretón robado, las servilletas reales que Ben, Dennis y Naomi apilaron con tanto trabajo. El tamaño de aquella pila, que parecía un almiar blanqueado, nunca se supo con exactitud, debido a que Ben, Dennis y Naomi tenían una estimación diferente del tema. Quizás el que podría tener una mejor idea de ello era Peter, puesto que fue quien cayó de lleno sobre ella. El creía que aquella desordenada, encantadora y salvadora pila de servilletas debía tener por lo menos cinco metros de altura y, por lo que yo sé, creo que llevaba toda la razón.
    134
    Cayó de frente y justo en el centro, como ya he dicho, haciendo un cráter. En seguida se dio la vuelta hasta quedar sobre la espalda, y permaneció quieto. Ben oyó el grito furioso de Flagg que venia desde las alturas y pensó: No tienes que hacer eso, mago, ya que todas las cosas saldrán bien para ti. El ha muerto, por mucho que hayamos hecho.
    Entonces Peter se incorporó. Se veía aturdido pero con mucha vida.
    A pesar de Flagg, a pesar de que podía haber Centinelas de Guardia corriendo hacía ellos en aquel preciso instante, Ben Staad estalló en clamores de alegría. Era el sonido del absoluto triunfo. También abrazó a Naomi y la besó.
    —¡Hurra! —exclamó Dennis, sonriendo entusiasmado—. ¡Hurra por el rey!
    Entonces Flagg volvió a chillar por encima de ellos. Era el grito de un pájaro diabóli-co a quien han quitado su presa. El clamoreo, los besos y los hurras cesaron al momento.
    —¡Lo pagaréis con vuestras cabezas! —aulló Flagg, rabioso—. ¡Lo pagaréis con vuestras cabezas! ¡Todos vosotros! ¡Centinelas de la Guardia, a la Aguja! ¡A la Aguja! ¡El regicida se ha escapado! ¡A la Aguja! ¡Matad al príncipe asesino! ¡Matad a su banda! ¡Ma-tadlos a todos!
    Por los cuatro costados del castillo que rodeaban la Plaza de la Aguja, las ventanas comenzaron a iluminarse... y desde dos lados llegó el sonido de pasos corriendo y el entre-chocar metálico de las espadas al ser desenvainadas.
    —¡Matad al príncipe! —chilló Flagg como un endemoniado desde lo alto de la Agu-ja—. ¡Matad a su banda! ¡MATADLOS A TODOS!
    Con dificultad, Peter trató de levantarse, pero volvió a caerse sentado. Una parte de su mente le impelía a ponerse en pie y le decía que debían salir de allí o los matarían..., pero su otra parte insistía en que ya estaba muerto, o gravemente herido, y que todo aquello no era más que un sueño de su fenecido ser. Por lo visto había aterrizado sobre un lecho de las mismas servilletas que habían estado ocupando su tiempo durante los cinco últimos años... ¿Y qué otra cosa podía ser que un sueño?
    La fuerte mano de Ben le agarró el antebrazo, y Peter supo que todo era verdad, que aquello estaba sucediendo.
    —Peter, ¿te encuentras bien? ¿De verdad te encuentras bien?
    —No tengo ni un solo rasguño. ¿Hemos de alejarnos de aquí?
    —¡Mi rey! —exclamó Dennis, cayendo de rodillas ante Peter, con la misma sonrisa embobada—. ¡Mi juramento de eterna fidelidad! ¡Juro por. . .!
    —¡Jura más tarde! —exclamó Peter, riéndose a pesar suyo, y del mismo modo en que Ben le ayudó a ponerse en pie, ahora Peter hizo lo mismo con Dennis—. ¡Larguémonos de aquí!
    —¿Cuál portón? —preguntó Ben.
    Al igual que Peter, sabia que Flagg pronto estaría abajo. Por el sonido, se acercaban de todas partes.
    A decir verdad, Ben pensaba que cualquier dirección conduciría a la lucha que con seguridad irían a sostener, y cuya consecuencia seria la muerte de todos ellos. Pero, atonta-do o no, tenía una idea muy clara de hacía dónde quería ir.
    —¡El Portón Oeste! —dijo—. ¡Y de prisa! ¡Corred!
    Los cuatro salieron disparados, con Frisky pisándoles los talones.
    135
    Cincuenta metros antes de llegar al Portón Oeste, el grupo de Peter se topó con una partida de siete guardias somnolientos y confundidos.
    La mayoría de ellos habían buscado refugio de la tormenta en una de las cálidas co-cinas bajas del castillo, bebiendo aguamiel y diciéndose unos a otros que tendrían algo que contarles a sus nietos. Si esto tuviera que suceder, ellos no podrían acordarse ni de la mitad de lo que tendrían que relatar a sus nietos. Su “jefe" era un muchacho de apenas veinte años, y sólo un azor... (supongo que nosotros le llamaríamos cabo). Sin embargo, no había bebido nada y estaba razonablemente alerta. Se le veía determinado a cumplir su misión.
    —¡Alto en nombre del rey! —exclamó cuando el grupo de Peter se enfrentó con el suyo.
    Trató de que su orden sonase amenazante. Pero, como un narrador debe ceñirse siempre a la verdad de los hechos, debo decir que la voz del azor era más un chillido de protesta que una amenaza.
    Peter se hallaba desarmado, naturalmente; pero tanto Ben como Naomi portaban es-padas cortas, y Dennis su daga oxidada. En el acto los tres se colocaron delante de Peter. Las manos de Ben y de Naomi se posaron sobre las empuñaduras de sus armas. Dennis ya había desenvainado su daga.
    —¡Deteneos! —exclamó Peter, y su voz si que era amenazante—. ¡No debéis sacar las armas!
    Sorprendido —incluso conmocionado—, Ben le dirigió una mirada.
    Peter dio unos pasos al frente. Sus ojos se hallaban iluminados por la luna y su barba era peinada por el suave y cortante viento. Tenía puestas las toscas ropas de prisionero; pero en su rostro se reflejaban autoridad y realeza.
    —Alto en nombre del rey, habéis dicho —comentó Peter acercándose tranquilamente al aterrorizado azor hasta que ambos estuvieron casi pecho contra pecho, separados apenas quince centímetros; el guardia dio un paso hacía atrás a pesar de que llevaba la espada des-envainada y Peter tenía las manos vacías—. Y, empero, azor, yo te digo: Yo soy el rey.
    El guardia se pasó la lengua por los labios. Luego, echó una mirada a sus hombres.
    —Pero... —comenzó a decir—. Tu...
    —¿Cuál es tu nombre? —preguntó Peter con calma.
    El azor lo miró con la boca abierta. Podría haberlo atravesado con su arma en un se-gundo; pero sólo atinó a abrir la boca impotente, como un pez fuera del agua.
    —¿Tu nombre, azor?
    —Mi señor..., quiero decir..., prisionero..., tu..., yo... —el joven soldado volvió a bal-bucear y por último dijo vencido—: Me llamo Galen.
    —¿Y tú sabes quién soy yo?
    —Si —gruñó otro de los guardias—. Sabemos quién eres, asesino.
    —Yo no he asesinado a mi padre —se apresuró a decir Peter—. Fue el mago del rey quien lo hizo. Ahora nos persigue hecho una furia, y yo os aconsejo, y os lo aconsejo enér-gicamente, que os cuidéis de él. Muy pronto dejará de perturbar Delain para siempre; lo prometo en el nombre de mi padre. Pero ahora debéis dejarme pasar.
    Siguió un largo silencio. Galen volvió a alzar su espada como si quisiera atravesar a Peter con ella. Peter no retrocedió. Le debía a los dioses una muerte; era una deuda que tenía desde que había salido chillando del vientre de su madre. Era una deuda que tienen todo hombre y toda mujer del universo. Si había de pagar ahora su deuda, que así fuera..., pero él era el legítimo rey, no un rebelde, no un usurpador, y no echaría a correr, ni se mantendría apartado, ni dejaría que sus amigos lastimasen a aquel muchacho.
    La espada osciló. Entonces Galen la dejó caer hasta que la punta tocó los fríos ado-quines.
    —Dejadlos pasar —murmuró—. Tal vez haya asesinado, tal vez no; todo lo que sé es que se trata de inmundicia real y yo no me ensuciaré con ella, y menos aún me meteré en las arenas movedizas de reyes y príncipes.
    —Ha tenido una madre juiciosa, azor —dijo Ben Staad con severidad.
    —Si, dejadlos pasar —exclamó inesperadamente otra voz—. Por los dioses, yo no descargaría mi espada sobre él; su mirada me quemaría la mano al tocarle.
    —Seréis tenidos en cuenta —dijo Peter, y luego miró a sus amigos—. Ahora se-guidme —dijo—, y hacedlo rápido. Sé lo que necesito y sé donde conseguirlo.
    En aquel mismo momento Flagg salía violentamente de la torre de la Aguja, y el ala-rido de furia que emergió en medio de la noche fue tan terrible que los jóvenes guardias se acobardaron completamente ante el. Retrocedieron unos pasos y, dando media vuelta, sa-lieron corriendo en todas las direcciones.
    —En marcha —ordenó Peter—. Seguidme. ¡Hacía el Portón Oeste!
    136
    Flagg corrió como jamás lo había hecho en su vida. Sentía que se acercaba el desba-ratamiento de todos sus planes, en un momento que era prácticamente trascendental. ¡Eso no tenía que suceder! Y sabia tan bien como Peter en qué lugar todo esto debía finalizar.
    Pasó por delante de los guardias agazapados sin mirar a su alrededor. Respiraron con alivio, pensando que él no les había visto..., pero Flagg los vio. Había identificado a todos. Después de que Peter muriera, sus cabezas decorarían los muros de la torre durante un año y un día, pensó el mago. Y en cuanto al rapaz que estaba a cargo de la patrulla, primero moriría mil veces en la mazmorra.
    Pasó corriendo debajo del arco del Portón Oeste, y se dirigió por la Galería Principal del Oeste hacía el castillo. Vecinos somnolientos, que habían salido en sus ropas de noche a ver a qué se debía tanto alboroto, se cubrieron echándose a un lado ante el paso de aquel ardiente rostro blanco, haciendo con sus dedos unos cuernos para ahuyentar al demonio..., ya que ahora Flagg se mostraba como realmente era: un demonio.
    Saltó por encima de la balaustrada de la primera escalera a la que llegó, cayó de pie (sus tacones de hierro arrancaron chispas verdes como los ojos de un lince), y continuó corriendo.
    En dirección a las habitaciones de Roland.
    137
    —El relicario —le dijo jadeando Peter a Dennis mientras corrían—. ¿Aún tienes el relicario que te arrojé?
    Dennis se llevó la mano a la garganta, y al encontrar el corazón de oro, que conser-vaba la sangre seca de Peter en su punta, asintió con la cabeza.
    —Dámelo.
    Dennis se lo pasó mientras seguían corriendo. Peter no se puso la cadena al cuello, pero se la enrolló en el puño, con lo cual el corazón giraba y se balanceaba al ritmo de su carrera, destellando reflejos rojos y dorados a la luz de las antorchas de los muros.
    —Muy pronto, mis amigos —dijo Peter sin aliento.
    Doblaron una esquina. Más adelante, Peter vio la puerta que comunicaba con las habitaciones de su padre. Allí fue la última vez que lo había visto. Roland había sido un rey responsable de las vidas y del bienestar de miles de súbditos; también había sido un hombre viejo agradecido por la calidez de una copa de vino y por poder hablar durante unos minutos con su hijo. Fue en aquel sitio donde murió.
    Una vez, hacía mucho tiempo, su padre había aniquilado a un dragón con una flecha llamada Ensartadora de Adversarios.
    Peter pensó, mientras la sangre le martilleaba en las sienes y el corazón estaba a punto de estallarle: Ahora debo intentar aniquilar a otro dragón, uno mucho más grande, con la misma flecha.
    138
    Thomas encendió el fuego, se puso el abrigo de su difunto padre y acercó al hogar la silla de Roland. Sentía que muy pronto se dormiría profundamente, y eso le entusiasmaba. Pero al rato de estar allí sentado, asintiendo con la cabeza como un búho, observando los trofeos colgados de las paredes con sus ojos de vidrio brillando misteriosamente a causa del fuego, le vinieron a la mente dos cosas que él deseaba, cosas que eran casi sagradas, cosas que a él jamás se le habría ocurrido tocar mientras su padre vivía. Pero Roland estaba muerto, así que Thomas usó otra silla para subirse en ella y descolgar de la pared el arco de su padre y su gran flecha Ensartadora de Adversarios, cruzados justo debajo de la cabeza de Niner. Se detuvo unos instantes para mirar fijamente en los ojos verdeamarillentos del dragón. Había visto muchas cosas a través de aquellos ojos, pero ahora, mirando dentro de ellos, sólo alcanzaba a ver su propio pálido rostro, como si fuera el de un prisionero que se asoma al ventanillo de su celda.
    Si bien en la habitación todas las cosas estaban rígidas por el frío (el fuego llegaría a calentar al menos a las que se hallaban alrededor de la chimenea, pero tardaría un buen rato), le pareció que la flecha permanecía extrañamente caliente. Le vino el vago recuerdo de un viejo relato que había escuchado cuando era niño, según el cual, el arma utilizada para matar a un dragón jamás perdía el calor del cuerpo del monstruo. Por lo visto el relato era verdad, pensó Thomas somnoliento. Pero no había nada alarmante en el calor de la flecha; por el contrario, era reconfortante. Volvió a sentarse con el arco sujeto en una mano y Ensartadora de Adversarios, con su extraña y adormecedora calidez, empuñada en la otra, sin poder imaginarse que, en esos momentos, su hermano se encaminaba hacía allí en busca de la misma arma, y que Flagg, el autor de su reinado y el Carcelero Jefe de su vida, le venia pisando los talones enfurecido.
    139
    Thomas jamás se detuvo a considerar qué haría si la puerta que daba a las habitacio-nes de su padre hubiese estado cerrada, y Peter tampoco lo había hecho; en los viejos tiem-pos jamás lo estuvo y, con el paso del tiempo, la puerta siempre permaneció abierta.
    Lo único que hubo de hacer Peter fue descorrer el pasador. Irrumpió en la sala, se-guido de los demás. Frisky ladraba muy fuerte y tenía todo el pelaje erizado. Puedo garan-tizar que Frisky comprendía mucho mejor la verdadera naturaleza de las cosas. Algo se estaba aproximando, algo cuyo olor negro se parecía a los gases venenosos que a veces mataban a los mineros del carbón de la Baronia Oriental cuando sus túneles se adentraban muy profundo. Llegado el caso, Frisky entablaría una lucha con el dueño de aquel olor; pelearía, aunque tuviera que morir. Si ella hubiese podido hablar, les habría dicho que aquel olor negro que se aproximaba por detrás de ellos no pertenecía a un hombre; lo que les perseguía era un monstruo, un horrible ente.
    —Peter, que... —comenzó a decir Ben, pero su regio amigo le ignoró.
    Sabía qué era lo que necesitaba. Con sus temblorosas y exhaustas piernas, cruzó co-rriendo la habitación, miró en dirección a la cabeza de Niner, y estiró los brazos para al-canzar el arco y la flecha que siempre habían estado colgados encima de aquella cabeza. Sus manos se cerraron en el vacio.
    El arco y la flecha habían desaparecido.
    Dennis, el último en entrar, cerró tras si y deslizó el cerrojo. En ese mismo instante la puerta fue sacudida por un poderoso golpe. Las sólidas tablas de madera dura, reforzadas con flejes de hierro, retumbaron.
    Peter miró por encima de su hombro, con los ojos bien abiertos.
    Dennis y Naomi se arrastraron hacía atrás. Frisky permaneció junto a su ama, gru-ñendo. Solamente se veia el blanco de sus ojos gris verdosos.
    —¡Abridme! —aulló Flagg—. ¡Abrid esta puerta!
    —¡Peter! —exclamó Ben, desenvainando su espada.
    —¡Apartaos! —gritó Peter en respuesta—. ¡Si valoráis vuestras vidas, apartaos! ¡To-dos vosotros, apartaos!
    Se retiraron precipitadamente justo cuando el puño de Flagg, ahora irradiando un fuego azul, volvía a caer contra la puerta. Los goznes, el cerrojo y los flejes de hierro esta-llaron al mismo tiempo con un ruido ensordecedor. Débiles rayos de la llama azul se filtra-ban entre las rajaduras de las tablas. De pronto, la sólida madera también estalló en mil pedazos. Trozos de puerta volaron por todas partes. Los pocos restos que permanecieron en su sitio cayeron a continuación hacía adentro con un sonido de batir de palmas.
    Flagg se hallaba de pie en el pasillo, con la capucha caída sobre los hombros. La tez de su rostro tenía el color blanco de la cera. Sus labios eran como tiras de hígado estiradas para mostrar los dientes. Sus ojos ardían como el fuego de un horno.
    En la mano, sostenía la pesada hacha de verdugo.
    Estuvo allí de pie un momento más y luego entró en la sala. Miró a su izquierda y vio a Dennis. Miró a su derecha, y vio a Ben y a Naomi, con Frisky sentada junto a ella, gru-ñendo. Los ojos del mago los identificaron..., catalogándolos para una referencia futura... y luego los descartó. Cruzó de una zancada sobre los restos de la puerta, ahora mirando ex-clusivamente a Peter.
    —Te caíste pero no te has matado —dijo—. Tal vez hayas pensado que tu Dios fue bondadoso. Pero déjame decirte que mis propios dioses te salvaron para mí. Reza a tu Dios ahora para que el corazón estalle dentro de tu pecho. Arrodíllate y reza por ello, porque has de saber que mi muerte será mucho peor que cualquiera de las que hayas podido imaginar.
    Peter permaneció en su sitio, entre Flagg y la silla de su padre, en la que Thomas es-taba sentado, y cuya presencia, hasta entonces, había pasado inadvertida para todos. Peter hizo frente con valentía a la infernal mirada de Flagg, el cual, por un momento, pareció a punto de retroceder ante aquella firme expresión, y volvió a mostrar su sonrisa infrahumana.
    —Tú y tus amigos me habéis causado grandes contratiempos, mi príncipe —susurró Flagg—. Muy grandes contratiempos. Tendría que haber terminado con vuestras vidas hace mucho tiempo. Pero ahora ya no habrá más inconvenientes.
    —Te conozco —replicó Peter, y a pesar de que iba desarmado, su voz era firme y no revelaba miedo alguno—. Creo que mi padre también te conocía, a pesar de que era débil. Ahora yo asumo mi dignidad real, y yo te ordeno, demonio.
    Peter se irguió en toda su estatura. Las llamas del fuego del hogar se reflejaban en sus ojos, haciéndoles brillar. En ese momento, Peter era en cuerpo y alma rey de Delain.
    —Vete de este lugar. Abandona esta tierra, ahora y para siempre. ¡Fuera de aquí! ¿Me oyes? ¡¡Fuera!!
    Peter dijo esto último con una voz tan potente que era mucho más que una voz; a través de él, hablaban muchas voces, las de todos los reyes y reinas que había tenido De-lain, remontándose al pasado, cuando el castillo sólo era un grupo de chozas de barro y la gente se acurrucaba atemorizada alrededor de las fogatas durante las noches de invierno, mientras los lobos aullaban y los duendes comían atropelladamente y gritaban en los Gran-des Bosques de los Tiempos del Ayer.
    Otra vez pareció que Flagg iba a retroceder..., casi a contraerse. Pero comenzó a avanzar, despacio, muy despacio. Su enorme hacha se balanceaba en su mano izquierda.
    —Podrás dar órdenes en el próximo mundo —susurró—. Escapándote, sólo has con-seguido facilitarme el trabajo. ¡Si se me hubiese ocurrido, y a la larga eso sucedería, yo mismo habría maquinado una fuga falsa! Oh, Peter, tu cabeza rodará entre el fuego y podrás oler cómo se queman tus cabellos antes de que tu cerebro se dé cuenta de que estás muerto. ¡Arderás como ardió tu padre.., y ellos me concederán por ello una medalla en la plaza! ¿Acaso no has sido tú quien asesinó a su propio padre para obtener la corona?
    —Tú le mataste —acusó Peter.
    Flagg se rió.
    —¿Yo? ¿Yo? Muchacho, creo que la Aguja te ha enloquecido. —Flagg se serenó, aunque sus ojos resplandecían—. Pero supón, sólo por un instante, que he sido yo. ¿Quién lo creería?
    Peter aún llevaba enrollado el relicario sobre su mano derecha. La levantó con la vieja joya colgando y balanceándose de un modo hipnótico, reflejando en la pared destellos rojizos. Al verla, los ojos de Flag se abrieron muy grandes, y Peter pensó: ¡Lo reconoce! ¡Por todos los Dioses, lo reconoce!
    —Tú has matado a mi padre, y no es la primera vez que arreglas las cosas de la misma manera. Te has olvidado, ¿no es asi? Lo puedo ve en tus ojos. Cuando durante el maligno reinado de Alan II, Leven Valera se interpuso en tu camino, su esposa fue encontrada envenenada. Las circunstancias hicieron que la culpabilidad de Valera fuese incuestiona-ble..., del mismo modo que sucedió en mi propio caso.
    —¿De dónde has sacado eso, pequeño bastardo? —siseó Flagg, Naomi se quedó sin aliento.
    —Si, te has olvidado —repitió Peter—. Creo que tarde o temprano, las criaturas co-mo tú siempre comienzan a repetirse, porque las criaturas como tú sólo conocen unos cuantos trucos sencillos. Al cabo de un tiempo, hay alguien que los descubre. Y me parece que eso es lo que nos ha salvado de ti.
    El relicario se balanceaba a la luz del fuego de la chimenea.
    —¿A quién le importará? —preguntó Peter—. ¿Quién se lo creerá? Muchos. Si no tienen fe en ninguna otra cosa, creerán que eres tan viejo como su corazón les indique, monstruo.
    —¡Entrégamelo !
    —Tú has asesinado a Eleanor Valera, y has asesinado a mi padre.
    —Si, fui yo quien le llevó el vino —confesó Flagg, con llamas en los ojos—, y me reí mucho cuando se le quemaron las entrañas, y me reí aún más cuando te condujeron por las escaleras hasta lo alto de la Aguja. ¡Pero los que me han escuchado decir estas cosas en esta habitación muy pronto morirán, y nadie me ha visto entrar aquí con una copa de vino! ¡Sólo a ti te vieron!
    Entonces, detrás de Peter, surgió una nueva voz. No era potente; era una voz tan baja que apenas podía oírse, y además temblaba. Pero sobresaltó a todos los presentes, incluido Flagg, dejándolos mudos de sorpresa.
    —Hay alguien que te ha visto —declaró Thomas, el hermano de Peter, desde las pro-fundas sombras de la silla de su padre—. Yo te ví, mago.
    140
    Peter se hizo a un lado y dio media vuelta, con el relicario aún colgando de su mano extendida.
    ¡Thomas!, trató de decir, pero no podía hablar, tan impresionado estaba por el horror y por la sorpresa ante los cambios producidos en su hermano. Había engordado y de algún modo envejecido. Siempre se había parecido mucho más a Roland que Peter, pero ahora el parecido era tan grande que asemejaba un espectro.
    ¡Thomas!, volvió a tratar de decir, dándose cuenta de por qué el arco y la flecha no estaban en su sitio sobre la cabeza de Niner. Thomas los tenía sobre su regazo, y la flecha se hallaba dispuesta en la cuerda de tripa.
    En ese momento, Flagg lanzó un grito, abalanzándose hacía delante con la gran hacha de verdugo levantada sobre su cabeza.
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    Pero no fue un grito de furia, sino un alarido de terror. El pálido rostro de Flagg se contrajo, los pelos se le erizaron, la mandíbula se le aflojó. Peter se había asombrado por el gran parecido pero reconocía a su hermano; Flagg fue completamente engañado por las vacilantes llamas del fuego y las profundas sombras formadas por las alas de la silla en la que Thomas se hallaba sentado.
    Se olvidó de Peter. Ahora se abalanzaba con su hacha hacía la silueta sedente. El ya había matado una vez al viejo con veneno; sin embargo estaba allí, con su abrigo que olía a aguamiel, sosteniendo en las manos su arco y su flecha, mirándole con ojos demacrados y acusadores.
    —¡Fantasma! —gritó Flagg—. ¡No me importa si eres fantasma o demonio del in-fierno! ¡Te he matado una vez! ¡Puedo hacerlo de nuevo! ¡Aiiiiyyyyyyeeeeee!
    Thomas siempre había destacado en arquería. Aunque rara vez salía de caza, durante los años del encarcelamiento de Peter, participó con frecuencia en torneos y, sobrio o bo-rracho, siempre tenía el ojo de su padre. Poseía un magnifico arca de tejo, pero jamás había tirado con uno como el que ahora tenía asido. Era liviano y flexible, mas podía sentir la increíble fuerza de su madera de lanza. Era un arma muy grande pero elegante, que media de punta a punta casi dos metros y medio, y estando sentado no tenía suficiente espacio para estirarlo del todo; no obstante, pudo tensarlo sin ningún esfuerzo.
    Ensartadora de Adversarios era probablemente la mejor flecha que jamás se había creado, con su madera de espino, sus tres plumas pertenecientes al ala de un halcón pere-grino de Andua, su relumbrante punta de acero. Su calor se intensificaba al estar en contac-to con el arco; Thomas lo sentía en el rostro al igual que si procediera de un horno.
    —Tú a mi no podrás engañarme, mago —dijo Thomas suavemente.
    Luego, disparó.
    La flecha salió liberada del arco. Al cruzar la habitación, atravesó, justo por el centro, el relicario de Leven Valera, que aún colgaba del inmóvil puño extendido de Peter. La cadena de oro se partió con un débil sonido, ¡clinc!
    Como ya os he contado, desde aquella noche en los bosques lejanos donde Flagg y sus tropas acamparon durante su infructuosa expedición en busca de los exiliados, el mago había sido atormentado por un sueño que no lograba recordar. Siempre se despertaba de él con su mano apretando el ojo izquierdo, como si hubiese recibido daño en él. Después de despertarse, le ardia durante unos minutos, pero nunca pudo encontrar que tuviese mal alguno.
    Entonces, la flecha de Roland, portando en su punta el acorazonado relicario de Le-ven Valera, atravesó la sala de estar de Roland y se clavó en ese ojo.
    Flagg lanzó un grito. El hacha de doble hoja cayó de sus manos, y el mango de la sangrienta arma se astilló para siempre. Flagg retrocedió tambaleándose, lanzando con su ojo sano una mirada feroz a Thomas.
    El otro había sido remplazado por el corazón dorado con sangre seca de Peter en su punta. Por sus bordes, comenzó a manar un maloliente líquido negro. Desde luego, aquello no era sangre.
    Flagg volvió a chillar, cayó sobre sus rodillas...
    ... y súbitamente desapareció.
    Peter se quedó atónito. Ben Staad lanzó una exclamación de sorpresa. Durante unos instantes, las ropas de Flagg conservaron las formas de su cuerpo y la flecha permaneció suspendida en el aire con el corazón perforado colgando de ella. Luego, las ropas y Ensar-tadora de Adversarios se desplomaron rebotando sobre el pavimento. La punta de acero todavía humeaba. Lo mismo había sucedido mucho tiempo atrás, cuando Roland la extrajo de la garganta del dragón. El corazón irradió un opaco destello rojo y se apagó para siem-pre, después de que su contorno quedara marcado sobre las losas del suelo, en el mismo sitio en que desapareció Flagg.
    Peter se volvió hacía su hermano.
    La calma sobrenatural de Thomas se había quebrado. Ya no se parecía a Roland; tenía el aspecto de un niño asustado y terriblemente agotado.
    —Peter, lo lamento —dijo, y comenzó a llorar—. No puedes imaginarte lo mucho que me arrepiento. Supongo que ahora me matarás, y yo me merezco la muerte; si, sé que la merezco; pero antes de que lo hagas, te diré una cosa: lo he pagado. Si, asi es. He pagado, lo he pagado con creces. Ahora mátame, si ése es tu deseo.
    Thomas expuso su garganta y cerró los ojos. Peter se le aproximó.
    Los demás contuvieron el aliento, con los ojos muy abiertos.
    Entonces, cariñosamente, Peter alzó a Thomas de la silla de su padre y le abrazó.
    Lo tuvo abrazado hasta que se le pasó el arrebato de llanto, y le dijo que le quería y que lo querría siempre; después, lloraron los dos, debajo de la cabeza del dragón y con la flecha de su padre junto a sus pies; en cierto momento, los demás salieron a hurtadillas de la habitación dejando solos a los dos hermanos.
    142
    ¿Vivieron para siempre felices después de aquello?
    No. Nadie vive feliz para siempre, a pesar de lo que digan los relatos.
    Ellos tuvieron sus días buenos, como vosotros, y también sus días malos, que no hace falta que os explique cómo son. Disfrutaron sus victorias, al igual que vosotros, y sufrieron sus derrotas, las que vosotros también conocéis. Había momentos en los que se sentían avergonzados de si mismos, conscientes de que no habían hecho todo lo que podían, y otros momentos en los cuales sabían que defendieron aquello que su Dios quería que de-fendiesen. Lo que intento decir es que cada una de aquellas personas vivió como pudo; unos tuvieron una vida más larga que otros; pero todos se portaron correctamente y con valentía, y yo les quiero a todos ellos, y no me avergüenzo de mi amor.
    Thomas y Peter comparecieron juntos ante el nuevo Juez General de Delain, y Peter fue puesto bajo custodia. Su segundo periodo como prisionero del reino fue mucho más corto que el primero pues sólo duró dos horas. Thomas sólo necesitó quince minutos para contar su versión de los hechos; y el Juez General, que había sido designado con el be-neplácito de Flagg y era una insignificante y tímida criatura, tardó una hora y tres cuartos en comprobar que el terrible mago realmente había desaparecido.
    Después, se levantaron todos los cargos.
    Aquella misma noche, todos ellos: Peter, Thomas, Ben, Naomi, Dennis e incluso Frisky, se reunieron en las antiguas habitaciones de Peter, el cual sirvió vino a todos, y hasta Frisky recibió un poco en un platito.
    Thomas fue el único que rehusó beber.
    Peter deseaba que Thomas se quedara junto a él, pero Thomas insistió, y yo creo que con razón, en que si se quedaba, los ciudadanos le destrozarían por lo que había permitido que sucediera.
    —Sólo eras un niño —le justificó Peter—, dominado por una poderosa criatura que te aterrorizaba.
    Con una triste sonrisa, Thomas contestó:
    —En parte tienes razón, pero la gente no recordará eso, Peter. Ellos se acordarán de Tommy el Portador de Impuestos, y vendrán en mi busca. Creo que excavarían en las rocas para poder llegar hasta mí. Flagg se ha ido, pero yo sigo aquí. Mi cabeza no vale mucho; pero, he decidido que me gustaría conservarla sobre los hombros por un poco de tiempo. —Hizo una pausa, como si reflexionara, y luego continuó diciendo—: Estaré mejor lejos de aquí. Mi odio y mis celos eran como una fiebre. Ahora han desaparecido, pero al cabo de unos años, a la sombra de tu reinado, podrían reaparecer. Como ves, he llegado a conocer una pequeña parte de mi ser. Si, una pequeña parte. No, Peter, debo marcharme esta misma noche. Cuanto antes mejor.
    —Pero..., ¿a dónde te dirigirás?
    —Me iré a la aventura —repuso Thomas con sencillez—. Creo que hacía el Sur. Tal vez vuelvas a verme, tal vez no. Buscaré en esa dirección..., tengo muchas cosas en mi conciencia, y mucho que expiar.
    —¿Pero qué buscarás? —preguntó Ben.
    —Quiero encontrar a Flagg —respondió Thomas—. El está por ahí, en algún lugar. En este mundo o en cualquier otro, Flagg está al acecho. Lo sé; siento su veneno en el aire. Se escapó de nosotros justo a tiempo. Lo sabéis, y yo también. Lo encontraré y le daré muerte. Vengaré a mi padre, y así mi gran pecado será expiado. Y primero me dirigiré hacía el Sur, porque es allí donde percibo que está.
    Peter preguntó:
    —¿Y quién irá contigo? Yo no puedo, pues aquí tengo mucho por hacer. ¡Pero no permitiré que partas solo!
    Peter estaba realmente preocupado, y si alguna vez habéis visto un mapa de aquellos tiempos, seguro que comprenderéis su estado, ya que, en los mapas, el Sur no era más que una gran extensión de espacio en blanco.
    —Yo iré, mi señor rey —dijo Dennis, ante la sorpresa de cuantos se hallaban presen-tes.
    Ambos hermanos lo miraron con asombro. Ben y Naomi también se volvieron, y Frisky alzó su cabeza del plato de vino, que estaba lamiendo con verdadero entusiasmo (a ella le agradaba el aroma, de un frío púrpura aterciopelado; no era tan bueno como el sabor, pero casi).
    Dennis se ruborizó levemente, pero se mantuvo decidido.
    —Siempre fuisteis un buen señor, Thomas, y, con vuestro perdón, rey Peter, algo de-ntro de mí me dice que todavía sois mi señor. Puesto que fui yo quien encontró aquel ratón y os envié a la torre de la Aguja, mi rey...
    —¡Tonterías! —respondió Peter—. Eso está olvidado.
    —No por mí —declaró Dennis obstinadamente—. Podréis decir que también yo era muy joven, y que carecía de toda experiencia; pero creo que tengo algunos errores que reparar.
    Dennis miró tímidamente a Thomas.
    —Si me aceptáis, príncipe Thomas, os acompañaré; estaré a vuestro lado durante la búsqueda.
    Casi a punto de estallar en lágrimas, Thomas le dijo:
    —Te acepto de todo corazón, mi viejo y buen Dennis. Sólo espero que sepas cocinar mejor que yo.
    Partieron aquella misma noche, amparados por el manto de oscuridad; dos figuras a pie, con los morrales bien aprovisionados, encaminándose hacia el Sur. Una sola vez mira-ron atrás, agitando sus manos.
    Los otros tres les devolvieron el saludo. Peter lloraba como si se le fuera a partir el corazón; en realidad, a él le parecía posible.
    Jamás volveré a verle, pensó el joven rey.
    Ah, bien; tal vez así fue, o tal vez no; pero sabéis, yo prefiero pensar que sí se vieron. Todo lo que puedo deciros es que, con el tiempo, Ben y Naomi contrajeron matrimonio; que Peter reinó durante muchos años y lo hizo honestamente; y que Thomas y Dennis tuvieron muchas aventuras extrañas, pues hallaron a Flagg, y hubieron de enfrentarse a él.
    Pero ahora ya se ha hecho muy tarde, y todo esto pertenece a otro relato, que os con-taré otro día.

    FIN

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