Publicado en
abril 08, 2010
Titulo original: The year’s Best Horror Stories: IX
© 1981 by Daw Books Inc.
© 1983 Ediciones Martínez Roca S.A.
Gran vía 774 - Barcelona
ISBN: 84-270-0811-2
Edición digital: Sugar Brown
Para Bárbara, a quien un buen escalofrío le
gusta casi tanto como una buena fiesta.
ÍNDICE
Introducción, Domingo Santos
El Mono, Stephen King
El Hueco, Ramsey Campbell
Los Gatos de Père Lachaise, Neil Olonoff
De Guardia, Denis Etchison
La Catacumba, Peter Shilston
El Hombre Negro con un Cuerno, T.E.D. Klein
El Rey, William Relling, Jr.
Pisadas, Harlan Ellison
Sin Ton ni Son, Peter Valentine Timlett
INTRODUCCIÓN
Si es cierto que el gran resurgimiento periódico de la popularidad del género literario de terror se produce siempre en épocas de grandes crisis mundiales (morales, políticas, económicas, etc.), entonces es indudable que en la actualidad nos hallamos en un momento excelente. Tras la gran depresión americana de 1929, se produjo efectivamente un gran renacimiento del género de terror en todos sus aspectos. En cine vimos el nacimiento de mitos tales como Frankenstein, King Kong... En literatura fue la edad dorada de la revista Weird Tales y de autores como Lovecraft, Derleth y Howard. Ante los estremecimientos de la realidad, afirman los sociólogos, el público deseaba evadirse con los estremecimientos proporcionados por la ficción, comprobando a través de ella que podían existir terrores más grandes y más terribles que aquellos que cercaban su vida cotidiana.
Por supuesto, es un absurdo intentar comparar la situación actual del mundo con la existente tras la gran crisis de 1929. No se ha producido ningún crack espectacular que haya hecho desmoronarse de golpe todo un modelo de sociedad. Sin embargo, en el fondo, las condiciones son casi paralelas..Desde los inicios de los años setenta, sobre todo desde que se desatara la gran crisis del petróleo, el mundo vive en una época de progresiva depresión, de la cual está intentando salir por todos los medios. Y en el proceso, como era de esperar, los géneros que algunos llaman ya la «literatura de la desesperación», entre ellos el terror, vuelven a estar de moda. En el campo que nos ocupa surgen autores como Stephen King, que consiguen índices de venta jamás alcanzados hasta ahora y crean verdaderas escuelas de seguidores. En cine, la plasmación en imágenes de las propias obras de King, y otras películas de terror claramente alegóricas de las angustias de nuestro tiempo como El exorcista. La profecía, etc., deleitan con morbosos estremecimientos al espectador. En los Estados Unidos, revistas como Cavalier, incluso el propio Playboy, no dudan en ofrecer a menudo en sus páginas relatos de terror. Se crean antologías de relatos terroríficos que reciben gran aceptación: Charles L. Grant crea su serie Shadows, Ramsell Campbell edita sus New Terrors, Kirby McCauley su Dark Forces, la editorial Pan Book lleva ya veintiún volúmenes de su Pan Book of Horror, y muy recientemente aparece una nueva revista periódica, The Twilight Zone Magazine, que se pone a la cabeza de todas las revistas del género existentes con la intención, que se está convirtiendo en realidad, de ser una resurrección de la gran revista Weird Tales.
Y también hay otro dato digno de hacer notar. Aunque siempre ha existido un mercado mundial para el relato de terror, los años cincuenta, sesenta y parte de los setenta se han caracterizado por una gran carestía de autores. Las antologías publicadas durante esos años recogían invariablemente los relatos clásicos de Poe, Wilkie Collins, Ambrose Bierce, Saki, Jacobs, M. R. James, Blackwood, Machen, Lovecraft evidentemente... y algún que otro relato aislado de un autor más moderno, de calidad a veces algo más que discutible. Esto, en la segunda mitad de los años setenta y principios de los ochenta, ha cambiado radicalmente. Respondiendo a las exigencias del mercado, han surgido nuevos y excelentes autores del relato de terror. Stephen King puede que sea el más notorio gracias a la popularidad que ha obtenido, pero no es ni con mucho el único. Hay muchos más, y su relación aquí se haría interminable. Ya los irán conociendo.
En España, sin embargo, seguimos anclados todavía en los autores «clásicos» de terror. Las antologías hasta ahora aparecidas en lengua castellana, aunque algunas de ellas muy estimables ciertamente, se han limitado sin embargo a seguir los esquemas de las antologías norteamericanas de los años cincuenta y sesenta, de tal modo que los relatos que las componen casi son intercambiables de una a otra, si no son en algunos casos los mismos. Las nuevas corrientes del terror, ese «terror urbano» que está imponiéndose cada vez más sobre el «terror sobrenatural» como otro imperativo de nuestras condiciones modernas de vida, esos «nuevos terrores» de pesadillas tecnológicas o basados en las neurosis del hombre actual y que han sustituido a los antiguos mitos terroríficos de honda raigambre medieval, esos psicópatas que han ocupado claramente el lugar de los viejos monstruos, el moderno terror cotidiano que ha usurpado su puesto al viejo terror gótico, todo ello aún sigue siendo casi desconocido para los lectores de habla hispana.
Cubrir este hueco es lo que pretenden las series de antologías que se inician con ésta, y que seguirán incluyéndose en sucesivos números de esta colección. A través de las selecciones de los más importantes antologistas del género en este momento (Kari Edward Wagner, Ramsell Campbell, Charles L. Grant, etc.), se irá ofreciendo una muestra representativa y válida de los más importantes relatos de terror que están apareciendo en nuestros días. Habrá, por supuesto, relatos de corte clásico, otros kafkianos, muestras de fantasía pura, terror macabro, terror psicológico... Las vertientes del terror son casi infinitas, y ése es uno de sus mayores atractivos.
Para este primer volumen de las antologías se ha escogido una de las más celebradas de estos últimos años: la que preparó Karl Edward Wagner para DAW Books (Dónala A. Woliheim es uno de los mayores especialistas norteamericanos de la ciencia ficción, la fantasía y el terror, y es autor también de varios excelentes relatos del género), reuniendo los mejores relatos de terror publicados en lengua inglesa en 1980. Se trata, pues, de una antología a la vez moderna y representativa. Contiene desde el más puro homenaje lovecraftiano (El hombre negro con un cuerno), pasando por el terror que podríamos llamar clásico (Los gatos de Pére Lachaise, Sin ton ni son. El hueco), gótico (La catacumba), y las nuevas versiones de antiguos mitos (Pisadas), hasta ese otro terror que podríamos llamar «experimental» (De guardia. El Rey). Sin olvidar, por supuesto, el extenso y magnífico relato del indiscutido maestro del género en la actualidad y que abre la antología: El mono, de Stephen King, un auténtico best-seller del relato corto, muy en la línea de su autor. Y recuérdenlo: este volumen es sólo un principio. Seguirán más: estén atentos a ellos.
Mientras los esperan, que ustedes se estremezcan bien.
DOMINGO SANTOS
EL MONO
Stephen King
Uno de los hitos para los aficionados al terror durante los años sesenta fue una serie de revistas editadas con ostentoso vulgaridad y seleccionadas por Robert A. W. Lowndes para algo llamado Health Knowledge, Inc. Los títulos que tuvieron una vida más prolongada de sus varias series fueron Magazine of Horror y Startling Mystery Stories; en su mayor parte reeditaban historias de otro modo inaccesibles de fuentes tales como las míticas Weird Tales y Strange Tales, con alguna ocasional historia original, normalmente ilegible, firmada por alguien de quien nadie nunca había oído hablar. Ramsey Campbell, que por aquel entonces tenía ya un libro en su haber, era uno de tales oscuros escritores, y otro era Stephen King, que vendió a esas revistas sus primeras dos historias (por un precio conjunto de sesenta y cinco dólares).
Nacido el 21 de septiembre de 1946 en Portland, Maine, King empezó a escribir a la edad de doce años. El éxito no fue instantáneo. Tras graduarse en la universidad, trabajó en una lavandería por sesenta dólares a la semana antes de encontrar un trabajo docente en una escuela superior por seis mil cuatrocientos dólares al año. Sus primeras novelas consiguieron tan sólo cartas de rechazo, pero en las revistas para hombres, particularmente Cavalier, King encontró un mercado dispuesto a recibir los relatos cortos de horror, y decidió probar fortuna con la novela de horror popular. Allí King tuvo algo más de suerte: su primera novela. Carrie, fue publicada en 1974, seguida por Salem's Lot (La hora del vampiro), The Shining (El resplandor), la colección de relatos Night Shift (En el umbral de la noche), The Stand (La danza de la muerte), The Dead Zone (La zona muerta), y Firestarter (Ojos de fuego). Su éxito fue tal que es muy poco probable que King tenga que volver alguna vez a su trabajo en la lavandería. El mono se publicó como una separata inserta en el número de Gallery de noviembre de 1980... uno de los lugares más inusuales para que puedan perseguirlo los coleccionistas de primeras ediciones. Mientras lo leía, he intentado recordar qué le ocurrió al monito de cuerda que yo tenía cuando era un chiquillo. He intentado recordarlo intensamente...
Cuando Hal Shelbum lo vio, cuando su hijo Dennis lo sacó de una deteriorada caja de Ralston-Purina que había sido arrinconada bajo un montón de trastos en una buhardilla, brotó en él una sensación tan grande de horror y desánimo que por un momento creyó que iba a lanzar un grito. Apretó un puño contra su boca, como para empujarlo de vuelta y tragárselo... y entonces se limitó a toser tras su puño. Ni Terry ni Dennis se dieron cuenta de aquello, pero Petey miró a su alrededor, momentáneamente curioso.
—¡Eh, qué bonito! —dijo Dennis con deferencia. Era un tono que Hal raramente obtenía ya de su hijo. Dennis tenía doce años.
—¿Qué es? —preguntó Petey, y miró de nuevo a su padre antes de que sus ojos fueran atraídos otra vez hacia aquello que su hermano mayor había encontrado—. ¿De qué se trata, papá?
—Es un mono, chico listo —dijo Dennis—. ¿Nunca habías visto un mono antes?
—No llames a tu hermano chico listo —dijo Terry automáticamente, y se puso a examinar una caja llena de cortinas. Las cortinas estaban apolilladas, y las dejó rápidamente—. Uf.
—¿Puedo quedármelo, papá? —preguntó Petey. Tenía nueve años.
—¿Qué quieres decir? —exclamó Dennis—. ¡Lo encontré yo!
—Chicos, por favor —dijo Terry—. Me estáis dando dolor de cabeza.
Hal apenas les oyó... a ninguno de ellos. El mono resplandecía imprecisamente entre las manos de su hijo mayor, sonriendo con su vieja sonrisa familiar. La misma sonrisa que había atormentado sus pesadillas cuando era niño, atormentado hasta que él...
Afuera sopló una repentina ráfaga de viento, y por un momento unos labios sin carne hicieron sonar una larga nota a través del viejo y oxidado canalón. Petey se acercó a su padre, los ojos fijos de modo intranquilo en las vigas de madera del techo de la buhardilla, llenas de clavos.
—¿Qué ha sido eso, papá? —preguntó cuando el silbido murió en un zumbido gutural.
—Sólo el viento —dijo Hal, sin dejar de mirar al mono.
Sus platillos, más bien medias lunas de latón que círculos completos, estaban inmóviles a la débil luz de una bombilla desnuda, quizás a treinta centímetros de distancia el uno del otro. Añadió automáticamente:
—El viento puede silbar, pero no puede entonar una canción.
Entonces se dio cuenta de que ésta era una de las frases de su tío Will, y un escalofrío recorrió su espina dorsal.
La larga nota llegó de nuevo con el viento procedente del Crystal Lake en un largo y zumbante descenso y luego vibró en el canalón. Media docena de pequeñas ráfagas lanzaron el frío aire de octubre contra el rostro de Hal... Dios, aquel lugar era tan parecido al cuarto trastero de la casa en Hartford que parecía como si todos ellos hubieran sido transportados a treinta años atrás en el tiempo.
No debo pensar en eso.
Pero el pensamiento no podía ser rechazado.
En el cuarto trastero donde encontré ese maldito mono en esa misma maldita caja.
Terry se había apartado un poco para examinar una canasta de madera llena con chucherías, y caminaba agachada debido a la fuerte inclinación del techo.
—No me gusta —dijo Petey, y buscó la mano de Hal—. Dennis puede quedárselo si quiere. ¿Nos vamos, papá?
—¿Tienes miedo a los fantasmas, gallina? —inquirió Dennis.
—Dennis, ya basta —dijo Terry ausentemente, mientras cogía una tacita de hojalata con un dibujo chino—. Esto es bonito. Creo que...
Hal vio que Dennis había encontrado la llave de la cuerda en la espalda del mono. El terror aleteó con negras alas en su interior.
—¡No hagas eso!
Sus palabras brotaron más agudas de lo que hubiera deseado, y había arrancado el mono de entre las manos de Dennis antes de darse cuenta de lo que hacía. Dennis miró a su alrededor y luego a él, sorprendido. Terry miró también hacia atrás por encima de su hombro. Y Petey alzó los ojos. Por un momento todos permanecieron en silencio, y el viento silbó de nuevo, muy suavemente esta vez, como una desagradable invitación.
—Quiero decir que lo más probable es que esté roto —dijo Hal.
Solía estar roto... excepto cuando deseaba estar arreglado.
—Bueno, pero no hacía falta que me lo quitaras —dijo Dennis.
—Dennis, cállate.
Dennis parpadeó, y por un momento pareció casi inquieto. Hal no le había hablado de forma tan cortante desde hada mucho tiempo. Desde que había perdido su trabajo en la National Aerodyne en California hacía dos años y se habían mudado a Texas. Dennis decidió no seguir adelante con aquello... por ahora. Se volvió de espaldas a la caja de Ralston-Purina y de nuevo empezó a revolver trastos, pero todo lo que había era pura basura. Juguetes rotos mostrando sus tripas de relleno y muelles.
El viento era más fuerte ahora, ululando en vez de silbar. La buhardilla empezó a crujir suavemente, haciendo un ruido como de pasos.
—Por favor, papá —pidió Petey, apenas lo suficientemente alto como para que su padre le oyera.
—Sí —dijo éste—. Terry, vámonos.
—No he terminado con este...
—He dicho vámonos.
Ahora le tocó a ella mostrarse asombrada.
Habían tomado dos habitaciones contiguas en un motel. Aquella noche a las diez, los chicos estaban durmiendo en su habitación y Terry estaba dormida en la habitación de los adultos. Había tomado dos Valium en el camino de vuelta desde la vieja casa en Casco, para librarse de la migraña. Últimamente tomaba mucho Valium. Había empezado aproximadamente en la época en que la National Aerodyne había despedido a Hal. Durante los últimos dos años él había estado trabajando para la Texas Instruments... Eran cuatro mil dólares menos al año, pero al menos era un trabajo. Él le había dicho a Terry que tenían suerte. Ella había asentido. Había muchos especialistas en software cobrando el desempleo, había dicho él. Ella había asentido. El empleo en Amette era exactamente igual de bueno que el puesto en Fresno, había dicho él. Ella había asentido, pero él tuvo la impresión de que su asentimiento era una mentira.
Y él estaba perdiendo a Dennis. Podía sentir al chico alejándose, alcanzando una prematura velocidad de escape. Adiós, Dennis. Hasta otra, desconocido. Fue bueno compartir este tren contigo. Terry deda que el chico fumaba marihuana. Podía olerlo a veces. «Tienes que hablar con él, Hal.» Y él había asentido, pero hasta ahora no lo había hecho.
Los chicos estaban durmiendo. Terry estaba durmiendo. Hal se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta, se sentó en la tapa del inodoro y miró al mono.
Odiaba su aspecto, su blando y lanudo pelaje marrón, pelado en algunos lados. Odiaba su sonrisa... Ese mono sonríe exactamente igual que un negro, había dicho en una ocasión el tío Will, pero no sonreía como un negro, no sonreía como nada humano. Su sonrisa era todo dientes, y si se le daba cuerda, sus labios se movían, sus dientes parecían hacerse más grandes, convertirse en los dientes de un vampiro, los labios se contorsionaban y los platillos sonaban. Estúpido mono, estúpido mono a cuerda, estúpido, estúpido...
Lo dejó caer. Sus manos estaban temblando y lo dejó caer.
La llave chasqueó contra las baldosas del cuarto de baño cuando golpeó el suelo. El sonido pareció muy fuerte en el silencio y la quietud. Se quedó sonriendo con sus lóbregos ojos ambarinos, ojos de muñeco, llenos con una alegría idiota, sus platillos de latón preparados como para puntuar con sus golpes una marcha interpretada por alguna sombría banda infernal, y en el fondo estampada la frase Made in Hong Kong.
—No puedes estar aquí —susurró—. Te tiré al pozo cuando yo tenía nueve años.
El mono le sonrió desde el suelo.
Hal Shelburn se estremeció.
Afuera, en la noche, un negro soplo de viento sacudió el motel.
Bill, el hermano de Hal, y Collette, la esposa de Bill, se encontraron con ellos en la casa del tío Will y la tía Ida al día siguiente.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que una muerte en la familia es una forma realmente asquerosa de renovar las relaciones familiares? —le preguntó Bill con el principio de una sonrisa. Había sido bautizado así en honor al tío Will. Will y Bill, campeones del rodayo, acostumbraba a decir el tío Will, y revolvía el pelo de Bill. Era una de sus frases... como que el viento puede silbar pero no puede entonar una canción. El tío Will había muerto hacía seis años, y la tía Ida había vivido desde entonces allí sola, hasta que la semana anterior un ataque al corazón se la había llevado. Todo muy repentino, había dicho Bill cuando llamó desde larga distancia para darle a Hal la noticia. Como si él pudiera saberlo, como si cualquiera pudiera saberlo. Había muerto sola.
—Sí —dijo Hal—. He pensado en ello.
Miraron juntos el lugar, la vieja casa donde habían terminado de crecer los dos. Su padre, un marino mercante, había desaparecido como si hubiera sido borrado de la faz de la Tierra cuando ellos eran pequeños; Bill decía que lo recordaba vagamente, pero Hal no tenía ni el menor recuerdo de él. Su madre había muerto cuando Bill tenía diez años y Hal ocho. Entonces se trasladaron a casa del tío Will y de la tía Ida desde Hartford, y fueron criados allí, y fueron a la universidad allí. Bill se había quedado y ahora era un rico abogado en Portland.
Hal observó que Petey se estaba alejando hacia las zarzamoras que crecían en el lado oriental de la casa, formando una tupida maraña.
—Apártate de ahí, Petey —dijo.
Petey le devolvió una interrogadora mirada. Hal sintió que su sencillo amor hacia el muchacho le inundaba... y entonces, repentinamente, pensó de nuevo en el mono.
—¿Por qué, papá?
—El viejo pozo está en algún lugar por aquí —dijo Bill—. Pero que me condene si recuerdo exactamente dónde. Tu papá tiene razón, Petey... Esa maraña de zarzamoras es un lugar del que es mejor permanecer alejado. Los pinchos harían un buen trabajo contigo. ¿No es así, Hal?
—Exacto —dijo Hal automáticamente.
Petey se apartó del lugar, sin mirar hacia atrás, y luego bajó por el malecón hacia la pequeña playa de guijarros donde Dennis estaba arrojando piedras al agua. Hal sintió que algo en su pecho se aflojaba un poco.
Bill podía haber olvidado dónde estaba el viejo pozo, pero a última hora de aquella tarde, Hal se dirigió directamente hacia allá, abriéndose camino entre las zarzas que desgarraron su vieja chaqueta de franela y buscaron sus ojos. Llegó junto a él y se detuvo allí, respirando pesadamente, mientras contemplaba las podridas y combadas planchas de madera que cubrían su boca. Tras un momento de vacilación, se arrodilló (sus rodillas crujieron como dos secos disparos de pistola) y apartó a un lado dos de las tablas.
Desde el fondo de aquella húmeda garganta rodeada de piedra, un rostro se le quedó mirando: los ojos muy abiertos, la boca distorsionada en una mueca, y un lamento escapando por ella. No era fuerte, excepto en su corazón. Allí había resonado con intensidad.
Era su propio rostro, reflejado en la oscura agua.
No era el rostro del mono. Por un momento había pensado que era el rostro del mono.
Estaba temblando. Temblando de arriba a abajo.
Lo tiré al pozo. Lo tiré al pozo, por favor, Dios mío, no dejes que me vuelva loco. Lo tiré al pozo.
El pozo se había secado el verano que Johnny McCabe murió, el año después de que Bill y Hal llegaron a la vieja casa para quedarse con el tío Will y la tía Ida. El tío Will había pedido prestado dinero al banco para perforar un pozo artesiano, y las zarzamoras habían crecido alrededor del viejo pozo. El pozo seco.
Excepto que el agua había vuelto. Como el mono.
Esta vez no podía negar el recuerdo. Hal permaneció sentado allí, impotente, dejando que acudiera a él, intentando ir con él, cabalgándolo como alguien que hace surf cabalga la monstruosa ola que puede aplastarlo si cae de su tabla, intentando simplemente seguir su paso de modo que desapareciera de nuevo por el otro lado.
Se había deslizado con el mono hasta allí afuera a finales de aquel verano, y las zarzamoras estaban en sazón, con su olor denso y empalagoso. Nadie iba hasta allí a cogerlas, aunque a veces tía Ida se detenía al borde de las zarzas y tomaba un puñado de zarzamoras en su delantal. En el interior del zarzal, las zarzamoras habían madurado en exceso; algunas se estaban pudriendo ya, rezumando un espeso fluido blanco como pus, y los grillos cantaban enloquecedoramente en la alta hierba, bajo sus pies su chirrido interminable: criiiiiiiiii...
Las zarzas se clavaron en él, punteando bolitas de sangre en sus desnudos brazos. No hizo ningún esfuerzo por evitar sus pinchazos. Había estado ciego de terror... Tan ciego que por unos pocos centímetros estuvo a punto de tropezar con las tablas que cubrían el pozo, quizá a unos centímetros de caer diez metros hasta el lodoso fondo del pozo. Había agitado los brazos para mantener el equilibrio, y más espinas habían ensartado sus antebrazos. Era ese recuerdo lo que le había hecho llamar secamente a Petey para que volviera atrás.
Era el día en que Johnny McCabe había muerto;, su mejor amigo... Johnny había estado trepando por los travesaños de madera de la escalera de cuerda que conducía hasta su casa en la copa del árbol, en el patio de atrás. Los dos habían pasado muchas horas ahí arriba aquel verano, jugando a los piratas, viendo imaginarios galeones allá afuera en el lago, disparando sus cañones, preparándose para el abordaje. Johnny había estado trepando a su casa en la copa del árbol como había hecho miles de veces antes, y el travesaño justo debajo de la puerta trampilla en el fondo de la casa en el árbol se había partido bajo sus manos, y Johnny había caído diez metros hasta el suelo y se había roto el cuello, y la culpa era del mono, el mono, el maldito y odioso mono. Cuando sonó el teléfono, cuando tía Ida abrió mucho la boca y luego formó una O de horror, cuando su amiga Milly de más abajo de la calle le dio la noticia, cuando tía Ida dijo «Sal al porche, Hal, tengo que darte una mala noticia...», había pensado con mórbido horror: ¡El mono! ¿Qué ha hecho el mono ahora?
No había habido ningún reflejo de su rostro atrapado en el fondo del pozo aquel día. Únicamente los guijarros cayendo a la oscuridad y el olor del lodo húmedo. Había mirado al mono tirado allá en la resistente hierba que crecía entre las zarzas, sus platillos en suspenso, sus sonrientes y enormes dientes entre sus entreabiertos labios, su pelaje, desgastado aquí y allá hasta formar manchas peladas, sus inmóviles ojos.
—Te odio —le había susurrado.
Rodeó con su mano aquel detestable cuerpo, sintiendo crujir el lanudo pelaje. El mono le sonrió mientras lo mantenía delante de su rostro.
—¡Adelante! —le desafió, echándose a llorar por primera vez aquel día.
Lo sacudió. Los inmóviles platillos se agitaron levemente. Destruía todo lo bueno. Absolutamente todo.
—¡Adelante, hazlos sonar! ¡Hazlos sonar!
El mono simplemente sonreía.
—¡Vamos, hazlos sonar! —Su voz se alzó histéricamente—. ¡Salta, salta y hazlos sonar! ¡Vamos, atrévete! ¡Te desafío a que lo hagas!
Sus ojos amarillo amarronados. Sus enormes y regocijados dientes.
Entonces lo arrojó al pozo, loco de pesar y de terror. Lo vio girar sobre sí mismo una vez mientras caía, un simiesco acróbata haciendo un truco, y el sol se reflejó por última vez en aquellos platillos. Golpeó el fondo con un golpe sordo, y eso debió desencadenar su mecanismo, pues de repente los platillos empezaron a sonar. Su rítmico, deliberado y cantarín sonido ascendió hasta sus oídos, resonando con extraños ecos en la garganta de piedra del pozo muerto: jang-jang-jang-jang...
Hal aplastó sus manos sobre su boca y, por un momento, pudo verle allí abajo, quizá tan sólo con los ojos de la imaginación... Tendido allá en el lodo, los ojos resplandeciendo hacia arriba, mirando al pequeño círculo de su rostro infantil asomado sobre el borde del pozo (como si silueteara su forma para siempre), los labios abriéndose y contrayéndose en torno a aquellos sonrientes dientes, los platillos sonando, el alegre mono de cuerda.
Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto? Jang-jang-jang-jang, ¿es Johnny McCabe, cayendo con los ojos desorbitados, trazando su propia pirueta acrobática mientras cae a través del brillante aire veraniego de vacaciones con el roto peldaño aún sujeto en sus manos para golpear contra el suelo con un único y amargo crujido de algo que se rompe? ¿Es Johnny, Hal? ¿O eres tú?
Gimiendo, Hal había colocado las tablas sobre el agujero, clavándose astillas en las manos, sin importarle, sin darse siquiera cuenta hasta más tarde. Y aún podía oírlo, incluso a través de las tablas, ahora ahogado y, en cierto modo, peor aún: estaba ahí abajo en aquella oscuridad de piedra, golpeando sus platillos y contorsionando su repulsivo cuerpo, y el sonido ascendía como el sonido de un hombre enterrado prematuramente, arañando en busca de una salida.
Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto esta vez?
Tambaleante, se abrió camino a través de las zarzas, de vuelta a casa. Los espinos trazaron nuevos surcos de sangre en su rostro, los lampazos se aferraron a las vueltas de sus téjanos, y en una ocasión cayó cuan largo era, sus oídos tintineando aún, como si el mono le estuviera siguiendo. El tío Will lo encontró más tarde, sentado en un neumático viejo en el garaje y sollozando, y pensó que Hal estaba llorando por su amigo muerto. Así era, pero también lloraba como secuela de su terror.
Había arrojado al mono al fondo del pozo por la tarde, a primera hora. Aquel anochecer, mientras el ocaso se arrastraba a través de un brillante manto de nieblas bajas, un coche avanzando demasiado rápido para la reducida visibilidad había arrollado en la carretera al gato de la isla de Man de tía Ida y luego prosiguió su camino. Hubo intestinos esparcidos por todas partes y Bill vomitó, pero Hal simplemente había vuelto su rostro, su pálido y crispado rostro, mientras oía a tía Ida sollozar (esto, añadido a las noticias de la muerte del chico McCabe, había ocasionado un ataque de llanto casi histérico, y pasaron dos horas antes de que el tío Will consiguiera calmarla por completo) como si estuviera a kilómetros de distancia. En su corazón había una fría y exultante alegría. No había sido su tumo. Había sido el gato de tía Ida, no él, ni su hermano Bill o su tío Will (dos campeones del rodayo). Y ahora el mono ya. No estaba, permanecía en el fondo del pozo, y un zarrapastroso gato de la isla de Man con sus orejas llenas de garrapatas no era un precio demasiado grande a pagar. Si el mono deseaba tocar sus infernales platillos, que lo hiciera. Podía tocarlos y tocarlos para los insectos y los escarabajos, todas las cosas oscuras que tenían su hogar en la garganta de piedra del pozo. Se pudriría allá abajo en la oscuridad, y sus repulsivos engranajes y ruedas y muelles se oxidarían en las tinieblas. Moriría ahí abajo. En el lodo y la oscuridad. Las arañas tejerían su sudario.
Pero... había vuelto.
Lentamente, Hal tapó de nuevo el pozo, como había hecho aquel otro día, y en sus oídos resonó el eco fantasmal de los platillos del mono: Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto, Hal? ¿Es Terry? ¿Dennis? ¿Es Petey, Hal? ¿Es tu favorito, verdad? ¿Es él? Jang-¡ang-jang...
—¡Deja eso!
Petey se echó hacia atrás y soltó el mono, y por un momento de pesadilla Hal pensó que iba a ocurrir, que la sacudida iba a desencadenar la maquinaria y los platillos iban a empezar a sonar y a tintinear.
—Papi, me has asustado.
—Lo siento. Sólo que... no quiero que juegues con eso.
Los demás se habían ido a ver una película, y él había pensado que llegaría de vuelta al motel antes que ellos, pero se había quedado en la vieja casa más tiempo del que había supuesto. Los viejos y odiosos recuerdos parecían moverse en su propia y eterna zona de tiempo...
Terry estaba sentada cerca de Petey, mirando The Beverly Hillbillies. Contemplaba la vieja y granulosa impresión con una concentración fija y absorta que hablaba de una reciente toma de Valium. Dennis estaba leyendo una revista de rock, con el grupo Styx en la portada. Petey había permanecido sentado con las piernas cruzadas en la moqueta, jugueteando con el mono.
—No funciona de ninguna de las maneras —dijo Petey.
Lo cual explica por qué Dennis se lo ha dejado, pensó Hal, y entonces se sintió avergonzado y furioso consigo mismo. Parecía incapaz de controlar la hostilidad que sentía hacia Dennis cada vez más a menudo, pero luego se notaba rebajado y vulgar..., impotente.
—No —dijo—. Es viejo. Voy a tirarlo. Dámelo.
Tendió su mano y Petey, con aspecto afligido, se lo entregó.
—Papi se está volviendo un esquizofrénico asustado —dijo Dennis a su madre.
Hal ya cruzaba la habitación incluso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, sonriendo como aprobadoramente con el mono en una mano. Sacó a Dennis de su silla tirando de su camisa, y se produjo un sonido susurrante cuando una de las costuras se rasgó en algún lugar. Dennis pareció casi cómicamente impresionado. Su ejemplar de Tiger Beat cayó al suelo.
––¡Eh!
—Ven conmigo —dijo Hal severamente, tirando de su hijo hacia la puerta que comunicaba con la otra habitación.
—¡Hal! —casi gritó Terry. Petey sólo abrió mucho los ojos.
Hal sacó a Dennis fuera. Cerró la puerta de un golpe y luego empujó a Dennis contra la puerta. Dennis empezaba a parecer asustado.
—Estás convirtiéndote en un problema —dijo Hal.
—¡Suéltame! Me has roto la camisa, me has...
Hal aplastó de nuevo al muchacho contra la puerta.
—Sí —dijo—. Un auténtico problema de descaro. ¿Te han enseñado eso en la escuela? ¿O allá en el fumadero?
Dennis enrojeció, el rostro momentáneamente crispado por la culpabilidad.
—¡Yo no estaría en esa mierda de escuela si a tí no te hubieran despedido! —estalló.
Hal aplastó de nuevo al muchacho contra la puerta.
—No fui despedido. Eliminaron mi puesto y tú lo sabes. Y no necesito tu mierda de opinión al respecto. ¿Tienes problemas? Bienvenido al mundo, Dennis. Pero no eches tus problemas sobre mí. Comes cada día. Tus posaderas están cubiertas. Después de once años... no necesito... ni una mierda... de tí.
Puntuó cada frase tirando del muchacho hacia delante, hasta que sus narices estuvieron casi tocándose, y luego lo empujó contra la puerta. No lo hacía con la suficiente violencia como para hacerle daño, pero Dennis estaba asustado... Su padre no había alzado la mano sobre él desde que se habían mudado a Texas, y ahora empezó a llorar con los fuertes, roncos y saludables sollozos de un cuerpo joven.
—¡Adelante, pégame! —le gritó a Hal, su rostro crispado y moteado por el flujo de la sangre—. ¡Pégame si quieres! ¡Sé cuánto me odias!
—No te odio. Te quiero mucho. Dennis. Pero soy tu padre y tienes que mostrarme respeto o voy a tener que zurrarte para conseguirlo.
Dennis intentó soltarse, pero Hal tiró del muchacho hacia sí y lo abrazó. Dennis luchó por un momento, y luego apoyó su rostro contra el pecho de Hal y lloró como si estuviera exhausto. Era la especie de llanto que Hal no había oído a ninguno de sus hijos desde hacía años. Cerró los ojos, dándose cuenta de que él también se sentía exhausto.
Terry empezó a golpear al otro lado de la puerta.
—¡Ya basta, Hal! ¡Sea lo que sea lo que le estás haciendo, ya basta!
—No lo estoy matando —dijo Hal—. Tranquilízate, Terry.
—Pero tú...
—Todo va bien, mamá —dijo Dennis, la voz ahogada contra el pecho de Hal.
Pudo sentir su perplejo silencio por un momento, y luego ella se apartó de la puerta. Hal miró de nuevo a su hijo.
—Siento lo que te dije, papá —dijo Dennis, a disgusto.
—Cuando volvamos a casa, la próxima semana, aguardaré dos o tres días y luego voy a registrar todos tus cajones, Dennis. Si hay en ellos algo que no quieras que yo vea, será mejor que te desembaraces de ello.
De nuevo el ramalazo de culpabilidad. Dermis bajó los ojos y se secó los mocos con el dorso de la mano.
—¿Puedo irme ahora? —dijo nuevamente hosco.
—Por supuesto —dijo Hal, y le dejó marchar.
Tenemos que ir de camping en la primavera, solos los dos. Pescar un poco, como el tío Will acostumbraba a hacer con Bill y conmigo. Acercarme un poco a él. Intentarlo.
Se sentó en la cama, en la vacía habitación, y miró al mono. Nunca te acercarás de nuevo a él, Hal, parecía decir su sonrisa. Nunca más. Nunca más.
El simple hecho de mirar al mono le hizo sentirse agotado. Lo dejó a un lado y se puso una mano sobre los ojos.
Aquella noche, en el cuarto de baño, Hal estaba limpiándose los dientes y pensando: Estaba en la misma caja. ¿Cómo podía estar en la misma caja?
El cepillo de dientes se desvió hacia arriba, lastimando sus encías. Dio un respingo.
El tenía cuatro años, y Bill seis, la primera vez que vio el mono. Su desaparecido padre había comprado una casa en Hartford, había terminado de pagarla y era completamente de ellos antes de que muriera o desapareciera o lo que fuese. Su madre trabajaba como secretaria en la Holmes Aircraft, la fábrica de helicópteros en las afueras de Westville, y una serie de muchachas habían pasado por la casa para cuidar a los chicos, excepto que por aquel entonces tan sólo era a Hal a quien tenían que cuidar durante el día... Bill estaba ya en la escuela, en primer grado. Ninguna duraba mucho tiempo. O se quedaban embarazadas y se casaban con sus amigos, o se iban a trabajar a Holmes, o la señora Shelbum descubría que habían dado cuenta de su jerez para cocinar o de la botella de coñac que guardaba en el aparador para las ocasiones especiales. La mayoría eran chicas estúpidas que lo único que parecían desear era comer o dormir. Ninguna deseaba leerle a Hal del modo que lo hada su madre.
Aquel largo verano, la niñera fue una voluminosa y zalamera chica negra llamada Beulah. Adulaba a Hal cuando la madre de Hal estaba por los alrededores, y a veces le pellizcaba cuando su madre no estaba. Sin embargo, Hal sentía un cierto aprecio hacia Beulah, que de vez en cuando le leía algún espeluznante relato de una de sus revistas románticas o de detectives. («La muerte avanzaba solapadamente hacia la voluptuosa pelirroja», entonaba Beulah amenazadoramente en el soñoliento silencio de la sala de estar, y se metía otro cacahuete salado en la boca, mientras Hal estudiaba solemnemente las mal impresas figuras de los dibujos a página entera y bebía su leche.) Y ese aprecio hizo que las cosas fueran peores.
Descubrió el mono en un frío y nuboso día de marzo. Caía una esporádica aguanieve afuera en las ventanas, y Beulah estaba dormida en el sofá, con un ejemplar de My Story abierto boca abajo sobre su admirable seno.
De modo que Hal se dirigió al cuarto trastero para echar una ojeada a las cosas de su padre.
El cuarto trastero era un lugar para guardar cosas que ocupaba toda la longitud del segundo piso por el lado izquierdo, un espacio extra que nunca había sido terminado. Uno entraba en el cuarto trastero utilizando una pequeña puerta —una especie de puertecilla como de conejera— en el lado de Bill de la habitación de los chicos. A ambos les gustaba meterse allí dentro, pese a que hacía frío en invierno y demasiado calor en verano, tanto como para salir con un cubo lleno del sudor brotado de sus poros. Largo y estrecho, y en cierto modo misterioso, el cuarto trastero estaba lleno de fascinantes cosas viejas. No importaba cuántas cosas mirara uno allí dentro, nunca parecía posible mirar todo lo que había. Él y Bill habían pasado varias tardes de sábado enteras allí arriba, apenas hablándose, sacando cosas de cajas, examinándolas, dándoles vueltas y más vueltas hasta que sus manos pudieran absorber cada única realidad, luego devolviéndolas a su sitio. Ahora Hal se preguntaba si él y Bill no habrían estado intentando, de la mejor manera posible, ponerse en contacto con su desvanecido padre.
Había sido marino mercante y el lugar estaba lleno con fajos de mapas, algunos señalados con precisos círculos (y el orificio de la punta del compás en el centro de cada uno de ellos). Había veinte volúmenes de algo llamado Guía para la Navegación Barron. Unos binoculares torcidos que hacían que los ojos ardieran y que falseaban de forma curiosa las cosas si se miraba por ellos demasiado rato. Había recuerdos turísticos de una docena de puertos de escala —muñecas de hula-hula de caucho, un sombrero hongo de cartón negro con una retorcida banda que decía PICA A UNA CHICA Y TE HAGO PICADILLY, una bola de cristal con una pequeña Torre Eiffel dentro—, y había también sobres, con sellos de muchos lugares dispuestos cuidadosamente en su interior, y monedas de otros países; había muestras de roca de la isla hawaiana de Maui, un cristal negro..., pesado y en cierto modo amenazador, y divertidos discos en idiomas extranjeros.
Aquel día, con el aguanieve cayendo hipnóticamente del techo justo encima de sus cabezas, Hal se abrió camino hasta el extremo más alejado del cuarto trastero, apartó a un lado una caja y debajo vio otra caja: una caja de Ralston-Purina. Mirando desde su interior, un par de vidriosos ojos color avellana. Le dieron un sobresalto y por un momento retrocedió, el corazón latiéndole fuertemente, como si hubiera descubierto a un mortífero pigmeo. Luego vio su silencio, la fija mirada de aquellos ojos, y se dio cuenta de que era algún tipo de juguete. Avanzó de nuevo y lo sacó cuidadosamente de la caja.
Le sonrió con su dentona sonrisa sin edad bajo la amarilla luz, sus platillos muy separados.
Encantado, Hal había dado la vuelta al juguete, sintiendo lo encrespado de su lanoso pelaje. Su alegre sonrisa le agradaba. Sin embargo, ¿no había habido algo más allí? ¿Una casi instintiva sensación de disgusto que había aparecido y desaparecido incluso antes de que fuera consciente de ella? Quizá fuera así, pero con un viejo recuerdo como aquél hay que procurar no creer demasiado. Los viejos recuerdos pueden mentir, pero... ¿no había visto la misma expresión en el rostro de Petey, en la buhardilla de la vieja casa?
Había descubierto la llave inserta en la parte baja de su espalda y le dio cuerda. La llave giró casi demasiado fácilmente y la cuerda no dejó oír el sonido del engranaje. Por tanto, estaba rota. Rota, pero el juguete seguía siendo bonito.
Se lo llevó afuera para jugar con él.
—¿Qué es eso que trae, Hal? —preguntó Beulah, despertando de su siesta.
—Nada —dijo Hal—. Lo encontré.
Lo colocó en la estantería de su lado en el dormitorio. Estaba encima de sus cuadernos Lassie para colorear, sonriente, mirando al espacio, los platillos en equilibrio. Estaba roto, pero pese a todo sonreía. Aquella noche, Hal se despertó de algún sueño intranquilo, la vejiga llena, y salió para utilizar el cuarto de baño del vestíbulo. Bill era un montón de sábanas respirando regularmente al otro lado de la habitación.
Hal volvió del cuarto de baño, casi dormido de nuevo... y repentinamente el mono empezó a golpear sus platillos, uno contra el otro, en la oscuridad.
Jang-jang-jang-jang...
Se despertó por completo, como si le hubiesen golpeado en pleno rostro con una toalla fría y mojada. Su corazón dio un brinco de sorpresa, y un agudo chillido, casi de ratón, escapó de su garganta. Miró al mono, los ojos muy abiertos, los labios temblando.
Jang-jang-jang-jang...
Su cuerpo se agitaba y saltaba en el estante, mientras sus labios se abrían y cerraban, se abrían y cerraban, odiosamente alegres, revelando unos dientes enormes y carnívoros.
—Para —susurró Hal.
Su hermano se dio la vuelta en la cama y emitió un único y fuerte ronquido. Todo lo demás permaneció en silencio... excepto el mono. Los platillos resonaban y tintineaban, y seguramente iban a despertar a su hermano, a su madre, a todo el mundo. Iban a despertar incluso a los muertos.
Jang-jang-jang-jang...
Hal avanzó hacia él, dispuesto a pararlo como fuera, quizá poniendo su mano entre los platillos hasta que se acabara la cuerda (pero estaba rota, ¿no?) y se detuviera por sí mismo. Los platillos entrechocaron una última vez —¡jang!— y luego se separaron lentamente hasta su posición original. El latón relucía en las sombras. Los sucios y amarillentos dientes del mono sonreían en su improbable sonrisa.
La casa estaba de nuevo silenciosa. Su madre se dio la vuelta en su cama e hizo eco al ronquido de Bill. Hal volvió a su cama y se tapó con las sábanas, su corazón latiendo aún apresuradamente, y pensó: Mañana lo devolveré al cuarto trastero. No lo quiero.
Pero a la mañana siguiente olvidó por completo devolver el mono a su lugar original, debido a que su madre no fue a trabajar: Beulah había muerto. Su madre no quiso decirles exactamente lo ocurrido.
—Fue un accidente. Sólo un terrible accidente —fue todo cuanto dijo.
Pero aquella tarde Bill compró un periódico, camino de vuelta a casa desde la escuela, y llevó hasta su habitación, escondida bajo su camisa, la página cuatro. (Dos muertos a tiros en un apartamento, decían los titulares.) Leyó vacilantemente el artículo a Hal, siguiéndolo con el dedo, mientras su madre preparaba la cena en la cocina, Beulah McCaffery, de 19 años, y Sally Tremont, de 20, fueron muertas a tiros por el amigo de la señorita McCaffery, Leonard White, de 25 años, a resultas de una discusión sobre quién iba a salir a recoger el encargo que habían hecho de un menú chino. La señorita Tremont murió en el Hartford, donde había sido trasladada urgentemente; Beulah McCaffery murió en el acto.
Era como si Beulah hubiera desaparecido dentro de una de sus propias revistas de detectives, pensó Hal Shelbum, y sintió que un frío estremecimiento recorría su espina dorsal y luego rodeaba su corazón. Entonces se dio cuenta de que los disparos se habían producido aproximadamente al mismo tiempo que el mono...
—¿Hal? —Era la voz de Terry, soñolienta—. ¿Vienes a la cama?
Escupió la pasta dentífrica al lavabo y se enjuagó la boca.
—Sí —dijo.
Antes había puesto el mono en su maleta y la había cerrado con llave. Iban a volar de vuelta a Texas dentro de dos o tres días, pero antes quería librarse definitivamente de aquella maldita cosa. Fuera como fuese.
—Fuiste muy duro con Dennis esta tarde —dijo Terry, en la oscuridad.
—Dennis necesita que alguien empiece a mostrarse un poco duro con él, creo. Está deslizándose. Simplemente, no quiero que empiece a caer.
—Psicológicamente, pegar al chico no es la forma...
—¡Por el amor de Dios, Terry! ¡No le pegué!
—... más productiva de afirmar la autoridad paterna.
—No empieces de nuevo con la mierda esa de las sesiones de grupo —dijo Hal, furioso.
—No comprendo por qué no deseas discutir eso —su voz era fría.
—También le dije que quería ver todas esas drogas fuera de casa.
—¿Has hecho eso? —Ahora sonaba aprensiva—. ¿Cómo se lo tomó? ¿Qué dijo?
—¡Vamos, Terry! ¿Qué podía decir? ¿«Lárgate y déjame en paz»?
—Hal, ¿qué ocurre contigo? Tú no eres así... ¿Qué es lo que va mal?
—Nada —dijo, mientras pensaba en el mono encerrado en su Samsonite.
¿Lo oiría si empezaba a hacer sonar sus platillos? Sí, seguro que lo oiría. Apagado, pero audible. Haciendo sonar el sino de alguien, como lo había hecho para Beulah, Johnny McCabe, Daisy la perra del tío Will, Jang-jang-jang, ¿eres tú, Hal?
—Lo que ocurre es que he estado un poco tenso últimamente.
—Espero que sólo sea eso, porque no me gustas así.
—¿No? —Y las palabras escaparon antes de que pudiera detenerlas; ni siquiera lo deseó—. Entonces es mejor engullir unos cuantos Valiums y todo vuelve a estar bien, ¿eh?
Oyó que contenía la respiración y luego exhalaba su aliento temblorosamente. Entonces se echó a llorar. Hal hubiera podido consolarla (quizá), pero no parecía haber consuelo en él. Había demasiado terror. Todo iría mejor cuando el mono hubiera desaparecido de nuevo, desaparecido definitivamente. Por Dios, desaparecido definitivamente.
Permaneció tendido en la cama, despierto hasta muy tarde, hasta que el amanecer empezó a teñir el aire de gris allá afuera. Pero pensó que sabía lo que tenía que hacer.
Fue Bill quien encontró el mono la segunda vez.
Aproximadamente un año y medio después de que Beulah McCaffery resultara muerta en el acto. Era verano. Hal acababa de terminar su jardín de infancia.
Volvía de jugar con Stevie Arlingen y su madre le dijo:
—Lávate las manos, Hal. Vas sucio como un cerdo.
Estaba en el porche, tomando un té helado y leyendo un libro. Eran sus vacaciones; tenía dos semanas.
Hal metió sus manos bajo el chorro de agua fría y dejó sus huellas de suciedad en la toalla.
—¿Dónde está Bill?
—Arriba. Dile que ordene su lado de la habitación. Parece una pocilga.
Hal, que gozaba siendo el mensajero de noticias desagradables en tales cuestiones, se apresuró escaleras arriba. Bill estaba sentado en el suelo. La pequeña puerta conejera que conducía al cuarto trastero estaba abierta de par en par. Tenía el mono entre sus manos.
—No funciona —dijo Hal inmediatamente—. Está roto.
Se sentía aprensivo, aunque apenas recordaba su vuelta del cuarto de baño aquella noche, y al mono empezando a tocar repentinamente sus platillos. Aproximadamente una semana después de aquello, había tenido un mal sueño acerca del mono y de Beulah —no podía recordar exactamente cuál había sido— y se había despertado gritando, creyendo por un momento que el suave peso sobre su pecho era el mono, que iba a abrir los ojos y lo vería sonriéndole ante él. Por supuesto, el suave peso era tan sólo su almohada, que él mantenía aferrada en su pánico. Su madre acudió rápidamente con un vaso de agua y dos tranquilizantes infantiles con ligero sabor a naranja. Ella pensaba que era la muerte de Beulah lo que había ocasionado la pesadilla. Así era, pero no en la forma que ella creía.
Apenas recordaba nada de aquello ahora, pero el mono seguía asustándole, particularmente sus platillos. Y sus dientes.
—Lo sé —dijo Bill, y tiró el mono a un lado—. Es estúpido.
El mono aterrizó sobre la cama de Bill y se quedó mirando al techo, los platillos abiertos. A Hal no le gustaba verlo así.
—¿Quieres que vayamos a lo de Teddy y nos compremos unos polos?
—Ya me he gastado mi asignación —dijo Hal—. Además, mamá quiere que arregles tu parte de la habitación.
—Puedo hacerlo luego —dijo Bill—. Y te prestaré cinco centavos, si quieres.
Bil acostumbraba a gastarle malas pasadas a Hal, y ocasionalmente se enfadaba con él y le pegaba unos cuantos puñetazos sin razón aparente, pero normalmente se llevaban bien.
—Estupendo —dijo Hal, agradecido—. Pero primero voy a llevar ese mono roto al cuarto trastero, ¿eh?
—No —dijo Bill, tomándolo—. Déjalo.
Hal cedió. El humor de Bill era cambiable, y si se entretenían para devolver el mono a su lugar, podía perder su polo. Fueron a lo de Teddy y los compraron, y luego bajaron al descampado donde algunos chicos estaban jugando un partido de béisbol. Hal era demasiado pequeño para jugar, pero se sentó fuera del cuadrado, chupando su polo y persiguiendo lo que los chicos mayores llamaban «las pelotas que se van a la China». No volvieron a casa hasta que casi oscurecía, y su madre riñó a Hal por haber ensuciado la toalla del cuarto de baño. Al terminar de cenar vieron la televisión, y después de todo aquello Hal había olvidado por completo el mono. Este encontró en cierto modo su lugar en la estantería de Bill, donde se estableció al lado de la foto autografiada de Bill Boyd. Y allí se quedó durante casi dos años.
Cuando Hal cumplió los siete años, las niñeras se habían convertido en una extravagancia, y la última palabra de la señora Shelbum a los dos antes de irse cada mañana era: «Bill, cuida de tu hermano».
Ese día, sin embargo, Bill tenía que quedarse en la escuela después de las clases para una reunión de la Patrulla de Seguridad Infantil y Hal regresó solo a casa, deteniéndose en cada cruce hasta asegurarse de que no venía absolutamente ningún vehículo en ninguna de las dos direcciones. Entonces cruzaba a la carrera, los hombros hundidos hacia delante, como un soldado de infantería atravesando la tierra de nadie.
Cuando entró en la casa, con la llave que había debajo del felpudo, se dirigió inmediatamente a la nevera para tomar un vaso de leche. Nada más coger la botella, ésta se deslizó entre sus dedos, se estrelló contra el suelo haciéndose añicos, y los trozos de cristal volaron por todas partes, mientras el mono empezaba a batir sus platillos repentinamente, allá arriba en las escaleras.
Jang-jang-jang-jang, una y otra vez.
Hal se quedó inmóvil mirando hacia los trozos de cristal y el charco de leche, lleno de un terror que no podía nombrar ni comprender. Estaba simplemente ahí, fluyendo al parecer de todos sus poros.
Dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba, hacia su habitación. El mono permanecía erguido en el estante de Bill, y parecía mirarle fijamente. Había derribado la foto autografiada de Bill Boyd, boca abajo sobre la cama de Bill. El mono saltaba y sonreía y hacía sonar sus platillos a la vez. Hal se le acercó lentamente. No deseaba hacerlo, pero era incapaz de permanecer alejado. Los platillos se apartaban y luego volvían a juntarse con un estruendoso tintineo, para apartarse de nuevo. Cuando se acercó, pudo oír el mecanismo girando en las entrañas del mono.
Bruscamente, soltando un grito de revulsión y terror, lo barrió del estante del mismo modo que uno barrería un enorme y asqueroso bicho. El mono golpeó contra la almohada de Bill y luego cayó al suelo, los platillos golpeando uno contra el otro, jang-jang-jang, los labios abriéndose y cerrándose mientras permanecía allí tendido sobre su espalda, en un cuadrado de luz de un sol de finales de abril.
Entonces, repentinamente, Hal recordó a Beulah. Aquella noche, el mono también había hecho sonar sus platillos.
Le dio un puntapié con su zapato Buster Brown, tan fuerte como pudo, y esta vez el grito que escapó de sus labios era un grito de furia. El mono de cuerda se deslizó por el suelo, golpeó contra la pared, y se quedó allá inmóvil. Hal permaneció de pie, mirándolo, los puños apretados y el corazón saltando en su pecho. El mono le sonreía insolentemente, con el sol reflejándose en un destello en uno de sus ojos de cristal. Patéame cuanto quieras, parecía decirle. No soy más que ruedas dentadas y engranajes y un tomillo sin fin o dos. Patéame cuanto gustes. No soy real, únicamente un divertido mono de cuerda, eso es todo lo que soy. ¿Y quién está muerto? ¡Ha habido una explosión en la fábrica de helicópteros! ¿Qué es lo que ha subido volando hacia el cielo como una enorme y ensangrentada pelota, con los ojos allá donde no deberían en absoluto estar? ¿Es la cabeza de tu madre, Hal? ¡Allá abajo, en la esquina de Brook Street! ¡El coche iba demasiado rápido! ¡El conductor estaba borracho! ¡Y ahora hay un chico de la Patrulla menos! ¿Puedes oír el sonido crujiente cuando las ruedas pasan por encima del cráneo de Bill y sus sesos brotan por sus orejas? ¿Sí? ¿No? ¿Quizá? A mí no me lo preguntes, yo no lo sé. No puedo saberlo. Todo lo que sé es golpear esos platillos entre sí: jang-jang-jang. ¿Y quién está muerto, Hal? ¿Tu madre? ¿Tu hermano? ¿O eres tú, Hal? ¿Eres tú?
Corrió de nuevo hacia él, con la intención de saltar sobre él, de aplastar su asqueroso cuerpo, de patearlo hasta que ruedas y engranajes saltaran por todos lados y sus horribles ojos de cristal rodaran por el suelo. Pero justo cuando lo alcanzaba, sus platillos empezaron a sonar de nuevo, muy suavemente... (jang), cuando, en algún lugar dentro de él, un muelle se expandió una última y minúscula vez... y una astilla de hielo pareció abrirse camino a través de las paredes de su corazón, empalándolo, congelando su furia y dejándole de nuevo enfermo de terror. El mono casi pareció darse cuenta de ello... ¡Cuan jubilosa parecía su sonrisa!
Lo cogió sujetando uno de sus brazos entre el índice y el pulgar de su mano derecha como si fueran unas pinzas, la boca crispada en un gesto de asco, como si estuviera recogiendo un cadáver. Su sarnoso pelaje de imitación parecía caliente, casi febril, contra su piel. Abrió de un golpe la puertecilla que conducía al cuarto trastero y encendió la bombilla. El mono le sonreía mientras Hal se arrastraba hasta el fondo del área de almacenamiento entre cajas apiladas sobre cajas, pasado el montón de libros de navegación, los álbumes de fotografías con sus emanaciones de viejos productos químicos y los recuerdos y los trajes viejos, y Hal pensó: Si empieza a tocar sus platillos ahora y se mueve en mi mano, gritaré, y si grito, hará algo más que sonreír, empezará a reír, a reírse de mí, y entonces me volveré loco y me encontrarán aquí, babeando y riendo, loco, me volveré loco, oh por favor querido Dios, por favor querido Jesús, no dejéis que me vuelva loco...
Llegó al fondo del cuarto trastero y echó dos cajas a un lado, volcando una de ellas. Arrojó el mono de vuelta a su caja de Ralston-Purina en el rincón, y el mono se acurrucó allí, confortablemente, como si estuviera finalmente en casa, los platillos separados, sonriendo con su sonrisa simiesca, como si el chiste estuviera aún en Hal. Hal reptó hacia atrás, sudando, sintiendo a la vez frió y calor, todo él fuego y hielo, esperando que los platillos empezaran a sonar de nuevo y que, cuando sonaran, el mono saltara de su caja y se deslizara como un escarabajo hacia él, su cuerda zumbando, sus platillos resonando alocadamente y...
...y nada de aquello ocurrió. Apagó la luz y cerró de golpe la pequeña puerta conejera y se apoyó contra ella, jadeando. Finalmente empezaba a sentirse un poco mejor. Se dirigió escaleras abajo sobre piernas de caucho, buscó una bolsa vacía, y empezó a recoger cuidadosamente todos los trozos de cristal de la rota botella de leche, preguntándose si iba a cortarse con ellos y desangrarse hasta morir, si era eso lo que los resonantes platillos habían proclamado. Pero tampoco ocurrió aquello. Encontró un trapo y secó toda la leche, luego se sentó a la espera de que su madre y su hermano regresaran a casa.
Su madre llegó primero, preguntando:
—¿Dónde está Bill?
Con una voz pálida y lenta, seguro ahora de que Bill debía estar muerto, Hal empezó a explicar lo de la reunión de la Patrulla, sabiendo que, por muy larga que hubiera sido la reunión, Bill debería haber llegado a casa hada al menos media hora.
Su madre se le quedó mirando con curiosidad y empezó a preguntar qué era lo que iba mal, entonces la puerta se abrió y entró Bill... sólo que no era en absoluto Bill, no realmente. Era el fantasma de Bill, pálido y silencioso.
—¿Qué ocurre? —exclamó la señora Shelburn—. Bill, ¿qué ocurre?
Bill se echó a llorar, y supieron la historia a través de sus lágrimas. Había sido un coche, dijo. Él y su amigo Charlie Silverman volvían juntos a casa después de la reunión, y el coche apareció por la esquina de Brook Street demasiado rápido, y Charlie se había quedado como helado, y Bill había tirado de la mano de Charlie una vez, pero ésta se le había escapado de entre los dedos y el coche...
Bill empezó a gemir muy fuerte, entre histéricos sollozos, y su madre lo apretó contra ella, acunándolo, y Hal miró afuera, al porche, y vio a dos policías de pie allí. El coche patrulla en el que habían traído a Bill a casa estaba junto al bordillo. Entonces empezó a llorar él también... pero sus lágrimas eran lágrimas de alivio.
Ahora le tocó a Bill tener pesadillas..., sueños en los cuales Charlie Silverman moría una y otra vez. y sus botas de cowboy Red Ryder saltaban de sus pies, y él se empotraba contra el capó del viejo Hudson Homet que el borracho conducía. La cabeza de Charlie Silverman y el parabrisas del Hudson se encontraban con un ruido explosivo, y ambos reventaban al unísono. El conductor borracho, que era propietario de una tienda de dulces en Milford, sufría un ataque al corazón poco después de haber sido llevado a la cárcel (quizá fuera la visión de los sesos de Charlie Silverman secándose en sus pantalones), y su abogado obtenía un gran éxito en el juicio con su «este hombre ya ha sido suficientemente castigado». El borracho había recibido una condena de sesenta días (aplazada) y se le había retirado la licencia de conducir en el estado de Connecticut durante cinco años... Casi el mismo período de tiempo que duraron las pesadillas de Bill Shelbum. El mono estaba oculto de nuevo en el cuarto trastero. Bill nunca se dio cuenta de que faltaba de su estante... o, si se dio cuenta, nunca hizo mención de ello.
Hal se sintió seguro por un tiempo. Y de nuevo empezó a olvidar al mono, o a creer que todo aquello no había sido más que un mal sueño. Pero cuando llegó a casa procedente de la escuela, la tarde en que su madre murió, el mono estaba de vuelta en su estante, los platillos separados e inmóviles, sonriéndole.
Se acercó lentamente a él, como si estuviera fuera de su cuerpo..., como si él también se hubiera convertido en un juguete de cuerda a la vista del mono. Vio su propia mano tenderse y cogerlo. Sintió el lanudo pelaje crujir bajo su mano, pero la sensación parecía como embotada; una simple presión, como si alguien le hubiera inyectado una dosis entera de novocaína. Podía oír su respiración, rápida y seca, como el resonar del viento entre la paja.
Le dio la vuelta y sujetó la llave. Años más tarde pensaría que su drogada fascinación era como la de un hombre que toma un seis tiros con una cámara cargada, hace girar el tambor, lo apoya contra su cerrado y tembloroso párpado y aprieta el gatillo.
No lo hagas... Déjalo, tíralo lejos. No lo toques...
Hizo girar la llave, y en el silencio oyó una perfecta sucesión de ligeros clics a medida que la cuerda se remontaba. Cuando soltó la llave, el mono empezó a hacer sonar sus platillos y pudo sentir su cuerpo contorsionarse, distenderse-y-contorsionarse, distenderse-y-contorsionarse, como si estuviera vivo. Estaba vivo, agitándose en su mano como un repugnante pigmeo, y la vibración que sentía a través de su pelaje marrón con grandes manchas peladas no era el de engranajes girando, sino el latido de su negro y ceniciento corazón.
Con un gruñido, Hal dejó caer el mono y retrocedió, sus uñas clavándose en la carne bajo sus ojos, su palma apretada contra su boca. Tropezó con algo y casi perdió el equilibrio (entonces hubiera caído al suelo junto a él, sus desorbitados ojos azules mirando directamente a los ojos de cristal color avellana del mono). Se tambaleó hacia la puerta, la cerró de golpe a sus espaldas y se apoyó contra ella. Repentinamente, echó a correr hacia el cuarto de baño y vomitó.
Fue la señora Stukey de la fábrica de helicópteros quien trajo la noticia y se quedó con ellos aquellas dos primeras e interminables noches, hasta que tía Ida llegó de Maine. Su madre había muerto de una embolia cerebral a media tarde. Estaba de pie junto al distribuidor del agua fría con un vaso de agua en una mano y se había derrumbado de pronto como si hubiera recibido un tiro, sujetando aún el vaso de papel en una mano. Con la otra había intentado agarrarse al depósito de cristal del aparato y lo había derribado junto con ella. Se había hecho añicos... Pero el doctor de la fábrica, que llegó a toda prisa, dijo más tarde que creía que la señora Shelburn estaba muerta antes de que el agua la empapara a través de su traje y su ropa interior. A los chicos no les dijeron nada de esto, pero Hal lo supo de todos modos. Soñó de nuevo, una y otra vez en las largas noches que siguieron a la muerte de su madre. ¿Sigues teniendo problemas para conciliar el sueño, hermanito?, le había preguntado Bill, y Hal supuso que Bill pensaba que todas sus inquietudes y malos sueños tenían que ver con la repentina muerte de su madre. Y tenía razón..., pero sólo en parte. Se trataba de la culpabilidad; la certeza, el absoluto convencimiento de que él había matado a su madre dándole cuerda al mono en aquel soleado atardecer después de la escuela.
Cuando finalmente Hal se quedó dormido, su sueño debió de ser profundo. Cuando despertó, era casi mediodía. Petey estaba sentado en una silla, con las piernas cruzadas, al otro lado de la habitación. Comía metódicamente una naranja gajo a gajo y observaba un concurso en la televisión.
Hal sacó las piernas de la cama, sintiendo como si alguien le hubiera sumido en aquel sueño... y luego le hubiera despertado sacándole de él. La cabeza le palpitaba.
—¿Dónde está mamá, Petey?
Petey miró a su alrededor.
—Ella y Dennis se fueron de compras. Yo dije que me quedaba contigo. ¿Siempre hablas en sueños, papá?
Hal miró cautelosamente a su hijo.
—No, no lo creo. ¿Qué es lo que he dicho?
—No eran más que murmullos. No he podido entender nada. Me asusté un poco.
—Bueno, aquí estoy, dispuesto y cuerdo otra vez —dijo Hal, y consiguió esbozar una sonrisita.
Petey se la devolvió, y Hal sintió de nuevo aquel sencillo amor hacia el chiquillo, una emoción que era clara e intensa, sin complicaciones. Se preguntó por qué siempre había sido capaz de sentir aquello hacia Petey, que le comprendía y que podía ayudarle, y por qué Dennis parecía una ventana demasiado oscura como para mirar a su través, un misterio en su forma de actuar y en sus hábitos, el tipo de chico que él no podía comprender porque nunca había sido ese tipo de chico. Era demasiado fácil decir que el traslado desde California había cambiado a Dennis, o que...
Sus pensamientos se congelaron. El mono. El mono estaba sentado en el antepecho de la ventana, los platillos separados e inmóviles. Hal sintió que su corazón se paraba bruscamente en su pecho y luego, de repente, se lanzaba al galope. Su visión osciló, y su palpitante cabeza empezó a dolerle ferozmente.
Había escapado de la maleta y ahora estaba apoyado en el antepecho de la ventana, sonriéndole. Pensaste que te habías librado de mí, ¿eh? Pero ya habías pensado lo mismo antes, ¿no?
Sí, pensó de modo enfermizo. Sí, lo había pensado.
—Petey, ¿has sacado tú ese mono de mi maleta? —preguntó, conociendo ya la respuesta: había cerrado la maleta con llave y se había metido la llave en el bolsillo de su abrigo.
Petey miró al mono, y algo —Hal pensó que era inquietud— pasó por su rostro.
—No —dijo—. Mamá lo puso ahí.
—¿Mamá lo hizo?
—Sí. Lo sacó de tu lado. Se rió de ello.
—¿Lo sacó de mi lado? ¿De qué estás hablando?
—Lo tenías en la cama contigo. Yo estaba lavándome los dientes, pero Dennis lo vio. Él también se rió. Dijo que parecías un bebé con su osito de felpa.
Hal miró al mono. Su boca estaba demasiado seca como para tragar saliva. ¿Había estado en la cama con él? ¿En la cama? ¿Aquel asqueroso pelaje contra su mejilla, quizá contra su boca, aquellos ojos de cristal mirando su rostro dormido, aquellos sonrientes dientes cerca de su cuello? ¡Dios mío!
Se volvió bruscamente y se dirigió hacia el armario empotrado. La Samsonite estaba allí, aún cerrada con llave. La llave seguía todavía en el bolsillo de su abrigo.
Tras él, la televisión se apagó. Cerró lentamente el armario empotrado. Petey estaba mirándole seriamente.
—Papá, no me gusta ese mono —dijo, con una voz tan baja que casi no se oía.
—A mí tampoco —dijo Hal.
Petey lo miró fijamente para ver si estaba bromeando, y vio que no lo estaba. Avanzó hacia su padre y lo abrazó fuertemente. Hal se dio cuenta de que temblaba.
Petey habló entonces en su oído, muy rápidamente, como si tuviera miedo de no tener el suficiente valor para decirlo de nuevo... o de que el mono pudiera oírle..
—Parece que te mira. Que te mira no importa donde tú estés en la habitación. Y si vas a la otra habitación, parece que sigue mirándote a través de la pared. No puedo evitar sentir como si... como si me deseara para algo.
Petey se estremeció y Hal lo abrazó más fuerte.
—Como si deseara que le dieras cuerda —dijo Hal.
Petey asintió violentamente.
—No está realmente roto, ¿verdad, papá?
—A veces lo está —dijo Hal, mirando al mono por encima del hombro de su hijo—. Pero a veces vuelve a funcionar.
—No dejo de sentir deseos de ir hasta allá y darle cuerda. Estaba todo tan tranquilo, y pensé: «No puedo, despertaré a papá». Pero seguía deseándolo, y me dirigí hacia allá y... lo toqué, y odié aquel contacto... Pero me gustó también... Era como si me estuviera diciendo: «Dame cuerda, Petey; jugaremos. Tu padre no va a despertarse, nunca más volverá a despertarse. Dame cuerda, dame cuerda...»
El chiquillo estalló repentinamente en lágrimas.
—Es malo, sé que lo es. Hay algo malo en él. ¿Podemos tirarlo, papá? ¿Por favor?
El mono sonreía a Hal con su eterna sonrisa. Podía sentir las lágrimas de Petey entre ellos. El sol del mediodía destellaba en los platillos de latón del mono... la luz se reflejaba hacia arriba y ponía franjas de luz solar en el liso estuco blanco del techo de la habitación del motel.
—¿Cuándo dijo tu madre que ella y Dennis iban a estar de vuelta, Petey?
—Hacia la una. —Se secó sus enrojecidos ojos con la manga de su camisa, como si se sintiera embarazado por sus lágrimas; pero se negó a mirar al mono—. Puse la televisión —susurró—. Y la puse muy alta.
—Eso estuvo bien, Petey.
—Tuve una extraña idea —dijo Petey—. Tuve la idea de que si le daba cuerda a ese mono, tú... Tú simplemente morirías, aquí en la cama. Durmiendo. ¿No fue una extraña idea, papá? —Su voz había bajado nuevamente de tono, y temblaba sin poder controlarse.
¿Cómo hubiera ocurrido? ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia, como mi madre? ¿Qué? Realmente no importa, ¿verdad? Y, pisándole los talones a esa idea, otro pensamiento, más estremecedor aún: Librémonos de él, dice. Tirémoslo. Pero, ¿puede alguien librarse realmente de él? ¿Para siempre?
El mono le sonreía-burlonamente, sus platillos bien separados. ¿Había cobrado repentinamente vida la noche en que tía Ida murió?, se preguntó de pronto. ¿Fue ese el último sonido que ella oyó, el ahogado jang-jang-jang del mono golpeando sus platillos allá arriba, en la oscura buhardilla, mientras el viento silbaba por el canalón?
—Quizá no tan extraña —dijo Hal lentamente a su hijo—. Ve a buscar tu bolsa de viaje, Petey.
Petey le miró sin comprender.
—¿Qué es lo que vamos a hacer?
Quizá podamos librarnos de él. Quizá permanentemente, quizá tan sólo por un tiempo... Mucho o poco tiempo. Quizá simplemente vuelva y vuelva y vuelva otra vez y es así como ocurren las cosas... Pero quizá yo —nosotros— podamos decirle adiós por un largo tiempo. Ha necesitado veinte años para volver esta vez. Ha necesitado veinte años para salir del pozo...
—Vamos a dar una vuelta —dijo Hal.
Se sentía completamente tranquilo, pero de algún modo había como un peso demasiado grande debajo de su piel. Incluso los globos de sus ojos parecían haber aumentado de peso.
Pero antes quiero que vayas a buscar tu bolsa de viaje y la lleves ahí, al final del aparcamiento, y encuentres tres o cuatro piedras de buen tamaño. Ponías dentro de la bolsa y tráemelo todo. ¿De acuerdo?
La comprensión parpadeó en los ojos de Petey.
—De acuerdo, papi.
Hal miró su reloj. Eran las 12.15.
—Apresúrate. Quiero haberme ido antes de que vuelva tu madre.
—¿Adonde vamos?
—A la casa de tío Will y tía Ida —dijo Hal—. A la vieja casa.
Hal se dirigió al cuarto de baño, miró tras la taza del inodoro y cogió la escobilla que había apoyada contra la pared. Regresó junto a la ventana y se detuvo allí con la escobilla en la mano, como si fuera una varita mágica de ocasión. Miró afuera, a Petey con su chaqueta de meltón, cruzando el aparcamiento con su bolsa de viaje, con la palabra DELTA escrita en grandes letras blancas en su costado sobre fondo azul. Una mosca golpeó contra la esquina superior de la ventana, lenta y estúpida en el final de la estación cálida. Hal sabía cómo se sentía.
Observó cómo Petey recogía tres piedras de buen tamaño y luego regresaba cruzando el aparcamiento. De pronto, un coche apareció girando la esquina del motel, un coche que avanzaba demasiado rápido, indudablemente demasiado rápido. Y, sin pensarlo, reaccionando con el tipo de reflejo de un buen boxeador parando un golpe de su oponente, su mano se lanzó hacia adelante, como si fuera a dar un golpe de karate..., y se detuvo.
Los platillos se cerraron silenciosamente sobre su mano interpuesta y Hal sintió algo en el aire: algo parecido a la cólera.
Los frenos del coche chirriaron. Petey retrocedió rápidamente. El conductor le hizo impacientemente un gesto, como si lo que había estado a punto de ocurrir fuera culpa de Petey, y Petey corrió, cruzando el aparcamiento con el cuello de su chaqueta aleteando, y penetró en la entrada trasera del motel.
El sudor resbalaba por el pecho de Hal; lo sintió en su frente como un goteo de oleosa lluvia. Los platillos se apretaban fríamente contra su mano, entumeciéndola.
Sigue adelante, pensó obstinadamente. Sigue adelante, puedo esperar todo el día. Hasta que el infierno se congele, si se necesita tanto tiempo.
Los platillos se separaron y volvieron a su posición de reposo. Hal oyó un débil ¡clic! en el interior del mono. Retiró su mano y la miró. Tanto en el dorso como en la palma había unos semicírculos grisáceos marcados en la piel, como si ésta se hubiera helado allí.
La mosca zumbó incierta, intentando encontrar el frío sol de octubre que parecía tan cercano.
Petey entró en tromba, respirando rápidamente, las mejillas encendidas.
—He encontrado tres buenas piedras, papá, yo... —se interrumpió—. ¿Te encuentras bien, papá?
—Estupendamente —dijo Hal—. Trae la bolsa.
Con el pie, Hal arrastró la mesa cercana al sofá hacia la ventana, de modo que quedara debajo del antepecho, y colocó la bolsa de viaje en ella. La abrió como uno abre una boca. Podía ver las piedras que Petey había recogido en el fondo. Utilizó la escobilla del water para echar el mono dentro. Vaciló por un momento en el antepecho y luego cayó dentro de la bolsa. Hubo un débil ¡jing! cuando uno de los platillos golpeó contra una de las piedras.
—¡Papá! ¡Papá!
La voz de Petey sonaba asustada. Hal lo miró. Algo era diferente; algo había cambiado. ¿Qué era?
Entonces vio la dirección de la mirada de Petey y lo supo. El zumbido de la mosca se había detenido: yacía muerta en el antepecho de la ventana.
—¿Ha hecho eso el mono? —susurró Petey.
—Vamonos —dijo Hal, cerrando la cremallera de la bolsa—. Te lo diré mientras conducimos hacia la vieja casa.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? Mamá y Dennis se llevaron el coche.
—Iremos allá, no te preocupes —dijo Hal, y revolvió el pelo de Petey.
Mostró al empleado de la recepción su permiso de conducir y un billete de veinte dólares. Tras recibir el reloj digital de Texas Instruments como garantía adicional, el empleado del motel le tendió a Hal las llaves de su propio coche: un deteriorado AMC Gremlin. Mientras conducían hacia el este por la carretera 302 hacia Casco, Hal empezó a hablar, vacilantemente al principio, luego un poco más rápido. Empezó contándole a Petey que su padre probablemente había comprado el mono en ultramar, como un regalo para sus hijos. No era un juguete particularmente único, no había nada de extraño o valioso en él. Debían de haber centenares de miles de monos de cuerda como aquél en el mundo, algunos hechos en Hong Kong, algunos en Taiwan, algunos en Corea. Pero en algún lugar a lo largo de su periplo —quizá incluso en el oscuro cuarto trastero de la casa en Connecticut donde los dos muchachos habían crecido al principio—, algo le había ocurrido al mono. Algo terrible, maligno. Podía ser, le dijo Hal a Petey mientras intentaba hacer que el Gremlin del empleado pasara de los sesenta (era muy consciente de la cerrada bolsa de viaje que había en el asiento de atrás, y Petey no dejaba de mirarla), que algo del mal que había en el mundo —quizá incluso la mayor parte del mal que había en el mundo— ni siquiera fuese consciente de que lo era. Podía ser que la mayor parte del mal que había en el mundo fuera algo muy parecido a un mono con un mecanismo al que uno puede darle cuerda; entonces el mecanismo gira, los platillos empiezan a sonar, los dientes sonríen, los estúpidos ojos de cristal ríen... o parecen reír...
Le habló a Petey de cómo había encontrado el mono, pero se descubrió pasando por encima de grandes aspectos de la historia, evitando aterrorizar al ya asustado muchacho más de lo que estaba. Así la historia resultó deslavazada, no demasiado clara, pero Petey no hizo preguntas. Quizá estaba llenando por sí mismo las lagunas, pensó Hal, del mismo modo que él había soñado la muerte de su madre una y otra vez, aunque no estuvo allí.
Tío Will y tía Ida sí habían estado allí para el funeral. Después, el tío Will había regresado a Maine —era la época de la cosecha— y tía Ida se había quedado durante un par de semanas con los niños para arreglar los asuntos de su hermana. Pero más que eso había pasado el tiempo haciéndose querer por los chiquillos, tan desconcertados por la repentina muerte de su madre que casi parecían sonámbulos. Cuando no podían dormir, ella estaba allí con un vaso de leche caliente, cuando Hal se despertaba a las tres de la madrugada con sus pesadillas (pesadillas en las cuales su madre se acercaba al distribuidor del agua sin ver al mono que flotaba y se agitaba en sus frías profundidades color zafiro, sonriendo y haciendo sonar sus platillos, que a cada contacto dejaban escapar una hilera de burbujas) estaba allí, cuando Bill cayó enfermo primero con fiebre y luego con un acceso de dolorosas llagas en la boca y luego con urticaria tres días después del funeral estaba allí. Se hizo conocer y querer por los muchachos, y antes de que tomaran el avión desde Hartford hasta Portland con ella, tanto Bill como Hal habían ido a ella separadamente y habían llorado en su regazo mientras ella los abrazaba y los acunaba, y los lazos se establecieron.
El día antes de que abandonaran Connecticut definitivamente para ir «allá abajo en Maine» (como se decía en aquellos días), el trapero llegó con su enorme y viejo camión traqueteante y cargó la enorme pila de trastos inútiles que Bill y Hal habían transportado hasta la acera desde el cuarto trastero. Cuando todos los trastos habían sido apilados junto al bordillo para ser recogidos, tía Ida les había dicho que fueran al cuarto trastero y cogieran todos los recuerdos que desearan conservar especialmente. «No tenemos espacio para todo lo que hay ahí, muchachos», les dijo, y Hal supuso que Bill había tomado sus palabras al pie de la letra y había hecho caso omiso de todas aquellas fascinantes cajas que su padre había dejado atrás la última vez. Hal no siguió a su hermano mayor. Hal había perdido su afición hacia el cuarto trastero. Una terrible idea se le había ocurrido durante aquellas dos primeras semanas de luto: quizá su padre no hubiera simplemente desaparecido, ni se hubiese ido porque tenía la pasión por la aventura y había descubierto que no estaba hecho para el matrimonio.
Quizá el mono se había encargado de él.
Cuando oyó el camión del trapero rugir, traquetear y petardear acercándose calle abajo, Hal se decidió. Agarró el deteriorado mono de cuerda de su estante, donde había permanecido desde el día en que murió su madre (no se había atrevido a tocarlo desde entonces, ni siquiera a arrastrarlo de vuelta al cuarto trastero), y corrió escaleras abajo con él. Ni Bill ni tía Ida lo vieron. Aposentada sobre un barril lleno de recuerdos rotos y libros enmohecidos estaba la caja de Ralston-Purina, llena con trastos similares. Hal lanzó al mono de vuelta a la caja de donde había salido originalmente, desafiándole histéricamente a que empezara a tocar sus platillos (adelante, adelante, te desafío, te desafío, TE DESAFÍO), pero el mono se quedó allí, recostado tranquilamente de espaldas, como si estuviera esperando el autobús, sonriendo con su horrible sonrisa de complicidad.
Hal, un chiquillo con unos viejos pantalones de pana y unas deterioradas Buster Browns, se quedó parado allí mientras el trapero, un tipo italiano que llevaba un crucifijo y silbaba entre los dientes, empezaba a cargar cajas y barriles en su viejo camión de altos costados de madera. Hal lo observó mientras alzaba el barril y la caja de Ralston-Purina en equilibrio sobre él; observó cómo el mono desaparecía en las fauces del camión; observó mientras el hombre trepaba de nuevo a su cabina, se sonaba ruidosamente en la palma de su mano, secaba ésta con un enorme pañuelo rojo, y poma en marcha el motor del camión con un ensordecedor rugido y un apestoso petardeo de aceitoso humo azul; observó cómo el camión se alejaba. Y un gran peso desapareció de su corazón... Realmente lo sintió marcharse. Dio un par de saltos, tan altos como le fue posible, los brazos abiertos, las palmas hacia arriba, y si alguno de los vecinos le vio, debió de pensar que aquella actitud era extraña hasta el punto de la blasfemia, quizá... ¿Por qué estará ese chiquillo saltando de alegría (porque eso era indudablemente; un salto de alegría difícilmente puede ser disimulado) cuando su madre ni siquiera lleva un mes en la tumba?
Estaba saltando de alegría porque el mono había desaparecido, para siempre. Desaparecido para siempre, pero no tres meses más tarde, cuando tía Ida le envió a la buhardilla a buscar las cajas de adornos de Navidad, y mientras iba de un lado para otro buscándolas, llenando de polvo las rodillas de sus pantalones, se había encontrado de pronto cara a cara con él, y su sorpresa y su terror habían sido tan grandes que había tenido que morderse fuertemente el canto de su mano para no gritar... o perder completamente el sentido. Allí estaba, sonriendo con su dentona sonrisa, los platillos separados e inmóviles pero dispuestos a golpear, echado tranquilamente sobre su espalda contra un rincón de una caja de Ralston-Purina, como si estuviera aguardando el autobús, como si dijera: Creíste haberte librado de mí, ¿eh? Pero no es tan fácil librarse de mí, Hal. Me gustas, Hal. Estamos hechos el uno para el otro, como un chico y su monito preferido, un par de buenos amigos. Y en algún lugar al sur hay un estúpido viejo trapero italiano tendido en su bañera, con los ojos desorbitados y la dentadura postiza medio salida de su boca, su gritante boca, un trapero que huele como una vieja batería quemada. Me había apartado para su nieto, Hal, y me puso en el estante con su jabón y su navaja y su crema de afeitar y la radio que estaba escuchando mientras se bañaba, y yo empecé a tocar los platillos, y uno de mis platillos golpeó esa vieja radio y cayó dentro de la bañera. Y entonces vine de nuevo a tí, Hal. Hice todo el camino por carreteras comarcales, de noche, y la luz de la luna se reflejaba en mis dientes a las tres de la madrugada, y dejé muerte en mi despertar, Hal. Vine hasta tí. Soy tu regalo de Navidad, Hal, dame cuerda. ¿Quién está muerto? ¿Es Bill? ¿Es el tío Will? ¿Eres tú, Hal? ¿Eres tú?
Hal había retrocedido, su boca locamente crispada, los ojos desorbitados, y estuvo a punto de caer escaleras abajo. Le dijo a tía Ida que no había podido encontrar los adornos de Navidad —era la primera mentira que le decía, y ella vio la mentira en su rostro, pero no le preguntó por qué se la decía, gracias a Dios—, y más tarde cuando vino Bill, le pidió que los buscara él, y Bill regresó con los adornos de Navidad. Más tarde, cuando estuvieron solos, Bill le susurró que era un tonto incapaz de encontrar su propio culo con las dos manos y una linterna. Hal no dijo nada. Hal estaba pálido y silencioso, tomando ausentemente su cena. Y aquella noche soñó de nuevo con el mono, uno de sus platillos golpeando la vieja radio mientras desgranaba las notas de una canción de Deán Martín, y la radio caía dentro de la bañera mientras el mono sonreía y golpeaba sus platillos con un JANG y un JANG y un JANG. Sólo que no era el trapero italiano quien estaba en la bañera cuando el agua se volvía eléctrica.
Era él.
Hal y su hijo bajaron al embarcadero que había detrás de la vieja casa y se dirigieron hacia la caseta de botes que se proyectaba sobre el agua encaramada a sus viejos pilotes. Hal llevaba la bolsa de viaje en su mano derecha. Su garganta estaba seca, sus oídos eran anormalmente sensibles a todos los sonidos agudos. La bolsa parecía terriblemente pesada.
—¿Qué hay ahí abajo, papá? —preguntó Petey.
Hal no respondió. Depositó en el suelo la bolsa de viaje.
—No toques eso —dijo, y Petey retrocedió unos pasos.
Hal rebuscó en sus bolsillos el manojo de llaves que Bill le había dado y encontró una claramente etiquetada C-BOTES con una tira de cinta adhesiva.
El día era claro y frío, ventoso, el cielo de un azul brillante. Las hojas de los árboles que llenaban la orilla del lago habían cambiado sus deslumbrantes tonalidades del rojo sangre al burlón amarillo. Susurraban y hablaban en el viento. Las hojas revoloteaban en torno a los zapatos de lona de Petey mientras éste permanecía ansiosamente de pie junto a él, y Hal podía oler el noviembre en el viento, con el invierno empujando detrás.
La llave giró en el candado, y Hal empujó las puertas batientes, abriéndolas por completo. La memoria era buena; Ni siquiera tuvo que mirar para colocar con el pie el bloque de madera que mantenía abierta la puerta. El olor allí dentro era todo verano: lonas y madera barnizada, un persistente olor a humedad.
El bote de remos del tío Will estaba aún allí, los remos cuidadosamente preparados, como si hubiera sido cargado con el equipo de pesca y las dos cajas de seis latas de cerveza heladas la tarde anterior. Bill y Hal habían ido a pescar con el tío Will muchas veces, pero nunca juntos; el tío Will sostenía que el bote era demasiado pequeño para tres. El asiento rojo, que el tío Will repintaba cada primavera, estaba ahora con la pintura rayada y desgastada, y las arañas habían tejido sus telas en la proa del bote.
Hal soltó las sujeciones y tiró del bote rampa abajo hacia la pequeña imitación de playa. Las excursiones de pesca habían sido uno de los mejores momentos de su infancia con el tío Will y la tía Ida. Tenía la sensación de que para Bill había significado lo mismo. El tío Will era normalmente el más taciturno de los hombres, pero una vez tenía el bote en la posición que él quería, unos sesenta o setenta metros lejos de la orilla, los sedales echados y los flotadores meciéndose en el agua, abría una cerveza para él y otra para Hal (que raramente bebía más de la mitad de la única que el tío Will le permitía, siempre con la advertencia ritual de que tía Ida nunca debía enterarse porque «me pegaría un tiro si supiera que os doy cerveza a vosotros los chicos, ¿sabéis?»), y se convertía en el más expansivo de los hombres. Contaba historias, respondía a preguntas, volvía a cebar el anzuelo de Hal si era necesario; y el bote podía ir derivando allá donde el viento y la débil corriente lo quisieran llevar.
—¿Por qué nunca vas directamente al centro del lago, tío Will? —había preguntado Hal en una ocasión.
—Mira por este lado de aquí, Hal —le había respondido el tío Will.
Hal lo había hecho. Vio agua azul y su sedal hundiéndose en la oscuridad.
—Estás mirando a la parte más profunda del Crystal Lake —dijo tío Will, aplastando una lata de cerveza vacía con una mano y seleccionando una fresca con la otra—. Unos treinta metros, centímetro más, centímetro menos. El viejo Studebaker de Amos Culligan está ahí abajo en algún lugar. El maldito estúpido lo metió en el lago a principios de un diciembre, antes de que se formara del todo la capa de hielo. Tuvo suerte pudiendo salir con vida. Nunca lo podrán sacar, ni verlo hasta que suenen las trompetas del día del Juicio Final. Las cosas más grandes están precisamente ahí, Hal. No es necesario ir más lejos. Déjame ver cómo está tu gusano. Enrolla ese cabrón de sedal.
Hal lo hizo, y mientras el tío Will colocaba en su anzuelo un gusano fresco de la vieja lata de Crisco que le servía de caja para los cebos, miró al agua, fascinado, intentando ver el viejo Studebaker de Amos Culligan. Todo oxidado y con algas surgiendo flotantes por la abierta ventanilla del lado de conductor a través de la cual había escapado Amos en el último momento, algas festoneando el volante como una corona mortuoria, algas colgando del espejo retrovisor y agitándose hacia delante y hacia atrás como una extraña rosaleda. Pero sólo podía ver el agua azul oscureciéndose hasta el negro, y allí estaba la silueta de la lombriz del tío Will, el anzuelo oculto en sus nudos, colgando allí arriba, en medio de muchas cosas, su propia versión de la realidad inundada de sol. Hal tuvo una breve y mareante visión de hallarse suspendido sobre un inmenso abismo, y tuvo que cerrar los ojos por un momento hasta que el vértigo pasó. Ese día, creía recordar, se había bebido toda la lata de cerveza.
...La parte más profunda del Crystal Lake... Unos treinta metros, centímetro más, centímetro menos.
Hizo una momentánea pausa, jadeando, y alzó la vista hacia Petey, que aún le observaba ansiosamente.
—¿Quieres que te ayude, papá?
—Dentro de un momento.
Recuperó de nuevo el aliento, y ahora tiró de la barca de remos cruzando la estrecha franja de pedregosa arena hasta el agua, dejando un profundo surco. La pintura se había desconchado, pero la barca había sido mantenida bajo cubierto y parecía segura.
Cuando él y el tío Will salían, era el tío Will quien tiraba de la barca rampa abajo, y cuando la proa estaba a flote, trepaba en ella, agarraba un remo para empujar con él, y decía: «Empújame fuerte, Hal... ¡Así fortalecerás tus piernas!»
—Trae la bolsa hasta aquí, Petey, y luego dame un empujón —dijo Hal a su hijo. Y, sonriendo un poco, añadió—: Así fortalecerás tus piernas.
Petey no le devolvió la sonrisa.
—¿Voy a venir contigo, papá?
—Esta vez, no. En otra ocasión te llevaré conmigo a pescar, pero... no esta vez.
Petey vaciló. El viento agitaba su cabello marrón, y unas cuantas hojas amarillentas, crujientes y secas, remolinearon en torno a sus hombros y aterrizaron en el borde del agua, balanceándose como otros tantos botes.
—Deberías haberlos amortiguado —dijo Petey en voz muy baja.
—¿Qué? —preguntó, aunque creyó comprender lo que quería decir Petey.
—Haber puesto algodón en los platillos. Haberlos almohadillado. Así no podrían... hacer ese ruido.
Hal recordó repentinamente a Daisy acercándosele —no andando, sino bamboleándose— y cómo, de pronto, la sangre empezaba a manar de ambos ojos de Daisy en un flujo que empapaba el pelaje de su cuello y goteaba hasta el suelo del granero, cómo se derrumbaba sobre sus patas delanteras... y cómo, en el quieto y lluvioso aire de primavera de aquel día, escuchó el sonido, no amortiguado, sino curiosamente claro, procedente de la buhardilla de la casa, a veinte metros de distancia: ¡Jang-jang-jang-jang!
Se había puesto a gritar histéricamente, dejando caer la brazada de madera que llevaba para el fuego. Echó a correr hacia la cocina en busca del tío Will, que estaba comiendo huevos revueltos y tostadas, antes incluso de haberse puesto los tirantes sobre los hombros.
Era una perra vieja, Hal, había dicho el tío Will, su rostro ojeroso y triste... Él también parecía viejo. Tenía doce años, y eso son muchos años para un perro. No deberías tomártelo así, muchacho... A la vieja Daisy no le hubiera gustado.
Vieja, había hecho eco el veterinario, pero, pese a todo, pareció desconcertado, porque los perros no mueren de una hemorragia ce- rebral explosiva, ni siquiera a los doce años («como si alguien hubiera hecho estallar un petardo en su cabeza», había oído Hal que el veterinario le decía al tío Will, mientras el tío Will cavaba un hoyo detrás del granero, no lejos del lugar donde había enterrado a la madre de Daisy en 1950: «Nunca he visto nada así, Will»).
Y más tarde, aterrado hasta casi perder el control, pero incapaz de resistirse, Hal había subido hasta la buhardilla.
Hola, Hal, ¿cómo te encuentras?, había sonreído el mono desde su oscuro rincón. Sus platillos estaban inmóviles, separados entre sí unos treinta centímetros. El cojín del sofá que Hal había colocado entre ellos estaba ahora al otro lado de la buhardilla. Algo —alguna fuerza— lo había arrojado hasta allí, con tanto impulso como para rasgar su cubierta, y el relleno brotaba del desgarrón. No te preocupes por Daisy, susurró el mono dentro de su cabeza, sus cristalinos ojos color avellana fijos en los azules y muy abiertos de Hal Shelburn. No te preocupes por Daisy, era vieja. Vieja, Hal. Incluso el veterinario lo ha dicho. Además, ¿viste la sangre brotar por sus ojos, Hal? Dame cuerda, Hal. Dame cuerda y juguemos. ¿Y quien está muerto, Hal? ¿Eres tú?
Cuando recuperó la cordura se dio cuenta de que había estado arrastrándose hacia el mono como si estuviera hipnotizado, y que tenía una mano tendida para coger la llave. Entonces retrocedió bruscamente y casi estuvo a punto de caerse por las escaleras de la buhardilla en su apresuramiento... Probablemente se hubiera caído si la caja de la escalera no hubiera sido tan estrecha. Un leve gemido escapó de su garganta.
Ahora se sentó en el bote, mirando a Petey.
—Amortiguar los platillos no sirve de nada —dijo—. Ya lo intenté una vez.
Petey lanzo una nerviosa mirada a la bolsa de viaje.
—¿Qué ocurrió, papá?
—Nada de lo que desee hablar ahora —dijo Hal—, y nada que tú desees oír. Ven y dame un empujón.
Petey se inclinó hacia la barca, y la popa de la embarcación rascó contra la arena. Hal empujó con un remo, y de pronto aquella sensación de estar ligado a la tierra desapareció. El bote estaba avanzando ligeramente, de nuevo en su elemento tras varios años en la oscuridad del cobertizo para los botes, balanceándose en el ligero oleaje. Hal colocó los remos en sus toletes, primero uno, luego el otro, y luego cerró las chumaceras.
—Ven con cuidado, papá —dijo Petey. Su rostro estaba pálido.
—No voy a estar mucho rato —prometió Hal, pero miró hacia la bolsa de viaje y se interrogó a sí mismo.
Empezó a remar, inclinándose ligeramente para hacerlo. El viejo y familiar dolor en la parte baja de su espalda y entre sus omoplatos empezó. La orilla fue alejándose. Petey tenía mágicamente ocho años de nuevo, seis, un niño de cuatro años de pie en el borde del agua. Se protegió los ojos con una mano infantil.
Hal miró casualmente a la orilla, pero no se permitió estudiarla realmente. Habían pasado cerca de quince años, y si estudiaba atentamente la línea de la costa vería los cambios más que las similitudes y se encontraría perdido. El sol golpeaba contra su cuello, y empezó a sudar. Miró la bolsa de viaje, y por un momento perdió el ritmo de empuja-y-tira. La bolsa de viaje parecía... parecía estar agitándose. Empezó a remar más aprisa.
El viento soplaba ahora, secando el sudor y enfriando su piel. El bote se alzó y la proa hendió el agua hacia uno y otro lado cuando volvió a caer. ¿Había refrescado el viento, justo en el último minuto o así? ¿No estaba Petey gritando algo? Sí. Hal no podía entender lo que decía por encima del viento. No importaba. Librarse del mono por otros veinte años —o quizá para siempre (por favor. Dios, para siempre)—, eso era lo que importaba.
El bote se alzó y volvió a caer. Miró hacia la izquierda y vio pequeñas cabrillas. Miró hacia la orilla de nuevo y vio la Punta del Cazador y un edificio en ruinas que debía haber sido el cobertizo para botes de Burdon cuando él y Bill eran niños. Ya casi había llegado, pues. Casi estaba encima del lugar donde el Studebaker de Amos Culligan se había hundido entre el hielo un diciembre de hacía muchos años. Casi encima de la parte más profunda del lago.
Petey estaba gritando algo; gritando y señalando. Hal seguía sin poder oír. El bote de remos se alzaba y caía, lanzando nubecillas de espuma a ambos lados de su desconchada proa. Un pequeño arcoiris brilló en uno de los lados, se deshizo en una miríada de puntos. La luz del sol y las sombras se perseguían cruzando el lago, y las olas no eran suaves ahora; las cabrillas habían crecido. Su sudor se había secado poniendo carne de gallina en su piel, y la espuma había empapado la parte de atrás de su chaqueta. Remó tercamente, los ojos yendo alternativamente de la orilla a la bolsa de viaje. El bote se alzó de nuevo, esta vez tanto que por un momento el remo izquierdo palmeó el aire en vez del agua.
Petey estaba señalando hacia el cielo, sus gritos ahora reducidos a un débil asomo de sonido.
Hal miró por encima de su hombro.
El lago era un frenesí de olas. Se había convertido en una masa de azul oscuro lleno de costurones blancos. Una sombra cruzaba la superficie del agua hacia el bote y algo en su forma era familiar, tan terriblemente familiar, que Hal alzó la vista, y entonces el grito estuvo allí, debatiéndose en su congestionada garganta.
El sol estaba detrás de la nube, convirtiéndola en una forma claramente identificable, con dos crecientes dorados mantenidos aparte. Había dos agujeros en un extremo de la nube, y el sol brotaba a través de ellos formando como dos pozos de luz.
Cuando la nube cruzó por encima del bote, los platillos del mono, apenas ahogados por la bolsa de viaje, empezaron a sonar. Jang-jang-jang-jang, eres tú, Hal. Finalmente eres tú. Estás encima de la parte más profunda del lago ahora y es tu turno, tu turno, tu turno...
Todos los elementos necesarios de la línea de la costa habían encajado en su lugar. Los carcomidos huesos del Studebaker de Amos Culligan estaban en algún lugar allá abajo, allí era donde estaban las cosas grandes, aquél era el lugar.
Hal metió los remos en un rápido movimiento, se inclinó hacia delante sin darse cuenta de los alocados bandazos del bote, y aferró la bolsa de viaje. Los platillos seguían lanzando su loca música pagana; los costados de la bolsa se hincharon como impelidos por una tenebrosa respiración.
—¡Exactamente aquí, hijo de puta! —gritó Hal—. ¡EXACTAMENTE AQUÍ!
Arrojó la bolsa por encima de la borda.
Se hundió rápidamente. Por un momento pudo verla descender, sus costados agitándose, y durante aquel interminable momento pudo oír aún los platillos sonando. Y por un momento las negras aguas parecieron aclararse y pudo ver hacia abajo hasta aquel terrible abismo de agua lleno de cosas enormes; allí estaba el Studebaker de Amos Culligan, y la madre de Hal estaba detrás de su legamoso volante, un sonriente esqueleto con una perca asomándose y escrutando fríamente desde la cavidad nasal de su calavera. El tío Will y la tía Ida estaban recostados a su lado, y el pelo gris de la tía Ida flotaba hacia arriba mientras la bolsa iba cayendo, girando y girando sobre sí misma, con unas cuantas burbujas plateadas ascendiendo hacia la superficie: Jang-jang-jang-jang...
Hal volvió a meter bruscamente los remos en el agua, rascándose los nudillos hasta hacerse sangre (¡Oh Dios! ¡El asiento de atrás del Studebaker de Amos Culligan estaba lleno de niños muertos! Charlie Silverman... Johnny McCabe...), y empezó a impulsar el bote.
Hubo un crujido como el seco disparo de una pistola entre sus pies, y de repente un chorro de limpia agua empezó a brotar entre dos tablas. El bote era viejo: la madera se había contraído ligeramente, sin la menor duda. Se trataba tan sólo de una pequeña fisura. Pero no había ninguna cuando remaba hacia el centro del lago. Podía jurarlo.
La orilla y el lago cambiaron de orientación con respecto a él. Petey estaba a sus espaldas ahora. Por encima de su cabeza, aquella horrible nube simiesca estaba desgarrándose. Hal siguió remando. Veinte segundos fueron suficientes para convencerle de que estaba remando para salvar su vida. Era tan sólo un nadador mediocre, y ni siquiera uno excelente se pondría a prueba en aquellas repentinamente agitadas aguas.
Otras dos tablas se agrietaron bruscamente con aquel sonido parecido a un disparo. Más agua penetró en el bote, empapando sus zapatos. Hubo pequeños sonidos metálicos restallantes, que supuso eran clavos partiéndose. Una de las chumaceras de los remos crujió, se rompió y cayó al agua... ¿Iba a seguirle el tolete?
El viento soplaba ahora desde su espalda, como si intentara frenarle o incluso empujarle hasta el centro del lago. Se sentía aterrorizado, pero al mismo tiempo sentía una especie de loca alegría a través del terror. El mono había desaparecido definitivamente esta vez. Lo sabía de algún modo. Ocurriera lo que le ocurriese a él, el mono no volvería a arrojar sombras sobre la vida de Dennis o de Petey. El mono había desaparecido, y ahora yacía quizá sobre el techo, quizá sobre el capó del Studebaker de Amos Culligan, en el fondo del Crystal Lake. Había desaparecido para siempre.
Remó, inclinándose hacia delante y tirando hacia atrás. Aquel sonido crujiente de la madera llegó de nuevo, y ahora la vieja lata de cebos oxidada que había estado en el fondo del bote flotaba en un palmo de agua. La espuma azotaba el rostro de Hal. Hubo un fuerte sonido restallante, y el asiento de proa se partió en dos trozos y quedó flotando cerca de la caja de cebos. Una tabla se partió en el lado izquierdo del bote, y luego otra, ésta en la línea de flotación, en el lado derecho. Hal siguió remando. La respiración raspaba en su boca, caliente y seca, y su garganta le dolía con el sabor metálico del agotamiento. Sus empapados cabellos se agitaban.
Ahora el crujido llegó directamente del fondo del bote, zigzagueó entre sus pies y avanzó hacia proa. El agua penetró en tromba; se encontró con agua hasta los tobillos, luego hasta las pantorrillas. Siguió remando, pero el avance del bote hacia la orilla era ahora fangoso. No se atrevía a mirar hacia atrás para ver a qué distancia se hallaba.
Otra tabla se soltó. El crujido que recoma el centro del bote se ramificó, como un árbol, y el agua lo inundó.
Hal empezó a manejar los remos a toda la velocidad que le fue posible, respirando entrecortadamente, jadeando. Empujó una vez..., dos veces..., y al tercer empujón ambos toletes se partieron. Perdió un remo, aferró desesperadamente el otro, se puso en pie y empezó a sacudir el agua con él. El bote se inclinó de costado hasta casi volcar y le arrojó hacia atrás, contra su asiento, con un fuerte golpe.
Segundos más tarde otras tablas se soltaron, el asiento se hundió, y se encontró tendido en el agua que llenaba el fondo del bote, sorprendido ante su frialdad. Intentó ponerse de rodillas, pensando desesperadamente: Petey no debe ver esto, no debe ver a su padre ahogándose delante de sus ojos. Vas a nadar, chapotearás como un perro si es necesario, pero lo harás. Tienes que hacer algo...
Hubo otro chasquido desgarrante —casi un crujido—, y se encontró en el agua, nadando hacia la orilla como nunca había nadado en su vida... y la orilla estaba sorprendentemente cerca. Un minuto más tarde estaba de pie en el agua, que le cubría hasta el pecho, a menos de cinco metros de la playa.
Petey chapoteó hacia él, los brazos extendidos, gritando, llorando y riendo. Hal avanzó hacia él, forcejeando. Petey, con el agua hasta el pecho, forcejeó también.
Se abrazaron fuertemente.
Hal inspiró profundamente, jadeando, apretando con fuerza al muchacho entre sus brazos y llevándolo hasta la playa, donde ambos se dejaron caer sobre la arena, agotados.
—Papá, ¿se ha ido realmente ese mono?
—Sí. Creo que se ha ido realmente.
—El bote se hizo pedazos. Así, sencillamente, se hizo pedazos a tu alrededor...
Desintegrado, pensó Hal, y miró las tablas que flotaban a la deriva en el agua, a quince metros de distancia. No tenían el menor parecido con el resistente bote de remos hecho a mano que había sacado del cobertizo de botes.
—Todo está bien ahora —dijo Hal, echándose hacia atrás y apoyándose sobre sus codos.
Cerró los ojos y dejó que el sol calentara su rostro.
—¿Viste la nube? —susurró Petey.
—Sí. Pero ahora no la veo... ¿Y tú?
Miraron al cielo. Había algunos jirones de nubes aquí y allá, pero ninguna nube grande y oscura. No se la veía... como acababa de decir.
Hal ayudó a Petey a ponerse en pie.
—Debe de haber toallas ahí arriba en la casa. Vamos. —Pero hizo una pausa, mirando a su hijo—. ¿Estás loco, correr como lo has hecho?
Petey le miró solemnemente.
—Has sido un valiente, papá.
—¿Lo he sido?
El pensamiento del valor jamás había cruzado por su mente. Sólo el del miedo. El miedo había sido demasiado grande como para ver ninguna otra cosa. Si es que realmente había habido alguna otra cosa.
—Vamos, Petey.
—¿Qué vamos a decirle a mamá?
Hal sonrió.
—No vamos a contarle nada de esto, gran muchacho. Ya se nos ocurrirá algo.
Hizo una pausa, mirando las tablas que flotaban en el agua. El lago estaba nuevamente en calma, con pequeñas olitas chispeantes. Hal pensó en los veraneantes que nunca llegaría a conocer... quizá un hombre y su hijo, pescando en busca de peces grandes. ¡He cogido algo, papi!, grita el niño. ¡Sácalo y veamos lo que es!, dice el padre. Y surgiendo de las profundidades, con algas colgando de sus platillos, sonriendo son su terrible sonrisa de bienvenida... el mono.
Se estremeció... pero aquellas eran tan sólo cosas que podían ocurrir.
—Vamos —le dijo de nuevo a Petey, y caminaron hacia el sendero que subía por entre los resplandecientes árboles otoñales hacia la vieja casa.
Del Bridgton News
24 de octubre de 1980:
EL MISTERIO DE LOS PECES MUERTOS
por Betsy Moriarty
Centenares de peces muertos fueron hallados flotando panza arriba en el Crystal Lake, en las inmediaciones del municipio de Casco, a finales de la semana pasada. La mayoría de ellos parecían haber muerto en las inmediaciones de la Punta del Cazador, aunque las corrientes del lago hacen que eso sea un poco difícil de determinar. Los peces muertos incluyen todos los tipos que comúnmente se encuentran en esas aguas: lucios, carpas, truchas marrones y arcoiris, incluso un salmón de agua dulce. Las autoridades del departamento de Caza y Pesca afirman estar desconcertadas, y recomiendan a los pescadores y a las mujeres que no coman ningún tipo de pescado procedente del Crystal Lake hasta que se hayan efectuado los correspondientes análisis...
EL HUECO
Ramsey Campbell
Nacido el 4 de enero de 1946 en Liverpool, Ramsey Campbell ha dedicado la mayor parte de su vida a ahuyentar turistas asustados de esa ciudad. Campbell es un escritor de horrores urbanos que deambulan por deterioradas vecindades y barrios industriales, por lo que no sorprende que Liverpool haya sido la sede de muchas de sus historias y novelas. El primer libro de Campbell, The Inhabitant of the Lake & Less Welcome Tenants (El habitante del lago y los menos bienvenidos inquilinos) fue publicado por Arkham House en 1964. Desde su enamoramiento quinceañero por la obra de H. P. Lovecraft, Campbell avanzó rápidamente hasta establecer su propio enfoque a la ficción del terror, y hoy es considerado como uno de los mejores estilistas de dicho género. Campbell es versátil. Sus libros incluyen recopilaciones de sus propias historias: Demons by Daylight (Demonios a la luz. del día), The Height of the Scream (La culminación del grito); antologías originales seleccionadas por él: Superhorror, retitulada The Far Reaches of Fear (Los largos alcances del miedo) en edición de bolsillo, New Tales of the Cthulhu Mythos (Nuevos relatos de los mitos de Cthulhu), y New Terrors (Nuevos terrores) en dos volúmenes; al igual que novelas: The Doll Who Ate His Mother (La muñeca que se comió a su madre), The Face That Must Die (El rostro que debe morir), To Wake the Dead (Despertar a los muertos), que fue retitulada The Parasite (El parásito) para su edición en los Estados Unidos, con un final alternativo.
Campbell vive con su esposa, Jenny, en un Liverpool amenazado de canibalismo, donde durante los últimos años ha trabajado como escritor a tiempo completo... evocando inesperados horrores surgidos de territorios que amenazan con expandirse por todo el mundo. Actualmente (1980), Campbell se halla trabajando en una novela de horror situada en Chapell Hill, Carolina del Norte. El hueco se publicó en el segundo número de Fantasy Readers Guide, subtitulado The File on Ramsey Campbell (El archivo sobre Ramsey Campbell). Ese folleto contiene un índice de toda la obra de ficción de Campbell hasta entonces, junto con varios comentarios y apreciaciones, y lo recomiendo a todos los aficionados serios a la literatura fantástica.
Tate estaba encajando un pájaro en el cielo cuando oyó el coche. Se apresuró hacia la ventana. La luz del sol se reflejó en los coches, una doble gargantilla allá en la distante carretera principal; las nubes se habían transformado sobre las colinas, juntando el cielo. Sí, eran los Dewhurst: podía verles, apretados en el asiento delantero de su Fiat mientras éste penetraba en el camino particular. Sobre su mesa, fragmentos de nubes estaban esparcidos en tomo al rompecabezas. No esperaba a los Dewhurst hasta dentro de una hora. Miró todas las piezas aún por colocar y luego, resignado, se dirigió a la escalera.
En el tiempo que necesitó para bajar las escaleras y abrir la puerta principal, los otros habían salido ya del coche. Los botones de la chaqueta de David reflejaban varios colores entrelazados. A continuación apareció su esposa Dottie: su auténtico nombre era Carla, pero creían que Dave y Dottie formaban una combinación más atractiva en las portadas de los libros; idea con la que parecían estar de acuerdo millones de lectores. Su apariencia era la de la típica turista norteamericana de las caricaturas: pantalones abultados como salchichas, pelo cuidadosamente plateado. A veces Tate deseaba que su ojo de escritor estuviera menos opresivamente alerta a los detalles reveladores.
Dewhurst hizo un gesto hacia su coche, como un prestidigitador desvelando una sorpresa.
—Y aquí están nuestros amigos que te prometimos.
¿Había habido una promesa? Aquello parecía más bien un efecto secundario de su invitación a los Dewhurst. ¿Y cuándo su amigo se había convertido en plural? De todos modos, Tate se sentía incapaz de experimentar mucho resentimiento; estaba demasiado saciado por el hecho de haber terminado su novela sobre brujería.
El rostro agresivamente huesudo del joven estaba rematado por un pelo tan corto como el césped; el rostro de la muchacha tenía casi el color y la textura de la tiza.
—Éste es Don Skelton —dijo Dewhurst—. Don, Lionel Tate. Supongo que los dos tendréis mucho de qué hablar; estáis en el mismo campo. Y ésta es la amiga de Don, esto...
Skelton miró a la enorme y antigua villa como si no pudiera creer que se suponía que debía sentirse impresionado.
Dejó que la muchacha llevara su maleta hasta arriba, y ella se negó a dársela a Tate cuando éste protestó.
—Ésta es su habitación —dijo Tate a Skelton, y se sintió como un casero desaprobador—. No tenía la menor idea que no iba a venir solo.
—No se preocupe, haré sitio para ella.
Si la muchacha hubiera sido más atractiva, si su enmarañado pelo hubiera sido menos inerte y su rostro menos ansioso, ¿hubiera envidiado a Skelton?
—Tomaremos un cóctel antes de ir a cenar, si le apetece —dijo a la puerta cerrada.
El rompecabezas le ayudó a relajarse. El atardecer penetró en la casa, las sombras se hicieron más intensas en el interior de las grandes ventanas. La mesa relucía oscura en el último hueco del rompecabezas, entonces colocó la pieza en su lugar. ¿Hubo un eco de aquel ruido detrás de él? Se volvió, pero nadie estaba observándole.
Mientras se afeitaba en uno de los cuatro de baño oyó a alguien bajar las escaleras. Buen Dios, no era un anfitrión muy eficiente. Se apresuró, terminando el nudo de su corbata justo cuando alcanzaba el salón, pero se tranquilizó cuando vio que allí tan sólo estaban Skelton y la muchacha. Al menos ella llevaba ahora algo parecido a un traje de tarde; la parte superior de su pálido pecho estaba salpicado de pecas.
—Generalmente nos cambiamos para la cena —dijo Tate.
Skelton alzó sus hundidos hombros.
—Está bien.
El alcohol hizo a Skelton más hablador.
—Tendré algo como esto en algún lugar —dijo, mirando a la habitación victoriana con muebles de caoba tallada. Y tras una calculada pausa añadió—: Pero mejor.
Tate hizo un último esfuerzo por conectar con él.
—Me temo que no he leído nada suyo.
—Pronto no habrá mucha gente capaz de decir lo mismo. —Sonaba extrañamente amenazador. Rebuscó en su maletín y extrajo un libro—. Le daré algo para que lo conserve.
Tate observó cajas talladas, una cámara, un pequeño destello redondo que le provocó una indefinible punzada de aprensión, antes de que el maletín volviera a cerrarse. Unas letras plateadas brillaron en el libro de bolsillo, tan negro y lustroso como el carbón: La senda negra.
Una virgen estaba siendo mutilada, contemplada perversamente desde encima por la elegante prosa. Tate buscó alguna pregunta que no sonara insultante. Finalmente consiguió decir:
—¿Cuáles son sus temas?
—La autobiografía.
Quizá Skelton fuera uno de esos escritores de lo macabro que necesitan bromear defensivamente acerca de su obra, puesto que los Dewhurst estaban riendo.
La cena en el mesón fue para crispar los nervios. La luz de las velas hacía que la comida brincara incansablemente en los platos, los camareros aparecían bajo las inclinadas y bajas vigas del techo arrojando sus vagas sombras sobre las mesas. Los Dewhurst se alegraron pronto, pero no consiguieron arrastrar a la muchacha a la conversación. Mientras un camarero dirigía a las ropas de Skelton una marchita mirada, éste preguntó a Tate:
—¿Cree usted en la brujería?
—Bueno, he tenido que efectuar una minuciosa investigación para mi libro. Alguna de las cosas que he leído me ha hecho pensar.
—No —dijo Skelton impacientemente—. ¿Cree usted en ella... como una forma de vida?
—Cielos, no. Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué malgasta su tiempo escribiendo sobre ella? —Estaba observando aún al camarero desaprobador. ¿Era la luz de las velas la que hacía que sus labios se crisparan?—. Va a dejar caer eso —dijo.
La sombra del camarero pareció perder su equilibrio antes que él. Su bandeja llena de comida se estrelló contra una mesa. La vela se rompió, llameando; la luz osciló en las vigas de roble. Cera fundida salpicó toda la chaqueta del camarero, la comida caliente saltó a su rostro.
—Usted es un escritor —dijo Skelton, ignorando la conmoción—, pero no tiene ni idea del poder de las palabras. Quedamos muy pocos que lo sepamos. —Sonrió mientras otros camareros se llevaban a su compañero lastimado—. Entienda, las palabras son sólo una parte. La ciencia no nos ha robado el poder, nos ha proporcionado más herramientas. Teléfonos, cámaras..., tantas formas de anunciar el poder.
Obviamente estaba bebido. Los Dewhurst le contemplaban como si fuera su hijo preferido, aunque en cierto modo incontrolable. Tate se sintió feliz de volver a casa. Las luces brillaban a través de las ventanas, encantamientos contra los ladrones; la muchacha se apresuró hacia ellas, delante del resto del grupo. Skelton se demoró, feliz con la oscuridad.
Después de que sus huéspedes se hubieran ido a la cama, Tate se llevó el libro de Skelton escaleras arriba. El desdén de Skelton había apresurado las dudas que siempre sentía cuando terminaba un nuevo libro. Vería qué tipo de logros tenía Skelton que ofrecer, puesto que parecía tan orgulloso de sí mismo.
No había llegado ni a la mitad del libro cuando lo arrojó al otro lado de la habitación. El narrador había buscado perversiones, tomado todas las drogas disponibles, probado la mayoría de los crímenes en la búsqueda de su poder, su pasatiempo preferido era el robo, y la mayoría de las escenas eran pornográficas. De modo que esto era autobiográfico, ¿eh? Algunas drogas podían explicar el estado de la silenciosa muchacha.
Los ojos de Tate estaban sensibilizados por noches de revisión y mecanografiado. Mientras leía La senda negra, las paredes parecieron oscilar y adelantarse, los muebles habían flexionado sus patas. Necesitaba dormir, no la basura de Skelton.
Lo despertó el amanecer. Oh Dios, sabía qué era lo que había visto brillar en el maletín de Skelton... Un ojo. Seguro que se trataba de un sueño, nacido de una imagen particularmente desagradable del libro. Intentó volverle la espalda a la imagen, pero no pudo dormirse de nuevo. Atisbos desagradables lo mantuvieron despierto: su propia novela con una brillante portada negra, sus amigos rechazándole, su incrédulo disgusto volviendo a leer su propio libro. ¿Podía su libro ser acusado de los pecados de Skelton? Nunca antes se había sentido tan inseguro acerca de su trabajo.
Sólo había una forma de tranquilizarse a sí mismo, o convencerse de sus temores. Echándose una bata por encima, pasó por delante de la hilera de cerradas puertas hacia su estudio. ¿Podía volver a leer toda su novela antes del desayuno? Las largas sombras de la mañana se iban acortando imperceptiblemente. La de una mujer brotaba de las abiertas puertas de su estudio.
¿Tan pronto había venido su asistenta? Al cabo de un instante se dio cuenta de que había sido tan absurdamente confiado como los Dewhurst. La muchacha silenciosa estaba de pie justo al otro lado del umbral. Como guardiana era un fracaso, porque Tate tuvo tiempo de ver a Skelton junto a su escritorio, reuniendo páginas del manuscrito de su novela.
La muchacha empezó a chillar, un gimiente sonido desigual que parecía no necesitar hacer acopio de aire. Aunque era tan perturbador como la sirena de un coche de la policía, Tate mantuvo su mirada fija en Skelton.
—Salga de ahí —dijo.
Una sospecha lo atenazó.
—No, lo he pensado mejor... quédese donde está.
Skelton se mantuvo inmóvil, con una expresión apenada, como la víctima de un ineficiente detective de almacén, mientras Tate se aseguraba de que todas las páginas estaban aún sobre su escritorio. Aquellas que Skelton había seleccionado eran las mejor documentadas. De modo intolerable, aquello era un tributo.
Los Dewhurst aparecieron, parpadeando mientras se envolvían en sendas batas.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Carla.
—Vuestro amigo es un ladrón.
—Oh, vamos —protestó Dewhurst—. ¿Sólo por lo que dijo acerca de este libro? No te creas todo lo que dice.
—Te aconsejo que elijas más cuidadosamente a tus amigos.
—Creo que somos perfectamente aptos para juzgar a la gente. ¿Qué otra cosa crees que hace que nuestros libros tengan tanto éxito?
Tate estaba demasiado furioso como para contenerse.
—Una competente técnica, un ingenio de cuarto grado, una fe ingenua en la gente y una promesa de vida después de la muerte. Vendéis a vuestros lectores lo que ellos desean... Todo menos la verdad.
Contempló cómo se marchaban apresuradamente. La muchacha aún estaba produciendo aquel sonido, algo entre el jadeo y el lamento, mientras bajaba penosamente la maleta. No la ayudó. Mientras se metían en el coche, tan sólo Skelton le dirigió una mirada. Su sonrisa parecía casi cálida, ciertamente complacida. Tate la encontró insufrible, y miró hacia otro lado.
Cuando se hubieron ido y la humareda del tubo de escape se hubo disipado, releyó de nuevo toda su novela. Parecía inteligente y nada sensacionalista... Por encima de lo habitual. Esperaba que sus editores pensaran así también. ¿Cómo se leería una vez impresa?
Nunca le satisfacían entonces..., pero él era su lector menos importante.
¿Debería haber llamado a la policía? Ahora parecía trivial. Lástima por los Dewhurst... Aunque si eran tan estúpidos, resultaba mejor librarse de ellos. La policía ya se encargaría de Skelton si había hecho todo aquello de lo que se vanagloriaba en su libro.
Después de comer, Tate paseó hacia las colinas. Las laderas resplandecían con su verdor, e incontables llamaradas de hierba se agitaban suavemente. Las nubes ponían polvo en el horizonte. Se tendió, gozando de la paz del cielo. Al anochecer, el enorme vacío de la casa fue relajante. Tras cenar en el mesón, regresó paseando, negándose a mirar hacia las furtivas formas que se movían y susurraban a su lado.
Durmió bien. ¿Por qué le sorprendió eso al despertar? El correo le aguardaba al extremo de su cama, colocado allí suavemente por su asistenta. El sobre con las franjas azules y rojas era de su agente en Nueva York...Una nueva venta en América para una edición de bolsillo. Estupendo. ¿Qué más? Una factura asomándose por su ventanilla de celofán, otra circular y una resonante caja de cartón envuelta en papel marrón.
Su dirección estaba anónimamente escrita a máquina sobre la caja; no había remitente. Su contenido se desplazaba libremente en su interior, una ola de cascotes. Finalmente rasgó el envoltorio. Cuando abrió la caja sin ninguna identificación, el contenido se esparció ante él y confirmó lo que sospechaba: un rompecabezas.
¿Era una ofrenda de paz de los Dewhurst? Habían elegido uno sin foto en la tapa porque quizá pensaban que así disfrutaría más con la dificultad. Y, efectivamente, así era. Deshizo el paisaje de cielo y bosques que había sobre la mesa y metió las piezas en su caja. Al otro lado de la ventana, árboles y nubes se agitaron.
Empezó a montar la esquina del rompecabezas. Ah, era la cuarta esquina. Una cálida brisa agitó las cortinas hacia dentro. Tras él, la puerta se abrió unos centímetros al vacío de la casa.
El mediodía había barrido la mayor parte de las sombras de la habitación cuando hubo compuesto el borde. La mayor parte de los mezclados fragmentos eran de un color marrón lustroso, como el barnizado de un mueble, pero había una figura humana... No. Dos. Las ensambló parcialmente —una iba vestida con un temo, la otra con un traje de dril—, luego bajó para comer la ensalada de verduras que su asistenta le había preparado.
El rompecabezas había puesto en acción su mente para pensar en las posibilidades de todo aquello. ¿Una historia de rivalidad entre autores...? ¿Una historia de asesinato? ¿Dos colaboradores, uno de los cuales se vuelve resentido, celoso, determinado a conseguir la fama para sí? Pero no podía imaginar a nadie colaborando con Skelton. Guardó la idea en la parte de atrás de su mente para un posterior uso.
Volvió a subir las escaleras. ¿Qué estaba haciendo su asistenta? ¿Había barrido el rompecabezas fuera de la mesa? No, por supuesto: se había marchado a casa hacía horas... Tan sólo se trataba de la sombra de un árbol agitándose en el suelo.
Las incompletas figuras aguardaban. El ojo de una pieza le contemplaba desde la mesa. No debería montar las secciones fáciles primero. Seguramente debía haber puntos en los cuales podía ir montándolo hacia adentro a partir del borde. Sí, ahí había uno: la pata de algo, probablemente un mueble... Inmediatamente vio otras tres piezas. Era una vitrina tipo imperio. La sombra de una nube se arrastró hacia él.
Las conexiones se iban haciendo claras. Alcanzó el estadio en el que su subconsciente dirigía su atención hacia las piezas apropiadas. La habitación iba encajando: una estantería de nogal, una mesa de caoba, una rinconera. Cuando la sombra se inclinó hacia él, tuvo un sobresalto y esparció algunas piezas. Debía de tratarse de un árbol al otro lado de la ventana... No se necesitaba mucho para ponerle nervioso ahora: había reconocido la habitación en el rompecabezas.
¿Debía desmontarlo sin terminar? Eso seria como admitir que le había inquietado. Absurdo. Colocó la figura con el temo en su lugar sobre la mesa. Antes de acabar de componer el rostro, con su único ojo de perfil, pudo ver que la figura era él mismo.
Se detuvo a punto de terminar el rompecabezas, y se volvió para mirar detrás de él. ¿Cuándo había sido tomada la fotografía? ¿Cuándo se había deslizado tras él la figura vestida con un traje de dril, sin ser oída? Resistiéndose con irritación a una urgencia de mirar por encima de su hombro, puso de golpe la figura en su lugar y colocó en su sitio las últimas piezas.
Quizá era Skelton: sus trajes estaban lo suficientemente deshilachados y manchados. Pero todas las piezas que hubieran compuesto el rostro faltaban. La luz que se reflejaba en el hueco sobre la mesa proporcionaba como rostro a la figura un pálido y plano resplandor.
—¡Malditas tonterías!
Dio media vuelta rápidamente, pero allí sólo había la entreabierta puerta arrojando su sombra encima de la moqueta. Skelton debía de haber superpuesto la figura; no había la menor duda de que había disfrutado haciéndola aparecer amenazadora..., inclinada ansiosamente hacia delante, las manos tendidas. ¿Había pretendido dejar un hueco allá donde debía estar su rostro, a fin de oscurecer sus intenciones?
Tate sostuvo la caja como un cubo de la basura, y barrió dentro de ella el desintegrado rompecabezas. El sonido detrás de él no fue más que el eco de su caída. Se negó a volverse. Dejó la caja sobre la mesa. ¿Debía mostrársela a los Dewhurst? Sin duda se alzarían de hombros considerándolo una broma... Realmente, era ridículo tomárselo siquiera un poco en serio.
Se dirigió al mesón. Debía hacer que su asistenta le preparara la cena más a menudo. Se anticipaba... porque tenía hambre, eso era todo. ¿Por qué deseaba estar de vuelta a casa antes de que oscureciese? En el sendero, parte de un insecto se contorsionaba.
En el mesón había una gran fiesta. Tuvo que aguardar, en una mesa apenas más grande que un taburete. Camareros y clientes, sus rostros oscurecidos, le rodeaban. Se dio cuenta de que estaba observando compulsivamente cada vez que la luz de una vela iluminaba un rostro. Cuando finalmente volvió a casa, su mente estaba murmurando a las inquietantes formas de ambos lados del sendero: marchaos, marchaos.
Un lejano coche parpadeó y desapareció. Las luces de su casa eran las únicas que podían verse. Parecían menos acogedoras que perdidas en la noche. No, su asistenta no estaba. Que le condenaran si iba a registrar todas las habitaciones para asegurarse. La presencia que sentía era tan sólo el calor, desparramándose por toda la casa. Cuando se sintió cansado de su esfuerzo por intentar leer, el calor se fue a la cama con él.
Finalmente lo despertó. El amanecer convertía la habitación en un apunte al carbón. Se sentó en la cama, presa del pánico. Nada estaba observándole desde los pies de la cama, lo cual era en cierto modo el problema: más allá de la cama, una ausencia flotaba en el aire. Cuando se alzó, vio que estaba colgada de los hombros. La figura, con un traje de dril, avanzó rápidamente a tientas en torno a la cama. Cuando se abatió sobre él, sus manos se alzaron, ágiles y ansiosas, como una varita mágica.
Gritó, y la luz fue borrada de sus ojos. Permaneció tendido, temblando, en una absoluta oscuridad. ¿Seguía aún dormido? Gradualmente, un atisbo de la habitación empezó a formarse a su alrededor, como si estuviera surgiendo de entre la niebla. Sólo entonces se atrevió a encender la luz. Aguardó a la llegada del amanecer antes de volver a dormirse.
Cuando oyó pasos abajo, se levantó. Era idiota pasar las horas rumiando acerca de un sueño. Antes de hacer nada más debía librarse de aquel odioso rompecabezas. Se dirigió apresuradamente a su habitación y se detuvo vacilante. La luz del sol inundaba la vacía mesa.
Llamó a su asistenta.
—¿Ha quitado usted una caja de ahí?
—No, señor Tate. —Cuando él frunció el ceño, insatisfecho, añadió altaneramente—: Por supuesto que no.
Parecía nerviosa. ¿A causa de su desconfianza o a causa de que estaba mintiendo? Debía de haber tirado la caja por error y ahora temía ser reprendida; hacerle más preguntas no conseguiría más que disgustarla.
La evitó durante toda la mañana, aunque los ruidos que hacía por las otras habitaciones le molestaban, del mismo modo que los ocasionales atisbos de su sombra. ¿Por qué sentía la tentación de pedirle que se quedara? Era absurdo. Cuando ella se fue, se sintió contento de poder oír la soledad de la casa.
Gradualmente, su placer se desvaneció. La casa, cálidamente iluminada por el sol, parecía demasiado brillante, incluso expectante, como un escenario aguardando un primer acto. También él estaba escuchando, pero menos para absorber el silencio que para penetrar en él. ¿En busca de qué? Vagó sin rumbo fijo. Su compulsión de mirar por todos los rincones le enfurecía. Nunca se había dado cuenta de la cantidad de sombras que contenía cada habitación.
Después de comer, luchó por empezar a organizar sus ideas para el próximo libro, al menos en líneas generales. Pero era demasiado pronto después del último. Su mente parecía tan vacía como la casa. ¿En cuál de ellas había una sensación de intrusión, de paciente y distante acechanza? No, por supuesto que su asistenta no había regresado. La luz del sol se escapaba de la casa, dejando un congelado residuo de calor. Las sombras se arrastraban imperceptiblemente.
Necesitaba un film absorbente. El de Bergman en el Academy. Iría ahora y cenaría en Londres. Impulsivamente, se metió La senda negra en el bolsillo, para sacarla de la casa. El sonido de la puerta delantera al cerrarse resonó en mil ecos por las vacías habitaciones. Desde los árboles y las paredes y los arbustos se extendían las sombras, sus siluetas se agitaban al mismo ritmo inquieto de la hierba. Un pájaro se alzó zigzagueando del suelo, con algo colgando en su boca.
¿No había nadie en la estación del ferrocarril? Finalmente, un taciturno y demacrado hombre respondió a sus golpes en la ventanilla de los billetes. Mientras pagaba, Tate se dio cuenta de que se había dejado llevar por sus dudas durante todo el trayecto desde su casa hasta allí. Al parecer, todo aquello eran secuelas de escribir obras fantásticas de ficción.
Esta conclusión le hizo sentirse vulnerable. Caminó arriba y abajo por la corta plataforma. Un lecho de flores componía el nombre de la estación, y unas cuantas farolas tendían hacia delante sus deslustradas cabezas luminosas. Estaba solo, a excepción de un hombre sentado en la sala de espera al otro lado de la plataforma. La ventana estaba llena de polvo, y la brillante imagen de las nubes se reflejaba en el cristal. No podía distinguir el rostro del hombre. ¿Por qué deseaba distinguirlo?
El tren llegó a marcha lenta. Llevaba pocos pasajeros, como las últimas exhibiciones de un maltrecho museo de cera. Las estaciones pasaron, mostrando plataformas vacías. Los campos se extendían interminables hacia la menguante luz.
A cada estación, el tren se detenía esperando recoger pasajeros, pero siempre partía decepcionado... Hasta que, justo antes de llegar a Londres, Tate vio a un hombre avanzando a largas zancadas para alcanzarlo. ¿En qué plataforma? Tan sólo podía ver el reflejo del hombre: ropas azuladas, rostro impreciso. El vacío vagón crujía a su alrededor; el metal vibraba bajo sus pies. Aunque el tren estaba ganando velocidad, el hombre mantenía su ritmo, y seguía avanzando tan sólo a largas zancadas; no parecía sentir la necesidad de correr. Buen Dios, ¿cuál era la longitud de sus piernas? Una repentina explosión de follaje llenó la ventanilla. Cuando desapareció, el hombre ya no estaba.
La estación de Charing Cross estaba hormigueante, como siempre, y una resonante voz decía algo a través de los altavoces. Mientras Tate salía apresuradamente, sorteando un pequeño tren de carretillas, unas letras plateadas llamearon hacia él desde el kiosco de libros y revistas: La senda negra. Y también allí, en otro lado, en un exhibidor especial: La senda negra. Seria una justa ironía si alguien los robaba. De la gente que le rodeaba, varios llevaban traje de dril.
Comió un curry en el Wampo Egg de Charing Cross Road. Conocía otros restaurantes mejores por los alrededores, pero estaban en calles laterales; prefería permanecer en la calle principal..., no importaba el porqué. Siluetas vestidas de dril contemplaban el menú en el escaparate. El menú tapaba sus rostros.
Pasó de largo ante la estación de Leicester Square. No deseaba bajar a aquella oscuridad donde los trenes se enterraban, resonando metálicamente. Además, tenía tiempo para pasear; era una tarde agradable. Los colores de las librerías eran relajantes.
Vio libros suyos en un par de tiendas, lo cual era reconfortante. Pero el título de Skelton resplandecía en el escaparate de Book-smith's. ¿Había un hueco junto a él en el exhibidor? No, era el reflejo de un callejón, del cual estaba surgiendo ahora una silueta. Tate se volvió y localizó el callejón, pero la silueta debía de haberse apartado a un lado.
Siguió hacia Oxford Street. El libro de Skelton estaba allí también, en Claude Gill's. Más allá, entre las sombras de la acera opuesta, una figura vestida de dril espiaba. Tate se volvió, pero un autobús cruzó la calle, bloqueando su visión. Evidentemente, había muchos transeúntes llevando trajes de dril.
Cuando llegó junto al cine Academy había vislumbrado aquella figura varias veces, reflejándose en las lunas de los escaparates y, más frustrante aún, siguiéndole el paso por la acera opuesta, en el límite de su ángulo de visión. Caminó más allá del cine, pensando en cuántos rostros sería incapaz de ver en la oscuridad.
Dirigiéndose instintivamente hacia las luces más brillantes, bajó por Poland Street. El anochecer había alcanzado ya las estrechas calles del Soho, despertando a las luces de neón. SEX SHOP. AYUDAS SEXUALES. FILMS ESCANDINAVOS. Las tiendas estaban pegadas unas a otras, una hilera de competidores codo contra codo. En un escaparate iluminado por un enfermizo neón, entre El placer por la esclavitud y Novedades en caucho, vio el libro de Skelton.
Peatones y coches inundaban las calles. Mirara hacia donde mirara, Tate siempre entreveía una figura vestida de dril en la otra acera. Por supuesto, no necesitaba ser la misma todas las veces... Era imposible decirlo, porque nunca podía vislumbrar su rostro. Nunca se había llegado a dar cuenta de cuántos rostros es uno incapaz de ver en una multitud. Se había dirigido hacia aquellas calles precisamente para estar entre la gente.
Realmente, era absurdo. Se había permitido ir hacia todas aquellas miserables librerías en busca de compañía, como un fugitivo de Edgar Allan Poe... ¿Y por qué? ¿Una conversación idiota, un rompecabezas igualmente estúpido, unos pocos atisbos inconcretos? Aquello probaba que las maldiciones podían funcionar en la imaginación... pero, cielos, ésa no era razón para sentirse aprensivo. Y, sin embargo, se sentía así, porque detrás de los transeúntes pintados de neón había una figura moviéndose como un cazador, al acecho, cerca de la pared. El miedo de Tate tenía sabor a curry.
Muy bien, su perseguidor existía. Eso podía ser explicado a través de la realidad: era Skelton, escondiéndose. ¡Qué fácilmente encajaban entre sí esas palabras! Skelton debía de haberle visto contemplando La senda oscura en el escaparate. Era propio de Skelton pasear por ahí admirando su propia obra en los exhibidores. Seguramente decidió perseguir a Tate, ponerlo un poco nervioso.
En cuanto entreviera el rostro de Skelton, saltana hacia él. Bruscamente cruzó la calle, aprovechando un hueco en la secuencia de coches. Las imágenes de neón, mezcladas con las otras imágenes provocadas por el neón, danzaron tras sus párpados. ¿Dónde estaba el maldito remolón? ¿Se había metido en alguna tienda? Por un momento Tate lo había visto, en la acera que en este momento ocupaba él. Pero cuando la visión de Tate se liberó de imágenes accidentales, el rostro se había confundido entre la multitud.
Tate cruzó de nuevo la calle, con el mismo resultado. Así que Skelton estaba jugando al escondite, ¿eh? Bien, Tate también podía jugar a lo mismo. Se metió en una tienda. Un jadeo amplificado resonaba rítmicamente al otro lado de una puerta interior.
—El film de porno duro acaba de empezar, señor —dijo el hindú que estaba detrás del mostrador.
Varios hombres, algunos de ellos vistiendo de dril, estaban de pie junto a las estanterías de las revistas. Ninguno de sus rostros era visible para Tate.
Estaba comportándose ridículamente... y eso lo asustaba: había permitido que sus defensas fueran abatidas. ¿Cuánto tiempo pretendía sumirse en aquella absurda persecución? ¿Cómo podía poner fin a aquello?
Miró hacia afuera de la tienda. Los transeúntes le devolvieron la mirada, como si estuviera incitándoles. Las aceras se retorcían, incesantemente agitadas por los neones. La batalla de luces sacudía las sombras de la multitud. Los rostros brillaban verdes, ardían rojos.
Si tan sólo pudiera descubrir a Skelton... ¿Qué haría entonces? Cerca de la puerta donde se encontraba había un callejón, vacío excepto por la oscuridad. En su otro extremo brillaba otra calle. Podía cruzar aquel callejón y eludir a su perseguidor. Quizá encontrara algún policía; eso le enseñaría a Skelton... Aquello ya iba mucho más allá de una broma.
Allí estaba Skelton, atisbando desde un oscuro portal casi frente a él. Tate hizo como si saliera en su persecución, e inmediatamente la figura se escabulló tras un grupo de peatones. Tate echó a correr por el callejón.
Sus pisadas resonaron en las paredes. Más allá de la angosta salida al otro lado, las figuras pasaban como las coristas de un espectáculo. Una pared rozó contra su hombro; un bulto invisible golpeaba repetidamente contra su costado. Era La senda negra, aún metido en su bolsillo. Lo tiró rabiosamente. Se enredó entre sus pies en la oscuridad hasta que le lanzó una patada y oyó partirse el lomo. Al fin libre.
Estaba a medio camino del callejón, donde la oscuridad era más intensa, y miró hacia atrás para confirmar que nadie le había seguido. Vacilando ligeramente, volvió la vista hacia delante, y las manos de la figura que había ante él lo sujetaron por los hombros.
Retrocedió jadeando y la pared golpeó contra sus omoplatos. La oscuridad era absoluta frente a él, pero sintió el otro cuerpo apretándose contra el suyo, el empuje de la invisible cabeza contra él, y su cara recibió una impresión helada; no podía distinguir la forma de lo que la tocaba. Luego el contacto desapareció y sólo hubo silencio.
Permaneció de pie, temblando. Sus manos colgaban a los costados, como si temieran moverse. Comprendía por qué no lograba ver nada —no había luz tan al fondo en el callejón—, pero... ¿por qué no podía oír? Incluso el sabor a curry había desaparecido. Su cabeza parecía como anestesiada, y en cierto modo incorpórea. Se dio cuenta de que no se atrevía a volverla para mirar a ninguno de los dos extremos iluminados. Lentamente, con temor, sus manos tantearon hacia arriba, hacia su rostro.
LOS GATOS DE PÈRE LACHAISE
Neil Olonoff
Quizás el aspecto más fascinante de preparar una antología como la presente sea el de tropezar constantemente con historias de horror que han sido publicadas en los más insospechados lugares. Los gatos de Père Lachaise es una de tales historias: fue publicada en Francia en A Touch of Paris, una revista en lengua inglesa dedicada a los turistas que visitan esa ciudad, y yo nunca hubiera llegado a encontrarla si otro escritor, Tim Sullivan, no me hubiera llamado la atención sobre ella.
Neil Olonoff nació en Brooklyn en 1950, se graduó en la universidad de Oklahoma, y normalmente reside en Miami, Florida. Estaba viviendo en París en la época en que escribió esta historia, enseñando inglés y escribiendo artículos para una revista de noticias, Metro. El director de A Touch of Paris expresó su interés acerca de algún relato de ficción relacionado con París, y Olonoff respondió con Los gatos de Pére Lachaise. El director de la revista le puso un nuevo título a la historia, no tan efectivo, a mi modo de ver. He restituido aquí el título original a petición del autor. Olonoff ha trabajado también como auxiliar en psiquiatría y como exportador, entre otros trabajos, y ha vivido un año en Sao Paulo, Brasil. Es una de las personas que difícilmente dejan crecer la hierba bajo sus pies. Hace poco, Olonoff me escribía diciendo: «Estoy terminando mi primera novela, empezada hace cuatro años. Trata de la muerte».
Bateman odiaba llegar tarde. Se sentía irritado después de haber perdido media mañana intentando convencer a su esposa de que acudiera al funeral de Osear. Ahora, subiendo hacia la entrada del crematorio de Pére Lachaise, se sentía más irritado aún por tener que abrirse camino entre un grupo de enormes gatos tomando el sol en los amplios escalones. Al llegar casi arriba, cansado de mirar constantemente a sus pies, pisó descuidadamente una cola. El maullido fue lo suficientemente fuerte como para despertar a los muertos, pensó divertido. Pero los gatos no salieron en estampida, alarmados. En vez de ello, arquearon sus lomos y le miraron con malevolencia. Con una nerviosa mirada por encima del hombro hacia los gatos, Bateman penetró en la fría penumbra del crematorio.
Se entretuvo un momento en la puerta de la estancia del crematorio. Pierre estaba sentado en medio del pequeño grupo de acompañantes que hacían guardia frente a la puerta del homo funerario. A Bateman le recordó aquella vez en que había observado la sala del tribunal durante el divorcio de Pierre y Alicia, hacía doce años. Ahora vaciló, preparando una explicación para la ausencia de Alicia. ¡Maldita fuera su testarudez! Los niños eran una buena excusa, por supuesto, o quizá el hecho de que ella estuviese resfriada. Se decidió por el resfriado. Aunque primero mencionaría los niños. Quizá pudiera evitar las miradas de reproche de Pierre, que siempre hacían que se sintiera culpable.
La puerta del homo crematorio estaba alzándose para revelar el resplandor rojo en su interior. Con un gemido de maquinaria automática, el sencillo ataúd de pino avanzó hacia allí. Bateman se sentó detrás de Pierre y su hermana. La puerta descendió. Eso era todo. Mientras el grupo se levantaba con un suspiro colectivo. Pierre se volvió y vio a Bateman. Éste observó la decepción de Pierre al no ver a Alicia a su lado. Bateman dijo:
—Lo sentimos mucho. Pierre.
Pierre respondió casi rudamente con una mecánica inclinación de cabeza y le dijo a su hermana que se fuera a casa, que quería recibir las cenizas él solo. El grupo se dispersó, y los dos hombres salieron fuera del crematorio y caminaron cruzando la gran plaza pavimentada.
Oscar, el difunto, era el cuñado de Pierre. Podía decirse que había muerto a causa de la bebida, pero de una forma más bien macabra. Osear se había ahogado tras perder el conocimiento a causa del frío bajo el Pont Neuf, durante una tormenta. Sencillamente, el río subió de nivel a su alrededor. La policía lo encontró allí, sin ninguna corte d'identité. Tomaron sus huellas dactilares, pero Osear había nacido en Toulouse. Antes de que la familia se enterara de su muerte, el cuerpo había sido llevado al crematorio público de Pére Lachaise, el famoso cementerio en el 20° arrondissement. Lo más sencillo era seguir adelante con el funeral de los pobres.
—Hemos tenido suerte de que lo incineren solo —dijo Pierre a Bateman—. Normalmente las cremaciones de los indigentes se hacen de cuatro a la vez.
Bateman alzó la vista, sorprendido, pero no dijo nada. Caminaron lentamente a lo largo de uno de los senderos pavimentados del cementerio, parpadeando ante las manchas de luz que salpicaban el suelo. Era un agradable atardecer, y las hojas de los viejos árboles se agitaban sobre sus cabezas.
—¿Cómo está ella? —preguntó Pierre, refiriéndose a Alicia.
—Está bien —dijo Bateman, reflexionando que no estaba más seguro de los sentimientos de ella que de los de Allan Kardek, el médium espiritista muerto hacía mucho, junto a cuya tumba de granito estaban pasando.
—¿Y Janine? —preguntó Pierre.
—También está bien —dijo Bateman.
Janine era la hija de Pierre, tan sólo un bebé cuando Alicia se divorció de él.
Pierre era un hombre adusto y silencioso por naturaleza, pero hoy parecía estar buscando una forma de prolongar la conversación. Bateman sintió pena por él, consciente de que a Pierre le resultaba difícil superar su timidez y cortedad. Pero Bateman tampoco se sentía tan comunicativo como de costumbre.
Su camino se vio entonces cruzado por uno de los grandes gatos que residían en el cementerio. Parecían estar por todas partes, espiándole a uno desde detrás de las tumbas, emboscándose en las húmedas criptas. Eran enormes, y Bateman supuso que se alimentaban de ratones de campo y de otros roedores.
—Mira esos gatos —dijo Pierre—. Son enormes.
Bateman sonrió. Tenía la sensación de que era capaz de predecir cualquier cosa que Pierre fuera a decir. La mente de aquel hombre era la de un ingeniero, pensó, estrictamente orientada a lo concreto y real. Bateman podía mirar al frente y captar los más notables detalles de los caminos del cementerio. Mientras pasaban junto a ellos. Pierre hacía alguna observación sobre cada uno. Bateman se sentía divertido ante esta confirmación, no por vez primera, de la diferencia de sus caracteres. Bateman siempre había sido capaz de ignorar lo obvio, de actuar como si las condiciones reales de la vida y las exigencias de los convencionalismos simplemente no existieran.
Alicia también era así. Cuando se había iniciado su aventura en una pequeña galería de arte de la Rué du Bac, el resto del mundo había parecido fundirse en el entorno. Su matrimonio con Pierre, su hija y la posición de Pierre en la fábrica de ladrillos y tejas de su suegro se convirtieron en algo secundario ante la supremacía del hecho que llenaba ahora sus vidas: su mutuo amor.
Bateman se hallaba en viaje de compras, añadiendo nuevas propiedades a la colección de arte de un hombre que era propietario de varios almacenes en Nueva York. Durante varios meses, él y Alicia estuvieron pegados a las líneas telefónicas que unían París y Nueva York. Él gastó sus ahorros en viajes aéreos. Finalmente, Bateman convenció al rico neoyorquino de que lo enviara permanentemente a París. Pocos años más tarde, Bateman abría su propia galería. Pero el período anterior al divorcio fue doloroso para todos ellos.
Pierre permaneció junto a Alicia durante todo ese tiempo por el bien de Janine, preparando biberones y cuidando de sus diarreas matinales. Alicia prosiguió a la vez su floreciente carrera como artista y su amor con el norteamericano, y de algún modo halló entre ambas dedicaciones algo de tiempo para su bebé.
Bateman imaginó que Pierre hubiese preferido tenerlos a ambos junto a él, aun sin el amor de Alicia, que no tener a ninguno. Luego, Pierre nunca encontró a otra mujer que le conviniera. Era un sacrificio del cual Bateman no hubiera sido capaz. Debido a ello, Janine creció como una niña feliz.
Durante aquel año, Bateman y Alicia escandalizaron a sus amigos y familiares viviendo su aventura a plena luz. Ella traía a menudo a Janine al apartamento de él o a la galería, aunque a veces también la dejaba con Pierre. Cuando Bateman la llamaba desde Nueva York, era inevitable que algunas veces Pierre se pusiera al aparato. Las primeras veces que esto ocurrió, Bateman colgaba, pero a medida que iba acostumbrándose a la situación, empezó a preguntar por ella e incluso a dejarle mensajes. Pierre lo aceptó sin una palabra de protesta.
Bateman miró a Pierre, reflexionando que probablemente esa misma reprimida y poco imaginativa cualidad era la que le había permitido sobrevivir aquel tenso período, por no mencionar los últimos doce solitarios años. Detrás de un árbol vio cómo desaparecía la cola de un gato.
—Me pregunto qué comerán esos gatos —dijo—. ¿Crees que hay alguien que les da de comer?
Pierre se echó a reír de aquella forma ahogada tan característica, una especie de agitación de la cabeza con los labios apretados, de los cuales apenas salía sonido alguno de regocijo. Sus ojos mantenían su eterna expresión de tristeza, pero por una vez hubo como una chispa de animación. Dijo:
—Hablé con uno de los hombres que trabajan en el crematorio antes de que tú llegaras. Le pregunté por los hornos y cosas así.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bateman.
—DeLaye tiene que reparar constantemente los revestimientos internos de ladrillo —dijo Pierre.
DeLaye era el nombre de soltera de Alicia y el nombre de la compañía de su padre, para la cual seguía trabajando Pierre.
—Oh, entiendo.
—Los ladrillos tienen que ser reemplazados cada cuatro años o así. No es mucho trabajo.
—¡Dios mío! ¿Has visto ese gato? —dijo Bateman—. Debe de pesar sus buenos diez kilos.
Pierre miró al atigrado gato.
—Sí, es uno de los grandes —dijo—. El tipo ése me contó una curiosa historia acerca de los gatos. No sé si creerla.
—¿De qué se trata?
El gato atigrado estaba mirando a Bateman con la expresión maníaca que adoptan cuando están hambrientos.
—Los hornos poseen quemadores a gas que alcanzan los mil doscientos grados —dijo Pierre—. Pero el gas es tan caro estos días que intentan economizarlo reduciendo el tiempo entre cremaciones, de modo que los hornos no tengan oportunidad de enfriarse.
—Eso tiene sentido.
—Sí, excepto que eso supone que tienen que retirar los cadáveres antes. A menudo, cuando se trata de un cuerpo grande, especialmente uno de los que han sido congelados en el depósito de cadáveres, los huesos no se hallan completamente reducidos a cenizas.
—Estás bromeando —dijo Bateman—. ¿Qué hacen entonces?
—Bueno, generalmente rompen los huesos con la raclette.
—Una raclette? ¿Como la que utilizan los panaderos?
—Más o menos. Pero eso no es lo peor. El cráneo y el cerebro constituyen un problema mayor.
—¿El cerebro?
—Oh, sí. Y puedes imaginar. Se halla encerrado, rodeado de líquido, y es muy difícil de quemar. Además, ya sabes, en verano los cuerpos deben mantenerse a una temperatura muy cercana a la congelación. Se necesita mucho más tiempo para incinerar un cadáver congelado.
—Ya entiendo... —dijo Bateman, con un principio de náusea en su pecho.
—Sea como sea, el tipo dijo... —Pierre se interrumpió mientras doblaban una esquina.
Habían llegado a una sección de las tumbas cubierta con pintadas, muchas de ellas obscenas. «Quiero joderte, Jim.» «La Serpiente.» «Patrick, Harley Davidson, 1984.» Y finalmente, pintada con spray en brillantes colores sobre una losa de granito sin labrar, la explicación: «Jim Morrison, The Doors».
Se detuvieron a contemplar los centenares de inscripciones garabateadas con tiza o pintura. Algunas llevaban años allí, pero otras parecían recientes. Para Bateman resultaba consternante. Parecía como si no les importara nada. Se sintió avergonzado por ellos, incluso después de todo aquel tiempo transcurrido.
Había un pequeño grupo de ciclistas descansando en aquella curva del camino. La bicicleta era una estupenda forma de ver el cementerio. Los senderos eran lisos y libres de tráfico, aunque uno no podía vagabundear entre las tumbas; por eso habían dejado sus bicicletas encadenadas juntas y se habían encaminado por entre las tumbas cubiertas de hierba. Bateman y Pierre podían oír sus risas mientras examinaban las anticuadas inscripciones. Los ciclistas avanzaron hacia ellos hablando en inglés, dos muchachos y dos chicas caminando directamente por entre las tumbas sin preocuparse por el sendero que había entre ellas. Bateman apartó la vista. El sol se ocultó tras una nube y entonces miró su reloj. ¿Las cinco y media ya? Se estaba haciendo tarde. Caminó un poco sendero abajo, procurando no ver las profanaciones practicadas allí para conmemorar a una estrella del rock norteamericana. Pierre siguió en su lugar, leyendo los nombres y comentarios. Minutos más tarde, Bateman miró hacia atrás y vio a Pierre arrodillado junto a las bicicletas, hablando con uno de los muchachos, sin duda acerca de sus máquinas.
Bateman podía ver la plaza del Crematorio y al otro lado el Columbario, donde instalaban las urnas conteniendo las cenizas. Sus ojos fueron atraídos por una extraña escena. En medio de la plaza, un enorme perro pastor alemán permanecía de pie, inmóvil. Incluso a aquella distancia podía ver los desnudos colmillos y la cola bajada entre las piernas del perro. Rodeándole había una docena de enormes gatos. Uno de ellos avanzó hacia el perro, y el anillo de gatos se contrajo en tomo al animal. El gato más cercano lanzó un amago hacia el perro, como si estuvieran a punto de atacarlo en masse, cuando, procedente del Crematorio, un hombre apareció blandiendo un largo palo hacia los agazapados gatos. Retrocedieron, observando al hombre mientras tiraba del perro, alejándolo.
Hubo sonido de risas y una especie de forcejeo entre los chicos y chicas en el recodo del sendero. No les estaba prestando mucha atención. Pierre todavía seguía atrás. Bateman sabía que la tumba que contema los restos de Víctor Hugo estaba en algún lugar por aquella zona. Un poco más abajo pudo descubrir los de Rothschild y Gertrude Stein.
Las tumbas eran pintorescas. Algunas estaban amuebladas con una especie de silla baja de respaldo almohadillado, diseñada para poder arrodillarse y rezar, llamada prie-dieu. Algunas tenían ganchos en las paredes, para colgar coronas. Aunque la mayoría de las criptas estaban cerradas con llave, alguna permanecían abiertas. Miró hacia las sombras de una que había sido utilizada como refugio por generaciones de borrachos, a juzgar por la cantidad de botellas de vidrio verde esparcidas por el suelo. Enrollado en el acolchado asiento del antiguo prie-dieu había un enorme gato gris de ojos amarillos.
¿Era su imaginación, o aquel gato le observaba con una mirada particularmente salvaje? Nunca le habían gustado demasiado los gatos. Cuando abrían sus bocas, mostrando la punta de sus lenguas, sus ojos vidriosos fijos en un inimaginable éxtasis felino, los encontraba positivamente repulsivos. Deseaba salir de aquel lugar. Miró de nuevo su reloj. ¡Casi las seis! Realmente tenía que irse. Se volvió en redondo para llamar a Pierre, y se encontró ante su rostro. Disimuló su impresión con una risa nerviosa.
—¡Oh, estás aquí! —dijo Bateman—. Creí que te habías ido en bicicleta con ellos.
—No —dijo Pierre, frunciendo el ceño.
—Realmente debo irme —dijo Bateman—. Le dije a mi mujer que esta noche saldríamos a cenar. —Por un momento había olvidado con quién estaba hablando, pero ya era demasiado tarde para rectificar—. Por supuesto, me refiero a Alicia.
—Por supuesto —dijo Pierre—. Yo también tengo..., tengo algo que hacer.
—De veras, Pierre —dijo Bateman—. Lo siento.
—¿El qué? —preguntó Pierre, sus ojos brillando repentinamente.
Estaba irritado, pensó Bateman, y eso le cogía por sorpresa. Era la primera vez que veía a Pierre mostrar su temperamento. Pierre tenía algo, un trozo de metal, en su mano, y estaba dándole vueltas con sus dedos.
En un tenso silencio, caminaron por un atajo entre las hileras de decrépitas tumbas y denso follaje. Las sombras iban alargándose, y Bateman se sintió incómodo caminando delante de Pierre. Notaba una especie de picor en su cuero cabelludo. ¿Tenía miedo de que Pierre, tras todos aquellos años, pudiera tomarse alguna especie de venganza física? Nunca había dicho una palabra en contra de Bateman, nunca le había colgado el teléfono, nunca había dejado de transmitir uno de sus mensajes. Como cornudo, pensó Bateman, había sido tan cooperativo como era posible imaginar. Bateman lamentó inmediatamente aquel pensamiento. Pierre era diez veces más generoso que él. Se merecía su simpatía, su ayuda, no su desprecio.
—Antes me estabas contando algo —dijo Bateman, dándose la vuelta.
Pierre andaba con la mirada baja, las manos unidas a su espalda, y Bateman se sintió más avergonzado aún de su secreta burla. Pierre alzó lentamente la vista. Parecía como si Bateman hubiera interrumpido algún monólogo interior.
—Sí —dijo—, pero ni yo mismo lo creo. Aunque supongo que sería interesante conocer la verdad.
—No sigo tus... —dijo Bateman.
—Los gatos —dijo Pierre—. Preguntaste cómo consiguen estar tan gordos. Tú piensas que deberían estar muertos de hambre. Y muchos otros también.
—Sí.
—Sea como sea, espero que tengas razón —dijo Pierre—. Probablemente alguien les da de comer. Aunque el hombre del Crematorio parecía hablar seriamente.
—Pierre, estás hablando con rodeos. Preferiría que dijeras con claridad lo que piensas.
—¿De la misma forma que lo haces tú? —preguntó Pierre.
—No sé a qué te refieres —murmuró Bateman.
—No importa. Vamos. Quizá pueda mostrarte lo que comen los gatos.
Habían salido, por la parte de atrás, al Columbario. No era más que una pared de nichos, en los cuales se depositaban las urnas. En cada uno se fijaba una placa grabada con el nombre y las fechas. Algunos estaban vacíos y señalados con un «Réservée». Cruzaron el amplio patio que daba frente al Crematorio, con el imponente edificio silueteado ahora por el rojizo sol.
Abandonaron la plaza y continuaron hacia la salida a través de una sección de viejas tumbas, formando terrazas a varios niveles. Aquel era un sector de «bajo alquiler», con gran cantidad de tumbas abandonadas y muy pocas espléndidas y bien cuidadas.
—Dijo que lo había puesto en algún lugar por aquí —murmuró Pierre, subiendo una pendiente para alcanzar el nivel superior.
Avanzaban entre grandes árboles que bloqueaban el sol. En dos ocasiones, Bateman tropezó con enredaderas mientras intentaba seguir los pasos de Pierre.
—¡Increíble! —oyó exclamar a Pierre—. ¡El tipo decía la verdad!
Bateman salió a una zona de hierbas altas casi oculta de la sección principal. Allí había un pequeño grupo de antiguas tumbas familiares, con verjas de hierro oxidado. Pierre estaba arrodillado en el deteriorado reclinatorio de una de las criptas, examinando el contenido de un pequeño plato. Retrocedió cautelosamente fuera de la pequeña estructura de piedra.
—Echa una ojeada —dijo—. Ve con cuidado, hay mierda de gato por todas partes.
—No me extraña —dijo Bateman—. Mira ahí.
Había no menos de veinticinco grandes gatos congregados en torno a la puerta de otra tumba. Se estremeció y escrutó la penumbra de la cripta, intentando descubrir qué era lo que había en el pequeño plato de cerámica. No sentía ningún deseo de ensuciarse los pantalones en aquel suelo.
—No podrás verlo desde aquí —dijo Pierre—. Está demasiado oscuro ahí dentro.
Bateman dio un paso hacia la angosta oscuridad. Había una corona marchita y una cruz de plástico suspendidas de ganchos a su derecha. Tuvo que arrodillarse en el prie-dieu para echar una ojeada a lo que había en el plato. Lo reconoció inmediatamente. No hay nada tan inconfundible como el tejido cerebral, con sus retorcidas circunvoluciones. Pero nunca antes había visto un cerebro de aquel tamaño, y ya estaba parcialmente consumido. Por los gatos, supuso.
Sufrió un violento sobresalto cuando una araña reptó por su mano. La aplastó contra la pared de piedra con el dorso de la mano. Hubo un suave y sordo ruido y el crujido de hojas sobre él, como si algo aterrizara en el techo; un enorme gato, sin lugar a dudas. Alguien tocó un silbato. Era la hora de cerrar. Empezó a alzarse del prie-dieu cuando oyó un fuerte chirrido y sintió que la puerta de la tumba se cerraba contra la suela de sus zapatos. Aquello no era un accidente. Hubo un fuerte che metálico. Se volvió en redondo, dificultado por el angosto espacio. Bajó la mirada a la cerradura de la puerta y vio el brillo de un robusto candado con cerradura de combinación, de los usados en las cadenas para bicicletas. Tenía que haber sido Pierre, pero no pudo distinguir a nadie.
—¡Abre, Pierre! —gritó.
No hubo respuesta. Estaba seguro de que Pierre aún se hallaba cerca. Lo recordó arrodillado con los muchachos junto a la tumba de Jim Morrison. Después de que se fueran, él llevaba un trozo de brillante metal en su mano.
«Meaouuu», oyó, junto con el ahogado sonido de varios pares de almohadilladas patas. El enorme rostro de un gato apareció en la ventana opuesta a la verja. Sus malignos ojos brillaban dorados bajo la agonizante luz.
Lanzó todo su peso contra la verja de hierro. Parecía como si fuera a desmoronarse al primer golpe, pero no fue así. De nuevo empujó con su hombro. Era inútil. No podía retroceder lo suficiente para tomar impulso. El gato de la ventana saltó al interior, a su lado. Los rostros de otros dos aparecieron en su lugar.
El enorme gato en el suelo dio un zarpazo a su tobillo, inclinando la cabeza como si sintiera curiosidad por ver su reacción. Bateman sintió un agudo dolor y lanzó una patada al gato. Éste arqueó su lomo y bufó, sonando muy fuerte en el reducido espacio. ¿Qué ocurriría si atacaban todos a la vez, como habían estado a punto de hacer en la plaza? No conseguiría defenderse de ellos en aquel claustrofóbico espacio. Apenas podía mover brazos y piernas.
—¡Pierre! —gritó—. ¡Por el amor de Dios!
Hubo varios golpes sordos a su lado. Tres gatos aparecieron repentinamente en el suelo, junto a él. Otro, enorme y negro, estaba en la ventana. Saltó hacia él y sintió cómo le clavaba sus uñas en la nuca y una pata delantera trazaba surcos junto a su ojo derecho. Con toda su fuerza, ignorando las uñas afiladas como cuchillos, arrancó al animal y lo estrelló contra la pared, mientras pateaba a los otros, que habían empezado a atacar sus piernas.
—¡Que alguien me ayude! —gritó.
Entonces vio a Pierre, a unos metros de distancia de la verja, exhibiendo en su rostro la misma expresión afligida de siempre. Bateman casi estaba histérico:
—¿Están atacándome! —gritó—. ¡Por favor, abre eso!
—Sólo son gatos —dijo Pierre—. Además, no sé la combinación.
Había el asomo de una sonrisa aflorando a sus labios, aunque su mirada seguía siendo compasiva.
Uno de los gatos clavó sus uñas en la pantorrilla de Bateman, y éste dio un salto de dolor.
Pierre había dado media vuelta y empezaba a andar sendero abajo, hacia la salida.
—¡Por el amor del cielo! —gritó Bateman—. ¡Piensa en Alicia?
Pierre detuvo sus pasos: parecía estar reconsiderando la situación.
Bateman se aferró a los oxidados barrotes de su jaula mientras Pierre desaparecía de su vista.
—No te preocupes, Bateman —oyó—. Le diré que llegarás tarde para cenar.
DE GUARDIA
Dennis Etchison
Una de esas adorables preguntas estúpidas que siempre se les hace a los escritores fantásticos es: «¿De dónde saca usted sus ideas?» Un secreto profesional, por supuesto. Ocasionalmente, sin embargo, un autor puede experimentar un sueño (o, si ustedes quieren, una pesadilla) particularmente vivido, e incorporarlo a su historia. Tal es el caso de esta inquietante y kafkiana pesadilla de Dennis Etchison.
Nacido el 30 de marzo de 1943 en Stockton, California, Etchison vive normalmente en Los Angeles: el sitio ideal para un escritor con un ávido interés por el cine y la televisión. Aunque lleva escribiendo profesionalmente desde 1961, sólo recientemente ha empezado a recibir el reconocimiento que se merece. Esto es debido principalmente al hecho de que Etchison trabaja casi exclusivamente en el campo de la historia corta, y de que la mayor parte de su trabajo se publica fuera de las pocas revistas de ciencia ficción y fantasía con las que están familiarizados la mayor parte de los aficionados. De guardia apareció en un fanzine mensual dedicado a las noticias dentro del género de la fantasía: Fantasy Newsletter. Otras de sus historias más recientes han aparecido en Mike Shayne's Mystery Magazine, Adelina, Dark Forces y New Terrors I. Además, Etchison ha escrito la novelización del film The Fog (La niebla), así como varios guiones cinematográficos que se hallan aún en fase de preproducción. Su novela de horror The Shudder (El escalofrío) aguarda su publicación, y una recopilación de sus historias cortas de ficción sería bien recibida. Si bien su sombrío e intensamente introspectivo estilo no es del gusto de todos (por algo está tan elaborado), lo que no cabe la menor duda es que Dennis Etchison es probablemente el mejor escritor de horror psicológico que este género haya dado.
—Léalo ahora —proclamaba el vendedor de periódicos ciego—, ¡Muchos están muriendo y muchos están muertos!
Wintner redujo la marcha y giró en la esquina, intentando hallar un hueco. Pasó junto a una tienda de fotos, una tintorería y lavandería, una papelería, un aparcamiento a varios niveles que ocupaba la mitad de la manzana y, en la siguiente esquina, la parada de la floristería. Sintió una momentánea desilusión al comprobar que desde su carril no podía ver siquiera un atisbo de la joven que trabajaba allí; la mayor parte de los días la veía en su trayecto de vuelta desde la autopista, su rostro evolucionando entre las flores, y la alegría de la visión, su precisión, parecían acortar la distancia de su camino y hacían su carga algo más fácil de soportar. De todos modos, era sábado, recordó. Debía seguir adelante.
Tendría que dar otra vuelta.
Podía, por supuesto, encontrar fácilmente aparcamiento en la estructura municipal, pero a Laurie nunca le había gustado tener que caminar todo aquel trecho desde la entrada de la clínica.
¿Cuánto tiempo tardaría su esposa esta vez? ¿Diez minutos? Más, pensó. Probablemente veinte, si las cosas iban como siempre. O treinta.
Sólo tengo que saber el resultado de los rayos X, le había dicho. No me llevará mucho tiempo.
Dios, esperaba que no. Sabía lo que pasaba con el tiempo cuando la mente de ella se absorbía en algo.
Dio otra vuelta a la manzana, justo en el momento en que un Mustang negro se metía en un sitio libre frente al edificio de la clínica. Gruñó y rechinó los dientes. Había perdido la cuenta de las veces que había dado la vuelta a la manzana. Giró su muñeca para mirar el reloj, pero no podía recordar cuánto tiempo hacía que la había dejado.
Se acercó a la esquina.
Empezaba a atardecer. Observó cómo los edificios habían empezado a parecerse a cajas oblongas, hilera tras hilera, colocados interminablemente, mientras las sombras llenaban los umbrales de las puertas y descendían de los tejados. Redujo a marcha lenta y observó que el coche estaba avanzando realmente al paso de uno de los peatones, un viejo de hombros encorvados que caminaba laboriosamente por la acera de enfrente de la clínica. Wintner sintió un estremecimiento, sin comprender realmente por qué, y redujo aún más la velocidad.
Había un aparcamiento para taxis junto al semáforo. Puso punto muerto y se acercó al bordillo. Cortó el encendido, ajustó el retrovisor de modo que pudiera verla cuando saliera, y se quedó sentado escuchando los crujidos del motor a medida que se iba enfriando.
Una mujer policía pasó junto a su ventanilla abierta. Agitó su casco y le hizo señas de que se fuera. Asintió. Cuando volvió por segunda vez —cuarenta minutos más tarde—, puso el coche en marcha, rebasó el cruce y condujo hasta que encontró un lugar donde aparcar en la siguiente manzana.
—Lo siento —dijo la enfermera—, pero no puedo encontrar ninguna señora Winter.¿Es ése el nombre? No la encuentro aquí en el registro.
—Sólo vino para saber el resultado de unas radiografías. —Le ofreció una sonrisa, dirigió una intensa mirada a la enfermera y desvió los ojos—. Hará como una hora.
—Bien, espere un momento. Preguntaré a la otra chica.
Chica, se repitió para sí mismo maravillado. Sólo las mujeres muy jóvenes —y las de edad madura como aquélla— se llamaban a sí mismas de esa manera. ¿Cuántos años más serían capaces de continuar con aquello? ¿Hasta que sus rostros se cuartearan y se convirtieran en polvo?
Wintner observó la sala de espera. Lisas y monótonas paredes, un desordenado revistero lleno de revistas con fundas de plástico, una jardinera llena de apagadas llores artificiales. Una interminable dosis de música enlatada surgiendo de un altavoz oculto. Reflexionando, identificó la selección como el tema de la película Doctor Zhivago.
Una segunda enfermera apareció por detrás de la división de cristal opaco.
—¿Señor? —dijo con un tono de voz preciso y controlado.
Como una bibliotecaria, pensó.
—Su esposa seguramente está con uno de los doctores. Es probable que él haya querido estudiar los resultados con ella. ¿Por qué no se sienta y aguarda un poco? Estoy segura de que saldrá dentro de un minuto.
Había una fría autoridad en su voz. Seguramente procedía de su sentido de la territorialidad, pensó Wintner. O quizá había sido bibliotecaria alguna vez, hacía mucho tiempo. Podía presionarla, pero, ¿para qué preocuparse? Indudablemente tenía razón. Además, hada calor, estaba cansado, y... Lo dejó correr.
Se volvió hacia la sala de espera. No. Agitó la cabeza. No necesitaba codearse con la serie de pobres enfermos que llenaban la habitación, no ahora. Evitó mirarlos. Una lluvia permanente de consultas, chequeos y cosas por el estilo, pensó. Suspiró y se encaminó hacia afuera, pasando junto a una mujer de mejillas sonrosadas y sus dos niños con cara de mono.
Había una cervecería alemana al otro lado de la calle, apenas identificable por un rótulo en letras góticas. Tomó asiento en la barra, en un lugar desde donde podía observar la fachada de la clínica.
Pidió una jarra de Lowenbrau Negra y miró más allá de la cecina de buey y huevos en salmuera hasta que la jarra estuvo vacía.
Todavía ninguna señal de Laurie.
Siguió con otra Lowenbrau y, sorprendentemente, empezó a sentir los efectos. Entonces recordó que aún no había comido nada. Le parecía haber pasado todo el tiempo yendo de un lado para otro, haciendo llamadas, apurando su agenda a fin de poder recoger a Laurie antes de que la clínica cerrara...
Cuando se acercó de nuevo a la recepción, no pudo evitar el darse cuenta de lo sucia que estaba. La pintura aparecía desconchada apenas cruzar la puerta; el estuco empezaba a desprenderse en los bajos, formando montoncitos de polvo finísimo que parecía producto de insectos roedores. Había un aviso de apariencia oficial clavado a la puerta, algo acerca de la Semana Nacional del Suicidio. No se detuvo a leerlo.
Una nueva enfermera, más joven que la anterior, alzó la vista. El apoyó sus manos abiertas sobre el mostrador.
—¿Cómo se encuentra usted hoy? —preguntó ella.
Sus ojos le miraron aleteantes, leyendo sus rasgos mientras alcanzaba un formulario.
—Me encuentro estupendamente —empezó él—. Se trata de mi esposa. Sé que parece una locura, pero...
Le contó lo que había ocurrido. Cuando terminó, ella dijo:
—Iré a ver.
Observó mientras otra figura de blanco se materializaba detrás del cristal opaco. Oyó a la primera enfermera resumiendo su historia.
Su conclusión fue:
—Pienso que tal vez debiera ver al doctor...
No pudo captar el nombre.
La otra enfermera, la cuarta que había visto, le examinó de arriba abajo. Empezaba a sentirse como un hombre atrapado sin documentos en un campo de nudistas.
La mujer agitó secamente su cabeza de lado a lado. Casi pudo oír un clic mental mientras ella llegaba a una decisión.
—No, no lo creo —dijo, y luego a él—: Quizá haya venido de incógnito.
—¿Qué?
—He dicho que quizá ella haya venido de incógnito. ¿N0 lo cree usted así?
—Es lo que yo dije —murmuró la otra enfermera—. Pruebe a ver.
—¿Incógnito? —repitió él.
Parecía como si hubiera perdido algo. Repitió la palabra mentalmente varias veces, hasta que perdió todo su significado.
—Al menos podría usted comprobarlo —dijo la primera enfermera, regresando a su silla, mientras la enfermera mayor desaparecía tras la partición.
Sintió deseos de echarse a reír. Abrió impotente las manos, volviéndose para compartir la broma con cualquiera que hubiera estado escuchando.
Pero nadie prestaba la menor atención. Realmente, pensó, quizá hubiera debido esperar allí desde el principio. Después de todo, quizá no se había dado cuenta de su salida. ¿Quién sabe?
Meneando la cabeza, regresó hacia la salida. Pasó junto a la misma mujer con los dos niños. ¿Qué clase de lugar era aquél? Aquellos chicos no parecían necesitar cuidado alguno. Sus mejillas estaban llenas de color. ¿Qué demonios estaban haciendo en aquel lugar?
Ella no le aguardaba junto al coche.
El cielo estaba oscureciéndose rápidamente. La calle adoptó una hosca y vagamente amenazadora apariencia a medida que las sombras se alargaban sobre el opaco y liso borde de la acera bajo la inquietante asimetría de la arquitectura. Viejas comisas, remates y canalones se proyectaban como dientes rotos cerca de los paneles de cristal, convirtiendo a los edificios en algo extraño, inestable, a punto de desmoronarse; cada paso que daba parecía amenazar con derrumbarlo todo a su alrededor.
Se detuvo junto a la cervecería alemana, intentando recomponer su actitud. Se sentía como alguien esperando un tren, uno del que no sabía siquiera si iba a parar en su estación.
Vio solamente a algunos peatones dispersos por la calle. Incluso el tráfico había disminuido hasta hacerse casi invisible. Pero era consciente de una pared de sonido casi física, procedente de otra parte de la ciudad. Se volvió hacia el ventanal del restaurante y entró. Los rostros agrupados en la barra eran viejos. Todos ellos. Podía tratarse de una ilusión provocada por el espejo sin limpiar, pero no lo creía así.
Un rostro en particular le resultaba extrañamente familiar.
De pronto estuvo seguro. Sí, había visto a aquel hombre en la sala de espera, sentado calmadamente con los demás, leyendo una revista o... No, estaba mirando al suelo... Wintner recordó. La gente en la sala. Todos mirando al suelo. Esperando.
Sólo que no era exactamente el mismo hombre. Wintner parecía recordarlo más joven, más saludable.
Captó su propio reflejo en el sucio espejo y contuvo la respiración. Se sintió sorprendentemente aliviado.
Su propio rostro, al menos, era aproximadamente tal como lo recordaba.
Mientras cruzaba la calle hacia la clínica comprobó las tiendas de ambos lados. Todas eran destartaladas, ruinosas. La mayoría de ellas estaban ya cerradas para la noche. De todos modos, ninguna pertenecía al tipo de las que Laurie acostumbraba a entrar.
Creyó ver una silueta deslizándose fuera de su ángulo de visión. Fue el único movimiento en toda la acera. No pudo dilucidar de qué se trataba. Quizá fuese uno de los propietarios de las tiendas cerrando su negocio y marchándose a casa, pero por un segundo casi reconoció el modo de andar.
El tirador de la puerta casi se le quedó entre las manos.
Una pareja de viejos se cruzó con él camino de la salida, oliendo a lilas y a aldehido fórmico. Pudo ver a dos nuevas enfermeras, ambas más jóvenes que las otras con las que había hablado. Cuando se acercó al mostrador dejaron de hablar. Casi pudo oír lo que estaban diciendo.
—¿Tiene usted concertada alguna cita? —dijo la primera, mirando preocupada al reloj que zumbaba con fuerza en la blanca pared—. Me temo que la mayor parte de los doctores ya se han ido.
—Escuche —dijo él, y le contó la historia. Se lo contó todo. Luego dijo—: Deseo hablar con alguien responsable. Luego deseo que esa persona, o usted, o quien sea, compruebe las salas de consulta, las oficinas, los laboratorios, los lavabos, todo, por el amor de Dios. Quiero saber si mi esposa se encuentra aún en el edificio, y quiero saberlo ahora.
—Un momento, señor.
Los dedos de Wintner tabalearon en el estéril mostrador.
Mientras aguardaba allí, una puerta que daba a una oficina interior se abrió de golpe y salió la mujer con los dos niños. Una enfermera mantuvo la puerta abierta para ellos. Lo necesitaban. La mujer avanzaba tan lentamente que parecía a las puertas de la muerte; los niños estaban pálidos como fantasmas.
Saludó automáticamente con la cabeza cuando pasaron. La vieja mujer alzó sus cansados ojos, observó su rostro y murmuró algo ininteligible.
—Por aquí, por favor.
Al principio no se dio cuenta de que la enfermera le hablaba a él. Luego vio que la puerta blanca seguía abierta como un ala protectora. Para él.
—La ha encontrado —dijo él, sintiendo que sus músculos se relajaban.
La enfermera carraspeó, pero no dijo nada.
La siguió. El pasillo era tan inmaculado como su almidonado uniforme. Podía oír el roce entre sí de sus medias blancas mientras le guiaba hasta una habitación al final del corredor.
—El doctor de guardia le ayudará —dijo ella.
—Espere un mo...
La puerta se cerró tras él.
La oficina estaba confortablemente decorada, con cuero y madera oscura. Había otra puerta en el otro lado. Probó un sillón demasiado mullido, pero de nuevo se levantó para pasear arriba y abajo sobre la moqueta. Había libros por todas partes, y sepultados entre ellos variados artefactos que parecían los despojos disecados de pequeños animales de especies desconocidas.
Se dirigió al escritorio.
Un fajo de notas asomando por el borde de un pisapapeles. Un bloc de notas escrito con una caligrafía indescifrable. Tras el escritorio, enmarcados, un surtido de certificados de fundaciones de todo el país, incluida una de la Clínica Menninger de Topeka.
Así que se trataba de eso. Un médico de la cabeza... Uno de esos doctores hurgacerebros...
¿Es eso lo que creen que necesito?
Dio un paso atrás. Su hombro tocó una de las estanterías. Se volvió.
Una hilera de frascos de cristal sellados con resina, cada uno más grande que el anterior. Contenían extracciones embalsamadas de algunos organismos extrañamente familiares, en diversos estadios de crecimiento, flotando. Sus ojos siguieron la secuencia. Cerca del final, los frascos se convertían en botellas, luego en bocales.
¿Qué era lo que habían hecho con ella?
Sonó un golpe ahogado en la pared del fondo, detrás de la puerta del otro lado. Sin pensarlo, sus dedos se cerraron en tomo a uno de los frascos de especímenes.
La puerta chasqueó y empezó a abrirse con un leve chirrido.
Su cuerpo se sobresaltó mientras sus pies se movían hacia atrás con excesiva rapidez. Buscó a tientas la puerta que conducía al vestíbulo, encontró la manija, salió tambaleándose.
Hubo un movimiento tras él, pero no miró hacia atrás. Oyó las suelas de crepé de los zapatos de las enfermeras chimando al cruzar el suelo de la recepción. Oyó sus nerviosas, experimentadas, demasiado jóvenes voces, vio confusamente sus manos que intentaban sujetarle mientras pasaba corriendo junto a ellas. Vio el vinilo curvando las portadas de las viejas revistas, captó el flotante aroma de muerte conservada en el aire. Olió los productos químicos sobre su piel, sintió el contacto de la fría y pegajosa puerta, y el repentino azote del aire nocturno en su pecho. Notó el sabor de la oscuridad y el coágulo de miedo en su garganta.
Mientras corría, algunas voces intentaron abrirse camino dentro de él.
Las enfermeras. ¿Qué era lo que decían cuando él había entrado? Sonaba como..., como...
Vivimos de la muerte, creía haber oído.
Y el vendedor de periódicos. ¿No había estado gritando algo más el ciego?
Ninguno de los muertos ha sido identificado, pensó que había dicho.
Y la mujer vieja. ¿Qué intentó decirle?
Nosotros somos los muertos, había dicho. Nosotros somos los muertos.
Cambió su carrera a un paso rápido. Casi podía ver al viejo que antes había divisado en la acera, arrastrando los pies, alejándose de la clínica. Un hombre que antes había sido —no hacía demasiado tiempo, quizá en absoluto demasiado tiempo— mucho más joven de lo que ahora era.
Se descubrió a sí mismo en el cruce, cerca de la floristería. Estaba oscura, vacía excepto por el aroma dulzón de las coronas y los ramos de flores que aguardaban en las sombras.
Se estremeció y cruzó la calle rápidamente, mecánicamente, in- tentando llegar hasta su coche.
Pasó ante la cervecería alemana.
Había rostros en el interior. Estaban agrupados en tomo a la barra de madera oscura. Todos eran viejos, ahora más allá de toda credibilidad, mortalmente enfermos, mirando al espejo, aguardando. Le recordaron los rostros que había visto antes.
Entonces vio a la muchacha de la floristería.
Entró.
Ella permanecía allí de pie. Su voz era casi alegre mientras se movía entre ellos, haciendo preguntas, dando consejos, arreglando las cosas. Por primera vez notó que a ella le faltaba un brazo, y su rosado muñón, redondeado y liso, surgía bajo la abertura de su traje de verano.
¿Cuánto tiempo llevaba así?, se preguntó. ¿O las cosas funcionaban de otro modo también para ella? Alocadamente, pensó: ¿Acaso nació incluso con menos?
Se quedó allí de pie, temblando, observando su animada figura, y el jarrón de marchitas flores en el extremo de la oscura y pulida barra. Al cabo de un minuto, ella se dio cuenta de que la estaban observando.
Lentamente, él tendió su mano hacia ella.
—Le he traído una cosa —se oyó decir a sí mismo, aún inseguro, intentando pensar en las palabras adecuadas mientras le tendía el frasco—. Yo... pensé que debía usted ver esto. Dios la maldiga.
Ella se volvió con un movimiento cuidadosamente estudiado, sus músculos crispándose y relajándose, crispándose y relajándose con cada parte de su movimiento, hasta que finalmente su mirada se detuvo en la de él.
—¿Qué? —dijo.
Hubo una pausa que pareció prolongarse eternamente. Luego, alguien lanzó un sonido que era algo así como una risa y un estertor de muerte, y el negro miedo le invadió.
LA CATACUMBA
Peter Shilston
Hasta la fecha, Rosemary Pardoe ha publicado dos excelentes libritos de cuentos dedicados a M. R. James, conteniendo artículos relativos a la obra del famoso escritor inglés junto con relatos originales escritos al estilo de este maestro de las historias de fantasmas. Peter Shilston ha visto dos de sus narraciones incluidas en ellos, así como algunas otras en distintas publicaciones especializadas. Aunque la reimpresión aquí de La catacumba puede que sea su primera aparición como profesional en el campo de los relatos de ficción, Shilston lleva publicados más de setenta artículos sobre el tema de la gimnasia femenina, en cuyo deporte trabaja como entrenador y como corresponsal para diversas revistas británicas y norteamericanas.
Nacido en 1946, Shilston, que vive en Stoke-on-Trent, se graduó en historia en Cambridge y se gana la vida como profesor de historia. Empezó a interesarse por lo fantástico a la edad de once años, cuando comenzó a leer a J. R. R. Tolkien, seguido por M. R. James y Jorge Luis Borges. «La catacumba —explica Shilston— está basada en realidad en una visita que efectué a Sicilia hace dos años. La ciudad y la catedral representan Cefalú (el emplazamiento, casualmente, de la famosa «abadía» de Aleister Crowley); la propia catacumba es el cementerio capuchino de Palermo». De todos modos, creo que yo no debería consultar mis guías de viaje en busca de esa catedral.
Estoy relatando esta historia tal como me fue contada. Imaginen si pueden un autocar efectuando la visita de la isla de Sicilia a mediados de agosto, transportando un par de docenas de turistas ingleses de vacaciones, ansiosos de inspeccionar los lugares habituales de interés... Palermo en dos días, Agrigento en otros dos, Siracusa mereciendo sólo uno, un viaje en telesilla hasta la cima del Etna, y luego de vuelta a casa. El tipo de gente que uno encuentra en tales viajes es invariablemente el mismo: cierto número de maestros de escuela, serias parejas de jubilados, padres que han traído equivocadamente a sus hijos y están empezando a preguntarse por qué no se han ahorrado problemas yendo simplemente a la playa, y un puñado de personas solas sin ningún lazo aparente. Además, su comportamiento es siempre el mismo: algunos pasan todo el tiempo gruñendo sobre la calidad de los hoteles y la comida, los jóvenes se preguntan por qué no hay chicas jóvenes y atractivas disponibles en el viaje, los niños se aburren, y los maestros de escuela cargan por todos lados con sus mapas y sus guías y toman muchas fotos. Otros no parecen mostrar el menor interés por los lugares históricos y pasan todo su tiempo sentados en el café más próximo o comprando los recuerdos más horribles y variados.
Ese autocar en particular era uno de los típicos, creo. Entre sus miembros había un tal señor Pearsall, un tranquilo y solitario hombre de mediana edad de apariencia vagamente erudita. Había gozado del viaje turístico y se había mostrado convenientemente impresionado por los templos griegos de Agrigento y los mosaicos de la gran catedral de Monreale, pero no había conseguido hacer amistad con ninguno de los demás pasajeros, y como las vacaciones estaban a un par de días de su término empezaba a considerar el regreso a casa. En consecuencia, se mostró ligeramente irritado cuando la vieja señora Tavistock, en la parte de atrás del autocar, empezó a quejarse de dolores en el estómago. No había dejado de quejarse en todo el viaje, pero ahora parecía realmente enferma, lo que dio como resultado que Giuliano, el guía, pidiera al conductor que se detuviera en el primer pueblo a fin de buscar un doctor.
El primer pueblo resultó ser un conjunto de casas que ni siquiera estaba señalizado en los mapas, apiñadas debajo de un enorme farallón, sin ningún rasgo característico que permitiera distinguirlo de cualquiera de los otros cincuenta pequeños pueblos por los que habían cruzado a lo largo de su camino. Allí Giuliano fue en busca de un médico, dejando a sus turistas medio adormilados, leyendo ociosamente sus libros o charlando de cosas inconcretas. Era la media tarde, y el sol caía con fuerza. Todos los sicilianos sensatos estaban dentro de sus casas durmiendo la siesta. Todos los postigos de las ventanas estaban cerrados, y no se veía ni un alma en la calle.
Al cabo de un rato regresó Giuliano, lamentando informarles que iban a tener que esperar al menos una hora antes de que la señora Tavistock pudiera recibir atención y ellos pudieran continuar. Mientras tanto, podían salir y estirar las piernas, aunque era difícil que hallaran algo abierto. El autocar haría sonar el claxon para llamarles de vuelta cuando llegara el momento. En este punto se enzarzó en una animada conversación en italiano con Umberto, el conductor, que hizo varios gestos enfáticos, resultado de los cuales fue una información no demasiado alentadora. La gente del lugar, dijo Giuliano, no era muy sociable precisamente, de modo que los turistas no iban a encontrar muchas facilidades. Los autocares normalmente no se paraban nunca allí, y no tenía el menor objeto visitar el pueblo; realmente, no tema nada que ofrecer. Expresó de nuevo su consternación y habló unas cuantas palabras más con Umberto. El conocimiento del italiano del señor Pearsall no era demasiado grande, pero creyó captar que «no es probable que surjan complicaciones si van todos juntos».
Sin embargo, el señor Pearsall no tenía la menor intención de permanecer con los demás mientras se quedaban parados sin saber qué hacer. Había vislumbrado una iglesia en la parte de debajo de una calle lateral cuando penetraban en el pueblo, le pareció antigua y sorprendentemente grande para un lugar tan insignificante, y pensó que quizá valdría la pena efectuar una visita de exploración. Las «complicaciones» que Giuliano había mencionado (suponiendo que lo hubiera comprendido bien) podían interpretarse como ladrones. Les había advertido que tuvieran cuidado con los tirones de bolsos en las grandes ciudades, pero era muy poco probable que bandas de asaltantes se molestaran en patrullar un pueblo donde los turistas no se paraban nunca. Las calles aparecían absolutamente desiertas. Además, el señor Pearsall aún estaba en buena forma, e imaginaba que podía defender sus pertenencias contra cualquier tipo de ratero; o, en el peor de los casos, echar a correr lo suficientemente rápido como para librarse de él. Así pues, agarrando su cámara, comunicó su pretendido destino a otro pasajero (que no demostró ni la más pequeña inclinación a acompañarle) y partió decidido.
Las calles laterales del pueblo eran muy estrechas y ascendían en pronunciada pendiente la colina hacia el imponente farallón que lo dominaba desde arriba. Algunas de ellas tenían gradas. El señor Pearsall se preguntó si no sería claustrofóbico vivir bajo aquella gran sombra negra, y también especuló acerca de si el pueblo no habría sufrido nunca daños por la caída de rocas. Tras un par de vueltas por calles sin salida, desembocó en una pequeña placita pavimentada con guijarros, y tan desprovista de gente como el resto del pueblo, que daba paso a la iglesia. Una mirada al sol le indicó que estaba acercándose a ella por su lado oeste: la esquina meridional casi tocaba la base del farallón. Debido a que tenía exactamente el mismo color y textura que aquella imponente masa, la iglesia daba la inquietante impresión de haber sido tallada, por la mano de un gigante, de un solo bloque de la enorme roca.
Su primera sensación, nos dijo el señor Pearsall, fue de gran vejez y ruina general. La iglesia parecía mucho más vieja que los templos dóricos de Agrigento que habían admirado aquella misma semana, aunque su intelecto le decía que aquél no podía ser el caso. Supuso que debía tratarse de un edificio normando, aunque posiblemente erigido sobre unos cimientos aún más viejos: árabes o incluso romanos. El estilo era sin embargo lo suficientemente típico, aunque más bien fuera de proporciones. Dos achaparradas y pesadas torres, con muy pocas ventanas (y además muy pequeñas), flanqueaban un pórtico de tres amplios arcos puntiagudos. La escasa decoración que pudo existir en algún momento allí, apenas era ahora discernible. Parecía como si en su época hubiese habido frescos en el interior del pórtico, pero ahora el enlucido estaba terriblemente cuarteado, y en algunos lugares había caído por completo. Sólo unas pocas e imprecisas siluetas de figuras humanas —presumiblemente santos— podían descubrirse aún. Había una gran puerta de madera, deteriorada y carcomida, con paneles tallados en lo que en su tiempo habían sido recargados esquemas abstractos. Influencia morisca, se dijo a sí mismo el señor Pearsall, y empujó la puerta. Estaba cerrada.
Aquello era predecible bajo cualquier circunstancia, pero aun así irritante. El señor Pearsall retrocedió hasta la plaza para tomar una foto, y luego miró su reloj. Apenas habían pasado quince minutos desde que abandonara el autocar y aún quedaba mucho tiempo que matar. El día era más caluroso que nunca, y si había algunas tiendas en aquella plaza olvidada de Dios, todas estaban resueltamente cerradas. Decidió dar la vuelta a la iglesia, a falta de otra cosa que hacer. Además, durante parte del recorrido estaría en la sombra, donde haría más fresco. Sin gran entusiasmo, inició el camino. Era un hombre de temperamento tranquilo, pero si había algo que le irritaba era encontrarse de pronto sin nada que hacer cuando había confiado en estar ocupado.
A lo largo del lado sur, las cerradas casas estaban situadas tan cerca de la iglesia que la calle más bien parecía un túnel. No había avanzado gran cosa cuando observó una pequeña puerta lateral. No debe sorprendemos que intentara abrirla. Para su gran alegría, descubrió que no estaba cerrada con llave. Sorprendido ante su buena suerte, y felicitándose por su persistencia, penetró en el interior.
Al principio no vio nada, tan oscuro estaba después del fuerte resplandor del sol de la tarde allá afuera. Muy pronto, los ojos del señor Pearsall se acostumbraron a la penumbra y fue capaz de mirar a su alrededor. Inmediatamente supo que su paseo había sido provechoso. Con su metódica costumbre, empezó a clasificar cuanto podía ver. Una larga y alta nave, con pequeñas naves laterales a ambos lados. Claramente, otra iglesia normanda, con los puntiagudos arcos aprendidos de los árabes. Pero, a diferencia de algunas de las otras que había visto en sus visitas, aquella no había sido reformada durante el período barroco. No se veía ninguna pilastra corintia. Los capiteles de las columnas parecían una masa de grotesca talla, aunque estaban tan sucios de un espeso tizne que no podían distinguirse claramente. Por supuesto, todo el interior estaba muy sucio; los bancos llenos de polvo y las velas tan descoloridas que parecía como si no hubieran sido encendidas en años. Sin lugar a dudas, no esperaban visitantes, puesto que no había guía alguno para la visita ni postales visibles por ningún lado.
Entonces el señor Pearsall vio los mosaicos. Había sido iniciado ya en las maravillas que los normandos habían legado a Sicilia al respecto, con muestras tan asombrosas como las de la catedral de Monreale y la Capilla Palatina en Palermo, pero, pese a ello, los ejemplos de aquel arte desplegados en aquel lugar apartado le hicieron perder el aliento. Allí, algún anónimo artesano del siglo XII había tomado el estilo bizantino y lo había interpretado con un vigor y un álito propios. Una verdadera biblia popular de sorprendente fuerza cubría las paredes. El señor Pearsall olvidó por completo el paso del tiempo mientras seguía aquellos tesoros. Allí estaba la creación del mundo en una secuencia de siete cuadros, y allí estaban Adán y Eva tentados por la serpiente y expulsados del Paraíso. Seguían más escenas: Caín asesinando a Abel, la construcción del Arca, la embriaguez de Noé, la Torre de Babel, Abraham y la destrucción de las Ciudades de la Llanura, el sacrificio de Isaac; y así muchas más, cada una más sorprendente que la anterior.
Resultaba extraño, pensó el señor Pearsall mientras avanzaba de escena en escena lleno de maravilla y admiración, que los habitantes de aquel pueblo desanimaran a los turistas. Allí tenían algunos de los mosaicos más excelentes de la isla, si no de toda Italia, y sin embargo dejaban que fueran deteriorándose lejos de la vista, en una sucia iglesia cerrada. Solamente con un poco de iniciativa y energía por parte de las autoridades del pueblo, era seguro que los visitantes acudirían en tromba para ver tales maravillas. ¿Qué tenían en contra de los turistas? Seguro que en el lugar había suficientes propietarios de cafés en perspectiva y vendedores de recuerdos como para insistir en que se hiciera algo. ¿Por qué la iglesia no se mencionaba en ninguna de las guías turísticas que tan asiduamente había leído antes de iniciar el viaje? Tales eran los pensamientos que cruzaron la mente del señor Pearsall, pero al cabo de un rato empezó a sufrir otras dudas.
Se le hizo evidente que, aunque el artista poseía un gran vigor natural, era la plasmación del mal lo que más atraía lo mejor de su arte. La serpiente en el Jardín del Edén, por ejemplo, poseía un rostro humano que exhibía una siniestra y seductora mirada de soslayo. En la historia de Caín y Abel, no había la menor duda de que era Caín quien representaba al héroe: Abel, mientras yacía impotente en el suelo, era un simple y desventurado bobalicón, mientras que su asesino, de pie sobre él con una espada alzada para hendirle el cráneo, estaba lleno de potencia salvaje. En Babel, los soldados del rey Nimrod parecían meros autómatas sin voluntad. Por su parte, el cuadro de Saúl y la bruja de Endor estaba situado en el extremo más oscuro de la iglesia, quizá deliberadamente, cubierto de telarañas. Tras examinarlo de cerca, el señor Pearsall casi se alegró de ello, porque dentro de la cueva de la bruja había algunas desagradables formas no humanas que quizá hubiera sido mejor no exponerlas a la vista.
«Quizás el artista era un maniqueo —se dijo el señor Pearsall—, un cátaro o un albigense. (¿O son todos lo mismo? ¿He tomado bien las fechas?), más convencido de la existencia del mal que de la del bien. Quizá sus mosaicos fueron condenados por heréticos. Pero, en ese caso, ¿por qué no fueron destruidos, en vez de mantener cerrada la iglesia? Me pregunto qué habrá hecho con el Nuevo Testamento...»
Aquellos mosaicos aún le resultaron más turbadores. El señor Pearsall no pudo descubrir una Anunciación, ni siquiera una Natividad, pero había una horriblemente realista Matanza de los Inocentes, en la cual se representaba un amplio número de ingeniosos y repugnantes medios para asesinar niños, mientras el rey Heredes permanecía sentado en su trono, contemplando la carnicería y riendo. El retrato de Judas recibiendo sus treinta monedas de plata por parte de Caifas hubiera sido considerado una obra maestra de todos los tiempos, de no haber sido tan absolutamente desagradable. Y así seguía... a través de varios detestables retratos de gente poseída por los demonios, a través de las historias de Simón Mago y Ananías, los cuales eran de nuevo la más viva caracterización de sus respectivas escenas, hasta el aterrador cuadro de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En ese momento, el señor Pearsall no sólo estaba claramente trastornado por los mosaicos, sino que empezaba a sentirse francamente mal. Al principio la iglesia estaba en completo silencio, pero ahora parecía llena de pequeños ruidos incapaces de localizar. Sus pasos resonaban una y otra vez en un largo decrescendo, pero parecía como si les respondiesen extraños roces y crujidos. Sin duda eran los sonidos normales de la vida roedora, o de una madera envejecida al inicio de su penosa muerte, pero cuando, como el señor Pearsall, uno se encuentra solo en una antigua iglesia en medio de un pueblo extraño, donde ni siquiera un solo habitante ha mostrado aún su rostro y donde además uno está rodeado por las más inquietantes ilustraciones del mal bíblico, tales explicaciones racionales pierden inevitablemente fuerza. Una o dos veces contuvo el aliento y permaneció completamente inmóvil para ver si los ruidos continuaban. No sólo por eso, sino que además tema la creciente sensación de que estaba siendo observado. Probablemente sólo eran los rostros de los mosaicos los que le provocaban aquello, pero en más de una ocasión pensó que había visto un movimiento exactamente en su ángulo de visión. Alarmado, dio media vuelta sólo para descubrir que no había nada.
Finalmente llegó ante una Virgen María que no sólo estaba desprovista de la habitual serenidad, sino que además poseía la voluptuosidad de un vampiro. Tan sorprendente era su expresión, que por un momento pensó que debía tratarse de una representación de la Prostituta Escarlata de Babilonia, pero no, tenía la postura y las ropas habituales de la Virgen. Además, en sus brazos estaba el niño Jesús, un horrible pequeño con una untuosa y mojigata sonrisa que hizo pensar al señor Pearsall en el saciado apetito hacia algo perverso. Se estremeció y sintió una sensación de tan agudo desagrado que por un momento olvidó completamente los ruidos.
Durante todo aquel tiempo había evitado mirar hacia el lado este, procurando reservar para el final la visión de lo que siempre era la gloria de las iglesias sicilianas: la gran figura de Cristo en el ábside encima del altar. Incapaz de contenerse por más tiempo, volvió su mirada en aquella dirección.
Por supuesto, era una obra maestra, pese a la suciedad y a las telarañas que lo envolvían. Como es costumbre, la imagen representaba la cabeza y los hombros de Cristo, vestido de rojo y azul, el brazo derecho levantado para dar la bendición, el izquierdo sosteniendo un libro abierto escrito en griego. El tratamiento dado por el desconocido artista era maravilloso, pero la expresión en el rostro de Cristo únicamente podía calificarse de horrible: una maligna sonrisa de desprecio, la mirada muy penetrante. El señor Pearsall no sabía griego, pero sospechó que las palabras escritas en la página abierta del libro no eran ningún texto normal de las escrituras. Y la mano derecha... ¿Era el gesto habitual de bendición? ¿O el primero y último dedos estaban erguidos con... el conocido gesto de los cuernos del diablo?
«Ésta es una iglesia blasfema —se dijo el señor Pearsall a sí mismo—. Los mosaicos pueden ser excelentes, pero también son terribles. Algún obispo, quizá incluso el Papa, los condenó e hizo que la iglesia fuera cerrada. Ni siquiera la gente del pueblo querrá hablar de ellos porque sigue siendo gente muy religiosa, ni dejará que los turistas entren en ella. En realidad, esos cuadros son capaces de provocar pesadillas a cualquiera. Bien, me alegro de haberlos visto, pero éste no es un lugar agradable para visitar solo.»
Miró a su reloj, y casi se sintió aliviado al descubrir que su hora había prácticamente expirado. Eso le dio una excusa para marcharse sin explorar el resto de la iglesia. Con paso rápido, que cualquier observador imparcial hubiera dicho que estaba peligrosamente cerca de una carrera motivada por el pánico, volvió a la puerta del lado sur por donde había entrado.
Estaba cerrada.
Durante un rato, el señor Pearsall luchó con la puerta de forma más bien fútil, sacudiéndola, girando a un lado y a otro la manija metálica, intentando averiguar si se había quedado trabada con algo, pero enteramente incapaz de conseguir algún resultado. Golpeó la puerta con la palma de las manos y le dio patadas, con lo que un gran estruendo resonó formando múltiples ecos por toda la iglesia, parecidos a una salva de cañonazos, y hasta el día de hoy jura que desde algún lugar le llegó como respuesta una especie de siniestra risita.
Con un considerable esfuerzo, logró tranquilizarse.
«Eso es estúpido —se dijo a sí mismo—. Probablemente se trata de algún vigilante que olvidó cerrar la iglesia antes de la siesta, y sólo se dio cuenta de su error cuando despertó. Debe de ser un hombre muy estúpido o descuidado, de lo contrario hubiese mirado para comprobar si había alguien dentro.»
De todos modos, no deseaba volver a golpear de nuevo la puerta y obtener aquel horrible eco, así que decidió buscar otra puerta que pudiera estar abierta. La lógica le sugería que debía haber una en el lado norte, quizá abriéndose a un claustro o algo parecido. Cruzó la nave con una cierta ansiedad nerviosa (y evitando cuidadosamente mirar la blasfema figura del Cristo, aunque podía sentir la cruel mirada clavada en él con una fuerza casi tangible) y fue en su busca.
Por supuesto, existía una puerta en el ángulo de la nave lateral norte, y no estaba cerrada, aunque daba la sensación de que hacía mucho tiempo que no había sido abierta. Necesitó desarrollar una gran fuerza para hacerla girar. Chirrió horriblemente mientras se abría hacia dentro, dejando escapar una lluvia de polvo, y un peculiar olor a moho se expandió por el aire. El señor Pearsall se encontró ante un tramo de gastados peldaños de piedra que descendían hacia la oscuridad.
Aquello no parecía en absoluto una salida. De hecho, el olor sugería que la cámara inferior, fuera lo que fuese, estaba completamente aislada del aire exterior, y así había estado durante mucho tiempo. Era un camino nada prometedor para alguien que deseaba abandonar el edificio, e incluso hoy el señor Pearsall no ha sido nunca capaz de proporcionar una explicación satisfactoria del porqué decidió descender aquellos peldaños. Ya era tarde, y después del turbador efecto de los mosaicos, la mayor parte de su celo explorador se había evaporado. Sin embargo, no conseguía resistir la atracción de aquel umbral. Más tarde se preguntó si realmente había poseído un completo control de sus movimientos. Todo aquel lugar tenía un aire claramente siniestro; pese a todo, empujó la puerta hasta abrirla por completo y dio sus primeros pasos tentativos hacia la descendente oscuridad.
La escalera era larga y curiosamente húmeda pese a la sequedad del clima. Muy pronto, todo rastro de luz procedente del cuerpo principal de la iglesia (que le había parecido tan tenebrosa cuando entró) desapareció, viéndose obligado a sacar el encendedor de su bolsillo y avanzar a la luz de la oscilante llama. Giró un recodo bajo un amenazante arco de piedra sin desbastar, descendió una rampa, y se quedó con la boca abierta ante la visión.
Era una catacumba. Un largo corredor se abría ante él, con pasadizos laterales a ambos lados. Quizá cubría toda el área bajo la nave. Y estaba habitada. Una larga hilera doble de formas humanas se alineaba en cada pasadizo. Todas las clases y edades tenían sus representantes allí: hombres, mujeres y niños, monjes y guerreros, eruditos y damas encopetadas. Todos vestidos con ropas que en su tiempo debieron de ser las mejores; pieles, sedas y trajes recamados, ahora lamentablemente rotos y deteriorados, pero conservando aún un destello de su pasada gloria. Y todos tenían rostro, puesto que evidentemente se había gastado mucho ingenio para conservar los cuerpos, aunque con distintos grados de éxito. Había una muchachita cuyas ropas parecían tener al menos doscientos años de antigüedad, pero que por su piel y su pelo cualquiera hubiera dicho que estaba dormida. Sin embargo, más allá, un hombre con ropas de clérigo había perdido su nariz y sus mejillas, y sus ojos se habían degradado hasta convertirse en unos glóbulos lechosos. Y algo más apartado, un soldado con coraza de acero repujado, que quizá fuera un mercenario del período del Renacimiento, había perdido enteramente su carne, sonriendo impávido desde su calavera desnuda.
¡Pobre señor Pearsall! El efecto habría sido ya bastante desagradable bajo una potente luz eléctrica y rodeado por sus compañeros de viaje, pero allí, completamente solo, encerrado, y tras la alarma y el trastorno de aquellos horribles mosaicos, y sólo con una tenue llama para protegerle de la oscuridad, la impresión fue abrumadora. Jamás ha conseguido explicar por qué no dio media vuelta y salió huyendo. Se refugia diciendo que «sintió como una llamada» que le atraía hacia allí. Realmente es irrefutable que caminó adentrándose en aquel pasillo, por entre aquellas espeluznantes hileras de muertos, el horror apoderándose de él, entrando en él, pero totalmente incapaz de retroceder.
Todos aquellos cuerpos llevaban allí mucho tiempo. El conocimiento que el señor Pearsall tenía de la historia de la indumentaria no era muy grande, pero estaba completamente seguro de que ninguno de aquellos deteriorados atuendos se había colocado más allá de mediado el siglo XVIII, y sin embargo la mayoría parecían medievales. Lo que le quedaba de su mente racional le dijo que catacumbas similares eran algo común en todas partes, pero tal pieza de información parecía extraordinariamente inútil. A medida que penetraba en la catacumba, le parecía retroceder en el tiempo hasta los inicios de la Edad Media. Muy pocos de los rostros conservaban carne ya en ellos; algunos casi estaban desnudos, con las ropas reducidas a pobres andrajos, y otras simplemente caídas en el suelo. Pero siguió adelante, hasta llegar al final.
Por entonces ya había perdido todo sentido de la orientación, pero sospechaba que estaba avanzando bajo el altar, bajo el Cristo de los cuernos del diablo bendiciendo y su malevolente mirada. Y allí estaba el centro de aquel laberinto de muerte: un gran trono de madera dorada, en buena parte podrida, donde había un cuerpo sentado, con las espléndidas ropas y la mitra de un obispo. Todo esto, el señor Pearsall lo vio a distancia, pero a medida que se iba acercando no miraba directamente a la figura. Intentó forzar la vista para mirar solamente las zapatillas, pues estaba convencido de que perdería la razón si miraba más arriba. Pero fue incapaz de luchar cuando una fuerza más fuerte que su propia mente le hizo levantar gradualmente la cabeza más y más arriba: la capa consistorial bordada en oro, las esqueléticas manos con el anillo episcopal rodeando holgadamente el hueso de un dedo, el báculo sujeto verticalmente en la otra mano, los huesos del rostro desnudos de toda carne, los risueños dientes amarillos, los ojos... ¡Los ojos! ¡No habían desaparecido! ¡Seguían vivos, penetrantes, mirando fijamente! ¡Dios mío! ¡Los mismos ojos del Cristo en el mosaico!
El encendedor cayó de la inerte mano del señor Pearsall, que se vio sumido en la oscuridad. Era un encendedor de forma cilíndrica, y pudo oír cómo rodaba fuera de su alcance. Por unos breves segundos tanteó inútilmente el suelo en su busca, luego se dio cuenta de que la búsqueda era inútil. Tendría que encontrar su camino de salida en una total oscuridad. ¿Cuan lejos estaba? ¿Cuántas vueltas había dado? Agitó sus brazos hacia delante y a ambos lados, caminó unos pocos pasos, tocó piedra, se volvió, anduvo un poco más hasta que encontró otro obstáculo, giró de nuevo... Fue en ese instante cuando empezó de nuevo a oír ruidos, un roce seco, horrible, que hubiese querido pensar que se trataba de una rata. Iba detrás de él. Avanzó más de prisa y chocó con uno de los cuerpos. Su rostro se enterró en la podrida tela y sintió cómo los brazos sin vida rodeaban sus hombros. Perdiendo completamente los nervios, gritó: un sonido ahogado que se extinguió rápidamente. Corrió a la ventura, golpeó contra otro cuerpo, volvió a correr y chocó de nuevo. Los cadáveres se estaban derrumbando a todo su alrededor, y sin embargo aún se oía un roce como si se arrastraran y un seco y sepulcral crujido detrás de él, también moviéndose. No rápidamente, pero pronto le alcanzaría si no conseguía hallar las escaleras. Cayó, se cortó en las manos y gritó de nuevo, pero no de dolor. Perdió la cuenta de cuántas veces tropezó con obstáculos, hasta que, lleno de arañazos y sangrante, no pudo ir más allá y se cubrió las espaldas apoyándolas contra el muro de piedra. El sonido susurrante estaba muy cerca ahora. Luz. ¡Necesitaba luz! Había perdido su encendedor y no tenía cerillas. Frenéticamente, sus manos rebuscaron en sus bolsillos esperando un milagro. ¡Por supuesto! ¡Los cubos de flash para su cámara! Con dedos temblorosos, extrajo uno y tanteó durante lo que le pareció una eternidad hasta conseguir encajarlo en su lugar. Pulsó el disparador y nada. ¡Un fracaso! Le dio un cuarto de vuelta y probó otra vez. Nada tampoco. El sonido susurrante estaba ahora tan sólo a unos pocos centímetros. ¡Piensa hombre, piensa! ¡Claro! Había olvidado correr la película, así que el flash no podía funcionar. Haz pasar la película a inténtalo de nuevo... justo a tiempo...
En el cegador instante pudo verle a no más de un metro de su rostro: las ropas doradas, la mitra, el cráneo, y los ojos, los terribles ojos...
Debió de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba rodeado por la brillante luz del día, tendido en el asiento trasero del autocar, y Giuliano se inclinaba sobre él. El otro turista le había dicho dónde se había dirigido el señor Pearsall, y cuando vieron que no regresaba a tiempo, Giuliano y Umberto se habían dirigido a la iglesia en su busca. Al entrar por la puerta sur (negaron categóricamente que estuviese cerrada) oyeron sus gritos desde la cripta y vieron el flash. Lo encontraron sin dificultad: estaba a pocos metros de las escaleras.
Giuliano se sentía más aliviado que irritado, pero reprendió al señor Pearsall por desordenar los cuerpos de la catacumba. Chocar contra ellos en la oscuridad podía considerarse una falta de cuidado y poco respeto, pero arrastrar deliberadamente un cuerpo desde su lugar de reposo... y además el cuerpo de un obispo...
El señor Pearsall no tuvo fuerzas para discutir.
EL HOMBRE NEGRO CON UN CUERNO
T. E. D. Klein
El nombre de T. E. D. Klein ha aparecido recientemente en algunas importantes antologías dedicadas a relatos de horror, aunque estas apariciones han sido escasas. Sin embargo, esa escasez no es reflejo de la mayor o menor calidad de sus escritos: lo que ocurre es que Klein es un autor que prefiere trabajar en el campo de la novela y la novela corta, creando meticulosamente sus historias al ritmo de aproximadamente una al año o así. El año 1980 vio precisamente un aumento en su producción, con la aparición de este relato y de la novela corta Children of the Kingdom (Hijos del reino) en la antología de Kirby McCauley Dark Forces (Fuerzas oscuras).
Klein es natural de Nueva York, donde nació en 1947, y ahora vive en Manhattan. Anteriormente enseñó en una escuela superior de Maine, trabajó en el departamento de guiones de la Paramount Pictures, y es el director de la nueva revista Twilight Zone. Además de sus relatos de ficción, Klein ha escrito artículos para el New York Times, así como las notas introductorias de la antología de horror de Kirby McCauley Beyond Midnight (Más allá de la medianoche). Es licenciado por las universidades de Brown y Columbio, y fue durante los cuatro años que vivió en Providence, mientras asistía a aquella universidad, que Klein empezó a interesarse por los escritos de H. P. Lovecraft. Del mismo modo que M. R. James influyó a escritores de lo sobrenatural en Gran Bretaña, Lovecraft inspiró a sucesivas generaciones de escritores para continuar sus Mitos de Cthulhu. Por lo general, tales continuaciones son horribles más allá de lo imaginable. El hombre negro con un cuerno ofrece la prueba de que tal afirmación no necesita ser una regla, al mismo tiempo que es una amarga glosa a la obsesiva adoración de los seguidores del héroe muerto.
El negro (palabras oscurecidas por el matasellos) era
fascinante... Tenía que haberle tomado una instantánea.
H.P.LOVECRAFT
(postal a E. Hoffmann Price, 23/7/1934)
Hay algo inherentemente reconfortante en la primera persona del pretérito indefinido. Conjura visiones de un narrador ante su escritorio dando contemplativamente chupadas a una pipa en la seguridad de su estudio, perdido en tranquila reminiscencia, templado pero esencialmente incólume por cualquier experiencia que esté relatando en ese momento. Es un pretérito que dice: «Estoy aquí para contaros la historia. La viví personalmente».
La descripción, en mi propio caso, es perfectamente exacta... por cuanto puedo decir. Verdaderamente estoy sentado en una especie de estudio: en realidad un pequeño cuarto de trabajo, pero con una estantería llena de libros ocupando uno de sus lados, debajo de un paisaje de Manhattan pintado hace varios años, por mi hermana, de memoria. Mi escritorio es una mesa de bridge plegable que en su tiempo le perteneció a ella. Delante de mí, la máquina de escribir eléctrica, precariamente apoyada, zumba suavemente. Y a mis espaldas, desde la ventana, llega el susurro familiar del viejo acondicionador de aire librando su solitaria batalla contra la cálida noche. Más allá, en la oscuridad del exterior, los pequeños ruidos nocturnos son sin lugar a dudas tranquilizadores: el viento en las palmeras, el monótono canto de los grillos, el ahogado parloteo de la televisión de un vecino, un coche ocasional dirigiéndose hacia la carretera, cambiando de marcha mientras acelera pasada la casa...
La casa, en realidad, puede describirse con unas pocas palabras: es un bungalow de estuco verde, de una sola planta, el tercero de una hilera de nueve situados a varios cientos de metros de la carretera. Sus únicos rasgos distintivos son el reloj de sol en el patio delantero, traído hasta aquí por mi hermana de su anterior casa, y la pequeña y destartalada valla de estacas, ahora casi cubierta de hierbajos, que ella erigió pese a las protestas de los vecinos.
Difícilmente será el más romántico de los lugares, pero bajo circunstancias normales puede constituir un entorno adecuado para la meditación en tiempo pasado. «Aún sigo aquí», dice el escritor, ajustando el tono. (Sujeto incluso con los dientes la necesaria pipa, llena con tabaco turco.) «Ahora ya ha terminado todo. Lo viví personalmente.»
Una premisa reconfortante, quizá. Sólo que en este caso resulta no ser verdad. Si la experiencia «ha terminado» realmente es algo que nadie puede decir; y si, como yo sospecho, el último capítulo aún tiene que establecerse, entonces la noción de estar «viviéndolo personalmente» parecerá una patética presunción.
Sin embargo, no puedo decir que considere el pensamiento de mi propia muerte como algo particularmente inquietante. A veces me siento tan cansado, en esta pequeña habitación con sus muebles de mimbre baratos, sus manoseados libros viejos, la noche queriendo entrar desde fuera... Y ese reloj de sol ahí en el patio, con su estúpido mensaje. «Envejece conmigo...»
Eso es lo que he hecho, y mi vida difícilmente parece haber importado en el esquema de las cosas. Seguramente su final tampoco importará en absoluto.
Ah, Howard, tendrías que haber comprendido.
¡Eso, muchacho, es lo que yo llamo
una experiencia de viaje!
LOVECRAFT
12/3/1930
Si mientras lo escribo, este relato adquiere un final, promete ser un final infeliz. Pero el principio no es así; de hecho, puede que parezca más bien humorístico... lleno de cómicas caídas de culo, bajos de los pantalones mojados, y una bolsa para el mareo cayéndose.
—Me fortalecí para soportarlo —estaba diciendo la vieja dama de mi derecha—. No me importa decirle que estaba excesivamente asustada. Me aferré a los brazos del asiento y, simplemente, rechiné los dientes. Y luego, ¿sabe?, inmediatamente después de que el capitán nos advirtiera de esa turbulencia, cuando la cola empezó a alzarse y a caer, flip-flop, ffip-flop, bien... —exhibió su dentadura hacia mí y me palmeó la muñeca—, no me importa decírselo, no había nada que hacer excepto vomitar.
¿Dónde había aprendido aquella mujer tales expresiones? ¿Y qué era lo que intentaba conseguir de mí? Su mano se aferraba húmeda a mi muñeca.
—Espero que me deje pagar la tintorería.
—Señora —dije—, no se preocupe por eso. El traje ya estaba manchado.
—¡Qué hombre tan encantador!
Inclinó la cabeza tímidamente hacia mí, aún sujetando mi muñeca. Aunque el blanco de sus ojos hacía mucho que se había vuelto del color de las viejas teclas de un piano, no dejaban de ser atractivos. Pero su aliento me repelía. Deslizando mi libro en un bolsillo, llamé a la azafata.
El percance descrito había ocurrido hacía varias horas. Al subir a bordo del avión en Heathrow, rodeado por lo que parecía ser un equipo de rugby aborigen (todos vestidos igual, chaquetas azul marino con botones de hueso), fui empujado desde atrás y tropecé con una sombrerera de cartón negro en la cual algún chino había guardado su comida: sobresalía por el pasillo, cerca de los asientos de primera clase. Algo que había en su interior se derramó sobre mis tobillos —salsa de pato, sopa quizá— y dejó una pegajosa mancha amarilla en el suelo. Me volví a tiempo para ver a un alto y corpulento caucásico con una bolsa de Air Malay y una barba tan espesa y negra que parecía surgida de los tiempos del cine mudo. Sus modales eran también de cine mudo, puesto que después de apartarme con el hombro (con un hombro tan ancho como mi maleta) se abrió camino por el atestado pasillo, la cabeza bamboleándose cerca del techo como un globo hinchado de gas, y repentinamente desapareció de la vista en la parte de atrás del avión. En su estela capté el aroma de melaza, e instantáneamente recordé mi infancia: sombreritos de fiesta de cumpleaños, bolsas con regalos, y dolor de barriga después de comer.
—Mucho lo siento.
Un pequeño y grueso Charlie Chan miró temerosamente la aparición que se alejaba, luego se inclinó para deslizar su comida debajo de su asiento, jugueteando con las cintas de su traje.
—No se preocupe —dije.
Aquel día me sentía benévolo hacia todo el mundo. Volar seguía siendo una novedad. Mi amigo Howard, por supuesto (como he recordado al público de mi conferencia esta misma semana), acostumbraba a decir que él odiaba ver cómo los aeroplanos se convertían en algo de uso comercial común, puesto que añadían una maldita e inútil velocidad a una vida ya lo suficientemente rápida. Los despreciaba como «artilugios para la diversión de los caballeros». Pero él sólo habla subido a uno de ellos una única vez, en los años veinte, y tan sólo durante el tiempo que le permitió el pago de 3,50 dólares. ¿Qué podía saber él de silbantes motores, de la satisfacción de cenar a mil metros de altitud, de la posibilidad de mirar por una ventanilla y descubrir que la Tierra es, después de todo, completamente redonda? Todo esto se lo había perdido: está muerto, y por ello debe compadecérsele.
Pero incluso en la muerte había triunfado sobre mí...
Todo esto me dio algo en qué pensar mientras la azafata me ayudaba a ponerme en pie, mirando con preocupación profesional la mancha en mi regazo... Aunque lo más probable era que estuviera pensando en la limpieza que le aguardaba cuando yo abandonara mi asiento.
—¿Por qué hacen esas bolsas tan resbaladizas? —preguntó quejumbrosamente mi vieja vecina—. Y todo sobre ese precioso traje masculino. Realmente, tendría usted que hacer algo al respecto.
El avión descendió bruscamente y luego se estabilizó. Ella hizo girar los ojos en sus órbitas.
—Puede volver a ocurrir —dijo.
La azafata me condujo por el pasillo hacia el lavabo situado en el centro del aparato. A mi izquierda, una ojerosa joven arrugó la nariz y sonrió hacia el hombre que tenía a su lado. Yo intenté disimular mi frustración con una apariencia irritada («¡No soy yo quien ha causado todo este desastre!»), pero dudo que tuviera éxito. El brazo de la azafata que sujetaba el mío era superfluo, pero confortable; me apoyé más en ella a cada paso. Existen, como vengo sospechando desde hace tiempo, algunas pocas y preciosas ventajas en tener setenta y seis años y aparentarlos..., y una de ellas es ésta: aunque a uno se le excusa de la frustración de flirtear con una azafata, sí puede apoyarse tranquilamente en su brazo. Me volví hacia ella para decir algo divertido, pero no lo hice; su rostro era tan inexpresivo como la esfera de un reloj.
—Le esperaré aquí fuera —dijo ella, y abrió la lisa puerta blanca.
—No es necesario. —Me erguí—. Pero, ¿podría usted...? Quiero decir..., ¿podría hallarme otro asiento? No tengo nada contra esa dama, compréndalo, pero no deseo ver de nuevo su comida.
Dentro del lavabo, el zumbido de los motores parecía más fuerte, como si las paredes de plástico rosa fueran todo cuanto me separaba del chorro propulsor y de los vientos árticos. Ocasionalmente, el aire por el que cruzábamos debía volverse más agitado, ya que el avión rateaba y oscilaba como un patín sobre hielo irregular. Si levantaba la tapa del inodoro casi esperaba ver la Tierra a kilómetros de distancia bajo nosotros, un helado Atlántico gris salpicado de icebergs. Inglaterra estaba ya a miles de kilómetros de distancia.
Con una mano en la manecilla de la puerta para apoyarme, me limpié los pantalones con una toalla de papel perfumada que saqué de un envoltorio de aluminio, y metí varias más en mi bolsillo. Las vueltas del pantalón aún llevaban residuos de la pegajosidad china. Esta parecía la fuente del olor a melaza. Lo limpié infructuosamente, observándome a mí mismo en el espejo: un viejo equipaje, calvo y de aspecto inofensivo, con hundidos hombros y un traje mojado (tan distinto del confiado joven en la foto titulada «HPL y discípulo»)... Abrí el pestillo y salí. Una mezcla de olores. La azafata había encontrado un asiento vacío para mí en la parte de atrás del aparato.
Fue mientras me acomodaba que me di cuenta de quién ocupaba el asiento contiguo: estaba reclinado hacia el otro lado, durmiendo, con su cabeza apoyada contra la ventanilla, pero reconocí la barba.
—Esto, azafata...
Me volví, pero sólo vi la espalda de su uniforme alejándose por el pasillo. Tras un momento de vacilación me senté, haciendo tan poco ruido como me fue posible. Después de todo, me recordé a mí mismo, yo tenía todo el derecho a estar allí.
Ajustando la inclinación del respaldo (para irritación del negro que había detrás de mí), me acomodé y busqué el libro en mi bolsillo. Finalmente se habían decidido a reeditar uno de mis primeros relatos, y ya había encontrado cuatro errores tipográficos. Pero ¿qué otra cosa podía esperar? La portada, con su chillona calavera dibujada, lo decía todo: «Repeluznos: trece escalofríos cósmicos en la tradición lovecraftiana».
Así que era a eso a lo que me veía reducido... El trabajo de toda una vida puesto de lado por cualquier inventor de frases propagandísticas como «digno del propio Maestro», las creaciones de mi cerebro tratadas como meros refritos. Y los propios relatos, una vez calificados por tan elaborada alabanza, eran ahora simplemente —como si eso fuera suficiente recomendación— «lovecraftianos». Ah, Howard, tu triunfo fue completo en el momento en que tu nombre se convirtió en adjetivo.
Sospeché eso durante años, por supuesto, pero sólo con la conferencia de la pasada semana me vi obligado a admitir el hecho de que lo que importaba a la presente generación no era mi propia obra en su conjunto, sino más bien mi asociación con Lovecraft. E incluso esto resultaba degradado: tras años de amistad y apoyo, ser etiquetado —simplemente porque yo era más joven— como mero «discípulo» parecía un chiste demasiado cruel.
Y cada chiste resultaba mejor que el anterior. Este último aún estaba en mi bolsillo, impreso en cursiva en el doblado programa amarillo de la conferencia. No necesitaba volver a echarle una ojeada; allí estaba, definido para siempre como «un miembro del círculo lovecraftiano, educador en Nueva York, y autor de la célebre recopilación Más allá de la tumpa».
Ahí estaba, la cúspide de la indignidad: ¡ser inmortalizado por un error de imprenta! Tú hubieras apreciado eso, Howard. Casi puedo oírte reír suavemente desde —¿dónde si no?— más allá de la tumpa...
Mientras tanto, del asiento contiguo al mío llegaban los raspantes sonidos de una garganta constreñida; mi vecino debía de estar soñando. Dejé mi libro y lo estudié. Parecía más viejo de lo que había parecido al principio; quizá sesenta años o más. Sus manos eran callosas, de aspecto fuerte. En una de ellas llevaba un anillo con una curiosa cruz de plata. La brillante barba negra que cubría la mitad inferior de su rostro era tan densa que parecía casi opaca; su misma oscuridad parecía innatural, porque en su cabeza el pelo estaba estriado de gris.
Miré más de cerca, allá donde la barba se unía al rostro. ¿Era un pedacito de gasa lo que vi debajo del pelo? Mi corazón dio un pequeño salto. Inclinándome hacia delante para mirar desde más cerca, estudié la piel al lado de su nariz: aunque curtida por una larga exposición al sol, tenía una extraña palidez. Mi mirada prosiguió hacia arriba a lo largo de las curtidas mejillas, hacia los oscuros pozos de sus ojos.
Estos se abrieron.
Por un momento miraron fijamente a los míos sin una comprensión aparente, vidriados y enrojecidos. Al instante siguiente se desorbitaban y giraban como los de un pez atrapado por el anzuelo. Sus labios se abrieron, y una voz muy débil chirrió:
—Aquí no.
Permanecimos sentados en silencio, sin movernos ninguno de los dos. Yo me sentía demasiado sorprendido, demasiado azorado para contestar. En la ventanilla, más allá de su cabeza, el cielo aparecía brillante y claro, y sin embargo podía sentir el aparato azotado por corrientes invisibles, las puntas de sus alas agitándose furiosamente.
—No lo haga aquí —susurró finalmente, encogiéndose en su asiento.
¿Acaso aquel hombre era un lunático? ¿Peligroso, quizá? En algún lugar en mi futuro vi unos gigantes titulares: «Pasajero aterrorizado... Maestro retirado de Nueva York víctima de...» Mi inseguridad debió de apreciarse, pues le vi humedecerse los labios y mirar más allá de mi cabeza. Esperanza, y un rastro de astucia, pasaron por su rostro. Me sonrió.
—Lo siento, no hay nada de qué preocuparse. ¡Uf! Debe de haber sido una pesadilla.
Como un atleta después de una carrera particularmente dura, agitó su masiva cabeza, recuperando el control de la situación. Su voz tenía el ligero acento arrastrado de Tennessee.
—Amigo —dejó escapar lo que debería haber sido una risa surgida del corazón—, ¡habría sido mejor no probar ese zumo del diablo!
Le sonreí para tranquilizarle, aunque no había nada en él que sugiriera que había estado bebiendo.
—Esa es una expresión que no había oído en años.
—¿De veras? —dijo con poco interés—. Bueno, he estado fuera.
Sus dedos tamborilearon nerviosamente, (¿impacientemente?) en el brazo de su asiento.
—¿Malaca?
Se envaró, y el color desapareció de su rostro.
—¿Cómo lo sabe usted?
Señalé con la cabeza hacia la bolsa de vuelo de color verde a sus pies.
—Le vi con eso cuando subió a bordo. Usted... parecía tener un poco de prisa, por decirlo de algún modo. De hecho, estuvo usted a punto de tirarme al suelo.
—Eh —su voz estaba controlada ahora, su mirada firme y tranquila—, siento de veras eso, amigo. El hecho es que creía que alguien tal vez estuviera siguiéndome.
Sorprendentemente, le creí. Parecía sincero... o tan sincero como puede serlo cualquiera detrás de una falsa barba negra.
—Va usted disfrazado, ¿verdad? —pregunté.
—¿Se refiere usted a la barba? La compré en Singapur. Una tontería, sabía que no iba a engañar a nadie mucho tiempo, al menos no a un amigo. Pero a un enemigo, bueno... —No hizo ningún movimiento para quitársela.
—Usted está... Déjeme adivinarlo... Usted está en el servicio, ¿verdad?
El servicio diplomático, quería decir; francamente, lo tomé por un espía en acción.
—¿En el servicio? —Miró significativamente a derecha e izquierda, luego bajó la voz—. Bueno, sí, puede decirlo de esta forma. A Su servicio. —Señaló hacia el techo del avión.
—¿Quiere decir...?
Asintió.
—Soy misionero. O lo fui hasta ayer.
Los misioneros son infernales engorros a los que
se debería mantener en sus casas.
LOVECRAFT
12/9/1925
¿Ha visto usted alguna vez un hombre temiendo por su vida? Yo sí, aunque no desde que tenía veinte años. Tras un verano de ociosidad había encontrado finalmente un empleo temporal en la oficina de quien resultó ser un más bien dudoso hombre de negocios —supongo que hoy lo llamarían estafador de poca monta— que, habiendo ofendido no sé cómo a «la pandilla», estaba convencido de que estaría muerto antes de Navidad. Estaba equivocado, sin embargo: pudo gozar de aquéllas y de otras muchas Navidades con su familia, y no fue hasta muchos años más tarde que le encontraron muerto en su bañera, boca abajo en un palmo de agua. No recuerdo gran cosa acerca de ese hombre, excepto lo difícil que resultaba entablar con él una conversación; nunca parecía estar escuchando.
En cambio, hablar con el hombre que se sentaba al lado mío en el avión resultó incluso demasiado fácil. No tenía nada del aire distraído, las vagas respuestas y la preocupada mirada del otro, por el contrario, estaba alerta y altamente interesado en todo lo que se le decía. Excepto por su pánico inicial, de hecho había muy poco que sugiriera que era un hombre perseguido.
Y, sin embargo, eso era lo que proclamaba ser. Acontecimientos posteriores dejarían bien sentadas todas estas cuestiones, pero en aquel momento yo no tenía forma de juzgar si estaba diciéndome la verdad o si su historia era tan falsa como su barba.
Si le creí, fue debido casi enteramente a sus modales, no a la sustancia de lo que dijo. No, no afirmó haberse apoderado del Ojo de Klesh; era más original que eso. Tampoco había violado a la hija única de un doctor brujo. Pero algunas de las cosas que me contó acerca de la región en la cual había estado trabajando —un estado llamado Negri Sembilan, al sur de Kuala Lumpur— parecían francamente increíbles: casas invadidas por árboles, carreteras construidas por el gobierno que simplemente desaparecían, uno de sus colegas regresando de unas vacaciones de diez días para encontrarse con su césped invadido de cosas viscosas que tuvo que quemar dos veces para destruir. Afirmaba que allí había pequeñas arañas rojas que saltaban hasta la altura de los hombros de un hombre «Hubo una chica en el pueblo que se quedó medio sorda porque una de esas asquerosas criaturillas se le metió en el oído y creció hasta hacerse tan grande que se lo taponó» y lugares donde había tantos mosquitos que asfixiaban al ganado. Describió unas tierras de humeantes pantanos llenos de mangles y plantaciones de caucho tan grandes como los antiguos reinos feudales, unas tierras tan húmedas que el papel de las paredes burbujeaba en las noches más cálidas y las biblias se cubrían de moho.
Mientras permanecimos sentados en el avión, encerrados en un mundo de plástico color pastel y con aire acondicionado, ninguna de esas cosas parecía posible. Con el helado azul del cielo más allá de mi alcance, las azafatas caminando vivarachamente junto a mí con sus uniformes azul y oro, los pasajeros a mi izquierda sorbiendo refrescos o durmiendo o pasando las hojas de una revista, me descubrí a mí mismo creyendo menos de la mitad de lo que me estaba diciendo, y atribuí el resto a la exageración y a la inclinación sureña por ese tipo de cuentos. Sólo cuando llevaba una semana en casa y efectué una visita a mi sobrina en Brooklyn revisé mi anterior estimación, puesto que echando una ojeada al libro de geografía de su hijo me encontré con este pasaje: «A lo largo de la península (de Malaca) los insectos forman abundantes enjambres; allí existen probablemente más variedades que en cualquier otro lugar de la Tierra. Hay muy buena madera, y los alcanforeros y ébanos se encuentran en profusión. Se producen muchas variedades de orquídeas, algunas de ellas de extraordinario tamaño». El libro aludía a la «rica mezcla de razas y lenguajes» en la zona, a su «extrema humedad» y a su «exótica fauna nativa», y añadía: «Sus junglas son tan impenetrables que incluso las bestias salvajes tienen que mantenerse en los cauces de los senderos ya trazados».
Pero quizá el aspecto más extraño de aquella región era que, pese a sus peligros e incomodidades, mi compañero afirmaba amar el lugar.
—Hay una montaña en el centro de la península... —Mencionó un nombre impronunciable y agitó la cabeza—. La cosa más hermosa que haya visto usted. Hay algunas regiones realmente hermosas abajo, a lo largo de la costa, que uno juraría pertenecen a algunas de las islas de los Mares del Sur. Confortable también. Oh, de acuerdo, es húmedo, especialmente en el interior, donde se supone que estaba la nueva misión... Pero la temperatura nunca alcanza los cuarenta grados. Intente decir lo mismo para la ciudad de Nueva York.
Asentí.
—Sorprendente.
—Y la gente... —prosiguió—. Bueno, creo sencillamente que es la gente más amistosa de todo el mundo, ya sabe. He oído multitud de cosas malas de los musulmanes. La mayor parte de ellos forman parte de la secta sunní, pero le diré que nos trataron con la más extremada cortesía que se debe a unos vecinos... Mientras nuestras enseñanzas estuvieran disponibles, por decirlo así, y no interfiriéramos con sus asuntos... Y no lo hicimos. No debiéramos haberlo hecho. Lo que construimos, entienda, fue un hospital. Bueno, una clínica como mínimo: dos enfermeras diplomadas y un doctor que acudía dos veces al mes. Y una pequeña biblioteca con libros y películas. Y no sólo teología. Todos los temas. Estábamos justo en las afueras del poblado, y todos tenían que pasar delante de nosotros al ir hacia el río. Cuando creían que ninguno de los lontoks estaba mirando, se metían dentro y echaban una ojeada.
—¿Ninguno de los qué?
—Sacerdotes, o algo parecido. Había un montón. Pero no interferían con nosotros, ni nosotros con ellos. No sé realmente qué hace que haya tantos conversos, pero nunca he tenido nada malo que decir acerca de esa gente.
Hizo una pausa y se frotó los ojos. Repentinamente, pareció tener su verdadera edad.
—Las cosas iban estupendamente. Y entonces me dijeron que estableciera una segunda misión, más al interior.
Se detuvo de nuevo, como si sopesara cómo continuar. Una rechoncha mujer china estaba levantándose lentamente de su asiento para salir al pasillo mientras se sujetaba a los asientos de ambos lados para mantener el equilibrio. Sentí su mano casi rozando mi oído cuando pasó por mi lado. Mi compañero la observó con cierta inquietud, aguardando hasta que hubo pasado. Cuando habló de nuevo, su voz era notablemente más aguda.
—He estado por todo el mundo, en un montón de lugares donde la mayor parte de norteamericanos no pueden ir hoy en día... Y siempre, estuviera donde estuviese, he tenido la impresión de que Dios estaba a buen seguro observando. Pero cuando me adentré por aquellas colinas, bien... —Meneó la cabeza—. Iba prácticamente solo, entienda. La mayor parte del personal vendría más tarde, una vez yo me hubiera instalado. Conmigo sólo venía uno de nuestros exploradores, dos porteadores, y un guía que era a la vez intérprete. Todos ellos nativos. —Frunció el ceño— El explorador, al menos, era cristiano.
—¿Necesitaba usted un intérprete?
La pregunta pareció distraerle.
—Para la nueva misión, sí. Mi malayo es bastante bueno para las tierras bajas, pero en el interior utilizan docenas de dialectos locales. Me hubiera sentido perdido allí arriba. A donde iba hablan algo que la gente de allá abajo, en el poblado, llama agon di-gatuan... El viejo lenguaje. Nunca llegué a comprender realmente buena parte de él. —Bajó la mirada hasta sus manos—. No estuve allí mucho tiempo.
—Problemas con los nativos, supongo.
No respondió de' inmediato. Finalmente, asintió.
—Realmente creo que es la gente más detestable que nunca haya vivido —dijo con gran deliberación—. A veces me pregunto cómo Dios pudo crearlos. —Miró por la ventanilla, a las colinas de nubes por debajo de nosotros—. Se llamaban a sí mismos los chauchas, por lo que pude entender. Alguna influencia colonial francesa, quizá, pero parecían asiáticos, con apenas un toque de negritud. Una gente pequeña, de apariencia inofensiva. —Se estremeció ligeramente—. Pero no eran en absoluto lo que parecían. No se podía llegar hasta el fondo con ellos. Llevan viviendo allá arriba, en aquellas colinas, no sé cuántos siglos, y fuera lo que fuese lo que estaban haciendo allí, no estaban dispuestos a permitir que entrara ningún extranjero. Se llaman a sí mismos musulmanes, igual que los de las tierras bajas, pero estoy seguro de que tienen también algunos dioses ancestrales. Al principio pensé que eran primitivos, me refiero a algunos de sus rituales... No lo creería usted. Pero ahora pienso que no eran en absoluto primitivos. Simplemente, conservan estos rituales porque gozaban con ellos.
Intentó sonreír. Aquello acentuó las arrugas en su rostro.
—Oh, al principio parecieron bastante amistosos. Uno podía acercarse a ellos, comerciar un poco, observar cómo criaban sus animales. Incluso se podía hablar con ellos acerca de la Salvación. Y ellos se quedaban sonriendo, sonriendo todo el tiempo. Como si uno realmente les cayera bien.
Pude adivinar la decepción en su voz, y algo más.
—Entienda —confió, inclinándose de pronto hacia mí—. Allá en las tierras bajas, en los pastos, hay un animal, una especie de caracol, al que los malayos matan apenas lo ven. Una cosa pequeña y amarillenta, pero que los asusta de forma absurda: creen que si pasa por encima de la sombra de su ganado, chupará toda la fuerza de éste. Acostumbraban a llamarlo el «caracol chaucha». Ahora sé por qué.
—¿Por qué? —pregunté.
Miró a su alrededor, por todo el avión, y pareció suspirar.
—Entienda. Por aquel entonces seguíamos viviendo en tiendas. Aún no habíamos construido nada. Bien, el clima empeoró, los mosquitos empeoraron aún más, y después de que el explorador desapareciera, los demás se fueron. Creo que el guía les persuadió de ello. Por supuesto, esto me dejó...
—Espere un momento. ¿Dice que su explorador desapareció?
—Sí. Antes de terminar la primera semana. Estábamos recorriendo uno de los campos a menos de cien metros de las tiendas, y yo estaba abriéndome paso entre las altas hierbas, convencido de que él venía detrás de mí, y cuando me volví ya no estaba.
Ahora hablaba precipitadamente. Tuve visiones de películas de los años cuarenta (asustados nativos desapareciendo con las provisiones) y me pregunté cuánto de cierto habría en aquello.
—Así que con los demás también desaparecidos no tenía forma alguna de comunicarme con los chauchas, excepto a través de una especie de lenguaje intermedio, una mezcla de malayo y su idioma. Pero yo sabía que algo ocurría. Durante toda la semana no dejaron de reírse de algo. Abiertamente. Tuve la impresión de que en cierto modo ellos eran responsables. Quiero decir de la desaparición del hombre. ¿Comprende? Él era en quien yo confiaba. —Su expresión se hizo pesarosa—. Una semana más tarde, cuando me lo mostraron, todavía estaba con vida, pero no podía hablar. Creo que ellos lo deseaban así. Entienda. Ellos..., ellos hicieron crecer algo en él. —Se estremeció.
Justo en aquel momento, directamente detrás de nosotros, llegó un chillido inhumanamente agudo que atravesó el aire como una sirena, alzándose por encima del zumbido de los motores. Surgió con una brusquedad capaz de parar el corazón, y ambos nos pusimos rígidos. Vila boca de mi compañero abriéndose enormemente, como si hiciera eco al grito. Era demasiado: nos convertimos en dos hombres viejos, pálidos hasta el límite, y aferrándose temblorosamente el uno al otro. Era algo realmente cómico. Debió de pasar todo un minuto antes de que yo consiguiera girar la cabeza.
Por aquel entonces la azafata ya había llegado allí y estaba dando palmadas en algún lugar. El hombre que había detrás de mí, al quedarse dormido había dejado caer el cigarrillo en su regazo. Los pasajeros que le rodeaban, especialmente los blancos, le dirigían feroces miradas, y creí oler a carne chamuscada. Finalmente, la azafata le ayudó a ponerse en pie auxiliada por uno de sus compañeros de tripulación, que no dejaba de lanzar intranquilas risitas.
Por insignificante que fuera, el accidente había perturbado nuestra conversación y puesto nervioso a mi compañero; era como si se hubiese refugiado detrás de su barba. No habló más, excepto para hacerme vulgares y más bien triviales preguntas acerca del precio de la comida y de los hoteles. Dijo que se dirigía a Florida, a pasar allí el verano o, como él dijo, «una temporada de descanso y recuperación», aparentemente financiado por su secta. Le pregunté, un poco sin esperanzas, qué le había ocurrido al explorador. Me dijo que había muerto. Nos sirvieron bebidas y el continente norteamericano avanzó hacia nosotros desde el sur: primero un dedo de hielo, poco después una quebrada línea de verdor. Me sorprendí dándole la dirección de mi hermana —Indian Creek estaba cerca de Miami, donde él iba a instalarse—, e inmediatamente lamenté haberlo hecho. ¿Qué sabía yo de él, después de todo? Me dijo que su nombre era Ambrose Mortimer.
—Mortimer significa «Mar Muerto» —dijo—. Procede de las Cruzadas.
Cuando insistí en volver al tema de la misión, lo apartó con un gesto de su mano.
—Ya no puedo seguir llamándome misionero. Ayer, cuando abandoné el país, perdí ese derecho. —Intentó una sonrisa—. Honestamente, ahora no soy más que un civil.
—¿Qué es lo que le hace pensar que le persiguen? —pregunté.
Su sonrisa se desvaneció.
—No estoy seguro de que lo hagan —dijo, aunque de manera poco convincente—. Quizá tan sólo me esté volviendo paranoico, a causa de la edad. Aunque podría jurar que en Nueva Delhi, y de nuevo en Heathrow, oí que alguien cantaba... una determinada canción. Una vez fue en el lavabo de caballeros, al otro lado de una pared; y la otra detrás de mí, en una cola. Y era una canción que reconocí. Cantada en el «viejo lenguaje». —Se alzó de hombros—. Ni siquiera sé lo que significa la letra.
—¿Por qué alguien iba a cantar? Quiero decir, si estuviera siguiéndole.
—Ahí está el detalle. No lo sé. —Agitó la cabeza—. Pero creo... que forma parte del ritual.
—¿Qué ritual?
—No lo sé —dijo de nuevo.
Parecía realmente afligido, y resolví terminar con aquel interrogatorio. Los ventiladores aún no habían disipado el olor a tela y carne quemadas.
—Pero usted había oído la canción antes —dije—. Ha dicho que la reconoció.
—Sí. —Apartó la mirada hacia las nubes que se aproximaban. Estábamos pasando sobre Maine. De pronto, la Tierra pareció un lugar muy pequeño—. Oí a algunas de las mujeres chaucha que la cantaban —dijo finalmente—. Es una especie de canción agrícola. Se supone que hace que las cosas crezcan.
Ante nosotros flotaba la niebla azafranada que cubre Manhattan como una cúpula. La luz de «No Smoking» parpadeó silenciosamente en la consola.
—Esperaba no tener que cambiar mis planes —dijo entonces mi compañero—, pero el vuelo a Miami no sale hasta dentro de una hora y media. Creo que voy a salir del aeropuerto y dar una vuelta, a estirar un poco las piernas. Me pregunto cuánto tiempo demorarán los trámites aduaneros.
Parecía hablar más consigo mismo que conmigo. De nuevo lamenté mi impulsividad dándole la dirección de Maude. Estuve a punto de mencionarle que sufría alguna enfermedad contagiosa, o que tenía un marido celoso. Aunque, de todos modos, lo más probable era que no la llamara nunca; ni siquiera se había molestado en anotar su nombre... Y si nos hacía alguna visita... Bien, me dije a mí mismo, quizá fuera más comunicativo cuando se diera cuenta de que se hallaba a salvo entre amigos. Puede que incluso se revelara como una buena compañía; después de todo, él y mi hermana tenían prácticamente la misma edad.
Mientras el avión dejaba de agitarse y se sumergía en las capas cálidas del aire, los pasajeros cerraron libros y revistas, prepararon sus pertenencias, efectuaron las últimas y apresuradas incursiones al cuarto de baño para palmear un poco de agua fría en sus rostros, y yo limpié mis gafas y me eché hacia atrás lo que quedaba de mi pelo. Mi compañero seguía mirando por la ventanilla, la bolsa verde de Air Malay en su regazo, sus manos dobladas como si rezara. Ya empezábamos a ser extranjeros.
—Por favor, pongan los respaldos de sus asientos en posición vertical —ordenó una voz incorpórea.
Afuera, al otro lado de la ventanilla, más allá de la cabeza ahora vuelta completamente de espaldas a mí, el suelo ascendió a nuestro encuentro, dimos unos cuantos botes sobre la pista y los chorros rugieron a la inversa. Las azafatas, ya en pie, recorrían el pasillo sacando chaquetas y abrigos de los alojamientos sobre nuestras cabezas. Pasajeros del tipo ejecutivo, sin hacer caso de las instrucciones, estaban poniéndose también de pie y enfundándose los impermeables. Afuera pude ver figuras uniformadas moviéndose arriba y abajo en lo que prometía ser una cálida llovizna gris.
—Bien —dije sin convicción—, hemos llegado.
Me levanté. Él se volvió y me lanzó una enfermiza sonrisa.
—Adiós. —Me tendió la mano—. Ha sido realmente un placer.
—E intente descansar y disfrutar de Miami —le dije, buscando un hueco entre la gente que me permitiera deslizarme al pasillo—. Eso es lo más importante... Simplemente descansar.
—Lo sé —asintió gravemente—. Lo sé. Dios le bendiga.
Encontré mi hueco y me coloqué en la fila. Desde atrás le oí.
—No olvidaré visitar a su hermana.
Mi corazón se fue a pique. Sin embargo, mientras avanzaba hacia la puerta me volví para gritarle un último adiós. La vieja dama estaba dos personas por delante de mí, pero ni siquiera me dedicó una sonrisa.
Un problema con los adioses es que a veces resultan superfluos. Unos cuarenta minutos más tarde, habiendo pasado como un bocado a través de una serie de tubos de plástico blanco, corredores, e hileras de aduaneros, me hallaba en una de las tiendas de regalos del aeropuerto, dejando transcurrir la hora que faltaba hasta que mi sobrina acudiera a recogerme. Allí vi de nuevo al misionero.
Él no me vio: estaba de pie ante uno de los expositores de libros —la sección de los llamados «clásicos», llena de gente—, y estaba mirando hilera tras hilera con aire preocupado, apenas deteniéndose a leer los títulos. Al igual que yo, estaba obviamente matando el tiempo.
Por alguna razón —llámese apuro, una cierta aversión a estropear lo que había sido un afortunado adiós—, me contuve de llamarle. En vez de ello, retrocedí hacia el siguiente pasillo y me refugié detrás de las novelas góticas, que pretendí estudiar mientras que de hecho le estudiaba a él.
Momentos más tarde, apartó de los libros la mirada y se acercó deambulando a un expositor de discos envueltos en celofán, volviéndose a colocar distraídamente la barba en su lugar por debajo de su patilla derecha. De pronto dio media vuelta y examinó la tienda. Incliné la cabeza hacia la literatura gótica y gocé de una visión normalmente reservada a los multifacetados ojos de un insecto: mujeres, docenas de ellas, huyendo de un número igual de diminutas mansiones.
Finalmente, con un encogimiento de sus amplios hombros, empezó a rebuscar entre los álbumes del expositor, tirando secamente de cada uno de ellos en un impaciente staccato. Pronto, examinado todo el surtido, pasó al siguiente expositor y empezó de nuevo.
De pronto lanzó un pequeño grito y le vi encogerse hacia atrás. Por un momento permaneció inmóvil, mirando fijamente algo en el expositor; luego se volvió y caminó rápidamente saliendo de la tienda, apartando con brusquedad a su paso a una familia que iba a entrar.
—Debe de habérsele hecho tarde para su vuelo —le dije a la sorprendida vendedora, y me dirigí hacia los álbumes.
Uno de ellos estaba boca arriba, encima de la pila... Un disco de jazz con la foto de John Coltrane al saxofón en la portada. Confuso, me volví para observar a mi ex compañero, pero se había desvanecido entre la multitud que se apresuraba al otro lado de la puerta.
Aparentemente, algo en el álbum le había alterado. Lo estudié con más atención. Coltrane permanecía de pie, silueteado contra un atardecer tropical, sus rasgos oscurecidos, la cabeza inclinada hacia atrás, el saxofón sonando silenciosamente bajo el cielo carmesí. La pose era espectacular, pero muy manida. No pude hallarle ningún significado especial: se parecía a cualquier otro negro tocando el saxo, o un cuerno.
Nueva York eclipsa a todas las demás ciudades en la
espontánea cordialidad y generosidad de sus habitantes,
al menos la de aquellos que me he encontrado.
LOVECRAFT
29/9/1922
¡Cuán rápidamente cambiaste de opinión! Llegaste para descubrir una dorada ciudad dunsaniana de arcos, cúpulas y fantásticas agujas... o eso nos dijiste. Sin embargo, cuando huiste, dos años más tarde, sólo podías ver «hordas extranjeras».
¿Qué fue lo que destruyó tu sueño? ¿Fue ese imposible matrimonio? ¿Esos rostros desconocidos en el metro? ¿O fue simplemente el robo de tu nuevo traje de verano? Entonces creí, Howard, y aún sigo creyéndolo, que la pesadilla era únicamente tuya. Aunque tú regresaste a Nueva Inglaterra como un hombre emergiendo de nuevo a la luz del sol, había, te lo aseguro, una espléndida vida que descubrir entre las sombras. Yo me quedé... y sobreviví.
Casi desearía estar de vuelta allí ahora, en vez de hallarme en este pequeño y feo bungalow, con el zumbante acondicionador de aire, los semipodridos muebles de mimbre y la húmeda noche chorreando en las ventanas.
Casi desearía estar de vuelta en las escalinatas del museo de historia natural donde, aquella trascendental tarde de agosto, me detuve transpirando a la sombra del caballo de Teddy Roosevelt, mientras observaba a las matronas pasando rápidamente junto a Central Park con sus perros y niños a remolque, y me abanicaba inútilmente con la tarjeta postal que acababa de recibir de Maude. Estaba esperando a mi sobrina, que tenía que hacer unas gestiones en coche e iba a dejarme a su hijo, con el que yo planeaba visitar el museo. Él deseaba ver el modelo a escala real de la ballena azul y, justo allí arriba, en las escaleras, los dinosaurios...
Recuerdo que Ellen y su chico llevaban más de veinte minutos de retraso. Recuerdo también, Howard, que estaba pensando en ti aquella tarde, y con cierto regocijo. Tanto como detestaste Nueva York en los años veinte, te sentirías horrorizado si vieras en qué se ha convertido hoy en día. Incluso desde la escalinata del museo podía ver un montón enorme de desperdicios, y un parque que podrías recorrer en toda su longitud sin oír hablar nuestra lengua ni una sola vez. Las pieles negras superaban con mucho a las blancas, y podía oírse música de mambo resonando al otro lado de la calle.
Recuerdo todas esas cosas porque, como luego se hizo evidente, aquél fue un día especial: el día en que vi, por segunda vez, al negro con su funesto cuerno.
Mi sobrina llegó tarde, como de costumbre. Tenía preparada la habitual disculpa y el habitual comentario:
—¿Cómo puedes seguir viviendo aquí? —preguntó, dejando a Terry en la acera—. Me refiero a toda esa gente.
Señaló con la cabeza hacia un banco del parque, a cuyo alrededor se congregaban negros y latinos como figuras en un retrato de grupo.
—¿Brooklyn es acaso mucho mejor? —contraataqué, como manda la tradición.
—Por supuesto En los Heights, al menos. No lo comprendo... ¿Por qué este odio patológico a mudarte? Al menos podrías probar el East Side. Seguro que puedes permitírtelo.
Terry nos observaba impasible, apoyado contra el guardabarros. Pensé que estaba de mi lado y contra su madre, pero era demasiado listo para demostrarlo.
—Ellen —dije—, enfréntate a ello. Sencillamente, soy demasiado viejo para empezar a ir de un lado para otro. Además, en el East Side únicamente leen best-sellers y odian a cualquiera que pase de los sesenta. Estoy mejor donde crecí... Al menos sé donde están los restaurantes baratos.
Lo cual, en el fondo, era un terrible problema: obligado a elegir entre los blancos a los que despreciaba y los negros a los que temía, a veces prefería el temor.
Para ablandar a Ellen leí en voz alta la tarjeta postal de su madre. Era del tipo prefranqueado, de esas que no llevan foto. «Todavía sigo usando el bastón —había escrito Maude, con su caligrafía tan impecable como cuando había ganado su medalla en la escuela—. Livia ha vuelto a Vermont para pasar el verano, de modo que las partidas de cartas se han suspendido, y me he metido de lleno a leer a Pearl S. Buck. Tu amigo el reverendo Mortimer me visitó y charlamos amigablemente. ¡Qué historias tan entretenidas! Gracias de nuevo por la suscripción a McCall's; le enviaré a Ellen los ejemplares atrasados. Espero veros a todos después de la estación de los huracanes.»
Terry estaba ansioso por enfrentarse a los dinosaurios; de hecho ya empezaba a ser un poco mayor para que yo pudiera dominarle. Estábamos ya a medio camino escalinata arriba antes de que hubiera podido quedar con Ellen acerca de dónde nos encontraríamos luego. Al no haber escuela, el museo estaba casi tan lleno como durante los fines de semana, con el eco de las salas convirtiendo las llamadas y las risas en gritos de animales. Nos dirigimos hacia la sala principal de la planta baja. ESTÁ USTED AQUÍ, rezaba un enorme cartel verde, y debajo alguien había garabateado «Peor para ti». Seguimos hacia la Sala de los Reptiles, con Terry tirando impacientemente de mí.
—Vi eso en la escuela —señaló hacia un diorama de secoyas—. Y eso también. —Señaló el Gran Cañón.
Creo que estaba a punto de entrar en séptimo grado, y hasta ahora había tenido pocas ocasiones de hablar; parecía más joven que los demás niños.
Pasamos los tucanes y los titís y la nueva ala de Ecología Urbana («cemento y cucarachas», se burló Terry), y a su debido tiempo nos detuvimos ante el brontosaurio, con algo de decepción:
—Olvidé que era sólo el esqueleto —dijo.
Detrás, un grupo de chicos negros avanzaron riendo hacia nosotros. Tiré apresuradamente de mi sobrino-nieto y nos alejamos de los huesos hacia el lugar más concurrido, dedicado, irónicamente, al Hombre en África.
—Esta es la parte más aburrida —dijo Terry, sin emocionarse ante las máscaras y las lanzas.
El ritmo estaba empezando a fatigarme. Cruzamos a otra sala —el Hombre en Asia—, y avanzamos rápidamente por delante de la imaginería china.
—Vi eso en la escuela. —Señaló con la cabeza una gruesa figura en una urna de cristal, envuelta en ropas ceremoniales.
Algo con respecto a ella me resultaba familiar a mí también. Me detuve para contemplarla. El atuendo externo, ligeramente ajado, estaba tejido de algún material sedoso de color verde, y mostraba unos largos y retorcidos árboles a un lado, una especie de estilizado río al otro. Por la parte frontal corrían cinco figuras de color amarillo amarronado, con taparrabos y tocado, presumiblemente huyendo hacia los deshilachados bordes de la ropa. Tras ellas, de pie, había una figura más grande, toda de negro. En su boca había un oscilante cuerno. La figura estaba burdamente bordada (de hecho, era poco más que un monigote—, pero tenía un sorprendente parecido, tanto en pose como en proporciones, con la de la portada del disco.
Terry volvió a mi lado, curioso por ver lo que yo había encontrado.
—Atuendos tribales —leyó, acercándose al cartel de plástico blanco en la parte de abajo de la urna—. Península de Malaca, Federación de Malaysia, principios del siglo XIX. —Guardó silencio.
—¿Es todo lo que dice?
—Ajá. Ni siquiera dicen a qué tribu corresponde. —Reflexionó un momento—. No es que importe, realmente.
—Bueno, a mí sí me importa —dije—. Me pregunto quién puede saberlo.
Obviamente tenía que ir a consultar al servicio de información en el vestíbulo principal junto a la entrada. Terry echó a correr hacia allá, mientras yo le seguía aún más lentamente que antes; el pensamiento de un misterio evidentemente me atraía, aunque fuera uno tan tenue y poco excitante como aquél.
Una chica joven, de aspecto aburrido, escuchó el principio de mi pregunta y me tendió un folleto de debajo del mostrador.
—No podrá ver a nadie hasta septiembre —dijo, empezando ya a volverse hacia otro lado—. Todos están de vacaciones.
Fruncí los ojos hacia la menuda letra de la primera página: «Asia, nuestro mayor continente, ha sido llamada con justicia la cuna de la civilización, pero puede que sea también el lugar de nacimiento del propio hombre». Obviamente, el folleto había sido escrito antes de las últimas campañas en contra del sexismo. Comprobé la fecha en la página de créditos: «Invierno de 1958». Aquello no iba a serme de ninguna ayuda. Sin embargo, en la página cuatro mis ojos se posaron en la referencia que buscaba:
...el modelo a su lado lleva un atuendo ceremonial de seda verde de
Negri Sembilan, la más inhóspita de las provincias malayas. Observen
el motivo central del nativo soplando el cuerno ceremonial, y la graciosa
curva de su instrumento; se cree que la figura es una representación
del «Heraldo de la Muerte», posiblemente advirtiendo a los habitantes
del advenimiento de alguna calamidad. Regalo de un donante anónimo, el
atuendo es probablemente de origen tcho-tcho, y data de principios del siglo XIX.
—¿Qué te pasa, tío? ¿Te encuentras mal? —Terry me sujetó por el hombro y me miró con aire preocupado; obviamente, mi comportamiento había confirmado sus peores temores acerca de la gente vieja—. ¿Qué dice ahí?
Le tendí el folleto y me dirigí con paso vacilante hacia un banco cerca de la pared. Deseaba tiempo para pensar. El pueblo tcho-tcho, lo sabía muy bien, figuraba en un cierto número de relatos de Lovecraft y sus discípulos —el propio Howard los había llamado «los absolutamente abominables tcho-tcho»—, pero no podía recordar mucho acerca de ellos excepto que se decía que adoraban a una de sus imaginarias deidades. Por alguna razón, los asocié con Burma...
Pero, fueran cuales fueran sus atributos, siempre había creído una cosa: los tcho-tcho eran completamente ficticios.
Obviamente, estaba equivocado. Eliminando la improbable posibilidad de que el folleto mismo fuera un fraude, me veía obligado a llegar a la conclusión de que los malignos seres de las historias estaban de hecho basados en una raza real que vivía en el subcontinente del sudeste de Asia; una raza cuyo nombre el misionero había traducido erróneamente como «los chauchas».
Era un descubrimiento bastante turbador. Había esperado convertir algo de lo que Mortimer me había relatado, fuera auténtico o no, en ficción. Inconscientemente, me había proporcionado el material para tres o cuatro buenos argumentos. Sin embargo, acababa de descubrir que mi amigo Howard me había aventajado en ello, y que me hallaba en la incómoda posición de dar vida a las historias de horror de otro hombre.
La expresión epistolar ha reemplazado largamente en mí la conversación.
LOVECRAFT
23/12/1917
No había esperado mi segundo encuentro con el hombre negro tocando el cuerno. Un mes más tarde tuve una sorpresa aún mayor: vi de nuevo al misionero.
O al menos su foto. Estaba en un recorte del Miami Herald que me envió mi hermana, sobre el cual ella había escrito con bolígrafo: «Mira lo que dice el periódico... ¡Qué horrible!»
No reconocí el rostro. La foto era obviamente antigua, la reproducción mala, y el hombre iba sin barba. Pero las palabras que había debajo me dijeron que era él.
SACERDOTE DESAPARECIDO
EN UNA TORMENTA
(Miér.) El reverendo Ambrose B. Mortimer, de 56 años, un pastor laico
de la Iglesia de Cristo, Knoxville, Tenn., ha sido dado por desaparecido
en la estela del huracán del lunes. Un portavoz de la orden ha dicho que
Mortimer se había retirado después de servir diecinueve años como misionero,
recientemente en Malaysia. Despues de trasladarse a Miami en julio, había
estado residiendo en el 311 de Pompano Canal Road.
Allí terminaba la noticia, con una brusquedad que parecía demasiado apropiada al tema. Ignoraba si Ambrose Mortimer vivía aún, pero estaba convencido de que después de salir huyendo de una península, se había establecido en otra casi tan peligrosa, con un dedo metido en el vacío. Y el vacío se lo había tragado.
De modo que, pese a todo, dejé correr mis pensamientos. A menudo he sentido depresiones de parecida naturaleza, abocándome a una fantástica filosofía que he compartido con mi amigo Howard: una filosofía que uno de sus biógrafos menos favorablemente dispuestos ha titulado «futilitarianismo».
Sin embargo, por pesimista que fuera, no estaba dispuesto a dejar el asunto. Mortimer podía haber desaparecido en la tormenta, podía incluso haber huido a algún otro lugar por voluntad propia, pero si de hecho alguna lunática secta religiosa había dado cuenta de él por haberse metido demasiado en sus asuntos, había cosas que yo podía hacer al respecto. Escribí a la policía de Miami aquel mismo día: «Caballeros, habiendo sabido de la reciente desaparición del reverendo Ambrose Mortimer, creo que puedo proporcionar información que tal vez sea de utilidad a los investigadores».
No es necesario copiar aquí el resto de la carta. Baste decir que reproduje mi conversación con el hombre desaparecido, haciendo hincapié en los temores que él había expresado respecto a su vida: persecución y «asesinato ritual» a manos de una tribu malaya llamada los tcho-tcho. La carta era, en resumen, una elaborada forma de gritar «juego sucio». Se la envié a mi hermana, pidiéndole que la hiciera llegar a su correcto destinatario.
La respuesta del departamento de policía llegó con una inesperada rapidez. Como todo ese tipo de correspondencia, era más lacónica que cortés: «Apreciado señor —escribía un tal sargento de detectives A. Linahan—. En el asunto del reverendo Mortimer teníamos conocimiento ya de las amenazas sobre su vida. Hasta la fecha, una investigación preliminar en el Pompano Canal no ha producido ningún hallazgo, pero las operaciones de dragado se espera que prosigan como parte de nuestra investigación de rutina. Le damos las gracias por su interés...»
Debajo de su firma, sin embargo, el sargento había añadido una corta postdata de su puño y letra. Su tono era algo más personal (quizá las máquinas de escribir le intimidaban): «Quizá le interese saber que recientemente hemos descubierto que un hombre con un pasaporte de la Federación de Malaysia ocupó habitaciones en el hotel North Miami durante la mayor parte del verano, pero se marchó dos semanas antes de que su amigo desapareciera. No puedo decirle más, pero tenga la seguridad de que estamos siguiendo varias pistas simultáneamente. Nuestros investigadores están trabajando en el asunto, y esperamos poder llegar muy pronto a una rápida conclusión».
La carta de Linahan llegó el 21 de septiembre. Antes de que terminara la semana recibía una de mi hermana, junto con otro recorte del Herald. Puesto que, al igual que una antigua novela victoriana, este capítulo parece haber tomado una forma más bien epistolar terminaré con extractos de esos dos datos.
La historia del periódico llevaba por título BUSCADO PARA INTERROGATORIO. Como la noticia de Mortimer, era poco más que una foto con un extenso pie.
(Juev.) Un ciudadano malayo está siendo buscado para
ser interrogado en relación con la desaparición de un
sacerdote norteamericano, según la policía de Miami.
Los informes indican que el ciudadano de Malaysia,
señor D. A. Djaktu-tchow, había ocupado habitaciones
amuebladas en el Barkleigh Hotella, en el 2401
de la avenida Culebra, posiblemente con un compañero
no identificado. Se cree que todavía se halla en la
gran área de Miami, pero desde el 22 de agosto sus
movimientos no pueden ser rastreados. Los oficiales del
Departamento de Estado informan que el visado de
Djaktu-tchow expiró el 31 de agosto; hay
pendiente una orden de búsqueda.
El sacerdote, el reverendo Ambrose B. Mortimer,
se halla desaparecido desde el 6 de septiembre.
La foto que había encima del artículo era a todas luces reciente, sin duda reproducida del visado en cuestión. Reconocí el sonriente rostro en forma de luna, aunque precisé un momento para situarlo como el hombre contra cuya comida había tropezado yo en el avión. Sin el bigote, se parecía menos a Charlie Chan.
La carta que acompañaba el recorte me proporcionaba algunos otros datos: «Llamé al Herald —escribía mi hermana—, pero no pudieron decirme más de lo que pone el artículo. Pese a lo cual necesité más de media hora para averiguarlo, ya que la estúpida mujer de la centralita no dejaba de ponerme con la persona equivocada. Creo que tienes razón: no basta con poner fotos a todo color en la primera página para poderse llamar periódico.
»Esta tarde he llamado al departamento de policía, pero tampoco se mostraron muy colaboradores. Supongo que tú nunca debes esperar descubrir gran cosa por teléfono, aunque yo sigo confiando en él. Finalmente he conseguido comunicarme con un tal oficial Linahan, quien me ha informado de que él era precisamente quien había respondido a tu carta. ¿Has recibido ya algo de él? El hombre es muy evasivo. Intentaba ser amable, pero juraría que estaba impaciente por colgar. Me ha dado el nombre completo del hombre al que están buscando —Djaktu Abdul Djaktu-tchow,¿no es eso maravilloso?—, y me ha dicho que tienen algo más sobre él que todavía no pueden revelar. Yo he discutido y suplicado (¡ya sabes lo persuasiva que puedo llegar a ser!) y finalmente, después de afirmar que era una buena amiga del reverendo Mortimer, he conseguido arrancarle algo que me ha jurado que iba a negar haberme comunicado si yo se lo digo a alguien más que a ti. Aparentemente, el pobre hombre estaba muy enfermo, incluso tuberculoso —tengo intención de ir a hacerme una prueba de emplasto la próxima semana, sólo para estar tranquila, y te recomiendo que tú hagas lo mismo— porque parece que en el dormitorio del reverendo encontraron algo muy extraño: trozos de tejido pulmonar. Tejido pulmonar humano».
Yo también fui detective en mi juventud.
LOVECRAFT
17/2/1931
¿Existen todavía los detectives aficionados? Quiero decir, ¿fuera de las novelas? Lo dudo. ¿Quién, después de todo, tiene tiempo suficiente para tales juegos hoy en día? Yo no, desgraciadamente. Aunque hace más de una década que estoy nominalmente retirado, mis días están completamente llenos con las poco románticas actividades que ocupan a todo el mundo a este lado de la literatura popular: cartas, citas para almorzar, visitas a mi sobrina y a mi doctor; libros (insuficientes) y televisión (demasiada) y quizá sesiones de cine de la Edad de Oro (desde hace tiempo he dejado de ir a ver películas modernas, ya que mi simpatía hacia sus héroes iba decreciendo cada vez más).
Pasé la semana de Todos los Santos en Atlantic City, y la mayor parte de otra intentando que un tremendamente educado editor joven se interesara por la reimpresión de algunas de mis primeras obras.
Todo esto. por supuesto. se creerá que es una especie de disculpa por haber dejado de lado nuevas indagaciones sobre el caso del pobre Mortimer hasta mediados de noviembre. La verdad es que el asunto casi se me fue de la mente; tan sólo en las novelas la gente no tiene cosas mejores que hacer.
Fue Maude quien volvió a despertar mi interés. Había estado revisando ávidamente los periódicos en busca de posteriores informes sobre la desaparición del hombre, creo que incluso telefoneó al sargento Linahan una segunda vez, sin conseguir nada nuevo. Ahora me escribía un pequeño fragmento de información, oído de tercera mano: una de sus compañeras de bridge había sabido, «de fuentes de un amigo que estaba en las fuerzas de policía», que la búsqueda del señor Djaktu había sido ampliada para incluir a su presunto compañero: «un chico negro». O así me lo informó mi hermana. Aunque había muchas posibilidades de que tal información fuera falsa, o que se refiriera a un caso completamente distinto, parecía que ella la consideraba como algo realmente siniestro.
Quizá fue por eso que la siguiente tarde me descubrió subiendo de nuevo penosamente la escalinata del museo de historia natural... Tanto para satisfacer a Maude como a mí mismo. Su alusión a un negro, después del curioso descubrimiento en el dormitorio de Mortimer, me había hecho pensar en la figura con el atuendo malayo, y me había sentido turbado toda la noche por la fantasía de un hombre negro —un hombre muy parecido al mendigo que acababa de ver reclinado contra la estatua de Roosevelt— tosiendo sus pulmones en una especie de retorcido cuerno.
Encontré a poca gente por las calles aquella tarde, y hacía un frío poco razonable para una ciudad que a menudo es templada hasta enero; yo llevaba una bufanda, y mi abrigo de lana gris aleteaba tras mis talones. Dentro, sin embargo, el lugar, como todos los edificios norteamericanos, estaba sobrecalentado. Yo también lo estuve pronto cuando empecé a subir las desmoralizantemente largas escaleras que conducían hasta el segundo piso.
Los pasillos estaban silenciosos y vacíos, excepto por la abúlica figura de un guardia sentado ante uno de los gabinetes y el silbido del vapor de los radiadores cerca del cielo raso de mármol. Lentamente, casi gozando de la sensación de privilegio que procede de tener a todo un museo sólo para ti, rehice mi camino de la otra vez, pasando junto a los inmensos esqueletos de los dinosaurios («esas grandes criaturas que hollaron la tierra cuando nosotros aún no caminábamos») hasta la Sala del Hombre Primitivo, donde dos jóvenes portorriqueños, que obviamente habían hecho novillos, permanecían de pie en el ala africana mirando con aire de adoración a un guerrero masai con atuendo completo de guerra. En la sección dedicada a Asia hice una pausa para recuperar el aliento, buscando en vano la achaparrada figura en su atuendo ceremonial. La urna de cristal estaba vacía. En su parte delantera había una nota impresa: «Retirada temporalmente para restauración».
Aquella era, sin la menor duda, la primera vez en cuarenta años que la figura había sido retirada, y yo había elegido precisamente aquella ocasión para ir a echarle una ojeada. Vaya suerte. Me dirigí a la escalera más próxima, al extremo del ala. A mis espaldas resonó un estruendo metálico, seguido por la irritada voz del guardia. Quizás aquella lanza masai había resultado ser una tentación demasiado grande.
En el vestíbulo principal me extendieron un pase para entrar en el ala norte, donde se hallaban las oficinas del personal.
—Usted pide por los talleres del sótano —dijo la mujer en el mostrador de información: la aburrida alumna del verano se había convertido en una servicial vieja dama que me prestó todo su interés—. Pregunte simplemente al guarda al fondo de las escaleras, pasada la cafetería. Espero que encuentre lo que anda usted buscando.
Mantuve cuidadosamente visible el distintivo rosa que ella me había entregado para mostrárselo a cualquiera que me lo pidiese, y bajé. Cuando embocaba la escalera me encontré frente a una especie de visión: una rubia familia de aspecto escandinavo subía los peldaños hacia mí, los cuatro rostros mirando arriba, casi intercambiables, una pareja y dos niñas pequeñas con los labios fruncidos y los tímidos ojos esperanzados de los turistas, mientras que inmediatamente detrás de ellos, aparentemente sin que se dieran cuenta, avanzaba a saltos un sonriente joven negro, prácticamente pisándole los talones al padre. En mi actual estado mental, la escena me pareció particularmente inquietante —la expresión del muchacho era evidentemente de burla—, y me pregunté si el guardia que estaba de pie ante la cafetería se habría dado cuenta. Si así era, no dio la menor prueba de ello. Me dirigió una mirada carente de curiosidad a mi paso y señaló hacia la puerta antiincendios en el extremo del corredor.
Las oficinas en el nivel inferior eran sorprendentemente tristes —las paredes no eran de mármol, sino que estaban estucadas y pintadas de un verde descolorido—, y todo el corredor daba una sensación de «enterrado», sin duda a causa de que la única luz del exterior provenía de un tragaluz a la altura del suelo de la calle en la parte superior. Me habían dicho que preguntara por uno de los adjuntos de investigación, un tal señor Richmond; su oficina formaba parte de una estancia mayor, separada por divisiones de tablero perforado. La puerta estaba abierta, y él se levantó de su escritorio tan pronto como me vio entrar; sospeché que, a la vista de mi edad y de mi abrigo de lana, me había tomado por alguien importante.
Era un joven rollizo, con barba color arena y apariencia de deportista un poco en baja forma, pero su afabilidad se disolvió cuando mencioné mi interés por el atuendo de seda verde.
—Supongo que es usted el hombre que se quejó al respecto ahí arriba, ¿eh?
Le aseguré que no me había quejado ante nadie.
—Bien, entonces algún otro lo hizo —dijo, sin dejar de mirarme con resentimiento; en la pared, detrás de él, una máscara de guerra india hizo lo mismo—. Algún maldito turista quizá, de visita en la ciudad por un día y dispuesto a crear problemas. Amenazó con llamar a la embajada de Malaysia. Si intentas discutir, esa gente de ahí arriba no duda en acudir corriendo al Times.
Entendí su alusión: el año anterior el museo había obtenido una considerable notoriedad por haber llevado a cabo algunos experimentos realmente asombrosos —y a mi modo de ver completamente inútiles— con gatos. Hasta entonces, la mayor parte del público no sabía que el edificio contenía varios laboratorios de investigación.
—De todos modos —prosiguió—, el atuendo que le interesa está aquí abajo en el taller, y estamos procediendo a su restauración. Probablemente permanecerá aquí durante los próximos seis meses antes de que hayamos acabado el trabajo. Estamos tan faltos de personal actualmente que la cosa no resulta divertida. —Miró su reloj—. Venga, se lo mostraré. Luego le acompañaré arriba de nuevo.
Le seguí a lo largo de un estrecho corredor que se dividía a ambos lados. En un momento determinado dijo:
—A su derecha está el escandaloso laboratorio de zoología.
Mantuve mis ojos clavados al frente.
Cuando pasamos ante la siguiente puerta noté un olor familiar.
—Eso me hace pensar en melaza —dije.
—No anda usted muy desencaminado —dijo sin mirar hacia atrás—. Es melaza en su mayor parte. Puro nutriente. Se utiliza para el cultivo de microorganismos.
Me apresuré para mantenerme a su altura.
—¿Y para otras cosas?
Se alzó de hombros.
—No lo sé, señor. No pertenece a mi área.
Llegamos a una puerta cerrada por una verja de malla negra.
—Este es uno de los talleres —dijo, metiendo una llave en la cerradura y la puerta se abrió a una larga habitación oscura que olía a virutas de madera y a cola—. Siéntese aquí —dijo, conduciéndome a una pequeña antesala y encendiendo la luz—. Estaré de vuelta en un segundo.
Miré el objeto más próximo a mí, una gran arca de ébano profusamente tallada. Sus bisagras habían sido retiradas. Richmond regresó con el atuendo doblado en su brazo.
—¿Lo ve? —dijo, agitándolo ante mí—. Realmente no está en tan malas condiciones,¿verdad?
Me di cuenta de que seguía pensando que yo era el hombre que se había quejado.
En el campo de ondeante verde huían las pequeñas figuras amarronadas, perseguidas todavía por algún destino ignoto. En el centro estaba de pie el hombre negro, el cuerno negro en sus labios, hombre y cuerno una sola línea de ininterrumpido negro.
—¿Son los tcho-tcho un pueblo supersticioso? —pregunté.
—Lo eran —dijo significativamente—. Supersticiosos y no muy agradables. Actualmente están extintos, como los dinosaurios. Supuestamente barridos por los japoneses o algo así.
—Es extraño... —dije—. Un amigo mío afirma haber trabado conocimiento con ellos a principios de este año.
Richmond estaba alisando la ropa; las ramas de los retorcidos árboles flagelaron futilmente las sombras marrones.
—Supongo que es posible —dijo, tras una pausa—. Pero no he leído nada sobre ellos desde que me gradué en la universidad. No se hallan relacionados ya en los libros de texto. Lo he consultado y no hay nada sobre ellos. Este atuendo tiene más de un centenar de años.
Señalé a la figura en el centro.
—¿Qué puede decirme usted acerca de ese individuo?
—El Heraldo de la Muerte —dijo, como si fuera un examen—. Al menos eso es lo que dice la literatura. Se supone que está avisando de alguna inminente calamidad.
Asentí sin alzar la vista; se limitaba a repetir lo que yo había leído en el folleto.
—Pero ¿no es extraño que esas otras figuras evidencien tal pánico? ¿Lo ve? Ni siquiera están esperando para escuchar.
—¿Lo haría usted? —se burló, impaciente.
—Pero, si el hombre de negro sólo es un mensajero de algún tipo, ¿por qué es mucho más grande que los demás?
Richmond empezó a doblar el atuendo.
—Mire, señor, no pretendo ser un experto en todas las tribus de Asia. Pero si un personaje es importante, generalmente lo representan más grande. Al menos, eso es lo que hicieron los mayas. Pero mire, será mejor que lo dejemos. Tengo que asistir a una reunión.
Mientras él estaba fuera, de nuevo permanecí sentado allí, pensando en lo que acababa de ver. Las pequeñas figuras marrones, por burdamente bordadas que estuvieran, expresaban un terror que ningún simple mensajero podía inspirar. Y aquella gran figura negra de pie, triunfante en el centro, con el retorcido cuerno en su boca..., no era en absoluto un mensajero. Estaba seguro de ello. Aquello no era el Heraldo de la Muerte. Aquello era la propia Muerte.
Regresé a mi apartamento justo a tiempo para oír sonar el teléfono, pero cuando llegué junto a él dejó de sonar. Tomé asiento en la sala de estar, con una taza de café y un libro que había permanecido sin tocar en una estantería durante los últimos treinta años: Los caminos de la jungla, de aquel viejo farsante llamado William Seabrook. Le había conocido allá por los años veinte y lo consideré bastante creíble, aunque poco de fiar. Su libro describía docenas de personajes tremendamente curiosos, incluido «un jefe caníbal que había sido encarcelado y se había hecho famoso por haberse comido a su joven esposa, una hermosa e indolente muchacha llamada Blito, junto con una docena de sus amigas», pero no descubrí ninguna referencia a alguien tocando un cuerno.
Acababa de terminar mi café cuando el teléfono sonó de nuevo. Era mi hermana.
—Sólo te llamo para hacerte saber que hay otro hombre desaparecido —dijo sin aliento; no pude averiguar si estaba asustada o simplemente excitada—. Un ayudante de camarero del «San Marino». ¿Recuerdas? Te llevé allí.
El «San Marino» era un pequeño restaurante no muy caro en Indian Creek, a varias manzanas de la casa de mi hermana. Ella y sus amigas comían allí varias veces a la semana.
—Ocurrió la pasada noche —prosiguió—. Acabo de saberlo durante nuestra partida de cartas. Dicen que salió con un cubo de cabezas de pescado para echarlas al canal, y nunca regresó.
—Eso es muy interesante, pero... —Pensé por un momento que no era normal que ella me llamara por una cosa así—. Pero Maude, ¿no pudo simplemente haberse ido? Me refiero a qué te hace pensar que pueda haber alguna conexión...
—¡Porque yo también llevé allí a Ambrose! —exclamó—. Tres o cuatro veces. Allí es donde acostumbrábamos a encontrarnos.
Aparentemente, Maude había trabado mucho más conocimiento con el reverendo Mortimer que lo que sus cartas habían dejado entrever. Pero no me sentía interesado en seguir aquel camino precisamente ahora.
—Ese ayudante de camarero —pregunté—, ¿era alguien a quien tú conocías?
—Por supuesto Conozco a todo el mundo allí. Su nombre era Carlos. Un muchacho tranquilo, muy amable. Estoy segura de que me atendió docenas de veces.
En varias ocasiones había oído a mi hermana tan excitada. y no parecía haber forma de calmar sus temores. Antes de colgar me hizo prometer que adelantaría la visita que yo esperaba hacerle por Navidad. Le aseguré que intentaría trasladarla al Día de Acción de Gracias, por aquel entonces a sólo una semana de distancia, si podía encontrar plaza en algún vuelo.
—Inténtalo —dijo.
Y, como si fuera un relato de una de esas antiguas revistas, hubiera podido añadir: «Si alguien puede llegar al fondo del asunto, ése eres tú». De todos modos, tanto Maude como yo éramos conscientes de que yo acababa de cumplir mi setenta y siete aniversario y que, de nosotros dos, yo era con mucho el más tímido; así que lo que realmente dijo fue:
—Verte me ayudará a sacarme de la mente todas esas ideas.
No podría vivir ni una semana sin una biblioteca particular.
LOVECRAFT
25/2/1929
Eso era lo que yo pensaba también, hasta hace poco. Después de toda una vida coleccionando había adquirido miles y miles de volúmenes, sin marcharme nunca de cualquier sitio sin uno. Era esta enorme biblioteca particular, de hecho, lo que me había mantenido anclado al mismo apartamento del West Side durante casi medio siglo.
Sin embargo, aquí estoy sentado ahora, sin ninguna compañía excepto unos pocos manuales de jardinería y una estantería de anticuados best-sellers... Nada sobre lo que soñar, nada que desee mantener entre mis manos. Pese a lo cual, he sobrevivido aquí una semana, un mes, casi toda una estación. La verdad es, Howard, que te sorprenderías de las cosas sin las cuales puedes vivir. En cuanto a los libros que dejé en Manhattan, simplemente espero que alguien cuide de ellos mientras estoy fuera.
Pero no estaba en modo alguno tan resignado aquel noviembre cuando, después de reservar con éxito una plaza en el primer vuelo disponible, me vi con algo menos de una semana por delante en Nueva York. Todo el tiempo que me quedaba lo pasé en la biblioteca... pública que hay en la Calle 42, con los leones en la parte delantera y sin ningún libro mío en sus estanterías. Sus dos salas de lectura son frecuentadas por hombres de mi misma edad o más viejos, hombres retirados con días para llenar, pobres hombres que se limitan a sentarse allí para calentarse los huesos; algunos hojean periódicos, otros dormitan en sus asientos. Ninguno de ellos, estoy seguro, compartía mi sensación de urgencia: había cosas que yo deseaba descubrir antes de irme, cosas para las cuales Miami no me servía.
No era un extraño en aquel edificio. Hacía mucho tiempo, durante una de las visitas de Howard, había emprendido algunas investigaciones genealógicas allí con la esperanza de descubrir antepasados más importantes que los míos, y en mi juventud había intentado ocasionalmente ganarme la vida, como los habitantes de la New Grub Street de Gissing, escribiendo artículos recopilados del trabajo de los demás. Pero actualmente me faltaba práctica: ¿cómo puede, después de todo, hallar uno referencias de un oscuro mito tribal del sudeste de Asia sin leer todo lo publicado sobre aquella parte del mundo?
Inicialmente, eso es exactamente lo que intenté: escudriñé todos los libros que pude encontrar con «Malaya», «Malaca» o «Malaysia» en su título. Leí acerca de dioses arcoiris y altares fálicos y algo llamado «el tatai», una especie de compañero indeseado; pasé a través de los ritos nupciales y La Muerte de las Espinas y una cierta cueva habitada por millones de babosas. Pero no hallé ninguna mención de los tcho-tcho, y nada acerca de sus dioses.
Esto era sorprendente en sí mismo. Estamos viviendo unos días en los que ya no hay secretos, en los que mi sobrino-nieto de doce años de edad puede comprar su propio grimorio, y libros con títulos tales como La enciclopedia de los conocimientos antiguos y prohibidos pueden encontrarse en librerías de rebajas. Aunque mis amigos de los años veinte odiarían tener que admitirlo, la idea de tropezarse con algún viejo y enmohecido «libro negro» en el desván de una casa abandonada —algún diccionario de encantamientos y conjuros y saber oculto— es simplemente una curiosa fantasía. Si el Necronomicón existiera realmente, sería un libro de bolsillo de la editorial Bantam con un prólogo de Lin Carter.
Resulta lógico pues que, cuando finalmente llegué a encontrar una referencia de lo que estaba buscando, lo hiciera en la menos romántica de las formas, dentro del guión mecanografiado de un film. Aunque quizás estuviera más cerca de la verdad decir la «transcripción» del guión de un film, puesto que se trataba de una película rodada en 1937 y que presumiblemente ahora se hallaba acumulando polvo en algún olvidado sótano.
Lo descubrí en el interior de uno de esos legajos de cartón marrón, atados con cintas, que los bibliotecarios utilizan para proteger los libros cuya encuadernación se ha deshecho. El libro en sí, Recuerdos malayos, de un tal reverendo Morton, demostró ser una decepción pese al sugestivo nombre de su autor. El guión estaba junto a él, aparentemente colocado allí por error. Aunque no parecía muy prometedor —sólo noventa y seis páginas, muy mal mecanografiadas, y sujeto por una única grapa—, su lectura se reveló valiosa. No había ningún título, ni creo que hubiera habido jamás uno; la primera página identificaba simplemente el film como «Documental: Malaca hoy». Y especificaba que había sido financiado en parte por una subvención del gobierno de los Estados Unidos. El director o directores del film no aparecían mencionados.
Pronto vi por qué el gobierno se había mostrado dispuesto a proporcionar algún apoyo a la aventura, puesto que había un gran número de escenas en las cuales los propietarios de plantaciones de caucho expresaban el tipo de opiniones que los norteamericanos podían desear oír. A una pregunta del inidentificado entrevistador, «¿Qué otros signos de prosperidad ve usted a su alrededor?», un plantador llamado Pierce había respondido servicialmente: «Bueno, observe el actual nivel de vida... Mejores escuelas para los nativos y un nuevo camión para mí. Es de Detroit, ¿sabe? Es probable que incluso lleve mi propio caucho en sus neumáticos».
ENTREVISTADOR: ¿Y qué piensa acerca de los japoneses?
¿Son actualmente uno de los mejores mercados?
PIERCE: Oh, mire, compran nuestra cosecha, de acuerdo, pero no
confiamos realmente en ellos,,comprende? (Sonrisas.) No nos
gustan ni la mitad de lo que nos gustan los yanquis.
Sin embargo, la parte final del guión era considerablemente mucho más interesante. Registraba un cierto número de breves escenas que no llegaron a aparecer nunca en el film terminado. Cito una de ellas en su integridad:
CUARTO DE JUEGOS EN
LA ESCUELA PARROOUIAL
ÚLTIMA HORA DE LA TARDE (suprimida)
ENTREVISTADOR: Este joven malayo ha trazado un boceto de un
demonio que él llama Shoo Goron. (Al muchacho.) ¿Puedes
decirme algo acerca del instrumento que está tocando? Se
parece al shofar judío, o cuerno de carnero. (De nuevo al muchacho.)
Todo va bien; no tienes por qué asustarte.
MUCHACHO: Él no sopla. Aspira.
ENTREVISTADOR: Entiendo... Inspira el aire a través del cuerno, ¿no es así?
MUCHACHO: No el cuerno. No es un cuerno. (Solloza.) Es él.
Miami no me produjo una gran impresión...
LOVECRAFI
19/7/1931
Mientras aguardaba en la sala de espera del aeropuerto con Ellen y su chico, mis maletas ya facturadas y mi número de asiento confirmado, me sentí constreñido por el tipo de ansiedad que me atormentaba en mi juventud: era la sensación de que el tiempo se terminaba; y lo que causaba aquella sensación era, creo, la hora que faltaba aún para que mi vuelo despegara. Era demasiado tiempo para pasarlo sentado charlando de cosas intrascendentes con Terry, cuya mente estaba evidentemente en otras cosas; sin embargo, era poco tiempo para realizar la tarea que, de repente, me había dado cuenta de que no había hecho.
Pero quizá mi sobrino pudiera ayudarme.
—Terry —dije—, ¿te importaría hacerme un favor? —Alzó la vista ansiosamente; supongo que los chicos a su edad adoran ser útiles—. ¿Recuerdas ese edificio por el que pasamos cuando veníamos aquí? ¿El edificio de Llegadas Internacionales?
—Claro. Aquí al lado.
—Sí, pero bastante más lejos de lo que parece. ¿Te crees capaz de ir hasta allá y volver en la hora que falta, y averiguar una cosa para mí?
—Claro. —Ya estaba levantado de su asiento.
—Se me acaba de ocurrir que hay una oficina de reservas de la Air Malay en ese edificio, y me pregunto si podrías averiguar allá...
Mi sobrina me interrumpió.
—Oh, no lo hará —dijo firmemente—. En primer lugar, no quiero que vaya corriendo por ahí fuera y que algún estúpido conductor... —Ignoró las protestas de su hijo—. Y segundo, no quiero verle mezclado con ese juego en que te has metido con mamá.
El resultado de todo aquello fue que la gestión la hizo la propia Ellen, dejándonos a Terry y a mí hablando de intrascendencias. Se llevó consigo un trozo de papel en el que yo había escrito «Shoo Goron», un nombre al que se quedó mirando con ácido escepticismo. No estaba seguro de que regresara antes de mi partida (Terry, podía apreciarlo, iba poniéndose nervioso por momentos), pero estuvo de vuelta antes de la segunda llamada para embarcar.
—Ella me dijo que lo habías escrito mal —anunció Ellen.
—¿Quién es ella?
—Una de las que atienden el mostrador de vuelos. Una chica joven, de unos veintipocos años. Ninguna de las otras eran malayas. Al principio no reconoció el nombre, sólo cuando lo hubo leído en voz alta unas cuantas veces. Aparentemente es una especie de pez. ¿No es así? Como una rémora, sólo que más grande. Al menos eso es lo que ella dijo. Su madre acostumbraba a asustarla con él cuando era desobediente.
Como es lógico, Ellen o más probablemente la otra mujer, había comprendido mal.
—¿Una especie de coco? —murmuré—. Bueno, supongo que es posible. Pero ¿dices que es un pez?
Ellen asintió.
—No creo que supiera mucho sobre él. De hecho, actuaba como si estuviera un poco turbada; como si yo le hubiera preguntado algo inconveniente. —Al otro lado de la sala, un altavoz lanzó la última llamada para los pasajeros. Ellen me ayudó a ponerme en pie, hablando todavía—: Dijo que ella sólo era una malaya, de algún lugar de la costa... ¿Malaca? No recuerdo... Y que era una lástima que yo no hubiera acudido hace unos tres o cuatro meses, porque la chica que la había reemplazado durante el verano era en parte chocha... ¿O chocho? Algo así...
La cola iba haciéndose cada vez más pequeña. Les deseé a los dos un buen Día de Acción de Gracias y me apresuré hacia el avión.
Debajo de mí, las nubes habían formado un paisaje de rodantes colinas. Podía ver cada cerro, cada desvaído arbusto, y, en los lugares oscuros, los ojos de animales.
Algunos de los valles estaban hendidos por irregulares líneas negras que parecían como los ríos en un mapa. El agua, al menos, era real: allá, el banco de nubes se había rasgado y hendido, revelando el oscuro mar debajo.
Durante todo el viaje fui consciente de la oportunidad perdida, agobiado por la sensación de que mi destino me ofrecía una especie de posibilidad final. Con Howard desaparecido, había seguido viviendo mi vida durante esos cuarenta años a su sombra; evidentemente, sus relatos habían ensombrecido los míos. Y ahora me descubría atrapado dentro de uno de ellos. Allí, a kilómetros por encima del suelo, sentía cómo los grandes dioses guerreaban; abajo, la guerra casi estaba perdida.
Los pasajeros a mi alrededor semejaban participantes en un baile de máscaras: el untuoso y pequeño directivo que olía a algo extraño; el niño que miraba y que no quería apartar la vista; el hombre dormido a mi lado, la boca semiabierta, que se había echado a reír y me había tendido una página arrancada de la revista que le habían dado en el avión. PÁGINA DE PASATIEMPOS, con un ojo mirándome sorprendido desde el centro de un enjambre de puntos: «Conecte los puntos y vea a lo que menos gracias dará en este Día de Acción de Gracias». Debajo, medio enterrado entre un crucigrama y unos anuncios de clubs privados, un poco de color local me puso de talante receptivo.
PECES VIAJEROS
(Cortesía del Miami Herald.) Señora, si su marido llega a
casa jurándole que acaba de ver una bandada de peces cruzar su patio,
no le huela el aliento para averiguar si ha bebido. ¡Puede que esté
diciendo la verdad! Según los zoólogos de la universidad
de Miami, los barbos van a emigrar en un número récord este
otoño, y los residentes del sur de Florida probablemente verán
centenares de esos bigotudos animales arrastrarse por la tierra, a
kilómetros de distancia del agua. Aunque normalmente no son
más grandes que su gatito, algunos de ellos pueden sobrevivir sin....
El artículo terminaba allá donde mi compañero lo había arrancado de la revista. Se removió en su sueño, murmurando algo silenciosamente. Me volví y apoyé mi cabeza contra la ventanilla, donde el extremo de Florida empezaba a surgir ante mí, atravesado por docenas de canales que parecían venas. El avión se estremeció y se inclinó hacia allá.
Maude ya estaba en la puerta, un mozo de cuerda negro a su lado con una carretilla vacía. Mientras aguardábamos a que descargaran mi equipaje, me contó la secuela del incidente del «San Marino»: habían hallado el cuerpo del muchacho, ahogado en un playa distante, con los pulmones en la boca y en la garganta.
—Como vuelto del revés ¿Puedes imaginarlo? Durante toda la mañana no han estado diciendo otra cosa en la radio. Con declaraciones de un desagradable doctor acerca de la tos de los fumadores y de la forma en que se ahoga la gente. No he podido seguir escuchando.
El mozo de cuerda cargó mis maletas en la carretilla y le seguimos hasta la parada de taxis, con Maude utilizando su bastón para gesticular. Si no hubiese descubierto lo envejecida que estaba, habría pensado que la excitación le sentaba bien.
Hicimos que el conductor diera un rodeo hacia el oeste por el Pompano Canal Road, donde hicimos un alto en el número 311, una de las nueve deterioradas casitas pintadas de color verde que formaban una especie de patio en torno a una pequeña y muy sucia piscina poco profunda. En una jardinera redonda de cemento junto a la piscina crecía muy inclinada una solitaria y medio muerta palmera, como en una especie de falso oasis. Así pues, aquél había sido el último hogar de Ambrose Mortimer. Mi hermana estaba muy silenciosa, y la creí cuando dijo que nunca antes había estado allí. Al otro lado de la calle brillaban las oleosas aguas del canal.
El taxi giró hacia el este. Pasamos interminables hileras de hoteles, moteles, edificios de apartamentos, centro comerciales tan grandes como Central Park, tiendas de souvenirs con carteles más grandes que las propias tiendas, cestos de conchas marinas y serpenteantes coches de juguete que se deslizaban entre las piernas de los transeúntes. Hombres y mujeres de nuestra edad y más jóvenes permanecían sentados en hamacas de lona en sus patios, parpadeándole al tráfico. Los sexos se habían fusionado: algunas de las mujeres más viejas eran casi tan calvas como yo, y los hombres llevaban ropas del color del coral, la lima y el melocotón. Caminaban muy lentamente mientras cruzaban la calle y avanzaban por la acera; los coches se movían casi tan lentamente como ellos, y pasaron cuarenta minutos antes de que llegáramos a casa de Maude, con las persianas color naranja pastel, y el farmacéutico retirado y su esposa viviendo arriba. También allí, una especie de languidez se había aposentado sobre el bloque, una languidez de la que era consciente, tan sólo con una pizca de pesar, que pronto iba a invadirme a mí. La vida transcurría cada vez más despacio hasta detenerse, y una vez el taxi se hubo marchado, lo único que se movía eran los geranios en la maceta de la ventana de Maude, estremeciéndose ligeramente en una brisa que yo ni siquiera podía sentir. Un árido descanso. Las mañanas en la sala con aire acondicionado de mi hermana. Las comidas con las amigas de mi hermana en restaurantes con aire acondicionado. Involuntarias cabezadas por la tarde, de las que me despertaba con dolor de cabeza. Charlas al atardecer, contemplando el ocaso, las luciérnagas, las pantallas de televisión brillando detrás de las cortinas de los vecinos. Por la noche, unas cuantas estrellas brillando débilmente entre las nubes; por el día, pequeñas lagartijas deslizándose por el caliente suelo o tomando tranquilamente el sol sobre las baldosas. El olor de viejas pinturas en el cuarto trastero de mi hermana, y el insistente zumbido de los mosquitos en su jardín. Su reloj de sol, un regalo de Ellen, con el mensaje de Terry pintado en el borde. Comida en el «San Marino» y una breve e indiferente mirada al embarcadero de la parte de atrás, ahora convertido en una especie de atracción turística. Una tarde en la biblioteca local de Hialeah, buscando por entre sus estanterías de libros de viajes, con un viejo dormitando en la mesa al otro lado, un niño copiando trabajosamente su redacción escolar de una enciclopedia. La comida de Acción de Gracias, con su llamada telefónica de media hora a Ellen y al chico y la perspectiva de pavo para todo el resto de la semana. Más amigos que visitar, y otro día en la biblioteca.
Más tarde, impulsado por el aburrimiento y el fantasma de un impulso, telefoneé al Barkleigh Hotella, en Miami Norte, y reservé allí una habitación por dos noches. No recuerdo exactamente qué días fueron porque ese tipo de cosas ya no tienen gran significado, pero sé que era a mediados de la semana. «Estamos en plena estación», me informó la propietaria, y el hotel estaba completo todos los fines de semana hasta pasado Año Nuevo.
Mi hermana se negó a acompañarme a la avenida Culebra: no hallaba ningún atractivo en visitar el lugar que una vez había ocupado un malayo fugitivo, ni compartía mi fantasía propia de novela barata de que, viviendo realmente allí, podía llegar a descubrir algún indicio que hubiera pasado desapercibido a la policía. («Gracias al celebrado autor de Más allá de la tumpa...») Fui solo, en taxi, llevando conmigo media docena de volúmenes de la biblioteca local. Aparte de leer, no tenía otros planes.
El Barkleigh era un edificio de adobe rosa de dos pisos, coronado por un antiguo rótulo de neón sobre el cual el polvo se veía espeso a la luz de la primera hora de la tarde. Establecimientos similares se alineaban a ambos lados del bloque, cada uno más deprimente que el anterior. No había ascensor y, para mi decepción, ninguna habitación disponible en el primer piso; la escalera tenía todas las apariencias de constituir un gran esfuerzo.
En la oficina de la planta baja pregunté, tan casualmente como me fue posible, qué habitación había ocupado el conocido señor Djaktu. De hecho, confiaba en que me alojaran en ella o en alguna otra cercana. Pero de nuevo me vi decepcionado. El atento cubano que estaba detrás del mostrador había sido contratado hacía tan sólo seis semanas y afirmaba no saber nada del asunto; en un entrecortado inglés me explicó que la propietaria, una tal señora Zimmerman, acababa de marcharse a Nueva Jersey para visitar a unos parientes, y que no regresaría hasta Navidad. Obviamente, podía despedirme de la posibilidad de algún chismorreo.
Por aquel entonces ya estaba medio tentado a anular mi estancia, y confieso que lo que me mantuvo alli no fue tanto un sentido del amor propio como el deseo de estar dos días separado de Maude, la cual, después de haber vivido sola durante casi una década, era una persona con la que resultaba difícil convivir.
Seguí al cubano escaleras arriba, observando cómo mi maleta golpeaba rítmicamente contra sus piernas, y fui conducido por el pasillo hasta una habitación que daba a la parte de atrás. El lugar olía débilmente a aire salado y a brillantina, y la hundida cama había servido a muchas desesperadas vacaciones. Una pequeña terraza de cemento se asomaba al patio y a un terreno baldío tras él, este último lleno de hierbajos y el césped del patio sin cortar desde hacía tanto tiempo que resultaba difícil decir dónde terminaba el uno y dónde empezaba el otro. Un grupo de palmeras se alzaba en algún lugar en medio de aquella tierra de nadie, increíblemente altas y delgadas, con sólo unas pocas enhiestas hojas rematándolas. En el suelo, debajo de ellas, yacían algunos cocos podridos.
Esta fue mi visión la primera noche cuando regresé de cenar en un restaurante cercano. Me sentía anormalmente cansado y pronto me dormí. Puesto que la noche era fría, el aire acondicionado no se hacía necesario. Mientras permanecía tendido en la enorme cama podía oír a la gente moviéndose en la habitación de al lado, el silbido de un autobús avanzando avenida abajo, y el susurro de las hojas de las palmeras con el viento.
Pasé parte de la mañana siguiente escribiendo una carta a la señora Zimmerman, para que le fuera entregada a su regreso. Después de la larga caminata a la cafetería para comer, dormí la siesta. Después de cenar hice lo mismo. Con la televisión encendida para tener compañía, una imprecisa imagen parlanchina al otro lado de la habitación, me dediqué al montón de libro que había en mi mesita de noche, procedentes del fondo de la estantería de viajes; la mayoría no habían sido leídos por nadie desde los años treinta. No encontré nada de interés en ninguno de ellos, al menos tras la primera inspección. Pero antes de apagar la luz observé que uno de ellos, las memorias de un tal coronel E. G. Paterson, iba provisto de un índice de nombres. Aunque busqué en vano al demonio Shoo Goron, encontré una referencia a él bajo una variante ortográfica.
El autor, muerto sin duda hacía mucho tiempo, había pasado la mayor parte de su vida en Oriente. Su interés por el sudeste de Asia no era profundo y, en consecuencia, el pasaje en cuestión era breve:
...Pese a la riqueza y variedad de su folklore, no tienen nada parecido
al shugoran malayo, una especie de coco utilizado para asustar a
los niños desobedientes. El viajero oye muchas descripciones
conflictivas al respecto, algunas bordeando lo obsceno. (Oran, por
supuesto, es «hombre» en malayo, mientras que shug, que aquí puede
interpretarse como «olfateador» o «rastreador», significa literalmente
«trompa de elefante».) Recuerdo muy bien la piel que colgaba sobre
el bar en el Club de Comerciante de Singapur, y que, según la tradición,
representaba al retoño de esta fabulosa criatura: sus alas eran negras,
como la piel de un hotentote. Poco después de la guerra, un cirujano
militar estuvo de paso allí en su viaje a Gibraltar y, tras un atento examen,
declaró que era la piel seca de un gran barbo. Nunca se le volvió a preguntar.
Mantuve la luz encendida hasta que empecé a quedarme dormido, escuchando cómo el viento agitaba las hojas de las palmeras y silbaba arriba y abajo por las hileras de terrazas. Cuando apagué la luz casi esperaba ver una forma oscura en la ventana, pero no vi más que la noche, como dice el poeta.
A la mañana siguiente hice mi maleta y me fui, consciente de que mi estancia en el hotel había resultado infructuosa. Regresé a casa de mi hermana para encontrarla en agitada conversación con el farmacéutico de arriba. Se hallaba en un terrible estado de nervios, y me dijo que durante toda la mañana había estado intentando localizarme. Se había despertado para descubrir que la maceta de flores de la ventana de su dormitorio estaba volcada y los arbustos que hay junto a ella pisoteados. Bajando por el lado de la casa corrían dos enormes marcas como de cuchillo, separadas por unos dos metros. Empezaban en el techo y continuaban en línea recta hasta el suelo.
Por todos los demonios, como vuelan los años. Firmemente
asentado en la edad madura... cuando tan sólo ayer era joven y
estaba ansioso y maravillado por el misterio de un
mundo aún por descubrir.
LOVECRAFT
20/8/1926
Hay muy poco más de lo cual informar. Aquí el relato degenera a una heterogénea colección de datos que pueden o no estar relacionados: piezas de un rompecabezas para todos aquellos que disfrutan resolviendo rompecabezas, un enjambre de puntos al azar y, en el centro, un enorme ojo abierto.
Por supuesto, aquel mismo día mi hermana abandonó la casa en Indian Creek y tomó una habitación en un hotel del centro de Miami. Posteriormente se fue tierra adentro para vivir con una amiga en un bungalow de estuco verde, a varios kilómetros de los Everglades, el tercero de una hilera de nueve, justo al lado de la carretera principal. Estoy sentado en su salón mientras escribo esto. Después de que su amiga muriera, mi hermana vivió aquí sola haciendo el viaje de varios kilómetros hasta Miami sólo en ocasiones especiales: para ir al teatro con un grupo de amigos, uno o dos viajes de compras al año. Todo lo demás que necesitaba lo tenía aquí mismo.
Yo regresé a Nueva York, pillé un enfriamiento y terminé el invierno en la cama de un hospital, visitado mucho menos de lo que hubiera esperado por mi sobrina y su chico. Por supuesto, conducir desde Brooklyn hasta allí no era nada fácil.
Uno se recupera mucho más lentamente cuando ha alcanzado mit edad; es una dolorosa verdad que todos tenemos que aprender si vivimos lo suficiente. La vida de Howard fue corta, pero al final creo que lo comprendió. A los treinta y cinco años podía burlarse tratando de locura el «anhelo de juventud» de uno de sus amigos, pero diez años más tarde había aprendido a lamentarse de la pérdida de la suya propia. «¡Los años hablan por sí mismos! —escribio—. Vosotros los jóvenes no sabéis cuán afortunados sois!»
La vejez es realmente el gran misterio. ¿Por qué si no hubiera Terry adornado el reloj de sol de su abuela con esta sacarinada tontería?
Envejece conmigo;
lo mejor aún no ha venido.
Cierto, el lema es tradicional en los relojes de sol..., pero ese joven estúpido hubiera tenido que mirar la rima. Con diabólica imprecisión había escrito «Lo mejor aún no ha venido»... Una frase que me hubiera hecho rechinar los dientes, si aún me quedaran dientes que rechinar.
Pasé la mayor parte de la primavera en casa, cocinándome yo mismo miserables comidas y trabajando infructuosamente en un proyecto literario que mantuviera ocupados mis pensamientos. Era descorazonador descubrir que escribía muy lentamente ahora, y que había cambiado tanto. Mi hermana sólo acrecentó mi mal humor cuando me envió una historia más bien lasciva que había descubierto en el Enquirer —acerca de la «cosa parecida a una aspiradora» que se había aspirado a través de la escotilla a un marino sueco y «convirtió su rostro en algo púrpura»— y escribió en la parte de arriba: «¿Lo ves? Como salido de Lovecraft».
No fue mucho después de eso cuando recibí, para mi sorpresa, una carta de la señora Zimmerman, excusándose profusamente por haber traspapelado mi nota hasta que apareció durante su «limpieza de primavera». Es difícil de imaginar cualquier tipo de limpieza en el Barkleigh Hotella, ni en primavera ni en cualquier otra estación, pero incluso esa respuesta tardía era bienvenida.
«Lamento que el sacerdote que desapareció fuera amigo suyo —escribía—. Estoy segura de que era un excelente caballero.
»Me preguntaba usted por "los particulares", pero por su nota deduzco que conocía usted ya toda la historia. Realmente no hay nada que pueda decirle que no dijera ya a la policía, aunque no creo que ellos lo comunicaran todo a la prensa. Nuestros registros indican que nuestro huésped, el señor Djaktu, llegó aquí hace aproximadamente un año, a finales de junio, y se marchó la última semana de agosto debiéndonos una semana de alquiler, más varios desperfectos, que ya no tengo muchas esperanzas de poder recuperar, aunque he escrito a la embajada de Malaysia al respecto.
»En otros aspectos fue un excelente huésped. Pagaba regularmente, y de hecho apenas abandonaba su habitación excepto para caminar de vez en cuando por el patio trasero o ir a la tienda de comestibles. (Hemos desistido de intentar que nuestros huéspedes no coman en las habitaciones.) Mi única queja es que a mediados del verano tuviera a ese niño de color viviendo con él sin nuestro conocimiento, hasta que una de las doncellas le oyó cantar cuando pasaba por delante de su habitación. No reconoció el idioma, pero dijo que parecía como si fuese hebreo. (La pobre mujer, que ahora ya no está entre nosotros, apenas era capaz de leer.) Cuando hizo de nuevo la habitación, me dijo que el señor Djaktu afirmaba que el niño era "suyo". Ella se fue porque lo entrevió observándola desde el cuarto de baño. Dijo que estaba desnudo. No hablé de eso en su tiempo puesto que no creo que sea cosa mía hacer juicios sobre la moralidad de mis huéspedes. De todos modos, nunca volvimos a ver al niño, y nos aseguramos de que la habitación fuera completamente desinfectada para nuestros siguientes huéspedes. Créame, no hemos recibido más que felicitaciones acerca de nuestros servicios. Pensamos que son excelentes y espero que usted esté de acuerdo con ello. También confío en que vuelva a ser nuestro huésped la próxima vez que venga a Florida.»
Desgraciadamente, la próxima vez que fui a Florida fue para el funeral de mi hermana, a finales de aquel invierno. Ahora sé, aunque entonces no llegué a saberlo, que había estado enferma casi todo el año anterior. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que los llamados «incidentes» —los actos de vandalismo sin sentido dirigidos contra mujeres solas en la zona del sur de Florida, culminando en varios ataques por parte de un merodeador sin identificar— pudieron haber precipitado su muerte.
Cuando llegué allí con Ellen para hacerme cargo de los asuntos de mi hermana y arreglar las cosas para el funeral, pretendía quedarme una o dos semanas como máximo, cuidando de la transferencia de la propiedad. Sin embargo, de algún modo, me demoré hasta mucho después de que Ellen se hubiera ido. Quizá fuera el recuerdo del invierno en Nueva York, que a cada año que pasa es más duro. Simplemente, no podía encontrar las fuerzas para volver, ni podía decidirme a vender esta casa.
Si estoy atrapado aquí, es una trampa a la que me he resignado. Además, mudarme nunca ha sido mi afición. Aunque me siento cansado en esta pequeña habitación —y de hecho lo estoy—, no puedo pensar en ningún otro lugar adonde ir. He visto todo el mundo que deseaba ver. Esta sencilla casa es ahora mi hogar... y estoy convencido de que será el último. El calendario en la pared me dice que han pasado ya casi tres meses desde que me trasladé aquí. Sé que en algún lugar de estas páginas que faltan hallarán ustedes la fecha de mi muerte.
La semana pasada hubo un nuevo rebrote de los «incidentes». La última noche fue, con bastante diferencia, la más dramática. Puedo recitarla casi palabra por palabra de las noticias de la mañana. Poco antes de medianoche, la señora Florence Cavanaugh, una ama de casa que vive en el 24 de Alyssum Terrace, en South Princeton, estaba a punto de cerrar las cortinas en su habitación delantera cuando vio, atisbando hacia ella desde la ventana, a lo que describió como «un enorme negro llevando una máscara de gas o una escafandra autónoma». La señora Cavanaugh, que iba vestida tan sólo con su camisón, se apartó rápidamente de la ventana y gritó llamando a su marido, que estaba durmiendo en la habitación contigua, pero cuando éste llegó, el negro había escapado.
La policía local se inclina por la teoría de la «escafandra autónoma», puesto que cerca de la ventana descubrieron huellas que podían haber sido producidas por un hombre pesado llevando aletas de caucho en los pies. Pero fueron incapaces de explicar por qué alguien iba a llevar un equipo de inmersión tantos kilómetros lejos del agua.
El informe concluye con la noticia de que «el señor y la señora Cavanaugh no han podido ser localizados para efectuar alguna declaración».
La razón de que yo haya tomado tal interés en el caso —suficiente, al menos, como para memorizar los detalles citados más arriba— es que conozco a los Cavanaugh bastante bien. Son mis vecinos de la puerta de al lado.
Llámenlo el ego de un escritor que envejece si quieren, pero de alguna forma no puedo dejar de pensar que la visita de la otra noche iba destinada a mí. Esos pequeños bungalows de color verde se ven todos iguales en la oscuridad.
Bien, otra noche de plazo... El tiempo suficiente para rectificar el error. No pienso ir a ningún lado.
Creo, de hecho, que será un final apropiado para un hombre de mi profesión: ser absorbido en el desarrollo del relato de otro hombre.
Envejece conmigo;
lo mejor aún no ha venido.
Dime, Howard, ¿cuánto falta aún para que me llegue el turno de ver el negro rostro aplastado contra mi ventana?
EL REY
William Relling, Jr.
William Relling, Jr. es uno de los últimos escritores recién llegados que han irrumpido en el género fantástico con recientes ventas a publicaciones como Cavalier, Dude, Whispers, y varias pequeñas publicaciones periódicas, así como un artículo para una ya desaparecida revista de ciencia llamada Probe, «que pese al título estaba en otro estante distinto al de Cavalier». Nacido el 14 de marzo de 1954 en St. Louis, Missouri, Relling ha trasladado actualmente su hogar al área de Los Ángeles. Durante los últimos diez. años ha trabajado como bibliotecario, conductor de camión, ordenanza en un hospital, músico profesional, vendedor... Precisamente ahora, durante parte de su tiempo enseña inglés para jóvenes en una escuela superior, mientras otra parte de su tiempo la dedica como graduado a estudiar cine, televisión y dramaturgia en la universidad del Sur de California. En su tiempo libre, Relling está trabajando en un guión cinematográfico para «un fanfarrón de la ciencia ficción». Su historia El Rey es un recordatorio de que los aficionados a lo fantástico no son los únicos propensos a convertir en ídolos a sus héroes muertos y sacar provecho de ellos.
Macho, eso ocurrió hace un tiempo y aún estoy temblando. Pero, ¿y quién no? Probablemente nunca voy a dejar de temblar, al menos mientras pueda recordar lo que vi. Y realmente no es probable que lo olvide.
Ni siquiera he vuelto a tocar los palillos desde entonces. Una especie de retiro forzoso, ya sabes. No creo que pueda volver a ponerles la mano encima, aunque tampoco he sentido muchas ganas de intentarlo. Y no pienso hacerlo en mucho tiempo. No por mucho tiempo.
No es que no impresionara a todos los demás que estaban allí, como los chicos de la banda, o la gente de aquel teatro, o cualquiera que lo leyó más tarde, los cuales realmente no sabían qué había ocurrido. Pero yo le vi y él estaba allí, y la muerte de Jay y la muerte de Tommy, yo sé que fue él. Lo sé.
Porque yo trabajé para él. ¿Recuerdas allá por el sesenta y nueve, cuando hizo aquella reaparición y dio aquella gran sesión en Las Vegas, y la gira, y aquella película en Hawai? Esa que pasaron por la televisión un par de veces. Bien, yo trabajé en parte de aquella gira. Cuando estaban tocando por el Medio Oeste e hicieron aquella sesión en Kansas City y Ronnie Tutt cayó con la gripe, fui contratado —uno de los trompetistas me conocía, pues habíamos trabajado juntos antes— hasta que Ron se pusiera bien. Así que actué en St. Louis y Chicago, y entonces Ron volvió. Pero me quedé por allí y conseguí empleo como percusionista debido a que le caía bien a El Hombre, ya sabes, y deseaba tenerme por allí. Sólo como un favor.
Fue un trabajo estupendo, porque él pagaba muy bien a la banda, y todo era de primera clase durante toda la gira. Y aquellos chicos, aquellos tipos de la banda, sabían tocar. Glen Hardin estaba al piano y hacía casi todos los arreglos y era estupendo, macho, realmente estupendo. Y James Burton, el guitarrista. Nunca he oído a nadie que toque como él. Sólo por estar con aquellos tipos valía la pena. Sí, valía la pena.
Pero El Hombre mismo era también grande. Era El Rey, ya sabes, tal como él decía. Quiero decir que un montón de gente sólo le conocía de los primeros días y de Hound Dog y de Ed Sullivan, o quizá de todas esas películas que hizo y que no eran gran cosa. O tal vez sólo le conozcan del último año o así antes de que muriera, cuando estaba tan mal, ya sabes, cuando había engordado tanto y su voz se iba y todas esas historias acerca del alcohol y las píldoras y toda la mierda.
Pero cuando yo le conocí estaba en la cumbre. Arriba del todo. Estaba en buena forma —trabajaba duro, ya sabes, ejercicio y karate y todo lo demás, dos, tres horas al día—, y su voz estaba realmente afinada y era fuerte. Dios, podía cantar. ¿Has visto alguna vez esa cosa en la televisión desde Hawai? Era grande. Realmente grande.
Y podía llevarse de calle a las multitudes. Absolutamente. No sólo a las nenas, sino también a los chicos. Y no sólo a la gente joven, sino que gustaba también a las viejas señoras y a las amas de casa y a las niñitas y a todos. Chillaban y se desmayaban y mojaban sus pantalones. Los tema en un puño, macho, y lo sabía todo el tiempo. Era increíble. Como si encendiera un fuego debajo de cada uno de ellos. Y lo hacía. Realmente era así.
Nosotros podíamos sentirlo también, con sólo tocar detrás de él. Y aún le quedaba algo de eso al final, ya sabes. Ese fuego, esa electricidad. Incluso cuando ya iba para abajo, cuando estaba muriéndose, todavía seguían aferrados a él. Incluso cuando estaba gordo y enfermo y todo y ya no podía cantar como antes. Pero seguía siendo El Hombre. Aún los tenía en un puño, aunque estuviera en baja forma.
Mira lo que ocurrió cuando murió.
Esa gente pensaba que era alguna especie de dios o algo así, y vinieron de todas partes del mundo al funeral. Como si fuera algo más que un ser humano normal, como si no fuera como el resto de nosotros, ya sabes. Y realmente era así, en cierto sentido. Era especial. Y cualquiera que le hubiese conocido, o que creyera que le había conocido, o que le hubiera querido, estaba allí. Eran miles. Jesús, yo estaba allí y era..., bien, como nadie fuera de toda aquella gente podrá llegar a creerlo, ya sabes, y todos se sentían muy tristes. Como si él no tuviera derecho a ser mortal y realmente no pudiera morir. Podías sentirlo como un peso sobre tus hombros en aquella multitud, aquella especie de ¿cómo-puede-habemos-hecho-esto-a-nosotros? Realmente, no podía estar muerto.
Aún hoy siguen acudiendo.
Ahora que pienso de nuevo en ello, quizá eso formaba parte de lo que ocurrió después. Ya sabes, toda aquella gente negándose a aceptar que estaba muerto, deseando que volviera, rezándole como si él fuera un dios...
Quizá eso formaba parte de ello. Eso y algo más.
Los timadores. Los traficantes. Los asquerosos bastardos que acudieron zumbando como moscardones para sacar un dólar de todo aquel dolor, de todo aquel amor, de toda aquella adoración. Me puso enfermo ver aquellos tipos en la calle, macho, delante mismo de aquella maldita tumba, vendiendo ceniceros y camisetas y fotos y discos. Y la gente, esos miles y miles de personas comprándolo todo, simplemente porque le querían y no deseaban que se fuera. Como si tuvieran que llevarse parte de él para conservarlo. Los hubiera echado a todos, y le di de puñetazos a uno de esos tipos, uno que estaba vendiendo collares de pequeños ataúdes plateados, con su nombre grabado en ellos. Tuvieron que sujetarme para que no matara a aquel hijo de puta.
Pero conocí a Jay, y Jay era honesto consigo mismo, y llevaba componiendo su propio material desde hacía un par de años. El Hombre mismo había visto a Jay en una ocasión y más tarde se habían encontrado un par de veces, y realmente comprendió lo que hacía. Dijo que Jay era el único tipo que había visto nunca que podía hacerlo bien, ya sabes. Y Jay era un gran admirador suyo. Pero Jay hacía otra cosa en sus actuaciones; ya sabes, su propio material y todo lo demás. Y, como digo, Jay llevaba pateándose el país desde hacía tiempo.
De modo que no fue idea de Jay, realmente, sino de Tommy Adams, que había oído a Jay en un club en Knoxville. Fue él quien vino con la idea para el cambio en sus actuaciones y la oferta para ser el manager de Jay si éste seguía adelante. Muchos billetes, dijo Tommy.
Por aquella época yo llevaba tocando con Jay desde hacía unos seis meses. Me contrató después de que su antiguo batería se fuera allá por Springfíeld, Illinois, y yo había vuelto al Medio Oeste después de patearme la zona de Los Ángeles durante un par de años y me las arreglaba a duras penas. No trabajaba regularmente cuando me encontré con Jay, y él me dio el trabajo. De todos modos, cuando Tommy Adams fue hasta él con la oferta aquel septiembre, Jay acudió a mí. Sabía que yo había conocido personalmente a El Hombre —igual que él— y deseaba saber cómo me sentía al respecto. Así que hablamos.
Le dije lo que pensaba de Tommy Adams, pero que realmente no veía nada malo en el cambio, porque sabía de dónde venía él, me refiero a Jay, ya sabes. Un homenaje, ¿eh? Una especie de conmemoración. El dinero no tema nada que ver con ello.
Oh,no.
Así que Jay aceptó y se convirtió en Jay Redman, Príncipe Coronado en el trono de El Rey. De lleno al traje blanco y el pañuelo al cuello, las lentejuelas, las piedras preciosas falsas, la guitarra acústica nacarada, el pelo y las patillas, la sonrisa, las joyas, los pantalones ajustados, el movimiento de caderas y los golpes de karate. De lleno a Heartbreak Hotel, In the Ghetto, Burnin' Love, Jailhouse Rock y todo lo demás.
Y yo me metí de lleno con él.
Quizá no debiera decir eso, no lo sé. Por aquella época no pensaba que fuera malo en absoluto. Jay tuvo éxito casi de inmediato, y Tommy nos conseguía actuaciones por todo el sur y el Medio Oeste, de Fort Lauderdale a Chicago, a Atlanta, a Nashville, a Nueva Orleans, a St. Louis, en clubs y teatros de cena-espectáculo y bares y de todo. Al llegar febrero me sacaba casi cinco billetes a la semana, sólo para mí. Tommy no estaba bromeando cuando dijo que habría entonces montones de billetes. Para todos nosotros.
Pero no se trataba del dinero.
Era realmente extraño. Actuábamos, ya sabes, en todos esos clubs de cena-espectáculo y todo eso, y la gente, macho, era sencillamente asombrosa. Quiero decir que Jay era bueno y había aceptado hacer aquello y todo lo demás, pero seguía siendo Joe. Lo estaba imitando. Era una actuación, ¿comprendes?
Pero la gente... Era como estar de vuelta en aquella vieja gira, con las nenas chillando y desmayándose, y tendiendo las manos para tocar a Jay cuando éste movía las caderas o sonreía, o les guiñaba un ojo.
Curioso. Debía de haber por lo menos un centenar de otros tipos por todo el país haciendo lo mismo, y, por lo que había oído, las cosas eran iguales con todos ellos. La gente simplemente estaba loca por conservar algo.
Pero Jay se tomaba las cosas con calma y seguía siendo simplemente Jay. No había ninguna transformación mágica ni nada parecido, en la que Jay empezara a hablar como El Hombre cuando estaba fuera del escenario o se sintiera poseído o cualquiera de esas otras tonterías que puede que hayas oído. Sabía que se trataba de una actuación, así que en el escenario y fuera de él seguía siendo siempre Jay. Seguro, conseguía toda la atención y el dinero que quería, pero seguía siendo siempre él mismo.
Pero Tommy, ¡huau! No es que Tommy se volviera realmente loco, al menos no psicológicamente o algo parecido. Era el dinero, ya sabes. La pasta empezó a entrar, y Tommy iba todo el tiempo andando por ahí con esos grandes signos del dólar en los ojos. Todo lo que le importaba era el dinero. Tommy era otro buitre, exactamente igual que todos aquellos otros tipos.
Lo que hizo que todo empezara fue cuando Tommy firmó el contrato de Jay para esa actuación en televisión y que era una especie de tête-à-tête para los siete o así mejores personificadores que actuaban por ahí. Así que hicimos la sesión en Las Vegas, en el «Caesar's Palace». Un buen asunto, ¿eh? Mucha pasta. Todo fue estupendamente.
Excepto que Jay pierde y termina detrás de un par de tipos que quizá se parecían un poco más a El Hombre o se movían más como él o sonaban más como él o —como yo dije— simplemente eran mejores que Jay. ¿Y qué? Ya sabes. Nos pagaron igual, y no lo hicimos mal del todo. Jay estuvo bien, como siempre, y no íbamos a tener menos trabajo ni a perder nada por ello. Había suficiente para nosotros y para todos aquellos otros tipos, y no por eso íbamos a vernos apeados del negocio.
Sin embargo, Tommy no es feliz. No estamos haciendo lo suficiente, dice. Tenemos que ir hasta el final, dice. Necesitamos otra idea, dice, como si aquello no fuera ya suficiente idea. Así que intenta convencer a Jay de que cambie su cara, por los clavos de Cristo, como haría cualquier payaso de Florida, pero Jay le manda a tomar viento.
Así que Tommy vuelve con otra cosa distinta. El concierto de homenaje, ¿de acuerdo? En Memphis, el 16 de agosto, el aniversario del día en que El Hombre murió. Y todo el tiempo está Tommy explicándole esto a Jay y a mí y al resto de la banda, y yo escuchando todo el rato ese ka-ching como una pequeña caja registradora en la cabeza de Tommy, y viendo de nuevo esos signos de grandes dólares en sus ojos.
Pero todos decimos que de acuerdo, que haremos el trabajo, y luego no pensamos más en ello. Excepto Danny Palmer, el bajo, que vino con nosotros aproximadamente por la época en que Jay cambió su actuación. No pienso hacerlo, le dice Dan a Tommy. Me largo.
Esto es una gran sorpresa para todos nosotros, ya sabes, porque las cosas marchan bien y el dinero entra a espuertas, y Dan es un buen bajo. Sin embargo, Tommy no se muestra preocupado en absoluto, porque piensa qué infiernos, hemos obtenido una buena actuación y contrataremos a otro bajo; no hay por qué alarmarse. Lo cual era cierto, por supuesto. Pero había algo acerca de Danny Palmer que me preocupó a mí personalmente.
Así que le pregunté, eh, Daniel, ¿por qué te largas?
Y al principio es algo así como, bien, ya hemos hecho todas esas actuaciones, y la verdad es que empiezo a estar cansado de todo eso.
Pero nada de eso me suena a verdad. Vamos, hombre, le digo. Sé sincero conmigo. Anda, cuéntamelo.
Está asustado. Está asustado y no sabe por qué.
¿Asustado?, digo. ¿Asustado de qué?
No lo sé, dice.
Y yo no sé qué decirle.
Luego dice, así son las cosas. Esa gente y Jay y Tommy y el resto de nosotros. Entonces se interrumpe y me mira de una forma realmente curiosa.
¿Sabes lo que es la necrofilia?, pregunta.
No.
Me cuenta acerca de ello, y que lo que estamos haciendo es en cierto modo horrible, alarmante y definitivamente indigno. Ocurrirá algo malo, dice.
Y yo me echo a reír.
Entonces él se volvió como loco y se largó, y así quedaron las cosas. Pero seguí preocupado por todo aquello, aunque realmente no volví a pensar en ello hasta mucho después.
De todos modos, contratamos a Bobby Redman, que era primo de Jay, para tocar el bajo, y seguimos adelante, actuando como antes. No había ninguna razón para que yo pensara que había algo malo en aquello, a pesar de lo que pudiera decirme Dan Palmer. Además, fue olvidado casi inmediatamente después de haberse ido.
Y aquel día 16 las cosas fueron estupendamente. Había un montón de gente en la ciudad, ya sabes, y las entradas para el espectáculo estaban agotadas desde hacía varias semanas, así que firmamos por una segunda sesión y las entradas de ésa también se agotaron, tal como Tommy había imaginado que ocurriría. Jay se sentía bien y relajado, y todos estábamos estupendos.
Aquella tarde, Jay y Bobby y yo fuimos a la mansión, donde El Hombre estaba enterrado. Nos mezclamos con la multitud, que era realmente grande; lo cual no es ninguna sorpresa, supongo. Pero tuve la misma sensación que había tenido antes, ya sabes, esa tristeza y esa especie de peso sobre mis hombros, y miré a Jay y él estaba mirando a la tumba, y sus ojos eran realmente vidriosos y estaba pálido. De modo que dije, eh, macho, vamonos de aquí, y Jay simplemente asintió y nos marchamos.
Fuimos al teatro y directamente a los camerinos, y Jay estuvo realmente quieto durante un rato. Luego estuvo bien de nuevo. Ir a la mansión le había chafado, dijo.
Muy pronto aparece el resto de la banda y Tommy está de vuelta con nosotros. Nos preparamos para la actuación y él no deja de palmearnos en la espalda y de decimos lo grandes que somos y lo grande que es Jay y todo eso. Son las nueve.
Las luces de la sala se apagan y todo el mundo excepto Jay pisa el escenario, que está negro como la tinta. Luego los amplificadores empiezan con Así hablaba Zaratustra... Ya sabes, 2001. Termina ésta y abrimos con los primeros compases de C C Rider, y la gente se pone ya en pie.
Entonces se encienden los focos y barren el público y luego el escenario, y, ¡jang!, ahí está Jay, saltando desde la izquierda del escenario, agitándose y enviando besos al público. Y los tiene en un puño, macho, los tiene en un puño. El lugar enloquece del todo.
Hacemos todo el programa, y cada canción les hace chillar más fuerte que la anterior. Pero ocurre algo realmente extraño. Jay ya no es él, sino que es realmente EL HOMBRE, y lo necesitan enormemente. Es como estar tendido en una playa, ya sabes, y dejar que las aguas pasen por encima de ti. Y podíamos sentir ese deseo en el aire a nuestro alrededor, macho, allá arriba en el escenario. Jay estaba en la onda como nunca antes le había visto.
Cerramos el espectáculo con Girl Happy, y aquella multitud estaba literalmente fuera de sí cuando Jay se fue del escenario junto con el resto de nosotros. Tommy está allí, entre bastidores, y pasa un brazo en tomo al hombro de Jay y se lo lleva consigo hacia el camerino. Yo podía ver la cabeza de Tommy agitándose arriba y abajo, y podía imaginar aquella pequeña caja registradora haciendo ka-ching de nuevo. Pero Tommy conoce su oficio, ¿no? Sabe cómo llevar a esas gentes hasta un punto donde simplemente explotan, y entonces dejar que Jay salga de nuevo en solitario y toque su solo y los remate.
Miré mi reloj y vi que eran las 10.15. Tiempo suficiente para el bis y luego despejar la sala para la siguiente sesión. Tiempo suficiente.
Entonces cortaron las luces de la sala.
Los aplausos y los gritos eran suficientes como para estremecer todo aquel maldito edificio como si fuera un terremoto. Estaba todo a oscuras y empezaron a encender cerillas y mecheros, y parecían como antorchas o estrellas contra un cielo nocturno. Entonces fue cuando oí el grito.
Vino de detrás, de algún lugar entre bastidores. Eché una mirada de soslayo a Bobby, que estaba a mi lado en la oscuridad. ¿Has oído eso?, le pregunto.
¿Qué?, dice.
Ese grito, digo.
Jesús, dice, todos están gritando.
Detrás de mí alguien siseó que venía Jay. Me volví, y pasó a mi lado muy lentamente, arrastrando los pies. Adelanté una mano para palmearle la espalda, pero algo me detuvo. Y noté un olor.
Era realmente dulce y casi mareante, como cuando entras en una floristería y abres uno de los refrigeradores donde guardan las rosas y los claveles y todo lo demás. Era casi como para tumbarte de espaldas.
Estaba aún oscuro cuando se dirigió hasta el centro del escenario y tomó su guitarra. Tocó los primeros acordes de Love Me Tender, y de repente todo quedó en silencio. Era como si aquel sitio se hubiera convertido en una iglesia.
Entonces empezó a cantar.
Nunca antes había oído a Jay cantar la canción de aquella manera. Normalmente lo hacía muy bien, y por eso siempre le pedían un bis. Pero esta vez era distinto.
Era más que bueno. Era increíble. Era dolor y miedo y soledad y llanto y todas las cosas tristes que hayas sentido en tu vida, o que puedas llegar a imaginar.
Y nadie en todo el lugar era capaz de producir un ruido, excepto él en el escenario. Nadie era capaz de moverse siquiera.
Terminó la canción, y el lugar permaneció en silencio, como una tumba, hasta que él dejó la guitarra y empezó a dirigirse hacia bastidores.
Entonces estallaron en aplausos.
Nosotros estábamos allí aguardándole y animándole, dispuestos a abrazarle y a felicitarle. Pero cuando llegó lo suficientemente cerca y Bobby se adelantó hacia él, algo nos congeló a todos y él pasó caminando por entre nosotros como si fuéramos estatuas. Recorrió toda la parte de atrás del escenario hacia los camerinos, pero no entró en ellos. En vez de ello siguió caminando, a lo largo del oscuro pasillo, hacia la salida de artistas.
Entonces fue como si alguien conectara un interruptor y pudimos movernos de nuevo. Eché a correr tras él y le llamé, pero él iba a unos buenos siete metros por delante de mí cuando alcanzó la puerta. Estaba exactamente debajo de la luz roja que decía «Salida».
Entonces se volvió y me miró, pero sólo por un segundo.
Luego se marchó.
Más tarde me dijeron que me habían encontrado junto a la salida, después de mirar en el camerino y ver lo que quedaba de Jay y de Tommy. Al principio la policía quería arrestarme, pero no necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de que yo no podía haberlos matado. Simplemente, era imposible.
En la encuesta, el funcionario del juzgado emitió un informe «oficial» y lo llamó «asesinato-suicidio». Dijo que Jay y Tommy murieron entre las 10.15 y las 10.45. Que debió ser más bien a las 10.45, puesto que algunos testigos afirmaron que Jay no terminó su bis hasta pasadas las 10.30.
Pero yo soy el único que sabe que murieron a las 10.15. Soy el único que puede decirles que no fue Jay quien interpretó aquel último bis.
Pero no lo haré.
PISADAS
Harlan Ellison
Los últimos días de 1980 vieron la publicación de Shatterday (Houghton Miffin), el más reciente libro de Harían Ellison, una importante colección de relatos fantásticos para alinear junto con sus anteriores recopilaciones, Deathbird Stories (1975) y Strange Wine (1978). Shatterday, el trigésimo octavo libro de Ellison, incluye varias historias que han aparecido en antologías de relatos de terror, además de su sorprendente fantasía semiautobiográfica All the Lies That Are My Life (Todas las mentiras que son mi vida). Tan notable antologista como autor y crítico, Ellison es el responsable de las controvertidas Dangerous Visions [Visiones peligrosas, publicadas en tres volúmenes en la colección «Super Ficción» de esta misma editorial], Again Dangerous Visions, y las largo tiempo anticipadas Last Dangerous Visions. Nacido en Ohio en 1934, Ellison se elevó por encima de los seguidores de la ciencia ficción y fue más allá de la estrechez de miras de ese género para convertirse en un importante escritor moderno. Normalmente reside en el área de Los Angeles.
De nuevo es París el marco para Pisadas (¿desean ustedes realmente efectuar un viaje por Europa después de leer esta antología?), y el relato del propio Ellison acerca de cómo fue escrita esta historia es en sí mismo una historia fascinante.
INTRODUCCIÓN DEL AUTOR
Éste es mi relato más reciente. Tiene poco más de seis meses. Lo escribí entre las 12 del mediodía y las 7.30 de la tarde en el escaparate de una librería del barrio de Saint Germain, en París, el miércoles 14 de mayo de 1980.
Como Georges Simenon antes que yo, que se sentó en un escaparate de la editorial Gallimard en París a principios de siglo (si alguien sabe la fecha exacta, me sentiré muy agradecido de recibir esa información) y escribió toda una novela en una semana —dignificando así, como yo más tarde, el acto de crear en público—, he creado algunas de mis obras ante multitud de gente no sólo en Bostón, Los Ángeles, Metz (Francia), San Diego, Londres y Nueva York, sino también en París...
Simenon ya no está, pero sonrío al pensar que estoy siguiendo sus pisadas.
Las circunstancias fueron interesantes, así como sus condicionantes. Dado que los periodistas de París —televisión, revistas y periódicos— eran escépticos con respecto a la empresa (¿acaso ignoraban que Simenon también lo había hecho?) y sugirieron que podía tratarse de algo amañado de antemano (que yo usaría una historia ya escrita o que escribiría una la noche antes) decidí hacerlo de la siguiente manera para asegurar la autenticidad de la espontaneidad.
Los propietarios de la librería —Temps Futurs, en el 8 de la Rué Dante— tenían que pensar en el tema sobre el que deseaban que yo escribiera. Tenían que imaginar un punto de partida: una historia de amor, una aventura de piratas, una fantasía. acerca de las ninfas, lo que fuera..., y hasta que yo no entrara en la tienda con mi fiel Olympia portátil no iban a decirme cuál iba a ser el tema de mi trabajo de aquel día. Cuando los periodistas oyeron eso, dijeron que era imposible trabajar de esa forma, que los artistas no creaban así.
Cuando entré en Temps Futurs, Stan y Sophie Barets me habían preparado una plataforma en el escaparate, una pesada mesa de caballetes, una silla... y Perrier.
Preparé mi máquina de escribir, papel, pipa y tabaco, mi líquido corrector, plumas, rotuladores, y Perrier. Hice que pusieran en el estéreo de la tienda una cassette de Django Reinhardt... y esperé.
Stan, con aspecto avergonzado, me dijo que durante la tarde anterior, mientras intentaba pensar en algo nuevo e inteligente para que yo lo utilizara como arranque, había recibido una llamada telefónica de un disc jockey parisino que se hada llamar El Hombre Lobo. El disc jockey le había dicho que si yo escribía una historia acerca de un hombre lobo, iba a hacer publicidad de la librería durante todo el día y la noche por la radio.
De modo que Stan dijo:
—Quiero que escribas una historia acerca de una mujer lobo que al mismo tiempo es una violadora.
Y uno de los empleados de la librería, al oír eso, añadió:
—Y que tenga el pelo rubio y muy largo.
Y Sophie dejó oír su voz:
—Y tiene que ocurrir en París.
Mi respuesta no fue un desánimo completo, pero se le pareció. Porque lo que es originalidad, había mucha y muy abundante. La idea de los licántropos, hombres o mujeres, era una idea muy trabajada. Pero añadirle violación, violación de hombres por una mujer, lo cual es virtualmente imposible, era casi demasiado original como para trabajar en ello. El pelo rubio no era ningún problema, pero aquél era tan sólo mi segundo viaje a París: apenas hablaba el idioma, y no conocía la ciudad lo suficiente como para utilizarla en la historia con un asomo de autenticidad.
Pero acepté los términos del trato, de modo que dije que lo haría. La mente empezó a funcionar en esa forma que yo denomino el arte de escribir, una forma que utiliza la habilidad y los subterfugios propios de un candidato presidencial evitando tomar posiciones en un asunto delicado.
Por ejemplo: ¿quién dice que la mujer tiene que violar al hombre?
Y: la librería está llena de parisinos que conocen la ciudad. ¿No es ésta una referencia muy a mano para crear una geografía y una ambientación adecuadas?
Sin mencionar: ¿no he leído en algún lugar que los sádicos que brutalizan a sus parejas descubren que el pene se congestiona y entra en erección en el momento de mayor dolor o muerte? (.Fue Sade? ¿Gilíes de Rais? ¿Sacher-Masoch? ¡Oh, qué demonios! ¿Quién va a contradecirme, cuántos husmeantes expertos en cine van a estar por ahí?
Así que tomé la idea básica para el argumento y empecé a escribir. Durante todo el día los periodistas acudieron y zumbaron a mi alrededor, tomaron sus fotos y yo firmé libros para los visitantes, respondí a preguntas estúpidas, escuché a Django, fumé mi pipa, bebí mi Perrier... y escribí. La historia que tienen ustedes ahí.
Para ella, la oscuridad nunca llegaba a la Ciudad de la Luz. Para ella, la noche era el tiempo de la vida, un tiempo lleno de momentos de luz más brillantes que todo el neón barato que mancillaba Champs Elysées.
Como no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a ninguna de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de gourmet por las capitales de Europa.
Pero la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles.
Precipitando su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una terrible hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de los hijos de la noche.
Pero Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos acerca del carnicero loco, acerca del destripador, acerca de las terribles muertes. Todo quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y una docena de otros pastos. Quince maravillosos salones de banquete.
Ahora estaba en París por primera vez, y la noche se acercaba, con toda su luz y toda su promesa.
En el Hotel des Saints Peres se bañó meticulosamente, tomándose el tiempo que siempre se tomaba antes de salir a cenar, antes de salir en busca de la pasión.
Se había quedado sorprendida al descubrir que los hoteles en Francia no proporcionaban manoplas de baño. Al principio pensó que la doncella había olvidado dejar la suya en la habitación, pero cuando llamó a la recepción, la chica que respondió al teléfono no pudo comprender de qué le estaba hablando. El inglés de la recepcionista no era bueno, y el francés era casi incomprensible para Claire. Claire hablaba muy bien en Los Angeles, pero eso no le servía de nada en París. Era una suerte que el idioma no fuera también una barrera para Claire cuando se trataba de encargar su comida. Para ello no tenía ningún problema en absoluto.
Durante diez minutos estuvieron lanzándose mutuamente sonidos incomprensibles, hasta que la recepcionista comprendió por fin lo que le pedía.
—¡Ah! Oui, mademoiselle —dijo la recepcionista—. ¡Le gant de toilette!
Instantáneamente, Claire supo que había dado en el clavo.
—Sí, eso es.... Oui. Gant..., gant lo que sea... Oui. Una manopla de baño.
Después de otros diez minutos comprendió que los franceses pensaban que la manopla con la que uno se lavaba el cuerpo era algo demasiado personal como para dejarlo en una habitación de hotel, que los franceses llevaban consigo sus propios gants de toilette cuando viajaban.
Se sintió sorprendida. Y ligeramente complacida. Aquello era indicio de una distinta forma de vivir que prometía nuevos sabores, nuevas sensaciones, posiblemente nuevas cimas en el amor. Pensó en transportes de éxtasis. En la noche. A la brillante luz de la oscuridad.
Se entretuvo largo tiempo en el baño, utilizando el teléfono de la ducha para lavar a conciencia su largo cabello rubio. La extremadamente caliente agua del baño por toda la parte inferior de su cuerpo, entre sus muslos, la cascada de agua caliente cayendo a chorro sobre ella, alivió la tensión del vuelo desde Zurich, eliminó los primeros signos de claustrofobia de los aviones que había estado insinuándose en ella desde Londres. Se tendió en la bañera y dejó que el agua fluyera sobre su cuerpo. Renacimiento. Rejuvenecimiento.
Y se sentía ferozmente hambrienta.
Pero París es conocida mundialmente por su cocina.
Se sentó en la terraza de Les Deux Magots, el café del Boulevard St. Germain donde Boris Vían, Sartre y Simone de Beauvoir se sentaban en los años cuarenta y cincuenta para elaborar sus pensamientos y a veces escribir sus palabras de soledad existencialista. Permanecían allí, bebiendo Pastis o Pernod, y se sentían llenos de una sensación de unidad entre la humanidad y el universo. Claire se sentó y pensó en su inminente unidad con una parte selecta de la humanidad... Y el universo no le preocupaba. Para los hijos de la noche, la soledad había nacido con la carne, se asentaba en la médula de los huesos, fluía con la sangre. Para ella, la idea de la soledad existencial no era una teoría abstracta, era su forma de vida. Desde su primer momento de consciencia.
Se había vestido para impresionar. Aquella noche con el vestido de seda azul celeste, con un escote muy abierto. Se sentó en la primera fila, de cara a la acera, las piernas cruzadas, un simple vaso de Perrier avec citrón ante ella. No había ordenado pâté o terrine: nunca hay que contaminar el paladar antes de dedicarse a una comida de gourmet. Había evitado picar durante todo el día, manteniéndose firmemente en la temblorosa frontera del hambre.
Y el festín movedizo pasó ante ella.
Tendría unos cuarenta y pocos años, de aspecto grueso, y se mantenía tan erecto como el mariscal Foch en el libro de historia de Francia que había comprado. Aquel hombre llevaba un traje gris, cruzado, de línea pomposa para disimular el hecho de que la calidad no era demasiado buena.
El hombre —en quien Claire pensaba ahora como el mariscal Foch— pasó caminando ante ella, captó un destello de nilón cuando ella cruzó las piernas en su honor, lanzó una mirada de reojo, se encontró con sus ojos verdes y tropezó contra una vieja con un cesto de mimbre lleno de verduras y pan. Durante un momento pareció como si bailaran intentando esquivarse el uno al otro, hasta que la vieja le apartó bruscamente con el codo, murmurando una obscenidad para sí misma.
Claire se echó a reír alegre, cálida y cautivadoramente.
El mariscal Foch pareció turbado.
—Las viejas siempre tienen codos afilados —le dijo al hombre—. En casa se los afilan cada día con piedra pómez.
El se la quedó mirando, y la expresión que pasó por su rostro la convenció de que lo había atrapado.
—¿Habla usted mi idioma?
El se tomó un buen rato para cambiar sus engranajes lingüísticos y dio un paso hacia ella. Asintió.
—Sí, en efecto. Lo hablo.
Su voz era profunda, pero mesurada: la voz de un hombre que miraba la acera cuando caminaba para asegurarse de que no se ensuciaría los zapatos con excrementos de perros.
—Lamento no hablar francés —dijo ella, e inspiró profundamente de modo que el vestido azul celeste se entreabriera sobre su seno.
Asegurándose de que el gesto no había pasado inadvertido al hombre, dejó que una pálida y fina mano se deslizara hacia sus pechos como pidiendo disculpas. Él siguió el movimiento con entrecerrados ojos. Atrapado. Oh, sí, atrapado.
—¿Es usted norteamericana?
—Sí. De Los Ángeles. ¿Ha estado usted allí?
—Sí, por supuesto. He estado varias veces en América. Asuntos de trabajo.
—¿A qué se dedica?
Él permanecía de pie ante la mesa, el maletín colgando de su mano izquierda, el pecho hinchado para ocultar la blanda opulencia que la gravedad y los años habían puesto sobre su estómago.
—¿Puedo sentarme?
—Oh, sí, por supuesto. No faltaría más. Siéntese, por favor.
Él apartó la silla metálica que había junto a ella, colocó el maletín debajo y se sentó. Cruzó sus piernas con mucho cuidado, como si realmente fuera el mariscal Foch, asegurándose de que las rayas de sus pantalones estaban rectas. Metió su estómago y dijo:
—Comercio con obras de arte. Excelentes trabajos de nuevos pintores, artistas gráficos... Viajo mucho por el mundo.
No a pie, pensó Claire. En 747, en el Trans Europ Express, en barcos elegantes que sólo llevan a una docena de gordos pasajeros como carga. No a pie. No tienes ni un centímetro correoso en tu suculento cuerpo, mariscal Foch.
—Eso parece maravilloso —dijo Claire.
Entusiasmo. Vino embriagador. Puertas abriéndose. Invitaciones en recio papel pergamino con elegantes letras en relieve. Y como siempre, desde el amanecer del mundo..., arañas y moscas.
—Oh, sí, creo que sí —dijo él, sonriendo orgullosamente.
No dijo creo, sino que pronunció cgeo.
Ella le miró. Él se hundió y se hundió en las verdes aguas de sus fríos ojos.
La invitó a una copa, ella le dijo que ya estaba tomando algo, él le ofreció otro tipo de copa, algo más fuerte. Pero ella dijo que no, que ya estaba bebiendo, gracias. Así le daba a entender bien claro que no era una prostituta. Siempre ocurría lo mismo, en cualquier gran ciudad. Bebidas fuertes.
Confiaba en que él no oyera los gruñidos de su estómago.
—¿Ha cenado usted ya? —preguntó ella.
Él no respondió inmediatamente.
Ah, tienes una esposa e hijos esperándote, aguardándote para empegar a cenar. Quizá en Neuilly. Eso está bien, sucio hombrecito maduro.
Entonces él dijo:
—Oh, no. Pero tengo que hacer una llamada telefónica para anular una cita de negocios. ¿Le importaría cenar conmigo?
—Me encantaría —dijo ella, mostrándole con un estudiado giro de su cabeza el ángulo preciso que realzaba sus excelentes pómulos.
Antes de acabar su frase, él ya se había levantado de su silla y se dirigía a las cabines téléphoniques.
Ella permaneció sentada, sorbiendo su Perrier y aguardando a que regresara su cena.
Ha sido rápido, pensó al ver que él regresaba apresuradamente. Déjame adivinar lo que has dicho, querido: ha surgido algo importante... Un comprador de la cadena Doubleday en América está interesado en las reproducciones de Kawaierowicz y Meynard... Ya sabes que odio tener que quedarme en la ciudad hasta tan tarde, pero es preciso... Oh, no, Francoise, no seas así... Di a los niños que les traeré una tarta... ¡Basta, basta! Debo quedarme... Vendré tan pronto como sea posible; cenad sin mí. No pienso... discutir contigo... Adiós. Au revoir, salut, à bientôt... Dame una oportunidad, ¿quieres? Deseo sentirme saciada... Quiero oírtelo decir ahora, mi querido mariscal Foch.
Y pensó algo más: Espero que no te guarden la cena caliente.
El le sonrió, pero los rasgos de su rostro estaban tensos. No es fácil para un rostro disimular la tensión. Pero intentó valientemente no mostrar el efecto de la llamada telefónica.
—¿Nos vamos?
Ella se puso lentamente en pie, dejando que las dos partes de su falda se unieran del modo más artístico, y la sonrisa de su rostro se hizo más tentadora. Oh, sí: atrapado.
Empezaron a caminar. Ella ya había dado un paseo por la zona. Prepárate, que suena la marcha de las chicas exploradoras.
Le condujo hacia la Rue St. Benoit, creyendo que allí podría cenar sin atraer a una multitud. Pero aún era demasiado pronto. La vida nocturna de París florece por las calles hasta bastante después de las dos de la madrugada, y cenar al fresco era casi imposible. A Claire nunca le había gustado comer a gran velocidad.
Había dos restaurantes al final de la Rué St. Benoit, y él sugirió cualquiera de los dos. Ella negó encantadoramente con la cabeza y dijo:
—¿Por qué no paseamos un poco más? Me gustaría algo más... romántico.
Él no discutió. Siguieron bajando por la Rue St. Benoit.
A la izquierda, hacia la Rué Jacob. Demasiado concurrida.
A la derecha, hacia la Rue des Saints Pères. También demasiado concurrida. Pero, directamente al frente, el río. El oscuro Sena, al anochecer.
—¿Podemos ir hasta el río?
Él pareció confuso.
—Deseas cenar, ¿verdad?
—Oh, claro. Por supuesto. Pero primero caminemos un poco junto al río. Es tan hermoso, tan encantador por la noche, y ésta es la primera vez que vengo a París. Es tan romántico...
Él no discutió.
A su derecha, la enorme masa de un gran edificio estaba sumida en la oscuridad. Ella lo miró, y más allá, hacia el cielo donde la luna llena brillaba como un mensaje de advertencia.
Cenar bajo la luna llena era siempre delicioso.
—Este edificio es L'École des Beaux-Arts —dijo él—. Muy famosa.
Pronunció fau-mosa. Ella se rió.
Oscuridad. Siempre luz. La dulce luna llena cruzando los cielos. Una cena cálida aguardando. Y allí estaba, un puente cruzando el negro río. Y una escaleras bajando hacia la orilla. Ah.
—Le Pont Royal —dijo el mariscal Foch, señalando el puente—. Muy fau-moso.
Cruzaron, y ella le condujo hacia abajo, por las escaleras. En la orilla, dos metros por encima del lánguido Sena, ella se volvió y miró a derecha e izquierda. Entonces se reclinó contra él, se puso de puntillas y le besó. Él hundió su estómago, pero no era para ocultar su rotundidad. Ella lo tomó de la mano y le condujo hacia el Pont Royal.
—Bajo el puente —dijo.
El sonido de la respiración de él.
El sonido de los tacones altos de ella en las antiguas piedras.
El sonido de la ciudad sobre ellos.
El sonido de la luna llena brillando dorada y haciéndose grande en el cielo.
Y allí, bajo el puente, envueltos en oscuridad, ella se reclinó de nuevo contra él, cogió su gruesa cabeza entre sus finas y pálidas manos, apoyó su boca contra la de él y dejó que su dulce aroma lo impregnara. Lo besó durante un largo rato, mordiéndole los labios con sus dientes, y él lanzó un ahogado sonido, como un pequeño animal al ser estrujado. Pero ella iba por delante de él: su pasión ya se había despertado.
Y Claire se esfumó para ser reemplazada por algo distinto.
Un hijo de la noche.
Hijo de la soledad.
Con la última parpadeante conciencia de su evanescente humanidad, ella percibió el instante de saber que estaba en un abrazo amoroso con alguien distinto, el hijo de la noche.
Fue el instante en que cambió.
Pero ese instante fue demasiado corto para que él pudiera liberarse. Ahora la espina dorsal de ella se había curvado, ahora su boca se había llenado de colmillos, ahora habían crecido las garras, ahora el cuerpo bajo el vestido azul celeste se había llenado de pelaje, ahora le atraía debajo de ella, ahora ella estaba encima de él, ahora las garras desgarraban el traje gris y la carne de él, ahora una renegrida garra abría un tajo en la garganta de él para que no pudiera gritar. Ahora había llegado la hora de la cena.
Tenía que hacerse de manera cuidadosa y rápida.
El estaba en plena erección, su pene hinchado con estática lujuria. Ahora ella le tenía desnudo y ella estaba sobre él, acuclillándose sobre él, y él entró en ella mientras su vida se le escapaba a borbotones. Ella cabalgó, agitándose y sudando, mientras la boca de él trabajaba futilmente y sus ojos se desorbitaban y brillaban a la luz de la luna.
El orgasmo de ella fue acompañado por un aullido que ascendió por encima del Sena y se perdió en el cielo nocturno sobre París, hasta que la dominante luna se lo tragó y brilló un poco más intensamente con la pasión.
Abajo, en la oscuridad, satisfecha su pasión, ella cenó elegantemente.
La comida en Berlín había sido demasiado fibrosa; en Bucarest la sangre era demasiado fluida y no consiguió realzar el sabor; en Estocolmo la cena era demasiado insípida; en Londres demasiado correosa; en Zurich fue tan grasa que la puso enferma. Nada comparable con las excelencias de Los Ángeles.
Nada era comparable con la comida de casa... hasta París.
Los franceses eran justamente famosos por su cuisine.
De modo que salió a cenar cada noche.
Fue una excelente semana su primera semana en París. Un elegante hombre maduro con bigote blanco engominado, que hablaba militarmente, incluso al final. La peluquera de una tienda elegante, que llevaba una especie de mono de color púrpura fluorescente y botas de cowboy, del color rojo de la manzana al caramelo. Un estudiante de Westfield, Nueva York, que estudiaba en la Sorbona y que no paraba de decir que estaba enamorado de ella, hasta el final en que no dijo nada. Y otros. Unos cuantos otros. Empezó a temer que su línea se echara a perder.
Y de nuevo era sábado. Samedi.
Había sentido deseos de bailar. Era una buena bailarina. Todos los ritmos adecuados para el momento adecuado. Uno de sus menús le había indicado que la bôite más interesante en aquel momento era una especie de bar-restaurante combinado con una discoteca: Les Bains-Douches, que podía traducirse como «los baños y duchas», puesto que había sido una casa de baños y duchas desde el siglo xix.
De modo que se dirigió a la Rué du Bourg l'Abbé y se quedó de pie ante el enorme cristal de la pesada puerta. Un hombre y una mujer estaban detrás del cristal, seleccionando a quienes podían entrar de quienes no podían. En París, cuanto más tiempo se le mantiene a uno fuera del club, más deseos siente de entrar.
El hombre y la mujer la miraron, y ambos alargaron la mano para abrir la puerta. Claire sabía cuál era su aspecto: su atractivo era evidente tanto para los hombres como para las mujeres. En ningún momento se había preocupado por la posibilidad de que no la admitieran. Entró.
Ahora, a su alrededor, la excitación, el color y la carne joven y fuerte de París se movía con majestuosa pasión, como plantas subacuáticas.
Bailó un poco, bebió un poco, y aguardó.
Pero no mucho tiempo.
Llevaba una camiseta muy ajustada, con la inscripción 1977 NCAA Soccer Champions. Pero no era norteamericano ni inglés. Era francés, y sus téjanos, como su camiseta, eran muy ajustados. Llevaba botas de motorista, con pequeñas cadenas cruzando la puntera. Su pelo era largo y oscilaba descuidadamente sobre sus hombros, pero no tenía los ojos oscuros de un punk. Sus ojos eran agudos y azules, demasiado inteligentes para el rostro en el cual estaban insertos. Bajó la vista hacia ella.
Por algunos momentos ella no se dio cuenta de que él estaba allí de pie, mirándola, pese a que se hallaba frente a su mesa. Ella estaba pendiente de una elegante pareja que daba vueltas en el extremo más alejado de la pista de baile, y él se mantuvo allí de pie, inmóvil, observándola sin interferencias.
Pero cuando ella alzó la mirada y él no apartó la suya, cuando los ojos de él no se entrecerraron ni se puso nervioso cuando ella volcó toda la fuerza de su personalidad sobre él, ella supo que aquella noche era probable que gozara de la mejor cena que hubiera disfrutado nunca.
Su nombre era Patrick y era un buen bailarín. Bailaron cómodamente juntos, y él la sujetó contra sí con más fuerza de lo que ningún desconocido había tenido nunca el derecho a hacer. Ella sonrió ante aquel pensamiento, porque no serían desconocidos por mucho rato. Pronto, si la noche se llenaba de luz, serían muy íntimos. Eternamente íntimos.
Y cuando abandonaron el club, él sugirió su apartamento en Le Marais.
Cruzaron el no hasta la parte vieja de la ciudad, ahora muy de moda. Él vivía en un ático, pero no era rico. Se lo dijo claramente. Ella lo encontró encantador.
Allí, él encendió una suave luz azul y otra que estaba alojada en la pared, detrás de una larga jardinera cromada y repleta de carnosas y saludables plantas.
Él se volvió hacia ella y ella adelantó sus brazos para tomar la cabeza de él entre sus manos. Él también alzó sus brazos y detuvo las manos de ella. Sonrió y dijo, en un francés que ella pudo comprender:
—¿Quieres comer algo?
Ella sonrió. Sí, estaba hambrienta.
Él se dirigió a la cocina y regresó con una bandeja de zanahorias, espárragos, remolachas y rábanos.
Se sentaron y hablaron. Habló él la mayor parte del tiempo, en un francés que no presentaba ninguna dificultad para ella. Podía comprenderlo. Él hablaba tan rápido y de una forma tan compleja como cualquier otro francés, pero cuando los otros le hablaban, en el hotel, en la calle, en la discoteca, era un galimatías; en cambio, cuando él hablaba le comprendía perfectamente. Al cabo de un momento dejó de preocuparse por ello y, simplemente, le dejó hablar.
Y cuando se inclinó hacia él, finalmente, para besarle en la boca, él adelantó su brazo, puso la mano bajo su largo cabello rubio, le sujetó la nuca, y atrajo su rostro hacia el suyo.
A través de la ventana, ella podía ver la luna menguante. Sonrió débilmente en pleno beso: no precisaba la luna llena. Nunca la había necesitado. En eso era donde se equivocaban las leyendas. Pero las leyendas eran correctas en cuanto a las balas de plata. La plata en cualquiera de sus formas... Ahí residía la razón por la cual un vampiro no se reflejaba en los espejos. (Excepto que ésa era otra leyenda. No había vampiros. Únicamente hijos de la noche que habían sido mal observados.) Debido a que Jesús fue traicionado por Judas por treinta monedas de plata, aquel metal se había convertido en un elemento ligado al mal, y por ello, desde entonces, investido con el poder de alejar el mal: no era el espejo el que no arrojaba el reflejo de los hijos de la noche, sino la capa plateada que llevaba detrás del cristal. Claire podía verse en un espejo de acero pulido o de aluminio, podía bañarse en el rio y ver su reflejo. Pero nunca en un espejo con dorso plateado...
Como el que había sobre la chimenea, justo delante del sofá donde estaba sentada con Patrick.
Un frisson de advertencia la recorrió.
Abrió los ojos. Él estaba mirando más allá de ella.
Al espejo.
Donde él permanecía sentado, abrazando la nada.
Y Claire empezó a levantarse, para ser reemplazada por el hijo de la noche.
Veloz. Se movió a gran velocidad.
El lomo curvándose, el pelaje enmarañándose, los dientes creciendo, los dientes afilándose, las garras surgiendo. Y su mano que ya no era una mano se alzó mientras le empujaba, apartándolo de ella, y rasgaba su garganta con una garra que era como una navaja.
La garganta del hombre se abrió.
Y la savia verde fluyó. Por un momento. Luego la herida se cerró mágicamente, sus labios volvieron a unirse y formaron la línea blanca de una cicatriz, que luego también se desvaneció.
Él la miró mientras ella contemplaba la cicatriz curándose.
Por primera vez en su vida, Claire tuvo miedo.
—¿Te gustaría que pusiera un poco de música? —preguntó él.
Pero no habló. Su boca no se había movido.
Y ella comprendió entonces por qué su francés no había resultado incomprensible para ella. El le hablaba desde el interior de su cabeza, sin sonidos.
No pudo responder.
—Si no quieres música, quizá te apetezca algo de comer —dijo él, y sonrió.
Las manos de ella se movieron de una forma vaga, sin propósito. Miedo y una total confusión la dominaban. Él pareció comprender.
—Este es un mundo muy extenso —dijo—. El espíritu se mueve por muchos caminos, de muchas formas. Tú crees que estás sola, y realmente lo estás. Hay muchos como nosotros, uno de cada, el último de nuestra especie quizá, y cada uno está solo. La niebla se aparta y el niño emerge, y al cabo de un tiempo el viejo muere, dejando al último de los niños huérfano de madre y padre.
Ella no tenía ni idea de lo que él estaba diciendo. Siempre había sabido que estaba sola. Así eran las cosas. No el estúpido concepto de soledad de Sartre o de Camus, sino sola, absolutamente sola en un universo que la mataría si supiera de su existencia.
—Sí —dijo él—, y es por eso que tengo que hacer algo contigo. Si eres la última de tu especie, entonces esta vida de riesgos, únicamente para satisfacer tus necesidades, debe terminar.
—¿Vas a matarme? Entonces hazlo rápido. Siempre he sabido que eso podía ocurrir. Sencillamente, hazlo rápido, extraño hijo de puta.
Él había leído sus pensamientos.
—No seas estúpida. Sé que es difícil no volverse paranoide, que toda tu vida has estado programando eso en tu interior. Pero no seas estúpida si puedes. No hay posibilidades de supervivencia en la estupidez, por eso han desaparecido tantos de los últimos de tu especie.
—¿Qué cosa eres tú? —quiso saber ella.
Él sonrió y le ofreció la bandeja de vegetales.
—¡Eres una zanahoria! ¡Una maldita zanahoria! —gritó ella.
—En absoluto —dijo la voz en su cabeza—. Pero soy de una madre y de un padre distintos a los tuyos; de una madre y un padre distintos a cualquiera de los que hay ahí afuera, en las calles de París, esta noche. Y ninguno de nosotros dos morirá.
—¿Por qué deseas protegerme?
—Los últimos salvan a los últimos. Es muy sencillo.
—¿Para qué? ¿Para qué me protegerás?
—Para ti misma... Para mí...
Él empezó a quitarse las ropas. Ahora, a la azulada luz, ella pudo ver que era muy pálido, sin el color que el maquillaje facial había puesto en su rostro; pero tampoco era blanco. Quizá hubiera un ligero tono verde surgiendo débilmente bajo la firme y dura piel.
En todos los demás aspectos era humano, y soberbiamente constituido. Ella sintió que su propio cuerpo respondía a aquella desnudez.
Él avanzó hacia ella, y con cuidado, lentamente —porque ella no se resistió—, le fue quitando las ropas. Ella se dio cuenta de que de nuevo era Claire, no el velludo hijo de la noche. ¿Cuándo había vuelto a cambiar?
Todo estaba ocurriendo sin su control.
Desde hacía muchísimo tiempo, cuando se encontró abandonada a sus propios recursos, siempre lo había controlado todo: su vida, la de aquellos a quienes encontraba, su destino... Pero ahora estaba indefensa, y no le importaba obtener o no el control de él. El miedo había huido de ella, y algo mucho más rápido lo había reemplazado.
Cuando ambos estuvieron desnudos, él la tendió en la moqueta y empezó a hacerle el amor, lenta y cuidadosamente. En la jardinera llena de plantas que había sobre ellos, Claire creyó detectar el movimiento de aquellas nutritivas cosas verdes estremeciéndose ligeramente, inclinándose hacia ellos y hacía la energía que difundían mientras se sumían al unísono en un espasmo ritual y a la vez completamente nuevo, pues la suya era la unión de lo no familiar, aunque fuera tan antigua como la luna.
Y cuando la sombra de la pasión se cerró en tomo a ella, Claire le oyó susurrar:
—Hay muchas cosas para comer...
Por primera vez en su vida, ella no pudo oír el eco de las pisadas siguiéndola.
SIN TON NI SON
Peter Valentine Timlett
Peter Valentine Timlett nació en Londres en 1933 y vivió en Australia durante unos cuantos años. Ahora tiene su hogar en Kent. Es conocido principalmente por su trilogía fantástica atlántica The Seedbearers (Los portadores de la semilla, 1974), The Power of the Serpent (El poder de la serpiente, 1976) y Twilight of the Serpent (La decadencia de la serpiente, 1977). Novelas más recientes incluyen una trilogía arturiana y una novela basada en el proceso por brujería del padre Urbano Grandier, Ñor All Thy Tears (Ni todas tus lágrimas).
Ha trabajado como músico de jazz y en el departamento de distribución de una gran editorial británica. Durante varios años, Timlett practicó la magia ritual, hasta que empezó a sentirse frustrado con los objetivos del grupo ocultista al cual pertenecía. El interés de Timlett por lo oculto queda reflejado en su trilogía de los atlantes, que escribió sin ser consciente de que sería absorbida por la moda del momento: la heroic fantasy (la edición de bolsillo en los Estados Unidos fue lastrada con una portada que rivalizaba con las más chillonas de las que hubiera hecho jamás Frank Frazetta para la serie de Conan). Nadie puede confiar en las ideas propias de los editores. Timlett completó su trilogía arturiana (aún sin publicar) ignorando que el mercado se vería saturado de novelas arturianas aquel año. Timlett escribe sólo novelas, y Sin ton ni son es su único relato corto publicado hasta la fecha. Ramsey Campbell consiguió arrancárselo para sus New Terrors, y espero que tenga éxito en persuadir a Timlett a que nos ofrezca algunos más.
Era una casa enorme, mucho más grande de lo que ella había esperado. Debía de tener como mínimo cinco o seis dormitorios. No era demasiado vieja, probablemente de finales del período Victoriano, y su jardín era soberbio. Estaba asentada al final de una pequeña carretera muy secundaria, a casi dos kilómetros del pueblo, sin ninguna otra casa a la vista. En consecuencia, era hermosamente tranquila y pacífica. Podría llegar a ser muy feliz allí.
Pulsó el timbre y aguardó. Tras un par de minutos, pulsó de nuevo. Tenía que haber alguien en casa, seguro. Su cita era a las tres en punto, y ella había sido puntual casi al segundo.
—¿Sí? —dijo una voz aguda a sus espaldas.
Se volvió en redondo, sobresaltada.
—Oh, lo siento. No la oí llegar. —La mujer se acercaba a la cincuentena, era alta y delgada, bien proporcionada, con unos claros ojos grises que la estudiaban firmemente, casi ardientemente—. Soy la señorita Templeton... Deborah Templeton. Me envía la agencia. ¿Es usted la señora Bates?
La mujer asintió.
—Es usted puntual. Me gusta eso. —Los grises ojos la examinaron de la cabeza a los pies—. También es usted muy bonita. Le dije a la agencia que tenía que ser usted bonita. Me gusta estar rodeada por cosas hermosas, incluida la gente. No es usted hermosa, pero es usted muy bonita. Debe ser su vestido, supongo, y la forma de su peinado. Bonita pero no hermosa.
La mano de la señorita Templeton se dirigió involuntariamente a su pelo.
—Normalmente llevo el pelo suelto —dijo.
—Sí, debería llevarlo así. Con el pelo suelto, una sombra de ojos decente, yo diría que verde, y un traje de tarde un poco atrevido, causaría usted sensación.
La muchacha sonrió.
—Ha pasado mucho tiempo desde que vestía así. Luego no ha habido ocasión.
La señora Bates no hacía honor a su propia filosofía. Llevaba unos téjanos descoloridos y remendados, sucios de tierra en las rodillas, y una especie de blusa tipo guardapolvo que le hacía muy poco favor a su silueta. Llevaba el pelo recogido hacia arriba y metido debajo de un viejo sombrero que parecía haber llegado a la vida hacía una década como gorrita de moda, tipo jockey, en cualquier tienda de Chelsea. Pero tenía esa clásica estructura ósea facial que la mayoría de mujeres envidian y que proporcionan al rostro un precioso aspecto sin edad. Con ropas adecuadas, aquella mujer podía conseguir un aspecto sorprendente, pese a sus años.
La señora Bates fue consciente de su examen.
—Una debe vestir para complacerse a sí misma, no a los demás —dijo firmemente—. Cuando estoy en el jardín, visto como un jardinero. Por las tardes visto como una mujer, aunque esté sola. —Se volvió y echó a andar—. Entremos en la casa —dijo por encima de su hombro.
La señorita Templeton la siguió. Rodearon la casa hacia una solana, cruzando un par de ventanas estilo francés. Una curiosa mujer, aquella señora Bates. La agencia había estado en lo cierto describiéndola como algo excéntrica. Pero la sala era hermosa. Cada mueble, por lo que podía intuir, era una genuina antigüedad, y la mujer le señaló una chaise-longue que ella sola debía de valer una fortuna.
—Como llevo ropas de jardinería, yo permaneceré de pie —dijo la señora Bates—. Soy una mujer rica, señorita Templeton. El contenido de esta casa vale mucho más que la propia casa, y por esa razón debo ser cuidadosa con quien invito a vivir conmigo.
—Comprendo.
—Y también está la cuestión de la compatibilidad de caracteres. —De nuevo aquellos ojos grises la escrutaron de la cabeza a los pies—. Imagino que la agencia le habrá dicho que soy una excéntrica.
—Me dijeron que era usted una persona fuertemente individualista —dijo con precaución la señorita Templeton.
—Y lo soy. Ésta es mi casa, y por ello tengo derecho a determinar cómo hay que organizaría.
—Por supuesto.
—Soy una fanática de la jardinería, señorita Templeton. Tanto en verano como en invierno, paso la mayor parte de mi tiempo en el jardín. No deseo compañía, que eso quede bien claro. Deseo a alguien que cuide de la casa y me deje libre para atender al jardín. Cualquier cosa que tenga que ver con la casa, absolutamente cualquier cosa, será responsabilidad suya.
—Así lo entiendo. La agencia me dio una lista de todos los deberes y condiciones, y los encuentro del todo aceptables.
—Estupendo. En cuanto a las comidas, me encargaré yo misma de ellas durante la semana. Usted deberá cocinar únicamente una comida a la semana, la del sábado por la noche, en la cual espero que cene conmigo. Soy una fanática del Jardín, pero no de la casa.
Con tal de que ésta esté razonablemente limpia y ordenada puede usted hacer lo que mejor le parezca. Si le gusta caminar, encontrará que los alrededores son deliciosos. No soy una mujer sociable, señorita Templeton. Puedo ser una persona encantadora si me lo propongo, pero básicamente prefiero mi propia compañía. Durante la semana, mientras no se dedique usted a los trabajos de la casa, me sentiré muy satisfecha si permanece en sus habitaciones, pero me encantará su compañía durante el sábado por la noche.
La muchacha asintió.
—Usted desea que la casa esté bien atendida sin que la molesten a usted, y yo no debo interferir en sus quehaceres excepto los sábados.
La mujer sonrió.
—Exactamente. Todo esto puede parecer un poco excéntrico, pero es lo que mejor me conviene, y necesito a alguien que pueda encajar en este esquema, alguien que también se sienta feliz con su propia compañía la mayor parte del tiempo. Su carta decía que tenía usted veintiocho años, era hija única, y que sus padres han muerto. ¿Algunos otros familiares?
—No, ninguno. Ni siquiera un prometido.
—Entiendo. Lamento tener que hacer esas preguntas tan personales, pero las razones son obvias. De todos modos, creo que es de justicia que yo actúe a la recíproca. De modo, señorita Templeton, que puedo decirle que tengo cuarenta y ocho años, y no me importa en absoluto que todo el mundo lo sepa. Como usted, mis padres murieron cuando yo era joven, y como usted, soy hija única. Debido a lo cual, ya era bastante rica antes de casarme, y mi esposo también tenía dinero. Estuvimos casados diez años antes de que él me abandonara por otra mujer más joven.
—Oh, lo siento.
—Para ser sincera, yo también lo sentí. Fue un buen matrimonio, o al menos así lo creí yo, aunque no tuvimos hijos.
—¿Por qué se fue?
Durante un breve momento, una mirada de intenso odio cruzó sus ojos.
—Digamos que la chica en cuestión utilizó sus encantos físicos con todas sus consecuencias. De modo que yo también estoy completamente sola, sin lazos familiares. ¿Le informó la agencia acerca del sueldo?
—Sí. Estoy completamente de acuerdo con la cuestión monetaria.
—Estupendo. —De nuevo aquellos ojos grises la observaron críticamente—. Bien, señorita Templeton, creo que vamos a llevarnos muy bien. La dejaré sola durante unos minutos para que pueda pensar sobre ello. Eche con toda libertad un vistazo a la casa. Sus habitaciones son las dos primeras de la derecha, arriba, al final de las escaleras. Son un dormitorio, con su propio cuarto de baño anexo, y un pequeño saloncito; hay una puerta que comunica ambas estancias. Estoy segura de que se sentirá usted cómoda. Cuando esté dispuesta me encontrará en el jardín.
Dio media vuelta y salió al patio.
Deborah Templeton siguió sentada allí unos instantes. Qué mujer tan curiosa, pensó, y qué extraordinaria entrevista. Era el tipo de entrevista que hubiera llevado a cabo un hombre, no una mujer. Por un breve instante, el pensamiento de que la señora Bates tuviera gustos poco habituales pasó por su mente, lo cual podía ser la razón de que su esposo la hubiese abandonado por una mujer más normal, y también podía ser la razón de que hubiera insistido tanto en que su empleada fuera joven y atractiva, pero desechó la idea al tiempo que se levantaba. La mujer podía ser rara, pero ciertamente esa rareza no provenía de Safo.
Recorrió la casa. Ella no procedía de un ambiente pobre precisamente, pero nunca había vivido en un entorno tan lujoso como aquél. La cocina era enorme y estaba dotada con todos los accesorios existentes en el mercado, y el salón principal era de una elegancia exquisita. Subió por la escalera principal y entró directamente en lo que iba a ser su dormitorio: contenía la más lujosa cama doselada que hubiera visto nunca, tapizada en dorado y rojo, como algo surgido de un cuento de hadas. Sabía muy bien que era una tontería dejarse ganar por cosas tan triviales como una cama y permitir que eso influyera en su decisión, pero siempre había sido una de sus fantasías dormir en una cama con dosel.
Se miró a sí misma en el espejo móvil de cuerpo entero, y sonrió irónicamente. Bonita pero no hermosa. Una descripción acertada, pero desmoralizadora. Hubo un tiempo, hacía ya muchos años, en que había sido sorprendentemente atractiva; una época en que se había vestido deliberadamente para tal efecto. Pero la imagen que le devolvía ahora la mirada desde aquel espejo era una imagen «marchita»; difícilmente capaz de despertar la libido masculina.
Se dirigió hacia la ventana y miró el jardín donde la señora Bates se ajetreaba cuidando los macizos de flores. La mujer era ciertamente autoritaria, pero si resultaba cierto que no iba a verla durante la mayor parte del tiempo, eso no representaría ningún problema. Y, sin embargo, seguía habiendo algo extraño en todo aquello. Todo resultaba demasiado bueno como para ser cierto. O quizá lo extraño de todo el asunto tenía que ver más con la propia señora Bates que con la posición que le ofrecía. Fuera como fuese, sería una estúpida si dejaba escapar la ocasión.
El nombre que la agencia le había facilitado, junto con la lista de los deberes, era el de Mary Elizabeth Bates, seguido por una firma indescifrable. El nombre era realmente apropiado... «Mary, Mary, mujer de postín», murmuró, «¿cómo haces crecer tu jardín?», y la respuesta era que realmente crecía muy bien, y que Mary Bates era realmente una mujer de postín, de mucho postín, evidentemente.
La muchacha abandonó la habitación y bajó al jardín.
—Creo que seré muy feliz aquí —se limitó a decir.
La mujer sonrió.
—Cuando leí su carta y vi su fotografía estuve ya medio segura, pero cuando la vi de pie ante la puerta supe que era usted la indicada. ¿Cuándo empezará?
—¿Le parece bien el lunes?
La señora Bates le tendió su mano.
—Estupendo. La veré entonces.
Deborah había dicho el lunes sólo para concederse el fin de semana por si cambiaba de opinión, pero a la hora de la comida del sábado ya pagaba a la casera de su pequeño apartamento una semana de alquiler como compensación por su marcha y ya tenía el equipaje hecho. Se sentía ansiosa por marcharse. El sábado por la tarde y todo el domingo parecieron transcurrir con tanta lentitud como la eternidad, pero finalmente llegó el lunes y un taxi la condujo hasta su nueva casa al mediodía.
La señora Bates, llevando todavía el mismo par de viejos téjanos, le dio una calurosa, aunque no efusiva, bienvenida.
—Ya sabe dónde están sus habitaciones. Emplee todo el día en instalarse. Hágase usted misma la comida cuando desee. Mañana hablaré más detenidamente con usted y examinaremos juntas las cuentas de la casa. —Dio media vuelta y regresó al jardín.
Deborah sonrió irónicamente y subió sus cosas a la habitación. A las dos de la tarde había deshecho las maletas y estaba preparada para explorar la casa.
Su madre siempre había dicho que una podía saber casi todo lo que había que saber del entorno, temperamento y carácter de una mujer por el contenido de los armarios de su cocina, su guardarropa, y su cesto de la ropa sucia. La cocina no contenía ninguna sorpresa, teniendo en cuenta las muestras de riqueza del resto de la casa. Los potes, frascos y botellas en los armarios revelaban un gusto epicúreo muy caro, que prometía un delicioso futuro culinario, aunque sin duda podía ser un desastre para cualquier dieta de control de calorías. El botellero contenía una docena o más de botellas, en su mayor parte vinos del Rin alemanes, aunque en la hilera de vinos blancos había dos botellas de Nuit St. George. Obviamente, la señora Bates cenaba bien.
La muchacha no se atrevió a entrar en el dormitorio de su patrona para examinar su guardarropa, pero sí efectuó un rápido examen al cesto de su ropa sucia, y allí se encontró con una sorpresa que casi bordeó el shock. Había dos portaligas, el uno negro y púrpura y el otro negro y escarlata, y cinco pares de las bragas más exiguas que jamás hubiera visto, también de color escarlata, negro y púrpura, todas de encaje y revelando más de lo que cubrían. Además había dos sujetadores, uno negro y otro rojo, tan breves que apenas eran la cuarta parte de un sujetador, inservibles para cualquier mujer normalmente dotada. Era desconcertante. Aquella ropa interior era más propia de una prostituta joven del Soho que de una semireclusa rural de cuarenta y ocho años. La señora Bates estaba demostrando ser un intrigante misterio.
A las cuatro empezó a llover, y Deborah se apresuró hacia la ventana del saloncito contiguo a su dormitorio para ver qué haría la señora Bates. La mujer se metió apresuradamente en el invernadero, y al cabo de unos pocos minutos salió vestida con botas de agua, unos pantalones encerados, y un anorak impermeable con la capucha sobre su cabeza. Luego, tranquilamente, volvió a su trabajo. La verdad era que su aspecto resultaba ridículo, inclinada sobre los macizos de flores, con la lluvia goteando en su espalda. A finales de junio el clima era cálido pese a la lluvia, y si una iba convenientemente protegida contra el agua no había ninguna razón lógica para no seguir trabajando bajo la lluvia; sin embargo, aquello parecía ridículo. La gente no cuida su jardín lloviendo. Sencillamente, esas cosas no se hacen. ¿Y cómo encajaba aquella excéntrica figura allí abajo, en medio de la lluvia, con el tipo de mujer que llevaba una ropa interior tan extravagante y provocativa? Era algo deliciosamente misterioso.
Deborah no vio a la señora Bates aquella noche, pero a la mañana siguiente encontró una nota en la cocina pidiéndole que acudiera a la biblioteca después del desayuno, para examinar las cuentas de la casa. Bien, al menos podría ver a la señora Bates con otro atuendo distinto a los téjanos. Pero cuando entró en la biblioteca, se sintió sorprendentemente decepcionada. Iba vestida con unos pan- talones holgados, azul pálido, y una blusa blanca de cuello alto. El atuendo era sencillo, de buen gusto, y difícilmente en consonancia con el erótico contenido del cesto de la ropa sucia. Y la señora Bates demostró tener una mente clara, precisa y lógica. Las cuentas de la casa estaban claramente anotadas y ordenadas por orden alfabético en un archivo adecuado en un gabinete de la biblioteca. En media hora, la charla de instrucciones hubo terminado y la señora Bates volvió a sus téjanos y a su jardín.
De acuerdo con las instrucciones, Deborah Templeton no interfirió en los quehaceres de su patrona durante el resto de aquel martes y todo el miércoles, aunque la señora Bates estuvo constantemente a la vista desde la casa. Y fue esa constante visión de su patrona la que le reveló otro hecho extraño. Si bien la señora Bates dedicaba su atención a todas las partes del jardín, una y otra vez regresaba al mismo macizo de flores donde Deborah la había visto por vez primera. Si se trasladaba a otra parte del jardín era sólo por unos pocos minutos, diez como máximo, antes de regresar al que obviamente era su lugar favorito.
El macizo de flores era un pequeño montículo de unos seis metros de largo por dos de ancho, y se le hubiera podido llamar un montículo de rocalla de no ser por el hecho de que no había rocas. Deborah Templeton no era jardinera y apenas era capaz de citar el nombre de cualquier planta en aquella mezcla de colores, excepto los tulipanes y las dalias. Por supuesto, algunas de ellas parecían sorprendentemente extrañas a su ojo inexperto, y por lo tanto raras, aunque en su conjunto era un hermoso macizo y obviamente respondía con belleza a los amorosos cuidados que le dedicaba la señora Bates. «Con campanas de plata y conchas marinas», murmuró mientras veía cómo la señora Bates regresaba a su lugar favorito por enésima vez.
El jueves salió de compras al pueblo, y allí descubrió otra rareza, ésa más bien alarmante.
—Bien, diré algo en favor de la señora Bates —le comentó el carnicero, un hombre enorme, con redondas y sonrojadas mejillas—: ¡Realmente sabe elegirlas!
—¿A qué se refiere?
Afortunadamente la tienda estaba vacía, de otro modo quizás el hombre no hubiera seguido y la excentricidad hubiera permanecido oculta durante algún tiempo más.
—Bien, usted es una atractiva joven, señorita Templeton, si me permite decirlo, pero todas las muchachas de la señora Bates siempre han tenido muy buen aspecto.
Más tarde, Deborah decidiría que aquél había sido el momento preciso en que el primer timbre de advertencia resonó en su cabeza.
—¿Todas? —dijo—. ¿Por qué? ¿Cuántas ha habido?
El carnicero frunció los labios.
—Usted es la séptima, creo.
Ella firmó la cuenta. Ya estaba a punto de irse cuando, movida por un impulso, preguntó:
—¿Recuerda usted sus nombres?
—Naturalmente —dijo él, y le proporcionó seis nombres—. Usted es, con mucha diferencia, la más atractiva de todas —terminó galantemente.
Una vez fuera, escribió los nombres en su agenda antes de olvidarlos. Empezó a caminar los casi dos kilómetros hasta la casa, pero antes de abandonar el pueblo efectuó una llamada desde la cabina pública. No era una llamada que se atreviera a hacer desde la casa.
La agencia fue educada y pidió muchas disculpas, pero no se mostró muy cooperativa. Sí, ella era efectivamente la séptima. Sí, los seis nombres eran correctos. No, no habían mencionado para nada a sus predecesoras porque ésas habían sido las instrucciones de la señora Bates. Por lo que sabían, todas las chicas que la habían precedido se habían aburrido rápidamente de su trabajo al tener tan poco que hacer, y se habían marchado. No, no habían tenido contacto con ninguna de las chicas después de que se fueran. No se habían enterado hasta que la señora Bates se había puesto en contacto con la agencia pidiendo un reemplazo. No, no creían que hubiese nada anormal.
Deborah no tuvo ocasión de hablar con la señora Bates durante aquel jueves, y tampoco el viernes. No fue hasta el sábado por la mañana que su patrona se dejó ver.
—Espero que no habrá olvidado que hoy es sábado.
—No, por supuesto. La cena estará a punto a las ocho.
A las siete, con todo preparado, Deborah subió a vestirse. Se dio una ducha rápida y luego se peinó, dejando el cabello suelto y esponjoso. Después se probó el único vestido largo que tenía. Hacía varios años que no se lo ponía y aún le caía muy bien. No había engordado tanto como había sospechado. El vestido era negro, con una sencilla línea ondulada como único adorno. Iba atado en la nuca y dejaba la mitad de sus pechos al descubierto, con un escote que llegaba hasta un poco más abajo de su ombligo. Por si eso no bastaba, en su parte frontal había un corte hasta medio muslo, y se ajustaba de tal modo en tomo a sus caderas y nalgas que cualquier ropa interior, por breve que fuera, hubiera estropeado su caída. Se preguntó cómo había sido capaz alguna vez de ponérselo. Se miró a sí misma criticamente en el espejo de cuerpo entero y meneó la cabeza. Era un gran vestido, y le hubiera gustado ponérselo simplemente para contradecir aquello de «bonita pero no hermosa», pero realmente no era adecuado para la ocasión. A disgusto, se lo sacó y lo dobló. Se puso ropa interior y un sencillo traje de cóctel que le llegaba hasta las pantorrillas y no revelaba nada, y abandonó la habitación para ir escaleras abajo.
Mientras cerraba la puerta de su dormitorio vio a su patrona bajando las escaleras, y su visión casi la hizo jadear. Su propio traje negro hubiera sido declarado púdico en comparación con el que llevaba la señora Bates. Era un traje de un blanco purísimo, al estilo griego, de un material tan fino que parecía como si su propietaria fuera dejando tras ella fragmentos a medida que avanzaba, y era asombroso cuan poco de la señora Bates cubría. El contraste con la figura con botas altas en el jardín era tan sorprendente que casi resultaba increíble que se tratase de la misma mujer.
Sin pensar en ello, Deborah regresó a su dormitorio, se quitó el traje de cóctel y la ropa interior, se puso el traje de noche y bajó para servir la cena.
Ninguno de los dos trajes fue mencionado durante la cena; de hecho, se habló muy poco. La señora Bates hizo un comentario apreciativo acerca del cóctel de mariscos, halagó los tournedos Rossini, y dijo que había encontrado delicioso el sorbete de limón. No fue hasta que se trasladaron al salón para tomar el café que hizo la primera apreciación.
—Una excelente comida, querida —dijo la señora Bates—. Y retiro por completo mi anterior comentario acerca de que simplemente es usted bonita. Su aspecto es sorprendente. Dudo de que ningún hombre fuera capaz de mantener sus manos lejos de usted.
La muchacha sonrió.
—Con usted en la habitación, dudo incluso de que me vieran.
La señora Bates se miró a sí misma.
—Sí, los hombres son unos completos estúpidos respecto al físico. Con un traje como éste, o uno como el suyo, todos los instintos del hombre salen a la superficie para demostrar lo pequeño que es realmente. Todas las virtudes de una mujer no son nada comparadas con el poder de un traje revelador. Lo sé por propia experiencia.
Deborah bebió su café.
—¿La chica que le arrebató a su marido? —dijo suavemente.
La mujer sonrió con acidez.
—Venía mucha gente a casa por aquel entonces, principalmente amistades de negocios de mi marido y gente de su oficina. Por aquel entonces yo no vestía como usted me ve ahora. Acostumbraba a vestir elegantemente y con buen gusto, pero sin revelar nunca nada. Una actitud anticuada quizá en estos días de chillona sexualidad, pero todos tenemos nuestros gustos y modelos particulares.
—¿Y la chica?
—Una ayudante personal de uno de los directores de mi marido. Vino a una de nuestras cenas vestida con un traje casi exactamente igual a este, y para mi marido quedó patente que sólo tenía que chasquear los dedos para que ella se lo quitara en seguida. —La señora Bates puso su taza de café en una mesita auxiliar y se reclinó en el sillón—. Dos semanas más tarde me abandonó y se fue con ella.
—Lo siento —dijo la muchacha suavemente.
La mujer permaneció en silencio unos instantes.
—Hubiera terminado volviendo a mí, ya sabe, cuando la novedad ya no lo fuera. Y yo le hubiera aceptado de nuevo. Era un buen matrimonio. Los hombres son muy vulnerables a ciertos llamativos avances de cualquier mujer atractiva. Pocos pueden resistirse. Casi forma parte de su naturaleza, usted debe de saberlo bien.
—¿Qué ocurrió?
—Tres semanas después de abandonarme, ambos murieron en un accidente de coche en el sur de Francia. Espero que ella se esté pudriendo en el infierno por toda la eternidad. Todo aquello resultó innecesario... Una discreta aventura hubiera sido mucho mejor; habría satisfecho la atracción sexual y preservado el matrimonio.
La muchacha no hizo ningún comentario. Su simpatía estaba instintivamente con el marido. Una mujer autócrata como la señora Bates tenía que ser alguien con quien resultara difícil vivir en cualquier aspecto, sexual o de otra índole. Probablemente debía haber más de una razón por la que él la había abandonado.
—Y todo por culpa de un traje de noche que mostraba demasiado —dijo amargamente la señora Bates—. Aquella chica trabajaba en las oficinas desde hacía más de dos años, y sé que no había habido nada entre ellos antes de aquella cena. Fue el traje el que lo hizo.
Deborah sorbió de nuevo su café. Era posible, pero no probable. Si se hubiera tratado sólo de una cuestión de sexo, entonces una aventura discreta habría satisfecho la situación. Tenía que haber habido algo más. La forma en que la mujer seguía machacando aquel aspecto en particular parecía sugerir que la señora Bates se sentía muy inadecuada e inferior en aquel aspecto.
—De modo que me decidí y compré este traje y algunos otros —dijo la señora Bates—. ¿Y sabe usted por qué?
Deborah negó con la cabeza. No le gustaba la forma en que iban las cosas. Aquella mujer tenía una expresión realmente peculiar en los ojos.
La señora Bates se puso bruscamente en pie.
—Entonces se lo mostraré, venga conmigo —y cogió la mano a la muchacha y la condujo hasta el otro extremo del salón, donde un enorme espejo colgaba de la pared—. Aquí está el porqué —dijo, señalando los dos reflejos—. Después de quedar segunda en una ocasión notable, deseaba ver cómo podía compararme si iba vestida de igual manera.
La muchacha sintió que la espina dorsal empezaba a picarle. No era miedo exactamente, sino esa instintiva aprensión nerviosa que los cuerdos sienten a veces en compañía de los locos. Dios, ¿cuánto tiempo llevaba aquella mujer rumiando su desgracia para producir aquel tipo de loca reacción? La señora Bates se medía contra ellas, una tras otra. ¿Y luego qué? Si la medición resultaba a favor de la mujer mayor, entonces presumiblemente eso cerraba el asunto y quedaba satisfecho el honor. Pero, ¿y si la comparación resultaba desfavorable?
Deborah miró a los dos reflejos. Realmente, Mary Bates era una mujer atractiva. Su cuerpo era bien proporcionado y terso, y su silueta era aún soberbia, incluso sin sujetador. En aquel fragmento de traje parecía la gran sacerdotisa de un culto pagano, sensual, sin inhibiciones, y devastadoramente provocativa. Pocas mujeres de su edad podían compararse con ella. Pero tenía cuarenta y ocho años, y los aparentaba. Nada podía ocultar la diferencia de edad entre las dos mujeres reflejada en aquel espejo, e irónicamente los dos provocativos trajes servían tan sólo para reflejar más claramente las diferencias. Deborah no se vanagloriaba de su propia apariencia, pero sabía que si alguien tenía que elegir en aquel preciso momento, la mayor parte de los hombres la elegirían a ella. La señora Bates, simplemente, no podía compararse.
La muchacha sonrió nerviosa.
—No hay punto de comparación —dijo gentilmente—. Si hubiera algún hombre por los alrededores, yo no tendría la menor posibilidad.
En el espejo vio cómo los ojos de la mujer se entrecerraban, en una expresión de frío odio.
—Tonterías, querida —dijo la señora Bates con franqueza—. Es usted mucho más atractiva que yo. Si volviera a presentarse la misma situación, mi marido se iría indudablemente con usted.
Deborah soltó su mano y regresó junto a la mesa de café.
—Se subestima usted, señora Bates. —Tomó su chai—. No resulto atractiva para los hombres, y nunca lo he sido, lleve lo que lleve. ¿Por qué cree que vivo sola? No es por decisión propia, se lo aseguro. —Empezó a dirigirse hacia la puerta. Oh Dios, tenía que escapar de aquella estúpida locura—. De todos modos, se está haciendo tarde y el vino me ha dado dolor de cabeza. Si me disculpa, creo que iré a acostarme.
La expresión de odio había desaparecido de los ojos de la mujer.
—Por supuesto —dijo fríamente—. Gracias por esa encantadora cena, y por tan interesante velada.
La muchacha se apresuró a ir a su habitación. Una vez en su dormitorio, se apoyó de espaldas contra la puerta y cerró los ojos. Sus manos temblaban, y tenía todo el cuerpo cubierto de sudor. ¡Qué extraña escena! No era sorprendente que las otras se hubieran ido tan pronto. Lo primero que haría a la mañana siguiente era ver si su antiguo apartamento estaba aún libre. No iba a quedarse en la casa con aquella loca mujer ni un minuto más de lo necesario. Se quitó el traje, se secó el sudoroso cuerpo, se puso el camisón, y se tendió en la cama, pero su mente estaba demasiado alterada para poder dormir.
Eran pasadas las once y media cuando oyó que la señora Bates subía las escaleras y se dirigía hacia su propio dormitorio. Una hora más tarde, Deborah aún permanecía estremecidamente despierta. Se dirigió hacia la abierta ventana y contempló el jardín. Era más hermoso todavía a la luz de la luna, y algunas flores parecían realmente campanillas de plata. Era una noche cálida, casi opresiva. Quizá un paseo por el jardín la calmara un poco.
Silenciosamente, abrió la puerta del dormitorio y se inmovilizó allí, escuchando, pero todo estaba tranquilo. Aquella desdichada mujer debía de estar dormida ya, soñando las extrañas imágenes que indudablemente debía forjar una mente tan neurótica como la de la señora Bates. Se echó una bata por encima del camisón, bajó las escaleras y salió al jardín.
Era una noche apacible, y por primera vez durante toda aquella velada fue capaz de respirar más sosegadamente. En muchos aspectos, era una lástima tener que irse. Mirado superficialmente, se trataba de un trabajo ideal en un entorno ideal, pero ya desde el principio le había parecido demasiado bueno como para ser cierto, y así había demostrado ser. Suspiró y caminó por el césped. Un jardín muy hermoso, con una jardinera muy extraña. Incluso allí, en el jardín, el comportamiento de su patrona era decididamente anormal, yendo una y otra vez a su macizo particular. Deborah miró el alargado y bajo montículo del macizo de flores favorito de la señora Bates. «Mary, Mary, mujer de postín —murmuró—. ¿Cómo haces crecer tu jardín? Con campanas de plata y conchas marinas, y hermosas doncellas haciendo de minas».
Y entonces, en aquel preciso momento, los anteriores timbres de aviso, el extraño comportamiento de la señora Bates, y las chicas de las cuales no se había vuelto a saber nada, se juntaron en una explosión de comprensión en su mente. Tan repentina fue la revelación, y tan aterradora, que durante un minuto completo fue incapaz de moverse, aunque todo el instinto dentro de ella gritaba para que saliera huyendo, y todo su cuerpo temblaba, oleada tras oleada de penetrante frialdad. Luego, lentamente, empezó a retroceder. ¡Oh, Dios santo, no era posible! ¡No podía ser posible!
—¿Admirando las flores a la luz de la luna? —dijo una voz a sus espaldas.
Deborah se volvió en redondo y allí, a pocos pasos de distancia, estaba la señora Bates, con aspecto pálido y fantasmal en su flotante bata blanca. Aquella segunda impresión, tan próxima a la primera, estuvo a punto de ocasionarle un fatal ataque al corazón. La muchacha lanzó un penetrante alarido de terror y huyó presa del pánico hacia la casa. Irrumpió por el ventanal de estilo francés y subió las escaleras casi sin rozar los peldaños, hacia su habitación.
No había llave en la puerta del dormitorio, y ninguna silla de respaldo recto para apoyar contra la manija. Frenéticamente, arrastró el tocador por encima de la moqueta y lo apoyó contra la puerta, justo a tiempo.
—¿Qué demonios ocurre, muchacha? —gritó la señora Bates desde el pasillo, tirando de la manija y empujando la puerta—. Déjame entrar. Me has asustado mortalmente, gritando de ese modo. ¿Qué demonios te ocurre? ¡Déjame entrar!
Deborah no respondió. Cogió unas tijeras y retrocedió hasta el centro de la habitación. La señora Bates había conseguido abrir la puerta un par de centímetros, pero no podía moverla más. Deborah vio cómo su pálida mano se deslizaba serpenteando por la abertura para identificar el obstáculo.
—¡Esto es ridículo! —exclamó la mujer—. ¡Quita inmediatamente esto y abre la puerta!
—¡Vayase! —chilló la muchacha—. ¡Vayase de aquí!
La mano desapareció, y luego siguió un silencio. Pasaron quince segundos, medio minuto, y seguía sin producirse sonido alguno en el pasillo.
—Has olvidado la puerta de comunicación —dijo una tranquila voz tras ella, y una mano descendió sobre su hombro.
De nuevo aquel alarido de histérico terror. Deborah se volvió en redondo y golpeó ciegamente con las tijeras, una vez, y otra, y otra. Golpeó los ojos de la mujer, su rostro, sus hombros, y cayó con ella al suelo, y siguió golpeando y golpeando, sus brazos, su pecho, y otra, y otra vez, y otra, lo que quedaba de su rostro, y luego se puso en pie de un salto, soltó las tijeras, corrió a través de la puerta de comunicación, cruzó el saloncito, salió al pasillo y bajó las escaleras tambaleándose histéricamente hacia el teléfono.
Veinte minutos más tarde, llegó la policía: un inspector, un sargento, dos policías masculinos y uno femenino. Poco habían logrado entender con sus histéricos balbuceos por teléfono y habían venido preparados para cualquier cosa, aunque difícilmente para lo que se encontraron. La muchacha estaba cubierta de sangre de la cabeza a los pies, y al principio supusieron que había sido atacada y golpeada salvajemente, pero cuando consiguieron desentrañar su historia empezaron a darse cuenta de que se trataba de algo mucho más horrendo.
—¡Están ahí afuera! ¡Se lo aseguro! ¡Enterradas bajo ese macizo de flores! ¡Asesinadas por esa loca de ahí arriba! —gritaba Deborah—. ¡Y yo iba a ser la siguiente! ¡Si no me creen, salgan y mírenlo! —Y estalló en profundos sollozos.
Dejando a los agentes abajo, con la mujer policía, el inspector y el sargento subieron al dormitorio. Salieron de él en seguida y se apoyaron contra la pared, luchando contra las náuseas.
—Usted conocía muy bien a la señora Bates —dijo finalmente el inspector—. ¿Es ella?
El sargento se secó la frente.
—¿Cómo infiernos puedo saberlo? ¡Ni siquiera parece un ser humano!
Finalmente los dos hombres bajaron las escaleras y cruzaron por la vidriera francesa.
—Debe de haber alguna pala o una azada por ahí —dijo el inspector—. Que le ayuden los dos agentes. Caven lo suficiente para verificar la historia. El resto puede esperar.
El sargento regresó treinta minutos más tarde. Los dos hombres intercambiaron algunos susurros y luego el inspector se acercó a Deborah.
—Está bien. Volvamos a empezar desde el comienzo.
—¿Qué es lo que pretenden? —gritó la muchacha, histéricamente—. ¡Han visto lo que hay arriba y han visto lo que hay en el jardín! ¡Por el amor de Dios, sáquenme de este lugar!
—La hemos visto a usted y, por supuesto, lo que hay arriba —dijo el inspector, sombríamente—. Lo que no comprendo es el resto de la historia.
La muchacha dio un salto.
—¡Dios, Dios! ¡Hay seis chicas enterradas bajo ese macizo de flores! ¡Ya les dije el por qué y el cómo! ¿Qué más necesita comprender?
El inspector agitó la cabeza.
—No hay nadie enterrado bajo el macizo de flores, señorita Templeton —dijo suavemente—. Nada en absoluto. Ahora, volvamos al comienzo... Y hágalo muy, muy despacio.
FIN