Publicado en
abril 08, 2010
Con un agradecimiento especial a Dan Murphy, del Servicio de Parques de Estados Unidos, por haberme mostrado las ruinas a lo largo del Río San Juan; a Charley y Susan DeLorme y otros amantes del río de Wild River Expeditions, a Kenneth Tsosie, del White Horse Lake; a Ernie Bulow y a la familia de Tom y Jan Vaughan, del Parque Histórico Nacional de la Cultura Chaco. Todos los personajes de este libro son imaginarios. Es verdad que Drayton y Noi Vaughan realizan cada mañana el viaje de ciento treinta kilómetros en autobús hasta la escuela, pero son, en la vida real, más finos y delicados que sus contrapartidas ficticias de esta novela.
Esta narración está dedicada a Steven Lovato, primer hijo de Larry y Mary Lovato. ¡Ojalá viva siempre rodeado de belleza!
NOTA DEL AUTOR: Aunque la mayoría de los lugares a los que se alude en este volumen son reales, se ha cambiado el nombre a muchas ruinas del Cañón y se ha desfigurado su localización, a fin de protegerlas de la expoliación.
Capítulo 1
La luna acababa de asomar sobre el farallón, a su espalda. Abajo, en la arena amontonada de los derrubios, la sombra del caminante dibujaba una extraña figura alargada. A veces sugería una garza, a veces los monigotes de una pictografía anasazi. Una pictografía animada, cuyos brazos se movían rítmicamente mientras la sombra de la luna se desplazaba en la arena. A veces, cuando el sendero de cabras torcía y proyectaba el perfil del caminante contra la luna, la sombra se convertía en el propio Kokopelli. La mochila formaba la grotesca giba del espíritu; el cayado, la flauta curva de Kokopelli. Vista desde arriba, la sombra habría hecho creer a un navajo que los grandes clanes yei del norte, llamados Esparcidores de Agua, habían tomado forma visible. Si un anasazi se hubiera levantado de su tumba milenaria del montón de basura bajo las ruinas del farallón, habría visto al Flautista Giboso, el pendenciero dios de la fertilidad de su pueblo perdido. Pero la forma de aquella sombra no era sino la de la doctora Eleanor Friedman-Bernal, que interceptaba la luz de una luna de octubre.
La doctora Friedman-Bernal descansaba ahora, sentada en una roca adecuada, mientras se frotaba los hombros y dejaba que el aire frío y alto del desierto evaporara el sudor que le había empapado la camisa, al tiempo que hacía el balance de un largo día.
Nadie podía haberla visto. Naturalmente, la habían visto alejarse de Chaco en su vehículo. Los niños se levantaban al alba gris para coger su autobús escolar. Y los niños hablarían de ello a sus padres. En aquella pequeña y aislada sociedad del Servicio del Parque, formada por una docena de adultos y dos niños, todo el mundo sabía todo de todos. La privacidad era allí absolutamente imposible. Pero ella había hecho todo lo que había que hacer. Había visitado todas las viviendas permanentes y controlado a todos los miembros del equipo de excavación. Había dicho que iba a Farmington. Había recogido la correspondencia para despachar en la oficina de correos de Blanco. Había confeccionado la lista de provisiones que necesitaba la gente. Había dicho a Maxie que tenía la fiebre del Chaco y que necesitaba alejarse, ver una película, cenar en un restaurante, aspirar los gases de los tubos de escape, oír voces diferentes, hacer llamadas telefónicas a la civilización desde un teléfono que funcionara realmente; que pasaría una noche donde pudiera oír los sonidos de la civilización, algo diferente del interminable silencio del Chaco. Maxie se había mostrado comprensiva. Si Maxie sospechara algo, sería que la doctora Eleanor Friedman-Bernal iba a encontrarse con Lehman. Eso hubiera sido digno de Eleanor Friedman-Bernal.
El mango de la pala plegable que había atado a la mochila le presionaba la espalda. Se detuvo, cambió la distribución del peso y acomodó las bandas de la mochila. En algún sitio, en la oscuridad del cañón, podía oír el chillido de un búho, a la caza de roedores nocturnos. Miró el reloj. Mientras lo hacía, éste pasaba de las 10.11 a las 10.12. Había tiempo suficiente.
Nadie la había visto en Bluff. De eso estaba segura. Había llamado desde Shiprock, sólo para asegurarse por partida doble de que no hubiera nadie en la vieja casa de Bo Arnold, en la carretera. No había habido respuesta. Cuando llegó, la casa estaba oscura, y así la dejó; encontró la llave bajo el tiesto de flores donde Bo la dejaba siempre. Tomó con todo cuidado lo que iba a buscar, sin alterar nada. Cuando lo devolviera a su sitio, Bo no sospecharía siquiera que había desaparecido por un tiempo. No es que importara. Bo era un biólogo que se ganaba apenas la vida en un trabajo de media jornada en la Oficina de Administración Territorial mientras terminaba su trabajo sobre líquenes del desierto o lo que fuera que estuviese estudiando. No se preocupaba absolutamente por ninguna otra cosa cuando le conoció en Madison, y tampoco ahora.
Bostezó, se estiró, llevó la mano a la mochila y decidió descansar un rato más. Hacía diecinueve horas que estaba en pie y tal vez necesitaría otras dos hasta llegar al yacimiento. Luego desplegaría el saco de dormir y no saldría de él hasta que se sintiera descansada. Ahora no había prisa. Pensó en Lehman. Grande. Feo. Elegante. Cabello gris. Sexualmente atractivo. Lehman vendría. Lo agasajaría con gran hospitalidad y le mostraría lo que tenía. Él no podría dejar de impresionarse. Tendría que reconocer que ella había probado su tesis. El visto bueno de Lehman no era necesario para la publicación, pero, por alguna razón, sí lo era para ella. Y esta irracionalidad le hizo pensar en Maxie. Maxie y Elliot.
Sonrió y se frotó la cara. Estaba tranquila allí, tan sólo se oían los zumbidos nocturnos de unos cuantos insectos. No había viento. El aire frío se colaba por el cañón. Se tambaleó, cogió la mochila y luchó para ponérsela a la espalda. En algún sitio lejano, allá atrás, en Comb Wash, un coyote lanzaba sus ladridos. A través del aluvión pudo oír a otro, muy lejano, que aullaba como celebrando la luz lunar. Caminó rápidamente por la arena amontonada, levantando mucho las piernas para estirarlas y sin pensar en lo que iba a hacer esa noche. Ya había reflexionado bastante sobre ello. Tal vez demasiado. En lugar de eso, pensaba en Maxie y Elliot. Ambos muy capaces, pero chiflados. El Aristócrata y la Muchacha Pobre. El Hombre Capaz de Hacer Cualquier Cosa, obsesionado por la mujer para quien nada de lo que él hacía era importante. ¡Pobre Elliot! Nunca podría ganar.
Vio el destello de un relámpago en el horizonte oriental, demasiado distante como para oír el trueno y que, dada su dirección, no constituía amenaza alguna de lluvia. Un último suspiro del verano, pensó. La luna estaba ya más alta y su luz trasmutaba los colores del cañón en distintos matices de gris. La camiseta térmica y la caminata le mantenían caliente el cuerpo, pero tenía las manos heladas. Las observó. No eran las manos de una dama. Las uñas muy cortas y quebradas. La piel áspera, con cicatrices, callosas. Piel de gente que se pasa permanentemente trabajando al sol con materias sucias. Eso siempre le había preocupado a su madre, como todo lo que a ella concernía. Que se hiciera antropóloga en lugar de médico, y luego que no se casara con un médico. Que se casara con un arqueólogo portorriqueño que ni siquiera era judío. Y que lo perdiera por otra mujer. «Usa guantes —le decía su madre—. Por amor de Dios, Ellie, tienes las manos de un campesino sucio.»
Y también la cara de un campesino sucio, pensó.
El cañón estaba allí donde ella lo recordaba del verano en que había ayudado al trazado de mapas y la confección de catálogos de sus yacimientos. Un gran centro de pictografías. Enfrente, detrás de los chopos de la escarpada pared de arenisca donde el fondo del cañón torcía, precisamente allí, se hallaba la galería de las pictografías. La habían bautizado como galería de béisbol debido a la gran figura de shaman que a alguien le había parecido una versión de dibujos animados de un arbitro.
La luna sólo iluminaba una parte de la pared, y la luz oblicua dificultaba su visibilidad, pero Eleanor se detuvo para inspeccionarla. Con esa luz, la figura trapezoidal y de enormes espaldas del místico shaman anasazi perdía su color y se convertía en una mera forma oscura. Por encima de él danzaba un racimo de formas, monigotes, abstracciones: el inevitable Kokopelli, su gibosa silueta encorvada, su flauta que llegaba casi hasta el suelo, una garza en vuelo, una garza en reposo, la banda zigzagueante de pigmento que representaba una serpiente. Luego vio el caballo.
Estaba bien a la izquierda del gran shaman de béisbol, casi enteramente fuera de la luz lunar. Un añadido navajo, sin ninguna duda, puesto que los anasazi habían desaparecido tres siglos antes de que los españoles llegaran en sus corceles. Era un caballo estilizado, con un barril por cuerpo y patas rectas, pero sin la típica tendencia navaja a dar belleza a todo lo que intentaban. El jinete parecía un Kokopelli (Esparcidor de Agua, como le llamaban los navajos). El jinete parecía al menos soplar una flauta. ¿Estaba ya este agregado? No recordaba. Los añadidos navajos no eran raros. Pero éste la desconcertaba.
Entonces, en cada uno de los tres pies del animal, vio una pequeña figura postrada. Tres. Cada una con un circulito que representaba la cabeza separada del cuerpo. Cada una con una pierna cortada.
Terrible. Y eso sí que no estaba allí cuatro años antes. Lo recordaría.
Por primera vez, Eleanor Friedman-Bernal tomó conciencia de la oscuridad, el silencio, su total aislamiento. Había dejado la mochila en el suelo mientras descansaba. Ahora la recogía y pasaba un brazo por la correa, al tiempo que pensaba en otra cosa. Abrió la cremallera de un bolsillo lateral y extrajo la pistola. Era un arma automática de calibre 25. El vendedor le había mostrado cómo cargarla, cómo funcionaba el seguro y cómo empuñarla. Le había dicho que era precisa, fácil de usar y que era de fabricación belga. Lo que no le había dicho era que llevaba una munición poco frecuente y muy difícil de conseguir. Nunca la había probado en Madison. Nunca parecía haber allí un sitio disponible para disparar con seguridad. Pero cuando vino a Nuevo México, el primer día en que hubo bastante viento como para ahogar el sonido, fue con el coche a un sitio desierto de la carretera a Crownpoint y practicó. Disparó a las rocas, a las ramas secas de los árboles y a las sombras en la arena hasta que se sintió cómoda y natural y entonces comenzó a acertar a las cosas o a errar el blanco por muy poco. Una vez que hubo utilizado la mayor parte de la caja de cartuchos, se encontró con que la tienda de artículos de deporte de Farmington no tenía ese tipo de munición. Y tampoco lo había en el gran mercado de Alburquerque, hasta que terminó por encargarla de acuerdo con un catálogo. En ese momento le quedaban diecisiete balas en la caja nueva. Había llevado seis consigo. Todo un almacén. Sentía en su mano la pistola, fría, dura y tranquilizadora.
Metió el arma en el bolsillo de su chaqueta. Mientras ganaba el fondo arenoso y caminaba por el mismo, tomó conciencia del peso de la pistola contra su cadera. Los coyotes estaban más cerca, dos de ellos sobre su cabeza, en la meseta, más allá del borde del farallón. A veces la brisa nocturna era bastante fuerte como para hacerse oír en el matorral del fondo, castañetear en las hojas de los olivos rusos y silbar en las copas de los tamariscos. Normalmente había silencio. Los torrentes producidos por los monzones del verano habían llenado las depresiones del fondo rocoso. La mayoría de ellas estaban secas en ese momento, pero Eleanor podía oír ranas, grillos e insectos que era incapaz de identificar. Algo hacía unos chasquidos en la oscuridad, donde se habían amontonado ramas secas contra el farallón, y desde algún sitio delante de ella le llegaba un silbido. ¿Un pájaro nocturno?
El cañón serpenteaba bajo el farallón y fuera de la luz de la luna. Eleanor encendió la linterna. No había peligro de que nadie la viera. Y eso le hizo pensar en lo lejos que se hallaba el ser humano más próximo. No tan lejos como el pájaro podía volar, no tanto como los veinte o veinticinco kilómetros que volaba el cuervo. Pero de difícil acceso. No había carreteras que atravesaran el paisaje de roca casi sólida ni había ninguna razón para construirlas. No había ninguna razón para que los anasazi fueran allí, salvo para escapar de algo que los persiguiera. Nada en lo que pudieran pensar los antropólogos, ni siquiera los antropólogos culturales con su notorio talento para elaborar teorías sin pruebas. Pero ir, habían ido. Y con ellos, su artista, dejando atrás el Cañón del Chaco, para seguir creando cacharros y para morir.
Desde donde la doctora Friedman-Bernal caminaba, podía ver una de sus ruinas en la parte baja de la pared que tenía a la derecha. De haber habido luz de día, recordaba, habría podido ver otras dos en el inmenso nicho en forma de anfiteatro que había en la pared de la izquierda. Pero en ese momento el nicho estaba negro a causa de la sombra y presentaba, hasta cierto punto, el aspecto de una gran boca abierta.
Oyó un chillido. Murciélagos. Ya había visto algunos pocos antes del ocaso. Aquí pululaban, aleteando sobre los sitios donde los torrentes habían llenado las pozas y las pozas habían creado insectos. Pasaban como relámpagos ante su rostro y rozándole el cabello. Por mirarlos, Ellie Friedman-Bernal no vio por dónde caminaba. Su pie tropezó con una roca y perdió el equilibrio.
La mochila le impidió caer con su gracia habitual y lo hizo torpe y duramente. Cayó sobre la mano derecha, la cadera y el codo, y se encontró tendida en el fondo del cañón, lastimada, sorprendida y sacudida.
Lo que más le dolía era el codo. Se había rasguñado en la arenisca, se había rasgado la camisa y le había quedado una raspadura que, al tocarla, le tiño el dedo de sangre. Luego prestó atención a la cadera golpeada, pero en ese momento estaba entumecida y sólo más tarde le haría sufrir. Únicamente cuando se irguió sobre sus pies se dio cuenta de que tenía cortes en la palma de la mano. Se la examinó a la luz de la linterna, que hizo un simpático click, y luego se sentó para ocuparse de ello.
Quitó un trozo de grava que se le había incrustado en la palma de la mano, junto a la muñeca, limpió el corte con el agua de la cantimplora y la vendó con un pañuelo, utilizando la mano izquierda y los dientes para hacer el nudo. Luego continuó subiendo por el derrubio, ahora con más cuidado. Dejó atrás los murciélagos y siguió una curva a plena luz de la luna y luego otra que volvía a internarse en la sombra. Trepó a un saliente aluvial, bajó junto al lecho seco y dejó allí la mochila. Era un sitio familiar. Ella y Eduardo Bernal habían levantado una tienda en ese sitio hacía cinco veranos, cuando eran estudiantes de posgrado, amantes e integraban el equipo de mapeo del yacimiento. Eddie Bernal. El pequeño y fornido Ed. Divertido mientras duró. Pero no por mucho tiempo. Pronto, seguramente antes de Navidad, ella eliminaría el guión del apellido. Ed apenas se daría cuenta. Un suspiro de alivio, quizás. Fin de aquel breve período en que él había pensado que una mujer sería suficiente.
Movió una piedra, algunos palos, alisó el suelo con el borde de la bota, cavó y suavizó una superficie donde pondría sus caderas, para extender luego el saco de dormir. Eligió el sitio donde se había acostado con Eddie. ¿Por qué? En parte, por desafío; en parte por sentimiento, y, en parte, simplemente porque era el lugar más cómodo. Al día siguiente tendría un trabajo duro y los cortes de la palma convertirían el cavar en algo difícil y probablemente doloroso. Pero todavía no estaba en condiciones de dormirse. Demasiada tensión. Demasiada incomodidad.
Allí, junto al saco de dormir, fuera de la luz de la luna, se veían más estrellas. Comprobó las constelaciones del otoño, encontró la estrella polar y halló totalmente exactas sus orientaciones. Luego miró fijo a la oscuridad, que ocultaba lo que Eddie y ella habían llamado Chicken Condo. En el estrecho nicho de piedra, las familias anasazi habían construido una vivienda de dos plantas probablemente del tamaño suficiente para treinta personas. Por encima de ella, en otro nicho tan oculto que no se habrían percatado de su existencia si Eddie no se hubiera preguntado de dónde provenía el vuelo de un murciélago, los anasazi habían construido un pequeño fuerte de piedra al que sólo se podía acceder por un precario conjunto de apoyos para los pies y las manos. Era en las proximidades de la vivienda inferior donde Eleanor Friedman-Bernal había encontrado aquellos cacharros tan peculiares. Si su memoria no le fallaba. Era allí donde, con buena luz, tendría que cavar al día siguiente. En violación de la ley navaja, de la ley federal y de la ética profesional. Si su memoria no le fallaba. Y ahora tenía más pruebas que su simple memoria.
No podía esperar la luz del día; no, estando tan cerca. La luz de la linterna sería suficiente para comprobar lo que buscaba.
La memoria no le había fallado. La llevó sin rodeos y sin un paso en falso por un talud de fácil trepada y a lo largo del sendero natural hasta el borde. Allí se detuvo y apuntó con la linterna hacia el farallón. Los petroglifos eran exactamente como los había conservado en su memoria: la espiral que quizá representara el sipapu del cual habían emergido los seres humanos del vientre de la Madre Tierra, la línea de puntos que tal vez representara las migraciones del clan, las formas de anchas espaldas que, según creían los etnógrafos, representaban los espíritus kachina. También allí, cavada en el oscuro barniz desértico en la cara del farallón, se hallaba aquella forma que Eddie había bautizado como Gran Jefe, mirando desde detrás de un escudo pintado de rojo y una figura que parecía tener el cuerpo de un hombre, pero pies y cabeza de garza. Era una de las dos favoritas de Eleanor, porque parecían completamente inexplicables incluso para los antropólogos culturales, que podían explicar cualquier cosa. La otra era una nueva versión de Kokopelli.
Dondequiera que se lo encontrara —y siempre se lo encontraba allí donde este pueblo desaparecido talló y pintó sus espíritus en los farallones del sudoeste—, Kokopelli presentaba más o menos el mismo aspecto. Su figura gibosa se apoyaba sobre dos piernas como palos. Los palos de los brazos sostenían una línea recta que iba hasta la pequeña cabeza redonda, lo que hacía parecer que tocaba un clarinete. La flauta podía apuntar hacia abajo o hacia el frente. Por lo demás, había poca variación en el modo en que aparecía representado. Excepto aquí. Aquí Kokopelli yacía sobre la espalda y la flauta apuntaba al cielo. «Por fin —había dicho Eddie—. Has encontrado la morada de Kokopelli. Éste es el lugar donde duerme.»
Pero difícilmente Eleanor Friedman-Bernal prestaría atención a Kokopelli. El Chicken Condo estaba a la vuelta de la esquina, y eso era lo que la atraía.
Cuando el rayo de luz de la linterna iluminó la total oscuridad del nicho, lo primero que captaron sus ojos fueron manchas blancas allí donde nada debía ser blanco. Hizo correr la luz sobre las paredes quebradas para iluminar la negra superficie de la charca que, alimentada por filtraciones, había a sus pies. Después movió el haz de luz hacia aquel reflejo incoherente. Era exactamente lo que había temido.
Huesos. Huesos esparcidos por doquier.
—¡Oh, mierda! —dijo Eleanor Friedman-Bernal, que casi nunca utilizaba este tipo de expresiones—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Alguien había estado excavando. Alguien había estado saqueando. Un cazador de cacharros. Un Ladrón del Tiempo. Alguien había llegado antes.
Enfocó la mancha blanca más cercana. Un omóplato humano. De un niño. Allí estaba, sobre un montón de tierra floja, precisamente frente a un sitio donde la pared había caído. La excavación estaba hecha en el montículo que había sido el basurero de esta comunidad. Era el sitio común de los enterramientos, y el primero donde excavaban los cazadores experimentados de cacharros. Pero aquí el agujero era pequeño. Eleanor se sintió mejor. Tal vez el daño no había sido grande. La excavación parecía reciente. Quizá lo que ella buscaba aún estuviera allí. Exploró con la linterna en busca de otras señales de excavación. No encontró ninguna.
Tampoco había ninguna señal de saqueo en otro sitio. Iluminó dentro del único agujero practicado en el montón que formaba el basural. La luz mostró piedras, cacharros esparcidos mezclados con tierra y lo que parecía ser más huesos humanos: parte de un pie —pensó— y una vértebra. Junto al montón, en una placa de arenisca, se habían colocado cuatro mandíbulas inferiores claramente en fila (tres eran de adulto y la cuarta de un individuo que apenas superaba la infancia). Eleanor frunció el entrecejo ante tal disposición de las cosas y levantó las cejas. Pensó. Volvió a mirar a su alrededor. No había llovido —al menos la lluvia no había entrado en ese rincón protegido— desde que se había realizado la excavación. Pero, entonces, ¿cuándo había llovido? En el Chaco, hacía semanas. Pero el Chaco estaba a más de doscientos kilómetros al este y al sur.
La noche era tranquila. Eleanor oyó detrás de ella el extraño croar de pequeñas ranas que parecían medrar en este cañón toda vez que se juntaba agua. Ranas leopardo, las había llamado Eddie. Y ella oyó otra vez el silbido. El pájaro nocturno. Esta vez, más cerca. Una media docena de notas. Eleanor frunció el entrecejo. ¿Un pájaro? ¿Qué otra cosa podía ser? Había visto por lo menos tres clases de lagartos en su camino desde el río: uno con cola como látigo, otro, de gran tamaño, de collar, y un tercero que no había podido identificar. Eran animales nocturnos. ¿Emitían estos lagartos algún silbido que se asemejara a aquél?
En la charca, la luz de la linterna reflejaba pequeños puntos de luz: los ojos de las ranas. Eleanor se mantuvo de pie observándolas y éstas saltaron, asustadas por su gigantesca presencia, hacia la seguridad del agua negra. Luego volvió a fruncir el entrecejo. Había algo extraño.
A menos de dos metros de donde ella estaba, una de las ranas cayó hacia atrás a mitad de salto. Luego vio otra, una media docena de ranas. Se puso en cuclillas junto a la rana y la inspeccionó. Y luego otra, y otra, y otra.
Estaba atadas. Una cuerda blancuzca —tal vez fibra de yuca— había sido atada a una pata de atrás de cada una de estas pequeñas ranas verdinegras y luego a una varilla clavada en la tierra húmeda.
Eleanor Friedman-Bernal se incorporó de un salto e iluminó abiertamente alrededor de la charca. Ahora pudo ver multitudes de ranas asustadas dando esos extraños saltos que terminaban cuando una ligadura las lanzaba a tierra. Por unos segundos, Eleanor trató de procesar mentalmente toda aquella información tan loca, antinatural e irracional. ¿Quién habría...? Tenía que ser un acto humano.
Y la intención no podía ser sana. ¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo podían vivir estas ranas sin la posibilidad de alcanzar el agua salvadora? Era demencial.
En ese preciso momento volvió a oír el silbido. Justo detrás de ella. No era un pájaro nocturno. Ningún tipo de reptil. Era una melodía que los Beatles habían hecho popular y que empezaba con las palabras «Hey Jude». Pero Eleanor no la reconoció. Estaba demasiado aterrorizada por la gibosa figura que, a la luz de la luna, se acercaba a aquella charca de oscuridad.
Capítulo 2
«Eleanor Friedman guión Bernal.» Thatcher separó bien las palabras con una entonación sin variaciones. Luego agregó:
—Me molestan la mujeres que ponen guión entre sus apellidos.
El teniente Joe Leaphorn no respondió. ¿Nunca se había encontrado con una mujer con un apellido con guión? No, que él recordara. Pero la costumbre no dejaba de caerle bien ni le resultaba tan extraño como a Thatcher. La madre de Leaphorn, las tías de Leaphorn, todas las mujeres en las que podía pensar de su clan materno, el Frente Roja, se habrían resistido a la idea de sumergir su apellido o identidad familiar en la de un marido. Leaphorn pensó mencionar el hecho, pero no se sentía con ánimo. Ya estaba agotado cuando Thatcher lo había recogido en el cuartel de la Policía Tribal Navaja, y a ese cansancio le había agregado casi doscientos kilómetros de conducción, de Window Rock, a través de Yah-Ta-Hey, a Crownpoint, y por fin esos últimos treinta sucios y traqueteantes kilómetros hasta el Parque Histórico Nacional de Cultura Chaco. Leaphorn se había sentido tentado a declinar la invitación. Pero Thatcher se lo había pedido como un favor.
—Es el primer trabajo como policía desde que me entrenaron —había dicho Thatcher—. Puedo necesitar algún consejo.
No era eso, por supuesto. Thatcher era un hombre de confianza y Leaphorn comprendía por qué Thatcher lo había llamado. Era un gesto de bondad de un viejo amigo que quería ayudarle. Y lo único que le quedaba por hacer, si no iba, era sentarse en la cama de la habitación silenciosa y terminar ordenando lo que quedaba de las cosas de Emma y decidir qué hacer con ellas.
—Por cierto —había dicho Leaphorn—. Será un bonito viaje.
Ahora se hallaban en el centro de visitas del Chaco, sentados en sillas duras, a la espera de la persona adecuada con quien hablar. Desde el tablero de informaciones, un rostro los miraba a través de unas gafas oscuras. Sobre el mismo se leía una leyenda que rezaba: UN LADRÓN DE TIEMPO. CAZADORES DE CACHARROS DESTRUYEN EL PASADO DE ESTADOS UNIDOS.
—Muy acertado —dijo Thatcher mientras asentía con la cabeza mirando el cartel—, pero debiera representar una escena multitudinaria. Cowboys, comisionados del condado, maestros de escuela, obreros de oleoductos y todo aquel lo suficientemente grande como para empuñar una pala.
Miró a Leaphorn, buscando una respuesta, y suspiró.
—Esa carretera —dijo—. Hace treinta años que conduzco por ella y nunca la he encontrado mejor.
Y volvió a mirar a Leaphorn.
—Así es —contestó Leaphorn.
Thatcher los había bautizado como baches de cerámica y había dicho que «nunca se humedecen lo suficiente para ablandarse», que «llueve y sólo te golpeas un poco menos». No era del todo cierto. Leaphorn recordaba una noche, hacía muchísimo tiempo, cuando él era joven y trabajaba en una patrulla de la subagencia de Crownpoint. La nieve, al fundirse, humedeció los baches del Chaco lo suficiente como para ablandar la cerámica. Su coche patrulla se había hundido en el absorbente barro caliche sin fondo. Él había enviado un mensaje por radio a Crownpoint, pero el expedidor no tenía auxilio para enviarle. De modo que había caminado dos horas hasta el cuartel de R. D. Ranch. Entonces era un recién casado, preocupado por que Emma se preocupara por él. En el rancho, una mano había puesto cadenas a una camioneta de tracción en las cuatro ruedas y lo había arrastrado. Nada había cambiado desde entonces. Salvo que las carreteras eran muchísimo más viejas. Salvo que Emma estaba muerta.
Thatcher había dicho algo más. Lo había estado mirando, a la espera de alguna respuesta, cuando debía haber estado vigilando los pozos.
Leaphorn había asentido con la cabeza.
—No estabas escuchando. Te preguntaba por qué decidiste renunciar.
Leaphorn guardó silencio durante un momento.
—Simple cansancio.
Thatcher había sacudido la cabeza.
—Lo echarás en falta.
—No, te haces más viejo. O más sabio. Te das cuenta de que no hay realmente ninguna diferencia.
—Emma era un mujer maravillosa —le había dicho Thatcher—. Eso no la hará volver.
—No, no la traerá.
—Si estuviera viva, diría: «Joe, no renuncies». Diría: «No puedes renunciar a vivir». La he oído decir cosas como éstas.
—Es probable —había dicho Leaphorn—. Pero sencillamente yo no quiero seguir haciendo esto.
—Vale. —Thatcher condujo durante un rato—. Cambiemos de tema. Creo que las mujeres que tienen apellidos con guión como ése, tienen que ser ricas. Tener antiguas fortunas. Difícil de entender. Una generalización estereotipada, pero es así como funciona mi cabeza.
La violencia inusual del golpe producido por un bache le había ahorrado a Leaphorn el tener que pensar en algo para responder. Ahora volvía a ahorrarse el esfuerzo de pensar en ello. Efectivamente, un hombre de mediana edad que vestía un ajustado uniforme del Servicio de Parques de los Estados Unidos surgió de la puerta señalada con el cartel ÚNICAMENTE PARA EL PERSONAL. El hombre penetró en el campo iluminado por el oblicuo sol otoñal que se filtraba a través de las ventanas del centro de visitas. Los miró con curiosidad.
—Soy Bob Luna —dijo—. ¿Es por el asunto de Ellie?
Thatcher extrajo de su chaqueta una cartera de cuero y mostró a Luna una insignia oficial de la Oficina de Administración Territorial.
—L. D. Thatcher —dijo—. Y éste es el teniente Leaphorn. Policía Tribal Navaja. Necesitamos hablar con la señora Friedman-Bernal. Tenemos aquí una orden de inspección para echar un vistazo a sus dependencias —agregó, sacando un sobre del bolsillo de la chaqueta.
La expresión de Luna era de asombro. A Leaphorn le pareció a primera vista sorprendentemente joven para ser superintendente de un parque tan importante: su rostro redondo y jovial tendría para siempre ese aspecto juvenil. Ahora, a la luz del sol, se veían redecillas de arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios. El sol y la aridez de la planicie de Colorado actúan rápidamente sobre la piel de los blancos, pero se toma tiempo para profundizar los surcos. Luna era mayor de lo que parecía.
—¿Hablar con ella? —preguntó Luna—. ¿Quieren decir ustedes que ella está aquí? ¿Que ha vuelto?
Esta vez el sorprendido fue Thatcher.
—¿Acaso no trabaja aquí?
—Pero ha desaparecido —respondió Luna—. ¿No es por eso por lo que están aquí? Informamos de ello hace una semana. Más bien, dos semanas.
—¿Desaparecido? —dijo Thatcher—. ¿Whadaya quiere decir desaparecido?
Luna se sonrojó ligeramente. Abrió la boca. La cerró. Inspiró. Por joven que pareciera, Luna era el superintendente de este parque, lo que significaba que contaba con una gran experiencia de paciencia con la gente.
—El miércoles pasado hizo una semana... Hará ahora unos doce días, llamamos e informamos de la desaparición de Ellie. Se suponía que tenía que estar de vuelta el lunes anterior. No se presentó. No llamó. Se había ido a Farmington a pasar el fin de semana. Tenía una cita el lunes por la noche, y tampoco se presentó. El miércoles tenía otra cita, tampoco estaba. Completamente fuera de su estilo. Algo tuvo que haberle pasado y esto es lo que informamos.
—¿No está aquí? —preguntó Thatcher, mientras tamborileaba en el sobre con la orden de inspección, que tenía contra la palma de la mano.
—¿A quién llamaron ustedes? —interrogó Leaphorn, sorprendido de sí mismo aun cuando oía su propia voz formulando la pregunta.
Ése no era asunto suyo, nada por lo que tuviera que preocuparse. Él sólo estaba allí porque Thatcher se lo había pedido. A tal punto había insistido, que, si de todos modos daba igual, resultaba más fácil venir que no venir. No había tenido intención de entrometerse. Pero este forcejeo era irritante.
—Al sheriff —respondió Luna.
—¿A cuál? —preguntó Leaphorn, pues una parte del parque estaba en McKinley County, y la otra en San Juan.
—Al de San Juan County —respondió Luna—. En Farmington. De todos modos, no vino nadie. Así que volvimos a llamar el viernes pasado. Cuando ustedes se presentaron, pensé que habían venido para ocuparse del asunto.
—Supongo que para eso estamos —dijo Leaphorn—. Más o menos.
—Tenemos una queja contra ella —agregó Thatcher—. O más bien una alegación. Pero muy detallada, muy específica. Sobre violaciones de la Ley de Protección a la Preservación de Antigüedades.
—¿La doctora Friedman? —dijo Luna—. ¿La doctora Friedman cazadora de cacharros?
Hizo una mueca irónica. La mueca se convirtió casi en risa, pero Luna la reprimió. Agregó:
—Me parece que lo mejor es ir a ver a Maxie Davis.
Mientras los conducía a lo largo de la carretera que recorría el aluvión del Chaco, Luna conversaba. Thatcher estaba sentado junto a él y aparentemente escuchaba. Leaphorn miraba por la ventanilla la última luz del atardecer en la quebrada superficie de arenisca de los farallones del Chaco, los penachos de césped de color gris plata en el talud y la larga sombra del Fajada Butte que se extendía a través del valle. ¿Qué haré esta noche, cuando esté de regreso en Window Rock? ¿Qué haré mañana? ¿Qué haré cuando llegue el invierno? ¿Y cuando se haya ido? ¿Qué es lo que haré en el futuro?
—Maxie es vecina de Eleanor Friedman, —explicaba Luna—. Vive en el apartamento de al lado, en las unidades de vivienda para el personal temporario. Y ambas integraron el equipo arqueológico contratado. Su colaboración decidió cuáles eran los más significativos de los más de mil yacimientos anasazi que había en la jurisdicción de Luna, los dató aproximadamente, realizó un inventario y dictaminó cuáles debían preservarse para explorar en un futuro lejano, cuando los científicos dispongan de nuevos métodos para escudriñar en el tiempo.
»Y son amigas —dijo Luna—. Han estado siempre juntas. Fueron juntas a la escuela. Ahora trabajan juntas. Todo eso. Fue Maxie quien llamó al sheriff.
Ese día, Maxie Davis trabajaba en BC129, que era el número de catálogo que se había asignado a un yacimiento anasazi sin excavar. Desgraciadamente, dijo Luna, el BC129 estaba del peor lado de la meseta del Chaco, del otro lado del Aluvión de Escavada, al final de una carretera de roca pura.
—¿BC129? —interrogó Thatcher.
—BC129 —repitió Luna—. Tan sólo una etiqueta para tener una referencia del mismo. Aquí hay demasiados lugares como para soñar en poner nombre a todos.
El BC129 estaba cerca del borde de la meseta, un montículo bajo que dominaba el valle del Chaco. Una mujer, con el cabello negro corto y recogido bajo una gorra, se hallaba hundida hasta la cintura en un foso de observación. Luna aparcó su camión junto a una vieja camioneta verde. Incluso a esa distancia, Leaphorn pudo ver que la mujer era hermosa. No se trataba de la belleza de la juventud y la salud, sino de algo único e impresionante. Leaphorn había visto una belleza semejante en Emma, entonces de diecinueve años, que caminaba por el campus de la Universidad del Estado de Arizona. Era algo poco común y de gran valor. Un joven navajo, con la cara sombreada por el ala ancha de un sombrero negro de fieltro, estaba sentado en los restos de una pared detrás del foso, con una pala que le cruzaba el regazo. Thatcher y Luna saltaron del asiento de delante.
—Esperaré —dijo Leaphorn.
Éste era su nuevo problema. Falta de interés. Éste había sido su problema desde que su mente había procesado con repugnancia la información del médico de Emma.
«No hay una buena manera de decirlo, señor Leaphorn —había dicho la voz—. La hemos perdido. Ahora mismo. Un coágulo de sangre. Demasiada infección. Demasiada tensión. Pero, si esto es algún consuelo, ha sido casi instantáneo.»
Podía ver la cara del hombre: piel de color blanco rosado, cejas rubias algo rojizas, ojos azules que reflejaban la fría luz de la sala de espera de cirugía en las gafas con montura de asta, boca pequeña y delgada que le hablaba. Todavía podía oír las palabras, sonoras, por encima del rumor del acondicionador de aire del hospital. Era como el recuerdo de una pesadilla. Vivido. Pero no podía recordarse a sí mismo entrando en su coche en el solar del parking, ni conduciendo por el Gallup hacia Shiprock, ni nada del resto de aquel día. Sólo podía recordar cómo había revivido sus pensamientos de los días previos a la operación. Había que extraer el tumor de Emma. Su alegría de que no fuera destruida, como él había temido durante tanto tiempo, por la terrible, incurable e inevitable enfermedad de Alzheimer. No era nada más que un tumor. Y probablemente no un tumor maligno. Fácilmente curable. Pronto Emma volvería a ser la misma, con la memoria recobrada. Feliz. Sana. Hermosa.
«¿Las probabilidades? —había dicho el cirujano—. Muy buenas. Más del noventa por ciento de recuperación total. A menos que algo falle, un pronóstico excelente.»
Pero algo había fallado. El tumor y su emplazamiento eran peores de lo esperado. La operación se había prolongado más de lo previsto. Luego, la infección y el coágulo fatal.
A partir de entonces, nada le había interesado. Algún día volvería a estar vivo. Quizá. Hasta el momento, no. Estaba sentado de lado, con las piernas estiradas, respaldado contra la portezuela, observando. Thatcher y Luna hablaban a la mujer blanca del foso. Nombre insólito para una mujer: Maxie. Probablemente una abreviatura de algo que Leaphorn no podía adivinar. El navajo se ponía una chaqueta de dril, con aparente interés en todo lo que se decía y una expresión sardónica en su rostro de larga quijada. Maxie gesticulaba, el rostro animado. Saltó fuera del foso. Caminó hacia la camioneta con el navajo detrás, quien llevaba la pala sobre el hombro en una suerte de parodia militar. En la profunda sombra que proyectaba el ala, Leaphorn vio unos dientes blancos. El hombre esbozaba una sonrisa burlesca. Detrás de él, la luz oblicua de la tarde de otoño dibujaba los contornos de la Meseta del Chaco con trazos oscuros. La sombra del Fajada Butte se prolongaba a lo largo del Aluvión del Chaco. Fuera de la sombra, el amarillo de los chopos brillaba al sol a lo largo del lecho seco. Eran los únicos árboles en un universo de hierba de un tostado color gris plata. (¿Dónde, se preguntó Leaphorn, habían encontrado madera para el fuego aquellos millares de individuos desaparecidos que construyeron esos gigantescos apartamentos de piedra? Los antropólogos pensaban que debían de haber acarreado los troncos del techo desde los bosques de Mount Taylor y de Chuskas, una hazaña increíble. Pero, ¿cómo cocinaban su maíz, cómo asaban su carne de venado, cómo curaban su alfarería y se calentaban en invierno? Leaphorn recordó el duro trabajo que le tocaba a cada uno, su padre y él mismo llevando su carro hasta las colinas al pie de la montaña, cortando los pinos piñoneros y los enebros y haciendo el largo recorrido hasta su choza. Pero los anasazi no tenían caballos, ni ruedas.)
Thatcher y Luna estaban ya de regreso en el camión. El primero cerró de un golpe la portezuela atrapando su chaqueta, dijo algo en voz muy baja, la abrió otra vez y la cerró de nuevo. Cuando Luna puso el motor en marcha, la alarma del cinturón de seguridad comenzó a zumbar.
—¡El cinturón! —dijo Thatcher.
—Odio estas cosas —dijo Luna mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.
La camioneta verde se les adelantó, levantando polvo.
—Bajaremos para ver el material a su nombre —dijo Thatcher, levantando la voz para que lo oyera Leaphorn—. Esta señora Davis no cree que una mujer con guión en el apellido pueda ser una cazadora de cacharros. Dijo que coleccionaba alfarería, pero que era para su trabajo. Científico. Legítimo. Dijo que la señora... Bernal odiaba a los cazadores de cacharros.
—Humm —dijo Leaphorn.
A través del vidrio trasero de la camioneta que los precedía podía ver el enorme sombrero de la reserva que llevaba el joven. Era extraño ver a un navajo excavando en las ruinas, excitando a los fantasmas anasazi. Probablemente era uno de los del Camino de Jesús, o de la Iglesia Peyote. Seguramente un hombre fiel a la tradición no se arriesgaría a la enfermedad de los espíritus —o, mucho menos aún, a la reputación de brujo— excavando entre los huesos. De creer en las tradiciones de los skinwalker , los huesos de los muertos formaban pequeños proyectiles que los brujos lanzaban contra sus víctimas. Leaphorn no era creyente. Los que lo eran, constituían la ruina de su trabajo de policía.
—Ella piensa que algo tuvo que sucederle a la señora Bernal —dijo Thatcher, mientras miraba a Leaphorn por el espejo retrovisor—. Debes mantener ajustado el cinturón.
—Sí —dijo Leaphorn.
Manipuló con torpeza el cinturón a su alrededor, pensando que probablemente a la mujer no le había ocurrido nada. Pensó en la llamada anónima que había sido motivo de su viaje. Tenía que haber alguna relación, en alguna parte tenía que haberla. Algo debía haber que conectara la partida del Chaco de la doctora No-Sé-Cuántos con el motivo de la llamada. La partida había conducido a la llamada, o algo había sucedido que provocara una y otra.
«¿Qué piensas tú? —habría preguntado a Emma—. Una mujer se va a Farmington y abandona el mundo. Dos días después, un asqueroso va y la delata a la policía por robo de alfarería. Podría ser que ella hubiese hecho algo capaz de sacarle de quicio, o supiese que él iba a descubrirla y a delatarla, y que, entonces, se hubiese largado. O bien que fuera a Farmington, hiciera allí algo que lo irritara, y luego se largara. ¿Qué piensas tú?»
Y Emma le hubiese hecho unas cuantas preguntas y hubiera descubierto cuan poco sabía él de las mujeres, o de cualquier cosa que tuviera que ver con esto, para luego sonreírle y utilizar uno de aquellos vagos aforismos de su Clan del Agua Amarga: «Sólo los coyotes cachorros piensan que hay una sola manera de coger un conejo». Y luego hubiera agregado: «Alrededor del próximo jueves, la mujer llamará y dirá a sus amigos que se escapó y se casó, y eso no tendrá nada que ver con el robo de cacharros». Podría ser que Emma tuviera razón o no. Eso no importaba en realidad. Era un juego que habían jugado durante años. La astuta mente de Emma trabajaba contra la inteligencia de Joe, afinaba su inteligencia, ponía a prueba su lógica contra el sentido común de ella. Eso le ayudaba. Era divertido.
Había sido divertido.
Leaphorn lo notó de inmediato: era el aire frío y enrarecido de los sitios abandonados. Él estaba de pie junto a Thatcher cuando éste quitó la llave a la puerta del apartamento de la doctora Friedman-Bernal y la abrió. El aire encerrado inundó la nariz sensible de Leaphorn. Olió a polvo y toda esa mezcla de olores que los seres humanos dejan detrás de sí cuando se van.
El Servicio del Parque llama VPT a estos apartamentos (Viviendas para el Personal Temporario). En Chaco se construyeron seis de este tipo con una estructura en forma de L, y formaban parte de un complejo mayor que incluía los edificios de mantenimiento y almacén, el parque automotor y las Viviendas para el Personal Permanente, que formaban una línea de ocho bungalows de madera contra el farallón de la Meseta del Chaco.
—Bien —dijo Thatcher.
Entró en el apartamento con la doctora Maxie Davis pisándole los talones. Leaphorn se recostó contra la puerta. Thatcher se detuvo.
—Señora Davis —dijo—, tengo que pedirle que espere un rato afuera. Según esta orden de inspección... bien, esto lo hace todo diferente. Podría tomar juramento sobre qué había aquí en el momento en que abrí la puerta. Así son las cosas —terminó, sonriendo a Maxie.
—Aguardaré dijo —Maxie Davis.
Pasó junto a Leaphorn, a quien sonrió nerviosamente, y se sentó sobre la baranda del porche, a la luz oblicua del sol. Tenía el rostro sombrío. Una vez más, Leaphorn observó su asombrosa belleza. Era una mujer joven y pequeña. Ahora, sin la gorra, su cabello negro estaba despeinado. La cara ovalada, tostada por el sol, era casi tan oscura como la de Leaphorn. Maxie tenía la mirada fija en el patio de mantenimiento, donde un hombre con mono trabajaba en la parte delantera de un camión de remolque plano. Los dedos de Maxie tamborileaban en la baranda, dedos pequeños y trabajados en una mano pequeña con cicatrices. La camisa azul de trabajo se le pegaba a la espalda y dejaba ver la tensión en cada línea del cuerpo. Detrás de Maxie, el patio cubierto de maleza, el cobertizo de mantenimiento, los peñascos a lo largo del farallón, todo parecía casi luminoso a la brillante luz del sol de la última hora de la tarde. Y esa misma luz tornaba aún más sombrío el interior del apartamento de la doctora Friedman-Bernal, detrás de Leaphorn.
Thatcher caminó por el salón, descorrió las cortinas y dejó a la vista las puertas correderas de vidrio, que enmarcaban el Fajada Butte y la extensión del Valle del Chaco. Salvo un rimero de libros sobre la mesa de café que se hallaba ante el sombrío e institucional sofá marrón, la habitación parecía sin usar. Thatcher cogió el libro que estaba encima, lo examinó, lo dejó y se dirigió al dormitorio. Estaba ya dentro cuando sacudió la cabeza y dijo:
—Sería una ayuda saber qué buscamos.
En la habitación había un escritorio, dos sillas y dos camas dobles. Una parecía para dormir, pues tenía las mantas descuidadamente estiradas tras haber sido usadas por última vez. La otra, en cambio, era un espacio de trabajo, cubierto por tres cajas de cartón y un fárrago de cuadernos de notas, papel de computación impreso y otros papeles. Más allá de esta cama, había otras cajas que cubrían el suelo a lo largo de la pared. Parecían contener en su mayoría fragmentos de cacharros rotos.
—No hay manera de saber de dónde sacó todas estas cosas —dijo Thatcher—. Que yo sepa. Podría ser todo perfectamente legal.
—A menos que sus notas de campo nos digan algo —intervino Leaphorn—. Tal vez. En realidad, si recogió estas cosas como parte de uno u otro proyecto, las notas han de decir exactamente dónde ha sido recogido cada fragmento del material. Y eso es legal, mientras no venda los objetos.
—Y, naturalmente, si lo hace para un proyecto, es legal —dijo Thatcher—. Salvo que no tenga permiso en regla. Y si está vendiendo el material, es seguro que no encontraré escrito nada que la delate.
—No —dijo Leaphorn.
En la puerta del apartamento apareció un hombre.
—¿Han encontrado algo? —preguntó.
Luego pasó junto a Leaphorn sin mirarlo y entró en el dormitorio. Prosiguió:
—Me alegro de que haya gente que se ocupe de esto. Ya hace casi tres semanas que desapareció Ellie.
Thatcher dejó cuidadosamente un fragmento en su caja correspondiente.
—¿Quién es usted?—preguntó.
—Me llamo Elliot. Trabajo con Ellie en la excavación de Keet Katl. O trabajé con ella. ¿Qué es lo que ha dicho Luna? ¿Piensan ustedes que ella robaba objetos?
Leaphorn se sorprendió interesado, preguntándose cómo se las arreglaría Thatcher. Era una situación no prevista ni cubierta en el entrenamiento que Thatcher había recibido. No había ningún capítulo que se ocupara de la intrusión de civiles en el escenario de una investigación.
—Señor Elliot —dijo Thatcher—, le pido que aguarde afuera, en el porche, hasta que terminemos con esto. Luego me gustaría hablar con usted.
Elliot rió.
—¡Por el amor de Dios! —dijo en un tono que eliminaba cualquier malentendido que la risa hubiera podido provocar—. Una mujer desaparece durante casi un mes y nadie consigue haceros mover el culo. Pero alguien hace una llamada anónima...
—En un minuto estoy con usted —dijo Thatcher—. Apenas termine de hacer esto.
—¿De hacer qué? —inquirió Elliot—. ¿De hurgar en la alfarería? Si la desordena, a ella se le confundirá todo.
—Váyase —dijo Thatcher con la voz todavía suave.
Elliot le miró fijamente.
Tal vez se hallara en la treintena o algo más, pensó Leaphorn. Más de un metro ochenta de estatura, delgado, atlético. El sol había aclarado más aún su cabello castaño, naturalmente muy claro. Los tejanos estaban gastados, lo mismo que la chaqueta de la misma tela y las botas. Pero hacían juego. Habían sido muy caras. Y la cara hacía juego con el conjunto: una cara algo golpeada por el clima, pero lo que Emma hubiera llamado «una cara de clase alta». Grandes ojos azules algo almendrados, ninguna arruga, ninguna cicatriz. No era la cara que se hubiera visto mirando hacia afuera desde un camión de obreros migratorios, o entre el personal de una niveladora, o en la cabina de una excavadora.
—Por supuesto que este sitio está lleno de cacharros —dijo enfadada la voz de Elliot—. El estudio de los cacharros es el trabajo de Ellie...
Thatcher cogió a Elliot por el codo.
—Hablaremos más tarde —dijo suavemente y, pasando junto a Leaphorn, le llevó afuera y cerró la puerta detrás de él.
—El problema —dijo Thatcher— es que todo lo que dice es verdad. El trabajo de ella son los cacharros. Así que podemos encontrar una multitud de ellos. Pero entonces, ¿qué diablos estamos buscando?
Leaphorn se encogió de hombros.
—Pienso que simplemente miramos. Encontramos lo que encontramos. Luego pensaremos en ello.
Encontraron más cajas de piezas de alfarería en el lavabo, cada una con una etiqueta que parecía identificar el lugar donde había sido hallada. Encontraron un álbum de fotografías, muchas de las cuales eran instantáneas de personas que parecían ser antropólogos trabajando en excavaciones. Había tres cuadernos de notas, dos llenos y uno casi hasta la mitad en los que pequeños dibujos a lápiz de modelos abstractos y piezas de alfarería se intercalaban con calcos de carbón de lo que ambos acordaron que debían de ser modelos de la superficie de las piezas. Las notas que rodeaban estos dibujos y calcos estaban escritas en esa taquigrafía especial que desarrollan los científicos para ahorrar tiempo.
—Tú has estudiado esto en el estado de Arizona —dijo Thatcher—. ¿Puedes descifrarlo?
—Yo estudié antropología —concedió Leaphorn—. Pero particularmente antropología cultural. Esto otro es una especialidad y no he entrado en ello. Fuimos a unas cuantas excavaciones en un curso de Antropología del Sudoeste, pero la cultura anasazi no era cosa mía. Ni siquiera había cerámica.
Entre los papeles que se hallaban sobre la cama había dos catálogos de Nelson's, ambos de subastas de arte indio americano, arte africano y arte oceánico. Ambos boca abajo, ambos abiertos en páginas que mostraban ilustraciones de cerámica mimbre, hohokam y anasazi. Leaphorn los estudió. Los precios estimados iban desde 2.950 a 41.500 dólares para una urna de mimbre. En uno de los catálogos se habían marcado con un círculo rojo dos de las cerámicas anasazi, y una en el otro catálogo. Los precios eran de 4.200, 3.700 y 4.500 dólares.
—Toda mi vida he oído hablar de Nelson's —dijo Thatcher—. Pensaba que era sólo una firma de Londres, que sólo subastaban arte, obras maestras, la Mona Lisa, cosas de éstas.
—Esto es arte —dijo Leaphorn.
—Arte es una pintura —replicó Thatcher—. ¿Qué clase de loco paga catorce mil dólares por un cacharro? —tras lo cual arrojó el catálogo sobre la cama.
Leaphorn lo levantó.
La ilustración de la tapa era una recreación estilizada de una pictografía: monigotes que representaban indios con lanzas montados sobre caballos con patas en forma de tubo en una superficie de piel de ciervo.
En la parte superior se leía lo siguiente:
NELSON'S
FUNDADA EN 1744
Arte Indígena Americano
Nueva York
Subasta del 25 y 26 de mayo
Se abría fácilmente en las páginas de la alfarería. Diez fotografías de sendas piezas, cada una numerada y descrita en un epígrafe también numerado. El número 242 estaba encerrado en un círculo rojo. Leaphorn leyó:
242. Bol policromado anasazi de San Juan, circa 1000-1250 d.C., de profunda forma redondeada, pintado de rosa en el interior con pálidas y ondeadas «líneas fantasma». Tiene un modelo geométrico que encierra dos espirales entrelazadas. Bajo el borde y fuera de la vista, dos rectángulos dentados. Superficie interior dentada. Diámetro 7,25 pulgadas (19 centímetros). 4.000/4.200 dólares.
Reventa ofrecida por un coleccionista anónimo. Documentación.
Dentro del mismo círculo rojo, la misma pluma había trazado un signo de interrogación sobre las palabras «coleccionista anónimo» y había escrito anotaciones al margen. Algo que parecía un número de teléfono. Palabras que tal vez fueran nombres. «¡Llamar a Q!» o «Ver a Houk». Houk. El nombre despertaba un débil eco en la mente de Leaphorn. Él había conocido a alguien llamado Houk. La única anotación que significaba algo para él era la siguiente: «Nakai, Slick». Leaphorn sabía acerca de Slick Nakai. Lo había encontrado una o dos veces. Nakai era un predicador. Un evangelista cristiano fundamentalista. Llevaba una tienda por la reserva, en un remolque detrás de un viejo sedán Cadillac, y la plantaba aquí y allá, exhortando a quienes acudían a oírle a que renunciaran a la bebida, dejaran de fornicar, confesaran sus pecados, abandonaran los caminos paganos y se acercaran a Jesús. Leaphorn controló los otros nombres en busca de algo familiar, y leyó la descripción de una olla policromada tasada en 1.400/1.800 dólares. Volvió a dejar el catálogo sobre la cama. En la página siguiente, una vasija funeraria mimbre, blanco sobre negro, con un «agujero de la muerte» en el fondo y una decoración exterior que representaba lagartos que perseguían lagartos, estaba anunciada a 38.600 dólares. Leaphorn hizo una mueca y dejó el catálogo.
—Voy a hacer una suerte de somero inventario —dijo Thatcher, mientras revolvía en una de las cajas—. Tan sólo para tener una vaga idea de lo que hay aquí, que los dos sabemos que no nos servirá para nada.
Sentado en una mecedora, Leaphorn miraba un calendario sobre el escritorio. Estaba abierto en el 11 de octubre.
—¿Qué día dicen que se fue la doctora del guión? ¿No fue el trece?
—Sí —respondió Thatcher.
Leaphorn hizo pasar una hoja del calendario y apareció el 13 de octubre. «¡Hacerlo!», decía debajo de la fecha. Pasó a la página siguiente. La cruzaba la inscripción: «Fuera». La página siguiente contenía dos anotaciones: «Estar preparada para Lehman. Ver a H. Houk».
H. Houk. ¿Sería Harrison Houk? Tal vez. Un nombre insólito, y el hombre a juego con las circunstancias. Houk tenía que estar metido en todo y el rancho Houk —en las afueras de Bluff y exactamente sobre el río San Juan desde el lado norte de la reserva— se hallaba en el corazón del país de las ruinas anasazi.
La página siguiente era la del 16 de octubre. Estaba en blanco. Lo mismo, la página siguiente. Eso lo llevó al miércoles. En este día estaba escrito, atravesando la página: «¡¡¡Lehman!!! cena alrededor de las cuatro de la tarde. Sauerbraten, etc.».
Leaphorn corrió las páginas con el pulgar hasta llegar a la fecha del día. Hasta ese momento, la doctora Friedman-Bernal había faltado a otras dos citas. Faltaría a otra la semana siguiente. A menos que volviera a casa.
Dejó de lado el calendario, fue a la cocina y abrió la nevera, recordando cuánto le gustaba a Emma hacer Sauerbraten. «Es demasiado trabajo», comentaría él, lo que era mejor que decirle que en realidad no le gustaba demasiado. Y Emma finalizaría: «No más trabajo que los tacos navajos, y menos colesterol».
El olor a leche agria y alimento pasado le invadió la nariz. El peor de todos los olores era el que provenía de un contenedor transparente para horno que estaba en el estante de arriba. En éste había un saco Ziploc que contenía lo que parecía ser un gran trozo de carne embebido en un líquido marrón rojizo. Sauerbraten. Leaphorn hizo una mueca, cerró la puerta y volvió a la habitación donde Thatcher estaba terminando su inventario.
El sol ya estaba en la línea del horizonte. Brillaba a través de la ventana y proyectaba la negra sombra de Thatcher contra el papel de la pared. Leaphorn se imaginaba a Eleanor Friedman-Bernal dándose prisas en la preparación del Sauerbraten, a fin de que todas esas cosas que en ese momento llenaban, pasadas y secas, los estantes de la nevera, pudieran estar listas rápidamente en el momento en que Lehman fuera a cenar. ¿Por qué no? ¿Había ido ella aver a Harrison Houk a propósito de un cacharro? Leaphorn se sorprendió recordando la primera, la única vez, que se había encontrado con el hombre. Hacía años. ¿Qué hacía él? Era el oficial Leaphorn, que trabajaba en la subestación de Kayenta y estaba indirectamente implicado en la colaboración con el FBI en la persecución de un fugitivo en el río San Juan.
Los asesinatos de Houk: así los habían llamado. Leaphorn, que no solía olvidar, recordaba los nombres: Delia Houk, la madre, Elmore Houk, el hermano, Dessie Houk, la hermana; Brigham Houk, el asesino; Harrison Houk, el padre. Harrison Houk había sido el sobreviviente. El que hubo de sufrir el duelo. Leaphorn lo recordaba de pie en el porche de una casa de piedra, escuchando atentamente mientras el sheriff hablaba, lo recordaba trepando desde el río, tambaleándose por la fatiga, cuando ya no había luz suficiente para seguir buscando a Brigham Houk en la orilla. O, casi con seguridad entonces, el cuerpo ahogado de Brigham Houk.
¿Sería este mismo H. Houk el hombre cuyo nombre Eleanor Friedman-Bernal había anotado en el calendario? ¿Era Harrison Houk parte de la explicación del banquete sin comer y descompuesto que había en la nevera? Ante su sorpresa, Joe Leaphorn sintió que su curiosidad había renacido. ¿Qué había impedido a Eleanor Friedman-Bernal regresar a su casa para su reunión con un huésped cuyo apellido merecía tres signos de admiración? ¿Cuál era la razón por la que había faltado a una cena que se había tomado tanto trabajo en preparar?
Leaphorn volvió al lavabo y recuperó el álbum. Lo hojeó. ¿Quién era Eleanor Friedman-Bernal? Encontró una hoja de lo que debían de ser imágenes de boda: el novio y la novia con otra pareja joven. Quitó una de los esquineros que la sujetaban. La novia estaba radiante, el novio era un mejicano de buen aspecto y expresión ligeramente aturdida. El rostro de la novia era alargado, de huesos prominentes, inteligente, judío. Una buena mujer, pensó Leaphorn. A Emma le hubiera gustado. Tenía aún dos semanas de permiso final. Vería si podía encontrarla.
Capítulo 3
Había sido un mal día para el agente Jim Chee, de la Policía Tribal Navaja. En realidad, había sido el peor de una semana negra.
La mala racha había comenzado el lunes. Ya en el fin de semana había empezado a correr la voz de que había desaparecido un remolque del Parque Automotor Tribal Navajo. Al parecer hacía mucho tiempo que había desaparecido. El domingo por la noche se informó que había sido robado.
—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó el capitán Largo en la reunión de instrucciones del lunes por la tarde—. Tommy Zah no sabe cuánto tiempo hace. Nadie lo sabe. Nadie parece recordar haberlo visto desde hace más o menos un mes. Lo habían llevado allí para mantenimiento. El garaje del parque automotor reparó un engranaje averiado de una rueda. Es de suponer que entonces lo aparcaron fuera. Pero ahora no está en el solar. Por tanto, tiene que haber sido robado. Esto se debe a que así Zah parece menos tonto que si admitiera simplemente que no sabe qué diablos han hecho con él. De modo que se supone que nosotros tenemos que encontrarlo. Quien quiera que lo haya robado, ya tiene tiempo de habérselo llevado a Florida.
Considerando retrospectivamente las cosas en busca de la razón por la que todo lo que vino después recayó en él y no en algún otro agente del turno de la noche, Chee advirtió que la causa de todo ello residía en no haberse mostrado atento. El capitán lo había descubierto. En realidad, Chee había sido culpable de estar mirando por la ventana de la habitación durante la reunión. Esa tarde, los sauces que sombreaban el solar del aparcamiento de la subagencia Shiprockde la Policía Tribal Navaja estaban llenos de pájaros. Chee los había estado observando y, mientras decidía si eran pinzones, pensaba qué diría a Janet Pete cuando volviera a verla. De pronto se había dado cuenta de que Largo le había estado hablando a él.
—¿Lo ve usted allí fuera?
—¿Señor?
—El maldito remolque —dijo Largo—. ¿Está allí?
—No, señor.
—¿Sabe de qué remolque estamos hablando?
—Del remolque del parque automotor —dijo Chee, con la esperanza de que Largo no hubiera cambiado de tema.
—¡Estupendo! —dijo Largo, mirando con cólera a Chee—. Ahora, por lo que el superintendente Zah dijo por teléfono, tenemos que hacer un memorando sobre eso hoy, y el memorando tiene que decir que ellos llamaron a nuestro expedidor y le informaron acerca de robos cometidos por la noche y nos pidieron que vigiláramos. El remolque lo habían extraviado mucho antes, ¿comprende usted? Es para cubrir las espaldas del superintendente y echarnos la culpa a nosotros.
Largo exhaló un ruidoso soplido y miró a la audiencia para asegurarse de que los del turno de la noche habían comprendido qué era lo que su superior había querido decir.
—Ahora, únicamente ahora —continuó Largo— comienzan a contar las cosas que tienen allí. Herramientas. Vehículos. Máquinas de Coca-Cola. Dios sabe qué. Y seguramente encontrarán que les falta alguna otra cosa. No saben cuándo la han perdido y pretenden que se las han robado hace cinco minutos. O mañana, si les va bien. En cualquier caso, será después, repito, después, de ser nosotros oficialmente informados y de que se nos pida que vigilemos. Y entonces me tendré que pasar los fines de semana redactando informes para enviarlos a Window Rock.
Largo hizo una pausa. Luego miró a Chee y dijo:
—Así que, Chee...
—Sí, señor.
Ahora Chee prestaba atención, demasiado tarde.
—Quiero que vigile el sitio. Dése unas vueltas por allí durante su turno. Pase en cada oportunidad que tenga. Y créese las oportunidades. Llame al cuartel para que se registre que está usted vigilando. Cuando terminen su inventario y descubran que han perdido alguna otra cosa, no quiero darles motivo para acusarnos. ¿Entendido?
Chee comprendió. Aunque eso no ayudaba.
Era el lunes por la tarde. El lunes por la noche fue peor. Peor aún de lo que hubiera podido ser, puesto que no se enteró hasta el martes.
Tal como se le había ordenado, Chee había pasado varias veces muy cerca del parque automotor. Había recorrido la Autopista 550, tal vez hasta la cadena de Hogback, que constituía el reborde oriental de la Gran Reserva. Luego volvería a pasar frente a la cerca del parque e incluso entraría en Shiprock. Todo eso deteniéndose una y otra vez para controlar la puerta. También observó que la acumulación estival de plantas rodadoras junto a la cerca cerrada con cadena permanecía intacta. Luego, otra vez a la A-550. Y vuelta a pasar. Siempre nerviosamente en el tráfico entre Farmington y Shiprock, en las proximidades del límite de velocidad. Hasta aburrirse y caerse de sueño. Llamando una y otra vez al cuartel para que registraran que él se hallaba vigilando con toda diligencia el parque automotor y que todo estaba en calma.
—Unidad Once controlando parque automotor —transmitió Chee—. Todo en calma. No hay señal de que hayan entrado.
—Puesto que está usted en la Cinco-Cincuenta —le contestaron— vaya a ver qué ocurre en 7-Once. Acaban de avisar que ha habido disturbios.
Chee había hecho un rápido giro en U. El aburrimiento había sido sustituido por la incomodidad que precede siempre a la probabilidad de encontrarse con un borracho. O dos borrachos. O con todos los borrachos que hagan falta para perturbar la paz en la Shiprock 7-Once.
Pero el espacio del aparcamiento que quedaba frente a la tienda de ramos generales había estado tranquilo, vacío, salvo la presencia de un viejo sedán Dodge y una camioneta. No había borrachos. Tampoco los había dentro. La mujer que se hallaba detrás de la caja registradora leía uno de esos tabloids que se venden en ese tipo de tiendas. Un titular en tinta verde anunciaba «La verdad acerca de la pérdida de peso de Liz Taylor». Otro declaraba: «Gemelas siamesas embarazadas. Acusan a un ministro». Un adolescente inspeccionaba la gaseosa enlatada de la nevera.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Chee.
El adolescente dejó la Pepsi que había elegido; tenía aspecto culpable. La cajera bajó el periódico. Era una mujer navaja de edad mediana. Del clan de la Casa Grande —recordó Chee—, llamada Gorman, o Relman, o algo por el estilo. Un apellido inglés de seis letras: Bunker, Walker, Thomas.
—¿Qué hay?—preguntó la mujer.
—Alguien llamó para avisar que había disturbios. ¿Cuál es el problema?
—¡Oh! —dijo la mujer de Casa Grande—. Hemos tenido un borracho aquí. ¿Dónde estaba usted?
—¿Qué hizo? ¿Algún destrozo?
—Era una mujer —dijo la india—. La vieja Lady George. Se marchó cuando me oyó llamar a la policía.
Ahora Chee recordaba que el nombre de la cajera era Gorman, pero él pensaba en la vieja Lady George.
—¿En qué dirección se fue?
—Simplemente se fue —respondió la señora Gorman con un gesto vago—. No miré. Estaba recogiendo las latas que ella había tirado a puntapiés.
Así que Chee había ido a buscar a la vieja Lady George. La conocía muy bien. Había sido testigo en un procedimiento por robo de un automóvil, que él había instruido. Además, pertenecía al clan Las Corrientes Que Se Unen, emparentado con el clan del padre de Chee, lo que la convertía en una pariente suya. En el medio en que Chee se había criado, siempre se estaba a la pesca de parientes.
Él la había buscado, primero por la A-550 arriba y abajo, y luego por las calles laterales. La encontró sentada en una alcantarilla y la invitó a que entrara en el coche patrulla, la llevó a su casa y la entregó a una joven preocupada que, supuso, debía de ser una nieta. Luego había regresado y comprobado que el parque automotor permanecía intacto. Al menos así lo parecía, visto desde la autopista. Pero desde la autopista no se podía detectar que alguien había estado manipulando el candado que cerraba el portón. Sólo al día siguiente oyó hablar de eso, cuando informó acerca de su trabajo.
La voz normalmente sonora del capitán Largo tenía ese día una insólita calma: mala señal.
—Una excavadora —dijo Largo—. Eso es lo que han robado esta vez. De unas tres toneladas. Amarillo brillante. Una cosa enorme. Dije al señor Zah que había puesto a uno de mis mejores hombres a vigilar el sitio la noche anterior. El agente Jim Chee. Dije a Zah que seguramente sería otro caso de omisión, por parte de ellos, de registrar el préstamo de un elemento propio. ¿Sabe usted lo que me dijo?
—No, señor —dijo Chee—. Pero nadie la robó durante mi ronda. Yo pasé una y otra vez por allí durante todo el tiempo.
—Realmente —comentó Largo—. ¡Qué bonito!
Cogió de su escritorio la hoja de la denuncia. No la miró.
—Me complace oír eso. Porque, ¿sabe usted lo que me ha dicho Zah? Ha dicho —Largo habló con una voz mucho más aguda—: «Oh, la robaron anoche, seguro. El muchacho que atiende la gasolinera del otro lado de la calle nos lo contó». —Y volviendo a su tono normal, agregó—: Este hombre de la gasolinera estuvo allí y vio cómo se la llevaban.
—¡Oh! —dijo Chee, pensando que debió de haber sucedido mientras él estaba en la 7-Once.
—Este Zah es todo un comediante. Me dijo que ocultar una enorme excavadora amarilla a la vigilancia de uno de mis hombres sería como tratar de ocultar la salida de la luna a un coyote.
Chee se sonrojó. No tenía nada que decir a eso. Ya había oído la analogía en algún otro sitio bajo otra forma. Tan difícil como ocultar la salida del sol a un gallo. Una salida de luna sin un coyote aullando era igualmente imposible, y comparar a un coyote con un policía de Largo agregaba un grueso insulto indirecto. No se le llama coyote a un navajo. Lo único peor que eso es acusarle de dejar que su gente se muera de hambre.
Largo extendió la hoja de denuncia a Chee. En ella se confirmaba lo que Zah le había dicho a Largo.
El sujeto Delbert Tsosie informó al agente Shorty que, mientras atendía a un cliente en la gasolinera Texaco, aproximadamente a las diez de la noche, vio a un hombre que sacaba la cadena del portón del patio de mantenimiento del parque automotor, al otro lado de la Autopista 550. Observó que un camión entraba por el portón, arrastrando un remolque. El susodicho Tsosie dijo que, aproximadamente quince minutos después, el camión salía por el mismo portón transportando una máquina que describió como una excavadora o algún tipo de máquina para hacer fosos, cargada en el remolque. Dijo que no informó de esto a la policía porque supuso que se trataba de empleados tribales que habían ido a por el equipo debido a alguna emergencia.
—Esto ha de haber ocurrido mientras buscaba a la vieja Lady George —dijo Chee, y se explicó, pasando rápidamente sobre las últimas escenas debido a la expresión de Largo.
—Vaya a trabajar —dijo Largo— y déjelo estar. El sargento Benally se ocupará de perseguir la excavadora. No se mezcle en esto.
Eso era el martes por la mañana y tenía que haber sido el punto más bajo de la semana. El fondo. Y tal vez lo habría sido si Chee no hubiera pasado por la gasolinera Texaco, en la A-550, y hubiera visto a Delbert Tsosie apilando neumáticos. Benally llevaba el asunto, pero de vez en cuando Chee compraba gasolina a Tsosie. No había nada de malo en pararse a charlar.
—No —dijo Tsosie—. No vi a ninguno de ellos lo suficientemente bien como para reconocerlos. Pero se podía advertir que uno era dineh: un navajo alto y flaco. Llevaba puesto un sombrero de cowboy. Conozco a muchos que trabajan en el parque automotor. Vienen aquí y utilizan la máquina de Coca-Cola y compran caramelos. No era ninguno que yo conociera y pensé que era una hora curiosa de venir a trabajar. Pero pensé que se habían olvidado de algo y venían a buscarlo. Y cuando vi la excavadora me imaginé alguna tubería rota en algún sitio. Una emergencia, sabe usted —terminó y se encogió de hombros.
—¿No ha reconocido a nadie?
—Había mala luz.
—El individuo del camión. ¿No lo ha visto para nada?
—En el camión, no —dijo Tsosie—. El camión lo conducía el navajo flaco. El otro lo seguía en un sedán. Un Plymouth de dos puertas. Del setenta o del setenta y uno, quizá. Azul oscuro, pero le habían hecho algunas reformas. Tenía el guardabarro delantero derecho sin color. Parecía blanco o gris. Quizá la pintura original. Y montones de parches aquí y allá, como si hubiera estado preparado para ser pintado.
—¿El conductor no era navajo?
—El navajo conducía el camión. El belagana conducía el Plymouth. Y al blanco, apenas pude verle. De todos modos, todos se parecen. Únicamente vi que tenía pecas y estaba tostado por el sol.
—¿Era grande o pequeño?
Tsosie pensó.
—Normal. Tal vez algo bajo y ancho.
—¿De qué color era el cabello?
—Llevaba puesta una gorra. Una gorra de béisbol. Con una inscripción.
Nada de lo cual importaría, puesto que Benally llevaba el asunto, y Tsosie ya le había contado todo esto a Benally, y probablemente más. Pero el sábado por la mañana Chee vio el Plymouth de dos puertas.
Era azul oscuro, modelo setenta, aproximadamente. Cuando lo vio pasar en la dirección opuesta —en la A-550, hacia Shiprock—, alcanzó a distinguir el guardabarros delantero desparejo y los parches de pintura original en las puertas y la gorra de béisbol sobre la cabeza del hombre blanco que lo conducía. Sin pensarlo dos veces, Chee giró en U por encima de la desnivelada zona divisoria.
Chee conducía el coche de Janet Pete. No exactamente. Janet Pete había puesto un dinero a cuenta para la compra de un Buick Riviera en una casa de Farmington que vendía por el sistema de coches de propiedad anticipada, y había pedido a Chee que se lo probara. Ella tenía que ir el viernes a Phoenix y quería cerrar el trato a su regreso, el lunes.
—Me parece que ya lo tengo decidido —le había dicho Janet—. Tiene todo lo que necesito y sólo catorce mil millas encima, y el precio parece razonable. Para colmo, me da mil dólares por mi viejo Datsun, y eso parece justo.
A Chee, los mil dólares por el Datsun le parecían demasiado como para no despertar sospechas. El Datsun de Janet era un cachivache. Pero era evidente que a Janet no se la podía disuadir. Ella había calificado de «absolutamente hermoso» al Buick. Cuando lo describía, la abogada Janet Pete se esfumaba y, plena de placer y de entusiasmo, aparecía en su lugar la niña. Entonces, Janet Pete resultaba absolutamente hermosa.
—Tiene el más precioso de los tapizados de felpa azul. Un color encantador. El exterior es azul oscuro con un listón realmente delicado al costado, y el cromado está muy bien. Normalmente no me gusta el cromado —agregó como disculpándose—. Pero éste... —hizo un gesto con los hombros y el rostro que pasaban por alto ese lapsus del gusto—, pero éste... bien, me gusta, simplemente.
Se detuvo, observó atentamente a Chee y volvió a ser la abogada.
—Pensé que tal vez usted podría probármelo. Usted conduce todo el tiempo y sabe muchísimo de mecánica. Si no le molesta hacerlo, y hubiera algún problema serio con el motor, o algo por el estilo, entonces yo podría...
Había dejado en suspenso el terrible juicio. Y Chee había aceptado las llaves y había dicho que sí, que lo haría con todo gusto. Lo que no era exactamente cierto. Si había algún problema grave con el motor, el decírselo no era precisamente un modo de quedar bien con Janet Pete. Y Chee quería estar en buenos términos con ella. Se interrogaba acerca de ella. Se interrogaba acerca de una mujer abogada. Dicho con mayor precisión, se interrogaba si Janet Pete, o cualquier mujer, podía llenar el vacío que Mary Landon parecía haber dejado en su vida.
Eso ocurría el viernes por la noche. El sábado por la mañana llevó el Buick al garaje de Bernie Tso y lo puso en el foso. Bernie no se impresionó.
—Catorce mil millas, ¡qué va! —dijo Bernie. Mire las estrías en esos neumáticos. Y aquí. —Bernie golpeó el árbol de transmisión—. En Arizona no hay una ley que prohiba hacer retroceder el cuentakilómetros, pero en Nuevo México, sí —dijo—. Y ella consiguió este junker en Nuevo México. Yo diría que han falsificado el primer número. Que lo han hecho retroceder de cuarenta y cuatro o, tal vez, de setenta y cuatro.
Terminó su inspección del mecanismo de rodaje y bajó el torno izador.
—La dirección también está floja —dijo—. ¿Quiere que levante la tapa y eche un vistazo?
—Tal vez más tarde —dijo Chee—. Ahora me lo llevaré y veré qué es lo que encuentro y luego le dejaré decidir a ella si quiere gastar más dinero en él.
Fue así como condujo el Buick azul de Janet Pete por la autopista 550 hacia Farmigton observando displicentemente sus deficiencias. Respuesta lenta al acelerador. Probablemente fácil de arreglar con un ajuste. Tendencia a ahogarse cuando se lo acelera. También reparable. Tendencia a desviarse a la derecha cuando se frena. La suspensión, demasiado suave para Chee, acostumbrado como estaba a los amortiguadores de hierro de los coches y las camionetas de la policía. Tal vez a ella le gustara la suspensión suave, pero ésta, además, era desigual, lo que sugería una mala absorción de golpes. Y, como ya le había dicho Bernie, la dirección estaba floja.
Precisamente cuando trataba de medir este defecto en la dirección, en la salida de la A-550 correspondiente a Farmington, vio al ladrón de la excavadora. Y, finalmente, fue la dirección floja la que casi lo engañó.
Primero advirtió el guardabarros descolorido. Luego se dio cuenta de que el coche que se le acercaba en la salida de Shiprock era un sedán azul Plymouth modelo 1970, más o menos. Al tiempo que pasaba advirtió las manchas de pintura gris blanca en la portezuela. Sólo pudo vislumbrar el perfil del conductor: joven, de largo cabello rubio que asomaba debajo de una gorra oscura con una inscripción.
Chee no lo pensó dos veces. Hizo un giro en U por encima de la desnivelada banda divisoria y se lanzó en persecución del Plymouth.
No llevaba puesto el uniforme de servicio, sino vaqueros grasientos y una camiseta de Coors con una axila desgarrada. La pistola había quedado con el seguro puesto en la mesa junto al catre, en su roulette, en Shiprock. En el Buick, naturalmente, no había radio. Y no era un coche para persecuciones. Se limitaría simplemente a observar y determinar a dónde iba el ladrón de la excavadora. A aprovechar cualquier oportunidad que se presentara. El Plymouth no tenía particularmente prisa. En el camino de acceso a la ciudad de Kirtland giró a la izquierda, cruzó el puente de San Juan, volvió a girar en un camino polvoriento y ascendió por la larga subida a la meseta, hacia la Mina Navajo y la Planta Energética de Four Corners. Chee había quedado casi medio kilómetro atrás, en parte para evitar el polvo del Plymouth y, en parte, para no levantar sospechas. Pero al llegar al acantilado, el ladrón de la excavadora dio la impresión de intuir que alguien lo seguía. Volvió a girar en un camino polvoriento y mal nivelado a través de la artemisa, y aceleró muchísimo, con lo que levantó una gran polvareda. Chee lo siguió, forzando al Buick, que se balanceó y se sacudió en los desniveles del camino, con gran dificultad para mantener la dirección. A través del polvo, se dio cuenta, aunque tarde, de que el Plymouth había realizado un nuevo giro, un giro cerrado a la derecha. Chee frenó, patinó, corrigió la patinada, recobró la dirección y giró, pero era tarde.
¡Zas! La rueda derecha se metió en la huella rocosa. La rueda izquierda en la artemisa. Rebotó dolorosamente contra el techo de felpa azul del Buick, volvió a golpearse, miró, a través del polvo, las rocas que debía haber evitado, luchó desesperadamente con el volante flojo, sintió el impacto, percibió que algo ocurría en el tren delantero, y luego simplemente patinó, con el sombrero aplastado sobre la frente por el beso que se había dado con el techo.
El hermoso Buick azul de Janet Pete se deslizó hacia un costado y abrió en la artemisa un surco del tamaño de un sedán. Se detuvo en medio de una nube de polvo. Chee se apeó.
Parecía grave, pero no tanto como podía esperarse. La rueda delantera izquierda estaba en posición horizontal, y el tirante que la sostenía, roto. No tan grave como un eje roto. El resto del daño, a juicio de Chee, era superficial. Tan sólo abolladuras, raspaduras y arañazos. Unos quince metros más atrás, en el arbusto, arrancado por una rama, Chee encontró el listón cromado que tanto había admirado Janet Pete. Lo colocó cuidadosamente en el asiento de atrás. La nube de polvo que había levantado el Plymouth comenzaba a disiparse al borde de la meseta. Chee la observaba mientras pensaba en su problema inmediato, el de conseguir un camión grúa para remolcar el Buick, mientras pensaba en los ocho o nueve kilómetros que tendría que caminar para encontrar un teléfono, mientras pensaba en los setecientos u ochocientos dólares que le costaría la reparación del Buick. Pero pensar en todas esas cosas era mucho más agradable que enfrentarse con el problema secundario, a saber, cómo comunicar la noticia a Janet Pete.
«Absolutamente hermoso —había dicho Janet Pete—. Estoy enamorada de él. Es justo lo que siempre he deseado.» Pero ya pensaría en eso más tarde. Por ahora contemplaba la nubecula de polvo, cada vez más tenue, pero su visión era interior: quería dejar impresa en su memoria la imagen del Ladrón de la Excavadora. El perfil, lo que parecían marcas de viruela en la mandíbula, el cabello, la gorra. Esto se había convertido en una cuestión de orgullo. Más tarde o más temprano volvería a encontrar a ese hombre.
A media tarde, ya con el Buick en el garage de Bernie Tso, pareció que sucedería bastante pronto. Tso conocía el Plymouth. En realidad, una vez lo había llevado con la grúa. Y también sabía algo sobre el Ladrón de la Excavadora.
—Todo lo que va, viene —dijo Chee, en tono feliz—. Todo se equilibra.
—Yo no diría lo mismo —dijo Tso—. ¿Cuánto te costará equilibrar este Buick?
—Me refiero a coger a ese hijo de puta —dijo Chee—. Me parece que podré hacerlo. Que podré llevarlo al despacho del capitán.
—Quizá tu compañera pueda devolverlo al comerciante —dijo Tso—, y decirle que no le gusta el aspecto que tienen la ruedas de delante.
—No es mi compañera —dijo Chee—, es una abogada del DNA. Servicios legales tribales. La conocí el verano pasado.
Luego Chee relató cómo había cogido a un hombre que resultó ser cliente de Janet Pete y había tratado de mantenerlo en la cárcel de Farmington hasta tener una oportunidad de hablar con él, y cómo se había enfadado Pete por eso.
—Dura como uña —comentó Chee—. No es mi tipo. A menos que mate a alguien y necesite un abogado.
—No veo cómo lo va a coger con lo poco que sé de él —dijo Tso—. Ni siquiera cómo se llama. Lo único que recuerdo es que trabaja en el campo petrolífero de Blanco, al otro lado de Farmington. Eso dijo, por lo menos.
—Y que lo remolcó cuando tuvo problemas de transmisión. Y que le pagó con dos billetes de cien dólares. Y que dijo que cuando estuviera listo lo llevara a la tienda de reuniones de Slick Nakai.
—Bueno, sí —asintió Tso.
—Y que le dijo que podía dejarle el cambio a Slick, pues él lo veía muy a menudo.
Era sábado por la noche. El Evangelio Verdadero de Slick Nakai hacía tiempo que había abandonado su emplazamiento cerca de Hogback, dónde Tso había ido a entregar el Plymouth. Pero era bastante fácil localizarlo si se preguntaba por las cercanías. Nakai había cargado sobre el remolque de cuatro ruedas su tienda, su órgano eléctrico portátil y su equipo de sonido y había enfilado hacia el sudeste. Detrás había dejado octavillas clavadas en postes telefónicos y pegadas con celo en las ventanas de la tienda de ramos generales, en los que se anunciaba que todos los que se hallaran sedientos de la Palabra del Señor podían encontrarlo entre Nageezi y la Escuela de DziHth-Na-O-Gith-Hie.
Capítulo 4
La oscuridad cayó tarde en aquel seco sábado de otoño. El sol estaba ya mucho más abajo del horizonte occidental, pero una alta y tenue capa de cirros continuaba recibiendo su luz oblicua y la reflejaba, roja ya, sobre el océano de artemisas al norte de Nageezi Trading Post, tiñendo de tostado pálido a un dudoso rosado la tela remendada de la tienda de reuniones de Slick Nakai, y de marrón oscuro a rojo oscuro la tez del teniente Joe Leaphorn.
Debido a un hábito inveterado, Leaphorn había aparcado su camioneta un poco más allá del grupo de vehículos que se hallaban frente a la tienda, y con el morro apuntando hacia afuera, lista para cualquier circunstancia y obligación que pudiera requerirla. Pero Leaphorn no estaba de servicio. Nunca volvería a estarlo. Se hallaba en las dos últimas semanas de un «permiso final» de treinta días, y cuando éste acabara, su solicitud de retiro de la Policía Tribal Navaja sería aceptada automáticamente. De hecho, ya estaba retirado. Se sentía retirado. Sentía como si todo estuviera detrás, muy detrás de él. Borrado en la distancia. Otra vida en otro mundo, sin ninguna relación con el hombre que en ese momento se hallaba bajo aquel ocaso rojo de octubre a la espera de los sonidos que le llegaran de la tienda de reuniones del Evangelio Verdadero en señal de que se interrumpía la plegaria.
Había ido a la reunión de Slick Nakai para comenzar su cacería. ¿Adónde se había ido la mujer del guión? ¿Por qué había abandonado una comida tan cuidadosamente preparada en una noche tan obviamente esperada? No importaba, y sin embargo, importaba. De una manera qué él no podía comprender, sería la despedida de Emma. Ella habría preparado semejante comida en espera de un huésped muy apreciado. Lo hacía a menudo. Leaphorn no podía explicarlo, pero su mente realizaba una suerte de nebulosa asociación entre el carácter de Emma y el de una mujer que probablemente fuera muy distinta. De modo que utilizaría los últimos días de su permiso final para encontrar a esa mujer. Era eso lo que le había llevado allí. Eso, y el aburrimiento, y su antiguo problema de curiosidad, y la necesidad de encontrar un motivo para alejarse de la casa donde había vivido con Emma, en Window Rock, y de todos sus recuerdos.
Fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que estaba allí, en el extremo oriental de la Reserva Navaja, a más de ciento cincuenta kilómetros de su casa. Cuando las circunstancias se lo permitieran, hablaría con un hombre cuya mera existencia le irritaba. Le formularía preguntas que el hombre no podría contestar y que, si las contestaba, no significarían nada. La alternativa consistía en quedarse sentado en el salón de su casa con la televisión encendida para tener un ruido de fondo, tratando de leer. Pero la ausencia de Emma terminaba simpre por interponerse. Cuando levantaba los ojos veía el grabado de R. C. Gorman que ella había colgado sobre la chimenea. Habían discutido acerca del mismo. A ella le gustaba, a él no. Las palabras volvían a sonar en sus oídos. Y también la risa de Emma. Lo mismo sucedía cada vez que miraba el grabado. Debería vender esa casa, o quemarla. Ésa era la tradición de los dineh: abandonar la casa contaminada por el muerto, pues, de lo contrario, la enfermedad de los espíritus se apodera de ti y mueres. Eran sabios los mayores de este pueblo, así como el Pueblo Santo que les enseñó el Camino Navajo. Pero en lugar de ello, él jugaría a este juego sin sentido. Encontraría una mujer. Si estaba viva, no querría que se la encontrase. Si estaba muerta, ya no importaba.
De golpe todo se presentaba ligeramente más interesante. Había estado recostado contra la portezuela de su camioneta, estudiando la tienda, escuchando los sonidos que venían de ella, examinando el terreno (otro hábito). Reconoció una camioneta aparcada como la suya detrás de un grupo de vehículos.
Era la de otro policía tribal. El vehículo de Jim Chee. El vehículo privado de Chee, lo que quería decir que Chee también estaba allí extraoficialmente. ¿Se había convertido al cristianismo? Esto parecía muy improbable. Por lo que Leaphorn recordaba, Chee era la antítesis de Slick Nakai. Chee era un hatathali. Un cantante. O lo sería apenas la gente comenzara a contratarlo para que condujera sus ceremoniales de expurgación. Leaphorn miró la camioneta, intrigado. ¿Había alguien dentro? Difícil saberlo con tan poca luz. ¿Qué estaría haciendo Chee allí?
De la tienda llegó el sonido de la música. Un sorprendente volumen de música, como si una banda entera estuviese tocando. Por encima de ella, una amplificada voz masculina entonaba un himno. Era el momento de entrar.
La banda resultó estar integrada por sólo dos hombres. Slick Nakai, de pie detrás de lo que parecía ser un teclado de plástico negro, y un guitarrista flaco con una camisa azul a cuadros y un sombrero de fieltro gris. Nakai cantaba, la boca a apenas unos milímetros del micrófono, las manos encargadas de mantener un pesado ritmo en el teclado. El auditorio cantaba con él balanceándose ostensiblemente y batiendo palmas.
«Jesús nos ama —cantaba Nakai—. Esto lo sabemos. Jesús nos ama. Por doquier.»
Los ojos de Nakai le miraban, le examinaban, le clasificaban. También el guitarrista le miraba. El sombrero parecía familiar. Y también el hombre. Leaphorn tenía buena memoria para los rostros,
así como para todas las cosas.
«No nos lo hemos ganado —continuaba Nakai cantando—. Pero a Él no le importa. Su amor está con nosotros. Por doquier.»
Nakai realzaba esto con adornos en el teclado, mientras dejaba de prestar atención a Leaphorn para fijarse en una anciana con gafas de montura metálica que bailaba balanceándose, los ojos cerrados, demasiado dominada por la emoción como para darse cuenta de que estaba bailando entre la maraña de cables eléctricos que unían el equipo de sonido de Nakai a un generador ubicado fuera de la tienda. Un hombre alto con un delgado bigote que se hallaba de pie junto al podio del orador, advirtió la preocupación de Nakai. Se desplazó con rapidez y alejó de cables a la mujer. Leaphorn conjeturó que se trataba del tercer miembro del equipo.
Cuando se detuvo la música, Nakai lo presentó como el «Reverendo Tafoya».
—Es apache. Os lo digo abiertamente —dijo Nakai—. Mescalero. Pero no hay problema. Dios hizo a los apaches, y a los belagana, y a los negros y a nosotros los dineh y a todos los hombres. Y Él ha inspirado a este apache para que aprendiera acerca de Jesús. Y él os lo contará.
Nakai entregó el micrófono a Tafoya, luego vertió agua de un termo en una taza de plástico y la llevó hacia atrás, hacia donde se hallaba Leaphorn. Era un hombre bajo, robusto, limpio y ordenado, con manos pequeñas y redondas, pies pequeños, limpias botas de cowboy y un rostro redondo e inteligente. Caminó con la gracia de un hombre que camina mucho.
—No le he visto antes aquí —dijo Nakai—. Si viene para oír hablar de Jesús, bienvenido sea. Si no ha venido para eso, de todas maneras, bienvenido sea.
Rió, mostrando unos dientes en abierta contradicción con todo orden y regularidad: le faltaban dos, tenía uno quebrado y otro negro y torcido. Dientes de gente pobre, pensó Leaphorn. Dientes de navajo.
—Porque todo lo que oye usted a mi alrededor de alguna manera es palabra de Jesús —dijo Nakai.
—He venido a ver si puede usted ayudarme en algo —dijo Leaphorn.
Ambos hombres intercambiaron ese apretón de manos blando en el que las manos apenas se tocan, típico de los navajos, y que constituye el compromiso del dineh entre la convención moderna y la necesidad de tener cuidado con los extraños que, después de todo, podrían ser brujos.
—Pero eso puede aguardar hasta que termine usted con su reunión —agregó Joe—. Me gustaría hablar con usted luego.
En el podio, el Reverendo Tafoya hablaba de los Espíritus de la Montaña de los apaches.
—Algo parecido a vuestro yei, a vuestro Pueblo Santo. Pero también algo diferente. A ellos adoraba mi padre, y mi madre, y mis abuelos. Y también yo, hasta que encontré este cáncer. No tengo que hablaros aquí del cáncer...
—El reverendo estará un buen rato ocupado con esto —dijo Nakai—. ¿Qué quiere saber? ¿Qué puedo decirle?
—Ha desaparecido una mujer —dijo Leaphorn, mientras mostraba a Nakai su identificación y le contaba acerca de la doctora Eleanor Friedman-Bernal—. ¿La conoce usted?
—Por supuesto —dijo Nakai—. Desde hace unos tres o cuatro años, tal vez. Pero no muy bien. Nunca la convertí —agregó tras una risa—. Sólo se trataba de negocios —la risa desapareció—. ¿Quiere usted decir que ha desaparecido en serio? ¿Juego sucio?
—Se fue a Farmington para un fin de semana hace unos quince días, y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de ella —dijo Leaphorn—. ¿Qué clase de negocios tenía usted con ella?
—Ella estudiaba cacharros. Ésa era su ocupación. De modo que de vez en cuando me compraba alguno —dijo Nakai mientras su cara redonda y pequeña daba muestras de preocupación—. ¿Cree usted que le ha ocurrido algo?
—Nunca se sabe a qué atenerse con los desaparecidos —respondió Leaphorn—. Normalmente regresan después de un tiempo, y a veces, no. De modo que tratamos de averiguar. ¿Es usted un vendedor de cacharros?
Leaphorn advirtió cómo sonaba la pregunta, pero antes de que pudiera cambiar la expresión por la de «comerciante en cacharros», Nakai respondió:
—Tan sólo un predicador. Pero he descubierto que uno puede vender cacharros. A veces dan un buen dinero. Una vez me había dado uno un hombre al que había bautizado cerca de Chinle. No tenía nada de dinero y me dijo que yo podría vender el cacharro en Gallup por treinta dólares. Me explicó dónde —prosiguió, riendo otra vez y gozando con el recuerdo—. Y por cierto que sí. Fui a un sitio en Rail Road Avenue y me dieron cuarenta y seis dólares por eso. —Puso las manos en forma de bol, y sonrió a Leaphorn con ironía—. El señor provee. A veces no demasiado bien, pero provee.
—De modo que ahora usted va y los desentierra.
—Eso está contra la ley —dijo Nakai con una mueca irónica—. Usted es policía. Apuesto a que lo sabía. En cuanto a mí, la gente me los trae de vez en cuando. En las reuniones, varias veces mencioné a aquel individuo que me trajo el cacharro y cómo eso había servido para pagar la gasolina de una semana, y entre los recién conversos corrió la voz de que los cacharros me daban dinero para gasolina. Así, pues, cuando no tienen dinero y quieren ofrecer algo, me traen uno.
—Y Friedman-Bernal se los compra.
—La mayoría de las veces, no. Sólo lo hizo en una o dos oportunidades. Me decía que quería ver todo lo que llegara a mis manos cuando predicara en Chinle, o en Many Farms, todo lo que fuera de la zona del Aluvión de Chinle. Y también de aquí, de Checkerboard, y si iba a Utah, Bluff, Moctezuma Creek, Mexican Hat. También de allí.
—Entonces, ¿usted los guardaba para ella?
—Me pagaba una pequeña cantidad para observarlos, pero casi nunca los compraba. Sólo los miraba. Los estudiaba durante un par de horas. Con lupa y todo eso. Tomaba notas. El trato era que yo tenía que saber exactamente de dónde provenían.
—¿Cómo se las arreglaba usted para saberlo?
—Decía a la gente: «Si vais a traer un cacharro para ofrecer al Señor, tenéis que estar seguros de poder decirme dónde lo habéis encontrado». De esta manera —agregó, esbozando su pequeña mueca irónica—, yo también sabía si el cacharro era legal. Si no había sido extraído de terreno gubernamental.
Leaphorn no hizo ningún comentario.
—¿Cuándo la vio por última vez?
La respuesta debía ser a finales de septiembre, o algo parecido. Leaphorn sabía la fecha porque la había visto en el calendario de Friedman, pero probablemente no fuera algo que Nakai pudiera recordar.
Nakai extrajo una libreta del gastado bolsillo de su camisa y la hojeó.
—El veintitrés de septiembre último.
—Hace más de un mes —dijo Leaphorn—. ¿Qué quería?
La cara redonda de Nakai denunciaba una intensa reflexión. Detrás de él, el Reverendo Tafoya levantó la voz, plena de excitación. Describía a un viejo predicador en una tienda de reuniones en Dulce, que llamaba a Tafoya al frente, tendiéndole las manos, «exactamante en el sitio en que aquel cáncer de piel me estaba comiendo la cara. Y pude sentir cómo fluía el poder curativo...».
—Y bien —dijo Nakai, muy lentamente—. Me trajo de vuelta un cacharro que se había llevado en la primavera. Un fragmento de cacharro, en realidad. Pero eso no fue todo. Quiso saber todo lo que yo pudiera contarle sobre él. Ya le había dicho algo, y ella lo había escrito en su cuaderno de notas. Pero volvió a preguntar todo de nuevo. Quién me lo había dado. Todo lo que esa persona había dicho acerca de dónde lo había encontrado. Esas cosas.
—¿Dónde estaba? Quiero decir, ¿dónde lo encontró usted? ¿Y qué aspecto tenía el cuaderno de notas?
—En Ganado —respondió Nakai—. Me había instalado allí. Cuando volví de una reunión en Cameron encontré una nota de ella donde me pedía que la llamara, que era importante. La llamé al Cañón del Chaco. No estaba en su casa, así que dejé el mensaje explicando cuándo estaría de regreso de Ganado. Cuando volví, allí estaba ella, esperándome.
Se detuvo.
—Y el cuaderno de notas. Veamos. Era pequeño y con cubierta de piel. Lo suficientemente pequeño como para llevarlo en el bolsillo de la camisa. Y era en realidad allí donde lo llevaba.
—¿Y sólo deseaba hablar con usted acerca del cacharro?
—Sobre todo del lugar de donde provenía.
—¿Dónde era eso?
—El rancho del individuo aquél, entre Bluff y Mexican Hat.
—Terreno privado —dijo Leaphorn, con voz neutral.
—Legal —convino Nakai.
—Entonces, fue una visita muy breve —dijo Leaphorn—. Simplemente la repetición de lo que usted ya le había dicho.
—En realidad, no. Ella tenía muchísimas preguntas. Si sabía dónde podría encontrar ella la persona que me lo había traído, si no podía haberlo encontrado del lado sur del San Juan, y no del lado norte. Y me hizo mirar un dibujo del cacharro. Quería saber si había visto yo algo parecido.
Leaphorn había descubierto que Nakai comenzaba a gustarle un poco, lo que le sorprendió.
—¿Y usted le dijo que no podía haberlo encontrado al sur de San Juan porque en ese caso habría estado en la Reserva Navaja, y que extraer un cacharro de allí habría sido ilegal?
Leaphorn sonreía mientras decía esto y Nakai sonreía mientras respondía.
—No tenía por qué decir tal cosa a Friedman —dijo Nakai—. Eso lo sabía ella perfectamente.
—¿Que tenía de especial ese cacharro?
—Era del tipo que estaba estudiando, supongo. Un cacharro anasazi, tengo entendido. A mí todos me parecían prácticamente iguales. Usted sabe, formas abstractas pintadas en la superficie. Eso parecía ser lo que le interesaba. Y tenía una cierta mezcla de color. Eso es lo que siempre me había encargado que buscara. Ese modelo. Era una representación de Kokopelli, el Flautista Giboso, el Esparcidor de Agua, el símbolo de la fertilidad. Comoquiera que se le llame, era una figura frecuente en las extrañas pictografías que los anasazi pintaban en los farallones de la Planicie de Colorado. Cada vez que alguien me traía algo como eso, aunque sólo fuera un trozo de cacharro con ese modelo, tenía que guardárselo y ella me pagaba un mínimo de cincuenta dólares.
—¿Quién encontró el cacharro?
Nakai vaciló, estudió a Leaphorn.
—No estoy tras cazadores de cacharros —dijo Leaphorn—. Lo que me interesa es encontrar a esta mujer.
—Era un hombre del clan Paiute, que ellos llaman Amos Whistler (El Silbador) —replicó Nakai—. Vive allá, un poco al sur de Bluff. Al norte de Mexican Water.
Repentinamente, el Reverendo Tafolla se había puesto a gritar «¡Aleluya!», con una voz potente y áspera, y la gente se le unía, mientras el hombre delgado del sombrero hacía algo con la guitarra.
—¿Algo más? Puedo hablar con usted más tarde —dijo Nakai—. Ahora tengo que ir a ayudar.
—¿Fue esa la última vez que la vio? ¿El último contacto?
—Sí —dijo Nakai, y comenzó a caminar hacia la plataforma del orador, para volverse luego—. Un contacto más. Más o menos. Un hombre que trabaja con ella vino a verme cuando estaba yo predicando en Hogback, cerca de Shiprock. El individuo se llamaba... —Nakai no pudo recordar el nombre—, pero, de todos modos, era un belagana. Un anglo. Dijo que quería recoger un cacharro que yo guardaba para ella. Yo no tenía ninguno. Dijo que tenía entendido que yo tenía uno, o tal vez algo, proveniente de San Juan, en los alrededores de Bluff. Dije que no.
Nakai se volvió nuevamente.
—¿Era un hombre alto, rubio, joven, de nombre Elliot?
—El mismo —respondió Nakai.
Leaphorn observó el resto de la ceremonia. Desplegó una silla al fondo de la tienda y se sentó, estudió las técnicas de Nakai y pasó revista a las cosas de las que se había enterado, lo que, en realidad, no era mucho.
Aquí, en los límites de la reserva Checkerboard, la congregación de Nakai comprendía tal vez unas sesenta personas, todas ellas aparentemente navajos, pero Leaphorn hubiera jurado que algunos eran de la Reserva Mescalero, fronteriza en este sitio con el territorio navajo. Alrededor del sesenta por ciento eran mujeres, y la mayoría de mediana edad o más. Esto sorprendió un tanto a Leaphorn. Sin pensar realmente en ello, ya que este aspecto de su cultura interesaba relativamente poco a Leaphorn, había supuesto que aquellos a los que atraía el cristianismo fundamentalista serían los jóvenes que se habían visto rodeados por la religión del hombre blanco, fuera de la reserva. Pero aquí eso no era cierto.
En el micrófono, Nakai gesticulaba hacia el norte.
—Más arriba por la autopista, podríais verla desde aquí si no estuviera oscuro, más arriba, está la Meseta del Huérfano. A nosotros, navajos, se nos ha enseñado que es allí donde vivió la Primera Mujer, y el Primer Hombre, y que algunos otros del Pueblo Sagrado también vivieron allí. Y así, cuando yo era un muchacho, subía con mi tío y llevábamos un haz de aghaal, erigíamos esas varas sagradas en un santuario que allí habíamos levantado y entonábamos esta plegaria. Y luego, a veces, íbamos a Gobernador Knob...
Nakai gesticuló hacia el este.
—Hacia allá, al otro lado del Cañón Blanco, donde la Primera Mujer y el Primer Hombre encontraron el Asdza'a' Nadleehe', y dejábamos allí algunos de aquellos aghaal. Y mi tío me explicaba que ése era un lugar sagrado. Pero quiero que recordéis algo acerca de la Meseta del Huérfano. Cerrad ahora los ojos y recordad qué aspecto tenía aquel lugar sagrado la última vez que lo visteis. Por allí trepan carreteras de camiones. En la cumbre se han levantado torres de radio. Compañías de petróleo. Bosques enteros de antenas en toda la cima de nuestro lugar sagrado.
Ahora Nakai gritaba, poniendo énfasis en cada palabra con un enérgico movimiento del puño hacia abajo. Siguió gritando:
—No puedo seguir rezando a la montaña. No después de que el hombre blanco construyera en su cima. Recordad lo que las historias nos dicen. La Mujer Mudable nos ha dejado. Se ha ido...
Leaphorn observó al hombre delgado con la guitarra, mientras trataba de reconocerlo en su memoria. Estudió la audiencia, en busca de rostros familiares. Sólo encontró unos pocos. Aun cuando raramente había trabajado en este lado oriental de la Gran Reserva, Checkerboard, no le sorprendió. La reserva tenía una extensión mayor que toda Nueva Inglaterra, pero su población no superaba las ciento cincuenta mil almas. En toda una vida de policía en ella, Leaphorn, de una u otra manera, se había encontrado con muchos de sus habitantes. Y estos cincuenta o sesenta individuos reunidos bajo la vieja tela de la tienda de Nakai para probar el Camino de Jesús parecían más o menos típicos. Menos niños de los que hubieran asistido a un ceremonial de la religión tradicional navaja, ninguno de los adolescentes que habrían estado tatareando un Cántico Nocturno y jugando el juego del apareamiento, ningún borracho y, por cierto, nadie que pareciera moderadamente rico. Leaphorn se sorprendió preguntándose cómo pagaba Nakai sus gastos. Recogería cualquier donación que esta gente pudiera hacer, pero eso no era mucho. Tal vez lo solventara la iglesia que él representaba, o algún fondo para misiones. Leaphorn pensó en los cacharros. Por lo que había visto en el catálogo de Nelson, era evidente que algunos de ellos dejaban más, mucho más de cincuenta y cinco dólares. Pero la mayor parte tendría un escaso valor y Leaphorn no creía que Nakai los obtuviera en grandes cantidades. Aquellos hombres, aun cuando totalmente conversos, seguían siendo navajos de nacimiento. Los cacharros provenían de tumbas, y los navajos estaban condicionados casi desde la infancia a evitar a los muertos y a sentir un temor especial a la muerte.
Era exactamente de eso de lo que Nakai estaba hablando. O, más precisamente, gritando. Cogió el pie del micrófono con sus dos manos pequeñas y proporcionadas, y atronó en él.
—Así es como fui educado, así es como fuisteis educados. Cuando mi madre murió, mis tíos vinieron al lugar donde habíamos vivido, cerca de Rough Rock, y quitaron el cuerpo y lo pusieron allí donde los coyotes y los cuervos pudieran llevárselo.
Nakai hizo una pausa, cogió el micrófono y miró hacia abajo.
—¿Lo recordáis? —preguntó con voz repentinamente más débil—. Todo el mundo recuerda aquí a algún agonizante.
Nakai miró hacia arriba y recuperó tanto la compostura como la voz.
—Y luego están los cuatro días en que no hacéis otra cosa que recordar. Y nadie pronuncia el nombre del muerto... Porque lo único que queda es el chindi, ese espíritu que es todo lo que había de malo en ellos, y nada de lo bueno. Y nunca más he pronunciado el nombre de mi madre, nunca más, porque aquel chindi puede oír que lo pronuncio, volver y enfermarme. ¿Y qué pasa con lo que había de bueno en mi madre? ¿Qué pasa con lo que había de bueno en vuestros muertos? ¿Qué pasa con eso? Nuestro Pueblo Santo no nos ha dicho gran cosa sobre este punto. Al menos, que yo sepa, no. Algunos dineh tienen un relato acerca de un hombre joven que siguió a la Muerte, y miró en el mundo de allá abajo, y vio a las personas muertas sentadas en rueda. Pero en mi clan no tenemos este relato. Y yo pienso que lo he tomado prestado del Pueblo Hopi. Es una de sus creencias.
Apenas comenzado el discurso, Leaphorn se interesó en la estrategia de Nakai. Le intrigaban sus métodos de persuasión. Pero no parecía haber nada muy original en ellos, de modo que dejó vagar la atención. Había pasado revista a lo poco de lo que se había enterado por Nakai, había pensado cuál sería su próximo paso, en caso de hacer algo, y se limitaba a observar la reacción de la audiencia. Ahora Leaphorn se mostraba nuevamente atento. Su propio clan de la Frente Roja tampoco tenía ese relato, o por lo menos a él no se lo habían contado cuando, en la infancia, lo formaron en el Camino Navajo. Lo había oído muchas veces en su época de estudiante de antropología en el Estado de Arizona. Y se lo había oído a los navajos de Window Rock. Pero probablemente Nakai tenía razón. Probablemente se tratara de otro de los muchos relatos que los dineh tomaron prestados de las culturas que les rodeaban y luego refinaron hasta convertirlos en temas filosóficos abstractos. El Camino Navajo estaba dedicado a la armonía de la vida. Para él, la muerte era simplemente un terrible y negro olvido.
—Conocemos la historia de cómo el Monstruo Asesino arrincona a la muerte en su caverna. Pero deja vivir a la Muerte. Porque sin la muerte no habría espacio suficiente para los bebés, para la gente joven. Pero yo puedo contarles algo más verdadero que esto.
La voz de Nakai había vuelto a elevarse hasta el grito.
—Jesús no dejó vivir a la muerte. ¡Aleluya! ¡Loado sea el Señor!
Nakai bailaba sobre la plataforma, gritaba y extraía, en respuesta, los gritos de la concurrencia.
—Cuando caminamos por el Valle de la Muerte, Él está con nosotros, esto es lo que enseña Jesús. No desaparecemos simplemente en la noche oscura, convertidos en espíritu de la enfermedad. Vamos más allá de la muerte. Vamos a un mundo feliz. Vamos a donde no tendremos hambre. Donde no tendremos pena. Donde no habrá borrachos. Ni peleas, ni se verá a los parientes atropellados en la autopista. Vamos a un mundo en donde los últimos serán los primeros, los pobres serán los ricos, los enfermos serán sanos, los ciegos volverán a ver...
Leaphorn no oyó el final. Salió apresuradamente de la tienda, por el alero, hacia la oscuridad. Allí estuvo un rato de pie, dando tiempo a los ojos a que se adaptaran y respirando el aire fresco y limpio de la montaña. Mientras olía a polvo y a artemisa recordó, conmovido, el día en que se llevaron el cadáver de Emma del hospital. Sin embargo, lo que había sucedido en Gallup, lo que el médico le había dicho, era irreal para él. Lo había dejado aturdido. Los hermanos de Emma habían ido a hablar con él de ello. Él les había dicho sencillamente que sabía que Emma habría querido un entierro tradicional, y ellos se marcharon.
Se habían llevado el cadáver al sitio de la madre, cerca de la Casa Azul de la Confraternidad de la Hondonada, en el extremo de la Meseta Negra. Bajo el árbol del cepillo, su vieja tía la lavó, le peinó el cabello y la vistió con su mejor falda de pana azul, su viejo collar de flores de calabaza, le puso sus anillos y la envolvió en una manta. Él estaba sentado en la choza típica, observando. Sus hermanos la habían levantado, y habían puesto el cuerpo en la parte de atrás del camión, y habían seguido la huella hacia los farallones. Aproximadamente una hora después estaban de regreso, sin ella, y se dieron el purificador baño de sudores. Él no sabía, ni lo sabría nunca, dónde la habían dejado. En alguna grieta, probablemente. Alta. Protegida de los predadores por ramas secas. Bien oculta. Se había quedado dos de los silenciosos días de duelo. La tradición pedía cuatro días, para darle al muerto tiempo de terminar su viaje al olvido de la muerte. Dos días fue todo lo que pudo resistir. Luego los dejó.
Y a ella. Pero nada más.
La camioneta de Chee todavía estaba allí. Leaphorn caminó hacia ella.
—Ya te 'eh —dijo Chee, al reconocerlo.
—Ya te —respondió Leaphorn, inclinándose sobre el camión—. ¿Qué le trae hasta la reunión del reverendo Slick Nakai?
Chee explicó acerca del cargamento de la excavadora, y la persecución abortada, y dijo que Tso le había dicho dónde podía encontrar al Ladrón de la Excavadora.
—Pero no creo que se haga ver esta noche —dijo Chee—. Es demasiado tarde.
—¿Va a preguntarle a Nakai quién es ese individuo? —preguntó Leaphorn.
—Eso es lo que voy a hacer —replicó Chee—. Cuando termine de rezar y yo pueda echar una mirada a la gente que sale de la tienda.
—¿No piensa que Nakai podría decirle que no conoce a ese tío y luego avisarle de que usted lo está buscando?
Largo silencio.
—Podría ser —respondió Chee—. Pero creo que me arriesgaré.
Leaphorn no hizo ningún comentario. Era lo que había decidido. Manejarse con el tiempo de los najavos. No había niguna razón para entrar ahora apresuradamente.
Tampoco él tenía ninguna prisa, pero volvió a entrar en la tienda. Oiría el resto del sermón de Nakai y vería cuánto dinero reunía en su colecta. Y cuántos cacharros, si es que había alguno. Leaphorn pensaba, que se había enterado de más de lo que al principio había supuesto. Algo le había refrescado la memoria. El navajo delgado de la guitarra era el mismo hombre que había visto ayudando a Maxie Davis en la excavación del Cañón del Chaco. Esto respondía a una pequeña pregunta. Un navajo cristiano no se preocuparía por irritar al chindi de los anasazi muertos tiempo atrás. Pero también había establecido un interesante nexo: un hombre que extraía cacharros científicos en el Chaco trabajaba para un hombre que teóricamente vendía cacharros legales. Y un hombre que teóricamente vendía cacharros legales tenía relación con un hombre que había robado una excavadora. Las excavadoras eran máquinas ostensiblemente útiles para remover las ruinas anasazi y expoliar las tumbas.
Fue precisamente entonces, mientras dejaba atrás la oscuridad para entrar en la tienda, cuando tomó conciencia de un aspecto de su actitud con respecto a todo aquello.
En ese momento sintió una necesidad. La desaparición de la doctora Eleanor Friedman-Bernal no había sido más que una curiosidad, una rareza. Ahora sentía que se trataba de algo peligroso. Nunca había estado seguro de poder encontrar a la mujer. Ahora se preguntaba sí, en caso de hallarla, estaría viva.
Capítulo 5
El tío Frank Sam Nakai solía decirle a Chee: «Recuerda muchacho, cuando estés cansado de caminar cuesta arriba en una larga colina, piensas en lo fácil que será el descenso». Lo cual era una manera navaja de decir que las cosas tienden a compensarse. Por lo que Chee había comprobado, como ocurría casi siempre con los aforismos de su tío, era cierto. A la mala racha de Chee le sucedió un período de buena suerte.
El lunes temprano, un delegado del sheriff del condado de San Juan, que había leído en el periódico acerca del remolque y la excavadora robadas, se encontró semiperdido cuando iba a entregar una orden. Giró por un camino de acceso a un yacimiento de bombeo de la Southern Union y encontró abandonado el remolque. Aparentemente, la excavadora había sido descargada, llevada con su propio motor hasta unos veinte metros y luego subida por una rampa artificial probablemente a la parte trasera de un camión. El camión tenía neumáticos casi nuevos en sus ruedas dobles de tracción. El dibujo de los neumáticos correspondía al que solía utilizar Dayton Tire and Rubber, que tenía un solo representante en Farmington, y ninguno en Shiprock. El representante no tuvo ninguna dificultad para recordar. Los únicos neumáticos de camión que había vendido en el último mes los había comprado la Farmington U-Haul. Esta compañía utilizaba en ese momento tres camiones con ruedas de tracción dobles. Dos de ellos habían sido equipados recientemente con neumáticos Dayton. Uno había sido alquilado a una compañía de muebles de Farmington. El otro, que tenía un montacargas de potencia, se lo habían alquilado a Joe B. Nails, Apartado de Correos 770, Aztec, por medio de una tarjeta Master-Card.
La policía de Farmington tenía antecedentes sobre Nails. En una oportunidad Nails había conducido en estado de ebriedad. Eso fue suficiente para proporcionar el nombre de un empleador, Wellserve Inc., un contratista que mantenía el sistema de recolección de Gaseo. Pero Wellserve era un ex empleador de Nails, quien había dimitido en agosto.
Chee se enteró de todas estas buenas noticias de manera indirecta. Se había pasado la mañana rondando Red Rock, preocupado por qué le diría a Janet Pete cuando volviera de Phoenix, y esperando un testimonio que se suponía que tenía que presentar ante la oficina de la FBI, en Farmington. Una vez cumplido este trámite, dos horas más tarde de lo previsto, se detuvo en el cuartel de Shiprock y se enteró entonces de la primera mitad de las novedades acerca del remolque. Se pasó la tarde vigilando Teec Nos Pos en busca de un individuo que le había roto la pierna a su cuñado. Con eso no tuvo suerte. Cuando volvió a Shiprock para dar por terminado su trabajo del día, se encontró con Benally, que abandonaba su turno.
—Supongo que has encontrado a tu Ladrón de la Excavadora —dijo Benally, que completó luego la información para Chee—. U-Haul nos informará cuando devuelva el camión.
A Chee esto le pareció estúpido.
—¿Piensas que tendrá la excavadora encima cuando lo entregue? —dijo Chee—. De lo contrario, no hay prueba de nada. ¿De qué le acusaréis?
Benally había pensado en ello, y también lo había hecho el capitán Largo.
—Le encerraremos. Le diremos que tenemos testigos que le vieron llevarse la excavadora y que podemos relacionar eso con el camión que alquilara; y que si quiere cooperar y decirnos dónde está para poder recuperarlo, y chivatear a su compinche, lo trataremos con consideración. —Benally se encogió de hombros, pensando que eso tampoco funcionaría—. Mejor eso que nada —agregó—. De todas maneras, la alerta con respecto al camión de U-Haul está dada. Tal vez cojamos al ladrón con la excavadora en el camión.
—Lo dudo —dijo Chee.
Benally convino. Hizo una mueca de ironía.
—Para ti, el mejor plan hubiera sido aprehenderlo cuando salía del patio con la máquina.
Chee llamó al despacho de Pete desde un teléfono público. Se lo diría poco a poco. Primero, que el Buick tenía muchos inconvenientes, a fin de prepararla para la noticia. Pero la señorita Pete no estaba, no había regresado de Phoenix y había llamado para avisar que se retrasaría un día.
Estupendo. Chee sintió un gran alivio y se quitó el Buick de la cabeza. Pensó en el Ladrón de la Excavadora, que estaba a punto de desaparecer con ella. Pensó en lo que le había dicho el predicador el sábado por la noche.
El predicador dijo que no sabía el nombre del propietario del coche con los parches de pintura. Le parecía que había oído llamarle Jody, o tal vez Joey, creía que trabajaba en el campo de Blanco, quizá para la Southern Union Gas, pero no era seguro. Ese individuo solía llevarle cacharros que el predicador, según dijo, a veces le compraba. La última vez que lo había visto, el hombre había preguntado al predicador si le compraría todo un lote, en caso de conseguirlo. «Y yo le respondí que tal vez sí, tal vez no. Que eso dependería de que tuviera dinero.»
—Así que puede que vuelva y puede que no.
«Yo creo que volverá», había dicho el predicador. «Le dije que si yo no podía hacer el negocio, conocía a alguien que sí podía.» Y le contó a Chee acerca de la antropóloga, lo cual condujo a Chee al teniente Leaphorn. El predicador era un hombre conversador.
Chee se hallaba en ese momento sentado en la camioneta, junto a los sauces que sombreaban el terreno del parking de la policía. Por un lado, sentía alivio; por otro, tensión. El temido encuentro con Janet Pete había desaparecido, al menos hasta el día siguiente. Para cuando regresara, él querría tener concluida su historia para poder contarle a Pete que había atrapado al hombre y poder echarle la culpa de todo. Pero no parecía probable que tal cosa ocurriera. La solución de Largo era eficaz si se tenía paciencia, aun cuando probablemente no produjera una acusación formal. Aparte de lo que le hubiera costado a Chee, se trataba de un delito relativamente menor. El robo del equipo tal vez ascendiera a unos diez mil dólares, dado su mal estado de conservación. Difícilmente provocaría todo un despliegue policial para encontrar las pruebas. De modo que el Ladrón de la Excavadora desaparecería con ella. A menos que se pudiera encontrar el camión alquilado con la excavadora encima. ¿Dónde podría estar?
Chee se desplazó a un costado en el asiento, apoyó una rodilla contra el tablero y pensó. Nails era un ladrón de cacharros. Probablemente quisiera la excavadora para excavar enterramientos y encontrar cacharros en abundancia. Si se le quitaban los dientes de la pala para evitar al máximo los destrozos, era la herramienta predilecta de los profesionales. Y por lo que había dicho el predicador, Nails era un profesional. Seguramente había encontrado unas ruinas preciosas. Lo que Nails había dicho al predicador sugería que había encontrado una fuente de venta al por mayor. Por tanto, era lógico suponer que había robado la excavadora para excavar en ellas. Hasta allí era fácil. La pregunta difícil era: ¿dónde? Las ramas de los sauces que colgaban alrededor de la camioneta de Chee se habían puesto amarillas con la estación. Chee las observó un momento para dejar descansar la mente. No cabía duda de que debía enterarse de algo útil. ¿Qué pasaba con el remolque? Lo habían robado. Luego lo habían utilizado para robar la excavadora. ¿Después lo habían abandonado a cambio del camión? La noche en que fue robado el remolque, la excavadora todavía estaba en reparación. En realidad, le habían quitado el motor. De modo que cogieron el remolque y lo llevaron cuando la excavadora estuvo lista. Completamente estúpido, a primera vista. Pero Chee había investigado y había sabido que el remolque estaba programado para transportar equipo para un trabajo en Burnt Water al día siguiente. El Ladrón de la Excavadora sabía mucho sobre lo que sucedía en el patio de mantenimiento. Interesante, pero por ahora no servía para nada.
Pero las respuestas siguientes sí fueron útiles. La pregunta fundamental era la de para qué habían robado el remolque. ¿Por qué no alquilar simplemente un camión a U-Haul antes, y llevarse en él la excavadora? Cuando Chee reflexionó sobre ello, las respuestas encajaron. Los camiones robados eran fáciles de rastrear, de modo que el Ladrón de la Excavadora evitó el riesgo de que se viera el camión durante el robo. También una excavadora robada era fácil de rastrear. Pero no habría ninguna razón para rastrearla si volvía a estar en su sitio después de utilizarla. Entonces, ¿por qué...? La mente ordenada de Chee puso las cosas en su sitio. Se necesitaba el camión, en lugar del remolque, porque este último no se podía arrastrar donde había que utilizar la excavadora. ¿Podía ser que el yacimiento a excavar se hallara en un lugar de donde no se pudiera sacar la excavadora? Por supuesto. Tenía que ser en el fondo de algún barranco, y ello explicaría por qué Nails había alquilado un camión con grúa de potencia. Muy bien se podía hacer descender una excavadora por la falda de un cañón por la que, sin embargo, luego no se la pudiera sacar.
Chee salió de la cabina. Corrió hasta la oficina y llamó al despacho de Wellserve Inc. en Farmington. Sí, ellos podrían dar a la policía una copia de su mapa de ruta del servicio de pozos. Sí, el superintendente del servicio podría indicar la ruta en que Nails había servido.
Cuando Chee se marchó de Wellserve con el mapa plegado sobre el asiento, a su lado, tenía tres horas hasta que se pusiera el sol. Luego habría una media luna. Buena noche para el trabajo de un cazador de cacharros, y una buena noche para cazar cazadores. Se detuvo en el despacho del sheriff y averiguó quién y dónde patrullaría esa noche. Si Nails se hallaba fuera de los límites de la reserva, necesitaría un enviado para arrestarlo. Luego condujo hacia el Valle del Río San Juan a través de la pequeña ciudad petrolera de Bloomfield y, ya fuera del valle, entre una infinidad de artemisas que ocultaban la Planicie de Blanco. Recordaba que en algún sitio había leído que alguien había calculado en más de cien mil los yacimientos anasazi de la Planicie de Colorado, de los cuales sólo habían sido excavados unos pocos y tan sólo unos pocos miles incluso registrados en el mapa. Pero no sería imposible. Él suponía que Nails había encontrado yacimientos a lo largo de los caminos de servicio por los que había transitado y que los estaría saqueando. Chee conocía por sí mismo algunos de esos yacimientos. Y sabía qué atraía a los anasazi. Un farallón orientado de modo que recibiera el sol del invierno y sombra en el verano, con el agua suficiente como para que creciera algo y constituyera una fuente de agua. Eso, el agua, en particular, estrechaba mucho su número.
Primero exploró el Cañón Largo, luego el Blanco y el Jasis. Encontró dos yacimientos que habían sido excavados muy recientemente. Pero no había nada nuevo ni ninguna huella de neumáticos para seguir. Se desplazó hacia el norte y controló en Cañón Gobernador, el La Jara y el Aluvión de Vaqueros por su lado oriental, en el Bosque Nacional de Carson. No encontró nada. Pasó al oeste, a velocidad muy superior a la máxima permitida, por la Autopista 44 de Nuevo México. La luz comenzaba a apagarse. Era un despejado anochecer otoñal con un opaco resplandor color cobre en el cielo, al occidente. Revisó un par de cañones cerca de Ojo Encino limitándose siempre a los socavados caminos de acceso a los pozos de gas y estaciones de bombeo donde Nails había prestado servicio.
Hacia medianoche, terminó de revisar los caminos que llevaban de la estación de bombeo de Star Lake, conduciendo lentamente y utilizando la linterna para controlar las huellas de todo posible desvío. Continuó su marcha, pasando por el puesto comercial dormido que los mapas señalaban como White Horse Lake. Cruzó la Continental Divide y se internó en la maraña de arroyos que regaba la Meseta del Chaco. Nuevamente, nada. Siguió a través del Aluvión del Chaco y cogió el camino de grava que conducía hacia el noroeste, hacia Nageezi Trading Post.
Más allá del Aluvión de Betonnie, Chee detuvo la camioneta en medio del camino. Se apeó, cansado, se estiró y encendió la linterna para controlar los rastros en una huella de acceso. Estaba de pie a la luz de una media luna, bostezando, mientras la luz de la linterna se reflejaba en el polvo con tiza. Allí se veían, claras y frescas, las huellas dobles de un neumático Dayton casi nuevo.
El reloj de Chee marcaba las 2.04 de la mañana. A las 2.56 encontró el sitio donde, tal vez unos mil años antes, había vivido un pequeño grupo de familias anasazi, y donde habían construido su racimo de pequeñas protecciones de piedra y espacios para vivir, y donde habían muerto. Chee había caminado más de un kilómetro y medio. Había dejado la camioneta en un yacimiento de bombeo y había seguido las huellas a pie. La bomba marcaba el final de esta rama del camino de servicio, si así podía llamarse a aquellos surcos que vagaban entre artemisas y enebros. Desde allí, las ruedas dobles se habían abierto camino por sí mismas. Fuera de aquellos surcos apenas visibles, el trayecto recorrido resultaba fácil de reconocer en las aplastadas plantas rodadoras, los arbustos rotos, el fuerte olor de la artemisa machucada.
Subía una larga pendiente, y Chee conjeturó que no iría muy lejos. Caminó cuidadosa y silenciosamente, con la luna a sus espaldas y la linterna apagada. Se detuvo para escuchar el sonido que el motor de la excavadora pudiera estar haciendo. Oyó un coyote, y luego su pareja. Uno estaba sobre él, en la colina de la izquierda. Era la hora de trabajo de los predadores, con todos los pequeños roedores nocturnos fuera de sus refugios, desafiando la muerte para buscar comida.
No vio el camión hasta que estuvo a quince metros de él. Nails lo había colocado de nariz contra un grupo de enebros, precisamente sobre la cresta de la colina. Las puertas de la caja estaban abiertas, y junto a ellas se veía la negra sombra cuadrada de la rampa utilizada para descargar la excavadora todavía en su sitio. Chee miró atentamente, escuchó, sintió una mezcla de excitación, exaltación y malestar. Llevó la mano a la pistola, que tenía en el bolsillo de la chaqueta.
En general, a Chee no le gustaban las pistolas, y la que llevaba desde que había entrado en la fuerza no era una excepción. Pero ahora el metal duro y pesado le daba seguridad. Caminó hacia el camión, dando cada paso cuidadosamente, deteniéndose para escuchar. La cabina estaba vacía; las puertas, sin llave. El cable de alambre de la grúa colgaba, flojo, por la pendiente de la falda. Si la excavadora se hallaba abajo, como debía estar, el motor no funcionaba. El silencio era casi absoluto. Desde detrás de él pudo oír el débil sonido de la bomba de balancín. Ahora no se oía ningún coyote. El aire se movía hacia arriba por la pendiente y le transmitía un suave frescor en la cara.
Chee sostuvo el cable con su mano izquierda y miró hacia abajo, siguiendo la huella abierta por la excavadora, tratando de descargar el peso de su cuerpo sobre los pies, tratando de evitar el ruido que el deslizamiento pudiera producir.
La pendiente era muy pronunciada. Resbaló un metro, más o menos, y recuperó el control. Volvió a resbalar cuando la tierra se deslizó bajo sus pies. Luego se acostó boca arriba, inmóvil, aspirando el polvo, conteniendo la respiración por el ruido que pudiera hacer. Escuchó, el cable siempre en la mano. Abajo, al pie de la colina, ya no podía oír el ruido lejano del motor de bombeo. El coyote aulló en algún sitio a su izquierda y provocó un aullido de respuesta de su pareja. Chee advirtió la excavadora, parcialmente visible a través de los arbustos. El motor estaba silencioso. La media luna iluminaba el techo de la cabina, la pala y la parte del brazo articulado que la controlaba. Aparentemente, Nails había tenido miedo y había huido. No importaba. Él tenía la excavadora. Él tenía el camión que la había transportado hasta allí, y los registros mostrarían que ese camión lo había alquilado Nails.
Chee asió el cable y desplazó su mano libre para erguirse. Sintió tela bajo los dedos. Y un botón. Y el hueso duro y la piel fría de una muñeca. Retiró la mano.
Aquella forma yacía boca abajo, la cabeza en la parte alta de la pendiente, en la profunda oscuridad que proyectaba un enebro, la mano izquierda extendida hacia el cable. Un hombre, pudo ver Chee. Se acuclilló, controlando la emoción. Y cuando la hubo controlado , se inclinó hacia adelante y sintió la muñeca.
Muerto. Muerto hacía bastante tiempo como para estar rígido. Se agachó sobre el cadáver y dio luz a la linterna. No era Nails. Era un navajo. Un hombre joven, con el pelo corto, que llevaba una camisa azul a cuadros con dos manchas en la espalda. Chee palpó una de ellas con un dedo. Rígida. Sangre seca. El hombre, aparentemente, había recibido dos disparos. En el medio de la espalda y justo sobre la cadera.
Chee quitó la luz. Pensó en el espíritu navajo, que estaría rondando por allí cerca. Alejó eso de su pensamiento. Allí fuera estaba el chindi, representando todo lo que era malo en la persona del hombre muerto. Pero ¿quién pensaba en chindis sueltos en la oscuridad? ¿Dónde estaba Nails? Lo más probable era que a horas de allí. Pero, ¿por qué había dejado el camión? Este navajo debía de ser el que habían visto con Nails cuando se robó la excavadora. Tal vez el navajo había conducido el camión y Nails había ido en su coche. Extraño, pero posible.
Chee se movió cautelosamente los metros que faltaban hasta el fondo de la colina. Allí estaba completamente oscuro, pues el gran desnivel no dejaba llegar la luz de la luna. Apenas se reflejaba la luz suficiente como para guiar sus pasos. Una pelea entre ladrones, pensó Chee. Una riña. Nails saca el revólver. El navajo corre. Nails le dispara. Él no creía que Nails estuviera todavía allí, ni en ningún lugar cercano. Pero caminó cautelosamente.
Aun así, casi tropezó con el saco antes de verlo. Era de plástico negro, de ese tipo de sacos que se venden en pequeñas cajas de una docena para forrar los cubos de la basura. Chee desató el alambre que lo aseguraba en su parte superior y palpó dentro. Fragmentos de alfarería, tal como había esperado. Entre él y la excavadora había amontonados más sacos de éstos. Chee pasó junto a ellos para mirar la máquina.
Había sido desconectada con la pala bloqueada a gran altura sobre el foso que había estado cavando en un montículo bajo y cubierto de arbustos. Esparcidas a lo largo de la excavación había una cantidad de piedras chatas. En un tiempo seguramente habían formado el muro de un asentamiento anasazi. No se percató de los huesos hasta que dio luz a la linterna.
Estaban por todas partes. Un omóplato, un fémur, parte de un cráneo, costillas, cuatro o cinco vértebras unidas, parte de un pie, una mandíbula inferior.
Jim Chee era un hombre moderno que se había formado sobre la base de un navajo tradicional. Y eso, sencillamente, era demasiada muerte. Demasiados espíritus perturbados. Salió de la excavación, con la linterna aún encendida, ya sin cuidado. Lo único que deseaba era hallarse lejos de allí. A la luz del sol. Al calor depurador de un baño de sudor. Verse rodeado por restañantes y curativos sonidos de un ceremonial para ahuyentar los espíritus. Comenzó a subir la pendiente, ayudándose con el cable.
El pánico disminuyó. Primero revisaría la cabina de la excavadora. Corrió hacia ella, guiado por la linterna. Controló la placa de metal con el número de serie y el número del Departamento Nacional Navajo de Caminos, pintado a un costado. Luego dirigió la luz al interior de la cabina.
Allí dentro había un hombre sentado, desplomado hacia un costado, contra la puerta del lado opuesto. Sus ojos abiertos se veían blancos a la luz de la linterna de Chee. El lado izquierdo de la cara estaba negro de algo que debía de ser sangre. Pero Chee pudo ver el bigote y lo suficiente del rostro como para saber que había encontrado a Joe Nails.
Capítulo 6
Leaphorn regresó a su casa de Window Rock mucho después de la medianoche. No se había preocupado de dar las luces. En el baño bebió utilizando las palmas de las manos y luego plegó sus ropas sobre la silla junto a la cama (donde tan a menudo se sentaba Emma para leer o tejer, para hacer las mil pequeñas cosas que Emma hacía). Había girado la cama en un ángulo de noventa grados de modo que, por la mañana, sus ojos se abrieran ante un paisaje diferente. Esto quebraba su hábito inveterado, el automático pensamiento, al despertar: «¿dónde está Emma?». Y lo que venía luego. Se había trasladado de su lado de la cama al de Emma, lo cual había eliminado el hábito otrora feliz de estirar el brazo para tocarla cuando entraba en el sueño. Ahora yacía completamente estirado sobre la espalda, sentía relajarse los músculos cansados, pensaba acerca de la comida que había visto en la nevera de Friedman-Bernal, y pasaba de esto al acuerdo de Eleanor con Nakai para inspeccionar los cacharros donados y de esto último al cuaderno de notas que Nakai había descrito. Él no había visto un cuaderno de notas de piel tamaño bolsillo en el apartamento de Eleanor, pero podía ser que estuviera en cualquier sitio de la habitación. Thatcher no había realizado una verdadera inspección. En el largo trayecto hacia su casa por Checkerboard desde la Meseta del Huérfano, había pensado por qué Elliot no había mencionado el hecho de que Friedman lo enviara a ver a Nakai y a recoger un cacharro. Seguramente a Elliot esta misión frustrada le había parecido extraña. ¿Por qué no mencionarla? Antes de poder llegar a ninguna conclusión, las ideas de Leaphorn se fueron dispersando hasta que se quedó dormido. Ya era de mañana.
Se duchó, se miró la cara, decidió que podía seguir unos cuantos días más sin afeitarse, se hizo un desayuno de salchicha y huevos fritos, con lo que violaba su dieta con los mismos sentimientos de culpa que siempre había experimentado cuando Emma se iba a visitar a su familia. Leyó el correo que le había llegado el sábado, y el Independent de Gallup. Puso la televisión y luego la quitó. De pie, contempló por la ventana la mañana otoñal. Serena. Despejada. Silenciosa, a excepción de un camión que circulaba por la Carretera Navaja 3. La pequeña ciudad de Window Rock, por ser domingo, tenía la gente en la calle. Leaphorn observó que el cristal estaba sucio, condición que Emma jamás había tolerado. Sacó un pañuelo de su cajón y lo limpió. Limpió también otras ventanas. De pronto, se dirigió al teléfono y llamó a Cañón del Chaco.
Hasta muy poco tiempo atrás, las llamadas telefónicas entre el mundo exterior y el Chaco se habían realizado a través de una línea telefónica de la Navajo Communications Company. De Crownpoint al noreste, el hilo cruzaba las tierras rotatorias de pastoreo, fijado en la mayoría de los casos a postes de cercas y sólo a postes propios cuando no había disponible ninguna cerca en la dirección adecuada. Este sistema dejaba al servicio telefónico sometido a los mismos azares que la cerca en la que se sostenía. Embates de plantas rodadoras, ventiscas invernales de nieve, la podredumbre de la madera seca y el ganado errante quebraban las cercas e interrumpían las comunicaciones. Cuando funcionaba, cada tanto las voces aparecían y desaparecían con la velocidad del viento. Pero últimamente se había modernizado el sistema. Las llamadas seguían un itinerario que pasaba a más de trescientos kilómetros al este de Santa Fe, eran emitidas vía satélite y captadas por una antena receptora en el Chaco. El sistema de la era espacial, tal como el de la Administración nacional de la Aeronáutica y el Espacio, que lo hacían posible, estaban a menudo fuera de servicio. Cuando operaba, las voces tendían a aparecer y desaparecer con la velocidad del viento. Ese día no era ninguna excepción.
Respondió una voz de mujer, al principio fuerte, luego perdiéndose en el espacio.
—No, Bob Luna no estaba. No tenía sentido llamar a su número porque lo había visto partir y no lo había visto regresar.
—¿Y Maxie Davis?
—Un minuto.
Todavía no estaría levantada. Después de todo era muy pronto para un domingo por la mañana.
Maxie Davis estaba levantada.
—¿Quién? —preguntó—. Lo siento. Apenas le oigo.
Leaphorn oía perfectamente a Maxie Davis, como si la hubiera tenido al lado.
—Leaphorn —repitió—. El policía navajo que estuvo allí hace un par de días.
—¡Oh! ¿La ha encontrado?
—No ha habido suerte —contestó Leaphorn—. ¿Recuerda usted un pequeño cuaderno de notas, de piel, que ella utilizaba, que llevaba tal vez en el bolsillo de la camisa?
—¿Cuaderno de notas? Ah, sí. Lo recuerdo. Siempre lo usaba cuando trabajaba.
—¿Sabe dónde lo guardaba cuando no lo tenía con ella?
—Ni idea. Probablemente en algún cajón, por algún sitio.
—¿Hace mucho que la conoce?
—Sí, desde que éramos estudiantes, pero nos hemos visto con interrupciones.
—¿Qué puede decirme del doctor Elliot?
Maxie Davis rió.
—Somos una suerte de equipo, como supongo que diría usted.
Y luego, tal vez pensando que Leaphorn hubiera interpretado mal sus palabras, agregó:
—Profesionalmente. Ambos somos quienes vamos a escribir la biblia sobre los anasazi. Después de Randall Elliot y yo —dijo entre risas y altibajos del sonido—, ya no habrá necesidad de más investigación sobre los anasazi.
—¿Y Friedman-Bernal? ¿No participa en eso?
—Pertenece a otro campo —respondió Davis—. Ella es especialista en cerámica. Nosotros, en población. Lo suyo son los cacharros.
Habían decidido, él y Emma, instalar el teléfono en la cocina. Colgarlo en la pared junto a la nevera. Desde allí, de pie, mientras escuchaba a Maxie Davis, Leaphorn inspeccionó la habitación. Estaba limpia. No había a la vista platos ni ninguna otra cosa sucia. Las ventanas estaban limpias; el fregadero, limpio; el suelo, limpio. Leaphorn se inclinó hacia adelante todo lo que le permitía el cable del teléfono y quitó una servilleta del respaldo de la silla. La había utilizado mientras comía los huevos. Mientras la plegaba, sostuvo con el hombro el auricular contra la oreja.
—Volveré a ir —dijo—. Me gustaría hablar con usted. Y con Elliot, si está allí.
—Lo dudo —dijo Maxie Davis—. Los domingos suele estar en el campo.
Pero Elliot estaba, reclinado contra una columna del porche observando a Leaphorn mientras éste aparcaba su camioneta en el patio central de la casa de apartamentos.
—Ya tay —dijo Elliot, adoptando casi perfectamente la pronunciación del saludo navajo—. No sabía que los policías trabajaran en domingo.
—No te lo dicen cuando te reclutan —dijo Leaphorn—, pero de vez en cuando sucede.
Maxie Davis apareció en la puerta. Llevaba puesta una camiseta azul, suelta, decorada con la reproducción de la figura de un petroglifo. El cabello corto y oscuro le caía alrededor de la cara. Tenía un aspecto muy femenino, inteligente y hermoso.
—Apuesto a que sé dónde guarda ella aquel cuaderno de notas —dijo Davis—. ¿Tiene todavía la llave?
—Iré a buscar una al cuartel —dijo Leaphorn tras sacudir la cabeza.
O bien, pensó, si esto fallaba sería bastante simple entrar en el apartamento. Se había dado cuenta de que, al salir, Thatcher no había cerrado con llave.
—Luna no está —dijo Elliot—. Podemos entrar por la puerta del patio.
Elliot lo consiguió utilizando la larga hoja de su cortaplumas mediante el sencillo recurso de deslizarla y levantar el pestillo.
—Cosas que se aprenden en la universidad —comentó.
O en un centro de detención para jóvenes, pensó Leaphorn, quien se preguntó si Elliot habría estado alguna vez en alguno. No parecía probable. La cárcel no es socialmente aceptable para los muchachos que se preparan en la escuela privada para entrar en la universidad.
Todo parecía estar exactamente igual que cuando Leaphorn había estado allí con Thatcher: el mismo aire viciado, el mismo polvo, las cajas de cacharros, el mismo desorden. Thatcher había inspeccionado la habitación, tentativamente, en busca de pruebas de que la doctora Eleanor Friedman-Bernal violaba la ley federal de antigüedades. Ahora, Leaphorn intentaba inspeccionar a su manera, en busca de la mujer misma.
—Ellie guardaba su bolso en la cómoda —dijo Maxie Davis, y abrió un cajón de abajo—. Aquí dentro. Y recuerdo haberla visto dejar el cuaderno de notas aquí mismo cuando venía de trabajar.
Davis extrajo un bolso y se lo dio a Leaphorn. Era de piel beige. Parecía nuevo y caro. Leaphorn lo desabrochó, inspeccionó entre el lápiz de labios, frasquitos, paquetes de chiclets sin azúcar, tijeritas, y cosas por el estilo. Ningún cuaderno de notas de piel. Emma tenía tres bolsos, uno de ellos muy pequeño, uno muy bueno y uno gastado que utilizaba para la compra cotidiana.
—¿Tenía otro bolso? —preguntó Leaphorn a medias.
Davis asintió con la cabeza.
—Éste era su bolso bueno.
E inspeccionó en el cajón.
—No, aquí no.
La tibia decepción de Leaphorn al no encontrar el cuaderno de notas fue desplazada por una tibia sorpresa. Aparentemente, había desaparecido el bolso inadecuado. Friedman-Bernal no se había llevado consigo su bolso de sociedad para el fin de semana. Había cogido el bolso de trabajo.
—Me gustaría hacer un inventario somero —dijo Leaphorn—. Me apoyaré en su memoria. Veamos si podemos determinar qué es lo que se llevó consigo.
Tanto de parte de Maxie Davis como de Elliot recibió Leaphorn las protestas que esperaba, sobre la base de que realmente no sabían mucho acerca del guardarropa o de las posesiones de Ellie. Pero, al cabo de una hora, habían confeccionado una lista aproximada en el reverso de un sobre. Ellie no había llevado maleta, sino un pequeño bolso de tela de gimnasio. Probablemente no había llevado maquillaje ni cosméticos. No faltaba ninguna falda. Ningún vestido. Sólo había cogido vaqueros y una camisa de algodón de manga larga.
Maxie Davis se sentó en la cama y, con aspecto reflexivo, examinó sus apuntes.
—No hay modo de saber algo acerca de los calcetines, ropa interior o prendas de este tipo, pero no creo que haya cogido ningún pijama —dijo mientras se desplazaba hacia la cajonera—. Hay uno viejo azul que yo la he visto usar, un conjunto a cuadros muy gastado, y uno nuevo, fino, de seda.
Davis miró a Leaphorn, estudiando el nivel de comprensión de estas cosas que tenía el policía.
—Para compañía —explicó Maxie—. Dudo de que tuviera un cuarto conjunto, o, en todo caso, que lo trajera aquí.
—Vale —dijo Leaphorn—. ¿Tenía saco de dormir?
—Sí —contestó Davis—, por supuesto. También ha desaparecido —agregó tras buscar en el compartimento cerrado de la estantería.
—Entonces se ha ido a acampar —comentó Leaphorn—. A dormir fuera. Nada social, probablemente. A trabajar, probablemente. ¿Con quién trabajaba?
—Con nadie, en realidad —respondió Elliot—. Era el proyecto de una mujer sola. Trabajaba en solitario.
—Vayamos a sentarnos en algún sitio y a conversar sobre esto —dijo Leaphorn.
Se acomodaron en el salón. Leaphorn se sentó en el borde de un sofá en el que se sentía —y tenía el aspecto de tal— como si se desplegara para formar una cama. Davis y Elliot lo hicieron en el barato cojín excesivamente relleno del Despacho de Compras del Servicio del Parque. Gran parte de lo que Leaphorn oyó ya lo sabía por sus propios estudios de otros tiempos en el Estado de Arizona. Pensó que ambos hablaban de su obtención del master y decidió ponerse contra ellos. El tiempo que podían haber ahorrado no tenía ahora valor para Leaphorn. Y a veces se podía ganar algo aparentando saber menos de lo que en realidad se sabe. Así que Leaphorn oyó pacientemente aquellos conocimientos básicos, sobre todo de parte de Davis, acerca de cómo se había erigido la cultura anasazi en la Planicie de Colorado, casi seguramente una progresión desde las pequeñas y esparcidas familias de cazadores y recolectores de semillas que vivían en cuevas, y cómo aprendieron a fabricar cestos, luego los rudimentos de la agricultura, luego a regar sus cultivos mediante el control de los torrentes originados por la lluvia y, por último —probablemente en el proceso de calafateo de los cestos con barro secado al fuego para impermeabilizarlos—, la alfarería.
—Importante adelanto cultural —intervino Elliot—. Mejoró las posibilidades de almacenamiento. Abrió una puerta al arte. También dio a la antropología —añadió, riendo— algo mucho más duradero que los cestos para perseguir, y medir, y estudiar, y todo eso. Pero usted ya sabe mucho de eso, ¿no es verdad?
—¿Por qué dice eso?
Leaphorn nunca permitía que un tema lo sacara de su papel de interrogador, a menos que él quisiera.
—Porque no hace usted preguntas —respondió Elliot—. Maxie no es siempre absolutamente clara. O bien a usted no le interesa este marco, o bien ya lo sabe.
—Algo sé —dijo Leaphorn—. Ha dicho usted que Friedman se interesa por la alfarería. Aparentemente se interesaba sobre todo por un tipo de cacharros. Por los cacharros de un tipo de terminación corrugado. Probablemente por algunos otros detalles reveladores. ¿Correcto?
—Ellie pensaba que había identificado a una alfarera —explicó Elliot—. Un toque individual distintivo.
Leaphorn no dijo nada. Esto parecía moderadamente interesante. Pero —aun considerando el enorme interés de los antropólogos por la cultura anasazi y su misterioso destino—, no parecía muy importante. Su expresión dio a entender a Elliot lo que pensaba.
—Una alfarera. Que probablemente murió hace setecientos cincuenta años —dijo Elliot mientras ponía las botas sobre la destartalada mesa de café—. Entonces, ¿cuál es la gran cuestión? La gran cuestión es que Ellie sabe dónde vivió. Allá en BC57, del otro lado del aluvión de Pueblo Bonito, porque ella ha encontrado allí una cantidad de cacharros rotos durante el proceso de fabricación. Tiene que ser ahí donde él trabajaba...
—Ella —dijo Maxie Davis—. Donde ella trabajaba.
—Vale, ella.
Elliot sacudió la cabeza, recuperando el hilo de su pensamiento, sin dar muestras ni signo alguno de irritación. Era parte de un juego entre ellos, pensó Leaphorn. Las botas de Elliot estaban sucias, rajadas, con los tacos muy aplanados, prácticas. Una piel marrón oscuro, perfectamente flexible, extremadamente cara.
Davis estaba inclinada hacia adelante, y deseaba que Leaphorn lo entendiera.
—Nadie había encontrado antes una manera de relacionar la alfarería con la persona que la producía, nadie antes de que Ellie comenzara a percatarse de esta técnica peculiar que se repite en una cantidad de aquellas piezas de BC57. Ya lo había percibido en un par de otras piezas originarias de otros sitios, y ahora ha encontrado la fuente. De dónde proceden. Y también ha tenido suerte en otro sentido. No sólo fue prolífica esta alfarera, sino que fue buena. Sus piezas circulaban por doquier, Ellie siguió la pista a una de las piezas hasta las Ruinas de Salomón, en San Juan, y piensa que una procedía de una tumba cerca de la Ruina de Casa Blanca, en el Cañón de Chelly, y que...
Si Elliot tenía alguna objeción que hacer a la confiscación que Maxie Davis había hecho de su historia, su rostro no demostró nada. Pero finalmente dijo:
—Vayamos al punto importante.
Maxie lo miró y dijo:
—Bueno, ella no está segura de esto.
—Tal vez no, pero lo cierto es que este yacimiento BC57 fue uno de los últimos que se construyeron, justamente antes de que desaparecieran todos los seres humanos. Dataron una viga del techo en 1292, y parte del carbón de leña de lo que debe de haber sido un fuego de horno, en 1298. Así que ella ha estado trabajando aproximadamente sobre la época en que apagaron las luces y se marcharon. Y Ellie ha comenzado a pensar que podría establecer adónde se marcharon.
—Ésta es la verdadera gran cuestión aquí. —Davis hizo ondear los brazos—. ¿Adónde fueron los ansazi? El inmenso misterio sobre el cual escriben todos los autores de revista.
—Junto con otro par de grandes cuestiones —dijo Elliot—. Como, por ejemplo, la de por qué construyeron caminos cuando no tenían ruedas ni animales de carga, y la de por qué dejaron este lugar, y por qué vivieron antes en él, con tan poca madera, agua o buena tierra, y... —Se encogió de hombros—. Cuanto más sabemos, más nos maravillamos.
—Ese hombre que vino a verla la semana siguiente a su desaparición, ¿sabe usted quién era?
—Lehman —contestó Davis—. Fue una verdadera desgracia —agregó con una sonrisa triste—. Vino un miércoles, había llovido el martes por la noche, y usted sabe cómo se ponen los caminos.
—¿Y él es...? —comenzó a preguntar Leaphorn.
—Él es un pez gordo en el campo de Ellie —dijo Elliot—. Creo que fue presidente del comité de calificación cuando ella defendió su tesis doctoral en Madison. Ahora es profesor en la Universidad de Nuevo México. Es autor de dos o tres libros sobre la evolución de la alfarería de los mimbres, los hohokam y los anasazi. Toda una autoridad en el campo de la cerámica.
—El equivalente, para Ellie, de nuestro Devanti —dijo Davis—. Ella tuvo que convencer a Lehman de que sabía lo que decía. Como en las migraciones, Elliot y yo tenemos que vérnoslas con nuestro jefe.
—El doctor Albert Daventi —dijo Elliot—. La respuesta de Arkansas a Einstein —el tono era sardónico.
—Ha probado algunas cosas —dijo Maxie Davis, en tono categórico—, aun cuando no ha ido a la Phillips Exeter Academy, ni a Princeton.
Se hizo un silencio. La larga y agraciada cara de Elliot había adquirido rigidez; estaba demudado. Maxie le miró. En esa mirada Leaphorn leyó... ¿Qué leyó? ¿Cólera? ¿Malicia? Ella se volvió a Leaphorn.
—Por favor, observe el altanero desprecio de los aristócratas por los plebeyos. Devanti es decididamente plebeyo. Suena a pan de maíz.
—Y a menudo se equivoca —dijo Elliot.
—Ahí está la madre del borrego —replicó Davis, con una risa.
—Pero tú otorgas a la gente el derecho a equivocarse con tal de que sea de origen humilde —comentó Elliot, con una voz que sonaba normal, o más bien casi normal, aunque Leaphorn pudo notar la tensión en la línea de la mandíbula.
—Hay más de una justificación para ello —dijo Maxie con suavidad—. Tal vez haya pasado algo por alto mientras trabajaba por las noches para alimentar a su familia. No tuvo tutores para convertirse en una rata de biblioteca.
A eso Randall Elliot no respondió nada. Leaphorn observaba. ¿Adónde llevaría esa tensión? Aparentemente, a ninguna parte. Maxie no tenía nada más que decir.
—Ustedes dos trabajan en equipo —dijo Leaphorn—. ¿Verdad?
—Más o menos —respondió Davis—. Tenemos intereses comunes en los anasazi.
—Por ejemplo, ¿cuáles? —volvió a preguntar Leaphorn.
—Es complicado. En realidad, se refiere a la economía de la alimentación, las tolerancias de nutrición, las magnitudes de población, cosas como éstas, y así te pasas mucho más tiempo programando proyecciones estadísticas en el ordenador que excavando en el campo. Algo realmente aburrido, a menos que seas lo bastante raro como para meterte en ello.
Maxie sonrió a Leaphorn con una sonrisa tan encantadora que en otra época lo habría destrozado. Luego siguió diciendo:
—Y Randall, aquí presente, está haciendo algo mucho más sensacional. —Y lo golpeó con el codo, que era un gesto que convertía lo que decía casi en una mera provocación—. Está revolucionando la antropología física. Está buscando una manera de resolver, de una vez por todas, el misterio de lo que sucedió a esas gentes.
—Estudios de población —dijo Elliot en voz baja—. Implica las migraciones y la genética.
—Si resulta, cambiará todos los libros —declaró Davis, sonriendo a Leaphorn—. Los Elliot no desperdician el tiempo en cosas pequeñas. En la armada, son almirantes. En las universidades, presidentes. En política, senadores. Cuando comienzas tan arriba tienes que apuntar muy alto. De lo contrario, todo el mundo se decepciona.
Leaphorn se sintió incómodo.
—Sería un problema —dijo.
—Pero no para mí —dijo Maxie Davis—. Yo soy basura blanca.
—Maxie nunca se cansa de recordarme mi origen noble —dijo Elliot con un gesto de ironía—. Pero eso no tiene nada que ver con la cuestión de encontrar a Ellie.
—Pero tenemos una punta —dijo Leaphorn—. La doctora Friedman no habría faltado a la cita con Lehman sin una buena razón.
—Claro que no —dijo Maxie—. Es eso lo que dije a aquel idiota del despacho del sheriff.
—¿Sabe usted para qué venía él, específicamente?
—Ella iba a ponerlo al día —respondió Elliot.
—Le iba a lanzar una bomba —dijo Maxie—. Eso es lo que yo pienso. Me parece que finalmente había logrado hacer que todo encajara.
Algo había en la expresión de Elliot. Tal vez escepticismo. Tal vez desaprobación. Pero Davis estaba entusiasmada.
—¿Qué le contó ella?
—No demasiado, en realidad. Pero yo lo intuí. Que la cosa funcionaba. Pero no fue muy explícita.
—No es tradición. No entre nosotros, los científicos —dijo Elliot.
Leaphorn se sorprendió tan interesado en lo que sucedía con Elliot como en el tema de la conversación. El tono de Elliot se había vuelto ligeramente burlón. Davis también lo había captado. Ella miró a Elliot y luego otra vez a Leaphorn, al que habló directamente.
—Es verdad —dijo ella—. Antes de darse aires, es preciso haber hecho algo de lo cual vanagloriarse.
Dijo esto con extremada suavidad, sin mirar a Elliot, pero la cara de este último se encendió.
—Piensa usted que ella ha encontrado algo importante —dijo Leaphorn—. No le dijo nada, pero algo le hizo a usted pensar eso. Algo específico. ¿Puede suponer qué fue?
Davis se inclinó hacia atrás en el diván. Se mordió el labio inferior y, como por casualidad, apoyó la mano sobre el muslo de Elliot. Pensó.
—Ellie estaba excitada —dijo—. Y también feliz. Durante una semana, tal vez algo más, antes de irse.
Se levantó del diván y pasó junto a Leaphorn, camino al dormitorio. Leaphorn pensó: gracia infinita.
—Ella había estado en Utah. Lo recuerdo. En Bluff, y Mexican Hat, y...
Su voz desde el dormitorio no llegaba con claridad.
—¿Montezuma Creek? —preguntó Leaphorn.
—Sí, toda esa región a lo largo del límite sur de Utah. Y cuando regresó —Davis salió del dormitorio con una caja de Café Folgers— tenía todas estas piezas. —Puso la caja sobre la mesa de café—. Son éstas, me parece. Al menos recuerdo que era esta caja.
La caja contenía, según el cálculo de Leaphorn, unos cincuenta fragmentos de cacharros, algunos grandes, otros de no más de dos centímetros y medio de ancho.
Leaphorn hurgó en ellos, sin buscar nada en especial, pero advirtió que todos eran de color marrón amarillento, y todos presentaban un modelo corrugado.
—Que había hecho su alfarera, supongo —dijo Leaphorn—. ¿Dijo dónde los había conseguido?
—De un Ladrón de Tiempo —dijo Elliot—. De un cazador de cacharros.
—No dijo eso —replicó Davis.
—Fue a Bluff en busca de cazadores de cacharros. Para ver lo que encontraban. Eso fue lo que te dijo.
—¿Dijo quién? —preguntó Leaphorn.
Aquí podía residir la explicación de su desaparición. Si estaba en tratos directos con un cazador de cacharros, éste podía haber tenido segundas intenciones. Podía haber pensado que le había vendido pruebas que lo llevarían a la cárcel. Podía haberla matado cuando ella volvió por más cacharros.
—No mencionó nombres —comentó Davis.
—No era necesario —dijo Elliot—. Si buscas cazadores de cacharros en Bluff, tienes que ir a ver al anciano Houk. O a alguno de sus amigos. O manos contratadas.
Bluff, pensó Leaphorn. Tal vez iría allí y hablaría con Houk. Tenía que ser el mismo Houk. El padre sobreviviente del asesino ahogado. La memoria retrocedía. Una tragedia como esa deja hondas huellas en la mente.
—Quizá debiera saber usted algo más —dijo Davis—. Ellie tenía una pistola.
Leaphorn aguardó.
—La guardaba en el mismo cajón que el bolso.
—Allí no estaba —dijo Davis—. Supongo que se la llevó.
Sí pensó Leaphorn. Iría a Bluff y hablaría con Houk. Tal como Leaphorn lo recordaba, era un hombre completamente fuera de lo común.
Capítulo 7
Jim Chee se sentó en el borde de su litera, se frotó los ojos con los nudillos, se aclaró la garganta y pensó en el malestar que había perturbado su sueño. Demasiada muerte. La tierra inquieta, sembrada de huesos. Apartó aquello de su pensamiento. ¿Había en el depósito de su pequeña roulotte de aluminio agua suficiente como para darse una ducha? La respuesta era «quizá». Pero ese no era un nuevo problema. Hacía mucho tiempo, Chee había desarrollado un método para reducir sus efectos al mínimo. Llenó su cafetera, para animarse. Llenó un vaso de vidrio como reserva para lavarse los dientes y un frasco de mostaza para el baño de sudor que estaba decidido a tomar.
Chee bajó hasta la margen del río con el frasco, un vaso de cartón y una tela embreada. Para su baño de sudor, junto a los sauces que bordeaban el San Juan, recogió la madera suficiente como para calentar las rocas, llenó el vaso con arena limpia y seca, comenzó a encender el fuego y se sentó, con las piernas cruzadas, esperando y pensando. No servía para nada pensar en Janet Pete, encuentro que representaba una humillación que no podía evitarse ni minimizarse. Por vueltas que le diera al asunto, el costo sería de novecientos dólares, más el desprecio de Janet. En cambio, pensó en la noche anterior, en los dos cuerpos fotografiados y cargados en la furgoneta policial por los enviados del Condado de San Juan. Pensó en los cacharros, cuidadosamente envueltos en papeles de diario dentro de los sacos de basura.
Cuando las rocas estuvieron suficientemente calientes y el fuego había prendido bajo las brasas, cubrió el recinto del baño de sudor con la brea y se deslizó en su interior. Se acuclilló y cantó las canciones del baño de sudor que el Pueblo Sagrado había enseñado a los primeros clanes, las canciones para expulsar del cuerpo la contaminación y la enfermedad. Saboreó el calor seco, consciente del relajamiento de los músculos, la transpiración que manaba de la piel, le goteaba detrás de las orejas, corría por la espalda, le humedecía los flancos. Llenó su mano ahuecada con agua que vertió de la jarra y la esparció sobre las rocas, lo que lo envolvió en una explosión de vapor. Inhaló profundamente esta bruma cálida y sintió el cuerpo suavizado por la mostaza. Ahora estaba mareado, libre. La preocupación por los huesos y los Buicks había desaparecido en la caliente oscuridad. Chee, en cambio, era consciente del funcionamiento de los pulmones, de los poros abiertos, de los músculos blandos, de su propia y vigorosa salud. Allí estaba su hozro, su armonía con lo que le rodeaba.
Cuando echó hacia atrás la brea y emergió, rubicundo, con el cuerpo caliente y chorreando sudor, se sintió con la cabeza ligera, los pies ágiles, estupendo, en general. Se frotó con la arena que había recogido, volvió a subir a la roulotte y se duchó. Chee añadió a la frugalidad habitual con que los habitantes del desierto utilizan el agua, la especial precaución que quienes viven en roulottes vuelven a aprender cada vez que se cubren de jabón y no les ha quedado nada de agua en el depósito. Se enjabonó una zona reducida, la aclaró, luego otra, urgido por el olor de su café. Sus genes navajos le ahorraban la necesidad de volver a afeitarse, quizá por una semana más, pero, de todos modos, se afeitó. Era un modo de postergar lo inevitable.
Lo cual se postergó todavía un poco más a causa de la ausencia de teléfono en la roulotte de Chee. Utilizó el teléfono de pago junto a la tienda de ramos generales, sobre la carretera. Janet Pete no estaba en su despacho. Tal vez, dijo la recepcionista, se había ido a los juzgados o a la policía. Estaba preocupada por su coche nuevo. Chee llamó a la policía. Había tres mensajes para él. Dos eran de Janet Pete de la DNA, el servicio jurídico tribal, y uno del teniente Leaphorn. Leaphorn acababa de llamar y de hablar con el capitán Largo. Luego el capitán había dejado el mensaje para Chee de que llamara a Leaphorn a su casa de Window Rock después de las seis de la tarde. ¿Había dejado Pete algún mensaje? Sí, en la última llamada había dicho que avisaran a Chee, que quería recoger su coche.
Chee llamó a la casa de Pete. Tamborileaba nerviosamente con los dedos mientras sonaba el teléfono. Luego se oyó un click.
—Lamento no poder atenderle ahora mismo —decía la voz de Pete—. Si quiere dejar algún mensaje después de que suene la señal, yo le llamaré.
Chee escuchó la señal y el silencio que la siguió. No se le ocurrió nada interesante que decir, y colgó. Luego se dirigió al garage de Tso. Seguramente el daño no había sido tan grande como él lo recordaba.
El daño era exactamente como él lo recordaba. El coche estaba en la grúa de Tso, descolorido por el polvo, el tren delantero grotescamente desalineado, la pintura del guardabarros saltada, los pequeños ganchitos que otrora sostuvieran el listón cromado que tanto gustaba a Pete, ya no sostenían nada. En la puerta, una pequeña abolladura. Y una grande que estropeaba el azul huevo de petirrojo de los guardabarros posteriores. Tenía un aspecto sucio y desvencijado.
—No es tan terrible —dijo Tso—. Entre nueve mil quinientos y once mil dólares y quedará como estaba. Pero en realidad ella debería reparar todos los problemas que tenía cuando usted lo cogió.
Tso se limpiaba la grasa de las manos con un gesto que a Chee le hizo pensar en una voraz anticipación.
—Frenos agarrados, dirección floja, todo eso.
—Tendré necesidad de un crédito —dijo Chee.
Tso pensó en ello, el rostro se le llenó de deudas recordadas, de amistades violentadas. Los pensamientos de Chee con respecto a Tso, siempre cálidos, comenzaron a enfriarse. Mientras estaban en eso, el sedán del parque automotor de Janet Pete se acercó al edificio. Se abrió la puerta delantera y Janet se apeó. Miró el Buick, otros dos coches que esperaban la intervención de Tso y dedicó una deslumbrante sonrisa a Chee.
—¿Donde está mi Buick? —preguntó—. ¿Qué tal anduvo? ¿Ha usted...?
La pregunta quedó en el aire. Janet Pete volvió a mirar el Buick.
—¡Dios mío! —exclamó —. ¿Algún muerto?
—Bien —dijo Chee, aclarándose la voz—. Verá usted, yo iba conduciendo...
—Mal los amortiguadores —dijo Tso—. Floja la dirección. Pero Chee lo sacó de todos modos. Una especie de prueba de seguridad. Se podía haber matado —terminó, encogiéndose de hombros y con cara de disgusto.
Lo cual, bien pensado, tal vez fuera cierto, reflexionó Chee. Su malestar ante Tso dio paso a una ola de gratitud.
—Debí haber tenido más cuidado —comentó Chee—. Tso me lo advirtió.
Janet contemplaba el Buick, comparando lo que veía con lo que había dejado. Después de un momento, dijo:
—Me habían dicho que todo estaba perfectamente.
—Habían atrasado el cuentakilómetros —dijo Tso—. La cinta del freno estaba despareja. La junta en U, floja. La dirección, floja. Necesitaba muchísimo trabajo.
Janet Pete se mordió el labio. Pensó. Luego, preguntó:
—¿Puedo usar su teléfono?
Chee sólo llegó a oír una parte de la conversación, que pasó del vendedor al jefe de ventas y de éste al administrador general. A Chee le pareció que este último se limitaba más bien a escuchar.
—El agente Chee no parece haberse lastimado demasiado, pero aún no he escuchado a su abogado... la lista de defectos mecánicos muestra... esto es una infracción de tercer grado en Nuevo México, el cuentakilómetros alterado. Pues bien, ya podrá decidirlo un tribunal. Supongo que la multa es de cinco mil dólares. Pueden recogerlo en el garage de Tso, en Shiprock. Pero Tso me ha dicho que no lo entregará hasta que no se le paguen sus costes. Acarreo, inspección, supongo. Mi abogado me ha dicho que me asegure de que ninguno de sus mecánicos trabaje en el coche hasta que él decida...
Mientras iban a tomar un café en el sedán del parque automotor que utilizaba Janet Pete, Chee dijo:
—Sus mecánicos lo arreglarán todo.
—Es probable —dijo Janet—. De todas maneras, no habrá juicio. No vale la pena.
—¿Simplemente para hacerlos sufrir un poco?
—Verá, esto no se lo hubieran hecho a usted. Usted es hombre. A las mujeres nos meten esta basura. Se piensan que a una mujer le pueden vender un coche únicamente por la pintura azul y el listón cromado. Nos dan gato por liebre.
—Hum —replicó Chee, lo cual provocó un silencio.
—¿Qué pasó en realidad? —preguntó Janet.
—Falló la dirección —respondió Chee, con incomodidad.
—Continúe —insistió Janet.
—Traté de girar —dijo Chee—. Falló.
—¿A qué velocidad? Venga. ¿Qué pasó?
Fue así como Jim Chee explicó lo sucedido, le contó acerca del remolque desaparecido y de la excavadora desaparecida, y del capitan Largo, y eso le llevó a su descubrimiento de la noche anterior.
Janet había oído hablar de ello en la radio. Mientras tomaban el café, ella no cesaba de hacer preguntas, aunque no todas referidas al crimen.
—He oído decir que era usted un hatathali —dijo—. Que canta la Bendición.
—Todavía estoy aprendiendo —respondió Chee—. La única vez que lo he hecho ha sido en familia. Un pariente. Pero ya me lo sé. Si alguien quiere que lo haga...
—¿De dónde saca tiempo libre? ¿No es un problema? Ocho días, ¿no es así? ¿O canta usted la versión abreviada?
—Todavía no hay problemas. No hay clientes.
—Otra cosa que he oído acerca de usted es que tiene una novia belagana. Una maestra en Crownpoint.
—Se ha ido —dijo Chee, y sintió aquella extraña sensación de estar escuchando una voz que desde fuera pronunciaba estas palabras: «Se ha ido a estudiar a la universidad de Wisconsin».
—¡Oh! —exclamó Janet.
—Nos escribimos —agregó Chee—. Una vez le envié una gata preñada.
Janet miró sorprendida.
—¿Para probar su paciencia?
Chee trató de encontrar una manera de explicarlo. Una tontería enviar aquello a Mary Landon, una tontería hablar de ello ahora.
—Cuando lo pensé tenía un cierto simbolismo —explicó Chee.
Janet mantuvo vivo el silencio, al modo navajo. Si él tenía algo más que decir acerca de Mary Landon y la gata y quería decirlo, lo diría. Se sintió agradecido a Janet por eso. Pero no tenía nada más que decir.
—¿Era aquella gata de la cual me habló? ¿El último verano, cuando había arrestado a aquel anciano que yo representaba? ¿La gata a la que perseguía el coyote?
Chee removía el café. Aunque tenía la cabeza baja, era consciente de que Janet Pete lo estaba estudiando. Asintió con un gesto, recordando. Janet Pete había sugerido que proveyera a su gata extraviada de un medio libre de coyotes, de modo que fueron ambos a una tienda de animales de Farmington y compraron una de esas jaulas de plástico y alambre que se usan para embarcar animales domésticos en los aviones de línea. Finalmente, la utilizó para enviar de vuelta la gata del hombre blanco al mundo del hombre blanco.
—Simbolismo —comentó Janet Pete, quien removía ahora el café y miraba hacia abajo el remolino que provocaba la cucharilla.
Abruptamente, Chee dijo:
—La gata belagana no se puede adaptar al ambiente navajo. Se muere de hambre. Se la come el coyote. Mi experimento con la gata abandonada fracasa. Acepto el fracaso. La gata vuelve al mundo de los belaganas, donde hay más que comer y no te coge el coyote.
Era más de lo que Chee había intentado decir. Estaba desgarrado. Quería hablar acerca de Mary Landon, de la partida de Mary Landon. Pero no se sentía cómodo hablando de ello a Janet Pete.
—No se quiso quedar en la reserva. Usted, en cambio, no quería dejarla —dijo Janet Pete—. Dice usted que comprende su problema.
—Nuestro problema —dijo Chee—. Mi problema.
Janet Pete sorbió el café.
—El mío era un profesor de derecho. Profesor asistente, para ser precisa. Sabe usted —agregó tras dejar la taza—, tal vez fuera el mismo problema de la gata simbólica. Veamos si puedo hacerlo encajar.
Chee aguardó. Lo mismo que Mary Landon, Janet Pete tenía ojos grandes y expresivos, pero castaños en lugar de azules, y en ese momento, mientras Janet Pete pensaba, rodeados de arrugas.
—No encaja demasiado bien —dijo Janet—. Él quería una compañera —agregó riendo—. La costilla de Adán. Algo para ahuyentar la soledad del hombre joven que persigue su brillante carrera de derecho. La muchacha india. —Las palabras sonaban amargas, pero sonrió a Chee—. Usted lo recordará. Hace pocos años, las muchachas indígenas se llevaban bien con los yuppies. Como collares de flores de calabaza, y, si querías escribir poesía romántica, te declarabas en parte cherokee o sioux.
—Pero ya no tanto —dijo Chee—. Supongo que convinieron en dejarlo.
—Realmente, no —replicó ella—. La oferta permanece en pie. O así me lo dice.
—En cierto modo, sí encaja —comentó Chee—. Yo quería que ella fuera mi navaja.
—¿Era maestra de escuela? ¿En Crownpoint?
—Durante tres años —respondió Chee.
—Pero no quería hacer de ello su carrera. Entiendo su punto de vista.
—Ése no era exactamente el problema, sino el de criar aquí los hijos. Y había más aún. Yo podía irme. Tenía un ofrecimiento del FBI. Mejor sueldo. Una suerte de opción implícita, tal como lo veía ella. ¿La quería lo suficiente como para renunciar a ser navajo?
Más allá de la polvorienta ventana del frente del Café de la Nación Navaja, el deslumbrante sol del atardecer se oscurecía tras las nubes. Una camioneta Ford 250 pasaba por allí lentamente, con cuatro navajos en el asiento delantero y el vehículo de un turista impaciente tras el parachoques posterior. Chee llamó la atención de la camarera e hizo llenar nuevamente las tazas de café. ¿Qué diría si Janet Pete le lanzaba la pregunta, si decía: «Y bien, ¿qué responde usted?». ¿Qué contestaría? Pero ella removió el café.
—¿Cómo se desarrolló la brillante carrera del profesor? —preguntó Chee.
—Pues, brillantemente. Ahora es jefe de la asesoría jurídica de Davidson-Bart, que, me parece, es lo que se llama un complejo multinacional. Pero, sobre todo, implicado en el crédito comercial para negocios de exportación e importación. Gana mucho dinero. Vive en Arlington.
Tras la polvorienta ventana llegaba el débil sonido de un trueno, un rumor que se alejaba.
—¡Ojalá lloviera! —dijo Janet Pete.
Chee había pensado exactamente lo mismo. Había compartido un pensamiento navajo con otro navajo.
—Es demasiado tarde para que llueva —dijo finalmente—. Estamos a treinta y uno de octubre.
Janet Pete le dejó en el garage. Camino a la roulotte, Chee se detuvo en la telefónica para llamar al teniente Leaphorn.
—Largo me dijo que ha encontrado usted los cadáveres de los cazadores de cacharros —dijo este último—. No fue muy claro acerca de qué hacía usted allí.
Dejó implícita la pregunta, y Chee reflexionó un momento antes de contestar. Sabía que la mujer de Leaphorn había muerto. Había oído decir que el hombre tenía problemas para superarlo. Había oído decir —todo el mundo lo había oído en la Policía Tribal Navaja— que Leaphorn había renunciado al Cuerpo. Que se había retirado. Pero entonces, ¿qué había en este asunto? ¿Hasta qué punto era oficial todo eso? Chee suspiró, tomándose otro segundo para pensar. Haya renunciado o no, se dijo finalmente, Joe Leaphorn sigue siendo el mismo Joe Leaphorn. Nuestro legendario Joe Leaphorn.
—Buscaba al individuo que robó la excavadora aquí, en Shiprock —dijo—. Descubrí que era un cazador de cacharros de vez en cuando, y trataba de cogerlo excavando. Con la propiedad robada.
—¿Y sabía dónde buscar?
Chee recordó que Leaphorn nunca creía en la casualidad.
—Algo intuía —respondió Chee—. Y sabía para qué compañía de gas había trabajado, dónde había desarrollado su trabajo y dónde podía haber yacimientos en los sitios en los que él había estado.
Entre los cuatrocientos empleados de la Policía Tribal Navaja corrió la voz de que Joe Leaphorn había abandonado el Cuerpo. Que Joe Leaphorn había sufrido una crisis nerviosa. Que Loe Leaphorn estaba acabado. Para Jim Chee, la voz de Leaphorn no sonaba distinta. Ni el tono de sus preguntas. Una suerte de escepticismo. Como si supiera que no se le estaba contando todo lo que él necesitaba saber. ¿Qué le preguntaría Leaphorn ahora? ¿Cómo sabía él que el hombre estaría excavando la noche anterior?
—¿Tiene algún otro dato para continuar?
—¡Oh! —exclamó Chee—. Ciertamente. Supimos que había alquilado un camión con neumáticos nuevos en las ruedas traseras dobles.
—Vale —dijo Leaphorn—. Está bien. Así que había camiones para buscar —su voz sonaba más relajada ahora—. Esto es muy distinto. De lo contrario, sería como para pasarse el resto de la vida yendo y viniendo por los caminos.
—E imaginé que estaría excavando anoche por algo que dijo a Slick Nakai. El predicador le compraba cacharros de vez en cuando. Y le dijo algo así como que pronto tendría algo para él.
Silencio.
—¿Sabía que estoy de franco? ¿De franco final?
—Eso he oído decir —contestó Chee.
—Diez días más y seré un civil. Precisamente ahora, en realidad, sospecho que no actúo oficialmente.
—Sí, señor —dijo Chee.
—Si puede usted mañana por la mañana, ¿querría acompañarme al yacimiento? ¿Inspeccionar conmigo a la luz del día? ¿Contarme cómo estaba todo aquello antes de que la gente del sheriff y la ambulancia y los FBI lo pusieran todo patas arriba?
—Si el capitán está de acuerdo —respondió Chee—, me encantaría.
Capítulo 8
Durante casi toda la noche Leaphorn había sido consciente del viento, que había escuchado soplar sin interrupción desde el sudeste mientras esperaba dormirse y se despertaba una y otra vez para advertir sus cambios y sus ráfagas, que producían sonidos de chindi alrededor de la casa vacía. Cuando Thatcher llegó para recogerlo, todavía soplaba, sacudiendo el sedán del parque automotor que éste conducía.
—Viene un frente frío —dijo Thatcher— amainará.
Y mientras viajaban de Window Rock hacia el norte, se moderó. En Many Farms se detuvieron para desayunar y Thatcher recordó a Harrison Houk, ganadero, pilar de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, poderoso republicano, objeto de variados chismorreos, comisionado del condado, poseedor de permisos de pasto del Departamento de Administración Territorial que se extendían en forma irregular al sur del territorio del cañón de Utah, legendario y astuto operador. Leaphorn se limitaba casi a escuchar, recordando a su vez un Houk de muchos años antes, recordando un hombre abatido por la aflicción. Cuando pagaron la cuenta, el cielo occidental sobre la Meseta Negra estaba cubierto de polvo en suspensión, pero el viento había remitido. Noventa kilómetros más adelante, cuando cruzaban el límite norte de Mexican Water, sólo corría una brisa, todavía del sudeste, pero demasiado débil para agitar la esparcida artemisa gris y la engañosa hierba plateada de Nokaito Bench. El sedán circulaba por el puente del Río San Juan, por debajo de Sand Island, en medio de una calma de muerte. Sólo el olor a polvo recordaba el viento.
—Tierra de Lluviecita —dijo Thatcher—. ¿Quién la habrá llamado así?
No era el tipo de amistad que requería respuestas. Leaphorn miró aguas arriba, observando una pequeña flotilla de kayaks y balsas de goma y esquifes de madera que pujaban en la corriente desde el desembarcadero de Sand Island. Una expedición flotante en las profundidades de los cañones. Él y Emma habían hablado de hacerlo. A ella le habría gustado, pues eso le hubiera mantenido a él alejado de cualquier posibilidad de llamadas telefónicas. Lo hubiera sacado de los confines de la tierra. Y también a él le habría encantado. Siempre intentó hacerlo, pero nunca tuvo tiempo suficiente. Y ahora, por supuesto, el tiempo se había agotado.
—¿Uno de tus trabajos? —preguntó Leaphorn, señalando la flotilla con la cabeza.
—Les damos licencia como barqueros turistas. Les expedimos permisos de viaje, nos aseguramos de que cumplan con las reglas de seguridad. Y cosas por el estilo. Ésa ha de ser la última de la temporada —agregó señalando hacia la corriente—. A partir de ahora, cerrarán el río.
—¿Muchos dolores de cabeza?
—Aquí, no —respondió Thatcher—. Éstas son las Wild Rivers Expeditions de Bluff. Hay más educación para navegar. Te vas con un geólogo a estudiar las formaciones y los fósiles, o con un antropólogo a mirar las ruinas anasazi de los cañones, o tal vez con un biólogo para meterte entre los lagartos, los liqúenes y los murciélagos. Este tipo de cosas. La gente que va es gente mayor. Más dinero. No esa caterva de adolescentes crecidos que sólo esperan no cagarse de miedo al bajar los rápidos.
Leaphorn asintió con la cabeza.
—Se enorgullecen de limpiarlo todo ellos mismos. La norma es orinar justo a la orilla del río, de modo que se diluya rápido. Todo lo demás lo llevan ellos. Servicios portátiles. Hacen las fogatas en recipientes especiales, de modo que no te encuentras con todo ese carbón en la arena. Hasta las cenizas se llevan.
Giraron río arriba, hacia Bluff. Ya se hallaban fuera de la reserva. Fuera de la jurisdicción de Leaphorn y en la de Thatcher. Gran parte de la tierra por encima de los farallones que bordeaban el río sería tierra federal, concesiones fraudulentas del dominio público. A lo largo del río, la tierra había sido colonizada por familias mormonas que poblaron ese estrecho valle con órdenes originarias de Brigham Young para establecer una avanzadilla contra el hostil mundo gentil. Este paisaje rocoso al sur del río había sido una vez el país de Leaphorn, cuando era joven y trabajaba en Kayenta, pero era demasiado desprovisto de agua y demasiado yermo como para albergar a gente que requiriera atención policial.
Según la historia, 150 mormones se habían establecido en la década de los sesenta del siglo pasado, y las cifras del último censo que Leaphorn había visto mostraban que la población era de 240 personas: tres estaciones de servicio a lo largo de la autopista, tres cafés al borde del camino, dos tiendas de comestibles, dos moteles, la oficina y el cobertizo para las lanchas de las Wild Rivers Expeditions, una escuela y unas cuantas casas esparcidas, algunas de ellas, vacías. Los años no habían cambiado gran cosa en Bluff.
El rancho de Houk era la excepción. Leaphorn lo recordaba como un complejo de edificios grande y sólido, hecho de arenisca rosada, cuadrado como un dado y absolutamente limpio. Estaba unido a la carretera de grava que venía de Bluff por un sucio camino nivelado, que, a través de la puerta de hierro, torcía por una pendiente cubierta de artemisas y terminaba bajo los chopos que sombreaban la casa. Ya en el portal, entonces pintado y ahora cubierto de orín, notó Leaphorn la diferencia. Lo abrió y volvió a cerrarlo después de que Thatcher hubiera pasado con el coche. Luego empujó la cadena, que golpeó el badajo contra la gran campana de iglesia, de hierro, que colgaba del poste que cogía la línea eléctrica para la casa. Esto hizo saber a Houk que tenía visitas.
Siguieron luego el sendero particular, con una tupida vegetación de plantas rodadoras, reinas margaritas silvestres y hierbas a lo largo de las huellas. El cercado para los conejos, que en el recuerdo de Leaphorn rodeaba un limpio y brillante jardín, se estaba viniendo abajo, y el jardín se había transformado en una maraña de maleza seca. Los pilares que aguantaban el porche de entrada necesitaban pintura. Y lo mismo ocurría con el camión aparcado junto el porche. Únicamente la sólida forma cuadrada de la casa, construida para desafiar el tiempo, había permanecido incólume a través de los años. Pero ahora, rodeada de decadencia, parecía un extraño. Incluso la gigantesca nave que se hallaba en la falda, detrás de ella, a pesar de sus paredes de piedra, parecía estar derrumbándose.
Thatcher hizo circular el sedán hasta detenerlo a la sombra del chopo. Se abrió la puerta de tela metálica y apareció Houk. Se apoyaba en un bastón. Desde la sombra, miró con los ojos entrecerrados en la cegadora luz del sol, tratando de identificar quién había hecho sonar la campana del patio. A primera vista, Leaphorn pensó que Houk, lo mismo que la arenisca rosada de su casa, había resistido la prueba del tiempo. A pesar del bastón, su figura, a la sombra del porche, tenía aquella misma solidez de bloque que Leaphorn recordaba. Allí estaba todavía su redonda cara de bulldog, el bigote de morsa, los ojos pequeños atisbando a través de las gafas con montura metálica. Pero ahora Leaphorn miraba la barriga, la ligera joroba, las profundas arrugas, el pelo gris, la irregularidad del bigote, que ocultaba la boca. Y cuando Houk descargó su peso sobre el bastón, Leaphorn vio una mueca de dolor en su rostro.
—¡Hola, señor Thatcher! —exclamó Houk al reconocerle—. ¿Qué es lo que le ha hecho hacer todo este camino al Departamento de Administración Territorial tan pronto por la mañana? ¿No fue en la primavera pasada cuando vino usted a verme? ¿Y quién...? —comenzó a decir, tras mirar a Leaphorn, pero se detuvo.
Su expresión pasó de la neutralidad a la sorpresa y luego al placer.
—¡Por Dios! —exclamó—. No recuerdo su nombre, pero es usted el policía navajo que encontró el sombrero de mi hijo.
Se detuvo un momento. Luego dijo:
—¡Ah, sí, ya recuerdo! ¡Leaphorn!
Esta vez el sorprendido era Leaphorn. Habían pasado casi veinte años desde que se había visto involucrado en la busca del hijo de Houk. Sólo en dos o tres oportunidades había hablado con Leaphorn, y sólo brevemente. Cuando le entregó el sombrero mojado de fieltro azul, empapado en el agua barrosa del Río San Juan. Bajo la cueva del farallón, de pie junto a él, en aquel momento de tensión, cuando el capitán de la policía del estado decidió que tenía acorralado a Grigham Houk. Y, por último, en ese mismo porche, cuando ya había terminado todo y no quedaba ninguna esperanza, mientras escuchaba al hombre que hacía examen de conciencia y atribuía a sus propias flaquezas aquel ataque asesino de su hijo. Tres encuentros, y hacía mucho, mucho tiempo.
Houk los hizo pasar a lo que él llamaba el locutorio, una habitación pulcra que olía a muebles lustrados.
—No se utiliza mucho esta habitación —dijo Houk en voz alta.
Descorrió las cortinas, levantó las celosías y subió las ventanas de guillotina para dejar entrar el otoño. Pero, aun así, la habitación era oscura, con sus paredes convertidas en una galería de fotografías enmarcadas de personas, estantes de libros ocupados mayormente por cacharros.
—No tenemos mucha compañía —concluyó Houk, tras lo cual se sentó en el sillón excesivamente relleno que hacía juego con el sofá, produciendo otra débil bocanada de polvo—. En un instante estará aquí la niña con algo frío para beber.
Luego esperó, mientras tamborileaba sobre el brazo del sillón. Les tocaba hablar a ellos.
—Estamos buscando a una mujer —comenzó Thatcher—. Una antropóloga de nombre Eleanor Friedman-Bernal.
—La conozco —dijo Houk con un gesto de la cabeza y una mirada de sorpresa—. ¿Que pasa?
—Ha desaparecido —respondió Thatcher—. Hace unas dos semanas. Aparentemente —añadió tras pensar un momento— estuvo aquí muy poco antes de desaparecer. En Bluff. ¿La vio usted?
—Veamos. Yo diría que fue hace cuatro semanas cuando estuvo aquí por última vez —dijo Houk—. Algo así. Tal vez podría calcularlo con exactitud.
—¿Que quería?
A Leaphorn le pareció que el rostro de Houk se tornaba ligeramente más rosado que su color normal. Miró fijamente a Thatcher, se le movieron los labios bajo el bigote y los dedos continuaron tamborileando.
—No han tardado ustedes en venir aquí —dijo—. Lo digo a favor de ustedes.
Se incorporó en el sillón, luego se volvió a sentar.
—Pero, ¿cómo diablos me relacionan ustedes con eso?
—¿Quiere decir, con su desaparición? —respondió Thatcher, turbado—. Ella tenía anotado su nombre en su cuaderno de notas.
—Quiero decir con los asesinatos —dijo Houk.
—¿Asesinatos? —preguntó Leaphorn.
—En Nuevo México —contestó Houk—. Los cazadores de cacharros. Lo oí esta mañana por radio.
—¿Cree usted que nosotros lo relacionamos a usted con eso? —preguntó Leaphorn —. ¿Por qué piensa tal cosa?
—Porque me parece que cada vez que que los agentes federales comienzan a pensar en el robo de cacharros, asoman su nariz por aquí —respondió Houk—. A esos individuos les dispararon cuando robaban cacharros, lo que es razón suficiente para que intervengan los policías de la BLM y del FBI, y para que todos levanten sus culos del asiento y se pongan a trabajar. Pero como no saben qué diablos hacer, vienen a molestarme.
Houk los vigilaba, sus ojitos azules ampliados por las lentes de sus gafas.
—¿Dicen ustedes que esta visita no tiene nada que ver con eso?
—Eso justamente es lo que estamos diciendo —respondió Leaphorn—. Estamos tratando de encontrar a una antropóloga. Una mujer llamada Eleanor Friedman-Bernal. Desapareció el trece de octubre. Ciertas referencias en sus notas aluden a una visita a Bluff para ver al señor Harrison Houk. Pensamos que si sabemos a qué vino a verle a usted, podríamos inferir de ello dónde seguir buscando.
Houk reflexionó, estudiando a sus visitantes.
—Vino a verme a propósito de un cacharro —dijo.
Leaphorn se sentó y aguardó que su silencio estimulara a Houk a agregar algo. Pero Thatcher no era un navajo.
—¿Un cacharro?
—Que tiene que ver con su investigación —dijo Houk—. Ella había visto una foto del mismo en un catálogo de subasta de Nelson. ¿Sabe usted algo acerca de ese modelo? Era precisamente lo que a ella le interesaba. De modo que los llamó y ellos le dijeron que yo se los había suministrado —tras lo cual Houk hizo una pausa, a la espera de la pregunta de Thatcher.
—¿Qué quería saber ella?
—Exactamente dónde lo había encontrado. No lo encontré yo. Yo se lo compré a un navajo. Le di el nombre del navajo.
Una mujer navaja de edad mediana entró en ese momento en la habitación con una bandeja con tres vasos de agua, una jarra con algo que parecía agua congelada y tres latas de una bebida no alcohólica de hierbas.
—Bebemos agua o esta bebida sin alcohol —dijo Houk—. Supongo que saben ustedes que pertenezco a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días.
Todos se sirvieron agua.
—Irene —dijo Houk—, quiero presentarte a estos individuos. Éste es el señor Thatcher. El agente de la BLM que viene aquí de vez en cuando a fastidiarnos con nuestros derechos de pastos. Y éste es alguien de quien te he hablado. El que encontró el sombrero de Brigham. El que impidió que aquellos malditos policías del estado le dispararan en la cueva. Ésta es Irene Musket.
Irene depositó la bandeja y le dio la mano a Thatcher.
—Mucho gusto —dijo. Habló a Leaphorn en navajo, utilizando las voces tradicionales, nombrando al clan de su madre, la Gente de la Casa Grande, y al de su padre, el de Paiute Pineh. Ella no soltó la mano. Él no se lo esperaba. El tocar a los extraños era una costumbre de hombre blanco que resultaba difícil de adoptar para algunos navajos tradicionales.
—¿Recuerdas qué día estuvo aquí la antropóloga? —le preguntó Houk—. Hará un mes, me parece.
Irene calculó.
—Fue un viernes. El viernes pasado hizo cuatro semanas.
Recogió la bandeja y se marchó.
—Una gran amiga de mi mujer, Irene. Después de que muriera Alice, Irene se quedó y cuidó sus cosas —explicó Houk.
Bebieron el agua fría. Detrás de la cabeza gris de Houk, la pared estaba cubierta de fotografías. Houk y su mujer e hijos arracimados en el porche del frente. Brigham, el menor, de pie, delante. El hermano y la hermana que él estaba destinado a matar, de pie atrás de él, sonrientes por encima de sus hombros. La boca de Brigham parecía ligeramente contorsionada, como si se le hubiera ordenado que sonriera. El rostro de Houk se veía feliz, juvenil. Su mujer tenía aspecto de cansada, la tensión visible en las arrugas que le flanqueaban la boca. Una foto de boda, la novia con el velo levantado por encima del rostro, Houk con el bigote mucho más pequeño, parejas mayores a su alrededor. Una foto de Brigham a caballo, con una sonrisa tensa y sesgada. Una foto de la hermana en uniforme de capitán de un equipo deportivo. Del hermano en camiseta de fútbol de la escuela secundaria creek de Montezuma. De Brigham, la mirada intensa, sosteniendo por las patas de atrás a un lince muerto. De Houk en uniforme del ejército. De los Houk y otra pareja. Pero, sobre todo, las fotos eran de los tres hijos. Docenas de fotos, de todas las edades. En la mayoría de ellas, Brigham estaba solo y raramente sonreía. En tres, estaba de pie sobre un ciervo. En una, sobre un oso. Leaphorn recordó cómo Houk hablaba sin cesar en el porche el día que Brigham se ahogó.
—Siempre al aire libre —dijo Houk—. Desde muy pequeñito. Tímido como un navajo. No era feliz entre la gente. No debimos haberlo mandado a la escuela. Debimos haberle dado cierta ayuda.
Houk dejó su vaso. Thatcher preguntó:
—Cuando se fue de aquí, ¿fue a ver al navajo?, ¿al que encontró el cacharro?
—Calculo que sí —dijo Houk—. Ésa era su intención. Quería saber dónde lo había conseguido. Lo único que yo sabía era lo que él me había contado. Que no había violado ninguna ley al hacerlo. —Houk le hablaba directamente a Thatcher—. No lo había cogido en terreno de dominio público, ni en la reserva, sino en terreno privado. De lo contrario, yo no habría tenido nada que ver con ello.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Thatcher.
—Aquel individuo se llamaba Jimmy Etcitty —respondió Houk.
—¿Vive cerca de aquí?
—Al sur, creo —contestó—. Más allá del límite con Arizona. Entre Tes Nez Iah y Dinnehotso, me parece que dijo.
Houk se detuvo. A Leaphorn le pareció que lo hacía para decidir si ya les había dicho lo suficiente. Houk pensó. Luego aguardó. Leaphorn estudió la habitación. Todo estaba lleno de polvo, excepto el piano, que relucía de cera. Como la mayor parte de los estantes, el que estaba sobre el piano rebosaba de cacharros.
—Creo que a ella le dije que debía detenerse en la Casa Capitular de Dinnehotso y preguntar cómo dar con la familia de Mildred Roanhorse —agregó Houk—. Etcitty es su yerno.
—He visto en el catálogo de Nelson que ellos dan al cliente cierta clase de documentación sobre los objetos que venden —dijo Leaphorn, quien dejó implícita la pregunta, que Houk mantuvo en suspenso durante un momento, mientras pensaba cómo responder.
—Efectivamente —dijo Houk—. Si llego a encontrar algo por mí mismo, o a veces cuando tengo un conocimiento personal del origen de un objeto, entonces relleno esta suerte de informe, lugar y época y todo eso, lo firmo y lo envío. Pero en un caso como éste, me limito a entregar el impreso de la documentación al descubridor, con independencia de a quién le compre. Se lo doy para que sea él quien lo rellene y lo firme.
—¿Mostró usted ese papel a la dama? —preguntó Leaphorn.
—No lo tenía —dijo Houk—. En general, dejo que el descubridor envíe directamente la carta a quien me compra a mí. En este caso, entregué a Etcitty el impreso de Nelson y le encargué que se ocupara personalmente de él.
Se sentaron y consideraron la cuestión.
—Elimina el intermediario en este asunto —dijo Houk.
Y, pensó Leaphorn, libera a Harrison Houk de cualquier acusación de fraude.
—También puede haberlo recogido de la boca del caballo —agregó Houk, en tono lúgubre.
Pero guiñó un ojo a Leaphorn.
Aún quedaba un día entero de camino hacia el sur hasta la Casa Capitular de Dinnehotso y recoger señas referentes al modelo de Mildred Roanhorse y encontrar a Jimmy Etcitty. En el porche, Houk tiró suavemente de la manga de Leaphorn.
—Siempre he querido decirle algo acerca de lo que usted ha hecho —dijo—. Aquella noche no estaba yo en condiciones de pensar en ello. Pero fue un acto de bondad. Y también de valor.
—Era simplemente mi trabajo —replicó Leaphorn—. Aquel patrullero de autopista era en realidad un hombre de tráfico. Verde para este tipo de trabajos. Y también asustado, supongo. Alguien tenía que conservar la sangre fría.
—De todas maneras, ya no importaba —dijo Houk—. Brigham no estaba allí escondido, en absoluto. Me imagino que para entonces ya estaba ahogado. Pero se lo agradezco.
Thatcher estaba al pie de los escalones, esperando y oyendo todo esto. Se sentía confuso. Pero no hizo referencia a ello hasta que salieron de Bluff con destino a Mexican Water bajo el sol cegador del mediodía.
—No sabía que estuvieras involucrado en el caso Houk —dijo, y sacudió la cabeza—. ¡Maldita historia! El muchacho estaba loco, ¿no es cierto?
—Es lo que dijeron. Esquizofrenia. Oía voces. Era infeliz junto a cualquiera que no fuera su padre. Un solitario. Pero Houk me contó que tenía un gran talento para la música. Ese piano que hemos visto allí era el del muchacho. Houk decía que su hijo era muy bueno en el piano y que también tocaba la guitarra y el clarinete.
—Pero peligroso —dijo Thatcher—. Debía haber sido internado en un hospital. Encerrarlo hasta que se curara.
—Recuerdo lo que Houk dijo que debían haber hecho. Dijo que eso era lo que quería su mujer, pero él no. Dijo que pensó que con ello matarían al chico. Encerrándolo. Dijo que el chico era feliz únicamente al aire libre.
—¿Qué has hecho para causar semejante impresión en Houk?
—Encontré el sombrero del muchacho —respondió Leaphorn—. El agua lo había arrastrado hasta la margen del río, del lado de la reserva. Era evidente que había tratado de cruzar a nado.
Thatcher condujo durante un rato. Puso la radio.
—Veamos las noticias del mediodía —dijo—; A ver qué dicen de los cazadores de cacharros a los que dispararon.
—Bueno —contestó Leaphorn.
—Hubo algo más que eso —dijo Thatcher—. Más que encontrar su maldito sombrero.
Hubiera querido terminar de una vez con eso. Sin embargo, los recuerdos se agolpaban. Era una de esas tantas cosas que un policía acumula en la mente y no puede borrar.
—¿Recuerdas el caso? —preguntó Leaphorn—. Aquella noche, Houk y uno de sus empleados llegaron a la casa y se encontraron con los cadáveres y con que el hijo menor, Brigham, había desaparecido con parte de sus pertenencias. Y también había desaparecido el revólver con que había hecho aquello. Gran excitación. Entonces, Houk era aún más importante que ahora, era legislador y demás. Se enviaron hombres por doquier para que lo revisaran todo. Aquel oficial de patrulla de autopista de Utah (un capitán, un teniente, o algo parecido), junto con un grupo que él mandaba, pensó que tenían acorralado al muchacho en una suerte de cueva en la parte alta de un cañón. Algo vimos u oímos, y supuse que el chico había utilizado ya el lugar con anterioridad, a modo de guarida. Fuera como fuese, le pidieron que saliera, y como no hubo respuesta, aquel ofuscado capitán estaba a punto de mandar a todo el mundo que disparara contra la cueva, cuando dije que antes me acercaría un poco más y miraría dentro, en lo que me fuera posible. No había nadie.
Thatcher lo miró.
—No fue gran cosa —dijo Leaphorn —. No había nadie allí.
—Entonces no te disparó ningún revólver.
—Sabía muy bien qué alcance podía tener el disparo de un pequeño revólver. No podía ser demasiado.
—Sí, sí —dijo Thatcher.
—¡Por favor, hombre! —exclamó Leaphorn, irritado ante el tono que había empleado Thatcher—. El chico sólo tenía catorce años.
Thatcher no tenía nada que comentar al respecto. La mujer que leía las noticias del mediodía se había referido al tiroteo de los cazadores de cacharros. El despacho del sheriff del condado de San Juan dijo que no tenían sospechosos por el momento, pero que tenían pistas prometedoras. Se habían tomado moldes de las huellas de los neumáticos de un vehículo que, se suponía, había utilizado el asesino. Ya se había identificado a ambas víctimas. Eran Joe B. Nails, treinta y un años, antiguo empleado de Wellserve de Farmington, y Jimmy Etcitty, treinta y siete años, cuyo domicilio, se dijo, era la Casa Capitular de Dinnehotso, en la Reserva Navaja.
—Bueno, pues —dijo Thatcher—. Me parece que ya no vale la pena detenerse en Dinnehotso.
Capítulo 9
Chee, mientras apagaba el motor y ponía el freno de mano, dijo:
—Es más o menos por aquí donde habían dejado aparcado el camión de U-Haul. Lo habían colocado al borde de la falda con el cable de la grúa desplegado. Aparentemente, bajaron la excavadora con el cable.
El frente de la camioneta de Chee apuntaba a la empinada pendiente. Unos quince metros más abajo, el montículo cubierto de hierbas y arbustos donde mil años antes había vivido un pequeño pueblo anasazi, era un caos de fosos, piedras amontonadas y algo que tenía el aspecto de postes rotos. Eran huesos que brillaban, blancos, a la luz del sol.
—¿Dónde estaba la excavadora?
—¿Ve el pequeño enebro? —señaló Chee—. Al final de aquel foso poco profundo.
—El sheriff se lo llevó todo, sospecho —dijo Leaphorn—. Después de tomar las fotografías.
—Ése era el plan cuando yo me fui.
Leaphorn no comentó nada. Sentado en silencio, contemplaba la destrucción allá abajo. Este promontorio era mucho más alto de lo que a Chee le había parecido en la oscuridad. Shiprock parecía un pulgar azul levantado en el horizonte occidental, a unos cien kilómetros de distancia. Por detrás, el oscuro perfil de las Montañas Carrizo formaban el último confín del planeta. Los bajíos de artemisas se presentaban moteados con la sombra de las nubes, que se dirigían hacia el este bajo el sol del mediodía.
—Los cadáveres —dijo Leaphorn—. El belagana en la excavadora. ¿Correcto? Nails, se llamaba. Y el navajo, en algún sitio en esta falda más abajo de donde estamos ahora. Jimmy Etcitty. ¿A quién dispararon primero?
Chee abrió la boca y volvió a cerrarla. Tuvo el impulso de decir que eso lo decidiría el coronel. Pero se dio cuenta de lo que quería Leaphorn.
—Yo diría que el navajo escapaba a toda velocidad —dijo—. Yo diría que había visto que el blanco disparaba desde la máquina. Él corría hacia el camión.
—¿Inspeccionó bien antes de comunicárselo al sheriff?
—Apenas nada —respondió Chee.
—Pero algo.
—Muy poco.
—¿El asesino había aparcado aquí?
—Abajo, junto a la bomba del pozo de petróleo.
—¿Las huellas de neumáticos revelan algo?
—Coche o camioneta. Algo usados. —Chee se encogió de hombros—. En medio del polvo seco y la oscuridad, no podía decir gran cosa.
—¿Qué pasa con las huellas de él o de ella?
—Aparcó en la arenisca. No hay huellas que se dirijan al vehículo. Después de esto, más bien marcas de pies que se arrastran.
—¿Hombre?
—Probablemente. No lo sé.
Chee recordaba cómo se había emocionado. Demasiada muerte. No había utilizado la cabeza. Ahora se sentía culpable. De haberse concentrado, seguramente habría podido descubrir por lo menos algo que indicara la talla del zapato.
—No vale la pena volver allí —dijo Leaphorn—. Demasiados sheriffs, personal médico y fotógrafos lo han removido todo.
Así, pues, bajaron la colina, donde Leaphorn perdió pie y se deslizó unos seis metros en medio de una ducha de tierra suelta y de grava. Allí, de pie entre las piedras sueltas, en medio de los huesos esparcidos, Chee sintió el desasosiego que le era familiar. Había en el aire demasiados chindi libres de los cuerpos que los habían alojado. Leaphorn estaba de pie, con aire pensativo, en un foso angosto que la excavadora había cavado junto a una pared derrumbada, pero Leaphorn ya no creía en los chindi, ni en ninguna otra cosa.
—¿Usted ha estudiado antropología, verdad? ¿En Nuevo México?
—Así es —contestó Chee.
Lo propio había hecho Leaphorn, siempre que fuera verdad la voz que se corría en la Policía Tribal Navaja. En el Estado de Arizona. Un BA y un MS.
—¿Ha profundizado en los anasazi? ¿En su final arqueológico?
—Un poco —contestó Chee.
—El problema es que, quienquiera que haya hecho esta obra, sabía lo que hacía —dijo Leaphorn—. Normalmente, los anasazi enterraban a sus muertos en la hojarasca mezclados con la basura, o contra las paredes, a veces dentro de habitaciones. Este individuo ha trabajado en el vertedero... —Leaphorn señaló con un gesto la tierra removida—. Y ha trabajado a lo largo de las paredes. Supongo que sabía que los anasazi enterraban alfarería junto con sus cadáveres, y que sabía dónde encontrar las tumbas.
Chee asintió con la cabeza.
—Y tal vez sabía también que éste era un yacimiento tardío, y que, a ojo de buen cubero, cuanto más tardío es el yacimiento, mejor es la alfarería. Brillante, multicolor, decorada, etc.
Leaphorn se inclinó, recogió un fragmento de cacharro roto del tamaño de su mano y lo inspeccionó.
—La mayor parte del material que hemos visto aquí es como éste —dijo, tendiendo el fragmento a Chee—. ¿Lo reconoce?
La superficie interior era gris y rugosa. Bajo la capa de polvo, el exterior mostraba un rosado lustroso, con pálidas líneas blancas ondulantes. Chee palpó la superficie brillante con la lengua —reacción automática de un ex estudiante de antropología ante un fragmento de cacharro— e inspeccionó la superficie limpia. Bonito color, pero su memoria no producía nada más que una confusa yuxtaposición de títulos: clásico, pueblo III, inciso, corrugado, etc. Pasó el fragmento a Leaphorn y sacudió la cabeza.
—Es un tipo llamado policromado de San Juan —dijo Leaphorn—. Material tardío. Hay una teoría según la cual se originó en uno de los poblados marginales del Chaco. Yo creo que es completamente seguro que fue utilizado para el comercio.
Chee estaba impresionado y así se reflejaba en su rostro.
Leaphorn rió entre dientes y dijo:
—No puedo recordar otro material como éste. He hecho algunas lecturas.
—¡Oh!
—Al parecer tenemos aquí una suerte de superposición —dijo—. Usted buscaba una pareja de hombres que robaron nuestra excavadora. Yo buscaba una antropóloga. Una mujer que trabaja en el Chaco, que un día, hace tres semanas, se marchó rumbo a Farmington y nunca más volvió.
—No había oído hablar de eso —dijo Chee.
—Ella preparó una gran cena, muy elaborada. Esperaba la visita de un huésped. Un hombre muy importante para ella. Puso la cena en la nevera y no regresó.
Leaphorn había estado mirando más allá de los prados, a las distantes masas de cúmulos. Debía habérsele ocurrido que a Chee esto le sonaría extraño. Lo miró.
—Se trata de un caso de desaparición de persona del Condado de San Juan —dijo—. Pero yo estoy de franco, y esto parecía interesante.
—Ha dicho usted que se iba —dijo Chee—. Quiero decir, que dimite.
—Estoy con franco final —dijo Leaphorn—. Unos pocos días más y seré un civil.
A Chee no se le ocurría nada que decir. No quería particularmente a Leaphorn, pero le respetaba.
—Pero todavía no soy un civil —añadió—, y lo que aquí tenemos es realmente peculiar. Esta superposición, quiero decir. Tenemos a la doctora Friedman-Bernal, feroz coleccionista de este tipo de cacharros —Leaphorn golpeaba el fragmento de cacharro con el índice mientras hablaba—. Tenemos a Jimmy Etcitty, muerto aquí mientras cavaba este tipo de alfarería. Este mismo Jimmy Etcitty encontró un cacharro en algún sitio cerca de Bluff, que vendió a un coleccionista que a su vez lo vendió a una casa de subastas. Hace un mes, este cacharro excitó lo suficiente a Friedman-Bernal como para lanzarse conduciendo su coche hacia Bluff para ver a Etcitty. Y por encima de todo esto, tenemos a Friedman-Bernal comprando a Slick Nakai, el evangelista, y a Nails vendiendo a Slick, y a Etcitty tocando la guitarra para Nakai.
Chee aguardó, pero Leaphorn parecía no tener nada que agregar.
—No sabía nada de eso —dijo Chee—. Sólo sabía que Nails y un amigo habían robado la excavadora cuando se suponía que yo vigilaba el patio de mantenimiento.
—Bonito entrecruzamiento de hilos, y precisamente aquí está el nudo —dijo Leaphorn.
Y nada de eso incumbe a la tarea de Leaphorn, pensó Chee. No si había dimitido. Pero entonces, ¿por qué estaba allí, sentado sobre esa pared de piedra con las piernas al sol, con trescientos kilómetros de conducción a sus espaldas en ese solo día? Sin duda, había de proporcionarle placer, pues de lo contrario no estaría allí. Entonces, ¿por qué había dimitido?
—¿Por qué ha dimitido? —preguntó Chee—. No es asunto mío, supongo, pero...
Leaphorn parecía pensar en ello. Casi como si fuera por primera vez. Miró a Chee, se encogió de hombros y dijo:
—Supongo que estoy cansado.
—Pero está usted utilizando el tiempo de permiso en esto, en perseguir lo que sea que tengamos entre manos.
—Yo mismo me asombro de ello —dijo Leaphorn—. Tal vez sea el síndrome del caballo de fuego. Toda una vida de trabajo. Pienso que la razón es que me gustaría encontrar a esa mujer, Friedman-Bernal. Me gustaría encontrarla y sentarme con ella y decirle: «Doctora Bernal, ¿por qué ha preparado usted esa gran cena y luego se ha marchado y la ha dejado pudrirse en la nevera?».
Para Chee, la respuesta a la pregunta sobre por qué la doctora Bernal había dejado que la cena se echara a perder era muy sencilla. Sobre todo ahora. La doctora Bernal estaba muerta.
—¿Piensa usted que aún está viva?
Leaphorn reflexionó.
—Según lo que sabemos hasta ahora, no parece probable, ¿no es cierto?
—No —respondió Chee.
—A menos que lo hiciera ella —dijo Leaphorn—. Tenía una pistola. La llevó consigo cuando se fue al Chaco.
—¿De qué calibre? —preguntó Chee—. He oído decir que ésta era pequeña.
—Por todo lo que sé, es arma pequeña —dijo Leaphorn—.La llevó en su bolso.
—Parece que era de calibre 22 —dijo Chee—. O tal vez una 25 o una 32 pequeña.
Leaphorn se incorporó, rígido, sobre sus pies. Estiró la espalda, flexionó los hombros.
—Veamos lo que podemos encontrar —dijo.
Lo que encontraron fue relativamente poco. Los investigadores del condado se habían llevado los cuerpos y todo aquello que les había interesado, lo que, probablemente, no había sido gran cosa. Parecía que se había identificado perfectamente a las víctimas, y eso se había cotejado, a modo de confirmación, con personas que las conocían. Se pidió al FBI que realizara un estudio de las huellas digitales, en caso necesario. La excavadora había sido retirada y sería cuidadosamente examinada por si el asesino, por descuido, hubiera dejado en ella sus huellas digitales cuando disparó sobre Nails. El mismo tratamiento se daría al camión de alquiler. Y lo mismo se haría con los dos sacos de plástico en los que Chee había visto los cacharros cuidadosamente envueltos. Y se había tendido una cuerda alrededor del yacimiento cavado, con pequeños flecos colgantes para advertir a los ciudadanos que se mantuvieran alejados del sitio del homicidio. Si alguna idea posterior llevaba nuevamente al escenario a algún investigador, nada debía estar alterado.
Lo que interesaba a Chee se hallaba fuera de la cuerda, a saber, una caja de cartón nueva con la leyenda «SUPPERTAF» y la sub-leyenda «BOLSAS PARA FORRAR CUBOS DE BASURA», y otros mensajes, como «¿Por qué pagar más por algo que habrá de arrojar?» o «En esta caja, seis gratis. ¡Treinta por el precio de veinticuatro!».
El cartón estaba manchado de blanco. Chee se acercó y reconoció el polvo detector de huellas digitales. Alguien lo había inspeccionado ya y había decidido que el cartón era demasiado áspero para mostrar huellas. Chee la recogió y extrajo cuidadosamente los sacos de plásticos plegados. Los contó. Veintisiete. Veintisiete más dos llenos de potes sumaban veintinueve. Dejó a los sacos deslizarse dentro de la caja y volvió a dejarlos como estaban. Faltaba un saco. ¿Con qué lo habrían llenado? ¿Se había llevado el asesino un conjunto de cacharros y había dejado los otros dos? ¿Había cogido alguno la compañera de Nails, si es que tenía una compañera? Era uno de esos imponderables.
Observó a Leaphorn merodeando por los fosos, inspeccionando los procedimientos de excavación, o tal vez los huesos humanos. Chee, sin darse cuenta, había evitado los huesos. Ahora se percataba de la presencia, casi a sus pies, de la superficie de un omóplato curtido por la intemperie, separado de la articulación del hombro. Un poco más allá había un cráneo muy pequeño, completo, salvo el maxilar inferior. Un niño —supuso Chee—, a menos que los anasazi hubieran sido aún más pequeños que lo que él recordaba. Junto al cráneo, parcialmente enterrados por el material removido por la excavación, había costillas, parte de una espina dorsal, los huesecillos de un pie y tres maxilares inferiores, colocados en fila. Chee miró fijo. ¿Qué había sucedido? Se acercó y los miró desde arriba. Uno estaba roto, un pequeño maxilar al que faltaba su lado izquierdo. Los otros dos estaban enteros. Adultos, conjeturó Chee. Un experto habría podido determinar el sexo de sus poseedores, y aproximadamente la edad a la que murieron, incluso algo acerca de su dieta. Pero, ¿por qué los habría alineado alguien de esta guisa? Uno de los cazadores de cacharros, conjeturó Chee. No parecía algo que hubiera hecho ninguno de los delegados. Luego Chee advirtió otro maxilar, y otros tres, y por último un total de diecisiete, a unos pocos metros del enebro donde él se hallaba. Sólo pudo ver tres cráneos. Alguien —una vez más, sin duda, los cazadores de cacharros— había separado los maxilares. ¿Por qué? Chee caminó hasta donde se hallaba Leaphorn estudiando algo en el foso.
—¿Ha encontrado algo?—preguntó Leaphorn.
—No mucho —contestó Chee—. Parece que falta una de esas bolsas de plástico.
Leaphorn lo miró.
—En la caja ponía que contenía treinta. Había todavía veintisiete plegadas en su interior. Yo vi dos con cacharros.
—Interesante —dijo Leaphorn—. Preguntaremos acerca de ello en el despacho del sheriff. Tal vez cogieron una.
—Tal vez.
—¿No ha notado nada en relación con los esqueletos? —Leaphorn merodeaba ahora por el foso poco profundo, examinando huesos.
—Al parecer, alguien está interesado en los maxilares —dijo Chee.
—Sí —replicó Leaphorn—. Pero, ¿por qué?
Se incorporó con un pequeño cráneo entre las manos. Estaba gris con la greda de la grava, y le faltaba el maxilar.
—¿Por qué diablos será?
Chee no tenía ni la más remota idea, y así lo dijo.
Leaphorn volvió a inclinarse sobre la grava, tocando algo con una vara.
—Pienso que éste es uno de los yacimientos del Chaco de los que se denominan marginales —dijo—. La misma gente que vivía en las casas grandes, en el cañón, o probablemente la misma. Creo que hay ciertas pruebas, o al menos una teoría, según la cual estos marginales comerciaban en ambas direcciones con la gente de las casas grandes, y tal vez venían al Chaco para sus ceremonias religiosas. Nadie lo sabe en realidad. Probablemente fuera éste uno de los yacimientos que se reservaban para excavar en el futuro.
Chee pensó que todo eso sonaba como la lección de un profesor de antropología.
—¿Tiene algo urgente que hacer esta noche en Shiprock?
Chee negó con un movimiento de cabeza.
—Entonces, ¿qué le parece si, de vuelta a casa, nos detenemos en Chaco Center? —preguntó Leaphorn—. Veremos qué podemos averiguar acerca de esto.
Capítulo 10
Desde el expoliado yacimiento marginal hasta el límite oriental del Parque Histórico Nacional de Cultura Chaco no habría habido ni cuarenta kilómetros si algún camino cruzara por las colinas secas y la Meseta Chaco. Pero no había ninguno. Por las carreteras petroleras que llevaban a Leaphorn y Chee de regreso a la Autopista 44, de allí hacia el noroeste hasta Nageezi y luego al sudoeste por el camino de acceso, sucio y lleno de baches, eran por lo menos cien kilómetros. Llegaron al centro para visitantes tras la caída del sol, lo encontraron cerrado ese día y se dirigieron al pie del farallón donde se hallaban situadas las viviendas de los empleados.
La familia Luna comenzaba en ese momento a cenar. Esto es, el superintendente, su mujer, un hijo de unos once años y una hija unos dos años menor. La cena consistía en una entrada de macarrones, queso, tomates y cosas que Leaphorn no pudo identificar al instante. Que él y Chee comerían, era una conclusión obvia. Las buenas maneras exigían que el viajero declarara no tener hambre, pero la geografía de la Planicie de Colorado convertía esa declaración en una flagrante mentira. Fuera de este lugar, no había prácticamente otro sitio donde detenerse a comer. De modo que cenaron, y durante la cena Leaphorn pudo observar que Chee tenía un apetito gigantesco y que él había recuperado el suyo. Tal vez a causa del olor a comida casera, algo de lo que no gozaba desde que la enfermedad de Emma llegó a un punto tal en que ya no resultaba prudente que estuviera en la cocina.
La mujer de Bob Luna, una mujer bonita con rostro amistoso e inteligente, estaba llena de preguntas que hacer acerca de Eleanor Friedman-Bernal. Tras unos educados tanteos, decidió que esas preguntas no estaban fuera de lugar y las formuló. El hijo de Luna, Allen, un niño muy pecoso que parecía una copia de tamaño reducido de su rubia y pecosa madre, dejó el tenedor y escuchó. Su hermana, en cambio, escuchó sin interrumpir la comida.
—No nos hemos enterado de gran cosa —dijo Leaphorn—. Tal vez el condado lo haya hecho mejor. Es su jurisdicción. Pero lo dudo. Ningún sheriff tiene nunca suficientes agentes. Y en el Condado de San Juan eso es peor de lo normal. Allí vives en permanente peligro de muerte, desde el vandalismo de que son objeto los refugios de verano en el Navajo Lake, hasta la gente que deriva destilado de las tuberías de gas o que roba equipo del campo de petróleo, cosas de éstas. Un territorio demasiado extenso. Demasiada poca gente. De modo que las personas desaparecidas no les inquietan.
Se detuvo, sorprendido al oírse asumir esa defensa del Despacho del Sheriff del Condado de San Juan. En general se había quejado de él.
—Sea como sea —agregó, con tristeza— no nos hemos enterado de nada demasiado útil.
—¿Adónde pudo haber ido? —preguntó la señora Luna, y resultaba evidente que era algo en lo que había pensado a menudo—. Tan pronto por la mañana. Nos dijo que iría a Farmington, cogió el correo que había que despachar, y nuestra lista de compras, y luego simplemente desapareció. —Desplazó la mirada de Chee a Leaphorn y luego otra vez a Chee—. Mucho me temo que esto no vaya a tener un final feliz. Me temo que Ellie se entienda con alguien por encima de ella, un hombre del que nada sabemos —y esbozó una sonrisa—. Me imagino que suena extraño decir esto de una mujer de su edad pero en este lugar, es tan pequeño, quiero decir que somos tan pocos los que vivimos aquí, que todo el mundo cuenta todo a todo el mundo. Es lo único que tenemos para distraernos. El prójimo.
Luna rió. Luego dijo:
—Es muy difícil tener secretos aquí. Usted ha tenido experiencia con nuestro teléfono. No se puede hacer ninguna llamada secreta. Y no hay correo secreto, a menos que dé la casualidad de que te encuentres en Blanco el día que hay que recogerlo. —Volvió a reír—. Y sería muy difícil tener ninguna visita secreta.
Pero no imposible, pensó Leaphorn. No más imposible que irse afuera para hacer las llamadas desde allí, o alquilar una casilla de correos en Farmington.
—Uno se entera de todo, por casualidad, aun cuando la gente no hable de ello —dijo la señora Luna—. Por ejemplo, ir a sitios. Yo no había pensado decirle a nadie que me iría a Phoenix para el cuatro de julio a visitar a mi madre. Pero todo el mundo lo supo porque recibí una postal que hablaba de ello, y Maxie o algún otro cogió ese día el correo.
Si la señora Luna echaba en cara a Maxie o a quien fuera el haber leído su postal, no lo puso en evidencia, pues su expresión era totalmente placentera, como la de alguien que explica una situación peculiar, pero perfectamente natural.
—Y cuando Ellie hizo el viaje a Nueva York, y cuando Elliot fue a Washington. Aun cuando ellos no digan nada, te enteras. Algo nuevo de qué hablar —agregó tras una pausa para sorber el café—. Pero normalmente se cuenta —continuó, con aspecto ligeramente avergonzado, y sonrió—. Es todo lo que tenemos que hacer, sabe usted. Especular acerca de los demás. La televisión se ve tan mal aquí que tenemos que ser nuestros propios teleteatros.
—¿Cuándo fue el viaje a Nueva York? —preguntó Leaphorn.
—El mes pasado —dijo la señora Luna—. El agente de viajes de Ellie en Farmington llamó y dijo que el vuelo programado había sufrido un cambio. Alguien recibió el mensaje, de modo que todo el mundo se enteró.
—¿Sabía todo el mundo por qué iba? —preguntó Leaphorn.
—Usted gana —dijo ella con cara de disgusto—. Supongo que hay algunos secretos.
—¿Y qué se sabe de por qué Elliot fue a Washington? —añadió Leaphorn—. ¿Cuándo fue eso?
—En eso no hay secreto —respondió Luna—. Fue el mes pasado. Y un par de días antes de que se fuera Ellie. Recibió una llamada de Washington, de su director de proyecto, creo que fue. Dejó un mensaje. Había un encuentro de personas que trabajaban sobre modelos de migración arcaica. Se suponía que él asistiría.
—¿Saben ustedes si el viaje de Ellie a Nueva York tenía algo que ver con sus cacharros? ¿No es lógico?
—Prácticamente todo lo que hacía tenía que ver con sus cacharros —respondió Luna—. En eso era una especie de obsesa.
La expresión de la señora Luna adoptó un aspecto defensivo.
—Bueno —dijo—, Ellie estaba lista para presentar un informe realmente importante. Al menos así lo pensaba ella. Y yo. Ella tenía la prueba del nexo existente entre una cantidad de esas piezas polícromas de San Juan, del yacimiento de Chetro Ketl, y las Wijiji y Kin Nashabas. Y más importante que eso es que estaba descubriendo que esta mujer seguramente se había marchado del Chaco y fabricado cacharros en algún otro sitio.
—¿Esta mujer? —preguntó Luna enarcando las cejas—. ¿Ella te dijo que su fabricante de cacharros era una mujer?
—¿Quién más podía haber hecho todo ese trabajo?
La señora Luna se levantó, cogió la cafetera y ofreció otra taza a todos, incluso a los niños.
—Entonces, ¿estaba excitada? —preguntó Leaphorn—. ¿A propósito de algo que había encontrado recientemente? ¿Le habló a usted de eso?
—Estaba excitada —contestó la señora Luna, quien miró a Luna con una expresión que Leaphorn interpretó como reproche—. Yo realmente creo que había encontrado algo importante. Para todos los demás, aquella gente sólo es un nombre. Anasazi. Ni siquiera su nombre real, por supuesto. Únicamente una palabra navaja que significa... —miró a Chee—. Antiguos, antepasados de nuestros enemigos. ¿Algo así?
—Casi, casi —dijo Chee.
—Pero Ellie ha identificado en un ser humano particular lo que hasta ahora sólo habían sido estadísticas. Una artista. ¿Sabías que había ordenado sus cacharros cronológicamente... para mostrar cómo había evolucionado la técnica de la artista?
La pregunta estaba dirigida a Luna. Éste sacudió la cabeza.
—Y es muy lógico. Puedes comprenderlo. Aun cuando no sepas mucho de cacharros, ni de barnizado, ni de inscripciones, ni de nada de esas técnicas decorativas.
Por entonces, Luna parecía haber decidido que, por interés propio, tenía que adoptar un cambio de posición al respecto.
—Ellie ha hecho un trabajo realmente original —dijo—. Ha identificado perfectamente dónde había trabajado esa alfarera, en el Aluvión del Chaco, en unas pequeñas ruinas que llamamos Kin Nashabas. Lo consiguió estableciendo que una cantidad de cacharros realizados con la técnica de esa alfarera se habían roto antes de ser plenamente cocidos en el horno. Luego recogió un lote de cacharros extraídos en Chetro Ketl y Wijiji, con idénticas técnicas personales. Cacharros comerciales, sabe usted. Un tipo que se usaba para trueque en Chetro Ketl, y otro con los Wijiji. Ambos con los rasgos decorativos particulares de esta mujer, de esta alfarera peculiar. Todavía no se ha publicado, pero pienso que ella lo ha descubierto.
Leaphorn tuvo una sensación de dejà vu, como si recordara a un estudiante de posgrado durante una cena en un dormitorio de Tempe diciendo exactamente las mismas palabras. El ansia del animal humano por saber. Por no dejar misterios. En este caso, por penetrar, a través de la basura de un millar de años, en la privacidad enterrada de una mujer anasazi. «Por comprender a la especie humana», como le gustaba decir a su director de tesis. «Por comprender cómo hemos llegado a comportarnos como lo hacemos.» Pero, finalmente, a Leaphorn le pareció que podía entender mejor esto entre los vivos. Fue la primavera que encontró a Emma. Cuando terminó el semestre, en mayo, había abandonado el Estado de Arizona, sus compañeros de graduación y sus intenciones de convertirse en el doctor Leaphorn, para unirse a la clase de reclutamiento de la Policía Tribal Navaja. Y él y Emma.
Leaphorn se dio cuenta de que Chee le observaba. Se aclaró la garganta. Sorbió café.
—¿Tiene usted alguna idea clara acerca de qué era lo que la excitaba? —preguntó Leaphorn—. Quiero decir, antes de desaparecer. Sabemos que fue hacia Bluff y que allí habló con un hombre llamado Houk. Este hombre suele traficar con cacharros. Ella le preguntó por el cacharro cuya publicidad había visto en un catálogo de subasta. Quería saber de dónde provenía. Houk nos contó que mostraba un interés muy intenso en ello. Él le explicó cómo obtener la carta de documentación. ¿Dijo por qué iba a Nueva York?
—A mí, no, no me dijo nada —respondió la señora Luna.
—¿O por qué estaba excitada?
—Yo conozco algunas razones por las que esos cacharros polícromos pueden entusiasmar tanto. Varias, pienso. La misma alfarera. Algunos son idénticos y algunos con un estilo más maduro. Trabajo tardío. Y encima provienen de otro sitio, de fuera del Chaco. Ella pensó que podía probar que su alfarera había migrado.
—¿Sabían que Ellie tenía una pistola?
Luna y su mujer hablaron al mismo tiempo.
—No lo sabía —dijo ella.
—No me sorprende —dijo Luna—. Sospecho que Maxie también tiene una. Para las serpientes —añadió, riendo—. En realidad, es por seguridad.
—¿Saben ustedes si alguna vez contrató a Jimmy Etcitty para que le buscara cacharros?
—¡Ah, ese muchacho! Fue un verdadero golpe —dijo Luna—. No había trabajado mucho tiempo aquí. Menos de un año. Pero era un buen trabajador. Y un buen hombre.
—Y no le importaba cavar en las tumbas.
—Era cristiano —dijo Luna—. Un cristiano fundamentalista converso. Ya no había chindis para él. Pero no, creo que no ha trabajado para Ellie. No he oído hablar de ello.
—¿Han oído decir alguna vez que podría ser un Lobo Navajo? —preguntó Leaphorn—. De cualquier clase de brujería. ¿Tal vez un skinwalker?
Luna miró sorprendido. Leaphorn advirtió que también Chee estaba sorprendido. Pero intuyó que ante la pregunta, no. Ese ir y venir con los huesos que habían encontrado en las ruinas sugeriría la brujería a cualquiera que conociera la tradición navaja de los skinwalkers violando las tumbas en busca de huesos para moler y convertirlos en polvo de cadáver. Seguramente Chee se sorprendía ante el razonamiento de Leaphorn. Este último tenía conciencia de que su desprecio por la brujería navaja era harto conocido en el Departamento. Chee, por cierto, estaba al tanto de ello. En otra época habían trabajado juntos.
—Pues... —dijo Luna—, no exactamente. Pero los otros hombres que trabajaron aquí no tenían mucho que ver con él. Quizá haya sido ésta la razón por la cual quiso excavar en los enterramientos. Había renunciado a las tradiciones. Pero se murmuraba acerca de él. A mí no me decían nada, pero hablaban entre ellos. Y yo tuve la sensación de que eran cautelosos con él.
—Davis me dijo que vino Lehman. El hombre con el que Eleanor tenía cita.
—¿Su director de proyecto? Sí.
—¿Dijo él cuál era el tema de la reunión?
—Ella me había dicho que tenía una prueba más para aportar y que entonces todo quedaría listo para publicar. Y quería mostrársela y hablar de ello con él. Él esperó hasta el día siguiente y luego se volvió a Albuquerque.
—Me dará usted su dirección —dijo Leaphorn—. ¿Tenía alguna idea de cuál era esa nueva prueba?
—Pensaba que ella había encontrado unos cacharros más. Unos que concordaban con la teoría. Dijo que se suponía que ella los tendría en el momento de encontrarse con él.
Leaphorn pensó acerca de esto. Advirtió que Chee también lo había notado. Esto parecía significar que cuando Ellie se marchó del Chaco, su objetivo era recoger esos cacharros definitivos.
—¿Es probable que Maxie o Elliot estuvieran enterados de algo más al respecto?
La señora Luna respondió a esta pregunta.
—Maxie, tal vez. Ella y Ellie eran amigas. Bueno —agregó, tras considerar que el juicio había sido demasiado rotundo—. Una especie de amigas. Al menos se conocían desde hacía años. No creo que nunca trabajaran juntas, como Maxie y Elliot lo hacían a veces. En equipo.
—En equipo —dijo Leaphorn.
La señora Luna miró, confusa.
—Sue —dijo—, Allen, ¿no tenéis deberes que hacer? Mañana hay escuela.
—Yo no —dijo Allen—. Ya los hice en el autobús.
—Yo tampoco —dijo Sue—. Esto es interesante.
—Son amigos —dijo la señora Luna mirando a Sue, pero refiriéndose a Maxie y Elliot.
—Cuando el señor Thatcher y yo hablamos con ellos, parecía evidente que Elliot quería que así fuese —dijo Leaphorn—. Pero no estoy tan seguro con respecto a la señorita Davis.
—Elliot quiere casarse —comentó la señora Luna—. Maxie, no.
Volvió a mirar a sus hijos y a Luna.
—Niños —dijo Luna—. Sue, es mejor que vayas a ver tu caballo. Y tú, Allen, búscate algo que hacer.
Los niños corrieron hacia atrás los asientos.
—Encantado de conocerlos —dijo Allen, saludando con la cabeza a Leaphorn y a Chee.
—Ya están muy mayores, los niños —dijo Leaphorn cuando se retiraron hacia el salón—. ¿Viajan en autobús? ¿Adónde van?
—A Crownpoint —respondió la señora Luna.
—¡Oh! —exclamó Chee—. Yo acostumbraba viajar en un autobús escolar unos cuarenta kilómetros y eso parecía que no terminaría nunca.
—Unos trece kilómetros, más o menos, de ida, y otros tantos de regreso —dijo Luna—. Para ellos el día se hace horriblemente largo. Pero es la escuela más cercana.
—Podríamos enseñarles aquí mismo —terció la señora Luna—. Yo tengo un certificado de maestra. Pero necesitan estar con otros chicos. En el Chaco sólo hay adultos.
—Dos mujeres jóvenes y un hombre joven —dijo Leaphorn—. ¿Creaba esto alguna fricción entre las mujeres? ¿Celos de algún tipo?
Luna rió entre dientes. La señora Luna sonrió.
—Eleanor no sería una gran competidora en esa carrera —dijo ella—. A menos que el hombre desee una intelectual, y entonces da más o menos igual. Además, me parece que Randall Elliot es uno de esos hombres de una sola mujer. Dejó un trabajo en Washington y se embarcó en un proyecto aquí. Tan solo por ir tras ella. Me parece que está en cierto modo obsesionado.
—Quita el «en cierto modo» —dijo Luna—. Está directamente obsesionado. Y triste, también —agregó, con un movimiento de cabeza—. En muchos sentidos, Elliot es lo que se llama un macho. En Princeton jugaba al fútbol. En Vietnam pilotaba un helicóptero de la Marina. Ganó una Cruz de la Armada y otras condecoraciones. Y, para un hombre de su edad, ha logrado hacerse un buen nombre en antropología física. Ha publicado trabajos sobre genética en poblaciones arcaicas. Este tipo de cosas. Y Maxie se niega a tomar en serio nada de lo que él hace. Éste es el juego al que ella juega.
Desde el salón llegó el agudo y dulce sonido de una armónica, y luego el apremiante gemido nasal de Bob Dylan. Casi instantáneamente, el volumen cambió.
—No es un juego —dijo, pensativa, la señora Luna—. Así es Maxie.
—¿Una snob al revés, quieres decir? —preguntó Luna.
—Más que eso. Un cierto sentido de la justicia. O de la injusticia, quizá.
Luna miró a Leaphorn y a Chee.
—Para explicar lo que estamos diciendo, y quizá por qué estamos chismorreando de esta manera, no cabe pensar en absoluto que Maxie estuviera celosa de la doctora Friedman. Ni de ninguna otra, me parece. Maxie, por lo que sé de ella, es el caso extremo de la mujer que se ha hecho a sí misma. Nació en una granja ya exhausta de Nebraska. Su padre era viudo, de modo que ella tuvo que ayudar a criar a los niños pequeños. Fue a una oscura escuela secundaria rural. Estudió en la Universidad de Nebraska mientras trabajaba como casera en una comunidad femenina. Se graduó en Madison, siempre trabajando para ganarse la vida. Trató de enviar dinero a su casa para ayudar al padre y a los niños. Nunca pensaba en ella. Luego se encontró con este hombre de antigua fortuna, de la Exeter Academy, con cuya matrícula su familia se hubiera alimentado durante dos años, donde tienes tutores que te ayudan si es necesario. Y luego Princeton, y los cursos de posgrado en Harvard, y todo lo demás. —Luna sorbió su café—. Extremos opuestos de la escala económica. De todos modos, nada de lo que haga Elliot puede impresionar a Maxie. A él, todo le ha sido dado.
—¿Ni siquiera la carrera en la Marina?
—La Marina, menos que nada —dijo la señora Luna—. Yo le he preguntado sobre esto y ella ha dicho: «Por supuesto, Randall tiene un tío que es almirante, y una tía casada con un subsecretario de la Marina, y alguien más que pertenece a la Comisión del Senado para las Fuerzas Armadas. De modo que él comienza con una comisión». Yo dije algo así como: «Pero no puede usted echarle eso en cara», y ella me contestó que no se lo echaba en cara, que lo único que ocurría era que Randall nunca había tenido una oportunidad de hacer nada por sí mismo.
La señora Luna sacudió la cabeza y concluyó:
—Y luego dijo: «Quizá sea un hombre muy valioso. ¿Quién puede saberlo? ¿Cómo se puede saber?». ¿No es extraño?
—A mí me parece extraño —dijo Leaphorn—. ¿En Vietnam evacuaba a los heridos, verdad?
—Creo que sí —replicó Luna.
—Así era —dijo la señora Luna—. Le he preguntado a Maxie sobre esto, y ella contestó: «Verá usted, es probable que hubiera podido hacer algo por sí mismo, de haber tenido la oportunidad. Pero los oficiales se condecoran entre sí. Sobre todo si eso complace al Tío Almirante». «Al Tío Almirante», eso fue lo que dijo. Y luego me contó que su hermano menor también estuvo en Vietnam. Dijo que no tenía rango de oficial, que un helicóptero evacuó su cadáver. Pero ningún tío le dio condecoración alguna.
La señora Luna parecía triste.
—Es amargo —concluyó—. Amargo. Recuerdo la noche en que estuvimos hablando de esto. Yo había dicho algo acerca de que Randall pilotaba un helicóptero y ella preguntó: «¿Qué oportunidad cree usted que hubiéramos tenido usted o yo de disponer de un helicóptero para pilotar?».
A Leaphorn no se le ocurrió nada que decir al respecto. La señora Luna se levantó, preguntó si querían más café y comenzó a recoger la mesa. Luna preguntó si les gustaría pasar la noche en uno de los apartamentos temporarios para el personal.
—Mejor es que volvamos a casa —respondió Leaphorn.
La noche era completamente calma, una media luna la alumbraba. De la zona del campamento para visitantes, en la parte alta del cañón, llegó el sonido de una risa. Allen trepaba hacia su casa por el camino polvoriento. Mientras lo miraba, a Leaphorn se le ocurrió averiguar cuál era la versión que cada uno tenía del viaje sin regreso que Eleanor Friedman-Bernal había iniciado a una hora tan temprana de la mañana.
—Allen —llamó Leaphorn—. ¿A qué hora coges el autobús por la mañana?
—Se supone que pasa por aquí unos cinco minutos antes de las seis —respondió Allen—. Normalmente alrededor de esa hora.
—¿Por la carretera?
—Allá, en la intersección —respondió Allen, señalando.
—¿Viste partir a Ellie?
—La vi cargando su coche —contestó Allen.
—¿Le hablaste?
—Apenas —dijo Allen—. Susy dijo hola. Y ella dijo algo así como chicos pasad un buen día en la escuela y, nosotros, le deseamos un buen fin de semana. Algo así. Luego nos marchamos y cogimos el autobús.
—¿Sabíais vosotros que se iba el fin de semana?
—Bueno —dijo Allen—, estaba cargando sus cosas en el coche.
—¿También el saco de dormir? —preguntó Leaphorn, recordando que Maxie había dicho que Ellie tenía uno, y que no lo había encontrado en su apartamento.
—Sí —contestó Allen—. Muchas cosas. Hasta una montura.
—¿Una montura?
—Del señor Arnold —dijo Allen—. Él solía trabajar aquí. Es un biólogo. Recoge rocas con liqúenes y acostumbra vivir en uno de los apartamentos temporarios. La doctora Friedman tenía su montura. La estaba poniendo en su coche.
—¿Se la había pedido prestada?
—Supongo que sí —contestó Allen—. Tenía un caballo. El año pasado.
—¿Sabes dónde vive ahora el señor Arnold?
—En Utah —respondió Allen—. En Bluff.
—¿Qué aspecto tenía ella? ¿Estaba bien? ¿Como siempre? ¿O nerviosa?
—Feliz —contestó Allen—. Yo diría que parecía feliz.
Capítulo 11
Durante la mayor parte de su vida —al menos desde los primeros años de adolescencia—, el saber que era más listo que los demás había sido una fuente importante de satisfacción para Harrison Houk. Ahora, de pie con la espalda contra el muro del pesebre del caballo, en el establo, supo que, por una vez al menos, no había sido lo suficientemente listo. Era un sentimiento inusual, y paralizante. Pensó en aquel aforismo de la dura región del sur de Utah, según el cual, si se es más débil que todos los demás y no se quiere morir joven, hay que ser más listo que todos los demás. Más de una vez, Harrison Houk había oído hablar de esa regla en relación con su propia persona. Disfrutaba con la reputación que ello implicaba. Se la merecía. Se había hecho rico en un país en el que casi todo el mundo se empobrecía. Por el modo de hacerlo se había granjeado enemigos. Controlaba concesiones de pastos por medios que no hubieran resistido el menor análisis jurídico. Compró ganado, vendió ganado, a veces en circunstancias muy peculiares. Obtuvo cacharros anasazi de gente que no tenía idea de su valor, y a veces los vendió a individuos que sólo creían saber qué era lo que estaban adquiriendo. Tan leoninos fueron algunos de los negocios que realizara, que cuando se hizo la luz sobre ellos, bajó de Blanding el más antiguo de su distrito de los Santos de los Últimos Días para recordarle lo que el Libro de los Mormones decía con respecto a tales comportamientos. Hasta el obispo de su diócesis había escrito una vez exhortándolo a portarse correctamente. Pero Houk había sido lo bastante listo como para no morir joven. Ahora era viejo, y tenía intenciones de llegar a ser muy, muy viejo. Era absolutamente necesario. Le quedaban cosas por hacer. Ahora más que nunca. Responsabilidades. Cuestiones de conciencia, que tenía que limpiar. No se había detenido ante casi nada, pero nunca había tenido en sus manos una vida humana. No directamente. Nunca.
Estaba de pie contra el muro, tratando de pensar un plan. Debería haber reconocido el coche mucho antes, y haber comprendido qué significaba. Debía haber establecido de inmediato la relación entre el asesinato de Etcitty y todo el resto. Cuando era más joven, lo hubiera hecho. Entonces su mente funcionaba con la velocidad del rayo. Ahora los asesinatos le habían puesto nervioso. Por supuesto que podían tener una multitud de motivaciones. Riña de ladrones. Una mujer de por medio. Vaya uno a saber. Prácticamente, cualquier cosa. Pero el instinto, que durante tanto tiempo le había prestado tan buenos servicios, le sugería algo más siniestro. Una eliminación de rastros. Una reunión de hilos sueltos. Esto, sin duda, lo involucraba, y debía haberse dado cuenta. No debía haber sido tan lento para pensar cuando vio que el coche atravesaba su portón. Quizá hubiera tenido tiempo para volver cojeando a su casa, coger la pistola del cajón de su cómoda o el rifle del armario. Ahora no tenía más remedio que aguardar, y tener esperanzas, y tratar de pensar alguna solución. No podía correr por ellos, no con la artritis de cadera que padecía. Tenía que pensar.
Rápido. Rápido. Había dejado una nota para Irene. Pensó que Irene volvería a buscar su calabaza y se preguntaría adónde había ido. La clavó en la puerta de tela metálica, y en ella decía que estaría trabajando en el establo. Estaba allí, a la vista. La peor suerte posible. Miró a su alrededor en busca de un sitio donde esconderse. Houk no era un hombre al que dominara el pánico. Podía trepar al desván, pero allí no tenía cómo cubrirse. Detrás de él, las balas de alfalfa se elevaban hasta la altura de la cabeza. Podía rehacer algunas de ellas y hacerse un hueco. ¿Tendría tiempo? Sin suerte, no. Comenzó una nueva parva contra la pared, dejando un espacio apenas lo suficientemente ancho como para entrar él, mientras se quejaba al sentir el peso de las pesadas parvas contra sus caderas. A medida que trabajaba, advertía la inutilidad de todo eso. Sólo conseguiría postergar unos minutos el final. Realmente, no había lugar donde esconderse. Entonces vio que la horquilla se inclinaba junto a la puerta donde él la había dejado. Caminó cojeando, la cogió y volvió cojeando al pesebre del caballo. Tal vez hubiera alguna oportunidad de utilizarla. En todo caso, era mejor que limitarse a esconderse y esperar.
Asió el mango de la horquilla y escuchó. Su oído no era ya como había sido en otro tiempo, pero, no obstante, no percibió nada, con excepción de la brisa que, de vez en cuando, soplaba sobre las tablillas. El olor del establo se le metía en las narices. Polvo. Alfalfa seca. El débil ácido de orina seca de caballo. El olor de un otoño seco.
—Señor Houk —llamó la voz—. ¿Está usted en el establo?
Al fin y al cabo, su vida, en términos generales, había sido bastante buena. Los primeros cincuenta años, casi maravillosos, a excepción de la enfermedad de Brigham. Pero incluso esto era algo con lo que se podía vivir, gracias a la buena mujer con que la suerte lo había bendecido. A excepción de los ataques de esquizofrenia, Brigham había sido bastante feliz, la mayor parte del tiempo. Los ataques venían y se iban, pero cuando estaba al aire libre, en el campo salvaje, cazando, solitario, parecía lleno de alegría. Al mirar hacia atrás, Houk volvió a impresionarse con el recuerdo. De niño, había estado muy bien consigo mismo al aire libre. Pero no como El Muchacho. Cuando tenía diez años, Brigham podía trepar a un farallón que Houk no hubiera intentado ni con cuerdas. Y sabía qué comer. Y cómo esconderse. Eso le produjo toda una ráfaga de recuerdos, y le trajo otra vez una vieja, una viejísima pena. El Muchacho, en el verano en que tenía siete años, desaparecido por largo tiempo tras la cena. Todos en su busca. Por fin lo encuentran en la vieja guarida de coyote, bajo el caramillo. Estaba tan asustado de que lo encontraran como un conejo acosado por un perro.
Aquel fue el día en que dejaron de mentirse a sí mismos al respecto. Pero ninguno de los médicos que probaron había conseguido nada. Durante un tiempo, el piano había sido una ayuda para él. Tenía talento para ello. Y podía perderse durante horas sentado ante el instrumento, haciendo música. Pero los ataques volvieron. Y la idea de encerrarlo hubiera sido inexpresable e impensable.
—¿Houk? —dijo la voz, que ya se hallaba justo detrás del muro del establo—. Tengo que hablar con usted.
Houk pudo oír pasos, y el lento abrirse de la puerta de pesados goznes.
Tenía una cosa que hacer. No podía dejar de hacerla. Debía haberse ocupado de ello el día anterior, apenas lo descubrió. El día anterior, y personalmente. Había que encargarse de eso. No era algo que uno puede dejar e irse, no una vida humana.
Cogió su portafolios, buscó una tarjeta de negocios de un juego bien surtido, y comenzó a escribir en su reverso, mientras sostenía la tarjeta torpemente sobre el portafolios.
—Houk —dijo la voz, que ya se hallaba dentro del establo—. Le veo, a través de las tablillas. Salga.
Ya no había tiempo. No podía dejar que nadie encontrara la nota, salvo la policía. Se la puso dentro de los calzoncillos. Mientras lo hacía, oyó que se abría la puerta del pesebre.
Capítulo 12
En Nueva York llovía. L. G. Marcy, la directora de relaciones públicas a quien había sido remitido Joe Leaphorn, era una mujer delgada y estilizada, de cabello gris y ojos azules como el acero de una espada. En días secos, la gran superficie de vidrio de detrás de su escritorio dejaba ver los techos de Manhattan media. Examinó la tarjeta de Leaphorn, le dio la vuelta para comprobar si el dorso contenía más información, y luego levantó la vista para mirarlo.
—Usted desea ver la documentación referente a una pieza —dijo—. ¿Es así? —y bajó la mirada, hacia el catálogo abierto que Leaphorn le extendía.
—Es sólo esto. Nada más que este cacharro anazasi —dijo Leaphorn —. Necesitamos saber de dónde fue extraído.
—Puedo asegurarle que era legal —replicó la señora Marcy—. No comerciamos con piezas recogidas en violación de la Ley de Preservación de Antigüedades.
—Estoy completamente seguro de ello —dijo Leaphorn, quien estaba igualmente seguro de que ningún cazador de cacharros en su sano juicio certificaría jamás que ha cogido un cacharro en forma ilegal—. Suponemos que la pieza provenía de terreno privado. Simplemente necesitamos saber de qué terreno privado se trata. De qué rancho.
—Desgraciadamente, esa pieza ha sido vendida. En esa subasta se vendieron todas. De modo que no poseemos la documentación. La documentación fue a parar al comprador. Junto con el cacharro —dijo L.G. Marcy; sonrió, cerró el catálogo y se lo entregó a Leaphorn —. Lo siento.
—¿Quién lo compró?
—En eso tenemos un problema —dijo—. Nelson tiene la política de cooperar con la policía. Y también la política de respetar la confianza de sus clientes. Nunca decimos a nadie la identidad de los compradores, a menos que tengamos permiso previo de éstos para hacerlo. Y eso sucede muy raramente —agregó, inclinándose por encima del escritorio para devolver la tarjeta a Leaphorn—. En general, ninguna de las partes involucradas quiere publicidad. Estiman la privacidad. En contadas ocasiones, el objeto implicado es tan importante que la publicidad resulta inevitable. Pero muy raramente. Y en este caso, el objeto no es ese tipo de cosas que atraen a las agencias de noticias.
Leaphorn se puso la tarjeta en el bolsillo de la camisa del uniforme. La camisa estaba húmeda por la lluvia bajo la que había caminado desde el hotel donde se alojaba hacia aquel edificio de oficinas antes de entrar en una tienda para protegerse. Ante su sorpresa, se trataba de una tienda de paraguas. Leaphorn compró uno, el primero que tenía en su vida, y continuó su camino bajo el paraguas —tremendamente consciente de ello—pensando que sería el único poseedor de paraguas en Window Rock, y tal vez el único de toda la reserva, cuando no de todo Arizona. Ahora era consciente de tal adminículo, que yacía cruzado sobre su regazo, mientras aguardaba en silencio a que L. G. Marcy agregara algo a su juicio. Leaphorn había aprendido muy pronto en su carrera que a menudo aquella educación navaja chocaba con la repugnancia de los blancos a los silencios de la conversación. A veces, la incomodidad resultante llevaba a los testigos belagana a decir mucho más de lo que hubiesen deseado. Mientras aguardaba, observó los grabados de la pared. Todos, por lo que Leaphorn pudo juzgar, realizados por artistas femeninas. Lo mismo se aplicaba a la escultura abstracta que se hallaba sobre el escritorio de Marcy. El silencio se prolongaba. Al parecer, con esta belagana no funcionaría. No funcionó.
La pausa hizo que la sonrisa de L. G. Marcy se torciera ligeramente. Pero nada más. Ella aguardaba a su vez. Tendría más o menos su misma edad, pensó Leaphorn, pero parecía una mujer en la mitad de su treintena.
Leaphorn rompió el silencio. Se quitó el paraguas del regazo y dijo:
—Creo que el FBI ha notificado a su compañía que estamos investigando dos homicidios. Este cacharro en particular parece tener algo que ver con los homicidios. Su cliente no sufrirá ninguna molestia. En absoluto. Simplemente...
—No estoy segura de que el FBI nos haya notificado exactamente nada —dijo la señora Marcy—. Un agente del FBI llamó desde... —miró la agenda— Albuquerque, Nuevo México, y nos dijo que hoy llamaría un representante de la Policía Tribal Navaja para hablar de un objeto que nosotros habíamos vendido. Dijo que nuestra cooperación sería muy apreciada. La llamada se dirigía a mí, y cuando le pregunté cuál podía ser el interés del gobierno federal, ese agente, el señor Sharkey, él, bueno... —La señora Marcy buscó con urbanidad una expresión más amable que «se lavó las manos»—, dejó traslucir que su llamada no era en absoluto oficial. Se entendía que era una suerte de presentación personal.
Leaphorn se limitó a asentir con la cabeza. Sharkey no había querido llamar, había previsto el problema, pero le habían convencido de que lo hiciera. Puesto que le habían metido en ello por la fuerza, Sharkey estaría enfadado y encontraría difícil manejar la situación. Pero dentro de unos días, nada de eso importaría. Leaphorn sería un civil. Volvió a asentir con la cabeza.
—Hay un sistema para tratar problemas de este tipo, por supuesto —dijo la señora Marcy—. Se solicita una orden judicial al tribunal pertinente. Luego nos trae usted esa orden y nosotros le proporcionamos la información. El requerimiento de poner a disposición de un tribunal una prueba que resulte necesaria en un proceso judicial está por encima de nuestra propia necesidad de mantener una relación confidencial con nuestros clientes.
La expresión de la señora Marcy se había suavizado. Tras un momento, Leaphorn dijo:
—Claro que esa es una posibilidad. Pero nos gustaría, si fuese posible, evitar —se encogió de hombros— todo ese papeleo. Nos gustaría evitar cualquier demora.
Y, pensó, el problema de convencer al tribunal de que una pieza marcada con un círculo en un catálogo de Nelson's tenía algo que ver con nada.
—Eso es comprensible —dijo la señora Marcy—. Pero pienso que usted también puede comprender nuestra posición. Nuestros clientes confían en que nosotros mantendremos la confidencialidad de las transacciones. Por muchas y buenas razones —comentó, con un gesto abarcador de sus manos blancas—. Contrabandistas, por ejemplo. Ex esposas. Razones comerciales. De modo que debe usted comprender que...
La señora Marcy comenzó a echar su silla hacia atrás. Cuando se levante, pensó Leaphorn, me dirá que sin una orden judicial no puede darme ninguna información. Hizo algo que casi nunca hacía. La interrumpió.
—Nuestro problema es el tiempo —dijo—. Puede estar en juego la vida de una mujer.
La señora Marcy volvió a respaldarse en su asiento. Este pequeño movimiento hizo llegar a las narices de Leaphorn un perfume, un polvo, muchas otras delicadezas femeninas. Eso le recordó con extraordinaria fuerza a Emma. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.
—Una mujer que tenía un gran interés en ese cacharro particular, la mujer que trazó el círculo en torno a él en su catálogo, esa mujer desapareció hace varias semanas —dijo Leaphorn, quien luego extrajo de su billetera una fotografía de la doctora Eleanor Friedman-Bernal, de novia, y se la tendió a la señora Marcy—. ¿Ha venido a verla? ¿Este otoño? ¿O ha llamado?
—Sí, estuvo aquí —respondió la señora Marcy, tras lo cual estudió la fotografía frunciendo el entrecejo.
—Es la doctora Eleanor Friedman-Bernal —dijo él cuando ella hubo terminado—. Una antropóloga. Ha publicado muchos trabajos en el campo de la cerámica y del arte cerámico primitivo. Suponemos que la doctora Friedman-Bernal cree haber descubierto una alfarera anasazi cuyo trabajo puede identificar con toda especificidad. ¿Le ha hablado a usted de esto?
Mientras lo contaba, Leaphorn era consciente de lo mundano e insignificante que parecería todo eso a un profano. En realidad, a él le parecía trivial. Observó el rostro de la señora Marcy.
—Algo me dijo —comentó ella—. Sería fascinante si consiguiera probarlo.
—Por lo que hemos podido saber, la doctora Friedman-Bernal ha identificado una técnica decorativa en el acabado de una alfarería llamada polícroma de San Juan, un tipo de alfarería que data de las últimas etapas de la civilización anasazi. Descubrió que esta técnica era peculiar a una alfarera individual.
—Sí, es lo que dijo.
Leaphorn se inclinó hacia adelante. Si su persuasión fallaba, habría perdido dos días en aeroplanos y una noche en un hotel de Nueva York.
—Supongo que esta mujer, la alfafera anasazi, tenía algún talento especial que la doctora ha reconocido. La doctora Friedman-Bernal fue capaz de rastrear su obra hacia atrás y hacia adelante en el tiempo a través de una multitud de cacharros, y los ordenó cronológicamente según el desarrollo de ese talento. La alfarera trabajó en el Cañón del Chaco, y su obra se ha encontrado en diversas aldeas del cañón. Pero últimamente, quizá en estos últimos años, Friedman-Bernal comenzó a encontrar cacharros que parecían provenir de algún otro sitio. Y eran cacharros tardíos, con el estilo maduro de la mujer. El catálogo de primavera de esta casa traía una fotografía de uno de estos cacharros. Hemos encontrado el catálogo en la habitación de la doctora Friedman-Bernal, con la foto encerrada en un círculo.
Esta vez era la señora Marcy quien se inclinaba hacia adelante.
—Pero esos cacharros, eran tan estilizados, tan parecidos. ¿Cómo...? —dejó la pregunta en suspenso.
—No lo sé con seguridad —dijo Leaphorn—. Pienso que ella trabaja al modo de los grafólogos qué identifican la escritura a mano. Algo parecido.
—Tiene sentido —dijo la señora Marcy.
—Por lo que sabemos, por lo que Friedman-Bernal dijo a otros antropólogos, parece que cree poder identificar el lugar adonde esta alfarera se trasladó cuando la civilización del Chaco se hundió —comentó Leaphorn.
—Es casi correcto —dijo la señora Marcy—. Ella dijo que pensaba que este cacharro era la clave. Dijo que había estudiado diversos fragmentos, y una pieza completa, que estaba segura de que provenían de una fase tardía de la labor de la alfarera, marcada por la extensión, el refinamiento y la madurez de sus técnicas. El cacharro que ella había visto en nuestro catálogo parecía corresponder exactamente a esta obra. De modo que quería estudiarlo. Quería saber dónde podía ir a verlo y quería ver nuestra documentación.
—¿Se lo dijo usted?
—Le expliqué cuál es nuestra política.
—¿Así que no le dijo usted quién la había comprado? ¿Ni cómo tomar contacto con el comprador?
La señora Marcy suspiró y permitió que su expresión delatara un destello de impaciencia.
—Le dije lo mismo que le estoy diciendo a usted. Una de las razones por las que la gente ha mantenido relaciones comerciales con Nelson's durante más de doscientos años, es nuestra reputación. Saben que pueden confiar, absolutamente y sin el menor asomo de duda, en el secreto en que Nelson's mantendrá sus transacciones.
Leaphorn se inclinó hacia adelante.
—La doctora Friedman-Bernal volvió a Albuquerque después de hablar con usted. Luego se fue en coche al Cañón del Chaco, donde vive y trabaja. El viernes siguiente se levantó muy temprano, puso el saco de dormir en su coche y se marchó. A sus amigos les dijo que se iba por uno o dos días. Sospechamos que de alguna manera ella encontró de dónde provenían y fue a ver si podía hallar algo para probarlo. Probablemente para ver si en ese sitio había tales cacharros, o fragmentos.
Leaphorn se echó hacia atrás y cruzó las manos sobre el pecho, preguntándose si eso funcionaría. En caso negativo, se hallaba próximo a un punto muerto. Estaba Chee, naturalmente. A Chee le había pedido que buscara al Reverendo Slick Nakai, para sonsacarle toda la información que este hombre poseyera sobre la procedencia de aquellos condenados cacharros. Chee parecía interesado, y haría lo que pudiera. Pero, ¿hasta qué punto era listo Chee? Debía haber esperado, debía haberlo hecho él mismo, no arriesgarse a que se echara todo a perder.
—Desapareció —dijo Leaphorn—. Ni rastro de la mujer, ni del coche, ni de nada. Ni una palabra a nadie. Como si Eleanor Friedman-Bernal nunca hubiera existido.
La señora Marcy levantó la fotografía y la estudió.
—Tal vez se haya ido —dijo, levantando la vista hacia Leaphorn—. Ya sabe. Demasiado trabajo. Demasiada tensión. De pronto sientes deseos de mandar todo eso al diablo. Tal vez haya sido eso —agregó, en el tono de la mujer que conoce ese sentimiento.
—Es posible —dijo Leaphorn—. Sin embargo, la noche anterior a su desaparición pasó largo tiempo preparando una cena: marinada y entrada de carne, etcétera. El profesor con el que ella había trabajado llegaba de Albuquerque. Preparó su gran cena y la puso en la nevera. Y al amanecer del día siguiente colocó el saco de dormir en su coche, junto con otras cosas de este tipo, y se marchó.
La señora Marcy reflexionó. Cogió del escritorio la foto de Eleanor Friedman-Bernal vestida de novia y la examinó nuevamente.
—Déjeme ver qué puedo hacer —dijo luego, mientras cogía el teléfono—. Por favor, ¿quiere esperar fuera un minuto?
Desde la recepción no se veía la lluvia, sino sólo paredes que exhibían grabados abstractos y una recepcionista a quien la camisa mojada de Leaphorn había despertado curiosidad. Sentado contra la pared y hojeando un Architectural Digest, se percató de que la mujer lo miraba, y se arrepintió de no haberse puesto ropa civil. Pero tal vez no fuera el uniforme lo que le llamaba la atención, sino el húmedo navajo que iba dentro.
No habían pasado todavía diez minutos cuando salió la señora Marcy. Entregó a Leaphorn una tarjeta con un nombre, Richard DuMont, y una dirección en la calle Setenta y Ocho Este.
Leaphorn se puso de pie y dijo:
—Se lo agradezco.
—Seguro —replicó ella—. Espero que me tenga al tanto. Si la encuentran, quiero decir.
Leaphorn pasó el resto de la tarde vagando por el Museo de Arte Moderno. Finalmente, se sentó en un sitio desde el cual podía ver el patio de esculturas, con la pared manchada por la lluvia detrás y el cielo lluvioso encima. Lo mismo que toda la gente de países secos, Leaphorn gozaba con la lluvia, esa rara, ansiada y refrescante bendición que hacía florecer el desierto y hacía posible la vida. Estaba sentado, en la cabeza se le agolpaban los pensamientos y observaba cómo corría el agua por los ladrillos, goteaba de las hojas, formaba fríos charcos sobre las baldosas y confería un brillo especial a la cabra de Picasso.
Esa cabra era la escultura preferida de Leaphorn. Cuando eran jóvenes y él asistía a la Academia del FBI, había llevado a Emma a ver Nueva York. Habían descubierto juntos la cabra de Picasso. Él seguía contemplándola cuándo Emma había reído y, tirándole de la manga, le había dicho: «Mira. La mascota de la Nación Navaja».
Experimentaba una extraña sensación al recordar la escena, como si pudiera ver a ambos tal como eran entonces. Muy jóvenes, de pie junto a esa pared de vidrio mirando la lluvia del otoño. Emma, que era aún más hermosa cuando reía, estaba riendo. «Perfecto para nosotros, los Dineh», había dicho ella. «Hambrienta, flaca, huesuda, fea. Pero, Mira, es fuerte, perdura.» Y en el placer de su descubrimiento le había apretado el brazo, la cara rebosante de una alegría y una belleza que Leaphorn no había encontrado en ninguna otra parte. Y, por supuesto, era verdad. Esa escuálida cabra hubiera sido el símbolo perfecto. Algo para poner en un pedestal y exhibir. Miserable y hambrienta, completamente cierto. Pero también estaba preñada y se mostraba desafiante, exactamente lo que se necesitaba para desafiar el mundo a la entrada del horrible salón octogonal de reuniones del Consejo Tribal de Window Rock. Leaphorn recordó que habían tomado café en el museo y que habían caminado alrededor de la cabra y la habían palmeado. Ahora, aquella sensación —el metal húmedo, frío y bruñido bajo la palma de la mano— volvía con extraordinario realismo. Se levantó y salió apresuradamente del museo, bajo la lluvia, sin darse cuenta de que, colgado de la silla, dejaba olvidado el paraguas.
Leaphorn cogió un taxi hasta la dirección de la calle Setenta y Ocho, llegó con un cuarto de hora de antelación e hizo tiempo recorriendo el vecindario, un territorio de porteros uniformados y perros caros a los que paseaban personas con todo el aspecto de haber sido especialmente contratadas para ese trabajo. Llamó a la campanilla de la puerta a las once en punto. Esperó en los escalones, mientras miraba el cielo al fondo de la calle. Llovería otra vez, y pronto, probablemente antes del mediodía. Un anciano, encorvado, canoso y metido en un arrugado traje gris, abrió la puerta y se mantuvo allí de pie y en silencio, mirándole pacientemente.
—Mi nombre es Leaphorn —dijo—. Tengo cita con Richard DuMont.
—Está en el gabinete —dijo el hombre, e hizo pasar a Leaphorn.
El gabinete era una habitación larga, de cielo raso alto al fondo de un largo corredor de cielo raso alto. En el extremo de una larga mesa de biblioteca estaba sentado un hombre con una bata de color azul oscuro. La luz de una lámpara de pie junto a su sillón iluminaba la blancura de un mantel de desayuno, porcelana y plata.
—¡Ah, el señor Leaphorn! —exclamó el hombre, sonriendo—. Es usted muy puntual. Espero me disculpe usted por no levantarme para saludarlo —agregó mientras tamborileaba en los brazos de la silla de ruedas en la que estaba sentado—. Y espero que acepte tomar el desayuno conmigo.
—No, gracias, ya he comido —dijo Leaphorn.
—¿Café, entonces?
—Nunca rechazo el café. Jamás.
—Yo tampoco —comentó DuMont—. Es uno de mis vicios. Pero, siéntese —añadió, señalando una silla de felpa azul—. La mujer de Nelson's me dijo que está usted buscando una mujer desaparecida. Una antropóloga. Y que hay asesinos de por medio.
Los pequeños ojos grises de DuMont miraron fijamente a Leaphorn, ávidos de curiosidad. Ojos inusuales en una cara enjuta, estrecha, bajo unas cejas de un color casi indistinguible del de la piel pálida.
—Asesinato —repitió— y una mujer desaparecida.
La voz de DuMont era clara, precisa, fácil de entender. Pero, lo mismo que el rostro, era una voz pequeña. Cualquier ruido de fondo la hubiera cubierto.
—Fueron asesinados dos cazadores de cacharros —dijo Leaphorn.
En DuMont había algo displacentero. ¿Interés excesivo? Pero en un hombre como él el interés parecía completamente natural. Después de todo, era un coleccionista.
—Incluso el hombre que encontró el cacharro —agregó DuMont, con un tono que a Leaphorn le pareció de placer—. Eso es lo que me contó la mujer de Nelson's.
—Así pensamos —replicó Leaphorn—. La señora Marcy me contó que usted tendría a bien dejarme ver la documentación que él envió. Queremos saber dónde ha encontrado el cacharro.
—El documento —dijo DuMont—. Sí. Pero cuénteme cómo mataron al hombre aquel, cómo desapareció la mujer —y, con los brazos bien abiertos y una pequeña mueca en la boca, repitió—: Cuénteme todo eso.
Detrás de DuMont, a ambos lados de una grande y lujosa chimenea, la pared estaba formada por estantes llenos de objetos. Alfarería, piedras talladas, cestos, fetiches, máscaras, armas primitivas. Exactamente detrás del hombre, un pedestal sostenía una cabeza de piedra, que Leaphorn supuso olmec y clandestinamente extraída de México en contravención de la ley de antigüedades del país.
—El señor Etcitty y un compañero estaban excavando una ruina anasazi; al parecer, recogiendo potes. Alguien les disparó —explicó Leaphorn—. Una antropóloga, Friedman-Bernal de apellido, se especializaba en ese tipo de alfarería. En realidad, tenía un interés especial por el cacharro específico que usted compró. Esta antropóloga desapareció. Dejó el Cañón del Chaco, donde trabajaba, un fin de semana, y no regresó.
Leaphorn interrumpió su discurso. Él y DuMont se miraron. El hombre canoso y encorvado que había recibido a Leaphorn hizo su aparición junto a éste, dejó una mesita al lado de su silla, extendió un mantel sobre ella y depositó una bandeja de plata sobre el mantel. En la bandeja había una taza de porcelana delgada como un papel sobre un plato traslúcido, un recipiente de plata del que emanaba vapor, otros dos más pequeños y una cuchara, todo de plata. El hombre sirvió el café en la taza de Leaphorn y desapareció.
—Uno no se limita a comprar el objeto —dijo DuMont—. Uno quiere también lo que viene con él. La historia. Esta cabeza, por ejemplo, proviene de la selva del norte de Guatemala. Había decorado la puerta de entrada de una cámara de un templo. La habitación donde se sacrificaban los cautivos. Me han contado que los sacerdotes olmec los ahorcaban con una cuerda.
DuMont cubrió la parte inferior de su rostro pequeño con la servilleta y emitió una tosecita, sin apartar de Leaphorn sus ojos ávidos.
—Y este cacharro anasazi que a usted le preocupa, ¿por qué vale cinco mil dólares? —dijo y se echó a reír con un sonido muy leve y tintineante—. En realidad, no es un cacharro excesivamente interesante. ¡Pero los anasazi! ¡Qué pueblo misterioso! Usted adquiere este cacharro y piensa en la época en que fue realizado. Una civilización que se había desarrollado durante milenios, se estaba extinguiendo. Sus grandes casas se iban quedando vacías. Ya no había grandes ceremoniales en las kivas. Fue más o menos entonces cuando se realizó este cacharro, así me dijeron mis expertos. Precisamente al final. El ocaso. Los últimos días.
DuMont hizo algo en el brazo de su silla de ruedas y llamó:
—Edgar.
—Sí, señor —respondió Edgar con una voz que parecía provenir de debajo de la mesa.
—Déme aquel cacharro que compré el mes pasado. Y los documentos.
—Sí, señor.
—Las historias son importantes para mí —explicó DuMont a Leaphorn—. Todo lo que usted me ha contado tiene su valor aquí. Verá usted. Yo muestro el cacharro a mis amigos. Y ahora ya no sólo les hablaré de la civilización anasazi, sino también de asesinatos y de una mujer desaparecida.
Tras esas palabras, DuMont esbozó una sonrisa ligeramente burlona, que dejó ver una dentadura pequeña y perfecta.
Leaphorn sorbió el café. Recién hecho, caliente, excelente. La porcelana era traslúcida. A la derecha de DuMont, por la fila de ventanas altas en la pared, entraba una luz oscura y teñida de verde por las enredaderas que las cubrían. La lluvia corría por los vidrios.
—¿Me he explicado? —preguntó DuMont.
—Creo que sí —respondió Leaphorn.
—Toma y daca. Usted quiere información de mi parte. A cambio, me parece justo que usted me suministre mi historia. La historia que acompaña a esta pieza.
—Ya lo he hecho —dijo Leaphorn.
DuMont levantó ambas manos y las agitó.
—¡Detalles! ¡Detalles! ¡Detalles! —exclamó—. ¡Todos esos detalles sangrientos! ¡Detalles para contar!
Leaphorn le contó los detalles. Cómo se habían encontrado los cadáveres. Cómo habían sido asesinados los hombres. Quiénes eran. Describió la escena. Describió los huesos. DuMont escuchó, fascinado.
—...y aquí estamos —concluyó Leaphorn—. Sin pistas, realmente. Nuestra mujer desaparecida puede ser una pista que nos conduzca al asesino. O, lo más probable, también ella ha sido su víctima. Pero todo es muy vago. Sólo sabemos que tenía interés en esos mismos cacharros. Sólo que ha desaparecido.
Edgar había vuelto al comienzo del relato y estaba de pie junto a DuMont, con un cacharro y una carpeta de papel manila. El cacharro era pequeño, aproximadamente del tamaño de la cabeza de un hombre. Apenas un poco más grande que el cráneo de DuMont.
—Déle usted la pieza al señor Leaphorn —dijo DuMont—. Y los documentos, por favor.
Así lo hizo Edgar, quien permaneció allí de pie, encorvado y gris. Su presencia ponía nervioso a Leaphorn. Abrió la carpeta.
Contenía algo que parecía ser dos contratos de venta, uno de Harrison Houk a Nelson's y otro de Nelson's a DuMont, así como también un impreso relleno con la letra de una mano torpe. Estaba firmado por Jimmy Etcitty.
Leaphorn controló la fecha. El mes de junio pasado. Luego controló el espacio indicado como «Lugar de recolección». La introducción decía:
Alrededor de unos catorce o dieciséis kilómetros abajo de San Juan a partir de Sand Island. Desde la boca del cañón, de la margen norte del río, subir por el cañón casi unos nueve kilómetros hasta el lugar donde hay tres ruinas en la margen izquierda del cañón, en un nivel bajo. A la derecha de la ruina más baja hay un montón de representaciones de figuras de yei anasazi, y una de ellas parece un gran arbitro de béisbol sosteniendo un protector de pecho rosado. Del lado norte del cañón, una de las ruinas está construida contra el farallón, en el escalón que está por encima del fondo del cañón. Encima de él, en el escalón más alto, hay una cueva bajo el farallón, con una ruina construida en él, y por encima, en una cueva más pequeña, hay otra. Todas estas ruinas están en terrenos privados, bajo concesión a mi amigo Harrison Houk, de Bluff, Utah. Este cacharro era originario de la trinchera que se halla junto a la pared sur de la ruina, contra el farallón. Estaba boca arriba, con otros tres cacharros, todos rotos, y un esqueleto, o parte de un esqueleto. Cuando lo encontramos, el cacharro sólo mostraba suciedad.
Leaphorn se sorprendió ante la intensidad de la desilusión. Era exactamente lo que había esperado. Controló los otros espacios rellenos del impreso y no encontró nada interesante. DuMont lo vigilaba, con una mueca en los labios.
—¿Algún problema?
—Un caso insignificante de mentira —respondió Leaphorn.
—Precisamente eso mismo dijo la doctora Friedman —musitó DuMont—. Falso, falso, falso.
—¿Habló usted con la doctora Friedman?
—Nada más que esto —respondió DuMont, encantado con el desconcierto de Leaphorn—. Su dama desaparecida estuvo aquí. En ese mismo asiento. Edgar, ¿bebió de la misma taza?
—No tengo idea, señor —contestó Edgar.
—Las mismas preguntas —dijo DuMont con un gesto—. Fascinante.
—¿Cómo llegó hasta usted?
—De la misma manera que usted, supongo. A través de Nelson's . Llamó, se identificó y arregló una cita.
Leaphorn no hizo ningún comentario. Recordaba su nota: «¡Llamar a Q!». Ellie parecía haber tenido con la casa de subastas un contacto que prescindía de la señora Marcy.
—¿Dijo ella que el certificado era falso? ¿El emplazamiento?
—Dijo que el cañón no estaba donde el señor... el señor...
—Etcitty.
—Donde Etcitty dijo que estaba —DuMont rió—. Indica un camino erróneo, dijo. Demasiado abajo en el cañón. Cosas de este tipo.
—Tenía razón —dijo Leaphorn.
Si aquella ubicación falsa ejerció algún efecto sobre el cacharro de cinco mil dólares de DuMont, no ejerció ninguno sobre su humor. Continuaba con su blanca sonrisita.
—Estaba muy alterada —dijo—. Desilusionada. ¿Usted también?
—Sí —dijo Leaphorn—. Pero no debería estarlo. Es exactamente lo que debía haber esperado.
—Edgar le ha hecho una copia de esto —dijo DuMont—. Para que se la lleve.
—Gracias —dijo Leaphorn, y se levantó del asiento, con el deseo de salir de aquella habitación; de marcharse; de salir a la lluvia limpia.
—Y Edgar le dará mi tarjeta —dijo DuMont desde detrás—. Llámeme para contarme todos los detalles. Cuando encuentre el cadáver de la antropóloga.
Capítulo 13
No fue fácil encontrar al Reverendo Slick Nakai. En el yacimiento de Nageezi, Chee sólo descubrió el hollado paraje donde había estado la tienda de ceremonias y los desperdicios que habían dejado atrás. Preguntó por los alrededores y se enteró de que Nakai era conocido en la Misión de la Hermandad Navaja. Se había marchado en su coche hacia Escrito. El belagana de la misión sabía algo acerca de Nakai, pero no de su paradero. Si había programado una reunión por los alrededores, no habían oído hablar de ello. Tenía que haber un error. Chee se marchó, con la sensación de que no era el único que desaprobaba el comportamiento de Slick Nakai. En Counselors Trading Post, donde la gente acudía a enterarse de lo que ocurría en la parte norte de la Reserva de Checkerboard, estuvo merodeando hasta que encontró a alguien que conocía a una familia que no sólo era ferviente seguidora del Camino de Jesús, sino que lo era a la manera prescrita por los principios de la secta de Nakai. Era la familia de La Vieja Dama Daisy Manygoats. Desgraciadamente, los Manygoats vivían hacia arriba por el Cañón del Coyote. Chee se dirigió al Cañón del Coyote, se detuvo en la casa capitular, siguió por un camino cuyas condiciones eran malas incluso para los patrones de la reserva, y no encontró a nadie en casa en el paraje de los Manygoats, excepto un muchacho de nombre Darcy Ozzie. Efectivamente, Darcy Ozzie tenía noticias del Reverendo Slick Nakai y había asistido en realidad a su reciente reunión en Nageezi.
—Dicen que se iba a predicar entre White Rock y Tsaya, entre las montañas —dijo el muchacho, indicando hacia el oeste a la manera navaja, con un movimiento de los labios—. Y que cuando terminara allí, se iría a Arizona a celebrar una ceremonia, en Lower Greasewood. Al sur de la Reserva Hopi.
Por tanto, Chee se dirigió al Valle de Chuska, hacia Tsaya, con la cadena del Chuska —que se erguía azul— a su izquierda, entre las reinas margaritas del otoño que formaban dos líneas de color a ambos lados del viejo y roto camino de asfalto de la Nacional 666, y las serpentarias y las chamizas que coloreaban las faldas con manchas amarillo oro bajo el cielo azul oscuro de noviembre.
A mitad de camino entre Nageezi y el Cañón del Coyote había dejado de pensar en Slick Nakai, tras agotar todos los posibles escenarios donde su reunión podía tener lugar. Entonces pensó en Mary Landon. Ella le quería, concluyó. A su manera. Pero era amor. Ella no cambiaría de idea acerca de vivir toda la vida en la reserva. Y tenía razón. A falta de algún cambio verdaderamente radical en Mary, no sería feliz si criaba a sus hijos allí. Él no quería que Mary cambiara en absoluto, ni que fuera desgraciada. Lo cual le llevó a pensar en sí mismo. Ella se casaría con él si dejaba la reserva. Y él no podía hacer eso. Había tenido ofrecimientos. Podía ir al cuerpo de policía judicial. Trabajar en algún sitio donde sus hijos pudieran ir a la escuela con chicos blancos y estar rodeados de cultura blanca. Mary sería feliz. ¿Lo sería, realmente? Él podía seguir siendo navajo con respecto a la sangre, pero no con respecto a la creencia. Estaría lejos de su familia y de los Dineh de Hablar Lento, los hermanos y las hermanas de su clan materno. Estaría fuera de Dineh Bike'ya, el territorio cercado por las cuatro montañas sagradas dentro del cual las ceremonias mágicas y curativas tenían un efecto compulsivo. Si vivía en otro sitio, sería un extraño. A Mary Landon no la haría feliz vivir con ese Jim Chee. Él no podría vivir con una Mary Landon infeliz. Ésa era la conclusión a la que siempre llegaba en última instancia, y que le dejaba una amarga sensación de pérdida. Y eso, a su vez, evocó otra idea en su mente.
Pensó en Janet Pete, tratando de imaginar, con lo poco que sabía acerca de su carácter, qué solución encontraría a su problema. ¿Permitiría que su abogado la convirtiera en la muchacha india? No había datos suficientes para estar seguro, pero abrigaba sus dudas de que Janet Pete soportara tal cosa para siempre.
¿Quién mató a Nails y a Etcitty? Había que descubrir el motivo. Allí residía la respuesta. Pero podía haber una docena de motivos, y no tenía ninguna base para suponer uno. Leaphorn, obviamente, creía que Slick Nakai estaba involucrado en el rompecabezas. Pero entonces Leaphorn sabía mucho más que Chee acerca de aquella historia. Lo único que sabía Chee era que Nakai compraba cacharros a Etcitty, o que tal vez éste se los donaba. Que Etcitty era uno de los cristianos conversos de Nakai. Que Leaphorn creía que Nakai vendía cacharros a la mujer desaparecida en el Cañón del Chaco. Éste era el punto principal de la tarea que se había asignado a Chee. En el teléfono, la voz de Leaphorn le había parecido cansada. «¿Quiere seguir un poco más conmigo en este asunto de Friedman-Bernal? —había preguntado—. En caso afirmativo, puedo arreglarlo con el capitán Largo.»
Chee había vacilado, sorprendido. Leaphorn había valorado la pausa como indecisión.
—Debería recordarle una vez más que abandono el departamento —había dicho Leaphorn—. Estoy con franco final ahora mismo. Ya se lo he dicho antes. Lo que le digo ahora es que si está dispuesto a hacerme un favor, recuerde que ya no tendré manera de devolverlo.
Lo cual, había pensado Chee, era una bonita manera de decir la inversa, esto es, que no podría castigarle por negarse.
—Me gustaría seguir con esto —había dicho Chee—. Me gustaría descubrir quién mató a aquellos individuos.
—No es en eso en lo que estamos trabajando —había dicho Leaphorn—. Son cosas relacionadas, supongo. Tienen que estar relacionadas. Pero lo que yo investigo es qué ocurrió con la mujer que desapareció en el Chaco. La antropóloga.
—De acuerdo —dijo Chee.
Parecía un extraño enfoque. Dos asesinatos, aparentemente premeditados, y Leaphorn dedicaba su tiempo de permiso, y los esfuerzos de Chee, al caso de una persona desaparecida. El mismo caso, probablemente, dado el cariz que iba adoptando. Pero que se enfocaba completamente hacia atrás. Y bien, se suponía que el teniente Leaphorn era más listo que el agente Chee. Tenía reputación de obrar misteriosamente. Pero también tenía fama de hacer conjeturas correctas.
En Tsaya, Chee supo que Nakai Slick se le había escapado, pero por poco. Nakai había cancelado la reunión de predicación y se había dirigido hacia el norte.
—¿La canceló sin más? —preguntó Chee. La pregunta estaba dirigida a una muchacha rolliza de unos dieciocho años, que parecía estar a cargo del Capítulo de Tsaya, ya que era la única persona presente en la casa capitular.
—Tenía mucha prisa, y dijo quién era, y que tenía que cancelar una reunión en la tienda que se suponía que se haría esta noche —dijo la muchacha—. Está escrito allí, en el tablero de noticias —agregó señalando con la cabeza las noticias fijadas a la entrada.
«SE ADVIERTE», había garabateado Nakai en la parte superior de una hoja de papel de carta, en la que a continuación podía leerse lo siguiente:
Debido a una emergencia inesperada el Reverendo Nakai
se ve forzado a cancelar su reunión aquí.
Se realizará más adelante, si Dios así lo quiere.
Reverendo Slick Nakai.
—¡Mierda! —exclamó Jim Chee, en voz alta y en inglés, ya que la lengua navaja apenas se presta a este tipo de expresiones emocionales.
Miró su reloj. Casi las cuatro y media. ¿Adónde diablos podía haberse ido Nakai? Retrocedió hasta el escritorio donde estaba sentada la muchacha, que lo había estado observando con curiosidad.
—Tengo que encontrar a Nakai.
Chee sonrió a la muchacha, contento de no haberse puesto el uniforme. Para una buena parte de la gente de la edad de aquella chica, la Policía Tribal Navaja era un adversario.
—¿Dijo algo más? ¿Hacia dónde iba, por ejemplo?
—¿A mí? Nada. Sólo cogió un trozo de papel para su nota. ¿Es usted uno de sus cristianos?
—No —dijo Chee—. En realidad, soy un hatathali. Hago la ceremonia de la bendición.
—¿De veras? —replicó la muchacha.
Chee se sintió confundido.
—Sólo estoy comenzando —dijo—. Apenas he hecho una.
Y dejó sin explicar que esa única vez lo había hecho para un miembro de su propia familia. Sacó su billetera, extrajo de ella una tarjeta y se la extendió.
JIM CHEE
Hatathali
Cantor de las Bendiciones
Disponible para otras ceremonias
Para consultas, llamar a...................
(C.C. 112, Shiprock, N.M.)
Puesto que no tenía teléfono en su roulotte, había dejado en blanco el número, apostando a que, para el momento en que Largo tuviera alguna noticia de ello y le pusiera término, él ya se habría ganado una reputación y tendría establecida un clientela. Pero el encargado del despacho se había negado. «Además, Jim —había argüido—, ¿qué pensaría la gente? Llamarían a un cantor para una ceremonia y se los atendería con la frase “Policía Nacional Navaja”.»
—Déme algunas más —dijo la muchacha—. Pegaré una en el tablero, también. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —respondió Chee—. Y dáselas a la gente, sobre todo si oyes decir que alguien está enfermo.
Ella cogió las tarjetas.
—Pero, ¿qué hace un hatathali buscando a un predicador cristiano?
—Hace un minuto, cuando te pregunté si Nakai había dicho algo acerca de hacia dónde se dirigía, me respondiste que a ti no te había dicho nada. ¿Habló con alguien más?
—Hizo una llamada telefónica —respondió la muchacha—. Preguntó si podía utilizar este teléfono —agregó con una palmadita al aparato que había sobre el escritorio— y llamó a alguien.
La muchacha se detuvo y observó a Chee atentamente y con cierta reserva.
—¿Y pudiste escuchar algo de lo que dijo?
—No soy una fisgona —dijo.
—Por supuesto que no. Pero el hombre habló aquí, en tu escritorio. ¿Cómo podías evitarlo? ¿Dijo adónde iba?
—No —respondió ella—. No lo dijo.
Chee fue lo suficientemente listo como para advertir que lo estaban engañando. Sonrió a la muchacha y dijo:
—Dentro de un rato me contarás qué dijo. Pero todavía no.
—Simplemente puedo no decirle nada —replicó ella, con un ligero mohín de placer.
—¿Y si te cuento una historia de miedo? ¿Que en realidad no soy un curandero, sino un policía y estoy buscando a una mujer que ha desaparecido? ¿Y que Nakai no es en realidad un predicador, sino un delincuente, que ya ha matado a dos personas? Yo le estoy siguiendo el rastro, y tú eres mi única oportunidad de cogerlo antes de que mate a alguien más.
—Eso encajaría muy bien con lo que dijo por teléfono. Muy misterioso.
Chee se esforzó por mantener una sonrisa, apenas esbozada.
—Por ejemplo, ¿qué?
—¡Oh! —dijo ella, ya relajada—. Dijo ¿has visto lo que le sucedió a fulano? Luego escuchó. Después dijo algo así como que eso lo puso nervioso y que había que tener cuidado. Y luego habló de otro fulano o zutano por quien él estaba preocupado y dijo que la única manera de advertirle era ir a su choza y verlo. Dijo que iba a cancelar su reunión de aquí e ir a ese lugar. Y luego escuchó un largo rato y después dijo que no sabía a qué distancia. Que estaba en Utah —se encogió de hombros—. Eso fue todo, más o menos.
—«Más o menos» no basta.
—Bueno, es todo lo que recuerdo.
Al parecer, así era. Ella no recordaba quiénes eran aquel fulano ni aquel otro fulano o zutano. Chee se marchó, pensando que «en Utah» era donde Leaphorn quería investigar, la fuente de la obsesión alfarera de Friedman-Bernal. También pensó que en camino a Four Corners pasaría por Shiprock. Tal vez, si al llegar allí se sentía muy cansado, se tomara la noche libre. Quizá encontrara a Slick Nakai al día siguiente. Pero, ¿por qué había alterado Nakai sus planes y se dirigía a los confines de Utah? ¿Quién lo sabe? Tal vez aquel fulano fuera Etcitty, y aquel otro fulano o zutano fuera otro de los conversos de Nakai que robaban cacharros en aquel sitio. Para Chee, Nakai resultaba cada vez más extraño.
Conducía a través de Bisti Badlands, en dirección norte, hacia Farmington, cuando comenzaron las noticias de las cinco. Una locutora informaba desde la estación de Durango, Colorado, acerca de la concesión de un contrato para incrementar los pastos en la Reserva de Ute Mountain, de una controversia sobre el impacto ambiental de una estación de esquí adicional en Purgatory, y de una de petición que circulaba para desaforar a un consejero en Aztec, Nuevo México. Chee estiró el brazo para cambiar la sintonía. Desde una estación de Farmington tendría más noticias sobre Nuevo México.
«Otras noticias de la región de Four Corners —dijo la mujer—: Un prominente y en otros tiempos controvertido granjero y personaje político del sudeste de Utah, ha sido muerto a tiros en su rancho cerca de Bluff.»
Chee detuvo su mano en el dial. La voz continuó:
«Un portavoz del Departamento del Sheriff del Condado de Garfield en Blanding dijo que se ha identificado a la víctima como Harrison Houk, ex senador del estado de Utah y uno de los mayores propietarios granjeros del sudeste de Utah. El cadáver de Houk fue hallado anoche en su establo. La oficina del sheriff dijo que había recibido dos disparos.
»Hace unos veinte años, la familia de Houk fue víctima de una de las peores tragedias de Four Corners. La mujer, un hijo y la hija de Houk fueron muertos a tiros, aparentemente por un hijo menor, mentalmente perturbado, que luego se ahogó en el río San Juan.
»Al otro lado de la frontera, en Arizona, se había iniciado un juicio en el juzgado federal de...».
Chee cerró la radio. Quería pensar. Houk era el hombre a quien Nakai había vendido cacharros. Houk vivía en Bluff, sobre el San Juan. Tal vez el «fulano» de Nakai fuera Etcitty. Pero más probablemente, Houk. ¿Podía haberse enterado Nakai del asesinato de Houk en camino a Tsaya? Es probable que sí, por algún informativo anterior. Esto explicaría su brusco cambio de planes. O tal vez el «otro fulano y zutano», el hombre a quien Nakai quería poner sobre aviso, fuera Houk. Demasiado tarde. De todos modos, parecía claro que Nakai se había dirigido a algún sitio muy cerca de Bluff, donde Houk, su cuente en cacharros, había sido asesinado.
Chee decidió trabajar horas extras. Si podía encontrar esa misma noche al elusivo Nakai, lo haría.
Resultó sorprendentemente fácil. De camino hacia el norte, hacia Bluff, bastante al norte de Mexican Water como para estar seguro de haber cruzado el límite de Arizona y haber entrado en Utah, Chee vio el remolque de la tienda de Nakai. Estaba aparcado tal vez a medio kilómetro de una carretera de un campo petrolero que sale de la Nacional 191 y se dirige al desierto, al sur de la Meseta Caso del Eco.
Chee giró bruscamente a la izquierda, aparcó junto al remolque y lo inspeccionó. Las cuerdas de sujeción estaban en su lugar, los cuatro neumáticos, bien inflados, todo en perfecto orden. Simplemente había sido desenganchado y abandonado.
Chee bajó traqueteando por el antiguo camino, pasó una bomba petrolera silenciosa, la muda roca de Gothic Creek, y luego una tierra llana de artemisas esparcidas y enebros enanos. El camino se abría en dos ramales, que Chee supuso accesos a las únicas dos familias navajas que sobrevivían en esos desiertos. Ya estaba casi oscuro. El horizonte, en el occidente, era de un cobre luminoso. ¿Qué dirección tomar? Por una de ellas, a lo lejos, Chee vio el coche de Nakai.
Condujo con toda cautela y una sensación de incomodidad los quinientos metros que lo separaban de aquel coche. Cuando atribuyó a Nakai el papel de delincuente sólo estaba bromeando con la chica de Tsaya. Pero, ¿ahora? ¿También bromearía? No sabía casi nada. Sólo que Nakai había predicado en la reserva durante años y que estimulaba a sus conversos a recoger cacharros para que él los vendiera para ayudar a financiar la operación. ¿Tenía una pistola? ¿Antecedentes criminales? Leaphorn probablemente sabía tales cosas, pero no había confiado en Chee. Nervioso, disminuyó más aún la velocidad.
Nakai estaba sentado sobre el maletero del enorme y viejo Cadillac, con las piernas colgando, inclinado contra el vidrio de atrás, y observaba a Chee. No parecía haber sufrido absolutamente ningún daño. Chee aparcó detrás de él, se apeó y se estiró.
—Ya te'eh —dijo Nakai, quien luego reconoció a Chee y lo miró sorprendido—. Otra vez nos encontramos, pero muy lejos de Nageezi.
—Ya te —contestó Chee—. Es usted difícil de encontrar. He oído decir que se suponía que estaba —hizo un gesto señalando hacia el sur— primero, en Tsaya, y luego más abajo, del otro lado de Hopi Country, en Lower Greasewood.
—Me quedé sin gasolina —dijo Nakai, pasando por alto la pregunta implícita—. Este maldito quema gasolina como un tanque. ¿Me buscaba usted? —agregó tras bajar del maletero de un salto, con la agilidad de un hombre menudo.
—Más o menos —dijo Chee—. ¿Qué lo trae a Utah, tan lejos de Lower Greasewood?
—Los asuntos del Señor me llevan a muchos lugares —respondió Nakai.
—¿Piensa usted celebrar una reunión aquí?
—Por supuesto —dijo Nakai—. Cuando pueda arreglarla.
—Pero ha dejado usted la tienda —comentó Chee, quien pensó «Mientes, no hay aquí bastante gente para eso».
—Estaba en cero —dijo Nakai—. Pensé que podía ahorrar suficiente gasolina como para llegar a donde voy. Luego regresar y cogerla —rió—. Esperé demasiado para desengancharla. Quemaba demasiada gasolina.
—¿Es que se olvida usted de mirar su indicador?
—Ya estaba roto cuando compré esto. —Nakai volvió a reír—. Benditos sean los pobres —dijo—. No hubiera ganado nada con mirarlo. Antes de quedarme sin gasolina, me había quedado sin dinero.
Chee no hizo ningún comentario. Pensó cómo podía enterarse de lo que Nakai estaba haciendo allí, a quién había ido a poner sobre aviso.
—Tengo un hermano que vive allá —explicó Nakai—. Cristiano, de modo que es mi hermano en el Señor. Y es Paiute. Mi clan «de nacimiento». De modo que también es hermano por este lado. Me disponía a caminar cuando lo vi venir a usted.
—¿Así que acaba usted de llegar?
—Hace cinco minutos, tal vez. Dígame, ¿podría llevarme usted? Quizá unos doce kilómetros, más o menos. Podría ir andando, pero tengo prisa.
Nakai miraba el remolque, hacia el oeste. Chee estudió su rostro. La luz cobriza le confería el aspecto de una escultura. Metálico. Pero Nakai no era de metal. Estaba preocupado. A Chee no se le ocurría una manera inteligente de llevarle a hablar de lo que estaba haciendo allí.
—Se ha enterado usted de que habían matado a Harrison Houk y ha venido aquí —dijo Chee—. ¿Por qué?
Nakai se volvió; ahora tenía el rostro sombrío.
—¿Quién es Houk? —preguntó.
—El hombre al que usted le vendía cacharros —respondió Chee—. ¿Recuerda? Usted le habló de esto al teniente Leaphorn.
—De acuerdo —dijo Nakai—. Sé algo de él.
—Etcitty tenía tratos comerciales con usted y con Houk, y con estos cacharros, y está muerto. Y ahora Houk. Pero a balazos. Y también Nails, por esta cuestión. ¿Le conoce usted?
—Sólo de vista —respondió Nakai—. Creo que he estado dos veces con él.
—Verá usted —dijo Chee—. Leaphorn me envió a buscarle por algo más. Él quiere localizar a esa mujer, Eleanor Friedman-Bernal, averiguar qué pasó con ella. También habló de ella con usted. Pero ahora necesita más información. Quiere saber qué le dijo acerca de la busca de cacharros justamente aquí, en esta parte de la región. A lo largo del San Juan, allá arriba, cerca de Bluff, por Mexican Hat.
—Exactamente lo que le he dicho a él. Quería aquellos cacharros suavemente policromados; los rosados con dibujos y líneas onduladas y la superficie dentada, o como quiera que se le llame. Cacharros o fragmentos de cacharros. No importaba. Y me dijo que tenía particular interés en cualquier cosa que encontrara en esta zona de la reserva. Eso fue todo —concluyó, encogiéndose de hombros.
Chee se puso las manos en las caderas y se dobló hacia atrás, para eliminar un pequeño dolor de espalda. Ese día se había pasado diez horas en la camioneta. O tal vez más. Era demasiado.
—Si estuviera aquí Joe Leaphorn —dijo—, diría que no, que no fue exactamente así. Que ella dijo algo más. Que usted está tratando de ganar tiempo. No resuma. Cuénteme todo lo que dijo. Ya me ocuparé yo de resumir.
Nakai miró pensativo. Un hombrecillo horrible, decidió Chee, pero listo.
—Usted está pensando que soy un policía, y que estos cacharros provienen de la Reserva Navaja, donde son muy demasiado ilegales. Materia de delito grave. Usted está pensando que ha de tener cuidado con lo que dice —dijo Chee mientras se recostaba indolentemente contra la puerta de la camioneta—. Olvídelo. Vayamos por partes, y la primera es encontrar a esta mujer. No imaginarnos quién disparó sobre Etcitty. No coger a nadie por saquear ruinas en tierra navaja. Sólo una cosa, una simple cosa. Encontrar a Eleanor Friedman. Al parecer, Leaphorn piensa que ella fue a buscar esos cacharros. Al menos creo que eso es lo que piensa. Piensa que ella le contó a usted dónde podían hallarse. En consecuencia, yo tendría un dato valioso, y usted se ganaría mi gratitud y un viaje a donde quiera ir, si me cuenta todo eso, le parezca importante o no.
Nakai esperó un rato, para asegurarse de que la explosión de Chee había acabado.
—Lo que importa no es gran cosa —dijo—. Déjeme uno o dos minutos para recordar.
Detrás de Nakai, el cielo del ocaso se había oscurecido, convirtiendo el cobre pálido y brillante en cobre oscuro. Contra ese recargado telón de fondo se dibujaban dos líneas de nubes, azul oscuro y deshilachadas. A la izquierda, una luna en las tres cuartas partes de su desarrollo colgaba en el cielo como un roca blanca tallada.
—Usted quiere sus palabras textuales —dijo Nakai—. Lo que dijo ella, lo que dijo él, lo que dijo ella. No lo recuerdo bien. Pero sí recuerdo algunas impresiones. Primera. Ella pensaba en unas ruinas muy determinadas. Había estado allí. Sabía qué aspecto tenían. Segunda. Era ilegal. Mejor aún, estaban en la Reserva Navaja. Fue honesta al decirlo. Recuerdo que yo comenté que se trataba de algo ilegal, y ella respondió que quizá no lo fuera. Yo fui navajo y esa fue tierra navaja. —Nakai se detuvo—. ¿Y el viaje que me ha prometido?
—¿Qué más?
—Es todo lo que sé, de verdad. ¿Le dije que era en un cañón? Estoy seguro de eso. Ella dijo que le habían hablado de ello. No dijo quién se lo había contado. Alguien al que le había comprado un cacharro, supongo. En cualquier caso, por el modo en que describió el lugar, tenía que ser un cañón. Tres ruinas, dijo. Una, en el lecho, una en el escalón superior, y una tercera fuera de la vista, en el farallón, por encima del escalón. Así que tenía que ser forzosamente un cañón . Y eso es todo lo que sé.
—¿No sabe el nombre del cañón?
—Ella no lo sabía. Dijo que no creía que tuviera nombre. Cañón sin nombre —dijo Nakai, en castellano, y rió—. No me contó gran cosa, en realidad. Tan sólo que tenía mucho, muchísimo interés en cacharros, o en trozos, incluso en pequeños fragmentos, pero únicamente si llevaban ese brillo rosado con las ligeras líneas onduladas y la superficie dentada. Dijo que triplicaría el precio por este tipo de cosas. Quería saber exactamente de dónde provenían. Me pregunté por qué no iba ella personalmente a tratar de encontrar el lugar. Me imagino que no quería correr el riesgo de que la sorprendieran cogiendo algo en ese sitio.
—Leaphorn cree que sí que fue allí. O yo pienso que él lo cree.
—Ahora —dijo Nakai— me he ganado el viaje.
Chee lo llevó a una choza construida en la falda de un aluvión que desaguaba en el Gothic Creek, y empleó tres cuartos de hora para recorrer menos de quince kilómetros de terrible traqueteo. Ya estaba casi oscuro cuando subieron a la resbaladiza superficie rocosa que formaba el patio de la casa, pero la luna brillaba lo suficiente como para dejar ver por qué habían removido aquel yacimiento. Un grupo de chopos, tamariscos y arbustos en el borde del aluvión mostraban por dónde discurría un arroyo. Chee supuso que probablemente era la única agua en cincuenta kilómetros a la redonda, y no lo suficientemente vivificante como para sostener a una familia durante la estación seca. Chee aparcó, hizo rugir el motor de la camioneta para asegurarse de que los ocupantes de la choza habían advertido su llegada, y luego lo apagó. A través de la ventana lateral se veía una luz muy débil, probablemente de una lámpara de keroseno. De un matorral que había detrás de la casa emanaba un fuerte olor a ganado, olor que siempre producía nostalgia en Chee.
—Ahora tiene usted otro pequeño problema —dijo Chee.
—¿Cuál?
—Ese hermano suyo que vive aquí. Roba cacharros para usted. Usted quiere ponerlo sobre aviso acerca de la suerte de Etcitty, Nails y Houk. Quiere usted decirle que tenga cuidado, que hay alguien que se dedica a disparar contra los cazadores de cacharros. Pero yo soy policía, de modo que no quiere que yo oiga tal cosa.
Nakai no dijo nada.
—No hay ningún coche. Ni ningún camión. Al menos yo no veo ninguno. ¿O es que ve usted algún sitio plano en donde se pueda poner alguno en esta roca que yo no pueda ver? Así que alguien que vive aquí se ha ido con el camión.
Nakai no dijo nada. Inspiró una bocanada de aire y luego lo soltó.
—De modo que si yo lo dejo a usted aquí, como pretende, queda inmovilizado. Sin gasolina y sin modo de llegar a algún sitio donde pueda conseguirla.
—Probablemente uno de sus hijos tiene el camión —dijo Nakai—. Es probable que conserve algo de gasolina en algún sitio por aquí. Al menos una lata de cinco galones.
—En cuyo caso caminará usted estos trece kilómetros hasta el Caddy con ella —dijo Chee—. O también puede ser que no tenga gasolina.
A un costado de la choza ondeó una alfombra colgada. Se vio entonces la silueta de un hombre que los miraba.
—¿Qué tiene usted en mente? —preguntó Nakai.
—Renuncia usted a seguir el juego. Yo no voy a arrestar a nadie por robar cacharros. Sino que voy a descubrir de dónde provienen. Eso es todo lo que me interesa. Si usted no sabe dónde está ese lugar, este hombre del clan Paiute sí que lo sabe. Permítame hablarle. Basta de juegos.
El hombre del clan Paiute se llamaba Amos Whistler. Un hombre enjuto al que le faltaban cuatro dientes de abajo y de delante. Él sabía de dónde provenían los cacharros.
—Por allí, hacia el oeste. Hacia la Montaña Navaja —dijo, señalando la dirección—. Quizá unos cuarenta y cinco kilómetros a través de Mokaito Bench.
Pero no había caminos, tan sólo un terreno quebrado, arenisca cortada por un aluvión tras otro. Whistler dijo que años atrás había oído hablar de las ruinas a un tío, quien le había dicho que se mantuviera alejado del lugar porque allí había malos espíritus. Pero luego había aprendido acerca de Jesús y dejado de creer en espíritus, de modo que había acudido con dos caballos, pero era muy duro llegar. Un verdadero sufrimiento. Había perdido un caballo, un buen caballo. Chee tenía un excelente mapa de la Gran Reserva de la U.S. Geological Survey, libro en el que cada página mostraba todo lo que había en un cuadrado de treinta y dos millas.
—¿Cómo se llama el cañón?
—No sé cómo se llama —respondió Amos Whistler—. Por aquí se dice que su nombre es Cañón Donde el Esparcidor de Agua Toca Su Flauta.
Era un nombre largo en navajo, y Whistler parecía confudido al decirlo.
—¿Querría usted llevarme allí? ¿Alquilar los caballos y guiarme?
—No —respondió Amos Whistler—. No volveré nunca más allí.
—Lo contrataré —dijo Chee—. Le pagaré por usar sus caballos. Le pagaré bien.
—No —repitió Whistler—. Ahora soy cristiano. Conozco a Jesús. No me preocupan los espíritus anasazi como me preocupaban cuando era pagano, antes de emprender el Camino de Jesús. Pero no iré a ese lugar.
—Le pagaré bien —dijo Chee—. No hay problemas con la ley.
—Lo he oído allí —dijo Whistler, y se alejó dos pasos de Chee, en dirección a la puerta de la choza—. He oído al Esparcidor de Agua tocando su flauta.
Capítulo 14
Al cambiar de avión, en Chicago, Leaphorn escogió un asiento de delante y junto a la ventanilla. No había nada que ver, salvo la capa superior de un una sólida masa de nubes sobre el vasto, llano y fértil corazón de Estados Unidos. Leaphorn contempló esa masa gris allí abajo y pensó en el río de aire húmedo que subía desde el Golfo de México, en la lluvia fría y en los paisajes desiertos y monótonos cercados por un cielo a no más de dos metros sobre la cabeza. Al menos Emma les había ahorrado eso al mantenerlo en la reserva. Se sentía deprimido. Había hecho lo que había ido a hacer y no había obtenido nada de utilidad. Todo lo que sabía ahora de nuevo era que Etcitty había sido demasiado listo como para firmar una documentación que admitiera una violación de la ley federal. Leaphorn estaba completamente seguro de que la descripción física del yacimiento debía ser correcta. No podía ver niguna razón para que Etcitty hubiera inventado una descripción tan complicada. Parecía fluir de su memoria. Un hombre sencillo que seguía las instrucciones del impreso y que describía la realidad con una única mentira, para evitar ser incriminado, era una ayuda excesivamente pobre. La zona limítrofe entre Utah, Arizona y Nuevo México era un laberinto de aluviones, cañadas, arroyos y cañones. Millares de ellos, y en sus cuevas protegidas, de cara al sol, literalmente, decenas y decenas de millares de yacimientos anasazi. Él había visto una estimación de más de cien mil yacimientos de este tipo en la Planicie de Colorado, construidos a lo largo de un período de casi mil años. Lo que Etcitty le ofrecía era semejante a la descripción de una casa en una gran ciudad, sin ninguna idea de la calle y el número. Esa cantidad de información podía limitar el lugar sólo hasta cierto punto. Probablemente estaría en el sur de Utah o el extremo norte de Arizona. Problablemente al norte del Monument Valley. Probablemente al este de la Meseta de Nokaito. Probablemente al oeste de Montezuma Creek. Esto reducía las posibilidades a una área mayor que la de Connecticut, habitada quizá por unas cinco mil almas. Y todo lo que tenía a su disposición era una descripción de un yacimiento que incluso podía ser falsa, como sin duda lo era su localización.
Tal vez Chee había conseguido algo más. Joven extraño este Chee. Listo, aparentemente. Alerta. Pero ligeramente... ligeramente ¿qué? ¿Ambiguo? No era eso exactamente. No se trataba tan sólo de su aspiración de convertirse en un curandero, de consecuencias abiertamente incoherentes con el trabajo de policía. Era un romántico, decidió Leaphorn. Eso era Chee. Un hombre que obedecía a los sueños. Un individuo que se habría unido al shaman Paiute que inventó la danza de los espíritus, la visión del hombre blanco desapareciendo de las llanuras, que volvían a ser ocupadas por los búfalos. Tal vez no fuera justo. Además, Chee parecía pensar en una isla de 180.000 navajos capaces de vivir al estilo antiguo en un océano blanco. Tal vez pudieran hacerlo 20.000, si contaban con suficientes carneros, cactus y piñones. No era factible. Los navajos tenían que competir en el mundo real. El estilo navajo de vida no enseñaba la competencia. Lejos de ello.
Pero Chee, extraño como era, encontraría a Slick Nakai. Otro soñador, ese Nakai. Leaphorn se movió en el estrecho asiento del avión, tratando inútilmente de ponerse cómodo. Chee encontraría a Nakai y obtendría de éste más información de la que él mismo sería capaz de extraer.
Leaphorn se sorprendió pensando en qué le habría dicho de Chee a Emma. Sacudió la cabeza, cogió un ejemplar del New Yorker y se puso a leer. Llegó la cena. Su compañero de asiento la miró con desprecio. Para Leaphorn, que había estado comiendo lo que él mismo se cocinaba, supo a gloria. Ahora cruzaban el brazo de Texas. Debajo, las nubes se hacían más delgadas y dejaban agujeros entre ellas. Delante, la tierra se erguía como una isla rocosa que emergiera del océano de aire húmedo que alfombraba las tierras del Midland. Leaphorn pudo ver las quebradas mesetas del este de Nuevo México. Más allá, sobre el horizonte de poniente, grandes castillos de cúmulos, insólitos en otoño, se elevaban en la estratosfera. Leaphorn sintió algo que no había experimentado desde la muerte de Emma, sintió una suerte de alegría.
Algo de este sentimiento le acompañaba aún cuando se despertó a la mañana siguiente en su cama de Window Rock, un sentimiento de estar vivo, y saludable, e interesado. Todavía estaba cansado. El vuelo desde Albuquerque a Gallup en el pequeño Cessna de la Aspen Airways, y la conducción desde Gallup, habían acabado con las reservas que aún le quedaban. Pero la depresión había desaparecido. Preparó bacon para el desayuno y se lo comió con tostadas y mermelada. Mientras comía, sonó el teléfono.
Jim Chee, pensó. ¿Quién más podía llamarle?
Era el cabo Ellison Billy, quien llevaba los asuntos que requerían su intervención para el mayor Nez, y que era, en cierto modo, el jefe de Leaphorn.
—Hay aquí un policía de Utah que le espera —dijo Billy—. ¿Está usted disponible?
Leaphorn se sorprendió.
—¿Qué desea? ¿Qué clase policía es?
—De la Policía del Estado de Utah. División de Investigación Criminal. Es todo lo que sé. Probablemente le haya dicho algo más al mayor. ¿Vendrá?
Homicidio, pensó Leaphorn. La depresión volvía a apoderarse de él. Alguien había encontrado el cadáver de Eleanor Friedman-Bernal.
—Dígale que llegaré dentro de diez minutos —dijo, que era el tiempo que le llevaría llegar en coche desde su casa, entre las piÑas del lado elevado de Window Rock, hasta el cuartel de la policía, junto a la Autopista de Fort Defiance.
En el escritorio había dos mensajes para él. Uno, de Jim Chee, era muy breve: «He encontrado a Nakai cerca de Mexican Hat, con un amigo que dice que las ruinas están en lo que los pobladores llaman Cañón del Esparcidor de Aguas, al oeste del lugar donde él vive. Podrá comunicarse conmigo a través del encargado del despacho de Shiprock».
El otro, de la Policía del Estado de Utah, era más breve aún. Decía: «Llamar al detective McGee, asunto: Houk. Urgente».
—¿Houk? —dijo Leaphorn—. ¿Algún detalle más?
—Eso es —dijo el encargado del despacho—. Sólo que llame a McGee a propósito de Houk. Urgente.
Colocó el mensaje en el bolsillo.
La puerta del despacho del mayor estaba abierta. Ronald Nez estaba sentado detrás de su escritorio. Sentado contra la pared, había un hombre con una cazadora y una gorra de visera grande con la inscripción LIMBER ROPE en la coronilla, que se puso de pie cuando Leaphorn entró. Era un hombre alto, de mediana edad y una cara delgada y huesuda. El acné o alguna otra enfermedad le había dejado las mejillas y la frente marcada con un centenar de pequeñas cicatrices. Nez los presentó. Su nombre era Cari McGee. No había esperado a que le llamaran.
—Iré directamente al grano —dijo McGee—. Estamos ante un caso de homicidio, y el muerto dejó una nota para usted.
Leaphorn evitó que la sorpresa se le trasluciera en el rostro. No era Friedman-Bernal.
McGee aguardó una respuesta.
Leaphorn asintió con la cabeza.
—Harrison Houk —dijo McGee—. Me imagino que usted le conocía.
Leaphorn volvió a asentir con la cabeza mientras su mente procesaba esta novedad. ¿Quién habría matado a Houk? ¿Por qué? Podía imaginar una respuesta a la segunda pregunta. Y en términos generales, a la primera. La misma persona que había matado a Etcitty, y a Nails, y por la misma razón. Pero, ¿cuál era esa razón?
—¿Cuál era el mensaje?
McGee miró al mayor Nez, quien apartó la mirada con expresión neutral. Luego su mirada volvió a Leaphorn. Esta conversación no se desarrollaba como McGee había pensado. Extrajo una cartera de cuero del bolsillo de la cadera, sacó de ella una tarjeta comercial y se la extendió a Leaphorn.
BLANDING PUMPS
Perforación de pozos, Remoción de tuberías
Mantenimiento de sistemas hidráulicos en general
(También reparamos sus tanques sépticos)
La tarjeta estaba doblada, sucia. Leaphorn supuso que se había humedecido. La cogió.
El mensaje, garabateado con bolígrafo, rezaba así:
Digan a Leaphorn que ella está viva aún
Leaphorn se lo pasó a Nez, sin comentario.
—Ya lo he visto —dijo Nez y se lo extendió nuevamente a McGee, quien volvió a ponerlo en la cartera y luego devolvió ésta a su bolsillo.
—¿Qué piensa? —preguntó—. ¿Tiene usted alguna idea de quién es «ella»?
—Vaya si la tengo —respondió Leaphorn—. Pero hábleme de Houk. Precisamente, le vi hace unos días.
—El miércoles —dijo McGee—. Para ser exactos. Es lo que nos contó la mujer que trabaja para él, la navaja llamada Irene Musket —agregó mirando a Leaphorn con expresión burlona.
—El miércoles, correcto —dijo Leaphorn—. ¿Quién mató a Houk?
McGee adoptó un gesto irónico y dijo:
—La mujer a la que él se refiere, quizá. En todo caso, parece como si Houk hubiera renunciado a buscar un lugar donde esconderse para hablarle de ella. Es como si ambos hubieran pensado que estaba muerta. De pronto él la ve viva, trata de decírselo a usted y ella lo mata.
Leaphorn pensó que todavía disponía de cinco días de su permiso final. En realidad, sólo cuatro y dos tercios, aproximadamente. Hacía por lo menos tres meses que no estaba de humor para insinuaciones como ésta. Desde que Emma se puso mala. Tampoco ese día estaba de humor. En realidad, nunca había tolerado insinuaciones. Y no toleraría esto por ser educado con este belagana, empeñado en tratar a Leaphorn como si fuese un sospechoso. No obstante, hizo un esfuerzo más por ser educado.
—Estuve fuera —dijo—, en el este. Regresé anoche. Tendrá usted que rebobinar y contármelo todo.
McGee contó. Irene Musket había ido a trabajar el viernes por la mañana y había encontrado una nota en la puerta de tela metálica en la que se le decía que Houk estaba en el establo. Ella dijo que encontró su cuerpo en el establo y llamó al despacho del sheriff del condado de Garfield, quien notificó del caso a la Policía del Estado. Ambas partes realizaron la investigación. Houk había recibido dos disparos de un arma de calibre pequeño, uno en el centro del pecho y otro en la parte posterior y baja del cráneo. Había señales de que Houk había estado rehaciendo los fardos de heno, aparentemente para esconderse. Cerca del cadáver se encontraron dos cartuchos vacíos del calibre 25. El perito médico dijo que cualquiera de los disparos pudo haberlo matado. No hubo testigos. Tampoco se encontró en el establo ninguna prueba física, con excepción de los casquillos. La casera dijo que había encontrado violentada la cerradura de la puerta de tela metálica de atrás y totalmente desordenado el despacho de Houk. Por lo que ella dijo, no habían robado nada.
—Pero entonces, ¿quién puede saberlo? —agregó McGee—. Bien pudo desaparecer algo del despacho sin que ella lo notara.
McGee se detuvo, mirando a Leaphorn.
—¿Dónde estaba la nota? —preguntó éste.
—En los calzoncillos de Houk —respondió McGee—. No la encontramos nosotros. El perito médico fue quien la halló cuando lo desvistieron.
Leaphorn descubrió que su sentimiento con respecto a McGee era un poco mejor. No era la actitud de McGee, sino la suya.
—Fui a verle el miércoles a propósito de una mujer llamada Eleanor Friedman-Bernal —dijo Leaphorn, y explicó la situación, quién era la mujer, su relación con Houk, lo que Houk le había dicho—. De modo que supongo que quería decirme que ella aún estaba viva.
—¿Pensaba usted que estaba muerta? —preguntó McGee.
—Había desaparecido hacía dos, tres semanas. Dejó su ropa. Dejó en la nevera una gran cena lista para cocinar. Faltó a citas importantes. No sé si está muerta o no.
—Es una buena apuesta —dijo Nez—. O era.
—¿Eran amigos, usted y Houk?
—No —respondió Leaphorn—. Lo he visto dos veces. El último miércoles y hace unos veinte años. Uno de sus hijos se despachó a casi toda la familia. Trabajé algo en ese asunto.
—Lo recuerdo. Es difícil de olvidar —comentó McGee, mirándole fijamente.
—Estoy casi tan sorprendido como usted —prosiguió Leaphorn—, por la nota que me ha dejado. ¿Sabe usted —preguntó tras una pausa para reflexionar— por qué dejó la nota en la puerta de tela metálica? ¿Ésa en la que decía que estaba en el establo?
—Musket dijo que ella había salido y había dejado algo, calabaza, que llevaría luego a su casa. Él había puesto eso en la nevera y había dejado una nota, que decía: «La calabaza en la nevera, yo estoy en el establo». Irene imaginó que Houk pensó que ella volvería.
Leaphorn, mientras, rememoraba el escenario: el largo camino particular de acceso, cubierto de hierbas, el porche, el establo, netamente en la pendiente, detrás de la casa, una pluma de grúa a un lado del mismo y pesebres de caballos al otro. Probablemente, desde el establo Houk oyó que se acercaba un coche. Quizá lo hubiera visto, quizá hasta había observado a su conductor cuando abría el portón. Debió de haber reconocido a la muerte que iba en su busca. McGee dijo que Houk había comenzado a preparar un sitio para ocultarse, a formar fardos con un hueco detrás, probablemente para que sirviera de escondite. Y luego habría abandonado esta tarea para escribir la nota inacabada. Y se la puso en los calzoncillos. Leaphorn se imaginó todo esto. A Houk, desesperado, ya sin tiempo, ocultando la tarjeta en su bajo vientre. La única posible razón de esa conducta era la de evitar que su asesino la encontrara. Y eso quería decir que el asesino no la habría dejado allí. ¿Y eso qué significaba? ¿Que el asesino era Eleanor Friedman-Bernal, que no querría que la gente supiera que estaba viva? ¿O, más precisamente, que se supiera que Houk lo sabía?
—¿Tiene usted alguna teoría? —preguntó a McGee.
—Una o dos —dijo.
—¿Que involucran a la caza de cacharros?
—Bueno, algo sabemos de Etcitty y Nails. Eran cazadores de cacharros. Houk ha comerciado durante años con ellos sin importarle de dónde provenía lo que compraba —dijo McGee—. De modo que es posible que alguien a quien él haya timado tuviera la sangre en el ojo. Houk expolió a demasiada gente. Era famoso por eso. O tal vez fuera esa mujer a la que le vendía. —McGee se levantó, tieso, y se acomodó el sombrero—. ¿Por qué otra razón habría dejado la nota? Él la vio llegar. Del mundo de los muertos, por así decirlo. Supo que lo perseguía. Se imaginó que ya había liquidado a Nails y a Etcitty. Comenzó a escribir la nota para usted. Se la puso donde ella no pudiera encontrarla y así se marchó al otro mundo. Me gustaría que me dijera qué piensa usted acerca de la mujer.
—Muy bien —dijo Leaphorn—. Tengo un par de cosas que hacer y luego estoy con usted.
No había regresado a su despacho desde la muerte de Emma y ahora olía al polvo que, en un clima desértico, se filtra por doquier. Se sentó en su silla, cogió el teléfono y llamó a Shiprock. Chee estaba allí.
—Ese Cañón del Esparcidor de Agua —preguntó—, ¿a qué lado del río se encuentra?
—Al sur —respondió Chee—. Del lado de la Reserva.
—¿No hay duda de eso?
—Ninguna —dijo Chee—. Siempre que Amos Whistler (El Silbador) supiera lo que decía. O adónde señalaba.
—En mi mapa no figura ningún Cañón del Esparcidor de Agua. ¿Dónde cree usted que está?
—Probablemente en Many Ruins —respondió Chee.
Era exactamente donde Leaphorn hubiera dicho que estaba. Y llegar por su extremo norte era prácticamente imposible. Los últimos sesenta kilómetros discurrían sobre un rocoso y confuso desierto sin caminos.
—¿Sabía que mataron a Harrison Houk?
—Sí, señor.
—¿Quiere seguir trabajando en esto?
—Sí, señor —respondió Chee tras un momento de vacilación.
—Pues entonces vaya al teléfono. Llame a la policía de Madison, Wisconsin. Averigüe si allí se han dado licencias de armas. Es probable que sí. En tal caso, averigüe a quién y qué tipo de pistola se ha autorizado a Eleanor Friedman-Bernal. Debería ser... —entornó los ojos, tratando de recordar lo que le había dicho Maxie Davis acerca de Eleanor— probablemente, de 1985 o 1986.
—De acuerdo.
—Si no ha obtenido la autorización para su pistola en Madison, tendrá que hacer una investigación.
Indicó a Chee otros sitios en los que él sabía que la mujer había estudiado o enseñado, confiando en su recuerdo de la conversación con Davis y conjeturando las fechas. Luego agregó:
—Puede que tenga que pasarse el día entero en el teléfono. Dígales que hay de por medio tres homicidios. Y luego manténgase cerca del teléfono para que yo pueda localizarle.
—Correcto.
Hecho esto, se sentó y reflexionó. Iría a Bluff y echaría un vistazo al establo donde Harrison Houk había hecho aquello tan notable de escribirle una nota mientras esperaba a su asesino. Quería ver el lugar. Esa acción le irritaba. ¿Por qué se preocuparía tanto Houk por una mujer que no era más que una cliente? «Está viva aún», decía la nota. ¿Aún hoy? ¿Para qué? ¿Dónde? ¿En el Cañón del Esparcidor de Agua? Se había llevado su saco de dormir. El chico la había visto cargar una montura. Pero, volviendo a Houk. Estaba comenzando la nota. En ese momento, casi con seguridad, Houk fue interrumpido por el asesino. Ya no tenía tiempo. Supuso que el asesino destruiría la nota. No quería que la policía se enterara de que «ella» estaba viva. Pero, ¿era «ella», Eleanor, la del guión? ¿Quién más podía interesarse por la nota? Y entonces le costó a Leaphorn hacer entrar en el cuadro a la mujer que tan amorosamente había escabechado la carne y preparado la cena. No podía imaginarse a esa mujer en aquel establo, disparando su pequeña pistola contra el cráneo de un anciano que yacía boca abajo sobre el heno. Sacudió la cabeza. Pero eso era puro sentimiento, no lógica.
El mayor Nez estaba de pie en la puerta, observándolo.
—Interesante, el caso —dijo Nez.
—Sí. Difícil de imaginar.
Leaphorn le hizo señas de que entrara.
Nez simplemente se reclinó contra la pared, con un papel plegado en la mano. Estaba engordando, observó Leaphorn. Nez siempre había sido un barril, pero ahora el estómago le colgaba sobre el ancho cinturón del uniforme.
—No parece algo que pueda resolver usted en menos de una semana —dijo, mientras golpeaba el papel con el dorso de la mano, y a Leaphorn se le ocurrió que se trataría de su carta de dimisión.
—Probablemente, no.
Nez le ofreció la carta.
—¿Quiere que se la devuelva? ¿Por ahora? Siempre puede usted enviarla de nuevo.
—Estoy cansado, Ron. Ha sido mucho tiempo, supongo. Ahora mismo no lo sé.
—Cansado de la vida —dijo Nez, asintiendo con la cabeza—. Yo me siento así de vez en cuando. Pero es difícil renunciar.
—De todos modos, gracias —dijo Leaphorn—. ¿Sabe adónde ha idoMcGee?
Leaphorn encontró al detective McGee comiendo un desayuno tardío en la Fonda de la Nación Navaja y le contó todo lo que sabía acerca de Eleanor Friedman-Bernal, lo que le pareció de interés, aunque fuera remotamente. Luego condujo hasta su casa, buscó el cinturón con la cartuchera en el último cajón de su cómoda, cogió el arma y se la colocó en en bolsillo de la chaqueta. Una vez hecho esto, condujo hasta Window Rock, en dirección norte.
Capítulo 15
Hubo un pequeño problema con la joven que atendió la llamada de Chee al Departamento de Policía de Madison para que hiciera caso de la Policía Tribal Navaja. Pero una vez establecido este punto, todo funcionó de maravilla.
Sí, se habían concedido autorizaciones para portar armas. No, no sería difícil inspeccionar el registro. Sólo un momento. No mucho más.
Le siguió una voz masculina.
¿Eleanor Friedman-Bernal? Sí, había obtenido un permiso para llevar un arma corta. Había registrado una pistola automática calibre 25.
Chee anotó los detalles. La pistola era de una marca que él jamás había oído nombrar. Ni tampoco el empleado de Madison.
—Portuguesa, creo —dijo este último—, o tal vez turca, o brasileña.
El segundo paso fue casi tan rápido como el anterior. Llamó al despacho del sheriff del condado de San Juan y pidió hablar con el subsheriff Robert Bates, que normalmente se ocupaba de los homicidios. Bates estaba casado con una mujer navaja, que, por casualidad, había nacido en Kin yaa annii —la Gente de la Casa Grande—, la cual, de una manera que Chee jamás había entendido, estaba emparentada con el To' aheedlinii —el Clan de las Aguas que Confluyen— de su abuelo. Eso hacía que Chee y Bates resultaran vagamente parientes. Y tan importante como eso era que habían trabajado juntos una o dos veces y se querían. Bates estaba allí.
—Si vuelves a ver el informe, necesito saber algo acerca de las balas que mataron a Etcitty y a Nails —dijo Chee.
—¿Para qué? —preguntó Bates—. Tengo entendido que el FBI decidió que el asesinato no tuvo lugar en territorio de la reserva.
—Fue en Checkerboard; el FBI siempre decide lo mismo —respondió Chee—. Nos interesa mucho.
—¿Porqué?
—¡Oh, cielos! ¡Robert! —dijo Chee—. No sé por qué. A Leaphorn le interesa, y Largo me ha puesto a trabajar con él.
—¿Qué pasa con Leaphorn? Hemos oído decir que ha tenido una depresión nerviosa. Que se retira.
—Así es —respondió Chee—. Pero todavía no.
—Pues bien, fue una pistola del calibre 25, automática, a juzgar por las marcas de eyección en los cartuchos vacíos. Todos de la misma arma.
—Vosotros tenéis un informe sobre una persona desaparecida que posee una pistola automática del calibre 25 —dijo Chee—. Es la doctora Eleanor Friedman-Bernal. Trabajaba en el Cañón del Chaco. Antropóloga. Donde trabajaba Etcitty —y le contó a Bates más cosas que sabía acerca de la mujer.
—Tengo su legajo aquí, en mi escritorio —replicó Bates—. Hacía un minuto había recibido una llamada de un policía del Estado de Utah. Quería que hiciéramos una investigación sobre ella en el Chaco. Parece que tienen un individuo muerto a tiros en Bluff y que dejó una nota a Leaphorn en la que le dice que esta mujer está viva aún. ¿Sabes algo de eso?
—He oído hablar del asesinato, pero de la nota, nada.
Chee pensó que, unos años atrás, esta fantástica comunicación indirecta le habría sorprendido. Ahora la esperaba. Recordó que Leaphorn le reprendía por no trasmitir todos los detalles. Pues bien, no había ninguna razón para que Leaphorn no le hubiera contado esto. Salvo que lo considerara un mero mandadero. Chee se sentía ofendido.
—Cuéntame —le dijo a Bates—. Y no omitas nada.
Bates relató lo que a él le habían informado. No le llevó mucho tiempo.
—De modo que la Policía del Estado de Utah piensa que la doctora Friedman apareció y mató a Houk —concluyó Chee—. ¿Alguna teoría sobre los motivos?
—Una gran conspiración de cazadores de cacharros. Esto es lo que parece que sospechan. El año pasado hubo una gran redada de ladrones de cacharros allí. Montones de detenidos. El gran jurado con sede en Salt Lake formuló las acusaciones. De modo que piensan en los cacharros —dijo Bates—. ¿Y por qué no? A como están ahora los precios, hay mucho dinero de por medio. ¡Dios santo! Cuando éramos niños y acostumbrábamos ir a desenterrarlos por ahí, te ponías contento si conseguías cinco dólares. Oye —agregó— ¿qué tal te va con tu idea de hacerte curandero?
—No hay clientes.
Éste no era un tema que Chee tuviera interés en discutir. Era el mes de noviembre, ya adentrada la «Estación en que el Trueno Duerme», la estación para los ceremoniales de cura, y no había tenido ni un solo contacto. Preguntó a Bates:
—¿Irás al Chaco ahora?
—Apenas cuelgue.
Chee pasó rápidamente revista a las personas con las que debía hablar: Maxie Davis, los Luna, Randall Elliot.
—Están preocupados por la mujer desaparecida. Son amigos de ella. Puedes estar tranquilo y hablarles acerca de la nota.
—¿Por qué, tranquilo? —inquirió Bates, algo picado de que Chee hubiera mencionado tal cosa.
No tenía allí otra cosa que hacer que quedarse pegado al teléfono y esperar que Leaphorn llamara desde Bluff. Se sumergió en su papeleo ordinario. Poco antes del mediodía, sonó el teléfono. Chee pensó que era Leaphorn.
Pero era Janet Pete. Su voz sonaba extraña. ¿Estaba preparando Chee algo para comer?
—No —contestó Chee—. ¿Llama usted desde Shiprock?
—Estoy aquí mismo. En realidad, he salido para pasear un rato, y he terminado aquí —dijo con voz muy decaída.
—Entonces, ¿comemos juntos? —dijo Chee—. ¿Podemos encontrarnos en el Café Thunderbird?
Ella podía, y se encontraron.
Ocuparon un reservado junto a la ventana. Y hablaron del tiempo. Afuera, un viento borrascoso sacudía el cristal y arrojaba a la autopista polvo y hojas, y ahora una sección del Navajo Times.
—Es el fin del otoño, supongo —dijo Chee—. ¿Ha visto el Canal Siete? Howard Morgan dice que está a punto de producirse la primera ventolera de invierno.
—Odio el invierno —comentó Janet Pete, tras lo cual se rodeó con los brazos y se estremeció—. ¡Ese invierno tan deprimente!
—La consejera jurídica está triste —dijo Chee—. ¿Puedo hacer algo para levantarle el ánimo? Llamaré a Morgan para ver si puede postergarlo.
—O eliminarlo del todo.
—De acuerdo.
—También está Italia.
—Que es cálida, creo —dijo Chee, para comprobar luego que ella no bromeaba—. ¿Qué sabe de su Triunfal Abogado?
—Fue a Chicago, a Albuquerque, a Gallup. Lo encontré en Gallup.
Sin saber qué decir, Chee comentó:
—No lo ha encontrado precisamente a mitad de camino.
Eso sonaba frívolo, y Chee no se sentía frivolo, de modo que, tras aclararse la voz, agregó:
—¿Ha cambiado? El tiempo cambia a las personas. Eso es lo que me han dicho.
—Sí —respondió Janet, pero sacudió la cabeza—. Pero no, en realidad, no. Mi madre me dijo hace mucho tiempo: «Nunca esperes que un hombre cambie. Lo que ves es aquello con lo que tendrás que convivir».
—Supongo que sí —dijo Chee.
Ella parecía cansada y colmada de tristeza. Él se acercó y le cogió la mano. La tenía fría.
—El problema está, me parece, en que usted le quiere, de cualquier modo.
—No lo sé —dijo Janet Pete—. Yo sólo...
Pero el sentimiento de simpatía fue demasiado para ella. Se le quebró la voz. Miró hacia abajo, hurgando en su bolso.
Chee le alcanzó su servilleta. Ella se la llevó a la cara.
—Dura, la vida —dijo Chee—. Se supone que el amor nos hace felices, y a veces nos hace miserables.
A través de la servilleta, Chee oyó que Janet sollozaba.
—Puede que esto suene a frase hecha, o lo que sea, pero yo sé cómo se siente. De veras —dijo Chee, mientras le palmeaba la mano.
—Lo sé.
—Pero sabe, lo he decidido. Me estoy cansando. No se puede continuar así eternamente.
Cuando se oyó pronunciar estas palabras, se asombró. ¿Cuándo lo había decidido? No se había dado cuenta. Sintió un repentino alivio. Y una pérdida. ¿Por qué los hombres no pueden llorar?, se preguntó. ¿Por qué no les está permitido?
—Quiere que vaya con él a Italia. Se va a Roma. A encargarse de sus asuntos legales en Europa. Y en África. Y en Oriente Medio.
—¿Habla italiano?
Mientras lo decía, Chee advirtió que era una pregunta increíblemente estúpida, completamente fuera de lugar.
—Francés —respondió ella—. Y algo de italiano. Lo está perfeccionando con un profesor.
—¿Y usted? —preguntó Chee.
¿Por qué no podía pensar en algo menos trivial? ¿Es que iría a preguntarle también por su pasaporte, y por el equipaje, y los vuelos? No era de eso de lo que ella quería hablar. Ella quería hablar de amor.
—No —dijo ella.
—¿Y él qué dice? ¿Comprende ahora que usted quiere ser abogada? ¿Que quiere ejercer su profesión?
Ahora la servilleta estaba en la falda de Janet. Los ojos estaban secos, pero delataban que había estado llorando. Y la cara tenía una expresión tensa.
—Dijo que podía ejercer en Italia. No con su compañía. En ella impera el nepotismo. Pero dijo que podía conseguirme algo una vez que yo tuviera en regla la ucencia italiana.
—Él podría conseguir algo para usted.
Ella suspiró.
—Sí. Así es como lo plantea. Y creo que sí podría. A un cierto nivel, en el mundo del derecho, las grandes firmas se apoyan unas a otras. Ha de haber firmas italianas que funcionen de esta manera. La voz llegaría a la red de nuestro buen amigo. Toma y daca. Supongo que, una vez que aprendiera italiano, me ofrecerían un empleo.
—Supongo que sí —dijo Chee, asintiendo con la cabeza.
Llegó la comida. Para Chee, guiso de cordero y pan frito. Para Janet, un bol de sopa. Se sentaron mirando la comida.
—Debería comer algo —dijo Chee, que había perdido por completo el apetito, y, cogiendo una cucharada de guiso y un bocado de pan frito, ordenó—: ¡Coma!
Janet Pete tomó una cucharada de sopa.
—¿Ya ha tomado alguna decisión?
—No lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Usted se conoce mejor que nadie —dijo él—. ¿Qué es lo que la haría feliz?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
—Me parece que soy feliz cuando estoy con él. Como en la cena de anoche. Pero no lo sé.
Chee pensaba en la cena y en cómo habría acabado, y en qué habría pasado después. ¿Se habría ido con él a su habitación? ¿Habría pasado la noche allí? Probablemente. La idea le dolió. Le dolió mucho. Eso le sorprendió.
—Yo no debería dejar que estas cosas se prolonguen así —dijo ella—. Debería tomar una decisión.
—Nosotros también dejamos que nuestras cosas se prolonguen. Mary y yo. Pero supongo que ella ha decidido.
Chee le había soltado la mano cuando llegó la comida. Ahora ella se acercó y puso las suyas en las de él.
—Tengo su servilleta —dijo ella—. Un poco húmeda, pero —la miró, un cuadrado ajado de papel azul pálido— todavía se puede utilizar en caso de emergencia.
Él comprendió instantáneamente que era una invitación a cambiar de tema. Cogió la servilleta y la dejó caer en su regazo.
—¿Se ha dado cuenta de la suerte que ha tenido de venir a parar al único café de Shiprock que tiene servilletas?
—Me he dado cuenta y lo he apreciado —respondió ella, con una sonrisa casi natural—. Y a usted, ¿qué tal le van las cosas?
—Le he hablado del Ladrón de la Excavadora. ¿Y de Etcitty?
Ella asintió con la cabeza.
—Ha de haber sido horrible. ¿Han encontrado a la mujer?
—¿Qué le he contado de este asunto?
Ella se lo recordó.
Chee le contó acerca de Houk, de la nota que había dejado para Leaphom, de la pistola de Eleanor Friedman-Bernal y de cómo era del mismo calibre que la utilizada en los asesinatos, del obsesivo interés de Leaphom por encontrar el yacimiento de Utah donde parecía haberse trasladado la alfarera de Friedman, desaparecido hacía tanto tiempo.
—Usted sabe que para excavar en este tipo de yacimientos en la reserva hay que tener un permiso especial. Nosotros tenemos en Window Rock una oficina que se ocupa de esto —dijo Janet Pete—. ¿Lo ha controlado ya?
—Lo ha de haber hecho Leaphom —respondió Chee—. Pero, al parecer, ella estaba tratando de encontrar de dónde provenía el material. Hay que saber esto antes de poder presentar la solicitud.
—Supongo que sí. Pero creo que están todos numerados. Tal vez ella lo haya intuido.
Chee hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Hace tiempo, cuando yo era estudiante de antropología, recuerdo que el profesor Campbell, o algún otro, nos decía que había más de cuarenta mil yacimientos con números del Laboratorio de Antropología de Nuevo México. Y eso solamente en Nuevo México. Y otros cien mil, o algo así, en otros registros.
—No quiero decir que haya cogido un número al azar —dijo ella, ligeramente irritada—. Pudo haber descrito la localización general.
De pronto, Chee se interesó.
—Tal vez Leaphorn ya lo haya mirado —dijo, recordando que probablemente tendría pronto noticias de Leaphorn, pues había dejado dicho en el conmutador que le pasaran el mensaje—. Pero, ¿llevaría mucho tiempo comprobarlo?
—Yo podría llamar —dijo Janet, con aspecto pensativo—. Conozco al individuo que se cuida de eso. Le he ayudado con los reglamentos. Me parece que, para excavar en la reserva, hay que solicitar permiso al Servicio de Parques y al Departamento de Preservación Cultural Navaja, a ambos. Pienso que hay que dar el nombre de un depositario de cualquier cosa que se encuentre, y tener aprobado el sistema de archivo. Y tal vez...
Chee pensó qué formidable sería que, cuando Leaphorn llamara, pudiera darle las coordenadas geográficas del yacimiento que buscaba. Seguramente su impaciencia se le reflejaba en el rostro.
Janet se interrumpió en la mitad de la oración.
—¿Qué? —dijo.
—Volvamos a la oficina y llamemos —dijo Chee.
Cuando entraban, la llamada de Leaphorn estaba esperando. Chee le trasmitió lo que había sabido por la Policía de Madison y por Bates, en el Despacho del Sheriff del Condado de San Juan.
—Están esperando un informe de la Policía del Estado de Utah —agregó Chee—. Bates me dijo que llamaría cuando lo tuviera.
—Ya lo tengo —dijo Leaphorn—. También era del calibre 25.
—¿Sabe si Friedman solicitó permiso para excavar en ese yacimiento que usted busca?
Largo silencio.
—Debí haber pensado en eso —dijo Leaphorn por fin—. Dudo que lo haya hecho. Los trámites burocráticos llevan años. Se trata de un papeleo doble. La autorización del Servicio de Parques, más la tribal, y eso implica toda clase de comprobaciones y complicaciones. Pero debí comprobarlo.
—Yo me ocuparé de eso —dijo Chee.
Janet Pete dijo que el individuo al que había que llamar era T. J. Pedwell. Chee lo alcanzó justo cuando volvía de comer. ¿Había alguna solicitud de la doctora Eleanor Friedman-Bernal para excavar el yacimiento anasazi de la reserva?
—En efecto —respondió Pedwell—. Dos o tres. En territorio de Checkerboard, en los alrededores del Cañón del Chaco. Es la especialista en cerámica que trabaja allí.
—¿Y del lado norte de la reserva, en Utah?
—No creo —respondió Pedwell—. Puedo mirarlo. ¿No sabrá usted el número del yacimiento?
—Me temo que no —dijo Chee—. Pero podría estar cerca del límite norte del Cañón de Many Ruins.
—Conozco ese lugar —dijo Pedwell—. He colaborado en la inspección del Departamento de Antigüedades en toda esa zona del país.
—¿Conoce usted el cañón que la gente del lugar llama del Esparcidor de Agua?
—Eso es realmente Many Ruins —respondió Pedwell—. Está lleno de pictografías y petroglifos de Kokopelli. Es lo que los navajos llaman el yei del Esparcidor de Agua.
—Tengo una descripción del lugar, y parece inusual —dijo Chee, y contó a Pedwell lo que Amos Whistler le había dicho.
—Sí —replicó Pedwell—. Me suena conocido. Déjeme mirar mis archivos. Tengo fotos de casi todos.
Chee oyó que el teléfono chocaba con algo. Aguardó y aguardó. Suspiró. Se reclinó contra el escritorio.
—¿Algún problema?—preguntó Janet Pete.
Pero antes de poder responder, Chee tenía nuevamente la voz de Pedwell en el oído.
—¡Lo encontré! —dijo Pedwell—. Es el NR 723. Anasazi. Circa 12801310. Y hay otros dos yacimientos muy cerca de éste. Probablemente, relacionados.
—¡Formidable! —exclamó Chee—. ¿Cómo se llega allí?
—Pues, no va a resultar fácil. Lo recuerdo. A algunos hemos ido a caballo. A otros hemos llegado por el río y luego hemos subido el cañón a pie. A este último creo que hemos ido por el río. Veamos. Las notas dicen que está a cinco punto siete millas arriba de la boca del cañón.
—¿La doctora Friedman solicitó autorización para cavar en ese yacimiento?
—Ella, no —dijo Pedwell—. Otra de las personas del Chaco. El doctor Randall Elliot. ¿Trabajan juntos?
—No lo creo —respondió Chee—. ¿Dice la solicitud si recogía cacharros polícromos de San Juan?
—Déjeme ver —se oyó un crujido de papeles—. No parece que se trate de cacharros. Dice que estudia las migraciones anasazi. —Ahora se oyó el murmullo de la lectura de Pedwell para sí mismo—. Dice que lo que le interesa es rastrear patrones genéticos —más murmullos—, estudiar los huesos, el espesor de los cráneos, los individuos con seis dedos, la conformación aberrante de la mandíbula —más murmullos—, no creo que esto tenga nada que ver con la alfarería —concluyó Pedwell—. Estudia los esqueletos, o los estudiará si la famosa burocracia navaja, de la cual formo parte, termina alguna vez con este proceso. Individuos de seis dedos. Hay muchos entre los anásazi, pero son muy difíciles de estudiar, porque las manos no se mantienen idénticas después de mil años. Pero parece que ha encontrado ciertos patrones familiares. Demasiados dedos. Un diente extra del lado derecho del maxilar inferior. Un segundo agujero donde esos nervios y vasos sanguíneos atraviesan la pared posterior del maxilar y no sé qué del peroné. La antropología física no es mi fuerte.
—Pero todavía no tiene la autorización.
—Espere un momento. Me parece que en este caso no hemos sido tan lentos. Aquí hay una copia en papel carbón de una carta del Servicio de Parques a Elliot —crujido de papeles—. Denegado. Se necesita más documentación del trabajo anterior en este campo. ¿Está bien?
—Muchas gracias —dijo Chee.
Janet Pete le observaba.
—Parece como si se hubiera anotado un tanto —dijo.
—La pondré al corriente —replicó Chee.
—Mientras volvemos al coche —dijo Janet, que parecía confusa—. Normalmente soy la abogada corriente, estúpida, tonta. Esta mañana me he puesto histérica y lo he dejado todo sin hacer. La gente que viene a verme. La gente que espera que yo termine las cosas. Me siento fatal.
Chee caminó con ella hasta el coche, abrió la puerta y dijo:
—Estoy muy contento de que me hayas llamado, ha sido un honor para mí.
—¡Oh, Jim! —dijo ella, y le abrazó el pecho con tal fuerza que Chee contuvo la respiración.
Se mantuvo así, asida a él, apretada contra él. Chee sintió que Janet estaba a punto de volver a llorar y no quería que eso sucediera.
Le puso la mano en el cabello y se lo acarició.
—No sé qué decidirá acerca de su Abogado Triunfal —dijo Chee—. Pero si decide contra él, tal vez usted y yo podríamos ver si pudiéramos enamorarnos. Ya sabe, ambos navajos, y todo lo demás.
Era lo que no había que decir. Janet lloraba mientras se marchaba en su coche.
Chee se quedó allí de pie, observando cómo el sedán del parque automotor de Janet se alejaba a toda velocidad hacia la confluencia de la Nacional 666 y la carretera a Window Rock.
No quería pensar en ello. Era confuso y doloroso. En cambio, pensó en una pregunta que debía haber hecho a Pedwell, la de si Randall Elliot también había solicitado autorización para excavar en el ahora expoliado yacimiento donde mataron a Etcitty y Nails.
Volvió andando a la oficina, recordando aquellos maxilares tan cuidadosamente apartados de entre el caos.
Capítulo 16
La montura le había parecido una prometedora posibilidad a Leaphorn. Ella la había tomado prestada de un biólogo llamado Arnold, quien vivía en Bluff. Había otras pistas que llevaban a Bluff. El yacimiento de los cacharros polícromos parecía estar un poco al oeste de la ciudad, en una zona sin caminos, donde hacía falta un caballo. Ella habría ido a ver a Arnold. Si éste podía prestarle una montura, es probable que pudiera prestarle un caballo. Por Arnold se enteraría de adónde se había dirigido Eleanor Friedman-Bernal. El primer paso era encontrar a Arnold, lo que no resultaría difícil.
Y no lo fue. El Hostal de Recuperación había sido el centro de la hospitalidad de Bluff durante todo el tiempo que a Leaphorn le era dado recordar. El hombre que estaba en la recepción le prestó el teléfono para que llamara a Chee. Chee confirmó lo que Leaphorn había temido. Fuera o no la doctora Friedman quien matara a los cazadores de cacharros, no había duda de que sí se había disparado con su pistola. El hombre de la recepción también conocía a Arnold.
—Bo Arnold —dijo—. Los científicos que vienen aquí son en su mayoría antropólogos o geólogos, pero el doctor Arnold es hombre de líquenes. Un botánico. Suba hasta donde la autopista gira a la izquierda y coja a la derecha, hacia Montezuma Creek. Es la pequeña casa de ladrillo rojo con matas de lila a ambos lados del portón. Salvo que, como pienso, Bo haya dejado morir las lilas. Conduce un jeep. Si está en su casa, verá usted el vehículo.
Las lilas, en efecto, estaban casi muertas, y en la maleza, junto a la casita, se hallaba aparcado un polvoriento jeep de los primeros modelos. Leaphorn aparcó junto a éste, salió de la camioneta y caminó en medio de una ráfaga de viento helado y polvoriento. La puerta de enfrente se abrió apenas Leaphorn comenzó a subir los escalones del porche. Apareció un hombre delgado, en vaqueros y camisa roja desteñida.
—Buenos días, señor —dijo, mientras su amplia sonrisa dejaba ver una doble fila de dientes blancos en un rostro de piel marrón curtida a la intemperie.
—Buenos días —respondió Leaphorn—. Busco al doctor Arnold.
—Sí, señor, yo mismo —dijo el hombre y tendió la mano a Leaphorn, quien se la estrechó y mostró a Arnold su identificación.
—Busco a la doctora Eleanor Friedman-Bernal —dijo Leaphorn.
—Yo también —respondió Arnold, entusiasta—. Esa vieja bribona me ha cogido el kayac y no me lo ha devuelto.
—¡Oh! —exclamó Leaphorn—. ¿Cuándo?
—Cuando yo no estaba —explicó Arnold, todavía sonriente—. Me pescó fuera de casa, y se lo llevó.
—Me gustaría que me contara todo al respecto —dijo Leaphorn.
Arnold sostuvo la puerta abierta, dio la bienvenida a Leaphorn y le invitó a pasar con un amplio movimieno de la mano. En el interior, la habitación estaba llena de mesas, cada una a su vez cubierta de rocas de todos los tamaños y formas, con un único elemento en común: líquenes. Todas estaban cubiertas de esas extrañas plantas, de todos los matices entre el blanco y el negro. Arnold condujo a Leaphorn a través de las mesas, hasta un pequeño salón.
—Allí no hay sitio para sentarse —dijo—. Es mi lugar de trabajo. Aquí es donde vivo.
El lugar donde Arnold vivía era un pequeño dormitorio. Toda superficie plana, incluso la única y estrecha cama, estaba cubierta con tablas sobre las cuales se alineaban platos planos de vidrio. Los platos tenían algo que, supuso Leaphorn, debían de ser líquenes.
—Permítame hacerle un sitio —dijo Arnold, y despejó sendas sillas para ambos—. ¿Por qué busca usted a Ellie? —preguntó—. ¿Ha estado saqueando ruinas?—agregó riendo.
—¿Es que hace esas cosas?
—Es una antropóloga —respondió Arnold con la sonrisa reducida aun leve mohín—. Traduzca usted la palabra del lenguaje académico al inglés y significa eso: saqueadora de ruinas, alguien que roba tumbas, preferentemente antiguas. Una persona bien educada que roba objetos de una manera digna —rió, rendido ante la agudeza que acababa de decir—. Si lo hace algún otro, le llaman vándalo. Ésta es la palabra para la competencia. Si alguien llega primero y coge el material antes que los arqueólogos puedan desenterrarlo, les llaman Ladrones de Tiempo.
Su visión de semejante hipocresía lo puso de muy buen humor, así como su pensamiento del kayac desaparecido.
—Cuénteme —dijo Leaphorn—. ¿Cómo sabe que se lo llevó ella?
—Dejó toda una confesión, firmada —explicó Arnold, mientras buscaba en una caja de la que salían trozos de papel. Extrajo una hoja pequeña de papel amarillento y se la extendió a Leaphorn.
Aquí está tu montura, con un año más, pero no en peor estado. (He vendido aquel maldito caballo.) Para mantener tu preocupación por mí, ahora me llevo prestado tu kayac. Si no vuelves antes que yo, ignora la última parte de esta nota, porque dejaré el kayac en el garaje, en el mismo lugar de donde lo saqué, y jamás sabrás que había faltado de allí un tiempo.
¡No dejes que te crezcan los liqúenes en el cuerpo!
Con cariño,
Ellie
Leaphorn le devolvió el papel.
—¿Cuándo dejó esto?
—Sólo sé cuándo lo encontré. Yo había estado en Lime Ridge recogiendo ejemplares durante una semana, más o menos, y cuando volví, la montura estaba en el suelo, en el cuarto de trabajo, y faltaba el kayac.
—¿Cuándo? —repitió Leaphorn.
—¡Oh! —dijo Arnold—. Veamos. Hace casi un mes.
Leaphorn informó a Arnold de la fecha en que Eleanor Friedman-Bernal había partido del Cañón del Chaco al amanecer.
—¿Fue así como sucedió?
—Creo que regresé un lunes o martes. Tres o cuatro días después de eso.
—¿De modo que la montura pudo haber estado allí tres o cuatro días?
—Podría ser —volvió a reír Arnold—. No tengo una mujer de la limpieza que venga aquí. Supongo que se ha dado cuenta.
—¿Cómo entró ella?
—La llave está debajo del tiesto de flores —respondió Arnold—. Ella sabía dónde. Había estado aquí antes. Volvamos a la Universidad de Wisconsin.
Abruptamente, el talante divertido de Arnold se evaporó y su rostro huesudo y curtido por el sol se tornó sombrío.
—¿Ha desaparecido realmente? ¿Están preocupados por ella? ¿No se habrá ido simplemente unos días en busca de la humanidad?
—Me parece que es algo serio —respondió Leaphorn—. Hace casi un mes. Y dejó muchas cosas detrás. ¿Dónde iría en su kayac?
Arnold sacudió la cabeza.
—Sólo hay un sitio adonde ir. A favor de la corriente. Yo lo uso para divertirme, como un juguete. Pero ella ha de haber ido río abajo. Hasta entrar en el hondo cañón, donde no hay de qué vivir, las márgenes del río están llenas de yacimientos. Y sobre las paredes del cañón hay cientos de ruinas.
En el rostro de Arnold no quedaba ni un asomo de humor. Representaba por lo menos su edad, que Leaphorn calculó en unos cuarenta años. Tenía aspecto desgastado y preocupado.
—Cerámica. Esto es lo que Ellie estaría buscando. Fragmentos de cacharros. Supongo —siguió tras hacer una pausa y mirar fijamente a Leaphorn— que usted sabe que hace unos días mataron allí a un hombre. Un hombre de apellido Houk. El hijo de puta era un conocido traficante de cacharros. Alguien le disparó. ¿Alguna relación?
—¿Quién sabe? —respondió Leaphorn—. Tal vez. ¿Tiene usted alguna idea más específica de adónde pudo haber ido con su kayac?
—Nada más que lo que le he dicho. Ya había tomado prestado antes el kayac para irse a los cañones. Simplemente a merodear por las ruinas, a buscar fragmentos. Supongo que ha vuelto a hacer lo mismo.
—¿Tiene idea de la distancia?
—Me había pedido que la recogiera la noche siguiente en el desembarcadero de aguas arriba del puente de Mexican Hat. Es el único sitio por donde se puede salir del río en muchos kilómetros. Así que ha de haber sido entre Sand Island y Hat.
Leaphorn estaba seguro de que también el coche de Eleanor podía encontrarse entre Sand Island y Mexican Hat. Habría tenido que transportar el kayac hasta una distancia del río que le permitiera llevarlo a rastras. Pero no había ninguna razón para buscar el coche.
—Esto simplifica un poco las cosas —dijo Leaphorn, pensando que los viajes de Ellie tenían lugar en la misma área que Etcitty había descrito en su documentación falsificada, el área que Amos Whistler había señalado en su conversación con Chee.
Encontraría un bote e iría a buscar el kayac de Arnold. Tal vez, cuando lo encontrara, encontraría también a Eleanor Friedman, y entendería lo que Harrison Houk había querido decir en aquella nota inacabada «... ella está viva aún». Pero antes quería echar un vistazo al establo.
Irene Musket estaba en la puerta de la vieja casa de Harrison Houk. Le reconoció enseguida y le dejó entrar. Era una mujer guapa, tal como Leaphorn la recordaba, pero ese día parecía varios años mayor, y más cansada. Le contó acerca del hallazgo de la nota, del hallazgo del cadáver. Confirmó que no había echado en falta absolutamente nada en la casa. No le contó nada que él no supiese. Luego subió con él por la pendiente hasta el establo.
—Fue exactamente aquí donde ocurrió —dijo—. Exactamente en ese pesebre de caballo. El tercero.
Leaphorn miró hacia atrás. Desde el establo se podía ver el camino de acceso y el viejo portón con su campana. Únicamente el porche de enfrente estaba sin luz. Houk pudo haber visto muy bien que su asesino iba en su busca.
Irene Musket se quedó en la puerta del establo, tal vez retenida por su miedo al chindi que Harrison Houk hubiera dejado detrás y a la enfermedad de los espíritus que pudiera provocar en ella. O tal vez por la pena que le daría la contemplación del lugar donde Houk había muerto.
La carrera de Leaphorn lo había vuelto inmune a los chindi de los muertos, inmune gracias a la indiferencia a todos ellos, excepto a uno. Salió al viento y a la oscuridad.
El suelo del tercer pesebre había sido limpiado de la alfalfa vieja y la paja de heno que cubrían el resto del lugar. En ese momento, los desechos formaban una pila en un rincón, donde el personal del laboratorio criminal de Utah los había amontonado después de trabajar con ellos. Leaphorn estaba de pie, sobre la suciedad acumulada por cien años de pisadas y se preguntó qué esperaba encontrar. Caminó por el suelo del establo e inspeccionó las pilas de balas de alfalfa. En realidad, parecía como si Houk hubiese estado reordenándolas para formar un hueco donde esconderse. Esto le pareció extraño, pero no le decía nada. Nada salvo que Houk, el hombre duro, el bribón, hubiera desdeñado una oportunidad de esconderse para darse tiempo de dejarle un mensaje. «Digan a Leaphorn que ella está viva aún.» ¿En el cañón? Parecía probable. ¿En qué cañón? Pero, ¿por qué habría aumentado Houk el riesgo de su propia vida para ayudar a una mujer que no debía de ser más que uno más de sus clientes? Esto no parecía casar con su carácter. No con el Houk que él conocía. Con ese Houk cuya única debilidad parecía haber sido un hijo esquizofrénico, muerto hacía mucho tiempo.
Fuera del establo, el viento cambió ligeramente de dirección y aulló a través de las grietas, levantando un pequeño remolino de paja y polvo del suelo y trayendo olores de otoño que competían con la orina antigua. Estaba perdiendo el tiempo. Volvió hacia donde se hallaba Irene Musket y, mientras pasaba, controlaba los pesebres. En el último, había un kayac de nylon negro apoyado contra la pared.
El kayac de Bo Arnold. Leaphorn lo miró atentamente. ¿Cómo podía haber llegado hasta allí? ¿Y por qué?
Estaba inflado, de pie sobre uno de sus extremos, en el rincón del pesebre. Entró para mirar más de cerca. Naturalmente, no era el kayac de Arnold. Éste había descrito el suyo como de color castaño, con lo que él llamaba «rayas blancas de carrera».
Leaphorn se arrodilló para inspeccionarlo. Parecía notablemente limpio para aquel polvoriento establo. Se metió dentro, entre el nylon forrado de goma del fondo y los tubos inflados que constituían sus paredes, con la esperanza de encontrar algún indicio detrás. Tocó papel con los dedos. Tiró de él. Era el arrugado forro de «Goodbar», con manchas de agua. Desplazó los dedos hasta la proa. Agua.
Leaphorn sacó la mano y observó sus dedos húmedos. Si había quedado algo de agua en el kayac, ésta se había filtrado por esa rajadura. ¿Cuánto tiempo haría que estaba allí? ¿Cuánto tiempo duraría la evaporación en aquel clima seco? Caminó hasta la puerta.
—Ese kayac inflado. ¿Sabe usted cuándo ha sido utilizado?
—Creo que hace cuatro días —respondió Irene Musket.
—¿El señor Houk?
Ella asintió con la cabeza.
—¿No le molestaba la artritis?
—La artritis le mortificaba en todo momento —respondió ella—. Pero eso no le impedía utilizar la canoa.
La voz de Irene sonaba como si sus palabras enunciaran un argumento perdido, un antiguo dolor.
—¿Dónde fue? ¿Lo sabe usted?
—Por el río —respondió ella con un gesto vago.
—¿Sabe si iba lejos?
—No muy lejos. Me había pedido que le recogiera abajo, cerca de Mexican Hat.
—¿Lo hacía muchas veces?
—Con cada luna llena.
—¿Iba por la noche? ¿Tarde?
—A veces esperaba las noticias de las diez y luego se iba a Sand Island. Debíamos asegurarnos de que no hubiera nadie allí. Luego lo poníamos en el río.
El viento arremolinaba el polvo alrededor de los tobillos de la señora Musket y le hacía volar la larga falda. La señora prosiguió:
—Lo poníamos en el río. Y a la mañana siguiente yo tenía que conducir la camioneta aguas abajo, hasta el desembarcadero que queda un poco más arriba de Mexican Hat y esperarlo. Y luego...
Hizo una pausa, tragó. Se mantuvo quieta durante un momento, en silencio. Leaphorn advirtió que ella tenía los ojos húmedos, y apartó la mirada. Por duro que fuera, Harrison Houk había dejado a alguien que sufría por él.
—Luego volvíamos a casa —concluyó.
Leaphom aguardó un momento. Una vez que le hubo dado el tiempo suficiente, le preguntó:
—¿Le decía a usted qué hacía cuando iba río abajo?
El silencio fue tan largo que Leaphorn se preguntó si su pregunta no se habría perdido en el viento. La miró.
—No me lo decía —respondió.
Leaphorn pensó en esa respuesta.
—Pero usted lo sabe —dijo.
—Creo que sí. Una vez me dijo que no hiciera suposiciones. Y dijo: «Si de cualquier modo llegas a suponer algo, no se lo digas a nadie».
—¿Sabe quién le mató?
—No lo sé. Hubiera preferido que me mataran a mí en su lugar.
—Creo que encontraremos a quien lo hizo —dijo Leaphorn—. Lo creo de verdad.
—Era un buen hombre. La gente habla de lo miserable que era. Era bueno con la gente buena y miserable sólo con los miserables. Yo supongo que le mataron por eso.
Leaphom le tocó el brazo.
—¿Me ayudaría a llevar el kayac al río? ¿E iría usted mañana a buscarme con mi camión a Mexican Hat y recogerme?
—De acuerdo —respondió Irene Musket.
—Antes tengo que hacer una llamada telefónica. ¿Puedo usar su teléfono?
Llamó a Jim Chee desde la casa de Houk. Eran más de las seis. Chee se había ido a su casa. Por supuesto, no tenía teléfono. Típico de Chee. Dejó el número de Houk para que Chee le llamara.
Introdujeron el kayac en la parte de atrás de su camión, con su remo de doble pala y el gastado chaleco salvavidas naranja de Houk, lo ataron y se marcharon hacia el sur, al paraje de lanzamiento de Sand Island. Las señales de la Oficina de Administración Territorial advertían allí que el río ya estaba cerrado esa temporada, que se requería permiso, que el barbo del San Juan estaba incluido en una lista de especies en extinción y estaba prohibido pescarlo.
Con el kayac en el agua, Leaphom se mantuvo de pie junto a él, los pies metidos en el agua fría, repasando en el último minuto las posibilidades. Escribió el nombre de Jim Chee y el número de la comisaría de Shiprock en una de las tarjetas y se la dio a la señora Musket.
—Si no he llegado mañana a mediodía a Mexican Hat, llame por favor a este hombre de parte mía. Dígale a él lo que me ha contado a mí acerca del señor Houk y de este kayac. Y que yo me he ido río abajo.
Ella cogió la tarjeta.
Él se subió al kayac.
—¿Sabe cómo manejar eso?
—Lo hice hace años. Creo que lo recordaré.
—Bien, póngase el chaleco y abrócheselo. Se vuelca con facilidad.
—De acuerdo —dijo Leaphom; y así lo hizo—. Bueno, gracias —dijo Leaphorn, emocionado.
—Tenga cuidado.
—Sé nadar.
—No me refiero al río —aclaró la señora Musket.
Capítulo 17
En la Planicie de Colorado, las noches de ese período de tránsito de una estación a otra, las roulottes son lugares poco propicios para dormir. Durante toda la noche, la estrecha cama de Jim Chee vibraba cuando las ráfagas sacudían las delgadas paredes de su hogar. Pasó mala noche, inquieto por el problema de la solicitud de Elliot mientras estuvo despierto y, una vez dormido, soñando con los maxilares. Se levantó pronto, hizo café y solo encontró cuatro galletas en la lata de pan para acompañar el desayuno. Era su día libre, y la hora de la compra de comestibles, de ir a la lavandería y devolver en la biblioteca de Farmington tres libros con el plazo vencido. Había llenado el depósito del agua, pero la provisión de butano era escasa. Y tenía que recoger una cubierta que había llevado a reparar y, recordó, pasar por el banco y averiguar acerca de la diferencia de 18,50 dólares entre el saldo de la institución y sus registros personales.
En cambio, miró su agenda y encontró el número del Laboratorio de Antropología de Santa Fe, que le había dado el doctor Pedwell. «Tendría que ser un número MLA», le había dicho Pedwell cuando le había preguntado si Elliot también había solicitado excavar en el yacimiento donde Etcitty y Nails habían sido asesinados. «Es en Nuevo México, y evidentemente en tierras de dominio público. Si se trata de una sección navaja, lo registramos. En caso contrario, el que lleva la cuestión es el Laboratorio de Antropología.»
—Parece confuso —había dicho Chee.
—Oh, sí que lo es —había convenido Pedwell—. Es más complicado aún.
Y comenzó a explicar otras facetas del sistema de numeración, los números del Chaco, de Meseta Verde, hasta que Chee cambió de tema, pues entonces se dio cuenta de que debía haber preguntado por algún nombre en Santa Fe.
Llamó desde el cuartel, con lo que provocó una mirada de sorpresa del empleado, quien sabía que Chee estaba en su día libre. Tuvo que pasar por tres transferencias hasta conectar con la mujer que tenía acceso a la información que necesitaba. Era una voz dulce, claramente distintiva de una mujer de edad mediana.
—Sería más fácil si supiera usted el número MLA —dijo la voz—. De lo contrario, tendré que revisar los archivos de solicitudes.
De modo que Chee esperó.
—El doctor Elliot tiene once solicitudes en el archivo. ¿Las quiere todas?
—Supongo que sí —respondió Chee, sin saber exactamente a qué atenerse.
—MLA 14, MLA 19.311, MLA...
—Un momento. ¿Tienen localizaciones? ¿A qué región corresponden? ¿A qué condado? ¿Los puede localizar?
—En nuestro mapa, sí.
—El que me interesa debiera estar en el Condado de San Juan, Nuevo México.
—Un minuto —dijo ella—. Hay dos —agregó, pasado el minuto—. MLA 19.311 y MLA 19.327.
—¿Podría precisar más la localización?
—Puedo darle la descripción legal. Distrito, municipio y sección.
Los leyó.
—¿Se le concedió autorización?
—Denegada. Reservan esos yacimientos para ser excavados en el futuro, cuando se disponga de mejor tecnología. Es difícil conseguir permiso para excavar en ellos, por ahora.
—Muchas gracias —dijo Chee—. Es exactamente lo que necesitaba.
Y realmente lo era. Cuando cotejó la descripción legal con el mapa de la Inspección Geológica de los Estados Unidos, en la oficina de Largo, el MLA 19.327 tenía en común distrito, municipio y sección con la bomba de petróleo junto a la cual había encontrado el camión de U-Haul.
Menos suerte había tenido al intentar llamar al Cañón del Chaco. El teléfono tenía algún problema de interferencia en el satélite, lo cual producía eco y pérdida de voz. Randall Elliot estaba en las ruinas del cañón, Maxie Davis se había ido a algún sitio, y Luna estaba haciendo algo, que Chee no pudo entender qué era, en Pueblo Bonito.
Chee miró su reloj. Calculó la distancia al Chaco. Unos ochenta kilómetros. Recordó las condiciones en que se hallaban los últimos cuarenta kilómetros. Carraspeó. ¿Por qué hacía todo eso en su día libre? Por mucho que Leaphorn le irritara, quería obligarle a reconocer su mérito. A que dijera, «Buen trabajo, muchacho». Tal vez lo admitiera. Tal vez admitiera también otro hecho. Estaba excitado. Aquella grotesca fila de maxilares inferiores parecía significar algo. Tal vez algo importante.
El mal tiempo le demoró un poco, al sacudir su camión cuando abandonó el pavimento de la N.M. 44 para circular a través de los bancos de artemisas de la Planicie Blanco. Es el fin del otoño, pensó. Es el invierno que llega desde el oeste. Detrás de él, sobre la cadena La Plata de Colorado, el cielo estaba oscuro, y cuando dejó el pavimento en la Oficina de Correos de Blanco, el viento venía directamente de costado, y tuvo que luchar con él para mantener la dirección al tiempo que bregaba con los baches y los surcos del camino. En el centro para visitantes del Chaco, las plantas rodadoras y una arena que golpeaba lo perseguían a través del patio de aparcamiento.
La mujer con la que había hablado se hallaba en el escritorio, apuesta en su uniforme de guardia del parque y contenta de que Chee rompiera la monotonía de un día, y una temporada, que llevaba muy pocos visitantes. Le mostró en el mapa del Chaco cómo llegar a Kin Kleetso, el yacimiento donde Randall Elliot estaría trabajando ese día, «si es que puede trabajar con este viento». Dónde se hallaba Maxie Davis parecía un misterio, «pero tal vez esté trabajando con Randall». Luna se había ido a Gallup y no regresaría hasta la noche.
Chee volvió a su camión, inclinándose para contrarrestar el viento, entrecerrando los ojos para protegerse del polvo. En Kin Kleetso encontró aparcado un camión del Servicio de Parques y a un empleado sentado tras la protección de una de las paredes.
—Busco al doctor Randall Elliot —dijo Chee—. ¿Voy bien encaminado?
—En absoluto —respondió el hombre—. Hoy no se ha dejado ver por aquí.
—¿Sabe usted dónde...?
El hombre hizo un gesto disuasorio.
—No tengo ni idea —dijo—. Es tan independiente como un cerdo en el hielo.
Quizá estuviera en su casa. Chee se dirigió a las viviendas temporarias. En la zona de parking, nada. Golpeó la puerta marcada con su apellido. Volvió a golpear. Rodeó el edificio por la parte de atrás. Randall Elliot no había corrido las cortinas de la puerta de vidrio corredero del patio. Chee espió en lo que debía de ser el salón, que Elliot había convertido en zona de trabajo. Unos caballetes sostenían unas planchas sobre las cuales se alineaban cajas de cartón. Las que Chee podía ver parecían contener huesos. Cráneos, costillas, maxilares. Chee apretó la frente contra el vidrio frío e hizo pantalla con ambas manos en un esfuerzo para ver. Contra la pared, había cajas alineadas. Contra el tabique de la cocina, libros en estantes. Ninguna señal de Elliot.
Chee miró la cerradura que sostenía la puerta. Bastante sencilla. Miró en torno. Sacó su cortaplumas, abrió la hoja adecuada y corrió el pestillo.
Una vez dentro, corrió las cortinas y dio la luz. Hizo una apresurada inspección en el dormitorio, la cocina y el baño, sin tocar casi nada y utilizando su pañuelo para no dejar huellas digitales. Eso lo puso nervioso. Peor aún, se sintió sucio y avergonzado.
Pero de regreso al salón se detuvo ante las cajas de huesos. Parecían estar ordenadas en grupos, clasificadas por yacimientos. Chee controló las etiquetas para ver si alguna correspondía al NR723 o al MLA 19.137. Sobre la mesa provisional que había contra la puerta de la cocina encontró el número NR.
La etiqueta estaba atada a la cavidad del ojo de un cráneo, con el número de un lado y notas del otro. Parecía una suerte de taquigrafía personal, con números en milímetros. El espesor de los huesos, supuso Chee, pero el resto no le decía nada.
La caja del NR723 contenía cuatro maxilares inferiores: uno, evidentemente, de un niño; otro, roto. Los examinó. Todos tenían un molar extra, o una huella de un molar de más, del lado derecho. Todos tenían dos de los pequeños agujeros en la parte interior de los huesos a través de los cuales, según aseguraba la solicitud de Elliot, pasaban nervios y vasos sanguíneos.
Chee volvió a colocar los cráneos en la caja exactamente como los había encontrado, se frotó los dedos contra los pantalones y se sentó a reflexionar acerca del significado de todo aquello. Parecía bastante claro. El seguimiento genético de Leaphorn le había llevado al mismo yacimiento al que la persecución de la alfarería había conducido a Eleanor Friedman-Bernal. No. No estaba bien formulado. En sus mutuas expediciones de pesquisa, ambos se habían sorprendido hurgando en la basura en las mismas ruinas. Tal vez, pensó Chee, uno de los maxilares perteneciera a la alfarera.
Pensó en el yacimiento MLA 19.327, en los maxilares alineados, el saco de plástico que faltaba de la bolsa de treinta. Pensando en todo esto, hizo una nueva inspección del apartamento.
En el fondo de un cesto de desperdicios de la cocina encontró una bolsa negra de plástico. Cuidadosamente, apartó las sobras de comida y los bollos de papel que la cubrían, y la puso sobre la mesa, junto al fregadero. Tenía un nudo en la parte superior. Chee lo desató y examinó el plástico. Alrededor del borde superior llevaba la inscripción SUPERTUFF. Era la bolsa que faltaba.
Dentro, había siete mandíbulas humanas, dos de ellas, del tamaño de la de un niño. Dos, rotas. Chee contó los dientes. Cada una tenía diecisiete, uno más que lo normal y en todas el molar supernumerario era el segundo desde atrás y estaba fuera de línea.
Volvió a colocar la bolsa en el cesto, la recubrió con basura y cogió el teléfono.
«No —dijo la mujer del centro de visitantes—, Elliot no se ha presentado. Tampoco Luna, ni Maxie Davis.»
—¿Puede ponerme usted con la señora Luna?
—Eso sí que es fácil —dijo.
La señora Luna contestó al tercer timbrazo y se acordó inmediatamente de Chee. ¿Cómo estaba? ¿Cómo estaba el señor Leaphorn?
—Pero no me llama para esto.
—No —dijo Chee—. Salí para hablar con Randall Elliot, pero está fuera. Me acordé de que usted dijo que el mes pasado había ido a Washington. Dijo usted que había llamado su agente de viajes y que usted había cogido el mensaje. ¿Recuerda el nombre de la agencia?
—Bollack's —contestó la señora Luna—. Me parece que aquí todo el mundo utiliza Bollack's.
Chee llamó a Viajes Bollack's de Fármington.
—Policía Tribal Navaja —dijo al hombre que atendió—. Necesitamos confirmar las fechas de un billete de avión. No sabemos la línea, pero los billetes fueron emitidos por su agencia a nombre de Randall Elliot, con domicilio en el Cañón del Chaco.
—¿Sabe aproximadamente cuándo? ¿Este año? ¿Este mes? ¿Ayer?
—Probablemente el mes pasado —respondió Chee.
—Randall Elliot —dijo el hombre—, Randall Elliot. Déjeme ver.
Chee oyó el ruidito del teclado de un ordenador. Silencio. Más ruiditos. Más silencio.
—Es gracioso —dijo el hombre—. Nosotros los hemos emitido, pero no los ha recogido. La partida era para el once de octubre, con regreso el dieciséis de ese mes. En Mesa de Farmington a Albuquerque y en American de Albuquerque a Nueva York. ¿Sólo necesita las fechas?
—¿Está seguro de que nadie recogió los billetes?
—Completamente seguro. Un montón de trabajo para nada.
Chee llamó nuevamente a la señora Luna. Mientras escuchaba la señal de comunicación, tuvo una sensación de apremio. Randall Elliot no estaba en Washington la mañana que Eleanor Friedman-Bernal se hundió en el olvido. No había ido. Pero simuló ir. Lo arregló todo de tal modo que todos, en este lugar de cotilleo, pensaran que estaba en Washington. ¿Por qué? Para que no les picara la curiosidad por saber adónde había ido realmente. Pero, ¿adónde había ido realmente? Chee creyó saberlo. Tuvo la esperanza de equivocarse.
—Diga —dijo la señora Luna.
—Otra vez Chee. Otra pregunta. ¿Vino ayer algún delegado del sheriff a hablar con la gente?
—Efectivamente. Con un retraso de más o menos un mes, diría yo.
—¿Le habló de la nota para el teniente Leaphorn? La que hacía suponer que la doctora Friedman está viva aún.
—Está viva —dijo la señora Luna—. El hombre dijo que la nota decía: «Digan a Leaphorn que ella está viva aún».
—¿Está todo el mundo enterado de eso? ¿Lo sabe Elliot?
—Por supuesto. Porque todo el mundo había comenzado a tener sus dudas. Usted sabe, es demasiado tiempo para desaparecer sin más, salvo que haya sucedido algo malo.
—¿Está usted segura de que Elliot lo sabe?
—Él estaba precisamente aquí cuando nos lo dijo a Bob y a mí.
—Bien, muchas gracias.
El viento se había calmado casi, lo que, para Chee, era una suerte. Volvió a la Oficina de Correos de Blanco mucho más rápido que lo que el malo y polvoriento camino aconsejaba, y luego, mucho más rápido que lo que la ley permitía en la 44 de Nuevo México, a Farmington. Estaba preocupado. Había pedido al subsheriff Bates que hablara a la gente del Chaco acerca de la nota de Houk. Pero no lo había hecho. Sin embargo, tal vez esas sospechas fuesen infundadas. Pensó en la manera en que podría comprobarlo: una llamada que debía haber hecho antes de dejar el Chaco.
Se precipitó en la tienda de comestibles de Bloomfield y corrió al teléfono público, luego volvió corriendo al camión en busca de monedas que guardaba en la guantera. Llamó al aeropuerto de Farmington, se identificó y preguntó a la mujer que lo atendía quién alquilaba helicópteros. Anotó los dos nombres que le dio la mujer y sus números respectivos. En Aero Services, la línea estaba ocupada. Marcó el número de Flight Contractors. Le atendió un hombre que se identificó como Sánchez. Sí, esa mañana habían alquilado un helicóptero.
—Bonito tiempo para volar, incluso en helicóptero —dijo Sánchez—. Pero él tiene credenciales y experiencia. Ha volado para la Marina en Vietnam.
—¿Dijo adónde iba?
—Es un antropólogo —dijo Sánchez—. Ya hace dos o tres años que le alquilamos. Dijo que iba a la zona de White Horse Lake a cazar en una de sus ruinas indias. Si se tiene que volar con este tiempo, ése es un buen lugar para hacerlo. Allí sólo hay hierbas y serpentarias.
Y también era casi exactamente la dirección opuesta a aquella en la que Elliot estaba volando en realidad, pensó Chee. Hacia el sudeste, no hacia el noroeste.
—¿Cuándo se ha ido?
—Yo diría que hará unas tres horas. Quizá un poco más.
—¿Tiene algún otro aparato para alquilar? Con piloto.
—Tengo uno —respondió Sánchez—. Habrá que hablar con el piloto. ¿Para cuándo sería?
—Para dentro de unos treinta minutos —respondió Chee, tras un instante de cálculo.
—Dudo que pueda ser posible —dijo Sánchez—. Lo intentaré.
Chee tardó un poco menos de media hora, con considerable riesgo de que le aplicaran una multa por exceso de velocidad. Sánchez había encontrado un piloto, pero el piloto no había llegado.
—Es el piloto suplente del servicio de ambulancia —explicó Sánchez—. Se llama Ed King. No le hacía ninguna gracia el tiempo, pero luego el viento ha comenzado a amainar.
Efectivamente, el viento había moderado su fuerza hasta convertirse en una brisa suave. Parecía que terminaría por disiparse del todo cuando el frente de tormenta que lo había traído se desplazara al sudeste. Pero todavía, hacia el norte y hacia el oeste, el cielo era una oscura y sólida masa de nubes.
Mientras esperaban a King, Chee vería si podía comunicarse con Leaphorn. Si no podía, le dejaría un mensaje. Que había encontrado la bolsa de basura que faltaba, escondida en la cocina de Elliot, con huesos dentro, y que las solicitudes de Elliot para excavar en aquellos yacimientos habían sido denegadas. Le diría a Leaphorn que Elliot no había cogido el vuelo a Washington el fin de semana que desapareció Friedman-Bernal. Eso le inspiró otra idea.
—Señor Sánchez, ¿podría comprobar si el doctor Elliot se llevó un helicóptero, veamos, el trece de octubre?
Sánchez parecía tan desconcertado como cuando Chee le había dicho que el alquiler del helicóptero debía cobrarse a la Policía Tribal Navaja. Había endurecido la mirada y Chee había terminado por presentar su Master-Card y aguardar a que Sánchez controlara su saldo acreedor. Parecía haber cubierto la garantía mínima. («Ahora —dijo Sánchez nuevamente eufórico—, si los auditores tribales dan el visto bueno, podrá usted recuperar su dinero.»)
—No veo por qué supone que voy a contarle esas cosas —dijo Sánchez—. Randall es un asiduo cliente nuestro. Podría enterarse.
—Ésa es responsabilidad de la policía —dijo Chee—. Es parte de una investigación criminal.
—¿Sobre qué? —Sánchez parecía obstinado.
—Aquellos dos hombres muertos a tiros en Checkerboard. Nails y Etcitty.
—¡Oh! —exclamó Sánchez —. Si es así, lo miraré.
—Mientras usted va a hacer eso, yo llamaré a mi oficina.
Benally estaba a cargo de la centralita. No, Benally no tenía idea de cómo ponerse en contacto con Leaphorn.
—En realidad, han dejado un mensaje de Leaphorn para usted. Una mujer, llamada Irene Musket, llamó desde Mexican Hat. Dijo que Leaphorn se había largado aguas abajo por el río San Juan... Sabe usted —prosiguió Benally tras una pausa para ahogar una risita—, esto parece tan loco como la aventura en la que se ha metido usted, Jim. En cualquier caso, la mujer dijo que Leaphorn se había largado río abajo por el San Juan ayer por la noche en un bote, en busca de otro bote que había cogido esa antropóloga que usted está buscando. Se suponía que tenía que recogerlo esta mañana en Mexican Hat y llamarle a usted si Leaphorn no aparecía. Y bien, no ha aparecido.
En ese preciso momento, la puerta se abrió detrás de Chee y dejó entrar una brisa fría.
—¿Hay alguien que quiera dar un paseo en helicóptero?
Un hombre corpulento y calvo, con un gran bigote amarillo estaba de pie con la puerta abierta y miraba a Chee.
—¿Es usted el temerario que quiere volar con este tiempo? Yo soy el temerario que le llevará.
Capítulo 18
A Leaphorn le parecía bastante simple encontrar el kayac que Eleanor Friedman-Bernal había tomado prestado. Sólo podía haber ido río abajo. Los farallones que flanqueaban cual murallas el San Juan entre Bluff y Mexican Hat reducían los puntos de partida a unos pocos bancos de arena y las bocas de tal vez una veintena de aluviones y cañones. Como el razonamiento y los instintos indicaban a Leaphorn que la ruina que constituía el objeto de interés de Eleanor se hallaba en la margen del lado de la reserva, el terreno donde llevar a cabo su persecución se estrechaba más aún. Y la descripción que le habían dado de la mujer sugería que no era lo suficientemente fuerte como para empujar el pesado kayac de goma muy lejos del agua. Por tanto, sería fácil descubrirlo, aun en la creciente oscuridad, a la luz de una linterna. Lo más difícil sería encontrar a la mujer.
Los cálculos de Leaphorn no habían tenido en cuenta el viento. Éste convertía a la pequeña nave de Houk en un velero, al que empujaba por ambos lados, obligando a Leaphorn a hacer un gran esfuerzo para mantenerlo en la corriente. Unos seis kilómetros aguas abajo del puente de Bluff, dejó que el kayac encallara en la arena del ripio, tanto para estirar los músculos acalambrados y tomarse un descanso, como movido por la esperanza de encontrar algo. Sobre los murallones encontró un conjunto de petroglifos grabados en la arenisca a través del negro barniz del desierto. Estudió una fila de figuras de espaldas cuadradas con cornamentas como de cabra y pequeños arcos qué sugerían ondas sonoras que les salían de la boca. Si no hubieran sido anteriores a la época en que su propio pueblo había invadido este desierto de piedra, habría pensado que representaban el yei navajo llamado Dios Que Habla. Precisamente sobre ellos se veía la figura de un pájaro —una inequívoca representación del airón de la nieve—. Por encima de él, Kokopelli tocaba su flauta, tan inclinado hacia adelante que apuntaba a tierra. El suelo estaba aquí cubierto de trozos de cacharros, pero Leaphorn no halló signo alguno del kayac. Eso no se lo había esperado.
Prosiguiendo la marcha, volvió a poner el kayac en la corriente. Ya era el crepúsculo, y se sintió relajado. Aguien había dicho que «el torrente del río apacigua la mente». Y así parecía, en contraste con el sonido del viento, que siempre lo ponía tenso. Pero el viento estaba amainando. Oyó la llamada del pájaro a sus espaldas y un coyote en algún sitio, del lado de Utah, así como la voz distante de los rápidos, que le llegaba desde la oscuridad que tenía enfrente.
Comprobó dos puntos posibles de desembarco del lado de la reserva, y pasó más tiempo que el programado buscando en las bocas del Aluvión Butler y Comb Creek, del lado de Utah. Cuando volvió a desatracar, lo hizo a la luz de la luna que salía en ese momento, todavía casi llena. Un repentino y confuso sonido llegó a sus oídos. Un airón de la nieve había remontado el vuelo desde su lugar de descanso. Volaba, alejándose de Leaphorn, a la luz de la luna. La graciosa figura blanca se movía, solitaria sobre el fondo negro del farallón, y desapareció en la oscuridad allí donde el río torcía.
Los airones, pensó, eran como los gansos de la nieve y los lobos y algunas otras criaturas —como el propio Leaphorn—, que se unían en pareja sólo una vez y para toda la vida. Eso explicaría su presencia aquí. Vivía su soledad en aquel paraje desierto. El kayac salió de la oscuridad de debajo del farallón y entró en un remolino iluminado por la luna. La sombra de Leaphorn se elevaba desde la del kayac y formaba una figura alargada. Eso le recordó el pájaro, y levantó el remo para magnificar el efecto. Cuando dejó los brazos relajados, se convirtió en el monigote del yei Dios Negro, tal como los shamanes navajos lo representaban en la pintura seca del Canto Nocturno. Inclinado sobre el remo, apoyando su peso sobre el agua, era Kokopelli, con su espalda gibosa llena de penas. En esto pensaba cuando la corriente volvió a sumergirle en la oscuridad del farallón. Allí, en la absoluta tiniebla, salvo las estrellas directamente sobre la cabeza, el clamor del río lo ahogaba todo.
Cuando el San Juan se lanza a su cita con el poderoso Colorado, sus rápidos son relativamente suaves. Es ésa la meta de quienes recorren los ríos para gozar metiendo sus peqeños y sólidos kayacs en las gargantas de estas cataratas por la emoción de verse hundido bajo el agua blanca. La de Leaphorn era bordear aquel ruido y aquella confusión y mantenerse seco. Aun así, salió empapado de la cintura hacia abajo y bien salpicado por todas partes. Allí el río había cortado a través del anticlinal de Comb Ridge, que era lo que millones de años de erosión habían dejado dé Monument Upward. Aquí, hace miles de miles de años, la corteza terrestre se había levantado formando una inmensa burbuja de curvadas capas rocosas. Leaphorn pasó ante oblicuas capas de roca que, incluso en aquella débil luz, producían la espectral impresión de deslizarse hacia el centro de la tierra.
Más allá del anticlinal, utilizó la linterna para controlar otro banco de arena y la boca de dos aluviones. Luego, junto a otro banco y a través de otros rápidos, condujo el kayac hasta el remolino donde el Aluvión de Many Ruins drenaba en el San Juan una enorme extensión de la Reserva Navaja. Si al salir de Sand Island tenía algún destino específico, era éste.
Hacía ya un buen rato que Leaphorn había renunciado a tratar de mantenerse seco. Chapoteó en el remolino con el agua hasta las rodillas, empujó el kayac hasta la costa y se sentó en la arena junto al mismo, recobrando el aliento. Estaba cansado. Estaba húmedo. Tenía frío. De pronto, sintió mucho, mucho frío. Se sorprendió temblando e incapaz de controlarse. Le temblaban las manos. Le temblaban las piernas. Le castañeteaban los dientes. Hipotermia. Ya le había sucedido antes. Entonces había tenido miedo, y ahora también.
Se puso de pie, se tambaleó en la arena, el haz de luz de la linterna se movía al azar delante de él. Encontró un sitio donde alguna inundación había dejado una maraña de ramas. Buscó en su chaqueta el tubo de bálsamo labial donde guardaba fósforos de cocina, consiguió abrirlo con sus dedos temblorosos, reunir hierba seca debajo de una pila de ramas y encender fuego con el tercer fósforo. Agregó madera llevada por la corriente, avivó el fuego con el sombrero y se mantuvo junto a él, jadeando y temblando.
En medio de tanto terror, había hecho el fuego en un sitio inadecuado. Ahora, con sus vaqueros despidiendo vapor y un poco de calor nuevamente en la sangre, miró a su alrededor en busca de un lugar más adecuado. Hizo su nueva fogata en un sitio donde dos paredes de piedra formaban un bolsillo con suelo de arena, y recogió suficiente madera grande como para conservarla encendida hasta la mañana. Luego se secó la ropa por completo.
Allí era donde había creído que encontraría el kayac. En ese cañon, en algún sitio, esperaba encontrar el yacimiento que había atraído a Eleanor Friedman-Bernal. Cuando el río lo retuvo, había decidido aguardar la luz del día para buscar el kayac. Pero ahora ya no podía esperar. Cansado como estaba, levantó la linterna y retrocedió hasta el agua.
Ella lo había escondido con todo cuidado, arrastrándolo, con más fuerza de la que él le suponía, hasta bien arriba, bajo las ramas enredadas de los tamariscos. Inspeccionó, sin esperar encontrar nada, y sólo halló un pequeño paquete de nylon apretado bajo el tubo central. Era un poncho rojo de nylon. Leaphorn se lo guardó. Nuevamente junto a la lumbre, hizo con el pie un lugar despejado en la arena, extendió el poncho a modo de mantel y se echó para dormir, con las botas lo suficientemente cerca del fuego como para que las llamas terminaran el proceso de secado.
Las llamas atrajeron insectos voladores. Los insectos atrajeron murciélagos. Leaphorn los observó revoloteando en el borde de la oscuridad, lanzándose para matar y desapareciendo luego a toda velocidad. A Emma no le gustaban los murciélagos. Emma admiraba los lagartos, había perseguido cucarachas incansablemente y había dado nombres a las diversas arañas que vivían alrededor de su casa y —demasiado a menudo— en ella. A Emma le habría agradado este viaje. Él siempre había pensado llevarla, pero no había habido oportunidad, hasta ese momento, en que el tiempo ya no importaba. Emma se habría interesado intensamente en el asunto de Eleanor Friedman-Bernal, se habría sentido relacionada con ella. Le habría preguntado a él, en caso de haberse olvidado de informarle al respecto, qué progresos se hacían. Le habría aconsejado. Bueno, al día siguiente, encontraría a aquella mujer. Una especie de regalo, eso sería.
Se movió en la arena. Cayó un trozo de rama, lo que produjo una lluvia de chispas que subieron hacia las estrellas. Leaphorn se quedó dormido.
Le despertó el frío. El fuego había quemado la madera hasta reducirla a unas ascuas mortecinas, la luna estaba baja y el cielo era un increíble deslumbrar de estrellas que los humanos únicamente pueden ver cuando se combinan la gran altitud, el aire claro y seco y la ausencia de luces en la tierra. Desde el fondo de aquellos farallones negros de trescientos metros, era como mirar el espacio desde el fondo de un pozo. Leaphorn rehizo el fuego y volvió a aventar, mientras escuchaba los sonidos de la noche. Dos coyotes se hallaban en plena cacería nocturna en algún sitio, sobre el cañón, y también se podía oír a otra pareja, muy distante, del otro lado del río. Oyó un búho muy arriba, en las rocas, un grito tan estridente como el ruido que produce la frotación de un metal contra otro metal. Justo en el momento de quedarse dormido, oyó una flauta. O tal vez era parte de un sueño.
Cuando volvió a despertar, tiritaba de frío. Era ya el amanecer avanzado, y en aquella hendidura de aquel cañón se había depositado el aire más frío de la noche. Se levantó, luchando contra la rigidez, reavivó el fuego, bebió de su cantimplora y miró por primera vez en la bolsa de comida que Irene Musket le había dado: un gran trozo de pan frito y una espiral de salchicha. Tenía hambre, pero aguardaría. Podría necesitar eso mucho más tarde.
A pesar del tiempo que llevaban allí, encontró un precioso conjunto de huellas de Eleanor Friedman-Bernal presas en la arena dura, bajo los tamariscos, donde la vegetación colgante las había protegido del aire en movimiento. Luego exploró metódicamente el resto de esta confluencia de cañones. Deseaba confirmar que era éste el lugar al que había ido Houk, y lo confirmó. En efecto, Houk parecía haber llegado hasta allí con bastante frecuencia. Problablemente se tratara del destino de sus viajes mensuales. Alguien, y era de suponer que Houk, había arrastrado una y otra vez un kayac por la arena en pendiente hasta el extremo superior del banco y lo había dejado debajo de un chopo arrancado. De allí, una estrecha senda seguía un curso insólito a lo largo de unos quinientos metros a través de los arbustos, de las pequeñas dunas de arena movediza, hasta el fondo de Many Ruins. Se detenía en un pequeño callejón sin salida de canto rodado de gran tamaño.
Leaphorn estuvo una media hora en aquel sitio tan frecuentado, en parte porque no pudo encontrar ninguna señal de que Houk hubiera ido más allá. Ese lugar protegido parecía ser el término de los viajes de Houk a la luz de la luna. Una vez más, buscaba confirmación de lo que por entonces ya estaba seguro que era la verdad. Este lugar húmedo y protegido conservaba bien las huellas de pisadas, y las de Houk se hallaban por doquier. Muchas eran frescas, lo que constituía una prueba de la última visita antes de su asesinato. Leaphorn centró su atención en ellas, hasta terminar por fijarse en dos huellas. Ambas habían sido hechas por algo pesado y estaban parcialmente borradas. Una presión suave y sin aristas. Pero no un mocasín. Había algo raro en aquello. Por fin, tras mirar ambas huellas desde todos los ángulos posibles, Leaphorn se dio cuenta de la causa de aquellas extrañas líneas. Piel. Pero no eran huellas de animal. Cuando Leaphorn las comparó mentalmente, se dio cuenta de que tenían la forma de un zapato de hombre.
Sin ningún otro dato que recoger, Leaphorn comenzó a subir el cañón. Mientras caminaba reflexionó en que ya estaba casi seguro de cuáles habían sido los hechos. Brigham Houk probablemente no estaba ahogado. De alguna manera se las había arreglado para cruzar el río. Brigham Houk, el muchacho que había matado a la madre, al hermano y a la hermana, estaba en algún lugar, en el cañón. Hacía casi veinte años que estaba allí, apartado de la gente, como había anhelado vivir. Houk había encontrado al muchacho después de que el alboroto del asesinato hubiera pasado, y le había provisto secretamente todos esos años de lo que este cazador nato necesitaba para sobrevivir. Ninguna otra cosa podía explicar la nota de Houk. Leaphorn no podía imaginarse ninguna otra razón para que el hombre pusiera fin a un esfuerzo evidentemente inútil de hacerse un sitio donde esconderse y escribir una nota. Houk no quería que su hijo loco quedara allí abandonado. Quería que lo encontrara el mismo policía que una vez había dado muestras de ser consciente de la condición humana del muchacho. Quería que ese hombre se hiciera cargo del muchacho, y había aprovechado hasta la mínima oportunidad que le quedaba de vida para escribir su nota. La escritura era pequeña, recordó Leaphorn, y comenzaba en un extremo de la tarjeta. ¿Qué habría dicho Houk si el tiempo se lo hubiera permitido? ¿Se hubiera explicado acerca de Brigham? Nunca lo sabría.
A unos dos kilómetros más arriba del zigzagueante cañón, Leaphorn encontró el único signo de ocupación humana reciente. En el ancho estante, sobre el suelo del cañón, se hallaban los postes naturales de un antiguo baño de sudor. Las cenizas debajo de ellos sugerían que había sido utilizado durante años. Si el cañón había tenido pastos alguna vez, debía de haber sido hacía mucho tiempo. No halló huellas de caballos, ovejas ni cabras. Las únicas huellas que encontró eran de cariacú, y el lugar parecía estar lleno de conejos, puerscoespines y pequeños roedores. Observó tres huellas de animales de caza que conducían a un hoyo profundo de alimentación primaveral en el fondo del cañón. Cuatro kilómetros más arriba se detuvo en un paraje sombrío y comió un pequeño trozo del pan y unos cinco centímetros de la salchicha. Entonces, al noroeste, una pesada capa de nubes cubría el cielo. Hacía más frío y el viento del día anterior volvió con renovada energía. Atravesaba el cañón y creaba fuertes remolinos de aire que giraban aquí en un sentido y allá en otro. Producía esos extraños sonidos que el viento produce cuando sopla a través de las grietas en la roca. Levantaba torbellinos de hojas secas que se arremolinaban alrededor de las piernas de Leaphorn. Ahogaba cualquier otro sonido.
El viento dificultaba la marcha, y la irregular y errática naturaleza del fondo del cañón hacía que la estimación de la distancia fuese apenas algo más que una mera adivinación, incluso teniendo en cuenta la experiencia de Leaphorn al respecto. Doble adivinación, pensó. Tenía que adivinar cuánto de esa ascensión por enormes rocas redondeadas y rodeos alrededor de la maleza debía agregar a los nueve kilómetros que había calculado Etcitty. No sería tanto, de eso estaba seguro, y había estado buscando las marcas territoriales que Etcitty había mencionado a partir del quinto kilómetro. Justo enfrente, donde el fondo del cañón giraba bruscamente, vio una grieta en la pared, cerrada por piedras: un almacén anasazi. Debajo, a medias oscurecidos por una maleza alta, vio pictogrifos. Trepó la tierra suave hasta el suelo del banco y se abrió paso a través de la densa red de ortigas para ver de más cerca.
La forma dominante era una de aquellas figuras de hombros anchos y cabeza de alfiler que, según decían los antropólogos, representaban los shamanes anasazi. Semejaba, tal como Etcitty lo había descrito, «un gran arbitro de béisbol que sostenía un protector pectoral rosado». Leaphorn volvió a cruzar el fondo del cañón y trepó al estante del otro lado. Vio lo que había ido a buscar.
En sus comienzos en las Montañas Chuska, el Cañón de Many Ruins es hondo y estrecho, cortado en la formación de arenisca Chinle de aquella planicie. De allí asciende abrupto, casi vertical, unos trescientos metros sobre un fondo angosto y arenoso. Es mucho menos hondo cuando emerge en el Valle de Chinle, para convertirse, al serpentear hacia Utah a través de Greasewood Flats, en un mero aluvión de drenaje. Pero el corte vuelve a ahondarse a su paso por Nokaito Bench, hacia el San Juan. Aquí, la enloquecida mezcla geológica de la corteza terrestre había dado a Many Ruins una configuración distinta. Se trepaba a ella por una serie de escalones. Primero los peñascos bajos y a veces de tierra que cubrían el lecho angosto, luego un estante de arenisca quebrada de varios centenares de metros de ancho, después más peñascos, que se elevaban hasta otro estante, y aun más peñascos hasta el plano borde superior de la Meseta de Nokaito.
En primavera, cuando, a casi tres centenares de kilómetros, en las Montañas Chuska, se funde la nieve, Many Ruins tiene agua permanente. En la temporada de tormentas de finales del verano, su caudal varía entre un hilo de agua y caudalosas e impetuosas corrientes, arrojando enormes cantos rodados que se desploman como mármoles hasta el fondo. A finales de otoño, se seca. La vida que lo habitaba sólo encuentra agua en los hoyos de alimentación primaveral. Desde donde Leaphorn se hallaba, en el estante de arenisca sobre aquel hoyo, podía ver la segunda de las ruinas que Etcitty había descrito. Dos ruinas, en efecto.
En una cueva del segundo nivel de rocas, por encima de él, se veía parte de la pared de una de esas ruinas. Otra, reducida a apenas algo más que una giba cubierta de arbustos, había sido construida a lo largo de la base del farallón a no más de doscientos metros de la cueva.
Todo ese día había luchado con su sensación de excitación y apremio. Tenía un largo camino que recorrer y marchó a paso prudencial, pero ahora trotaba a través del banco de arena.
Se detuvo cuando la cueva quedó completamente a la vista. Lo mismo que aquellos yacimientos que los anasazi perforaban invariablemente como edificios para vivir, daba al sol bajo del invierno y tenía un voladizo suficiente como para asegurarse sombra en verano. Bajo el mismo crecía una densa vegetación de arbustos, lo que le daba a entender que se trataba también de un terreno de filtraciones. Caminó hacia él, más lentamente. No consideraba especialmente peligroso a Brigham Houk. Houk lo había calificado de esquizofrénico, impredecible, pero muy difícilmente constituiría una amenaza para un extraño. Sin embargo, en una ocasión, en un ataque de locura, había matado.
Miles de miles de años de agua corriendo por la cara interior de la cueva habían producido una depresión de unos dos metros en la arenisca, por debajo de la misma. Las manchas de agua indicaban que, en las estaciones más lluviosas, esa depresión era un depósito de unos 120 centímetros de profundidad. Ahora sólo quedaban unos cincuenta centímetros, aumentados aún por un hilito desde una grieta cubierta de musgo en el farallón, y ahora verde de algas. Era también el hogar de una gran cantidad de ranas-leopardo, que se alejaban a saltos de los pies de Leaphorn.
Sólo algunas de ellas saltaban.
Leaphorn se acuclilló y gruñó de curiosidad. Estudió los pequeños cuerpos de rana esparcidos, algunos ya realmente secos, algunos recién muertos, cada uno con una pata atada por una cuerda de yute a una pequeña estaca extraída de una rama. Se incorporó, tratando de entender aquello. Las estaquillas seguían una serie de círculos concéntricos imaginarios trazados alrededor del pozo, el más alejado de los cuales se hallara tal vez a unos 120 centímetros del agua. Era algún tipo de juego, supuso Leaphorn, quien trató de comprender qué clase de mentalidad podía divertirse con tal cosa. Fracasó. Brigham Houk era un demente, y probablemente peligroso.
Reflexionó. Era casi seguro que Brigham Houk sabía que él estaba allí.
Leaphorn se ahuecó las manos a ambos lados de boca y gritó:
—¡Eleanor! ¡Ellie! ¡Ellie!
Luego Escuchó.
Nada. Fuera de la cueva, el viento semejaba un lamento.
Probó nuevamente. Y otra vez. Nada.
Los anasazi habían construido su estructura en un estante de piedra por encima de la charca. Alguna vez habría allí una docena de habitaciones, calculó Leaphorn, parte de ellas en dos niveles. Bordeó la charca, trepó a las paredes semiderruidas, miró dentro de las habitaciones todavía intactas. Nada. Volvió a la charca, lleno de estupor. ¿Dónde habría que mirar ahora?
En el borde de la cueva, cavado en la arenisca, había un gastado conjunto de escalones que, sin duda, constituían una subida al estante superior de la cueva. Tal vez llevara a algún otro yacimiento. Salió de la alcoba y caminó a su alrededor, en torno a la roca, hasta la giba cubierta de maleza. Inmediatamente advirtió que había sido saqueada. A lo largo de la pared exterior habían cavado un foso. Había huesos esparcidos por doquier. La excavación era reciente, y muy probablemente no había llovido desde que se removiera la tierra. Leaphorn inspeccionó. ¿Era por esto por lo que Eleanor Friedman-Bernal se había ido tan silenciosamente del Chaco, por lo que había bajado por el río San Juan? ¿Para inspeccionar este yacimiento en busca de alfarería polícroma? Era lo que parecía. ¿Qué había pasado luego? ¿Qué había interrumpido su tarea? Examinó la tierra removida en busca de fragmentos de cacharros y recogió un puñado. Quizá fueran del tipo que a ella le interesaba. No podía estar seguro de ello. Miró al fondo del foso. De la tierra asomaba una vasija. Y otra. En el fondo había una docena de fragmentos, dos de ellos, grandes. ¿Por qué los habría dejado allí? Luego notó algo muy extraño. Entre los huesos que cubrían el foso, no vio cráneos. Pero fuera, en el suelo de tierra, había esparcidos más de una docena. Ninguno tenía maxilares. Natural, tal vez. La mandíbula sólo estaría unida por músculos o cartílagos, que, naturalmente, no podrían sobrevivir tras un enterramiento realizado ochocientos años atrás. Pero entonces, ¿dónde estaban las mandíbulas que faltaban? Vio cinco juntas al lado del foso, como si hubieran sido descartadas. Eso le recordó los maxilares tan claramente alineados del yacimiento donde habían muerto Etcitty y Nails.
Pero, ¿dónde estaba la mujer que había excavado el foso? Volvió a la charca e inspeccionó los escalones. Luego comenzó a subir, pensando, mientras lo hacía, que ya estaba demasiado viejo para eso. Cuando estuvo a unos quince metros de altura en la roca, se apercibió de dos hechos. Esos escalones anasazi eran utilizados en forma regular en el presente, y había sido un loco en tratar de trepar. Se aferró a la piedra, tanteando a ciegas el próximo sostén para las manos mientras se preguntaba cuántos quedarían todavía. Finalmente, la pediente se suavizó. Miró hacia arriba. Lo había conseguido. La cabeza tocaba casi el borde superior. Se levantó, el tórax sobre el filo.
Allí, de pie, observándolo, había un hombre. Llevaba una barba cortada transversalmente en línea recta, una chaqueta de nylon tan nueva que aún tenía marcados los pliegues, un par de vaqueros andrajosos y mocasines que parecían de piel de ciervo cosida.
—Señor Leaphorn —dijo el hombre—. Papá me dijo que vendría usted.
Capítulo 19
Tal como lo aseguraba el mensaje de Houk, la doctora Eleanor Friedman-Bernal estaba viva aún. Allí estaba, dormitando sobre una manta de lana gris y un cobertor de pieles de conejo. Parecía muy, muy enferma.
—¿Ella, puede hablar? —le preguntó a Brigham.
—Un poco. A veces.
A Leaphorn se le ocurrió que Brigham Houk podía estar hablando de sí mismo. Él mismo hablaba muy poco y, a veces, absolutamente nada. ¿Qué se podría esperar, pensó, tras veinte años de no hablar más que una vez cada luna llena?
—¿Son muy graves? Sus heridas, quiero decir.
—Tiene lastimada una rodilla —respondió—. Un brazo roto. Una mancha en el costado. Una mancha en la cadera.
Y, pensó Leaphorn, probablemente esté toda infectada. Por delgada que estuviera de cara, no tenía mal color.
—¿La encontró usted y la trajo aquí?
Brigham asintió con la cabeza. Lo mismo que su padre, era un hombre pequeño, de complexión robusta, con brazos y piernas cortos y torso fuerte.
—¿Sabe qué le ha sucedido?
—Vino el diablo y la lastimó —respondió Brigham con voz extraña, plana—. Él la golpeó. Ella se escapó. Él la persiguió. Ella cayó. Él la empujó. Ella cayó en el cañón. Se quebró por todas partes.
Brigham había hecho una cama para ella cavando un pozo en forma de ataúd en la arena, que había llevado a una habitación de la ruina protegida. Lo había cubierto con dos o tres capas de hojas. Así, abierto al aire como estaba, tenía el olor a orina y descomposición propio de la habitación de un enfermo.
—Cuénteme —dijo Leaphorn.
Brigham estaba de pie en lo que había sido la puerta de entrada a la pequeña habitación y que en ese momento era una estrecha abertura en un espacio sin techo. A su espalda, el cielo estaba oscuro. El viento, que había cesado durante la tarde, volvía a soplar. Soplaba continuamente desde el noroeste. El invierno, pensó Leaphorn. Mantuvo fija la mirada en los ojos de Brigham, del mismo color gris azulado que los de su padre. Y la misma intensidad. Leaphorn los miró, en busca de la insania. Y al buscarla, la encontró.
—Vino el diablo —dijo Brigham, que hablaba muy lentamente—. Desenterraba los huesos y se sentaba en el suelo mirándolos. Los miraba uno tras otro. Los medía con un instrumento que tenía. Buscaba las almas de la gente por las que nunca se había orado. Sacaba las almas de los cráneos y luego las expulsaba. O a algunas se las llevaba en su saco. Y luego, un día, la última vez que hubo luna llena —hizo una pausa y el rostro sombrío se le iluminó con una expresión de placer— , cuando hay luna llena es cuando viene papá y me habla, y me trae lo que necesito.
La sonrisa desapareció.
—Un poco después de eso —prosiguió— vino esta mujer —y señaló a Friedman-Bernal con la cabeza—. Yo no la vi venir y pensé que tal vez el ángel Moroni la había traído, porque no la vi venir y yo veo todo en este lugar. Moroni la dejó para que luchara con el diablo. Había venido a la vieja casa de roca allá abajo, donde guardo mis ranas. Yo no sabía que ella estaba allí. Yo tocaba mi flauta y le di miedo y ella se escapó. Pero al día siguiente, volvió a donde el diablo estuvo desenterrando los huesos. Les vi hablando.
El cambiante rostro de Brigham se tornó feroz. Sus ojos parecían brillar de cólera.
—La tiró al suelo de un golpe y se puso encima de ella, y luchó con ella. Él se levantó y estuvo buscando en su mochila, y ella saltó y corrió hasta el filo donde las rocas caen al lecho y entonces cayó al suelo. El diablo fue hacia ella y la empujó con el pie.
Brigham se detuvo. Las lágrimas le humedecían el rostro.
—¿Y la dejó allí, donde ella cayó?
Brigham asintió con la cabeza.
—Usted le salvó la vida —dijo Leaphorn—. Pero ahora me parece que se está muriendo. Tenemos que llevárnosla de aquí. A un hospital donde los médicos puedan atenderla.
Brigham lo miró fijamente.
—Papá dijo que podía confiar en usted —el acento de la sentencia era de reproche.
—Si no la sacamos de aquí, se muere —dijo Leaphorn.
—Papá la atenderá. La próxima vez que haya luna llena vendrá con las medicinas.
—Lleva demasiado tiempo así —dijo Leaphorn—. Mírela.
Brigham la miró.
—Está dormida —dijo, suavemente.
—Tiene fiebre. Tóquele la cara. Vea qué caliente está. Tiene infecciones. Necesita ayuda.
Brigham tocó la mejilla de Eleanor Friedman-Bernal con las yemas de los dedos. Las apartó, con mirada atemorizada. Leaphorn pensó en los cuerpos marchitos de las ranas y trató de compaginar esa imagen con aquella ternura. ¿Cómo se mide la locura?
—Tenemos que hacer algo para llevarla —dijo Leaphorn—. Si puede usted encontrar dos varas suficientemente largas, podemos atar la manta entre ellas y llevárnosla.
—No —dijo Brigham Houk—. Cuando trato de moverla, de limpiarla después de que se mea y se caga, chilla. Le duele mucho.
—No hay opción —dijo Leaphorn—. Tenemos que hacerlo.
—Es terrible —dijo Brigham—. Chilla, no puedo soportarla, así que tengo que dejarla sucia.
Miró a Leaphorn en busca de comprensión. Era evidente que, en la última visita, Houk le había cortado el pelo y arreglado la barba. El anciano no era barbero. Simplemente le había dejado el pelo de unos dos centímetros y medio de largo en todas partes y le había podado brutalmente la barba a más o menos un centímetro debajo de la barbilla.
—Era mejor dejarla sucia —dijo Leaphorn—. Ha hecho usted bien. Ahora, ¿puede traerme dos varas?
Brigham asintió con la cabeza.
—Un minuto. Yo tengo varas. Están muy cerca.
Desapareció sin hacer ningún ruido.
Leaphorn pensó que así debía haber sido cuando el hombre vivía como predador. Desarrollaba las habilidades animales y se moría de hambre con su prole cuando la habilidad le fallaba. ¿Cómo habría cazado Brigham? Probablemente con trampas y un arco para matar animales más grandes. Tal vez su padre le había traído un revólver, pero, en ese caso, alguien hubiera podido oír disparos. Leaphorn escuchó el sonido de la respiración superficial de Eleanor Friedman y, por encima, los sonidos del viento. Repentinamente oyó un ruido sordo. Primero, suave; luego, más alto. Se puso en pie de un salto. Un helicóptero. Pero antes de que pudiera salir a un lugar abierto, sólo quedaba el viento. Miró fijamente en la penumbra, frustrado. La había encontrado. Debía sacarla de allí viva. El riesgo consistía en transportar una carga tan frágil por un terreno tan irregular. Sería difícil. Quizá imposible. Un helicóptero la salvaría. ¿Por qué no había hecho Houk algo más para sacarla? No tuvo tiempo, conjeturó Leaphorn. El hijo le había hablado de esa mujer herida, pero tal vez no de lo cerca que se hallaba de la muerte. Houk habría deseado una manera de salvar a la mujer sin condenar a su hijo a vivir (o quizá a morir) en una prisión para criminales dementes. Hasta Houk necesitaba tiempo para resolver semejante quebradero de cabeza. Ya estaba demasiado achacoso como para llevarla por sí mismo. Y si lo hacía, ella hablaría del hombre que la había curado, y encontrarían a Brigham, que, para la ley, era un insano triplemente asesino. La única solución era la de encontrar otro escondite para Brigham. Pero eso llevaría tiempo, y el asesino no le había dejado tiempo en absoluto.
La mujer se movió y gimió. Él y Brigham tendrían que llevarla al fondo del cañón y, luego, nueve kilómetros hasta el río. Podrían atar ambos kayacs, poner la parihuela en uno de ellos y llevarla por el agua hasta Mexican Hat. Por lo menos cinco o seis horas, y después iría a buscarla una ambulancia. O bien, si el tiempo lo permitía, iría un helicóptero de Farmington. Y el tiempo no era demasiado malo, pues algo acababa de pasar volando por allí.
Salió bajo el cielo oscuro. Olió a ozono. La nieve estaba cerca. Luego vio a Randall Elliot caminando hacia él.
Elliot levantó la mano.
—Le he visto a usted desde arriba —dijo, señalando más allá de Leaphorn, al borde de la meseta—. Bajé para ver si necesitaba ayuda.
—Por supuesto —replicó Leaphorn—. Muchísima ayuda.
Elliot se detuvo a unos pasos de distancia.
—¿La ha encontrado?
Leaphorn asintió con un gesto de la cabeza que señalaba la ruina, recordando que Elliot era piloto de helicóptero.
—¿Cómo está?
—Nada bien —dijo Leaphorn.
—Pero, ¿está viva, por lo menos?
—En coma —dijo Leaphorn—. No habla. —Quería que Elliot lo supiera en seguida—. Dudo que viva.
—¡Dios mío! —exclamó Elliot—. ¿Qué le ha sucedido?
—Creo que cayó —respondió Leaphorn—. Desde muy alto. Es lo que parece.
Elliot frunció el entrecejo.
—¿Está allí? —preguntó—. ¿Cómo llegó hasta aquí?
—Aquí vive un hombre. Un ermitaño. Él la encontró y está tratando de mantenerla viva.
—¡Quién lo hubiera dicho! ¿Aquí? —dijo Elliot y caminó, pasando junto a Leaphorn.
Leaphorn lo siguió. Se detuvieron. Elliot miró fijamente a Friedman-Bernal, y Leaphorn observó a Elliot. Leaphorn quería manejar correctamente aquel asunto. Elliot era el único que podía pilotar un helicóptero.
—¿La encontró un ermitaño? —preguntó suavemente, como si dirigiera la pregunta a sí mismo, y sacudió la cabeza—. ¿Dónde está él?
—Fue a buscar un par de varas. Improvisaremos una parihuela. Para llevarla hasta el río San Juan. Allí está su kayac, y el mío. Pretendemos llevarla por el río hasta Mexican Hat y buscar ayuda.
Elliot la miraba nuevamente, estudiándola.
—Yo tengo un helicóptero en la meseta. Podemos llevarla en él. Mucho más rápido.
—¡Formidable! —dijo Leaphorn—. ¡Es una suerte que nos haya encontrado!
—Realmente, fue una estupidez —dijo Elliot—. Debía haberme acordado de este sitio. Una vez me contó que había encontrado en los fragmentos hallados en este lugar el modelo polícromo que estaba buscando, cuando colaboraba en la confección del inventario de estos yacimientos. Yo sabía que ella tenía el propósito de volver aquí.
Se apartó de la mujer, y sostuvo la mirada de Leaphorn.
—En realidad, dijo ciertas cosas que me hicieron pensar que ya había estado aquí antes. No lo dijo exactamente, pero me parece que ha realizado alguna excavación ilegal en este yacimiento. Que ha excavado cantidad de tumbas.
—Y la pescaron desprevenida —agregó Elliot, mirándola.
Leaphorn asintió con la cabeza. ¿Dónde estaba Brigham? Había dicho que sólo tardaría un minuto. Leaphorn salió de la ruina y miró a lo largo de la empinada falda, bajo el farallón. Dos varas estaban apoyadas contra la pared a no más de tres metros. Brigham había regresado, había visto al diablo y se había marchado. Aparentemente, las varas eran de abeto, y estaban bien secas. Leaphorn supuso que se trataba de madera que la corriente había arrastrado hasta Many Ruins desde las montañas en uno de sus torrentes. Sobre el suelo, junto a ellos, había un dogal de cuero sin curtir. Volvió precipitadamente con todo eso a la habitación.
—Un hombre muy voluble —dijo Leaphorn—. Dejó las varas y volvió a desaparecer.
—¡Oh! —dijo Elliot, con aspecto escéptico.
Doblaron la manta, le practicaron agujeros para sujetarla y la ataron firmemente a las varas.
—Con mucho cuidado —dijo Leaphorn—. Es posible que tenga rota la rodilla. También un brazo roto y toda clase de heridas internas.
—Estoy acostumbrado a recoger heridos —dijo Elliot, sin levantar la vista—. En esto soy bueno.
Y Elliot parecía cuidadoso. Aun así, Eleanor Friedman-Bernal pronunció un ahogado gemido. Luego cayó otra vez en la inconsciencia.
—Me parece que está desmayada —dijo Elliot—. ¿Piensa de veras que se está muriendo?
—Sí —respondió Leaphorn, y levantó el extremo de las varas junto a la cabeza de la mujer—. Usted conoce el camino de regreso a su helicóptero, de modo que será quien guíe.
Bajaron cuidadosamente a Eleanor Friedman-Bernal por la falda y luego hacia una larga pendiente de roca que caía desde el borde. Más allá de la pendiente, probablemente a causa de ella, había un profundo corte producido por la erosión, que llevaba el agua desde la parte superior.
Elliot giró hacia el corte.
—Un minuto —dijo Leaphorn—. Pongámosla en esta losa.
Ahora estaba completamente seguro de lo que Elliot había planeado. En algún sitio, entre el lugar donde se encontraban y el helicóptero, fuera cual fuese ese sitio, a Eleanor Friedman-Bernal tenía que sucederle algo fatal. Si Elliot era listo, esperaría a que treparan los treinta metros, más o menos, del corte. Entonces empujaría la parihuela hacia atrás, haciendo caer a Friedman-Bernal y a Leaphorn por aquella confusión de piedras. Luego él volvería a bajar y haría el resto, si es que todavía hacía falta, para acabar con ellos. Una explosión de la cabeza contra la roca era un buen método de conseguirlo sin dar absolutamente nada a sospechar al médico forense. Imaginarse tal cosa había sido bastante fácil. Muy distinto era saber qué hacer al respecto. No se le ocurrió nada. Matar de un tiro a Elliot era matar al piloto del helicóptero. Apuntarle con un revólver para obligarle a que los llevara en el aparato, no era práctico. Elliot sabía que Leaphorn no le dispararía una vez que se hallaran a bordo. Él podría hacer que el helicóptero realizara unas cabriolas que Leaphorn no pudiera dominar. Y probablemente tenía la pequeña pistola. E incluso, una vez que comenzaran esta escarpada subida, Elliot no tenía más que dejar caer el extremo de la parihuela y Leaphorn se encontraría completamente perdido.
—¿Ésta es la única subida? —preguntó Leaphorn.
—No veo ninguna otra —contestó Elliot—. No es tan mala como parece. Podemos subir despacio.
—Yo aguardaré aquí con la dama —dijo Leaphorn—. Usted traiga el helicópero hasta aquí, aterrice en algún sitio para que no tengamos que hacer esta subida.
Leaphorn pensó que, si Elliot quisiera, podría aterrizar en aquel estante. Para eso había que ser buen piloto, pero alguien que había estado haciendo evacuaciones en Vietnam tenía que ser muy bueno.
Elliot pareció reflexionar.
—Es una idea —dijo.
Buscó en su chaqueta, extrajo una pequeña pistola automática azul y apuntó a la garganta de Leaphorn.
—Desabróchese el cinturón —dijo.
Leaphorn se lo quitó. La pistolera cayó al suelo.
—Ahora alcánceme la pistola de un puntapié.
Leaphorn lo hizo.
—Lo pone usted difícil.
—No lo bastante difícil.
Elliot soltó una carcajada.
—Preferiría usted no dejar ningún agujero de bala en mi cuerpo —dijo Leaphorn—, ni en el de ella.
—Así es —dijo Elliot—. Pero ahora ya no tengo opción. Parece que se lo imaginaba.
—Lo que yo me imaginé es que nos llevaría por las rocas lo suficientemente arriba como para tener una excusa y luego despeñarnos.
Elliot asintió con la cabeza.
—No veo claro el motivo qué tendría para todo esto. Para matar a tanta gente.
—Maxie se lo dijo aquel día —replicó Elliot, en quien el buen humor se había disipado por completo y había dado paso a una cólera amarga—. ¿Qué diablos puede hacer un hombre rico para impresionar a alguien?
—Para impresionar a Maxie —dijo Leaphorn—. Una muchacha verdaderamente hermosa.
Y entonces pensó que tal vez él también fuera como Elliot. No quisiera que todo se echara a perder ahora, se dijo, a causa de Emma. Emma daba poco valor a encontrar gente para castigarla. Pero esto seguramente la habría impresionado. Amas a una mujer, quieres impresionarla. El instinto masculino. El héroe encuentra a la mujer perdida y además, viva. No quería que todo se echara a perder ahora. Pero ya no había nada que hacer. Dentro de un rato, muy corto por cierto, en el momento y el lugar más oportuno, Randall Elliot mataría a Eleanor Friedman-Bernal y a Joe Leaphorn. No se le ocurría nada para impedirlo. Salvo, tal vez, Brigham Houk.
Brigham tenía que estar en algún sitio, por allí cerca. Sólo le había tomado unos minutos coger las varas y regresar. Había visto su diablo, lo había reconocido y había huido. Brigham Houk era un cazador. Brigham Houk también era un demente, y tenía miedo al diablo. ¿Qué haría? Leaphorn creyó saberlo.
—La dejaremos aquí por ahora y subiremos allá —dijo Elliot, señalando con la pistola hacia el filo del estante.
Era exactamente la dirección en que Leaphorn quería ir. Era el único camino que conducía a un refugio adecuado. Debía ser el camino que había cogido Brigham.
—Parecerá gracioso que se caiga demasiada gente —dijo Leaphorn—. Y dos personas, son demasiadas.
—Ya lo sé —dijo Elliot—. ¿Tiene alguna idea mejor?
—Tal vez —comentó Leaphorn—. Cuénteme la razón de todo esto.
—Me parece que ya la ha adivinado —dijo Elliot.
—Yo supongo que es Maxie —explicó Leaphorn—. Usted la quiere. Pero ella es una mujer que se hecho a sí misma, con conciencia de clase, con un montón de malos recuerdos de humillaciones infligidas por la clase alta. Pero, sobre todo, es una mujer ruda, algo cruel. Ella está resentida con usted, y con toda la gente como usted, porque todo les está dado. De modo que pienso que usted quiere hacer algo que no tenga nada que ver con su origen aristocrático, con su pertenencia por nacimiento a una clase muy, muy alta. Algo que ni Maxie, ni ninguna otra persona pudieran ignorar. Por lo que usted me ha contado en el Chaco, tiene algo que ver con el seguimiento de lo que sucedió con estos anasazi a través del estudio de las taras genéticas.
—¿Que me dice usted? —exclamó, sorprendido, Elliot—. No es tan tonto como trata de parecer.
—Ha encontrado en estos huesos la tara que perseguía usted, aquí y allí, en Checkerboard, también, supongo. Usted cavaba aquí ilegalmente, nuestra amiga vino y lo cogió in fraganti.
Elliot levantó la mano desocupada.
—De modo que traté de matarla y acabar con todo aquello.
—Hay algo que me intriga —dijo Leaphorn—. ¿Fue usted quien presentó una denuncia contra Eleanor por saqueo de alfarería?
—Naturalmente —contestó Elliot—. ¿No se imagina por qué?
—Realmente, no —contestó Leaphorn.
¿Dónde diablos estaba Brigham Houk? Tal vez se había marchado. Pero Leaphorn no lo creía así. Su padre no habría huido. Pero su padre no era esquizofrénico.
—No puedes obtener permiso para excavar —dijo Elliot—. Ni en toda tu vida. Esos imbéciles burócratas lo siguen reservando para el futuro. Ahora bien, si un yacimiento es saqueado, eso lo coloca en otra categoría. Entonces, una vez que todo ha sido puesto patas arriba, no es tan difícil. Luego iba a sugerir en qué lugares se podían hallar las excavaciones en las que Eleanor había estado robando. Habrían encontrado allí su cuerpo, de modo que habrían tenido ya su Ladrón del Tiempo. No hubieran necesitado buscar otro ni hubieran sospechado de mí. Y entonces habría obtenido mi permiso de excavación —y rió—. Un camino indirecto, pero lo he visto funcionar otras veces.
—Usted conseguía sus huesos por todos los medios —dijo Leaphorn—. Comprando algunos, desenterrando usted mismo otros.
—Se equivoca, amigo —dijo Elliot—. Aquellos son huesos no oficiales. No «en yacimiento». Fui encontrándolos extraoficialmente, de modo que, una vez obtenido el permiso, ya sabría donde buscarlos oficialmente. ¿Comprende?
Elliot le miró, con una mueca irónica. Gozaba con la situación.
—Cuando tenga mi permiso para excavar —prosiguió—, vuelvo y los huesos que encuentro se registran in situ. Se sacan fotografías. Se los documenta. Los mismos huesos —terminó, con una nueva sonrisa—, quizá, pero esta vez son oficiales.
—¿Qué pasó con Etcitty? —preguntó Leaphorn—. ¿Y con Nails?
Por encima de los hombros de Elliot, Leaphorn había visto a Brigham Houk. Vio a Houk porque éste quería que Leaphorn lo viera. Se hallaba detrás de una losa caída de arenisca, oculto por la maleza. Tenía en la mano algo que podía haber sido un palo curvo y pidió a Leaphorn que se le acercara.
—Fue un error —dijo Elliot.
—¿Matarlos?
Elliot rió.
—Eso fue corregir el error. Nails era demasiado descuidado. Y demasiado codicioso. Cuando esos imbéciles bastardos robaron la excavadora, no hubo ya duda de que los cogerían —y miró a Leaphorn—. Y es seguro que Nails les contaba a ustedes todo lo que sabía.
—Y eso hubiera sido perjudicial para su reputación —dijo Leaphorn.
—Desastroso —dijo Elliot, agitando la pistola—. Pero démonos prisa. Deseo salir de aquí.
—Si está usted trabajando en lo que me imagino —dijo Leaphorn— , hay algo que me gustaría enseñarle. Algo que ha encontrado Friedman-Bernal. A usted le interesan las deformidades del maxilar inferior. Algo así, ¿no?
—Bueno, más o menos —dijo Elliot—. ¿Comprende usted cómo funcionan los cromosomas humanos? El feto hereda veintitrés de su madre y veintitrés de su padre. Las características genéticas se transmiten en los genes. Una vez cada tanto tiene lugar una poliploidia en los puntos de entrecruzamiento genético. Algunas implican múltiples cromosomas, y se tiene un cambio genético. Heredable. Pero hace falta más de uno para dejar una huella con algún significado real. En el Chaco, en algunos de los primeros enterramientos del Chaco, he encontrado tres que habían pasado de generación en generación. Un molar supernumerario del lado izquierdo de la mandíbula. Y eso se dio junto con un espesamiento del hueso frontal sobre la fosa ocular izquierda, más... —se detuvo—. ¿Lo entiende?
—La genética no era mi asignatura favorita. Demasiadas matemáticas —respondió Leaphorn.
¿Qué diablos hacía Brigham Houk allí? ¿Estaba todavía detrás de la losa de enfrente?
—Exactamente —dijo Elliot, complacido—. Un uno por ciento es excavar, y un noventa y nueve por ciento trabajar con modelos estadísticos en el ordenador. En cualquier caso, lo tercero, que comprueba casi matemáticamente la transmisión de genes, es ese agujero en la mandíbula, a través del cual pasan la sangre y el tejido nervioso. En el Chaco, desde aproximadamente el año 650 d.C. hasta que se marchó, esta familia tuvo dos agujeros en el lado izquierdo de la mandíbula y el habitual en el lado derecho. Además de aquellas otras características. Y ahora estoy encontrando lo mismo entre estos desterrados. ¿Se da cuenta de por qué es tan importante?
—Y fascinante —comentó Leaphorn—. La doctora Friedman debía de saber qué buscaba usted. Ha guardado una cantidad de maxilares. Se los mostraré.
Leaphorn se hallaba casi en el borde de la losa de arenisca.
—Dudo de que haya encontrado algo que a mí se me haya pasado por alto —dijo Elliot, quien siguió a Leaphorn, siempre manteniendo el nivel de la pistola—. Pero, sea como sea, éste era nuestro camino.
En ese momento pasaban ante la arenisca. Leaphorn se sintió tenso. Si allí no sucedía nada, tendría que probar alguna otra cosa. No funcionaría, pero no se quedaría quieto para dejarse disparar.
—Por aquí —dijo Leaphorn.
—Me parece que está usted...
La oración terminó con un gruñido, una gran exhalación de aire. Leaphorn se volvió. Elliot estaba ligeramente inclinado hacia adelante, la pistola colgando a un costado. Aproximadamente quince centímetros de una flecha y el extremo de pluma salían de su chaqueta.
Cuando Leaphorn extendía el brazo hacia él, oyó el silbido y el golpe sordo de una segunda flecha. Ésta atravesó a Elliot en el cuello. La pistola golpeó sobre la piedra. Elliot se desplomó.
Leaphorn recuperó la pistola. Se puso en cuclillas junto al hombre y lo giró boca arriba. Tenía los ojos abiertos, pero parecía como atacado de parálisis. De la comisura de los labios le manaba sangre.
En ese momento había nieve en el viento. Pequeños copos secos que se deslizaban por la superficie como polvo blanco. Leaphorn probó la flecha. Era del tipo de las que los cazadores compran en las tiendas de deporte y estaba sólidamente clavada en el cuello de Elliot. Extraerla sólo empeoraría las cosas. Si es que podían empeorar. Elliot se moría. Leaphorn se incorporó en busca de Brigham Houk. Houk estaba de pie junto a la losa, con un grande y horrible arco de metal, madera y plástico en la mano mirando hacia arriba. Leaphorn oyó el ruido de un helicóptero. Brigham Houk lo había oído antes. Estaba de pie, muy cerca del escondrijo, listo para desaparecer.
El helicóptero surgió sobre el borde de la meseta, casi sobre sus cabezas. Leaphorn saludó con la mano y vio un saludo similar como respuesta. El aparato describió un círculo y volvió a desaparecer sobre la meseta.
Leaphorn controló el pulso de Elliot. No parecía tenerlo ya. Buscó a Brigham Houk, quien había desaparecido por completo. Pasó por encima de la parihuela donde yacía la doctora Eleanor Friedman-Bernal. Ésta abrió los ojos, lo miró, inconsciente, y volvió a cerrarlos. Le colocó la capa de piel de conejo a su alrededor, con cuidado de no ejercer presión. La nevada era más intensa, aunque todavía golpeaba cual polvo. Volvió a Elliot. Ya no había pulso. Le abrió la chaqueta y la camisa y le auscultó el corazón. Nada. El hombre ya no respiraba. Randall Elliot, graduado de Exeter, Princeton, Harvard, ganador de la Cruz de la Armada, muerto de un flechazo. Leaphorn lo cogió por las axilas y lo llevó hasta el escondrijo de la losa donde Brigham Houk se había ocultado. Elliot era pesado y Leaphorn estaba exhausto. Tirando con fuerza y girando al mismo tiempo, extrajo las flechas. Limpió de sangre la chaqueta de Elliot lo mejor que pudo. Luego cogió una piedra, golpeó con ella las flechas hasta hacerlas pedazos, y guardó los fragmentos en el bolsillo. Una vez hecho esto, recogió maleza seca, la rompió y se esforzó inútilmente por cubrir el cadáver. Pero no importaba. De cualquier manera, los coyotes no encontrarían a Randall Elliot.
Luego oyó el ruido de alguien que bajaba gateando por el corte. Resultó ser el agente Chee, desgreñado y con aspecto desolado. A Leaphorn le costó un cierto esfuerzo no mostrarse impresionado. Señaló la parihuela.
—Necesitamos llevar a la doctora Friedman al hospital a toda prisa —dijo—. ¿Puede traer ese aparato hasta aquí abajo para cargarla?
—Por supuesto —respondió Chee, y se volvió a la carrera hacia el corte.
—Un segundo —dijo Leaphorn.
Chee se detuvo.
—¿Qué es lo que ha visto?
Chee levantó las cejas.
—Lo he visto a usted junto a un hombre desplomado en el suelo. Supongo que era Elliot. Y he visto la parihuela. Y creo haber visto a otro hombre. Alguien que saltaba para ocultarse aquí atrás, justo cuando estábamos sobre la meseta.
—¿Por qué piensa que era Elliot?
Chee miró sorprendido.
—El helicóptero que él ha alquilado está aparcado allá. Me imaginé que cuando oyó decir que ella estaba viva se apresuró a venir a matarla antes de que usted llegara.
Leaphorn estaba nuevamente impresionado. Esta vez, su esfuerzo por ocultarlo fue menor.
—¿Sabe cómo se enteró de que ella estaba viva?
Chee torció el gesto.
—Yo mismo se lo dije, más o menos.
—¿Y luego estableció la relación?
—Luego me enteré de que había solicitado autorización para excavar en este yacimiento, y en el yacimiento donde mató a Etcitty. En ambos casos la solicitud le fue denegada. Yo fui a hablar con él y encontré, ¿recuerda usted la caja de bolsas de plástico en el yacimiento de Checkerboard?, ¿recuerda que faltaba una? Pues bien, estaba escondida en la cocina de Elliot. Contenía maxilares.
Leaphorn no preguntó cómo había llegado Chee a la cocina de Elliot.
—Vaya, pues, y traiga el helicóptero. Y no diga nada.
Chee lo miró.
—Quiero decir que no diga absolutamente nada. Ya se lo contaré todo cuando tengamos una oportunidad.
Chee corrió hacia el corte.
—Gracias —dijo Leaphorn, pero no estaba seguro de que Chee le hubiera oído.
En el momento en que, ya cargada la parihuela en el helicóptero, éste remontaba vuelo desde el estante, la nevada era muy intensa. Leaphorn estaba recostado contra el costado. Miró hacia abajo, al paisaje de piedra cortado en bloques verticales por el tiempo y ahora cubierto por la nieve. Apartó rápidamente la vista. Sólo podía volar en los grandes jets. En su oído interno, algo volvía menos estables todas las cosas, salvo su náusea. Cerró los ojos, tragó. Era la primera nevada. Cuando despejara, volverían para recuperar el helicóptero y buscar a Elliot. Pero no buscarían mucho, pues sería a todas luces inútil. La nieve lo habría cubierto todo. Después del deshielo, volverán. Entonces encontrarán los huesos, esparcidos como los esqueletos anasazi que ha saqueado. Para entonces no habrá ya ninguna señal de las heridas producidas por las flechas. Causa de la muerte, desconocida, escribirá el coronel. La víctima, comida por los predadores.
Miró hacia atrás. Chee estaba recostado en el compartimento junto a la parihuela, con la mano apoyada en el brazo de la doctora Eleanor Friedman-Bernal. Ella parecía despertar. Le preguntaré qué ceremonia curativa recomendaría, pensó Leaphorn, y entonces supo que la fatiga lo estaba atontando. En cambio, no dijo nada. Pensó en las circunstancias, en cuan orgullosa de él se habría sentido Emma esa noche si hubiese podido estar en su casa para oír la historia de esta mujer, llevada con vida al hospital. Pensó en Brigham Houk. Alrededor de veinticuatro días más tarde, volvería a haber luna llena. Brigham esperará en la boca del Cañón de Many Ruins, pero Papá no acudirá.
Iré yo, pensó Leaphorn. Alguien tiene que hablarle. Y esto quería decir que tendría que postergar su proyecto de dejar la reserva, probablemente una larga postergación. Resolver el problema de qué hacer con Brigham Houk le tomaría más de un viaje río abajo. Y si tenía que esperar, podría retirar aquella carta. Como había dicho el capitán Nez, siempre podía volver a escribirla.
Jim Chee se percató de que Leaphorn lo observaba.
—¿Se siente bien? —preguntó Chee.
—Estoy mejor —respondió Leaphorn.
Entonces tuvo otra idea. Lo pensó. ¿Por qué no?
—He oído decir que es usted curandero. He oído decir que es cantor de Bendiciones. ¿Es cierto?
Chee lo miró, ligeramente hosco.
—Sí, señor.
—Me gustaría pedirle que cantara unas para mí —dijo Leaphorn.
* * *
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
TONY HILLERMAN
Tony Hillerman nació en Sacred Heart, Oklahoma, el 27 de Mayo de 1925. Aunque de ascendencia alemana e inglesa, es hijo de granjeros y se crió entre indios de origen seminola. Estudió primaria (1930-38) en la St. Mary's Academy, y secundaria en la Konawa High School, graduándose en 1942. Tras una breve estancia en la universidad, vuelve a la granja familiar al morir su padre. En 1943 se alista en el ejército, combatiendo en la 2ª Guerra Mundial. Fue condecorado con la Estrella de Plata, la Estrella de Bronce con Racimo de Hojas de Roble y el Corazón Púrpura después de ser herido en 1945. Regresa a la universidad de Oklahoma, diplomándose en 1948, y se casa con Marie Unzner, con la que tiene seis hijos. Entre 1948 y 1962 trabaja en agencias de prensa y periódicos locales, con distintas funciones: reportero, redactor, editor… En 1963 vuelve a la Universidad de Nuevo México, logrando en 1966 su máster. Se dedica a la docencia en esta universidad hasta 1987. Vivió con su familia en Alburquerque (Nuevo México) hasta su muerte, el 27 de Octubre de 2008.
Ha escrito en total 18 novelas de misterio, 4 novelas de ficción y 11 de no ficción. Cuatro de ellas han sido llevadas al cine y ha recibido numerosos premios: el Edgar Allan Poe, el premio Anthony (a la mejor novela policíaca del año) el Grand Prix de la Littérature Policiere de Francia, el Espuela de Plata (a la mejor novela del Oeste) y el premio al Amigo Especial de la Tribu Navajo. Ha sido presidente de la Asociación de Escritores de Misterio de EEUU.
La obra de Tony Hillerman abandona el ambiente eminentemente urbano de la novela policial y nos hace recorrer los desiertos de Nuevo México y Arizona con sus personajes, el teniente Joe Leaphorn y el agente Jim Chee, de la Policía Tribal Navajo. Nos encontramos un buen planteamiento del misterio policíaco, investigamos junto a los personajes y descubrimos un análisis antropológico de la cultura y la religión del mundo navajo.
LADRÓN DE TIEMPO
La llegada de una arqueóloga a una reserva de los navajos y el descubrimiento de que las ruinas han sido saqueadas darán pie a la investigación de varios crímenes misteriosos en los que parecen haber intervenido fuerzas ocultas.
Ladrón de tiempo cautiva al lector desde sus primeras páginas por su fascinante ambientación y su trama perfectamente elaborada.
SERIE JOE LEAPHORN & JIM CHEE
1. Skinwalkers (1986) / Los espiritus del aire
2. A Thief Of Time (1988) / Ladron de tiempo
3. Talking God (1989) / La conspiración de las máscaras
4. Coyote Waits (1990) / Un coyote acecha
5. Sacred Clowns (1993) / Sin traducir
6. The Fallen Man (1997) / Sin traducir
7. The First Eagle (1998) / La primera aguila
8. Hunting Badger (1999) / La caza
* * *
© 1988, Tony Hillerman
Título de la obra original: A Thief of Time
Traducción de Marco-Aurelio Galmarini
Editor original: Harper & Row, Junio/1988
© Ediciones Versal, S. A.
Primera edición: abril de 1989
Diseño de la cubierta: Richard Riambau
ISBN: 84-86717-72-8
Depósito legal: B. 7.597-1989
Impreso en España - Printed in Spain