• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Ninguno


    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • CAMBIAR TIEMPO DE LECTURA

  • Tiempo actual:
    m

    Ingresar Minutos

  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Historial de Nvgc
  • ▪ Borrar Historial Nvgc
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo 1
    Fondo 2

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Imágenes para efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    ACTUAL

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    SECCIÓN

    ▪ Reloj y Fecha
    Saira Stencil One


    ▪ Reloj


    ▪ Fecha


    ▪ Hora


    ▪ Minutos


    ▪ Segundos


    ▪ Dos Puntos 1


    ▪ Dos Puntos 2

    ▪ Restaurar

    ▪ Original

    NORMAL

    ▪ ADLaM Display: H33-V66

    ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

    ▪ Audiowide: H23-V50

    ▪ Chewy: H35-V67

    ▪ Croissant One: H35-V67

    ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

    ▪ Germania One: H43-V67

    ▪ Kavoon: H33-V67

    ▪ Limelight: H31-V67

    ▪ Marhey: H31-V67

    ▪ Orbitron: H25-V55

    ▪ Revalia: H23-V54

    ▪ Ribeye: H33-V67

    ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

    ▪ Source Code Pro: H31-V67

    ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

    CON RELLENO

    ▪ Cabin Sketch: H31-V67

    ▪ Fredericka the Great: H37-V67

    ▪ Rubik Dirt: H29-V66

    ▪ Rubik Distressed: H29-V66

    ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

    ▪ Rubik Maps: H29-V66

    ▪ Rubik Maze: H29-V66

    ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

    DE PUNTOS

    ▪ Codystar: H37-V68

    ▪ Handjet: H51-V67

    ▪ Raleway Dots: H35-V67

    DIFERENTE

    ▪ Barrio: H41-V67

    ▪ Caesar Dressing: H39-V66

    ▪ Diplomata SC: H19-V44

    ▪ Emilys Candy: H35-V67

    ▪ Faster One: H27-V58

    ▪ Henny Penny: H29-V64

    ▪ Jolly Lodger: H55-V67

    ▪ Kablammo: H33-V66

    ▪ Monofett: H33-V66

    ▪ Monoton: H25-V55

    ▪ Mystery Quest: H37-V67

    ▪ Nabla: H39-V64

    ▪ Reggae One: H29-V64

    ▪ Rye: H29-V65

    ▪ Silkscreen: H27-V62

    ▪ Sixtyfour: H19-V46

    ▪ Smokum: H53-V67

    ▪ UnifrakturCook: H41-V67

    ▪ Vast Shadow: H25-V56

    ▪ Wallpoet: H25-V54

    ▪ Workbench: H37-V65

    GRUESA

    ▪ Bagel Fat One: H32-V66

    ▪ Bungee Inline: H27-V64

    ▪ Chango: H23-V52

    ▪ Coiny: H31-V67

    ▪ Luckiest Guy : H33-V67

    ▪ Modak: H35-V67

    ▪ Oi: H21-V46

    ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

    ▪ Ultra: H27-V60

    HALLOWEEN

    ▪ Butcherman: H37-V67

    ▪ Creepster: H47-V67

    ▪ Eater: H35-V67

    ▪ Freckle Face: H39-V67

    ▪ Frijole: H27-V63

    ▪ Irish Grover: H37-V67

    ▪ Nosifer: H23-V50

    ▪ Piedra: H39-V67

    ▪ Rubik Beastly: H29-V62

    ▪ Rubik Glitch: H29-V65

    ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

    ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

    LÍNEA FINA

    ▪ Almendra Display: H42-V67

    ▪ Cute Font: H49-V75

    ▪ Cutive Mono: H31-V67

    ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

    ▪ Life Savers: H37-V64

    ▪ Megrim: H37-V67

    ▪ Snowburst One: H33-V63

    MANUSCRITA

    ▪ Beau Rivage: H27-V55

    ▪ Butterfly Kids: H59-V71

    ▪ Explora: H47-V72

    ▪ Love Light: H35-V61

    ▪ Mea Culpa: H42-V67

    ▪ Neonderthaw: H37-V66

    ▪ Sonsie one: H21-V50

    ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

    ▪ Waterfall: H43-V67

    SIN RELLENO

    ▪ Akronim: H51-V68

    ▪ Bungee Shade: H25-V56

    ▪ Londrina Outline: H41-V67

    ▪ Moirai One: H34-V64

    ▪ Rampart One: H31-V63

    ▪ Rubik Burned: H29-V64

    ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

    ▪ Rubik Iso: H29-V64

    ▪ Rubik Puddles: H29-V62

    ▪ Tourney: H37-V66

    ▪ Train One: H29-V64

    ▪ Ewert: H27-V62

    ▪ Londrina Shadow: H41-V67

    ▪ Londrina Sketch: H41-V67

    ▪ Miltonian: H31-V67

    ▪ Rubik Scribble: H29-V65

    ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

    ▪ Tilt Prism: H33-V67
  • OPCIONES

  • Otras Opciones
    Relojes

    1
    2
    3
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    11
    12
    13
    14
    15
    16
    17
    18
    19
    20
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    FECHA
    Fecha - Formato
    Horizontal-Vertical
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    RELOJ
    Reloj - Bordes Curvatura
    RELOJ - BORDES CURVATURA

    Reloj - Sombra
    RELOJ - SOMBRA

    Actual (
    1
    )


    Borde-Sombra

      B1 (s)  
      B2  
      B3  
      B4  
      B5  
    Sombra Iquierda Superior

      SIS1  
      SIS2  
      SIS3  
    Sombra Derecha Superior

      SDS1  
      SDS2  
      SDS3  
    Sombra Iquierda Inferior

      SII1  
      SII2  
      SII3  
    Sombra Derecha Inferior

      SDI1  
      SDI2  
      SDI3  
    Sombra Superior

      SS1  
      SS2  
      SS3  
    Sombra Inferior

      SI1  
      SI2  
      SI3  
    Reloj - Negrilla
    RELOJ - NEGRILLA

    Reloj-Fecha - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj-Fecha - Rotar
    Reloj - Vertical
    RELOJ - VERTICAL

    SEGUNDOS
    Segundos - Dos Puntos
    SEGUNDOS - DOS PUNTOS

    Segundos

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Ocultar

    ▪ Ocultar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Quitar

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Segundos - Posición
    TAMAÑO
    Tamaño - Reloj
    TAMAÑO - RELOJ

    Tamaño - Fecha
    TAMAÑO - FECHA

    Tamaño - Hora
    TAMAÑO - HORA

    Tamaño - Minutos
    TAMAÑO - MINUTOS

    Tamaño - Segundos
    TAMAÑO - SEGUNDOS

    ANIMACIÓN
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    TIEMPO ENTRE EFECTOS

    SECCIÓN

    Animación
    (
    seg)


    Avatar 1-2-3-4-5-6-7
    (Cambio automático)
    (
    seg)


    Color Borde
    (
    seg)


    Color Fondo 1
    (
    seg)


    Color Fondo 2
    (
    seg)


    Color Fondo cada uno
    (
    seg)


    Color Reloj
    (
    seg)


    Estilos Predefinidos
    (
    seg)


    Imágenes para efectos
    (
    seg)


    Movimiento Avatar 1
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 2
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 3
    (
    seg)

    Movimiento Fecha
    (
    seg)


    Movimiento Reloj
    (
    seg)


    Movimiento Segundos
    (
    seg)


    Ocultar R-F
    (
    seg)


    Ocultar R-2
    (
    seg)


    Tipos de Letra
    (
    seg)


    Todo
    SEGUNDOS A ELEGIR

      0  
      0.01  
      0.02  
      0.03  
      0.04  
      0.05  
      0.06  
      0.07  
      0.08  
      0.09  
      0.1  
      0.2  
      0.3  
      0.4  
      0.5  
      0.6  
      0.7  
      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
      2.2  
      2.3  
      2.4  
      2.5  
      2.6  
      2.7  
      2.8  
      2.9  
      3(s) 
      3.1  
      3.2  
      3.3  
      3.4  
      3.5  
      3.6  
      3.7  
      3.8  
      3.9  
      4  
      5  
      6  
      7  
      8  
      9  
      10  
      15  
      20  
      25  
      30  
      35  
      40  
      45  
      50  
      55  
    Animar Reloj-Slide
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio Automático Filtros
    CAMBIO A. FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    50 msg
    0 seg

    Fecha
    50 msg
    0 seg

    Hora
    50 msg
    0 seg

    Minutos
    50 msg
    0 seg

    Segundos
    50 msg
    0 seg

    Dos Puntos
    50 msg
    0 seg
    Slide
    50 msg
    0 seg
    Avatar 1
    50 msg
    0 seg

    Avatar 2
    50 msg
    0 seg

    Avatar 3
    50 msg
    0 seg

    Avatar 4
    50 msg
    0 seg

    Avatar 5
    50 msg
    0 seg

    Avatar 6
    50 msg
    0 seg

    Avatar 7
    50 msg
    0 seg
    FILTRO

    Blur

    Contrast

    Hue-Rotate

    Sepia
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo entre secuencia
    msg

    Tiempo entre Filtro
    seg
    TIEMPO

    ▪ Normal

    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    Rotación Automática - Espejo
    ROTACIÓN A. - ESPEJO

    ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    NO ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    ELEMENTO A ROTAR

    Reloj
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Fecha
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora, Minutos y Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora y Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Slide
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Avatar 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 3
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 4
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 5
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 6
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 7
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


    Deporte


    Halloween


    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    ▪ Quitar
    Avatar - Opacidad
    Avatar - Posición
    Avatar Rotar-Espejo
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Avatar 4(
    10%
    )


    Avatar 5(
    10%
    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Filtros
    FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Fecha
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Hora
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Minutos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Segundos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Dos Puntos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Slide
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Avatar 1
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 2
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 3
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 4
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 5
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 6
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 7
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LA HISTORIA DE LISEY (Stephen King)

    Publicado en abril 25, 2010
    (Para Nan Graham)

    1

    Los cónyuges de los escritores famosos son casi invisibles al ojo público; nadie lo sabía mejor que Lisey Landon. Su esposo había ganado el Pulitzer y el Premio Nacional de Literatura, pero en cambio Lisey tan sólo había concedido una entrevista de verdad en toda su vida, concretamente para la conocida revista femenina que publica la columna titulada “Sí, estoy casada con Él.” Se pasó más o menos la mitad de las quinientas palabras del artículo explicando que su nombre (una abreviatura de Lisa) rimaba con “Sisi”, mientras que la otra mitad se centraba en su receta de roast-beef asado a fuego lento. Su hermana Amanda comentó en su momento que la fotografía que acompañaba el artículo la hacía parecer gorda.
    Ninguna de las hermanas de Lisey era inmune a los placeres que proporciona meter cizaña (“hurgar en la porquería”, como siempre decía su padre), o bien chismorrear sobre los trapos sucios ajenos, pero la única a quien a Lisey le costaba querer era precisamente Amanda. Amanda, la mayor (y más peculiar) de las hermanas Debusher, de Lisbon Falls, vivía en la actualidad sola en una casa que le había comprado Lisey, una vivienda pequeña y bien aislada cerca de Castle View, donde Lisey, Darla y Cantata podían echarle un vistazo. Lisey se la había comprado hacía siete años, cinco antes de que Scott muriera. Muriera Joven. Muriera de Forma Intempestiva, como suele decirse. A Lisey aún le costaba asimilar que llevaba dos años muerto; tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida y al mismo tiempo de que apenas si había pasado un suspiro.
    Cuando Lisey empezó por fin a vaciar el despacho de Scott, un conjunto de estancias grandes y hermosas que en tiempos habían constituido el desván de un granero, Amanda se presentó el tercer día, después de que Lisey completara el inventario de todas las ediciones extranjeras (había centenares de ellas), pero antes de que hubiera tenido ocasión de avanzar apenas en la lista de los muebles, con asteriscos junto a las piezas que consideraba su deber conservar. Esperó a que Amanda le preguntara por qué no se daba más prisa, por el amor de Dios, pero Amanda no le hizo
    pregunta alguna. Mientras Lisey pasaba de la cuestión del mobiliario a la inspección desganada (y larguísima) de las cajas de cartón atestadas de correspondencia que se amontonaban en el armario principal, Amanda parecía absorta en las impresionantes pilas de recuerdos alineados a lo largo de la pared sur del estudio. Se dedicó a pasear arriba y abajo ante los objetos dispuestos como una larguísima serpiente, sin hablar apenas, limitándose a tomar notas en un pequeño cuaderno que tenía cerca en todo momento.
    Lisey no le preguntó qué buscaba ni qué anotaba en su cuadernillo. Tal como Scott había señalado en más de una ocasión, Lisey poseía lo que sin duda se cifraba entre los talentos humanos más infrecuentes: No se metía en los asuntos de los demás, pero al mismo tiempo no le importaba demasiado que los demás se metieran en los suyos. Siempre y cuando los demás no se dedicaran a fabricar explosivos para perpetrar un atentado, y en el caso de Amanda, eso no dejaba de constituir una posibilidad. Era la clase de mujer que no podía evitar hurgar, la clase de mujer que tarde o temprano acabaría abriendo la boca.
    Su marido se había marchado al sur desde Rumford, donde vivían (“como un par de comadrejas atrapadas en una tubería”, al decir de Scott tras una visita que juró no repetir jamás) en 1985. Su única hija, a la que habían puesto Intermezzo y a quien todos llamaban Metzie para abreviar, se había ido a Canadá (con un camionero como novio) en 1989. “Uno voló hacia el sur, otro voló hacia el norte, y al tercero no hay quien la verborrea le corte.” Ése era el verso que su padre siempre recitaba cuando eran pequeñas, y la única de las pequeñas de Dandy Dave Debusher incapaz de frenar la verborrea era, sin lugar a dudas, Manda, abandonada primero por su esposo y más tarde por su hija. Se acabó, fin de la historia, habría dicho Scott. Probablemente con una carcajada que, también probablemente, Lisey había coreado, porque con Scott siempre se había reído mucho.
    Si bien a veces resultaba muy difícil sentir afecto por Amanda, Lisey no quería que viviera sola en Rumford. De hecho, no se fiaba de ella viviendo sola, y aunque nunca habían llegado a expresarlo en voz alta, Lisey estaba segura de que Dala y Cantata eran de la misma opinión. Así pues, había hablado con Scott y encontrado la casita estilo Cape Cod, que logró adquirir por noventa y siete mil dólares en efectivo. Poco después, Amanda se había instalado en ella y desde entonces la tenía mucho más a mano.
    Ahora Scott había muerto, y Lisey había logrado por fin ponerse a vaciar su estudio. Mediado el cuarto día, las ediciones extranjeras ya estaban guardadas en cajas, la correspondencia marcada y clasificada de algún modo, y Lisey ya tenía bastante claro qué muebles conservaría y cuáles descartaría. Así pues, ¿por qué tenía la sensación de haber hecho tan poco? Había sabido desde el principio que aquel proceso no se podía apresurar, por muchas cartas y llamadas impertinentes que hubiera recibido desde la muerte de Scott (además de unas cuantas visitas). Suponía que, en última instancia, las personas interesadas en los escritos inéditos de Scott acabarían saliéndose con la suya, pero no hasta que Lisey estuviera preparada para entregárselos. Al principio no lo tenían claro, pero ahora Lisey creía que casi todos ellos lo habían asimilado.
    Existían muchas palabras para describir lo que Scott había dejado. La única que Lisey entendía por completo era memorabilia, “recuerdos”, pero había otra, una muy extraña, que sonaba más o menos como “incuncabila”. Eso era lo que querían los impacientes, los pertinaces, los enfadados... Buscaban los “incuncabila” de Scott. Y Lisey empezó a pensar en ellos como los incunks.

    2

    El sentimiento que con mayor intensidad la embargaba, sobre todo después de la visita de Amanda, era el desaliento, como si hubiera subestimado la tarea a realizar o bien sobreestimado (por mucho) su capacidad de llevarla a cabo hasta su inevitable conclusión... Los muebles guardados en la planta inferior del granero, las alfombras enrolladas y aseguradas con cinta adhesiva, la furgoneta Ryder amarilla en el sendero de entrada, proyectando su sombra sobre la valle de madera que separaba el jardín de la finca de los Galloway.
    Ah, por no mencionar el corazón triste que latía en el lugar, los tres ordenadores de escritorio (antes había cuatro, pero el del “rincón de los recuerdos” de Scott ya no estaba, gracias a la propia Lisey). Cada uno era más ligero y rápido que el anterior, pero incluso el más reciente era un modelo de escritorio voluminoso, y todos ellos seguían funcionando bien. Estaban protegidos por contraseñas que Lisey desconocía. Nunca se las había preguntado a Scott y no tenía idea de la clase de electrorresiduos que dormitaban en los discos duros de los ordenadores. ¿Listas de la compra? ¿Poemas? ¿Escritos eróticos? Estaba segura de que Scott se conectaba a Internet, pero no sabía qué páginas visitaba. ¿Amazon? ¿La biografía de Hank Williams? ¿Periódicos alternativos? ¿Páginas de porno duro? Lisey más bien pensaba que no se trataba de esto último, a creer que en tal caso habría visto las facturas, claro que en realidad eso era una gran chorrada. Si Scott hubiera querido ocultarle un gasto de mil dólares a mes, lo habría hecho. ¿Y las contraseñas? Lo irónico era que quizás se las habría revelado de haberle preguntado; lo que ocurría era que Lisey tendía a olvidarse de aquellas cosas. Se dijo que debía probar con su nombre, tal vez cuando Amanda se fuera a casa, lo cual tenía visos de tardar bastante.
    Lisey se reclinó en la silla y sopló hacia arriba para apartarse el cabello de la frente. A este paso no llegaré a los manuscritos hasta julio, se dijo. Los incunks se volverían locos si vieran lo despacio que voy, sobre todo el último.
    El último, cinco meses atrás, había logrado no perder los estribos, había conseguido comportarse de forma civilizada durante tanto rato que llegó a inducir a Lisey a creer que quizás era distinto de los demás. Lisey le contó que el estudio de Scott llevaba desocupado casi un año y medio, pero que casi había hecho acopio de valor suficiente para subir y empezar a limpiar las dependencias y poner orden.
    El visitante se llamaba profesor Joseph Woodbody y venía del Departamento de Literatura Inglesa de la Universidad de Pittsburgo. Aquel centro era el alma mater de Scott, y la asignatura que el profesor Woodbody impartía allí sobre Scott Landon y el Mito Americano gozaba de gran popularidad y audiencia. Asimismo, ese año cuatro alumnos suyos estaban preparando tesis doctorales sobre Scott Landon, por lo que con toda probabilidad era inevitable que acabara saliendo el guerrero incunk que llevaba dentro cuando Lisey se expresó en términos tan vagos como “lo antes posible” y “casi con toda seguridad en algún momento del verano”. Pero Woodbody no se estalló hasta que Lisey le aseguró que lo llamaría “cuando las aguas volvieran a su cauce”.
    Le espetó que el hecho de que hubiera compartido lecho con un gran escritor americano no le daba derecho a convertirse en su albacea literaria. Aquella, afirmó, era tarea de un experto, y según tenía entendido, la señora Landon ni siquiera poseía una licenciatura universitaria. Le recordó los años transcurridos desde la muerte de Scott Landon y los rumores que no cesaban de crecer. Se creía que existía gran cantidad de material inédito, relatos cortos e incluso novelas. ¿No podía la señora Landon permitirle entrar en el estudio aunque sólo fuera un ratito? ¿Hurgar un poco en los archivadores y los cajones del escritorio, aunque sólo fuera para apaciguar los rumores más
    escandalosos? Por descontado, ella podía permanecer a su lado en todo momento..., cómo no.
    -No –denegó ella al tiempo que lo acompañaba a la puerta-. Aún no estoy preparada.
    Decidió pasar por alto los golpes bajos que acababa de asestarle aquel hombre, o al menos intentarlo, ya que a todas luces estaba igual de loco que los demás; lo que sucedía era que lo había disimulado mejor y durante más rato.
    -Y cuando lo esté, querré examinarlo absolutamente todo, no sólo los manuscritos.
    -Pero...
    Lisey lo atajó con un ademán de cabeza.
    -Todo igual.
    -No entiendo a qué se refiere.
    Por supuesto que no lo entendía.
    Aquellas palabras habían formado parte del lenguaje secreto de su matrimonio. Cuántas veces había llegado Scott a casa exclamando “Eh, Lisey, ya estoy en casa... ¿Todo igual?”
    Refiriéndose a si todo iba bien, si todo estaba en orden. Pero al igual que tantas otras expresiones potentes (Scott se lo había explicado en una ocasión, aunque Lisey ya lo sabía por entonces), encerraba un significado oculto. Un hombre como Woodbody jamás podría captar el significado oculto de “todo igual”, aunque Lisey dedicara el día entero a intentar explicárselo. ¿Y por qué? Pues porque era un incunk, y cuando se trataba de Scott Landon, los incunks sólo entendían una cosa.
    -No importa –dijo al profesor Woodbody aquel día cinco meses antes-. Scott sí lo habría entendido.

    3

    Si Amanda hubiera preguntado a Lisey dónde estaban guardadas las cosas del “rincón de los recuerdos” de Scott, es decir, los galardones, las placas y objetos por el estilo, Lisey habría mentido (algo que se le daba razonablemente bien para ser una persona que ejercía poco) y contestado que “en un guardamuebles de Mechanic Falls”. Sin embargo, Amanda no se lo preguntó, sino que se limitó a hojear su cuaderno de forma más ostensible aun, a buen seguro para conseguir que su hermana menor sacara a colación el tema con la pregunta apropiada, pero Lisey no entró al trapo. Estaba pensando en lo vacío que estaba aquel rincón, lo vacío que estaba y lo poco interesante que resultaba una vez desaparecidos tantos recuerdos de Scott. Bien destruidos, al igual que había destruido la pantalla del ordenador, bien demasiado arañados y abollados para mostrarlos; semejante exposición suscitaría más preguntas de las que podía responder.
    Por fin Amanda dio su brazo a torcer y abrió el cuaderno.
    -Mira esto –pidió-. Míralo, por favor.
    Manda le mostró la primera página. Escritos sobre las líneas azules, apretujados desde la espiral de la izquierda hasta el margen derecho (como un mensaje cifrado de uno de esos indigentes locos con los que siempre te tropiezas en Nueva York porque ya no hay suficiente dinero para sostener las instituciones psiquiátricas, pensó Lisey, fatigada), se veían números, casi todos ellos rodeados por círculos, aunque algunos encerrados en cuadrados. Manda volvió la página, y Lisey vio otras dos páginas llenas de números, que se detenían a mediados de la tercera página. Por lo visto, el último era el 846.
    Amanda le lanzó la mirada soslayada de mejillas sonrosadas y por alguna razón hilarante que, cuando ella tenía doce años y la pequeña Lisey tan sólo dos, significaba que Amanda había hecho alguna de las suyas , y que alguien acabaría llorando como consecuencia de ello, con toda probabilidad la propia Amanda. Lisey se encontró esperando con cierto interés (y una pizca de temor) a averiguar qué significaría en ese momento la expresión de su hermana.
    Amanda se había comportado de un modo estrafalario desde el momento de su llegada... Quizás tan sólo se debía al tiempo opresivo y lúgubre, aunque más probablemente guardaba relación con la repentina ausencia de su novio. Si Manda estaba a punto de sumirse en otra de sus tempestades emocionales porque Charlie Corriveau la había dejado, Lisey suponía que más le valía abrocharse el cinturón. Nunca había apreciado ni confiado en Corriveau, por muy banquero que fuera. Era imposible confiar en alguien después de enterarse en la feria de primavera de la biblioteca que los tipos del Mellow Tiger lo llamaban Pedorro. ¿Qué clase de mote era ése para un banquero? ¿Qué diantre significaba? Y sin duda debía de saber que Manda había sufrido problemas psíquicos en el pasado...
    -¿Lisey? –la llamó Amanda con el ceño muy fruncido.
    -Perdona –se disculpó ésta-. Se me ha... Se me ha ido la cabeza un momento.
    -Te pasa a menudo –observó su hermana-. Creo que eso lo tienes de Scott. Mira, Lisey, he numerado todas sus revistas, diarios y cosas académicas, todo lo que está apilado contra la pared.
    Lisey asintió cómo si entendiera a la perfección adónde quería ir a parar su hermana.
    -He escrito los números en lápiz muy flojito –prosiguió Amanda-. Siempre cuando estabas de espaldas o en otro sitio, porque creía que si me veías me harías dejarlo.
    -No lo habría hecho –aseguró Lisey al tiempo que cogía el cuadernillo, fláccido por el sudor de su dueña-. Ochocientos cuarenta y seis..., cuántos...
    Y sabía que las publicaciones apiladas contra la pared no pertenecían a la clase que ella habría leído o tenido en casa, revistas femeninas tales como O, Good Housekeeping o Ms., sino más bien revistas como Little Sewanee Review, Glimmer Train, Open City y cosas de títulos ininteligibles como Piskya.
    -De hecho hay bastantes más –puntualizó Amanda mientras señalaba con el pulgar los montones de libros y revistas.
    Al echarles un buen vistazo, Lisey advirtió que su hermana tenía razón. Había muchos más de ochocientos cuarenta y pico, por fuerza.
    -Casi tres mil en total, y no tengo ni idea de dónde los guardarás ni de quién podría quererlos. No, ochocientos cuarenta y seis sólo es el número de los que tienen fotos de ti.
    Amanda pronunció aquellas palabras con tal torpeza que en un principio Lisey no entendió su significado. Sin embargo, cuando por fin lo comprendió, quedó encantada. La idea de que existiera un archivo fotográfico tan inesperado, un fondo oculto del tiempo que había pasado con Scott, jamás se le había pasado por la cabeza siquiera. Pero en cuanto se puso a pensar en ello le pareció que tenía todo el sentido del mundo. Habían estado casados más de veinticinco años, durante todos los cuales Scott había sido un viajero inveterado e inquieto, participando en lecturas, dando conferencias y surcando el país sin apenas descanso entre un libro y el siguiente, visitando hasta noventa universidades al año y sin perder jamás comba en su torrente en apariencia inagotable de relatos cortos. Y Lisey lo acompañaba en casi todas aquellas expediciones. ¿En cuántas habitaciones de hotel habría aplicado la pequeña plancha
    sueca de viaje a sus trajes mientras la televisión mascullaba salmos de tertulia en su lado de la habitación y en el de Scott la máquina de escribir martilleaba (en los primeros tiempos de su matrimonio) o el ordenador portátil susurraba (en los últimos), con su marido inclinado sobre uno de los dos aparatos con un mechón de cabello caído sobre la frente?
    Manda la observaba con expresión huraña, a todas luces disgustada por su reacción.
    -Las publicaciones que he rodeado con un círculo, más de seiscientas, son las que contienen pies de foto poco halagüeños para ti.
    -¿En serio? –murmuró Lisey, perpleja.
    -Te lo enseñaré.
    Amanda consultó el cuaderno, se acercó a la montaña de papel que discurría por la pared entera, consultó de nuevo sus notas y eligió dos volúmenes. Uno era una publicación bianual de tapa dura y aspecto caro del campus de Lexington de la Universidad de Kentucky. El otro, una revista de formato pequeño, parecía obra de un grupo de estudiantes y se titulaba Push-Pelt*, la clase de nombre que los estudiantes de filología inventaban para resultar ingeniosos, pero que no significaban nada en absoluto.
    -¡Ábrelos, ábrelos! –la instó Amanda al tiempo que se los ponía en las manos; Lisey percibió la fragancia penetrante y acre del sudor de su hermana-. Las páginas correspondientes están señaladas con lengüetas de papel, ¿lo ves?
    Lengüetas de papel, la expresión que empleaba su madre para referirse a los pedacitos de papel. Lisey abrió el bianuario por la página señalada. La fotografía que los mostraba a Scott y a ella era excelente y aparecía impresa en calidad excelente. Scott se acercaba a una tarima mientras ella permanecía de pie a su espalda, aplaudiendo. A sus pies, el público también aplaudía. La imagen publicada en Push-Pelt* no era ni de lejos tan buena; los puntos de resolución eran tan grandes como marcas de lápiz romo, y en el papel se veían a las claras las astillas de madera, pero al verla le dieron ganas de llorar. En la fotografía, Scott estaba entrando en una especie de sótano penumbroso y abarrotado de gente. En su rostro se pintaba la clásica sonrisa radiante de Scott que indicaba lo a gusto que se sentía en aquel lugar. Ella caminaba uno o dos pasos por detrás de él, con la sonrisa visible en lo que sin duda debían de ser las postrimerías de un potente flash. Incluso alcanzó a adivinar la blusa que llevaba, aquella prenda azul de Anne Klein con la original raya vertical roja en el costado izquierdo. La prenda inferior quedaba oculta entre las sombras, y Lisey no recordaba aquella velada en absoluto, pero sabía que se trataba de vaqueros. Cuando salía de noche siempre se ponía vaqueros desteñidos. El pie de foto rezaba así: La leyenda viva Scott Landon (acompañado por su chica) visitó el mes pasado el Club Stalag 17 de la Universidad de Vermont. Landon se quedó hasta última hora, leyendo, bailando y de fiesta. El tío se lo monta de miedo.
    Sí, señor, el tío se lo montaba de miedo, de eso podía dar fe Lisey.
    Echó un vistazo a todas las demás publicaciones periódicas, de repente abrumada por los tesoros que podía llegar a descubrir en ellas, y comprendió que Amanda había conseguido hacerle daño a fin de cuentas, le había infligido una herida que tal vez sangrara durante mucho tiempo. ¿Era Scott el único que conocía los lugares oscuros? ¿Los lugares oscuros y sucios donde estabas tan solo, envuelto en un silencio aterrador? Tal vez Lisey no los conociera todos, pero sabía lo suficiente. Desde luego, sabía que Scott era un hombre atormentado, que nunca se miraba en el espejo (en ninguna superficie reflectante, si podía evitarlo) en cuanto se ponía el sol. Y ella lo había amado a pesar de todo, porque el tío se lo montaba de miedo.
    Pero ya no, ya no se lo montaba de miedo. El tío ya no se lo montaba de ninguna manera, como solía decirse, y a su vez, la vida de Lisey había entrado en una nueva fase, una fase solitaria, y ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
    Aquella expresión le produjo un estremecimiento y la hizo pensar en ciertas cosas
    (la cortina violeta, la cosa con el costado moteado)
    en las que más valía no pensar, de modo que las desterró de su mente.
    -Me alegro de que hayas encontrado estas fotos –aseguró a Amanda con calidez-. Eres una buena hermana mayor, ¿lo sabías?
    Y tal como Lisey deseaba (aunque no osaba esperarlo), sus palabras cortaron en seco la actitud altiva y a un tiempo nerviosa de Amanda. Lanzó una mirada dubitativa a Lisey, al parecer buscando indicios de insinceridad que no encontró. Poco a poco se relajó hasta quedar reducida a una Amanda más soportable y fácil de manejar. Recuperó el cuaderno de manos de su hermana y se lo quedó mirando con el ceño fruncido, como si no supiera a ciencia cierta de dónde había salido. Considerando la naturaleza obsesiva de los números, Lisey se dijo que tal vez aquel era un gran paso en la dirección correcta.
    De repente, Manda asintió como si acabara de recordar algo que de entrada no debería habérsele olvidado.
    -En las que no están marcadas con un círculo, al menos ponen tu nombre, Lisa Landon, una persona de carne y hueso. Por último, pero no por ello menos importante, verás que he encuadrado algunos números. ¡Corresponden a las fotografías en las que sales sola! –exclamó con una mirada impresionante, casi formidable-. Sin duda querrás verlas.
    -Por supuesto.
    Lisey intentó conferir a su respuesta el entusiasmo debido, aunque en realidad no se le ocurría ninguna razón por la que pudiera interesarle en lo más mínimo mirar fotos de ella sola procedentes de esa época demasiado breve en la que había tenido un hombre..., un buen hombre, un no incunk que se lo montaba de miedo, con quien pasar los días y las noches. Alzó la vista hacia las desordenadas montañas y colinas de publicaciones periódicas de todos los tamaños y formas, imaginando lo que significaría revisarlas pila a pila, una por una, sentada con las piernas cruzadas en el suelo del rincón de los recuerdos (dónde si no), desenterrando aquellas imágenes de ella y de Scott. Y en las que tanto enfurecían a Amanda siempre se vería caminando detrás de Scott, alzando la mirada para verlo. Si los demás aplaudían, ella también aplaudiría. En su rostro se pintaría una expresión reservada, casi inescrutable, que tan sólo revelaría una atención cortés. Su rostro decía “No me aburre”. Su rostro decía “No me exalta”. Su rostro decía “No me autoinmolo por él, ni él por mí” (mentira, mentira, mentira). Su rostro decía “Todo igual”.
    Amanda detestaba aquellas fotografías. Al verlas veía a su hermana empequeñecida, achantada. Veía a su hermana identificada en ocasiones como señora Landon, a veces como señora de Scott Landon, y a veces..., y eso era lo más duro, no identificada en absoluto, denigrada al calificativo de “su chica”. A los ojos de Amanda debía de ser una suerte de asesinato.
    -¿Mandy?
    Amanda se volvió hacia ella. La luz era despiadada, y Lisey recordó con un sobresalto brutal que Manda cumpliría los sesenta aquel otoño. ¡Sesenta! En aquel momento, Lisey se sorprendió pensando en lo que había atormentado a su esposo durante innumerables noches de insomnio, algo que los Woodbodys de este mundo jamás llegarían a saber a poco que ella pudiera evitarlo. Algo tremendamente turbio,
    algo que veían con gran claridad los pacientes de cáncer al mirar los frascos de analgésicos vacíos, y era que no habría más hasta el día siguiente.
    Está muy cerca, cariño. No alcanzo a verlo, pero lo oigo comer.
    Cállate, Scott, no sé de qué me hablas.
    -¿Lisey? –preguntó Amanda-. ¿Decías algo?
    -Sólo mascullaba entre dientes –replicó Lisey, intentando esbozar una sonrisa.
    -¿Hablabas con Scott?
    Lisey dejó de intentar sonreír.
    -Supongo que sí. Aún lo hago a veces. Qué locura, ¿eh?
    -A mí no me lo parece, si a ti te funciona. Lo que me parece una locura es lo que no funciona. Y créeme que sé lo que me digo; tengo cierta experiencia, ¿a que sí?
    -Manda...
    Pero Manda le había dado la espalda para mirar los montones de diarios, anuarios y revistas estudiantiles. Al cabo de unos instantes se volvió de nuevo hacia Lisey con una sonrisa incierta.
    -¿Lo he hecho bien, Lisey? Sólo quería echar una mano...
    Lisey le cogió una mano y se la oprimió con suavidad.
    -Lo has hecho estupendamente. ¿Qué tal si nos vamos? Echemos a suertes quién se ducha primero.


    4

    Estaba perdido en la oscuridad, y tú me encontraste. Tenía calor..., tanto calor..., y tú me diste hielo.
    La voz de Scott.
    Lisey abrió los ojos, convencida de que se había quedado dormida mientras realizaba alguna tarea cotidiana y de que había tenido un sueño breve pero increíblemente detallado en el que Scott había muerto y ella estaba absorta en la misión hercúlea de vaciar su estudio. Al abrir los ojos comprendió de inmediato que, en efecto, Scott había muerto. Estaba acostada en su propia cama, en la que se había tumbado tras llevar a Manda a casa, y aquel era su sueño.
    La embargó la sensación de flotar en luz de luna. De algún lugar le llegaba la fragancia de flores exóticas. Una suave brisa estival le apartaba el cabello de las sienes, la clase de brisa que sopla después de medianoche en algunos lugares secretos muy lejos de casa. Pero estaba en su casa, tenía que estar en su casa, porque ante ella se alzaba el granero que albergaba el estudio de Scott, objeto de tanto interés incunk. Y ahora, gracias a Amanda, sabía que contenía todas aquellas fotografías de ella y su marido. Todos aquellos tesoros enterrados, aquel botín emocional.
    Quizás sería mejor no mirar esas fotos, le susurró el viento al oído.
    De eso no le cabía la menor duda. Pero las miraría. No podría evitarlo ahora que sabía de su existencia.
    La deleitó comprobar que estaba flotando sobre una pieza de tela inmensa y dorada por la luna en la que se veían impresas una y otra vez las palabras LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY. Las esquinas aparecían anudadas como pañuelos. Le encantaba la cualidad estrafalaria de aquella tela; era como flotar sobre una nube.
    Scott. Intentó pronunciar su nombre en voz alta, pero no lo consiguió; el sueño no se lo permitía. Advirtió que el sendero que conducía hasta el granero había desaparecido, al igual que el jardín que mediaba entre él y la casa. En su lugar se
    extendía un inmenso prado de flores moradas que soñaban a la luz atormentada de la luna. Scott, yo te amaba, yo te salvé, yo


    5

    Y entonces despertó y se oyó a sí misma en la oscuridad, repitiendo una y otra vez aquellas palabras como un mantra.
    -Yo te amaba, yo te salvé, yo te di hielo. Yo te amaba, yo te salvé, yo te di hielo.
    Permaneció tumbada largo rato, recordando un caluroso día de agosto en Nashville, pensando, y no por primera vez, que estar sola después de haber estado en pareja era raro de narices. Habría dicho que dos años bastarían para disipar esa sensación de extrañeza, pero no era así. Por lo visto, el tiempo no hacía más que deformar el filo del dolor hasta que en lugar de cortar desgarraba. Porque todo había dejado de ser igual, tanto fuera como dentro. Tendida en la cama que antes había albergado a dos personas, Lisey pensó que el momento más solitario era aquel en que despertabas y descubrías que seguías teniendo la casa entera para ti solita. Que tú y los ratones sois los únicos seres que seguís respirando en ella.
    II. Lisey y el loco (Las tinieblas lo adoran)


    1

    A la mañana siguiente, Lisey estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo del rincón del recuerdo de Scott y paseaba la mirada por los montones y pilas de revistas, publicaciones de antiguos alumnos, boletines del Departamento de Literatura Inglesa y “diarios” universitarios que se alineaban a lo largo de la pared sur del estudio. Se le había ocurrido que tal vez mirarlos bastara para aligerar la insidiosa presión que todas aquellas fotografías aún invisibles ejercían en su imaginación. Pero ahora que estaba allí comprendía que se trataba de una esperanza vana. Y no necesitaría el fláccido cuadernillo de Manda con todos aquellos numeritos. El cuadernillo yacía olvidado en el suelo junto a ella, y Lisey se lo guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros. No le gustaba el aspecto de aquella amada creación de una mente no del todo cuerda.
    Una vez más midió la larga hilera de libros y revistas apoyados contra la pared sur, una polvorienta serpiente de metro veinte de altura y al menos diez metros de longitud. De no ser por Amanda, con toda probabilidad habría guardado hasta el último volumen en cajas de cartón para no volver a mirarlos jamás ni preguntarse por qué Scott había guardado tantos.
    Mi mente no funciona así, se dijo. Lo cierto es que no suelo devanarme los sesos.
    Es posible, pero siempre has tenido memoria de elefante.
    Era la voz de Scott en sus momentos más burlones, encantadores e irresistibles, pero a decir verdad, a Lisey siempre se le había dado mejor olvidar. Como a Scott, y ambos tenían sus razones. Pese a ello, como para darle la razón a su marido, Lisey rememoró un retazo fantasmal de conversación. Uno de los interlocutores, Scott, le resultaba familiar. La otra voz poseía cierto deje sureño. Tal vez incluso un deje sureño pretencioso.
    -Tony lo escribirá para el [anuario barra revista barra bla bla bla]. ¿Quiere que le envíe un ejemplar, señor Landon?
    -Eeem... Sí, claro, cómo no.
    Murmullo de voces a su alrededor. Scott apenas alcanzó lo de que Tony lo escribiría, pero poseía una especie de don de político para aparentar prestar atención a quienes se le acercaban cuando estaba en público. De hecho, estaba escuchando las voces de la multitud creciente y pensando en el momento de conexión, ese instante tan placentero cuando la electricidad fluía de él a ellos para regresar de nuevo a él con potencia duplicada o incluso triplicada. Adoraba aquella corriente, pero Lisey estaba convencida de que lo más le había gustado siempre era ese instante de conexión. Pese a ello se molestó en contestar a su interlocutor.
    -Puede enviar fotos, artículos o reseñas del diario universitario, informes del departamento..., lo que quiera. Se lo agradeceré. Me gusta verlo todo. La dirección es El Estudio, RFD nº 2, Sugar Top Hill Road, Castle Rock, Maine. Lisey se sabe el código postal; a mí siempre se me olvida.
    Ni una sola palabra más sobre ella, tan sólo Lisey se sabe el código postal. Manda se habría tirado de los pelos. Pero Lisey siempre ansiaba quedar relegada al olvido en aquellos viajes, quería estar y no estar allí al mismo tiempo. Le gustaba observar.
    ¿Como los tipos de las pelis porno? le había preguntado en cierta ocasión Scott, y ella le había dedicado aquella sonrisa quebradiza que indicaba que Scott se estaba acercando demasiado al precipicio. Si tú lo dices, había replicado. Scott siempre la presentaba cuando llegaban y volvía a presentarla aquí y allá a otras personas si era necesario, lo cual era infrecuente. Fuera de sus ámbitos de especialización, los académicos adolecían de una extraña falta de curiosidad. Casi todos se limitaban a babear por el hecho de tener al autor de La hija del Cabotaje (Premio Nacional de Literatura) y Reliquias (Pulitzer) entre ellos. Asimismo hubo un período de unos diez años en los que, por alguna razón, Scott había alcanzado la verdadera grandeza..., a los ojos de los demás y en ocasiones también de los suyos (no así a los de Lisey, que era quien le llevaba un rollo de papel higiénico cuando se le acababa en plena faena). No es que la gente se abalanzara sobre el escenario cuando él estaba ahí, micrófono en mano, pero incluso Lisey percibía la conexión que establecía con su público. Aquellos voltios, aquella potencia intensa que poca relación guardaba con su labor como escritor. O tal vez ninguna. Más bien tenía que ver con la esencia de Scott. Parecía una locura, pero era cierto. Y a decir verdad, aquella circunstancia no lo cambiaba, no lo perjudicaba, al menos hasta que... Sus ojos dejaron de moverse y se fijaron en el lomo de un libro de tapa dura y las palabras doradas estampadas en él. Anuario de la U-Tenn de Nashville 1988. 1988, el año de la novela rockabilly. La novela que nunca llegó a escribir. 1988, el año del loco. -Tony lo escribirá -No –dijo Lisey-. No fue así. No dijo Tony, dijo... Toooney Exacto, dijo Toooney. -...lo escribirá para el Anuario de la U-Tenn 1988 –prosiguió Lisey en voz alta-. Dijo... -Si quiere se lo podría enviar por Express Mail
    Pero apostaría lo que fuera a que ese Tennessee Williams de pacotilla había dicho Spress Mail. Con ese deje de pollo frito sureño, sí, señor. ¿Dashmore? ¿Dashman? El tipo había corrido, desde luego, había corrido como un puto velocista estrella, pero no se llamaba así1. Se llamaba... -¡Dashmiel! –murmuró Lisey en la sala vacía al tiempo que apretaba los puños. Se quedó mirando el lomo con las palabras estampadas en oro como si esperara que pudiera desaparecer si le quitaba los ojos de encima. -El nombre de ese mequetrefe sureño era Dashmiel, y ¡corrió como un conejo!
    1Dash significa correr a gran velocidad. (N. de la t.)

    Sin duda Scott habría declinado el ofrecimiento de recibir el material por mensajería, pues consideraba que aquellas cosas eran un despilfarro. Nunca le corría prisa recibir correspondencia, sino que se limitaba a sacarla de la corriente cuando llegaba río abajo. Cuando se trataba de reseñas de sus novelas se mostraba mucho menos parsimonioso y mucho más impaciente, pero en cuanto a los artículos que aparecían tras sus apariciones en público, el correo ordinario le parecía más que suficiente. Puesto que El Estudio tenía una dirección postal propia, Lisey comprendió que habría sido muy difícil estar al corriente de la correspondencia que recibía. Y una vez allí..., bueno, aquellas estancias bien iluminadas y ventiladas eran el patio creativo de Scott, no el suyo, un club de un solo socio y casi siempre inofensivo donde escribía sus historias y escuchaba su música al volumen que le venía en gana en la sala insonorizada que había bautizado con el nombre de Mi Celda Acolchada. Nunca había
    colgado un letrero que prohibiera la entrada en la puerta; Lisey había ido allí centenares de veces en vida de Scott, y éste siempre se alegraba de verla, pero era Amanda quien había descubierto lo que encerraban las entrañas de la serpiente de papel que dormitaba contra la pared sur. La Amanda ofensiva y suspicaz, la Amanda obsesivo-compulsiva que por alguna razón se había convencido de que su casa ardería hasta los cimientos si no cargaba el fogón de la cocina con tres troncos de arce cada vez, ni uno más, ni uno menos. Amanda, que tenía el hábito inalterable de girar tres veces sobre sí misma ante la puerta principal si tenía que volver a entrar en la casa para coger algo que se le había olvidado. Al ver esas cosas (o escucharla contar las cepilladas cuando se lavaba los dientes) resultaba fácil tacharla de solterona algo chalada, candidata ideal para una vida llena de Prozac. Pero sin Manda, Lisey no habría sabido que existían cientos de fotografías de su difunto marido ahí mismo, listas para que las mirara. Centenares de recuerdos esperando a ser desenterrados. Y casi todos ellos a buen seguro más agradables que el recuerdo de Dashmiel, ese cobarde pollo frito sureño de mierda...
    -Basta –se conminó-. Déjalo ya. Lisa Debusher Landon, abre la mano y déjalo.
    Pero por lo visto no estaba preparada para hacerlo, porque se levantó, atravesó la estancia y se arrodilló ante de los libros. Su mano derecha flotó por sí sola como el truco de un mago y asió el volumen titulado Anuario de la U-Tenn de Nashville 1988. El corazón le latía con violencia, pero no de emoción, sino de miedo. Su cabeza ya podía intentar convencer a su corazón de que todo aquello había sucedido dieciocho años antes, pero en cuestiones emocionales, el corazón poseía un vocabulario propio. El loco tenía el cabello tan rubio que casi parecía blanco. Era un loco de posgrado que parloteaba en algo que no era exactamente un galimatías. Un día después del disparo, cuando Scott había pasado del estado crítico a una situación estable, Lisey le preguntó si el estudiante loco tenía puestas las pilas, y Scott susurró que no sabía si un loco podía have tener puesto nada. Ponerse las pilas era un acto heroico, un acto de voluntad, y los locos tenían más bien poca voluntad..., ¿o acaso ella no pensaba lo mismo?
    -No lo sé, Scott, pensaré en ello.
    Sin intención de hacerlo, deseosa de no volver a pensar en ello jamás, si podía evitarlo. Por lo que a ella respectaba, el puñetero chalado de la pistola podía pasar a ser otra de las muchas cosas que había logrado olvidar desde que conocía a Scott.
    Tendido en la cama. Todavía pálido, demasiado pálido, pero empezando a recobrar un poco de color. Expresión neutra, nada especial, de quien se limita a charlar de nimiedades. Y Lisey Ahora, Lisey Sola, la viuda Lisey, se estremeció.
    -No lo recordaba –musitó.
    Estaba casi segura de que así era. No recordaba nada del rato que había pasado tendido en el suelo, cuando los dos estaban convencidos de que ya no volvería a levantarse, de que agonizaba y de que lo que sucediera entre ellos en aquel instante sería lo último para ellos, que tantas cosas habían llegado a decirse. El neurólogo al que por fin se animó a consultar le explicó que olvidar el momento de un suceso traumático era moneda corriente, que las personas que se recuperaban de tales episodios a menudo descubrían que había un tramo quemado en la película de sus recuerdos. Dicho tramo podía ser de cinco minutos, cinco horas o cinco días. En algunos casos resurgían imágenes y fragmentos inconexos años o incluso décadas más tarde. El neurólogo lo calificó de mecanismo de defensa.
    A Lisey le pareció lógico.
    Salió del hospital para regresar al motel donde se alojaba. La habitación era mediocre; situada en la parte posterior del edificio, con una valla metálica como única vista y el ladrido de un centenar de perros como única compañía sonora. Sin embargo, no estaba en situación de preocuparse por semejantes insignificancias. Desde luego, no
    quería saber nada del campus en el que habían disparado contra su esposo, y tras quitarse los zapatos y tenderse sobre el duro colchón de matrimonio, pensó: Las tinieblas lo adoran.
    ¿Era eso cierto?
    ¿Cómo iba a saberlo si ni tan siquiera sabía lo que significaba?
    Sí lo sabes. El premio de papá era un beso.
    Lisey giró la cabeza sobre la almohada con la misma brusquedad que si la hubieran abofeteado. ¡Cállate!
    Ninguna respuesta..., ninguna respuesta, y por fin, insidioso: Las tinieblas lo adoran. Baila con ellas como un amante, y la luna se eleva sobre la colina violeta, y lo que antes era dulce ahora huele a agrio. Huele a veneno.
    Giró la cabeza en dirección opuesta. Y fuera de la habitación del motel, los perros, todos y cada uno de los putos perros de Nashville, a juzgar por el estruendo, siguieron ladrando mientras el sol se ponía por entre la neblina anaranjada de agosto para dar paso a la noche. Cuando era niña, su madre le aseguraba que no debía tener miedo de la oscuridad, y ella la creía. De hecho, le encantaba la oscuridad, incluso cuando los truenos y los relámpagos la quebraban. Mientras su hermana Manda, bastantes años mayor que ella, se escondía bajo las sábanas, la pequeña Lisey se sentaba en la cama, se chupaba el pulgar y exigía que alguien viniera con una linterna a leerle un cuento. En cierta ocasión se lo había contado a Scott.
    -Sé mi luz. Sé tú mi luz, Lisey –le había pedido él al tiempo que le cogía las manos.
    Y ella lo había intentado, pero...
    -Estaba en un lugar oscuro –murmuró Lisey en el estudio vacío de Scott, con el Anuario de la U-Tenn de Nashville 1988 entre las manos-. ¿Dijiste eso, Scott? Lo dijiste, ¿verdad?
    -Estaba en un lugar oscuro, y tú me encontraste. Tú me salvaste.
    Tal vez fuera cierto en Nashville. Pero no al final.
    -Siempre me salvabas, Lisey. ¿Recuerdas la primera noche que pasé en tu piso?
    Sentada con el libro sobre el regazo, Lisey sonrió. Por supuesto que lo recordaba. El recuerdo más vívido era el de una cantidad excesiva de licor de menta que le había provocado acidez de estómago. Y Scott había tenido problemas para obtener y más tarde mantener una erección, aunque al final todo salió bien. En aquel momento, Lisey supuso que se debía al alcohol. Scott no le confió hasta mucho más tarde que nunca había podido hasta conocerla a ella. Lisey había sido la primera, la única, y todas las historias que le había contado a ella y otras personas acerca de sus locuras sexuales de adolescencia, tanto homosexuales como heterosexuales, eran mentira. ¿Y Lisey? Lisey había visto en él un proyecto sin terminar, algo que hacer antes de dormirse. Pasar la parte más ruidosa del ciclo del lavavajillas; poner en remojo la cacerola Pyrex; chupársela al conocido escritor hasta que se le ponga razonablemente dura.
    -Cuando acabamos y te dormiste, yo permanecí despierto, escuchando el tic tac del reloj sobre tu mesilla de noche y el viento, y comprendí que había llegado a casa, que estar en la cama contigo era mi hogar, y que algo que había llegado a acercarse mucho en la oscuridad había desaparecido. Había sido desterrado. Sabría volver, de eso no me cabía la menor duda, pero no podía quedarse, y yo realmente podía dormirme. El corazón casi me estalló de gratitud. Creo que es la primera vez que experimentaba auténtica gratitud. Tendido junto a ti, las lágrimas me resbalaban por los lados del rostro y caían sobre la almohada. Te amaba entonces, te amo ahora y te he amado cada segundo transcurrido entre ambos puntos. Me da igual si me entiendes o no. Entender es un concepto más que sobrevalorado, pero en cambio, la seguridad es
    un bien muy escaso. Nunca he olvidado lo seguro que me sentí al saber aquella cosa lejos de mi oscuridad.
    -El premio de papá era un beso.
    Esta vez lo dijo en voz alta, y aunque en el estudio hacía calor, se estremeció de pies a cabeza. Seguía sin saber qué significaba, pero estaba bastante segura de que recordaba el momento en que Scott le había dicho que el premio de papá era un beso, que ella había sido la primera y que la seguridad era un bien escaso. Fue justo antes de casarse. Al final, la cosa había regresado en busca de Scott, la cosa que a veces vislumbraba en espejos y vasos de vidrio, la cosa del costado moteado. El chaval larguirucho.
    Lisey paseó una mirada rápida y tenebrosa por el estudio y se preguntó si la cosa la estaría observando en aquel instante.


    2

    Abrió el Anuario de la U-Tenn Nashville 1988. El chasquido que emitió el lomo al abrirse fue tan ruidoso que Lisey profirió un grito y dejó caer el libro.
    Luego emitió una risita (algo temblorosa, eso sí).
    -Serás tonta, Lisey –se regañó.
    La segunda vez que abrió el libro cayó de entre sus páginas un recorte de periódico doblado, amarillento y quebradizo. Al desdoblarlo se halló ante una fotografía de baja resolución con pie incluido en la que se veía a un joven de unos veintidós o veintitrés años, pero que parecía mucho más joven a causa de su expresión de aturdimiento estupefacto. En la mano derecha sostenía una pala de mango corto y cuchara de plata en la que se veían grabadas unas palabras ininteligibles en la imagen. Sin embargo, Lisey recordaba lo que decían: PRIMERA PIEDRA, BIBLIOTECA SHIPMAN.
    El joven estaba..., bueno..., algo así como observando la pala, y Lisey supo, no sólo por la expresión de su rostro, sino por la postura incierta de su cuerpo desgarbado, que el muchacho no tenía idea de lo que estaba mirando. Bien podría haber sido un casquillo de bala, un bonsai, un detector de radiaciones o un cerdito de porcelana con una ranura en el lomo para guardar las monedas. Podría haber sido un catalejo para buscar la Isla del Tesoro, un filacterio para dar fe de la esencia sagrada del amor o un sombrero de piel de coyote. O podría haber sido el pene del poeta Píndaro. El tipo estaba demasiado ido para saberlo. Y Lisey habría apostado lo que fuera a que tampoco era consciente de que un hombre, asimismo congelado para siempre en el enjambre de puntos de resolución y ataviado con lo que parecía un disfraz de policía de carreteras, le aferraba la mano izquierda. El hombre no llevaba arma, pero sí un cinturón Sam Browne cruzado sobre el pecho y lo que Scott, con los ojos muy abiertos y una enorme carcajada, habría denominado “una placa de tres pares de narices y cojones”. También lucía una sonrisa de tres pares de narices y cojones en el rostro, la clase de sonrisa de inmenso alivio que parecía decir “Hijo mío, te aseguro que nunca más tendrás que pagarte una cerveza mientras yo ande cerca y tenga al menos un pavo en el bolsillo”. En segundo plano atisbó a Dashmiel, el cabroncete sureño que había salido huyendo. Roger C. Dashmiel. C de cerdo.
    ¿Había ella, la pequeña Lisey Landon, visto al encantado guardia de seguridad del campus estrechar la mano del joven aturdido? No, pero..., vaya...
    Vaaaaaayaaaaa, muchachos..., ojo al dato..., ¿quieres un equivalente gráfico real de visiones de cuento tales como la de Alicia cayendo por la madriguera del conejo
    blanco y la de un sapo con chistera conduciendo un coche? Pues mirad esto, justo en la esquina derecha de la foto.
    Lisey se inclinó hasta casi tocar con la nariz la fotografía amarillenta del American de Nashville. En el ancho cajón central del escritorio principal de Scott había una lupa. Lisey la había visto en múltiples ocasiones, colocada entre el paquete más viejo del mundo de cigarrillos Herbert Tareyton sin abrir y el álbum más viejo del mundo de cupones de S & H Green sin canjear. Podría haberla cogido, pero no se molestó. No necesitaba aumento alguno para confirmar lo que veía, a saber, medio mocasín marrón. Medio mocasín de cordobán, para ser exactos, con un poquito de tacón. Recordaba aquellos mocasines a la perfección, lo cómodos que eran. Y desde luego, aquel día los había llevado, ¿verdad? No había visto al guardia de seguridad contento ni al joven aturdido (Tony, estaba segura, Toooney lo escribiráaa), ni tampoco había reparado en Dashmiel, el cabroncete sureño, cuando todo se fue a la mierda. Todos ellos habían dejado de importarle, todos y cada uno de ellos. Por entonces un solo pensamiento ocupaba su mente, y ese pensamiento era Scott. Se encontraba a apenas tres metros de distancia, pero Lisey sabía que si no llegaba hasta él de inmediato, el gentío que lo rodeaba le impediría alcanzarlo..., y si no lograba alcanzarlo, la gente podía acabar con él. Matarlo con su amor peligroso, con su preocupación voraz. Y qué puñetas, cabía la posibilidad de que estuviera a punto de morir de todos modos. En tal caso, Lisey tenía intención de estar junto a él cuando se fuera. Cuando pasara a mejor vida, como habrían dicho los integrantes de la generación de sus padres.
    -Estaba segura de que moriría –aseguró Lisey a la estancia silenciosa y soleada, al bulto polvoriento y serpenteante que formaban los libros.
    De modo que corrió hacia su esposo tendido en el suelo, y el fotógrafo del periódico, en un principio sólo presente para sacar la instantánea obligada de las personalidades universitarias en compañía del famoso escritor, todos ellos reunidos para echar el primer puñado simbólico de tierra con la pala de plata, la primera Palada Ritual en el lugar donde algún día se alzaría la nueva biblioteca, acabó sacando una fotografía mucho más dinámica, ¿verdad? Era una imagen de primera plana, tal vez incluso una foto de premio, la clase de instantánea que te deja paralizado con la cuchara llena de cereales a medio camino de la boca, chorreando leche sobre los anuncios clasificados, como la fotografía de Oswald oprimiéndose el vientre con las manos, la boca abierta en un último grito agónico, la clase de imagen congelada que jamás olvidas. Sólo Lisey sabría que la esposa de susodicho escritor también aparecía en la fotografía, aunque sólo fuera en forma de tacón de mocasín.
    El pie de foto rezaba así:

    El capitán S. Heffernan, del cuerpo de seguridad del campus de la Universidad de Tennessee, felicita a Tony Eddington, que salvó la vida del famoso escritor Scott Landon segundos antes de que se tomara esta fotografía. “Es todo un héroe”, afirmó el capitán Heffernan. “Nadie más estaba lo bastante cerca para intervenir.” (Más información en págs. 4 y 9)

    En el margen izquierdo del recorte se veía un mensaje escrito a mano en una caligrafía que no reconoció. En el margen derecho había dos renglones escritos en la generosa letra de Scott, el primero algo más grande que el segundo..., y una flechita... ¡que señalaba el pie! Junto con la historia de su mujer, que podría titularse Lisey y el loco, un relato trepidante de aventuras reales, Scott lo había entendido todo. ¿Y estaba furioso? No. Porque sabía que su mujer tampoco lo estaría. Sabía que lo encontraría gracioso, y era gracioso, hilarante, de hecho, así que ¿por qué estaba al borde del llanto?
    Nunca se había sentido tan sorprendida, traicionada ni abrumada por sus emociones como aquellos últimos días.
    Lisey dejó caer el recorte sobre el libro, temerosa de que un repentino torrente de lágrimas lo disolviera como la saliva disuelve el algodón de azúcar. Se cubrió los ojos con las palmas de las manos ahuecadas y esperó. Cuando se cercioró de que las lágrimas no brotarían, cogió de nuevo el recorte y leyó lo que Scott había escrito:

    ¡Tengo que enseñárselo a Lisey! Se partirá de risa. Pero ¿lo entenderá? (Nuestro estudio revela que así es) (Exlamación sonriente*)

    Scott había convertido el punto del enorme signo de exclamación en una cara sonriente al estilo de los años setenta, como si deseara a su mujer que pasara un buen día. Y Lisey lo entendió, en efecto. Con dieciocho años de retraso, eso sí, pero ¿y qué? La memoria era relativa.
    Muy zen, pequeño saltamontes, habría comentado Scott.
    -Zen una porra. ¿Qué habrá sido de Tony? Eso es lo que me gustaría saber. El salvador del famoso escritor Scott Landon.
    Se echó a reír, y las lágrimas que aún se acumulaban en sus ojos le rodaron por las mejillas.
    Giró la fotografía en sentido contrario a las agujas del reloj para leer la anotación más larga:

    18 de agosto de 1988

    Querido Scott (si me lo permite): He creído que le gustaría tener esta fotografía de Anthony (“Tony”) Eddington III, el joven estudiante de postgrado que le salvó la vida. Por descontado, la Universidad de Tennessee le rendirá homenaje; hemos considerado que tal vez usted quisiera seguir en contacto con él. Su dirección es el 748 de Coldview Avenue, Nashville North, Nashville, Tennessee, 37235. El señor Eddington, “pobre pero orgulloso”, procede de una excelente familia sureña de Tennessee y es un magnífico poeta. Por supuesto, querrá usted darle las gracias (y quizás recompensarlo) a su manera. Sin otro particular, quedo a su disposición y le hago llegar un cordial saludo.
    Atentamente,

    Roger C. Dashmiel, profesor asociado del Departamento de Literatura Inglesa de la Universidad de Tennessee, Nashville.

    Lisey releyó la nota una, dos veces (“a la tercera va la vencida, habría canturreado Scott en aquel momento”), sin dejar de sonreír, aunque su sonrisa había adquirido un matiz agrio a caballo entre el asombro y la comprensión absoluta. Con toda probabilidad, Roger Dashmiel era tan ajeno a lo que había ocurrido en realidad como el guardia de seguridad. Lo cual significaba que tan sólo dos personas en el mundo entero conocían la verdad acerca de aquella tarde, a saber Lisey Landon y Tony Eddington, el tipo que “lo escribiría para el anuario”. Cabía incluso la posibilidad de que el propio Toooney no supiera qué había sucedido tras la primera palada ritual. Quizás el miedo le hubiera borrado ese pedazo de memoria. Hablando en plata: Era posible que estuviera convencido de que había salvado la vida a Scott Landon.
    No, no lo creía. Lo que creía era que aquel recorte de periódico y la nota servil constituían la mezquina venganza de Dashmiel contra Scott por...
    ¿Por qué?
    ¿Por mostrarse cortés?
    ¿Por mirar al genio de la literatura Dashmiel y no verlo?
    ¿Por ser un cabrón rico y creativo que ganaba quince mil dólares por pronunciar algunas palabras inspiradas y echar una única palada de tierra? ¿Tierra ya suelta, por añadidura?
    Por todas esas cosas. Y más. Lisey creía que, a buen seguro, Dashmiel consideraba que sus situaciones se habrían invertido en un mundo más sincero y justo; que él, Roger Dashmiel, habría sido el centro del interés intelectual y objeto de la adulación de los estudiantes, mientras que Scott Landon, por no hablar de su mujercita insignificante y anodina, habrían estado trabajando en los viñedos universitarios, siempre en busca de favores, siempre atentos a los tejemanejes del departamento, siempre ansiosos por entrar en el siguiente tramo salarial.
    -Fuera lo que fuese, Scott le caía mal, y ésta fue su venganza –comentó en tono asombrado a las estancias vacías y soleadas que coronaban el alargado granero-. Este... recorte envenenado.
    Consideró la idea durante unos instantes y de repente se echó a reír a carcajadas, golpeándose el esternón con las palmas de las manos.
    Cuando se recobró un poco, hojeó el anuario hasta dar con el artículo que buscaba: EL NOVELISTA MÁS FAMOSO DE AMÉRICA INAUGURA EL SUEÑO LARGO TIEMPO ALBERGADO DE LA NUEVA BIBLIOTECA. El artículo era obra de Anthony Eddington, en ocasiones conocido por el nombre de Toooney. Y al leerlo por encima, Lisey descubrió que, a fin de cuentas, era capaz de enfadarse. Incluso de enfurecerse. Porque el texto no hacía referencia alguna al desenlace de aquella ceremonia ni a la presunta heroicidad del autor del artículo. La única insinuación de que algo había salido escandalosamente mal aquel día se encontraba en las últimas palabras: “El discurso que el señor Landon tenía previsto pronunciar aquella tarde tras la ceremonia inaugural, así como la lectura en la sala de actos, fueron suspendidos a causa de acontecimientos imprevistos, pero esperamos volver a tener pronto entre nosotros a este gigante de la literatura americana. ¡Quizás para el corte oficial de la cinta cuando la biblioteca Shipman abra sus puertas en 1991!”
    Recordarse que aquello era el anuario de una universidad, por el amor de Dios, una publicación de tapa dura elegante y cara que, con toda probabilidad, se enviaba a numerosos antiguos alumnos, contribuyó en cierta medida a apaciguar su enojo; ¿de verdad creía que el Anuario de la U-Tenn permitiría que sus colaboradores recrearan los sangrientos sucesos de aquel día? ¿Cuántas donaciones de antiguos alumnos representaría eso? Recordarse a sí misma que a Scott también le habría parecido gracioso también le resultó de ayuda..., aunque no demasiado. A fin de cuentas, Scott no estaba allí para rodearle los hombros con el brazo, besarla en la mejilla, distraerla pellizcándole con suavidad un pezón y decirle que todo tenía su estación... La estación de la siembra, la estación de la cosecha..., la estación de ponerse las pilas y la de quitárselas, sí, señor.
    Scott se había ido, maldita sea. Y...
    -Y sangró por vosotros –murmuró en un tono resentido que recordaba sobrecogedoramente al de Manda-. Estuvo a punto de morir por vosotros. Es un milagro que no muriera.
    Y entonces Scott le habló de nuevo, como solía hacer. Lisey sabía que no era más que el ventrílocuo que habitaba su fuero interno e imitaba la voz de su esposo... ¿Quién la amaba más o la recordaba mejor que ella? Pero no era ésa la sensación que le producía; le parecía que era el mismísimo Scott quien le hablaba.
    Tú eras mi milagro, le dijo Scott. Tú eras mi gran milagro. No sólo ese día, sino siempre. Tú eras quien mantenía alejadas las tinieblas, Lisey. Tú brillabas.
    -Supongo que a veces lo pensabas –musitó, distraída.
    Qué calor hacía, ¿verdad?
    Sí, hacía mucho calor. Pero no sólo calor, sino...
    -Humedad –dijo en voz alta-. Bochorno. Y yo tuve un mal presentimiento desde el principio.
    Sentada ante la serpiente de libros, con el Anuario de la U-Tenn de Nashville 1988 abierto sobre el regazo, Lisey tuvo una visión fugaz pero clarísima de la abuela D dando de comer a las gallinas muchos años antes, en la casa.
    -Empecé a encontrarme fatal en el baño. Porque rompí...


    3

    No deja de pensar en el vaso, el maldito vaso roto. Es decir, cuando logra dejar de pensar en las ganas que tiene de protegerse del calor abrasador.
    Lisey está detrás y un poco a la derecha de Scott, con las manos recatadamente entrelazadas ante el cuerpo, observándolo apoyar un pie en el suelo y el otro sobre la ridícula pala medio enterrada en la tierra suelta que sin duda han traído especialmente para la ocasión. Hace un calor espantoso, enloquecedoramente húmedo, enloquecedoramente bochornoso, y la considerable multitud que se ha congregado en el lugar no hace más que empeorar las cosas. A diferencia de las personalidades, los curiosos no visten sus mejores galas, y aunque los vaqueros y los pantalones cortos no consiguen que se sientan del todo a gusto en esa tarde cargada de humedad, Lisey los envidia mientras se asa en el calor abrasador de la tarde de Tennessee. El mero hecho de permanecer inmóvil, ataviada con su mejor indumentaria para días calurosos, le resulta estresante, porque teme que en cualquier momento aparezcan manchas de sudor en la chaqueta de hilo marrón claro que se ha puesto sobre el top de rayón azul. Lleva un sujetador genial para ese clima, pero aún así se le clava en la cara inferior de las tetas de un modo infernal. Una auténtica maravilla, cariño.
    Por su parte, Scott sigue apoyado sobre un pie mientras su cabello, demasiado largo en la nuca (necesita un corte con urgencia; Lisey sabe que al mirarse al espejo, él ve a una estrella del rock, pero en cambio ella ve a una especie de indigente salido de una canción de Woody Guthrie) ondea a las ocasionales ráfagas de brisa ardiente. Aguanta el tipo como un campeón mientras el fotógrafo da vueltas a su alrededor. Como un auténtico campeón. A su izquierda se encuentra un tipo llamado Tony Eddington, quien se encargará de reseñar el feliz acontecimiento para alguna publicación universitaria, y a su izquierda el anfitrión suplente, un profesorzuelo del Departamento de Literatura Inglesa llamado Roger Dashmiel, uno de esos hombres que parecen mayores de lo que son, no sólo porque han perdido mucho cabello y ganado mucha panza de forma prematura, sino sobre todo porque se empeñan en rodearse de una aureola tan sofocante de solemnidad que incluso sus bromas se antojan la lectura de las cláusulas de una póliza de seguros.
    En este caso, el asunto se agrava porque a Roger Dashmiel no le cae bien su marido. Lisey lo ha intuido desde el principio (tarea fácil, porque Scott cae bien a casi todos los hombres), y esa circunstancia le ha proporcionado un objetivo en el que concentrar su inquietud. Porque lo cierto es que se siente inquieta..., profundamente inquieta. Ha intentado convencerse de que tan sólo se debe a la humedad y a los nubarrones que se acumulan al oeste, presagiando tormentas eléctricas o incluso
    tornados; un fenómeno barométrico, en suma, ni más ni menos. Pero el barómetro no estaba por los suelos en Maine cuando se levantó a las siete menos cuarto de la mañana; a aquella hora ya hacía un precioso día de verano, con un sol reciente y límpido que se reflejaba en trillones de gotas de rocío en el campo que se extendía entre la casa y el granero que albergaba el estudio de Scott. No se veía una sola nube en el cielo; era lo que su padre, el viejo Dandy Dave Debusher, habría llamado “un día de huevos... con bacon”. Sin embargo, en cuanto sus pies rozaron el suelo de roble en su lado de la cama, y en cuanto pensó en el inminente viaje a Nashville (partir rumbo al aeródromo de Portland a las ocho para tomar el vuelo de Delta a las nueve cuarenta), el corazón le dio un vuelco de terror, y su estómago vacío, por lo general tranquilo, se contrajo a causa de una inquietud en apariencia carente de motivo. Procesó aquellas sensaciones con sorprendido malestar, ya que por regla general le encantaba viajar, sobre todo con Scott, ambos sentados en agradable compañía, cada uno con su libro abierto sobre el regazo. A veces, Scott le leía un pasaje del suyo, y a veces, ella hacía lo mismo. En ocasiones, Lisey percibía algo y al alzar la cabeza encontraba la mirada solemne de Scott clavada en ella, como si todavía constituyera un misterio para él. Sí, y a veces había turbulencias, y eso también le gustaba, porque le recordaba las atracciones de la feria de Topsham cuando ella y sus hermanas eran niñas. A Scott tampoco le molestaban las turbulencias. Recordaba un descenso especialmente movidito hacia el aeropuerto de Denver en un pequeño avión de hélices de Aerolíneas Cadáver que daba tumbos por el cielo, con fuertes vientos, nubarrones de tormenta, y a Scott dando saltitos en su asiento como un niño pequeño con ganas de hacer pipí, una sonrisa enloquecida pintada en el rostro. No, las atracciones que asustaban a Scott eran las suaves pendientes por las que descendía en sus noches de insomnio. A veces hablaba (con lucidez, sonriendo incluso) de cosas que podías ver en la pantalla de un televisor apagado. O en un vaso de chupito si lo ladeabas en un ángulo determinado. Lisey se asustaba al oírlo hablar de aquella forma, porque era una locura y porque creía saber a qué se refería y no quería saberlo.
    Por tanto, no eran las bajas presiones lo que la inquietaban, al menos no entonces, ni tampoco la perspectiva de subir a otro avión. Y entonces, en el baño, al alargar la mano para pulsar el interruptor de la luz situado sobre el lavabo, algo que había hecho sin contratiempo alguno los ocho años que llevaban viviendo en la casa de Sugar Top Hill, es decir, unos tres mil días, más de los que habían pasado de viaje, golpeó el vaso de los cepillos de dientes con el dorso de la mano y lo derribó al suelo, donde se hizo añicos, unos tres mil puñeteros añicos.
    -¡Maldita sea la madre que me...! –gritó, los labios contraídos en una mueca feroz, asustada y molesta al verse en aquel estado.
    No creía en las señales, ella no, cómo iba Lisey Landon, esposa del escritor, a creer en ellas, o la pequeña Lisey Debusher de Sabbatus Road, en Lisbon Falls. Las señales eran para los irlandeses.
    Scott, que acababa de regresar al dormitorio con dos tazas de café y un plato de tostadas con mantequilla, se detuvo en seco.
    -¿Qué has roto, cariño?
    -Nada salido del culo del perro –espetó Lisey con fiereza.
    Sus propias palabras la dejaron atónita. Aquella era una de las expresiones predilectas de la abuela Debusher, y la abuela Debusher sí había creído en la señales, pero aquella vieja irlandesa había estirado la pata cuando Lisey tenía cuatro años. ¿Cómo era posible que la recordara? Pero así era, por lo visto, porque mientras permanecía allí de pie, inmóvil, contemplando los fragmentos de vidrio, su mente formuló el presagio con la voz ronca por el tabaco de la abuela Debusher..., y vuelve a formularla ahora, mientras observa a su marido aguantar el tipo como un campeón,
    ataviado con su americana de verano más ligera (que pese a ello bien pronto quedará empapada de sudor bajo los brazos).
    Cristal roto por la mañana, corazones rotos por la noche.
    Eso afirmaba la sabiduría de la abuela Debusher, una sabiduría grabada en la memoria de al menos una niña pequeña antes de que la anciana se desplomara muerta en el gallinero con el delantal lleno de pienso y un paquete de tabaco de mascar atado bajo la manga.
    En definitiva...
    No es por el calor, por el viaje ni por Dashmiel, que ha acabado actuando de anfitrión sólo porque el director del departamento de literatura inglesa, con quien Scott se ha estado carteando, está ingresado en el hospital después de que ayer le extirparan de urgencia la vesícula biliar. Es por el... puto vaso de los cepillos de dientes roto, en combinación con las palabras de una abuela irlandesa muerta largo tiempo atrás. Y lo curioso del caso, como Scott señalará más tarde, es que basta para ponerla de los nervios, lo justo para hacerla perder la cabeza.
    A veces, le dirá Scott poco después, tendido en una cama de hospital (ah, pero bien podría estar muerto sobre una camilla del instituto anatómico para pasar todas aquellas noches insomnes y obsesivas hasta la eternidad), con su nueva voz quebrada y sibilante, a veces lo justo es suficiente. Como el dicho.
    Y ella sabrá exactamente a qué se refiere.


    4

    Roger Dashmiel tiene más de un quebradero de cabeza hoy, Lisey lo sabe bien. Eso no hace que le caiga mejor, pero lo sabe. Si en algún momento existió un guión para la ceremonia, el profesor Hegstrom (el del ataque de vesícula) debía de estar demasiado aturdido por las postrimerías de la anestesia para contarle a Dashmiel o a otro en qué consiste o dónde está. En consecuencia, Dashmiel cuenta con poco más que la hora y un elenco de personajes cuyo protagonista es un escritor que le cayó mal desde el primer momento. Cuando el reducido grupo de personalidades salió de Inman Hall, hogar temporal del personal de biblioteconomía, para efectuar el breve pero abrasador trayecto que los separaba del futuro emplazamiento de la biblioteca Shipman, Dashmiel comentó a Scott que se verían obligados a improvisar. Scott se encogió de hombros con actitud afable y asintió; no le importaba en absoluto, ya que para Scott Landon, la improvisación era un modus vivendi.
    -Yo lo presentaré –anunció el hombre al que en los años venideros Lisey recordaría como el pollo frito sureño de mierda mientras caminaban hacia el solar ardiente sobre el que se alzaría la nueva biblioteca (biblioteca se pronuncia biiiibloteeeca en dashmielés).
    El fotógrafo encargado de inmortalizar el acontecimiento revoloteaba incansable de un lado a otro, haciendo foto tras foto, atareado como un castor. Ante ellos, Lisey divisó un rectángulo de tierra marrón de unos tres metros por dos, según calculó, acarreada hasta el lugar por la mañana a juzgar por su aspecto ya algo desvaído. A nadie se le había ocurrido instalar una carpa, por lo que la superficie de la tierra fresca ya mostraba un brillo grisáceo.
    -Alguien tiene que hacerlo –replicó Scott.
    Dashmiel frunció el ceño como si un moscardón insignificante se hubiera estrellado contra su frente y lanzó un suspiro antes de continuar.
    -A la presentación seguirán los aplausos...
    -Como la noche sigue al día –murmuró Scott.
    -... y entonces usted dice unas palaaaabras –terminó Dashmiel.
    Más allá del solar medio derretido por el calor que aguardaba la construcción de la biblioteca, un aparcamiento recién pavimentado relucía al sol, asfalto liso y líneas amarillas. Lisey divisó olas de agua inexistente en su extremo más alejado.
    -Será un placer –dijo Scott.
    La inalterable afabilidad de sus respuestas pareció preocupar a Dashmiel en lugar de tranquilizarlo.
    -Espeeeero que no quiera hablar demasiado durante la ceremonia –le advirtió con bastante severidad mientras se acercaban a la zona acordonada.
    La zona en sí aparecía despejada, pero la multitud que se había reunido era tan numerosa que casi llegaba hasta el aparcamiento. Otra muchedumbre aún más nutrida había seguido a Dashmiel y los Landon desde Inman Hall. Muy pronto, ambos grupos se fundirían en uno solo, y Lisey, a quien por lo general las multitudes no la molestaban más que las turbulencias a siete mil metros de altitud, experimentó una profunda inquietud. Se le ocurrió que tanta gente junta en un día tan caluroso absorbería todo el oxígeno del aire. Una idea absurda, por supuesto, pero...
    -Qué calor hace, incluso para Nashville en agosto, ¿verdad, Toooney?
    Tony Eddington asintió como un buen chico pero guardó silencio. De momento, sólo había abierto la boca para identificar al incansable fotógrafo como Stefan Queensland, de la Universidad de Tennessee en Nashville, promoción del 85, actualmente empleado en el American de Nashville.
    -Espero que le echen una mano si pueden –había pedido Tonny Eddington en voz baja a Scott al echar a andar hacia el solar.
    Eddington llevaba un pequeño cuaderno de espiral en el que hasta entonces no había escrito absolutamente nada, al menos que Lisey pudiera apreciar.
    -Cuando termine de hablaaaar –prosiguió Dashmiel-, habrá más aplausos. Y entonces, señor Landon...
    -Llámeme Scott.
    En el rostro de Dashmiel apareció una sonrisa torva que se esfumó al instante.
    -Y entonces, Scott, va usted y coge esa primera e importantíiiiiiisima palada de tierraaaaaa –finalizó, aunque a Lisey le llevó unos instantes dilucidar aquellas palabras pronunciadas con un espesísimo deje de Luisiana tan sólo creíble a medias.
    -Estupendo –aseguró Scott.
    Y no tuvo ocasión de añadir nada más, pues habían llegado al lugar de la ceremonia.


    5

    Tal vez es un vestigio del vaso roto, aquella sensación de presagio, pero en cualquier caso, el rectángulo de tierra fresca recuerda a Lisey una tumba tamaño XL, como si fuera para un gigante. Las dos multitudes se agolpan en torna a ella en círculo, fundiéndose en una sola y creando en el centro ese espacio vacío, desprovisto de oxígeno. Hay un guardia de seguridad del campus apostado en cada esquina de la barrera de cinta ornamental de terciopelo, bajo la que Dashmiel, Scott y Toooney Eddington se agachan para pasar. Queensland, el fotógrafo, sigue bailando sin cesar con la enorme Nikon ante el rostro. Weegee el fotógrafo sensacionalista, piensa Lisey, y cae en la cuenta de que lo envidia. Es tan libre en su danza bajo el sol abrasador; tiene veinticinco años y está en plena forma. Dashmiel, sin embargo, lo observa con una
    impaciencia creciente que Stefan Queensland finge no ver hasta que consigue la instantánea que buscaba. Lisey cree que es una imagen de Scott solo, el pie apoyado sobre la ridícula pala plateada, el cabello ondeando al viento. Sea como fuere, el muchacho acaba por bajar la voluminosa cámara y retrocede hasta la curva más alejada del círculo de mirones. Y es entonces, mientras lo sigue con mirada algo melancólica, cuando Lisey ve por primera vez al loco. Su rostro muestra la expresión, según escribirá más tarde un periodista local, “de John Lennon en los últimos días de sus escarceos con la heroína..., ojos hundidos y vigilantes en extraño e inquietante contraste con su rostro marcado por cierta melancolía aniñada”.
    En aquel momento, aparte de reparar en la melena rubia y alborotada, Lisey no se fija en el joven. No está de humor para mostrarse observadora; tan sólo quiere que esto acabe de una vez para poder buscar un lavabo en la facultad de filología inglesa, al otro lado del aparcamiento, y sacarse las bragas rebeldes de la raja del culo. Además tiene ganas de orinar, pero ahora mismo es una necesidad bastante secundaria.
    -Señoras y señores –empieza Dashmiel con voz potente-, es para mí un honor presentarles al señor Scott Landon, autor de la obra Reliquias, ganadora del premio Pulitzer, y de Hija del sabotaje, ganadora del Premio Nacional de Literatura. Ha venido hasta aquí desde Maine con su encantadora esposa Lisa para inaugurar la construcción, sí, por fin, de nuestra Bibloteeeeeca Shipman. ¡Con todos ustedes, Scott Landon! ¡Démosle un auténtico aplauso de Naaaashville!
    La multitud aplaude de inmediato y con entusiasmo. También la encantadora esposa se une al homenaje, batiendo de palmas con ademán automático mientras mira a Dashmiel y piensa: “Ganó el Premio Nacional de Literatura por Hija del cabotaje, no del sabotaje. Y tengo la sensación de que la has cagado adrede. ¿Por qué no te cae bien, hombrecillo mezquino?”
    En ese momento mira por encima del hombro de Dashmiel y ahora sí se fija en Gerd Allen Cole. Está ahí de pie, la fabulosa melena rubia caída sobre las cejas, las mangas de la camisa blanca varias tallas demasiado grande subidas hasta los bíceps insignificantes. Los faldones de la camisa le cuelgan casi hasta las rodillas desvaídas de los vaqueros que lleva. Calza botas de trabajo con hebillas laterales que a Lisey se le antojan del todo inadecuadas para el calor abrasador. En lugar de aplaudir, el rubio tiene las manos entrelazadas con gesto algo mojigato ante el cuerpo, en su rostro se pinta una sonrisa espeluznante de tan beatífica, y sus labios se mueven como si rezara..., pero mira a Scott de hito en hito. Lisey etiqueta al rubio de inmediato. Considera a esa clase de tipos, siempre hombres, “fans del espacio exterior”. Los fans del espacio exterior siempre tienen mucho que decir; siempre quieren asir a Scott del brazo y asegurarle que comprenden los mensajes ocultos en sus libros. Los fans del espacio exterior saben que los libros son en realidad guías secretas sobre Dios, Satanás o tal vez los Evangelios Gnósticos. Puede que les vaya la cienciología o la numerología. O les urja hablar de las Mentiras Cósmicas de Brigham Young. En ocasiones quieren hablar de otros mundos, mundos secretos. Hace dos años, un fan del espacio exterior viajó a dedo desde Texas hasta Maine para hablar con Scott sobre “vestigios”. Según él, se hallaban sobre todo en islas deshabitadas del hemisferio sur, y sabía a ciencia cierta que era eso de lo que hablaba Scott en su novela Reliquias. Insistió en indicarle a Scott las palabras subrayadas que lo demostraban. Ese tipo puso a Lisey un poco nerviosa, porque producía cierta sensación de ausencia, pero Scott charló un rato con él, lo invitó a una cerveza, comentó el tema de los monolitos de la Isla de Pascua, se quedó con los panfletos que le dio, le firmó un ejemplar de bolsillo de Reliquias y lo despachó más contento que unas pascuas. A veces, cuando está inspirado, Scott es increíble, no existe otra palabra para definirlo.
    En este momento, a Lisey no se le ocurre pensar en un suceso violento, y menos aún en que el rubio esté a punto de ponerse en plan Mark David Chapman con su esposo. Mi mente no funciona así, habría dicho en caso de que le hubieran preguntado al respecto. Lo que pasa es que no me gustó cómo movía los labios.
    Scott agradece los aplausos (y algún que otro grito rebelde) con la sonrisa marca Scott Landon que aparece en millones de solapas de libros sin dejar de mantener el equilibrio con un pie mientras el otro se apoya sobre la ridícula pala, que se hunde lentamente en la tierra transportada hasta el lugar para la ocasión. Deja que los aplausos se prolonguen durante diez o quince segundos, siguiendo el consejo de su intuición, que rara vez se equivoca, y luego alza la mano en petición de silencio. Y funciona. A la primera. Patapám. Mola un montón, aunque de un modo algo sobrecogedor.
    Cuando empieza a hablar, su voz no parece en modo alguno tan potente como la de Dashmiel, pero Lisey sabe que aun sin micrófono ni megáfono (cuya ausencia esta tarde se debe probablemente al despiste de alguien), lo oirán incluso los espectadores más alejados. Y éstos le ayudan guardando el más completo silencio para no perderse ninguna de sus palabras mágicas. Un Hombre Famoso ha venido a ellos, un Pensador, un Escritor a punto de compartir un poco de su sabiduría.
    Todos sudan como cerdos. Cerdos sudorosos. Pero ¿acaso su padre no le decía siempre que los cerdos no sudan?
    Ante ella, el rubio se aparta la melena alborotada de la frente blanca y fina. Sus manos son tan blancas como su frente, y Lisey piensa: Este cerdito pasa mucho tiempo en casa. Un cerdito doméstico, ¿por qué no? A juzgar por su aspecto, tiene un montón de ideas siderales en las que pensar.
    Cambia el peso del cuerpo al otro pie, y la seda de sus bragas casi chirría atrapada allá en la raja del culo. ¡Qué pesadez! Por un instante olvida al rubio y se pregunta si quizás no podría..., mientras Scott habla..., con mucho disimulo, claro está...
    En aquel momento oye a su madre. Tres palabras pronunciadas con expresión adusta que no admiten discusión: No, Lisey, espera.
    -No pienso echaros un sermón –asegura Scott.
    Lisey reconoce el acento gárrulo de Gully Foyle, el protagonista de su novela favorita, Las estrellas mi destino, de Alfred Bester.
    -Hace demasiado calor para sermones.
    -¡Ilumínanos, Scotty! –grita alguien con entusiasmo desde la quinta o sexta fila, cerca del aparcamiento.
    La multitud ríe y vitorea.
    -No puedo, hermano –responde Scott-. Los transportadores están estropeados, y nos hemos quedado sin cristales de litio.
    La muchedumbre, para la que tanto la agudeza como su réplica constituyen una novedad (Lisey las ha oído ambas al menos cincuenta veces, quizás incluso cien), ruge aprobadora y vuelve a aplaudir. Desde su puesto, el rubio sonríe sin segregar una sola gota de sudor mientras se agarra la delicada muñeca izquierda con la mano derecha de largos dedos. Por fin, Scott retira el pie de la pala, pero no como si se le hubiera acabado la paciencia, sino como si, por un instante, hubiera encontrado otra utilidad para la herramienta. Y por lo visto así es. Lisey lo observa con cierta fascinación, porque ahí está Scott en plena forma, el del espectáculo puro y duro.
    -Estamos en 1988 y el mundo se ha sumido en las tinieblas –dice.
    Desliza el metro escaso del mango de madera de la pala entre los dedos ahuecados hasta que éstos descansan cerca del extremo. El sol arranca un destello al metal, que por un instante deslumbra a Lisey antes de desaparecer casi por completo
    tras la manga de la ligera americana de Scott. Una vez oculta la pala, utiliza el mango como puntero para enumerar problemas y tragedias.
    -En marzo, Oliver North y el vicealmirante John Pindexter son acusados de conspiración... Es el maravilloso mundo del caso Irán-Contra, en el que las armas gobiernan la política y el dinero gobierna el mundo. En Gibraltar, integrantes de las fuerzas aéreas británicas matan a tres miembros desarmados del IRA. Quizás deberían cambiar el lema de la SAS para que en lugar de “Los osados vencen” sea “Dispara primero, pregunta después”.
    Una carcajada recorre el público. Roger Dashmiel parece acalorado y molesto por esta lección inesperada de historia reciente, pero Tony Eddington ha empezado por fin a tomar notas.
    -Pero no hace falta ir tan lejos. En julio, los americanos la cagamos y derribamos un avión iraní con doscientos noventa civiles a bordo, sesenta y seis de los cuales son niños. La epidemia del sida mata a miles de personas y afecta a... Bueno, la verdad es que no lo sabemos con exactitud. ¿A cientos de miles? ¿A millones? El mundo se sume en las tinieblas; el derramamiento de sangre del señor Yeats se convierte en un río en plena crecida.
    Baja la mirada hacia la tierra ya grisácea, y de repente Lisey se aterra ante la posibilidad de que esté viendo a su monstruo particular, esa cosa enorme y de pelaje moteado, de que esté a punto de estallar, tal vez incluso de sufrir ese colapso nervioso que Lisey sabe que teme (de hecho, ella lo teme tanto como él). Pero entonces, sin que su corazón tenga apenas ocasión de acelerarse, Scott levanta la cabeza, sonríe como un niño en el parque de atracciones, lanza la pala al aire y la coge al vuelo por el centro del mango. Es un gesto espectacular, de macarra de bar, y los espectadores de las primeras filas profieren exclamaciones de asombro. Pero Scott no ha terminado. Sosteniendo la pala ante sí, hace girar el mango con destreza entre los dedos, cada vez más deprisa, hasta alcanzar una velocidad vertiginosa. Es un movimiento de majorette, tan deslumbrante a causa de los destellos que el sol arranca a la pala como inesperado. Lisey lleva casada con él desde 1979, casi nueve años, y no tenía ni idea de que semejante guapada formara parte de su repertorio. ¿Cuántos años hacen falta, se preguntará dos noches más tarde, tendida a solas en la cama del motel cutre, escuchando a los perros ladrar a la luna anaranjada de Nashville, para que el estúpido peso del tiempo acabe con la emoción del matrimonio? ¿Cuánta suerte hay que tener para que el amor gane la partida al tiempo? El derviche plateado en que se ha convertido la pala es como un toque de diana que recorre la superficie aturdida y sudorosa de la multitud reunida allí. De repente, el marido de Lisey se ha convertido en Scott el Buhonero Sonriente, y ella nunca había experimentado semejante alivio al ver aquella sonrisa fantasmona en su rostro. Primero los ha decepcionado con su retahíla de desgracias y ahora se dispone a venderles el dudoso buen humor con que espera enviarlos de vuelta a casa. Y Lisey cree que comprarán a pesar del calor tórrido de esta tarde de agosto. Cuando está así, Scott es capaz de vender neveras a los esquimales, como suele decirse... y Dios bendiga ese inagotable lago lingüístico al que todos acudimos a beber, como sin duda añadiría (y ha añadido más de una vez) Scott.
    -Pero si cada libro es como una lucecita que mitiga esas tinieblas, y así lo creo, así lo creo, me lo tengo que creer porque a fin de cuentas escribo esas cosas, joder..., pues entonces cada biblioteca es una gran hoguera a la que diez mil personas acuden para entrar en calor cada día y cada noche. Nada de Fahrenheit 451, amigos. Más bien Fahrenheit 4000, porque no estamos hablando de hornos de cocina, sino de enormes calderas de la mente, inmensos hornos de fundición intelectual. Esta tarde celebramos el inicio de una de esas hogueras, y es para mí un honor formar parte de ella. Estamos aquí
    para escupir al olvido en el ojo y darle una patada en los cojones a la ignorancia. ¡Eh, fotógrafo!
    Stefan Queensland da un respingo, pero sonríe.
    También sonriente, Scott continúa:
    -Y ahora coged una de éstas. Puede que las fuerzas vivas no quieran usarla, pero vosotros sí, seguro.
    Scott sostiene la herramienta en alto como si se dispusiera a hacerla girar de nuevo, y la multitud profiere una leve exclamación esperanzada, pero les está tomando el pelo. De repente desliza la mano izquierda hasta la empuñadura y coloca la derecha a unos treinta centímetros de distancia. Luego se agacha y clava la pala en la tierra, sumergiendo en ella su brillo ardiente. Al poco la saca, arroja la tierra recogida a un lado y grita:
    -¡Declaro inaugurada la construcción de la Biblioteca Shipman!
    Los aplausos que siguen a estas palabras hacen que los anteriores parezcan las palmadas corteses que se oyen en un partido de tenis de escuela pija. Lisey no sabe si el señor Queensland ha captado la primera palada ceremonial, pero cuando Scott alza la ridícula pala al cielo cual héroe olímpico, el fotógrafo captura la imagen sin duda alguna, riendo mientras toma la fotografía. Scott permanece un instante en esta pose (por casualidad, Lisey mira a Dashmiel y lo sorprende dirigiendo una mirada exasperada al señor Eddington..., Toooney), luego baja la pala para sostenerla atravesada entre los brazos y sonríe, las mejillas y la frente perladas de sudor. Los aplausos empiezan a remitir; el público cree que ha terminado. Lisey está convencida de que apenas si ha metido segunda.
    Cuando se hace el silencio suficiente para que puedan oírlo de nuevo, Scott se inclina para coger otra palada de tierra.
    -¡Ésta es para el salvaje Bill Yeats! –Otra palada-. ¡Ésta para Poe, también conocido como Eddie de Baltimore! –Otra palada-. ¡Ésta para Alfie Bester, y si no habéis leído nada de él, debería daros vergüenza!
    Parece estar quedándose sin resuello, y aunque todavía divertida, Lisey empieza a alarmarse. Hace tanto calor. Intentar recordar qué ha almorzado Scott, si algo ligero o algo pesado.
    -Y ésta...
    Sepulta por última vez la pala en lo que se ha convertido en un respetable hoyo, mientras Queensland documenta cada palada sin perder comba, y la retira, sosteniéndola en alto. Tiene la pechera de la camisa oscurecida por el sudor.
    -Bueno, ¿por qué no pensáis en la persona que escribió vuestro primer libro favorito? ¿Ése que se os metió en las venas y os transportó al éxtasis? ¿Sabéis a qué me refiero?
    Lo saben; se adivina en cada rostro encarado con el de Scott.
    -Ése que en un mundo ideal sería el primero que sacaríais de la Biblioteca Shipman cuando por fin abra sus puertas. Vale, pues ésta va por él, ella o ellos.
    Echa la tierra a un lado, agita la pala por última vez y se vuelve hacia Dashmiel..., que tendría que estar encantado con la labia de Scott, piensa Lisey, a fin de cuentas pidió improvisación, y Scott se la ha dado, sí, señor, pero que parece más cabreado que otra cosa.
    -Creo que hemos terminado –anuncia Scott al tiempo que alarga la pala a Dashmiel.
    -No, quédesela –dice Dashmiel-, como recuerdo y muestra de nuestro agradecimiento. Además del talón, claro –La sonrisa, es decir, el rictus, aparece y
    desaparece en una suerte de calambre doloroso-. ¿Vamos a que nos dé el aire acondicionado?
    -Por supuesto –murmura Scott, algo pensativo, antes de pasarle la pala a Lisey, al igual que le ha pasado tantos otros objetos, por lo general indeseados, a lo largo de los últimos doce años de su celebridad, desde remos decorativos hasta gorras de los Red Sox de Boston encerradas en cubos transparentes, pasando por máscaras de tragedia y comedia..., pero casi siempre juegos de lápiz y bolígrafo. Tantos y tantos juegos de lápiz y bolígrafo. Waterman, Scripto, Schaeffer, Montblanc, de todo.
    Lisey contempla la reluciente hoja plateada de la pala, tan perpleja como su amado (sigue siendo su amado). Distingue algunas manchas en las letras grabadas, “PRIMERA PIEDRA, BIBLIOTECA SHIPMAN”, y Lisey sopla para eliminarlas. A continuación vuelve a contemplar el dudoso premio que le ha tocado. ¿Dónde acabará? En el verano de 1988, el estudio sigue en obras, aunque la dirección ya es válida, y Scott ya ha empezado a almacenar cosas en los compartimentos de la planta baja del granero. En muchas de las cajas de cartón ha garabateado “¡SCOTT! ¡LOS PRIMEROS AÑOS!” en grandes letras de rotulador negro. A buen seguro, la pala acabará entre aquellos trastos, desperdiciando su brillo en la penumbra. Puede que ella misma lo guarde allí y le ponga una etiqueta que diga “¡SCOTT! ¡LOS AÑOS DEL MEDIO!” en broma... o como premio. La clase de obsequio absurdo e inesperado que Scott denomina...
    Pero, Dashmiel se ha puesto en movimiento. Sin decir nada más, como si estuviera harto de todo el asunto y resuelto a concluirlo lo antes posible, echa a andar por el rectángulo de tierra fresca, sorteando el hoyo que la última palada de Scott casi ha conseguido ascender a la categoría de zanja. Los talones de los relucientes zapatos negros de Dashmiel, modelo “soy un profesor adjunto en ascenso y no se os ocurra olvidarlo” se hunden en la tierra a cada paso. Dashmiel tiene que esforzarse por mantener el equilibrio, y Lisey supone que eso no hace más que empeorar su humor. Tony Eddington lo alcanza para caminar a su lado con aire pensativo. Scott vacila un instante, como si no supiera a ciencia cierta qué ocurre, y por fin empieza a andar, situándose entre su anfitrión y su biógrafo por un día. Lisey los sigue, como suele hacer. Scott ha logrado encandilarla lo suficiente para hacerla olvidar aquella sensación de presagio
    (cristal roto por la mañana)
    durante un rato, pero ahora resurge
    (corazones rotos por la noche)
    con fuerza renovada. Supone que por eso se le antojan tan grandes todos estos detalles. Está convencida de que el mundo recobrará cierta normalidad en cuanto alcance el aire acondicionado. Y en cuanto se haya sacado las malditas bragas de la raja del culo.
    Casi ha terminado, se recuerda, y curiosidades de la vida, en ese preciso instante el día empieza a irse al garete.
    Un guardia de seguridad de la universidad mayor que los demás destinados a la ceremonia (dieciocho años más tarde lo identificará como el capitán S. Heffernan en la fotografía del Queensland) sostiene en alto la cinta en el extremo más alejado del rectángulo ceremonial de tierra. Lo único que advierte es que lleva lo que su marido habría denominado una placa de tres pares de narices y cojones sobre la camisa caqui. Scott y sus acompañantes se agachan para pasar bajo la cinta en un movimiento tan sincronizado que casi parece coreografiado.
    La multitud avanza hacia el aparcamiento en pos de las personalidades..., con una excepción. El rubio no está avanzando hacia el aparcamiento. El rubio sigue
    inmóvil en el costado del rectángulo de tierra más próximo al aparcamiento. Algunas personas chocan contra él y lo obligan a retroceder hacia la tierra abrasada donde se alzará la Biblioteca Shipman en 1991 (si es que puede uno fiarse de los constructores, claro está). Acto seguido echa a andar contra corriente, separando las manos para apartar de su izquierda a una chica y de su derecha a un hombre. Sigue moviendo los labios. En el primer momento, Lisey vuelve a pensar que está rezando, pero de repente oye una suerte de galimatías quebrado (la clase de galimatías que escribiría un mal imitador de James Joyce), y por primera vez se alarma en serio. Los extraños ojos azules del rubio siguen fijos en su marido, en él y en nada más, pero Lisey comprende que el tipo no tiene intención alguna de hablar de vestigios ni de los subtextos religiosos ocultos en las novelas de Scott. Ese tipo no es un fan del espacio exterior cualquiera.
    -Las campanas de la iglesia resonaban por toda Angel Street –dice el rubio.
    Dice Gerd Allen Cole, quien como se sabrá más tarde, pasó el decimoséptimo año de su vida ingresado en un carísimo centro psiquiátrico de Virginia, del que fue dado de alta sin reservas. Lisey alcanza a oír cada una de sus palabras, que cortan el murmullo de las conversaciones de los presentes como un cuchillo corta una tarta dulce y ligera.
    -Ese sonido infernal, como lluvia sobre un tejado de hojalata. Flores sucias, sucias y dulces, ¡las campanas de la iglesia resuenan en mi sótano que no veas!
    Una mano que parece consistir tan sólo en un conjunto de dedos largos y pálidos se desliza bajo el faldón de la camisa blanca, y Lisey entiende perfectamente lo que ocurre. Le asalta la mente como vertiginosas imágenes televisivas
    (George Wallace Arthur Bremmer)
    de su infancia. Desvía la mirada hacia Scott, pero Scott está hablando con Dashmiel. Por su parte, Dashmiel mira a Stefan Queensland con una expresión disgustada que parece decir “¡Para! ¡Basta! ¡De fotos! ¡Por hoy! ¡Gracias!”. A su vez, Queensland ha bajado la mirada hacia su cámara para efectuar algún ajuste, y Anthony “Toooney” Eddington está anotando algo en su cuaderno. Lisey ve al guardia de seguridad entrado en años, el del uniforme caqui con la placa de tres pares de narices y cojones sobre la camisa; el hombre escudriña la multitud, pero la parte equivocada de la multitud, maldita sea. Es imposible que Lisey vea a toda esa gente y también al rubio, pero los ve, los ve, incluso distingue los labios de Scott formar las palabras “gracias, ha ido bastante bien”, la frase forzada que pronuncia a menudo tras ceremonias como ésta, y... oh Dios, oh Jesús, María y Pepe el Carpintero, intenta gritar el nombre de Scott, pero un nudo en la garganta se lo impide, el gaznate se le convierte en una cavidad reseca, desprovista de saliva, no puede decir nada, y el Rubio se sube el dobladillo de la enorme camisa blanca, debajo de la cual hay trabillas vacías y un vientre blanco y plano, y contra esa piel blanca se recorta la culata de un arma que el Rubio aferra, y Lisey lo oye decir mientras se acerca a Scott por la derecha:
    -Si sella los labios de las campanas, habrá cumplido su misión. Lo siento, papá.
    Lisey echa a correr, o lo intenta, pero tiene los pies pegados al suelo como una mala cosa, y ante ella, alguien se interpone en su camino, una robusta estudiante con el cabello recogido con un ancho lazo de seda blanca en el que se ve estampada la palabra NASHVILLE en azul ribeteado de rojo (en efecto, Lisey lo ve todo), y Lisey la empuja con la mano en la que sujeta la pala de plata, y la estudiante espeta un “¡Eh!” molesto, salvo que a oídos de Lisey, la exclamación suena lenta y arrastrada, como grabada a 45 revoluciones y reproducida a 33 o quizás incluso a 16. El mundo entero se ha convertido en un mar de alquitrán caliente, y por un instante que se le antoja eterno, la estudiante le impide ver a Scott. Lo único que ve es el hombro de Dashmiel y a Tony Eddington hojeando su maldito cuaderno.
    Por fin, la estudiante despeja el campo de visión de Lisey, y cuando vuelve a ver a Dashmiel y a su marido, Lisey observa que el profesor hace un ademán brusco con la cabeza y se pone rígido. Todo sucede en un instante. Lisey ve lo mismo que Dashmiel. Ve al Rubio con el arma (que resultará ser una Ladysmith del calibre 22 fabricada en Corea y comprada en un rastrillo del distrito sur de Nashville por treinta y siete dólares) apuntando a Scott, que por fin ha advertido el peligro y se detiene. En tiempo alquitranado de Lisey, todo ocurre muy, muy despacio. No llega a ver la bala salir por el cañón de la 22, al menos no del todo, pero oye a Scott decir con voz suave y lenta, a lo largo de lo que parecen diez o incluso quince segundos:
    -Vamos a hablar, ¿de acuerdo, hijo?
    Y acto seguido ve un destello irregular de fuego amarillo y blanco surgir del cañón niquelado del arma. Oye un chasquido, un chasquido insignificante, ridículo, el sonido que provocaría alguien al reventar con la mano una bolsa de papel llena de aire. Ve a Dashmiel, ese pollo frito sureño de mierda, escabullirse hacia la izquierda. Ve a Scott dar un traspié hacia atrás al tiempo que adelanta el mentón. Se trata de una combinación estrambótica y grácil, como un paso de baile. En el costado derecho de su americana de verano se abre un orificio negro.
    -Hijo, estoy seguro de que no quieres hacer esto –musita en ese tiempo de Lisey extralento.
    Y aun en tiempo de Lisey ésta advierte que su voz se torna cada vez más débil hasta parecerse a la de los pilotos de pruebas en las cámaras de gran altitud. Sin embargo, Lisey cree que todavía no es consciente de que le han disparado. De hecho, está casi segura de ello. La americana se abre como una verja cuando Scott extiende la mano para ordenar al joven que se detenga, y Lisey se fija en dos cosas a un tiempo: La primera es que la camisa que lleva debajo se está tiñendo de rojo; la segunda es que por fin ha conseguido echar a correr.
    -Tengo que acabar con todo este campaneo –declara Gerd Allen Cole con voz quejumbrosa y absolutamente clara-. Tengo que acabar con todo este campaneo por las fresias.
    Y de repente, Lisey está convencida de que Scott es hombre muerto. Una vez cumplida su misión, el rubio se suicidará o bien fingirá intentarlo. Pero de momento tiene que zanjar el asunto. El asunto del escritor. El rubio desplaza ligeramente la muñeca hasta que el cañón de la Ladysmith del calibre 22 apunta el lado izquierdo del pecho de Scott; en tiempo de Lisey, el gesto es lento y fluido. Ha disparado al pulmón y ahora va a encargarse del corazón. Lisey sabe que no puede permitirlo. Si quiere que su marido tenga alguna oportunidad, no puede permitir que ese chiflado mortífero le meta más plomo en el cuerpo.
    -No acabará hasta que acabe contigo –continúa Gerd Allen Cole como si pretendiera desmentir sus pensamientos-. Eres responsable de todas estas repeticiones, tío. Eres el infierno, eres un mono, ¡y ahora eres mi mono!
    Este discurso es lo más cercano a la coherencia que Lisey le ha escuchado hasta ahora, y los instantes que tarda en pronunciarlo proporcionan a Lisey el tiempo justo para agarrar con fuerza la pala de plata (el cuerpo sabe lo que tiene que hacer, y sus manos ya han tomado posiciones cerca del extremo del mango de un metro del trasto) y blandirla. Pese a ello, la competición está muy reñida. De tratarse de una carrera de caballos, sin duda el panel informativo habría instado a los espectadores a guardar los boletos hasta que se proyectara la fotografía de la llegada a meta. Pero cuando la carrera se disputa entre un hombre armado con una pistola y una mujer armada con una pala, no hace falta fotografía alguna. En la cámara lenta de Lisey, ésta ve la pala de plata estrellarse contra el arma y levantarla justo cuando el segundo destello de fuego surge
    del cañón (esta vez sólo ve parte del destello, y el cañón queda completamente oculto por la hoja de plata). Ve la pala describir una curva ascendente mientras la segunda bala se eleva inocua hacia el abrasador cielo de agosto. Ve la pistola salir despedida y tiene tiempo de pensar “Joder, sí que le has dado fuerte, compañera” antes de que el metal choque contra el rostro del rubio. Su mano queda entre la pala y la cara (se romperá tres de esos dedos largos y esbeltos), pero aun así la hoja de plata consigue romperle la nariz, el pómulo derecho, la órbita ósea que rodea el ojo derecho muy abierto y nueve dientes. Un matón de la Mafia armado con un puño americano no lo habría hecho mejor.
    Y ahora, todavía en tiempo ralentizado de Lisey, los elementos de la fotografía galardonada de Stefan Queensland empiezan a componerse.
    El capitán S. Heffernan ha visto lo que ocurre apenas un segundo o dos más tarde que Lisey, pero también tiene que lidiar con el problema de los mirones, en su caso un tipo gordo y granujiento ataviado con bermudas muy holgadas y una camiseta con una foto de un sonriente Scott Landon estampada en la pechera. El capitán Heffernan aparta al tipo con uno de sus musculosos hombros.
    Para entonces, el Rubio ya se está desplomando (y desapareciendo del encuadre de la futura fotografía) con una expresión aturdida en un ojo y el otro chorreando sangre. También le brota sangre a borbotones de la cavidad que quizás algún día pueda volver a servirle de boca. Heffernan se pierde por completo el golpe de Lisey.
    Tal vez recordando que en teoría es el maestro de ceremonias y no un gallina integral, Roger Dashmiel se vuelve hacia Eddington, su protegido, y Landon, su engorroso invitado de honor, justo a tiempo para ocupar su lugar como rostro anonadado y algo borroso al fondo de la futura fotografía.
    Por su parte, Scott Landon se aparta en estado de shock del encuadre de la fotografía galardonada. Camina como si nada le importara el calor en dirección al aparcamiento y Nelson Hall, sede del departamento de literatura inglesa y refugio dotado de aire acondicionado. Camina con sorprendente brío, al menos al principio, y buena parte de la multitud camina tras él, ajena en su mayoría a lo sucedido. Lisey está sorprendida y furiosa a un tiempo. A fin de cuentas, ¿cuántos de ellos han visto al Rubio con la ridícula pistolita en la mano? ¿Cuántos de ellos han reconocido el chasquido insignificante? El orificio en la americana de Scott bien podría ser una mancha de tierra, y la sangre que le empapa la camisa aún es invisible para el mundo exterior. Scott emite un extraño silbido cada vez que inspira, pero ¿cuántos de los presentes alcanzan a oírlo? No, la miran a ella, al menos algunos, la pava chiflada que por alguna razón inefable se ha ido de la olla y le ha roto la cara a un tipo con la pala de plata. Muchos de ellos sonríen, como si creyeran que todo forma parte de un espectáculo representado en su honor, el Espectáculo Itinerante de Scott Landon. Bueno, que les den por el culo, que le den por el culo a Dashmiel, que le den por el culo a ese guardia de seguridad entrado en años y mal pagado con su placa de tres pares de narices y cojones. Lo único que le importa ahora es Scott. Arroja la pala no del todo a ciegas hacia la derecha, y Eddington, ese Boswell de alquiler, la atrapa al vuelo. O eso o la pala le da en la nariz. A continuación, aún en esa espantosa cámara lenta, Lisey corre en pos de su marido, cuyo brío se esfuma en cuanto llega al calor abrasador del aparcamiento. A espaldas de Lisey, Tony Eddington escudriña la pala como si fuera metralla, un detector de radiación o el vestigio de una raza magnífica y extinguida, y el capitán S. Heffernan se le acerca, erróneamente convencido de que Eddington es el héroe del día. Lisey no es consciente de esa parte del episodio y no sabrá nada hasta que vea la fotografía de Queensland dieciocho años más tarde; de hecho, no le importaría lo más mínimo aun en el caso de saberlo, porque toda su atención se centra en su marido, que acaba de caer de
    manos y rodillas en el aparcamiento. Intenta desterrar el tiempo de Lisey para así poder correr más deprisa. Y es entonces cuando Queensland saca la fotografía y capta medio mocasín en el extremo derecho de la imagen, algo en lo que no repara ahora y en lo que no reparará nunca.


    6

    El ganador del premio Pulitzer, el enfant terrible que publicó su primera novela a la tierna edad de veintidós años, se desploma. Scott Landon cae como un fardo, como suele decirse.
    Lisey hace un esfuerzo ímprobo por desprenderse del pegamento temporal en el que parece hallarse atrapada. Debe liberarse porque si no llega hasta Scott antes de que la multitud lo rodee y le impida acercarse, con toda probabilidad lo matarán con su interés. Su amor sofocante.
    -¡Estáaaaaaa heriiiiiiiidooooo! –grita alguien.
    Lisey se grita a sí misma
    (ponte las pilas PONTE LAS PILAS AHORA MISMO)
    y éste resulta ser el toque definitivo. El pegamento que la atrapaba desaparece como por ensalmo. De repente se encuentra corriendo a toda velocidad, el mundo entero es ruido y calor y sudor y cuerpos que se empujan. Bendice la veloz realidad al tiempo que utiliza la mano izquierda para agarrarse la nalga izquierda y tirar para sacarse las malditas bragas de la raja del culo, ya está, por fin, al menos una cosa en este día infernal que funciona.
    Una estudiante ataviada con la típica camiseta de tirantes que se anudan sobre los hombros con grandes lazos amenaza con interponerse en su camino hacia Scott, pero Lisey se agacha y cae sobre el asfalto ardiente. No reparará en sus rodillas rasguñadas y llenas de ampollas hasta mucho más tarde, hasta que en el hospital un amable enfermero se dé cuenta y le aplique una loción, algo tan fresco y balsámico que la hará llorar de alivio. Pero eso es más tarde. Ahora mismo tiene la sensación de que sólo existen ella y Scott en el margen del caluroso aparcamiento, esa espeluznante pista de baile negra y amarilla en la que sin duda la temperatura es de cincuenta y cinco grados, o tal vez incluso de sesenta y cinco. Su mente intenta imponerle la imagen de un huevo friéndose en la vieja sartén de hierro de mamá, pero Lisey la destierra.
    Scott la está mirando.
    Alza la vista, y su rostro aparece cerúleo salvo por las manchas oscuras que se forman bajo sus ojos color avellana y el grueso reguero de sangre que le brota de la comisura derecha de la boca y desciende hacia su mandíbula.
    -Lisey –musita con esa voz débil de cámara de gran altitud-. ¿De verdad me ha disparado ese tipo?
    -No intentes hablar.
    Lisey le apoya una mano en el pecho. Su camisa, oh Dios, está empapada en sangre, y bajo ella percibe el latido de su corazón, veloz y poco profundo. No es el latido de un humano, sino de un pájaro. Pulso de paloma, piensa, y en ese instante la chica de la camiseta de tirantes con lazos cae sobre ella. Está a punto de aterrizar sobre Scott, pero Lisey lo protege instintivamente y carga con casi todo el peso de la chica (¡Eh! ¡Joder! ¡MIERDA! exclama la joven, sobresaltada) sobre la espalda. El peso permanece apenas un segundo y desaparece. Lisey ve a la chica extender la mano para frenar la caída (ay, divinos reflejos de la juventud, piensa como si ella misma tuviera
    cien años en lugar de treinta y uno), y lo consigue, aunque profiere gritos de dolor cuando el asfalto le quema la piel.
    -Lisey –susurra Scott.
    Dios mío, el silbido de su respiración cada vez que inspira, como el viento al pasar por una chimenea.
    -¿Quién me ha empujado? –exige saber la chica de los lazos.
    La chica está en cuclillas, el cabello que se le ha soltado de la coleta se le mete en los ojos, y llora de susto, dolor y vergüenza.
    Lisey se acerca aún más a Scott. El calor que desprende la aterra y le inspira una compasión más profunda de lo que jamás habría imaginado posible. Su marido tirita pese al calor. Empleando una sola mano, Lisey se quita la chaqueta con ademanes torpes.
    -Sí, te ha disparado, así que no hables ni intentes...
    -Tengo tanto calor –la interrumpe él, temblando con más fuerza.
    ¿Qué toca a continuación, las convulsiones? Los ojos avellana de Scott se clavan en los azules de Lisey. La sangre sigue brotándole de la comisura de la boca. Lisey la huele. Incluso el cuello de la camisa aparece teñido de rojo. El remedio del té no serviría de nada en este caso, piensa sin saber a ciencia cierta en qué está pensando. Esta vez hay demasiada sangre. Demasiada, joder.
    -Tengo tanto calor, Lisey, dame hielo, por favor.
    -Ahora te lo doy –le promete Lisey al tiempo que le coloca su chaqueta bajo la cabeza-. Ahora te lo doy, Scott.
    Gracias a Dios que lleva la americana, piensa, y de repente se le ocurre una idea.
    -¿Cómo te llamas? –pregunta a la chica, que sigue llorando en cuclillas, mientras la aferra por el brazo.
    La muchacha la mira como si la creyera chiflada, pero responde a la pregunta.
    -Lisa Lemke.
    Otra Lisa, qué pequeño es el mundo, piensa Lisey, aunque no lo expresa en voz alta.
    -Mi marido ha recibido un disparo, Lisa. ¿Puedes ir a... –No recuerda el nombre del edificio, tan sólo su función- ¿Puedes ir al departamento de literatura inglesa y pedir una ambulancia? Llama al número de emergencias...
    -¿Señora? ¿Señora Landon?
    Es el guardia de seguridad con la placa de tres pares de narices y cojones, que se abre paso entre la multitud con la inestimable ayuda de sus voluminosos codos. Al llegar junto a ella se acuclilla, y sus rodillas emiten sendos chasquidos. Más fuertes que la pistola del rubio, piensa Lisey. En una mano sostiene un walkie-talkie. Habla despacio y con precisión, como si se dirigiera a una niña trastornada.
    -He llamado a la enfermería del campus, señora Landon, y van a enviar su ambulancia, que trasladará a su marido al Memorial de Nashville. ¿Me ha entendido?
    Lisey lo ha entendido, y su gratitud (el guardia de seguridad ha actuado más allá del cumplimiento de su deber mal pagado, en opinión de Lisey) es casi tan profunda como la compasión que siente por su marido tendido sobre el asfalto ardiente y temblando como un perrito destemplado. Asiente y se enjuga la primera de las incontables lágrimas que derramará antes de llevar a Scott de regreso a Maine, esta vez no en un vuelo de Delta, sino en un avión privado con una enfermera privada y otra ambulancia y otra enfermera privada aguardándolos en la terminal de Aviación Civil del aeropuerto de Portland. Se vuelve de nuevo hacia Lisa Lemke.
    -Está ardiendo... ¿Hay hielo en alguna parte, tesoro? ¿Se te ocurre algún sitio donde pueda haber hielo?
    Lo dice sin demasiadas esperanzas y por tanto queda atónita al ver que Lemke asiente de inmediato.
    -Hay una cafetería con una máquina de Coca Cola justo ahí –explica al tiempo que señala Nelson Hall, que Lisey no alcanza a ver.
    Lo único que ve es un denso bosque de piernas desnudas, algunas velludas, otras lampiñas, algunas bronceadas, otras quemadas por el sol. Se da cuenta de que están rodeados, de que intenta atender a su marido en un espacio equivalente a un comprimido grande de vitaminas o de analgésico, y experimenta una punzada de claustrofobia. ¿O es agorafobia? Scott sin duda lo sabe.
    -Si puedes conseguirle un poco de hielo, hazlo, por favor –ruega a Lisa-. Y date prisa.
    Luego se vuelve hacia el guardia de seguridad, que parece estar comprobando el pulso de Scott, una actividad del todo inútil, en opinión de Lisey, porque ahora mismo todo se reduce a si está vivo o muerto.
    -¿Puede hacer que se retiren un poco? –le pide en tono casi suplicante-. Hace mucho calor, y...
    Antes de que pueda terminar, el guardia de seguridad se incorpora como impulsado por un resorte.
    -¡Retrocedan! –vocifera-. ¡Dejen paso a esta chica! ¡Retrocedan y dejen paso a esta chica! ¡Tenemos que dejarle respirar, chicos! ¿De acuerdo?
    La multitud retrocede... a regañadientes, se le antoja a Lisey. Le parece que no quieren perderse ni una gota de sangre.
    El asfalto despide un calor abrasador. Lisey medio esperaba acostumbrarse a él, como una se acostumbra al agua muy caliente de la ducha, pero no es así. Aguza el oído por si percibe el ulular de la sirena de la ambulancia, pero no oye nada. Pero al poco sí oye algo. Oye a Scott pronunciar su nombre. Graznar su nombre. Al mismo tiempo lo siente sufrir un espasmo contra el costado del top bañado en sudor que lleva (el sujetador se marca contra la seda con la claridad de un tatuaje inflamado). Baja la vista y ve algo que no le hace ni pizca de gracia. Scott está sonriendo. La sangre le ha teñido los labios de un rojo intenso, de arriba abajo, de lado a lado, y la sonrisa parece la de un payaso. A nadie le gustan los payasos a medianoche, piensa y a renglón seguido se pregunta de dónde habrá salido ese pensamiento. Más tarde, en algún momento de las largas y casi insomnes noches que la esperan, escuchando lo que parecen ser todos los perros de Nashville ladrarle a la luna ardiente de agosto, recordará que es el epigrama de la tercera novela de Scott, la única que tanto ella como los críticos detestan, la que los hizo ricos. Demonios vacíos.
    Scott sigue sufriendo espasmos junto a su top de seda azul, los ojos todavía relucientes y febriles en sus cuencas ahora ennegrecidas. Tiene algo que decir, y muy a su pesar, Lisey se inclina para escucharlo. Scott inhala aire en pequeñas dosis, en jadeos, un proceso ruidoso y aterrador. El olor a sangre se intensifica con la cercanía. Es desagradable. Huele a mineral.
    Es la muerte. Es el olor de la muerte.
    -Está muy cerca... –susurra Scott como si quisiera ratificar sus pensamientos-. No lo veo, pero... –Otra inspiración larga y ruidosa-. Lo oigo comer. Y gruñir.
    Pronuncia estas palabras sin dejar de esbozar esa sonrisa sangrienta de payaso.
    -Scott, no sé de qué me ha...
    La mano que hasta ahora tironeaba de su top conserva algo de fuerza. Le pellizca el costado con crueldad... Mucho más tarde, cuando se quite el top en la habitación del motel, verá un morado, un auténtico cardenal.
    -Sí que... –Inspiración sibilante- lo sabes...´
    Inspiración sibilante y algo más profunda, sin dejar de sonreír, como si compartieran un horrible secreto., un secreto violeta, del color de los cardenales, el color de ciertas flores que crecen en ciertas
    (calla Lisey calla por favor)
    sí, en ciertas colinas.
    -Lo... sabes..., así que no... insultes mi... inteligencia –Otra inspiración sibilante, chirriante-. Ni la tuya.
    Y Lisey supone que sí lo sabe, al menos en parte. El chaval larguirucho, lo llama Scott. O la cosa con el inacabable costado moteado. En cierta ocasión tuvo intención de buscar la palabra “moteado” en el diccionario, pero se olvidó... Olvidar es una habilidad que ha tenido muchas razones para pulir a lo largo de los años que ha pasado con Scott. Pero sabe a qué se refiere su marido, sí, señor.
    Scott la suelta o tal vez pierde la fuerza suficiente para seguir agarrándola. Lisey se aparta un poco, no mucho. Los ojos de Scott la observan desde sus cuencas profundas y ennegrecidas. Siguen tan relucientes como antes, pero Lisey advierte que también están inundados de terror y algo que la asusta aún más, cierta ironía perversa e inexplicable. Scott sigue hablando en voz muy baja, quizás para que sólo ella lo oiga, pero tal vez porque no puede hablar más alto.
    -Escucha, pequeña Lisey. Imitaré el sonido que hace cuando gira la cabeza.
    -No, Scott, tienes que parar.
    Pero él no le presta atención alguna. Inhala otra ruidosa y sibilante bocanada de aire, frunce los labios empapados y rojos hasta formar una pequeña O y emite un sonido leve e increíblemente desagradable que propulsa una fina lluvia de sangre desde su garganta hacia el aire abrasador. Una chica lo ve y profiere un grito. En esta ocasión, la multitud no necesita la orden del guardia de seguridad para retroceder; se apartan por iniciativa propia, dejando a Lisey, Scott y el capitán Heffernan un perímetro de más de un metro.
    El sonido.., Dios mío, sí, una suerte de gruñido..., es misericordiosamente breve. Scott tose agitado, y la herida escupe más sangre en pulsaciones rítmicas. Luego le pide con un dedo que se acerque. Lisey obedece, apoyando las manos abrasadas por el calor. Los ojos hundidos de Scott la atraen de un modo perverso, al igual que su sonrisa mortal.
    Scott ladea la cabeza, escupe un lapo de sangre medio solidificada sobre el asfalto caliente y se vuelve de nuevo hacia ella.
    -Podría... llamarlo así –murmura-. Vendría... Por fin te librarías... de mi... palabrería... sin fin.
    Lisey entiende que lo dice en serio y por un instante (sin duda se debe al poder de sus ojos) se convence de que es cierto. Repetirá ese sonido, sólo que esta vez un poco más fuerte, y en otro mundo, el chaval larguirucho, el señor de las noches insomnes, girará la infinitamente hambrienta cabeza. Al cabo de un instante, en este mundo, Scott Landon se estremecerá sobre el asfalto y morirá. El certificado de defunción dictaminará una causa del todo lógica, pero Lisey sabrá que la criatura oscura ha venido a por él y lo ha devorado vivo.
    Y ahora llegan las cosas de las que nunca hablarán, ni con otras personas ni entre ellos. Son demasiado sobrecogedoras. Todo matrimonio tiene dos corazones, el claro y el oscuro. Éste es su corazón oscuro, su único secreto cierto y demencial. Lisey se inclina sobre él en el asfalto ardiente, convencida de que agoniza, pero aun así resuelta a mantenerlo con vida a poco que pueda. Si ello significa luchar por él contra el chaval larguirucho con la única ayuda de sus uñas, lo hará.
    -¿Y bien..., Lisey? –insiste Scott sin dejar de esbozar aquella sonrisa repulsiva y astuta-. ¿Qué... me... dices?
    Se acerca aún más a él, hasta sumergirse en el hediondo halo de sangre y sudor que lo envuelve. Acercándose hasta llegar a oír el último vestigio del champú Prell con el que se ha lavado el pelo esta mañana y la espuma de afeitar Foamy que ha usado. Acercándose hasta que sus labios rozan la oreja de Scott.
    -Cállate, Scott –le susurra al oído-. Por una vez en tu vida, cállate.
    Cuando se incorpora un poco para observarlo, la mirada de Scott ha cambiado. La ferocidad se ha desvanecido. Está a punto de perder el conocimiento, pero no pasa nada, porque parece haber recobrado la cordura.
    -Lisey...
    Lisey lo mira de hito en hito.
    -Deja esa puñetera cosa en paz y se largará –susurra a su marido.
    Por un momento se siente tentada de añadir “Ya te ocuparás del resto de este asunto más tarde”, pero la idea carece de sentido, porque al menos de momento, lo único que puede hacer Scott es no morirse.
    -No vuelvas a hacer nunca ese sonido –dice.
    Scott se lame los labios. Lisey ve sangre en su lengua, y se le revuelve el estómago, pero no se aparta de él. Supone que tiene que aguantar hasta que la ambulancia se lo lleve o hasta que deje de respirar sobre el asfalto ardiente a unos cien metros de su última victoria; si logra soportar eso, supone que será capaz de soportar cualquier cosa.
    -Tengo tanto calor –musita Scott-. Si pudiera chupar un cubito de hielo...
    -Dentro de nada –asegura Lisey sin saber si se trata de una promesa vana, aunque en realidad le importa un comino-. He enviado a alguien a buscarlo.
    Al menos oye el ulular de la ambulancia acercándose a ellos. Algo es algo.
    Y entonces se obra una especie de milagro. La chica de los lazos en los hombros y los rasguños recientes en las palmas de las manos se abre paso hasta las primeras filas de la multitud. Jadea como si acabara de terminar una carrera, y el sudor le corre por las mejillas y el cuello, pero lleva un gran vaso de papel encerado en cada mano.
    -He derramado media puta Coca Cola por el camino –exclama al tiempo que lanza una mirada breve pero siniestra a la multitud por encima del hombro-, pero he conseguido el hielo. El hielo va...
    De repente, los ojos se le quedan en blanco y retrocede dando un traspié al tiempo que las piernas parecen convertírsele en gelatina. El guardia de seguridad, bendito sea mil veces, placa de tres pares de narices y cojones inclusive, la agarra, la sostiene y coge uno de los vasos. Se lo alarga a Lisey e insta a la otra Lisa a beber del otro. Lisey Landon no presta atención alguna. Más tarde, al reconstruir todo el episodio, se asombrará de haber sido capaz de concentrarse tanto en una sola cosa, pero lo único que piensa en este momento es Impida que vuelva a caerse encima mío, agente Simpático, antes de volverse de nuevo hacia Scott.
    Su marido tiembla con más violencia aún, y sus ojos empiezan a ofrecer un aspecto opaco y vacuo. Pero aun así, no ceja en su empeño.
    -Lisey..., calor..., hielo...
    -Lo tengo aquí, Scott. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de cerrar la boca de una vez?
    -Uno voló hacia el sur, el otro voló hacia el norte –balbucea.
    Y luego, milagro de los milagros, obedece a su esposa. Puede que se haya quedado sin palabras, lo cual sería un suceso sin precedentes en la vida de Scott Landon.
    Lisey sumerge la mano en el vaso, y el nivel de Coca Cola sube hasta derramar una parte. El frío le ocasiona un sobresalto maravilloso. Coge un puñado de cubitos mientras piensa en la ironía del asunto. Cada vez que ella y Scott paran en un área de servicio de la autopista, y ella recurre a la máquina expendedora de refrescos en vasos en lugar de latas o botellas, siempre pulsa el botón SIN HIELO con cierto afán justiciero. Que otros permitan si quieren que las empresas de refrescos los estafen vendiéndoles medio vaso de refresco y medio de hielo, pero ella, Lisa, la hija menor de Dave Debusher, no tiene intención alguna de tolerarlo. ¿Qué decía siempre el viejo dandy? Eh, que no nací ayer. Y aquí está ahora, deseando que el vaso contuviera más hielo y menos Coca Cola aún..., aunque por otro lado no cree que importe demasiado. Sin embargo, está a punto de llevarse una sorpresa.
    -Toma, Scott. Hielo.
    Scott tiene los ojos entornados, pero abre la boca, y cuando Lisey le humedece los labios con los cubitos y luego le pone uno medio derretido sobre la lengua ensangrentada, los temblores cesan de forma abrupta. Dios mío, el resultado es milagroso. Alentada, le frota con las manos heladas y empapados la mejilla derecha, luego la izquierda y por fin la frente, donde gotas de agua color Coca Cola le resbalan hacia las cejas y a ambos lados de la nariz.
    -Oh, Lisey, qué maravilla –suspira.
    Y aunque su respiración sigue siendo una suerte de silbido chirriante, su voz parece más compuesta, más cercana a ella. La ambulancia se ha detenido junto al margen izquierdo de la multitud de curiosos con un último aullido agonizante de la sirena, y al cabo de unos segundos, Lisey oye los gritos impacientes de una voz masculina.
    -¡Personal médico! ¡Dejen paso! ¡Personal médico, vamos, dejen paso para que podamos hacer nuestro trabajo, por favor!
    Dashmiel, el pollo frito sureño de mierda, elige este preciso instante para hablar a Lisey al oído, y la preocupación untuosa que denota su voz, en combinación con la rapidez con que se ha escabullido antes, le dan ganas de hacer chirriar los dientes.
    -¿Cómo está, querida?
    -Intentando sobrevivir –replica ella sin volverse.


    7

    -Intentando sobrevivir –murmuró mientras deslizaba la palma de la mano sobre la página de papel couché del Anuario de la U-Tenn de Nashville. Sobre la fotografía de Scott con el pie apoyado en la ridícula pala de plata. Lisey cerró el libro con fuerza y lo dejó caer sobre el lomo polvoriento de la serpiente de libros. Su hambre de fotografías..., de recuerdos..., había quedado más que saciada por ese día. Percibía un desgradable dolor palpitante detrás del ojo derecho. Quería tomar algo para atajarlo, no esa mariconada del paracetamol, sino lo que su marido siempre llamaba quebrantacabezas. Un par de excedrinas le sentarían de maravilla, si es que no estaban demasiado caducadas. Luego se tumbaría un rato en su dormitorio hasta que se le pasara la incipiente jaqueca. Tal vez incluso echara una cabezadita.
    Sigo pensando en esa habitación como “nuestro dormitorio”, se dijo mientras se dirigía a la escalera que conducía a la planta baja del granero, que en realidad ya no era un granero, sino una serie de compartimentos de almacenaje..., si bien aún olía a heno, cuerda y aceite de tractor, esas sempiternas y obstinadas fragancias propias de las granjas. Nuestro dormitorio, todavía después de dos años.
    ¿Y qué? ¿Qué más daba?
    -Nada –se respondió en voz alta con un encogimiento de hombros.
    Se sobresaltó un poco al escuchar el tono mascullado y medio ebrio de su voz. Suponía que el esfuerzo de recordar la había agotado. Revivir toda aquella tensión. Se sentía agradecida por una cosa, y es que ninguna otra fotografía oculta en el vientre de la serpiente de libros sería capaz de evocar recuerdos tan violentos como aquellos, porque sólo le habían disparado una vez, y ninguna de esas universidades le habría enviado fotos de su pa...
    (cállate, no sigas por ese camino)
    -Eso –convino al llegar al pie de la escalera y sin ser realmente consciente de lo que había estado a punto de
    (Scoot viejo Scoot)
    pensar. Tenía la cabeza gacha y sentía el cuerpo entero sudoroso, como si acabara librarse por los pelos de un accidente.
    -Cierra el piquito, ya vale.
    Y como si su voz lo hubiera activado, empezó a sonar un teléfono tras las puerta de madera cerrada que quedaba a su derecha. Lisey se detuvo en el pasillo central de la planta baja del granero. En tiempos, aquella puerta daba a un establo con espacio para tres caballos, pero ahora sólo mostraba un rótulo que decía “ALTO VOLTAJE”. El rótulo había sido una broma suya. Años atrás se le ocurrió instalar un pequeño despacho en aquella zona, un lugar donde guardar sus archivos y pagar las facturas mensuales (Scott y ella siempre habían tenido contratado a un asesor financiero a tiempo completo al que ella aún conservaba, pero el hombre estaba en Nueva York, por lo que no podía esperar que se encargara de minucias tales como la factura mensual del supermercado). Había llegado a instalar la mesa, el teléfono, el fax y unos cuantos armarios archivadores..., y entonces Scott murió. ¿Había entrado siquiera desde su muerte? Una vez, recordó. A principios de esa primavera. A finales de marzo, cuando tan sólo quedaban algunos manchurrones de nieve sobre la tierra, con la tarea de borrar los mensajes del contestador conectado al teléfono. Vio el número 21 en la pantallita del trasto. Los mensajes del uno al diecisiete y del diecinueve al veintiuno eran del tipo de charlatanes que Scott siempre calificaba de “piojos telefónicos”. El número dieciocho era de Amanda, lo cual no sorprendió en absoluto a Lisey. “Sólo quería comprobar si habías conectado el maldito trasto”, decía. “Nos diste a Darla, Canty y a mí el número antes de que Scott muriera.” Silencio. “Bueno, parece que sí.” Pausa. “Que si que lo has conectado, quiero decir.” Pausa, y luego, con voz atropellada: “Pero ha habido un silencio larguísimo entre el mensaje y el pitido, debes de tener un montón de mensajes, pequeña Lisey, tendrías que escucharlos por si te ha tocado una vajilla o algo.” Pausa. “Bueno..., adiós.”
    De pie ante la puerta cerrada del despacho, las palpitaciones de dolor detrás del ojo derecho en sincronía con los latidos de su corazón, Lisey escuchó el tercer y el cuatro timbrazo del teléfono. El quinto quedó cortado por un clic, y acto seguido oyó su propia voz diciéndole a quien estuviera en el otro extremo de la línea que aquel era el 7275932. No seguía la falsa promesa de que devolvería la llamada en cuanto pudiera, ni siquiera una invitación a dejar un mensaje después de lo que Amanda había llamado el pitido. ¿Qué sentido habría tenido decir algo así? ¿Quién iba a llamar allí para hablar con ella? Muerto Scott, aquel lugar había perdido toda su energía. La persona que quedaba allí no era más que la pequeña Lisey Debusher, de Lisbon Falls, ahora además viuda de Landon. La pequeña Lisey vivía sola en una casa demasiado grande para ella y escribía listas de la compra, no novelas.
    La pausa entre el mensaje y la señal era tan larga que se dijo que la cinta debía de estar llena. Aun cuando no fuera así, la persona que llamaba se hartaría y colgaría; lo único que oiría a través de la puerta cerrada del despacho sería una desagradable voz grabada, la mujer que te dice (con mala leche) que si quieres hacer una llamada te pongas en contacto con la operadora. No añade “capullo” o “gilipollas”, pero Lisey siempre ha intuido esos insultos en forma de lo que Scott habría llamado “un subtexto”.
    Pero lo único que oyó fue una voz masculina pronunciar cuatro palabras:
    -Llamaré en otro momento.
    Se oyó un clic.
    Y luego silencio.


    8

    Este presente es mucho más agradable, piensa, pero sabe que esto no es ni el pasado ni el presente, sino tan sólo un sueño. Estaba tumbada en la gran cama de matrimonio del
    (nuestro nuestro nuestro nuestro nuestro)
    dormitorio, bajo el ventilador de techo que giraba despacio. Pese a los ciento treinta miligramos de cafeína que contenían las dos excedrinas (fecha de caducidad; octubre de 2007) que cogió del botiquín menguante de Scott en el armarito del baño, se había quedado dormida. Por si le queda alguna duda, no tiene más que fijarse en el lugar donde se encuentra, la tercera planta de la unidad de cuidados intensivos del hospital Memorial de Nashville, y en su singular medio de transporte, pues de nuevo se está desplazando sobre una gran pieza de tela con las palabras LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY estampadas en ella. Una vez más queda encantada al comprobar que las esquinas de esta improvisada alfombra mágica, en la que se sienta con los brazos majestuosamente cruzados bajo el pecho, están anudadas como pañuelos. Flota tan cerca del techo que cuando LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY pasa bajo uno de los parsimoniosos ventiladores de techo (en el sueño son idénticos a los que tiene en su dormitorio), se ve obligada a tenderse cuan larga es sobre la tela para evitar que las aspas la corten en rodajitas. Esos remos de madera barnizada emiten un susurro rítmico mientras describen sus círculos lentos y algo pomposos. Bajo ella, las enfermeras vienen y van con sus zapatos de suela chirriante. Algunas de ellas llevan las coloridas batas que terminarán por imponerse en la profesión, pero la mayoría aún luce vestido blanco, medias blancas y esas cofias que a Lisey siempre le recuerdan palomas disecadas. Dos médicos (al menos concluye que deben de ser médicos, aunque uno de ellos parece demasiado joven para afeitarse siquiera) charlan junto al surtidor de agua. Las paredes son de fríos azulejos verdes. El calor del día parece incapaz de filtrarse en el hospital. Lisey supone que tienen aire acondicionado además de ventiladores, pero no alcanza a oír su zumbido.
    En el sueño no, claro que no, se dice, y le parece lógico. Ante ella se encuentra la habitación 319, donde Scott se recupera tras la extracción de la bala. No le cuesta alcanzar la puerta, pero comprueba que está demasiado cerca del techo para cruzar el umbral. Y quiere entrar. No ha llegado a decirle a Scott que ya se ocuparía del resto de aquel asunto más tarde, pero ¿realmente hacía falta? A fin de cuentas, Scott no había nacido ayer. Se le antojaba que lo crucial en este momento es averiguar cuál es la palabra mágica para lograr que una alfombra mágica modelo LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY descienda.
    De repente lo sabe. No es una palabra que le apetezca pronunciar (es una palabra del rubio), pero hay que estar a las duras y a las maduras, como también decía siempre el dandy, de modo que...
    -Fresias –dice.
    Y la tela desvaída de esquinas anudadas se aleja obediente un metro del techo del hospital. Lisey se asoma a la habitación y ve a Scott, unas cinco horas después de la intervención quirúrgica, tendido en una cama estrecha pero sorprendentemente bonita, de cabezal y pie elegantemente curvados. Por todas partes suenan monitores que parecen contestadores automáticos. Dos bolsas llenas de líquido transparente penden de un soporte situado entre él y la pared. Parece dormido. Al otro lado de la cama, Lisey 1988 está sentada en una silla de respaldo recto, la mano de su esposo en la suya. En la otra mano de Lisey 1988 vemos el libro de bolsillo que ha llevado consigo a Tennessee; nunca habría imaginado que conseguiría avanzar tanto en su lectura. Scott lee a autores como Borges, Pynchon, Tyler y Atwood, mientras que Lisey se decanta por Maeve Binchy, Colleen McCullough, Jean Auel (aunque empieza a cansarse de los bulliciosos cavernícolas de la señora Auel), Joyce Carol Oates y últimamente Shirley Conran. El libro que tiene consigo en la habitación 319 es Salvajes, la novela más reciente de esta autora, y a Lisey le encanta. Ha llegado a la parte donde las mujeres atrapadas en la selva aprenden a utilizar sus sujetadores como tirachinas. Cuánta lycra. Lisey no sabe si las lectoras de novelas románticas de Estados Unidos están preparadas para la última novela de la señora Conran, pero a ella le parece un texto valiente y hermoso a su manera. A fin de cuentas, ¿no es siempre hermosa la valentía?
    Los últimos rayos de sol del día se filtran por la ventana de la habitación en un torrente rojo y dorado. Es funesto y encantador a un tiempo. Lisey 1988 está exhausta; cansada emocionalmente, físicamente y de estar en el sur. Se ve incapaz de soportar un segundo más el acento sureño. La parte positiva es que no cree que vaya a pasar tanto tiempo allí como creen los demás, porque..., bueno..., porque tiene motivos para saber que Scott se recupera con rapidez, y punto.
    Dentro de un rato regresará al motel e intentará recuperar la habitación que dejaron por la mañana (Scott casi siempre reserva una habitación de hotel a modo de escondrijo, aunque el bolo sea de los que él llama “plis-plas”). Presiente que no lo conseguirá, porque te tratan de un modo muy distinto cuando vas acompañada de un hombre, sea famoso o no, pero el lugar está bastante cerca del hospital y de la universidad, y si encuentra cualquier habitación en ese motel, le importa un comino cuál sea. El doctor Sattherwaite, encargado del caso de Scott, le ha prometido que puede eludir a los periodistas saliendo por la parte trasera del hospital esa noche y los próximos días. Dice que la señora McKinney, la recepcionista, le tendrá preparado un taxi junto al muelle de carga de la cantina “en cuanto usted se lo pida”. Lisey ya se habría ido, pero Scott ha pasado la última hora bastante inquiero. Sattherwaite ha afirmado que permanecería inconsciente hasta medianoche, pero Sattherwaite no conoce a Scott como Lisey, que no se sorprende cuando Scott empieza a recobrar el conocimiento a intervalos breves al caer la tarde. Dos veces la ha reconocido, dos veces le ha preguntado qué ha sucedido y dos veces Lisey le ha respondido que un demente le ha dispirado.
    -Ayo Silver, puñeta –ha dicho Scott la segunda vez antes de volver a cerrar los ojos.
    Esta exclamación ha hecho reír a Lisey. Ahora quiere que despierte una vez más para poder decirle que no se va a Maine, sino tan sólo al motel, y que volverá mañana por la mañana.
    Lisey 2006 sabe todo esto. Lo recuerda. Lo intuye. Desde su asiento sobre la alfombra mágica modelo LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY piensa: Abre los ojos. Me mira. Dice: “Estaba perdido en la oscuridad, y tú me encontraste. Tenía calor, tanto calor, y tú me diste hielo.”
    En la cama bañada por la luz rojiza, Scott abre los ojos. Observa a su mujer mientras ésta lee. Su respiración ya no es un chillido sibilante, pero aún se oye un pitido cada vez que aspiraba bocanadas de aire lo más profundas que puede. Pronuncia su nombre en un susurro ronco. Lisey 1988 deja el libro y lo mira.
    -Eh, estás despierto otra vez –constata-. Pregunta de concurso... ¿Recuerdas lo que te ha pasado?
    -Balazo –musita Scott-. Chico. Tubo. Espalda. Duele.
    -Podrás tomar un analgésico dentro de un ratito –le promete Lisey-, pero ahora, ¿quieres...?
    Scott le oprime la mano para indicarle que puede dejarlo correr. Ahora me dirá que estaba perdido en la oscuridad y que yo le di hielo, piensa Lisey 2006.
    Pero lo que Scott le dice a su mujer, que horas antes le ha salvado la vida asestándole un palazo a un loco, no es más que:
    -Hacía calor, ¿verdad?
    En tono casual, sin expresión especial alguna en los ojos, un comentario como cualquier otro para pasar el rato mientras la luz rojiza se intensifica y las máquinas pitan y zumban. Y desde su punto de observación elevado junto a la puerta de la habitación, Lisey 2006 advierte el estremecimiento sutil pero visible que sacude a su yo más joven, y ve el dedo índice de su yo más joven perder el punto en la edición de bolsillo de Salvajes.
    Me digo “O no se acuerda o finge no recordar lo que me dijo cuando estaba en el suelo, lo de que podía hacer que viniera si quería, llamar al chaval larguirucho si quería librarme de él, y lo que yo le contesté, que por qué no cerraba el pico y lo dejaba en paz..., que si cerraba el pico de una puñetera vez, la cosa desaparecería. Me pregunto si realmente lo ha olvidado, como olvidó que le habían disparado, o si más bien es otro ejemplo de nuestro olvido particular, consistente en encerrar la mierda en una caja y guardarla a buen recaudo. Me pregunto si importa siquiera, siempre y cuando recuerde cómo recuperarse.
    Tendida en la cama (y flotando sobre la alfombra mágica en el presente eterno del sueño), Lisey se removió e intentó gritar a su yo más joven que sí importaba, que importaba mucho. No permitas que se salga con la suya, intentó gritar. No podéis olvidar para siempre. Pero en aquel momento le acudió a la mente otro dicho del pasado, éste procedente de sus inacabables partidas veraniegas de corazones y whist en Sabbath Day Lake, cuando alguien intentaba hacer trampa y mirar todas las cartas descartadas en lugar de sólo la primera: ¡No hagas eso! ¡No puedes desenterrar a los muertos!
    No puedes desenterrar a los muertos.
    Pero aun así lo intenta una vez más. Con ayuda de su considerable fuerza mental y de voluntad, Lisey 2006 se inclina hacia delante en la alfombra mágica y envía un ¡Está fingiendo! ¡SCOTT LO RECUERDA TODO! a su yo más joven.
    Y por un instante alocado cree que lo está consiguiendo..., sabe que lo está consiguiendo. Lisey 1988 da un respingo en la silla, y el libro le resbala de entre la mano para caer al suelo con un golpe sordo. Pero antes de que la versión joven de sí misma pueda volverse, Scott Landon clava la mirada en la mujer que flota en el umbral, la versión de su esposa que acabará convirtiéndose en su viuda. Vuelve a fruncir los labios, pero en lugar de emitir aquel sonido tan desagradable, sopla. No con fuerza,
    porque ¿cómo va a soplar con fuerza después de lo sucedido? Pero sí lo suficiente para hacer retroceder la alfombra mágica modelo LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY y zarandearla por los aires como si se tratara de un matorral seco en medio de un huracán. Lisey se sujeta con todas sus fuerzas mientras las paredes del hospital pasan a su lado a una velocidad vertiginosa, pero la maldita cosa se inclina, y ella cae y


    9

    Lisey despertó y se sentó de un salto en la cama con la frente y las axilas mojadas de un sudor que empezaba a secarse. La habitación estaba relativamente fresca gracias al ventilador de techo, pero ella tenía tanto calor como...
    Bueno, como un horno de succión.
    -Sea lo que sea –dijo en voz alta antes de lanzar una carcajada temblorosa.
    El sueño empezaba a disgregarse en jirones, y lo único que recordaba con cierta claridad era la sobrenatural luz rojiza de un atardecer, pero había despertado con una certidumbre demencial grabada a hierro candente en la mente, un imperativo absurdo: Tenía que encontrar la puñetera pala de plata.
    -¿Por qué? –preguntó en voz alta a la habitación vacía.
    Cogió el reloj de la mesita de noche y se lo acercó al rostro, convencida de que le diría que había transcurrido una hora o tal vez incluso dos. Quedó atónita al averiguar que había dormido exactamente doce minutos. Dejó el reloj de nuevo sobre la mesilla y se restregó las manos contra la pechera de la blusa como si acabara de tocar algo sucio e infestado de gérmenes.
    -¿Por qué precisamente ese trasto?
    Da igual. Era la voz de Scott, no la suya. En los últimos tiempos casi nunca la oía con tanta claridad, pero madre mía, ahora sí. Alta y clara. No es asunto tuyo. Tú limítate a encontrarla y ponerla..., bueno, ya sabes.
    Por supuesto que lo sabía.
    -Donde pueda ponerme las pilas-murmuró al tiempo que se frotaba el rostro con las manos y soltaba otra risita.
    Exacto, cariño, convino su difunto marido. Cuando lo consideres necesario.

    III. Lisey y la pala de plata (Espera a que cambie el viento)


    1

    Aquel sueño tan vívido no contribuyó en absoluto a librar a Lisey de los recuerdos de Nashville, en especial de uno de ellos: El momento en que Gerd Allen Cole desplazó el arma tras disparar a Scott en el pulmón, balazo al que podía sobrevivir, para dispararle al corazón, balazo que sin duda le causaría la muerte. Por entonces, el mundo entero se movía a cámara lenta, y lo que su mente revivía una y otra vez, al igual que la lengua roza una y otra vez un diente roto, era la fluidez de aquel movimiento, como si el arma hubiera estado montada sobre un trípode.
    Lisey pasó la aspiradora por el salón, que no lo necesitaba, y luego puso una lavadora apenas medio llena; el cesto de la colada se llenaba tan despacio desde que estaba sola... Después de dos años todavía no había logrado acostumbrarse. Por fin se puso un bañador viejo y salió a hacer unos largos en la piscina del jardín trasero. Cinco, diez, luego quince y hasta diecisiete antes de agotare. Se aferró al borde del extremo menos profundo de la piscina, con las piernas extendidas tras ella, jadeante, el cabello oscuro pegado a las mejillas, la frente y el cuello como un casco reluciente, pero sin conseguir dejar de ver aquella mano de dedos largos y pálidos desplazándose hacia un lado, la Ladysmith (resultaba imposible pensar en ella como una simple pistola cuando sabías su nombre amariconado y mortífero) desplazándose con ella, el orificio negro que encerraba la muerte de Scott desplazándose con ella, y la pala de plata pesaba tanto... Se le antojaba imposible llegar a tiempo, lograr adelantarse a la locura de Cole.
    Movió los pies con lentitud, provocando pequeñas salpicaduras de agua. A Scott le encantaba la piscina, aunque rara vez nadaba, sino que prefería acomodarse en una butaca hinchable con un libro y una cerveza. Cuando no estaba de viaje, por supuesto. O en el estudio, escribiendo con la música a todo trapo. O sentado en la mecedora del dormitorio de invitados a las dos de una madrugada de invierno, arrebujado en una de las enormes mantas de punto de mamá Debusher, los ojos abiertos de par en par mientras un viento espantoso procedente de Yellowknife aullaba en el exterior. Ése era el otro Scott, uno voló hacia el norte, el otro voló hacia el sur, y... oh, madre mía, Lisey los amaba a los dos por igual, exactamente todo igual.
    -Basta –se conminó, nerviosa-. Llegué a tiempo, llegué a tiempo, así que basta. El disparo al pulmón fue lo único que consiguió ese chiflado.
    Pero en su mente (donde el pasado siempre es presente) volvió a ver el inicio del arco de la Ladysmith, y Lisey se dio impulso para salir de la piscina en un intento por desterrar físicamente el recuerdo. La táctica funcionó, pero el Rubio regresó mientras estaba en el vestuario, secándose con la toalla tras darse una ducha sin jabón. Gerd Allen Cole estaba de vuelta, está de vuelta, diciendo Tengo que acabar con todo este campaneo por las fresias, y Lisey 1988 blande la pala de plata, pero esta vez el puñetero aire en el puñetero tiempo de Lisey es demasiado denso, llegará una fracción de segundo tarde, verá el segundo destello de fuego entero en lugar de sólo una parte de él, y otro orificio negro se abrirá en la solapa izquierda de la americana de Scott, que se convertirá en su mortaja...
    -¡Basta! –espetó al tiempo que arroja la toalla al cesto-. ¡Déjalo ya!
    Volvió a la casa desnuda, con la ropa debajo del brazo. Para eso estaba valla alta que rodeaba el jardín posterior.


    2

    Nadar le había despertado el apetito..., o mejor dicho un hambre voraz, y aunque no eran ni las cinco, decidió dar cuenta de un enorme plato preparado. Lo que Darla, la segunda de las hermanas Debusher, habría llamado comida reconfortante, y lo que Scott, con sumo deleite, habría llamado comida superbasura. Tenía medio kilo de carne picada en la nevera, y en el fondo de un estante de la despensa, una maravillosa selección de comida basura. Pastel de hamburguesa con queso. Lisey echó el contenido liofilizado del paquete en una sartén junto con la ternera picada. Mientras el mejunje se cocía a fuego lento, se preparó una jarra de limonada en polvo con doble ración de azúcar. A las cinco y veinte, el aroma procedente de la sartén llenaba la cocina, y Gerd Allen Cole había desaparecido de los pensamientos de Lisey, al menos de momento; sólo podía pensar en comida. Dio cuenta de dos platos de pastel de hamburguesa con queso y dos vasos grandes de limonada. Una vez engullido el segundo plato y el segundo vaso (salvo por unos vestigios blanquecinos de azúcar en el fondo del vaso), Lisey lanzó un eructo contundente.
    -Lo que daría por un puñetero cigarrillo –declaró.
    Era cierto; no recordaba la última vez que le había apetecido tanto. Un Salem Light. Scott fumaba cuando se conocieron en la Universidad de Maine, donde era estudiante de posgrado y al mismo tiempo lo que él mismo denominaba El escritor más joven del mundo universitario. Por su parte, Lisey estudiaba a tiempo parcial (lo cual no había durado mucho) y trabajaba a tiempo completo como camarera en el Pat’s Café del centro, sirviendo pizzas y hamburguesas. Había adquirido del hábito del tabaco de Scott, que nunca fumaba otra cosa que Herbert Tareyton. Habían dejado de fumar juntos, animándose el uno al otro, en 1987, un año antes de que Gerd Allen Cole demostrara de forma inapelable que el tabaco no era el único problema pulmonar que puede sufrir una persona. Desde entonces, Lisey pasaba días enteros sin pensar en el tabaco, pero de repente la acometían unas ansias terroríficas de fumar. Sin embargo, pensar en el tabaco era mejor que pensar en
    (Tengo que acabar con todo este campaneo por las fresias, dice Gerd Allen Cole con voz quejumbrosa y absolutamente clara, y empieza a girar la muñeca)
    el Rubio
    (en un gesto fluido)
    y Nashville
    (hasta que el cañón de la Ladysmith del calibre 22 apunta el lado izquierdo del pecho de Scott)
    y patapam, ya estaba pensando en ello de nuevo.
    De postre había bizcocho comprado y sucedáneo de nata montada (tal vez el no va más de la comida basura), pero Lisey estaba demasiado ahíta para pensar en ello de momento. Además, la trastornaba el hecho de que aquellos viejos recuerdos volvieran aun después de llenarse la tripa de comida caliente e hipercalórica. Suponía que ahora podía comprender algo mejor lo que sentían los veteranos de Vietnam. Aquella había sido su única batalla, pero
    (no, Lisey)
    -Basta –susurró y empujó el plato
    (no, cariño)
    con violencia para apartarlo de sí. Dios, cómo le apetecía
    (sabes que no es cierto)
    un cigarrillo. Y aún más que un pitillo, lo que quería era que todos aquellos viejos recuerdos desap...
    ¡Lisey!
    Era la voz de Scott, por una vez en la capa superior de su mente, tan clara que respondió en voz alta y sin reparo alguno.
    -¿Qué, cariño?
    Busca la pala de plata, y toda esta mierda desaparecerá..., como el olor de la fábrica de papel cuando el viento cambiaba y empezaba a soplar del sur, ¿te acuerdas?
    Por supuesto que se acordaba. Su piso estaba en el pueblecito de Cleaves Mills, contiguo a Orono. No había fábricas de papel en el propio Cleaves Mills, pero sí varias en Oldtown, y cuando el viento soplaba del norte, sobre todo en días nublados y húmedos, el hedor era atroz. Y entonces, si el viento cambiaba... ¡Dios! Te llegaba la fragancia del mar, y era como volver a nacer. Durante un tiempo, la frase espera a que cambie el viento había formado parte del lenguaje secreto de su matrimonio, como ponerse las pilas y PPCCN y puñeta en lugar de joder. En algún momento, la frase había caído en desgracia, y Lisey llevaba años sin pensar en ella: Espera a que cambie el viento, es decir, aguanta, cariño, no tires la toalla. Quizás era la clase de actitud entrañablemente optimista que sólo se sostiene en un matrimonio joven. No lo sabía. Tal vez Scott hubiera podido expresar una opinión más informada; ya por entonces llevaba un diario, en sus
    (¡PRIMEROS TIEMPOS!)
    tiempos difíciles, y escribía en él un cuarto de hora cada noche mientras ella miraba comedias televisivas o hacía las cuentas domésticas. Y a veces, en lugar de mirar la tele o escribir talones, Lisey se dedicaba a observarlo a él. Le gustaba el modo en que la luz de la lámpara se reflejaba en su cabello y proyectaba profundas sombras triangulares sobre sus mejillas mientras permanecía allí sentado, la cabeza inclinada sobre el cuaderno sin espiral. En aquellos tiempos tenía el pelo más largo y más oscuro, sin las hebras grises que habían empezado a aparecer hacia el final de su vida. A Lisey le gustaban sus historias, pero el aspecto de su cabello a la luz de la lámpara no le gustaba menos. Consideraba que su cabello a la luz de la lámpara constituía una historia en sí mismo, sólo que Scott no lo sabía. También le gustaba el tacto de su piel entre los dedos. Frente o prepucio, daba igual. No habría renunciado a una a favor del otro, ni viceversa. Lo que le iba era el paquete completo.
    ¡Lisey! ¡Busca la pala!
    Quitó la mesa y guardó los restos del pastel de hamburguesa de queso en un tupper. Estaba segura de que no se lo acabaría una vez aplacada la locura, pero quedaba demasiado para embutirlo en el triturador del residuos del fregadero. ¡La buena de ma Debusher, todavía señora de la casa en sus pensamientos, habría puesto el grito en el cielo ante semejante desperdicio! Muchísimo mejor esconderlo en el frigorífico, detrás de los espárragos y los yogures, donde envejecería en silencio. Y mientras llevaba a cabo tan sencilla tarea, se preguntó cómo, en el nombre de Jesús, María y Pepe el Carpintero, encontrar esa ridícula pala decorativa podía contribuir a su paz de espíritu. ¿Guardaría alguna relación con las propiedades mágicas de la plata, quizás? Recordaba haber visto una película de ésas de madrugada con Darla y Cantata, un cinta supuestamente de terror sobre un hombre lobo..., sólo que Lisey no se había asustado mucho..., bueno, de hecho nada. El hombre lobo le había parecido más patético que aterrador, y además se notaba a la legua que los de la película le iban cambiando la cara, deteniendo de vez en cuando la cámara para ponerle más maquillaje. Sus esfuerzos tenían mucho mérito, de eso no cabía duda, pero el producto final no era demasiado creíble, al menos en su humilde opinión. No obstante, la trama en sí no estaba del todo mal. La primera parte transcurría en un pub inglés, y uno de los carcamales que bebía
    allí decía que sólo se podía matar a un hombre lobo con una bala de plata. ¿Y acaso Gerd Allen Cole no era una suerte de hombre lobo?
    -Vamos, pequeña –se animó mientras enjuagaba el plato y lo metía en el lavavajillas casi vacío-. Puede que Scott hubiera sido capaz de convertir esto en una novela, pero lo de las grandes historias nunca ha sido lo tuyo, ¿a que no?
    Cerró el lavavajillas de golpe. A la velocidad que se llenaba, estaría preparada para ponerlo en marcha hacia el 4 de julio.
    -Si quieres buscar esa pala, hazlo y punto. ¿Quieres buscarla?
    Pero antes de que pudiera contestar a aquella pregunta por completo retórica, volvió a oír la voz de Scott..., la voz clara que resonaba en las capas superiores de su mente.
    Te he dejado una nota, cariño.
    Lisey se quedó paralizada, con la mano extendida a medio camino del paño con el que pretendía secarse las manos. Conocía aquella voz, cómo no. Aún la oía tres o cuatro veces por semana, su voz imitando la de Scott, un poco de compañía inofensiva en una casa grande y vacía. Sólo que oírla justo después de toda aquella chorrada sobre la pala...
    ¿Qué nota?
    ¿Qué nota?
    Lisey se secó las manos y colgó el paño en su barra para que se secara al aire. Luego se volvió hasta dar la espalda al fregadero y encararse con la cocina. La estancia aparecía hermosamente bañada por la luz del sol (e impregnada por el olor a pastel de hamburguesa de queso, mucho menos apetitoso una vez satisfechas las ansias). Cerró los ojos, contó hasta diez y los abrió de nuevo. El sol del atardecer palpitaba a su alrededor. En su interior.
    -¿Scott? –musitó, sintiéndose absurdamente identificada con su hermana mayor, Amanda, es decir, medio chiflada-. No te habrás convertido en un fantasma, ¿verdad?
    No esperaba respuesta; no, eso no iba con la pequeña Lisey Debusher, que vitoreaba las tormentas y se mofaba del hombre lobo, tachándolo de mero truco fotográfico cutre. Pero la repentina ráfaga de viento que entró por la ventana abierta sobre el fregadero, abombando las cortinas, levantándole las puntas del cabello aún húmedo, y acercándole la desgarradora fragancia de las flores, casi podía tomarse por una respuesta. Cerró de nuevo los ojos, y le pareció oír el débil eco de una música, no la de las esferas, sino un viejo tema country de Hank Williams, Adiós, Joe, tengo que irme, oh tengo que oh...
    Se le puso la piel de gallina en los brazos.
    Al cabo de un instante, el viento cesó, y Lisey volvió a ser tan sólo Lisey, no Mandy, ni Canty, ni Darla, ni mucho menos...
    (uno voló hacia el sur)
    Jodi, la fugitiva que escapó a Miami.* Era Lisey, mujer moderna donde las haya, Lisey 2006, la viuda Landon. Allí no había ningún fantasma. Era Lisey Sola.
    Pero sí quería encontrar la pala de plata, la que había regalado a su esposo dieciséis años de vida y siete novelas.
    Por no hablar de la portada de Newsweek en 1992, en la que aparecía un psicodélico Scott con las palabras REALISMO MÁGICO Y EL CULTO A LANDON impresas al estilo Peter Max. Habría dado algo por saber cómo se había tomado aquello Roger “Gallina” Dashmiel.
    Lisey decidió empezar a buscar la pala de inmediato, mientras aún contara con la luz crepuscular de principios de verano. Fantasmas o no, no le apetecía estar en el granero ni el estudio de la planta superior cuando cayera la noche.


    3

    Los establos situados frente al despacho nunca terminado eran cubículos oscuros y mal ventilados que albergaban herramientas, montura y piezas de recambio para vehículos y maquinaria agrícola cuando el hogar de los Landon era la granja Sugar Top Farm. El cubículo más grande había acogido gallinas, y aunque una empresa de limpieza lo había dejado como los chorros del oro, y a continuación Scott (con incesantes referencias a Tom Sawyer) lo había blanqueado, aún despedía el distante olor a amoníaco de las aves de corral de antaño. Eran un olor que Lisey recordaba de su más tierna infancia y que detestaba..., probablemente porque su abuela D se había desplomado y muerto mientras daba de comer a los pollos.
    En dos de los cubículos se amontonaban numerosas cajas, en su mayoría cajas de cartón, pero ninguna de ellas contenía utensilios para cavar, ni de plata ni de ningún otro material. Había una cama doble en el antiguo gallinero, el único vestigio de su breve experimento de nueve meses en Alemania. Habían comprado la cama en Bremen, y la enviaron de vuelta a Estados Unidos a instancias de Scott por un precio exorbitante. Lisey había olvidado por completo la cama de Bremen.
    ¡Hablando de lo que cae del cuelo del perro! pensó Lisey con cierta euforia patética.
    -Si crees que voy a dormir en una cama que se ha pasado veintitantos años encerrada en un maldito gallinero, Scott... –añadió en voz alta.
    ... es que estás loco, quiso agregar, pero no fue capaz, sino que se echó a reír. Por el amor de Dios, la maldición del dinero. ¡Maldito puñetero dinero! ¿Cuánto había costado la cama? ¿Mil pavos? Pongamos que mil. ¿Y cuánto había costado enviarla a Estados Unidos? ¿Otros mil? Quizás. Y ahí estaba, pudriéndose, como habría dicho Scott, entre los fantasmas de la mierda de gallina. Y continuaría pudriéndose hasta el fin de los días si de ella dependía. Todo el asunto de Alemania había sido una cagada integral, sin libro para Scott, una discusión con el casero que había estado a un tris de degenerar en una pelea a puñetazo limpio, las lecturas de Scott también habían ido mal, porque los que asistían a ella no tenían sentido del humor o bien no entendían el suyo, y...
    Y detrás de la puerta de enfrente, la que llevaba el rótulo de ¡ALTO VOLTAJE!, el teléfono empezó a sonar de nuevo. Lisey se quedó paralizada, con la piel de gallina. No obstante, también la embargaba cierta sensación de inevitabilidad, como si aquella fuera la razón por la que había entrado en el granero, no la pala de plata, sino la llamada telefónica.
    Al segundo timbrazo se volvió y cruzó el penumbroso pasillo central del granero. Alcanzó la puerta al inicio del tercer timbrazo. Descorrió el anticuado pestillo, y la puerta se abrió con facilidad, chirriando apenas al girar sobre las bisagras sin usar, bienvenida a la cripta, pequeña Lisey, nos moríamos de ganas de conocerte, jeje. La corriente de aire soplaba a su alrededor, empujándole la blusa contra la zona lumbar. Buscó a tientas el interruptor y lo accionó sin saber a ciencia cierta qué esperar, pero la lámpara del techo se encendió. Cómo no. Por lo que respectaba a la compañía eléctrica Central Maine Power, todo aquello era El Estudio, RFD nº 2, Sugar Top Hill Road. Tanto arriba como abajo, para la compañía aquél era un típico caso de “todo igual”.
    El teléfono de la mesa sonó por cuarta vez. Antes de que el quinto timbrazo despertara al contestador, Lisey descolgó.
    -¿Diga?
    Se produjo un instante de silencio. Estaba a punto de volver a hablar cuando una voz se le adelantó en el otro extremo de la línea. Denotaba cierta perplejidad, pero Lisey la reconoció de inmediato. Una sola palabra basta para reconocer a los tuyos.
    -¿Darla?
    -Lisey..., ¿eres tú?
    -Claro que sí.
    -¿Dónde estás?
    -En el estudio de Scott.
    -No es verdad. Acabo de llamar allí.
    Lisey tardó apenas un segundo en comprenderlo. A Scott le gustaba la música a todo volumen..., de hecho, a un volumen que la mayoría de la gente habría considerado grotesco, y por tanto el teléfono de arriba estaba instalado en la sala insonorizada que a él le gustaba llamar “mi celda acolchada”, pero no le pareció que mereciera la pena explicarle todo eso a su hermana.
    -Darla, ¿cómo has conseguido este número y por qué llamas?
    Otro silencio.
    -Estoy en casa de Amanda –repuso por fin Darla-. He sacado el número de su agenda. Tiene cuatro números tuyos, y los he probado todos. Éste es el último.
    Lisey sintió un nudo en la boca del estómago. De niñas, Amanda y Darla eran rivales encarnizadas. Se enzarzaban con frecuencia en peleas a arañazos, disputas por muñecas, libros de la biblioteca, ropa... El último y más llamativo de sus enfrentamientos había estallado por causa de su chico llamado Richie Stanchfield y fue lo bastante grave para enviar a Darla en la unidad de urgencias del Hospital General de Maine Central, donde hicieron falta seis puntos de sutura para coserle el profundo rasguño sobre el ojo izquierdo. Aún tenía aquella cicatriz, una fina línea blanca. Ahora se llevaban mejor, pero sólo en el sentido de que las frecuentes discusiones no degeneraban en agresiones físicas. Se evitaban en la medida de lo posible; las cenas de domingo (con respectivos) que organizaban una o dos veces al mes, o las comidas de hermanas en el Oliver Garden o el Outback podían resultar tensas, aunque Manda y Darla se sentaran separadas por Lisey y Canty. El hecho de que Darla llamara desde casa de Amanda no era buena señal.
    -¿Le pasa algo a Manda, Darl? –preguntó.
    Qué pregunta más estúpida. La cuestión era cómo de malo era lo que le pasaba.
    -La señora Jones la oyó gritar y romper cosas. Uno de sus clásicos J.
    Uno de sus clásicos jamacucos.
    -Primero intentó localizar a Canty, pero Canty y Rich están en Boston, y cuando la señora Jones lo oyó en su contestador, me llamó a mí.
    Tenía sentido. Canty y Rich vivían a kilómetro y medio al norte de la casa de Amanda por la carretera 10, y Darla vivía a unos tres kilómetros hacia el sur. En cierto modo se parecía a la vieja rima de su padre: Uno voló hacia el sur, el otro voló hacia el norte, y al tercer no hay quien la verborrea le corte. Por su parte, Lisey vivía a unos ocho kilómetros de distancia. La señora Jones, que vivía frente a la casita estilo Cape Cod bien aislada de Amanda, sabía que lo mejor era llamar primero a Canty, y no sólo porque viviera más cerca.
    Gritando y rompiendo cosas.
    -¿Cómo de grave esta vez? –se oyó preguntar en tono neutro y peculiarmente frío-. ¿Quieres que vaya?
    Aunque por supuesto, la verdadera pregunta era: ¿Cuánta prisa tengo que darme?
    -Está..., bueno, creo que está bien de momento –repuso Darla-. Pero lo ha vuelto a hacer. En los brazos y también en la parte superior de los muslos. Los..., ya sabes.
    Lisey lo sabía, sin duda alguna. En tres ocasiones, Amanda había caído en lo que Jane Whitlow, su psiquiatra, denominaba una “semicatatonia pasiva”. Era distinto de lo que le había ocurrido
    (calla)
    (no quiero)
    de lo que le había ocurrido a Scott en 1996, pero no por ello menos aterrador. Y cada una de las veces, dicho estado había ido precedido de brotes de nerviosismo, la clase de nerviosismo que Amanda había mostrado en el estudio de Scott, constató Lisey, seguidos de histeria y luego breves episodios de automutilación. Durante uno de ellos, Manda había intentado por lo visto extirparse el ombligo, acción que le dejó un anillo de tejido fibrótico a su alrededor. Lisey había mencionado de inmediato la posibilidad de recurrir a la cirugía plástica, sin saber si la cicatriz podía eliminarse, pero deseosa de comunicar a Manda que ella, Lisey, estaría dispuesta a costear la operación si Amanda quería someterse a ella.
    -Me gusta este anillo –replicó su hermana-. Si alguna vez vuelvo a tener tentaciones de mutilarme, puede que mirarlo me frene.
    Por lo visto, la palabra “puede” era la más importante de aquella frase.
    -¿Cómo de grave es la cosa, Darl? Dime la verdad.
    -Lisey..., cariño...
    Lisey comprendió alarmada (y otro nudo en el estómago y demás organos vitales) que su hermana mayor intentaba contener las lágrimas.
    -¡Darla! Respira hondo y dímelo.
    -Estoy bien. Es sólo que... ha sido un día muy largo.
    -¿Cuándo vuelve Matt de Montreal?
    -Dentro de dos semanas. Y no se te ocurra siquiera insinuar que lo llame. Se está ganando nuestro viaje del invierno que viene a San Bartolomé y no se le puede molestar. Podemos resolver esto solas.
    -¿Estás segura?
    -Por supuesto.
    -Entonces dime qué es exactamente lo que tenemos que resolver.
    -Vale..., de acuerdo –Lisey oyó que Darla respiraba hondo-. Los cortes de los brazos son superficiales. Tiritas y va que arde. Los de los muslos son más profundos y dejarán cicatriz, pero han dejado de sangrar, o sea que no se ha abierto ninguna arteria, gracias a Dios. Esto..., Lisey.
    -¿Qué? Pon... Suéltalo de una vez.
    Había estado a punto de decirle que se pusiera las pilas, lo cual su hermana mayor no habría captado. Fuera lo que fuese lo que estaba a punto de contarle Darle, sin duda sería espantoso. Lo intuía por el tono de voz de Darla, que conocía desde la cuna. Intentó armarse de valor para escucharlo. Se apoyó contra la mesa, desvió la mirada... y ¡Virgen Santa! Ahí estaba, apoyada con cierta indolencia junto a otra pila de cajas de cartón (que en efecto estaban marcadas como ¡SCOTT! ¡LOS PRIMEROS AÑOS!). En el rincón de la pared norte con la este vio la pala de plata de Nashville, un trasto realmente enorme. Era increíble que no la hubiera visto al entrar, aunque sin duda sí la habría visto de no haber tenido tanta prisa por coger el teléfono antes de que saltara el contestador automático. Desde donde se encontraba alcanzó a leer las palabras grabadas en la hoja de plata: PRIMERA PIEDRAA, BIBLIOTECA SHIPMAN. Casi le pareció oír al puñetero pollo frito sureño de mierda decirle a su marido que Toooney lo escribiría para el anuario y preguntarle si quería un ejemplar. Y a Scott responder...
    -¿Lisey?
    Darla parecía realmente consternada por primera vez, y Lisey se apresuró a volver al presente. Por supuesto que su hermana estaba consternada. Canty pasaría una semana o más en Boston, de compras mientras su marido se ocupaba de su concesionario de automóviles, adquiriendo coches de ocasión, de subasta y de gerencia en lugares como Malden y Lynn. Lynn, la Ciudad del Pecado sin Fin. Por su parte, Matt, el marido de Darla, se encontraba en Canadá, ganando dinero para costear sus próximas vacaciones dando clases sobre los patrones migratorios de las tribus indias de Norteamérica. En cierta ocasión, Darla había confesado a Lisey que se trataba de una ocupación lucrativa en extremo. Claro que ahora el dinero no les serviría de nada. En aquel momento, estaban solas ante el peligro. Brindemos por el poder de las hermanas.
    -Lisey, ¿me oyes? ¿Sigues a…?
    -Sí, sigo aquí –la atajó Lisey-. Es que no te oía, perdona. Puede que sea el teléfono; hace mucho que nadie lo usa. Está en la planta baja del granero, en lo que iba a ser mi despacho, antes de que Scott muriera, ¿te acuerdas?
    -Ah, sí, claro –masculló Darla con total desconcierto.
    No tiene ni puñetera idea de lo que le estoy hablando, pensó Lisey.
    -¿Me oyes ahora? –inquirió su hermana.
    -Perfectamente –aseguró.
    Mirando la pala de plata. Pensando en Gerd Allen Cole. Pensando Tengo que acabar con todo este campaneo por las fresias.
    Darla volvió a respirar hondo. Lisey lo oyó, como un soplo de viento a través de la línea telefónica.
    -No es que lo haya reconocido, pero creo que..., bueno..., creo que se ha bebido su propia sangre esta vez, Lise... Tenía los labios y la barbilla ensangrentados cuando he llegado, pero ningún corte dentro de la boca. Estaba como cuando mamá nos dejaba jugar con alguno de sus pintalabios.
    La imagen que asaltó la mente de Lisey no fue la de aquellos días en que se disfrazaban y maquillaban, aquellos días en que se paseaban por la casa calzadas con los zapatos de tacón de la buena de ma, sino la de aquella tarde abrasadora en Nashville, con Scott tendido sobre el asfalto, tiritando, los labios manchados de sangre color caramelo de fresa. A nadie le gustan los payasos a medianoche.
    Escucha, pequeña Lisey. Imitaré el sonido que hace cuando gira la cabeza.
    Pero la pala de plata relucía en el rincón... ¿y estaba hendida? Le pareció que sí. Si alguna vez dudaba de haber llegado a tiempo..., si alguna vez despertaba sudorosa en plena noche, convencida de que había llegado una fracción de segundo tarde y de que, por consiguiente, los últimos años de su matrimonio no habían existido...
    -¿Vas a venir, Lisey? Pregunta por ti cuando está consciente.
    En la mente de Lisey se activaron todas las alarmas.
    -¿Qué quieres decir con “cuando está consciente”? ¿No decías que estaba bien?
    -Está bien..., creo –Una breve pausa-. Ha preguntado por ti y ha pedido té. Le he preparado una taza y se la ha bebido. Es buena señal, ¿no?
    -Sí –asintió Lisey-. ¿Sabes cuál puede ser la causa, Darl?
    -Claro que sí. Me parece que todo el mundo lo sabe en el pueblo, pero yo no me he enterado hasta que la señora Jones me lo ha dicho por teléfono.
    -¿Qué? –inquirió Lisey, aunque imaginaba de qué se trataba.
    -Charlie Corriveau ha vuelto –explicó Darla antes de añadir en voz más baja-: El bueno del Pedorro. El banquero favorito de todo el mundo. Se ha traído una chica. Una muñequita francesa del valle de St. John.
    Pronunció el nombre con acento de Maine, de modo que sonó algo así como “senjún”. Lisey siguió con la mirada clavada en la pala de plata, esperando el golpe de gracia que sin duda llegaría.
    -Están casados, Lisey –prosiguió Darla.
    Lisey la oyó emitir una serie de sonidos ahogados que en el primer momento tomó por sollozos, pero al poco comprendió que su hermana intentaba reír sin que la oyera Amanda, que estaría en Dios sabe qué lugar de la casa.
    -Llegaré lo antes posible –prometió Lisey-. Y Darla...
    No obtuvo respuesta, tan sólo más de aquellos gorgoteos ahogados, uick uick uick.
    -Si te oye reír, el próximo objetivo de su cuchillo serás tú.
    Aquellas palabras cortaron en seco la risa de Darla, y Lisey la oyó aspirar una profunda bocanada de aire para recobrar la compostura.
    -Su loquera ya no está –logró articular por fin-. Ya sabes, aquella tal Whitlow, la que siempre llevaba los collares de cuentas. Creo que se ha mudado a Alaska.
    Lisey creía que se trataba de Montana, pero carecía de importancia.
    -Bueno, ya veremos cómo de mal está. Scott encontró un lugar..., Greenlawn, en Mineápolis.
    -¡Lisey! –la reconvino su hermana con voz idéntica a la de su madre.
    -¿Lisey qué? –espetó con aspereza-. ¿Lisey QUÉ? ¿Acaso te irás a vivir tú con ella para evitar que coja el cuchillo y se grabe las iniciales de Charlie Corriveau en las tetas la próxima vez que se le vaya la pinza? ¿O quizás habías pensado en Canty para el trabajo?
    -Lisey, no pretendía...
    -¿O qué tal si Billy deja la universidad de Tufts para cuidar de ella? ¿Qué más da un estudiante de primera más o menos en el mundo?
    -Lisey...
    -Bueno, ¿pues qué propones?
    Lisey percibía el tono intimidatorio de su voz y se detestó a sí misma. Ésa era otra de las repercusiones que el dinero tiene sobre una al cabo de diez o veinte años; te hace creer que tienes el derecho de abrirte paso a hostias para salir de cualquier aprieto. Recordaba a Scott declarando que nadie debería poder tener más de dos lavabos para cagar en casa, porque un exceso de lavabos provoca delirios de grandeza. Volvió a mirar la pala, que le respondió con un destello tranquilizador. Lo salvaste, decía la herramienta. No fue culpa tuya. ¿Era cierto? No lo recordaba. ¿Era otra de las cosas que había olvidado adrede? Eso tampoco lo recordaba. Vaya mierda. Vaya puta mierda.
    -Lisey, lo siento..., yo sólo quería...
    -Lo sé.
    Lo que sabía era que estaba cansada, confusa y avergonzada por su estallido.
    -Encontraremos una solución. Ahora mismo voy, ¿vale?
    -Vale –repuso Darla con alivio audible-. Vale.
    -Y en cuanto a ese francés –añadió Lisey-, menudo capullo. De buena nos hemos librado.
    -Ven lo antes posible.
    -Sí. Adiós.
    Lisey colgó el teléfono, se dirigió hacia el rincón nordeste del cubículo y asió el mango de la espada de plata. Se sintió como si lo hiciera por primera vez, ¿y era de extrañar? Cuando Scott se la pasó, a ella sólo le interesó la refulgente hoja de plata con el mensaje grabado en ella, en el momento en que la blandió, sus manos se movían por sí sola..., o al menos ésa era la sensación que tenía. Suponía que en realidad fue alguna
    parte primitiva y centrada en la supervivencia de su cerebro la que las movió en nombre del resto de ella, la Lisey Moderna.
    Deslizó una mano por la madera lisa, disfrutando de la sensación, y al inclinarse reparó de nuevo en las tres cajas con su exuberante mensaje garabateado en el costado con grueso rotulador negro: ¡SCOTT! ¡LOS PRIMEROS AÑOS! La caja superior había contenido en tiempos ginebra Gilbey, y las pestañas estaban dobladas, pero sin precintar. Lisey retiró el polvo acumulado sobre ella, asombrada ante el grosor de la capa y ante la idea de que las últimas manos que habían tocado aquella caja, para llenarla, doblar las pestañas y colocarla sobre las otras, ahora estaban entrelazadas bajo tierra.
    La caja estaba llena de papeles. Manuscritos, supuso. La página del título, ya algo amarillenta, estaba escrita en mayúsculas subrayadas y centradas. El nombre de Scott aparecía mecanografiado con pulcritud bajo el título, también centrado. Lisey reconoció aquellos detalles como habría reconocido su sonrisa; era su estilo de presentación cuando lo conoció de joven, y dicho estilo nunca cambió. Lo que no reconoció fue el título:

    IKE VUELVE A CASA
    De Scott Landon

    ¿Sería una novela? ¿Un relato? Resultaba imposible dilucidarlo con un mero vistazo a la caja. Sin embargo, la caja debía de contener al menos mil páginas, la mayoría de ellas en un solo fajo bajo aquella página de título, pero algunas embutidas en el fondo en dos direcciones. Si se trataba de una novela y la caja la contenía entera, debía de ser más larga que Lo que el viento se llevó. ¿Era posible? Lisey suponía que sí. Scott siempre le mostraba su trabajo cuando terminaba y también accedía a mostrarle obras sin terminar si ella se lo pedía (un privilegio que no otorgaba a nadie más, ni siquiera a su editor de siempre, Carson Foray), pero si no se lo pedía, por lo general él no tomaba la iniciativa de enseñárselas. Y había sido un autor prolífico hasta el día de su muerte. Tanto en casa como de viaje, Scott Landon siempre escribía.
    Pero ¿una novela de mil páginas? Sin duda me habría hablado de ella. Seguro que no es más que un relato que no le gustaba. ¿Y el resto, todos esos papeles embutidos de lado? Probablemente copias de sus primeras novelas. O galeradas. Lo que siempre llamaba “desechos”.
    Pero ¿no enviaba siempre los desechos a la Universidad de Pittsburgo cuando terminaba, para que los guardaran en la Colección Scott Landon de su biblioteca? En otras palabras, ¿para que los incunks babearan de gusto? Y si aquellas cajas contenían copias de sus primeros manuscritos, ¿por qué había más copias (en su mayoría copias con papel carbón de la prehistoria) en los armarios etiquetados como ALMACÉN de la planta superior? Y ahora que lo pensaba, ¿y los cubículos situados a ambos lados del antiguo gallinero? ¿Qué habría guardado allí?
    Alzó la mirada, casi como si fuera Superwoman y fuera capaz de desentrañar la respuesta con su visión de rayos X, y fue entonces cuando el teléfono de la mesa volvió a sonar.


    4

    Se acercó a la mesa y descolgó el auricular con un sentimiento a caballo entre el temor y la exasperación..., aunque más cerca de la segunda. Cabía la posibilidad,
    aunque remota, de que Amanda hubiera decidido cortarse una oreja a la Van Gogh o rebanarse el cuello en lugar de hacerse cortes en el muslo o el brazo, pero Lisey lo dudaba. De toda la vida, Darla era la hermana más propensa a llamar otra vez al cabo de tres minutos y empezar la segunda conversación con un “acabo de acordarme de que” o un “he olvidado decirte que”.
    -¿Qué pasa, Darl?
    Unos instantes de silencio, tras el cual oyó una voz masculina que le resultaba familiar.
    -¿Señora Landon?
    Esta vez fue Lisey quien guardó unos instantes de silencio mientras repasaba mentalmente una lista de nombres masculinos. Una lista muy corta en los últimos tiempos; era alucinante hasta qué punto la muerte de tu marido podaba el catálogo de amistades. Estaba Jacob Montano, su abogado de Portland; Arthur Williams, el asesor financiero de Nueva York, que no soltaba un dólar hasta que se lo suplicaran de rodillas (o murieran en el intento); Deke Williams, sin parentesco alguno con Arthur, el contratista de Bridgton que había convertido el pajar vacío sobre el granero en el estudio de Scott, y que también había reformado la planta superior de su casa, transformando estancias hasta entonces oscuras en paraísos de luz; Smiley Flanders, el fontanero de Morton con la provisión inagotable de chistes tanto inocentes como guarros; Charlie Haddonfield, el agente de Scott, que llamaba de vez en cuando por negocios (sobre todo relacionados con derechos internacionales y antologías de relatos); y el puñado de amigos de Scott que seguían en contacto con ella. Pero ninguna de aquellas personas llamaría a este número, aun cuando apareciera en la guía. ¿Aparecía en la guía, por cierto? No lo recordaba. En cualquier caso, ninguno de los nombres encajaba con el recuerdo (o supuesto recuerdo) de la voz que acababa de oír. Pero maldita sea...
    -¿Señora Landon?
    -¿Quién es? –quiso saber.
    -Mi nombre no importa, señora –replicó la voz.
    Lisey tuvo una imagen estremecedoramente vívida de Gerd Allen Cole, moviendo los labios en lo que tal vez era una plegaria silenciosa, aunque aquella suposición quedaba desmentida por el arma que llevaba en la mano de dedos largos, mano de poeta.
    Te lo ruego, Señor, que no sea otro de ésos, pensó. Que no sea otro Rubio. Sin embargo, comprobó que de nuevo sujetaba la pala de plata, que al coger el teléfono había asido el mango de madera sin pensar, y aquello parecía una promesa de que sí lo era, lo era.
    -Pues a mí sí que me importa –espetó, asombrada ante la firmeza de su voz.
    ¿Cómo podía brotar una frase tan firme de una boca tan repentinamente seca? Y de repente, como por arte de magia, recordó dónde había oído antes aquella voz. Había sido esa misma tarde, en el contestador automático conectado al teléfono. Y no era de extrañar que la hubiera asociado en seguida, porque en la ocasión anterior, la voz sólo había pronunciado cuatro palabras: “Llamaré en otro momento.”
    -O se identifica ahora mismo o cuelgo.
    Oyó un suspiro en el otro extremo de la línea, un sonido entre cansado y afable.
    -No me lo ponga difícil, señora, que estoy intentando ayudarla, de verdad.
    Lisey recordó las voces roncas de la película predilecta de Scott, La última película, pensó de nuevo en Hank Williams cantando “Jambalaya”. Ponte elegante, sigue adelante, oh-oh.
    -Voy a colgar, adiós, que le vaya bien –dijo Lisey.
    Pero ni siquiera se apartó el auricular de la oreja. Todavía no.
    -Puede llamarme Zack, señora. Es un nombre como cualquier otro. ¿Le parece?
    -¿Zack qué?
    -Zack McCool.
    -Ya, y yo soy Liz Taylor.
    -Usted quería un nombre, y yo le he dado uno.
    En eso tenía razón.
    -¿Y de dónde ha sacado este número, Zack?
    -De Información.
    Así que el número sí aparecía en la guía. Eso lo explicaba todo. Quizás.
    -¿Quiere hacer el favor de escucharme un momento?
    -Le estoy escuchando.
    Escuchando... y aferrando la pala de plata... y esperando a que cambiara el viento. Quizás sobre todo esto último. Porque se avecinaba un cambio; lo percibía en cada fibra de su cuerpo.
    -Señora, hace poco vino a verla un hombre para echar un vistazo a los papeles de su difunto esposo, y por cierto la acompaño en el sentimiento.
    Lisey hizo caso omiso de sus últimas palabras.
    -Mucha gente me ha pedido que les deje revisar los papeles de Scott después de su muerte –comentó, con la esperanza de que el hombre no fuera capaz de adivinar con qué fuerza le latía el corazón-. Y a todos les he dicho lo mismo. Algún día compartiré to...
    -Ese hombre es de la universidad donde estudió su marido, señora. Dice que es el candidato más lógico, ya que de todas formas los papeles acabarán allí.
    Lisey guardó silencio un instante y reflexionó sobre el modo en que su interlocutor había pronunciado “marido”, algo así como “mariiiiido”, como si Scott hubiera sido una fruta exótica, ahora consumida. También reflexionó sobre su pronunciación de la palabra “señora”. A todas luces, no era de Maine ni del norte del país en general, y con toda probabilidad no era una persona culta, al menos en el sentido en que Scott habría empleado el término. Intuía que “Zack McCool” no había ido a la universidad. También se dijo que, en efecto, el viento había cambiado. Ya no estaba asustada; lo que estaba, al menos de momento, era enfadada. Más que enfadada, de hecho. Cabreada como una mona.
    -Woodbody –masculló con un tono de voz bajo y medio estrangulado que apenas reconoció-. Se refiere a él, ¿verdad? Joseph Woodbody. Ese incunk hijo de la gran puta.
    Se produjo otro silencio en el otro extremo de la línea.
    -No entiendo, señora –repuso por fin su nuevo amigo.
    Lisey se sintió completamente embargada por la rabia y dio gracias por ello.
    -Creo que me entiende perfectamente. El profesor Joseph Woodbody, Rey de los Incunks, lo contrató para que me llamara y me asustara y así conseguir... ¿qué? ¿Que le dé las llaves del estudio de mi marido para que pueda revisar los manuscritos de Scott y llevarse lo que le venga en gana? ¿Es eso lo que...? ¿Realmente cree que...?
    Lisey intentó contenerse; no le resultó fácil. La ira que sentía era amarga y dulce a un tiempo, y lo que le apetecía era entregarse a ella.
    -Dime una cosa, Zack. Responde sí o no. ¿Trabajas para el profesor Joseph Woodbody?
    -Eso no es asunto suyo, señora.
    Lisey no halló respuesta a esas palabras. La insolencia absoluta del hombre la había dejado anonadada, al menos de momento. Era lo que Scott habría llamado una
    (no es asunto suyo)
    absurdidad de tres pares de narices y cojones.
    -Y por cierto, nadie me ha contratado para “intentar” hacer nada –Silencio-. Quiero decir, algo. A ver, señora. Le conviene cerrar el pico y escuchar. ¿Me escucha?
    Lisey siguió de pie con el auricular pegado a la oreja mientras meditaba las palabras del hombre, “¿Me escucha?”, sin decir nada.
    -La oigo respirar, así que sé que me escucha. Eso está mu bien. Cuando alguien me contrata, señora, le aseguro que servidor no “intenta”, sino que hace. Sé que no me conoce, pero eso es su problema, no el mío. Esto no é..., no es una fantasmá. Yo no “intento”, yo hago. Va a darle a ese hombre lo que quiere, ¿me entiende? Él me llamará por teléfono o me enviará un correo electrónico con una clave especial que tenemo y me dirá: “Todo va bien, ya tengo lo que quiero.” Si no me dice na..., nada en un espacio de tiempo determinao, iré a su casa y le haré daño. Le haré daño en sitios que no se dejaba tocá por los chicos en el baile del instituto.
    Lisey había cerrado los ojos en algún punto de aquel extenso discurso, que daba la impresión de ser un texto memorizado. Percibió que las lágrimas le rodaban por las mejillas, y no sabía si eran lágrimas de rabia o de...
    ¿Rabia? ¿Era posible que fueran lágrimas de vergüenza? Sí, había algo vergonzante en el hecho de que un desconocido le hablara de ese modo. Era como llegar a una escuela nueva y que el profesor te regañara el primer día.
    A hacer puñetas, cariño, dijo Scott. Ya sabes lo que tienes que hacer.
    Y así era. En una situación como aquella, o te ponías las pilas o no. A decir verdad, Lisey nunca se había encontrado en una situación como aquella, pero una cosa no quitaba la otra.
    -¿Señora? ¿Entiende lo que le acabo de decir?
    Sabía lo que quería contestarle, pero podía ser que él no lo entendiera, así que Lisey decidió emplear un término más corriente.
    -¿Zack? –musitó.
    -Sí, señora –replicó él en el mismo tono, tal vez creyendo que estaban juntos en una especie de conspiración.
    -¿Me oyes?
    -Poco, pero... sí, señora.
    Lisey aspiró una profunda bocanada de aire y la retuvo unos instantes mientras imaginaba al hombre que decía na en vez de nada y mariiiiido en vez de marido. Lo imaginó con el teléfono pegado a la oreja, esforzándose por oírla. Cuando la imagen se definió con toda claridad en su mente, pasó a la acción.
    -¡VETE A TOMAR POR EL CULO! –vociferó a voz en cuello.
    Lisey colgó el teléfono con tanta fuerza que de la base salió despedida una auténtica polvareda.


    5

    El teléfono empezó a sonar de nuevo casi al instante, pero Lisey no tenía ningunas ganas de seguir conversando con “Zack McCool”. Sospechaba que toda posibilidad de sostener lo que los presentadores de televisión llamaban un diálogo se había esfumado. Tampoco es que le interesara sostener un diálogo, ni escucharlo, ni pulsar el botón del contestador y descubrir que el hombre había abandonado aquel tono de afabilidad cansina y ahora tenía ganas de llamarla puta, zorra o guarra. Siguió el cable del teléfono hasta la pared (la caja estaba cerca de las cajas de cartón) y tiró de la clavija. El teléfono enmudeció en medio del tercer timbrazo. Adiós, “Zack McCool”, al
    menos de momento. Suponía que cabía la posibilidad de que tuviera que tratar con él (o acerca de él) más adelante, pero ahora mismo tenía que ocuparse de Manda. Por no hablar de Darla, que la esperaba y contaba con ella. Volvería a la cocina, descolgaría las llaves del coche del gancho... y dedicaría dos minutos a cerrar la casa, algo que no siempre se molestaba en hacer durante el día.
    La casa y el granero y el estudio.
    Sí, sobre todo el estudio, en el que se negaba a pensar en mayúsculas, como siempre había hecho Scott, como si aquel espacio fuera la hostia en verso. Pero hablando de hostias en verso...
    Volvió a escudriñar el interior de la primera caja. No había cerrado las pestañas, de modo que no le costó vislumbrar el contenido.


    IKE VUELVE A CASA
    De Scott Landon

    Impulsada por la curiosidad y por el hecho de que, a fin de cuentas, aquello apenas le llevaría un instante, Lisey apoyó la pala de plata contra la pared, levantó la página del título y miró debajo. En la segunda página vio escrito lo siguiente:

    Ike volvió a casa zumbando, y todo iba bien. ¡DÁLIVA! ¡FIN!

    Nada más.
    Lisey se quedó mirando la página durante casi un minuto entero a despecho de que tenía muchas cosas que hacer. Sintió de nuevo un hormigueo en la piel, pero esta vez fue una sensación casi agradable..., bueno, sin el caso. Sus labios se curvaron en una sonrisita perpleja. Desde que acometiera la tarea de vaciar su estudio, desde que perdiera los papeles y destrozara lo que a Scott le gustaba llamar su “rincón de los recuerdos”, para ser exactos, Lisey había sentido su presencia..., pero nunca tan cerca como ahora. Nunca tan real. Introdujo la mano en la caja y hojeó el grueso fajo de folios, bastante segura de lo que descubriría. Y así fue. Todas las hojas estaban en blanco, al igual que las que yacían atravesadas en el fondo. En el vocabulario infantil de Scott, un zumbido era un viaje corto, y una dáliva..., bueno, eso era un poco más complicado, pero en ese contexto significaba casi con toda seguridad un chiste o una broma inofensiva. Aquella gigantesca falsa novela era la idea que Scott tenía de un chiste graciosísimo.
    ¿Y las otras dos cajas? ¿Y las que llenaban los cubículos de enfrente? ¿Tan sofisticada era la broma? Y en ese caso, ¿quién era la víctima? ¿Ella? ¿Los incunks como Woodbody? Tenía cierto sentido, porque a Scott le gustaba burlarse de los tipos a los que llamaba “locos por el texto”, pero aquella idea apuntaba una posibilidad bastante espantosa, a saber que hubiera intuido su
    (Muriera joven)
    inminente ataque
    (Muriera de forma intempestiva)
    y no le dijera nada. Lo cual a su vez planteaba una pregunta: ¿Le habría hecho caso Lisey en caso de que él se lo dijera? La primera respuesta que le acudió a la mente fue que no, que ella era la práctica de los dos, la que revisaba el equipaje de Scott para cerciorarse de que llevaba suficiente ropa interior y llamaba a la compañía aérea con antelación para comprobar si los vuelos salían puntuales. Pero recordaba la sangre de sus labios convertida en una sonrisa de payaso, recordaba el día en que le explicó, con
    lo que pareció una lucidez absoluta, que era peligroso comer fruta fresca tras la puesta de sol, y que convenía evitar cualquier alimento entre medianoche y las seis de la mañana. Según Scott, la “comida nocturna” a menudo era venenosa, y en su boca se antojaba del todo lógico. Porque...
    (calla)
    -Le habría creído, y punto –susurró.
    Bajó la cabeza y cerró los ojos para contener unas lágrimas que no afloraron. Los ojos que habían llorado al oír el discurso ensayado de “Zack McCool” estaban más secos que el desierto. ¡Puñeteros ojos!
    Desde luego, los manuscritos embutidos en los atestados cajones de su mesa y el archivador principal de arriba no eran dálivas, eso lo sabía. Algunos eran copias de relatos publicados, y otros eran versiones alternativas de dichos relatos. En la mesa que Scott llamaba el Gran Jumbo de Dumbo, Lisey había identificado al menos tres novelas inacabadas y lo que parecía una novela corta terminada... Anda que no habría babeado el tal Woodbody. Asimismo, había media docena de relatos acabados que a Scott por lo visto no le gustaban los suficiente para enviarlos a la editorial, casi todos ellos bastante antiguos a juzgar por los tipos de letra. Lisey carecía de los conocimientos necesarios para discernir qué era basura y qué era un tesoro, pero estaba convencida de que todo ello resultaría de gran interés para los estudiosos de Landon. Sin embargo esta... dáliva, por emplear el término de Scott...
    De nuevo asía el mango de la pala de plata, esta vez con más fuerza. Era un objeto real en un mundo que de repente se le antojaba una enorme tela de araña. Lisey abrió de nuevo los ojos.
    -Scott, ¿es una broma o sigues jugando conmigo?
    No obtuvo respuesta. Como era de esperar. Y tenía un par de hermanas que requerían su atención. A buen seguro, Scott habría comprendido que relegara aquel asunto a segundo plano por el momento.
    En cualquier caso, decidió llevar consigo la pala.
    Le gustaba sentir su peso en la mano.


    6

    Lisey conectó de nuevo el teléfono y salió a toda prisa, antes de que el maldito trasto empezara a sonar otra vez. Fuera se estaba poniendo el sol, y se había levantado un considerable viento del oeste, lo cual explicaba la corriente que había percibido al abrir la puerta para contestar a la primera de las dos inquietantes llamadas. Nada de fantasmas, cariño. El día se le estaba haciendo larguísimo, pero aquel viento, encantador y en cierto modo fino, como el que había sentido en el sueño de la noche anterior, la calmó y la refrescó. Cruzó desde el granero hasta la cocina sin temer que “Zack McCool” la acechara en las inmediaciones. Sabía bien cómo sonaban las llamadas realizadas desde móviles en aquella zona, entrecortadas y apenas audibles. Según Scott, se debía a las torres de alta tensión, que Scott siempre llamaba “estaciones de reabastecimiento para OVNIS. En cambio, había oído a su amigo “Zack” con claridad prístina. Ese Fan del Espacio Exterior la había llamado desde un fijo, y Lisey dudaba que sus vecinos le hubieran prestado el teléfono para que pudiera amenazarla a sus anchas.
    Cogió las llaves del coche y se las guardó en el bolsillo lateral de los vaqueros (ajena al hecho de que aún llevaba el Cuadernillo de las Obsesiones de Amanda en el bolsillo posterior, aunque repararía en ello a su debido tiempo); también cogió el llavero
    más voluminoso del que colgaban todas las llaves del imperio doméstico de los Landon, cada una de ellas aún etiquetada con la pulcra caligrafía de Scott. Cerró la casa a cal y canto antes de regresar al granero para cerrar las puertas correderas y la entrada al estudio de Scott, situada en lo alto de la escalera exterior. Al terminar se dirigió hacia el coche con la pala al hombro y su sombra flotando junto a ella sobre la tierra del patio, a la luz de los últimos rayos rojizos del sol de junio.
    IV. Lisey y la dáliva sangrienta (El mal rollo)


    1

    El trayecto hasta casa de Amanda por la ensanchada y reasfaltada carretera 17 llevaba apenas un cuarto de hora, aun teniendo que aminorar la velocidad en el semáforo intermitente que regulaba el cruce con Deep Cut Road en dirección a Harlow. Lisey dedicó más tiempo del que quería pensando en dálivas en general y uno en particular. El primero. Y ése no había sido una broma.
    -Pero la idiota de Lisbon Falls fue y se casó con él a pesar de todo –exclamó en voz alta con una carcajada.
    Retiró el pie del acelerador. A su izquierda vio el supermercado de Patel, junto a los surtidores de gasolina de Texaco sobre el limpio asfalto negro y bajo los cegadores focos blancos. De repente la acometió el apremiante impulso de entrar y comprar un paquete de cigarrillos, de Salem Light. Y ya que estaba, podía comprar una caja de esas rosquillas Nissel que tanto le gustaba a Amanda, las de calabaza, y tal vez unos pastelitos de chocolate para ella.
    -Mira que estás loquita –se regañó con una sonrisa al tiempo que pisaba el acelerador a fondo.
    El supermercado fue alejándose. Lisey conducía con los faros de cruce pese a que quedaba bastante luz. Al mirar por el retrovisor vio la ridícula pala de plata tirada en el asiento trasero.
    -Mira que estás loquita –repitió, esta vez con una sonora carcajada.
    ¿Y qué? ¿Y qué si estaba loquita?


    2

    Lisey aparcó detrás del Prius de Darla y estaba a medio camino de la puerta de la cuidada casita estilo Cape Cod de Amanda cuando Darla salió a su encuentro casi a la carrera e intentando contener las lágrimas.
    -Gracias a Dios que has llegado –exclamó.
    Y al ver la sangre que manchaba las manos de Darla, Lisey pensó de nuevo en dálivas, en su futuro marido surgiendo de la oscuridad y tendiéndole una mano que ya no parecía una mano.
    -Darla, ¿qué...?
    -¡Lo ha vuelto a hacer! Esa zorra chalada se ha vuelto a cortar. Lo único que he hecho es ir al lavabo... La he dejado bebiendo té en la cocina... “¿Estás bien, Manda?”, le he preguntado..., y entonces...
    -A ver –la interrumpió Lisey, obligándose a parecer calmada cuando menos.
    Siempre había sido la calmada o como mínimo la que ponía cara de calmada, la que decía cosas como “A ver” o “Quizás no hay para tanto”. ¿Acaso ésa no era misión de la hermana mayor? Bueno, tal vez no cuando la hermana mayor estaba de atar.
    -No se va a morir ni nada, pero... menuda porquería –farfulló Darla.
    Y entonces rompió a llorar.
    Claro, ahora que he llegado te desmoronas, pensó Lisey. Nunca se os ocurre que la pequeña Lisey también pueda tener problemas, ¿eh?
    Darla se sonó una fosa nasal y luego la otra sobre el césped cada vez más oscuro de Amanda con sendos bufidos muy poco femeninos.
    -Qué increíble porquería, puede que tengas razón, puede que un lugar como Greenlawn sea la solución..., si es privado... y discreto... Es que no sé... a lo mejor tú puedes hacer algo..., probablemente sí, a ti te hace caso, siempre te ha hecho caso, yo ya no puedo más...
    -Venga, Darl –murmuró Lisa en tono tranquilizador.
    Y en aquel momento tuvo una relevación; no quería fumar. Fumar era un mal hábito del pasado. El tabaco estaba igual de muerto que su difunto marido, que se había desplomado dos años antes durante una lectura y muerto poco más tarde en un hospital de Kentucky, dáliva, fin. Lo que ansiaba agarrar no era un Salem Light, sino el mango de la pala de plata.
    Un consuelo que no hacía falta encender.


    3

    ¡Es una dáliva, Lisey!
    Lo oyó de nuevo al encender la luz de la cocina de Amanda. Y también lo vio, caminando por el césped oscuro detrás de su piso de Cleaves Mills. Scott, que podía ser un loco, Scott, que podía ser valiente, Scott, que podía ser ambas cosas al mismo tiempo en las circunstancias propicias.
    ¡Y no una dáliva cualquiera, sino una dáliva sangrienta!
    Detrás del piso donde ella lo había enseñado a follar, donde él le había enseñado a decir puñeta, donde se habían enseñado mutuamente a esperar, a esperar a que cambiara el viento. Scott vadeando entre la fragancia embriagadora de las flores porque casi había llegado el verano, porque el Invernadero Parks estaba muy cerca, con las persianas abiertas para dejar entrar el aire nocturno. Scott surgiendo de aquel universo perfumado una noche de finales de primavera para aparecer bajo la luz de la puerta trasera, donde ella lo esperaba. Cabreada con él, pero no demasiado; de hecho, casi dispuesta a hacer las paces. A fin de cuentas, ya la habían dejado plantada más de una vez (aunque nunca él), y algunos novios (incluyéndole a él) se habían presentado borrachos en su casa. Y cuando lo vio...
    Su primera dáliva sangrienta.
    Y ahora se encontraba delante de otro. La cocina de Amanda estaba llena de salpicaduras, trazos y gotas de lo que Scott a veces llamaba (por lo general imitando en plan cutre al comentarista deportivo Howard Cosell) “clarete”. Vio gotas rojas sobre el mostrador de luminosa formica amarilla de Manda; un rastro alargado en la puerta del microondas, manchas e incluso una pisada en el suelo de linóleo. En el fregadero había un paño de cocina empapado en sangre.
    Lisey paseó la mirada por el desastre y sintió que se le aceleraba el pulso. Era natural, se dijo, era lo que le pasaba a la gente cuando veía sangre. Además, había sido un día largo y estresante. Lo que debes recordar es que con toda probabilidad parece peor de lo que es. Seguro que se ha dedicado a esparcir la sangre por todas partes adrede; su sentido del dramatismo siempre ha funcionado a las mil maravillas. Y tú has visto cosas peores, Lisey. Lo que se hizo en el ombligo, por ejemplo. O a Scott en Cleaves. ¿Vale?
    -¿Qué? –preguntó Darla.
    -No he dicho nada –replicó Lisey.
    Estaban de pie en el umbral, observando a su pobre hermana, que estaba sentada a la mesa de la cocina (también de luminosa formica amarilla), con la cabeza gacha y el cabello caído sobre el rostro.
    -Has dicho “vale”.
    -Vale, pues he dicho vale –espetó Lisey, malhumorada-. La buena de ma siempre decía que la gente que habla sola tiene dinero en el banco.
    Y ella tenía. Gracias a Scott, tenía un poco más o un poco menos de veinte millones de dólares, según la cotización del mercado de valores.
    Pero la idea del dinero parecía carecer de peso cuando te encontrabas en una cocina ensangrentada. Lisey se preguntó si Mandy nunca había usado mierda porque no se le había ocurrido. En tal caso, podían considerarse afortunadas, ¿no?
    -¿Escondiste los cuchillos? –preguntó a Darla en voz baja.
    -Pues claro –replicó Darla indignada..., aunque también en un susurro-. Se lo ha hecho con los fragmentos de la puta taza de té, Lisey. Mientras yo estaba meando...
    Lisey ya lo había adivinado y tomado nota de que debía ir al Wal-Mart a comprar tazas nuevas lo antes posible. Amarillo Luminoso para que hicieran juego con el resto de la cocina, a ser posible, aunque el requisito más importante era que llevaran esos adhesivos que las identificaban como “irrompibles”.
    Se arrodilló junto a Amanda y se dispuso a cogerle la mano.
    -Ahí es donde se ha cortado, Lise. En las dos palmas –explicó Darla.
    Con suma delicadeza, Lisey retiró las manos de Amanda de su regazo, les dio la vuelta e hizo una mueca. Los cortes habían dejado de sangrar, pero aun así le provocaron un nudo en el estómago. Y por supuesto, le recordaron a Scott surgiendo de las sombras veraniegas y tendiéndole la mano ensangrentada como si de una puta prueba de amor se tratara, un acto de contrición por el terrible pecado de emborracharse y olvidar que habían quedado. Madre mía, y luego decían que Cole estaba loco.
    Amanda se había practicado dos cortes en diagonal desde la base del pulgar hasta la base del meñique, seccionando por el camino las líneas de la vida, las del amor y todas las demás. Lisey entendía cómo se había hecho el primero, pero ¿y el segundo? Debía de haberle costado un huevo (como decía el proverbio). Pero lo había conseguido y luego se había paseado por toda la cocina como quien pone la cobertura a un pastel de locura (Eh, mira, mírame, tú no estás loquita, la que está loquita soy yo, Manda, la loquita número uno, sí, señor). Todo ello mientras Darla estaba en el baño, evacuando un poco de limonada y secándose el felpudo, menuda eres, Amanda, además de loquita, rauda como el rayo.
    -Darla, aquí no bastarán unas tiritas y agua oxigenada, cariño. Tenemos que llevarla a urgencias.
    -La puta de oros –masculló Darla, trastornada, antes de echarse de nuevo a llorar.
    Lisey escudriñó el rostro de Amanda, apenas visible entre la cortina de sus cabellos.
    -Amanda –dijo.
    Nada. Ningún movimiento.
    -Manda.
    Nada. La cabeza de Amanda seguía caída como la de una muñeca. Maldito Charlie Corriveau, pensó Lisey. Puto Charlie Corriveau. Claro que si no hubiera sido por el Pedorro, habría sido por otra cosa. Porque las Amandas del mundo estaban hechas así. Te pasabas la vida esperando a que se cayeran y pensando que era un milagro cuando no se caían, pero el milagro acababa por hartarse de vivir, de modo que se desplomaba, sufría un ataque y moría.
    -Conejito Manda...
    Fue el apodo infantil lo que consiguió derribar por fin la barrera. Amanda alzó la cabeza muy despacio. Y lo que Lisey vio en su rostro no fue el vacío aturdido y
    ensangrentado que esperaba (sí, Amanda tenías los labios rojos, y desde luego no por obra y gracia de Max Factor), sino la expresión infantil, chispeante, altiva y traviesa, ésa que indicaba que Amanda había hecho una de las suyas, y que poco después alguien lloraría a causa de ello.
    -Dáliva –susurró, y la temperatura corporal de Lisey Landon pareció descender diez grados en un santiamén.


    4

    La llevaron al salón; Amanda caminaba con docilidad entre ellas. La sentaron en el sofá y luego volvieron al umbral de la cocina para no perderla de vista y al mismo tiempo poder seguir hablando sin que su hermana las oyera.
    -¿Qué te ha dicho, Lisey? Estás blanca como un fantasma.
    Lisey deseó que Darla hubiera empleado otra palabra, como por ejemplo sábana. No le gustaba oír la palabra fantasma, sobre todo ahora que ya se había puesto el sol. Estúpido, pero cierto.
    -Nada –aseguró-. Bueno..., me ha dicho pum, como si quisiera darme un susto o algo. “Pum, Lisey, estoy cubierta de sangre, ¿qué te parece?” No eres la única que está estresada, Darl.
    -Si la llevamos a urgencias, ¿qué le harán? ¿La pondrán en vigilancia por intento de suicidio o algo por el estilo?
    -Es posible –reconoció Lisey.
    Sentía la cabeza un poco más despejada. Aquella palabra, dáliva, había actuado en ella como una suerte de bofetón, o como si alguien le hubiera dado a oler un frasco de sales. Claro que también le había dado un susto de muerte, pero... si Amanda tenía algo que contarle, Lisey quería saber de qué se trataba. Tenía la sensación de que todas las cosas que le habían sucedido en los últimos tiempos, incluso la llamada de “Zack McCool”, guardaban alguna relación con... ¿qué? ¿El fantasma de Scott? Qué idiotez. ¿La dáliva sangrienta de Scott, entonces? ¿Qué tal eso?
    ¿O su chaval larguirucho? ¿El del enorme costado moteado?
    No existe, Lisey, nunca existió más que en la imaginación de Scott..., que a veces era lo bastante poderosa para proyectarse sobre las personas que lo rodeaban. Lo bastante poderosa para que te inquietara la idea de comer fruta de noche, por ejemplo, aun cuando supieras que no era más que una superstición infantil que nunca llegó a superar. Y lo del chaval larguirucho, tres cuartas partes de lo mismo. Lo sabes, ¿verdad?
    ¿Lo sabía? Entonces, ¿por qué, cuando intentaba pensar en el asunto, percibía que una especie de bruma le envolvía los pensamientos y los desmembraba? ¿Por qué aquella voz interior le ordenaba que callara?
    Darla la miraba con una expresión rara. Lisey se esforzó por regresar al momento presente, junto a las personas presentes y el problema presente. Y por primera vez se fijó en el aspecto fatigado en extremo de Darla, los profundos surcos alrededor de la boca, las ojeras oscuras... La asió por la parte superior de los brazos y reparó disgustada en su tacto huesudo, así como en el espacio que quedaba entre los tirantes del sujetador y los hombros demasiado hundidos de su hermana. Lisey recordaba la envidia con que miraba a sus hermanas mayores cuando salían de casa rumbo al instituto Lisbon, hogar de los Sabuesos. Ahora Amanda estaba a punto de cumplir los sesenta, y Darla no le iba demasiado a la zaga. Se habían hecho viejas, sí, señor.
    -Pero una cosa, cariño –advirtió a Darla-. En el hospital no lo llaman “vigilancia por intento de suicidio”, que queda fatal, sino simplemente “observación” –No sabía cómo lo sabía, pero estaba casi segura de que era cierto-. Los tienen allí veinticuatro horas, o quizás cuarenta y ocho.
    -¿Pueden hacerlo sin autorización?
    -Creo que no, a menos que el paciente haya cometido un delito y lo haya llevado al hospital la policía.
    -Quizás convendría que llamaras a tu abogado y se lo preguntaras. Ese Montana...
    -Se llama Montano, y probablemente esté en su casa. Ese número no figura en la guía; lo tengo en la agenda, pero la agenda está en casa. Mira, Darla, creo que si la llevamos al Memorial Stephens de No Soapa, todo irá bien.
    No Soapa era el nombre con el que los lugareños habían bautizado los municipios de Norway-South Paris, en el vecino condado de Oxford, municipios que además se hallaban a un día de trayecto en coche de lugares de nombres tan exóticos como México, Madrid, Gilead, China y Corinto. A diferencia de los grandes hospitales de Portland y Lexington, el Memorial Stephens era un centro pequeño y letárgico.
    -Lo más probable es que le venden las manos y nos dejen llevarla a casa sin más –comentó y tras una pausa añadió-: Si...
    -¿Si qué?
    -Si es que queremos llevarla a casa. Y si es que ella quiere volver a casa. Vamos a ver, no mentiremos ni nos inventaremos ninguna historia rocambolesca, ¿vale? Si preguntan..., y seguro que preguntarán, decimos la verdad. Sí, ya lo había hecho otras veces, pero hace mucho tiempo.
    -Cinco años no es tanto ti...
    -Todo es relativo –la atajó Lisey-. Y si ella quiere, que explique que su ex novio acaba de aparecer con su flamante esposa y que eso la ha deprimido.
    -¿Y si no habla?
    -Si no habla, Darla, lo más probable es que la tengan en observación al menos veinticuatro horas, y con la autorización de nosotras dos. ¿O acaso quieres traerla de vuelta a casa mientras siga de paseo por no sé qué galaxia remota?
    Darla lo meditó unos instantes, suspiró y por fin sacudió la cabeza.
    -Creo que en gran parte depende de Amanda –prosiguió Lisey-. Lo primero que debemos hacer es asearla. Me meteré con ella en la ducha si hace falta.
    -De acuerdo –accedió Darla mientras se mesaba el cabello muy corto-. Supongo que tienes razón.
    De repente bostezó con tal intensidad que se le habrían visto las amígdalas si no se las hubieran extirpado largo tiempo atrás. Lisey observó de nuevo sus ojeras y comprendió algo en lo que habría reparado mucho antes de no ser por la llamada de “Zack”.
    De nuevo asió los brazos de Darla, sin fuerza pero con insistencia.
    -La señora Jones no te ha llamado hoy, ¿verdad?
    Darla parpadeó por la sorpresa.
    -No, cariño –repuso-. Me llamó ayer, a última hora de la tarde. Vine en seguida, la curé como pude y me quedé despierta junto a ella casi toda la noche. ¿No te lo había dicho?
    -No, creía que todo había pasado hoy.
    -Qué tontina eres –la regañó Darla con una leve sonrisa.
    -¿Por qué no me has llamado antes?
    -Porque no quería molestarte. Nos ayudas tanto a todas...
    -No es verdad –objetó Lisey.
    Siempre se sentía dolida cuando Darla, Canty (o incluso Jodotha, por teléfono) decían semejantes tonterías. Sabía que era una locura por su parte, pero locura o no, así era.
    -Eso no es más que el dinero de Scott –señaló.
    -No, Lisey, eres tú. Siempre tú –Darla calló un instante y por fin volvió a sacudir la cabeza-. Da igual. Lo que pasa es que creí que podríamos apañárnoslas las dos solas, pero me equivoqué.
    Lisey la besó en la mejilla, la abrazó y fue a sentarse junto a Amanda en el sofá.


    5

    -Manda.
    Nada.
    -Conejito Manda.
    Qué puñetas, antes había funcionado.
    Y en efecto, Amanda levantó la cabeza.
    -Qué. Quieres.
    -Tenemos que llevarte al hospital, conejito Manda.
    -No. Quiero. Ir.
    Mientras su hermana articulaba aquellas palabras con voz atormentada, Lisey asentía y empezaba a desabrocharle los botones de la blusa salpicada de sangre.
    -Ya lo sé, pero tus pobres manos necesitan más cuidados de los que Darl y yo podemos darte. Ahora la cuestión es si después quieres volver a casa o pasar la noche en el hospital de No Soapa. Si quieres volver aquí, me quedaré contigo –Y puede que hablemos de dálivas en general y de dálivas sangrientas en particular-. ¿Qué te parece, Manda? ¿Quieres volver aquí o crees que necesitas quedarte un tiempo en el hospital?
    -Quiero. Volver. Aquí.
    Cuando Lisey instó a Amanda a que se levantara para poderle quitar los pantalones de estilo militar, Amanda obedeció sin rechistar, pero al parecer concentrada en la lámpara del salón. Si aquello no era lo que su psiquiatra denominaba “semicatatonia”, desde luego se parecía de un modo inquietante, y Lisey experimentó un profundo alivio al comprobar que las siguientes palabras de Amanda sonaban más humanas que robóticas.
    -Si vamos... a un sitio..., ¿por qué me desvistes?
    -Porque tienes que pasar por la ducha –repuso Lisey mientras la conducía hacia el baño-. Y también necesitas cambiarte de ropa. La que llevas está... sucia.
    Miró por encima del hombro y vio que Darla recogía la blusa y los pantalones que ella había dejado caer. Amanda se dejó llevar al baño con docilidad, pero al seguirla con la mirada, Lisey sintió que se le partía el corazón. No fue a causa del cuerpo surcado de cicatrices y costras, sino del trasero de sus sencillas bragas Boxercraft. Desde hacía años, Amanda llevaba bragas estilo calzoncillo; casaban bien con su cuerpo anguloso y resultaban incluso sexys. En aquel momento, la nalga derecha de las bragas mostraba una mancha de color marrón.
    Oh, Manda, pensó. Pobrecilla.
    Al poco, su hermana cruzó el umbral del baño, una radiografía antisocial ataviada con sujetador, bragas y calcetines blancos. Lisey se volvió hacia Darla. Darla estaba allí. Por un instante, también aparecieron todos aquellos años de gritos Debusher. Lisey se volvió de nuevo y entró en el baño tras la mujer a la que de pequeña llamaba
    hermana grande conejito Manda, que estaba de pie sobre la alfombrilla, la cabeza gacha y los brazos inertes, esperando a que acabaran de desnudarla.
    Cuando Lisey se disponía a desabrocharle el sujetador, Amanda se giró con brusquedad y le asió el brazo. Tenía las manos heladas. Por un momento, Lisey estuvo convencida de que hermana grande conejito Manda lo soltaría todo, lo de las dálivas sangrientas y todo lo demás. Pero Amanda se limitó a mirarla con ojos completamente lúcidos y serenos.
    -Mi Charles se ha casado con otra –dijo.
    Y acto seguida apoyó la frente fría sobre el hombro de Lisey y rompió a llorar.


    6

    El resto de la noche recordó a Lisey lo que Scott siempre llamaba la Ley London del Mal Tiempo. Cuando te quedabas en la cama con la esperanza de que el huracán se desviara mar adentro, la tempestad giraba hacia la costa y te arrancaba la casa de cuajo. En cambio, cuando madrugabas y te protegías de la tormenta, la cosa quedaba reducida a una mera brisa.
    Entonces, ¿qué sentido tiene todo? le había preguntado Lisey.
    Estaban acurrucados en la cama..., alguna cama, una de las primeras, relajados después de hacer el amor, él con uno de sus Herbert Tareyton y un cenicero sobre el pecho, mientras fuera soplaba un vendaval de aúpa. Lisey no recordaba de qué cama, qué vendaval, qué tormenta o qué año se trataba.
    PPCCN, había replicado Scott. Eso lo recordaba, aunque en el primer momento creyó que no había oído bien.
    ¿Pepececene? ¿Qué significa Pepececene?
    Scott apagó el cigarrillo y dejó el cenicero sobre la mesilla junto a la cama. Luego le cogió el rostro entre las manos, cubriéndole las orejas y alejando así el mundo entero de ella por unos instantes. La besó en los labios y apartó las manos para que Lisey pudiera oírlo.
    PPCCN, cariño. Ponte las Pilas Cuando lo Consideres Necesario.
    Lisey reflexionó unos instantes (no era tan rápida como Scott, pero por lo general acababa pillando las cosas) y por fin comprendió que PPCCN era lo que Scott llamaba un agrónimo. Ponte las Pilas Cuando lo Consideres Necesario. Le gustaba. Era bastante absurdo, lo que hacía que aún le gustara más. Se echó a reír. Scott se unió a sus carcajadas, y al poco estaba tan dentro de ella como ambos estaban dentro de la casa mientras el formidable vendaval aullaba en el exterior.
    Con Scott siempre se había reído mucho.


    7

    Lisey volvió a pensar varias veces en el dicho de Scott acerca de la tempestad que no llegaba cuando te protegías de ella antes de que la excursión a urgencias tocara a su fin y regresaran a la bien aislada casita estilo Cape Cod de Amanda, situada entre Castle View y la carretera de Harlow Deep Cut. Para empezar, Amanda aportó su granito de arena al recuperar buena parte de su vitalidad. Por morboso que resultara, Lisey no dejaba de pensar en aquellas bombillas casi gastadas que brillaban con fuerza durante una o dos horas antes de extinguirse para siempre. El cambio positivo empezó en la ducha. Lisey se desvistió y entró en la ducha con su hermana, que al principio se
    limitó a permanecer inmóvil con los hombros hundidos y los brazos colgando como un mono. En un momento dado, a pesar de utilizar el cabezal de mano y tener mucho cuidado, Lisey no pudo evitar verter un poco de agua caliente en el corte de la mano izquierda.
    -¡Au! ¡AU! –gritó Manda al tiempo que le apartaba el brazo-. ¡Me has hecho daño, Lisey! Haz el favor de tener cuidado, ¿quieres?
    Lisey le replicó en el mismo tono (Amanda no habría esperado menos de ella, aun con ambas completamente desnudas), pero experimentó un gran alivio al advertir el enfado en la voz de su hermana, porque denotaba una notable lucidez.
    -Bueno, usted perdone, señorita, pero no soy yo quien se ha cortado la mano con un trozo de taza.
    -¿Y qué querías que hiciera si no podía cortársela a él? –espetó Amanda.
    Y dicho aquello lanzó una asombrosa retahíla de improperios contra Charlie Corriveau y su flamante esposa, una mezcla de obscenidades adultas e insultos infantiles que llenó a Lisey de sorpresa, regocijo y admiración.
    -Así que hijo de puta cabrón de mierda, ¿eh? Vaya, vaya –comentó cuando su hermana se detuvo para tomar aliento.
    -Que te den, Lisey –masculló Amanda, ceñuda.
    -Si de verdad quieres volver a casa esta noche, yo de ti no emplearía ese lenguaje con el médico que te atienda.
    -¿Te crees que soy imbécil?
    -No, sólo que... bastará con decirle que estabas enfadada con él.
    -Me vuelven a sangrar las manos.
    -¿Mucho?
    -Sólo un poco. Será mejor que me pongas un poco de vaselina.
    -¿En serio? ¿No te dolerá?
    -Lo que duele es el amor –declaró Amanda en tono solemne... y de repente lanzó una risita que aligeró el corazón de Lisey.
    Una vez Darla y ella acomodaron a Amanda en el BMW de Lisey, y ya rumbo a Norway, Manda se interesó por los progresos de su hermana en el estudio de Scott, casi como si aquel fuera el final de un día normal. Lisey no mencionó la llamada de “Zack McCool”, pero les habló de “Ike vuelve a casa” y citó el texto íntegro de la historia: “Ike volvió a casa, y todo iba bien. ¡DÁLIVA! ¡FIN!”. Quería mencionar aquella palabra, “dáliva”, en presencia de Mandy, para observar su reacción.
    Darla fue la primera en responder.
    -Te casaste con un hombre pero que muy extraño, Lisa –comentó.
    -¿Me lo dices o me lo cuentas? –replicó ella.
    Miró por el espejo retrovisor y vio a Amanda sentada sola en el asiento trasero. En solitario esplendor, habría dicho la buena de ma.
    -¿Tú qué piensas, Manda?
    Amanda se encogió de hombros, y por un instante Lisey creyó que ésa constituiría su única reacción. Pero entonces llegó el torrente.
    -Era muy suyo y ya está. Un día fui con él en coche a la ciudad; él tenía que ir a la papelería, y yo necesitaba zapatos nuevos, ya sabes, unas buenas botas para caminar por el bosque y tal. Pasamos por delante de aquella tienda de artículos de broma, Auburn Novelty. Scott no la había visto nunca y decidió que tenía que entrar sin falta. Se puso como un niño de diez años. Yo necesitaba unas botas para caminar por el bosque sin que me machacaran las ortigas, y él empeñado en comprarse la tienda entera. Polvos picapica, resortes mágicos, chicle de pimienta, vómito de plástico, gafas de rayos X... Lo puso todo sobre el mostrador junto a esas piruletas que cuando te las
    comes aparece una mujer desnuda dentro. Debió de gastarse más de cien dólares en aquella carroña fabricada en Taiwán. ¿Te acuerdas, Lisey?
    Lisey se acordaba. Sobre todo recordaba el momento en que lo vio llegar a casa cargado de bolsas con caras risueñas y las palabras MUÉRETE DE RISA estampadas en ellas. Llegó con las mejillas arreboladas. Y se refirió a sus compras como carroña, no mierda ni porquería, sino carroña. Era una palabra que había adquirido de ella, qué curioso. En fin, la reciprocidad era algo bueno, como decía siempre la buena de ma, aunque carroña era una palabra de su padre, al igual que era Dandy Dave quien a veces decía que las cosas que no servían para nada las “botaba”. A Scott le encantaba esa expresión, afirmaba que tenía mucho más peso que “tirar” o “arrojar”.
    Scott con sus botines de las arcas de las palabras, de las historias, de los mitos.
    El puñetero Scott Landon.
    A veces pasaba un día entero sin pensar en él ni echarlo de menos. ¿Y por qué no? Llevaba una vida bastante plena, y además, a menudo había sido un hombre difícil de tratar. Un auténtico proyecto, como habrían dicho los de la quinta de su padre. Pero a veces llegaba un día, un día gris (o soleado) en que lo echaba de menos con tal intensidad que se sentía vacía, dejaba de ser mujer para convertirse en un árbol hueco y atenazado por el frío de noviembre. Así se sentía en aquel instante, con ganas de gritar su nombre para traerlo a casa, y su corazón se encogió ante la perspectiva de los años que tenía por delante, y se dijo que el amor no merecía la pena si el precio era sentirse así, aunque sólo fuera durante diez segundos.


    8

    La mejoría de Amanda fue el primer punto positivo. El segundo fue Munsinger, el médico de guardia. En lugar de un veterano de vuelta de todo, se encontraron con un médico joven; no parecía tan joven como Jantzen, el médico al que Lisey había conocido en los últimos coletazos de la vida de Scott, pero no creía que pasara de los treinta. El tercer punto positivo, aunque si se lo hubieran dicho no lo habría creído, fue la llegada de los heridos del accidente de tráfico acaecido en Sweden.
    Todavía no habían llegado cuando Lisey y Darla acompañaron a Amanda a la unidad de urgencias del Memorial Stephens; en aquel momento, la sala de espera aparecía desierta a excepción de un niño de unos diez años en compañía de su madre. El niño sufría una erupción, y su madre no cesaba de regañarlo para que no se rascara. Seguía regañándolo cuando los hicieron pasar a uno de los cubículos. Al cabo de cinco minutos, el niño reapareció con los brazos vendados y expresión malhumorada. Su madre llevaba algunas muestras de ungüento y seguía regañándolo.
    Al cabo de unos minutos, la enfermera llamó a Amanda.
    -El doctor Munsinger la visitará ahora mismo, querida –anunció con fuerte acento de Maine.
    Amanda miró a Lisey y a Darla con su característica expresión altiva de reina Isabel.
    -Prefiero entrar sola –dijo.
    -Por supuesto, Vuestra Misteriosa Majestad –canturreó Lisey antes de sacarle la lengua.
    En aquel momento le importaba un bledo si el hospital retenía a esa zorra escuálida y pesada una noche, una semana o un año entero. ¿A quién le importaba lo que Amanda le hubiera susurrado en la cocina mientras Lisey estaba arrodillada junto a ella? Lo más probable era que tan sólo le hubiera dicho “pum”, y aun cuando se tratara
    de la otra palabra, ¿realmente quería volver a casa de Amanda, dormir con ella en la misma habitación e inhalar sus demenciales vapores cuando podía estar tan a gustito en su propia cama? Puñetero caso cerrado, cariño, habría dicho Scott.
    -Pero recuerda lo que hemos hablado –advirtió Darla a su hermana mayor-. Te enfadaste y te hiciste esos cortes porque Charlie no estaba allí. Ahora ya estás mejor. Lo has superado.
    Amanda le lanzó una mirada que Lisey no fue capaz de interpretar.
    -Exacto –musitó-. Lo he superado.


    9

    Los heridos del accidente del tráfico acaecido en la pequeña población de Sweden llegaron al poco. Lisey no lo habría considerado un punto positivo en el caso de que alguno de ellos hubiera estado grave, pero por lo visto no era el caso. Todos ellos caminaban por sus propios medios, y dos de los hombres se estaban riendo. Sólo una de ellos, una chica de unos diecisiete años, lloraba. Tenía el cabello ensangrentado y el labio superior cubierto de mocos. Eran seis en total, a buen seguro ocupantes de dos vehículos, y un fuerte olor a cerveza manaba de los dos hombres, uno de los cuales parecía sufrir un esguince en el brazo. Acompañaban al sexteto dos enfermeros ataviados con chaqueta de East Stoneham Rescue sobre la ropa de paisano, y dos policías, uno del estado y uno de la montada. De repente, la pequeña sala de espera de urgencias estaba abarrotada. La enfermera que había llamado a Amanda “querida” asomó la cabeza para echar un vistazo, y al cabo de un instante, el doctor Munsinger la imitó. Poco después, la chica sucumbió a un ataque de histeria, anunciando a bombo y platillo que su madrastra la asesinalizaría. Momentos más tarde, la enfermera acudió para llevársela (Lisey advirtió que a ella no la llamaba “querida”), y al poco Amanda salió del BOX 2, llevando torpemente unos tubos tamaño muestra. Del bolsillo izquierdo de sus holgados vaqueros sobresalía un par de recetas dobladas.
    -Creo que podemos irnos –anunció con la misma altivez que antes.
    Lisey se dijo que aquello era demasiado bueno para ser cierto, aun considerando la relativa juventud del médico de guardia y la llegada de los heridos. Y no se equivocaba. La enfermera asomó la cabeza por la puerta del BOX 2 como un maquinista por la ventanilla de la locomotora.
    -¿Son ustedes las hermanas de la señorita Debusher? –inquirió.
    Lisey y Darla asintieron. Nos declaramos culpables de los cargos, señoría.
    -El doctor querría hablar con ustedes un momento antes de que se vayan.
    Dicho aquello, su cabeza desapareció de nuevo en el interior de la estancia, donde la chica seguía sollozando.
    En el otro extremo de la sala de espera, los dos hombres que olían a cerveza se echaron a reír de nuevo, y Lisey se dijo que, fueran cuales fuesen sus heridas, no debían de ser responsables del accidente. Y en efecto, los policías parecían centrar sus esfuerzos en un muchacho muy pálido que aparentaba la misma edad que la chica del cabello ensangrentado. Otro chico estaba llamando por el teléfono de monedas. Tenía un profundo corte en la mejilla que sin duda requeriría puntos. Un tercero esperaba su turno para llamar; no tenía heridas visibles.
    Las palmas de las manos de Amanda aparecían cubiertas con una crema blanquecina.
    -Dice que los puntos no aguantarían –explicó a sus hermanas casi con orgullo-. Y supongo que los vendajes se moverían. Me ha dicho que me ponga esta crema (qué
    mal huele, ¿verdad?) y las ponga en remojo tres veces al día durante tres días. Me ha dado una receta para la crema y otra para el líquido para remojarlas. También me ha dicho que intente no doblarlas demasiado, que trate de coger las cosas entre los dedos, así...
    Atrapó un número prehistórico de People entre los dos primeros dedos de la mano derecha, lo levantó unos centímetros y lo dejó caer.
    En aquel instante apareció la enfermera.
    -El doctor Munsinger puede recibirlas ahora, a una de ustedes o a las dos –anunció con voz que indicaba que el tiempo apremiaba.
    Lisey estaba sentada a un lado de Amanda, y Darla al otro. Se miraron por delante de su hermana sin que Amanda se diera cuenta, pues estaba ocupada observando con franco interés a las personas que ocupaban el otro extremo de la sala.
    -Ve tú, Lisey –sugirió Darla-. Ya me quedo yo con ella.


    10

    La enfermera acompañó a Lisey hasta la entrada del BOX 2 y luego regresó junto a la chica sollozante con los labios tan apretados que apenas sí se le veían. Lisey se sentó en la única silla que había y miró el único cuadro que adornaba la estancia y en el que se veía a un peludo cocker spaniel correteando por un prado lleno de narcisos. Al cabo de pocos instantes (estaba segura de que habría tenido que esperar más de no ser porque era un asunto que había que despachar cuanto antes), el doctor Munsinger entró a toda prisa y cerró la puerta tras de sí, ahogando los estruendosos sollozos de la adolescente antes de apoyar una de sus escuálidas nalgas sobre la camilla.
    -Soy Hal Munsinger –se presentó.
    -Lisa Landon.
    Lisey le tendió la mano, y el doctor Hal Munsiger se la estrechó brevemente.
    -Me gustaría obtener mucha más información sobre la situación de su hermana..., para mis archivos, ya sabe, pero como sin duda puede comprobar, estoy un poco ajetreado. He pedido refuerzos, pero hasta que lleguen tengo que apañármelas solo.
    -Le agradezco que me haya hecho un hueco –aseguró Lisey.
    Y lo que agradecía aún más era la calma con que se oyó hablar. Era una voz que indicaba que todo estaba bajo control.
    -Estoy dispuesta a certificar que mi hermana Amanda no constituye un peligro para sí misma, si es eso lo que le preocupa.
    -Bueno, pues sí, me preocupa un poco, sí, pero aceptaré su palabra. Y la de ella. No es menor de edad, y en cualquier caso es bastante evidente que no esto no es un intento de suicidio –El médico, que hasta entonces estaba leyendo algo en su carpeta, alzó la vista y miró a Lisey con expresión embarazosamente penetrante-. ¿O si?
    -No.
    -No. Por otro lado, no hace falta ser Sherlock Holmes para saber que no es la primera vez que se automutila.
    Lisey lanzó un suspiro.
    -Me ha dicho que estuvo en tratamiento psiquiátrico, pero que su psiquiatra se ha mudado a Idaho.
    ¿Idaho? ¿Alaska? ¿Marte? ¿A quién le importa? La cuestión es que esa zorra de los collares de cuentas se ha esfumado.
    -Creo que así es –dijo en voz alta.
    -Necesita volver a terapia, señora Landon, ¿de acuerdo? Lo antes posible. La automutilación no es un suicidio, al igual que no lo es la anorexia, pero sí indica una tendencia suicida, ya me entiende –Sacó un cuadernillo del bolsillo de la bata y empezó a garabatear en él-. Voy a recomendarles un libro a usted y a su hermana. Se titula Automutilación y es de un hombre llamado...
    -Peter Mark Stein –lo atajó Lisey.
    El doctor Munsinger alzó la mirada con expresión sorprendida.
    -Mi marido lo encontró después del último..., de lo que el señor Stein llama...
    (dáliva su última dáliva sangrienta)
    El joven doctor Munsinger la miraba a la espera de que terminara.
    (vamos Lisey dilo di dáliva di dáliva sangrienta)
    Lisey salió de su ensimismamiento con un supremo esfuerzo de voluntad.
    -Después de lo que Stein llama su última válvula de escape. Es el término que utiliza, ¿no?
    Seguía hablando con voz serena, pero percibía las gotas de sudor intentándose abrir paso a través de los poros de las sienes. Válvula de escape o dáliva sangriento..., todo quedaba reducido a los mismo. Todo igual.
    -Creo que sí –convino Munsinger-, pero leí el libro hace bastantes años.
    -Como le decía, mi marido lo encontró, lo leyó y me lo dio a leer a mí. Lo buscaré y se lo daré a mi hermana Darla. Y tenemos otra hermana que vive cerca. Ahora mismo está en Boston, pero cuando vuelva, me cercioraré de que también lo lea. Y no perderemos de vista a Amanda. Puede llegar a ser una persona difícil, pero la queremos.
    -De acuerdo, con eso me basta –El médico apeó su escuálido trasero de la camilla, y la sábana de papel que la cubría crujió-. Landon... Su marido era el escritor.
    -Sí.
    -La acompaño en el sentimiento.
    Lisey había descubierto que aquella era una de las consecuencias más extrañas de haber estado casada con un hombre famoso. Transcurridos dos años de su muerte, la gente aún le daba el pésame. Imaginaba que seguiría pasando lo mismo al cabo de otros dos años. Tal vez diez. Qué deprimente.
    -Gracias, doctor Munsinger.
    El médico hizo un gesto de asentimiento y volvió a concentrarse en el asunto que los ocupaba, lo cual fue un alivio.
    -La bibliografía relacionada con este trastorno en mujeres adultas es bastante escasa. Por lo general, la automutilación se da en...
    Lisey tuvo el tiempo justo de imaginar que el médico acabaría la frase diciendo “adolescentes como esa llorona pesada de la sala contigua”, porque de repente les llegó un gran estruendo procedente de la sala de espera, seguido de una cacofonía de gritos. La puerta del BOX 2 se abrió de golpe, y en el umbral apareció la enfermera. De pronto parecía más grande, como si los problemas la hubieran hinchado.
    -¿Puede venir, doctor?
    Munsinger salió disparado sin disculparse. Lisey lo respetó por ello: PPCCN.
    Llegó a la puerta a tiempo de ver al médico a punto de derribar a la adolescente, que había asomado la cabeza por la puerta del BOX 1 para averiguar qué sucedía. Acto seguido, Munsinger chocó con una atónita Amanda, que aterrizó entre los brazos de su hermana con tal fuerza que ambas estuvieron a punto de caer al suelo. El policía del estado y el de la montada estaban junto al chico en apariencia ileso que había esperado para llamar por teléfono y que ahora yacía inconsciente en el suelo. El chico del corte en la mejilla seguía hablando por teléfono como si tal cosa. La escena recordó a Lisey un
    poema que Scott le había leído en cierta ocasión, un poema hermoso y terrible acerca del mundo que seguía girando sin importarle una
    (carroña)
    porra el dolor que sufrieras. ¿De quién era? ¿Eliot? ¿Auden? ¿El hombre que también había escrito el poema sobre la muerte del artillero de la cúpula blindada? Scott se lo habría dicho. En aquel momento habría dado hasta el último centavo por poder volverse hacia él y preguntarle quién era el autor de aquel poema sobre el sufrimiento.


    11

    -¿Seguro que te las arreglarás? –preguntó Darla al cabo de una hora más o menos.
    Estaba junto a la puerta abierta de la casita de Amanda. La suave brisa de junio les acariciaba los tobillos y agitaba las páginas de una revista que había sobre la mesa del recibidor.
    -Si me lo vuelves a preguntar te echo a patadas –espetó Lisey con una mueca-. Todo irá bien. Nos tomamos un poco de cacao... La ayudaré, pues que le resultará difícil manejar una taza en su est...
    -Hombre, y teniendo en cuenta lo que ha hecho con la última... –la interrumpió Darla.
    -Y luego a la cama. Dos solteronas Debusher sin consolador.
    -Muy graciosa.
    -Mañana nos levantaremos temprano, desayunaremos café y cereales, iremos a la farmacia a comprar los medicamentos, volveremos aquí para ponerle las manos en remojo, y luego, querida Darla, será tu turno.
    -Si lo tienes claro...
    -Clarísimo. Vete a casa y dale de comer al gato.
    Darla le lanzó una última mirada escéptica, seguida de un beso en la mejilla y su característico abrazo ladeado. Luego recorrió el sendero de entrada en dirección a su coche diminuto. Lisey cerró la puerta con llave y miró a Amanda, que estaba sentada en el sofá ataviada con un camisón de algodón, serena y en paz. Le acudió a la mente el título de una vieja novela romántica gótica..., una que quizás había leído de adolescente: Habladme, señora.
    -Manda –musitó.
    Amanda alzó la vista hacia ella, y aquellos ojos azules marca Debusher la miraron tan abiertos y confiados que Lisey no creía poder conducirla hacia la conversación que quería tener sobre Scott y las dálivas, Scott y las dálivas sangrientas. Si Amanda hablaba por iniciativa propia, quizás mientras yacían juntas en la oscuridad del dormitorio, de acuerdo, pero dirigirla hacia allí después del día que había pasado era harina de otro costal.
    Tú también has tenido un día de aquí te espero, pequeña Lisey.
    Cierto, pero no creía que eso justificara perturbar la paz que se leía en la mirada de Amanda.
    -¿Qué pasa, Lisey?
    -¿Te apetece tomar un poco de cacao antes de acostarte?
    Amanda sonrió, un gesto que le quitó muchos años de encima.
    -Me encantaría.
    Así que tomaron cacao, y al ver que le costaba sostener la taza, Amanda encontró una caña de plástico estrambóticamente rizada, un trasto que habría encajado a
    la perfección en la tienda de artículos de broma Auburn Novelty, en uno de los cajones de la cocina. Antes de sumergirla en el cacao, la sostuvo en alto (pinzada entre dos dedos, tal como le había indicado el médico).
    -Mira, Lisey, es mi cerebro.
    Durante un instante, Lisey se la quedó mirando con la boca abierta de par en par, incapaz de creer que Amanda acababa de hacer un chiste. Y luego se echó a reír a carcajadas. De hecho, las dos se echaron a reír a carcajadas.


    12

    Se tomaron el cacao, se turnaron para cepillarse los dientes tal como habían hecho tanto tiempo atrás en la granja donde se habían criado, y se acostaron. Con la lámpara de la mesilla de noche apagada y el dormitorio sumido en la oscuridad, Amanda pronunció el nombre de su hermana.
    Uy, allá vamos, pensó Lisey con cierta inquietud. Otra diatriba sobre el figura de Charlie. O... ¿empezará hablar de la dáliva? ¿Querrá hablar de ello, a fin de cuentas? Y en tal caso, ¿realmente quiero oírlo?
    -¿Qué, Manda?
    -Gracias por ayudarme –dijo Amanda-. La crema que me ha puesto el médico alivia mucho.
    Y dicho aquello se tendió de costado.
    Lisa estaba atónita una vez más. ¿Eso era todo? Por lo visto, así era, porque al cabo de uno o dos minutos, la respiración de Amanda se suavizó hasta adquirir el ritmo característico del sueño. Tal vez despertara en plena noche porque necesitara tomar un analgésico, pero de momento había caído en brazos de Morfeo.
    Lisey no esperaba tener la misma suerte. No había dormido acompañada desde la noche antes de que su marido emprendiera aquel último viaje, por lo que había perdido la costumbre. Además, tenía que pensar en “Zack McCool”, por no hablar del jefe de “Zack”, ese incunk hijo de puta de Woodbody. No tardaría en hablar con Woodbody. Mañana mismo. Mientras tanto, lo mejor que podía hacer era resignarse a varias horas de insomnio, quizás a la noche entera, con las dos o tres últimas horas en la mecedora que Amanda tenía en la planta baja..., si es que encontraba algo que mereciera la pena leer en la biblioteca de su hermana...
    Habladme, señora, pensó. Puede que lo escribiera Helen McInnes. Desde luego, no lo escribió el hombre que compuso el poema sobre el artillero de la cúpula blindada...
    Y en medio de aquel pensamiento, Lisey se sumió en un sueño profundo, sin imágenes de la alfombra mágica de PILLSBURY ni de ninguna otra clase.


    13

    Despertó en la zanja más tenebrosa de la madrugada, cuando la luna ya se ha puesto y el tiempo deja de existir. Apenas era consciente de que estaba despierta, o de que se había acurrucado contra la espalda cálida de Amanda como antaño se acurrucaba contra Scott, ni de que había acoplado las rodillas a la cara posterior de las rodillas de su hermana como antes hiciera con Scott... En su cama, en cien camas de motel. Qué coño, en quinientas, tal vez en setecientas. ¿He oído mil? ¿Alguien da mil? Vamos, amigos, que alguien suba a mil. Estaba pensando en dálivas y dálivas sangrientas. EN PPCCN y
    en que a veces lo único que puedes hacer es agachar la cabeza y esperar a que cambie el viento. Estaba pensando en que si las tinieblas adoraban a Scott, entonces eso era amor verdadero, sí, señor, porque también él las adoraba, había bailado con ellas por la pista de los años hasta que por fin las tinieblas se lo habían llevado.
    Me estoy metiendo otra vez en arenas movedizas, pensó.
    Y el Scott al que conservaba en la cabeza (o al menos creía que se trataba de ese Scott, pero no lo sabía a ciencia cierta), respondió: ¿En qué arenas movedizas, Lisey? ¿De cuáles se trata ahora, cariño?
    Regreso al presente, pensó ella.
    Y Scott replicó: Aquella película se llamaba Regreso al futuro. La vimos juntos.
    Y ella pensó: Esto no es una película, es nuestra vida.
    Y Scott dijo: ¿Te has puesto las pilas, cariño?
    Y ella pensó: ¿Por qué me he enamorado de semejante...?


    14

    Es un idiota, está pensando. Es un idiota, y yo tres cuartas partes de lo mismo por perder el tiempo con él.
    Sigue con la mirada clavada en el jardín trasero, reacia a llamarlo pero algo nerviosa porque salió por la puerta de la cocina para perderse en la oscuridad del jardín hace ya diez minutos. ¿Qué estará haciendo? Ahí abajo no hay más que setos y...
    De un lugar no demasiado lejano le llega el chirrido de neumáticos, el tintineo de vidrios rotos, el ladrido de un perro y el alarido de un borracho. Los sonidos clásicos de una población universitaria un viernes por la noche, en otras palabras. Lisey se siente tentada de llamarlo, pero si lo hace, aun cuando sólo grite su nombre, él sabrá que ya no está cabreada con él. Al menos, ya no tanto.
    De hecho, no lo está, pero la cuestión es que Scott ha elegido un mal viernes para presentarse borracho por sexta o séptima vez, y escandalosamente tarde por primera vez. Habían quedado para ir a ver una película que Scott se moría de ganas de ver, de un director sueco, y Lisey sólo esperaba que la dieran doblada en lugar de subtitulada. Así pues, había engullido a toda prisa una ensalada al llegar del trabajo, pensando que Scott la llevaría a comer una hamburguesa al Bear’s Den después del cine. (Y si no lo hacía, lo llevaría ella a él.) En un momento dado sonó el teléfono, y Lisey creyó que sería él. Deseó que hubiera cambiado de opinión y decidido llevarla a ver la película de Redford en el centro comercial de Bangor (y por favor, Dios mío, nada de ir a bailar a The Anchorage después de pasar ocho horas de pie). Pero era Darla, que en apariencia la llamaba “para charlar”, pero que no tardó en ir al grano, es decir, en empezar a machacarla (otra vez) por largarse al País de Nunca Jamás (palabras textuales de Darla), dejándolas a ella, Amanda y Cantata al cargo de todos los problemas (con lo cual hacía referencia a la buena de ma, que en 1979 ya se había convertido en la gorda de ma, la ciega de ma y lo que aún era peor, la chalada de ma), mientras Lisey se dedicaba a “juguetear con los universitarios”. Como si trabajar de camarera ocho horas al día fuera un juego. Para Lisey, el País de Nunca Jamás, era una pizzería situada a cuatro kilómetros del campus de la Universidad de Maine, y los Niños Perdidos eran en su mayoría chicos de fraternidad que se pasaban la vida intentando meterle mano. Dios sabía que su vago sueño de matricularse en unos cuantos cursos, tal vez nocturnos, se había esfumado por completo. No es que le faltara cerebro, sino tiempo y energía. Escuchó la diatriba de Darla, intentando no perder los estribos, pero por supuesto, había acabado perdiéndolos, y acabaron gritándose a doscientos kilómetros de distancia por
    toda la historia que compartían. Fue lo que su novio habría calificado sin duda de chorrada total y absoluta, y terminó con las sempiternas palabras de Darla:
    -Haz lo que te dé la gana. Lo harás de todas formas, como siempre.
    Después de aquella llamada ya no le apetecía la porción de tarta de queso que se había traído del restaurante para tomar de postre, y menos aún ir a ver una película de Ingmar Bergman..., pero sí le apetecía ver a Scott. Sí. Porque a lo largo de los últimos meses, y sobre todo a lo largo de las últimas cuatro o cinco semanas, ha llegado a depender de él de un modo peculiar. Quizás resulte un poco cursi, es probable, pero experimenta una sensación de seguridad cuando Scott la rodea con sus brazos, una sensación que no ha experimentado con ningún otro chico. Lo que sentía con y hacia casi todos ellos era impaciencia o recelo (en ocasiones lujuria pasajera). Pero Scott desprende bondad, y desde el primer momento percibió interés en él..., un interés por ella que apenas podía creer, porque Scott es mucho más inteligente que ella y además tiene tanto talento... Aunque para Lisey, la bondad pesa más que estos dos atributos. Pero en cualquier caso, sí cree en su interés. Y Scott hablaba un lenguaje que Lisey absorbió con gran ansia desde el principio. No es el lenguaje de los Debusher, pero sí un lenguaje que ella conoce muy bien, como si siempre lo hubiera hablado en sueños.
    Pero ¿de qué sirve hablar un lenguaje especial si no tienes con quién hablarlo? ¿O alguien en cuyo hombro llorar? Eso era lo que necesitaba esa noche. Nunca le había hablado de su puta familia chiflada..., perdón, puñetera familia chiflada en el lenguaje de Scott, pero tenía intención de hacerlo hoy. Tenía que hacerlo, ya que de lo contrario estallaría. Mientras esperaba intentó convencerse a sí misma de que al fin y al cabo Scott no sabía que acababa de tener la discusión más espantosa del mundo con la zorra de su hermana mayor, pero cuando dieron las seis, luego las siete, luego las ocho... (¿He oído las nueve? ¿Alguien da las nueve? Que alguien me dé las nueve.) Y mientras intentaba comer un poco más de tarta de queso y por fin la tiraba a la basura porque estaba demasiado cabreada, puñeta..., no, demasiado cabreada, JODER... (Tenemos las nueve, ¿alguien da las diez?) Son las diez y ni rastro del Ford del 73 con su único faro inseguro aparcando delante de su piso de North Main Street, y ella cada vez más cabreada, que alguien me dé FURIOSA.
    Estaba sentada delante del televisor, con una copa de vino casi intacta y un documental de naturaleza desatendido en la pantalla. El cabreo había dado lugar a un estado de furia, y fue entonces cuando se convenció de que Scott no la dejaría plantada del todo. Representaría la escena, como solía decirse. Con la esperanza de mojar el churro. Podía hablarse también de echar un quiqui, meter la primera o sacarle brillo a la mecha. Qué típicos del País de Nunca Jamás eran todos ellos, y mientras esperaba ahí sentada, aguzando el oído para oír el sonido de Ford Fairlane de 73 de su Niño Perdido particular, imposible confundir el gorgoteo ronco del motor, debía de tener un agujero en el silenciador o algo, pensó en las palabras de Darla: Haz lo que te dé la gana. Lo harás de todas formas, como siempre. Sí, y ahí estaba, la pequeña Lisey, reina del mundo, haciendo lo que le daba la gana, sentada en su pisito cutre, esperando a su novio, que llegaría borracho además de tarde, pero aún ansiosa por tener un pedazo de él, porque todos querían lo mismo, si hasta era un chiste, Eh, camarera, tráeme el especial polvo rápido, un café con lefa y un trozo de tarta de mermelada de conejo. Ahí estaba, sentada en una incómoda silla de rastro, con los pies doloridos en un extremo del cuerpo y la cabeza embotada en el otro, mientras en la pantalla del televisor, borrosa porque las antenas del K-Mart son una puñetera porquería, una hiena devoraba un ardillón muerto. Lisey Debusher, reina del mundo, protagonista de una vida llena de glamour.
    Pese a todo, ¿no experimentó una leve punzada de patética felicidad cuando las manecillas del reloj pasaron las diez? Ahora, con la mirada inquieta clavada en el oscuro jardín, Lisey cree que la respuesta es sí. De hecho, sabe que la respuesta es sí. Porque mientras estaba sentada con su jaqueca y su copa de áspero vino tinto, viendo cómo la hiena daba cuenta del animalillo muerto mientras el locutor declamaba: “El predador sabe que tal vez no vuelva a comer tan bien en muchos días”, Lisey estaba bastante segura de que lo amaba y de que sabía cosas que podían hacerle daño.
    ¿Como que él también la amaba a ella? ¿Era una de las cosas que podían hacerle daño?
    Sí, pero en aquel asunto su amor por ella era secundario. Lo que importaba aquí era cómo lo veía ella, de igual a igual. Sus otros amigos veían su talento y quedaban deslumbrados por él. Ella veía cómo a veces luchaba por mirar a los ojos a los desconocidos. Comprendía que bajo su discurso inteligente y en ocasiones brillante, a pesar de sus dos novelas publicadas, ella podía hacerle mucho daño si se lo proponía. En palabras de su padre, Scott se la estaba buscando. Como había hecho a lo largo de toda su puñetera..., no, de toda su puta vida hechizada. Esta noche se rompería el hechizo. ¿Y quién lo rompería? Pues ella.
    La pequeña Lisey.
    Apagó el televisor, entró en la cocina con su copa de vino y la vació en el fregadero. Ya no le apetecía; ahora le sabía agrio además de áspero. Tú lo has vuelto agrio, se dijo. De tan cabreada que estás. No lo dudaba. Hay una vieja radio colocada en precario equilibrio en la repisa de la ventana, sobre el fregadero, una vieja Philco con la carcasa resquebrajada. Era del dandy, quien la tenía en el granero y la escuchaba mientras trabajaba. Es la única pertenencia de su padre que Lisey conserva, y la ha colocado en la repisa de la ventana porque es el único lugar donde capta emisoras locales. Jodotha se la regaló una Navidad, y ya entonces era de segunda mano, pero cuando la desenvolvió y vio lo que era, el dandy sonrió de oreja a oreja, y con qué efusividad le dio las gracias... ¡Una y otra vez! Jodi siempre había sido su favorita, y fue Jodi quien se sentó un domingo a la mesa y anunció a sus padres..., bueno, a todos ellos, en realidad, que estaba embarazada y que el chico que la había preñado se había largado para alistarse en la Marina. Quería saber si tal vez la tía Cynthia de Wolfeboro, New Hampshire, podría acogerla hasta que “dieran al bebé en adopción”... Así fue como lo expresó, como si fuera un trasto viejo para vender en el mercadillo. Su noticia provocó un desusado silencio alrededor de la mesa. Fue una de las pocas ocasiones, que Lisey recordara, en que el constante tintineo de los cubiertos contra los platos mientras siete hambrientos Debusher dejaban el asado en los huesos, cesó por completo. Al cabo de un rato, la buena de Ma preguntó: ¿Has hablado con Dios de esto, Jodotha? Y Jodi, toma ya, mamá, replicó: Es Don Cloutier quien me ha hecho el bombo, no Dios. Fue entonces cuando papá se levantó de la mesa y dejó a su hija favorita ahí sentada sin decir una sola palabra ni mirar atrás una sola vez. Al cabo de unos instantes, Lisey oyó el lejano sonido de la radio procedente del granero. Tres semanas más tarde, papá sufrió el primero de sus derrames cerebrales. Ahora Jodi ya no está (aunque aún no se ha ido a Miami, para eso faltan bastantes años) y es Lisey a quien le toca aguantar las llamadas indignadas de Darla, la pequeña Lisey, ¿y por qué? Porque Canty está de parte de Darla, y llamar a Jodi no les sirve de nada. Jodi es distinta de las demás hermanas Debusher. Darla afirma que es fría, Canty dice que es una egoísta, y ambas la tachan de indiferente. De las cinco, Jodi es la única auténtica superviviente, por completo inmune a la humareda de culpabilidad que surge del viejo tipi familiar. Al principio era la abuela D quien generaba aquella humareda, luego su madre, pero Darla y Canty están listas para tomar el relevo, ya conscientes de que si a ese humo venenoso y adictivo lo
    llamas “deber”, nadie te ordenará que apagues el fuego. En cuanto a Lisey, le encantaría parecerse más a Jodi para que cuando Darla llamara pudiera echarse a reír y decir Que te den, Darla, quien mala cama hace en ella se yace.


    15

    De pie en el umbral de la cocina. Con la mirada clavada en la suave pendiente alargada del jardín trasero. Esperando a verlo surgir de entre las sombras. Deseosa de llamarlo a gritos, sí, más que nunca, pero conteniendo su nombre entre los labios con obstinación. Se ha pasado la velada entera esperándolo, y ahora esperará un poco más.
    Pero sólo un poco.
    Empieza a estar muy, pero que muy asustada.


    16

    La radio del dandy sólo tiene onda media. La emisora WGUY desapareció hace un montón, pero la WDER estaba poniendo viejos éxitos cuando Lisey enjuagó la copa de vino (algún héroe de los cincuenta cantaba sobre nuevos amores) y regresó al salón. Y bingo, ahí estaba, de pie en el umbral con una lata de cerveza en una mano y su característica sonrisa torva pintada en el rostro. Probablemente no había oído el sonido del Ford a causa de la música. O el latido de la jaqueca. O ambas cosas.
    -Hola, Lisey –empezó-. Siento llegar tarde, de verdad. Es que algunos del seminario avanzado de David empezamos a hablar de Thomas Hardy y...
    Lisey le dio la espalda sin decir nada y entró de nuevo en la cocina para sumergirse en el sonido de la Philco, en la que ahora un montón de tíos cantaban “shi-boom”. Scott la siguió. Lisey sabía que la seguiría, porque así iban esas cosas. Sentía todas las cosas que quería decirle acumuladas en la garganta, palabras corrosivas, palabras venenosas, y una vocecilla solitaria y aterrada le suplicó que no las dijera, no a ese hombre, y ella la desterró de su mente, incapaz de hacer otra cosa a causa de la ira.
    Scott señaló la radio con el pulgar.
    -Es Chords, la versión original –explicó, estúpidamente orgulloso de saberlo.
    Lisey se volvió hacia él.
    -¿Crees que me importa una mierda quién canta en la radio después de haberme pasado ocho horas trabajando y otras cinco esperándote? Y apareces a las once menos cuarto con una sonrisa en la cara, una cerveza en la mano y una historia según la cual un poeta muerto resulta ser más importante que yo...
    La sonrisa de Scott no desapareció, pero se fue apagando hasta convertirse en poco más que una comisura curvada y un hoyuelo poco profundo. Al mismo tiempo, los ojos se le llenaron de lágrimas. La voz solitaria y aterrada intentó detenerla de nuevo, pero Lisey no le hizo ningún caso. La escena se había convertido en una fiesta de cuchillos. Tanto la sonrisa casi desvanecida como el dolor creciente que empañaba sus ojos le decían cuánto la amaba Scott, y sabía que ello acrecentaba su poder para hacerle daño. Aun así, estaba decidida a cortar. ¿Por qué? Pues porque podía.
    De pie en el umbral de la cocina, esperando a que vuelva, no recuerda todo lo que ha dicho, tan sólo que cada cosa era un poco peor que la anterior, un poco más afilada e hiriente. En un momento dado quedó horrorizada al advertir que se parecía muchísimo a Darla en sus peores momentos, otra Debusher machacona, y para entonces la sonrisa de Scott ya había dejado de existir. La estaba mirando con expresión solemne,
    y Lisey se aterró al ver que sus ojos aparecían enormes, ampliados por la humedad que los empañaba, tan inmensos que amenazaban con engullir su rostro. Se detuvo en medio de una frase acerca de que Scott siempre llevaba las uñas sucias y se las mordía como una rata mientras leía. Se detuvo, y por un instante no se oyó ningún ruido de motor delante de The Shamrock ni The Mill, ni chirridos de neumáticos, ni siquiera los lejanos compases del grupo que tocaba todos los fines de semana en The Rock. El silencio era infinito, y Lisey se dio cuenta de que quería retractarse y de que no sabía cómo. Lo más sencillo (Pero a pesar de todo te quiero, Scott, ven a la cama) no se le ocurrirá hasta más tarde. Después de la dáliva.
    -Scott..., yo...
    No sabía qué hacer a continuación, y por lo visto daba igual. Scott levantó el dedo medio de la mano izquierda como un profesor a punto de revelar un dato de suma importancia, y la sonrisa reapareció en su rostro. Una especie de sonrisa, en cualquier caso.
    -Espera –dijo.
    -¿Que espere?
    Scott la miró complacido, como si Lisey hubiera comprendido un concepto muy complicado.
    -Espera –repitió.
    Y antes de que Lisey pudiera decir nada, Scott desapareció en la noche, la espalda erguida, el paso erguido (sin vestigio alguno de borrachera), las caderas estrechas oscilando en los vaqueros. Lisey pronunció su nombre una vez, pero Scott se limitó a levantar de nuevo el dedo. Espera. Y al poco, las sombras lo engulleron.


    17

    Sigue escudriñando inquieta el jardín oscuro. Ha apagado la luz de la cocina creyendo que así lo verá con más facilidad, pero aun con la ayuda de la farola que alumbra el jardín contiguo, las sombras son dueñas de media pendiente. En el jardín contiguo, un perro lanza un ladrido ronco. El perro se llama Pluto, Lisey lo sabe porque ha oído a los vecinos gritar su nombre en varias ocasiones, aunque no sirve de nada. Piensa en el tintineo de vidrios rotos que ha oído hace unos instantes. Al igual que el ladrido, parecía cercano. Más cercano que los demás sonidos que pueblan esta noche ajetreada e infeliz.
    ¿Por qué, oh, por qué se ha tenido que poner así con él? Si ni siquiera quería ver la puñetera película sueca de marras. ¿Y por qué ha disfrutado tanto lanzándosele a la yugular? ¿Por qué ha sentido ese placer mezquino y repugnante?
    No encuentra respuesta. La noche de finales de primavera despide una fragancia dulcísima. ¿Cuánto rato lleva Scott perdido en la oscuridad? ¿Dos minutos? ¿Cinco, tal vez? Parece más. Y ese tintineo de vidrios rotos, ¿tendrá algo que ver con Scott?
    El invernadero está ahí abajo. Parks.
    No existe razón alguna para que este pensamiento le acelere el pulso, pero se lo acelera. Y justo cuando percibe la intensificación de su ritmo cardíaco, vislumbra un movimiento justo detrás del punto donde sus ojos dejan de ser capaces de distinguir algo. Al cabo de un segundo, el movimiento se materializa en la forma de un hombre. Lisey experimenta un alivio que no logra disipar sus temores. No deja de pensar en los vidrios rotos. Y el hombre se mueve de un modo extraño, sin ese andar erguido y ágil de antes.
    Ahora sí pronuncia su nombre, pero de sus labios apenas brota más que un susurro.
    -¿Scott?
    Al mismo tiempo, su mano se desliza a lo largo de la pared, buscando a tientas el interrupor que enciende la luz de la entrada.
    Lo llama con voz tenue, pero la sombra que se arrastra por el césped..., sí, se arrastra, no camina, alza la cabeza en el instante en que los dedos extrañamente entumecidos de Lisey dan con el interruptor y lo accionan.
    -¡Es una dáliva, Lisey! –grita cuando se enciende la luz.
    No le habría salido mejor aunque lo hubiera planificado, Lisey está segura de ello. En su voz se percibe un alivio jubiloso, como si lo hubiera arreglado todo.
    -¡Y no una dáliva cualquiera, sino una dáliva sangrienta!
    Es la primera voz que oye esta palabra, pero no la confunde con ninguna otra. Es “dáliva”, otra palabra marca Scott, y no una dáliva cualquiera, sino una dáliva sangrienta. La luz de la cocina salta al jardín para salir a su encuentro, y él tiende la mano hacia Lisey como si de un regalo se tratara; de hecho, está segura de que él lo considera un regalo, al igual que está segura de que ahí debajo sin duda sigue habiendo una mano, oh Jesús, María y Pepe el Carpintero, que siga habiendo una mano ahí debajo, porque de lo contrario acabará el libro que está escribiendo y todos los libros futuros tecleando con una sola mano. Porque el lugar donde antes se veía su mano izquierda se ha convertido en una masa roja y chorreante. La sangre fluye entre unos apéndices extendidos que supone deben de ser sus dedos, y mientras echa a correr hacia él, dando tumbos por la escalinata del porche trasero, va contando esas formas rojas extendidas, uno dos tres cuatro y oh gracias a Dios, la quinta es el pulgar. Todo sigue ahí, pero tiene los vaqueros salpicados de sangre, y continúa extendiendo hacia ella la mano ensangrentada, la mano con la que ha atravesado uno de los gruesos vidrios del invernadero tras abrise paso por entre el seto que delimita el jardín. Y le tiende su regalo, su acto de contrición por haber llegado tarde, su dáliva sangrienta.
    -Es para ti –anuncia.
    Mientras Scott habla, Lisey se arranca la blusa para envolverle esa masa roja y chorreante. La tela queda empapada al instante. Lisey percibe el calor demencial de la sangre y sabe... ¡cómo no! por qué aquella vocecilla se ha aterrorizado tanto al escuchar las cosas que le ha dicho a Scott, y sabe lo que la vecocilla sabe desde el principio, y es que este hombre no sólo está enamorado de ella, sino que también está medio enamorado de la muerte y más que dispuesto a mostrarse de acuerdo con cualquier cosa desagradable e hiriente que le diga quien sea.
    ¿Quien sea?
    No, no del todo. No es tan vulnerable. Sólo las personas a las que ama. Y de repente, Lisey cae en la cuenta de que ella no es la única que apenas ha hablado de su pasado.
    -Es para ti. Para disculparme por haber olvidado nuestra cita y asegurarte que no volverá a pasar. Es una dáliva. Lo...
    -Calla, Scott. No pasa nada. No estoy...
    -Lo llamamos dáliva sangrienta. Es especial. Papá nos lo explicó a mí y a Paul...
    -No estoy enfadada contigo. No he estado enfadada contigo en ningún momento.
    Scott se para al pie de la astillada escalinata de madera y la mira con los ojos muy abiertos, una expresión que le hace aparentar unos diez años. Lleva la mano envuelta torpemente en la blusa de Lisey como si del guantelete de un caballero se tratara. La tela, antes amarilla, se ha teñido por entero de rojo. Lisey está de pie en el césped, los pechos cubiertos por el sujetador Maidenform, la hierba haciéndole
    cosquillas en los tobillos desnudos. La mortecina luz amarilla que los alumbra desde la cocina proyecta una profunda sombra curvada entre sus pechos.-
    -¿Lo aceptas?
    Scott la observa con una expresión de súplica infantil. El hombre que es ha desaparecido por el momento. Advierte dolor en su mirada larga y anhelante, y sabe que no se debe a la mano herida, aunque no sabe qué decir. La situación se le escapa. Ha hecho bien en comprimir el espantoso desastre que se ha causado al sur de la muñeca, pero ahora está paralizada. ¿Existe algo apropiado que decir? Y lo más importante, ¿existe algo inapropiado que decir? ¿Algo que le provoque un nuevo ataque?
    Scott acude en su ayuda.
    -Si aceptas una dáliva..., sobre todo una dáliva sangrienta, con pedir perdón es suficiente. Papá siempre lo decía. Papá se lo dició a Paul y a mí muchas veces.
    Dició, no dijo. Scott ha regresado a su gramática de niño. Dios mío.
    -En tal caso, lo aceptaré, porque de todas formas no quería ir a ver una peli sueca con subtítulos. Me duelen los pies. Lo único Jque quería era acostarme contigo. Y ahora mira, tendremos que ir al puñetero hospital.
    Scott menea la cabeza, despacio pero con firmeza.
    -Scott...
    -Si no estabas enfadada, ¿por qué me has gritado y me has dicho todas esas cosas de mal rollo?
    Todas esas cosas de mal rollo. Sin duda otra postal de su infancia. Lisey toma nota de la expresión y la guarda para su ulterior revisión.
    -Porque ya no podía gritarle a mi hermana –replica.
    Esta respuesta le parece graciosa y se echa a reír. Ríe a carcajada limpia, y el sonido de su risa la sobresalta de tal modo que rompe a llorar. A continuación siente una especie de vértigo. Se sienta en la escalinata del porche, convencida de que está a punto de perder el conocimiento.
    Scott se sienta junto a ella. Tiene veinticuatro años, el cabello casi hasta los hombros, el rostro áspero por la barba de dos días, el cuerpo muy delgado. Alrededor de la mano derecha lleva la blusa de Lisey, una de cuyas mangas se ha soltado y cuelga hasta el suelo. Scott le besa la sien palpitante y la mira con afectuosa comprensión. Cuando habla lo hace con normalidad casi total.
    -Te entiendo –asegura-. La familia es una mierda.
    -Y que lo digas –susurra ella.
    Scott le rodea la cintura con el brazo..., el izquierdo, el que Lisey ya ha empezado a llamar el brazo de la dáliva sangrienta, su regalo para ella, su puñetero regalo chiflado de este viernes por la noche.
    -No tiene por qué ser importante –prosigue Scott con voz extrañamente serena, como si no acabara de dejarse la mano reducida a una masa sanguinolenta-. Mira, Lisey, la gente puede olvidar cualquier cosa.
    -¿Ah, sí? –replica ella con expresión escéptica.
    -Sí. Éste es nuestro momento. Tú y yo. Es lo único que importa.
    Tú y yo. Pero ¿es eso lo que quiere ella? ¿Ahora que conoce la precariedad de su equilibrio? ¿Ahora que empieza a forjarse una idea de lo que puede ser la vida junto a él? Y entonces recuerda el tacto de sus labios contra la sien, aquel lugar secreto y especial, y piensa: Quizás sí. Todos los huracanes tienen ojo.
    -¿Ah, sí? –repite en voz alta.
    Scott guarda silencio durante unos segundos y se limita a abrazarla. De Cleave’s, en el centro, les llega el ruido de motores, gritos y carcajadas enloquecidas. Es viernes por la noche, y los Niños Perdidos andan sueltos. Pero eso es en otro lugar. Aquí reina
    en solitario la fragancia de su alargado jardín trasero en pendiente, que dormita a la espera del verano, el sonido de Pluto ladrando bajo la farola del jardín vecino, el peso del brazo de Scott en torno a su cintura. Incluso la presión caliente y húmeda de su mano herida resulta reconfortante, marcando la piel desnuda de su costado como si de un hierro candente se tratara.
    -Tesoro –dice por fin.
    Silencio.
    -Cariño –añade.
    Para Lisey Debusher, de veintidós años, harta de su familia e igual de harta de estar sola, aquello es suficiente. Por fin es suficiente. Scott la ha traído a casa, y en la oscuridad se entrega a ese Scott. Y desde ese momento hasta el final, nunca mira atrás.


    18

    De nuevo en la cocina, Lisey retira la blusa y comprueba los daños. Al ver la herida experimenta otra oleada de náuseas que primero la eleva hacia la intensa lámpara de techo y luego la empuja hacia abajo, hacia la oscuridad. Le cuesta un esfuerzo sobrehumano no perder el conocimiento, y lo consigue diciéndose a sí misma que Scott la necesita, la necesita para que lo lleve a urgencias del hospital Derry Home.
    De algún modo, Scott ha conseguido evitar cortarse las venas situadas tan cerca de la muñeca, un auténtico milagro, pero la palma de la mano muestra al menos cuatro cortes, con la piel colgando en algunos puntos, y tres más en lo que su padre siempre llamaba “los dedos gordos”. La pièce de résistance es un espantoso tajo en el antebrazo, del que sobresale un triángulo de grueso vidrio verde como si de una aleta de tiburón se tratara. Se oye proferir una exclamación ahogada de impotencia cuando Scott arranca el vidrio casi con indiferencia y lo tira a la basura. Al hacerlo se sostiene la blusa empapada en sangre bajo la mano y el brazo, un gesto considerado para evitar manchar de sangre el suelo de la cocina. Pese a ello caen algunas gotas sobre el linóleo, pero por sorprendente que parezca, apenas quedará sangre que limpiar más tarde. Hay un taburete alto en el que Lisey se sienta a veces para cortar verduras o incluso para fregar platos (cuando te pasas ocho horas al día de pie, aprovechas cualquier ocasión para sentarte), y Scott lo atrae hacia sí con el pie para poder sentarse y suspender la mano chorreante sobre el fregadero. Anuncia que le va a decir lo que tiene que hacer.
    -Tenemos que ir a urgencias –apremia Lisey-. Scott, no seas tonto. Las manos están llenas de tendones y otras cosas. ¿Acaso quieres que te quede inútil? Porque podría pasar. ¡De verdad! Si te preocupa lo que puedan decir, puedes inventarte alguna historia, al final y al cabo así te ganas la vida, y yo te respaldaré...
    -Si mañana aún quieres que vaya, iremos –la interrumpe Scott.
    Se comporta con normalidad absoluta, de forma racional, encantadora y casi hipnóticamente persuasiva.
    -No voy a morirme esta noche, la hemorragia casi ha parado, y además, ¿tú sabes cómo está la sala de urgencias los viernes por la noche? ¡Es un desfile de borrachos! Sería mucho mejor ir a primera hora del sábado.
    La mira con una sonrisa, su característica sonrisa triunfal de bienestar que casi te exige que la correspondas, y ella intenta no hacerlo, pero empieza a perder la batalla.
    -Además, los Landon nos recuperamos a toda pastilla. Nunca nos ha quedado otro remedio. Te voy a enseñar lo que tienes que hacer.
    -Hablas como si hubieras atravesado muchas ventanas de invernadero con la mano a lo largo de tu vida.
    -No –asegura Scott, la sonrisa algo más incierta-. Es la primera vez que lo hago. Pero tanto Paul como yo aprendimos bastantes cosas sobre heridas.
    -¿Paul era tu hermano?
    -Sí. Está muerto. Llena una palangana de agua caliente, ¿quieres? Pero no demasiado caliente.
    Lisey arde en deseos de hacerle mil preguntas sobre aquel hermano
    (Papá se lo dició a Paul y a mí muchas veces)
    cuya existencia desconocía, pero no es el momento. Y tampoco piensa seguir atosigándolo para que vaya a urgencias, ahora no. Si Scott accediera a ir, Lisey tendría que llevarlo allí en coche, y no está segura de poder hacerlo, porque está hecha un flan. Y además, Scott tiene razón respecto a la hemorragia; sangra cada vez menos. Gracias a Dios.
    Lisey saca su palangana de plástico blanco (Mammoth Mart, setenta y nueve centavos) del armario situado bajo el fregadero y la llena de agua caliente. Scott sumerge la mano herida en ella. En el primer momento, Lisey se encuentra bien, los hilillos de sangre que flotan perezosos hacia la superficie no la afectan demasiado, pero cuando Scott introduce la otra mano y empieza a frotarse las heridas con suavidad, el agua se tiñe de rosa, y Lisey le da la espalda al tiempo que le pregunta por qué diantre vuelve a hacer sangrar las heridas.
    -Quiero asegurarme de que los cortes quedan limpios –explica él-. Deberían estar limpios cuando me vaya a... –Se detiene un instante antes de proseguir-: a la cama. Puedo quedarme aquí, ¿verdad? Por favor.
    -Sí –asiente ella-, claro que sí.
    Pero no es eso lo que ibas a decir, piensa.
    Después de limpiarse los cortes, Scott saca la mano del agua y vacía la palangana para que no tenga que hacerlo Lisey. Luego le muestra la mano mojada y reluciente. Ahora las heridas parecen menos peligrosas, pero al mismo tiempo más sobrecogedoras, como branquias de color rosado cada vez más oscuro.
    -¿Puedo usar tus bolsitas de té, Lisey? Te compraré otra caja, te lo prometo. Me van a pagar derechos, cinco de los grandes. Mi agente me lo ha jurado por su madre. Le he dicho que no sabía que tenía madre. Es broma...
    -Ya sé que es broma, no soy tan tonta...
    -No eres tonta en absoluto.
    -¿Para qué quieres una caja entera de bolsitas de té, Scott?
    -Tú tráela.
    Lisey va a buscar la caja. Aún sentado sobre el taburete y procediendo con infinito cuidado, Scott vuelve a llenar la palangana de agua caliente, pero no demasiado caliente. A continuación abre la caja de las bolsitas de té.
    -Es un invento de Paul –explica con entusiasmo.
    El entusiasmo de un niño, se dice Lisey. Mira qué avión más chulo he montado yo solito, mira la tinta invisible que he fabricado con el juego de química... Scott deja caer las dieciocho bolsitas de té en el agua, que de inmediato se tiñe de un mortecino color ámbar mientras las bolsitas se hunden hasta el fondo.
    -Escuece un poco, pero va super superbien. ¡Mira!
    Super superbien, advierte Lisey.
    Scott sumerge la mano en la infusión aguada y hace una mueca que deja al descubierto sus dientes algo torcidos y manchados.
    -Duele un poco –declara-, pero funciona. Funciona super superbien, Lisey.
    -Sí –asiente ella.
    Es un poco estrambótico, pero imagina que tal vez el té ayude a prevenir la infección o a acelerar la cicatrización o ambas cosas. Chuckie Gendron, el encargado de la plancha en la pizzería, es un fanático de la revista Insider, y a veces Lisey echa un vistazo. Hace un par de semanas leyó un artículo en una de las últimas páginas según el cual el té servía para muchas cosas. Claro que el artículo compartía página con otro sobre una avistamiento del Bigfoot en Minnesota.
    -Sí, supongo que tienes razón.
    -Yo no, Paul –exclama él con el mismo entusiasmo y las mejillas arreboladas.
    Es casi como si no se hubiera hecho daño, piensa Lisey.
    Scott se señala el bolsillo de la camisa con el mentón.
    -Enciéndeme un cigarrillo, cariño.
    -¿Crees que te conviene fumar con la mano...?
    -Que sí, que sí.
    Así pues, Lisey saca el paquete del bolsillo, le pone un cigarrillo entre los labios y se lo enciende. El humo fragante (siempre adorará ese olor) asciende en una columna azulada hacia el techo algo combado y manchado de humedad. Quiere preguntarle más cosas acerca de las dálivas, sobre todo las dálivas sangrientas. Empieza a forjarse una idea.
    -Scott, ¿a ti y a tu hermano os criaron tu padre y tu madre?
    -No –responde él, el cigarrillo en la comisura de los labios y un ojo entornado para protegerse del humo-. Mamá murió al nacer yo. Papá siempre decía que la maté por tardar demasiado en salir y hacerme demasiado grandote.
    Se echa a reír como si acabara de contar el chiste más gracioso del mundo, pero su risa suena nerviosa, la risa de un niño al oír un chiste verde que no acaba de entender.
    Lisey guarda silencio; tiene miedo de hablar.
    Scott tiene la mirada fija en el lugar donde su mano desaparece en el agua ahora teñida de té con sangre. Fuma una calada del Herbert Tareyton, y la ceniza de la punta se alarga. Aún tiene el ojo entornado, y el gesto le confiere un aspecto distinto. No desconocido, pero distinto, como...
    Bueno, como un hermano mayor. Un hermano mayor muerto.
    -Pero papá decía que no era culpa mía que me quedara dormido cuando llegó la hora de salir. Decía que mamá tendría que haberme dado un cachete para despertarme, pero que no lo hizo y por eso me hice tan grandote y mamá murió por eso, dáliva, fin.
    Lanza otra carcajada. La ceniza cae sobre la encimera de la cocina, pero no parece reparar en ello. Sigue mirándose la mano sumergida en el té y guarda silencio.
    Lo cual pone a Lisey en un brete. ¿Debe formular otra pregunta o no? Teme que Scott no le responda, que le eche un moco (sabe que los echa porque de vez en cuando ha asistido a su seminario de Autores Modernos). También teme que sí le responda, y de hecho cree que así será.
    -¿Scott? –musita por fin.
    -Hum.
    El cigarrillo ya se ha consumido casi hasta lo que parece un filtro, pero que en el caso de los Herbert Tareytons no es más que una especie de boquilla.
    -¿Tu papá hacía dálivas?
    -Sí, dálivas sangrientas. Para cuando no nos atrevíamos a hacer algo o para soltar el mal rollo. Paul hacía dálivas geniales. Divertidas, como búsquedas del tesoro. Sigue las pistas. “¡Dáliva! ¡Fin!” y premio al canto. Una chocolatina o una Pepsi.
    Más ceniza se desprende del cigarrillo. Los ojos de Scott siguen fijos en el té mezclado con sangre.
    -Pero papá da un beso.
    Ahora la mira, y Lisey comprende de pronto que Scott sabe todo lo que ella no ha osado preguntarle y está intentando responder lo mejor posible. En la medida en que se atreve.
    -Es el premio de papá. Un beso cuando para el dolor.


    19

    Lisey no tiene en el botiquín vendas que le parezcan adecuadas, de modo que acaba arrancando tiras de una sábana. Es una sábana vieja, pero a pesar de ello llora su pérdida; con el sueldo de camarera, aderezado con las tacañas propinas de los Niños Perdidos y las propinas sólo un pelín más generosas de los profesores que van a comer a Pat’s, no puede permitirse prescindir de su ropa blanca, pero cuando piensa en los cortes que surcan la mano de Scott y la branquia más profunda que tiene en el antebrazo, no vacila un solo instante.
    Scott se queda dormido casi antes de apoyar la cabeza en la almohada de su mitad de la cama ridículamente estrecha. Lisey cree que permanecerá un rato despierta, pensando en lo que Scott le ha contado, pero se duerme casi de inmediato.
    Durante la noche se despierta dos veces, la primera porque tiene ganas de orinar. La cama está vacía. Se dirige hacia el baño medio dormida, tirando de la enorme camiseta de la Universidad de Maine que usa como pijama, diciendo “Scott, date prisa, me estoy...”
    Pero cuando entra en el baño, la lamparita que deja encendida allí toda la noche le revela que Scott no está allí. Y que la tapa del inodoro no está levantada, como Scott siempre la deja después de mear.
    De repente se le pasan las ganas de orinar. De repente la aterra la posibilidad de que Scott haya despertado a causa del dolor, de que haya recordado todas las cosas que le ha contado y haya sucumbido a... ¿Cómo lo llaman en Insider? Ah, sí, los recuerdos recuperados.
    ¿Son recuerdos recuperados o cosas que Scott ha callado hasta ahora? Lisey no lo sabe a ciencia cierta, pero sí sabe que el hablar infantil de Scott le ha dado escalofríos... ¿Y si ha vuelto al invernadero de Parks para acabar el trabajo? ¿Para rebanarse el cuello en lugar de la mano?
    Lisey se vuelve hacia las fauces penumbrosas de la cocina (el piso sólo tiene la cocina y el dormitorio) y ve a Scott acurrucado en la cama. Está durmiendo en la habitual posición semifetal, las rodillas dobladas casi hasta el pecho, la frente rozando la pared (cuando dejen el piso en otoño, comprobará que ha quedado una marca tenue, pero visible en aquel punto, la marca de Scott). Le ha dicho varias veces que tendría más espacio si durmiera en el otro lado, pero no quiere. Ahora se mueve un poco, los muelles chirrían, y a la luz de la farola que entra por la ventana, Lisey vislumbra un mechón de cabello oscuro caído sobre su mejilla.
    No estaba en la cama.
    Pero ahí está, en el lado de siempre. Si le queda alguna duda, no tiene más que deslizar la mano bajo el mechón de cabello que está mirando, levantarlo y sentir su peso.
    ¿O sea que quizás sólo he soñado que no estaba?
    Tiene sentido..., más o menos..., pero al volver al baño y sentarse en el retrete, vuelve a pensar: No estaba allí. Cuando me he levantado, la puñetera cama estaba vacía.
    Deja el anillo del retrete levantado al terminar, porque sabe que si Scott se levanta a mear estará demasiado adormilado para hacerlo. Luego vuelve a la cama, a la que llega medio dormida. Scott está junto a ella, y eso es lo que importa. Sin duda, eso es lo que importa...


    20

    La segunda vez no despierta por sí sola.
    -Lisey.
    Scott la está zarandeando.
    -Lisey, pequeña Lisey.
    Lisey intenta seguir durmiendo, ha sido un día muy duro..., mejor dicho una semana muy dura..., pero Scott insiste.
    -¡Despierta, Lisey!
    Lisey abre los ojos, convencida de que quedará deslumbrada por la luz diurna, pero aún es de noche.
    -¿Guepassa Scott? –farfulla.
    Quiere preguntarle si vuelve a sngrar o si se le ha movido el vendaje, pero estas ideas se le antojan demasiado grandes y complicadas para su mente aturdida, de modo que Scott tendrá que conformarse con un “guepassa”.
    El rostro de Scott, completamente despabilado, se cierne sobre el suyo. Parece emocionado, pero no trastornado ni deformado por el dolor.
    -No podemos continuar viviendo así –declara.
    Estas palabras la despabilan casi por completo porque la asustan. ¿Qué está diciendo? ¿Quiere cortar con ella?
    -Scott.
    Busca a tientas por el suelo hasta encontrar el despertador Timex y mira la hora con ojos entornados.
    -¡Son las cuatro y cuarto de la madrugada!
    Lo dice en tono irritado, exasperado, y está irritada y exasperada, sin duda, pero también asustada.
    -Lisey, deberíamos tener una casa de verdad. Comprarla, quiero decir –Sacude la cabeza-. No, lo he dicho al revés. Creo que deberíamos casarnos.
    Lisey experimenta una oleada de alivio y se deja caer sobre la cama. El reloj se le escurre por entre los dedos ahora relajados y choca contra el suelo. Al alivio sigue el asombro. La acaban de pedir en matrimonio, como les sucedía a las damas en las novelas románticas. El tipo que se lo ha pedido (a las cuatro y cuarto de la mañana, eso sí) es el mismo que anoche la dejó plantada, se hizo polvo la mano porque ella le echó la bronca por aparecer cinco horas tarde (vale, sí, de acuerdo, y por unas cuantas cosas más) y apareció en la jardín ofreciéndole la mano herida como si fuera un puñetero regalo de Navidad. El hombre del hermano muerto cuya existencia desconocía hasta anoche y la madre muerta a la que presuntamente mató porque... ¿Cómo lo expresó el escritor de talento inconmensurable? Ah, sí, porque se hizo demasiado grandote.
    -¿Lisey?
    -Cállate, Scott, que estoy pensando.
    Qué difícil resulta pensar cuando la luna ya se ha puesto y el tiempo deja de existir.
    -Te quiero –musita él.
    -Lo sé. Yo también te quiero, pero ésa no es la cuestión.
    -Podría serlo –señala él-. Me refiero al hecho de que me quieras. Ése podría ser precisamente el quid de la cuestión. Nadie me ha querido aparte de Paul –Un largo silencio-. Bueno, y papá, supongo.
    Lisey se incorpora sobre un codo.
    -Scott, te quiere un montón de gente. Cuando hiciste la lectura de tu último libro..., y el que estás escribiendo ahora... –Lisey frunce la nariz, porque el nuevo libro se titula Demonios vacíos, y lo que ha leído y los fragmentos que le ha oído leer a él no le gustan nada-. ¡Asistieron casi quinientas personas! ¡Tuvieron que trasladar la lectura de la Sala Maine al Auditorio Hauck! ¡Y cuando acabaste, todos se pusieron de pie y te dedicaron una ovación tremenda!
    -Eso no es amor –objeta él-, sino curiosidad. Y entre tú y yo, me siento como un monstruo de feria. Cuando publicas tu primera novela a los veintidos años, aprendes mucho sobre lo que significa ser un monstruo de feria, aun cuando el maldito libro no se venda más que a bibliotecas y no salga en edición de bolsillo. Pero a ti te da igual lo del niño prodigio, Lisey...
    -No es verdad...
    Ya despierta por completo..., o casi.
    -Ya, pero... Enciéndeme un cigarrillo, cariño.
    Sus cigarrillos están en el suelo, en el cenicero en forma de tortuga que Lisey tiene para él. Le alarga el cenicero, le encaja un cigarrillo entre los labios y se lo enciende.
    -Pero también te importa si me cepillo los dientes o no...
    -Bueno, claro...
    -Y si el champú que uso me quita la caspa o me causa más...
    Eso le recuerda algo a Lisey.
    -Por cierto, he comprado un frasco de Tegrin, el champú del que te hablé. Está en la ducha. Quiero que lo pruebes.
    Scott estalla en carcajadas.
    -¿Lo ves? ¿Lo ves? Un ejemplo perfecto. Me tratas con un enfoque holístico.
    -No sé qué significa –masculla ella con el ceño fruncido.
    Scott apaga el cigarrillo sin apenas haber fumado.
    -Significa que cuando me miras me ves de arriba abajo y de lado a lado, y que para ti todo tiene el mismo peso.
    Lisey reflexiona unos instantes.
    -Supongo que sí –asiente por fin.
    -No sabes lo que eso significa para mí. Durante mi infancia no fui más que..., bueno, una cosa. Los últimos seis años he sido otra. Una cosa mejor, eso sí, pero para la mayoría de la gente, tanto aquí como en Pitt, Scott Landon no es más que... una especie de máquina de discos sagrada. Metes un par de monedas y sale una puñetera historia.
    No parece enfadado, pero Lisey intuye que podría llegar a enfadarse. Con el tiempo. Si no tiene un lugar donde sentirse a salvo, donde ser una persona de dimensiones normales. Y sí, ella podría ser la persona que le proporcionara ese lugar. Scott la ayudaría a lograrlo. Hasta cierto punto, ya lo han hecho.
    -Tú eres diferente, Lisey. Lo sé desde el primer momento, cuando nos conocimos en la Noche del Blues en la Sala Maine..., ¿te acuerdas?
    Jesús, María y Pepe el Carpintero, cómo no va a acordarse. Aquella noche fue a la universidad para echar un vistazo a la exposición de Hartgen montada delante del Auditorio Hauck. Oyó música procedente de la sala y entró movida por poco más que un impulso. Él llegó al cabo de unos minutos, paseó la mirada por la sala casi llena y preguntó si el otro extremo del sofá en el que se había sentado Lisey estaba desocupado.
    Lisey había estado a punto de pasar de la música. De haberlo hecho, habría podido coger el autobús de las ocho y media para Cleaves. Así de cerca había estado de pasar esta noche sola en la cama. La idea le produce la misma sensación que asomarse a una ventana muy alta.
    No dice nada de todo esto, sino que se limita a asentir.
    -Para mí eres como... –Scott se interrumpe y luego esboza una sonrisa divina pese a sus dientes torcidos-. Eres como el lago al que todos acudimos a beber. ¿Te he hablado ya del lago?
    Lisey asiente de nuevo y le devuelve la sonrisa. De hecho, no le ha hablado de él de forma explícita, pero lo ha oído mencionarlo en sus lecturas y durante las clases a las que ha asistido como oyente a instancias suyas, sentada al fondo del aula Boardman 101 o la Little 112. Cuando habla del lago siempre extiende la mano, como si quisiera sumergirla en él o bien sacar cosas, tal vez pececillos lingüísticos. A Lisey le parece un gesto enternecedor. En ocasiones lo llama el lago de los mitos, a veces el lago de las palabras. Dice que cada vez que llamas a alguien pájaro de mal agüero o culo de mal asiento, estás bebiendo del lago o pescando renacuajos en él; que cada vez que envías a un chiquillo a la guerra y al peligro de muerte porque amas la bandera y le has enseñado a amarla, estás nadando en el lago, en lo más profundo de él, donde también nadan los peces grandes de fauces hambrientas.
    -Vengo a ti, y me ves entero –continúa Scott-. Me quieres por todo, no sólo por las historias que escribo. Cuando tu puerta se cierra y el mundo queda fuera, estamos a la misma altura.
    -Eres mucho más alto que yo, Scott.
    -Sabes muy bien a qué me refiero.
    Lisey cree que, en efecto, lo sabe. Y está demasiado conmovida para acceder en plena noche a algo que tal vez lamente al llegar la mañana.
    -Hablaremos de ello mañana –decreta al tiempo que coge los cigarrillos y el cenicero para dejarlos de nuevo en el suelo-. Si aún te apetece me lo vuelves a preguntar.
    -Oh, me apetecerá, no te quepa duda –asegura él con confianza suprema.
    -Ya veremos. Ahora duérmete.
    Scott se vuelve de costado. Está tendido casi cuan largo es, pero cuando se duerma empezará a aovillarse. Doblará las rodillas hacia el pecho estrecho, y su frente, tras la que nadan todos esos pececillos exóticos de su imaginación, se acercará a la pared.
    Lo conozco. Empiezo a conocerlo, por fin.
    Aquel pensamiento le produce otra oleada de amor, y se ve obligada a apretar los labios para contener una retahíla de palabras peligrosas. De ésas que luego resulta difícil retractar, tal vez incluso imposible. Se concentra en apoyar los pechos contra su espalda y el vientre contra su trasero desnudo. Fuera cantan algunos grillos, y Pluto sigue ladrando a la noche. Lisey empieza a adormilarse.
    -¿Lisey?
    La voz de Scott casi parece llegar desde otro mundo.
    -¿Hmmm?
    -Sé que no te gusta Demonios vacíos...
    -dedessto –alcanza a mascullar.
    Es lo más que consigue acercarse a una crítica literaria en su actual estado. Está a punto, muy a punto de dormirse.
    -Sí, y no serás la única. Pero a mi editor le encanta. Dice que los de Sayler House han decidido que es una novela de terror. Me parece genial. ¿Cómo es el dicho? Lo peor no es que hablen mal de ti, sino que no hablen.
    Lisey estaba a punto de dormirse. La voz de Scott le llegaba por un largo pasillo oscuro.
    -No necesito a Carson Foray ni a mi agente para saber que Demonios vacíos me hará ganar mucha pasta. Ya estoy harto de tonterías, Lisey. Voy a subir como la espuma, pero no quiero hacerlo solo. Quiero que me acompañes.
    -Gállade, Sco. Drme.
    No sabe si Scott se duerme o no, pero por una vez, oh milagro de los milagros, Scott Landon le hace caso y se calla.


    21

    El sábado por la mañana, Lisey Debusher despierta las nueve, un lujo sin precedentes, y lo primero que percibe es un tentador olor a bacon frito. Una franja de sol surca el suelo y la cama. Lisey se dirige a la cocina. Scott está friendo bacon en calzoncillos, y Lisey se horroriza al comprobar que se ha quitado el vendaje que con tanto esmero le puso anoche. Cuando protesta, Scott se limita a alegar que le picaba.
    -Además –añade mientras le tiende la mano (lo cual le recuerda tanto el momento en que lo vio saliendo de las sombras anoche que siente un escalofrío)-, no tiene tan mal aspecto a la luz del día, ¿no te parece?
    Lisey le toma la mano, se inclina sobre ella como si se dispusiera a leerle las lineas de la palma y la escudriña hasta que él la retira diciendo que si no le da la vuelta al bacon se le va a quemar. No está asombrada ni estupefacta; estas emociones quizás queden reservadas para las noches oscuras y las habitaciones penumbrosas, no para las radiantes mañanas de fin de semana, mientras la Philco colocada en la repisa emite esa canción que nunca ha llegado a entender del todo pero que tanto le gusta. No está asombrada ni estupefacta..., pero sí perpleja. Lo único que se le ocurre es que debió de creer que los cortes eran mucho más graves de lo que son en realidad. Que se dejó vencer por el pánico. Porque estas heridas, aunque tampoco pueda decirse que son meros rasguños, distan mucho de ser tan profundas como creía. No sólo se han cerrado, sino que ya han empezado a formar costras. Si lo hubiera llevado a urgencias, con toda probabilidad la habrían mandado a paseo.
    Los Landon nos recuperamos a toda pastilla. Nunca nos ha quedado otro remedio.
    Scott está retirando las tiras de bacon crujiente de la sartén para colocarlas sobre una capa doble de papel de cocina. En opinión de Lisey, es un buen escritor, pero como cocinero es la leche, al menos cuando se pone en serio. Sin embargo, necesita ropa interior nueva; el trasero de los calzoncillos que lleva se abomba de un modo bastante cómico, y el elástico de la cinturilla está a punto de fenecer. Procurará que se compre varios pares nuevos cuando le llegue el talón de derechos que le han prometido, y por supuesto no es la ropa interior lo que ocupa sus pensamientos en este momento; lo que en realidad quiere es comparar lo que vio anoche, esas profundas y sobrecogedoras branquias de un color cada vez más oscuro, con lo que tiene delante en estos momentos. Es la diferencia entre un mero corte y un tajo impresionante, ¿y realmente cree posible que alguien se recupere tan deprisa además de los personajes de la Biblia? ¿Lo cree? A fin de cuentas, no atravesó con la mano una ventana cualquiera, sino un vidrio de
    invernadero, lo cual le recuerda que tendrán que hacer algo al respecto, que Scott tendrá que...
    -Lisey.
    La voz de Scott la arranca de su ensimismamiento, y se encuentra con la mirada fija en la mesa de la cocina, retorciendo la camiseta entre los muslos con ademán nervioso.
    -¿Qué?
    -¿Un huevo o dos?
    Lisey medita un instante.
    -Dos.
    -¿Con la yema blanda o bien pasada?
    -Bien pasada.
    -¿Nos casaremos? –pregunta Scott sin cambiar de tono mientras casca los huevos con la mano indemne y los deja caer en la sartén.
    Lisey sonríe, pero no a causa del tono neutro de su voz, sino por su forma algo arcaica de expresarse, y se da cuenta de que no está sorprendida en absoluta. Esperaba esta..., ¿cómo llamarla? Esta reanudación; sin duda debe de haberle dado vueltas en algún rincón apartado de su mente mientras dormía.
    -¿Estás seguro? –replica.
    -Segurísimo –asegura él-. ¿Qué me dices, cariño?
    -Cariño dice que le parece bien.
    -Estupendo –declara Scott-. Genial –Un instante de silencio-. Gracias.
    Ambos guardan silencio durante un momento. Desde la repisa de la ventana, la vieja y resquebrajada Philco emite la clase de música que papá Debusher nunca escuchaba. En la sartén, los huevos siguen su curso. Lisey está hambrienta. Y contenta.
    -En otoño –dice.
    Scott asiente mientras alarga la mano hacia un plato.
    -Muy bien. ¿Octubre?
    -Un poco justo, quizás. Mejor sobre Acción de Gracias. ¿Queda algún huevo para ti?
    -Queda uno, y no quiero más.
    -No me casaré contigo si no te compras ropa interior nueva –advierte Lisey.
    Scott no le ríe el comentario.
    -En tal caso, será mi máxima prioridad –promete.
    Le pone el plato delante. Huevos con bacon. Tiene un hambre feroz. Mientras empieza a comer, Scott casca el último huevo.
    -Lisa Landon –dice-. ¿Qué te parece?
    -Que suena muy bien. Es una..., ¿cómo se dice cuando todas las palabras empiezan con el mismo sonido?
    -Aliteración.
    -Pues eso... Lisa Landon –repite.
    Sabe bien, como los huevos.
    -La pequeña Lisey Landon –añade él al tiempo que lanza el huevo al aire para darle la vuelta.
    El huevo hace dos saltos mortales y aterriza de nuevo en la grasa del bacon con un chasquido.
    -¿Tú, Scott Landon, prometes ponerte las pilas y no quitártelas pase lo que pase? –pregunta Lisey.
    -Pilas puestas en la salud y en la enfermedad –conviene él.
    Y los dos se echan a reír como locos mientras la radio suena en esta mañana soleada.


    22

    Con Scott siempre se reía mucho. Y una semana después del incidente, todos los cortes, incluido el del antebrazo, habían sanado.
    Sin dejar cicatrices.


    23

    Cuando vuelve a despertar, ya no sabe “cuándo” está, si entonces o ahora. Pero en la habitación entraba luz suficiente para distinguir el papel pintado azul celeste y el paisje marino colgado de la pared. Así pues, se hallaba en el dormitorio de Amanda, lo cual le parecía lógico y al mismo tiempo ilógico, porque tiene la sensación de que está sumida en un sueño sobre el futuro, pero dormida en la estrecha cama que comparte y seguirá compartiendo con Scott casi todas las noches hasta el día de la boda, en noviembre.
    ¿Qué la había despertado?
    Amanda dormía de espaldas a ella, y Lisey seguía acurrucada contra ella como una cuchara, los pechos apretados contra la espalda de su hermana, el vientre encajado tras su escuálido trasero... ¿Qué la ha despertado? No tiene ganas de mear..., al menos no demasiadas..., así que...
    ¿Has dicho algo, Amanda? ¿Quieres algo? ¿Un vaso de agua, tal vez? ¿Un trozo de vidrio de invernadero para cortarte las venas?
    Aquellas preguntas le surcaron la mente, pero lo cierto era que no quería decir nada, porque acaba de ocurrírsele una idea extraña. La idea es que, pese a que distingue la mata cada vez más canosa de Amanda y el volante que rodea el cuello de su camisón, en realidad estaba en la cama con Scott. ¡Sí! Que en algún momento de la noche, Scott... ¿Scott qué? Se ha colado a través de los recuerdos de Lisey para meterse en el cuerpo de Amanda? Algo así. Desde luego, es una idea estrafalaria, pero aun así no quiere decir nada, porque teme que si habla, Amanda le responda con voz de Scott. ¿Y qué haría ella entonces? ¿Gritar? ¿Gritar hasta despertar a los muertos, como suele decirse? Sin duda es una idea absurda, pero...
    Pero mírala. Mira cómo duerme, con las rodillas dobladas y la cabeza inclinada. Si hubiera una pared, seguro que la tocaría con la frente. No es de extrañar que...
    Y de repente, en ese abismo tenebroso previo al alba, de espaldas a Lisey, de modo que ésta no alcanza a verlo, Amanda habló.
    -Tesoro –dice.
    Una pausa.
    -Cariño –añade.
    Anoche, la temperatura corporal de Lisey pareció descender diez grados de golpe, y ahora se le antoja que baja treinta, porque aunque la voz que acababa de pronunciar aquella palabra sin duda pertenece a una mujer, también es la de Scott. Lisey vivió con él durante más de veinte años y lo reconocería en cualquier parte.
    Esto es un sueño, se dijo. Por eso ni siquiera sé si esto es el pasado o el presente. Si me giro veré la alfombra mágica de PILLSBURY flotando en un un rincón.
    Pero no podía girarse. Durante un buen rato no pudo moverse siquiera. Lo que por fin la impulsa a hablar es la luz diurna cada vez más intensa. La noche está a punto de tocar a su fin. Si Scott ha regresdo, si realmente estaba despierta y no soñando, en tal caso debe de existir un motivo. Y sin duda no habrá regresado para hacerle daño. Eso nunca. Al menos... no adrede. Pero descubre que es incapaz de pronunciar ni su nombre ni el de Amanda. Ninguno de los dos le parece adecuado. Ambos se le antojan erróneos. Se vio a sí misma asir el hombro de Amanda para darle la vuelta. ¿Qué rostro vería bajo el flequillo canoso de Manda? ¿Y si era el de Scott? Por el amor de Dios, y si...
    Despunta el día. Y de repente se convenció de que si permitía que saliera el sol sin haber hablado, la puerta entre el pasado y el presente se cerrará, robándole para siempre toda oportunidad de hallar respuestas.
    Pues al carajo los nombres. Qué importa quién esté dentro del camisón...
    -¿Por qué dijo Amanda “dáliva”? preguntó.
    En el dormitorio aún penumbroso, pero cada vez menos, su voz suena ronca y áspera.
    -Te he dejado una dáliva –señala la otra persona que ocupa la cama, la persona contra cuyo trasero tiene apoyado el vientre.
    Oh Dios oh Dios oh Dios esto el peor mal rollo del mundo mundial, es lo más...
    Y a renglón seguido: Haz el favor de dominarte. Ponte las putas pilas ahora mismo.
    -¿Es una...?
    Con voz más ronca y áspera aún. Y el dormitorio parece iluminarse demasiado deprisa. El sol aparecerá por el horizonte de levante en cualquier momento.
    -¿Es una dáliva sangrienta?
    -Tendrás una dáliva sangriento –le asegura la voz en tono algo afligido.
    Y se parece tanto a la voz de Scott... Pese a ello, se parecía más aún a la de Amanda, lo cual aterró todavía más a Lisey.
    -Pero es una dáliva de las buenas, Lisey –prosiguió la voz en tono más alegre-. Llega detrás de la cortina violeta. Ya has encontrado las tres primeras estaciones. Unas cuantas más y tendrás el premio.
    -¿Y cuál es el premio? –pregunta Lisey.
    -Una bebida –replica la voz al instante.
    -¿Una Coca Cola? ¿Una Pepsi?
    -Cállate. Queremos mirar las alceas.
    La voz hablaba con un anhelo extraño, infinito, ¿y por qué le resulta tan familiar? ¿Por qué le parece el nombre de algo en lugar de un simple arbusto? ¿Es otra de esas cosas ocultas tras la cortina violeta que en ocasiones aparta de ella los recuerdos? No le dio tiempo de pensar en ello y menos aún de preguntar, porque de repente una franja de luz rojiza entró por la ventana. Lisey percibió que el tiempo volvía a quedar enfocado, y a pesar del miedo que había pasado, experimentó una intensa punzada de tristeza.
    -¿Cuándo llegará la dáliva sangrienta? –inquirió-. Dímelo.
    Pero no obtuvo respuesta. Ya sabía que no la obtendría, pero aún así sintió que la exasperación crecía hasta ocupar el lugar que habían llenado el terror y la perplejidad hasta el momento en que el sol se había asomado al horizonte y llenado el mundo de rayos de realidad.
    -¿Cuándo llegará? ¿Cuándo, maldita sea?
    Se dio cuenta de que estaba gritando y zarandeando el hombro envuelto en tela blanca con fuerza suficiente para alborotar el cabello..., pero no obtuvo respuesta.
    -¡No juegues conmigo, Scott! ¿Cuándo? –vociferó, dominada por la furia.
    Esta vez tiró del hombro en lugar de sólo zarandearlo, y el otro cuerpo tendido en la cama se giró inerte. Por supuesto, era Amanda. Tenía los ojos abiertos y aún respiraba; incluso se veía cierto color en sus mejillas. Pero Lisey reconoció al instante la mirada de su hermana grande conejito Amanda en sus rupturas con la realidad. Lisey ya no sabía si Scott se le había aparecido de verdad o si lo había imaginado mientras se hallaba en un estado de duermevela, pero lo que sí sabía era que en algún momento de la noche, Amanda se había ido de nuevo. Y esta vez quizás para siempre.
    Parte 2: PPCCN


    “Se volvió y divisó una enorme luna blanca observándola sobre la colina. Y su pecho se abrió a ella, quedó escindida como una joya transparente a su luz. Estaba llena de luna llena, entregada a ella. Sus senos se abrieron para franquearle el paso, su cuerpo se abrió como una anémona temblorosa, una suave y dilatada invitación tocada por la luna.”

    D. H. Lawrence, El arco iris
    V. Lisey y el largo, largo jueves (Estaciones de la dáliva)


    1

    Lisey no tardó mucho en comprender que aquel episodio era mucho peor que las tres rupturas anteriores de Amanda con la realidad, sus períodos de “semicatatonia pasiva”, en palabras de su loquera. Era como si su hermana por lo general exasperante y en ocasiones problemática se hubiera convertido en una muñeca gigantesca que respiraba. Lisey consiguió (con un esfuerzo considerable) incorporarla y girarla para que quedara sentada en el borde de la cama, pero la mujer del camisón blanco (que tal vez había hablado con la voz del difunto marido de Lisey pocos instantes antes del amanecer o no) no reaccionó cuando Lisey pronunció su nombre, primero con voz normal y luego a gritos casi desesperados. Se limitó a permanecer sentada con las manos en el regazo y la mirada clavada en su hermana menor. Y cuando Lisey se apartó, la mirada de Amanda quedó fija en el espacio que había ocupado hasta aquel momento.
    Lisey fue al baño para mojar un paño con agua fría, y al volver, Amanda estaba tendida boca abajo, la parte superior del cuerpo sobre la cama y los pies en el suelo. Lisey empezó a tirar de ella para incorporarla de nuevo, pero se detuvo al ver que las nalgas de Amanda, ya muy cerca del borde de la cama, comenzaban a resbalar. Si no lo dejaba correr, su hermana acabaría en el suelo.
    -Conejito Manda.
    Pero esta vez Amanda no reaccionó ante el mote infantil. Lisey decidió poner toda la carne en el asador.
    -Hermana grande conejito Manda.
    Nada. En lugar de asustarse (lo cual sucedería en breve), Lisey se sintió embargada por la clase de furia que Amanda casi nunca había conseguido provocar en ella de niña aunque se lo propusiera.
    -¡Basta! ¡Haz el favor de parar y volver a plantar el trasero en la cama para que pueda sentarte!
    Nada. Cero patatero. Lisey se inclinó y enjugó el rostro de Amanda con el paño frío, pero fue en vano. Amanda ni siquiera pestañeó cuando el paño le pasó sobre los ojos. En ese momento, Lisey empezó a asustarse. Miró la radio despertador digital que había junto a la cama y comprobó que eran poco más de las seis. Podía llamar a Darla sin temor a despertar a Matt, que sin duda dormía el sueño de los justos en Montreal, pero no quería hacerlo. Todavía no. Llamar a Darla habría equivalido a reconocer la derrota, y no estaba preparada para ello.
    Rodeó la cama, agarró a Amanda por las axilas y tiró de ella hacia atrás. Le costó más de lo que esperaba teniendo en cuenta el peso del escuálido cuerpo de su hermana.
    Porque se ha convertido en un peso muerto, cariño. Es por eso.
    -Cállate –espetó sin saber con quién hablaba-. Cierra el pico.
    Se encaramó a la cama, colocó las rodillas a ambos lados de los muslos de Amanda y las manos a ambos lados de su cuello. En aquella postura del misionero podía escudriñar el rostro congelado de su hermana. Durante los episodios anteriores, Manda se había mostrado dócil..., casi como una persona sometida a hipnosis, le había parecido a Lisey. Pero esta vez parecía diferente. Lo único que podía hacer era esperar que no fuera diferente, porque las personas tenían que hacer ciertas cosas por las
    mañanas. Siempre y cuando quisieran seguir disfrutando de una vida sin intrusiones en su casita estilo Cape Cod, por ejemplo.
    -¡Amanda! –le vociferó.
    Y por si las moscas, sintiéndose tan sólo un poquitín ridícula, porque a fin de cuentas, estaban solas, añadió:
    -¡Hermana... grande... conejito Manda! ¡Quiero que... te levantes... que te LEVANTES... y vayas al cagadero... ¡Al CAGADERO, conejito Manda! A la de tres... ¡UNO... DOS... y TRES!
    Al gritar tres, Lisey tiró otra vez de Amanda para sentarla, pero no consiguió ponerla de pie.
    En una ocasión, sobre las seis y veinte, Lisey consiguió sacarla de la cama y colocarla más o menos en cuclillas. Se sentía como cuando tenía su primer coche, un Pinto de 1974, y después de darle al starter durante dos interminables minutos, el motor se ponía en marcha justo antes de que la batería se agotara. Pero en lugar de erguirse y permitir que Lisey la condujera hasta el baño, Amanda volvió a caer sobre la cama, y encima ladeada, de modo que Lisey tuvo que abalanzarse sobre ella, agarrarla de nuevo por las axilas y empujarla entre juramentos para evitar que cayera al suelo.
    -¡Estás fingiendo, zorra! –le chilló, sabedora de que no era así-. ¡Pues muy bien, allá tú! ¡Allá tú si...!
    De repente reparó en el volumen que había alcanzado su voz; despertaría a la señora Jones, la vecina de enfrente, si no se andaba con ojo. Así pues, se obligó a hablar más bajo.
    -Allá tú si quieres seguir aquí tumbada. Sí, pero si crees que voy a pasarme la mañana entera atendiéndote vas muy equivocada. Voy a bajar a preparar café y gachas de avena. Si a Su Majestad le apetece, me lo hace saber. O..., no sé, envía a un lacayo para que le suba el desayuno a la cama.
    No sabía si a hermana grande conejito Manda le apetecía, pero a ella sí, sobre todo el café. Se tomó uno solo antes de atacar el cuenco de gachas y otro con mucha leche y azúcar después. Lo único que me falta ahora es un pitillo y me como el día con patatas. Sí, señor, un buen Salem Light, pensó mientras se tomaba el café a sorbitos.
    Su mente intentó desviarse hacia los sueños y recuerdos de la noche recién extinguida (SCOTT Y LISEY LOS PRIMEROS AÑOS, sin lugar a dudas, se dijo), pero Lisey no se lo permitió. Tampoco le permitió intentar examinar lo que le había sucedido al despertar. Tal vez más tarde tuviera tiempo de pensar en ello, pero ahora no. Ahora tenía que ocuparse de hermana grande.
    ¿Y si hermana grande ha encontrado una bonita cuchilla de afeitar de color rosa en el botiquín y decidido cortarse las venas? ¿O el cuello?
    Lisey se levantó de la mesa a toda prisa, preguntándose si a Darla se le habría ocurrido retirar los objetos afilados del baño de arriba... o de todas las habitaciones de arriba, ya puestos. Subió la escalera casi a la carrera, temerosa de lo que podía encontrarse en el dormitorio principal y armándose de valor para la posibilidad de no encontrar nada en la cama salvo dos almohadas hendidas.
    Amanda seguía allí, con la mirada todavía clavada en el techo. Por lo visto no se había movido ni un milímetro. El alivio de Lisey no tardó en dar paso a un mal presentimiento. Se sentó en la cama y cogió una de las manos de Amanda entre las suyas. Tibias, pero inertes. Lisey intentó transmitir a los dedos de Manda la orden de cerrarse en torno a los suyos, pero no sucedió nada.
    -¿Qué vamos a hacer contigo, Amanda?
    No obtuvo respuesta.
    Y puesto que estaban solas salvo por el reflejo que les devolvía el espejo, Lisey decidió continuar.
    -Esto no la habrá hecho Scott, ¿verdad, Manda? Por favor, dime que Scott no ha hecho esto..., digamos... metiéndose en tu cuerpo.
    Amanda no se pronunció ni en un sentido ni en otro, y al cabo de un rato, Lisey inspeccionó el baño en busca de objetos afilados. Dedujo que Darla ya había pasado por allí, porque lo único que encontró fue una tijera de manicura en el fondo del cajón inferior del tocador pequeño y no demasiado bien surtido de Manda. Por supuesto, incluso una tijerita de manicura bastaría a una mano experta. Si hasta el padre de Scott había...
    (calla Lisey no Lisey)
    -Vale –jadeó, alarmada por el pánico que le inundó la boca con sabor a cobre, la luz violeta que le apareció tras los ojos y la fuerza con que su mano se cerró en torno a la tijerita-. Vale, de acuerdo, dejémoslo correr.
    Escondió la tijerita tras un montón de polvorientas muestras de champú en el estante superior del armario de las toallas, y acto seguido se duchó porque no se le ocurrió nada mejor que hacer. Al sair del baño vio una gran mancha mojada en torno a las caderas de Amanda y comprendió que eso era algo a lo que las hermanas Debusher no podrían enfrentarse solas. Colocó una toalla bajo el trasero empapado de su hermana, miró de nuevo el reloj de la mesilla de noche, suspiró, descolgó el teléfono y marcó el número de Darla.


    2

    El día anterior, Lisey había oído en su mente la voz de Scott con toda claridad. Te he dejado una nota, cariño. Había desdeñado aquellas palabras por considerarlas alguna clase de voz interior que imitaba la de su marido. Tal vez fuera cierto, probablemente fuera cierto, de hecho, pero a las tres de la tarde de aquel largo y caluroso jueves, sentada en el Pop’s Café de Lewiston con Darla, sabía una cosa con certeza absoluta, y era que Scott le había dejado un regalo póstumo de tres pares de narices. Un premio dáliva de la hostia, en lenguaje de Scott. Había sido un día de mierda, pero habría sido mucho peor sin Scott Landon, a despecho de que llevara dos años muerto.
    Darla parecía tan cansada como Lisey. En algún momento había encontrado tiempo para maquillarse un poco, pero no lo suficiente para disimular las ojeras. En cualquier caso, no había rastro de la furiosa mujer de treinta y tantos años que a finales de los setenta se cercioraba de llamar a Lisey una vez por semana para machacarla por el tema de las obligaciones familiares.
    -¿En qué estás pensando, Lisey? –preguntó Darla.
    Lisey acababa de alargar la mano hacia el recipiente que contenía los sobres de edulcorante, pero al oír la voz de Darla cambió de dirección, cogió el anticuado azucarero y vertió una generosa ración en el café.
    -Estaba pensando que éste ha sido el Jueves del Café –repuso-. Sobre todo del Café con Azúcar de Verdad. Debo de ir por la décima taza.
    -Ya somos dos –señaló Darla-. He ido al lavabo media docena de veces y pienso volver a ir antes de salir de este acogedor establecimiento. Menos mal que existen los antiácidos.
    Lisey removió el café, hizo una mueca y volvió a removerlo.
    -¿Seguro que quieres prepararle la maleta?
    -Bueno, alguien tiene que hacerlo, y tú pareces más muerta que viva.
    -Muchísimas gracias.
    -Si tu hermana no te dice la verdad, ¿quién te la va a decir?
    Lisey le había oído aquella frase miles de veces, junto con “El deber no pide permiso” y... el número uno de los cuarenta principales de Darla, “La vida es injusta”. Pero en ese momento no le molestó; de hecho, incluso le arrancó un atisbo de sonrisa.
    -Si quieres hacerlo, Darl, no seré yo quien intente arrebatarte semejante privilegio.
    -No he dicho que quiera hacerlo, sino que lo haré. Tú has pasado la noche con ella y te has levantado con ella, así que considero que has hecho tu parte. Perdona, tengo que ir a gastar un penique.
    Lisey la siguió con la mirada mientras pensaba Otra de sus frases. En la familia Debusher había expresiones para todo. Orinar era “gastar un penique” y defectar, estrafalario pero cierto, se decía “enterrar a un cuáquero”. A Scott le encantaba aquella expresión y decía que con toda probabilidad procedía del escocés. Lisey suponía que era posible; casi todos los Debusher procedían de Irlanda, y los Anderson de Inglaterra, o al menos así lo afirmaba la buena de ma, pero en toda familia hay alguna oveja negra. En cualquier caso, no era eso lo que le interesaba, sino el hecho de que “gastar un penique” y “enterrar a un cuáquero” eran frutos del lago, del lago de Scott, y desde el día anterior lo sentía tan puñeteramente cerca...
    Lo de esta mañana ha sido un sueño, Lisey... Lo sabes, ¿verdad?
    No sabía a ciencia cierta qué sabía o dejaba de saber sobre lo que había sucedido en el dormitorio de Amanda justo antes del alba, porque todo se le antojaba un sueño, incluso sus intentos de poner a Amanda de pie y llevarla al baño, pero de una cosa sí estaba segura, y era de que Amanda pasaría al menos una semana en el Centro de Recuperación y Rehabilitación Greenlawn. Había resultado mucho más fácil de lo que habría cabido esperar, y debían agradecérselo a Scott. Ahora
    (AQUÍ MISMO)
    eso le bastaba.


    3

    Darla había llegado a la acogedora casita estilo Cape Cod de Amanda antes de las siete, con el cabello por lo general elegante apenas peinado y un botón de la blusa desabrochado, de modo que el tejido rosa del sujetador asomaba descaradamente la cabeza. Para entonces, Lisey ya había confirmado que Amanda tampoco comía. Permitió que Lisey le metiera una cucharada de huevos revueltos en la boca después de que su hermana la sentara con la espalda apoyada contra el cabezal de la cama, y aquello dio ciertas esperanzas a Lisey, pero fueron vanas. Después de permanecer inmóvil durante unos treinta segundos con pedacitos de huevo asomando entre los labios (la imagen produjo un escalofrío a Lisey, pues era como si Amanda hubiera intentado engullir un canario), Amanda se limitó a escupir la comida con la lengua. Algunos pedacitos se le quedaron adheridos a la barbilla, mientras que el resto le resbaló por la pechera del camisón. Amanda seguía con la mirada serena y fija en la distancia. O en lo místico, para los fans de Van Morrison. Scott había sido uno de ellos, desde luego, aunque la obsesión por Van se le había pasado bastante a principios de los noventa, época en la que comenzó a interesarse más por Hank Williams y Loretta Lynn.
    Darla se había negado a creer que Amanda no quería comer hasta que ella mismo intentó darle un poco de huevo. Se vio obligada a preparar otra sartén para
    probarlo, ya que Lisey había tirado los restos de los primeros dos a la trituradora del fregadero. La mirada ausente de Amanda le había quitado por completo las ganas que hubiera podido tener de acabarse la comida de hermana grande.
    Para cuando Darla entró en el dormitorio, Amanda había resbalado de nuevo y perdido la posición sentada, de modo que ayudó a Lisey a sentarla otra vez. Lisey agradeció su ayuda, porque ya empezaba a dolerle la espalda. Apenas alcanzaba a imaginar el coste creciente de cuidar de una persona así día y noche durante un período ilimitado de tiempo.
    -Amanda, quiero que te comas esto –ordenó Darla en el tono firme e intimidatorio que Lisey recordaba tan bien de numerosas conversaciones telefónicas.
    Aquel tono, junto con la posición de la barbilla de Darla y la postura del cuerpo de Darla, manifestaba a las claras que consideraba que Amanda estaba fingiendo, más falsa que una patada de culebra, habría dicho el dandy en una de sus cien frases pintorescas y absurdas. Pero (se preguntó Lisey) ¿acaso no había sido ésa casi siempre la sentencia de Darla cuando los demás no hacían lo que ella quería? ¿Que eran más falsos que una patada de culebra?
    -Quiero que te comas esto ¡ahora mismo!
    Lisey abrió la boca para decir algo, pero decidió callar. Llegarían antes a su destino si Darla comprobaba la situación con sus propios ojos. ¿Y cuál era su destino? Greenlawn, con toda probabilidad. El Centro de Recuperación y Rehabilitación Greenlawn, en Auburn. El lugar que ella y Scott habían buscado después de la última válvula de escape de Amanda, en primavera del 2001. Sólo que resultó que el trato de Scott con Greenlawn había ido un poco más allá de lo que sospechaba su esposa, que daba las gracias a Dios por ello.
    Darla embutió los huevos en la boca de Amanda y se volvió hacia Lisey con un asomo de sonrisa triunfal.
    -¡Mira! Parece que sólo necesita un poco de mano f...
    En ese momento, la lengua de Amanda apareció entre sus labios inertes para empujar los pedacitos de huevo color canario. Plop. Sobre al camisón aún húmedo por la anterior pasada con el paño húmedo.
    -¿Decías? –musitó Lisey.
    Darla escudriñó el rostro de Amanda durante largo, largo rato. Cuando se volvió de nuevo hacia Lisey, aquella postura resuelta del mentón había desaparecido. Darla parecía de nuevo lo que era, una mujer de mediana edad a la que una urgencia familiar había sacado de la cama demasiado temprano. No estaba llorando, pero casi, porque sus ojos azul radiante, rasgo común a todas las hermanas Debusher, relucían a causa de las lágrimas acumuladas en ellos.
    -No es como las otras veces, ¿verdad?
    -No.
    -¿Pasó algo anoche?
    -No –denegó Lisey sin vacilar.
    -¿Ningún acceso de rabia, ninguna rabieta?
    -No.
    -Oh, cariño, ¿qué vamos a hacer?
    Lisey tenía una respuesta práctica a esa pregunta, y no era de extrañar, porque a despecho de lo que pensara Darla, Lisey y Jodi siempre habían sido las más prácticas de la familia.
    -Volver a tumbarla, esperar hasta una hora decente y llamar a ese sitio –replicó-. Greenlawn. Y rezar por que no se vuelva a mear encima hasta entonces.


    4

    Mientras aguardaban tomaron café y jugaron al cribbage, un juego de naipes que cada una de las hermanas Debusher había aprendido del dandy mucho antes de subir por primera vez al gran autobús escolar amarillo de Lisbon Falls. Cada tres o cuatro manos, una de ellas subía para echar un vistazo a Amanda. Su hermana estaba siempre igual, tendida de espaldas y con la mirada clavada en el techo. En la primera partida, Darla machacó a su hermana menor; en la segunda se zafó con un trío en la cuna, dejando a Lisey atascada en el barrizal. Que eso la pusiera de buen humor mientras Manda vegetaba en la planta de arriba dio que pensar a Lisey..., pero no tenía ganas de expresar sus pensamientos en voz alta. Se enfrentaban a un día muy largo, y si Darla lo empezaba con una sonrisa, pues mejor que mejor. Lisey declinó una tercera partida, y ambas miraron a un cantante de country que salía en el último segmento de las noticias matinales. A Lisey casi le pareció oír a Scott comentar “Éste no va a quitar al viejo Hank del tabaco”, refiriéndose, cómo no, a Hank Williams. En cuestión de música country, para Scott estaba Hank Williams... y luego todos los demás.
    A las nueve y cinco, Lisey se sentó ante el teléfono y llamó a Información para obtener el número de Greenlawn.
    -Deséame suerte –pidió a Darla con una sonrisa nerviosa.
    -Te la deseo, créeme que te la deseo.
    Lisey marcó el número. En el otro extremo de la línea, el teléfono sonó una sola vez.
    -Hola –saludó una agradable voz femenina-, ha llamado al Centro de Recuperación y Rehabilitación Greenlawn, un servicio de la Corporación Sanitaria Fedders de América.
    -Hola, me llamo...
    Lisey sólo consiguió articular aquellas palabras antes de que la agradable voz femenina procediera a enumerar todas las extensiones a las que se podía acceder a través del sistema..., si es que uno tenía teléfono multitono, claro está. Era una grabación. Dáliva para Lisey.
    Sí, pero es que lo hacen tan bien que te engañan, pensó mientras pulsaba la tecla para acceder a Información sobre Admisión de Pacientes.
    -Por favor, espere. En breve atenderemos su llamada –le prometió la agradable voz femenina antes de dar paso a la Orquesta Prozac interpretando algo que recordaba vagamente a “Homeward Bound”, de Paul Simon.
    Lisey se volvió hacia Darla para explicarle que su llamada estaba en espera, pero su hermana había subido a ver a Amanda.
    Y una mierda, pensó. Seguro que se ha ido porque no podía soportar la in...
    -Buenos días, me llamo Cassandra, ¿en qué puedo ayudarle?
    -Buenos días, me llamo Lisa Landon..., la señora de Scott Landon.
    Debía de haberse llamado a sí misma señora de Scott Landon como mucho media docena de veces durante todos los años de su matrimonio, y ni una sola vez en los veintiséis meses transcurridos desde la muerte de Scott. No obstante, resultaba fácil comprender por qué lo hacía ahora. Era lo que Scott denominaba “la carta de la fama”, una carta a la que él mismo apenas había recurrido. Decía que en parte se debía a que utilizarla le hacía sentir como un auténtico capullo, y en parte a que temía que no funcionara, que si murmuraba alguna versión del consabido “¿acaso no sabe con quién está hablando?” a algún maitre, éste le replicara “No, señor, ¿quién coñó es usted?”
    Mientras describía los episodios pasados de automutilación de su hermana, sus fases de semicatatonia y el gran salto adelante de aquella mañana, Lisey oía de fondo el suave golpeteo de un teclado de ordenador.
    -Comprendo su preocupación, señora Landon –aseguró Cassandra cuando Lisey terminó-, pero Greenlawn no tiene plazas libres en estos momentos.
    A Lisey se le encogió el corazón. De inmediato imaginó a Amanda en una habitación tamaño caja de cerillas del hospital Memorial Stephens, llevando un pijama manchado de comida y mirando a través de una ventana con barrotes el semáforo del cruce entre las carreteras 117 y 19.
    -Lo comprendo... Esto..., ¿está segura? Verá, es que no vendría por ningún seguro de asistencia médica, ¿sabe? Pagaría en efectivo... –Con voz desesperada, sintiéndose tonta, aferrándose a un clavo ardiendo, cuando todo lo demás falla, recurre al dinero-. Por si la información le sirve de algo.
    -Pues la verdad es que no, señora Landon.
    A Lisey le pareció detectar cierta frialdad en la voz de Cassandra, y el corazón se le encogió aún más.
    -Es una cuestión de espacio y compromisos. Mire, sólo tenemos...
    En aquel momento, Lisey oyó un levísimo timbrazo, muy parecido al que emitía su tostadora cuando los pastelillos o los burritos ya estaban listos.
    -¿Podría esperar un momento, señora Landon?
    -Por supuesto.
    Tras un chasquido regresó la Orquesta Prozac, esta vez con lo que tal vez fuera el tema principal de Shaft. Lisey escuchaba la música con una vaga sensación de irrealidad, pensando que si Isaac Hayes la oyera, con toda probabilidad se metería en la bañera con una bolsa de plástico en la cabeza. Cassandra la tuvo tanto rato en espera que Lisey empezó a sospechar que la había olvidado. No habría sido la primera vez; le había sucedido en varias ocasiones, sobre todo cuando intentaba comprar billetes de avión o modificar alguna reserva de coche de alquiler. En un momento dado, Darla bajó y extendió ambas manos como para preguntar qué sucedía. Lisey sacudió la cabeza para indicar tanto “nada” como “no lo sé”.
    En aquel instante, la espantosa música del teléfono dio paso a Cassandra, que ahora empezó a hablarle sin rastro de la frialdad anterior, sonando por primera vez como un ser humano. Casi como una persona conocida, de hecho.
    -Señora Landon...
    -¿Sí?
    -Siento haberla hecho esperar tanto, pero tenía una nota en el ordenador indicándome que avisara al doctor Alberness si usted o su marido llamaban. De hecho, el doctor Alberness está en su consulta en estos momentos. ¿Puedo pasarle con él?
    -Sí –asintió Lisey.
    Ahora sabía qué terreno pisaba, sabía exactamente dónde se encontraba. Sabía que antes de decirle cualquier otra cosa, el doctor Alberness le aseguraría que la acompañaba en el sentimiento, como si Scott hubiera muerto el mes anterior o la semana anterior. Y ella le daría las gracias. De hecho, si el doctor Alberness prometía ocuparse de la problemática Amanda pese a la falta de plazas en Greenlawn, Lisey casi estaba dispuesta a ponerse de rodillas y hacerle una mamada colosal. Aquel pensamiento le dio unas tremendas ganas de echarse a reír, hasta el punto de que se vio obligada a apretar los labios con fuerza durante varios segundos. Y sabía por qué la voz de Cassandra le había sonado de repente como si se tratara de una persona conocida; era la voz de la gente cuando de pronto reconocían a Scott, cuando se daban cuenta de que estaban frente a un tipo que había salido en la portada del puñetero Newsweek. Y si ese
    hombre famoso rodeaba con el brazo los hombros de una mujer, entonces también ella debía de ser famosa, aunque sólo fuera por asociación. O, como Scott había dicho en cierta ocasión, por inyección.
    -Hola, soy Hugh Alberness –se presentó de pronto una agradable y ronca voz masculina-. ¿Es usted la señora Landon?
    -Sí, doctor –asintió Lisey al tiempo que indicaba a Darla que se sentara y dejara de caminar en círculos frente a ella-, soy Lisa Landon.
    -Señora Landon, permítame que empiece diciéndole que la acompaño en el sentimiento. Su esposo me autografió cinco de sus libros, y los cuento entre mis posesiones más preciadas.
    -Gracias, doctor Alberness –repuso Lisey antes de hacerle a Darla la señal de la victoria con los dedos-. Es usted muy amable.


    5

    Cuando Darla volvió del servicio de señoras del Pop’s Café, Lisey comentó que también a ella le convenía ir antes de salir, porque había treinta kilómetros hasta Castle View, y con frecuencia el tráfico era denso por la tarde. Para Darla, ésa sería tan sólo la primera etapa del viaje. Después de preparar una maleta para Amanda, tarea que ambas habían olvidado llevar a cabo aquella mañana, tendría que volver a Greenlawn para dejarla y luego regresar de nuevo a Castle View. Llegaría a su casa hacia las ocho y media si la suerte y el tráfico la acompañaban.
    -Yo de ti respiraría hondo y me taparía la nariz en el lavabo –aconsejó Darla.
    -¿Tan mal está?
    Darla se encogió de hombros con un bostezo.
    -Los he visto peores.
    Lisey también, sobre todo durante sus viajes con Scott. Orinó con los muslos tensos y el trasero suspendido sobre la taza en la clásica postura Viaje de Promoción, tiró de la cadena, se lavó las manos, se remojó la cara, se peinó y luego se miró en el espejo.
    -Una mujer nueva –le dijo a su reflejo-. La belleza americana.
    Abrió la boca en una sonrisa exagerada para mostrarse a sí misma el producto de sus carísimas visitas al dentista. Sin embargo, los ojos que asomaban sobre la sonrisa exhibían una expresión escéptica.
    El señor Landon me dijo que si algún día llegaba a conocerla, le preguntara...
    Calla, déjalo correr.
    ...le preguntara cómo consiguió despistar a la enfermera...
    -Sólo que Scott no dijo “despistar” –señaló a su reflejo.
    ¡Cierra la boca, pequeña Lisey!
    ...cómo consiguió despistar a la enfermera en Nashville.
    -Scott dijo dalivar, ¿verdad?
    De nuevo percibió aquel sabor metálico en la boca, el sabor a monedas y pánico. Sí, Scott había dijo catapunear. Scott había dicho que el doctor Alberness le preguntara (si llegaba a conocerla) cómo había conseguido catapunear a la enfermera aquella vez en Nashville, sabedor de que Lisey captaría el mensaje a la primera.
    ¿Le estaba enviando mensajes? ¿Ya entonces?
    -Basta –susurró a su reflejo y salió del lavabo.
    Habría sido estupendo poder atrapar aquella voz en su interior, pero últimamente siempre parecía estar presente. Durante largo tiempo había permanecido callada, bien
    dormida o bien de acuerdo con la mente consciente de Lisey en que algunas cosas no se mencionaban y punto, ni siquiera entre las distintas versiones de una misma. Lo que la enfermera había dicho el día después de que dispararan a Scott, por ejemplo. O
    (calla calla de una vez)
    lo que había sucedido
    (¡calla!)
    en el invierno de 1996.
    (¡QUE TE CALLES!)
    Y milagro de los milagros, la voz calló..., pero Lisey intuyó que seguía observando y escuchando, y sintió miedo.


    6

    Lisey salió de lavabo justo a tiempo para ver a Darla colgar el teléfono público.
    -He llamado al motel que hay justo enfrente de Greenlawn –explicó-. Me ha parecido limpio, así que he reservado una habitación para esta noche. No tengo ganas de pegarme el tute de vuelta a Castle View, y de esta forma podré ir a ver a Amanda a primera hora de mañana.
    Miró a su hermana con una expresión aprensiva que a Lisey se le antojó bastante surrealista teniendo en cuenta la cantidad de años que se había pasado escuchando las arengas justicieras de Darla, por lo general pronunciadas en un tono estridente e implacable.
    -¿Te parece una tontería?
    -Me parece una idea genial –aseguró Lisey al tiempo que le oprimía la mano.
    La sonrisa aliviada de Darla le partió el corazón. Eso es lo que consigue el dinero, pensó. Te convierte en la más lista, en la jefa.
    -Vamos, Darl. Conduzco yo, ¿te parece bien?
    -Perfecto –convino Darla antes de salir con su hermana menor a la luz del atardecer.


    7

    El trayecto de regreso a Castle View fue tan lento como Lisey había temido; quedaron atascadas tras un camión sobrecargado de pulpa de papel, y en las curvas y pendientes no había espacio para adelantar. Lo único que Lisey pudo hacer fue mantener la suficiente distancia para que no se vieran obligadas a tragarse demasiado gas de escape de aquel trasto. Al menos, el viaje le dio tiempo para pensar en el día.
    Hablar con el doctor Alberness había sido como llegar a un partido de béisbol al final de la cuarta entrada, pero eso no era nada nuevo; jugar a ponerse al día había formado parte integrante de su vida junto a Scott. Recordaba el día en que se presentó en casa un camión de una tienda de muebles de Portland cargado con un sofá modular de dos mil dólares. Scott estaba en su estudio, trabajando con la música a todo trapo, como de costumbre (Lisey oía la lejana voz de Steve Earl cantando “Guitar Town” pese a la insonorización del estudio), e interrumpirlo le habría causado con toda probabilidad daños auditivos por valor de otros dos mil. Los tipos de la tienda dijeron que “el señor” les había asegurado que ella les indicaría dónde dejar el nuevo sofá. Ni corta ni perezosa, Lisey les pidió que llevaran el sofá actual, que por cierto se hallaba en perfecto estado, al granero, y colocaran el nuevo en su lugar. Al menos el color del
    mueble quedaba bien en la habitación, lo cual fue un alivio. Lisey sabía que ella y Scott no habían hablado de ningún sofá, ni modular ni de ninguna otra clase, al igual que sabía que Scott afirmaría..., oh, sí, con gran vehemencia, que sí habían hablado de ello. Estaba segura de que Scott se lo había comentado mentalmente, sólo que en ocasiones olvidaba verbalizar tales conversaciones. El olvido era una destreza que había refinado hasta la perfección.
    Tal vez su almuerzo con Hugh Alberness fuera otro ejemplo de ello. Cabía la posibilidad de que hubiera tenido intención de explicárselo a Lisey, y de habérselo preguntado seis meses o un año más tarde, lo más probable era que hubiera asegurado que sí se lo había contado. ¿Una comida con Alberness? Claro que sí, te lo conté aquella misma noche. Cuando lo que en realidad había hecho aquella misma noche era encerrarse en el estudio, poner el nuevo CD de Dylan y trabajar en un nuevo relato.
    O quizás aquella vez había sido diferente. Tal vez Scott no lo olvidó (como en tiempos había olvidado que tenían una cita, como había olvidado hablarle de su extremadamente puñetera infancia), sino que ocultó pistas para que ella las hallara después de una muerte que él ya había augurado, que preparó lo que él mismo habría denominado “estaciones de la dáliva”.
    En cualquier caso, no era la primera vez que Lisey tenía que ponerse al día en un abrir y cerrar de ojos, y consiguió llenar gran parte de los huecos por teléfono, mascullando “ajá”, “Oh, ¿en serio?” y “Vaya, lo había olvidado” en los momentos apropiados.
    Cuando Amanda intentó extirparse el ombligo en la primavera de 2001 para luego sumirse durante una semana en ese estado de letargo que su psiquiatra llamaba semicatatonia, la familia comentó la posibilidad de ingresarla en Greenlawn (u otra institución psiquiátrica) durante una cena familiar larga, emotiva y en ocasiones agria que Lisey recordaba con toda claridad. También recordaba que Scott permaneció inusualmente silencioso durante casi toda la conversación y que apenas si comió. Cuando la discusión comenzó a languidecer, intervino para decir que si nadie se oponía, reuniría algunos prospectos para que todos les echaran un vistazo.
    -Hablas como si se tratara de un crucero –espetó Cantata con bastante sarcasmo, en opinión de Lisey.
    Scott se había encogido de hombros, según recordó Lisey mientras pasaba tras el camión de pulpa de papel ante la señal acribillada a balazos que les daba la bienvenida al condado de Castle.
    El marido de Canty lanzó un bufido al ver el gesto de Scott. El hecho de que Scott hubiera ganado muchos millones con sus libros nunca había impedido a Richard considerarlo un simple soñador sensiblero, y cuando Rich expresaba una opinión, Canty Lawlor la secundaba sin ningún género de duda. A Lisey no se le ocurrió en ningún momento decirles que Scott sabía lo que se decía, pero ahora que pensaba en ello, recordó que tampoco ella había comido gran cosa aquel día.
    En cualquier caso, Scott llevó a casa una serie de prospectos y carpetas de Greenlawn; Lisey recordaba haberlos encontrado desparramados sobre el mostrador de la cocina. Uno de ellos, en el que se veía la fotografía de un gran edificio que se parecía bastante a Tara, de Lo que el viento se llevó, llevaba por título La enfermedad mental, su familia y usted. Sin embargo, no recordaba ninguna otra conversación sobre Greenlawn, ¿y por qué iba a recordarla? En cuanto Amanda salió del pozo, mejoró con rapidez. Y desde luego, Scott nunca mencionó su almuerzo con el doctor Alberness en octubre de 2001, varios meses después de que Amanda volviera a lo que para ella era la normalidad.
    Según el doctor Alberness (Lisey lo averiguó por teléfono en respuesta a sus “ajá”, “Oh, ¿en serio?” y “Vaya, lo había olvidado”), durante el famoso almuerzo, Scott le había comentado que estaba convencido de que Amanda Debusher se encaminaba hacia una ruptura más grave con la realidad, tal vez una ruptura permanente, y que después de leer los prospectos y visitar las instalaciones con el buen doctor, consideraba que Greenlawn sería el lugar ideal para ella llegado el caso. El hecho de que Scott obtuviera del doctor Alberness la promesa de reservar una plaza para su cuñada en caso de presentarse la necesidad, todo ello a cambio de un único almuerzo y cinco libros autografiados, no sorprendía a Lisey en absoluto, máxime después de haberse pasado muchos años presenciando el implacable efecto que la fama surtía en algunas personas.
    Alargó la mano hacia la radio del coche, deseosa de escuchar algo de música country a todo trapo (otro de los malos hábitos que Scott le había contagiado en los últimos años de su vida y que ella aún no había abandonado), pero al volverse hacia Darla comprobó que su hermana se había quedado dormida con la cabeza apoyada contra la ventanilla derecha. No era el mejor momento para Shooter Jennings o Big & Rich. Lisey apartó la mano de la radio con un suspiro.


    8

    El doctor Alberness tenía ganas de rememorar sin prisas su almuerzo con el gran Scott Landon, y Lisey se lo permitió de buena gana pese a los insistentes gestos de Darla, que en su mayoría significaban “¿No puedes hacer que abrevie”?
    Con toda probabilidad, Lisey podría haberlo hecho, pero consideraba que semejante actitud podía resultar perjudicial para su causa. Además, sentía curiosidad. De hecho, estaba hambrienta. ¿De qué? Pues de noticias de Scott. En cierto modo, escuchar al doctor Alberness fue como examinar los viejos recuerdos ocultos en la serpiente de libros. No sabía si todas las reminiscencias de Alberness constituían una de las “estaciones de la dáliva” de Scott, aunque sospechaba que no era así, pero sí sabía que despertaban en ella un dolor reseco pero intenso. ¿Era eso lo que quedaba del duelo después de dos años? ¿Esa tristeza dura y arenosa?
    En primer lugar, Scott había llamado a Alberness por teléfono. ¿Sabía de antemano que el médico era un admirador suyo de tres pares de narices y cojones, o esa circunstancia no era más que una coincidencia? Lisey no creía que se tratara de una coincidencia, pues le parecía un poco demasiado..., cómo decirlo..., rebuscado, pero si Scott sabía que Alberness era admirador suyo, ¿cómo lo había averiguado? No halló el modo de preguntárselo sin interrumpir el hilo de los recuerdos del médico, pero daba igual; probablemente carecía de importancia. En cualquier caso, el doctor Alberness se había sentido profundamente halagado al recibir la llamada de Scott (casi se había derretido, como suele decirse), y se había mostrado más que receptivo tanto a las explicaciones de Scott sobre su cuñada como a la propuesta de comer juntos. ¿Le importaba al señor Landon que llevara consigo algunas de sus novelas preferidas para que se las firmara? había preguntado el médico. Por supuesto que no, había asegurado Scott. Estaría encantado.
    Alberness llevó sus novelas predilectas, y Scott, el historial médico de Amanda. Lo cual suscitó otra pregunta a Lisey, que ahora se hallaba a apenas un kilómetro de la casita estilo Cape Cod de Amanda: ¿Cómo los había conseguido Scott? ¿Había engatusado a Amanda para que se los diera? ¿Había engatusado acaso a Jane Whitlow, la loquera de los collares de cuentas? Lisey sabía que era muy posible. La capacidad de persuasión de Scott no era universal, y Dashmiel, ese pollo frito sureño de mierda,
    constituía un buen ejemplo de ello, pero muchas personas eran susceptibles a él. Sin duda, Amanda formaba parte de ese grupo, aunque Lisey estaba convencida de que su hermana nunca había llegado a confiar por completo en Scott (Manda había leído todos sus libros, incluso Demonios vacíos..., tras lo cual, según confesaría más tarde, se pasó una semana entera durmiendo con la luz encendida.) En cuanto a Jane Whitlow, Lisey no tenía ni idea.
    Tal vez el modo en que Scott había obtenido el historial médico de Amanda fuera otro de los extremos sobre los que la curiosidad de Lisey jamás llegara a quedar satisfecha. Quizás tendría que conformarse con saber que los había conseguido, que el doctor Alberness los había examinado de buena gana y que había llegado a la misma conclusión que Scott, a saber que Amanda Debusher sufriría trastornos más graves en lo sucesivo. Y en algún momento dado (probablemente mucho antes de terminar el postre), Alberness había prometido a su escritor favorito que si se producía el temido desenlace, tendría una plaza reservada para la señora Debusher en Greenlawn.
    -Qué amable por su parte –lo elogió Lisey con calidez.
    Y ahora, cuando enfilaba el sendero de entrada de la casa de Amanda por segunda vez aquel día, se preguntó en qué momento de la conversación habría preguntado Alberness a Scott de dónde sacaba las ideas. ¿Había sido al principio o hacia el final? ¿En el primer plato o durante el café?
    -Despierta, Darla cariño –dijo mientras apagaba el motor-. Ya hemos llegado.
    Darla se irguió y miró la casa de Amanda.
    -Mierda –masculló.
    Lisey se echó a reír sin poder evitarlo.


    9

    Preparar el equipaje para Amanda resultó ser una tarea inesperadamente triste para ambas. Encontraron sus maletas en el cubículo de la segunda planta que hacía las veces de desván. Sólo había dos Samsonite gastadas, con sendas etiquetas de MIA procedentes del viaje que había realizado a Miami para visitar a Jodotha hacía... ¿Siete años?
    No, pensó Lisey, diez. Se las quedó mirando compungida y por fin sacó la más grande.
    -Tal vez deberíamos llevarle las dos –comentó Darla en tono incierto antes de enjugarse el rostro-. Uf, qué calor hace aquí arriba.
    -Llevémosle sólo la grande –decidió Lisey.
    Estuvo a punto de añadir que no creía que Amanda asistiera al Baile de los Catatónicos ese año, pero se contuvo. Un solo vistazo al rostro cansado y sudoroso de Darla le indicó que era el momento menos apropiado para intentar mostrarse ingeniosa.
    -Podemos llevarle ropa suficiente para una semana como mínimo. De todos modos, no se moverá mucho. ¿Recuerdas lo que ha dicho el médico?
    Darla asintió y volvió a enjugarse el sudor.
    -Que se pasaría casi todo el día en su habitación, al menos de momento.
    Bajo circunstancias normales, Greenlawn habría enviado un médico para que visitara a Amanda en su casa, pero gracias a Scott, Alberness fue directo al grano. Después de cerciorarse de que la doctora Whitlow ya no estaba y de que Amanda no podía o no quería caminar (y de que sufría incontinencia), prometió a Lisey que les mandaría una ambulancia de Greenlawn, un vehículo sin distintivo alguno, según subrayó. A los ojos de casi todo el mundo, parecía una furgoneta de reparto cualquiera.
    Lisey y Darla la siguieron hasta Greenlawn en el BMW de Lisey, ambas profundamente agradecidas... Darla al doctor Alberness, y Lisey a Scott. La espera mientras el doctor Alberness exploraba a Amanda, no obstante, se les antojó mucho más larga de los cuarenta minutos que duró, y el dictamen no fue nada halagüeño. En ese momento, la única parte de él en la que Lisey quería concentrarse era la que Darla acababa de mencionar, es decir que Amanda pasaría casi toda la primera semana en observación estricta, o sea en su habitación o en la terracita a la que daba su habitación si podían convencerla para que caminara hasta ella. Ni tan siquiera iría a la sala común Hay, situada al final del pasillo, a menos que mostrara una mejoría repentina y drástica.
    -Lo cual es improbable –señaló el doctor Alberness-. Puede suceder, pero no es habitual. Considero que lo mejor es decir siempre la verdad, señoras, y la verdad es que la señora Debusher tiene muchas probabilidades de permanecer aquí durante un período prolongado.
    -Además –agregó Lisey mientras inspeccionaba la más grande de las dos maletas-, quiero comprarle maletas nuevas. Éstas están hechas polvo.
    -Deja que se las compre yo –pidió Darla con voz cada vez más pastosa e insegura-. Haces tanto, Lisey. Pequeña Lisey...
    Tomó la mano de su hermana, se la llevó a los labios y la besó.
    Lisey quedó asombrada, casi estupefacta. Ella y Darla habían enterrado el hacha de guerra hacía tiempo, pero aquellas muestras de afecto no eran nada propias de su hermana mayor.
    -¿Seguro que quieres hacerlo, Darl?
    Darla asintió con vehemencia, se dispuso a decir algo, pero por fin calló y volvió a restregarse el rostro.
    -¿Estás bien?
    Darla empezó a asentir, pero de repente sacudió la cabeza.
    -Maletas nuevas, qué absurdo –espetó de pronto-. ¿Acaso crees que volverá a necesitar maletas alguna vez? Ya has oído al médico... No ha reaccionado a la prueba del chasquido, ni a la prueba del ruido ni a la prueba de la punción. Sé muy bien cómo llaman las enfermeras a estos pacientes. Los llaman vegetales, y me importa una mierda lo que el médico diga de tratamientos y fármacos milagrosos... ¡Si Amanda llega a recuperarse de ésta, será un milagro de los buenos!
    Como dice el refrán, pensó Lisey con una sonrisa..., aunque sólo sonrió en su fuero interno, donde no entrañaba peligro alguno sonreír. Condujo a su hermana exhausta y llorosa por el corto tramo de escalera que descendía desde el desván para alejarla del calor sofocante. Luego, en lugar de decirle que mientras hay vida hay esperanza, que debía acorazarse con una sonrisa, que siempre hay luz al final del túnel o cualquier otra chorrada recién salida del culo del perro, se limitó a abrazarla. Porque a veces un abrazo es la mejor opción. Era una de las cosas que había enseñado al hombre cuyo apellido había adoptado como propio, que a veces es mejor callar, a veces es mejor cerrar el pico de una vez y aferrarse al otro como si la vida te fuera en ello.


    10

    Lisey volvió a preguntar a Darla si quería que la acompañara de vuelta a Greenlawn, pero Darla declinó de nuevo el ofrecimiento. Tenía una vieja novela de Michael Noonan en cintas de audio, explicó, y aquella sería una buena ocasión para escucharla. Para entonces ya se había lavado la cara en el baño de Amanda, se había retocado el maquillaje y recogido el cabello. Tenía buen aspecto, y Lisey sabía por
    experiencia que cuando una mujer tiene buen aspecto suele ser porque se encuentra bien. Así pues, oprimió la mano de Darla, le pidió que condujera con cuidado y la siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Acto seguido recorrió la casa de Amanda a paso lento, primero el interior y luego el exterior, para cerciorarse de que todo quedaba cerrado. Ventanas, puertas, la trampilla del sótano, el garaje... Dejó dos de las ventanas del garaje abiertas un resquicio para evitar que se acumulara el calor. Eso era algo que Scott le había enseñado a ella, algo que él había aprendido a su vez de su padre, el temible Chispas Landon..., además de aprender a leer (a la temprana edad de dos años), sumar en la pequeña pizarra que se guardaba junto al fogón de la cocina, saltar del banco del recibidor gritando “¡Jerónimo!”... y todo lo relativo a las dálivas sangrientas, por supuesto.
    -Estaciones de la dáliva..., como estaciones de la cruz, supongo.
    Lo dice y se echa a reír. Es una risa nerviosa, insegura. La risa de un niño al escuchar un chiste verde.
    -Sí, exacto –murmuró Lisey.
    Se estremeció pese al calor del atardecer. Resultaba inquietante el modo en que aquellos viejos recuerdos se empeñaban en salir a la superficie en presente. Era como si el pasado no hubiera muerto, como si en algún nivel de la gran torre del tiempo, todo siguiera ocurriendo.
    Peligrosa forma de pensar. Pensar así te va a causar muy mal rollo.
    -No lo dudo –replicó Lisey en voz alta antes de lanzar también ella una carcajada nerviosa.
    Se dirigió hacia el coche con el llavero de Amanda (sorprendentemente pesado, por cierto, pese a que la casa de Lisey era mucho más grande) colgado del dedo índice de la mano derecha. Tenía la sensación de que ya estaba metida en un gran mal rollo. El ingreso de Amanda en el loquero no era más que el comienzo. También estaba “Zack McCool” y el detestable incunk, el profesor Woodbody. Los acontecimientos del día habían apartado a aquellos dos personajes de su mente, pero eso no significaba que hubieran dejado de existir. Estaba demasiado cansada y desanimada para ocuparse de Woodbody esa noche, demasiado cansda y desanimada incluso para intentar localizar su guarida..., pero se dijo que más le valía hacerlo, aunque sólo fuera porque su amigo telefónico “Zack” daba la impresión de poder llegar a ser peligroso.
    Subió al coche, guardó las llaves de hermana grande conejito Manda en la guantera y dio marcha atrás por el sendero de entrada. Mientras lo hacía, el sol poniente arrancó una refulgente red de destellos a algo situado a su espalda y hacia el techo. Con un sobresalto, Lisey pisó el freno, miró por encima del hombro... y vio la pala de plata. PRIMERA PIEDRA, BIBLIOTECA SHIPMAN. Alargó la mano, tocó el mango de madera y sintió que se calmaba un tanto. Comprobó la carretera en ambos sentidos, vio que no había tráfico y emprendió el regreso a casa. La señora Jones estaba sentada ante su puerta y la saludó con la mano. Lisey le devolvió el saludo, luego deslizó de nuevo la mano entre los asientos del BMW para tocar otra vez el mango de la pala.


    11

    Si era sincera consigo misma, pensó al empezar el breve trayecto de vuelta a casa, debía reconocer que la asustaban más aquellos recuerdos recurrentes, la sensación de que estaban sucediendo otra vez, en el ahora, que por lo que podía o no haber sucedido en la cama justo antes del amanecer. Podía desechar ese episodio (bueno..., casi) como la ensoñación de una mente medio dormida y angustiada. Pero llevaba siglos
    sin pensar en Gerd Allen Cole, y si le preguntaban el nombre del padre de Scott o dónde trabajaba, habría respondido que sinceramente no lo recordaba.
    -U.S. Gypsum –dijo en voz alta-. Sólo que Chispas lo llamaba U.S. Gyppum... Cállate, ahora mismo. Basta. Déjalo ya –añadió en un gruñido ronco y fiero.
    Pero ¿podía dejarlo? He ahí la cuestión. Y era una cuestión importante, porque su difunto marido no era el único que había aparcado ciertos recuerdos dolorosos y aterradores. También ella había colgado una especie de cortina mental entre LISEY AHORA y ¡LISEY! ¡LOS PRIMEROS AÑOS!, y siempre había considerado que era una cortina resistente, pero ahora ya no estaba tan segura. Desde luego, tenía agujeros, y si mirabas a través de ellos, corrías el riesgo de ver cosas en la bruma violeta del otro lado que quizás no quisieras ver. Más valía no mirar, al igual que más valía no mirarse al espejo una vez oscurecía, a menos que todas las luces estuvieran encendidas, o comer
    (comida nocturna)
    una naranja o un cuenco de fresas después de ponerse el sol. Algunos recuerdos no estaban mal, pero otros eran peligrosos. Era mejor vivir en el presente, porque si te enganchabas al recuerdo equivocado, podías...
    -¿Podías qué? –se preguntó a sí misma Lisey con voz enojada y temblorosa-. No quiero saberlo –se contestó de inmediato.
    Del sol poniente surgió un PT Cruiser en sentido contrario, y el conductor la saludó con la mano. Lisey le devolvió el saludo, aunque no creía tener ningún conocido que tuviera un PT Cruiser. Daba igual, ahí en medio de las quimbambas, siempre devolvías los saludos, pura cortesía rural. En cualquier caso, Lisey tenía la cabeza en otra parte. La cuestión era que no podía permitirse el lujo de rechazar todos sus recuerdos sólo porque hubiera algunas cosas
    (Scott en la mecedora, los ojos abiertos de par en par mientras el viento aullaba fuera, una galerna de órdago procedente de Yellowknife)
    que no se sentía capaz de afrontar. Y no todos ellos se perdían en la bruma violeta; algunos estaban bien guardados en su propia serpiente mental de libros, demasiado a mano. El tema de las dálivas, por ejemplo. Scott la había puesto una vez al corriente de las dálivas, ¿verdad?
    -Sí –asintió Lisey al tiempo que bajaba el visor para protegerse del sol poniente-. En New Hampshire. Un mes antes de casarnos. Pero no recuerdo exactamente dónde.
    Se llama The Antlers.
    Vale, muy bien, y qué. The Antlers. Y Scott lo había denominado su luna de miel anticipada o algo parecido…
    Luna de miel de carga frontal. La llama luna de miel de carga frontal. Dice “Vamos, cariño, haz las maletas y ponte las pilas.”
    -Y cuando cariño preguntó adónde vamos... –murmuró.
    ... y cuando Lisey pregunta adónde van, él dice “Lo sabremos cuando lleguemos.” Y así es. Para entonces el cielo está blanco, y la radio anuncia nieve, por increíble que parezca con los árboles aún cubiertos de hojas casi del todo verdes...
    Fueron allí para celebrar la publicación de la edición de bolsillo de Demonios vacíos, el espantoso y aterrador libro que colocó a Scott Landon por primera vez en la lista de los más vendidos y los hizo ricos. Resultaron ser los únicos clientes. Y se produjo una intempestiva nevada pese a que sólo estaban a principios de otoño. El sábado se pusieron botas de nieve y enfilaron una pista forestal y se sentaron al pie de
    (el árbol ñam-ñam)
    un árbol, un árbol especial, y Scott encendió un cigarrillo y anunció que tenía que decirle algo, algo muy fuerte, y que si eso la hacía decidir no casarse con él lo sentiría mucho..., bueno, más bien que se le rompería el puñetero corazón, pero que...
    Lisey dio un volantazo hacia la cuneta de la carretera 17 y se detuvo, levantando una gran polvareda tras de sí. La luz diurna aún era intensa, pero sus matices empezaban a cambiar, adquiriendo la sedosa y extravagante cualidad onírica que es patrimonio exclusivo de los atardeceres de junio en Nueva Inglaterra, el fulgor estival que los adultos nacidos al norte de Massachussets recuerdan a la perfección de su infancia.
    No quiero recordar The Antlers ni ese fin de semana. No quiero volver a la nieve que nos pareció tan mágica, ni al árbol ñam-ñam, donde nos comimos los bocadillos y nos bebimos el vino, ni a la cama que compartimos aquella noche, ni a las historias que me contó sobre bancos, dálivas y padres desquiciados. Tengo miedo de que todo lo que puedo alcanzar me conduzca a aquello que no me atrevo a ver. Basta, por favor.
    En un momento dado, Lisey se dio cuenta de que lo estaba repitiendo en voz baja una y otra vez.
    -Basta, basta, basta.
    Pero estaba en una cacería de dálivas, y quizás era demasiado tarde para decir basta. Según la cosa que estaba con ella en la cama aquella mañana, ya había encontrado las tres primeras estaciones. Unas cuantas más y podría reclamar el premio. ¡A veces es una chocolatina! ¡A veces una bebida, una Coca Cola o una Pepsi! ¡Siempre una tarjeta que dice ¡DÁLIVA! ¡FIN!
    Te he dejado una dáliva, había dicho la cosa ataviada con el camisón de Amanda..., y ahora que estaba a punto de ponerse el sol, de nuevo le costaba creer que aquella cosa hubiera sido Amanda. O sólo Amanda.
    Tendrás una dáliva sangrienta.
    -Pero primero una dáliva buena –musitó Lisey-. Unas cuantas estaciones más y tendré el premio. Una copa. Querría un whiskey doble, por favor –Lanzó una carcajada enloquecida-. Pero si las estaciones se pierden en la bruma violeta, ¿cómo demonios puede ser una dáliva buena? No quiero ir detrás de la bruma violeta.
    ¿Eran sus recuerdos estaciones de la dáliva? En tal caso, podía contar tres muy vívidos en las últimas veinticuatro horas: dejar al loco fuera de combate, arrodillarse junto a Scott sobre el asfalto ardiente, y verlo surgir de la oscuridad con la mano ensangrentada y extendida hacia ella como si se tratara de una ofrenda..., lo cual era precisamente su intención.
    Es una dáliva, Lisey. Y no una dáliva cualquiera, sino una dáliva sangrienta.
    Tendido sobre el asfalto, Scott le había dicho que su chaval larguirucho, el del inmenso costado moteado, estaba muy cerca. No lo veo, pero lo oigo comer, había afirmado.
    -¡No quiero seguir pensando en estas cosas! –se oyó casi gritar.
    Pero su voz parecía proceder de una distancia estremecedora, del otro extremo de un abismo insalvable. De repente, el mundo real se le antojaba quebradizo como una fina capa de hielo. O un espejo en el que uno no osaba mirarse más que uno o dos segundos.
    Podría llamarlo para que viniera. Y vendría.
    Sentada al volante de su BMW, Lisey recordó que su marido pidió hielo y que el hielo llegó, un auténtico milagro. Se llevó las manos al rostro. Las mentiras improvisadas siempre habían sido el punto fuerte de Scott, no de Lisey, pero cuando el doctor Alberness le preguntó por la enfermera de Nashville, Lisey se las ingenió para inventar que Scott había contenido el aliento y abierto los ojos, es decir, que se había hecho el muerto, y Alberness se echó a reír como si fuera lo más gracioso que había oído en su vida. Aquella reacción hizo que Lisey no envidiara precisamente a los subordinados del médico, pero al menos consiguió sacarla de Greenlawn y llevarla hasta
    allí, hasta la cuneta de una carretera rural, acosada por los recuerdos, que ladraban, gruñían y mordisqueaban la cortina violeta..., la odiosa y a un tiempo valiosa cortina violeta.
    -Estoy perdida –suspiró al tiempo que dejaba caer las manos y lanzaba una risita débil-. Estoy perdida en lo más profundo y tenebroso de este puñetero bosque.
    No, creo que lo más profundo y tenebroso del bosque aún está por llegar, donde los árboles son más frondosos y despiden un olor dulzón, donde el pasado aún está sucediendo. Siempre está sucediendo. ¿Recuerdas que aquel día lo seguiste? ¿Que lo seguiste por aquella extraña nieve de octubre hasta el interior del bosque?
    Por supuesto que lo recordaba. Scott se apartó del sendero, y ella lo siguió, intentando encajar las botas de nieve en las pisadas de su desconcertante prometido. Y esto se parecía bastante a aquel día, ¿verdad? Sólo que si pretendía hacerlo, primero necesitaba otra cosa. Otro fragmento del pasado.
    Lisey puso primera, comprobó por el retrovisor que no venían coches, dio media vuelta y regresó a toda velocidad por donde había venido.


    12

    Naresh Patel, el propietario del supermercado del mismo nombre, llevaba la tienda en persona cuando Lisey entró en ella justo después de las cinco de la tarde de aquel larguísimo jueves. Estaba sentado tras la caja registradora en una silla de jardín, comiendo estofado de curry mientras Shania Twain hacía piruetas en el canal de música country sintonizado en el televisor. Su camiseta proclamaba I (corazón) Dark Shore Lake.
    -Un paquete de Salem Light, por favor –le pidió Lisey-. Pensándolo bien, mejor dos.
    El señor Patel había trabajado de tendero, primero como empleado en el colmado que su padre tenía en Nueva Jersey y luego como propietario de su supermercado, durante casi cuarenta años, por lo que sabía que no debía hacer comentario alguno cuando un supuesto abstemio empezaba a comprar alcohol o un supuesto no fumador empezaba a comprar tabaco. Se limitó a localizar el veneno de aquella señora en los bien surtidos estantes, lo dejó sobre el mostrador, comentó que hacía un día espléndido y fingió no reparar en el asombro de la señora Landon al enterarse del precio de los cigarrillos. Su reacción tan sólo indicaba el largo tiempo transcurrido entre el abandono y la reanudación del hábito. Al menos aquella podía permitirse el veneno; el señor Patel tenía clientes que negaban el pan a sus hijos para comprarse tabaco.
    -Gracias –dijo Lisey.
    -De nada, señora. No dude en volver a visitarnos –repuso el señor Patel antes de acomodarse de nuevo en su silla para ver a Darryl Wotley cantando “Awful, Beautiful Life”, uno de sus temas preferidos.


    13

    Lisey había aparcado junto a la tienda para no obstaculizar ninguno de los surtidores de gasolina (había catorce, dispuestos en siete isletas inmaculadas), y cuando volvió a sentarse al volante del coche, encendió el motor para poder bajar la ventanilla. La radio XM instalada bajo el salpicadero (cómo le habrían gustado a Scott todas
    aquellas emisoras musicales) se puso en marcha al mismo tiempo, aunque a poco volumen. Estaba sintonizada en la emisora de música de los cincuenta, y a Lisey no le extrañó escuchar “Sh-Boom”. Sin embargo, no era el tema original de The Chords, sino una versión grabada por un cuarteto que Scott siempre insistía en llamar Los Cuatro Chicos Blancos. Salvo cuando estaba borracho, ocasiones en que los llamaba Los Cuatro Capullos Repeinados.
    Abrió uno de los paquetes de tabaco y se deslizó un Salem Light entre los labios por primera vez en... ¿Cuándo había sido la última vez? ¿Cinco años atrás? ¿Siete?* Cuando el encendedor del BMW emitió su chasquido, Lisey lo aplicó a la punta del cigarrillo y aspiró una cautelosa calada de humo mentolado. De inmediato se puso a toser con ojos llorosos. Intentó fumar otra calada. Ésta fue un poco mejor, pero la cabeza empezó a darle vueltas. Una tercera calada. Nada de tos en esta ocasión, tan sólo la sensación de que estaba a punto de perder el conocimiento. Si se desplomaba sobre el volante, el claxon empezaría a sonar, y el señor Patel saldría corriendo para ver qué ocurría. Quizás llegaríaa tiempo para impedir que se quemara como una idiota... ¿Esa clase de muerte se llamaba inmolación o defenestración? Scott lo habría sabido, al igual que sabía quién tocaba la versión negra de “Sh-Boom”, The Chords, y quién era el dueño de la sala de billares en La última película, Sam el León.
    Pero Scott, The Chords y Sam el León ya no estaban.
    Extinguió el cigarrillo en el hasta entonces inmaculado cenicero. Tampoco recordaba el nombre del motel de Nashville, al que había regresado cuando por fin dejó el hospital (“Sí, regresaste como un borracho a su vino y un perro a su vómito”, oyó canturrear a su Scott mental), tan sólo recordaba que el recepcionista le había dado una de las destartaladas habitaciones traseras cuya única vista era una alta valla de madera. Le pareció que tras ella se habían congregado todos los perros de Nashville, ladrando, ladrando, ladrando sin cesar, haciendo que el lejano Pluto pareciera mudo en comparación. Lisey se había tumbado en una de las camas individuales, sabedora de que no lograría conciliar el sueño, de que cada vez que empezara a dormitar vería al rubio desplazando el cañón de su pistola amariconada hacia el corazón de Scott, de que oiría al rubio decir Tengo que acabar con todo este campaneo por las fresias, y de que eso la despabilaría por completo una y otra vez. Pero al final sí se había dormido, había conseguido dormir lo suficiente para sobrellevar a duras penas el día siguiente, tres horas, tal vez cuatro, ¿y cómo había logrado semejante proeza? Pues con ayuda de la pala de plata. La había dejado en el suelo junto a la cama para poder extender la mano y tocarla cada vez que empezaba a pensar que había llegado tarde, que había sido demasiado lenta. O que Scott empeoraría durante la noche. Y ésa era otra cosa en la que no había vuelto a pensar desde entonces. Lisey alargó la mano hacia el asiento trasero y tocó la pala. Se encendió otro Salem Light con la mano libre y se obligó a recordar el momento en que fue a verlo a la mañana siguiente, la subida a la tercera planta, donde se encontraba la UCI, en el calor ya abrasador de la mañana, porque en los dos ascensores para pacientes de aquella parte del hospital había sendos rótulos de FUERA DE SERVICIO. Recordó lo que había sucedido cuando se acercaba a su habitación. Una tontería, en realidad, una de esas


    14

    Es una de esas situaciones absurdas en las que sin proponértelo le das un susto de muerte a alguien. Lisey recorre el pasillo desde la escalera situada en un extremo del ala, y la enfermera sale de la habitación 319 con una bandeja en las manos, mirando por
    encima del hombro y con el ceño fruncido hacia la habitación que acaba de abandonar. Lisey saluda a la enfermera (que sin duda no pasa de los veintitrés años y parece aún más joven) para advertirla de su presencia. Es un saludo suave, un saludo clásico de la pequeña Lisey, sin lugar a dudas, pero la enfemera profiere un grito estridente y deja caer la bandeja. Tanto el plato como la taza de café sobreviven, pues a fin de cuentas son viejos lobos de cafetería de hospital, pero el vaso se hace añicos, vertiendo zumo de naranja sobre el linóleo y los zapatos blancos hasta ahora impecables de la enfemera. La joven se queda mirando a Lisey con expresión de ciervo paralizado por los faros de un coche, parece por un instante a punto de girar sobre sus talones y salir huyendo, luego se domina y pronuncia la frase de rigor:
    -Vaya, lo siento, me ha asustado.
    Acto seguido se agacha de modo que el dobladillo del uniforme le cubre las rodillas enfundadas en medias blancas modelo Nancy Enfermera, y devuelve el plato y la taza a la bandeja. Hecho esto y con movimientos rápidos y cuidadosos a un tiempo, procede a recoger los fragmentos de vidrio. Lisey se agacha junto a ella para ayudarla.
    -No tiene por qué molestarse, señora –protesta la enfermera con un fuerte deje sureño-. Ha sido culpa mía. No me he fijado por dónde iba.
    -No se preocupe –responde Lisey.
    Consigue recoger algunos de los fragmentos antes que la joven enfemera y los deposita sobre la bandeja antes de enjugar el zumo vertido con la servilleta.
    -Es la bandeja del desayuno de mi marido, así que me sentiría culpable si no la ayudara a recoger.
    La enfermera le lanza una mirada peculiar, parecida a la clásica ¿Está casada con ÉL? a la que Lisey está más o menos acostumbrada, pero no del todo igual, luego vuelve a clavar la vista en el suelo y empieza a buscar vidrios que pueda haber pasado por alto.
    -Ha comido, ¿verdad? –pregunta Lisey con una sonrisa.
    -Sí, señora. Ha comido muy bien, teniendo en cuenta lo que ha pasado. Media taza de café, que es cuanto le permiten, un huevo revuelto, un poco de compota de manzana y una tarrina de gelatina. El zumo no se lo ha terminado..., como puede comprobar –La enfermera se incorpora con la bandeja-. Iré a buscar un paño al control de enfemería para secar el suelo.
    En este momento, la joven enfemera vacila y por fin lanza una risita nerviosa.
    -A su marido se le da bien la magia, ¿verdad?
    Sin que venga a cuento, Lisey piensa: PPCCN, Ponte las pilas cuando lo consideres necesario. Pero se limita a sonreír.
    -Tiene un buen repertorio de trucos, desde luego. ¿Cuál le ha hecho?
    ¿Y en algún rincón de su mente recuerda la noche de la primera dáliva, el momento en que fue medio dormida al baño del piso de Cleaver Mills, diciendo Scott, date prisa, mientras camina, porque sin duda debe de estar allí, porque no está en la cama?
    -He entrado a ver cómo estaba –explica la enfermera- y juraría que la cama estaba vacía. El soporte del suero seguía allí con las bolsas colgadas, pero... pensé que se habría arrancado la aguja para ir al baño. Los pacientes hacen toda clase de cosas raras cuando están sedados...
    Lisey asiente con la esperanza de que en su rostro siga pintándose la misma sonrisa expectante, ésa que dice Ya me conozco la historia, pero aún no me he cansado de oírla.
    -Así que entré en el baño, pero también estaba vacío. Y entonces, cuando me giré...
    -Ahí estaba mi marido –termina Lisey por ella en voz baja y sin perder la sonrisa-. Abracadabra, tachán.
    Y dáliva, fin, piensa.
    -Sí, ¿cómo lo sabe?
    -Bueno –responde Lisey, aún sonriendo-, Scott tiene la facultad de confundirse con su entorno, como un camaleón.
    Aquella frase debería parecer del todo absurda, la mentira de una persona carente de imaginación, pero no es así. Porque no es una mentira. Muy a menudo, Lisey pierde de vista a Scott en los supermercados y los grandes almacenes (lugares en los que, por la razón que sea, nadie lo reconoce), y en cierta ocasión pasó casi media hora buscándolo en la Biblioteca de la Universidad de Maine antes de encontrarlo por fin en la hemeroteca, donde ya había mirado dos veces. Cuando lo regañó por hacerla esperar y obligarla a buscarlo en un lugar en el que ni siquiera podía alzar la voz para llamarlo, Scott se encogió de hombros y aseguró que había estado todo el rato en la hemeroteca, hojeando las nuevas revistas de poesía. Y lo curioso era que Lisey no creía que exagerara y mucho menos aún que mintiera. De algún modo lo había... pasado por alto.
    El rostro de la enfemera se ilumina.
    -Eso es exactamente lo que ha dicho Scott, que se confunde con su entorno –explica; de repente se ruboriza-. Nos dijo que lo llamáramos Scott, casi nos lo exigió. Espero que no le importe, señora Landon.
    En los labios de esta joven enfemera sureña, “señora” suena “señooora”, pero su acento no la crispa como el de Dashmiel.
    -Por supuesto que no. Se lo dice a todas las chicas, sobre todo a las guapas.
    La enfermera sonríe y se ruboriza aún más.
    -Dice que me vio pasar y mirarlo. Y me dijo algo como “Siempre he sido un hombre blanco muy blanco, pero con toda la sangre que he perdido, ahora debo de encabezar la lista de los cuarenta principales.
    Lisey lanza una carcajada cortés al tiempo que el estómago le da un vuelco.
    -Y claro, con las sábanas blancas y el pijama blanco que lleva...
    La joven enfermera empieza a hablar más despacio. Quiere creer lo que dice, y a Lisey no le cabe duda de que se lo creía mientras Scott hablaba con ella y la miraba con aquellos relucientes ojos color avellana, pero ahora comienza a percibir la esencia absurda que acecha justo debajo de sus palabras.
    Así que Lisey acude en su ayuda.
    -Además, tiene el talento de quedarse tan quieto... –asegura.
    En realidad, Scott es el hombre más inquieto que conoce. Incluso cuando lee se pasa el rato removiéndose en el sillón, mordiéndose las uñas (un hábito que abandonó durante un tiempo después de su sermón, pero que no tardó en recuperar), rascándose los brazos como un drogadicto ansioso por un pico, a veces incluso haciendo ejercicios de bíceps con las mancuernas que siempre guarda bajo su butaca predilecta. Sólo lo ha visto quieto cuando duerme a pierna suelta y cuando escribe de un modo excepcionalmente fructífero. Pero la enfermera todavía la mira escéptica, de modo que sigue inventando en un tono de voz alegre que le suena espantosamente falso.
    -A veces tengo la impresión de que es un mueble. He pasado a su lado sin verlo muchísimas veces –le roza la mano-. Estoy segura de que eso es lo que le ha pasado a usted, querida.
    No está segura en absoluto, pero la enfermera le dedica una sonrisa agradecida, y el tema de la ausencia de Scott queda aparcado. O para ser más exactos, lo pasamos, como una piedrecilla de la vesícula.
    -Hoy está mucho mejor –anuncia la enfemera-. El doctor Wendlestadt ha pasado a verlo en la primera ronda y ha quedado impresionado.
    Lisey está convencida de ello. Y le dice a la enfermera lo que Scott le dijo a ella hace ya tantos años en el piso de Cleaver Mills. Entonces creyó que no era más que una frase hecha, pero ahora cree en ello a pies juntillas. Oh, sí, a pies juntillas.
    -Los Landon se recuperan a toda pastilla –recita antes de entrar en la habitación de su esposo.


    15

    Está tendido en la cama con los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia un lado, un hombre muy blanco en una cama muy blanca, de eso no cabe la menor duda, pero resulta imposible no reparar en la cabellera oscura que le llega hasta los hombros. La silla en la que se sentó anoche está donde la dejó, y Lisey vuelve a ocupar su lugar junto a la cama. Saca el libro, Salvajes, de Shirley Conran, y está retirando la tapeta del sobre de cerillas que hace las veces de punto cuando siente la mirada de Scott clavada en ella y levanta la cabeza.
    -¿Cómo estás, amor mío? –le pregunta.
    Scott guarda silencio durante largo rato. Su respiración sigue siendo sibilante, pero no es el silbido estridente que emitía cuando estaba tendido sobre el asfalto del aparcamiento, suplicando que le llevaran hielo. En efecto, está mejor, piensa Lisey. En un momento dado, con cierto esfuerzo, Scott desplaza la mano para cubrir la de su mujer. Se la oprime. Sus labios (que parecen terriblemente resecos, tendrá que comprarle un lápiz de cacao) se abren en una sonrisa.
    -Lisey –musita-. Pequeña Lisey.
    Vuelve a dormirse con la mano aún sobre la de su esposa, a quien le parece perfecto. Puede volver las páginas del libro con una sola mano.


    16

    Lisey se removió como si acabara de despertar de una siesta, miró por la ventanilla del BMW y descubrió que la sombra de su coche se había alargado de forma considerable sobre el limpio asfalto oscuro del señor Patel. En su cenicero no había una colilla ni dos, sino tres. Miró por el parabrisas y vio un rostro observándola desde una de las pequeñas ventanas situadas en la parte posterior del supermercado, donde sin duda se encontraba el almacén. El rostro desapareció antes de que Lisey pudiera distinguir si se trataba de la esposa del señor Patel o de una de sus dos hijas adolescentes, pero sí tuvo tiempo de discernir su expresión, una expresión de curiosidad o preocupación. Sea como fuere, había llegado el momento de irse. Lisey dio marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento, contenta de haber apagado los cigarrillos en el cenicero del coche en lugar de arrojarlos al casi sobrecogedoramente limpio asfalto, y de nuevo puso rumbo a casa.
    Recordar aquel día en el hospital y lo que dijo la enfermera ha sido otra estación de la dáliva.
    ¿Sí? Sí.
    Había algo en la cama con ella aquella mañana, y de momento seguiría creyendo que había sido Scott. Por alguna razón la había enviado a una cacería de dálivas, como las cacerías que su hermano mayor, Paul, le organizaba cuando eran un par de niños
    infelices creciendo en el campo de Pensilvania. Sólo que en lugar de pequeños acertijos que la guiaran de una estación a la siguiente, Scott la estaba guiando...
    -Me estás guiando hacia el pasado –murmuró-. Pero ¿por qué? ¿Por qué, si ahí es donde está el mal rollo?
    Estás en una buena dáliva. Llega detrás de la cortina violeta.
    -Scott, no quiero ir más allá de la cortina violeta –protestó ella cuando se acercaba a la casa-. No quiero ir más allá de la bruma violeta, puñeta.
    Pero me parece que no tengo elección.
    Si eso era cierto, y si la siguiente estación de la dáliva significaba revivir el fin de semana en The Antlers, la luna de miel de carga frontal, entonces Lisey quería la caja de cedro de la buena de ma. Era lo único que le quedaba de su madre ahora que las
    (africanas)
    colchas afganas ya no estaban, y Lisey suponía que era su versión más modesta del rincón de los recuerdos de Scott. Era el lugar donde guardaba toda clase de recuerdos de
    (¡SCOTT Y LISEY! ¡LOS PRIMEROS AÑOS!)
    la primera década de su matrimonio. Fotos, postales, servilletas, cajas de cerillas, cartas de restaurantes, posavasos y chorradas similares. ¿Durante cuánto tiempo había coleccionado aquellas cosas? ¿Diez años? No, no tanto. Seis a lo sumo. Probablemente menos. Después de Demonios vacíos, los cambios habían sido numerosos y rápidos, no sólo el experimento de Alemania, sino todo. Su vida matrimonial se había convertido en una suerte de tiovivo enloquecido como el que salía al final de Extraños en un tren, de Alfred Hitchcock. Dejó de coleccionar cosas como servilletas y cajas de cerillas porque había demasiados vestíbulos y demasiados restaurantes en demasiados hoteles. Al cabo de poco tiempo dejó de guardarlo todo. Y la caja de cedro de la buena de ma, que despedía una fragancia tan dulce cuando la abrías, ¿dónde estaría? En algún lugar de la casa, de eso estaba segura, y estaba resuelta a dar con ella.
    Quizás resulte ser la próxima estación de la dáliva, pensó, y en aquel momento divisó el buzón ante ella. La puertecilla estaba abierta, y había un fajo de cartas atado a ella con un elástico. Impulsada por la curiosidad, Lisey detuvo el coche junto al buzón. Cuando Scott vivía, al llegar a casa encontraba el buzón lleno a menudo, pero en los últimos tiempos solía recibir poca correspondencia, y con frecuencia se trataba de cartas destinadas al OCUPANTE o los SEÑORES PROPIETARIOS de la casa. El fajo de hoy también parecía bastante flaco: cuatro sobres y una postal. El señor Simpson, el cartero, debía de haber embutido un paquete en el buzón, aunque cuando hacía buen tiempo solía sujetarlos con un elástico a la robusta bandera metálica. Lisey echó un vistazo a las cartas (facturas, publicidad y una postal de Cantata) y luego deslizó la mano en el buzón. Sus dedos rozaron algo suave, peludo y mojado. Profirió un grito de sorpresa, retiró la mano a toda prisa, vio sangre en los dedos y volvió a gritar, esta vez de horror. En el primer momento se convenció de que algo la había mordido, de que algo se había encaramado al poste de cedro del buzón para embutirse en el buzón. Quizás una rata o tal vez algo peor, algo rabioso, como un pájaro carpintero o una cría de mapache.
    Se limpió la mano en la blusa, respirando en jadeos audibles que no eran exactamente gemidos, y por fin levantó la mano a regañadientes para verificar el número de cortes y su profundidad. Por un instante, su convicción de que algo la había mordido fue tan intensa que casi le pareció ver las marcas. Pero luego pestañeó con fuerza, y la realidad se impuso. Había manchas de sangre, pero ningún corte, ninguna dentellada. Había algo en su buzón, sin lugar a dudas, una repugnante sorpresa peluda, pero dicha sorpresa ya no podía morder.
    Lisey abrió la guantera, y el segundo paquete de cigarrillos cayó fuera. Rebuscó hasta dar con la pequeña linterna desechable que había trasladado allí desde la guantera de su anterior coche, un Lexus que había tenido durante cuatro años. Un buen coche, el Lexus. Lisey sólo se lo había cambiado porque le recordaba demasiado a Scott, que siempre lo llamaba el Lexus Sexy de Lisey. Resultaba sorprendente cuánto podían llegar a doler las insignificancias cuando moría un ser querido. Hablando de la puñetera princesa y el guisante... Ahora sólo esperaba que le quedara pila a la linterna.
    Así era. El haz brillaba con fuerza y estabilidad. Lisey se volvió, respiró hondo y alumbró el interior del buzón. Era vagamente consciente de que había apretado los labios con tal fuerza que le dolían. Al principio sólo distinguió una forma oscura y un fulgor verdoso, como el destello que la luz arranca a una superficie de mármol. Y algo mojado en la superficie de metal ondulado del suelo del buzón. Suponía que era la sangre que le había manchado los dedos. Se desplazó hacia la izquierda hasta apoyar el costado contra la portezuela del conductor y así poder adentrar la linterna un poco más en el buzón. De repente, la forma oscura tenía pelaje, orejas y una nariz que con toda probabillidad sería rosada a la luz del día. Los ojos resultaban inconfundibles. Aún opacos por la muerte, su forma resultaba inequívoca. Había un gato muerto en su buzón.
    Lisey se echó a reír. La suya no era una rosa del todo normal, pero tampoco del todo histérica. De hecho, no estaba desprovista de cierto humor. No necesitaba a Scott para saber que encontrarse un gato muerto en el buzón era tan, tan Atracción fatal que daba asco. Aquella no era una película sueca subtitulada, y Lisey la había visto dos veces. Lo gracioso era que Lisey no tenía gato.
    Dejó que la risa siguiera su curso, luego se encendió un Salem Light y enfiló el sendero de acceso.
    VI. Lisey y el profesor (Esto es lo que pasa)


    1

    Lisey ya no sentía miedo, y el breve episodio de regocijo había dado paso a la furia pura y dura. Dejó el BMW aparcado delante de las puertas cerradas del granero y se dirigió con paso rígido hacia la casa, preguntándose si hallaría la misiva de su nuevo amigo en la puerta de la cocina o en la principal. En ningún momento dudó de que habría una misiva y estaba en lo cierto. La nota estaba en la puerta trasera, un sobre blanco alargado que sobresalía entre la puerta mosquitera y la jamba. Con el cigarrillo encallado entre los dientes delanteros, Lisey abrió el sobre y desdobló la única hoja que contenía. El mensaje estaba mecanografiado.

    Señora: Siento hacer esto porque me encantan los animales, pero mejor su gato que usted. No quiero hacerle daño. No quiero, pero tiene que llamar al 412-298-8188 y decirle a “El Hombre” que va a donat esos papeles de los que hablamos a la biblioteca de la escuela a través de Él. No queremos que el asunto se retrase más, señora, así que llámele antes de las 8 de esta noche i él se pondrá en contacto comigo. Acanemos con esto sin que nadie salfa erido salvo su pobre Mascota, que me da MUCHA PENA.
    Su amiho,
    Zack
    PD.: No estoy nada enfadado porque me dijera que me fuera a tomar por el c... Sé que estaba tastornada.
    Z

    Lisey se quedó mirando la Z, el último mensaje de “Zack McCool”, y pensó en el Zorro cabalgando en plena noche con la capa ondeando a su espalda. Le lloraban los ojos. En el primer momento creyó que se debía al llanto, pero en seguida comprendió que era por el hunmo. El cigarrillo que tenía entre los dientes se había consumido hasta el filtro. Lo escupió a los ladrillos que pavimentaban el sendero y lo aplastó con furia. Luego alzó la mirada hacia la alta valla de madera que delimitaba todo el jardín trasero..., aunque sólo por motivos estéticos de simetría, ya que sólo tenían vecinos en la cara sur, a la izquierda de Lisey tal como estaba situada junto a la puerta de la cocina con la enfurecedora y mal escrita nota de “Zack McCool”, su puñetero ultimátum. Al otro lado de la valla vivían los Galloway, y los Galloway tenían media docena de gatos, lo que la gente solía llamar “gatos de granero” por aquellos lares. A veces merodeaban por el jardín de los Landon, sobre todo cuando no había nadie en casa. A Lisey no le cabía la menor duda de que el gato del buzón era uno de los gatos de granero de los Gallowaya, al igual que no le cabía la menor duda de que era Zack quien conducía el PT Cruiser con el que se había cruzado poco después de marcharse de casa de Amanda. El señor PT Cruiser se dirigía hacia el este tras surgir prácticamente del sol poniente, de modo que Lisey no había podido verlo bien. Y el muy cabrón incluso había tenido la desfachatez de saludarla. Qué tal, señora, le he dejado una cosita en el buzón. Y ella le había devuelto el saludo, porque eso es lo que una hacía en el campo.
    -Cabrón –masculló.
    Estaba tan furiosa que ni siquiera sabía a quién iba dirigido el insulto, si a Zack o al incunk chiflado que había contratado a Zack para que la acojonara. Pero puesto que Zack había sido lo bastante considerado para proporcionarle el número de Woodbody (Lisey había reconocido al instante el prefijo de Pittsburgo), sí sabía de quién quería
    ocuparse primero y descubrió que se moría de ganas de hacerlo. Pero antes de ocuparse de ese asunto tenía que encargarse de una tarea doméstica bastante desagradable.
    Lisey se guardó la nota de “Zack McCool” en el bolsillo posterior, rozando el Cuadernillo de las Obsesiones de Amanda sin siquiera darse cuenta, y sacó las llaves de casa. Seguía demasiado furiosa para darse cuenta de gran cosa, inclusive la posibilidad de que la nota contuviera huellas del emisor. Tampoco estaba pensando en llamar a la oficina del sheriff, si bien era una de las cosas que había tenido intención de hacer antes de llegar a casa. La furia había reducido todo pensamiento coherente a algo muy parecido al haz de la pequeña linterna que había utilizado para alumbra el interior del buzón, y en ese momento ello equivalía a dos cosas: ocuparse del gato y luego llamar a Woodbody para decirle que se ocupara de “Zack McCool”. Que se lo quitara de encima. Porque de lo contrario...


    2

    De la alacena bajo el fregadero sacó dos cubos, algunos paños limpios, un par de guantes de goma viejos y una bolsa de basura que se embutió en el bolsillo trasero de los vaqueros. Vertió un poco de detergente en uno de los cubos y lo llenó de agua aliente, utilizando la función de ducha del grifo de la cocina para generar más espuma. Luego salió al jardín, deteniéndose tan sólo para coger unas pinzas de lo que Scott había llamado el Cajón de los Trastos de la cocina, los trastos grandes que sólo utilizaba en las raras ocasiones en que decidía hacer una barbacoa. Se oyó a sí misma cantar una y otra vez el estribillo de “Jambalaya” mientras realizaba esas pequeñas y desagradables tareas: “Por las barbas de profeta, lo pasaremos de miedo en el bayou.”
    De miedo, sin duda.
    Una vez fuera llenó el segundo cubo con agua fría de la manguera y recorrió el sendero de entrada con un cubo en cada mano, los paños echados sobre el hombro, las largas pinzas sobresaliendo de uno de los bolsillos traseros y la bolsa de basura embutida en el otro. Al llegar junto al buzón dejó los cubos en el suelo y frunció la nariz. ¿Podía ser que oliera a sangre o sólo eran imaginaciones suyas? Escudriñó el interior del buzón. Apenas veía nada, porque tenía la luz en contra. Tendría que haber traído la linterna, pensó, pero no tenía intención alguna de ir a buscarla ahora que se había puesto las pilas y estaba lista para la acción.
    Lisey metió las pinzas en el buzón y no se detuvo hasta dar con algo que no era blando pero tampoco del todo duro. Las abrió cuanto pudo, luego las cerró y tiró. Al principio no sucedió nada, pero al poco el gato, en realidad poco más que una sensación de peso en el brazo, empezó a salir a regañadientes.
    En un momento dado, las pinzas resbalaron y soltaron su presa. Lisey las retiró. Vio sangre y algunos pelos grises en los extremos espatulados, que Scott siempre había llamado los “agarradores”. Recordaba haberle dicho que “agarradores” debía de ser un pez que había encontrado muerto en la superficie de su precioso lago. Aquello había hecho reír a Scott.
    Lisey se inclinó para escudriñar de nuevo el interior del buzón. El gato había recorrido medio camino y ahora se veía con claridad. Era de un indefinido color humo, uno de los gatos de granero de los Galloway, sin lugar a dudas. Cerró las pinzas dos veces, como gesto de la suerte, y estaba a punto de introducirlas de nuevo cuando oyó un coche aproximarse por el este. Se volvió con el pulso acelerado. No es que creyera que fuera Zack que regresaba en su pequeño PT Cruiser, sino que lo sabía. Pararía el
    coche y le preguntaría si necesitaba ayuuuda. Diría ayuuuda. Señooora, diría, ¿necesita ayuuuda? Pero era un todoterreno, y lo conducía una mujer.
    Te estás poniendo paranoica, pequeña Lisey.
    Probablemente. Y dadas las circunstancias, estaba en su derecho.
    Acaba de una vez. Has salido para hacerlo, así que hazlo.
    Volvió a introducir las pinzas, prestando más atención esta vez, y al abrir los agarradores y posicionarlos alrededor de una de las patas cada vez más rígidas del malogrado gato de granero, pensó en Dick Powell en una de esas viejas películas en blanco y negro, trinchando un pavo y preguntando “¿Quién quiere muslo?” Y sí, percibía el olor de la sangre del animal. Tuvo una arcada, bajó la cabeza y escupió entre las zapatillas deportivas.
    Acaba de una vez.
    Lisey cerró los agarradores (no estaba mal la palabra una vez te acostumbrabas a ella) y tiró de nuevo. Con la otra mano abrió la bolsa de basura, y el gato cayó en ella de cabeza. Retorció la boca de la bolsa e hizo un nudo, porque la tonta de la pequeña Lisey había olvidado traer una cinta amarilla para cerrarla. Luego hizo de tripas corazón y procedió a limpiar la sangre y el pelo del buzón.


    3


    En cuanto terminó de limpiar el buzón, Lisey se dirigió de nuevo hacia la casa cargada con los cubos a la luz dorada del atardecer. Sólo había desayunado café y un cuenco de gachas, y el almuerzo había consistido en apenas una cucharada de atún con mayonesa sobre un par de hojas de lechuga. A pesar del gato muerto, estaba desfallecida. Decidió aplazar la llamada a Woodbody hasta después de haberse metido algo entre pecho y espalda. La idea de llamar al sheriff o cualquier ser humano vestido de uniforme azul, para el caso, todavía no había retornado a su mente.
    Se lavó las manos durante tres minutos con agua muy caliente, hasta cerciorarse de que no le quedaba ni rastro de sangre bajo las uñas. Luego sacó del frigorífico el tupperware con los restos del pastel de hamburguesa, los vertió en un plato y metió éste en el microondas. Mientras esperaba la campanilla de aviso, sacó una Pepsi de la nevera. Recordaba haber pensado que no se comería los restos del pastel de hamburguesa una vez satisfechas las ansias de comer aquella porquería; ya podía añadir aquel pensamiento a la larguísima lista de Cosas Respecto a Las que La Pequeña Lisey estaba Equivocada, pero ¿y qué? Ya ves, como le gustaba decir a Cantata de adolescente.
    -Nunca he pretendido ser el cerebro de la familia –señaló Lisey a la cocina vacía, y en aquel momento sonó la campanilla del microondas, como si quisiera secundar sus palabras.
    El mejunje recalentado casi quemaba demasiado para comerlo, pero Lisey lo engulló de todos modos, refrescándose la boca con enormes tragos burbujeantes de Pepsi. Mientras masticaba el último bocado recordó el susurro del pelaje del gato contra la pared de hojalata del buzón y la extraña sensación que había experimentado cuando el cuerpo del animal empezó a salir a regañadientes. Debió de embutirlo a la fuerza, pensó, y de nuevo acudió a su mente Dick Powell, Dick Powell en blanco y negro, esta vez diciendo: “¿Quién quiere un poco de relleno?”
    Se levantó para correr hacia el fregadero con tal rapidez que volcó la silla. Estaba convencida de que vomitaría hasta el último bocado, de que trallaría, echaría las
    papas, potaría hasta la primera papilla. Se inclinó sobre el fregadero con los ojos cerrados, la boca abierta y el vientre encogido y espasmódico. Tras un tenso intervalo de cinco segundos, emitió un eructo monstruoso que vibró como un enjambre de grillos. Permaneció inmóvil unos instantes más para asegurarse de que eso era todo. Una vez convencida, se enjuagó la boca, escupió y se sacó la nota de “Zack McCool” del bolsillo de los vaqueros. Había llegado el momento de llamar a Joseph Woodbody.


    4

    Esperaba que el número correspondiera a su despacho de la universidad, porque a fin de cuentas, quién iba a darle a un chiflado como su nuevo amigo Zack el teléfono particular, y estaba preparada para dejar un mensaje provocador de tres pares de narices y cojones en el contestador de Woodbody. Sin embargo, al segundo timbrazo contestó una voz femenina bastante agradable y tal vez lubricada a causa de esa ineludible primera copa de antes de la cena. La voz le indicó que estaba llamando a la residencia de los Woodbody y a continuación preguntó quién llamaba. Por segunda vez en un solo día, Lisey se presentó como señora de Scott Landon.
    -Querría hablar con el profesor Woodbody –pidió con voz afable.
    -¿De qué se trata, por favor?
    -De los papeles de mi difunto esposo –repuso Lisey mientras daba vueltas al paquete abierto de Salem Light que estaba sobre la mesilla de café ante ella.
    Se dio cuenta de que una vez más tenía tabaco, pero no fuego. Quizás fuera una señal para que abandonara el hábito antes de que sus pequeñas garras amarillas se le clavaran de nuevo en el tronco encefálico. Estuvo a punto de añadir “Estoy segura de que querrá hablar conmigo”, pero finalmente decidió no molestarse; sin duda su mujer ya lo sabía.
    -Un momento, por favor.
    Lisey esperó. No había pensado lo que diría, en atención a otra de las Reglas de Landon, según la cual sólo debía planearse lo que se iba a decir en el caso de una disensión leve. Cuando estabas realmente furioso, cuando tenías ganas de arrancarle los ojos a alguien, como suele decirse, por lo general era mejor dejar que la cosa fluyera sola.
    Así pues, se quedó sentada, procurando dejar la mente en blanco y sin dejar de darle vueltas al paquete de cigarrillos. Una y otra vez.
    -Hola, señora Landon, qué sorpresa tan agradable –dijo por fin una suave voz masculina que le pareció recordar.
    PPCCN, pensó Lisey. PPCCN, cariño.
    -No –replicó-, no va a ser una sorpresa nada agradable, se lo aseguro.
    Un instante de silencio.
    -¿Cómo dice? –preguntó la voz en tono cauteloso-. ¿Es usted Lisa Landon? ¿La señora de Scott L...?
    -Escúcheme bien, hijo de puta. Un hombre me está acosando. Creo que es peligroso. Ayer amenazó con hacerme daño.
    -Señora Landon...
    -En sitios donde no me dejaba tocar por los chicos en los bailes del instituto, según lo expresó, si no recuerdo mal. Y hoy...
    -Señora Landon, no...
    -Hoy me ha dejado un gato muerto en el buzón y una nota en la puerta, y en la nota había un número de teléfono, este número de teléfono, así que no me diga que no sabe de qué le estoy hablando, porque sí lo sabe.
    Al pronunciar la última palabra, Lisey golpeó el paquete de cigarrillos con el canto de la mano como si de una pluma de badminton se tratara. El paquete salió volando hasta el otro extremo de la estancia, escupiendo cigarrillos durante el trayecto. Lisey respiraba muy deprisa y con la boca abierta. No quería que Woodbody la oyera y tomara su furia por miedo.
    Woodbody no respondió. Lisey le dio tiempo.
    -¿Sigue ahí? Más le vale –espetó al ver que el hombre guardaba silencio.
    Al oír de nuevo la voz, supo que era el mismo hombre quien hablaba, pero el tono suave y culto había desaparecido para dar paso a la voz de un hombre que parecía más joven y más viejo a un tiempo.
    -Voy a ponerla en espera para coger el teléfono del estudio, señora Landon –anunció.
    -Para que su mujer no lo oiga, querrá decir.
    -Espere un momento, por favor.
    -No tarde, Woodbodrio, porque de lo contrario...
    Un chasquido seguido de silencio. Lisey deseó haber llamado por el inalámbrico de la cocina; tenía ganas de caminar, tal vez de coger un cigarrillo y encenderlo en un quemador de la cocina. Pero quizás era lo mejor; de esto modo no podía ventilar ni un ápice de su furia. De este modo tenía que seguir con las pilas puestas hasta electrocutarse.
    Transcurrieron diez segundos. Veinte. Treinta. Estaba a punto de colgar cuando se oyó otro chasquido, y a continuación oyó de nuevo al Rey de los Incunks, hablándole con su nueva voz de joven viejo, teñida de una suerte de temblor espasmódico. Son los latidos de su corazón, pensó Lisey. Lo pensó ella, pero bien podría habérselo dicho Scott. El corazón le late tan deprisa que puedo oírlo. ¿Quería asustarlo? Pues en efecto, lo he asustado. ¿Y cómo es que eso me asusta a mí?
    Sí, de repente estaba asustada. El miedo era como un hilo amarillo que se entretejía en medio de la manta roja que era su furia.
    -Señora Landon, ¿se trata de un hombre llamado Dooley? James o Jim Dooley? ¿Un tipo alto, flaco con un poco de acento rural? ¿Como de Virginia...?
    -No sé cómo se llama. Por teléfono me dijo que se llamaba Zack McCool, y ése es el nombre con el que firmó la...
    -Mierda –masculló Woobody.
    Aunque tal como lo dijo sonó a “mieeeeeerda”, casi como una especie de cántico, al que siguió un sonido que quizás fuera un gruñido. Un segundo hilo amarillo se unió al primero en la mente de Lisey.
    -¿Qué? –preguntó con brusquedad.
    -Es él –repuso Woodbody-. Tiene que ser él. La dirección de correo electrónico que me dio era Zack991.
    -Usted le dijo que me intimidara para que le entregara los papeles inéditos de Scott, ¿verdad? Ése era el trato.
    -Señora Landon, usted no lo entiende...
    -Creo que sí. Me he tropezado con gente bastante chiflada después de la muerte de Scott, y los académicos les dan mil vueltas a los coleccionistas, pero usted hace que los demás académicos parezcan normales, Woodbodrio. Probablemente por eso consiguió disimular al principio. Los chalados de verdad tienen que ser capaces de disimular; es una herramienta fundamental para su supervivencia.
    -Señora Landon, si me permitiera explicarle...
    -Un hombre me está amenazando y usted es el responsable, así que no hace falta que me explique nada. Quiero que me escuche con mucha atención. Dígale que me deje en paz. Aún no lo he denunciado a las autoridades, pero en realidad creo que el hecho de que la policía sepa su nombre es la menor de sus preocupaciones. Si recibo una sola llamada, una sola nota o un solo animal muerto más de este fan del espacio exterior, iré a los periódicos –De repente le vino la inspiración-. Empezaré por los de Pittsburgo. Estarán encantados. PROFESOR CHIFLADO AMENAZA A LA VIUDA DE FAMOSO ESCRITOR. Cuando ese titular aparezca en primera plana, las preguntas de la policía de Maine serán una insignificancia en comparación. Adiós a la cátedra...
    A Lisey le pareció que el discursito había quedado bien, y lo cierto era que apartó esos hilos amarillos de temor, al menos por el momento. Por desgracia, las siguientes palabras de Woodbody los hicieron aflorar de nuevo, más brillantes que antes.
    -Usted no lo entiende, señora Landon. No puedo hacerlo.


    5

    Durante unos instantes, Lisey estuvo demasiada estupefacta para hablar.
    -¿Cómo que no puede? –logró articular por fin.
    -Ya lo he intentado.
    -¡Tiene su correo electrónico! Zack999 o lo que sea...
    -Zack991 arroba Sail punto com... Como si fuera 000, porque no funciona. Funcionó las dos primeras veces que la utilicé, pero desde entonces los correos electrónicos me son devueltos con el mensaje IMPOSIBLE ENTREGAR MENSAJE.
    Empezó a balbucear algo acerca de que podía volver a intentarlo, pero Lisey apenas le prestaba atención. Estaba repasando mentalmente su conversación con Zack McCool... o Jim Dooley, si ése era su verdadero nombre. Había dicho que si Woodbody no lo llamaba por teléfono...
    -¿Tiene usted una dirección electrónica especial? –lo interrumpió a media frase-. Ese tipo dijo que usted le enviaría un mensaje de correo electrónico especial para avisarlo cuando tuviera lo que quería. ¿Dónde está? ¿En su despacho de la universidad? ¿En un cibercafé?
    -¡No! –casi aulló Woodbody-. Escúcheme... Por supuesto que tengo una dirección de correo electrónico en la universidad, pero no se la di a Dooley. ¡Habría sido una locura! Tengo dos alumnos de posgrado que acceden con regularidad a mi correo, por no hablar de la secretaria del Departamento de Literatura Inglesa.
    -¿Y en casa?
    -Sí, le di mi dirección particular, pero nunca la ha utilizado.
    -¿Y qué me dice del número de teléfono que Dooley le dio?
    Se produjo un silencio en el otro extremo de la línea, y cuando Woodbody habló de nuevo, en su voz se advertía una perplejidad sincera que asustó aún más a Lisey. Miró por el ventanal del salón y vio que el cielo del noreste se estaba tiñendo de color lavanda. Pronto caería la noche, y tenía la sensación de que sería una noche muy larga.
    -¿Qué número de teléfono? –farfulló Woodbody-. No me dio ningún número de teléfono, sólo una dirección de correo electrónico que funcionó dos veces y luego ya no. Así que o bien le mintió o bien estaba fantaseando.
    -¿Cuál de las dos opciones le parece más probable?
    -No lo sé –repuso Woodbody casi en un susurro.
    Lisey concluyó que aquella respuesta era la estrategia cobarde de Woodbody para no reconocer lo que realmente creía, es decir, que Dooley estaba loco.
    -Espere un momento.
    Lisey se dispuso a dejar el auricular en el sofá, pero de repente se lo pensó mejor.
    -Más le vale seguir al teléfono cuando vuelva, profesor.
    No le hizo falta echar mano de los quemadores de la cocina, porque había un montón de largas cerillas decorativas para encender el fuego en una escupidera de latón colocada junto a los utensilios para la chimenea. Recogió un Salem Light del suelo y frotó una cerilla contra la piedra de la chimenea. Decidió utilizar uno de los jarrones de cerámica como cenicero tras sacar las flores que contenía y pensar (no por primera vez) que el tabaco era uno de los hábitos más repugnantes del mundo. Luego regresó al sofá, se sentó y cogió de nuevo el auricular.
    -Cuénteme qué ocurre.
    -Señora Landon, mi esposa y yo íbamos a salir...
    -Pues ya no –lo atajó Lisey-. Empiece por el principio.


    6

    Por supuesto, todo había empezado con los incunks, esos adoradores paganos de textos originales y manuscritos inéditos, y el profesor Joseph Woodbody, que era su rey, por lo que a Lisey respectaba. A saber cuántos artículos había publicado acerca de la obra de Scott Landon o cuántos de ellos estarían acumulando polvo en la serpiente de libros sobre el granero. Tampoco le importaba hasta qué punto atormentaría al profesor Woodbody pensar en las obras inéditas que también podían estar acumulando polvo en el estudio de Scott. Lo que importaba era que, en un momento dado, Woodbody adquirió la costumbre de hacer una parada dos o tres tardes por semana al salir de la universidad, siempre en el mismo bar, un lugar llamado El Lugar. Había numerosos bares típicamente universitarios en las inmediaciones del campus de la Universidad de Pittsburgo, algunos de ellos antros cutres, otros locales más finoles donde iban a tomar copas los profesores y los estudiantes de posgrado, establecimientos con plantas en las repisas de las ventanas y Bright Eyes en lugar de My Chemical Romance en la máquina de discos. El Lugar era un bar de trabajadores situado a kilómetro y medio del campus, y el tema más roquero de la máquina de discos era un dúo de Travis Tritt y John Mellencamp. Woodbody le explicó que le gustaba ir allí porque estaba muy tranquilo las tardes entre semana, y también porque el ambiente le recordaba a su padre, que había trabajado en un taller de laminación de la U.S. Steel (A Lisey le importaba una puñetera mierda el padre de Woodbody). Fue en ese bar donde conoció al hombre que se hacía llamar Jim Dooley. Dooley también era de los que iba allí de copas por las tardes, un tipo de hablar moderado que solía vestir camisas de cambray azul y la clase de pantalones de trabajo con vuelta que siempre había llevado el padre de Woodbody. Woodbody lo describió como un hombre de poco más de metro ochenta, desgarbado y algo encorvado, de cabello oscuro y ralo que a menudo le caía sobre la frente. Creía que tenía los ojos azules, pero no estaba seguro pese a que habían tomado copas juntos durante seis semanas, hasta convertirse en lo que Woodbody denominó “más o menos colegas”. No se habían contado mutuamente la vida, pero sí retazos de ella, como suelen hacer los hombres en los bares. Por su parte, Woodbody afirmaba haber contado la verdad. Ahora tenía razones para dudar de que Dooley hubiera hecho lo propio. Sí, era posible que Dooley se había trasladado a Pittsburgo desde Virginia Occidental doce o
    catorce años antes, y con toda probabilidad había trabajado en una serie de empleos de baja cualificación e igual sueldo desde entonces. Sí, era posible que hubiera pasado algún tiempo en la cárcel; su actitud apuntaba a ello, porque siempre parecía mirar por el espejo del bar cuando alargaba la mano hacia la cerveza y mirar por encima del hombro al menos una vez de camino al lavabo. Y sí, también cabía la posibilidad de que la cicatriz que tenía justo encima de la muñeca derecha se debiera a una breve pero ensañada pelea en la lavandería de la cárcel. O no. También podía ser que se hubiera caído del triciclo cuando era pequeño. Lo único que Woodbody sabía con certeza era que Dooley había leído todos los libros de Scott Landon y era capaz de comentarlos de forma inteligente. Y escuchó con aire comprensivo las quejas de Woodbody acerca de la intransigente viuda Landon, apoltronada sobre un valioso tesoro intelectual de manuscritos inéditos de su marido, entre ellos una novela entera, según contaban los rumores. Aunque lo cierto era que hablar de “aire comprensivo” era un eufemismo, porque en realidad Dooley se fue indignando por momentos.
    Según Woodbody, fue Dooley quien empezó a llamarla Yoko.
    Woodbody calificó sus encuentros en El Lugar de “ocasionales, aunque casi regulares”. Lisey analizó sintácticamente aquella frase y concluyó que significaba que Woodbody y Dooley se habían reunido para sus bacanales anti Yoko Landon cuatro y a veces incluso más tardes por semana, y que cuando Woodbody hablaba de “una o dos cervezas”, lo más probable era que se refiriera a una o dos jarras. Así pues, ahí estaban aquellos Óscar y Félix intelecuales, la extraña pareja, poniéndose ciegos casi cada tarde, al principio hablando de lo geniales que eran los libros de Scott y luego avanzando de forma totalmente natural hacia lo mezquina y cabrona que se había vuelto su viuda.
    Según Woodbody, fue Dooley quien desvió sus conversaciones en aquella dirección. Lisey, que sabía cómo se ponía Woodbody cuando se le negaba algo que quería, no creía que le hubiera costado demasiado.
    Y en un momento dado, Dooley aseguró a Woodbody que podía convencer a la viuda para que cambiara de actitud respecto a los manuscritos inéditos. A fin de cuentas, no podía costar tanto hacerla entrar en razón si lo más probable era que los papeles del escritor acabaran de todos modos en la biblioteca de la universidad con el resto de la Colección Landon. Dooley afirmó que se le daba bien hacer cambiar a la gente de opinión. El Rey de los Incunks (lanzando a su nuevo amigo una mirada de astucia ebria, Lisey estaba segura de ello) preguntó a Dooley cuánto querría cobrar por semejante servicio. Dooley respondió que no pretendía obtener beneficio alguno. A fin de cuentas, se trataba de un servicio a la humanidad, de arrebatar un gran tesoro a una mujer demasiado estúpida para entender lo que tenía en sus manos, como una gallina incubando un puñado de huevos. Bueno, sí, admitió Woodbody, pero quien consiguiera tal hazaña bien merecía una recompensa. Dooley consideró el asunto y repuso que anotaría sus gastos. Luego, cuando se reunieran para la transferencia de los documentos a Woodbody, podían hablar del pago. Dicho aquello, Dooley tendió la mano a su nuevo amigo por encima de la barra, como si acabaran de cerrar un trato sensato. Woodbody se la estrechó lleno de gozo y desprecio a un tiempo. Según contó a Lisey, había pensado mucho en Dooley durante las cinco o siete semanas transcurridas desde que lo conociera. Algunos días pensaba que era un auténtico chalado, un erudito carcelario autodidacta cuyas escalofriantes historias de atracos, peleas y apuñalamientos con mangos de cucharas eran del todo ciertas. Otros días (y el día en que le estrechó la mano se hallaba entre ellos) estaba convencido de que Jim Dooley no era más que un charlatán y que el delito más peligroso que había cometido en su vida había consistido en robar unos cuantos litros de disolvente en el Wal-Mart de Monroeville durante los seis meses que había trabajado allí en 2004. Así pues, para Woodbody no era más que
    una broma de borrachos, sobre todo cuando Dooley vino a decirle que conseguiría los papeles de Lisey en nombre del Arte. Cuando menos, eso fue lo que el Rey de los Incunks contó a Lisey esa tarde de junio, pero por supuesto, era el mismo Rey de los Incunks que se había sentado medio borracho en un bar con un tipo al que apenas conocía, un “delincuente peligroso” confeso, para llamarla Yoko y coincidir en que Scott debía de habese quedado con ella por una sola cosa, porque de lo contrario, ¿para qué narices habría seguido a su lado? Woodbody afirmó que, por lo que a él respectaba, todo aquello no fue más que una broma de dos tipos desvariando en un bar. Era verdad que los susodichos intercambiaron sus direcciones de correo electrónico, pero en los tiempos que corrían, todo el mundo tenía correo electrónico, ¿a que sí? El Rey de los Incunks sólo vio a su leal súbdito una vez más después del día del apretón de manos, dos tardes después, para ser exactos. En aquella ocasión, Dooley tomó una sola cerveza y explicó a Woodbody que se estaba “entrenando”. Después de aquella cerveza se bajó del taburete, aduciendo que “había quedado con un tío”. También le dijo a Woodbody que probablemente se verían al día siguiente, a la semana siguiente como máximo. Pero Woodbody no volvió a ver a Jim Dooley. Al cabo de un par de semanas dejó de buscarlo. Y la dirección Zack991 dejó de funcionar. En cierto modo, pensó el profesor, perder la pista de Jim Dooley fue algo bueno. En aquel período había bebido demasiado, y además había algo definitivamente raro en Dooley (Un poco tarde para darse cuenta de eso, ¿no?, pensó Lisey con amargura.) El consumo de alcohol de Woodbody regresó a su nivel previo de una o dos cervezas por semana, y sin detenerse a pensar en ello, empezó a frecuentar otro bar situado a un par de manzanas del primero. No fue hasta más tarde (cuando se me despejó la mente, según lo expresó) que comprendió que de forma insconciente se había distanciado del último lugar en que había visto a Dooley, de que de hecho se había arrepentido de todo el asunto. Si es que era algo más que una fantasía, otro castillo en el aire marca Jim Dooley que Joe Woodbody había ayudado a amueblar tomando unas copas durante las lúgubres semanas del terrible invierno de Pittsburgo. Y se había convencido de que, en efecto, no era más que una fantasía, concluyó con la seriedad de un abogado cuyo cliente se enfrentaba a la inyección letal si él la cagaba. Había llegado a la conclusión de que casi todas las historias que Jim Dooley le había contado sobre fechorías y supervivencia en la cárcel de Brushy Mountain eran puras invenciones, y que su idea de convencer a la señora Landon para que donara los documentos de su difunto esposo también lo era. El trato que habían cerrado no era más que un juego de niños.
    -En tal caso, dígame una cosa –dijo Lisey-. Si Dooley hubiera aparecido con un montón de obras de Scott, ¿eso le habría impedido a usted aceptarlas?
    -No lo sé.
    Era una respuesta sincera, pensó Lisey, de modo que le preguntó algo más.
    -¿Sabe lo que ha hecho? ¿Sabe lo que ha desencadenado?
    Esta vez, el profesor Woodbody guardó silencio, un silencio que Lisey también considero sincero. Lo más sincero que el hombre podía llegar a ser, quizás.


    7

    -¿Fue usted quien le dio el número al que me llamó? –preguntó al profesor tras meditar unos instantes-. ¿También tengo que darle las gracias por eso?
    -¡No, de ningún modo! No le di ningún número, se lo prometo.
    Lisey le creyó.
    -Quiero que haga algo por mí, profesor –anunció-. Si Dooley vuelve a ponerse en contacto con usted, tal vez sólo para decirle que está sobre la pista del tesoro y que todo va sobre ruedas, usted le dirá que ya no hay trato, que se acabó.
    -Lo haré –prometió el hombre con un entusiasmo casi abyecto-. Le aseguro que...
    Lo interrumpió una voz femenina, la voz de su mujer, sin lugar a dudas, que le preguntó algo. Se oyó un crujido susurrante cuando el profesor cubrió el auricular con la mano.
    A Lisey no le importó la interrupción; estaba ocupada recapitulando su situación y maldiciendo el resultado. Dooley le había dicho que la forma de librarse del problema era entregar a Woodbody los papeles y manuscritos inéditos de Scott. En tal caso, el profesor llamaría al loco, le diría que todo iba bien, y asunto zanjado. Sólo que el antiguo Rey de los Incunks afirmaba no tener ya modo de ponerse en contacto con Dooley, y Lisey le creía. ¿Era un desliz por parte de Dooley? ¿Un error de cálculo en su plan? No lo creía. Lo que creía era que Dooley tal vez tuviera la vaga intención de presentarse en el despacho de Woodbody (o su castillo suburbano) con los papeles de Scott..., pero antes planeaba aterrorizarla y luego hacerle daño en sitios donde nunca se dejaba tocar por los chicos en los bailes del instituto. ¿Y por qué iba a hacer eso después de tomarse tantas molestias en asegurar tanto al profesor como a ella que existía un sistema infalible de evitar que sucedieran cosas malas si Lisey cooperaba?
    Tal vez porque necesita darse a sí mismo permiso.
    Eso sonaba plausible. Y más tarde, cuando ella estuviera muerta, quizás, o tan grotescamente mutilada que desearía estar muerta, la conciencia de Jim Dooley podría asegurarse a sí misma que la culpable de todo era Lisey. Le di todas las oportunidades del mundo, pensaría su amigo “Zack”. La única responsable fue ella, por emperrarse en ser Yoko hasta el final.
    Vale. De acuerdo. Si Zack aparecía, se limitaría a entregarle las llaves del granero y del estudio, y a decirle que se llevara lo que le viniera en gana. Le diré que se ponga las botas, que se ponga ciego.
    Pero ante aquel pensamiento, los labios de Lisey se estrecharon en una sonrisa amarga que tal vez sólo sus hermanas y su difunto marido, que la denominaba La Cara de Tornado de Lisey, habrían reconocido.
    -Y una porra, puñeta –masculló entre dientes.
    Miró a su alrededor en busca de la pala de plata. No estaba allí. La había dejado en el coche. Si la quería, más le valía salir a buscarla antes de que oscure...
    -¿Señora Landon? –Era el profesor, que hablaba con voz más angustiada que nunca; Lisey se había olvidado por completo de él-. ¿Sigue ahí?
    -Sí –asintió ella-. Esto es lo que pasa.
    -¿Cómo dice?
    -Sabe muy bien a qué me refiero. Todas esas cosas que quería a toda costa, que consideraba suyas por derecho... Pues esto es lo que pasa. ¿Cómo se siente? Y no olvidemos todas las preguntas a las que tendrá que responder cuando cuelgue, por supuesto.
    -Señora Landon, yo no...
    -Si lo llama la policía, quiero que les cuente todo lo que me ha dicho a mí. Lo cual significa que más le vale contestar primero a las preguntas de su mujer, ¿no le parece?
    -Señora Landon, por favor... –siseó Woodbody, ahora presa del pánico.
    -Es usted quien se ha metido en esto. Usted y su amigo Dooley.
    -¡Deje de llamarlo mi amigo!
    La Cara de Tornado de Lisey se intensificó hasta que sus labios dejaron al descubierto la parte superior de los dientes. Al mismo tiempo, sus ojos se entornaron hasta quedar reducidos a dos destellos azules. Era una expresión fiera, un clásico Debusher.
    -¡Pero si lo es! –gritó-. Fue usted quien se sentó a tomar copas con él y le contó sus penas. Fue usted quien se rió cuando él me llamó Yoko Landon. Fue usted quien lo azuzó para que fuera a por mí aun sin pedírselo explícitamente, y ahora resulta que el tipo está como una cabra y usted no puede quitárselo de encima. Así que no lo dude, profesor, voy a llamar al sheriff, le voy a dar su nombre y cualquier cosa que los ayude a encontrar a su amigo, porque no ha terminado, usted lo sabe y yo también, porque su amigo no quiere que haya terminado, se lo está pasando en grande, puñeta, y esto es lo que pasa. ¡Usted se metio en esto, así que ahora le toca apechugar! ¿Está claro? ¿Está claro?
    No obtuvo respuesta, pero oyó el sonido gorgoteante de su respiración y supo que el antiguo Rey de los Incunks intentaba contener el llanto. Lisey colgó, recogió otro pitillo del suelo y lo encendió. Luego alargó de nuevo la mano hacia el teléfono, pero en el último instante meneó la cabeza. Llamaría al sheriff un poco más tarde; primero quería ir a buscar la pala de plata al BMW, y quería hacerlo ya, antes de que la luz natural se extinguiera por completo y su mitad del mundo cambiara el día por la noche.


    8

    El jardín lateral (suponía que lo llamaría el patio hasta el fin de sus días) ya estaba sumido en una inquietante oscuridad pese a que Venus, la estrella de los deseos, todavía no había hecho su aparición en el cielo. Las sombras en el ángulo formado por el granero y el cobertizo de las herramientas eran especialmente oscuras, y el BMW estaba aparcado a unos cinco metros de ella. Por supuesto, Dooley no estaba escondido en aquel manto de sombras, y si realmente había ido a su casa, podía estar en cualquier parte. Apoyado contra la caseta de la piscina, asomado a la esquina de la casa donde se encontraba la cocina, agazapado tras la trampilla del sótano...
    Lisey giró sobre sus talones ante aquella idea, pero quedaba luz suficiente para ver que no había nada a ningún lado de la trampilla. Y las puertas estaban cerradas, de modo que no tenía que preocuparse por la posibilidad de que Dooley hubiera entrado en el sótano. A menos, por supuesto, que hubiera irrumpido en la casa de algún modo y se hubiera ocultado allí abajo antes de que ella llegara.
    Basta Lisey te estás poniendo paranoi...
    Se detuvo con los dedos cerrados en torno al picaporte de la puerta trasera del BMW. Permaneció inmóvil unos cinco segundos, luego dejó caer el cigarrillo que sujetaba en la mano libre y lo aplastó con el pie. Había alguien de pie en las sombras entre el granero y el cobertizo. Una figura muy alta y quieta.
    Lisey abrió la puerta trasera derecha del BMW y agarró la pala de plata. La luz interior del coche se quedó encendida cuando volvió a cerrar la puerta. Había olvidado que las luces interiores de los coches permanecían encendidas unos segundos, las llamaban luces de cortesía, pero a ella no le parecía nada cortés la idea de que Dooley pudiera verla y que ella en cambio ya no pudiera verlo a él porque las puñeteras luces le entorpecían la visión. Se apartó del coche, sujetando el mango de la pala en diagonal sobre el pecho. Por fin se apagó la luz interior. Durante una instante, la oscuridad resultante no hizo más que empeorar las cosas, ya que tan sólo veía ante sí un mundo de confusas sombras violáceas bajo el cielo color lavanda. Esperaba que el hombre se
    abalanzara sobre ella en cualquier momento, llamándola señora y preguntándole por qué no le había hecho caso mientras sus manos se le cerraban en torno a la garganta para cortarle la respiración.
    Pero aquello no sucedió, y al cabo de unos tres segundos, sus ojos se acostumbraron a la escasa luz. Lo vio de nuevo, alto y erguido, grave y quieto, de pie en la esquina del edificio grande y el pequeño. Con algo a sus pies. Un bulto grande y cuadrado. Tal vez una maleta.
    Dios mío, ¿no creerá que puede meter todos los papeles de Scott ahí dentro? pensó al tiempo que avanzaba otro paso hacia la izquierda, aferrando la pala de plata con tal fuerza que los puños le palpitaban.
    -¿Eres tú, Zack?
    Otro paso. Dos. Tres.
    De repente oyó el motor de un coche que se acercada y supo que sus faros barrerían el jardín y lo alumbrarían de lleno. Cuando eso sucediera, Zack saltaría sobre ella. Lisey levantó la pala tal como había hecho en agosto de 1988. En el momento en que completaba el movimiento con la pala, el coche llegó al cambio de rasante de Sugar Top Hill, alumbró por un instante el jardín y reveló el cortacésped eléctrico que ella misma había dejado en el ángulo entre el granero y el cobertizo. La sombra del mango de la pala se deslizó por la pared lateral del granero y se desvaneció cuando los faros del coche se alejaron. Una vez más, el cortacésped parecía un hombre con una maleta a sus pies, aunque ahora que sabía la verdad...
    En las películas de terror, pensó, ahora es cuando el monstruo surge de la oscuridad y se abalanza sobre mí, justo cuando empiezo a tranquilizarme.
    Nada ni nadie se abalanzó sobre ella, pero Lisey consideró que no estaría de más llevarse la pala de plata adentro, aunque sólo fuera como amuleto de la buena suerte. Con la pala en una mano, agarrándola por el lugar donde el mango se encontraba con la hoja de plata, Lisey entró para llamar a Norris Ridgewick, el sheriff del condado de Castle.
    VII. Lisey y la ley (La obsesión y la mente exhausta)


    1

    La mujer que contestó la llamada de Lisey se identificó como agente de comunicaciones Soames y le explicó que no podía pasarla con el sheriff Ridgewick porque el sheriff Ridgewick se había casado la semana anterior; él y su flamante esposa estaban de luna de miel en la isla de Maui y no regresarían hasta al cabo de diez días.
    -¿Con quién puedo hablar entonces? –preguntó Lisey.
    No le gustaba el tono estridente que había adquirido su voz, pero lo comprendía. Madre mía, vaya si lo comprendía. Había sido un día muy largo, maldita sea.
    -Un momento, señora –pidió la agente de comunicaciones Soames.
    Dejó a Lisey en espera con el Sabueso McGruff, que hablaba sobre grupos de vigilancia de barrio. A Lisey le pareció una mejora considerable respecto a la música de teléfono habitual. Después de escuchar a McGruff durante alrededor de un minuto la pasaron con un policía cuyo nombre habría hecho las delicias de Scott.
    -Soy el ayudante del sheriff Andy Clutterbuck, señora. ¿En qué puedo servirla?
    Por tercera vez aquel día (a la tercera va la vencida, habría dicho la buena de ma), Lisey se presentó como la señora de Scott Landon. Luego contó al ayudante Clutterbuck una versión algo abreviada de la historia de Zack McCool, empezando por la llamada que había recibido la tarde anterior y acabando por la que ella había hecho esa misma tarde y que le había proporcionado el nombre de Jim Dooley. Clutterbuck se limitó a mascullar numeroso “ajá” y variaciones diversas hasta que terminó y luego le preguntó quién le había revelado el otro y posiblemente verdadero nombre de “Zack McCool”.
    Con ciertos remordimientos de conciencia
    (acusica acusica acusica)
    que a su vez le provocaron un momento de recgocijo teñido de amargura, Lisey le dio el nombre del Rey de los Incunks, sin añadir ningún epíteto desagradable.
    -¿Va a llamarle, ayudante Clutterbuck?
    -Me parece lo más sensato, ¿a usted no?
    -Supongo que sí –admitió Lisey.
    Sin embargo, se preguntó qué conseguiría sonsacar el ayudante del sheriff del condado de Castle a Woodbody que Lisey no le hubiera sonsacado ya. Suponía que podía haber algo más; a fin de cuentas, ella había estado furiosa durante toda la llamada. También comprendió que no era eso lo que la inquietaba.
    -¿Será detenido?
    -¿Sobre la base de lo que acaba de contarme? Ni hablar. Puede que tenga motivos suficientes para iniciar un contencioso administrativo, aunque tendría que consultarlo con su abogado, pero estoy seguro de que ante un tribunal afirmaría que, por lo que a él respectaba, lo único que pretendía el tal Dooley era presentarse en su casa para aplicar unas técnicas de venta un poco más agresivas de lo habitual. Afirmaría no saber nada acerca de ningún gato muerto en su buzón ni de amenazas contra su integridad física..., y lo cierto es que diría la verdad teniendo en cuenta lo que acaba de contarme, ¿no le parece?
    A Lisey no le quedó más remedio que mostrarse de acuerdo con él.
    -Quiero la carta que le dejó ese hombre –anunció Clutterbuck- y el gato. ¿Qué ha hecho con sus restos?
    -Tenemos una especie de caja de madera clavada a la fachada de la casa –explicó Lisey; cogió un cigarrillo, se lo quedó mirando unos instantes y volvió a dejarlo-. Mi marido tenía una palabra propia para definirlo..., de hecho, tenía palabras propias para definirlo casi todo, pero no la recuerdo. En cualquier caso, sirve para que los mapaches no se coman el pienso. He metido el cuerpo del gato en una bolsa de basura y ésta en la mazmorra.
    La palabra de Scott le acudió a la mente sin dificultad alguna una vez dejó de buscarla.
    -Ajá, ajá... ¿Tiene congelador?
    -Sí... –asintió Lisey, temiendo ya lo que el policía le diría a continuación.
    -Quiero que meta el gato en el congelador, señora Landon. No hace falta que lo saque de la bolsa. Alguien lo recogerá mañana y lo llevará a la consulta de Kendall y Jepperson. Son los veterinarios del condado. Ellos determinarán la causa de la muerte...
    -No será difícil –lo atajó Lisey-; el buzón estaba lleno de sangre.
    -Ajá. Es una lástima que no sacara algunas Polaroid antes de limpiarlo.
    -¡Bueno, le pido mil perdones! –chilló Lisey, ofendida.
    -Cálmese –le ordenó Clutterbuck con calma-. Comprendo que estuviera trastornada. Cualquier persona lo habría estado en su caso.
    Usted no, pensó Lisey con resentimiento. Usted se habría quedado frío como... un gato muerto en el congelador.
    -Bueno, eso zanja el asunto del profesor Woodbody y el gato muerto. ¿Y yo qué?
    Clutterbuck le dijo que enviaría a un agente de inmediato, al agente Boeckman o el agente Alston, el que estuviera más cerca de los dos, para que se encargaran de la carta. Ahora que lo pensaba, dijo, el agente que acudiera a su casa también sacaría algunas fotos del gato muerto. Todos los agentes llevaban cámaras Polaroid en el coche. A continuación, el agente (y más tarde el agente que lo relevara) se apostarían en la carretera 19, a la vista de su casa. A menos, por supuesto, que recibieran una llamada de emergencia si se producía un accidente o algo por el estilo. Si Dooley “pasaba por allí” (una forma algo peculiar de expresarlo), vería el coche patrulla y se marcharía.
    Lisey esperaba que Clutterbuck estuviera en lo cierto.
    Los tipos como ese tal Dooley, prosiguió Clutterbuck, solían ser mucho ruido y pocas nueces. Si no lograban intimidar a alguien para que les diera lo que querían, tendían a olvidar el asunto.
    -Lo más probable es que no vuelva a verlo.
    Lisey esperaba que también estuviera en lo cierto respecto a eso, aunque tenía sus dudas. Lo que no cesaba de rondarle la mente era el modo en que “Zack” había organizado el plan, de modo que no pudieran pararle los pies, al menos no el hombre que lo había contratado.


    2

    Apenas veinte minutos después de la conversación telefónica con el agente Clutterbuck (a quien su fatigada mente insistía en llamar agente Butterhug o Shutterbug, según el momento), un hombre delgado vestido de caqui y con un arma enorme en el cinto llamó a la puerta principal. Se presentó como el ayudante Dan Boeckman y le dijo que había recibido instrucciones de recoger “cierta carta” y fotografiar a “cierto gato fallecido”. Lisey puso cara de póquer al oír aquellas palabras, aunque se vio obligada a morderse la cara interior de las mejillas para no estallar en carcajadas. Boeckman
    deslizó la carta (junto con el sobre blanco) en una bolsa de plástico que Lisey le dio y luego le preguntó si había guardado al “animal fallecido” en el congelador. Lisey lo había hecho nada más colgar el teléfono, depositando la bolsa verde de basura en el rincón izquierdo del gran congelador, donde tan sólo había un montón ancestral de filetes de ciervo envueltos en bolsas de plástica cubiertas de escarcha. La carne había sido un regalo que les había hecho su electricista, Smiley Flanders. Smiley había ganado una licencia de caza en la lotería local de 2001 o 2002 (Lisey no recordaba exactamente el año) y había abatido a un “bicho del copón bendito” en el valle de St. John. Donde Charlie Corriveau había pescado a su nueva mujer, ahora que lo recordaba. El hueco que quedaba junto a la carne, que sin duda no se comería jamás, salvo quizás en caso de guerra nuclear, era el único lugar apropiado para el difunto gato de granero de los Galloway, y pidió al agente Boeckman que volviera a dejarlo allí y en ningún otro lugar cuando acabara de fotografiarlo. El hombre prometió con toda solemnidad “atender su petición”, y Lisey tuvo que morderse una vez más la cara interior de las mejillas, aunque en esta ocasión estuvo a punto de no servir de nada. Se volvió hacia la pared como una niña traviesa, apoyó la frente contra el yeso y se cubrió la boca con la mano para poder reírse a carcajadas susurrantes.
    Cuando se le pasó el ataque de risa empezó a pensar de nuevo en la caja de cedro de la buena de ma, que pertenecía a Lisey desde hacía treinta y cinco años, aunque ella nunca la había considerado suya. Recordar la caja y todos los recuerdos guardados en ella la ayudó a mitigar la histeria que amenazaba con apoderarse de ella. Y lo que la ayudó aún más fue la creciente certeza de que la había guardado en el desván. Lo cual era lógico, por supuesto. Los vestigios de la vida profesional de Scott se hallaban en el granero y el estudio, de modo que los vestigios de la vida que Lisey había llevado mientras él trabajaba estarían allí, en la casa que ella había elegido y que ambos habían llegado a adorar.
    En el desván había al menos cuatro alfombras turcas muy caras que antaño le encantaban y que de repente, no sabía por qué razón, habían empezado a producirle escalofríos...
    Al menos tres juegos de maletas jubiladas que habían soportado los envites de dos docenas de líneas aéreas, muchas de ellas pequeñas y cutres compañías regionales; guerreros cansados que merecían medallas y desfiles, pero que tendrían que contentarse con un honorable retiro en el desván. Bueno, mejor que el vertedero municipal, sin duda.
    Los muebles de estilo danés moderno que Scott había calificado de pretencioso... Cómo se había enfurecido con él, sobre todo porque reconocía que seguramente tenía razón...
    El escritorio de cubierta deslizante, una “ganga” que resultó tener una pata más corta que hubo que arreglar, sólo que siempre volvía a estropearse y un día la cubierta se cerró sobre los dedos de Lisey y se acabó, al desván con el puñetero trasto...
    Ceniceros de pie procedentes de la época en que fumaban...
    La vieja máquina de escribir IBM Selectric de Scott, que Lisey había utilizado para escribir cartas hasta que empezó a hacerse difícil encontrar cinta correctora...
    Un poco de esto, un poco de aquello, un poco de lo de más allá. Otro mundo, en realidad, pero al mismo tiempo ahí mismo, o al menos ahí arriba. Y en algún lugar, probablemente detrás de una pila de revistas o encima de la mecedora del respaldo roto, estaría la caja de cedro. Pensar en ello era como pensar en agua fría cuando hace mucho calor y estás muerto de sed. No sabía por qué, pero así era.
    Para cuando el agente Boeckman subió del sótano con las instantáneas Polaroid, Lisey estaba impaciente por que se marchara. Pero el hombre no se iba (más pesado que
    un dolor de muelas, habría dicho papá Debusher). Primero le dijo que, por lo visto, el gato había sido apuñalado con alguna clase de herramienta (quizás un destornillador), y luego le aseguró que se quedaría cerca de la casa a vigilar. Las unidades (llamaba unidades a los coches patrulla) no llevaban impreso el lema PARA SERVIR Y PROTEGER, pero los agentes no olvidaban ese lema ni un solo segundo, y quería que Lisey se sintiera segura. Lisey respondió que se sentía tan segura que tenía intención de acostarse de inmediato; había sido un día muy largo, y había tenido que atender una urgencia familiar además del asunto de Dooley, por lo que estaba exhausta. El agente Boeckman captó la indirecta y se fue tras asegurarle una vez más que estaba completamente a salvo y que durmiera más que tranquila. Luego bajó la escalinata con la impasibilidad con que había subido la escalera del sótano, ojeando las fotografías del gato muerto por última vez antes de quedarse sin luz. Al cabo de uno o dos minutos, Lisey oyó dos tremendos rugidos del motor. Los faros del coche patrulla barrieron el jardín y la casa antes de apagarse. Pensó en el agente Daniel Boeckman sentado al otro lado de la carretera, el coche patrulla aparcado ostentosamente en el arcén. Esbozó una sonrisa y luego subió al desván, ajena por completo al hecho de que dos horas más tarde estaría tendida sobre la cama completamente vestida, exhausta y llorando.


    3

    La mente exhausta es la presa más fácil de la obsesión, y después de media hora de búsqueda infructuosa en el desván, donde el aire era caliente y sofocante, la luz era mortecina y las sombras parecían perversamente resueltas a ocultar todos los rincones que pretendía inspeccionar, Lisey se entregó a la obsesión sin ni tan siquiera darse cuenta de ello. De entrada no tenía ningún motivo claro para querer encontrar la caja, tan sólo la intuición de que algo de lo que contenía, algún recuerdo de los primeros tiempos de su matrimonio, era la siguiente estación de la dáliva. Sin embargo, al cabo de un rato, la propia caja se convirtió en su objetivo, la caja de cedro de la buena de ma. Que les dieran a las dálivas; si no daba con la caja de cedro, aquella caja de treinta centímetros de longitud, unos veinte de anchura y tal vez quince de profundidad, no podría pegar ojo. Se quedaría tumbada en la cama, atormentada por pensamientos de gatos muertos, maridos muertos, camas vacías, guerreros incunk, hermanas que se automutilan y padres que mutilan...
    (calla Lisey calla)
    Se quedaría ahí tumbada, dejémoslo así.
    Una hora de búsqueda la convenció de que la caja no estaba en el desván a fin de cuentas. Pero para entonces ya estaba segura de que lo más probable era que estuviera en el dormitorio de invitados. Era del todo lógico pensar que había ido a parar allí..., sólo que al cabo de otros cuarenta minutos (que incluyeron la exploración sobre una frágil escalera de mano del estante superior del vestidor) se convenció de que el dormitorio de invitados era otro callejón sin salida. Así pues, la caja estaba en el sótano. Sin duda. Con toda probabilidad había acabado detrás de la escalera, donde había un montón de cajas de cartón que contenían cortinas, restos de alfombras, componentes viejos de equipos de música y algunos artículos deportivos, como patines de hielo, un juego de croquet y una red de badminton con un agujero. Mientras bajaba a toda prisa la escalera del sótano (sin pensar ya en el gato muerto que ahora descansaba junto a la pila de carne de ciervo petrificada), Lisey empezó a creer que había visto la caja allí abajo. Para entonces estaba muy cansada, pero apenas era consciente de ello.
    Le llevó veinte minutos sacar todas las cajas de su alojamiento permanente. Algunas estaban húmedas y abiertas. Cuando terminó de registrar su contenido, temblaba de fatiga, la ropa se le pegaba al cuerpo y le había empezado una desagradable jaqueca en la parte posterior del cráneo. Volvió a colocar las cajas intactas en su lugar y dejó las rotas donde estaban. La caja de la buena de ma estaba en el desván a fin de cuentas. Tenía que estar allí. Mientras perdía el tiempo entre los patines oxidados y los rompecabezas olvidados, la caja de cedro esperaba pacientemente allá arriba. A Lisey se le ocurrieron varios rincones donde no había buscado, entre ellos la zona que quedaba bajo los alerones del tejado. Era el lugar más probable. Sin duda había puesto la caja allí y luego había olvidado...
    El pensamiento se interrumpió en seco cuando se dio cuenta de que había alguien a su espalda. Lisey lo vio por el rabillo del ojo. Tanto si su nombre era Jim Dooley como si se hacía llamar Zack McCool, el hombre le posaría una mano en el hombro sudoroso y la llamaría señora. Y entonces sí que tendría un problema.
    La sensación era tan vívida que Lisey llegó a oír a Dooley arrastrar los pies. Giró en redondo al tiempo que levantaba las manos para protegerse el rostro y tuvo el tiempo justo para ver la aspiradora que ella misma había sacado del hueco bajo la escalera. En aquel momento tropezó con la caja mohosa que contenía la vieja red de badminton. Agitó los brazos para mantener el equilibrio, estuvo a punto de conseguirlo, luego lo perdió, tuvo tiempo de pensar “mierda” y por fin cayó. La parte superior de su cabeza esquivó el pie de la escalera por un pelo, y eso estaba bien, porque un golpe así era de los que te dejan inconsciente o incluso te matan si chocas con suficiente fuerza contra el suelo de cemento. Lisey logró amortiguar la caída con las manos abiertas. Una de sus rodillas aterrizó con suavidad sobre la red de badminton, mientras que la otra sufrió un golpe más contundente contra el suelo de cemento. Por suerte todavía llevaba los vaqueros.
    La caída fue afortunada en otro sentido, pensó al cabo de un cuarto de hora mientras yacía en la cama aún completamente vestida. El llanto había amainado hasta quedar reducido a una serie de sollozos aislados y los jadeos entrecortados que son la resaca de las emociones fuertes. La caída (y el susto que la había precedido, suponía) le había aclarado la mente. Podría haberse pasado otras dos horas buscando la caja, o incluso más si las fuerzas la hubieran acompañado. Habría vuelto al desván, al dormitorio de invitados, al sótano... Regreso al futuro, habría añadido sin duda Scott, maestro en mostrarse ingenioso en los momentos menos indicados. O en lo que más tarde resultaban ser los momentos más indicados.
    En cualquier caso, quizás habría seguido buscando hasta el amanecer sin obtener ni una mierda pinchada en un palo. Ahora estaba convencida de que la caja estaba en un lugar tan evidente que había pasado media docena de veces por delante de ella sin verla, o bien que había desaparecido, tal vez robada por una de las mujeres de la limpieza que habían trabajado para los Landon a lo largo de los años o por algún trabajador que la había visto y pensado que a su mujer le gustaría y que la señora Landon no la echaría de menos.
    Tonterías, Lisey, dijo el Scott que moraba en su cabeza. Piensa en ello mañana, porque mañana será otro día.
    -Sí –asintió.
    De repente se incorporò, consciente de que era una mujer sudorosa y maloliente envuelta en ropas sudorosas y malolientes. Se desvistió tan deprisa como pudo, dejó la ropa en un montón al pie de la cama y se dirigió hacia la ducha. Se había arañado las palmas de ambas manos al caer en el sótano, pero hizo caso omiso del escozor y se enjabonó el cabello dos veces, dejando que la espuma le resbalara por los lados del
    rostro. Después, tras pasarse unos cinco minutos casi dormitando bajo el chorro de agua caliente, hizo girar el grifo con ademán resuelto, se enjuagó con agua casi helada y luego salió jadeante de la ducha. Se secó con una de las toallas grandes, y al dejarla caer en el cesto de la ropa sucia se dio cuenta de que volvía a ser ella misma, cuerda y preparada para dejar atrás aquel día.
    Se acostó, y el último pensamiento que acudió a su mente antes de que el sueño la arrastrara hacia la negrura fue el agente Boeckman montando guardia. Era un pensamiento reconfortante, sobre todo después del susto que se había llevado en el sótano, y Lisey durmió profundamente, sin sueños, hasta que el estridente timbre del teléfono la despertó.


    4

    Era Cantata, que llamaba desde Boston. Por supuesto. Darla la había llamado. Darla siempre llamaba a Canty cuando surgían problemas, por lo general sin esperar mucho. Canty quería saber si debía volver a casa. Lisey aseguró a su hermana que no existía absolutamente ningún motivo para que regresara de Boston antes de lo previsto, a despecho de lo alterada que le hubiera parecido Darla. Amanda descansaba con todas las comodidades, y Canty no podía hacer nada.
    -Podrías ir a visitarla, pero a menos que se produzca un cambio drástico, lo cual el doctor Alberness no cree que ocurra, ni siquiera podrás averiguar si sabe que estás ahí.
    -Dios mío –suspiró Canty-. Es horrible, Lisa.
    -Cierto. Pero está entre profesionales que entienden su situación..., o al menos saben cómo cuidar de personas en su situación. Y Darla y yo te mantendremos...
    Lisey se había estado paseando por el dormitorio con el teléfono inalámbrico, pero en aquel momento se detuvo en seco, la mirada clavada en el cuaderno que casi se había salido del bolsillo trasero de sus vaqueros. Era el Cuadernillo de las Obsesiones de Amanda, sólo que ahora era Lisey quien se sentía obsesiva.
    -¿Lisa?
    Canty era la única que siempre la llamaba así, y a Lisey siempre la hacía sentir como las azafatas que exhiben los premios en los concursos televisivos. Lisa, enséñales a Hank y Martha lo que han ganado...
    -Lisa, ¿estás ahí?
    -Sí, cariño.
    La mirada clavada en el cuaderno. La espiral centelleando al sol. La espiral de pequeños bucles de acero.
    -Digo que Darla y yo te mantendremos al bu..., al corriente.
    El cuaderno estaba curvado por la forma de la nalga contra la que había pasado tantas horas apretado, y mientras lo miraba, la voz de Canty se fue alejando. Lisey se oyó a sí misma decir que estaba segura de que Canty habría hecho lo mismo de estar en su lugar. Le dijo a Cantata que la llamaría por la noche, le dijo a Cantata que la quería, le dijo a Cantata adiós y arrojó el teléfono inalámbrico sobre la cama sin mirar siquiera lo que hacía. Sólo tenía ojos para el gastado cuadernillo, setenta y nueve centavos en cualquier Walgreen’s o establecimientos similares. ¿Y por qué la fascinaba tanto? ¿Por qué, ahora que era de día y estaba descansada? ¿Limpia y descansada? Con la luz del sol entrando a raudales por las ventanas, la búsqueda compulsiva de la caja de cedro se le antojaba una tontería, una mera manifestación conductual de la angustia del día anterior, pero el cuaderno no le parecía una tontería, en absoluto.
    Y para acabar de rematarlo, la voz de Scott le habló con más claridad que nunca. ¡Dios, qué claridad! Qué fuerza.
    Te he dejado una nota, cariño. Te he dejado una dáliva.
    Pensó en Scott bajo el árbol ñam-ñam, a Scott en la extraña nieve de octubre, diciéndole que a veces Paul le tomaba el pelo con una dáliva durilla..., pero nunca demasiado dura. Hacía años que no pensaba en ello. Lo había desterrado de su mente, por supuesto, como todas las demás cosas en las que no quería pensar; lo había guardado tras la cortina violeta. Pero ¿por qué era tan terrible?
    -Nunca era cruel –había asegurado Scott con lágrimas en los ojos, pero no en la voz, que sonaba clara y firme; como siempre que tenía una historia que contar, pretendía que lo escucharan-. Cuando era pequeño, Paul nunca era cruel conmigo ni yo con él. Estábamos muy unidos. No nos quedaba más remedio. Lo quería, Lisey, lo quería muchísimo.
    Lisey pasó las páginas de números, los números de la pobre Amanda, demencialmente apretados, y tras ellas no encontró más que páginas en blanco. Siguió hojeando el cuaderno cada vez más deprisa, la certeza de que encontraría algo desvaneciéndose por momentos, hasta que llegó a una página, casi al final, donde se veía una única palabra escrita:

    ALCEAS

    ¿De qué le sonaba? Al principio no se le ocurrió, pero de repente le vino a la mente. ¿Cuál es el premio? había preguntado Lisey a la cosa vestida con el camisón de Amanda, la cosa que le daba la espalda. Una bebida, había replicado. ¿Una Coca Cola? ¿Una Pepsi? había preguntado, y la cosa había dicho...
    -Dijo..., él o ella dijo...
    -Cállate. Queremos mirar las alceas –musitó Lisey.
    Sí, eso era, o al menos casi, bastante cercano, en cualquier caso. No lo entendía, pero al mismo tiempo, se sentía a punto de entenderlo. Se quedó mirando la palabra un instante más y por fin hojeó el cuaderno hasta el final. Todas las páginas estaban en blanco. Estaba a punto de dejarlo cuando vio marcas de palabras en el dorso de la última página. Se acercó el cuaderno al rostro y distinguió las siguientes palabras marcadas en la ahuecada contratapa del cuaderno:

    4ª estación: Mira debajo de la cama

    Pero antes de agacharse para mirar debajo de la cama, Lisey volvió a los números escritos al principio del cuaderno y luego a la página de las ALCEAS, situada a unas seis del final, y confirmó lo que ya sabía. Amanda escribía los cuartos con un ángulo recto y una línea vertical descendente, como les habían enseñado en la escuela. (número*) Era Scott quien utilizaba la versión más triangular del número (número*). Era Scott quien invertía las emes y tenía la costumbre de subrayar las notas que tomaba. Y era Amanda quien solía escribir en mayúsculas pequeñas..., con letras de trazo perezoso y ligeramente redondeado: La A, la G, la S....
    Lisey miró alternativamente la página de las ALCEAS y la de la 4ª estación: Mira debajo de la cama. Se dijo que si dejaba ver las dos muestras de escritura a Darla y Canty, ambas identificarían sin duda alguna la primera como pertenenciente a Amanda y la segunda, a Scott.
    Y la cosa que estaba con ella en la cama el día anterior...
    -Su voz se parecía a los dos –susurró con un hormigueo en la carne cuya existencia desconocía-. Que me tachen de loca, si quieren, pero su voz se parecía a los dos.
    Mira debajo de la cama.
    Por fin hizo lo que le indicaba la nota, y la única dáliva que vio fue un par de zapatillas viejas.


    5

    Lisey Landon estaba sentada en una franja de sol matutino, las piernas cruzadas a la altura de las espinillas y las manos apoyadas sobre las rodillas. Había dormido desnuda, y desnuda seguía; La sombra de las cortinas transparentes que protegían la ventana este se proyectaba sobre su cuerpo esbelto como la sombra de una media. Una vez más leyó la nota que la guiaba hacia la cuarta estación de la dáliva..., una dáliva corta, una dáliva buena, unas cuantas más y tendría su premio.
    A veces Paul me tomaba el pelo con una dáliva durilla..., pero nunca demasiado dura.
    Nunca demasiado dura. Con aquel pensamiento en mente, Lisey cerró el cuaderno de golpe y se quedó mirando la contratapa. Debajo de la marca de Dennison se veían las siguientes palabras escritas en letras oscuras y diminutas:

    Mein gott

    Lisey se levantó de un salto y empezó a vestirse a toda prisa.


    6

    El árbol los envuelve en un mundo aparte. Más allá de sus límites se extiende la nieve. Y bajo el árbol ñam-ñam suena la voz de Scott, la hipnótica voz de Scott. ¿En serio creía que su historia de terror era Demonios vacíos? Ésta es su historia de terror, y exceptuando las lágrimas que derrama al hablar de Paul y de su unión inquebrantable a lo largo de todos aquellos años de mutilación, terror y sangre en el suelo, Scott la cuenta sin flaquear.
    -Nunca hacíamos cacerías de dálivas cuando papá estaba en casa –dice-, sólo cuando estaba trabajando.
    Scott ha perdido casi por completo el acento de Pensilvania oriental, pero en este momento vuelve a instalarse en él con mucha más fuerza que el acento norteño de ella, y su voz adquiere un tono infantil. No dice casa sino gasa, no dice trabajando sino tabajando.
    -Paul siempre ponía el primero cerca. Podía decir algo como “5 estaciones de la dáliva”, para indicar cuántas pistas había, y luego algo como “Ve a mirar en el armario”. La primera pista sólo era un acertijo a veces, pero las otras lo eran casi siempre. Me recuerdo de una que decía “Ve adonde papá le dio la patada al gato”, y claro, eso era el viejo pozo. Y otra decía “Ve adonde traqueteamos todo el día”. Y al cabo de un ratito deduje que se refería al viejo tractor en el campo este, junto al muro de rocalla, y sí señor, ahí estaba la estación de la dáliva, encima del asiento, sujeta con una piedra. Porque las estaciones de la dáliva sólo eran trozos de papel, sabes, con algo escrito y doblados. Yo casi siempre adivinaba los acertijos, pero si no me aclaraba, Paul me daba
    más pistas hasta que los resolvía. Y al final me llevaba el premio, una Coca Cola, una Pepsi, una chocolatina...
    La mira. Tras él no hay más que blanco, una pred blanca. El árbol ñam-ñam, que en realidad es un sauce, se inclina a su alrededor en un círculo mágico, aislándolos del mundo.
    -A veces cuando papi estaba de mal rollo, cortarse no le bastaba para desahogarse, Lisey. Un día cuando estaba así me subió


    7

    al banco del recibidor, eso fue lo que dijo a continuación, Lisey lo recordaba bien (le gustara o no), pero antes de que pudiera seguir el recuerdo hasta la cortina violeta, tras la cual había permanecido oculto todos aquellos años, vio a un hombre de pie en el porche trasero. Y esta vez sí era un hombre, no un cortacésped ni una aspiradora, sino un hombre de verdad. Por suerte le dio tiempo a reparar en que, aunque no era el agente Boeckman, el hombre también vestía el uniforme caqui de la oficina del sheriff, lo cual le ahorró la vergüenza que habría supuesto ponerse a chillar como Jamie Lee Curtis en una de las películas de la serie Halloween.
    El visitante se presentó como el agente Alston. Había ido para sacar el gato muerto del congelador de Lisey y también para asegurarle que vigilaría la casa a lo largo de todo el día. Le preguntó si tenía teléfono móvil, y Lisey contestó que sí. Estaba en el BMW, y le parecía que incluso funcionaba. El agente Alston le sugirió que lo llevara encima en todo momento y que programara el número de la oficina del sheriff en el menú de marcación rápida. Al observar su expresión se ofreció a hacerlo él si ella “no estaba familiarizada con dicha función”.
    Lisey, que casi nunca utilizaba el móvil, condujo al agente Alston hasta el BMW. El trasto resultó estar cargado sólo a medias, pero el cargador se encontraba en el compartimento situado entre los dos asientos. El agente Alston se dispuso a desenchufar el mechero, pero al ver las cenizas esparcidas a su alrededor vaciló.
    -No se preocupe –lo tranquilizó Lisey-. Por un momento pensé que volvería a empezar a fumar, pero he cambiado de idea.
    -Me parece lo más sensato, señora –repuso el agente Alston sin sonreír.
    Retiró el encendedor y enchufó el teléfono. Lisey no tenía ni idea de que podía hacerse eso, porque siempre había recargado el pequeño Motorola en la cocina. Después de dos años aún no se había acostumbrado a la idea de no tener a un hombre que se encargara de leer las instrucciones y dilucidar el significado de las figs. 1 y 2.
    Preguntó al agente Alston cuánto tiempo llevaría la recarga.
    -¿Completa? No más de una hora, tal vez menos. ¿Estará cerca de un teléfono entretanto?
    -Sí, tengo algunas cosas que hacer en el granero; ahí hay teléfono.
    -De acuerdo. Una vez éste esté recargado, préndaselo al cinturón o cuélgueselo de la cinturilla de los pantalones. Si surge cualquier problema, pulse el 1 y hablará directamente con la policía.
    -Gracias.
    -De nada. Y como ya le he dicho, estaré de guardia todo el día. Dan Boeckman estará aquí otra vez esta noche a menos que surja una emergencia. Es probable que pase, porque en los pueblos como éste, los viernes suelen ser moviditos. Pero en cualquier caso, si pasa algo lo llama, y vendrá de inmediato.
    -De acuerdo. ¿Han tenido alguna noticia sobre el hombre que me ha estado acosando?
    -No, señora –repuso el agente Alston con tranquilidad.
    Claro que él bien podía permitirse mostrarse tranquilo, porque nadie lo había amenazado y no era probable que sucediera. Medía casi un metro noventa y debía de pesar ciento veinte kilos... cagado y meado, habría añadido a buen seguro su padre. Dandy Debusher había sido famoso en Lisbon por su ingenio.
    -Si Andy se entera de algo..., quiero decir el agente Clutterbuck, él estará el mando hasta que el sheriff Ridgewick vuelva de su luna de miel; estoy seguro de que se lo hará saber de inmediato. Mientras tanto, le aconsejo que tome algunas precauciones básicas. Cierra las puertas con llave cuando está en casa, ¿verdad? Sobre todo de noche.
    -Sí.
    -Y lleve el teléfono siempre encima.
    -Lo haré.
    El agente levantó el pulgar y sonrió cuando Lisey le devolvió el gesto.
    -Bueno, voy a buscar al gato. Apuesto algo a que se alegrará de librarse de él.
    -Sí –asintió Lisey.
    Pero lo que realmente quería era librarse del agente Alston, al menos de momento, para poder ir al granero y mirar debajo de la cama. La cama que había pasado los últimos veinte años en un gallinero blanqueado. La cama que habían comprado
    (mein gott)
    en Alemania. En Alemania, donde


    8

    donde todo lo que puede salir mal sale mal.
    Lisey no recuerda dónde escuchó esta expresión y por supuesto no importa, pero le acude a la mente con frecuencia crecienta durante los nueve meses que pasan en Bremen: Todo lo que puede salir mal sale mal.
    Todo lo que puede salir mal sale mal.
    La casa de la ronda Bergenstrasse tiene corrientes de aire en otoño, es fría en invierno y tiene goteras cuando por fin llega la húmeda y patética primavera. Las duchas funcionan cuando les viene en gana. El lavabo de abajo es un espanto. El casero hace promesas y por fin deja de contestar a las llamadas de Scott. Al cabo de un tiempo, Scott contrata a un bufete de abogados alemanes a un precio exorbitante, sobre todo, como cuenta a Lisey, porque no puede soportar la idea de que el hijo de puta del casero se salga con la suya, no puede soportar dejarlo ganar. El hijo de puta del casero, que a veces guiña el ojo a Lisey cuando Scott no mira (nunca se ha atrevido a decírselo a Scott, quien carece de todo sentido del humor cuando se trata del hijo de puta del casero), no gana. Bajo amenazas de acciones legales realiza algunas reparaciones. El tejado deja de tener goteras, y el lavabo de abajo interrumpe sus horripilantes carcajadas nocturnas. Incluso hace reparar la caldera, un milagro de los buenos. Y de repente, una noche aparece borracho y se pone a gritar a Scott en una mezcla de alemán e inglés, llamándolo “el cabronazo americano comunista”, expresión que su marido guarda como un tesoro hasta el fin de sus días. En un momento dado, Scott, tampoco demasiado sobrio que digamos (en Alemania Scott y la sobriedad raramente van de la mano), ofrece al hijo de puta del casero un cigarrillo y le dice Siganstrujenbajen, mein Führer, bitte, bitte! Ese año, Scott bebe mucho, Scott bromea y Scott azuza a abogados contra caseros hijos de puta, pero Scott no escribe. ¿No escribe porque siempre está borracho,
    o siempre está borracho porque no escribe? Lisey no lo sabe. Seis de lo uno y media docena de lo otro. En mayo, cuando su contrato docente acaba de una vez, gracias a Dios, ya no le importa. En mayo, lo único que quiere es estar en un lugar donde las conversaciones en el supermercado y las tiendas de la ronda no le recuerden a los monstruos de la película La isla del doctor Moreau. Sabe que no es justo, pero también sabe que no ha podido trabar ni una sola amistad en Bremen, ni siquiera entre las esposas de profesoras que hablan inglés, y su marido pasa demasiado tiempo en la universidad. Ella, por su parte, pasa demasiado tiempo en la gélida casa, siempre envuelta en un chal, pero casi siempre con frío, casi siempre sola y desgraciada, mirando programas de televisión que no entiende y escuchando el rugido de los camiones en la rotonda que hay en lo alto de la cuesta. Los grandes, los Peugeot, hacen temblar el suelo. El hecho de que Scott también sea desgraciado, que sus clases vayan mal y sus conferencias sean casi desastres, no ayuda en absoluto. ¿Por qué iba a ayudar? El que dijo que mal de muchos, consuelo de tontos era un imbécil. En cambio, el que dijo Todo lo que puede salir mal saldrá mal, ése sí que sabía lo que se decía.
    Cuando Scott está en casa, lo tiene pegado a ella mucho más de lo que está acostumbrada, porque no se refugia en el lúgubre cubículo convertido en estudio para escribir historias. Al principio intenta escribir, pero en diciembre, sus incursiones en el estudio se han tornado esporádicas, y en febrero desiste por completo. El hombre capaz de escribir en un motel frente a una autopista de seis carriles y con una juerga estudiantil en pleno apogeo en el piso de arriba se ha quitado las pilas. Pero no le preocupa el asunto, al menos que Lisey vea. En lugar de escribir pasa largos, hilarantes y en definitva agotadores fines de semana con su mujer. A menudo, Lisey bebe con él y se emborracha con él, porque aparte de follar con él es lo único que se le ocurre. Algunos lunes de resaca, Lisey se alegra de verlo salir por la puerta, aunque cuando llegan las diez de la noche y Scott todavía no ha regresado, siempre se aposta junto a la ventana del salón que da a la ronda, esperando ansiosa el Audi de alquiler que conduce, preguntándose dónde parará y con quién estará bebiendo. Y cuánto estará bebiendo. Algunos sábados la convence para que juegue con él al escondite en la gran casa llena de corrientes de aire; argumenta que así no pasarán frío, y está en lo cierto. O bien se pasan horas persiguiéndose, escalera arriba y abajo, o corriendo por los pasillos en sus ridículos lederhosen, riéndose como un par de críos alocados (por no hablar de cachondos) y gritando sus consignas alemanas: Achtung!, Jawohl! Ich habe Kopfschmerzen y, sobre todo, Mein gott! Gran parte de las veces, estos juegos atolondrados acaban en sexo. Con alcohol o sin (aunque por lo general con). Scott quiere sexo a todas horas, y Lisey cree que antes de dejar la gélida casa de la Bergenstrasse lo han hecho en todas las habitaciones, en casi todos los baños (incluyendo el del retrete de carcajada horripilante) e incluso algunos de los vestidores. La ingente cantidad de sexo es una de las razones por las que nunca (bueno, casi nunca) la inquieta la posibilidad de que Scott tenga una aventura, a pesar de las horas que pasa fuera de casa, a pesar de todo el alcohol que consume, a pesar de que no está haciendo aquello para lo que ha nacido, a saber, escribir historias.
    Claro que ella tampoco está haciendo aquello para lo que ha nacido, y en ocasiones ese conocimiento la asalta como una fiera. No puede decir que Scott le mintiera o la engañara, no, no puede. Sólo se lo dijo una vez, pero con claridad meridiana. No podían tener hijos. Si Lisey creía que no podía vivir sin tener hijos (y él sabía que procedía de una familia numerosa), entonces no podían casarse. Eso le partiría el corazón, pero si eso era lo que Lisey sentía, no habría más que hablar. Se lo dijo bajo el árbol ñam-ñam, en medio de aquella extraña nieve de octubre. Lisey sólo se permite recordar aquella conversación durante las largas tardes entre semana que pasa sola en
    Bremen, cuando el cielo siempre parece blanco, el tiempo se hace eterno, los camiones rugen sin cesar y la cama tiembla bajo su cuerpo. La cama que Scott compró y más tarde insistirá en hacer enviar a América. A menudo yace en ella con un brazo sobre los ojos, pensando que esto ha sido una idea pésima pese a los fines de semana hilarantes y el sexo apasionado (y a veces febril). En estas sesiones de sexo han hecho cosas que Lisey ni siquiera habría alcanzado a imaginar hace seis meses, y sabe que poco tienen que ver con el amor, sino más bien con el aburrimiento, la añoranza, el alcohol y la tristeza. Scott siempre ha bebido bastante, pero la cosa ha llegado a unos extremos que la asustan, y augura un cataclismo si su marido no se controla. Y su vientre vacío ha empezado a deprimirla. Hicieron un trato, sí, claro, pero bajo el árbol ñam-ñam no entendía aún que los años pasan y el tiempo pesa. A buen seguro, Scott empezará a escribir de nuevo cuando regresen a América, pero ¿qué hará ella? Nunca me ha mentido, piensa tendida en la cama de Bremen con el brazo sobre los ojos, pero ve un momento, no demasiado lejano, en que este hecho ya no la satisfará, y la perspectiva la asusta. A veces desearía no haberse sentado nunca bajo aquel puñetero sauce con Scott Landon.
    A veces desearía no haberlo conocido.


    9

    -Eso no es verdad –susurró al granero en penumbra.
    Pero el peso de su estudio, en la planta baja, se cernía sobre ella como una negación. Todos aquellos libros, todas aquellas historias, toda esa vida pasada. No se arrepentía de su matrimonio, pero sí, a veces deseaba no haber conocido nunca a su inquietante e inquieto hombre. Haber conocido a otro en su lugar. A un programador informático como Dios manda, por ejemplo, un tipo que ganara setenta mil dólares al año y le hubiera dado tres hijos. Dos chicos y una chica, uno de ellos ahora ya adulto y casado, los otros dos todavía en la escuela. Pero no era ésa la vida que había encontrado. O la vida que la había encontrado a ella.
    En lugar de concentrarse de inmediato en la cama de Bremen (le parecía demasiado en demasido poco tiempo), Lisey se dirigió a su patético proyecto de despacho, abrió la puerta y echó un vistazo. ¿Qué había pretendido hacer allí mientras Scott escribía en la planta de arriba? No lo recordaba, pero sabía qué la había atraído hasta allí: el contestador. Se quedó mirando el 1 rojo que brillaba en la pantallita marcada con MENSAJES NO ESCUCHADOS y se preguntó si debía llamar al agente Alston para que lo escuchara con ella. Decidió no hacerlo. Si era Dooley, podía dejárselo escuchar más tarde.
    Claro que es Dooley, ¿quién si no?
    Hizo acopio de valor para escuchar otra amenaza pronunciada con aquella voz serena y superficialmente razonable, y por fin pulsó el botón de reproducción. Al cabo de un instante, una joven llamada Emma empezó a explicarle el extraordinario ahorro que representaría para Lisey cambiarse a la compañía MCI. Lisey interrumpió el entusiasta mensaje a medio camino, pulsó BORRAR y pensó: Para que luego digan de la intuición femenina.
    Salió del despacho riendo.


    10

    Lisey observó el bulto de la cama de Bremen sin un ápice de pesar ni nostalgia, a pesar de que suponía que ella y Scott habían hecho el amor en ella (o follado en ella, porque no recordaba cuánto amor había encerrado la época de SCOTT Y LISEY EN ALEMANIA) cientos de veces. ¿Cientos? ¿Era eso posible en un período de tan sólo nueve meses, sobre todo teniendo en cuenta de que muchos días, a veces semanas enteras, no había visto a Scott desde que salía medio dormido a las siete de la mañana, con el maletín chocándole contra la rodilla, hasta que volvía arrastrando los pies, por lo general medio pedo, a las diez o incluso a las once menos cuarto de la noche? Suponía que sí, si te pasabas fines de semana enteros enfrascado en lo que Scott a veces llamaba “follaramas”. ¿Por qué iba a sentir afecto alguno por aquella monstruosidad con sábanas, por muchas veces que hubieran dado botes en ella? De hecho, tenía muchas razones para odiarla, porque comprendía de un modo que no era intuitivo, sino más bien obra de cierta lógica subconsciente (Lisey es más lista que el hambre siempre y cuando no piense en ello, había oído decir una vez a Scott en una fiesta, un comentario que no supo si tomarse como un cumplido o como causa de vergüenza), que su matrimonio había estado a punto de romperse en aquella cama. A despecho de lo absolutamente guarro y genial que hubiera sido el sexo, a despecho de que Scott la había follado hasta procurarle sin pestañear múltiples orgasmos, hasta convencerla de que aquel placer tan inmenso la haría perder el juicio, a despecho del lugar que ella había encontrado, ese lugar que no podía tocar porque Scott se corría, y a veces sólo se estremecía, pero a veces gritaba, y a ella se le ponía la piel de gallina, incluso cuando él estaba dentro de ella, caliente como..., bueno, caliente como un horno de succión. Le parecía estupendo que el maldito trasto estuviera amortajado como un enorme cadáver, porque al menos en su recuerdo, todo lo que había ocurrido entre ellos allí había sido malo y violento, un intento de estrangulación tras otro en el cuello de su matrimonio. ¿Amor? ¿Hacer el amor? Quizás. Quizás algunas veces. Pero lo que más recordaba era un polvo salvaje detrás de otro. Apretar el cuello..., y luego soltar. Apretar el cuello..., y luego soltar. Y cada vez, la cosa que eran Scott y Lisey tardaba un poco más en poder volver a respirar. Por fin se fueron de Alemania. Tomaron el Queen Elizabeth 2 a Nueva York desde Southampton, y el segundo día de travesía, al volver de un paseo por cubierta, Lisey se detuvo delante de la puerta del camarote con la llave en la mano y la cabeza ladeada para escuchar. Del interior le llegó el lento pero constante golpeteo de su máquina de escribir, y Lisey sonrió.
    No se permitió pensar que todo iba bien, pero de pie ante la puerta de aquel camarote, escuchando su actividad, supo que todo podía salir bien. Y así fue. Cuando Scott le dijo que había dispuesto que les enviaran lo que denominaba la cama Mein Gott, Lisey guardó silencio, sabedora de que nunca volverían a dormir ni a hacer el amor en ella. Si Scott se lo hubiera sugerido (Ssssolo una veeez, pegueña Lizzzie, por lossss buenosss tiempos), ella se habría negado. De hecho, le habría dicho que se fuera a hacer puñetas. Si alguna vez existió un mueble maldito, era esa cama.
    Lisey se acercó a ella, se arrodilló, levantó el faldón de la colcha que la cubría y echó un vistazo debajo. Y allí, en el espacio angosto y polvoriento donde el olor a mierda de gallina había vuelto a instalarse (como un perro vuelve a su vómito, pensó), estaba lo que andaba buscando.
    Allí, entre las sombras, estaba la caja de cedro de la buena de ma Debusher.
    VIII. Lisey y Scott (Bajo el árbol ñam-ñam)


    1

    Acababa de entrar en la soleada cocina con la caja de cedro entre los brazos cuando sonó el teléfono. Dejó caja sobre la mesa y contestó con un “diga” ausente, sin miedo a oír la voz de Jim Dooley. Si era él, se limitaría a decirle que había llamado a la policía y colgaría. En aquellos momentos estaba demasiado ocupada para asustarse.
    Era Darla, no Dooley, que la llamaba desde la sala de visitas de Greenlawn. A Lisey no la sorprendió demasiado comprobar que Darla se sentía culpable por haber llamado a Canty a Boston. ¿Y si hubiera sido al revés, con Canty en Maine y Darla en Boston? Lisey creía que habría sucedido más o menos lo mismo. No sabía cuánto se querían Canty y Darla a aquellas alturas, pero seguían utilizándose como los borrachos utilizan el alcohol. Cuando eran niñas, la buena de ma siempre decía que si Canty pillaba la gripe, a Darlanna le subía la fiebre.
    Lisey intentó dar las respuestas apropiadas, al igual que había hecho un rato antes con Canty y por la misma razón, es decir, para poder acabar cuanto antes y ocuparse de sus asuntos. Suponía que más tarde volverían a importarle sus hermanas, al menos eso esperaba, pero en ese momento, los remordimientos de Darla le importaban igual de poco que el estado de vegetal de Amanda y, para el caso, el actual paradero de Jim Dooley, siempre y cuando no se lo encontrara delante de las narices, blandiendo un cuchillo.
    No, aseguró a Darla, no había hecho mal en llamar a Canty. Sí, había hecho bien en decirle a Canty que se quedara en Boston. Y sí, Lisey iría a visitar a Amanda más tarde.
    -Es horrible –declaró Darla, y pese a tener la cabeza en otra parte, Lisey detectó la desdicha en su voz-. Ella es horrible... Bueno, no quería decir eso –se apresuró a rectificar-, claro que no, sólo que es horrible verla así. Está ahí sentada, Lisey, y el sol le daba en un lado de la cara cuando he entrado, y tiene la piel tan gris y envejecida...
    -Tranquila, cariño –murmuró Lisey mientras deslizaba las yemas de los dedos por la suave superficie lacada de la caja de la buena de ma. Aun cerrada percibía su dulzura. Cuando la abriera se inclinaría hacia delante para aspirar aquel aroma y sería como inhalar el pasado.
    -La alimentan a través de un tubo –prosiguió Darla-. Se lo ponen y luego se lo quitan. Si no empieza a comer por sí sola, supongo que se lo dejarán puesto –Sorbió por la nariz con un estruendo impresionante-. La alimentan a través de un tubo, y está tan delgada, y no habla, y he hablado con una enfermera y me ha dicho que a veces se tiran así años, y que a veces se quedan así para siempre, oh Lisey, ¡creo que no podré soportarlo!
    Lisey esbozó una tenue sonrisa mientras sus dedos se desplazaban hacia las bisagras de la caja. Era una sonrisa de alivio. Ahí estaba Darla la Numerera, Darla la Diva, lo cual significaba que volvían a pisar terreno seguro, dos hermanas con el guión de siempre. En un extremo de la línea estaba Darla la Sensible. Un aplauso para ella, señoras y señores. En el otro extremo, la pequeña Lisey, Menuda pero Dura. Démosle la bienvenida.
    -Iré esta tarde y hablaré otra vez con el doctor Alberness, Darla. Para entonces se habrán hecho una idea más clara acerca de su estado...
    -¿De verdad lo crees? –replicó Darla, escéptica.
    -Por supuesto –aseguró Lisey, que en realidad no tenía ni puñetera idea-. Lo que tienes que hacer ahora es volver a casa y descansar. Echa una siesta.
    -¡Oh, Lisey, no podría dormir! –proclamó Darla, dramática.
    A Lisey le importaba un huevo si Darla comía, se fumaba un porro o se cagaba en un lecho de begonias; lo único que quería era colgar el teléfono.
    -Bueno, pues vete a casa y descansa un rato al menos. Tengo que colgar, Darla, tengo algo en el horno.
    -¡Vaya, Lisey! ¿Tú? –exclamó Darla, complacida.
    Lisey se molestó sobremanera. Como si nunca hubiera cocinado nada más complicado que..., bueno, que pastel de hamburguesa de sobre.
    -¿Has hecho pan de plátano?
    -Casi, de arándano, y tengo que ir a echarle un vistazo.
    -Pero vendrás a ver a Manda más tarde, ¿verdad?
    Lisey sintió deseos de gritar.
    -Claro, esta tarde –aseguró en cambio.
    -Bueno, pues...
    De nuevo la duda. Convénceme, decía su tono de voz. Sigue hablando conmigo un cuarto de hora más y convénceme.
    -Bueno, pues..., en tal caso me iré a casa.
    -Estupendo. Hasta luego, Darl.
    -¿Y de verdad no crees que haya hecho mal en llamar a Canty?
    ¡No! ¡Llama a Bruce Springsteen! ¡Llama a Hal Holbrook! ¡Llama a la puñetera Condolezza Rice! ¡Pero DÉJAME EN PAZ!
    -Por supuesto que no. Creo que has hecho muy bien. Mantenla... –Lisey pensó en el Cuadernillo de las Obsesiones de Amanda-. Mantenla al corriente, ¿vale?
    -Vale... Bueno, adiós, Lisey. Nos vemos luego.
    -Adiós, Darl.
    Clic.
    Por fin.
    Lisey cerró los ojos, abrió la caja y aspiró la penetrante fragancia del cedro. Por un momento se permitió volver a tener cinco años, vestida con unas bermudas heredadas de Darla y con sus gastadas pero adoradas botas de vaquera Li’l Rider, las que tenían aquellas franjas de color rosa desvaída a los lados.
    Por fin abrió de nuevo los ojos para inspeccionar el contenido de la caja y ver adónde la llevaba.


    2

    Encima de todo había un paquete de papel de aluminio de unos quince centímetros de longitud, diez de anchura y unos cinco de profundidad. Dos bultos abombaban el papel. No sabía de qué se trataba al sacarlo, pero entonces percibió un vago olor a menta (¿lo habría olido ya antes, junto con la fragancia de la madera?) y lo recordó aun antes de desdoblar un lado y ver la porción de tarta nupcial dura como una piedra. Había dos figuritas insertadas en ella, un muñeco varón en levita y chistera, y una muñeca fémina con vestido de novia blanco. Lisey había tenido intención de guardar la tarta un año y compartirla con Scott el día de su primer aniversario. ¿No decía eso la superstición? En tal caso, debería haberla guardado en el congelador, pero la tarta había acabado allí.
    Lisey arrancó un trocito de cobertura con la uña y se lo metió en la boca. Apenas tenía sabor, apenas un espectro de dulzura y un último susurro de menta. Se habían casado en la Capilla Newman de la Universidad de Maine, en una ceremonia civil. Habían asistido todas sus hermanas, incluso Jodi. Lincoln, el hermano superviviente de papá Debusher, llegó de Sabbatus para entregar a la novia. También fueron los amigos de Scott de la Universidad de Pittsburgo y la UMO, y su agente literario fue el padrino. Por supuesto, no asistió ningún miembro de la familia Landon; la familia de Scott había muerto.
    Bajo la porción de tarta petrificada había dos invitaciones de boda. Ella y Scott las habían escrito a mano, la mitad cada uno. Lisey había guardado una de las de Scott y una de las suyas. Debajo vio una caja de cerillas de recuerdo. Habían comentado la posibilidad de imprimir la invitación tanto en las invitaciones como en las cajas de cerillas, pues era un gasto que probablemente podrían haber afrontado pese a que los réditos de la edición de bolsillo de Demonios vacíos aún no había empezado a llegar, pero al final decidieron escribir las invitaciones a mano por considerarlo más personal (y mucho más cachondo, por supuesto). Recordaba haber comprado un paquete de cincuenta cajas de cerillas corrientes en el IGA de Cleaves Mills y escribir el mensaje en cada una de ellas con un rotulador rojo de punta fina. Con toda probabilidad, la caja que tenía en la mano era la última de la tribu, y la examinó con la curiosidad de una arqueóloga y el dolor de una amante.

    Scott y Lisa Landon
    19 de noviembre de 1979
    “Ahora somos dos.”

    Lisey sintió que las lágrimas le escocían los ojos. La frase Ahora somos dos había sido idea de Scott; le explicó que era una variación de un título de la serie de Winnie-the-Pooh. Recordó al instante a cuál se refería (¿Cuántas veces había acosado a Jodotha o Amanda para que le leyeran la historia del bosque de los cien acres?) y considerò que Ahora somos dos era una frase brillante, perfecta. Lo besó de alegría. Ahora apenas podía mirar aquella caja de cerillas con su mensaje alocado y valiente. Se hallaba en el otro extremo del arcoiris, ahora era una sola, qué número tan estúpido. Se guardó la caja de cerillas en el bolsillo de la pechera de la blusa y se enjugó las lágrimas que a fin de cuentas no había logrado contener y que le resbalaban por las mejillas. Por lo visto, investigar el pasado era una tarea mojada.
    ¿Qué me está pasando?
    Habría pagado el precio de su caro BMW y más por conocer la respuesta a esa pregunta. ¡Con lo bien que parecía estar! Había llorado la muerte de Scott y luego seguido adelante. Había arrancado las malas hierbas y luego seguido adelante. Durante más de dos años, la vieja canción se aplicó a ella: Me las apaño muy bien sin ti. Pero entonces comenzó a limpiar su estudio, y eso despertó el fantasma de Scott, no en un mundo lejano y etéreo, sino en ella. Sabía incluso cuándo y dónde había empezado. Fue al final del primer día, en ese rincón no del todo triangular que Scott llamaba su rincón de los recuerdos. Era allí donde los galardones literarios colgaban de la pared y las menciones descansaban en una vitrina. El Premio Nacional de Literatura, el Pulitzer de novela, el Premio de Novela Fantástica por Demonios vacíos. ¿Y qué había sucedido?
    -Me rompí –musitó Lisey con voz débil y asustada al tiempo que volvía a doblar el papel de aluminio sobre la tarta nupcial fosilizada.
    No existía otra palabra para definirlo. Se rompió. No lo recordaba con absoluta claridad, tan sólo que empezó porque tenía sed. Fue a buscar un vaso de agua en el
    puñetero e inútil cuartito que hacía las veces de bar..., inútil porque Scott ya no bebía, aunque sus escarceos con el alcohol habían durado bastantes años más que su amorío con el tabaco..., y del grifo no salió ni una gota de agua, del frigo no salió más que el sonido enloquecedor del aire impulsado por las tuberías, y podría haber esperado hasta que saliera agua, porque habría acabado saliendo, pero lo que hizo fue cerrar el grifo y regresar al umbral entre el bar y el llamado rincón de los recuerdos, y la lámpara de techo estaba encendida, pero era de las que podían amortiguarse y estaba muy baja. Con aquella luz, todo parecía normal, todo igual, ja ja. Casi esperaba verlo abrir la puerta de la escalera exterior, entrar, poner la música a todo trapo y empezar a escribir. Como si no le hubieran quitado las pilas para siempre. ¿Y qué esperaba sentir? ¿Tristeza? ¿Nostalgia? ¿En serio? ¿Algo tan correcto, tan femenino como nostalgia? En tal caso, menuda risa, porque el sentimiento que se apoderó de ella en aquel momento, un sentimiento febril y helado a un tiempo, fue


    3

    El sentimiento que se apodera de ella..., de Lisey la práctica, la que siempre conserva la calma (salvo quizás el día en que se ve obligada a blandir la espalda de plata, e incluso ese día, intenta convencerse a sí misma, estuvo estupenda), de la pequeña Lisey, que no pierde los papeles cuando todos los demás sí los pierden..., el sentimiento que se apodera de ella es una suerte de furia inflamada y constante, una furia divina que parece empujar a un lado su mente y adueñarse de su cuerpo. No obstante, y no sabe si se trata de una paradoja o no, esa furia también da la impresión de aclararle las ideas, debe de ser eso, porque de repente lo entiende. Dos años es mucho tiempo, pero por fin se le enciende la bombilla. Lo pilla todo. Ve la luz.
    Ha estirado la pata, como suele decirlo. (¿Te gusta?)
    Se ha ido al otro barrio (¿No te encanta?)
    Está criando malvas (Una que pesqué en el lago al que todos vamos a beber y pescar.)
    Y si lo reduces a la esencia, ¿qué te queda? Bueno, pues que la ha dejado tirada. Se ha ido por patas. Se ha largado a la francesa. Se ha esfumado como por arte de magia. Ha dejado a la mujer que lo quería con cada fibra de su cuerpo y cada célula de su cerebro no tan inteligente, y lo único que le queda ahora a ella es esta... mierda de... puñetera... carcasa.
    Y se rompe. Lisey se rompe. Mientras entra como una exhalación en su estúpido rincón de los recuerdos, le parece oírlo decir PPCCN, cariño, Ponte las pilas cuando lo consideres necesario, pero las palabras se pierden, y Lisey empieza a arrancar placas, fotografías y menciones enmarcadas de las paredes. Coge el busto de Lovecraft que el jurado del Premio de Novela Fantástica le entregó por Demonios vacíos, aquel libro espantoso, y lo arroja a la otra punta del estudio.
    -Jódete, Scott, ¡jódete!
    Es una de las pocas veces que ha utilizado esta palabra de forma tan descarnada desde que Scott atravesó el vidrio del invernadero con la mano, la noche de la dáliva sangrienta. Aquel día estaba furiosa con él, pero nunca había estado tan furiosa con él como ahora; si estuviera aquí, quizás lo volvería a matar. Está hecha un basilisco y arranca todas aquellas manifestaciones de vanidad futil hasta dejar las paredes desnudas (pocas de las cosas que tira al suelo se rompen, gracias a la mullida moqueta..., menos mal, pensará más tarde, tras recuperar la cordura). Mientras gira y gira sobre sí misma, convertida en un tornado, grita su nombre una y otra vez, grita Scott y Scott y Scott,
    grita de dolor, de pérdida, grita para hacer que vuelva, que vuelva, por favor. Nada de todo igual, nada es igual sin él, le odia, le echa de menos, hay un agujero enorme en ella, un viento más frío que el que soplaba desde Yellowknife sopla ahora a través de ella, el mundo está tan vacío y tan desprovisto de amor que no hay nadie en él para gritar tu nombre y traerte de vuelta a casa. Por fin coge la pantalla del ordenador instalado en el rincón de los recuerdos, y su espalda emite un crujido de advertencia cuando lo levanta, pero a hacer puñetas su espalda, las paredes desnudas se mofan de ella, y ella está furiosa. Se da la vuelta torpemente con la pantalla en las manos y la arroja contra la pared. Se oye un golpe hueco, POOOMP, y de repente se hace el silencio.
    No, fuera cantan los grillos.
    Lisey se desploma sobre la moqueta salpicada de recuerdos, sollozando. ¿Y consigue que vuelva? ¿Consigue traerlo de regreso a su vida mediante la fuerza de su dolor transformado ahora en furia? ¿Ha vuelto Scott como agua por una tubería largo tiempo vacía? Lisey cree que la respuesta a estas preguntas es


    4

    -No –murmuró Lisey.
    Porque, por demencial que pareciera, daba la impresión de que Scott había empezado a disponer para ella las estaciones de la dáliva mucho antes de morir. Poniéndose en contacto con el doctor Alberness, por ejemplo, que por casualidad era un admirador suyo de tres pares de narices y cojones. Consiguiendo de alguna manera hacerse con el historial médico de Amanda y llevarlo a la comida, por el amor de Dios. Y el colmo de los colmos: El señor Landon me dijo que si algún día llegaba a conocerla, le preguntara cómo había conseguido engañar a la enfermera en Nashville.
    Y... ¿cuándo había guardado la caja de cedro de la buena de ma bajo la cama de Bremen? Porque sin duda había sido Scott; Lisey sabía a ciencia cierta que ella no la había puesto ahí.
    ¿1996?
    (calla)
    En invierno de 1996, cuando la mente de Scott se quebró, y ella...
    (CALLA LISEY)
    De acuerdo..., de acuerdo, no hablaría del invierno de 1996..., de momento, pero más o menos encajaba. Y...
    La caza de la dáliva. Pero ¿por qué? ¿Con qué finalidad? ¿Para permitirle afrontar a plazos algo que no podía afrontar al contado? Quizás. Probablemente. Scott sabía de esa cosas, sin duda comprendería a una mente deseosa de ocultar sus recuerdos más terribles detrás de cortinas o guardarlos en cajas de fragancia dulce.
    Una dáliva buena.
    Oh, Scott, ¿qué tiene de buena? ¿Qué tiene de bueno todo este dolor, toda esta pena?
    Una dáliva corta.
    En tal caso, la caja de cedro era el final o bien estaba cerca del final, y Lisey tenía la sensación de que si seguía mirando mucho más, ya no habría vuelta atrás.
    Tesoro, suspiró Scott..., pero sólo en su mente. No existían los fantasmas, tan sólo la memoria. Tan sólo la voz de su marido muerto. Lisey lo creía; lo sabía, de hecho. Podía cerrar la caja. Podía correr la cortina. Podía dejar descansar el pasado.
    Cariño.
    Él siempre tenía que decir la suya, aun muerto. Lisey lanzó un suspiro, un sonido que se le antojó solitario y solitario, y decidió continuar. Jugaría a ser Pandora a fin de cuentas. 5 La única otra cosa que había guardado en la caja de su boda cutre y no religiosa (aunque su matrimonio había durado a pesar de ello, había aguantado muy bien), era una fotografía sacada en el banquete, celebrado en The Rock, el antro de rock and rolll más atrevido, follonero, barriobajero y sucio de Cleaves Mills. Los mostraba a ella y a Scott en la pista cuando abrían el primer baile. Ella llevaba su vestio de encaje blanco, Scott un sencillo traje negro, el de sepulturero, como lo llamaba él, que había comprado para la ocasión y llevado una y otra vez durante la gira de promoción de Demonios vacíos aquel invierno. Al fondo vio a Jodotha y Amanda, ambas imposiblemente jóvenes y guapas, el pelo recogido, las manos petrificadas a medio aplauso. Lisey miraba a Scott, y él le devolvía la mirada con una sonrisa, la mano en su cintura, y oh Dios, qué largo llevaba el cabello, casi hasta los hombros, lo había olvidado.
    Lisey acarició la fotografía con las yemas de los dedos, deslizándolos sobre las personas que habían asistido a ¡SCOTT Y LISEY, EL COMIENZO! y descubrió que incluso recordaba el nombre del grupo de Boston (The Swinging Johnsons, qué gracioso2) y la canción que habían bailado delante de sus amigos, una versión de “Demasiado tarde para echarse atrás”, de Cornelius Brothers y Sister Rose. -Oh, Scott –suspiró. Otra lágrima le rodó por la mejilla, y Lisey se la enjugó con ademán distraído. Luego dejó la fotografía sobre la mesa de la soleada cocina y siguió investigando. Había una pila delgada de cartas de restaurante, servilletas de bar y cajas de cerillas de moteles del Medio Oeste, así como un programa de la Universidad de Indiana en Bloomington en el que se anunciaba una lectura de Demonios vacíos, de Scott Linden. Recordaba haberlo guardado por el gazapo y decirle a Scott que algún día valdría una fortuna. Scott le había respondido que podía esperar sentada. La fecha indicada en el programa era el 19 de marzo de 1980..., así que ¿dónde estaban sus recuerdos de The Antlers? ¿No se había llevado nada de allí? Por aquel entonces casi siempre se llevaba algo, era como una especie de afición, y habría jurado que... Retiró el programa de “Scott Linden” y debajo encontró una carta color violeta oscuro con las palabras The Antlers y Roma, New Hampshire, impresas en oro sobre ella. Y oyó a Scott hablar con tanta claridad como si se lo estuviera susurrando al oído: Hablando del rey de Roma... Lo dijo aquella noche en el restaurante del hotel (desierto salvo por ellos y una única camarera), tras pedir la recomendación del chef para los dos. Y otra vez más tarde, en la cama, al cubrir su cuerpo con el de él. -Me ofrecí a pagarla –murmuró mientras sostenía la carta en alto en su cocina soleada y vacía-, y el hombre me dijo que me la podía llevar porque éramos los únicos clientes. Y por la tormenta de nieve.
    2 Juego de palabras entre el nombre Jonson y su significado en argot, “polla”, que llevaría a traducir el nombre del grupo como “Las pollas oscilantes”. (N. de la t.)

    Aquella extraña tormenta de nieve en pleno octubre. Habían pasado dos noches en el hotel en lugar de una, como habían previsto, y la segunda noche, Lisey había permanecido despierta largo rato después de que Scott se durmiera. El frío que había traído consigo la inusual nevada ya se alejaba, y Lisey oía la nieve derretirse y gotear de los alerones. Se quedó tendida en la cama desconocida (la primera de tantas camas
    desconocidas que compartiría con Scott), pensando en Andrew “Chispas” Landon, en Paul Landon y en Scott Landon..., Scott el superviviente. Pensando en dálivas. Dálivas buenas y dálivas sangrientas.
    Pensando en la cortina violeta. Pensando en eso también.
    En un momento dado, el viento había abierto las nubes, y la habitación quedó bañada por la luz de la luna. A aquella luz consiguió conciliar por fin el sueño. Al día siguiente, domingo, pasearon en coche por el campo, que perdía el aspecto invernal a pasos agigantados para regresar al otoño, y menos de un mes más tarde estaban bailando al son de The Swinging Johnsons: “Demasiado tarde para echarse atrás”.
    Abrió la carta con letras estampadas en oro para comprobar en qué había consistido la recomendación del chef aquella lejana noche, y del interior cayó una fotografía. Lisey la recordó al instante. El propietario del establecimiento la habia sacado con la pequeña Nikon de Scott. El tipo desenterró dos pares de botas de nieve (tenía los esquís de fondo aún guardados en North Conway, les explicó, junto con sus cuatro motos de nieve) e insistió en que Scott y Lisey hicieran una pequeña excursión por el sendero que arrancaba detrás del hotel. El bosque es mágico con la nieve, aseguró, según recordaba Lisey, y lo tendrán para ustedes solos, sin un solo esquiador ni una sola máquina quitanieves. Es una ocasión única.
    Incluso les preparó la comida y les regaló una botella de vino. Y ahí estaban, embutidos en pantalones de esquí, parkas y unas orejeras que la afable esposa del propietario les había encontrado (La parka de Lisey le venía ridículamente grande, tanto que el dobladillo le llegaba por la rodilla), posando de pie para la foto delante de un hotel rural, en medio de lo que parecía una ventisca de efectos especiales, calzados con botas de nieve y sonriendo como un par de chiflados encantados de la vida. La mochila en la que Scott llevaba la comida y el vino también era prestada. Scott y Lisey, de camino al árbol ñam-ñam, aunque ninguno de los dos lo sabía. De camino a un viaje por el sendero de los recuerdos. Sólo que para Scott Landon, el sendero de los recuerdos era el Callejón de los Monstruos, y no era de extrañar que no quisiera ir allí a menudo.
    Aun así, pensó Lisey mientras deslizaba los dedos sobre aquella fotografía, como había hecho con la fotografía del baile nupcial, debías de saber que tendrías que ir al menos una vez antes de que me casara contigo, te gustara o no. Tenías algo que decirme, ¿verdad? La historia que respaldaría tu única condición innegociable. Debiste pasarte semanas buscando el lugar idóneo. Y cuando viste ese árbol, ese sauce tan cargado de nieve que formaba una gruta en su interior, supiste que lo habías encontrado y no pudiste aplazar más el asunto. Me pregunto cuán nervioso debías de estar, hasta qué punto te asustaba la idea de que te escuchara y después te dijera que no quería casarme contigo a fin de cuentas.
    Lisey creía que debía de estar muy nervioso, desde luego. Recordaba su silencio en el coche. ¿No había pensado incluso entonces que algo le rondaba la cabeza? Sí, porque por lo general Scott era muy hablador.
    -Pero para entonces ya debías de conocerme lo suficiente... –empezó, pero dejó la frase sin terminar.
    Lo bueno de hablar sola es que por lo general no tenías por qué terminar las frases. En octubre de 1979, Scott debía de conocerla lo suficiente para creer que permanecería a su lado. Por el amor de Dios, al ver que no lo abandonaba después de que se hiciera la mano pedazos con un vidrio del invernadero Parks, debió de convencerse de que Lisey no lo abandonaría. Pero ¿la perspectiva de revelar aquellos recuerdos, de tocar aquellas fibras antiguas, pero sensibles, lo había puesto nervioso? Suponía que más que nervioso, más bien muerto de miedo.
    Pero pese a ello, Scott le había tomado la mano enguantada y señalado el lugar con la mano libre.
    -¿Por qué no comemos allí, Lisey? Metámonos debajo de ese


    6

    -¿Por qué no comemos debajo de aquel sauce? –propone.
    Lisey acepta el plan de buen grado. En primer lugar, está hambrienta. En segundo lugar, le duelen las piernas, sobre todo las pantorrillas, a causa del desacostumbrado ejercicio que representa caminar con botas de nieve. Levantar, girar, agitar..., levantar, girar, agitar. Pero sobre todo quiere dejar de contemplar durante en rato la nieve que no cesa de caer. El paseo ha hecho justicia a las promesas del propietario del hotel, y la quietud es algo que sin duda recordará durante el resto de su vida, un silencio tan sólo quebrado por el crujido de sus botas, de su respiración y del lejano golpeteo inquieto de un pájaro carpintero. Pero el chaparrón de copos enormes (no se le ocurre otra forma de describirlo) empieza a agobiarla. Caen con tal densidad y rapidez que le impiden concentrarse, hasta el punto de que se siente desorientada y un poco mareada. El sauce se alza en el margen de un claro, las frondas aún verdes doblegadas por una gélida capa blanca.
    ¿Se llaman frondas? se pregunta Lisey. Se propone preguntárselo a Scott durante la comida; Scott lo sabrá. Pero no llega a preguntárselo porque surgen menesteres más importantes.
    Scott se acerca al sauce, y Lisey lo sigue, levantando los pies y agitándolos para desprender la nieve de las botas mientras sigue las pisadas de su prometido. Al llegar junto al árbol, Scott separa las... (frondas, ramas o cómo se llamen) cubiertas de nieve como si de una cortina se tratara y se asoma al interior. Su trasero cubierto por los vaqueros sobresale hacia ella como una invitación.
    -¡Lisey! –la llama-. ¡Esto es genial! Ya verás c...
    Lisey levanta la bota de nieve A y la estrella contra el Trasero con Vaqueros B. El prometido C desaparece al instante en las profundidades del Sauce Nevado D (con una exclamación de sorpresa). Es gracioso, muy gracioso, y Lisey empieza a reír bajo la nieve que no deja de caer. Está cubierta de nieve; incluso las pestañas le pesan.
    -¿Lisey? –le llega desde el interior del paraguas blanco.
    -¿Sí, Scott?
    -¿Me ves?
    -No –replica ella.
    -Pues acércate un poco más.
    Lisey obedece, siguiendo las pisadas de Scott, convencida de lo que le espera, pero cuando los brazos de su prometido surgen por entre la cortina cubierta de nieve y su mano le agarra la muñeca, se sobresalta y lanza una carcajada histérica porque lo cierto es que está un poco asustada. Scott tira de ella, y la blancura helada le azota el rostro, cegándola por un instante. La capucha de la parka cae hacia atrás, y la nieve se le cuela por el cuello, gélida contra su piel aún caldeada. Las orejeras se le ladean. Oye un golpe sordo cuando grandes coágulos de nieve se desprenden de las ramas y caen al suelo a su espalda.
    -¡Scott! –jadea-. Scott, me has dado un susto de...
    Pero se calla en seco.
    Scott está de rodillas ante ella, la capucha de la parka echada hacia atrás, dejando al descubierto una melena oscura casi tan larga como la suya. Lleva las orejeras
    alrededor del cuello como si de auriculares se tratara. La mochila está junto a él, apoyada contra el tronco. La está mirando con una sonrisa, pidiéndole en silencio que le mole aquello. Y le mola. Le mola muchísimo. A cualquiera le molaría, piensa.
    Es como obtener permiso para entrar en el club donde su hermana mayor jugaba con sus amigas a piratas...
    Pero no. Esto es mejor, porque no huele a madera vieja, revistas enmohecidas y mierda de ratón fosilizada. Es como si Scott la hubiera llevado a un mundo distinto por completo, como si le hubiera franqueado la entrada a un círculo secreto, una cúpula de tejado blanco que no pertenece a nadie más que a ellos. El círculo tiene un diámetro de unos siete metros, y en el centro se alza el tronco del sauce. La hierba que crece a su alrededor posee aún el matiz perfecto del verano.
    -Oh, Scott –suspira.
    De su boca no surge ninguna nubecilla de vaho. Se da cuenta de que hace calor ahí dentro. La nieve atrapada en las ramas inclinadas ha aislado el espacio. Se baja la cremallera del chaquetón.
    -Es genial, ¿verdad? Y ahora escucha el silencio.
    Scott calla. Ella también. Al principio cree que no hay ningún sonido, pero no es del todo cierto. Hay uno. Oye un leve tamborileo aterciopelao. Es su corazón. Scott alarga la mano, le quita los guantes y le coge las manos. Le besa el centro de ambas palmas. Por un instante, ninguno de los dos dice nada. Es Lisey quien por fin quiebra el silencio cuando su estómago emite un rugido de protesta. Scott estalla en carcajadas, se reclina contra el tronco del árbol y la señala con el dedo.
    -Yo también –dice-. Tenía intención de quitarte esos pantalones de esquí y echar un polvo ahora mismo, Lisey, porque hace suficiente calor, pero después de tanto ejercicio, estoy demasiado hambriento.
    -Quizás más tarde –aventura ella.
    Sabedora de que, con toda probabilidad, más tarde estará demasiado llena para follar, pero da igual; si sigue nevando, a buen seguro pasarán otra noche en The Antlers, lo cual le parece perfecto.
    Abre la mochila y dispone el almuerzo. Hay dos voluminosos bocadillos de pollo con mucha mayonesa, ensalada y dos gruesas porciones de lo que resulta ser tarta de pasas.
    -Ñam –dice él cuando Lisey le alarga uno de los platos de cartón.
    -Claro que ñam –replica ella-. Estamos bajo el árbol ñam-ñam.
    Scott se echa a reír.
    -Bajo el árbol ñam-ñam. Me gusta –De repente, su sonrisa se desvanece, y la mira con expresión solemne-. Es un sitio genial, ¿verdad? -Sí, Scott, genial.
    Scott se inclina hacia delante por encima de la comida; Lisey también se inclina para salir a su encuentro. Se besan por encima de la ensalada.
    -Te quiero, pequeña Lisey.
    -Yo también te quiero.
    Y en aquel momento, aislados del mundo en este círculo de silencio tan verde y secreto, siente que nunca lo ha querido más. Esto es ahora.


    7

    Pese a haber afirmado que estaba hambriento, Scott sólo se come la mitad del bocadillo y un poco de ensalada. No llega a probar la tarta de pasas, pero bebe más de
    media botella de vino. Lisey come con más apetito, pero no tanto como había esperado. Siente una punzada de inquietud. Sea lo que sea lo que le ronda por la cabeza a Scott, le resultará difícil decirlo y quizás aún más difícil a ella escucharlo. Lo que más la preocupa es que no imagina de qué puede tratarse. ¿Algún problema con la ley en el campo de Pensilvania oriental, donde se crió? ¿Tenía quizás un hijo? ¿Se habría casado de adolescente, un trabajillo rápido que dos meses más tarde había acabado en divorcio o anulación? ¿Se trata de Paul, el hermano que murió? Sea lo que fuere, está a punto de averiguarlo. Aquí hay una colilla, aquí se ha fumado, habría dicho la buena de ma. Scott se queda mirando su trozo de tarta, parece plantearse la posibilidad de hincarle el diente y por fin se decanta por sacar los cigarrillos.
    Recuerda el día en que le dijo que la familia era una mierda y piensa: Se trata de las dálivas. Me ha traído hasta aquí para hablarme de las dálivas. No le sorprende comprobar que esta idea la asusta sobremanera.
    -Lisey –empieza Scott-. Tengo que explicarte una cosa. Y si eso hace que cambies de idea respecto a lo de casarte conm...
    -Scott, no estoy segura de querer escuchar...
    Scott la mira con una sonrisa entre cansina y temerosa.
    -Ya me imagino que no estás segura. Y también sé que no tengo ningunas ganas de decírtelo. Pero es como ir al médico para que te pongan una inyección..., no, peor, como cuando te quitan un quiste o un carbúnculo. Pero algunas cosas tienen que hacerse –Sus relucientes ojos color avellana están clavados en los de ella-. Lisey, si nos casamos, no podemos tener hijos. Es innegociable. No sé hasta qué punto quieres tener hijos ahora mismo, pero procedes de una familia numerosa y lo más normal sería que algún día quisieras tener la casa llena de niños. Tienes que saber que si estás conmigo, eso no podrá ser. Y no quiero que dentro de cinco y diez años me reproches a gritos que eso no formaba parte del trato.
    Fuma una calada y exhala el humo por la nariz. El humo se eleva en una columna azul grisácea. Scott la mira de nuevo con el rostro muy pálido y los ojos muy abiertos. Como gemas, piensa ella, fascinada. Por primera y única vez lo ve no como un hombre apuesto (lo cual no es, aunque con la luz adecuada puede resultar impactante), sino hermoso, con la clase de hermosura que poseen algunas mujeres. Eso la fascina y por alguna razón la horroriza al mismo tiempo.
    -Te quiero demasiado para mentirte, Lisey. Te quiero con todo lo que se supone que es mi corazón. Sospecho que esa clase de amor total puede llegar a resultar una carga para la mujer al cabo de un tiempo, pero es la única clase de amor que puedo dar. Creo que seremos un matrimonio rico en términos económicos, pero con toda probabilidad yo seré toda la vida un indigente en términos emocionales. Ganaré mucho dinero, pero en cuanto a lo demás, tengo lo justo para ti, y no pienso ensuciarlo ni diluirlo a base de mentiras. Ni de palabra ni de omisión.
    Scott lanza un suspiro tembloroso y se llevaba el dorso de la mano en la que sujeta el cigarrillo a la frente, como si le doliera la cabeza. Al poco la aparta y vuelve a mirar a Lisey.
    -Nada de hijos, Lisey. No podemos. Yo no puedo.
    -Scott, ¿eres...? ¿Algún médico...?
    Scott menea la cabeza.
    -No es nada físico. Escúchame, cariño, está aquí –se golpetea la frente, justo entre los ojos-. Los Landon y la locura siempre van de la mano, y no estoy hablando de un relato de Edgar Allan Poe ni de una de esas novelas victorianas en las que la familia tiene a la tía chiflada encerrada en el desván. Estoy hablando de la locura real, de esa que se lleva en la sangre y se transmite.
    -Scott, tú no estás loco…
    Pero Lisey recuerda la noche en que surgió de la oscuridad, alargándole la mano hecha jirones, la voz pletórica de júbilo y alivio. Un alivio demencial. Recuerda sus propios pensamientos mientras le envolvía la mano en la blusa, que quizás Scott estaba enamorado de ella, pero también estaba medio enamorado de la muerte.
    -Sí que lo estoy –musita él-. Estoy loco. Sufro delirios y visiones. La única diferencia es que los escribo. Los escribo y la gente me paga por leerlos.
    Por un instante, Lisey se queda demasiado estupefacta (o quizás es el recuerdo de la mano destrozada, un recuerdo que ha desterrado de forma deliberada, lo que la ha dejado estupefacta) para responder. Scott está hablando de su oficio (pues así es como lo denomina siempre en sus conferencias, no su arte, sino su oficio) como si de un delirio se tratara. Y eso sí es una locura.
    -Scott –dice por fin-, escribir es tu trabajo.
    -Crees que lo entiendes –replica él-, pero no entiendes la cara oscura. Espero que tengas la suerte de no entenderla jamás, pequeña Lisey. Y no voy pasarme horas bajo este árbol para contarte la historia de los Landon, porque sólo conozco una pequeña parte. Investigué tres generaciones y después lo dejé. Ya vi suficiente sangre, parte de ella la mía, cuando era niño, y en cuanto el resto, me limité a creer lo que contaba mi padre. Cuando era niño, papá decía que los Landon... y los Landreau antes de ellos, se dividían en dos categorías, los esfumados y los del mal rollo. El mal rollo era mejor, porque se podía desahogar cortando. Tenías que cortar si no querías pasarte la vida entera en el loquero o en la cárcel. Papá decía que era la única manera.
    -¿Te refieres a la automutilación, Scott?
    Scott se encoge de hombros con expresión incierta. Tampoco ella está segura. A fin de cuentas, lo ha visto desnudo. Tiene algunas cicatrices, pero pocas.
    -¿Dálivas sangrientas? –pregunta.
    Esta vez se muestra más seguro.
    -Sí, dálivas sangrientas.
    -La noche que atravesaste el vidrio del invernadero con la mano, ¿estabas desahogando el mal rollo?
    -Supongo. Sí. En cierto modo.
    Scott aplasta el cigarrillo en la hierba. Se entretiene largo rato y no la mira.
    -Es complicado –explica por fin-. Tienes que recordar lo mal que me sentía aquella noche. Se habían acumulado muchas cosas...
    -No debería haber...
    -No –la interrumpe Scott-, déjame acabar. Sólo puedo decir esto una vez.
    Lisey enmudece.
    -Estaba borracho, me sentía fatal y llevaba mucho tiempo sin desahogar el mal rollo. No me había hecho falta. Sobre todo gracias a ti, Lisey.
    Lisey tiene una hermana que atravesó un alarmante episodio de automutilación a los veintipocos años. Amanda lo ha superado, gracias a Dios, pero le quedan las cicatrices, sobre todo en la cara interior de los brazos y los muslos.
    -Scott, si te has automutilado muchas veces, ¿no deberías tener cicatrices...?
    -Y la primavera pasada –prosigue él como si no la hubiera oído-, cuando ya llevaba tiempo convencido de que se había callado para siempre, va y empieza a hablarme otra vez. “¡Lo llevas en la sangre, Scoot!”, le oía decir. “Lo llevas en la sangre como un virus, ¿a que sí?”
    -¿Quién, Scott? ¿Quién empezó a hablarte?
    Sabiendo que sólo puede referirse a Paul o a su padre, y que con toda probabilidad no es Paul.
    -Papá. Va y me dice “Scooter, si quieres ser bueno, más vale que sueltes ese mal rollo. Pero ya, no te cuelgues, puñeta.” Y eso es lo que hice. Un poquito..., un poquito... –Describe pequeños movimientos de corte, uno en la mejilla, otro en el brazo, para ilustrar sus palabras-. Y aquella noche, cuando te enfadaste... –Se encoge de hombros-. Fui a por todas. Para acabar de una vez por todas. De una vez por todas. Y todo fue bien. Todo fue bien. Te aseguro que me cortaría hasta desangrarme antes de hacerte daño. No quiero hacerte daño nunca –Su rostro se contrae en un rictus de desprecio que Lisey no le ha visto jamás-. Nunca he sido como él. Mi papá... El puto señor Chispas –espeta.
    Lisey guarda silencio. No se atreve a hablar. De todos modos, no sabe si podría aunque quisiera. Por primera vez en varios meses se pregunta cómo es posible que se cortara la mano como se la cortó y apenas le quedaran cicatrices. Es imposible. Piensa: No tenía cortes en la mano; tenía la mano destrozada.
    Entretanto, Scott ha encendido otro Herbert Tareyton con mano ligeramente temblorosa.
    -Te contaré una historia –anuncia-. Sólo una, pero representa todas las historias de la infancia de un hombre. Porque las historias son lo mío –se queda mirando la columna ascendente de humo-. Las pesco en el lago. Te he hablado del lago, ¿verdad?
    -Sí, Scott, adonde todos vamos a beber.
    -Sí, y donde arrojamos las redes. A veces los pescadores más valientes, los Austen, los Dostoievsky, los Faulkner, incluso fletan embarcaciones y navegan hasta donde nadan los grandes, pero ese lago es traicionero, más grande de lo que parece, más profundo de lo que ningún hombre puede adivinar, y cambia de aspecto, sobre todo cuando anochece.
    Lisey no hace comentario alguno. La mano de Scott se desliza por su cuello. En un momento dado se introduce bajo el chaquetón desabrochado para posarse sobre su pecho. No como muestra de lujuria, de eso está bastante segura, sino en busca de consuelo.
    -Muy bien –dice-. Es la hora del cuento. Cierra los ojos, pequeña Lisey.
    Lisey obedece. Por un instante, el mundo bajo el árbol ñam ñam se sume en la oscuridad además del silencio, pero Lisey no tiene miedo; puede oler a Scott y sentir su presencia junto a ella. Nota el tacto de su mano, ahora apoyada sobre su clavícula. Podía estrangularla fácilmente con esa mano, pero no hace falta que le asegure que nunca le hará daño, al menos físicamente, porque Lisey ya lo sabe. La herirá, desde luego, pero sobre todo con palabras. Con esa boca que nunca cierra.
    -Muy bien –repite el hombre con el que se casará dentro de menos de un mes-. Esta historia puede constar de cuatro partes. La Primera Parte se titula “Scooter en el banco”.
    -Había una vez un niño, un chiquillo flaco y asustado llamado Scott, sólo que cuando su papá estaba de mal rollo y cortarse a sí mismo no le bastaba para desahogarse, entonces lo llamaba Scooter. Y un día, un día terrible y demencial, el chiquillo estaba de pie en un sitio muy alto, mirando abajo, hacia la tarima pulida del lejano suelo, hacia la sangre de su hermano


    8

    que se desliza despacio a lo largo de una grieta entre dos tablones.
    Salta, le ordena su padre. Y no por primera vez. Salta, capullín de mierda, cobardica asqueroso, ¡salta ahora mismo!
    ¡Tengo miedo, papá! ¡Está demasiado alto!
    No es verdad, y me importa una mierda si tienes miedo o no, salta de una puñetera vez o haré que lo lamentes y que tu hermano lo lamente aún más, así que ¡soldados a saltar!
    Papá calla un momento, mirando de un lado a otro, los ojos enloquecidos como siempre que está de mal rollo, moviéndolos de un modo casi sonoro, y luego los clava de nuevo en el niño de tres años que está de pie sobre el largo banco que hay en el recibidor de la enorme y destartalada granja, en la que las corrientes de aire están a la orden del día. Está ahí de pie con la espalda apretada contra las hojas estarcidas en la pared rosada de esta granja situada en pleno campo, donde la gente se ocupa de sus propios asuntos.
    Puedes decir Jerónimo si quieres, Scoot. A veces dicen que ayuda si lo gritas muy fuerte cuando saltas del avión.
    Así que Scott lo hace, necesita toda la ayuda posible, de modo que grita ¡JERÓMINO!, lo cual no es del todo exacto y de todos modos no ayuda porque sigue sin poder saltar del banco hasta la tarima pulida del suelo, tan lejana.
    Aaaaaaah, por el puto amor del puto Dios.
    Papá tira de Paul. Paul tiene seis años, casi siete, es alto y tiene el pelo rubio oscuro, muy largo delante y a los lados, necesita un corte de pelo, necesita ir a ver al señor Baumer de la barbería de Martensburg, el señor Baumen con la cabeza de alce colgada de la pared y el banderín desvaído en el escaparate, en el que se ve la bandera americana y las palabras YO HE SERVIDO, pero tardarán algún tiempo en ir a Martensburg, y Scott lo sabe. No van al pueblo cuando papá está de mal rollo, y papá ni siquiera irá a trabajar durante unos días porque está de vacaciones.
    Paul tiene los ojos azules, y Scott lo quiere más que a nada. Más que a sí mismo. Esta mañana, los brazos de Paul aparecen cubiertos de sangre y surcados de cortes, y papá vuelve a coger la navaja de bolsillo, la odiosa navaja que ha bebido tanta de su sangre, y la sostiene en alto para que el sol matinal le arranque destellos. Papá ha bajado la escalera llamándolos a gritos (¡Dáliva! ¡Dáliva! ¡Venid aquí los dos!) Si la dáliva es contra Paul, papá corta a Scott, y si es contra Scott, corta a Paul. Aun de mal rollo, papá entiende la esencia del amor.
    O saltas, gallina de mierda, o tendré que cortarle otra vez.
    ¡No, papá! chilla Scott. ¡No le cortes más, por favor! Saltaré.
    ¡Pues hazlo! El labio superior de papá deja al descubierto sus dientes. Sus ojos ruedan enloquecidos en las cuencas, giran y giran como si buscara a gente acechando en los rincones, y quizás es así, probablemente, porque a veces lo oyen hablar con gente que no está. A veces Scott y su hermano los llaman la los Tipos del Mal Rollo y a veces los Tipos de la Dáliva Sangrienta.
    ¡Hazlo, Scooter! ¡Hazlo de una vez, Scoot! ¡Grita Jerónimo y a saltar, soldados! ¡No queremos gallinas de mierda en esta familia! ¡Ahora!
    ¡Jerómino! grita Scott, y aunque los pies le tiemblan y sus piernas se agitan, no consigue saltar. Piernas de cobarde, piernas de gallina de mierda. Papá no le da otra oportunidad. Papá hace un corte profundo en el brazo de Paul, y la sangre cae en una cortina. Parte de ella va a parar a los pantalones cortos de Paul, otra parte a sus zapatillas deportivas y la mayoría al suelo. Paul hace una mueca, pero no grita. Sus ojos suplican a Scott que acabe con aquello, pero su boca permanece cerrada. Su boca se niega a suplicar.
    En U.S. Gypsum (que los niños llaman U.S. Gyppum porque así es como su padre llama la empresa), los hombres llaman a Andrew Landon Chispas o a veces señor Chispas. Ahora su rostro se cierne sobre el hombro de Paul, y su mata de cabello
    encanecido se eriza como si la electricidad con la que trabaja se le hubiera metido en el cuerpo, y sus dientes se muestran en una sonrisa de Halloween y sus ojos carecen de expresión porque papá se ha ido, es un esfumado, no hay nada allí salvo el mal rollo, ya no es un hombre ni un papá, sino tan sólo una dáliva sangrienta con ojos.
    Si te quedas ahí arriba esta vez le corto la oreja, dice la cosa con el pelo electrificado de su papá, la cosa metida en el cuerpo de papá. Si te quedas ahí arriba la próxima vez le corto el puto cuello. Me importa una mierda. Depende de ti, Scooter Scooter viejo Scoot. Dices que le quieres, pero no le quieres lo bastante para hacer que deje de cortarle, ¿verdad? Si lo único que tienes que hacer es saltar de un banco de un metro, por el amor de Dios. ¿Qué te parece, Paul? ¿Qué te parece el gallina de mierda de tu hermanito?
    Pero Paul guarda silencio y se limita a mirar a su hermano, sus ojos azul oscuro clavados en los avellana de su hermano, y este infierno continuará otros dos mil quinientos días, siete interminables años. Haz lo que puedas y a la porra lo demás, dicen los ojos de Paul a Scott y eso le parte el corazón y cuando por fin salta del banco (una parte de él convencido de que está a punto de perder la vida) no es por las amenazas de su padre, sino porque los ojos de su hermano le han dado permiso para quedarse ahí arriba si al final resulta que lo asusta demasiado saltar.
    Para quedarse sobre el banco aunque eso suponga la muerte de Paul Landon.
    Aterriza en el suelo y cae de rodillas en la sangre que empapa los tablones. Rompe a llorar, asombrado de comprobar que sigue vivo, y entonces su padre lo rodea con el brazo, el fuerte brazo de su padre lo levanta del suelo en un gesto ya no de furia, sino de amor. Su padre lo besa primero en la mejilla y luego en la comisura de los labios.
    ¿Lo ves, Scooter Scooter viejo Scoot? Sabía que podías hacerlo.
    Y luego papá dice que se ha terminado, que la dáliva sangrienta ha terminado y que Scott puede ocuparse de su hermano. Su padre le dice que es muy valiente, un cabroncete muy valiente, y le dice que le quiere. Y en ese instante de triunfo, a Scott ni siquiera le importa la sangre en el suelo, porque él también quiere a su padre, quiere a su loco papá de las dálivas sangrientas por permitir que todo haya terminado esta vez, aunque sabe, a pesar de tener sólo tres años sabe que habrá una próxima vez.


    9

    Scott se detiene, mira a su alrededor y ve el vino. No se molesta en servírselo en el vaso, sino que bebe a morro.
    -No fue un gran salto que digamos –dice con un encogimiento de hombros-. Pero para un niño de tres años parecía la leche.
    -Dios mío, Scott –farfulla Lisey-. ¿Se ponía así muy a menudo?
    -Bastante. Muchos de los episodios los he olvidado. Pero el día del banco se me ha quedado grabado. Y como te he dicho antes, esta historia es representativa de las demás.
    -¿Estaba...? ¿Se emborrachaba?
    -No, casi nunca bebía. ¿Estás lista para la Segunda Parte de la historia, Lisey?
    -Si es como la primera, no estoy segura.
    -No te preocupes, la Segunda Parte se titula “Paul y la dáliva buena”... No, rectifico, “Paul y la dáliva genial”, y tuvo lugar pocos días después de que el viejo me hiciera saltar del banco. Lo llamaron del trabajo, y en cuanto su camioneta se perdió de vista, Paul me dijo que me portara bien mientras él iba a Mulie’s.
    Scott se interrumpe, lanza una carcajada y sacude la cabeza como hace la gente cuando se da cuenta de que ha hecho una tontería.
    -Mueller’s, así se llamaba en realidad. Te conté que volví a Martensburg cuando el banco subastó la casa, ¿no? Fue justo antes de conocerte.
    -No, Scott.
    Scott parece desconcertado..., por un instante casi aterradoramente vago.
    -¿No?
    -No.
    No es el momento más indicado para recordarle que no le ha contado casi nada sobre su infancia...
    ¿Casi nada? Nada en absoluto, de hecho. Hasta hoy, bajo el árbol ñam ñam.
    -Bueno –masculla él (algo escéptico)-. Recibí una carta del banco de papá, la Primera Caja Rural de Pensilvania, como si hubiera una Segunda en alguna parte... Decía que se había dictado sentencia después de todos esos años y que me correspondía una parte de los beneficios de la subasta. Me dije que por qué no y fui. Por primera vez en siete años. Me gradué en el instituto de Martensburg cuando tenía dieciséis años. Pasé un montón de pruebas, me otorgaron una dispensa papal... Seguro que ya te lo había contado.
    -No, Scott.
    Scott lanza una carcajada nerviosa.
    -Bueno, pues así fue. La hostia en patinete.
    Lanza un silbido y otra carcajada nerviosa antes de engullir otro trago de la botella, que está casi vacía.
    -La casa acabó vendiéndose por setenta de los grandes más o menos, de los cuales me pagaron tres mil doscientos, qué chollo, ¿eh? Pero en fin, antes de la subasta me di una vuelta por la parte de Martensburg donde vivíamos nosotros, y la tienda seguía allí, a un kilómetro y medio de casa, y si cuando era niño alguien me hubiera dicho que sólo había un kilómetro y medio, le habría contestado que estaba chiflado. Estaba vacía, con tablones en las ventanas y un letrero de EN VENTA delante, aunque tan desvaído que apenas podía leerse. De hecho, el rótulo del tejado estaba en mejores condiciones, ése que decía ALMACÉN GENERAL MUELLER’S. Sólo que nosotros siempre lo llamábamos Mulie’s, porque así lo llamaba papá. Al igual que llamaba a la U.S. Aceros Haceros Millonarios a Costa Nuestra y a Pittsburgo, Pitoburgo... y... maldita sea, Lisey, ¿estoy llorando?
    -Sí, Scott –asiente Lisey, y su propia voz se le antoja muy lejana.
    Scott coge una de las servilletas de papel que acompañaban el almuerzo y se enjuga los ojos. Luego la deja con una sonrisa.
    -Paul me dijo que me portara bien mientras él iba a Mulie’s, y me porté bien. Siempre hacía lo que Paul me decía, ¿sabes?
    Lisey asiente. Te portas bien con las personas a las que amas. Quieres portarte bien con las personas a las que quieres porque sabes que pasarás demasiado poco tiempo con ellas, por largo que sea ese tiempo.
    -Cuestión, cuando volvió vi que llevaba dos botellas de Pepsi y supe que haría una dáliva buena, lo cual me hizo feliz. Me dijo que me fuera a mi cuarto y mirara cuentos un rato para que pudiera prepararla. Tardó mucho rato, y supe que sería una dáliva y larga, lo cual también me hizo feliz. Por fin me gritó que fuera a la cocina y mirara en la mesa.
    -¿Alguna vez te llamaba Scooter? –pregunta Lisey.
    -Él no, nunca. Cuando llegué a la cocina, Paul ya no estaba. Se había escondido. Pero sabía que me estaba observando. Encima de la mesa había un papel que decía ¡DÁLIVA! y luego...
    -Un momento –lo interrumpió Lisey.
    Scott la mira con las cejas arqueadas.
    -Tú tenías tres años..., él seis... o casi siete...
    -Exacto...
    -Pero él sabía escribir acertijos y tú, leerlos. Y no sólo leerlos, sino entenderlos.
    -Sí, ¿y? –replica Scott con las cejas aún más arqueadas por el desconcierto.
    -Scott..., ¿el chalado de tu papá sabía que estaba abusando de dos puñeteros niños prodigio?
    Scott la sorprende al echar la cabeza hacia atrás y lanzar una carcajada.
    -¡No creo que eso fuera precisamente una de sus preocupaciones! Escucha, Lisey, porque aquél fue el mejor día que recuerdo de mi infancia, quizás porque fue un día muy largo. Imagino que alguien de la planta de Gypsum la cagó, y el viejo tuvo que hacer un montón de horas extraordinarias, no lo sé, pero en cualquier caso tuvimos la casa para nosotros solos desde las ocho de la mañana hasta que se puso el sol...
    -¿Sin canguro?
    Scott no responde, tan sólo la mira como si le faltara un tornillo.
    -¿Sin alguna vecina que os echara un vistazo de vez en cuando?
    -Nuestros vecinos más próximos vivían a seis kilómetros. Mulie’s estaba más cerca. Eso era lo que quería papá, y te aseguro que los del pueblo también.
    -De acuerdo, cuéntame la Segunda Parte. “Scott y la dáliva buena”.
    -“Paul y la dáliva buena. La dáliva excelente. La dáliva genial.”
    Su rostro se suaviza con el recuerdo. Una historia para contrarrestar el horror del banco.
    -Paul tenía un cuaderno pautado con líneas azules, un cuaderno Denisson, y cuando preparaba las estaciones de una dáliva, arrancaba una hoja y luego la doblaba para poder romperla en tiras. Así el cuaderno le duraba más, ¿entiendes?
    -Sí.
    -Sólo que ese día debió de arrancar dos o incluso tres hojas. Lisey, fue una dáliva tan genial... –Al verlo recordar, Lisey visualiza al niño que fue-. La tira sobre la mesa decía ¡DÁLIVA! (la primera y la última siempre decían eso), y luego, justo debajo...


    10

    Justo debajo de ¡DÁLIVA! dice lo siguiente en las mayúsculas grandes y cuidadosas de Paul:

    1 BÚSCAME CERCA EN ALGO DULCE 16

    Pero antes de considerar el acertijo, Scott mira el número, saboreando el 16. ¡Dieciséis estaciones! Se siente embargado por un hormigueo de emoción. Lo mejor es que sabe que Paul nunca le toma el pelo. Si promete dieciséis estaciones, quince de ellas contendrán acertijos. Y si Scott no consigue adivinar uno de ellos, Paul le ayudará. Paul hablará desde su escondite con voz siniestra y aterradora (es la voz de papi, aunque Scott no repará en ello hasta años más tarde, cuando escriba una historia siniestra y aterradora titulada Demonios vacíos), y le dará pistas hasta que Scott acierte. Sin
    embargo, Scott necesita las pistas cada vez menos. Mejora a marchas forzadas en el arte de dilucidar acertijos, al igual que Paul mejora a marchas forzadas en el arte de crearlos.
    Búscame cerca en algo dulce.
    Scott mira a su alrededor y casi de inmediato se fija en el gran tarro blanco colocado sobre la mesa en un haz de luz solar salpicada de motas de polvo. Para alcanzarla se ve obligado a encarmarse a una silla y lanza una risita cuando Paul le advierte “¡No lo vuelques, maldita sea!” con su siniestra voz de papi.
    Scott levanta la tapa y sobre el azúcar encuentra otra tira de papel con otro mensaje escrito con la cuidadosa letra de imprenta de su hermano:

    2 ESTOY DONDE CLIDE SIEMPRE JUGABA CON CARETES AL SOL

    Hasta que desapareció en primavera, Clyde era su gato, y los dos niños lo adoraban, pero papi no lo adoraba porque Clyde maullaba todo el rato para que lo dejaran entrar o salir, y aunque ninguno de los dos lo dice en voz alta (y desde luego, ninguno de los dos se atrevería a preguntárselo a papi), están bastante seguros de que algo mucho más grande y malo que un zorro o un pekán acabó con Clyde. En cualquier caso, Scott sabe muy bien dónde jugaba Clyde al sol, de modo que se dirige hacia allí a la carrera, cruzando el recibidor hasta el porche trasero sin prestar atención alguna (bueno, quizás un poquito) a las manchas de sangre bajo sus pies ni al banco de los horrores. En el porche trasero hay un enorme y viejo sofá que despide olores extraños cuando te sientas en él. Huele a pedos fritos, dijo Paul un día, y Scott se rió tanto que acabó meándose en los pantalones. (Si papi hubiera estado allí, mearse en los pantalones habría significado un GRAN PROBLEMA, pero papi estaba trabajando.) Scott se acerca al sofá, donde Clyde se tumbaba de espaldas y jugaba con los carretes de hilo que Paul y Scott hacían oscilar sobre él. Extendía las patas delanteras y proyectaba una gigantesca sombra en forma de gato en la pared. Scott se arrodilla y mira debajo de cada almohadón informe hasta encontrar la tercera tira de papel, la tercera estación de la dáliva, la cual lo envía a... No importa adónde lo envía. Lo que importa es ese día interminable. Dos niños pasan la mañana entrando y saliendo de una destartalada granja situada en medio del campo, mientras el sol asciende despacio hacia el mediodía desnudo de profundidad y de sombras. Éste es un cuento sencillo de gritos, risas, polvo del patio y calcetines que resbalan hasta acumularse en torno a tobillos mugrientos; es la historia de dos niños demasiado ocupados para hacer pis dentro de casa, por lo que riegan el brezo que crece en la cara sur de la granja. Una historia que trata de un niño pequeño que abandonó los pañales hace poco y que se dedica a encontrar tiras de papel bajo la pata de la escala que conduce al piso superior del granero, debajo de la escalinata del porche, detrás de la lavadora Maytag estropeada que yace en el jardín trasero, bajo una roca cerca del viejo pozo seco... (No te caigas dentro, atontado, le advierte la siniestra voz de papi, ahora procedente de las altas malas hierbas que crecen junto al campo de alubias, este año en barbecho.) Y por fin Scott recibe el siguiente mensaje:

    15 Estoy debajo de todos tus suenos

    Debajo de todos mis sueños, piensa. Debajo de todos mis sueños... ¿Dónde es eso?
    -¿Necesitas ayuda, atontado? -entona la voz siniestra-. Porque empiezo a tener un hambre que no veas.
    Scott también. Ya es por la tarde, lleva horas jugando, pero pide un minuto más. La siniestra voz de papi le responde que tiene treinta segundos.
    Scott se devana los sesos. Debajo de todos mis sueños..., debajo de todos mis sueños...
    Por fortuna, no se le ocurren ideas relacionadas con el inconsciente ni con el ello, pero ya empieza a pensar en metáforas, y de repente la respuesta acude a su mente en una especie de destello divino. Sube la escalera con toda la rapidez que le permiten sus piernecitas, el cabello revoloteando en torno a su frente bronceada y sucia. Se acerca a su cama en la habitación que comparte con Paul, mira bajo la almohada, y en efecto, ahí está su botella de Pepsi, una grande, ni más ni menos, junto con una última tira de papel. El mensaje es el mismo de siempre:

    16 ¡DÁLIVA! ¡FIN!

    Levanta la botella igual que mucho más tarde levantará cierta pala de plata (se siente como un héroe) y de repente se gira. Paul entra en la habitación con paso indolente, llevando su propia botella de Pepsi y el abridor que ha sacado del Cajón de las Cosas de la cocina.
    -No está mal, Scottie. Has tardado un rato, pero lo has conseguido.
    Paul abre su botella y luego la de Scott. Hacen entrechocar los largos cuellos de vidrio. Paul dice que eso es “brintar” y que cuando brintas tienes que pedir un deseo.
    -¿Cuál es tu deseo, Scott?
    -Deseo que la biblioteca móvil venga este verano. ¿Y tú, Paul?
    Su hermano lo mira con calma. Dentro de un rato bajará a prepararles bocadillos de crema de cacahuete con mermelada, encaramándose al taburete del porche trasero, donde antes dormía y jugaba su mascota fatídicamente ruidosa, para sacar un tarro nuevo de margarina del estante superior de la despensa. Y dice


    11

    Pero de repente Scott enmudece. Se queda mirando la botella de vino, pero la botella de vino está vacía. Él y Lisey se han quitado las parkas. Bajo el árbol ñam-ñam ya no se respira un ambiente caldeado, sino caluroso, casi sofocante, y Lisey piensa: Tendremos que irnos pronto, porque si no la nieve que cubre las frondas se derretirá lo suficiente para desplomarse sobre nosotros.


    12

    Sentada en la cocina, con la carta de The Antlers en las manos, Lisey pensó: Y también tendré que abandonar estos recuerdos pronto, porque si no algo mucho más pesado que la nieve se desplomará sobre mí.
    Pero ¿acaso no era eso lo que quería Scott? ¿Lo que había planeado? ¿Y acaso esta dáliva no era su oportunidad para ponerse las pilas?
    Pero tengo miedo. Porque estoy tan cerca.
    ¿Cerca de qué? ¿Cerca de QUÉ?
    -Calla –susurró.
    Se estremeció como si la hubiera azotado una ráfaga de viento frío. Procedente de Yellowknife, quizás. Pero de inmediato, puesto que su mente y su corazón estaban divididos, añadió:
    -Sólo un poco más.
    Es peligroso. Peligroso, pequeña Lisey.
    Lo sabía; de hecho ya vislumbraba retazos de verdad por entre los desgarrones de su cortina violeta. Retazos que relucían como ojos. Oía voces que susurraban que existían razones para no mirarse al espejo a menos que fuera estrictamente necesario (sobre todo de noche, y nunca a la hora del crepúsculo), razones para evitar la fruta fresca tras la puesta de sol y para ayunar por completo entre medianoche y las seis de la mañana.
    Razones para no desenterrar a los muertos.
    Pero no quería dejar el árbol ñam-ñam. Aún no.
    No quería dejarlo a él.
    Scott había pedido la biblioteca móvil, un deseo muy propio de él aunque en aquel momento sólo tuviera tres años. ¿Y Paul? ¿Qué había pedido...?


    13

    -¿Qué, Scott? –le pregunta-. ¿Qué pidió Paul?
    -Dijo: “Espero que papi se muera en el trabajo. Que se lecterocute y se muera.
    Lisey lo mira, muda de horror y compasión.
    De pronto, Scott empieza a guardar las cosas en la mochila.
    -Salgamos aquí, que si no nos vamos a asar –insta-. Creía que podría contarte muchas más cosas, Lisey, pero no puedo. Y no me digas que no soy como el viejo, porque ésa no es la cuestión, ¿vale? La cuestión es que todos los miembros de mi familia tienen algo de eso.
    -¿Paul también?
    -No sé si puedo seguir hablando de Paul ahora mismo.
    -De acuerdo –accede ella-. Volvamos. Echaremos una siesta y luego haremos un muñeco de nieve o algo.
    La mirada de profunda gratitud que le dedica Scott la llena de vergüenza, porque lo cierto es que quería que dejara de hablar, porque ha escuchado más de lo que puede procesar, al menos de momento. En otras palabras, está alucinada. Pero no puede dejarlo correr del todo, porque barrunta hacia dónde se dirige el resto de la historia. De hecho, casi tiene la impresión de poder terminarla por él. Pero antes tiene una pregunta.
    -Scott, cuando tu hermano fue a comprar las Pepsis aquella mañana..., los premios de la dáliva buena...
    Scott asiente con una sonrisa.
    -La dáliva genial.
    -Eso. Cuando fue a la tienda..., Mulie’s..., ¿a nadie le extrañó ver llegar a un niño de seis años lleno de cortes? Aunque llevara tiritas...
    Scott deja de asegurar las hebillas de la mochila y la mira con expresión muy seria. Sigue sonriendo, pero ha perdido casi todo el color que le sonrosaba las mejillas, y su tez aparece pálida, casi cerúlea.
    -Los Landon se recuperan a toda pastilla –explica-. ¿No te lo había dicho?
    -Sí –asiente ella-, me lo dijiste.
    Y entonces, alucinada o no, decide hurgar un poco más.
    -Otros siete años –musita.
    -Sí, siete –corrobora Scott.
    Con la mochila entre las rodillas cubiertas por los vaqueros, Scott la mira. Sus ojos le preguntan cuánto quiere saber. Cuánto se atreve a saber.
    -¿Y Paul tenía trece años cuando murió?
    -Sí, trece.
    Scott habla con voz bastante serena, pero ahora todo color ha desaparecido definitivamente de sus mejillas, aunque Lisey advierte que el sudor le resbala por ellas y le aplasta el cabello.
    -Casi catorce –añade Scott.
    -¿Y tu padre lo mató con el cuchillo?
    -No –deniega Scott con la misma serenidad-, con el rifle. Con su .30-.06. En el sótano. Pero no es lo que piensas, Lisey.
    No en un ataque de furia, supone que quiere aclararle Scott. No en un ataque de furia, sino a sangre fría. Eso es lo que piensa bajo el árbol ñam-ñam, cuando todavía considera la Tercera Parte de la historia de su prometido como “El asesinato del santo hermano mayor”.


    14

    Calla, Lisey, calla, pequeña Lisey, se conminó en la cocina, ahora muy asustada, y no sólo porque se había equivocado de medio a medio en sus creencias respecto a la muerte de Paul Landon. Estaba asustada porque empezaba a comprender (demasiado tarde, demasiado tadde) que lo hecho hecho está, y que no hay más remedio que convivir para siempre con los recuerdos.
    Aun cuando los recuerdos sean demenciales.
    -No tengo por qué recordar –declaró mientras doblaba y desdoblaba la carta entre las manos-. No tengo por qué, no tengo por qué, no tengo que desenterrar a los muertos, estas locuras no pasan..., no


    15

    -No es lo que piensas.
    Pero Lisey piensa lo que piensa. Ama a Scott Landon, pero no está atada a la rueda de su sobrecogedor pasado, así que seguirá pensando lo que piensa y sabiendo lo que sabe.
    -¿Y tú tenías diez años cuando ocurrió? ¿Cuando tu padre...?
    -Sí.
    Sólo diez años cuando su padre mató a su querido hermano mayor. Cuando su padre asesinó a su querido hermano mayor. Y la Cuarta Parte de esta historia encierra su propia inevitabilidad siniestra, ¿no es así? A Lisey no le cabe la menor duda. Sabe lo que sabe. El hecho de que Scott tan sólo tuviera diez años no cambia nada. A fin de cuentas, era un niño prodigio en otros sentidos.
    -¿Y tú lo mataste a él, Scott? ¿Mataste a tu padre? Lo mataste, ¿verdad?
    Scott ha agachado la cabeza. El cabello le pende sobre el rostro, oscureciéndolo. Al poco, bajo aquella cortina oscura se oye un único sollozo entrecortado. Luego se hace el silencio, pero Lisey ve que su pecho se agita espasmódico, intentando liberarse. Y entonces:
    -Le di con el pico en la cabeza cuando estaba dormiendo y lo tiré al viejo pozo seco. Fue en marzo, durante la gran tormenta. Lo arrastré afuera por los pies. Taté de llevarlo hasta donde estaba enterrado Paul, pero no pudí. Lo intenté, lo intenté y lo intenté, pero Lisey no pudí. Pesaba demasiado. Así que lo tiré al pozo. Seguramente sigue allí, aunque cuando subastaron la granja me..., Lisey..., me..., me..., me asusté...
    Scott alarga la mano hacia ella a ciegas, y si Lisey no hubiera estado allí, se habría caído de narices, pero está allí y entonces están
    Están
    De algún modo están


    16

    -¡No! –vociferó Lisey.
    Arrojó la carta, ahora tan doblada que casi se había convertido en un tubo, al interior de la caja de cedro y cerró la tapa de golpe. Pero era demasiado tarde. Había ido demasiado lejos. Era demasiado tarde porque


    17

    De algún modo están fuera, en plena nevada.
    Lisey lo ha abrazado bajo el árbol ñam-ñam y de repente
    (¡bum! ¡dáliva!)
    están bajo la nieve.


    18

    Lisey estaba sentada en la cocina con la caja de cedro ante ella y los ojos cerrados. El sol que entraba por la ventana este le atravesaba los párpados y formaba una suerte de sopa granate que se movía al ritmo de su corazón..., un ritmo demasiado rápido.
    Bueno, éste se ha escapado. Pero puedo vivir con uno solo. Uno solo no me matará.
    Lo intenté y lo intenté.
    Abrió los ojos y miró la caja de cedro colocada sobre la mesa. La caja que había buscado con tanto ahínco. Y pensó en algo que el padre de Scott le había dicho a su hijo: los Landon... y los Landreau antes de ellos, se dividían en dos categorías, los esfumados y los del mal rollo.
    El mal rollo consistía, entre otras cosas, en una especie de manía homicida.
    ¿Y los esfumados? Scott le había dado una explicación aquella noche. Los esfumados eran catatónicos de toda la vida, como su mismísima hermana, ingresada en Greenlawn.
    -Si todo esto tiene que ver con salvar a Amanda, Scott –musitó-, ya puedes ir olvidándolo. Es mi hermana y la quiero, pero no tanto. Volvería a ese..., ese infierno... por ti, Scott, pero no por ella ni por nadie más.
    El teléfono empezó a sonar en el salón. Lisey dio un respingo como si la hubieran apuñalado y profirió un grito.
    IX. Lisey y el príncipe negro de los incunks (El deber del amor)


    1

    Si Lisey no parecía ella misma, lo cierto era que Darla no lo advirtió. Se sentía demasiado culpable. También demasiado feliz y aliviada. Candy volvía de Boston para “ayudar con Mandy”. Como si pudiera hacer algo. Nadie podía hacer nada, ni siquiera Hugh Alberness y todo su personal en Greenlawn, se dijo Lisey mientras escuchaba el parloteo de Darla.
    Tú sí puedes ayudar, murmuró Scott. Scott, que siempre tenía que meter baza. Ni siquiera la muerte parecía haberlo detenido. Tú sí puedes, cariño.
    -... idea suya –le aseguraba Darla en aquel momento.
    -Ajá –masculló Lisey.
    Podría haber señalado que Canty seguiría disfrutando de su viaje en compañía de su marido, del todo ajena al hecho de que Amanda tenía un problema, si Darla no hubiera sentido la necesidad de llamarla (si no hubiera metido las narices, como solía decirse), pero lo último que deseaba Lisey en ese momento era enzarzarse en una discusión. Lo que quería era guardar la maldita caja de cedro de nuevo bajo la cama mein gott y comprobar si lograba olvidar que la había encontrado. Mientras hablaba con Darla se le ocurrió otra de las máximas de Scott: Cuanto más te cuesta abrir un paquete, menos acaba importándote su contenido. Estaba segura de que lo mismo podía aplicarse a los objetos perdidos, tales como las cajas de cedro, por ejemplo.
    -Su vuelo llega al aeródromo de Portland poco después de las doce –seguía parloteando Darla-. Me dijo que alquilaría un coche, pero le he dicho que no, que es una tontería, que ya iría a buscarla yo –Se detuvo un instante para preparar la embestida final-. Podríamos encontrarnos allí, Lisey. Si quieres. Podríamos comer en el Snow Squall..., sólo chicas, como en los buenos tiempos. Y luego podríamos ir a ver a Amanda.
    ¿A qué buenos tiempos te refieres? pensó Lisey. ¿A cuando me tirabas del pelo o a cuando Canty me perseguía por todas partes y me llamaba Señorita Lisa Sin Tetas?
    -Ve tú, y yo me reuniré con vosotras si puedo, Darl –dijo en voz alta-. Tengo que hacer algunas cosas...
    -¿Cocinar?
    Una vez confesado el pecado de provocar a Cantata suficientes sentimientos de culpabilidad para interrumpir su viaje, Darla adoptó un tono travieso.
    -No, tiene que ver con la donación de los papeles de Scott.
    En cierto modo era verdad, porque a despecho del desenlace del asunto Dooley/McCool, quería vaciar de una vez el estudio de Scott. Ya había holgazaneado bastante. Que los papeles acabaran en la Universidad de Pittsburgo, sin duda era el mejor lugar para ellos, pero con instrucciones de que su amigo el profesor no tuviera nada que ver. Que se fuera a tomar viento el tal Woodbodrio.
    -Oh –exclamó Darla, convenientemente impresionada-. Bueno, en ese caso...
    -Si puedo me reuniré con vosotras –reiteró Lisey-. Si no, os veré a las dos esta tarde en Greenlawn.
    A Darla le pareció bien. Le dio los datos del vuelo de Canty, que Lisey anotó obedientemente. Qué diablos, quizás bajara a Portland. Al menos eso le daría una excusa para salir de casa... y para alejarse del teléfono, la caja de cedro y casi todos los espantosos recuerdos que parecían suspendidos sobre su cabeza como el contenido de una piñata infernal a punto de romperse.
    Y de repente, sin que pudiera evitarlo, otro recuerdo se coló por un resquicio.
    No saliste a la nieve desde debajo del sauce, Lisey. Fue algo más. Scott te llevó...
    -¡No! –gritó al tiempo que daba un manotazo a la mesa. Oírse a sí misma gritar la asustó, pero también cumplió su cometido de borrar limpiamente y por completo el hilo de tan peligrosos pensamientos. Aunque tal vez se restableciera más tarde, ése era el problema...
    Lisey se quedó mirando la caja de cedro como si mirara a un perro muy querido que acabara de moderla sin motivo alguno. Voy a guardarte otra vez debajo de la cama, pensó. Te guardo debajo de la cama mein gott, ¿y luego qué?
    -Dáliva-fin –dijo.
    Lisey salió de casa y cruzó el patio hasta el granero, sosteniendo la caja de cedro ante ella como si contuviera algo frágil o altamente explosivo.


    2

    La puerta de su despachito estaba abierta. Desde el umbral se extendía un brillante rectángulo de luz eléctrica por el suelo del granero. La última vez que había estado allí, Lisey había salido riendo. Lo que no recordaba era si había dejado la puerta abierta o cerrada. Creía recordar que la luz estaba apagada, que no había llegado a encenderla en ningún momento. Por otro lado, durante un buen rato había estado del todo convencida que la caja de cedro de la buena de ma estaba en el desván. ¿Cabía la posibilidad de que uno de los ayudantes del sheriff hubiera entrado a echar un vistazo y dejado la luz encendida? Suponía que sí. Suponía que todo era posible.
    Se oprimió la caja de cedro contra el vientre en un ademán que se antojaba protector, se asomó a la puerta abierta del despacho y paseó la mirada a su alrededor. Estaba vacío..., parecía estar vacío..., pero...
    Sin el menor atisbo de reparo, aplicó un ojo a la grieta entre la jamba y la puerta. “Zack McCool” no estaba escondido allí. No había nadie escondido allí. Pero cuando volvió a mirar dentro del despacho, advirtió que la pantallita del contestador volvía a mostrar un brillante 1 rojo. Entró de nuevo en la estancia, se puso la caja de cedro bajo el brazo y pulsó el botón PLAY. Se produjo un momento de silencio, seguido de la tranquila voz de Jim Dooley.
    -Señora, creía que habíamos quedado ayer a las ocho –dijo-. Ahora veo policías en su casa. Por lo visto no entiende lo serio que es este asunto, aunque da la impresión de que un gato muerto en el buzón es un mensaje bastante difícil de malinterpretar.
    Una pausa. Lisey se quedó mirando el contestador con expresión fascinada. No se le oye respirar, pensó.
    -Nos veremos pronto, señora –añadió el hombre.
    -Que te den –masculló Lisey.
    -Vamos, señora, eso no etá..., no está nada bien –la reconvino Jim Dooley.
    Por un instante, Lisey creyó que el contestador le había..., bueno, pues eso, contestado. Pero en seguida comprendió que esta segunda versión de la voz de Dooley había sonado en directo, por así decirlo, y a su espalda. Sintiéndose de nuevo como una moradora de uno de sus sueños, Lisey Landon se encaró con él.


    3

    Su aspecto corriente la consternó. Aun de pie en el umbral del despachito inacabado del granero, con una pistola en la mano (y lo que parecía una bolsa de la merienda en la otra), Lisey no estaba segura de poder distinguirlo en una rueda de reconocimiento si los demás hombres también eran delgados y llevaban ropa de trabajo veraniega y gorras de béisbol de los Sea Dogs de Portland. Su rostro era estrecho y liso, sus ojos de un azul brillante. En suma, la cara de un millón de norteños, por no hablar de seis o siete millones de paletos del sur medio y profundo. Medía alrededor de un metro ochenta o quizás menos, y el mechón de cabello que sobresalía del borde de la gorra era de un anodino castaño claro.
    Lisey miró el ojo negro de la pistola que sostenía y sintió que toda la fuerza desaparecía de sus piernas. Aquello no era una .22 barata, sino un arma de verdad, una automática muy grande (o al menos eso creía) capaz de hacer agujeros también muy grandes. Se sentó en el canto del escritorio. De no haber sido por el canto, con toda probabilidad habría caído al suelo. Por un instante estuvo casi segura de que se orinaría en los pantalones, pero consiguió contenerse. Al menos de momento.
    -Llévate lo que quieras –susurró con la boca entumecida-. Llévatelo todo.
    -Vamos arriba, señora –replicó él-. Hablaremos de ello arriba.
    La idea de estar en el estudio de Scott con aquel hombre la llenó de espanto y repugnancia.
    -No. Llévate los papeles y vete. Déjame en paz.
    El hombre se la quedó mirando con expresión paciente. A primera vista aparentaba unos treinta y cinco años, pero cuando te fijabas en los pequeños abanicos de arrugas que se agolpaban en torno a sus ojos y boca, comprendrías que tenía cinco más como mínimo.
    -Arriba, señora, a menos que quiera empezar con una bala en el pie. Sería una forma muy dolorosa de hablar de negocios. Hay muchos huesos y tendones en los pies.
    -No lo..., no se atreverá..., el ruido...
    Su voz se le antojaba más lejana a cada palabra. Era como si su voz estuviera en un tren que empezara alejarse a la estación y se hubiera asomado a la ventanilla para despedirse de ella. Adiós, pequeña Lisey, tu voz tiene que dejarte, pronto te quedarás muda.
    -Oh, el ruido no me preocupa en absoluto –aseguró Dooley con aire divertido-. Sus vecinos se han ido..., a trabajar, supongo, y su policía particular ha tenido que acudir a un aviso –Su sonrisa se desvaneció, pero la expresión divertida siguió en su sitio-. Se ha puesto gris. Supongo que ha sufrido un shock y que se va a desmayar, señora. Puede que eso me facilite un poco el trabajo.
    -Deje..., deje de llamarme...
    Señora, quería añadir, pero de repente se sintió envuelta en unas alas de color gris cada vez más oscuro. Antes de que se tornaran demasiado oscuras y densas para ver a través de ellas, advirtió vagamente que Dooley se guardaba el arma en la cinturilla de los pantalones (Vuélate los huevos, pensó Lisey como en un sueño, hazle un favor al mundo) y avanzaba con rapidez para sostenerla. No llegó a saber si lo consiguió, porque en aquel momento perdió el conocimiento.


    4

    Notó algo mojado que le acariciaba el rostro, y en el primer momento creyó que era un perro, Louise, quizás. Pero Louise era el collie que tenían en Lisbon Falls, y de eso hacía mucho tiempo. Ella y Scott nunca habían tenido perro, tal vez porque no
    tenían hijos y ambas cosas parecían ir naturalmente juntas, como la crema de cacahuete y la mermelada, o los melocotones en almíbar y la na...
    Vamos arriba, señora..., a menos que quiera empezar con una bala en el pie.
    Aquel pensamiento la hizo volver en sí de golpe. Abrió los ojos y vio a Dooley en cuclillas delante de ella, con un paño húmedo y observándola con aquellos ojos azul brillante. Intentó zafarse de ellos. Oyó un tintineo metálico y a continuación sintió una punzada de dolor en el hombro cuando algo la oprimió y la inmovilizó.
    -¡Au! –gritó.
    -Si no tira no le dolerá –dijó Dooley como si aquella fuera la situación más razonable del mundo, lo cual era de esperar en un chiflado como él.
    El equipo de música de Scott sonaba por primera vez desde Dios sabía cuándo, tal vez desde abril o mayo de 2004, la última vez que Scott estuvo escribiendo allí. “Waymore’s Blues”. Pero no era el tema original del viejo Hank, sino una versión, tal vez de los Crickets. No sonaba a todo volumen, no tan fuerte como Scott solía ponerla, pero sí lo suficiente. Lisey se hacía una idea bastante clara
    (le haré daño)
    de la razón por la que el señor Jim “Zack McCool” había puesto música. No quería
    (en sitios que no se dejaba tocá por los chicos)
    pensar en ello (de hecho, lo que quería era volver a perder el conocimiento), pero por lo visto no podía evitarlo. “La mente es como un mono”, decía Scott, y Lisey recordaba el origen de aquella frase incluso ahora, con la mano esposada a la cañería situada bajo la pica. Dog Soldiers, de Robert Stone.
    Ven a la primera fila, pequeña Lisey. Si es que puedes volver a ir a algún sitio, claro está.
    -¿No le parece una canción monísima? –dijo Dooley al tiempo que se sentaba en el umbral del cubículo con las piernas cruzadas y la bolsa de la merienda en el hueco romboide que formaban. La pistola yacía en el suelo junto a su mano derecha. Dooley la miró con expresión de sinceridad.
    -Y cuenta verdades como un templo. Se ha hecho un favor desmayándose, se lo aseguro.
    Lisey advirtió el acento sureño en su voz, no tan pretencioso como el pollo frito sureño de mierda de Nashville, pero presente de todos modos.
    Dooley sacó de la bolsa un tarro de mayonesa con la etiqueta de Hellman’s aún pegada. En su interior, un paño blanco arrugado flotaba en un líquido transparente.
    -Cloroformo –explicó más contento que un niño con zapatos nuevos-. Me lo enseñó a usar un tipo que decía saber cómo se hacía, pero también me dijo que era fácil equivocarse. Como mínimo se habría despertado con un dolor de cabeza de narices, señora. Pero sabía que no querría subir aquí, lo tuía.
    Formó una pistola con la mano y la señaló con una sonrisa. En el equipo de música, Dwight Yoakam empezó a cantar “A Thousand Miles from Nowhere”. Dooley debía de haber encontrado uno de los CDs de música cañera grabados por el propio Scott.
    -¿Podría beber un poco de agua, señor Dooley?
    -¿Eh? ¡Oh, por supuesto! Tiene la boca un poco seca, ¿verdad? Siempre pasa cuando se sufre un shock.
    Dooley se levantó, dejando el arma donde estaba..., probablemente fuera de su alcance, aunque tirara hasta el límite de la cadena de la esposa. Intentarlo y fracasar sería sin duda una pésima idea.
    Dooley abrió el grifo. Las cañerías traquetearon y resoplaron. Al cabo de un instante, Lisey oyó que el grifo empezaba a escupir agua. Sí, con toda probabilidad el arma estaba fuera de su alcance, pero tenía la entrepierna de Dooley justo encima de la cabeza, a apenas treinta centímetros de distancia, y una mano libre.
    -Podría estrujarme los huevos si quisiera –comentó Dooley como si le hubiera leído el pensamiento-. Pero le advierto que las botas que llevo son Doc Martens, y usted no tiene na de na en las manos –“nadená”, sonaron las palabras en boca de Dooley-. Sea inteligente, señora, y confórmese con un buen trago de agua fresca. Este grifo hace tiempo que no se usa, pero parece que funciona de maravilla.
    -Enjuague el vaso antes de llenarlo –pidió Lisey con voz ronca, a punto de quebrarse-. También hace tiempo que no se usan.
    -Oído cocina –canturreó Dooley con toda afabilidad.
    Le recordaba a cualquiera del pueblo. Si hasta le recordaba a su padre. Por supuesto, Dooley también le recordaba a Gerd Allen Cole, el chiflado por excelencia. Por un instante estuvo tentada de alargar la mano y retorcerle los huevos pese a su advertencia, por atreverse a ponerla en aquella situación. Le costó un gran esfuerzo contenerse.
    Al cabo de un instante, Dooley se agachó y le alargó uno de los pesados vasos Waterford. Lo había llenado hasta los tres cuartos, y si bien el agua no era del todo transparente, parecía lo bastante transparente para beber. De hecho, le parecía maravillosa.
    -Despacito –advirtió Dooley en tono solícito-. Voy a dejarla aguantar el vaso, pero si me lo tira, tendré que romperle un tobillo. Si me da, le romperé los dos, aunque no me haga sangre. Lo digo en serio, ¿entendido?
    Lisey asintió y bebió un sorbo de agua. En el equipo de música, Dwight Yoakam dio paso al mismísimo viejo Hank, que formuló la sempiterna pregunta: ¿Por qué ya no me quieres como antes? ¿Cómo es que me tratas como un zapato viejo?
    Dooley volvió a ponerse en cuclillas hasta que el trasero casi le rozó los talones de las botas y se abrazó las rodillas con un brazo. Parecía un granjero mirando a una vaca beber en el abrevadero norte. Lisey calculó que estaba en estado de alerta, pero no máxima. No esperaba que Lisey le arrojara el pesado vaso de cristal y por supuesto estaba en lo cierto. Lisey no quería acabar con los tobillos rotos.
    Pero si ni siquiera he llegado a tomar la importantísima primera clase de patinaje en línea, pensó, y eso que los martes son noches de solteros en la pista de patinaje de Oxford.
    Una vez calmada la sed, Lisey le alargó el vaso. Dooley lo cogió y lo examinó.
    -¿Seguro que no quiere er... el último trago, señora?
    Pronunció la palabra “trago” sin el más mínimo deje sureño, y de repente Lisey tuvo la tuición de que Dooley exageraba su procedencia sureña. Quizás adrede, quizás sin siquiera ser consciente de ello. En materia lingüística se corregía al alza porque corregirse a la baja habría resultado pretencioso. ¿Tenía alguna importancia? Probablemente no.
    -No tengo más sed.
    Dooley apuró el vaso, y al tragar se le movió la nuez en el cuello escuálido. Luego le preguntó si se encontraba mejor.
    -Me encontraré mejor cuando se vaya.
    -Lo entiendo. No la entretendré mucho rato.
    Se guardó de nuevo el arma en la cinturilla de los pantalones y se levantó. Le crujieron las rodillas, y una vez más, Lisey se dijo (maravillada, en realidad) que aquello no era un sueño. Me está pasando de verdad. Dooley propinó un puntapié
    distraído al vaso, que rodó un trecho sobre la moqueta blanco roto de la oficina principal, y se levantó los pantalones.
    -No puedo permitirme el lujo de quedarme mucho rato, señora. Su policía volverá pronto, él u otro, y además me parece que también tiene un problemilla con sus hermanas, ¿verdad?
    Lisey guardó silencio.
    Dooley se encogió de hombros con indiferencia y se asomó al despacho principal. Fue un momento surrealista para Lisey, porque había visto a Scott en aquella misma postura muchísimas veces, con una mano a cada lado del marco sin puerta, los pies sobre la tarima desnuda del bar, la cabeza y el torso asomados al estudio. Pero a Scott no lo habrían sorprendido jamás vestido con pantalones de trabajo color caqui; había sido hombre de vaqueros hasta el final. Y tampoco tenía una calva en la coronilla. Mi marido murió con toda la pelambrera intacta, pensó.
    -Qué sitio tan bonito –comentó Dooley-. ¿Qué es? ¿Un pajar reformado? Seguro que sí.
    Lisey no dijo nada.
    Dooley siguió asomado al estudio, balanceándose un poco mientras miraba a derecha e izquierda. Señor de todos sus dominios, pensó Lisey.
    -Pero que muy bonito –prosiguió el hombre-. Más o menos lo que esperaba. Tiene tres habitaciones..., o lo que yo llamo habitaciones, y tres claraboyas, con lo que hay mucha luz natural. De donde vengo llamamos los sitios como éste casas de rifles o rifleras, pero esto es mucho más fino, ¿a que sí?
    Lisey siguió sin decir nada.
    Dooley se volvió hacia ella con expresión seria.
    -No es que le guarde rencor a su marido, señora, o a usted, ahora que está muerto. Pasé un tiempo en la Prisión Estatal de Brushy Mountain, puede que el profesor se lo contara. Y fue su marido quien me ayudó a superar lo peor. Me leí todos sus libros, ¿y sabe cuál es el que me gustó más?
    Claro que sí, pensó Lisey. Demonios vacíos. Seguro que te lo has leído nueve veces.
    Pero Dooley la sorprendió.
    -La hija del cabotaje. Y no es que me gustara, señora, es que me encantó. Adquirí la costumbre de leerlo cada dos o tres años desde que lo encontré en la biblioteca de la cárcel, y podría citarle pasajes enteros. ¿Sabe qué parte me gusta más? Cuando Gene se encara por fin con su padre y le dice que se va le guste o no. ¿Sabe lo que le dice a ese desgraciado hijo de puta, y perdone mi lenguaje?
    Que nunca ha entendido el deber del amor, pensó Lisey, pero guardó silencio. A Dooley no pareció importarle. Estaba en plena forma, en plena vorágine.
    -Gene le dice a su viejo que nunca ha entendido el deber del amor. ¡El deber del amor! ¡Es precioso! ¡Cuántos de nosotros hemos sentido algo así pero nunca hemos tenido las palabras exactas para describirlo! Pero su marido sí las tenía. En el nombre de todos los que sin él habríamos permanecido mudos, eso es lo que dice el profesor. Dios debía de querer a su hombre, señora, porque si no no le habría dado semejante lengua.
    Dooley alzó la mirada hacia el techo, y los tendones de su cuello se tensaron hasta sobresalir.
    -¡El deber! ¡Del amor! Y Dios se lleva primero a quienes ama más, para tenerlos a Su lado, amén.
    Bajó la cabeza un instante. La cartera le sobresalía del bolsillo. La llevaba prendida con una cadena. Por supuesto. Los hombres como Jim Dooley siempre
    llevaban la cartera prendida con una cadena, prendida a su vez a una trabilla del cinturón. Al cabo de un instante volvió a erguir la cabeza.
    -Merecía un sitio bonito como éste. Espero que disfrutara de él cuando no se angustiaba con sus creaciones.
    Lisey pensó en Scott sentado a la mesa que llamaba el Gran Jumbo de Dumbo, sentado ante su Mac de pantalla grande y riendo por algo que acababa de escribir. Masticando una caña de plástico o bien una uña. A veces coreando las canciones que escuchaba. Haciendo pedorretas con los brazos en verano, cuando hacía calor e iba sin camiseta. Así lo angustiaban sus puñeteras creaciones. Pero siguió callada. En el equipo de música, el viejo Hank dio paso a su hijo. “Whiskey Bent and Hell Bound”, cantaba Junior.
    -¿Así que ha decidido castigarme con el silencio? Bueno, allá usted, pero no le servirá de nada, señora. Le voy a administrar un poco de disciplina. No intenteré venderle la moto de que me dolerá más a mí que a usted, pero sí le diré que ha llegado a caerme muy bien en el poco tiempo transcurrido desde que la conozco, y que por tanto eto..., esto nos va a doler a los dos. También quiero decirle que tendré todo el cuidado que pueda, porque no quiero quebrar esa fuerza suya. Pero aun así..., habíamos hecho un trato, y usted no lo respetó.
    ¿Un trato? Lisey sintió que un escalofrío la recorría de pies a cabeza. Por primera vez se forjó una idea clara de la amplitud y la complejidad de la locura de Dooley. Las alas grises amenazaban con apoderarse de nuevo de ella, y esta vez las combatió con fiereza.
    Dooley oyó el tintineo de la cadena (debía de haber traído las esposas en la bolsa, junto con el tarro de mayonesa) y se volvió hacia ella.
    Tranquila, cariño, tranquila, murmuró Scott. Habla con él..., no cierres el pico.
    Un consejo que Lisey no necesitaba. Mientras siguieran hablando, la disciplina quedaría aplazada.
    -Escúcheme, señor Dooley. No habíamos hecho un trato, se equivoca... –Vio que el hombre fruncía el ceño y que su mirada empezaba a ensombrecerse, de modo que se apresuró a continuar-: A veces es difícil concretar las cosas por teléfono, pero estoy dispuesta a colaborar con usted.
    Tragó saliva y oyó un chasquido en su garganta. Tenía ganas de beber más agua, mucha más agua, pero no le parecía el momento más indicado para pedirla. Se inclinó hacia delante y lo miró de hito en hito, azul contra azul, antes de hablar con toda la seriedad y sinceridad que logró reunir.
    -Le estoy diciendo que, por lo que a mí respecta, su postura ha quedado del todo clara. ¿Y sabe una cosa? Acaba de echar un vistazo a los manuscritos que su..., esto..., que su colega quiere a toda costa. ¿Se ha fijado en los archivadores negros del espacio central?
    Dooley la miraba con las cejas arqueadas y una sonrisita escéptica, pero tal vez no era más que su expresión de regateo. Lisey se permitió albergar cierta esperanza.
    -Me ha parecido que abajo también hay un montón de cajas –comentó Dooley-. Más libros, por lo visto.
    -Son...
    ¿Qué iba a decirle? ¿Son dálivas, no libros? Suponía que la mayoría de ellos lo eran, pero Dooley no lo entendería. Son bromas pesadas, la versión de Scott del polvo picapica y el vómito de plástico? Eso lo entendería, pero a buen seguro no se lo creería.
    Dooley seguía mirándola con aquella sonrisita escéptica. No era en absoluto una expresión de regateo. No, era una expresión que decía Ya que está, señora, ¿por qué no saca el otro conejo del sombrero?
    -En las cajas de abajo sólo hay copias a carbón, fotocopias y hojas en blanco –continuó.
    Sonaba a mentira porque era mentira, ¿y qué iba a decir? ¿Está usted demasiado loco para entender la verdad, señor Dooley? Decidió seguir hablando.
    -Las cosas que quiere Woodbodrio, lo bueno de verdad, está todo aquí arriba. Relatos inéditos..., copias de cartas a otros escritorios..., las cartas de ellos a él...
    Dooley echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
    -¿Woodbodrio? Vaya, señora, ha heredado usted el talento de su marido con las palabras.
    La carcajada remitió, y aunque siguió sonriendo, sus ojos se convirtieron en dos punzones de hielo.
    -Bueno, ¿y qué cree que debo hacer? ¿Ir a Oxford o a Mechanic Falls, alquilar una furgoneta de mudanzas, volver aquí y llevarme esos archivadores? Podría pedirle a uno de esos polis que me eche una mano...
    -Yo...
    -Cierre el pico –la atajó Dooley, señalándola con el dedo, sin un asomo de sonrisa en los labios-. Pero claro, si me fuera, seguro que tendría una docena de polis del estado esperándome a la vuelta. Me detendrían, y le digo una cosa, señora, merecería diez años más en chirona si me creyera semejante patraña.
    -Pero...
    -Y además, eso no é... es lo que acordamos. El trato es que usted llamaría al profesor, al viejo Woodbodrio..., cómo me gusta, chica..., y que él me enviaría un correo electrónico por el sistema especial que tenemos, y entonces él se encargaría de los papeles, ¿verdad?
    Una parte de él lo creía en serio. Tenía que creerlo, porque de lo contrario, ¿por qué iba a insistir en el tema si estaban solos?
    -¿Señora? –le preguntó Dooley en tono solícito-. ¿Señora?
    Si una parte de él tenía que seguir mintiendo pese a que estaban solos, tal vez se debía a que una parte de él necesitaba que le mintieran. En tal caso, ésa era la parte de Jim Dooley a la que tenía que acceder, la parte de él que quizás seguía cuerda.
    -Escúcheme, señor Dooley.
    Procuró hablar con voz grave y lenta, la voz que utilizaba con Scott cuando amenazaba con perder la chaveta por cualquier cosa, desde una mala crítica hasta un trabajo de fontanería mal hecho.
    -El profesor Woodbody no tiene forma de ponerse en contacto con usted, y en su fuero interno, usted lo sabe. Pero yo sí puedo ponerme en contacto con él. Ya lo he hecho. Lo llamé anoche.
    -Está mintiendo.
    Pero esta vez no estaba mintiendo, y él sabía que no estaba mintiendo, y por alguna razón aquello lo alteraba. La reacción fue exactamente la contraria a la que Lisey había pretendido provocar, porque lo que quería era calmarlo, pero se dijo que tenía que persistir con la esperanza de que la parte cuerda de Jim Dooley estuviera en las inmediaciones, escuchando.
    -No –le aseguró-. Usted me dejó su número, y yo le llamé.
    Mirándolo de hito en hito. Reuniendo hasta la última migaja de sinceridad que pudo conseguir antes de adentrarse de nuevo en el País de la Fantasía.
    -Le prometí los manuscritos y le pedí que le dijera a usted que me dejara en paz, y él me dijo que no podía decirle que me dejara en paz porque ya no tenía forma de ponerse en contacto con usted. Me dijo que los dos primeros correos electrónicos se enviaron bien, pero que después de eso empezaron a rebotar...
    -Uno miente y el otro lo respalda –recitó Jim Dooley.
    Y a partir de entonces, las cosas sucedieron con una rapidez y una ferocidad a las que Lisey apenas daba crédito, aunque por otro lado, cada momento de la paliza y la mutilación que siguieron se le quedó grabado en la memoria para toda la vida, incluso el sonido de su respiración rápida y seca, incluso el modo en que los botones de su camisa caqui se tensaban sobre su pecho, dejando al descubierto pedacitos de la camiseta blanca que llevaba debajo mientras le abofeteaba la cara con el dorso de la mano, luego la palma, el dorso, la palma, el dorso, la palma, el dorso y la palma. Ocho golpes en total, ocho, ocho, me como un bizcocho, cantaban de pequeñas cuando jugaban a la comba en el patio polvoriento, y el sonido de la piel de Dooley sobre su piel recordaba a las ramitas secas partidas sobre la rodilla, y aunque no llevaba anillos en esa mano (menos da una piedra), el cuarto y el quinto bofetón le partieron el labio, el sexto y el séptimo le hicieron brotar la sangre a chorro, y el último fue lo bastante fuerte para machacarle la nariz y hacerla sangrar también. Para entonces lloraba de miedo y de dolor. Chocó varias veces con la cabeza contra la cara inferior de la pica del bar, hasta que empezaron a zumbarle los oídos. Se oyó pedirle a gritos que se detuviera, que podía llevarse lo que quisiera si se detenía. Por fin se detuvo.
    -Puedo darle el manuscrito de una nueva novela –se oyó decir-, su última novela, está acabada, la acabó un mes antes de morir y no le dio tiempo a revisarla, es un verdadero tesoro, a Woodbodrio le encantará.
    Tuvo tiempo de pensar Muy imaginativa, pero ¿qué harás si te toma la palabra? Pero Jim Dooley no le estaba tomando la palabra en nada. Estaba de rodillas ante ella, jadeando con fuerza (ya hacía calor allí arriba, si hubiera sabido que la esperaba una paliza en el estudio de Scott, habría puesto el aire acondicionado) y revolviendo el contenido de su bolsa de la merienda. Se le habían formado grandes manchas de sudor en las axilas de la camisa.
    -Señora, siento muchísimo hacer esto, pero al menos no es su coño –declaró.
    Lisey tuvo tiempo de pensar dos cosas antes de que Dooley adelantara la mano izquierda para rasgarle la blusa de un tirón y abrirle el cierre del sujetador para dejar al descubierto sus pequeños pechos. La primera era que Dooley no lo sentía en absoluto. La segunda era que el objeto que llevaba en la mano derecha procedía sin duda alguna de su propio Cajón de las Cosas. Scott lo llamaba el Abridor pijo de Lisey. Era su abrelatas Oxo, el de las pesadas pinzas de goma.
    X. Lisey y los argumentos en contra de la locura (El buen hermano)


    1

    Los argumentos en contra de la locura caen con un leve susurro.
    La frase resonaba una y otra vez en la mente de Lisey mientras se arrastraba desde el rincón de los recuerdos hacia el espacio central de la oficina alargada y caótica de su difunto marido, dejando tras de sí un rastro sobrecogedor, un reguero de sangre procedente de su nariz, boca y pecho mutilado.
    Nunca conseguirás limpiar la sangre de la moqueta, pensó, y la frase acudió de nuevo a su pensamiento a modo de respuesta: Los argumentos en contra de la locura caen con un leve susurro.
    Aquella historia estaba preñada de locura, desde luego, pero el único sonido que recordaba en aquel momento no era un leve susurro ni un ronroneo ni nada que se le pareciera, sino el sonido de sus gritos cuando Jim Dooley aplicó el abrelatas a su pecho izquierdo como si de una sanguijuela mecánica se tratara. Había gritado y se había desmayado, y al poco Dooley la había despertado de un bofetón para decirle una cosa más. Después de aquello le permitió volver a perder el conocimiento, pero le prendió una nota a la blusa (después de quitarle amablemente el sujetador echado a perder y volverle a abrochar la prenda) para cerciorarse de que no lo olvidaba. Pero Lisey no necesitaba ninguna nota, pues recordaba a la perfección lo que Dooley le había dicho.
    -Si no tengo noticias del profesor antes de las ocho de esta tarde, la próxima vez le haré mucho más daño. Y le aconsejo que no se vaya de la lengua, señora, ¿me entiende? Si le dice a alguien que he estado aquí, la mataré.
    Eso era lo que había dicho Dooley. Y la nota prendida a su blusa añadía lo siguiente: Si zanjamos este asunto, los dos estaremos más contentos. Firmado: Su buen amigo “Zack”.
    Lisey no sabía cuánto tiempo había tardado en volver en sí la segunda vez. Lo único que sabía era que cuando despertó, el sujetador echado a perder estaba en la papelera, y tenía la nota prendida al lado derecho de la blusa. El lado izquierdo aparecía empapado en sangre. Se desabrochó un par de botones para echar un vistazo, pero al ver el estropicio gimió y apartó la mirada. Tenía peor aspecto que cualquiera de las mutilaciones que se había autoinfligido Amanda, incluyendo la del ombligo. En cuanto al dolor..., tan sólo alcanzaba a recordar algo enorme y asolador.
    Ya no llevaba la esposa, y Dooley incluso le había dejado un vaso de agua, que Lisey apuró con avidez. Sin embargo, cuando intentó ponerse de pie, advirtió que las piernas le temblaban con demasiada violencia para sostenerla. Así pues, salió del rincón a gatas, manchando de sangre y de sudor ensangrentado la moqueta de Scott (aunque a decir verdad, aquella moqueta color cáscara de huevo nunca le había gustado, porque se veía hasta la última mota de suciedad), el cabello aplastado sobre la frente, las lágrimas ya secas en las mejillas, la sangre tornándose costra en la nariz, los labios y la barbilla.
    Al principio creyó que se dirigía hacia el teléfono, probablemente para llamar al ayudante del sheriff Buttercluck pese a las advertencias de Dooley y la incapacidad de la oficina del sheriff del condado de Castle para protegerla a la primera. Y entonces aquella frase
    (los argumentos en contra de la locura)
    le asaltó de nuevo el pensamiento, y vio la caja de cedro de la buena de ma volcada sobre la moqueta entre la escalera que conducía a la planta baja del granero y la mesa que Scott siempre había llamado el Gran Jumbo de Dumbo. El contenido de la
    caja de cedro yacía desparramado sobre la moqueta, y Lisey comprendió que la caja y su contenido desparramado habían sido su objetivo desde el primer momento. Sobre todo quería la cosa amarilla que veía echada sobre la doblada carta violeta de The Antlers.
    Los argumentos en contra de la locura caen con un leve susurro.
    De uno de los poemas de Scott. No escribía muchos y casi nunca publicaba los que escribía, porque consideraba que no eran buenos y los componía para sí mismo. Sin embargo, aquel le parecía muy bueno a Lisey pese a no saber a ciencia cierta qué significaba o siquiera de qué trataba. Sobre todo le gustaba aquel primer verso, porque a veces oías el sonido de las cosas, ¿a que sí? Caían nivel a nivel, dejando un agujero al que podías asomarte. O caerte, si no te andabas con ojo.
    PPCCN, cariño. Te diriges hacia la madriguera del conejo, así que ponte las pilas bien puestas.
    Dooley debía de haber subido la caja de la buena de ma al estudio porque creía que guardaba relación con lo que buscaba. Los tipos como Dooley y Gerd Allen Cole, alias el Rubio, alias monsieur campaneo por las fresias, creían que todo guardaba relación con lo que buscaban. Sus pesadillas, sus fobias, sus inspiraciones nocturnas... ¿Qué creía Dooley que contenía la caja de cedro? ¿Una lista secreta de los manuscritos de Scott, tal vez escrita en código? Quién sabía. En cualquier caso, la había vaciado, no había visto más que un montón de chorradas inútiles (inútiles para él, en cualquier caso) y luego había arrastrado a la viuda Landon al interior del estudio en busca de un lugar donde pudiera esposarla antes de que recobrara el conocimiento. Las cañerías del fregadero del bar demostraron ser el lugar idóneo.
    Lisey siguió arrastrándose hacia el contenido desparramado de la caja, la mirada clavada en el cuadrado de punto amarillo. No sabía si lo habría descubierto por sí sola, aunque intuía que la respuesta era que no, que ya estaba harta de recuerdos. Pero ahora...
    Los argumentos en contra de la locura caen con un leve susurro.
    Eso parecía. Y si su valiosa cortina violeta acababa cayendo, ¿produciría ese mismo sonido leve y triste? No le extrañaría que así fuera. Nunca había sido más que un montón de telarañas entretejidas. No había más que echar un vistazo a todo lo que ya había recordado.
    Basta, Lisey, no te atrevas, calla.
    -Cállate tú –farfulló.
    El pecho le palpitaba y le ardía. Scott había sufrido una herida en el pecho, y ahora ella también tenía la suya. Recordó aquella noche en que lo vio surgir de las sombras en su jardín mientras Pluto ladraba y ladraba y ladraba en el jardín vecino. Scott sosteniendo lo que antes había sido una mano y ahora no era más que un coágulo de sangre con cosas que recordaban vagamente a dedos sobresaliendo de él. Scott diciéndole que era una dáliva sangrienta para ella. Scott sumergiendo aquella carne destrozada en una palangana llena de té, diciéndole que era algo que
    (es un invento de Paul)
    su hermano le había enseñado. Diciéndole que todos los Landon se recuperaban a toda pastilla porque nunca les había quedado otro remedio. Aquel recuerdo atravesó el que había debajo, en el que ella y Scott estaban sentados bajo el árbol ñam-ñam cuatro meses más tarde. La sangre caía en una cortina, le contó Scott, y Lisey le preguntó si Paul había sumergido los cortes en té, y Scott le respondió que no...
    Calla, Lisey..., no dijo eso. No se lo preguntaste, y él no lo dijo.
    Pero sí se lo había preguntado. Le preguntó toda clase de cosas, y Scott había respondido. No entonces, no bajo el árbol ñam-ñam, pero sí más tarde. Aquella noche,
    en la cama. La segunda noche que pasaron en The Antlers, después de hacer el amor. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
    Lisey se detuvo a descansar un instante sobre la moqueta color cáscara de hueco.
    -No lo había olvidado –declaró-. Estaba tras la cortina violeta. Hay una gran diferencia.
    Fijó de nuevo la mirada en el cuadrado amarillo y empezó a gatear de nuevo.
    Estoy bastante segura de que lo del té fue más tarde, Lisey. Sí, muy segura de hecho.
    Scott tumbado a su lado, fumando, siguiendo con la mirada el humo que ascendía desde su cigarrillo, ascendía hasta desaparecer, como desaparecen las rayas en los postes de barbería, como desaparecía a veces el propio Scott.
    Lo sé porque por entonces ya hacía fracciones.
    ¿En la escuela?
    No, Lisey. Scott pronunció aquellas palabras en un tono que revelaba más, que indicaba que ella debería haber sabido que Chispas Landon nunca había sido esa clase de padre. Yo y Paul estudiábamos en casa. Papi llamaba la escuela pública el establo de asnos.
    -Pero los cortes que le hizo aquel día a Paul, el día que saltaste del banco, ¿eran graves? ¿No simples rasguños?
    Se hizo un largo silencio mientras Scott seguía contemplando el humo subir y desaparecer, dejando tras de sí tan sólo su fragancia entre dulce y amarga. Y por fin, en un tono sin inflexiones: Papi hacía cortes profundos.
    No parecía existir respuesta adecuada para una declaración tan contundente, de modo que Lisey guardó silencio.
    Y al poco Scott prosiguió: Pero no era eso lo que querías preguntarme. Pregunta lo que quieras, Lisey. Adelante, te responderé. Pero tienes que preguntar.
    Lisey no recordaba o no estaba preparada para recordar lo que sucedió a continuación, pero en aquel instante la asaltó de nuevo el recuerdo del momento en que abandonaron el refugio del árbol ñam-ñam. Scott la había abrazado bajo aquel paraguas blanco, y al cabo de un instante estaban bajo la nieve. Y ahora, mientras gateaba hacia la caja de cedro volcada, el recuerdo
    (la locura)
    cayó
    (con un leve susurro)
    y Lisey por fin permitió que su mente creyera lo que su segundo corazón, su corazón oculto y secreto, sabía desde el principio. Por un momento fugaz no estuvieron ni bajo el árbol ñam-ñam ni fuera en la nieve, sino en otro lugar. Un lugar cálido y bañado en una brumosa luz rojiza, envuelto en el trino lejano de los pájaros e impregnado de aromas tropicales. Algunos los conocía..., frangipán rojo, jazmín, buganvilla, mimosa, la tierra mojada sobre la que se habían arrodillado como los amantes que eran..., pero las fragancias más dulces le resultaban desconocidas, y anhelaba conocer sus nombres. Recordaba haber abierto la boca para hablar y a Scott cubriéndole los labios
    (calla)
    con el canto de la mano. Recordaba pensar lo extraño que era ir tan abrigados en un lugar tan tropical y advertir que Scott estaba asustado. Y de repente estaban bajo la nieve. Aquella estrambótica nevada de octubre.
    ¿Cuánto tiempo habían pasado en aquella tierra de nadie? ¿Tres segundos? Quizás incluso menos. Pero ahora, mientras gateaba porque se sentía demasiado débil y aterrorizada para caminar, Lisey al menos consiguió aceptar la verdad. Para cuando
    estuvieron de vuelta en The Antlers, había conseguido convencerse bastante de que no había sucedido, pero sí había sucedido.
    -Y volvió a suceder –dijo-. Aquella noche.
    Tenía tanta sed, puñeta. Ansiaba beber otro vaso de agua, pero por supuesto, el rincón de los recuerdos quedaba a su espalda, por lo que iba en sentido contrario si quería beber agua y recordaba a Scott cantando una canción del viejo Hank mientras regresaban en coche aquel domingo, cantando Llevo todo el día soportando el desierte yermo sin un solo trago de agua, agua fresca.
    Ya beberás, cariño.
    -¿Sí? –masculló con voz aún ronca y quebrada-. Me iría de perlas un trago de agua. Esto duele tanto...
    No obtuvo respuesta, y quizás no la necesitaba. Por fin llegó junto a los objetos desparramados en torno a la caja volcada. Alargó la mano hacia el cuadrado amarillo, lo separó de la carta violeta y lo encerró con fuerza en el puño. Luego se tendió del lado que no le dolía y observó el cuadrado con detenimiento, las líneas diminutas del tricotado, los nudos, los tirabuzones minúsculos. Tenía sangre en los dedos, y la sangre manchó la lana, pero apenas si reparó en ello. La buena de ma había tricotado docenas de colchas afganas a base de cuadraditos como ése, colchas color rosa y gris, mantas color azul y dorado, color color verde y naranja fuego. Eran la especialidad de la buena de ma y brotaban sin cesar de sus agujas, una tras otra, mientras permanecía sentada ante el televisor por las noches. Lisey recordó que de pequeña creía que aquellas colchas se llamaban “africanas”. Todas sus primas (Angleton, Darby, Wiggens y Washburn, además de un número casi incontable de Debusher) habían sido obsequiadas con colchas
    africanas al casarse; y cada una de las hermanas Debusher tenía al menos tres. Y con cada manta africana venía un cuadrado de más del mismo color o dibujo. La buena de ma denominaba aquellos cuadrados adicionales “caprichos” y los hacía como adornos de mesa o para enmarcarlos y colgarlos de la pared. Puesto que la colcha africana amarilla había sido el regalo de la buena de ma para Lisey y Scott, y como a Scott siempre le había encantado, Lisey había guardado el capricho en la caja de cedro. Ahora yacía ensangrentada sobre la moqueta, aferrada al cuadrado capricho, y cejó en el intento de olvidar. ¡Dáliva! pensó y acto seguido rompió a llorar. Comprendía que era incapaz de mostrarse coherente, pero quizás no pasaba nada. Ya llegaría el orden más tarde si hacía falta.
    Y si había un más tarde, por supuesto.
    Los esfumados y los del mal rollo. Los Landon, y los Landreau antes que ellos, siempre son una cosa u otra. Y siempre acaba saliendo.
    No era de extrañar que Scott hubiera reconocido el problema de Amanda sin dificultad alguna; conocía la automutilación de primera mano. ¿Cuántas veces se lo habría hecho? No lo sabía. Resultaba imposible leer sus cicatrices como se podían leer las de Amanda porque..., bueno, porque sí. No obstante, el único episodio de mutilación del que tenía constancia, la noche del invernadero, había sido espectacular. Y había aprendido de su padre, que sólo usaba el cuchillo con sus hijos cuando su propio cuerpo no le bastaba para desahogar el mal rollo.
    Los esfumados y los del mal rollo. Siempre lo uno o lo otro. Y siempre acaba saliendo.
    Y si Scott se había librado de la peor cara del mal rollo, ¿qué quedaba?
    En diciembre de 1995, la temperatura descendió hasta extremos casi insoportables. Y a Scott empezó a pasarle algo. Tenía previstas varias conferencias y lecturas a principios de año en distintas universidades de Texas, Oklahoma, Nuevo
    México y Arizona, una gira que denominaba la Conquista del Oeste de Scott Landon 1996, pero llamó a su agente literario para que las cancelara todas. La agencia puso el grito en el cielo, lo cual no era de extrañar, porque Scott pretendía tirar trescientos mil dólares en conferencias al retrete, pero Scott no dio su brazo a torcer. Adujo que le resultaba imposible hacer la gira, que estaba enfermo. Estaba enfermo, sin lugar a dudas. Mientras el invierno clavaba sus garras con creciente saña, Scott Landon se convirtió en un hombre enfermo. Lisey empezó a notar ya a principios de noviembre que algo


    2

    Sabe que algo le pasa y que no es la bronquitis en la que no cesa de escudarse. No tiene tos y su piel se nota fresca al tacto, de modo que aunque no le deja tomarle la temperatura, ni siquiera con uno de esos termómetros de sien, estaba bastante segura de que no tiene fiebre. Por lo visto, se trata de un problema mental, no físico, y Lisey se asusta muchísimo. La única vez que reúne el valor suficiente para sugerirle que vaya a ver al doctor Bjorn, Scott se pone como una moto, acusándola de ser adicta a los médicos “como el resto de tus hermanas chaladas”.
    ¿Y cómo se supone que debe reaccionar a eso? ¿Cuáles son exactamente los síntomas que muestra? ¿Los tomaría en serio algún médico, aun uno tan comprensivo como Rick Bjorn? Ha dejado de escuchar música mientras escribe, eso para empezar. Y no está escribiendo mucho, eso en segundo lugar y mucho más grave. El avance de su nueva novela, que Lisey Landon, pese a no ser una gran crítica literaria, adora, ha pasado del sprint habitual a un goteo cansino. Y lo peor..., por el amor de Dios, ¿qué ha sido de su sentido del humor? Ese bullicioso sentido del humor puede resultar agotador, pero su ausencia repentina cuando el otoño da paso a la ola de frío se le antoja espeluznante; es como en aquellas películas antiguas de exploradores, cuando los tambores de los indígenas enmudecen de pronto. También está bebiendo más y hasta más altas horas de la noche. Lisey siempre se ha acostado antes que él, por lo general mucho más temprano, pero casi siempre advierte cuándo llega y a qué huele. También sabe lo que ve en las papeleras del estudio, y a medida que se acentúa su inquietud, adquiere la costumbre de echar un vistazo cada dos o tres días. Está habituada a ver latas de cerveza, a veces muchas, porque a Scott siempre le ha gustado la cerveza, pero en diciembre de 1995 y principios de enero de 1996, también empieza a ver botellas de Jim Beam. Y Scott tiene resaca. Por alguna razón, eso la desasosiega más que nada. A veces deambula por la casa, pálido, silencioso, enfermo, hasta media tarde antes de animarse un poco. En varias ocasiones lo ha oído vomitar tras la puerta cerrada del baño, y por la velocidad a la que desaparecen las aspirinas sabe que sufre jaquecas. Podría decirse que eso no tiene nada de raro, porque si te bebes una caja de cerveza o una botella de Jim Beam entre las nueve y las doce de la noche, pagarás el precio. Y tal vez sólo sea eso, pero Scott bebe mucho desde la noche que lo conoció en el auditorio de la universidad, cuando llevaba una botella escondida en el bolsillo de la chaqueta (una botella que compartió con ella) y nunca ha sufrido más que resacas levísimas. Ahora, cuando ve las botellas vacías en la papelera y tan sólo una página o dos añadidas al manuscrito de La luna de miel del proscrito que tiene sobre la enorme mesa (y algunos días ninguna), se pregunta si estará bebiendo mucho más de lo que ella sabe.
    Durante un breve período consigue aparcar las preocupaciones gracias a las compras navideñas y las reuniones familiares. A Scott nunca le ha gustado demasiado ir de compras, ni siquiera cuando las tiendas están vacías, pero este año se sumerge en la
    locura consumista con un buen humor que raya la histeria. Sale con ella cada puñetero día, capeando los temporales de clientes que atestan el centro comercial de Auburn y las tiendas de la calle principal de Castle Rock. Lo reconocen a menudo, pero rechaza con amabilidad y alegría las frecuentes peticiones de autógrafos que le hacen muchas personas ansiosas de hacerse con un regalo único. Lo hace alegando que si no se queda junto a su mujer, lo más probable es que no vuelva a verla hasta Pascua. Quizás ha perdido su sentido del humor, pero nunca lo ve perder los estribos, ni siquiera cuando algunos de los solicitantes de autógrafos se ponen pesados, y por unos días parece estar más o menos bien, vuelve a ser más o menos el mismo pese a la gran cantidad de alcohol que consume, la gira cancelada y los progresos casi nulos de su nuevo libro.
    El día de Navidad es estupendo, con muchos regalos y un enérgico revolcón de mediodía. La cena de Navidad se celebra en casa de Canty y Rich, y durante los postres, Rich pregunta a Scott cuándo producirá una de las películas basadas en sus novelas.
    -Ahí es donde se gana la pasta gansa –asegura Rich, por lo visto ajeno al hecho de que tres de las cuatro adaptaciones cinematográficas han fracasado de un modo estrepitoso; sólo la adaptación de Demonios vacíos, que Lisey no ha visto, ganó dinero.
    De camino a casa, el sentido del humor de Scott regresa con la fuerza de un destructor. Hace una imitación genial de Rich con la que Lisey se parte de risa hasta que llegan a casa. Una vez de vuelta en Sugar Top Hill, se dirigen a la planta superior para un segundo revolcón. En la bruma postorgásmica, Lisey se sorprende pensando que si Scott está enfermo, tal vez más gente debería contagiarse, porque así el mundo se convertiría en un lugar mejor.
    Despierta sobre las dos de la madrugada del día 26 con ganas de ir al baño y (hablando de dejà vu), Scott no está en la cama. Pero esta vez no ha desaparecido; Lisey ha llegado a captar la diferencia sin siquiera permitirse averiguar qué significa cuando piensa
    (esfumado)
    en eso que su marido hace a veces y el lugar adonde va.
    Orina con los ojos cerrados mientras escucha el viento que sopla fuera. Suena frío ese viento, pero ella no sabe lo que es el frío. Aún no. Dentro de un par de semanas lo sabrá muy bien. Dentro de un par de semanas sabrá un montón de cosas.
    Cuando acaba de orinar mira por la ventana del baño. Da al granero y al estudio de Scott, situado en el pajar reformado. Si estuviera allá arriba (cuando se desvela en plena noche, es lo que suele hacer), vería las luces, tal vez incluso alcanzaría a oír a lo lejos el alegre sonido del rock and roll que siempre escucha. Pero esta noche, el granero está a oscuras, y la única música que oye Lisey es el aullido del viento. El sonido la inquieta un poco, porque remueve pensamientos dormidos en lo más recóndito de su cerebro
    (infarto derrame cerebral)
    y demasiado desagradables para ocuparse de ellos, aunque un poco demasiado insistentes, teniendo en cuenta lo..., lo raro que ha estado Scott últimamente, para desterrarlos del todo. Así que en lugar de regresar medio dormida al dormitorio, se acerca a la otra puerta del baño, la que da al distribuidor de la planta superior. Llama a Scott sin obtener respuesta, pero ve una delgada línea de luz dorada bajo la puerta cerrada al final del pasillo. Y ahora sí, muy suave, le llega el sonido de la música procedente de aquella habitación. No es rock and roll, sino country. Hank Williams. El viejo Hank canta “Kaw-Liga”.
    -¿Scott? Lo llama de nuevo.
    Al no obtener respuesta, se dirige hacia allí mientras se aparta el cabello de los ojos, los pies desnudos susurrando apenas sobre una moqueta que más adelante acabará en el desván, asustada sin una razón que alcance a articular, aunque guarda relación con
    (esfumado)
    cosas que están zanjadas o deberían estarlo. Atado y bien atado, habría dicho a buen seguro papá Debusher, una expresión que el viejo dandy había pescado en el lago al que todos acudimos a beber, el lago donde arrojamos nuestras redes.
    -¿Scott?
    Permanece un instante inmóvil ante la puerta del dormitorio de invitados, embargada por un horrible presentimiento. Scott está sentado en la mecedora frente al televisor, muerto, se ha suicidado, cómo es que no lo ha visto venir, acaso no lleva un mes o más notando los síntomas... Ha aguantado hasta Navidad por ella, pero ahora...
    -¿Scott?
    Hace girar el pomo, abre la puerta y lo ve sentado en la mecedora tal como lo ha imaginado, pero vivo y coleando, envuelto en su colcha africana favorita, la amarilla. En la pantalla del televisor, con el volumen bajado, transcurre su película predilecta, La última película. No aparta la vista de ella para mirar a Lisey.
    -Scott, ¿estás bien?
    Sus ojos no se mueven, no pestañean siquiera. Lisey empieza a estar muy asutada, y en un rincón de su mente, una de las extrañas palabras de Scott
    (esfumado)
    da un respingo y se abalanza sobre ella, y de un manotazo, Lisey la envía de vuelta al subconsciente con un
    (puñeta)
    juramento apenas articulado. Entra en la habitación y de nuevo pronuncia su nombre. Esta vez sí parpadea, gracias a Dios, vuelve la cabeza para mirarla y sonríe. Es la sonrisa marca Scott Landon de la que se enamoró la primera vez que la vio, sobre todo por la forma en que le eleva los rabillos de los ojos.
    -Hola, Lisey –la saluda-. ¿Qué haces levantada?
    -Podría preguntarte lo mismo –replica Lisey.
    Mira a su alrededor en busca de alcohol (una lata de cerveza, quizás una botella medio vacía de Jim Beam), pero no ve nada. Buena señal.
    -Es tarde, ¿sabes? Muy tarde.
    Se produce un prolongado silencio durante el cual Scott parece meditar seriamente las palabras de su mujer.
    -Me ha despertado el viento –explica por fin-. Empujaba uno de los canalones contra la fachada de la casa, y no he conseguido volver a dormirme.
    Lisey se dispone a decir algo, pero acaba callando. Cuando llevas mucho tiempo casada (suponía que el tiempo exacto dependía de cada matrimonio, aunque en su caso habían sido unos quince años), aparece cierta telepatía. En este momento, la telepatía le indica que Scott tiene algo más que decir, de modo que Lisey guarda silencio a la espera de comprobar si está en lo cierto. En el primer momento parece que así es, porque Scott abre la boca. Pero entonces se levanta una ráfaga de viento, y Lisey lo oye, un leve tintineo que recuerda el castañeo de una dentadura metálica. Scott inclina la cabeza hacia el sonido..., sonríe un poco..., no es una sonrisa agradable..., la sonrisa de alguien que guarda un secreto..., y vuelve a cerrar la boca. En lugar de decir lo que tenía intención de decir, se vuelve de nuevo hacia la pantalla del televisor, donde Jeff Bridges, un Jeff Bridges pero que muy joven, y su mejor amigo se dirigen a México. Cuando regresen, Sam el León habrá muerto.
    -¿Crees que ahora podrás dormir? –pregunta a Scott, y al ver que éste no responde, empieza a asustarse de nuevo-. Scott...
    Pronuncia su nombre con más sequedad de la que pretendía emplear, y cuando Scott se vuelve de nuevo para mirarla, a regañadientes, piensa Lisey, aunque ha visto esta película al menos dos docenas de veces, repite la pregunta con voz ahora más suave.
    -¿Crees que ahora podrás dormir?
    -Puede –concede Scott, y Lisey advierte algo en su mirada que la aterra y la entristece a un tiempo: Scott tiene miedo-. Si duermes abrazada a mí.
    -¿Con el frío que hace esta noche? ¿Estás de guasa? Anda, apaga la tele y vuelve a la cama.
    Scott obedece, y Lisey se tiende abrazada a él, escuchando el viento y disfrutando del masculino calor que desprende su cuerpo.
    Empieza a ver las mariposas. Es lo que casi siempre le pasa cuando está a punto de quedarse dormida. Ve grandes mariposas rojas y negras que abren las alas en la oscuridad. Alguna vez ha pensado que también las verá cuando le llegue la hora. Es una idea que la asusta, pero sólo un poco.
    -¿Lisey? –la llama Scott desde muy lejos.
    También él está a punto de dormirse; Lisey lo sabe.
    -¿Hmmmm?
    -No le gusta que hable.
    -¿A quién?
    -No lo sé –responde Scott desde muy lejos-. Quizás sea el viento. El frío viento del norte, el que viene de...
    Puede que la última palabra sea “Canadá”, pero resultaba imposible afirmarlo con seguridad, porque por entonces Lisey se ha perdido en la tierra de los sueños, y Scott también, y cuando van allí nunca van juntos, y Lisey teme que también eso sea un augurio de la muerte, un lugar donde quizás haya sueños, pero nunca amor, nunca un hogar, nunca una mano que sujete la tuya mientras los escuadrones de pájaros surcan la bola anaranjada del sol al final del día.


    3

    Durante un período de unas dos semanas, Lisey sigue intentando creer que las cosas están mejorando. Más tarde se preguntará cómo ha podido ser tan idiota, tan obstinadamente ciega, cómo ha podido confundir su lucha frenética para aferrarse al mundo (y a ella) por una mejoría, pero por supuesto cuando sólo tienes un clavo ardiendo, te aferras a él.
    De hecho, tiene varios clavos a los que agarrarse. Durante los primeros días de 1996 parece dejar de beber por completo, exceptuando una copa de vino con la cena en un par de ocasiones, y va a su estudio cada día. No será dará cuenta hasta más tarde, más tarde, petarde, canturreaban de pequeñas cuando empezaban a construir castillos de palabras en la playa del lago, de que esos días no añade una sola página al manuscrito, de que no hace más que beber a escondidas y engullir pastillas de menta y escribirse a sí mismo notas inconexas. Detrás del teclado del Mac que ahora utiliza encontrará un papel, papel de carta, en realidad, con las palabras DE LA MESA DE SCOTT LANDON escritas en la parte superior, y sobre ellas ha garabateado La cadena del tractor dice que llegas tarde Scoot, incluso ahora. No es hasta que ese viento gélido, el que sopla desde Yellowknife, aúlla en torno a la casa, que por fin ve los cortes en
    forma de luna creciente en las palmas de sus manos. Cortes que sólo puede haberse hecho con las uñas mientras pugnaba por aferrarse a su vida y la cordura, como un escalador que intentara aferrarse a un puñetero saliente en medio de una tormenta. No es hasta más tarde que encontrará su provisión de botellas vacías de Jim Beam, más de una docena en total, y en este sentido al menos consigue no echarse la culpa, porque lo cierto es que estaban muy bien escondidas.


    4

    Los primeros días de 1996 hace un calor impropio de la estación; es lo que la gente antes denominaba el Deshielo de Enero. Pero ya el día 3 de enero, los partes del tiempo advierten de un gran cambio, una espantosa ola de frío procedente de los desiertos blancos del centro de Canadá. Se aconseja a los habitantes de Maine que se cercioren de llenar hasta los topes sus depósitos de gasoil, de aislar bien las cañerías de agua y de preparar suficiente “espacio abrigado” para sus animales. Las temperaturas bajaran hasta treinta bajo cero e irán acompañadas de vientos huracanados, por lo que la temperatura percibida será de cincuenta o cincuenta y cinco grados bajo cero.
    Lisey se asusta lo suficiente para llamar a su contratista después de fracasar en sus intentos de preocupar a Scott. Gary le asegura que los Landon poseen la casa mejor aislada de Castle View, le promete que vigilará de cerca a los parientes de Lisey (sobre todo a Amanda, huelga decir) y le recuerda que el frío forma parte del hecho de vivir en Maine. Unas cuantas noches de perros y ya tendremos aquí la primavera, augura.
    Pero cuando la ola de frío llega el cinco de enero, resulta ser lo peor que recuerda Lisey, incluso si se remonta a los días de su infancia, cuando cada trueno escuchado por sus oídos infantiles se convertía en una gran tempestad y cada copo de nieve, en una ventisca. Mantiene todos los termostatos de la casa a veinticuatro grados, y la caldera nueva funciona sin interrupción. Sin embargo, entre el seis y el nueve de enero, la temperatura de la casa no pasa en ningún momento de los diecisiete. El viento no aúlla alrededor del tejado, sino que chilla como una mujer desentrañada centímetro a centímetro por un psicópata armado con un cuchillo romo. Los vientos de sesenta kilómetros por hora (y ráfagas de cien, lo bastante fuertes para derribar media docena de antenas de radio en la zona central de Maine y New Hampshire) arrastran la nieve que se ha acumulado sobre la tierra durante el deshielo de enero por los campos como si de fantasmas danzarines se tratara. Al chocar contra las contraventanas, las partículas granulares retumban como granizo.
    La segunda noche de tan extravagante ola de frío canadiense, Lisey despierta a las dos de la madrugada y comprueba que Scott ha vuelto a desaparecer de la cama. Lo encuentra en la habitación de invitados, de nuevo arrebujado en la colcha africana amarilla de la buena de ma, de nuevo mirando La última película. Hank Williams canta “Kaw-Liga”. Sam el León ha muerto. Le cuesta arrancarlo de su ensimismamiento, pero por fin lo consigue. Le pregunta si se encuentra bien, y Scott responde que sí. Le dice que mire por la ventana, que es muy hermoso, pero que tenga cuidado, que no mire demasiado rato.
    -Mi papi decía que te podías quemar los ojos si mirabas esa claridad mucho rato –advierte.
    Lisey profiere una exclamación al contemplar semejante belleza. Grandes telones surcan el cielo y cambian de color ante sus ojos. El verde da paso al violeta, el violeta al bermellón, el bermellón a una extraña tonalidad roja que no alcanza a nombrar. Óxido, quizás algo parecido, pero no es exactamente eso; más bien cree que
    no existe un nombre para el color que está viendo. Cuando Scott le tira de la parte posterior del camisón y para decirle que ya basta, que deje de mirar, Lisey se sobresalta al mirar el reloj digital del vídeo y descubrir que lleva diez minutos contemplando la aurora boreal.
    -No mires más –insiste con la voz quejumbrosa y confusa de quien habla en sueños-. Vuelve a la cama conmigo, pequeña Lisey.
    Lisey accede de buen grado, contenta de poder interrumpir esa película terrible, sacarlo de la mecedora y de la habitación gélida. Pero mientras lo lleva de la mano por el pasillo, Scott dice algo que le pone la piel de gallina.
    -El viento suena como la cadena del tractor, y la cadena del tractor suena como mi papi –dice-. ¿Y si no está muerto?
    -Eso es una chorrada, Scott –replica Lisey.
    Pero esas cosas nunca parecen chorradas en plena noche, ¿a que no? Sobre todo cuando el viento chilla y el cielo está tan lleno de colores que también parece chillar a modo de respuesta.
    Cuando despierta la noche siguiente, el viento sigue aullando, y esta vez, al entrar en el dormitorio de invitados, comprueba que el televisor no está encendido, pero que Scott tiene la mirada clavada en él de todos modos. Está sentado en la mecedora y arrebujado en la colcha africana amarilla de la buena de ma, pero no contesta, ni siquiera la mira. Scott está allí, pero a la vez se ha ido.
    Esfumado.


    5

    Lisey rodó sobre sí misma para tenderse de espaldas en el estudio de Scott y se quedó mirando la claraboya que quedaba justo encima de ella. El pecho le palpitaba de dolor. Sin pensar en lo que hacía, se oprimió el cuadrado amarillo contra él. En el primer momento, el dolor se intensificó...., pero luego experimentó una leve sensación de alivio. Siguió mirando la claraboya, jadeante. Percibía el olor acre del sudor, las lágrimas y la sangre, el caldo en que se marinaba su piel. Lanzó un gemido.
    Los Landon nos recuperamos a toda pastilla. Nunca nos ha quedado otro remedio. Si era cierto, y tenía razones para creer que lo era, nunca había deseado tanto ser una Landon como en aquel momento. Ya no quería ser Lisa Debusher, de Lisbon Falls, el accidente tardío de mamá y papá, la mocosa.
    Eres quien eres, declaró la voz de Scott con paciencia. Eres Lisey Landon, mi pequeña Lisey. Pero hacía mucho calor, y le dolía tanto, y ahora era ella quien quería hielo, y por mucho que escuchara su voz, Scott Landon nunca había estado tan puñeteramente muerto como ahora.
    PPCCN, cariño, insistió su difunto marido, pero su voz le llegaba de muy lejos.
    Lejos.
    Incluso el teléfono colocado sobre el Gran Jumbo de Dumbo, por el que teóricamente podía pedir ayuda, se le antojaba muy lejano. ¿Y qué estaba cerca? Una pregunta, una muy sencilla. ¿Cómo podía haber encontrado a su hermana en aquel estado sin recordar que había encontrado a su marido en el mismo estado durante la ola de frío de 1996?
    Sí que lo recordaba, le susurró su mente a su mente mientras ella permanecía tendida de cara a la claraboya, con el cuadrado amarillo de punto tiñéndose de rojo contra su pecho. Lo recordaba. Pero recordar a Scott en la mecedora significaba recordaba The Antlers; recordar The Antlers significaba recordar lo que pasó cuando
    salimos del árbol ñam-ñam a la nieve; recordar eso era afrontar la verdad sobre su hermano Paul; afrontar el recuerdo verdadero de Paul significaba regresar a esa habitación de invitados, con la aurora boreal llenando el cielo mientras el viento aullaba desde Canadá, desde Manitoba, desde Yellowknife. ¿No lo ves, Lisey? Todo estaba relacionado, siempre lo ha estado, y en cuanto te permitieras hacer la primera asociación, empujar la primera ficha de dominó...
    -Me habría vuelto loca –gimió-. Como ellos. Como los Landon, los Landreau y quienquiera que sabe de esto. No es de extrañar que se volvieran chalados sabiendo que existe un mundo justo al lado de éste..., y que la pared divisoria es tan delgada...
    Pero ni siquiera eso era lo peor. Lo peor era la cosa que tanto lo atormentaba, la cosa de pelaje moteado con el costado infinito...
    -¡No! –chilló en el estudio vacío, pese a que chillar le provocó un punzada de inmenso dolor que le recorrió el cuerpo entero-. ¡No! ¡Basta! ¡Haz que pare! ¡Haz que esas cosas paren!
    Pero era demasiado tarde. Y demasiado cierto para seguir negándolo, por grande que fuera el riesgo de sucumbir a la locura. Realmente existía un lugar donde la comida se echaba a perder, donde a veces incluso se tornaba venenosa al caer la noche, y donde esa cosa moteada, el chaval larguirucho de Scott
    (imitaré el sonido que hace cuando gira la cabeza)
    quizás era real.
    -Oh, es real, de eso no cabe duda –susurró Lisey-. Yo lo vi.
    Lisey rompió a llorar en el estudio vacío y maldito de su marido muerto. Ni siquiera ahora sabía con seguridad si era cierto y dónde lo había visto exactamente en caso de que fuera cierto..., pero tenía la sensación de que era cierto. La clase de asesino de esperanzas que los pacientes de cáncer ven en el fondo de lúgubres vasos cuando se han tomado todos los medicamentos y el indicador de la morfina marca 0 y la noche no parece tener fin y el dolor sigue presente, carcomiéndote cada vez más los huesos insomnes. Y vivo. Vivo, malévolo, hambriento. La clase de cosa que su marido había intentado en vano matar a base de alcohol, de eso estaba segura. Y a base de risas. Y a base de trabajo. La cosa que Lisey había estado a punto de ver en sus ojos vacuos cuando lo encontró sentado en la fría habitación de invitados, delante del televisor silencioso. Estaba sentado


    6

    Está sentado en la mecedora, arrebujado hasta los ojos inmóviles en la colcha africana exageradamente amarilla de la buena de ma. Mira a Lisey y a la vez a través de Lisey. No reacciona a las repeticiones cada vez más frenéticas de su nombre, y Lisey no sabe qué hacer.
    Llamar a alguien, piensa, eso es lo que tienes que hacer, y recorre el pasillo a la carrera hasta su dormitorio. Canty y Rich estarán en Florida hasta mediados de febrero, pero Darla y Matt viven muy cerca, y es el número de Darla el que tiene intención de marcar, a estas alturas no le preocupa en lo más mínimo despertarlos en plena noche, necesita hablar con alguien, necesita ayuda.
    No la obtiene. La terrible galerna, el viento que le hace tener frío incluso envuelta en el camisón de franela y un jersey que se ha puesto encima, el que hace que la caldera del sótano funcione a todas horas mientras la casa cruje y a veces incluso emite golpes alarmantes, ese viento helado procedente de Canadá, ha arrancado algún cable en Castle View, y lo único que oye al descolgar el auricular es un zumbido
    oligofrénico. Pese a ello pulsa un par de veces el botón de interrupción de llamada, porque eso es lo que suele hacerse, pero sabe que no servirá de nada, y en efecto, no sirve de nada. Está sola en la gran casa victoriana reformada de Sugar Top Hill mientras los cielos se llenan de estrambóticos telones de colores y las temperaturas descienden hasta extremos inimaginables. Sabe que si intenta ir a casa de los Galloway, sus vecinos, tiene muchas probabilidades de perder el lóbulo de la oreja o un dedo, quizás incluso un par, a causa del frío. De hecho, es posible que muera congelada delante de su puerta antes de lograr despertarlos. Hace un frío con el que no se puede jugar.
    Lisey cuelga el auricular y vuelve corriendo a la habitación de invitados, las zapatillas susurrando a cada paso. Scott sigue tal como lo ha dejado. La gimoteante banda sonora de los años cincuenta que acompaña La última película le resultaba desagradable en plena noche, pero el silencio es peor, peor, peor. Y justo antes de que una gigantesca ráfaga de viento se apodere de la casa e intente arrancarla de sus cimientos (apenas puede creer que no se haya ido la luz, sin duda pasará dentro de poco), comprende por qué incluso el viento le proporciona cierto alivio: no lo oye respirar. No parece muerto e incluso tiene algo de color en las mejillas, pero ¿cómo sabe que no lo está?
    -¿Cariño? –murmura mientras se acerca a él-. ¿Puedes hablarme, cielo? ¿Puedes mirarme?
    Scott no dice nada ni la mira, pero cuando Lisey apoya los dedos helados contra su cuello, advierte que tiene la piel cálida y percibe su pulso en la gran vena o arteria situada justo debajo de sus dedos. Y algo más. Lo siente intentar llegar hasta ella. A la luz del día, por mucho frío y viento que hiciera (la clase de luz que parece dominar todas las tomas exteriores de La última película, ahora que lo piensa), sin duda se mofaría de aquella idea, pero ahora no. Ahora sabe lo que sabe. Scott necesita ayuda, tanta como aquel día en Nashville, primero cuando el psicópata le disparó y luego cuando estaba tendido sobre el asfalto ardiente, temblando y pidiendo hielo.
    -¿Cómo puedo ayudarte? –murmura-. ¿Cómo puedo ayudarte ahora?
    Es Darla quien responde, Darla tal como era de adolescente, “tetuda y más mala que un rayo”, como había comentado la buena de ma una vez en un arranque de vulgaridad impropio de ella, de lo cual se infería que debía de estar más que harta de su hija.
    No vas a ayudarle, ¿por qué hablas de ayudarle? pregunta Darla, y su voz se le antoja tan real que casi percibe el olor del maquillaje en polvo que Darla tenía permiso para utilizar (a causa de las imperfecciones de su piel) y casi oye el chasquido de la burbuja del chicle de su hermana al estallar. Y ¡tachán! Ha estado en el lago, ha arrojado su red y ha sacado una buena pesca. Se ha vuelto tarumba, Lisey, majara, ha perdido la chaveta, se le ha ido la castaña, está más loco que un cencerro, y la única forma de ayudarle es llamar a los hombres de blanco en cuanto el teléfono vuelva a funcionar. Lisey oye reír a Darla, una carcajada de absoluto desprecio adolescente, en lo más profundo de su mente mientras mira a su marido sentado en la mecedora con los ojos abiertos de par en par. ¿Ayudarle? ¿AYUDARLE? Por el amor de Dios...
    Pero Lisey cree que sí puede ayudarle. Cree que hay una manera.
    El problema es que la manera de ayudarle entraña cierto peligro y no es en modo alguno infalible. Lisey es lo bastante sincera pare reconocer que ella misma es responsable de algunos de los problemas. Ha almacenado ciertos recuerdos, como la increíble salida del árbol ñam-ñam, y ocultado verdades insoportables, como la verdad sobre Paul el Santo Hermano, tras una especie de cortina que tiene en la mente. Hay cierto sonido
    (oh Dios mío qué gruñido tan desagradable)
    allá atrás, y también ciertas imágenes
    (las cruces el cementerio las cruces a la luz sangrienta)
    A veces se pregunta si todo el mundo tiene esa cortina mental, tras la cual empieza la zona de “prohibido pensar”. Debería ser así. Resulta muy útil; te ahorra un montón de noches en blanco. Tras su cortina se esconden un montón de cachivaches polvorientos, un poco de esto, un poco de aquello, un poco de lo de más allá. Un auténtico laberinto, en suma. Oh, pequeñaaa Liiizzey, me impresssionnnas, mein gott... ¿y qué dicen los niños?
    -No entrrrees ahíii –masculla Lisey.
    Pero cree que entrará, cree que si aspira a tener alguna posibilidad de salvar a Scott, de traerlo de vuelta, tendrá que entrrraar ahíii... sea donde sea.
    Oh, pero si está aquí mismo.
    Eso es lo espeluznante del caso.
    -Lo sabes, ¿verdad? –dice.
    Empieza a llorar, pero no es a Scott a quien se lo pregunta, porque Scott se ha ido adonde van los esfumados. Una vez, bajo el árbol ñam-ñam, protegidos de aquella extraña nevada de octubre, Scott se refirió a su oficio como una suerte de locura. Lisey protestó, ay, la práctica Lisey, para quien todo seguía igual, y él respondió: No entiendes la cara oscura. Espero que tengas la suerte de no entenderla jamás, pequeña Lisey.
    Pero esta noche, mientras el viento sopla enfurecido desde Yellowknife y el cielo se llena de colores enloquecidos, la suerte se le ha acabado.


    7

    Tendida de espaldas en el estudio de su difunto marido, con el capricho ensangrentado apretado contra el pecho, Lisey dijo:
    -Me senté junto a él y le saqué la mano de debajo de la colcha africana para poder sujetársela.
    Lisey tragó saliva y oyó un chasquido en las profundidades de su garganta reseca. Necesitaba más agua, pero no se atrevía a ponerse de pie, todavía no.
    -Tenía la mano caliente, pero el suelo


    8

    El suelo está frío pese al camisón de franela, los leotardos de franela y las bragas de seda que lleva bajo los leotardos. Esta habitación, como todas las de la planta alta, tiene calefacción radiante de suelo, que percibe al alargar la mano que no sostiene la de Scott, pero el calor apenas la reconforta. La incansable caldera envía el calor hacia arriba y las conducciones de la calefacción de suelo lo propagan. El calor se eleva unos diez centímetros y... puf, desaparece. Como las rayas en un poste de barbería. Como el humo de los cigarrillos. Como los maridos, a veces.
    Qué más te da el suelo frío. No importa si el culo se te pone azul. Si puedes hacer algo por él, hazlo.
    Pero ¿qué es ese algo? ¿Por dónde narices tiene que empezar?
    La respuesta acude a su mente con la siguiente ráfaga de viento. Empieza con el remedio del té.
    -Nunca-me-dijo-nada-sobre-ello-porque-nunca-se-lo-pregunté.
    Las palabras brotan de sus labios con tal rapidez que parecen una sola y exótica palabra.
    En tal caso, es una exótica mentira de una sola palabra. Scott contestó a su pregunta sobre el remedio del té aquella noche en The Antlers. En la cama, después de hacer el amor. Lisey le hizo dos o tres preguntas, pero la que importaba, la pregunta clave, resultó a ser la primera. Y muy sencilla, por cierto. Scott podría haber contestado con un simple sí o no, pero ¿cuándo había Scott Landon contestado a algo con un simple sí o no? Y resultó ser el meollo de la cuestión. ¿Por qué? Porque los hizo regresar al tema de Paul. Y la historia de Paul era en esencia la historia de su muerte. Y la muerte de Paul conducía a...
    -No, por favor –implora en un susurro y de repente advierte que está oprimiendo la mano de su marido con demasiada fuerza.
    Por descontado, Scott no protesta. En palabras de la familia Landon, se ha esfumado. Suena gracioso expresado así, casi como un chiste malo.
    Se encuentran dos amigos y uno le dice al otro:
    Oye, por cierto, ¿dónde está fulanito?
    ¿Fulanito? Pues mira, se ha esfumado.
    (El público se parte de risa.)
    Pero Lisey no se parte de risa ni necesita ninguna de sus vocecillas interiores para saber que Scott se ha largado a Esfumadolandia. Si quiere traerlo de vuelta, primero tendrá que ir a buscarlo.
    -Oh, Dios, no –gime, porque el significado de esa expedición ya acecha en el rincón más alejado de su mente, una gran silueta envuelta en muchas capas-. Oh, Dios, ¿tengo que hacerlo?
    Pero Dios no responde. Ni falta que le hace a Lisey. Sabe lo que tiene que hacer o al menos cómo empezar. Debe recordar su segunda noche en The Antlers, después de hacer el amor. Cuando ya estaban a punto de dormirse, Lisey pensó: ¿Qué hay de malo en que quieras saber más cosas sobre el santo hermano mayor, no sobre el papá diabólico? Vamos, pregúntale.
    Así que le preguntó. Sentada en el suelo, con la mano de su marido (que empieza a enfriarse) en la suya mientras el viento aúlla en el exterior y cielo se llena de colores enloquecidos, Lisey asoma la cabeza tras la cortina que ha colgado para ocultar sus peores recuerdos, los más desconcertantes, y se ve a sí misma preguntando a Scott por el remedio del té. Preguntándole


    9

    -Después del episodio del banco, ¿Paul sumergió las heridas en té como hiciste tú aquella noche en mi piso?
    Scott está tendido en la cama junto a ella, la sábana subida hasta las caderas, de modo que Lisey distingue los primeros rizos de su vello púbico. Está fumando lo que llama “el siempre fabuloso cigarrillo postcoito”, y la única luz que alumbra la habitación procede de la lámpara encendida en su mesita de noche. A la mortecina luz rosada de esa lámpara, el humo se eleva y desaparece en la oscuridad, induciendo a Lisey a preguntarse
    (¿hubo un sonido, una especie de palmada de aire bajo el árbol ñam-ñam cuando nos fuimos?)
    algo que ya esta intentando desterrar de su mente.
    El silencio se prolonga. Está a punto de concluir que Scott no va a responder, pero entonces responde. Y en un tono que le hace creer que el largo silencio se ha debido a que ha meditado a fondo sus palabras, no a que era reacio a contestar.
    -Estoy bastante seguro que lo del remedio del té vino más tarde, Lisey –piensa un poco más y por fin asiente-. Sí, sé que vino más tarde, porque para entonces estaba haciendo fracciones. Un tercio más un cuarto igual a siete doceavos, cosas así.
    Sonríe..., pero a Lisey, que ha llegado a conocer muy bien su repertorio de expresiones, le parece una sonrisa nerviosa.
    -¿En la escuela? –pregunta.
    -No, Lisey.
    En un tono que indica que Lisey debería saber que no es así, y cuando vuelve hablar, Lisey detecta en su voz ese sobrecogedor matiz
    (lo intenté y lo intenté)
    infantil.
    -Yo y Paul estudiábamos en casa. Papi llamaba la escuela pública el establo de asnos.
    Sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara, hay un cenicero encima de un ejemplar de Matadero Cinco (Scott se lleva un libro dondequiera que vaya, sin excepciones). Scott tira en él la ceniza de su cigarrillo. Fuera sopla una ráfaga de viento, y el viejo hotel emite crujidos de protesta.
    De repente, Lisey se dice que tal vez no es buena idea, que lo mejor sería darse la vuelta y dormir, pero por otro lado siente curiosidad, y la curiosidad acaba por ganar la batalla.
    -Pero los cortes que le hizo aquel día a Paul, el día que saltaste del banco, ¿eran graves? ¿No simples rasguños? Quiero decir que a veces los niños ven las cosas de una manera... Cualquier cañería rota les parece una inundación...
    Deja la frase sin terminar. Se produce un largo silencio mientras Scott sigue con la mirada el humo que trasciende el haz de la lámpara y desaparece. Cuando vuelve a hablar lo hace con voz seca, neutra y segura a un tiempo.
    -Papi hacía cortes profundos.
    Lisey abre la boca para decir algo convencional que ponga fin a la conversación, porque en su mente se han activado toda clase de alarmas, hileras enteras de luces rojas, pero Scott se le adelanta.
    -Pero no era eso lo que querías preguntarme. Pregunta lo que quieras, Lisey. Adelante, te responderé. No voy a tener secretos para ti, no después de lo que ha pasado esta tarde, pero tienes que preguntar.
    ¿Qué ha pasado esta tarde? Ésa parece la pregunta lógica, pero Lisey entiende que ésta no puede ser una conversación lógica porque gira en torno a la locura, a la locura, y ahora ella también forma parte de esa locura. Porque Scott la ha llevado a algún lugar, lo sabe, no han sido imaginaciones suyas. Si pregunta qué ha pasado esta taarde, Scott se lo dirá, acaba de prometerle que lo hará..., pero no es la forma correcta de entrar. La somnolencia postcoito la ha abandonado por completo y nunca se había sentido tan despierta.
    -Después de que saltaras del banco, Scott...
    -Papi me dio un beso, un beso era el premio de papi. Para decir que la dáliva sangrienta se había acabado.
    -Sí, lo sé, me lo dijiste. Después de que saltaras del banco y se acabaran los cortes, ¿Paul...? ¿Fue a alguna parte para que lo curaran? ¿Es por eso que pudo ir a la tienda a comprar dos botellas de Pepsi y preparar una dáliva tan pocos días después?
    -No.
    Scott aplasta el cigarrillo en cenicero colocado encima del libro. Lisey experimenta una extraña mezcla de emociones ante tan sencilla negativa, una combinación de profundo alivio y amarga decepción. Es como si tuviera un nubarrón de tormenta encerrado en el pecho. No sabe exactamente qué piensa, pero ese “no” significa que puede dejar de pens...
    -No podía.
    Scott habla en el mismo tono seco, neutral y seguro.
    -Paul no podía. No podía ir –Hace un hincapié leve pero inconfundible en la última palabra-. Tenía que llevarlo yo.
    Scott se vuelve hacia ella y la toma..., pero sólo entre sus brazos. Entierra el rostro en su cuello, y Lisey lo nota caliente de emociones contenidas.
    -Hay un sitio. Lo llamábamos Boo’ya Moon, no me acuerdo por qué. Es muy bonito –Monito-. Lo llevaba allí cuando se hacía daño y lo llevé allí cuando murió, pero no podía llevarlo cuando estaba de mal rollo. Después de que papi lo mató lo llevé allí, a Boo’ya Moon, y lo enterrí.
    La presa se rompe, y Scott estalla en sollozos. Consigue amortiguar un poco el sonido apretando los labios, pero la fuerza del llanto sacude la cama, y durante un rato, lo único que Lisey puede hacer es abrazarlo. En un momento dado, Scott le pide que apague la lámpara, y cuando Lisey le pregunta por qué, Scott contesta:
    -Porque éste es el resto, Lisey. Creo que puedo contártelo si me abrazas, pero no con la luz encendida.
    Y aunque está más asustada que nunca, más incluso que la noche en que lo vio surgir de entre las sombras con la mano convertida en una masa sanguinolenta, aparta el brazo lo suficiente para apagar la lámpara de la mesilla de noche y le roza el rostro con el pecho que más tarde sufrirá la locura de Jim Dooley. Al principio, la habitación queda sumida en las tinieblas, pero al poco los muebles reaparecen en forma de siluetas cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad; incluso adquieren una especie de tenue brillo sobrenatual que anuncian la inminente reaparición de la luna entre las nubes cada vez menos compactas.
    -Crees que papi asesinó a Paul, ¿verdad? Crees que así termina esta parte de la historia.
    -Scott, me dijiste que lo mató con el rifle...
    -Pero no fue un asesinato. Lo habrían dicho si hubiera llegado a ir a juicio, pero yo estaba allí y sé que no fue un asesinato.
    Se interrumpe. Lisey cree que encenderá otro cigarrillo, pero no es así. Fuera sopla otra ráfaga de viento, y el viejo edificio vuelve a crujir. Por un instante, los muebles se tornan un poco más visibles, pero en seguida vuelve a envolverlos la oscuridad.
    -Papi podría haberlo asesinado, claro. Muchas veces. Lo sé. Alguna que otra vez lo habría hecho de no haber estado yo ahí para ayudar, pero al final no fue así. ¿Sabes lo que es la eutanasia, Lisey?
    -Matar por compasión.
    -Sí. Eso es lo que hizo papi con Paul.
    Más allá de la cama, los muebles pugnan de nuevo por alcanzar la visibilidad, pero acaban por sucumbir de nuevo a las sombras.
    -Fue por el mal rollo, ¿entiendes? Paul lo tenía igual que papi. Sólo que Paul tenía tanto que papi no se lo podía quitar a base de cortes.
    Lisey lo entiende hasta cierto punto. Todas las veces que el padre mutilaba a los hijos además de a sí mismo, imagina, en realidad estaba ejerciendo una especie de medicina preventiva demencial.
    -Papi decía que por lo general el mal rollo se saltaba dos generaciones y luego aparecía con mucha más fuerza. “Te golpea como la cadena del tractor en el pie, Scoot”, decía.
    Lisey menea la cabeza; no sabe de qué habla, y una parte de ella no quiere saberlo.
    -Era diciembre –prosigue Scott-, y había una ola de frío, la primera del invierno. Vivíamos en esa granja en medio de la nada, rodeados de campo abierto por todas partes, y sólo había una carreterita que llevaba a la tienda de Mulie’s y luego a Mattenburg. Estábamos prácticamente aislados del mundo. Más solos que la una, ¿entiendes?
    Lisey lo entiende. Lo entiende muy bien. Imagina al cartero subir por esa carretera de vez en cuando, y por supuesto “Chispas” Landon conduciría por ella para ir
    (U.S. Gyppum)
    al trabajo, pero poco más. Ningún autocar escolar, porque yo y Paul estudiábamos en casa. Los autocares escolares iban al corral de los asnos.
    -La nieve empeoraba las cosas, y el frío las empeoraba aún más, porque nos tenía encerrados en casa. Pero ese año no fue tan malo al principio. Al menos teníamos un árbol de Navidad. Algunos años, papi se ponía de mal rollo..., o simplemente de mal humor...., y entonces no había árbol ni regalos –Lanza una carcajada corta y desprovista de humor-. Una Navidad nos tuvo despiertos hasta las tres de la madrugada, leyéndonos en voz alta del Apocalipsis, cosas sobre vasijas abiertas, plagas y jinetes de varios colores, y en un momento dado tiró la Biblia a la cocina y rugió: “Pero ¿quién coño escribe semejantes chorradas? ¿Y quiénes son los imbéciles que se las creen?” Cuando se ponía en aquel plan, Lisey, podía llegar a rugir como Ahab en los últimos días del Pequod. Pero aquella Navidad, las cosas no iban mal. ¿Sabes lo que hicimos? Fuimos de compras a Pittsburgo, y papi incluso nos llevó al cine, una de Clint Easwood haciendo de poli y disparando como un poseso en una ciudad. Me dio dolor de cabeza, y las palomitas me dieron dolor de tripa, pero me pareció la cosa más genial que había visto en mi vida. Al llegar a casa escribí una historia igualita y por la noche se la leí a Paul. Seguro que era una mierda pinchada en un palo, pero me dijo que estaba muy bien.
    -Seguro que era un hermano genial –interviene Lisey con cautela.
    Pero su interés cae en saco roto, porque Scott no la ha oído siquiera.
    -Lo que quiero decir es que llevábamos meses funcionando casi como una familia normal. Si es que existe tal cosa, lo cual dudo. Pero..., pero.
    Se detiene para pensar y al cabo de un buen rato continúa.
    -Un día, poco antes de Navidad, yo estaba arriba, en mi habitación. Hacía frío, un frío que pelaba, y estaba a punto de empezar a nevar. Estaba echado en la cama, leyendo la lección de historia, y en un momento dado miré por la ventana y vi a papi cruzar el patio cargado de leña. Bajé por la escalera trasera para ayudarle a amontonarla en la leñera y evitar que cayera corteza de los troncos al suelo, porque eso siempre lo hacía enfadar. Y Paul estaba


    10

    Paul está sentado a la mesa de la cocina cuando su hermano pequeño, que apenas tiene diez años y necesita un corte de pelo, baja por la escalera trasera con los cordones de las deportivas desanudados. Scott cree que le preguntará si le apetece bajar en trineo
    por la pendiente que hay detrás del granero en cuanto la leña esté guardada. Si es que papi no les encomienda otra tarea, claro está.
    Paul Landon, alto, delgado y ya apuesto pese a contar tan sólo trece años, tiene un libro abierto ante sí. Se titula Introducción al álgebra, y Scott no tiene motivo alguno para creer que su hermano está haciendo algo que no sea buscar x hasta que Paul se vuelve y lo mira. Scott está a tres peldaños del pie de la escalera cuando Paul se gira. Apenas transcurre una fracción de segundo antes de que Paul se abalance sobre su hermano menor, al que jamás ha levantado siquiera la mano en toda su vida en común, pero esa fracción de segundo basta para saber que no, Paul no estaba tan sólo sentado a la mesa. No, Paul no estaba leyendo. No, Paul no estaba estudiando.
    Paul estaba al acecho.
    No es vacío lo que Scott ve en los ojos de su hermano cuando Paul se levanta de la silla con brusquedad suficiente para que salga despedida y se estrelle contra la pared, sino puro mal rollo. Aquellos ojos ya no son azules. Algo ha estallado en el cerebro que hay tras ellos y teñido esos ojos de sangre hasta el rabillo.
    Con toda probabilidad, cualquier otro niño se habría quedado paralizado y habría muerto a manos del monstruo que una hora antes tan sólo era un niño normal y corriente, sin nada en la cabeza aparte de los deberes o tal vez qué podían comprarle él y Scott a su padre por Navidad si juntaban sus ahorrillos. Pero Scott no es un niño cualquiera, como tampoco lo es Paul. Los niños normales y corrientes no habrían podido sobrevivir a Chispas Landon, y con toda probabilidad es la experiencia de vivir con la locura de su padre la que ahora salva a Scott. Reconoce el mal rollo en cuanto lo ve y no pierde tiempo en incredulidades. Gira sobre sus talones e intenta huir escaleras arriba, pero sólo consigue avanzar tres pasos antes de que Paul le agarre las piernas.
    Gruñendo como un perro al ver a un intruso en su jardín, Scott rodea con los brazos las espinillas de Scott y tira hacia atrás. Scott se aferra a la barandilla para conservar el equilibrio. Grita una sola vez “¡Papá, ayúdame!” y luego enmudece. Gritar malgasta energía, y Scott la necesita toda para seguir aferrado a la barandilla.
    Por supuesto, no tiene fuerza suficiente. Paul tiene tres años más, pesa veinte kilos más y es mucho más fuerte. Por añadidura, se ha vuelto loco. Si Paul consigue obligarlo a soltar la barandilla, Scott resultará malherido o incluso muerto pese a su rapidez de reflejos, pero en lugar de agarrar a Scott, lo que Paul agarra son los pantalones de pana y las zapatillas deportivas de su hermano, que éste olvidó atarse al saltar de la cama.
    (Si me hubiera atado las zapatillas, contará a su mujer muchos años después en la cama de la habitación de la primera planta del The Antlers, en New Hampshire, probablemente hoy no estaríamos aquí. A veces creo que mi vida se reduce a eso, Lisey, a un par de zapatillas deportivas Keds del treinta y siete con los cordones desabrochados.)
    La cosa que antes era Paul lanza un rugido, cae hacia atrás con los pantalones entre los brazos y tropieza con la silla en la que hace una hora se sentó a dilucidar coordinadas cartesianas. Una de las zapatillas cae sobre el linóleo ahuecado y abombado. Entretanto, Scott pugna por seguir avanzando, por llegar hasta el descansillo del primer piso mientras aún esté a tiempo, pero resbala en la escalera lisa a causa de los calcetines y se ve obligado a apoyar una rodilla en el suelo. El tirón de su hermano le ha bajado a medias los raídos calzoncillos, y siente una corriente de aire frío en la raja del culo. Incluso tiene tiempo para pensar Por favor, Dios, no quiero morir así, con el culo al aire. Y entonces la cosa-hermano se levanta con un alarido y arroja los pantalones lejos de sí. La prenda resbala sobre la mesa de la cocina, dejando el libro de álgebra en su lugar pero derribando el tarro del azúcar, a tomar viento fresco, habría dicho su
    padre. La cosa que antes era su hermano se abalanza sobre él, y Scott se prepara para el contacto de sus manos y el cuchillo de sus uñas al clavársele en la piel cuando de repente se oye un tremendo golpe, seguido de un grito ronco y furioso:
    -¡Déjale en paz, puñetero cabrón! ¡Déjalo en paz con tu puto mal rollo!
    Scott se había olvidado de papi. La corriente de aire que ha notado en el culo era porque papi ha abierto la puerta para entrar la leña. Y en ese momento las manos de Paul lo agarran, le clava las uñas y tira de él hacia atrás, obligándolo a soltar la barandilla con una facilidad pasmosa. Dentro de un momento sentirá los dientes de Paul. Lo sabe, esto es el mal rollo de verdad, el mal rollo profundo, no lo que le pasa a papi cuando ve a gente que no está o monta una dáliva sangrienta para él mismo o para los niños (algo que hace cada vez menos a Scott a medida que éste se hace mayor), sino el mal rollo auténtico al que papi se refería al echarse a reír y menear la cabeza cuando le preguntaban por qué los Landreau habían abandonado Francia a pesar de que eso significaba dejar atrás todo su dinero y sus tierras. Y eso que eran ricos, los Landreau eran ricos, y Paul lo va a morder, me va a morder ya mismo, YA MISMO...
    Pero no llega a sentir los dientes de Paul. Percibe su aliento cálido en la carne desprotegida del costado izquierdo, justo encima de la cadera, y entonces oye otro golpe sordo cuando papi golpea una vez a Paul en la cabeza con el tronco..., con las dos manos, con todas sus fuerzas. Este sonido va seguido de una serie de sonidos inconexos cuando el cuerpo de Paul resbala hacia el suelo de linóleo.
    Scott se vuelve. Está espatarrado sobre los peldaños inferiores, ataviado tan sólo con una vieja camisa de franela, los calzoncillos y calcetines blancos de deporte con los talones agujereados. Uno de sus pies casi roza el suelo. Está demasiado anonadado para llorar. Percibe un intenso sabor metálico en la boca. El último golpe ha sonado fatal, y por un instante su poderosa imaginación pinta la cocina con la sangre de Paul. Intenta gritar, pero sus pulmones casi paralizados tan sólo consiguen emitir una especie de graznido ahogado. Parpadea y ve que no hay sangre, tan sólo Paul tumbado de bruces en el azúcar procedente del difunto tarro, roto en cuatro fragmentos. Ése no volverá a bailar el tango, dice papi a veces cuando se rompe algo, un vaso o un plato, pero ahora no lo dice, sino que permanece inmóvil junto a su hijo inconsciente, aún enfundado en su chaqueta de trabajo amarilla. Tiene nieve sobre los hombros y en el cabello alborotado y cada vez más canoso. En una mano enguantada sujeta el tronco. A su espalda, desparramada en la entrada como palillos del Mikado, yace el resto de la leña. La puerta sigue abierta, y la corriente de aire frío sigue azotando el interior de la casa. Y ahora Scott sí ve la sangre, sólo un poco, brotando de la oreja izquierda de Paul y resbalando por un lado de su rostro.
    -¿Está muerto, papi?
    Papi arroja el tronco a la leñera y se mesa la melena. Hay nieve medio derretida atrapada entre los pelos de su barba incipiente. No, no está muerto, eso sería demasiado fácil. Se dirige a grandes zancadas hacia la puerta trasera y la cierra para evitar la corriente de aire frío. Todos sus movimientos manifiestan repugnancia, pero Scott ya lo ha visto actuar así, cuando recibe Cartas Oficiales sobre cuestiones fiscales, escolares y similares, y está bastante seguro de que en realidad está asustado.
    Papi vuelve junto a su hijo tendido en el suelo. Durante un rato se apoya alternativamente sobre una bota y sobre la otra. Por fin alza la mirada hacia el otro hijo.
    -Ayúdame a llevarlo al sótano, Scoot.
    No conviene cuestionar a papi cuando te ordena hacer algo, pero Scott tiene miedo. Además, va medio desnudo. Baja a la cocina y empieza a ponerse los pantalones.
    -¿Por qué, papi? ¿Qué vas a hacer con él?
    Y milagro de los milagros, papi no le pega. Ni siquiera le grita.
    -No tengo ni puñetera idea. Dejarlo ahí abajo mientras me lo pienso. Date prisa. No tardará mucho en despertarse.
    -¿Es el mal rollo de verdad? ¿Como con los Landreau? ¿Y tu tío Theo?
    -¿Tú qué crees, Scoot? Cógele la cabeza, a menos que quieras que se dé golpes contra la escalera cuando lo bajemos. Te digo que no tardará en despertarse, y si vuelve a empezar, puede que esta vez no tengas tanta suerte. Ni yo. El mal rollo es fuerte.
    Scott obedece a su padre. Corren los años sesenta, esto es América, los hombres no tardarán en pisar la luna, pero aquí tienen a un niño que por lo visto se ha vuelto loco en un abrir y cerrar de ojos. El padre se limita a aceptar los hechos. Después de las primeras preguntas estupefactas, el hijo también los acepta. Cuando llegan al pie de la escalera del sótano, Paul empieza a removerse y emite sonidos guturales. Chispas Landon le rodea el cuello con las manos y empieza a estrangularlo. Scott grita de horror e intenta apartar a su padre.
    -¡No, papi!
    Chispas Landon retira una mano el tiempo suficiente para propinar un bofetón despistado a su hijo menor. Scott da un traspié y choca contra la mesa colocada en el centro del suelo de tierra compactada. Sobre ella hay una prensa manual que de algún modo Paul ha conseguido reparar. Ha impreso algunos de los relatos de Scott en ella; son las primeras publicaciones del hermano menor. La manivela del monstruo de doscientos cincuenta kilos se le clava dolorosamente en la espalda y se dobla sobre sí mismo con una mueca mientras observa a su padre seguir con lo que estaba haciendo.
    -¡No lo mates, papi! ¡NO LO MATES, POR FAVOR!
    -No lo voy a matar –asegura Landon sin volverse-. Debería hacerlo, pero no lo haré. Todavía no. Tonto de mí, pero es mi chico, mi puto primogénito, y no lo mataré a menos que no me quede otro remedio. Y me temo que no me quedará otro remedio, santa Madre de Dios. Pero todavía no. No lo voy a hacer, joder. Pero no puedo dejar que se despierte. Tú nunca has visto algo así, pero yo sí. Arriba he tenido suerte porque estaba detrás de él. Aquí podría tirarme dos horas persiguiéndolo sin pillarlo. Treparía por las paredes y se subiría al puto techo. Y cuando por fin consiguiera agotarme...
    Landon aparta las manos del cuello de Paul y clava la mirada en su cara aún pálida. El reguero de sangre procedente del oído del chico parece haberse detenido.
    -Ya está. ¿Qué te parece, cabroncete? Se ha desmayado otra vez. Pero no por mucho tiempo. Tráeme el rollo de cordel que hay debajo de la escalera. Servirá hasta que vayamos a buscar una cadena en el cobertizo. Y luego no sé. Depende.
    -¿Depende de qué, papi?
    Asustado. No recuerda haber estado nunca tan asustado. No. Y su padre lo mira de un modo que lo asusta aún más. Porque es una mirada astuta.
    -Bueno, pues supongo que depende de ti, Scoot. Tú has conseguido ponerlo mejor muchas veces..., y no me mires con esos ojos de cordero degollado. ¿Crees que no lo sabía? Dios, para ser un chico listo mira que eres tonto.
    Chispas vuelve la cabeza y escupe al suelo de tierra.
    -Has conseguido que esté mejor en muchas cosas. Puede que ahora también lo consigas. Nunca he sabido de nadie que mejore del mal rollo..., quiero decir del mal rollo de verdad..., pero nunca había visto a nadie como tú tampoco, así que puede que lo consigas. Puedes intentarlo hasta reventar, como decía mi viejo. Pero de momento tráeme el rollo de cuerda. Y date prisa, maldito cabroncete pasmao, porque se está


    11

    -se está despertando –dijo Lisey, tendida sobre la moqueta color cáscara de huevo en el estudio de su difunto marido-. Se está


    12

    -despertando –dice Lisey, sentada en el frío suelo del dormitorio de invitados, sosteniendo la mano de su marido, una mano cálida pero terriblemente laxa y pálida-. Scott dijo


    13

    Los argumentos en contra de la locura caen con un leve susurro;
    son los sonidos de voces muertas en discos muertos
    flotando hacia abajo en el conducto quebrado del recuerdo.
    Cuando me vuelvo hacia ti para preguntarte si lo recuerdas.
    Cuando me vuelvo hacia ti en nuestra cama


    14

    En la cama junto a él es donde oye estas cosas; en la cama con él en The Antlers, al final de un día en el que ha ocurrido algo para lo que no tiene explicación alguna. Se lo cuenta mientras las nubes se disipan y la luna se acerca como un heraldo y los muebles flotan hacia los márgenes de la visibilidad. Lo abraza en la oscuridad y escucha, reacia a creer (incapaz de no hacerlo), mientras el joven que pronto se convertirá en su esposo le dice:
    -Papi le dijo que le llevara ese rollo de cuerda que había debajo de la escalera. Y date prisa, cabroncete pasmao”, añadió, “porque no tardará en despertarse, y cuando se despierte


    15

    -cuando se despierte estará de muy mala baba.
    Mala baba. Al igual que Scooter y el mal rollo, lo de la mala baba es una expresión propia de su familia que poblara sus sueños (y su lenguaje) durante el resto de su productiva pero corta vida.
    Scott va a buscar el rollo de cuerda que hay debajo de la escalera y se lo lleva a papi. Papi ata a Paul con movimientos económicos y gráciles. Su sombra se expande y danza en las paredes de piedra del sótano a la luz de las tres bombillas de setenta y cinco watios colgadas del techo y controladas por un interruptor situado en lo alto de la escalera. Le ata los brazos a la espalda con tal fuerza que las cabezas de los húmeros se hacen notar a través de la camisa. Scott siente la necesidad de volver a hablar pese al miedo que le tiene a papi.
    -Lo has atado demasiado fuerte, papi.
    Papi le lanza una mirada. Es sólo una mirada rápida, pero Scott advierte temor en ella. Y eso lo asusta. Más aún, lo deja anonadado. Hasta hoy habría afirmado en todo momento que a su padre no lo sustaba nada salvo la Junta Escolar y sus malditos correos certificados.
    -No tienes ni idea, así que cierra el pico. ¡No pienso permitir que se suelte! Es posible que no pudiera matarnos si se soltara, pero lo que está claro es que yo tendría que matarlo a él. ¡Sé muy bien lo que hago!
    No lo sabes, piensa Scott mientras observa a papi atar las piernas de Paul, primero a la altura de las rodillas, luego a la altura de los tobillos. Paul ya ha empezado a moverse de nuevo y emitir esos sonidos guturales. Estás dando palos de ciego. Pero entiende la verdad del amor que papi siente por Paul. Puede que sea un amor feo, pero es verdadero y fuerte. De no ser así, papi no daría palos de ciego. Habría seguido golpeando a Paul con el tronco hasta matarlo. Por un instante, una parte de la mente de Scott (una parte fría) se pregunta si papi correría el mismo riesgo por él, por Scooter, que ni siquiera se atrevió a saltar de un banco de un metro hasta ver a su hermano ensangrentado y lleno de cortes ante él, pero en seguida destierra ese pensamiento. No es a él a quien le ha dado el mal rollo.
    Al menos de momento.
    Papi acaba atando a Paul a uno de los postes de acero pintado que apuntalan el techo del sótano.
    -Ya está –anuncia al tiempo que se aparta, jadeando como si acabara de echar el lazo a un toro bravo en un rodeo-. Esto lo mantendrá tranquilo durante un rato. Ve al cobertizo, Scott. Coge la cadena pequeña que está justo al lado de la puerta y la cadena grande de tractor que está en el estante de la izquierda, con las piezas de la camioneta. ¿Sabes a cuál me refiero?
    Hasta ahora, Paul estaba caído sobre la cuerda que le inmovilizaba el torso. De repente se incorpora con tal brusquedad que se golpea la cabeza contra el poste con fuerza sobrecogedora. Scott hace una mueca de angustia. Paul lo mira con aquellos ojos que hasta hace poco eran azules. Sonríe, y las comisuras de sus labios se alzan más de lo que deberían..., casi hasta la altura de las orejas, le parece a Scott.
    -Scott –dice su padre.
    Por una vez en su vida, Scott no le presta atención. Está fascinado por la máscara de Halloween que antes era el rostro de su hermano. La lengua de Paul sale reptando por entre los dientes y da un saltito en el aire húmedo del sótano. Al mismo tiempo, su entrepierna se oscurece cuando se mea en los p...
    De repente recibe un tortazo que lo empuja hacia atrás hasta que vuelve a chocar contra la prensa.
    -No lo mires, atontado. Este cabrón te hipnotizará como una serpiente. Será mejor que espabiles de una puñetera vez, Scooter... Esto ya no es tu hermano.
    Scott se lo queda mirando con la boca abierta. A su espalda, como si pretendiera subrayar las palabras de su padre, la cosa atada al poste lanza un rugido demasiado potente para proceder de una garganta humana. Pero no importa, porque no es un sonido humano. Ni de lejos.
    -Ve a buscar esas cadenas, Scotty. Las dos. Y date prisa. La cuerda no aguantará mucho. Voy arriba a buscar el rifle. Si se suelta antes de que vuelvas con las cadenas...
    -¡No lo mates, papi, por favor! ¡No mates a Paul!
    -Trae las cadenas. Luego veremos qué hacemos.
    -¡La cadena del tractor es demasiado larga! ¡Pesa demasiado!
    -Pues usa la carretilla, atontao. La grande. Venga, mueve el culo.
    Scott mira por encima del hombro una vez y ve a su padre retrocediendo hacia el pie de la escalera. Camina despacio, como un domador de leones alejándose de la jaula al terminar su número. Bajo él, alumbrado por la potente luz de una de las bombillas colgadas del techo, está Paul. Se golpea la parte posterior de la cabeza contra el poste con tal rapidez que a Scott le recuerda un martillo neumático. Al mismo tiempo se agita de un lado a otro. Scott no puede creer que Paul no esté sangrando o que no se desmaye, pero así es. Y comprende que su padre tiene razón. Las ataduras no lo retendrán si sigue debatiéndose así.
    No podrá, se dice mientras su padre camina en una dirección (en busca del rifle guardado en el armario de la entrada) y él en la opuesta (para ponerse las botas). Se matará si sigue así. Pero entonces recuerda el rugido que ha brotado de la garganta de su hermano, ese rugido imposible, y no cree que se mate.
    Y mientras sale de la casa sin abrigo, se dice que quizás sabe lo que le ha sucedido a Paul. Hay un lugar al que puede ir cuando papi le hace daño, y ha llevado a Paul allí cuando papi hace daño a Paul. Sí, muchas veces. Hay cosas buenas en ese lugar, árboles preciosos, agua que cura, pero también cosas malas. Scott nunca intenta ir allí de noche, y cuando va no hace ruido y vuelve en seguida, porque la intuición de su corazón de niño le dice que las cosas malas suelen salir de noche. Cazan de noche.
    Si puede ir allí, ¿tan difícil le resulta ceer que algo (algo de mal rollo) ha podido meterse dentro de Paul y volver con él aquí? Algo que lo vio y se obsesionó con él, o quizás tan sólo un estúpido germen que se le metió por la nariz y se le instaló en el cerebro?
    Y en tal caso, ¿quién tiene la culpa? ¿Quién llevaba a Paul a ese lugar?
    Una vez en el cobertizo, Scott mete la cadena ligera en la carretilla. Es fácil, apenas le lleva unos segundos. Meter la cadena del tractor le resulta mucho más difícil. La cadena del tractor es un trasto de tres pares de narices y cojones y no cesa de parlotear en su lenguaje metálico, una retahíla incesante de vocales de acero. En dos ocasiones, los pesados eslabones se le escurren entre los brazos temblorosos, y la segunda vez le pellizcan la piel hasta que sangre en brillantes escarapelas. La tercera vez casi consigue meterla toda en la carretilla, pero una parte, de unos diez kilos, aterriza ladeada, en el costado de la carretilla en vez del lecho, y toda la cadena cae sobre el pie de Scott, enterrándolo en acero y arrancando al niño un perfecto alarido de soprano.
    -Scooter, ¿piensas volver antes de que se congele el infierno o qué? vocifera papi desde la casa. ¡Haz el favor de venir YA MISMO, joder!
    Scott se vuelve hacia la casa con los ojos muy abiertos por el terror, endereza la carretilla y se inclina sobre la cadena grasienta. Tendrá el pie amoratado durante un mes y sufrirá dolor en la zona durante el resto de sus días (un problema que viajar a ese otro lugar nunca alcanza a subsanar), pero en este momento no siente nada tras el golpe inicial. Una vez más acomete la tarea de meter la cadena en la carretilla, sintiendo el sudor que le resbala por los costados y la espalda, percibiendo el olor animal que desprende, sabiendo que si oye un disparo, significará que los sesos de Paul están desparramados por todo el sótano y que habrá sido culpa suya. El tiempo se convierte en un ente físico y pesado, como la tierra. Como la cadena. Espera que papi vuelva a gritarle desde la casa, y cuando emprende el camino de vuelta hacia la luz amarilla de la cocina con la carretilla sin haber oído la voz de su padre, lo embarga otro temor, el de que Paul haya conseguido soltarse a fin de cuentas. No son los sesos de Paul los que yacen desparramados sobre la tierra de olor rancio, sino las entrañas de papi, arrancadas por la cosa que hasta esta tarde era su hermano. Paul está arriba, escondido en algún
    lugar de la casa, y cuando Scott entre empezará la dáliva. Sólo que esta vez, el premio será él.
    Por supuesto, todo esto es fruto de su imaginación, esa maldita imaginación que se desboca como un caballo salvaje, pero cuando su padre sale al porche, la imaginación ha ejercido ya suficiente influencia para que Scott no vea a Andrew Landon, sino a Paul con su sonrisa de loco, y lanza un grito. Levanta las manos para protegerse el rostro, y la carretilla está a punto de volcar. De hecho, habría volcado si papi no hubiera alargado las manos para sujetarla. Luego levanta una de las manos para abofetear a su hijo, pero la baja casi al instante. Puede que más tarde vuelen los bofetones, pero ahora no. Ahora lo necesita. Así que en lugar de golpearlo, papi se escupe en la mano derecha y la restriega contra la izquierda. Luego se agacha, ajeno al frío que hace en la escalinata del porche pese a que sólo lleva la camiseta interior, y agarra la parte delantera de la carretilla.
    -Voy a levantarla, Scooter. Tú coge los asideros y conduce para que no vuelque. Le he dado otro golpe, no me ha quedado más remedio, pero no durará mucho. Si se nos caen las cadenas, no creo que Paul pase de esta noche. No podré permitirlo, ¿lo entiendes?
    Scott entiende que la vida de su hermano depende ahora de una carretilla llena de cadenas que pesan tres veces más que él. Por un instante contempla seriamente la posibilidad de salir huyendo a la oscuridad como alma que lleva el diablo, pero en seguida coge los asideros. No es consciente de que las lágrimas le ruedan por las mejillas. Hace un gesto de asentimiento a su padre, y éste le responde con otro. Lo que ocurre entre ellos no es más que cuestión de vida o muerte.
    -A la de tres. Una..., dos..., mantenla recta, hijo de perra... ¡y tres!
    Chispas Landon levanta la carretilla desde el suelo hasta lo alto de la escalinata con un grito de esfuerzo que se pierde en una nube de vaho blanco. La camiseta se le rasga bajo el brazo, dejando al descubierto un mechón de alborotado vello rojizo. Suspendida en el aire, la carretilla sobrecargada se inclina primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y el niño piensa No te vuelques, maldita hija de puta. Contrarresta ambas inclinaciones, ordenándose a sí mismo no empujar demasiado fuerte. Y funciona, pero Chispas Landon no pierde tiempo en felicitaciones, sino que retrocede hacia la casa, haciendo rodar la carretilla tras él. Scott lo sigue cojeando.
    Una vez en la cocina, papi da la vuelta a la carretilla y la guía hacia la puerta del sótano, que ha cerrado y asegurado con el cerrojo. La rueda deja un rastro en el azúcar derramado. Scott nunca olvida esa imagen.
    -Abre la puerta, Scott.
    -¿Y si..., y si está ahí, papi?
    -Pues lo derribo con este trasto. Si quieres tener alguna posibilidad de salvarlo, deja de decir chorradas y abre la puta puerta.
    Scott descorre el cerrojo y abre la puerta. Paul no está allí. Scott distingue la sombra sobredimensionada de Paul aún atada al poste, y algo que le inmovilizaba las entrañas se relaja un poco.
    -Aparta, hijo.
    Scott se aparta. Su padre empuja la carretilla hasta la escalera del sótano y con otro gruñido de esfuerzo la levanta, frenando la rueda con el pie cuando intenta retroceder. Las cadenas se estrellan contra la escalera con una cacofonía metálica, astillando dos peldaños antes de caer casi hasta abajo. Papi deja la carretilla a un lado y empieza a bajar la escalera. Al llegar junto a las cadenas les propina un puntapié para que sigan bajando. Scott lo sigue y justo después de pasar el primer peldaño astillado ve
    a Paul caer hacia un lado, el costado izquierdo de la cabeza ahora totalmente ensangrentado. Uno de sus dientes yace sobre el hombro de su camisa.
    -¿Qué le has hecho? –casi grita Scott.
    -Darle con un tablón. No me ha quedado otro remedio –asegura su padre en tono curiosamente defensivo-. Se estaba despertando, y tú todavía estabas en el cobertizo haciendo el idiota. No se les puede hacer mucho daño cuando están de mal rollo.
    Scott apenas le oye. Ver a Paul cubierto de sangre borra de su mente lo sucedido en la cocina. Intenta esquivar a papi para llegar junto a su hermano, pero papi lo agarra con fuerza.
    -No vayas, al menos si quieres seguir vivo –advierte Chispas Landon, y lo que retiene a Scott no es la mano que le atenaza el hombro, sino la terrible ternura que advierte en la voz de su padre-. Porque te olerá si te acercas mucho. Aunque esté inconsciente, te olerá y se despertará.
    Ver a su hijo menor alzar la mirada hacia él y asiente con la cabeza.
    -Sí, ahora es como un animal salvaje. Un devorahombres. Y si no encontramos la manera de controlarlo, tendremos que matarlo. ¿Lo entiendes?
    Scott asiente y acto seguido se le escapa un sollozo que suena como el rebuzno de un asno. Con aquella misma ternura terrible, papi alarga la mano, le enjuga los mocos de la nariz y los arroja al suelo.
    -Pues entonces deja de lloriquear y ayúdame con las cadenas. Usaremos el poste central y la mesa con la prensa encima. La puta prensa debe de pesar doscientos o doscientos cincuenta kilos.
    -¿Y si las cadenas no bastan?
    Chispas Landon menea la cabeza lentamente.
    -Pues no sé.

    Parte 2

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)