• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Ninguno


    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • CAMBIAR TIEMPO DE LECTURA

  • Tiempo actual:
    m

    Ingresar Minutos

  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Historial de Nvgc
  • ▪ Borrar Historial Nvgc
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo 1
    Fondo 2

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Imágenes para efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    ACTUAL

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    SECCIÓN

    ▪ Reloj y Fecha
    Saira Stencil One


    ▪ Reloj


    ▪ Fecha


    ▪ Hora


    ▪ Minutos


    ▪ Segundos


    ▪ Dos Puntos 1


    ▪ Dos Puntos 2

    ▪ Restaurar

    ▪ Original

    NORMAL

    ▪ ADLaM Display: H33-V66

    ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

    ▪ Audiowide: H23-V50

    ▪ Chewy: H35-V67

    ▪ Croissant One: H35-V67

    ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

    ▪ Germania One: H43-V67

    ▪ Kavoon: H33-V67

    ▪ Limelight: H31-V67

    ▪ Marhey: H31-V67

    ▪ Orbitron: H25-V55

    ▪ Revalia: H23-V54

    ▪ Ribeye: H33-V67

    ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

    ▪ Source Code Pro: H31-V67

    ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

    CON RELLENO

    ▪ Cabin Sketch: H31-V67

    ▪ Fredericka the Great: H37-V67

    ▪ Rubik Dirt: H29-V66

    ▪ Rubik Distressed: H29-V66

    ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

    ▪ Rubik Maps: H29-V66

    ▪ Rubik Maze: H29-V66

    ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

    DE PUNTOS

    ▪ Codystar: H37-V68

    ▪ Handjet: H51-V67

    ▪ Raleway Dots: H35-V67

    DIFERENTE

    ▪ Barrio: H41-V67

    ▪ Caesar Dressing: H39-V66

    ▪ Diplomata SC: H19-V44

    ▪ Emilys Candy: H35-V67

    ▪ Faster One: H27-V58

    ▪ Henny Penny: H29-V64

    ▪ Jolly Lodger: H55-V67

    ▪ Kablammo: H33-V66

    ▪ Monofett: H33-V66

    ▪ Monoton: H25-V55

    ▪ Mystery Quest: H37-V67

    ▪ Nabla: H39-V64

    ▪ Reggae One: H29-V64

    ▪ Rye: H29-V65

    ▪ Silkscreen: H27-V62

    ▪ Sixtyfour: H19-V46

    ▪ Smokum: H53-V67

    ▪ UnifrakturCook: H41-V67

    ▪ Vast Shadow: H25-V56

    ▪ Wallpoet: H25-V54

    ▪ Workbench: H37-V65

    GRUESA

    ▪ Bagel Fat One: H32-V66

    ▪ Bungee Inline: H27-V64

    ▪ Chango: H23-V52

    ▪ Coiny: H31-V67

    ▪ Luckiest Guy : H33-V67

    ▪ Modak: H35-V67

    ▪ Oi: H21-V46

    ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

    ▪ Ultra: H27-V60

    HALLOWEEN

    ▪ Butcherman: H37-V67

    ▪ Creepster: H47-V67

    ▪ Eater: H35-V67

    ▪ Freckle Face: H39-V67

    ▪ Frijole: H27-V63

    ▪ Irish Grover: H37-V67

    ▪ Nosifer: H23-V50

    ▪ Piedra: H39-V67

    ▪ Rubik Beastly: H29-V62

    ▪ Rubik Glitch: H29-V65

    ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

    ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

    LÍNEA FINA

    ▪ Almendra Display: H42-V67

    ▪ Cute Font: H49-V75

    ▪ Cutive Mono: H31-V67

    ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

    ▪ Life Savers: H37-V64

    ▪ Megrim: H37-V67

    ▪ Snowburst One: H33-V63

    MANUSCRITA

    ▪ Beau Rivage: H27-V55

    ▪ Butterfly Kids: H59-V71

    ▪ Explora: H47-V72

    ▪ Love Light: H35-V61

    ▪ Mea Culpa: H42-V67

    ▪ Neonderthaw: H37-V66

    ▪ Sonsie one: H21-V50

    ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

    ▪ Waterfall: H43-V67

    SIN RELLENO

    ▪ Akronim: H51-V68

    ▪ Bungee Shade: H25-V56

    ▪ Londrina Outline: H41-V67

    ▪ Moirai One: H34-V64

    ▪ Rampart One: H31-V63

    ▪ Rubik Burned: H29-V64

    ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

    ▪ Rubik Iso: H29-V64

    ▪ Rubik Puddles: H29-V62

    ▪ Tourney: H37-V66

    ▪ Train One: H29-V64

    ▪ Ewert: H27-V62

    ▪ Londrina Shadow: H41-V67

    ▪ Londrina Sketch: H41-V67

    ▪ Miltonian: H31-V67

    ▪ Rubik Scribble: H29-V65

    ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

    ▪ Tilt Prism: H33-V67
  • OPCIONES

  • Otras Opciones
    Relojes

    1
    2
    3
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    11
    12
    13
    14
    15
    16
    17
    18
    19
    20
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    FECHA
    Fecha - Formato
    Horizontal-Vertical
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    RELOJ
    Reloj - Bordes Curvatura
    RELOJ - BORDES CURVATURA

    Reloj - Sombra
    RELOJ - SOMBRA

    Actual (
    1
    )


    Borde-Sombra

      B1 (s)  
      B2  
      B3  
      B4  
      B5  
    Sombra Iquierda Superior

      SIS1  
      SIS2  
      SIS3  
    Sombra Derecha Superior

      SDS1  
      SDS2  
      SDS3  
    Sombra Iquierda Inferior

      SII1  
      SII2  
      SII3  
    Sombra Derecha Inferior

      SDI1  
      SDI2  
      SDI3  
    Sombra Superior

      SS1  
      SS2  
      SS3  
    Sombra Inferior

      SI1  
      SI2  
      SI3  
    Reloj - Negrilla
    RELOJ - NEGRILLA

    Reloj-Fecha - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj-Fecha - Rotar
    Reloj - Vertical
    RELOJ - VERTICAL

    SEGUNDOS
    Segundos - Dos Puntos
    SEGUNDOS - DOS PUNTOS

    Segundos

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Ocultar

    ▪ Ocultar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Quitar

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Segundos - Posición
    TAMAÑO
    Tamaño - Reloj
    TAMAÑO - RELOJ

    Tamaño - Fecha
    TAMAÑO - FECHA

    Tamaño - Hora
    TAMAÑO - HORA

    Tamaño - Minutos
    TAMAÑO - MINUTOS

    Tamaño - Segundos
    TAMAÑO - SEGUNDOS

    ANIMACIÓN
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    TIEMPO ENTRE EFECTOS

    SECCIÓN

    Animación
    (
    seg)


    Avatar 1-2-3-4-5-6-7
    (Cambio automático)
    (
    seg)


    Color Borde
    (
    seg)


    Color Fondo 1
    (
    seg)


    Color Fondo 2
    (
    seg)


    Color Fondo cada uno
    (
    seg)


    Color Reloj
    (
    seg)


    Estilos Predefinidos
    (
    seg)


    Imágenes para efectos
    (
    seg)


    Movimiento Avatar 1
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 2
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 3
    (
    seg)

    Movimiento Fecha
    (
    seg)


    Movimiento Reloj
    (
    seg)


    Movimiento Segundos
    (
    seg)


    Ocultar R-F
    (
    seg)


    Ocultar R-2
    (
    seg)


    Tipos de Letra
    (
    seg)


    Todo
    SEGUNDOS A ELEGIR

      0  
      0.01  
      0.02  
      0.03  
      0.04  
      0.05  
      0.06  
      0.07  
      0.08  
      0.09  
      0.1  
      0.2  
      0.3  
      0.4  
      0.5  
      0.6  
      0.7  
      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
      2.2  
      2.3  
      2.4  
      2.5  
      2.6  
      2.7  
      2.8  
      2.9  
      3(s) 
      3.1  
      3.2  
      3.3  
      3.4  
      3.5  
      3.6  
      3.7  
      3.8  
      3.9  
      4  
      5  
      6  
      7  
      8  
      9  
      10  
      15  
      20  
      25  
      30  
      35  
      40  
      45  
      50  
      55  
    Animar Reloj-Slide
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio Automático Filtros
    CAMBIO A. FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    50 msg
    0 seg

    Fecha
    50 msg
    0 seg

    Hora
    50 msg
    0 seg

    Minutos
    50 msg
    0 seg

    Segundos
    50 msg
    0 seg

    Dos Puntos
    50 msg
    0 seg
    Slide
    50 msg
    0 seg
    Avatar 1
    50 msg
    0 seg

    Avatar 2
    50 msg
    0 seg

    Avatar 3
    50 msg
    0 seg

    Avatar 4
    50 msg
    0 seg

    Avatar 5
    50 msg
    0 seg

    Avatar 6
    50 msg
    0 seg

    Avatar 7
    50 msg
    0 seg
    FILTRO

    Blur

    Contrast

    Hue-Rotate

    Sepia
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo entre secuencia
    msg

    Tiempo entre Filtro
    seg
    TIEMPO

    ▪ Normal

    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    Rotación Automática - Espejo
    ROTACIÓN A. - ESPEJO

    ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    NO ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    ELEMENTO A ROTAR

    Reloj
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Fecha
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora, Minutos y Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora y Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Slide
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Avatar 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 3
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 4
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 5
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 6
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 7
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


    Deporte


    Halloween


    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    ▪ Quitar
    Avatar - Opacidad
    Avatar - Posición
    Avatar Rotar-Espejo
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Avatar 4(
    10%
    )


    Avatar 5(
    10%
    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Filtros
    FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Fecha
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Hora
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Minutos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Segundos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Dos Puntos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Slide
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Avatar 1
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 2
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 3
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 4
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 5
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 6
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 7
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LA HISTORIA DE LISEY (Stephen King) - Parte 2

    Publicado en abril 25, 2010
    Parte 1


    16

    Tendido en la cama con su mujer, entre los crujidos que el viento arranca a The Antlers, Scott dice:
    -Bastaron. Al menos durante tres semanas. Ahí es donde mi hermano Paul pasó sus últimas Navidades, su último Año Nuevo, las tres últimas semanas de su vida..., en ese sótano apestoso.
    Menea la cabeza lentamente. Lisey siente el movimiento de su cabello contra la piel, siente su humedad. Es sudor. El sudor también le empapa la cara, tan mezclado con las lágrimas que no alcanza a distinguirlos.
    -No te puedes imaginar cómo fueron aquellas tres semanas, Lisey, sobre todo cuando papi se iba a trabajar y nos quedábamos solos él y yo..., eso y yo...
    -¿Tu padre iba a trabajar?
    -Teníamos que comer. Y teníamos que pagar el gasoil, porque no podíamos caldear la casa entera con leña, aunque sabe Dios que lo intentamos. Y sobre todo no podíamos permitir que la gente empezara a sospechar. Papi me lo explicó todo.
    Ya me lo imagino, piensa Lisey, furiosa, pero no dice nada.
    -Le dije a papi que le cortara para soltar todo el veneno como siempre había hecho, pero papi dijo que no serviría de nada, que cortarle no serviría de nada porque el mal rollo se le había metido en el cerebro. Cuando papi se iba, esa cosa me llamaba por mi nombre. Me decía que me había preparado una dáliva, una dáliva buena, y que al final me daría una chocolatina además de una Pepsi. A veces su voz se parecía tanto a
    Paul que me acercaba a la puerta del sótano, pegaba la oreja a la madera y escuchaba, aunque sabía que era peligroso. Papi me había dicho que era peligroso, que no escuchara y que me mantuviera alejado del sótano cuando estuviera solo, y que me tapara las orejas y rezara en voz alta o gritara “¡Que te den, cabrón de mierda, que te den a ti y a tu madre!”, porque eso y las oraciones servían igual y al menos lo harían callar, pero que no escuchara, porque decía que Paul se había ido y que lo único que había en el sótano era un demonio del País de las Dávilas Sangrientas, y me dijo “El Diablo puede fascinar, Scoot, nadie sabe mejor que los Landon cuánto puede fascinar el diablo. Y los Landreau antes que ellos. Primero fascina la mente y luego se bebe el corazón.” Por lo general le hacía caso, pero a veces me acercaba y escuchaba..., y me imaginaba que era Paul..., porque le quería y quería que volviera, no porque realmente creyera..., y nunca descorrí el cerrojo...
    Se produce un largo silencio. Su espesa cabellera se desliza inquieta por el cuello y el pecho de Lisey, y por fin sigue hablando con una vocecilla infantil tenue y reacia: “Bueno, una vez sí..., pero no abrí la puerta..., nunca abría la puerta a menos que papi estuviera en casa, y cuando papi estaba en casa, la cosa sólo gritaba y movía las cadenas y a veces ululaba como una lechuza. Y cuando hacía eso, a veces papi también ululaba..., era como una broma, ¿sabes? Oírlos ulularse el uno al otro..., papi en la cocina y él..., bueno..., ya sabes, encadenado en el sótano..., y yo me sustaba a pesar de que sabía que era una broma, porque era como si los dos estuvieran locos..., dos locos intercambiando gritos de lechuza..., y pensaba “Sólo queda uno, y soy yo. Sólo uno que no está de mal rollo, y no tengo ni once años, ¿y qué pensarían si fuera a Mulie’s y lo contara todo? Pero no servía de nada pensar en Mulie’s, porque si papi estaba en casa, me perseguiría y me obligaría a volver. Y si no estaba..., si me creían y volvían a casa conmigo, matarían a mi hermano..., si es que mi hermano seguía allí en alguna parte..., y me llevarían con ellos... y me meterían en el orfanato. Papi siempre decía que de no estar él para cuidar de Paul y de mí, acabaríamos en el orfanato, donde te ponen una pinza en la pilila si te haces pis en la cama..., y los grandes..., bueno, tienes que hacerles mamadas toda la noche...
    Se detiene, atrapado en algún lugar entre el lugar en el ahora y el entonces. Fuera sopla otra ráfaga de viento, y el edificio emite un gruñido de protesta. Lisey quiere creer que lo que Scott le está contando no es cierto, que se trata de una horrible y fantasiosa alucinación infantil, pero sabe que no es así. Que hasta la última y espantosa palabra es cierta. Cuando Scott continúa, Lisey percibe que intenta recuperar su voz adulta, su yo adulto.
    -Hay personas en centros psiquiátricos, a menudo personas que han sufrido traumatismos catastróficos en el lóbulo frontal, que regresan a estados animales. He leído bastante sobre ello. Pero por lo general es un estado que evoluciona con el paso de los años. En el caso de mi hermano sucedió de repente. Y una vez sucedió, una vez cruzó esa frontera...
    Scott traga saliva. El chasquido que produce su garganta reseca es tan ruidoso como el de un interruptor.
    -Cuando bajaba la escalera del sótano con su comida, carne y verdura en un plato de tarta, como cuando llevas comida a un perro grande, como un gran danés o un pastor alemán, Paul corría hasta tensar las cadenas que lo ataban al poste, las que llevaba alrededor del cuello y la cintura. Babeaba mucho, y de repente las cadenas se tensaban, y él se caía, todavía aullando y gruñendo como un demonio, aunque con voz ahogada hasta que recobraba el aliento, ¿sabes?
    -Sí –asiente Lisey con un hilo de voz.
    -Tenías que dejar el plato en el suelo... Aún recuerdo el olor agrio de aquella tierra cuando me agachaba, nunca lo olvidaré... Y luego empujarlo hasta donde pudiera alcanzarlo. Teníamos un mango roto de rastrillo para eso. No te podías acercar demasiado, porque te habría clavado las uñas y arrastrado hacia él. No necesitaba a papá para saber que si me pillaba me devoraría vivo todo lo que pudiera. Y ése era el hermano que me preparaba las dávilas. El hermano que me quería. Sin él no habría sobrevivido. Sin él, papi me habría matado antes de cumplir los cinco años, no adrede, sino impulsado por su propio mal rollo. Paul y yo sobrevivimos juntos, haciendo piña, ¿lo entiendes?
    Lisey asiente. Lo entiende.
    -Sólo que ese enero mi amigo del alma estaba encadenado en el sótano, al poste y a la mesa con la prensa encima, y se podían medir las fronteras de su mundo por el arco..., el arco de cagarros..., porque tiraba de la cuerda todo lo que podía, se agachaba y cagaba.
    Por un momento se lleva los dorsos de las manos a los ojos. Los tendones del cuello le sobresalen dolorosamente. Respira por la boca en grandes bocanadas temblorosas. Lisey no cree que sea necesario preguntarle dónde aprendió a vivir su dolor en silencio; ya lo sabe.
    -¿Cómo consiguió encadenarlo tu padre? ¿Lo recuerdas? –le pregunta antes de que Scott siga hablando.
    -Lo recuerdo todo, Lisey, pero eso no significa que lo sepa todo. Media docena de veces metió algo en la comida de Paul, eso lo sé seguro. Creo que era algún tipo de tranquilizante para animales, pero no sé de dónde lo sacó. Paul engullía todo lo que le dábamos salvo la verdura, y por lo general la comida le daba energía. Se ponía a aullar, ladrar y corretear de un lado a otro; corría hasta tensar las cadenas, supongo que para intentar romperlas, o saltaba y daba puñetazos al techo hasta que le sangraban los nudillos, puede que para atravesarlo, o puede que sólo por diversión. A veces se tendía en el suelo de tierra y se masturbaba. Pero de vez en cuando, la actividad sólo duraba diez o quince minutos, y luego paraba. Sin duda fueron las veces que papá le drogó la comida. Se ponía en cuclillas, mascullaba algo y luego caía de lado, se ponía las manos entre las piernas y se dormía. La primera vez que lo hizo, papi le puso dos cinturones de cuero que había hecho, aunque supongo que el que le puso en el cuello se llamaría más bien gargantilla, ¿no? Tenían unas anillas grandes de metal detrás. Papi pasó las cadenas a través de ellas, la cadena de tractor por la de la cintura y la más ligera por la anilla de la gargantilla, en la nuca. Luego soldó las anillas con un soplete. Así lo ató, y al despertarse, Paul se puso como un loco al verse así. Daba la impresión de que la casa se venía abajo.
    El acento chato y nasal de la Pensilvania rural se ha adueñado tanto de su voz que la palabra casa adquiere un matiz casi germánico.
    -Nos quedamos en lo alto de la escalera, observándolo, y le supliqué a papi que lo soltara antes de que se rompiera el cuello o se asfixiara, pero papi me dijo que no se asfixiaría, y tenía razón. Lo que pasó tres semanas después fue que empezó a tirar de la mesa e incluso a arrancar el poste central, el poste de acero que sostenía el suelo de la cocina, pero no se rompió el cuello ni se asfixió. Las otras veces que le drogó la comida fue para ver si yo podía llevarlo a Boo’ya Moon... ¿Te he contado que así es como llamábamos yo y Paul el otro lugar?
    -Sí, Scott –asintió Lisey.
    También ella había roto a llorar. Dejó fluir las lágrimas porque no quería que Scott la viera enjugárselas, no quería dejarle ver que sentía compasión por aquel niño de granja.
    -Papá quería comprobar si podía llevarlo allí y hacer que se pusiera mejor como cuando él le cortaba o como la vez que le pinchó el ojo con las tenazas, y Paul lloró y lloró porque casi no veía nada, o la vez que papi me gritó a mí y gritó “¡Scott, maldito hijo de perra, cabroncete asesino de madres!” por manchar la casa de barro y me tiró al suelo y me dio tal patada en la rabadilla que no podía caminar bien. Y la rabadilla no me mejoró hasta que hice una dáliva, ya sabes..., y me llevé un premio –Scott hace un gesto de asentimiento-. Y papi lo vio y me dio un beso y me dijo: “Scott, eres único. Te quiero, maldito cabroncete.” Y yo le besé y le dije: “Papi, tú sí que eres único. Te quiero, maldito cabronazo.” Y se echó a reír.
    Scott se aparta de ella, y pese a la oscuridad, Lisey advierte que su rostro se ha convertido casi en el de un niño maravillado.
    -Se rió tan fuerte que casi se cae de la silla... ¡Hice reír a mi padre!
    Lisey tiene mil preguntas, pero no se atreve a formular una sola de ellas. De hecho, no está segura de ser capaz de formular una sola de ellas.
    Scott se lleva una mano al rostro, se lo restriega, la mirada de nuevo. Ya ha regresado. Así, por las buenas.
    -Madre mía, Lisey –suspira-. Nunca había hablado de esto, nunca, con nadie. ¿Estás bien?
    -Sí, Scott.
    -En ese caso, eres una mujer pero que muy valiente. ¿Ya has empezado a decirte que no es más que una sarta de tonterías?
    Scott está sonriendo. Es una sonrisa algo vacilante, pero auténtica, y a Lisey le resulta lo bastante entrañable para besarla, primero un lado y luego el otro, en aras del equilibrio.
    -Lo he intentado –reconoce-, pero no funciona.
    -¿Es por la forma en que salimos zumbando de debajo del árbol ñam-ñam?
    -¿Así es como lo llamas?
    -Así es como Paul llamaba los viajes rápidos. Los viajes rápidos que te llevaban de aquí a allí en nada. Un zumbido.
    -Como bool* (pág 294)


    17

    Pues supongo que depende de ti, Scoot.
    Son las palabras de su padre. Quedan suspendidas en el aire y no desaparecen.
    Supongo que depende de ti.
    Pero Scott sólo tiene diez años, y la responsabilidad de salvar la vida, la cordura y quizás incluso el alma de su hermano le pesa y le roba el sueño cuando Navidad y Año Nuevo quedan atrás, dando paso al gélido y nevado enero.
    Tú has conseguido ponerlo mejor muchas veces. Has conseguido que esté mejor en muchos sentidos.
    Es cierto, pero nunca ha visto algo semejante, y Scott descubre que ya no puede comer a menos que papi esté junto a él, atosigándolo a cada bocado. Aun el grito más ahogado de la cosa del sótano lo arranca de su sueño ahora ligero, pero por lo general no le importa, porque por lo general lo que deja atrás son pesadillas morbosas y pintadas de rojo. En muchas de ellas se encuentra en Boo’ya Moon solo y de noche, a veces en cierto cementerio cerca de cierto lago, un desierto de lápidas y cruces de madera, escuchando las risas y oliendo la brisa antes dulce comenzar a transformarse en un hedor de suciedad por entre la maleza. Se puede ir a Boo’ya Moon por la noche, pero no
    es buena idea, y si estás allí cuando la luna alcanza su cénit, te conviene estar muy calladito. Calladito de la hostia. Pero en sus pesadillas, Scott siempre lo olvida y se horroriza al descubrir que está cantando “Jambalaya” a voz en cuello.
    Puede que ahora también lo consigas.
    Pero la primera vez que lo intenta, Scott sabe que con toda probabilidad es imposible. Lo sabe en cuanto rodea cautelosamente con el brazo el cuerpo de la cosa cagada y maloliente que ronca al pie del poste de acero. Es como intentar atarse un piano de cola a la espalda y pretender bailar el cha cha cha. Antes, Paul y él se trasladaban con facilidad a ese otro mundo (que en realidad no es más que este mundo vuelto del revés como un bolsillo, como le contará más tarde a Lisey). Pero la cosa que ronca en el sótano es un yunque, una caja fuerte..., un piano de cola atado a la espalda de un niño de diez años.
    Retrocede junto a papi, convencido de que recibirá una torta, algo que no lamenta, porque considera que merece una torta. O algo peor. Pero papi, que se ha sentado al pie de la escalera con un tronco en la mano para presenciar la escena, no lo abofetea ni le da un puñetazo, sino que aparta el cabello sucio y apelmazado de la nuca de Scott y lo besa allí con una ternura que hace temblar al niño.
    -No me extraña demasiado, Scott. Es lo que tiene el mal rollo.
    -Papi, ¿Paul todavía está ahí dentro?
    -No lo sé.
    Ha colocado a Scott entre sus piernas abiertas, de modo que el niño está rodeado por la tela verde de sus pantalones. Papi le ha rodeado el pecho con las manos y apoyado el mentón sobre su hombro. Juntos observan a la criatura dormida al pie del poste. Miran las cadenas. Miran el arco de cagarros que marca los confines de su mundo subterráneo.
    -¿Qué piensas, Scott? ¿Qué sientes?
    Scott contempla la posibilidad de mentir a papi, pero sólo durante un instante. No hará eso con los brazos de papi alrededor de su pecho, no mientras perciba el amor de papi con la nitidez de un haz de linterna en plena noche. El amor de papi es tan verdadero como su furia y su locura, aunque se ve con menor frecuencia y se demuestra aun más raramente. Scott no siente nada y lo reconoce a regañadientes.
    -Pequeño, no podemos seguir así.
    -¿Por qué no? Al menos está comiendo...
    -Tarde o temprano vendrá alguien y lo oirá. Bastaría con uno de esos capullos que venden aspiradoras puerta a puerta.
    -No hará ruido. El mal rollo hará que esté callado.
    -Puede que sí, puede que no. Es imposible saber lo que hará el mal rollo. Y luego está el olor. Por mucho que eche ambientador de lima hasta reventar, el olor a mierda se colocará por el suelo de la cocina. Pero lo peor de todo... Scott, ¿no ves lo que está haciendo con la mesa? ¿Y con el poste? ¿Con el puñetero poste?
    Scott mira. Al principio apenas da crédito a lo que ve, y por supuesto no quiere dar crédito a lo que ve. Aquella enorme mesa y su antiquísima prensa manual Stratton de doscientos cincuenta kilos se han desplazado al menos un metro de su posición original. Scott distingue las marcas de las patas en la tierra compactada. Peor aún es lo del poste de acero, rematado por una plancha planta de metal, la cual a su vez se apoya contra la viga que discurre directamente bajo el suelo de la cocina. Scott distingue un oscuro ángulo recto tatuado sobre la plancha blanca de metal y sabe que era ahí donde se apoyaba el poste de acero. Scott recorre el poste con la mirada en un intento de calcular si se ha ladeado. No ve nada... todavía. Pero si la cosa sigue tirando de él con su fuerza inhumana..., día tras día...
    -¿Puedo volver a intentarlo, papi?
    Papi suspira. Scott vuelve la cabeza para escudriñar aquel rostro odiado, temido, amado.
    -¿Papi?
    -Puedes intentarlo todas las veces que quieras –responde por fin-. Adelante y buena suerte.


    18

    Silencio en el estudio situado sobre el granero, donde hacía calor, donde Lisey yacía herida, donde su marido estaba muerto.
    Silencio en el dormitorio de invitados, donde hace frío y su marido sigue ausente.
    Silencio en la habitación de The Antlers, donde yacen juntos, Scott y Lisey, Ahora somos dos.
    Y entonces el Scott vivo habla en nombre del que está muerto en 2006 y ausente en 1996, y los argumentos en contra de la locura hacen algo más caer; para Lisey, se desmoronan del todo de una vez por todas; todo igual.


    19

    Al otro lado de las ventanas de la habitación en The Antlers, el viento sopla y las nubes se disipan. Dentro, Scott se detiene el tiempo suficiente para beber un sorbo de agua del vaso que siempre tiene en la mesilla de noche. La interrupción rompe la regresión hipnótica que una vez más ha empezado a adueñarse de él. Cuando sigue hablando da la impresión de narrar en lugar de vivir el episodio, y Lisey experimenta un profundo alivio.
    -Lo intenté dos veces más –cuenta con voz de adulto-. Antes creía que el último intento fue lo que lo mató. De hecho, lo he creído hasta esta misma noche, pero hablar de ello, oírme hablar de ello me ha ayudado más de lo que habría imaginado jamás. Supongo que los psicoanalistas tienen algo de razón con eso de la terapia narrativa, ¿eh?
    -No lo sé –Ni le importa-. ¿Tu padre te echó la culpa?
    Claro que sí, pensó al tiempo que lo preguntaba.
    Pero una vez más parece que ha subestimado la complejidad del pequeño triángulo que existió durante un tiempo en aquella granja aislada de Mattensburg, Pensilvania. Porque después de titubear un instante, Scott deniega con la cabeza.
    -No. Quizás habría ayudado si me hubiese abrazado como la primera vez que lo intenté y me hubiera dicho que no era culpa mía, que no era culpa de nadie, que era por el mal rollo, como el cáncer o la parálisis cerebral o algo parecido, pero no lo hizo. Se limitó a levantarme con un solo brazo..., me quedé ahí colgado como una marioneta con los hilos cortados..., y después...
    En la oscuridad cada vez menos densa, Scott explica su silencio respecto a su pasado con un único y terrible gesto. Se lleva un dedo a los labios, un signo de exclamación pálido bajo sus ojos muy abiertos, y lo mantiene allí. Chist.
    Lisey recuerda lo sucedido después de que Jodi quedara embarazada y se fuera, y asiente comprensiva. Scott le dedica una mirada de gratitud.
    -Tres intentos en total –prosigue-. El segundo fue sólo tres o cuatro días después del primero. Hice todo lo que pude, pero pasó lo mismo que la primera vez. Sólo que
    para entonces, el poste al que lo había encadenado mi padre ya estaba ladeado, y había un segundo arco de cagarros más grande, porque también había desplazado la mesa un poco más y por tanto tenía un poco más de cadena. Papi empezaba a temer que acabara rompiendo una de las patas de la mesa, a pesar de que también eran de metal. Después del segundo intento le dije a papi que creía saber lo que había fallado. No podía hacerlo, no podía llevarlo al otro mundo porque siempre estaba inconsciente cuando me acercaba a él. Y papi dijo: “Bueno, ¿y qué quieres hacer, Scooter, llevártelo cuando esté despierto y todo loco? Te arrancaría la puñetera cabeza.” Le dije que ya lo sabía. Y sabía algo más, Lisey. Sabía que si no me arrancaba la cabeza en el sótano, me la arrancaría en el otro lado, en Boo’ya Moon. Así que le pregunté a mi padre si podía aturdirlo sólo un poco, para que no estuviera del todo inconsciente, sólo lo suficiente para que me pudiera acercar y abrazarlo como te he abrazado hoy a ti bajo el árbol ñam-ñam.
    -Oh, Scott –dice Lisey.
    Teme por el niño de diez años pese a saber que todo salió bien. Sabe que el niño sobrevivió y se convirtió en el joven que ahora yace a su lado.
    -Papi dijo que era peligroso. “Estás jugando con fuego, Scoot”, dijo. Yo ya lo sabía, pero no había otra manera. No podíamos tenerlo en el sótano mucho más tiempo, incluso yo lo entendía. Y entonces papi..., bueno, me alborotó el pelo y dijo: “¿Qué ha sido del gallina que tenía miedo de saltar del banco?” Me sorprendió que lo recordara siquiera, porque ese día estaba de muy mal rollo, y me sentí orgulloso.
    Lisey piensa cuán lúgubre debía de ser aquella vida, en la que complacer a un hombre como aquel podía enorgullecer a un niño, y se recuerda que a la sazón Scott sólo tenía diez años. Diez años y gran parte del tiempo a solas con un monstruo en el sótano. El padre también era un monstruo, pero al menos racional de vez en cuando. Un monstruo capaz de dar un beso en ocasiones.
    -Y entonces...
    Scott escudriña la penumbra. La luna aparece un instante y le alumbra juguetona el rostro antes de esconderse de nuevo entre las nubes.
    -Papi... –prosigue, y Lisey percibe una vez más al niño adueñándose del hombre-. Papi nunca me preguntaba qué veía o adónde iba o qué hacía cuando iba allí, y no creo que se lo preguntara nunca a Paul tampoco. Me dijo: “Y si lo llevas allí así, Scoot..., ¿qué pasa si se despierta? ¿Crees que estará mejor de repente? Porque si no, no estaré allí para ayudarte.” Pero había pensado en ello, ¿sabes? Había pensado, pensado y pensado hasta que creí que me explotaría la cabeza –Scott se incorpora sobre un codo y la mira-. Sabía tan bien como papi o incluso mejor que aquello tenía que terminar. Por el poste. Y por la mesa. Pero también porque Paul estaba adelgazando mucho, y le estaban saliendo llagas en la cara por no comer bien.. Le dábamos verdura, pero lo tiraba todo excepto las patatas y las cebollas, y uno de sus ojos, el que papi le había machacado con las tenazas, estaba como blanquecino por encima de lo rojo. Además se le habían caído más dientes y tenía un codo muy torcido. Vivir ahí abajo estaba acabando con él, Lisey, y lo que la falta de sol y la mala comida no conseguían, lo conseguía él a base de golpes y bandazos. ¿Lo entiendes?
    Lisey asiente.
    -Así que se me ocurrió esa idea y se la conté a papi. Y me dijo: “Crees que eres muy listo para tener sólo diez años, ¿eh?” Y le dije que no, que no era listo en casi nada, y que si creía que había alguna forma mejor y menos peligrosa, pues vale. Sólo que él tampoco lo sabía. Y me dijo: “Pues yo sí creo que eres muy listo para tener solo diez años. Y resulta que sí tienes agallas a fin de cuentas. A menos que te eches atrás.” “No me echaré atrás”, aseguré. Y él dijo: “No hará falta, Scooter, porque estaré al pie de la escalera con mi puñetero ri...


    20

    Papi está de pie al pie de la escalera con su rifle, su .30-.06. Scott está junto a él, observando a la criatura encadenada al poste de metal y la mesa de la prensa, intentando no temblar. En el bolsillo derecho lleva el delgado instrumento que papi le ha dado, una aguja hipodérmica con la punta cubierta por un capuchón de plástico. No necesita que papi le advierta que es un mecanismo frágil. Si se produce un forcejeo, puede llegar a romperse. Papi ha propuesto guardarla en una cajita de cartón blanco que antes contenía una estilográfica, pero sacar la aguja de la cajita llevaría un par de segundos como mínimo, segundos que podrían marcar la diferencia entre la vida y la muerte si consigue llevar a la criatura encadenada al poste a Boo’ya Moon. En Boo’ya Moon no estará papi para ayudarlo con su rifle. En Boo’ya Moon sólo estarán él y la cosa que se ha deslizado en Paul como en un guante robado. Los dos solos en lo alto de la colina del Amor.
    La cosa que antes era su hermano está espatarrada, con la cabeza apoyada contra el poste central y las piernas abiertas, desnuda salvo por la camiseta de Paul. Tiene las piernas y los pies sucios, los costados cubiertos de mierda. El plato de tarta, completamente limpio, sin una mancha de grasa siquiera, yace junto a una de sus manos mugrientas. La enorme hamburguesa que contenía ha desaparecido por el gaznate de la cosa-Paul en cuestión de segundos, pero Andrew Landon se ha pasado media hora devanándose los sesos respecto a su creación culinaria y tirado la primera tentativa a la basura tras decidir que había metido demasiada “cosa” en la carne. “La cosa” consiste en unas píldoras blancas casi idénticas a las pastillas para la acidez que papi toma a veces. La única vez que Scott le preguntó de dónde salían, papi respondió: “¿Por qué no cierras el puto pico, George el Curioso, antes de que te lo cierre yo?” Y cuando papi dice algo así, captas la indirecta a poco que tengas dos dedos de frente. Papi machaca las píldoras con el culo de un vaso. Habla mientras trabaja, tal vez solo, tal vez con Scott, mientras debajo de ellos, la cosa encadenada a la prensa manual emite rugidos monótonos en demanda de la cena. Es fácil calcularlo cuando lo que quieres es dormirlo, dice papi, paseando la mirada entre el montoncito de polvo blanco y la carne picada. Sería todavía más fácil si quisiera matar al cabrón, ¿eh? Pero no, no quiero matarlo, sólo quiero darle la oportunidad de matar al que aún está bien, tonto de mí. Bueno, pues a hacer puñetas, a Dios no le gustan los cobardes. Emplea el costado del dedo meñique con sorprendente delicadeza para separar una delgada línea de polvo blanco del montoncito. Luego pellizca una pizca de polvo, la espolvorea sobre la carne picada como si de sal se tratara, amasa la carne, espolvorea un poco más de polvo y vuelve a amasar. No se esfuerza demasiado por practicar lo que llamaba “jot cuisín” cuando se trata de alimentar a la criatura del sótano, porque afirma que estaría encantada de comérselo todo crudo... o aún caliente y tembloroso, para el caso.
    Y ahora Scott está junto a su padre, la jeringuilla en el bolsillo, observando a la criatura peligrosa espatarrada contra el poste, roncando con el labio superior retirado hasta dejar al descubierto los dientes. La saliva le resbala en un reguero por la comisura de los labios. Tiene los ojos medio abiertos, pero no hay rastro de los iris; Scott tan sólo entrevé los globos lisos y relucientes... Sólo que ya no son blancos, piensa.
    -Venga, maldita sea-, dice papi al tiempo que le da un golpe en el hombro-. Si vas a hacerlo, hazlo antes de que pierda los nervios o me dé un puto ataque al corazón... ¿O crees que está fingiendo? ¿Que no está inconsciente?
    Scott menea la cabeza. La cosa no intenta engañarlos, lo percibiría. De repente mira a su padre con expresión inquisitiva.
    -¿Qué? –pregunta papi, exasperado-. ¿Qué te ronda por la cabeza aparte del pelo?
    -¿De verdad estás...?
    -¿Que si de verdad estoy asustado? ¿Es eso lo que quieres saber?
    Scott asiente con repentina timidez.
    -Sí, estoy muerto de miedo, joder. ¿Creías que eras el único? Y ahora cierra el pico y hazlo ya. Acabemos con esto de una vez.
    Scott no entenderá nunca por qué la confesión de su padre lo hace sentir más valiente; tan sólo sabe que es así. Se dirige hacia el poste central y mientras camina toca una vez más el cilindro de la jeringuilla que lleva en el bolsillo. Llega al arco exterior de cagarros y da una zancada para no pisarlos. El siguiente paso lo lleva hasta el anillo interior y lo que podría denominarse la guarida de la criatura. Aquí el olor se torna más intenso; no es olor a mierda, ni siquiera a cabello y a piel, sino más bien a pellejo y a pelaje. El pene de la cosa es más grande que el de Paul. El vello púbico apenas desarrollado de Paul se ha convertido en una mata espesa y áspera, y los pies al final de las piernas de Paul (las piernas son lo único que no ha cambiado de aspecto) aparecen doblados hacia adentro, como si los huesos de los tobillos se estuvieran torciendo. Como tablones dejados bajo la lluvia, piensa Scott; no es una idea tan absurda.
    Desvía la mirada hacia el rostro de la cosa, hacia sus ojos. Los tiene aún entornados y sigue sin haber rastro de los iris, tan sólo de los globos inyectados en sangre. La respiración tampoco ha cambiado. Las manos mugrientas continúan inertes, las palmas hacia arriba como en ademán de rendición. Pero Scott sabe que ha entrado en la zona roja. La cosa no vacilará. La cosa lo olerá y despertará en un santiamén. Sucederá a pesar de “la cosa” que papi le ha puesto en la hamburguesa, de modo que si puede hacerlo, si puede llevar a la criatura que se ha apoderado de su hermano...
    Scott sigue andando con las piernas casi entumecidas. Una parte de su mente está completamente convencida de que camina hacia la muerte. Ni siquiera podrá salir zumbando si la cosa-Paul lo agarra. No obstante, se sitúa a su alcance, en lo más íntimo del miasma, y le apoya las manos en los costados desnudos y húmedos. Piensa
    (Paul ven conmigo)
    y
    (Dáliva Boo’ya Moon agua dulce el lago)
    y por un instante enloquecedor está a punto de ocurrir. Experimenta la conocida sensación de que las cosas se alejan; oye el zumbido de los insectos y percibe la deliciosa fragancia de los árboles de la Colina del Amor a pleno sol. De repente, las manos de uñas largas de la criatura rodean en el cuello de Scott. La criatura abre la boca, y de ella brota un aliento fétido que ahuyenta los sonidos y los olores de Boo’ya Moon. Scott se siente como si alguien acabara de arrojar una roca llameante sobre la delicada trama de su..., ¿su qué? No es su mente la que lo transporta a ese otro lugar, no exactamente su mente..., y no tiene tiempo de seguir pensando en ello, porque la cosa lo ha agarrado, lo ha atrapado. Todo lo que temía papi ha ocurrido. La cosa ha abierto la boca de un modo tan infernal que amenaza la cordura, hasta el punto que la mandíbula inferior parece caer hasta la
    (diablícula)
    clavícula, contrayendo el sucio rostro en algo de lo que ha desaparecido hasta el último vestigio de Paul... y de humanidad. Es el mal rollo sin careta. Scott tiene el tiempo justo para pensar Me arrancará la cabeza de un solo bocado, como si fuera una piruleta. Aquella boca monstruosa se abre en un bostezo de pesadilla, los ojos enrojecidos centellean al brillo desnudo de las bombillas colgadas, y Scott no va a
    ninguna parte salvo a la muerte. La cabeza de la cosa retrocede lo suficiente para chocar contra el poste antes de lanzarse hacia delante.
    Pero Scott ha vuelto a olvidarse de papi. La mano de papi surge de la penumbra, agarra a la cosa-Paul por el pelo y de alguna forma consigue apartarle la cabeza. Acto seguido aparece la otra mano de papi, el pulgar doblado en torno a la culata del rifle, el índice abrazando el gatillo. Oprime el cañón del arma contra el mentón erguido de la cosa.
    -¡No, papi! –chilla Scott.
    Andrew Landon no le presta atención alguna, no puede permitirse prestalr atención alguna. Ha agarrado un buen mechón de pelo de la cosa, pero empieza a escurrírsele entre los dedos. La criatura emite alaridos, y sus alaridos recuerdan sobrecogedoramente a una palabra.
    Papi.
    -Saludos de mi parte al infierno, cabrón de mierda –dice Chispas Landon antes de apretar el gatillo.
    El disparo del .30-.06 resulta ensordecedor en el espacio reducido del sótano; a Scott le resonará en los oídos durante más de dos horas. El cabello deshilachado de la cosa se alborota como azotado por una repentina ráfaga de viento, y una gran mancha roja pinta el poste ladeado. Las piernas de la cosa dan una patada de cómic y luego quedan inmóviles. Las manos que rodean el cuello de Scott incrementan la presión por un instante y luego caen con las palmas vueltas hacia arriba, plump, sobre la tierra compactada del suelo. Papi alza a Scott en volandas.
    -¿Estás bien, Scoot? ¿Puedes respirar?
    -Estoy bien, papá. ¿Tenías que matarlo?
    -¿Estás chiflado o qué?
    Scott yace inerte en el abrazo de su padre, incapaz de creer que haya sucedido pese a que sabía que podía llegar a suceder. Desea con todas sus fuerzas perder el conocimiento. Desea..., al menos un poco..., morir él también.
    Papi lo zarandea.
    -¡Iba a matarte!
    -S-sí.
    -Pues claro que sí, joder. Madre mía, Scotty, estaba dejando que le arrancara el puto pelo a mechones para llegar hasta ti. ¡Para arrancarte el puto cuello!
    Scott sabe que es cierto, pero también sabe otra cosa.
    -Míralo, papi. Míralo ahora.
    Permanece unos segundos más colgado entre los brazos de su padre como una muñeca de trapo o una marioneta con los hilos cortados. Luego, Landon lo baja despacio, y Scott sabe que su padre está viendo lo que quería hacerlo ver; sólo es un chico. Un chico inocente encadenado en el sótano por su padre chalado y su obediente hermano menor, malnutrido hasta quedar en los huesos y cubierto de llagas; un niño que ha luchado tan conmovedoramente por su libertad que ha llegado a desplazar el poste de acero y la pesadísima mesa a los que estaba encadenado. Un niño que ha vivido tras horripilantes semanas como prisionero antes de acabar con un tiro en la cabeza.
    -Ya lo veo –responde papi, y lo único más lúgubre que su voz es su rostro.
    -¿Por qué no está como antes, papi? ¿Por qué...?
    -Porque el mal rollo se ha ido, atontado.
    Y aquí se produce una ironía que incluso un niño de diez años profundamente trastornado puede llegar a apreciar, al menos un niño tan inteligente como Scott. Ahora que Paul está muerto, encadenado a un poste del sótano con el cerebro desparramado a su alrededor, papi parece y suena más cuerdo que nunca. Y si alguien más lo ve así,
    acabaré en la cárcel estatal de Waynesburg o encerrado en el puto loquero de Reedville. Eso si no me linchan antes. Tendremos que enterrarlo, aunque será una putada con la tierra como está, más dura que una piedra.
    -Lo llevaré, papi.
    -¿Cómo vas a llevarlo? ¡Si no has podido llevarlo cuando estaba vivo!
    Scott carece del vocabulario necesario para explicarle que ahora será tan sólo como ir allí vestido, lo cual siempre hace. El peso de yunque, de caja fuerte, de piano de cola, ha desaparecido de la cosa encadenada al poste; la cosa encadenada al poste no es más que la vaina verde que arrancas de la mazorca.
    -Ahora podré –se limita a asegurar Scott.
    -Eres un bocazas de mucho cuidado –dice papi.
    Pero pese a sus palabras apoya el rifle contra la mesa de la prensa, se mesa los cabellos y suspira. Por primera vez tiene aspecto de hombre que algún día envejecerá.
    -Venga, Scott. Adelante. No se pierde nada con probar.
    Pero ahora que el peligro ha pasado, Scott se siente invadido por la timidez.
    -Date la vuelta, papi.
    -¿Qué coño dices?
    La voz de papi entraña una posible paliza, pero por una vez, Scott no se arredra. No es la parte de ir al otro lado la que lo inquieta; le da igual si papi lo presencia. Lo que le da vergüenza es que papi lo vea abrazar a su hermano muerto. Va a llorar. Ya percibe el llanto, como la lluvia una tarde a finales de primavera, cuando el día ya ha alcanzado las temperaturas que presagian la inminencia del verano.
    -Por favor –suplica en el tono más conciliador que puede-. Por favor, papi.
    Por un instante, Scott está convencido de que su padre cruzará el sótano hasta donde se encuentra su hijo superviviente, con su sombra triplicada corriendo junto a él por los muros de piedra, y lo abofeteará, tal vez con fuerza suficiente para hacerlo caer sobre el regazo de su hermano muerto. Ha recibido muchos bofetones y por lo general el mero hecho de pensar en ellos lo hace encogerse, pero ahora se mantiene erguido entre las piernas abiertas de Paul, mirando a su padre de hito en hito. No le resulta fácil, pero lo consigue. Porque han sobrevivido juntos un episodio espeluznante y tendrán que guardar el secreto para siempre. Chist. Por eso merece pedírselo y merece mirar a su padre de hito en hito mientras aguarda su respuesta.
    Papi no se abalanza sobre él, sino que respira hondo, exhala el aire ruidosamente y se da la vuelta.
    -Supongo que a partir de ahora también me pedirás que friegue el suelo y limpie el lavabo - refunfuña-. Te dejo contar hasta treinta, Scoot


    21

    -Te dejo contar hasta treinta y luego me daré otra vez la vuelta –cuenta Scott a Lisey-. Estoy bastante seguro de que así es como acabó la frase, pero no lo oí porque de repente me había esfumado de la faz de la tierra. Y Paul también, libre de las cadenas. Una vez muerto me lo llevé con la misma facilidad de siempre, tal vez incluso más. Apuesto algo a que papi no llegó a contar hasta treinta. Bah, apuesto a que ni siquiera le dio tiempo a empezar porque oyó el tintineo de las cadenas o quizás el sonido del aire llenando el lugar donde estábamos, y seguro que se giró y vio que estaba solo en el sótano.
    Scott ha relajado el cuerpo contra ella; el sudor que le empapaba el rostro, los brazos y el cuerpo entero empieza a secarse. Ya lo ha contado, ha soltado lo peor con un esfuerzo sobrehumano.
    -El sonido –dice Lisey-. Siempre me lo he preguntado, ¿sabes? Quiero decir si hubo un sonido bajo el sauce cuando..., bueno, ya sabes..., cuando salimos.
    -Cuando salimos zumbando.
    -Sí, cuando..., eso.
    -Cuando salimos zumbando, Lisey. Dilo.
    -Cuando salimos zumbando –Lisey se pregunta si habrá perdido el juicio, si Scott habrá perdido el juicio y su locura es contagiosa.
    Ahora Scott sí enciende otro cigarrillo, y su rostro adopta una expresión de curiosidad sincera a la luz de la cerilla.
    -¿Qué viste, Lisey? ¿Lo recuerdas?
    -Había mucho violeta –responde ella, vacilante-, una pendiente..., y tuve una sensación como de sombra, como si tuviéramos árboles justo detrás, pero todo fue tan rápido, apenas un segundo o dos...
    Scott se echa a reír y la rodea con un brazo.
    -Estás hablando de la Colina del Amor.
    -¿La Colina del Amor...?
    -Paul le puso ese nombre. Aquellos árboles están rodeados de tierra blanda y honda... No creo que el invierno llegue nunca allí, y ahí es donde lo enterré. Ahí es donde enterré a mi hermano –Scott le lanza una mirada solemne y añade-: ¿Quieres ir a verlo, Lisey?


    22

    Lisey se había quedado dormida en el suelo del estudio pese al dolor...
    No, no se había dormido, porque era imposible dormir con semejante dolor. No sin ayuda médica. Así pues, ¿dónde había estado?
    Hipnotizada.
    Pensó en la dimensión de aquella palabra y concluyó que encajaba casi a la perfección con su estado. Se había sumido en una especie de recuerdo doble, quizás incluso triple. Recuerdo total. Pero a partir de ese punto, los recuerdos del gélido dormitorio de invitados donde había encontrado a su marido en estado catatónico y los recuerdos de los dos en la vieja cama del primer piso de Antlers (recuerdos diecisiete años más antiguos, pero también más nítidos) estaban borrados. ¿Quieres ir a verlo, Lisey? le había preguntado Scott, sí, sí, pero lo siguiente quedaba sumergido en una brillante luz violeta, oculto tras aquella cortina, y cuando intentó alcanzarlos, las voces de la autoridad de su infancia (la buena de ma, el dandy, todas sus hermanas mayores) lanzaron exclamaciones de alarma. ¡No, Lisey! ¡Ya basta, Lisey! ¡Déjalo correr, Lisey!
    Le costaba respirar. (¿Le había costado respirar aquella noche en la cama con su amor?)
    Abrió los ojos. (Los tenía abiertos aquella noche cuando Scott la tomó entre sus brazos, de eso estaba segura.)
    La radiante luz de junio, luz de junio del siglo veintiuno, sustituyó el violeta chillón y cegador de un millón de lilas. El dolor de su pecho herido regresó en oleadas con la luz. Pero antes de que Lisey pudiera reaccionar a la luz o a las voces aterradas que le ordenaban no seguir adelante, alguien la llamó desde el granero, sobresaltándola
    hasta el punto de que estuvo a punto de proferir un grito. Si la voz se hubiera detenido en la palabra señora, sin duda habría gritado.
    -¿Señora Landon? –Una breve pausa-. ¿Está arriba?
    Ni un vestigio de acento sureño en la voz, tan sólo un deje norteño que arrastraba las palabras, convirtiéndolas en estáaaa arribaaaa, y Lisey supo de quién se trataba; era el agente Alston. Le había dicho que iría a echar un vistazo, y ahí estaba, tal como había prometido. Era su oportunidad para decirle que sí, joder, que estaba arriba, tirada en el suelo cubierta de sangre porque el Príncipe Negro de los Incunks le había hecho daño, que Alston tenía que llevarla al hospital con las luces y la sirena a todo trapo, porque necesitaba puntos en el pecho, muchos puntos, y necesitaba protección, la necesitaba las veinticuatro horas del...
    No, Lisey.
    Fue su mente quien le envió aquellas palabras, de eso estaba segura, como una bengala en el cielo oscuro (bueno..., casi segura), pero le llegaron en voz de Scott. Como si así pudiera cobrar más autoridad.
    Y sin duda funcionó, porque Lisey se limitó a responder que sí, que estaba arriba.
    -¿Todo bien?
    -Perfecto, afirmativo –asintió.
    Quedó asombrada al comprobar que su voz sonaba perfecta, sobre todo teniendo en cuenta que llevaba la blusa empapada en sangre y el pecho le palpitaba como..., bueno, no existía ningún símil apropiado. Simplemente le palpitaba.
    En la planta baja, al mismísimo pie de la escalera, según calculó Lisey, el agente Alston lanzó una carcajada.
    -Pasaba por aquí de camino a Cash Corners. Hay un pequeño incendio doméstico –Doméeesticooo-. Sospechan que ha sido provocado –Provocaaadooo-. ¿Estará bien sola un par de horas o tres?
    -Sí.
    -¿Tiene el móvil?
    En efecto, tenía el móvil y deseó poder hablar por él en ahora mismo. Si tenía que seguir gritando, con toda probabilidad acabaría perdiendo el conocimiento.
    -¡Aquí mismo! –gritó.
    -¿Sí? –insistió el agente en tono algo escéptico.
    Dios, ¿y si subía y la veía? Entonces sí que se pondría escéptico, escéptico a la potencia n. Pero cuando siguió hablando, Lisey advirtió que su voz se alejaba. Apenas podía creer que eso la alegraba, pero en efecto, la alegraba. Ahora que aquella historia había empezado, quería zanjarla.
    -Bueno, pues llámeme si necesita algo. Volveré luego. Si sale, deje una nota para que sepa que está bien y cuándo volverá, ¿de acuerdo?
    Y Lisey, que empezaba a vislumbrar, aunque vagamente, una serie de acontecimientos que le deparaba el futuro inmediato, repuso:
    -¡Recibido!
    Tendría que empezar por volver a la casa, pero antes de nada, un poco de agua. Si no bebía un poco más de agua en los minutos siguientes, tenía la sensación de que la garganta empezaría a arderle como la casa del incendio provocaaadoooo.
    -A la vuelta pasaré por el supermercado de Patel, señora Landon. ¿Quiere que le traiga algo?
    ¡Sí! ¡Una caja de Coca-Colas heladas y un cartón de Salem Light!
    -No, gracias, agente.
    Si se veía obligada a hablar mucho más, la voz le fallaría. Y aunque no le fallara, el policía advertiría algo raro en ella.
    -¿Ni siquiera rosquillas? Tienen unas rosquillas buenísimas –aseguró con voz sonriente.
    -¡Estoy a dieta! –fue lo único que se atrevió a responder.
    -Ah, bueno, oído cocina –exclamó el agente-. Hasta luego, señora Landon.
    Basta, por favor, Dios, rogó en silencio.
    -¡Hasta luego, agente! –vociferó.
    Lisey aguzó el oído para escuchar el motor del coche patrulla y al cabo de un rato le pareció oírlo, aunque muy lejano. Debía de haber aparcado junto al buzón y recorrido el sendero de acceso a pie.
    Lisey permaneció tendida un instante más para hacer acopio de fuerzas y por fin se incorporó hasta quedar sentada. Dooley le había cortado el pecho en diagonal y hacia la axila. La herida larga e irregular se había secado y cerrado un poco, pero el movimiento la abrió de nuevo. Sintió un dolor descomunal. Lanzó un grito que no hizo más que empeorar las cosas. Percibió que un reguero de sangre fresca le resbalaba por la caja torácica. Las alas oscuras empezaron a arrebatarla la visión una vez más, y pugnó por ahuyentarlas repitiendo una y otra vez el mismo mantra hasta que el mundo se tornó sólido. Tengo que acabar esto, tengo que ir detrás de la cortina violeta. Tengo que acabar esto, tengo que ir detrás de la cortina violeta. Tengo que acabar esto e ir detrás de la cortina violeta.
    Sí, detrás de la cortina violeta. En la colina había sido un millón de lilas. En su mente era la pesada cortina que ella misma había confeccionado, quizás con la ayuda de Scott, sin duda con su aprobación tácita.
    No será la primera vez que vaya.
    ¿De verdad? Sí.
    Y puedo volver a hacerlo. Ir detrás de ella o arrancarla si es necesario.
    Pregunta: ¿Habían vuelto a hablar Scott y ella de Boo’ya Moon después de aquella noche en The Antlers? Lisey no lo creía. Tenían sus palabras en clave, por supuesto, y Dios sabía que aquella palabras habían salido de detrás de la cortina las veces que lo había perdido de vista en centros comerciales y supermercados..., por no hablar del día en que la enfermera lo había perdido de vista en la puñetera cama de hospital..., y luego estaba la referencia mascullada al chaval larguirucho cuando estaba tendido en el aparcamiento después de que Gerd Allen Cole le disparara..., y Kentucky..., Bowling Green, cuando agonizaba...
    ¡Basta, Lisey! advirtieron las voces a coro. ¡No lo hagas, pequeña Lisey! gritaron. ¡Mein gott, no te atrevas!
    Había intentado dejar atrás Boo’ya Moon, incluso después del invierno de 1996, cuando...
    -Cuando volví a ir allí –dijo con voz seca pero clara en el estudio de su marido muerto-. En invierno de 1996 volví a ir. Fui para traerlo de vuelta.
    Ya estaba dicho, y el mundo no se acabó. De las paredes no salieron hombres ataviados con bata blanca para llevársela consigo. De hecho, incluso le parecía encontrarse un poco mejor, y quizás no era tan sorprendente. Tal vez cuando ibas al meollo de la cuestión descubrías que la verdad era una dáliva cuyo único deseo era salir a la luz.
    -Vale, pues ya ha salido, al menos una parte, la parte de Paul, o sea que, ¿puede beber ahora un poco de agua, puñeta?
    Nadie le dijo que no, de modo que usó el canto del Gran Jumbo de Dumbo para incorporarse. Las alas oscuras aparecieron de nuevo, pero agachó la cabeza para intentar
    mantener la mayor cantidad posible de sangre en su patético cerebro, y esta vez la sensación de desmayo se disipó más deprisa. Puso rumbo al cubículo que hacía las veces de bar, siguiendo su propio rastro de sangre, caminando con los pies muy separadas y diciéndose que debía de parecer una anciana a la que hubiesen robado el andador.
    Lo consiguió. No se dignó a recoger el vaso tirado sobre la moqueta. No quería saber nada más de él. Sacó otro de la alacena con la mano derecha, pues con la izquierda aún aferraba el cuadrado de punto amarillo, y abrió el grifo del agua fría. El agua fluía bien, y las cañerías apenas protestaron. Abrió la puerta de espejo situada sobre el fregadero y en el armario encontró lo que esperaba, un frasco de excedrinas de Scott. Y no era de los que llevaban tapón de seguridad. Hizo una mueca al percibir el olor avinagrado que salió del frasco cuando lo abrió y comprobó la fecha de caducidad: julio de 2005. En fin, es lo que hay.
    -Creo que eso lo dijo Shakespeare –farfulló antes de engullir tres comprimidos.
    No sabía si le servirían de algo, pero el agua le supo a gloria, de modo que bebió hasta sentir un calambre en el vientre. Se aferró al canto del fregadero del bar de su difunto marido y esperó a que se le pasara. El calambre pasó, lo cual dejaba tan sólo el dolor en el rostro magullado y el latido mucho más intenso del pecho herido. En la casa tenía algo mucho más fuerte que los analgésicos de Scott (aunque no menos caducado), un frasco de Vicodin procedente del anterior escarceo de Amanda con la automutilación. Darla también tenía, y Canty tenía el frasco de Percocet de conejito Manda. Todas ellas habían acordado sin apenas comentarlo que Amanda no debía tener acceso a los medicamentos fuertes, porque si un día se encontraba mal podía decidir tomárselos todos de golpe, un ocaso a ritmo de cóctel.
    Dentro de un rato intentaría llegar hasta la casa y hasta el Vicodin, pero todavía no. Caminando de nuevo con los pies igual de separados, un vaso de agua medio lleno en una mano y el cuadrado empapado de colcha africana en la otra, Lisey se dirigió hacia la polvorienta serpiente de libros y se sentó ante ella a la espera del efecto de los analgésicos prehistóricos. Y mientras esperaba, sus pensamientos se desviaron de nuevo hacia la noche que lo encontró en el dormitorio de invitados..., en el dormitorio de invitados, pero ausente.
    No dejaba de pensar que estábamos solos. El viento, el puñetero viento


    23

    Escucha el viento huracanado aullar alrededor de la casa, el azote de la nieve contra las ventanas, sabedora de que están solos, de que ella está sola. Y mientras escucha, sus pensamientos se desvían de nuevo hacia aquella noche en New Hampshire, en plena madrugada, mientras la luna incordiaba las sombras con su luz inconstante. Recuerda cómo abrió la boca para preguntarle si de verdad podía hacerlo, si podía llevarla, pero luego la volvió a cerrar porque sabía que era la clase de pregunta que sólo formulas para ganar tiempo..., ¿y acaso no intentas ganar tiempo sólo cuando te enfrentas con alguien?
    Estamos en el mismo bando, recuerda haber pensado. Si vamos a casarnos, más vale que lo estemos.
    Pero había una pregunta que sí necesitaba formulr, tal vez porque aquella noche en The Antlers le llegó a ella el turno de saltar del banco.
    -¿Y si allí es de noche? Dijste que había cosas malas allí de noche.
    -No es de noche, cariño –aseguró Scott con una sonrisa.
    -¿Cómo lo sabes?
    Scott meneó la cabeza sin dejar de sonreír.
    -Lo sé. Como el perro de un niño sabe que es hora de sentarse junto al buzón porque el autocar de la escuela está a punto de llegar. Está a punto de ponerse el sol. Pasa a menudo.
    Lisey no lo entendió, pero tampoco preguntó; una pregunta siempre llevaba a la otra, al menos en su experiencia, y el momento de las preguntas había pasado. Si pretendía confiar en él, el momento de las preguntas había pasado. Así pues, Lisey respiró hondo.
    -De acuerdo –accedió-. Es nuestra luna de miel de carga frontal. Llévame a algún lugar que no sea New Hampshire. Esta vez quiero echar un buen vistazo.
    Scott aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero y le cogió los brazos con delicadeza, los ojos relucientes de entusiasmo y buen humor... Lisey recuerda tan bien el tacto de sus dedos contra la piel aquella noche.
    -Tienes muchísimas agallas, Lisey..., todo el mundo debería enterarse. Agárrate a mí y veamos qué pasa.
    Y me llevó, piensa Lisey, sentada en el dormitorio de invitados, sosteniendo la mano fría y cerúlea del hombre-muñeco sentado en la mecedora. Pero siente la sonrisa en su propio rostro, pequeña Lisey, gran sonrisa, y se pregunta cuánto tiempo lleva sonriendo. Me llevó, sé que me llevó. Pero de eso hace diecisiete años, los dos éramos jóvenes y valientes, y él estaba allí. Y ahora no.
    Sólo que su cuerpo sigue aquí. ¿Significa eso que ya no puede desaparecer físicamente, como cuando era niño? ¿Como Lisey sabe que ha desaparecido de vez en cuando desde que lo conoce? ¿Como desapareció del hospital de Nashville, por ejemplo, cuando la enfermera lo perdió de vista?
    Es entonces cuando Lisey siente la leve presión de la mano de Scott sobre la suya. Es una presión casi imperceptible, pero él es su amor, y ella la siente. Sus ojos siguen clavados en la pantalla oscura del televisor por encima de los pliegues de la colcha africana amarilla, pero sí, le está apretando la mano. Es un apretón a distancia, ¿y por qué no? Scott está muy lejos aunque su cuerpo siga aquí, y puede que esté apretándole la mano con todas sus fuerzas en el lugar donde se encuentra ahora.
    De repente, Lisey tiene una intuición brillante; Scott le está abriendo un conducto. Sólo Dios sabe el esfuerzo que le está costando hacerlo o cuánto tiempo conseguirá mantenerlo abierto, pero se trata de eso. Lisey le suelta la mano, se pone de rodillas, haciendo casi omiso del hormigueo que le recorre las piernas casi dormidas y la nueva ráfaga de viento que sacude la casa. Retira una parte suficiente de la manta para poder deslizar los brazos en torno a los costados y los brazos inertes de Scott, y así poder entrelazas las manos en el centro de su espalda y abrazarlo. Luego coloca el rostro anhelante frente al impávido de su marido.
    -Tira de mí –le susurra al tiempo que lo zarandea-. Tira de mí, Scott.
    No sucede nada, y Lisey levanta la voz.
    -¡Tira de mí, maldita sea! ¡Tira de mí hasta ti para que pueda traerte a casa! ¡SI QUIERES VOLVER A CASA, LLÉVAME HASTA DONDE ESTÁS!


    24

    -Y lo hiciste –masculló Lisey-. Lo hiciste, y yo lo hice. Que me aspen si sé cómo funciona ahora que estás muerto, ahora que te has ido de verdad, no sólo esfumado
    como aquella noche en la habitación de invitados, pero se trata de esto, ¿verdad? Sólo de esto.
    Pero lo cierto es que sí tenía una idea respecto a cómo funcionaba. Era una idea arrinconada en un confín lejano de us mente, tan sólo una silueta tras la cortina, pero real a fin de cuentas.
    La excedrina empezaba a hacer efecto. No mucho, pero tal vez lo suficiente para permitirle llegar a la planta baja del granero sin desmayarse ni romperse la crisma. Si lograba llegar hasta allí, podría ir a la casa, donde tenía las drogas buenas de verdad..., si es que seguían haciendo efecto. Más valía, porque tenía cosas que hacer y sitios a los que ir. Y algunos de ellos muy lejanos, por cierto.
    -Los viajes de mil kilómetros empiezan con un solo paso, Lisey –se dijo a sí misma al tiempo que se levantaba.
    Caminando de nuevo a paso lento y cuidadoso, Lisey puso rumbo a la escalera. Le llevó casi tres minutos bajarla, aferrada en todo momento a la barandilla y deteniéndose en dos ocasiones a causa del mareo, pero consiguió descender sin caerse. Se sentó unos instantes en la cama mein gott para recobrar el aliento y luego emprendió la larga expedición hasta la puerta posterior de la casa.
    XI. Lisey y el lago (Chist... Ahora tienes que guardar silencio)


    1

    El mayor temor de Lisey, que el calor de mediodía la abrumara y le hiciera perder el conocimiento a medio camino entre el granero y la casa, resultó infundado. El sol se puso de su parte al ocultarse tras una nube, y en el mismo instante se materializó una brisa fresca que le calmó la piel ardiente y el rostro tumefacto. Cuando llegó a la puerta trasera de la casa, la profunda herida del pecho le palpitaba de nuevo con fuerza, pero las alas oscuras de la inconsciencia permanecieron alejadas. Tuvo un momento de pánico en el que no lograba encontrar las llaves, pero por fin sus dedos temblorosos toparon con el llavero, un pequeño duende de plata, bajo el pañuelo de papel que por lo general llevaba en el bolsillo delantero derecho, de modo que no sucedió nada. Y la casa estaba fresca. Fresca, silenciosa y, sobre todo, suya. Ojalá siguiera siendo así mientras se ocupaba de las heridas. Sin llamadas, sin visitantes, sin policías de metro ochenta que aparecieran en la puerta trasera para ver cómo estaba. Y por encima de todo, Dios mío (te lo ruego, Señor), sin nuevas visitas del Príncipe Negro de los Incunks.
    Atravesó la cocina y sacó la palangana blanca de plástico que guardaba bajo el fregadero. Agacharse le dolió, le dolió mucho, y una vez más sintió la calidez de la sangre sobre la piel, empapándole los restos mortales de la blusa destrozada.
    Lo ha pasado bien haciéndolo..., lo sabes, ¿verdad?
    Por supuesto que lo sabía.
    Y volverá. Por muchas promesas que le hagas, por muchas cosas que le entregues..., volverá. ¿También sabes eso?
    Sí, también sabía eso.
    Porque para Jim Dooley, el trato con Woodbody y los manuscritos de Scott no son más que un campaneo por las fresias. Existe una razón por la que te atacó en el pecho en lugar del lóbulo de la oreja o un dedo.
    -Claro –aseguró a la cocina desierta..., primero envuelta en sombra y de repente radiante cuando el sol salió de detrás de una nube-. Es su idea de un polvazo. Y la próxima vez irá a por mi coño si la policía no se lo impide.
    Impídeselo tú, Lisey. Tú.
    -No digas chorradas –increpó a la cocina desierta en su mejor imitación de Zsa Zsa Gabor.
    De nuevo con la mano derecha, abrió la alacena situada sobre la tostadora, sacó una caja de bolsitas de té Lipton y la puso en la palangana. Agregó el cuadradito ensangrentado de la colcha africana que había encontrado en la caja de cedro de la buena de ma, aunque no tenía ni la menor idea de por qué seguía llevándolo en la mano. Luego emprendió el trayecto hacia la escalera arrastrando los pies.
    ¿Por qué dices que es una chorrada? Detuviste al Rubio, ¿no? No te llevaste el mérito, pero fuiste tú.
    -Fue distinto.
    Se quedó mirando la escalera con la palangana blanca bajo el brazo, apretada contra la cadera para que la caja de bolsas de té y el cuadrado de punto no cayeran. La escalera se le antojó larguísima, tanto que casi le extraño no ver nubes en lo alto.
    Si fue distinto, ¿por qué vas arriba?
    -¡Porque ahí es donde está el Vicodin! –le gritó a la casa vacía-. ¡Las malditas pastillas que lo curan todo!
    La voz dijo una cosa más y luego enmudeció.
    -PPCCN, cariño, sí, señor –convino Lisey-. Más vale que te lo creas.
    Y dicho aquello inició el largo y lento ascenso.


    2

    A medio camino regresaron las alas, más oscuras que nunca, y por un instante se convenció de que se desmayaría sin remisión. Se estaba aconsejando a sí misma caer hacia delante, sobre los peldaños, en lugar de hacia atrás, al vacío, cuando la visión se le despejó de nuevo. Se sentó con la palangana sobre las piernas, agachó la cabeza y en aquella postura contó hasta cien, intercalando la palabra Mississippi entre cada número. Luego se levantó otra vez y culminó el ascenso. En la primera planta había corriente de aire, por lo que hacía aún más fresco que en la cocina, pero pese a ello, Lisey llegó al final de la escalera empapada en sudor. El sudor se le metió en el corte del pecho, y pronto percibió un tremendo escozor que apareció para hacer compañía al dolor. Y volvía a tener sed. Una sed que le azotaba la garganta y el estómago. Era un problema que podía remediar, y cuanto antes mejor.
    Echó un vistazo al dormitorio de invitados al pasar muy despacio ante él. Lo habían redecorado desde 1996, dos veces, pero comprobó que le resultaba muy fácil visualizar la mecedora negra con el sello de la Universidad de Maine en el respaldo..., y el ojo ciego del televisor..., y las ventanas cubiertas de escarcha que cambiaba de color a medida que cambiaban las luces del cielo...
    Basta, pequeña Lisey, eso forma parte del pasado.
    -Forma parte del pasado, pero no ha terminado –replicó, enojada-. ¡Ése es el problema, puñeta!
    No obtuvo respuesta a su arranque, pero por fin llegó al dormitorio principal con baño..., lo que Scott, nada famoso por su delicadeza, siempre llamaba Il Grande Cagatorium. Dejó la palangana, vació el vaso de los cepillos (seguía conteniendo dos cepillos de dientes, pero los dos eran suyos), y lo llenó de agua fría hasta arriba. Se lo bebió con ansia y luego dedicó un instante a examinarse en el espejo. Al menos el rostro.
    Lo que vio no resultaba nada alentador. Sus ojos eran destellos azules en medio de dos cavernas oscuras. Bajo ellos, la piel se había teñido de marrón negruzco. Tenía la nariz inclinada hacia un lado. No creía que estuviera rota, pero ¿qué sabía ella? Al menos podía respirar por ella. Bajo la nariz se veía una gran costra de sangre seca que se había roto a ambos lados de la boca, confiriéndole un grotesto bigote de Fu Manchu. Mira, mamá, soy un motero, intentó decir, pero las palabras se resistieron a brotar de sus labios. De todos modos era un chiste patético.
    Tenía los labios tan hinchados que la cara interior sobresalía, dándoles aspecto de mohín exageradamente coqueto.
    ¿De verdad tenía intención de ir a Greenlawn, residencia del famoso Hugh Alberness, en este estado? ¿En serio? Qué gracia... Me echarían un vistazo y pedirían una ambulancia para llevarme a un hospital de verdad, de ésos que tienen UCI.
    No es eso lo que estabas pensando. Lo que estabas pensando...
    Pero se apresuró a desterrar aquella idea de su mente y recordó al que Scott decía a menudo: El noventa y ocho por ciento de lo que nos pasa por la cabeza no es asunto nuestro. Quizás fuera cierto, quizás no, pero de momento le convenía adoptar la misma actitud que en la escalera, cabeza gacha y pasito a pasito.
    Lisey tuvo otro momento de pánico porque no encontraba el Vicodin. Estuvo a punto de desistir, convencida de que una de las tres chicas que acudían a hacer la
    limpieza de primavera se habría llevado el frasco, pero por fin lo encontró escondido tras el complejo vitamínico de Scott. Y milagro de los milagros, caducaban ese mismo mes.
    -Quien guarda, halla –masculló antes de tomarse tres.
    Luego llenó la palangana de plástico con agua tibia y vertió en ella un puñado de bolsitas de té. Se quedó mirando cómo el agua transparente empezaba a teñirse de ámbar, luego se encogió de hombros y arrojó el resto de las bolsas. Todas ellas se hundieron hasta el fondo del agua cada vez más oscura, y Lisey recordó a un joven diciendo: Escuece un poco, pero va super superbien. En otra vida. Ahora lo averiguaría por sí misma.
    Cogió un paño limpio de la barra instalada junto al lavabo, lo dejó caer en la palangana y lo escurrió con suavidad. ¿Qué estás haciendo, Lisey? se preguntó a sí misma..., pero la respuesta era evidente, ¿no? Estaba siguiendo el rastro que le había dejado su marido. El rastro que conducía al pasado.
    Dejó caer los vestigios de su blusa al suelo del baño y con una mueca de aprensión se aplicó el paño empapado en té al pecho. Le dolió, pero en comparación con los crueles pinchazos provocados por el sudor, casi le resultó agradable, como un enjuague bucal sobre una encía inflamada.
    Funciona. Funciona super superbien, Lisey.
    En tiempos se lo había creído..., más o menos, pero por entonces tenía veintidós años y estaba dispuesta a creerse un montón de cosas. Ahora creía en Scott. ¿Y en Boo’ya Moon? Sí, suponía que también creía en eso. Un mundo que aguardaba a la vuelta de la esquina y tras la cortina violeta colgada en su mente. La cuestión residía en si estaba al alcance de la mujer del famoso escritor ahora que él había muerto y ella estaba sola.
    Lisey escurrió de nuevo el paño, del que salió una mezcla de sangre y té, volvió a sumergirlo en el mejunje y se lo aplicó de nuevo al pecho herido. Estaba vez le escoció aún menos. Pero no cura, pensó. No es más que otro hito en el camino que conduce al pasado.
    -Otra dáliva –declaró en voz alta.
    Con el paño suavemente apretado contra el pecho y el cuadrado ensangrentado de la manta africana, el capricho de la buena de ma, en la mano cerrada bajo la herida, Lisey entró muy despacio en el dormitorio y se sentó en la cama, la mirada fija en la pala de plata con las palabras PRIMERA PIEDRA, BIBLIOTECA SHIPMAN grabadas en la hoja. Sí, advirtió una pequeña abolladura en el punto que había chocado primero contra el arma del Rubio y poco después con el rostro del Rubio. Tenía la pala, y aunque la manta africana amarilla en la que Scott se había arrebujado aquellas gélidas noches de 1996 había desaparecido largo tiempo atrás, tenía aquel resto, el capricho.
    Dáliva, fin.
    -Ojalá fuera el fin –dijo Lisey antes de tenderse sobre la cama con el paño aún oprimido contra el pecho.
    El dolor empezaba a remitir, pero el alivio se debía al efecto de las píldoras de Amanda, mucho más potente que el remedio del té de Paul o los analgésicos caducados de Scott. Cuando el efecto se pasara, el dolor volvería. Al igual que Jim Dooley, autor del dolor. La cuestión era qué haría ella entretanto. ¿Podía hacer algo?
    Lo único que no puedes hacer es dormirte.
    No, eso sería nefasto.
    Si no tengo noticias del profesor antes de las ocho de esta tarde, la próxima vez le haré mucho más daño, le había advertido Dooley, y Dooley había organizado el asunto de forma que ella tuviera todas las de perder. También le había advertido que no
    se fuera de la lengua ni dijera a nadie que él había estado allí. Hasta ahora le había hecho caso, pero no porque tuviera miedo de morir. En cierto modo, saber que Dooley tenía intención de matarla de todos modos le reportaba cierta ventaja. Ya no tenía que preocuparse por intentar razonar con él, al menos. Pero si llamaba a la oficina del sheriff..., bueno...
    -No puedes ir de cacería de dávilas con la casa llena de policías de nombre extraño –dijo-. Además...
    Además, creo que Scott todavía no ha terminado de decir la suya. O de intentarlo.
    -Cariño –suspiró en el dormitorio vacío-, ojalá supiera lo que quieres decirme.


    3

    Se volvió hacia el reloj digital de la mesilla de noche y quedó asombrada al comprobar que sólo eran las once menos veinte. Tenía la sensación de que el día ya había durado mil años, pero sospechaba que se debía a que había pasado buena parte de él rememorando el pasado. Los recuerdos distorsionaban la perspectiva, y los más vívidos podían llegar a aniquilar el tiempo mientras duraban.
    Pero dejando a un lado el pasado, ¿qué estaba sucediendo en ese momento?
    Bueno, se dijo Lisey, vamos a ver. En el Reino de Pittsburgo, el antiguo Rey de los Incunks sin duda está experimentando la casa de terror que mi difunto marido siempre llamaba el Síndrome de los Testículos Malolientes. El agente Alston está en Cash Corners, inspeccionado un pequeño incendio doméeeesticoooo. Sospechan que provocaaadooo, querida. ¿Jim Dooley? Quizás escondido en el bosque por aquí cerca, afilando una ramita, con mi abrelatas Oxo en el bolsillo, matando el tiempo. Su PT Cruiser podría estar aparcado en cualquiera de la docena de graneros y cobertizos que hay en Castle View, en Deep Cut o a las afueras de Harlow. Darla probablemente está de camino al aeródromo de Portland para recoger a Canty. La buena de ma habría dicho “pitando que es gerundio”. ¿Y Amanda? Oh, Amanda se ha esfumado, cariño. Tal como Scott auguró que sucedería tarde o temprano. Hizo de todo menos reservarle una habitación, puñeta. Porque Dios los cría y ellos se juntan, como dice el refrán.
    -¿Tengo que ir a Boo’ya Moon? –preguntó en voz alta-. ¿Es la siguiente estación de la dáliva? Lo es, ¿verdad? Scott, burro, ¿cómo lo hago contigo muerto?
    Te estás precipitando de nuevo.
    Claro, estaba obsesionada con su incapacidad de ir a un lugar que ni siquiera se había permitido recordar en toda su extensión...
    Tienes que hacer mucho más que levantar esa cortina y mirar por debajo del dobladillo.
    -Tengo que arrancarla –musitó, trastornada-. ¿Verdad que sí?
    No obtuvo respuesta. Lisey tomó el silencio por una respuesta afirmativa. Se volvió de costado y cogió la pala de plata. La inscripción centelleó al sol de la mañana. Dobló el cuadrado de la manta africana en torno al mango y levantó la herramienta.
    -Muy bien –resolvió-, la arrancaré. Me preguntó si quería ir, y le dije que sí. Dije Jerónimo.
    Lisey reflexionó unos instantes.
    -No, no dije eso, lo dije a su manera, Jerómino. ¿Y qué pasó? ¿Qué pasó después?
    Cerró los ojos y sintió deseos de lanzar un grito exasperado al ver tan sólo una brillante extensión violeta. Pero en lugar de gritar pensó PPCCN, cariño, ponte las pilas
    cuando lo consideres necesario, y agarró el mango de la pala con más fuerza. Se vio a sí misma blandiéndola. La vio centellear al sol brumoso de agosto. Y la cortina violeta se abrió ante ella con la brusquedad de la piel al abrirse tras un corte, y lo que salió no fue sangre, sino luz, una espectacular luz anaranjada que llenó el corazón de una terrible combinación de gozo, terror y pena. No era de extrañar que hubiese reprimido el recuerdo durante tantos años; era demasiado. De lejos. Aquella luz parecía conferir al aire del crepúsculo una textura sedosa, y el chillido de un pájaro le azotó el oído como un guijarro de cristal. La brisa le trajo cien perfumes exóticos. Frangipán, buganvilla, rosas polvorientas y, oh, Dios mío, cactus cereus de floración nocturna. Lo que más la alteró fue el recuerdo de la piel de Scott sobre su piel, el latido de la sangre de su marido en contrapunto con el latido de la suya, porque un instante antes yacían desnudos en la cama de The Antlers y ahora estaban arrodillados desnudos entre la infinidad violeta de las lilas, cerca de la cima de la colina, desnudos en las sombras cada vez más densas de los árboles. Y por encima del horizonte se elevaba la mansión anaranjada de la luna, hinchada y ardiente de tan fría, mientras el sol se ocultaba al otro lado, hirviente en una casa purpúrea de fuego. Se dijo que aquella mezcla de luz enfurecida la mataría con su belleza.
    Tendida sobre su lecho de viuda, aferrada a la pala con ambas manos, una Lisey mucho mayor profirió una exclamación de gozo por lo que recordaba y de pena por lo que había perdido. El corazón se le recompuso y al mismo tiempo se le volvió a romper. Le sobresalían los tendones del cuello. Sus labios tumefactos se separaron hasta dejar al descubierto los dientes y verter sangre fresca en los resquicios de las encías. Las lágrimas le resbalaban desde los ojos en dirección a las orejas, de donde quedaron suspendidas como joyas exóticas. Y el único pensamiento claro que surcaba su mente era Oh, Scott, no habíamos nacido para semejante belleza, no habíamos nacido para semejante belleza, deberíamos haber muerto en aquel momento, Dios mío, deberíamos haber muerto, desnudos y abrazados, como amantes de alguna leyenda.
    -Pero no morimos –murmuró Lisey-. Scott me estrechó entre sus brazos y me dijo que no podíamos quedarnos mucho rato, porque empezaba a oscurecer y aquel era un lugar peligroso de noche, casi todos los árboles del amor se echaban a perder. Pero luego me dijo que quería...


    4

    -Quiero enseñarte algo antes de volver –anuncia antes de ayudarla a levantarse.
    -Oh, Scott –se oye decir con un hilo de voz-. Oh, Scott.
    No se siente capaz de articular nada más. En cierto modo, aquello le recuerda la primera vez que percibió la proximidad de un orgasmo, sólo que ésta sensación se alarga y se alarga, todo inminencia, pero sin llegada.
    Scott la lleva a alguna parte. Lisey siente la hierba alta acariciándole los muslos con un leve susurro. Al cabo de un instante, la hierba desaparece, y comprueba que se hallan en un sendero trillado que pasa por entre las lilas. Conduce a lo que Scott llama los árboles del amor, y Lisey se pregunta si habrá alguien allí. Si es así, ¿cómo lo soportan? piensa. Arde en deseos de contemplar de nuevo la enorme luna naciente, pero no se atreve.
    -No hables bajo los árboles –advierte Scott-. No creo que nos pase nada de momento, pero más vale prevenir aunque sólo estemos en el margen del Bosque de las Hadas.
    Lisey no cree que fuera capaz de hablar más que en susurros aunque Scott se lo ordenara. Bastante ha tenido con conseguir musitar Oh, Scott.
    Scott se encuentra bajo uno de los árboles del amor. Tiene aspecto de palmera, sólo que el tronco es verde y deshilachado, cubierto de lo que parece pelo en lugar de musgo.
    -Dios, espero que no lo hayan derribado –dice-. Estaba bien la última vez que vine, la noche que te enfadaste tanto y atravesé el vidrio del invernadero con la mano... ¡Ah, ahí está!
    Tira de ella hacia la derecha, fuera del sendero. Y cerca de uno de los dos árboles separados que parecen custodiar la entrada del bosque, Lisey ve una sencilla cruz confeccionada con dos tablones que de hecho tienen aspecto de fragmentos de una caja de madera. No hay montículo funerario; de hecho, la tierra parece más bien hundida en aquel punto, pero la cruz basta para indicarle que se trata de una tumba. En el brazo horizontal de la cruz se ve una sola palabra escrita con cuidadosas letras de imprenta: PAUL.
    -La primera vez lo escribí con lápiz –explica Scott con voz que suena clara, pero lejana a un tiempo-. Luego lo intenté con bolígrafo, pero por supuesto no funcionó porque la madera es demasiado áspera. El rotulador resultó mejor, pero acabó desvaído. Al final me decanté por pintura negra que encontré en un viejo estuche de Paul.
    Lisey contempla la cruz a la extraña mezcla de luces del día agonizante y la noche naciente, pensando (en la medida en que es capaz de pensar) Todo es cierto. Lo que me parecía haber experimentado cuando salimos de debajo del árbol ñam-ñam sucedió de verdad. Y ahora también, sólo que más claro y durante más tiempo.
    -¡Lisey!
    La voz de Scott denota una alegría rayana en la histeria, ¿y por qué no? No ha podido compartir este lugar con nadie desde la muerte de Paul. Las pocas veces que ha venido, ha tenido que venir solo. Llorar solo.
    -¡Quiero enseñarte otra cosa!
    En algún lugar suena una campana, un sonido muy lejano, pero que le resulta familiar.
    -¿Scott?
    -¿Qué? –replica él, arrodillado sobre la hierba-. ¿Qué, cariño?
    -¿Has oído...?
    Pero la campana ha dejado de sonar. Sin duda han sido imaginaciones suyas.
    -Nada. ¿Qué querías enseñarme?
    Como si no me hubieras enseñado bastante ya, piensa.
    Scott desliza las manos entre la hierba alta al pie de la cruz, pero por lo visto no hay nada allí, y su sonrisa feliz y algo bobalicona empieza a desvanecerse.
    -A lo mejor algo se lo ha llev... –empieza, pero se interrumpe en seco.
    Su rostro se contrae en una mueca, luego se relaja, y Scott lanza una carcajada medio histérica.
    -¡Aquí está! Maldita sea, pensaba que me había pinchado, menudo chiste, después de tantos años... ¡Pero todavía lleva el capuchón! ¡Mira, Lisey!
    Lisey habría jurado que nada conseguiría distraer su atención de este lugar maravilloso, el cielo bermellón a este y oeste, de un extraño verde azulado sobre su cabeza, la exótica mezcla de aromas, y sí, en alguna parte, muy lejos, un nuevo tañido de alguna campana perdida... Pero lo que Scott sostiene alto a la luz moribunda del día lo consigue. Es la jeringuilla que su padre le dio, la que Scott debía clavarle cuando llegaran aquí. En la base metálica se distinguen algunas motas de óxido, pero por lo demás parece nueva.
    -Era lo único que tenía para dejar aquí –explica Scott-. No tenía ninguna fotografía. Los niños que iban a la escuela de asnos al menos tenían fotos.
    -¿Cavaste la tumba...? Scott, ¿cavaste la tumba con las manos?
    -Lo intenté. Y conseguí hacer un hoyo poco profundo, porque la tierra es blanda, pero la hierba..., arrancar la hierba me llevó mucho rato..., qué malas hierbas tan resistentes..., y entonces empezó a oscurecer, y los reidores empezaron...
    -¿Los reidores?
    -Son como hienas, creo, pero en malvado. Viven en el Bosque de las Hadas.
    -El Bosque de las Hadas... ¿Fue Paul quien le puso ese nombre?
    -No, yo –Scott señala los árboles-. Paul y yo nunca vimos a los reidores de cerca, casi siempre sólo los oíamos. Pero veíamos otras cosas..., yo veía otras cosas..., hay una cosa...
    Scott se vuelve hacia la masa cada vez más oscura de los árboles del amor y luego hacia el camino, que se desvanece de inmediato al adentrarse en bosque.
    -Tenemos que volver –anuncia con inequívoca cautela.
    -Pero tú puedes llevarnos, ¿no?
    -Con tu ayuda sí.
    -Entonces cuéntame cómo lo enterraste.
    -Puedo contártelo cuando volvamos, si...
    Pero el ademán negativo que Lisey hace con la cabeza lo acalla.
    -No. Entiendo por qué no quieres tener hijos. Ahora lo entiendo. Si alguna vez me dijeras: “Lisey, he cambiado de idea, quiero correr el riesgo”, podríamos hablar de ello porque por un lado estaba Paul..., y por otro tú.
    -Lisey...
    -Podríamos hablar de ello llegado el caso, pero por lo demás nunca volveremos a hablar de esfumados, del mal rollo ni de este lugar, ¿de acuerdo? Observa la expresión con que la mira Scott y suaviza el tono-. No tiene que ver contigo, Scott, no todo tiene que ver contigo, ¿sabes? Resulta que esto tiene que ver conmigo. Este lugar es hermoso –Se vuelve con un estremecimiento-. Es demasiado hermoso. Si paso demasiado tiempo aquí o incluso demasiado tiempo pensando en este lugar..., creo que la belleza me volvería loca. Así que si tenemos poco tiempo, por una vez en tu vida, abrevia, puñeta. Cuéntame cómo lo enterraste.
    Scott se aparta de ella hasta casi darle la espalda. La luz anaranjada del sol poniente define la silueta de su cuerpo. El promontorio del omóplato, la inclinación de la cintura, la curva de la nalga, la línea apenas arqueada del muslo... Toca el brazo de la cruz. Entre la hierba alta, apenas visible, la curva vítrea de la jeringuilla brilla como una baratija olvidada de un tesoro de pacotilla.
    -Lo cubrí de hierba y me fui a casa. No pude volver hasta al cabo de casi una semana. Estaba enfermo. Tenía fiebre. Papi me daba gachas de avena por la mañana y sopa cuando volvía del trabajo. Yo tenía miedo del fantasma de Paul, pero nunca vi su fantasma. Luego me puse bueno y traté de venir con la pala de papi, pero no conseguí pasarla. Sólo yo. Creía que los aminales..., animales, se lo habrían comido, los reidores y tal, pero no habían empezado, así que volví a casa y traté de pasar otra vez, esta vez con una pala de juguete que encontré en nuestro viejo baúl de juguetes en el desván. Conseguí pasarla, y con eso cavé su tumba, Lisey, con una pala de plástico rojo que teníamos cuando éramos pequeños.
    El sol poniente ha empezado a teñirse de rosa. Lisey abraza a Scott. Scott la estrecha entre sus brazos y por un instante oculta el rostro en su cabello.
    -Lo querías mucho –constata ella.
    -Era mi hermano –se limita a responder él, y con eso basta.
    Abrazada a él en la creciente penumbra, Lisey ve o cree ver otra cosa. ¿Otro trozo de madera? Eso parece, otro tablón de caja de madera tirado junto al punto donde el sendero se separa de la colina cubierta de lilas (y donde su color lavanda adquiere un matiz violeta cada vez más oscuro). No, no uno solo, sino dos.
    ¿Será otra cruz? se pregunta. ¿Una cruz rota?
    -Scott, ¿hay alguien más enterrado aquí?
    -¿Eh? –masculla él en tono sorprendido-. ¡No! Hay un cementerio, claro, pero no está aquí, está junto a... –En este momento ve lo que ha captado la atención de Lisey y lanza una risita ahogada-. ¡Ah, eso! No es una cruz, sino una señal. Paul la hizo más o menos cuando organizó la primera dáliva, cuando aún podía venir solo de vez en cuando. ¡Me había olvidado por completo de la vieja señal!
    Se zafa de ella y corre hacia la señal. Corre sendero abajo, corre bajo los árboles. Lisey no sabe si le hace demasiada gracia.
    -Scott, está a punto de anochecer. ¿No crees que es mejor que volvamos?
    -Ahora mismo, Lisey, ahora mismo.
    Recoge uno de los tablones y se lo trae. Lisey a duras penas distingue las letras desvaídas y tiene que acercarse la madera a los ojos para leer el mensaje:
    AL LAGO
    -¿Lago? –pregunta.
    -Lago –corrobora Scott-. Rima con bool*
    Y se echa a reír. Pero en aquel preciso instante, en las profundidades de lo que llama el Bosque de las Hadas (donde sin duda ya ha anochecido), los primeros reidores elevan sus voces.
    Son sólo dos o tres, pero el sonido aterroriza a Lisey más que ninguna otra cosa en toda su vida. No le recuerda la risa de las hienas, sino que suena humano, las carcajadas de unos locos en las profundidades más tenebrosas de una pesadilla gótica. Se aferra al brazo de Scott hasta clavarle las uñas y le dice con una voz que apenas reconoce que quiere regresar, que Scott tiene que llevarla de vuelta ahora mismo.
    En la distancia tañe una campana.
    -Sí –asiente él al tiempo que arroja la señal entre la mala hierba.
    Sobre sus cabezas, una ráfaga de aire oscuro agita los árboles del amor, arrancándoles suspiros y un perfume más penetrante que el de las lilas, una fragancia sofocante, casi enfermiza.
    -Este lugar no es seguro de noche. El lago sí, y la playa..., los bancos..., tal vez incluso el cementerio, pero...
    Más reidores se unen al coro. En cuestión de segundos se han convertido en docenas. Algunas carcajadas ascienden por una escala desafinada y se transforman en chillidos tan escalofriantes que a Lisey le entran ganas de responder con un chillido propio. Luego descienden de nuevo, a veces hasta convertirse en risitas ahogadas que parecen proceder de una ciénaga.
    -¿Qué son esas cosas, Scott? –susurra; por encima del hombro de él, la luna es ahora un globo hinchado de gas-. No parecen animales.
    -No lo sé. Corren a cuatro patas, pero a veces..., es igual. Nunca los he visto de cerca. Ni yo ni Paul.
    -¿A veces qué, Paul?
    -Se levantan. Como las personas. Miran a su alrededor. Da igual. Lo que ahora importa es que tenemos que volver. Quieres volver, ¿verdad?
    -¡Sí!
    -Pues cierra los ojos y visualiza la habitación de The Antlers. Visualízala con toda la precisión que puedas. Eso me ayudará. Nos dará impulso.
    Lisey cierra los ojos y por un terrible instante no ve nada. Pero entonces visualiza el modo en que la cómoda y las mesillas que flanquean la cama surgieron de la oscuridad cuando la luna se desembarazó de las nubes, y de inmediato acude a su mente el papel pintado de las paredes, rosas silvestres, y la silueta del cabezal de la cama, y el crujido cómico de los muelles cada vez que uno de ellos se movía. Y de repente, el sonido aterrador de aquellas cosas riendo en el
    (Bosque Bosque de las Hadas)
    bosque oscuro parece desvanecerse. También los olores se desvanecen, y una parte de ella se entristece por tener que abandonar este lugar, pero la sensación más clara que experimenta es de alivio. Por su cuerpo (por supuesto) y su mente (sin lugar a dudas), pero sobre todo por su alma, su puñetera alma inmortal, porque quizás las personas como Scott Landon puedan viajar a lugares como Boo’ya Moon, pero aquel surrealismo, aquella belleza no estaban hechas para mortales normales y corrientes como ella, a menos que se hallaran en las páginas de un libro o en la oscuridad tranquilizadora de una sala de cine.
    Y sólo he visto una pequeña parte, piensa.
    -¡Muy bien! –exclama Scott, y Lisey detecta una mezcla de alivio y sorpresa complacida en su voz-. ¡Lisey, eres una campeo...!
    Na, acaba la palabra, pero antes de que Scott la pronuncie, antes de que la suelte y ella abra los ojos, Lisey sabe


    5

    -Supe que estábamos en casa –terminó antes de abrir los ojos.
    La intensidad del recuerdo era tal que por un instante esperó ver la quietud bañada por la luna del dormitorio que habían compartido dos noches en New Hampshire veintisiete años atrás. Había aferrado la pala de plata con tal fuerza que tuvo que obligarse conscientemente a abrir los dedos uno a uno. Luego se colocó el capricho amarillo, apelmazado por la sangre, pero reconfortante, de nuevo sobre el pecho.
    ¿Y luego qué? ¿Vas a decirme que después de aquello, después de todo aquello, os limitasteis a daros media vuelta y dormir?
    Pues sí, era más o menos lo que había ocurrido. Lisey ardía en deseos de empezar a olvidar, y Scott estaba más que encantado de seguirle la corriente. Había necesitado todo su valor para revivir su pasado, lo cual no era de extrañar. Sin embargo, Lisey le hizo una última pregunta aquella noche, lo recordaba bien, y estuvo a punto de hacerle otra al día siguiente, en el trayecto de regreso a Maine, antes de darse cuenta de que no hacía falta. La pregunta que le hizo por la noche guardaba relación con algo que Scott había dicho justo antes de que los reidores empezaran a emitir sus carcajadas y el susto matara su curiosidad. Lo que quería saber era a qué se había referido Scott al decir Cuando aún podía venir solo de vez en cuando. Hablaba de Paul.
    Scott se sobresaltó.
    -Hacía años que no pensaba en eso –comentó-, pero sí, podía venir solo. Le resultaba difícil, como a mí darle a una pelota de béisbol, y por eso casi siempre me dejaba hacer a mí, y creo que con el tiempo perdió la facultad de hacerlo.
    La pregunta que pensó hacerle en el coche giraba en torno al lago cuya dirección indicaba la señal rota. ¿Era el lago del que siempre hablaba en sus conferencias? Lisey no llegó a preguntárselo porque, a fin de cuentas, la respuesta era obvia. Sus oyentes podían creer que el lago de los mitos, el lago del lenguaje (al que todos acudimos a beber, nadar o quizás pescar un poco), era una referencia en sentido figurativo, pero ella
    sabía que no era así. Era un lago real. Lo sabía entonces porque conocía a Scott. Lo sabía ahora porque había estado allí. Se llegaba a él desde la Colina del Amor por el camino que se adentraba en el Bosque de las Hadas; había que pasar tanto por el Árbol de la Campana como por el cementerio para llegar hasta él.
    -Fui a buscarlo –susurró sin soltar la pala-. Oh, Dios, recuerdo tan bien la luna –añadió con brusquedad, y de repente se le puso la carne de gallina con tal intensidad que se retorció sobre la cama.
    La luna. Sí, la luna. Una luna sangrienta de color anaranjado, tan distinta de la aurora boreal y el mortífero frío que acababa de dejar atrás. Una luna de verano demencial, sensual, tenebrosamente deliciosa, que iluminaba el valle de piedra en forma de cuña mejor de lo que habría querido. La veía casi tan bien como entonces porque había rasgado la cortina violeta, la había rasgado con brusquedad justiciera, pero la memoria no era más que memoria, y Lisey creía que la suya la había llevado cuan lejos podía. Quizás un poco más, con una o dos imágenes añadidas de su propia serpiente de libros, pero no mucho, y tendría que regresar allí, a Boo’ya Moon.
    La cuestión era si podría hacerlo.
    Y entonces le acudió a la mente otra pregunta: ¿Y si se ha convertido en uno de los amortajados?
    Por un instante, una imagen intentó abrirse paso en la mente de Lisey. Vio gran cantidad de figuras silenciosas que parecían cadáveres envueltos en sábanas anticuadas a modo de sudario. Pero estaban sentadas. Y le pareció que respiraban.
    Un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. El temblor le ocasiónó una punzada de dolor en el pecho herido pese al Vicodin que había tomado, pero no había forma de impedir que el escalofrío siguiera su curso. Cuando remitió, Lisey se vio capaz de afrontar cuestiones prácticas. La más apremiante era si podía pasar al otro mundo por sí sola, porque tenía que ir, a despecho de los amortajados.
    Scott podía hacerlo solo y llevarse consigo a su hermano Paul. De adulto había podido llevar a Lisey desde The Antlers. La pregunta crucial residía en qué había sucedido diecisiete años más tarde, aquella gélida noche de enero de 1996.
    -No se había ido del todo –murmuró-. Me apretó la mano.
    Sí, y recordaba haber pensado que quizás se la estaba apretando con todas sus fuerzas dondequiera que se hallara, pero ¿significaba eso que se la había llevado a ella?
    -Y le grité –añadió con una sonrisa-. Le dije que si quería volver a casa tenía que llevarme con él..., y siempre creí que lo había hecho...
    Chorradas, pequeña Lisey, nunca pensaste en ello siquiera, ¿verdad? Hasta hoy, cuando te han hecho papilla la teta y no te ha quedado más remedio. Así que, ya que estás pensando en ello, piensa en ello de verdad. ¿Te llevó consigo aquella noche? ¿Lo hizo?
    Estaba a punto de concluir que era una de esas preguntas marca el huevo y la gallina, es decir, preguntas sin respuesta satisfactoria, cuando recordó las palabras de Scott: Lisey, eres una campeona.
    Lo había conseguido sola en 1996. Aun así, Scott estaba vivo en ese momento, y aquel apretón, por débil que fuera, había bastado para indicarle que estaba al otro lado, abriendo un conducto para ella...
    -Sigue allí –dijo, aferrando con más fuerza la pala-. El paso sigue allí, tiene que seguir allí, porque Scott se preparó para esto. Me dejó una puñetera dávila para que yo también estuviera preparada. Y entonces, ayer por la mañana, en la cama con Amanda..., eras tú, Scott, sé que eras tú. Me dijiste que me esperaba una dávila sangrienta... y un premio..., una bebida, dijiste..., y me llamaste cariño. ¿Dónde estás ahora? ¿Dónde estás ahora, cuando te necesito para que me lleves al otro lado?
    No obtuvo respuesta salvo el tic tac del reloj colgado de la pared.
    Cierra los ojos. También había dicho eso. Visualiza. Visualiza lo mejor que puedas. Eso me ayudará. Lisey, eres una campeona.
    -Más me vale –masculló en el dormitorio soleado, vacío, desprovisto de Scott-. Más me vale, cariño.
    Uno de los peores defectos de Scott era que pensaba demasiado, pero ése nunca había sido uno de los problemas de Lisey. Si se hubiera detenido a reflexionar sobre la situación en Nashville, con toda probabilidad Scott habría muerto. Se había limitado a actuar y a salvarle la vida con la pala que ahora sujetaba.
    Traté de venir con la pala de papi, pero no conseguí pasarla.
    ¿Conseguiría pasar la pala de Nashville?
    Creía que sí. Y eso estaba bien, porque no quería separarse de ella.
    -Amigas hasta el final –susurró al tiempo que cerraba los ojos.
    Empezó a invocar los recuerdos de Boo’ya Moon, ahora vívidos, pero de repente, una pregunta perturbadora quebró su concentración. Otro pensamiento inquietante que la distraía de su objetivo.
    ¿Qué hora es allí, pequeña Lisey? Bueno, no me refiero a la hora, sino a si es de día o de noche. Scott siempre lo sabía, o al menos eso decía, pero tú no eres Scott.
    No, pero recordaba uno de los temas de rock and roll favoritos de Scott. “La noche es el mejor momento”. En Boo’ya Moon, la noche era el peor momento, cuando los olores se tornan putrefactos y la comida podía llegar a envenenarte. La noche era el momento en que salían los reidores, criaturas que caminaban a cuatro patas pero a veces se erguían como personas y miraban a su alrededor. Y también había otras cosas, cosas peores.
    Cosas como el chaval larguirucho de Scott.
    Está muy cerca, cariño. Eso era lo que le había dicho bajo el sol abrasador de Nashville el día en que estaba convencida de que moriría. Lo oigo comer. Lisey había intentado decirle que no sabía de qué estaba hablando, pero Scott la había pellizcado y le había ordenado que no insultara su inteligencia ni la de ella.
    Porque yo había estado allí. Porque había oído a los reidores y creído a Scott cuando me dijo que había cosas peores al acecho. Y era cierto. Vi la cosa de la que hablaba. La vi en 1996, cuando fui a Boo’ya Moon para traerlo de vuelta. Sólo le vi el costado, pero fue suficiente.
    -Un costado infinito –masculló Lisey, horrorizada al comprobar que realmente creía en la veracidad de aquellas palabras.
    Era de noche en 1996. Era de noche cuando pasó al otro mundo de Scott desde el dormitorio de invitados. Había bajado por el sendero para adentrarse en el bosque, el Bosque de las Hadas, y...
    Muy cerca, un motor se puso en marcha. Lisey abrió los ojos y estuvo a punto de proferir un grito. Luego se relajó poco a poco. Sólo era Herb Galloway, o quizás el hijo de los Luttrell, al que Herb contrataba a veces, segando la hierba en el jardín vecino. No tenía nada que ver con aquella noche gélida de enero de 1996, cuando encontró a Scott en el dormitorio de invitados, presente físicamente, respirando, pero ausente en todos los demás sentidos relevantes.
    Aun cuando pudiera hacerlo, no puedo hacerlo así; hay demasiado ruido, pensó.
    El mundo está demasiado apegado a nosotros, pensó.
    ¿Quién escribió eso?, pensó. Y como tantas otras veces, aquel pensamiento fue seguido de su dolorosa coletilla: Scott lo sabría.
    Sí, Scott lo sabría. Lo recordó en todas aquellas habitaciones de motel, encorvado sobre la máquina de escribir portátil (¡SCOTT Y LISEY, LOS PRIMEROS AÑOS!) y más tarde, con el rostro iluminado por el fulgor del ordenador portátil. A veces con un cigarrillo consumiéndose en un cenicero junto a él, a veces con una copa, siempre con el rizo olvidado sobre la frente. Lo recordó tendido sobre ella en aquella misma cama, persiguiéndola a toda pastilla por aquella espantosa casa de Bremen (¡SCOTT Y LISEY EN ALEMANIA!), ambos desnudos y muertos de risa, cachondos, pero no realmente felices, mientras los camiones y los coches rugían alrededor de la rotonda al final de la calle. Recordó los brazos de Scott alrededor de su cuerpo, todas las veces que la había abrazado, y su olor, y la aspereza de su mejilla contra la de ella, y se dijo que vendería su arma, sí, su puñetera alma inmortal, por escuchar una vez más el portazo de Scott y su voz diciendo: ¡Hola, Lisey, ya estoy en casa! ¿Todo igual?
    Calla y cierra los ojos.
    Era la voz de Lisey, pero al mismo tiempo casi la de Scott, una excelente imitación, de modo que Lisey cerró los ojos y sintió las primeras lágrimas cálidas, casi reconfortantes, por entre la pantalla de las pestañas. Había descubierto que muchas cosas acerca de la muerte no te las contaban, y una de las importantes era el tiempo que tus seres queridos tardaban en morir en tu corazón. Es un secreto, pensó Lisey, y así debe ser, porque ¿quién querría acercarse a otra persona sabiendo lo difícil que resultaría prescindir de ella? En tu corazón, los seres queridos mueren muy despacio, ¿verdad? Como una planta cuando te vas de viaje y olvidas pedirle al vecino que pase de vez en cuando con la regadera, y es tan triste...
    No quería pensar en la tristeza ni en su pecho herido, donde el dolor empezaba a reaparecer. En lugar de ello desvió los pensamientos hacia Boo’ya Moon. Recordaba lo sobrecogedor y al mismo tiempo maravilloso que había sido pasar de la gélida noche de Maine a aquel paraíso tropical en un abrir y cerrar de ojos. La textura algo melancólica del aire, la fragancia sedosa del frangipán y la buganvilla. Recordaba la espectacular luz del sol poniente y la luna naciente, así como el tañido lejano de aquella campana. La misma campana.
    Lisey reparó en que el sonido del cortacésped en el jardín de los Galloway se había alejado de un modo extraño, al igual que el rugido de una motocicleta que pasaba por la carretera. Algo ocurría, estaba casi segura de ella. Se había activado un resorte, se estaba llenando un pozo, estaba girando una rueda. Quizás el mundo no estaba demasiado apegado a ella fin de cuentas.
    Pero ¿y si llegas allí y es de noche? Suponiendo que lo que estás experimentando no es una combinación de estupefacientes y fantasía, ¿qué pasa si llegas allí y es de noche, cuando salen las cosas malas? ¿Cosas como el chaval larguirucho de Scott?
    Pues me vuelvo.
    Si estás a tiempo, querrás decir.
    Sí, eso es lo que quiero decir, si estoy a...
    De pronto, la luz que se filtraba a través de sus párpados cerrados cambió del rojo al violeta casi negro. Era como si alguien hubiera bajado una persiana. Pero una persiana no explicaría la gloriosa mezcla de olores que de repente le llenaba la nariz, las fragancias combinadas de todas aquellas flores, ni tampoco explicaría la hierba que sentía contra las pantorillas y la espalda desnuda.
    Lo había conseguido. Había pasado.
    -No –dijo Lisey con los ojos aún cerrados, pero era una protesta débil, apenas una formalidad.
    Sabes que sí, Lisey, susurró la voz de Scott. Y el tiempo apremia. PPCCN, cariño.
    Y como sabía que la voz estaba en lo cierto, que el tiempo apremiaba, Lisey abrió los ojos y se encontró sentada en el refugio infantil de su inteligente marido.
    Lisey se encontró sentada en Boo’ya Moon.


    6

    No era ni de noche ni de día, y ahora que estaba allí, no le sorprendió. Las dos veces anteriores había llegado justo antes del crepúsculo, así que no era de extrañar que de nuevo llegara en el mismo momento.
    El sol, una resplandeciente bola naranja, estaba suspendido sobre el horizonte al final del campo aparentemente inacabable de lilas. En el extremo contrario, Lisey distinguió el primer arco de la luna naciente, una luna mucho más grande que la luna de otoño más grande que había visto en su vida.
    No es nuestra luna, ¿verdad? ¿Cómo va a ser nuestra luna?
    La brisa le alborotó las puntas sudorosas del cabello, y en algún lugar no demasiado lejano sonó la campana. Un sonido que recordaba, una campana que recordaba.
    Será mejor que te des prisa, ¿no te parece?
    Sí. El lago era un lugar seguro, o al menos eso había afirmado Scott, pero para llegar allí tenía que atravesar el Bosque de las Hadas, que no lo era. Era una distancia corta, pero le convenía apresurarse.
    Subió la cuesta hasta los árboles casi corriendo y buscando con la mirada la cruz de Paul. Al principio no la vio, pero por fin la vislumbró, muy inclinada. No tenía tiempo para enderezar la cruz..., pero pese a ello lo hizo, porque Scott lo habría hecho. Dejó en el suelo la pala de plata (había pasado con ella, al igual que el cuadrado de punto amarillo) para poder usar ambas manos. Sin duda llegaba a hacer mal tiempo en aquel lugar, porque la única palabra escrita tan concienzudamente en la cruz, PAUL, se había desvaído hasta casi borrarse.
    Creo que la última vez también la enderecé, pensó. En el 96. Y pensé que me gustaría buscar también la jeringuilla, pero no había tiempo.
    Ni ahora tampoco. Era su tercer viaje a Boo’ya Moon. El primero no había sido tan malo porque la acompañaba Scott, y no habían pasado de la señal rota que rezaba AL LAGO antes de regresar al dormitorio de The Antlers. Pero la segunda vez, en 1996, había tenido que enfilar sola el sendero que se adentraba en el Bosque de las Hadas. No recordaba el valor del que sin duda tuvo que hacer acopio, sin saber qué distancia la separaba del lago ni qué encontraría una vez llegara allí. Eso no significaba que el tercer viaje estuviera exento de una serie de dificultades únicas. Iba sin blusa, el pecho destrozada empezaba a palpitarle de nuevo, y Dios sabía qué clase de criaturas atraería el olor a sangre. En fin, era demasiado tarde para preocuparse por aquellas cosas.
    Y si algo me ataca, pensó al tiempo que volvía a agarrar el corto mango de madera de la pala, uno de esos reidores, por ejemplo, le daré con el Matachalados de la pequeña Lisey, copyright de 1988, pendiente de patente, reservados todos los derechos.
    En algún lugar ante ella volvió a oírse el tañido de aquella campana. Descalza, con el pecho al aire y cubierta de sangre, ataviada tan sólo con unas viejas bermudas vaqueras y armada con una pala de plata, Lisey se dispuso a seguir el sonido por el sendero cada vez más oscuro. El lago se hallaba delante de ella, sin duda a menos de un
    kilómetro de distancia. Era un lugar seguro incluso de noche. Se quitaría la poca ropa que llevaba y se lavaría en sus aguas.


    7

    La oscuridad se intensificó de pronto cuando se halló bajo las copas de los árboles. Lisey sintió la imperiosa necesidad de avanzar más deprisa, pero cuando el viento agitó de nuevo la campana (se oía muy cerca ahora, y Lisey sabía que estaba colgada de una rama por un cordel resistente), se detuvo, abrumada por una compleja superposición de recuerdos. Sabía que la campana estaba colgada por un cordel porque la había visto en su último viaje, diez años atrás. Pero Scott la había golpeado mucho antes, aun antes de que se casaran. Lo sabía porque la había oído en 1979. Ya entonces le había resultado desagradablemente familiar. Desagradable porque había llegado a odiar el sonido de aquella campana aun antes de que fuera a parar a Boo’ya Moon.
    -Y se lo dije –murmuró al tiempo que se cambiaba la pala de mano y se apartaba el cabello de la cara.
    El capricho amarillo yacía sobre su hombro izquierdo. A su alrededor, los árboles del amor se agitaban como voces susurrantes.
    -No dijo gran cosa, pero supongo que se lo tomó en serio.
    Se puso de nuevo en marcha. El sendero descendía un trecho y luego ascendía hasta lo alto de una colina, donde los árboles no se apretujaban tanto, y una intensa luz rojiza se filtraba entre ellos. Todavía no se había puesto el sol. Bien. Y allí estaba la campana, balanceándose de un lado a otro lo suficiente para producir el más leve de los tintineos. Antaño estaba junto a la caja registradora del restaurante Pat’s Pizza & Café de Cleaves Mills. No era la clase de campanilla que se hacía sonar con la palma de la mano, el discreto aparato de recepción de hotel que emitía un solo ding antes de enmudecer, sino una especie de campana de escuela en miniatura con mango que no cesaba de gritar ding dong hasta que dejabas de agitarla. Y a Chuckie G., el cocinero de guardia casi todas las noches durante el año que Lisey había trabajado de camarera allí, le encantaba aquella campana. A veces, recordaba haberle contado a Scott, oía su engorroso tintineo plateado en sueños, junto con el grito vociferante de Chuckie G: “¡Pedido preparado, Lisey! ¡Vamos, deprisa! ¡La gente tiene hambre!” Sí, en la cama le había contado a Scott cuánto detestaba la pesada campanilla de Chuckie G., debía de haber sido en primavera de 1979, porque pocos después la campanilla había desaparecido. Nunca había asociado a Scott con su desaparición, ni siquiera al oírla por primera vez allí en su primer viaje, porque estaba ocupada en demasiadas otras cosas, en un exceso de información extraña, y Scott nunca lo había mencionado. Y más tarde, en 1996, mientras lo buscaba, oyó de nuevo la campanilla perdida de Chuckie G., y esa vez la
    (vamos deprisa la gente tiene hambre pedido preparado)
    reconoció de inmediato. Y todo cobró una especie de sentido demencial. A fin de cuentas, Scott Landon era el hombre que creía que la tienda de artículos de broma Auburn Novelty era la capital del universo. ¿Por qué no iba a pensar que birlar la campanilla que tanto exasperaba a su novia y llevarla a Boo’ya Moon era una broma genial? ¿Por qué no colgarla junto al camino para que el viento la hiciera sonar?
    La última vez estaba manchada de sangre, susurró la profunda voz del recuerdo. Sangre en 1996.
    Sí, y eso la había asustado, pero había seguido adelante a pesar de todo..., y ahora la sangre había desaparecido. La intemperie que casi había borrado el nombre de
    Paul en la cruz también había limpiado la campana. Y el cordel resistente del que Scott la había colgado veintisiete años antes (siempre y cuando el tiempo se calculara del mismo modo allí) casi se había gastado, y la campanilla no tardaría en caer al camino. Y la broma habría terminado.
    De repente, la intuición la asaltó con más fuerza que nunca, no en palabras, sino en una imagen. Se vio a sí misma dejando la pala de plata al piel del Árbol de la Campana, y lo hizo sin pausa y sin detenerse a pensarlo. Tampoco se preguntó por qué lo hacía; ofrecía un aspecto tan perfecto al pie del viejo y nudoso árbol. Campanilla de plata arriba, pala de plata abajo. En cuanto al motivo de aquella perfección..., en fin, era como preguntarse por qué existía Boo’ya Moon. Había creído que la pala serviría para protegerla a ella. Por lo visto no era así. La miró una vez más (no podía perder más tiempo) y siguió adelante.


    8

    El sendero la condujo a otro recodo de bosque. Allí, la potente luz roja del atardecer había palidecido hasta un matiz naranja apagado, y los primeros reidores despertaron en algún lugar ante ella, en lo más tenebroso del bosque, voces sobrecogedoras que ascendían por la demencial escala de cristal y le ponían la piel de gallina.
    Date prisa, cariño.
    -De acuerdo.
    Una segunda carcajada se unió a la primera, y aunque sintió que la carne de gallina se le extendía por toda la espalda desnuda, se dijo que estaba bien. Ante ella, el sendero rodeaba una enorme roca gris que recordaba a la perfección. Tras ella se abría una profunda hondonada de piedra, oh, sí, una hondonada de tres pares de narices y cojones, y el lago. En el lago estaría a salvo. El lago daba miedo, pero era un lugar seguro. Era...
    De repente, Lisey percibió con claridad meridiana que algo la acechaba, a la espera de que la última luz del día se disipara para entrar en acción.
    Para atacarla.
    Con el pulso tan acelerado que le intensificaba el dolor del pecho mutilado, Lisey rodeó el gran bulto gris de la roca. Y allí estaba el lago, como un sueño hecho realidad. Mientras contemplaba su fantasmal espejo reluciente, los últimos recuerdos encajaron en sus respectivos lugares, y recordar fue como volver a casa.


    9

    Rodea la roca gris y olvida la sangre reseca que mancha la campana y que tanto la ha inquietado. Olvida el frío, el aullido del viento y la aurora boreal que ha dejado atrás. Por un instante incluso olvida a Scott, a quien ha venido a buscar para llevarlo a casa..., siempre y cuando quiera regresar. Contempla el fantasmal espejo reluciente y lo olvida todo. Porque es hermoso. Y aunque nunca había estado aquí, es como volver a casa. Ni siquiera se asusta cuando una de esas cosas empieza a reír, porque se halla en territorio seguro. No necesita que nadie se lo diga; en su fuero interno lo sabe, al igual que sabe que Scott lleva años hablando de este lugar en sus conferencias y escribiendo sobre él en sus libros.
    También sabe que es un lugar triste.
    Es el lago al que todos acudimos a beber, nadar, pescar un poco desde la orilla; también es el lugar donde algunas almas valerosas zarpan con sus precarias barquitas en pos de los grandes navíos. Es el lago de la vida, la copa de la imaginación, y supone que cada persona ve una versión distinta de él, pero siempre con dos rasgos en común; siempre tiene alrededor de un kilómetro y medio de profundidad en el Bosque de las Hadas, y siempre es un lugar triste. Porque la imaginación no es la única esencia de este lugar. También lo es
    (ceder)
    la espera. Sentarse... y contemplar estas aguas oníricas... y esperar. Ya viene, piensas. Ya se acerca, lo sé. Pero no sabes de qué se trata exactamente, y los años pasan.
    ¿Cómo lo sabes, Lisey?
    Supone que se lo reveló la luna; y también la aurora boreal que te quema los ojos con su frío fulgor; la dulce y polvorienta fragancia de las rosas y el frangipán en la Colina del Amor; sobre todo se lo dijeron los ojos de Scott mientras pugnaba por aferrarse, aferrarse, aferrarse. Por evitar tomar el camino que conducía a este lugar.
    Otras risas se elevan en las entrañas más tenebrosas del bosque, y de repente se oye un rugido que las silencia por unos instantes. A su espalda, la campanilla tintinea y luego enmudece de nuevo.
    Debería darme prisa.
    Sí, aunque percibe que la prisa es la antítesis de este lugar. Tienen que regresar a la casa de Sugar Top Hill lo antes posible, y no por el peligro que representan las bestias salvajas, los ogros, los troles y
    (vortos y fansines)
    otras criaturas extrañas que habitan las profundidades del Bosque de las Hadas, donde siempre está oscuro como una mazmorra y donde nunca brilla el sol, sino porque cuanto más tiempo pase Scott aquí, menos probabilidades tendrá ella de llevarlo de vuelta a casa. Además..
    Lisey imagina cómo sería ver la luna arder como una piedra fría en la superficie quieta del lago..., y piensa: Seguramente fascinante.
    Sí.
    Unos viejos escalones de madera descienden por la ladera. Junto a cada peldaño se ve un hito de piedra con una palabra labrada en él. En Boo’ya Moon puede leerlas, pero sabe que en casa no significarían nada para ella; y apenas recordará lo esencial: {tk} significa “pan”.
    La escalera termina en una pendiente que desciende hacia la izquierda y termina al nivel del agua, donde una playa de fina arena blanca reluce a la luz cada vez más tenue. Antes de la playa, labrados escalonadamente en un muro de roca, hay unos doscientos bancos curvados de piedra que dan al lago. Deben de tener capacidad para unas mil o incluso dos mil personas sentadas muy juntas, pero no es así. Calcula que no puede haber más de cincuenta o sesenta en total, y casi todos ellos se ocultan entre los pliegues de unas sábanas que parecen mortajas. Pero si están muertos, ¿cómo es posible que estén sentados? ¿Realmente quiere averiguarlo?
    En la playa hay unas dos docenas más, bastante dispersos. Y algunos, seis u ocho tal vez, en el agua. Vadean en silencio. Cuando Lisey llega al pie de la escalera y empieza a caminar hacia la playa, avanzando con facilidad por el surco de un sendero que muchos han recorrido antes que ella, ve a una mujer inclinarse y empezar a lavarse la cara. Lo hace con los ademanes lentos de una persona dormida, y Lisey recuerda aquel día en Nashville, cuando todo empezó a suceder a cámara lenta en el instante en
    que comprendió que el Rubio tenía intención de disparar a su marido. También se sintió como en un sueño, pero no lo era.
    Y entonces ve a Scott. Está sentado en un banco de piedra situado a nueve o diez hileras por encima del nivel del lago. Aún tiene la colcha africana de la buena de ma, sólo que no está envuelto en ella, porque hace demasiado calor. La lleva echada sobre las rodillas, con el dobladillo arremolinado sobre los pies. Lisey no sabe cómo la colcha africana puede estar aquí y al mismo tiempo en la casa, y piensa: Puede que algunos objetos sean especiales. Como Scott. ¿Y ella? ¿Ha quedado una versión de Lisey Landon en la casa de Sugar Top Hill? No lo cree. Cree que ella no es tan especial, ella no, la pequeña Lisey no. Está convencida de que, para bien o para mal, está del todo aquí. O del todo esfumada, según a qué mundo te refieras.
    Toma aliento con la intención de llamarlo por su nombre, pero se contiene, impelida por una intuición.
    Chist, piensa. Calla, pequeña Lisey, ahora


    10

    Ahora debes guardar silencio, pensó, al igual que en enero de 1996.
    Todo seguía como entonces, sólo que ahora lo veía un poco mejor porque había llegado un poco antes, y las sombras del valle de piedra que contenía el lago no eran tan densas. El cuerpo de agua tenía forma de pelvis femenina. En el extremo de la playa, donde las caderas se estrechaban en dirección a la cintura, se veía un saliente de fina arena blanca. En él, bastante separadas unas de otras, había cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, las miradas embelesadas fijas en el lago. En el lago había media docena más. Ninguno de ellos nadaba. Casi todos se habían metido sólo hasta las pantorrillas, salvo un hombre a quien el agua le llegaba a la cintura. Lisey deseó poder distinguir la expresión del hombre, pero estaba demasiado lejos. Tras las personas que había en el agua y las que había en la playa (y que todavía no habían hecho acopio de valor suficiente para meterse, dedujo Lisey), se alzaba el muro inclinado de roca con docenas o quizás centenares de bancos labrados en él. En ellos se sentaban unas doscientas personas, también muy separadas unas de otras. Le parecía recordar que la otra vez sólo había visto a cincuenta o sesenta, pero esta tarde había muchas más. Pero de todos los que había, al menos tres cuartas partes estaban envueltos en aquellas horribles
    (mortajas)
    sábanas.
    También hay un cementerio, ¿lo recuerdas?
    -Sí –musitó Lisey.
    El pecho volvía a dolerle horrores, pero miró el lago y recordó la mano mutilada de Scott. También recordaba la rapidez con que se había recuperado del disparo del psicópata... Los médicos habían quedado estupefactos. Existía un medicamento mejor que el Vicodin para ella, y muy cerca por añadidura.
    -Sí –repitió.
    Y empezó a descender por la pendiente, esta vez con la única y triste diferencia de que Scott Landon no estaba sentado en ningún banco.
    Justo antes de que el sendero muriera en la playa, Lisey vio otro camino que se abría a su izquierda, alejándose del lago. Una vez más la abrumaron los recuerdos y vio la luna


    11

    Ve la luna elevarse por entre una grieta en el inmenso saliente de granito que abraza el lago. Es una luna hinchada, gigantesca, como la noche en que su futuro marido la llevó a Boo’ya Moon desde su habitación en The Antlers,, pero en el claro cada vez más ancho al que se abre la grieta, su semblante infectado de color naranja rojizo aparece quebrado en segmentos irregulares por las siluetas de los árboles y las cruces. Tantas cruces... Lisey contempla lo que parece un cementerio rural de factura rústica. Al igual que la cruz que Scott confeccionó para su hermano Paul, las que ahora ve parecen hechas de madera, y si bien algunas son bastante grandes y un puñado de ellas ofrecen un aspecto más ornamentado, todas parecen hechas a mano, y muchas están maltrechas por la intemperie. Vislumbra asimismo lápidas redondeadas, algunas de ellas tal vez de piedra, aunque resulta difícil asegurarlo a causa de la creciente penumbre. La luz de la luna naciente constituye un obstáculo en lugar de una ayuda, porque el cementerio entero queda a contraluz.
    Si hay un cementerio aquí, ¿por qué enterró a Paul en otro lugar? ¿Sería porque murió con el mal rollo?
    No lo sabe ni le importa. Lo que le importa es Scott. Está sentado en uno de esos bancos como un espectador en un encuentro deportivo apenas concurrido, y si quiere hacer algo, más le vale darse prisa. “No te duermas en los laureles”, habría dicho la buena de ma, una expresión que había pescado en el lago.
    Lisey deja atrás el cementerio y sus rudimentarias cruces, y camina por la playa en dirección a los bancos de piedra en los que está sentado su marido. La arena es prieta y le hace cosquillas en los pies. Al sentirla contra las plantas de los pies y los talones repara en que va descalza. Aún lleva el camisón y las diversas capas de ropa interior, pero las zapatillas han quedado atrás. El contacto de la arena la consterna y le resulta agradable a un tiempo. Asimismo le parece extrañamante familiar, y al llegar al primer banco de piedra, comprende la razón. De niña tenía un sueño recurrente en el que volaba por toda la casa en una alfombra mágica, invisible a los ojos de todos los demás. Despertaba de aquellos sueños eufórica, aterrada y empapada en sudor. La arena le produce la misma sensación que la alfombra mágica..., como si pudiera doblar las rodillas en cualquier momento y salir volando en lugar de tan sólo dar un salto.
    Sobrevolaría el lago como una libélula, quizás rozando el agua con los dedos de los pies..., volaría hasta el punto donde desemboca en un arroyuelo..., hasta donde el arroyuelo se ensancha hasta convertirse en un río..., volando bajo..., oliendo la humedad procedente del agua, atravesando la bruma baja como si de un velo de gasa se tratara hasta llegar al mar..., y seguiría adelante..., sí, adelante, adelante y adelante...
    Desprenderse de aquella imagen tan sugerente es una de las cosas más difíciles que Lisey ha hecho en su vida. Es como intentar levantarse después de varios días de trabajo arduo y tan sólo unas pocas horas de suelo profundo y maravillosamente reparador. Descubre que ya no está en la arena, sino sentada en un barco en la tercera fila desde la playa, contemplando el agua con la barbilla apoyada en la mano. Y comprueba que la luna empieza a perder su fulgor anaranjado. Ha adquirido un matiz lechoso y pronto se tornará plateada.
    ¿Cuánto rato llevo aquí? se pregunta, trastornada. Intuye que no demasiado, entre quince minutos y media hora, pero aun así es demasiado..., aunque desde luego, ahora sabe cómo funciona este lugar, ¿verdad?
    Lisey advierte que el lago le atrapa la mirada, la paz del lago, donde ahora sólo vadean dos o otres personas, una de ellas una mujer con un fardo grande o un niño pequeño en brazos, y se obliga a desviar la vista hacia los horizontes rocosos que flanquean este lugar y las estrellas que se asoman al firmamento azul oscuro por encima del granito y los escasos árboles que crecen allí. Cuando consigue salir de su ensimismamiento, se levanta, da la espalda al agua y de nuevo localiza a Scott. No le resulta difícil, porque la colcha amarilla es muy llamativa, incluso en la penumbra cada vez más acusada.
    Se dirige hacia él, pasando de una hilera a otra como si se hallara en un estado de fútbol. Da un amplio rodeo para esquivar a una de las criaturas amortajadas..., pero aun así pasa lo bastante cerca de ella para distinguir la figura humana bajo los pliegues de tela; cuencas oculares vacías y una mano que asoma por entre ellos.
    Es una mano de mujer con el esmalte de uñas rojo ajado.
    Cuando llega junto a Scott, el corazón le late con violencia, y siente que le fata el aliento pese a que el ascenso no ha sido duro. A lo lejos, los reidores han empezado a practicar sus escalas, partícipes de un chiste interminable. A su espalda, leve pero todavía audible, oye el tintineo inquieto de la campanilla de Chuckie G., y piensa: ¡Pedido preparado, Lisey! ¡Vamos, date prisa!
    -¿Scott? –murmura.
    Pero Scott no la mira. Scott contempla embelesado el lago, donde una bruma levísima, una mera exhalación, ha empezado a elevarse a la luz de la luna. Lisey sólo se permite echar un breve vistazo antes de concentrarse de nuevo con firmeza en su marido. Ya ha aprendido que no debe mirar el lago durante demasiado rato, o al menos eso espera.
    -Scott, es hora de volver a casa.
    Nada. Ninguna reacción en absoluto. Recuerda haber objetado que Scott no estaba loco, que escribir historias no lo convertía en un loco, y a Scott respondiendo Espero que tengas la suerte de no entender jamás la cara oscura, pequeña Lisey. Pero no había tenido esa suerte a fin de cuentas. Ahora sabe mucho más. Paul Landon sucumbió víctima del mal rollo y murió enloquecido, encadenado a un poste en el sótano de una granja aislada. Su hermano menor se ha casado y forjado una carrera profesional indiscutiblemente brillante, pero ha llegado la hora de pagar la factura.
    Un catatónico de los de toda la vida, piensa con un estremecimiento.
    -¿Scott? –le susurra de nuevo, casi al oído.
    Le ha tomado las manos, frescas y suaves, cerúleas e inertes.
    -Scott, si estás aquí y quieres volver a casa, apriétame las manos.
    Durante un instante que se le antoja eterno, no sucede nada salvo las carcajadas de los reidores en las profundidades del bosque, y algo más cerca, el sobrecogedor y casi femenino chillido de un pájaro. Pero por fin Lisey percibe algo que es fruto de su imaginación o bien un ligerísimo movimiento de los dedos de Scott contra los suyos.
    Intenta decidir qué hacer a continuación, pero lo único que sabe a ciencia cierta es lo que no debe hacer; no debe permitir que la noche los envuelva, que los hipnotice con la luz plateada de la luna que desciende desde el cielo al tiempo que las tinieblas los atenazan desde la tierra. Este lugar es una trampa. Está segura de que a cualquier persona que permanezca demasiado tiempo junto al lago le resultará imposible abandonarlo. Entiende que si lo contemplas durante un rato, puedes llegar a ver lo que quieras. Amores perdidos, hijos muertos, oportunidades desaprovechadas..., cualquier cosa.
    ¿Qué es lo más increíble de este lugar? Que no haya más personas en los bancos de piedra. Que no estén apretujados como los espectadores en un partido del puñetero mundial de fútbol.
    De repente capta un movimiento por el rabillo del ojo y alza la mirada al sendero que conduce de la playa a la escalera. Ve a un hombre robusto ataviado con pantalones blancos y una camisa del mismo color con todos los botones desabrochados. Un gran corte rojo le surca el lado izquierdo del rostro, y el cabello gris acero se le levanta en la parte posterior de la cabeza extrañamente aplanada. Mira a su alrededor un instante y luego baja por el sendero hasta la playa.
    -Accidente de coche –anuncia Scott junto a ella con un enorme esfuerzo.
    El corazón le da un vuelco, pero se contiene para no volverse ni oprimirle las manos con demasiada fuerza, aunque no puede evitar un pequeño apretón.
    -¿Cómo lo sabes? –pregunta, procurando hablar con voz neutra.
    No obtiene respuesta. El hombre robusto de la camisa abierta echa un último vistazo desdeñoso a las figuras silenciosas sentadas en los bancos, les da la espalda y se mete en el agua. A su alrededor revolotean delicadas hebras de luz de luna, y una vez más, Lisey tiene que hacer un esfuerzo ímprobo por desviar la mirada.
    -¿Cómo lo sabes, Scott?
    Scott se encoge de hombros como si éstos le pesaran una tonelada, o al menos así se lo parece a Lisey.
    -Telepatía, supongo.
    -¿Y ahora se pondrá mejor?
    Se produce un largo silencio, y cuando Lisey ya cree que Scott no responderá, su marido vuelve a hablar.
    -Es posible –dice-. Está..., está muy dentro –explica y se lleva la mano a la cabeza, como si indicara alguna clase de lesión cerebral-. A veces las cosas... van demasiado lejos.
    -¿Y entonces vienen aquí y se sientan? ¿Y se envuelven en sábanas?
    Scott guarda silencio. Lisey empieza a temer que ha perdido lo poco que ha encontrado. No necesita que nadie le diga lo fácil que resultaría, porque lo intuye. Cada fibra de su cuerpo lo sabe.
    -Scott, creo que quieres volver. Creo que por eso te esforzaste tanto en diciembre. Y creo que por eso te has traído la colcha. Se ve muy bien, incluso en la oscuridad.
    Scott baja la mirada como si viera la colcha por primera vez y luego esboza una tenue sonrisa.
    -Siempre... me salvas, Lisey –constata.
    -No sé de qué me...
    -Nashville. Me estaba hundiendo –la interrumpe Scott, más animado a cada palabra que pronuncia, de modo que Lisey se permite albergar cierta esperanza-. Estaba perdido en la oscuridad, y tú me encontraste. Tenía calor, tanto calor, y me diste hielo. ¿Te acuerdas?
    Lisey recuerda a la otra Lisa
    (He derramado media puta Coca Cola por el camino)
    y cómo los temblores de Scott cesaron de repente cuando le deslizó un cubito de hielo sobre la lengua ensangrentada. Recuerda el agua teñida de Coca Cola goteándole de las cejas. Lo recuerda todo.
    -Claro que me acuerdo. Y ahora salgamos de aquí.
    Scott sacude la cabeza despacio, pero con firmeza.
    -Es demasiado difícil. Vete tú, Lisey.
    -¿Que me vaya sin ti?
    Parpadea con fuerza y al percibir el escozor se da cuenta de que está llorando.
    -No te resultará difícil, haz lo mismo que aquella vez en New Hampshire.
    Habla en tono paciente, pero aún muy despacio, como si cada palabra pesara muchísimo, y la está malinterpretando adrede, Lisey está casi segura de ello.
    -Cierra los ojos, concéntrate en el lugar del que has venido..., visualízalo...., y allí volverás.
    -¿Sin ti? –repite Lisey con fiereza.
    Bajo ellos, muy despacio, como si se moviera bajo el agua, un hombre ataviado con una camisa de franela roja se vuelve para mirarlos.
    -Chist, Lisey..., aquí tienes que guardar silencio –advierte Scott.
    -¿Y si no quiero? ¡Esto no es la puñetera biblioteca, Scott!
    En lo más hondo del Bosque de las Hadas, los reidores lanzan una carcajada como si aquello fuera lo más gracioso que han oído jamás, una broma genial propia de la tienda de artículos de broma Auburn Novelty. Del lago les llega un único chapoteo. Lisey se vuelve en aquella dirección y comprueba que el hombre robusto se ha ido a..., bueno, a otra parte. Concluye que le importa un pimiento si está bajo el agua o en la Dimensión X, porque lo único que le interesa ahora es su marido. Tiene razón, siempre lo salva, en plan séptimo de caballería. Y no pasa nada, porque ya al casarse sabía que las cuestiones prácticas nunca serían su fuerte, pero tiene derecho a esperar un poco de ayuda por su parte, ¿no?
    Scott ha vuelto a concentrar la mirada en el agua. Lisey intuye que cuando la noche se cierre del todo y la luna empiece a brillar allí como una lámpara ahogada, lo perderá definitivamente. Ello la asusta y la enfurece. Se levanta y agarra la colcha africana de la buena de ma. A fin de cuentas, es de su parte de la familia, y si esto va a ser su divorcio, quiere recuperarla, toda ella, aunque a Scott le duela. Sobre todo si le duele, de hecho.
    Scott se la queda mirando con una expresión de sorpresa soñolienta que la enfurece aún más.
    -Muy bien –espeta Lisey con una ligereza quebradiza.
    Es un tono impropio de ella y por lo visto también de este lugar, porque varias personas se vuelven visiblemente alteradas y tal vez incluso molestas. Bueno, pues que se fueran a hacer puñetas ellos y los caballos (o coches fúnebres o ambulancias) que los habían llevado hasta allí.
    -Si quieres quedarte aquí a mirar las musarañas o cómo se diga, por mí perfecto. Yo volveré por el camino...
    Y por primera vez advierte una emoción fuerte en el rostro de Scott; es miedo.
    -¡No, Lisey! –exclama-. ¡Tienes que salir zumbando! ¡No puedes volver por el camino! ¡Es demasiado tarde, casi de noche!
    -Chist –masculla alguien.
    Muy bien, si quieren que se calle, se callará. Recoge la colcha africana entre los brazos y empieza a bajar por las gradas. A dos hileras de la playa se aventura a mirar atrás. Una parte de ella está convencida de que Scott la seguirá, porque al fin y al cabo, Scott es Scott. Por muy extraño que sea este lugar, sigue siendo su marido, su amante. La idea del divorcio se le ha pasado por la cabeza, pero sin duda es absurdo, algo que les sucede a otros, no a Scott y Lisey. Scott no permitirá que se vaya sola. Pero cuando mira por encima del hombro, ve que sigue allí sentado con su camiseta blanca y sus calzoncillos largos verdes, las rodillas juntas y las manos entrelazadas como si tuviera frío en este lugar de clima tan tropical. No la sigue, y por primera vez, Lisey se permite
    reconocer que quizás le resulte imposible. En tal caso, le quedan dos opciones, quedarse con él o volver a casa sola.
    No, existe una tercera. Puedo jugar. Apostarlo todo a un número, como suele decirse. Jugarme los cuartos. Así que venga, Scott. Si el camino es realmente tan peligroso, haz el favor de mover el culo e impedirme que lo tome.
    Se siente tentada de volver a mirar atrás mientras cruza la playa, pero eso equivaldría a mostrar debilidad. Los reidores se han acercado, lo que significa que la cosa que acecha junto al camino de regreso a la Colina del Amor también estará más cerca. Ya debe de ser noche cerrada bajo los árboles, y supone que en breves momentos volverá a sentirse observada, a notar la sensación de que algo se acerca. Está muy cerca, cariño, le dijo Scott aquel día en Nashville, tendido sobre el asfalto abrasador, con el pulmón perforado y a un paso de la muerte. Y cuando Lisey intentó replicar que no sabía de qué estaba hablando, él le espetó que no insultara su inteligencia.
    Ni la de ella.
    Da igual. Me enfrentaré a lo que haya en el bosque cuando..., si es necesario. Lo único que sé ahora mismo es que Lisey, la hija de Dandy Debusher, se ha puesto las pilas por fin. Esa “cosa” misteriosa que Scott siempre afirmaba no poder definir porque cambiaba constantemente. Esto es lo más, PPCCN, cariño, ¿y sabes qué? Es genial.
    Lisey enfila el sendero que asciende hasta la escalera, y a su espalda


    12

    -Me llamó –murmuró Lisey.
    Una de las mujeres a las que había visto en la orilla del lago se había adentrado en el agua hasta las rodillas y contemplaba el horizonte con expresión soñadora. Su acompañante se volvió hacia Lisey, el ceño fruncido con aire desaprobador. En el primer momento, Lisey no comprendió el motivo, pero en seguida cayó en la cuenta de que a la gente no le gustaba que hablaras allí; eso no había cambiado. Intuía que pocas cosas cambiaban en Boo’ya Moon.
    Hizo un gesto de asentimiento como si la mujer ceñuda le hubiera pedido explicaciones.
    -Mi marido me llamó, intentó detenerme. Sabe Dios lo que le costaría hacerlo, pero lo hizo.
    -Calle..., por favor. Tengo que... pensar- dijo la mujer de la playa, que tenía el cabello rubio, pero de raíces oscuras, como si necesitara un retoque.
    Lisey asintió de nuevo (por ella perfecto, aunque dudaba de que la mujer rubia estuviera pensando tanto como creía) y entró en el agua. La había imaginado fresca, pero de hecho estaba casi caliente. El calor le ascendió por las piernas y le provocó un hormigueo en el sexo que llevaba mucho tiempo sin sentir. Se adentró más en el agua, pero sólo hasta que le llegó a la cintura. Luego avanzó otra media docena de pasos, miró atrás, comprobó que se hallaba al menos a diez metros de distancia del último de los vadeadores, y recordó que la comida se echaba a perder en Boo’ya Moon al caer la noche. ¿Se echaría a perder también el agua? Y en caso de que no fuera así, ¿no cabía la posibilidad de que de ella salieran cosas peligrosas como en el bosque? ¿Tiburones de lago, por así decirlo? Y si era así, ¿no podía ser que se encontrara demasiado lejos de la orilla para regresar antes de que uno de ellos decidiera que la cena estaba servida?
    Esto es tierra segura.
    Sólo que no era tierra, sino agua, y Lisey estuvo a punto de ceder al impulso de regresar corriendo a la orilla antes de que algún submarino asesino con dientes le
    arrancara una pierna. Intentó combatir el pánico. Había llegado muy lejos, no una vez, sino dos, el pecho le dolía horrores, y por Dios que conseguiría lo que había ido a buscar.
    Aspiró una profunda bocanada de aire y sin saber qué esperar se arodilló muy despacio hasta tocar el fondo arenoso, permitiendo que el agua le cubriera los pechos, el ileso y el malherido. Por un instante, el pecho izquierdo le dolió más que nunca y creyó que el dolor le haría estallar la cabeza. Pero entonces


    13

    Scott vuelve a llamarla por su nombre, esta vez con un matiz de pánico en la voz.
    -¡Lisey!
    El grito corta el silencio onírico de este lugar como una flecha de punta llameante. Lisey está a punto de volverse porque percibe agonía además de pánico en él, pero algo en su interior le ordena que no lo haga. Si quiere tener alguna posibilidad de salvarlo, no debe mirar atrás. Ya ha hecho su apuesta. Pasa junto al cementerio, con sus cruces relucientes a la luz de la luna, sin apenas echarle un vistazo y sube la escalera con la espalda y la cabeza erguidas, sosteniendo la colcha africana de la buena de ma en alto para no tropezar con ella, y se siente invadida por una euforia demencial, la clase de euforia que imagina sólo sienten quienes han apostado cuanto poseen (la casa la cuenta el perro de la familia) a un número. Sobre su cabeza, muy cerca, se cierne el enorme peñasco gris que marca la cima del sendero que conduce a la Colina del Amor. El cielo está salpicado de estrellas y constelaciones desconocidas. En alguna parte, la aurora boreal arde en largas cortinas de color. Es posible que jamás vuelva a verla, pero cree que no le importa demasiado. Llega a lo alto de la escalera y sin vacilar rodea la roca. Y es entonces cuando Scott tira de ella. Su olor nunca le ha resultado tan reconfortante como ahora. En el mismo instante, Lisey toma consciencia de que algo se mueve a su izquierda, se mueve con rapidez, no en el sendero que lleva a la colina de lilas, sino junto a él.
    -Chist, Lisey –susurra Scott, acercándole tanto los labios que le hace cosquillas en la oreja-. Por tu vida y por la mía, ahora debes guardar silencio.
    Es el chaval larguirucho de Scott, no hace falta que se lo diga. Durante años ha percibido su presencia en algún rincón de su vida, como algo vislumbrado en un espejo por el rabillo del ojo. O un secreto desagradable oculto en el sótano, por ejemplo. Y ahora el secreto ha salido a la luz. En los resquicios entre los árboles que se alzan a su izquierda, deslizándose a lo que parece la velocidad de un tren ultrarrápido, se ve una riada de carne. Es lisa casi en su totalidad, pero en algunos puntos se distinguen manchas oscuras o cráteres que pueden ser lunares o incluso, supone Lisey, aunque en realidad no quiere suponer nada, tumores de piel. Empieza a visualizar mentalmente una especie de gusano gigantesco y de repente se queda paralizada. La cosa detrás de los árboles no es un gusano, y sea lo que sea, posee cierta sensibilidad, porque Lisey percibe que está pensando. Sus pensamientos no son humanos, son del todo ininteligibles, pero su naturaleza inescrutable ejerce una suerte de fascinación horripilante...
    Es el mal rollo, piensa al tiempo que se le hiela la sangre en las venas. Sus pensamientos son el mal rollo y nada más.
    Es una idea terrible, pero certera. De su garganta brota un sonido a caballo entre chillido y gemido. Es un sonido leve, pero Lisey ve o siente que el avance vertiginoso de la cosa pierde velocidad, como si la hubiera oído.
    Scott también lo sabe. El brazo con el que la rodeado bajo los pechos la oprime un poco más, y de nuevo mueve los labios junto a su oreja.
    -Si queremos volver a casa, tenemos que irnos ahora mismo –murmura.
    Está totalmente despierto y presente. Lisey no sabe si se debe a que ya no contemplar el lago o al terror que siente. Tal vez a ambas cosas.
    -¿Lo entiendes?
    Lisey asiente. El miedo que experimenta es tal que la paraliza, y toda euforia por haber recuperado a Scott se desvanece. ¿Ha vivido con esto toda la vida? Si es así, ¿cómo se las ha arreglado? Pero incluso ahora, sometida a un terror extremo, supone que lo sabe. Hay dos cosas que lo han mantenido unido a la tierra y a salvo del chaval larguirucho. Una es escribir. La otra tiene una cintura que puede rodear y un oído al que puede susurrar.
    -Concéntrate, Lisey. Ahora. Estrújate los sesos.
    Lisey cierra los ojos y visualiza el dormitorio de invitados de la casa de Sugar Top Hill. Ve a Scott sentado en la mecedora. Se ve a sí misma sentada en el suelo frío junto a él, sujetándole la mano. Scott se la aprieta con la misma fuerza que ella a él. A su espalda, los vidrios escarchados de la ventana aparecen teñidos de fantásticos colores cambiantes. El televisor está encendido, y en él transcurre una vez más La última película. Los chicos están en la sala de billares en blanco y negro de Sam el León, y en la máquina de discos, Hank Williams canta “Jambalaya”.
    Por un instante siente que Boo’ya Moon ondula, pero entonces la música que escucha en su mente, música que durante un momento ha sonado tan clara y feliz, se desvanece. Lisey abre los ojos. Ansía desesperadamente volver a casa, pero el peñasco gris y el sendero que serpentea entre los árboles del amor siguen allí. Aquellas estrellas extrañas siguen brillando en el cielo, pero los reidores han enmudecido, al igual que el susurro áspero de los matorrales e incluso el tintineo inquieto de la campanilla de Chuckie G., porque el chaval larguirucho se ha detenido a escuchar, y parece que el mundo entero contiene el aliento para escuchar con él. Está ahí, a unos quince metros a su izquierda, y Lisey percibe ahora su olor. Huele como los pedos viejos en un lavabo de área de autopista, o como el miasma ponzoñoso de whiskey y tabaco que a veces te azota cuando abres la puerta de una habitación de motel barato, o como los pañales meados de la buena de ma en su ancianidad senil; se ha detenido tras la hilera más cercana de árboles del amor, ha hecho un alto en su carrera veloz a través del bosque, y por el amor de Dios, no consiguen regresar, no consiguen regresar, por alguna razón se han quedado atrapados aquí.
    El siguiente susurro de Scott es tan débil que apenas si parece estar hablando. De no ser por la tenue sensación de sus labios contra la delicada piel de la oreja, Lisey casi habría creído que se trataba de telepatía.
    -Es por la colcha, Lisey; a veces las cosas viajan en un sentido, pero no en el otro. Por lo general, los objetos se pueden duplicar. No sé por qué, pero así es. Se ha convertido en un ancla. Suéltala.
    Lisey abre los brazos y deja caer la colcha. Produce un sonido levísimo, apenas un suspiro (como los argumentos en contra de la locura cayendo a un sótano definitivo), pero el chaval larguirucho lo oye. Lisey percibe un cambio en la dirección de sus pensamientos insondables; siente la sobrecogedora presión de su mirada demente. Uno de los árboles se quiebra con un chasquido explosivo cuando la cosa empieza a girarse, y Lisey cierra los ojos de nuevo y ve la habitación de invitados con más claridad que en
    toda su vida, la ve con una intensidad desesperada, a través de una perfecta lupa de terror.
    -Ahora –murmura Scott.
    Y entonces sucede algo increíble. Lisey siente que el aire se vuelve del revés. De repente, Hank Williams está cantando “Jambalaya”. Está cantando


    14

    Estaba cantando porque el televisor estaba encendido. Ahora lo recordaba con claridad meridiana y se pregunta cómo había podido olvidarlo.
    Es hora de dejar de lado los recuerdos y volver a casa, Lisey.
    Todo el mundo fuera del agua, como suele decirse. Lisey ya tenía lo que había ido a buscar mientras permanecía atrapada en el último y terrorífico recuerdo del chaval larguirucho. El pecho aún le dolía, pero el dolor monstruoso había quedado reducido a una molestia sorda. Peor se había sentido de adolescente, después de llevar durante todo un día caluroso un sujetador demasiado pequeño. Desde donde estaba arrodillada y con el agua hasta la barbilla advirtió que la luna, ahora más pequeña y casi de plata pura, superaba todos los árboles menos los más altos del cementerio. Y la asaltó un nuevo temor: ¿Y si el chaval larguirucho regresaba? ¿Y si la oía pensar en él y volvía? En teoría, aquel era un lugar seguro, y Lisey suponía que así debía de ser, al menos protegido de los reidores y las demás criaturas desagradables que moraban en el Bosque de las Hadas, pero intuía que el chaval larguirucho no estaba sujeto a ninguna de las reglas que mantenían a las otras cosas alejadas de allí. Intuía que el chaval larguirucho era... diferente. El título de un viejo relato de terror le acudió a la mente y luego resonó como una campana de hierro: “Silbaré y vendrás a mí, muchacho”, seguido del título del único libro de Scott Landon que Lisey detestaba: Demonios vacíos.
    Pero antes de que pudiera emprender el camino de regreso a la orilla, antes de que pudiera incorporarse siquiera, la asaltó otro recuerdo, uno mucho más reciente. El recuerdo de despertar en la cama junto a su hermana Amanda justo antes del alba y descubrir que el pasado y el presente se habían enredado en una maraña indisoluble. Peor aún, Lisey había llegado a convencerse de que no estaba en la cama con su hermana, sino con su marido muerto. Y en cierto modo así era. Porque aunque la cosa que yacía en la cama junto a ella llevaba el camisón de Manda y hablaba con su voz, había empleado el lenguaje íntimo de su matrimonio y expresiones que sólo Scott podía conocer.
    Tendrás una dávila sangrienta, le había anunciado la cosa, y al poco había aparecido el Príncipe Negro de los Incunks con el abrelatas Oxo de Lisey en su repulsiva chistera.
    Llega detrás de la cortina violeta. Ya has encontrado las tres primeras estaciones. Unas cuantas más y tendrás el premio.
    ¿Y qué premio le había prometido la cosa que yacía junto a ella en la cama? Una bebida. Lisey había creído que se trataría de una Coca Cola o una Pepsi porque ésos eran los premios de Paul, pero ahora sabía que no.
    Lisey bajó la cabeza, sumergió el rostro maltrecho en el agua y acto seguido, sin permitirse pensar en lo que hacía, bebió dos tragos. El agua que la rodeaba estaba casi caliente, pero al agua que bebió era fresca, dulce y reparadora. Podría haber bebido mucha más, pero el instinto le dijo que lo dejara en dos tragos, que dos era el número mágico. Se tocó los labios y descubrió que la hinchazón casi había desaparecido. No se sorprendió.
    Sin intentar proceder con sigilo (ni molestarse en estar agradecida, al menos de momento), Lisey regresó a la playa. El trayecto se le antojó eterno. Ya no había nadie vadeando cerca de la orilla, y la playa aparecía desierta. Le pareció ver a la mujer con la que había hablado sentada en uno de los bancos de piedra con su acompañante, pero no lo sabía a ciencia cierta porque la luna aún no estaba lo bastante alta. Miró un poco más arriba y clavó la mirada en una de las figuras amortajadas, sentada a una docena de filas de la playa. La luz de la luna bañaba un lado de la cabeza envuelta de la criatura, y Lisey se sintió embargada por una extraña certeza. Era Scott y la estaba observando. ¿Acaso no tenía cierto sentido, si había conseguido conservar la suficiente consciencia para ir a ella justo antes del alba, mientras estaba en la cama junto a su hermana catatónica, si estaba resuelto a decir la suya?
    Sintió la necesidad imperiosa de llamarlo, aunque sin duda sería una locura peligrosa hacerlo. Abrió la boca, y el agua que le chorreaba del cabello se le metió en los ojos, escociéndole. A lo lejos se oyó la campanilla de Chuckie G. Agitada por el viento.
    Fue entonces cuando Scott habló con ella por última vez.
    -Lisey.
    Una voz de ternura infinita. Pronunciando su nombre, llamándola para que regresara a casa.
    -Pequeña


    15

    -Lisey –dice-. Cariño.
    Scott está en la mecedora, y ella sentada en el suelo, pero es él quien tiembla. De repente acude a la mente de Lisey el nítido recuerdo de la abuela D diciendo Asustao y temblando en la oscuridad, y comprende que hace frío porque toda la colcha africana se ha quedado en Boo’ya Moon. Pero eso no es todo; en la habitación hace un frío que pela. Antes ya hacía frío, pero ahora está helada, y además se ha apagado la luz.
    El susurro constante de la caldera ha cesado, y al mirar por la ventana escarchada, lo único que ve son los extravagantes colores de la aurora boreal. La farola de los Galloway está apagada. Se ha ido la luz, piensa, pero no, porque el televisor sigue encendido y en él sigue transcurriendo aquella maldita película. Los chicos de Anarene, Texas, están en el billar, pronto irán a México y cuando vuelvan, Sam el León habrá muerto, estará envuelto en una mortaja y sentado en uno de esos bancos con vistas al...
    -No es verdad –objeta Scott.
    Le castañean los dientes, pero aun así, Lisey detecta perplejidad en su voz.
    -No he puesto la maldita película porque sabía que podía despertarte, Lisey. Además...
    Lisey sabe que es cierto, porque esta noche, al entrar en la habitación, ha visto que el televisor estaba apagado, pero ahora mismo tiene cosas mucho más importantes en que pensar.
    -¿Nos seguirá, Scott?
    -No, amor –asegura él-. No puede a menos que te huela muy muy bien o se fije en tu...
    Deja la frase sin terminar. Por lo visto, todavía le preocupa la cuestión de la película.
    -Además, nunca suena “Jambalaya” en esta escena. He visto La última película cincuenta veces, y aparte de Ciudadano Kane, diría que es la mejor película de todos los
    tiempos, y nunca suena “Jambalaya” en la escena del billar. Sí que canta Hank Williams, pero canta “Kaw-Liga”, aquel tema sobre el jefe indio. Y si el televisor y el vídeo funcionan, ¿por qué no va la maldita luz?
    Se levanta y acciona el interruptor de la luz. Nada. El poderoso vendaval procedente de Yellowknife ha conseguido por fin cortar la electricidad en su casa, en Castle Rock, en Castle View, Harlow, Motton, Tashmore Pond y la mayor parte del Maine occidental. En el momento en que Scott acciona el interruptor de la luz, el televisor se apaga. La imagen se reduce a un brillante punto blanco que permanece un instante antes de desaparecer. La próxima vez que ponga la cinta de La última película, descubrirá que en el medio hay un fragmento de diez minutos en blanco, como si lo hubiera borrado un potente campo magnético. Ninguno de los dos hablará jamás de ello, pero tanto Scott como Lisey comprenderán que aunque los dos visualizaron el dormitorio de invitados, lo más probable es que fuera Lisey quien los empujara hacia casa con mayor fuerza..., y que sin duda fue Lisey quien visualizó a Hank cantando “Jambalaya” en lugar de “Kaw-Liga”. Al igual que fue Lisey quien visualizó con tanto empeño el vídeo y el televisor en funcionamiento que al regresar ambos aparatos funcionaron durante casi un minuto y medio pese a que todo el condado de Castle estaba sin luz.
    Scott echa unos troncos de roble en la estufa de la cocina, y Lisey les improvisa una cama con mantas y un colchón hinchable sobre el suelo de linóleo. Cuando se tumban en ella, Scott la estrecha entre sus brazos.
    -Me da miedo dormirme –confiesa Lisey-. Me da miedo despertar por la mañana y ver que la estufa está apagada y tú te has ido otra vez.
    Scott sacude la cabeza.
    -Estoy bien; todo ha terminado por un tiempo.
    Lisey le lanza una mirada a caballo entre la esperanza y la duda.
    -¿Lo sabes o sólo lo dices para tranquilizar a tu mujercita?
    -¿A ti qué te parece?
    Lo que le parece es que este hombre ya no es el espectro de Scott con el que ha vivido desde noviembre, pero le cuesta creer en tan milagroso cambio.
    -Pues que tienes mejor aspecto, pero me asusta hacerme ilusiones.
    En la estufa estalla un nudo de madera, y Lisey da un respingo. Scott la abraza con más fuerza, y ella se acurruca contra él casi con violencia. Se está abrigado bajo las mantas, entre sus brazos. Scott es lo único que desea y necesita en la oscuridad.
    -Esta..., esta cosa que ha perturbado a mi familia..., viene y va –explica Scott-. Cuando pasa, es como si se te pasara un calambre.
    -Pero ¿volverá?
    -Puede que no, Lisey.
    La fuerza y la seguridad que detecta en su voz la sorprenden de tal forma que alza la cabeza para escudriñarle el rostro. No ve rastro de insinceridad, ni siquiera del engaño piadoso destinado a aligerar el corazón atribulado de una esposa.
    -Y si vuelve, puede que no sea tan fuerte como esta vez.
    -¿Te lo dijo tu padre?
    -Mi padre no sabía mucho de los esfumados. He sentido esta atracción hacia... el lugar donde me has encontrado... en dos ocasiones antes de hoy. La primera fue el año antes de conocerte. Esa vez fueron el alcohol y la música rock los que me salvaron. La segunda vez...
    -Alemania –lo interrumpe Lisey.
    -Sí –asiente él-. Alemania. Esa vez fuiste tú quien me salvaste, Lisey.
    -¿Estuviste muy cerca en Bremen, Scott?
    -Mucho –se limita a responder Scott.
    Lisey siente un escalofrío; si lo hubiera perdido en Alemania, lo habría perdido para siempre. Mein gott.
    -Pero aquello fue un soplo de brisa en comparación con esto. Esto ha sido un huracán.
    Lisey quiere preguntarle muchas más cosas, pero lo que más desea es abrazarse a él y creer su afirmación de que todo irá bien. Al igual que quieres creer al médico cuando te dice que el cáncer ha remitido y tal vez no vuelva jamás, supone.
    -Y tú estás bien.
    Necesita oírselo decir una vez más. Lo necesita.
    -Sí, hecho un brazo de mar, como suele decirse.
    -¿Y... la cosa?
    No hace falta que concrete más, porque Scott sabe a qué se refiere.
    -Hace mucho tiempo que tiene mi rastro y conoce la forma de mis pensamientos. Después de tantos años, somos casi viejos amigos. Probablemente podría atraparme, pero le supondría un esfuerzo, y ese tipo es perezoso. Además..., hay algo que me protege. Algo que está en el lado claro de la ecuación. Porque existe ese lado, ¿sabes? Bueno, tienes que saberlo porque formas parte de él.
    -Una vez me dijiste que podías llamarlo si querías –le recuerda Lisey con un hilo de voz.
    -Sí.
    -Y a veces tienes ganas de hacerlo, ¿verdad?
    Scott no lo niega, y fuera el viento aúlla una nota larga a lo largo de los alerones del tejado. Pero aquí, bajo las mantas delante de la estufa de la cocina, hace calor. Hace calor entre los brazos de Scott.
    -Quédate conmigo, Scott –dice.
    -Lo haré –promete él-. Lo haré mientras...


    16

    -Lo haré mientras pueda –dijo Lisey.
    Reparó en varias cosas al mismo tiempo. En primer lugar, había regresado a su dormitorio, a su cama. En segundo, tendría que cambiar las sábanas, porque había vuelto empapada y tenía arena de otro mundo adherida a los pies húmedos. En tercero, estaba temblando pese a que no hacía frío en la estancia. En cuarto, ya no tenía la pala de plata; la había dejado atrás. Y en quinto, si la figura sentada era en realidad su marido, con toda probabilidad había sido la última vez que lo veía. Su marido se había convertido en una de las criaturas amortajadas, un cadáver sin sepultura.
    Tendida sobre la cama empapada, aún ataviada con sus bermudas empapadas, Lisey rompió a llorar. Tenía muchas cosas que hacer y había regresado con casi todos los pasos organizados mentalmente (intuía que eso también formaba parte de su premio al final de la ultima dávila de Scott), pero primero tenía que terminar de llorar a su esposo. Se cubrió los ojos con un brazo y permaneció tumbada en aquella postura durante el siguiente cuarto de hora, sollozando hasta que los ojos se le hincharon y la garganta empezó a dolerle. Nunca había imaginado que llegaría a desearlo tanto ni a echarlo tanto de menos. Aquel sentimiento constituyó un auténtico golpe para ella. Pero al mismo tiempo, y pese a que el pecho herido aún le dolía un poco, Lisey estaba convencida de que nunca se había sentido tan bien, tan contenta de estar viva o tan dispuesta a entrar en acción y hacer rodar unas cuantas cabezas.
    Como solía decirse.
    XII. Lisey en Greenlawn (Las alceas)


    1

    Miró el reloj de la mesita de noche mientras se quitaba las bermudas empapadas, no porque el hecho de que fueran las doce menos diez de una mañana de junio resultara intrínsecamente gracioso, sino porque se le ocurrió una frase de Scrooge en Cuento de Navidad: “Los espíritus lo han hecho todo en una noche”. Lisey tenía la sensación de que algo había conseguido mucho en su vida en un período de tiempo muy breve, apenas unas horas.
    Pero no olvides que he estado viviendo en el pasado, y eso ocupa una cantidad impresionante de tiempo, pensó..., y tras reflexionar sobre ello unos instantes, lanzó una sonora carcajada que a cualquiera que la escuchara le habría parecido demencial.
    No pasa nada, ríe cuanto quieras, cariño, aquí sólo estamos nosotros, pensó mientras entraba en el baño. Empezó a reír de nuevo, pero se interrumpió en seco al pensar que Dooley podía estar allí. Podía estar escondido en el sótano o en cualquiera de los numerosos armarios de la casa; podía estar sudando la gota gorda en el desván, justo encima de su cabeza. No sabía gran cosa sobre él, era la primera en reconocerlo, pero la idea de que se había ocultado en la casa encajaba con lo que sí sabía. Ya había demostrado que era un cabrón muy temerario.
    No te preocupes por él ahora. Preocúpate por Darla y Canty.
    Buena idea. Lisey podía llegar a Greenlawn antes que sus hermanas mayores, ni siquiera tendría que apresurarse demasiado para conseguirlo, pero tampoco podía colgarse. Arreando que es gerundio, se advirtió a sí misma.
    Sin embargo, no pudo negarse un instante ante el espejo de cuerpo entero que cubría el dorso de la puerta del dormitorio. Se situó ante él, los brazos a lo largo de los costados, y examinó con ojo clínico y sin prejuicios su cuerpo delgado y anodino de mujer de mediana edad..., y también su rostro, que Scott había descrito en cierta ocasión como el rostro de un zorro en verano. Lo tenía un poco hinchado, nada más. Lisey tenía aspecto de haber dormido muy profundamente, tal vez después de haber tomado unas copas de más, y los labios seguían un poco tumefactos, lo cual les confería cierta cualidad sensual que le producía una sensación incómoda y agradable a un tiempo. Vaciló un instante, sin saber qué hacer al respecto, y por fin sacó una barra de labios Rosa Fuerte de Revlon del fondo del cajón donde guardaba el maquillaje. Se aplicó un poco y asintió con aire dubitativo. Si la gente iba a mirarle los labios, e intuía que cabía la posibilidad, le convenía más darles algo que mirar que intentar disimular lo indisimulable.
    El pecho que Dooley le había operado con meticulosidad de psicópata mostraba una fea zanja que se curvaba desde la axila hasta la caja torácica. Parecía una herida bastante profunda acaecida dos o otres semanas atrás y que estaba cicatrizando a la perfección. Las otras dos heridas más superficiales se asemejaban a las marcas rojizas que quedaban después de llevar ropa interior demasiado ceñida. O quizás, poniéndole un poco de imaginación, abrasiones causadas por una cuerda. La diferencia entre aquello y el horror que se había encontrado al volver en sí era abismal.
    -Los Landon nos recuperamos a toda pastilla, hijo de puta –masculló antes de meterse en la ducha.


    2

    Sólo tuvo tiempo para una ducha rápida, y el pecho aún le dolía lo suficiente para descartar el sujetador. Se puso unos pantalones de trabajo, una camiseta holgada y un chaleco sobre ésta para evitar que la gente se le quedara mirando los pezones, siempre y cuando los tíos se molestaran en mirarles los pezones a las mujeres de cincuenta años. Según Scott, lo hacían. Recordaba un día, en tiempos mucho más felices, en que su marido le había dicho que los hombres heterosexuales se fijaban en prácticamente todas las mujeres entre los catorce y los ochenta y cuatro años; afirmaba que se debía a un circuito cerrado que existía entre el ojo y la polla sin pasar por el cerebro.
    Era mediodía. Bajó la escalera, se asomó al salón y vio el paquete de cigarrillos sobre la mesilla de centro. Ya no le apetecía fumar. Fue a la despensa, cogió un frasco nuevo de crema de cacahuete (tras prepararse para encontrar a Jim Dooley agazapado en el rincón o detrás de la puerta de la despensa) y sacó la mermelada de fresa del frigorífico. Se preparó un bocadillo de pan blanco de crema de cacahuete con mermelada y comió dos deliciosos y pegajosos bocados antes de llamar al profesor Woodbody. La oficina del sheriff del condado de Castle estaba en posesión de la carta amenazadora de “Zack McCool”, pero Lisey siempre había tenido buena memoria para los números, y aquel estaba chupado. El prefijo de Pittsburgo al principio y el ochenta y uno ochenta y ocho al final. No le importaba hablar con la Reina de los Incunks si no se ponía el Rey, pero el contestador constituiría un problema. Podía dejar un mensaje, pero no sabría si lo escuchaba la persona adecuada a tiempo para que sirviera de algo.
    Sus preocupaciones resultaron infundadas, porque fue Woodbody quien contestó, y no precisamente en tono majestuoso, sino más bien amilanado y cauteloso.
    -¿Sí? ¿Diga?
    -Hola, profesor Woodbody, soy Lisa Landon.
    -No tengo por qué hablar con usted. He hablado con mi abogado, y dice que no tengo por qué...
    -Tranquilo –lo atajó Lisey mientras miraba su bocadillo con expresión anhelante.
    Pero no sería buena idea hablar con la boca llena. Lo bueno es que, con toda probabilidad, la conversación sería breve.
    -No le causaré problemas con la policía ni con los abogados ni nada por el estilo... Si me hace un pequeño favor.
    -¿Qué favor? –inquirió Woodbody, suspicaz, una actitud que Lisey no le reprochaba.
    -Existe la remota posibilidad de que su amigo Jim Dooley lo llame hoy...
    -¡Ese tipo no es amigo mío! –la interrumpió Woodbody en tono quejumbroso.
    Ya, pensó Lisey, y estás a punto de convencerte de que nunca lo ha sido.
    -Vale, pues compañero de copas. Conocido, lo que sea... Si llama, dígale que he cambiado de idea, ¿quiere? Dígale que he entrado en razón. Dígale que nos encontraremos esta tarde a las ocho en el estudio de mi marido.
    -Me parece que se va a meter un grave aprieto, señora Landon.
    -Claro, de eso sabe usted mucho, ¿verdad? –El bocadillo resultaba cada vez más tentador, y el estómago de Lisey emitió un gruñido de protesta-. Profesor, lo más probable es que no llame. En tal caso, perfecto. Si llama, y le da mi mensaje, también perfecto. Pero si llama, y usted no le da mi mensaje..., simplemente “Ha cambiado de idea y quiere verlo esta tarde a las ocho en el estudio de Scott”, y me entero..., entonces, señor mío, le aseguro que se lo haré pasar pero que muy mal.
    -No puede. Mi abogado dice...
    -No le haga caso a su abogado, hágame caso a mí. Mi marido me dejó veinte millones de dólares. Con ese dinero, si decido darle por el culo, se pasará usted tres años cagando sangre, ¿lo pilla?
    Lisey colgó sin darle ocasión a añadir nada más, mordió un gran pedazo del bocadillo, sacó la limonada de la nevera, contempló la posibilidad de servirse un vaso y por fin bebió directamente de la botella.


    3

    Si Dooley llamaba durante las horas siguientes, Lisey no estaría en casa para contestar. Por suerte, Lisey sabía a qué teléfono llamaría. Fue al despacho inacabado en el granero, frente al cadáver amortajado de la cama de Bremen, se sentó en la sencilla silla de cocina (una buena silla de oficina era una de las cosas que nunca había llegado a encargar), pulsó el botón de grabación del contestador automático y habló sin pensar. No había vuelto de Boo’ya Moon con un plan, sino más bien con una clara serie de pasos a seguir y la creencia de que, si hacía su parte, Jim Dooley se vería obligado a hacer la suya. Silbaré y vendrás a mí, muchacho, pensó.
    -Zack..., señor Dooley..., soy Lisey. Por si escucha este mensaje, he ido a ver a mi hermana, que está en el hospital, en Auburn. He hablado con el profesor y estoy encantada de que este asunto pueda arreglarse. Estaré en el estudio de mi marido esta tarde a las ocho, o si quiere puede llamarme aquí a las siete para quedar de otra forma, si le preocupa la policía. Puede que haya un agente de la oficina del sheriff aparcado delante de la casa o entre los arbustos al otro lado de la carretera, así que tenga cuidado. Escucharé los mensajes.
    Temió que el mensaje no cupiera en la cinta de salida, pero no fue así. ¿Cómo reaccionaría Jim Dooley si llamaba a ese número y lo escuchaba? Dado su actual nivel de locura, Lisey no tenía ni idea. ¿Rompería su silencio y llamaría al profesor a Pittsburgo? Tal vez. También resultaba imposible predecir si el profesor le transmitiría el mensaje en caso de que Dooley lo llamara, y quizás daba igual. No le importaba demasiado si Dooley creía que estaba dispuesta a cooperar o por el contrario pretendía tomarle el pelo. Lo único que quería era picarle la curiosidad y ponerlo nervioso, como imaginaba que se sentían los peces al mirar un cebo que se deslizaba por la superficie.
    No se atrevió a dejar una nota en la puerta, porque era muy probable que el agente Boeckman o el agente Alston la leyeran mucho antes que Dooley, y de todos modos habría sido un poco exagerado. Por el momento había hecho cuanto podía.
    ¿Y realmente esperas que aparezca esta tarde a las ocho, Lisey? ¿Que suba tan campante la escalera hasta el estudio de Scott, tranquilo y confiado?
    No esperaba que se presentara tan campante ni que mostrara una actitud distinta de la locura que Lisey ya había experimentado, pero sí esperaba que acudiera. Se andaría con cuidado, como cualquier bestia salvaje, al acecho de trampas, quizás saliendo del bosque ya a media tarde, pero Lisey creía que en su fuero interno sabría que no se trataba de un engaño que Lisey habría elaborado con la oficina del sheriff o la policía del estado. Lo sabría por el ansia de complacer que detectaría en su voz y porque después de lo que había hecho, tenía motivos de sobra para esperar que estuviera amedrentada. Escuchó el mensaje dos veces más y asintió. Sí. A primera vista parecía una mujer deseosa de zanjar un asunto engorroso, pero creía que Dooley captaría el miedo y el dolor justo debajo de la superficie. Porque esperaba captarlos y porque estaba loco.
    Lisey creía que había algo más. Había ganado su bebida. Había ganado la dáliva, y eso le había conferido una fuerza primitiva. Tal vez no durara mucho, pero no importaba, porque una pequeña parte de aquella fuerza, de aquella extraña sensación primaria, estaba grabada en el contestador automático. Creía que, en caso de llamar, Dooley la percibiría y reaccionaría a ella.


    4

    El teléfono móvil seguía en el BMW y ahora estaba del todo cargado. Contempló la posibilidad de volver al despachito del granero y cambiar el mensaje del contestador para añadir el número del móvil, pero entonces reparó en que no lo sabía. Nunca te llamas a ti misma, querida, pensó antes de estallar de nuevo en una de aquellas carcajadas histriónicas.
    Condujo despacio hasta el final del camino de acceso, con la esperanza de que el agente Alston estuviera allí. Y ahí estaba, más grande que nunca y con aspecto también algo primitivo. Lisey se apeó del coche y le dedicó un saludo militar. El policía no se apresuró a pedir refuerzos ni salió corriendo al verle la cara, sino que se limitó a sonreír y le devolvió el saludo.
    Por descontado, a Lisey se le había ocurrido la idea de inventarse alguna historia si encontraba a un agente de guardia, algo acerca de que “Zack McCool” la había llamado para decirle que había decidido volveeeer a West Virginiaaaa y olvidarseeee de la viuda del escritoooor, porque aquello estaba demasiado lleno de policíiiias yankiiiiies. Lo diría sin el acento sureño, por supuesto, y creía que podía mostrarse bastante convincente, sobre todo en su actual estado de gracia bautismal, pero al final resolvió no hacerlo. Una historia así podía acabar poniendo al sheriff en funciones y sus ayudantes aún más en guardia si conjeturaban que Jim Dooley intentaba engañarlos. No, lo mejor sería dejar las cosas tal como estaban. Dooley ya había encontrado el camino hasta ella en una ocasión y lo más probable era que pudiera volver a hacerlo. Si lo atrapaban, sus problemas quedarían resueltos..., aunque a decir verdad, ver a Jim Dooley entre rejas ya no era su solución favorita.
    Además, no le hacía gracia la idea de mentir a Alston ni a Boeckman más de lo estrictamente necesario. Eran policías, estaban haciendo lo posible por protegerla y además eran unos grandullones entrañables.
    -¿Qué tal, señora Landon?
    -Muy bien. Sólo he parado para decirle que me voy a Auburn. Mi hermana está en el hospital.
    -Lo siento mucho. ¿El General o el Kingdom?
    -Greenlawn.
    No sabía si lo conocería, pero a juzgar por la pequeña mueca que contrajo su rostro, dedujo que sí.
    -Vaya, es una lástima..., pero al menos hace un día estupendo para un paseo en coche. Pero procure volver antes del atardecer. En la radio han anunciado grandes tormentas, sobre todo en esta zona.
    Lisey miró a su alrededor y sonrió, primero al día, que en efecto era precioso, al menos de momento, y luego al agente Alston.
    -Lo intentaré. Gracias por la información.
    -De nada. Tiene un lado de la nariz un poco hinchado. ¿Le ha picado algún bicho?
    -Los mosquitos me machacan a veces –repuso Lisey-. Tengo otra al lado del labio, ¿la ve?
    Alston le miró la boca, que Dooley le había golpeado varias veces con la mano abierta poco antes.
    -No, no veo nada –reconoció.
    -Perfecto, eso significa que el antihistamínico ha hecho efecto. Espero que no me dé sueño.
    -Si le da sueño, pare el coche, ¿de acuerdo? No corra riesgos.
    -Sí, papá –canturreó Lisey.
    Alston se echó a reír y se ruborizó un poco.
    -Por cierto, señora Landon...
    -Llámeme Lisey.
    -Sí, señora... Lisey. Ha llamado Andy. Le gustaría que pasara usted por la oficina del sheriff cuando le vaya bien para hacer una declaración formal sobre este asunto. Ya sabe, algo que pueda firmar para que quede constancia. ¿Le parece bien?
    -Sí. Pasaré por allí cuando vuelva de Auburn.
    -Bueno, le diré un secreto, señora Lan..., Lisey. Nuestras dos secretarias suelen irse temprano los días que amenaza tormenta. Viven en Motton, y esas carreteras se inundan en menos que canta un gallo.
    -Ya veremos –comentó Lisey con un encogimiento de hombros antes de mirar ostentosamente el reloj-. ¡Vaya, qué tarde! Tengo que darme prisa. No dude en usar el lavabo si lo necesita, agente Alston. Hay una...
    -Joe. Si usted es Lisey, yo soy Joe.
    -De acuerdo, Joe –accedió Lisey con un gesto de asentimiento-. Hay una llave de la puerta trasera bajo la escalinata del porche. Si busca un poco la encontrará.
    -Por supuesto, soy investigador –le recordó el policía, muy serio.
    Lisey estalló en carcajadas y levantó la mano. El agente Joe Alston esbozó una sonrisa y le chocó los cinco a la luz del sol, cerca del buzón donde había encontrado el gato muerto de los Galloway.


    5

    Durante el trayecto a Auburn reflexionó sobre el modo en que el agente Joe Alston la había mirado mientras charlaban al final del camino de acceso. Hacía mucho tiempo que no atraía una mirada admirativa de un hombre, pero hoy sí, a despecho de su cara hinchada. Increíble. Realmente increíble.
    -El Tratamiento de Belleza Marca Paliza de Jim Dooley –dijo, echándose a reír-. Podría anunciarlo por televisión.
    Y sentía un sabor maravillosamente dulce en la boca. Estaba convencida de que jamás volvería a apetecerle un cigarrillo. Quizás debería anunciar también eso por televisión.


    6

    Lisey llegó a Greenlawn a la una y veinte. No esperaba ver el coche de Darla, pero aun así lanzó un suspiro de alivio al cerciorarse de que no formaba parte de la docena de vehículos dispersos por el aparcamiento para visitas. Le gustaba la idea de que Darla y Canty estuvieran muy al sur de allí, bien lejos de la locura peligrosa de Jim
    Dooley. Recordó la época en que ayudaba al señor Silver a clasificar patatas cuando era pequeña (bueno, a los doce o trece años, no tan pequeña a fin de cuentas). El señor Silver siempre le advertía que llevara pantalones largos y se arremangara la camisa cuando estuviera cerca del clasificador de patatas instalado en el cobertizo trasero. Si este trasto de atrapa, te deja desnuda en un santiamén, decía, y Lisey se había tomado la advertencia en serio porque comprendía que el viejo Max Silver no se refería a lo que la máquina le haría a su ropa, sino a lo que le haría a ella. Amanda formaba parte de esta historia, formaba parte de ella desde el día en que se presentó en casa de Lisey mientras ella acometía a regañadientes la tarea de vaciar el estudio de Scott. Lisey aceptaba ese hecho. Por el contrario, Darla y Canty representarían una complicación innecesaria. Si Dios era bondadoso, las retendería en el Snow Squall, comiendo langosta y tomando vino blanco con soda, durante mucho, mucho rato. Hasta medianoche.
    Antes de bajar del coche, Lisey se rozó el pecho izquierdo con la mano derecha, con una mueca de anticipación porque esperaba sentir un dolor lacerante. Sin embargo, lo único que sintió fue una leve molestia. Increíble, se dijo. Es como tocar una magulladura de hace una semana. Cuando te pongas a dudar de la existencia de Boo’ya Moon, recuerda lo que Dooley te ha hecho hace apenas cinco ahora y cómo estás ahora.
    Salió del coche, lo cerró con el mando a distancia y se detuvo para mirar a su alrededor en un intento de situar la plaza en la que había aparcado. No tenía una razón clara para hacerlo, nada que pudiera concretar. No era más que otro de los pasos del proceso, como cuando horneas pan por primera vez con ayuda de un recetario, y le parecía perfecto.
    El aparcamiento para visitas de Greenlawn, recién asfaltado y pintado, le recordaba mucho el aparcamiento en el que su marido se había desplomado dieciocho años atrás, y oyó la voz fantasmal del profesor asociado Roger Dashmiel, alias el pollo frito sureño de mierda, diciendo Ahora cruzaremos el aparcamientoooo hasta el pabellón Nelson, que tiene aire acondicionado. Aquí no hay ningún pabellón Nelson; el pabellón Nelson estaba en el País de Ayer, al igual que el hombre que había ido allí para echar una palada de tierra y declarar inaugurada la construcción de la Biblioteca Shipman.
    Lo que se cernía sobre los setos cuidadosamente cortados no era un edificio del Departamento de Literatura Inglesa, sino la fachada de ladrillo liso y vidrio reluciente de un loquero del siglo veintiuno, la clase de lugar limpio y luminoso donde su marido podría haber acabado si algo, alguna espora que los médicos de Bowling Green habían decidido por fin denominar neumonía (nadie quería escribir Causas desconocidas en el certificado de defunción de un hombre cuyo fallecimiento saldría publicado en la primera página del New York Times) no hubiera acabado con él antes.
    A este lado del seto se alzaba un roble; Lisey había aparcado de forma que el BMW quedara a su sombra, pese a que, en efecto, divisó nubes al oeste, de modo que el agente Joe Alston tal vez estuviera en lo cierto respecto a las tormentas de la tarde. El árbol habría sido un marcador excelente de ser el único, pero no lo era. Había una hilera entera de robles a lo largo del seto, y a Lisey le parecían todos idénticos..., pero ¿qué puñeta importaba de todos modos?
    Echó a andar hacia el camino que conducía al edificio principal, pero algo..., una voz interior que no se parecía a ninguna de las variaciones de su propia voz mental, la obligó a retroceder, insistiendo en que volviera a mirar el coche y la plaza que ocupaba en el aparcamiento. Se preguntó si algo querría que aparcara el BMW en otro lugar. En tal caso, no se estaba expresando con demasiada claridad. Lisey decidió dar una vuelta de inspección, como su padre le había enseñado a hacer antes de emprender un viaje
    largo. Sólo que en esos casos te fijabas en el dibujo de los neumáticos, algún faro roto, el tubo de escape caído y otras cosas por el estilo. En cambio ahora no sabía lo que buscaba. Puede que esté demorando el momento de verla y nada más. Pero no se trataba de eso. Era algo más. Algo importante. Observó la matrícula 5671RD, con ese ridículo colimbo ártico, y un adhesivo muy desvaído, un regalo que Jodi le había hecho en broma. Decía: JESÚS ME AMA, ESO LO SÉ, POR ESO NUNCA DESPACIO CONDUCIRÉ. Eso era todo. No basta, insistió la voz, y de repente Lisey divisó algo interesante en el extremo más alejado del aparcamiento, casi oculto bajo el seto. Era una botella vacía de vidrio verde. Un botella de cerveza, creía. Lisey corrió hacia ella y al recogerla percibió un agrio olor agrícola procedente de su interior. En la etiqueta, algo desvaída, se veía un perro en pleno gruñido. Según la etiqueta, aquella botella había contenido cerveza extra Lobo Nórdico. Lisey llevó la botella al coche y la colocó sobre el asfalto, justo debajo del colimbo de la matrícula. BMW color crema, no bastaba. BMW color crema aparcado a la sombra de un roble, tampoco bastaba. BMW color crema aparcado a la sombra de un roble con una botella vacía de cerveza Lobo Nórdico bajo la matrícula de Maine 5761RD con colimbo ártico incluido y un poco a la izquierda del adhesivo gracioso... Eso sí bastaba. Aunque a duras penas. ¿Y por qué? A Lisey le importaba un puñetero pimiento. Se dirigió hacia el edificio principal a grandes zancadas. 7
    No le pusieron pega alguna para entrar a ver a Amanda, pese a que el horario de visitas de la tarde no empezaba oficialmente hasta las dos, es decir, media hora más tarde. Gracias al doctor Hugh Alberness y por supuesto a Scott, Lisey era una especie de estrella en Greenlawn. Diez minutos después de dar su nombre en el mostrador de recepción, achicado por un gigantesco mural estilo new age en el que se veía a unos niños que contemplaban embelesados el cielo nocturno con las manos entrelazadas, Lisey estaba sentada con su hermana en la pequeña terraza a la que daba su habitación, tomando un insípido ponche en un vaso de plástico y viendo un partido de croquet que transcurría en el césped posterior de la clínica, al cual el centro sin duda debía su nombre3. En algún lugar que Lisey no alcanzaba a ver, un cortacésped eléctrico emitía su monótono zumbido. La enfermera de guardia había preguntado a Amanda si también le apetecía un vaso de “zumo de bicho” y tomado su silencio por una respuesta afirmativa. El vaso estaba intacto sobre la mesa, y Amanda, ataviada con un pijama verde menta y lazo a juego en el cabello recién lavado, permanecía sentada con la mirada perdida en la distancia; no miraba a los jugadores de croquet, pensó Lisey, sino que parecía mirar a través de ellos. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo, pero Lisey vio el feo corte que surcaba la izquierda, así como el brillo de la crema desinfectante que lo cubría. Había intentado iniciar tres veces una conversación, pero Amanda no había articulado una sola palabra. Lo cual, según la enfermera, era habitual en ella. Amanda estaba incomunicada, no recibía mensajes, había salido a comer, estaba
    3 Greenlawn significa “césped verde” en inglés. (N. de la t.)

    de vacaciones, de visita en la vía láctea. Había sido problemática toda su vida, pero la situación actual era todo un record, incluso para ella.
    Y Lisey, que esperaba una visita en el estudio de su marido al cabo de tan sólo seis horas, no tenía tiempo que perder. Bebió un sorbo de la insípida bebida, deseando poderse tomar una Coca Cola (que estaba terminantemente prohibida en el centro a causa de la cafeína), y dejó el vaso sobre la mesa. Miró a su alrededor para cerciorarse de que estaban solas, se inclinó hacia delante y cogió las manos de Amanda, procurando no estremecerse al contacto viscoso de la crema y las líneas abultadas de los cortes en plena cicatrización. Amanda no dio muestras de sentir dolor; su rostro permaneció inalterado, como si estuviera durmiendo con los ojos abiertos.
    -Amanda –dijo Lisey; intentó mirar a su hermana de hito en hito, pero le resultó imposible-. Amanda, quiero que me escuches. Querías ayudarme a limpiar todo lo que dejó Scott, y necesito que me ayudes. Necesito tu ayuda.
    No obtuvo respuesta.
    -Hay un hombre malo. Un loco. Es como aquel cabrón de Cole en Nashville, de hecho, se le parece mucho, sólo que no puedo encargarme sola de él. Tienes que volver de dondequiera que estés y ayudarme.
    Nada. Amanda seguía mirando a los jugadores de croquet. A través de los jugadores de croquet. El cortacésped seguía zumbando. Los vasos de plástico llenos de zumo de bicho estaban sobre una mesa de terraza sin esquinas, porque en aquel lugar las esquinas estaban tan prohibidas como la cafeína.
    -¿Sabes lo que creo, conejito Manda? Creo que estás sentada en uno de esos bancos de piedra con el resto de los esfumandos comatosos, contemplando el lago. Creo que Scott te vio allí en una de sus visitas y se dijo: “Vaya, una que se corta. Los reconozco en cuanto los veo, porque mi padre formaba parte de esa tribu. Qué digo, si yo también formo parte de la tribu.” Y se dijo también: “He aquí una señora que acabará en la jubilación anticipada a menos que alguien le eche una mano, por así decirlo.” ¿Fue así, Manda?
    Nada.
    -No sé si previó lo de Jim Dooley, pero adivinó que acabarías en Greenlawn, lo veía tan claro como que la mierda se queda pegada a la manta. ¿Recuerdas que el dandy decía eso a veces, Manda? ¡Tan claro como que la mierda se queda pegada a la manta! Y cuando la buena de ma lo regañaba, él replicaba que la mierda no era una palabrota, sino un hecho de la vida. ¿Te acuerdas?
    Todavía nada de Amanda, tan sólo aquella mirada vacua y enloquecedora.
    Lisey pensó en aquella gélida noche con Scott en la habitación de invitados, mientras el viento aullaba en torno a la casa y el cielo ardía, y acercó la boca a la oreja de Amanda.
    -Si puedes oírme, apriétame la mano –susurró-. Aprieta todo lo que puedas.
    Esperó, y transcurrieron varios segundos. Estaba a punto de tirar la toalla cuando percibió un levísimo movimiento. Podía tratarse de un espasmo involuntario o de imaginaciones suyas, pero no lo creía. Lo que creía era que en algún lugar muy lejano, Amanda oía a su hermana llamarla a gritos. Llamarla a gritos para traerla de vuelta a casa.
    -Muy bien –masculló Lisey con el pulso tan acelerado que creyó que se ahogaría-. Eso está muy bien. Es un comienzo. Voy a ir a buscarte, Amanda. Voy a traerte a casa, y tú me ayudarás. ¿Me oyes? Tienes que ayudarme.
    Lisey cerró los ojos y oprimió las manos de Amanda con más fuerza, sabedora de que podía hacerle daño, pero sin que ello le importase en lo más mínimo. Amanda podía quejarse más tarde, cuando recobrara la voz para hacerlo. Si es que tenía una voz
    para hacerlo. Ay, pero es que el mundo está hecho de “sí”, le había dicho Scott en cierta ocasión.
    Lisey hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y concentración para conjurar la visión más clara posible del lago. Visualizó el valle rocoso en el que se abría; visualizó la límpida punta de flecha que formaba la playa, coronada por los bancos de piedra que se curvaban con suavidad hacia arriba; visualizó el corte en la roca y el sendero secundario, una suerte de garganta, que conducía al cementerio. Pintó el agua de azul brillante salpicado de mil puntitos de sol, pintó el lago de día, porque estaba harta de Boo’ya Moon al atardecer, muchas gracias.
    Ahora, pensó, y esperó a que el aire se volviera del revés y los sonidos de Greenlawn se desvanecieran. Por un instante le pareció que así era, pero en seguida concluyó que era fruto de su imaginación. Al abrir los ojos comprobó que la terraza seguía ahí mismo, con el vaso de zumo de Amanda sobre la mesa redondeada. Amanda continuaba inmersa en su placidez catatónica, una figura de cera que respiraba bajo el pijama verde menta cerrado con velcro porque los botones se podían tragar. Amanda con el lazo a juego en el cabello y el océano entero en los ojos.
    Por un momento la asaltó una duda terrible. Tal vez todo aquello no era más que fruto de su propia locura, todo salvo Jim Dooley. No existían familias tan jodidas como los Landon fuera de los libros de V. C. Andrews, ni lugares como Boo’ya Moon fuera de los cuentos infantiles. Lisey se había casado con un escritor que había muerto, nada más. Lo había salvado una vez, pero cuando enfermó en Kentucky ocho años más tarde, no pudo hacer nada por él porque resulta imposible abatir un microbio con una pala, ¿a que sí?
    Empezó a relajar la presión sobre las manos de Amanda, pero de pronto la volvió a incrementar. Hasta el último vestigio de su corazón fuerte y su considerable fuerza de voluntad se amotinó en señal de protesta. ¡No! ¡Fue real! ¡Boo’ya Moon es real! Estuve allí en 1979, antes de casarme con él, y otra vez en 1996, para encontrarlo cuando necesitaba que lo encontraran, para traerlo a casa cuando necesitaba que lo trajeran a casa, y una vez más esta misma mañana. Lo único que tengo que hacer es comparar cómo tenía el pecho cuando Jim Dooley acabó con él y cómo lo tengo ahora, si me asaltan las dudas. La razón por la que no puedo ir...
    -La colcha africana –murmuró-. Scott dijo que la colcha africana nos retenía allí como si fuera un ancla, aunque no sabía por qué. ¿Nos estás reteniendo aquí, Manda? ¿Nos está reteniendo alguna parte asustada y testaruda de ti? ¿O reteniéndome a mí?
    Amanda no contestó, pero Lisey intuía que se trataba precisamente de eso. Una parte de Amanda quería que Lisey fuera a buscarla para traerla de vuelta, pero otra parte no quería que la rescataran. Lo que esa segunda parte quería era terminar de una vez por todas con el sucio mundo y todos los problemas del sucio mundo. Esa parte estaría encantada de seguir comiendo por un tubo, de cagarse en los pañales y de pasar las cálidas tardes en aquella terracita, vestida con pijamas cerrados con velcro, la mirada fija en el césped verde y los jugadores de croquet. ¿Y qué estaba mirando Amanda en realidad?
    El lago.
    El lago por la mañana, el lago por la tarde, el lago a la puesta de sol, el lago reluciente a la luz de la luna y las estrellas, con delicadas hebras de vapor elevándose desde la superficie como sueños amnésicos.
    Lisey reparó en que aún conservaba ese sabor dulce en la boca, un sabor que por lo general sólo notaba a primera hora de la mañana, y se dijo: Es del lago. Mi premio. Mi bebida. Dos sorbos. Uno para mí y otro para...
    -Otro para ti –dijo en voz alta.
    De repente, el siguiente paso le quedó tan claro que se preguntó cómo había podido perder tanto tiempo. Sin soltar las manos de Amanda, Lisey se inclinó hacia delante hasta situar su rostro frente al de Amanda. Los ojos de su hermana seguían desenfocados y perdidos bajo el flequillo recto y canoso, como si mirara a través de Lisey. Pero cuando Lisey deslizó las manos hasta sus codos para inmovilizarla y cubrió la boca de su hermana con la suya, Amanda abrió los ojos de par en par con expresión tardía de comprensión; intentó forcejear, pero era demasiado tarde. La boca de Lisey se inundó de dulzura cuando el segundo sorbo de agua del lago invirtió su recorrido. Empleó la lengua para separar los labios de Amanda, y mientras sentía el segundo trago que había bebido en el lago pasar de su boca a la de su hermana, Lisey visualizó el lago con una claridad meridiana que empequeñecía sus anteriores intentos de concentrarse y verlo, por denodados que hubieran sido. Olió el frangipán y la buganvilla, fragancias mezcladas con un aroma profundo y en cierto nostálgico de olivas, el olor que despedían los árboles del amor durante el día. Sintió la arena compacta bajo los pies, descalzos porque sus zapatillas deportivas no habían pasado. Las zapatillas no, pero ella sí, lo había conseguido, había pasado al otro lado, estaba


    8

    Estaba de vuelta en Boo’ya Moon, de pie sobre la cálida arena compacta de la playa, esta vez bajo un sol de justicia que no pintaba miles de puntitos brillantes en la superficie del agua, sino al parecer millones. Porque aquel cuerpo de agua era más ancho. Por un instante, Lisey contempló embelesada el agua y la silueta inmensa de un velero que flotaba en ella. Y mientras miraba, de repente comprendió lo que la criatura le había dicho en la cama de Amanda.
    ¿Cuál es mi premio? había preguntado Lisey, y la cosa, que parecía ser Scott y Amanda al mismo tiempo, le había contestado que su premio sería una bebida. Pero cuando Lisey preguntó si se trataba de una Coca Cola o una Pepsi, la cosa había dicho: Cállate. Queremos mirar las alceas. Lisey había supuesto que la cosa se refería a las flores; había olvidado que en tiempos aquella palabra había tenido un significado muy distinto, un significado mágico.
    Amanda..., porque había sido Amanda..., se refería al navío que flotaba en aquellas aguas azules y radiantes; con casi toda certeza, Scott no podía estar al corriente de aquel maravilloso barco de ensueño de la niñez de su hermana.
    No era un lago lo que veía, sino un puerto ante el que había un solo barco anclado, un navío hecho para valientes muchachas pirata que se aventuraban a buscar tesoros (y novios). ¿Y su capitana? La aguerrida Amanda Debusher, cómo no, porque en tiempos aquel velero había sido su fantasía más feliz. En tiempos remotos, antes de tornarse tan furiosa por fuera y tan atemorizada por dentro.
    Cállate. Queremos mirar Las alceas.
    Oh, Amanda, pensó Lisey casi en un lamento. Éste era el lago al que todos íbamos a beber, la mismísima copa de la imaginación, y por supuesto, cada uno lo veía a su manera. Aquel refugio infantil era la versión de Amanda. Sin embargo, los bancos eran iguales, lo que indujo a Lisey a suponer que al menos ellos eran del todo reales. Vio a veinte o treinta personas sentadas en ellos, contemplando el agua con expresión soñadora, y más o menos la misma cantidad de figuras amortajadas. A la luz del día se asemejaban sobrecogedoramente a insectos envueltos en una tela de araña.
    No tardó en divisar a Amanda; estaba sentada unas doce hileras por encima de ella. Lisey sorteó a dos de los espectadores silenciosos y una de las aterradoras figuras
    amortajadas a fin de llegar junto a ella. Se sentó a su lado y de nuevo le tomó las manos, que no estaban heridas ni mostraban cicatrices siquiera. Y mientras las sostenía, los dedos de Amanda se cerraron muy despacio pero indiscutiblemente en torno a los suyos. En aquel instante, una extraña certeza se adueñó de Lisey. Amanda no necesitaba el trago de agua del lago que había bebido Lisey ni que ésta la convenciera para que se sumergiera en el agua sanadora, porque Amanda quería volver a casa. La mayor parte de ella había esperado a que la rescataran como a una princesa dormida de cuento... o una valiente pirata hecha esclava. ¿Y cuántas de esas figuras sin amortajar se hallarían en la misma situación? Lisey veía sus rostros en apariencia serenos y sus miradas perdidas en la distancia, pero eso no significaba que algunos de ellos no estuvieran gritando en su fuero interno para que alguien los ayudara a encontrar el camino de vuelta a casa.
    Lisey, que sólo podía ayudar a su hermana..., tal vez..., desterró aquella idea con un estremecimiento.
    -Amanda –dijo-, vamos a volver ahora, pero tienes que ayudarme.
    Al principio no obtuvo respuesta, pero al cabo de unos instantes, Amanda habló en voz muy tenue, como si estuviera dormida.
    -¿Li...sey? ¿Has bebido ese... ponche asqueroso?
    Lisey rió a su pesar.
    -Un poco, por educación. Mírame.
    -No puedo. Estoy mirando Las Alceas. Voy a ser pirata... y navegar... –Su voz se apagaba- ...por los siete mares... tesoro... las Islas Caníbal...
    -Eso era imaginario –replicó Lisey.
    Detestaba la aspereza que advirtió en su voz; era como desenvainar el sable para matar a un bebé dormido plácidamente sobre la hierba, un ser del todo inofensivo. ¿Porque acaso no eran así los sueños infantiles?
    -Lo que ves no es más que la estrategia de este lugar para atraparte. No es más que una... dáliva.
    -Scott me dijo que intentarías venir –musitó Manda, sorprendiéndola... e hiriéndola-. Que si alguna vez te necesitaba, intentarías venir.
    -¿Cuándo, Manda? ¿Cuándo te dijo eso?
    -Le encantaba este lugar –prosiguió Amanda con un profundo suspiro-. Lo llamaba Boolya Mood o algo parecido. Decía que era fácil de amar. Demasiado fácil.
    -¿Cuándo, Manda? ¿Cuándo te lo dijo? –insistió Lisey, presa del deseo de zarandearla.
    Amanda dio la impresión de hacer un esfuerzo tremendo... y por fin sonrió.
    -La última vez que me corté. Scott me hizo volver a casa. Dijo que... todos queríais que volviera.
    De repente, muchas cosas parecían adquirir sentido. Por supuesto, era demasiado tarde para cambiar las cosas, pero aun así, era mejor saberlo. ¿Y por qué no se lo había contado nunca a su mujer? ¿Porque sabía que a la pequeña Lisey la aterrorizaba Boo’ya Moon y las cosas, sobre todo una, que vivían allí? Sí.¿Porque intuía que lo descubriría por sí misma a su debido tiempo? También.
    Amanda se había vuelto de nuevo hacia el navío que flotaba en el puerto que era su versión del lago de Scott. Lisey le sacudió el hombro.
    -Tienes que ayudarme, Manda. Hay un psicópata que quiere hacerme daño, y necesito que me ayudes a pararle los pies. Necesito que me ayudes ahora mismo.
    Amanda se giró para mirar a Lisey con una expresión de asombro casi cómica en el rostro. A sus pies, una mujer ataviada con un caftán y sosteniendo la fotografía de un niño de sonrisa semidesdentada en una mano se volvió hacia ellas.
    -Cállense... mientras... intento pensar... por qué lo hice... –las reconvino con voz lenta y preñada de vaguedad.
    -Métase en sus asuntos, señora –le replicó Lisey con brusquedad antes de mirar de nuevo Amanda, que para su alivio seguía mirándola a ella.
    -Lisey, ¿quién...?
    -Un loco. Un tipo que se presentó en mi casa por los malditos papeles y manuscritos de Scott. Sólo que ahora está más interesado por mí. Esta mañana me ha hecho daño y volverá a hacerlo si no..., si no...
    Amanda se estaba volviendo de nuevo hacia el barco anclado en el puerto, y Lisey le agarró la cabeza con firmeza para volverse a encarar con ella.
    -Préstame atención, flacucha.
    -No me llames flacu...
    -Si me prestas atención no lo haré. ¿Conoces mi coche? ¿Mi BMW?
    -Sí, Lisey, pero...
    Amanda seguía intentando desviar la mirada hacia el agua. Lisey estuvo a punto de volver a girarle la cabeza, pero la intuición le advirtió que no sería más que una solución momentánea. Si de verdad quería sacar a Amanda de allí, tendría que hacerlo con la voz, con la voluntad y, en última instancia, porque Amanda quería regresar.
    -Manda, ese tipo..., no sólo quiere hacerme daño. Si no me ayudas, creo que puede llegar a matarme.
    Amanda la miró con aire asombrado y perplejo.
    -¿Matar...?
    -Sí. ¡Sí! Te prometo que te lo explicaré todo, pero no aquí. Si nos quedamos mucho rato, acabaré sin hacer otra cosa que contemplar Las Alceas contigo.
    Y no creía que fuera mentira. Percibía la atracción de aquella cosa, su deseo de que mirara. Si sucumbía a la tentación, podían transcurrir veinte años en cuestión de veinte minutos, y transcurridos aquellos años, ella y hermana grande conejito Manda seguirían allí sentadas, a la espera de embarcar en un buque piraba que siempre hacía señas pero nunca zarpaba.
    -¿Tendré que beberme ese ponche asqueroso? ¿Ese...?
    Amanda frunció el ceño en un esfuerzo por recordar, y al poco las arrugas se alisaron de nuevo.
    -¿Ese zumo de biiiiicho?
    La forma infantil en que alargó la palabra arrancó otra carcajada a Lisey, y la mujer del caftán y la fotografía se volvió de nuevo hacia ellas. Amanda alegró el corazón de Lisey al lanzarle una mirada de altivo desdén... y luego dedicarle un gesto obsceno con la mano.
    -¿Tendré que hacerlo, pequeña Lisey?
    -Se acabó el ponche, se acabó el zumo de bicho, te lo prometo. Ahora concéntrate en mi coche. ¿Sabes de qué color es? ¿Estás segura de que te acuerdas?
    -Crema.
    Los labios de Amanda se afinaron un poco, y su rostro adquirió una expresión impaciente que encantó a Lisey.
    -Cuando te lo compraste te dije que es el color en el que más se nota la suciedad, pero no me hiciste ni caso.
    -¿Recuerdas el adhesivo?
    -Era un chiste sobre Jesús, si no recuerdo mal. Tarde o temprano, algún cristiano cabreado te lo arrancará con la llave y seguro que te hace unos cuantos arañazos de regalo en el coche.
    De una hilera superior les llegó la voz extremadamente desaprobadora de un hombre.
    -Si tienen que hablar. Deberían irse. A otra parte.
    Lisey no se molestó en volverse y mucho menos en dedicarle un gesto obsceno.
    -El adhesivo dice: “JESÚS ME AMA, ESO LO SÉ, POR ESO NUNCA DESPACIO CONDUCIRÉ.” Quiero que cierres los ojos, Amanda, y visualices mi coche. Visualiza la parte trasera, donde está el adhesivo. Visualízalo a la sombra de un árbol. La sombra se mueve porque sopla una brisa suave. ¿Puedes hacerlo?
    -S... sí..., creo que sí... –farfulló Amanda al tiempo que lanzaba una última mirada anhelante al barco anclado en el puerto-. Supongo que sí, si así consigo evitar que alguien te haga daño..., aunque no entiendo qué puede tener que ver con Scott. Lleva más de dos años muerto..., aunque..., creo que me dijo algo sobre la colcha afgana amarilla de la buena de ma, y creo que quería que te lo dijera. Pero no lo hice. He olvidado tantas cosas de aquellos episodios..., adrede, supongo.
    -¿Qué episodios? ¿Qué episodios, Manda?
    Amanda se la quedó mirando con si su hermana pequeña fuera el ser más estúpido sobre la faz de la tierra.
    -Cuando me cortaba. Después de la última vez, cuando me mutilé el ombligo..., estuvimos aquí –Amanda se llevó una mano a la mejilla, formando un hoyuelo provisional-. Era algo acerca de una historia. Tu historia, la historia de Lisey. Y la colcha afgana. Sólo que Scott la llamaba “africana”. Dijo algo de una dalia... dalila... No sé, puede que lo soñara.
    Aquellas palabras tan inesperadas provocaron un sobresalto a Lisey, pero no le hicieron perder el equilibrio. Si pretendía sacar a Amanda de allí..., y a sí misma..., tenía que hacerlo ya.
    -No te preocupes ahora por eso, Manda; cierra los ojos y visualiza mi coche. Hasta el último puñetero detalle que se te ocurra. Yo me encargaré del resto.
    Al menos eso espero, pensó, y en cuanto vio que Amanda cerraba los ojos, hizo lo mismo y sujetó las manos de su hermana con fuerza. Ahora sabía por qué había tenido que ver su coche con tanta claridad, a fin de regresar al aparcamiento para visitas en lugar de la habitación de Amanda, situada en un ala cerrada a cal y canto.
    Visualizó el BMW color crema (Amanda estaba en lo cierto, aquel color había resultado ser un desastre) y luego delegó aquella parte en Amanda mientras ella se concentraba en añadir el 5671RD de la matrícula y la pièce de résistance, la botella de cerveza Lobo Nórdico que había dejado sobre el asfalto, un poco a la izquierda del adhesivo de JESÚS ME AMA, ESO LO SÉ. La imagen se le antojó perfecta, pero no se operó cambio alguno en el aire de fragancia exquisita que impregnaba aquel lugar, y todavía oía a lo lejos un leve aleteo que podía deberse a una lona holgada agitada por la brisa. Aún sentía la piedra fresca del banco bajo el cuerpo, y todas aquellas sensaciones le provocaron una punzada de pánico. ¿Y si esta vez no puedo volver?
    Y de repente, desde un lugar que le pareció imposiblemente distante, oyó el murmullo exasperado de Amanda.
    -Maldita sea, había olvidado el maldito colimbo de la matrícula.
    Al cabo de un instante, el aleteo de la lona se fundió con el zumbido del cortacésped antes de desaparecer por completo. Sólo que era el zumbido del cortacésped sonaba lejano porque...
    Lisey abrió los ojos. Ella y Amanda estaban en el aparcamiento, justo detrás del BMW. Aferrada a las manos de Lisey, Amanda tenía los ojos cerrados con fuerza, el ceño fruncido y la boca contraído en un rictus de profunda concentración. Aún llevaba el pijama verde menta abrochado con velcro, pero iba descalza, y Lisey comprendió que
    cuando la enfermera de guardia fuera a la terraza donde había dejado a Amanda Debusher y a su hermana, Lisa Landon, encontraría dos sillas vacías, dos vasos de plástico con ponche, un par de zapatillas y un par de deportivas con los calcetines aún metidos en ellas.
    Y entonces, muy pronto, sin duda, la enfermera daría la voz de alarma.
    A lo lejos, entre Castle Rock y New Hampshire, retumbó un trueno. Se avecinaba una tormenta de verano.
    -¡Amanda! –exclamó Lisey.
    Un nuevo temor se apoderó de ella; ¿y si Amanda abría los ojos y en ellos no había más que aquellos océanos vacuos?
    Pero los ojos de Amanda estaban completamente despiertos, si bien mostraban una expresión algo histérica. Paseó la mirada entre el aparcamiento, el BMW, su hermana y su propio aspecto.
    -Deja de apretarme tanto las manos, Lisey –ordenó-. Me duelen un montón. Y necesito algo de ropa. Este ridículo pijama es transparente, y no llevo bragas ni por supuesto sujetador.
    -Compraremos algo de ropa –prometió Lisey.
    Y en un acceso de pánico tardío, se llevó la mano al bolsillo delantero derecho de los pantalones de trabajo... Lanzó un suspiro de alivio; su cartera seguía allí. Pero el alivio apenas duró un instante, porque el mando a distancia del coche, que había guardado en el bolsillo delantero izquierdo, de eso estaba segura, porque siempre lo guardaba allí, había desaparecido. No había pasado. O estaba en la terraza de la habitación de Amanda con sus zapatillas, o bien...
    -¡Lisey! –gritó Amanda al tiempo que le asía el brazo.
    -¿Qué? ¡Qué! –replicó Lisey mientras giraba en redondo, pero por lo que alcanzaba a ver, seguían estando solas en el aparcamiento.
    -¡Estoy despierta! –se maravilló Amanda con voz ronca y los ojos inundados de lágrimas.
    -Lo sé –asintió Lisey sin poder contener una sonrisa pese a la desaparición del mando a distancia-. Es maravilloso, puñeta.
    -Voy a buscar mi ropa –anunció Amanda y echó a andar hacia el edificio principal.
    Lisey apenas consiguió agarrarla por el brazo. Considerando que hasta hacía unos minutos estaba inmensa en una catatonia profunda, hermana grande conejito Manda se comportaba con una vivacidad pasmosa.
    -Olvídate de la ropa –espetó Lisey-. Si entras, te garantizo que te obligarán a pasar la noche aquí. ¿Es eso lo que quieres?
    -¡No!
    -Genia, porque te necesito conmigo. Por desgracia, lo más probable es que tengamos que coger el autobús.
    -¿Pretendes que suba a un autobús con esta pinta de putón? –casi chilló Amanda.
    -Amanda, he perdido la llave del coche. O está en tu terraza o en uno de esos bancos... ¿Te acuerdas de los bancos?
    Amanda asintió a regañadientes.
    -¿No guardabas una llave de repuesto en un cacharro de ésos magnéticos debajo del parachoques trasero del Lexus? El cual por cierto era de un color mucho más sensato para este clima...
    Lisey apenas oyó la pulla. Scott le había regalado el “cacharro magnético” por su cumpleaños hacía cinco o seis años, y al comprar el BMW, había transferido la llave de repuesto del coche nuevo a la cajita de metal casi sin pensar. En teoría seguía allí,
    bajo el parachoques trasero. A menos que se hubiera caído. Apoyó una rodilla en el suelo, buscó a tientas y cuando ya empezaba a desesperar, sus dedos toparon con la cajita, que seguía vivita y coleando en su sitio.
    -Amanda, te quiero. Eres un genio.
    -Qué va –resopló Amanda con toda la dignidad que podía reunir una mujer ataviada con un pijama verde transparente-. Sólo soy tu hermana mayor. ¿Y ahora podemos meternos en el coche, por favor? Porque el suelo está muy caliente, incluso a la sombra.
    -Claro que sí –asintió Lisey al tiempo que abría el coche con la llave de repuesto-. Tenemos que salir de aquí, sólo que..., me da rabia...
    Se detuvo en seco, lanzó una carcajada y meneó la cabeza.
    -¿Qué? –preguntó Amanda en ese tono característico que en realidad significaba “¿Y ahora qué?”
    -Nada. Bueno..., es que me estaba acordando de algo que me dijo papá cuando me saqué el carné. Un día llevé a unos cuantos chicos a casa desde la playa White y... Te acuerdas de esa playa, ¿no?
    Para entonces ya habían subido al coche, y Lisey estaba dando marcha atrás para salir del hueco sombreado. El aparcamiento seguía tranquilo, y así quería abandonarlo.
    Amanda soltó un bufido y se abrochó el cinturón con cuidado para no lastimarse más las manos heridas.
    -¡La playa de White! ¡Bah! Una vieja gravera que por casualidad tenía un manantial en el fondo –Su expresión desdeñosa se trocó en otra de anhelo-. Nada que ver con la arena de Southwind,
    -¿Así lo llamabas? –preguntó Lisey, curiosa a pesar suyo.
    Se detuvo a la salida del aparcamiento y esperó la oportunidad para girar a la izquierda por Minot Avenue y emprender el regreso a Castle Rock. Había mucho tráfico, y tuvo que contener el impulso de girar a la derecha para alejarse de una vez de aquel lugar.
    -Por supuesto –repuso Amanda, exasperada con Lisey a juzgar por su tono-. Southwind era el puerto en el que Las Alceas siempre atracaba para procurarse provisiones. También es donde las chicas piratas iban a ver a sus novios. ¿No te acuerdas?
    -Vagamente –murmuró Lisey.
    De hecho, se estaba preguntando si oirían una alarma a su espalda cuando las enfermeras descubrieran que Amanda se había ido. Probablemente no. No convenía asustar a los pacientes. Por fin se produjo un hueco en el tráfico, y Lisey se coló en él, granjeándose un bocinazo de un conductor impaciente que se vio obligado a aminorar la velocidad en unos dos kilómetros para dejarla pasar.
    Amanda le dedicó un gesto obsceno con ambas manos a la altura de los hombros y sin siquiera dignarse a mirar atrás.
    -Menuda técnica –se mofó Lisey-. Algún día conseguirás que te violen y te maten por ello.
    Amanda la miró con aire malicioso.
    -Bonitas palabras para alguien que está con el agua al cuello –Y sin detenerse casi a respirar, añadió-: ¿Qué te dijo el dandy aquel día cuando volviste de la playa White? Seguro que fue una chorrada.
    -Me vio salir de aquel Pontiac viejo descalza, sin zapatillas ni sandalias, y me dijo que iba contra la ley conducir descalzo en el estado de Maine.
    Dicho aquello, Lisey lanzó una breve mirada culpable a los dedos del pie con que pisaba el acelerador.
    Amanda emitió una suerte de gruñido chirriante. En el primer momento, Lisey creyó que estaba llorando o al menos intentándolo, pero luego comprendió que se estaba riendo. Esbozó una sonrisa, en parte porque ante ella divisó la ronda 202, que les permitiría sortear el tráfico urbano.
    -¡Qué tonto era! –logró articular Amanda entre carcajadas-. ¡Mira que era burro! ¡Dandy Dave Debusher! ¡Cabeza de chorlito! ¿Sabes lo que me dijo a mí una vez?
    -No, ¿qué?
    -Si quieres saberlo, escupe.
    Lisey pulsó el botón que bajaba la ventanilla, escupió y se enjugó el labio inferior aún ligeramente hinchado con el dorso de la mano.
    -¿Qué, Manda?
    -Me dijo que se besaba a un chico con la boca abierta, me quedaría embarazada.
    -¡Venga, no me lo creo!
    -Es verdad, y te diré otra cosa...
    -¡Estoy bastante segura de que se lo creía!
    Y entonces ambas se echaron a reír.
    XIII. Lisey y Amanda (Cosas de hermanas)


    1

    Ahora que tenía a Amanda, Lisey no sabía ciencia cierta qué hacer con ella. Hasta llegar a Greenlawn, todos los pasos le habían parecido muy claros, pero mientras regresaban hacia Castle Rock y los nubarrones de tormenta que se acumulaban sobre New Hampshire, no tenía claro nada de nada. Acababa de secuestrar a su hermana supuestamente catatónica de uno de los loqueros más prestigiosos de Maine, por el amor de Dios.
    Sin embargo, Amanda parecía de todo menos loca; el temor de Lisey de que volviera a sumirse en la catatonia se disipó a pasos agigantados. Amanda Debusher no estaba tan lúcida desde hacía años. Después de escuchar todo lo sucedido entre Lisey y “Zack” Dooley, constató:
    -Así que lo que interesaba cuando apareció eran los manuscritos de Scott, pero ahora va a por ti porque es el típico chiflado que se pone cachondo haciendo daño a las mujeres. Como ese psicópata de Rader en Wichita.
    Lisey asintió. Dooley no la había violado, pero desde luego se había puesto cachondo. Lo que la impresionó fue la sucinta reconstrucción de los hechos que acababa de hacer Amanda, hasta el detalle de la comparación con Rader, cuyo nombre Lisey no habría recordado. Manda contaba con la ventaja de cierta perspectiva, por supuesto, pero su claridad mental seguía resultando asombrosa.
    Ante ellas, una señal indicaba que quedaban veintidós kilómetros hasta Castle Rock. Cuando la pasaron, el sol se ocultó tras los nubarrones.
    -Quieres acabar con él antes de que él acabe contigo, ¿verdad? –añadió Amanda en voz mucho más baja-. Matarlo y deshacerte del cadáver en el otro mundo.
    Delante de ellas retumbó otro trueno. Lisey esperó. ¿Cosas de hermanas? pensó. ¿Es eso lo que estamos haciendo?
    -¿Por qué, Lisey? Aparte de que supongo que porque puedes...
    -Me ha hecho daño. Me ha jodido.
    Lisey tuvo la sensación de que no parecía ella misma, pero si la verdad también era cosa de hermanas, y así lo creía, entonces adelante.
    -Y te voy a decir una cosa, cariño. La próxima vez que me joda será la última vez que joda a alguien.
    Amanda tenía las manos embutidas bajo el escuálido trasero y la mirada fija en la carretera.
    -Siempre fuiste su columna vertebral –musitó por fin, casi para sus adentros.
    Lisey la miró más que sorprendida, atónita, de hecho.
    -¿Qué has dicho?
    -Scott. Y él lo sabía –Levantó un brazo y examinó la cicatriz rojiza que lo surcaba antes de volverse hacia Lisey-. Mátalo –sentenció con una indiferencia escalofriante-. Me parece estupendo.


    2

    Lisey tragó saliva y oyó un chasquido en la garganta.
    -Mira, Manda, la verdad es que no sé muy bien qué me hago. Tienes que saberlo de entrada. Estoy dando palos de ciego.
    -¿Pues sabes qué? No me lo creo –replicó Amanda, casi juguetona-. Le has dejado mensajes para quedar con él a las ocho en el estudio de Scott, uno en tu contestador automático y uno a ese profesor de Pittsburgo, por si Dooley lo llama. Tienes intención de matarlo, y no pasa nada. Al fin y al cabo, la policía ya ha tenido su oportunidad, ¿no? –Y antes de que Lisey pudiera responder, prosiguió-: Claro que sí. Y el tipo entró en tu casa delante de sus narices y por por poco te rebana la teta con tu abrelatas.
    Lisey dobló una curva y se encontró detrás de otro renqueante camión de pulpa de papel; era como revivir el día en que ella y Darla habían regresado a casa tras ingresar a Amanda en el centro. Lisey pisó el freno, sintiéndose de nuevo culpable por conducir descalza. Las viejas ideas nunca mueren.
    -Scott tenía columna vertebral más que suficiente –aseguró.
    -Sí. Y la gastó sobreviviendo a su infancia.
    -¿Qué sabes de eso? –preguntó Lisey.
    -Nada. Nunca me habló de su infancia. ¿Crees que no me di cuenta? Puede que Darla y Canty no se enteraran de nada, pero yo sí, y Scott lo sabía. Nos conocíamos, Lisey, como sólo pueden conocerse dos personas que no beben en una fiesta inundada en alcohol. Creo que por eso se preocupaba por mí. Y sé otra cosa.
    -¿Qué?
    -Que más vale que adelantes a ese camión si no quieres que me asfixie con su gas de escape.
    -No tengo suficiente visibilidad.
    -Sí que tienes. Además, a Dios no le gustan los cobardes... Ésa es otra cosa que la gente como Scott y como yo sabemos muy bien.
    -Manda...
    -¡Adelántalo! ¡Me estoy asfixiando!
    -Creo que no tengo suficiente vi...
    -¡Lisey tiene novio! Lisey y Zeke, subidos a un árbol, B-E-S-Á-N...
    -Estás imposible, flacucha.
    -Besos, besos, con lengua, con lengua, pequeña Lisey –rió Amanda.
    -Si viene alguien por el otro carril...
    -Primero viene el amor, luego el matrimonio, luego Lisey con un...
    Sin detenerse a pensar en lo que hacía, Lisey pisó a fondo el acelerador del BMW con el pie desnudo y giró el volante. Estaba a la altura de la cabina del camión de pulpa de papel cuando otro camión de pulpa de papel apareció en sentido contrario en lo alto del siguiente cambio de rasante.
    -¡Mierda, mierda, mierda, que alguien me ayude, estamos jodidas! –chilló Amanda, que ya no lanzaba risitas ahogadas, sino carcajadas incontenibles.
    Lisey también se reía.
    -¡Pisa a fondo, Lisey!
    Y Lisey lo hizo. El BMW se lanzó hacia delante con brío, y Lisey consiguió volver a su propio carril con tiempo de sobra. Darla se habría puesto a gritar como una descosida, pensó.
    -Bueno –suspiró-. ¿Contenta?
    -Sí –asintió Amanda al tiempo que le acariciaba la mano derecha con la izquierda, obligándola a relajar la presión con que se aferraba al volante-. Contenta de estar aquí, muy contenta de que fueras a buscarme. Una parte de mí no quería volver, pero casi toda yo estaba..., no sé..., triste por haberme ido. Y asustada de que pronto dejaría de importarme. Así que gracias, Lisey.
    -Dale las gracias a Scott. Él sabía que necesitarías ayuda.
    -Y también sabía que tú necesitarías ayuda –señaló Amanda con infinita suavidad-. Y apuesto algo a que sabía que sólo una de tus hermanas estaría lo bastante loca para prestártela.
    Lisey apartó la vista de la carretera para mirar un instante a Amanda.
    -¿Tú y Scott hablabais de mí, Amanda? ¿Hablasteis de mí en el otro lado?
    -Hablábamos. No recuerdo si aquí o allí, pero no creo que importe. Hablábamos de lo mucho que te queríamos.
    Lisey se vio incapaz de responder; sentía el corazón a punto de estallar. Quería llorar, pero si lloraba no vería la carretera. Y de todos modos, quizás ya había derramado suficientes lágrimas. Lo cual no significaba que no derramara más en el futuro.


    3

    Guardaron silencio durante un rato. El tráfico se aligeró en cuanto pasaron el camping de Pigwockit. Sobre sus cabezas, el cielo aún era azul, pero el sol había quedado sepultado bajo los nubarrones que se avecinaban, lo cual confería al día una cualidad diáfana pero extrañamente desprovista de sombras.
    -¿Habrías ido a buscarme aunque no hubieras necesitado un cómplice? –preguntó por fin Amanda en un tono pensativo y curioso muy impropio de ella.
    Lisey reflexionó unos instantes.
    -Quiero creer que sí –repuso por fin.
    Amanda levantó la mano de Lisey que le quedaba más cerca y la besó, en realidad un roce liviano como el ala de una mariposa, antes de volver a colocarla sobre el volante.
    -Southwind es un lugar peculiar. Cuando estás allí, parece tan real como cualquier sitio de este mundo y mejor que cualquier sitio de este mundo. Pero cuando estás aquí... Se encogió de hombros con un ademán que a Lisey se le antojó triste-. No es más que un rayo de luna.
    Lisey recordó aquella noche tumbada en la cama de The Antlers con Scott, contemplando los esfuerzos de la luna por hacerse visible, escuchando su historia y pasando con él al otro lado. Esfumándose.
    -¿Cómo lo llamaba Scott? –inquirió Amanda.
    -Boo’ya Moon.
    -Bueno, no me había equivocado tanto.
    -No.
    -Creo que casi todos los niños tienen un lugar al que van cuando tienen miedo, se sienten solos o simplemente se aburren. Lo llaman el País de Nunca Jamás, el País de las Maravillas o Boo’ya Moon si tienen mucha imaginación y se lo inventan. La mayoría acaba olvidando ese lugar. Los de más talento, como Scott, ponen arneses a sus sueños y los convierten en caballos.
    -Tú también tenías mucho talento. Eres tú quien inventó Southwind, ¿no? Las niñas del pueblo jugaron a eso durante años. No me extrañaría que algunas niñas de Sabbatus Road todavía jugaran hoy en día.
    Amanda lanzó una carcajada y sacudió la cabeza.
    -La gente como yo no está hecha para pasar al otro lado. Mi imaginación sólo bastó para meterme en líos.
    -Manda, eso no es verdad...
    -Sí lo es –la atajó Amanda-. Los loqueros están llenos de personas como yo. En nuestro caso, nuestros sueños nos ponen el arnés a nosotros y nos fustigan con látigos suaves, oh, encantadores, y corremos y corremos, pero sin movernos del sitio..., porque el barco..., Lisey, las velas nunca se abren, y el barco nunca leva anclas...
    Lisey se arriesgó a mirarla de nuevo. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de su hermana. Quizás nunca se derramaban lágrimas en aquellos bancos de piedra, pero sí, aquí formaban parte de la puñetera naturaleza humana.
    -Sabía que estaba a punto de irme –prosiguió Amanda-. Cuando estábamos en el estudio de Scott..., mientras escribía todos aquellos números absurdos en el cuadernito de marras..., lo sabía...
    -El cuadernito de marras resultó ser la clave de todo –explicó Lisey, recordando encontrar las palabras ALCEAS y mein gott escritas en él..., algo así como un mensaje en una botella, u otra dáliva, Lisey, estoy aquí, ven a buscarme, por favor.
    -¿Lo dices en serio? –preguntó Amanda.
    -Sí.
    -Qué gracia. Fue Scott quien me regaló esos cuadernos, ¿sabes? Suficientes para toda la vida. Por mi cumpleaños.
    -¿Ah, sí?
    -Sí, el año antes de morir. Me dijo que quizás podrían ser útiles algún día –logró esbozar una sonrisa-. Y parece que uno de ellos lo ha sido.
    -Sí –convino Lisey.
    Se preguntó si las palabras mein gott estarían escritas en la contratapa de todos ellos, en pequeñas letras oscuras justo debajo de la marca. Quizás algún día lo comprobara. Si ella y Amanda salían de aquella con vida, claro está.


    4

    Cuando Lisey aminoró la velocidad en el centro de Castle Rock a fin de pasar por la oficina del sheriff, Amanda le aferró el brazo y le preguntó qué creía que estaba haciendo. Escuchó la respuesta de su hermana con creciente asombro.
    -¿Y qué hago yo mientras tú haces tu declaración y rellenas impresos? –inquirió en tono corrosivo-. ¿Sentarme en un banco delante del Registro de Animales con este pijama que enseña las tetas por el norte y el felpudo por el sur? ¿O me quedo en el coche a escuchar la radio? ¿Cómo explicarás el hecho de que vas descalza? ¿Y si alguien de Greenlawn ya ha llamado a la oficina del sheriff para decirles que no pierdan de vista a la viuda del escritor, porque ha ido a visitar a su hermana en la Mansión de los Chiflados y ahora las dos han desaparecido?
    Lisey se quedó boquidifusa, como habría dicho su no demasiado inteligente padre. Había estado tan obsesionada con el problema de sacar a Manda de Ninguna Parte y ocuparse de Jim Dooley que había olvidado por completo su actual estado de desaliño, por no mencionar las posibles repercusiones de la Gran Evasión. Para entonces ya había aparcado en semibatería ante el edificio de ladrillo que albergaba la oficina del sheriff, con un coche patrulla de la policía del estado a su izquierda y un sedán Ford con las palabras OFICINA DEL SHERIFF CONDADO DE CASTLE impresas en el costado a su derecha. Lisey empezó a sentirse atenazada por la claustrofobia. De repente le acudió a la mente el título de un tema country, “¿En qué estaría yo pensando?”
    Una ridiculez, por supuesto; no era una fugitiva, Greenlawn no era una cárcel, y Amanda no era estrictamente una presa, pero en cuanto a lo de ir descalza... ¿Cómo puñeta iba a justificar eso? Y...
    Lo cierto es que no he pensado en nada. Me he limitado a seguir los pasos. La receta. Y esto es como volver una página y descubrir que la siguiente está en blanco.
    Además –prosiguió Amanda-, tenemos que pensar en Darla y Canty. Lo has hecho muy bien esta mañana, Lisey, no es que te critique, pero...
    -Sí que me criticas –la interrumpió Lisey-. Y tienes razón. Si no estamos ya en un apuro, lo estaremos muy pronto. No quería ir a tu casa en seguida ni quedarme allí demasiado rato por si Dooley también la está vigilando...
    -¿Sabe algo de mí?
    Me parece que también tiene un problemilla con sus hermanas.
    -Creo... –empezó Lisey, pero se detuvo en seco, porque mostrarse ambigua resultaría perjudicial-. Sé que sí, Manda.
    -Bueno, pero no es Dios, no puede estar en dos sitios a la vez.
    -No, pero tampoco quiero que vaya la policía. No quiero que se metan en esto para nada.
    -Vayamos a Vista, Lisey, ya sabes, a Gran Vista.
    Gran Vista era el nombre por el que los lugareños conocían la zona de picnic con vistas a los lagos de Castle y Little Kin. Era la entrada al parque natural de Castle Rock y había mucho espacio para aparcar e incluso un par de lavabos portátiles. Y a media tarde, con la tormenta que se avecinaba, con toda probabilidad estaría desierto. Un buen lugar para parar, pensar, hacer balance y matar el tiempo. Tal vez Amanda fuera en efecto un genio.
    -Venga, salgamos de Main Street –la instó Amanda mientras se tironeaba del cuello del pijama-. Me siento como una puta en una iglesia.
    Lisey dio marcha atrás con cuidado (ahora que ya no quería nada de la oficina del sheriff, estaba absurdamente convencida de que chocaría con otro coche antes de alejarse de ella), y giró hacia el oeste. Al cabo de diez minutos tomó el desvío cuya señal indicaba

    PARQUE NATURAL DE CASTLE ROCK
    ZONA DE PICNIC Y SERVICIOS
    MAYO-OCTUBRE
    EL PARQUE CIERRA A LA PUESTA DE SOL
    POR MOTIVOS DE HIGIENE, PROHIBIDO REVOLVER LOS CONTENEDORES


    5

    El coche de Lisey era el único en todo el estacionamiento, y la zona de picnic también aparecía desierta; no se veía un solo excursionista poniéndose ciego de naturaleza (o de cerveza). Amanda se encaminó hacia una de las mesas de pícnic. Tenía las plantas de los pies muy rosadas, y pese a que el sol se había ocultado tras las nubes, era evidente que iba desnuda bajo el pijama verde.
    -Amanda, ¿realmente crees que es...?
    -Si viene alguien me meto en el coche –prometió Manda antes de mirar por encima del hombro y dedicarle una sonrisa-. Pruébalo, la hierba está sinousa.
    Lisey caminó de puntillas hasta el final del aparcamiento asfaltado y pisó la hierba. Amanda tenía razón, sinuosa era la palabra exacta, el pez perfecto del lago de las
    palabras de Scott. Y la panorámica de que se disfrutaba hacia el oeste era un disparo directo a la vista y al corazón. Los nubarrones de tormenta se deslizaban hacia ellas por entre los dientes serrados de los Montes Blancos, y Lisey contó siete zonas oscuras donde las altas laderas ya se hallaban bajo una lluvia torrencial. Relámpagos cegadores estallaban en las entrañas de aquellas bolsas de tormenta, y entre dos de ellos, conectándolas como si de un puente de hadas se tratara, se veía un arcoiris doble que se arqueaba sobre el monte Cranmore en una lazada de azul frágil. Mientras Lisey lo contemplaba, el hueco azul se cerró, y sobre otra montaña cuyo nombre desconocía se abrió otro, por donde reapareció el arcoiris. A sus pies, el lago Castle mostraba un sucio color gris oscuro, y el Little Kin era poco más que un ojo de ganso muerto. El viento empezaba a arreciar, pero soplaba imposiblemente cálido, y cuando le apartó el cabello de las sienes, Lisey alzó los brazos como si se dispusiera a volar, no en una alfombra mágica, sino impulsada por la alquimia de una tormenta de verano.
    -¡Manda! –gritó-. ¡Cuánto me alegro de estar viva!
    -Y yo –convino Amanda muy seria al tiempo que extendía las manos.
    El viento le apartó el cabello grisáceo del rostro, alborotándolo como si fuera una niña. Lisey tomó la mano de su hermana con delicadeza, procurando evitar los cortes, pero consciente de una creciente fiereza en su interior. Sobre sus cabezas retumbaban los truenos, el viento cálido se tornó más fuerte, y
    ciento cuarenta kilómetros al oeste de allí, los nubarrones se deslizaban entre los desfiladeros prehistóricos. Amanda empezó a bailar, y Lisey se unió a ella, descalzas sobre la hierba, las manos entrelazadas y elevadas hacia el cielo.
    -¡Sí! –vociferó Lisey cuando retumbó el siguiente trueno.
    -¿Sí qué? –replicó Manda al mismo volumen y con una carcajada.
    -¡Sí, quiero matarlo!
    -¡Ya te lo decía yo! ¡Te ayudaré! –gritó Amanda.
    Y entonces comenzó a llover, y ambas corrieron de vuelta al coche, riendo y con las manos aún entrelazadas por encima de sus cabezas.


    6

    Se pusieron a cubierto antes de que cayera el primero de los seis chaparrones de aquella tarde, por lo que evitaron acabar empapadas, lo que sin duda habría sucedido de haber esperado más. Treinta segundos después de que cayeran las primeras gotas ya no se distinguía la mesa de pícnic más cercana, situada a menos de veinte metros de distancia. La lluvia era fría, pero dentro del coche hacía calor, y el parabrisas se empañó al instante. Lisey puso el motor en marcha y activó la función para desempañarlo. Amanda cogió el móvil de Lisey.
    -Ha llegado el momento de llamar a la señorita Michelines –anunció, empleando un mote para Darla que Lisey no había oído en muchos años.
    Lisey miró el reloj y comprobó que eran más de las tres. No era probable que Canty y Darla (en tiempos más conocida como la señorita Michelines, un mote que detestaba) aún estuvieran almorzando.
    -Lo más seguro es que ya estén en la carretera de Auburn –comentó.
    -Sí, lo más seguro –convino Amanda, hablando como si Lisey fuera una niña pequeña-. Por eso voy a llamar a la señorita Michelines al móvil.
    Si soy una analfabeta en tecnología es por culpa de Scott, quiso replicar Lisey. Desde que murió me he ido quedando cada vez más rezagada. Pero si ni siquiera he llegado a comprarme un DVD, y eso que todo el mundo tiene.
    -Si llamas a Darla señorita Michelines, lo más probable es que te cuelgue el teléfono aunque se dé cuenta de que eres tú.
    -Nunca se me ocurriría hacer eso.
    Amanda contempló la lluvia torrencial, que había convertido el parabrisas del BMW en una río de vidrio.
    -¿Sabes por qué yo y Canty la llamábamos así, y por qué era una maldad por nuestra parte?
    -No.
    -Cuando tenía tres o cuatro años, Darla tenía una muñequita de goma roja. Ella era la auténtica señorita Michelines. A Darla le encantaba aquella cosa. Una noche que hacía frío dejó a la señorita Michelines sobre un radiador, y la muñeca se derritió. Madre del amor hermoso, qué pestazo.
    Lisey hizo cuanto pudo por contener otra carcajada, pero fracasó estrepitosamente. Puesto que tenía la garganta apretada y la boca cerrada, la risa le salió por la nariz y arrojó una gran cantidad de moco transparente sobre sus dedos.
    -Humm, qué bueno, el té está servido, señora –se mofó Amanda.
    -Hay pañuelos de papel en la guantera –masculló Lisey, ruborizada hasta la raíz de los cabellos-. ¿Me los das, por favor?
    Y de nuevo pensó en la señorita Michelines derretida sobre el radiador, y aquel pensamiento se cruzó con la que había sido la blasfemia más jugosa del dandy, madre del amor hermoso, y se echó a reír de nuevo, aunque detectó la tristeza oculta como una perla agridulce tras su hilaridad, una tristeza relacionada con la pulcra, intolerante y reprimida Darla y la niña que había sido, esa niña manchada de mermelada y a menudo furiosa que siempre parecía necesitar algo.
    -Bah, límpiate en el volante –sugirió Amanda, también riendo y con el móvil apretado contra el vientre-. Creo que me voy a mear encima.
    -Si te meas en ese pijama, Amanda, se derretirá. Haz el favor de darme la caja de pañuelos, maldita sea.
    Sin dejar de reír, Amanda abrió la guantera y le pasó los pañuelos.
    -¿Crees que podrás localizarla con la que está cayendo? –inquirió Lisey.
    -Si lleva el móvil encendido, la localizaré. Y a menos que esté en el cine o algo así, siempre lo lleva encendido. Hablo con ella casi cada día, en ocasiones dos veces si Matt está fuera en una de sus orgías docentes. Porque resulta que a veces Metzie la llama, y luego Darla me cuenta lo que le ha dicho. Darla es la única persona de la familia con la que Metzie se digna a hablar.
    Lisey quedó fascinada. No sabía que Amanda y Darla hablaran de la problemática hija de Amanda; desde luego, Darla nunca lo había mencionado. Sintió deseos de ahondar en el tema, pero suponía que no era el momento más indicado.
    -¿Qué le dirás si la localizas?
    -Tú escucha. Creo que lo tengo claro, pero me da miedo que si te lo cuento, pierda parte de su... No sé. Frescura. Verosimilitud. Lo único que quiero es que las dos estén demasiado lejos para aparecer de pronto y...
    -... ¿quedar atrapadas en el clasificador de patatas de Max Silver? –terminó Lisey por ella.
    Todas habían trabajado para el señor Silver en algún momento. Veinticinco centavos por barril de patatas, y acababas quitándote roña de las uñas hasta febrero.
    Amanda le lanzó una mirada penetrante y luego sonrió.
    -Algo así. Darla y Canty pueden llegar a ser unas pesadas, pero las quiero, así que... No quiero que acabe pasándoles algo sólo porque aparezcan en el lugar equivocado en el momento menos indicado.
    -Yo tampoco –convino Lisey en voz baja.
    Durante unos instantes, bolas de granizo se estrellaron contra el techo y el parabrisas, pero al poco volvieron a dar paso a la lluvia.
    Amanda le dio una palmadita en la mano.
    -Ya lo sé, pequeña.
    Pequeña. No pequeña Lisey, sino tan sólo pequeña. ¿Cuánto tiempo hacía que Amanda no la llamaba así? Y había sido la única.


    7

    Amanda marcó el número con cierta dificultad a causa de sus heridas, y en una ocasión se equivocó y tuvo que volver a empezar. La segunda vez lo consiguió, pulsó el botón de llamada y se llevó el pequeño Motorola al oído.
    La lluvia había amainado un poco. Lisey descubrió que ya podía ver la mesa de pícnic. ¿Cuántos segundos habían transcurrido desde que Amanda pulsara el botón de llamada? Se volvió hacia su hermana con las cejas arqueadas. Amanda empezó a menear la cabeza, pero de repente se irguió en el asiento y levantó el dedo índice como si llamara al camarero en un restaurante caro.
    -¿Darla?... ¿Me oyes?... ¿Sabes quién soy?... ¡Sí! ¡Sí, de verdad!
    Amanda sacó la lengua y abrió los ojos de par en par, imitando la reacción de Darla con eficiencia silenciosa y bastante cruel, la reacción de una concursante que acaba de llevarse el bote entero.
    -Sí, está justo a mi lado... ¡Darla, para un momento! Primero no puedo hablar y ahora no me dejas meter baza... Te dejaré hablar con Lisey dentro de un momen...
    Amanda escuchó un buen rato, asintiendo con la cabeza y al mismo tiempo juntando el pulgar con los demás dedos de la mano derecho para emular el cloqueo de un pato.
    -Vale, vale, se lo diré, Darl... Ella y Canty están juntas, Lisey, pero todavía en el aeródromo –explicó Amanda sin molestarse en cubrir el auricular, probablemente porque quería que Darla oyera que transmitía su mensaje-. El avión de Canty llegó con retraso a causa de una tormenta en Boston. Qué lástima, ¿verdad?
    Amanda le hizo la señal de la victoria mientras hablaba y luego se concentró de nuevo en el teléfono.
    -Me alegro de haberos localizado antes de que os pusierais en marcha, porque ya no estoy en Greenlawn. Estamos en el Centro de Salud Mental Acadia, en Derry... Exacto, Derry.
    Escuchó un poco más entre gestos de asentimiento.
    -Sí, es como un milagro. Lo único que sé es que he oído a Lisey y he despertado. Lo último que recuerdo antes de eso es que me llevasteis al Memorial Stephens. Y luego..., bueno, he oído que Lisey me llamaba, y ha sido como cuando alguien te despierta de un sueño profundo..., y los médicos de Greenlawn me han enviado aquí para que me hagan un montón de pruebas en el cerebro que sin duda costarán un riñón...
    Escuchó unos instantes más.
    -Sí, cariño, claro que quiero saludar a Canty, y estoy segura de que Lisey también, pero nos están llamando, y el teléfono no funcionará en la sala de pruebas. Vendréis, ¿verdad? Seguro que podéis llegar a Derry hacia las siete, las ocho como mucho...
    En aquel momento, los cielos se abrieron de nuevo. Aquel aguacero era aún más furibundo que el primero, y de repente el coche quedó envuelto en un redoble incestante
    de tambores huecos. Por primera vez, Amanda pareció no saber qué hacer. Miró a Lisey con los ojos muy abiertos por el pánico y un dedo levantado hacia el techo, de donde procedía el estruendo. Quiere saber qué es este ruido, vocalizó en silencio.
    Sin vacilar, Lisey le arrebató el teléfono y se lo llevó al oído. La conexión era excelente pese a la tormenta (o quizás precisamente por su causa, qué sabía ella). No oyó tan sólo a Darla, sino también a Canty, que hablaban en tono agitado, confuso y alegre. Incluso oyó un anuncio por megafonía que anunciaba retrasos en los vuelos por culpa del mal tiempo.
    -Darla, soy Lisey. ¡Amanda ha vuelto! ¡Sí, de verdad! ¿A que es estupendo?
    -¡Lisey, no puedo creerlo!
    -Ver para creer –recitó Lisey-. Venid al Acadia cagando leches y lo veréis con vuestros propios ojos.
    -¿Qué es ese ruido, Lisey? ¡Suena como si estuvieras en la ducha!
    -¡Es la sala de hidroterapia, aquí enfrente! –mintió Lisey rauda como el rayo, pensando que nunca serían capaces de explicar aquello, jamás-. Tienen la puerta abierta y hay un ruido de mil demonios.
    Por un instante no se oyó más que el estrépito de la lluvia contra el coche.
    -Si de verdad está bien, Lisey –dijo Darla por fin-, ¿qué te parece si Canty y yo vamos al Snow Squall de todas formas? El trayecto hasta Derry es largo, y las dos estamos hambrientas.
    En el primer momento, Lisey se enfureció con ella, pero en seguida se enfureció consigo misma por reaccionar así. Cuanto más tardaran, mejor, ¿no? Pero aun así, el tono afectado y quejumbroso de Darla le revolvió un poco el estómago. Y supuso que eso también eran cosas de hermanas.
    -Claro, ¿por qué no? –asintió por fin al tiempo que hacía la señal de la victoria a Amanda, que le sonrió con un asentimiento de cabeza-. De aquí no nos vamos a mover, Darl.
    Salvo para darnos una vuelta por Boo’ya Moon, quizás, a deshacernos del cadáver de un psicópata. Eso con un poco de suerte, si las cosas nos salen redondas.
    -¿Me pasas otra vez a Manda? –pidió Darla en el mismo tono enfurruñado, como si nunca hubiera presenciado la espantosa catatonia de su hermana y ahora creyera que había fingido todo el tiempo-. Canty quiere hablar con ella.
    -Claro –repuso Lisey.
    Vocalizó la palabra Cantata al pasarle el teléfono a su hermana.
    Amanda aseguró varias veces a Canty que sí, estaba bien, sí, era un milagro, no, no le importaba que siguieran adelante con el plan original de comer en el Snow Squall, y no, no hacía falta que pasaran por Castle View a recoger nada en su casa porque Lisey ya se había ocupado de todo.
    Hacia el final de la conversación, la lluvia cesó de repente, sin término medio, como si Dios hubiera cerrado un grifo en el cielo, y una idea extraña asaltó a Lisey: Así era como llovía en Boo’ya Moon, en chaparrones rápidos, furiosos e intermitentes.
    Lo he dejado atrás, pero no mucho, pensó, y reparó en que aún percibía ese sabor dulce y limpio en la boca.
    Mientras Amanda le decía a Cantata que la quería y colgaba, un increíble haz de húmedo sol de junio quebró la masa de nubes, y de inmediato apareció otro arcoiris, esta vez más cerca, reluciente sobre el lago Castle. Como una promesa, se dijo Lisey. La clase de promesa que quieres creer pero en la que no acabas de confiar.


    8

    El murmullo de Amanda la arrancó de la contemplación ensimismada del arcoiris. Amanda estaba pidiendo por teléfono el número de Greenlawn, que escribió con la yema del dedo en el vaho que empañaba la parte inferior del parabrisas del BMW.
    -Eso no se irá ni cuando el parabrisas esté despejado, ¿sabes? –señaló Lisey cuando Amanda colgó-. Tendré que quitarlo con limpiacristales. Hay un bolígrafo en el compartimento central, ¿por qué no me lo has pedido?
    -Porque estoy catatónica –replicó Amanda al tiempo que le alargaba el teléfono.
    Lisey se quedó mirando el aparato.
    -¿A quién quieres que llame?
    -Como si no lo supieras.
    -Amanda...
    -Tienes que hacerlo tú, Lisey. Yo no sé con quién hablar ni cómo conseguiste ingresarme allí.
    Guardó silencio un instante, retorciendo los dedos sobre las perneras del pijama. El cielo se había vuelto a encapotar, oscureciendo el día, como si el arcoiris no hubiera sido más que un sueño.
    -Bueno, sí que lo sé –dijo por fin-. Sólo que no fuiste tú, sino Scott. Él lo arregló todo. Me reservó una butaca.
    Lisey se limitó a asentir, porque no se atrevía a decir nada.
    -¿Cuándo? ¿La última vez que me automutilé? ¿La última vez que lo vi en Southwind? ¿Lo que él llamaba Boonya Moon?
    Lisey no se molestó en corregirla.
    -Se cameló a un médico llamado Hugh Alberness. Alberness se leyó tu historial, concluyó que volverías a tener problemas, y cuando te quedaste catatónica esta vez, te examinó y te ingresó. ¿No lo recuerdas? ¿No recuerdas nada?
    -No.
    Lisey cogió el móvil y miró el número escrito en el parabrisas parcialmente empañado.
    -No sé qué decirles, Manda.
    -¿Qué les habría dicho Scott, pequeña?
    Pequeña. Otra vez. El siguiente chaparrón, fortísimo, pero de tan sólo veinte segundos de duración, azotó el techo del coche, y mientras retumbaba sobre sus cabezas, Lisey recordó todas las conferencias a las que había ido con Scott, lo que él llamaba bolos. Con la notable excepción de Nashville en 1988, tenía la impresión de que siempre lo había pasado bien, ¿y por qué no? Scott les decía lo que querían oír, y la única labor de Lisey consistía en sonreír y aplaudir en los momentos adecuados. Ah, y de vez en cuando tenía que murmurar “Gracias” cuando la mencionaban. A veces le regalaban cosas, recuerdos, y él se los entregaba a ella, y ella tenía que aguantarlos. A veces la gente hacía fotos, y a veces había gente como Tony Eddington, Toooney, cuyo trabajo residía en escribirlo todo, y a veces la mencionaban y a veces no, y a veces escribían su nombre bien y a veces no, y una vez la habían calificado de “chica” de Scott Landon, y eso no estaba mal, nada estaba mal porque nunca la armaba, se le daba bien estar callada, pero no era como la niña de la historia de Saki, la invención improvisada no era en absoluto su especialidad, y...
    -Mira, Amanda, si lo que pretendes es invocar a Scott, pues no funciona. Estoy más perdida que un pulpo en un garaje. ¿Qué tal si llamas al doctor Alberness y le dices que estás bien...?
    Mientras hablaba intentó devolver el móvil a su hermana.
    Amanda se llevó las manos mutiladas al pecho a modo de objeción.
    -No colaría dijera lo que dijese. Estoy loca. Tú, por otro lado, no sólo estás cuerda, sino que eres la viuda del famoso escritor. Así que haz el favor de llamar, Lisey. Quítanos de encima al doctor Alberness. Y hazlo ya.


    9

    Lisey marcó el número, y lo que siguió era casi demasiado parecido a la llamada que había hecho el largo, larguísimo jueves, el día que había empezado a seguir las estaciones de la dáliva. De nuevo contestó Cassandra, y de nuevo reconoció la música soporífera cuando la recepcionista la puso en espera, pero esta vez Cassandra parecía emocionada y aliviada de oírla. Anunció que iba a pasar la llamada a casa del doctor Alberness.
    -No se vaya –pidió a Lisey antes de desaparecer en lo que tal vez hubiera sido el tema disco de Donna Summer “Love to Love you, Baby” antes de sufrir una lobotomía musical.
    Las palabras “No se vaya” poseían un matiz ominoso, pero el hecho de que Hugh Alberness estuviera en su casa..., sin duda resultaba esperanzador, ¿no?
    Puede haber llamado a la policía desde su casa. O quizás los ha llamado el médico de guardia en Greenlawn. ¿Y qué le dirás cuando se ponga? ¿Qué narices le dirás?
    ¿Qué le habría dicho Scott?
    Scott le habría dicho que la realidad es Ralph.
    Y sin lugar a dudas, era cierto.
    Lisey esbozó una sonrisa al recordar a Scott paseándose por una habitación de hotel en... ¿Lincoln? ¿Lincoln, Nebraska? Omaha era más probable, porque era una habitación de hotel agradable, tal vez incluso parte de una suite. Scott estaba leyendo el periódico cuando pasaron un fax de su editor por debajo de la puerta. El editor, Carson Foray, quería introducir más cambios en el tercer borrador de la nueva novela de Scott. Lisey no recordaba de cuál se trataba, sólo que era una de las últimas, a las que Scott se refería a veces como “Las novelas de amor apasionado de Scott”. En cualquier caso, Carson, que trabajaba con Scott desde lo que el viejo dandy habría denominado la medianoche del tiempo, consideraba que el encuentro fortuito de dos personajes después de veinte años de separación estaba mal resuelto. “La trama chirría un poco, colega”, escribía.
    -Pues que te chirríe esto, colega –refunfuñó Scott al tiempo que se agarraba la entrepierna con una mano (¿Y no le cayó aquel encantador y engorroso mechón de pelo sobre la frente al hacerlo? Por supuesto que sí). Y entonces, antes de que Lisey pudiera decir algo conciliador, Scott cogió el periódico, lo hojeó hasta la contraportada y le mostró un artículo en una sección llamada Mundo extraño. El titular rezaba PERRO ENCUENTRA EL CAMINO DE VUELTA A CASA... DESPUÉS DE TRES AÑOS. Contaba la historia de un collie llamado Ralph, que se había perdido cuando su familia estaba de vacaciones en Port Charlotte, Florida. Tes años más tarde, Ralph había aparecido en casa de la familia, situada en Eugene, Oregon. Estaba flaco, no llevaba collar y tenía las patas cansadas, pero por lo demás gozaba de buena salud. Llegó a la casa, se sentó delante de la puerta y ladró para que lo dejaran entrar.
    -¿Qué crees que diría monsieur Foray si incluyera esta historia en un libro? –preguntó al tiempo que se apartaba el cabello de la frente, aunque por supuesto volvió a
    caerle de inmediato sobre ella-. ¿Crees que me enviaría un fax diciendo que chirriaba un poco, colega?
    Divertida por su exasperación y casi ridículamente conmovida por la idea de que Ralph hubiera regresado al cabo de tanto tiempo (y Dios sabe después de cuántas aventuras), convino en que ésa sería con toda probabilidad la reacción de Carson.
    Scott cogió de nuevo el periódico, se quedó mirando un rato con expresión siniestra la foto de Ralph, en la que se le veía muy pizpireto con un collar nuevo y un pañuelo con estampado de cachemir atado al cuello, y luego lo dejó a un lado.
    -Te diré una cosa, Lisey –declaró-. Los novelistas trabajan bajo una presión tremenda. La realidad es Ralph, que aparece después de tres años sin que nadie sepa por qué. Pero los novelistas no pueden contar esa historia, ¡porque chirría un poco, colega!
    Después de desahogarse, Scott se puso a rescribir las páginas en cuestión, si Lisey no recordaba mal.
    La música telefónica se interrumpió.
    -¿Sigue ahí, señora Landon? –preguntó Cassandra.
    -Sí –asintió Lisey, ahora bastante más calmada.
    Scott tenía razón. La realidad era un borracho que compraba un boleto de lotería, ganaba setenta millones de dólares y los compartía con su camarera favorita. La realidad era una niña que lograba salir viva del pozo en Texas donde había permanecido atrapada seis días. La realidad era un universitario que se precipitaba al vacío desde el balcón del quinto piso en Cancún y sólo se rompía la muñeca. La realidad era Ralph.
    -Le paso –anunció Cassandra.
    Se oyeron dos chasquidos, y a continuación Hugh Alberness, un Hugh Alberness muy preocupado, estimó Lisey, pero no presa del pánico, dijo:
    -¿Señora Landon? ¿Dónde está?
    -De camino a casa de mi hermana. Llegaremos allí dentro de veinte minutos.
    -¿Amanda está con usted?
    -Sí –asintió Lisey.
    Había decidido contestar a sus preguntas, pero nada más. Una parte de ella sentía curiosidad por averiguar qué preguntas le formularía.
    -Señora Landon...
    -Lisey.
    -Lisey, hay muchas personas preocupadas en Greenlawn esta tarde, sobre todo el doctor Stein, el médico de guardia, la enfermera Burrell, encargada del Ala Ackley, y Josh Pelan, jefe de nuestro pequeño pero por lo general competente servicio de seguridad.
    Lisey concluyó que aquella parrafada era una pregunta (¿Qué ha hecho?) y una acusación (Nos ha dado un susto de muerte), y consideró conveniente responder. Brevemente. No le costaría nada cavarse un hoyo y caer en él.
    -Ya, bueno, lo siento mucho. Pero Amanda quería marcharse, ha insistido mucho, y también ha insistido en no llamar a Greenlawn hasta que estuviéramos bastante lejos. Dadas las circunstancias, me ha parecido mejor seguirle la corriente. Tenía que tomar una decisión.
    Amanda le hiza una entusiasta señal de la victoria, pero Lisey no podía despistarse. El doctor Alberness era un fan de la hostia de Scott, pero no le cabía duda de que también era un gran experto en sonsacar a la gente cosas que no querían ni pretendían contar.
    Sin embargo, Alberness parecía animado.
    -Señora Landon..., Lisey..., ¿ha reaccionado su hermana? ¿Está despierta y lúcida?
    -Oír para creer –dijo Lisey antes de alargar el teléfono a Amanda, que la miró alarmada, pero lo cogió.
    Ten cuidado, vocalizó Lisey.


    10

    -¿Doctor Alberness? –dijo Amanda con voz lenta y cautelosa, aunque clara-. Sí, soy yo –Una pausa-. Amanda Debusher, correcto –Otra pausa-. Mi segundo nombre de pila es Georgette –Una tercera pausa-. Julio de 1946, es decir, a punto de cumplir los sesenta –Una cuarta pausa-. George W. Bush, aunque me pese… Ese hombre tiene un complejo de Dios al menos tan peligroso como el de sus enemigos –Una quinta pausa, un gesto casi imperceptible de negación-. No puedo ocuparme de todo esto ahora, doctor Alberness. Le paso a Lisey.
    Le devolvió el teléfono con una mirada que suplicaba aprobación..., aunque fuera por los pelos. Lisey asintió con firmeza. Amanda se reclinó en el asiento como si acabara de culminar una carrera agotadora.
    -¿...sigue ahí? –estaba preguntando el médico cuando Lisey se llevó el aparato al oído.
    -Soy Lisey, doctor Alberness.
    -¿Qué ha pasado, Lisey?
    -Tendré que hacerle un resumen, doctor...
    -Hugh. Llámeme Hugh, por favor.
    Hasta entonces, Lisey había estado muy erguida, pero en aquel momento se permitió reclinarse un poco contra el reconfortante cuero del asiento. El doctor Alberness le había pedido que lo llamara Hugh. Volvían a ser amigos. No podía bajar la guardia, pero con toda probabilidad, todo saldría bien.
    -Fui a verla..., estábamos en la terraza..., y de repente volvió en sí.
    Apareció cojeando y sin collar, pero por lo demás bien, pensó Lisey, y tuvo que apretar los labios para contener una carcajada enloquecida. Al otro lado del lago estalló un relámpago. Así sentía ella la cabeza.
    -Nunca había oído algo igual –comentó Hugh Alberness; no era una pregunta, de modo que Lisey guardó silencio-. ¿Y cómo..., esto..., cómo han salido?
    -¿Cómo dice?
    -¿Cómo se las arreglaron para pasar delante de la recepción del ala Ackley sin que las vieran? ¿Quién les abrió la puerta?
    La realidad es Ralph, se recordó Lisey.
    -Nadie nos pidió que firmáramos ningún registro de salida ni nada... –repuso, procurando no exteriorizar demasiada perplejidad-. Todos parecían muy ocupados. Salimos sin más.
    -¿Y la puerta?
    -Estaba abierta –aseguró Lisey.
    -Que me... –masculló Alberness, pero se obligó a callar.
    Lisey esperó a que siguiera hablando, porque estaba bastante segura de que así sería.
    -Las enfermeras encontraron un llavero, un mando a distancia y unas zapatillas. También unas deportivas con los calcetines dentro.
    Por un instante, Lisey quedó atascada en la imagen del llavero. No se había dado cuenta de que había perdido todas las llaves, y a buen seguro no convenía hacérselo saber a Alberness.
    Llevo una llave de repuesto del coche en una cajita magnética bajo el parachoques. En cuanto al llavero...
    Lisey intentó lanzar una carcajada lo más sincera posible. No sabía si lo había conseguido, pero al menos Amanda no palideció.
    -¡Lamentaría mucho perderlo! Se encargará de que me las guarden, ¿verdad?
    -Por supuesto, pero tenemos que ver a la señorita Debusher. Existen ciertos protocolos a seguir si quiere que le demos el alta bajo su responsabilidad.
    El tono del doctor Alberness indicaba que le parecía una idea espantosa, pero no encerraba ninguna pregunta. Lisey esperó, aunque no le resultó fácil. Al otro lado del lago, el cielo se había ensombrecido una vez más. Se avecinaba otro chaparrón. Lisey ansiaba zanjar la conversación antes de que empezara a llover, pero esperó. Tenía la impresión de que ella y Alberness habían llegado a un punto crítico.
    -Lisey –dijo el médico por fin-, ¿por qué han dejado su calzado en la clínica?
    -No lo sé. Amanda insistió en que nos fuéramos en seguida, descalzas y sin llevarnos las llaves...
    -En cuanto a las llaves, quizás le preocupaba el detector de metales –señaló Alberness-, aunque dado su estado, me extraña que... En fin, da igual, continúe.
    Lisey desvió la mirada de la tormenta inminente, que ya había borrado las colinas que se alzaban al otro lado del lago.
    -Amanda, ¿recuerdas por qué queríamos que nos fuéramos descalzas? –preguntó al tiempo que ladeaba el teléfono hacia ella.
    -No –repuso Amanda en voz alta antes de añadir-: Sólo que quería sentir la hierba. La hierba sinuosa.
    -¿Lo ha oído? –preguntó Lisey a Alberness.
    -¿Algo de sentir la hierba?
    -Sí, pero seguro que se trataba de algo más. Insistió mucho.
    -¿Y usted le hizo caso?
    -Es mi hermana mayor, Hugh, la mayor de todas, de hecho. Además, debo reconocer que estaba demasiado emocionada por tenerla de vuelta en el planeta Tierra para pensar con claridad.
    -Pero necesito..., necesitamos verla y asegurarnos de que se trata de una auténtica recuperación.
    -¿Le parece bien si la llevo a la clínica mañana?
    Amanda abrió los ojos de par en par y sacudió la cabeza con tal vigor que el cabello le salió despedido en todas direcciones. Al mismo tiempo, Lisey asintió con igual contundencia.
    -Estupendo –repuso Alberness.
    Lisey percibió alivio en su voz, un alivio auténtico que le provocó remordimientos por mentir. Pero de algunas cosas no puedes zafarte una vez te has puesto las pilas bien puestas.
    -Podría ir a Greenlawn mañana a las dos para hablar con ambas. ¿Le va bien?
    -Perfecto.
    Siempre y cuando sigamos vivas mañana a las dos.
    -Magnífico. Lisey, quería preguntarle si...
    En aquel instante, justo encima de sus cabezas, un inmenso relámpago cabalgó bajo las nubes y chocó contra algo al otro lado de la carretera. Lisey oyó el chasquido y percibió el olor a electricidad y chamusquina. Nunca había estado tan cerca de un rayo. Amanda profirió un grito que quedó casi ahogado por el monstruoso estruendo del trueno consiguiente.
    -¿Qué ha sido eso? –exclamó Alberness.
    Lisey creía que la conexión seguía siendo perfecta, pero el médico al que su marido había engatusado con tanto ahínco cinco años atrás por el bien de Amanda se le antojaba muy lejano e insignificante en aquel momento.
    -Truenos y relámpagos –explicó con serenidad-. Está cayendo una buena tormenta, Hugh.
    -Pues será mejor que pare el coche.
    -Ya lo he hecho, pero querría colgar el teléfono antes de que me dé una descarga eléctrica o algo. Nos vemos mañana...
    -El Ala Ackley...
    -Sí, a las dos. Con Amanda. Gracias por...
    Otro relámpago brilló en el cielo, y Lisey se encogió a la espera del estruendo, pero esta vez fue más débil, y el trueno que lo siguió, aunque potente, no amenazó con reventarle los tímpanos.
    -... por ser tan comprensivo –terminó y pulsó el botón de fin de llamada sin despedirse.
    La lluvia empezó a caer de inmediato, como si hubiera esperado a que acabara de hablar. Golpeaba el coche con tremenda furia. Lisey no sólo no veía la mesa de pícnic, sino tampoco el morro del coche.
    Amanda le asió el hombro, y Lisey recordó otra canción country, según la cual si clavabas los dedos hasta el hueso, lo único que te quedaba eran unos dedos huesudos.
    -No pienso volver allí, Lisey. ¡Ni hablar!
    -¡Ay, Manda, me haces daño!
    Amanda la soltó, pero no se apartó, sino que siguió mirándola con expresión enfurecida.
    -No pienso volver.
    -Sí que volverás. Sólo para hablar con el doctor Alberness.
    -No...
    -Calla y escúchame.
    Amanda parpadeó y se reclinó de nuevo en el asiento para alejarse de la furia que denotaba la voz de Lisey.
    -Darla y yo tuvimos que ingresarte allí, no nos quedó otro remedio. No eras más que un bulto de carne que respiraba, con babas saliéndote de un extremo del cuerpo y pis del otro. Y mi marido, que sabía que iba a ocurrir, no sólo se ocupó de ti en un mundo, sino en dos. Me lo debes, hermana grande conejito Manda. Por eso vas a ayudarme a mí esta noche y a ti misma mañana, y no quiero oír nada más salvo “Sí, Lisey”. ¿Entendido?
    -Sí, Lisey –masculló Amanda antes de bajar la mirada hacia sus manos y romper a llorar de nuevo-. Pero ¿y si me meten otra vez en esa habitación? ¿Y si me encierran y me lavan como a los viejos y me hacen beber zumo de bicho?
    -No lo harán. No pueden. El ingreso fue voluntario; Darla y yo nos ocupamos de eso, porque tú estabas fuera de servicio.
    Amanda lanzó una risita lastimera.
    -Scott decía eso. Y a veces, cuando alguien era muy altivo, decía que estaba fuera de soberbia.
    -Sí –asintió Lisey con una punzada de dolor-. Lo recuerdo. Pero ahora estás bien, eso es lo que importa –le cogió una mano, procurando no hacerle daño-. Mañana irás allá y lo dejarás embelesado.
    -Lo intentaré –prometió Amanda-. Pero no porque te lo deba.
    -¿Ah, no?
    -No, porque te quiero –explicó Amanda con sencilla dignidad-. Vendrás conmigo, ¿verdad? –añadió con un hilo de voz.
    -Claro que sí.
    -A lo mejor..., a lo mejor tu amigo acaba con nosotras... Así no tendré que preocuparme más de Greenlawn.
    -Te dije que no lo llamaras “mi amigo”.
    Amanda esbozó una leve sonrisa.
    -Creo que puedo hacerlo si tú dejas de llamarme conejito Manda.
    Lisey estalló en carcajadas.
    -¿Por qué no nos ponemos en marcha, Lisey? Ya llueve menos. Y por favor, pon la calefacción, que empieza a hacer frío.
    Lisey la encendió, dio marcha atrás para salir de la plaza donde había aparcado y puso rumbo a la carretera.
    -Iremos a tu casa –anunció-. Lo más probable es que Dooley no la esté vigilando si allí llueve tanto como allí, al menos eso espero. Y aunque la vigile, ¿qué verá? Iremos a tu casa y luego a la mía. Dos mujeres de mediana edad. ¿Va a preocuparse por dos mujeres de mediana edad?
    -No creo –reconoció Amanda-. Pero me alegro de que hayamos enviado a Canty y a la señorita Michelines a un largo viaje, ¿tú no?
    Lisey también se alegraba, si bien sabía que, al igual que Lucy Ricardo, tendría que dar unas cuantas explicaciones en algún momento dado. Entró en la carretera, ahora desierta. Esperaba no topar con un árbol cruzado en la carretera, aunque sabía que cabía la posibilidad. Los truenos seguían retumbando en el cielo con aire malhumorado.
    -Podré coger algo de ropa que me vaya bien –comentó Amanda-. Además, tengo un kilo de carne picada en el congelador. La descongelaré en el microondas. Me muero de hambre.
    -En mi microondas –puntualizó Lisey sin apartar la vista de la carretera.
    Había dejado de llover del todo, al menos de momento, pero ante ella se cernían más nubarrones negros. Negros como el sombrero de un villano de vodevil, habría dicho Scott, y Lisey se sintió embargada por el sempiterno anhelo de tener a su lado, un anhelo que nunca se podría cumplir. Un abismo de necesidad.
    -¿Me has oído, pequeña Lisey? –preguntó Amanda.
    Lisey comprendió que su hermana le había dicho algo. Algo acerca de algo. Veinticuatro horas antes había temido que Manda no volviera a hablar jamás, y ahora ya empezaba a hacer caso omiso de ella. Pero ¿acaso no funcionaba así el mundo?
    -No –reconoció-. Me parece que no, lo siento.
    -Típico de ti. Siempre perdida en tu...
    Amanda enmudeció y se volvió hacia la ventanilla.
    -¿Siempre perdida en mi propio mundo? –terminó Lisey por ella con una sonrisa.
    -Lo siento.
    -No lo sientas.
    Al doblar una curva, Lisey dio un volantazo para esquivar una gran rama de abeto derribada en la carretera. Contempló la posibilidad de parar y tirarla a la cuneta, pero por fin decidió dejarla allí para el siguiente conductor. Con toda probabilidad, el siguiente conductor no tendría un psicópata al que enfrentarse.
    -Si te refieres a Boo’ya Moon, no es mi mundo en realidad. Me parece que todos los que van allí tienen su propia versión. ¿Qué me decías, por cierto?
    -Que tengo otra cosa que quizás te interese. Si es que todavía no te has puesto las pilas, claro está.
    Lisey se llevó un buen sobresalto. Apartó por un instante la vista de la carretera para mirar a su hermana.
    -¿Qué? ¿Qué has dicho?
    -Es una forma de hablar –comentó Amanda-. Lo que quiero decir es que tengo un arma.


    11

    Había un sobre blanco alargado encajado en la puerta mosquitera de la casa de Amanda, debajo del tejado del porche y por tanto a resguardo de la lluvia. El primer pensamiento aterrado que surcó la mente de Lisey era que Dooley ya había estado allí. Pero el sobre que Lisey había encontrado después de descubrir al gato muerto en el buzón estaba en blanco por las dos caras, mientras que éste llevaba el nombre de Amanda escrito en el dorso. Se lo alargó. Amanda echó un vistazo a su nombre, dio la vuelta al sobre para leer el membrete en relieve, Hallmark, y por fin espetó una sola palabra cargada de desdén:
    -Charles.
    En el primer momento, el nombre le resultó desconocido, pero al poco recordó que en tiempos, antes de que diera comienzo toda aquella locura, su hermana había tenido novio.
    El Pedorro, pensó al tiempo que emitía un sonido gutural.
    -¿Lisey? –le preguntó Amanda con las cejas enarcadas.
    -Estaba pensando en Canty y la señorita Michelines de camino a Derry –explicó Lisey-. Sé que no es gracioso, pero...
    -Bueno, tiene su gracia –señaló Amanda-. Y seguro que esto también.
    Abrió el sobre, sacó la tarjeta y la ojeó.
    -Oh. Dios mío. Mira. Lo que acaba de salir. Del culo del perro.
    -¿Puedo verla?
    Amanda se la pasó. En la tarjeta se veía a un niño pequeño con varios dientes caídos, la idea que Hallmark tenía de una personalidad firme, pero entrañable (jersey demasiado holgado, vaqueros con parches), que sostenía una flor algo marchita en la mano. ¡Lo siento mucho! decía el mensaje escrito tras las gastadas zapatillas del mocoso. Lisey abrió la tarjeta y leyó lo siguiente:

    Sé que he herido tus sentimientos, y supongo que te sientes mal.
    Esta nota es para decirte que no eres la única que está triste.
    He decidido enviarte una nota para disculparme,
    Porque imaginarte hundida en la miseria me pone muy triste.

    Así que sal y huele las rosas. Sé feliz por un rato.
    Recupera tu andar ligero. Esboza una sonrisa alegre.
    Supongo que hoy te he hecho sentir un poquito de tristeza,
    Pero espero que sigamos siendo amigos cuando el sol salga mañana.

    Lo firmaba Tu amigo (para siempre, recuerda los buenos tiempos) Charles “Charlie” Corriveau.
    Lisey intentó con todas sus fuerzas adoptar una expresión solemne, pero fracasó y se echó a reír. Amanda no tardó en unirse a ella. Rieron juntas en el porche de Amanda, y cuando empezaban a recobrar un poco la compostura, Amanda se irguió, se
    encaró con el jardín empapado por la lluvia, sostuvo en alto la tarjeta como si de un misal se tratara y declamó:
    -Querido Charles, no puedo dejar pasar ni un solo instante más sin rogarte que vengas a lamerme el culo.
    Lisey chocó contra la fachada de la casa con ímpetu suficiente para hacer vibrar la ventana más próxima. Con las manos apretadas contra el pecho, aullaba de risa. Amanda le dedicó una sonrisa altiva y bajó la escalinata del porche. Chapoteó unos pasos por el jardín, levantó el enano de piedra que custodiaba los rosales y de debajo de él sacó la llave que guardaba allí. Pero mientras estaba agachada, aprovechó la ocasión para restregarse la tarjeta de Charlie Corriveau por el trasero enfundado en tela verde.
    Sin preocuparse por la posibilidad de que Jim Dooley las vigilara desde el bosque, sin pensar en Jim Dooley siquiera, Lisey cayó sentada en el porche, casi asfixiada de risa. Quizás había reído de aquella manera una o dos veces con Scott, pero quizás no. Quizás ni siquiera entonces.


    12

    Había un solo mensaje en el contestador de Amanda, y era de Darla, no de Dooley.
    -¡Lisey! –exclamaba con voz exultante-. No sé lo que has hecho, pero ¡uau! Vamos hacia Derry. Lisey, te quiero, eres una campeona.
    Oyó a Scott decir Lisey, eres una campeona, y aquel pensamiento empezó a apagarle la risa.
    El arma de Amanda resultó ser un revólver Pathfinder del .22, y cuando Amanda se lo alargó, Lisey lo sintió encajar en su mano como un guante, como si lo hubieran fabricado a medida para ella. Amanda lo guardaba dentro de una caja de zapatos en el estante superior del armario del dormitorio. Lisey consiguió abrir la cámara casi al primer intento.
    -Por el amor de Dios, Amanda, está cargado.
    Como si Alguien Ahí Arriba estuviera disgustado con la blasfemia de Lisey, los cielos se abrieron y empezó a caer otro aguacero. Al cabo de unos instantes, el granizo golpeteaba las ventanas y los canalones.
    -¿Qué quieres que haga si entra un violador? –replicó Amanda-. ¿Apuntarle con un arma descargada y gritar “bang”? Lisey, abróchamelo, ¿quieres?
    Amanda se había puesto unos vaqueros, y en ese momento le dio la espalda desnuda para que le abrochara el sujetador.
    -Cada vez que lo intento, las manos me duelen horrores. Deberías haberme metido en ese lago tuyo.
    -Bastante tenía con sacarte de allí sin encima bautizarte, ¿sabes? –espetó Lisey mientras le abrochaba el sujetador-. Ponte la blusa roja con flores amarillas, ¿quieres? Me encanta cómo te queda.
    -Me hace barrigona.
    -Amanda, tú no tienes barriga.
    -Sí que... ¿Se puede saber por qué quitas las balas, en el nombre de Jesús, María y Pepe el Carpintero?
    -Para no volarme la rodilla –explicó Lisey mientras se guardaba las balas en el bolsillo de los vaqueros-. Luego la recargaré. Aunque no sabía si sería capaz de apuntar a Jim Dooley y apretar el gatillo... Quizás. Si invocaba el recuerdo de su abrelatas.
    Pero tienes intención de acabar con él..., ¿verdad?
    Desde luego. Dooley le había hecho daño. Strike uno. Era peligroso. Strike dos. No podía delegar la tarea en nadie más. Strike tres y fuera. No obstante, siguió mirando el Pathfinder, fascinada. Scott había investigado heridas de bala para uno de sus libros, Reliquias, creía recordar, y Lisey había cometido el error de echar un vistazo a una carpeta llena de fotografías horripilantes. Hasta ese momento no comprendió de verdad la suerte que Scott había tenido aquel día en Nashville. Si la bala de Cole hubiera alcanzado una costilla y astillado...
    -¿Por qué no nos lo llevamos en la caja de zapatos? –propuso Amanda mientras se ponía una sencilla camiseta (BÉSAME DONDE APESTA – NOS VEMOS EN MOTTON) en lugar de la blusa que le gustaba a Lisey-. Dentro hay más balas. Puedes cerrarla con cinta mientras saco la carne del congelador.
    -¿De dónde lo has sacado, Manda?
    -Me lo regaló Charles –repuso Amanda.
    Le dio la espalda, cogió un cepillo de su tocador no demasiado tocado, se miró al espejo y atacó el cabello con furia.
    -El año pasado.
    Lisey volvió a guardar el arma, que tanto se parecía a la que Gerd Allen Cole había disparado contra su esposo, en la caja de zapatos y observó a Amanda a través del espejo.
    -Me acosté con él dos y en ocasiones tres veces por semana durante cuatro años –prosiguió Amanda-. Se puede considerar una relación íntima, ¿no estás de acuerdo?
    -Sí.
    -También le lavé las camisetas durante cuatro años, y le quitaba la caspa del cuero cabelludo una vez por semana para que no le cayera encima de los hombros de sus trajes oscuros y lo pusiera en evidencia, y en mi opinión esas cosas son mucho más íntimas que follar, ¿no te parece?
    -Me parece que tienes razón.
    -Sí... Cuatro años y lo que recibo es una tarjeta de Hallmark a modo de finiquito. Esa mujer a la que encontró en St. John ya se lo puede meter donde le quepa.
    Lisey sintió deseos de vitorearla. No, no creía que Amanda necesitara sumergirse en el lago.
    -Venga, voy a sacar la carne del congelador y nos largamos a tu casa –dijo Amanda-. Estoy muerta de hambre.


    13

    El sol salió cuando se acercaban al supermercado de Patel, y ante ellas, el arcoiris se tendió sobre la carretera como una verja de cuento de hadas.
    -¿Sabes lo que me gustaría cenar? –preguntó Amanda.
    -No, ¿qué?
    -Uno de esos asquerosos pasteles de hamburguesa. No tendrás algo así en casa, ¿verdad?
    -Tenía –reconoció Lisey con una sonrisa culpable-, pero me lo comí.
    -Para en el supermercado. Iré a comprar.
    Lisey aparcó delante de la tienda. Amanda había insistido en llevarse el dinero que guardaba en la jarra azul de la cocina, y sacó un billete muy arrugado de cinco dólares.
    -¿Cuál te gusta, pequeña?
    -Cualquiera menos el de hamburguesa con queso –repuso ella.
    XIV. Lisey y Scott (Cariño)


    1

    A las siete y cuarto de aquella tarde, Lisey tuvo una premonición. No era la primera que tenía en su vida; había tenido al menos otras dos. Una en Bowling Green, al poco de entrar en el hospital al que habían llevado a su marido después de que se desplomara en una recepción del Departamento de Literatura Inglesa. Y desde luego había tenido otra la mañana que viajaron a Nashville, la mañana en que rompió el vaso de los cepillos de dientes. La tercera la asaltó mientras los nubarrones de tormenta se disipaban, liberando una hermosa luz dorada de entre sus fauces. Ella y Amanda estaban en el estudio de Scott sobre el granero. Lisey revisaba los papeles de Scott en el escritorio principal, alias el gran Jumbo de Dumbo. De momento, lo más interesante que había encontrado era un paquete de postales francesas algo picantes con una etiqueta adhesiva en la que Scott había garabateado “¿Quién me ha enviado ESTAS COSAS?” Junto al ordenador apagado yacía la caja de zapatos con el revólver en su interior. No había retirado la tapa, pero sí la cinta adhesiva con la uña. Amanda estaba en la otra punta, en la alcoba que albergaba el televisor y el equipo de música de Scott. De vez en cuando, Lisey la oía refunfuñar acerca del desorden en los estantes. En una ocasión, la oyó preguntarse en voz alta cómo se las arreglaba Scott para encontrar las cosas.
    Fue entonces cuando la asaltó la premonición. Cerró el cajón que estaba inspeccionando y se sentó en la silla de oficina de respaldo alto. Cerró los ojos y esperó a captar lo que se avecinaba. Resultó ser una canción. En su mente se puso en marcha una máquina de discos, y la voz nasal pero innegablemente alegre de Hank Williams empezó a cantar: Adiós, Joe, tengo que irme, oh tengo que oh..., tengo que irme, en la piragua, bayou abajo...
    -¡Lisey! –exclamó Amanda desde la alcoba en la que Scott se sentaba a escuchar música o ver películas de vídeo. Cuando no las miraba en la habitación de invitados en plena noche. Y Lisey oyó la voz del profesor del Departamento de Literatura Inglesa de la Universidad Pratt en Bowling Green, a tan sólo cien kilómetros de Nashville. A poco más de un tiro de piedra, señora.
    Será mejor que venga lo antes posible, le había aconsejado el profesor Meade por teléfono. Su marido se ha puesto enfermo. Muy enfermo, me temo.
    -Querida Ivonne, mi dulce amor, oh, oh, oh...
    -¡Lisey! –repitió Amanda, despierta y lúcida a más no poder, tanto que resultaba increíble imaginarla catatónica tan sólo ocho horas antes.
    Los espíritus lo han hecho todo en una noche, pensó Lisey. Sí, espíritus.
    El doctor Jantzen considera necesario operar. Algo llamado toracotomía.
    Los chicos volvieron de México, pensó Lisey. Volvieron a Anarene. Porque Anarene era su hogar.
    ¿Qué chicos, si se puede saber? Los chicos en blanco y negro. Jeff Bridges y Timothy Bottoms. Los chicos de La última película.
    En esa película siempre es ahora, y ellos siempre son jóvenes, pensó. Siempre son jóvenes, y Sam el León siempre está muerto.
    -¿Lisey?
    Abrió los ojos y vio a hermana grande asomada al umbral de la alcoba, los ojos tan brillantes como su voz, y por supuesto llevaba en la mano el estuche de vídeo que contenía La última película, y experimentó una sensación de..., bueno, como volver a casa. La sensación de volver a casa, oh, oh, oh.
    ¿Y a qué se debía? ¿Al hecho de que beber del lago reportaba ciertos privilegios? ¿A que a veces traías de vuelta a este mundo lo que recogías en el otro? ¿Recogías o tragabas? Sí, sí y sí.
    -Lisey, cariño, ¿estás bien?
    Aquel tono de preocupación afectuosa y maternal era tan impropia de la personalidad habitual de Amanda que Lisey se vio embargada por una sensación de surrealismo total.
    -Sí –asintió-. Sólo estaba descansando la vista.
    -¿Te importa que la mire? La he encontrado con el resto de las cintas de Scott. Casi todas parecen bastante malas, pero siempre he querido ver ésta y nunca lo he conseguido. Puede que me ayude a distraerme.
    -Me parece perfecto –aseguró Lisey-, pero estoy bastante segura de que hay un trozo en blanco. Es una cinta vieja.
    Amanda estaba examinando el dorso del estuche.
    -Jeff Bridges parece un crío.
    -Sí, ¿verdad? –musitó Lisey, distraída.
    -Y Ben Johnson está muerto, claro... –Se interrumpió en seco-. Aunque quizás sea mejor que no la mire. A lo mejor no oímos llegar a tu am..., a Dooley, si es que viene.
    Lisey retiró la tapa de la caja de zapatos, sacó el Pathfinder y apuntó a la escalera que descendía al granero.
    -He cerrado con llave la puerta de la escalera exterior –explicó-, así que sólo puede subir por aquí. Y estoy vigilando.
    -Podría provocar un incendio en el granero –aventuró Amanda, nerviosa.
    -No quiere carbonizarme..., no tendría gracia.
    Además, pensó Lisey, tengo un sitio adonde ir. Mientras conserve ese sabor tan dulce en la boca, tengo un sitio adonde ir, y no creo que me suponga ningún problema llevarte conmigo, Manda. Ni siquiera dos raciones de pastel de hamburguesa y dos vasos de refresco de cereza habían conseguido disipar aquella dulzura encantadora.
    -Bueno, si estás segura de que no te molesta...
    -Venga, que no estoy estudiando para los exámenes finales ni nada.
    Amanda entró de nuevo en la alcoba.
    -Espero que el vídeo funcione –comentó como si acabara de encontrar un gramófono y un montón de discos antiguos.
    Lisey inspeccionó los numerosos cajones del Gran Jumbo de Dumbo, pero la tarea se le antojaba artificiosa..., y a buen seguro lo era. Intuía que había muy poca cosa interesante ahí arriba. Ni en los cajones, ni en los archivadores, ni en los discos duros de los ordenadores... Bueno, tal vez algún pequeño tesoro para más incunks rabiosos, los coleccionistas y académicos que conservaban sus puestos en gran parte examinándose el equivalente literario de la roña umbilical en las abstrusas publicaciones de que eran responsables; idiotas ambiciosos y excesivamente cultos que habían perdido de vista lo que significaban en verdad los libros y la lectura, y se conformaban con convertir paja en oro de pie de página durante décadas y más décadas. Pero todos los caballos de verdad ya se habían escapado del establo. El material de Scott Landon que gustaba a los lectores normales, personas encerradas en aviones que iban de Los Ángeles a Sydney, muertas de asco en salas de espera de hospitales, ociosas en los largos días lluviosos de las vacaciones, que alternaban entre la novela de la semana y el rompecabezas instalado en el porche..., todo eso ya estaba publicado. La perla secreta, publicada un mes después de su muerte, había sido lo último.
    No, Lisey, susurró una voz, y al principio creyó que era la de Scott, y a continuación, qué locura, pensó que era la voz del viejo Hank. Pero era una tontería, porque no se trataba de una voz masculina. ¿Sería la voz de la buena de ma, susurrando sin parar en su cabeza?
    Creo que quería que te dijera algo. Algo acerca de una historia.
    No era la voz de la buena de ma, aunque su colcha afgana figuraba en ella, sino la de Amanda. Estaban sentadas en uno de aquellos bancos de piedra, contemplando el navío Las alceas, que siempre permanecía anclado, sin llegar a zarpar jamás. Lisey nunca había reparado en el parecido existente entre la voz de su madre y la de su hermana mayor hasta revivir aquel recuerdo. Y...
    Algo acerca de una historia. Tu historia. La historia de Lisey.
    ¿Había dicho eso Amanda? Ahora se le antojaba un sueño y no estaba del todo segura, pero creía que sí.
    Y la colcha afgana. Sólo que...
    -Sólo que la llamó africana –musitó Lisey-. La llamó africana, lo llamaba dáliva, no dalia ni dalila.
    -¿Lisey? –la llamó Amanda desde la alcoba-. ¿Has dicho algo?
    -Estaba hablando sola, Manda.
    -Eso significa que tienes dinero en el banco –repuso Amanda.
    A partir de entonces sólo se oyó la banda sonora de la película. A Lisey le parecía recordar cada compás, cada acorde de aquella música.
    Si me dejaste una historia, Scott, ¿dónde está? Aquí en el estudio no, apuesto lo que sea. Y en el granero tampoco, porque allá abajo no hay más que dávilas falsas como Ike vuelve a casa.
    Pero eso no era del todo cierto. Había encontrado al menos dos premios de verdad en el granero, la pala de plata y la caja de cedro de la buena de ma, escondida bajo la cama de Bremen. Con el capricho en su interior. ¿Era eso a lo que se refería Amanda?
    Lisey no lo creía. Aquella caja contenía una historia, pero era su historia, Scott y Lisey: Ahora somos dos. Así pues, ¿cuál era la historia de Lisey? ¿Y dónde estaba?
    Y hablando de dónde, ¿dónde estaba el Príncipe Negro de los Incunks?
    Ni en el contestador de Amanda ni en el del granero. Lisey sólo había encontrado un mensaje en el contestador de la casa, y era del agente Alston. “Señora Landon, la tormenta ha ocasionado bastantes daños en el pueblo, sobre todo en el extremo sur. Alguien, espero que yo mismo o Dan Boeckman, irá a verla lo antes posible, pero entretanto quiero recordarle que cierre las puertas con llave y no deje entrar a nadie que no pueda identificar. Eso significa que debe hacerles quitarse el sombrero o la capucha del impermeable aunque llueva a mares, ¿de acuerdo? Y lleve el móvil encima todo el rato. Recuerde, en caso de emergencia sólo tiene que pulsar la tecla de marcación rápida y el 1. La pasarán de inmediato con la oficina del sheriff.
    -Genial –había comentado Amanda-. Eso significa que todavía no se nos habrá coagulado la sangre cuando lleguen. Seguro que eso acelera las pruebas de ADN.
    Lisey no se había molestado en contestar. No tenía intención de permitir que la oficina del sheriff del condado de Castle se encargara de Jim Dooley. Por lo que a ella respectaba, Jim Dooley podía haberse rebanado el cuello con su abrelatas Oxo.
    La luz del contestador del granero parpadeaba cuando entró, y en la pantallita de mensajes recibidos brillaba el 1, pero cuando pulsó el botón de escucha, tan sólo oyó tres segundos de silencio, una inspiración muy suave y el chasquido de la comunicación interrumpida. Podía tratarse de alguien que se había equivocado de número, porque mucha gente se equivocaba y luego colgaba, pero Lisey sabía que no era así.
    No. Había sido Dooley.
    Lisey se reclinó en la silla de la oficina, deslizó un dedo por la empuñadura de goma del .22, lo cogió y abrió el tambor. Era bastante fácil cuando ya lo habías hecho un par de veces. Cargó las cámaras y volvió a cerrar el tambor, que emitió un leve pero firme clic.
    En la otra estancia, Amanda rió por algo de la película. Lisey esbozó una sonrisa. No creía que Scott hubiera planeado todo aquello; si ni siquiera planeaba sus libros, por complejos que fueran algunos de ellos. Afirmaba que planificarlos le habría quitado la gracia al proceso, que para él escribir un libro que era como descubrir un hilo de colores llamativos en la hierba y seguirlo hasta donde lo llevara. A veces el hilo se rompía y acababas con las manos vacías, pero a veces, si tenías suerte, si eras valiente y perseverabas, te conducía hasta un tesoro. Y el tesoro nunca era el dinero que te pagaban por el libro, sino el libro en sí mismo. Lisey suponía que los Roger Dashmiel del mundo no lo creían, y que Joseph Woodbody sin duda estaba convencido de que debía de tratarse de algo más elevado, sublime, pero Lisey había convivido con él y le creía. Escribir un libro era como ir a la caza de una dáliva. Lo que nunca le había contado, aunque suponía que siempre lo había intuido, era que si el hilo no se rompía, siempre conducía a la playa. Al lago al que todos acudimos a beber, arrojar nuestras redes, nadar y a veces ahogarnos.
    ¿Y lo sabía? ¿Supo al final que aquello era el final?
    Lisey se irguió un poco en la silla, intentando recordar si Scott había tratado de disuadirla de que lo acompañara en aquel viaje a Pratt, una pequeña pero prestigiosa escuela de artes donde había realizado la primera y última lectura de La perla secreta. Se había desplomado durante la recepción organizada tras la lectura. Una hora y media más tarde, Lisey estaba a bordo de un avión, y uno de los invitados a la recepción, un cirujano cardiovascular cuya esposa lo había arrastrado a la lectura de Scott, lo estaba operando para intentar salvarle la vida o al menos prolongársela el tiempo suficiente para trasladarlo a un hospital más grande.
    ¿Lo sabía? ¿Intentó dejarme en casa adrede porque sabía lo que se avecinaba?
    No estaba convencida de ello, pero al recibir la llamada del profesor Meade, ¿acaso no comprendió que Scott sin duda sabía que se acercaba algo? ¿Si no el chaval larguirucho, entonces eso? ¿No era acaso ésa la razón por la que todos sus asuntos estaban en perfecto orden, por la que había dispuesto todos los papeles necesarios? ¿No era acaso ésa la razón por la que había previsto los problemas futuros de Amanda con tanta meticulosidad?
    Será mejor que venga en cuanto haya autorizado la intervención, le había aconsejado el profesor Meade. Y ella lo había hecho. Había llamado a una compañía de vuelos chárter a la que recurrían a menudo tras hablar con una voz anónima de las oficinas del Hospital Comunitario de Bowling Green. Al llamar se había identificado como la esposa de Scott Landon y dado autorización al doctor Jantzen para que realizara una toracotomía (palabreja que apenas podía pronunciar) y demás “intervenciones necesarias”. Se había mostrado más segura de sí misma en la llamada a la compañía aérea. Quería el avión más rápido que tuvieran disponible. ¿El Gulfstream era más rápido que el Lear? Perfecto, pues el Gulfstream.
    En la alcoba de entretenimiento, en el universo en blanco y negro de La última película, donde Anarene era el hogar y donde Jeff Bridges y Timothy Bottoms siempre serían unos chavales, el viejo Hank cantaba a Kaw-Liga, el aguerrido jefe indio.
    Fuera, el mundo había empezado a enrojecer, como sucedía cuando se avecinaba el crepúsculo en cierta tierra mítica descubierta largo tiempo atrás por dos niños asustados de Pensilvania.
    Todo ha sucedido muy deprisa, señora Landon. Ojalá tuviera alguna respuesta, para usted, pero no la tengo. Quizás el doctor Jantzen le sea de más ayuda.
    Pero no fue así. El doctor Jantzen realizó la toracotomía, pero tampoco ella aportó respuestas.
    No sabía lo que era, pensó Lisey, mientras el sol arrebolado se acercaba a las colinas del oeste. No sabía qué era una toracotomía, no sabía qué estaba pasando..., aunque en honor a la verdad, a pesar de todo lo que había ocultado detrás de la cortina violeta, sí lo sabía.
    Los pilotos habían encargado una limusina cuando aún estaban en el aire. El Gulfstream aterrizó pasadas las once, y llegó al montón de bloque de hormigón que llamaban hospital poco después de medianoche, pero había sido un día caluroso, y todavía hacía calor.
    Recordaba que, cuando el conductor le abrió la puerta, tuvo la sensación de que podía alargar las manos, retorcérselas y escurrir la humedad del aire.
    Y había perros ladrando, por supuesto, parecía que todos los perros de Bowling Green ladraban a la luna, y oh, Dios mío, hablando de dejà vu, había un anciano pasando la mopa por el vestíbulo y dos ancianas sentadas en la sala de espera, gemelas idénticas a juzgar por su aspecto, de ochenta años cuando menos, y frente a mí


    2

    Frente a ella hay dos ascensores pintados de azul grisáceo. Ante ellos, una señal sobre un caballete que dice FUERA DE SERVICIO. Lisey cierra los ojos y extiende la mano a ciegas para apoyarse en la pared, por un instante bastante convencida de que se va a desmayar. ¿Y por qué no? Tiene la sensación de que no sólo ha viajado en el espacio, sino también en el tiempo. Esto no es Bowling Green en 2004, sino Nashville en 1988. Su marido tiene problemas pulmonares, desde luego, pero del calibre .22. Un psicópata le ha metido una bala en el cuerpo y le habría metido más si Lisey no hubiera sido tan rápida con la pala de plata.
    Espera a que alguien le pregunte si se encuentra bien o incluso la agarre para impedir que pierda el equilibrio, pero sólo se oye el susurro de la mopa del empleado de la limpieza, y más lejos, el suave tintineo de una campanilla que le recuerda otra campanilla en otro lugar, una campanilla que a veces suena tras la cortina violeta que ha corrido cautelosamente para ocultar ciertas partes de su pasado.
    Abre los ojos y observa que la recepción está desierta. Hay luz tras la ventanilla de información, de modo que Lisey supone que debe de haber alguien de guardia, pero la persona en cuestión se ha ausentado, quizás para ir al lavabo. Las ancianas gemelas de la sala de espera tienen la mirada clavada en lo que parecen revistas idénticas de sala de espera. Al otro lado de la puerta de entrada, la limusina está detenida tras los faros amarillos encendidos como un exótico pez de aguas profundas. En este lado de la puerta, un hospital de ciudad pequeña dormita en las primeras horas de un nuevo dìa, y Lisey comprende que si no arrea, como habría dicho el dandy, se quedará más sola que la una. Esta sensación no engendra temor, irritación ni perplejidad, sino más bien una profunda pena. Más tarde, durante el vuelo de regreso a Maine en compañía del ataúd con los restos mortales de su esposo, pensará: Fue entonces cuando supe que Scott no saldría de allí con vida. Había llegado al final del camino. Tuve una premonición. ¿Y sabes una cosa? Creo que fue el rótulo delante de los ascensores el que me la provocó. El puñetero rótulo de FUERA DE SERVICIO. Sí.
    Puede buscar el directorio del hospital o pedir indicaciones al empleado de la limpieza, pero no hace ninguna de las dos cosas. Está segura de que encontrará a Scott en la UCI del hospital si la operación ya ha terminado, y de que encontrará la UCI en la tercera planta. Es una intuición tan potente que casi espera ver una alfombra mágica hecha con un saco de harina flotando al pie de la escalera cuando llega a ella, un rectángulo polvoriento de algodón con las palabras LA MEJOR HARINA DE PILLSBURY impresas en ella. Por supuesto, no ve tal cosa, y al llegar a la tercera planta está sudada, pegajosa y con el pulso acelerado. Pero la puerta indica CUIDADOS INTENSIVOS HCBG, y la sensación de estar despierta y al mismo tiempo inmersa en un sueño en el que el presente y el pasado están atrapados en un bucle infinito se intensifa aún más.
    Está en la habitación 319, piensa Lisey. Está segura de ello pese a observar que se han producido numerosos cambios desde la última vez que acudió a ver a su marido a un hospital. El más evidente es la pantalla de televisión instalada delante de cada habitación, en la que se ven múltiples datos en rojo y verde. Los únicos que Lisey conoce a ciencia cierta son el pulso y la tensión arterial. Ah, y también figuran los nombres: COLVETTE-JOHN, DUMBARTON-ADRIAN, TOWSON-RICHARD, VANDERVEAU-ELIZABETH (Lizzie Vanderveau, menudo trabalenguas, piensa), DRAYTON-FRANKLIN. Se está acercando a la 319 y piensa: La enfermera saldrá de la habitación de Scott con la bandeja en la mano y de espaldas a mí; no será mi intención sobresaltarla, pero por supuesto lo haré. Se le caerá la bandeja. A los platos y la taza de café no les pasará nada, porque son soldados veteranos de cantina, pero el vaso de zumo se romperá en mil pedazos.
    Pero ahora no es por la mañana, sino de madrugada, no hay ventiladores de techo agitando el aire, y el nombre que figura en el monitor instalado ante la 319 dice YANEZ-THOMAS. No obstante, la sensación de déjà vu es lo bastante intensa para obligarla a asomar la cabeza y ver la inmensa figura de un hombre, Thomas Yanez, tendido en la cama individual. De repente la embarga una sensación como las que quizás experimenten los sonámbulos al despertar; mira a su alrededor con temor y confusión crecientes, pensando ¿Qué estoy haciendo aquí? Me voy a meter en un buen lío por haber subido sola. Y a renglón seguido piensa: TORACOTOMÍA. Y piensa: EN CUANTO HAYA AUTORIZADO LA INTERVENCIÓN, y casi le parece ver la palabra INTERVENCIÓN palpitando en letras sangrientas, y en lugar de irse sigue avanzando a buen paso por el pasillo brillantemente iluminado hacia el lugar donde sin duda se encuentra el control de enfermería. De repente la asalta una idea terrible
    (y si ya)
    pero la aparta de su mente, la aparta con todas sus fuerzas.
    En el control de enfermería, una enfermera ataviada con un uniforme en el que unos personajes de dibujos animados de la Warner Bros. hacen cabriolas enloquecidas, toma notas en una serie de gráficas dispuestas ante ella. Otra habla en voz baja por un micrófono diminuto prendido a la solapa de su camisa más tradicional de rayón al tiempo que por lo visto consulta una cifras en el monitor de un ordenador. Tras ella, un pelirrojo desgarbado está espatarrado en una silla plegable con el mentón apoyado sobre la pechera de su camisa de vestir blanca. Hay una americana oscura a juego con los pantalones que lleva colgada del respaldo. Se ha quitado los zapatos y la corbata (Lisey ve la punta asomada al bolsillo de la americana), y tiene las manos entrelazadas sobre el regazo. Lisey quizás ha tenido la premonición de que Scott no saldrá con vida del hospital de Bowling Green, pero no tiene ni la menor idea de que está mirando al médico que acaba de operarlo, prolongándole la vida el tiempo suficiente para que puedan despedirse después de veinticinco años de vida en común casi siempre buena...,
    qué narices, casi siempre genial. En este momento, Lisey le echa unos diecisiete años y se dice que quizás sea el hijo de una de las enfermeras de la UCI.
    -Disculpen –dice Lisey.
    Las dos enfermeras dan un respingo. Esta vez, Lisey ha conseguido sobresaltar a dos enfermeras en lugar de una sola. La enfermera del micrófono habrá grabado un “¡Oh!” en la cinta. A Lisey le importa un pimiento.
    -Me llamo Lisa Landon, y tengo entendido que mi marido, Scott...
    -Ah, sí, señora Landon, por supuesto –responde la enfermera que lleva a a Bugs Bunny en un pecho y a Elmer Fudd apuntándole con una escopeta desde el otro mientras el Pato Lucas los mira desde el valle que abre bajo ellos-. El doctor Jantzen la esperaba para hablar con usted. Fue él quien le practicó los primeros auxilios en la recepción.
    Lisey aún no entiende nada, en parte quizás porque no ha tenido tiempo de consultar la palabra toracotomía en el diccionario.
    -Scott... ¿Perdió el conocimiento? ¿Se desmayó?
    -El doctor Jantzen le dará todos los detalles. ¿Sabe que le practicó una pleurectomía parietal además de una toracotomía?
    ¿Pleure qué? Lo más fácil parece ser responder que sí. Entretanto, la enfermera que estaba grabando datos en la cinta alarga la mano y zarandea un poco al pelirrojo dormido. Cuando abre los ojos, Lisey advierte que se ha equivocado respecto a su edad y que probablemente es lo bastante mayor para beber alcohol, pero... no pretenderán decirle que él es quien le ha abierto el pecho a su marido..., ¿verdad?
    -La operación –farfulla Lisey.
    No sabe a cuál de los tres se dirige. Detecta a las claras la desesperación en su voz; no le gusta, pero no puede hacer nada por evitarla.
    -¿Ha salido bien?
    La enfermera de la Warner Bros. vacila un instante, y Lisey lee todos sus temores reflejados en aquellos ojos que de repente se apartan de ella.
    -Éste es el doctor Jantzen –anuncia la enfermera, mirándola de nuevo-. La estaba esperando.


    3

    Tras el primer instante soñoliento, el doctor Jantzen se despabila a toda prisa. Lisey supone que se trata de una cualidad propia de los médicos, así como de los policías y los bomberos. Desde luego, no de los escritores. Ni siquiera podías dirigirle la palabra antes de que se hubiera tomado un par de cafés.
    Repara que acaba de pensar en su marido en tiempo pasado, y una oleada glacial le eriza los pelos de la nuca y le pone la piel de la gallina. La sensación va seguida de una impresión de ingravidez maravillosa y terrible a un tiempo, como si estuviera a punto a alejarse flotando como un globo al que han cortado el cordel. Alejarse flotando a
    (calla pequeña Lisey déjalo correr)
    otro lugar. La luna, tal vez. Lisey se ve obligada a clavarse las uñas en las palmas de la mano para no perder el equilibrio.
    El doctor Jantzen susurra algo a la enfermera de la Warner Bros, que lo escucha y asiente.
    -No olvide ponerlo por escrito, ¿de acuerdo?
    -Antes de las dos estará hecho –promete Jantzen.
    -¿Está seguro de que quiere hacerlo así? –insiste la enfermera, sin ánimo de confrontación, piensa Lisey, sino tan sólo para cerciorarse de que lo ha entendido bien.
    -Sí –asiente él.
    Acto seguido, Jantzen se volvió hacia Lisey y le pregunta si está lista para subir a la UA Alton. Ahí es donde se encuentra su marido, le explica. Lisey asiente.
    -Bien –dice Jantzen con una sonrisa cansada y no demasiado auténtica-. Espero que haya traído las botas de montaña, porque está en la quinta planta.
    Cuando emprenden el camino de regreso hacia la escalera (pasando por delante de YANEZ-THOMAS y VANDERVEAUX-ELIZABETH), la enfermera de la Warner Bros. habla por teléfono. Más tarde, Lisey entenderá que en la conversación susurrada, Jantzen le ha ordenado a la enfermera que llame arriba y mande desconectar a Scott del respirador. Si es que está lo bastante consciente para reconocer a su mujer y oír su despedida. Tal vez incluso para despedirse a su vez de ella en caso de que Dios le conceda una última bocanada de aire con que activar sus cuerdas vocales. Más tarde, Lisey comprenderá que desconectarlo del respirador ha reducido su esperanza de vida de unas horas a unos minutos, pero que Jantzen lo consideró adecuado, puesto que en su opinión el paso de las horas no ofrecía a Scott ninguna esperanza de recuperación. Más tarde comprenderá que lo han instalado en el cubículo que el pequeño hospital comunitario destina a los enfermos infecciosos.
    Más tarde.


    4

    Durante el lento pero constante ascenso por la calurosa escalera hasta la quinta planta, Lisey descubre que Jantzen apenas puede explicarle nada sobre lo que le ocurre a Scott, porque apenas sabe nada. La toracotomía no se ha efectuado para curarlo, dice, sino tan sólo para extraerle el líquido acumulado, y la intervención suplementaria ha servido para liberar el aire atrapado en las cavidades pleurales.
    -¿De qué pulmón estamos hablando, doctor Jantzen? –le pregunta.
    -De ambos –responde él, aterrándola.


    5

    Es entonces cuando el médico le pregunta cuánto tiempo lleva Scott enfermo y si fue al médico “antes de que su trastorno actual se agravara”. Lisey le contesta que Scott no sufría ningún trastorno, que no estaba enfermo. Lleva unos diez días con mucosidad, tosiendo un poco y estornudando, pero nada más. Ni siquiera tomaba antihistamínicos, aunque estaba convencido de que se trataba de una alergia, y ella también. Lisey sufre síntomas parecidos cada final de primavera y principio de verano.
    -¿Tos profunda? –pregunta el médico cuando se acercan al rellano de la quinta planta-. ¿Tos profunda y seca, como la tos matinal de un fumador? Siento lo de los ascensores, por cierto.
    -No pasa nada –responde Lisey, procurando no jadear-. Sí que tenía tos, pero nada serio, ya se lo he dicho. Antes fumaba, pero lo dejó hace años –Cree-. A lo mejor ha sido un poco más fuerte los últimos dos días, y me despertó una vez por la noche...
    -¿Anoche?
    -Sí, pero bebió un vaso de agua y se le pasó.
    El doctor Jantzen empieza a abrir la puerta, que da a otro silencioso pasillo de hospital, y Lisey le apoya una mano en el brazo para detenerlo.
    -Escuche. Las lecturas como las de anoche... Antes, Scott aguantaba media docena de esos bolos aunque tuviera cuarenta de fiebre. Se chutaba a base de aplausos y seguía. Pero eso se acabó hace cinco, quizás incluso siete años. Si hubiera estado enfermo, habría llamado al profesor Meade, el director del Departamento de Literatura Inglesa, para cancelar la puñe..., la lectura.
    -Señora Landon, cuando ingresó, su marido estaba a cuarenta y uno de fiebre.
    Lisey no puede más que mirar al doctor Jantzen, ese personaje de cara adolescente tan poco digna de confianza, con horror mudo y algo que no exactamente incredulidad. Sin embargo, más tarde empezará a cobrar forma una imagen. Existen suficientes testimonios, combinados con ciertos recuerdos que se resisten a permanecer del todo enterrados, para mostrarle cuanto necesita ver.
    Scott tomó un vuelo chárter de Portland a Boston, y de allí tomó un vuelo de la United a Kentucky. Más tarde, una azafata del vuelo de United que le pidió un autógrafo contó a un periodista que el señor Landon se había pasado “casi todo el vuelo” tosiendo y que estaba muy rojo. “Cuando le pregunté si se encontraba bien”, declaró al periodista, “me contestó que sólo era un catarro de verano, que acababa de tomarse un par de aspirinas y que en seguida estaría bien.”
    Frederic Borent, el estudiante de posgrado que fue a recibirlo al aeropuerto, también habló de la tos y explicó que Scott le había pedido que parara en la farmacia para comprar un frasco de antitusivo. “Creo que estoy incubando la gripe”, comentó a Borent. Éste explicó que la lectura le hacía mucha ilusión y que le preguntó si podría hacerla. “Se sorprendería de lo que puedo hacer”, le había respondido Scott.
    Borent se sorprendió, en efecto. Estaba encantado, al igual que la mayor parte del público que asistió a la lectura. Según el Daily News de Bowling Green, la lectura fue “casi una sesión de hipnosis”, y durante ella Scott tan sólo se detuvo para emitir unas leves tosecitas que no le costó contener tomando unos sorbos de agua del vaso que tenía en el atril. Al hablar con Lisey, Jantzen le confesó que lo había asombrado la vitalidad de Scott. Y fue su asombro, junto con el mensaje que le transmitió por teléfono el director del Departamento de Literatura Inglesa, lo que abrió un desgarrón en la cuidadosa cortina de represión que había colgado Lisey, al menos durante un tiempo. Lo último que Scott le dijo a Meade después de la lectura y justo antes de la recepción fue: “Llame a mi mujer, ¿quiere? Dígale que quizás tenga que venir. Dígale que me parece que he comido la comida que no debía después de ponerse el sol. Es una especie de broma privada.”


    6

    Lisey expresa sus peores temores al joven doctor Jantzen sin pensar.
    -Scott se va a morir, ¿verdad?
    Jantzen titubea, y de repente Lisey se da cuenta de que quizás sea joven, pero desde luego no es un crío.
    -Quiero que lo vea –dice tras un silencio que a Lisey se le antoja eterno-. Y quiero que él la vea a usted. Está consciente, pero puede que no por mucho rato. ¿Me acompaña?
    Jantzen camina muy deprisa. Se detiene en el control de enfermería, y el enfermero de guardia levanta la mirada de la revista que está leyendo, Geriatría
    moderna. Jantzen habla con él en voz baja, pero reina tal silencio en la planta que Lisey distingue con claridad las tres palabras que pronuncia el enfermero y que la aterran:
    -La está esperando.
    Al final del pasillo hay dos puertas cerradas con el siguiente mensaje escrito en letras color naranja brillante:
    UNIDAD DE AISLAMIENTO ALTON
    PASEN POR CONTROL DE ENFERMERÍA ANTES DE ENTRAR
    OBSERVEN TODAS LAS PRECAUCIONES
    POR SU BIEN
    POR EL DE ELLOS
    USO OBLIGATORIO DE MASCARILLA Y GUANTES EN ALGUNOS CASOS

    A la izquierda de las puerta hay una pica; Jantzen se lava las manos e indica a Lisey que haga lo propio. Sobre una camilla situada a la derecha yacen mascarillas de gasa, guantes de látex en sobres sellados, fundas amarillas para zapatos en una caja de cartón con las palabras PARA TODOS LOS NÚMEROS impresas en ella, así como un pulcro montón de batas de quirófano.
    -Aislamiento –comenta Lisey-. Ni que mi marido tuviera el puñetero síndrome de Andrómeda.
    Jantzen titubea un instante antes de contestar.
    -Creemos que tal vez haya contraído alguna clase de neumonía exótica, tal vez incluso la gripe aviar, pero sea lo que fuere, no hemos logrado identificarlo, y lo está...
    No termina la frase, por lo visto no sabe cómo hacerlo, y Lisey le echa una mano.
    -Lo está haciendo polvo –dice.
    -Bastará con que se ponga la mascarilla, señora Landon, a menos que tenga alguna herida. No he visto nada...
    -No creo que tenga que preocuparme por heridas ni que necesite mascarilla –lo ataja y empuja la hoja izquierda de la puerta doble antes de que él pueda interponer objeción alguna-. Si fuera contagioso, ya me lo habría pasado.
    Jantzen la sigue al interior de la unidad de aislamiento Alton mientras se desliza una de las mascarillas verdes sobre nariz y boca.


    7

    Sólo hay cuatro habitaciones al final del pasillo de la quinta planta, y sólo uno de los monitores de televisión está encendido; sólo una de las habitaciones emite los pitidos típicos de la maquinaria de hospital, y el susurro leve y constante del oxígeno. El nombre que figura en el monitor bajo el pulso espantosamente rápido, 178 pulsaciones por minuto, y la tensión arterial espantosamente baja, 79/44, es LANDON-SCOTT.
    La puerta está entreabierta. En ella se ve un rótulo con una llama anaranjada tachada con una X. Bajo ella, escrito en brillantes letras rojas, se lee el siguiente mensaje: NI LLAMAS NI CHISPAS. Lisey no es escritora ni mucho menos poeta, pero en estas palabras lee cuanto necesita saber acerca del fin de las cosas; es la línea que subraya su matrimonio, como quien subraya una lista de números antes de sumarlos. Ni llamas ni chispas.
    Scott, que por la mañana se ha despedido de ella con su habitual exclamación impertinente, “¡Hasta luego, coco-lisey!” y el retumbar del rock retro de los Flamin’ Groovies en el CD de su viejo Ford, ahora yace en la cama con el rostro blanco como la
    leche, mirándola. Sólo sus ojos parecen estar del todo vivos, aunque excesivamente ardientes. Arden como los ojos de una lechuza atascada en una chimenea. Está tendido de costado. Han apartado el respirador de la cama, pero Lisey distingue la flema viscosa en el tubo y sabe
    (calla pequeña Lisey)
    que en esa mierda verde pululan gérmenes o microbios o ambas cosas que nadie logrará identificar jamás, ni aun con el mejor microscopio de electrones del mundo, ni aun con ayuda de todas las bases de datos que existen sobre la faz de la tierra.
    -Hola, Lisey...
    Habla en un susurro casi inaudible (Un soplo de nada bajo la puerta, como habría dicho el viejo dandy), pero Lisey lo oye con claridad y se acerca a él. Alrededor del cuello lleva colgada una mascarilla de plástico que sopla oxígeno con un siseo. Dos tubos de plástico surgen de su pecho, en el que se ven dos incisiones recién grapadas que recuerdan el dibujo infantil de un pájaro. Los tubos que le salen por la espalda parecen grotescamente enormes en comparación con los delanteros. A los ojos consternados de Lisey, parecen mangueras de radiador. Son transparentes, y en ellos ve un líquido turbio y fragmentos ensangrentados de tejido que desembocan en una especie de maletín instalado en la cama junto a él. Esto no es Nashville; no es una bala del .22; pese a que su corazón se rebela contra los hechos, el primer vistazo la convence de que Scott no verá salir el sol mañana.
    -Scott –dice al tiempo que se arrodilla junto a la cama y le toma la mano ardiente-. ¿Se puede saber qué puñeta has hecho esta vez?
    -Lisey –musita Scott y alcanza a apretarle la mano un poco.
    Su respiración es un sibilancia estridente y entrecortada que recuerda bien de aquel día en el aparcamiento. Lisey sabe exactamente lo que dirá a continuación, y Scott no la defrauda.
    -Tengo tanto calor, Lisey. ¿Hielo?... ¿Por favor?
    Lisey desvía la mirada hacia la mesilla, pero no hay nada. Mira por encima del hombro al médico que la ha acompañado hasta allí, ahora convertido en el Vengador Pelirrojo Enmascarado.
    -Doctor... –empieza, pero de repente se queda en blanco-. Lo siento, he olvidado su nombre.
    -Jantzen, señora Landon, y no se preocupe.
    -¿Podrían traerle un poco de hielo a mi marido? Dice que...
    -Sí, por supuesto, yo mismo iré a buscarlo.
    Sale de la habitación al instante. Lisey comprende que deseaba un pretexto para dejarlos a solas.
    Scott vuelve a oprimirle la mano.
    -Me voy –anuncia con la misma voz apenas audible-. Lo siento. Te quiero.
    -¡No, Scott! –y añade, aunque sea absurdo-: ¡El hielo! ¡Ahora te traen hielo!
    Con lo que sin duda es un esfuerzo ímprobo, porque su respiración se torna más estridente aún, Scott levanta la mano y la acaricia la mejilla con un dedo abrasado. Es entonces cuando Lisey rompe a llorar. Sabe lo que debe preguntarle. La voz asustada que nunca la llama Lisey, sino pequeña Lisey, la guardiana de los secretos, le advierte a gritos que no lo haga, para Lisey la aparta de un empujón mental. Todo matrimonio veterano tiene dos corazones, uno claro y otro oscuro. Y aquí está el corazón oscuro del suyo.
    Se acerca a él, a su calor agonizante. Percibe los últimos vestigios de la espuma con que se afeitó ayer por la mañana y la del champú de árbol de té con que se lavó el pelo. Se acerca hasta que sus labios rozan la oreja ardiente de su marido.
    -Ve, Scott. Arrástrate hasta el puñetero lago, si hace falta. Si el médico vuelve y encuentra la cama vacía, ya me inventaré algo, da igual, pero ve al lago y cúrate, hazlo, hazlo por mí, maldita sea.
    -No puedo –susurra Scott.
    En ese momento empieza a toser de un modo que la hace retroceder un poco. Cree que esa tos apergaminada lo matará, que lo abrirá en canal, pero de algún modo consigue controlarla. ¿Y por qué? Porque aún tiene algo que decir. Incluso allí, en su lecho demuerte, en una unidad de aislamiento desierta a la una de la madrugada, en medio de un pueblucho perdido en Kentucky, Scott quiere decir la suya.
    -No... funcionará
    -¡Entonces iré yo! ¡Ayúdame!
    Pero Scott menea la cabeza.
    -Está en el camino... del lago. La cosa.
    Lisey sabe de inmediato a qué se refiere. Impotente, mira hacia uno de los vasos de agua, donde a veces se vislumbra la cosa de pelaje moteado. Allí, o en un espejo, o por el rabillo del ojo. Siempre en plena noche. Siempre cuando estás perdido, o atenazado por el dolor, o ambas cosas. El chaval de Scott. El chaval larguirucho...
    -Dur... miendo.
    Un extraño sonido surge de los pulmones destrozados de Scott. Lisey cree que se ahoga y alarga la mano hacia el timbre, pero entonces observa un destello mordaz en sus ojos febriles y comprende que se está riendo o al menos intentándolo.
    -Durmiendo en... el camino. Costado... alto... cielo...
    Vuelve los ojos hacia el techo, y Lisey está convencida de que intenta decirle que su costado es tan alto como el cielo.
    Scott tironea la mascarilla de oxígeno, pero no consigue levantarla. Lisey se la coloca sobre la nariz y la boca. Scott aspira varias bocanadas profundas de aire y luego le pide por señas que se la quite. Lisey lo hace, y durante unos instantes, tal vez un minuto entero, su voz se fortalece.
    -Fui a Boo’ya Moon desde el avión –explica, maravillado-. Nunca había intentado nada parecido. Creí que me caería, pero aparecí en la Colina del Amor, como siempre. Volví a ir desde el lavabo... en el aeropuerto. La última vez... desde el camerino, justo antes de la lectura. Sigue allí. El viejo Freddy. Sigue ahí mismo.
    Por el amor de Dios, si incluso le ha puesto nombre a la puñetera cosa ésa.
    -No podía llegar al lago, así que comí unas bayas..., por lo general están bien..., pero...
    No puede terminar la frase. Lisey vuelve a ponerle la mascarilla.
    -Era demasiado tarde –constata mientras Scott respira oxígeno puro-. Era demasiado tarde, ¿verdad? Las comiste después de ponerse el sol.
    Scott asintió.
    -Pero no se te ocurrió otra cosa.
    Scott asiente de nuevo y le indica que le retire la mascarilla.
    -¡Pero en la lectura estabas bien! –exclama Lisey-. ¡El profesor Meade dice que estuviste fantástico!
    Scott está sonriendo, tal vez la sonrisa más triste que Lisey ha visto en su vida.
    -Rocío –dice-. Lo lamí de las hojas. La última vez, cuando fui... desde el camerino. Creí que podría...
    -Creíste que podría curarte. Como el agua del lago.
    Scott asiente con los ojos, que no se apartan de los suyos en ningún momento.
    -Y te pusiste mejor. ¿Durante un rato?
    -Sí, un rato. Ahora...
    Se encoge de hombros para señalizar que lo siente y vuelve la cabeza a un lado. Esta vez el ataque de tos es peor, y Lisey observa horrorizada que el fluido que llena los tubos es cada vez más denso y rojo. Scott le agarra de nuevo la mano.
    -Estaba perdido en la oscuridad –susurra-. Tú me encontraste.
    -Scott, no...
    Scott asiente. Sí.
    -Me viste entero. Todo...
    Emplea la mano libre para describir un débil círculo: Todo igual. Sonríe una vez más sin dejar de mirarla.
    -¡Aguanta, Scott! ¡Aguanta!
    Él asiente como si Lisey lo hubiera comprendido por fin.
    -Aguanta..., espera a que cambie el viento.
    -¡No, Scott, el hielo! –grita, porque no se le ocurre otra cosa-. ¡Espera el hielo!
    Tesoro, dice Scott. Cariño. Y a partir de entonces el único sonido es el siseo constante de la mascarilla de oxígeno que lleva colgada alrededor del cuello. Lisey se lleva las manos al rostro


    8

    y cuando las retiró, estaban secas. Estaba sorprendida y al mismo tiempo no lo estaba. Sin lugar a dudas, sentía alivio; tal vez por fin había terminado el duelo. Suponía que aún le quedaba mucho trabajo por hacer en el estudio de Scott, porque Amanda y ella apenas si habían empezado, pero consideraba que había hecho progresos inesperados en la limpieza de su propia porquería a lo largo de los últimos dos o tres días. Al tocarse el pecho herido, apenas sintió dolor alguno. Es elevar la autosanación a otro nivel, se dijo con una sonrisa.
    En la otra habitación, Amanda increpó al televisor.
    -¡Venga, capullo! Deja a esa zorra, ¿no ves que no vale nada?
    Lisey ladeó la cabeza en aquella dirección y dedujo que Jacy estaba a punto de engatusar a Sonny para que se casara con ella. La película estaba a punto de terminar.
    Debe de haberse saltado una parte, pensó, pero al alzar la vista hacia la oscuridad que envolvía la claraboya, comprendió que no era así. Llevaba más de una hora y media sentada al Gran Jumbo de Dumbo, reviviendo el pasado. Trabajándose un poco, como les gustaba decir a los esotéricos. ¿Y qué conclusiones había sacado? Que su marido había muerto, nada más. Muerto y enterrado. No la estaba esperando en el camino de Boo’ya Moon ni sentado en uno de esos bancos de piedra donde lo había encontrado una vez. Scott había dejado atrás Boo’ya Moon. Al igual que Huck, se había largado a los Territorios.
    ¿Y qué provocó la enfermerdad que acabó con su vida? En su certificado de defunción se hablaba de neumonía, y a ella no le importaba. Si hubieran escrito Muerto por los mordiscos de una bandada de patos, Scott seguiría igual de muerto, pero no podía evitar preguntárselo. ¿Había muerto a causa de una flor que arrancó y olió, de un bicho que le clavó el aguijón en la piel mientras el sol sangriento se resguardaba en su morada de truenos? ¿Se la bscó durante una visita rápida a Boo’ya Moon una semana o un mes antes de su última lectura en Kentucky? ¿O quizás la muerte llevaba al acecho varias décadas, emitiendo su tic tac inexorable? Tal vez se debiera a una sola mota de tierra que se le metió bajo la uña mientras cavaba la tumba de su hermano. Un único bicho asesino que había dormido durante años y por fin despertó un día, cuando a Scott se le ocurrió por fin una palabra que llevaba mucho rato buscando y batió de palmas,
    satisfecho. Quizás..., un pensamiento terrible, pero quién sabía, era ella quien le había llevado la muerte tras una de sus visitas, un ácaro mortífero en una partícula de polen que Scott se llevó al besarle la punta de la nariz.
    Oh, mierda, ahora sí que estaba llorando.
    Había visto un paquete cerrado de pañuelos de papel en el cajón superior izquierdo del escritorio. Lo sacó, lo abrió, sacó un par de pañuelos y empezó a enjugarse las lágrimas. En la habitación contigua oyó a Timothy Bottoms gritar: “¡Estaba barriendo, malditos cabrones!” y supo que el tiempo había dado otro de sus torpes saltos. Sólo quedaba una escena, aquella en la que Sonny vuelve con la esposa del entrenador, su amante de mediana edad. Y luego aparecen los créditos.
    Sobre la mesa, el teléfono emitió un leve tintineo. Lisey sabía lo que significaba, al igual que supo lo que significaba el débil círculo que Scott había trazado con la mano al final de su vida, todo igual.
    El teléfono había dejado de funcionar. Alguien había cortado o bien arrancado el cable. Dooley estaba allí. El Príncipe Negro de los Incunks había ido a buscarla.
    XV. Lisey y el chaval larguirucho (Pafko en la pared)


    1

    -¡Amanda, ven aquí!
    -Un momento, Lisey, la película está a punto de...
    -¡Ahora mismo, Amanda!
    Descolgó el teléfono, comprobó que, en efecto, no funcionaba, y volvió a colgarlo. Lo sabía todo, como si siempre hubiera estado ahí, al igual que el sabor dulce en la boca. En un instante cortaría la luz, y si Amanda no llegaba antes de que lo hiciera...
    Pero ahí estaba, de pie en el umbral entre la alcoba y la habitación principal, con aspecto de repente temeroso y envejecido. En el vídeo, la mujer del entrenador estaba a punto de arrojar la taza de café contra la pared, enfadada porque las manos le temblaban demasiado para servirlo. A Lisey no le extrañó descubrir que a ella también le temblaban las manos. Cogió el revólver. Amanda la vio hacerlo y pareció asustarse aún más. Como si hubiera preferido estar en Filadelfia, dadas las circunstancias. O catatónica.
    Demasiado tarde, Manda, pensó Lisey.
    -¿Está aquí, Lisey?
    -Sí.
    A lo lejos, un trueno retumbó como para corroborar su asentimiento.
    -¿Cómo lo sab...?
    -Porque ha cortado el teléfono.
    -El móvil...
    -En el coche. Ahora cortará la luz.
    Llegó al extremo de la enorme mesa de arce rojo, el Gran Jumbo de Dumbo, sí, señor, pensó, podría aterrizar un avión en este maldito trasto. La separaban unos ocho pasos en línea recta de Amanda, ocho pasos sobre la moqueta sobre la que se veían manchas granates de su propia sangre.
    Cuando llegó junto a su hermana, las luces seguían encendidas, y Lisey tuvo un instante de duda. ¿No cabía la posibilidad de que una rama del árbol desprendida a causa de las tormentas de la tarde hubiera arrancado los cables del teléfono?
    Claro, pero no es eso lo que ha pasado.
    Intentó dar el arma a Amanda, pero ésta no quería cogerla. El revólver se estrelló sobre la moqueta, y Lisey se preparó para el estallido del disparo,que sin duda iría seguido del grito de Amanda o del suyo cuando una bala se alojara en el tobillo de una de las dos. Pero el arma no se disparó, sino que permaneció ahí tirada, mirando las musarañas con su único ojo ciego. Al agacharse para recogerla, Lisey oyó un golpe sordo en la planta baja, como si alguien hubiera chocado con algo y lo hubiera volcado. Una caja de cartón llena casi en su totalidad de páginas en blanco, por ejemplo, una caja que formaba parte de toda una pila de ellas.
    Cuando volvió a mirar a su hermana, Amanda tenía las manos, la izquierda sobre la derecha, apretadas contra el escaso pecho. Había palidecido mucho, y sus ojos se habían convertido en dos lagos oscuros de consternación.
    -No puedo coger el arma –susurró-. Mírame las manos.
    Las extendió con las palmas hacia arriba para mostrarle los cortes.
    -Coje la puñetera pistola –insistió Lisey-. No tendrás que dispararle.
    A regañadientes, Amanda cerró los dedos en torno a la empuñadura de goma del Pathfinder.
    -¿Me lo prometes?
    -No, pero casi –replicó Lisey.
    Se volvió hacia la escalera que descendía al granero. Aquel extremo del estudio estaba más oscuro y resultaba mucho más amenazador, sobre todo ahora que Amanda empuñaba el arma. Amanda, tan poco fiable, capaz de hacer cualquier cosa, incluso, más o menos la mitad de las veces, lo que se le pedía.
    -¿Cuál es el plan? –susurró Amanda.
    En la otra habitación, el viejo Hank cantaba de nuevo, y Lisey supo que La última película había terminado.
    Lisey se llevó un dedo a los labios en demanda de silencio
    (ahora debes guardar silencio)
    y se apartó de Amanda. Un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro. Llegó al centro de la estancia, equidistante del Gran Jumbo de Dumbo y el umbral de la alcoba donde Amanda sostenía el .22 con el cañón apuntando a la moqueta manchada de sangre. Se oyó otro trueno. Música country en el vídeo. Silencio en la planta baja.
    -No creo que esté a... –empezó Amanda, y fue entonces cuando se apagaron las luces.


    2

    Durante unos segundos que se le antojaron eternos, Lisey no vio nada y se maldijo por no haberse traído la linterna del coche. Habría sido tan fácil. Pero lo único que podía hacer era quedarse donde estaba y lograr que Amanda también se quedara donde estaba.
    -¡No te muevas, Manda! ¡Quédate quieta hasta que te lo diga!
    -¿Dónde está, Lisey? –preguntó Amanda con voz llorosa-. ¿Dónde está?
    -Aquí mismo, señorita –repuso Jim Dooley en tono ligero desde la negrura que envolvía la escalera-. Y las veo a las dos con estas gafas especiales que llevo. Están un poco verdes, pero las veo muy bien.
    -No es verdad, está mintiendo –aseguró Lisey.
    Sin embargo, sintió un nudo en la boca del estómago; no había contado con que Dooley llevara equipo de visión nocturna.
    -Que me muera si miento, señora –canturreó Dooley.
    Su voz aún procedía de lo alto de la escalera, y el poco Lisey empezó a distinguir una silueta borrosa en aquella zona. No veía su bolsa de los horrores, pero, oh, Dios mío, oyó el crepitar del papel.
    -Las veo lo bastante bien para saber que es la señorita Huesuda quien lleva la pistola. Quiero que la deje en el suelo ahora mismo, señorita Huesuda. Ahora mismo. ¡He dicho que la deje en el suelo ahora mismo! –espetó de repente como un látigo al restallar.
    Ya era noche cerrada, y si había luna, aún no había salido o bien estaba oculta entre las nubes, pero por las claraboyas entraba luz suficiente para que Lisey advirtiera que Amanda empezaba a bajar el arma. Aún no la había dejado caer, pero la estaba bajando. Lisey habría dado lo que fuera por tenerla en sus manos, pero...
    Pero necesito las dos manos libres. Para que cuando llegue el momento te pueda agarrar bien, maldito hijo de puta.
    -No, Amanda, no la sueltes. No creo que tengas que dispararle. Ése no es el plan.
    -El plan es que la suelte, señorita.
    -Entra aquí, en un lugar en el que no se le ha perdido nada, te insulta y encima te dice que sueltes el arma. ¡Tu arma!
    El fantasma apenas visible que era la hermana de Lisey volvió a levantar el revólver. No apuntó al contorno negro que apenas se distinguía entre las sombras en lo alto de la escalera, sino al techo, pero lo importante era que no la había soltado y que había erguido la cabeza.
    -¡He dicho que la suelte! –casi chilló la figura.
    Pero algo en la voz de Dooley reveló a Lisey que sabía que había perdido aquella batalla. La maldita bolsa crepitó de nuevo.
    -¡No! –replicó Amanda-. ¡No pienso soltarla! ¡Váyase..., lárguese de aquí y deje en paz a mi hermana!
    -No lo hará –aseguró Lisey antes de que la sombra en lo alto de la escalera pudiera responder-. No lo hará porque está loco.
    -Más vale que tenga cuidado con lo que dice –advirtió Dooley-. Por lo visto ha olvidado que las veo tan claramente como si estuvieran en un escenario.
    -Pero está loco. Tan loco como aquel crío que disparó a mi marido en Nashville. Gerd Allen Cole. ¿Ha oído hablar de él? Claro que sí, lo sabe todo acerca de Scott. Siempre nos reíamos de los tipos como ustedes, Jimmy...
    -Basta, señora...
    -Los llamábamos Fans del Espacio Exterior. Cole lo era, y usted también. Usted es más astuto y malvado, porque es mayor, pero en el fondo no es tan diferente. Un Fan del Espacio Exterior es un Fan del Espacio Exterior. Viajeros de la Puñetera Vía Láctea.
    -No me hable así –espetó Dooley en el mismo tonto de antes, y esta vez, pensó Lisey, no era para asustarlas-. He venido a hacer negocios.
    La bolsa de papel crujió de nuevo, y Lisey advirtió que la sombra se movía. La escalera se hallaba a unos quince metros del escritorio, en la zona más oscura de la alargada estancia principal, pero Dooley avanzaba hacia ella como propulsado por sus propias palabras, y los ojos de Lisey ya se habían acostumbrado a la negrura. Unos pasos más y las sofisticadas gafas de visión nocturna dejarían de tener importancia. Estarían en pie de igualdad. Al menos visualmente.
    -¿Por qué? Es todo verdad.
    Y lo era. De repente, Lisey sabía cuanto necesitaba saber acerca de Jim Dooley, alias Zack McCool, alias el Príncipe Negro de los Incunks. La verdad le llenaba la boca, como aquel sabor infinitamente dulce. De hecho, era ese sabor.
    -No le provoques, Lisey –aconsejó Amanda con voz aterrada.
    -Se provoca él solo. La única provocación que necesita sale directa del circuito distorsionado y sobrecalentado que tiene por cerebro. Igual que Cole.
    -¡No tengo nada que ver con él! –gritó Dooley.
    Certeza radiante en cada sinapsis, estallando en cada sinapsis. Por supuesto que era posible que Dooley hubiera conocido la historia de Cole al leer acerca de su héroe literario, pero Lisey sabía que no era así. Y todo tenía un sentido más que perfecto, divino.
    -Nunca estuvo en la cárcel de Brushy Mountain; eso no es más que una patraña que le contó a Woodbody, charla de bar. Pero sí que estuvo encerrado, en el loquero. Estuvo en el loquero con Cole.
    -¡Cierre el pico, señora! ¡Hágame el caso y cierre el pico ahora mismo!
    -¡Calla, Lisey! –suplicó Amanda.
    Pero Lisey hizo caso omiso de ambos.
    -¿Hablaban de sus novelas favoritas de Scott Landon... cuando Cole estaba lo bastante medicado para decir algo coherente? Seguro que sí. A él le gustaba Demonios vacíos, ¿verdad? Y a usted, La hija del cabotaje. Un par de Fans del Espacio Exterior hablando de libros mientras les hacían algunos arreglillos en los puñeteros sistemas de control...
    -¡He dicho que cierre el pico!
    La figura surgió flotando de la oscuridad. Como un submarinista al surgir de las aguas negras y profundas a la orilla verdosa. Claro que los submarinistas no llevaban bolsas de papel ante el pecho, como si quisieran protegerse el corazón de los golpes de viudas crueles que sabían demasiado.
    -No voy a repetírselo...
    Pero Lisey siguió sin hacerle caso. No sabía si Amanda aún sostenía el arma y ya no le importaba. Estaba inmersa en aquel delirio.
    -¿Hablaban Cole y usted de los libros de Scott en las sesiones de terapia de grupo? Seguro que sí. Todo ese rollo de la figura paterna. Y luego, cuando lo soltaron, ahí estaba Woodbodrio, como un papá sacado de una novela de Scott Landon. Uno de los papás buenos. Cuando los soltaron del loquero. Cuando lo soltaron de la fábrica de gritos. Cuando lo soltaron de la academia de la risa, como suele de...
    Con un chillido, Dooley dejó caer la bolsa de papel (que emitió un sonido metálico al estrellarse contra el suelo) y se abalanzó sobre Lisey.
    Sí. Por eso necesitaba tener las dos manos libres, tuvo tiempo de pensar ella.
    El grito de Amanda se superpuso al de Dooley. De los tres, Lisey fue la única que no perdió la calma, porque sólo Lisey sabía a ciencia cierta lo que se hacía..., aunque no exactamente por qué. No intentó echar a correr. Abrió los brazos a Jim Dooley y lo estrechó entre ellos como a un amante.


    3

    Dooley la habría derribado y habría aterrizado sobre ella (Lisey estaba segura de que ésa era su intención) de no ser por el escritorio. Permitió que su impulso la empujara hacia atrás y percibió el hedor del sudor en su cabello y en su piel. También sintió que la curva de las gafas se le clavaba en la sien y oyó un rápido castañeo justo debajo de la oreja izquierda.
    Son sus dientes, pensó. Son sus dientes, va a por mi cuello.
    Su trasero chocó contra el largo costado del Gran Jumbo de Dumbo. Amanda gritó otra vez. Se oyó un fuerte disparo, seguido de un destello de luz cegadora.
    -¡Déjala en paz, hijo de puta!
    Mucho rollo, pero ha disparado al techo, pensó Lisey al tiempo que apretaba aún más las manos entrelazadas en la nuca de Dooley mientras él la inclinaba hacia atrás como un compañero de baile al final de un tango particularmente amoroso. Lisey percibió el olor a pólvora. Le zumbaban los oídos y sentía la polla de Dooley, pesada y en erección casi total.
    -Jim –musitó sin soltarlo-. Te daré lo que quieres. Déjame que te dé lo que quieres.
    Dooley aflojó un poco la presión. Lisey percibió su desconcierto. Y de repente, con un alarido felino, Amanda aterrizó sobre la espalda de Dooley, y Lisey cayó de nuevo sobre la mesa. Su columna vertebral emitió un crujido de advertencia, pero distinguía la sombra ovalada del rostro de Dooley con suficiente claridad para saber que estaba muy asustado. ¿Me ha tenido miedo desde el principio? se preguntó.
    Ahora o nunca, pequeña Lisey.
    Buscó sus ojos tras los estrafalarios círculos de las gafas, los encontró y clavó la mirada en ellos. Amanda seguía chillando como un gato con la cola atrapada en una ratonera, y Lisey la vio golpear con los puños los hombros de Dooley. Los dos puños. Así que había disparado una vez al techo y luego soltado el arma. En fin, tal vez fuera lo mejor.
    -Jim.
    Dios, su peso la estaba matando.
    -Jim.
    Dooley bajó la cabeza como hipnotizado por su mirada y el poder de su voluntad. Por un instante, Lisey creyó que no conseguiría llegar hasta él pese a ello. Pero entonces, con un último esfuerzo desesperado, Pafko en la pared, habría dicho Scott, citando a Dios sabía quién, lo consiguió. Inhaló el olor de la carne con cebolla que había cenado al cubrir los labios de Dooley con los suyos. Empleó la lengua para separárselos, lo besó con más fuerza y le pasó el segundo trago de agua del lago. En el mismo instante percibió cómo la abandonaba la dulzura. El mundo que conocía se tambaleó y empezó a alejarse de ella. Ocurrió muy deprisa. Las paredes se tornaron transparentes y las fragancias del otro mundo le azotaron el olfato: frangipán, buganvilla, rosas, cereus de floración nocturna...
    -Jerómino –musitó en el interior de su boca.
    Y como si hubiera aguardado aquella palabra, el peso de la mesa bajo su cuerpo se transformó en lluvia y al cabo de un instante desapareció. Lisey cayó; Jim Dooley cayó sobre ella; sin dejar de chillar, Amanda cayó sobre ambos.
    Dáliva, pensó Lisey. Dáliva, fin.
    4

    Aterrizó sobre una extensión de hierba espesa que conocía tan bien como si se hubiera pasado la vida revolcándose en ella. Tuvo tiempo de registrar la presencia de los árboles del amor antes de que la presión le cortara el aliento con un ruidoso jadeo. Numerosos puntitos negros le nublaron la vista en aquel universo enrojecido por el atardecer.
    Quizás habría perdido el conocimiento si Dooley no se hubiera quitado de encima suyo. Se zafó de Amanda como si no fuera más que una gatita pesada, se levantó, paseó la mirada por la colina cubierta de lilas y luego por los árboles del amor que delimitaban lo que Paul y Scott Landon habían bautizado con el nombre de Bosque de las Hadas. Lisey se llevó un sobresalto por el aspecto de Dooley. Parecía una calavera cubierta de piel y cabello. Al cabo de un instante comprendió que se debía a su rostro estrecho en combinación con las sombras del crepúsculo y lo que le había sucedido a sus gafas. Los vidrios no habían pasado a Boo’ya Moon, y sus ojos se asomaban a los orificios que habían dejado. Tenía la boca abierta, e hilillos de saliva plateada tendidos entre el labio superior y el inferior.
    -Siempre... le gustaron... los libros de Scott –jadeó Lisey como una corredora agotada, pero empezaba a recobrar el aliento, y las motas negras que le nublaban de vista se estaban desvaneciendo-. ¿También le gusta su mundo, señor Dooley?
    -¿Dónde...? –empezó y siguió moviendo la boca, pero de ella no brotó sonido alguno.
    -Boo’ya Moon, junto al Bosque de las Hadas, cerca de la tumba de Paul, el hermano de Scott.
    Sabía que Dooley sería tan peligroso para ella (y para Amanda) allí como en el estudio de Scott una vez recobrara el poco sentido que tenía, pero aun así se permitió contemplar un instante la colina cubierta de lilas y el cielo crepuscular. Pensó, y no por primera vez, que la mezcla de calor y plata fría podría llegar a matarla con su belleza.
    Pero ahora no tenía que preocuparse de la belleza. Una mano quemada por el sol se posó sobre su hombro.
    -¿Qué me está haciendo, señora? –preguntó Dooley con los ojos casi saliéndose de sus órbitas tras los orificios de las gafas-. ¿Intenta hipnolizarme? Porque no lo conseguirá.
    -En absoluto, señor Dooley –aseguró Lisey-. Usted quería lo que pertenecía a Scott, ¿no? Y sin duda esto es mejor que cualquier relato inédito e incluso que mutilar a una mujer con su propio abrelatas, ¿no le parece? ¡Mire! ¡Un mundo distinto! ¡Un lugar hecho de imaginación! ¡Sueños tejidos en un universo diferente! Por supuesto, el bosque es peligroso, todo este lugar es peligroso de noche, y está a punto de oscurecer, pero estoy segura de que un chiflado valiente y con las pilas puestas como...
    En aquel momento vio lo que Dooley pretendía hacer, vio su asesinato escrito claramente en aquellos extraños ojos hundidos por las gafas, y gritó el nombre de su hermana..., alarmada, sí, pero también riendo. A pesar de todo. Riéndose de él. En parte porque tenía una pinta bastante ridícula con aquellas gafas sin vidrios, pero sobre todo porque en aquel momento crucial se le había ocurrido el final de un viejo chiste de burdel: ¡Eh, tíos, se os ha caído el rótulo! El hecho de que no recordara el resto del chiste aún le hacía más gracia.
    Pero de repente se quedó de nuevo sin aliento y no pudo seguir riendo, tan sólo emitir una especie de estertor.


    5

    Arañó el rostro de Dooley con las uñas cortas, pero en modo alguno inexistentes, y le dejó tres marcas sangrantes en la mejilla, pero el hombre no aflojó la presión, sino que la incrementó aún más. El estertor que brotaba de su garganta subió de volumen, como el sonido de una máquina primitiva con tierra en los engranajes. El clasificador de patatas del señor Silver, tal vez.
    ¿Dónde puñetas estás, Amanda? pensó, y ahí estaba Amanda. Golpear la espalda y los hombros de Dooley con los puños no había servido de nada, de modo que su hermana se arrodilló, le agarró el paquete a través de los vaqueros con las manos heridas... y se lo retorció.
    Dooley lanzó un alarido y apartó a Lisey de un empujón. Lisey aterrizó entre la hierba alta, cayó de espaldas y de inmediato se incorporó mientras intentaba recobrar el aliento, que le quemaba en la garganta. Dooley estaba doblado sobre sí mismo, las manos en la entrepierna, una postura de dolor que trajo a Lisey el vívido recuerdo de un accidente en el balancín del patio de la escuela, y a Darla constatando en tono prosaico: “Ésta es una de las razones por las que me alegro de no ser un chico.”
    Amanda se abalanzó sobre él
    -¡Amanda, no! –gritó Lisey.
    Pero era demasiado tarde. Aun atenazado por el dolor, Dooley era veloz como el rayo. Esquivó a Amanda con facilildad y luego le asestó un golpe tremendo con el puño huesudo. Al mismo tiempo se arrancó las gafas inutilizadas con la otra mano y las arrojó a la hierba. Todo vestigio de cordura había desaparecido de aquellos ojos azules. Se parecía a la cosa muerta de Demonios vacíos, que salía implacable del pozo para cumplir su venganza.
    -No sé dónde estamos, pero le diré una cosa, señora... De aquí no sale.
    -Si no me atrapa, el que no saldrá de aquí es usted –replicó Lisey.
    Y se echó a reír de nuevo. Estaba asustada, aterrorizada, de hecho, pero reír le sentó bien, tal vez porque comprendía que la risa era su puñal. Cada carcajada que brotaba de su cuello abrasado clavaba la punta un poco más en la carne de Dooley.
    -Deje de reírse, zorra, ¡deje de reírse de una puta vez! –rugió Dooley antes de salir disparado tras ella.
    Lisey se volvió para huir. Apenas había avanzado dos pasos por el sendero que se adentraba en el bosque cuando oyó a Dooley proferir un grito de dolor. Al mirar atrás lo vio arrodillado. Algo le sobresalía del brazo, y su camisa se estaba tiñendo de rojo a marchas forzadas. Dooley se levantó con dificultad y tiró del objeto mascullando una maldición. La cosa se movió, pero no salió. Lisey vio un destello amarillo que salía de ella en una línea. Dooley gritó de nuevo y agarró la cosa que tenía clavada en la mano con la mano libre.
    De repente, Lisey lo entendió. La respuesta le acudió a la mente como un relámpago demasiado perfecto para ser cierto. Dooley había salido en su pos, pero Amanda le había puesto la zancadilla de inmediato, y Dooley había caído sobre la cruz de madera que marcaba la tumba de Paul Landon. El larguero de la cruz sobresalía de su bíceps como una aguja gigantesca. Por fin consiguió arrancársela y la arrojó lejos de sí. De la herida abierta brotó más sangre, sangre escarlata que resbalaba por la manga de su camisa hasta el codo. Lisey sabía que debía procurar que Dooley no concentrara su ira en Amanda, que yacía indefensa sobre la hierba, casi a sus pies.
    -¡A ver si me pillas, cara de papilla! –canturreó, recurriendo a una cantinela de patio que ni siquiera sabía si recordaba.
    Acto seguido le sacó la lengua, se llevó los pulgares a las sienes y agitó los demás dedos para completar el cuadro.
    -¡Zorra! ¡Maldita hija de puta! –chilló Dooley al tiempo que echaba a correr de nuevo.
    Lisey corrió. Ya no reía, por fin estaba demasiado asustada para reír, pero en sus labios aún se pintaba una sonrisa aterrorizada mientras sus pies daban con el sendero y se adentraba en el Bosque de las Hadas, donde ya casi era de noche.


    6

    La señal que indicaba AL LAGO había desaparecido, pero cuando corría por el primer tramo del sendero, ahora convertido en una línea blanquecina que parecía flotar entre la masa oscura de los árboles que lo flanqueaban, Lisey oyó una especie de carcajada delante de ella. Reidores, pensó, y se arriesgó a mirar por encima del hombro con la esperanza de que si Dooley oía aquel sonido, tal vez cambiara de idea respecto a...
    Pero no. Dooley seguía allí, visible a la luz agonizante del día porque le estaba dando alcance. Corría a toda velocidad pese a la sangre negra que ahora le cubría la manga izquierda desde el hombro hasta la muñeca. Lisey tropezó con una raíz, estuvo a punto de perder el equilibrio y consiguió conservarlo pese a todo, en parte porque sabía que Dooley se abalanzaría sobre ella en cuestión de cinco segundos si se caía. Lo último que sentiría sería su aliento, lo último que olería sería el hedor agrio de los árboles al transformarse en sus peligrosas versiones nocturnas, y lo último que oiría sería la risa demente de aquella especie de hienas que vivían en las entrañas del bosque.
    Lo oigo jadear. Lo oigo jadear porque me está alcanzando. Aunque corra a toda velocidad, y no podré seguir así mucho rato, él es un poco más rápido que yo. ¿Cómo es que el estrujón en las pelotas no lo hace ir más despacio? ¿Ni la pérdida de sangre?
    La respuesta a aquella pregunta era sencilla, de una lógica aplastante: Sí que lo hacían ir más despacio aquellos factores. Sin ellos ya la habría alcanzado. Lisey iba en tercera. Intentó poner la cuarta, pero no lo consiguió. Por lo visto, no tenía la cuarta. A su espalda, los jadeos ásperos y acelerados de Jim Dooley se acercaban cada vez más, y supo que en cuestión de un minuto, tal vez menos, percibiría el primer roce de sus dedos en la espalda de la camisa.
    O en el cabello.


    7

    El sendero describió una curva y se tornó más escarpado durante unos metros. Las sombras se iban apoderando del lugar. Creía que quizás por fin empezaba a sacarle un poco más de ventaja a Dooley. No se atrevía a mirar atrás y pidió al cielo que Amanda no hubiera intentado seguirlos. Tal vez la Colina del Amor fuera un lugar seguro, tal vez el lago también lo fuera, pero el bosque no, desde luego. Y Jim Dooley no estaba acabado, ni mucho menos. Lisey oyó el tintineo lejano y onírico de la campanilla de Chuckie G., que Scott había robado en otra vida para colgarla en un árbol en lo alto de la siguiente cuesta.
    Ante ella vio un poco de luz, ya no roja, sino del matiz rosado del ocaso. Se filtraba por entre una suerte de claro. También el sendero aparecía más iluminado ahora, y Lisey distinguió la suave cuesta que trazaba. Al final de ella, recordó, volvía a
    descender y serpenteaba por una zona aún más tenebrosa hasta llegar al peñasco y por fin al lago.
    No lo conseguiré, pensó. Sentía que el aire le abrasaba la garganta, y empezaba a notar un pinchazo en el costado. Me atrapará antes de que llegue al final de la cuesta.
    Fue la voz de Scott la que le replicó, risueña en la superficie, sorprendentemente furiosa bajo ella. No has llegado hasta aquí para eso. Vamos, cariño, PPCN.
    PPCN, sí. Ponerse las pilas nunca le había parecido más necesario que en ese momento. Lisey corrió cuesta arriba, el cabello aplastado contra el cráneo en mechones sudorosos, moviendo los brazos a un ritmo frenético. Aspiraba el aire en enormes bocanadas y lo exhalaba con un estruendo infernal. Anhelaba volver a sentir aquella dulzura en la boca, pero había regalado el último sorbo al chiflado que la perseguía, y el único sabor que le llenaba la boca ahora era el del cobre y la extenuación. Oyó que Dooley volvía a acortar distancias. Ya no gritaba; reservaba todo el aliento para la persecución. El pinchazo del costado se intensificó. Empezó a zumbarle el oído derecho y luego el izquierdo. Los reidores reían ahora más cerca, como si quisieran presenciar la cacería. Lisey olió el cambio de los árboles, el aroma antes dulce trocado ahora en un hedor penetrante, como el olor de la henna viejísima que ella y Darla habían encontrado en el baño de la abuela D después de su muerte, un olor envenenado, y...
    No son los árboles.
    Los reidores habían enmudecido. Ahora tan sólo se oían los jadeos entrecortados de Dooley, que intentaba por todos los medios salvar los últimos metros que lo separaban de ella. Y de repente sintió lo que le parecieron los brazos de Scott estrechándola, atrayéndola hacia sí. Chist, Lisey. Por tu vida y por la mía, ahora debes guardar silencio.
    No está echado en el camino como cuando Scott intentó llegar hasta el lago en 2004, pensó. Esta vez está junto al camino, como cuando vine a buscarle el invierno de la gran ventisca de Yellowknife.
    Pero en el momento en que divisó la campanilla, aun colgada de aquel cordel semipodrido y reflejando los últimos vestigios de luz diurna, Jim Dooley hizo un último esfuerzo, y Lisey notó el roce de sus dedos en la espalda de la camisa, intentando aferrarse a ella, a cualquier cosa, aunque fuera el tirante del sujetador. Consiguió contener el grito que amenazaba con brotar de su garganta, pero a duras penas. Siguió corriendo, sacando fuerzas de flaqueza y una velocidad que probablemente no le habría servido de nada si Dooley no hubiera tropezado de nuevo y caído con un grito, “¡ZORRA!”, que en opinión de Lisey lamentaría muy pronto.
    Muy, muy pronto.


    8

    De nuevo oyó el tímido tintineo de la campanilla colgada de lo que antes era
    (pedido preparado Lisey vamos date prisa)
    el Árbol de la Campana y ahora se había convertido en el Árbol de la Campana y la Pala. Ahí estaba, la pala de Scott. Cuando la dejó allí, movida por una intuición que ahora comprendía, los reidores habían acompañado su gesto con carcajadas histéricas. Ahora en cambio, el Bosque de las Hadas estaba sumido en un silencio quebrado tan sólo por la respiración torturada de Lisey y las blasfemias masculladas de Dooley. El chaval larguirucho dormía o al menos dormitaba, y los gritos de Dooley lo habían despertado.
    Quizás era así como tenía que suceder, pero saberlo no facilitaba las cosas. Fue espeluzante percibir el susurro de aquellos pensamientos no del todo ajenos al despertar. Eran como manos inquietas deslizándose a tientas por tablones sueltos o la tapa de un pozo cerrado. Lisey se sorprendió pensando en la gran cantidad de cosas que en un momento dado le habían partido el corazón. Un par de dientes ensangrentados que había encontrado en el suelo del lavabo en un cine, dos niños pequeños llorando abrazados delante de una tienda, el olor de su marido en su lecho de muerte, mirándola con aquellos ojos ardientes. La abuela D agonizando en el suelo del gallinero con un pie atenazado en un espasmo de muerte.
    Pensamientos terribles. Imágenes terribles, de ésas que regresan para atormentarte en plena noche, cuando la luna ya se ha puesto, el medicamento se ha acabado y el tiempo deja de existir.
    Todo el mal rollo del mundo, en definitiva. Justo detrás de aquellos árboles.
    Y ahora...
    En el momento siempre perfecto e infinito del ahora


    9

    Entre jadeos monstruosos y con el corazón convertido en un latido retumbante que le martilleaba los oídos, Lisey se agacha para recoger la pala de plata. Sus manos, que supieron hacer su trabajo hace dieciocho años, ahora también saben lo que deben hacer pese a que su mente está llena de imágenes de pérdida, dolor y desesperación. Dooley se acerca. Lisey lo oye. Ha dejado de mascullar insultos, pero oye el sonido de su respiración. Le irá de pelos, más que con el Rubio, a pesar de que este psicópata no va armado, porque si Dooley consigue agarrarla antes de que pueda darse la vuelta...
    Pero no lo consigue. Por poco. Lisey gira sobre sí misma como un bateador dispuesto a dar el todo por el todo y blande la pala de plata con todas sus fuerzas. La luz crepuscular arranca un último destello rosado a la hoja, y el canto superior golpea la campana colgada durante su trayectoria. La campanilla emite un último tintineo..., ting..., y sale despedida hacia la penumbra, arrastrando tras de sí el pedazo de cordel podrido. Lisey ve la pala seguir avanzando y subir, y una vez más piensa: ¡Puñeta! ¡Esta vez sí que le voy a dar fuerte! Y entonces la cara plana de la hoja se estrella contra el rostro de Jim Dooley, emitiendo no un crujido, el sonido que recuerda de Nashville, sino una especie de gong amortiguado. Dooley lanza un grito de sorpresa y dolor. Se desvía hacia un lado, fuera del sendero y en dirección a los árboles, agitando los brazos en un intento de conservar el equilibrio. Lisey tiene tiempo de comprobar que su nariz está completamente ladeada y que tanto de las comisuras de su boca como del labio inferior chorrea la sangre. De repente capta un movimiento a su derecha, no muy lejos del lugar donde Dooley se retuerce e intenta incoporarse. Un movimiento inmenso. Por un instante, los pensamientos tenebrosos y sobrecogedoramente tristes que pueblan su mente se tornan aún más tenebrosos y tristes, hasta el punto de que Lisey teme que la maten o le hagan perder el juicio. Y entonces cambian ligeramente de rumbo, y al mismo tiempo, la cosa que acecha detrás de los árboles sigue su ejemplo. Se produce el intrincado sonido de las hojas al romperse, el chasquido de las ramas al quebrarse, el crujido de la maleza pisoteada. Y de repente está ahí. El chaval larguirucho de Scott. Y Lisey comprende que una vez has visto al chaval larguirucho, el pasado y el futuro ya sólo son un sueño. Una vez has visto al chaval larguirucho, ya sólo queda, oh, Dios, ya sólo queda un único instante de presente, que se alarga como una nota agonizante, pero inacabable.


    10

    Casi antes de que Lisey fuera consciente de lo que ocurría y desde luego, antes de que estuviera preparada, aunque la idea de llegar a estar preparada para semejante cosa resultaba ridícula, de repente estaba ahí. La cosa del costado moteado. La encarnación de aquello a lo que Scott se refería cuando hablaba del mal rollo.
    Lo que vio fue un enorme costado laminado con aspecto de piel de serpiente resquebrajada. Avanzaba a la carga entre los árboles, doblando algunos, rompiendo otros, atravesando al parecer un par de los más grandes. Era imposible, por supuesto, pero la impresión persistía. No se percibía olor alguno, pero sí un sonido desagradable, un gruñido ávido, y de pronto apareció su cabeza parcheada, más alta que los árboles, ensombreciendo el cielo. Lisey divisó un ojo muerto pero consciente, negro como agua de pozo y ancho como una mina, asomar por entre el follaje. Vio una abertura en la carne de su inmensa y chata cabeza cazadora, e intuyó que las cosas que engullía con aquella trinchera de carne no morían, sino que vivían gritando..., vivían gritando..., vivían gritando.
    Ella no gritó. Se sentía incapaz de articular sonido alguno. Lo que hizo fue retroceder dos pasos con una serenidad que se le antojó ajena. La pala, con la hoja de plata una vez más manchada con la sangre de un loco, se le escurrió por entre los dedos y aterrizó en el sendero. Me ve..., y mi vida nunca volverá a pertenecerme del todo. No lo permitirá, pensó.
    Por un instante, la cosa retrocedió, una silueta informe e infinita con parches de pelo que crecían en mechones desordenados sobre su piel húmeda y temblorosa, pero aquel ojo vacuo y ávido a un tiempo permaneció clavado en ella. El rosa agonizante del crepúsculo y el fulgor plateado de la luna alumbraban el resto del cuerpo que yacía como una serpiente entre la maleza.
    Al cabo de un rato, el ojo se desvió hacia la criatura que gritaba y se retorcía en un intento de escapar de la arboleda que lo tenia atrapado. Jim Dooley, con la sangre manándole a chorros de la boca destrozada, la nariz rota, el ojos hinchado; Jim Dooley, con sangre incluso en el pelo. Dooley vio lo que lo observaba y dejó de gritar. Lisey lo vio intentar cubrirse el ojo sano, vio las manos caer inertes a los costados, supo que había perdido la fuerza y experimentó una punzada de compasión a pesar de todo, un instante de empatía de intensidad cruel y casi insoportable en su armonía humana. En aquel momento se habría retractado de todo aunque ello le acarreara la muerte, pero pensó en Amanda e intentó endurecer su mente y su corazón horrorizados.
    La enorme cosa atrapada entre los árboles se inclinó hacia delante casi con delicadeza y escrudiñó detenidamente a Dooley. La carne que rodeaba el hocico romo pareció fruncirse en una especie de mohín, y Lisey recordó a Scott tumbado sobre el asfalto ardiente aquel día en Nashville. Cuando empezaron los ronquidos graves y los crujidos, y Dooley inició su última serie de gritos en apariencia inagotables, Lisey recordó a Scott murmurando: Lo oigo comer. Y frunció los labios en una pequeña O, y Lisey recordaba a la perfección la sangre que le brotó mientras emitía aquel desagradable sonido de masticación, finas gotas de rubí que parecieron quedar suspendidas en el aire tórrido de Nashville.
    Y entonces echó a correr, aunque no habría podido explicar de dónde sacó las fuerzas. Regresó a la carrera por el sendero en dirección a la colina de lilas, lejos del lugar cerca del Árbol de la Campana y la Pala, donde el chaval larguirucho estaba devorando vivo a Jim Dooley. Sabía que la criatura les estaba haciendo un favor a ella y
    Amanda, pero también sabía que era un flaco favor, porque si sobrevivía a aquella noche, estaría tan a merced del chaval larguirucho como Scott desde que era niño. Ahora también la había marcado a ella, la había convertido en parte de este momento interminable, de su terrible mirada que todo lo abarcaba. A partir de ahora debería tener cuidado, sobre todo si despertaba en plena noche..., y Lisey intuía que se le había acabado eso de dormir toda la noche de un tirón. En las horas más tenebrosas de la madrugada, tendría que evitar mirarse al espejo, a cualquier superficie reflectante, sobre todo los costados curvos de los vasos de agua, sabía Dios por qué. Tendría que protegerse lo mejor posible.
    Si sobrevivía a esta noche.
    Está muy cerca, cariño, le había susurrado Scott mientras yacía tembloroso sobre el pavimento ardiente. Muy cerca.
    A su espalda, Dooley gritaba como si no fuera a callar jamás. Lisey pensó que sus gritos la volverían loca. O quizás ya la habían vuelto loca.


    11

    Justo antes de que saliera del bosque, los gritos de Dooley cesaron por fin. No veía a Amanda, lo cual le provocó una nueva oleada de terror. ¿Y si su hermana había salido huyendo a Dios sabía dónde? ¿Y si por el contrario estaba cerca, pero acurrucada en posición fetal, otra vez catatónica y oculta entre las sombras?
    -¿Amanda? ¡Amanda!
    Durante un instante eterno no oyó nada, pero el silencio quedó interrumpido por fin, gracias a Dios, por un susurro en la hierba alta a la izquierda de Lisey. Amanda se levantó. Su rostro, ya pálido de por sí y ahora todavía más a causa de la luna, parecía el de un espectro. O una arpía. Avanzó hacia ella dando tumbos, con los brazos extendidos, y Lisey la abrazó con fuerza. Su hermana tiritaba, y sus manos entrelazadas en la nuca de Lisey formaban un nudo gélido.
    -¡Oh, Lisey, creía que nunca dejaría de gritar!
    -Yo también.
    -Y eran unos gritos tan agudos..., no sabía..., eran tan agudos... Esperaba que fuera él, pero pensé... “¿Y si es la pequeña? ¿Y si es Lisey?”
    Amanda empezó a sollozar contra el cuello de Lisey.
    -Estoy bien, Amanda. Estoy aquí y estoy bien.
    Amanda apartó el rostro del cuello de Lisey para poder escudriñar el rostro de su hermana menor.
    -¿Está muerto?
    -Sí –asintió, reacia a compartir con su hermana la intuición de que Dooley había alcanzado una especie de inmortalidad infernal dentro de la cosa que lo había devorado-. Está muerto.
    -¡Entonces quiero volver a casa! ¿Podemos volver?
    -Sí.
    -No sé si conseguiré visualizar el estudio de Scott... Estoy tan alterada... –Amanda miró a su alrededor, presa del temor-. Esto no se parece en nada a Southwind.
    -No –convino Lisey antes de volver estrecharla entre sus brazos-. Y sé que tienes miedo. Haz lo que puedas.
    A Lisey no le preocupaba su capacidad de volver al estudio de Scott, a Castle View, al mundo. Lo que le preocupaba era su capacidad de quedarse allí. Recordó una ocasión en que un médico le había advertido que tendría que cuidarse el tobillo después
    de sufrir un esguince patinando sobre hielo. Porque una vez se distienden los tendones, había explicado, es mucho más fácil sufrir otro esguince.
    Mucho más fácil, sí, señor. Y ella era testigo. Aquel ojo, grande como una mina, vivo y muerto al mismo tiempo, se había fijado en ella.
    -Lisey, eres tan valiente –musitó Amanda con un hilo de voz.
    Paseó la mirada una vez más por la colina de las lilas, ahora dorada y extraña a la luz cada vez más intensa de la luna, y de nuevo sepultó el rostro en el cuello de Lisey.
    -Si sigues hablando así, mañana mismo te vuelvo a ingresar en Greenlawn. Cierra los ojos.
    -Ya los tengo cerrados.
    Lisey cerró los suyos. Por un instante visualizó aquella cabeza chata que no era una cabeza sino tan sólo una inmensa caña de succión, un embudo que desembocaba en una negrura infestada de mal rollo sin fin. En ella oyó los gritos de Jim Dooley, ahora amortiguados y mezclados con otros gritos. Con lo que se le antojó un esfuerzo sobrehumano, desterró de su mente las imágenes y los sonidos, y los sustituyó por una imagen del escritorio de arce rojo y el sonido del viejo Hank, quién si no, cantando “Jambalaya”. Tuvo el tiempo justo de pensar en aquella vez que ella y Scott no pudieron regresar a la primera cuando el chaval larguirucho les pisaba los talones, tiempo de pensar
    (es por la colcha Lisey se ha convertido en un ancla)
    en lo que había dicho, tiempo de pensar por qué eso le recordó a Amanda contemplando con tanto anhelo el navío Las alceas (mirada de despedida donde las haya), pero luego se le acabó el tiempo. Una vez más sintió que aire se daba la vuelta, y la luz de la luna desapareció. Lo sabía pese a tener los ojos cerrados. Tuvo la impresión de que sufría una caída corta, pero intensa. Estaban en el estudio, y el estudio estaba a oscuras porque Dooley había cortado la electricidad, pero Hank Williams seguía cantando, Yvonne, mi dulce amor, oh, oh, oh, porque aun con la electricidad cortada, el viejo Hank estaba resuelto a decir la suya.


    12

    -¿Lisey? ¡Lisey!
    -Manda, me estás aplastando, quítate de...
    -¿Hemos vuelto, Lisey?
    Dos mujeres en la oscuridad. Abrazadas sobre la moqueta.
    -La gente iba a ver a Yvonne en tropel... –cantaba el viejo Hank desde la alcoba.
    -Sí... ¿quieres hacer el favor de quitarte de encima mío? ¡No puedo respirar!
    -Lo siento... Lisey, me estás pisando el brazo...
    -Por las barbas de profeta, lo pasaremos de miedo en el bayou...
    Lisey consiguió volverse hacia la derecha. Amanda liberó el brazo, y al cabo de un instante, el peso de su cuerpo desapareció del vientre de Lisey. Lisey aspiró una profunda y satisfactoria bocanada de aire. Cuando exhaló, Hank Williams dejó de cantar a media frase.
    -Lisey, ¿por qué está tan oscuro?
    -Porque Dooley ha cortado la electricidad, ¿recuerdas?
    -Sólo la luz –replicó Amanda con sensatez-. Si hubiera cortado la electricidad, el televisor no funcionaría.
    Lisey podría haber preguntado a Amanda por qué el televisor había dejado de funcionar de repente, pero no se molestó; tenían otros asuntos más importantes que comentar. Bacalaos más grandes que cortar, por así decirlo.
    -Vayamos a la casa.
    -No podría estar más de acuerdo –convino Amanda.
    Rozó el codo de Lisey con los dedos, le asió el antebrazo y luego le cogió la mano. Las hermanas se incorporaron juntas.
    -Sin ánimo ofender, Lisey –prosiguió en tono de confidencia-, pero no tengo intención de volver a pisar este sitio jamás.
    Lisey entendía a la perfección su actitud, pero sus sentimientos al respecto habían cambiado. El estudio de Scott la había intimidado, de eso no cabía la menor duda. La había mantenido a distancia durante dos largos años. Sin embargo, estaba convencida de haber culminado la tarea más importante allí. Ella y Amanda habían purificado el fantasma de Scott, con afecto y (el tiempo lo diría, pero estaba casi segura) por completo.
    -Venga –instó-. Vamos a la casa. Prepararé chocolate caliente.
    -¿Y qué tal un poco de brandy primero? –propuso Amanda, esperanzada-.¿O las señoras chifladas no beben brandy?
    -Las señoras chifladas no, pero tú sí.
    Cogidas de la mano, avanzaron a tientas hacia la escalera. Lisey sólo se detuvo una vez al pisar algo. Se agachó y recogió un vidrio redondo muy grueso. Comprendió que era uno de los vidrios de las gafas de visión nocturna de Dooley y lo tiró con una mueca de repugnancia.
    -¿Qué pasa? –inquirió Amanda.
    -Nada. Ya veo un poco. ¿Y tú?
    -Un poco, pero no me sueltes la mano.
    -No te la soltaré, cariño.
    Bajaron juntas la escalera que conducía al granero. Tardaron bastante, pero les pareció el modo más seguro.


    13

    Lisey sacó los vasos de zumo más pequeños que tenía y sirvió brandy de una botella que encontró al fondo del mueble bar del comedor. Alzó el vaso y brindó con Amanda. Estaban de pie ante el mostrador de la cocina. Todas las luces de la estancia estaban encendidas, incluso el flexo de la esquina, donde Lisey rellenaba talones sentada a un pupitre de niño.
    -Arriba –dijo Lisey.
    -Abajo –replicó Amanda.
    -Al centro y adentro –terminaron juntas antes de beber.
    Amanda se dobló sobre sí misma y resopló. Al incorporarse tenía manchas rojas en las mejillas antes pálidas, una línea también roja en el entrecejo y una mota escarlata en el puente de la nariz, además de los ojos inundados de lágrimas.
    -¡Jo-der! ¿Qué es esto?
    Lisey, que sentía la garganta como el rostro de Amanda, cogió la botella y leyó la etiqueta. BRANDY STAR, rezaba. PRODUCTO DE RUMANÍA.
    -¿Brandy rumano? –exclamó Amanda, horrorizada-. ¡No puede ser! ¿De dónde lo has sacado?
    -Se lo regalaron a Scott por algo que hizo..., no me acuerdo qué..., pero sí recuerdo que también le regalaron un juego de bolígrafos.
    -Seguro que es venenoso. Tú lo tiras y yo rezaré para que no nos mate.
    Lisey empezó a volverse, pero Amanda le apoyó una mano en el hombro.
    -Quizás lo mejor sea pasar del chocolate caliente y largarnos antes de que alguno de los ayudantes del sheriff pase a ver cómo estás.
    -¿Tú crees? –preguntó Lisey, pero supo que Amanda tenía razón.
    -Sí. ¿Te atreves a volver al estudio?
    -Claro que sí.
    -Pues coge el revólver. Y no olvides que la luz no funciona ahí arriba.
    Lisey abrió el cajón superior de la mesita donde escribía los talones y sacó la linterna de caño largo que guardaba en él. La encendió. El haz era muy potente.
    Amanda estaba enjuagando los vasos.
    -Si alguien descubriera que estamos aquí, no sería el fin del mundo, pero si tus policías supieran que tenemos un arma... y que ese hombre ha desaparecido de la faz de la tierra más o menos al mismo tiempo...
    Lisey, que sólo había llegado a pensar en llevar a Dooley al Árbol de la Campana y la Pala (y el chaval larguirucho nunca había formado parte de aquella fantasía), se dio cuenta de que aún quedaba trabajo por hacer y que más le valía poner manos a la obra. El profesor Woodbody nunca denunciaría la desaparición de su compañero de copas, pero cabía la posibilidad de que Dooley tuviera parientes en alguna parte, y si alguien tenía motivos para deshacerse del Príncipe Negro de los Incunks, era Lisey Landon. Por supuesto, no había cadáver (lo que Scott a veces gustaba de llamar el corpus delicius), pero aun así, ella y su hermana acababan de pasar lo que algunos considerarían una tarde extremadamente sospechosa. Además, en la oficina del sheriff del condado sabían que Dooley la había estado acosando, porque ella misma se lo había contado.
    -Recogeré sus cosas –anunció.
    -Bien –repuso Amanda sin sonreír.


    14

    La linterna proyectaba un amplio cono de luz, y entrar sola en el estudio no resultó tan espeluznante como Lisey había temido. Sin duda, el hecho de tener cosas que hacer ayudaba. Empezó por guardar el Pathfinder de nuevo en la caja de zapatos y luego procedió a inspeccionar el suelo con la linterna. Encontró los dos vidrios de las gafas de visión nocturna, así como media docena de pilas AA. Suponía que pertenecían a la fuente de alimentación del artilugio. La fuente de alimentación debía de haber pasado al otro lado, aunque no recordaba haberla visto, pero las pilas no, a todas luces. Luego recogió la bolsa de los horrores de Dooley. Amanda había olvidado la bolsa o bien ni siquiera había llegado a darse cuenta de que Dooley la llevaba, pero lo cierto era que su contenido suscitaría sospechas contra ella si llegaba a descubrirse. Sobre todo en combinación con el arma. Lisey sabía que podían efectuar pruebas al Pathfinder que demostrarían que había sido disparado recientemente; no era tonta (y veía CSI). También sabía que las pruebas no demostrarían que sólo se había efectuado un disparo al techo. Intentó manipular la bolsa de papel para que no hiciera ruido, pero lo hizo. Miró a su alrededor en busca de más señales de Dooley, pero no encontró nada. Había manchas de sangre en la moqueta, pero si las analizaban, tanto el grupo como el ADN encajarían con los suyos. La sangre en la moqueta resultaría muy sospechosa en
    combinación con la bolsa que ahora mismo sostenía en la mano, pero una vez desaparecida la bolsa, todo iría bien. Probablemente.
    ¿Dónde está su coche? ¿El PT Cruiser? Porque sé que el coche que vi era el suyo.
    No podía preocuparse por eso ahora; era de noche. Lo que tenía que hacer era ocuparse de lo que tenía ahí mismo. Y de sus hermanas, Darla y Canty, en esos momentos a tomar por el culo en el Centro de Salud Mental Acadia, en Derry. Para evitar que quedaran atrapadas en la versión Dooley del clasificador de patatas del señor Silver.
    Pero ¿realmente tenía que preocuparse por ellas? No. Se cabrearían como monas, por descontado..., y se morirían de curiosidad..., pero acabarían callando si ella y Amanda se lo ordenaban, ¿y por qué? Porque eran cosas de hermanas, por eso. Ella y Amanda deberían tener cuidado con ellas, y no les quedaría más remedio que inventar alguna historia; a Lisey no se le ocurría absolutamente nada capaz de tapar aquel embrollo, aunque estaba segura de que Scott habría dado con una buena solución. Tenían que inventarse alguna historia porque, a diferencia de Amanda y Lisey, Darla y Cantata tenían maridos. Y los maridos eran demasiado a menudo las puertas traseras por las que se escapaban los secretos.
    Cuando ya se disponía a marcharse, su mirada topó con la serpiente de libros dormida contra la pared. Todas aquellas publicaciones trimestrales y revistas especializadas, todos aquellos anuarios, informes encuadernados y ejemplares de tesis doctorales que versaban en torno al trabajo de Scott. Muchos de ellos contenían fotografías de una vida pasada, llamémosla ¡SCOTT Y LISEY! ¡LOS AÑOS DE MATRIMONIO!
    No le costó imaginar a un par de estudiantes desmantelando la serpiente, metiendo sus componentes en cajas de cartón con marcas de licores impresas en los lados y luego cargando éstas en un camión para llevárselas. ¿A Pittsburgo? Muérdete la lengua, pensó Lisey. No se consideraba una mujer rencorosa, pero después del episodio de Jim Dooley, moriría antes de permitir que las cosas de Scott acabaran en un lugar donde Woodbodrio pudiera verlas sin comprarse un billete de avión. No, la Biblioteca Fogler, de la Universidad de Maine, sería el lugar idóneo, a escasa distancia de Cleaver Mills. Ya se veía presenciando la última carga, tal vez llevando una jarra de té helado a los chicos cuando terminaran el trabajo. Y cuando se acabaran el té, dejarían los vasos y le darían las gracias. Uno de ellos quizás le dijera cuánto le gustaban los libros de su marido, y otro tal vez que la acompañaba en el sentimiento. Como si Scott hubiera muerto dos semanas antes. Ella les daría las gracias y los seguiría con la mirada mientras se alejaban con todas esas imágenes congeladas de su vida con Scott encerradas en el camión.
    ¿Realmente estás dispuesta a hacerlo?
    Creía que sí. No obstante, la serpiente aletargada a lo largo de la pared la atraía como un imán. Tantos libros cerrados, dormidos..., la atraían como un imán. Los contempló durante unos instantes más, pensando que en tiempos hubo una joven llamada Lisey Debusher, de senos jóvenes y firmes. ¿Solitaria? Un poco, sí. ¿Asustada? Sin duda, un poco, eso formaba parte de tener veintidós años. Y entonces un joven había entrado en su vida. Un joven al que siempre le caía el cabello en la frente. Un joven con muchas cosas que decir.
    -Siempre te quise, Scott –declaró en el estudio desierto, o tal vez se lo decía a los libros dormidos-. A ti y tu gran bocaza. Yo era tu chica, ¿a que sí?
    Y entonces, con el brillante haz de la linterna ante ella, bajo de nuevo la escalera con la caja de zapatos en una mano y la horripilante bolsa de papel de Dooley en la otra.


    15

    Amanda la esperaba en la puerta de la cocina.
    -Menos mal –suspiró-. Ya empezaba a preocuparme. ¿Qué hay en la bolsa?
    -Mejor no te lo digo.
    -Va... le –accedió Amanda-. ¿Está...? Bueno..., ¿ha desaparecido del estudio?
    -Creo que sí.
    -Eso espero –masculló Amanda con un estremecimiento-. Daba mucho miedo.
    No lo sabes tú bien, pensó Lisey.
    -Bueno –dijo Amanda-. Será mejor que nos pongamos en marcha.
    -¿Adónde vamos?
    -A Lisbon Falls –repuso Amanda-. A la granja.
    -¿Qué...? –empezó a preguntar a Lisey.
    Pero luego se calló. A decir verdad, tenía cierto sentido.
    -Volví en mí en Greenlawn, tal como le dijiste al doctor Alberness, y me llevaste a casa para que pudiera cambiarme de ropa. Luego me puse como una moto y empecé a hablar de la granja. Vamos, Lisey, larguémonos por piernas antes de que venga alguien.
    Amanda la guió hacia la oscuridad de la noche. Desconcertada, Lisey se dejó llevar. La vieja granja de los Debusher aún seguía en pie en medio de sus cinco acres de terreno al final de Sabbatus Road, en Lisbon, a unos cien kilómetros de Castle View. La habían heredado conjuntamente cinco hermanas (y tres maridos vivos), y sin duda continuaría su lento avance hacia la descomposición en medio de las malas hierbas y los campos yermos durante muchos años, a menos que el precio de la propiedad subiera lo suficiente para conciliar las opiniones divergentes de las hermanas respecto al destino de la finca. Un fondo creado por Scott Landon a finales de los ochenta sufragaba los impuestos y demás tributos.
    -¿Por qué quieres ir a la granja? –preguntó Lisey al sentarse al volante del BMW-. No lo entiendo.
    -Ni yo –replicó Amanda mientras Lisey describía un círculo y enfilaba el largo camino de acceso-. Sólo te dije que tenía que ir y ver la granja, porque si no..., ya sabes..., me volvería derechita a la Dimensión Desconocida, y claro, tú me llevaste.
    -Claro –repitió Lisey.
    Miró en ambas direcciones, comprobó que no venía ningún vehículo, sobre todo ningún coche patrulla de la oficina del sheriff, alabado sea el Señor, y giró a la izquierda, en dirección a Mechanic Falls, Poland Springs y por fin Gray y Lisbon Falls.
    -¿Y por qué enviamos a Darla y Canty en sentido opuesto?
    -Porque yo insistí –repuso Amanda-. Temía que si aparecían, intentarían llevarme de vuelta a mi casa o a la tuya o incluso a Greenlawn, sin darme la oportunidad de visitar a mamá y papá, y pasar algún tiempo en el hogar donde crecí.
    Por un instante, Lisey no supo a qué demonios se refería. ¿Visitar a mamá y a papá? Pero en seguida lo comprendió. El panteón de la familia Debusher se hallaba en el cercano cementerio de Sabbatus Vale. Tanto la buena de ma como el dandy estaban enterrados allí, junto con el abuelo y la abuela D, así como Dios sabía cuántos parientes más.
    -Pero ¿no temías que yo te llevara de vuelta a Greenlawn? –insistió.
    Amanda le lanzó una mirada indulgente.
    -¿Por qué ibas a llevarme allí? Fuiste tú quien me sacó.
    -¿Quizás porque empezaste a comportarte como una loca y a pedirme que fuéramos a una granja que lleva al menos treinta años desierta?
    -¡Bah! –resopló Amanda con ademán desdeñoso-. Siempre me las he ingeniado para hacerte bailar a mi son, Lisey, tanto Canty como Darla lo saben muy bien.
    -¡Y una porra!
    Amanda se limitó a dedicarle una sonrisa enloquecedora desde aquel rostro que relucía verdoso a la luz del salpicadero y guardó silencio. Lisey abrió la boca para proseguir la discusión, pero volvió a cerrarla en seguida. Creía que la historia colaría, porque se reducía a un par de ideas muy fáciles de entender: Amanda había empezado a comportarse como una loca (nada nuevo en su caso), y Lisey había decidido seguirle la corriente (comprensible dadas las circunstancias). Colaría. En cuanto a la caja de zapatos con el arma de Amanda... y la bolsa de Dooley...
    -Pararemos en Mechanic Falls –anunció-. En el puente que cruza el río Androscoggin. Tengo que deshacerme de un par de cosas.
    -En efecto –asintió Amanda.
    Luego entrelazó las manos sobre el regazo, recostó la cabeza contra el apoyacabezas y cerró los ojos.
    Lisey encendió la radio y no se sorprendió en lo más mínimo al escuchar al viejo Hank cantar “Honky Tonkin’”. Cantó con él en voz baja. Se sabía la letra de memoria. Tampoco eso la sorprendió. Algunas cosas no se olvidan nunca. Había llegado a creer que las cosas que el mundo pragmático desdeña por considerarlas efímeras, cosas como las canciones, la luz de la luna y los besos, eran en ocasiones las más duraderas. Tal vez fuera una chorrada, pero desafiaban el olvido. Y eso estaba bien.
    Estaba bien.
    Tercera parte: La historia de Lisey


    “Tú eres la llamada, y yo la respuesta,
    Tú eres el deseo, y yo su cumplimiento,
    Tú eres la noche, y yo el día,
    ¿Qué más? Es perfecto.
    Perfectamente completo,
    Tú y yo,
    ¿Qué más...?
    Qué extraño que pese a todo suframos tanto.
    D. H. Lawrence
    “Bei Hennef”
    XVI. Lisey y el árbol de las historias (Scott dice la suya)


    1

    Una vez emprendió la tarea de vaciar el estudio de Scott, el trabajo avanzó mucho más deprisa de lo que habría imaginado. Y tampoco habría imaginado nunca que acabaría haciéndolo con Darla y Canty además de Amanda. Canty conservó una actitud distante y escéptica durante un tiempo, que a Lisey se le antojó eterno, pero Amanda ni se inmutó.
    -Es una pose. Acabará sucumbiendo, ya verás. Dale tiempo, Lisey. La relación entre hermanas es poderosa.
    En efecto, Canty acabó sucumbiendo, aunque Lisey intuía que su hermana no llegó a quitarse de la cabeza la idea de que Amanda había fingido desde el principio para Llamar la Atención, y que ella y Lisey habían Hecho Algo. Probablemente Algo Malo. A Darla la desconcertaba la recuperación de Amanda, así como el extraño viaje de las dos hermanas a la vieja granja de Lisbon, pero al menos no creía que Amanda hubiera estado fingiendo,
    A fin de cuentas, Darla la había visto.
    En cualquier caso, las cuatro hermanas vaciaron y limpiaron el inmenso estudio alargado sobre el granero durante la semana posterior al 4 de julio, y contrataron a unos fornidos estudiantes de instituto para que se encargaran de acarrear lo más pesado. El más pesado de todos los objetos resultó ser el Gran Jumbo de Dumbo, que fue necesario desmontar (los componentes recordaban a Lisey el Hombre Explosivo en clase de ciencias, sólo que en este caso habría que hablar del Escritorio Explosivo) y luego bajar con una polea que alquilaron. Los chicos se jalearon unos a otros mientras bajaban las piezas. Lisey los observaba junto a sus hermanas, rezando para que ninguno de ellos se destrozara un dedo con las cuerdas de la polea. No ocurrió, y a final de semana, todo el contenido del estudio de Scott había desaparecido para ser donado o bien almacenado en un guardamuebles a la espera de que Lisey decidiera qué demonios hacer.
    Todo excepto la serpiente de libros. Seguía allí, dormitando en el estudio alargado, desierto... y caluroso una vez retirado el aire acondicionado. Pese a las claraboyas abiertas durante el día y un par de ventiladores que removían el aire, hacía un calor espantoso. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, aquel lugar no era más que un pajar venido a más con cierto pedigree literario.
    Quedaban las feas manchas color granate en la moqueta, la moqueta color cáscara de huevo que no podían arrancar hasta haber sacado la serpiente de libros. Cuando Canty le preguntó por ellas, Lisey respondió que no era más que un poco de barniz que había derramado, pero Amanda conocía la verdadera historia, y Lisey intuía que Darla también barruntaba algo. La moqueta tenía que desaparecer, pero primero les tocaba el turno a los libros, y Lisey no estaba del todo preparada para desprenderse de ellos. No sabía por qué, quizás tan sólo porque eran las últimas cosas de Scott que quedaban, los últimos vestigios de él.
    De modo que esperó.


    2

    El tercer día de la orgía de limpieza, el agente Boeckman llamó para comunicar a Lisey que habían encontrado un PT Cruiser con matrícula de Delaware abandonado en
    una gravera en la carretera de Stackpole Church, a unos cinco kilómetros de su casa. ¿Podía ir Lisey a echarle un vistazo? Lo tenían en el aparcamiento de la oficina, explicó el agente, donde depositaban los vehículos incautados y unos cuantos “coches-narco” (fueran lo que fuesen). Lisey fue con Amanda. Ni Darla ni Canty mostraron demasiado interés; ambas sabían que un indeseable había estado merodeando por allí para reclamar los papeles de Scott. Pero los indeseables no constituían ninguna novedad en la vida de su hermana. Desde que se hiciera célebre, Scott había atraído a un gran número de ellos como la luz atrae a las polillas. El más famoso había sido Cole, por supuesto. Ni Lisey ni Amanda habían dicho nada que transmitiera a Darla y Canty la idea de que el nuevo pertenecía a la clase de Cole. Tampoco mencionaron el gato muerto en el buzón, y Lisey se había tomado grandes molestias para pedir discreción a los ayudantes del sheriff.
    El coche aparcado en la plaza 7 era un PT Cruiser, ni más ni menos, de color beige, anodino en todo exceptuando la llamativa carrocería que caracterizaba todos los vehículos de aquel modelo. Podía tratarse del que Lisey había visto al volver a casa desde Greenlawn aquel largo, larguísimo jueves, pero podía ser otro de los miles que circulaban por ahí. Eso fue lo que le dijo al agente Boeckman antes de recordarle que lo había visto a contraluz. El policía asintió con tristeza. No obstante, Lisey sabía en su fuero interno que era el mismo coche. Percibía el olor de Dooley en él. Voy a hacerle daño en sitios donde nunca se dejaba tocar por los chicos en los bailes del instituto, pensó, conteniendo apenas un estremecimiento.
    -Es un coche robado, ¿verdad? –preguntó Amanda.
    -Desde luego –asintió Boeckman.
    En aquel momento se les acercó un ayudante al que Lisey no conocía. Era alto, probablemente pasaba del metro noventa; por lo visto, todos aquellos hombres lo eran. Y de hombros anchos. Se presentó como el ayudante Andy Clutterbuck mientras le estrechaba la mano.
    -Ah –exclamó ella-, el sheriff en funciones.
    El policía le dedicó una sonrisa radiante.
    -No, Norris ya ha vuelto. Esta tarde ha ido a un juicio, pero ya está de vuelta, y ahora ya no soy más que el ayudante Clutterbuck.
    -Felicidades. Ésta es mi hermana, Amanda Debusher.
    Clutterbuck le estrechó la mano.
    -Encantado, señora Debusher –la saludó antes de dirigirse a ambas-: El coche fue robado en un centro comercial de Laurel, Maryland –explicó mientras contemplaba el vehículo con los pulgares en el cinturón-. ¿Sabían que los franceses llaman a los PT Cruiser le car Jimmy Cagney?
    Amanda no se inmutó ante el dato.
    -¿Había huellas?
    -Ni una –replicó el policía-. Lo habían limpiado a fondo. Además, el conductor quitó la tapa de la luz interior y rompió la bombilla. ¿Qué les parece?
    -A mí me parece beaucoup sospechoso –opinó Amanda.
    -Pues sí –rió Clutterbuck-. Pero en Delaware hay un carpintero jubilado que se alegrará mucho de recuperar su coche a pesar de la luz rota.
    -¿Han averiguado algo acerca de Jim Dooley?
    -Se llama John Doolin, señora Landon. Nació en Shooter’s Knob, Tennesse. A los cinco años se trasladó con su familia a Nashville y se fue a vivir con sus tíos en Moundsville, Virginia Occidental, cuando sus padres y su hermana mayor murieron en un incendio en invierno de 1974. Doolin tenía nueve años. La causa oficial de la muerte fue un árbol de Navidad con las bombillas defectuosas, pero he hablado con un
    detective ya jubilado que investigó el caso, y dice que se llegó a sospechar que el chico había tenido algo que ver. No se encontraron pruebas.
    Lisey no veía motivo alguno para seguir prestando atención al relato, pues cualquiera que fuese su nombre, el hombre que la había acosado no regresaría del lugar al que lo había llevado. Oyó a Clutterbuck decir que Doolin había pasado bastantes años internado en un hospital psiquiátrico de Tennessee. Seguía convencida de que había conocido a Gerd Allen Cole allí y contraído su obsesión
    (el campaneo por las fresias)
    como si de un virus se tratara. Scott tenía un dicho peculiar que Lisey no entendió hasta el episodio de McCool/Dooley/Doolin. Algunas cosas tienen que ser ciertas porque no les queda otro remedio, decía Scott.
    -En cualquier caso, les aconsejo que estén alerta–recomendó Clutterbuck-, y si tienen la impresión de que ronda por aquí...
    -O decide volver –intervino Boeckman.
    -Sí, es una posibilidad –convino Clutterbuck-. Si vuelve a aparecer, creo que deberíamos reunirnos con su familia, señora Landon, para que todos estén al corriente.
    -Si aparece, lo haremos, desde luego –asintió Lisey.
    Lo dijo en tono serio, casi solemne, pero cuando ya salían del pueblo, tanto ella como Amanda estallaron en histéricas carcajadas ante la idea de que Jim Dooley volviera a aparecer.


    3

    Al día siguiente, una o dos horas antes del amanecer, mientras se dirigía hacia el baño arrastrando los pies y con los ojos semicerrados, pensando tan sólo en orinar y volver a acostarse, Lisey creyó ver algo moverse en el dormitorio a su espalda. Se despabiló de golpe y giró sobre sus talones. No había nada. Cogió una toalla de lavabo de la barra instalada junto a la pica y la colgo sobre el espejo del botiquín en el que creía haber visto el movimiento, manipulando la toalla hasta que dejó de escurrirse. Entonces y sólo entonces se concentró en sus asuntos.
    Estaba segura de que Scott lo habría entendido.


    4

    El verano transcurrió como una exhalación, y un buen día Lisey reparó en los rótulos de MATERIAL ESCOLAR colocados en los escaparates de varias tiendas de la calle principal de Castle Rock. Claro, estaban ya a mediados de agosto. Salvo por la serpiente de libros y la moqueta manchada sobre la que dormitaba, el estudio de Scott aguardaba el siguiente paso. Si es que existía tal siguiente paso; Lisey empezaba a contemplar la posibilidad de poner la casa en venta. El 14 de agosto, Canty y Rich celebraron su tradicional fiesta Sueño de una Noche de Verano. Lisey acudió con el firme propósito de pillar una buena borrachera con el té de Long Island de Rich Lawlor, algo que no había hecho desde la muerte de Scott. Para empezar pidió a Rich uno doble, pero casi al instante lo dejó entero sobre una de las mesas del catering, porque le pareció haber visto algo moverse bien en la superficie del vaso, un reflejo, o bien en las profundidades ambarinas de la bebida, nadando. Por supuesto, era una chorrada de tomo y lomo, pero las ganas de pillar una cogorza se le pasaron de golpe. De hecho, no sabía si se atrevía a emborracharse, ni siquiera achisparse. No estaba segura de querer
    arriesgarse a bajar la guardia de aquella forma. Porque si había atraído la atención del chaval larguirucho, si éste la vigilaba de vez en cuando... o incluso tan sólo pensaba en ella..., bueno...
    Una parte de ella estaba convencida de que aquella idea era una auténtica parida.
    Una parte de ella estaba convencida de que no lo era.
    A medida que transcurría agosto y el calor más abrasador del verano se adueñaba de Nueva Inglaterra, poniendo a prueba los estados de ánimo y el suministro eléctrico del noreste, empezó a sucederle algo aún más perturbador..., sólo que, al igual que con las cosas que a veces le parecía ver en ciertas superficies reflectantes, no sabía a ciencia cierta si le ocurría de verdad.
    Algunas mañanas despertaba una o dos horas antes de lo habitual, jadeante y empapada en sudor pese al aire acondicionado, con la sensación que le dejaban las pesadillas cuando era pequeña, la sensación de no haberse zafado de lo que la perseguía, la seguridad de que el peligro acechaba bajo la cama y en cualquier momento alargaría una mano retorcida para agarrarle el tobillo o bien atravesaría la almohada para rodearle el cuello. En aquellos instantes de pánico, deslizaba las manos sobre las sábanas hasta el cabezal de la cama antes de abrir los ojos, ansiosa de cerciorarse por completo de que no estaba..., bueno, en otra parte. Porque una vez se distienden los tendones es mucho más fácil sufrir otro esguince. Y Lisey había distendido algunos tendones, ¿a que sí? Sí. Primero con Amanda, luego con Dooley. Los había distendido bien.
    Después de despertar media docena de veces en aquel estado y descubrir que se hallaba donde debía, en el dormitorio que antes compartían ella y Scott, y que ahora era sólo suyo, le pareció que las cosas deberían mejorar. Pero no fue así. Por el contrario, empeoraron. Se sentía como un diente suelto en un hueco infectado. Y entonces, el primer día de la gran ola de calor, una ola de calor equiparable en su furia a la ola de frío acaecida diez años antes, algo cuya ironía no se le escapaba, aunque fuera casual, ocurrió por fin lo que tanto temía.


    5

    Se tumbó en el sofá del salón para descansar unos instantes. Jerry Springer, indudablemente imbécil pero en ocasiones entretenido, parloteaba en la caja tonta. El programa versaba sobre “Mi madre me robó el novio, Mi novio me robó la madre”, o algo por el estilo. Lisey alargó la mano para coger el mando a distancia y apagar el maldito trasto, o quizás tan sólo lo soñó, porque cuando abrió los ojos, no estaba tumbada en el sofá, sino en la colina de lilas de Boo’ya Moon. Era de día y no experimentó ninguna sensación de peligro, ninguna sensación de que el chaval larguirucho de Scott (porque así pensaba y siempre pensaría en él, aunque suponía que ahora era su chaval larguirucho, el chaval larguirucho de Lisey) anduviera cerca, pero aun así se llevó un susto de muerte, casi hasta el punto de ponerse a gritar como una descosida. Pero en lugar de ello volvió a cerrar los ojos, visualizó su salón y de repente oyó a los “invitados” al programa de Jerry Springer insultándose a gritos, y sintió la forma ovalada del mando a distancia en la mano izquierda. Al cabo de un segundo se levantó del sofá con los ojos muy abiertos y la piel de gallina. Casi podía llegar a creer que lo había soñado todo, lo cual tenía sentido, dado su nivel de angustia en torno al tema, pero el realismo de lo que había visto en aquellos escasos segundos desmentía aquella creencia, por reconfortante que resultara. Y también la desmentía la mancha violeta en el dorso de la mano que sujetaba el mando a distancia.


    6

    Al día siguiente llamó a la Biblioteca Fogler y habló con el señor Bertram Partridge, responsable de Colecciones Especiales. El hombre se fue emocionando a medida que Lisey le describía los libros que quedaban en el estudio de Scott. Los denominó “volúmenes asociados” y declaró que la sección de Colecciones Especiales de la Biblioteca Fogler estaría encantada de tenerlos “y gestionar con ella la cuestión de los derechos”. Lisey repuso que eso sería estupendo, como si llevara años planteándose la cuestión de los derechos. El señor Partridge anunció que enviaría a “un equipo de transportistas” al día siguiente para que embalaran los volúmenes y los trasladaran al campus de Orono de la Universidad de Maine, situado a unos ciento ochenta kilómetros de distancia. Lisey le recordó que con toda probabilidad haría un calor de órdago y que el estudio de Scott ya no tenía aire acondicionado y por tanto en él volvía a hacer temperatura de pajar. Quizás conviniera demorar el traslado hasta que hiciera un poco más de fresco.
    -En absoluto, señora Landon –exclamó Partridge con una risita encantada, y Lisey comprendió que temía que cambiara de idea si se le concedía demasiado tiempo para pensárselo-. Estoy pensando en un par de jóvenes idóneos para el trabajo. Ya lo verá.


    7

    Apenas una hora después de la conversación con Bertram Partridge, el teléfono sonó mientras Lisey se preparaba un bocadillo de atún con pan de centeno para la cena. No era gran cosa, pero no le apetecía nada más. Fuera, el calor aplastaba el mundo como una manta. El cielo había perdido todo su color y ahora relucía blanquísimo entre ambos horizontes. Mientras mezclaba el atún con mayonesa y un poco de cebolla picada, recordó el momento en que encontró a Amanda sentada en uno de aquellos bancos, contemplando Las Alceas, y era extraño, porque casi nunca pensaba en ello; se le antojaba como un sueño. Recordó que Amanda le había preguntado si tendría que beber aquel
    (zumo de biiiiicho)
    ponche asqueroso si regresaba al mundo, su forma de intentar averiguar, suponía Lisey, si tendría que permanecer encerrada en Greenlawn, y ella le había prometido que no, nada de ponche, nada de zumo de bicho. Amanda había accedido a volver, aunque era evidente que en realidad no quería, que le habría encantado quedarse sentada en el banco contemplando Las Alceas “hasta media eternidad”, en palabras de la buena de ma. Ahí sentada entre las espeluznantes figuras amortajadas y los espectadores silenciosos, uno o dos bancos por encima de la mujer del caftán. La que había asesinado a su hijo.
    Lisey dejó el bocadillo sobre el mostrador con un estremecimiento.
    No podía saber eso. No podía saberlo de ninguna manera.
    Pero lo sabía.
    Cállense, había dicho la mujer. Cállense mientras intento pensar por qué lo hice.
    Y entonces Amanda había dicho algo del todo inesperado, ¿verdad? Algo sobre Scott. Aunque nada de lo que Amanda hubiera dicho entonces revestía importancia alguna ahora, muerto Scott y muerto (o deseando estar muerto) Jim Dooley, pero aún así le habría gustado recordar qué había dicho su hermana.
    -Dijo que regresaría –murmuró Lisey-. Dijo que regresaría si con eso podía impedir que Dooley me hiciera daño.
    Sí, y Amanda había cumplido su palabra, Dios la bendijera, pero Lisey quería recordar algo que había dicho después. No entiendo qué puede tener que ver con Scott. Lleva más de dos años muerto..., aunque..., creo que me dijo algo sobre...
    Fue entonces cuando sonó el teléfono, haciendo añicos la frágil copa de los recuerdos de Lisey. Al descolgar la asaltó una terrible certeza. Era Dooley. Hola, señora, diría el Príncipe Negro de los Incunks, llamo desde el vientre de la bestia. ¿Qué tal está?
    -¿Diga? –masculló, consciente de que agarraba el auricular con demasiada fuerza, pero incapaz de evitarlo.
    -Soy Danny Boeckman, señora Landon –la saludó la voz en el otro extremo de la línea.
    Aquel “señora” le resultó inquietantemente familiar, pero el policía pronunciaba las palabras con un tranquilizador acento norteño, y además, el ayudante Danny Boeckman parecía emocionado, algo impropio de él, casi bullicioso, lo cual le confería una voz mucho más joven.
    -¿A que no lo adivina?
    -Pues no –replicó Lisey.
    Pero de inmediato la asaltó otra chifladura. El policía le diría que en la oficina se habían echado a suertes quién le pediría una cita, y que él era el afortunado. Lo que no sabía era por qué eso lo iba a emocionar.
    -¡Hemos encontrado la tapa de la luz interior!
    Lisey no sabía de qué le hablaba.
    -¿Cómo dice?
    -Doolin..., el tipo al que usted conocía por los alias de Zack McCool y luego Jim Dooley, robó el PT Cruiser y lo condujo mientras la acosaba, señora Landon. De eso estábamos seguros. Y lo escondía en aquella gravera entre recado y recado, de eso también estábamos seguros. Lo que ocurre es que no podíamos demostrarlo porque...
    -Había eliminado todas las huellas.
    -Exacto, sin dejar ni una. Pero de vez en cuando, Tapón y yo íbamos a...
    -¿Tapón?
    -Lo siento, quería decir Joe, el agente Alston.
    Tapón, pensó Lisey, consciente por primera vez de que aquellos eran hombres reales, con vidas reales y motes. Tapón, pensó. El agente Joe Alston, también conocido como Tapón.
    -¿Sigue ahí, señora Landon?
    -Sí, Dan. ¿Puedo llamarle Dan?
    -Desde luego. Cuestión, que de vez en cuando íbamos a husmear por ahí para ver si encontrábamos algún tesoro, porque había muchos indicios de que había pasado bastante tiempo en la gravera... Envoltorios de caramelos, un par de botellas de Pepsi, cosas así.
    -Pepsi –musitó.
    Dáliva, Dan. Dáliva, Tapón. Dáliva, fin.
    -Sí, por lo visto era la marca que le gustaba, pero ninguna de las huellas que encontramos en todas las botellas tiradas encajaba con las suyas. La única coincidencia que descubrimos fue con un tipo que robó un coche a finales de los setenta y ahora trabaja de dependiente en el Quick-E-Mart de Oxford. Y las demás huellas que encontramos en las botellas suponemos que son de los dependientes que las vendieron. Pero ayer a mediodía, señora Landon...
    -Lisey.
    Se produjo un silencio mientras el policía meditaba.
    -Ayer a mediodía, Lisey –prosiguió por fin-, en un caminito que lleva hasta la gravera, encontré el premio gordo, la tapa de la maldita luz del coche. La sacó y la tiró entre la maleza –Boeckman iba alzando la voz a medida que se emocionaba, y ahora ya no sonaba como un policía, sino como cualquier ser humano-. Y es la única cosa que olvidó manipular sin guantes o limpiar después. Una gran huella de pulgar en un lado, un precioso dedo índice en el otro... Fueron los dedos con los que la cogió. Y esta mañana nos han enviado los resultados por fax.
    -¿John Doolin?
    -Sí. Nueve puntos de comparación. ¡Nueve! –El policía hizo otra pausa, y cuando siguió hablando, parte de la euforia se había esfumado-. Y ahora, si consiguiéramos encontrar al hijo de puta...
    -Estoy segura de que tarde o temprano aparecerá –afirmó Lisey.
    Miró el bocadillo con expresión anhelante. Había olvidado lo que Amanda le había dicho aquel día, pero recobrado el apetito. Le parecía un cambio justo, sobre todo en un día tan caluroso.
    -Y si no aparece, lo importante es que ha dejado de acosarme.
    -Se ha ido del condado, apostaría mi reputación que se ha largado –espetó el ayudante del sheriff Dan Boeckman con un matiz inconfundible de orgullo en la voz-. Supongo que las cosas se le pusieron un poco feas por aquí, así que dejó tirado el coche y se fue. Tapón piensa lo mismo. Jim Dooley y Elvis han abandonado el edificio.
    -¿De dónde viene lo de Tapón?
    -En el instituto, él y yo jugábamos en el equipo de los Knights de Castle Hills, que ganó el campeonato de primera división del estado. Los Bangor Rams nos ganaban por tres touchdowns, pero los sorprendimos. Fuimos el único equipo de esta parte del estado que ganaba un balón de oro desde los años cincuenta. Y Joey..., estuvo imparable toda la temporada. Incluso con cuatro tipos encima, no paraba de taponar. Así que le pusimos el mote de Tapón, y yo aún lo llamo así.
    -Si lo llamo así, ¿cree que me dará un bofetón?
    Dan Boeckman lanzó una carcajada complacida.
    -Qué va, estará encantado.
    -Estupendo. Entonces yo soy Lisey, usted es Dan, y él es Tapón.
    -Por mí perfecto.
    -Y gracias por llamar. Han hecho un trabajo magnífico.
    -Gracias, señora... Lisey –se corrigió encantado, lo cual hizo sentir muy bien a Lisey-. No dude en llamar si podemos ayudarla en algo más. O si vuelve a tener noticias de ese desgraciado.
    -Lo haré.
    Lisey se concentró de nuevo en el bocadillo con una sonrisa en los labios. No pensó en Amanda, Las Alceas ni Boo’ya Moon durante el resto del día. Sin embargo, aquella noche la despertó el retumbar de un trueno lejano y la sensación de que algo enorme... no la estaba persiguiendo exactamente (¿para qué molestarse?), pero sí pensando en ella. La idea de estar en los pensamientos insondables de aquella criatura le dio ganas de llorar y de gritar. Ambas cosas al mismo tiempo. También le dio ganas de quedarse levantada, mirar películas de madrugada, fumar sin parar y beber mucho café de alta tensión. O cerveza. Quizás mejor cerveza. Tal vez la cerveza la ayudara a volver a conciliar el sueño. Pero en lugar de levantarse, apagó la lámpara de la mesilla de noche y se tumbó muy quieta. No conseguiré dormirme, pensó. Me quedaré despierta
    hasta que el amanecer despunte por el este. Y entonces podré levantarme y preparar el café que tanto me apetece ahora.
    Pero tres minutos después de pensar aquello ya estaba adormilada, y al cabo de otros diez dormía a pierna suelta. Más tarde, mientras la luna cabalgaba en lo alto del firmamento y ella soñaba que flotaba sobre cierta playa exótica de fina arena blanca en la alfombra mágica de PILLSBURY, su cama quedó vacía por unos instantes, y la habitación se llenó con la fragancia del frangipán, el jazmín y el cereus de floración nocturna, aromas ansiados y terribles a un tiempo. Pero al poco regresó, y a la mañana siguiente apenas recordaba el sueño, el sueño en el que volaba sobre la playa a orillas del lago de Boo’ya Moon.


    8

    La visión que Lisey albergaba respecto al desmantelamiento de la serpiente de libros sólo varió en dos aspectos de lo que había imaginado, y las variaciones fueron mínimas en realidad. En primer lugar, una mitad del equipo de dos personas que le envió el señor Partridge resultó ser una chica, una robusta joven de veintitantos años con una coleta color caramelo sujeta por una gorra de los Red Sox. En segundo lugar, Lisey no había esperado que acabaran el trabajo tan deprisa. Pese al calor abrasador reinante en el estudio, que ni siquiera tres ventiladores funcionando a toda velocidad lograban mitigar, todos los libros quedaron cargados en una furgoneta azul oscuro en menos de una hora. Cuando Lisey preguntó a los dos bibliotecarios de Colecciones Especiales (que se autodenominaron, y sólo medio en broma, en opinión de Lisey, los Siervos de Partridge) si les apetecía un poco de té helado, ambos aceptaron con entusiasmo, y cada uno dio cuenta de dos enormes vasos. La chica se llamaba Cory. Fue ella quien le dijo cuánto le gustaban los libros de Scott, sobre todo Relics, que afirmaba haber leído tres veces. El chico se llamaba Mike, y fue él quien le dijo que ambos la acompañaban en el sentimiento. Lisey les dio sinceramente las gracias por su amabilidad.
    -Debe de entristecerla verlo tan vacío –comentó Cory mientras señalaba el granero con el vaso, en el que tintinearon los cubitos de hielo.
    Lisey procuró no mirar directamente el vidrio por si se le aparecía algo allí aparte del hielo.
    -Es un poco triste, pero también liberador –confesó-. Había aplazado demasiado tiempo la tarea de vaciarlo. Me han ayudado mis hermanas. Estoy contenta de haberlo hecho. ¿Más té, Cory?
    -No, gracias, pero ¿puedo ir al baño antes de irme?
    -Claro. Cruzando el salón, la primera puerta a la derecha.
    Cory se excusó, y con aire ausente, casi ausente, Lisey desplazó su vaso tras la jarra de plástico de marrón donde había servido el té.
    -¿Quiere otro vaso, Mike?
    -No, gracias –declinó el joven-. Supongo que también arrancará la moqueta.
    Lisey lanzó una carcajada avergonzada.
    -Sí. Está fatal, ¿verdad? Pasó la única vez que Scott se aventuró a barnizar. Fue un desastre.
    Lo siento, cariño, pensó.
    -Parece sangre seca –comentó Mike antes de apurar el vaso.
    El sol, brumoso y ardiente, se reflejó en la superficie del vaso, y por un instante, a Lisey le pareció que un ojo la observaba desde su interior. Cuando Mike lo dejó sobre el mostrador, contuvo a duras penas el impulso de esconderlo tras la jarra con el otro.
    -Todo el mundo lo dice –señaló.
    -Un corte de afeitado, pero a lo bestia –rió Mike.
    Lisey también rió y pensó que su risa sonaba casi tan natural como la del joven. No miró el vaso de Mike. No pensó en el chaval larguirucho que ahora era su chaval larguirucho. Al mismo tiempo, sólo pensó en él.
    -¿Seguro que no quiere un poco más? –insistió.
    -Más vale que no; tengo que conducir –repuso él, y ambos se echaron a reír de nuevo.
    Cuando Cory volvió, Lisey creyó que Mike también querría ir al lavabo, pero no fue así. Los hombres tenían los riñones más grandes, la vejiga más grande, algo más grande, o al menos eso afirmaba Scott. Lisey se alegró, porque de ese modo sólo la chica le lanzó una mirada extraña antes de que se fueran con la serpiente de libros desmantelada y cargada en la furgoneta. Oh, sin duda le contaría a Mike lo que había visto en el salón y en el baño, se lo contaría durante el largo trayecto hasta la Universidad de Maine en Orono, pero Lisey no estaría allí para escucharlo. De hecho, la mirada que le lanzó la chica no estuvo tan mal, porque en aquel momento, Lisey no cayó en su significado, aunque se llevó la mano a la cabeza para comprobar si llevaba el pelo de punta o algo parecido. Pero más tarde, después de meter los vasos en el lavavajillas sin echarles un vistazo siquiera, fue al baño y vio la toalla colgada sobre el espejo. Recordaba haber colgado la toalla de lavabo sobre el espejo del botiquín, recordaba haber cegado aquel espejo a la perfección, pero ¿cuándo había cubierto éste?
    No lo sabía.
    Regresó al salón y vio una sábana sobre el espejo colgado sobre la respisa de la chimenea. Debería haber reparado en ella al pasar y suponía que Cory sí la había visto, porque era más que evidente, puñeta, pero lo cierto era que la pequeña Lisey Landon últimamente no dedicaba mucho tiempo a contemplar su reflejo.
    Recorrió la casa y comprobó que todos los espejos salvo dos de la planta baja estaban cubiertos con sábanas, toallas, o vueltos del revés, en un caso. Cubrió los dos supervivientes, diciéndose que ya que se ponía... Mientras lo hacía, Lisey se preguntó qué habría pensado la joven bibliotecaria de la moderna gorra rosa de los Red Sox. ¿Que la viuda del famoso escritor era judía o bien había adoptado el luto judío, y que seguía de luto? ¿Que había decidido que Kurt Vonnegut tenía razón al decir que los espejos no eran superficies reflectantes, sino fugas, puertas que conducían a otra dimensión? ¿Y acaso no era eso lo que creía ella?
    Nada de puertas, sino ventanas. ¿Y de verdad tiene que importarme lo que piensa una bibliotecaria de la Universidad de Maine?
    Probablemente no. Pero la vida estaba llena de superficies reflectantes, ¿verdad? No sólo espejos. Había que evitar mirarse en el vaso de zumo de la mañana, en las copas de vino de la noche. Tantas veces te sentabas al volante del coche y veías tu rostro reflejado en el salpicadero. Tantas noches largas en que la mente de algo..., de otro..., podía fijarse en una, si una no era capaz de evitar fjarse en ese algo. ¿Y cómo evitar eso? ¿Cómo evitar pensar en algo? La mente era una rebelde sin causa y con falda escocesa, para citar al difunto Scott Landon. Podía llegar a..., bueno..., a cagar fuego y ahorrarte las cerillas, ¿por qué no decirlo? Podía zambullirse en un mal rollo de la hostia.
    Y había otra cosa. Algo aún más aterrador. Aunque la cosa no fuera hasta ti, tú no serías capaz de evitar ir a ella. Porque una vez se distendían los puñeteros
    tendones..., una vez tu vida en el mundo real empezaba a producirte la sensación de un diente suelto en un hueco infectado...
    Estaría bajando la escalera, o subiendo al coche, o abriendo el grifo de la ducha, o leyendo un libro, u hojeando una revista de crucigramas, y de repente experimentaría una sensación absurdamente parecida a un estornudo o
    (mein gott, cariño, mein gott, pegueña Liiiisey...)
    un orgasmo inminente, y pensaría Puñeta, no me estoy corriendo, me estoy yendo, me estoy yendo al otro lado. El mundo ondearía, y la embargaría la sensación de un mundo entero a punto de nacer, un mundo donde la dulzura se agriaba y se convertía en veneno al caer la noche. Un mundo que se hallaba a apenas un paso, a un agitar de la mano, a un giro de la cadera. Por un instante sentiría Castle View desmoronarse a su alrededor, y se convertiría en Lisey sobre la cuerda floja, Lisey en el filo. Y luego volvería, una mujer de mediana edad sólida (aunque un poco demasiado delgada) en un mundo sólido, bajando la escalera, cerrando la puerta del coche, ajustando el grifo del agua caliente, volviendo una página del libro o resolviendo el 8 horizontal: Obsequio anticuado, seis letras, empieza por D y acaba por A.


    9

    Dos días después de que la serpiente de libros desmontada viajara al norte, el día que la sección de Portland del Servicio Nacional de Meteorología declararía el día más caluroso del año en Maine y New Hampshire, Lisey subió al estudio vacío con una minicadena de música y un CD titulado Hank Williams, Grandes Éxitos. Podría escuchar el CD sin problemas, al igual que los ventiladores habían funcionado el día que habían estado allí los Siervos de Partridge; lo que Dooley había hecho era abrir el cuadro eléctrico de la planta baja y desconectar los tres diferenciales que controlaban el suministro del estudio.
    Lisey no sabía cuánto calor hacía en el estudio, pero sabía que debía de pasar de los cuarenta grados. Percibió que la blusa empezaba a pergársele al cuerpo y el rostro se le humedecía en cuanto llegó a lo alto de la escalera. Había leído en alguna parte que las mujeres no sudan, sino que brillan; menuda parida. Si se quedaba allí arriba mucho rato, con toda probabilidad moriría de un golpe de calor, pero no tenía intención de quedarse mucho tiempo. En la radio ponían a veces un tema country que se llamaba “No viviré mucho tiempo así”. No sabía quién lo había compuesto ni quién lo cantaba, aunque no el viejo Hank, pero se sentía identificada con él. No podía pasar el resto de su vida asustada de su propio reflejo (o de lo que podía llegar a ver asomado a él), ni tampoco asustada de que en cualquier momento pudiera perder de vista la realidad y encontrarse en Boo’ya Moon.
    Esa mierda tenía que acabar.
    Enchufó la minicadena, se sentó en el suelo ante ella con las piernas cruzadas y puso el disco. Una gota de sudor le entró en el ojo, escociéndole, y se la enjugó con los nudillos. Scott había escuchado mucha música allí arriba, a todo trapo. Si tenías un equipo de música de doce mil dólares y una salita insonorizada para casi todos los altavoces, podías permitirte el lujo de pisar el acelerador a fondo. La primera vez que la hizo escuchar “Rockaway Beach”, Lisey creyó que el estruendo rompería el techo en pedazos. Lo que estaba a punto de escuchar sonaba pequeño y ridículo en comparación, pero creía que bastaría.
    Obsequio anticuado, seis letras, empieza por D y acaba por A.
    Sentada en uno de los bancos, contemplado Las Alceas, sentada a poca distancia de la infanticida con caftán. Diciendo: “Era algo acerca de una historia. Tu historia, la historia de Lisey. Y la colcha afgana. Sólo que Scott la llamaba “africana”. Dijo algo de un calabum, catapán...
    No, Manda, no era dádiva, aunque esta palabra existe, por supuesto, y significa “obsequio anticuado”. Pero la palabra que empleaba Scott...
    Era dáliva, por supuesto. El sudor le corría por el rostro como si de lágrimas se tratara. Lisey no intentó secárselo.
    -Dáliva, fin. Y al final te llevas un premio. A veces una chocolatina. A veces una Pepsi de Mulie’s. A veces un beso. Y a veces..., a veces una historia, ¿verdad, cariño?
    Hablar con él no le resultaba extraño. Porque Scott seguía allí. Aun sin los ordenadores, los muebles, el sofisticado sistema de sonido sueco, los archivadores llenos de manuscritos y los montones de galeradas (las propias y las que le enviaban amigos y admiradores), aun sin la serpiente de libros..., aun sin todo eso, todavía sentía a Scott. Claro que sí. Porque Scott no había terminado de decir la suya. Tenía una historia más que contar.
    La historia de Lisey.
    Creía saber cuál era, porque sólo le había quedado una por terminar.
    Tocó una de las manchas secas de la moqueta y pensó en los argumentos en contra de la locura, los que caen con un suave susurro. Pensó en aquel día bajo el árbol ñam-ñam, en la sensación de hallarse en otro mundo, un mundo propio. Pensó en los Tipos del Mal Rollo, en los Tipos de la Dáliva Sangrienta. Pensó en que, al ver al chaval larguirucho, Jim Dooley enmudeció de repente y dejó caer las manos a los costados. Porque de repente lo habían abandonado las fuerzas. Eso era lo que te hacía el mal rollo con sólo mirarte.
    -Scott –dijo-, te escucho, cariño.
    No obtuvo respuesta, pero se respondió a sí misma. El pueblo se llamaba Anarene. Sam el León era el dueño de los billares, del cine y del restaurante, donde todas las canciones de la máquina de discos eran al parecer canciones de Hank Williams.
    En algún lugar del estudio, algo pareció lanzar un suspiro de aprobación, aunque quizás fueron imaginaciones suyas. En cualquier caso, había llegado el momento. Lisey todavía no sabía con certeza qué buscaba, pero creía que lo reconocería en cuanto lo viera, sin duda lo reconocería en cuanto lo viera si Scott se lo había dejado, y había llegado el momento de ponerse a buscar. Porque no podría seguir viviendo así mucho tiempo. Imposible.
    Pulsó PLAY, y la voz alegre y cansina a un tiempo de Hank Williams empezó a cantar:

    Adiós, Joe, tengo que irme,
    oh tengo que oh...,
    tengo que irme, en la piragua,
    bayou abajo...

    PPCCN, cariño, pensó y cerró los ojos. Por un instante siguió oyendo la música, pero hueca y tan lejana, como si le llegara desde el otro extremo de un pasillo muy largo o desde las profundidades de una cueva. Y de repente la luz del sol le tiñó de rojo la cara interior de los párpados, y la temperatura descendió unos quince grados de golpe. Una brisa deliciosa, cargada de fragancias florales, le acarició la piel sudorosa y le apartó el cabello de las sienes.
    Lisey abrió los ojos en Boo’ya Moon.


    10

    Aún estaba sentada con las piernas cruzadas, pero ahora junto al camino que descendía por la colina de lilas en una dirección y entre los árboles del amor en la otra. Ya había estado allí; era exactamente allí adonde su marido la había llevado antes de convertirse en su marido, alegando que quería mostrarle algo.
    Lisey se levantó y se apartó el cabello sudoroso del rostro, disfrutando de la brisa, de la dulce combinación de fragancias que transportaba, sí, pero sobre todo de su frescura. Calculaba que era media tarde y que la temperatura era de unos veinticuatro grados, perfecta, en otras palabras. Oía cantar a los pájaros, pájaros normales y corrientes, a juzgar por su trino, mirlos y petirrojos, sin lugar a dudas, probablemente pinzones y tal vez una alondra para completar el cuadro, pero en cualquier caso, ninguna risa espeluznante procedente del bosque. Supuso que era demasiado temprano. Tampoco percibía la presencia del chaval larguirucho, y ésa era la mejor noticia de todas.
    Se volvió hacia los árboles y luego dio un lento giro de ciento ochenta grados. No buscaba la cruz, porque Dooley se la había clavado en el brazo y después de arrancársela la había tirado. Lo que buscaba era el árbol, el que estaba un poco adelantado respecto a los otros dos en el margen izquierdo del camino...
    -No, no es así –murmuró-. Estaban uno a cada lado del camino, como guardianes que custodiaran la entrada del bosque.
    Y entonces los vio. Y un tercero un poco adelantado respecto al de la izquierda. El tercero era el más grande y tenía el tronco cubierto de musgo tan espeso que parecía pelaje. Al pie del tronco, la tierra aún aparecía un poco hundida. Era allí donde Scott había enterrado al hermano al que había intentado salvar con tanto ahínco. Y junto a la tierra hundida vio algo de enormes ojos vacíos que la observaba desde la hierba alta.
    Por un instante creyó que era Dooley, o el cadáver de Dooley, reanimado de algún modo y de regreso para atormentarla, pero entonces recordó que tras golpear a Amanda se había quitado las gafas de visión nocturna y las había tirado también. Y ahí estaban, tiradas junto a la tumba del buen hermano.
    Es otra dáliva, pensó mientras caminaba hacia ellas. Desde el camino hasta el árbol, desde el árbol hasta la tumba, desde la tumba hasta las gafas. ¿Y luego? ¿Ahora qué, cariño?
    La siguiente estación resultó ser la cruz, con el brazo horizontal de la cruz ladeado, de modo que el conjunto parecía un reloj que marcara las siete y cinco. Los siete u ocho centímetros superiores del brazo vertical estaban manchados con la sangre de Dooley, ahora seca y granate, el mismo color del supuesto barniz que manchaba la moqueta del estudio de Scott. Aún se veía el nombre PAUL escrito en la cruz, y cuando la levantó, con auténtica veneración, vio otra cosa: el viejo hilo amarillo enrollado varias veces en torno al brazo vertical de la cruz y asegurado con un nudo. Asegurado, no le cabía duda alguna, con la misma clase de nudo con que había atado la campanilla de Chuckie G. al árbol en el bosque. El hilo amarillo, que en tiempos había surgido de las agujas de la buena de ma mientras miraba la televisión en la vieja granja de Lisbon, estaba enrollado alrededor del brazo vertical justo por encima del lugar donde la madera aparecía manchada de tierra oscura. Y al examinar la pieza, Lisey recordó ver la lana desaparecer en la oscuridad justo antes de que Dooley se arrancara la cruz del brazo y la arrojara lejos de sí.
    Es la colcha africana, la que dejamos junto a la roca sobre el lago. Volvió más tarde, algún tiempo más tarde, la recogió y la trajo aquí. Deshizo una parte de la lana, la ató a la cruz, y esperaba que yo encontrara el resto al final del trayecto.
    Con el pulso lento y pesado en el pecho, Lisey dejó caer la cruz y empezó a seguir la lana amarilla que se apartaba del sendero y continuaba a lo largo del margen del Bosque de las Hadas, deslizándola entre las manos mientras la hierba alta le acariciaba susurrante los muslos y los saltamones brincaban y las lilas desprendían su dulce fragancia. En algún lugar, una cigarra emitió su tórrido canto veraniego, y en el bosque, un cuervo... ¿Era un cuervo? Parecía un cuervo, un cuervo normal y corriente que graznó un saludo ronco, pero no había coches, ni aviones, ni voces humanas por ninguna parte. Caminó entre la hierba, siguiendo el hilo desecho de la colcha afgana, la colcha en la que su marido insomne, asustado, desesperado se había arrebujado tantas noches glaciales diez años atrás. Ante ella, uno de los árboles del amor destacaba un poco entre sus compañeros, extendiendo sus ramas hasta formar una atrayente marquesina de sombra. Bajo él vio una papelera de metal y un bulto mucho más grande de color amarillo. El color aparecía desvaído, la lana aplastada e informe, como una inmensa peluca amarilla abandonada bajo la lluvia, o tal vez el cadáver de un gato muy corpulento, pero Lisey reconoció qué era en cuanto lo vio, y los sollozos le agitaron el pecho. Oyó mentalmente a The Swinging Johnsons cantando “Demasiado tarde para echarse atrás” y sintió que la mano de Scott la conducía hacia delante. Siguió la lana hasta el árbol y se arrodilló junto a lo poco que quedaba del regalo de boda de una madre a su hija menor y el marido de su hija menor. La recogió..., la manta y lo que contuviera. Apretó el rostro contra ella. Olía a humedad y a moho, a cosa vieja, a cosa olvidada, a funeral más que a boda. Eso estaba bien. Así debería haber sido siempre. Olió todos los años que había pasado allí, atada a la cruz que señalaba la tumba de Paul, esperándola, como un ancla.


    11

    Al cabo de un rato, cuando el llanto amainó, dejó el paquete, porque sin duda de eso se trataba, donde lo había encontrado y se lo quedó mirando, tocando el punto donde el hilo de la colcha surgía de los restos mortales de la colcha afgana. La sorprendía que el hilo no se hubiera roto al caer Dooley sobre la cruz, al arrancársela del brazo o al arrojarla lejos de sí. Por supuesto, el hecho de que Scott la hubiera atado tan bien ayudó, pero aun así, resultaba asombroso, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que llevaba la maldita cosa expuesta a la intemperie. Milagro de los milagros, como solía decirse.
    Pero por supuesto, a veces los perros perdidos regresaban a casa, a veces los hilos viejos resistían y te conducían hasta el premio al final de una dáliva. Lisey empezó a desenvolver los restos desteñidos y aplastados de la colcha afgana, pero de repente se volvió hacia la papelera, y lo que vio le hizo lanzar una risita afligida. Estaba llena de botellas de licor casi hasta arriba. Una o dos parecían relativamente nuevas, y estaba segura de que la de encima de todo lo era, porque diez años atrás no existía la Limonada con Regalo de Mike. Pero casi todas las botellas eran viejas. Allí era adonde iba a beber en 1996, pero incluso borracho perdido había respetado Boo’ya Moon demasiado para ensuciar el lugar con botellas vacías. ¿Encontraría más botellas si se dedicaba a buscar? Quizás. Probablemente. Pero aquella papelera era lo único que le interesaba, porque señalaba el lugar al que Scott había ido para terminar su última obra.
    Ahora creía tener todas las respuestas excepto las respuestas a las preguntas más importantes, por ejemplo, cómo iba a vivir con el chaval larguirucho y cómo evitaría pasar a su guarida, sobre todo cuando pensara en ella. Tal vez Scott le hubiera dejado algunas respuestas. Y aun en caso contrario, le había dejado algo..., y se estaba tan bien bajo aquel árbol...
    Lisey cogió de nuevo la colcha africana y la tocó como tocaba de pequeña los regalos de Navidad. Dentro había una caja, pero no se parecía en nada a la caja de cedro de la buena de ma, porque era más suave, casi blanda, como si pese a estar envuelta en la africana y resguardada bajo el árbol, la humedad de los años la hubiera empapado..., y por primera vez se preguntó de cuántos años se trataba. La botella de Limonada con Regalo indicaba que no demasiados. Y el tacto del objeto envuelto en la africana sugería...
    -Es una caja para manuscritos –murmuró-. Una de las cajas de cartón que usaba para los manuscritos.
    Sí, estaba segura. Sólo que después de pasar dos años bajo aquel árbol... o tres... o cuatro, se había convertido en una caja de cartón blanda.
    Lisey comenzó a desenvolver la colcha. Le bastaron dos vueltas, pues apenas quedaba tejido. Y en efecto, era una caja de cartón para manuscritos, el gris ahora oscurecido por la humedad que lo empapaba. Scott siempre pegaba una etiqueta en el lomo de la caja y escribía en ella el título. En este caso, la etiqueta se había desprendido por ambos lados y aparecía rizada. La alisó con los dedos y vio una sola palabra escrita en la letra fuerte y oscura de Scott: LISEY. Abrió la caja. Contenía páginas pautadas arrancadas de un cuaderno. Unas treinta en total, llenas de trazos rápidos y apretados de rotulador. No le extrañó comprobar que Scott había escrito en presente, que el texto cayera en ocasiones en una suerte de prosa infantil ni que la historia empezara por el medio. Este último detalle sólo era cierto, reflexionó, si uno no sabía cómo dos hermanos habían sobrevivido a su padre demente y lo que le ocurrió a uno de ellos y el hecho de que el otro no pudiera salvarlo. La historia sólo parecía empezar por el medio si uno no sabía nada de los esfumados, de los ausentes ni del mal rollo. Sólo empezaba por el medio si uno no sabía que


    12

    En febrero empieza a mirarme de un modo raro, por el rabillo del ojo. A menudo espero que me grite o incluso saque la navaja y me corte. Lleva mucho tiempo sin hacerlo, pero casi me parecería un alivio. No me ayudaría a sacar el mal rollo de mi interior, porque no tengo (fui testigo del verdadero mal rollo, no de las fantasías de mi padre, cuando Paul estaba encadenado en el sótano, y yo no tengo nada parecido en mi interior). Pero papi tiene algo malo metido dentro, y cortándose no consigue sacarlo. Esta vez no, aunque desde luego lo ha intentado. Lo sé. He visto las camisetas y los calzoncillos en la cesta de la colada. Y en la basura. Si cortarme a mí le ayudara a él, le dejaría hacerlo, porque aún lo quiero. Más aún desde que estamos solos. Más aún después de lo que pasamos con Paul. Esta clase de amor es una especie e maldición, como el mal rollo.
    -El mal rollo es potente –me dijo.
    Pero no me corta.
    Un día vuelvo del cobertizo, donde me había sentado un rato a pensar en Paul, a pensar en los buenos ratos que pasamos correteando por toda la casa, y papi me agarra.
    -¡Has ido allí! –me grita en las narices.
    Y me doy cuenta de que por muy mal que haya estado, ahora está peor. Nunca ha estado tan mal como ahora.
    -¿Por qué vas? ¿Qué haces allí? ¿Con quién hablas? ¿Qué tramas?
    Mientras habla me zarandea sin parar, y el mundo se agita ante mis ojos. En un momento dado choco de cabeza contra el canto de la puerta; veo las estrellas y me caigo en el umbral, con el calor de la cocina delante y el frío del patio detrás.
    -No, papi –aseguro-. No he ido a ninguna parte, sólo estaba...
    Se inclina hacia mí, las manos sobre las rodillas, el rostro cernido sobre el mío, la tez muy pálida salvo por dos manchas rojas en las mejillas, y veo que sus ojos se mueven de un lado a otro, de un lado a otro, y comprendo que se encuentra a años luz de estar bien. Y recuerdo a Paul diciendo: Scott, ni se te ocurra cabrear a papi cuando no está bien.
    -¡No me digas que no has ido a ninguna parte, maldito cabroncete mentiroso, porque TE HE BUSCADO POR TODA LA PUTA CASA!
    Contemplo la posibilidad de decirle que estaba en el cobertizo, pero sé que eso no hará más que empeorar las cosas. Recuerdo a Paul diciendo que no hay que cabrear a papi cuando no está bien, cuando empieza a estar de mal rollo, y puesto que sé adónde cree que he ido, respondo que sí, papi, sí, he ido a Boo’ya Moon, pero sólo para poner flores en la tumba de Paul. Y surte efecto. Al menos de momento. Se tranquiliza. Incluso me coge de la mano, me ayuda a levantarme y me pasa la mano por la ropa como si hubiera visto un poco de nieve u otra cosa en ella. No hay nada, pero puede que él vea algo. A saber.
    -¿Está bien, Scott? –pregunta-. ¿Su tumba está bien? ¿Nada la ha atacado, ni a él tampoco?
    -Está bien, papi.
    -Hay nazis en el trabajo, Scoot, ¿te lo había dicho? Seguro que sí. Adoran a Hitler en el sótano. Tienen una estatuilla de cerámica de ese cabrón. Creen que no lo sé.
    Sólo tengo diez años, pero me bastan para saber que Hitler estiró la pata al final de la Segunda Guerra Mundial. También sé que nadie está adorando ninguna estatuilla de Hitler en el sótano de U.S. Gyppum. Y sé una tercera cosa, y es que no conviene cabrear a papi cuando está de mal rollo, así que digo:
    -¿Y qué vas a hacer al respecto?
    Papi se acerca mucho a mí, y estoy seguro de que va a pegarme, esta vez sí, o al menos volverá a zarandearme. Pero en lugar de eso me mira de hito en hito (nunca había visto sus ojos tan grandes y oscuros) y luego se coge la oreja.
    -¿Qué es esto, Scooter? ¿A ti qué te parece?
    -Es tu oreja, papi –respondo.
    Asiente sin soltarse la oreja y sin dejar de mirarme. Aún ahora, después de tantos años, esos ojos se me aparecen en sueños de vez en cuando.
    -La tendré pegada al suelo –explica- y cuando llegue el momento... –Curva el dedo en ademán de disparo-. Me cargaré a todos esos cabrones. A todos los putos nazis del sótano, Scooter.
    Tal vez lo habría hecho. Mi padre, en un momento de gloria rancia. Un buen día podría haber aparecido una de esas noticias en el periódico, ERMITAÑO ENLOQUECIDO DE PENSILVANIA MATA A NUEVE COMPAÑEROS Y SE SUICIDA. SE DESCONOCEN LOS MOTIVOS..., pero el mal rollo se lo lleva por otros derroteros antes de que tenga ocasión de hacerlo.
    Febrero ha sido un mes frío y soleado, pero al llegar marzo, y el tiempo cambia, y papi cambia con él. A medida que las temperaturas suben y empieza a caer la primera
    aguanieve, se vuelve más taciturno y sombrío. Deja de afeitarse, luego de ducharse, luego de cocinar. Llega un día, hacia la segunda semana del mes, en que me doy cuenta de que los tres días de fiesta que a veces le dan por el cambio de turno se convierten en cuatro..., luego en cinco..., luego en seis... Al final le pregunto si va a volver. Me da miedo preguntárselo, porque ahora pasa casi todo el día arriba, en su habitación, o bien tirado en el sofá, escuchando música country en la WWVA de Wheeling, Virginia Occidental. Casi nunca me dirige la palabra en ninguno de los dos sitios, y observo que sus ojos se mueven constantemente de un lado a otro mientras los busca a ellos, los Tipos del Mal Rollo, los Tipos de la Dáliva Sangrienta. Así que no, no tengo ningunas ganas de preguntárselo, pero tengo que hacerlo, porque si no vuelve al trabajo, ¿qué será de nosotros? A los diez años sabes que si en casa no entra dinero, el mundo cambia.
    -Quieres saber cuándo volveré al trabajo –comenta en tono pensativo.
    Tirado en el sofá con barba de varios días. Tirado en el sofá con un viejo jersey de marinero, pantalones de trabajo y los pies descalzos. Tirado en el sofá mientras Red Sovine canta “Giddy-Go” en la radio.
    -Sí, papi.
    Se incorpora sobre un codo y cuando me mira, sé que se ha esfumado. Peor aún, hay algo escondido en su interior, algo que crece, que cobra cada vez más fuerza a la espera del momento adecuado para actuar.
    -Quieres saber. Cuándo. Volveré. Al. Trabajo.
    -Supongo que es asunto tuyo –reconozco-. En realidad sólo venía a preguntarte si quieres que prepare el café.
    De repente me agarra el brazo, y esa noche descubriré cardenales azul oscuro en los puntos donde me ha clavado los dedos. Cuatro cardenales azul oscuro con forma de dedos.
    -Quieres saber. Cuándo. Volveré. Allí.
    Me suelta y se sienta. Sus ojos parecen más grandes que nunca, más frenéticos que nunca, hasta el punto de que tiemblan en las cuencas.
    -Nunca volveré allí, Scott. Ese sitio ha cerrado. Ese sitio voló por los aires. ¿Es que no te enteras de nada, maldito cabroncete atontado?
    Baja la mirada hacia la sucia moqueta del salón. En la radio, Red Sovine da paso a Farlin Husky. Al cabo de unos instantes vuelve a levantar la cabeza, y comprendo que vuelve a ser papi, y dice algo que casi me parte el corazón.
    -Serás tonto, Scooter, pero desde luego también eres valiente. Eres mi chico valiente. No dejaré que te haga daño.
    Dicho aquello vuelve a tumbarse, gira la cara y me ordena que no le moleste más, porque quiere echar una siesta.
    Esa noche me despierta el golpeteo del aguanieve contra la ventana, y veo a papi sentado en la cama junto a mí, mirándome con una sonrisa. Sólo que no es él quien sonríe. En sus ojos apenas se advierte nada aparte del mal rollo.
    -¿Papi? –murmuro.
    No me responde, y pienso: Me va a matar. Me rodeará el cuello con las manos y me estrangulará, y todo lo que hemos pasado, todo lo de Paul, habría sido en vano.
    Pero en lugar de matarme me ordena con voz ahogada que vuelva a dormirme, se levanta de la cama y camina hacia la puerta con paso espasmódico, la barbilla adelantada y balanceando el trasero como si imitara a un sargento de instrucción en un desfile, o algo por el estilo. Unos segundos más tarde oigo un estruendo terrible y sé que se ha caído por la escalera, o quizás incluso se ha tirado. Me quedo en la cama, incapaz de levantarme, esperando que haya muerto, esperando que no, preguntándome qué haré si ha muerto, quién cuidará de mí, indiferente a ello, sin saber qué es lo que más espero.
    Una parte de mí incluso espera que termine el trabajo, que vuelva y me mate, que termine con el horror de vivir en esta casa.
    -¿Papi? –lo llamo por fin-. ¿Estás bien?
    Durante largo rato no hay respuesta. Me quedo tumbado en la cama, escuchando el aguanieve, pensando Está muerto, mi papá está muerto, estoy aquí solo, pero de repente grita en la oscuridad, desde la planta baja.
    -¡Claro que estoy bien! ¡Cierra el pico, cabroncete! ¡Cierra el pico si no quieres que la cosa de la pared te oiga y salga para comernos a los dos! ¿O es que quieres que se te meta dentro como hizo con Paul?
    No digo nada; me quedo tumbado, temblando.
    -¡Contesta! –vocifera-. ¡Contesta, atontado, si no quieres que suba y haga que lo lamentes!
    Pero no puedo, tengo demasiado miedo para contestar, mi lengua se ha convertido en un pedazo de carne seca pegado al suelo de mi boca. Tampoco lloro, porque estoy demasiado asustado para llorar siquiera. Me limito a permanecer tumbado, aguardando a que suba y me haga daño. O me mate como a un perro.
    Y entonces, después de lo que se me antoja una eternidad, al menos una hora, aunque no pueden haber transcurrido más de uno o dos minutos, lo oigo mascullar entre dientes algo que podría ser Me sangra la cabeza, joder o Nunca dejará de llover. Sea lo que sea, su voz se aleja de la escalera en dirección al salón, y sé que se tumbará en el sofá y dormirá allí. Por la mañana despertará o no, pero en cualquier caso, esta noche ya ha terminado conmigo. Sin embargo, todavía tengo miedo. Tengo miedo, porque en efecto hay una cosa. No creo que esté en la pared, pero existe. Atrapó a Paul y lo más probable es que atrape a mi padre, y luego estoy yo. He pensado mucho en ello, Lisey,


    13

    Sentada bajo el árbol, sentada de hecho con la espalda apoyada contra el tronco, Lisey alzó la mirada, casi tan sobresaltada como si el fantasma de Scott la hubiera llamado por su nombre. En cierto modo suponía que eso era lo que había sucedido, y la verdad, ¿de qué se extrañaba? Por supuesto que estaba hablando con ella, con ella y con nadie más. Aquella era su historia, la historia de Lisey, y pese a que era una lectora lenta, ya se había pulido una tercera parte de las páginas manuscritas. Calculó que terminaría mucho antes del anochcer, y eso estaba bien, porque Boo’ya Moon era un lugar encantador, pero sólo de día.
    Bajó la mirada hacia el manuscrito y una vez más se maravilló de que Scott hubiera sobrevivido a su infancia. Advirtió que su marido recurría al tiempo pasado sólo cuando se dirigía a ella, aquí, en su presente. Aquel pensamiento le arrancó una sonrisa, y siguió leyendo al tiempo que se decía que si pudiera pedir un deseo, pediría volar junto a aquel niño solitario en su hipotética alfombra mágica alias saco de harina para consolarlo, aunque sólo fuera para susurrarle al oído que la pesadilla acabaría algún día. O al menos aquella parte.


    14

    He pensado mucho en ello, Lisey, y he llegado a dos conclusiones. La primera es que lo que atrapó a Paul era real, un ser de esencia tal vez completamente mundana, quizás incluso vírica o bacteriana. La segunda es que no fue el chaval larguirucho.
    Porque esa cosa no se parece a nada que podamos entender. Es un ser aparte y más vale no pensar en él siquiera. Nunca.
    En cualquier caso, nuestro héroe, el pequeño Scott Landon, por fin consigue conciliar el sueño, y en aquella granja aislada de la Pensilvania rural, las cosas siguen igual durante unos días más, con papi tirado en el sofá como un queso maduro y apestodo, con Scott cocinando y fregando los platos (sólo que él dice “fegrando los plaaaatos”), con el aguanieve azotando las ventanas y con la casa llena de música country..., Donna Farga, Waylon Jennings, Johnny Cash, Conway Twitty, “Country” Charlie Pride y, por supuesto, el viejo Hank. Una tarde, alrededor de las tres, un Chevrolet sedán de color marrón con las palabras U.S. Gypsum estampadas en los costados aparece por el largo camino de acceso, levantando abanicos de barro a su paso. Andrew Landon pasa la mayor parte del tiempo en el sofá, duerme en él todas las noches y lleva casi todo el día allí, por lo que Scott no había imaginado que el viejo pudiera moverse con la rapidez con que se mueve cuando oye acercarse el coche, que a todas luces no es el del cartero ni el de la compañía eléctrica. Papi se levanta como un rayo y corre hacia la ventana que da al lado izquierdo del porche delantero. Se inclina al tiempo que aparta un poco la sucia cortina blanca, y Scott, de pie en el umbral de la cocina con un plato en una mano y un paño de cocina echado sobre el hombro, observa un gran moratón hinchado en un lado de su rostro, sin duda consecuencia de la caída de la otra noche, y observa también que lleva una pernera de los pantalones de trabajo subida casi hasta la rodilla. En la radio, Dick Curless canta “Tombstone Every Mile”, y Scott advierte una furia asesina en la mirada de papi y en el rictus de su labio inferior, que deja al descubierto los dientes. De repente, papi da la espalda a la ventana; la pernera del pantalón vuelve a su sitio, y papi cruza la estancia a grandes zancadas hasta el armario, adonde llega justo cuando el motor del Chevrolet se para. Scott oye cerrarse la puerta del coche, alguien va de cara a la muerte y no lo sabe, no tiene ni la más remota idea, y papi saca el .30-.06 del armario, el mismo que empleó para acabar con la vida de Paul. O con la vida de la cosa que lo poseyó. Pisada en la escalinata del porche. Tiene tres peldaños, y el del medio cruje como siempre, por los siglos de los siglos, amén.
    -No, papi –murmuro mientras Andrew “Chispas” Landon camina hacia la puerta cerrada con esas zancadas nuevas y extrañamente gráciles, el rifle atravesado ane el cuerpo.
    Todavía llevo el plato en la mano, pero siento los dedos entumecidos y pienso: Se me va a caer, el puto plato se me caerá al suelo y se romperá, y ese hombre de ahí fuera, el último sonido que oirá en su vida será un plato roto y a Dick Curless cantándole al bosque de Hainsville en esta apestosa granja.
    -No, papi –repito en tono suplicante e intentando reflejar esa súplica en mi mirada.
    Chispas Landon titubea un instante y luego se pega a la pared para que si se abre la puerta (cuando se abra la puerta), quede oculto tras ella. Y en el mismo momento llaman a la puerta con los nudillos. No me cuesta esfuerzo alguno entender las palabras que mi padre forma con los labios rodeados de vello: Pues líbrate de él, Scoot.
    Voy a la puerta, cambio el plato que quería secar de la derecha a la izquierda y abro. Veo al hombre de pie ante ella con claridad sobrecogedora. El hombre de U.S. Gypsum no es muy alto, debe de medir metro setenta y cinco o setenta y siete, o sea que no es mucho más alto que yo, pero a mis ojos es la personificación absoluta de la autoridad con su gorra de visera negra, los pantalones color caqui con la raya perfectamente planchada, la camisa del mismo color asomando al pesado abrigo negro, que llevaba con la cremallera medio bajada. También lleva corbata negra y una especie
    de maleta pequeña, no exactamente un maletín, y pasarán algunos años antes de que sepa que se trata de un portafolios. Está bastante gordo, va muy bien afeitado y tiene las mejillas lisas y rubicundas. Contemplo la imagen entera y pienso que si alguna vez un hombre nació para recibir un disparo en un porche de una granja, ahora mismo lo tengo delante. Incluso el único pelo rizado que le sale de la nariz proclama que sí, en efecto, éste es el hombre, sí, señor, enviado para recibir el balazo del hombre de la gran zancada. Incluso su nombre es de los que suelen leerse en las noticias cuyo titular reza ASESINADO.
    -Hola, pequeño –saluda-. Tú debes de ser uno de los chicos de Chispas. Soy Frank Halsey, de la planta. Jefe de personal.
    Me tiende la mano.
    En el primer momento creo que no podré estrechársela, pero lo hago, y también creo que no seré capaz de hablar, pero también lo hago. Y mi voz suena normal. Soy el único obstáculo que se interpone entre este hombre y una bala en el corazón o la cabeza, así que más me vale.
    -Sí, señor, soy Scott.
    -Encantado de conocerte, Scott –dice el hombre.
    Desvía la mirada hacia el salón, e intento verlo a través de sus ojos. Ayer intenté ordenarlo, pero a saber si lo hice bien; sólo tengo diez años, puñeta.
    -Echamos de menos a tu padre.
    Bueno, pienso, pues está usted a punto de echarlo de menos todo, señor Halsey. Su trabajo, a su mujer, a sus hijos, si es que tiene...
    -¿No le ha llamado desde Filadelfia? –pregunto.
    No sé cómo se me ha ocurrido la idea ni adónde me llevará, pero no tengo miedo, al menos de esa parte. Me paso el día inventando cosas. Lo que me da miedo es que papi pierda el control y empiece a disparar a través de la puerta. En ese caso, puede que le dé a Halsey, pero lo más probable es que nos dé a los dos.
    -No, pequeño, no ha llamado.
    El aguanieve sigue golpeando el tejado del porche, pero al menos el hombre está a cubierto, así que no tengo que invitarle a pasar, pero ¿y si se invita él solo? ¿Cómo impedírselo? No soy más que un niño en zapatillas, con un plato en una mano y un paño de cocina echado sobre el hombro.
    -Es que está muy preocupado por su hermana –explico.
    Pienso en la biografía del jugador de béisbol que estoy leyendo. Está encima de mi cama. También pienso en el coche de papi, aparcado en la parte trasera, bajo el techado del cobertizo. Si el señor Halsey caminara hasta el final del porche, lo vería.
    -Tiene la enfermedad que mató a ese jugador de béisbol tan famoso de los Yankees.
    -¿La hermana de Sparky tiene la enfermedad de Lou Gehrig? Joder..., quiero decir, vaya. Ni siquiera sabía que tenía una hermana.
    Ni yo, pienso.
    -Pequeño..., Scott, es terrible. ¿Quién cuida de vosotros mientras está fuera?
    -La señora Cole, una vecina.
    Jackson Cole es el nombre del autor de El hombre de hierro de los Yankees.
    -Viene cada día, Y además, Paul sabe cuatro maneras distintas de preparar el asado.
    El señor Halsey lanza una risita.
    -¡Cuatro maneras! ¿Cuándo volverá Chispas?
    -Bueno, su hermana ya no puede caminar y respira así...
    Aspiro una ruidosa y entrecortada bocanada de aire. No me resulta difícil, porque de repente tengo el corazón desbocado. Me latía muy despacio cuando estaba seguro de que papi mataría al señor Halsey, pero ahora que sé que cabe la posibilidad de que evitemos el desastre, me va a mil por hora.
    -Oh, vaya –suspira el señor Halsey, creyendo que ahora lo entiende todo-. Bueno, es de las cosas más horribles que he oído en mi vida.
    Dicho aquello desliza la mano bajo el abrigo y saca la cartera. La abre, saca un billete de un dólar, luego recuerda que supuestamente tengo un hermano y saca otro. Y de repente, Lisey, me sucedió algo extrañísimo. De repente deseé que mi padre lo matara.
    -Toma, pequeño –dice.
    Y de repente también sé, como si pudiera leerle el pensamiento, que ha olvidado mi nombre, y lo odio aún más por eso.
    -Toma. Uno para ti, y uno para tu hermano. Compraos alguna golosina en esa tiendecita de la carretera.
    No quiero su puñetero dinero (y a Paul ya no le hace ninguna falta, desde luego), pero lo cojo y le doy las gracias, y él dice de nada, pequeño, y me alborota el pelo, y mientras lo hace miro por el rabillo del ojo hacia la izquierda y veo uno de los ojos de mi padre por una grieta en la puerta. También veo el cañón del rifle. Por fin el señor Halsey se da la vuelta y baja la escalinata. Cierro la puerta, y mi padre y yo lo seguimos con la mirada mientras sube a su coche de empresa y da marcha atrás para alejarse por el largo camino de acceso. De repente se me ocurre que si se queda atascado en el barro, volverá para pedir que le deje llamar por teléfono, y en ese caso acabará muerto a pesar de todo, pero no se queda atascado, así que esta noche podrá saludar a su mujer con un beso y contarle que ha dado un par de dólares a dos pobres chavales para que se compraran unas golosinas. Bajo la mirada y compruebo que aún tengo los billetes en la mano. Se los doy a mi padre, que se los guarda en el bolsillo del pantalón sin tan siquiera echarles un vistazo.
    -Volverá –auguró papi-. Él u otro. Lo has hecho muy bien, Scott, pero no es más que un apaño temporal.
    Lo miro detenidamente y descubro que vuelve a ser mi papi. En un algún momento mientras yo hablaba con el señor Halsey, mi papi había vuelto. Es la última vez que lo veo de verdad.
    Nota que lo estoy mirando y hace un gesto de asentimiento. Luego baja la vista hacia el –30-.06.
    -Voy a deshacerme de él –anuncia-. Estoy acabado, eso no se puede evi...
    -No, papi...
    -No se puede evitar, pero no tengo intención de llevarme por delante a un montón de tipos como ese Halsey y acabar saliendo en las noticias de las seis para que todo el mundo babee. Y Paul y tú también saldríais. Claro que sí. Vivos o muertos, seríais los hijos del chiflado.
    -Todo irá bien, papi –le aseguro e intento abrazarlo-. ¡Ahora estás bien!
    Pero papi me aparta con una especie de carcajada.
    -Sí, y las vacas vuelan.
    Se aleja por el pasillo, pasando por delante del banco del que al final salté hace tantos años, y entra en la cocina. La cabeza gacha, el rifle de caza en una mano. En cuanto sale por la puerta de la cocina, lo sigo y por la ventana de la cocina lo veo cruzar el patio trasero, sin abrigo a pesar del aguanieve, la cabeza aún gacha, el rifle aún en una mano. Sólo lo deja en el suelo helado el tiempo suficiente para empujar la tapa del pozo seco. Necesita las dos manos porque el aguanieve ha pegado la tapa al ladrillo. Luego
    recoge el arma, se la queda mirando un momento, casi como si se despidiera de ella, y la desliza en el hueco que ha abierto. Después regresa hacia la casa con la cabeza todavía gacha y perlas de hielo oscureciéndole los hombros de la camisa. Es entonces cuando reparo en que va descalzo. No creo que él se haya dado cuenta.
    No parece sorprenderle verme en la cocina. Saca los dos billetes que me ha dado el señor Halsey, los mira y luego me mira a mí.
    -¿Estás seguro de que no los quieres? –pregunta.
    -Ni aunque fueran los últimos billetes sobre la faz de la tierra.
    Noto que le gusta mi respuesta.
    -Bien –sentencia-. Pero voy a decirte una cosa, Scott. ¿Sabes la vitrina de la abuela que está en el comedor?
    -Sí.
    -Si miras dentro de la jarra azul que hay en el estante de arriba, encontrarás un rollo de billetes. Es mío, no de Halsey, ¿entiendes la diferencia?
    -Sí –repito.
    -Seguro que sí. Eres muchas cosas, pero tonto no. Yo de ti cogería ese rollo de dinero, Scotty..., hay unos setecientos dólares, y me largaría de aquí. Te guardas cinco pavos en el bolsillo y el resto en la bota. Diez años son pocos para estar en la calle, aunque sea poco tiempo, y creo que tienes un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que te lo roben todo antes de llegar al puente de Pittsburgo, pero si te quedas aquí te pasará algo malo. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
    -Sí, pero no puedo irme –objeto.
    -Hay muchas cosas que la gente cree que no puede hacer y luego descubre que sí puede hacer cuando las cosas se ponen chungas –afirma papi antes de mirarse los pies enrojecidos por el frío-. Si consigues llegar a Pittsburgo, seguro que un chico lo bastante listo para deshacerse del señor Halsey con una historia sobre la enfermedad de Lou Gehrig y una hermana que no tengo, también será lo bastante listo para mirar en la S de la guía telefónica y buscar Servicios a la Infancia. O podrías esperar un poco y acabar en una situación aún mejor si consigues no separarte de la pasta. Setecientos pavos gastados con cuidado le pueden durar mucho a un crío si es lo bastante listo para no dejarse atrapar por la poli y tiene la suerte de que no le roben más de lo que lleva en el bolsillo.
    -No puedo irme –insisto.
    -¿Por qué?
    Pero no se lo puedo explicar. En parte tiene que ver con el hecho de haber vivido casi toda la vida en esta granja, casi siempre con la única compañía de papi y Paul. Lo que sé de otros lugares lo he averiguado sobre todo a través de tres fuentes: la televisión, la radio y la imaginación. Sí, he ido al cine, y sí, he estado en Pittsburgo media docena de veces, pero siempre con mi padre y mi hermano mayor. La idea de sumergirme solo en ese monstruo rugiente y desconocido me aterroriza. Y por encima de todo, quiero a papi. No del modo sencillo y puro (al menos hasta las últimas semanas) en que quería a Paul, pero sí, lo quiero. Me ha cortado, me ha pegado, me ha llamado atontado, imbécil y cabroncete, ha torturado la mayor parte de mi infancia y me ha enviado muchas noches a la cama haciéndome sentir insignificante, idiota e inútil, pero todos los malos momentos han engendrado sus propios tesoros perversos. Han convertido cada beso en oro, cada uno de sus cumplidos, aun los más indiferentes, en auténticas gemas. Y pese a que sólo tengo diez años (tal vez porque soy su hijo, ¿sangre de su sangre? quizás), entiendo que sus besos y sus cumplidos siempre son sinceros; siempre son de verdad. Es un monstruo, pero no un monstruo incapaz de amar. Eso era lo más espantoso de mi padre, Lisey, que quería a sus hijos.
    -No puedo y ya está –persisto.
    Mi padre reflexiona unos instantes, supongo que sobre la conveniencia de seguir o no presionándome, y por fin se limita a asentir.
    -De acuerdo. Pero te diré una cosa, Scott. Lo que le hice a tu hermano fue para salvarte la vida. ¿Lo sabes?
    -Sí, papi.
    -Pero si te hiciera algo a ti, sería diferente. Sería horrible, y podría ir al infierno por ello, aun cuando fuera algo dentro de mí lo que me obligara a hacerlo.
    En este momento, sus ojos se apartan de los míos, y sé que los está viendo de nuevo, a ellos, y que pronto ya no será él quien me hable. Al cabo de un instante se vuelve hacia mí y lo veo con claridad por última vez.
    -No dejarás que vaya al infierno, ¿verdad? –me suplica-. No dejarás que tu papi arda en el infierno por toda la eternidad, por muy mal que me haya portado contigo a veces, ¿verdad?
    -No, papi –consigo responder, apenas capaz de articular palabra.
    -¿Me lo prometes? ¿Por tu hermano?
    -Por Paul.
    Papi desvía la vista hacia el rincón.
    -Voy a tumbarme un rato –dice-. Prepárate algo para comer si quieres, pero no dejes la cocina hecha un asco.
    Aquella noche me despierto..., o algo me despierta..., y oigo el aguanieve azotar la casa con más fuerza que nunca. Al poco oigo un estrépito en la parte trasera y sé que es un árbol que ha sucumbido al peso del hielo en sus ramas. Tal vez lo que me ha despertado fuera otro árbol al caer, pero no lo creo. Me parece haberlo oído en la escalera, aunque intenta subir con sigilo. Sólo tengo tiempo de salir de la cama y esconderme debajo, de modo que eso hago aunque sé que no servirá de nada, porque los niños siempre se esconden debajo de la cama, y es el primer sitio donde mirará.
    Veo sus pies en el umbral. Sigue descalzo. No dice una palabra, tan sólo se acerca a la cama y se queda de pie junto a ella. Imagino que se quedará un rato de pie, como la otra noche, y luego se sentará, pero no lo hace. Al cabo de un momento lo oigo emitir una especie de gruñido, como cuando levanta algo pesado, una caja o algo por el estilo, se pone de puntillas, oigo un silbido en el aire y a continuación un estruendo terrible. El colchón y el somier se comban hacia abajo, levantando polvo del suelo, y la punta del pico que guarda en el cobertizo atraviesa la cara inferior de mi cama. Se para delante de mi cara, a menos de dos centímetros de mi boca. Me parece distinguir hasta la última mota de óxido y el punto brillante donde el pico ha arañado un muelle del somier. Permanece inmóvil un par de segundos, luego oigo otro gruñido y una especie de chillido de cerdo mientras intenta arrancar la herramienta. Lo intenta con todas sus fuerzas, pero el pico está atascado. La punta oscila delante de mis narices, y después de unos momentos lo deja correr. Veo aparecer sus dedos bajo el borde de la cama y sé que ha apoyado las manos sobre las rodillas. Se ha agachado con intención de mirar debajo de la cama para asegurarse de que estoy allí antes de liberar el pico.
    Sin detenerme a pensar, cierro los ojos y me voy. Es la primera vez desde que enterré a Paul y la primera vez que lo hago desde el primer piso. Tengo el tiempo justo para pensar Me voy a caer, pero no me importa, cualquier cosa es mejor que seguir escondido debajo de la cama y ver al desconocido disfrazado con la máscara de mi padre mirar debajo de la cama y verme acorralado allí. Cualquier cosa es mejor que ver al desconocido de mal rollo que ahora posee a mi padre.
    Y sí, me caigo, pero sólo un poco, medio metro a lo sumo, y creo que sólo porque he anticipado que caería. Tantas cosas en Boo’ya Moon se reducen a la fe; allí,
    ver es realmente creer, al menos a veces..., y siempre y cuando no te adentres demasiado en el bosque y te pierdas.
    Era de noche, Lisey, y lo recuerdo bien porque fue la única vez que fui allí de noche adrede.


    15

    -Oh, Scott –suspira Lisey, enjugándose las lágrimas de las mejillas.
    Cada vez que Scott abandonaba el tiempo presente para hablar con ella era como un golpe, pero de infinita dulzura.
    -Lo siento tanto.
    Comprobó cuántas páginas le quedaban; no eran muchas. ¿Ocho? No, diez. Se inclinó de nuevo hacia ellas, dejando cada una sobre el creciente montón que se acumulaba sobre su regazo a medida que iba leyendo.


    16

    Abandono la fría habitación donde una cosa metida en la piel de mi padre intenta matarme y aparezco sentado junto a la tumba de mi hermano una noche de verano suave como el terciopelo. La luna surca el cielo como un dólar de plata deslustrado, y los reidores han montado una fiesta en las profundidades del Bosque de las Hadas. De vez en cuando otra cosa, algo que mora en las entrañas más tenebrosas, creo, lanza un rugido. En tales ocasiones, los reidores callan un rato, pero supongo que lo que tanta gracia les hace acaba por vencer al voto de silencio, porque vuelven a empezar, primero uno, luego dos, luego media docena y por fin todo el maldito Instituto de Hilaridad. Algo demasiado grande para ser un halcón o un búho vuela en silencio ante la luna, alguna clase de predador nocturno autóctono, supongo, autóctono de Boo’ya Moon. Percibo la fragancia de todos los perfumes que tanto nos gustaban a Paul y a mí, pero ahora trocados en hedores agrios y ácidos, como meados, y me acomete la sensación de que si los aspiro con demasiada intensidad, sacarán unas garras y se me clavarán en las fosas nasales. En la pendiente de la Colina Violeta veo unos globos de luz parecidos a medusas que flotan cerca del suelo. No sé qué son, pero no me gustan. Tengo la impresión de que si me tocan, se adherirán a mí como sanguijuelas o quizás estallarán y me dejarán una roncha que se propagará como las ortigas si la toco.
    La tumba de Paul resulta espeluznante. No quiero tenerle miedo y no se lo tengo en realidad, pero no dejo de pensar en la cosa que tenía dentro y de preguntarme si seguirá ahí. Y si las cosas que aquí son buenas de día de noche se tornan venenosas, entonces es posible que una cosa mala dormida, aunque esté hibernando en lo más profundo de una carne muerta y podrida, vuelva a la vida. ¿Y si obliga a Paul a sacar los brazos de la tierra? ¿Y si lo obliga a agarrarme con sus manos sucias y muertas? ¿Y si su cara sonriente se acercara a la mía, con tierra resbalándole por los rabillos de los ojos como lágrimas?
    No quiero llorar, los niños de diez años son demasiado mayores para llorar, sobre todo si han pasado por lo que he pasado yo, pero aun así empiezo a sollozar sin poder evitarlo. Y entonces veo un árbol del amor algo separado de los demás, con las ramas extendidas en lo que parece una nube baja.
    Y aquel árbol, Lisey, me pareció... amable. Entonces no sabía por qué, pero creo que ahora, después de tantos años, sí lo sé. Al escribir esto lo he recordado todo. Las
    luces nocturnas, aquellos sobrecogedores globos gélidos flotando cerca del suelo, no se acercaban a él. Y a medida que me aproximaba aprecié que aquel árbol despedía la misma fragancia dulce (o casi tan dulce) como de día. Es el árbol bajo el que estás sentada en estos momentos, Lisey, si estás leyendo esta última historia. Y estoy muy cansado. No creo que pueda hacer la justicia debida al resto, pero sé que debo intentarlo. Al fin y al cabo, es mi última oportunidad de hablar contigo.
    Digamos que un niño se sienta al abrigo de ese árbol durante... ¿Bueno, quién sabe? No toda aquella larga noche, pero sí hasta que la luna (¿te has fijado en que siempre hay luna llena aquí?) se pone, lo suficiente para dormirse varias veces y tener unos cuantos sueños extraños y a veces fascinantes, al menos uno de los cuales se convierte en la base de una novela. Lo suficiente para que se le ocurra poner a ese maravilloso refugio el nombre de Árbol de las Historias.
    Y lo suficiente para saber que algo terrible, algo mucho peor que el insignificante mal que se ha apoderado de su padre, ha vuelto hacia él su mirada indolente..., fijándose en él para futuras ocasiones (tal vez)... antes de desviar de nuevo su mente obscena e inescrutable. Fue la primera vez que percibí la presencia del tipo responsable de tantas cosas en mi vida, Lisey, la cosa que ha sido oscuridad donde tú has sido luz, la cosa que piensa (como tú también, lo sé) que todo sigue igual. Es un concepto maravilloso, pero tiene su lado oscuro. Me pregunto si lo sabes. Me pregunto si alguna vez llegarás a descubrirlo.


    17

    -Lo sé –musitó Lisey-. Ahora lo sé. Dios mío, lo sé.
    Volvió a contar las páginas. Le quedaban seis. Sólo seis, menos mal, porque las tardes en Boo’ya Moon eran largas, pero intuía que aquella no tardaría en tocar a su fin. Tenía que pensar en volver. Regresar a su casa. A sus hermanas. A su vida.
    Empezaba a entender lo que significaba acabar.


    18

    En un momento dado oigo que los reidores se acercan más al margen del Bosque de las Hadas y me parece advertir que sus carcajadas han adquirido una cualidad sardónica, tal vez insidiosa. Me asomo al tronco del árbol que me da cobijo y me parece ver siluetas oscuras surgir de las masas más oscuras de los árboles que delimitan el bosque. Puede que tan sólo se deba a mi imaginación hiperactiva, pero no lo creo. Creo que mi imaginación, por febril que sea, ha quedado exhausta a causa de los numerosos impactos que ha recibido durante el largo día y la aún más larga noche, y que ya sólo puedo ver lo que de verdad existe. A modo de confirmación, oigo otra risita babosa procedente de la hierba alta a menos de veinte metros de donde estoy agazapado. De nuevo sin pensar en lo que hago, cierro los ojos y siento que me envuelve el aire frío de mi habitación. Al cabo de un instante estornudo a causa del polvo que se ha levantado debajo de mi cama. Doy un respingo con el rostro contraído en un esfuerzo casi sobrehumano por estornudar con todo el sigilo posible, y choco de frente contra el somier roto. Si el pico siguiera allí, me habría hecho un corte tremendo o incluso podría haberme sacado un ojo.
    Me arrastro de codos y rodillas para salir de debajo de la cama, consciente de que por la ventana entra la lúgubre luz que antecede el alba. El aguanieve cae con más
    fuerza que nunca, pero apenas reparo en ella. Desde el suelo giro la cabeza de un lado a otro y contemplo como un tonto mi habitación destrozada. La bisagra superior de la puerta del armario está arrancada, de modo que la puerta cuelga ladeada de la inferior. Toda mi ropa yace desparramada, y muchas de las prendas, casi todas, da la impresión, aparecen desgarradas, como si la cosa que se ha apoderado de papi se hubiera ensañado con ellas al no poder ensañarse con el niño que debería haberlas llevado. Lo que es mucho peor aún, la cosa ha destrozado mis escasos libros de bolsillo, mi mayor tesoro, biografías de deportistas y novelas de ciencia ficción, en su mayoría. Veo fragmentos de sus tapas blandas tirados por todas partes. El escritorio está volcado, los cajones arrojados a los rincones de la habitación. El agujero que el pico ha abierto en mi cama parece un cráter lunar, y pienso: Ahí es donde habría tenido la barriga si hubiera estado tendido en la cama. Y percibo un leve olor agrio. Me recuerda el olor nocturno de Boo’ya Moon, pero al mismo tiempo me resulta más familiar. Intento identificarlo, pero no lo consigo. Lo único que se me ocurre es fruta podrida, y aunque no es del todo acertado, más tarde resulta acercarse bastante.
    No quiero salir de la habitación, pero sé que no puedo quedarme allí porque a la larga volverá. Encuentro unos vaqueros intactos y me los pongo. Mis zapatillas deportivas no aparecen por ninguna parte, pero puede que mis botas sigan en el trastero. Y mi abrigo. Me pondré ambas cosas y saldré al aguanieve. Bajaré corriendo el camino de acceso, siguiendo las huellas medio congeladas de los neumáticos del coche del señor Halsey, hasta llegar a la carretera. Luego iré carretera abajo hasta la tienda de Mulie’s. Correré como alma que lleva el diablo, hacia un futuro que no alcanzo a imaginar siquiera. A menos que me atrape antes y me mate.
    Tengo que encaramarme a la cómoda, que bloquea la puerta, para salir al pasillo. Una vez allí descubro que la cosa ha tirado al suelo todos los cuadros y hecho agujeros en las paredes, y sé que todo ello es consecuencia de la rabia por no poder desahogarse conmigo.
    En el pasillo, el olor a fruta agria es lo bastante intenso para poder reconocerlo. El año pasado se celebró una fiesta de Navidad en U.S. Gyppum. Papi fue porque decía que “quedaría raro” si no iba. El hombre que sacó su nombre en el sorteo del amigo invisible le regaló una jarra de vino de moras casero. Andrew Landon tiene muchos problemas, y con toda probabilidad sería el primero en reconocerlo si lo pillaran en un momento de lucidez, pero la bebida no forma parte de ellos. Una noche, entre Navidad y Nochevieja, se sirvió un vasito de aquel vino antes de cenar, bebió un sorbo, hizo una mueca, se dispuso a verter el resto en el fregadero, pero en ese momento vio que yo lo observaba y me alargó el vaso.
    ¿Quieres probarlo, Scott? preguntó. ¿Para descubrir por qué la gente arma tanto revuelo? Si te gusta, por mí te puedes beber toda la puñetera jarra.
    Imagino que el alcohol me pica la curiosidad como a cualquier niño, pero aquel vino despedía un olor demasiado rancio. Es posible que te ponga contento como siempre veo en la tele, pero ese olor a fruta podrida era demasiado para mí, de modo que sacudí la cabeza.
    Eres un chico listo, Scooter viejo Scoot, dijo antes de vaciar el vaso en el fregadero. Pero por lo visto guardó el resto de la jarra (o simplemente se olvidó de ella), porque eso es lo que huelo ahora, sin ningún género de dudas, y es un olor fuerte. Cuando llego al pie de la escalera, el olor se ha convertido en un hedor casi insoportable, y de repente oigo algo más aparte del constante golpeteo del aguanieve contra la fachada de la casa y su repiqueteo más agudo contra las ventanas: George Jones. Es la radio de papi, sintonizada en la WWVA, como siempre, y puesta a un volumen muy bajo. Y también oigo ronquidos. Siento un alivio tan inmenso que se me
    saltan las lágrimas. Lo que más temía era que estuviera escondido, al acecho, esperando a que apareciera. Pero al oír aquellos ronquidos largos y entrecortados sé que no es así.
    No obstante decido tener cuidado. Doy un rodeo por el comedor para poder entrar en el salón desde detrás del sofá. El comedor también aparece destrozado. La vitrina de la abuela está volcada, y a juzgar por su aspecto, la cosa ha intentado convertirla en leña. Todos los platos están hechos añicos, al igual que la jarra azul, y los billetes que contenía están hechos trizas. Hay fragmentos verdes desparramados por todas partes, algunos incluso colgados de la lámpara de techo central como confeti. Por lo visto, a la cosa que se ha apoderado de papi, el dinero le gusta tan poco como los libros.
    A pesar de los ronquidos, a pesar de estar en el ángulo ciego del sofá, me asomo al salón como un soldado asomándose al borde de una trinchera tras un ataque de fuego de artillería. Pero se trata de una precaución innecesaria. La cabeza de la cosa pende de un extremo del sofá, y su cabello, que no se corta desde antes de que Paul enloqueciera, es tan largo que casi roza la alfombra. No despertaría aunque cruzara el salón tocando los platillos. Papi no está dormido en los restos mortales del salón, sino inconsciente.
    Al acercarme más advierto que tiene un corte en la mejilla y que sus ojos cerrados ofrecen un aspecto violáceo, exhausto. Tiene los labios apartados de los dientes, lo que le confiere aspecto de pierro viejo que se ha quedado dormido intentando gruñir. Siempre cubre el sofá con una vieja manta navajo para protegerlo de la grasa y los restos de comida, y se ha tapado con una parte de ella. Sin duda al llegar al salón debía de estar cansado de destrozar cosas, porque sólo ha reventado la pantalla del televisor y roto el vidrio del retrato de su esposa muerta antes de dejarlo correr. La radio se encuentra en su lugar habitual, sobre la mesilla auxiliar, y la jarra de vino está en el suelo junto a ella. Me fijo en la jarra y apenas doy crédito a lo que veo: Apenas queda un culo de vino. Me resulta casi imposible creer que haya bebido tanto, él que no está acostumbrado a beber nada, pero aquel pestazo lo envuelve en una nube casi visible de tan densa.
    El pico está apoyado contra el respaldo del sofá, y veo un trozo de papel ensartado en la punta que ha atravesado mi cama. Sé que se trata de una nota que me ha dejado y no quiero leerla, pero no me queda más remedio. La ha escrito en tres líneas, pero sólo contiene siete palabras, demasiado pocas para olvidarlas jamás.

    MÁTAME
    LUEGO ENTIÉRRAME CON PAUL
    POR FAVOR

    19

    Sollozando aún con más fuerza, Lisey dejó aquella página sobre el regazo junto con las que ya había leído. Sólo le quedaban dos. La caligrafía se había tornado descuidada, un poco anárquica, sin ceñirse siempre a las líneas, indicio claro de que Scott estaba cansado. Lisey ya sabía qué venía a continuación, Le di con el pico en la cabeza cuando estaba dormiendo, le había contado Scott bajo el árbol ñam-ñam, ¿y de verdad le hacía falta leer los detalles? ¿Entre los votos matrimoniales había alguno que te obligara a soportar la confesión de parricidio de tu difunto marido?
    Pero aquellas páginas la llamaban, le gritaban como una criatura solitaria que lo ha perdido todo salvo la voz. Bajó la mirada hacia ellas, resuelta a terminar lo antes posible.

    20

    No quiero hacerlo, pero cojo el pico de todos modos y me quedó ahí con él entre las manos, mirando al señor de mi vida, al tirano de todos mis días. Lo he odiado a menudo, y nunca me dado razón para quererlo bastante, ahroa lo sé, pero me ha dado algo, sobre todo durante las espantosas semanas de la agonía de Paul. Y en aquel salón, a las cinco de la madrugada, con la primera luz grisácea del día entrando en la casa, el tic tac constante del aguanieve, el sonido de sus ronquidos sibilantes y en la radio el anuncio de una tienda barata de muebles de Wheeling, Virginia, que nunca visitaré, sé que todo se reduce a la elección entre ambos conceptos, el amor y el odio. Ahora descubriré cuál de los dos rige mi corazón de niño. Puedo dejarlo vivir y echar a correr hacia la tienda de Mulie’s, correr hacia una vida nueva y desconocida, lo cual lo condenará al infierno que tanto teme y que merece en algunos sentidos. En muchos sentidos. Primero el infierno en la tierra, el infierno de una celda en algún manicomio, y luego tal vez el infierno eterno, que es lo que más miedo le da. O puedo matarlo y así liberarlo. La decisión es mía y tan sólo mía; no hay ningún Dios que pueda ayudarme a tomarla, porque no creo en ninguno.
    Así pues, le rezo a mi hermano, que me quiso hasta que el mal rollo le robó el corazón y la mente. Le pido que me diga qué debo hacer, si es que está ahí. Y obtengo una respuesta, aunque supongo que nunca sabré si es de Paul o tan sólo de mi imaginación disfrazada de Paul. En definitiva, supongo que no importa; necesito una respuesta y la obtengo.
    -El premio de papi es un beso –me susurra Paul al oído como si estuviera vivo y a mi lado.
    Agarro con fuerza el pico. El anuncio de la radio termina y da paso a Hank Williams, que canta “¿Por qué ya no me quieres como antes? ¿Cómo es que me tratas como un zapato viejo?” Y

    21

    Había tres líneas en blanco antes de que el relato prosiguiera, esta vez en pasado y dirigido a ella. El resto estaba apretujado, sin tener apenas en cuenta las líneas azules del cuaderno, y Lisey estaba convencida de que Scott había escrito el último pasaje de una sola tirada. Y así lo leyó. Volvió la penúltima página y siguió leyendo sin dejar de enjugarse las lágrimas para poder ver y captar el sentido de lo que Scott quería transmitirle. Descubrió que le resultaba sobrecogedoramente fácil visualizar la escena. El niño descalzo, vestido con tal vez sus únicos vaqueros intactos, levantando el pico por encima del cuerpo de su padre dormido a la luz grisácea que precede al amanecer, mientras la radio suena..., y por un instante, el arma permanece suspendida en el aire que apesta a vino de moras y todo sigue igual. Y entonces


    22

    Le di, Lisey, le di por amor, te lo juro, y lo maté. Creía que tendría que volver a darle, pero el primer golpe bastó, y he cargado con ello toda la vida, durante toda mi vida ha sido el pensamiento encerrado dentro de todos los pensamientos, me levanto pensando Maté a mi padre y me acuesto pensando lo mismo. Ha flotado como un fantasma tras cada línea que he escrito en cada novela, en cada relato: He matado a mi padre. Te lo conté aquel día bajo el árbol ñam-ñam, y creo que contártelo me
    proporcionó suficiente alivio para impedirme estallar en los siguientes diez o quince años. Pero pronunciar una frase no es lo mismo que contar la historia.
    Lisey, si estás leyendo esto, significa que yo ya no estoy. Creo que mi vida será corta, pero el tiempo que he tenido (y te aseguro que ha sido magnífico) te lo debo a ti. Me has dado tanto. Te pido que me des un poquito más, que leas estas últimas palabras, las más difíciles que he escrito jamás.
    Ningún relato puede expresar cuán espantosa es esa muerte aunque sea instantánea. Por suerte le di de lleno y no tuve que repetir; por suerte no gritó ni se movió. Le di de lleno, justo donde quería, pero incluso la misericordia se afea en el recuerdo; he aquí una lección que aprendí cuando tan sólo tenía diez años. El cráneo de mi padre explotó. Pelo, sangre y sesos desparramados por toda la manta con que cubría el respaldo del sofá. De la nariz le salieron mocos, y la lengua le quedó colgando fuera de la boca. La cabeza le cayó a un lado, y la sangre y los sesos siguieron brotando de su cabeza con una especie de gorgoteo. Una parte me salpicó los pies y estaba caliente. Hank Williams seguía cantando en la radio. Una de las manos de papi se cerró en un puño y luego volvió a abrirse. Olía a mierda, y supe que se había cagado en los pantalones. Y supe que todo había terminado.
    Todavía tenía el pico clavado en la cabeza.
    Me arastré asta el rincón y me puse a llorar. Lloré y lloré. Me parece que tambien durmí un poco, no se, pero luego había mas luz y casi habia salido el sol y pense que era como mediodia. Si es verdad, habian pasado unas siete oras. Entonces intente por primera vez llebar a mi papi a Boo’ya Moon y no pude. Pensé que si comía algo..., pero tampoco pude. Entonces pensé que si me bañaba y me limpiaba la sangue, su sangre, y limpiaba por donde estaba el, pero tampoco pude. Lo intenté y lo intenté. Bastante tiempo. Dos días, creo. A veces lo miraba enbuelto en la manta y me lo imaginaba diciendo Venga, Scoot, cabroncete, tú puedes, como si fuera una historia. Probaba, limpiaba, probaba, limpiaba, comia algo, lo volvia a provar. ¡Limpié toda la casa! ¡De arriva abajo! Una vez fui a Boo’ya Moon solo para ver si todabía sabía hacerlo, y sí, pero no podia llevar a mi papi. Lo intenté tanto Lisey.


    23

    Varias líneas en blanco. En el margen inferior de la última página había escrito: Algunas cosas son como un ANCLA Lisey ¿te acuerdas?
    -Sí, Scott –murmuró-. Claro que me acuerdo. Y tu padre era una de ellas, ¿verdad?
    Se preguntó cuántos días y noches habría pasado intentándolo. Se preguntó cuántos días y noche habría pasado a solas con el cadáver de Andrew “Chispas” Landon antes de tirar por fin la toalla e invitar al mundo a entrar. Se preguntó cómo demonios lo había aguantado sin volverse completamente loco.
    Había algo más escrito en la otra cara de la última hoja. Lisey la volvió y descubrió que Scott había contestado a una de sus preguntas.
    Lo intenté zinco días. Al final lo dejé y lo enbolbí en esa manta y lo tiré al pozo seco. La siguiente vez que dejó de llober fui a Mulie’s y dije: “Mi papá se ha llevado a mi hermano mayor y me parece que me han dejado aquí solo.” Me llevaron a la oficina del sheriff, un viejo gordo que se llamaba Gosling, y él me llevó a Servicios Sociales y a partir de entonces estuve “a cargo del condado”, como dicen ellos. Que yo sepa, Gosling es el único policía que llegó a pasar por la granja, y ya ves. Mi papi dijo una vez que el sheriff Gosling era incapaz de encontrarse el culo ni después de cagar.
    Debajo había otras tres líneas en blanco, y cuando el texto se reanudaba, las últimas palabras de su esposo, advirtió el esfuerzo que había hecho por dominarse y reencontrar su yo adulto. Había hecho el esfuerzo por ella, pensó. No, de hecho estaba segura de ello.
    Cariño: Si alguna vez necesitas un ancla para conservar tu lugar en el mundo, no Boo’ya Moon, sino el mundo que compartimos, utiliza la colcha africana. Ya sabes cómo llevártela. Besos, como mínimo mil.

    Scott
    P.D. Todo igual. Te quiero.


    24

    Lisey podría haber permanecido allí sentada con la carta de Scott durante largo rato, pero la tarde empezaba a desvanecerse. El sol aún brillaba amarillo, pero se acercaba al horizonte y no tardaría en adquirir ese fuego anaranjado que recordaba tan bien. No quería hallarse en el sendero cuando se aproximara el crepúsculo, y ello significaba que debía ponerse en marcha. Decidió dejar el último manuscrito en Boo’ya Moon, pero no bajo el Árbol de las Historias. Lo dejaría junto a la hondonada poco profunda que marcaba la sepultura de Paul landon.
    Regresó junto al árbol del amor del tronco velludo por el musgo, el que se parecía curiosamente a una palmera, cargada con los restos de la colcha afgana amarilla y la caja de cartón húmeda y reblandecida. Los dejó en el suelo y cogió la cruz con la palabra PAUL escrita en el brazo horizontal. Estaba astillada, manchada de sangre seca y ladeada, pero no rota. Logró enderezar el brazo horizontal y volver a colocar la cruz en su lugar original. Al hacerlo vislumbró algo tirado en el suelo, casi oculto por la hierba alta. Supo de que se trataba aun antes de recogerlo; era la jeringuilla que nunca había llegado a utilizarse, ahora más oxidada que nunca y con el capuchón todavía puesto.
    Estás jugando con fuego, Scoot, había advertido su padre cuando Scott le sugirió que drogaran a Paul..., y estaba en lo cierto.
    ¡Maldita sea, pensaba que me había pinchado!, había dicho Scott a Lisey al llevarla a Boo’ya Moon desde la habitación de The Antlers. ¡Menudo chiste, después de tantos años!
    Y el capuchón seguía en su sitio. Y el líquido somnífero seguía también en su sitio, como si los años transcurridos jamás hubieran existido.
    Lisey besó el vidrio casi opaco de la jeringuilla, aunque no sabía por qué, y la guardó en la caja con la última historia de Scott. Luego cogió de nuevo los restos maltrechos de la colcha afgana de la buena de ma entre los brazos y se dirigió al sendero. Al pasar echó un breve vistazo al tablón tirado en la hierba alta, las palabras escritas en él más desvaídas y fantasmales que nunca, pero aún legibles, AL LAGO, y luego se adentró entre los árboles. Al principio avanzó con cautela, el paso rígido por el miedo a que cierta cosa acechara en las inmediaciones, a que su mente extraña y terrible hubiera percibido su presencia. Pero al poco se tranquilizó. El chaval larguirucho estaba en otra parte. De repente se le ocurrió que quizás ni siquiera estuviera en Boo’ya Moon, aunque si estaba, sin duda se había adentrado en las profundidades del bosque. En cualquier caso, Lisey Landon no era más que una pequeña parte de sus asuntos, y si lo que estaba a punto de hacer funcionaba, acabaría siendo una parte aún más pequeña de ellos, porque sus últimas incursiones en este mundo exótico pero aterrador habían sido
    involuntarias y estaban a punto de tocar a su fin. Y con Dooley fuera de su vida, no se le ocurría tampoco ningún motivo para regresar adrede.
    Algunas cosas son como un ancla Lisey ¿te acuerdas?
    Lisey apretó el paso, y cuando llegó junto a la pala de plata tirada en el sendero, la hoja aún oscurecida por la sangre de Jim Dooley, pasó sobre ella sin molestarse apenas en echarle un vistazo.
    Para entonces ya casi estaba corriendo.


    25

    Cuando regresó al estudio, en el pajar reformado hacía más calor que nunca, pero Lisey se sentía fresca, porque por segunda vez había vuelto empapada y en esta ocasión, enrollados a la cintura como un cinturón ancho y extraño, llevaba los restos de la colcha afgana amarilla, también chorreando.
    Utiliza la cocha africana, había escrito Scott antes de añadir que sin duda sabría cómo cómo llevársela, no a Boo’ya Moon, sino a este mundo. Y por supuesto, así era. Había entrado en el agua del lago envuelta en ella y vuelto a salir al poco. Luego, de pie sobre la compacta arena blanca de aquella playa a buen seguro por última vez, de cara no a los espectadores tristes y silenciosos de los bancos, sino a las aguas sobre las que al cabo de un rato se elevaría la luna perpetuamente llena, había cerrado los ojos y... ¿qué? ¿Había deseado volver? No, fue algo más activo, menos nostálgico..., pero no exento de tristeza.
    -Grité mi nombre para traerme de vuelta a casa –le dijo a la estancia alargada y vacía, deprovista ahora de las mesas y los ordenadores de Scott, de sus libros y su música, de su vida, en definitiva-. ¿Verdad que sí, Scott?
    Pero no obtuvo respuesta. Por lo visto, Scott había terminado por fin de decir la suya. Y quizás eso estuviera bien. Quizás fuera lo mejor.
    Con la colcha aún mojada, podía regresar a Boo’ya Moon envuelta en ella, si lo deseaba. Envuelta en aquella magia empapada tal vez incluso pudiera llegar más lejos, a otros mundos situados más allá de Boo’ya Moon..., pues no le cabía duda de que tales mundos existían, y que los espectadores sentados en los bancos terminaban por cansarse de estar allí y acababan encontrándolos. Envuelta en la colcha africana chorreante quizás incluso fuera capaz de volar, como en sus sueños. Pero no lo haría. Scott había soñado despierto, sueños en ocasiones brillantes, pero ése era su talento y su trabajo. A Lisey Landon le bastaba con un solo mundo, aunque sospechaba que siempre albergaría un rincón solitario en su corazón para ese otro donde había visto el sol ponerse en su morada de fuego mientras la luna se elevaba en su morada de silencio plateado. Pero en fin, qué narices. Tenía un hogar y un buen coche; tenía ropa con que abrigarse y zapatos con los que calzarse. También tenía cuatro* hermanas, una de las cuales necesitaría mucha ayuda y comprensión para sobrellevar los años venideros. Lo mejor sería dejar secar la colcha africana, permitir que su hermoso y mortífero peso de sueños y magia se evaporase, que volviese a convertirse en un ancla. Con el tiempo acabaría cortándola en jirones y guardando uno a modo de antimagia, un objeto que la ayudaría a mantener los pies en la tierra, un guardián contra las divagaciones.
    De momento, lo que más quería era secarse el pelo y quitarse la ropa mojada.
    Lisey se dirigió hacia la escalera, dejando manchas oscuras de agua en algunos de los lugares donde había sangrado. El cinturón de lana le resbaló de la cintura hasta convertirse en una suerte de falda exótica e incluso un poco sexy. En un momento dado se volvió para contemplar la estancia alargada, que parecía soñar al sol moteado de
    polvo de finales de agosto. También ella aparecía dorada a aquella luz, dorada y joven, aunque no lo sabía.
    -Me parece que he terminado aquí –dijo con un titubeo repentino-. Me voy. Adiós.
    Esperó. No sabía qué. No sucedió nada. Percibió algo.
    Levantó una mano con intención de saludar, pero en seguida la dejó caer, como avergonzada. Esbozó una sonrisa, y una lágrima le rodó por la mejilla sin que ella se diera cuenta.
    -Te quiero, cariño. Todo igual.
    Lisey bajó la escalera. Por un instante su sombra quedó atrás, pero también ella desapareció en seguida.
    La habitación suspiró. Luego se sumió en el silencio.

    Center Lovell, Maine
    4 de agosto de 2005

    FIN

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)