Publicado en
abril 03, 2010
Ya nadie recordaba con certeza como había sido su llegada. Como todo lo que se refería a ella, esto también estaba sembrado de dudas y ambigüedades. La versión generalmente aceptada indicaba sobre un viaje interrumpido por problema del carruaje; que este provenía de París o de Flandes, quizá de Aquisgrán, en camino hacia el sur o tal vez a Italia; algunos aventuraban que a ver al Papa. Cuando la rotura casi sin posibilidad de arreglo del eje delantero frustró la continuación del camino y transformó una posta posible en (nadie lo sabía a ese momento) destino definitivo, tampoco nadie avizoró los hechos por acontecer.
La posada había sido desde las épocas de los cruzados el punto de reunión de aquellos extranjeros que pasaban por el lugar. Todos iban o venían del sur, todos eran aves de paso, a lo sumo pernoctaban allí una noche. Pero jamás ni uno solo de ellos había tenido la prestancia y distinción de esta dama. Exigió que desalojaran todas las dependencias de la planta alta (solo hubo que evacuar algunas palomas que anidaban en un alféizar) y solicitó dos habitaciones contiguas a la cuadra en que se guardaban las bestias, para sus criados.
En un cuarto que se abría hacia el sur, con cama de dosel tendida con sus propias sábanas de seda, durmió la primer noche. Algunos fantaseaban acerca que lo hizo desnuda, mientras la luna espiaba por la ventana entreabierta.
Pese al tiempo transcurrido todos coincidían en como había surgido su apelativo. Las dudas del origen y destino final de su viaje variaban que, si salió de tal o cual Corte para dirigirse a esta o quizás aquella otra. De esa intriga recibió su nombre: la Cortesana; cuando este en realidad siempre fue: Mme Hyères. Aunque nadie ya lo recordaba.
En unas pocas semanas de la posada original ya no quedaba nada, todo se había transformado. Casi se diría que en una casa de campo, tal vez un petit-chateau para encuentros furtivos de alguien desconocido, pero seguramente noble. Los posaderos no dejaron pasar el negocio y sacrificaron todo en aras de los deseos y caprichos de su ama; incluso relegaron su estancia al mismo establo, cediendo su alcoba para la recién nombrada ama de llaves. Aparte de esta, elegida entre las matronas del pueblo, la cantidad de criados original se había incrementado. En los días siguientes de la llegada, uno de ellos había regresado a, ¿...París? y a su vuelta otros cinco le acompañaban, todos varones o casi.
Aún ahora, pasado el tiempo, nadie se pone de acuerdo sobre cual fue el motivo esgrimido (si lo hubo), cual la decisión (si existió), cuales las razones lógicas (si la lógica era aplicable a este caso) de porque, el quedarse allí. Como hizo traer criados, tapices, muebles, vajilla, incontables enseres e incluso alguien para que diseñara sus vestidos, bien podría haber mandado por un nuevo carruaje para proseguir camino o regresar. Pero eso no ocurrió.
El pueblo se complacía en la fama creciente que le proporcionaba la estancia de Mme Hyères, mejor dicho, la Cortesana. Ya no se recordaba que su actual alojamiento hubo sido una posada, ni que allí hubiera posaderos, que a esta altura y previo pago habían emigrado abandonando incluso el establo.
Si llegaba un caballero cansado de trajinar cabalgadura, hambriento, sediento o padeciendo otros males, se encontraba que allí no había posibilidades de albergue y cuando ya furioso casi blandía su espada, o ya desolado se derrumbaba ante alguno de los habitantes naturales, en ese momento, mágicamente, surgía uno de los criados de Mme. que transmitía al caballero su invitación para alojarse en su casa. Cuando estos, que salían de un asombro para caer en otro, al ver el lugar y la atención; cuando hubo ocurrido que descansaron y saciaron sus apetitos y necesidades, allí precisamente hacia su aparición Mme.
Todo este proceso sugería haber sido montado como una pantomima donde cada uno tenía asignado su papel; lo maravilloso de ello era que ningún extranjero llegaba a imaginarlo así. Cuando partían ya no eran los mismos, aunque no lo sabían.
El misterio, la incertidumbre y especialmente la ambigüedad constituían el encanto de Mme. Era de tez blanca, que no pálida. Ojos claros, quizá grises. Boca mediana aunque de labios finos, tal vez por momentos un rictus de dureza. Talle esbelto, pero de formas firmes y estilizadas. Cabellos negros como ala de cuervo, lacios; si los recogía en tocado, daba a su aire un algo de masculinidad que acentuaba su belleza y perturbaba. Sus ropas, de ricas telas pero de corte simple, solo descubrían su cuello, perfecto. Jamás nadie vio sus manos, cubiertas por guante negro de fina piel. !Y su voz!. Si se entrecerraban los ojos, esta podía escucharse como el canto de las sirenas que arrastraba a los marinos a la catástrofe, o como las voces de aquellos que embelesados concurrían al caos. De haber sido un ciego su interlocutor, se hubiera engañado acerca de su sexo. Sobre esto se construiría la historia del desatino.
Los sirvientes de Mme. eran cual tumbas de fidelidad y discreción; ya sea aquellos que la conocían de tiempo como los nuevos que habían sido reclutados en el pueblo. Jamás por ellos se supo nada de la intimidad, ni siquiera una anécdota sobre alguna rutina doméstica; ante alguna pregunta directa o solapada, aquellos respondían con un esbozo de sonrisa o un gesto de insinuada molestia, según el caso.
Por lo tanto la leyenda de Mme. se fue tejiendo sobre relatos ciertos, habladurías y la imaginación ajena. De los primeros, escasos y aún más en su grado de certeza, se encargaron algunos de aquellos caballeros que el destino quiso que fueran invitados de Mme. Ya hubieran pernoctado o no, los señores de buena cuna si hacían alguna mención eran solo elogio y más trasuntaban sus ojos que su lengua. Cuando hubo algún otro que ya sea antes de partir, o de camino parando en otro lugar, o en su destino, daba cuenta con demasiados detalles e incluso sugería a quien le escuchaba, más favores de los recibidos de su anfitriona, o no resultaba un hidalgo, o su imaginación reemplazaba algún desaire, o ambas cosas.
Lo cierto era que desde lugares lejanos llegaban los ecos de alguien que habiendo sido atendido por Mme. quedaba de ella obligado.
Las habladurías eran tejidas principalmente en el pueblo y cercanías; referían a jóvenes campesinos que traían su cosecha para la venta, artesanos de pueblos cercanos que eran llamados para alguna reparación, quizá algunos que aparte de su oficio tenían facilidad para algún instrumento o buena voz; poseyendo todos ellos el inmejorable don de la juventud. Lo que ocurría luego era descrito por las malas lenguas según las reglas de la difamación. Si alguna vez hubo algo de verdad el favorecido se hubo de guardar muy bien, al igual que aquel noble, de hacer de ello estandarte. En los últimos tiempos, la imaginación ajena había ampliado a diversas doncellas entre los receptores de los favores de Mme.
Por supuesto que a oídos de ella hubieron de llegar también todas estas versiones e infundios. Como era de suponer no hizo declaraciones ni en un sentido ni en otro. Esto también contribuyó a la formación de aquello que llamamos el desatino.
La historia le recordará como el heredero frustrado de una de las casas más nobles de Europa. No sabremos si al mismo tiempo hará mención y honor a su garbo y apostura que unidos a su juventud producían la alquimia de una devastadora seducción. Pero como los vericuetos de la mente humana son infranqueables para la lógica, aquel que a cuyo paso por los salones dejaba un reguero de mujeres cautivadas a su sola vista, ya sean estas duquesas o criadas, solo tenía pensamientos para alguien que jamas había conocido.
Aquella primer vez que escucho en boca de un noble de la corte de su padre sobre la dama que hubo de alojarle cuando extenuado no pudo continuar camino, fue el comienzo de una serie de relatos que modelaron en el tiempo la idea. Así fue construyendo en su mente la imagen de aquella que pintada por relatores honrados, otros desairados, charlatanes o discriminadores, contaban acerca de la Cortesana. Cuando tanta información fue acumulada llego un momento donde solo cabía una decisión. Allí tomó su cabalgadura, la mas recia, y sin aviso partió a su encuentro.
Ya las cosas no eran de igual manera. El pueblo iba mutando. Había llegado un momento donde como en las grandes pasiones, el fuego daba paso al rencor. Debió de producirse ello cuando tomaron conciencia que nunca habían existido hasta la llegada de Mme. y que dejarían de ser en el preciso instante en que ella dejara de estar allí. Simplemente desaparecerían. Algunos comerciaban con la oportunidad del momento, como hubieron de hacer los posaderos que se esfumaron sin volverse a saber de ellos; otros les fueron reemplazando de a poco en el servicio y así fueron surgiendo pequeños lugares donde algún caballero podía reponerse y seguir su camino, o incluso pernoctar si lo deseaba, a veces en la misma alcoba de los dueños y acaso con la misma dueña de compañía. Todo se vendía en estos tiempos. Esto produjo que los probables favorecidos de ser invitados de Mme. disminuyeran en cantidad lo que no en calidad. Siempre habría en el lugar y momento preciso un sirviente cumpliendo su papel con la persona indicada.
Esa tarde Mme. veía languidecer las rosas en beneficio de esos cielos violáceos que le producían cierta tristeza. Como cuando era pequeña al sentir un escalofrío supo que el tiempo del desatino había comenzado. Solo acertó a suspirar.
El jinete estaba tan cerca de su destino que en vez de acicatear su cansada cabalgadura la llevaba al paso, como si temiera llegar. La tarde caía desmayada sobre los campos y un silencio extraño para esas horas acompañaba su camino. Las propias calles del pueblo parecían haberse desolado de propósito y solo encontró un chiquillo a quien requirió por el paradero buscado, este elevo un índice mugroso y señaló la casa.
Se apeo y por un momento quedo mirando como sin ver; antes que llegara a llamar a la puerta una doncella la abrió y con una reverencia infrecuente le ofreció pasar sin pronunciar palabra.
Sus ojos recorrían en las penumbras de la alcoba el cuerpo desnudo semicubierto del extranjero.
Pronto llegaría el alba y con ella, este debería irse, esa era la palabra empeñada. Esa fue siempre y en cada momento la condición impuesta. Los cuerpos de la noche no deben compartirse en el amanecer. Mme. sentía un desasosiego sin raíces, como el viento frío que la hizo estremecerse la tarde anterior. Cuando le avisaron la llegada del extranjero ella ya la había presentido; cumplido el tiempo descendió a su encuentro; él era más bello que cualquier sueño le haya soñado. Poseía los ojos y oídos peligrosamente crédulos de la juventud, por ellos habían ingresado todas las historias acerca de Mme, las más bellas y las mas infames. Ahora esos mismos ojos veían su belleza turbadora, esos mismos oídos escuchaban su voz que llegaba desde el laberinto de los tiempos. Ahora solo quería amarla. Cuando ella impuso como condición que la partida debería realizarse con la primer luz del alba, asintió enfervorizado de pasión sin saber realmente a que consentía.
La noche del extranjero estuvo ahíta de placeres jamas sentidos, de juegos jamas jugados, de dolores jamas gozados.
Ahora se siente despertar desde un pozo negro y profundo. En las sombras presiente a Mme. que le observa; allí entonces el le habla con la madurez adquirida durante la noche de las pasiones. De ella requiere una respuesta que disipe todas sus intrigas, que aclare las fábulas, que resuelva los acertijos. ¿Quién es?, ¿Qué es?, ¿Cuál es su verdadera naturaleza?, ¿Qué enigma esconde su sexo?. Sobre la ultima sombra de la noche se escucha la voz suave y profunda:
-Que importa cual sea mi sexo si habéis gozado en el. Ahora debéis iros.
El joven extraviado en sus sentidos se incorpora en el lecho y pretende alcanzar el cuerpo de Mme., esta se resiste y ambos caen al suelo, el destino posa la mano del extranjero sobre el frío de la daga que el mismo había abandonado junto con sus ropas en los comienzos de la noche. Su mano la coge y con ella amenaza, Mme. aterrada se revuelve, el forcejeo de ambos solo produce la herida irreversible. Ella se desploma, las vestimentas desgarradas se van llenado de sangre. El alba, suprema hechicera, ilumina el cuerpo exánime como un castigo por no haber cumplido la promesa. Los cabellos negros cubren parte del rostro, la piel de su cuerpo, sus brazos, sus piernas parecen de alabastro, en el medio como una flor resplandece su pubis, ora semeja el de un hombre ora el de una mujer, quizá la luz indecisa produce la misma indecisión.
FIN