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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
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  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    HELICONIA, INVIERNO (Brian Aldiss)

    Publicado en abril 18, 2010
    Título original:
    Helliconia Winter
    Traducción de Andrés Erenhaus

    Primera edición: abril de 1993

    © Brian Aldiss, 1985
    © Ediciones Minotauro, 1993


    En primer lugar, dado que los elementos visibles que componen el mundo —tierra sólida y humedad, leves soplos de aire y tórrido fuego— son todos ellos cuerpos que no carecen ni de nacimiento ni de muerte, otro tanto hemos de suponer de la Tierra como un todo, y también de sus poblaciones... Y todo aquello que aporte la tierra al crecimiento de otros le será devuelto. Es un hecho comprobado que la Madre Universal es asimismo el sepulcro común. Así la Tierra se va despojando y recuperando con renovado incremento.

    LUCRECIO, De Rerum Natura, 55 AC



    PRELUDIO


    Luterin se había recuperado Liberado de la misteriosa enfermedad, se le permitía salir otra vez. El diván junto a la ventana, la inmovilidad, las clases cotidianas con el maestro gris eran ahora cosa del pasado. Estaba vivo y podía llenarse los pulmones del vigoroso aire de fuera.
    Desde el Monte Shivenink soplaba un frío acerado que había descortezado la cara norte de los árboles.
    El viento fresco le devolvió la osadía, le inflamó las mejillas y le movió los miembros al ritmo del animal que lo llevaba a través de las tierras de su padre. Con un grito, espoleó al hoxney y partieron a galope tendido por la avenida que atravesaba los campos aún llamados el Viñedo, dejando atrás la carcelaria mansión con su sonoro campanario, intoxicado por el movimiento, el aire, el alboroto de la sangre en las arterias.
    Alrededor se extendía el territorio de su padre, un dominio que desafiaba las latitudes, un pequeño mundo de páramo, montaña, valle, arroyo profundo, nube, bosque, cascada: no, prefino no pensar en la cascada. La caza aquí era abundante y parecía renovarse sin pausa a pesar de las cacerías paternas Phagors errantes Aves que al migrar oscurecían el cielo.
    Pronto, siguiendo el ejemplo de su padre, volvería a cazar. La vida parecía haberse detenido y renovado a la vez. Debía alegrarse y evitar la oscuridad que acechaba en los confines de la mente Galopando, dejó atrás a esclavos de torso desnudo que paseaban algunos yelks por el Viñedo, sujetándolos por el bridón. Los golpes de los cascos desparramaban los montículos de tierra que coronaban las toperas.
    Luterin Shokerandit pensó en los topos con simpatía. Ellos podían ignorar las extravagancias de los dos soles. Cazaban y excavaban en cualquier estación. Al morir, otros topos devorarían sus cuerpos. La vida para los topos era un túnel interminable, y a lo largo de ese túnel los machos buscaban comida y pareja. Los había olvidado mientras estuvo postrado.
    —¡Salud, oh topos! —gritó, brincando en la montura, de pie sobre los estribos. La carne de más que aún le colgaba del cuerpo se desplazó con la inercia bajo la chaqueta de arang.
    Volvió a espolear al hoxney. Necesitaba mucho ejercicio para recuperar su antigua forma de luchador. Era su primera cabalgata en más de un año pequeño y ya sentía que la grasa sobrante empezaba a abandonarlo. Había tenido que festejar su duodécimo aniversario tumbado de espaldas. Durante más de cuatrocientos días se vio obligado a yacer así, la mayor parte del tiempo sin poder moverse o hablar, enterrado en la cama de su habitación en la mansión de sus padres: la enorme y solemne Casa del Guardián. Pero este episodio estaba superado.
    La energía procedente de su veloz montura, del aire, de los troncos de los árboles que iban quedando vertiginosamente atrás y de su propio ser interior, volvía a correr por sus músculos. Una fuerza destructiva e incomprensible había intentado apartarlo del mundo, pero é! ya estaba de vuelta y dispuesto a olvidar aquella nefasta etapa.
    Al verlo aproximarse, un esclavo abrió para él una de las puertas dobles de acceso y Luterin la atravesó sin reducir el galope ni desviar la mirada.
    El viento gañía como un perro en su oído desacostumbrado. Dejó de oír el sonido familiar de la campana de la casa; los cascabeles de sus arreos, en cambio, seguían tintineando y delataban sus movimientos.
    Tanto Batalix como Freyr ocupaban la parte inferior del cielo meridional. Se deslizaban entre los troncos y el follaje y parecían dos gongs, uno pequeño y otro grande. Al llegar al camino de la aldea, Luterin les dio la espalda. Freyr se hundía cada año un poco más abajo en los cielos de Sibornal. Su descenso exhumaba la furia del espíritu humano. El mundo estaba a punto de cambiar.
    El sudor de su pecho se enfriaba rápidamente. Volvía a sentirse entero, dispuesto a recuperar el tiempo perdido excavando y cazando corno los topos. El hoxney lo llevaría hasta donde empezaban los intrincados bosques caspiarnos, esos bosques que se sumergían sin fin aparente en lo más recóndito de las cadenas montañosas. En cuanto pudiera iría a fundirse en un abrazo con ellos para saborear su propia ferocidad como un animal entre animales. Pero antes buscaría el cálido abrazo de Insil Esikananzi.
    Luterin soltó una carcajada. —Pues sí, hijo, tienes un lado salvaje —le había dicho en una ocasión su padre, después de alguna travesura de las suyas, mirándolo fijamente con ojos de pocos amigos mientras la mano sobre el hombro del muchacho parecía sopesar la cantidad de salvajismo que contenía cada hueso.
    Y Luterin había agachado la cabeza, incapaz de aguantarle la mirada. ¿Cómo podía quererlo su padre tanto como él si siempre que estaba delante del gran hombre, enmudecía?
    Entre los árboles desnudos aparecieron los distantes tejados grises de los monasterios. Cerca de allí se alzaban las puertas de los dominios Esikananzi. Luterin dejó que el hoxney de color castaño pasase a un suave trote, consciente de su falta de energía. La especie se preparaba para hibernar; pronto ya no se los podría montar. Había llegado el momento de domar a los tozudos pero más poderosos yelks. Un esclavo le franqueó la entrada y el hoxney avanzó al paso. Ahora llegaba con claridad el sonido característico de la campana de los Esikananzi, que tañía siguiendo los dictados del viento.
    Luterin rogó a Dios Azoiáxico que su padre no supiera nada de sus asuntos con las hembras Ondod, un vicio en el que había caído poco antes de sufrir la parálisis Las Ondods le daban lo que Insil siempre le había negado.
    Pero debía resistir a esas hembras inhumanas Ya era un hombre Hasta las miserables barracas que se levantaban en los límites del bosque se había acercado con sus compañeros de colegio —incluido Umat Esikananzi— en busca de aquellas desvergonzadas zorras de ocho dedos Zorras, brujas, venidas de los bosques, de las mismas raíces de los bosques Se decía que también se apareaban con machos phagor Pues bien, ya no volvería a ocurrir Era cosa del pasado, como la muerte de su hermano Y, como ésta, lo mejor era olvidarla.
    No era precisamente bella la mansión de los Esikananzi La brutalidad era su principal característica arquitectónica, había sido construida para soportar los embates brutales de un clima septentrional Su base estaba formada por una hilera de arcos estancos Las ventanas, estrechas y de gruesos postigos, no aparecían hasta la segunda planta El conjunto tenía el aspecto de una pirámide decapitada Un tañido pedregoso llegaba del campanario, como si la campana sonase desde el corazón adamantino de la casa.
    Luterin desmontó, subió los escalones y llamó a la puerta.
    Era un joven de espaldas anchas, dotado ya de la típica altivez sibornalense, con una cara redonda que parecía especialmente concebida para la diversión, ahora, sin embargo, mientras esperaba ver a Insil, fruncía las cejas y apretaba los labios Con aquella expresión tensa se asemejaba a su padre, aunque sus ojos, de un gris claro, eran muy distintos a los paternos, profundos y oscuros.
    Rebeldes rizos bajaban desde su coronilla hasta la base del cuello, y su color castaño claro contrastaba con la oscura cabellera de la muchacha a cuya presencia fue conducido.
    Insil Esikananzi tenía los aires de quien ha nacido en el seno de una familia poderosa Podía llegar a ser cortante y despectiva Era burlona Mentía Podía aparentar fragilidad y desamparo, o, si le convenía, adoptar un aire de mando. Sus sonrisas eran heladas, más corteses que sinceras Sus ojos violáceos vigilaban desde un rostro lo más inexpresivo posible.
    Insil cruzaba la sala con un jarro de agua entre las manos Al acercarse a Luterin, elevó levemente la barbilla en una especie de mudo y exasperado gesto de interrogación Luterin la deseaba con intensidad, y sus caprichos la hacían aún más atractiva.
    Era ésta la muchacha con la que se casaría, tal como, al nacer Insil, habían acordado los padres de ambos a fin de consolidar la unión entre los dos hombres más poderosos del distrito.
    En cuanto estuvieron juntos, Luterin volvió a caer en las redes de aquella vieja conspiración, en la intrincada y exasperante red de quejas y mohines que ella tejía a su alrededor.
    —Veo, Luterin, que te aguantas otra vez en pie Excelente Y que, como un abnegado futuro esposo, te has perfumado con sudor y hoxney antes de atreverte a entrar y presentar tus saludos No hay duda de que has crecido en la cama al menos alrededor de la cintura.
    Y con el jarro de agua rechazó el abrazo de Luterin, que buscó con su mano la fina cintura de la muchacha mientras ella lo guiaba escaleras arriba La inmensa escalinata resultaba más lóbrega aún a causa de los oscuros antepasados Esikananzi que, como encadenados y reducidos por el arte y el tiempo, oteaban desde el fondo de sus retratos.
    —No te burles, Sil. Pronto volveré a estar delgado Es maravilloso haber recuperado la salud.
    A cada peldaño, la campanilla personal de Insil emitía su ligero tintineo —Mi madre es tan enfermiza... Siempre enferma. MÍ delgadez es más un signo de enfermedad que de salud. Tienes suerte de haber venido cuando mis aburridos padres y mis igualmente aburridos hermanos, incluido tu amigo Umat, se encuentran fuera asistiendo a una aburrida ceremonia. De modo que podrás aprovecharte de mí, ¿verdad? Supondrás, desde luego, que durante tu año de hibernación me he entregado a los mozos de las caballerizas. Poseída en el heno por hijos de esclavos.
    Lo guió a lo largo de un corredor de tablones crepitantes bajo las gastadas alfombras Madi. Estaba próxima, fantasmal en la escasa luz que se filtraba a través de los postigos de las ventanas.
    —¿Por qué castigas mi corazón, Insil, cuando sabes que es tuyo?
    —No quiero tu corazón, sino tu alma —rió ella—. Ten más entereza. Pégame, como hace mi padre. ¿Por qué no? ¿No está el castigo en la esencia de las cosas?
    Él respondió emocionado: —¿Castigarte? Oye, nos casaremos y yo te haré feliz. Podrás cazar conmigo. Exploraremos los bosques...
    —Tú sabes que me interesan más las habitaciones.
    Insil se detuvo, posó su mano sobre un picaporte y sonrió provocativamente, mientras sus breves senos asomaban hacia él por debajo de la ropa interior y los lazos.
    —La gente está mejor fuera, SU. No sonrías. ¿Por qué te empeñas en tratarme como a un tonto? Sé tanto de sufrimiento como tú. Todo un año pequeño postrado, ¿no es acaso el peor castigo imaginable?
    Insil apoyó un dedo en el mentón del muchacho y lo deslizó hasta sus labios. —Aquella astuta parálisis te permitió escapar a un castigo aún mayor: tener que vivir aquí con nuestros padres represores en esta comunidad represora, donde tú, por ejemplo, te viste forzado a co-habitar con no-humanos en busca de alivio...
    Luterin enrojeció y ella, sonriendo, continuó con su voz más dulce: —¿Es posible que no sepas mirar en tu propio sufrimiento? Me has acusado a menudo de no amarte, y quizá tengas razón, pero dime, ¿acaso no te presto más atención que la que tú te prestas a ti mismo?
    —¿A qué te refieres, Insil? —Hablar con ella lo atormentaba.
    —¿Está tu padre en casa o ha partido de cacería?
    —Está en casa.
    —Si mal no recuerdo, había vuelto de cazar no más de dos días antes de que tu hermano se suicidase. ¿Por qué se suicidó Favin? Sospecho que sabía algo que tú prefieres ignorar.
    Sin apartar su oscura mirada de los ojos de Luterin, Insil abrió la puerta que tenía detrás, entornándola para que la luz solar inundara el umbral en el que seguían de pie, intrigantes pero enfrentados. Él la aferró, temblando al comprender que la seguía necesitando como siempre y que, como siempre, ella estaba llena de enigmas.
    —¿Qué es lo que sabía Favin? ¿Qué se supone que debo saber yo?
    El poder que ella ejercía sobre él se notaba en que siempre era Luterin quien hacía preguntas.
    —Fuera lo que fuese lo que tu hermano sabía, fue eso lo que te llevó a refugiarte en la parálisis, y no su muerte, como todo el mundo supone. —Tenía apenas doce años y un décimo, era casi una niña; sin embargo, cierta tensión en sus gestos la hacía parecer más adulta. Alzó una ceja ante el asombro del muchacho.
    Insil entró en la habitación y él la siguió. Quería hacerle más preguntas pero tenía la lengua hecha un nudo. —¿Cómo sabes estas cosas, Insil? Seguramente las inventas para parecer más misteriosa. Siempre encerrada en estas habitaciones...
    Ella depositó el jarro de agua sobre la mesa, junto a un ramo de flores que había cogido antes. Las flores yacían desparramadas sobre la lustrosa superficie que, como un brumoso espejo, reflejaba sus caras.
    Como si hablara para sí, dijo: —Estoy tratando de enseñarte a no crecer como el resto de los hombres de por aquí... Fue hasta la ventana, flanqueada por pesadas cortinas marrones que colgaban desde el techo hasta el suelo. A pesar de que estaba de espaldas, Luterin intuyó que no miraba hacia afuera. La doble luz solar, brillando desde dos puntos distintos, la disolvía como a un líquido, de modo que su sombra sobre las baldosas parecía más sustancial que ella misma. Una vez más, Insil sacaba a relucir su naturaleza esquiva.
    Se encontraban en una habitación nueva para él, típicamente Esikananzi, cargada de pesado mobiliario. Toda ella desprendía un aroma exasperante, repulsivo en parte. Quizá sólo sirviera para almacenar muebles, casi todos de madera, en previsión del día en que llegase el invierno Weyr y ya no se construyese ni uno más. Había un diván verde con volutas talladas y un imponente armario dominaba la estancia. Todo el mobiliario era importado; se veía por su estilo.
    Luterin cerró la puerta y permaneció allí, contemplándola. Como si él no existiese, Insil se puso a arreglar las flores en un florero, llenándolo con agua del jarro y manipulando con destreza los tallos entre sus dedos.
    —También mi madre —suspiró él— es bastante enfermiza, pobrecilla. Cada día de su vida entra en pauk y comulga con sus padres muertos.
    Insil levantó bruscamente los ojos hacia él. —¿Y tú? Supongo que mientras estabas postrado en cama también habrás caído en el hábito del pauk, ¿verdad?
    —No. Te equivocas. Mi padre me lo prohibió... Además, no es sólo eso...
    Insil se llevó los dedos a las sienes. —El pauk es cosa de gente ordinaria. Superstición pura. Entrar en trance y bajar a aquel horrendo mundo, en el que los cuerpos se pudren y los cadáveres fantasmales escupen sus últimos residuos vitales... ¡Oh, qué desagradable! ¿Estás seguro de que no lo haces?
    —Jamás. Creo que la enfermedad de mi madre proviene del pauk.
    —Pues bien, entérate: yo lo hago cada día. Beso los labios muertos de mi abuela y saboreo los gusanos... —Insil se echó a reír.— Oye, no pongas esa cara. Estaba bromeando. Odio la sola idea de esas cosas subterráneas y me alegro de que tú no te acerques a ellas.
    Y volvió a ocuparse de las flores.
    —Estas flores de nieve son como indicios de la muerte del mundo, ¿no crees? Ahora sólo crecen flores blancas, para no desentonar con la nieve. En otros tiempos, según cuentan las historias, las flores de Kharnabhar eran de brillantes colores.
    Resignada, empujó el florero hacia un lado. Desde el fondo de las gargantas de los pálidos capullos asomaba un toque de oro que, como un emblema del sol desvaneciente, viraba en el ovario a un rojo intenso.
    Luterin se aproximó lentamente, siguiendo el dibujo de las baldosas. —Ven a sentarte conmigo en el sofá y hablemos de cosas más alegres.
    —Imagino que te refieres al clima, que declina con tal rapidez que nuestros nietos, si es que los tenemos, tendrán que vivir casi en la oscuridad, envueltos en pellizas de animales. Quizás hasta gruñendo como animales... Suena bastante esperanzador, ¿no?
    —¿Qué tonterías dices? —Luterin, riendo, dio un brinco y la cogió. Ella se dejó llevar hasta el diván, mientras él le susurraba ardientes palabras de amor.
    —Por supuesto que no puedes hacer el amor conmigo, Luterin. Puedes tocarme, como has hecho antes, pero de hacer el amor, nada. No creo que me deje convencer nunca porque, si te permitiera hacerlo, dejarías de fijarte en mí una vez satisfecha tu lujuria.
    —Es mentira, mentira.
    —Más vale que sea verdad, si es que pretendernos cierta felicidad conyugal. No me casaré con un hombre saciado.
    —Jamás tendré suficiente de ti. —Mientras hablaba, su mano se dedicaba al saqueo de las ropas.
    —Los ejércitos invasores... —suspiró Insil, aunque lo besó, metiendo la punta de la lengua en su boca. En ese preciso instante se abrió la puerta del armario. Un joven de tez oscura como la de Insil apareció de un salto, contrastando su frenesí con la pasividad de su hermana. Se trataba de Umat; blandía una espada falsa y gritaba:
    —¡Hermana, hermana! ¡La ayuda ha llegado! ¡Aquí está tu valeroso defensor, dispuesto a salvarte a ti y a la familia de la infamia! Pero, ¿quién es la bestia? ¿Acaso no le ha bastado un año en cama que ya busca nuevamente el primer sofá? ¡Pícaro! ¡Violador!
    —¡Eh, tú, rata de zócalo! —gritó Luterin. Enfurecido, se lanzó tras Umat, que perdió la espada de madera, y ambos se enzarzaron en una encarnizada pelea. Tras el largo confinamiento, Luterin había perdido parte de su fuerza. Su amigo logró derribarlo. Al levantarse, Luterin comprobó que Insil ya no estaba.
    Corrió a la puerta, pero ella ya se había desvanecido en las oscuras profundidades de la casa. El jarrón, caído durante la pelea, yacía roto sobre las baldosas junto a las flores desparramadas.
    Sólo cuando regresaba desconsolado y al paso del hoxney al camino principal, se le ocurrió a Luterin que la interrupción de Umat bien podía haber sido idea de Insil. Dejó atrás la puerta de los Esikananzi y, en lugar de volver a casa, giró hacia la derecha en dirección a la aldea, dispuesto a echar un trago en la posada Icen.
    Batalix estaba cerca del ocaso cuando Luterin emprendió el camino de casa guiándose por el lastimero tañido de la campana Shokerandit. Nevaba. No se veía a nadie en el mundo gris. En la posada, la charla había discurrido principalmente entre bromas y quejas ante las nuevas re-gulaciones introducidas por el Oligarca, como por ejemplo el toque de queda. Las regulaciones pretendían preparar a las comunidades de todo Sibornal para afrontar los duros tiempos que se avecinaban.
    Pero la mayor parte de la conversación era basta, y Luterin había sentido desprecio. Su padre nunca hablaba de tales asuntos, al menos no delante del único hijo vivo que le quedaba.
    En el gran salón de la casa ardían las lámparas de gas. Mientras Luterin se desabrochaba su campanilla personal, un esclavo llegó hasta él, hizo una reverencia y le comunicó que el secretario de su padre deseaba verlo.
    —¿Dónde está mi padre? —preguntó Luterin.
    —El Guardián Shokerandit ha partido, señor.
    Con evidente enfado, Luterin voló escaleras arriba e irrumpió en la habitación del secretario. Era éste un miembro permanente del personal doméstico de los Shokerandit. Con su nariz picuda, su frente escasa y cejijunta y un penacho de pelo que le brotaba casi enseguida, el secretario parecía un cuervo. Y aquella estrecha habitación de madera, con sus nichos repletos de documentos secretos, era su nido. Desde allí supervisaba numerosos asuntos secretos que escapaban al alcance de Luterin.
    —Tu padre ha salido de cacería, Amo Luterin —anunció el ave taimada, en un tono que combinaba respeto y reproche—. Dado que no sabía dónde encontrarte, ha tenido que partir sin despedirse.
    —¿Por qué no me ha dejado acompañarlo? Sabe de sobra que me encanta cazar. Tal vez pueda alcanzarlo todavía. ¿Qué dirección ha tomado la partida?
    —Ha dejado esta epístola para ti. Quizá deberías leerla antes de salir en su busca.
    El secretario le entregó un gran sobre, que Luterin arrancó de sus garras. Lo abrió y leyó lo que su padre había escrito en la hoja que contenía, con su letra grande y cuidada:

    Hijo Luterin
    Existe la posibilidad de que pronto seas nombrado Guardián de la Rueda en mi lugar. Es un cargo que, como sabes, incluye deberes tanto seculares como religiosos.
    Al nacer, fuiste llevado a Rivenjk a que te bendijera el Sacerdote Supremo de la Iglesia de la Formidable Paz. Creo que ello ha contribuido a fortalecer el lado piadoso de tu naturaleza. Has demostrado ser un hijo sumiso del cual me siento satisfecho.
    Pero ha llegado la hora de fortalecer el lado secular de tu naturaleza. Tu difunto hermano había ingresado en el ejército, como es tradicional en los primogénitos. Parece indicado que tú sigas el mismo camino, sobre todo porque, en el mundo exterior (que hasta ahora has ignorado), los asuntos de Sibornal parecen dirigirse hacia una encrucijada decisiva.
    Para ello, dejo con mi secretario una suma de dinero. El te la entregará. Te trasladarás a Askitosh, ciudad principal de nuestro orgulloso continente, para enrolarte allí como soldado con el rango oficial de alférez. Deberás presentarte al Arcipreste-Militante Asperamanka, que estará al tanto de tu situación.
    He dejado instrucciones para que se celebre una mascarada en tu honor, festejando tu partida.
    Has de marchar cuanto antes y mantener en alto el nombre de la familia.
    Tu padre

    Un ligero rubor cubrió el rostro de Luterin cuando éste leyó los insólitos elogios paternos. ¡Que su padre estuviera satisfecho de él a pesar de todos sus errores!... ¡Lo bastante, además, como para celebrar una mascarada en su honor!
    La alegría se le borró de la cara al caer en la cuenta de que su padre no estaría presente en la celebración. Pero no importaba. Se convertiría en un soldado y haría todo aquello que se esperaba de él. Su padre podría sentirse orgulloso de su hijo.
    Y quizás hasta Insil se enterneciese ante la idea de gloria...
    La mascarada tuvo lugar en la gran sala de banquetes de la mansión Shokerandit la víspera de la partida de Luterin hacia el sur. Majestuosos personajes, magníficamente ataviados, cumplían con papeles prefijados. La música era solemne. Se escenificaba una historia familiar que hablaba de la inocencia y la vileza, de la codicia y del sinuoso papel de la fe en las vidas de los hombres. Se impartía el bien a unos personajes, a otros el mal. Todos estaban sujetos a una ley superior a su propia jurisdicción. Los músicos, volcados sobre las cuerdas, reflejaban el dominio de las matemáticas sobre las relaciones.
    Las armonías evocadas por los músicos sugerían una cadencia de grave compasión, invitando a mirar los asuntos humanos desde una perspectiva alejada del pesimismo y optimismo habituales. En los temas de la mujer obligada a entregarse al gobernante al que odiaba y del hombre incapaz de controlar sus bajas pasiones, se hacía patente a los miembros más musicales de la audiencia un fatalismo, una sensación de que incluso los personajes más individuales no eran más que funciones indisolubles de su entorno, tal corno las notas individuales eran parte indisoluble de una armonía superior. La actuación estilizada de los actores reforzaba esta impresión.
    Algunas escenas fueron educadamente aplaudidas por el público; otras, observadas sin especial placer. Los actores conocían a fondo sus papeles pero no todos imponían la misma presencia que los principales.
    Las figuras de estadistas, familias nobles, personajes de la iglesia, figuras alegóricas de monstruos y phagors, junto con los diversos humores del Amor, el Odio, el Mal, la Pasión, el Miedo y la Pureza fueron poblando y abandonando la escena.
    El escenario quedó vacío. Se apagaron las luces. La música calló.
    Pero el drama de Luterin Shokerandit acababa de empezar.





    I
    LA ÚLTIMA BATALLA


    Era tal la naturaleza de la hierba que aun a pesar del viento continuaba creciendo. Se doblegaba al viento. Sus raíces se extendían suelo adentro, andándola, impidiendo que otras plantas tuviesen dónde crecer. La hierba había estado allí desde siempre. En todo caso, lo reciente era el viento: su soplo gélido.
    Las grandes ventadas del norte acarreaban consigo un cielo rápido, en el que se veían manchones de nubes grises y negras que descargaban lluvia y nieve sobre las tierras distantes más elevadas. Aquí abajo, en las estepas de Chalce, no producían nada peor que una oscuridad neutral. Una neutralidad que hallaba su eco en la monotonía del terreno.
    Una serie de valles poco profundos se abrían sucesivamente sin presentar rasgos muy definidos. Nada, a excepción de los pastizales, parecía moverse. En algunas matas, insignificantes flores amarillas ondulaban al viento como la piel de un animal dormido. Ocasionales pilares de piedra delimitaban la tierra en octavas, algunos de ellos con su cara sur cubierta de líquenes amarillos y grises.
    Sólo una mirada muy aguda podría haber distinguido los diminutos senderos que surcaban la hierba, utilizados por criaturas que aparecían de noche o durante las horas de penumbra, cuando sobre el horizonte campeaba un único sol. Patrullando el cielo con inmóviles alas, halcones solitarios explicaban la ausencia de actividad diurna. El surco más notable a través de los pastizales correspondía a un río que se abría paso hacia el sur en dirección al mar lejano. De cauce pesado y profundo, sus aguas parecían estar parcialmente congeladas. El cielo andrajoso le prestaba su color.
    Proveniente del norte de aquel inhóspito país avanzaba un rebaño de arangs. Estos miembros de la familia de las cabras seguían con sus largas patas los perezosos recodos del río. Algunos perros de pelambre rizada, laboriosos asokins, mantenían la cohesión del rebaño. A su vez, seis hombres montados en hoxneys vigilaban el trabajo de los perros. Los seis cabalgaban sentados o de pie sobre las sillas para hacer más variado el trayecto; todos vestían cueros ceñidos al cuerpo por medio de correas.
    Los hombres miraban a menudo hacia atrás por encima del hombro, como si temiesen ser perseguidos. Avanzaban a un ritmo parejo, comunicándose con sus asokins mediante voces y silbidos. Sus señales de ánimo recorrían los espacios yermos de los alrededores y se distinguían claramente del balido de los arangs. Y por más que los hombres mirasen hacia atrás, el monótono horizonte norteño permanecía vacío.
    Delante, anidando en un recodo del río, aparecieron las ruinas de un caserío. Cabañas sin techo, diseminadas. De una construcción más grande ya sólo quedaba el caparazón. Unas cuantas plantas harapientas aprovechaban la protección del viento para crecer entre las piedras, asomando por las cuencas huecas de las ventanas.
    Por miedo a posibles plagas, los pastores de arangs se mantuvieron apartados de aquel paraje. Algunas millas más allá, el río trazaba una amplia curva que hacía las veces de frontera; ésta estaba en disputa desde hacía siglos, quizá desde que había hombres en la zona. Allí empezaba la región antaño conocida por Hazziz, la tierra más septentrional de la meseta norte campannlatiana.
    Los perros obligaron al rebaño a estirarse a lo largo del río y avanzar por un sendero abierto anteriormente. Los arangs, cabeza con cola, formaron una ágil línea.
    Pronto llegaron a un ancho y sólido puente cuyos dos arcos cruzaban por encima del agua agitada por el viento. Con agudos silbidos, los hombres hicieron que los asokins reagruparan el rebaño, evitando que los arangs cruzaran el puente. Una o dos millas, recostado sobre la ribera norte, se alzaba un asentamiento en forma de rueda. Se llamaba Isturiacha.
    Una corneta sonó desde el asentamiento; avisaba a los pastores que ya los habían visto. Hombres armados y negros cañones sibornaleses defendían el perímetro.
    —¡Bienvenidos! —gritaron los guardias—. ¿Qué visteis al norte? ¿Habéis divisado el ejército?
    Los pastores guiaron a los arangs hacia sus respectivos corrales.
    El círculo de granjas y graneros de piedra del asentamiento hacía las veces de muralla protectora, rodeando las huertas de cereales y los establos. En torno al eje de la rueda, un anillo de barracones circundaba la elevada iglesia. En Isturiacha el ajetreo era constante y se incre-mentó con la llegada de los pastores, que fueron conducidos a una de las construcciones centrales para reponer fuerzas tras recorrer las estepas.
    Al otro lado del puente, hacia el sur, el contorno de la llanura se mostraba más variado. Algunos árboles aislados indicaban mayores precipitaciones. Una sustancia blanca, que desde lejos parecía pedregullo, punteaba el suelo. Una inspección más próxima revelaba que se trataba de huesos. Muy pocos superaban los quince centímetros de largo. De vez en cuando, un diente o un trozo de maxilar señalaban que los restos pertenecían a hombres y phagors. Estos testimonios de batallas pasadas cubrían la planicie a lo largo de muchas millas.
    Acercándose al puente desde el sur, un hombre montado en un yelk surcaba la inmovilidad de este lúgubre paraje. Otros dos lo seguían a cierta distancia. Los tres vestían uniforme y estaban pertrechados para la guerra. El primer jinete, un hombre enjuto y de contornos afilados, se detuvo bastante antes de llegar al puente y desmontó. Condujo el yelk hasta una depresión y lo ató al tronco de una encina de copa aplanada antes de retornar al nivel del llano, desde donde estuvo observando el destacamento enemigo a través de un catalejo.
    Los otros dos hombres lo imitaron. Desmontaron y ataron sus monturas a las raíces de un rajabaral reseco. Dado su rango inferior, se mantuvieron apartados del explorador.
    —Isturiacha —dijo éste, señalando el asentamiento. Pero los oficiales sólo hablaron entre sí. También ellos portaban catalejos e intercambiaron algunas frases en voz baja. El reconocimiento se efectuó con rapidez.
    Uno de los oficiales, experto en artillería, permaneció en el sitio como vigía. El otro galopó de vuelta con el explorador para informar al ejército que avanzaba desde el sur.
    Con el transcurso del día, hileras de hombres fueron quebrando la llanura, algunos montados, otros muchos a pie, y con ellos carretas, cañones y otros pertrechos de guerra. Los carros eran tirados por yelks o por no tan robustos hoxneys. Las columnas de soldados, marchando en perfecto orden, contrastaban con el absoluto desorden de los carromatos de equipaje, las mujeres y las prostitutas de campaña. Por encima de varias de las columnas en marcha campeaban enseñas de Pannoval, la ciudad bajo las montañas, y otras divisas de relevancia religiosa.
    Bastante más atrás venían las ambulancias y más carros, algunos cargados con cocinas de campaña y provisiones, muchos otros atiborrados de forraje para las bestias que formaban parte de esta expedición punitiva.
    A pesar de que estos cientos y miles de personas funcionaban como engranajes de la gran maquinaria bélica, a cada una le acontecían incidentes peculiares y cada una experimentaba la aventura a través de su propia y limitada percepción. Uno de estos incidentes le ocurrió al oficial de artillería que esperaba en su puesto de avanzada junto al reseco rajabaral. Estaba en silencio, oteando el frente, cuando el relincho de su yelk le hizo volver la cabeza. Cuatro hombres pequeños —ninguno le llegaba más arriba del pecho— se acercaban a la bestia sujeta por las bridas. Evidentemente no habían reparado en el oficial al emerger de su agujero junto a la base del árbol muerto.
    Su aspecto era básicamente humanoide; tenían piernas delgadas y largos brazos. Su cuerpo estaba cubierto por una piel leonada que les crecía más allá de las muñecas, cubriendo a medias sus manos de ocho dedos. Por sus hocicos parecían perros u Otros.
    —¡Nondads! —exclamó el oficial. Aunque sólo los había visto en cautividad, supo reconocerlos al instante. El yelk, aterrorizado, tiraba de las riendas. Cuando los dos primeros Nondads se lanzaron en pos de la garganta del animal, el oficial desenfundó su arma de dos cañones, luego esperó.
    Otra cabeza empujaba por asomar junto a las vetustas raíces. Después de liberar los hombros, la criatura se irguió, estornudando y sacudiéndose la tierra de su espesa pelambre.
    El phagor dominó a los Nondads. Dos cuernos cortos vueltos hacia atrás coronaban su inmenso testuz cúbico. En cuanto el grueso del phagor salió de la guarida de los Nondads, la hosca cabeza taurina se balanceó de un hombro al otro y sus ojos se detuvieron en el oficial agazapado. Por un instante se detuvo, inmóvil, paró una oreja y enseguida, con la cabeza gacha, cargó contra el oficial.
    El oficial de artillería se echó hacia atrás, sostuvo la pistola con ambas manos y disparó ambos cañones contra el abdomen de la brutal criatura. Aunque una irregular y dorada estrella de sangre se expandió por su pelambre, el phagor no se detuvo. Abrió su horrenda boca y surgieron amarillentos dientes como azadas en las amarillas encías. El oficial se puso en pie de un salto, pero el phagor ya lo había asido con todas sus fuerzas. Bastas manos de tres dedos le oprimían el cuerpo.
    Como pudo, golpeó el grueso cráneo una y otra vez con la culata de la pistola.
    El abrazo se relajó. El cuerpo formidable cayó a un lado. El rostro golpeó el suelo. Con enorme esfuerzo, la criatura consiguió pararse otra vez. Bramó. Luego, finalmente muerto, se desplomó, y un leve temblor sacudió la tierra.
    Jadeando, ahogado por el espeso hedor lechoso que exhalaba el ancipital, el oficial se hincó de rodillas. Para no caer tuvo que apoyar una mano en el hombro del phagor. En la profunda pelambre del cadáver, las garrapatas, presas de su propia crisis, se removían enloquecidas. Al-gunas empezaron a subir por la manga del oficial.
    Este, tambaleante, logró enderezarse. Temblaba. No lejos, su montura también temblaba, sangrando por las heridas del cuello. No había rastros de los Nondads; se habían retirado a sus madrigueras subterráneas, en los dominios a los que llamaban las Ochenta Oscuridades. Poco después, el oficial de artillería ya había recuperado el control de sí mismo, al menos como para montar en la silla. Si bien sabía de la relación entre phagors y Nondads, nunca esperó ser testigo tan directo de ella. Quién sabe cuántas de aquellas criaturas habría bajo sus pies...
    Entre ahogos, cabalgó en busca de su unidad.
    La expedición emprendida desde Pannoval, a la que pertenecía el oficial, había estado operando en la zona durante algún tiempo. Su misión era la de erradicar los asentamientos sibornaleses en un territorio que Pannoval reclamaba como propio. Empezando por Roonsmoor, había llevado a cabo una serie de victoriosas incursiones. A medida que iba aplastando los asentamientos enemigos, la expedición avanzaba hacia el norte. Ya sólo quedaba Isturiacha por destruir. Se trataba de elegir el momento adecuado, ya que el pequeño verano estaba a punto de finalizar. A causa de su mentalidad unitaria, los asentamientos rara vez se apoyaban entre sí. Dependían de distintas naciones sibornalesas, y eso facilitaba la labor de sus verdugos, que las iban cazando una a una.
    Las dispersas unidades pannovalenses poco podían llegar a temer salvo ocasionales choques con phagors, cuyo número se multiplicaba a medida que descendía la temperatura en los llanos. Lo que le había ocurrido al oficial de artillería no era infrecuente.
    Mientras el oficial se reunía con sus camaradas, un sol acuoso emergió de entre las rápidas nubes para ponerse en el oeste en medio de un espectacular despliegue cromático. Pero cuando el horizonte terminó de engullirlo, el mundo no quedó sumido en la oscuridad. Un segundo sol, Freyr, ardía abajo, en el sur. Al abrirse las formaciones de nubes que lo rodeaban, sombras de hombres, puntiagudas como dedos, buscaron el norte.
    Lentamente, dos enemigos tradicionales se preparaban para la batalla. Lejos, al sudoeste, detrás de las figuras que se afanaban en la llanura, se alzaba la gran ciudad de Pannoval; a ella pertenecía el ansia de luchar. Pannoval estaba semioculta en la cadena de montañas calizas lla-madas Quzints, espina dorsal del continente tropical de Campannlat.
    Varias de las muchas naciones de Campannlat se encontraban sometidas a Pannoval por lazos dinásticos o religiosos. La cohesión, sin embargo, solía ser temporaria, y siempre frágil la paz; las naciones luchaban entre sí. De ahí que su enemigo externo se refiriese a Campannlat como el Continente Salvaje.
    El enemigo externo de Campannlat era el continente septentrional de Sibornal. Presionadas por un clima extremo, las naciones de Sibornal convivían en compacta unidad. Las rivalidades subterráneas eran por lo general dejadas a un lado. A lo largo de la historia, las naciones sibornalesas habían empujado hacia el sur, buscando, a través del puente natural de Chalce, las más fértiles praderas del Continente Salvaje. Existía, al sur, un tercer continente: Hespagorat. Los tres estaban separados, total o parcialmente, por mares que ocupaban las regiones templadas. Estos mares y continentes formaban el planeta de Heliconia, o Hrl-Ichor Yhar, para usar el nombre con que lo había bautizado su raza más antigua, la de los ancipitales.
    En este momento en que las fuerzas de Campannlat y Sibornal se preparaban para una batalla final en Isturiacha, Heliconia se acercaba al nadir de su ciclo anual.
    Como planeta de un sistema binario, Heliconia giraba alrededor de su sol, Batalix, en un ciclo que duraba cuatrocientos ochenta días. Pero Batalix, a su vez, giraba por medio de un eje común en torno a un sol mucho mayor, Freyr, la principal estrella del sistema. Batalix, en su prolongada órbita, alejaba ahora a Heliconia del gran sol. Durante los dos últimos siglos, el otoño, ese largo declive que seguía al verano, se había intensificado, conduciendo a Heliconia hacia el invierno de otro Gran Año. Los venideros serían siglos de oscuridad, de frío y de silencio.
    Hasta el más sencillo de los campesinos era consciente de que el clima empeoraba progresivamente. Había otros signos de que ello era así, signos no climáticos quizá pero en cambio más claros. Otra vez se extendía la peste conocida como la Muerte Gorda. Los ancipitales o phagors, como se los llamaba normalmente, empezaban a oler la cercanía de aquellas estaciones en las que se hallaban más a gusto, cuando las condiciones se aproximaban a su estado original. Durante el verano y la primavera, estas desgraciadas criaturas habían debido sufrir bajo la supremacía humana: ahora que el gélido final del Gran Año estaba cercano y el número de hombres comenzaba a disminuir, los phagors aprovecharían la oportunidad de volver a reinar..., a menos que la humanidad se uniera para impedírselo.
    Existían importantes poderes en el planeta, poderes capaces de movilizar a las masas. Uno de ellos se asentaba en Pannoval; el otro, aún más severo, tenía su sede en la capital sibornalesa de Askitosh. No obstante, esos poderes estaban ahora ocupados en confrontarse.
    De modo que los colonos sibornaleses de Isturiacha se preparaban para el sitio mientras esperaban ansiosamente la llegada de refuerzos desde el norte. Y los cañones de Pannoval y sus aliados apuntaban sus bocas hacia Isturiacha.
    Tanto en el frente como en la retaguardia de la fuerza mixta pannovalense reinaba cierta confusión. El anciano Mariscal en Jefe a cargo del avance no había podido impedir a las unidades que habían saqueado otros emplazamientos sibornaleses que se encaminasen de vuelta a Pannoval con sus botines. De manera que se había convocado a otras unidades para reemplazarías. Mientras tanto, la artillería situada detrás de los muros del asentamiento había empezado a bombardear las líneas pannovalenses.
    Broom. Broom. Las breves explosiones alcanzaron el contingente de Randonan, procedente del sur del Continente Salvaje.
    Muchas eran las naciones representadas en las filas de la fuerza expedicionaria pannovalense. Había feroces escaramuzadores de Kace, que marchaban, dormían y luchaban con sus phagors desastados; fornidos hombres de Brasterl, de pétreo rostro, con sus faldas de las Barreras Occidentales; tribus de Mordriat, con sus vivarachos timoroones domesticados; sin olvidar un importante batallón de Borldoran, la Monarquía conjunta de Oldorando-Borlien, el aliado más poderoso de Pannoval. Entre éstos, unos pocos ostentaban la estampa de quien ha sufrido la Muerte Gorda y ha logrado sobrevivir.
    Los borldoranos habían cruzado los montes Quzint por pasos elevados y ventosos a fin de reunirse con sus aliados. Algunos habían enfermado y regresado a casa. La fuerza restante, fatigada, descubría ahora que su acceso al río estaba bloqueado por las unidades precedentes, viéndose impedida de refrescar a sus monturas.
    La discusión se fue elevando de tono mientras no lejos de allí explotaban los obuses lanzados desde Isturiacha. El comandante del batallón borldorano se apresuró a presentar su queja al Mariscal en Jefe. Se trataba de un hombre vivaz, joven para su rango, con un mostacho militar y la espalda cóncava, que respondía al nombre de Bandal Eith Lahl.
    Con él fue su joven y bella esposa, Toress Lahl. Ella era médica y también tenía una queja que presentar al anciano Mariscal, una queja acerca del miserable nivel de higiene. Caminaba discretamente detrás de su esposo, detrás de aquella rígida espalda, lamiendo el suelo con sus faldas.
    Al llegar a la tienda del Mariscal, un edecán con cara de disculpa salió a su encuentro.
    —El Mariscal está indispuesto, señor. Lamenta no poder recibirlo y espera poder oír su queja en otra ocasión.
    —¡En otra ocasión! —exclamó Toress Lahl—. ¿Es ésa una expresión digna de un soldado en campaña?
    —Dígale al Mariscal que si es así como piensa —dijo Bandal Eith Lahl—, nuestras fuerzas podrían no vivir hasta la siguiente ocasión.
    Hizo un serio esfuerzo por tirar del mostacho antes de girar sobre sus tacones. Su esposa lo siguió de regreso a sus líneas... para descubrir al llegar que también los borldoranos estaban bajo el fuego de Isturiacha. Toress Lahl no fue la única en divisar las ominosas aves que comenzaban a sobrevolar la llanura.
    Las gentes de Campannlat nunca planificaban las cosas con la misma eficiencia que los de Sibornal. Ni eran tan disciplinados. No obstante, su expedición estaba bien planeada. Los oficiales y sus hombres habían partido con buen ánimo, convencidos de su justa causa. El ejército del norte debía ser echado del continente del sur.
    Pero ahora ya no estaban tan animados. Algunos de los hombres que habían traído a sus mujeres consigo estaban haciendo el amor, temerosos de que aquélla fuera su última oportunidad para disfrutar de este placer. Otros, en cambio, se dedicaban a la bebida. También los oficiales parecían perder el anhelo por las causas justas. Isturiacha no era una ciudad digna de ser tomada: dentro habría poco más que algunos esclavos, robustas mujeres y utensilios agrícolas.
    El alto mando también se encontraba deprimido. El Mariscal en Jefe había recibido noticias de que phagors salvajes bajaban del Alto Nyktryhk, ese gran conglomerado de montañas, para hacerse con los llanos; como resultado, el Mariscal había sufrido un acceso de tos.
    La sensación general era que Isturiacha sería destruida cuanto antes, y con el menor riesgo posible. Luego todos podrían regresar a la seguridad del hogar.
    Pero aquélla era sólo la sensación general. El más débil de los soles, Batalix, despuntó nuevamente, añadiendo un siniestro elemento a la escena.
    Un ejército sibornalés se acercaba desde el norte.
    Bandal Eith Lahl subió de un salto a un carro para apuntar su catalejo hacia las lejanas formaciones enemigas, aún borrosas a la luz del nuevo día.
    Llamó a un mensajero.
    —Ve inmediatamente hasta la tienda del Mariscal. Que se levante, sea como sea. Explícale que todo nuestro ejército debe arrasar Isturiacha antes de que lleguen los refuerzos del norte.

    El asentamiento de Isturiacha marcaba el límite meridional del gran istmo de Chalce, que conectaba el continente ecuatorial de Campannlat con el continente norteño de Sibornal. La cordillera de Chalce recorría su flanco oriental. Ir de un continente a otro implicaba una jornada entera de marcha a través de una reseca estepa que se extendía a la sombra de las montañas del este desde la septentrional Koriantura, a salvo en Sibornal, hasta la peligrosa Isturiacha.
    La agricultura mixta practicada por los campannlatianos no cuajaba en las estepas y, por tanto, sus dioses no tenían dónde echar raíces. Nada de lo que creciese en aquella helada región podía ser bueno para el Continente Salvaje. Cuando el fresco viento matutino dispersó la bruma, las columnas de hombres podían contarse. Se desplazaban por las ondulantes colmas al norte del asentamiento, bordeando el río por las sendas que el día anterior habían seguido los rebaños de arangs. Las aves que planeaban por encima de las fuerzas pannovalesas bien podían, con un mero ajuste de la punta de sus alas, cernirse sobre los recién llegados en cuestión de minutos.
    El indispuesto Mariscal pannovalés fue ayudado a salir de la tienda y se orientó su mirada hacia el norte. El viento frío hizo que sus ojos se cubriesen de lágrimas; él se las secó distraídamente mientras observaba el avance enemigo. Con voz cascada, susurró sus órdenes al ceñudo edecán.
    Lo más sorprendente de la fuerza que avanzaba era el orden con que lo hacía, un orden imposible de hallar en los ejércitos del Continente Salvaje. La caballería sibornalesa se movía a paso regular, protegiendo a la infantería. Esforzadas tropillas tiraban de las piezas de artillería, mientras los vagones de municiones intentaban mantenerse a la par. Detrás venían los carros de equipajes y las cocinas de campaña, con su metálico bullicio. Más y más columnas llenaron el monótono paisaje, serpenteando hacia el sur como si pretendiesen imitar al perezoso río. Entre los hombres de Campannlat, ninguno dudó un solo instante de la procedencia de aquellas co-lumnas ni de sus oscuras intenciones.

    El edecán del anciano Mariscal transmitió la primera orden. Tropas y auxiliares, cualquiera que fuese su credo, debían rezar por la victoria de Campannlat en el próximo enfrentamiento, dedicándose a ello cuatro minutos.
    En otros tiempos, Pannoval no sólo había sido una gran nación sino también una gran potencia religiosa, y la palabra de su C'Sarr dominaba una parte sustancial del continente. Algunos estados vecinos habían sido reducidos a la satrapía bajo el dominio de la ideología pannovalesa. Sin embargo, cuatrocientos setenta y ocho años antes del combate de Isturiacha el Gran Dios Akhanaba había sido destruido en un ya legendario duelo. El Dios había abandonado el mundo en una columna de llamas, llevándose consigo al rey de Oldorando y al último C'Sarr, Kilandar IX.
    Las creencias religiosas se atomizaron desde entonces en una miríada de pequeños credos. En el presente año de 1308, según el calendario sibornalés, Pannoval era conocido como el País de los Mil Cultos. Como resultado de ello, la vida de sus habitantes se había vuelto más incómoda, más impredecible. Ahora, en este momento crítico, se convocaba a todas las divinidades menores y cada hombre rezaba por su propia supervivencia.
    La tropa recibió su ración de aguardiente y los oficiales comenzaron a arengar a sus hombres para la lucha.
    Clarines distribuidos por toda la llanura desgranaban los compases de «Puestos de Combate». Se impartieron órdenes de atacar Isturiacha de inmediato y arrasarla antes de que llegasen los refuerzos del norte, por lo que una brigada de fusileros inició el cruce del puente con redoblado empeño, haciendo caso omiso de los obuses disparados desde el asentamiento.
    Algunos reclutas de Campannlat aglutinaban familias enteras a su alrededor. Hombres armados con rifles eran seguidos por mujeres con cazos, y a estas mujeres las seguían a su vez niños con problemas de dentición. Junto al tañido militar de las bayonetas y cadenas se oía el percutir de sartenes, así como luego el llanto de los destetados se confundiría con el griterío de los heridos. En su avance, los pies pisaban hierba y osamentas.
    A la acción marchaban tanto aquellos que habían rezado como los que descreían de las plegarias. El instante había llegado. La tensión era palpable. Tendrían que luchar. Temían que la muerte los llevara ese preciso día a pesar de haber recibido el don de la vida por azar y de que el azar aún podía evitarles esa muerte. El azar y el ingenio.
    Paralelamente, el ejército del norte aceleraba su marcha hacia el sur. Un ejército de estricta disciplina, con bien pagados oficiales y subordinados perfectamente instruidos. Las cornetas vibraban, los tamborileros marcaban el paso con precisión. Al viento caracoleaban las distintas banderas de las naciones de Sibornal.
    Había tropas de Loraj y Bribahr; tribus de Carcampan y Hombres del primitivo Alto Hazziz, que marchaban con sus orificios corporales tapados para que no los penetrasen los malos espíritus de las estepas; una brigada santa de Shivenink; harapientos montañeros de Kuj-Juvec; y, por supuesto, numerosas unidades de Uskutoshk. Todos ellos unidos bajo la autoridad de un hombre de negras cejas y ojos oscuros, Devit Asperamanka, el insigne Arcipreste Militante, que en su cargo aunaba Iglesia y Estado.
    Junto con estas naciones se desplazaban penosamente tropas de phagors, duros, hoscos, astados, agrupados en pelotones, con sus armas de combate.
    En total, la fuerza sibornalesa se elevaba a unos once mil hombres. Procedente de Sibornal, había atravesado las estepas que se extendían como un arrugado felpudo ante Campannlat. Traían órdenes de Askitosh de defender lo que había quedado en pie de la cadena de asenta-mientos y golpear duramente al tradicional enemigo sureño, que contaba con escasos recursos y lo último en artillería.
    Ya hacía un pequeño año que se había organizado la fuerza punitiva. A pesar de aparecer ante el mundo sin fisuras internas, Sibornal no estaba exento de ellas, ni de rivalidades entre sus naciones, ni siquiera de enfrentamientos al más alto nivel. Incluso la elección del comandante se había rodeado de cierta indecisión. Varios oficiales habían rondado el cargo antes del nombramiento de Asperamanka, algunos de ellos designados por el Oligarca en persona. Durante este período, los asentamientos que la expedición supuestamente debía proteger y reabastecer habían caído en manos de Pannoval.
    La vanguardia del ejército de Sibornal se encontraba aún aproximadamente a una milla de las murallas circulares de Isturiacha cuando la primera oleada de la infantería pannovalesa logró introducirse en el poblado. Demasiado pobre como para contar con una guarnición de soldados, a Isturiacha la defendían como podían los propios colonos. La victoria de Campannlat parecía fácil. Sin embargo, y desafortunadamente para la fuerza atacante, había allí un puente.
    Pronto se organizó un alboroto en la orilla sur. Dos unidades rivales y un escuadrón de caballería randonanés pretendían cruzar el puente al mismo tiempo. Se esgrimieron razones de preferencia. La discusión tomó visos de refriega. Un yelk resbaló y se precipitó al río con su jinete. Chocaron sables de kaci con chafarotes randonaneses y se oyeron disparos.
    Otras tropas intentaron cruzar el río mediante cordadas, pero la profundidad de las aguas y su potencia las disuadieron.
    La confusión suscitada en torno al puente sumió en un conflicto mental a sus protagonistas, a excepción quizá de los kaci, para quienes las batallas no eran más que un pretexto para consumir grandes cantidades de pabowr, su traicionera bebida nacional. Esta incertidumbre general generó algunas desventuras aisladas. Dos artilleros murieron al explotar un cañón. Un yelk herido y desenfrenado embistió a un teniente de Matrassyl. Un oficial de artillería cayó desde su montura al río; una vez devuelto a tierra, su cuerpo mostraba signos de una enfermedad inconfundible.
    —¡La peste! —El rumor se extendió vertiginosamente.— ¡La Muerte Gorda!

    Para quienes participaban en las operaciones, estos terrores eran tan reales como imprevistas las situaciones, a pesar de que escaramuzas similares ya habían tenido lugar en este sector de la planicie del norte de Campannlat.
    Al igual que en anteriores ocasiones, las cosas siguieron un curso distinto al esperado. Isturiacha no cayó en manos de sus atacantes tan vertiginosamente como estaba previsto. Los aliados de la fuerza meridional se vieron envueltos en disputas internas. Quienes debían atacar el asentamiento fueron a su vez atacados y pronto se desarrolló en el lugar una desorganizada y pertinaz batalla. Silbaban las balas, las bayonetas centelleaban.
    Pero tampoco la ofensiva sibornalesa fue capaz de mantener ordenadas sus filas, precisamente afamadas por su férrea disciplina militar. Fueron los novatos quienes se lanzaron al frente, dispuestos a defender a Isturiacha al precio que fuera. Gran parte de la artillería acarreada a lo largo de doscientas millas con el fin de fustigar los poblados de Pannoval quedaba así abandonada, y ahora sus disparos podían caer tanto sobre tropas leales como enemigas.
    Hubo salvajes escaramuzas. El viento sopló, las horas pasaron, murieron hombres, y yelks y biyelks resbalaron en su propia sangre. La carnicería fue en aumento. Por fin, una unidad de caballería de Sibornal consiguió abrirse paso en medio de la confusión y capturar el puente, partiendo en dos el ataque enemigo.
    Entre los sibornaleses que avanzaban en aquel momento se encontraban tres unidades nacionales: los poderosos uskuti, un contingente de Shivenink y una conocida división de infantería de Bribahr. Las tres unidades estaban reforzadas por phagors.
    El Arcipreste Militante Asperamanka cabalgaba entre los uskuti. El comandante supremo, de distinguida estampa, vestía uniforme azul de cuero con cuello ancho y cinturón, y sus pies calzaban botas de cuero negro de media caña. Asperamanka era alto y algo desgarbado, y se decía que cuando no impartía órdenes el tono con que hablaba podía ser suave e incluso socarrón. Era un hombre muy temido.
    Muchos lo consideraban feo. De hecho, su cabeza, grande y cuadrada, albergaba un rostro notablemente rectangular, como si sus padres no se hubieran puesto de acuerdo en cuanto a la geometría. Pero su aire distinguido provenía del eterno malhumor que parecía rondarle las cejas, el puente de la nariz y los párpados, tras los cuales se escudaba un par de ojos oscuros y siempre alerta. Como si de una especia se tratara, esta iracundia sazonaba todos sus comentarios. No faltaban quienes la confundían con la ira de Dios.
    Asperamanka cubría su cabeza con un amplio sombrero negro, por encima del cual flameaba la enseña de la Iglesia y de Dios Azoiáxico.
    Los de Shivenink y Bribahr cargaron contra el enemigo. Puesto que el día parecía decantarse en favor de Sibornal, el Arcipreste Militante llamó aparte a su comandante de campo uskuti.
    —Espera diez minutos antes de unirte a ellos —le dijo.
    El comandante de campo protestó con impaciencia, pero fue acallado.
    —Retén a tus hombres —ordenó Asperamanka. Luego señaló con su negro guante a la infantería bribahr, que avanzaba disparando a discreción—. Déjalos desangrarse un poco.
    Bribahr empezaba a rivalizar con Uskutoshk por la supremacía de las naciones del Norte. Su infantería libraba ahora un violento combate cuerpo a cuerpo. Sus bajas eran cuantiosas. Sin embargo, los uskuti resistieron.
    Le tocaba el turno al destacamento de Shivenink. Esta despoblada región tenía fama de ser la más apacible de las naciones septentrionales. Aunque era la sede de la Gran Rueda de Kharnabhar, un lugar sagrado, atesoraba escasos méritos militares.
    Luterin Shokerandit comandaba un escuadrón mixto de caballería shivenink y tropas phagor. De noble presencia, solía destacar incluso entre algunas de las más llamativas figuras.
    Shokerandit tenía entonces trece años y tres tenners. Ya había pasado más de un año desde que se despidió en Kharnabhar de Insil, la muchacha a la que estaba prometido, para cumplir con sus deberes militares en Askitosh. El entrenamiento militar le había ayudado a eliminar el exceso de peso que aún conservaba de su período de postración. Ahora era tan delgado como esbelto, y en sus movimientos se percibía una mezcla de pavoneo y disculpa. Ambos elementos, afines a su forma de ser, eran paradigmáticos de una inseguridad que creía disimular.
    Algunos insinuaban que si el joven Shokerandit era alférez teniente, se debía a que su padre era el Guardián de la Rueda. Incluso su amigo Umat Esikananzi, otro alférez, había especulado en voz alta sobre el comportamiento de Luterin en combate. Había algo en las maneras del joven —tal vez consecuencia del eclipse en que se había sumido tras la muerte de su hermano— que podían distanciarlo de sus amigos. De todos modos, montado sobre su yelk, Luterin era la viva imagen de la seguridad.
    Su cabello había crecido. Tenía ahora el rostro más alargado y aguileño y sus ojos eran claros. Montaba su yelk a medio esquilar más como un hombre de campo que como un soldado. A medida que incitaba a sus hombres al combate, la excitación tensaba sus rasgos y lo convertía en un líder a quien se podía seguir.
    Al dirigir su montura hacia el puente en disputa, Luterin pasó lo bastante cerca de Asperamanka como para oír sus palabras:
    —Déjalos desangrarse un poco.
    Su sibilino contenido lo aguijoneó aún más que el clamor de la corneta. Espoleó al yelk para abrirse paso entre el tropel y, levantando el puño enguantado, gritó:
    —¡A la carga!
    Él mismo se puso a la cabeza del escuadrón. En el níveo pabellón ondeaba el gran símbolo sagrado de la Rueda, cuyos círculos internos y externos estaban conectados por ondulados rayos. Desplegado sobre sus cabezas, el pabellón los acompañó en su veloz acometida.
    Más tarde, ya finalizada la lucha, esta carga del escuadrón de Luterin Shokerandit merecería el reconocimiento general. Por ahora, sin embargo, la batalla seguía sin tener un claro vencedor. Pasó un día y el fragor no amainaba. La artillería pannovalesa logró organizarse finalmente y co-menzó a hostigar sin pausa la retaguardia de las fuerzas de Sibornal, causando importantes destrozos y bajas. El fuego frenaba el avance de los cañones sibornaleses. Un nuevo artillero caería víctima de la peste, y luego otro.
    Mientras los colonos de Isturiacha disparaban contra los atacantes, sus esposas e hijas, tan recias corno cualquier hombre, habían desmontado un granero para aprovechar la madera.
    Cuando Batalix volvió a aparecer, ya habían construido dos sólidas plataformas que fueron tendidas sobre el río. Un esperanzado clamor surgió de las gargantas sibornalesas. Con atronador estrépito, los yelks acorazados de la caballería norteña cruzaron los improvisados pontones y cayeron sobre las filas pannovalesas. Las busconas que una hora antes se habían sentido seguras en aquel bando fueron exterminadas en plena huida.
    Los hombres del Norte se desplegaron por la llanura, ensanchando su formación durante el avance, jalonado por montículos de muertos y moribundos.
    Al ponerse Batalix el resultado de la contienda aún era incierto. Como Freyr estaba bajo el horizonte, siguieron tres horas de oscuridad y la soldadesca, tumbándose allí donde se encontraba a pesar de los intentos de los oficiales de ambos bandos para que continuase la lucha, se puso a dormir, a veces a una distancia no mayor de una pedrada de las filas enemigas.
    Aquí y allá ardían antorchas en el territorio en disputa, y sus chispas se perdían en la noche. Muchos de los heridos dejaron en libertad al espíritu. Al pasar, el viento helado les iba arrancando el último aliento. Nondads surgidos de sus madrigueras se hacían con las vestimentas de los muertos. Los roedores merodeaban entre la carne abierta mientras algunos escarabajos arrastraban trozos de intestino hasta el nido para regalar a sus larvas con un inesperado banquete. El sol local volvió a asomar. Se podía ver ahora a las mujeres y los ordenanzas repartiendo comida y bebida entre los soldados, a los que iban animando al pasar. No sólo los heridos tenían la tez pálida. Conversaban en voz baja. Todos sabían que aquel día sería el decisivo. Únicamente los phagors se mantenían aparte, rascándose, los ojos rojizos clavados en el sol naciente; para ellos no había ni esperanza ni turbación.
    Un nauseabundo olor se cernía sobre el campo de batalla. Las botas de las nuevas avanzadas chapoteaban en una suciedad inaudita en su intento de sacar ventaja de cada vado, montéenlo o arbusto. Volvió a oírse el siseo de las cuchillas. Con fatiga, la lucha, desprovista del ímpetu del día anterior, se reanudó. Allí donde se había vertido sangre humana la tierra estaba roja, dorada si se trataba de phagors.
    Aquel día tendrían lugar tres enfrentamientos decisivos. El ataque contra las defensas de Isturiacha no había cedido y los invasores pannovaleses, fuertemente pertrechados en una cuarta parte del asentamiento, se defendían a su vez de la réplica de los colonos y del asedio de un destacamento de Loraj. Por otra parte, una maniobra envolvente de las fuerzas uskuti, deseosas de reparar de algún modo el retraso del día anterior, cubrió la parte sur del puente, enfrentando a tropas de ambos ejércitos. Largas líneas ondulantes de soldados empujaban o retrocedían antes de enzarzarse en el cuerpo a cuerpo. En tercer lugar, prolongadas y desesperadas escaramuzas se sucedían en la retaguardia campannlatiana, junto a los carromatos de vituallas, y eran nuevamente los hombres de Luterin quienes marcaban aquí el compás. En el contingente de Shokerandit, phagors y humanos marchaban codo con codo. Tanto stalluns como gillotas, estas últimas preñadas de sus crías, luchaban —y morían— por igual.
    Luterin estaba cubriendo de honor el buen nombre de la familia. Era como si el vértigo del combate actuase en él como un escudo protector que lo llenaba de arrojo. Quienes luchaban a su lado, incluidos sus amigos, contagiados por el hechizo de su intrepidez, sacaban fuerzas de flaqueza. Embistieron contra los pannovaleses sin temor ni piedad y éstos, desbordados, opusieron en primera instancia una feroz resistencia para terminar huyendo a campo traviesa. A pie o a caballo, los de Shivenink los persiguieron, despedazándolos en plena carrera hasta que sus brazos, empapados en sangre hasta el hombro, se hartaron de dar mandobles.
    Aquí se inició la desbandada del Continente Salvaje.
    Antes de que las propias fuerzas pannovalesas empezaran a retirarse, los dubitativos aliados de Pannoval ya habían emprendido el seguro camino de vuelta a casa. El batallón de Borldoran tuvo la desgracia de toparse con Shokerandit y fue atacado. Su comandante, Bandal Eith Lahl, instigó valientemente a sus hombres a la lucha. Los borldoranos siguieron sus órdenes y se parapetaron tras los carromatos, lo que dio lugar a un nutrido intercambio de disparos.
    Los atacantes incendiaron los carros y muchos borldoranos sucumbieron. De pronto, durante un alto el fuego, llegaron a oídos de los contendientes los ruidos de otros enfrentamientos. Entonces, sucesivos golpes de viento barrieron el humo que cubría la escena. Luterin Shokerandit supo aprovechar el momento y se abalanzó con sus hombres contra las posiciones enemigas. Umat Esikananzi estaba junto a él.
    En su agreste tierra natal, Luterin solía cazar en absoluta soledad, olvidado del mundo. La profunda empatía entre cazador y presa le era familiar desde muy pequeño, y tenía plena certeza del instante en que su mente se confundía con la del ciervo o con la de la cabra montes de afilados cuernos, las piezas más preciadas.
    Conocía el momento triunfal en que la flecha volaba directa al blanco y, una vez muerta la presa, esa mezcla de regocijo y culpa que, con la contundencia del orgasmo, lastimaba el corazón del cazador.
    ¡Pero cuánto mayor resultaba esta perversa victoria si la presa era humana! Tras salvar una barricada de cadáveres, Luterin se encontró frente a frente con Bandal Eith Lahl. Sus miradas confluyeron. ¡Ah, esa sensación de identidad! Luterin disparó primero. El jefe borldorano elevó los brazos y dejó caer el arma. Enseguida, doblándose hacia adelante, intentó contener sus tripas evisceradas. Pero ya estaba muerto.
    Al morir su comandante, la oposición de los borldoranos cesó. Además de hacerse con un importante botín, Luterin tomó prisionera a la joven esposa de Lahl. Umat y otros camaradas se acercaron a él para abrazarlo y celebrar el triunfo antes de dedicarse al pillaje.
    Los suministros incautados, gran parte de los cuales consistía en forraje para las bestias, aliviarían el regreso de estos hombres a sus lejanos hogares en la Cadena de Shivenink.
    Por doquier, la derrota caía sobre las tropas del Sur. Muchos habían seguido luchando a pesar de estar heridos y no dejaron de hacerlo una vez perdida toda esperanza. No era el temple lo que les había fallado sino el favor de sus incontables dioses.
    Pero tras la derrota se barruntaba una historia plagada de largos períodos de inestabilidad. Durante el lento deterioro climático, al endurecerse las condiciones de vida, la inquietud se iba adueñando de la Tierra de los Mil Cultos, y las distintas creencias se enfrentaban entre sí.
    Tan sólo el fanático grupo de los Apropiadores contaba con suficiente poder como para mantener el orden en la ciudad de Pannoval. Esta rígida hermandad de hombres, que habitaba en lo más recóndito de los montes Quzint, continuaba venerando al antiguo dios Akhanaba.
    Los Apropiadores y su estricta disciplina habían cobrado inmenso prestigio a través de los siglos. Por eso, su presencia en el campo de batalla podría haber revertido la derrota. Sin embargo, en los tiempos difíciles que corrían, las Formaciones de Hierro consideraban más conveniente mantenerse cerca de casa. Al final de aquel siniestro día, el viento continuaba so-plando, las piezas de artillería no habían callado y aún se libraban combates. Puñados de desertores enfilaban hacia el sur, en dirección al santuario de los Quzint. Algunos de ellos eran campesinos que jamás habían empuñado un arma antes. Pero las fuerzas sibornalesas estaban demasiado cansadas para ir en pos de los vencidos. En cambio, encendieron hogueras y se sumieron en una confusa modorra de sueños de combate.
    La noche se pobló de gritos aislados y del crujido de los carros que se alejaban hacia posiciones más seguras. No obstante, nuevos peligros y aflicciones aguardaban a quienes marchaban en retirada hacia la lejana Pannoval.
    Sumidos en sus propios asuntos, los seres humanos sólo podían contemplar aquella planicie como una arena en la que habían guerreado. No eran capaces de vislumbrar en aquel lugar la compleja e intrincada red de fuerzas que movían los lentos y continuos mecanismos del cambio, cuya forma presente era apenas una más de una olvidada serie de planicies que se extendían hacia el pasado remoto. Unas seiscientas especies de hierbas y pastos alfombraban las llanuras del norte de Pannoval, y su crecimiento o su mengua estaban indisolublemente ligados a los dictados del clima, del mismo modo que el destino de tal o cual cadena animal dependía directamente de la clase de hierba que se imponía a las demás.
    El alto contenido en silicona de los pastos exigía dientes fuertes y bien esmaltados. A pesar de lo yerma que podía aparecer la planicie a una mirada humana poco atenta, las semillas de la hierba albergaban importantes cantidades de nutrientes, tantas como para alimentar a numerosos roedores y otros mamíferos pequeños. A su vez, estos mamíferos constituían la dieta de depredadores mayores. La cúspide de esta cadena alimenticia la ocupaba una criatura cuya capacidad omnívora le había permitido antaño gobernar el planeta. Los phagors lo comían todo, ya fuera hierba o carne.
    Ahora que el clima comenzaba a serles más propicio, algunos phagors libres empezaban a desplazarse hacia tierras más bajas. Al este del continente ecuatorial se alzaba el macizo del Alto Nyktryhk. El Nyktryhk era mucho más que una barrera entre las llanuras del centro y los horizontes del mar de Ardent: su serie de mesetas, cada una más elevada que la anterior como peldaños de una gigantesca escalinata, sus complejas jerarquías de desfiladeros y montañas, constituían en sí mismas un mundo. La foresta se convertía en una tundra de altura, y ésta en áridos cañones desollados por glaciares. A nueve millas sobre el nivel del mar, una imponente meseta coronaba el conjunto como la tapa de un cráneo bien avenido con la estratosfera.
    Los ancipitales que habían pasado los largos siglos de verano en las altas estepas, al amparo de las agresiones humanas, descendían ahora hacia laderas más generosas a medida que la furia del inminente invierno iba invadiendo sus refugios. Un número creciente de phagors se concentraba en los laberintos que horadaban el pie del Nyktryhk.
    Varias comunidades de phagors ya se aventuraban por territorios frecuentados por hombres.
    Protegidos por las sombras, una compañía de phagors, stalluns, gillotas y sus crías, dieciséis en total, se internó en el área de batalla. Iban montados en kaidaws color bermellón, con los pequeños firmemente sujetos a sus padres y medio disimulados entre la pelambre. Los adultos portaban lanzas en sus primitivas manos. Algunos de los stalluns llevaban zarzas enredadas en los cuernos. Sobre sus cabezas, unas oropéndolas expectantes surcaban el gélido aire nocturno.
    Este grupo de merodeadores sería el primero en aventurarse entre las agotadas filas de soldados. Pronto lo seguirían otros.
    Uno de los carromatos que penetraba la oscuridad en dirección a Pannoval se había atascado. Su conductor había tratado de atravesar un uct, una ondulante franja de vegetación que cruzaba la llanura de este a oeste. A pesar de haber perdido gran parte de su esplendor estival, el uct seguía siendo una empalizada considerable y numerosos tallos jóvenes quedaron enganchados entre ambos ejes.
    El conductor se puso de pie y comenzó a proferir insultos, agitando los brazos para arrear al tiro de hoxneys.
    Dentro del carromato iban once soldados rasos, seis de los cuales estaban heridos, un cabo de cuadras y dos recias jóvenes que cumplían funciones de cocineras o de lo que se cuadrase. Un esclavo phagor, desastado y encadenado, cerraba la marcha a pie. Tan vencidos por la fatiga y las enfermedades estaban todos ellos que pronto cayeron dormidos unos encima de otros, tanto sobre el carro como a sus flancos. Los tristes hoxneys quedaron inmóviles entre las varas del carro.
    La compañía de phagors con sus kaidaws surgió de la noche, avanzando en fila india a lo largo del margen irregular del uct. Al llegar al carromato, se concentraron. Las oropéndolas bajaron a tierra, juntándose con delicados saltos y emitiendo profundos sonidos guturales, a la espera de los acontecimientos.
    Y los acontecimientos se sucedieron repentinamente. Guando el apretado montón de humanos pudo reaccionar, las imponentes siluetas ya estaban encima. Algunos phagors habían desmontado, otros lanzaron sus armas desde lo alto de sus monturas.
    —¡Ayuda! —pudo chillar una de las fulanas antes de recibir un terrible golpe en la garganta. Dos hombres que yacían bajo el carromato e intentaron huir al despertar fueron rápidamente ejecutados por la espalda. También el desastado esclavo phagor, que pidió clemencia en ancipital nativo, fue liquidado sin más ceremonia. Uno de !os heridos llegó a disparar su pistola antes de morir.
    Los jinetes recogieron una olla de metal y una saca de raciones del carromato, y engancharon los hoxneys a la recua. Uno de ellos le dio una dentellada en la garganta al cabo de cuadras, que seguía con vida. Después, los phagors espolearon a sus enormes bestias hacia la amplitud de la llanura.
    A pesar de que muchos habían oído el disparo y los gritos, nadie vendría en ayuda del grupo del carromato. Antes bien, lo que harían sería agradecer a la divinidad que se terciase la suerte de no haber sido las víctimas, para luego volver a sumirse en el fantasmagórico sueño del combate.
    Con las primeras y débiles luces de la mañana, al encender los cocineros las fogatas y ser descubiertos los cuerpos, la cosa cambiaría radicalmente. Hubo lamentos y pesar. Y aunque los merodeadores ya se encontraban muy lejos, la garganta desgarrada del cabo de cuadras hablaba por sí sola. La noticia comenzó a circular por el campo de batalla. Una vez más se hacía presente la vieja imagen del miedo: la de astados phagors montados en sus también astados kaidaws. No cabía duda: junto con el invierno, regresaban las viejas leyendas de terror.
    Otra figura terrorífica, igual de antigua y quizás aún más temida, flotaba en el ambiente. Ésta, sin embargo, no había abandonado el campo de batalla. Al contrario: parecía fortalecerse en aquel triste escenario, como sí la pólvora y los excrementos fueran su néctar. Las víctimas de la Muerte Gorda ya empezaban a mostrar sus horripilantes síntomas. La peste había vuelto, y apoyaba sus febriles labios en los labios de las heridas de guerra.
    Pero aquél era el amanecer de un día victorioso.




    II
    UNA SILENCIOSA
    PRESENCIA


    La sensación de victoria se mezclaba en la mente de Luterin Shokerandit con muchas otras emociones. Un orgullo similar a una impetuosa fanfarria bullía en su interior cada vez que constataba que ya era un hombre, un héroe, y que su coraje había quedado demostrado pira todos menos para él. Sentía también la excitación de tener en sus manos a una hermosa e indefensa mujer. Y aun así no lograba acallar del todo el inquieto torrente de sus pensamientos, un rumor tan familiar que ya formaba parte de su persona. El torrente le hablaba una y otra vez de la cuestión del deber hacia sus padres, de las obligaciones y restricciones caseras, de la pérdida del hermano —dolorosamente pendiente de explicación—, del año de postración y enfermedad. Dudas que, en breve, ni siquiera el sabor de la victoria lograría aliviar com-pletamente. Éste era el universo de percepciones de Luterin a k edad de trece años. El joven llevaba consigo una incertidumbre que el aroma y la voz de Toress Lahl podían tanto calmar como acentuar. Y puesto que no tenía nadie en quien confiar, Luterin optaba por esconderlo todo y actuar como si no existiese en su interior la más mínima sombra de inquietud.
    De ahí que se sintiera feliz de poder entrar nuevamente en acción no bien despuntó el alba. Había descubierto que el peligro era un sedante eficaz.
    —Un último asalto —dijo el Arcipreste Militante Asperamanka—, y el día será nuestro. —Su rostro airado se desplazó en medio de otros mil rostros adustos y de labios prietos que se preparaban para regresar al combate.
    Empezaron a sonar voces de mando y órdenes. Se reagrupó a los phagors y los yelks abrevaron. Los hombres escupían antes de subir nuevamente a sus sillares de montar. Clareaba. El amanecer de Batalix iluminó la planicie y la máquina del sufrimiento humano se puso otra vez en marcha. El ascenso de la debilitada estrella mayor era, en cambio, bastante más pausado: Freyr jamás se alejaba demasiado del horizonte.
    —¡Adelante! —La caballería, seguida de los infantes, avanzó a paso de hombre. Ya silbaban las balas. Algunos tambalearon y cayeron.
    El ataque sibornalés duró poco más de una hora. Con la moral destrozada, una tras otra fueron retrocediendo las unidades de Pannoval. Cuando la fuerza de Shivenink que comandaba Luterin Shokerandit quiso lanzarse en su persecución, el alto mando la retuvo; no convenía a los intereses de Asperamanka que el joven teniente se cubriera aún más de gloria. El ejército del Norte se retiró a la ribera septentrional del río. En unos graneros de Isturiacha se había levantado una enfermería de campaña y allí trasladaron a los heridos, y los pusieron con delicadeza sobre montones de paja, donde siguieron desangrándose.
    Cuando el enemigo se hubo retirado del llano pudo evaluarse más claramente el coste de la batalla. Desparramados por su última orilla como si de un gigantesco naufragio se tratase, pálidos cadáveres regaban el terreno. Aquí y allá ardían carromatos volcados, y el humo trazaba delgadas pinceladas sobre la inmundicia.
    Algunas figuras se movían entre los muertos. Por ejemplo, la de un irreconocible oficial pannovalés que, como los perros, olisqueaba un cadáver. Luego, tras tironear de la guerrera hasta arrancarle una manga, hincó sus dientes en el brazo inerte. Comía entrecortadamente, con expresión desencajada, levantando la cabeza tras cada mordisco en actitud vigilante.
    Ni siquiera dejó de masticar y recelar cuando se le acercó un fusilero. Este apuntó su arma y le disparó casi a quemarropa. El oficial de artillería fue despedido hacia atrás, hasta yacer inmóvil con los brazos abiertos. Junto con otros compañeros, el fusilero recorría lentamente el campo de batalla, liquidando a los devoradores de cadáveres. Se trataba de infelices que habían contraído la Muerte Gorda y que, enceguecidos por la bulimia, se abalanzaban sobre la carne muerta como si fuera un festín. Había apestados en ambos bandos.
    En su retirada, el desarticulado ejército de Pannoval había dejado atrás a una cuadrilla de mazoneros.
    Aunque ya no había victoria que celebrar, estos albañiles tenían que ejercer su oficio. Si al llegar a Pannoval los comandantes derrotados podían adjudicarse el triunfo, aquí, en los confines de su territorio, la mentira necesitaba de un soporte de piedra.
    Como no había canteras en la zona, los mazoneros echaron mano de un ruinoso monumento cercano. Una vez demolido, transportaron bloque por bloque hasta las proximidades del puente que cruzaba el turbulento río.
    Eran hombres orgullosos de su oficio. Con experto cuidado, volvieron a erigir el monumento en su nuevo emplazamiento. El maestro de obras talló en la base el nombre del lugar y la fecha, y en letras más adornadas, el nombre del viejo Mariscal en Jefe.
    Luego se apartaron un poco y admiraron satisfechos la formación de piedra antes de regresar a su carromato. A ninguno de los que habían llevado a cabo este piadoso acto se le ocurrió pensar que para ello habían tenido que demoler un monumento que conmemoraba una batalla similar celebrada eones atrás en aquel mismo sitio.
    Mientras tanto, los soberbios sibornaleses observaban la retirada enemiga hacia el sur. No obstante, sus bajas habían sido cuantiosas y no tenía por ahora mayor leñado seguir descendiendo como se planeó en un principio. Además, según los propios colonos de Isturiacha, los asentamientos del sur habían sido arrasados.
    Quienes habían sobrevivido a la batalla se sintieron aliviados de haber superado el trance. Sin embargo, existía en ciertos sectores la sensación de que la lucha no había sido todo lo honrosa que se esperaba. Ni honrosa ni, quizás, útil, en comparación con los largos meses de preparación y entrenamiento que la habían precedido. ¿Qué la había motivado? ¿Un puñado de tierra que pronto sería cedido? ¿El honor?
    A fin de apaciguar esta inquietud, Asperamanka anunció que aquella misma noche celebrarían con un festín la victoria de Sibornal. Se carnearían algunos arangs recién llegados a Isturiacha y el resto de las vituallas procedería de los alimentos confiscados al enemigo. No habría, de este modo, necesidad de tocar las raciones de campaña, indispensables para el viaje de regreso.
    Los preparativos para el festejo se iniciaron a pesar de que, a escasa distancia, aún se estaba enterrando a los muertos en suelo consagrado. Las tumbas, abiertas al ancho cielo, ocupaban un valle extenso y llano hasta donde llegaba una mezcla de aromas culinarios que ya flotaba sobre los cadáveres.
    En contraste con la actividad de los colonos, los soldados gozaban del descanso. Desparramados entre ellos, sus phagors descansaban también. Había llegado el momento de entregarse al sueño reparador. De curar las heridas. De remendar uniformes, botas, arneses. Pronto habría que reemprender la marcha. No podían permanecer en Isturiacha. No había suficientes reservas para alimentar a un ejército ocioso.
    Hacia el final de la jornada, el aroma de carne asada y humo de leña se había impuesto al penetrante hedor del llano ensangrentado. Se elevaron himnos de agradecimiento al Dios Azoiáxico. Algo en la voz de los hombres, la sinceridad que destilaban tal vez, hizo asomar lágrimas en los rostros de algunas de las colonas, cuyas vidas estaban a salvo gracias a quienes cantaban ahora esos himnos. ¿Qué les hubiera esperado de vencer Pannoval? El cautiverio o la violación.
    Los niños que durante el peligro habían sido encerrados en la iglesia de la Paz Formidable fueron liberados, y ahora animaban la velada con sus gritos de júbilo. Deambulaban entre la tropa, riendo entre dientes de los intentos de los hombres por emborracharse con la floja cerveza de Isturiacha.
    El festín se inició de acuerdo con los presagios, mientras la tenue luz iba envolviendo el mundo. Pronto no quedaron de los arangs asados más que las huecas jaulas de sus costillares. Otra victoria memorable había tenido lugar.
    Más tarde, tres solemnes ancianos del consejo local se acercaron reverentes al Arcipreste Militante. Puesto que las castas altas de Sibornal desaprobaban el contacto físico con otras personas, los ancianos evitaron tocarlo durante el saludo.
    Tras agradecer a Asperamanka por haber defendido a Isturiacha, el mayor de ellos expresó formalmente:
    —Reverenciado sire, como es notorio, somos ahora el último y más meridional de los asentamientos de Sibornal. Antiguamente, los asentamientos cubrían/llegando mucho más al sur de Campannlat, incluso hasta Roonsmoor. Todos ellos han sido diezmados por los naturales del Continente Salvaje. Antes de que tu ejército deba/se retire a nuestro continente nativo, te rogamos en nombre de todos en Isturiacha que dejes aquí una fuerte guarnición, a fin de que pudiéramos/evitable no sufrir la misma suerte que nuestros vecinos.
    El cabello de los ancianos era escaso y cano. Sus narices brillaban a la luz de las lámparas de aceite. Hablaban en alto dialecto, lastrado de tiempos escurridizos, gerundios, futuros compulsivos y subjuntivos de evasión, y el Arcipreste Militante les respondió en términos similares, aunque sin mirar directamente hacia ellos.
    —Honorables caballeros, dudo de que pudierais/poder/ser capaces de alimentar las bocas de más que me pedís. A pesar de que estamos en el estío del pequeño año, y de que el clima es benigno, vuestras cosechas, corno he comprobado, son pobres y vuestro ganado está famélico.
    El tenso nubarrón que campeaba en el entrecejo de Asperamanka se había oscurecido mientras éste hablaba.
    Los ancianos se miraron. Luego, dijeron los tres a la vez:
    —El poder de Pannoval caerá otra vez sobre nosotros.
    —Nosotros rezamos/rezando cada día para que vuelva el buen tiempo.
    —Sin una guarnición nosotros inevitable/vamos/muriendo.
    Quizás haya sido el uso del arcaico futuro fatalista lo que hizo a Asperamanka fruncir aún más el ceño. Su rostro rectangular pareció estrecharse. Mantenía la vista clavada en la mesa y los labios sellados, y asentía levemente como si estuviera cerrando un taimado pacto consigo mismo.
    El teniente Luterin Shokerandit estaba sentado en los sitios de honor junto a Asperamanka, que así lo había dispuesto con el fin de cubrirse tal vez de parte de la gloria del joven oficial. El Arcipreste Militante se volvió hacia Shokerandit y le preguntó:
    —Luterin, ¿qué respuesta te dignarías/dando a la petición de estos ancianos, en alto dialecto o en lo que fuese?
    Shokerandit era consciente del riesgo que corría.
    —Puesto que la petición no proviene de tres gargantas, sire, sino de las de todo Isturiacha, no me creo capaz de dar con la respuesta adecuada. Sólo tu experiencia, sire, puede hacerlo.
    El sacerdote-soldado elevó su mirada hacia las vigas y las largas sombras del techo y se rascó el mentón.
    —Sí, podría decirse que la decisión es mía, en nombre de la Oligarquía. Por otra parte, podría decirse que Dios ya ha decidido. El Azoiáxico me dice que ya no podemos mantener este asentamiento, ni los que se encuentran más al norte. —Sire...
    Al dirigirse a los ancianos, una espesa ceja triangular estiró el rostro rectangular de Asperamanka.
    —Las cosechas menguan año tras año a pesar de los rezos y oraciones. Esto nadie puede negarlo. En otro tiempo, en los asentamientos del sur se cultivaban vides. Ahora, a duras penas podéis cosechar cebada y patatas mohosas. Isturiacha era nuestro orgullo; hoy es nuestro punto débil. Será mejor abandonar el asentamiento. De aquí a dos días, cuando el ejército se retire, todos deberán haberlo evacuado. No existe otro modo de evitar el hambre o la anexión a Pannoval.
    Dos de los ancianos tuvieron que sostener al tercero. Una oleada de consternación se extendió sobre quienes habían podido seguir la conversación. Una mujer corrió hacia el Arcipreste Militante y se aferró a sus botas manchadas de lodo. Gritaba que había nacido en Isturiacha, y también sus hermanas; que no podían pensar en abandonar su hogar.
    Asperamanka se puso de pie y dio algunos golpes de atención sobre la mesa. Se hizo el silencio.
    —Que esto quede claro para todos. Recordad que mi rango me permite, no, me obliga a hablar tanto en nombre de la Iglesia como del Estado. No hemos de hacemos falsas ilusiones. Somos un pueblo práctico y sé que terminaréis por aceptarlo. Nuestro Señor, el que existió antes de la vida y en torno al cual gira toda vida, ha dispuesto para nuestra generación un camino pedregoso. Que así sea. Alegrémonos de poder recorrerlo, pues ésa es su voluntad.
    »Los valerosos soldados que esta noche festejan junto a vosotros, estos bravos representantes de todas nuestras ilustres naciones, han de emprender el camino del norte casi de inmediato. Si el ejército no se pusiera en movimiento, la falta de forraje acabaría con él. Y si permaneciese aquí, en Isturiacha, os arrastraría rápidamente a la hambruna. Como granjeros, debéis comprender la situación. No se trata de nuestros designios sino de los de Dios y la naturaleza Nuestra intención original era la de seguir presionando hasta conquistar Pannoval, así nos lo había encomendado el Oligarca En cambio, nos vemos obligados a regresar a casa Dentro de dos días, m uno más ni uno menos.
    Uno de los ancianos preguntó —¿Por qué este repentino cambio de planes, Sacerdote Militante, cuando tuya era la victoria?
    Una sonrisa horizontal se abrió paso en el rostro rectangular de Asperamanka Alrededor, unos rostros grasientos aguardaban sus palabras, que su sabio instinto de predicador aconsejó retener todavía un poco.
    —Sí, nuestra fue la victoria, y por ella agradecemos al Azoiáxico, pero no así el futuro La historia se opone a nosotros Los asentamientos del sur, con cuyo apoyo y abastecimiento contábamos, fueron barridos por un enemigo salvaje El clima se deteriora más aprisa de lo que suponíamos , basta observar cuan poco se eleva Freyr últimamente Mi conclusión es que Pannoval, ese agujero pagano, está demasiado lejos para intentar una victoria y lo bastante cerca como para sufrir una derrota De continuar allí, ninguno de nosotros podría regresar aquí.
    »La Muerte Gorda avanza desde el sur Ya la tenemos entre nosotros. No hay guerrero, por valiente que sea, que no le tema Nadie está dispuesto a luchar con semejante compañero a su lado.
    »De modo que nos inclinamos humildemente ante la naturaleza y regresamos a casa a informar de nuestra victoria al Oligarca en Askitosh Nos marcharemos, como he dicho antes, dentro de cincuenta horas Contáis con ese tiempo, colonos, empleadlo bien Una vez transcu-rrido, aquellos de vosotros que hayáis decidido volver a Sibornal con vuestras familias seréis bienvenidos y gozaréis de la protección del ejército.
    »Quienes prefieran permanecer en Isturiacha, pueden hacerlo y morir aquí Sibornal no regresará hasta aquí No puede hacerlo Así que, sea cual sea vuestra decisión, tenéis cincuenta horas para tomarla. Dios os bendiga a todos.

    Unos dos mil colonos, entre hombres, mujeres y niños, vivían en el asentamiento, y la mayoría de ellos había nacido allí No conocían otra vida que la del duro campo y, en el caso de los hombres más privilegiados, la de la caza Los espantaba la idea de tener que abandonar sus hogares, temían el largo viaje a través de las estepas hasta Sibornal, recelaban incluso de cómo serían recibidos en la frontera.
    De todos modos, cuando los ancianos plantearon la cuestión durante una reunión en la iglesia, la mayor parte de ellos decidió marchar. De año pequeño en año, el clima venía deteriorándose, con mínimas variaciones, hacía ya más tiempo del que muchos podían recordar Cada año las comunicaciones con la patria septentrional se volvían más frágiles, y más cercanas las amenazas del Sur.
    El campamento se cubrió de lágrimas y lamentaciones Todo había acabado Debían abandonar aquello por lo que habían luchado.
    En cuanto salió Batalix, los esclavos corrieron al campo a recoger todo cuanto pudieran aprovechar de las cosechas, mientras en las casas se empacaban los enseres de valor Hubo alguna riña entre los que pretendían seguir al ejército y un pequeño grupo dispuesto a quedarse a toda costa, según estos últimos, los cultivos debían permanecer intactos.
    Tres clases de esclavos habían sido enviados a cosechar el campo Estaban los phagors, desastados, que eran medio esclavos, medio bestias de carga, luego, los esclavos humanos, por último, los esclavos de origen no humano, que solían ser Madis o, mas raramente, Driats. Tanto unos como otros, ya fueran machos o hembras, humanos o no humanos, eran considerados personas sin honra. Eran muertos sociales.
    Tener esclavos era signo de jerarquía, cuantos más esclavos, más jerarquía. Los numerosos sibornaleses que no los poseían miraban con envidia a sus compatriotas más afortunados, y soñaban con tener algún día al menos un phagor. En épocas más benignas, los esclavos de las ciudades de Sibornal habían gozado de cierta ociosidad, como si de animales domésticos se tratara; en los asentamientos, sin embargo, esclavos y colonos sudaban codo con codo. Con el endurecimiento de los tiempos, la actitud de los amos fue cambiando y, salvo en contadas ocasiones, los esclavos pasaron a ser mera fuerza de trabajo. En cuanto a los del asentamiento, no bien habían vuelto del campo ya estaban construyendo carretas y ocupándose de tareas insólitas para ellos.
    Cuando se hubo agotado el plazo estipulado por el Arcipreste Militante, sonaron toques de clarín y se pidió a la gente que se reagrupase fuera del perímetro del asentamiento.
    Los intendentes del ejército sibornalés habían dispuesto cocinas de campaña desde donde comenzaban a repartir el pan recién horneado para el largo trayecto de vuelta. Tras una conferencia, los comandantes anunciaron que aquellos colonos que acompañasen al ejército de-bían liquidar a sus esclavos o liberarlos, para así reducir el número de bocas que alimentar. Esta orden no incluía a los ancipitales, que podían servir como bestias de carga y se agenciaban su propio sustento.
    —¡Piedad! —gritaban esclavos y amos. Los phagors permanecieron inmóviles.
    —Acabemos con los phagors —dijeron algunos hombres con amargura.
    Otros, recordando la historia antigua, repusieron:
    —En el pasado ellos fueron nuestros amos...
    Pero los colonos estaban sometidos ahora a la ley marcial. Las protestas no sirvieron de nada. Sin sus esclavos, muchos propietarios serían incapaces de llevar consigo todos sus bienes. No obstante, los esclavos ya no contaban. Su utilidad había expirado.
    Más de mil esclavos serían masacrados en un viejo cauce seco del río, a escasa distancia de Isturiacha. Sus cuerpos fueron enterrados sin oficio alguno por los phagors, mientras bandadas enteras de pájaros carroñeros, posados en las vallas cercanas, esperaban su oportunidad. El viento volvió a soplar como antes.
    Un terrible silencio sucedió al griterío.
    Asperamanka, de pie, observaba la ceremonia. Una de las colonas pasó llorando junto a él. Compadecido, posó su mano sobre el hombro de la mujer.
    —Bendita seas, hija mía. No te aflijas.
    Ella lo miró sin ira pero con el rostro excavado por las lágrimas.
    —Yo quería a mi esclavo Yuli. ¿Acaso no es humano afligirse?
    A pesar del edicto, numerosos esclavos salvaron sus vidas, sobre todo aquellos que cumplían funciones sexuales. Se les cambió de aspecto y así, disimulados, se integraron a las familias para el viaje. Por su parte, Luterin Shokerandit perdonó a su cautiva, agenciándole unos pantalones y un gorro de piel como disfraz. Sin mediar palabra, la joven disimuló su largo cabello castaño en el interior del gorro y fue a situarse junto al yelk de Luterin, riendas en mano.
    Comenzaron a formarse las columnas, preparadas para marchar.
    Mientras se cargaban carros más allá de su capacidad y se acomodaba a los heridos, seis rebaños de arangs aprovecharon la confusión para huir y, escalando los muros, se alejaron pradera abajo con sus perros. Habían ganado el derecho a una vida libre y salvaje.
    Asperamanka, solo junto a su yelk negro, estaba sumido en sus oscuros pensamientos. Luego, mandó llamar a Luterin Shokerandit.
    La inquietud de Luterin traslucía cierta inmadurez.
    —¿Tienes un par de hombres de confianza con buenas monturas, teniente? ¿Dos hombres capaces de viajar de prisa? Quisiera que las noticias de nuestra victoria llegasen al Oligarca lo antes posible. Antes de que se entere por otras fuentes. —Podría encontrarlos, sí. Los de Kharnabhar somos magníficos jinetes.
    Como si la idea lo fastidiase, Asperamanka arrugó el ceño. Luego extrajo una cartera de cuero, que sostuvo bajo uno de sus brazos.
    —Tus dos hombres de confianza deben llevar este mensaje hasta la ciudad fronteriza de Koriantura. Desde allí, un agente mío lo entregará al Oligarca en persona. La responsabilidad de tus hombres acaba en Koriantura, ¿entendido? Avísame cuando estén listos.
    —Así lo haré, sire.
    Una mano enguantada de azul puso la cartera en manos de Shokerandit. Estaba sellada con el emblema del Arcipreste Militante e iba dirigida al Supremo Oligarca de Sibornal, Torkekanzlag II, en Askitosh, Ciudad Capital de Uskutoshk.
    Shokerandit escogió a dos jóvenes de su confianza, a los que conocía bien y que en Shivenink eran como hermanos. Éstos dejaron a sus camaradas y a sus guerreros phagor y montaron a pelo en dos yelks, sin más equipaje que una saca de provisiones y agua. En menos de una hora ya habían partido a campo traviesa, cabalgando hacia el norte con el mensaje para el temido Oligarca.
    Pero el Oligarca de Sibornal, señor de su vasto y desolado continente, tenía espías por todas partes. Y uno de ellos, un hombre situado en el entorno del Arcipreste Militante Asperamanka, ya había salido en la misma dirección con anterioridad portando noticias del enfrentamiento, dado el interés particular que tenía el Oligarca en conocer la evolución de la peste hacia el norte.
    Había llegado el momento de la despedida. La travesía de regreso a Sibornal se inició en un desorden considerable. Todas las unidades se pusieron en marcha con sus carromatos, sus animales de refresco, sus phagors y su armamento, y el estrépito se adueñó del llano. El ejército desandaba el camino por el que pocos días atrás había llegado. En cuanto a los colonos que dejaban Isturiacha, muchos de ellos por primera vez en su vida, avanzaban en caótica procesión, cargados de niños y de los bártulos que no cabían en sus atiborrados carros.
    Con lágrimas en los ojos se despedían de aquellos que habían tomado la decisión de quedarse. Las siluetas de estos exiliados se recortaban rígidas contra los muros del asentamiento, con sus brazos levantados a modo de saludo. Atesoraban dentro de ellos la conciencia de haber escogido el papel más honroso, de ser capaces de desafiar su destino; pero eran también conscientes de que los elementos se pondrían cada vez más contra ellos. En adelante no contarían con ninguna otra defensa que la misericordia del Azoiáxico y su propia habilidad para sortear las dificultades.
    Luterin Shokerandit ocupaba la cabecera de la milicia de Shivenink, sabedor de que su estatura había cambiado desde que había recorrido esta misma senda por última vez. Ahora era un héroe. Su cautiva, Toress Lahl, disfrazada bajo el gorro y los pantalones de montar, iba a la grupa de su yelk, cogida de su cinto. Todavía ardía la muerte del esposo en el interior de la joven; por tanto, cabalgaba en silencio.
    A Toress Lahl, ensimismada en su dolor, el yelk no parecía inquietarla. Aunque dócil, el aspecto de la bestia era feroz. Unos cuernos rizados emergían de sus crines hirsutas, y sus ojos, escudados bajo gruesos párpados, le otorgaban una expresión vigilante. Quizá, como sugería su pesado labio inferior colgante, albergara un profundo desprecio por la parte de historia humana que le había tocado presenciar.
    El asentamiento, a la cola de la procesión, fue disminuyendo de tamaño. Enseguida se sucedieron, en agotadora serie, varios valles similares. Al soplar, el viento extraía susurros de la hierba.
    La procesión quedó sumida en el silencio. Uno de los ancianos que había escogido abandonar Isturiacha, un hombre locuaz y amante de escuchar el sonido de su voz, espoleó a su animal hasta alcanzar a Shokerandit y sus lugartenientes e intentó pasar el resto de la jornada a su lado. Shokerandit no estaba precisamente hablador. Pensaba en el futuro inmediato y en el largo viaje de regreso a la casa paterna.
    —Supongo que sería el Supremo Oligarca quien ordenó que Isturiacha fuera abandonada —aventuró el hombre.
    Como no obtuvo respuesta, volvió a intentarlo.
    —Dicen que el Oligarca es un gran déspota y que gobierna con dureza en todo Sibornal.
    —Más duro será el invierno —rió uno de los lugartenientes.
    Transcurrida una milla, el anciano dijo en tono confidencial:
    —Imagino que vosotros, los jóvenes, no estaréis totalmente de acuerdo con Asperamanka... Imagino que en su lugar habríais dejado una guarnición en el poblado para defendernos.
    —No estaba en mí tomar esa decisión —respondió Shokerandit.
    El anciano asintió, sonriente. Pocos dientes le quedaban en la boca.
    —Ah, pero yo vi la expresión de tu rostro cuando él anunció su intención y me dije, de hecho, se lo dije a los demás, dije: «He aquí un joven con algo de compasión dentro de él: un santo», y...
    —Vete, anciano. Ahorra tu aliento, lo necesitarás para el trayecto.
    —Pero, clausurar un estupendo asentamiento, así, de pronto... En los viejos tiempos, solíamos enviar nuestros sobrantes de alimentos a Uskutoshk. Y sin embargo van y lo clausuran... Uno hubiera imaginado que el Oligarca nos estaría agradecido. De hecho, somos todos sibornaleses, ¿verdad? Es un hecho incontestable.
    Puesto que Shokerandit no aprovechaba la oportunidad que le había dado para contestar este argumento, el anciano se enjugó la boca con el dorso de la mano y continuó: —¿Tú crees que he hecho bien en marchar, joven señor? Después de todo, se trataba de mi hogar. Quizá debimos quedarnos. Quizás otro de esos ejércitos del Oligarca, uno con mejor disposición hacia sus compatriotas, se desplazará hasta aquí en un año o dos... En fin, sólo puedo añadir que éste es para nosotros un día amargo.
    Ya guiaba a su bestia en dirección a los suyos y estaba a punto de retirarse cuando Shokerandit extendió repentinamente el brazo y lo asió del cuello del abrigo, casi derribándolo de su silla.
    —¡Qué poco sabes del mundo si ésa es toda la claridad de que eres capaz! Lo que yo opine del Sacerdote Militante no tiene importancia. Su conclusión ha sido la única posible. Trata de razonarla por ti mismo en lugar de ir por ahí lamentándote. Mira cuántos somos. En poco tiempo nos habremos extendido de un horizonte al otro. Hombres, animales, bocas que alimentar... El clima, cada vez más austero... Piénsalo por ti mismo, anciano.
    Luterin señaló la multitud que avanzaba, señaló las espaldas grises, negras y rojizas de los soldados, cada uno con sus tres días de ración de galleta dura y sus municiones a cuestas, cada espalda inclinada hacia el sur y el pálido sol.
    La multitud, cada vez más dispersa a lo ancho para dejar espacio a los rechinantes carromatos, producía al moverse un sordo y sepulcral sonido que le era devuelto por las colinas bajas.
    Entre los jinetes había numerosas figuras que se desplazaban a pie, a menudo cogidas de los arreos de las sillas de montar. Algunos carros cargaban con montañas de equipo y enseres, otros llevaban heridos cuyos quejidos aumentaban con cada sacudón de la estructura. Porteadores phagor marchaban, con la espalda encorvada y la mirada baja, tras sus amos; las unidades de ancipitales de combate, algo apartadas, avanzaban con su extraño y desarticulado paso.
    Esa noche, el alto resultó un tanto confuso. No todas las órdenes impartidas a gritos y los toques de corneta sirvieron para reorganizar el caos. Muchas unidades se establecieron donde pudieron, levantando o no sus tiendas e impidiendo que otras unidades encontrasen un sitio adecuado para acampar. Los animales necesitaban forraje y agua. Para ello, unos cuantos carros tuvieron que aventurarse en las sombras en busca de arroyos de montaña. Fue una noche breve y plagada de murmullos humanos y del inquieto rumor de las bestias.
    Desaparecieron las nubes. El frío aumentó.
    El contingente de Shivenink formó un estrecho grupo. Jóvenes en su gran mayoría, los hombres se arracimaron en torno a Luterin Shokerandit, dispuestos a pasar la noche bebiendo. El licor que llevaban consigo se llamaba yadahl y era un fermento de algas de color rojo rubí. Con ese licor brindarían por la reciente victoria, por el heroísmo de Luterin y porque estaban en las llanuras y no en las familiares montañas de su tierra, y por el sencillo placer de estar vivos... y por todo aquello que pudieran imaginar. Poco después cantaban, despreocupados de los gritos de sus soñolientos vecinos.
    Pero el yadahl no despertó en Luterin el deseo de cantar. Apartándose de sus camaradas de Kharnabhar, dejó que su pensamiento fluyera hacía su bella cautiva. A pesar de que había estado casada, a pesar de la firmeza de su carácter, dudaba de que fuese mayor que él: las mujeres del Continente Salvaje se casaban muy jóvenes.
    Comprendió que la deseaba. Sin embargo, sus padres habían dispuesto para él un casamiento en Kharnabhar. Pero, ¿qué tenía que ver aquello con lo que hiciera aquí, en las inhóspitas estepas de Chalce? Tantos escrúpulos acabarían por convertirlo en el hazmerreír de sus amigos.
    Recordó la víspera de la partida del ejército sibornalés en el pueblo fronterizo de Koriantura. Él y sus hombres estaban de permiso. A pesar de los esfuerzos de su amigo Umat por lograr que se uniese a la juerga, Luterin había preferido vagar solo, como un tonto. En lugar de emborracharse en los burdeles con sus camaradas de armas, había recorrido las solitarias calles empedradas sin rumbo fijo hasta entrar en la tienda de un deuteroscopista, en la manzana contigua a un viejo teatro.
    El deuteroscopista le había enseñado muchas curiosidades, incluido un objeto pequeño semejante a un brazalete que —aseguraba— procedía de otro mundo, y un frasco en el que se enroscaba una tenía de dos metros de largo que el hombre había extraído de las entrañas de una dama de alcurnia (por medio de una flauta de plata que estaba dispuesto a vender a buen precio).
    —¿Tengo el valor necesario para el combate? —preguntó Luterin.
    Antes de responder, el viejo adivino se sumió en el estudio del cráneo del joven con sus calibres e instrumentos de medir.
    —Eres, joven señor, un santo o un pecador —dijo por fin.
    —No era ésa mi pregunta. Mi pregunta es: ¿soy un héroe o un cobarde?
    —Sigue siendo la misma. Hace falta valor para ser un santo.
    —¿Y para ser un pecador? —Luterin pensaba en su negativa a unirse a sus compañeros.
    La vieja cabeza cubierta de pelo asintió varias veces.
    —También. Todo requiere su valor. Hasta esa lombriz necesitó el suyo. ¿Te gustaría pasar el resto de tus días en las entrañas de otro ser? ¿Aunque fueran las entrañas de una hermosa dama? Si te dijera que te espera un futuro semejante, ¿te alegrarías?
    Exasperado por las vueltas y dilaciones del viejo, Luterin exclamó:
    —¿Quieres responder a mi pregunta?
    —Tú mismo la responderás muy pronto. Sólo diré que tu coraje será grande...
    —¿Pero?
    La sonrisa del adivino pedía misericordia. —Está en tu naturaleza, joven caballero. Te sentirás santo y pecador al mismo tiempo. Serás un héroe y sin embargo veo que te comportarás como un granuja.
    Había recordado esta conversación, y también la tenia, durante todo el camino hasta Isturiacha. Ahora que ya era un héroe, ¿se atrevería a convertirse en un granuja?
    Estaba sentado allí, bebiendo en silencio, cuando Umat Esikananzi lo cogió de la bota y, de un tirón, lo acercó un poco más al fogón.
    —No estés triste, viejo amigo. Seguimos con vida, hemos jugado a ser héroes, sobre todo tú, y pronto estaremos de vuelta en casa.
    Umat tenía, como su padre, una cara grande como un pastel, pero ahora estaba radiante.
    —El mundo es un sitio horrendo y vacío. Por eso cantamos; para llenarlo de ruido. Pero veo que tienes otras cosas en qué pensar.
    —Umat, aunque tienes la voz más melodiosa que he oído, incluyendo la de un buitre, creo que me iré a dormir.
    Umat esgrimió un dedo admonitorio.
    —Ahá, lo que me temía. ¡Es debido a tu bella cautiva! Dale su merecido de mi parte. Te prometo que no le diré nada a Insil.
    Luterin le dio un golpe amistoso en la barbilla.
    —Nunca sabré por qué le ha tocado en desgracia a Insil un hermano como tú.
    —Es una chica, Insil —dijo Umat después de apurar un nuevo trago de yadahl—. Pensándolo bien, supongo que me lo agradecerá si te arrastro de la oreja y te inicio un poco en el asunto.
    El grupo entero se partió de risa.
    Shokerandit se puso en píe como pudo y les dio las buenas noches. No sin esfuerzo logró llegar hasta su petate, junto a uno de los carros. A pesar de las estrellas que poblaban el cielo, reinaba la oscuridad. La aurora, tan frecuente en Kharnabhar, no existía en esas latitudes.
    Abrazado a su cantimplora, tropezó contra el bulto de su yelk, que estaba amarrado al suelo mediante un aro que le perforaba la oreja izquierda. Arrodillándose, se acercó, a gatas, hasta donde se encontraba la mujer.
    Toress Lahl yacía hecha un ovillo, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Lo miró acercarse en silencio, mientras la oscuridad acentuaba la palidez de su rostro. En sus ojos se reflejaba con todo detalle el titilar de las estrellas que poblaban el cielo.
    Él la cogió del brazo y empujó la cantimplora hacia su boca.
    —Bebe un poco de yadhal.
    Ella, sin decir palabra, rechazó el ofrecimiento con un breve y decidido movimiento de su cabeza.
    Después de abofetearla, Luterin aplastó la botella de cuero contra la boca de la joven. —He dicho que bebas esto, perra. Verás cómo te anima. De nuevo el movimiento de rechazo. Esta vez Luterin le torció el brazo hasta hacerla gritar de dolor. Entonces ella le quitó la cantimplora y echó un trago de aquel fuerte licor.
    —Te hará bien. Bebe más.
    Pero ella tosió y escupió parte de lo que había bebido, y algunas gotas alcanzaron, brillantes, la mejilla de Luterin. Él la besó en los labios, forzándola.
    —Ten piedad, te lo ruego. No eres un bárbaro. —Su sibish era correcto, aunque tenía un fuerte acento que no desagradó del todo a Luterin.
    —Eres mi prisionera, mujer. Olvida las pretensiones. Quienquiera que seas, ahora eres mía, eres parte de mi victoria. Hasta el Arcipreste haría contigo lo mismo que yo, si estuviera en mi lugar...
    Shokerandit echó un buen trago de yadhal y, con un suspiro, se tumbó pesadamente junto a ella, que, tensa, guardó silencio; luego, al comprobar la inercia del joven, habló. Cuando no gritaba, Toress Lahl tenía en la voz una profunda calidad líquida, como si al fondo de su gar-ganta corriese un arroyuelo. —El viejo que se te acercó esta tarde —dijo— se veía a sí mismo camino de la esclavitud, al igual que yo. ¿A qué te referías cuando le dijiste que tu Arcipreste había tomado la única decisión posible?
    Shokerandit permaneció echado, luchando con su propia borrachera, luchando con la pregunta, luchando contra el impulso de golpear a la muchacha por intentar cambiar de manera tan ostentosa el curso de su deseo. De ese preñado silencio pareció nacer en él una certeza más oscura que su intención de violarla, la certeza de un destino inmutable. Bebió más alcohol pero la certeza creció. Entonces rodó hasta quedar encima de la cautiva, quizá para imponerle al menos sus palabras.
    —¿Decisión, dices, mujer? El único capaz de decidir es el Azoiáxico, o en todo caso el Oligarca, y no un excéntrico santón que estaría dispuesto a sangrar a sus hombres con tal de lograr su propósito.
    Luterin señaló a sus camaradas, que seguían divirtiéndose alrededor de la fogata.
    —¿Ves a aquellos bufones? Vienen, como yo, de Shivenink, casi al otro lado del globo. A partir de la frontera de Uskutoshk aún faltan otros trescientos veinte kilómetros. Con todo nuestro equipo a cuestas y la necesidad de conseguirnos comida como sea, no podemos cubrir más de dieciséis kilómetros diarios. ¿Con qué crees que nos llenamos el estómago en esta época, señora mía?
    Luterin la sacudió hasta hacerle castañetear los dientes, y ella, aferrándose a él, le dijo aterrada:
    —Pero os lo llenáis, ¿verdad? Vuestros carros van cargados de suministros y vuestros animales pueden pastar, ¿verdad?
    Shokerandit rió.
    —Así que nos lo llenamos, ¿no? ¿Con qué, exactamente? ¿Cuánta gente dirías que hemos desparramado por estos llanos? La respuesta se acerca a unos diez mil, entre humanos y no-humanos, más algo así como siete mil yelks, incluida la caballería. Cada uno de estos hombres consume dos libras de pan diarias y una libra extra de otras provisiones, contando por supuesto su ración de yadhal. Haz la suma: todo eso suma unas trece toneladas y media al día.
    »A los hombres se les puede reducir la ración. Nuestro estómago es pequeño. Pero las bestias enferman si no se las alimenta. Un yelk consume veinte libras diarias de forraje que, multiplicadas por siete mil cabezas, se convierten en sesenta y dos toneladas aproximadamente. En total, se habrían de transportar o procurar como sea unas setenta y cinco toneladas, y sólo podemos acarrear nueve...
    Enmudeció un instante, corno queriendo transformar mentalmente ese panorama en cifras.—¿De dónde sacar lo que falta? Del camino, claro. Podríamos requisar los poblados que fuéramos encontrando... pero no hay poblados en Chalce. Nos queda la tierra. El pan, por ejemplo... Se necesitan veinticuatro onzas de harina para hornear una pieza de dos libras. De modo que cada día hemos de procurarnos unas seis toneladas y media de harina.
    »Pero esto no es nada comparado con lo que comen los animales. Para alimentar a cincuenta yelks y hoxneys hace falta todo un acre de pastos verdes...
    Toress Lahl sollozaba. Shokerandit se irguió sobre un codo y paseó la vista por el campamento mientras hablaba. Aquí y allá, pequeñas chispas rasgaban la oscuridad hasta que los cuerpos invisibles que se movían por la extensa superficie las ocultaban momentáneamente. Algunos hombres cantaban; otros, al borde de la degradación, se comunicaban con los muertos.
    —Supón que tardamos veinte días en llegar a Koriantura, en la frontera: nuestras bestias habrán consumido dos mil ochocientos acres de pasto. Tu finado esposo haría cálculos parecidos, ¿no es cierto?
    »A medida que un ejército avanza, la búsqueda de comida se le hace más trabajosa que la propia marcha. Tenemos que moler nuestro grano, pero en estas regiones apenas si hay pastos salvajes y shoatapraxis. Tenemos que recorrer la zona en busca de leña para nuestros hornos. Además, los hornos han de montarse. Tenemos que apacentar y dar de beber a los yelks... ¿Comprendes ahora por qué tuvimos que abandonar Isturiacha? Tenemos la historia en contra.
    —Bien, pues a mí no me importa —dijo ella—, ¿Por qué me cuentas todo lo que comen las bestias? ¿Acaso soy un animal? Podéis moriros de hambre, todos vosotros, por lo que me concierne. Os habéis embriagado con sangre y ahora lo hacéis con yadhal.
    —No creían —siguió Luterin en voz baja— que fuera lo bastante bueno para el combate, así que en Koriantura me pusieron a cargo del forraje. ¡Vaya insulto para el hijo de un Guardián de la Rueda! Puede que tuviera que aprenderme esas cifras, mujer, pero algo obtuve de ellas. Comprendí su verdadero significado. Año a año se acorta la época del cultivo, al paso de un día al principio y otro al final. Este verano ha sido decepcionante para los granjeros. La hambruna invade el istmo de Chalce. Ya verás. Todo esto lo sabe Asperamanka. Piensa lo que quieras de él, pero no es ningún tonto. Al partir, éramos once mil hombres. Ésta ha sido la última expedición de semejante magnitud.
    —Eso significa que mi continente estará por fin a salvo de vuestra odiosa injerencia sibish.
    Luterin volvió a reír.
    —La paz tiene un precio. Un ejército que avanza es como una plaga de langostas, y las langostas se mueren si no encuentran comida en su camino. Aquel asentamiento pronto quedará aislado. Está condenado.
    »El mundo se vuelve cada vez más hostil, mujer. Y nosotros gastamos los escasos recursos que nos quedan...
    Luterin se estiró junto al cuerpo rígido de la joven, con la cabeza hundida entre los brazos. A punto de sucumbir al sueño y la bebida, se alzó una vez más para preguntarle cuántos años tenía. Ella se negó a contestar. Él le propinó un golpe en la cara. Entre sollozos, ella admitió tener trece años y un décimo. Es decir, dos décimos menos que él. —Joven para ser viuda —comentó Luterin con cierto deleite—. Y... no creas que te librarás tan fácilmente de mí mañana a la noche. Ya no soy el oficial a cargo del forraje. Mañana a la noche no habrá charla, mujer.
    Toress Lahl no respondió nada. Permaneció despierta, impasible, con la vista miserablemente clavada en las estrellas. A medida que el amanecer de Batalix se fue aproximando, algunas nubes velaron el cielo. Entonces pudo escuchar el quejido de los moribundos. Durante la noche, la plaga se había cobrado otras doce vidas.
    Pero por la mañana, los supervivientes se levantaron y se desperezaron como de costumbre. Animados, bromearon con sus camaradas mientras hacían cola delante de los carromatos del pan. Una pieza de dos libras para cada uno, recordó la muchacha con amargura.

    No había soldado en aquella larga caravana de regreso a casa que pudiera decir que se divertía. Sin embargo, es probable que todos intentasen disfrutar a su modo de la rutina de plantar y levantar campamento, de la camaradería, de la sensación de que ganaban terreno y de la circunstancia de estar en un sitio distinto cada día. El simple hecho de dejar atrás una fogata en cenizas y de encender otra nueva, la imagen de las llamas jóvenes alimentándose de ramas y hierba seca, bastaban para aliviar su fatiga.
    Estas actividades, y la alegría que generaban, eran tan antiguas como la humanidad. De hecho, algunas actividades eran aún más antiguas, puesto que la conciencia humana se había elevado, vacilante como las jóvenes llamas de las hogueras, sorteando los peligros de su primera gran peregrinación hacia oriente, cuando el hombre abandonó Hespagorat junto con la protección de la raza ancipital y su condición de animal doméstico.
    Y aunque el viento del norte, llegado de las regiones circumpolares de Sibornal, helase el aire, los soldados lo recibían con familiar simpatía, y se sentían a gusto pisando ese suelo. Los oficiales estaban menos animados que la tropa. A la soldadesca en general le bastaba con haber sobrevivido a la batalla y estar camino de casa, cualquiera que fuese la bienvenida que le aguardaba allí. Para quienes se dedicaban a pensar más seriamente, la cuestión se complicaba. Por un lado, el régimen de Sibornal se hacía cada vez más estricto de fronteras para adentro. Por el otro, ellos pertenecían a un ejército victorioso.
    De Asperamanka para abajo, la oficialidad no cesaba de hablar de victoria. Pero debido a la terrible enantiodromía que atenazaba el mundo, debido a la inevitable y constante conversión de cada cosa en su opuesto, el triunfo empezaba poco a poco a saber a derrota; una derrota de la que se retiraban con unas cuantas cicatrices, una lista de bajas y varias bocas más que alimentar.
    Además, para acentuar esta opresiva sensación de fracaso, la Muerte Gorda se había instalado entre ellos y los acompañaba a paso ligero.
    Durante la primavera del Gran Año fue la fiebre de los huesos la que acabó diezmando poblaciones enteras y redujo a los supervivientes a meros esqueletos ambulantes. En el otoño del Año sería la Muerte Gorda la encargada de volver a diezmar la población, aunque esta vez sus víctimas cobraron un nuevo aspecto, más compacto. Los hombres podían llegar a comprender todo esto y más, y lo aceptaban con fatalismo. Pero el solo sonido de la palabra «plaga» bastaba aún para encogerles el pecho. En momentos así, todos desconfiaban del vecino.
    Al cuarto día de marcha, las unidades más adelantadas toparon con uno de los dos mensajeros fletados por Shokerandit. Yacía boca abajo al fondo de una hondonada, con el tronco desgarrado como quien ha sido atacado por un animal salvaje.
    Los soldados formaron un gran círculo en torno al cadáver. No podían dejar de mirarlo. Al llegar Asperamanka, también él quedó absorto en la espeluznante escena. Luego le dijo a Shokerandit:
    —Esa silenciosa presencia viaja con nosotros. No hay duda de que son los phagors los que transmiten la peste, y así nos castiga el Azoiáxico por habernos asociado con ellos. No calmaremos su ira hasta haber matado a todos los phagors que marchan con nosotros.
    —¿Una nueva matanza? ¿No podríamos dejar que los ancipitales se perdieran en la espesura, Arcipreste?
    —¿Y permitir que se multipliquen y se hagan fuertes contra nosotros? Tú ocúpate de tus asuntos, mi joven héroe, que yo me ocuparé de los míos. —Varias arrugas surcaron con gravedad el alargado rostro del Arcipreste, que continuó:— Ahora es aún más necesario que nuestro mensaje llegue al Oligarca cuanto antes. Han de enviarnos algún tipo de asistencia. Quiero que seas tú el que se adelante a Koriantura y entregue personalmente mi mensaje para que desde allí sea transmitido al Oligarca. Que te acompañe alguien de confianza. ¿Lo harás?
    Luterin hundió la vista en el suelo como cuando estaba en presencia de su padre. Estaba acostumbrado a obedecer órdenes.
    —Me tendrás sobre la silla de montar en menos de una hora, señor.
    El enojo que siempre parecía anidar bajo las cejas de Asperamanka, encendiéndole los ojos, se hizo presente mientras miraba a su subordinado.
    —Piensa que podría estar salvando tu vida al encomendarte esta misión, alférez teniente Shokerandit. Por otra parte, quizá cabalgues y cabalgues para descubrir que la silenciosa presencia ya ha llegado a Koriantura.
    Y después de hacer la Señal de la Rueda sobre su frente con un dedo enguantado, dio media vuelta y se fue.


    III
    LA RESTRICCIÓN
    DE LAS PERSONAS EN
    SITUACIÓN DE RESIDENCIA


    Koriantura era una ciudad de gran riqueza y magnificencia. El suelo de sus palacios estaba pavimentado de oro y las cúpulas de sus casas de placer estaban recubiertas de porcelana.
    Su principal iglesia de la Paz Formidable ocupaba un lugar central frente a los desembarcaderos, a los que la ciudad debía gran parte de su opulencia. La exuberante y lujosa decoración del templo contrastaba con el espíritu austero del dios al que servía. —Nunca permitirían tanta belleza en Askitosh —se ufanaban sus fieles.
    Incluso en los barrios más pobres, desplegados al pie de las colinas, podía tropezar la mirada con algún interesante detalle arquitectónico. Esta afición ornamental que desafiaba la pobreza surgía de repente en un inesperado soportal, en un estrecho patio coronado por una fuente, en el vuelo de barrotes forjados de un balcón, toques capaces de dignificar incluso a los espíritus más vulgares.
    Indudablemente, se daba en Koriantura la misma división de opiniones y riqueza que en todas partes. Digno reflejo de ello era, por ejemplo, la distinta acogida de sus ciudadanos a la erupción de carteles con que las imprentas de la Oligarquía estaban inundando las poblaciones de Uskutoshk. En los barrios más pudientes, la última proclama podía provocar un «¡Oh, qué idea tan ingeniosa!», mientras que al otro lado de la ciudad se escuchaba por único comentario un «¡Eh, mira con lo que salen ahora estos chiflados!».
    La mayoría de las ciudades fronterizas suelen ser sitios desoladores, donde lo peor de una cultura se toca con lo más vil y despreciable de la vecina. Pero Koriantura era una excepción. A pesar de haberse llamado Utoshki en una fase temprana de su historia, nunca había sido del todo, como su antiguo nombre podía sugerir, una típica ciudad de Uskutoshk. Poblada en parte por exóticas gentes del este, venidas sobre todo del Alto Hazziz y de Kuj-Juvec, más allá del golfo de Chalce, poseía una exuberancia impensable en las restantes urbes de Sibornal. Esta energía latía en su arquitectura y en sus artes.
    «En Koriantura el pan es caro —rezaba un dicho—, porque las localidades de ópera son baratas.»
    Además, Koriantura estaba emplazada en una importante encrucijada. Por una parte apuntaba hacia el sur, hacia el Continente Salvaje, y —con guerra o sin ella— sus mercantes solían recalar con asiduidad en puertos pannovaleses como el de Dorrdal. Pero también se encontraba en el extremo opuesto de la concurrida ruta marítima que la unía a la lejana Shivenink y a esos inmensos graneros que eran Carcampan y Bribahr.
    Por fin, Koriantura era una ciudad muy antigua cuyos lazos con el pasado remoto no se habían roto. Todavía podían encontrarse en las tiendas de antigüedades de sus callejuelas documentos y libros que hablaban en lenguas olvidadas de costumbres y modos de vida perdidos. Cada callejón parecía conducir al pasado. Koriantura había podido evitar muchos de los desastres que afectan a las poblaciones fronterizas. A sus espaldas se levantaban los montes que anunciaban la larga cadena de sierras que a su vez formaban el rellano de las Montañas Circumpolares, donde la capa de hielo hincaba sus mil dientes con gélida furia. Al frente, se extendía por un lado el mar; por el otro, una profunda escarpa obligaba a aquellos que llegaban a la ciudad desde las yermas estepas de Chalce a escalarla. Nunca un ejército hostil de Campannlat que hubiera sobrevivido a la dura marcha a través de las estepas había podido superar esta barrera.
    Koriantura podía resistir fácilmente cualquier ataque menos el del inminente invierno.
    A pesar del numeroso personal militar que vivía en Koriantura, éste no había logrado convertirla en una ciudad-guarnición. Aquí prosperaban el comercio pacífico y las artes, a las que el comercio rendía tributo a regañadientes. Y ésta era una de las razones por las que vivía aquí la familia Odim.
    El establecimiento de los Odim se extendía a lo largo de uno de los embarcaderos del muelle de Climent. No muy lejos estaba la vivienda familiar, en un barrio ni muy elegante ni muy desharrapado. Al finalizar la jornada laboral, Eedap Mun Odim, principal sostén de la nutrida familia Odim, supervisó la salida de sus empleados, se aseguró de que los hornos estuvieran en orden y las ventanas bien cerradas y se retiró por una puerta lateral con su primera consorte.
    Besi Besamitikahl, la vivaz primera consorte, sostenía varios paquetes mientras Odim se demoraba en ponerle el cerrojo a la puerta de su local. Una vez satisfecha su labor, Odim se volvió hacia Besi y le sonrió con dulzura.
    —Ahora cada cual irá por su lado y nos veremos en casa.
    —Sí, mi señor.
    —Ve rápido e intenta evitar a los soldados.
    Ella partió hacia la esquina. Sólo tenía que girar y ya estaría en la calle de la Colina. Él, en cambio, iba a la iglesia local, en dirección opuesta.
    Eedap Mun Odim era de edad mediana y se conservaba en forma. Con la barba metida dentro de la chaqueta de ante, avanzó ampulosamente con esa especie de pavoneo que ni siquiera el viento conseguía moderar. Llegó a la iglesia a tiempo para el servicio, tal como hacía cada tarde después del trabajo. Allí, al igual que el resto de la congregación de buenos uskutis, postróse ante Dios Azoiáxico. Se trataba de un servicio bastante breve. Mientras tanto, Besi Besamitikahl había llegado a la casa de los Odim, donde llamó a la puerta para que el vigilante la dejase entrar.
    La casa de los Odim era la última de la calle que desembocaba en el muelle de Climent. Desde sus ventanas superiores se podía ver el puerto y, detrás, el mar de Pannoval. Prósperos mercaderes originarios de Kuj-Juvec habían construido la casa dos siglos atrás. Para evitar al máximo los elevados aranceles que en Koriantura gravaban el suelo, cada una de las cinco plantas de la casa era mayor que la inmediata inferior. Debajo del techo el espacio era amplio; esta planta ofrecía las mejores vistas. En cambio la planta baja era mínima y apenas había sitio para el recibidor y un hosco vigilante y su perro. Una estrecha escalinata caracoleaba edificio arriba. En las numerosas y mal ventiladas habitaciones del segundo, tercero y cuarto piso se alojaba la numerosa y afectada parentela de los Odim. La planta superior pertenecía a Odim, a su mujer y a sus hijos. Aunque había nacido en esta misma casa, Eedap Mun Odim era un típico kuj-juvecino. El origen de Besi era más difícil de establecer.
    Besi era huérfana y no recordaba nada de sus padres; corrían rumores de que era hija de una esclava de la lejana Dimariam. Había quien decía que esta esclava acompañaba a su amo en su peregrinación a la sagrada Kharnabhar cuando éste la abandonó en la calle al enterarse de que estaba embarazada. Ya fuera verdadera o falsa (solía comentar Besi alegremente), la historia tenía un retintín de verdad. Esas cosas ocurrían.
    La pequeña Besi se las ingenió para sobrevivir bailando en aquellas mismas calles en las que su madre había sido abandonada. Su arte para la danza llegó a oídos de un dignatario en camino a la corte del Oligarca en Askitosh. Tras sufrir una serie de vejaciones por parte de este hombre, Besi se escondió en una cuba vacía de aceite de morsa y logró huir de la casa en la que estaba encerrada con otras mujeres.
    Un sobrino de Eedap Mun Odim —y representante comercial suyo en Askitosh— la rescató de la cuba. El joven quedó tan prendado de ella, sobre todo cuando la vio bailar (era su arma infalible), que la tomó en matrimonio. Su dicha fue, sin embargo, breve. Cuatro décimos después de la boda, el sobrino cayó desde el desván de uno de los almacenes del tío y se rompió el cuello.
    Como huérfana, ex bailarina, esclava y, entre otras categorías dudosas, flamante viuda, Besi Besamitikahl no tenía cabida alguna en la respetable comunidad uskuti.
    Pero Odim era kuj-juvecino y, por si fuera poco, comerciante. Protegió a Besi, y no sólo de sus familiares políticos, hasta descubrir que la joven podía pensar además de desplegar sus talentos más obvios. Dado que seguía siendo hermosa, la adoptó como primera consorte.
    Besi se sintió agradecida. Engordó un poco, intentó parecer menos vaporosa y ayudó a Odim en sus asuntos; en poco tiempo supervisaba el complicado tráfico de pedidos y controlaba los desembarcos. Atrás habían quedado los días de la corte del Oligarca y el aceite de morsa.
    Tras intercambiar unas palabras con el vigilante, subió por la serpenteante escalera hasta su habitación.
    Se detuvo un instante en una de las cocinas de la segunda planta, donde una abuela y su sirvienta preparaban la cena. La anciana saludó a Besi y volvió a sumirse en la preparación de la masa para sus savrilas.
    Formas claras y de color miel brillaban a la luz de la lámpara: jarras y cuencos, platos, cucharas y coladores, polvorientos sacos de harina. Las viejas manos moteadas manipularon la superficie irregular de la masa hasta dejarla tan delgada como un barquillo. Reclinada contra una pared, la joven sirvienta miraba al vacío, jugando con su labio inferior. Sobre las brasas encendidas, el agua de un cacharro empezaba a silbar. Una pecubea cantaba en su jaula.
    No podía ser que Odim estuviera en lo cierto cuando decía que la vida cotidiana en Koriantura corría peligro, no mientras las manos sabias de la abuela continuasen produciendo esas perfectas medias lunas, cada una con su reborde de hoyuelos y su lazo de masa en un extremo. Aquellas pequeñas almohadas de placer eran el símbolo de una paz doméstica que sencillamente no podía desmoronarse. Odim se preocupaba demasiado. No sucedería nada.
    Además, Besi tenía esa noche otra persona en quien pensar aparte de Odim. Había un misterioso soldado en la casa; lo había descubierto por la mañana.
    Todas las habitaciones inferiores y menos espaciosas estaban ocupadas por los numerosos familiares de Odim. Eran tantos que formaban una especie de minicomunidad. Exceptuando a la abuela, Besi casi no tenía trato con ellos, y deploraba la manera en que se aprovechaban del buen talante de Odim. Así que recorrió aquellos enervantes aposentos con la nariz apuntando al techo en un ángulo tal que le impedía enterarse de lo que allí ocurría.
    Ganduleaban allí remotas mujeres Odim de avanzada edad, a las que la pereza había convertido en monstruos; mujeres Odim más jóvenes, cuyas fláccidas siluetas reflejaban el impacto de haber parido a multitudes de pequeños Odim; adolescentes muchachas Odim, con sus cuerpos cimbreantes envueltos en rancias nubes de perfume de zaldal, ajenas a todo menos a las alegrías y miserias de la vida entre cuatro paredes; y la multitud de pequeños Odim, todos ellos ataviados con sus túnicas claras de modo que cualquiera que pretendiese distinguir a los niños de las niñas se vería en dificultades, correteando, riñendo, reptando, chillando, mamando, enfer-mando, enfurruñándose o durmiendo.
    Los pocos hombres Odim que, dispersos aquí y allá como cojines, moraban en la casa, parecían apabullados por la enorme preponderancia femenina. Su dependencia de Eedap Mun Odim los castraba y, por más que se dejasen crecer la barba, fumasen olorosos veronikanes o vociferasen toda clase de órdenes, poco podían hacer para imponer las prerrogativas de su sexo. En todos y cada uno de los componentes de este complejo entramado de parientes y familiares políticos se repetían, cualquiera que fuese la generación a la que pertenecían, los mismos rasgos la piel cetrina, cierta apatía en la mirada, una papada abundante y la tendencia, si así puede cali-ficarse una avalancha, a la corpulencia, a la flatulencia y a la somnolencia Su parecido era tan grande que sólo el aborrecimiento podía inducir a Besi a hacer distingos entre un odioso Odim y otro.
    Sin embargo, existían entre los propios Odim claras distinciones A pesar de su excesivo número, todos se atenían a la exacta porción de habitación que les había tocado, incordiándose perezosamente en los rincones o reposando en parcelas de alfombra nítidamente delimitadas Estrechas sendas demarcaban el espacio en cada hacinada habitación, de manera que cualquier criatura que las traspasase e invadiese el territorio vecino, incluso si este pertenecía a la hermana de su madre, se exponía a recibir una contundente bofetada sin previo aviso. Por las noches, los hermanos dormían en perfecta y celosa privacidad, a medio metro de sus cuñadas Cintas, lazos, tapetes o telas que colgaban de líneas de cordel trazaban los límites de cada pequeña parcela de suelo. Se defendía el metro cuadrado de territorio con la misma ferocidad con la que normalmente se defienden los reinos.
    Besi presenciaba todo este tinglado con amargura Veía cómo los murales de las paredes iban sucumbiendo a manos de la vasta parentela de su señor la mera gordura de los Odim bastaba para empañar los delicados tonos del yeso Los murales mostraban tierras de abundancia, regidas por dos soles, donde jugueteaban los ciervos entre altos árboles verdes, y mujeres y hombres jóvenes, recostados en arbustos coronados de palomas, retozaban o tocaban sugestivamente sus flautas Estos idilios habían sido pintados dos siglos atrás, al construirse la casa Reflejaban un mundo perdido en el tiempo, el de los añorados valles de Kuj-Juvec en otoño.
    Tanto las pinturas corno su inminente destrucción acentuaban el descontento de Besi, pero lo que ella buscaba era un sitio en el que poder sustraerse a la atención de su señor y gozar de un poco de privacidad Al final de su desagradable recorrido oyó el portazo de la entrada principal y el agudo ladrido del perro del vigilante Corrió al hueco de la escalera y miró hacia abajo Su señor, Eedap Mun Odim, regresaba en aquel momento de la liturgia y subía el tramo inferior de la escalera Besi distinguió su sombrero de piel, su chaqueta de ante, el brillo de sus elegantes botas, detalles reducidos por la distancia que los separaba Pudo entrever su larga nariz, su larga barba Al contrario del resto de sus familiares, Eedap Mun Odim era un hombre delgado, enjuto, producto del trabajo y las preocupaciones económicas Los únicos placeres que se permitía eran los de alcoba, que, bien lo sabía Besi, apuntaba minuciosamente en una pequeña libreta como quien guarda un registro mercantil Sin saber qué hacer, Besi decidió quedarse donde estaba. Odim llegó hasta ella y la miró Luego asintió y esbozó una leve sonrisa.
    —No vengas esta noche —dijo al pasar— No te necesitaré.
    —Como tú lo dispongas —dijo ella, empleando una de sus frases hechas Sabía a qué se debía su preocupación Eedap Mun Odim era uno de los pilares del comercio de porcelanas, y el comercio de porcelanas atravesaba senas dificultades.
    Odim continuó su ascenso hasta el piso superior y cerró la puerta tras de sí Su esposa lo esperaba con la cena hecha y el aroma se esparció por toda la casa, alcanzando incluso aquellos rincones donde la comida era un bien más infrecuente.
    Besi permaneció en el rellano en penumbras, invadida por los olores del hacinamiento, oyendo a medias los ruidos que la rodeaban. También llegaba, de la calle, un sonido de botas militares eran soldados que marchaban por el muelle de Climent Los dedos de Besi, todavía del-gados, tocaron una callada melodía sobre la barandilla Así, oculta a los ocupantes de los pisos inferiores, de pie junto al ojo de la escalera, vio al anciano vigilante abandonar a hurtadillas su caseta y, mirando furtivamente a su alrededor, escurrirse por la puerta hacia afuera. Quizá sintiera curiosidad por ver qué hacían los soldados del Oligarca. Aunque Besi había podido granjearse su confianza desde el principio, sabía que el hombre nunca la dejaría salir sin el permiso de Odim.
    Un instante después, la puerta volvió a abrirse y por ella entró un hombre con uniforme militar y un grueso bigote que dividía su cara en dos limpias mitades. Este hombre era el secreto motivo por el cual Besi había inspeccionado antes sus dominios. Se trataba del capitán Fashnalgid, el nuevo inquilino de los Odim.
    El perro guardián salió de la caseta de su amo y empezó a ladrar. Pero Besi ya bajaba velozmente las escaleras, con la agilidad de una pequeña liebre regordeta que desciende por un abrupto acantilado.
    —¡Calla, calla! —ordenó.
    El perro se volvió hacia ella; sacudiendo las orejas negras, cargó alegremente hacia el pie de la escalinata. Sin abandonar la amenazante actitud de alerta, cubrió de saliva la mano de Besi con la enorme lengua.
    —Siéntate —dijo ella—. Buen chico.
    El capitán cruzó la sala y la tomó del brazo. Se miraron a los ojos, profundamente marrones los de ella, de un alarmante gris los de él. El capitán era un uskuti típico, alto y delgado, muy distinto de los prolíficos Odim. A causa de los movimientos de tropas, había sido encomendado el día anterior a Odim y éste, aunque a regañadientes, le había hecho sitio en la planta superior. Pero no bien se encontraron las miradas de Besi y el capitán, ella —que si había sobrevivido a una vida tan azarosa era en cierta medida gracias a su capacidad para dejarse impresionar— había quedado irremisiblemente enamorada de él.
    De pronto, a Besi se le ocurrió un plan.
    —Vayamos a dar un paseo afuera —le dijo—. El vigilante no está. Él la aferró aún más vigorosamente.
    —Afuera hace frío.
    Pero él sólo esperaba el ligero e imperioso movimiento de cabeza de Besi para dirigirse con ella hasta la puerta después de otear hacia arriba un instante por el oscuro hueco de la escalera. Odim, sin embargo, estaría encerrado en su habitación mientras alguna de sus mujeres desgranaba para él en la binaduria canciones de perdidas fortalezas kuj-juvecinas que hablaban de doncellas traicionadas y de guantes blancos que, una vez recogidos, eran conservados como tesoros sagrados.
    El capitán Fashnalgid apoyó su pesada bota en el pecho del can, que parecía absolutamente dispuesto a acompañarlos y abandonar su cautiverio, y deslizó a Besi Besamitikahl al mundo exterior. Era un hombre decidido y estaba en manos del amor. Cogiéndola del brazo con firmeza, la condujo a través del patio y del portón en el que ardía la lámpara de aceite.
    Como si formasen una única voluntad, se dirigieron hacia la derecha, en busca de la calle empedrada.
    —La iglesia —dijo ella. Fue todo lo que se dijeron, porque un viento frío, que traía el gélido aliento de los Montes Circumpolares, les fustigaba el rostro.
    Calle arriba se perdía, entre los dos riscos de piedra que formaban las casas, una sinuosa hilera de árboles cuyas hojas se sacudían a merced del viento. Un grupo de soldados, embozados y con las cabezas gachas, marchaban por la otra acera; el eco multiplicaba sus pasos. Un cielo de plomo caía como un sedimento sobre la tierra y lo teñía todo.
    En la iglesia ardían algunas lámparas y la congregación susurraba su canto de vísperas. Esta iglesia tenía una reputación ligeramente bohemia, y por eso Odim nunca la visitaba. En la parte externa de sus muros, filas de piedras de altura humana, más firmes que soldados, se alzaban en memoria de aquellos cuyos días bajo el cielo habían terminado. Los amantes furtivos se escabu-lleron entre los recordatorios y se refugiaron a la sombra de una pared. Besi rodeó con sus brazos el cuello del capitán.
    Después de decirse cosas con susurros y cuchicheos, él deslizó una mano bajo las pieles y el vestido de ella. Besi ahogó un grito: estaba más fría de lo esperado. Y cuando ella hizo lo propio, el capitán también reaccionó al frío contacto. Sus cuerpos, hechos de hielo y fuego, se fundían poco a poco entre sí. Besi comprobó con deleite que el capitán estaba disfrutando y que no parecía tener ningún tipo de prisa. Amar era tan fácil..., pensó ella, y le susurró al oído: —Es tan sencillo... —Por toda respuesta, él hundió la mano todavía un poco más.
    Cuando estuvieron unidos, el capitán la sostuvo firmemente contra el muro. Ella echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la piedra rugosa y murmuró su nombre, aprendido hacía apenas unas horas.
    Luego se reclinaron juntos en la pared y Fashnalgid dijo:
    —Ha estado muy bien. —Y enseguida:— ¿Eres feliz junto a tu amo?
    —¿Por qué me lo preguntas?
    —Algún día espero llegar a algo. Quizá pueda comprarte cuando la situación actual se haya solucionado.
    Sin decir palabra, ella se apretó contra él. La vida en el ejército no era un lecho de rosas y pasar a ser propiedad de un capitán significaba renunciar a gran parte de lo que había conseguido.
    El extrajo una petaca del bolsillo y echó un largo trago. El olorcillo del alcohol la hizo agradecer al cielo que Odim no bebiese. Los capitanes son todos bebedores...
    Fashnalgid suspiró. —No soy un gran partido, lo sé. El asunto, chica, es que me preocupa la misión que nos han encomendado. Esta vez me ha caído una buena, en este costroso regimiento. Creo que voy a enloquecer.
    —Tú no eres de Koriantura, ¿verdad?
    —Soy de Askitosh. Pero, ¿me estás escuchando?
    —Estoy helada. Será mejor regresar.
    De mala gana, el capitán accedió a su pedido, y desandaron el camino tomados del brazo; por un momento, ella se sintió una mujer libre.
    —¿Has oído hablar del Arcipreste Militante Asperamanka?
    El viento le rondaba la cabeza. Asintió brevemente. Después de todo, el capitán no era tan romántico como pensaba. Pero ella había ido no más de un décimo atrás a escuchar al sacerdote-militante durante un servicio al aire libre en una de las plazas de la ciudad. ¡Con qué elocuencia había hablado! Sus gestos eran agradables y ella había disfrutado observándolo. ¡Asperamanka! ¡Un regalo para la vista! Más tarde, Odim y ella lo habían visto cruzar la ciudad al frente de su ejército y salir por la Puerta del Este. Los cañones habían sacudido el suelo al pasar. Y todos aquellos jóvenes marchando...
    —Fue el Arcipreste Militante quien me tomó el juramento de lealtad a la Oligarquía cuando fui ascendido a capitán. Hace tiempo ya. —Fashnalgid se acarició el grueso mostacho:— Y ahora estoy en un verdadero aprieto. ¡Abro Hakmo Astab!
    Al oír este juramento, Besi sintió un profundo disgusto. Sólo alguien muy bajo y desesperado podía hablar así. Retirando bruscamente el brazo, Besi apresuró el paso calle abajo.
    —Este hombre acaba de vencer a las fuerzas de Pannoval: es una gran victoria para nosotros. Nos hemos enterado durante el rancho en Askitosh. Pero es un secreto. Los secretos... Sibornal vive de malditos secretos. ¿Por qué crees que lo harán?
    —¿Podrías darle algo al vigilante para que no le vaya a Odim con el cuento? —dijo ella, deteniéndose un momento al llegar al portal exterior. Habían pegado un nuevo cartel en el muro. En la oscuridad, Besi no pudo leer lo que decía; además, tampoco le apetecía.
    Mientras buscaba algo de dinero en su bolsillo, Fashnalgid dijo con su característico tono monocorde: —Me han destinado a Koriantura para que ayude a organizar la emboscada que se prepara contra el ejército de Asperamanka que regresa de Chalce. Tenemos órdenes de matar hasta el último hombre, Asperamanka incluido. ¿Qué te parece?
    —Suena espantoso —dijo Besi—. Será mejor que entre yo primero para evitar problemas.

    A la mañana siguiente, el viento había amainado y Koriantura amaneció envuelta en una suave bruma marrón atravesada intermitentemente por los destellos de ambos soles.
    Besi observaba la silueta delgada y enjuta de Odim mientras éste tomaba su desayuno. Debía esperar a que él terminase para poder empezar a comer. Aunque Odim callaba, ella sabía que en su ánimo, como casi siempre, se mezclaban el buen humor y la resignación. Incluso cuando hacía el recuento de los placeres que podía ofrecerle el capitán Fashnalgid, Besi no olvidaba que, a pesar de todo, quería a Odim.
    Corno si quisiese poner a prueba su humor, Odim permitió que subiera a hablar con él uno de sus parientes lejanos, un primo segundo que decía ser poeta.
    —He compuesto un nuevo poema, primo. Una Oda a la Historia —dijo el hombre, haciendo una reverencia. Luego se puso a recitar.

    Mí vida, ¿de quién es? ¿Pertenece
    la historia sólo a aquel
    que la ha forjado? ¿No puede mi mejor
    fantasía dársela a mi corazón
    para que éste la transforme, así
    como ella a mí me transforma?


    Y unos cuantos versos más por el estilo.
    —Muy bueno —dijo Odim, poniéndose de pie y limpiando sus barbados labios con una servilleta de seda—. Delicados sentimientos, y bien desarrollados. Ahora he de ir a mi oficina, si me lo permites..., refrescado, claro está, por tus ornamentales pensamientos. —Tu elogio me abruma —dijo el primo lejano, y se retiró.
    Odim bebió un nuevo sorbo de té. Jamás tocaba el alcohol.
    Llamó a Besi a su lado mientras un sirviente se acercaba para ayudarlo a ponerse el abrigo. Su descenso de la escalera, con la obediente Besi detrás, fue lento, obstaculizado por el meloso hostigamiento de la parentela, de aquellos Odim que graznaban como estorninos a cada peldaño, remugando sin mendigar del todo, dando codazos sin llegar a empujar, rozándolo sin golpear, dando voces que tampoco llegaban a gritos, alzando en brazos a unos pequeños Odim para que fuesen inspeccionados sin plantárselos del todo en plena cara, sacando todo el provecho posible de su diaria espiral escaleras abajo...
    —Tío, no sabes lo bien que le salen las matemáticas al pequeño Chufla...
    —Tío, estoy tan avergonzada que tendré que contarte una nueva infidelidad cuando estemos solos.
    —Tiíto querido, deja que te cuente mi terrible sueño de la criatura horrenda y brillante como un dragón que venía y nos devoraba a todos.
    —¿Te agrada mi vestido? ¿Quieres que baile para ti con él?
    —Perdona, pero ¿tienes alguna novedad de mis acreedores?
    —A pesar de tus órdenes, Kenigg me sigue pegando y me tira del pelo y no me deja en paz, tiíto. Por favor, déjame servirte y huir de él.
    —Olvidas a aquellos que te aman, querido Eedap. No me cansaré de pedírtelo: sálvanos de la pobreza.
    —Qué noble y elegante se te ve hoy, tío Eedap...
    El mercader no demostraba la menor impaciencia ante las súplicas de sus parientes ni el más mínimo placer ante sus cumplidos.
    Fue avanzando con lentitud a través de los matorrales de carne Odim, de la mezcla espesa de sudor y perfume, pronunciando una palabra aquí, otra allá, sonriendo, permitiéndose en una ocasión exprimir los pechos turgentes como mangos que le presentaba una joven sobrina nieta, llegando incluso a depositar una moneda de plata en una mano más extendida que las demás. Era como el considerarse —y de hecho era así como pensaba— que sólo con sufrimiento se podían superar las dificultades, y por tanto dispensaba el mínimo de favores posible sin por ello abandonar la cuota de humanidad que el respeto de sí mismo le exigía.
    Recién al salir, y después de que Besi cerrara la puerta, se permitió Odim expresar alguna emoción. Allí, pegados en los muros exteriores de la casa, había dos carteles. Con un gesto convulso, se estiró la barba.
    El primer cartel anunciaba que la PLAGA amenazaba las vidas de los ciudadanos de Uskutoshk. La PLAGA era especialmente endémica en los puertos y sobre todo en LA RENOMBRADA Y ANTIGUA CIUDAD DE KORIANTURA. Se avisaba a los ciudadanos que, de allí en adelante, quedaban prohibidas las reuniones públicas. La reunión de más de cuatro personas en un lugar público sería castigada con severidad.
    En breve se introducirían nuevas regulaciones tendientes a limitar el avance de LA MUERTE GORDA, POR ORDEN DEL OLIGARCA.
    Odim leyó el aviso dos veces de cabo a rabo y con suma atención. Luego se dispuso a leer el otro cartel.
    LA RESTRICCIÓN DE LAS PERSONAS EN SITUACIÓN DE RESIDENCIA. Tras una serie de cláusulas en lenguaje obscurantista, se leía en letras más destacadas:

    ESTAS LIMITACIONES incluyen casa, solares, alojamientos, habitaciones y demás viviendas, y se aplican particularmente a los hogares cuyo cabeza de familia no sea de sangre uskuti. Se ha observado que estas Personas son especialmente propensas a actuar como Transmisores de la Peste. Por ende, de ahora en adelante se limitará su número a Una Persona por cada Dos Metros Cuadrados de suelo. POR ORDEN DEL OLIGARCA.

    La medida no era del todo inesperada. Se pretendía con ella disgregar los barrios más bohemios de la ciudad, donde la Oligarquía no gozaba de especial simpatía. Los amigos de Odim en el consejo local le habían advertido de su inminencia.
    Una vez más, los uskuti hacían gala de sus prejuicios racistas, prejuicios que la Oligarquía, ni lerda ni perezosa, no dudaba en emplear a su favor. Hacía tiempo que no se permitía a los phagors ir sueltos por las calles sibornalesas.
    No importaban en absoluto los siglos que Odim y sus antepasados llevaban en la ciudad. La Restricción de las Personas en Situación de Residencia le impedía seguir protegiendo a su familia.
    Odim echó una rápida mirada en torno y arrancó el cartel, lo enrolló y se lo guardó bajo el abrigo de ante.
    Esta actitud alarmó a Besi casi tanto corno el juramento que el capitán había proferido la tarde anterior. Nunca antes había visto a Odim desobedecer la ley. Su inflexible observancia de las normas legales era proverbial. Besi abrió la boca, estupefacta.
    —Se acerca el invierno —fue todo lo que dijo Odim. En su expresión se barruntaba cierta amargura—. Cógete de mi brazo, muchacha —dijo con voz ronca—. Algo tendremos que hacer...
    La bruma había embellecido la zona del muelle. Un bosquecillo de mástiles oscilantes parecía flotar en el resplandor de color sepia. El mar estaba inmóvil. Hasta el golpeteo de los aparejos contra el mástil era más apagado que de costumbre.
    Odim no perdió el tiempo admirando el panorama y se dirigió a la pesada arcada sobre la que un cartel rezaba:
    ODIM FINAS PORCELANAS DE EXPORTACIÓN. Besi lo siguió a través del pasillo de reverentes oficinistas hasta su santuario privado. Odim se detuvo bruscamente.
    Su despacho había sido invadido. Un oficial del ejército se calentaba junto al fuego de lignito, hurgándose los dientes con un palillo. Cerca, dos soldados armados aguardaban con la típica expresión impasible del guardaespaldas.
    A modo de saludo, el oficial escupió el palillo y se llevó rígidamente las manos atrás. Era un hombre alto y vestía un abrigo de piel. Tenía el pelo entrecano y su boca irrumpía hacia afuera con contundencia, como si los dientes, dotados de honda marcialidad, estuviesen a punto de atravesar los labios y morder al primer civil.
    —¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Odim.
    Sin responder a la pregunta y con gran despliegue dental, el militar procedió a presentarse.
    —Soy el mayor Gardeterark, de la Primera Guardia del Oligarca. Célebres pero aborrecidos. Quiero de usted una lista de horarios de navegación de los barcos que a usted interesen. Hoy y la semana entrante. —Hablaba con voz profunda, dándole a cada sílaba el mismo énfasis, como si las palabras fuesen pasos de cuya firmeza dependiese una larga marcha.
    —Puedo hacerlo, cómo no. ¿Querrá sentarse y beber un té?
    Los dientes del mayor se proyectaron todavía un poco más.
    —Quiero esa lista, nada más.
    —Desde luego, señor. Por favor, póngase cómodo mientras le pido a mi encargado.
    —Estoy cómodo. No me retrase. Ya he esperado seis minutos a que usted llegara. La lista.
    A pesar de sus muchas desventajas, el continente norteño de Sibornal contaba con reservas de minerales y vetas de lignito sin parangón en el resto del planeta. También poseía una gran variedad de arcillas.
    En Koriantura ya se utilizaban vasos y copas de porcelana y cristal mientras los pequeños señores del Continente Salvaje todavía escanciaban su rathel en cuencos de madera. Ya en la primavera del Gran Año, las lejanas alfarerías de Carcampan y Uskutoshk producían sus por-celanas en hornos de lignito a temperaturas de aproximadamente 1.400°C. Con los siglos, estas lozas se convertirían en preciadas piezas de colección.
    Eedap Mun Odim no se dedicaba de lleno a la manufactura de porcelanas, aunque había en su establecimiento vanos hornos auxiliares. Su negocio era la exportación de porcelana fina. Exportaba la famosa porcelana de Koriantura a Shivenink y Bribahr y, sobre todo, a los puertos de Campannlat, donde, como descendiente de kuj-juvecinos, era mejor recibido que sus competidores sibornaleses. Las naves que transportaban su carga no le pertenecían. Odim obtenía sus ganancias del comercio empresarial, de las finanzas y los asuntos bancarios; llegaba a prestar dinero a interés incluso a sus rivales.
    La mayor parte de sus beneficios provenían del Continente Salvaje, de los puertos que jalonaban su franja costera septentrional, de Vaynnwosh, Dorrdal, Dowwel y de más lejos todavía, de Powachet y Popevin, donde no llegaban sus competidores. Y fue precisamente este elemento intrépido de su quehacer comercial el que hizo temblar levemente la mano de Odim al entregarle la lista del horario de tráfico marino al mayor. Sabía, sin necesidad de confirmación, que los nombres extranjeros no serían bien recibidos del todo por el hígado del soldado.
    La mirada del mayor, marrón y brumosa como la atmósfera de allí fuera, recorrió la página impresa.
    —Su comercio toca principalmente puertos foráneos —dijo por fin, con su voz correosa—. Son puertos seriamente atacados por la peste. Nuestro gran Oligarca, que el Azoiáxico lo guarde, está luchando para proteger a sus gentes de la plaga, cuyo foco está localizado en el Continente Salvaje. Quedan prohibidas las salidas a todos los puertos de Campannlat.
    —¿Prohibidas las salidas? Pero usted no puede...
    —Puedo, y digo que están prohibidas. Hasta nuevo aviso. —Pero el comercio, el negocio, mi buen señor...
    —Las vidas de mujeres y niños son más importantes que su negocio. Es usted extranjero, ¿verdad?
    —No. No soy extranjero. Mi familia lleva tres generaciones viviendo en Uskutoshk.
    —Usted no es uskutoshi. Su aspecto y su nombre me lo dicen.
    —¡Señor! Soy kuj-juvecino por ascendencia remota.
    —Desde hoy, la ciudad está bajo ley marcial. Usted obedece órdenes, ¿comprende? De no ser así, si uno solo de sus cargamentos zarpa hacia un puerto foráneo, podrá ser sometido usted a una corte marcial y sentenciado...
    El mayor dejó que las palabras pendiesen en el aire antes de añadir, con su voz más carrasposa, las dos últimas.
    —... a muerte.
    —Pero esto significará la ruina para mí y los míos —dijo Odim, forzando una sonrisa.
    El mayor gesticuló hacia uno de los soldados y éste extrajo un documento de los pliegues de su túnica.
    El mayor lo plantó sobre la mesa.
    —Está todo aquí. Fírmelo como prueba de que lo ha comprendido. —Dejó que sus dientes se ventilasen mientras Odim firmaba ciegamente, para añadir:— Así es, como extranjero, deberá presentarse cada mañana a mi oficial inferior a cargo de esta área. Ha establecido una oficina en el almacén de al lado, así que no tendrá usted que desplazarse demasiado.
    —Señor, permítame repetirlo: no soy extranjero. Nací a la vuelta de la esquina. Presido la comisión de comercio local. Pregúnteselo a ellos.
    Al gesticular, en medio de su súplica, se le cayó a Odim el cartel que llevaba oculto bajo el abrigo. Besi se adelantó y lo arrojó delicadamente al fuego. El mayor pasó por alto este movimiento suyo; era como si no la viese. Se limitó a encajar la lengua entre los dientes y el labio superior, sopesando quizá la impertinencia de Odim, y dijo por fin:
    —En el futuro se presentará cada mañana a mi oficial inferior, como ya he dicho. Es el capitán Fashnalgid y vive al lado.
    Besi, al oír este nombre, se inclinó sobre el fuego. Seguramente fue el calor que subía del cartel envuelto en llamas la causa del leve rubor de sus mejillas.
    Cuando el mayor Gardeterark y su escolta se hubieron retirado, Odim cerró la puerta que daba a la sección de embalaje y se sentó junto al fuego. Entonces, con suma lentitud, se inclinó hacia adelante y, cogiendo una cerilla masticada que había sobre la alfombra, la tiró al fondo de la lumbre. Besi se arrodilló a su lado y tornó su mano. No se hablaron durante largo rato.
    Finalmente, tratando de no perder el ánimo, Odim dijo: —Bueno, mi pequeña y querida Besi, parece que tenemos problemas. ¿Cómo resolverlos? ¿Dónde viviremos todos? Tal vez aquí. Podríamos deshacernos de todos esos hornos que casi no usamos y alojar a algunos parientes allí. Se podría arreglar el sitio... Pero si no se me permite comerciar, no sé..., nos espera la ruina. Y los sinvergüenzas lo saben. Esos uskutis prefieren tenernos de esclavos...
    —Qué hombre horrible, ¿verdad? Sus ojos, sus dientes..., parece un cangrejo.
    Odim se enderezó en su asiento y chasqueó los dedos.
    —Sin embargo, la suerte no nos ha abandonado del todo. Primero hemos de ganarnos a ese Fashnalgid del almacén vecino. Afortunadamente, ese capitán es el mismo que me ha sido encomendado como huésped; sabes a quién me refiero. Tengo entendido que lee libros y lo imagino un hombre civilizado. Y mi mujer lo alimenta generosamente. Quizá podamos convencerlo de que nos ayude.
    Odim llevó su mano al mentón de Besi y la obligó a mirarlo a los ojos.
    —Siempre hay algo que puede hacerse, muchachita mía. Ve y pídele a nuestro simpático capitán que se acerque a mi despacho. Dile que tengo un regalo para él. Estoy seguro de que se mostrará flexible con nosotros. Y, Besi..., aunque es feo como un demonio de la montaña, intenta ser dulce con él, ¿sí? Todo lo dulce que puedas, que ya es mucho. Incluso un poco insinuante, ¿sabes? Aunque tengas que llegar al límite. Nuestras vidas dependen de estas pequeñas cosas...
    Se dio unos golpecitos en su gran nariz y sonrió lisonjeramente.
    —Corre, mi palomita. Y recuerda: todo está permitido con tal de ganártelo.

    IV
    UNA CARRERA MILITAR


    La Restricción de Personas en Situación de Residencia fue recibida con la misma división de opiniones que las restantes proclamas de la Oligarquía. En los sectores más acomodados de la ciudad, la gente exclamaba, asintiendo con la cabeza: «¡Oh, qué idea tan ingeniosa!», mientras que, cerca del puerto, decían: «¡Mira con lo que salen ahora estos chiflados!».
    Pero Eedap Mun Odim no expresó abiertamente su desazón al regresar a su atiborrada casa de cinco plantas. Sabía que en poco tiempo la policía aparecería por allí para comunicarle que estaba contraviniendo la nueva ley.
    Aquella noche, palmeó a sus hijos, aposentó la modesta anatomía junto a la soñolienta masa que tenía por esposa y preparó su mente para el pauk. A ella no le dijo nada, sabedor de que sus exhibiciones de angustia, sus lágrimas, sus idas y venidas de un extremo de la habitación al otro, sus achuchones y besos hidrópicos a los niños, no ayudarían en nada a resolver el problema. Cuando la respiración de la mujer se hizo tan regular como el soplo reparador de la brisa sobre los valles otoñales de Kuj-Juvec, Odim reunió sus recursos internos y se sumergió en esa pequeña muerte que forma la puerta de entrada al pauk.
    Los pobres, los agobiados, los perseguidos siempre podían contar con este refugio: el trance del pauk. El pauk permitía la comunicación con aquellos familiares cuya vida en la tierra había acabado. Ni el Estado ni la Iglesia ejercían jurisdicción alguna sobre la región de los muertos. En esa vasta dimensión mortuoria no existía la restricción de personas; tampoco Dios Azoiáxico imperaba allí. Sólo gossis y remotos fessups desaparecían en un ordenado exilio, hundiéndose hacia el sol insomne de la Observadora Original, aquella que acogía en su seno a todos los vivos.
    Como una pluma, el alma trémula de Eedap Mun Odim se hundió en busca del gossi de su padre, recientemente retirado del mundo de arriba.
    El padre tenía ahora el aspecto de una imperfecta caja dorada. Aunque no era fácil vislumbrarlo a través de la obsidiana de la no existencia, el alma de Odim hizo una serie de reverencias y el gossi respondió con un breve centelleo. Odim expuso sus problemas.
    El gossi escuchó, consolándolo con pequeñas pero terribles boqueadas de polvo iridiscente, mientras se comunicaba al mismo tiempo con las sepulcrales legiones de ancestros anteriores. Finalmente, Odim recibió su consejo.
    —Hijo bienamado, tus antepasados celebran tu abnegado deber para con los tuyos. La familia ha de apoyarse en la familia, ya que los gobiernos no las comprenden. Tu buen hermano Odirin Nan vive lejos de ti pero también él, como tú, comparte ese profundo sentimiento por nuestra pobre gente. Ve a él. Ve a Odirin Nan.
    Luego, un remolino se tragó aquella voz inarticulada. Odim respondió que amaba a su hermano Odirin Nan pero que éste vivía en la lejana Shivenink; ¿no sería, por tanto, mejor cruzar los montes y reunirse con la remota rama familiar que aún vivía en los valles de Kuj-Juvec?
    —Aquellos que todavía pueden hablar a través de mí aconsejan no regresar a Kuj-Juvec. La travesía de los montes se vuelve más peligrosa cada mes, según atestiguan los que vuelven. —La tenue estructura relucía aun mientras estaba hablando.— Además, los valles son cada vez más rocosos y el ganado va perdiendo peso. Bienamado, hombre abnegado donde los haya: navega hacia el oeste, busca a tu hermano. Es nuestro consejo.
    —Padre, oír la melodía de tu voz es obedecer su música.
    Tras tiernas despedidas por ambas partes, el alma de Odim buscó la superficie a través de la obsidiana como una chispa que surca el vacío estrellado; las legiones ancestrales ya no le eran visibles. Después vino el calvario de encontrar un débil envoltorio humano tumbado inerte sobre el colchón, y los esfuerzos por volver a habitarlo.
    Odim regresó a su cuerpo mortal debilitado por la excursión pero fortalecido por la sabiduría paterna. A su lado, su ancha mujer continuaba resollando, sumida en un pesado sueño. La abrazó como pudo y se acurrucó en su calidez, como un niño con su madre.
    Había quienes —amantes del secreto— se levantaban casi a la vez que Odim se disponía a dormir. Había quienes —amantes de la noche— preferían estar en pie antes del amanecer para aventajar a sus congéneres. Había quienes —amantes del frío— estaban hechos de tal modo que gozaban de las horas muertas en las que la resistencia humana es mínima.
    Al dar las tres de la madrugada, el mayor Gardeterark ya se había enfundado sus pantalones de cuero y se afeitaba sin apartar la mirada vigilante de la imagen que le devolvía el espejo.
    Al mayor Gardeterark no le interesaba en lo más mínimo aquella tontería del pauk. Se consideraba a sí mismo un racionalista. El racionalismo era su credo, y el de su familia también. No creía en el Azoiáxico —el Desfile Eclesiástico era otra cosa— y menos aún en el pauk. Para el mayor resultaba inconcebible que su pensamiento lo confinase a un umwelt de obsidiana latente al que no atravesaba ninguna luz.
    Y ahora, con su navaja de afeitar en mano, reflexionaba sobre cómo fastidiar a los habitantes de Koriantura, así como a su oficial inferior, el capitán Harbin Fashnalgid. Gardeterark estaba seguro de tener motivos familiares racionales para odiar a Fashnalgid, ello sin contar su incompetencia. Porque él era un hombre racional.
    En otros tiempos, antes del último invierno Weyr, un gran monarca, probablemente llamado rey Denniss, había gobernado Sibornal. El rey Denniss tenía su corte en el Antiguo Askitosh y solía retirarse a las grandes edificaciones conocidas hoy como Palacios de Otoño. Así rezaba la leyenda.
    El monarca había reunido en su corte a los hombres más sabios de todo el planeta. Además, había luchado por la supervivencia de Sibornal a lo largo de los umbrosos siglos del Gran Invierno, y cruzó los mares lanzando contra Pannoval una fuerza invasora.
    Los sabios del rey habían compilado catálogos y enciclopedias, nombrando, clasificando, ordenando todo aquello que tuviera vida menos el mundo vago y latente de los muertos, en deferencia a la Iglesia de la Paz Formidable.
    Luego, la muerte del rey Denniss había inaugurado un largo período de confusión. Entonces llegó el invierno. En un intento por gobernar el continente sobre una base racional y científica, como había propuesto el rey Denniss, las grandes familias de las siete naciones sibornalesas se fundieron en una Oligarquía, cuyos estudiosos fueron enviados allende los mares a iluminar a los nativos de Campannlat y aun a tierras tan lejanas como el antiguo centro cultural de Keevasien, al sudoeste de Borlien.
    Durante el otoño del Gran Año actual la Oligarquía había producido uno de sus decretos más inspirados, referido a la modificación del calendario de Sibornal. Con anterioridad, las naciones sibornalesas —excepción hecha de regiones apartadas corno el Alto Hazziz— se habían atenido a la fórmula «año tal después de la coronación de Denniss», que finalmente fue abolida por la Oligarquía.
    De allí en adelante, los años pequeños se contarían según el método astronómico, es decir, a partir del año pequeño en que Heliconia y su estrella más débil, Batalix, se encontraban más alejados de Freyr: en otras palabras, desde el año del apastrón.
    En cada Gran Año cabían 1.825 años pequeños, cada uno de los cuales contaba con 480 días. El año actual, el de la incursión de Asperamanka en Chalce, era el 1308 Después del Apastrón. Gracias a este sistema astronómico, nadie podía olvidar en qué momento se encontraba con respecto a las estaciones. Era un método racional.
    Así pues, el mayor Gardeterark terminó racionalmente de afeitarse, secó su rostro y comenzó a cepillarse de manera racional su formidable dentadura: tantas pasadas por delante de cada diente, tantas otras por detrás.
    La modificación del calendario, no obstante, había alarmado a los campesinos. Pero la Oligarquía sabía lo que hacía. Se volvió secretista; generaba secretos. De pronto sus agentes estaban por todas partes. Durante el otoño había creado y desarrollado una policía secreta que se encargaba de velar por sus intereses. Su líder, el Oligarca, se fue convirtiendo paulatinamente en un personaje secreto, en una entelequia, una leyenda oscura que planeaba sobre Askitosh, mientras que el rey Denniss —al menos según la leyenda— había sido un monarca bien visible y querido por el pueblo.
    Todos los actos y edictos de la Oligarquía contaban Con una justificación racional. Pero el racionalismo podía ser una filosofía cruel en manos de gente como Gardeterark que, gracias a ella, tenía buenas razones para importunar a la gente. Cada noche, durante el rancho, bebía ala salud del racionalismo, hundiendo sus enormes dientes en la concavidad de la copa mientras el licor bajaba por su garganta.
    Cuando terminó de acicalarse, dejó que su asistente lo ayudase a calzarse las botas y a enfundarse el chaquetón. Y así vestido, con su indumentaria racional, salió a las heladas calles que esperaban el alba.
    Su oficial inferior, el capitán Harbin Fashnalgid, no era racional, pero bebía.
    El capitán había empezado a beber por puro hábito social y al unísono con otros jóvenes subalternos. A medida que crecía en Fashnalgid el odio hacia la Oligarquía, crecía asimismo su necesidad de beber. Pero en ocasiones la cosa escapaba a su control.
    Una noche en que Fashnalgid había estado bebiendo y leyendo pacíficamente, al margen de sus camaradas, en el casino de oficiales allá en Askitosh, un impetuoso capitán de nombre Naipundeg se había detenido junto a su silla y había plantado la fusta del hoxney sobre su libro abierto.
    —¡Siempre leyendo, Harbin, viejo perro insociable! Porquerías, me imagino...
    Cerrando el volumen, Fashnalgid había respondido con su voz monocorde:
    —No creo que sea una obra con la que te hayas tropezado, Naipundeg. Es una historia de la arquitectura sacra a través de los siglos. Lo encontré días atrás en una cuadra. Fue impreso hace cientos de años y habla de secretos prácticamente olvidados. Cómo conformarse, por ejemplo. Si te interesa.
    —No, para ser franco, no me interesa. Suena terriblemente aburrido.
    Fashnalgid se irguió y escondió el librito en un bolsillo del uniforme. Alzó su copa y la vació hasta la última gota.
    —Hay cada alcornoque en nuestro regimiento... Nunca he llegado a conocer a nadie interesante aquí. No te importa que lo diga, ¿verdad? Supongo que te sentirás orgulloso de ser un alcornoque. Encontrarías aburrido cualquier libro que no hable de porquerías, ¿verdad?
    Oscilaba ligeramente. Naipundeg, bastante bebido también, se puso a rugir de rabia.
    Entonces, Fashnalgid vomitó todo su odio hacia la Oligarquía y hacia su desmedida sed de poder.
    Naipundeg se echó al gaznate otro trago de fuerte aguardiente y lo retó a duelo. Se nombraron segundos, que separaron a los duelistas y los arrastraron a los fondos del casino.
    Allí volvió a iniciarse la trifulca. Los dos oficiales lograron zafarse del abrazo de sus segundos y abrieron fuego rabiosamente.
    La mayoría de los disparos había errado por mucho el blanco.
    Excepto uno.
    Ese proyectil había alcanzado a Naipundeg en plena cara, le había destrozado el pómulo y, tras penetrar por la cuenca del ojo izquierdo, había salido por la tapa trasera del cráneo.
    En aquella sociedad de corte militar, Fashnalgid pudo hacer pasar el incidente por un acto de caballerosidad en defensa del honor de una mujer. La corte marcial, presidida por el Sacerdote Militante Asperamanka, zanjó la cuestión sin mucho trámite. Naipundeg era un oficial de Bribahr de escasa popularidad entre sus pares y Fashnalgid quedó fácilmente exonerado de culpa. Sin embargo, su conciencia no lo dejaba tranquilo: había matado a un camarada de armas. Y cuanto menos lo culpaban sus compañeros de cogorzas, más culpable se sentía él.
    Pidió un permiso y fue a visitar las tierras de su padre en la ondulada campiña al norte de Askitosh. Allí intentó reformarse, ser menos propenso a las mujeres y el alcohol. Los padres de Harbin ya rayaban la senilidad, aunque, como siempre habían hecho durante los últimos cuarenta años o más, ambos recorrían diariamente los campos y las edificaciones de madera.
    La administración de la hacienda corría a cargo de los dos hermanos menores de Harbin, a quienes ayudaban sus mujeres. Los hermanos, dos hombres listos, aprovechaban el grano más basto cuando las cosechas finas fallaban, seleccionaban semillas de crecimiento rápido, plantaban retoños resistentes al frío bajo aquellos árboles a los que azotaban los vientos más fuertes o levantaban firmes cercas para mantener a raya las manadas de flambregs que bajaban del norte a merodear. Hoscos phagors trabajaban a sus órdenes.
    Estas tierras habían sido para el pequeño Harbin lo más parecido al paraíso. Ahora sólo sentía rechazo por ellas. Sabedor del esfuerzo que requería mantenerlas a flote bajo la amenaza de un clima cada vez más crudo, renunciaba gustoso a su parte. Por las mañanas, en lugar de acompañar a sus hermanos al campo, prefería prolongar las repetitivas charlas con su padre para después retirarse a la biblioteca, donde hojeaba de mala gana los viejos volúmenes que tiempo atrás habían hecho sus delicias y se permitía de tanto en tanto un trago ocasional.
    A menudo, Harbin Fashnalgid se afligía pensando en su ineficiencia. Le costaba mucho ejercer su voluntad. Era demasiado modesto corno para reparar en la cantidad de gente, mujeres sobre todo, que lo apreciaban precisamente por eso. Quizá, de haber vivido en una época más benévola, habría gozado de un éxito abrumador.
    Era, no obstante, un hombre observador. En sólo dos días había descubierto que el menor de sus hermanos no estaba en buenos términos con su esposa. Tal vez no fuera más que una desavenencia pasajera. Pero Fashnalgid ofreció su simpatía a la mujer. Y cuanto más le hablaba, más se olvidaba de su determinación de reformarse. Desplegó todo su talento. La encandiló con exageradas anécdotas sobre los atractivos de la vida militar mientras la tocaba, le sonreía, le expresaba una pena fingida que tampoco debía fingir del todo. Finalmente ganó su confianza y se convirtió en su amante. Algo absurdamente fácil.
    ¡Qué modo irracional de comportarse!
    Incluso en la destartalada casa paterna de dos plantas era imposible que algo así se mantuviera en secreto. Intoxicado de amor, o de algo parecido, Fashnalgid empezó a actuar con total indiscreción. Llenaba a su nueva amiga de absurdos regalos: una hamaca de mimbre, una cabra bicéfala, una muñeca vestida de soldado, un cofre de marfil tallado con versiones manuscritas de leyendas ponipotánicas, una pareja de pecubeas en una jaula dorada, una figurilla de un hoxney con cara de mujer, un juego de naipes de marfil con incrustaciones de nácar, piedras pulidas, un clavicordio, cintas, poemas y hasta un cráneo fósil de madi con ojos de alabastro.
    Traía músicos de la aldea para que le ofrecieran serenatas.
    Por su parte, la mujer, extasiada ante el primer hombre de su vida que no sabía nada de plantar patatas o pellamontes, bailaba desnuda para él en su terraza, con los brazaletes y pulseras que le había regalado como único atavío, cantándole el indómito zyganke.
    No podía durar. La lúgubre atmósfera rural no podía tolerar semejante exuberancia. Una noche, los dos hermanos de Fashnalgid decidieron arremangarse, irrumpieron en el nido de amor, machacaron el clavicordio e hicieron volar a Harbin fuera de la casa.
    —¡Abro Hakmo Astab! —gruñó éste. Ni siquiera a los rudos trabajadores de la hacienda se les permitía emplear en voz alta una expresión tan ruin.
    Fashnalgid se puso de pie en la oscuridad, sacudiéndose el polvo. La cabra bicéfala le mordía los pantalones.
    Bajo la ventana de su anciano padre, Fashnalgid se dio a vocear una sarta de insultos y súplicas:
    —Tú y madre habéis tenido un feliz pasar, maldita sea. Vuestra generación consideraba el amor como un acto de voluntad. «La voluntad nos distingue del animal; el amor, del desamor», dijo el poeta. De todos modos te has casado de por vida, ¿me oyes, viejo tonto? Pues mira, las cosas ya no son como antes. Ahora la voluntad ha dado paso al clima...
    »Hoy en día has de pillar el amor no bien se presente... ¿No estabas obligado como padre a hacerme feliz? ¿Eh? Respóndeme, viejo chiflado. Si tan condenadamente feliz has sido, ¿por qué no he heredado ni una pizca de tu talante? ¿Qué más me has dado? ¿Por qué he de sentirme siempre tan infeliz? No hubo respuesta desde la casa a oscuras. Una muñeca vestida de soldado salió volando de una de las ventanas y le dio en la cabeza.
    Más le valía regresar a su regimiento en Askitosh. Pero las noticias corrían como reguero de pólvora entre las familias de hacendados y el escándalo persiguió a Fashnalgid. Para colmo de desgracias, el mayor Gardeterark era tío de aquella a la que había seducido, la misma que no hacía mucho bailaba desnuda en su terraza mientras cantaba el indómito zyganke. En adelante, la situación de Harbin Fashnalgid en el regimiento se haría cada vez más precaria.
    Pero éste no despilfarraba todo su dinero en bebida y mujeres; también lo apasionaban los libros extraños. Poco a poco había ido extrayendo de ellos pruebas en contra de la Oligarquía, descubriendo cómo durante los soñolientos siglos otoñales se había afianzado en el continente septentrional el autoritarismo. En cierta ocasión, había encontrado entre los trastos viejos del altillo de un anticuario una lista de titularidad de haciendas uskuti sobre cierto impuesto anual; la de los Fashnalgid era una de ellas. Estas fincas habían «efectuado cesiones a la Oligarquía». No se especificaba nada más.
    Fashnalgid cumplía con sus obligaciones militares sin dejar de darle vueltas a aquella frase. Con el tiempo se convenció de que él mismo estaba incluido en la parte cedida.
    Rememoró, entre juergas y borracheras, algunas de las cosas de las que se vanagloriaba su padre. ¿Acaso no afirmó una vez que había visto al Oligarca en persona? Nadie lo había visto nunca. No había retratos suyos. Por más que se esforzase, la única imagen del Oligarca que le venía a la mente a Fashnalgid era la de un par de garras prendidas a las tierras de Sibornal.
    Una tarde, liberado de sus deberes en la guarnición, ordenó a su asistente que le ensillase el hoxney y cabalgó furiosamente hasta la hacienda paterna.
    Sus hermanos le gruñeron corno canes cimarrones. Todo lo que alcanzó a ver de la luz de su amor fue un brazo que desaparecía a la fuerza detrás de una puerta. La reconoció por los brazaletes que pendían de su adorada muñeca. ¡Cómo tintineaban cuando ella bailaba!
    Su padre estaba echado en un diván, arropado bajo las mantas. Su estado apenas le permitía responder a las preguntas del hijo. Divagaba y se perdía en dilaciones. Con tristeza, Fashnalgid se vio retratado en las mentiras y los meandros de su padre. El anciano insistía en que había llegado a ver a Torkerkanzlag II, el Supremo Oligarca. Esto habría ocurrido cuarenta años atrás, cuando su padre era aún un muchacho.
    —Los títulos son arbitrarios —dijo el anciano—. Están ahí para ocultar los nombres reales. La Oligarquía es secreta, y los nombres de sus Miembros se mantienen en el más estricto secreto; nadie debe conocerlos. Mira, ni siquiera se conocen entre ellos... Asimismo...
    —¿O sea que nunca has visto al Oligarca en persona?
    —Nadie afirmó que lo había visto. Pero se trataba de una ocasión especial, y él estaba en la sala contigua. El mismísimo Oligarca. Así nos lo dijeron entonces. Sé que estaba allí, y siempre lo he sostenido. En cuanto a su aspecto, podría ser una langosta gigante con las pinzas tendidas al cielo, pero el caso es que allí estaba aquel día..., y si yo hubiese abierto la puerta, lo habría visto, con sus pinzas y todo...
    —Padre, ¿qué hacías allí? ¿Qué ocasión tan especial era ésa?
    —Colina Icen, la llaman. Ya lo sabes, la colina Icen. Todos saben dónde está, y sin embargo los Miembros de la Oligarquía no se conocen entre sí. La discreción es importante. Recuérdalo, Harbin. Para los niños la honestidad, para las niñas la castidad, para los hombres la discreción... Como solía decirme mi abuelo: «En Sibornal hay algo más que un brazo en cada manga». Y no estaba errado del todo.
    —¿Cuándo estuviste tú en la colina Icen? ¿Cediste parte de esta hacienda a la Oligarquía? He de saberlo. —Hay algo, muchacho, que se llama deber. La vida no se reduce a obsequiar a las mujeres con muñecas y poesías. La cesión significaba protección inmediata para la hacienda. Mira hacia el futuro: el invierno está a las puertas. Yo ya me siento viejo. La seguridad.,. No tienes por qué preocuparte. Esto fue acordado antes de que tú nacieras. Yo era alguien entonces, más de lo que te podrías... Tú ya deberías haber alcanzado el grado de mayor pero, por lo que sé de los Gardeterark... Por eso me comprometí a hacer ingresar a mi primogénito en el ejército del Oligarca, en defensa de aquella acta estatal, cuando yo...
    —¿O sea que todavía no había nacido y ya me habías vendido al ejército? —preguntó Fashnalgid.
    —Harbin, Harbin, los hijos ingresan en el ejército. Por caballerosidad. Y por piedad. La piedad es eso, Harbin. Es lo que nos enseñan en la iglesia.
    —¿Me vendiste al ejército? ¿Exactamente a cambio de qué?
    —Tranquilidad de conciencia. Deber cumplido. Seguridad, corno te decía, aunque no me escucharas. Tu madre estaba de acuerdo. Pregúntaselo a ella. Fue idea suya.
    —Escrutadora Bendita.,. —Fashnalgid se sirvió un trago. Mientras lo apuraba garganta abajo, el padre se incorporó en su diván y dijo con voz distante:
    —Me hicieron una promesa.
    —¿Qué clase de promesa?
    —El futuro. La seguridad de nuestra hacienda. Harbin, yo mismo fui un Miembro durante muchos años. Es por eso que acordé tu ingreso en el ejército. Es un honor; una buena, una digna carrera. Deberías acercarte más al joven Gardeterark...
    —Me vendiste. Padre, vendiste a tu hijo como si fuera un esclavo... —sollozaba. Abandonó la casa corriendo. Sin mirar atrás, cabalgó y cabalgó, poniendo tierra de por medio con el sitio en el que había nacido.
    Pocos meses después se encontraba estacionado en Koriantura, donde, a las órdenes de su enemigo, el mayor Gardeterark, debía preparar un recibimiento caliente a las tropas victoriosas de Asperamanka.
    Por lo que se sabía, Sibornal siempre había estado más unido que el revoltillo de naciones que formaban Campannlat. Las naciones del Norte tenían sus diferencias pero seguían siendo capaces de limarlas ante cualquier amenaza externa.
    Los siglos más templados habían sido especialmente benévolos con Sibornal. Freyr ocupaba el firmamento desde principios de la primavera del Gran Año y no se había puesto jamás, permitiendo que las regiones septentrionales experimentasen un desarrollo precoz. Ahora que el Gran Año tocaba a su fin, la Oligarquía debía ocuparse de retener como fuera las riendas del poder... y arrojar sobre el continente su propia versión de la oscuridad.
    Tanto la Oligarquía como el pueblo llano comprendían que el invierno, implacable en su avance, podía hacer trizas el orden social con la misma facilidad con que reventaría las tuberías heladas. Los inconvenientes del frío, la escasez de alimentos, podían conducir fácilmente al colapso de la civilización. Tras Myrkwyr, es decir, en sólo un par de años, un manto de oscuridad y hielo cubriría la tierra por tres siglos y medio: era el Invierno Weyr, la época en que Sibornal se convertía en pasto de los vientos polares.
    Campannlat se colapsaría bajo el aluvión invernal. Sus naciones no estaban en condiciones de colaborar. Pueblos enteros volverían a sumirse en la barbarie. A pesar de sufrir unas condiciones mucho más duras, Sibornal sobreviviría gracias a la planificación racional.
    Siempre en busca de consuelo, Harbin Fashnalgid comenzó a relacionarse con sacerdotes y santones. La Iglesia era un remanso de saber. Allí descubrió la respuesta a la supervivencia del continente. Tan obsesionado estaba con el exilio virtual de las propiedades paternas, de aquellos campos y bosques que sus hermanos cultivaban, que la respuesta se le apareció con la fuerza de una revelación. No era la tierra firme la que salvaría a Sibornal en el momento crítico.
    El inmenso continente estaba a tal extremo cubierto de hielo que en la práctica quedaba reducido a una estrecha franja de tierra bañada por el mar. Y era allí, en el mar, donde se escondía la salvación de Sibornal. Las aguas frías contenían más oxígeno que las cálidas. Con la llegada del invierno, los mares rebosarían de vida. Gracias a las sólidas cadenas alimentarias marinas no les faltaría sustento, incluso cuando las fincas familiares de las que había sido arrojado se encontrasen bajo una espesa capa de hielo.
    Pero la imponente marcha de la historia pesaba como una loza sobre Fashnalgid. El estaba acostumbrado a pensar en períodos de días o décimos, no en décadas o centurias. Luchó contra su propensión a la bebida y repartió el tiempo entre sacerdotes y prostitutas. Un Sacerdote Servidor adscrito a la capilla militar de los cuarteles de Askitosh se convirtió en su confidente y a él le confesó un día Fashnalgid el odio que profesaba por la Oligarquía.
    —También la Iglesia odia a la Oligarquía —respondió el sacerdote con suavidad— y sin embargo trabajan juntos. Iglesia y Estado siempre han de permanecer unidos. Tú aborreces a la Oligarquía porque, a través de sus presiones, te ha obligado a ingresar en el ejército. Pero los defectos del carácter bajo el cual te afanas son tuyos, y no de la Oligarquía, ni del ejército.
    «Celebra los aspectos positivos de la Oligarquía. Celebra su continuidad y su benévolo poder. Suele decirse que la Oligarquía nunca duerme. Alégrate de que vigile nuestro continente.
    Fashnalgid guardó silencio. Tardó un rato en comprender por qué lo había alarmado esta respuesta. Se le ocurría que «benévolo poder» era un binomio intrínsecamente contradictorio. A pesar de ser uskuti, sentía que lo habían vendido a la servidumbre militar. Y si la Oligarquía no dormía nunca debía ser, por definición, inhumana y, por tanto, igual de antagónica a la humanidad que los phagors.
    Sólo más tarde comprendió que el sacerdote había hablado de la Oligarquía en términos parecidos a los que podría haber empleado para referirse a Dios Azoiáxico. También el Azoiáxico era admirado por su continuidad y su benévolo poder. También el Azoiáxico vigilaba el continente. ¿Y no solía decirse que la Iglesia jamás dormía?
    A partir de aquella charla, Fashnalgid dejó de frecuentar los templos, reafirmándose más que nunca en su visión monstruosa de la Oligarquía.

    La Guardia Principal del Oligarca se había librado de acompañar a Asperamanka en su expedición punitiva al norte de Campannlat. No obstante, pocas semanas después recibía órdenes de desplazarse a Koriantura para controlar la frontera.
    Fashnalgid se había atrevido a preguntar al mayor Gardeterark las razones de este traslado.
    —La Muerte Gorda se está extendiendo —dijo bruscamente el mayor—. Supongo que no nos interesa que estallen desórdenes en las ciudades, ¿verdad? —Tanto le desagradaba su subordinado que en lugar de mirarlo a los ojos clavaba la mirada en su mostacho.
    Aquella última noche en Askitosh la pasó Fashnalgid en compañía de su favorita, una mujer llamada Rostadal que vivía en un altillo a pocas calles de los cuarteles.
    A Fashnalgid le gustaba Rostadal y también sentía lástima por ella. Era una desplazada. Provenía de una aldea del norte. No poseía nada. Ni creencias políticas o religiosas, ni amistades, y sin embargo se las ingeniaba para ser agradable y dar a su pequeño cuarto de alquiler un aire hogareño.
    De pronto, Fashnalgid se sentó en la cama donde yacían y dijo:
    —Tengo que irme, Rostadal. Sírveme un trago. —¿Qué pasa?
    —Tú sírveme un trago. Es el peso de la desdicha. No puedo quedarme.
    Sin una queja, ella dejó la cama y le trajo un vaso de vino que él apuró de inmediato.
    Ella lo miraba:
    —Dime lo que te preocupa.
    —No puedo. Es demasiado terrible. El mundo está lleno de maldad.
    Comenzó a vestirse. Ella se calzó las chinelas en silencio, preguntándose si él le pagaría. Una única lámpara de aceite iluminaba la escena.
    Después de atarse las botas, él recogió el libro que esperaba junto a la cama y dejó algunos sibs en su lugar. En sus ojos se palpaba la desdicha. Notó el miedo en ella pero no pudo hacer nada para tranquilizarla.
    —¿Volverás, Harbin? —preguntó ella, juntando sonoramente las manos.
    Él levantó la mirada hacia las grietas del techo y sacudió la cabeza. Después se fue.
    Una malévola lluvia caía sobre Askitosh, y de las cloacas brotaba una sucia espuma. Fashnalgid no le prestó atención. Caminaba con paso firme por las calles desiertas, como si quisiera dejar atrás sus pensamientos.
    Esas mismas calles desiertas habían visto pasar la noche anterior a un mensajero sobre un exhausto yelk. El hombre había cabalgado colina arriba hasta los cuarteles. Aunque se había intentado silenciar el incidente, al poco tiempo ya se hablaba de ello en el casino de oficiales. El mensajero era un agente del Oligarca. Traía un informe acerca de Asperamanka: anunciaba la victoria de éste sobre las fuerzas combinadas de Campannlat y la liberación de Isturiacha. Según el informe, Asperamanka esperaba de Sibornal un recibimiento triunfal.
    El mensajero en cuestión no había terminado de desmontar y ya caía de bruces sobre el pavimento del patio. Presentaba los síntomas clásicos de la Muerte Gorda. Un oficial se acercó al hombre caído y le descerrajó un tiro. No más de una o dos horas después, la madre se le aparecía a Fashnalgid en sueños e, inquieta, le decía: «El hermano matará al hermano». En el sueño, él colgaba de un gancho.
    Dos días más tarde, Fashnalgid era destinado a Koriantura.
    No bien recibió sus órdenes del mayor Gardeterark, comprendió claramente qué se proponía el Oligarca. Existía un único factor capaz de desbaratar sus planes para conducir a Sibornal sano y salvo a través del Invierno Weyr: la Muerte Gorda. En la locura que la peste acarreaba, los hermanos se devorarían entre sí sin remisión.
    La muerte del mensajero nocturno advirtió al Oligarca que el ejército de Asperamanka era portador de esta plaga originaria del Continente Salvaje. De manera que se había llegado a una decisión racional: el ejército del Arcipreste Militante no debía regresar. La Guardia Principal, a la que pertenecía Fashnalgid, estaba en Koriantura por un único motivo: aniquilar a las fuerzas de Asperamanka en cuanto se acercasen a la frontera. Las regulaciones contra la plaga, la Restricción de Personas en Situación de Residencia, impuestas a la ciudad así como a Eedap Mun Odim, eran pasos tendientes a hacer que U población aceptase más fácilmente la masacre cuando ésta tuviese lugar.
    Estas terribles reflexiones cruzaban la cabeza de Harbin Fashnalgid mientras yacía en su catre bajo el techo de Odim. Al contrario del mayor Gardeterark, Fashnalgid no era dado a madrugar. Pero la visión que ocupaba su mente no le permitía refugiarse en el sueño. Veía a la Oligarquía como a una araña que, sentada en algún punto de la oscuridad, subsistía a través de las eras a un elevado costo para la gente común.
    Era éste el matiz implícito en la afirmación de su padre. Había comprado una promesa de futuro; la había comprado al precio de la vida de su hijo. Su padre se había asegurado la subsistencia como antiguo Miembro de la Oligarquía sin importarle el precio que estaba haciendo pagar al prójimo.
    —Tengo que hacer algo al respecto —se dijo Fashnalgid, al tiempo que abandonaba perezosamente su camastro.
    Por el pequeño ventanuco comenzaba a filtrarse la luz. Podía oír a su alrededor los primeros y claros indicios del intenso trajín de los Odim.
    —Tengo que hacer algo al respecto —se repitió al vestirse.
    Cuando, pocas horas más tarde, Besi Besamitikahl entró en su despacho, supo por los involuntarios gestos corporales de la joven que estaba dispuesta a someterse a su voluntad. Fue entonces cuando entrevió la posibilidad de utilizarlos a ella y Odim para desbaratar el plan del Oligarca y salvar al ejército de Asperamanka.

    La escarpa que guardaba el flanco oriental de Koriantura y se hundía en el istmo de Chalce marcaba el punto de unión entre los continentes de Sibornal y Campannlat. La tierra irregular al sur de la escarpa —que cualquier ejército que avanzase hacia Uskutoshk debía atravesar— limitaba al oeste con una zona de marismas que eventualmente desembocaban en el mar y acababa a las pocas millas en los Acantilados de Marfil, apostados ante las estepas de Chalce como gigantescos centinelas.
    Harbin Fashnalgid y los tres soldados rasos a su mando detuvieron sus yelks al pie de los Acantilados de Marfil y desmontaron. Descubrieron una cueva en la que guarecerse de la brisa helada; Fashnalgid ordenó a uno de sus hombres que encendiese una pequeña hoguera. Luego extrajo una petaca del bolsillo y echó un trago.
    Besi Besamitikahl había demostrado su utilidad. Le había enseñado un camino que, a través de las callejuelas de Koriantura, desembocaba al otro lado de la colina, evitando las patrullas de la Guardia Principal que vigilaban en sus posiciones desde lo alto de la escarpa. Técnicamente, Fashnalgid era ahora un desertor. A sus hombres les había dado información falsa. Debían esperar allí hasta que el ejército de Asperamanka se aproximase por el sur. No corrían peligro alguno. En cuanto a él, tenía que entregarle un mensaje especial del Oligarca al Arcipreste.
    En cuanto los yelks estuvieron echados y atados, los hombres se apretaron contra ellos, buscando el calor que emanaba de sus cuerpos. Así esperaron a Asperamanka. Fashnalgid leía un libro de poesía amorosa.
    Pasaron varias horas. Los hombres se quejaban, inquietos. Al disiparse la niebla, el cielo se volvió de un celeste velado. Oyeron un lejano rumor de cascos. Sin duda, por el sur se acercaban jinetes.
    Los Acantilados de Marfil constituían los bastiones de la inhóspita espina del altiplano que dominaba el golfo de Chalce. Sus profundas cañadas eran paso obligado de los viajeros.
    Fashnalgid se metió el libro de poemas en el bolsillo y de un salto ya estaba en pie.
    Como tantas otras veces en el pasado, comprobó cuan débil era su voluntad. Las horas de espera, por no mencionar el tono lánguido de los versos, habían minado su determinación. A pesar de ello, ordenó con voz firme a sus hombres que se ocultasen en sus posiciones mientras él se dejaba ver. Esperaba descubrir la vanguardia de un ejército pero se encontró con dos jinetes.
    Los jinetes avanzaban lentamente, aplastados en sus monturas a causa del agotamiento. Ambos vestían uniforme y sus yelks estaban medio afeitados, a la manera militar. Fashnalgid les dio la orden de alto.
    Uno de los jinetes se apeó y se le acercó con andar cansino. Aunque era casi un mozalbete, el polvo y la fatiga le habían agrisado el rostro.
    —¿Eres de Uskutoshk? —preguntó con aspereza.
    —Sí, de Koriantura. ¿Pertenecéis al ejército de Asperamanka?
    —Le llevamos unos tres días de delantera al grueso de las fuerzas. Puede que más. Fashnalgid pensó rápidamente. SÍ los dejaba pasar, los jinetes no tardarían en toparse con los vigías de Gardeterark y podrían revelarles su situación. No se vio capaz de matarlos a sangre fría; ni hablar: el joven que tenía delante, por ejemplo, era un teniente alférez. Comprendió que no le quedaba otro camino que informarles acerca de la suerte que corrían sus fuerzas y confiar en que colaborarían.
    Dio un paso en dirección al joven teniente. Éste desenfundó un arma y, apoyándola sobre su torcido antebrazo izquierdo, le apuntó. Mientras intentaba centrar la vista en la mirilla, exclamó:
    —No te acerques. Hay otros hombres contigo.
    Fashnalgid abrió los brazos:
    —Mira, no hagas eso. No te causaremos ningún daño. Sólo pretendo hablar. Puedo darte de beber, si quieres.
    —Ambos nos quedaremos donde estamos —dijo el teniente, sin cesar de apuntar a través de la mirilla de su revólver; luego, le gritó a su compañero—: Ven aquí. Desarma a este hombre.
    Fashnalgid se mordía nerviosamente los labios, suponiendo que sus hombres lo rescatarían; por otra parte, prefería que no lo hicieran, ya que el primer perjudicado podía ser él. Vio desmontar al segundo jinete. Botas, calzones, capote, gorro de piel. Su cara era pálida, de facciones delicadas, lampiña. Algo en su manera de moverse le reveló a Fashnalgid, un experto en la materia, que se trataba de una mujer. Indecisa, la mujer avanzaba hacia él.
    En cuanto se le aproximó lo suficiente, Fashnalgid se abalanzó sobre ella, la cogió de la muñeca y, doblándole el brazo, la utilizó como escudo. Con la otra mano, apuntó al joven.
    —Si no arrojas el arma os mato a los dos. —Cuando su orden fue obedecida, Fashnalgid se dirigió a sus hombres y éstos emergieron de sus escondites con cautela, sin demasiado ánimo de lucha.
    El jinete, revólver en tierra, continuaba de pie frente a Fashnalgid. Éste, sin dejar de apuntarle, introdujo la mano izquierda en el capote de su cautiva y palpó sus senos.
    —¿Quién demonios eres?—dijo entre risotadas, mientras la mujer no podía reprimir el llanto—. Es evidente que te agrada cabalgar con la criatura que te da consuelo... y vaya si está desarrollada esta criatura.
    —Soy Luterin Shokerandit, teniente. Cumplo una urgente misión para el Supremo Oligarca, así que harías bien en dejarme pasar.
    —Pues estás en un aprieto. —Fashnalgid ordenó a uno de sus hombres que recogiese el arma de Shokerandit, obligó a la mujer a darse la vuelta y le quitó la gorra para ver mejor sus facciones. En los ojos de Toress Lahl se acumulaba la rabia. El capitán le dio unas palmaditas en la mejilla y dijo, dirigiéndose a Shokerandit:
    —No nos enfrentaremos. Muy al contrario. He de advertirte algo. Guardaré el arma y nos daremos la mano como caballeros.
    Se dieron la mano con cautela, mirándose fijamente. Shokerandit tomó a Toress Lahl por el brazo y la atrajo hacia sí en silencio. En cuanto a Fashnalgid, el contacto de los senos lo había animado, y empezaba a felicitarse a sí mismo por lo bien que había manejado una situación tan delicada, cuando el soldado que hacía de vigía avisó que se aproximaban jinetes desde el norte, de Koriantura.
    Una fila de caballería se aproximaba a los Acantilados de Marfil, pabellón en alto. Fashnalgid limpió la lente del catalejo que guardaba en el bolsillo del chaquetón y lo enfocó en esa dirección.
    Lanzó una maldición. Quien guiaba la patrulla no era otro que su superior, el mayor Gardeterark. Lo primero que pensó fue que Besi lo había traicionado. Pero era más probable que algún ciudadano, al verlo abandonar Koriantura, hubiese dado parte.
    Las siluetas estaban todavía a una distancia considerable. Sabía perfectamente lo que le sucedería si se dejaba atrapar. Sin embargo, aún podía actuar. Tanto su actitud como sus palabras convencieron a Shokerandit y a la mujer de que estaban más seguros con él que intentando escapar, sobre todo después de ofrecerles dos yelks de refresco. Gritó a sus hombres que mantuviesen la posición y le dijesen al mayor que había un importante contingente armado al otro lado de los Acantilados; luego montó en su yelk y se alejó a todo galope, con Shokerandit y Toress Lahl pisándole los talones. Espoleó a uno de los yelks sueltos para que galopase delante de él.
    Un poco más adelante se abría, cañada arriba, un pasadizo lateral. Fashnalgid hizo que el yelk suelto siguiese de largo y, siempre con sus acompañantes detrás, tomó el desvío. Imaginó que el rumor de los cascos confundiría a la patrulla.
    El pasadizo se estrechaba hasta convertirse en una fisura en la roca, así que tuvieron que sostener firmemente las riendas y obligar a las bestias a escalar la inconsistente ladera. Por fin emergieron en medio de un abrupto terreno de rocas partidas entre las que algunos arbustos y árboles pequeños, vencidos por el viento, se inclinaban hacia el sur. Desde abajo les llegó y se perdió el veloz retumbar de la tropa del mayor.
    Fashnalgid se enjugó el sudor frío que le cubría las cejas y enfiló hacia el oeste, sorteando rocas. Ambos soles ocupaban la misma porción del cielo, Freyr más bajo que nunca hacia el sudoeste, Batalix hundiéndose en el poniente.
    Los tres jinetes guiaron a sus monturas a través de una serie de montículos erosionados y alrededor de un peñasco medio derruido y grande como una casa, que presentaba signos de haber sido habitado en otros tiempos. En la lejanía, más allá del declive de la altiplanicie, re-verberaba el mar. Fashnalgid se detuvo y echó mano de la petaca. Luego se la ofreció a Shokerandit, que negó con la cabeza.
    —He decidido confiar en ti —dijo—. Pero ahora que hemos eludido a tus amigos, será mejor que hables claro. Tengo la misión de llegar hasta el Oligarca lo antes posible.
    —Pero mi misión es evitar al Oligarca. Debes saber que si te presentas ante él, es muy posible que te maten. —Y le explicó el recibimiento que le esperaba a Asperamanka. Shokerandit volvió a sacudir la cabeza.
    —Fue la Oligarquía la que nos envió a Campannlat. Estás loco si los crees capaces de masacrarnos a nuestro regreso.
    —Si el Oligarca considera en tan poco a un individuo, imagina lo que piensa de un ejército.
    —Nadie en su sano juicio destruiría uno de sus propios ejércitos.
    Fashnalgid se puso a gesticular.
    —Eres más joven que yo. Tienes menos experiencia. Los hombres juiciosos son los más dañinos. ¿Crees de verdad que es la razón la que guía nuestros actos? ¿Qué es pensar racionalmente sino suponer que los demás se comportarán como nosotros? No debes llevar mucho tiempo en el ejército si atribuyes una misma mentalidad a todos los hombres. Para serte franco, creo locos hasta a mis amigos. A algunos los enloqueció el ejército, otros estaban ya tan locos que se sintieron atraídos por esa dimensión de la estupidez, otros siempre han tenido un talento especial para la locura. En cierta ocasión, escuché un sermón del Sacerdote Militante Asperamanka. Hablaba con tanta vehemencia que pensé: ha de ser un hombre bueno. Claro que hay hombres buenos... Pero puedo asegurarte que la mayoría de los oficiales son como yo: réprobos a los que sólo los locos pueden seguir.
    A este exabrupto siguió un silencio que Shokerandit rompió en un tono frío:
    —Por lo que a mí respecta, no confiaría demasiado en Asperamanka. Estaba dispuesto a dejar morir a sus propios hombres.
    —«Pronto en locura se torna el saber, si sólo sufrimiento solemos ver» —citó Fashnalgid, y añadió—: Un ejército que porta la peste. La Oligarquía estaría más que dispuesta a deshacerse de él, ahora que el riesgo de un ataque de Campannlat es prácticamente nulo. Además, Askitosh se libraría del contingente de Bribahr...
    Como si ya estuviera todo dicho, Fashnalgid dio la espalda a sus acompañantes y tornó un largo trago de la petaca. Mientras Batalix descendía hacia la franja lejana del mar, algunas nubes invadieron el cielo.
    —Entonces, ¿qué propones para que no quedemos atrapados entre los ejércitos? —preguntó Toress Lahl audazmente.
    Fashnalgid apuntó a la distancia:
    —Una barca espera en las marismas, señora, con un amigo a bordo. Hacia allí me dirijo. Sois libres de acompañarme. Si me habéis creído, vendréis.
    De un ágil salto ganó la silla, se abrochó el cuello del abrigo bajo la barbilla, alisó su bigote y movió la cabeza a modo de despedida. Luego espoleó a su cabalgadura. El yelk bajó la cabeza y empezó a descender por la rocosa pendiente en dirección al mar, que reverberaba en la lejanía.
    Luterin Shokerandit le gritó a la figura que se alejaba:
    —¿Y hacia dónde dices que se dirige esa barca tuya?
    El viento que agitaba los arbustos bajos casi ahoga la respuesta.
    —Como último destino, a Shivenink...

    La macilenta figura montada en el yelk fue adentrándose en el laberinto de marismas que bordeaba el mar; junto a los ajados cascos del animal tanto podían elevarse aves como sumergirse pequeños anfibios. Formas mínimas se escondían en las charcas picadas por la lluvia. Todo aquello que podía hacerlo, se apartaba rápidamente del camino del hombre.
    El capitán Harbin Fashnalgid no estaba de ánimo como para preguntarse siquiera por qué la humanidad debía aceptar ese eterno aislamiento de todas las otras formas de vida. Sin embargo, esa misma pregunta —o tal vez la incapacidad de percibir la respuesta correcta al problema que planteaba— había terminado por generar un mundo que describía alrededor del planeta una órbita circumpolar.
    Era un mundo artificial, conocido como Estación Observadora Terrestre Avernus. Volando en torno al planeta a 1.500 kilómetros de altura, su aspecto desde abajo era el de una brillante estrella de ligero andar a la que los habitantes del planeta llamaban Kaidaw.
    A bordo de la estación, dos familias supervisaban la recopilación automática de datos de Heliconia. También se ocupaban de que los datos, en toda su riqueza, desorden y apabullante detalle, llegasen al planeta Tierra, a mil años luz de distancia. Era ésta la misión de la EOT. Para cumplirla, se habían gestado en la Tierra los seres humanos que la ocupaban. En aquel momento, al Avernus le faltaban apenas unos años terrestres para cumplir los cuatrocientos.
    El Avernus, fruto de la más avanzada tecnología de la cultura terrícola, era el símbolo vivo de la incapacidad de percibir la respuesta al eterno problema de la separación entre humanidad y medio natural. Era la guinda que adornaba el pastel de este prolongado divorcio. Se trataba nada menos que del máximo logro de un género empeñado en conquistar el espacio y esclavizar a la naturaleza sin haber dejado de ser él mismo un esclavo.
    Esta era, precisamente, ¡a razón por la cual el Avernus se estaba muriendo.
    A lo largo de su centenaria existencia, el Avernus había atravesado numerosas crisis. Pero nunca tecnológicas: el gran casco de la estación, de mil metros de diámetro, había sido diseñado como una entidad autosuficiente, en tomo a cuya piel pululaban como parásitos pequeños servomecanismos que reemplazaban las piezas y los instrumentos a medida que se desgastaban. Veloces, los servomecanismos se hacían señales con sus asimétricos brazos como si fuesen cangrejos sobre una playa virgen de germanio, comunicándose entre sí en un lenguaje que sólo la computadora WORK que los controlaba podía entender. Ya habían fosado casi cuatrocientos años y los servomecanismos continuaban funcionando. Los cangrejos habían demostrado ser incansables. Acompañaban al Avernus a través del espado escuadrones de satélites auxiliares, mientras que otros surgían de él en todas direcciones como chispas de un gran fuego. Se entrecruzaban y volvían a cruzar en sus órbitas, algunos no mayores que un globo ocular, otros de diseño y formas más complejas, siempre ocupados en su cibernética tarea: la recopilación de datos. Sus metafóricas gargantas estaban sedientas de información, y ésta parecía ser inagotable. En cuanto uno de ellos sufría un desperfecto o quedaba enmudecido por una bocanada de residuos cósmicos, las escotillas de servicios del Avernus liberaban su recambio, que partía de inmediato a reemplazarlo. Al igual que los cangrejos, también los chisporroteantes satélites se mostraban incansables.
    Luego, estaba el interior de la estación. Tras su blanda compartimentación plástica se extendía el equivalente a un esqueleto endomórfico o, para usar una analogía algo más dinámica, un sistema nervioso. Este sistema nervioso era infinitamente más complejo que el de cualquier ser humano. Poseía el equivalente inorgánico a un encéfalo, riñones, pulmones, tripas, y era en gran medida independiente del cuerpo al que servía. Resolvía todos los problemas de recalentamiento, enfriamiento, condensación, microclima, desechos, iluminación, intercomunicación, ilusionismo y cientos de otros factores especialmente diseñados para hacer fisiológicamente tolerable la vida humana a bordo de la nave. Del mismo modo que los cangrejos y los satélites, el sistema nervioso había demostrado ser incansable.
    Pero la raza humana estaba cansada. Cada uno de los miembros de las ocho familias —reducidas a seis en primera instancia y luego a dos— se había dedicado, cualquiera que fuese su especialidad profesional, a un único objetivo: enviar la mayor cantidad posible de información acerca del planeta Heliconia a la lejana Tierra.
    Este objetivo estaba ya demasiado enrarecido, era demasiado abstracto, demasiado ajeno al torrente sanguíneo de los individuos.
    Poco a poco, las familias habían sucumbido a una especie de neurastenia sensora que les hacía perder contacto con la realidad. La Tierra, el planeta viviente, ya no existía para ellos. Lo que existía era la Tierra como Obligación, que pesaba sobre sus conciencias y les andaba el espíritu.
    Incluso el planeta que tenían delante, el glorioso y cambiante ¡lobo de Heliconia, ardiendo bajo la luz de sus dos soles y arrastrando su cono de sombra como la cola de una cometa, incluso Heliconia se había convertido en algo abstracto. No podían visitarlo. Intentarlo equivalía a morir. A pesar de que los seres humanos que lo habitaban, tan minuciosamente estudiados desde lo alto, parecían idénticos a los terrícolas, estaban protegidos contra el contacto extremo mediante un complicado mecanismo viral tan incansable como los mecanismos del Avernus. Este microorganismo, el helicovirus, era letal para los habitantes del Avernus durante todo el año. Algunos hombres y mujeres habían descendido a la superficie del planeta. Después de recorrerla durante unos pocos días, y de maravillarse ante la experiencia, habían muerto irremisiblemente.
    Desde hacía tiempo prevalecía a bordo del Avernus una sensación de derrotismo minimalista. El espíritu de sus tripulantes se estaba atenuando.
    Ahora que el otoño abrazaba lentamente la esfera en tomo a la que orbitaban, y mientras Freyr se alejaba día a día y década a década de Heliconia y sus planetas hermanos —es decir, a medida que las 236 unidades astronómicas de periastron entre Batalix y Freyr se aproximaban a las formidables 710 de ¿postren—, los jóvenes de la Estación Observadora, desesperados, habían derrocado a sus mayores. ¿Qué eran éstos sino esclavos? La era del ascetismo había terminado. Los ancianos fueron liquidados. El minimalismo fue liquidado también. En su lugar se erigía el eudemonismo. Si la Tierra había vuelto la espalda al Avernus, el Avernus daría la espalda a Heliconia.
    En un primer momento, había bastado con una ciega indulgencia respecto de la sensualidad. El solo hecho de haber roto las cadenas del deber ya sabía a gloria. Pero —y este «pero» encierra tal vez el destino inexorable de la humanidad— el hedonismo pronto demostraría ser insuficiente. La promiscuidad resultaba ser tan estéril como la abstención.
    Crueles perversiones comenzaron a asolar los mancillados techos del Avernus. Heridas, Justazos, canibalismo, pederastía, paidofilia, violaciones intestinales, penetraciones sádicas de in-fantes y ancianos se convirtieron en práctica habitual. No había día sin desollamientos, fornicaciones masivas en público, sodomizaciones o mutilaciones. Se sacaba lustre a la libido, se enlodaba el intelecto.
    La depravación floreció. Los laboratorios producían alegremente las mutaciones más extremas y grotescas. Enanos con enormes órganos sexuales dieron paso a hibridaciones de órganos sexuales con vida propia. Estos «sexópodos» tenían en un principio sus propios pies, pero los modelos más avanzados ya se movían mediante musculatura labial o prepucial. Se trataba de leviatanes reproductores que se excitaban y engullían públicamente unos a otros o acosaban sin descanso a los humanos que se cruzaban en su camino. Los órganos eran cada vez más sofisticados, más aposemáticos. Proliferaban, crecían y rodaban, succionaban, se ensuciaban y reproducían. Tanto las formas similares a hongos priápicos como las que semejaban laberínticos ovocitos poseían una energía inagotable, y sus colores se encendían o apagaban de acuerdo a su flaccidez o tumefacción. En sus últimas fases evolutivas, estos genitales autónomos se hipertrofiaron; unos pocos se volvieron violentos y golpeaban furiosamente las paredes de los tanques de cristal donde consumían, como babosas multicolores, su holobéntica existencia.
    Varias generaciones de avernianos veneraron a estas extrañas criaturas polimórficas casi como si fuesen los dioses que habían sido expulsados de la estación mucho tiempo atrás. Luego, hubo una generación que no las toleró.
    Estalló una guerra civil, una verdadera guerra intergeneracional. La estación se convirtió en un campo de batalla. Los órganos mutantes quedaron Ubres; muchos fueron destruidos.
    La lucha persistió a lo largo de varios años y vidas. Mucha gente moriría en ella. La antigua estructura familiar, de prolongada estabilidad y basada en atávicos esquemas terráqueos, terminó por derrumbarse. Los tripulantes se dividían en Tans y Pins, pero estas denominaciones no guardaban apenas relación con el pasado.
    El Avernus, paraíso de la tecnología, emblema de todo lo positivo y emprendedor que pudiera albergar el intelecto humano, se había convertido en un ruedo en el que de tanto en tanto una turba de salvajes emboscados caía sobre atrapara romperle agolpes el cráneo.




    V
    UNAS CUANTAS
    REGULACIONES MÁS


    Como si fuera una red venosa, un sistema de acequias y ribazos cubría la zona de marismas entre Koriantura y Chalce. Aquí y allá, los ribazos se intersectaban. Estas intersecciones presentaban a veces compuertas que impedían pasar al ganado doméstico. En k parte superior de los taludes, hombres y bestias habían formado senderos; los lados estaban cubiertos de rústica gramilla, y ésta bajaba hasta fundirse con los juncos que orlaban los labios de las acequias, por donde fluía un agua negra. El suelo así parcelado chapoteaba bajo los pies. Con deliberada parsimonia, pesadas bestias domésticas lo surcaban, haciendo altos eventuales para beber de las oscuras pozas abiertas.
    Luterin Shokerandit y su cautiva eran las únicas figuras humanas visibles en muchas millas. Su avance molestaba a ocasionales bandadas de aves, que alzaban vuelo con un palmeteo apagado, planeaban a baja altura y plegaban de repente el abanico de su halada formación para tomar tierra todas a la vez.
    A medida que el hombre fue aproximándose al mar y la distancia entre él y la mujer se acentuó, los arroyuelos fueron confluyendo cada vez más hacia la costa y sus aguas se volvieron más salobres. Su leve rumor hacía más agradable el chapoteo de las patas de los yelks.
    Shokerandit se detuvo y aguardó a que Toress Lahl lo alcanzase. Estuvo a punto de gritarle pero algo le hizo cambiar de idea. Estaba seguro de que aquel extraño capitán Fashnalgid les había mentido acerca de la recepción que esperaba a Asperamanka en el desfiladero de Koriantura. Creer a Fashnalgid implicaba dudar de la integridad del sistema por el que Shokerandit vivía. No obstante, un fondo de sinceridad en el hombre había inducido a Luterin a conducirse con cautela. El deber de Shokerandit consistía en hacer llegar el mensaje de Asperamanka al cuartel general del ejército en Koriantura. Esto incluía asimismo eludir cualquier posible emboscada. Se le ocurrió que lo más astuto era aparentar haber creído a Fashnalgid y aprovechar así la salida de Chalce por mar.
    Una luz equívoca bañaba el pantanal. La figura del capitán había desaparecido y Shokerandit avanzaba más lentamente de lo previsto. A pesar de que su montura seguía el sendero trazado en el lomo de los ribazos, cada nuevo paso parecía más arduo y empantanado que el anterior.
    —Mantente cerca —le dijo a Toress Lahl. Su voz retumbó pesadamente en su cabeza. Volvía a dirigir el yelk hacia adelante.
    Poco antes la lluvia amarronada había amenazado con convertirse en un regular uskuti sube-y-baja, como se lo solía llamar. Pero los oscuros mantos se habían desplazado hacia el sur, y confusos retazos de luz coronaban ahora las marismas. Podía ser una escena lúgubre, pero incluso en esta región marginal se desarrollaba una serie de procesos vitales para la supervivencia de aquellas especies que luchaban por el dominio de Heliconia: los ancipitales y los humanos.
    En las aguas vivas que nutrían las acequias abiertas a uno y otro lado de los ribazos crecían algas marinas. Similares a las laminarias, concentraban el yodo marino en sus delgados dedos marrones. Luego dispersaban este elemento por el aire en forma de compuestos yodados y sobre todo de yoduro metílico, que, una vez recompuesto como yodo en la atmósfera, era transportado por el viento a los rincones más recónditos del planeta.
    Ni ancipitales ni humanos podían vivir sin yodo. Sus tiroides lo almacenaban a fin de poder regular su metabolismo mediante hormonas yodadas.
    Durante esta época del Gran Año, tras el advenimiento de los Siete Eclipses, algunas de estas hormonas se encargarían de que la especie humana se encontrase más expuesta que nunca a la virulencia del helicovirus.
    Como atrapados en un laberinto, sus pensamientos daban vueltas y vueltas por caminos familiares. Recordaba, una y otra vez, sus celebradas hazañas de Isturiacha, aunque ya no con orgullo. Sus camaradas habían admirado en él su valentía; cada bala que había disparado, cada golpe de sable con el que había partido en dos a un enemigo eran ahora parte de la leyenda. Sin embargo, el horror ante lo que había hecho y la exaltación que había sentido al hacerlo le encogían el corazón.
    Y la mujer... En su larga travesía hacia el norte, había poseído a Toress Lahl. Ella había yacido sin oponer resistencia mientras él se satisfacía. Todavía recordaba con placer el contacto de su carne, y el poder que había tenido sobre ella. No obstante, pensaba con culpa en su prometida, Insil Esikananzi, que lo esperaba allá en Kharnabhar. ¿Qué pensaría de él si lo viese acostarse con esta extranjera, salida de lo más profundo del Continente Salvaje?
    Estos pensamientos se iban y volvían, distorsionados y fugitivos, hasta que empezó a dolerle la cabeza. De pronto recordó una ocasión en que, siendo niño, había sorprendido a su madre. Había irrumpido inconscientemente en su alcoba. Y allí estaba, de pie, aquella tenue figura, tan frecuentemente encerrada en su habitación (más aún desde la muerte de Favin). Su doncella la vestía y ella seguía el proceso en su brumoso espejo de plata, en el que el racimo de frascos de perfume y ungüentos se reflejaba como los minaretes y cúpulas de una lejana ciudad.
    Su madre se había girado para mirarlo sin un reproche, sin ánimo alguno, sin —por lo que recordaba— siquiera una palabra. Era justo antes de alguna gran ocasión y la ayudaban a ponerse su túnica. Con esta prenda, que llevaba bordado el mapa de Heliconia, la habían honrado importantes asociaciones de la Rueda. Los países y las islas estaban representados en plata; el mar, en un vivaz azul. El cabello de su madre, todavía suelto, caía oscuramente, como una cascada que bajara desde el Polo Norte hasta el Alto Nyktryhk e incluso más allá. La túnica se abotonaba por detrás. Fue en ese momento, mientras la doncella, ocupada en los botones, se inclinaba, cuando advirtió que la ciudad de Oldorando en el Continente Salvaje marcaba el sitio exacto de las partes privadas de su madre. Esta observación suya siempre lo había avergonzado.
    Los gruesos penachos de hierba silvestre que moteaban el terreno le parecieron grotescas matas de vello corporal. La hierba se le acercaba de un modo extraño. Vio pequeños anfibios que se escondían de un salto en velludas hendiduras, oyó el campanilleo del agua en movimiento y observó desaparecer pequeñas margaritas bajo los cascos del yelk como estrellas eclipsándose. El universo se le vino encima. Estaba deslizándose montura abajo.
    A último momento logró erguirse y caer sobre sus pies. Tampoco las piernas se mostraban del todo firmes.
    —¿Qué te pasa? —preguntó Toress Lahl, cabalgando hasta él.
    A Shokerandit le costó mover el cuello para mirarla. Los ojos de la joven, ensombrecidos bajo el sombrero, hicieron desconfiar a Luterin, que buscó su arma aunque enseguida recordó que la había enfundado en la silla de montar. Entonces cayó hacia adelante y su cara encontró el pelo mojado del anca del yelk. Se derrumbó. Resbalaba por el talud del ribazón sin poder impedirlo.
    Una extraña rigidez se había apoderado de él. No encontraba el modo de aunar la voluntad y la destreza. Oyó, sin embargo, desmontar a Toress Lahl y aproximársele chapoteando. Sintió asimismo el brazo de ella bajo su cabeza, y su voz ansiosa, intentando reanimarlo Ahora lo ayudaba a incorporarse Le dolían los huesos, trató de gritar de dolor pero no emitió sonido alguno Finalmente, el dolor de huesos y extremidades se le metió en el cráneo Mientras su cuerpo se retorcía y contorsionaba, vio pasar por el rabillo del ojo un furtivo retazo de cielo.
    —Estás enfermo —dijo Toress Lahl, sin atreverse a pronunciar el temido nombre del mal.
    Lo soltó y dejó que se tumbase sobre la hierba húmeda Luego oteó la inmensidad pantanosa que los rodeaba y las lejanas montañas calvas de donde habían venido Todavía se distinguían al sur algunos manchones de lluvia. Entre sus pies, minúsculos cangrejos iban y venían por los arroyuelos.
    Podía escapar. Su captor, inerte, yacía a sus pies Podía incluso matarlo con su propia arma si quería. Regresar a Campannlat por tierra era demasiado arriesgado, sobre todo con un ejército a punto de emerger de las estepas. Koriantura estaba sólo a unas pocas millas hacia el noroeste, la escarpa que servía de frontera, visible desde allí, parecía una falla del horizonte Pero ése era territorio enemigo La luz menguaba.
    Toress Lahl, indecisa, avanzó un poco y volvió sobre sus pasos Después se acercó a la figura tendida de Shokerandit.
    —Bien, vamos a ver qué puede hacerse —dijo.
    Con sumo esfuerzo consiguió encaramarlo otra vez en la silla, montando detrás de él para sujetarlo Espoleó al yelk. La otra bestia los siguió al mismo paso, como si prefiriese una y mil veces su compañía a una noche de soledad en las marismas.
    Urgida por la ansiedad, la joven exigía cada vez más al animal Por fin, al filo de la tarde, vislumbró a lo lejos la silueta de Fashnalgid que se recortaba contra el telón de fondo del mar Apuntó el revólver de Shokerandit al aire y disparó Las aves más próximas alzaron vuelo en bandadas, chillando al huir Media hora más tarde, la noche o su hermano gemelo ya cubrían la tierra Sólo algunas charcas pálidas recogían los leves destellos del sudoeste, donde, apenas encima del horizonte, acechaba Freyr Fashnalgid había desapareado.
    Toress Lahl espoleó de nuevo al yelk, aguantando sobre su cuerpo el peso de Shokerandit.
    Como el agua invadía el sendero del ribazón por todas partes y su sonido iba en aumento, la joven supuso que la marea estaba subiendo Nunca había visto el mar de cerca, y le temía Dada la poca luz, no se dio cuenta de que habían llegado a un pequeño muelle Amarrada en el extremo, esperaba una barca.
    Un rumor voraz acompañaba cada avance del mar cetrino sobre el terreno barroso La hierba glumácea y las juncias emitían un susurro espectral y las olas lamían los lados del muelle No había rastro alguno de presencia humana.
    Toress Lahl se apeó y depositó a Shokerandit sobre un montículo de la orilla Luego subió con cautela al crujiente muelle.
    —¡Ya te tengo! ¡Quieta!
    La voz, que llegaba de abajo, arrancó a su vez un pequeño grito de la garganta de la muchacha Un hombre surgió de debajo del muelle y lo abordó de un salto, apuntando su arma a la cabeza de Toress Lahl.
    Su rancio aliento a alcohol y el mostacho abundante produjeron un inmediato alivio en la joven se trataba del capitán Fashnalgid Éste gruñó en señal de reconocimiento, no ya expresando placer o disgusto sino como si admitiese para sí que la vida estaba llena de molestos trámites y que todos exigían ser cursados.
    —¿Por qué me seguisteis? ¿Traéis a Gardeterark detrás de vosotros?
    —Shokerandit está enfermo ¿Me ayudarás?
    El capitán se volvió y gritó en dirección a la barca.
    —¿Puedes salir, Besi? No hay peligro.
    Envuelta en sus pieles, Besi Besamitikahl emergió de la lona bajo la cual se ocultaba y llegó hasta ellos. El capitán le había expuesto, con ánimo exaltado, su plan para rescatar a Asperamanka de las garras del Oligarca —según sus dramáticas palabras—, y ella lo había escuchado casi sin inmutarse. Haría esto y lo otro para ir al encuentro del Sacerdote Militante y cabalgaría con él hasta la costa, donde Besi estaría esperándolos con la barca que obtendría de la generosidad de Eedap Mun Odim. Besi no podía fallarle. Estaban en juego su honor y su vida.
    Odim, que también había escuchado el plan pero de labios de su protegida, estaba encantado. Ni bien Fashnalgid se embarcase en una empresa ilegal, se pondría automáticamente en su poder. Por supuesto que le facilitaría una pequeña barca, barquero incluido, con la que Besi atravesaría la bahía para reunirse con el capitán y su beato acompañante.
    A cada momento, las leyes del Oligarca ejercían más y más presión sobre la población. Día a día, calle a calle, Koriantura se iba sometiendo a la vara del control militar. Odim lo veía, callaba, se preocupaba por su rebaño de parientes y trazaba sus propios planes.
    Besi ayudó a Toress Lahl a subir a bordo el cuerpo rígido de Luterin Shokerandit.
    —¿Tenemos que llevarlos? —preguntó a Fashnalgid, observando con recelo al enfermo—. Podrían ser contagiosos.
    —No podemos dejarlos aquí—dijo Fashnalgid.
    —Supongo que también querrás llevar los yelks.
    Pero el capitán pasó por alto este último comentario e instó al barquero a soltar amarras. Los yelks, inmóviles en la costa, los miraron alejarse. Uno avanzó hacia el barro, resbaló y decidió recular. Se quedaron allí, con la vista clavada en la pequeña barca que se perdía, mar adentro.
    Hacía frío sobre las olas. El barquero se sentó junto a la caña del timón y los demás se acurrucaron bajo la lona para protegerse del viento. A pesar de que Toress Lahl no tenía ganas de hablar, Besi la bombardeó a preguntas. —¿De dónde eres? Se nota por tu acento que no eres de aquí. ¿Es éste tu esposo?
    A regañadientes, Toress Lahl admitió ser esclava de Shokerandit.
    —Bueno, hay maneras de salir de ello —dijo Besi de corazón—. Aunque no muchas. Lo siento por ti. Podrías salir peor parada si tu amo se muere.
    —Quizás encuentre una nave en Koriantura que pueda llevarme de vuelta a Campannlat..., en cuanto el teniente Shokerandit esté fuera de peligro, claro. ¿Me ayudarás?
    Fashnalgid la interrumpió:
    —Señora, bastantes problemas nos aguardan en Koriantura como para pensar en ayudar a escapar a una esclava. Eres guapa..., deberías buscarte un buen cuartel.
    Toress Lahl pasó por alto el comentario y preguntó:
    —¿Qué clase de problemas?
    —Ah... Eso depende de Dios, del Oligarca y de un tal mayor Gardeterark —dijo Fashnalgid. Acto seguido, extrajo su petaca y dispuso generosamente de su contenido.
    Pensándoselo dos veces, la ofreció a las mujeres.
    Bajo la lona, la voz de Shokerandit sonó lenta pero clara:
    —No quiero sufrirlo otra vez...
    —La vida, querido teniente —dijo Fashnalgid—, es fundamentalmente un rosario de actuaciones repetidas.

    Aunque la población de Sibornal no llegaba al cuarenta por ciento de la de Campannlat, la red de comunicaciones que unía sus distantes capitales era bastante mejor que la del vecino continente. Las carreteras, salvo en regiones apartadas como Kuj-Juvec, eran excelentes; y puesto que había pocos núcleos urbanos lejos de la costa, el mar actuaba como conducto. No era un continente difícil de gobernar, sobre todo existiendo ese férreo propósito en su ciudad más poderosa, Askitosh.
    El plano de Askitosh mostraba un diseño semicircular, cuyo punto central correspondía a la gigantesca iglesia encaramada en la escollera. La luz que ardía en la torre de esta iglesia podía divisarse a varias millas de la costa. Pero a espaldas del semicírculo, a una muía o un poco más del mar, se levantaba la colina Icen, sobre cuyo pedestal de granito un castillo albergaba la voluntad más poderosa de Askitosh, y de todo Sibornal.
    Esta Voluntad se ocupaba de mantener en actividad las rutas terrestres y marítimas del continente, saturadas de contingentes militares y de los precursores de éstos: los carteles. Estos carteles aparecían tanto en las paredes de ciudades como de caseríos, anunciando una restricción tras otra. A menudo, estas restricciones venían disfrazadas de preocupación social, como las destinadas a Prevenir la Propagación de la Muerte Gorda, o a Reducir la Hambruna, o a Detener a los Elementos Peligrosos. Pero todas olían de un modo u otro a Limitación de las Libertades Individuales.
    Por lo general, aquellos que trabajaban para la Oligarquía suponían que la Voluntad de la cual emanaban estos edictos reguladores de las vidas de los sibornaleses era la del Supremo Oligarca, Torkekanzlag II. Nadie había visto jamás a Torkerkanzlag. Este —si es que existía— se había confinado en unas cuantas habitaciones del castillo de Icen. Sin embargo, daba la sensación de que tales edictos eran coherentes con alguien que tenía en tan baja estima su propia libertad como para encerrarse en una suite de habitaciones sin ventanas.
    Entre quienes ocupaban puestos de responsabilidad circulaban ciertas sospechas acerca del Oligarca: se solía asegurar que se trataba de un título vacío, una máscara tras la cual actuaba la Cámara Interna de la Oligarquía.
    La situación no dejaba de ser paradójica. El alma del Estado correspondía a una entidad casi tan nebulosa como el propio Azoiáxico, alma de la Iglesia. Torkerkanzlag sería un nombre adoptado por consenso y, posiblemente, utilizado por más de una persona.
    Existía, por otra parte, un cuerpo de observaciones supuestamente vertidas por los labios —o, como algunos afirmaban, el pico— del Oligarca en persona. «Podemos debatirlo en consejo. Pero recordad que el mundo no es una sala de debate. En todo caso, si a algo se parece, es a una sala de tortura.»
    «No os preocupe si se os llama malvados. Es el destino de los que gobiernan. La gente no espera más que maldad: basta con escuchar lo que se dice en cualquier esquina de cualquier ciudad.»
    «Emplead la traición siempre que os sea posible. Es más barata que un ejército.»
    «Iglesia y Estado son hermano y hermana. Algún día decidiremos quién hereda la fortuna familiar.»
    Estos bocados de sabiduría atravesaban el esófago de k Cámara Interna antes de llegar al cuerpo político.
    En cuanto a la mencionada Cámara, podría inferirse que sus Miembros conocían la verdadera naturaleza de la Voluntad. Pero no era así. Los Miembros de la Cámara Interna —que ahora estaban en sesión y se presentaban enmascarados— estaban aún menos seguros de ello que los ignaros habitantes de las húmedas callejas al pie de la colina. Tan próximos estaban aquellos a la formidable Voluntad que se veían obligados a defenderse de ella con un gran despliegue de apariencias. Las máscaras que portaban no eran más que un modo superficial de ocultarse; estos hombres poderosos confiaban tan poco unos en oíros que cada uno de ellos había desarrollado una postura respecto del Oligarca de la que jamás podía deducirse la verdad, al modo de los insectos: los depredadores se muestran inofensivos para así engañar a sus presas, mientras que los inofensivos intentan parecerse a las especies más venenosas para engañar a sus perseguidores.
    Por tanto, si era el Miembro de Braijth, la capital de Bribahr, quien conocía la verdad acerca de la Voluntad que los dominaba a todos, podía explicar a sus pares esta verdad, podía contar una semiverdad conciliada o podía mentir de mil maneras, según le conviniese.
    Y, en tal caso, ¿cómo juzgar el grado de falsedad del Miembro de Braijth si, bajo la fachada de la unidad continental, solemnemente garantizada por más de un pacto, Uskutoshk estaba en guerra con Bribahr y una fuerza de Askitosh mantenía sitiada a Rattagon (si es que podía sitiarse una isla amurallada)?
    Además, había Miembros que fingían confiar en el Miembro de Braijth puesto que, secretamente, simpatizaban con su política de discutir el liderazgo uskuti. La falsedad lo dominaba todo. Su misma sinceridad era fingida.
    Nadie estaba del todo seguro de nada. Esto los calmaba, puesto que se sentían en cierto modo seguros al suponer que los demás Miembros estaban todavía más despistados que ellos mismos.
    De manera que el alma de la ciudad más poderosa del planeta llevaba en su seno la ofuscación y la confusión más profundas. Y era desde esta confusión desde donde pretendían enfrentar la amenaza de los cambios estacionales.
    En aquel momento, los Miembros discutían el último edicto que la mano invisible del Oligarca había hecho llegar para su ratificación. Se trataba del más osado de todos los edictos, puesto que prohibía la práctica del pauk por considerarla ajena a los principios de la Iglesia.
    En caso de que el edicto se hiciese legalmente efectivo, su aplicación implicaría apostar patrullas militares en cada caserío a todo lo largo y ancho del continente. Dado que los Miembros se consideraban gente educada, abordaban el tema mediante tranquilos discursos. Los labios apenas se les movían bajo las máscaras.
    —El edicto pone en tela de juicio nuestra naturaleza más íntima —dijo el Miembro de Juthir, la capital de Kuj-Juvec—. Estamos hablando de una costumbre antiquísima. Claro que lo antiguo no tiene por qué ser sinónimo de sacrosanto. Por una parte, tenemos a nuestra irreemplazable Iglesia, pilar inamovible de la unidad sibornalesa, con su piedra angular, el Dios Azoiáxico. Por la otra, no reconocida por la Iglesia, tenemos la costumbre del pauk, que permite a las personas sumirse en un trance por medio del cual pueden comulgar con los espíritus ancestrales. Como sabemos, estos espíritus estarían descendiendo hacia la Escrutadora Original, esa inescrutable figura materna, y, a la vez, descenderían de día. Por un lado, nuestra religión, pura, intelectual, científica; por el otro, esta brumosa noción de un principio femenino.
    »Es menester que nos preparemos a afrontar los duros y fríos tiempos que se avecinan. Para ello, tenemos que defendernos contra el principio femenino que llevamos dentro y erradicarlo de la población. Hemos de atacar este pernicioso culto de la Escrutadora Original. Debemos prohibir el pauk. Confío en reflejar con mis palabras la sabiduría que emana de este nuevo e inspirado edicto de la Voluntad.
    »Por lo demás, estaría incluso dispuesto a afirmar...
    La mayoría de los Miembros eran viejos, estaban acostumbrados a serlo y venían siéndolo desde hacía tiempo. Sus reuniones tenían lugar en una antigua sala cuyos elementos, ya fuesen de hierro o madera, habían sido lustrados durante siglos por legiones de esclavos hasta llegar a brillar. La mesa de hierro en la que se acodaban, el suelo pelado por el que arrastraban sus pies, la elaborada forja de las sillas en las que se sentaban, todo brillaba ante sus ojos. Los austeros paneles de hierro de las paredes les ¿volvían, distorsionadas, sus imágenes. Un fuego ardía aprisionado en una estufa, echando más humo que llamas a través de las rejas; y como no bastaba para disipar el frío de la sala, los Miembros permanecían envueltos en sus pieles, como figurines de una antigua mascarada. El único elemento que aliviaba esta lóbrega luminosidad era el gran tapiz que colgaba de una de las paredes. Contra su fondo escarlata, una gran rueda avanzaba a través del firmamento impelida por remeros ataviados de azul claro; cada remero sonreía hacia una sorprendente figura maternal de cuyas narinas, boca y pechos fluían las es-trellas celestes. El vetusto tejido daba a la sala un toque de grandeza.
    Mientras uno u otro Miembro tenía la palabra, los restantes sorbían sus bebidas de pelamontaña y quedaban absortos en sus uñas o en las rodajas de Askitosh que podían apreciarse a través de los ventanucos.
    —Algunos afirman que el mito de la Escrutadora Original es una imagen poética del ser —decía el Miembro de la distante Carcampan—. Pero aún no se ha confirmado que una entidad como el ser exista. De existir, cabría la posibilidad, si se me permite la expresión, de que ni siquiera fuese el amo de su propia casa. Es decir, que el ser podría ser un componente inherente a la misma Heliconia, ya que eso es lo que somos: átomos de Heliconia. En cuyo caso, habría quizá cierto riesgo en destruir todo contacto con la Escrutadora. Deseo que los Honorables Miembros lo tengan en cuenta.
    —Riesgo o no, el pueblo ha de someterse a la Voluntad del Oligarca o, de otro modo, dejarse destruir por el Invierno Weyr. Debemos curar nuestro ser. Tan sólo la obediencia nos permitirá sobrevivir a tres siglos y medio de hielo... —La réplica llegó del otro extremo de la mesa de hierro, donde los reflejos y las sombras eran prácticamente indistintos.
    La imagen de Askitosh parecía virada a un monótono sepia. La ciudad se hallaba envuelta en una de sus famosas «nieblas sedimentosas», una delgada película de aire frío y seco que precipitaba sobre la ciudad desde la meseta que se extendía a sus espaldas. A ello debía añadirse el humo de miles de chimeneas, muestra de que a los uskuti les gustaban los ambientes cálidos. Así, la ciudad se iba ensombreciendo tras un velo que, en parte, ella misma había generado.
    —Por otra parte, la comunicación con nuestros ancestros a través del pauk hace mucho por fortalecer nuestro ser —dijo una máscara de barba cana—. Sobre todo en la adversidad. Bueno, supongo que somos pocos aquí los que no hayamos sentido algún alivio al comunicarnos con los espectros.
    Con voz vacilante, el Miembro del puerto lorajano de Ijivibir dijo: —A propósito, ¿cómo es que nuestros científicos no han descubierto la razón de la simpatía que demuestran los gossis y fessups por nuestras almas cuando, como lo demuestran numerosos testamentos autenticados, en otro tiempo nos eran hostiles? ¿Creéis que podría corresponder a un cambio estacional: amistosos en invierno y verano, hostiles en primavera?
    —La pregunta se disolverá en la nada si condenarnos a los gossis y fessups a permanecer en sus ámbitos y promulgamos el edicto que nos ocupa —terció el Miembro de Juthir.
    Los ventanucos de la Cámara dejaban ver los tejados de la imprenta gubernamental, donde, tras no más de dos o tres días de debate, el edicto del Supremo Oligarca Torkerkanzlag II sería finalmente publicado. En los carteles que salían por centenares de las matrices planas podía leerse en grandes caracteres que a partir de entonces sería Ofensivo Practicar el Pauk, tanto en Secreto como en Compañía de Otros. Ello, se explicaba, constituía una nueva precaución ante el avance de la Plaga Invasora. Los Infractores serían castigados con una multa de Cien Sibs y, de Reincidir, con Prisión Perpetua.
    En la propia Askitosh funcionaba una red vial, constituida por máquinas a vapor que tiraban de coches a una velocidad de diez o doce millas por hora. Los coches estiban algo sucios pero eran bastante fiables y la red empezaba a extenderse por el extrarradio. Estos coches transportaron los fardos de carteles hasta los puntos de distribución situados en los márgenes de la ciudad y también al puerto, donde los barcos se encargaron de llevarlos a los cuatro confines del continente.
    Poco tardaron, pues, en llegar estos fardos a Koriantura. Pronto, una legión de operarios se afanaba por la ciudad, cubriendo las paredes con el texto de la nueva ley. Y uno de aquellos carteles apareció en el muro de la casa donde la familia de Eedap Mun Odim había vivido durante los últimos doscientos años.
    Pero aquella casa estaba vacía, abandonada a las ratas y los ratones. La puerta principal se había cerrado por última vez.

    Eedap Mun Odim se alejó de la casa familiar con su acostumbrado andar breve y rígido. Pero él tenía su orgullo: en su rostro no se reflejaba ninguna de las preocupaciones que lo atormentaban.
    Como aquélla era una mañana especial, tomó un camino indirecto hasta el muelle de Climent, pasando por la calle Rungobandryaskosh y por Corte Sur. Lo seguía, maleta en mano, su esclavo Gagrim.
    Sabía, a cada paso que daba, que paseaba por última vez por las calles de Koriantura. Durante muchos años, su origen kuj-juvecino lo había inclinado a contemplar la ciudad como un lugar de exilio; recién ahora comprendía hasta qué punto había sido su hogar. Había tomado todos los recaudos posibles para preparar su marcha de la mejor manera y, por fortuna, todavía contaba con un par de amigos uskuti, también mercantes, que lo habían ayudado de buen grado.
    La calle Rungobandryaskosh se bifurcaba hacia la izquierda, donde el terreno se hacía empinado. Odim hizo una pausa antes de doblar justo delante del camposanto de la Iglesia y miró hacía atrás. Allí estaba su vieja casa, estrecha en la base y ensanchándose a medida que se elevaba, con su balcón cubierto de celosías colgando como el nido de algún pájaro exótico y las esquinas del tejado curvándose hacia afuera hasta tocar casi las del tejado vecino. Dentro ya no estaba la prolífica familia Odim: sólo luces, sombras, vacío y aquellos anticuados murales que ofrecían estampas de lo que había sido la vida en un ahora casi imaginario Kuj-Juvec. Volvió a meter, con más firmeza, la barba dentro del abrigo y reemprendió la marcha.
    Era aquélla una zona de pequeños artesanos: orfebres, relojeros, encuadernadores, artistas de diversa índole. De un lado de la calle había un teatro pequeño. En él se representaban obras extraordinarias, que no atraían al gran público del centro de la ciudad y en las que la magia y la ciencia eran protagonistas: fantasías sobre cosas posibles e imposibles (pues ambas categorías se asemejaban mucho), tragedias acerca de tazas de té rotas, comedias sobre matanzas masivas. Y también sátiras. La ironía y la sátira escapaban tanto al entendimiento como a la aprobación de las autoridades, de modo que el teatro solía cerrar a menudo. Así es como estaba ahora, cerrado, y por eso la calle tenía ese aire de monotonía.
    En Corte Sur vivía un viejo pintor que había pintado escenarios para el teatro y porcelanas de las que exportaba Odim. Jheserabhay era un anciano pero su pulso no fallaba cuando se trataba de decorar soperas y fuentes; además, había proporcionado bastante trabajo a la numerosa familia Odim. A pesar de su afilada lengua, Odim lo apreciaba y por eso le traía un regalo de despedida.
    Fue un phagor quien le franqueó el paso; en Corte Sur había muchos. Si bien los uskuti sentían en general una clara aversión por los ancipitales, los artistas parecían encantados con ellos y disfrutaban perversamente de su inmovilidad y sus bruscos movimientos repentinos. Odim, por su parte, aborrecía su agrio hedor lechoso, de modo que se dirigió lo más aprisa posible hasta donde se encontraba Jheserabhay.
    Jheserabhay, envuelto en un hidrán pasado de moda, con los pies sobre el sofá, estaba sentado cerca de una estufa móvil de hierro. Junto a él reposaba un álbum de dibujos. Se levantó lentamente para recibir a Odim, que se sentó frente a él, en una silla tapizada de terciopelo, mientras Gagrim permanecía de pie, detrás del respaldo, abrazado a la maleta.
    El viejo pintor sacudió la cabeza con pesadumbre al oír las noticias que traía Odim.
    —En fin, han llegado malos tiempos para Koriantura; cómo dudarlo. Nunca los he visto peores. Es terrible, Odim, que te veas obligado a marcharte por el peso de las circunstancias. No obstante, tú y tu familia no estabais del todo arraigados aquí, ¿verdad? Odim no gesticuló. Lentamente, sin pensarlo, dijo: —Sí, he echado raíces aquí, y me sorprende que lo dudes. Nací aquí mismo, en esta zona, igual que mi padre. Este lugar es tan mío como tuyo, Jhessie.
    —Creí que venías de Kuj-Juvec...
    —Mi familia es originaria de Kuj-Juvec, sí, y me enorgullezco de ello. Pero yo, antes que nada, soy sibornalés y korianturano.
    —Entonces, ¿por qué te vas? ¿Adonde irás? Oh, no te ofendas. ¿Quieres una taza de té? ¿Un veronikane?
    Odim se alisó la barba:
    —Las nuevas ordenanzas hacen imposible que me quede. Mi familia es muy grande y hago todo lo que puedo por ellos.
    —Oh, sí, sí, y obras bien. Tu familia es muy grande, ¿verdad? Yo en cambio soy bastante contrario a esa clase de asuntos. No me casé. Ningún pariente. Siempre fiel a mi arte. He sido mi propio amo.
    Achicando los ojos, Odim repuso:
    —Mira, no sólo las familias kuj-juvecinas se agrandan. No somos primitivos, ¿sabes?
    —Mi querido y viejo amigo, hoy estás muy sensible. No pretendía acusarte. Vive y deja vivir. ¿Adonde irás?
    —Prefiero no decirlo. Las noticias vuelan, los susurros se convierten en gritos.
    El artista gruñó:
    —Volverás a Kuj-Juvec, claro.
    —Puesto que jamás he estado allí, difícilmente podría volver.
    —Alguien me dijo que tu casa estaba llena de murales de por allí. Tengo entendido que son bastante buenos.
    —Sí, sí; viejos pero buenos. Son de un gran artista que nunca se preocupó por la fama. Pero ya no es mi casa. He tenido que venderla. Sellada, empaquetada y fuera.
    —Al menos te la habrán comprado a buen precio...
    Odim había tenido que aceptar un precio miserable, pero en cambio dijo:
    —Tolerable. —Supongo que te extrañaré, aunque ahora casi no me veo con nadie. Ya ni siquiera voy al teatro. Este viento norte se me mete en los huesos.
    —Jhessie, he disfrutado de tu amistad durante más de veinticinco años, décimo más o menos. También he tenido en mucha estima tu trabajo, y quizá nunca te haya pagado como debía. A pesar de que sólo soy un mercader, sé apreciar el don artístico en los demás y puedo decir que no hay nadie en todo Sibornal que pinte aves en la porcelana mejor que tú. Quisiera que aceptases este regalo; es demasiado delicado para soportar un viaje y creo que tú sabrás apreciarlo. Podría haberlo vendido en la subasta pero supuse que estaría mejor contigo.
    Jheserabhay se enderezó como pudo; la curiosidad le iluminaba el rostro. Odim indicó a su esclavo que abriese la maleta. Gagrim extrajo de ella un objeto que depositó en manos de su amo. Odim lo sostuvo ante los ojos del artista, tentándolo.
    El reloj tenía el tamaño y la forma de un huevo de oca. En su dial aparecían, sobre el círculo externo, las veinticinco horas del día y, a la manera tradicional, los cuarenta minutos horarios en el interno. Pero a cada hora en punto —o cuando se oprimía el botón adecuado— el reloj revelaba, por un instante, una segunda y oculta faz. Esta cara también tenía dos manecillas: la externa indicaba la semana, el décimo y la estación del año pequeño; la interna, la estación del Gran Año.
    Ambas caras estaban esmaltadas. El huevo, en cambio, era de oro. La amplia figura de jade que lo aguantaba por arriba y abajo representaba a la Escrutadora Original sentada en un montículo que hacía las veces de base. A uno de sus lados crecía el trigo; al otro, glaciares. El acabado de la pieza era exquisito, perfecto en sus detalles: por ejemplo, en los dedos que surgían de las sandalias de la Escrutadora se distinguían claramente las uñas.
    Extendiendo sus arrugadas manos, Jheserabhay tomó el reloj y, enmudecido, lo examinó largamente. Los ojos se le llenaron de lágrimas. —Es una pieza bellísima. Maravillosamente trabajada. Y no podría decir de dónde proviene. ¿Es de Kuj-Juvec?
    Odim reaccionó con altivez:
    —Nosotros los bárbaros somos excelentes artesanos. ¿No sabías acaso que aunque vivimos en la inmundicia, nos pasamos la vida matando gente y produciendo exquisitas artesanías? ¿No es ésa la idea que los orgullosos uskuti tenéis de nosotros?
    —Lo siento, Odim, no quise ofenderte.
    —Pues bien, es de Juthir, si quieres saberlo; de nuestra capital. Tómalo. Quizás así logres recordarme durante cinco minutos. —Dicho esto, se volvió hacia la ventana. Una patrulla de soldados al mando de un oficial no autorizado estaba allanando una casa en la acera de enfrente. Odim pudo ver cómo dos soldados sacaban de ella a un hombre. Este, como si estuviera avergonzado por verse en semejante compañía, escondió el rostro.
    —Siento de veras que tengas que irte, Odim —dijo el artista, conciliador.
    —El mal anda suelto por el mundo. He de irme.
    —Yo no creo en el mal. En los errores, tal vez. En el mal, no.
    —Quizá temas reconocer que existe. Y existe dondequiera que haya hombres. En esta misma habitación, por ejemplo. Adiós, Jhessie.
    Dejó al anciano con el reloj en las manos e intentando incorporarse de su polvorienta silla.

    Odim miró alrededor cansadamente antes de dejar el abrigo de la casa en la que Jheserabhay tenía el estudio. La patrulla había desaparecido, llevándose consigo a su prisionero. Odim comenzó a andar con paso decidido por Corte Sur, liberando la mente de su reciente encuentro con el pintor. Al fin y al cabo, estos uskuti siempre resultaban difíciles de tratar. Dejarlos por un tiempo sería casi un alivio.
    Todo estaba dispuesto para la partida. A pesar de las prisas, nada había quedado librado a la ilegalidad. Desde que, dos días antes, Besi Besamitikahl partiera al encuentro del capitán desertor, Odim se había concentrado en dejar sus asuntos en orden. Había vendido la casa a un conocido no amistoso y el negocio de exportación a un rival amigo. Con ayuda de Fashnalgid, había adquirido un barco. Iría hasta la lejana Shivenink, a reunirse con su hermano. Sería grato volver a ver a Odirin; ahora que ya no eran tan jóvenes, podrían ayudarse mutuamente...
    La lucha es el verdadero cariz de la esperanza, se dijo Odim, enderezando la espalda y apretando el paso. No te rindas. La vida será más fácil, invierno o no. Deja de pensar sólo en el dinero. El poderoso sib domina tu mente. Esta adversidad te será propicia. En Shivenink, con ayuda de Odirin, no tendrás que trabajar tan duro. Pintarás cuadros como Jheserabhay. Tal vez hasta te hagas famoso.
    Animado por estos y similares pensamientos, llegó al muelle. Su soliloquio fue interrumpido por el ruido de un cañón de vapor que rodaba lentamente en dirección al este. Se decía que una gran batalla estaba a punto de estallar; otra razón para dejar la ciudad de inmediato. El cañón era tan pesado que al desplazarse por el empedrado iba sacudiendo el suelo. Su malévola maquinaria pistoneaba y lanzaba vaharadas de humo. A su alrededor, chillando de emoción, corría una turba de chiquillos. . El cañón de vapor siguió a Odim a todo lo largo del muelle de Climent. El pesado cilindro apuntaba más o menos en su dirección. Cuando por fin llegó a ODIM FINAS PORCELANAS DE EXPORTACIÓN respiró aliviado. Gagrim le pisaba los talones.
    En la sala de muestras y el almacén reinaba la confusión, tal vez porque allí ya nadie trabajaba. Tanto jornaleros corno esclavos habían aprovechado la ocasión ,para abandonar sus tareas. Muchos de ellos, junto a la puerta, miraban pasar el cañón. En su perezosa disposición para apartarse se reflejaba el escaso respeto que les inspiraba su ex empleador. ¡ No importa, se dijo Odim. Zarparemos con la marea de la tarde y esta gente podrá hacer lo que le venga en gana.
    Un mensajero le comunicó que el nuevo dueño estaba arriba y que deseaba verlo La mente de Odim percibió un destello de peligro No parecía lógico que el nuevo dueño se encontrase allí ya que oficialmente el traspaso recién tendría efecto después de medianoche. Pero, dispuesto a contener la ansiedad, subió con decisión las escaleras siempre seguido de Gagrim.
    La sala de recepción era una galería elegantemente decorada cuyas ventanas dominaban el puerto Sus paredes estaban adornadas por tapices, así como por una colección de miniaturas que habían pertenecido al abuelo de Odim. Muestras de las porcelanas de Odim se exhibían en lustrosas mesas Aquí recibía a los clientes especiales y cerraba los tratos más importantes.
    Pero aquella mañana lo esperaba un único cliente especial en el salón bajo, y por su uniforme podía deducirse que el negocio a tratar no sería del todo agradable El mayor Gardeterark estaba parado de espaldas a la ventana La cabeza parecía tirarle del cuello hacia adelante y los abultados labios y la boca se le volvían hacia Eedap Mun Odim. Detrás de él, pálida, aguardaba Besi Besamitikahl.
    —Entre —dijo— Cierre la puerta.
    Odim se detuvo tan abruptamente que Gagrim se lo llevó por delante. El mayor Gardeterark estaba enfundado en su gran chaquetón, un abrigo de gruesa textura cuyos botones, cual ojos de flambreg, se desplegaban en él como si estuviesen montando guardia y cuyos bolsillos sobresalían como si fuesen estuches Era sin duda una prenda capaz de reemplazar en cualquier momento a su dueño si éste fuese relevado de usarla No obstante, Gardeterark estaba más en su papel que nunca y escudriñaba desde la atalaya de botones los movimientos de Odim, que, como se le había ordenado, cerró la puerta. Lo que más le aterraba no era el mayor sino la presencia de Besi detrás de él A Odim le bastó una mirada al rostro pálido de la muchacha para comprender que la habían forzado a revelar sus secretos Su pensamiento voló inmediatamente a esos secretos que lo habían convencido que escondiese en el local Harbin Fashnalgid, considerado oficialmente como desertor, un teniente del ejército enemigo, infectado de Muerte Gorda, una joven borldorana, una esclava, que cuidaba del teniente Sabía que lo que para él era un acto de simple humanidad para Gardeterark era una lista de crímenes imperdonables.
    La frágil constitución de Odim se inflamó de rabia A pesar de todo su miedo, la rabia podía más Despreciaba a ese odioso y frío oficial desde que se lo había encontrado por primera vez allí abajo, henchido de poder Si Odim se había propuesto sacar a todo el mundo sano y salvo de aquella ciudad, no sería esa horrenda criatura la que iba a interferir en sus planes.
    Asintiendo en dirección a Besi Besamitikahl, el mayor Gardeterark dijo:
    —Esta esclava me dice que esconde usted a un desertor del ejército, de nombre Fashnalgid.—Estaba esperando aquí Me obligó —empezó a explicar Besi Gardeterark levantó su mano enguantada, que incluía varios botones, y la descargó sobre el rostro de la mujer.
    —Lo esconde usted en este establecimiento —dijo Dio un paso hacia Odim sin mirar en ningún momento a Besi, que, llevándose ambas manos a la boca, se dolía junto a la pared. De uno de sus bolsillos-estuche Gardeterark extrajo una pistola y la apuntó al estómago de Odim.
    —Quedas arrestado, Odim, rata extranjera Llévame hasta donde escondes a Fashnalgid. Odim se pasó la mano por la barba A pesar de que la violencia del golpe que había recibido Besi lo había asustado, también había aumentado su determinación Devolvió una mirada vacía al mayor.
    —No sé de quién me habla Aparecieron entonces unos prominentes dientes amarillos entre unos labios que enseguida volvieron a cerrarse. Era el modo evidente de sonreír del mayor.
    —Ya sabes a quién me refiero. Se alojaba contigo. Luego se dirigió a Chalce con esta mujer tuya, sin duda con tu beneplácito. Debe ser arrestado por deserción. Un estibador lo ha visto entrar aquí. Llévame hasta él o te llevaré al cuartel para ser interrogado.
    Odim retrocedió.
    —Lo conduciré hasta él.
    Al fondo de la galería, una puerta comunicaba con la parte trasera del edificio. Mientras seguía a Odim, Gardeterark empujó una de las mesas que le obstruían el paso. La porcelana cayó al suelo y se hizo añicos.
    Odim no se inmutó. En cambio, se dirigió a Gagrim:
    —Quita el cerrojo a esta puerta.
    —Tu esclavo puede quedarse donde está —dijo Gardeterark.
    —Es él quien lleva las llaves durante el día.
    Las llaves, aseguradas al cinturón por medio de una cadena, estaban efectivamente en el bolsillo de Gagrim, que abrió la puerta con mano temblorosa.
    Recorrían ahora el pasillo que conducía a las oficinas posteriores. Odim abría la marcha. Atravesaron el pasillo y doblaron hacia la izquierda. Cuatro escalones más abajo se interponía una puerta de metal. Odim le hizo gestos a Gagrim para que la abriese. Aquella cerradura requería una llave especialmente grande.
    Una vez abierta, salieron a un balcón que dominaba un patio. La mayor parte del patio estaba ocupada por carros cargados de leña y dos obsoletos hornos. Estos hornos apenas se usaban; en aquel momento, uno de ellos ardía para satisfacer un pedido urgente de la guarnición local, que no exigía mayor finura. Por lo general, casi toda la porcelana de Odim procedía de fuera de Koriantura. Cuatro phagors se ocupaban de mantener el horno encendido. Como era viejo y estaba mal aislado, el calor y el humo habían invadido el patio. —¿Y bien? —insistió Gardeterark al ver que Odim dudaba.
    —Está en una de aquellas naves —dijo Odim, señalando al otro lado del patio. El balcón estaba conectado con la nave indicada por medio de un andamiaje que circundaba el patio, casi tan viejo como los hornos de abajo, que dejaba pasar un humo espeso por entre sus crujientes tablones.
    Odim se aventuró con suma cautela por ese pasadizo suspendido. A medio camino, envuelto en el humo que subía, hizo una pausa, agarrándose con una mano de la barandilla:
    —Me encuentro mal... Será mejor que vuelva —dijo, girándose hacia el mayor—. Mire el horno.
    Eedap Mun Odim no era un hombre violento. A lo largo de toda su vida había rechazado el empleo de la fuerza. Incluso los signos de ira le disgustaban, y su propia ira aún más. Siguiendo el ejemplo de sus padres, se había educado a sí mismo en la obediencia y la cortesía. Ahora debía olvidar ese arduo entrenamiento. Con un amplio movimiento envolvente juntó los brazos, apretó los puños y cuando Gardeterark se asomaba hacia abajo lo golpeó en la nuca.
    —¡Gagrim! —gritó Odim. El esclavo permaneció inmóvil.
    Gardeterark se fue de lado contra la barandilla mientras intentaba desenfundar el arma. Odim le pateó la rodilla y volvió a golpearlo, esta vez en el pecho. El oficial parecía el doble de grande que antes, casi inexpugnable en su chaquetón.
    Luego se oyó crujir la barandilla, hubo un disparo y Gardeterark empezó a caer. Odim se aferró al andamiaje con pies y manos para no precipitarse tras el capitán.
    Gardeterark lanzó un terrible alarido. Caía.
    Odim lo miró caer: agitaba las manos y tenía abierta la enorme boca de animal. La altura no era mucha; cayó justo encima del horno de cámara dual que estaba encendido, con el techo cubierto de ladrillos sueltos y escombros. Por las grietas abiertas asomaron algunas llamas. Al elevarse el calor, Odim se aplastó contra los tablones para no quemarse.
    El mayor trató de ponerse en pie, gritando sin parar. Su chaquetón empezaba a arder como un viejo cobertizo. De pronto, metió una pierna en una de las grietas y la bóveda del horno se desmoronó. Lenguas de fuego ascendieron como si fueran líquidas. La temperatura dentro del horno superaba los mil cien grados. Gardeterark, totalmente abrasado, se hundió en aquel infierno flamígero.
    Odim permaneció tumbado un rato contra los tablones, hasta que por fin Besi, con la boca partida, se atrevió a llegar hasta él y ayudarlo a regresar a la galería. Gagrim había desaparecido.
    Ella lo acomodó en su regazo y le limpió con un trapo la cara tiznada. Odim se encontró diciéndole, una y otra vez:
    —He matado a un hombre.
    —Nos has salvado. A todos —le dijo ella—. Has sido muy valiente, querido. Ahora hemos de embarcar y zarpar lo antes posible, antes de que alguien descubra lo ocurrido.—He matado a un hombre, Besi.
    —Di mejor que se ha caído, Eedap. —Y después de besarlo con sus labios rajados, rompió a llorar. El la abrazó como nunca antes lo hiciera a la luz del día y ella sintió el temblor de su cuerpo duro y delgado.

    Así acabó la etapa organizada de la vida de Eedap Mun Odim. A partir de ese momento, su existencia estaría jalonada por una serie de improvisaciones. Al igual que su padre antes que él, había intentado controlar su pequeño universo mediante cuentas claras y balances justos, evitando las trampas, las actitudes altisonantes, conformándose con lo que podía, cuando podía. Pero todo aquello se había borrado de un plumazo. Todo el sistema había quebrado. Besi Besamitikahl tuvo que ayudarlo a cruzar el muelle hasta el barco que los aguardaba. Con ellos embarcaban otros dos cuyos destinos parecían haberse desviado igualmente.
    El capitán Harbin Fashnalgid se había visto crudamente retratado en un cartel rojo al desembarcar con Besi después de haber navegado veinte millas desde aquel embarcadero del marismal. El cartel acababa de salir de las imprentas controladas por el ejército y su pegamento todavía estaba fresco. Para Fashnalgid, el barco de Odim no sólo representaba la oportunidad de huir de Uskutoshk sino también la de permanecer junto a Besi. Fashnalgid había decidido que, si pretendía reformar su vida, necesitaba una mujer valerosa y constante que lo cuidase. De modo que subió por la pasarela con paso rápido, ansioso por dejar atrás al ejército y su sombra.
    Detrás de él venía Toress Lahl, viuda del gran Banda! Eith Lahl, recientemente muerto en combate. Desde la muerte de su esposo y su captura por parte de Luterin Shokerandit, su vida se había trastornado, tanto como las de Odim o Fashnalgid. Se encontraba ahora en un puerto extranjero y a punto de zarpar hacia otro puerto extranjero. Y su captor yacía a bordo del barco, atado y sumido en la agonía de la Muerte Gorda. Aunque le hubiera sido muy fácil escapar de él, Toress Lahl no veía cómo una mujer de Oldorando podía regresar sana y salva de Sibornal. Prefería quedarse, con la esperanza de ganar la gratitud de su dueño si éste lograba sobrevivir a la peste.
    En cuanto a la enfermedad, no le tenía tanto miedo como los demás. Toress había sido médica en Oldorando. En cambio, la palabra que le inspiraba mayor miedo y curiosidad era el nombre de la lejana patria de Shokerandit, Kharnabhar, que sonaba legendaria y romántica en labios de los borldoranos.
    Odim había conseguido el barco mediante intermediarios, amigos locales que tenían relaciones muy útiles en el Gremio de los Sacerdotes Marinos. Con el dinero obtenido de la venta del establecimiento y la casa había adquirido el Nueva Estación, un bergantín de dos mástiles y seiscientas treinta y nueve toneladas, bien enjarciado y amarrado en el muelle de Climent. El navío tenía unos veinte años y provenía de los astilleros de Askitosh.
    Llevaba su carga completa. Además de las provisiones que Odim había podido agenciarse en tan escaso tiempo, el barco transportaba un rebaño de arangs, vajillas de fina porcelana de Odim, un hombre atacado por la peste y una esclava que lo atendía.
    Gracias a los favores que le debía el aduanero del muelle, un viejo conocido al que Odim siempre había pagado generosamente durante años, ningún trámite obstaculizó la partida. Por otra parte, el capitán del navío se avino a comprimir todo lo posible las ceremonias recomendadas por quiromantes y deuteroscopistas para garantizar una singladura auspiciosa. Un disparo de cañón señaló la salida de un barco de Sibornal.
    Sonó en cubierta un breve himno al Dios Azoiáxico. Con buen viento y marea, la distancia entre la nave y el muelle de Climent pronto aumentó. El Nueva Estación ya navegaba hacia la distante Shivenink.




    VI
    G4PBX/4582-4-3


    En el Avernus, raudo Kaidaw de los cielos de Heliconia, la monótona barbarie comenzaba a menguar. Eedap Mun Odim tenía derecho a enorgullecerse de la perfección artesanal que des-tilaba el reloj kuj-juvecino con que había agasajado a Jhese-rabhay; la propia estrechez de algunas sociedades como la de Kuj-Juvec confiere a su arte una vitalidad aún más reconcentrada. Pero la barbarie que regía en el Avernus no generaba otra cosa que cráneos aplastados, emboscadas, tambores tribales y simiesco jolgorio.
    En numerosas ocasiones, las nutridas generaciones de la civilización averniana habían expresado deseos de huir de aquella sensación de futilidad, de aquella doctrina minimalista que les imponía el concepto de la Tierra como Obligación. Algunos habían preferido morir en Heliconia a continuar viviendo bajo el orden del Avernus. Y, si se les hubiese preguntado, habrían dicho que preferían la barbarie a la civilización.
    Pero el aburrimiento de la barbarie demostró ser infinitamente superior a las restricciones de la civilización. Los Pins y los Tans no lograban sacudirse de encima los temores y privaciones. Rodeados por una tecnología que en muchos aspectos se autogobernaba, no estaban mucho mejor que algunas de las tribus de Campannlat, atrapadas entre pantanos, bosques y mares. La barbarie ¡es alimentaba el miedo y les cercenaba la imaginación.
    Las secciones más dañadas de la estación habían sido aquellas relacionadas deforma directa con actividades humanas, como las cantinas y los comedores, y la planta procesadora de pro-teínas que los abastecía. Los campos sembrados que ocupaban la mayor superficie dentro de la estructura esférica eran ahora campos de batalla. El hombre cazaba al hombre para comer. También los inmensos sexópodos que pululaban por ahí, esas monstruosidades genitales perversamente creadas por manipulación genética, eran abatidos y comidos.
    La estación automatizada continuaba ofreciendo en sus pantallas internas imágenes de la vida en el planeta observado; continuaba, incluso, variando el clima interno, afín de que la humanidad no quedase exenta de ese eterno estímulo.
    Pero las tribus supervivientes ya no eran capaces de asimilar la información como antes. Recibían imágenes de cazadores, reyes, eruditos, comerciantes y esclavos, todas ellas absoluta-mente descontextualizadas. Pensaban que venían de otros mundos, que eran dioses o demonios. Paradójicamente, estas imágenes que sus antepasados habían estudiado con desdén llenaban de estupor sus corazones.
    Los rebeldes del Avernus —apenas un puñado al principio—, que pretendieron conquistar más libertades de las que imaginaban disfrutar, habían encallado en las playas de una existencia melancólica. Ahora el dominio de la mente había sido derrotado por el del estómago.

    No obstante, el Avernus cumplía con un cometido aún más importante que el cuidado de sus moradores. Su tarea fundamental consistía en transmitir una señal continua hasta el planeta Tierra, a diez mil años luz de distancia. Durante los azarosos siglos de su existencia, la Estación Observadora jamás había dejado de emitir esa señal, preñada siempre de valiosa información.
    La señal había formado una arteria informativa que alimentaba a la Tierra de acuerdo con el plan original de la élite tecnocrática responsable de los grandiosos proyectos de exploración interestelar. Esa arteria nunca se había secado, ni siquiera cuando los habitantes del Avernus se redujeron a un estado cercano al salvajismo.
    La arteria no se había secado nunca; sin embargo, parecía que en alguna parte se hubiese roto una vena: la Tierra no siempre respondía.
    En Charon, una lejana avanzada del sistema solar, funcionaba una compleja repetidora, construida sobre la frágil superficie de metano del satélite. En esta estación, donde lo más cercano a la vida inteligente eran los androides que la mantenían en funcionamiento, se analizaban, clasificaban y almacenaban las señales llegadas desde Heliconia para ser después enviadas al interior del sistema solar. El sistema de retomo era bastante más sencillo, ya que consistía en un simple acuse de recibo o en una orden cursada al Avernus para que se cubriese con más detalle tal o cual área de información. Hacía tiempo que se habían dejado de emitir hacia el espacio exterior los boletines de sucesos terrícolas, sobre todo después de que alguien señalase la inutilidad de alimentar al Avernus con noticias de hechos ocurridos mil años atrás. El Avernus ignoraba —y ahora también desdeñaba— todo cuanto había podido suceder en la Tierra.
    Pero, ¿qué había sucedido? Las naciones más pobladas de la Tierra habían agotado la mayor parte del siglo veintiuno en una serie de molestos enfrentamientos: el Este amenazaba al Oeste, el Norte al Sur, el Primer Mundo ayudaba y timaba a la vez al Tercer Mundo. El aumento de la población, la escasez de recursos, el estallido continuo de conflictos locales fueron convirtiendo paulatinamente la superficie del planeta en algo parecido a un montón de escombros. El concepto de «nación terrorista» dominó el ecuador del siglo; fue entonces cuando desapareció la ciudad de Roma. Sin embargo, a pesar de los sombríos pronósticos, ese Walhala definitivo, la guerra nuclear, no llegaría a estallar nunca. En parte porque las superpotencias actuaban tras la máscara de naciones títeres más pequeñas, y también porque la exploración del espacio cercano actuó como válvula de escape de las emociones más agresivas.
    Los terrícolas del siglo veintiuno consideraban la suya como una era dominada por la melancolía, a pesar del crecimiento exponencial de los sistemas tecnológicos y electrónicos. Todo campo o fábrica productores de alimentos estaban protegidos electrónicamente o por patrullas armadas. La vida se volvió cada vez más regimentada. No obstante, subyacía aún la estructura, el sistema civilizado. Quizá fuera restrictivo, pero podía ser trascendido.
    Sus muchos elementos privilegiados hicieron de aquél un siglo brillante, al menos visto retrospectivamente. Hombres y mujeres, salidos de la nada, del anonimato de las masas, se hicieron célebres por sus dones. Su brillantez, la actitud desafiante con que se enfrentaban a un medio desfavorable, iluminó los corazones de su audiencia. Se dice que medio planeta lloró la muerte de Derek Eric Absalom. Pero, para consuelo general, sus maravillosas canciones improvisadas no dejaron de sonar.
    AI principio, sólo dos naciones compitieron en la navegación más allá de los límites del sistema solar. Este número credo hasta cuatro y se detuvo en cinco. El coste de los viajes inte-restelares resultaba demasiado elevado, lo que limitó el número de jugadores a pesar del carácter casi religioso que había adquirido la tecnología. Aunque, al contrario de la religión, consuelo de pobres, la tecnología era una estrategia de ricos.
    La excitación de la exploración interestelar fue transmitida a las multitudes de la Tierra. Muchos expresaban por ella su admiración intelectual. Muchos otros jaleaban a sus equipos. Los proyectos se presentaban siempre envueltos en la mayor solemnidad. Grandes gastos, grandes distancias, gran prestigio: así se encandilaba a los contribuyentes, hacinados en sus horrendas ciudades.
    En pleno apogeo de los viajes interestelares, aproximadamente entre 2090 y 3200, se lanzaron ocasionalmente algunas naves automatizadas. Estas naves transportaban colonizadores computerizados, capaces de barrer el espacio hasta encontrar mundos habitables.
    El primer planeta extrasolar en el que la humanidad plantó su bandera fue llamado solemnemente Nueva Tierra. Se trataba de uno de los dos cuerpos sin luna que orbitaban alrededor de Alfa Centauri C. «Mucho se ha escrito sobre el desierto», dictaminó un comentarista, pero la mayoría se aposentó en el más cómodo sobrecogimiento mientras veía desplegarse los monótonos paisajes de Nueva Tierra.
    El planeta constaba básicamente de arena y erosionadas cadenas montañosas. Su único océano cubría menos de una quinta parte de su superficie. No se habían encontrado otros signos de vida que unos gusanos curiosamente grandes y una especie de algas que crecían a orillas del mar salado. El aire era respirable, aunque su contenido de vapor de agua era bajísimo; las gargantas humanas quedaban desolladas a los pocos minutos de respirarlo. Jamás llovía en la deslumbrante superficie de Nueva Tierra. Era un mundo desierto; siempre lo había sido. Impo-sible establecer allí una biosfera viable.
    Pasaron varios siglos.
    En Nueva Tierra se estableció una base y centro de reposo, lo que confirió a las naves una mayor autonomía. Poco a poco, llegaron a cubrir un radio espacial de casi dos mil años luz. Aunque esta área pareciese inmensa desde el punto de vista de una especie que acababa de domar el potro, constituía una porción absolutamente ínfima de la galaxia.
    Se descubrieron y exploraron numerosos planetas. Ninguno habitado. Algunos aportaban recursos minerales adicionales, pero de vida, nada. En los profundos y sombríos miasmas de un gigante de gas se descubrieron cosillas retorcidas que iban y venían como si tuviesen voluntad. Incluso llegaron a rodear el sumergible que descendió a investigarlas. Durante sesenta años, los exploradores humanos intentaron comunicarse con las cosillas... sin éxito. Mientras tanto, en los contaminados océanos de la Tierra moría la última ballena.
    En ciertos mundos nuevos, se establecieron bases e instalaciones mineras. Hubo algunos accidentes, de los que no se informó en la Tierra. El gigantesco planeta Wilkins terminaría desarmándose; los motores de fusión que rugían en su atmósfera convirtieron su hidrógeno en hierro y otros metales pesados, y el planeta se quebró. Se liberó energía tal como se había pla-neado, aunque más de prisa que lo planeado. Las radiaciones letales de onda corta acabaron con todos los que habían participado en el proyecto. En Orogolak, estalló la guerra entre dos bases rivales, desencadenándose una pequeña guerra nuclear que acabaría convirtiendo el planeta en un desierto de hielo.
    Pero no todos fueron fracasos. Incluso Nueva Tierra resultaría un éxito. Al menos lo bastante como para instalar un balneario a orillas de su mar atiborrado de sustancias químicas. Se establecieron pequeñas colonias en veintinueve planetas, algunas de las cuales florecieron durante varías generaciones.
    A pesar de las interesantes leyendas que, engrosando el rico anecdotario terrestre, generaron algunas de estas colonias, ninguna de ellas llegaría a ser tan grande o compleja como para desarrollar valores culturales que divergiesen del tronco original.
    La humanidad espacial se vio sometida a diversas y extrañas enfermedades y desórdenes mentales. Aunque no se aceptase a menudo, no había duda de que toda población terrícola era caldo de cultivo de enfermedades; una considerable proporción de individuos de todos los grupos étnicos sufría períodos de indisposición... sin motivo aparente. La gente clamaba por conocer las causas del SINT (síndrome de la enfermedad insonora no tratada). El SINT se mostraba especialmente virulento en condiciones antigravitatorias.
    Lo que no había sido tratado iba camino de resultar incurable. Los sistemas nerviosos fallaban, las memorias desarrollaban historias imaginarias, la visión se volvió alucinatoria, la musculatura se agarrotaba, los estómagos se recalentaban. La demencia espacial se hizo cotidiana. Trémulas sombras atravesaban la psique que surcaba el vacío.
    A pesar de sus inconveniencias y desilusiones, la infiltración galáctica no se detuvo. Donde no hay una visión, la gente perece; pero había una visión. Y la visión pretendía que, a pesar de los peligros que entrañase, el saber era algo que debía buscarse; y que el saber ulterior radicaba en la comprensión de la vida y su relación con el universo inorgánico. Sin comprensión, el saber carecía de valor.
    Una flota sino-americana investigaba las nubes de polvo de la constelación de Ophiuchus, a setecientos años luz de la Tierra. Era ésta una región con gigantescos racimos moleculares, gravedades no isotrópicas, planetas siameses y muchas otras anomalías. Nuevas estrellas surgían de las humaredas de materia amorfa.
    Un satélite astrofísico adscrito a uno de los computoborgoides de la flota obtuvo lecturas espectrográficas de un sistema binario atípico a trescientos años luz de las nubes de Ophiuchus, en el que parecía haber al menos un planeta secundario con condiciones similares a las de la Tierra.
    El solo hecho de que una estrella G4 amarilla en vías de enfriarse se moviese en torno a un eje común con una supergigante blanca de sólo once millones de años ya había llamado la atención de los cosmólogos de la expedición conjunta. Pero el espectroanálisis los sumió en la más intensa actividad.
    El supuesto planeta geoide del lejano sistema binario fue clasificado bajo la denominación G4PBX/4582-4-3, y la información viajó a través de las polvorientas nubes hasta la Tierra.
    En las entrañas de la nave insignia de la flota se había dispuesto una nave colonizadora automatizada, que ahora surcaba con ella los márgenes remotos de las nubes de Ophiuchus. Esta nave sería programada y enviada a G4PBX/4582-4-3. Corría el año 3145.
    La nave colonizadora ingresó en el sistema Freyr-Batalix en el año 3600 de nuestra era, abocándose de inmediato a la tarea para la cual había sido programada: establecer allí una Estación Observadora.
    ¡Allí, como un sueño, flotaba G4PBX/4582-4-3! Real pero difícil de creer, difícil incluso de celebrar. A medida que las señales procedentes de la nueva estación fueron llegando a la Tierra, el parecido entre ambos planetas se hizo cada vez más patente. No sólo contenía el nuevo mundo innumerables variedades de vida al estilo terráqueo —y en esperanzadora oposición a otros mundos descubiertos previamente— sino que, además, contaba con una curiosa cadena de especies inteligentes y semiinteligentes. Entre las primeras figuraban un ser de apariencia humana y otro astado, semejante a un minotauro de gruesa piel.
    Esta información terminaría llegando a Charon, a orillas del sistema solar, y sus androides enviaron los datos a la Tierra, que estaba a sólo cinco horas luz de allí.
    A mediados del quinto milenio, la Edad Moderna de la Tierra estaba en pleno y lento declive. La Edad de la Percepción pertenecía al recuerdo. Para todo el mundo, salvando a algunos meritócratas en puestos de poder, la exploración galáctica era una mera abstracción, otra carga burocrática más. Pero G4PBX/4582-4-3 lo revolucionó todo. Pronto dejó de ser tan sólo un cuerpo misterioso entre tres planetas hermanos y cobró color y personalidad propia. Se convirtió en Heliconia, el planeta maravilloso, el mundo en el que la vida era finalmente posible más allá de las oscuras fosas cósmicas.
    Los soles de Heliconia ingresaron en la simbología mítica. Los místicos señalaron que Freyr y Batalix podían representar las divisiones de la psique humana cantadas en las antiguas leyendas asiáticas:

    Dos pájaros siempre juntos en un melocotonero:
    uno come la fruta, el otro la mira.
    Un pájaro es nuestro Yo individual,
    catador de los dones del mundo;
    el otro es el Yo universal,
    testigo asombrado de todo.

    ¡Con qué avidez se estudiarían las primeras huellas de humanos y phagors, atrapados en la espesa nieve que cubría su mundo! Un inexplicable sentimiento de gratitud se apoderó de los corazones terrícolas. Por fin se establecía un vínculo con otras formas de vida inteligente.
    En la época en que se completó la construcción del Avernus y se lo puso en órbita alrededor de Heliconia, poblado por los humanos criados por madres putativas en pleno trayecto, el radio del alcance espacial dirigido desde Tierra empezaba a menguar. Los planetas habitados del sistema solar convergían hada una forma centralizada de gobierno (que posteriormente fue denominada COSA, o CoSistema Aglutinante), demasiado ocupados en sus propios y bizantinos asuntos. Las colonias lejanas fueron abandonadas a su suerte, como náufragos perdidos en mundos semihabitables, Robinsones de desiertas islas estelares.
    La Tierra y planetas vecinos se convirtieron en gigantescos almacenes de información no procesada. Al contrario de lo sucedido con los materiales procedentes de otros mundos, la in-formación no había podido ser absorbida. Adormecidas durante cierto tiempo, las enemistades de épocas tribales, hijas del miedo y la codicia, fueron despertando a medida que se reducía el espacio sideral.
    Hacia el año 4901 d.C., la Tierra entera estaba en manos de una única compañía: COSA. Los sistemas jurídicos se habían rendido a los beneficios y las pérdidas. Ya fuera a través de una línea de mando u otra, COSA poseía cada edificio, cada industria, cada servido, cada planta, así como el pellejo de cada uno de los habitantes del planeta, incluso de aquellos que se oponían a ella. El capitalismo había alcanzado su hora más gloriosa. De cada volumen de oxígeno inhalado extraía su pequeño beneficio. Y pagaba a sus accionistas en dióxido de carbono.
    En Marte, Venus, Mercurio y en las lunas de Júpiter, los humanos gozaban de mayor libertad: libertad para fundar sus propias naciones de juguete y arruinar sus vidas a su gusto y manera. Pero eran como ciudadanos de segunda del sistema solar. Todo lo que comprasen —y comprar seguía siendo una actividad vital— engrosaba de cualquier modo las arcas de COSA.
    En 4901 este peso se hizo excesivo; además, también fue en 4901 que un estadista de la Tierra cometió el error de emplear la antigua denominación despectiva de «inmigrantes» a los moradores de Marte. De modo que en 4901 estalló una guerra nuclear interplanetaria. La Guerra por una Palabra, como se dio en llamarla.
    Aunque son escasos los datos que se conservan de aquellos tiempos preapocalípticos, sabemos que las poblaciones se consideraban demasiado civilizadas como para iniciar una conflagración semejante. Temían por sobre todas las cosas que a algún lunático se le ocurriese apretar un botón. De hecho, los botones fueron apretados por personas cuerdas, sujetas a una cadena de comando perfectamente coordinada. Siempre existió el terror a la destrucción total. Una vez inventadas, las armas nucleares no pueden desinventarse. Y por las paradójicas leyes de la enantiodromia, el miedo se transformó en deseo, los misiles volaron hacia sus dianas, la gente ardió como velas, y silos y ciudades se fundieron en un fuego inextinguible. Como se había predicho, aquélla fue una guerra entre mundos. Marte enmudeció entonces y para siempre. Los restantes planetas contraatacaron con sólo una fracción de su poderío total (y, por tanto, también fueron destruidos). La Tierra fue alcanzada por un mínimo de doce bombas de 10.000 megatones. Fue suficiente.
    Una inmensa nube se elevó por encima de la capital de La Cosa. Una polvareda formada por fragmentos de hollín, migajas de edificios, copos de carne, por vegetales, minerales y animales, ascendió a la estratosfera. Un huracán de calor arrasó los contingentes. Bosques y montañas sucumbieron a su soplo tórrido. Cuando los primeros fuegos se hubieron consumido, cuando gran parte de la radiactividad bajó al suelo devastado, la nube siguió allí.
    La nube era sinónimo de muerte. Cubrió la totalidad del hemisferio norte. Como la luz del sol no llegaba al suelo, la fotosíntesis, base de toda vida, dejó de producirse. Todo se congeló. Muñeron las plantas, los árboles. Incluso la hierba. Los supervivientes se encontraron con un paisaje cada vez más parecido a Groenlandia. La temperatura de la tierra descendió rápidamente a menos treinta grados. Había comenzado el invierno nuclear.
    Si bien los océanos no llegarían a helarse, el frío y la suciedad atmosférica se extendieron como una supuración sobre la blanca superficie de una sábana, envenenando ambos hemisferios por igual. El frío se apoderó incluso del cálido cinturón ecuatorial. En la Tierra todo era oscuridad y frigidez. Parecía que la nube sería la última gran creación de la humanidad.
    Heliconia era célebre por sus prolongados inviernos. Pero éstos no eran más que fases de un ciclo natural: no representaban la muerte de la naturaleza sino una suerte de sueño, del cual el planeta indudablemente emergería. En cambio, el invierno nuclear no presagiaba primavera alguna.
    La mugrosa consecuencia de la guerra condujo a otra clase de invierno. Nevó sobre colinas que el teórico verano no lograba desnevar; con el siguiente invierno, más nieve cubría la anterior. Las capas se engrosaron. Luego se hicieron permanentes. Una capa permanente conectaba con otra. Los glaciares del norte empezaron a deslizarse hacia el sur; la tierra tomó el color del cielo. La Era Glacial regresaba al planeta.
    Los vuelos espaciales fueron olvidados. Para los terrícolas, cada milla de viaje volvía a constituir una aventura.

    En las mentes de quienes navegaban a bordo del Nueva Estación palpitaba un espíritu aventurero. El bergantín había dejado el puerto sin novedad y pronto hacía rumbo al oeste, bordeando la costa sibornalesa con una fresca brisa nordeste en las velas. El capitán Fashnalgid se sorprendió soplando melodías en una chirimía.
    Eedap Mun Odim sacó a sus voluminosos hijos y cónyuge a cubierta. Allí, en muda hilera, vieron cómo se alejaba Koriantura. El día se había despejado. Freyr, envuelto en su corona de fuego, flotaba apenas por encima del horizonte meridional; Batalix estaba casi en su cenit. Los aparejos trazaban complicados dibujos en el velamen y las cubiertas.
    Odim se excusó educadamente y fue a reunirse con Besi Besamitikahl, que estaba sola en popa. Primero la creyó mareada pero después comprendió, por el movimiento de cabeza, que estaba llorando. La rodeó con su brazo.
    —Me duele ver cómo mi preferida derrama sus preciosas lágrimas.
    Ella se acurrucó en él:
    —Me siento tan culpable, amo querido... Te he causado un nuevo problema... Nunca podré olvidar a aquel hombre... ardiendo... Todo por mi culpa.
    Odim intentó calmarla pero Besi necesitaba contarle su versión. Ahora le achacaba la culpa a Harbin Fashnalgid, que a primera hora, cuando la gente normal no solía andar por la calle, la había enviado a comprar unos libros; así había caído en manos del mayor Gardeterark.
    —¡Él y sus estrafalarios libros! Además, me ha dicho que era el último dinero que le quedaba. ¡Mira que gastarte tus últimos sibs en libros!
    —¿Y el mayor...? ¿Qué hizo el mayor? Besi volvió a lagrimear:
    —No le dije nada. Pero me reconoció como uno de tus bienes. Me llevó a una habitación en la que había otros soldados. Oficiales. Y me obligó..., me obligó a bailar para ellos. Luego me arrastró hasta nuestras oficinas... Ha sido culpa mía. No he debido ser tan tonta como para ir a buscar esos libros...
    Odim enjugó sus lágrimas y la consoló con tiernos arrumacos. Cuando Besi se hubo calmado, le preguntó seriamente:
    —¿Sientes verdadero afecto por ese capitán Harbin?
    Ella volvió a acurrucarse en él:
    —Ya no.
    Permanecieron de pie, en silencio. Koriantura se hundía en la distancia. El Nueva Estación rebasaba ahora un racimo de arenqueras de manga ancha. Las barcas, redes echadas, pescaban a la jábega. Tras los pescadores, saladores y toneleros evisceraban y conservaban las piezas no bien eran izadas a bordo.
    Entre quebrantos, Besi dijo:
    —Nunca olvidarás lo que ocurrió cuando tú..., cuando aquel hombre cayó en el horno, ¿verdad, amo querido?
    Él le acarició los cabellos: —La vida en Koriantura ha terminado para nosotros. He dejado atrás todo cuanto atañe a Koriantura, y te aconsejo que hagas lo mismo. Cuando lleguemos a casa de mi hermano en Shivenink empezaremos una nueva vida.
    La besó y regresó junto a su mujer.
    Por la mañana, Fashnalgid buscó a Odim. Su figura alta y algo torpe parecía dominar a la de Odim, delgada pero compacta.
    —Te estoy profundamente agradecido por tenerme a bordo —dijo—. Te pagaré con creces en cuanto lleguemos a Shivenink, te lo aseguro.
    —No te preocupes —respondió Odim, y eso fue todo. No tenía idea de cómo tratar al oficial y actual desertor, si no era mediante su técnica habitual: la cordialidad. El navío estaba lleno de gente que habría implorado subir a bordo para escapar de la asfixiante legislación oligárquica; todos ellos habían pagado a Odim. Su camarote estaba enteramente abarrotado de objetos valiosos de una u otra clase.
    —Lo digo de veras, se te pagará con creces —repitió Fashnalgid, mirando a Odim con insistencia.
    —Bien, bien, sí, muchas gracias —dijo Odim, replegándose. Había divisado por el rabillo del ojo a Toress Lahl, que subía a cubierta, y hacia ella fue para huir de la efusividad de Fashnalgid. Besi lo siguió. Había evitado la mirada del capitán.
    —¿Cómo está el paciente? —le preguntó Odim a la mujer de Borldoran.
    Toress Lahl se recostó contra la borda, bajó los párpados y respiró hondo varias veces. Sus pálidas y limpias facciones habían adoptado una apariencia translúcida a causa del cansancio. La piel bajo sus ojos parecía arrugada y sucia. Sin abrir los ojos, respondió:
    —Es joven y resuelto. Sobrevivirá. Estos casos suelen hacerlo.
    —No debiste haber subido a un apestado a bordo. Es una amenaza para todos —dijo Besi. Hablaba con una nueva seguridad, en un tono que antes no habría osado emplear en presencia de Odim, pero es que el viaje iba a modificar todas las relaciones.
    —«Peste» no es el término científico correcto. Peste y Muerte Gorda son dos cosas diferentes a pesar de que usemos ambos términos indistintamente. Por más obscenos que parezcan los síntomas de la Muerte Gorda, la mayoría de los individuos jóvenes y saludables que la contraen suelen recuperarse.
    —Pero se extiende como la peste, ¿no es así?
    Sin girar la cabeza hacia Besi, Toress Lahl dijo:
    —No puedo abandonar a Shokerandit y dejarlo morir. Soy médica.
    —Si eres médica, deberías tener en cuenta los riesgos que ello implica.
    —Ya lo hago —dijo Toress Lahl. Sacudiendo la cabeza, se retiró hasta la escalerilla que llevaba a los puentes inferiores y desapareció por ella con rapidez.
    Se detuvo ante la puerta del gabinete en el que había apartado a Shokerandit. Mientras descansaba por un momento la frente en el antebrazo, percibió un atisbo del vuelco que había dado su vida, de la miseria que ahora la rodeaba, de la incertidumbre que se cernía sobre todos los pasajeros del bergantín. ¿Por qué razón le había sido concedido el don de la conciencia, un don que ni siquiera los phagors compartían, esa conciencia de ser consciente pero, al mismo tiempo, incapaz de modificar la propia conducta?
    Estaba cuidando del hombre que había acabado con la vida de su marido. Además... —oh, sí, lo sentía claramente—, ya se había contagiado de su mal. Sabía que la enfermedad podía afectar al resto de los pasajeros y tripulantes: las pésimas condiciones sanitarias del Nueva Estación lo convertían en un caldo de cultivo privilegiado. ¿Por qué había vida? ¿Podía ser que, incluso ahora, alguna parte de su ser estuviera disfrutando de ella?
    Quitó el cerrojo a la puerta, la empujó hacia adentro con el hombro y entró en el gabinete. Allí permaneció durante los dos días siguientes, sin ver a nadie, arrastrándose ocasionalmente hasta la cubierta en busca de aire fresco.
    Mientras tanto, Besi había recibido el encargo de ocuparse de la numerosa parentela de Odim acomodada en la bodega principal. La ayuda más importante provendría de la abuela que preparaba aquellas savrilas tan deliciosas. La anciana todavía se las ingeniaba para guisar en una pequeña estufa de leña, con lo que la bodega destilaba aromas apetecibles y la ansiedad familiar quedaba bajo control.
    Los familiares, tumbados sobre cajones, otomanas y baúles, holgazaneaban como de costumbre sin dejar de quejarse de los rigores de la vida marina. Con exagerada teatralidad, declamaban ante Besi —o cualquier otro interlocutor que no estuviese declamando al mismo tiempo— acerca de los muchos peligros de las travesías por mar. Pero, pensaba Besi, ¿qué hay de los peligros de la peste? Si se extiende hasta esta bodega, ¿cuántos de vuestros pobres cuerpos vulnerables lograrán sobrevivir? Besi se propuso permanecer junto a ellos pasara lo que pasase, y se armó secretamente de una mínima daga.
    Toress Lahl se mantuvo aparte, sin hablar con nadie, incluso al subir a cubierta.
    Durante la tercera mañana, vio cómo algunos icebergs pequeños irrumpían en la superficie del agua. Aquella tercera mañana, habitada ya por la fiebre, regresó como de costumbre junto a su paciente. La puerta parecía más reacia que nunca a dejarla pasar.
    Luterin Shokerandit había sido confinado en una pequeña estancia de la proa del Nueva Estación. Un pilar ocupaba su centro, dejando apenas espacio para una litera de un lado, y un cubo, una bala de paja, una estufa y cuatro aterrados fhlebihts atados bajo el ojo de buey del otro. Por el ojo de buey entraba algo de luz, y Toress Lahl alcanzó a ver el suelo y la silueta voluminosa amarrada con correas al camastro inferior de la litera. Después de cerrar la puerta y descansar un momento en ella, examinó de cerca la figura postrada.
    —¡Luterin!
    Él se incorporó. Bajo el brazo izquierdo, que ella había amarrado por la muñeca a los soportes del camastro, la cabeza se le proyectó brevemente a la manera de las tortugas y un ojo medio abierto la miró a través de un mechón de pelo. Abrió la boca y emitió un sonido ronco.
    Ella llenó un cucharón en una bacinilla de agua ubicada detrás de la estufa. Luterin bebió de él.
    —Más comida —dijo.
    Ella supo entonces que estaba recuperándose. Aquéllas eran las primeras palabras que decía desde que lo habían trasladado a esa parte del Nueva Estación. Volvía a ser capaz de organizar el pensamiento. A pesar de que tenía las muñecas y los tobillos fuertemente atados, ella no se atrevió a tocarlo. Sobre el hornillo de la estufa yacían los restos carbonizados del último fhlebiht que Toress había matado. Lo había despiezado con una cuchilla, para después cocinarlo lo mejor que pudo. Los cuernos en tirabuzón y los largos vellones blancos del animal sobresalían entre la basura amontonada en uno de los rincones del gabinete.
    Mientras le tiraba una presa a Luterin, Toress Lahl pensó por primera vez en el buen aspecto que tenía la carne asada. Shokerandit cogió la presa bajo el brazo y empezó a mordisquearla. Una y otra vez, alzaba la vista hacia la joven. Pero su mirada ya no tenía la furia del hambre. La bulimia había remitido.
    El recuerdo del desenfreno devorador de Luterin la atormentaba. Le miró las extremidades descubiertas, empapadas en el sudor de sus anteriores forcejeos, e imaginó cuan apetitoso resultaría hincar los dientes en aquella carne. De un manotazo, se apoderó de los restos calcinados de fhlebiht que quedaban sobre la estufa.
    Las cadenas y manillas estaban preparadas. Toress Lahl se tumbó de rodillas y se arrastró hasta ellas, encadenándose al poste central de la estancia. Después de cerrar la manecilla con que se aseguró ambas muñecas, arrojó torpemente la llave a un rincón, fuera de su alcance. El hedor de la estancia la envolvió, mezclando el olor corporal del hombre con el de los animales confinados, y con la hediondez de sus deposiciones, a lo que se añadía el humo de la estufa. Se ahogó, y notó que una especie de rigidez se apoderaba de su cuerpo. Intentó estirarse todo cuanto se lo permitiesen las cadenas, proyectando las rodillas de forma desgarbada y meciendo suavemente la cabeza sobre el eje del cuello. Como si acunase a un niño, asía bajo el brazo el esqueleto vacío del animal.
    El hombre se quedó donde estaba, observando inmóvil. Por fin, el nombre de la mujer se formó en sus labios y la llamó. Ella cruzó por un momento su mirada con la de él, pero era ya la de un idiota: sus globos oculares siguieron rodando.
    Shokerandit, boquiabierto, trató de sentarse. Estaba firmemente atado al camastro. Ni siquiera durante las fases más salvajes de su delirio, cuando el helicovirus se agitaba con furia en sus hipotálamos, había podido romper las correas de cuero que le amarraban tobillos y muñecas.
    Mientras luchaba por desatarse, descubrió a su lado un par de tenazas de bronce, como las que se usan para manipular las brasas. Pero la herramienta no servía para liberarlo de sus ataduras. El sueño lo ganó durante un tiempo. Al despertar, volvió a intentarlo.
    Llamó, pero no vino nadie. El miedo a la Muerte Gorda era demasiado fuerte. La joven yacía prácticamente inmóvil junto al pilar. Podía tocarla con los pies. Las bestias balaron, inquietas, revolviéndose en la paja. Sus ojos amarillentos hendían la penumbra.
    Shokerandit había sido amarrado boca abajo. Sus articulaciones empezaban a perder rigidez. Ya podía girar la cabeza y mirar en torno. Inspeccionó el entramado de la litera superior. Hacia la mitad de la cama, una vigueta de madera reforzaba la estructura. Alguien había clavado en ella la larga hoja de una daga.
    Durante varios minutos clavó la vista con extrañeza en la daga. El mango no estaba demasiado lejos, pero atado de aquella manera sus posibilidades de alcanzarlo no eran muchas. Tenía la certeza de que Toress Lahl la había colocado allí antes de sucumbir a la enfermedad. Pero, ¿con qué fin?
    Entonces sintió las tenazas de bronce contra la piel. Enseguida lo comprendió todo, y se maravilló del ingenio de la mujer. Retorciéndose, se las compuso para empujar las tenazas hacia los pies de la cama hasta que pudo sujetarlas entre las rodillas. Luego, tras una serie de agónicas contorsiones, logró rotar con sus rodillas trabadas y elevarlas justo debajo de la daga. Estuvo así, esforzándose, durante una, dos horas, sudando y gruñendo de dolor, hasta que por fin atrapó el mango de la daga entre las pinzas de las tenazas. El resto era sólo cuestión de tiempo. La daga cayó sobre sus muslos. Shokerandit hizo una pausa para recuperar fuerzas antes de empezar a impulsarla hacia la cabecera. Finalmente la cogió con los dientes.
    Ahora se trataba de soportar la dolorosa operación de serrar una de las correas de cuero, pero para Shokerandit esto ya se parecía más a un juego. Con una mano libre, lo demás fue fácil. Se tumbó un momento, jadeante. Luego abandonó el hediondo camastro.
    Dio uno o dos pasos, llegó hasta el pilar y se, apoyó en él para no desplomarse. Con las manos en las rodillas, contempló la figura de Toress Lahl, que se contoneaba lentamente. Aunque sentía que su mente no le pertenecía del todo, comprendió la devoción de la joven y su preocupación por allanarle el camino antes de que la peste la obnubilara del todo. Durante su enfebrecida locura, Shokerandit no tenía la coordinación necesaria para apoderarse de la daga y liberarse. Y sin la daga, no habría podido cortar sus ligaduras una vez recuperado.
    Se tomó otro descanso antes de incorporarse. Se palpó el cuerpo: lo sintió sucio. Había cambiado. Había sobrevivido a la Muerte Gorda y se sentía cambiado. Las dolorosas contorsiones habían terminado por comprimirle la columna; según sus cálculos, había perdido siete, quizá diez centímetros de altura. Además, durante esa fase su apetito pervertido habría podido llevarlo a devorar cualquier cosa: la manta del camastro, sus propios excrementos, ratas, lo que fuera si Toress Lahl no hubiese asado carne para él. No tenía idea de cuántos animales había devorado. Sus extremidades habían ganado en grosor. Echó un vistazo incrédulo a su tórax rechoncho. Se había convertido en una persona más baja, redonda y gruesa. El peso de su cuerpo se había redistribuido hasta darle otra forma.
    ¡Pero estaba vivo!
    ¡Había pasado a través del ojo de la aguja y estaba vivo!
    Cualquier cosa, fuera lo que fuese, era preferible a la muerte y la disolución. De pronto todo cobraba maravilloso sentido: la vida, los movimientos inconscientes de la respiración, la necesidad de alimentarse y defecar, la soltura de los gestos y la abstracción del pensamiento, cosas a menudo tan poco ligadas al presente. Ni siquiera la degradación y la incomodidad podían empañar este nuevo sentido, esta especie de saber. E incluso mientras Shokerandit se recreaba en ellos, una saludable sensación lo impregnaba en medio de aquella atmósfera saturada y fétida.
    Como si alguien hubiese descorrido una cortina, Luterin revivió escenas de su infancia en las montañas de Kharnabhar, junto a la Gran Rueda. Recordó a su padre, a su madre. Rememoró su heroísmo en el campo de batalla, cerca de Isturiacha. El pasado volvía a él con claridad, límpido, como si le perteneciese a otra persona.
    Recordó el momento en que abatía a Bandal Eith Lahl.
    Y sintió una inmensa gratitud por esa viuda, que, a pesar de ser su cautiva, no lo había abandonado. ¿Actuó así porque él no la había violado ni golpeado? ¿O acaso su buena acción no tenía nada que ver con algo que él hubiera hecho?
    Se inclinó hacia ella, triste de verla tan gris, tan vencida. La rodeó con el brazo y percibió su penetrante, enfermizo hedor. Ella volvió la cabeza suelta hacia él, como buscando amparo. Pero, retrayendo unos labios secos, clavó los dientes en su hombro.
    Shokerandit se apartó de un salto. Le ofreció el trozo de carne que tenía a sus pies. Ella se llenó la boca pero no pudo masticarlo. Aquello vendría después, en el cenit de la demencia.
    —Yo te cuidaré. Ahora voy a cubierta a lavarme y respirar un poco de aire fresco —le dijo. Le sangraba el hombro.
    ¿Cuánto tiempo había pasado? La puerta cedió y Luterin salió al pasillo. El barco estaba habitado por crujidos, camaradas de viaje de las sombras móviles.
    Feliz de sentir una inédita liviandad en brazos y piernas, Luterin trepó la escalerilla y echó una ojeada. La cubierta estaba desierta. El timón, abandonado. —¡Hola! —gritó. No hubo respuesta, aunque se podían oír furtivos movimientos.
    Corrió, alarmado, buscando, llamando. Junto al mástil divisó un cuerpo semidesnudo. Al acercarse, descubrió que le habían desollado brutalmente el pecho y el hombro. Alguien le había arrancado la carne a jirones para —oh, sí, podía imaginarlo— comérsela...




    VII
    LA MOSCA ATIGRADA


    En realidad, la colina de Icen no era todo lo impresionante que cabría esperar; de hecho, comparada con otras colinas de Sibornal, no era más que un grano. Lo bastante elevado, sin embargo, como para dominar la planicie que la rodeaba: el extrarradio de Askitosh. El castillo de Icen coronaba y prácticamente envolvía la colina.
    Cuando el viento norte traía lluvia en su aliento, el agua se acumulaba en los tejados, fortificaciones y terribles torres del castillo y caía en gruesas gotas sobre la población de Askitosh como si portase saludos personales del Oligarca.
    Una ventaja de esta posición algo expuesta —para el Oligarca y su Cámara Interna, en todo caso— consistía en que las noticias podían llegar al castillo con gran prontitud: ya no sólo gracias a la cadena de mensajeros que recorrían las resbaladizas callejuelas adoquinadas colina arriba o abajo, sino también a las ondas heliográficas emitidas desde otras elevaciones lejanas. Una verdadera red de estaciones emisoras, cuya principal arteria de información confluía con meridiana precisión en la línea de latitud correspondiente a Askitosh, se extendía por todo Sibornal. De este modo había recibido el Oligarca —siempre suponiendo que existiera— noticias frescas de la bienvenida dispensada al ejército victorioso que regresaba a Koriantura a través de Chalce. Ese ejército se había detenido al pie de la escarpa, allí donde Chalce encallaba contra la meseta de Sibornal. Por dos días había esperado a los rezagados. Las víctimas de la peste habían sido enterradas a los lados del camino. Hombres y bestias estaban mucho más demacrados que al partir de Isturiacha, casi medio décimo atrás. Pero Asperamanka seguía al mando. La moral era alta. Las tropas se limpiaron y desempolvaron sus pertrechos, preparándose para la entrada triunfal en Koriantura. La banda militar sacó lustre a los instrumentos y ensayó algunas marchas militares. Cada regimiento desplegó sus pabellones.
    Todo esto sucedía ante la oculta mirada de la Guardia Principal del Oligarca.
    No bien los hombres de Asperamanka avanzaron, no bien se pusieron a tiro, la artillería del Oligarca hizo fuego sobre ellos. Los cañones de vapor golpearon sin piedad. Llovían las balas. Las explosiones se sucedían.
    Sorprendidos, aquellos valientes caían como moscas. Y con ellos, sus yelks. Bocas sangrantes, caras hundidas en el lodo. Los que podían gritar, gritaban. El humo y los torbellinos de polvo velaban la escena. La gente corría sin ton ni son, incapaz de entender, insensibilizada por la conmoción. Los relucientes instrumentos habían callado. Asperamanka ordenó a los gritos a su corneta que tocara retirada. Ni una sola bala había respondido al ataque de los compatriotas.
    Aquellos que lograron sobrevivir a la cruel sorpresa se agazapaban en la espesura como bestias salvajes. Muchos habían enmudecido ante el impacto.
    —¡Abro Hakmo Astab! —Algunos al menos habían podido vociferar esta vedada maldición sibish que incluso los soldados dudaban en emplear. Era, en aquel momento, su manera de desafiar la suerte.
    Algunos de los supervivientes pudieron trepar hasta los ventosos pasadizos de los montes. Otros se perdieron en el laberinto de las marismas. Incluso hubo quienes se reagruparon, decididos a regresar a través de la estepa desierta hasta Isturiacha para unirse a los que habían permanecido allí.
    Asperamanka habló con una voz persuasiva intentando convencer a los hombres de que se reagrupasen nuevamente en unidades. Pero a cambio sólo recibió imprecaciones. Oficiales y soldados habían perdido toda fe en la autoridad.
    —Abro Hakmo Astab... —le espetaban al tormentoso rostro.
    Las penalidades hacían que la antigua maldición volviese a brotar de los labios. Su verdadero significado se perdía en el tiempo, al igual que sus orígenes. Según una interpretación demasiado cortés, encomendaba ambos soles a la cochambre. En el continente septentrional, agazapados bajo el gélido soplo de las Regiones Circumpolares, los hombres mascullaban la maldición en contra del Azoiáxico —y de todos los demás dioses, recordados u olvidados— como si deseasen sumir al mundo en una eterna oscuridad.
    —¡Abro Hakmo Astab! —La descomposición de la luz. Los que habían dirigido las palabras prohibidas contra Asperamanka terminaron retirándose. Asperamanka, por su parte, no hizo ningún comentario. El rayo siempre ensombreciéndole el ceño, se ciñó el capote y se dispuso a salvar el pellejo. Sin embargo, como hombre de la Iglesia, seguía sintiendo el peso de la antigua maldición sobre su cabeza. Barruntaba su propia descomposición.
    La noticia llegó a través de un informante al Oligarca, que esperaba en su rocosa colina en Askitosh. Así, el gobernante de hombres tuvo cierta idea del efecto de su vil recibimiento sobre las tropas de Asperamanka.
    La siguiente jugada del Oligarca no requería demasiada deliberación. Después de una breve sesión de la Cámara Interna, un nuevo cartel apareció en los rincones más remotos del continente. Anunciaba que un Ejército Apestado, dispuesto a extender la Enfermedad y la Muerte por todo el Continente, había podido ser heroicamente rechazado en la Frontera. A modo de Festejo, proponía trabajar más duramente.
    Las viejas pescadoras de Koriantura, brazos en jarras, exclamaron al leerlo: —Ahí los tienes, siempre a «trabajar más duramente»... ¿Más de lo que ya lo hacemos? ¡Imposible! —Y se apiñaron para ver pasar con desdén a las unidades de la Guardia Principal, que machacaban el suelo en dirección al oeste con sus ruidosas botas.
    En cuanto a los restos de aquel ejército, desperdigado en tierra de nadie, aún habría de librar otra batalla.
    Desde la muerte del último C'Sarr de Campannlat, cuatrocientos setenta y nueve años atrás, los phagors habían estado juntando fuerzas. Aun antes de que el deletéreo Freyr alcanzara su máximo fulgor y comenzase otra vez a menguar, su número ya había crecido considerablemente. La voluntad humana de controlar su crecimiento había muerto en parte con el C'Sarr. Los ancipitales más tímidos, obligados a vivir en las planicies junto a los Hijos de Freyr, así se lo habían dado a entender a los aguerridos contingentes del Alto Nyktryhk. Aquel invierno heliconiano los merodeadores se aventurarían antes de lo esperado.
    Un grupo de ancipitales a lomo de sus kaidaws podía atravesar raudo como el viento aquellas estepas tan extensas, en cambio, para los hombres. Esto se debía en cierto sentido a una razón muy sencilla: los stalluns, gillots y kaidaws eran perfectamente capaces de sobrevivir alimentándose de hierba, mientras que los frágiles Hijos de Freyr necesitaban una dieta más completa para no perecer.
    No obstante, los contingentes del Alto Nyktryhk se mantenían apartados de las praderas que se extendían hasta Sibornal a menos que los atrajese un objetivo muy concreto. Los ancipitales temían a Sibornal. Conservaban en sus pálidos córnex el recuerdo de una terrible mosca.
    Ese recuerdo —más un programa que una memoria— les advertía que las heladas regiones de Sibornal servían de retiro a las moscas, y a una especie en particular. Esa mosca hacía la vida imposible a las incontables cabezas de flambregs que poblaban las llanuras próximas a las Regiones Circumpolares. La mosca atigrada vivía entre los rebaños de flambregs; la hembra enterraba su ovipositor en el cuero de las bestias, desde donde las larvas, una vez maduras, ingresaban al torrente sanguíneo para formar luego bajo la piel vesículas de putrefacción que finalmente reventaban hacia el mundo. Las larvas podían alcanzar un tamaño similar al de la yema de un pulgar humano. Mordisqueando el cuero de su anfitrión, se abrían camino hasta caer al suelo, para terminar de madurar allí.
    Podría inferirse que este terror a rayas amarillas no cumplía otra función en la vida que la de martirizar a los flambregs. Pero no era así. Ningún otro animal se atrevía a penetrar en el territorio de la mosca atigrada, de modo que, en circunstancias normales, en el dominio de los flambregs nunca escaseaban los pastos.
    Sin embargo, la mosca seguía constituyendo un azote para los flambregs, capaces de galopar, insensibles al peligro, a lo largo de los riscos más escarpados con tal de escapar a su azote. Los ancipitales, descendientes de aquellos, conservaban en sus mentes eotemporales la huella del atigrado tormento, y se mantenían todo lo lejos posible de su imperio.
    Pero un ejército humano vencido deambulando por las estepas de Chalce era para los ancipitales un objetivo especialmente interesante. Cabalgando en el viento, como el viento, con sus rifles y lanzas de recambio en los carcajes, se lanzaron tras los Hijos de Freyr.
    Mataron a todos aquellos que encontraron. Incluso los phagors enrolados en las fuerzas de Asperamanka fueron abatidos sin piedad.
    Hubo grupos de hombres que mantuvieron algo similar a una formación militar. Se agruparon tras los carros de provisiones y dispararon contra el enemigo de manera disciplinada. Muchos phagors cayeron. Entonces, los merodeadores se retiraban a observar desde una distancia prudencial cómo la sed y la fatiga vencían a los sitiados antes de volver a atacar. Y los mataban a todos.
    Rendirse no tenía sentido para los soldados. O luchaban hasta el fin o se volaban los sesos de un balazo. Quizá también ellos conservaban una especie de memoria racial: el verano, con Freyr en pleno esplendor, era la estación de la supremacía humana; pero durante el largo invierno, eran los ancipitales quienes dominaban el planeta, tal como habían hecho antes de que los humanos irrumpiesen en escena. De modo que se defendían sin esperanza, dispuestos a morir sin remisión. También las mujeres que acompañaban a aquellos hombres morirían.
    No obstante, cuando se quedaban sin municiones, los phagors no mataban a todos los humanos sino que los tomaban como esclavos.
    Aunque el Oligarca no lo supiera, los ancipitales demostraron ser sus mejores aliados. Eliminaron todo lo que quedaba del otrora poderoso ejército de Asperamanka.

    Pero los miembros de la raza phagor que vivían en Sibornal parecían ser menos agresivos. Se trataba, por lo general, de esclavos ancipitales que habían huido de sus amos o de phagors de las planicies, amansados por generaciones enteras de duro trabajo y servidumbre. Estas criaturas recorrían el campo en pequeñas bandas, evitando en lo posible los asentamientos humanos.
    Por supuesto, todo punto vulnerable de los Hijos de Freyr se convertía inmediatamente en su objetivo: su hondo antagonismo no moría nunca. Por eso, cuando uno de estos grupos detectó la presencia del bergantín Nueva Estación cercano a la costa, sometió al navío a una estrecha vigilancia. El grupo lo siguió a lo largo de la desolada costa de Loraj, más allá de la bahía Persecución, en los confines del territorio uskuti.
    Ocho gillots, un fillock, tres envejecidos stalluns y un runt componían la banda. Todos estaban desastados menos el runt. Como animal de carga llevaban consigo un yelk que portaba a cuestas los elementos básicos de su dieta, galleta y una espesa papilla. Iban armados.
    A pesar del pertinaz viento costero que soplaba hacia el mar, el bergantín, impulsado por una corriente de dirección oeste, se acercaba lentamente a tierra. Los phagors, milla a milla, lo seguían sin desfallecer, atentos a la distancia, cada vez menor, que los separaba de él. In-teriormente tenían la certeza de que tarde o temprano podrían abordarlo y destruirlo.
    A bordo se observaba una actividad intermitente. Una noche habían sonado varios disparos. En otra ocasión, pudo verse a un hombre que, perseguido por dos vociferantes mujeres, corría hacia la banda de estibor. En las manos de las mujeres flameaban sendos cuchillos. El hombre se lanzó por la borda, intentó nadar hasta la costa y finalmente se hundió en las frías aguas sin un quejido.
    Pequeños icebergs, desprendiéndose de la bahía Persecución, flotaban hacia el oeste como elegantes cisnes. De tanto en tanto, alguno chocaba contra el casco del Nueva Estación. Luterin Shokerandit oía el golpeteo mientras velaba por Toress Lahl en aquel astroso gabinete.
    Aunque había cerrado la puerta con llave, Luterin no soltaba el pequeño trinchete: la bulimia de la Muerte Gorda convertía a cada pasajero del bergantín en un enemigo potencial. Eventualmente, usaba el trinchete para obtener leña de las vigas del barco, con las que alimen-taba el fuego en el que asaría las últimas presas del último flehbiht. Entre ambos, Toress Lahl y él, se habían zampado las cuatro cabras de largas patas en no más de ocho o nueve jornadas de travesía, según calculaba.
    La Muerte Gorda solía completar su curso en una semana. Para entonces, quien no había muerto estaba en vías de recuperarse, con sus facultades intactas pero fisiológicamente alterado. Luterin había observado la desesperada lucha de la mujer, también su aumento de peso. En sus intentos por liberarse, Toress Lahl se había desgarrado la ropa, a menudo a mordiscos. Había roído el pilar al que estaba sujeta; la boca, lastimada, le sangraba penosamente. Él la velaba con amor.
    Llegó un punto en el que ella pudo devolverle la mirada. Y sonrió.
    Después de dormir por varias horas se sintió mejor colmada por aquella sensación de bienestar que acompaña a quienes sobreviven a la Muerte Gorda.
    Shokerandít liberó sus muñecas y tobillos y la lavó con un trapo mojado en agua salobre. Mientras intentaba ayudarla a ponerse de pie, ella lo besó. Y lloró al descubrir sus nuevas formas.
    —Parezco un tonel. Y era tan delgada...
    —Es lógico. Mírame a mí.
    Lo miró a través de las lágrimas y se echó a reír.
    Rieron juntos. Él percibió la maravillosa arquitectura de su nuevo cuerpo, todavía húmedo y reluciente por el lavado, la belleza de sus hombros, de sus pechos, de su vientre y sus muslos.
    —Son las proporciones de un mundo nuevo, Luterin —dijo Toress Lahl. Él notó que por primera vez lo llamaba por el nombre.
    Alzó los brazos, raspando el tabique con los nudillos: —Me alegro de que hayas sobrevivido.
    —Es que has sabido cuidar de tu cautiva.
    Qué natural era estar abrazándola, besarle la boca llagada, yacer con ella en el mismo puente en el que habían estado forcejeando con la agonía. Ahora forcejeaban con el goce sexual.
    Más tarde, Luterin le diría:
    —Ya no eres mi cautiva, Toress Lahl. Ambos somos cautivos del otro. Eres la primera mujer que he amado. Te llevaré a Shivenink e iremos a las montañas donde vive mi padre. Conocerás las maravillas de la Gran Rueda de Kharnabhar.
    Pero ella ya había empezado a olvidar lo sucedido y respondió distraída:
    —También en Oldorando se habla de la Gran Rueda. Iré contigo si así lo deseas. Pero el barco está demasiado silencioso. Veamos cómo se encuentran los demás. Podrían haber enfermado todos: Odim, su vasta parentela, la tripulación...
    —Quédate aquí conmigo un poco más. —Luterin, tendido allí, abrazándola, perdido en sus grandes ojos oscuros, temía romper el hechizo. En aquel momento habría sido incapaz de distinguir el amor de la salud recuperada.
    Ella dijo, resuelta:
    —Allá en Oldorando, yo era médica. Mi deber es atender a los enfermos —y miró hacia otra parte.
    —¿De dónde viene la plaga? ¿De los phagors?
    —De los phagors, eso parece.
    —De modo que nuestro valiente capitán tenía razón. Nuestro ejército sería detenido por la fuerza para que no pudiésemos regresar a Sibornal y así diseminar la peste; la traíamos con nosotros. La decisión del Oligarca era más sabia que vil.
    Toress Lahl sacudió la cabeza. Se peinaba los cabellos con lánguidos gestos, lujuriosamente, mirándose al hablar en un pequeño espejo:
    —Demasiado simple. La decisión del Oligarca es terriblemente vil. Destruir la vida es siempre una vileza. Pero lo que hizo no sólo fue vil; también podría resultar ineficaz. Algo sé acerca de la naturaleza contagiosa de la Muerte Gorda, aun a pesar de la dificultad que entraña que su período de incubación dure la mayor parte de un Gran Año; lo que se aprende a duras penas durante un año, se olvida fácilmente al siguiente.
    Él esperó a que continuase pero ella guardó silencio. Siguió mirándola incluso cuando la mujer ya había dejado a un lado el peine y se lamía un dedo para alisarse las cejas.
    —Ten cuidado con lo que dices del Oligarca. Él sabe más que nosotros.
    Entonces, ella se volvió hacia él. Sus miradas se cruzaron y ella dijo con firmeza:
    —No tengo por qué respetar a tu Oligarca. A diferencia de la Oligarquía, la Muerte Gorda actúa más piadosamente. Sólo suele llevarse consigo a los ancianos y a los más jóvenes; en cambio, la mayoría de los adultos sanos logran sobrevivir; más de la mitad, diría. Se transforman eficazmente, como nosotros —y lo pinchó, no sin humor, con un dedo todavía húmedo—. Nuestras siluetas compactas representan el futuro, Luterin.
    —Sin embargo, la otra mitad de la población moriría... Comunidades enteras destruidas... El Oligarca no puede permitir que algo así le ocurra a Sibornal. Ha de tomar medidas estrictas...
    Ella lo interrumpió con gestos desaprobatorios:
    —Esa mortandad no deja de ser providencial en una época de malas cosechas y hambruna como ésta. Los supervivientes sanos se benefician de ello. La vida puede continuar.
    Él rió:
    —A trompicones...
    Ella volvió a sacudir la cabeza, esta vez con repentina impaciencia:
    —Tenemos que averiguar si ha sobrevivido alguien a bordo del barco. Este silencio no me gusta.
    —Quisiera agradecer a Eedap Mun Odim por su generosidad.
    —Ojalá puedas hacerlo.
    Permanecieron de pie, mirándose bajo la luz estramónica que bañaba la pequeña estancia. Shokerandit la besó, aunque a último momento ella había apartado los labios. Luego salieron al corredor.
    Luterin rememoraría esta escena mucho tiempo después. Comprendería por fin, como no podía hacerlo entonces, hasta qué punto Toress Lahl le había ocultado aspectos de sí misma. Sentía por ella una fuerte atracción física; pero más atractiva —más aún de lo que entonces podía imaginar— era para él su actitud de independencia. Sólo cuando el tiempo erosionase esa independencia podrían alcanzar una comprensión verdadera.
    Pero a duras penas podía Shokerandit barruntar este hecho en un momento en que su visión global se basaba en una serie de confusiones que, allí donde dirigiese la mirada, lo sumían en la inseguridad y le impedían desarrollar sus sentimientos. Entre el y la madurez se interponía su inocencia.
    Shokerandit marchaba adelante. Pasada la escalerilla, el corredor continuaba hasta la bodega principal, habitáculo de los parientes de Odim, Pegando el oído a la puerta, percibió velados movimientos en el interior. De los camarotes a cada lado del pasillo, en cambio, sólo llegaba silencio. Intentó abrir uno, luego golpeó; puerta cerrada, ninguna respuesta.
    Al aparecer en cubierta, seguido de Toress Lahl, tres hombres desnudos corrieron a ocultarse, dejando tras de sí un cadáver femenino, brazos abiertos, cerca del palo de mesana. Toress Lahl se acercó y le echó una ojeada.
    —Tirémosla por la borda —dijo Shokerandit.
    —No. Está muerta. Déjala. Que los vivos se alimenten.
    Luego repararon en la situación del navío. El Nueva Estación, como lo confirmaban todos sus sentidos, ya no se movía. Impulsado por las corrientes marinas, había terminado por encallar en la orilla. Estaba varado contra una lengua de arena que se adentraba serpenteando en el mar.
    Un pequeño racimo de icebergs se había acumulado a popa. Parecía sencillo saltar la borda por la proa y llegar hasta la costa sin siquiera mojarse los pies. Guardaban esta cala dos grandes peñascos, uno de ellos de mayor altura que los mástiles del barco, hendiendo las mareas. Seguramente eran el producto de remotas explosiones volcánicas, aunque no se observaba en aquellas tierras nada que indicase la vehemencia de un volcán. La costa ofrecía un paisaje de acantilados bajos, tan ruinosos que parecían un muro semiderruido a cañonazos; por encima de éstos se extendía un páramo de color mostaza, y el viento helado que soplaba desde allí hizo lagrimear a la pareja de observadores. Parpadeando para quitarse las lágrimas, Shokerandit volvió a fijarse en el peñasco más grande. Estaba seguro de haber visto algo que se movía. De pronto, dos phagors aparecieron en la distancia, alejándose de la costa con su extraño andar deslizante. Se dirigían hacia un grupo de otros cuatro, visible ahora sobre una elevación, y arrastraban consigo algún tipo de animal muerto. Nuevos phagors surgieron de detrás del peñasco para recibir a los cazadores.
    Aquella mañana, la partida original de trece phagors se había encontrado con otro grupo, más numeroso, en el que se contaban también esclavos huidos y cuatro phagors que habían servido de bestias de carga en las fuerzas de la Oligarquía. Su número se elevaba ahora a treinta y seis. Mantenían un fuego encendido en una concavidad de la roca que miraba hacia tierra, y en él pensaban asar los flambregs que los cazadores habían lanceado.
    Toress Lahl miró a Shokerandit con pánico.
    —¿Nos atacarán?
    —Sienten una profunda aversión al agua pero podrían acercarse por la lengua de arena y abordarnos fácilmente. Será mejor que busquemos algún tripulante en condiciones. Rápido.
    —Al ser los primeros en caer víctimas de la Muerte Gorda, seguramente habremos sido los primeros en recuperarnos.
    —Veamos qué armas encontramos para defendernos.
    La búsqueda a bordo los horrorizó. El barco se había convertido en un matadero. Los resultados de la plaga eran aterradores. Quienes pudieron encerrarse en los camarotes habían enfermado, y en algunos casos habían muerto en absoluta soledad, o bien se habían matado entre sí. No quedaban animales vivos a bordo y sus restos eran presas codiciadas. En la gran bodega ocupada por los familiares de Odim predominaba el canibalismo. De sus veintitrés miembros, dieciocho habían muerto, casi todos a manos de sus parientes. Quedaban cinco con vida: tres todavía padecían la demencia de la enfermedad y desaparecieron al ser llamados; sólo dos jóvenes mujeres pudieron hablar. Mostraban los claros efectos de la metamorfosis. Toress Lahl las llevó hasta el seguro gabinete en el que se habían ocultado ella y Luterin.
    Las hachas de las salas de tripulantes estaban en su sitio. De abajo llegaban sonidos de animales y un peculiar estribillo no paraba de sonar.

    Él vio la incisión de su amada.
    Oh, qué visión desolada...
    Oh, qué visión desolada...

    En una alacena a proa descubrieron los cuerpos de Besi Besamitikahl y la anciana abuela. Besi yacía boca arriba, con los ojos abiertos y una expresión de estupor congelándole el rostro. Ambas estaban muertas.
    En la bodega de proa tropezaron con algunas cajas de aspecto sólido que habían permanecido intactas mientras la desgracia asolaba la nave.
    —Bendito sea: rifles —exclamó Shokerandit. Abrió la primera caja. Debajo de unas arpilleras, envueltas con cuidado en delgado papel, aparecieron ante su vista las piezas de una vajilla completa de fina porcelana, cada una de ellas decorada con agradables escenas domésticas. Otro tanto ocurrió con las restantes cajas. La porcelana era finísima, de calidad superior. Odim la llevaba para regalársela a su hermano en Shivenink.
    —No creo que esto vaya a mantener alejados a los phagors —dijo Toress Lahl, riendo a medias.
    —Algo tendrá que hacerlo.
    El tiempo pareció detenerse mientras revisaban el bergantín teñido en sangre. Estaban en el pequeño verano, de modo que las horas diurnas de Batalix prolongaban la luz. Freyr no solía estar muy arriba ni muy abajo del horizonte. El viento frío soplaba sin cesar. En una ocasión, trajo consigo un sonido semejante al de un trueno.
    Después del trueno, silencio. Sólo el monótono vaivén del mar, el golpeteo ocasional de las pequeñas masas de hielo contra la madera del casco. Luego volvió a tronar, esta vez de manera clara y continua. Shokerandit y Toress Lahl intercambiaron miradas de asombro, incapaces de imaginar qué podía producir aquel ruido. Pero los phagors lo comprendieron sin necesidad de pensar. Para ellos, el rumor de una manada de flambregs en marcha era inconfundible.
    A orillas del casquete de hielo polar vivían millones de flambregs. Su descendencia cubría las Regiones Circumpolares. De todos los países de Sibornal, era Loraj el que ofrecía a los flambregs los mejores territorios, con sus grandes forestas de robustos árboles eldawon y un paisaje de suaves y bajas colinas y lagos. Los flambregs, al contrario de los yelks, eran algo carnívoros y solían cazar aves y roedores. Su dieta principal, que consistía en líquenes, hongos y hierbas, se complementaba con corteza. También comían un indigesto musgo al que las primitivas tribus de Loraj que los cazaban llamaban musgo de flambreg. Este musgo contenía un ácido graso que protegía sus membranas celulares de los efectos del frío, permitiendo a las células un funcionamiento normal a las más bajas temperaturas.
    Una manada de más de dos millones de cabezas se acercaba a la costa. No era especialmente numerosa: en Loraj había concentraciones bastante superiores. Esta manada, procedente de un bosque de eldawones, corría casi paralela al mar, y la tierra temblaba bajo el redoble de sus multitudinarias pezuñas.
    Los phagors comenzaron a mostrar cierto nerviosismo. Suspendieron sus sencillas operaciones culinarias; poseídos por una incertidumbre más propia de los humanos, iban y venían, oteando el horizonte.
    Podían elegir entre dos vías de escape. O bien subían hasta la cima del gran peñasco o atacaban y se adueñaban del barco. Cualquiera de ellas los salvaría de la estampida, que se aproximaba velozmente.
    La manada contaba con una avanzada muy particular. Por encima de los lomos de los animales revoloteaba una nube de mosquitos, decididos a extraer sangre de aquellas lanudas narices. Los mosquitos eran a su vez enemigos de una mosca del tamaño de una avispa reina. Esta mosca se había adelantado y hendía rauda el aire como una flecha. De pronto, saliendo de la nada, se posó hábilmente entre los ojos de uno de los phagors. Era una mosca atigrada.
    Inesperadamente, el grupo de ancipitales entró en pánico. Corrían de un lado a otro. El individuo en cuya cara se había posado la mosca giró y se lanzó hacia el peñasco. Chocó contra la roca, aplastando la mosca, y después, medio inconsciente, se tumbó.
    El resto se reunió para establecer un plan de acción. Algunos de los phagors del grupo más reciente llevaban consigo un pequeño y arrugado talismán, un antepasado en estado tether. Este reducido símbolo de sí mismos, este ilustre y apolillado tatarastallun, prácticamente queratinizado por completo, estaba todavía a uno o dos pasos del no-ser. La débil chispa que latía en su interior parecía servir para concentrar sus intentos de raciocinio. La comprensión abandonó sus córnex. Comulgaban. La corriente de sus pálidos córnex entró en tether.
    De una zona de absoluta blancura emergió un espíritu, no mayor que un conejo. El que era su descendiente dijo para adentro:
    —Oh sagrado antepasado que te integras en la tierra, henos aquí en grave peligro a orillas del mundo sumergido. Las Bestias-que-fuimos corren hacia aquí y nos aplastarán. Fortalece ahora nuestros brazos, aléjanos del peligro.
    La figura queratinizada les transmitía, a través de sus córnex, imágenes que los ancipitales conocían bien, imágenes que se sucedían velozmente, una tras otra. Imágenes de las Regiones Circumpolares, con su hielo, sus lodazales, sus bosques sombríos y resistentes; así como de la vida que, incluso allí, a orillas del casquete polar, no cesaba de reproducirse. Un casquete polar más extenso que nunca, ya que por entonces Batalix era el único señor de los cielos. Imágenes de criaturas encantadas, ocultas en cuevas, aliadas con ese espíritu inconsciente llamado fuego. Imágenes de los humildes Otros, domesticados. Terroríficas imágenes del errante Freyr que, jaspeado de negro, descendía a través de las octavas aéreas, arácnido gigante, estremecedor de éderes. La retirada de la hermosa T'Sehn Hrr, que antaño plateara los cielos serenos. Los Otros, quienes, al descubrirse Hijos de Freyr, huirían llevándose a hombros el inconsciente espíritu fuego. Muchos, muchos ancipitales muertos, en inundaciones, en llamas, en combate con los Hijos de Freyr, de simiescas cejas.
    —Id a prisa, recordad enemistades. Retiraos a la seguridad de la cosa de madera que flota en el mundo sumergido, matad a todos los Hijos de Freyr. Protégeos allí de la estampida de las Bestias-que-fuimos. Sed valientes. Sed grandes. ¡Mantened los cuernos en alto!
    La vocecita se replegó hacia regiones ignotas y los phagors agradecieron al tatarastallun con un ronco chirrido gutural.
    Obedecerían sus palabras. Puesto que la voz era suya y era también de ellos, y no había ninguna diferencia. El tiempo y las opiniones no tenían sitio en sus pálidos córnex.
    Avanzaron lentamente hacia el barco varado.
    La nave era para ellos una entidad extraña. El mar los aterraba. El agua los tragaba y extinguía. Recortado contra la naranja en brasas de Freyr, que roncaba apenas por debajo del horizonte en espera de poder surgir de aquel mismo mar hambriento, el barco parecía dormir.
    Los phagors apretaron sus lanzas y se aproximaron con recelo al Nueva Estación.
    Bajo sus pasos, la arena crepitaba. Mientras tanto, sus crispadas orejas se mantenían pendientes del sonido tronante de la estampida.
    Hacia un lado se arracimaban los icebergs, apenas más grandes que el runt pegado a su gillot. Algunos icebergs se habían deslizado a las bandas del navío; otros, como silos poseyese una misteriosa voluntad, describían lentas y complicadas figuras en la calma superficie del mar, es-pectrales bajo la media luz, reflejándose en el agua como visiones de tether.
    Al estrecharse el banco de arena, la comitiva de ancipitales tuvo que estrechar a su vez la fila, hasta que al frente quedaron dos stalluns. El barco cernía sobre ellos su enorme silueta inmóvil.
    De pronto, bajo los pies de los stalluns empezaron a romperse y quebrarse cosas. Intentaron detenerse, pero los que venían detrás los empujaron: más roturas y estridencias. Mirando hacia abajo, pudieron ver unos delgados fragmentos blancos y comprobaron que aquella blancura quebradiza cubría todo el camino hasta el navío.
    —Hay hielo y se rompe —se dijeron unos a otros, empleando el continuo presente del Ancipital Nativo—. Hacia atrás o caemos en el mundo sumergido.
    —Debemos matar a todos los Hijos de Freyr, corno está dicho. Seguid.
    —No podemos hacerlo si el mundo sumergido los protege.
    —Hacia atrás. Cuernos en alto.
    Agazapados detrás del pasamano del Nueva Estación, Luterin Shokerandit y Toress Lahl pudieron ver cómo sus enemigos volvían a ganar la costa y buscaban refugio en el peñasco.
    —Podrían volver. Hay que poner este barco a flote cuanto antes —dijo Shokerandit—. Veamos quiénes han sobrevivido.
    Toress Lahl sugirió:
    —Antes de alejarnos de la costa, deberíamos matar algunos flambregs, si se nos acercan lo suficiente. De lo contrario, todos moriremos de hambre.
    Intercambiaron una mirada de inquietud. No podían evitar pensar que navegaban con un cargamento de muertos y desquiciados.
    Con las espaldas contra el mástil principal, gritaron los dos a un tiempo y su llamada se perdió más allá del desierto de agua y tierra. Tras una pausa, llegó hasta ellos un grito de respuesta. Volvieron a dar voces.
    Del castillo de proa salió, trastabillando, un hombre. Había sufrido la metamorfosis y mostraba la típica silueta de tonel de los supervivientes. Casi no le cabía k ropa y sus huesudas facciones se habían ensanchado, estirándolo curiosamente en sentido horizontal. A duras penas reconocieron en él a Harbin Fashnalgid.
    —Me alegro de que estés vivo —dijo Shokerandit, yendo hacia él.
    El transformado Fashnalgid alzó la mano a modo de advertencia y se sentó pesadamente en la cubierta.
    —No te me acerques —dijo. Se cubría la cara con ambas manos.
    —Si estás en condiciones, necesitamos ayuda para volver a botar el barco —dijo Shokerandit.
    Sin levantar la vista, el capitán estalló en risas. Shokerandit vio la sangre reseca que le manchaba las manos y la ropa.
    —Deja que se recupere —dijo Toress Lahl.
    Al oírla, Fashnalgid emitió una áspera carcajada y se puso a gritarles:
    —¡Deja que se recupere! ¿Cómo puede recuperarse un hombre? ¿Y por qué habría de hacerlo?... He pasado estos últimos días comiendo arang crudo..., sí, y hasta he matado a un hombre por esa carne... Las entrañas..,, todo... Y ahora me encuentro con que Besi ha muerto. Besi, la más querida, la más honesta de todas... ¿Para qué quiero recuperarme? Lo que quiero es estar muerto.
    —Pronto te sentirás mejor—dijo Toress Lahl—. Apenas la conocías.
    —Siento lo de Besi —dijo Shokerandit—, pero tenemos que poner en marcha el barco.
    Fashnalgid le clavó la mirada:
    —¡Siempre el mismo conformista! Pase lo que pase, harás lo que se espera que hagas. Por lo que a mí respecta, el barco puede podrirse. —¡Estás borracho, Fashnalgid! —Luterin se sentía moralmente superior a aquella abyecta figura.
    —Besi ha muerto. Es todo lo que importa —dijo Fashnalgid tumbándose sobre cubierta.
    Toress Lahl se acercó a Shokerandit. Se alejaron juntos, siempre agazapados.
    Cogieron hachas de incendio para entrar en los camarotes y empezaron a bajar.
    Al llegar Shokerandit al final de la escalerilla, un hombre desnudo se abalanzó sobre él. Shokerandit dobló una rodilla y el hombre se aferró a su cuello. Era un familiar de Odim. Gruñía y arañaba, más como un animal enloquecido que como un ser humano, sin llegar a hacer ningún intento coherente de dominar a su oponente. Shokerandit golpeó con sus nudillos los ojos del hombre, estiró el brazo y empujó con fuerza. Cuando el atacante estuvo en el suelo, le pateó el estómago, le saltó encima y lo inmovilizó.
    —¿Qué hacemos con éste? ¿Se lo arrojamos a los phagors?
    —Atémoslo. Lo dejaremos en un camarote.
    —Prefiero no arriesgarme. —Luterin levantó el hacha que había soltado y golpeó con el mango la sien del hombre tumbado. El hombre se desvaneció.
    Después forzaron la puerta del camarote del capitán, que estaba a popa. La cerradura terminó cediendo a sus embestidas e irrumpieron en un pañol amplio y acondicionado cuyas ventanas se abrían por encima del agua.
    Se pararon en seco. Sentado de espaldas a las ventanas, un hombre apuntaba hacia ellos un antiguo mosquete de boca acampanada.
    —No dispares —dijo Shokerandit—. No buscamos pelea.
    El hombre se puso de pie. Bajó el arma.
    —Podría haberos disparado. Hay muchos lunáticos.
    Su cuerpo guardaba las proporciones dentro de la inhabitual gordura. Había sobrevivido a la enfermedad. Reconocieron en él al capitán; sus oficiales, maniatados, estaban desparramados por la estancia. Algunos llevaban una mordaza.
    —La hemos pasado de miedo por aquí —dijo el capitán—. Por suerte, he sido el primero en recuperarme. Sólo hemos perdido al primer oficial... por razones alimentarias, para decirlo de algún modo. Dentro de unas pocas horas estos oficiales estarán nuevamente listos para la acción.
    —En tal caso, déjalos aquí y comprueba en qué estado se encuentra el resto —replicó Shokerandit con premura—. Estamos varados y hay phagors hostiles en la costa.
    —¿Cómo está el maestro Eedap Mun Odim? —preguntó el capitán mientras, mosquete bajo el brazo, dejaba con ellos el camarote.
    —Aún no hemos encontrado a Odim.
    Lo encontrarían luego. Al percibir los primeros síntomas febriles, Odim se había encerrado en su camarote con suficiente agua, pescado reseco y galleta marinera. Tras la metamorfosis, había perdido altura y engrosado notablemente su silueta. Su característica postura de espalda recta había desaparecido. Vestía desgarbadas ropas de marino: las suyas le quedaban demasiado estrechas. Apareció en cubierta, parpadeando, como un oso que abandona su cueva después de hibernar.
    Lo llamaron y él miró a su alrededor, frunciendo el entrecejo, con rápidos movimientos. Shokerandit se le acercó lentamente, consciente de haber sido el portador de la Muerte Gorda a bordo. Con humildad, le recordó a Odim su nombre.
    Pero Odim, haciendo caso omiso de él, fue en cambio hasta la barandilla y señaló hacia abajo. Cuando por fin habló, la rabia le ahogaba la voz.
    —¡Mirad esta barbarie! Algún imbécil ha tirado mi mejor porcelana por la borda. Es una atrocidad. Que haya una enfermedad a bordo no es motivo para... Pero, ¿quién lo ha hecho? Exijo saberlo. El culpable no va a navegar conmigo.
    —Bueno... —dijo Toress Lahl. —Eh... —dijo Shokerandit, juntando valor—. Señor, debo confesar que he sido yo. Nos estaban atacando los phagors.
    Extendió la mano, indicando el sitio junto al peñasco donde se los podía ver.
    —A los phagors se les dispara, no se les tiran exquisitas piezas de porcelana, imbécil —dijo Odim. Luego, controlando su ira—: Estabas en plena locura..., ¿es ésa tu excusa?
    —La nave no tiene armas con qué defenderse. Nos dimos cuenta de que los phagors nos atacarían, y volverán a hacerlo si ceden a la desesperación. Tiré los platos por la borda a propósito, para que cubriesen el banco de arena. Como imaginé, los phagors creyeron caminar sobre hielo delgado y se retiraron. Lamento lo de la porcelana, pero he salvado el barco.
    Odim no habló. Clavó la vista en la cubierta, la elevó hasta el mástil. Luego extrajo una pequeña libreta negra del bolsillo y recorrió sus páginas.
    —Este servicio habría valido unos mil sibs en Shivenink —dijo en voz baja, lanzando rápidas miradas a los presentes.
    —Pero su pérdida ha permitido salvar el resto del cargamento —dijo Toress Lahl—. Las otras cajas están intactas. ¿Cómo se encuentra tu familia?
    Mascullando para sí, Odim apuntó algo en lápiz:
    —Tal vez incluso más de mil... Sí, gracias, gracias... Me pregunto cuándo volverán a fabricarse piezas de esa calidad. Probablemente haya que esperar hasta la próxima primavera del Gran Año, dentro de muchos siglos. Pero, ¿por qué íbamos a preocuparnos por ello?
    Se volvió, ensimismado, y le estrechó la mano a Shokerandit, mirando en otra dirección:
    —Mi gratitud por haber salvado el barco.
    —Ahora podremos reflotarlo —dijo el capitán.
    El rumor de los flambregs había aumentado mucho. Se dieron vuelta para ver fluir a la manada, a no más de una milla tierra adentro. Odim se escabulló en silencio. Más tarde comprenderían el motivo de su extraña conducta. No sólo la muerte de su querida Besi había alterado a Odim. De sus tres hijos, solamente el mayor, Kenigg, había sobrevivido a los embates de la Muerte Gorda. También su mujer estaba muerta. Poco quedaba del cráneo pelado, el torso y una pila de huesos.

    La flotación no se conseguiría sino al cabo de varias horas. Con el capitán y algunos tripulantes ya restablecidos, se realizaron intentos por devolver el orden a bordo. Los enfermos fueron acomodados en el camarote del galeno y se subió a los convalecientes a cubierta, a fin de que respirasen aire fresco. A los muertos se los amortajó en sábanas y se los dispuso en una hilera en la cubierta superior. En total, sumaban veintiocho. Los supervivientes, incluidos el capitán y once tripulantes del bergantín, eran veintiuno.
    Una vez hecho el recuento de bajas y restablecido el orden, los que estaban sanos se reunieron para agradecer a Dios Azoiáxico, que ordenaba todas las cosas, por haberlos salvado.
    No podían comprender, en la inocencia de sus himnos, que la complejidad de su supervivencia escapaba al poder de cualquier divinidad local.
    Heliconia se encontraba en plena regresión cíclica hacia un estadio similar al anterior a la caída de su atávico sol Batalix en el campo gravitatorio de la supergigante de tipo A. Pululaba entonces por el planeta un notable número de especies de distintos tamaños, desde ínfimos virus hasta grandes ballenas, pero los bajos gradientes de energía y la escasa complejidad hacían imposible la vida de seres con la intensidad de organización celular necesaria para formar bloques de funciones mentales superiores, es decir, de funciones deductivas, perceptivas, racionales, todas ellas asociadas a la plenitud de la conciencia. El esfuerzo supremo de Heliconia en este sentido habían sido los ancipitales.
    Éstos formaban parte del sistema vital integrado de la biosfera heliconiana. Una de las funciones de ese gestalt sistémico —que, obviamente, sus partes integrantes desconocían como tal— consistía en mantener las condiciones óptimas para la supervivencia general. Y si la mosca atigrada no podía vivir sin los flambregs, éstos tampoco podían vivir sin ella. Todas las formas de vida eran interdependientes.
    La captura de Batalix por parte de la supergigante constituyó desde luego un acontecimiento de primera magnitud pero no una tragedia para Heliconia, aunque sí lo fue para muchas de sus especies e individuos. El impacto de la captura ocurrió de un modo bastante gradual como para que la biosfera pudiese resistirlo. El planeta se cuidó de sí mismo, perdiendo a su luna. Si bien logró mantener sus procesos vitales, no pudo evitar la irrupción de una era de tormentas y huracanes que lo azotaron durante cientos de años.
    Pero aún más daño causaría la violenta emisión de energía procedente del nuevo sol. Nuevas especies desaparecieron y a otras sólo las salvó la mutación genética. Algunas de las nuevas especies presentaban un desarrollo evolutivo bastante apresurado y su adaptación al nuevo entorno no resultó demasiado costosa. Así, los assatassis —organismos marinos que nacían de larvas surgidas de los cuerpos agonizantes de sus padres—, los yelks y biyelks —necrogenes que, a pesar de su apariencia mamífera, carecían de útero— o los humanos fueron algunas de las criaturas que se beneficiaron de las condiciones hiperenergéticas que habían empezado a rodear el planeta unos ocho millones de años atrás.
    Las nuevas criaturas, producto del afán biosférico por no perder la unidad, se habían incorporado al nuevo entorno en el momento de máximo cambio. Antes de caer en la órbita de Freyr, la atmósfera de Heliconia, compuesta en gran parte por dióxido carbónico, protegía la vida por medio de un efecto invernadero; su temperatura media oscilaba entonces alrededor de los —7 º C. Tras la captura, el dióxido de carbono atmosférico se redujo considerablemente, combinándose en el periastron con agua para formar rocas carbónicas. La cantidad de oxígeno ascendió a niveles idóneos para las nuevas criaturas: los humanos, al contrario de los phagors, no podían sobrevivir en las hipooxigenadas alturas del Nyktryhk. Las macromoléculas marinas, presentes en concentraciones cada vez mayores, dieron paso a una paulatina repoblación de las cadenas alimentarias. Todos estos nuevos parámetros vitales pasarían a formar parte de las con-diciones reguladoras de la biosfera heliconiana.
    A pesar de constituir la forma de vida más completa, los humanos resultarían asimismo los más vulnerables. Y por más que se rebelasen contra la idea, sus vidas corporativas eran tan sólo un elemento más del bagaje del planeta al que pertenecían. En este sentido, nada los diferenciaba de los peces, de los hongos o los phagors.
    A fin de que pudiesen funcionar de manera óptima en las extremas condiciones de Heliconia, la presión evolutiva había creado un sistema regulador para las masas de humanos. El helicovirus pleomórfico contaba como vector con un artrópodo, una especie de garrapata que pasaba fácilmente de phagors a hombres. El virus era endémico durante dos de las estaciones heliconianas, o sea, durante la primavera y el otoño del Gran Año, aunque presentaba epiciclos menores entre uno y otro pico. Estas pandemias recibían los nombres de fiebre de los huesos y Muerte Gorda, respectivamente.
    Si bien la diferencia entre los sexos era desestimable, ambos sexos presentaban un cierto dimorfismo estacional. El peso medio de hombres y mujeres a lo largo de un Gran Año se acercaba a las ciento doce libras; sin embargo, tanto la primavera como el otoño provocaban grandes variaciones en el peso corporal de la especie.
    Los supervivientes de la fiebre ósea solían pesar alrededor de unas escasas noventa y seis libras y ofrecían un aspecto esquelético para quienes hubieran crecido en condiciones normales. Esta pérdida de peso corporal respondía a un factor hereditario y persistía durante generaciones corno una huella profunda; mientras tanto, el calor iba en aumento. Poco a poco, los cuerpos delgados se redondeaban y la población volvía a la media de las ciento doce libras.
    Con el invierno, en parte debido a factores glandulares, el virus regresaba. En este caso, los supervivientes no perdían peso sino todo lo contrario, aumentando por lo general su masa corporal en un cincuenta por ciento. Durante algunas generaciones, la población rondaría las ciento sesenta y ocho libras. Corno péndulos, iban y venían del ectomorfismo al endomorfismo.
    Este proceso patológico cumplía con una función vital para la preservación del género humano; además, su efecto secundario resultaba beneficioso para toda la biosfera. Mientras que la cuota de energía expansiva del planeta primaveral requería para mayor eficacia de su fun-cionamiento sistémico una biomasa más variopinta, la energía centrípeta invernal necesitaba que la biomasa menguase. El virus reducía así la población humana a fin de adecuarla a la organización biosférica global de cadenas alimentarias.
    Tal como los rebaños de flambregs, para los que la terrible mosca atigrada representaba tanto un tormento como una salvación, los humanos no podrían seguir existiendo sin el virus.
    El virus destruía. Pero la suya era una destrucción generadora de vida.




    VIII
    LA VIOLACIÓN
    DE LA MADRE


    Una recia brisa soplaba desde la costa. En lo alto campeaba Batalix: las nubes se habían despejado. El mar chisporroteaba de crestas de espuma que parecían hechas de finísimas perlas. El Nueva Estación, con música en los obenques, navegaba con rumbo oeste-sudoeste.
    A lo largo de la costa de Loraj se sucedían al norte, terraza tras terraza, los Palacios de Otoño. Prisioneros de la roca, los sueños de tiranos olvidados se remontaban costa arriba en la distancia y el tiempo. Contaba la leyenda que el rey Denniss había vivido en otro tiempo tras sus espectrales muros. Ya desde sus orígenes, estos Palacios, como algunas ambiguas relaciones humanas, nunca habían estado ocupados del todo, aunque tampoco del todo desiertos. Resultaban demasiado grandiosos para quienes los habían erigido; también para sus sucesores. Sin embargo, largo tiempo después del remoto otoño que había visto elevarse sus torres por encima de la playa de granito, seguían habitados. Muchos seres humanos, tribus enteras de ellos, se refugiaban allí como aves bajo los ruinosos aleros.
    También los estudiosos, a quienes siempre atrae el pasado, solían alojarse en los Palacios de Otoño. Los Palacios eran para ellos el yacimiento arqueológico más rico del mundo; las trampillas de sus astrosos sótanos eran como puertas abiertas a una edad anterior del hombre. ¡Y qué vastos eran! Laberintos de una profundidad casi infinita se abrían camino roca adentro como tuberías en pos del calor de las entrañas de Heliconia. Había allí inscripciones sobre piedra y arcilla, cuencas de cacharros, esqueletos de hojas de bosques desvanecidos, calaveras que medir, dientes que encajar en mandíbulas, muladares, armas desintegrándose en el polvo..., la historia de un planeta esperando pacientemente ser interpretada, aunque tan fantasmagóricamente inasible en toda su magnitud como una vida humana cuya llama se ha apagado.
    A estribor del Nueva Estación, los Palacios palidecían a la distancia.
    En ocasiones, su diezmada tripulación avistaría otras naves. A la altura del puerto de Ijivibir pasaron cerca de arenqueros abocados a su labor. Eventualmente aparecía mar adentro algún barco de guerra, recordándoles que las rencillas entre Uskutoshk y Bribahr no se habían acallado. Nadie los molestó ni les hizo señal alguna. Los delfines glaciares eran su única compañía.
    Después de Clusit, el capitán decidió acercarse a tierra. Puesto que conocía aquellas aguas, tenía intención de abastecer la nave de víveres antes de encarar la última parte del trayecto hasta el puerto de Rivenjk, en Shivenink. A pesar de que sus pasajeros, con el recuerdo del ataque phagor aún fresco, dudaban de la conveniencia de la escala, el capitán logró tranquilizarlos.
    Puesto que estaba dentro de los límites del trópico meridional, aquella parte de Loraj era bastante fértil. Detrás de la costa se extendía una resplandeciente región de bosques, lagos, ríos y tierras bajas a la que el hombre apenas había accedido. Y detrás de aquella región, cubriendo la inmensa franja que precedía el casquete polar, se alzaban las vetustas forestas de eldawones y caspiarnos.
    En la orilla, algunas focas lorigueras, rugieron al pasar junto a ellas los pasajeros y tripulantes del Nueva Estación, pero no ofrecieron resistencia alguna cuando éstos las mataron a golpes. La técnica consistía en golpear con un remo justo por debajo de la mandíbula del animal, allí donde su garganta estaba más desprotegida. De este modo se bloqueaban sus vías respiratorias y la foca moría sofocada. Se trataba, pues, de un proceso algo lento y los pasajeros desviaron la mirada para no ver a las pobres bestias revolverse en su agonía. Mientras, sus congéneres intentaban ayudarlas gimoteando lastimosamente.
    Las cabezas de las focas estaban protegidas por un acorazamiento con forma de yelmo. Se trataba de la adaptación de unos atávicos cuernos, ya que las focas habían sido en tiempos remotos animales terrestres a los que el helado Invierno Weyr había empujado a los océanos. Esta adaptación protegía sus ojos y orejas, y también su cráneo.
    En cuanto el grupo de humanos se alejó de las focas moribundas, una serie de peces hexápodos emergieron de las olas y escalaron la escarpada pendiente del guijarral. Iban en busca de las focas agonizantes, a las que empezaron a arrancar jirones de adiposa carne.
    —¡Eh! —gritó Shokerandit, ahuyentándolos.
    Los peces se dispersaron y fueron a refugiarse bajo las rocas. Shokerandit había logrado herir a uno. Cogiéndolo, se lo enseñó a Odim y Fashnalgid.
    El pez medía poco menos de un metro. Sus seis «patas» tenían aspecto de aletas. De la base de su mandíbula en forma de fanal colgaban unos bigotes carnosos. Mientras sacudía la cabeza, chasqueando las fauces, sus velados ojos grises se clavaron en su captor.
    —¿Veis esta criatura? Es un pez imbornal —dijo Shokerandit—. Pronto ganarán la costa de a miles. La mayoría sirve de comida a las aves; los que sobreviven cavan túneles en la tierra para protegerse. Con el tiempo, durante el Invierno Weyr, llegan a ser más largos que las serpientes.
    —Son gusanos de Wutra, así se les llama —terció el capitán—. Será mejor que lo tires, señor. No sirven ni como comida de marineros.
    —Los lorajanos los comen.
    El capitán respondió, desafiante pero sereno: —Señor, los lorajanos los consideran una exquisitez, es cierto. Pero aun así son venenosos. Los lorajanos los cuecen con un liquen venenoso, y se dice que los dos venenos se anulan el uno al otro. Yo mismo he probado este plato hace unos años, señor, una vez que naufragué frente a estas costas. Pero sigo aborreciendo la visión y el sabor de esas cosas y desde luego no quisiera que mis hombres alimentaran con eso su tripa.
    —De acuerdo. —Shokerandit devolvió al mar el pez imbornal, que todavía se agitaba.
    Arriba, volando en círculos, chillaban los trupiales y otras aves. Después de carnear a toda prisa seis de las focas lorigueras, los marineros cargaron las tajadas en el esquife. Los depredadores se harían cargo de los restos.
    Toress Lahl lloraba en silencio.
    —Regresa al bote —dijo Fashnalgid—. ¿Por qué lloras?
    —Éste es un sitio horrible —dijo la mujer, escondiendo el rostro—. Unas cosas con patas salen del mar y los seres vivos se comen entre sí.
    —Así es el mundo, señora. Sube a bordo.
    Regresaron remando a la nave seguidos por los pájaros, que chillaban y chillaban.
    El Nueva Estación izó las velas y su proa comenzó a cabalgar las aguas tranquilas en dirección a Shivenink. Toress Lahl quiso hablar con Shokerandit pero éste la apartó; Fashnalgid y él tenían asuntos que resolver. De modo que la mujer permaneció junto a la borda, oteando, con una mano en la frente, la línea oscilante de la costa.
    Odim se le acercó.
    —No tienes por qué entristecerte. Pronto estaremos a salvo en el puerto de Rivenjk. Allí nos recibirá mi hermano y podremos descansar y recuperarnos de los golpes recibidos.
    Ella volvió a sentir los ojos llenos de lágrimas:
    —¿Crees en algún dios? —le preguntó, volviendo hacia él un rostro surcado por las lágrimas—. Has debido de sufrir tanto en este viaje... Odim esperó un instante antes de responder:
    —Querida señora, hasta ahora, había vivido toda mi vida en Uskutoshk. Me comportaba como un uskuti. Creía corno un uskuti. Me conformaba..., es decir, honraba regularmente a Dios Azoiáxico, el Dios de Sibornal. Ahora que me he alejado de aquel lugar, o que he sido, digamos, apartado de él, veo claramente que nunca fui un uskuti. Y lo que es más: no creo en absoluto en Dios. Al perderlo, sentí que me aliviaba de un peso. —Y se golpeó el pecho con gesto elocuente.— A ti puedo confesártelo puesto que no eres uskuti.
    Ella señaló la costa cada vez más lejana:
    —Este odioso lugar..., esas horrendas criaturas..., todo lo que me ha ocurrido..., mi esposo, muerto en combate.,., este espantoso y miserable barco... Es como si todo empeorase, lentamente, año tras año... ¿Por qué no habré nacido en primavera? Oh, lo siento, Odim, no suelo hablar así...
    Tras una pausa, Odim le dijo con tono amable:
    —Lo comprendo. También yo me he sentido desgraciado, despojado. Mi mujer, mis hijos, mi querida Besi... Pero el pauk me permite hablar con el espectro de mi mujer, y ella me consuela. ¿Acaso tú no buscas en el pauk a tu esposo, señora?
    Ella respondió en voz baja:
    —Sí, sí, bajo en busca de su gossi. Pero él no es como yo deseo. Me consuela y dice que debería buscar la felicidad con Luterin Shokerandit. Tanta indulgencia...
    —¿Y bien? Luterin es un joven agradable, por lo que he podido ver y oír.
    —Nunca podré aceptarlo. Lo odio. El mató a Bandal Eith. ¿Cómo aceptar a su verdugo? —dijo ella, sorprendida por su propia furia.
    Odim encogió sus amplios hombros:
    —Sí su propio espectro te lo aconseja...
    —Pero yo soy una mujer de principios. Quizá sea más fácil perdonar cuando se está muerto. Todos los espectros hablan con la misma voz, la dulce voz de la decadencia. Será mejor que abandone el hábito del pauk... No puedo aceptar al hombre que me ha esclavizado, por más tentadoras que sean sus promesas. Nunca. Sería algo odioso.
    Odim apoyó una mano en el hombro de la mujer:
    —Todo se ha vuelto odioso para ti, ¿verdad? Sin embargo, tal vez te convendría pensar como yo que una nueva vida se abre ante nosotros, ante los exiliados. Yo ya tengo veinticinco y cinco décimos: ¡no soy ningún pollo! Tú eres bastante más joven. Según parece, el Oligarca habría comparado el mundo con una cámara de torturas. Pero esto sólo es así para quienes creen en ello. Mira, mientras estábamos en la orilla, matando aquellas focas, ¡sólo seis de las miles que había!, me asaltó el presentimiento de que me estaba moldeando para la estación invernal de un modo maravilloso. Por un lado, había ganado peso; por el otro, me había despojado del Azoiáxico... —Odim suspiró.— No me resulta fácil expresar conceptos profundos. Los números se me dan mucho mejor. Como sabes, no soy más que un mercader. Pero esta metamorfosis que hemos sufrido... es tan maravillosa que debemos, debemos, intentar vivir en armonía con la naturaleza y con su generosa contabilidad.
    —O sea que debo someterme a Luterin, ¿no es eso? —dijo ella, clavando en él su mirada franca.
    Una sonrisa iluminó un extremo de la boca de Odim:
    —Señora, también Harbin Fashnalgid parece mirarte con buenos ojos.
    Mientras reían, Kenigg, el único hijo vivo de Odim, corrió hasta él y lo abrazó. Odim se agachó y besó al niño en la mejilla.
    —Eres una persona increíble, Odim, de verdad lo creo —dijo Toress Lahl, palmeando su mano.
    —También tú lo eres... Pero trata de no serlo demasiado para la felicidad. Es un viejo dicho kuj-juvecino.
    Ella asintió, y una lágrima le brilló en el ojo.
    El tiempo empeoraría cerca de las costas de Shivenink, país estrecho y compuesto casi en su totalidad por una cadena montañosa, la cordillera de Shivenink, de la que había tomado el nombre. Las montañas separaban a Loraj de Bribahr.
    Los shiveninkis eran pacíficos, temerosos de Dios. Su ira se había diluido en los furores ectónicos originales que habían conformado la cordillera. Protegidos por aquella inmensa fortaleza natural, habían construido un artefacto en el que se conjugaban su santidad y determinación características: la Gran Rueda de Kharnabhar. Esta rueda se había convertido en un símbolo, ya no únicamente para Sibornal sino también para el resto del planeta.
    Grandes ballenas elevaron sus prominentes cabezas para observar la entrada del Nueva Estación en aguas de Shivenink, pero una serie de repentinas ráfagas de nieve acabó ocultándolas, al tiempo que sacudía la nave.
    A bordo, los problemas se habían multiplicado. El viento soplaba a través de las barandillas y el mar había regado la cubierta; el bergantín se balanceaba a uno y otro lado como poseído por la furia. Envueltos en una especie de oscuridad —a pesar de que Freyr amanecía—, los marinos se encaramaron a los flechastes. Se movían con torpeza en sus nuevos cuerpos metamorfoseados. Treparon al peñol, empapándose, luchando contra el agua que calaba sus huesos. Una vez desligadas las reticentes velas, regresaron a una cubierta bañada sin cesar.
    Puesto que la tripulación había quedado reducida, Shokerandit, Fashnalgid y algunos de los parientes de Odim ayudaban a manejar las bombas de achique. Las bombas estaban en la zona media de la nave, justo debajo del palo mayor. Cada bomba admitía ocho hombres, cuatro por lado. Esta zona de la cubierta principal era la más castigada por el mar y muchas veces el agua cubría a los que bombeaban. Los hombres maldecían y luchaban, las bombas gruñían corno abuelos, las olas golpeaban con fuerza.
    Veinticinco horas después, el viento había amainado, el barómetro se estabilizó, las olas redujeron su altura. La nieve caía en silencio, borroneando la costa. Aunque no se distinguía nada de la franja de tierra, podía sentirse su presencia, corno si algo inmenso yaciese allí, a punto de despertar de un antiguo y pedregoso sueño. A bordo, el silencio corroboraba esta sensación. Todos buscaban sin encontrarlo un hueco en la tupida cortina de nieve.
    El día siguiente trajo consigo una mejoría, un paréntesis de calma en la orquestación de los elementos.
    Las ráfagas de nieve fueron alejándose sobre la alfombra verde del agua y Batalix apareció brillando en lo alto. La inmensa masa dormida empezó entonces a hacerse visible, lentamente al principio, mostrando sólo partes de su grupa.
    El barco quedó reducido a la dimensión de un juguete ante una imponente serie de bastiones azul verdosos cuyos picos se perdían entre las nubes. Estos bastiones se fueron desplegando a medida que el barco, nuevamente impulsado a toda vela, avanzaba hacia el oeste. Enormes cabos, cada uno mayor que el anterior, se internaban en el agua. A nivel del mar, unos pilares de gigantescas proporciones que parecían haber sido esculpidos por una conciencia creadora sostenían crestas rocosas talladas casi a pico. Aquí y allá, racimos de árboles se aferraban a las salientes de la roca, mientras que blancas nervaduras de nieve destacaban los contornos horizontales de cada promontorio.
    Embutidas entre los cabos se avistaban profundas ensenadas, cajones en los que las montañas guardaban sus reservas de penumbra y tormenta. Allí donde chocaban las corrientes y contracorrientes, blancas aves revoloteaban en círculos. Extraños sonidos y resonancias surcaban las aguas desde las cavidades ocultas, posándose en las mentes de los humanos como la sal que les aclaraba los labios.
    El sol penetraba con sus inconstantes rayos aquellas gargantas de piedra, revelando al fondo cataratas de hielo azulado, grandes cascadas congeladas quién sabe hasta cuándo, nacidas de las altas cunas de rocas, hielo, granizo y viento que las nubes cubrían casi eternamente.
    Luego, una bahía más amplia que las demás. Un golfo flanqueado por negras paredes de roca. A la entrada, encaramado a un peñasco inalcanzable incluso para las olas más osadas, un faro. Este signo de presencia humana subrayaba aún más la soledad del paisaje. El capitán asintió y dijo:
    —Es el golfo de Vajabhar. Podríamos hacer escala en la misma Vajabhar: se alza como un colmillo en el maxilar inferior del golfo.
    No obstante, mantuvieron el rumbo, y el inmenso macizo de estribor pareció acompañarlos.
    Más tarde, la masa continental se hizo todavía más voluminosa; navegaban en aguas de la península de Shiven. Debían rodearla para llegar al puerto de Rivenjk. La península no tenía ensenadas, promontorios ni otros accidentes. Era casi roma. Pero lo más notable era su tamaño: hasta los marinos se apiñaban en silencio en sus ratos libres para admirar su monumentalidad.
    Las elevadas laderas de Shiven estaban cubiertas de vegetación. Grandes enredaderas colgaban en el aire como un remedo de las numerosas cascadas que iniciaban su caída y jamás la culminaban, presa de los vientos que barrían sus diáfanos esfuerzos. En ocasiones, las nubes se abrían y dejaban al descubierto la gran testa de roca nevada que se perdía en el cielo. Se trataba del extremo meridional de una cadena montañosa que se curvaba hacia el norte para encontrarse debajo del casquete polar con una serie de enormes mesetas de lava.
    A pocas millas de distancia de la nave, la cresta de la península ya ascendía a una milla y cuarto por encima del nivel del mar. Mucho más elevadas que cualquier pico de la Tierra, las montañas de Shivenink competían en escala con el Alto Nyktryhk de Campannlat. Constituían uno de los grandes espectáculos de este planeta. Envuelta en sus propias tormentas, rodeada por unas condiciones climáticas exclusivas, la gran cadena se hacía esquiva a los ojos del hombre, mostrándose sólo a aquellos afortunados que la rodeaban por mar.
    Iluminada por los rayos casi horizontales de Freyr, la formación se vestía de luces y sombras sobrecogedoras. Para los viajeros, todo era nuevo, reluciente. El solo hecho de contemplar aquel paisaje titánico levantaba su ánimo. Sin embargo, lo que tanto los sorprendía ahora era antiguo, incluso desde el punto de vista de la vida del planeta.
    Aquellas alturas habían surgido hacía cuatro mil millones de años, tal vez más, cuando grandes meteoritos habían alcanzado la todavía inmadura corteza heliconiana. La cordillera de Shivenink, las Barreras Occidentales de Campannlat y algunas montañas remotas de Hespagorat, únicos vestigios visibles de aquellos hechos, formaban entre sí los segmentos del gran círculo que los materiales desplazados por el impacto habían trazado. El océano de Climent, que los marineros consideraban prácticamente interminable, ocupaba el cráter original.
    Navegaron durante días y días. Como en una pesadilla, a estribor siempre veían la gigantesca mole oscura peninsular. Inalterable, parecía dispuesta a no abandonar nunca.
    En cierta ocasión rodearon una pequeña isla, un lunar en el océano, quizás un desprendimiento de la masa continental. A pesar de su aspecto aterrador, la isla estaba habitada. Un aroma a humo de leña se abrió camino hasta la nave; eso y la aparición de algunas cabañas entre las espesas enramadas animó a los pasajeros a tomar tierra. No obstante, el capitán desoyó sus propuestas.
    —Esos isleños son todos piratas, muchos de ellos desesperados por haber perdido sus barcos en alguna tormenta. Si pusiéramos un pie en tierra nos asesinarían para quitarnos el nuestro. Prefiero un buitre por compañía.
    Tres largas canoas de piel se hicieron a la mar desde la orilla. Shokerandit hizo circular su catalejo y observaron a los hombres que, doblándose, remaban hacia el bergantín como si les fuera la vida en ello. De pie en la popa de una de las canoas había una mujer desnuda de largos cabellos negros. Sostenía en brazos a un bebé que mamaba de su pecho.
    En aquel instante una tormenta de nieve brotó de las montañas, cayendo sobre el mar corno un mantón. Los copos tocaban los pechos de la mujer desnuda y se deshacían.
    El Nueva Estación tenía demasiado velamen para las ligeras canoas y aunque pronto quedaron a popa, los remeros no disminuyeron el ritmo. Como poseídos por la locura, tampoco dejarían de remar después, de perder de vista el barco.
    En una o dos ocasiones, la capa de nubes y bruma se abrió lo suficiente como para que los pasajeros pudiesen vislumbrar las cumbres de Shiven. Entonces, quien descubría la apertura avisaba a los demás viajeros, que llegaban corriendo para asombrarse de la altura que podían alcanzar esos inmensos peñascos, esas junglas verticales, esas nieves.
    Cierta vez presenciaron un desprendimiento. Parte del acantilado se desmoronó. Caía y caía, arrastrando consigo cada vez más rocas. Como consecuencia del impacto con el mar se formó una gran ola. Luego, una cuña de hielo se hundió en el agua, desapareció un instante, resurgió. Tras la primera, cuñas aún mayores siguieron su camino. Provenían del borde de algún glaciar oculto entre las nubes. Su desmoronamiento produjo unas tremendas reverberaciones sonoras.
    Una colonia de aves terrosas abandonó la costa de a miles, chillando de terror. Tan amplias eran sus alas que, al pasar por encima del barco, el rumor del aleteo era como un quedo tronar. La bandada tardó media hora en sobrevolar el Nueva Estación y el capitán cazó varios ejemplares para la cocina.
    Por fin, cuando el bergantín terminó de bordear la península y, a dos días de Rivenjk, enfilaba hacia el norte, una nueva tormenta, menos violenta que la anterior, encapotó el cielo. Pronto lo alcanzaron rápidos remolinos de viento y nieve, quitándole toda visibilidad. Durante todo un día, la luz de los dos soles se filtró trabajosamente a través de gruesas capas de niebla y granizo. Los cascotes eran a veces más grandes que el puño de un hombre.
    Cuando la tormenta amainó, y los hombres que manejaban las bombas pudieron poner fin a su labor y, tambaleándose, buscar un rincón donde dormir, la franja costera se hizo lentamente visible otra vez.
    Aquí los acantilados eran ya menos verticales, aunque siempre sobrecogedores y cubiertos por sus propias nubes y lluvias torrenciales. Del medio de una oscura tormenta emergió, envuelta en bruma, una gigantesca figura humana.
    El hombre parecía a punto de saltar desde la costa a la cubierta del barco.
    Toress Lahl gritó alarmada.
    —Ése es el Héroe, señora —la calmó el segundo oficial—. Es una señal de que estamos llegando al final del viaje... y es de buen augurio también.
    En cuanto pudieron establecer la escala real a la que se encontraba la costa, comprobaron que la figura era en verdad gigantesca. El capitán empleó el sextante para demostrar que estaba a más de mil metros de altura.
    Los brazos del Héroe estaban levantados y un poco por delante de la cabeza. Tenía las rodillas levemente flexionadas. Por su expresión se adivinaba que estaba a punto de saltar al mar o de remontar el vuelo. Esta última posibilidad se apoyaba en lo que podía ser un par de alas, o una capa, desplegadas hacia atrás desde sus anchos hombros. Para mayor estabilidad, las piernas de la figura no se separaban del todo de la roca en la que había sido esculpida.
    Era una estatua estilizada, dotada de curiosas espirales que le conferían un aspecto aerodinámico. La cabeza era afilada, aguileña, pero no por ello inhumana.
    Como si deseara añadir solemnidad a la escena, una campana sonó a lo lejos. Su voz broncínea surcó las aguas hasta llegar al bergantín.
    —Es una figura estupenda, ¿verdad? —dijo Luterin Shokerandit con orgullo. Todos los pasajeros ya metamorfoseados se acercaron a la barandilla para observar con inquietud la gigantesca estatua.
    —¿Qué se supone que representa? —preguntó Fashnaldig, hundiendo las manos en los bolsillos.
    —No representa nada. Es él mismo. Es el Héroe.
    —Pero representará algo...
    Molesto, Shokerandit repuso:
    —Está allí, eso es todo. Un hombre. Rara ser visto y admirado.
    Un silencio incómodo siguió, sólo interrumpido por el melancólico tañido de la campana.
    —Shivenink es una tierra de campanas —dijo Shokerandit.
    —¿El Héroe tiene una campana en la panza? —preguntó el pequeño Kenigg.
    —¿Quién pudo haber levantado algo así en semejante lugar? —preguntó Odim para encubrir la impertinente pregunta de su hijo.
    —Dejadme que os diga, amigos míos, que esta poderosa figura fue creada en épocas remotas... Algunos dicen que muchos Grandes Años atrás —explicó Shokerandit—. Dice la leyenda que la erigió una raza superior de hombres, aquellos a quienes llamamos los Arquitectos de Kharnabhar. Los Arquitectos construyeron la Gran Rueda. Fueron los mejores constructores que pisaron este planeta. Al terminar la construcción de la Rueda, esculpieron esta figura gigante del Héroe. Desde entonces, el Héroe ha guardado el puerto de Rivenjk y la ruta a Kharnabhar.
    —Oh, Escrutadora, ¿adonde hemos llegado? —se preguntó en voz alta Fashnalgid antes de bajar a fumar un veronikane y leer un libro.

    Hacía ya tres siglos que las señales procedentes de Heliconia surcaban el espacio cuando la desolación postapocalíptica de la Tierra desembocó en una era glacial. A medida que los glaciares avanzaban hacia el sur, muy pocos tendrían la posibilidad de contemplar la historia de aquel nuevo planeta, exceptuando a los androides de Charon, claro.
    La era glacial al menos tendría ese mérito. Barrer de la superficie terrestre las ulcerosas caparazones de las difuntas ciudades. Cubrir los cementerios en que se habían convertido los núcleos urbanos. Hurones, ratas, lobos vagaban por donde antes habían corrido largas autopistas. También en el hemisferio sur se estaban desplazando los hielos. Solitarios cóndores patrullaban los desiertos andinos. Colonias de pingüinos migraban, generación tras generación, en pos de las ansiadas plataformas de hielo de Copacabana.
    Una caída de apenas unos grados había bastado para desacoplar los complicados engranajes de control climático. La explosión nuclear había sumido a la biosfera viviente —a Gaia, la Tierra madre— en un estado de shock. Por primera vez en miles de milenios, Gaia recibía una fuerza bruta que no iba a ser capaz de asimilar. Sus hijos la habían violado y poco les faltó para matarla.
    Durante cientos de millones de años, la superficie terrestre se había mantenido dentro de los estrechos límites de temperatura necesarios para la vida, y ello gracias a una espontánea conspiración de todas las criaturas vivientes en conjunción con su planeta progenitor y a pesar de que sucesivos aumentos en la emisión solar de energía habían causado sensibles cambios en la atmósfera. La regulación de la salinidad del mar había permitido mantener un índice constante del 3,4 por ciento. De haber subido tan sólo un par de puntos, toda la vida marina habría desaparecido puesto que con un seis por ciento de salinidad se desintegran las paredes celulares.
    De manera similar se había mantenido en un estable 21 por ciento el nivel de oxígeno en el aire. Otro tanto había sucedido con el amoníaco atmosférico y con la capa de ozono.
    Todos estos equilibrios homeostáticos eran fruto del esfuerzo de Gaia, la Tierra madre en cuyo seno tenían un sitio todas las criaturas vivientes, desde las secuoyas a las algas, pasando por las ballenas y los virus. Sólo la humanidad había ido olvidando a Gaia a medida que crecía. Los hombres habían inventado sus propios dioses, los habían poseído, se habían dejado a su vez poseer por ellos, los habían utilizado como arma contra sus enemigos e incluso contra sí mismos. La humanidad estaba esclavizada por el odio tanto como por el amor. Ensimismada en esa demencia individualista, había inventado formidables armas de destrucción. Y al usarlas contra sí misma casi acaba con Gaia.
    La recuperación de Gaia fue lenta. Uno de los síntomas más evidentes de su enfermedad fue la muerte de los árboles. Estos abundantes organismos, que otrora se habían extendido desde los bosques pluviales tropicales hasta las tundras del norte, habían sucumbido a la radiactividad y a la imposibilidad de realizar la fotosíntesis. La desaparición de los árboles significó la pérdida de un importante eslabón de la cadena homeostática y dejó huérfanas a las innumeras formas de vida que se refugiaban en ellos.
    El frío generalizado duró aproximadamente un milenio. La Tierra yacía en un gélido estado de catalepsia. Pero los mares estaban vivos.
    Una gran parte de las gigantescas nubes de dióxido de carbono generadas por el holocausto nuclear sería absorbida por el mar. El dióxido de carbono se mantuvo así atrapado bajo el agua, circulando durante siglos a gran profundidad sin emerger a la superficie. Su ulterior liberación produciría un efecto invernadero que marcó el inicio de una era de calentamiento.
    Tal como había sucedido originariamente, la vida se desplegó a partir de los mares. Muchos componentes de la biosfera —insectos, microorganismos, plantas, el mismo hombre— habían logrado sobrevivir gracias al aislamiento, al capricho de los vientos u otras circunstancias azarosas. A medida que el manto blanco viraba al verde, estas formas de vida fueron regresando a la actividad. La cubierta de ozono, escudo contra los letales rayos ultravioleta, se reconstituyó lentamente. Y una vez más, derretido el hielo, los distintos instrumentos fueron recuperando su armónica afinación orquestal. Hacia 5900, las condiciones mejoraron notablemente. Junto a espinosos árboles se veía retozar a antílopes, y hombres y mujeres cubiertos de pieles emprendían el camino que los glaciares habían abandonado.
    Por las noches, aquellos humildes repobladores se arracimaban en busca de calidez y quedaban absortos en las estrellas. Éstas apenas habían cambiado desde los tiempos neolíticos. Quienes habían cambiado eran los hombres.

    Naciones enteras habían desaparecido para siempre. Aquellos pueblos emprendedores que habían desarrollado tecnologías poderosas —capaces de surcar el firmamento y explorar los pla-netas primero y luego las estrellas, capaces de forjar sagaces armas y leyendas— se habían autodesterrado del mundo. Como únicos herederos habían dejado a los estériles androides que aún trabajaban en ¡os planetas exteriores.
    Hubo razas, contempladas como perdedoras, que demostraron ser más fuertes. Vivían en islas o en la espesura, en las cumbres o junto a caudalosos ríos, en junglas y pantanos. Eran los pobres del pasado. Ahora heredaban la Tierra.
    Estas gentes disfrutaban de la vida. Durante las primeras generaciones, mientras asistían a la retirada de los hielos, no tendrían necesidad alguna de pelear. El mundo volvía a despertar. Gaia los había perdonado. Redescubrieron formas de vida en conjunción con el medio ambiente del que eran parte. Y redescubrieron a Heliconia.
    A partir del 6000 y a lo largo de seis siglos, Gaia atravesó lo que podría llamarse su convalecencia. Los enormes glaciares regresaban rápidamente a sus guaridas polares.
    Algunas de las antiguas formas de vida habían logrado sobrevivir. Desvelada la superficie terrestre, los viejos bastiones de la cultura tecnófila empezaron a resurgir; se trataba generalmente de complejos militares ocultos a gran profundidad bajo el suelo. En los bastiones más profundos se encontraron descendientes vivos de aquellos que habían formado parte de la élite dirigente de la cultura tecnófila; habían sobrevivido a costa quizá de la muerte de sus subordinados. Sin embargo, estos fósiles vivientes morirían a las pocas horas de alcanzar la superficie como peces arrancados de las terribles presiones de las fosas oceánicas.
    Pero en sus hediondas madrigueras conservaban un esperanzador tesoro: el nexo con otro planeta viviente. Se enviaron órdenes a través del espacio hasta Charon, y una compañía de androides se apersonó en la Tierra. Estos androides construyeron, con incansable destreza, distintos auditorios en los que la nueva población podía observar todo cuanto ocurría en el distante planeta.
    La mentalidad de las nuevas poblaciones se moldearía en gran medida a partir de la historia que se desarrollaba ante sus ojos. También los supervivientes diseminados en otros planetas, aislados de la Tierra, habían conservado sus lazos con Heliconia.
    Los auditorios se alzaban en las nuevas praderas verdes como enormes conchas marinas clavadas en la arena. Cada uno de ellos tenía capacidad para diez mil personas. Los espectadores, calzados con sandalias, burdamente arropados en pieles al principio y, más tarde, vestidos con bastas telas, contemplaban con asombro las imágenes que llegaban del espado exterior, imágenes de un planeta no muy distinto del suyo que se libraba lentamente de las garras de un largo invierno. Una historia como la de ellos.
    A veces, un auditorio podía permanecer desierto durante años. Las nuevas poblaciones también tenían sus crisis y sufrían las catástrofes naturales que acompañaban la recuperación de Gaía. No sólo habían heredado la Tierra sino también sus inseguridades.
    En cuanto podían, las nuevas poblaciones volvían a contemplar la historia de aquellas vidas paralelas a las suyas. Eran gentes sin divinidades, pero las figuras de las pantallas gigantes les parecían dioses. Esos dioses personificaban misteriosos dramas de poder y religión que atrapaban e inquietaban a sus audiencias terrestres.
    Hacia el año 6344, la vida en la Tierra era de nuevo moderadamente abundante. La población humana juró entonces solemnemente que todas las posesiones constituirían un bien común, declarando sagradas no sólo la vida sino también su libertad. A ello contribuyó de manera especial la influencia ejercida por ¡as hazañas de un heliconiano que vivía en un oscuro caserío del continente central, un líder llamado Aoz Roon. Los terráqueos pudieron contemplar cómo la determinación de seguir un camino propio había terminado por arruinar a un hombre bueno. De modo que para las nuevas generaciones, no existía tal «camino propio», sino sólo un camino común, el del trayecto de la vida, el que trazaba el espíritu comunitario.
    Cuando en la Tierra aparecía la inmensa figura de Aoz Roon bebiendo agua de sus manos, veían escapársele por entre los dedos y derramarse de sus labios y barba gotas caídas hacía mil años. La comprensión humana de las generaciones pasadas había servido para que presente y pasado se fundieran en uno. Durante mucho tiempo, la imagen de Aoz Roon bebiendo de sus manos constituyó un icono popular.
    Para las nuevas generaciones, imbuidas de un sentimiento de empatía hacia toda forma de vida, resultaba natural preguntarse si había algún modo de ayudar a Aoz Roon y a quienes vivían con él. No tenían noción —al contrario de las generaciones preglaciales— de lo que era la navegación espacial. Decidieron, en cambio, concentrar su empatía y emitirla hacia el exterior a través de las conchas marinas.
    Fue así que la Tierra respondía por primera vez a las señales que desde Heliconia venían fluyendo ininterrumpidamente en una única dirección.

    Las características de la raza humana provenían ahora de un caldo genético levemente distinto del anterior. Los herederos de la Tierra poseían una fuerte empatía, elemento que no había sido dominante en el mundo preglacial. El don de introducirse en la personalidad del otro y de compartir por simpatía su estado mental no había sido extraño a aquellas generaciones, pero su élite lo había despreciado... o explotado. La empatía no se avenía a sus intereses de explotación. El poder y la empatía no eran buenos amigos.
    Ahora esta capacidad tenía en la raza una mayor presencia. Pronto se convertiría en un elemento dominante, clave para la supervivencia. Nada inhumano había en ello. En cambio, había una faceta inhumana de los heliconianos que llamaba la atención de los terráqueos. Los heliconianos conocían a los espíritus de sus muertos y comulgaban regularmente con ellos.
    A la nueva raza de la Tierra no le preocupaba especialmente la muerte. Entendían que al morir eran devueltos y absorbidos por la gran madre Tierra, que reformaba sus partículas elementales para dar vida a futuros seres. Se los enterraba no muy profundamente con flores en sus bocas, simbolizando la fuerza que resurgiría de su consunción. Pero era distinto en Heliconia. Y los terráqueos estaban fascinados con la costumbre heliconiana de sumergirse en el pauk para comulgar con sus gossis, esas breves chispas de energía vital.
    Asimismo, pudo observarse que la raza ancipital mantenía una relación similar con sus antepasados. Los phagors muertos se sumían en un estado de «tether» y de este modo se conser-vaban, consumiéndose lentamente, a lo largo de generaciones. Así, los phagors no enterraban a sus muertos.
    Estas macabras prolongaciones de la existencia eran entendidas en la Tierra como formas de compensar las inclemencias extremas del clima que los seres vivos de Heliconia debían sufrir a lo largo de un Gran Año. Había, sin embargo, una clara diferencia entre los difuntos humanos y los difuntos ancipitales.
    Los phagors en estado de tether constituían el soporte de sus descendientes, eran su reserva de sabiduría y ánimo, los confortaban en la adversidad. Los espíritus que los humanos visitaban en pauk eran, por el contrario, desinhibidamente malévolos. Ningún gossi se dignaba hablar si no era para abundar en reproches y quejarse de una vida echada a perder.
    ¿Por qué tal diferencia?, se preguntaban los nuevos cerebros.
    Su propia experiencia les proporcionaría la respuesta. A pesar del temible aspecto de los phagors, se dijeron, ellos no se habían separado de la Escrutadora Original, contraparte heli-coniana de la Gaia terrestre. Por eso no los atormentaban los espíritus próximos. Los humanos, en cambio, sí se habían separado, y adoraban una exagerada cantidad de dioses inútiles que sólo servían para enfermarlos. Por tanto, sus espíritus nunca llegaban a conocer la paz. Qué bueno sería para los heliconianos —afirmaban los más enfáticos de entre los terráqueos— si en los momentos de zozobra pudiesen apoyarse en sus gossis.
    De tal razonamiento nació una determinación. Aquellos a quienes la fortuna había permitido gozar de la vida, elevándolos del estado molecular hasta permitirles emerger a la gran luz de la conciencia —como salmones que al remontar un arroyo alzasen repentino vuelo—, deberían radiar su felicidad en dirección a Heliconia.
    En otras palabras: los vivos de la Tierra debían enviar su empatía hacia Heliconia como si de una señal se tratase. Pero no a los vivos de Heliconia. De éstos, alejados de la Escrutadora Original, ocupados en sus asuntos, en sus ambiciones y odios, no podía esperarse que fuesen capaces de recibir semejante señal. No obstante, quizá los gossis —siempre ávidos de contacto— sí respondiesen. Sumidos en una existencia carente de todo acontecimiento, suspendidos en la obsidiana en su lento naufragio hacia la Escrutadora Original, quizá fuesen receptivos al rayo de empatía que les llegaba de la Tierra. Durante toda una generación se discutió la visionaria y arriesgada propuesta.
    La pregunta clave era: ¿Tenía sentido realizar semejante esfuerzo?
    La respuesta fue: Incluso sí fallase, sería una extraordinaria experiencia unificadora.
    Pero, ¿podíamos alentar la esperanza de llegar hasta unos seres extraños —muertos, además— y tan lejanos?
    A través de nosotros, Gata podrá relacionarse con la Escrutadora Original. Por otra parte, ellos no nos son tan extraños; son semejantes. Tal vez esta asombrosa idea no sea nuestra sino de ella, de Gaia. Hemos de intentarlo.
    ¿Aun a pesar de la enorme distancia espaciotemporal?
    La empatía es una cuestión de intensidad. Desafía al espacio y al tiempo. ¿Acaso no nos siguen apenando la imagen antiquísima de aquella Ifigenia exiliada? Intentémoslo.
    ¿Lo haremos?
    Afín de cuentas, valdrá la pena. Confiemos en el espíritu de Gaia. De modo que lo intentaron.
    Fue un esfuerzo consistente y prolongado. Dondequiera que se sentaban a contemplar, dondequiera que fuesen o viniesen calzados con sus sencillas sandalias, las generaciones vivas dejaron a un lado las cosas mundanas y radiaron su empatía hacia los muertos de Heliconia. E incluso cuando no podían resistir la tentación de incluir a los vivos, como Shay Tal, o Laintal Ay, o quienquiera que despertase en ellos un afecto particular, continuaban enviando su señal de empatía hacia quienes habían muerto largo tiempo atrás.
    Con el correr de los años, la calidez de su empatía comenzó a surtir efecto. Los distintos espectros dejaron poco a poco de lamentarse y de regañar. Y los vivos que solían servirse del pauk recibieron consuelo en lugar de reproches. Era el triunfo de un amor no posesivo.




    IX
    UN DÍA TRANQUILO
    EN LA COSTA


    Un fuego de biogás ardía en el hogar. Sentados frente a la llama, conversaban dos hermanos. De vez en cuando, el más delgado estiraba el brazo para palmear al más grueso mientras éste desgranaba su historia. Odirin Nan Odim, a quien en casa llamaban Odo, era un año y seis décimos mayor que Eedap Mun Odim. Se parecía en grado sumo a su hermano salvo en la decisiva cuestión del grosor, puesto que la Muerte Gorda todavía no se había abierto camino hasta Rivenjk.
    Ambos tenían mucho que contarse y también mucho que planificar. Un navío cargado con tropas del Oligarca acababa de llegar al puerto y las regulaciones que habían obstaculizado a Odim empezaban a hacerse molestas también para Odo. No obstante, los shiveninkis estaban menos dispuestos a acatar órdenes que los uskutis. Rivenjk era todavía un sitio cómodo para vivir.
    El resto de la preciosa porcelana que Odim había traído para su hermano había sido bien recibida.
    —Pronto esta porcelana multiplicará su valor —dijo Odo—. Es posible que nunca se vuelva a obtener una calidad semejante.
    —El clima se deteriora, se acerca el invierno.
    —Por tanto, al escasear el combustible para los hornos, los precios subirán. Por otra parte, a medida que las condiciones se endurezcan, la gente se contentará con usar vajillas de latón. —¿Qué piensas hacer entonces, hermano? —preguntó Odim.
    —Mis relaciones comerciales con Bribahr, el país vecino, son excelentes. Incluso he llegado a tratar con Kharnabhar, que está muy al norte de aquí. La porcelana y los platos no son los únicos artículos que se necesitan allí. Hemos de adaptarnos, diversificar nuestra oferta. Tengo la idea de...
    Pero Odirin Nan Odim no iba a disponer de mucha tranquilidad para llevar a cabo sus planes. Al igual que su hermano, albergaba a un nutrido número de parientes, algunos de los cuales, volubles y voluminosos, se apresuraban ahora a tomar un lugar junto al fuego, con las cabezas bullendo de disputas que sólo Odo podía resolver. Aquellos familiares de Eedap Mun que habían sobrevivido a la plaga y al trayecto habían sido acomodados con sus parientes de Rivenjk, retrotrayendo así la vieja cuestión del espacio vital.
    —Quizá no te importe acompañarme a ver qué sucede —dijo Odo.
    —Claro que no. De aquí en adelante, seré tu sombra, hermano.
    Los hogares de Rivenjk, construidos en torno a un patio, estaban protegidos de las inclemencias del tiempo por un elevado muro. Cuanto más próspera era la familia, más alto el muro. Alrededor del patio se distribuían las distintas ramas de la familia Odim, no ne-cesariamente más emprendedoras que aquellas de Koriantura.
    Cada familia vivía con sus animales domésticos, a los que alojaban en cuadras conjuntas a la vivienda. Para hacer lugar a los recién llegados se había tenido que agrupar a algunos de estos animales en una sola cuadra, tal el origen de la discusión: los de Rivenjk daban más importancia a sus bestias que a los nuevos parientes; quizá no les faltara razón.
    Las instalaciones sanitarias de la mayoría de las casas-patio shiveninkis se basaban en una especie de comunión entre hombres y bestias. Los desechos de unos y otros eran evacuados hacia un pozo en forma de botella tallado en el suelo de roca del patio. El pozo era controlado desde una trampilla accesible desde el patio, a través de la cual se vertían asimismo todos los residuos vegetales. La descomposición subterránea de los desechos producía biogás, sobre todo metano.
    Este biogás era recogido y entubado hacia las viviendas, donde se lo usaba para alumbrar y cocinar.
    Se trataba de un avanzado sistema, extendido por todo Shivenink para hacer frente al clima extremo del Invierno Weyr.
    Al averiguar el motivo exacto de la desavenencia, los hermanos Odim descubrieron que dos primos debían compartir un espacio en el que había una pequeña fuga de gas. El olor molestaba a los primos, que insistían en sumarse a los moradores del espacio conjunto, ya atiborrado de gente.
    La fuga fue reparada, y los primos, que continuaban protestando por puro formalismo, regresaron al espacio que se les había asignado. Algunos esclavos se cercioraron de que el pozo funcionase correctamente.
    Odo cogió a su hermano del brazo:
    —La iglesia está cerca de aquí, corno podrás ver cuando te llevemos a recorrer la ciudad. Por la tarde celebraremos allí un pequeño servicio de acción de gracias. Elevaremos nuestro agradecimiento al Dios Azoiáxico por haberte conservado con vida.
    —Eres muy amable. Pero debo advertirte, hermano, que me he liberado de toda creencia religiosa.
    —Este pequeño servicio es del todo necesario —dijo Odo con el dedo en alto—. Allí tendrás oportunidad de conocer formalmente a todos tus parientes. Hay algo pesaroso en tu espíritu, hermano, debido sin duda a tus múltiples tribulaciones. Te conviene encontrar una buena mujer, o al menos una esclava, y así alegrar un poco el ánimo. ¿Cuál es el estado de la extranjera que ha llegado con vosotros, Toress Lahl? —Es una esclava, pertenece a Luterin Shokerandit. Es médica, y muy enérgica. En cuanto a él, es un joven agradable, nacido en Kharnabhar. Del capitán Fashnalgid estoy menos seguro. Es un desertor, aunque no lo culpo por ello. Yo me había embarcado con una mujer que significaba mucho para mí y mi bienestar. Pero, ¡ay!, la peste que nos atacó a todos pudo con ella y murió en el viaje.
    —¿Era ella de Kuj-Juvec, hermano?
    —No, pero se había convertido en una paloma para el árbol de mi espíritu. Era fiel y buena. Su nombre, cómo callarlo, era Besi Besamitikahl. Fue para mí incluso más que mi...
    Odim calló bruscamente al ver que Kenigg corría hacia él con un amigo reciente. Odim apretó la mano de su hijo y le sonrió mientras Odo le decía:
    —Deja que yo busque una nueva paloma para el buen árbol de tu espíritu. Tienes sólo un hermano pero en cambio el aire está lleno de palomas necesitadas de una buena rama en la que posarse.

    Luterin Shokerandit y Harbin Fashnalgid ocupaban, gracias a la generosidad de Odo, un pequeño cuarto bajo el tejado. Toda su iluminación provenía de un ventanuco de buhardilla que dominaba el patio, desde donde podían observar cómo iban y venían los Odim y sus esclavos. En un hueco ardía una estufa; allí cocinaba para ellos un esclavo.
    Ambos hombres tenían camas de madera, elevadas del suelo y cubiertas con mantas. Toress Lahl debía tumbarse en el suelo, junto a la cama de Shokerandit.
    Shokerandit la invitó a echarse a su lado mientras Fashnalgid dormía, y durante toda la noche se abrazó a ella. Fashnalgid, en cambio, sólo se removió cuando Luterin se disponía a levantarse.
    —Luterin, ¿a qué tanto ímpetu? —preguntó, bostezando cavernosamente—. ¿Acaso la familia de Odim no te escanció ayer suficiente vino? Descansa, hombre, y en nombre del Dios Azoiáxico, recuperémonos de las fatigas de nuestro terrible viaje.
    Shokerandit se acercó a la cama donde Fashnalgid se desperezaba y le sonrió:
    —Me escanciaron suficiente vino, sí. Pero debo aprontar mi regreso a Kharnabhar. Mi situación es incierta. Y necesito saber cómo está mi padre.
    —Malditos padres. Que sus espectros coman suelas para siempre.
    —Hay algo mis que me urge... y harías bien en imitarme. A pesar de que el Oligarca está muy ocupado en la guerra con Bribahr, hay un navío suyo atracado aquí, en el puerto. Tal vez le sigan otros. No me extrañaría que nos buscasen a nosotros. Cuanto antes marche a Kharnabhar, mejor. ¿Por qué no me acompañas? Junto a mi padre estarías seguro y hasta podrías trabajar.
    —Hace demasiado frío en Kharnabhar. ¿No es eso lo que suele decirse? ¿A qué distancia hacia el norte está de aquí?
    —La ruta a Kharnabhar cubre más de veintidós grados de latitud.
    Fashnalgid rió:
    —Ve tú. Yo me quedaré aquí. No me costará encontrar un barco que zarpe hacia Campannlat o Hespagorat. Cualquier cosa menos tu congelado refugio, gracias.
    —Haz lo que desees. Nuestros deseos no siempre coinciden, ¿verdad? Dos hombres han de coincidir si no quieren dejarse la piel en el camino de Kharnabhar.
    Fashnalgid extrajo un brazo de entre las pieles que lo cubrían y extendió la mano a Shokerandit:
    —Bueno, tú eres un hombre afín al sistema y yo estoy en su contra, pero da igual, olvidémoslo.
    —Supongo que te complace pensar que soy afín al sistema; sin embargo, desde mi metamorfosis creo haberme distanciado de él.
    —¿Ahá? Y aún así no ves el momento de regresar a Kharnabhar con papá —rió Fashnalgid—. Los verdaderos conformistas no saben que se conforman. Te aprecio, Luterin, a pesar de que pienses que arruiné tu vida al capturarte. Pero fue todo lo contrario: te salvé de caer en las garras del Oligarca, así que deberías estarme agradecido. Al menos lo bastante como para poner a tu Toress en mi lecho por la mañana. ¿Lo harás?
    El rostro de Shokerandit se cubrió de rubor:
    —Cuando yo esté fuera, ella te procurará agua y comida. Por lo demás, es mía. En cuanto a lo que tú quieres, habla con el hermano de Odim: tiene muchas esclavas que ofrecerte sin problemas.
    Se miraron fijamente. Luego, Shokerandit dio media vuelta, dispuesto a abandonar la habitación.
    —¿Puedo acompañarte? —preguntó Toress Lahl.
    —Tengo mucho que hacer. Puedes quedarte aquí.
    En cuanto Shokerandit se hubo marchado, Fashnalgid se sentó en la cama. La mujer se vestía apresuradamente. Miró de reojo al capitán, y éste le sonrió mientras se alisaba el bigote.
    —No te apresures, mujer. Ven aquí conmigo. La dulce Besi ha muerto y yo necesito consuelo.
    Al no recibir respuesta, saltó desnudo como estaba de entre las mantas.
    Toress Lahl corrió hacia la puerta pero él la cogió de las muñecas y la atrajo hacia sí.
    —Te he dicho que no tuvieras prisa, ¿no es verdad? ¿O es que no me has oído? —dijo hundiendo la mano en los largos cabellos castaños de la joven—. Las mujeres suelen apreciar mucho los cuidados del capitán Fashnalgid.
    —Yo pertenezco a Luterin Shokerandit. Lo acaba de decir.
    Él le torció el brazo y volvió a sonreírle:
    —Tú eres una esclava, o sea, no eres de nadie. Además, odias sus entrañas: he notado cómo lo miras. Yo nunca he forzado a una mujer, Toress, de eso puedes estar segura, y me encontrarás bastante más experto que él, por lo que he podido oír.
    —Deja que me vaya, por favor. O se lo diré y vendrá a matarte. —Vamos, eres demasiado bonita para amenazarme. Abre tu corazón. Te he salvado de la muerte, ¿no es así? Tú y él ibais derechos a una emboscada. Tu Luterin es un consumado inocente.
    El capitán metió una mano entre las piernas de Toress Lahl. Ésta, liberando su mano derecha del abrazo del hombre, le cruzó la cara de un bofetón.
    Fashnalgid, encolerizado, la alzó del suelo y la arrojó sobre su cama, lanzándosele encima.
    —Ahora escúchame bien antes de obligarme a renunciar a las palabras, Toress Lahl. Tú y yo estamos en el mismo bando. Shokerandit está muy bien pero ha elegido la seguridad y la posición de su casa..., cosas que ambos ya hemos perdido. Y lo que es más, pretende arrastrarte a lo largo de incontables y congeladas millas en dirección al norte. ¿Qué hay allí arriba además de nieve, santidad y esa inmensa Rueda?
    —Él vive allí.
    —Kharnabhar está hecho a medida de los poderosos. El resto se muere de frío. Ya has visto qué clase de hombre soy; soy un proscrito, pero sé valerme por mí mismo. Antes de dejarte conducir durante largas millas a una fortaleza helada de la que jamás escaparás, adquiere ex-periencia» mujer, y comparte tu suerte conmigo. Navegaremos hacia Campannlat, en busca de mejores climas. Quizás aun lleguemos a tu querido Borldoran.
    Ella había palidecido. El rostro del capitán, muy cerca del suyo, era una mancha difusa, un par de cejas, los ojos punzantes y el gran bigote inerte. Temió que fuese a pegarle, a matarla incluso, y que a ese Shokerandit le diera igual. Su voluntad ya empezaba a ceder bajo el peso del cautiverio.
    —Le pertenezco, capitán. ¿Para qué discutirlo? Pero puedes poseerme si tanto lo deseas. ¿Por qué no? Él lo ha hecho.
    —Eso está mejor —dijo Fashnalgid—. No te haré daño. Quítate la ropa.
    A Luterin Shokerandit el puerto de Rivenjk le era familiar. Siempre fue la gran ciudad mencionada en Kharnabhar con añoranza y a la que se solía visitar —en contadas ocasiones— con excitación. Ahora que ya había visto más mundo, tenía que reconocer que era bastante pequeña.
    Al menos se sentía complacido de haber tocado tierra. Podía jurar que el suelo todavía no había dejado de mecerse bajo sus pies. Bajó al puerto y entró en una de las posadas. Allí bebió su medida de yadahl mientras escuchaba la charla de los marinos.
    —No traen más que molestias, esos soldados —le decía un hombre a otro, ambos sentados a una mesa a pocos metros de Luterin—. Sabrás, supongo, que la otra noche acuchillaron a uno por el Paseo de Perspicacia, y no me asombra en absoluto.
    —Al parecer zarpan mañana —dijo su compañero—. Esta noche los llamarán a bordo, ya verás, y adiós, muy buenas. —Y continuó, en voz más baja:— Se marchan a luchar a las órdenes del Oligarca contra la buena gente de Bribahr. Me pregunto qué mal nos habrán hecho a nosotros los de Bribahr.
    —Aunque hayan entrado en Brayth, Rattagon es inexpugnable. El Oligarca pierde su tiempo.
    —Se alza en medio de un lago, según me han dicho.
    —Ésa es Rattagon.
    —Pues me alegro de no ser soldado, ¿sabes?
    —Con lo tonto que eres, sólo podías ser marino.
    Los dos hombres estallaron en carcajadas y Luterin posó la vista en el cartel que alguien había pegado junto a la puerta. Anunciaba que a partir de aquel momento Quienquiera que Entrase en Estado de Pauk cometía una Ofensa. Entrar en Pauk, ya fuera solo o acompañado, equivalía a Facilitar que la Plaga, conocida como Muerte Gorda, se Extendiera. La Contravención de esta ley estaba Penada con Cien Sibs y su Reincidencia con Prisión Perpetua. Por Orden del Oligarca.
    A pesar de que Shokerandit no practicaba el pauk, la nueva oleada de disposiciones estatales con respecto a esa práctica no era de su agrado.
    Shokerandit miró en el fondo del vaso que estaba vaciando y se dijo que quizás odiaba al Oligarca. Cuando el Arcipreste Militante Asperamanka lo envió con un mensaje para el Oligarca se había sentido honrado. Luego Fashnalgid le había salido al encuentro poco antes de la frontera sibornalesa; y no le había sido fácil creer lo que aquel hombre afirmaba: que lo iban a asesinar fríamente, y con él al resto del ejército que volvía triunfante. Pero aún más difícil le resultaba imaginar que, efectivamente, el resto de las fuerzas de Asperamanka habían sido liquidadas por orden del Oligarca.
    Sin duda tenía sentido tornar medidas preventivas contra la plaga que se extendía desde el sur. Pero la supresión del pauk era una señal de que lo que se estaba extendiendo era el autoritarismo. Luterin se limpió la boca con la mano.
    Las circunstancias habían querido que fuese un fugitivo en lugar de un héroe. Ahora no se atrevía a pensar en lo que le esperaba si lo arrestaban por desertor.
    —¿Qué quiso decir Harbin con que soy un hombre del sistema? —murmuró para sí—. Soy un rebelde, un proscrito. Igual que él.
    Pensar en llegar a Kharnabhar y permanecer bajo la protección paterna lo tranquilizaba, Al menos las fuerzas del Oligarca no lo alcanzarían en su lejana patria. En cuanto a Insil, ya pensaría después.
    Esta reflexión trajo otra consigo. Estaba en deuda con Fashnalgid. Debía convencerlo para que lo acompañase en la dura marcha hacia el norte. Además, Fashnalgid podía serle útil en Kharnabhar: era un testigo más de la masacre de miles de jóvenes shivemnkis a manos de sus propios aliados.
    Se dijo: si he sido valiente en el combate, también debo serlo para luchar, de ser necesario, contra la Oligarquía. Habrá otros en casa que sentirán lo mismo que yo en cuanto sepan la verdad. Pagó su bebida y abandonó la posada.
    A lo largo de la ribera corría una majestuosa avenida de rajabarales. Con el descenso de las temperaturas, los árboles se preparaban para el largo invierno. En lugar de dar a luz nuevos brotes, torcían hacia sí sus ramas, atrayéndolas hacia el ápice de sus gruesos troncos. Shokerandit había visto en los libros de ciencias naturales diversas ilustraciones de ramas y hojas convertidas en sólidas vainas de resina que protegían al árbol yermo pero perenne hasta que, con la llegada de la Gran Primavera, éste soltase nuevamente sus semillas.
    Entre los rajabarales desfilaban soldados desembarcados de un navío que ostentaba los pabellones de Sibornal y de la Oligarquía. Shokerandit temió por un instante que alguien pudiese reconocerlo; sin embargo, su metamorfosis lo enmascaraba. Pero se alejó de la costa y fue hacia el mercado, en busca de los agentes que organizaban las visitas a Khamabhar.
    El frío viento de las montañas lo obligó a subirse el cuello de la chaqueta y encoger la cabeza. Junto a la puerta del agente se agolpaban los peregrinos deseosos de visitar la Gran Rueda; a juzgar por su escasa ropa de abrigo, muchos de ellos eran pobres.
    Le costó cierto tiempo llegar a un acuerdo de su agrado. Podía viajar hasta Kharnabhar con los peregrinos. O bien, hacerlo por su cuenta, alquilando un trineo, animales de tiro, un conductor y un aprendiz para todo. La primera opción era la más segura, lenta y barata. Pero Shokerandit se decidió por la segunda, que parecía más adecuada para el hijo de un Guardián de la Rueda.
    Todo lo que necesitaba era dinero o una carta de crédito.
    En la ciudad había amigos de su padre, gente de influencia en los asuntos locales. Tras dudar entre unos y otros, se inclinó finalmente por un hombre sencillo llamado Hernisarath, propietario de una granja y un hostal para peregrinos en las afueras del puerto.
    Hernisarath dio la bienvenida a Shokerandit, le proporcionó de inmediato una carta de crédito e insistió en que comiese con ellos, con su mujer y él, aquel mediodía.
    Cuando llegó la hora de partir, abrazó a Shokerandit en el umbral de la puerta.
    —Eres un joven bueno e inocente, Luterin, y me alegro de haber podido ayudarte. A medida que se acerca el Invierno Weyr se hace más difícil el trabajo en la granja. Pero ello no quita que volvamos a vernos.
    Su mujer dijo:
    —Es tan agradable conocer a un joven bien educado... Nuestros respetos a tu padre.
    Shokerandit se alejó resplandeciente, satisfecho de haber causado buena impresión; seguramente, Harbin a estas horas ya estaría borracho. Pero, ¿por qué le había dicho Hernisarath que era «inocente»?
    Entonces empezaron a caer copos de nieve, en remolinos, como azúcar fina disolviéndose en un vaso de agua agitada. La nieve formó un colchón que amortiguaba el sonido de sus pasos sobre el empedrado. Las calles se vaciaron. Largas sombras grises crearon zonas de penumbra, oscuras las de Freyr, más claras las de Batalix, hasta que la nube abarcó toda la bahía y sumió a Rivenjk en tinieblas.
    Shokerandit se detuvo de pronto detrás de un grueso rajabaral.
    Otro hombre venía siguiéndolo, protegiéndose la garganta con el cuello de su abrigo. El hombre siguió de largo, miró hacia atrás y, arrastrando los pies, se apresuró a doblar por una calle lateral. Con sorpresa, Shokerandit observó que esa calle se llamaba Paseo de Perspicacia.
    Durante el trayecto, y de manera demasiado perspicaz para ser él, Luterin se había abstenido de explicarles a los restantes pasajeros que la cabeza del Héroe que guardaba la entrada al puerto de Rivenjk albergaba una estación de transmisión heliográfica. No era por tanto improbable que las noticias acerca de los desertores que navegaban a bordo del Nueva Estación hubieran llegado bastante antes de que el bergantín atracase...
    Regresó a casa de Odo dando todas las vueltas disuasorias que pudo. Para entonces, lo peor de la nevisca había pasado.
    —Qué suerte que hayas llegado a tiempo —dijo Odo en cuanto Shokerandit atravesó el umbral—. Mi hermano y yo y el resto de mi familia estábamos a punto de ir a la iglesia a agradecer la llegada sana y salva del Nueva Estación. Nos acompañarás, por supuesto.
    —Eh..., sí, por supuesto. ¿Una ceremonia privada?
    —Absolutamente privada. Sólo el sacerdote y la familia.
    Shokerandit miró a Odim, y éste hizo un gesto afirmativo con la cabeza:
    —Pronto emprenderás un nuevo y largo viaje, Luterin. Apenas hemos tenido tiempo de conocernos y ya nos tenemos que separar. La ceremonia me parece acertada aunque uno no crea especialmente en las plegarias.
    —Veré si Fashnalgid viene también.
    Subió aprisa la espiral de escalones de madera hasta el cuarto donde Odo los había hospedado. Allí estaba Toress Lahl, en su cama, bajo las cubiertas de piel.
    —Deberías estar trabajando en lugar de remolonear en la cama —dijo Shokerandit—. ¿No guardabas luto por tu esposo? ¿Dónde está el capitán?
    —No lo sé.
    —Encuéntralo, por favor. Estará bebiendo por ahí.
    Y corrió escaleras abajo. Apenas se fue, Fashnalgid salió riendo de debajo de su cama. Toress Lahl ni siquiera sonrió.
    —Quiero comida, no plegarias —dijo asomándose con cautela a la ventana—. Y tampoco me vendría mal esa bebida de la que hablaba tu amigo...
    El clan Odim se había congregado en el patio, donde algunos esclavos seguían manipulando torpemente largas varillas, entrando y saliendo por la trampilla de control del pozo de biogás a pesar de la pesada cortina de aguanieve que caía sobre ellos. Resonaban por doquier los ecos de animadas conversaciones.
    Shokerandit se reunió con los Odim. Algunas de las señoras que habían viajado a bordo del Nueva Estación se le acercaron y lo abrazaron más a la manera kuj-juvecina que a la del resto de Sibornal. Pero Shokerandit había dejado de comparar la liberalidad de aquellas maneras con la formal contención de las suyas.
    —Oh, es un lugar muy agradable, este Rivenjk —le decía una abrigada tía abuela, tomándolo del brazo—. Hay muchos edificios altos, y también muchos monumentos. Creo que me sentiré muy a gusto aquí; tengo la intención de instalar una imprenta para editar poesía. ¿Les gustará la poesía a tus compatriotas?
    Pero antes de que Shokerandit pudiera contestar, la señora ya se daba la vuelta para coger a Eedap Mun Odim de la manga:
    —Tú eres nuestro pequeño héroe, primo: nos has salvado de la opresión. Deja que me siente junto a ti en la iglesia. Entra conmigo y harás que me sienta orgullosa.
    —Seré yo quien se sentirá orgulloso de entrar contigo, tía —dijo Odim con una amable sonrisa. Y el nutrido e inquieto grupo se dispuso a cruzar el portal del patio y salir a la calle en dirección a la iglesia—. Y también nos enorgullece tenerte a ti con nosotros, Luterin —dijo Odim, atento a que Shokerandit no se sintiera excluido del grupo. La vista de tantos Odim juntos lo llenaba de placer. A pesar de que la Muerte Gorda había reducido su número, la pina de supervivientes compensaba en algún modo la pérdida.
    Al entrar en la iglesia de altas bóvedas, Odim cerró filas junto a su hermano. Allí, codo con codo, se preguntó si, como él, Odo habría perdido la fe en el Azoiáxico. Pero era demasiado educado como para preguntárselo; para los hombres, el secreto, como decía el proverbio. Otra cosa sería si una noche, con un poco de vino de por medio, su hermano se aviniese a confesarle sus convicciones. Por ahora, le bastaba con estar junto a él y con que el servicio les permitiese honrar a aquellos que habían muerto, incluidos sus hijos, su mujer y la adorada Besi Besamitikahl, y con alegrarse por haber podido salir con vida.
    Una voz temblorosa, incorpórea, asexuada, libre de todo deseo, tejió un hilo de teatral penitencia que se elevó desde el suelo hasta los arquitrabes.
    Odim sonrió mientras cantaba y dejó que su alma subiese también hasta las altas traviesas. Ojalá no hubiera perdido la fe. Pero incluso el deseo de tenerla lo consolaba ahora.
    Al tiempo que en el interior del templo las voces de la congregación elevaban su canto, diez fornidos soldados y un oficial bajaban marchando la calle hasta detenerse ante la puerta de Odirin Nan Odim. El guardián, inclinándose, les franqueó la entrada. Los soldados lo apartaron y se dirigieron al centro del patio, pisoteando la ya castigada alfombra de nieve.
    El oficial ladró sus órdenes a los soldados. Cuatro hombres a revisar las casas ubicadas en cada uno de los puntos cardinales, apostarse donde estaban y alerta con los fugitivos.
    —¡Abro Hakmo Astab! —maldijo Fashnalgid, saltando de la cama desde donde, vestido a medias, había estado mirando a ratos a través de la ventana, a ratos a Toress Lahl, a la que leía ocasionalmente algunos versos de un pequeño libro. Ella, obedeciendo sus órdenes, se había puesto a cocinar, para lo que tuvo que procurarse una tea encendida de un esclavo de la planta baja.
    A pesar de que estaba acostumbrada al lenguaje basto de los soldados, la obscenidad del juramento la sobresaltó.
    —¡Cómo adoro el sonido de una voz militar! «No hay canción como la tuya bajo los cielos de primavera...» —dijo Fashnalgid—. Y el taconeo de las botas. Sí, ya están aquí. Mira al imbécil del teniente aquel, con su lustroso uniforme. Así fui yo...
    Y contempló la escena que se desarrollaba en el patio, donde, como ajenos a la presencia de los soldados, los esclavos continuaban trabajando, desatascando los drenajes del pozo, mirándolos con desconfianza, de reojo.
    Un par de botas subía ruidosamente los peldaños que llevaban a la buhardilla.
    Fashnalgid gruñó, enseñando unos dientes blancos bajo el brochazo del bigote. Se abalanzó en busca de su espada y miró a su alrededor como una bestia acorralada. Toress Lahl estaba como petrificada, una mano sobre la boca, la otra con la tea a cierta distancia del cuerpo.
    —¡Haaa..! —Como una flecha, él le arrebató la tea ardiente, y el humo cruzó la habitación hasta alcanzar el ventanuco. Fashnalgid lo abrió, asomó cabeza y hombros y revoleó la tea con todas sus fuerzas.
    No había perdido su destreza militar. Ninguna granada habría hecho mejor diana. La llama trazó una parábola a través del aire ennegrecido y fue a caer en la trampilla abierta de la cámara de biogás. Por un instante, sólo silencio. Luego, la brutal explosión. Trozos enteros de patio salieron despedidos. Una gran llamarada se elevó en medio del caos, azulada en su centro.
    Con un alarido de satisfacción, Fashnalgid saltó hasta la puerta y la abrió de golpe. Un joven soldado apareció en el vano; dudaba y miraba hacia atrás. Sin pensárselo dos veces, Fashnalgid lo atravesó y, cuando el soldado se dobló sobre sí mismo, lo apartó con el pie, enviándolo de cabeza escaleras abajo.
    —Ha llegado el momento de correr, mujer—dijo, cogiendo a Toress Lahl de la mano.
    —Luterin... —dijo ella, pero estaba demasiado asustada como para tomar decisiones por su cuenta. Bajaron las escaleras a toda prisa. En el patio cundía el pánico y el gas no había cesado de arder. Aquellos Odim demasiado viejos, jóvenes o voluminosos para estar en la iglesia corrían con sus animales entre los desorientados soldados. El astuto teniente disparó una o dos veces a las nubes. Los esclavos aullaban. Una de las viviendas estaba en llamas. No resultó muy difícil eludir el tumulto y escapar por el portal.
    Una vez en la calle, Fashnalgid redujo el paso y envainó la espada con el fin de no despertar sospechas.
    Cruzaron aceleradamente el cementerio. El capitán empujó a la mujer junto a un arbotante; jadeaban. Dentro, los himnos iban en busca de Dios Azoiáxico. En su excitación, Fashnalgid le apretó el brazo hasta hacerle daño.
    —Si serán malditos. Vienen por nosotros. Incluso en medio de esta asquerosa humedad.
    —Suéltame, por favor. Me haces daño.
    —Te soltaré, desde luego. Entra y regresa con Shokerandit. Dile que los militares han dado con nosotros. Huir por mar es imposible. Si ha podido conseguir un trineo, saldremos con él cuanto antes hacia Kharnabhar. Ve adentro y díselo —le dio un pequeño empujón para animarla—. Dile que quieren colgarlo.
    Para cuando Toress Lahl reapareció con Shokerandit, la calle se había llenado de gente, y no todos eran inocentes transeúntes. Los Odim pasaron corriendo, dando gritos de desconsuelo. Fashnalgid preguntó:
    —Luterin, ¿tienes un trineo? Hemos de salir de aquí enseguida.
    —¿Tenías que destrozarles la casa a los Odim después de todo cuanto han hecho por nosotros? —dijo Shokerandit, dolido por la desgracia ajena.
    —No te fíes de Odim. Es un mercader. Tenemos que huir. El ejército se ha despertado. No olvides que tu estimada Toress Lahl es oficialmente una esclava proscrita. Sabes bien cuál es la pena que le aguarda. ¿Dónde está el trineo?
    —Podremos disponer de él cuando abran las cuadras, al amanecer de Batalix. Has cambiado de parecer algo apresuradamente, ¿no es así?
    —¿Dónde nos esconderemos hasta entonces?
    Shokerandit reflexionó un instante y dijo:
    —Hay un amigo de la familia, un tal Hernisarath. Ellos nos darán cobijo hasta mañana... Pero antes debo despedirme de Odim.
    Fashnalgid apuntó hacia él un dedo amenazador:
    —No harás tal cosa. Te entregará. Hay soldados por todas partes. Eres un verdadero inocente, ¿eh?
    —¿Ah, sí? Y tú, un excéntrico. Insultos aparte, ¿por qué has cambiado de planes? Esta mañana pensabas navegar hasta Campannlat.
    Fashnalgid sonrió:
    —Digamos que quiero estar más cerca de Dios. He decidido viajar contigo y tu señora esclava a la Sagrada Kharnabhar.




    X
    «LOS MUERTOS
    NUNCA HABLAN
    DE POLÍTICA»


    El sexto día del sexto décimo de cada sexto año pequeño se reunía en Askitosh el Sínodo de la Iglesia de la Paz Formidable.
    Los frailes menores se congregaban en conventos detrás del Palacio del Sacerdote Supremo, mientras que los quince dignatarios que formaban el sínodo permanente vivían y se reunían en el mismo Palacio. Representaban tanto el sector eclesiástico como el secular o militar de la organización de la Iglesia; sus deberes y obligaciones eran numerosos y severos. No eran hombres de costumbres ligeras.
    Como humanos que eran, los quince tenían sus defectos. Uno caía bajo los efectos del alcohol cada día a las dieciséis veinte. Otros compartían sus habitaciones con púberes de uno u otro sexo. Otros se entregaban a extrañas perversiones. No obstante, al menos una parte de ellos se dedicaba seriamente a garantizar la continuidad y buena marcha de la Iglesia. Dado lo difícil que resultaba encontrar hombres buenos, podía decirse que los quince lo eran.
    De todos ellos, el más aplicado era Chubsalid, un hombre nacido en Bribahr y criado por monjes santos en los claustros de su convento. Ahora era Supremo Sacerdote de la Iglesia de la Paz Formidable, es decir, el representante electo en Heliconia del Dios Azoiáxico, presente antes de toda vida y alrededor del cual toda vida gira. Ni siquiera el más suspicaz de los eclesiásticos había visto jamás a Chubsalid llevarse una botella a los labios. Si profesaba alguna clase de apetencias sexuales, éstas eran un secreto celosamente guardado entre su creador y él. Si alguna vez había sentido rabia, miedo o pena, estas emociones jamás habían asomado a su sonrosada faz. Y no era ningún tonto.
    Al contrario de la Oligarquía, cuya sede de la colina Icen no estaba ni a una milla de distancia, el Sínodo contaba con un amplio apoyo popular. La Iglesia se ocupaba genuinamente de las necesidades de su grey; animaba sus corazones y les brindaba consuelo en la adversidad. Ade-más, mantenía un prudente silencio respecto al pauk.
    Al contrario del Oligarca, a quien nadie había visto y al que la temerosa y fértil imaginación popular atribuía el aspecto de un inmenso crustáceo de hiperactivas pinzas, el Supremo Sacerdote Chubsalid viajaba rodeado de los más humildes y era un visitante siempre bienvenido en sus congregaciones. Su figura era la del perfecto Supremo Sacerdote: elevada estatura, rasgos duros pero a la vez piadosamente contenidos y una blanca melena. Cuando él hablaba, la gente escuchaba deseosa. Sus intervenciones rebosaban piedad y no desdeñaban el ingenio: era tan capaz de hacer reír como de hacer rezar a su audiencia.
    Durante las reuniones del Sínodo se solía discutir en el más alto sibish, plagado de múltiples subordinadas, elaborados paréntesis y espectaculares estructuras verbales. Sin embargo, en esta ocasión particular, el asunto tratado era eminentemente práctico. Se refería a la desgastada re-lación entre los dos poderes de Sibornal: Estado e Iglesia.
    La Iglesia presenciaba alarmada la creciente severidad de los edictos emitidos por la Oligarquía. Precisamente, uno de los miembros del Sínodo hablaba de este tema al resto de los asambleístas:
    —Las nuevas Restricciones a las Personas en Situación de Residencia y regulaciones similares son/pretenden aparecer como un paso más del Estado en prevención de la plaga. Mas hasta ahora han causado tanta irregularidad como la plaga podría/podrá/pudiera provocar. Los pobres son perseguidos y arrestados por vagancia; eso si no mueren a causa del frío.
    Se trataba de un hombre entrecano y su voz era entrecana también, pero sus convicciones llenaban la sala:
    —El planteo político que esconde semejante edicto nos es perfectamente diáfano. A medida que las granjas del norte decaen/vayan decayendo, los campesinos y pequeños granjeros irán/van migrando a las ciudades en busca de un cobijo escaso y a menudo cercano al hacinamiento. El edicto pretende confinarlos en sus improductivas granjas. Allí morirían/morirán de hambre. Creo no faltar a la debida caridad al afirmar que esas muertes se adecuan bien a los deseos del Estado. Los muertos nunca hablan de política.
    —¿Presagias una rebelión en las ciudades en caso de que se revoque el edicto? —preguntó una voz desde el extremo opuesto de la mesa.
    —En mi juventud, solía decirse que el sibornalés trabajaba toda la vida, se casaba para toda la vida y se aferraba a la vida —replicó la voz entrecana—. Pero jamás nos rebelamos. Dejamos esas cuestiones a los del Continente Salvaje. Por el momento, la Iglesia no se ha pronunciado acerca de estos edictos restrictivos. Entiendo que la ley contra el pauk ha llevado las cosas demasiado lejos.
    —Nosotros nunca nos hemos ocupado del pauk.
    —Ni el Estado, hasta ahora. Lo dicho: los muertos no hacen política y eso el Estado lo reconoce/ha reconocido siempre. No obstante, la Oligarquía ha legislado en contra del pauk. Esto causa/puede/va a causar aún mayor miseria en nuestra grey, para la cual, si se me permite, el pauk es tan vital como los partos. Se está castigando a los pobres de un modo inmerecido para adecuarlos al invierno inminente. Propongo que la Iglesia manifieste su pública desaprobación de los últimos bandos estatales.
    Un hombre mayor, calvo, totalmente falto de cabello o color, se irguió con ayuda de dos bastones para responder: —Tal vez sea como tú dices, hermano. Puede que la Oligarquía esté apretando sus grilletes. Pero imagino que no tiene otro camino. Piensa en el futuro. En muy poco tiempo, nuestros descendientes se verán enfrentados/enfrentarán a tres siglos y medio de amargo Invierno Weyr. La Oligarquía plantea que a la dureza de las fuerzas naturales debe seguir la dureza de la humanidad. Deja que te recuerde aquella terrible maldición sibish que no debe pronunciarse. Se la considera como la blasfemia suprema, y con razón. Y sin embargo es admirable. Sí, admirable. Yo jamás permitiría/opongo me a que se la pronuncie en mi diócesis, y aun así admiro el desafío que encierra.
    Se detuvo. Hubo quienes pensaron que el venerable anciano mancillaría sus labios con aquellas palabras malditas. En cambio, continuó en otra dirección.
    —En el Continente Salvaje de Campannlat, con el frío llega también el caos. Carecen de un orden abarcador como el nuestro. Todo cuanto pueden hacer/hacen es reptar de vuelta a sus cavernas. A nosotros, la organización nos brinda/hace/permite perpetua supervivencia. Esa organización debe ceñirse como un puño de hierro. Muchos morirán a fuerza de que el Estado viva. Algunos de vosotros habéis protestado contra la matanza indiscriminada de phagors. Yo digo que no son humanos. Librémonos de ellos. No tienen alma. Hay que matarlos. Y matar a quienes los defiendan. Matar a los granjeros cuyas granjas se hundan. No es momento para los gestos individuales. La misma individualidad deberá pronto ser/será castigada con la muerte.
    En medio del silencio que siguió a sus palabras, sus bastones crujieron como huesos mientras volvía a tomar asiento.
    Un murmullo atónito recorrió la sala, pero el Supremo Sacerdote Chubsalid dijo con suavidad desde su sillón tapizado de armiño:
    —No cabe duda de que discursos de este tipo son moneda corriente en la colina Icen; nosotros, en cambio, debemos atenernos a la profesión que hemos elegido y que implica/continuadamente nos llama a templar con piedad nuestra actitud incluso para con los granjeros arruinados. Nuestra Iglesia se dirige al individuo, a la conciencia individual, a la salvación individual, y es nuestro deber recordarles esto a nuestros amigos de la Oligarquía de vez en cuando, de manera que la gente tenga siempre presente nuestra misión.
    »El clima puede extremarse. No los imitemos y así hasta en los tiempos más duros la enseñanza esencial de la Iglesia podrá/debe/quedará incólume. ¿Qué otra vida puede haber en Dios? El Estado cree que en este tiempo de crisis ha de mostrar su poder. La Iglesia ha de hacer, al menos, otro tanto. ¿Quiénes de los quince presentes acordarnos en que la Iglesia haga frente al Estado?
    En la larga mesa, los restantes catorce a quienes se había dirigido se sumieron en un denso murmullo con sus vecinos. Podían imaginar perfectamente cuál sería la retribución que les esperaba de apoyar la propuesta de su líder.
    Uno de los presentes alzó una mano en la que brillaba un anillo de oro y dijo con voz trémula:
    —Señor, llegará/es probable el tiempo en que debamos tomar una postura semejante. Pero, ¿ha de ser a propósito del pauk? Cuando lo hemos evitado durante eones... Cuando podría haber dudas acerca de la legitimidad de oponerse... Cuando el mito de la Escrutadora Original se interpone con...
    El orador dejó este último y teatral pensamiento en el aire.
    El miembro más joven del Sínodo era un Sacerdote Capellán llamado Parlingelteg, un hombre delicado de quien no obstante se rumoreaba que algunas de sus actividades no lo eran. Nunca temía expresar su opinión y cuando lo hacía se dirigía directamente a Chubsalid.
    —Este último y miserable discurso me ha convencido al menos, y supongo que a todos vosotros, de que debemos enfrentarnos al Estado. Tal vez precisamente a propósito del pauk. No pretendamos que el pauk no es real, o que los gossis no existen, sólo porque no cuadran con las Enseñanzas. ¿Por qué creéis que el Estado intenta prohibir el pauk? Por una única razón. El Estado es culpable de genocidio. Ha matado a miles de hombres del ejército de Asperamanka. Las madres de los soldados asesinados han comulgado con ellos a través del pauk. Sus gossis han hablado. ¿Quién ha dicho hace un momento que los muertos no hacen política? Pura tontería. Miles de bocas muertas claman contra el Estado y su Oligarca asesino. Estoy de acuerdo con el Supremo Sacerdote. Tenemos que manifestarnos en contra de Torkerkanzlag e impulsar su recambio.
    Cuando varios de sus vetustos colegas lo aplaudieron, él se ruborizó hasta las raíces de sus suaves cabellos. La reunión se distendió. Sin embargo, se resistían a tomar una decisión. ¿Acaso no habían sido siempre inseparables, Iglesia y Estado? Y hablar públicamente de aquella masacre... Ellos amaban la paz; algunos, por encima de todo.
    Siguió una pausa de una hora. Afuera hacía demasiado frío para salir, de modo que permanecieron en los caldeados cuartos de retiro mientras algunos novicios les servían agua o vino en copas de porcelana. Se conversaba en corrillos. Quizás existiera un modo de evitar una decisión inmediata; aparte de lo que habían podido decir los gossis, ¿qué otra evidencia real había?
    Sonó una campanilla. Volvieron a reunirse. Chubsalid hablaba en privado con Parlingelteg y se los veía muy serios.
    El debate se había reanudado cuando, tras golpear a la puerta, entró en la sala un esclavo con librea. Se inclinó reverente ante el Supremo Sacerdote y le entregó la nota que traía en una bandeja.
    Chubsalid leyó la nota; luego, apoyó un instante el codo sobre la mesa y descansó en su mano la amplia frente. La conversación se apagó. Todos esperaron su intervención. —Hermanos —dijo, recorriendo con la vista a los presentes—, tenemos aquí a un visitante, un importante testigo. Dejemos que hable ante nosotros. Tengo la impresión de que sus palabras nos evitarán muchas y largas disquisiciones. —E hizo un gesto al esclavo, que, inclinándose, abandonó raudo la sala.
    Poco después, ingresaba en la sala otro hombre. Se movía con deliberada lentitud; se dio vuelta para cerrar la puerta y sólo entonces avanzó hacia la mesa ocupada por los quince líderes de la Iglesia. Vestía de azul oscuro de pies a cabeza: botas, pantalones de montar, camisa, chaqueta, abrigo, todo de color azul, así como el sombrero que sostenía en su mano. Sólo su pelo era blanco, aunque conservaba cierto matiz oscuro en las sienes. La última vez que el Sínodo lo había visto, tenía el cabello completamente negro.
    El pelo cano subrayaba el tamaño de su cabeza. Sus rectas cejas, sus ojos, su boca, subrayaban la rabia que como un rayo se concentraba allí.
    Saludó con una profunda reverencia al Supremo Sacerdote y besó su mano. Luego se volvió para saludar al Sínodo.
    —Agradezco que me hayáis concedido audiencia —dijo.
    —Arcipreste Militante Asperamanka, se nos había informado de tu muerte en combate —dijo Chubsalid—. De veras nos alegramos de que esta información fuera inexacta.
    Los labios de Asperamanka se unieron para trazar una sonrisa helada:
    —Sólo me faltó morir... pero no en combate. El relato de cómo logré llegar a Askitosh es prácticamente increíble. Quizás haya sido el único de todo mi ejército en lograrlo. Fui herido en Chalce, a las puertas de nuestro continente; allí me capturaron los phagors. Escapé de ellos para perderme en las marismas y..., en fin, es un milagro de Dios estar aquí, contándooslo. Dios me protegió y me afiló como instrumento de su justicia. Pues soy la prueba viviente de un crimen sin parangón en toda la ilustre historia de Sibornal.
    —Te ruego tomes asiento —dijo el Supremo Sacerdote, indicando a un lacayo que acercase una silla—. Estamos ansiosos por escuchar lo que tienes que decir. Resultarás mejor informante que los gossis, sin duda.
    A medida que Asperamanka iba desplegando su relato ante el Sínodo, describiendo la emboscada, el fuego cruzado dirigido por la guardia del Oligarca contra sus fuerzas, a medida que la dimensión real de lo ocurrido penetraba las conciencias de los presentes, se hacía cada vez más evidente que Parlingelteg tenía razón. La Iglesia tendría que hacer frente al Estado. De lo contrario, se haría cómplice de la masacre.
    Alrededor de una hora invirtió Asperamanka en la descripción de la campaña y posterior traición. Finalizado el relato, calló. Pero sólo durante un minuto. Entonces, del todo inesperadamente, ocultó el rostro entre las manos y rompió en sollozos.
    —No soy ajeno a este crimen —lloró—. Yo trabajaba para el Oligarca. Temía al Oligarca. Para mí, Estado e Iglesia eran uno, eran sinónimos.
    —Pero ya no lo son —dijo Chubsalid. Se irguió, posando la mano sobre el hombro de Asperamanka—. Te damos las gracias por ser el instrumento de Dios y allanarnos el camino. La Oligarquía ha tenido jurisdicción sobre el cuerpo de los hombres, la Iglesia sobre su alma. Ha llegado el momento de establecer la supremacía del alma sobre el cuerpo. Debemos oponernos a la Oligarquía. ¿Estamos todos de acuerdo?
    Los catorce miembros restantes dieron voces de asentimiento, golpeando el suelo con sus bastones.
    —El acuerdo es, pues, unánime.
    Después de deliberar, se decidió que el primer paso consistiría en enviar una Cédula redactada en términos firmes a todas las iglesias a lo largo y ancho del territorio. La Cédula informaría de que la Iglesia se declaraba defensora de la práctica del pauk, al que consideraba una libertad esencial de todo hombre y mujer vivos. No existía evidencia alguna de que los denominados gossis no dijeran la Verdad. La Iglesia negaba tajantemente que la práctica del pauk propagase la Muerte Gorda. Chubsalid estampó su nombre en la Cédula.
    —Probablemente sea ésta la más revolucionaria de las Cédulas jamás producidas por la Iglesia —dijo la voz entrecana—. Sólo quiero dejar constancia de ello. Además, admitiendo la legitimidad del pauk, ¿no estamos legitimando también a la Escrutadora Original? ¿Y dejando entrar creencias y supersticiones paganas?
    —La Cédula no hace mención alguna de la Escrutadora, hermano —dijo suavemente Parlingelteg.
    La Cédula fue aprobada y enviada al impresor eclesiástico. Y de la imprenta fue distribuida a todas las iglesias del territorio.
    Transcurrieron cuatro días. En el Palacio del Supremo Sacerdote, los religiosos esperaban que se desatase la tormenta.
    Un mensajero, cubierto con pieles oleosas para protegerse del frío, bajó de la colina Icen con un mensaje sellado.
    El Supremo Sacerdote rompió el sello y leyó el mensaje.
    Éste decía que panfletos subversivos distribuidos por el Sínodo llamaban a la traición, puesto que habían sido deliberadamente emitidos con el fin de boicotear las recientes leyes promulgadas por el Estado. La traición era castigada con la muerte.
    De haber una explicación a tan viles ofensas, el Supremo Sacerdote de la Iglesia de la Paz Formidable tendría a bien presentarse ante el Oligarca a la brevedad para ofrecerla en persona.
    La carta llevaba la rúbrica de Torkerkanzlag II.
    —No creo que este hombre exista —dijo Chubsalid—. Ha reinado durante más de treinta años. Nunca lo ha visto nadie ni existen retratos suyos. Por lo que yo sé, hasta podría ser un phagor... Continuó durante un rato en esta vena, mascullando ensimismado y visitando la biblioteca del Sínodo para comparar firmas, jugueteando con lupas y sacudiendo la cabeza.
    Esta actividad puso nerviosos a los consejeros del Supremo Sacerdote; pensaban que debía concentrarse en la gravedad de una admonición que, al menos en apariencia, llevaba implícita su sentencia de muerte. Los consejeros más antiguos llegaron, hablando entre ellos, a la conclusión de que convenía trasladar la sede de la Iglesia en Askitosh a un lugar más seguro. Quizás a Rattagon, ya que, a pesar de encontrarse sitiada, su ubicación en medio de un lago la hacía prácticamente inexpugnable; o incluso a Kharnabhar, un refugio religioso cuyo único inconveniente estribaba en el clima.
    Pero Chubsalid tenía ideas propias, y la retirada no era una de ellas. Tras una hora de dar vueltas y comparar firmas, anunció que iría a ver al Oligarca. Su escriba redactó una nota a tal efecto. Sugería que el encuentro tuviera lugar en el gran salón de entrada del castillo de Icen, y que todo aquel que así lo desease pudiera presenciar y oír el debate entre ambos dignatarios.
    Mientras Chubsalid estampaba su firma en el documento, el Sacerdote Capellán Parlingelteg, que se encontraba cerca, se le aproximó y se arrodilló junto a su silla.
    —Señor, déjame ir contigo a ese palacio. Lo que allí te ocurra también me ocurrirá a mí.
    Chubsalid posó su mano sobre el hombro del joven monje.
    —Que sea como dices. Apreciaré que estés a mi lado.
    Se volvió a Asperamanka, también presente.
    —¿Y tú, nuestro Sacerdote Militante, vendrás también a Icen corno testigo del crimen del Oligarca?
    Asperamanka miró hacia aquí y allá, como si buscase una puerta invisible:
    —Tú hablas mejor que yo, Supremo Sacerdote. No creo conveniente hacer alusión a la plaga. No sabemos de ninguna cura para la Muerte Gorda, no más que ellos. El Oligarca podría tener razones que desconocemos para querer suprimir el pauk.
    —Pues las oiremos. Entonces, ¿nos acompañas a Parlingelteg y a mí?
    —Tal vez deberíamos llevar con nosotros a algunos médicos.
    Chubsalid sonrió:
    —Espero que podamos hacerle frente sin la ayuda de ningún doctor.
    —Sería aconsejable buscar un arreglo —dijo Asperamanka, quien daba la sensación de haberse encogido.
    —Veremos lo que puede hacerse —dijo Chubsalid—. Y gracias por decir que vendrás con nosotros.

    Llegó el alba. El Supremo Sacerdote Chubsalid, vestido con sus hábitos sacerdotales, se despedía de sus colegas. Abrazó a uno o dos.
    El hombre entrecano ocultó una lágrima.
    Chubsalid le sonrió:
    —Suceda lo que suceda en este día, necesitaré de tu valor tanto como del mío —dijo con voz firme y serena.
    Asperamanka y Parlingelteg lo esperaban en el carruaje, que partió cuando hubo subido Chubsalid.
    El carruaje atravesó silenciosas calles. Por orden del Oligarca, la policía había dispersado a curiosos y seguidores, de manera que el Supremo Sacerdote no encontrara a su paso el acostumbrado saludo del pueblo sino sólo un pesado silencio.
    A medida que el carruaje avanzaba sobre el irregular empedrado de la colina Icen, se hacía más evidente la presencia militar. A las puertas del castillo, hombres armados se adelantaron para cortar el paso a todos aquellos religiosos que habían seguido hasta allí a su líder. El carruaje pasó bajo el ominoso arco de piedra y las grandes puertas de hierro se cerraron tras él.
    Acentuando el silencio, numerosas ventanas emitían su reflejo mortecino hacia el patio anterior. Eran ventanas malvadas, más parecidas a dientes afilados que a ojos.
    Los tres sacerdotes fueron conducidos sin ceremonias hasta el gélido interior del edificio. El eco multiplicó sus pasos al atravesar el gran salón de entrada flanqueados por rígidos soldados en sus complejos uniformes nacionales. Ninguno movía un solo músculo.
    La comitiva llegó a la parte trasera del castillo, donde se extendía un lóbrego pasadizo cuyo entarimado, rozado por innumeras botas, mostraba su superficie marcada por profundas rayas, como si un animal desesperado hubiera luchado allí afanosamente por abrirse camino hacia la libertad. Tras un instante de espera, su guía recibió una señal y pudieron subir por una estrecha escalerilla de madera que daba dos vueltas completas sin que ninguna ventana iluminase el ascenso. Aparecieron así en otro pasadizo, que, como el primero, evocaba la lucha de un animal desesperado, y se detuvieron ante una puerta. El guía llamó.
    Una voz los hizo pasar.
    Entraron en una sala adornada con el encanto festivo que caracterizaba a la Oligarquía. Era una especie de salón de recepciones, amueblado con sillas en las que sólo las más consumidas anatomías podrían hallar reposo. La única ventana del salón estaba cubierta por pesadas cortinas de cuero evidentemente diseñadas para repeler las arremetidas de la luz diurna.
    La iluminación acentuaba las avaras proporciones de aquella sala, en la que la altura del techo se correspondía solamente con la profundidad de la penumbra que generaba. Un grueso cirio de viridiana se consumía sobre un alto soporte ubicado en el centro del salón vacío. De algún lado llegaba una corriente fría que hacía bailar las sombras sobre el quejumbroso suelo de madera.
    —¿Cuánto tiempo esperaremos aquí? —preguntó Chubsalid al guía.
    —Un tiempo breve, señor.
    Los tiempos breves se hacían largos en aquel salón; pero poco después dos soldados armados con sables empujaron unas puertas internas, dejando parcialmente al descubierto una nueva sala.
    Esta sala estaba iluminada por lámparas de gas, que arrojaban su enfermiza luz sobre todo menos sobre el rostro de un hombre sentado al fondo de una silla de gran tamaño. Su rostro estaba en sombras debido a que las lámparas se encontraban detrás del trono. El hombre no se movió.
    Chubsalid dijo con voz clara:
    —Yo soy el Supremo Sacerdote Chubsalid de la Iglesia de la Paz Formidable. ¿Quién eres tú?
    Una voz igual de clara le respondió:
    —Te dirigirás a mí como el Oligarca.
    A pesar de haberse preparado para este momento, los tres sacerdotes se sintieron momentáneamente paralizados. Luego avanzaron hasta la puerta de la sala interior, donde soldados con los sables desenvainados les cerraron el paso.
    —¿Eres Torkerkanzlag II? —preguntó Chubsalid.
    A lo que la voz clara volvió a decir:
    —Dirígete a mí como el Oligarca.
    Chubsalid y Asperamanka se miraron. Luego, el primero empezó a hablar.
    —Hemos venido hasta aquí, Temido Oligarca, para discutir el recorte de las libertades tradicionales en nuestro estado, y a hablar contigo acerca de un crimen recientemente cometido...
    La voz clara lo interrumpió:
    —No has venido aquí a discutir nada, sacerdote. No has venido a hablar de nada. Estás aquí porque predicaste la traición, desafiando deliberadamente los últimos edictos del Estado. Has venido aquí porque la traición se castiga con la muerte.
    —Al contrario —dijo Parlingelteg—. Hemos venido aquí en nombre de la razón y de la justicia, esperando encontrarnos con un debate abierto, no con una suerte de retorcido melodrama. Asperamanka adelantó el pecho contra la punta desnuda de una de las espadas y dijo:
    —Temido Oligarca, te he servido fielmente. Soy el Sacerdote Militante Asperamanka, aquel que, como sin duda ya sabes, condujo a tus ejércitos a la victoria sobre los mil cultos paganos de Pannoval. ¿Acaso tú...? ¿No fueron esos mismos ejércitos destruidos a las puertas de nuestro territorio?
    La voz inconmovible del Oligarca dijo:
    —En presencia de tu gobernante no has de formular preguntas.
    —Dinos quién eres —dijo Parlingelteg—. Si eres humano, no das muestras de serlo.
    Haciendo caso omiso de la interrupción, Torkerkanzlag II se dirigió a uno de los guardias:
    —Descorre las cortinas.
    El guía que los había conducido hasta la sofocante cámara avanzó hasta la larga ventana haciendo crujir el suelo y cogió con ambas manos la cortina de cuero, que retiró lentamente.
    Una luz grisácea invadió la sala. Mientras sus dos acompañantes miraban hacia afuera, Chubsalid se volvió hacia el Oligarca. Algo de luz había logrado filtrarse incluso hasta el sombrío trono donde éste, inmóvil, se hallaba sentado, revelando débilmente una parte de sus rasgos.
    —¡Te reconozco! ¡Pero si eres...! —Sin embargo, el Supremo Sacerdote no pudo seguir porque uno de los soldados lo tomó irrespetuosamente del hombro y lo empujó hasta la larga ventana donde el guía señalaba hacia abajo.
    Al otro lado de la ventana se veía un patio rodeado enteramente por altos muros grises. Cualquiera que osase atravesarlo habría sucumbido bajo el peso de las ominosas hileras de ventanas que se alzaban a su alrededor.
    En medio del patio habían construido una pequeña celda de madera con un alto y robusto poste en su centro. Lo más curioso de esta construcción consistía en que celda y poste se sostenían sobre una plataforma de tablones de madera apoyada en una pila de troncos. Entre uno y otro tronco había manojos de hojarasca y ramas secas, astillas y paja.
    El Oligarca dijo:
    —La traición se castiga con la muerte. Eso lo sabías antes de venir aquí. La muerte en la hoguera. Has predicado contra el Estado. Debes arder.
    Parlingelteg habló con aplomo mientras la cortina volvía a velar la luz:
    —Si te atreves a quemarnos, harás que la religión de Sibornal se torne contra el Estado. Cada mano de cada hombre se alzará en tu contra. No sobrevivirás. Quizá ni siquiera sobreviva Sibornal.
    Asperamanka corrió hacia la puerta, gritando:
    —Me ocuparé de que el mundo se entere de esta infamia.
    Pero los soldados apostados al otro lado lo hicieron retroceder.
    Chubsalid, en medio de la sala, le dijo serenamente:
    —Mantente firme, mi buen sacerdote. Si este crimen se comete aquí, en el centro de Askitosh, habrá quienes no descansarán hasta que el Azoiáxico haya triunfado. He aquí el monstruo que piensa que la traición es menos costosa que los ejércitos. Pero esta traición le costará todo lo que tiene.
    El hombre inmóvil dijo desde su trono:
    —No hay mayor bien que la supervivencia de la civilización durante los siglos que se avecinan. A tal fin, todo sacrificio es poco. Olvidemos los nobles principios. Cuando la plaga triunfa, la ley y el orden sucumben. Siempre ha sido así al acercarse cada Gran Invierno, en Campannlat, en Hespagorat, también en Sibornal. Los ejércitos enloquecen, los documentos arden, los emblemas más preciados del Estado son destruidos. Reina la barbarie.
    »Esta vez, este invierno, podremos/sabremos sobrevivir a la crisis. Sibornal debe convertirse en una fortaleza. Ahora ya nadie debe entrar. Pronto, nadie podrá salir. Durante cuatro siglos, mientras el frío desollé a los lobos, nosotros seremos un oasis de ley y orden. Viviremos del mar.
    »Los valores se mantendrán, pero siempre que sean aquellos de la supervivencia. No admitiré un Estado y una Iglesia enfrentados. Es lo que ha decidido la Oligarquía. El nuestro es el único plan capaz/posible para salvar al mayor número de gente.
    »Con la llegada de la primavera, nosotros habremos mantenido nuestra fuerza y Campannlat seguirá sumido en el primitivismo, atando a sus mujeres al yugo de sus carros como si fueran bestias de carga..., si no han olvidado para entonces cómo se construye una rueda. Entonces habrá llegado el momento de resolver para siempre la interminable hostilidad que nos ata a aquellas salvajes tierras.
    «¿Llamáis maldad a esto? ¿A esto llamas maldad, Supremo Sacerdote? ¿Al triunfo de nuestro bienamado continente?
    Enfundado en sus hábitos, la figura de Chubsalid imponía respeto. Se enderezó y dejó que el silencio cubriera la retórica del Oligarca antes de responder:
    —Aunque tu arrogancia te diga lo contrario, el tuyo es el argumento de un hombre débil. La religión de Sibornal es áspera, forjada, al igual que la Gran Rueda, bajo las adversidades de un clima extremo. Pero predica el estoicismo, no la crueldad. Tú esgrimes el viejo argumento del fin que justifica los medios. Te darás cuenta demasiado tarde de que la crueldad que predicas se vol-verá pronto en tu contra, impidiéndote lograr lo que te propones.
    El hombre del trono movió la mano apenas una pulgada a modo de gesto:
    —Podemos cometer errores, Supremo Sacerdote, eso lo sé. Entonces nos limitaremos a enterrar a nuestros muertos y mantenernos en carrera.
    —Y todos esos muertos atestiguarán en tu contra —estalló la voz clara y juvenil de Parlingelteg—. La noticia irá de gossi en gossi. Todos sabrán de tus crímenes.
    El timbre más grave del Oligarca respondió:
    —Los muertos pueden atestiguar. Afortunadamente, no van armados.
    —¡Cuando esta infamia se sepa, serán muchos los que alcen las armas contra ti!
    —Si no tenéis otra cosa que decir aparte de vuestras amenazas, es hora de que os unáis a los millones de desarmados subterráneos. ¿O es que alguno de vosotros prefiere reconsiderar su lealtad para con el Estado en razón de lo que he dicho?
    Hizo una señal a los guardias. Parlingelteg gritó la maldición prohibida:
    —¡Abro Hakmo Astab, maldito Oligarca!
    Guardias armados cruzaron pesadamente la habitación para tomar posiciones detrás de los religiosos.
    Asperamanka, mudo, no conseguía dominar el temblor de su mandíbula. Sus ojos buscaron a Chubsalid, que le palmeó el hombro. El sacerdote más joven tomó el brazo de Chubsalid al tiempo que volvía a gritar:
    —¡Quémanos y harás que arda todo Askitosh!
    —Te lo advierto, Oligarca—dijo Chubsalid—. Si provocas un cisma entre Iglesia y Estado, tus planes fracasarán. Dividirás al pueblo. Si nos quemas, tu plan habrá fallado antes de comenzar.
    El Oligarca, con voz calma, dijo:
    —Encontraré a otros más deseosos de cooperar, Supremo Sacerdote. Docenas de obedientes querrán tomar tu lugar... sin nada deshonroso en ello. Conozco bien a los hombres.
    Cuando los guardias sujetaron a los prisioneros, Asperamanka consiguió liberarse y se adelantó corriendo hacia el trono, hincando la rodilla ante el Oligarca, la cabeza inclinada.
    —Temido Oligarca, no me mates. Tú sabes que yo, Asperamanka, he sido tu siervo fiel en la guerra. Estoy seguro de que nunca quisiste acabar con la vida de tan valioso instrumento. Haz lo que desees con los otros dos pero permíteme vivir, ¡permíteme volver a servir! Yo también creo que Sibornal debe sobrevivir como dices. A épocas duras corresponden medidas duras. El poder espiritual debe dejar paso al poder temporal para garantizar la seguridad. Deja que viva y te serviré... para mayor gloria de Dios.
    —Puedes hacerlo en nombre de tus rastreros intereses pero nunca en el de Dios —dijo Chubsalid—. ¡Ponte de pie! Muere con nosotros, Asperamanka; te será menos doloroso.
    —Tanto en la vida corno en la muerte, aceptamos el papel del dolor en nuestra existencia —sentenció el Oligarca—. Asperamanka, no me esperaba esto de ti, del vencedor de Isturiacha. Entraste aquí con tus hermanos; ¿por qué no morir también con ellos?
    Asperamanka callaba. Luego, siempre con la rodilla hincada, estalló en un torrente de elocuencia.
    —Lo que se ha dicho aquí no corresponde tanto a la política o a la moral como a la historia. Tú quieres cambiar la historia, Oligarca; una obsesión de todo gran hombre, supongo. De hecho, nuestra historia cíclica parece estar pidiendo una reforma..., reforma que, para ser efectiva, ha de ser brutal.
    »Pero yo hablo en nombre de nuestra bienamada Iglesia, a la que también he servido... y con entera devoción. Deja que éstos ardan por ella. Yo prefiero vivir por ella. La historia nos enseña que las religiones pueden extinguirse al igual que las naciones. No he olvidado las lecciones de historia que recibí de niño en el monasterio del Antiguo Askitosh, en las que supe de la derrota de la religión de Pannoval a manos del malvado rey de Borlien y sus ministros. Si Iglesia y Estado quedaran divididos, nuestro Dios Supremo se vería igualmente amenazado. Deja que yo, como Hombre de Dios, sirva a tus propósitos.
    Cuando los arrastraban fuera de la sala, Parlingelteg golpeó con el pie a Asperamanka, que rodó por el suelo:
    —¡Hipócrita! —gritó mientras era empujado al otro lado de la puerta.
    —Llevad a estos dos al patio —dijo el Oligarca—. Si en el corazón de la Iglesia se cuela un poco de temor, puede que en el futuro la Iglesia modere su expresividad.
    Inmóvil, presenció cómo los guardias se llevaban al Supremo Sacerdote Chubsalid y al Sacerdote Capellán Parlingelteg.
    La sala se vació. Sólo quedaban un guardia, silencioso en las sombras, y Asperamanka, todavía de rodillas, con el semblante pálido.
    La fría mirada del Oligarca se posó en este último.
    —Siempre hay un sitio para los de tu clase —dijo—. Ponte de pie.





    XI
    RÍGIDA DISCIPLINA
    PARA LOS VIAJEROS


    La mayoría de los ríos de Sibornal corrían hacia el sur. Casi todos eran, durante casi todo el año, rápidos y traicioneros, corno corresponde a las aguas nacidas de los glaciares.
    El Venj no era ninguna excepción. Ancho, surcado por peligrosas corrientes, podía decirse que, más que fluir, se lanzaba desaforadamente hacia su desembocadura en Rivenjk.
    Sin embargo, en el transcurso de los siglos el Venj se había labrado un valle al que regaba o inundaba a voluntad, y era precisamente por este valle por donde discurría la ruta que llevaría a un viajero hacia el norte hasta Kharnabhar.
    El camino se internaba al principio en agradables campos, protegidos de los vientos por el gran macizo montañoso de Shivenink. Grandes arbustos, indiferentes a la helada, crecían allí, rebosantes de enormes brotes. A los lados del camino despuntaban unas alegres florecillas que los peregrinos recogían por ser exclusivas de aquellos parajes.
    Los peregrinos recorrían despreocupadamente esta primera etapa del viaje por tierra a Kharnabhar. Iban solos o en grupos, vestidos de mil maneras diferentes. Algunos marchaban descalzos, alegando ser insensibles al frío gracias a su control corporal. Cantos y música acom-pañaban a los grupos. El viaje constituía un serio ejercicio de piedad —un acto que los enaltecería en sus hogares por el resto de sus vidas— pero también era una especie de vacación y ellos obraban en consecuencia. Todavía algunas millas después de Rivenjk flanqueaban el camino distintos tenderetes en los que se podían comprar frutos o emblemas de la Rueda; además, los campesinos de Bribahr (cuya frontera estaba muy próxima) subían desde el valle para ofrecer sus productos típicos a los viajeros. Se trataba, en suma, de una etapa verdaderamente descansada.
    Pronto, el camino se hacía más escarpado y el aire empezaba a enrarecerse. Los brotes de los arbustos de hojas coriáceas eran aquí más brillantes pero también más pequeños. Pocos eran los campesinos dispuestos a subir desde el valle y tampoco eran muchos los peregrinos con fuelle suficiente como para soplar sus instrumentos musicales. Se hablaba nerviosamente de ladrones y salteadores.
    De todos modos..., en fin, este viaje especial tenía que ser una aventura, quizá la mayor de todas. Si iban a regresar a sus hogares como héroes, unas pequeñas dificultades eran incluso de agradecer.
    Poco a poco, las posadas donde aquellos que podían pagarlo pasaban la noche resultaban más toscas, sus sueños se hacían más intranquilos. Las noches se llenaban del rumor de aguas que caían interminablemente, recordándoles las alturas que, por encima de sus cabezas, se perdían en las nubes. Por la mañana, los peregrinos reemprendían la marcha en silencio. Las montañas no son amigas de la conversación. La charla es un arte nacido en las tierras bajas.
    La ruta seguía ascendiendo implacablemente, seguía bordeando el irritable curso del Venj. Y todos los viajeros seguían andando el camino hasta que por fin su tesón era premiado por la majestuosidad del paisaje.
    Estaban cerca de Sharagatt, a cinco mil pies sobre el nivel del mar. Si las nubes se dispersaban, surgían hacia el norte hermosos panoramas. Al fondo de las laderas enmarañadas se abrían terroríficos barrancos surcados por los buitres; y si el peregrino era afortunado y tenía vista de lince, divisaría más allá las llanuras de Bribahr, azules a causa de la distancia o, quizá, de las heladas.
    Antes de llegar a Sharagatt, empezaban nuevamente los tenderetes, más escasos y precarios esta vez. Algunos vendían nueces y frutos de la montaña, otros ofrecían pinturas de paisajes, tan toscas como idealizadas. El camino se llenaba de señales. Una curva, y otra curva más, y de pronto el cansancio que pesaba en las pantorrillas, y un tenderete de tortitas calientes, la aguja de un tejado de madera apenas entrevista, y una nueva curva, y gente, multitudes, y finalmente Sharagatt, sí, como un oasis; Sharagatt y la perspectiva de un buen baño y una cama limpia.
    En Sharagatt abundaban las iglesias, algunas de ellas construidas al modo de las de Kharnabhar. Se vendían asimismo pinturas y grabados de Kharnabhar, y había quien sostenía que, sabiendo dónde acudir, podían conseguirse certificados auténticos de visita a la Gran Rueda.
    Porque Sharagatt —a pesar del importante esfuerzo que suponía llegar allí— no era nada. Era apenas una parada, un comienzo. Sharagatt estaba a las puertas del verdadero trayecto a Kharnabhar. Y sin embargo era el final de trayecto para muchos viajeros. Prometiéndolo todo, era una posta de ilusiones perdidas. Muchos se sentían demasiado viejos, demasiado cansados o enfermos o simplemente demasiado pobres para seguir. Se quedaban un día o dos; luego, daban la vuelta y desandaban el camino hasta Rivenjk, en la desembocadura del río que no perdona.
    Sharagatt se alzaba un poco más allá de la zona tropical. Hacia el norte, montañas arriba, el clima se extremaba rápidamente. Cientos de millas separaban a Sharagatt de Kharnabhar, de modo que hacía falta algo más que determinación para reemprender el viaje.
    Luterin Shokerandit, Toress Lahl y Harbin Fashnalgid durmieron en el hotel Estrella de Sharagatt. Para ser más precisos, tuvieron que dormir en una terraza bajo los amplios aleros del Estrella de Sharagatt porque las minuciosas gestiones de Shokerandit en Rivenjk no habían previsto una complicación en el hotel, que estaba lleno a rebosar. Para acomodarlos, habían sacado a la terraza una rechinante cama de tres literas.
    Fashnalgid ocupaba la de arriba, Shokerandit la del medio y la mujer la de abajo. Aunque Fashnalgid había protestado por la distribución, Shokerandit le había comprado a cada uno una pipa de occhara, una hierba obtenida de una planta de la montaña, y ahora yacían en un remanso de paz. Un carro ligero los había transportado, junto a otros privilegiados pasajeros, hasta Shara-gatt. Por la mañana seguirían en trineo; tenían aquella noche para descansar. Cuando la bruma despejó las cimas, centellearon en el cielo nocturno las constelaciones familiares: la Cicatriz de la Reina, la Fuente, el Viejo Perseguidor.
    —Toress Lahl, ¿ves las estrellas? ¿Puedes nombrarlas? —preguntó Shokerandit con voz soñadora.
    —Las nombro a todas: estrellas —rió ella lánguidamente.
    —Entonces bajaré a tu litera y te enseñaré sus nombres.
    —Son tantas...
    —Me llevará mucho tiempo.
    Pero el sueño lo venció antes de que pudiera moverse, y ni siquiera los gritos de animales que subían desde la espesura lograrían despertarlo.
    Shokerandit se levantó muy pronto, sintiéndose resacoso y cansado. Se puso sus heladas ropas de abrigo antes de despertar a Toress Lahl.
    —A partir de ahora, dormiremos vestidos —dijo. Sin esperar a que ella pudiese seguirlo, se dirigió a las tiendas para proveerse de todo aquello que necesitarían durante el mes que tenían delante. TIENDAS TRAYECTO NORTE, se leía en el cartel junto a una pintura de la Gran Rueda.
    Estaba ansioso. Para Fashnalgid, un verdadero uskuti, Shivenink era una especie de refugio montañoso. Luterin Shokerandit, en cambio, sabía bien que, por más alejado de la capital que estuviese, no faltaban en Shivenink policías ni informantes. Y ahora que Fashnalgid había ma-tado a un soldado, irían tras sus pasos no sólo la policía sino también el ejército. Luterin lamentó haber dejado en semejante aprieto a Eedap Mun Odim y a Hernisarath.
    Compró en la tienda, bajo un nombre falso, una serie de artículos necesarios y fue luego a echar un vistazo al equipo de tiro, ya reservado, que debía llevarlos hasta Kharnabhar y las seguras propiedades paternas.
    Fashnalgid, por su parte, se tomó las tareas matutinas con bastante más calma. En cuanto Shokerandit dejó la terraza, cesó de fingirse dormido y se descolgó hasta la litera de abajo, acostándose junto a Toress Lahl. Ahora que había quebrado su espíritu, la cautiva no ofreció resistencia. Además, la occhara la había sumido en la apatía.
    —Luterin te matará cuando se entere de lo que haces —dijo ella.
    —Calla y disfruta, gatita. Ya me ocuparé de él cuando llegue el momento. —La envolvió con un abrazo de oso y, asiendo con sus tobillos los de ella, le separó los muslos para penetrarla. A cada embestida suya, el rechinante camastro golpeaba contra la barandilla de la terraza.
    La ciudad estaba dividida en dos partes, Sharagatt Norte y Sharagatt, muy próximas una de otra; tan sólo cien yardas y una esquina de roca en forma de risco las separaban. Unos salientes de la ladera en forma de cuña protegían la ciudad. En Sharagatt Norte soplaban fríos vientos katabáticos, lo cual hacía descender la temperatura en varios grados. Los equipos de tiro que cubrían la ruta a Kharnabhar se estacionaban sólo en la parte norte, quizá para así mantener su reciedumbre y no reblandecerse.
    Dos horas le llevó a Shokerandit comprobar que todo estaba en orden para el viaje. Conocía a la gente con la que tenía que tratar. Estos montañeses se llamaban a sí mismos ondod, que en su compleja lengua —y si uno se fiaba de las traducciones— podía significar tanto «pueblo de espíritu» como «pueblo espiritoso».
    Un ondod conduciría el equipo, junto con su esclavo phagor. Tenía un buen trineo y un equipo de ocho perros asokines.
    Mientras Luterin inspeccionaba el trineo pulgada a pulgada, apareció, pálida y ceñuda, Toress Lahl.
    —Hace mucho frío aquí —dijo apáticamente.
    Él buscó entre los pertrechos que había comprado y volvió con una prenda protectora de lana de una sola pieza. Se la ofreció, sonriente:
    —Es para ti. Puedes ponértela ahora.
    —¿Dónde?
    —Aquí —dijo Luterin, añadiendo al comprender sus reservas—: Oh, esta gente no se avergüenza. Ponte tu nueva ropa.
    —Soy yo la que se avergüenza —dijo ella. Sin embargo, hizo lo que le habían ordenado a pesar de las sonrisas de los que la miraban.
    Luterin siguió controlándolo todo y hablando con el conductor, un ondod menudo llamado Uuundaamp, de brillantes ojos negros, mejillas picadas de viruela y un delgado bigote que acababa bajo los pómulos en forma de pestañas. Tenía catorce años y había hecho muchas veces el difícil trayecto.
    Cuando Uuundaamp llevó afuera a Shokerandit para inspeccionar el equipo de tiro, Toress Lahl se unió a ellos con su nueva vestimenta, mirando inquisitoriamente al ondod.
    —Todos los conductores son muy jóvenes —le explicó Shokerandit—. Se alimentan de carne y no suelen llegar a viejos.
    Una puerta en la trastienda se abría a un patio. Allí, separadas por altas alambradas, estaban las perreras. Una capa de nieve sucia cubría el suelo y los perros hacían un ruido ensordecedor. Uuundaamp recorrió el estrecho pasillo entre las perreras. A cada lado, los asolanes se lanzaban contra el alambre, chasqueando los dientes y derramando saliva. Los canes astados llegaban a la altura de la cadera de un hombre y estaban recubiertos de un pelo grueso, castaño, blanco, gris, negro o mezclado.
    —Éste es equipo nuestro-equipo gumtaa-muy buen asokin —dijo Uuundaamp, con el brazo extendido hacia una de las perreras y la mirada astuta puesta en Shokerandit—. Antes de que vamos, vosotros dos dais un pedazo carne a perro líder, hacéis amigos para él. Entonces, siempre amigos para él. ¿Ishto?
    —¿Cuál es el perro líder? ¿El negro? —preguntó Shokerandit.
    Uuundaamp asintió:
    —Mismo perro negro, él perro líder. El llama Uuundaamp, igual a yo. Gente dice él mismo tamaño yo, pero no tan fiero.
    El asokin negro tenía unos cuernos bien delineados y contorneados en espiral, con los pitones hacia afuera. Uuundaamp estaba cubierto de erizado pelo negro; sólo su pecho y la parte inferior de su cola eran blancos. El Uuundaamp ondod subrayó esto último; gracias a ello, los otros perros podían seguirlo más fácilmente.
    Uuundaamp se volvió hacia Toress Lahl:
    —Señora, para ti te advierto. Tú das una carne a este Uuundaamp, como digo. Luego nunca no más. No das nunca no más carne a ningún otro asokin, ¿comprendes? Estos asokines siguen reglas. Nosotros obedecemos. ¿Ishto?
    —Ishto —dijo ella. Había adoptado aquella voz montañesa de aceptación durante el viaje desde Rivenjk.
    El ondod la miró, alegres los ojos negros:
    —Tú mujer grande. Yo no alimentarte un pedazo carne. Además, mi mujer, ella viene Kharnabhar conmigo nosotros. Una más cosa. Muy importante. Nunca tratar de palmear estos asokines, ¿veis? Ellos llevan la mano como un pedazo carne. Toress Lahl se estremeció, luego rió:
    —Jamás me atrevería a palmearlos.
    —Iremos a buscar a Fashnalgid antes de partir —dijo Shokerandit al finalizar su exhaustiva inspección. Los pertrechos y provisiones eran los adecuados; el trineo no se vería sobrecargado. La cogió del brazo—. Te encuentras bien, ¿verdad? Sería fatal enfermar en plena marcha.
    —¿No podemos irnos sin Fashnalgid?
    —No, no veo por qué. No nos vendrá mal si ocurre algo. Me temo que los agentes del Oligarca estén pisándonos los talones. Quizá crean que si llegamos hasta mi padre y le contamos lo sucedido, él pueda volcar el ejército contra la Oligarquía. Muchos de los socios de mi padre son militares. Lo he estado comprobando y uno de los trineos tiene prevista su salida para las quince..., apenas una hora después que nosotros. Dicen que lo han contratado cuatro hombres. Así que, cuanto antes partamos, mejor. Tengo un arma.
    —Tengo miedo. ¿Son de fiar estos ondods?
    —No son humanos. Están relacionados con los nondads de Campannlat. Tienen ocho dedos en cada mano; ya lo verás cuando nuestro conductor se quite los guantes. Toleran a los phagors pero en realidad nunca se han aliado con los humanos. Son bastante taimados. Se les ha de pagar y complacer o pueden complicar las cosas en el momento menos pensado.
    Mientras hablaban, regresaron caminando desde Sharagatt Norte a Sharagatt. El cambio de temperatura era notorio.
    Ella se colgó del brazo de Shokerandit y dijo con resentimiento:
    —¿Por qué hiciste que me desvistiera delante de ellos? No tienes que humillarme sólo porque soy tu esclava.
    Él rió:
    —Oh, fue para complacerlos. Querían ver. Ahora pensarán mejor de mí.
    —¿Sí? Yo no pienso mejor de ti.
    —Ah, pero yo soy el perro líder. Entonces ella dijo lascivamente:
    —¿Por qué no te metiste en mi saco de dormir? ¿Te pasa algo raro? ¿No se supone que puedes folicar conmigo siempre que te dé la gana?
    —Ahá, de modo que ahora me deseas. Has cambiado de canción. —Y añadió tras una breve y tensa risa:— Entonces te agradará la organización de esta noche.
    Recogieron a Fashnalgid, que estaba bebiendo licor en un tenderete del camino. Luego Shokerandit se metió en un pequeño comercio a discutir el precio de una chillona manta a rayas rojas y amarillas. Entre las rayas aparecía tejido el inevitable motivo de la Gran Rueda.
    —¡Por la Escrutadora, qué derroche de dinero! —dijo Fashnalgid—. Pensé que ya te habías encargado de comprar todo lo necesario.
    —Me gusta esta manta. Bonita, ¿verdad?
    Pagó y se echó la colorida manta al hombro antes de emprender el camino de vuelta a Sharagatt Norte. Había otros viajeros, pero no parecían percatarse de él; todos iban previsiblemente abrigados contra el recio aire de las montañas. Fashnalgid no salió de su asombro cuando, en otro tenderete, Shokerandit pagó bastante dinero por un cabrito ahumado y descuerado.
    Un hombre le dijo en las Tiendas Trayecto Norte que Uuundaamp estaba durmiendo. Shokerandit se dirigió solo hasta el improvisado habitáculo excavado en la roca en la parte posterior de la tienda, detrás de las perreras de los asokines. Sentados en el suelo, algunos ondods comían tiras de carne cruda. Otros dormían con sus mujeres en tablones adosados a la pared del risco.
    Despertaron a Uuundaamp, que apareció rascándose los sobacos y bostezando, mostrando unos dientes casi tan afilados como los de sus animales.
    —Tú haces difícil jefe, salida tres hora es demasiado. No soy tu hombre hasta las quince.
    —Lo siento. Mira, he de salir cuanto antes. Te traigo regalo, ¿Ishto?
    Arrojó el cabrito ahumado al suelo. Uuundaamp se sentó de inmediato en el suelo y llamó a sus amigos. Con un cuchillo hizo gestos invitando a Shokerandit:
    —Todos venís comer, amigo. Gumtaa. Luego hacer rápida salida.
    Cuando todos se hubieron reunido, Uuundaamp se acordó de llamar a su mujer. Ella se descolgó del tablón que habían compartido y se acercó al grupo, envuelta en ropas de cama. Todo lo que se veía de ella era una cara redonda con unos ojos negros muy parecidos a los de Uuundaamp. No hizo ningún ademán de unirse al ávido corro de hombres, sino que se mantuvo de pie detrás de su marido, cogiendo delicadamente la magra rodaja de carne que éste le pasó con rudeza por encima del hombro.
    Mientras mascaba su pedazo de carne, Shokerandit observó las manos de los hombres. Eran delgadas y fibrosas y tenían ocho dedos. Las romas uñas en forma de garra eran de un negro uniforme, y debajo de ellas brillaban la roña y la grasa acumuladas.
    —Gumtaa —dijo Uuundaamp, con los carrillos llenos a reventar.
    —Gumtaa —asintió Shokerandit.
    —Gumtaa —añadieron los demás ondods. La mujer, por el hecho de serlo, no tenía derecho a opinar acerca de las cualidades del alimento.
    Pronto, no quedaron del cabrito más que huesos y cuernos. Uuundaamp se levantó enseguida, limpiándose las manos en su vestimenta de piel:
    —Para cierto, jefe —dijo con la boca todavía ocupada—, esta horrible saca atrás de mío con panza llena de gas y niños es mujer Uuundaamp. Nombre Moub. Puedes olvidar. Nos acompañará con nosotros. No problema ninguno.
    —Ella es tan bienvenida corno hermosa, Uuundaamp. Yo traía esta manta para mí; tenía intención de conservarla pero, en vista del encanto de Moub, deseo ofrecérsela como regalo.
    —Loobiss. Tú dásela, jefe. Entonces no la perderá. Ella te besa. De modo que Shokerandit le entregó a Moub la manta a rayas rojas y amarillas.
    —Loobiss —dijo ella—. Demasiado bueno para cualquier saca pertenezca a este infame Uuundaamp —y se estiró delicadamente para besar a Shokerandit con sus gruesos labios grasientos.
    —Gumtaa. Siempre quieras folicar, jefe, usar Moub. Parece horrible pero tiene todo eso ahí, ¿Ishto?
    —¡Loobiss! —Su amistad había sido sellada como correspondía. Una oleada de placer inundó a Shokerandit al recordar sus paseos infantiles en troica con su madre, o sus visitas a las viviendas ondod para jugar con aquellos niños. Su madre siempre había considerado bastos y brutales a los ondods, quizás a causa del singular protocolo que regulaba las relaciones entre los sexos, basadas en el insulto. Tiempo después, sus amigos y él habían frecuentado una barraca en las afueras de las forestas caspiarneas. El joven Luterin se había iniciado sexualmente con mujeres ondods. Recordaba a una rotunda muchacha llamada Ipaak; para ella, él era el «fétido rosa».

    Rígida disciplina para los asolanes, rígida disciplina para los viajeros. Ésa era la regla de oro de todo trayecto entre Kharnabhar y el mundo externo.
    Uuundaamp se sentaba en la parte delantera del trineo, látigo en mano. Moub, hecha un ovillo, justo detrás de él, Bhryeer, el phagor, ocupaba la parte posterior, haciendo contrapeso a un lado u otro, y bajándose para empujar cuando la pendiente así lo requería. Los tres humanos se sentaban a horcajadas sobre la lona que cubría las provisiones, siempre con la espalda contra el viento.
    Caerse del trineo era muy fácil. Convenía, pues, mantener un ojo en el conductor, que era quien decidía el camino a seguir. Pero a veces la nieve que caía en tromba desde las cimas de la cordillera ocultaba casi por completo la figura de Uuundaamp. Habían atravesado el traicionero Venj por un puente de madera y avanzaban ahora en dirección vagamente norte nordeste al pie de la gran espina dorsal de Shivenink, cuyas cumbres, por encima de los diez mil metros, estaban cubiertas de hielo durante todo el Gran Año.
    Cuando la nieve no velaba el aire, era el mismo aliento de los perros, denso como columnas de vapor, lo que los ocultaba a la vista de los pasajeros. Había en el equipo de tiro una perra, con lo que los restantes siete daban todo de sí. Al inicio de cada nueva etapa, el jadeo de los perros se elevaba a menudo por encima del chirrido de los patines metálicos. Por lo demás, los sonidos y las formas eran absorbidos por las blancas paredes de los lados. El olor de los perros y de la ropa rancia era parte de la escena, cuya monotonía abotargaba cualquier sensación de peligro. El agotamiento, los reflejos de la nieve, los sueños que nunca terminaban de cobrar forma: de estas cosas estaban hechos los días.
    Veinte pies de correaje de cuero unían a los asokines al trineo. Se les permitía descansar diez minutos cada tres horas; entonces, todos se echaban al suelo menos el líder, Uuundaamp. El hombre Uuundaamp estaba tanto o más ligado a los asokines que a su mujer Moub. Ellos eran su vida.
    Durante las pausas, tampoco Uuundaamp descansaba. Él y Moub solían ir y venir infatigablemente, estudiando los fenómenos naturales: la forma de las nubes, el vuelo de las aves, el más mínimo cambio climático, huellas de animales, ruidos o señales de aludes.
    De tanto en tanto se cruzaban con peregrinos que iban al norte o regresaban de allí a pie. También encontraron otros trineos en el camino, aunque a veces sólo oían su campanilleo. En una ocasión quedaron a la zaga de un lento convoy de arenques hasta que por fin lograron ade-lantarse, cuando el vehículo se desvió a un lado del camino. El convoy de arenques era una versión terrestre del vagón de arenques. Llevaba cubas de pescado en salmuera a las remotas regiones septentrionales.
    Cada vez que se encontraban con otros vehículos, los asokines ladraban furiosamente, pero los conductores rivales no movían un solo músculo en señal de saludo.
    También la pausa nocturna seguía un esquema fijo. Uuundaamp desviaba al equipo de la huella en sitios especiales que conocía de otros viajes. Inmediatamente después desenganchaba a los perros, y los separaba y los apartaba del trineo, a fin de que no royesen las pieles. A cada asokin le correspondían dos libras de carne cruda cada tres días: trabajaban mejor estando hambrientos. No obstante, cada noche les tocaba un arenque por cabeza, que Uuundaamp arrojaba en orden, empezando siempre por Uuundaamp. Atrapaban el pescado en el aire y en un abrir y cerrar de ojos ya lo habían engullido; la perra era la última en comer. El perro líder dormía a cierta distancia del resto del equipo. Si durante la noche nevaba, los perros formaban con su propio calor una suerte de cueva pequeña. Bhryeer, el phagor, dormía junto a ellos.
    Cada noche, los preparativos para la cena no debían tardar más de quince minutos.
    —Es imposible. Además, ¿qué sentido tiene? —protestó Fashnalgid.
    —Tiene el sentido de que es posible y se ha de hacer —dijo Shokerandit—. Tensa la tienda, tira con fuerza.
    Estaban entumecidos de frío. Tenían la nariz pelada, las mejillas ennegrecidas por la escarcha.
    Había que descargar el trineo. Lo cubrían con la tienda, que aseguraban firmemente. Esta operación solía implicar una encarnizada lucha contra el viento. Luego, extendían las pieles sobre el trineo; allí, aislados del suelo, dormían los cinco. A mano disponían todo aquello que utilizarían de noche: comida, estufa, cuchillos, lámpara de aceite. A pesar de que la temperatura bajo la tienda se mantenía bajo cero, pronto se encontraban sudando en aquel compartimiento, tal era el frío sufrido durante el resto del día.
    Cuando Uuundaamp entró la primera noche en la tienda, encontró a los tres humanos en plena discusión. —No habláis más. Seáis buenos. Con ira, smrtaa.
    —No podré soportarlo cuatro semanas —dijo Fashnalgid.
    —Si le desobedeces, sencillamente se irá —dijo Shokerandit—. Todo lo que pide es que eches tu carácter a dormir mientras dure el viaje. El frío no permite disputas; es una cuestión de vida o muerte.
    —Por mí puede rajarse.
    —Sin él aquí, moriríamos... ¿Es que no puedes entenderlo?
    —Occhara pronto, pronto —dijo Uuundaamp, codeando a Fashnalgid. Le dio a Moub un par de zorros plateados para asar. Los había recogido de las trampas colocadas en el viaje anterior.
    Pronto invadió la tienda un calor agradable. La carne olía bien. Comieron con manos sucias, bebiendo después agua de nieve de una jarra común.
    —¿Comida ishto? —preguntó Moub.
    —Gumtaa —le respondieron.
    —Es pésima cocinera—dijo Uuundaamp mientras encendía pipas de occhara y las distribuía. Con afortunado tacto, la lámpara se extinguió y en esa paz fumaron. El bramido del viento pareció ceder. Buenos sentimientos animaron a todos. Filtrándoseles por las narices, el humo era como el auspicio de una mejor y misteriosa vida. Eran los hijos de la montaña; ella los cuidaría. Ningún mal aguarda a aquellos que han comido zorro plateado. Puesto que, más allá de cuanto distingue a los hombres de las mujeres, o a un hombre de otro, todos coinciden en esto: sus narices, y quizá sus ojos, orejas y otros orificios, rezuman el humo divino. El sueño mismo no es sino otro orificio en la divinidad de la montaña. A veces, al dormir, los hombres se transforman en el sueño de los zorros plateados.
    Por la mañana, mientras se esforzaban por desmontar y plegar la tienda en medio de una bruma gris y sombría que flotaba en una atmósfera glacial, Toress Lahl se acercó a Shokerandit y le dijo en secreto: —¡Hasta qué punto te has degradado, cómo te odio! Anoche folicaste con Moub, ¡con aquella bolsa de lastre! Te oí. Sentí temblar el trineo.
    —Estaba siendo cortés con Uuundaamp. Pura cortesía. Nada de placer.
    Había descubierto que la mujer ondod estaba en avanzado estado de gestación.
    —Cortesía que te será recompensada con alguna enfermedad, sin duda.
    Uuundaamp apareció con los dos rabos de zorro plateado y una sonrisa en el rostro:
    —Ponéis esto en los dientes. Gumtaa. Mantiene frío fuera lejos.
    —Loobiss. ¿Tienes una para Fashnalgid?
    —Ese hombre, él tiene rabo crece propia cara —rió con ganas Uuundaamp. Se refería, desde luego, al bigote del capitán.
    —Al menos intenta ser amable—dijo Toress Lahl. Sin mucho convencimiento, mordió el rabo entre los dientes para proteger sus maltrechas nariz y mejillas.
    —Uuundaamp es amable. Y esta noche has de ser amable con él. Retribuirle el favor.
    —Oh, no... Luterin... Eso no, por favor. Creía que me apreciabas.
    El se volvió y dijo con rabia:
    —Lo que aprecio es que lleguemos sanos y salvos a Kharnabhar. Conozco las costumbres de esta gente y estos viajes, tú no. Es un código, cuestión de supervivencia. Deja de creerte tan especial.
    Herida en su amor propio, ella le espetó:
    —O sea que no te importa, supongo, que Fashnalgid me viole cada vez que le das la espalda.
    Luterin soltó la tienda, se lanzó sobre Toress y la aferró con fuerza por el abrigo.
    —¿Me estás mintiendo? ¿Cuándo lo ha hecho? Dime cuándo. ¿Entonces y cuándo más? ¿Cuántas veces?
    Escuchó glacialmente el relato de la mujer.
    —Muy bien, Toress Lahl. —Su voz era apenas un susurro que escapaba del rostro severo.— Ha roto el código de honor entre dos oficiales. Lo necesitamos durante el viaje pero cuando lleguemos a casa de mi padre, lo mataré. ¿Has comprendido? Mientras tanto, no dirás nada.
    Sin más palabras, terminaron de cargar el trineo. Smrtaa: reparación; una cosa por otra. Un principio vital en esas latitudes. Uuundaamp enganchó los perros y al tiempo ya estaban atravesando la niebla, Shokerandit y Toress Lahl con los dientes clavados en sus rabos de zorro.

    Las incansables máquinas del Avernus seguían recogiendo lo que sucedía abajo y transmitiéndolo automáticamente a la Tierra. Pero los escasos supervivientes de la Estación Observadora no parecían interesados en ese objetivo prioritario: tenían su propio objetivo prioritario y éste era sobrevivir. Debido a las enfermedades y los enfrenamientos, habían mermado tanto en número que la defensa había dejado de constituir una necesidad de primer orden.
    La organización tribal y la distribución de territorios tribales resultaron largas y arduas, pero permitieron evitar feroces batallas. En los territorios neutrales entre una tribu y otra sobrevivían los obscenos sexópodos, convertidos ahora en algo sacrosanto, en una mezcla de dioses y demonios.
    A pesar de la «paz» reinante, la destrucción previa de las plantas sintetizadoras de alimentos suponía la pervivencia del canibalismo. No había prácticamente carne que no fuera humana. Los pesados tabúes que prohibían esta práctica habían caído estrepitosamente sobre la delicada sensibilidad de los avernianos. El descenso a la barbarie y a cosas peores en el tiempo de una sola generación era más de lo que sus psiques podían soportar.
    En las tribus se instauró una especie de matriarcado. Entretanto, muchos de los hombres más jóvenes, sobre todo los adolescentes, desarrollaron personalidades múltiples. Podían llegar a albergar hasta diez personalidades distintas en un mismo cuerpo, y éstas podían diferir en edad, sexo, inclinaciones o costumbres. Un leve parpadeo separaba a ascetas vegetarianos de salvajes casi paleolíticos, a bailarines totémicos de legisladores.
    Una compleja desnaturalización emprendida por los colonizadores avernianos había llegado a su punto más crítico. Ahora, además de desconocerse entre sí, los individuos ya no se reconocían a sí mismos.
    Pero esta brutal adaptación a las situaciones extremas no había afectado a todos los tripulantes. Al estallar las primeras luchas intestinas, algunos técnicos habían abandonado la Es-tación. Habían robado una nave de las secciones de mantenimiento y huido a campo traviesa por el espacio hasta llegar a Aganip.
    Por más tentador que a primera vista se presentara el planeta verde, blanco y azul de Heliconia, el peligro que entrañaba no les era desconocido.
    Aganip, por su parte, ocupaba un sitio especial en la mitología del Avernus puesto que allí, muchos siglos antes, había establecido una base la nave colonizadora terrestre afín de emprender la construcción de la Estación Observadora.
    Aganip era un planeta sin vida cuya atmósfera consistía casi por completo en dióxido de carbono y una pequeña porción de nitrógeno. Pero la antigua base se mantenía en pie y en cierto modo dio su bienvenida a los recién llegados.
    Los escapados del Avernus construyeron una pequeña cúpula, que habitaron con numerosas restricciones. Al principio enviaron señales a la Tierra y luego, ya que no estaban dispuestos a esperar unos dos mil años a que llegase la respuesta, al propio Avernus. Pero había allí demasiadas complicaciones como para que alguien les respondiese.
    Los escapados no habían logrado comprender la naturaleza de la humanidad; ésta, al igual que el elefante o la margarita común, es parte y función de una entidad viva. Separados de esa entidad, los humanos, aun siendo más complejos que los elefantes y las margaritas, tienen pocas probabilidades de florecer. Las señales se siguieron emitiendo automáticamente durante largo tiempo.
    Nadie las recibió.




    XII
    KAKOOL EN PLENA SENDA


    Y cuando aquel masivo espíritu humano al que hemos llamado empatía se comunicó, surcando el cosmos, con los gossis de Heliconia, ¿qué ocurrió? ¿Quizás algo insignificante? ¿O acaso algo de una magnificencia sin precedentes, algo cuánticamente diferente?
    Tal vez la respuesta a esta pregunta permanezca envuelta para siempre en conjeturas; la humanidad tiene su umwelt, por más coraje que ponga en intentar ampliar el limitado universo de sus percepciones. Formar parte de un umwelt más amplio podría resultar biológicamente imposible. Pero quizá no. Admitamos, en todo caso, que, si algo de una magnificencia sin precedentes, algo cuánticamente diferente ocurrió, lo hizo en un umwelt mucho mayor que el de la mera humanidad.
    Si en verdad ocurrió, se trató entonces de una colaboración, de una colaboración entre varios factores, similar, tal vez, a la colaboración forzosa entre los distintos individuos en la senda a Kharnabhar.
    Si en verdad ocurrió, dejó sin duda una huella. Esa huella, ese efecto, pueden comprobarse con sólo comparar los destinos divergentes de la Tierra, residencia de Gaia, y de la Nueva Tierra, huérfana de la tutela de un espíritu biosférico...
    Empecemos por el caso de la primera, en cuyo honor fue bautizada la segunda:
    Se ha interpretado el intervalo entre las dos eras glaciales posnucleares como el vaivén de un péndulo. Gaia intentando regular su reloj. Una explicación demasiado simplista, puesto que la biosfera no funciona tan sencillamente como el mecanismo de un reloj. Más acertado sería decir, en cambio, que Gaia había sufrido una enfermedad casi terminal. Ahora se encontraba en plena convalecencia y era, por tanto, propensa a las recaídas.
    O bien, y a fin de evitar el riesgo de personificar un proceso tan complejo, digamos que el dióxido carbónico liberado por los profundos océanos inició un período de retirada glacial. Pero al final de la fase de invernadero, con toda la biosfera y sus malheridos biosistemas luchando por reajustarse, el retomo a la normalidad experimentaría un fenómeno de desborde. El hielo regresó.
    Esta vez, el frío fue menos extremo, las capas de hielo no cubrieron extensiones excesivas y su duración fue asimismo menor. El período se caracterizó por una serie de oscilaciones, comparables quizás al modo en que el péndulo de un reloj asume gradualmente una inmovilidad vertical. Fue una época incómoda para numerosas generaciones de la escasa y desperdigada raza humana. Durante la remisión de los años 6900, por ejemplo, estalló en lo que antaño fuera la India una reducida guerra, seguida de hambrunas y pestes.
    ¿Sería lícito comparar este conflicto trivial con la pataleta de un convaleciente?
    La inquietud de aquel período se correspondió con una inquietud en el espíritu humano. Las vallas habían dejado de ser posibles. El viejo mundo vallado había muerto y jamás sería reconstruido.
    «Pertenecemos a Gaia»: esa declaración llevaba implícita la comprensión de que los seres humanos no eran precisamente los mejores aliados de Gaia. Para poder ver a esos mejores aliados se necesitaba un microscopio.
    En todas las épocas —y mucho antes de que aparecieran y se desarrollasen las armas nucleares— hubo quienes profetizaron fines del mundo como castigo a la maldad de los hombres. Estas profecías siempre encontraban adeptos, sin importar las veces que habían demostrado ser falsas anteriormente. El castigo era tan temido como deseado.
    Con el advenimiento de las armas nucleares, y a pesar de que se las empezaba a formular en términos más laicos que religiosos, las profecías ganaron credibilidad.
    Quizá debido a los esfuerzos de los gobiernos por ocultarlo, cada vez resultaba más evidente que bastaba apretar un botón para acabar con el mundo.
    Llegó el momento en que ese botón fue apretado. Y llegaron las bombas.
    Pero la maldad humana resultó ser demasiado débil para destruir el planeta. A la maldad se enfrentaron industriosos microbios en los que ésta apenas había reparado.
    Los grandes árboles y plantas se desvanecieron. Los carnívoros, incluido el hombre, desaparecieron de escena por un tiempo. Eran superfluos a las necesidades del momento. Estos seres voluminosos fueron nada más que las superestrellas del drama terráqueo. Pero los dramaturgos seguían vivos. Debajo del suelo, en los lechos marinos de las plataformas continen-tales, una densa vida microbiana, ajena a la radiación atómica o ultravioleta, mantenía en cartel la historia de Gaia. Los ecosistemas de la vida unicelular estaban reconstruyendo la vida. Ellos eran el pulso de Gaia.

    Gaia se regeneró, y la humanidad cumplió una función en esa regeneración. Un salto cuántico de conciencia afectó al espíritu humano.
    Así como la naturaleza había producido una entidad distinta, otro tanto sucedía con la conciencia. Ya no era posible pensar o sentir por separado; ahora sólo existía el sentipienso empalico: cabeza y corazón fundidos.
    Una de las reacciones inmediatas fue la desconfianza hada el poder.
    Hubo gente que comprendió lo que el ansia de poder, en todas sus formas, había provocado en el mundo. Pero ese soplo helado se desvaneció de las mentes. La humanidad adquirió un ver-dadero estadio de madurez,, y fue capaz de vivir y de disfrutar de manera adulta. Al mirar alrededor, hombres y mujeres ya no se preguntaban: «¿Qué podemos extraer de estas tierras?», sino: «¿Cuál es la mejor experiencia que podríamos extraer de ellas?» Acompañaron a esta nueva conciencia lazos menos interesados pero muy superiores en número, nuevos lazos y relaciones por doquier. La antigua estructura familiar se disolvió en núcleos superfamiliares, y toda la humanidad se convirtió en un superorganismo de relajada trama. Desde luego, esto no ocurrió de un modo instantáneo, ni le ocurrió a todo el mundo. Hubo quienes no pudieron metamorfosearse. Sin embargo, sus genes eran recesivos y sus cepas se irían extinguiendo. Eran los insensibles en un mundo de nuevas empatías. Eran los únicos que no sonreían.
    Con el paso de las generaciones, la nueva raza podría reconocerse como la conciencia de Gaia. Era como si los ecosistemas de vida unicelular tuviesen una voz con la que expresarse; como si, en cierto sentido, la hubiesen inventado.
    Entretanto, la convalecencia de la biosfera seguía su curso. Mientras la humanidad evolucionaba, un tipo de ser totalmente nuevo veta la luz.
    Muchas familias de seres habían desaparecido para siempre. La faja de bosques tropicales, con la amplía variedad de organismos que albergaba, había sido borrada del ecuador por el holocausto nuclear. Sus frágiles suelos se habían perdido en los océanos y ya no podrían recuperarse. Por tanto, una forma sorprendentemente diferente vino a ocupar parte del espacio vacante.
    Esta nueva forma no nacería de los océanos, sino de las nieves y de los hielos árticos. Se alimentaba de radiación ultravioleta y comenzó a desplazarse hacia el sur a medida que los glaciares se replegaban en dirección contraria.
    Los primeros hombres que tropezaron con esa forma no podían creer en lo que veían.
    Lentamente, blancos poliedros avanzaban. Algunas de las formas no eran mayores que tortugas gigantes; otras alcanzaban la estatura de un hombre. Presentaban varias aristas pero nin-gún rasgo distintivo. Ningún órgano motriz. Ni brazos ni tentáculos. Ningún tipo de boca u otro orificio. No tenían ojos, oídos, apéndices de ninguna clase. Eran meros poliedros blancos. Algunas aristas parecían tal vez menos blancas que otras.
    Los poliedros no dejaban huellas. Navegaban. Aunque se movían lentamente, nada podía detenerlos; muchos hombres valientes lo intentarían sin éxito. Se les llamó geonautas.
    Los geonautas se multiplicaron y surcaron la Tierra.
    Los geonautas se erigieron en la nueva maravilla. Pero la vieja maravilla seguía apasionando a los hombres. Todavía funcionaban en la Tierra los inmensos auditorios en forma de concha, mantenidos por androides que no habían encontrado otra ocupación mejor puesto que nadie los había programado.
    En las holopantallas, la primavera del Gran Año fue desembocando en el verano mientras que en la Tierra se derretían los hielos. Todos conocían la historia de la hermosa Myrdemlnggala, llamada también Reina de Reinas. La nueva raza extraía ricas enseñanzas de aquella historia milenaria.
    Eran sus espectadores. Se regocijaban del efecto benévolo que su empatía había tenido en los gossis. Pero ahora era su propio mundo el que los urgía, con una belleza fresca a la que no podían resistirse. Mil años de primavera los estaban esperando.
    Pero, ¿qué había sido de toda aquella magnificencia sin precedentes, de ese algo cuánticamente distinto, de ese puente de empatía entre dos mundos? ¿Había dejado huellas visibles, rastros, señales o signos que se pudieran reconocer?

    Respecto a la Nueva Tierra:
    También los otros planetas experimentaron una leve mejoría. No había Madre Naturaleza en los mundos muertos de Marte y Venus; su temperatura de superficie era por lo general intolerable y sus atmósferas, ataúdes de dióxido de carbono. Sin embargo, los desafortunados colonos que se habían asentado allí, usando su ingenio y tecnología, lograron sobrevivir.
    Estos Foráneos habían sucumbido a una psicosis relacionada con la Tierra. Una anosmia cósmica sofocaba a sus descendientes. Para la Tierra, ellos no regresarían jamás. Y esto los hacía sentirse despojados.
    En cuanto recuperaron toda su capacidad tecnológica —digamos que era mayor su rapidez para resolver los problemas técnicos que los sociales— construyeron una nave espacial y pusieron rumbo hacía el más cercano de los planetas colonizados por la humanidad, denominado Nueva Tierra.
    Fue aquella expedición exclusivamente masculina. Los hombres dejaron a sus mujeres en casa, prefiriendo como compañía a unos esbeltos robots cuyo diseño correspondía con el ideal abstracto de la femineidad. Estas perfectas imágenes metálicas eran su nuevo objeto de placer.
    En Nueva Tierra había aire respirable. Su único y pequeño océano estaba rodeado por tierras desérticas e inhóspitas cordilleras. Había un astropuerto en el ecuador y, cerca, una ciudad. El astropuerto estaba en desuso desde hacía mucho tiempo, pero tampoco la ciudad había crecido; sus carreteras no llevaban a ninguna parte. La gente que habitaba la ciudad no sabía nada de ese desmesurado océano de espacio que se extendía más allá de sus tejados.
    Los nuevos terráqueos eran como animales neutros. Sus espíritus habían perdido esa pizca de vitalidad, de rebelión. Carecían de aspiraciones, la inmensidad del espacio no despertaba su curiosidad, no amaban el mundo que tenían por hogar, nada en ellos se conmovía durante el alba o el ocaso. Las lenguas degeneradas que hablaban no conjugaban el condicional. El arte musical había desaparecido por completo.
    Pero no había en esto nada sorprendente. Vivían en un mundo sin espíritu.
    Ocasionalmente, los nuevos terráqueos visitaban las costas de su salino mar. No lo hacían como distracción o refresco sino para llenar sus carros con el kelp que producía el mar. El kelp era una de las pocas cosas vivas del planeta. Los de Nueva Tierra lo esparcían en el suelo y allí cultivaban los cereales que habían traído de la Tierra en épocas remotas.
    SÍ no soñaban era porque habitaban un planeta que nunca había albergado a su propia Caía, Pero tenían un mito. Creían vivir en un gigantesco huevo, del cual el desierto era la yema y el cielo despejado el cascarón. Un día, rezaba el mito, el cielo se quebraría y caería. Entonces nacerían ellos. Tendrían alas amarillas y colas blancas y volarían a un lugar mejor, donde árboles semejantes a inmensas algas poblaban por doquier los agradables valles y donde nunca cesaba de llover. Cuando los Foráneos llegaron a Nueva Tierra, el planeta no les agradó. Volaron en expedición al planeta vecino, cuyas dimensiones, al igual que las de Nueva Tierra, eran similares a las terrestres.
    Pero si Nueva Tierra era un mundo de arena, su vecino lo era de hielo.
    Enviaron una sonda de observación para obtener imágenes computadorizadas de su superficie y averiguar qué había debajo del hielo.
    Era un mundo prohibido. Sus glaciares engullían cordilleras enteras. Intransitables campos de nieve cubrían las hondonadas. Ni siquiera en Heliconia en lo más penetrante del invierno de su apastrón había una desolación semejante a la de aquel rígido globo.
    Las fotografías de reconocimiento demostraron la existencia de océanos congelados bajo el hielo. Y aún más. Aparecían en ellas las ruinas de grandiosas ciudades y los surcos de carreteras sorprendentemente amplias.
    Los Foráneos descendieron a la superficie del planeta. Bajo un campo de hielo se vislumbraban los restos de un enorme edificio. Algunos de sus fragmentos yacían desparramados en la superficie helada; otros habían sido arrastrados lejos de su origen por el glaciar. Rompiendo la gruesa capa de hielo, los hombres bajaron a un sector de las ruinas.
    Uno de los primeros objetos que extrajeron fue una cabeza, tallada en un material artificial pero duradero. Era la cabeza de una criatura inhumana. Un delgado cráneo ahusado con cuatro ojos. Los ojos no tenían párpados y unas pequeñas plumas les brotaban por debajo. Un breve pico equilibraba la proyección trasera del cráneo. Uno de sus lados estaba ennegrecido.
    —Es hermoso —dijo una acompañante robot.
    —Quieres decir horrible.
    —Pero alguna vez fue hermoso para alguien.
    Calcular su antigüedad no fue difícil. La ciudad había sido destruida 3.200 años antes, en plena vorágine colonizadora de Nueva Tierra.
    Todo el planeta había sido devastado por bombardeos nucleares y la raza avícola se había extinguido con él. Los Foráneos llamaron Armagedón al planeta. Permanecieron durante un tiempo en su frígida superficie, considerando qué hacer, poseídos por su melancolía.
    Uno de sus líderes más poderosos dijo:
    —Convengamos que hemos encontrado aquí, en Armagedón, la respuesta a una de las preguntas que abrumaron a la humanidad durante muchas generaciones.
    u ¿Por qué razón no aparecían, al explorar el espacio, otras especies inteligentes? Siempre se supuso que la galaxia debía estar rebosante de vida. Y sin embargo no. ¿Cómo era que casi no había planetas como la Tierra?
    »Bien, por un lado la Tierra es un lugar bastante poco frecuente, ya que se da allí una inusual serie de coincidencias. Tomemos, por ejemplo, la cantidad de oxígeno presente en su atmósfera; se aproxima al veintiuno por ciento. Si hubiese estado por encima del veinticinco por ciento, los rayos iniciarían incendios forestales constantemente, e incluso la vegetación húmeda se quemaría. En Nueva Tierra, el porcentaje de oxígeno llega a dieciocho; no hay plantas que absorban el dióxido carbónico y liberen moléculas de oxígeno. Razón de más para que los pobres diablos vivan en un sueño.
    »No obstante, las estadísticas aseguran que debería haber otros planetas como la Tierra. Quizás Armagedón fuera uno de ellos. Imaginemos que una raza con una dieta amplia logra la supremacía y domina el planeta, como ocurrió en la Tierra antes de la guerra nuclear. Para ello, esa raza deberá recurrir a la tecnología, partiendo del garrote, el arco y la flecha, etc. Y dominará las leyes de la naturaleza.
    »Llegará un punto en el que la tecnología habrá avanzado lo bastante como para que la raza busque otras posibilidades. Puede lanzarse al espacio o barrer a sus enemigos con armas nucleares.
    —¿Y si no tiene enemigos en el planeta? —preguntó alguien.
    —Entonces, los inventa. Como sabemos, la presión competitiva que genera la tecnología hace necesarios a los enemigos. Y he aquí a lo que iba. En ese punto, cuando parece madura para acceder a un nuevo modo de vida, para abandonar su confinamiento planetario, para ingresar en una senda de grandes descubrimientos, esa raza se enfrenta con la terrible y determinante pregunta: ¿Seré capaz de desarrollar las capacidades sociales internacionales que me permitirían mantener controlado mi potencial de agresividad? ¿Podré superarme a mí misma y establecer una duradera tregua con mis enemigos, de modo que podamos deshacemos de todo ese nefasto arsenal de una vez por todas?
    »¿ Veis a lo que me refiero? Si la raza responde mal y no llega a aprobar el examen, destruye el planeta y con él se destruye a sí misma, y demuestra que no estaba preparada para atravesar el área vital de cuarentena que el espacio ha instalado en tomo.
    »Armagedón no estaba preparado. No aprobó el examen. Y su gente se autodestruyó.
    —Pero eso querría decir que nadie, en ninguna parte, está preparado, jamás nos hemos encontrado con otra raza cosmonáutica.
    El líder rió:
    —No estamos mas que en el umbral de la Tierra, no lo olvides. Nadie vendrá a buscamos a menos que sepa que somos de fiar.
    »¿Y lo somos?
    En medio de la risotada general, el líder continuó:
    —Démosle una oportunidad a Armagedón. Quizá podamos poner el viejo cacharro en marcha sí damos con el botón adecuado.
    Nuevas exploraciones permitieron completar la información acerca de aquel mundo. Una de sus características más notables era la existencia de un mar a una latitud bastante alta que, antes del desastre nuclear, sólo se encontraba parcialmente cubierto de hielo. Tras el holocausto, la contaminación atmosférica había enfriado la campana de aire, con lo cual el agua del mar de alta latitud estaba más caliente que el aire que la cubría. Así, el aire era calentado por debajo y la humedad presionaba hacia arriba. De ello habían resultado violentas tormentas a alta latitud, tal vez lo bastante devastadoras en sí mismas como para acabar con los eventuales supervivientes del desastre nuclear. Gran cantidad de nieve caía en el suelo de latitud medía, que en otro tiempo había sido una meseta densamente urbanizada. La ulterior glaciación había sido de tal magnitud que todavía se mantenía.
    Los Foráneos decidieron arrojar parte de lo que el líder había llamado nefasto arsenal sobre el helado mar de alta latitud, intentando volver a «poner en marcha el cacharro». Pero la desolación glacial continuó siendo desolación glacial. En Armagedón, el espíritu tutelar local, el gestalt biosférico, había muerto.
    Entonces descubrieron que apenas tenían combustible y decidieron regresar a Nueva Tierra y conquistarla. Sus descubrimientos en Armagedón les habían proporcionado una estrategia. Esta consistía en arrojar un único artefacto termonuclear sobre el polo norte del planeta, provocando así fuertes precipitaciones que acabarían por transformar el entorno. El mar se extendería; los zombis locales podrían ayudar, excavando canales. Podría obtenerse más kelp y tal vez se lograse oxigenar la atmósfera un poco más. El plan era prometedor. A los Foráneos, la decisión de ensayar sólo una explosión nuclear más les parecía adecuada.
    De manera que subieron a su nave, dejando a Armagedón a merced de sus eones de hielo.
    Los habitantes de Nueva Tierra verían hacerse realidad al menos una parte de su único mito. El cielo se resquebrajó y cayó.

    ¿Qué diferencias vitales se observan entre un caso y otro? ¿Por qué Nueva Tierra nunca pudo recuperarse, mientras que la Tierra volvió a florecer e incluso generó nuevas formas de vida, como los geonautas?
    Cuando los terráqueos establecieron su lazo empalico con los gossis de Heliconia, un nuevo factor ingresaba en el universo. Lo supieran o no, los terráqueos estaban actuando como foco de conciencia de toda la biosfera. El lazo empalico no era en modo alguno débil. Era el equivalente psíquico de la gravedad o el magnetismo; tendía un puente entre ambos planetas.
    Para decirlo de un modo más sobrecogedor: Caía se estaba comunicando directamente con su vigorosa hermana, la Escrutadora Original.
    Se trataba, por supuesto, de una pura especulación. El hombre es incapaz de atisbar en los grandes umwelts que lo rodean. Pero puede enseñar a sus sentidos a rastrear en busca de evi-dencias. Y todas las evidencias apuntan a que Gata y la Escrutadora Original establecieron contacto a través del puente tendido por su progenie. Tan sólo nos cabe imaginar qué tipo de ondas concéntricas pudo haber causado ese contacto..., a menos que la segunda era glacial y sus propias ondas de remisión nos ofrezcan pruebas palpables de ello.
    Podría suponerse entonces que la recuperación de Gaia se vio acelerada por su vivificante encuentro con un espíritu hermano en el vacío próximo.
    Ahí estaban los geonautas: serenos, calmos, aparentemente amistosos, algo nuevo. ¿Por qué interpretarlos como un esperpento evolutivo y no como una inspiración nacida de una amistad viva y poderosa...?
    En Heliconia, mientras tanto, los augustos procesos estacionales avanzaban sin duda a toda marcha.
    En el hemisferio norte el pequeño verano estaba a punto de concluir. Las noches gélidas eran el anuncio de otras noches, más frías aún. En los ventisqueros de la cordillera de Shivenink campeaba ya la helada, y a su ley estaban sujetas las criaturas vivas que se aventuraban por allí.
    Era de mañana. Una ululante tormenta de viento, congelado aliento polar, se llevaba las provisiones. El phagor y Uuundaamp estaban acoplando sus asokines. Ya habían transcurrido diecisiete días desde que abandonaran Sharagatt. Nada parecía indicar que los siguieran.
    De los tres pasajeros, Shokerandit era el que mejor había aguantado el viaje. Toress Lahl se había hundido en el mutismo. Por las noches, permanecía tumbada en la tienda como si estuviera muerta. Fashnalgid apenas abría la boca, salvo para maldecir. En sus rostros castigados, sus cejas y pestañas emblanquecían de escarcha al minuto de abandonar el refugio y la helada les ennegrecía los pómulos.
    El último tramo de senda discurría por encima de los seis mil metros. A la derecha, envuelta en nubes fumantes, se alzaba una sólida montaña de hielo. La visibilidad no iba más allá de unos pocos pasos.
    Uuundaamp, con los ojillos alegres en la cara escarchada, se acercó a Shokerandit.
    —Hoy suave marcha —gritó—. Colina abajo a través túnel. ¿Tú recuerdas túnel, jefe?
    —¿Túnel Noonat? —Costaba verdadero esfuerzo hablar en la ventisca.
    —Ahahá, Noonat. Noche hoy llegamos. Tomamos beber, algo comida, occhara, gumtaa.
    —Gumtaa. Toress, cansada.
    El ondod sacudió la cabeza:
    —Pronto ella hace carne junto los asokin. No mucho folicar gumtaa no ya, ¿eh? —rió sin abrir la boca.
    Shokerandit intuyó que el hombre tenía algo más que decir. Ambos se volvieron simultáneamente de espaldas a los demás, que estaban asegurando el correaje del trineo. Uuundaamp cruzó los brazos.
    —Tu amigo tiene rabo crece en medio cara —dijo con una breve, huidiza mirada de reojo.
    —¿Fashnalgid?
    —Tu amigo tiene rabo en medio cara. Equipo no aprecia. Equipo da mucho kakool. Hace pasar mal rato. Perdemos a ese sucio en túnel Noonat, ¿ishto?
    —¿Ha estado fastidiando a Moub?
    —¿Festín dando? No, él mete su prodo adentro Moub la noche última. Folica la saca, ¿ishto? Ella no aprecia. Ella ya llena de 'queños Uuundaamps —rió—. Así que perdemos en túnel, ¿sabes?
    —Lo siento, Uuundaamp, lo siento. Loobiss por habérmelo dicho antes, pero no smrtaa en túnel, por favor. Yo hablaré con amigo que está en Noonat. El no más folicar tu Moub.
    —Jefe, mejor pierdes ese amigo. Si no, gran kakool, veo yo —rió, lanzó una torva mirada y se golpeó la frente; luego, giró de pronto sobre sus talones.
    Los ondods raramente se mostraban enfadados. Pero eran traicioneros, y Shokerandit lo sabía. Uuundaamp continuó mostrándose amistoso; sin al menos una apariencia de amistad, sería imposible pretender viajar. No obstante, el ondod se había rebajado al hablarle a un humano de las penas de su mujer.
    Shokerandit había sido invitado a copular con Moub. Era una regla de cortesía ondod y cualquier declinación habría infringido la ley ondod. Las leyes ondod eran sencillas y tajantes; quien las transgredía, debía morir. Si Uuundaamp había decidido perder a Fashnalgid en el túnel, de nada servía que Shokerandit intercediera.
    Tanto Toress Lahl como Fashnalgid le dirigieron miradas inquisitorias desde sus enrojecidos ojos. Él no dijo nada, a pesar de la preocupación que sentía. Uuundaamp estaba siempre al acecho y detectaría cualquier intento de Shokerandit por advertir al capitán. Lo cual supondría más kakool.
    La hirsuta mole de Bhryeer emergió de la oscuridad, arrastrando penosamente los pies hacia la cola del trineo, Los ojos céreos le centellearon cuando volvió un instante la cabeza para contemplar a los tres humanos. Posó la mirada morosa en Shokerandit. Era imposible interpretar la expresión del phagor.
    Se sorbió secamente la mucosidad de la escarchada nariz y gritó por encima del viento:
    —Equipo lizzto para partir. Tomar zzitio. Coger muy fuerte.
    Harbin Fashnalgid sacó un botellín de las profundidades de su abrigo, introdujo el cuello entre sus descamados labios y tragó. Mientras lo volvía a guardar en su sitio, Shokerandit le dijo:
    —Sé prudente, no bebas. Cógete fuerte, corno te han dicho.
    —¡Abro Hakmo Astab! —gruñó Fashnalgid. Y con un eructo, le dio la espalda. Toress Lahl dirigió a Shokerandit una mirada suplicante. Él sacudió la cabeza con severidad, diciéndole sin hablar: «No te rindas ahora, muerde con fuerza el rabo de zorro».
    Cuando ocuparon su sitio en el trineo, apenas divisaban los bultos de Uuundaamp y Moub, esta última envuelta en su chillona manta. Los perros, en cambio, no se veían. Uuundaamp levantó el largo látigo por encima de su cabeza. Ipsssssisiii. Enseguida, el primer rasguido de los patines metálicos que cortaban la nieve. El lugar en el que habían pasado la noche, marcado por las manchas amarillas de orina humana y animal, se perdió en un instante.
    En menos de una hora ya bajaban hacia el túnel de Noonat. Shokerandit sintió que el miedo le atenazaba la garganta. Dejar que un ondod liquidase a un humano amigo, cualquiera que fuese la causa, también equivalía a rebajarse. Su ira se volcó tanto hacia Uuundaamp como hacia Harbin Fashnalgid. Junto a él, Fashnalgid encorvaba miserablemente la espalda. Toda comunicación ha-bía desaparecido.
    Aumentó la velocidad. Avanzaban quizás a unas cinco millas por hora. Shokerandit mantenía la vista fija en el camino, frunciendo las cejas y arrugando la cara para ver mejor. Pero no había más paisaje que un gris inmutable, aunque en algún lugar, más arriba, podía adivinarse un atisbo de luz. Atrás iban quedando, espectrales y blancos, algunos árboles.
    Además de los sonidos habituales, del crepitar del trineo, el silbido del látigo, las flatulencias de los perros, el crujido del hielo, la melodía del viento, otro sonido, leve pero amenazante, empezó a crecer. Era el sonido que el viento arrancaba del túnel de Noonat. Moub contestó con toques de una corneta hecha de cuerno de cabra.
    Los ondods prevenían así de su presencia a los equipos que pudieran avanzar en dirección opuesta.
    El atisbo de luz cenital cesó bruscamente. Habían entrado en el túnel. El phagor emitió un tosco alarido y aplicó el freno posterior para reducir la velocidad. El látigo de Uuundaamp cambió de sonido cuando éste lo hizo chasquear justo delante del hocico del perro que llevaba su nombre para que redujese a su vez la marcha.
    Un viento gélido los golpeó como sí fuese un objeto sólido. Este túnel, excavado en la ladera de la montaña, era un atajo para llegar a la estación de Noonat. El camino principal, por el que transitaban el tráfico pesado o los viajeros de a pie, era algunas millas más largo pero menos peligroso. En el túnel siempre existía el riesgo de que dos trineos se encontrasen de frente, enredándose fatalmente mientras los asokines opuestos se peleaban a muerte y una sangrienta lucha a cuchillo mancillaba la oscuridad. Puesto que el túnel había sido excavado en forma casi cilíndrica, en teoría resultaba posible que dos equipos convergentes se apartasen pared arriba, sin detenerse ni tocarse; sin embargo, era una posibilidad tan remota que la mayoría de conductores solían avanzar a ciegas, aterrados, gritando a viva voz a medida que se deslizaban.
    Había nueve millas de túnel. A merced de los desprendimientos de nieve y las violentas rachas de viento, el trineo se bamboleaba de un lado a otro como un barco sin timonel.
    Como resultado del intento de Uuundaamp por reducir la velocidad se redoblaron las vibraciones. Fashnalgid maldijo. El conductor y su mujer se colgaron a ambos lados del trineo, clavando sus talones en la nieve para hacer más efectiva la frenada.
    Bhryeer se inclinó hacia adelante y le gritó a Fashnalgid:
    —Tu botella zze cae abajo.
    —¿Mi botella? ¿Dónde?
    Cuando Fashnalgid se asomó hacia un lado en busca del punto al que señalaba el phagor, éste le dio un duro golpe en la zona lumbar. Fashnalgid cayó del trineo con un alarido y aterrizó en cuatro patas antes de revolcarse en la nieve. De inmediato, Uuundaamp emitió un chillido agudo y fustigó a los asokines. El phagor quitó el freno trasero. Ayudado por la pendiente, el trineo se disparó hacia adelante.
    Fashnalgid se había puesto de pie. Ya empezaba a desaparecer en la penumbra. Echó a correr. Shokerandit le gritó a viva voz que no se detuviera. El viento bramaba, el ondod chillaba, los patines rechinaban. Fashnalgid se estaba acercando. Cuando se puso a la par de la parte trasera del trineo, el rostro desencajado por el esfuerzo, el phagor levantó un brazo para descargarle otro golpe.
    Quedar a solas en el largo túnel equivalía a una muerte segura. Otros trineos, surgiendo de la oscuridad, arrollarían al solitario. Era la smrtaa de los ondods.
    Gritando al límite de sus fuerzas, Shokerandit desenfundó su revólver y voló de rodillas sobre los fardos hasta la cola del trineo. Entonces, golpeó con la culata el enorme cráneo del phagor.
    —Te volaré la tapa de tu maldito córnex. —El rabo de zorro plateado cayó de su boca y desapareció.
    El phagor reculó.
    —Echa el freno.
    Bhryeer así lo hizo, pero ya habían cobrado tanta inercia que apenas se notó, salvo por la espumarada de fina nieve que recibió en plena cara el que corría.
    El conductor seguía chasqueando el látigo y chillando para espolear a los perros. Fashnalgid empezaba a perder terreno, con la boca abierta en medio del rostro desencajado y ennegrecido. Su nunca-del-todo-firme voluntad empezaba a fallarle.
    —No te des por vencido —gritó Shokerandit, extendiendo su mano hacia el capitán.
    Redoblando el esfuerzo, Fashnalgid aceleró sus zancadas. Sus botas repicaban en la nieve a medida que volvía a alcanzar la cola del trineo. Bhryeer continuaba apartado, decidido a evitarse problemas. El viento aulló.
    Con una mano aferrada a una correa que sujetaba la tienda, Shokerandit se asomó cuanto pudo y extendió la otra. Dio voces de ánimo. Fashnalgid perdía fuerzas; el trineo cobraba velocidad. Las miradas de ambos hombres se encontraron. Sus manos enguantadas se tocaron.
    —Sí —gritó Shokerandit—. Sí, salta, ahora, ¡rápido!
    Cerraron sus manos en un apretón. En el preciso instante en que Shokerandit comenzaba a tirar de la mano de Uuundaamp, éste viró hacia la izquierda, obligando a los patines a escalar la pared del túnel hasta casi hacer volcar el trineo. Shokerandit perdió pie. Al caer, manoteó intentando aferrar el patín que pasaba junto a su cara. Fashnalgid tropezó con él y ambos rodaron por el suelo.
    Cuando recuperaron la vertical, el trineo ya se alejaba penumbra abajo.
    —¡Malditos conductores folicados! —dijo Fashnalgid, agachándose para recobrar el aliento—. ¡Animales!
    —Lo hizo a propósito. Así es su smrtaa: venganza. Debido a tus monerías con la mujer. —Tenía que volverse de espaldas al viento para poder hablar.
    —¿Ese hediondo barril de manteca? Él mismo dijo que ni siquiera era digna de los asokines. —Fashnalgid, doblado en dos, resoplaba.
    —Así es como hablan, estúpido. Escúchame ahora, y hazlo bien. Este túnel es la muerte. En cualquier momento puede aparecer otro trineo, y en uno u otro sentido. No hay modo de detenerlo que no sea dejándonos arrollar. Si no me equivoco, aún quedan siete millas hasta la salida y será mejor que nos demos prisa en recorrerlas.
    —¿Por qué no retrocedemos hasta el camino principal?
    —Eso está a treinta millas. No tenemos provisiones y la noche nos sorprendería caminando. Bien, ¿vas a correr o no? Porque yo me largo.
    Con un quejido, Fashnalgid se reincorporó:
    —Gracias por intentar salvarme —dijo.
    —Astab para ti, estúpido arrogante. ¿No podías atenerte a las reglas?
    Luterin Shokerandit echó a correr. Al menos, la pendiente bajaba. Se había resentido la rodilla al caer y lo notaba ahora. Aguzó el oído, atento al paso de otros trineos, pero no oyó otro sonido que el del viento.
    Los pasos de Fashnalgid retumbaban detrás de él. No miró atrás. Todas sus facultades estaban concentradas en atravesar el túnel hasta Noonat.
    Varias veces estuvo a punto de desfallecer, pero se obligó a seguir. De pronto, un débil destello iluminó dos de los lados del túnel. Aliviado, se detuvo para ver de qué se trataba. Parte de la pared exterior de roca se había desmoronado; la luz del día se colaba por el hueco aunque todo lo que se podía ver eran brumas y, casi al alcance de la mano, una estalactita de hielo. Arrojó un pedazo de roca al vacío y esperó: no lo oyó caer.
    Fashnalgid llegó resoplando hasta él.
    —Salgamos de este agujero —dijo.
    —Es roca pelada —advirtió Shokerandit.
    —No importa. Bribahr está en alguna parte, allí abajo. Civilización. No como este lugar.
    —Te matarás.
    Cuando Fashnalgid había sacado parte del cuerpo por la abertura en la roca, una trompa lejana anunció el paso de un trineo..., un trineo que también venía del sur. Shokerandit atisbo una luz que se acercaba. Se aplastó contra el nicho natural, de espaldas a la roca quebrada, muy cerca de Fashnalgid.
    Un segundo después, un largo trineo negro pasó raudo ante ellos, tirado por diez perros. Encima del conductor, una campanilla tintineaba enloquecida mente. Varios hombres iban a bordo, tal vez unos doce, todos ellos hechos un ovillo, con los rostros cubiertos para protegerse del frío.
    —Militares —dijo Fashnalgid—. ¿Están siguiéndonos?
    —Siguiéndote, querrás decir. ¿Qué importancia tiene? Ahora que nos han adelantado, nos será más fácil salir del túnel. A menos que te agrade saltar a un vacío de miles de yardas, vendrás conmigo.
    Reanudó la carrera. Al cabo de un tiempo, sus movimientos se automatizaron. Podía sentir el golpeteo pulmonar contra la caja torácica. Su mentón se cubrió de hielo. Se le congelaron los párpados y perdió la noción del tiempo.
    Cuando por fin llegó el resplandor, él lo recibió como una agresión. No lograba mantener abiertos los ojos. Aún corrió unos metros más antes de darse cuenta de que había abandonado el túnel. Casi a punto de llorar, se arrastró a un lado del camino y se apoyó en un saliente rocoso. Allí permaneció, resoplando sin parar. Dos trineos pasaron cerca, haciendo sonar sus trompas, pero él no alzó la vista.
    La nieve que caía lo puso nuevamente en marcha. Se frotó la cara con ella y escudriñó el entorno. La luz parecía más brillante. El viento había amainado. Las nubes mostraban claros. A escasa distancia de allí, alguna gente iba y venía envuelta en mantas, fumando veronikanes. Una mujer compraba algo en un tenderete. Un anciano encorvado conducía un rebaño de ovejas astadas calle abajo. En un cartel de bienvenida se podía leer HOSPEDAJE DE PEREGRINOS: Ondods no. Había llegado a Noonat.

    Noonat era la última parada antes de Kharnabhar. No era más que un alto en la espesura, un sitio donde repostar los equipos de tiro. Pero tenía algo más que ofrecer. La senda entre Kharnabhar, Sharagatt Norte y Rivenjk seguía el trazado de la cordillera, aprovechando así toda la protección que las montañas ofrecían contra los vientos polares. Pero Noonat era asimismo una encrucijada. La ruta que desde allí partía hacia el oeste atravesaba los grandes saltos de agua, los valles y mesetas de la cadena occidental hasta internarse finalmente en las llanuras de Bribahr. Aquellas llanuras se encontraban más lejos de Noonat que Kharnabhar pero mucho más cerca de Rivenjk.
    La hostilidad entre Uskutoshk y Bribahr quedaba reflejada en la gran cantidad de uniformes militares visibles en Noonat y en la presencia de un importante edificio de madera que se estaba construyendo de cara al oeste. Shokerandit estaba demasiado exhausto para ocuparse de sí mismo. Tuvo, al menos, la presencia de ánimo suficiente como para rodear la saliente que lo había protegido y seguir a duras penas un sendero colina arriba hasta llegar a un refugio de piedra para cabras. Se unió a los animales y cayó dormido.
    Al despertar se sintió mejor y lamentó el tiempo que había perdido. Más que saber de Fashnalgid, le urgía encontrar a Toress Lahl y lograr que el trineo siguiese senda arriba hasta Kharnabhar. Una vez allí, sus problemas se habrían resuelto.
    Desordenada, Noonat se extendía a sus pies. Sus pobres viviendas se aferraban a la ladera de la montaña como abrojos al flanco de una res. La mayoría de ellas aprovechaba las características del eldawon, un árbol de múltiples y delgados troncos que ofrecían amparo y a veces rodeaban las viviendas por varios de sus lados. Además, como la madera usada para la construcción era asimismo la de eldawon, resultaba difícil distinguir habitáculos de plantas.
    Las cabañas se agazapaban aquí y allá, unidas entre sí por senderos transitados por humanos, ganado y aves de corral. Adoptaban una disposición escalonada, de manera que el umbral de una casa coincidía con la chimenea de la otra. Del mismo modo, un tejado acababa donde empezaba el huerto vecino. Cada hogar contaba con su montón de leña. Algunos montones se apoyaban en las casas, algunas casas en los montones. Ocupados con sus hachas, numerosos leñadores se dejaban oír, engrosando ya el número de montones como el de hogares.
    Durante un breve lapso, el aire despejado poseyó la brillantez única de las altas cotas de montaña. En los prados rocosos, los niños remontaban cometas en lugar de atender a las cabras y ovejas que pastoreaban.
    Una comitiva de peregrinos acababa de llegar a pie de Kharnabhar. Sus voces llenaban el aire diáfano. La mayoría llevaba la cabeza rapada y algunos iban descalzos a pesar de la espesa y dura nieve que cubría el suelo. Los había de todas las edades; había incluso una anciana ama-rillenta a la que portaban en un sillón de mimbre al que le habían acoplado un par de travesaños. Unos pocos comerciantes locales los miraban con atención aunque sin especial interés. A este lote ya lo habían esquilmado en su paso camino al norte.
    Puesto que conocía la ruta, Shokerandit sabía que Uuundaamp estaba obligado a detenerse en Noonat. Él y Moub descansarían, y los asokines serían separados y alimentados, con doble ración para Uuundaamp, su líder. Trineo y arreos debían ser reparados adecuadamente si los ondods pretendían cubrir la última etapa hasta Kharnabhar. Además, ¿qué harían con Toress Lahl?
    Matarla, no. Era demasiado valiosa. Podían venderla como esclava que era, aunque pocos humanos comprarían una esclava humana a un ondod. Los ancipitales, sin embargo... Preocupado por ella, olvidó a Fashnalgid.
    A pesar de que por lo general era infrecuente encontrar ancipitales en Sibornal, aquellos que lograban escapar de la esclavitud solían buscar refugio en Shivenink, donde la extrema dureza de la cordillera les ofrecía un hábitat afín. Puesto que habían sufrido la esclavitud en carne propia, eran bastante propensos a utilizar esclavos humanos. En cuanto desapareciese en la vastedad de las colinas con ellos, Toress Lahl estaría perdida para la humanidad.
    Usando los senderos traseros de las casas, Shokerandit recorrió todo el pueblo. En las afueras, llegó a una empalizada. Furiosos ladridos surgieron del otro lado en cuanto se aproximó. Adentro había asokines de tiro, tanto amarrados por separado como enjaulas. Al verlo aparecer, se lanzaron hacía él hasta donde lo permitían sus cadenas o alambradas.
    No cabía duda: aquélla era la casa de postas. Ahora la recordaba mejor. La última vez que había estado allí nevaba y no se distinguía nada a más de un metro de distancia. Unos cincuenta asokines medio enloquecidos de hambre aguardaban en aquel corral. Intentando no provocarlos aún más, avanzó con cautela por uno de los lados.
    La casa de postas era el último edificio al norte de Noonat. Un grito indicó que lo habían avistado, aunque no pudo ver a nadie. Los ondods eran demasiado cautos para dejarse pillar por sorpresa.
    De pronto, tres de ellos aparecieron de la nada con sus látigos en la mano. Sabiendo con qué precisión los manejaban, se detuvo y trazó en su frente la señal de la paz.
    —Quiero a mi amigo Uuundaamp, dadle loobiss. Habladle loobiss, ¿ishto?
    Hoscos, los ondods no se movieron.
    —No vemos Uuundaamp. Uuundaamp no quiere loobiss junto contigo. Gorda señora de Uuundaamp mucho kakool.
    —Lo sé. Traigo ayuda —dijo él—. Moub ya parió, ¿ahahá?
    Con reticencia, lo dejaron pasar. Supuso que podía tratarse de una trampa y se prometió mantenerse alerta.
    Junto a la entrada de la casa, similar a un granero, los ondods se agruparon, hicieron una pausa e intercambiaron ceñudas miradas. Le indicaron que entrase. El interior, en penumbras, no era precisamente acogedor. Olía a occhara.
    Lo empujaron por detrás y cerraron la puerta de golpe.
    Corrió hacia adelante y se zambulló en el suelo. Un segundo después, la afilada lengua de un látigo le rozaba el hombro. Rodó hacia la pared lateral.
    Un rápido vistazo le permitió distinguir a Moub, que, a excepción de los pechos, envueltos en la manta que le había regalado, yacía desnuda sobre un tablero con las piernas abiertas. Toress Lahl estaba agazapada encima de ella, aunque atada a la altura del brazo, lo que le permitía mover las manos con libertad. En la pared opuesta a la de Luterin, tres phagors desastados permanecían inmóviles; uno de ellos sostenía el extremo de la cuerda que amarraba a Toress Lahl. Uuundaamp, el perro líder de Uuundaamp, estacado en medio del granero, arrojaba salvajes dentelladas al aire en un inútil intento de morder la más mínima porción de Shokerandit.
    Y seguramente Uuundaamp —ya que el granero tenía estrechos ventanucos— lo había visto u oído aproximarse. Con la habilidad que caracterizaba a los de su raza, se había subido de un salto al dintel de la puerta y allí continuaba, en guardia, dispuesto a descargar nuevamente su látigo. Sonreía sin asomo de alegría.
    Shokerandit empuñaba su arma. Se cuidó, sin embargo, de apuntarla hacia el ondod, un gesto que habría provocado tanto a Uuundaamp como a los phagors; tampoco serviría de nada, teniendo en cuenta el estado mental de Uuundaamp, amenazar a Moub.
    Shokerandit dirigió el cañón del arma hacia el perro.
    —Te mato el perro, acabado, gumtaa, ¿ishto? Tú bajas aquí, buen chico, sueltas látigo. Tú vienes aquí, chico, tú, Uuundaamp. Si no, perro tendrá mucho kakool en un segundo, ¡rápido!
    Mientras hablaba, Shokerandit se levantó, siempre apuntando el arma con ambas manos hacia la garganta del enfurecido can.
    El látigo cayó a tierra. Uuundaamp bajó de un salto. Sonrió. Se inclinó, tocándose la frente.
    —Mi amigo, tú caes de trineo en túnel. No gumtaa. Yo mucho preocupa.
    —Tendrás un perro muerto si me vienes con ésas. Desata a Toress Lahl. ¿Estás bien, Toress?
    Con voz temblorosa, la mujer respondió:
    —He traído bebés al mundo otras veces, y aquí viene uno. Pero me alegro de verte, Luterin.
    —¿Qué demonios ocurre aquí?
    —Los phagors iban a hacer algo por Uuundaamp; a cambio, me tendrían a mí. He estado aterrada pero sigo intacta. ¿Y tú? —La voz le volvió a temblar.
    Los phagors no se movieron. Mientras la desataba, Uuundaamp dijo:
    —Señora está mucho guapa, ahahá. Peludo él aprecia mucho..., dale oportunidad, ¿ishto? No daña. —Rió. Shokerandit se mordió el labio: el ondod necesitaba salvar la honra. Prácticamente arruinados, estaban obligados a confiar en él si querían que los llevara a Kharnabhar.
    Pero una vez libre, Toress Lahl le dijo a Uuundaamp:
    —Tú muy amable. Cuando tu bebé nace, yo compro pipas occhara para ti y Moub, ¿ishto?
    A Shokerandit le maravilló su frialdad.
    Uuundaamp sonrió y silbó a través de los clientes:
    —¿Compras pipa adicional para bebé también? Yo fuma tres pipas misma vez.
    —Ahahá, si sacas de aquí estos brutos peludos mientras hago parto. —Su rostro estaba blanco pero ya no le temblaba la voz.
    No obstante, Uuundaamp todavía no se daba por resarcido.
    —Tú das dinero ahora. Moub va compra tres pipas occhara ahora. Mejor dejar Noonat antes es oscuro.
    —Moub roto aguas, ya sale niño.
    —Bebé no sale quizá falta veinte minutos. Ella va compra rápido. Humo ayuda parto. —Golpeó las palmas de sus manos de ocho dedos y rió una vez más.
    —El bebé casi colgando fuera.
    —Esa mujer saca perezosa —dijo, agarrando a Moub del brazo. Ella se enderezó sin chistar. Toress Lahl y Shokerandit se consultaron con la mirada. El asintió y ella extrajo entonces algunos sibs que ofreció a la parturienta. Moub se enfundó por completo en la manta roja y amarilla y, sin una sola queja, abandonó el granero con andar de pato.
    —No te muevas —dijo entonces Shokerandit. Toress Lahl se sentó en el tablero manchado por las aguas de Moub. El perro líder, mostrando la inquieta lengua roja, se sentó sobre sus patas traseras. A una señal de Uuundaamp, los phagors se encaminaron hacia el fondo del granero, del que salieron por una puerta desvencijada. Fuera, junto a la jaula de los perros,, estaba, intacto, el trineo de Uuundaamp. —¿Dónde tu amigo con rabo crece en cara? —preguntó Uuundaamp con aire inocente.
    —Lo perdí. Tu plan no funcionó.
    —Ja, ja. Mi plan funciona perfecto. ¿Todavía quieres ir Kharber?
    —¿No vas hacia allí? Te he pagado, Uuundaamp.
    Uuundaamp abrió sus manos en señal de franqueza, enseñando dieciséis relucientes uñas negras.
    —Si tu amigo avisa policía, no gumtaa. Difícil para mí. Ese hombre malo no entiende ondod como tú. El busca smrtaa. Mejor partimos rápido, ishto, no bien la saca escupe babé por su parte abajo.
    —De acuerdo. —Discutir no tenía sentido. Luterin guardó el arma en el bolsillo. La aparente amistad de los días anteriores podía darse por reanudada.
    Se miraron fijamente el uno al otro mientras el asokin esperaba, atado a su correa. Entonces, con pasos breves, entró Moub, todavía envuelta en la manta. Entregó dos de las pipas a Uuundaamp y volvió a ocupar su sitio en el tablero, junto a Toress Lahl. La tercera pipa humeaba en su boca.
    —Babé ahora viene. Gumtaa —dijo. Y un pequeño varón ondod nació al mundo sin requerir especial ayuda. Cuando Toress Lahl lo levantó, Uuundaamp asintió con la cabeza y acto seguido dio media vuelta. Escupió hacia un rincón del granero.
    —Niño. Es bueno. No como niña. Niño hace mucho trabajo, pronto puede folicar, quizás antes un año.
    Moub se sentó, riendo:
    —Tú no sabes bien folicar, tú, condenado imbécil, Este niño pertenece a Fashnalgid.
    Ambos estallaron en carcajadas. Él se le acercó para abrazarla. Se besaron una y otra y otra vez.
    Hasta tal punto acaparó esta escena la atención de todos que no percibieron los silbidos de alarma que llegaban de afuera. Tres policías con sus rifles montados entraron al granero directamente desde la calle.
    Su jefe dijo fríamente: —Tenemos órdenes de captura contra todos vosotros. Uuundaamp, tú y esa mujer tenéis varios asesinatos de qué responder. Luterin Shokerandit, te hemos seguido desde Rivenjk. Se te acusa de complicidad en un atentado explosivo contra un teniente del ejército y de la muerte de un soldado en acto de servicio. También de una falta de deserción. En consecuencia de lo cual, tú, Toress Lahl, esclava, eres asimismo culpable de huir. Estamos autorizados a ejecutaros de inmediato, aquí mismo, en Noonat.
    —¿Quiénes, estos humanos? —dijo Uuundaamp, señalando indignado a Shokerandit y Toress Lahl—. Yo no los veo antes. Vienen aquí hace un minuto, trayendo mucho kakool.
    Sin hacer caso de esta interrupción, el jefe se dirigió a Shokerandit:
    —Tengo órdenes de disparar si intentáis escapar. Arroja las armas que lleves. ¿Dónde está el que te acompañaba? También lo buscamos a él.
    —¿De quién hablas?
    —Lo sabes muy bien. De Harbin Fashnalgid, otro desertor.
    —Estoy aquí —dijo una voz inesperada—. Tirad los rifles. Puedo dispararos y vosotros a mí no, de modo que ahorraos los trucos, Contaré hasta tres y empezaré a disparar al estómago. Uno. Dos.
    Los rifles cayeron al suelo. Para entonces, ya habían visto asomar el revólver a través de uno de los ventanucos.
    —Recoge los rifles, pues, Luterin. Despierta, vamos.
    Shokerandit tuvo que deshelarse para reaccionar. Fashnalgid entró por la puerta trasera en medio del alboroto canino.
    —¿Cómo has hecho para aparecer de manera tan providencial? —preguntó Toress Lahl.
    Fashnalgid frunció el entrecejo:
    —Del mismo modo que estos monigotes, supongo. Siguiendo esa inconfundible manta amarilla y roja. No tenía idea de dónde podíais estar. Habréis notado que me he iniciado en el disfraz.
    Lo habían notado. Fashnalgid se había afeitado el enorme mostacho y llevaba el pelo corto. Hablaba sin dejar de apuntar profesionalmente al policía.
    —Rifles traen mucho dinero —sugirió Uuundaamp—. Cortamos estos hombres garganta primero, ¿ishto?
    —Deja eso, pequeño comerroña. Si el peludo tuyo estuviera aquí, lo tumbaría. Por suerte no es así, porque esto está infestado de policías y soldados.
    —Será mejor desaparecer, y pronto —dijo Shokerandit—. Excelente sincronización, Harbin. Quizás hasta llegues a ser un buen oficial. Uuundaamp, si nos ocupamos de estos policías, ¿podéis tú y Moub enganchar los perros a toda prisa?
    El ondod se puso en marcha de inmediato. Hizo que las dos mujeres entraran el trineo al granero y engrasasen los patines, insistiendo en que era imprescindible. Entretanto, los tres policías fueron obligados a permanecer con los brazos en alto y los pantalones enrollados a la altura de los tobillos. Todo el mundo se apartó cuando el perro líder fue desestacado y enganchado a los arreos junto con los otros siete asokines, cada uno en su sitio correspondiente. Uuundaamp, concentrado en su trabajo, iba insultando cariñosamente a cada uno con un tono diferente.
    —Date prisa, por favor —dijo en una ocasión Toress Lahl, incapaz de reprimir su nerviosismo.
    El ondod se sentó en el tablero donde su mujer acababa de dar a luz.
    —Sólo 'queño descanso, ¿íshto?
    Esperaron, inmóviles, a que su honor se hallara satisfecho. Cuando inspeccionaba metódicamente los arreos, algo de nieve entró por la puerta trasera.
    Oyeron gritos y silbatos que venían de la calle. Alguien había echado en falta a los tres policías.
    Uuundaamp recogió su látigo.
    —Gumtaa. Vamos ahora. Aseguraron velozmente los rifles bajo las correas del trineo al tiempo que montaban en él. Uuundaamp arreó a Uuundaamp y el trineo empezó a deslizarse. En ese momento, los tres pulirías se pusieron a gritar a voz en cuello y otras voces, no muy lejanas, les respondieron. El trineo derribó la puerta trasera.
    Afuera, furibundos asokines embestían contra las mallas de alambre de sus jaulas. Uuundaamp se incorporó, preparó el látigo y lo descargó hacia la puerta de la jaula. Una gruesa cuña de madera la trababa, manteniéndola cerrada. La punta del látigo se enroscó en la cuña al paso del trineo y destrabó la tranca.
    Bajo el peso de las embestidas, la puerta de la jaula cedió y las bestias se abalanzaron hacía la libertad como un torrente de pelos y colmillos. Entraron al granero y lo arrasaron, arrancando espeluznantes alaridos a los policías.
    El trineo cobró velocidad; los patines atravesaban a los saltos el terreno irregular, virando una y otra vez. Uuundaamp gritaba sus órdenes y empleaba con increíble destreza el látigo, azuzando a un perro distinto con cada chasquido. Su brazo, incansable, se movía sin cesar. Los pasajeros se agarraban como podían. A medida que ganaron la ladera y se deslizaron al encuentro de la senda del norte, los ladridos y los alaridos de dolor fueron perdiendo intensidad.
    Shokerandit miró hacia atrás. Nadie los seguía. Continuaban llegando, a través de la nieve, débiles ecos de la barahúnda perruna. Luego, la ruta trazó una curva. Toress Lahl lo llamó. Bajo un brazo, arropado en un revoltijo de harapos sucios, acunaba al recién nacido, que la miró, enseñándole sus afilados dientecillos de bebé.
    Una milla después, Uuundaamp redujo la marcha y dobló.
    Apuntó a Fashnalgid con el mango del látigo.
    —Tú, hombre kakool. Tú salta. No apreciamos.
    Fashnalgid no articuló palabra. Miró a Shokerandit con una mueca en la cara. Luego, bajó. Unas pocas yardas más allá, su figura desaparecía bajo una cortina de nieve. Sus últimas palabras les llegaron muy apagadas:
    —¡Abro Hakmo Astab! —La terrible maldición.
    Uuundaamp se volvió para escudriñar la senda.
    —¡Kharber! —gritó.

    Tras evitar pasar por Noonat mediante un rodeo, Fashnalgid se cruzó con un grupo de peregrinos bribahrenses que regresaban de Kharnabhar camino de casa por los serpenteantes senderos que bajaban hacia los valles occidentales. Se había afeitado el bigote para pasar inad-vertido y estaba decidido a perder todo contacto con el mundo.
    No había acompañado a los peregrinos más de veinticinco horas cuando se encontró con otro grupo que ascendía desde Bribahr. Éstos contaban tantos horrores que Fashnalgid se convenció de que iba en la dirección equivocada. Aunque quizá ya no existieran las direcciones acertadas.
    Según los refugiados, la Décima Guardia del Oligarca había descendido sobre el Gran Valle Hendido de Bribahr con órdenes de tomar o destruir las dos grandes ciudades de Braijth y Rattagon.
    La mayor parte del valle hendido estaba bañado por las aguas azul cobalto del lago Braijth. En medio del lago había una isla sobre la que se alzaba una antigua e inmensa fortaleza. Era la ciudad de Rattagon. No había otra manera de atacarla que no fuera por agua. Cada vez que un ejército pretendía cruzar el lago, lo abatían las baterías emplazadas en las torvas murallas de la ciudad.
    Bribahr era el granero de Sibornal. Sus fértiles llanuras llegaban hasta las zonas tropicales. Al norte, limitando con las capas de hielo, se extendía la franja de tundra, orlada por millas y millas de bosques caspiarneos, capaces de soportar incluso las inclemencias del Invierno Weyr.
    Bribahr tenía una población eminentemente campesina. No obstante, en las ciudades de Braijth y Rattagon se había hecho fuerte una élite guerrera que había amenazado temerariamente la Ciudad Santa de Kharnabhar. Braijth reclamaba una mayor porción de la prosperidad de Sibornal, alegando que los granjeros de Bribahr recibían de Uskutoshk muy poco a cambio de su grano. En un intento de presionar a la Oligarquía, habían avanzado tentativamente hacia la Sagrada Kharnabhar, a la que podían acceder desde sus praderas.
    Como respuesta, Askitosh había enviado un ejército, que ya había tomado Braijth.
    Ahora, la Décima se había desplegado a orillas del lago Braijth y, con los ojos puestos en Rattagon, esperaba. Y sufría hambre. Y frío.
    Las primeras heladas del breve otoño habían llegado. También el lago empezó a helarse.
    Llegaría un momento, y los rattagoneses lo sabían, en que el hielo sería lo bastante firme como para soportar el peso de un ejército. Todavía no. Por ahora, cualquier cosa más pesada que un lobo lo resquebrajaba. Quizá dentro de un décimo el hielo aguantaría el peso de una patrulla. Para entonces, sin embargo, el enemigo estacionado en la orilla habría emprendido la retirada, acuciado por el hambre. Los rattagoneses conocían bien a su lago.
    Para ellos, en cambio, el hambre no constituía un problema irresoluble. El antiguo valle hendido presentaba numerosas fallas. Por una de ellas corría un túnel bajo el lago hasta la costa noroccidental. Era un paso de difícil acceso, con el agua siempre a la altura de la rodilla, pero les permitía abastecerse de alimentos. Los defensores de Rattagon se podían dar el lujo de esperar; ya lo habían hecho anteriormente en tiempos de crisis.
    Cierta noche, mientras Freyr se perdía tras los densos vendavales de nieve que soplaban desde el norte, la Décima puso en marcha un plan desesperado.
    Si el hielo del lago podía ser transitado por lobos, también podrían transitarlo hombres que remontasen cometas de tal modo que éstas soportasen parte de su peso, volviéndolos tan ligeros como lobos y no menos feroces.
    Los oficiales levantaron el ánimo de sus hombres con historias de las voluptuosas mujeres rattagonesas, que mantenían calientes las camas de sus maridos mientras éstos montaban guardia en las murallas.
    El viento sopló, recio e infatigable. Las cometas, henchidas, alzaron de los hombros a los soldados, que, valerosos, corrieron por la helada y frágil superficie. Con no menos valor, llegaron, ligeros, hasta los grises muros de la ciudad.
    Al otro lado, hasta los centinelas dormían, acurrucados en cualquier recoveco para guarecerse de la tormenta. Murieron sin un grito.
    Los voluntarios de la Décima cortaron las cuerdas de sus cometas y corrieron hasta el torreón central. Allí asesinaron al comandante de la guarnición en pleno sueño.
    Al día siguiente, el pabellón de la Oligarquía flameaba sobre Rattagon.
    Esta tremebunda historia, narrada con gran dramatismo en torno a los fogones nocturnos, persuadió a Harbin Fashnalgid de la conveniencia de regresar a Noonat y buscar el modo de ir hacia el sur.
    Siempre resulta doloroso dejarse atrapar por la historia, se dijo a sí mismo, y aceptó la botella que pasaba de un peregrino a otro.




    XIII
    «UNA ANTIGUA
    ENEMISTAD»


    La noche estaba viva. Tan espesamente caía la nieve que era como si una enorme bestia frotara su piel contra los rostros humanos. Una piel quizá menos fría que sofocante: parecía incluso quitarles espacio al aire y al sonido. Pero cuando el trineo se detuvo, se oyó en lontananza el tieso badajo de bronce de una campana.
    Luterin Shokerandit ayudó a Toress Lahl a bajar del trineo. El remolino de copos de nieve la había aturdido. Encorvada, se protegía los ojos.
    —¿Dónde estamos?
    —En casa.
    Pero nada podía ver excepto aquella oscuridad animal que giraba y giraba en torno de ella. A duras penas logró distinguir a Shokerandit, un oso ambulante que se tambaleaba en dirección a la parte delantera del trineo donde abrazó a Uuundaamp y a la madre ondod, que acunaba a su niño entre los pliegues de la colorida manta.
    Uuundaamp agitó el látigo a modo de despedida y esbozó su poco fiable sonrisa. Luego, el dang-dang de su campanilla de aviso, el chasquido del látigo sobre los lomos de su equipo, y ya desaparecían, tragados por la zumbona oscuridad.
    Prácticamente doblados sobre sí mismos, Shokerandit y Toress Lahl se encaminaron hacia una verja tras la que ardía una tenue luz. Luterin empuñó el asa de una campana de metal. Se apoyaron, exhaustos, en el pilar de piedra de la verja hasta que una embozada figura militar surgió de una garita emplazada al otro lado de los barrotes. La verja se abrió.
    Se protegieron, jadeantes, sin intercambiar palabra, hasta que el guardia regresó de asegurar la verja y los inspeccionó a la luz de su linterna.
    Las facciones del guardia eran las de un viejo soldado: boca apretada, mirada evasiva, expresión insondable. Se plantó en sus dos pies y preguntó:
    —¿Qué queréis?
    —Estás hablando con Shokerandit, hombre. ¿Has perdido el juicio?
    El tono amenazador movió al guardia a observar más de cerca. Por fin, sin modificar su expresión, dijo:
    —No serás Luterin Shokerandit.
    —¿Acaso estuve tanto tiempo fuera, imbécil? ¿Te vas a quedar parado ahí hasta que me congele?
    El hombre se permitió mirar la silueta metamorfoseada de Luterin con una muda, insultante expresión en el rostro:
    —Un coche para subir hasta la casa, señor.
    Cuando el guardia se volvió, Luterin, todavía ofuscado por no haber sido reconocido, dijo:
    —¿Está mi padre en casa?
    —En este momento no, señor.
    El guardia se llevó la mano libre a la boca y ladró un par de órdenes a un esclavo acurrucado en la parte trasera de la garita. Al poco tiempo, apareció bajo la ventisca un cabriolé, arrastrado por dos yelks cubiertos de nieve.
    Una milla separaba el puesto de guardia de la casa y e! camino atravesaba un predio aún conocido como el Viñedo, aunque ahora fuera un campo de hierbas bastas donde pastaba una raza local de yelks.
    Shokerandit se apeó. La nieve se les abalanzaba desde la esquina de la casa como si estuviera personalmente interesada en congelarlos. La mujer cerró los ojos y se aferró a las pieles de Shokerandit. Siguiendo las fantasmales materializaciones de la estructura, subieron los escalones hasta llegar a una puerta con refuerzos de hierro. En lo alto, con su perenne tañido, la lúgubre campana pareció sonar bajo el agua. Muchas otras aportaban sus lejanas, sumergidas resonancias.
    La puerta se abrió y oscuras siluetas de guardianes ayudaron a los recién llegados a pasar. La nieve, las campanadas, el viento, todo cesó en el instante en que se corrieron los pesados cerrojos.
    En una sala lúgubre y plena de ecos, Shokerandit hablaba con un sirviente invisible. Una lámpara relucía en lo alto de la pared de mármol, aunque no iluminaba nada más allá de la gélida superficie en que se reflejaba. Subieron las escaleras; cada escalón tenía una queja distinta que expresar. Como si los poderes de la oscuridad y el sigilo necesitasen aún más ayuda, alguien corrió una pesada cortina. Entraron. Mientras la mujer esperaba de pie, el sirviente encendió una lámpara y abandonó la habitación saludando con una reverencia.
    La habitación olía a muerte. Shokerandit aumentó el fulgor de la lámpara. Una impresión de espacio, cielos rasos bajos, persianas que infructuosamente intentaban cerrar el paso a la noche, una cama... Con cierto esfuerzo, se deshicieron de sus astrosas vestimentas.
    Hacía treinta y un días que viajaban y, a partir de Sharagatt, venían durmiendo unas seis horas y media diarias como máximo, menos incluso si Uuundaamp creía que la ventaja que llevaban a los policías se había acortado. Sus rostros estaban ennegrecidos por la escarcha y agrietados a causa del agotamiento.
    Toress Lahl cogió una manta de una butaca y se dispuso a acostarse junto a la cama, pero Luterin la invitó a descansar junto a él.
    —Duerme conmigo ahora —le dijo.
    Ella, de pie ante él, todavía arrastraba en su expresión el aturdimiento del viaje.
    —Dime dónde estamos.
    Él sonrió:
    —Sabes bien dónde estamos. Ésta es la casa de mi padre, en Kharnabhar. Nuestras tribulaciones han terminado. Estamos seguros. Ven.
    Ella esbozó una media sonrisa como respuesta:
    —Soy tu esclava y te obedezco, amo.
    Se metió bajo las sábanas, junto a él. Su respuesta no lo había contentado pero la abrazó de todos modos e hicieron el amor. Tras lo cual, Luterin quedó inmediatamente dormido.
    Cuando ella despertó, él ya no estaba. Permaneció acostada, con la vista perdida en el cielo raso, preguntándose qué estaría tratando de demostrar Luterin al dejarla sola. Se sintió incapaz de abandonar la comodidad de la cama y enfrentarse a los retos irremediablemente implícitos en aquella nueva situación. La predisposición de Luterin hacia ella era buena. Es mis: no tenía dudas acerca de ello. En cuanto a ella, estaba claro que lo odiaba. Su distraída manera de entregarla al animal que conducía el trineo, una humillación todavía fresca en su memoria, había sido apenas la última de sus groserías. Por supuesto, reflexionó, él no le haría todo aquello a ella personalmente; en todo caso, se atenía a un modo de actuar preestablecido, la trataba como se trata a los esclavos.
    Ella estaba bastante segura de que Luterin le devolvería su condición social original. Ya no sería una esclava. Pero sí ello implicaba casarse con él, con el asesino de su marido, quizá no pudiera soportarlo a pesar de estar poniendo en juego su propia seguridad.
    Para empeorar aún más las cosas, el sitio al que la había traído la aterraba. Era como si un espíritu, gélido y hostil, se hubiera posado sobre todo.
    Al rodar, en su descontento, sobre la gran cama, descubrió junto a la puerta a una esclava que, arrodillada, esperaba en silencio. Toress Lahl se incorporó, cubriendo con la manta sus pechos desnudos.
    —¿Qué haces allí?
    —El señor Luterin me envió para asistirte y bañarte cuando despertaras, señora. —La muchacha mantenía la cabeza inclinada al hablar. —No me llames señora. Soy una esclava como tú.
    Pero la respuesta sólo consiguió perturbar a la muchacha. Resignada a la situación, a medias divertida, Toress Lahl bajó de la cama, desnuda, y levantó una mano imperativa.
    —¡Asísteme! —ordenó.
    Asintiendo obsecuentemente, la muchacha se adelantó unos pasos y guió a Toress Lahl a una sala de baño, donde brotaba agua caliente de un grifo de bronce. Toda la mansión se calienta con biogás, explicó la esclava, y el agua también.
    Toress Lahl se sumergió en el agua lujuriosa y aprovechó para explorar su cuerpo. Los rigores del viaje le habían quitado volumen. A cada lado de sus muslos cicatrizaban lentamente los rasguños que Uuundaamp le había hecho con sus garras. Por si fuera poco, probablemente estuviera embarazada. Y aunque no sabía de quién, agradecía a la Escrutadora que las cópulas entre ondods y humanos nunca resultasen fértiles.
    Borldoran y su ciudad natal, Oldorando, estaban a miles de millas de distancia. Podía considerarse más que afortunada si alguna vez volvía a ver la amena tierra en la que había nacido. La vida de las esclavas solía ser mísera y breve. Estuvo a punto de preguntarle acerca de ello a su joven asistente; luego, pensándolo mejor, decidió mantener la boca cerrada. Si Luterin se casaba con ella, estaría mil veces mejor que ahora.
    ¿Qué diría él? ¿Se lo propondría? ¿Se lo ordenaría? Hiciera lo que hiciese, ella tendría que aceptarlo.
    Después de que la muchacha la hubo secado, se puso la túnica de sátara que ésta le tendió. Acostada en la cama, se entregó al pauk. Era la primera vez que descendía al mundo de los gossis desde que habían abandonado Rivenjk. Muy abajo, llamándola, en la obsidiana donde todas las decisiones habían sido tomadas, la esperaba el corusco de su fallecido esposo. La hacienda estaba más hermosa que nunca. Incansable, el viento del norte había amontonado gran parte de la nieve nocturna, de modo que podían apreciarse grandes claros en el terreno. Al pie de cada árbol, una línea de nieve, ahusada como un hueso de ave, apuntaba hacia el sur. Acompañaba a Luterin en su recorrido el mayordomo jefe, un hombre agradable a quien conocía desde la infancia. La vida normal volvía a empezar.
    Grandes caspiarneos y brassimipos se sucedían en un desfile que desafiaba al viento. Por los cuatro costados, a veces lejos, otras cerca, surgían cimas nevadas, las hijas del macizo, casi siempre envueltas en nubes. Hacia el norte, la nube desvelaba atisbos de la Montaña Sagrada, sede de la Gran Rueda. Luterin interrumpió la conversación para saludar con su mano enguantada en alto.
    Envuelto en un cálido abrigo, Luterin llevaba enganchada en el cinturón su campanilla de cadera. En el patio del establo, esclavos con el tórax descubierto le habían preparado un gunnadu como montura. Estas criaturas bípedas, de grandes orejas y una larga cola que les servía para conservar el equilibrio, corrían sobre unas patas terminadas en garras, como las de las aves. Al igual que los yelks y biyelks con los que compartían la espesura, los gunnadus eran necrógenos. Pertenecían, por tanto, a una categoría de bestias que sólo podían dar a luz a cambio de su propia vida. Amargamente, su madre había apuntado en cierta ocasión:
    —No parecen muy distintos de nosotros.
    Los gunnadus carecían de útero; el esperma se transformaba en larvas dentro de su estómago, donde éstas se alimentaban y buscaban una arteria a través de la cual pudieran diseminarse por el cuerpo materno, provocando su rápida muerte. Las larvas atravesaban diversas etapas, creciendo gracias al sustento del carion hasta alcanzar un tamaño que les permitiese sobrevivir, como pequeños gunnadus, en el mundo exterior.
    Los gunnadus adultos eran de dócil montura pero se cansaban con facilidad. Resultaban no obstante ideales para trayectos cortos, tales como una inspección de la hacienda Shokerandit.
    Luterin se sentía seguro aquí. La policía jamás osaría meterse en una de las grandes haciendas. Mientras su padre estuviera fuera, disfrutando de la caza, las órdenes las impartiría él. A pesar de su prolongada ausencia, a pesar de su metamorfosis, se sentía perfectamente cómodo en su nuevo papel. Todos, desde el mayordomo jefe hasta el último esclavo, todos lo conocían. Ninguna otra vida parecía tener sentido. Y él era un hijo único idóneo.
    Tenía asuntos que atender, deberes. Toress Lahl debía ser presentada a su madre. Y tendría que hablar con Insil Esikananzi; un tema incómodo... Entretanto, había asuntos más importantes de los que ocuparse.
    Había madurado. Se sorprendió a sí mismo pensando que la ausencia de su padre quizá no fuera del todo inconveniente. Antes hubiera deseado que volviese. Por allí, la palabra de Lobanster Shokerandit era ley, así como lo era para su único hijo vivo. Pero lo cierto es que el formidable Guardián de la Rueda solía ausentarse a menudo. Le gustaba, decía, vivir salvajemente, y sus expediciones de caza podían durar incluso dos o tres décimos. Partía con sus perros y yelks, a veces acompañado tan sólo por su mudo montero mayor, Liparotin. Un saludo con la mano y ya se perdía rumbo a la inescrutable espesura.
    Aquel gesto casual de la mano en alto le era familiar a Luterin desde pequeño. No se trataba tanto de un gesto de amor hacia su madre y él, que lo miraban alejarse, como de una señal de reconocimiento al espíritu que presidía la soledad de las montañas.
    Luterin había crecido echando de menos a su padre. Su madre, retirada, a duras penas compensaba aquellas ausencias. Hubo una ocasión en que, tras insistir en acompañar a su padre y a su hermano Favin, había sentido el orgullo de atravesar los desolados caspiarneos; pero Lobanster, aparentemente molesto con sus hijos, había decidido regresar cuando aún no había transcurrido una semana.
    Respiró hondo. Y se dijo a sí mismo que, al igual que su padre, también él era un solitario. Luego, sus pensamientos derivaron hacia Harbin Fashnalgid, a quien no veía desde que Uuundaamp lo había echado del trineo. Recién entonces descubrió que lo apreciaba y que debería hacer algo por ayudarlo. Ya no sentía celos hacia el hombre que había poseído a Toress Lahl.
    Ahora, el recuerdo de Harbin gruñendo su indecorosa maldición lo impulsaba a sonreír. ¡Qué incorregible rebelde era aquel hombre! Quizá por eso le había dolido que lo llamase «víctima del sistema» o algo así. Pero incluso el capitán tenía su lado bueno.
    Junto con el mayordomo jefe fueron a visitar el recinto de los pinzasacos. Las parsimoniosas criaturas eran bastante parecidas a lo que él recordaba. Se decía que los Shokerandit venían criando pinzasacos desde hacía cuatro Grandes Años. Eran como orugas cubiertas por un tosco tejado de paja o bien, cuando adquirían toda su longitud, como árboles caídos. Esta extraña combinación de animal y planta debía provenir de los tiempos primigenios en los que el planeta era regado por radiación de alta energía.
    En el corral de los hoxneys, la actividad de los esclavos era intensa. Antaño, las manadas de hoxneys habían ramoneado por las tierras altas. Ahora estaban a punto de hibernar. En una esquina de la hacienda, los esclavos se dedicaban a reunir a los animales y agruparlos en establos secos, obligándolos a abandonar sus escondrijos. Las bestias asumían prontamente un estado retraído y cristalino, mientras sus energías las empezaban a abandonar. No tardarían mucho en convertirse en pequeñas figuras casi translúcidas. La mayor parte ya habían comenzado a perder su sufrido tinte pardo y exhibían coloridas rayas horizontales, tal como lo habían hecho durante la Gran Primavera.
    En su estado de hibernación, los hoxneys recibían el nombre de glossis, porque, además de resplandecer, no estaban del todo muertos, al igual que los gossis.
    El capataz de la hacienda, un hombre libre, se les aproximó, la mano en el sombrero.
    —Me alegra volver a verte, mi señor. Estamos colocando haces de paja entre los glossis, como puedes ver. Esto los protegerá hasta la próxima primavera, si es que llega alguna vez.
    —Llegará. Es sólo cuestión de siglos.
    —Eso dicen tus sabios —dijo el hombre, dirigiendo una sonrisa intrigante al mayordomo.
    —La consigna es organizamos ahora para la próxima primavera. Al guardar adecuadamente a los hoxneys en lugar de dejarlos a merced de la naturaleza, nos aseguramos una buena manada de monturas cuando llegue la hora.
    —Para entonces estaremos bien muertos.
    —Sin duda, alguien habrá aquí para agradecer que hayamos sido previsores.
    Pero hablaba distraídamente, ya que Fashnalgid seguía rondándole el cerebro.
    Al llegar a la mansión, mandó a llamar al secretario de su padre, un hombre estudioso y retraído, de nombre Evanporil. Éste recibió instrucciones de despachar a cuatro vasallos armados, montados en dos biyelks gigantes, hasta Noonat, si fuera necesario, para intentar dar con Fashnalgid. De encontrarlo, debían traerlo consigo a las seguras tierras de los Shokerandit. El secretario se retiró, dispuesto a cumplir con lo ordenado.
    Luterin almorzó algo y recién entonces reparó en que no había visitado a su madre.
    El salón de la gran casa estaba en sombras. A fin de que la estructura fuese más impermeable al hielo, a la nieve y las lluvias, el piso inferior carecía de ventanas. Un gran sillón, pesado y vacío, se alzaba en el suelo de mármol; si Luterin no recordaba mal, nunca se había sentado alguien en él.
    De las paredes, entre las mortecinas lámparas alimentadas desde las cisternas de biogás, pendían calaveras de phagors. Se trataba de especimenes matados por Lobanster y por anteriores Shokerandit. Ahora colgaban con sus cuernos en alto y las sombrías cuencas de sus ojos dirigidas melancólicamente hacia el fondo del salón.
    De camino a los aposentos maternos, un ruido en el exterior lo detuvo. Alguien gritaba con voz espesa y aguardentosa. Shokerandit corrió hacia una puerta lateral; en su cadera, la campánula repicó con viveza. Raudo, un esclavo quitó los cerrojos para dejarle paso.
    En un patio dominado por las ventanas superiores de la casa, un vasallo y dos hombres libres, con las espadas desenvainadas, habían acorralado a seis phagors desastados. Uno de ellos, una gillot cuyos pechos delgados y resecos reflejaban sus largos años de cautiverio, bramaba en sibish, con voz ronca:
    —¡No deber matar, viles Hijos de Freyr! ¡Este HrlIchor Yhar volver pertenecer a nosotros, los ancipitales! ¡Basta! ¡Basta!
    —¡Basta! —dijo Shokerandit.
    Los hombres ya habían matado a uno de los no humanos. Uno de los espadachines había destripado a un stallun con un mandoble descendiente de su espada. Un eddre ancipital le manchaba la carcasa, por encima de los pulmones. Cuando Shorekandit se inclinó sobre el ca-dáver, que aún se movía espasmódicamente, los intestinos asomaron hacia afuera, seguidos de un borbotón de sangre amarilla.
    La masa se aflojó y comenzó a evacuar lentamente la caverna torácica como un potingue de huevos semicrudos y gelatina. Sombras parduscas se escurrían entre los pequeños corpúsculos brillantes que surgían de la herida como una masa viva, un revoltillo de órganos indistintos que fue cubriendo las baldosas y los intersticios entre éstas hasta dejar por fin tras de sí un oscuro hueco.
    Shokerandit buscó detrás de la oreja del muerto la marca hecha a fuego.
    Miró a los hombres. —Éstos son nuestros esclavos ancipitales. ¿Qué estáis haciendo?
    El vasallo, ceñudo, repuso:
    —Déjanos hacer, señor. Hay órdenes de matar a todos los phagors, nuestros o ajenos.
    Los cinco phagors empezaron a dar voces roncas e hicieron ademán de escapar al cerco, pero los hombres volvieron a blandir sus espadas.
    —Alto. Drikstalgil, ¿quién os lo ha ordenado? —Aún recordaba el nombre del vasallo.
    Con un ojo en los ancipitales y la espada en guardia, el vasallo rebuscó en su bolsillo izquierdo hasta dar con un papel doblado.
    —El secretario Evanporil me lo ha hecho llegar esta mañana. Y ahora, mi señor, sí no te importa, apártate. Podrías resultar herido.
    Entregó a Shokerandit un cartel que éste desplegó con un ademán de fastidio. Llevaba impresas gruesas letras negras.
    El cartel anunciaba la aprobación de una Nueva Acta, en un intento más por hacer frente a la Plaga conocida como Muerte Gorda. Se había identificado a la Raza Ancipital como principal Portadora de la Plaga. Todo phagor Salvaje debía ser liquidado de inmediato. Se pagaría una recompensa de Un Sib por cada cabeza de ancipital, pagadera por la autoridad competente de cada Distrito. A partir de entonces, la posesión de phagors era ilegal, bajo Pena de Muerte. Por Orden del Oligarca.
    —Envainad las espadas hasta que yo os lo ordene —dijo Shokerandit—. No más muertes sin mi consentimiento. Y sacad este cadáver de aquí.
    Cuando los hombres hubieron cumplido de mala gana sus instrucciones, Shokerandit regresó a la casa y, malhumorado, subió las escaleras en busca del secretario.
    La mansión estaba llena de antiguos grabados, muchos de ellos obtenidos mediante prensa de acero en Rivenjk en una época en que la ciudad contaba con una nutrida colonia artística. La mayoría de los grabados ilustraban escenas propias de las salvajes regiones montañesas: cazadores sorprendiendo a osos en un claro, venados acorralados, hombres y yelks cayendo en barrancos, mujeres apuñaladas en tenebrosas forestas, niños perdidos muriendo a pares en abruptos riscos.
    Junto a la estancia del secretario había un grabado de un soldado-sacerdote en guardia ante las mismas puertas de la Gran Rueda. La figura se mantenía rígidamente erguida al tiempo que hundía mortalmente su pica en el cuerpo de un inmenso phagor surgido de un agujero. El grabado llevaba por título —en rizados caracteres sibish— «Una antigua enemistad».
    —Muy apropiado —dijo Shokerandit en voz alta, mientras golpeaba a la puerta de Evanporil y entraba sin esperar respuesta.
    El secretario, de pie junto a la ventana, disfrutaba de una taza de té de pelamontaña, con la mirada vuelta hacia el exterior.
    Shokerandit desplegó el cartel sobre su escritorio.
    —¿Por qué no me has mencionado este asunto por la mañana?
    —Tú no me lo preguntaste, mi señor.
    —¿Cuántos ancipitales tenemos en la hacienda?
    El secretario respondió sin hesitar:
    —Seiscientos quince.
    —Matarlos a todos implicaría una terrible pérdida. Por ahora, no acataremos la Nueva Acta. Primero iré a ver qué han decidido los demás terratenientes.
    El secretario Evanporil se cubrió la boca al toser:
    —No creo que sea conveniente ir al pueblo precisamente ahora. Tenemos entendido que han estallado disturbios.
    —¿Qué clase de disturbios?
    —Los clérigos, mi señor. La muerte en la hoguera del Supremo Sacerdote Chubsalid ha causado gran descontento. Ya ha pasado un décimo desde su muerte y, según me han comunicado, esta mañana han conmemorado la ocasión quemando una efigie del Oligarca. El Miembro Ebstok Esikananzi ha concurrido con algunos hombres para acallar la protesta pero no parece haberlo logrado.
    Shokerandit se sentó en una esquina del escritorio.
    —Dime, Evanporil, ¿crees que podemos darnos el lujo de perder a más de seiscientos phagors?
    —Yo no soy quién para decidirlo, señor. Sólo soy un administrador.
    —Pero, esa Acta... es tan arbitraria... ¿No crees?
    —Diría, ya que me lo preguntas, mi señor, que, si se la aplica escrupulosamente, el Acta libraría para siempre a Sibornal de la especie ancipital. Bastante ventajoso, ¿verdad?
    —Pero la pérdida inmediata de mano de obra barata.,. No creo que eso satisfaga a mi padre.
    —Quizá sea así, señor, pero el bien común... —La frase del secretario quedó en el aire.
    —Entonces, no aplicaremos el Acta hasta que mi padre haya regresado. Escribiré a Esikananzi y los demás terratenientes al respecto. Ocúpate de que los capataces reciban la orden de inmediato.
    Shokerandit pasó la tarde cabalgando alegremente por la hacienda, comprobando que no se matara a ningún phagor. Cabalgó algunas millas hasta las tierras de sus primos paternos, que poseían una hacienda en una zona más abrupta. Su mente estaba tan llena de planes que olvidó por completo a su madre.
    Aquella noche, hizo el amor con Toress Lahl como de costumbre. Algo en las palabras que murmuró, o en el modo de acariciarla, despertaron en ella una respuesta. Se transformó en otra, en una Toress generosa, imaginativa, plena, vital. Luterin se sintió poseído por algo más que una mera alegría. Era como si un don muy preciado le hubiera tocado en suerte. Valía la pena tener que sufrir a cambio de semejante, delicioso placer.
    Pasaron la noche entera sumidos en los más íntimos abrazos, lentos, salvajes, inmóviles a veces. Sus cuerpos y espíritus eran uno. Hacia la mañana, Luterin se durmió. No tardó nada en ingresar al mundo de los sueños.
    Caminaba por un paisaje ralo, casi despojado de vegetación. El suelo era pantanoso. Más adelante se extendía un lago helado cuya inmensidad excedía todo cálculo. Era el futuro: una noche todopoderosa reinaba sobre un pequeño invierno durante el Invierno Weyr. No había en el cielo ningún sol. Un animal pesado de áspero aliento venía siguiéndolo.
    Era, también, el pasado. A orillas del lago acampaban todos los hombres que habían perecido violentamente en la batalla de Isturiacha. Sus heridas continuaban abiertas, desfigurándolos. Luterin vio allí a Bandal Eith Lahl, de pie, separado del resto, con las manos en los bolsillos y la vista fija en el suelo.
    Algo gigantesco había quedado atrapado bajo el hielo del lago. Supo que el aliento que sentía provenía de allí.
    El ser emergió del lago. El hielo no se quebró. El ser era una enorme mujer de lustrosa piel negra. Se elevó y elevó, hasta tocar el cielo. Sólo Luterin la veía.
    Dirigiéndole una mirada bondadosa, la mujer le dijo:
    —Nunca tendrás una mujer que te haga enteramente feliz. Pero habrá mucha felicidad en la búsqueda.
    Y dijo mucho más, pero aquello fue lo único que recordaba Luterin al despertar.
    Toress Lahl yacía a su lado. No sólo tenía cerrados los ojos, sino que toda ella parecía haberse cerrado. Un mechón de pelo le cruzaba la cara; lo estaba mordiendo, como no hacía mucho había mordido el rabo de zorro para protegerse del frío del camino. Apenas respiraba. Luterin comprendió que estaba en pauk.
    Al tiempo, regresó. Abrió los ojos y lo miró, casi sin reconocerlo.
    —¿Nunca visitas a los de abajo? —dijo con un hilo de voz.
    —Jamás. Para nosotros los Shokerandit es sólo una burda superstición.
    —¿No querrías hablar con tu hermano muerto? —No.
    Hubo un silencio que él, tomándola de la mano, rompió:
    —¿Has estado comulgando otra vez con tu esposo?
    Ella asintió sin hablar, sabiendo que lo lastimaba. Tras una pausa, dijo:
    —¿Acaso este mundo en el que vivimos no es como un mal sueño?
    —No si vivimos de acuerdo a nuestras convicciones.
    Ella se arrimó a él y volvió a preguntar:
    —Pero, ¿no es verdad que llegará el día en que envejeceremos, en que nuestros cuerpos se marchitarán y nuestras voluntades flaquearán? Dime, ¿no es cierto? ¿Hay algo peor?
    Volvieron a amarse, impulsados esta vez más por el miedo que por el afecto.
    Poco después, una vez que hubo recorrido la hacienda y se hubo cerciorado de que todo estaba en orden, Luterin fue a visitar a su madre.
    Los aposentos de su madre estaban en la parte trasera de la mansión. Una joven sirvienta le abrió la puerta y lo condujo a la antesala de la alcoba materna. Allí estaba ella, en una pose característica, de pie, con las manos firmemente unidas por delante, la cabeza levemente ladeada y en la sonrisa un signo de interrogación.
    Él la besó. Al hacerlo, la atmósfera familiar que la acompañaba lo envolvió. Había algo en su actitud y en sus gestos que hablaba de un dolor muy íntimo, incluso —como Luterin había pensado a menudo— de una oscura enfermedad: y, aun así, una enfermedad, un dolor tan familiares que Lourna Shokerandit apenas parecía necesitar de otros rasgos personales.
    La madre habló dulcemente, sin reprocharle su demora en visitarla, y Luterin sintió que la compasión le embargaba el corazón. Percibió el tiránico paso de la edad por aquellas facciones. Las mejillas y sienes estaban más hundidas, la piel había perdido tersura. Le preguntó qué había hecho durante su ausencia. Ella alargó la mano y lo tocó con una presión muy leve, como si dudara entre atraerlo hacia sí o empujarlo.
    —No hablemos aquí. Tu tía también querrá verte.
    Lourna Shokerandit se volvió y lo guió hasta la pequeña habitación de tabiques de madera en la que pasaba gran parte de su vida. Luterin la recordaba de su infancia. Sin ventanas, sus paredes estaban decoradas con pinturas de prados soleados en medio de umbrosos caspiarneos. Aquí y allá, perdidos entre el follaje, rostros femeninos se asomaban tras marcos ovales. La tía Yaringa, la rolliza y sentimental Yaringa, bordaba en una esquina, sentada en una silla que parecía haberse adaptado a sus particulares dimensiones.
    Yaringa se levantó de un brinco y lanzó sonoros y emotivos gimoteos de bienvenida.
    —¡Por fin de vuelta, pobrecito mío! Cuánto habrás sufrido...
    Lourna Shokerandit se sentó rígidamente en una butaca tapizada de terciopelo y tomó la mano de su hijo, que había ocupado una silla a su lado. Yaringa no tuvo otra opción que regresar a su acolchado rincón.
    —Es una gran alegría tenerte de vuelta, Luterin. Temimos mucho por ti, sobre todo al enterarnos de la suerte corrida por Asperamanka y sus hombres.
    —No sé cómo, he tenido la suerte de salvar mi vida. Todos nuestros compatriotas fueron asesinados al volver a Sibornal. Fue un acto de profunda traición.
    Ella bajó la mirada y la posó en su delgado regazo, donde sus silencios solían recogerse. Por fin, sin levantar la vista, dijo:
    —Resulta extraño verte así. Estás tan... gordo. —La presencia de su hermana la hizo dudar del término adecuado.
    —He sobrevivido a la Muerte Gorda. Este es mi atuendo de invierno, madre. Me gusta y me siento perfectamente bien.
    —Te da un aspecto cómico —dijo Yaringa, aunque su comentario no fue tenido en cuenta. Después de relatar parte de sus aventuras a las damas, concluyó:
    —Debo en gran parte mi vida a una mujer llamada Toress Lahl, viuda de un borldorano al que maté en combate. Ella me cuidó devotamente cuando contraje la Muerte Gorda.
    —La devoción es la obligación de todo esclavo —dijo Lourna Shokerandit—. ¿Has visitado a los Esikananzi? Sabes que Insil se alegrará de verte.
    —Aún no he hablado con ella. No.
    —Celebraremos un banquete mañana por la noche e invitaremos a Insil y los suyos. Hay que festejar tu regreso —dijo Lourna Shokerandit, y palmeó las manos sin producir sonido.
    —Yo cantaré para ti, Luterin —dijo Yaringa. Era su especialidad.
    La expresión de Lourna cambió. Se irguió aún más en su asiento.
    —Y me dice Evanporil que has desobedecido la nueva Acta que conmina a destruir a todos los phagors.
    —Podemos reducirlos gradualmente, madre. Pero perder a los seiscientos de golpe nos obligaría a paralizar la hacienda. No creo que podamos conseguir seiscientos esclavos humanos para reemplazarlos... Además, son bastante más caros.
    —Hemos de obedecer al Estado.
    —Creo que deberíamos esperar a que regrese padre.
    —Muy bien. Por lo demás, ¿cumplirás con la ley? Es importante que los Shokerandit demos el ejemplo.
    —Claro.
    —He de decirte que esta mañana una esclava extranjera ha sido arrestada en tu habitación. La tenemos en una celda y deberá comparecer en la próxima sesión del Consejo Local.
    Shokerandit se levantó:
    —¿Con qué permiso? ¿Quién ha osado entrar en mis aposentos?
    Sin perder la compostura, su madre respondió: —La sirvienta que habías puesto al servicio de la esclava extranjera informó que ésta había entrado en estado pauk. El pauk está proscrito por la ley. Incluso un personaje de la talla del Supremo Sacerdote Chubsalid fue ejecutado por negarse a obedecer la ley. Difícilmente pueda hacerse una excepción con una esclava extranjera.
    —En este caso, se hará una excepción —dijo un pálido Shokerandit—. Con permiso —y tras inclinarse hacia su madre y su tía, abandonó la estancia.
    Hecho una furia, recorrió ruidosamente los pasillos que conducían a la sede de la guardia, donde descargó su ira rugiendo al personal.
    Mientras aleccionaba al capitán de la guardia de la hacienda, Shokerandit se decía a sí mismo: De acuerdo, me casaré con Toress Lahl. Debo protegerla contra la injusticia. Sólo uniéndose al futuro Guardián de la Rueda estará segura... Y, quién sabe, quizás este susto la prevenga de visitar el gossi de su marido tan a menudo.
    Toress Lahl fue liberada sin contratiempos y devuelta a los aposentos de Luterin. Una vez allí, se abrazaron y besaron.
    —Lamento profundamente que hayas recibido un trato tan indigno.
    —Me he acostumbrado a la indignidad.
    —Quiero que te acostumbres a algo mucho mejor. En cuanto se presente la ocasión, te llevaré a conocer a mi madre. Así, podrá ver qué clase de persona eres.
    Toress Lahl rió:
    —No creo que vaya a causarles mayor impresión a los Shokerandit de Kharnabhar.

    La fiesta en honor al retornado Luterin fue un éxito. Su madre se sacudió el letargo de encima e invitó a todos los dignatarios locales, conocidos y familiares.
    La familia Esikananzi concurrió en gran número. Acompañaban al Miembro Ebstok Esikananzi su mujer, de enfermizo aspecto, sus dos hijos, su hija Insil y un nutrido grupo de relaciones menores. Desde la última vez en que se vieron, Insil se había convertido en una atractiva mujer a la que, no obstante, un sobrecargado ceño quitaba cierta belleza, además de parecer confirmar en ella esa tendencia tan propia de los Esikananzi a recibir el destino de frente. Vestía una elegante túnica gris de terciopelo, larga hasta el suelo y adornada en el escote por el tipo de lazo que tanto la favorecía. Luterin notó cómo la formal cordialidad tras la que ella pretendió ocultar el desagrado que le causaba su metamorfosis no hizo más que acentuarlo.
    Los Esikananzi emitían un considerable tintineo; sus campanillas de cadera vibraban prácticamente a la misma frecuencia. La más sonora era la de Ebstok. Este hablaba, en un chirriante susurro, del infinito dolor que le había causado la muerte de su hijo Umat en Isturiacha. Cuando Luterin protestó, alegando que lo habían matado en la gran masacre de las afueras de Koriantura, tildaron su versión de calumnia y de propaganda campannlatiana.
    El Miembro Ebstok Esikananzi era un hombre macizo, de sombrío e intrincado semblante. El frío sufrido durante sus frecuentes partidas de caza había poblado sus mejillas de gruesas venas rojas que le surcaban el rostro como una especie de vegetal viviente. No miraba a los ojos sino a la boca de quienes se dirigían a él.
    El Miembro Ebstok Esikananzi era un hombre que creía no tener miedo a decir lo que le venía a la mente, a pesar de que este órgano parecía tener un único tema que ventilar: lo importante que era su opinión.
    Mientras daban buena cuenta de unas agusanadas patas de venado, Esikananzi dijo, dirigiéndose tanto a Luterin como al resto de los comensales:
    —Habréis oído las noticias acerca de nuestro amigo, el Supremo Sacerdote Chubsalid. Algunos de sus seguidores están armando algo de jaleo por aquí también. El condenado alentaba a traicionar al Estado. Tu padre y yo solíamos ir a cazar con Chubsalid en los viejos tiempos. ¿Lo sabías, Luterin? Bueno, lo hicimos en una ocasión. El traidor era de Bribahr, así que no hay de qué sorprenderse... Había visitado los monasterios de la Rueda. Luego se le metió en la cabeza que tenía que hablar en contra del Estado, nada menos que él, el amigo y protector de la Iglesia.
    —Lo han quemado por ello, padre, si eso te sirve de consuelo —dijo riendo uno de sus hijos.
    —Desde luego que sí. Y sus propiedades de Bribahr serán confiscadas. Me pregunto a manos de quién irán a parar. Que lo decida la Oligarquía. Lo importante es que, a medida que se acerca el invierno, podamos defendernos de la anarquía. Las cuatro tareas actuales de Sibornal son muy claras: unificar el continente, reprimir de inmediato toda actividad subversiva, ya sea económica, religiosa o académica...
    La voz siguió desgranando su discurso y Shokerandit bajó la vista al plato. Había perdido el apetito. El tiempo atribulado que había pasado lejos de Shivenink había modificado a tal punto su visión del mundo que la sola presencia de los Esikananzi, tan cercanos a él en el pasado, ahora le resultaba opresiva. De pronto, el dibujo del plato desató en su conciencia una oleada de nostalgia: se trataba de una de las exportaciones de Odim, llegada, en épocas mejores, de su almacén de Koriantura. Recordó con afecto a Eedap Mun Odim y a su bondadoso hermano... y luego, con culpa, pensó en Toress Lahl, a quien había encerrado en su alcoba para que estuviera más segura. Cuando alzó la vista, se encontró con la fría mirada de Insil.
    —La Oligarquía tendrá que pagar por la muerte del Supremo Sacerdote—dijo—, así como por el exterminio del ejército de Asperamanka. ¿Por qué hacer del invierno una excusa para subvertir todos nuestros valores humanos? Con vuestro permiso.
    Se levantó de la mesa y abandonó el salón.
    Finalizada la cena, su madre utilizó mil reproches para convencerlo de que volviera a reunirse con los invitados. Obediente, Luterin se sentó cerca de Insil y su familia. Conversaron de cosas triviales hasta que un esclavo trajo consigo a una phagor que había aprendido algunos juegos malabares. Guiada por el látigo de su maestro, la gillot hizo equilibrio sobre uno u otro pie al tiempo que sostenía un plato con los cuernos.
    Luego, un grupo de esclavas danzaron mientras Yaringa Shokerandit hacía su número, cantando canciones de amor de los Palacios de Otoño.

    Si mi corazón fuese libre, sí fuese libre
    y salvaje como el torrentoso Venj...

    —¿Es el tuyo un comportamiento incivil o simplemente castrense? —le preguntó Insil, por debajo de la música—. ¿O es que te estás adelantando a nuestro matrimonio?
    Él la miró y sonrió: su rostro le era familiar y también su estilo, áspero y provocador. Admiró el espumante lino que le ceñía el escote y los hombros, y comprobó que sus pechos habían crecido desde la última vez que se vieron.
    —¿Qué es lo que esperas, Insil?
    —Espero que haremos lo que se espera de nosotros, como personajes de una obra. Parece ser lo debido en momentos como éste, en los que, como le has recordado tanto a papá, nos despojamos de los valores ordinarios como si fueran prendas de vestir para recibir el invierno desnudos.
    —Todo depende, en realidad, de lo que esperamos de nosotros mismos. Es cierto, la barbarie llegará. Pero podemos enfrentarnos a ella.
    —Se dice que en Campannlat, después de la derrota que les infringisteis a sus varias naciones salvajes, han estallado guerras civiles y la civilización empieza a tambalear. Disturbios que debemos evitar aquí a toda costa... Pero, ¿a que no recordabas oírme hablar así de política? ¡Esto sí que es barbarie!
    —Supongo que habrás oído más de una vez las prédicas de tu padre en contra de los peligros de la anarquía. Por mi parte, lo único que encuentro bárbaro es tu escote.
    Al reír Insil, el cabello le cubrió la frente:
    —Luterin, no lamento en absoluto verte de nuevo, incluso con ese ridículo disfraz de tonel que llevas. Vayamos a hablar en algún sitio más recogido mientras tu señora tía deja que ese horrible río le arrebate el corazón.
    Excusándose, fueron hasta una helada recámara, donde las llamas de biogás silbaban una constante y amonestadora nota.
    —Ahora podemos intercambiar palabras, y esperar que sean más cálidas que esta sala —dijo ella—. Uf, cómo odio Kharnabhar. ¿Cómo has podido cometer la estupidez de volver? No habrá sido por mí, ¿verdad? —Y lo miró de reojo.
    Él iba y venía delante de ella:
    —Aún conservas tus antiguas maneras, Insil. Tú fuiste mi primera torturadora. Ahora tengo más. Estoy atormentado. .., atormentado por la maldad de la Oligarquía. Atormentado por la idea de que, con sólo desearlo, una sociedad compasiva podría sobrevivir al Invierno Weyr, y no una cruel y opresiva como la nuestra. Verdadera maldad; el Oligarca dispuso la destrucción de su propio ejército. Sin embargo, reconozco que Sibornal debe convertirse en una fortaleza, someterse a leyes duras, si no quiere sucumbir al frío como le ocurrirá a Campannlat. Créeme, ya no soy tan infantil como antes.
    Insil pareció recibir el discurso sin entusiasmo. Se apoyó en una silla.
    —Bueno, de que has cambiado no hay duda, Luterin. Tu aspecto me ha molestado al principio. Sólo cuando te dignas a sonreír, cuando no estás refunfuñando hacia el plato, entonces vuelves a ser tú mismo. Pero, tu volumen... Espero que mis deformidades permanezcan ocultas. Cualquier medida, por dura que sea, contra la plaga está justificada si nos ahorra eso. —La campanilla, subrayando sus palabras, despertó a la vez en Luterin un fragmento dormido de su pasado. —La metamorfosis no es una deformidad, Insil; es un hecho biológico. Natural.
    —Ya sabes cuánto odio la naturaleza.
    —Eres tan susceptible...
    —¿Y tú? ¿Por qué te muestras tan susceptible a los actos del Oligarca? No son más que otra parte de lo mismo. Tu moralidad resulta tan aburrida como la política de papá. ¿A quién le importa si se mata a unas cuantas personas y phagors? ¿Acaso no es la vida una gran partida de caza?
    El la miró; delgada y tensa, había cruzado los brazos para guarecerse del frío. Sintió que recuperaba parte del afecto que había sentido por ella:
    —Por la Escrutadora, sigues discutiendo y provocando como antes. Lo encuentro admirable, pero ¿podré soportarlo toda una vida?
    Ella replicó, risueña:
    —Quién sabe lo que a la postre tendremos que soportar. Las mujeres necesitamos ser más fatalistas que los hombres. El papel de la mujer es escuchar y yo, cuando escucho, todo lo que oigo es el aullido del viento. Prefiero el sonido de mi propia voz.
    Por primera vez, Luterin la tocó:
    —Entonces, ¿qué es lo que esperas de la vida, si ni siquiera puedes soportar mirarme?
    Ella se puso de pie y dijo, sin mirarlo:
    —Quisiera ser hermosa. Ya sé que no tengo una buena cara: sólo dos perfiles enganchados entre sí. Entonces podría eludir el destino o, al menos, encontrar uno más interesante.
    —Ya eres interesante.
    Insil sacudió la cabeza:
    —A veces me parece estar muerta. —Su tono carecía de énfasis; podría haber estado describiendo un paisaje.— No quiero nada que conozca y muchas cosas de las que lo ignoro todo. Odio a mi familia, mi casa, este lugar. Soy fría, dura, desalmada. Mi alma debe de haberse volado un día por la ventana, quizá cuando tú estuviste un año entero haciéndote el muerto... Soy aburrida y me aburro. No creo en nada. Nadie me da nada porque soy incapaz de dar ni de recibir nada.
    Luterin sintió pena por la pena de Insil, pero nada más. Como antes, ella seguía dejándolo perplejo:
    —Tú me has dado mucho, Insil, desde que éramos niños.
    —Sospecho también que soy frígida. No puedo soportar que me besen. Tu compasión me parece despreciable. —Y, como si le costase demasiado admitirlo, le dio la espalda para decir:— En cuanto a la idea de hacer el amor contigo en tu estado actual..., bueno..., me repugna..., no sé..., en todo caso, no me resulta nada atractivo.
    A pesar de que su comprensión humana no era muy profunda, Luterin atisbo en la frialdad con que Insil trataba a los demás algo de su vieja costumbre de maltratarse. Una costumbre cada vez más enraizada en ella. Quizá todo lo que había dicho antes fuese cierto: Insil siempre había buscado la verdad.
    —No te pido que hagas el amor conmigo, querida Insil. Hay alguien a quien amo y con quien pretendo casarme.
    Ella seguía dándole la espalda, aunque no del todo. El lazo del escote rozaba su magra mejilla izquierda. Pareció encogerse, menguar. La débil luz de gas produjo un tenue reflejo en la piel de su nuca. Entonces, un gemido suave y profundo brotó de su garganta. Como no pudo reprimirlo tapándose la boca, empezó a golpearse los muslos con los puños.
    —¡Insil! —Luterin, alarmado, la contuvo.
    Cuando se volvió hacia él, ya llevaba otra vez la máscara protectora de la risa:
    —¡Oh, vaya, toda una sorpresa! Parece que después de todo sí hay algo que siempre he deseado, algo que jamás imaginé desear... Aunque, claro, soy demasiado buena pieza para ti, ¿no es verdad?
    —No, no es así, no es un rechazo. —Ah, sí... Algo he oído. La esclava que escondes en tus habitaciones... Prefieres casarte con una esclava antes que con una mujer libre porque, como todos los hombres de por aquí, necesitas a alguien a quien puedas poseer sin contradicciones.
    —No, Insil, te equivocas. Tú no eres una mujer libre. La esclava eres tú. Te tengo cariño, Insil, y siempre te lo tendré, pero eres prisionera de tu propio ser.
    Ella rió casi sin sorna:
    —Ahora sabes mucho acerca de mí, ¿verdad? Antes siempre te dejaba perplejo, o eso decías. Bien, pues eres despiadado. ¿Tenías que decírmelo así, sin ninguna advertencia? ¿Por qué no se lo comunicaste antes a mi padre, como lo exigen las convenciones? Tú siempre has respetado las convenciones.
    —Primero tenía que hablar contigo.
    —¿Sí? ¿Ya le has comunicado la simpática novedad a tu madre? ¿En qué quedan ahora los lazos entre los Shokerandit y los Esikananzi? ¿Has olvidado que es muy posible que nos obliguen a casarnos en cuanto regrese tu padre? Tú tienes tus obligaciones y yo las mías, y hasta ahora ninguno de los dos se había apartado de ellas. Pero quizá yo sea más valiente que tú. Y si llega un día en el que nos obliguen a compartir el mismo lecho, te devolveré entonces el daño que tú me has hecho hoy.
    —¿Qué es lo que te he hecho, en nombre de la Escrutadora? ¿Te da rabia que comparta contigo tu falta de entusiasmo por nuestro matrimonio? ¡Di algo sensato, Insil!
    Pero ella se limitó a mirarlo fríamente con sus ojos oscuros bajo el pelo revuelto. Recogiendo su pesada falda con una mano, se llevó la otra a la pálida mejilla y abandonó de prisa la habitación.
    Por la mañana, después de que Toress Lahl se bañara y vistiera ayudada por una esclava, Luterin la presentó a su madre y anunció formalmente su intención de casarse con ella en lugar de hacerlo con Insil Esikananzi. Su madre lloró y amenazó —en especial, con la ira de su es-poso— y por fin se retiró a su alcoba.
    —Saldremos a cabalgar —dijo Luterin con calma, encajándose la pistola en el cinto y sujetando un rifle corto con un portafusil—. Te enseñaré la Gran Rueda.
    —¿He de cabalgar detrás de ti?
    Él la miró con prudencia:
    —Ya has oído lo que le dije a mi madre.
    —He oído lo que le dijiste a tu madre. Sin embargo, todavía no soy una mujer libre; además, no estamos en Chake.
    —Cuando regresemos, haré que mi secretario redacte tu cédula de libertad. Hay cosas así. Pero no perdamos más tiempo aquí dentro.
    Luterin se dirigió con impaciencia a la puerta, donde dos mozos de cuadra los esperaban con dos yelks ya ensillados.
    —Algún día te enseñaré los secretos del yelk —dijo Luterin mientras atravesaban la hacienda—. Éstos son de una raza doméstica criada por mi padre, y por el padre de mi padre.
    Una vez fuera de los límites de la hacienda, buscaron la dirección del viento. No había más que un palmo de nieve cubriendo el suelo. A cada lado de la senda, marcas rayadas aguardaban la llegada de las grandes neviscas.
    El camino al pico de Kharnabhar pasaba junto a las tierras de los Esikananzi. Luego la senda serpenteaba entre esbeltos caspiarneos de ramas aterciopeladas por la escarcha. A medida que avanzaban, distintas voces de campanas se adelantaron a la visión de Kharnabhar, que pronto surgiría de entre las nubes.
    Allí todo eran campanas, tanto fuera como dentro. Lo que antes había cumplido una función —actuando como referencia para quien se perdiese en la niebla o la ventisca— era ahora una moda.
    Toress Lahl aferró las riendas de su yelk y miró hacia adelante, llevándose el brazo a la cara para protegerse la boca. Más allá se extendía la aldea de Kharnabhar, con los hospedajes de los peregrinos y las cuadras de un lado del camino principal y las casas de quienes trabajaban en la Gran Rueda del otro. La mayoría de los edificios tenían campanas en sus tejados, cubiertas por cúpulas, cada una con su sonido particular; quizá no se las viera cuando hacía mal tiempo pero sin duda se las podía oír.
    La senda proseguía colina arriba hasta la entrada de la Gran Rueda. Aquella entrada, casi legendaria, había sido ornamentada por los Arquitectos con gigantescos remeros barbados. Conducía a las profundidades del monte Kharnabhar, que dominaba la aldea.
    Varios edificios trepaban por su ladera; muchos eran capillas o mausoleos erigidos por los peregrinos en este lugar sagrado por excelencia. Algunos de ellos, posados en grandes peñones, desafiaban sólidamente la nieve. Otros estaban en ruinas.
    Shokerandit abarcó con el brazo lo que se extendía ante ellos:
    —Mi padre está a cargo de todo esto. —Se volvió hacia ella.— ¿Quieres mirar la Rueda más de cerca? Nadie está allí por la fuerza. Hoy en día hay que ofrecerse como voluntario para obtener un puesto en la Rueda.
    Avanzaron. Toress Lahl dijo:
    —No sé por qué imaginé que se vería parte de la Rueda desde fuera.
    —Toda ella está dentro de la montaña. Ésa es la idea. Oscuridad. Oscuridad y saber.
    —Creí que era la luz la que generaba el saber.
    La gente local, empujándose, observaba atónita sus siluetas metamorfoseadas. Algunos lucían un avanzado bocio, una enfermedad frecuente en las regiones montañosas alejadas de la costa. Mientras alcanzaban la entrada a la Rueda junto con Toress Lahl y Shokerandit, los supersticiosos locales hicieron el signo del círculo.
    Ya más cerca, pudieron ver un poco más: los grandes muros en forma de rampa que bajaban de ambos lados, como si quisiesen vertir a la humanidad en las entrañas de la roca. Sobre la entrada, protegida de los aludes por un toldo, una escena rudamente tallada presentaba la simbología de la Rueda. Remeros en sus amplias vestimentas impulsaban la Rueda a través del cielo, donde podían reconocerse algunos de los signos zodiacales: el Peñón, el Viejo Perseguidor, el navío Dorado. Las estrellas brotaban del seno de una impresionante figura maternal que, parada a un lado de la arcada, atraía hacia sí a los fieles.
    Los peregrinos, empequeñecidos ante la monumentalidad de las figuras, se hincaban de rodillas en el portal, invocando en voz alta el nombre del Azoiáxico.
    Ella suspiró:
    —Es espléndido, sin duda.
    —Para ti, puede que sólo sea espléndido. Para aquellos de nosotros que hemos sido educados en esta religión, es como la vida, la fuente de donde obtener la confianza para afrontar las vicisitudes de esta vida.
    Desmontando con agilidad, Luterin se cogió a la silla de Toress Lahl y le dijo, mirándola desde abajo:
    —Un día, si mi padre me considera digno de ello, quizá me convierta en Guardián de la Rueda. El sitio le correspondía a mi hermano, por ser el primogénito. Pero murió. Espero que me llegue la ocasión.
    Ella le devolvió la mirada, sonriendo amistosamente pero sin comprenderlo:
    —El viento ha amainado.
    —Suele suceder aquí. El monte Kharnabhar es muy alto, es la cuarta cima del mundo, según dicen. Pero detrás de él, totalmente envuelto en nubes, se eleva el monte Shivenink, que es más alto aún y que protege a Kharnabhar de los vientos polares. El Shivenink alcanza las siete millas; es el tercer pico del mundo en altura. Tal vez pueda enseñártelo en otra ocasión.
    Sorprendido por su propio entusiasmo, Luterin se sumió en el silencio. Deseaba mostrarse feliz, confiado, como hacía unos instantes. Pero el encuentro de la tarde anterior lo había turbado. Volvió a montar bruscamente sobre su yelk y se alejó de la entrada a la Rueda. Sin formular palabra, se abrió camino por la calle principal de la aldea, donde los peregrinos se amontonaban junto a las tiendas y los negocios de campanas. Algunos de ellos masticaban bollos calientes que llevaban estampado el signo de la Gran Rueda.
    Detrás del poblado había un barranco empinado por el que un sendero bajaba caracoleando hasta un valle lejano. Los árboles crecían muy juntos y grandes rocas asomaban entre sus troncos. Aquí y allá surgían parches de nieve, con lo que el camino resultaba aún más trai-cionero. Los yelks ponían sumo cuidado en cada paso, y las campanillas de sus sillas se mezclaban al tintinear con las voces de las aves posadas en las ramas más altas y con el sonido del agua cayendo sobre las rocas. Shokerandit cantaba para sí. Batalix iluminaba débilmente la senda pero el valle abrupto que se extendía allá abajo estaba sumido en sombras.
    Luterin se detuvo en una bifurcación. Un camino subía ladera arriba, el otro bajaba. Cuando ella lo alcanzó, le dijo:
    —Dicen que este valle se llenará de nieve cuando llegue el verdadero Invierno Weyr..., algo que quizá lleguen a presenciar mis nietos, si es que alguna vez los tengo. Vayamos por arriba; es el camino más fácil para ir a casa.
    —¿Adonde lleva la senda inferior?
    —Hay una vieja iglesia allá abajo, fundada por un rey de tu parte del mundo; quizá te interese. A su lado, mi padre construyó un santuario a la memoria de mi hermano.
    —Me gustaría verlos.
    La senda se hizo más escarpada. Algunos árboles caídos obstruían el paso. Shokerandit frunció los labios al comprobar el abandono en que habían caído ciertas zonas de la hacienda. Pasaron bajo una cascada y luego atravesaron un lecho nevado. Las nubes se aferraban a la la-dera. A su alrededor, cada pequeña hoja brillaba. La luz era escasa.
    Rodearon el campanario, con su campana colgando silenciosa. Al alcanzar el nivel del suelo, descubrieron que un pequeño alud de nieve había sellado la puerta.
    Como nativa de Borldoran, Toress Lahl reconoció de inmediato el estilo embruddoqués de la iglesia. La mayor parte del edificio era de construcción subterránea. Una escalerilla descendía alrededor del cimborrio para dar tiempo a los fieles de apartar las cosas mundanas de su mente antes de entrar.
    Toress Lahl apartó algo de nieve y espió a través de la estrecha ventanilla rectangular de la puerta. Dentro, la oscuridad parecía imponerse a la poca luz que entraba desde arriba. Detrás de un altar circular, el retrato de un viejo dios miraba hacia abajo. Toress Lahl sintió cómo se le aceleraba la respiración.
    Aunque no lograba recordar el nombre de la divinidad, conocía perfectamente el del rey cuyo busto y títulos, debidamente protegidos, aparecían bajo el porche, encima de la puerta. Se trataba de Jandol Anganol, rey de Borlien y Oldorando, los países que se unirían para formar Borldoran.
    Su voz tembló al hablar:
    —¿Es por esto que hemos venido aquí? Este rey es un antiguo ancestro mío. Allí de donde soy, su nombre sigue siendo proverbial, a pesar de que murió hace ya casi cinco siglos.
    Luterin repuso, lacónico:
    —Ya sé que el edificio es antiguo. Mi hermano yace cerca. Ven a ver.
    Ella tardó un instante en recomponerse y seguirlo, repitiendo para sí: «Jandol Anganol...».
    Él se quedó mirando un montón de piedras, puestas una sobre otra, y coronadas con un bloque circular de granito. El nombre de su hermano —FAVIN— estaba grabado en el granito, junto con el símbolo sagrado del círculo dentro del círculo.
    Toress Lahl desmontó en actitud respetuosa y se quedó al lado de Luterin. El mojón era un objeto brutal comparado con la capilla delicadamente trabajada. Al fin Luterin se volvió y apuntó a las rocas que se alzaban por encima de ellos.
    —¿Alcanzas a ver dónde empiezan las cascadas?
    Muy arriba asomaba un saliente de roca. El agua caía desde el borde unos treinta metros antes de golpear la piedra. Oían el sonido del agua, que descendía hacia el valle.
    —Llegó aquí cabalgando un hoxney, cuando el tiempo era más apacible. Se lanzaron al abismo, montura y jinete. El Azoiáxico sabe por qué lo hizo. Mi padre estaba en casa. Fue él quien lo encontró, muerto en este mismo lugar. Erigió este mojón en su memoria. Desde entonces no se nos ha permitido pronunciar el nombre de mi hermano. Pienso que padre tenía el corazón tan destrozado como yo.
    —¿Y tu madre? —preguntó ella luego de una pausa.
    —Oh, ella también estaba muy trastornada, por supuesto. —Alzó otra vez los ojos hacia la cascada, mordiéndose el labio.
    —Piensas bien de tu padre, ¿no es así?
    —Como todos. —Se aclaró la garganta y continuó:— La influencia que tuvo sobre mí fue inmensa. Quizá si hubiera estado ausente menos tiempo, no lo sentiría tan próximo. Toda la gente lo considera un hombre santo, como tu antecesor, el rey.
    Toress Lahl se rió. —Jandol Anganol no es un hombre santo. Se lo considera uno de los villanos más crueles de la historia; destruyó la antigua religión y quemó al líder, con todos sus seguidores.
    —Bueno, aquí lo conocemos como hombre santo, y todos hablan de él con respeto y reverencia.
    —¿Por qué vino aquí?
    Luterin sacudió la cabeza, impaciente. —Porque esto es Kharnabhar. Todo el mundo quiere venir aquí. Quizás estaba haciendo penitencia por sus pecados...
    Ella no replicó.
    Él se quedó mirando el valle, entre las borrosas colinas. —No hay amor más auténtico que el que une a padre e hijo, ¿no estás de acuerdo? He crecido, he conocido otras clases de amores, todos con un encanto propio. Ninguno tenía la pureza, la claridad, del amor que tengo por mi padre. En todos los otros hay problemas, conflictos. El amor al padre no se discute. Desearía ser uno de sus perros de caza, para poder mostrarle una total obediencia. A veces se interna en los bosques caspiarnos durante meses. Si yo fuera un perro de caza, podría ir siempre pisándole los talones, siguiéndolo a todas partes.
    —Comiendo las sobras que él te echa.
    —Lo que a él se le antoje.
    —No es sano sentirse así.
    Él se volvió hacia ella con aire orgulloso. —Ya no soy un chico. Puedo buscar lo que me complace o puedo someter mi voluntad. Así no es tan difícil estar con todos. Se necesitan compasión y firmeza. Tenemos que luchar contra las leyes injustas. Evitar que la anarquía nos domine. El invierno será soportable. Cuando llegue la primavera, Sibornal emergerá más fuerte que nunca. Nos esperan cuatro tareas. Unificar el continente. Rectificar los trabajos y organizarlos teniendo en cuenta el agotamiento de los recursos... Bueno, nada de eso tiene que ver contigo...
    Ella estaba de pie, apartada. Las vaharadas del aliento se le formaban y dispersaban sin encontrarse.
    —¿Qué papel desempeño en tus planes?
    Le gustó la franqueza de ella, aunque la pregunta le pareció inquietante. En compañía de Toress Lahl se sentía en un mundo diferente al de Insil. De pronto, en un impulso, se volvió y la abrazó, mirándola a los ojos antes de besarla brevemente. Dio un paso atrás, tomando aliento, bebiendo de la expresión de ella. Luego se adelantó otra vez y la besó con mayor concentración.
    Aunque ella le respondió de algún modo, él no pudo evitar pensar en Insil Esikananzi. Por su parte, Toress Lahl luchaba también contra los labios fantasmales de su marido muerto.
    Se separaron. —Ten paciencia —dijo él como hablándose a sí mismo. Ella no respondió.
    Luterin volvió a montar y echó a andar por el camino que subía entre los árboles oscuros. Las campanillas que colgaban de los arreos del animal tintinearon. La pequeña capilla nevada se hundió detrás de ellos, perdiéndose pronto en la oscuridad.
    Cuando llegó, lo esperaba una nota de Insil. La abrió de mala gana, pero contenía sólo una velada referencia a la discusión de la noche anterior. Decía:

    Luterin:
    Pensarás que soy dura, pero hay otras más duras. Te proponen peligros que yo nunca podría proponerte.
    ¿Recuerdas que una vez conversamos sobre la muerte de tu hermano? Ocurrió, a no ser que yo lo soñara, después de haberte recuperado de ese extraño interludio horizontal que sigue a la muerte. Tu inocencia es heroica. Pronto te diré más.
    Te ruego que emplees la astucia. Guarda un tiempo nuestro secreto, en tu propio beneficio.
    Insil.


    —Demasiado tarde —dijo él, impaciente, convirtiendo la nota en una pelota de papel.





    XIV
    EL MAYOR CRIMEN


    Pero, ¿cómo puede alguien estar seguro de que esos tutelares espíritus biosféricos, la Escrutadora Original y Gaia, tienen verdadera existencia?
    No hay pruebas objetivas, así como la empatía no es mensurable. Las microbacterias nada saben de la humanidad: viven en mundos demasiado diferentes. Sólo la intuición permite a la humanidad ver y oír las pisadas de esos espíritus geoquímicos que han manejado la vida de todo un mundo como si se tratara de un simple organismo.
    Es también la intuición quien dice a la humanidad que para vivir de acuerdo con el espíritu ha de renunciar a las posesiones y ha de evitar dominar a otros. Fueron precisamente esos hombres, reunidos en secreto en la colina Icen, alejados de todo contacto humano, a resguardo de toda comunicación con el exterior, quienes más febrilmente intentaron apoderarse del mundo.
    ¿ Y si ellos hubieran tenido éxito?
    Los espíritus biosféricos son compasivos y adaptables. La intuición nos dice que siempre hay alternativas. Homeostasis no es fosilización sino vitalidad en equilibrio.
    Los primeros cazadores tribales que quemaron los bosques para asegurar la presa, dieron nacimiento a los ecosistemas de ¡as grandes sabanas. La mutabilidad alimenta los controles ci-bernéticos de Gaia.
    La capa gris de la Escrutadora Original está desplazándose a través de Heliconia. Los seres humanos la desafían o la aceptan, de acuerdo con la naturaleza de cada uno. Más allá de la indeseable posesividad humana, las criaturas salvajes toman sus propias disposiciones. Los brassimips acumulan alimentos en sitios subterráneos, donde pueden seguir creciendo y desarrollándose. Los pequeños crustáceos de tierra, los jibóvagos, congregados a millares en la cara interior de las piedras de alabastro, segregan un ácido que abre habitáculos en la piedra y extraen de fuera la luz que necesitan. Las ovejas cornudas de la montaña, el asokin salvaje, el timoroon, el flambreg en las llanuras devastadas, se entregan a duras batallas de cortejamiento. Hay tiempo para un nuevo apareamiento y quizá para otro más; el número de nuevos vástagos será decidido por la temperatura, los suministros de comida, la habilidad, el coraje.
    También aquellos seres que no podían ser considerados humanos, obligados por un capricho evolutivo a permanecer en las márgenes de los hogares de la humanidad —aunque con la mirada anhelante puesta en los Juegos ardientes—, se preparaban a su manera para el invierno.
    Las tribus de los driats, dotados de lenguaje y muy capaces de maldecir en él, descendían maldiciendo de las colinas hacia las costas rocosas de su continente, donde encontrarían comida en abundancia. Los migratorios madis, obligados a abandonar sus moribundos ucts, buscaban refugio en el oeste, dispuestos a saquear las ciudades en ruinas abandonadas por el hombre. Los nondads se retiraban a sus agujeros subterráneos, cavados entre las raíces de los grandes árboles, donde vivirían sus esquivas vidas de manera muy similar a como lo habían hecho durante los espléndidos días veraniegos.
    En cuanto a la raza ancipital, cada nueva generación podía observar cómo el mundo recuperaba las condiciones previas a la invasión de sus cielos por parte de Freyr. Para sus mentes eotemporales, el estereotipo del futuro y el del pasado se iban acercando paso a paso. En las amplias llanuras de Campannlat, los phagors ganaban en fuerza, alimentándose gracias a las cre-cientes manadas de yelks y biyelks, y cada vez se volvían más osados en sus ataques contra los Hijos de Freyr. Tan sólo en Sibornal, donde nunca habían logrado imponerse, se veían sometidos a los contraataques organizados de los humanos. Podría presumirse que todas estas criaturas estaban rivalizando unas con otras. Y, en cierto modo, así era. Sin embargo, en un sentido más global, nada las enfrentaba, estaban unidas. La gradual desaparición de lo verde diezmaba su número pero no su esencia. En definitiva, todas dependían de los fangos anaeróbicos de las cuencas marinas de Heliconia, encargados de retener el carbón y mantener el nivel de oxígeno atmosférico a fin de que, tanto en tierra como en el mar, no se interrumpiesen los procesos de respiración y fotosíntesis.
    Incluso podría llegar a decirse que todas estas criaturas constituían la vida activa del planeta. Y, en cierto modo, así era. Pero una buena mitad de la vida de Heliconia se encontraba en las praderas tridimensionales de los mares. Era una masa vital compuesta, en su mayor parte, por microflora unicelular. Allí estaba la verdadera reserva de vida, para la cual nada fundamental cambiaría por más que Freyr se acercara o alejase.
    La Escrutadora Original mantenía en equilibrio a todas las fuerzas vitales. ¿Cómo era posible la vida en el planeta? Habiendo vida en el planeta. ¿Qué pasaría sin vida? No podría haber vida. La Escrutadora Original era un espíritu eminentemente marino: no ya un espíritu separado y dotado de mente sino una vasta entidad cooperativa, creadora de bienestar desde el centro de una furibunda tormenta química. Y la Escrutadora Original estaba obligada a aguzar aún más su ingenio que su gemela Gaia de la cercana Tierra.
    Algo apartados de los restantes seres vivos, desde algas hasta jibóvagos y ovejas, estaban los humanos de Heliconia. Estas criaturas, tan dependientes de la biosfera homeostática como todas las restantes, se habían elevado a sí mismas a una categoría especial. Habían desarrollado un lenguaje. En un universo de sonidos inarticulados, habían pergreñado su propio umwelt de palabras.
    Tenían canciones y poemas, dramas e historias, debates, lamentos y proclamas con las que hacer hablar al planeta. Con las palabras llegó la capacidad de inventar. En cuanto hubo palabras, hubo historia. La historia era a las palabras como Gaia a la Tierra y la Escrutadora Original a Heliconia. Ningún planeta tenía historia hasta que la humanidad entró charlando en escena y la inventó, de modo que expresase lo que para cada generación eran los hechos.
    Hubo en Heliconia visionarios que, en ese momento de crisis de los asuntos humanos, percibieron la existencia de la Escrutadora Original. Pero siempre había habido visionarios en aquel planeta, a menudo inarticulados porque allí, en el umbral del lenguaje, era donde trabajaban. Los visionarios de Heliconia percibían algo azoiáxico en el universo, algo superior a la vida a cuyo alrededor toda la vida giraba, algo que al mismo tiempo no vivía y era la Vida.
    La visión no se ajustaba del todo a las palabras. Pero, justamente porque había palabras, la veracidad de la visión era difícil de verificar. Las palabras carecen de peso atómico. El universo de las palabras carece de criterios definitivos que se correspondan con la vida y la muerte en el universo inarticulado. Es por ello que puede inventar mundos imaginarios que no mueren pero tampoco viven.

    Uno de aquellos mundos era el perfecto estado sibornalés visualizado por la Oligarquía. Otro de ellos era el perfecto universo del Dios Azoiáxico visualizado por los mayores de la Iglesia de la Paz Formidable. Debido a la desobediencia de los edictos del Oligarca y a la consiguiente muerte en la hoguera del Supremo Sacerdote Chubsalid, ambas perfecciones imaginarias habían dejado de coincidir. Después de largos períodos de idílica identidad, la Iglesia y el Estado descubrían para su mutuo horror que estaban opuestos la una al otro.
    Muchos de los principales clérigos, como Asperamanka, estaban demasiado sometidos a la autoridad estatal como para protestar. Fueron, por tanto, las bases de la Iglesia, los frailes menores, los monjes más humildes, los religiosos más cercanos al sentir del pueblo, quienes dis-pararon la alarma.
    Un Miembro de la Oligarquía denunció a los «predicadores embozados que, yendo de un lado a otro, difunden falsos rumores entre las gentes sencillas», parafraseando inconscientemente las palabras que, muchos siglos antes, había proferido Erasmo en la Tierra. Pero la Oligarquía no defendía precisamente el humanismo. Su respuesta a los oprimidos consistía sencillamente en incrementar la opresión.
    Una vez más aparecía la enantiodromia. Una brecha surgida en medio de las filas que se cerraban, Y cuando la unidad parecía un hecho, las divisiones se acentuaron.
    La Oligarquía sacó provecho de la situación. Ahora podía utilizar la reciente inquietud interna como excusa para imponer medidas más severas todavía. El ejército que regresaba victorioso de Bribahr fue redistribuido por las ciudades y aldeas de Uskutoshk. El pueblo, hosco pero acobardado, asistió impotente al fusilamiento de sus frailes.
    La ola de protestas llegaría incluso hasta Kharnabhar.
    Ebstok Esikananzi se reunió con Luterin para tratar el tema, y le miró la boca en lugar de los ojos mientras éste le aconsejaba cautela. También recibió a otros altos funcionarios, partidarios tanto de una como de otra postura. Luterin se encerró durante varias horas con el secretario Evanporil y demás subordinados. Estando pendiente su propia suerte, ¿cómo podía decidir la suerte de toda la provincia?
    El caso es que la Gran Rueda se vio involucrada en la disputa. Aunque administrada por la Iglesia, el territorio en el que se alzaba estaba bajo el control de un gobernador laico nombrado por el Guardián. La brecha entre laicos y clero se ensanchaba. Chubsalid no había caído en el olvido.
    Tras dos días de discusiones, Luterin hizo lo que siempre había hecho al sentirse oprimido. Escapó.
    Con un montero y un buen sabueso, cabalgó hacia la espesura, internándose en los casi ilimitados bosques montañeses que rodeaban Kharnabhar. En aquel momento había tormenta, pero no la tuvo en cuenta. Perdidos aquí o allá entre los valles, escondidos en las forestas de caspiarneos, había refugios de caza y templetes en los que un hombre podía resguardar su montura, protegerse del clima y dormir. Al igual que su padre, sencillamente se desvaneció para la humanidad.
    A menudo partía con la ilusión de encontrárselo. Imaginaba la escena con los ojos de la mente. Veía a su padre en el centro de un grupo de cazadores pesadamente vestidos, la nieve danzando a su alrededor. En las hombreras de cuero, halcones encapuchados. Un biyelk tiraba de un trineo cargado con las piezas cobradas. El aliento de los perros se elevaba en el aire frío. Su padre desmontaba rígidamente y, brazos extendidos, iba hacia él.
    Su padre sabría de su heroísmo en Isturiacha y lo felicitaría por haber escapado con vida de Koriantura. Se abrazaban...
    Luterin y su acompañante no se cruzaron con nadie ni oyeron más que el estruendo de los glaciares. Pasaron las noches en lejanos refugios, donde la aurora parpadeaba muy por encima de los bosques.
    Por más cansado que estuviera, por más animales que matase, Luterin no conseguía librarse de sus pesadillas nocturnas. Lo abrumaba la obsesiva sensación de que escalaba, no en medio del bosque, sino a través de habitaciones abarrotadas de insólitos muebles y antiguas pertenencias. El horror parecía haberse afincado en aquellas habitaciones. Pero no conseguía encontrar ni huir de aquello que lo espantaba.
    Varias veces despertaría imaginando que la parálisis había vuelto a atraparlo. Muy poco a poco lograba reconocer el entorno, y trataba entonces de calmarse pensando en Toress Lahl; pero una y otra vez aparecía Insil junto a ella.
    Al menos su madre se había encerrado nuevamente en sus aposentos después del banquete, de modo que la noticia de su ruptura con Insil no habría llegado muy lejos.
    Reconocía las muchas razones que hacían de Insil una futura esposa perfecta para él. En ella vibraba el espíritu indómito de Kharnabhar.
    Toress Lahl, en cambio, era una exiliada, una extranjera. ¿Y si su pretensión de casarse con ella no era más que una demostración de independencia?
    Odiaba no haber podido decidirse todavía. Pero hasta que su propia situación no se aclarase, la decisión al respecto tendría que esperar. Ello implicaba una confrontación con su padre.
    Noche tras noche, metido en su saco de dormir, comprendía, palpitante, que aquella confrontación era ineludible. Sólo podía casarse con Insil si su padre no lo obligaba a hacerlo. Era preciso que aceptara su punto de vista.
    O héroe o paria. No había más alternativa. Tenía que estar dispuesto a enfrentarse al rechazo. Cuando todo estaba dicho, el sexo no era otra cosa que una cuestión de poder.
    Hubo ocasiones en que, quizá por efecto de los tenues reflejos de la aurora en la oscuridad de los refugios, creyó ver la cara de su hermano Favin. También él había desafiado en cierto modo a su padre... y ¿había perdido?
    Luterin y el montero se despertaban cada día a hora muy temprana, cuando las aves nocturnas aún surcaban el cielo. A pesar de compartir su comida como iguales, nunca intercambiarían el más mínimo pensamiento íntimo.
    Y aunque las noches fuesen penosas, de día la dicha era completa. Cada hora era distinta de las otras: la luz, el aire, todo cambiaba. También los hábitos de los animales acechados cambiaban de hora en hora. Puesto que se acercaba el fin del pequeño año, los días eran más breves y Freyr casi no se alejaba del horizonte. Pero a veces escalaban un risco y se encontraban, follaje de por medio, con el viejo astro en persona, ardiendo todavía, arrojando luz hacia un valle de lecho casi tan oscuro como las abisales profundidades marinas, derrochándola como un viejo rey que, distraído, llena siempre la misma copa.
    Por doquier los rodeaba el estoico silencio de la naturaleza, y esto incrementaba en ellos la sensación de infinitud. Las rocas sobre las que se recostaban para beber de algún arroyo montañés de nevadas barbas parecían nuevas, intactas, temporalmente virginales. A través del silencio viajaba una música grandiosa, que la sangre de Luterin traducía como libertad.
    Al sexto día de excursión detectaron una partida de seis phagors astados que cruzaban un glaciar a lomo de kaidaws. Las oropéndolas flotando por encima de sus hombros los habían delatado. Siguieron de lejos a los phagors durante día y medio, hasta que pudieron anticiparse y emboscarlos en una cañada.
    Mataron a los seis. Las oropéndolas huyeron, chillando. Los kaidaws eran buenos ejemplares; Luterin y el montero consiguieron enlazar a unos cinco y decidieron llevarlos de vuelta a la hacienda. Quizá las cuadras Shokerandit pudieran criar una variedad doméstica de kaidaws.
    La expedición había concluido al menos con un modesto triunfo.
    Los badajos de las hoscas campanas de la mansión se dejaron oír mucho antes de que el edificio apareciese envuelto en una bruma azulada.
    Fue así que, a su regreso, Luterin se encontró con un ambiente bullicioso; en el establo estaban peinando al yelk de su padre, había piezas de caza por todas partes y la guardia paterna escanciaba yadahl fresco en la sala de armas.

    A diferencia de lo que Luterin había imaginado siempre, la verdadera reunión de Lobanster Shokerandit con su hijo no incluiría ningún abrazo.
    Luterin cruzó raudo el salón recibidor, despojándose sólo de los abrigos más pesados pero sin quitarse las botas, el arma o la campana. Su pelo, largo y enmarañado, aleteaba sobre sus orejas mientras corría al encuentro de su padre.
    Sabuesos rapados merodeaban por el salón, orinando en los tapices. Un grupo de hombres armados, de pie junto a la puerta y de espaldas al resto de la partida, miraban de soslayo como si estuviesen completando.
    En torno a Lobanster se encontraban su mujer Lourna y su hermana, y algunos amigos, como los Esikananzi: Ebstok, su mujer, Insil, los dos hijos varones. Conversaban. Lobanster estaba de espaldas a Luterin y fue su esposa quien lo vio primero. Lo llamó por su nombre.
    La conversación cesó. Todos se giraron para mirarlo.
    Algo en sus rostros —una ingrata complicidad— le confirmó que habían estado hablando de él. Se detuvo a mitad de camino. Pero, a pesar de que todos seguían mirándolo, de quien en verdad parecían pendientes era del hombre de negro al que rodeaban.
    Lobanster Shokerandit podía acaparar la atención de cualquier grupo. No tanto debido a su estatura, que no era superior a la normal, sino a la extraña quietud que emanaba de su persona. Era aquélla una cualidad que todos notaban pero que nadie lograba explicar en palabras. Aquellos que lo odiaban, sus esclavos y sirvientes, decían que era capaz de congelar con la mirada; sus amigos y aliados decían que tenía una increíble capacidad de mando o bien que era una persona singular. Los perros no decían nada, pero se le pegaban a las piernas con la cola bien baja.
    Las manos de Lobanster Shokerandit eran sin duda notables: pulcras y precisas, de uñas puntiagudas. Mientras todo él permanecía rígido, las manos no cesaban de moverse. Con frecuencia se elevaban para visitar la garganta, siempre envuelta en seda negra, con sobrecogedores movimientos que podían recordar los de cangrejos o halcones en busca de presas ocultas. Lobanster padecía un bocio que su pañuelo disimulaba pero que sus manos delataban. El bocio otorgaba a su cuello una solidez columnaria, digno sostén de una considerable cabeza.
    El cabello blanco de esta notable testa, peinado hacia atrás como si lo hubiera surcado un arado, dejaba al descubierto la amplia frente. A falta de cejas, rodeaban sus pálidos ojos unas espesas pestañas oscuras, tan espesas que no faltaba quien sugería la presencia de sangre madi en su ascendencia. Unas bolsas grises colgaban bajo los ojos; estas ojeras, además de presentar cierta cualidad tiroidea, actuaban corno bancos o trincheras tras los que se parapetaban los ojos para observar el mundo. Los labios, aunque anchos, eran casi tan pálidos corno los ojos, y la piel de la cara casi tan pálida como los labios. Un lustre sebáceo se extendía sobre la frente y las mejillas —a veces, las ajetreadas manos subían hasta ellas para disipar esta película— haciendo que el rostro reluciera como si acabase de salir del mar.
    —Acércate, Luterin —dijo el rostro. La voz era profunda y algo arrastrada, como si el mentón no quisiera disturbar a la protuberante glándula que tenía debajo.
    —Me alegro de que hayas vuelto, padre —dijo Luterin, aproximándose—. ¿Has tenido una buena caza?
    —Bastante buena. Estás tan transformado que casi no te reconozco.
    —Los afortunados que logran sobrevivir a la plaga asumen una constitución compacta, adecuada para el Invierno Weyr, padre. Te aseguro que no me siento en absoluto incómodo.
    Tomó la mano pulcra de su padre.
    Ebstok Esikananzi dijo:
    —Supongo que también los phagors se sienten igualmente cómodos; sin embargo, está comprobado que son portadores de la plaga.
    —Yo la he superado. No puedo transmitirla.
    —Todos esperamos que así sea, cariño —dijo su madre.
    Luterin se volvió hacia ella pero su padre, severo, dijo:
    —Quiero que te retires a la sala y me esperes allí unos minutos. No tardaré. Tenemos algunos asuntos legales que discutir.
    —¿Hay algún problema?
    Luterin aguantó toda la potencia de la mirada paterna. Inclinó la cabeza y se retiró. Ya en la sala, dio vueltas y más vueltas, indiferente al sonido de su campanilla. No entendía qué motivo podía tener su padre para comportarse tan fríamente. Cierto es que su augusta figura se había mostrado ausente incluso estando presente, pero aquél era uno de sus rasgos, al igual que el disimulado bocio.
    Ordenó a un esclavo que fuera a sus aposentos y trajera a Toress Lahl.
    Ella apareció con un gesto de interrogación. Cuan atractiva resultaba su silueta metamorfoseada, pensó mientras la veía aproximarse.
    —¿Por qué has estado tanto tiempo fuera? ¿Dónde has ido?
    El dejo de reproche de sus palabras se disolvió en una sonrisa y una presión de su mano.
    Después de besarla, Luterin dijo:
    —Se supone que puedo desaparecer para cazar. Lo llevamos en la sangre. Ahora escucha. Estoy inquieto por ti. Mi padre ha vuelto y es evidente que está descontento. Podría deberse a algo que tenga que ver contigo, puesto que mi madre e Insil han estado hablando con él.
    —Qué pena que no hayas estado aquí para recibirlo, Luterin.
    —Eso ya no tiene arreglo —dijo con impaciencia Luterin—. Escucha, quiero darte algo.
    Se dirigió a un aparador de madera que se encontraba debajo de una de las arcadas de la sala. Con una llave que extrajo de su bolsillo, abrió el aparador. Dentro, colgaban docenas de pesadas llaves de hierro, cada una con su etiqueta. Recorrió, ceñudo, las hileras con un dedo.
    —Tu padre tiene la manía de encerrar cosas —dijo ella, riendo a medias.
    —No seas tonta. Es el Guardián. Este lugar ha de ser tanto un hogar como una fortaleza.
    Encontró lo que buscaba: una herrumbrada llave, casi tan larga como una mano abierta.
    —Nadie la echará de menos —dijo, volviendo a cerrar el aparador—. Tómala. Escóndela. Es la llave de la capilla de tu compatriota, el rey-santo. ¿La recuerdas, en el bosque? Quizá surjan problemas..., no sé de qué tipo. Quizás a raíz del pauk. No quiero que sufras daño alguno. Si algo me sucediera, lo menos que te harán será arrestarte. En cuanto adviertas ese peligro, ve y escóndete en la capilla. Llévate a una esclava contigo, todas desean escapar. Escoge una mujer que conozca Kharnabhar; si es campesina, mejor.
    Ella deslizó la llave en un bolsillo de su ropa nueva.
    —¿Qué te podría ocurrir? —Le apretó la mano.
    —Nada, tal vez, pero... temo que...
    Oyó una puerta que se abría. Los perros venían delante, golpeando sus uñas en las baldosas. Empujó a Toress Lahl hacia las sombras, detrás del aparador, y avanzó hacia el centro de la sala. Su padre entraba en ese momento. Lo seguían unos doce hombres de aspecto conspirador, sonando sus campanillas.
    —Hablaremos juntos—dijo Lobanster, levantando un dedo. Fueron hasta una pequeña habitación de madera de la planta baja. Detrás de Luterin venía la docena de confabulados. El último de ellos cerró la puerta por dentro. Alguien elevó la llama de biogás y ésta silbó.
    En la habitación había una mesa y un banco de madera y poco más. Allí se había interrogado a alguna gente. También había una puerta de madera con refuerzos de hierro, cerrada con llave. Daba paso a un camino privado hacia las bóvedas, allí donde se encontraba el pozo cuyas aguas no se congelaban jamás. Contaba la leyenda que, durante los siglos más fríos, se habían preservado allí preciados animales de cría.
    —Todo cuanto discutamos debería ser privado, padre —dijo Luterin—. Ni siquiera sé quiénes son estos caballeros, a pesar de que se mueven por nuestra casa a sus anchas. No son nuestros monteros.
    —Han vuelto de Bribahr —dijo Lobanster, pronunciando las palabras como si le produjesen un helado placer—. En los tiempos que corren, los hombres importantes necesitan guardaespaldas. Eres demasiado joven para comprender de qué manera puede la plaga provocar la disolución del estado. Primero destruye las comunidades pequeñas, después las grandes. El pánico que causa desintegra naciones.
    Los confabulados tenían un aspecto muy serio. En aquel espacio restringido, resultaba imposible apartarse de ellos. Sólo Lobanster estaba distanciado, inmóvil al otro lado de la mesa, jugueteando en su superficie con los dedos.
    —Padre, resulta insultante tener que conversar delante de extraños. Me ofende. Pero debo decir, a ti y a ellos, si es que son capaces de oír, que aunque hay verdad en tus palabras, hay una verdad mayor que no has mencionado. Existen otras maneras de desintegrar naciones además de la peste. Las severas medidas dictadas contra el pauk, contra el pueblo, contra la Iglesia, la crueldad que entrañan, podría provocar desastres aún mayores que la Muerte Gorda...
    —¡Alto, muchacho! —Las manos paternas subieron hasta la garganta.— También la crueldad forma parte de la naturaleza. ¿Dónde hay piedad si no en los hombres? Los hombres inventaron la piedad, pero la crueldad ya estaba aquí antes, en la naturaleza. La naturaleza es como una prensa. Cada año aprieta un poco más. Sólo podemos luchar contra ella si contarnos con nuestra propia crueldad. La plaga es su máxima crueldad: la venceremos con sus propias armas.
    Luterin se sintió incapaz de hablar. No lograba encontrar, bajo aquella pálida, escalofriante mirada, palabras con que explicar que, aunque pudiera existir una crueldad casual en ciertas circunstancias, convertir la crueldad en un principio moral equivalía a pervertir la naturaleza. Escuchar argumentos como aquellos de boca de su padre le producía asco. Sólo alcanzó a decir:
    —Te has tragado una a una las palabras del Oligarca.
    Uno de los confabulados dijo en voz alta y recia:
    —Ese es nuestro deber.
    El sonido de aquella voz extraña, la claustrofobia de la habitación, la tensión, la frialdad paterna, todo parecía conspirar en contra de la mente de Luterin. Se oyó a sí mismo gritar, como si estuviera muy lejos:
    —¡Odio al Oligarca! El Oligarca es un monstruo. Él exterminó al ejército de Asperamanka. Ahora soy un fugitivo en lugar de un héroe. Y pronto exterminará a la Iglesia. Padre, lucha contra esta maldad antes de que te devore también a ti.
    Dijo esto y más, en una especie de rapto. Casi no reparó en que lo estaban sacando de la habitación y lo arrastraban afuera. Sintió la punzada del viento helado. Había nieve en su rostro. Lo llevaron a empujones a un patio donde estaba la trampilla de inspección del biogás, y de allí a un guadarnés.
    Despacharon a los mozos, también a los confabulados. Luterin estaba a solas con su padre. Todavía se resistía a mirarlo a la cara; refunfuñaba, sentado, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Al cabo de un rato empezó a oír lo que su padre decía.
    —... único hijo vivo que tengo. Debo educarte para sucederme como Guardián. Hay desafíos especiales a los que te tienes que enfrentar. Tienes que ser fuerte...
    —¡Lo soy! Me enfrento al sistema.
    —Si hay orden de desterrar el pauk, hemos de desterrarlo. Si hay que destruir a los phagors, pues los destruiremos a todos. No hacerlo sería una debilidad. No podemos vivir sin sistema; la alternativa es la anarquía. Me dice tu madre que hay una esclava extranjera que ejerce cierta influencia sobre ti. Luterin, eres un Shokerandit y tienes que ser fuerte. Esa esclava debe ser des-truida y tú te casarás con Insil Esikananzi, tal como se planeó desde vuestra infancia. No te queda otro camino que obedecer. No para mi satisfacción sino por el bien de Sibornal y la libertad.
    Luterin soltó una carcajada:
    —¿De qué libertad estás hablando? Insil me odia, lo sé, pero para ti eso da igual. No hay libertad bajo las actuales leyes. Como si lo hiciera por primera vez, Lobanster se movió. Su gesto fue sencillo, apenas un movimiento de la mano, abandonando la garganta para extenderse hacia Luterin.
    —Las leyes son duras. Eso se sabe. Pero no hay libertad, ni vida posible, sin ellas. Si no aplicamos las leyes con firmeza, moriremos. Así como Campannlat, que muere sin leyes a pesar de gozar de un clima más favorable que el nuestro. Aún no ha llegado el Gran Invierno y Campannlat ya se desintegra. Sibornal, en cambio, puede sobrevivir. Déjame recordarte, hijo mío, que hay mil ochocientos veinticinco años pequeños en cada Gran Año. Este Gran Año todavía ha de durar quinientos dieciséis años antes de expirar, antes de que, con el solsticio de invierno, lleguen los tiempos más fríos y Freyr se encuentre más lejos de nosotros. Hasta entonces, tenemos que vivir como si fuésemos de hierro. La plaga habrá remitido y las condiciones volverán lentamente a mejorar. Sabemos que es así desde que nacemos, puesto que cuidamos de Kharnabhar. La existencia de la Gran Rueda está dedicada a ayudarnos a superar esa oscuridad, y a devolvernos la luz y el calor...
    Luterin se paró frente a su padre y habló con mesura.
    —De acuerdo, la Rueda cumple esa función, padre. Entonces, ¿por qué apoyas, como imagino que lo haces, la vil ejecución del Supremo Sacerdote Chubsalid y el ataque generalizado contra la Iglesia?
    —Porque la Rueda es un anacronismo. —Lobanster emitió un sonido gutural similar a la risa que hizo que su bocio temblara detrás del pañuelo negro.— Es un anacronismo, no tiene sentido. No puede salvar a Heliconia. No puede salvar a Sibornal. No es más que un concepto sentimental. Funcionaba cuando servía para encarcelar a asesinos y deudores. Ahora, se opone a las leyes científicas de la Oligarquía. Esas leyes, y sólo ellas, pueden garantizar que nuestros hijos sobrevivan al Invierno Weyr. No podemos darnos el lujo de contar con dos códigos legales contrapuestos. Por tanto, la Iglesia debe ser derruida. El Acta en contra del pauk fue sólo el primer paso hacía su demolición.
    Luterin había vuelto a enmudecer.
    —¿Es para decirme eso que me has hecho venir aquí? —preguntó por fin.
    —De ningún modo iba a permitir que otros escucharan nuestra discusión. Me preocupa especialmente tu rechazo de las leyes referentes al pauk y al exterminio de phagors, según me ha comunicado Evanporil. Si no fueses mi hijo, estarías ya muerto: habría tenido que matarte. ¿No lo comprendes?
    Luterin sacudió la cabeza brevemente y quedó absorto en el suelo del guadarnés. Le resultaba imposible, al igual que cuando era niño, mirar de frente a su padre.
    —¿No lo comprendes?
    Pero Luterin seguía sin habla. ¿Cómo podía mostrarse su padre tan impermeable a sus sentimientos?
    Lobanster se refregó el ceño brillante y se acercó a la mesa, en la que, entre bridas y otros arreos, había un morral. Al soltar la hebilla del morral, varios carteles rodaron por la mesa. Alcanzó uno a su hijo.
    —Ya que te agradan tanto las Actas, échale una mirada a la última.
    Con un suspiro, Luterin desplegó el cartel. Apenas había alcanzado a mirarlo cuando lo soltó y el papel, nuevamente enrollado, rodó hasta un rincón. En letras negras informaba que, como medida adicional en prevención de la plaga, toda persona en estado metamorfoseado debía morir. Por Orden del Oligarca. Luterin calló.
    Su padre dijo:
    —Comprenderás que si no me obedeces no podré protegerte. ¿O no?
    Entonces Luterin dirigió hacía su padre una implorante mirada:
    —Te he servido, padre. Toda mi vida he obedecido tu voluntad. Ingresé en el ejército sin una queja... y me adapté bien. He sido, y sólo he deseado ser, tu posesión. Sin duda, algo parecido barruntaba Favin cuando se precipitó hacia la muerte. Pero ahora he de oponerme a ti. No por mi bien. Ni siquiera por el de la religión, o el del Estado. Después de todo, ¿qué son sino abstraccio-nes? He de oponerme a ti por tu propio bien. No sé si es la estación o el Oligarca, pero algo te ha enloquecido.
    El rostro del padre ardió de manera terrible, aunque sus ojos no abandonaron su pétrea frialdad.
    Sobre la mesa había una larga cuchilla de talabartero. Lobanster la manoteó y se la ofreció a Luterin:
    —Coge esto, estúpido, y sal conmigo. Ya veremos quién está loco.
    La nieve bajaba muy de prisa, en torbellinos, concentrándose en una esquina gris de la mansión corno si estuviese decidida a cubrir los muros del patio lo antes posible.
    Los confabulados, agrupados bajo un porche, taconeaban para entrar en calor, con las manos metidas en los cintos. Un poco más allá, un mozo ansioso sostenía por el cabestro algunos yelks todavía ensillados. Muy cerca, un montón de cadáveres de phagors; seguramente llevaban cierto tiempo muertos porque la nieve se posaba en sus cuerpos sin levantar vapor.
    A un lado, cerca de un porticón que daba al exterior, una hilera de ganchos de hierro oxidado sobresalía del muro por encima de la altura de la cabeza. Los cuerpos desnudos de cuatro hombres y una mujer colgaban inertes de aquellos ganchos.
    Lobanster empujó a su hijo por la espalda para hacerlo avanzar. Luterin sintió que su tacto quemaba.
    —Corta las cuerdas y échale una mirada a estas cosas muertas. Observa bien su monstruoso aspecto y dime después si el Oligarca es justo o no. Vamos.
    Luterin se aproximó. La matanza parecía reciente. Había moho incrustado en las distorsionadas facciones de los muertos. Los cadáveres pertenecían a cinco metamorfoseados supervivientes de la Muerte Gorda.
    —Las leyes se deben obedecer, Luterin. Obedecer. Las leyes son la base de la sociedad; y sin la sociedad no habría diferencia entre hombres y bestias. A éstos los atrapamos hoy camino de Kharnabhar, y los colgamos aquí en nombre de la ley. Han muerto para que la sociedad viva. ¿Sigues creyendo loco al Oligarca?
    Aprovechando la indecisión de Luterin, su padre dijo con acritud:
    —Vamos, bájalos, corta sus cuerdas, mira bien la agonía grabada en sus caras y pregúntate si prefieres ese estado a la vida. Cuando encuentres la respuesta, podrás arrodillarte ante mí.
    El muchacho imploraba:
    —Te amé como un perro a su amo. ¿Por qué me obligas a hacer esto?
    —¡Corta sus cuerdas! —Tras el grito, una mano voló rauda y convulsiva a la garganta.
    Resoplando, Luterin se enfrentó al primer cadáver. Alzó el cuchillo y miró su distorsionado rostro.
    Conocía a esa persona.
    Durante un instante, dudó. Pero la cara era inconfundible, incluso sin bigote. Recordó vividamente su lívida, exhausta expresión en el túnel de Noonat. Con un rápido vaivén del cuchillo, cortó la cuerda y los restos del capitán Harbin Fashnalgid cayeron a tierra. En aquel mismo momento, su mente se iluminó. Por un segundo había estado a punto de ser el niño que prefirió un año de parálisis a la verdad.
    Se volvió hacia su padre.
    —Bien. Ya tenemos uno. Ahora, el siguiente. Para mandar has de obedecer. Tu hermano era débil. Tú puedes ser fuerte. En Askitosh supe de tu victoria en Isturiacha. Tú podrías ser Guardián, Luterin, y tus hijos también. Podrías ser mucho más que eso.
    De su boca brotaban gotas de saliva que eran arrastradas por la vorágine de nieve. Sin embargo, la expresión de su hijo lo contuvo. De pronto, su porte se desdibujó. Su campanilla tintineó quizá por primera vez al darse vuelta en busca de sus guardaespaldas.

    Las palabras brotaron de Luterin:
    —¡Tú eres el Oligarca, padre! Eso es lo que descubrió Favin, ¿no es cierto?
    —¡No! —Lobanster sufrió un violento cambio. Su poder de mando se desvaneció. Cubriéndose tras sus manos de cangrejo, todo en él dejaba traslucir su miedo. Aferró el antebrazo de su hijo .cuando éste hundió el cuchillo en su caja torácica, alcanzándole de lleno el corazón. Un chorro de sangre atravesó la tela desgarrada y tino las manos de los dos.
    El patio se sumió en el caos. El primero en gritar fue el mozo de cuadras, que atravesó aterrado el porticón. Sabía muy bien qué suerte corrían los lacayos que presenciaban un crimen. Los confabulados, en cambio, tardaron más en reaccionar. Su jefe hincaba las rodillas en la nieve y doblaba lentamente el cuerpo sobre el cadáver de Fashnalgid. Se había llevado una mano enrojecida y débil a la garganta abultada por el bocio. Como si estuvieran paralizados, sólo atinaban a mirarlo.
    Luterin no esperó. A pesar de su horror, voló hacia los yelks y se encaramó sobre uno. Mientras dejaba el patio atrás oyó pasar un disparo y supo que lo perseguirían.
    Frunció los párpados para que la nieve no lo cegase y espoleó al yelk. Cruzó la plazoleta trasera. Gritos, hombres. Todavía estaban desempacando los pertrechos de la expedición paterna. Una mujer corría, gritando; resbaló, cayó. Los yelks la arrollaron. En la puerta se dispusieron a atajarlo, torpe, desordenadamente. Esgrimió la pistola, amenazando con ella a un guardia que había atrapado una de sus bridas. No tardó al fin en cruzar la verja y ya estaba libre.
    Mientras cabalgaba en dirección a una franja de árboles a un lado del camino, iba repitiendo algo una y otra vez. Había perdido toda capacidad de razonar. Tardó un tiempo en escucharse a sí mismo y, luego, en entender lo que decía.
    —El parricidio es el peor crimen —repetía incansablemente. Las palabras le daban un ritmo a su huida.
    Tampoco la dirección en que huía obedecía a una decisión consciente. Había, no obstante, un sitio en Kharnabhar donde podía sentirse a recaudo. A cada lado, los árboles desfilaban vertiginosamente, dejando una borrosa impronta en sus ojos entrecerrados. Cabalgaba con la cabeza pegada al cuello del yelk, respirando su brumoso aliento, gritándole a la bestia para que supiera qué crimen era el peor.
    De la movediza luz crepuscular emergieron las puertas de la hacienda Esikananzi. Hubo un destello de lámparas en la entrada y un hombre corrió hacia afuera. Un segundo después, había quedado atrás. Debajo del repliegue de los cascos del yelk se oían, imponiéndose al viento, ruidos de persecución.
    Llegó a la aldea antes de lo esperado. Dejó atrás el primer monasterio, llevándose en los oídos el sonido de sus campanas. Había gente en las calles, embozada en gruesos abrigos. Algunos peregrinos se dispersaron gritando. Vio al pasar un tenderete de paja que había sido derribado. Pero también esto quedó atrás y pronto sólo tuvo delante casetas de guardia hasta que, nacidas en la negrura, surgieron las paredes imponentes del monte Kharnabhar. El túnel, coronado por sus gigantescas figuras, se abría ante él.
    Sin perder un solo instante, Luterin redujo el paso del yelk, desmontó y corrió hacia adelante. Arriba, sonó una poderosa campana. Sus solemnes vibraciones hablaban de su culpa. Pero el instinto de conservación lo impulsó a seguir. Bajó corriendo la rampa. Figuras sacerdotales le cerraban el paso.
    —¡Los soldados! —gritó jadeante.
    Los clérigos comprendieron. Los soldados ya no eran aliados suyos. Lo ayudaron a entrar en la penumbra mientras a sus espaldas se cerraban rápidamente las enormes puertas metálicas.
    La Gran Rueda lo reclamaba.



    XV
    DENTRO DE LA RUEDA


    Los geonautas fueron los primeros sistemas vivos de la Tierra carentes de células y, por tanto, independientes de las bacterias. Constituían un corte radical con respecto a todas las formas de vida anteriores, incluidas aquellas increíbles edificaciones genéticas que eran los humanos.
    Tal vez Gata había inclinado su metafórico pulgar hacia abajo, condenando a la humanidad. Los hombres habían demostrado ser más una amenaza que un mero componente de la biosfera. Quizá ya estuvieran obsoletos, o fuese hora de unirlos a algo superior.
    De cualquier modo, los poliedros blancos estaban ahora por todas partes y en todos los continentes. No parecían dañinos. Sus maneras resultaban tan inescrutables como las de los reyes para los gatos, o las de los gatos para los reyes. Sin embargo, emitían energía.
    No era el tipo de energía que la humanidad había utilizado durante siglos, y que había llamado electricidad. Los humanos bautizaron esta nueva energía como egonicidad, tal vez en memoria de la otra.
    La egonicidad no se podía generar. Era una fuerza que fluía sólo de los mayores poliedros blancos cuando estaban a punto de replicarse o pensaban en ello. No obstante, podía ser per-cibida. Se la percibía como un tenue sonido melodioso en el hipogastrio o zona hora. Un sonido que ningún instrumento fabricado por los humanos posglaciales era capaz de reproducir.
    Los humanos posglaciales eran itinerantes. Ya no deseaban poseer tierra sino sentirse poseídos por ella. El antiguo universo vallado había muerto para siempre.
    Dondequiera que fueran, iban caminando. Y pronto comprendieron que lo más sencillo era seguir al geonauta adecuado. La humanidad conservaba aún su antigua ingenuidad, así como su destreza manual. Al cabo de varias generaciones, un grupo de hombres descubriría un método capaz de emplear la egonicidad suficiente como para desplazar un carro pequeño. Pronto, el mundo se llenó de pequeños carros moviéndose lenta, trabajosamente, delante de un geonauta.
    Cuando el geonauta se replicaba, liberando un torrente de minúsculos poliedros como papeles al viento, la egonicidad cesaba y los ocupantes del carro tenían que empujarlo en busca de una nueva fuente.
    De todos modos, esto fue sólo el principio y con el tiempo el sistema se iría perfeccionando.
    La raza humana, en número muy inferior al de eras anteriores, desarrolló en su deambular por la nueva Tierra una dependencia de los geonautas cada vez mayor.
    Ya nadie trabajaba como antaño, doblado en dos sobre los arrozales o desenterrando patatas del lodo. No es que no se cultivaran vegetales, pero era algo que, en todo caso, se hacía por placer; el fruto de esta labor sería disfrutado por otros, ya que quienes la habían iniciado estarían lejos para entonces, aunque no demasiado: la gente se movía a un promedio de una milla diaria. La egonicidad no era precisamente una fuente de energía violenta.
    Nadie trabajaba sentado ante un escritorio. Los escritorios se habían extinguido.
    Podría suponerse que estos individuos vivían una vacación permanente, o que habitaban una versión relativamente espartana del Jardín del Edén. No era así. No hacían otra cosa que trabajar, día y noche. Se trataba, no obstante, de un trabajo muy específico. Ellos lo llamaban repensamiento.
    Las tormentas de radiactividad que siguieron a la guerra nuclear los había dejado en el umbral del caldo genético. La supervivencia humana se decantaría cada vez más por aquellos con nuevas conexiones en los senderos neurales de sus cerebros. El neocórtex había sufrido, para ponerlo en términos geológicos, un desarrollo precipitado. Si bien funcionaba bien en con-diciones normales, en momentos de tensión se veía sobrepasado por la emotividad. En la era prenuclear, esta deficiencia fue considerada como norma, a veces hasta deseable. La violencia era contemplada como solución aceptable a una serie de problemas que, de no haber habido violencia en el ambiente, jamás habrían surgido.
    En los nuevos y pacíficos tiempos, en cambio, la violencia no era bien recibida. Se la consideraba una falla, jamás una solución. Con el tiempo, el neocórtex fue desarrollando mejores conexiones con las restantes partes del cerebro. La humanidad empezaba por primera vez a conocerse a sí misma.
    Estos humanos itinerantes consideraban que estaban de vacaciones. Así son los insondables caminos por los que Gaia conduce la evolución. Encontraban placer precisamente en aquellas actividades que mejoraban su especie, y no había mayor felicidad para una pareja que dar a luz a niños capaces de ejercitar con más brillantez el deporte del repensamiento.
    Buscaban sobre todo profundizar en las estructuras de la conciencia humana. Mientras rastreaban las guías maestras que hasta entonces habían conformado la historia de la humanidad, se sentían guiados a la vez por lo que ocurría en Heliconia. Los archivos de la historia terrestre previa al holocausto nuclear habían sido destruidos casi por completo; tan sólo se había podido rescatar de las ruinas uno o dos alijos de información. Pero Heliconia y su gente parecían presentar una sorprendente afinidad con la pasada realidad de la Tierra.
    ¿Cómo no ver el paralelismo entre aquellos terráqueos tan temerosos de su propia naturaleza violenta, atrincherados detrás de muros, armamentos y rígidas leyes, y el joven heliconiano que había matado a su padre? La agresión y el asesinato habían constituido una vía de escape al sufrimiento: de hecho, la muerte del planeta había sido obra de sus hijos más dilectos.

    Si bien no debía haber nadie en el planeta que no hubiese oído hablar de la Gran Rueda de Kharnabhar, muy pocos la habían visitado. Y nadie la conocía en su totalidad. La Gran Rueda estaba bajo tierra, enterrada en el corazón del monte Kharnabhar. Construida por los Arquitectos, nadie después de ellos había podido emular siquiera su labor.
    Nada se sabía de los Arquitectos de Kharnabhar salvo que habían sido hombres muy devotos, de aquellos que creen que la fe puede mover mundos enteros. Se habían dedicado a construir una máquina de piedra que fuera capaz de devolver a Heliconia, a través de la oscuridad y el frío, al cálido puerto del favor del Dios Azoiáxico. Hasta entonces, la máquina siempre había funcionado.
    El combustible que la movía era la fe, y la fe estaba en el corazón de la gente.
    A lo largo de los siglos, el mecanismo para entrar a la Rueda había permanecido invariable. Tras una ceremonia preliminar realizada a las puertas del túnel, el recién llegado era conducido abajo por unas amplias escalinatas que se curvaban en dirección a la montaña. Quemadores de biogás iluminaban el camino. Al final de las escalinatas había una cámara en forma de embudo cuya pared más distante formaba parte de la misma Rueda. El recién llegado era ayudado a entrar o, según cuan consciente estuviera, empujado dentro de la celda que aparecía al fondo. Al rato, con un sacudón, la Rueda empezaba a rotar. Lentamente, el ocupante de la celda reemplazaba la visión del mundo exterior por la de una pared de roca. El mundo exterior desaparecía de su vista. Ahora el ocupante se encontraba solo..., sin contar a los ocupantes de todas las celdas cercanas, a los que no vería durante su periplo en la Rueda.
    Luterin Shokerandit no se diferenciaba mucho de los demás ocupantes de la Rueda. Muchos otros habían buscado refugio allí. Los había habido santos, y también pecadores.
    Al principio, el plan de los Arquitectos fue seguido fielmente por la Iglesia. Nunca faltaban voluntarios dispuestos a remar para que la Gran Rueda surcase el firmamento hasta alcanzar su destino junto a Freyr. Pero cuando por fin regresaron los largos siglos de luz, cuando Sibornal volvió a ver la luz del día, la fe declinó. Cada vez resultaba más difícil atraer a los fieles, convencerlos de penetrar en las tinieblas.
    La Rueda habría llegado, pues, a un punto muerto de no haber venido el Estado en ayuda de la Iglesia. La solución consistió en permitir que los criminales cumplieran sus sentencias en la Rueda para así, acurrucados en las profundidades rocosas, conducirse a sí mismos y al mundo hacia la remisión. Éste había sido el origen de la estrecha colaboración entre Iglesia y Estado, pilar del poderío de Sibornal durante más Grandes Años de los que podía abarcar la memoria.
    A lo largo del verano y del largo y perezoso otoño, la Rueda fue tan pronto impulsada por malhechores como por sacerdotes. Sólo el anuncio de los tiempos difíciles, la llegada de las nieves y la pérdida de cosechas habían hecho renacer la fe. Y regresaron los religiosos, supli-cando que les fuera concedido un sitio entre los justos. Los criminales fueron empleados en galeras o como soldados, cuando no los arrojaban sin mayor ceremonia a las aguas de la bahía Persecución.

    Padre padre qué corrientes son éstas
    La roca al rojo vivo como una frente
    Y yo con tanta fiebre en la rojiza oscuridad
    Y tú allí arriba debajo de mí
    Esperando no morir Oh muerte
    Sus energías Les gritas a las paredes
    De tu vida a mi lado Las luces pasan
    Pasan y se pierden y yo en la ronca
    Roca me maldigo Aquello
    Que nunca había ocurrido en mi mente y de pronto
    Corté con tu cuchillo nuestra mutua
    Era te lo juro nuestra mutua arteria
    Gritando en este terrorífico lugar
    Donde sangraré para siempre como lava
    Atascado en la roja oscuridad de la roca

    Sus pensamientos seguían curiosos derroteros y le parecía que fluirían a través de él para siempre. El tiempo del alma enterrada se regía por el chirriado de las rocas y por unos espantosos gemidos. Poco a poco, los gemidos le llamaron la atención. Escuchándolos, se sintió más tranquilo.
    No estaba muy seguro de su situación. Tenía la sensación de estar tumbado en el cubil subterráneo de una gran bestia herida. A pesar de que agonizaba, el animal no dejaba de husmear, buscándolo aquí y allá. Cuando lo encontrara, caería sobre él y lo aplastaría entre los estertores finales de su agonía.
    Finalmente, se despertó. Lo que oía era el viento. El viento soplaba a través de los orificios de la Rueda, cuajando una armonía de gemidos. Los chirridos correspondían al movimiento de la Rueda.
    Luterin se sentó. Los sacerdotes de la Rueda no sólo lo habían dejado entrar, salvándolo de los vengadores de su padre, sino que lo habían absuelto de todos sus pecados antes de llevarlo a su celda. Ésa era su práctica habitual. Los hombres encerrados junto con sus pecados solían enloquecer más fácilmente.
    Se puso de pie. Su terrible crimen le ocupaba toda la mente. Miró horrorizado su mano derecha, y la mancha de sangre en su manga.
    Llegaba la comida. La podía oír rodar por un canalón abierto en la piedra. Consistía en una rodaja redonda de pan, un queso y una tajada de algo que quizá fuera stungebag asado, envuelta en un trozo de tela. De modo que afuera Batalix debía de estar poniéndose. Pronto el pequeño invierno habría llegado y Batalix desaparecería del horizonte durante varios décimos. Pero poco importaba eso en las entrañas del monte Kharnabhar. Mientras masticaba un pedazo de pan, recorrió su celda, examinándola con la atención que pone alguien en su entorno cuando sabe que esa estrecha jaula constituirá su vida. Los Arquitectos de Kharnabhar lo habían calculado todo para que cada medida tuviera una cierta correspondencia con los hechos astronómicos que gobernaban la vida en Heliconia. La celda tenía una altura de 240 centímetros, correspondientes a las seis semanas de un décimo multiplicadas por los cuarenta minutos de una hora, o a cinco veces esas seis semanas por los ocho días de que constaba cada una.
    El ancho de la celda en su extremo más exterior era de 2,5 metros, 250 centímetros, que equivalían a los diez décimos de cada año pequeño multiplicados por las horas del día.
    La profundidad de la celda era de 480 centímetros, que era el número de días que había en un año pequeño.
    Contra la pared había una litera, y ése era todo el mobiliario de que disponía la celda. El canalón por donde bajaban las provisiones acababa justo encima de la litera. En el extremo distal de la celda se abría el agujero que servía de letrina. Los desechos caían por una tubería hasta las cámaras de biogás que había bajo la Rueda y que, con el suplemento de los desechos vegetales y animales provenientes del monasterio, la abastecían del metano necesario para la iluminación.
    La celda de Luterin estaba separada de las colindantes por paredes de 0,64159 metros de grosor, cifra que, sumada a la del ancho, daba el valor de pi. Sentado en la litera con la espalda contra esta divisoria, Luterin estudió la pared que tenía a su izquierda. Era de roca sólida e inconmovible, y formaba la cuarta faz vertical de la celda, apenas separada de sus vecinas por una mínima rendija. Talladas en esta pared de piedra había dos espaciadas series de nichos: una superior, que albergaba los quemadores de biogás que abastecían a la celda de luz y calor, y otra inferior, cuyos nichos, dos veces más frecuentes, contenían secciones de cadena firmemente en-castradas.
    Sin dejar de masticar el mendrugo de pan, Luterin se acercó a la pared exterior y levantó la pesada sección. Los eslabones parecieron sudar al contacto de sus manos. Los soltó y la cadena cayó nuevamente dentro del nicho. Tenía diez eslabones; cada uno de ellos representaba un año pequeño.
    Luterin permaneció inmóvil, con la mirada atrapada por la longitud de la cadena. Junto al horror de su culpa crecía ahora otro horror, el horror del encierro. Aquellas secciones de diez eslabones eran el medio de tracción de la Gran Rueda.
    Aún no había empezado a tirar de ellas. No sabía cuánto tiempo había durado su delirio, cuánto tiempo habían revoloteado las palabras por su mente como aves sin control. Sólo recordaba el agudo sonido de las trompetas monacales, allá arriba en alguna parte, y luego las sa-cudidas que acompañaban el movimiento horizontal de la Rueda, que se prolongaba durante medio día.
    La visión de la pared exterior atemorizaba a Luterin. Pero pronto se acostumbraría a ella. Esa pared era el único elemento cambiante de su entorno. Sus marcas y accidentes formaban un mapa del trayecto; a través de aquellas escoriaciones podía un prisionero avezado seguir su derrotero a través del tiempo y el granito.
    Las paredes internas, las permanentes, habían sido grabadas trabajosamente por anteriores ocupantes de la celda. Retratos de santos y dibujos de órganos genitales daban buena cuenta de la contrastada procedencia de sus inquilinos. Los grabados incluían poemas, confesiones, cálculos, diagramas. No había una sola pulgada vacía. Las paredes preservaban los fósiles de espíritus muertos mucho tiempo atrás. Eran palimpsestos de esperanza y aflicción.
    Se podían leer algunas consignas revolucionarias. Una de ellas había sido tallada encima de una devota plegaria a un dios llamado Akha. Muchas de las inscripciones más antiguas habían sido tapadas por las posteriores, del mismo modo que cada generación hace olvidar a la anterior. Pero algunas inscripciones antiguas habían logrado sobrevivir al paso del tiempo; si bien ya muy tenue, su trazo era legible y cuidado. En ocasiones correspondía a escrituras ornamentales borradas de la faz del planeta. Fue una de las más tenues y elaboradas la que proporcionó a Luterin importantes datos acerca de la Rueda. La información que encerraba se había impuesto en aquel abigarrado y dispar mosaico de signos.
    Así pues, la Rueda se asemejaba a un anillo cuyo eje de rotación era un monumental dedo de granito.
    La altura de la Rueda era de 6,6 metros, o doce veces el número 55, latitud norte en la que estaba emplazada. Incluyendo su base, tenía un grosor de 13,19 metros; 1319 era el año de la puesta de Freyr, o Myrkwyr, a 55 grados de latitud norte, contando a partir del nadir del apastrón. El diámetro de la Rueda era de 1.825 metros, equivalentes a los años pequeños contenidos en cada Gran Año así como al número de celdas que albergaba la circunferencia externa de la Rueda.
    Junto a ese conjunto de cifras, también intacta, aparecía grabada una compleja figura. Era una reducción a escala de la Rueda, exactamente situada en la roca. Por encima se veía la caverna, lo bastante amplia como para que los monjes pudiesen atravesarla y suministrar comida a los prisioneros de la Rueda. Sólo se podía acceder a esta caverna desde el monasterio de Bambekk, que colgaba de las laderas del monte Kharnabhar a cierta altura de la Rueda.
    Quienquiera que hubiese tallado esta figura debía de estar bien informado. También aparecía el río que corría bajo la Rueda, testigo de sus circunvoluciones. Otros trazos esquemáticos señalaban las conexiones del corazón de la Rueda con Freyr, Batahx y las constelaciones de las diez casas zodiacales: el Murciélago, el Buey de Wutra, el Peñasco, la Herida Nocturna, el navío Dorado y todas las demás.
    —¡Abro Hakmo Astab! —exclamó de pronto Luterin, pronunciando por vez primera la maldición prohibida. Odiaba todas aquellas presuntas conexiones. Mentían. No existía ninguna conexión, ni aquí ni en ninguna parte. Sólo existía él, enterrado en la roca, no muy distinto de un gossi. Se tumbó en la litera. Volvió a pronunciar la maldición. Ahora era un condenado y le estaba permitido usarla.

    Cuanto menos se veía, más fuertes eran los ruidos. Luterin supuso que los demás ocupantes de la Rueda debían dormir mientras ésta se movía. Se mantuvo despierto, paseando distraídamente la vista por la monótona jaula en la que estaba encerrado.
    El suministro de agua corría por una especie de surtidor al pie de la litera. El agua goteaba y salpicaba a escasa distancia, y con regularidad de reloj.
    Pero las aguas que fluían bajo el suelo móvil emitían tonos más graves. Eran sonidos perezosos, como el monólogo infinito de un borracho, que sedaban al intranquilo Luterin.
    Había otros ecos acuáticos, goteos, chorros, más lejanos y reveladores de la naturaleza, de la libertad, de la caza, del mundo que había dejado atrás. Se imaginó a sí mismo en los bosques caspiarneos, libre. Pero era aquélla una ilusión insostenible. Una y otra vez se le aparecía el rostro paterno en su rictus final de agonía. Los arroyos, cascadas, torrentes, fueron desplazados del ojo de su mente por una marejada de sangre.
    Pero Luterin no habría salido del letargo de no encontrar en el paquete diario de comida un mensaje.
    Se acercó con el papel arrugado a la llama azul que ardía en la pared externa y leyó. Alguien había escrito en letras pequeñas: «Todo está bien por aquí. Cariños».
    No había en el papel ningún tipo de firma, ni siquiera una inicial. ¿Su madre? ¿Toress Lahl? ¿Insil? ¿Uno de sus amigos?
    El mismo carácter anónimo del mensaje resultaba alentador. Había alguien allá afuera que lo apreciaba y que —al menos, en una ocasión— podía comunicarse con él.
    Aquel día, cuando sonaron las trompetas monacales, se levantó de un salto y aferró la sección de cadena que colgaba del nicho excavado en la pared externa. Haciendo palanca con los pies contra la pared medianera, tiró de la cadena. Su celda se movió... ¡La Rueda se movía!
    Otro tirón y la resistencia pareció disminuir. Se ganaron unos pocos centímetros.
    —¡Tirad, grandísimos folicadores! —gritó.
    Los toques de trompeta sonaban a intervalos durante doce horas y media y permanecían en silencio otras tantas. Al término de la jornada, Luterin había avanzado unos 119 centímetros, casi la mitad del ancho de su celda. La llama que la iluminaba ya estaba cerca de la pared medianera. Tras una nueva jornada de trabajo, se habría eclipsado, pasando a la celda siguiente, y una nueva aparecería en escena.
    La masa a desplazar era de 1.284.551,137 toneladas; aquél era el peso que la santidad había echado sobre los hombros de los penitentes de la Rueda. Lo que en principio parecía una mera labor física se convirtió para Luterin, con el correr de los días, en algo cada vez más espiritual; empezó a percibir la existencia de conexiones reales que iban de su corazón a la Rueda, y a Freyr y Batalix y a las constelaciones más distantes. Pronto barruntaría que la Rueda brindaba mucho más que desgaste físico: como rezaba la leyenda, ofrecía la posibilidad de acceder al saber.
    —¡Tirad! —gritó otra vez—. ¡Eh, vosotros, santos o pecadores, tirad!
    A partir de entonces se convirtió en un fanático que saltaba ansiosamente de su litera en cuanto sonaba el esperado clarín. Insultaba a aquellos que en su imaginación no se abocaban a la labor con la misma dedicación que él. Insultaba a aquellos que no tiraban ni un ápice de las cadenas, como él había hecho al comienzo. No podía entender por qué no eran más largos los períodos de actividad.
    Cada noche —aunque allí siempre era de noche— Luterin se echaba en la litera con la cabeza totalmente ocupada por la imagen de aquella enorme, parsimoniosa Rueda de moler, que trituraba la vida de los hombres como si fuera de argamasa. Tal como venía haciendo desde que los grandes Arquitectos la construyeron, la Rueda no había dejado de moverse un solo día.
    Al girar iba tejiendo una cruel ironía. Los cautivos, enjaulados como cotorras en sus celdas aisladas, tenían que impulsarse hacia el corazón granítico de la montaña; sólo mediante ese cruel periplo, sólo colaborando de manera activa con él, podrían emerger algún día. No había otra alternativa que colaborar en la revolución de la Rueda para lograr la libertad. Sólo el profundo descenso a las entrañas de la montaña permitiría al penitente resurgir como un hombre libre.
    —¡Tirad, tirad! —gritaba Luterin, al tiempo que contraía todos los músculos. Pensaba en los 1.824 cautivos restantes, cada uno de ellos en su celda, cada uno obligado a tirar para poder salir.
    No sabía nada del mundo exterior. Ignoraba qué secuencia de acontecimientos había precipitado su acción. Ignoraba quién vivía, quién había muerto. Con el transcurso de los décimos, su mente se fue llenando cada vez más de odio hacia aquellos prisioneros —algunos de ellos enfermos, otros incluso muertos— que no tiraban de las cadenas con todo su corazón. Tenía la sensación de ser el único que soportaba el peso del granito sobre los hombros, el único que impulsaba la Rueda hacia la luz a través de aquel firmamento de roca.
    Pasaron los décimos, y algunos años pequeños. Sólo cambiaban las marcas de la pared exterior. Todo lo demás permanecía intacto.
    La monotonía le afectó la joven mente. Se volvió opaco, resignado. Ahora ya no se movía cada vez que allá arriba sonaban las trompetas, cuyos ecos se ahusaban a causa del espesor de los muros.
    No pensaba tanto en su padre. Había llegado a un equilibrio con su culpa al concluir que también su padre se encontraba abrumado por la culpa y que había entregado la cuchilla a su hijo antes de denigrarlo para provocar su propia muerte. Ese rostro, con su eterno brillo sebáceo, era el rostro de la miseria.
    Tardó largo tiempo en considerar la posibilidad de visitar a su padre por medio del pauk. Pero la idea había anidado en su mente. Durante el segundo año de su cautiverio, Luterin subió a la litera y se echó de espaldas. No tenía muy claro lo que debía hacer. Poco a poco, el estado de pauk fue invadiéndolo y se sintió transportar a una oscuridad aún más densa que la del corazón de la montaña.
    Nunca antes había penetrado en el melancólico mundo de los gossis, en el que todos aquellos que habían vivido y ya no vivían se hundían lentamente hacia los terribles abismos del no ser. La desorientación lo abrumaba. Al principio, no lograba hundirse; después, no podía parar de hacerlo. Descendió hacia los débiles coruscos que titilaban debajo de él como estrellas empantanadas, dispuestas en una estática uniformidad sólo posible en los dominios de la muerte.
    La barca del alma de Luterin navegaba con rumbo firme, internándose ciegamente en las filas de fessups que caían en todas direcciones hacia el corazón de la Escrutadora Original.
    Vistos de cerca, los gossis se asemejaban a aves desplumadas, colgadas para secarse. Dentro de sus cajas torácicas, de sus estómagos transparentes, lentas partículas circulaban como insectos atrapados en un frasco. En sus rudimentarias cabezas, inquietas lucecitas parpadeaban al fondo de las cuencas vacías. Obedeciendo a una derrota que ningún compás hubiera podido trazar, el alma de Luterin revoloteó delante del gossi de Lobanster Shokerandit.
    —Padre, no tienes más que pronunciar una palabra y me iré en seguida, yo, que tanto te amé y te causé el mayor daño.
    —Luterin, Luterin, si algo esperé aquí, mientras me hundía hacia la extinción, era volver a verte. ¿Qué otra visión podría ser más cara a mis ojos que la de tu presencia? ¿Cómo transcurren, oh hijo, tus días entre aquellos que aún aguardan la hora de su mortandad? —Una nube de chispas acompañó a la última palabra.
    —Padre, no quieras saber de mí. Háblame de ti. Mis pensamientos no pueden apartarse del crimen que cometí. Aquellos terribles momentos en el patio fatal no dejan de perseguirme.
    —Debes perdonarte como lo hice yo al llegar aquí. Pertenecíamos a generaciones distintas, tu mente aún no se había asentado y no estabas en condiciones de contemplar los asuntos humanos con la misma amplitud que yo. Eras fiel a un principio, y yo también. Eso es algo honroso.
    —No quería matarte a ti, padre bienamado..., sólo al Oligarca.
    —El Oligarca no muere nunca. Siempre habrá otro. —Mientras el gossi hablaba, una nube de opacas partículas brotaba de la cavidad que en otro tiempo había sido una boca. Quedaban suspendidas un instante y se precipitaban muy despacio, como copos de nieve que se hunden en una polvareda de carbón.
    Las cenizas de Lobanster explicaron cómo había aceptado el papel de Oligarca, convencido de que había en Sibornal valores dignos de ser conservados. Habló largamente de estas virtudes, con un discurso a menudo disperso.
    Relató cómo había ocultado la realidad de tan augusta posición a su propia familia. Sus largas partidas de caza no eran tal cosa. En alguna parte de la espesura tenía Lobanster un escondite secreto donde permanecían sus perros mientras él, acompañado de una pequeña guardia, continuaba su viaje a Askitosh. De regreso a casa, pasaba a recoger los perros. Su hijo mayor había descubierto el escondite y deducido el resto de la verdad. Pero en lugar de hablar de lo que había descubierto, Favin se había arrojado a la muerte.
    —Puedes imaginarte la pena que me embargó entonces, hijo. Es preferible estar aquí, seguro en la obsidiana, sabiendo que ya ninguna sorpresa amarga podrá herir mi carne o mi espíritu.
    Toda esta elocuencia había emocionado al alma de su hijo pero no la había convencido.
    —¿Por qué no podías confiar en mí, padre?
    —Dejé que lo adivinaras cuando creí que había llegado el momento. La plaga debe ser detenida, el pueblo debe aprender a obedecer. De lo contrario, la civilización se desmoronará y morirá aplastada por el peso de un frío secular. Sólo gracias a esta convicción pude seguir ade-lante como lo hice.
    —Padre respetado, no puedes decir que representabas a la civilización cuando tus manos estaban manchadas de la sangre de miles.
    —Ahora están aquí conmigo, hijo, esos hombres del ejército de Asperamanka. ¿Crees acaso que me han dirigido la más mínima queja? ¿O tu hermano, que también está?
    El alma emitió el equivalente a un grito.
    —Las cosas cambian después de la muerte. No existen sentimientos reales, sólo benevolencia. ¿Qué hay de aquella guerra innecesaria que desataste contra nuestros vecinos de Bribahr y que acabó con la destrucción de la antigua ciudad de Rattagon? ¿No fue aquello un acto puro de crueldad?
    —Sólo si consideras cruel a la necesidad. El camino más rápido de Kharnabhar a la lejana Askitosh consistía en girar hacia el oeste en Noonat y aprovechar el impulso del río bribahrense, el Jerddal, mucho más navegable que nuestro iracundo Venj. Así, llegaba fácilmente a la costa, donde me esperaban algunas naves y nadie me reconocía, al contrario de lo que hubiese ocurrido en Rivenjk. ¿Comprendes, hijo? Si te digo todo esto es para ayudarte a calmar tu mente. Es importante que el Oligarca permanezca en el anonimato, pues impide que surjan celos y matanzas entre naciones. Pero un grupo de nobles de Rattagon que navegaba por el Jerddal me reconoció. En vista de la rivalidad existente entre nuestros pueblos, decidieron liquidarme. Fui yo el que los liquidó a ellos, en defensa propia. Tú debes hacer lo mismo, querido hijo, cuando te llegue el turno. Protegerte y cuidarte.
    —Jamás, padre.
    —Bueno, tienes mucho tiempo por delante para madurar —dijo con indulgencia el corusco.
    —Padre, también atacaste a la Iglesia. —El alma hizo una pausa. Se sentía incapaz de conciliar sus sentimientos de respeto y odio simultáneos hacia aquel fragmento humeante.— Debo preguntarte: ¿crees que Dios puede escuchar o hablar?
    El hueco que fuera una boca no se movió para responder:
    —A los gossis de aquí abajo nos está dado saber de dónde vienen nuestros visitantes. Sé muy bien, hijo mío, que tú vienes del sacrosanto corazón de nuestra nación. Ahora te pregunto yo: ¿acaso oyes hablar a Dios en este purgatorio? ¿Tienes la sensación de que escucha?
    Subyacía a estas preguntas una suerte de maldad plomiza, como si la miseria sólo fuese feliz al propagarse a sí misma.
    —Si no fuera por mis pecados, quizás escuchara, quizás hablase. Eso es lo que creo.
    —Si hubiera un Dios, muchacho, ¿crees que las legiones de los que estamos aquí abajo no lo seguiríamos? Mira a tu alrededor. Nada hay que no sea obsidiana. Dios es la mentira más grande del hombre, un mero amortiguador contra las crudas verdades del mundo.
    El alma sintió como si una fuerte corriente la arrastrase hacia un sitio desconocido y, al mismo tiempo, como si algo la sofocara.
    —Padre, he de irme.
    —Acércate para que pueda abrazarte.
    Acostumbrado a obedecer, Luterin se desplazó hacia el maltrecho esqueleto. Estaba a punto de extender una mano en un gesto de afecto cuando una fuerte lluvia de partículas brotó del gossi, envolviéndola como una lengua de fuego. El alma se retrajo. El fulgor se apagó. Justo a tiempo recordó lo que contaban acerca de los gossis, que por más resignados a la muerte que estuvieran eran propensos a atrapar a las almas vivientes y cambiarse por ellas a la menor oportunidad. Una vez más expresó sus manifestaciones de afecto y ascendió lentamente a través de la obsidiana hasta que la entera congregación de gossis y fessups se redujo a un titilante prado de estrellas No sin cierta desidia, recobró la calidez del cuerpo vivo.
    Todavía habrían de pasar ocho años antes de que su celda girase hasta la salida, y aún le faltaban tres para superar la mitad de su periplo por el doloroso corazón de la montaña.

    El entorno parecía invariable. Pero la aversión que Luterin sentía por sí mismo se fue atenuando y el cambio aportó nuevos colores a su pensamiento. Comenzó a reflexionar acerca del distanciamiento entre Iglesia y Estado Supuso, por ejemplo, que la división podría haberse acentuado y que, por una razón u otra, el reclutamiento para la Rueda podía cesar Y si quienes cumplían los diez años eran liberados a pesar de no tener quién los reemplazase, la Rueda se iría frenando gradualmente No habría suficientes brazos para mover esa masa Por más vueltas que diera el mundo, la Rueda se detendría y él quedaría atrapado en las profundidades de la montaña Sin salida posible.
    Esa idea lo perseguía como una mosca atigrada, incluso en sueños Sabía que no era el único prisionero que pensaba así Y aunque la Rueda jamás había fallado desde que, siglos atrás, los Arquitectos finalizaran su construcción, el pasado no era garantía alguna para el futuro Comenzó a vivir en un suspenso que a duras penas podía llamarse vida, pensando con resignación en el viejo dicho «Un sibornalés trabaja toda la vida, se casa para toda la vida y se aferra a la vida» Excluyendo la referencia al matrimonio, habría jurado que el proverbio nació en la Rueda Lo atormentaba pensar en mujeres, así como la falta de compañía masculina. Intento comunicarse con sus vecinos más próximos pero no obtuvo respuesta No recibió más mensajes desde el exterior, ni esperaba recibirlos ya Lo habían olvidado.
    Entre turno y turno de trabajo y silencio, un acertijo se hizo carne en él De las 1 825 celdas de la Rueda, sólo dos tenían acceso al mundo exterior al mismo tiempo, la de entrada y la adyacente, que el prisionero dejaba libre Entonces, ¿cómo habían podido llenarla de peregrinos por primera vez? ¿Cómo habían logrado los gigantes que erigieron esta máquina ponerla en marcha estando vacía?
    Su mente se pobló de imágenes de cuerdas, poleas y palancas, y de torrentosos ríos subterráneos que la harían girar como a la rueda de un molino de agua Pero no conseguía resolver satisfactoriamente el acertijo.
    Era como si incluso los procesos internos de su mente se encontrasen atrapados en el corazón de la montaña sagrada. Eventualmente, se abría paso hasta la celda algún jibóvago Lleno de gozo, Luterin lo recogía y, sosteniéndolo con delicadeza, observaba cómo sacudía sus frágiles patas para intentar liberarse No cabía duda de que el jibóvago sabía lo que era la libertad y estaba absolutamente interesado en la cuestión, mientras que los humanos, infinitamente más complejos, mostraban al respecto numerosas dudas.
    ¿Qué dolor trascendental llevaba a los humanos a encerrarse a sí mismos en la Gran Rueda durante una importante parte de sus vidas? ¿Era aquél el verdadero camino hacia la auto comprensión?
    Se preguntó si el jibóvago se comprendería a sí mismo Sus esfuerzos por identificarse con las minúsculas criaturas, así como de disfrutar de una mínima fracción de su libertad, sólo lograban enfermarlo Era capaz de pasarse horas echado en el suelo de la celda, absorto en la contemplación de las más ínfimas cosas vivientes, pequeñas hormigas blancas, microscópicos gusanos. En ocasiones descubría ratones y ratas que lo miraban con sus ojos rosados. Si yo muriera, éstos serían mis únicos testigos. Los desheredados.
    Muchos hombres debían de haber muerto durante su confinamiento en las entrañas de la Rueda. Algunos se habrían encerrado voluntariamente, al igual que había célibes voluntarios. Quizá los había obsesionado el deseo de escapar hacia la invariabilidad, hacia la inmutabilidad, lejos del mundanal ruido, ese ruido enmascarado, si algo había aprendido de los astrónomos, en la inmensa conmoción del universo.
    Para él, sin embargo, la invariabilidad de la celda era una especie de muerte. No existía el ayer. No existiría el mañana. Su espíritu luchaba contra un proceso ya marchito.
    Entonces sonaban las trompetas que anunciaban el día, y él saltaba de la litera, corría hacia la pared externa de la celda y tiraba de la sección de cadena más cercana. Impulsar la Rueda a través de la roca parecía la única actividad lógica que le quedaba. A 119 centímetros diarios, la máquina transportaba a cada uno de sus ocupantes a través de la oscuridad.
    Nunca volvería a practicar el pauk. No obstante, la visita al corusco de su padre le había servido para aligerar su culpa. Algún tiempo después descubriría que ya no pensaba en él; o que, si lo hacía, lo veía como el corusco que era, sumido en las profundidades de la mortalidad.
    El padre que había creído real, el valiente cazador, atravesando para siempre las salvajes forestas de caspiarneos junto a sus galantes camaradas, ése había desaparecido, no había existido jamás. Su lugar lo ocupaba ahora un hombre que había preferido el encierro de la colina Icen, en el lóbrego castillo de Askitosh, a aquella vida libre y plena.
    Curiosos paralelismos parecían unir las vidas del muerto y su hijo. También éste se había autoencerrado.
    Por tercera vez, su vida se inmovilizaba. Tras el año de parálisis, en los umbrales de la madurez, el paréntesis de la Muerte Gorda y su consiguiente metamorfosis; ahora esto. ¿Dejaría alguna vez de ser lo que Harbin Fashnalgid había denominado criatura del sistema? ¿Le esperaba todavía una última metamorfosis?
    Aún debía mostrarse capaz de superar la influencia paterna. Su padre, a pesar de haber encabezado el sistema, también había sido su víctima, y con él su familia. Luterin pensó en su madre, encarcelada para siempre en la mansión familiar: bien podía haber estado ella en el lugar de Luterin.
    Con el pasar de los años, la imagen que conservaba de Toress Lahl se hizo cada vez más borrosa. El resplandor de su presencia se fue apagando. Al convertirse en esclava, no había sido más que eso, una esclava; su madre tenía razón: su devoción era la de una esclava, un acto de pura conveniencia, de autoprotección, un sentimiento no espontáneo. Despojada de estatus social—como decía la gente, muerta para la sociedad—, su corazón ya no sentía. Sólo había espacio para la táctica. Creyó comprender que un esclavo siempre debe odiar a su amo.
    Insil Esikananzi, en cambio, brillaba con más fuerza a medida que pasaban décimos y centímetros. Encarcelada en su propio hogar, enterrada en el seno de su propia familia, Insil llevaba en su interior la llama de la rebelión; su corazón latía con fuerza bajo el terciopelo. Habló con ella en la oscuridad. Ella siempre le contestaba irónicamente, burlándose de su conformismo; aun así, Luterin se sentía reconfortado por el modo en que demostraba preocuparse por él, y por su percepción del mundo.
    Y tiraba de las cadenas cada vez que tronaban las trompetas.

    Muy arriba de la Gran Rueda giraba una estructura que en cierto modo se le parecía. El funcionamiento de la Estación Observadora Terrestre Avernus también dependía de la fe.
    Esa fe había desfallecido. Ahora, en distintas sociedades matriarcales gobernaban pequeñas comunidades de personas dedicadas al desarrollo espiritual de sus diversas personalidades. Los gigantescos órganos sexuales, aquellos aberrantes sexópodos, habían sido ejecutados ritualmente, y por métodos igualmente aberrantes. Pero la aversión hacia todo cuanto fuera mecánico o tecnológico había dejado a las tribus a merced de un eudemonismo carente de toda espiritualidad y de marcada connotación sexual.
    Los géneros se confundieron sin remedio. Ya desde su más tierna infancia, los individuos adoptaban distintas personalidades masculinas y femeninas, que en ocasiones podían llegar a la decena. Estas personalidades múltiples podían permanecer eternamente hostiles y extrañas entre sí, dotadas de lenguas distintas y embarcadas en proyectos vitales completamente antagónicos. O bien podían trenzarse en violentas luchas intestinas, e incluso llegar a enamorarse perdidamente unas de otras.
    Algunas de ellas morían en vida de su procreador.
    No tardó en producirse una paulatina desintegración general, como si el propio código genético que regulaba la herencia se encontrase sumido en la confusión.
    La población, cada vez más reducida, continuaba practicando sus complicados juegos. Pero el aire parecía cargado de presagios finales. También los sistemas automáticos comenzaban a fallar. Los abejorros cibernéticos programados para reparar los circuitos dañados ya sólo servían para ser regenerados. Y la regeneración requería asistencia humana, que no parecía disponible.
    Las señales enviadas a la Tierra se volvieron más parciales, menos coordinadas. Pronto cesarían del todo. Era cuestión de unas pocas generaciones.





    XVI
    UNA INOCENCIA FATAL


    Era verano en el hemisferio norte de la Tierra y corría un año que en otro tiempo habría sido fechado como el 7583.
    Un grupo de amantes viajaba en una habitación que se desplazaba lentamente. Otras habitaciones se desplazaban cerca, también a una agradable velocidad. Ambulaban delante de un monumentogeonauta. Y el geonauta ambulaba por los trópicos.
    De tanto en tanto, uno de los amantes saltaba de su habitación y subía a otra. Sesenta de ellas se arracimaban en tomo del geonauta, que pronto se replicaría.
    Un hombre llamado Trockern estaba hablando, cosa que le gustaba hacer por las tardes, cuando había concluido la sesión matinal de repensamiento. Al igual que los demás, ya fueran hombres o mujeres, Trockern no vestía más que un ligero velo de gasa que llevaba sujeto sobre la cabeza.
    Era un hombre de constitución liviana, de piel cetrina, bien parecido y con una irreprimible sonrisa que brotaba incluso cuando estaba hablando de cosas serías.
    —Sí lo repensado esta mañana no se me escapa, resulta que las extrañas gentes que vivían aquí antes de la güeña nuclear no percibieron algo que hoy es más que evidente: no se habían desarrollado lo bastante como para escapar al mismo tipo de posesividad territorial que aún gobierna a las aves y las bestias.
    —Al menos una parte de la antigua raza denunció los peligros de la propiedad de la tierra —dijo Ermine.
    —Se los tenía por chalados o enfermizos —dijo Trockern—. Veréis, mí teoría, que ojalá podamos explorar, es que la posesión lo era todo para la antigua raza. El amor... Para ellos, incluso el amor era un acto político.
    —Eso es ir demasiado lejos—dijo Shoyshal—. Admito que, en aquella época, en más de la mitad del planeta un sexo dominaba al otro...
    —Lo esclavizaba.
    —Bueno, lo dominaba, especie de discutidor empedernido. Pero existían asimismo sociedades en las que el sexo era una diversión honesta, sin connotaciones posesivas o espirituales, en las que la palabra clave era «liberación», y...
    Trockern sacudió la cabeza:
    —Querida, estás dándome la razón. Esa minoría se rebelaba contra el ethos predominante y por tanto también ellos trataban al amor, estaban obligados a hacerlo, como un acto político. «Liberación» o «amor libre» eran consignas, o sea, lenguaje político.
    —No creo que ellos pensaran así.
    —No tenían la clarividencia necesaria para pensar así. De ahí su perpetua desazón. Creo que incluso agradecían la posibilidad que les brindaban las guerras para evadirse de sus planteos personales... —Al ver que Shoyshal estaba a punto de responderle, continuó rápidamente.— Sí, ya sé que la guerra estaba ligada al territorio. Y ese sentido de territorialidad se extendió de la tierra al individuo. Se suponía que debías enorgullecerte de tu tierra natal y pelear por ella, del mismo modo en que debías estar orgulloso de tu amor y pelear por él. Por tu esposa, como decían entonces. ¿Te imaginas que yo estuviera orgulloso de ti, que fuese a pelear por ti?
    —¿Es una pregunta retórica? —preguntó, sonriendo, Ermine.
    —Mira, te daré un ejemplo del sentido obsesivo de propiedad de la antigua raza. Hasta y durante la Revolución Industrial, la esclavitud fue una condición habitual en la Tierra. En mu-chos lugares, lo seguiría siendo por mucho tiempo. Era tan cruel como la que contemplamos en Heliconia. Te otorgaba el poder de poseer a otra persona, una idea que hoy nos resulta casi inconcebible. Sólo nos traería desgracias. Pero podemos comprobar que el amo del esclavo también resultaba esclavizado. Cuando Trockern elevó su mano izquierda y su voz en busca de énfasis, el anciano que dormía su siesta en un catre cercano murmuró irritado, roncó y se dio la vuelta.
    —Vuelvo a decirte, querido, que había muchas sociedades sin esclavos —dijo Shoyshal—. Y muchas que aborrecían la idea de la esclavitud.
    —Decían aborrecerla pero se agenciaban servidores en cuanto podían, los poseían todo lo posible. Más tarde emplearon androides. A la vez, las sociedades oficialmente no esclavistas se embarcaron en posesiones de todo tipo. Posesiones, posesiones posesiones... Era una forma de locura.
    —No estaban locos —dijo Shoyshal—. Eran distintos de nosotros, eso es todo. Supongo que, si nos conocieran, les resultaríamos bastante extraños. Además, la humanidad estaba en plena adolescencia. He escuchado tus prédicas a menudo, Trockern, y no niego haber disfrutado de ellas... más o menos. Escucha ahora lo que pienso yo. Si estamos aquí es por pura e increíble suene. Olvídate de la Mano de Dios, por la que los heliconianos agonizan a cada rato. No hay más que suerte. No me refiero a la suerte de que unos pocos humanos hayamos sobrevivido al invierno nuclear, aunque algo de eso hay. Hablo de la serie de afortunados accidentes cósmicos soportados por la Tierra. Piensa en la manera en la que las bacterias vegetales liberaron oxígeno en una atmósfera que era absolutamente irrespirable. Piensa en el accidente que condujo a los peces a desarrollar espinas dorsales. En el accidente por el que los mamíferos desarrollaron placentas, tanto más ingeniosas que los huevos, aunque los huevos también fueran campeones en su día. Piensa en el accidente del bombardeo que alteró las condiciones de vida de un modo tan abrupto que los dinosaurios, incapaces de adaptarse, tuvieron que dar paso a los mamíferos. Y así podría seguir interminablemente.
    —Siempre podrías —dijo su hermana, con una mezcla de sorna y admiración.
    —Nuestros antiguos ancestros adolescentes temían los accidentes. Temían la suerte. Lo cual explica a los dioses, las vallas, el matrimonio, las armas nucleares y todo lo demás. No tanto tu posesividad sino el miedo a lo accidental. Que por supuesto terminó cayendo sobre ellos. Quizás ese tipo de profecías sean autorrealizables.
    —Plausible. Sí. Estaría de acuerdo si aceptas que aquella posesividad habría sido un síntoma del miedo a los accidentes.
    —Ah, no, Trockern, si vas a estar de acuerdo será mejor que retomemos el tema del sexo. —Una risotada general acompañó estas palabras. A través de las ventanas, veían la dudad móvil que se desplazaba con su característica falta de elegancia, absorbiendo la egonicidad que manaba de los poliedros blancos.
    Ermine rodeó con el brazo los hombros de su hermana y le acarició el pelo.
    —Hablas de la posesión de una persona por otra; supongo que te refieres también a la vieja institución matrimonial. Sin embargo, el matrimonio conserva para mí cierto halo romántico.
    —Hasta las cosas más endebles pueden resultar románticas si te alejas lo bastante de ellas —dijo Shoyskal—. Cualquier cosa observada a través de una bruma... Pero el matrimonio es el ejemplo más claro del amor entendido como acto político. El amor era, en este caso, sólo una excusa o, con suerte, una ilusión.
    —No termino de comprenderlo. Nadie obligaba a los hombres y mujeres a casarse, ¿verdad?
    —Era voluntario en cierto sentido, sí, por cierto; pero la presión de la sociedad los empujaba a casarse. Esta presión a veces era moral y otras económica. El hombre conseguía a alguien que trabajase para él y lo saciase sexualmente. La mujer conseguía a alguien que la mantuviera económicamente. Y ambas conveniencias se fundían en una empresa común.
    —¡Qué horrible!
    —Todas esas posturas románticas —continuó Shoyshal, divertida—, todos aquellos raptos, serenatas, toda esa música melosa, esa literatura tan apreciada, los pactos suicidas, las lágrimas, los votos... puros esquemas sociales de apareamiento, la carnada del anzuelo... No eran conscientes de estar preparándolos para ellos mismos o a punto de morderlo.
    —Haces que suene horrible.
    —Ay, Ermine, podía ser incluso peor, te lo aseguro. No me extraña que tantas mujeres escogiesen la prostitución. Quiero decir que el matrimonio era sólo otra versión de la lucha por el poder, una arena en la que marido y mujer peleaban por la supremacía sobre el otro. El hombre esgrimía la cachiporra económica, la mujer escondía su arma secreta entre las piernas.
    Otra vez, la carcajada fue general. El anciano en su catre, de nombre Sartorilrvrash, se defendía roncando.
    —Hace mucho que la tuya dejó de ser secreta —dijo Trockern.
    Cuando una ciudad se volvía demasiado multitudinaria para alguien, no le costaba mucho encontrar otro geonauta y cambiar de rumbo. Había muchas otras ciudades ambulantes, y las al-ternativas eran numerosas. A cierta gente le gustaba seguir la huella de los largos días de luz; otros viajaban en busca de escenarios espectaculares; otros sentían nostalgia del mar o del desierto. Cada entorno ofrecía una experiencia distinta.
    Y esas experiencias eran a su vez distintas de las del pasado. La gente ya no chillaba. Los ágiles cerebros habían aprendido a conducir sus emociones hacia senderos de modestia, subordi-nadas pero nunca sometidas a Gaia, el espíritu de la Tierra. Gaia no pretendía poseerlos, tal como lo hicieran antaño sus dioses imaginarios. La propia gente era parte de ese espíritu. Tenían una visión.
    Por consiguiente, la muerte dejó de jugar el papel crucial de Gran Inquisidora de los asuntos humanos. Ahora no era más que un elemento más en la hogareña contabilidad de los hombres: Gaia era una tumba común de la que siempre florecían ganancias frescas.
    Existía, asimismo, un compromiso real con Heliconia. De espectadores, las mujeres y los hombres pasaron a ser actores. Cuando el Avernus dejó de enviar imágenes, cuando los au-ditorios en forma de concha quedaron yermos, el nexo empalico se hizo aún más fuerte. En cierto sentido, la raza humana —la mente humana— surcó el espacio para convenirse en el ojo de la Escrutadora Original, compartiendo su fuerza con los distantes camaradas de aquel otro planeta.
    Cierto, nadie sabía lo que el futuro podía deparar a esta extensión espiritual del ser.
    Al aceptar un papel para ellos cómodo y adecuado, los terrestres volvían a ingresar en el círculo mágico de la existencia. Habían abandonado sus antiguas codicias. El mundo era suyo, y ellos eran del mundo.
    Cuando atardecía, Ermine dijo:
    —Hablando del amor como acto político, no es una idea fácil de asimilar. Pero, ¿cómo era ese arreglo legal al que se sometían los de la antigua raza cuando su matrimonio se rompía? ¿No le pasó algo así a Jandol-Anganol? Eso es, un divorcio. Era una discusión acerca de las posesiones, ¿verdad?
    —Y acerca de la propiedad de los hijos —dijo Shoyshal—. He ahí un ejemplo perfecto de amor mezclado con cuestiones económicas y políticas. No entendían todavía que no se puede escapar al azar. Ése es uno de los caprichos que mantienen a Gaia siempre joven.
    Trockern señaló al geonauta a través de la ventana:
    —No me sorprendería que Gaia los hubiese enviado para sobrevivimos —dijo con aire de burlona pesadumbre—. Después de todo, los geonautas son más hermosos y funcionales que nosotros... exceptuando a los presentes, por supuesto.
    Cuando las estrellas cubrieron el firmamento, los tres bajaron a tierra y caminaron a la par de su lenta habitación rodante. Ermine entrelazó sus brazos con los de los otros dos.
    —El ejemplo de Heliconia nos permite juzgar cuántas de las vidas de la antigua raza fueron arruinadas por la territorialidad y la ambición de poseer a los seres amados. Aun al precio de matar el amor. Al menos, el invierno nuclear nos libró de esa clase de territorialidad. Hemos despertado a una forma de vida superior.
    —Me pregunto si no habrá defectos en nosotros que no sabemos reconocer —dijo Trockern, y rió.
    —Una pregunta fácil de responder en tu caso —dijo, picara, Ermine. Él le mordió la oreja. Dentro de la habitación, Sartorilrvrash se desperezó en el catre y gruñó como si aprobase aquel mordisco, como si también soñase con morder ese lóbulo sonrosado. Era la hora en la que solía despertar para deleitarse con la oscuridad tropical.
    —Eso me recuerda —dijo Shoyshal, mirando las estrellas— que si mi teoría del azar es acertada, podría explicar por qué la antigua raza no encontraría otras formas de vida allí ajuera, salvo Heliconia, claro. Heliconia y la Tierra fueron afortunadas. Éramos proclives al accidente. En los restantes planetas, todo ocurrió de acuerdo a algún tipo de planificación geofísica. Resultado: no ocurrió nada. Ninguna historia que contar.
    Durante un rato, quedaron absortos en las distancias infinitas del cielo.
    Por fin, Trockern dejó escapar un suspiro:
    —Siento una felicidad muy intensa cada vez que contemplo la galaxia. Me sucede siempre. Por un lado, las estrellas me recuerdan que toda la maravillosa complejidad del universo orgánico e inorgánico se resume en unas pocas leyes físicas de pavorosa sencillez...
    —Y desde luego te alegra que las estrellas sean la excusa perfecta para un discurso... —dijo Shoyshal, imitando sus gestos.
    —Y por otro lado, querida, por otro lado... Verás, me alegro de ser más complejo que un gusano o que un moscardón y, por tanto, capaz de admirar la belleza que encierran esas pocas, pavorosas leyes físicas.
    —Todos esos rumores antiguos acerca de Dios —dijo Shoyshal— hacen que te preguntes qué podrían tener de cierto. Tal vez Dios sea en efecto un vejete aburrido con el que nadie querría vérselas ni muerto...
    —... que empolla eternamente un universo de planetas cubiertos de arena...
    —... mientras cuenta los granos uno a uno —concluyó Ermine.
    Riendo, tuvieron que acelerar el paso para alcanzar la lenta habitación rodante.

    Pasaron los años. Era muy sencillo. Todo lo que uno tenía que hacer era tirar de las cadenas y los años iban pasando. Y la Rueda iba rodando por el firmamento estrellado.
    La desesperación se trocó en resignación. Mucho después llegaría la esperanza, humildemente, sin fanfarrias, igual que la aurora. La naturaleza de las inscripciones en la gran pared exterior se fue modificando. Empezaban a aparecer imágenes de mujeres desnudas, votos y alardes referentes a nietos, viejos temores conyugales. Aparecieron calendarios que contaban los años finales, cuyas cifras crecían a medida que menguaban los décimos.
    Pero seguía habiendo sentencias religiosas, a veces repetidas obsesivamente cada pocos metros hasta que, muchos décimos después, el escriba agotaba su empeño. Una de las que habían despertado la curiosidad de Luterin rezaba: TODA LA SABIDURÍA DEL MUNDO HA EXISTIDO.
    SIEMPRE: BEBED A FONDO DE ELLA PARA QUE PUEDA AUMENTAR.
    En cierta ocasión, mientras tiraba de sus cadenas junto con el resto de los invisibles inquilinos al son de las trompetas y el chirriar de los piñones, Luterin percibió una tenue luminosidad en la celda. Continuó afanándose. Hora a hora, la masa de la Rueda se desplazaba casi diez centímetros, pero hora a hora aumentaba aquella luminosidad. Un halo de semiluz ambarina se abría paso.
    Se creyó en el paraíso. Despojándose de sus pieles, haló de la cadena con redoblado vigor, animando a sus sordos compañeros a que lo imitasen. Hacia el final del período diario de doce horas y media, la pared anterior de la celda se había deslizado lo bastante como para dejar entrever una mínima rendija de luz. La celda se llenó de una sustancia sagrada que aleteó y se expandió hasta los últimos rincones. Luterin cayó de rodillas y se cubrió los ojos, presa del llanto y la risa.
    Aún no había finalizado la jornada laboral cuando la totalidad de la rendija apareció en la pared exterior. Medía 240 milímetros de ancho... e indicaba que a partir de aquel punto faltaba medio año pequeño para que la celda se abriese bajo los muros del monasterio de Bambekk. En letras concisamente grabadas en el granito se podía leer: os QUEDA SÓLO MEDIO AÑO DE RETIRO DEL MUNDO:
    INTENTAD SACARLE EL PROVECHO DEBIDO.
    La ventana había sido excavada en la gruesa pared de roca. Resultaba difícil calcular la distancia que recorría el hueco antes de convertirse en una ventana que daba al exterior. Se podían ver los barrotes que la sellaban al fondo y, a través de ellos, un árbol lejano, un caspiarneo sacudido por una tormenta de viento.
    Luterin miró hacia afuera durante largo tiempo antes de retroceder hasta la litera y sentarse a observar la belleza que lo rodeaba. La rendija estaba medio taponada por escombros y permitía que se filtrase una preciosa calidad lumínica que inundaba de cambiantes y hermosos fluidos todo el espacio de la celda. Era como si toda la luz del mundo vertiese bendiciones sobre su cabeza. Ante él danzaban las iluminaciones más brillantes junto con sombras exquisitas que teñían los rincones del modesto habitáculo de matices nunca vistos en el mundo de fuera. Se embebió del éxtasis de volver a sentirse una criatura biológica viva.
    —¡Insil! —exclamó—. ¡Volveré!
    No trabajó durante la jornada siguiente sino que se quedó observando cómo el esfuerzo ajeno desplazaba la gloriosa ventana a lo largo de la pared exterior. Tampoco tiró de la cadena al día siguiente y cuando la Rueda se detuvo sólo quedaba de la ventana una pequeña ranura. Pero incluso esa ranura bastaba para que la exquisita luminosidad perlada llenase de vida su aislamiento. Cuando, durante el cuarto día, también esa hendidura desapareció —seguramente para delicia del vecino—, Luterin se sintió desolado.
    Este hecho marcó el inicio de un período de dudas internas. Su deseo de libertad se trocó en temor a lo que podría encontrar afuera. ¿Qué habría sido de Insil? ¿Habría abandonado el lugar que tanto odiaba?
    Y su madre. Quizás había muerto ya. Resistió como pudo el impulso de sumergirse en el pauk para conocer la respuesta.
    Y Toress Lahl. Bueno, había atinado a liberarla. Tal vez estuviera de regreso en su Borldoran natal.
    ¿Y la situación política? ¿Haría cumplir el nuevo Oligarca todos los edictos del antiguo? ¿Habría continuado la matanza de phagors? ¿Y las disputas entre Iglesia y Estado?
    Se preguntó cómo lo tratarían cuando abandonase su encierro. Quizá lo esperase un pelotón de ejecución. La vieja pregunta volvía a aguijonearlo, a pesar de los casi diez años pequeños que había tenido para resolverla: ¿qué era, santo o pecador? ¿Héroe o criminal? No cabía duda de que había perdido todo derecho a reclamar el puesto de Guardián de la Rueda.
    Empezó a hablar con una mujer imaginaria, desarrollando una elocuencia que nunca había demostrado ante nadie.
    —¡Qué enmarañada es la vida para los humanos! Para un phagor debe de ser mucho más sencilla. No hay duda o esperanza que los atormenten. Cuando eres joven, vives en la perpetua ilusión de que, tarde o temprano, algo maravilloso te sucederá; de que, trascendiendo las limi-taciones paternas, encontrarás a una mujer fantástica y que sabrás serlo para ella. Al mismo tiempo, estás seguro de que en la infinita espesura de las posibilidades, en los densos bosques de las opiniones encontradas, hay un algo vital que merece ser conocido..., conocido y aprendido. Que llegará el momento en que lo conoceremos y podremos transformar el misterio en un relato coherente. De tal modo que tu verdadera vida, el sentido de todas las cosas, emergerán de la bruma hacia la luz más pura, hacia la comprensión total. Pero no es así para nada. Y si no lo es, ¿de dónde entonces, para inquietud y tortura nuestra, habremos sacado la idea? Durante todo el tiempo que he estado aquí... todos los pensamientos que se han volado...
    Tiraba con devoción de cada sección de cadena que se le presentaba en aquella inacabable sucesión de cadenas. Los días pasaban en el calendario de piedra. Pronto llegaría ese día imposible en el que podría moverse libremente otra vez entre los demás seres de su especie. Cualquiera que fuese su destino, rogó al Azoiáxico que le permitiera volver a hacer el amor con una mujer. En su imaginación, Insil ya no estaba lejos.

    El viento venía del norte, trayendo consigo el aire viciado de los eternos hielos polares. Muy pocas cosas podían vivir bajo esta atmósfera. Incluso las robustas hojas de los caspiarneos se apretaban como velas contra los troncos cuando el viento arreciaba.
    Los valles se llenaban de nieve, que formaba un espeso tapiz. Año a año, decrecía la luz.
    Un sendero cubierto llevaba ahora hasta la capilla del rey Jandol Anganol. Estaba precariamente formado por ramas caídas pero permitía llegar hasta la puerta hundida. Por primera vez en varios siglos, alguien habitaba la capilla. Una mujer y un niño se acurrucaban en una esquina, junto a la estufa. La mujer mantenía la puerta cerrada con llave y había disimulado la estufa para evitar que su luz fuese vista desde fuera. No tenía derecho a vivir allí.
    Alrededor de la capilla había dispuesto algunas trampas que encontró en la sacristía. Con los animales pequeños que atrapaba tenían alimento suficiente y en muy contadas ocasiones se atrevía a mostrarse por la aldea de Kharnabhar, a pesar de tener allí un buen amigo que vendía pescado llegado de la costa, ya que la vieja ruta que ella había recorrido seguía abierta a pesar del mal tiempo. La mujer había enseñado a su hijo a leer. Escribía para él las letras del alfabeto en el polvo o le mostraba los signos que aparecían en las escrituras. Le explicó que letras y palabras eran dibujos de cosas ideales, algunas de las cuales existían o podían existir mientras que otras no deberían existir jamás. Intentaba imbuir conceptos morales en la lectura, aunque también inventaba historias tontas con las que reían ambos.
    Cuando el niño dormía, ella leía para sí. No dejaba de admirarla el hecho de que la presencia que presidía el edificio fuese un hombre de su ciudad natal, Oldorando. Sus vidas se unían de un modo extraño, a través de los siglos y las millas. Él se había retirado allí para hacer penitencia y arrepentirse de sus pecados. Ya entrado en años, se le había unido una singular mujer de Dimariam, un lejano país de Hespagorat. Ambos habían dejado diversos documentos, que ella leía durante horas. A veces llegaba a sentir la inquieta presencia del rey a su lado.
    Con el paso de los años, la mujer le contaría la historia del rey a su hijo.
    —Este malvado de Jandol Anganol hizo mucho daño en el país donde nació tu madre. Era un hombre religioso y, sin embargo, liquidó su religión. Pero le costaba vivir bajo el peso de esa terrible contradicción. De modo que vino a Kharnabhar y pasó diez años pequeños dentro de la Rueda, igual que el que es tu padre... Jandol Anganol dejó a dos reinas en su país al venir aquí. Y a pesar de que debe de haber sido muy malvado, los de Sibornal lo creen un santo. Después de salir de la Rueda, se reunió con la mujer de Dimariam de la que te he hablado. Como yo, ella era médica. Bueno, parece que fue muchas otras cosas también; hasta comerciante o mercader. Se llamaba Immya Muntras. Sintió la llamada de la religión y fue en busca del rey, quizá para brindarle consuelo en su vejez. Estuvo a su lado. Eso no es nada malo... Muntras sabía muchas cosas que le parecían muy importantes. ¿Ves?, es aquí donde las escribió, hace mucho tiempo, durante el Gran Verano, cuando la gente pensaba que el mundo acabaría, tal como piensan ahora... Esta señora Muntras tenía información acerca de un hombre que había llegado a Oldorando procedente de otro planeta. Parece extraño, pero he visto tantas cosas extrañas a lo largo de mi vida que estoy dispuesta a creerle. Los restos de la señora Muntras están enterrados en la antecapilla, junto a los del rey. Éstos son sus papeles... Lo que aprendió del hombre de otro planeta tenía que ver con la plaga. El extraño le explicó que la Muerte Gorda era necesaria puesto que la metamorfosis y los cambios metabólicos que atravesaban los supervivientes les permitían soportar mejor el invierno. Sin esa metamorfosis, los humanos no podían seguir con vida durante la época más cruda del Invierno Weyr... Los portadores de la plaga son unas garrapatas que viven en los phagors y se transmiten a hombres y mujeres. Al picarte la garrapata, adquieres la enfermedad. La plaga te provoca la metamorfosis. Por lo tanto, el hombre necesita de los phagors para sobrevivir al Invierno Weyr... La señora Muntras intentó enseñar todo esto en Kharnabhar. Sin embargo, siguen matando phagors y el Estado hace todo lo posible para mantener alejada la plaga. Sería mucho mejor avanzar en conocimientos médicos, a fin de ayudar a más gente a sobrevivir a la plaga.
    Así solía hablar la mujer, escrutando la cara de su hijo en la semioscuridad.
    El niño la escuchaba. Luego iba a jugar con los tesoros que contenían los estuches otrora pertenecientes al malvado monarca.
    Una tarde, mientras jugaba como de costumbre y su madre leía junto al fuego, en la puerta de la capilla sonaron unos golpes.

    Al igual que las lentas estaciones, la Gran Rueda de Kharnabhar siempre completaba sus ciclos.
    Y por fin lo hacía así para Luterin Shokerandit. La celda en la que había vivido volvía a abrirse. Sólo una pared de 0,64 metros la separaba de la precedente, en la que un nuevo voluntario podía estar ingresando en aquel mismo instante para remar durante diez años en la oscuridad e impulsar a Heliconia hacia la luz.
    Guardias apostados en la luminosa salida lo ayudaron a abandonar su lugar de reclusión. En lugar de liberarlo, lo condujeron suavemente hacia arriba por una escalerilla de caracol. La luz se hacía cada vez más brillante; Luterin cerró los ojos y tragó saliva.
    Lo condujeron a una pequeña habitación en el monasterio de Bambekk. Allí lo dejaron y durante un rato hubo de permanecer solo. Luego entraron dos esclavas, mirándolo por el rabillo del ojo, seguidas de esclavos que portaban una tina, agua caliente, un espejo de plata, toallas, utensilios para afeitarse y ropa limpia.
    —Por cortesía del Guardián de la Rueda —dijo una de las mujeres—. No todos los remeros reciben este trato, puedes estar seguro de ello.
    Recién al llegarle el aroma del agua y las hierbas se dio cuenta Luterin de lo mal que olía, de cómo se le habían pegado los hedores metanosos de la Rueda. Permitió que las mujeres lo despojasen de sus harapientas ropas. Lo condujeron a la tina. Mientras le lavaban brazos y pier-nas, se concentró en las gloriosas sensaciones que lo rodeaban. Cada ínfimo detalle amenazaba con sobrepasarlo. Había estado casi muerto.
    Lo cubrieron de polvos, lo secaron y le pusieron ropa nueva y abrigada.
    Lo llevaron hasta la ventana para que mirase afuera, aunque al principio la luz lo cegó.
    Ante sus ojos apareció, desde una gran altura, la aldea de Kharnabhar. Vio casas enterradas en la nieve casi hasta el techo. Lo único que se movía era un trineo tirado por tres yelks y dos aves que volaban en círculos a gran altura, recreando en el cielo el espectro eterno de la rueda.
    La visibilidad era buena. Una tormenta de nieve estaba amainando y las nubes se desplazaban hacia el sur, dejando atrás densos claros azules. Todo era muy brillante. Luterin tuvo que desviar la vista y cubrirse los ojos.
    —¿Qué día es hoy? —le preguntó a una de las mujeres.
    —Vaya, estamos en 1319 y mañana es Myrkwyr. Ahora, ¿qué tal si te afeitamos esa barba y te quedas unos mil años más joven?
    Su barba había crecido como un hongo en la penumbra. Estaba veteada de gris y le llegaba al ombligo.
    —Cortadla —dijo—. No tengo ni veinticuatro años. Todavía soy joven, ¿no?
    —Tengo entendido que hay gente mayor que eso —dijo la mujer, acercándose tijera en mano. Luego lo conducirían ante el Guardián de la Rueda.
    —No será más que una audiencia formal —le dijo el ujier que lo escoltaba a través del laberíntico monasterio. Luterin tenía poco que decir. Las nuevas impresiones que se amontonaban dentro de él superaban su capacidad receptiva; no podía dejar de pensar que en otro tiempo había estado convencido de que él sería el próximo Guardián.
    Tampoco habló cuando por fin lo dejaron al final de lo que le pareció una inmensa sala. En el extremo opuesto, el Guardián ocupaba un trono de madera flanqueado por muchachos con indumentaria religiosa. El dignatario hizo señas a Luterin de que se aproximara.
    Éste avanzó con cautela por el espacio luminoso, contando con cierto temor reverencial la cantidad de pasos que lo separaban del trono.
    El Guardián, un hombre corpulento, estaba envuelto en una túnica de color púrpura. Su rostro parecía a punto de estallar. Como la túnica, también era púrpura; gruesas venas le surcaban las mejillas y la nariz como si fueran vides. Sus ojos eran acuosos, sus labios estaban húmedos. Luterin, que había olvidado que existían rostros como aquél, lo estudió con curiosidad mientras, a su vez, también él era estudiado.
    —Inclínate —le susurró uno de los monaguillos, así que se inclinó.
    El Guardián habló con voz estrangulada:
    —Te encuentras otra vez entre nosotros, Luterin Shokerandit. Durante los últimos diez años has estado bajo el cuidado de la Iglesia... De lo contrario, tus enemigos te habrían envenenado en venganza por tu parricidio.
    —¿Quiénes son mis enemigos?
    Los ojos acuosos se escurrieron tras los pliegues palpebrales:
    —Oh, el asesino del Oligarca tiene enemigos por todas partes, oficiales y extraoficiales. Pero también lo eran de la Iglesia, en general. Seguiremos haciendo todo cuanto podamos por ti. En cierto modo, es como si, personalmente, te debiéramos algo... —rió—. Podríamos ayudarte a salir de Kharnabhar.
    —Yo no quiero irme de Kharnabhar. Es mi hogar. —Mientras hablaba, los ojos acuosos no lo miraron a los ojos sino a la boca.
    —Siempre puedes cambiar de idea. Ahora debes presentarte al Maestro de Kharnabhar. Recordarás que los cargos de Maestro y Guardián de la Rueda estaban fundidos en uno. El cisma entre Iglesia y Estado los ha separado.
    —Señor, ¿puedo hacerte una pregunta?
    —Hazla.
    —Hay muchas cosas que debo entender... ¿Me considera la Iglesia un santo o un pecador?
    El Guardián se aclaró la garganta con esfuerzo:
    —La Iglesia no puede condonar el parricidio, o sea que, oficialmente, eres un pecador. ¿Podría haber sido de otro modo? Deberías haberlo resuelto, imagino, durante los diez años de encierro... No obstante, personalmente y de manera extraoficial..., me atrevería a decir que libraste al mundo de un villano y yo, al menos, te considero un santo. —Volvió a reír.
    De modo que éste debe de ser uno de mis enemigos extraoficiales, pensó Luterin. Se inclinó y comenzaba a alejarse cuando el Guardián volvió a llamarlo.
    El hombre se puso de pie:
    —¿No me reconoces? Soy el Guardián de la Rueda Ebstok Esikananzi. Ebstok..., un viejo amigo. En otro tiempo pretendiste la mano de mi hija Insil. Como puedes ver, he ascendido a un cargo importante.
    —Si mi padre viviera, nunca habrías llegado a ser Guardián.
    —¿A quién debemos culpar por ello? Agradece que me sienta agradecido.
    —Gracias, señor —dijo Luterin y abandonó la augusta presencia, preocupado por el comentario acerca de Insil.
    No tenía idea de qué tenía que hacer para presentarse al Maestro de Kharnabhar; sin embargo, el Guardián Esikananzi lo había dispuesto todo. Un esclavo con levita esperaba a Luterin al pie de un trineo dotado de abrigadas pieles contra el frío.
    La velocidad del trineo lo abrumaba, y también el tintineo de las campanillas de los arreos. En cuanto el vehículo se puso en marcha, cerró los ojos y se agarró con fuerza. Voces parecidas al canto de los pájaros y la melodía de los patines sobre el hielo le trajeron reminiscencias de algo... No estaba seguro de qué.
    El aire estaba quebradizo. Por lo poco que había podido ver de Kharnabhar, los peregrinos parecían haberse marchado. Todo se le antojaba más triste y empequeñecido de cómo lo recordaba. Algunas luces brillaban en las ventanas superiores o en las tiendas que permanecían abiertas, pero él seguía sin acostumbrarse a la luz. Se echó hacia atrás, tratando de ordenar sus recuerdos de Ebstok Esikananzi. Conocía a este compinche de su padre desde la infancia y nunca le había resultado simpático; para él, Ebstok era el responsable del carácter amargo de Insil.
    El trineo se sacudía y traqueteaba y sus campanillas repicaban alegremente. Detrás de su sonido latoso se iba imponiendo el de una campana más pesada.
    Hizo un esfuerzo por mirar el camino.
    En aquel momento atravesaban una gran puerta que reconoció de inmediato, así como la caseta de guardia que apareció detrás. Había nacido allí. Acantilados de nieve de tres metros de altura se elevaban a los lados de la senda. Recorrían, sí, ¡el Viñedo! Enseguida aparecieron los familiares tejados de la casa. Una campana de sonido inolvidable tañía más fuerte que nunca.
    Shokerandit recibió un cálido aluvión de recuerdos de infancia: se vio bajando de un pequeño tobogán, corriendo hacia los peldaños del frente. Su padre estaba allí, por una vez en casa, sonriendo y con los brazos extendidos hacia él.
    En la puerta había ahora un centinela armado. La puerta mantenía tres de sus secciones plegadas, formando una especie de garita para resguardo del centinela. Éste pateó los paneles centrales hasta que un esclavo abrió la puerta y se hizo cargo de Luterin.
    En el salón sin ventanas, quemadores de gas flameaban contra el muro y el mármol recogía su destello. Comprobó de inmediato que el gran sillón vacío había desaparecido.
    —¿Está mi madre aquí? —le preguntó al esclavo. El hombre lo miró boquiabierto y se limitó a abrir camino escaleras arriba. Sin emoción alguna, Luterin se dijo que también le habría correspondido ser Maestro de Kharnabhar además de Guardián de la Rueda.
    Cuando el esclavo llamó, una voz al otro lado de la puerta lo invitó a pasar, de modo que entró en el antiguo estudio de su padre, esa habitación que tan a menudo había permanecido cerrada para él cuando era joven.
    Un viejo sabueso gris, echado junto al fuego, gruñó amistosamente al entrar Luterin. Verdes leños silbaban y ardían en la chimenea. La habitación olía a humo, a orina canina y a algo semejante a polvos faciales. Al otro lado de los gruesos cristales de la ventana se extendían la nieve y el infinito universo inarticulado.
    Un secretario de cabello cano, cuyas herrumbrosas vértebras lumbares se habían doblado hasta darle el aspecto de un bastón torcido, se le aproximó. Movió los labios en señal de saludo y ofreció a Luterin, sin mayor ceremonia ni cordialidad, un asiento cercano.
    Luterin se sentó. Su mirada viajaba por la habitación, todavía atiborrada de las pertenencias paternas. Reconoció las antiguas mechas de pedernal y de fósforo, las pinturas y el plato, los parteluces y sofitos, las bóvedas y contrafuertes. Los lepismas y las carcomas desarrollaban allí su labor a conciencia. Sobre el escritorio del secretario había un polvillo plateado que debía de haber caído poco antes del techo.
    El secretario había apoyado un codo cerca del revoque caído.
    —En este momento el Maestro está ocupado con la ceremonia de Myrkwyr. No creo que tarde mucho —dijo el secretario. Al cabo de una pausa, añadió, mirando tímidamente a su interlocutor—: Supongo que no me reconoces.
    —Hay demasiada luz aquí.
    —Pero si soy el antiguo secretario de tu padre, Evanporil. Ahora estoy a las órdenes del Maestro.
    —¿Extrañas a mi padre?
    —Es difícil de decir. Me limito a mis labores administrativas —dijo, repentinamente sumido en el papelerío de su es entono.
    —¿Sigue aquí mi madre?
    El secretario alzó brevemente la mirada:
    —Sigue aquí, sí.
    —¿Y Toress Lahl?
    —No reconozco ese nombre, señor.
    El silencio de las habitaciones se llenó con un seco crepitar de papeles. Luterin se incorporó, levantándose cuando se abrió la puerta. Un hombre alto y delgado, de cara angosta y patillas rojizas, entró en la habitación, campanilla al cinto. Se detuvo allí, enfundado en un hidrán negro y marrón, con la vista clavada en Luterin. Luterin le devolvió la mirada, tratando de adivinar si se trataba de un enemigo oficial o extraoficial.
    —Bueno..., parece que has regresado al mundo en el que causaste un revuelo considerable. Bienvenido. La Oligarquía me ha nombrado Maestro aquí, un cargo ajeno a los deberes eclesiásticos. Soy el representante del Estado en Kharnabhar. El clima ha empeorado tanto que la comunicación con Askitosh se hace cada vez más complicada. Nos encargamos de garantizar el abastecimiento de alimentos desde Rivenjk, mientras que las conexiones militares son... algo débiles...
    En ausencia de respuesta por parte de Luterin, el hombre alto había ido desgranando una oración tras otra.
    —Bueno, intentaremos cuidar de ti, aunque no creo que puedas volver a vivir en esta casa.
    —Es mi casa. —No. Tú no tienes casa. Ésta es la casa del Maestro y siempre lo ha sido.
    —De modo que mi acto te ha beneficiado en mucho.
    —Existe el beneficio en el mundo, sí. Es verdad.
    Siguió un espeso silencio. El secretario se acercó con dos copas de yadahl, Luterin aceptó una, cegado por la belleza de sus destellos de rubí, pero no pudo beber.
    El Maestro permaneció en pie, un tanto rígido, dejando entrever cierto nerviosismo mientras apuraba la copa.
    —Sí—dijo al fin—, has estado apartado del mundo un largo tiempo. ¿He de creer que no me reconoces?
    Luterin calló.
    Con un leve gesto de irritación, el Maestro dijo:
    —Por la Escrutadora, sí que eres callado... Yo fui tu comandante, el Arcipreste Militante Asperamanka. ¡Creía que los soldados nunca olvidaban a sus jefes de combate!
    Luterin habló al fin:
    —Ah, Asperamanka... «Déjalos desangrarse un poco»... Sí, ahora te recuerdo.
    —No resulta fácil olvidar cómo, bajo el control de tu padre, la Oligarquía destruyó mi ejército para proteger a Sibornal de la plaga. Tú y yo fuimos de los pocos que sobrevivimos a la matanza.
    Bebió un largo sorbo de yadahl y empezó a pasearse por la habitación. Ahora Luterin reconocía los iracundos surcos que le cruzaban el ceño.
    Luterin se puso de pie:
    —Quisiera hacerte una pregunta. ¿Qué soy para el Estado, un santo o un pecador?
    El Maestro golpeteó el cristal de su copa con las uñas:
    —Tras la... muerte de tu padre, el desorden se apoderó de las naciones sibornalesas. Aunque ya se han acostumbrado a obedecer leyes duras, las leyes que nos permitirán hacer frente al Invierno Weyr, entonces no fue así. Para serte franco, había cierta animadversión hacia el Oligarca Torkerkanzlag II. Sus edictos no eran lo que se dice populares... De modo que la Oligarquía hizo circular el rumor, ideado por mí, de que te habían entrenado para asesinar a tu padre, que había escapado a todo control. Reforzaron la idea de que te habían salvado de la masacre de Koriantura por ser el elegido para esa tarea. El rumor incrementó nuestra popularidad y nos permitió sortear un momento difícil.
    —Envolvisteis mi crimen en una mentira.
    —Nos limitamos a darle alguna utilidad a un acto inútil. Como resultado de ello, el Estado te reconoció oficialmente como..., ¿por qué has dicho «santo»?..., como un héroe. Eres parte de la leyenda. Aunque, si te soy sincero, he de decirte que personalmente te considero un pecador de la peor calaña. No he perdido mis convicciones religiosas en lo que respecta a ciertos asuntos.
    —¿Es, pues, la convicción religiosa la que te ha animado a instalarte en Kharnabhar?
    Asperamanka sonrió y tiró de su barba:
    —Tengo gran nostalgia de Askitosh. Pero surgió la oportunidad de gobernar esta provincia y no la dejé escapar... Como héroe de leyenda, como figura histórica que eres, debes aceptar mi hospitalidad por esta noche. Huésped, y no prisionero.
    —¿Mi madre?
    —La tenemos aquí. Está enferma. Quizá no te reconozca más que lo que tú me has reconocido a mí. Dado que eres una especie de héroe en Kharnabhar, quisiera que estuvieses conmigo durante la ceremonia pública del Myrkwyr. Mañana. También nos acompañará el Guar-dián. La gente podrá comprobar que no te hemos hecho ningún daño. Será el día de tu rehabilitación. Habrá un festín.
    —Dejaréis que me alimente un poco...
    —No te entiendo. Después de la ceremonia, haremos todo cuanto desees. Quizá te interese salir de Kharnabhar y vivir en un sitio menos remoto.
    —Lo mismo me sugirió el Guardián.
    Fue a ver a su madre. Lourna Shokerandit yacía en cama, frágil e inmóvil. Como Asperamanka se lo había anticipado, Lourna no reconoció a su hijo. Aquella noche, Luterin soñó que había vuelto a la Rueda.

    El día siguiente se inició con gran bullicio y tintinear de campanillas. Extraños aromas culinarios reptaron hasta donde descansaba Luterin. Reconoció olores pertenecientes a platos que en otro tiempo le habrían apetecido. Ahora añoraba el sencillo rancho que tanto había abo-rrecido, aquellas raciones que bajaban rodando por los canalones de la Rueda.
    Vinieron esclavos a lavarlo y vestirlo. Se dejó hacer, pasivamente.
    La sala estaba llena de desconocidos. Los miró desde la balaustrada, incapaz de decidirse a bajar. La excitación lo abrumaba. El Maestro Asperamanka subió hasta donde se encontraba y le dijo, tomándolo por el brazo:
    —No pareces feliz. ¿Qué puedo hacer por ti? Es importante que la gente compruebe que hoy te complazco.
    El público del salón se amontonaba afuera, de donde llegaba el fuerte sonido de los cascabeles. Luterin callaba. Podía oír el bramido del viento, al igual que en la Rueda.
    —De acuerdo, pues. Al menos, compartiremos el vehículo y al vernos la gente pensará que somos amigos. Iremos al monasterio, donde nos reuniremos con, el Guardián, mi esposa y numerosos dignatarios de Kharnabhar. —Hablaba animadamente y Luterin no lo escuchaba, concentrado como estaba en la complicada operación de bajar un tramo de escalones. Recién al dejar atrás la puerta de entrada y cuando estaban a punto de subir al trineo que se había adelantado para llevarlos, el Maestro dijo con tono cortante:
    —No llevarás ninguna arma contigo, ¿verdad?
    Luterin negó con la cabeza y subieron al trineo, donde unos esclavos los cubrieron con pieles. Partieron hacia la ventisca entre blancos acantilados de nieve.
    Al doblar hacia el norte, sintieron la cuchilla del viento en el rostro. A los veinte grados de helada había que añadir la gélida acción del aire. Pero el cielo estaba despejado y, a medida que se adentraban en la desierta aldea, una gran mole irregular surgió de la bruma hasta dominar por completo el monte Kharnabhar.
    —Shivenink, la tercera cumbre del planeta —dijo Asperamanka, señalando el pico—. ¡Qué sitio! —agregó con disgusto.
    Por un instante, pudieron ver las desnudas paredes veteadas de la imponente mole; luego, la fantasmal presencia que dominaba todo aquel valle volvió a sumirse en brumas.
    Los pasajeros fueron conducidos a través del serpenteante camino hasta las puertas del monasterio de Bambekk. Accedieron al recinto y se apearon del trineo. Asistidos por esclavos, entraron en las abovedadas salas, donde numerosas personas de aspecto oficial parecían es-perarlos.
    A una señal, comenzaron a subir una serie de escalinatas. Luterin apenas prestaba atención al camino. No dejaba de estar pendiente de un profundo rumor que hacía vibrar el monasterio entero. Obsesivamente, trató de imaginar cada rincón de su celda, cada una de las marcas de las paredes.
    La comitiva llegó por fin a una sala en lo alto del monasterio. Era de contorno circular, y dos tapices, uno blanco y el otro negro, cubrían el suelo. Estos tapices se hallaban separados por una banda de hierro que atravesaba la sala, partiéndola por la mitad. Una débil lámpara de biogás la iluminaba. De cara al sur había una ventana, pero una pesada cortina la cubría.
    La cortina llevaba bordada la imagen de la Gran Rueda impulsada a través de los cielos por sus remeros, cada uno de los cuales ocupaba una pequeña celda de su perímetro, vestía cerúleas ropas y sonreía feliz.
    Por fin comprendo el significado de esas sonrisas, pensó Luterin.
    En el extremo opuesto de la sala, un grupo de músicos ejecutaba solemnes y armoniosas piezas. Lacayos iban y venían con sus bandejas repletas de bebidas, que ofrecían a los presentes.
    En determinado momento apareció el Guardián Esikananzi, alzando graciosamente la mano a modo de saludo. Sonriente, inclinándose a medias ante todos, se dirigió solemnemente hacia donde se encontraban el Maestro de Kharnabhar y Luterin.
    Después de los saludos de rigor, Esikananzi preguntó a Asperamanka:
    —¿Está nuestro amigo algo más sociable esta mañana? —Al recibir una negativa, le dijo a Luterin, en un alarde de ingenio:— Bueno, tal vez lo que veas ahora te suelte un poco la lengua.
    Los dos hombres fueron paulatinamente abordados por los concurrentes y Luterin pudo abandonar el centro del grupo. Una mano le tocó la manga. Se dio vuelta y chocó con un par de ojos muy abiertos. Una mujer delgada de semblante circunspecto se le había acercado y lo observaba con un asombro que tanto podía ser fingido como real. Vestía una sobria túnica rojiza cuyo ruedo llegaba hasta el suelo, mientras que un lazo ornaba su escote. A pesar de estar cerca del ecuador de su vida y tener el rostro más escuálido que antaño, Luterin la reconoció de inmediato.
    Murmuró su nombre.
    Insil asintió como si confirmara sus sospechas y dijo:
    —Me comentaron que te comportabas de un modo extraño y que te negabas a reconocer a la gente. ¡Qué costumbre ésta la de mentir! Y para ti, Luterin, qué desagradable ha de ser regresar de entre los muertos para volver a mezclarte con la misma chusma mendaz, todos un poco más viejos, más codiciosos..., más asustados. ¿Cómo me encuentras, Luterin?
    A decir verdad, su voz se había agriado, su boca parecía más torva. Se sorprendió de la cantidad de joyas que llevaba encima: en las orejas, en los brazos, en los dedos.
    Pero lo más sorprendente eran sus ojos. Habían cambiado. Las pupilas parecían enormes... Una señal de atención, pensó. Al no poder distinguir el blanco de sus ojos, pensó, admirado, que aquellos iris reflejaban la profundidad del alma de Insil.
    Pero dijo, con ternura:
    —¿Dos perfiles en busca de una cara?
    —Lo había olvidado. La vida en Kharnabhar se ha ido estrechando con el correr de los años: es cada vez más sucia, más triste y artificial. Como cabía esperar. Todo se estrecha. Incluidas las almas. —Y frotó sus manos en un gesto que Luterin no recordaba.
    —Pero tú estás viva, Insil. No recordaba que fueras tan hermosa—dijo con forzada sinceridad, consciente de las presiones que pretendían volver a hacer de él un ser social. Y al tiempo que luchaba con la dificultad de iniciar una conversación, sentía despertar en su interior reflejos antiguos, incluida su costumbre de ser cortés con las mujeres.
    —No me mientas, Luterin. Se supone que la Rueda convierte a los hombres en santos, ¿no es así? Habrás notado que no te he preguntado acerca de aquella experiencia.
    —¿Te has casado, Insil?
    La penetrante mirada de la mujer se intensificó. En voz baja, espetó su venenosa respuesta:
    —¡Vaya tonto, claro que estoy casada! Los Esikananzi tratan mejor a sus esclavos que a sus solteronas. ¿Qué mujer iba a sobrevivir en este agujero sin venderse al mejor postor?
    Golpeó el suelo con el pie:
    —Ya hablamos de este glorioso tópico cuando tú eras uno de los candidatos.
    Para Luterin, el diálogo corría demasiado aprisa:
    —¡Venderte al mejor postor, Insil! Pero, ¿a qué te refieres?
    —Tú te quitaste por completo de la lista cuando clavaste aquel cuchillo en ese papá tuyo que tanto reverenciabas... No creas que te culpo, teniendo en cuenta que fue él quien mató al hombre que acabó con mi preciada virginidad: tu hermano Favin.
    Sus palabras, encadenadas con falso brillo a través de una sonrisa de compromiso dirigida a quienes la rodeaban, abrieron en Luterin una vieja herida. Muy a menudo, durante su encierro en la Rueda, había pensado en aquella cascada y en la muerte de su hermano. No conseguía entender cómo Favin, un joven oficial de promisorio futuro, había decidido dar ese salto fatal; una duda que las palabras del gossi de su padre no habían logrado disipar. Pero Luterin siempre había evitado dar con una respuesta factible.
    Sin importarle quiénes de entre los concurrentes de pálidos labios los estaban mirando, Luterin la aferró del brazo:
    —¿Qué insinúas acerca de Favin? Es bien sabido que se suicidó.
    Ella se soltó con rabia y dijo:
    —En nombre del Azoiáxico, no me toques. Mi marido está aquí; mirándonos, además. No puede existir nada entre nosotros, Luterin. ¡Vete! Tu sola presencia me lastima.
    El miró en derredor, escudriñando a la muchedumbre. De pronto, a cierta distancia, se cruzó con un par de ojos adosados a un rostro alargado que lo miraban con franca hostilidad.
    Luterin soltó su copa:
    —Oh, Escrutadora... Asperamanka no..., ese oportunista no... —El líquido manchó de rojo el blanco tapiz.
    Tras saludar con la mano a Asperamanka, Insil dijo:
    —Hacemos buena pareja, el Maestro y yo. El quería emparentarse con una familia de abolengo. Yo quería sobrevivir. Nos complacemos a partes iguales. —Y cuando Asperamanka se volvió para continuar hablando con sus colegas, añadió viperinamente:— Todos esos hombres vestidos de cuero, perdiéndose monte adentro con sus animales..., ¿por qué les gustará tanto olerse mutuamente? Muy juntos, bajo los árboles, haciendo cosillas secretas, los hermanos de sangre. Tu padre, mi padre, Asperamanka... Favin no era como ellos.
    —Me alegra que lo amaras. ¿No podríamos hablar en un lugar más apartado?
    Ella declinó el ofrecimiento de consuelo:
    —En qué miseria se trocó aquella breve felicidad... Favin no era de los que se adentraban en los caspiarneos con sus gruesos machos. Me llevaba a mí.
    —Dices que mi padre lo mató. ¿Estás borracha? —De hecho, había cierta locura en su conducta. Estar con ella, repasar aquellas antiguas agonías..., era como si el tiempo se hubiera detenido. Era corno si un astroso y chirriante cajón se hubiera abierto y el secreto dignificase su banal contenido.
    Insil apenas se molestó en negar con la cabeza:
    —Favin tenía mil motivos para vivir... Yo, por ejemplo.
    —¡Baja la voz!
    —¡Favin! —gritó ella, y varias cabezas se giraron en su dirección. Empezó a abrirse paso a través de la concurrencia y Luterin la siguió—. Favin descubrió que las «partidas de caza» de tu padre eran en realidad viajes a Askitosh y que el Oligarca era él. Favin era pura integridad. Se enfrentó a tu padre. Y éste le disparó y lo arrojó barranco abajo, junto a la cascada.
    Funcionarias que oficiaban de anfitrionas los interrumpieron y separaron. Luterin aceptó otra copa de yadahl pero tuvo que abandonarla en vista de lo mucho que le temblaban las manos. Poco después, se le presentó una nueva oportunidad de hablar con Insil, interrumpiendo a un religioso que departía con ella.
    —Insil..., ¡sabes cosas terribles! ¿Cómo supiste lo de mi padre y Favin? ¿Estabas allí? ¿Es todo mentira?
    —Claro que no. Lo descubrí más tarde..., mientras tú te escondías en la postración..., mediante mi método habitual, el fisgoneo. Mi padre lo sabía todo. El se alegraba, ya que la muerte de Favin era un castigo para mí... No podía creer lo que estaba escuchando. Mientras él se lo contaba a mi madre, ella reía. Aquello no podía ser cierto. Sin embargo, a diferencia de ti, no perdí el conocimiento durante un año...
    —Y yo sin sospechar nada... Tan fatalmente inocente.
    Ella le dirigió una de sus miradas superciliares. Sus iris parecían más grandes que nunca.
    —Y sigues siéndolo. Oh, es tan evidente...
    —¡Insil, resiste la tentación de enemistarte con todos!
    Pero su mirada ya se había endurecido cuando dijo:
    —Nunca me ayudaste en nada. Tengo la certeza de que los hijos conocen intuitivamente la verdadera naturaleza de sus padres y no se dejan engañar tan fácilmente por sus disfraces externos. Tú, intuitivamente, conocías la verdadera naturaleza de tu padre y simulaste estar muerto para escapar a su venganza. Pero, en verdad, fui yo la que murió entonces.
    Asperamanka se acercaba.
    —Nos encontraremos en el pasillo dentro de cinco minutos —dijo Insil apresuradamente. Luego, se volvió, sonrió y alzó con ligereza una mano.
    Luterin se alejó. Apoyado contra una pared, luchaba con sus pensamientos:
    —Oh, Escrutadora... —suspiró.
    —Imagino que, tras tu soledad, las multitudes te resultarán abrumadoras —dijo amablemente alguien al pasar.
    En realidad, sentía que en su interior todo estaba revuelto. Las cosas no habían sido, él no había sido, como había querido creer. Incluso su actuación en el campo de batalla... Aquello no había sido el fruto de la valentía sino un estallido de antiguos rencores. ¿No serían todas las batallas erupciones de frustración acumulada en lugar de actos deliberados de violencia? Comprendió que no sabía nada. Nada. Temeroso del saber, se había aferrado a la inocencia.
    Recordó de pronto haber percibido el momento exacto de la muerte de su hermano. Favin y él habían sido muy unidos. Una tarde, sintió que la muerte de su hermano lo golpeaba psíquicamente, a pesar de que su padre la anunciaría como ocurrida al día siguiente. Esa ínfima discrepancia se había alojado en su joven conciencia, envenenándola. Intuía que llegaría el momento en que podría alegrarse de liberar a su organismo de ese veneno. Pero el momento no había llegado aún.
    Le temblaron las piernas.
    Sumido en aquel torbellino de pensamientos, estuvo a punto de olvidar a Insil. Temió por ella: su conducta era muy extraña. Se apresuró por llegar al pasillo indicado, a pesar de que también temía seguir escuchándola.
    Engalanados dignatarios le fueron saliendo al paso, hilvanando categóricos comentarios referentes a la solemnidad de la ocasión, y de cuánto más duras serían las condiciones de allí en adelante. Mientras conversaban, devoraban pequeños canapés con la forma de diversas aves. Luterin pensó que ni sabía ni le importaba saber en qué consistía la ceremonia en la que se había visto envuelto.
    La conversación se fue apagando y todos los ojos se dirigieron hacia el extremo opuesto de la sala.
    Ebstok Esikananzi y Asperamanka subían una escalera en espiral que conducía a una galería superior.
    Luterin aprovechó la oportunidad para ganar el pasillo. Insil se reunía con él un minuto después, el delgado cuerpo inclinado hacia adelante por efecto de la prisa. Con una pálida mano sostenía algunos pliegues de su falda para levantarla del suelo; sus joyas brillaban como la escarcha.
    —He de ser breve —dijo, sin más preámbulos—. Me vigilan estrechamente, salvo cuando están bebidos o celebran sus ridículas ceremonias..., como ahora. ¿A quién le importa si el mundo se hunde en la negrura? Escucha, en cuanto podamos salir de aquí, irás a ver al pescadero de la aldea. Su tienda está al final de la calle Santidad. ;Lo has entendido? No se lo digas a nadie. Como reza el dicho, «la castidad para las mujeres; para los hombres, la discreción». Sé discreto. —¿Y después qué, Insil? —Como cuando jóvenes, volvía a hacerle preguntas.
    —Mi querido padre y mi querido marido planean quitarte de en medio. No te matarán, según he podido saber: no estaría bien mirado y además te deben eso al menos por haberlos librado oportunamente del Oligarca. Limítate a escurrirte después de la ceremonia y ve a la calle Santidad.
    Él clavó su mirada impaciente en los hipnóticos ojos de ella.
    —Y esa reunión secreta... ¿de qué tratará?
    —Yo sólo soy el mensajero, Luterin. Supongo que no habrás olvidado el nombre de Toress Lahl.



    XVII
    OCASO


    Trockern y Ermine dormían. Shoyshal había salido. El geonauta que los impulsaba se había detenido y estaba liberando suavemente su pequeña y blanca progenie hexagonal.
    Sartorilrvrash se despertó y se desperezó con un bostezo. Se sentó en el catre y empezó a rascarse la blanca cabeza. Acostumbraba dormir la segunda parte del día y despertarse a me-dianoche para pensar durante las horas oscuras, cuando su espíritu podía comulgar con la errante Tierra, y enseñar a partir del alba. Era el maestro de Trockern. Se había bautizado a sí mismo con el nombre de un peligroso y viejo sabio que había vivido en Heliconia y con cuyo gossi había establecido contacto empalico.
    Un rato después, se puso de pie y salió. Estuvo mirando largamente las estrellas, disfrutando de la sensación nocturna. Después, regresó a la habitación y despenó a Trockern.
    —Estoy durmiendo —dijo éste.
    —De lo contrario, no podría haberte despertado.
    —Zzzz.
    —Me has robado algo, Trockern. Me has robado mi explicación de por qué se complicaron las cosas en la Tierra. Para impresionar a tus damiselas.
    —Como verás, sólo lo he logrado en un cincuenta por ciento —respondió Trockern, señalando a la dulcemente dormida Ermine, cuyos labios estaban prietos como si estuviese a punto de besar a alguien en su sueño de verano.
    —Por desgracia, has utilizado mis argumentos de manera errónea. Esa posesividad, que constituyó en otros tiempos una característica esencial de la humanidad, no era motivada por el miedo, como has planteado tú... Aunque, si mal no recuerdo, lo llamaras «perpetua desazón». Era, en cambio, un producto de la innata agresividad. Los antiguos humanos no temían lo suficiente; de lo contrario, jamás hubiesen construido conscientemente armas capaces de destruirlos. La raíz de todo aquello hay que buscarla en la agresión.
    —Pero, ¿no es la agresión una consecuencia del temor?
    —No trates de complicarte antes de saber andar. Si tomas como ejemplo a Heliconia, verás cómo cada generación ritualiza su agresividad y sus matanzas. Las primeras generaciones terráqueas a las que te referías no sólo buscaban poseer territorios y gentes.
    —En verdad, SartoriIrvrash, no puedes haber dormido bien esta tarde.
    —En verdad duermo, y me despierto en verdad —apoyó el brazo en los hombros del joven—. Se puede hilar aún más fino. Aquellos hombres primitivos deseaban poseer también a la Tierra, esclavizarla bajo el cemento. Pero sus ambiciones no acababan allí. Sus políticos hicieron lo posible para extender sus dominios al espacio, mientras la gente común soñaba con invadir la galaxia y gobernar el universo. Eso era agresión y no miedo.—Puede que tengas razón.
    —No te des por vencido tan fácilmente. Sí puedo estar en lo cierto es que también podría no estarlo. Es menester que conozcamos la verdad acerca de nuestros antepasados; por más malvados que fueran, nos brindaron la oportunidad de entrar en escena.
    Trockern bajó de su litera. Ermine, profundamente dormida, suspiró y se dio vuelta.
    —Hace calor. ¿Qué te parece si damos una vuelta? —propuso SartoriIrvrash.
    Cuando se internaban en la noche, arropados por el manto de estrellas, Trockern dijo:
    —¿Tú crees, maestro, que repensar nos hace mejores?
    —En términos biológicos, supongo que no cambiaremos nunca. Pero, con suerte, podríamos mejorar nuestras infraestructuras sociales. Me refiero al tipo de labor que llevan a cabo actualmente nuestras extituciones: una nueva y revolucionaria integración de los principales teoremas de la ciencia física a las ciencias humanas, sociales y vitales. Por supuesto, como seres biológicos que somos, nuestra Junción principal está al lado de la biosfera, para la que, cuanto más estables, más útiles seremos. Sólo cambiaría nuestro papel si la biosfera volviese a ex-perimentar algún tipo de cambio.
    —Pero la biosfera cambia constantemente. El verano es distinto del invierno, incluso aquí, en la franja tropical.
    SartoriIrvrash, con la mirada perdida más allá del horizonte, dijo como ausente:
    —Verano e invierno son funciones de una biosfera estable, son fases de la respiración de Gaia en su deambular. La humanidad debe actuar dentro de sus límites funcionales. A los agresivos, este punto de vista siempre les pareció pesimista. Sin embargo, ni siquiera es visionario: es de puro sentido común. Y no lo será sólo si te han inculcado durante toda la vida que, en primer lugar, la humanidad está en el centro de todas las cosas, que los hombres son los Señores de la Creación y, en segundo lugar, que podemos aumentar nuestro botín a expensas de otros. Este punto de vista no trae más que miseria, como nos lo demuestra nuestro pobre planeta hermano que está allá lejos. Lo único que tenemos que hacer para aumentar el caudal de vida global es apeamos de la idea de que el mundo o el futuro son, en un modo u otro, «nuestros».
    —Supongo que cada uno de nosotros ha de comprenderlo por sí mismo —dijo Trockern. Le encantaba mostrarse humilde después del atardecer.
    Repentinamente exasperado, Sartorilrvrash dijo:
    —Sí, desafortunadamente es así. Estamos condenados a aprender de la cruda experiencia y no de felices ejemplos. Y es ridículo. No creas que estoy satisfecho del actual estado de cosas. Para empezar, Gaia es una perfecta inocente si nos deja tanta libertad. ¡Al menos, en Heliconia la Escrutadora Original plantó a los phagors para mantener a la humanidad en raya! —Trockern se unió a su risa. —Ya sé que me encuentras lascivo —dijo éste—, pero, ¿no es Caía igualmente lasciva al ir desovando sin pausa en todas direcciones?
    Su maestro le dirigió una filosa mirada:
    —Todo debe producir en abundancia, a fin de que todo lo demás tenga de dónde alimentarse. Quizá no sea el mejor de los sistemas: siempre guisados y amontonados en un caldo químico. .. Pero eso no quiere decir que no podamos imitar a Gata y alcanzar, como ella, nuestra propia homeostasis.
    En lo alto, la luna mostraba su último cuarto. Sartorilrvrash señaló la rojiza estrella que ardía cerca del horizonte.
    —¿Ves Antares? Un poco al norte está la constelación de Ophiuchus, el Portador de Serpientes. En Ophiuchus, a unos setecientos años luz de distancia de la Tierra, hay una gran nebulosa que oculta un racimo de estrellas jóvenes. Entre ellas está Freyr. Sería una de las doce estrellas más luminosas del firmamento si no fuera por la nebulosa. Y ahí están también los phagors.
    Los dos hombres contemplaron la distancia en silencio. Luego, Trockern dijo:
    —¿Te has detenido a pensar, maestro, en lo parecidos que son los phagors a los demonios y diablos que atormentaban las mentes de los cristianos?
    —No se me había ocurrido. Siempre me recordaron otra alusión del pasado: el minotauro de la antigua mitología griega, una criatura atascada a mitad de camino entre el hombre y la bestia, perdida en los laberintos de su propia lujuria.
    —Supongo que crees que los humanos de Heliconia deberían intentar coexistir con los phagors para mantener el equilibrio biosférico.
    —«Supongo...» Suponemos demasiado. —Un largo silencio siguió a estas palabras. Por fin, como con desánimo, Sartorilrvrash dijo:— Sin deseo alguno de ofender a Gaia y a su hermana Portadora de Serpientes de allá ajuera, a veces estas dos se comportan como viejas comadronas. La humanidad mamó la agresividad de sus vientres. Es decir, para usar otra antigua analogía: phagors y humanos son como Caín y Abel, ¿no es verdad? Uno de los dos sobra... Por encima de las cabezas del público sonaron unas trompetas de voz dulce y apagada, muy distintas a las dianas que, enterradas para todos salvo para Luterin en las profundidades de aquel monasterio, llamaban a las tareas cotidianas.
    En la gran sala, los funcionarios apuraron el último canapé aviforme y pusieron cara de circunstancia. Al pasar a su lado, Luterin se sentía demasiado grueso entre tantas figuras ectomorfas. Perdió de vista a Insil.
    El Guardián y el Maestro, el padre y el marido de Insil, bajaban la escalinata en espiral. Llevaban túnicas de seda de color carmín y azul sobre sus ropas y unos extraños sombreros les cubrían la cabeza. Sus rostros parecían hechos de una aleación de plomo y carne.
    Se dirigieron, codo con codo, a las ventanas encortinadas. Una vez allí, se detuvieron y saludaron a los asistentes con una reverencia. El silencio dominó la sala, los músicos se retiraron de puntillas, haciendo rechinar el suelo.
    El primero en hablar fue el Guardián Esikananzi:
    —Todos conocéis las razones por las que, muchos siglos atrás, fue construido el monasterio de Bambekk. Lo fue para servir a la Rueda... Conocéis asimismo la razón por la que los Arquitectos construyeron la Rueda. Estamos aquí reunidos sobre el mayor acto de fe jamás logrado/emprendido por la humanidad. Pero quizá me permitiréis pueda recordaros por qué nuestros ilustres ancestros habrían de elegir este lugar en particular, precisamente éste, que algunos consideran sitio en una parte algo remota del continente de Sibornal... Permitidme que llame vuestra atención a la banda de hierro que, bajo los pies de algunos de vosotros, divide esta abovedada sala en dos. Esa banda marca la latitud exacta a la que se encuentra este edificio. Estamos a cincuenta y cinco grados al norte del ecuador, exactamente sobre ese paralelo. No necesito recordaros que esa línea coincide con el Círculo Polar.
    Llegado a este punto de su discurso, hizo una señal a un sirviente. Éste corrió las cortinas que ocultaban la ventana.
    La ventana miraba al sur y ofrecía una vista de la aldea. Había buena visibilidad y todo se delineaba con bastante claridad, incluido el lejano horizonte, casi plano a no ser por una delgada pelliz de árboles denniss.
    —Qué afortunados somos. La nube se ha disipado. Tendremos el privilegio de contemplar un solemne evento que el resto de Sibornal deberá contentarse con conmemorar.
    Entonces, el Maestro Asperamanka se adelantó y empezó a hablar en un envarado Alto Dialecto:
    —Dejadme que recoja la expresión de mi buen amigo y colega, «afortunados». Sin duda, tendernos a ser/somos afortunados. La Iglesia y el Estado han mantenido/ mantienen/seguirán manteniendo unida a la gente de Sibornal. La plaga ha sido/está casi erradicada y hemos eje-cutado prácticamente a todos los phagors que había en nuestro continente... Sabéis que nuestros navíos dominan los mares. Además, estamos ahora/vamos a construir una Gran Muralla como acto de fe comparable a nuestra formidable Gran Rueda... Esta es/proclamamos una Nueva Gran Era. La Gran Muralla se extenderá al norte de Chalce. Contará con torreones de guardia cada dos kilómetros y sus muros tendrán siete metros de alto. Esa muralla, sumada a nuestros navíos, mantendrá/tiene a raya a cualquier enemigo de nuestro continente. Aunque el Día de Myrkwyr preanuncia la llegada del Invierno Weyr, nosotros sobreviviremos a él, nuestros nietos también sobrevivirán a él y otro tanto harán los nietos de nuestros nietos. Volveremos a emerger en pri-mavera, en la Gran Primavera próxima, y toda Heliconia será entonces nuestra.
    Si aplausos aislados y expresiones de apoyo habían jalonado distintos pasajes de su discurso, el aplauso final fue clamoroso. Asperamanka bajó la vista para ocultar el brillo de satisfacción que trasuntaba su rostro. Ebstok Esikananzi alzó la mano. —Amigos, son las doce menos cinco de esta fecha señalada. Observemos el horizonte austral. Dado que estamos atravesando el pequeño invierno, Batalix se encuentra sumergido detrás de ese horizonte, del que emergerá con su esmirriada luz dentro de cuatro décimos pero...
    Sus palabras se perdieron en el bullicio de pies que se acercaban a la ventana.
    Abajo, en la aldea, acababan de encender una fogata. Los aldeanos, pequeños como hormigas, elevaban sus brazos, envueltos en sus abrigos de lana o de piel.
    Se repartieron bebidas frescas entre los espectadores de la sala abovedada. Estos las ingerían en cuanto podían echarles mano y extendían las copas vacías para que se las volviesen a llenar. Cierto desasosiego se había instalado entre los concurrentes, cuyas lóbregas caras contrastaban con los gestos alegres de las hormigas en torno a la fogata.
    Una campana empezó a dar las doce. Como si hubiese estado esperando la señal, algo cambió en el horizonte austral.
    Se podía ver una carretera que partía de la aldea para perderse, serpenteando, en el horizonte. Todo lo demás era de un blanco inmaculado: los árboles, los edificios, las heladas siluetas. De las casas, trozos de nieve que navegaban en el viento como el humo de velas recién apagadas, se desprendían sin cesar. El horizonte en sí estaba despejado, amanecido..., encendido por la luz del alba.
    Un rojizo ribete asomó por encima de su quebradiza silueta, pintándola de un rojo espeso, del color de sangre helada: era la coronilla de Freyr.
    —¡Freyr! —exclamaron las gargantas de los congregados, como si decir este nombre les otorgase algún poder sobre la estrella.
    Un haz de luz se extendió por el mundo, arrojando sombras, inundando de tintes rosáceos una cadena de distantes colinas hasta hacerlas brillar contra el cielo opaco. Las caras de los espectadores privilegiados se riñeron de rojo. Sólo la aldea, allá abajo, con sus hormigas reunidas en círculos, permaneció en sombras.
    Los privilegiados quedaron absortos en la porción de disco, que no creció ni un ápice más. Luego, ni el más meticuloso escrutinio habría podido determinar cuándo, en lugar de emerger, el disco comenzó a hundirse. El amanecer se convirtió en un enantiodrómico ocaso.
    La luz fue retirada del mundo. La cadena de colinas se desvaneció, incorporándose a la creciente penumbra.
    Pero la preciosa porción de Freyr parecía continuar allí. Sin embargo, para entonces, el sol ya se había puesto y lo que quedaba en el aire era tan sólo una huella, una refracción del verdadero astro impresa en la densa atmósfera invernal. Nadie podía distinguir la huella del cuerpo real. Sin que ellos lo supieran, el Myrkwyr ya había dado comienzo.
    La imagen roja reverberó.
    Se dividió en haces, primero; luego, en mil pedazos.
    Finalmente, desapareció.
    Durante los siglos venideros, Freyr se ocultaría como un topo tras la montaña para no volver a salir. Batalix luciría durante los pequeños veranos como siempre, pero los pequeños inviernos quedarían sumidos en sombras, oscurecidos por la gran sombra del invierno mayor. Las auroras desplegarían en el cielo sus misteriosas banderas, más arriba de las montañas. Los meteoritos brillarían fugazmente. Podrían distinguirse los cometas y las estrellas continuarían titilando. Durante los próximos noventa ciclos de la Gran Rueda, la luminaria principal, esa imponente hoguera que había dado vida a los Hijos de Freyr, sería poco más que un rumor.
    Para quienes habían presenciado el Myrkwyr, era aquélla una fecha trágica. La divinidad sin rostro que presidía la biosfera parecía incapaz de intervenir, y hacía uso quizá de la miopía de los humanos, de su preocupación por los asuntos propios, para mitigar el choque psíquico. La divinidad corría la suerte de su mundo. Visto desde una perspectiva más amplia, Freyr continuaba brillando y no dejaría de hacerlo hasta finalizar su período relativamente corto de vida: su oscuridad era tan sólo local, y breve.
    Para la mayor parte de la naturaleza, no había otro camino que aceptar y someterse al destino. En la tierra, la savia, las semillas, el semen, tendrían que esperar, que dormir. En el mar, los complejos mecanismos de las cadenas alimentarias se mantendrían en vilo. Sólo la humanidad es capaz de actuar más allá de sus necesidades directas. Hay en la humanidad reservas de fuerza que los propios hombres desconocen, reservas a las que recurrir cuando la supervivencia está en juego.
    Estas reflexiones estaban lejos de ocupar las mentes de aquellos que observaban cómo Freyr se partía en mil partículas de luz. Era miedo lo que sentían. Pensaban en la propia supervivencia, en la de sus familiares. Se enfrentaban a la pregunta fundamental de la existencia: ¿Cómo haré para calentarme y comer?
    Aunque el miedo es una emoción muy poderosa, la ira, la esperanza, la desesperación y el desafío la sobrepasan fácilmente. Ese miedo no duraría mucho. Los grandes procesos del año heliconiano continuarían avanzando hacia el apastrón y el solsticio de invierno. Muchas generaciones habían de pasar para que llegase ese punto de inflexión del Gran Año. Para entonces, la penumbra del Invierno Weyr sería todo cuanto el norte de Sibornal habría conocido en mucho tiempo. Cuando Freyr volviese a salir, majestuoso y primaveral, la gente lo recibiría con el mismo temeroso respeto con que lo había despedido. Pero su miedo habría muerto mucho antes que sus esperanzas.
    El modo en que la humanidad fuera a sobrevivir a los siglos de Invierno Weyr dependería de sus recursos mentales y emocionales. El ciclo histórico humano no era inmutable. Con la suficiente determinación, lo mejor podía imponerse a lo peor; existía la posibilidad de remar hacia la luz, de surcar la marea del Myrkwyr.
    El Guardián Esikananzi dijo, solemne: —La larga noche no embarga temores para aquellos que confían en Dios el Azoiáxico, que existió antes que la vida y en torno al cual toda vida gira. Con su ayuda, llevaremos a nuestro preciado mundo hasta el fin de la larga noche, tras la cual resurgirá en toda su gloria. —Y el Maestro Asperamanka exclamó con energía:— ¡A Sibornal: unido durante el largo y venidero Invierno Weyr!
    La audiencia respondió con sonora prontitud. Pero cada uno de aquellos corazones era consciente de que nunca volvería a ver a Freyr; y tampoco sus hijos, ni los hijos de éstos. A la latitud de Kharnabhar, la poderosa luz de Freyr tardaría cuarenta y dos generaciones en regresar al firmamento. Ninguno de los presentes podía albergar la más mínima esperanza de volver a ver el brillante astro.
    Un coro entonó a lo lejos el himno «Oh, Séanos Devuelta la Luz Algún Día». La oscuridad vino a teñir todos los corazones. Era aquélla una pérdida tan amarga como la muerte de un hijo.
    El lacayo volvió a correr solemnemente las cortinas, ocultando el paisaje a la vista.
    Muchos de los concurrentes se quedaron a beber un poco más de yadahl. No tenían mucho que decirse. Los músicos ejecutaron nuevas piezas pero no lograron disipar la sensación de resignada pesadez que se había hecho carne en los presentes. Solos o en grupos, los invitados comenzaron a abandonar la sala. Evitaban cruzarse las miradas.
    Escalones de piedra se desplegaban a través del monasterio hasta la entrada. En honor a la ocasión, las escalinatas estaban cubiertas por una alfombra cuyos bordes retemblaban a merced de las frías ráfagas de aire. Luterin se encontraba a medio camino cuando dos hombres salieron de debajo de la arcada de un descanso y lo retuvieron.
    Peleó y gritó, pero los hombres le trabaron ambos brazos contra la espalda y lo arrastraron hasta un lavadero de piedra. Allí lo esperaba Asperamanka. Se había quitado los hábitos ceremoniales y estaba poniéndose una chaqueta y unos guantes de cuero. Sus dos secuaces también vestían ropas de cuero y portaban pistolas en el cinturón. Luterin pensó en las palabras de Insil: «Todos esos hombres vestidos de cuero... haciendo cosillas secretas».
    Asperamanka adoptó un tono de grandeza:
    —No iba a funcionar, ¿verdad, Luterin? No podemos dejarte suelto en una comunidad tan compacta como la de Kharnabhar. Ejercerías una influencia desintegradora.
    —¿Qué estás tratando de preservar aquí... aparte de tu persona?
    —Deseo preservar el honor de mi mujer, por ejemplo. Pareces pensar que hay cierta maldad en todo esto. El hecho es que tenemos que pelear por nuestras vidas. Tanto lo bueno como, naturalmente, lo malo sobrevivirán con nosotros. La mayoría de la gente lo entiende. Tú no... Tú tiendes a jugar el papel de santo inocente, un personaje que siempre crea problemas. De modo que te daremos la oportunidad de hacer algo por el resto de la comunidad. Heliconia necesita brazos que la impulsen hacia la luz. Vas a pasar otra temporada de diez años en la Rueda.
    Luterin se zafó de sus captores y corrió hacia la puerta. Uno de los cazadores llegó a tiempo para cerrarla en sus narices. Luterin lo golpeó en la mandíbula pero no pudo evitar ser cogido nuevamente.
    —¡Atadlo! —ordenó Asperamanka—. ¡Que no vuelva a escapar!
    Los hombres no tenían cuerdas, así que uno de ellos desabrochó con desgana el cinturón de su chaqueta y con él le ató a Luterin las manos a la espalda.
    Asperamanka abrió la puerta y todos ellos bajaron los escalones restantes, Luterin flanqueado atentamente por los hombres. Asperamanka parecía muy satisfecho de sí mismo.
    —Nos hemos despedido de Freyr con valor y ceremonia. Admira el poder, Luterin. Yo admiraba a tu padre porque como Oligarca era implacable. Qué generación tan señalada la nuestra. O decidimos el destino del planeta o somos borrados de su superficie...
    —También puedes ahogarte comiendo pescado —dijo Luterin.
    Bajaron hasta el salón de entrada. Tras la amplia arquíbancada podía verse el mundo exterior. Llegó hasta ellos el frescor del viento, y también el ruido de la muchedumbre y la fogata. Los aldeanos danzaban alrededor de las hogueras que habían encendido y las llamas les iluminaban el rostro. En medio del gentío, los vendedores ambulantes ofrecían torrejas y fritangas de pescado.
    —Todo su credo consiste en suponer que harán regresar a Freyr encendiendo hogueras —dijo Asperamanka. Se entretuvo en la entrada—: Cuando sólo lograrán agotar las reservas de madera antes de tiempo... En fin, dejémoslos hacer. Dejemos que entren en pauk, o lo que sea. Durante los siglos venideros, la élite tendrá que sobrevivir a expensas de campesinos como éstos.
    Detrás de la muchedumbre se produjo un griterío, acompañado de un forcejeo. Al apartarse la gente, aparecieron soldados; llevaban algo que se agitaba y forcejeaba para liberarse.
    —Ah, habéis apresado otro phagor. Bien. Veámoslo —dijo Asperamanka, su entrecejo surcado por la huella de un antiguo resentimiento.
    El phagor fue atado a un poste, cabeza abajo. Cuando sus captores lo acercaron a una de las fogatas, empezó a dar violentas sacudidas.
    Detrás venía un hombre. Alzaba los brazos y daba grandes voces. Aunque el griterío general impedía a Luterin entender lo que decía, pudo reconocerlo por su larga barba. El hombre era su viejo maestro de escuela, el mismo que, tanto tiempo atrás, casi en otra vida, le había dado clases durante su larga postración. El hombre se había quedado con un phagor como sirviente, incapaz de pagar un esclavo. Como era evidente, los soldados habían capturado a su phagor.
    Los soldados arrastraron a la criatura hasta la fogata. La multitud dejó de bailar y empezó a vociferar excitada; tanto hombres como mujeres jaleaban a los soldados.
    —¡Quemadlo! —gritó Asperamanka, aunque su voz era un mero eco de la del gentío.
    —Es sólo un doméstico —dijo Luterin—. Más inofensivo que un perro.
    —Sigue siendo capaz de contagiar la Muerte Gorda.
    Por más que ofreciera resistencia, el ancipital fue empujado y arrastrado hasta la mayor de las fogatas. Su casaca comenzó a arder. Una pulgada más..., el griterío de la multitud..., un empujón..., de pronto, un chillido más potente y lúgubre se impuso al resto. No provenía de la muchedumbre sino de más allá. Lejanos gritos humanos. Montados en kaidaws, ancipitales armados irrumpieron en la plaza del mercado.
    Cada phagor estaba protegido por una coraza y algunos portaban rudimentarios yelmos. Montaban sus rojos kaidaws casi por detrás del anca, de manera de manipular mejor sus picas al avanzar.
    —¡Muerte a Freyr! ¡Muerte a Hijos de Freyr! —exclamaban sus roncas gargantas.
    La muchedumbre empezó a moverse, no de manera individual sino en oleadas. Sólo los soldados plantaron cara al ataque. El phagor capturado quedó abandonado por el momento, con sus pálidos cuernos a punto de hervir y su casaca humeando aún, pero logró incorporarse y se alejó corriendo.
    Asperamanka se adelantó, ordenando a los soldados que abrieran fuego. Luterin, ahora convertido en espectador, comprobó que los invasores no eran más que ocho. Algunos incluso tenían los cabellos negros, señal de vejez entre los ancipitales. Todos menos uno estaban desastados, lo cual indicaba a las claras que no pertenecían a ningún tipo de horda amenazante llegada de las montañas, como venían temiendo las mentes más febriles de Kharnabhar, sino que eran unos cuantos phagors refugiados que se habían agrupado para atacar en ese momento tan especial: aquel día, Sibornal regresaba virtualmente a las condiciones previas a la irrupción de Freyr en sus cielos.
    Las personas más débiles o impedidas por algún motivo fueron las primeras en caer bajo las picas vendedores con sus carricoches, mujeres con bebés o niños pequeños, inválidos, enfermos Algunos fueron aplastados por la misma multitud Un bebé ascendió de repente por encima de las cabezas para caer entre las llamas de una fogata. Viendo que Asperamanka y sus dos secuaces disparaban sus pistolas, el ancipital astado tiró de la brida de su kaidaw de rojiza pelambre y cargó contra el Maestro Fue directo hacia él, con la cabeza escondida tras el enorme testuz del animal En sus ojos no ardía la llama de la batalla, su mirada era plana, serosa sólo cumplía con lo que algún viejo esquema de su cerebro eotemporal había dispuesto tiempo atrás.
    Asperamanka disparó Las balas se perdieron en el espeso pelaje del kaidaw, que pareció titubear en mitad de su galope. Los dos secuaces huyeron Asperamanka se mantuvo firme, disparando, gritando El kaidaw dobló inesperadamente una rodilla y detrás apareció la pica, que alcanzó a Asperamanka en el momento en que se volvía La punta le penetró el cráneo por la cuenca del ojo y lo tumbó de espaldas casi dentro del monasterio.
    Luterin corrió para salvar el pellejo Había logrado liberar sus manos del cinto Saltó a la calle y empezó a correr por la nieve pisoteada Otras figuras corrían a su lado, demasiado ocupadas en salvar sus vidas como para ocuparse de él Se escondió detrás de una casa y, resoplando, contempló el lóbrego panorama. Sombras azuladas y cadáveres cubrían la explanada del mercado El cielo era de un azul profundo y en él se distinguía claramente una estrella Aganip. Tintes de ocaso aún se rezagaban al sur Hacía un frío desolador.
    La multitud había logrado rodear un kaidaw y trataba de voltear a su jinete Mientras, sus compañeros ya se alejaban al galope, señal de más de que no pertenecían a una columna regular, que no habría abandonado el combate tan prontamente. Luterin encontró sin dificultad el camino a la calle Santidad y a su cita con Toress Lahl.

    La calle Santidad era estrecha Sus edificios eran altos La mayoría databa de una época más próspera, en la que el peregrinaje a la Rueda había creado una gran demanda de hospedaje Ahora, todas las persianas estaban bajadas y muchas puertas tenían numerosas trancas y cerrojos Había consignas pintadas en las paredes Dios Guarde al Guardián, Seguimos al Oligarca , probablemente a modo de seguro de vida Detrás de las casas y hostales, la nieve apilada llegaba hasta los aleros.
    Luterin se aventuró calle abajo con cautela Se sentía sumamente aliviado de haber podido escapar Miró hacia el final de la calle y le pareció que allí empezaba la eternidad Vio una ilimitada extensión de nieve, que algunos árboles dispersos contribuían aún más a ensanchar En la lejanía se desplegaba una banda de delicados tonos de rosa, fruto de la recesiva luz de Freyr reflejada sobre un distante risco de la cara sur de la capa de hielo polar Esta visión contribuyó a elevar todavía un poco más su ánimo, ya que parecía sugerir que el planeta contaba con un número de posibilidades infinito e independiente de los mezquinos actos humanos Ajeno a toda opresión, el gran mundo continuaba pictórico de formas y luces Quizá fuera la mismísima faz de la Escrutadora la que ahora asomaba ante los complacidos ojos de Luterin.
    Dejó atrás un umbral en el que pudo entrever una silueta La silueta lo llamó por su nombre. Se dio vuelta De las sombras surgía una mujer envuelta en pieles.
    —Casi has llegado ¿No estás emocionado? —le preguntó la mujer.
    Se acercó a ella, la atrajo contra sí, sintió el delgado cuerpo bajo las pieles.
    —¡lnsil! Has esperado.
    —No sólo a ti El pescadero tiene algo que necesito Tanto discurso y dramatismo han terminado por enfermarme Creen que bastan unas pocas palabras de envoltorio para haber conquistado a la naturaleza. Sin mencionar al cretino de mi mando llenándose la boca con el nombre de Sibornal como si hiciera gárgaras.. Estoy descompuesta, necesito drogarme para olvidarlos ¿Cómo es aquella grosera maldición que usa la gente ordinaria, aquella que invoca la irrumación de ambos soles? ¿El juramento prohibido? Dímelo.
    —¿Te refieres a «Abro Hakmo Astab»?
    Insil repitió las palabras con íntimo gozo Luego las gritó.
    Escucharlas en boca de Insil excitó a Luterin, que la estrechó en sus brazos y la besó forzadamente Pelearon El se escuchó a sí mismo decir:
    —Déjame folicarte aquí mismo, Insil, como siempre he deseado Tú no eres frígida Lo sé En realidad eres una puta, sólo una puta, y yo te deseo ahora.—Estás borracho, déjame, déjame Toress Lahl te espera.—Ella no significa nada para mí. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro Así ha sido siempre, desde que éramos niños ¿Por qué no permitirnos ahora el placer? Tú me lo prometiste una vez Ha llegado el momento, Insil, ¡ahora!
    Sus enormes ojos estaban muy próximos a los de Luterin.
    —Me asustas ¿Qué te ha sucedido? Déjame decidir por mí misma.
    —No, no, ahora no debo dejarte decidir Insil, Asperamanka ha muerto Lo han matado los phagors Podemos casarnos, no sé, lo que sea, sólo déjame poseerte, por favor, ¡por favor!
    Ella se apartó de él como pudo.
    —¿Está muerto? ¿Muerto? No. No puede ser ¡Qué maldito canalla! —gritó desaforadamente y se echó a correr calle abajo, levantando el ruedo de la falda por encima de la nieve sucia Luterin la siguió, horrorizado ante su desasosiego Trató de detenerla, pero ella repetía algo que él tardó unos instantes en comprender Lloraba por una pipa de occhara. El pescadero vivía, tal como había dicho Insil, al final de la calle A un lado de la fachada original de la tienda, un pasadizo construido posteriormente permitía a los clientes entrar en el local sin traer consigo el frío del ex-terior Encima de la puerta, un cartel anunciaba ODIM PESCA FINA.
    Entraron a un sombrío recibidor en el que había otros hombres, todos en pie, cálidamente abrigados y dotados de sus metamorfoseadas siluetas invernales. De los ganchos colgaban cortes de foca y grandes peces Los peces más pequeños, cangrejos y anguilas estaban dispuestos sobre cajones de hielo en el mostrador. Luterin estaba tan pendiente de Insil, ahora al borde de la histeria, que se despreocupó del entorno.
    Pero los hombres la reconocieron.
    —Ya sabemos lo que busca —dijo uno de ellos, asintiendo. La condujo a una habitación posterior.
    Otro de los hombres se adelantó y dijo:
    —Yo te recuerdo, señor.
    Tenía un aspecto juvenil y un vago acento foráneo en su voz.
    —Me llamo Kenigg Odim—dijo— Navegamos juntos en aquel barco desde Koriantura a Rivenjk Yo era sólo un muchachito entonces, pero seguramente recordarás a mi padre, Eedap Odim.
    —Por supuesto, por supuesto —dijo Luterin, sin prestarle atención— Un comerciante ¿De marfiles, tal vez?
    —Porcelanas, señor Mi padre continúa en Rivenjk y cada semana nos envía desde allí un cargamento de pescado fresco Es un negocio bastante fructífero, teniendo en cuenta que la demanda de porcelana ha caído en picado. Si me lo permites, la vida es más agradable allá en Rivenjk, señor Aquí, los buenos sentimientos son casi tan escasos como la buena porcelana —Sí, sí, claro, no lo dudo.
    —También tratamos con occhara, señor; ¿puedo ofrecerte una pipa gratis? Tu señora amiga es una dienta regular.
    —Sí, tráeme una pipa, hombre, te lo agradezco. ¿Qué hay de una señora llamada Toress Lahl? ¿Se encuentra aquí?
    —La esperamos.
    —Bien —dijo Luterin, y pasó a la habitación posterior. Insil Esikananzi descansaba sobre un sillón, fumando de una larga pipa. Parecía totalmente calmada y miró a Luterin sin decir palabra.
    Él se sentó a su lado, también en silencio, hasta que el joven Odim trajo una pipa ya encendida y se la ofreció. Inhaló el humo con placer y de inmediato se sintió invadir por una extraña mezcla de resignación y vehemencia. Todo le parecía igualmente aceptable. Ahora entendía el porqué de los exagerados iris de Insil. Tomó su mano.
    —Mi marido ha muerto —anunció ella—. ¿Lo sabías? ¿Te dije lo que me hizo la noche de nuestra boda?
    —Insil, ya me has hecho bastantes confidencias por un día. Ese episodio de tu vida ha terminado. Todavía somos jóvenes. Podemos casarnos, podemos alegrarnos o amargarnos la vida juntos, lo que sea.
    Envuelta en una espesa nube de humo, ella dijo:
    —Tú eres un fugitivo. Yo necesito un hogar. Necesito que me cuiden. Ya no necesito amor. Necesito occhara. Quiero alguien que me proteja. Quiero que me devuelvas a Asperamanka.
    —Eso es imposible. Está muerto.
    —Si tú crees que es imposible, Luterin, por favor, cállate y déjame sola con mis pensamientos. Soy una viuda. Las viudas no suelen sobrevivir al invierno...
    Luterin permaneció junto a ella, aspirando de su pipa, dejando morir sus lucubraciones.
    —Si fueses capaz de matar también a mi padre, el Guardián, esta remota comunidad podría regresar a la naturaleza. La Rueda se detendría. La plaga podría llegar e irse. Los supervivientes verían transcurrir el Invierno Weyr.
    —Siempre habrá supervivientes. Es una ley natural.
    —Mi marido me enseñó las leyes naturales, gracias. No deseo tener otro.
    Se sumieron en silencio. El joven Odim entró y le comunicó a Luterin que Toress Lahl lo esperaba en una de las habitaciones superiores. Tropezando y maldiciendo, siguió al pescadero por una crujiente escalera sin volverse para mirar a Insil, seguro de que no se movería de allí por un buen rato.
    Luterin fue conducido hasta una pequeña cámara, en cuya entrada una cortina hacía las veces de puerta. Dentro, todo el mobiliario se reducía a una cama. Junto a ésta, de pie, estaba Toress Lahl. Por un instante se asombró del grosor de la mujer, hasta que recordó que su propio tamaño era muy similar.
    Ella había envejecido, sin duda. Había canas entre sus cabellos, aunque seguía vistiendo como hacía diez años. Sus mejillas estaban curtidas y enrojecidas por efecto de la helada. Sus ojos parecían más pesados; sin embargo, se iluminaron cuando sonrió en señal de reconocimiento. Todo en ella la hacía diferente de Insil, sin olvidar el tranquilo estoicismo con que se sometía ahora al escrutinio del hombre.
    Calzaba botas. Su vestido era pobre y harapiento. De pronto, se quitó el gorro de piel, Luterin no supo si en señal de bienvenida o de respeto.
    Dio un paso hacia ella. Ella se adelantó entonces y, abrazándolo, lo besó en ambas mejillas.
    —¿Estás bien? —preguntó Luterin.
    —Te vi ayer. Estaba esperando afuera de la Rueda cuando te liberaron. Te llamé pero no miraste hacia donde yo estaba.
    —Había tanta luz... —Todavía bajo los efectos del occhara, no sabía qué decir. Hubiera deseado que Toress bromease corno Insil. Puesto que no lo hizo, le preguntó:— ¿Conoces a Insil Esikananzi? —Nos hemos hecho buenas amigas. Nos hemos apoyado de muchas maneras. Han sido unos años muy largos, Luterin... ¿Cuáles son tus planes?
    —¿Planes? El sol se ha puesto.
    —Para el futuro.
    —Este inocente ha vuelto a convertirse en fugitivo... Son incluso capaces de endilgarme la muerte de Asperamanka, —Se sentó pesadamente en la cama.
    —¿Ha muerto ese hombre? Es una bendición... —Pensó un momento antes de seguir.— Si confías en mí, podría llevarte a mi pequeño escondite.
    —Te pondría en peligro.
    —Nuestra relación está sustentada en otras bases. Sigo siendo tuya, Luterin, si me quieres tomar. —Al ver que Shokerandit dudaba, ella insistió:— Te necesito, Luterin. Creo que me amaste. ¿Qué podrías hacer aquí, rodeado de enemigos?
    —Siempre puedo enfrentarme a ellos —dijo. Y rió.
    Bajaron juntos la estrecha escalerilla, a tientas en la oscuridad. Al llegar abajo, Luterin echó una mirada a la habitación posterior. Para su sorpresa, el sillón estaba vacío. Insil se había ido.
    Tras despedirse del joven Odim, se hundieron en la noche.

    En la incipiente oscuridad, el Avernus surcó velozmente el cielo sobre sus cabezas. Ahora era un ojo muerto.
    La espléndida máquina decaía por fin. Su sistema de control funcionaba sólo en parte. Muchos otros —aunque no los vitales— seguían siendo operativos. El aire continuaba circulan-do. Las máquinas de limpieza todavía recoman los pasillos. Aquí y allá, diversas computadoras seguían intercambiando información. Las cafeteras hervían agua para el café con regularidad. Los estabilizadores mantenían automáticamente a la Estación Observadora Terrestre sobre su curso. En la antesala de la plataforma de salida, la cisterna de un inodoro se descargaba a intervalos regulares, como una criatura incapaz de retener las lágrimas. Pero ninguna señal era emitida hada la Tierra.
    Y la Tierra ya no las necesitaba, a pesar de que muchos de sus habitantes sintieron que aquella larga saga sideral llegase a su fin. Porque la Tierra estaba saliendo del estadio compulsivo en que la civilización se medía en términos de posesiones para ingresar en una nueva fase de la existencia, donde la magia de la experiencia individual sería compartida, no almacenada; ofrecida, no arrancada. El carácter humano se fue asemejando involuntariamente al de la propia Gata: difuso, variable, siempre abierto a la aventura cotidiana.

    Mientras atravesaban la penumbra, dejando atrás la aldea, Toress Lahl trató de hablar de cosas triviales. Caía la nieve, sesgada por el viento del norte.
    Luterin callaba. Tras un largo silencio, ella le dijo que había dado a luz un hijo suyo, que ahora tenía casi diez años de edad, y le contó distintas anécdotas de su corta vida.
    —Me pregunto si un día llegará a matar a su padre —dijo Luterin por todo comentario.
    —Está metamorfoseado, como nosotros. Un verdadero hijo, Luterin. Capaz de sobrevivir y de criar supervivientes, espero.
    El se arrastraba detrás de ella, todavía vacío de palabras. Pasaron junto a una cabaña abandonada y se dirigieron hacia una hilera de árboles. De tanto en tanto, Luterin echaba una ojeada atrás.
    Ella, fiel a su hilo de pensamiento, continuó:
    —Tu odiada Oligarquía sigue matando a todos los phagors. Si sólo comprendieran el funcionamiento real de la Muerte Gorda sabrían que están matando a su propia descendencia.
    —Saben muy bien lo que hacen.
    —No, Luterin. Tú me entregaste generosamente la llave de la capilla de Jandol Anganol. Desde entonces, vivo allí. Una tarde alguien golpeó a la puerta: era Insil Esikananzi.
    El pareció interesarse: —¿Cómo supo Insil que estabas allí?
    —Por accidente. Había huido de Asperamanka. Acababan de casarse. Él la había sodomizado brutalmente y ella estaba desesperada y dolorida. Recordó la capilla; tu hermano Favin la había llevado allí una vez, en tiempos más felices. Yo la cuidé y nos hicimos amigas.
    —Bueno..., me alegro de que al menos ella tuviese una amiga.
    —Le enseñé los documentos de Jandol Anganol y la señora Muntras, donde se explica cómo una garrapata que pasa de phagors a humanos transmite las plagas necesarias para garantizar la supervivencia humana en condiciones extremas. Insil regresó con esa información al Guardián y al Maestro, pero ellos hicieron caso omiso de esas advertencias.
    Luterin rió secamente:
    —Hicieron caso omiso porque ya lo sabían. No querían que Insil se mezclase en sus asuntos. ¿No son ellos los que mantienen el sistema en marcha? Ellos lo sabían. Mi padre lo sabía. ¿Crees que esos antiguos papeles eclesiásticos son secretos? Su contenido trascendió; seguramente habrá llegado hasta la gente.
    El terreno se hizo más escarpado. Tomaron más precauciones al bajar la pendiente en dirección al bosque de caspiarneos.
    Toress Lahl dijo:
    —¿El Oligarca sabía que matando a los phagors estaba matando indirectamente a los humanos y aun así dictó aquellas leyes? Es increíble.
    —No puedo defender lo que hizo mi padre... o Asperamanka. Sencillamente, lo que sabían no cuadraba con ellos. Sintieron que debían actuar, a pesar de todo y de todos.
    Luterin percibió el aroma de los caspiarneos, aspiró el leve dulzor avinagrado de su follaje. Era como si regresase a él la memoria de un mundo distinto. Agradecido, retuvo el aire en sus pulmones. Toress Lahl había escondido dos yelks entre los árboles. Se acercó a las bestias y les acarició el hocico mientras Luterin continuaba hablando.
    —Mi padre no sabía qué sería de Sibornal cuando se acabara con los phagors para siempre. Creía simplemente que era necesario hacerlo, sin importarle las consecuencias. Tampoco nosotros tenemos la certeza de lo que ocurrirá, a no ser por lo que dicen unos ajados docu-mentos... —y, casi para sí mismo, siguió—: Creo que percibió la necesidad de romper drásticamente con el pasado, al costo que fuese. Un acto de desafío, si quieres. Quizás algún día se demuestre que tenía razón. La naturaleza se encargará de cuidarnos. Y llegarán a convertirlo en santo, como a tu malvado Jandol Anganol... Un acto de desafío... Así es la naturaleza humana. No sirve de nada tumbarse y fumar occhara. Jamás progresaremos de esa manera. La llave del futuro ha de estar en el futuro, nunca en el pasado.
    Volvía a levantarse viento; la nieve caía más aprisa.
    —¡Escrutador! —dijo ella. Se llevó una mano a la cara—. Te has endurecido. ¿Me acompañarás? —Él no respondió y ella dijo entonces:— Te necesito.
    Luterin subió de un salto a la silla, gozando de la familiaridad de este movimiento, y de la respuesta del animal debajo de él. Palmeó el cálido flanco del yelk.
    Estaba exiliado en su propia tierra. Eso habría de cambiar. Asperamanka ya no contaba. El obsceno Ebstok Esikananzi tendría que rendir cuentas. No quería lo que Ebstok poseía; sólo pedía justicia. El rostro se le ensombreció mientras hundía la mirada en las crines del animal.
    —Luterin, ¿estás listo? Nuestro hijo nos espera en la capilla.
    Miró la cara sonrojada de la mujer y asintió. En las pestañas se le posaron unos rastros de nieve. Mientras conducían a sus monturas a través de la arboleda, un viento acerado bajó las laderas del monte Shivenink y se abrió camino entre los árboles. Desde las ramas, la nieve caía en cascadas sobre sus hombros. La pendiente se inclinó hacia la capilla oculta. Rodearon lo que había sido una cascada y ahora era una columna de hielo.
    A último momento, Luterin se volvió sobre la silla para mirar hacia la aldea una vez más. La luz de los hogares se reflejaba en la nube baja que casi rozaba los tejados al pasar.
    Tirando con firmeza de las riendas, urgió al yelk para que bajase por la senda hacia la oscura hondonada. La mujer lo llamó con ansiedad pero Luterin sintió que la vida le volvía a las arterias.
    Alzó un puño al cielo.
    —¡Abro Hakmo Astab! —gritó, proyectando la voz hacia lo más profundo del bosque.
    El viento recogió el grito y lo arropó bajo el peso de la persistente nevada.



    Pues la edad modifica la naturaleza del mundo como un todo. Todo debe atravesar sucesivas fases. Nada permanece para siempre como era. Todo se mueve sin cesar. La naturaleza lo transforma y lo conduce todo por caminos nuevos. Cuando una cosa, marchita por el tiempo, decae y se consume, otra emerge de la ignominia para hacerse fuerte. Así es como la edad mo-difica la naturaleza del mundo como un todo. La Tierra atraviesa sucesivas fases para no poder albergar lo que antes podía, y poder albergar en cambio lo que antes no.

    LUCRETIUS, De Rerum Natura, 55 AC.



    Mi querido Clive:

    Aquí lo tienes. Han pasado siete años desde que empecé a ocuparme de estas cuestiones. Este volumen verá la luz en el inicio de una nueva década para ambos y cuando mi edad sea exactamente el doble que ¡a tuya.
    Mientras me paseo por el jardín de Hilary, pensando en qué palabras usar, se me ocurre que la pregunta importante es: ¿Por qué será que los individuos de la raza humana se esfuerzan por estrechar los lazos comunes y sin embargo están tan solos, tan a menudo? ¿Será que el factor aislante es similar al que, como especie, nos hace sentir distintos del resto de la naturaleza? Tal vez la Madre Tierra que encuentres en estas páginas diste bastante de ser perfecta. Como toda madre, ha tenido sus problemas... a escala cósmica.
    De modo que la culpa no es toda nuestra, tampoco suya. Hemos de aceptar la falta de perfección en la disposición general de las cosas..., aceptar la existencia de la mosca atigrada. El tiempo, escenario de todo drama, es, como dice J. T. Fraser, «una jerarquía de conflictos no resueltos». Hemos de aceptar esa limitación con la ecuanimidad de Lucrecio y enfadamos sólo con aquello que merezca nuestra ira, como la locura implícita en la fabricación y el uso de armas nucleares.
    Aunque estas cuestiones no suelen aparecer en la literatura, sentí, como puedes ver, la imperiosa necesidad de intentar vérmelas con ellas.
    Finalmente, helo aquí. Tienes ante tus ojos el edificio andante de Heliconia. Espero que disfrutes del resultado.
    Tu afectuoso
    Padre


    Boars Hill, Oxford



    AGRADECIMIENTOS

    Deseo agradecer al doctor J. M. Roberts (historia) y al señor Desmond Morris (antropología) por las inestimables conversaciones preliminares, así como también al doctor B. E. Juel-Jensen (patología) y al doctor Jack Cohén (biología) por sus objetivas sugerencias. Toda solidez filológica se debe a la participación del profesor Thomas Shippey, cuyo dinámico e infatigable entusiasmo me ha sido de enorme ayuda.
    El planeta Heliconia fue diseñado y construido, desde su geología hasta su clima, por el doctor Peter Cattermole. En cuanto a la cosmología y astronomía, vaya mí agradecimiento al doctor lain Nicolson, con quien me siento en deuda por la paciencia demostrada a lo largo de estos años.
    El doctor Mick Kelly y el doctor Norman Myers me asesoraron en lo que a condiciones invernales no ordinarias se refiere. La Gran Rueda debe gran parte de su estructura al doctor Joern Bambeck. James Lovelock tuvo la amabilidad de permitir que empleara su concepto de Gaia en esta ficción. De vital importancia ha sido el interés demostrado desde los primeros días del proyecto por Herr Wolfgang Jeschke.
    Mi deuda para con las obras y la amistad del doctor J. T. Fraser es manifiesta.
    A mi esposa Margaret, mi agradecido afecto por permitir que Heliconia se extendiese más allá de lo esperado y por trabajar conmigo en la obra.

    FIN

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