Publicado en
abril 08, 2010
I
LA ISLA DE FRANCIA
¿No te ha sucedido alguna vez, durante una de esas largas, tristes y frías veladas de invierno, que, hallándote solo con tus pensamientos, oyeras soplar el viento por los pasillos y la lluvia tamborilear en las ventanas? ¿No te ha sucedido que, con la frente apoyada en la chimenea, y mirando, sin ver, las ascuas chisporrotear en el hogar, no te ha sucedido, decía, que sintieras grima por nuestro clima sombrío, nuestro París húmedo y fangoso, y soñaras con un oasis encantado, tapizado de hierba y lleno de frescor, donde, en cualquier estación del año, al borde de un ma-nantial de agua fresca, al pie de una palmera o a la sombra de los yambos, pudieras adormecerte poco a poco entre una sensación de bienestar y languidez?
Pues bien, ese paraíso que soñabas existe; ese edén que ambicionabas te está esperando; ese arroyo que debe acunar tu somnolienta siesta cae en cascada y se convierte en espuma; la palmera que debe albergar tu sueño ofrece a la brisa del mar sus largas hojas, semejantes al penacho de un gigante. Los yambos, cubiertos de frutos irisados, te ofrecen su fragante sombra. Sígueme, ven conmigo.
Ven a Brest, esa ciudad hermana de la comerciante Marsella, centinela armado que vela sobre el océano. Y aquí, de entre el centenar de barcos que se refugian en su puerto, escoge una de esas bricbarcas de fondo estrecho, velas ligeras y mástiles esbeltos, como las de los osados piratas que describe el rival de Walter Scott, el poético novelista de la mar. Justamente estamos en sep-tiembre, el mes propicio para los largos viajes. Sube a bordo del navío al que hemos confiado nuestro destino común, dejemos atrás el verano y boguemos al encuentro de la primavera. ¡Adiós, Brest! ¡Hola, Nantes! ¡Hola, Bayona! ¡Adiós, Francia!
¿Ves, a nuestra derecha, aquel gigante que se alza a diez mil pies de altura, cuya cabeza de granito se pierde entre las nubes, por encima de las cuales parece estar colgada, y a través de cuya agua transparente se distinguen las raíces de piedra que se van hundiendo en el abismo? Es el pico de Tenerife, la antigua Nivaria, punto de encuentro de esas águilas del océano que ves girar entorno a sus nidos y que apenas te parecen más grandes que las palomas. Sigamos adelante, no es ése el objetivo de nuestra ruta; esto no es sino el parterre de España, y yo te he prometido el jardín del mundo.
¿Ves, a nuestra izquierda, ese peñasco desnudo y sin verdor que arde incesantemente bajo el sol de los trópicos? Es la roca donde estuvo encadenado durante seis años el Prometeo moderno; es el pedestal donde Inglaterra elevó la estatua de su propia vergüenza; es el trasunto de la hoguera de Juana de Arco y del patíbulo de María Etuardo; es el Gólgota político que, durante dieciocho años, fue el piadoso lugar de encuentro de todos los navíos; pero tampoco es ahí donde te llevo. Sigamos, nada hay ahí que podamos hacer: la regicida Santa Helena quedó viuda de las reliquias de su mártir.
Ahí está el cabo de las Tormentas. ¿Ves aquella montaña que se yergue entre las brumas? Es el mismo gigante Adamástor que se le apareció al autor de Los Lusíadas. Estamos pasando ante el extremo de la tierra; esa punta que avanza hacia nosotros es la proa del mundo. Mira cómo el océano rompe en ella, furioso pero impotente; porque tal bajel no teme las tormentas, ya que navega rumbo al puerto de la eternidad, con Dios mismo por piloto. Sigamos, pues más allá de aquellas verdes montañas encontraremos tierras áridas y desiertos quemados por el sol. Sigamos: te he prometido aguas frescas, dulces sombras, frutos siempre maduros y flores eternas.
Saludemos al océano índico, hacia el que nos empuja el viento del oeste; saludemos al escenario de Las mil y una noches; nos acercamos al fin de nuestro viaje. He aquí la melancólica Borbón, eternamente roída por un volcán. Dediquemos una mirada a sus llamas y una sonrisa a sus perfumes; marchemos aún a varios nudos y pasemos entre la isla Plate y el Coin-de-Mire; doblemos la punta de los Cañoneros; detengámonos ante el pabellón. Echemos el ancla, la rada es buena; nuestra bricbarca, fatigada por la larga travesía, reclama descanso. Ya hemos llegado: esta tierra es la tierra afortunada que la naturaleza parece haber ocultado en los confines del mundo, como una madre celosa oculta de las miradas profanas la belleza virginal de su hija. Esta tierra es la tierra prometida, es la perla del océano índico, es la Isla de Francia.
Ahora, casta hija de los mares, hermana gemela de Borbón, rival agraciada de Ceilán, deja que levante una punta de tu velo para mostrarte al amigo extranjero, al fraternal viajero que me acompaña; deja que te desate el ceñidor, ¡oh, hermosa cautiva!, pues somos dos peregrinos de Francia, y acaso algún día Francia pueda recuperarte, rica hija de la India, a cambio de algún pobre reino de Europa.
Y tú que me has seguido con la mirada y el pensamiento, deja que te cuente ahora las maravillas de esta región, con sus campos siempre fértiles, sus cosechas dobles, sus años hechos de primaveras y veranos que se siguen y se sustituyen unos a otros, encadenando las flores con los frutos y los frutos con las flores. Déjame que te cuente cómo es esta isla poética que baña sus pies en el mar y esconde la cabeza entre las nubes. Es otra Venus nacida, como su hermana, de la espuma de las olas, y que se eleva de su humilde cuna hasta su celeste imperio, coronada de días resplandecientes y noches estrelladas, eternos aderezos que le vienen de la mano del Señor mismo, y que el inglés aún no ha podido sustraerle. Ven, pues, y si los viajes aéreos no te asustan más que los recorridos marítimos, agárrate, cual nuevo Cleofás, a la cola de mi abrigo y te transportaré conmigo sobre el cono invertido del Pieterboot, la montaña más alta de la isla después del pico del Río Negro. Cuando hayamos llegado, miraremos a todas partes, a derecha y a izquierda, hacia adelante y hacia atrás, por encima y por debajo de nosotros.
Por encima de nosotros, ya lo ves, hay un cielo siempre puro, cuajado de estrellas. Es una capa de azul donde Dios, a cada paso que da, levanta un polvo de oro, cada uno de cuyos átomos es un mundo.
Por debajo de nosotros se halla la isla entera extendida a nuestros pies, como una carta geográfica de ciento cuarenta y cinco leguas de circunferencia, con sesenta ríos que parecen desde aquí hilos de plata destinados a sujetar el mar entorno a la orilla, y treinta montañas con penachos de bosques de esteras, tacamacas y palmeras. Entre todos estos ríos, observa las cascadas del Réduit y de la Fontaine que, desde el seno de los bosques en que nacen, lanzan al galope sus cataratas para ir, con un rumor estrepitoso como el ruido de una tormenta, al encuentro de la mar que los espera y que, serena o rugiente, responde a sus eternos desafíos, bien con desprecio, bien con ira; una lucha de conquistadores por ver quién causará en el mundo más estragos y más ruido; luego, cerca de esta ambición frustrada, mira el Gran Río Negro que hace fluir tranquilamente su agua fecundadora y que impone su respetado nombre a todo cuanto le rodea, exhibiendo así el triunfo de la sabiduría sobre la fuerza, y de la serenidad sobre el arrebato. Entre todas estas montañas, destaca el sombrío Brabant, centinela gigante situado en la punta septentrional de la isla para defenderla contra las sorpresas del enemigo, y quebrar la furia del océano. Mira el pico de Trois-Mamelles, por cuya falda discurre el río Tamarin y el río Rempart, como si la Isis india hubiera querido justificar su nombre. Mira por último el Pouce que, tras el Pieterboot, donde nos hallamos, es el pico más majestuoso de la isla, y que parece levantar un dedo al cielo para enseñar al amo y a sus esclavos que por encima de nosotros hay un tribunal que hará justicia a ambos.
Delante de nosotros vemos Port-Louis, antaño Port-Napoléon, la capital de la isla, con sus numerosas casas de madera, sus dos arroyos que, a cada tormenta, se convierten en torrentes; la isla de los Toneleros que defiende sus accesos, y su población variopinta que parece una muestra de todos los pueblos de la tierra, desde el criollo indolente que se hace llevar en palanquín si precisa cruzar la calle, y para quien hablar es tan fatigoso que tiene acostumbrados a sus esclavos a obedecer sus gestos, hasta el negro que regresa del trabajo por la noche a golpe de látigo. Entre estos dos extremos de la escala social, mira a los laskares rojos y verdes, que se distinguen por sus turbantes de estos dos únicos colores y por sus rasgos broncíneos, mezcla del tipo malayo y del tipo malabar. Mira al negro yoloff, de la hermosa y gran raza de Senegambia, de tez negra como el azabache, ojos ardientes como el carbón, dientes blancos como perlas; al chino menudo, de pecho aplastado y anchas espaldas, cabeza rapada y mostachos colgantes, con un dialecto que nadie entiende y con quien, no obstante, todo el mundo trata: porque el chino vende todas las mercancías, hace todos los oficios, ejerce todas las profesiones, el chino es el judío de la colonia; a los malayos, cobrizos, menudos, vengativos, astutos, que olvidan siempre los favores, nunca una injuria, y venden, como los bohemios, aquellas cosas que se piden en voz baja; a los mozambiqueños, dulces, buenos y estúpidos, estimados solamente por su fuerza; a los malgaches, finos, astutos, de tez aceitunada, nariz chata y gruesos labios, que se distinguen de los negros del Senegal por el reflejo rojizo de su piel; a los namaqueses, espigados, altivos y hábiles, ejercitados desde la infancia en la caza del tigre o del elefante, y que se sorprenden al ser transportados a una tierra donde ya no hay monstruos a los que combatir; por último, en medio de todo esto, mira al oficial inglés de guarnición en la isla o estacionado en el puerto; el oficial inglés, con su casaca escarlata, su chacó en forma de gorra, su pantalón blanco; el oficial inglés que mira desde lo alto de su grandeza a criollos y mulatos, amos y esclavos, colonos e indígenas, no habla más que de Londres, no elogia más que a Inglaterra y no aprecia nada más que a sí mismo. Detrás de nosotros, Grand-Port, antiguamente PortImpérial, primer establecimiento de los holandeses que más tarde fue abandonado porque está a barlovento de la isla, y la misma brisa que conduce los navíos hasta allí les impide salir. Por ello, tras caer en la ruina, hoy no es más que una aldehuela cuyas casas apenas se sostienen, una ensenada donde la goleta acude buscando abrigo contra la rapiña del corsario, unas montañas cubiertas de selva en la que el esclavo pide refugio contra la tiranía del amo. Ahora, si volvemos la vista hacia nosotros, distinguiremos casi a nuestros pies, en el flanco de las montañas del puerto, la región de Moka, perfumada de aloes, granadas y gro-sellas; Moka, siempre tan fresca que cada noche parece guardar los tesoros de su aderezo para exhibirlos por la mañana; Moka, que cada día se pone guapa como los demás cantones se arreglan para los días de fiesta; Moka, que es el jardín de esta isla que hemos llamado jardín del mundo. Recuperemos nuestra primera posición. Pongámonos de cara a Madagascar y dirijamos la mirada a nuestra izquierda: a nuestros pies, más allá del Réduit, está la llanura Williams, después Moka, el rincón más delicioso de la isla que acaba, hacia la llanura Saint-Pierre, en la montaña Corps-de-Garde, tallada en forma de grupa de caballo; más allá de Trois-Mamelles y el gran bosque, la región de la Sabana, con sus ríos de dulces nombres, el Limoneros, el Baño de las Negras y el Arcadia; su puerto tan bien defendido, por lo escarpado de la costa, que es imposible abordarla si no es en son de paz; sus pastos rivales a los de la llanura Saint-Pierre, con su tierra aún virgen como una solitaria inmensidad americana. Finalmente, en la profundidad de los bosques, el gran lago en el que viven unas morenas gigantescas que ya no son anguilas sino serpientes: se las ha visto arrastrar y devorar ciervos vivos que, perseguidos por cazadores y negros cimarrones, habían tenido la imprudencia de bañarse en él.
Para terminar volvámonos hacia nuestra derecha: he aquí la región del Rempart, dominada por el cerro de la Découverte, en cuya cumbre se yerguen mástiles de barcos que desde aquí nos parecen finos y dispersos como ramas de sauces; allí el cabo Malheureux, allá la bahía de Tombeaux y allá la iglesia de Pamplemousses. En esta zona se elevaban las dos cabañas vecinas de madame de La Tour y de Marguerite; en el cabo Malheureux zozobró el Saint-Géran; en la bahía de Tombeaux se encontró el cuerpo de una muchacha con un retrato fuertemente asido en la mano; en la iglesia de Pamplemousses, dos meses después, al lado de esa muchacha, fue enterrado un joven de la misma edad aproximadamente. Sí, has adivinado ya el nombre de los dos amantes que yacen en la misma tumba: son Paul y Virginie, esos dos alciones de los trópicos, cuya muerte llora sin fin el mar, gimiendo sobre los arrecifes que rodean la costa, como una tigresa llora eternamente a sus crías que ella misma ha despedazado en un acceso de rabia o en un arrebato de celos.
Y ahora, bien recorras la isla desde el paso de Descorne, al sudoeste, o desde Mahébourg en el Petit-Malabar, bien sigas la costa o te adentres en el interior, bien desciendas los ríos o asciendas las montañas, bien el disco abrasador del sol encienda la llanura con sus rayos de fuego, bien la luna en cuarto creciente platee los cerros con su melancólica luz, puedes, si tus pies se cansan, si te pesa la cabeza, si se te cierran los ojos, si, embriagado por las fragantes emanaciones del rosal de China, del jazmín de España o del amancayo, sientes que tus sentidos se disuelven blandamente como en una embriaguez de opio, puedes, mi buen compañero, ceder sin temor y sin resistencia a la íntima y profunda voluptuosidad del sueño indio. Tiéndete, pues, sobre la hierba espesa, duerme tranquilo y despiértate sin miedo, pues ese ligero ruido que hace estremecer el follaje al acercarse, esos dos ojos negros y brillantes que se clavan en ti, no son ni el roce envenenado de una boqueira de Jamaica, ni los ojos del tigre de Bengala. Duerme tranquilo y despiértate sin miedo; jamás el eco de la isla repitió el agudo silbido de un reptil, ni el aullido nocturno de un animal carnicero. No, es una joven negra que separa dos ramas de bambú para pasar su linda cabeza y mirar con curiosidad al europeo recién llegado. Haz un gesto, sin moverte siquiera, y ella tomará para ti la banana más sabrosa, el mango perfumado o la vaina del tamarindo; di una palabra, y ella te responderá con su voz gutural y melancólica: «Mo sellave mo faire ça que vous vié.» Bastante feliz se sentirá si con una mirada amable o una palabra de satisfacción le pagas sus servicios, y entonces se ofrecerá como guía para conducirte a casa de su amo. Síguela, te lleve adonde te lleve. Cuando distingas una bonita casa con una avenida de árboles, con un cinturón de flores, habrás llegado. Ésa será la morada del plantador, tirano o patriarca, según sea bueno o malo; pero ya sea lo uno o lo otro, eso no es asunto tuyo y te debe importar poco. Entra gallardamente, ve a sentarte a la mesa de la familia; di: «Soy vuestro huésped» y pondrán ante ti la más rica bandeja de porcelana china, cargada con el más hermoso racimo de bananas, la jarra de plata con fondo de cristal en la que espumará la mejor cerveza de la isla; y mientras quieras, cazarás con su fusil en sus sabanas, pescarás en su río con sus redes; y cada vez que vengas tú o le envíes alguno de tus amigos, sacrificarán el ternero más gordo, porque aquí la llegada de un huésped es una fiesta, como el regreso del hijo pródigo era una dicha.
Por ello los ingleses, eternos envidiosos de Francia, tenían la vista fija desde largo tiempo atrás en esta su hija querida y la rondaban sin cesar, ya intentando seducirla con oro, ya intimidándola con amenazas; pero a todas estas proposiciones la bella criolla respondía con un supremo desdén, hasta el punto de que pronto se vio que sus pretendientes, no pudiéndola conseguir mediante la seducción, querían llevársela por la violencia, y hubo que guar- darla como a una monja española. Durante algún tiempo salió airosa de varias tentativas sin importancia, y por consiguiente sin resultado; pero al fin Inglaterra, no pudiendo refrenarse más, se lanzó sobre ella a cuerpo descubierto y, cuando la Isla de Francia 9 se enteró una mañana de que su hermana Borbón acababa de ser capturada, invitó a sus defensores a que le procuraran una mejor protección de la que había recibido en el pasado, y empezaron de inmediato a afilar los cuchillos y a fundir las balas, pues esperaban al enemigo de un momento a otro.
El 23 de agosto de 1810, un espantoso cañonazo que retronó por toda la isla anunció que el enemigo había llegado.
II
LEONES Y LEOPARDOS
Eran las cinco de la tarde, casi en el ocaso de uno de esos magníficos días de verano desconocidos en nuestra Europa. La mitad de los habitantes de la Isla de Francia estaban situados en las montañas que dominan Grand-Port como en un anfiteatro, mirando expectantes el combate que se libraba a sus pies, como antaño los romanos, desde lo alto del circo, se asomaban para ver una pelea de gladiadores o una lucha de mártires. La diferencia era que, en este caso, la arena era un vasto puerto totalmente rodeado de escollos, donde los luchadores se habían acoderado para no retroceder al menos, y poder así, libres del estorbo de la maniobra, despedazarse a su guisa; la diferencia era que, para poner fin a esta terrible naumaquia, no había vestales que levantasen el pulgar. Se trataba, como bien se verá, de una batalla de aniquilamiento, de un combate a muerte. Por ello los diez mil espectadores que lo presenciaban guardaban un silencio angustioso; por ello el mar, que tanto ruge por estos parajes, callaba también para que no se perdiera ni un solo bramido de aquellas trescientas bocas de fuego.
He aquí cuanto aconteció.
El día 20 por la mañana, el capitán de fragata Duperré, procedente de Madagascar a bordo de la Bellone, seguido de la Minerve, el Victor, el Ceylan y el Windham, reconoció las montañas del Viento, en la Isla de Francia. Como sus tres combates anteriores, en los que había resultado siempre vencedor, habían causado graves averías en su flota, decidió entrar en el gran puerto para carenar. Era cosa fácil puesto que, como es sabido, la isla era a la sazón enteramente nuestra, y el pabellón tricolor, que ondeaba en i el fuerte de la isla de la Passe y en un navío de tres palos fondeado a sus pies, daba al bravo marinó la seguridad de ser recibido por amigos. Por consiguiente, el capitán Duperré ordenó doblar la y isla de la Passe, situada a unas dos leguas enfrente de Mahébourg, y, para ejecutar la maniobra, ordenó que la corbeta Victor pasase en primer lugar; que la Minerve, el Ceylan y la Bellone la siguiesen, y que el Windham cerrase la marcha. Así fue avanzando la flotilla, un navío detrás del otro, dado que la angostura del pasó no permitía que dos barcos avanzaran de frente.
Cuando el Victor estaba a un tiró de cañón del navío fondeado bajó el fuerte, éste indicó con señales que habían avistado a los ingleses cruzando por delante de la isla. El capitán Duperré res-pondió que lo sabía muy bien, y que la flota que habían divisado estaba compuesta por la Magicienne, la Néréide, el Syrius y la Iphigénie, bajó el mandó del comodoro Lambert; pero que, por otra parte, dado que el capitán Hamelin estaba fondeado a sotavento de la isla con el Entreprenant, la Manche y la Astrée, serían suficientes para aceptar el cómbate si se presentase el enemigo.
Unos segundos después, el capitán Bouvet, que marchaba en segundo lugar, creyó distinguir disposiciones hostiles en el navío que acababa de hacer señales. Además, lo había estado examinando en todos sus detalles con ese ojo tan agudo que pocas veces engaña al marinó, y no lo reconocía como miembro de la marina francesa. Dio parte de sus observaciones al capitán Duperré, quien le respondió que tomara precauciones, que él iba a tomar las suyas. En cuanto al Victor, fue imposible advertirle; estaba demasiado avanzado, y cualquier señal que le hubieran hecho habría sido vista en el fuerte y en el barco sospechoso.
Así pues, el Victor continúa avanzando sin desconfianza, impulsado por una buena brisa del sudeste, con toda la tripulación en el puente, mientras los dos navíos que le siguen observan con ansiedad los movimientos del navío sospechoso y del fuerte; ambos, sin embargó, mantienen aún las apariencias amistosas; los dos navíos, que se hallan uno enfrente del otro, intercambian incluso algunas palabras. El Victor sigue su caminó; ya ha pasado el fuerte cuando, de pronto, una línea de humo aparece en los costados del navío fondeado y en lo alto del fuerte. Cuarenta y cuatro cañones retumban a la vez, enfilando al bies la corbeta francesa, agujereando el velamen, hiriendo a la tripulación y rompiendo la gavia pequeña, mientras al mismo tiempo los colores franceses desaparecen del fuerte y del navío de tres palos y en su lugar aparece la bandera inglesa. Hemos sido víctimas de la superchería; hemos caído en la trampa.
Pero en lugar de dar media vuelta, lo cual sería aún posible abandonando la corbeta que le sirve de diana y que, tras rehacerse de la sorpresa, contesta al fuego de la embarcación de tres palos con el de sus dos piezas de proa, el capitán Duperré hace una señal al Windham para que vuelva a mar abierto, y ordena a la Minerve y al Ceylan que fuercen el pasó. Él mismo los cubrirá, mientras el Windham va a prevenir al restó de la flota francesa de la posición en que se hallan los otros buques.
Los navíos siguen, pues, avanzando, ya no con la seguridad del Victor, sino en estado de alerta, cada hombre en su puesto, y en ese profundo silenció que precede siempre las grandes crisis. Pronto la Minerve se encuentra costado con costado con el navío enemigo; pero esta vez es ella la que le advierte: veintidós bocas de fuego se encienden al mismo tiempo; la andanada alcanza de llenó la madera; una parte de la borda del navío inglés vuela en pedazos; se oyen gritos sofocados; después, a su vez, éste lanza toda su batería y envía a la Minerve los mensajeros de muerte que acaba de recibir de ella, mientras, por su parte, la artillería del fuerte carga contra ella, pero sin causarle otro mal que el de matarle algunos hombres y cortarle algunas jarcias.
Después llega el Ceylan, una bonita bricbarca de veintidós cañones apresada, como el Victor, la Minerve y el Windham, varios días antes a los ingleses, y que, como el Victor y la Minerve, iba a combatir ahora para Francia, su nuevo amó. Se avanzó, ligero y grácil como un pájaro de mar rozando las olas. Luego, al llegar frente al fuerte y al navío de tres palos, este último, el fuerte y el Ceylan abrieron fuego a la vez, confundiéndose en un solo estrépito, pues habían disparado al mismo tiempo, y mezclándose sus humaredas, pues estaban muy cerca el uno del otro.
Quedaba el capitán Duperré, a bordo de la Bellone. Ya en aquella época era uno de los oficiales más valientes y hábiles de nuestra marina. Avanzó a su vez, acercándose a la isla de la Passe más de lo que habían hecho los otros buques; luego, costado con costado, las dos bordas abrieron fuego a quemarropa, intercambiándose la muerte a tiro de pistola.
Consiguió pasar; los cuatro buques estaban en el puerto; se unen entonces a la altura de las Aigrettes, y van a echar el ancla entre la isla de los Monos y la punta de la Colonia.
De inmediato el capitán Duperré se pone en comunicación con la ciudad y recibe la noticia de que la isla Borbón ha sido tomada, pero que, a pesar de sus intentos sobre la Isla de Francia, el enemigo no ha podido apoderarse de la isla de la Passe. Al instante envía un correo al valiente general Decaen, gobernador de la isla, para advertirle de que los otros barcos franceses, el Victor, la Minerve, el Ceylan y la Bellone están en Grand-Port. El día 21, a mediodía, el general Decaen recibe el aviso, lo transmite al capitán Hamelin, quien da a los navíos a su mando la orden de aparejar, envía por tierra hombres de refuerzo al capitán Duperré y le avisa que hará cuanto pueda para llegar en su ayuda, puesto que todo le hace creer que se halla amenazado por fuerzas superiores.
En efecto, al intentar fondear en el río Negro, el 21 a las cuatro de la mañana, el Windham había sido apresado por la fragata inglesa Syrius. El capitán Pym, que la mandaba, supo entonces que cuatro buques franceses, a las órdenes del capitán Duperré, habían entrado en Grand-Port, donde se encontraban retenidas por el viento. De inmediato había dado aviso a los capitanes de la Magicienne y la Iphigénie, y las tres fragatas se habían puesto en marcha de inmediato: el Syrius remontaba hacia Grand-Port pasando a sotavento, y las otras dos fragatas a barlovento para al-canzar el mismo punto.
Éstos son los movimientos que vio el capitán Hamelin y que, relacionándolos con la noticia que le llega, le hacen creer que el capitán Duperré va a ser atacado. Así pues, acelera su salida, pero a pesar de su diligencia, no está listo hasta el día 22 por la mañana. Las tres fragatas inglesas le llevan tres horas de adelanto, y el viento, que gira hacia el sudeste y que refresca por momentos, aumenta todavía las dificultades que debe superar para llegar a Grand-Port.
El 21 por la noche el general Decaen monta en su caballo y, a las cinco de la mañana, llega a Mahébourg, seguido por los principales colonos y por aquellos negros con los que creen que pueden ;,untar. Amos y esclavos van armados con fusiles y cada uno de ellos dispone de cincuenta disparos, en caso de que los ingleses intenten desembarcar. Al punto se celebra una entrevista entre él y el capitán Duperré.
A mediodía, la fragata inglesa Syrius, que ha pasado a sotavento de la isla y que, por consiguiente, ha encontrado menos dificultades en su camino que las otras dos fragatas, aparece en la entrada del canal, se une al navío de tres palos fondeado junto al fuerte, que ha resultado ser la fragata Néréide, del capitán Villougby, y las dos, como si pensasen atacar ellas solas a toda la división francesa, avanzan sobre nosotros, dando los mismos pasos que nosotros habíamos dado. Pero, al acercarse demasiado al bajío, el Syrius encalla, y el día transcurre para su tripulación intentando ponerse a flote de nuevo.
Durante la noche el refuerzo de marineros enviado por el capitán Hamelin llega y se reparte entre los cuatro barcos franceses, que así cuentan con unos mil cuatrocientos hombres y ciento cuarenta y dos bocas de fuego. Pero como, una vez repartidos, el capitán Duperré ha acoderado la división y cada nave presenta su costado, sólo la mitad de los cañones participará en la sangrienta fiesta que se está preparando.
A las dos de la tarde, las fragatas Magicienne e Iphigénie aparecieron en la entrada del canal; se unieron al Syrius y la Néréide, y las cuatro avanzaron juntas contra nosotros. Dos de ellas arria-ron velas y las otras dos echaron el ancla, presentando así un total de mil setecientos hombres y doscientos cañones.
Fue un momento solemne y terrible durante el cual los diez mil espectadores que cubrían las montañas vieron las cuatro fragatas enemigas avanzando sin velas con el único y lento impulso del viento en sus aparejos y poniéndose, con la confianza que les daba su superioridad en número, a medio alcance del cañón de la división francesa, presentando también su costado, acoderando como nosotros habíamos hecho, y renunciando por adelantado a la fuga, tal como nosotros habíamos renunciado anteriormente.
Era, pues, un combate a muerte el que iba a comenzar. Leones y leopardos estaban cara a cara e iban a despedazarse con dientes de bronce y rugidos de fuego. Fueron nuestros marinos quienes, menos pacientes de lo que habían sido los guardias franceses en Fontenoy, dieron la señal de partida de la carnicería. Una larga estela de humo se extendió por los costados de los cuatro navíos en cuya cangreja ondeaba un pabellón tricolor; al mismo tiempo retumbó el rugido de setenta bocas de fuego, y el huracán de hierro se abatió sobre la flota inglesa.
Ésta respondió casi al instante, y así empezó, sin más maniobra que la de despejar los puentes de astillas de madera y cuerpos moribundos, sin más intervalo que el de cargar los cañones, una de esas batallas de aniquilamiento como, desde Abukir y Trafalgar, no habían vuelto a ver los fastos de la marina. Al principio se pudo creer que los enemigos llevaban ventaja, pues las primeras andanadas inglesas habían cortado las coderas de la Minerve y del Ceylan; de tal manera que, debido a este accidente, el fuego de los dos navíos quedó en gran parte extraviado. Pero, siguiendo las órdenes de su capitán, la Bellone plantó cara respondiendo a los cuatro buques a la vez, pues había brazos, pólvora y balas para todos. Vomitaba fuego incesantemente, como un volcán en erupción, y ello durante dos horas, es decir, el tiempo que el Ceylan y la Minerve tardaron en reparar sus averías; tras lo cual, como si estuvieran nerviosos por su inacción, volvieron a rugir y a morder, forzando al enemigo, que se había alejado un instante de ellos para aplastar a la Bellone, a que volviera a ellos restableciendo la unidad del combate en toda la línea.
Pareció entonces al capitán Duperré que la Néréide, ya tocada de muerte por tres andanadas que la división le había lanzado al atravesar el canal, reducía su fuego. Al punto dio la orden de dirigir todas las andanadas contra ella y no darle tregua. Durante una hora la acribillaron con balas y metralla, creyendo que de un momento a otro iba a arriar bandera; pero como no arriaba, proseguía la lluvia de bronce, quebrando sus palos, barriendo el puente, horadando la cala, hasta que se extinguió el último cañón, cual un último suspiro, y quedó arrasada como un pontón entre la inmovilidad y el silencio de la muerte.
En ese momento, justo cuando el capitán Duperré daba órdenes a su teniente Roussin, un trozo de metralla le alcanza en la cabeza y le abate sobre la batería; comprendiendo que está gravemente herido, de muerte tal vez, manda llamar al capitán Bouvet, le traspasa el mando de la Bellone, le ordena volar los cuatro buques antes que rendirlos, y, hecha esta última recomendación, le tiende la mano y se desvanece. Nadie se da cuenta de este suceso; Duperré no ha abandonado la Bellone, puesto que Bouvet le sustituye. A las diez, la oscuridad es tan grande que ya no pueden apuntar y han de disparar a ciegas. A las once, cesa el fuego, pero como los espectadores comprenden que no es más que una tregua, permanecen en su lugar. En efecto, a la una sale la luna y, con ella y su pálida luz, se reanuda el combate.
Durante ese momento de descanso, la Néréide ha recibido varios refuerzos: cinco o seis piezas van a alimentar la batería. La fragata que habían creído muerta sólo estaba agónica, recupera el sentido y da señales de vida atacándonos de nuevo. Entonces Bouvet envía al teniente Roussin a bordo del Victor, cuyo capitán está herido; Roussin tiene la orden de reflotar el barco y aplastar a la Néréide con toda su artillería y a quemarropa; esta vez su fuego no cesará hasta que la fragata esté muerta y bien muerta.
Roussin sigue sus órdenes al pie de la letra: el Victor despliega el foque y las grandes gavias, se pone en movimiento y, sin disparar ni un solo cañonazo, va a echar el áncora a veinte pasos de la popa de la Néréide; desde ahí abre fuego, al que la fragata no puede contestar más que con sus piezas de proa, y la alcanza de lleno a cada andanada. Al punto del alba, la fragata enmudece de nuevo. Esta vez está del todo muerta, y sin embargo el pabellón ingles sigue ondeando en la cangreja. Está muerta, pero no ha arriado bandera.
En ese momento, los gritos de ¡Viva el emperador! resuenan en la Néréide: los diecisiete prisioneros franceses capturados en la isla de la Passe que están encerrados en la bodega rompen la puerta de su prisión y se lanzan arriba por las escotillas con una bandera tricolor en la mano. El estandarte de Gran Bretaña es arriado, la bandera tricolor ondea en su lugar. El teniente Roussin da la orden de abordar, pero en el momento en que va a lanzar los garfios, el enemigo abre fuego contra la Néréide que escapa. Es una lucha inútil de sostener: la Néréide no es más que un pontón del que se apoderarán en cuanto los otros buques queden reducidos; el Victor deja flotar la fragata como el cadáver de una ballena muerta; embarca a los diecisiete prisioneros, recupera su puesto de batalla y, descargando toda su batería, anuncia a los ingleses que ha regresado a su lugar.
Todos los buques franceses habían recibido la orden de dirigir su fuego contra la Magicienne, el capitán Bouvet quería aplastar las fragatas enemigas una tras otra; hacia las tres de la tarde, la Magicienne se había convertido, pues, en el objetivo de todos los disparos; a las cinco respondía a nuestro fuego sólo con algunas `i sacudidas y respiraba apenas como un enemigo herido de muerte; a las seis, se ve desde tierra que su tripulación hace los preparativos para evacuarla: gritos primero, y señales luego, previenen a la división francesa; el fuego se recrudece; las otras dos fragatas enemigas le envían sus chalupas y ella misma arria sus botes; los hombres que quedan sin heridas o los heridos levemente bajan en ellos, pero, en el trayecto hasta alcanzar el Syrius, las balas mandan a pique dos chalupas, y el mar se cubre de hombres que alcanzan a nado las dos fragatas cercanas.
Un instante después, un fina humareda empieza a salir por las portas de la Magicienne y poco a poco se va haciendo más espesa. Por las escotillas asoman entonces unos hombres heridos que se arrastran, que alzan sus brazos mutilados, que piden socorro, pues ya el fuego sucede al humo, y por todas las aberturas del barco dispara sus lenguas ardientes. Se arroja al exterior, repta por toda la borda, trepa a los palos, envuelve las vergas y, en medio de las llamas, se oyen gritos de rabia y de agonía; luego, de repente, el navío se abre como el cráter de un volcán al desgarrarse. Se oye una detonación espantosa: la Magicienne vuela en mil pedazos. Por unos instantes se ven los trozos incendiados que suben por los aires, caen y se apagan estremeciéndose entre las olas. De aquella hermosa fragata que aún el día anterior se creía la reina del océano, no queda ya nada, ni siquiera restos, ni siquiera heridos, ni siquiera muertos. Sólo un gran espacio vacío entre la Néréide y la Iphigénie indica el lugar que antes ocupaba.
Después, como fatigados por la lucha, como aterrorizados por el espectáculo, ingleses y franceses guardaron silencio, y dedicaron el resto de la noche al descanso.
Pero al amanecer el combate se reanuda. Esta vez la división francesa ha escogido al Syrius como víctima. El Syrius va a ser aplastado por el cuádruple fuego del Victor, la Minerve, la Bellone y el Ceylan. Balas y metralla arrecian contra él. Al cabo de dos horas, no le queda un solo mástil, la amurada ha sido arrasada y el agua entra en la cala por veinte heridas diferentes: si no estuviera acoderado, se iría a pique.
La tripulación lo abandona, siendo el capitán el último en marchar. Pero, al igual que en la Magicienne, el fuego ha prendido en él, una mecha lo conduce a la santabárbara y, a las once de la mañana, se oye una detonación espantosa. ¡El Syrius desaparece aniquilado!
Entonces la Iphigénie, que ha combatido ancorada, comprende que no puede presentar más lucha. Se ha quedado sola contra cuatro buques; pues, tal como hemos dicho, la Néréide no es sino una masa inanimada. Despliega sus velas y, aprovechando que se ha escapado casi sana y salva de toda esa destrucción que termina en ella, intenta ponerse en movimiento para alcanzar la protección del fuerte.
De inmediato el capitán Bouvet ordena a la Minerve y a la Bellone que reparen sus averías y se pongan a flote. Duperré, desde el lecho ensangrentado en que se halla, está al tanto de lo aconte-cido: no quiere que un solo inglés vaya a anunciar su derrota a Inglaterra. Hemos de vengar Trafalgar y Abukir. ¡A por ella! ¡A por la Iphigénie!
Y las dos nobles fragatas malheridas se alzan, se yerguen, se cubren de velas y se ponen en marcha, dando la orden al Victor de que amarinen la Néréide. En cuanto al Ceylan, está tan mutilado que no puede abandonar su lugar antes de que el calafate cure sus mil heridas.
Entonces grandes gritos de triunfo se elevan en tierra: toda aquella población que se ha mantenido en silencio recupera ahora la respiración y la voz para animar a la Minerve y la Bellone en su persecución. Pero la Iphigénie, menos averiada que sus dos enemigas, las está ganando a ojos vistas; la Iphigénie pasa la isla de las Aigrettes; la Iphigénie va a alcanzar el fuerte de la Passe; la Iphigénie va a entrar en mar abierto y se pondrá a salvo. Las balas que le disparan la Minerve y la Bellone ya no la alcanzan y van a morir en su estela, cuando de pronto tres buques aparecen en la entrada del canal, con el pabellón tricolor izado; es el capitán Hamelin que ha zarpado de Port-Louis con el Entreprenant, la Manche y la Astrée. La Iphigénie y el fuerte de la Passe quedan atrapados entre dos fuegos; se rendirán a discreción, ni un solo inglés escapará.
Mientras tanto, el Victor, por segunda vez, se ha acercado a la Néréide y, temiendo alguna sorpresa, la aborda con gran precaución. Pero el silencio que ésta mantiene no es otro que el de la muerte. Su puente está cubierto de cadáveres; el teniente, el primero en pisarlo, se mancha de sangre hasta el tobillo.
Un herido se incorpora y explica que seis veces recibieron la orden de arriar bandera, pero seis veces las descargas francesas se llevaron a los hombres encargados de ejecutar la orden. Fue en-tonces cuando el capitán se retiró a su camarote y no lo volvieron a ver. El teniente Roussin se dirige al camarote y encuentra al capitán Villougby sentado a una mesa en la que todavía hay una jarra de grog y tres vasos. Le faltan un brazo y una pierna. Ante él, su primer teniente Thomson, muerto de un disparo de fusil que le ha atravesado el pecho; y a sus pies, tendido, se halla su sobrino Williams Murrey, herido en un costado por un trozo de metralla.
Entonces, el capitán Villougby, con la mano que le queda, hace un movimiento para rendir su espada, pero el teniente Roussin extiende a su vez el brazo y, saludando al inglés moribundo, dice:
-Capitán, cuando alguien se sirve de su espada como usted lo hace, sólo la rinde a Dios.
Y ordena al punto que el capitán Villougby reciba todos los ' socorros necesarios. Pero todos los socorros fueron inútiles: el noble defensor de la Néréide murió al día siguiente.
El teniente Roussin tuvo más suerte con el sobrino de la que había tenido con el tío. Sir Williams Murrey, aunque herido de mucha gravedad, no había sido tocado de muerte. Así es que le veremos reaparecer en el transcurso de esta historia.
III
TRES NIÑOS
Como es fácil imaginar, los ingleses, no por haber perdido cuatro navíos, habían renunciado a sus intenciones sobre la Isla de Francia. Al contrario, ahora tenían una nueva conquista que hacer y una vieja derrota que vengar. Así fue cómo, transcurridos apenas tres meses desde los hechos que acabamos de presentar al lector, se produjo un segundo combate no menos encarnizado, pero de resultados muy diferentes. Tuvo lugar en Port-Louis, es decir, en un punto diametralmente opuesto a aquel en que se había producido el primero.
Esta vez no se trataba de cuatro barcos o mil ochocientos hombres. Doce fragatas, ocho corbetas y cincuenta buques de transporte habían desembarcado a veinte o veinticinco mil hom-bres en la costa, todo un ejército de invasión que avanzaba hacia Port-Louis, que entonces se llamaba Port-Napoléon. La capital de la isla, en el momento de recibir el ataque de tales fuerzas, ofrecía un espectáculo difícil de describir. Una muchedumbre, procedente de los diferentes distritos de la isla, se apretujaba en las calles dando muestras de la más viva agitación. Como nadie sabía cuál era el peligro real, cada uno imaginaba un peligro distinto, siendo los más exagerados y más inauditos los que mayor aceptación tenían. De vez en cuando, aparecía de improviso un edecán del general portando una orden y lanzando a la muchedumbre una proclama destinada a despertar el odio que los habitantes de la isla sentían por los ingleses y a exaltar su patriotismo. Durante la lectura, se alzaban los sombreros en la punta de las bayonetas; resonaban los gritos de ¡Viva el emperador!; se pronunciaban juramentos de vencer o morir; un escalofrío de entusiasmo recorría aquel gentío, que pasaba de un descanso ajetreado al trabajo denodado, y se precipitaba por todas partes demandando marchar sobre el enemigo.
Pero el auténtico punto de reunión era la plaza de Armas, es decir, el centro de la ciudad. Allí era donde tan pronto llegaba un arcón arrastrado por dos caballitos de Timor o Pegu al galope, como un cañón empujado a la carrera por artilleros nacionales, muchachos de quince a dieciocho años apenas, en cuyos rostros la pólvora, pintándoselos de negro, sustituía las barbas. Allí iban los guardias cívicos en uniforme de combate, voluntarios vestidos a su aire que habían añadido una bayoneta a su escopeta de caza, negros vestidos con harapos de uniformes y armados con carabi-nas, sables y lanzas, mezclándose todos ellos, chocando, golpeándose, empujándose y contribuyendo con sus ruidos al poderoso rumor que se elevaba por encima de la ciudad, tal como se eleva el ruido de un inmenso enjambre de abejas por encima de una colmena gigantesca.
No obstante, una vez llegados a la plaza de Armas, estos hombres que corrían o aislados o en grupo adoptaban un aspecto más marcial y un aire más tranquilo. Y es que en la plaza de Armas se hallaba, esperando la orden de marchar sobre el enemigo, la mitad de la guarnición de la isla, compuesta por tropas de infantería, formando un total de mil quinientos o mil seiscientos hombres. Su actitud, a la vez altiva y despreocupada, era una censura tácita al ruido y al estorbo que causaban aquellos que, menos familiarizados con las escenas de ese tipo, tenían sin embargo el coraje y la buena voluntad de tomar parte en ellas. Mientras los negros se arremolinaban desordenados en el extremo de la plaza, un regimiento de voluntarios nacionales, que se imponía a sí mismo la disciplina al ver la disciplina militar, se detenía delante de la tropa, formaba en el mismo orden que ella, intentando imitar, sin conseguirlo, la regularidad de sus filas.
El que parecía ser el jefe de esta última tropa y que, debemos decirlo, se esforzaba al máximo para llegar al resultado que hemos señalado, era un hombre de entre cuarenta y cuarenta y cinco años que lucía las charreteras de jefe de batallón, y a quien la naturaleza había dotado con una de esas fisonomías insignificantes a las que ninguna emoción parece poder darles lo que, en términos específicos, se llama carácter. Por lo demás se había rizado el cabello, afeitado y acicalado como para un desfile. De vez en cuando, no obstante, se desabrochaba un corchete de la casaca, primitivamente abotonada de arriba abajo, y que, abriéndose poco a poco, dejaba ver un chaleco de piqué, una camisa con chorreras y una corbata blanca de ribetes bordados. Junto a él, un hermoso niño de doce años, a quien esperaba a unos pasos de allí un criado negro, vestido con una chaqueta y un pantalón de bombasí, exhibía, con la seguridad que da la costumbre de ir bien arreglado, un gran cuello de camisa festoneado, una casaca de camelote verde con botones plateados y una gorra de castor gris adornada con una pluma. De su cintura colgaba, con su portapliegos, la vaina de un pequeño sable, cuya hoja sostenía en la mano derecha, intentando imitar, en tanto le era posible, el aspecto marcial del oficial a quien él procuraba ir llamando de vez en cuando y en voz bien alta «padre», apelativo con el que el jefe del batallón parecía tan complacido como con el puesto tan eminente dentro de la milicia nacional al cual la confianza de sus conciudadanos le había elevado.
A poca distancia de este grupo, que se pavoneaba en su felicidad, se podía distinguir otro, menos brillante, sin duda, pero desde luego más notable.
Se componía éste de un hombre de entre cuarenta y cinco y cuarenta y ocho años y de dos niños, uno de catorce años y el otro de doce.
El hombre era alto, delgado, de constitución huesuda, un poco encorvado no por la edad, puesto que ya hemos dicho que tenía cuarenta y ocho años a todo lo más, sino por la humildad de una posición secundaria. En efecto, por su tez cobriza y su pelo ligeramente crespo, se reconocía en él, a primera vista, uno de esos mulatos a quienes en las colonias, a pesar de disponer de una gran fortuna conseguida por su esfuerzo, no se les perdona su color. Iba vestido con rica sencillez. Llevaba en la mano una carabina damasquinada en oro, armada con una bayoneta larga y afilada; en el flanco llevaba un sable de coracero que, gracias a su elevada estatura, le colgaba a la altura del muslo como una espada. Asimismo, aparte de los que contenía su cartuchera, sus bolsillos rebosaban cartuchos.
El mayor de los dos chicos que acompañaban a este hombre era, como ya hemos dicho, un buen mozo de catorce años a quien la práctica de la caza, más que sus orígenes africanos, le había tostado la tez. Gracias a la vida activa que había llevado, estaba robusto como un muchacho de dieciocho años; por ello había obtenido permiso de su padre para tomar parte en los hechos que se iban a producir. Iba, por tanto, armado con una escopeta de dos cañones, la misma que solía usar en sus excursiones por toda la isla y, con la cual, a pesar de su juventud, se había ganado una fama de gran destreza que le envidiaban los más reputados cazadores. Pero, en ese momento, su edad real se imponía sobre la que aparentaba. Había posado la escopeta en el suelo y estaba jugueteando con un enorme perro malgache que parecía, por su parte, haber ido allí por si acaso los ingleses se traían algunos de sus bulldogs.
El hermano del joven cazador, el segundo hijo de este hombre de gran estatura y aspecto humilde, el que completaba el grupo que hemos intentado describir, era un niño de unos doce años, pero de una naturaleza canija y endeble que nada tenía que ver con la gran estatura del padre ni con la poderosa constitución de su hermano, quien parecía haberse quedado con todo el vigor destinado a ambos. Al contrario de Jacques, que así se llamaba el mayor, el pequeño Georges representaba dos años menos de los que en realidad tenía, hasta tal punto su talla menuda, como hemos dicho, y su rostro pálido, enjuto y melancólico, ensombrecido por largos cabellos negros, carecían de esa fuerza física tan corriente en las colonias. Sin embargo, y en contrapartida, su mirada inquieta y penetrante traslucía una inteligencia tan ardiente y el precoz ceño fruncido que le era ya tan habitual denotaba una reflexión tan viril y una voluntad tan tenaz que sorprendía encontrar, en un mismo individuo, tanta endeblez y tanta fuerza a la vez.
Como no disponía de armas, permanecía pegado a su padre, apretando con toda la fuerza de su manita el cañón de la preciosa carabina damasquinada. Paseaba sus ojos vivos e inquisidores de su padre al jefe del batallón, alternativamente, y sin duda se preguntaba en su fuero interno por qué su padre, que era dos veces más rico, dos veces más fuerte y dos veces más hábil que aquel hombre, no llevaba también, como él, algún signo honorífico, alguna distinción especial.
Un negro, vestido con una chaqueta y calzones de tela azul, esperaba, al igual que el del niño de cuello festoneado, que llegase el momento en que los hombres se pusieran en marcha. Entonces, mientras su padre y su hermano irían a combatir, el niño debería quedarse con él.
Desde la mañana se oía el ruido del cañón, puesto que desde la mañana el general Vandermaesen, con la otra mitad de la guarnición, había marchado por delante del enemigo, para detenerlo en los desfiladeros de la montaña Longue y en el paso del río PontRouge y del río Lataniers. En efecto, desde la mañana había resistido encarnizadamente, pero, como no quería comprometer todas sus fuerzas de un solo golpe, y porque temía además que el ataque al que se enfrentaba fuera un falso ataque durante el cual los ingleses avanzasen por otro lugar hacia Port-Louis, sólo se había llevado ochocientos hombres, dejando para la defensa de la ciudad, como hemos dicho, la mitad de la guarnición y los voluntarios nacionales. El resultado de ello fue que, tras prodigiosas muestras de coraje, su pequeña tropa, que se las veía con un cuerpo de cuatro mil ingleses y dos mil cipayos, había tenido que irse replegando de posición en posición, asiéndose bien a cualquier accidente del terreno que le facilitaba un instante de ventaja, pero teniendo que recular de nuevo. De modo que, desde la plaza de Armas, donde se encontraban las reservas, se podían calcular, aunque no se distinguiera a los combatientes, los progresos que hacían los ingleses por el ruido cada vez mayor de la artillería que, minuto a minuto, se iba acercando. Pronto se escuchó incluso, entre el resonar de las tremendas andanadas, el crepitar de la artillería. Hay que decir, empero, que ese ruido, en vez de intimidar a los defensores de Port-Louis que, condenados a la inacción por órdenes del general, permanecían en la plaza de Armas, no hacía sino estimular su coraje. Tanto era así que, mientras los soldados regulares, esclavos de la disciplina, se contentaban con morderse los labios o proferir juramentos par entre los bigotes, los voluntarios nacionales agitaban sus armas, murmuraban en voz alta y gritaban que, si la orden de partir tardaba aún mucho, romperían las filas y se irían a combatir por su cuenta.
En ese momento se oyó tocar generala. Al mismo tiempo, un edecán se presentó al gran galope y, sin entrar siquiera en la plaza, agitando su sombrero en señal de llamada, gritó desde lo alto de la calle:
-¡A atrincherarse! ¡Llega el enemigo! -Y desapareció tan veloz como había venido.
El tambor de la tropa se puso a batir de inmediato y los soldados, recuperando sus posiciones con la prontitud y precisión habituales, se pusieron en marcha a paso de carga.
Por mucha rivalidad que hubiera entre los voluntarios y las tropas regulares, los primeros no pudieron partir con tanta celeridad. Transcurrieron algunos instantes antes de que se formasen las filas, y luego, una vez formadas, unos empezaron a marchar con el pie derecho, mientras que otros lo hicieron con el pie izquierdo, de modo que se produjo un instante de confusión que hizo necesaria una parada.
Mientras tanto, viendo un lugar vacío en medio de la tercera fila de voluntarios, el hombre de gran estatura y de la carabina damasquinada besó al más joven de sus hijos y, colocándolo en bra-zos del negro de chaqueta azul, corrió con su hijo mayor a tomar modestamente el lugar que la falsa maniobra ejecutada por los voluntarios había dejado vacante.
Pero, al ver a su lado a estos dos parias, los hombres situados a su derecha y a su izquierda se separaron, imprimiendo el mismo movimiento a sus vecinos, de modo que el hombre de gran esta-tura y su hijo se encontraron en el centro de unos círculos que iban alejándose de ellos, como se alejan del lugar en que ha caído una piedra los círculos del agua en que la han tirado.
El hombre gordo con chorreras de jefe de batallón, que a duras penas acababa de restablecer la regularidad de la primera fila, observó entonces el desorden que reinaba en la tercera. Se puso de puntillas y se dirigió a los que ejecutaban la singular maniobra que hemos descrito:
-¡A sus filas, señores -gritó-, a sus filas!
Pero a esta doble recomendación, hecha en un tono que no admitía réplicas, un solo grito respondió:
-¡No queremos mulatos can nosotros! ¡Fuera los mulatos!
Grito unánime, universal, atronador, que todo el batallón repitió como un eco.
El oficial comprendió entonces la causa de aquel desorden. En medio de un ancho círculo vio al mulato que permanecía en posición de firmes, mientras que su hijo mayor, rojo de cólera, había dado ya dos pasos atrás para separarse de aquellos que lo rechazaban.
Viendo aquello, el jefe del batallón pasó a través de las dos primeras filas, que se abrieron ante él, y caminó directo hacia el insolente que se había permitido, siendo hombre de color como era, mezclarse entre los blancos. Cuando llegó ante él, lo miró de arriba abajo lanzando destellos de indignación, pero como el mulato seguía allí, tieso e inmóvil como un palo, le dijo:
-Y bien, señor Pierre Munier, ¿acaso no ha oído? ¿Habrá que repetirle una segunda vez que éste no es su lugar, y que no lo queremos aquí?
Con que hubiera bajado su mano fuerte y robusta sobre aquel gordo que le hablaba de tal modo, Pierre Munier lo habría aplastado de golpe; pero, en lugar de eso, no contestó nada, levantó la cabeza con aspecto asustado y, al topar con la mirada de su interlocutor, desvió la suya azorado, lo cual aumentó la cólera del gordo al tiempo que aumentaba su altivez.
-¡Veamos! ¿Qué hace usted aquí? -dijo, alejándole con el dorso de la mano.
-Señor de Malmédie -respondió Pierre Munier-, tenía la esperanza de que en un día como éste, ante el peligro general, se borrarían las diferencias.
-¡Tenía la esperanza -dijo el gordo encogiéndose de hombros y riendo ruidosamente-, tenía la esperanza! ¿Y quién le había dado tal esperanza, si me hace el favor?
-El deseo que tengo de morir, si es preciso, para salvar nuestra isla.
-¡Nuestra isla! -murmuró el jefe de batallón-, ¡nuestra isla! Esta gente se figura que, porque tiene plantaciones como no sotros, la isla es suya.
-La isla no es más nuestra q e de ustedes, señores blancos, bien lo sé -contestó Munier con voz tímida-; pero si nos paramos por tales cosas en el momento de combatir, pronto no será ni suya ni nuestra.
-¡Basta! -dijo el jefe de batallón golpeando con el pie en el suelo para imponerle silencio a aquel respondón a la vez con el gesto y con la voz-. ¡Basta! ¿Se ha presentado en los controles de la Guardia Nacional?
-No, señor, bien lo sabe usted -respondió Munier-, pues to que cuando me he presentado usted mismo me ha rechazado.
-Entonces, ¿qué es lo que pretende?
-Pretendía seguirle como voluntario.
-Imposible -dijo el gordo.
-Pero ¿por qué es imposible? ¡Ah! Si usted lo quisiera, señor de Malmédie...
-¡Imposible! -repitió el jefe de batallón irguiéndose-. Estos señores que están a mis órdenes no quieren mulatos entre ellos.
-¡No! ¡Fuera los mulatos! ¡Fuera los mulatos! -gritaron como un solo hombre todos los guardias nacionales.
-Así pues, ¿no podré luchar, señor? -dijo Pierre Munier dejando caer sus brazos con desaliento y conteniendo apenas las gruesas lágrimas que le temblaban en las pestañas.
-Forme un cuerpo de gentes de color y póngase a su cabeza, o bien únase a ese destacamento de negros que va a seguirnos.
-¿Cómo?...-murmuró Pierre Munier.
-Le ordeno que abandone este batallón; se lo ordeno -repitió el señor de Malmédie sacando pecho.
-Venga, padre, venga, y deje tranquila a esa gente que le insulta -dijo una vocecilla temblorosa de ira-, venga...
Y Pierre Munier sintió que le tiraban con tanta fuerza que dio un paso hacia atrás.
-Sí, Jacques, sí, ya te sigo -dijo.
-No soy Jacques, padre, soy yo, soy Georges. -Munier se volvió sorprendido.
En efecto, el niño había saltado de los brazos del negro para ir a dar a su padre aquella lección de dignidad.
Pierre Munier dejó caer la cabeza sobre el pecho lanzando un profundo suspiro.
Mientras todo esto sucedía, las filas de la Guardia Nacional se habían recompuesto y el señor de Malmédie volvió a ocupar su lugar a la cabeza de la primera fila. ta legión se puso en marcha a paso acelerado.
Pierre Munier quedó solo entre sus dos hijos. Uno de ellos estaba rojo como el fuego y el otro pálido como la muerte.
Dio un rápido vistazo al rubor de Jacques y a la palidez de Georges y, como si aquel rubor y aquella palidez fueran un doble reproche contra él, dijo:
-¿Qué queréis? ¡Pobrecitos míos! Así son las cosas.
Jacques era despreocupado y filósofo. El primer movimiento le había resultado penoso, sin duda; pero la reflexión pronto acudió en su ayuda y lo había consolado ya.
-¡Bah! -respondió a su padre chasqueando los dedos-. Después de todo, ¿qué puede importarnos que ese gordo nos desprecie? Nosotros somos más ricos que él, ¿no es cierto, padre? En cuanto a mí -añadió lanzando una mirada aviesa al niño del cuello festoneado-, esperad a que me encuentre con su niñito Henri en una ocasión adecuada, y le daré una paliza que no olvidará nunca.
-¡Mi buen Jacques! -dijo Pierre Munier, agradeciendo a su hijo mayor que, en cierto modo, hubiera aliviado su vergüenza con su despreocupación.
Entonces se volvió hacia el segundo de sus hijos para ver si éste también se tomaba la cosa tan filosóficamente como acababa de hacer su hermano.
Pero Georges se mantuvo impasible. Todo cuanto su padre pudo sorprender en su fisonomía de hielo fue una imperceptible sonrisa que le contraía los labios; sin embargo, por imperceptible que fuera, aquella sonrisa tenía un matiz de desdén y de piedad tal que, del mismo modo en que uno contesta a veces palabras que no se han pronunciado, Pierre Munier contestó a aquella sonrisa:
-¿Pues qué querías que hiciera, Dios mío?
Y esperó la respuesta del niño, atormentado por esa vaga inquietud que nadie se confiesa a sí mismo, y que, sin embargo, nos agita cuando esperamos que u inferior, al que tememos a pesar nuestro, nos juzgue por nuestros actos.
Georges no respondió, pero volviendo la cabeza hacia el extremo opuesto de la plaza, dilo:
-Padre, mire, allá están os negros esperando un jefe.
-Tienes razón, Georges -exclamó alegremente Jacques, consolado ya de su humillación por la conciencia de su fuerza, y haciendo, sin saberlo, el mismo razonamiento que César-. Más vale mandar a éstos que obedecer a los otros.
Y Pierre Munier, cediendo al consejo dado por el hijo más pequeño y a la energía expresada por el otro, avanzó hacia los negros que estaban discutiendo qué jefe iban a elegir. Tan pronto como vieron a la persona que todo hombre de color en la isla respetaba como a un padre, se agruparon a su alrededor como si fuera su jefe natural, y le rogaron que les condujera al combate.
Se operó entonces un extraño cambio en aquel hombre. Su sentimiento de inferioridad, que no podía vencer en presencia de los blancos, desapareció dejando paso a la demostración de sus justos méritos: su gran cuerpo encorvado se irguió en toda su altura, sus ojos, que había mantenido humildemente bajos o vagamente mente errantes ante el señor de Malmédie, se inflamaron. Su voz, temblorosa un instante antes, tomó un acento de cruda firmeza. Con un gesto cargado de noble energía, se echó la carabina en bandolera por la espalda, desenvainó el sable y, alzando su brazo nervioso hacia el enemigo, gritó:
-¡Adelante!
Y tras dedicar una última mirada a su hijo pequeño, que había regresado a la protección del negro de la chaqueta azul y que, henchido de orgullosa felicidad, daba palmadas con sus manitas, desapareció con su negra escolta por el ángulo de la misma calle por la que acababan de desaparecer la tropa regular y los guardias nacionales. Gritó una última vez al negro de la chaqueta azul:
-¡Telémaco, cuida de mi hijo!
La línea de defensa se dividía en tres partes. A la izquierda, el bastión Fanfaron, situado en la costa y armado con dieciocho cañones; en el centro, el atrincheramiento propiamente dicho, con veinticuatro piezas de artillería, y a la derecha, la batería Dumas, protegida sólo por seis bocas de fuego.
El enemigo victorioso, que había avanzado primero en tres columnas sobre los tres puntos distintos, abandonó los dos primeros tras reconocer su fuerza, para arremeter contra el tercero que, no sólo, como ya hemos dicho, era el más débil, sino que aún no estaba defendido más que por los artilleros nacionales. No obstante, contra todo pronóstico, aquella belicosa juventud, a la vista de la masa compacta que marchaba sobre ella con la terrible regularidad de la disciplina inglesa, en lugar de intimidarse, corrió a su puesto maniobrando con la prontitud y la destreza de soldados veteranos, y abrió fuego, tanto y tan bien dirigido que la tropa enemiga creyó que se había equivocado en cuanto a la fuerza de la batería y el número de hombres que la servían. No obstante, siguió avanzando, pues cuanto más peligrosa era la batería, más urgente era terminar con su fuego. Pero entonces la maldita se enfadó de veras y, semejante a un prestidigitador que supera un truco increíble con otro aún más increíble, redobló las andanadas, las balas siguiendo a la metralla y la metralla a las balas con tal rapidez que el desorden comenzó a invadir las filas enemigas. Al mismo tiempo, como los ingleses habían llegado a tiro de mosquete, el fuego de fusilería empezó también a crepitar, hasta el punto de que, viendo que los disparos y los cañonazos se llevaban filas enteras, el enemigo, sorprendido ante una resistencia tan enérgica como inesperada, se replegó y dio un paso atrás. A una orden del capitán general, la tropa regular y el batallón nacional, que se habían reunido en el lugar amenazado, salieron una por la izquierda y el otro por la derecha, y con la bayoneta calada avanzaron a paso de carga sobre los flancos del enemigo, mientras la formidable batería seguía fulminándolo en la vanguardia: la tropa ejecutó la maniobra con su precisión habitual, cayó sobre los ingleses, abrió una brecha entre sus filas y re-dobló el desorden. En cambio, bien porque lo desbocó el valor, bien porque ejecutó con torpeza el movimiento ordenado, el batallón nacional, mandado por el señor de Malmédie, en lugar de caer sobre el flanco izquierdo y realizar un ataque paralelo al que ejecutaba la tropa regular, hizo una falsa maniobra y fue a buscar a los ingleses de frente. Entonces la batería se vio obligada a cesar el fuego y, como era el fuego lo que intimidaba al enemigo, éste, al ve que ya sólo tenía que ocuparse de un número de hombres inferior' al suyo, recuperó valor y arremetió contra los nacionales, quienes, hay que decirlo en su honor, aguantaron el choque sin dar un solo paso atrás. Sin embargo, la resistencia de aquellos valientes no podía durar, pues estaban situados entre un enemigo mejor disciplinado que ellos y diez veces mayor en número y la batería a la que' habían obligado a callar para no aplastarlos a ellos mismos. A cada instante perdían un número tan grande de hombres que empezaron a retroceder. Pronto, con una hábil maniobra, la izquierda de los ingleses desbordó la derecha del batallón de nacionales. Casi a punto de ser rodeados y demasiado inexpertos para disponerse en cuadro, se veían ya perdidos. En efecto, los ingleses continuaban su movimiento progresivo y, como una marea que sube, iban a cubrir con sus olas aquella isla de hombres, cuando de pronto unos gritos de ¡Francia! ¡Francia! resonaron en la retaguardia del enemigo. Tras ellos se oyó un espantoso tiroteo de fusilería, y luego un silencio terrible y oscuro.
Una extraña ondulación se paseó por las últimas filas del enemigo y alcanzó hasta las primeras. Las casacas rojas se iban inclinando bajo una vigorosa carga de bayonetas, como espigas maduras bajo la hoz del segador. Ahora les tocaba a ellos quedar rodeados, ahora les tocaba a ellos plantar cara a la derecha, a la izquierda y al frente a la vez. El refuerzo que acababa de llegar no les daba respiro, empujaba sin cesar, de manera que al cabo de diez minutos, a través de una sangrienta brecha, se había abierto paso hasta el desgraciado batallón y lo había liberado. Entonces, viendo cumplido el objetivo que se habían propuesto, los recién llegados se replegaron sobre sí mismos, giraron hacia la izquierda describiendo un círculo y, a paso de carga, volvieron a caer sobre el flanco del enemigo. Por su parte, el señor de Malmédie, calcando instintivamente la maniobra, dio el mismo impulso a su batallón, de tal modo que la batería, viéndose descubierta, no perdió tiempo y, reabriendo el fuego, secundó los esfuerzos de aquel triple ataque vomitando ríos de metralla sobre el enemigo.
Desde ese momento la victoria quedó decidida a favor de los franceses.
Entonces, el señor de Malmédie, sintiéndose fuera de peligro, lanzó una mirada a sus liberadores, a los que había entrevisto, pero que había dudado en reconocer, tanto le costaba deber su salvación a tales hombres. Era, en efecto, aquel cuerpo de negros que tanto despreciaba el que lo había seguido en su marcha y lo había alcanzado tan a tiempo en el combate. A la cabeza de aquel cuerpo se hallaba Pierre Munier, que viendo que los ingleses, al rodear al señor de Malmédie, le daban la espalda, había acudido con sus trescientos hombres a sorprenderlos por la retaguardia y aplastarlos. Era Pierre Munier quien, tras haber imaginado aquella maniobra con el genio de un general, la había ejecutado con el valor de un soldado y quien, en ese instante, encontrándose en un terreno en el que no había nada más que temer sino la muerte, combatía delante de todos, alzando su gran estatura, con la mirada encendida, las aletas de la nariz abiertas, la frente descubierta, el cabello al viento, entusiasta, temerario, ¡sublime! Era Pierre Munier, en fin, cuya voz se alzaba de vez en cuando en medio de la refriega, dominando todo aquel rumor, para lanzar un grito:
-¡Adelante!
Luego, como en efecto, al seguirlo, seguían avanzando, como el desorden imperaba más y más entre las filas inglesas, se oía el grito:
-¡A la bandera! ¡A la bandera, compañeros!
Se lanzó en medio de un grupo de ingleses, cayó, se levantó, se internó entre las filas, y al cabo de unos instantes reapareció con la ropa rasgada y la frente ensangrentada, pero con la bandera en la mano.
En aquel momento, el general, que temía que los vencedores, al alejarse demasiado persiguiendo a los ingleses, cayeran en una trampa, dio la orden de retirada. La tropa fue la primera en obedecer, llevándose a los prisioneros, luego la Guardia Nacional llevándose los muertos, y por último los negros voluntarios, que cerraron la marcha entorno a la bandera.
La ciudad entera había corrido al puerto. La gente se amontonaba, se empujaba para ver a los vencedores, pues los habitantes de Port-Louis creían, en su ignorancia, que habían combatido contra el ejército enemigo entero, y esperaban que los ingleses, rechazados con tanto vigor, no volverían más a la carga. Por ello, a cada cuerpo que pasaba le dedicaban nuevos ¡vivas!, todo el mundo se sentía orgulloso, todo el mundo se sentía victorioso, todo el mundo estaba fuera de sí. La dicha inesperada hace rebosar el corazón, un triunfo inesperado hace perder la cabeza; y es que aquellos ciudadanos estaban preparados para la resistencia, pero no para el éxito. Así es que cuando vieron que la victoria había sido declarada tan completamente, hombres, mujeres, ancianos y niños juraron con una sola voz y un solo grito que trabajarían en los atrincheramientos y que morirían en su defensa si fuera preciso. Excelentes promesas, sin duda, que todos hacían con la intención de mantener, pero que no valían, ni con mucho, tanto como la llegada de otro regimiento, ¡si otro regimiento hubiera podido llegar!
Pero en medio de aquella ovación general ningún objeto atraía tanto las miradas como la bandera inglesa y la persona que la había tomado. En torno a Pierre Munier y su trofeo todo eran exclamaciones y asombro sin fin. Los negros contestaban con baladronadas, mientras su jefe, otra vez transformado en el humilde mulato que conocemos, respondía con temerosa cortesía a las preguntas que todos le formulaban. De pie junto al vencedor, apoyado en su escopeta de dos cañones, que no había permanecido muda en la acción y que lucía la bayoneta teñida de sangre, Jacques erguía con orgullo la cabeza, mientras Georges, que se había escapado de las manos de Telémaco para ir a buscar a su padre al puerto, apretaba convulsivamente su poderosa mano e in-tentaba, inútilmente, contener las lágrimas de alegría que le saltaban de los ojos muy a su pesar.
A pocos pasos de Pierre Munier se encontraba el señor de Malmédie, ya no peinado y acicalado como en el momento de la partida, sino con la corbata rasgada, las chorreras desgarradas y cubierto de sudor y polvo: también a él le rodeaba y felicitaba su familia, pero las felicitaciones que recibía eran aquellas que se dan al hombre que acaba de escapar de un peligro, y no las alabanzas que se prodigan a un campeón. Por ello, en medio de aquel concierto de cariñosas atenciones, él parecía un tanto azorado y, para mantener el aplomo, preguntaba a gritos qué había sido de su hijo Henri y de su negro Bijou. Entonces se les vio aparecer abriéndose paso entre el gentío, Henri para echarse a los brazos de su padre y Bijou para felicitar a su amo.
En aquel momento, alguien dijo a Pierre Munier que un negro que había luchado a sus órdenes y que había recibido una herida mortal, una vez transportado a una casa del puerto y sientiéndose morir, solicitaba verle. Pierre Munier miró alrededor buscando a Jacques para confiarle la bandera, pero su hijo había reencontrado a su amigo el perro malgache, que también había acudido a fe-licitarle como los demás, había dejado su escopeta en el suelo y, volviendo a ser el niño que en realidad era, se había puesto a jugar con él a cincuenta pasos de allá. Georges vio el problema de su padre y, tendiendo la mano, le dijo:
-Démela, padre. Yo se la guardaré.
Pierre Munier sonrió y, como no creía que nadie osase tocar el glorioso trofeo sobre el que sólo él tenía derechos, besó a Georges en la frente, le entregó la bandera, que el niño apenas podía sostener derecha asiéndola con las dos manos contra el pecho, y corrió hacia la casa donde la agonía de uno de sus valientes voluntarios reclamaba su presencia.
Georges se quedó solo. No obstante, el niño sentía que, aunque solo, no estaba aislado: la gloria de su padre velaba por él, y con los ojos resplandecientes de orgullo paseó la mirada por la muchedumbre que lo rodeaba; esa mirada feliz y brillante se topó entonces con la del niño del cuello bordado y se tiñó de desdén. Éste, por su parte, observaba a Georges con envidia, preguntándose sin duda por qué su padre no se había apoderado también de una bandera. Esta pregunta lo llevó sin duda naturalmente a decirse que, a falta de una bandera propia, había que hacerse con la de otro. Así se había ido acercando sin disimulo hacia Georges, quien, a pesar de percatarse de sus intenciones hostiles, no retrocedió ni un paso:
-Dame eso -le dijo.
-¿Qué es eso? -preguntó Georges.
-Esa bandera -contestó Henri.
-Esta bandera no es tuya. Esta bandera es de mi padre.
-¡Qué más me da! ¡La quiero yo!
-No la tendrás.
El niño del cuello bordado adelantó la mano para asir el asta del estandarte, a lo cual Georges no respondió sino frunciendo los labios, empalideciendo más que de costumbre y dando un paso atrás. Pero este paso de retirada no hizo más que alentar a Henri, quien, como todos los niños mimados, creía que basta con desear algo para tenerlo. Dio dos pasos adelante y esta vez calculó tan bien las medidas que pudo asir el palo, gritando con toda la fuerza de su vocecilla encolerizada:
-Te digo que la quiero.
-Y yo te digo que no la tendrás -repitió Georges empujándolo con una mano, mientras que con la otra seguía apretando la bandera contra su pecho.
-¡Ah! Malvado mulato, ¿cómo osas tocarme? -exclamó Henri-. Pues ahora verás.
Y desenvainando su pequeño sable antes de que Georges tuviera tiempo de ponerse a la defensiva, le asestó con toda su fuerza un golpe en lo alto de la frente. Al instante brotó la sangre de la herida que se deslizó por todo el rostro del niño.
-¡Cobarde! -dijo Georges fríamente.
Exasperado por ese insulto, Henri iba a repetir el golpe, pero Jacques se puso de un brinco al lado de su hermano y, con un enérgico puñetazo dirigido al centro de la cara, envió al agresor al suelo a diez pasos de allí. Saltando sobre el sable que éste había dejado caer, lo rompió en tres o cuatro pedazos, escupió sobre ellos y le devolvió los trozos. Ahora era el niño del cuello bordado el que sentía cómo la sangre inundaba su rostro, pero su sangre había brotado por un puñetazo, no por una herida de sable.
Toda esta escena había sucedido tan rápidamente que ni el señor de Malmédie, quien, como ya hemos dicho, estaba a una distancia de veinte pasos ocupado en recibir las felicitaciones de su familia, ni Pierre Munier, que estaba saliendo de la casa donde el negro acababa de expirar, tuvieron tiempo de impedirla. Asistieron solamente a la catástrofe y llegaron ambos al mismo tiempo: Pierre Munier, sin aliento, acongojado, tembloroso; el señor de Malmédie, rojo de ira, asfixiado por su soberbia.
Ambos se encontraron delante de Georges.
-Señor -dijo Malmédie con voz entrecortada-, señor, ¿ha visto lo que acaba de ocurrir?
-Por desgracia sí, señor de Malmédie -respondió Pierre Munier-, y créame que si yo hubiera estado aquí nada de esto habría sucedido.
-Claro, señor, claro -exclamó-, pero su hijo ha puesto la mano sobre el mío. El hijo de un mulato ha tenido la audacia de poner la mano encima del hijo de un blanco.
-Estoy desesperado por lo que ha pasado, señor de Malmédie -balbució el pobre padre-, y le presento mis más humildes disculpas.
-Sus disculpas, señor, sus disculpas -repitió el altivo colono, irguiéndose a medida que su interlocutor se iba encorvando-. ¿Acaso cree que me basta con sus disculpas?
-¿Qué más puedo hacer, señor?
-¿Qué puede hacer? ¿Qué puede hacer? -repitió el señor de Malmédie, incapaz también de precisar qué satisfacción deseaba obtener-. Puede dar unos buenos latigazos al miserable que ha golpeado a mi Henri.
-¿Latigazos? -dijo Jacques levantando del suelo su escopeta de dos cañones, a la vez que se transformaba de nuevo en hombre-. Muy bien, venga usted e inténtelo, señor de Malmédie.
-Cállate, Jacques; cállate, hijo mío -gritó Pierre Munier.
-Perdón, padre -dijo Jacques-, pero tengo razón y no me callaré. El señorito Henri ha golpeado con el sable a mi hermano que no le estaba haciendo nada, y yo he dado un puñetazo al señorito Henri. Por lo tanto, el señorito Henri ha hecho mal y yo he hecho bien.
-¿Con el sable, a mi hijo? ¿Un golpe con el sable a mi hijo? -exclamó Pierre Munier precipitándose sobre su hijo-. ¿Es cierto que estás herido?
-No es nada, padre -dijo Georges.
-¡Cómo que no es nada! -gritó Pierre Munier-. Pero si tienes la frente abierta. Señor -continuó volviéndose hacia el señor de Malmédie-, véalo usted mismo, Jacques decía la verdad. Su hijo ha estado a punto de matar al mío.
El señor de Malmédie se dirigió a Henri y, como no había manera de oponerse a la evidencia, preguntó:
-Veamos, Henri, ¿cómo ha ocurrido todo?
-Papá -dijo Henri-, no ha sido culpa mía. Yo quería la i bandera para ofrecértela y este villano no ha querido dármela.
-¿Y por qué no has querido darle esta bandera a mi hijo, granujilla? -preguntó el señor de Malmédie.
-Porque esta bandera no es ni de su hijo, ni de usted, ni de nadie. Porque esta bandera es de mi padre.
-¿Y después? -siguió preguntando el señor de Malmédie a Henri.
-Después, como no quería dármela, he intentado quitársela. Y entonces ha venido ese bruto enorme y me ha pegado un puñetazo en la cara.
-¿Así es cómo ha sucedido?
-Sí, padre.
-Es un mentiroso -dijo Jacques-, yo le he pegado cuando he visto cómo corría la sangre por la cara de mi hermano, de otro modo no le habría golpeado.
-¡Silencio, bribón! -exclamó el señor de Malmédie. Y avanzando hacia Georges dijo-: Dame esa bandera.
Pero Georges, en lugar de obedecer a su orden, dio de nuevo un paso atrás, apretando la bandera con todas sus fuerzas contra el pecho.
-Dame esa bandera -repitió el señor de Malmédie en un tono amenazador que indicaba que si su petición no era atendida iba a llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias.
-Pero señor -murmuró Pierre Munier-, soy yo quien les ha quitado la bandera a los ingleses.
-Lo sé muy bien, señor, pero nadie podrá decir que un mulato ha plantado cara impunemente a un hombre como yo. Déme esa bandera.
-No obstante, señor...
-Lo quiero, lo ordeno. Obedezca a su oficial.
A Pierre Munier se le ocurrió contestar: «Usted no es mi oficial, señor, puesto que no me aceptó como soldado suyo», pero las palabras expiraron en sus labios; su humildad natural se impuso sobre su coraje. Suspiró, y aunque obedecer a una orden tan injusta le partía el corazón, él mismo tomó la bandera de las manos de Georges, quien dejó al instante de oponer resistencia, y se la entregó al jefe de batallón, que se alejó con su trofeo robado.
¿Acaso no era increíble, sorprendente, miserable, ver a un hombre con una naturaleza tan rica, tan vigorosa, tan particular, ceder sin resistencia a esa otra naturaleza tan vulgar, tan anodina, tan mezquina, tan ordinaria y tan pobre? Pero así era, y lo más extraordinario es que ello no sorprendía a nadie. Casos parecidos, o equivalentes, ocurrían todos los días en las colonias: por ello, acostumbrado desde la infancia a respetar a los blancos como a hombres de una raza superior, Pierre Munier se había dejado aplastar toda la vida por esa aristocracia de color ante la que, una vez más, se había humillado sin intentar siquiera ofrecer resistencia. Hay héroes que alzan la cabeza ante la metralla, pero se hincan de rodillas ante un prejuicio. El león ataca al hombre, que es la imagen terrestre de Dios, pero, huye asustado, según dicen, cuando oye el canto del gallo.
En cuanto a Georges, que no había dejado escapar ni una sola lágrima al ver brotar su sangre, estalló en sollozos en cuanto se vio con las manos vacías delante de su padre, quien lo miraba con tristeza sin intentar siquiera consolarlo. Jacques, por su parte, se mordía los puños de cólera, y juraba que algún día se vengaría de Henri, del señor de Malmédie y de todos los blancos.
Apenas diez minutos después de la escena que acabamos de relatar, apareció un mensajero cubierto de polvo anunciando que los ingleses estaban descendiendo por las llanuras Williams y la Petite-Rivière, en número de diez mil. Casi al instante, el vigía que estaba emplazado en el cerro de la Découverte señaló la llegada de una nueva escuadra inglesa que había fondeado en la bahía de la Grande-Rivière y desembarcado a cinco mil hombres. Por último, al mismo tiempo, se supo que el cuerpo del ejército repelido por la mañana se había reagrupado a la orilla del río Lataniers y se hallaba dispuesto para marchar de nuevo sobre Port-Louis, combinando sus movimientos con los de otros dos cuerpos de invasión que avanzaban por la ensenada Courtois y por el Réduit, respectivamente. No había medio de resistir tales fuerzas, así que, a las voces desesperadas que apelando al juramento que habían hecho por la mañana de vencer o morir exigían el combate, el capitán general contestó licenciando a la Guardia Nacional y a los voluntarios, y declarando que, por los plenos poderes que le había otorgado Su Majestad el emperador Napoleón, iba a tratar con los ingleses de la rendición de la ciudad.
Sólo los insensatos hubiesen podido intentar combatir tal medida. Veinticinco mil hombres rodeaban a apenas cuatro mil. Así pues, tras la exhortación del capitán general, todo el mundo se retiró a sus casas, de manera que la ciudad permaneció ocupada sólo por la tropa regular.
En la noche del 2 al 3 de diciembre se decretó y se firmó la capitulación. A las cinco de la mañana fue aprobada y entregada. El mismo día el enemigo ocupó las líneas, y al día siguiente tomó posesión de la ciudad y de la ensenada.
Ocho días después, la escuadra francesa prisionera salió del puerto a todo trapo. Y se llevó la guarnición al completo, como una pobre familia expulsada del techo paterno. Mientras pudo distinguirse la última ondulación de la última bandera, las gentes permanecieron en el muelle, pero cuando la última fragata hubo desaparecido, cada cual se fue por su lado, sombríos y en silencio. Dos hombres se quedaron solos y los últimos e4 el puerto: eran el mulato Pierre Munier y el negro Telémaco.
-Señó Munier, nosotros subir allá, montaña. Nosotros ver aún señoritos Jacques y Georges.
-Sí, tienes razón, mi buen Telémaco -dijo Pierre Munier-, y si no los vemos, al menos veremos la nave que se los lleva.
Y Pierre Munier, con la rapidez de un muchacho, ascendió en un instante el cerro de la Découverte, desde cuya cumbre pudo, al menos hasta la noche, seguir con la mirada no a sus hijos, pues la distancia, como había supuesto, era muy grande para poderlos distinguir, sino la fragata Bellone, a bordo de la cual habían embarcado.
En efecto, Pierre Munier, por mucho que le costase, había decidido separarse de sus hijos y los enviaba a Francia, bajo la protección del valiente general Decaen. Así pues, Jacques y Georges partían rumbo a París, recomendados a dos o tres de los comerciantes más ricos de la capital con quienes Pierre Munier llevaba largo tiempo relacionado por sus negocios. El pretexto de su par-tida fue la educación que debían recibir. La causa real era el odio bien evidente que el señor de Malmédie había demostrado por ambos desde el día de la escena de la bandera, odio del que el pobre padre, sobre todo con su carácter ya conocido, temía que algún día fuesen víctimas.
En cuanto a Henri, su madre lo amaba demasiado para separarse de él. Además, ¿qué conocimientos necesitaba? Sólo uno: que todo hombre de color había nacido para respetarlo y obedecerlo. Pero eso, como ya hemos visto, era algo que Henri ya sabía.
IV
CATORCE AÑOS DESPUÉS
En la Isla de Francia es día de fiesta el día en que se avista un barco europeo con la intención de entrar en el puerto. En efecto, largo tiempo privados de la presencia materna, la mayoría de los habitantes de la colonia esperan impacientes cualquier noticia de los pueblos, familias u hombres de ultramar. Todo el mundo espera algo y, desde el primer momento en que lo distinguen, man-tienen la mirada clavada en ese mensajero marítimo que les trae la carta de un amigo, el retrato de una amiga, o al mismo amigo o amiga en persona. Este barco, objeto de tantos deseos y fuente de tantas esperanzas, es la cadena efímera que une Europa con África, el puente flotante entre un mundo y el otro. Por todo ello, ninguna noticia se extiende tan rápidamente por toda la isla como ésta que surge desde el pico de la Découverte: « ¡Barco a la vista!
Decimos desde el pico de la Découverte, porque, casi siempre, el navío, que precisa buscar el viento del este, pasa por delante del Grand-Port, sigue la costa durante una distancia de dos o tres leguas, dobla la punta de los Cuatro-Cocos, se interna entre la isla Plate y el Coin-de-Mire y varias horas después de franquear el paso aparece en la entrada de Port-Louis. Sus habitantes, que desde el día anterior están advertidos por las señales que han cruzado la isla anunciando la llegada del barco, se amontonan en el muelle para esperarlo.
Después de lo dicho sobre la avidez con que todo el mundo espera en la Isla de Francia las noticias de Europa, a nadie extrañará la muchedumbre que, en una hermosa mañana de fines de febrero de 1824, hacia las once, se había congregado en todos los puntos desde los que se podía ver entrar en la rada de Port-Louis al Leycester, hermosa fragata de treinta y seis cañones que había sido avistada el día anterior a las dos de la tarde.
Si el lector nos da su licencia, le presentaremos, o más bien le volveremos a presentar, a dos personajes que la nave llevaba a bordo.
Uno era un hombre de cabello rubio, tez blanca, ojos azules, rasgos regulares, aspecto tranquilo, estatura un poco por encima de la media, y que no representaba más de treinta o treinta y dos años, si bien tenía más de cuarenta. A primera vista no destacaba en él nada de particular, pero hay que admitir que el conjunto resultaba agradable. Si, después de una primera mirada uno encontraba motivos para seguir el examen de su persona, podía ver que tenía los pies y manos pequeños y admirablemente bien hechos, lo cual, en todos los países, pero especialmente entre los ingleses, es signo de buena raza. Su voz era clara y firme, pero sin entonación y, por así decirlo, sin música. Sus ojos de color azul claro, a los cuales se podía reprochar que, en las circunstancias habituales de su vida, carecieran un tanto de expresión, dejaban vagar una mirada límpida, pero que no se detenía en nada y que en nada parecía querer profundizar. De vez en cuando, no obstante, entornaba los ojos como un hombre fatigado por el sol, a la vez que separaba ligeramente los labios dejando entrever una doble hilera de dientes pequeños, bien formados y blancos como perlas. Esta especie de tic parecía privar a su mirada de la poca expresión que tenía, pero examinándolo con detenimiento, se veía que, al contrario, era en ese momento cuando su vista, profunda y rápida, como lanzando un rayo de fuego entre los dos párpados medio abiertos, iba a buscar el pensamiento de su interlocutor hasta lo más hondo de su alma. Cuantos le veían por primera vez casi siempre lo tomaban por necio. Él sabía que, en general, ésa era la opinión que los hombres superficiales tenían de él y, casi siempre, bien por cálculo, bien por indiferencia, se complacía en no desmentirla, seguro como estaba de desengañarlos cuando le viniera en capricho o cuando llegase el momento. Tal envoltorio engañoso ocultaba una mente particularmente profunda, del mismo modo que dos pulgadas de nieve pueden ocultar un precipicio de mil pies; por ello, con la conciencia de su superioridad casi universal, esperaba pacientemente que alguien le brindase una ocasión para mostrar su gloria. Entonces, cuando se topaba con unas opiniones opuestas a las suyas, y la persona que emitía esas opiniones podía mantener un combate digno de él, se aferraba a la conversación que, hasta ese momento, había dejado vagar por todos sus caprichosos meandros, se animaba poco a poco, se expandía, crecía en toda su estatura. Su voz estridente y sus ojos ardientes secundaban a la perfección su palabra vivaz, incisiva, florida, seductora y grave a la vez, deslumbrante y positiva. Si tal ocasión no se presentaba, se abstenía de todo ello, y seguía siendo considerado por quienes lo rodeaban como un hombre vulgar. No es que le faltase amor propio, al contrario, en ciertas cosas llevaba su orgullo hasta el exceso, pero era un sistema de conducta que se había impuesto y del cual no se apartaba jamás. Cada vez que una proposición errónea, un pensamiento falso, una vanidad mal defendida o una ridiculez cualquiera se le ponían por delante, la extrema agudez de su mente colocaba de inmediato en su lengua un sarcasmo incisivo o en sus labios una sonrisa burlona. Pero al instante sofocaba todo tipo de ironía exterior y, cuando no podía retener del todo la irrupción del desdén, disimulaba con esos guiños tan característicos en él el movimiento burlón que a pesar suyo se le escapaba, pues sabía que el modo de verlo todo y oírlo todo era parecer ciego y sordo. Tal vez hubiese querido, como Sixto Quinto, parecer también paralítico, pero como tal cosa le habría obligado a un demasiado largo y fatigoso disimulo había renunciado a ello.
El otro era un joven moreno, de pálida tez y largos cabellos; sus ojos, que eran grandes, admirablemente rasgados y hermosamente aterciopelados, tenían, tras la aparente dulzura debida sólo a la constante preocupación de su pensamiento, un carácter de tal firmeza que ya a primera vista sorprendían. Cuando se enfurecía, lo cual no era frecuente, pues todo su organismo parecía obedecer no a los instintos físicos sino a una energía moral, sus ojos se iluminaban con un fuego interior y lanzaban destellos que parecían provenir de lo más profundo de su alma. Si bien los rasgos de su rostro eran limpios, carecían en cierto modo de regularidad; su frente armoniosa, aunque vigorosa y cuadrada, estaba surcada por una ligera cicatriz, casi imperceptible en su estado de calma habitual, pero que se revelaba con una línea blanca cuando el rubor le inundaba la cara. Un bigote negro como sus cabellos, bien dibujado como sus cejas, cubría, disimulando su tamaño, una boca de labios gruesos y hermosos dientes. El aspecto general de su semblante era serio: por las arrugas de la frente, por el ceño casi siempre fruncido, por la usual severidad de todos sus rasgos, se podía reconocer en él a un hombre de reflexiones profundas y decisiones inquebrantables. Además, muy al contrario de su compañero de rasgos difuminados que, teniendo cuarenta años representaba apenas treinta o treinta y dos, él, que sólo tenía veinticinco, representaba casi treinta. En cuanto al resto de su figura, era de estatura media, pero bien proporcionado; todos sus miembros eran quizá un poco menudos, pero se notaba que, bajo el influjo de una viva emoción, su falta de fuerza podía verse suplida por una potente tensión nerviosa. Como contrapartida, la naturaleza le había dado en agilidad y destreza mucho más de lo que le había negado en fuerza bruta. Por lo demás, iba vestido casi siempre con elegante sencillez; en esos momentos llevaba un pantalón, un chaleco y una levita cuyas formas indicaban que había salido de las manos de uno de los más hábiles sastres de París. En el ojal de la levita llevaba, anudadas con elegante descuido, las cintas de la Legión de Honor y de Carlos III.
Estos dos hombres habían coincidido a bordo del Leycester, que los había recogido en Portsmouth y Cádiz respectivamente. Se habían reconocido de inmediato, pues ya se habían visto en aquellos salones de Londres y París en que uno ve a todo el mundo, y se habían saludado como antiguos conocidos, pero sin hablarse al principio. En efecto, no habiendo sido presentados nunca el uno al otro, ambos habían mantenido esa reserva aristocrática de la gente comme il faut que duda, incluso en las circunstancias más especiales de la vida, en salirse de las reglas impuestas por las convenciones generales. No obstante, el aislamiento del barco, lo exiguo del terreno en que se cruzaban cada día, la atracción natural que dos hombres de mundo experimentan instintivamente uno hacia el otro, pronto les acercaron; primero intercambiaron algunas palabras, luego sus conversaciones fueron creciendo en consistencia. Al cabo de varios días, ambos habían reconocido en su compañero a un hombre superior, y se habían congratulado por semejante en-cuentro en una travesía de más de tres meses; finalmente, a falta de algo mejor, habían iniciado una de esas amistades de circunstancias que, careciendo de raíces en el pasado, se convierte en una distracción en el presente, sin resultar un compromiso para el futuro. Desde entonces, durante las largas veladas del ecuador, durante las hermosas noches de los trópicos, tuvieron tiempo para estudiarse el uno al otro, y los dos reconocieron que, en arte, ciencia y política, ambos habían aprendido, bien por investigación, bien por experiencia, todo cuanto le ha sido dado al hombre saber. Así pues, ambos permanecieron constantemente uno enfrente del otro, como dos luchadores de igual fuerza; y en aquella larga travesía, sólo en una cosa aventajó el primero de los dos hombres al segundo: fue que, durante una turbonada que asaltó a la fragata después de doblar el cabo de Buena Esperanza, el capitán del Leycester, herido por la caída del palo de juanete, se había desmayado y le habían llevado a su camarote; el pasajero de pelo rubio se hizo entonces con la bocina y, subiéndose al alcázar, y en ausencia del segundo que estaba retenido en su coy por una grave enfermedad, había ordenado, con la seguridad de un hombre habituado al mando y la ciencia de un consumado marino, una serie de maniobras con las cuales la fragata conjuró la fuerza del huracán. Después, pasada la turbonada, su rostro, que durante unos instantes había resplandecido con ese orgullo sublime que asciende a la frente de cualquier criatura humana en lucha contra su Creador, recuperó su expresión habitual. Su voz, cuyo enérgico timbre se había dejado oír por encima del rugido del trueno y del silbido de la tormenta, descendió a su diapasón habitual; por último, con un gesto tan simple como poéticos y exaltados habían sido sus gestos anteriores, devolvió la bocina al teniente, pues es el cetro del capitán del barco y, lo lleve quien lo lleve, es signo de mando absoluto.
Durante todo ese tiempo, su compañero, en cuyo rostro tranquilo, debemos decirlo, habría sido imposible encontrar cualquier rastro de emoción, lo había observado con la envidiosa expresión del hombre obligado a reconocerse en algo inferior a otro a quien, hasta entonces, se había creído igual. Después, cuando una vez pasado el peligro se encontraron de nuevo, se limitó a decirle:
-¿Así que ha sido capitán de navío, milord?
-Sí -contestó simplemente el hombre a quien daban este título honorífico-; alcancé incluso el grado de comodoro, pero desde hace seis años me dedico a la diplomacia. En el momento del peligro he recordado mi antiguo oficio. Eso es todo.
Y nunca más volvieron a referirse los dos hombres a esa circunstancia. Era evidente, sin embargo, que el más joven de los dos se sentía íntimamente humillado por aquella superioridad que su compañero, de un modo tan inesperado, había adquirido sobre él, y que sin duda habría ignorado de no ser porque los acontecimientos le habían obligado en cierto modo a sacarla a la luz.
La pregunta que hemos reproducido y la respuesta que provocó indican, por lo demás, que aquellos dos hombres, durante los tres meses que acababan de pasar juntos, no se habían interro-gado sobre sus respectivas posiciones sociales. Se habían reconocido como hermanos de inteligencia, y eso les había bastado. Sabían que el objetivo de su viaje era para ambos la Isla de Francia, y no habían preguntado nada más.
Además, los dos parecían tener la misma impaciencia por llegar, pues ambos habían solicitado que, en el momento en que se avistase la isla, se lo hicieran saber. El encargo resultó inútil para uno de ellos, ya que el joven de pelo negro estaba en cubierta, acodado a la borda de popa, cuando el vigía lanzó el esperado grito, siempre tan poderoso hasta entre los propios marinos, « ¡Tierra a la vista! ».
Al oírlo, su compañero apareció en lo alto de la escalera y, avanzando hacia el joven con un paso más rápido que de costumbre, se apoyó junto a él.
-Y bien, milord -dijo este último-, ya hemos llegado, o al menos eso parece. Le confieso que, para mi vergüenza, por más que miro al horizonte, veo sólo una especie de vapor que tanto pudiera ser niebla flotando sobre el mar como una isla anclada en el fondo del océano.
-Sí, le comprendo -respondió el mayor de los dos hombres-, puesto que sólo el ojo de un marino puede distinguir con certeza, sobre todo a semejante distancia, el agua del cielo y la tierra de las nubes; pero yo -añadió entornando los ojos-, yo, un veterano hijo de la mar, veo nuestra isla en todo su contorno, incluso diría en todos sus detalles.
-Bueno, milord -dijo el joven-, debo reconocer en vuestra gracia una nueva superioridad sobre mí; pero le confieso que tendrá que demostrarme tal cosa para que no la rechace por imposible.
-Muy bien, tome el catalejo -dijo el marino-, mientras tanto yo, a simple vista, voy a describirle la costa. ¿Me creerá después de esto?
-Milord -contestó el incrédulo-, sé que es en todo un hombre tan por encima de los demás que creo lo que me dice sin que deba añadir ninguna prueba a sus palabras, se lo aseguro. Si acepto el catalejo que me tiende es más para satisfacer una necesidad de mi corazón que un deseo de mi curiosidad.
-Vamos, vamos -dijo el hombre de pelo rubio sonriendo-, veo que el aire de la tierra le surte efecto: se está volviendo adulador.
-¿Adulador, yo, milord? -dijo el joven agitando la cabeza-. Vuestra gracia se equivoca. Le juro que el Leycester iría de un polo al otro y daría varias veces la vuelta al mundo antes de que viera realizarse en mí semejante transformación. No, no le adulo, milord. Solamente le estoy agradecido por las gentiles atenciones que me ha demostrado a lo largo de esta interminable travesía y, casi osaría decir, por la amistad que vuestra gracia ha brindado a un pobre desconocido como yo.
-Mi querido compañero -respondió el inglés tendiendo la mano al joven-, considero que, tanto para usted como para mí, no hay más desconocidos en este mundo que las gentes vulgares, los tontos y los bribones; pero considero también que, tanto para el uno como para el otro, todo hombre superior es como un pariente al que reconoceríamos como familiar nuestro donde quiera que lo encontrásemos. Dicho esto, cesen los cumplidos, mi joven amigo. Tome el catalejo y mire, pues avanzamos tan deprisa que pronto no tendrá ningún mérito realizar la pequeña demostración geográfica que me he propuesto.
El joven agarró el catalejo y lo llevó al ojo.
-¿Ve usted?
-A la perfección -dijo el joven.
-¿Ve usted en el extremo derecho, semejante a un cono aislado en medio del mar, la isla Ronde?
-De maravilla.
-¿Ve usted, acercándose a nosotros, la isla Plate, a cuyo pie en este momento está pasando una bricbarca que, por su aspecto, diría que es un buque de guerra? Esta noche estaremos allí donde ahora está y pasaremos por donde está pasando.
El joven apartó el catalejo, intentó mirar con el ojo desnudo los objetos que su compañero distinguía tan fácilmente y que él apenas vislumbraba con la ayuda del tubo que tenía en la mano. Con una sonrisa de sorpresa dijo:
-¡Es milagroso!
Y volvió a llevarse el catalejo al ojo.
-¿Ve el Coin-de-Mire -continuó su compañero-, que desde aquí casi se confunde con el cabo Malheureux, de tan triste y poética memoria? ¿Y el pico de Bambou, detrás del cual se eleva la montaña de la Faïence? ¿Ve la montaña de Grand-Port, y más allá, a la izquierda, el cerro de los Criollos?
-Sí, sí, veo todo eso y lo reconozco, pues todos esos picos, todas esas cumbres son familiares a mi infancia, y los he conservado en mi memoria con la religión del recuerdo. Pero -prosiguió el joven mientras con la palma de la mano guardaba uno dentro de otro los tres tubos del catalejo-, pareciera que no es la primera vez que ve estas costas, y quizá haya algo más de memoria que de realidad en la descripción que acaba de hacerme.
-Es cierto -dijo sonriendo el inglés-, veo que no hay manera de engañarlo. ¡Sí, ya he visto antes estas costas! Sí, hablo un tanto de memoria, aunque tal vez los recuerdos que yo tenga sean menos dulces que los suyos. Sí, vine aquí en una época en que, con toda probabilidad, éramos enemigos, mi querido compañero, pues hace de eso catorce años.
-Fue precisamente entonces cuando abandoné la Isla de Francia -respondió el joven de negros cabellos.
-¿Estaba usted cuando tuvo lugar la batalla naval de Grand-Port? No debería hablar de ella, en realidad, aunque sólo fuera por orgullo nacional, pues nos dieron una soberana paliza.
-¡Oh, milord! No le dé reparo -interrumpió el joven-. Ustedes los ingleses se han tomado tantas veces la revancha que el confesar una derrota es casi una muestra de orgullo.
-Pues bien, sí, vine en aquella época, porque por entonces servía en la marina.
-¿Como cadete, sin duda?
-Como teniente de fragata, señor.
-Pero en aquella época, si me permite decírselo, milord, debía ser usted un niño.
-¿Qué edad cree que tengo?
-Pues, más o menos debemos ser de la misma edad, supongo, y tendrá unos treinta años.
-Voy a cumplir cuarenta -contestó el inglés sonriendo-. Ya le he dicho antes que tenía un día adulador.
Sorprendido, el joven examinó a su compañero con más atención de lo que lo había hecho hasta entonces y reconoció, por unas leves arrugas en el ángulo de los ojos y en las comisuras de la boca, que podía tener, en efecto, la edad que decía y que tan lejos estaba de aparentar. Terminado el examen, recordó la pregunta que le habían formulado:
-Sí, sí -dijo-, sí, recuerdo esa batalla y también otra que se desarrolló en el extremo opuesto de la isla. ¿Conoce Port-Louis, milord?
-No, señor, sólo conozco este lado de la costa. Me hirieron gravemente en el combate de Grand-Port y fui trasladado como prisionero a Europa. Desde entonces, no volví a ver los mares de la India, pero ahora espero que mi estancia sea indefinida.
Dicho esto, como si las últimas palabras intercambiadas hubieran despertado en los dos hombres un manantial de íntimos recuerdos, cada uno de ellos se alejó maquinalmente del otro, sumiéndose ambos en el silencio, uno a proa y el otro junto al timón.
Al día siguiente, tras doblar la isla de Ambre y pasar a la hora prevista ante la isla Plate, la fragata Leycester, tal como hemos anunciado al inicio de este capítulo, hizo su entrada en la rada de Port-Louis, en medio de la expectación habitual que despertaba la llegada de cada buque europeo.
Pero esta vez, la muchedumbre era aún más grande de lo acostumbrado, ya que las autoridades de la colonia esperaban al futuro gobernador de la isla, el cual, en el momento de doblar la isla de Tonneliers, subió al puente ataviado con su uniforme de general. Sólo entonces supo el joven de negros cabellos el grado político de su compañero de viaje, de quien hasta entonces no conocía más que el título aristocrático.
En efecto, el inglés de pelo rubio no era otro que lord Williams Murrey, miembro de la Cámara alta, quien, después de marino y embajador acababa de ser nombrado gobernador de la Isla de Francia por Su Majestad británica.
Invitamos, pues, al lector a que reconozca en él al joven teniente al que vio de refilón a bordo de la Néréide, tendido a los pies de su tío el capitán Villougby, herido en el costado por un trozo de metralla, y cuya curación habíamos anunciado, así como su reaparición en nuestra historia como uno de sus protagonistas.
En el instante de separarse de su compañero, lord Murrey se volvió hacia él y dijo:
-A propósito, señor, dentro de tres días doy una comida de gala para las autoridades de la isla. Espero que me hará el honor de ser uno de mis invitados.
-Será un placer, milord -respondió el joven-; pero antes de aceptar, tal vez convendría que, por mi parte, dijera a vuestra gracia quién soy yo...
-Ya le anunciarán al entrar en mi casa -contestó lord Murrey-, y entonces sabré quién es. Mientras tanto, sé lo que vale, y eso me basta.
Luego, saludando a su compañero de ruta con la mano y con una sonrisa, el nuevo gobernador descendió en la yola de honor con el capitán y, alejándose del barco con el rápido impulso de diez vigorosos remeros, pronto llegó a tierra en la fuente del Chien-de-Plomb.
En ese instante, los soldados, en formación de batalla, presentaron armas, los tambores repicaron y los cañones de los fuertes y la fragata resonaron al unísono;- como un eco, contestaron los cañones de los otros navíos. Al punto, multitudinarias exclamaciones de «¡Viva lord Murrey!» recibieron con alegría al nuevo gobernador, quien tras saludar gentilmente a cuantos le daban tan honorable acogida se encaminó, rodeado de las principales autoridades de la isla, hacia el palacio.
Y sin embargo, estas gentes que festejaban al representante de Su Majestad británica y que aplaudían su llegada eran las mismas gentes que, en otro tiempo, habían llorado la marcha de los franceses. Pero es que habían transcurrido catorce años desde aquella época. La antigua generación había desaparecido en parte, y la nueva generación no conservaba el recuerdo de las cosas pasadas más que por ostentación, como quien guarda un viejo documento de familia. Habían transcurrido catorce años, ya lo hemos dicho, y eso es más de lo que se necesita para olvidar la muerte de nuestro mejor amigo o para incumplir un juramento; más de lo que se necesita para matar, enterrar y renegar de un gran hombre o de una gran nación.
V
EL HIJO PRÓDIGO
Todas las miradas habían seguido a lord Murrey hasta el palacio del gobierno, pero cuando la puerta de la residencia se cerró tras él y tras cuantos le acompañaban, todos los ojos se volvieron hacia el navío.
En aquel momento estaba bajando el joven de cabellos negros, y la curiosidad, que acababa de abandonar al gobernador, se desplazó hacia él. En efecto, habían visto a lord Murrey dirigirle amablemente la palabra y darle la mano, de modo que la gente allí reunida decidió, con su habitual sagacidad, que aquel extranjero debía de ser algún joven caballero perteneciente a la alta aristocracia de Francia o Inglaterra. Esta probabilidad se convirtió en certeza a la vista de las dos cintas que lucía en el ojal, una de las cuales, conviene decirlo, no estaba tan extendida en aquella época como lo está hoy en día. Por lo demás, los habitantes de Port-Louis tuvieron tiempo para examinar bien al recién llegado, pues éste, tras mirar a su alrededor como si esperase encontrar a algún amigo o algún pariente en el malecón, se detuvo a la orilla del mar esperando a que desem-barcasen los caballos del gobernador. Terminada esta operación, un criado de tez morena vestido a la usanza de los moros de África, con quien el extranjero intercambió algunas palabras en una lengua desconocida, ensilló dos caballos al estilo árabe y, agarrándolos por la brida, porque aún no se podían fiar de sus patas entumecidas, siguió a su amo, quien ya se había puesto en marcha hacia la calzada mirando siempre alrededor, como si esperase ver aparecer en medio de todas aquellas figuras insignificantes una figura amiga.
Entre los grupos que esperaban a los forasteros en el sitio que curiosamente se llama la punta de los Burlones, había uno cuyo núcleo estaba compuesto por un hombre grueso de entre cin-cuenta y cincuenta y cuatro años, de pelo cano, rasgos vulgares, voz chillona y unas patillas recortadas en punta que le llegaban hasta las comisuras de los labios. Iba vestido con una levita de merino marrón, pantalón de nanquín y un chaleco de piqué blanco; llevaba una corbata de ribetes bordados y unas largas chorreras llenas de puntillas que ondeaban sobre su pecho. El hombre más joven, cuyos rasgos, aunque un poco más acentuados que los de su acompañante, tenían con éstos tanta semejanza que era evidente que los dos estaban unidos por los más estrechos lazos de parentesco, llevaba un pañuelo de seda descuidadamente anudado al cuello e iba ataviado con un chaleco y pantalones blancos.
-A fe mía que ése es un buen mozo -dijo el hombre gordo mirando al extranjero que pasaba en aquel momento a pocos pasos de él-, y si va a quedarse algún tiempo en nuestra isla, aconsejaría a nuestras madres y nuestros maridos que velasen por sus hijas y esposas.
-Ése sí es un buen caballo -dijo el joven mirando con sus quevedos-. Un purasangre, si no me equivoco, pura raza árabe, arabísima.
-¿Conoces a ese caballero, Henri? -preguntó el hombre gordo.
-No, padre; pero si quiere venderse el caballo, sé muy bien quién le dará mil piastras.
-Henri de Malmédie, ¿verdad, hijo? -dijo el hombre gordo-. Pero si el caballo te gusta, harás muy bien dándote el capricho. Puedes hacerlo, eres rico.
No hay duda de que el extranjero oyó la oferta del señorito Henri y la aprobación de su padre, pues su labio se levantó desdeñosamente, clavando en el padre y en el hijo una mirada altiva no exenta de amenaza. Luego, sin duda sabiendo más de ellos que ellos de él, prosiguió su camino murmurando:
-¡Otra vez ellos! ¡Siempre ellos!
-¿Qué nos quiere ese petimetre? -preguntó el señor de Malmédie a quienes lo rodeaban.
-No lo sé, padre -contestó Henri-; pero la próxima vez que nos lo encontremos, si nos mira del mismo modo, le prometo que se lo preguntaré.
-¿Qué quieres, Henri? -dijo el señor de Malmédie afectando conmiseración por la ignorancia del extranjero-. El pobre muchacho no sabe quiénes somos.
-Pues yo se lo haré saber -murmuró Henri.
Mientras tanto, el extranjero, cuya desdeñosa mirada había provocado tan amenazador diálogo, continuó su camino hacia la muralla, sin parecer inquietarse por la impresión que su presencia causaba y sin dignar volverse para ver el efecto que producía. Habiendo llegado al tercio aproximadamente del jardín de la Compañía, le llamó la atención un grupo que se había formado en un puentecillo que comunicaba el jardín con el patio de una hermosa casa, y cuyo centro estaba ocupado por una encantadora muchacha de quince o dieciséis años que el extranjero, hombre de arte sin duda y, por consiguiente, enamorado de la belleza, se detuvo para contemplar con más detenimiento. Aunque se hallaba en el umbral de su casa, la joven, que sin duda pertenecía a una de las familias más ricas de la isla, tenía a su lado a un aya europea, con los largos cabellos rubios y la transparencia de la piel características de las inglesas, mientras que un viejo negro, de cabellos grises, vestido con una chaqueta y un pantalón de bombasí blanco, se mantenía con los ojos fijos en ella y, por así decirlo, con un pie en el aire, dispuesto a ejecutar sus mínimas órdenes.
Quizá por ello, como todo aumenta con el contraste, esta belleza, que hemos descrito como maravillosa aumentaba por la fealdad del personaje que se encontraba ante ella de pie, mudo e inmóvil, y con el cual intentaba negociar a propósito de uno de esos preciosos abanicos de marfil calado, transparente y frágil como un encaje. En efecto, el hombre que hablaba con ella era un individuo de cuerpo huesudo, tez amarilla, ojos rasgados, tocado con un sombrero de paja por debajo del cual escapaba, como una muestra del cabello que uno imaginaba habría debido de cubrir la cabeza que ahí se escondía, una larga trenza que le llegaba hasta media espalda. Iba vestido con un pantalón de algodón azul que le cubría hasta media pierna y una blusa del mismo tejido y color que le llegaba hasta medio muslo.
A sus pies había una caña de bambú de una toesa de largo, con un cesto colgando de cada una de sus puntas, cuyo peso hacía que, cuando el vendedor llevaba esta larga caña cargada sobre el hombro, se doblase por la mitad como un arco. Estos cestos iban llenos de esas mil baratijas que, tanto en las colonias como en Francia, tanto en el tenderete al aire libre del vendedor de los trópicos como en los elegantes almacenes de Alphonse Giroux y de Susse, vuelven locas a q las jovencitas y a veces también a las madres. Pues bien, como hemos dicho, la bella criolla, en medio de tantas maravillas esparcidas sobre una estera extendida a sus pies, se había detenido por el momento en un abanico con dibujos de casas, pagodas, palacios imposibles, perros, leones y pájaros fantásticos; en fin, mil retratos de hombres, edificios y animales que jamás han existido sino en la desbocada imaginación de los habitantes de Cantón y Pekín.
Estaba preguntando pura y simplemente el precio de ese abanico. Pero ahí estaba la dificultad. El chino, que había desembarcado hacía pocos días, no sabía ni una palabra de francés, inglés o italiano, lo que se hacía evidente por su silencio ante la pregunta que le habían formulado sucesivamente en dichas tres lenguas. Su ignorancia era ya tan bien conocida en la colonia que, en PortLouis, todo el mundo identificaba a aquel hombre procedente de las orillas del río Amarillo con el nombre de Miko-Miko, las dos únicas palabras que pronunciaba al recorrer las calles de la ciudad z con su bambú cargado de cestos a cuestas, ya en un hombro, ya en el otro, y que, según toda probabilidad, querían decir: Comprad, comprad. Las relaciones que se habían establecido hasta entonces entre Miko-Miko y sus clientes eran, pues, puramente de gestos y signos. Así pues, como la linda muchacha no había tenido nunca ocasión de realizar un estudio profundo de la lengua del abate de l'Épée, se hallaba ante la imposibilidad total de entender a Miko-Miko y de que él la entendiera a ella.
Fue entonces cuando el extranjero se aproximó a ella.
-Perdón, señorita -le dijo-; pero viendo el apuro en que se encuentra, me atrevo a ofrecerle mis servicios. ¿Puedo serle útil en algo? ¿Me aceptaría quizá como intérprete?
-¡Oh, caballero! -contestó el aya, mientras las mejillas de la muchacha se cubrían de una capa del más bello carmín-, le agradezco infinitamente su ofrecimiento. La señorita Sara y yo llevamos diez minutos exprimiendo nuestros conocimientos filológicos sin conseguir que este hombre nos entienda. Le hemos hablado en francés, inglés e italiano, y no nos contesta en ninguno de estos idiomas.
-Tal vez el señor conozca una lengua que este hombre hable, mami Henriette -respondió la joven-. Este abanico me gusta tanto que, si el señor consiguiera decirme su precio, me haría un gran favor.
-Pero ya ves que es imposible -contestó mami Henriette-. Este hombre no habla ningún idioma.
-Sin duda habla el del país en que ha nacido -dijo el extranjero.
-Sí, pero ha nacido en China, ¿y quién habla chino?
El desconocido sonrió, y volviéndose hacia el vendedor, le dirigió unas palabras en una lengua extraña.
En vano intentaremos describir la expresión de asombro que se dibujó en la cara del pobre Miko-Miko, cuando los acentos de su lengua materna resonaron en sus oídos como el eco de una música lejana. El abanico le cayó de las manos y, con los ojos fijos y la boca abierta, se abalanzó sobre el hombre que le acababa de hablar, le asió la mano y se la besó repetidamente. El extranjero, por su parte, le repitió la pregunta que le había hecho, y el hombre se decidió al fin a contestar, pero lo hizo con una expresión en la mirada y un acento en la voz que formaron uno de los más extraños contrastes que imaginarse puedan, pues, del modo más enternecedor y más sentimental del mundo, acababa de decir, sencillamente, el precio del abanico.
-Son veinte libras esterlinas, señorita -dijo el extranjero volviéndose hacia la joven-. Unas noventa piastras.
-¡Mil veces gracias, señor! -respondió Sara ruborizándose de nuevo. Y dirigiéndose a su aya:- ¿Verdad que es una gran suerte, mami Henriette -le dijo en inglés-, que el señor hable la lengua de este hombre?
-Más que nada es asombroso -contestó mami Henriette.
-Es algo muy sencillo, señoras -respondió el extranjero en la misma lengua-. Mi madre murió cuando aún no tenía ni tres meses y me dieron por nodriza a una pobre mujer de la isla de Formosa que pertenecía al servicio de nuestra casa. Así que su lengua es la primera que balbuceé, y aunque no he tenido muchas ocasiones de hablarla, recuerdo algunas palabras, como ya han visto, y de ello me congratularé toda la vida, puesto que, gracias a esas pocas palabras, he podido serles de utilidad.
Y, tras deslizar en la mano del chino un cuádruplo de España, el joven hizo señal a su criado de que lo siguiera y reanudó su camino, no sin antes despedirse con gran soltura de la señorita Sara y mami Henriette.
El extranjero siguió por la calle de Moka, pero apenas había recorrido una milla por la carretera que conduce a las Pailles, cuando llegó al pie de la montaña de la Découverte y se detuvo súbitamente. Sus ojos se clavaron en un banco construido en la ladera de la montaña, en el cual, sentado y totalmente inmóvil, con las dos manos sobre las rodillas y los ojos fijos en el mar, se veía a un anciano. Por un instante el extranjero observó a aquel hombre con gesto de duda; luego, como si la duda hubiera desaparecido ante una convicción total, murmuró:
-¡Es él, Dios mío! ¡Cómo ha cambiado!
Continuó mirando unos instantes al anciano con singular interés, y después tomó un camino por donde llegar hasta él sin ser visto. Ejecutó la maniobra con éxito, aunque con dos o tres para-das en las que se llevó la mano al pecho, como dando tiempo a que se calmara una emoción demasiado fuerte.
El anciano no se movió lo más mínimo ante la presencia del extranjero, de tal modo que se podría creer que ni siquiera había oído el ruido de sus pasos; lo cual sería un error pues, apenas el joven se sentó en el mismo banco que él, volvió la cabeza hacia su lado y, saludándolo con timidez, se levantó y dio varios pasos para alejarse.
-¡Oh! No se moleste por mí, señor -dijo el joven.
El anciano volvió a sentarse, pero ya no en el centro del banco, sino en un extremo.
Se produjo un instante de silencio entre el anciano, que seguía mirando el mar, y el extranjero, que miraba al anciano. Al fin, al cabo de cinco minutos de profunda y muda contemplación, el extranjero tomó la palabra:
-Caballero -dijo al anciano-, ¿no estaría usted aquí hace una hora y media, cuando el Leycester arribó al puerto?
-Con su permiso, señor, sí, aquí estaba -respondió el viejo con una expresión en la que se confundían la humildad y la extrañeza.
-¿Entonces -continuó el joven- no sentía ningún interés por la llegada de ese buque procedente de Europa?
-¿Por qué dice eso? -preguntó el anciano cada vez más sorprendido.
-Porque en tal caso, en lugar de permanecer aquí, habría bajado al puerto, como todo el mundo.
-Se equivoca, señor, se equivoca -contestó melancólicamente el anciano sacudiendo su encanecida cabeza-. Al contrario, siento más interés que nadie por ese espectáculo, estoy seguro. Cada vez que llega un buque, venga del país que venga, desde hace catorce años me acerco a ver si me trae alguna carta de mis hijos, o a mis hijos en persona. Pero como el estar de pie me fati-garía demasiado, vengo a sentarme aquí por la mañana, al mismo lugar desde el que los vi partir, y aquí me quedo todo el día hasta que, cuando ya se han ido todos, también desaparece toda espe-ranza en mí.
-Pero ¿por qué no baja usted mismo hasta el puerto? -preguntó el extranjero.
-Eso hice durante los primeros años -respondió el anciano-, pero entonces me enteraba de mi suerte demasiado pronto; y como cada nueva decepción resultaba más penosa, terminé por quedarme aquí, y en mi lugar envío a mi negro Telémaco. Así se prolonga un poco mi esperanza. Si regresa enseguida, creo que me va a anunciar su llegada; si tarda en volver, creo que está espe-rando una carta. Pero la mayoría de las veces regresa con las manos vacías. Entonces me levanto y me voy tal como he venido; vuelvo a mi casa desierta y me paso la noche llorando y diciéndome: «Sin duda será la próxima vez.»
-¡Pobre padre! -murmuró el extranjero.
-¿Me compadece acaso? -preguntó el anciano con extrañeza.
-Sin duda lo compadezco -contestó el joven.
-¿Es que no sabe quién soy?
-Es un hombre, y sufre.
-Soy un mulato -contestó el viejo en voz baja y profundamente humillada.
La frente del joven se cubrió de un intenso rubor.
-Yo también soy mulato -respondió.
-¿Usted? -exclamó el anciano.
-Sí, yo -respondió el joven.
-¿Que usted es mulato? -y el anciano miraba con sorpresa la cinta roja y azul anudada a la levita del extranjero-. ¿Usted es mulato? ¡Oh! Entonces ya no me sorprende su lástima. Le había tomado por blanco, pero si es un hombre de color como yo, es diferente; es un amigo, un hermano.
-Sí, un amigo, un hermano -dijo el joven tendiéndole las dos manos al anciano, y mirándolo con una indefinible expresión de ternura, murmuró en voz baja-: Y algo más que eso, quizá.
-Entonces puedo contárselo todo -continuó el viejo-. ¡Ay! Creo que hablar de mi dolor me hará bien. Imagínese, señor, que tengo, o más bien tenía, porque sólo Dios sabe si aún viven los dos, imagínese que yo tenía dos hijos, dos chicos a los que amaba con todo el amor de un padre, y a uno en especial.
El extranjero se estremeció y se acercó un poco más al anciano.
-Le sorprende -prosiguió el viejo- que haga una diferencia entre los dos hijos y que prefiera a uno de ellos, ¿no es cierto? Sí, no debería ser así, lo sé; sí, es injusto, lo confieso; pero es que era el más pequeño, el más débil, y ésa es mi excusa.
El extranjero se llevó la mano a la frente y, aprovechando un momento en que el anciano, avergonzado por la confesión que acababa de hacer, giraba la cabeza, se enjugó una lágrima.
-¡Ah! Si les hubiese conocido a los dos -continuó el viejo-, lo entendería. No es que Georges (se llamaba Georges), no es que Georges fuese el más agraciado, ¡oh no!, al contrario, su hermano Jacques era mucho mejor que él; pero en su pobre cuerpecito tenía una mente tan inteligente, tan ardiente, tan firme que, si lo hubiese llevado al colegio de Port-Louis con los demás niños, estoy seguro de que, aunque sólo tenía doce años, muy pronto habría adelantado a los demás alumnos.
Los ojos del anciano brillaron un instante de orgullo y entusiasmo, pero este cambio pasó con la rapidez del rayo, y ya había recuperado su mirada perdida, temerosa y apagada, cuando añadió:
-Pero no podía llevarle al colegio aquí. El colegio lo fundaron los blancos, y nosotros sólo somos mulatos.
Ahora fue el semblante del joven el que se encendió, pasando por su rostro una llamarada de desdén y de rabia salvaje. El anciano continuó sin advertir siquiera el movimiento del extranjero.
-Por ello los envié a los dos a Francia, esperando que la educación centraría el humor variable del mayor y domaría el carácter demasiado inflexible del segundo. Pero parece que Dios no aprobaba mi decisión, pues, en un viaje que hizo a Brest, Jacques .se embarcó en un corsario y desde entonces no he recibido noticias suyas más que tres veces y cada vez desde un lugar del mundo diferente; y Georges ha dejado que se desarrollara y creciera en él ese germen de inflexibilidad que tanto me asustaba. Me ha escrito más a menudo, desde Inglaterra, desde Egipto o desde España, pues ha viajado mucho también y, aunque sus cartas son muy hermosas, se lo juro, no he osado mostrarlas a nadie.
-Así pues, ¿ni el uno ni el otro le han dicho nunca cuándo regresarían?
-Nunca, y quién sabe siquiera si les volveré a ver algún día. Yo, por mi parte, aunque el momento en que los viese de nuevo sería el más dichoso de mi vida, jamás les he pedido que vuelvan. Si permanecen lejos es que son más felices de lo que aquí serían, si no sienten la necesidad de volver a ver a su padre, es que han encontrado en Europa personas a las que prefieren. Así pues, que actúen según sus deseos, sobre todo si esos deseos los conducen a la felicidad. No obstante, aunque echo de menos a ambos por igual, es Georges a quien más añoro y es él quien me causa más pena no hablándome nunca de su regreso.
-Si no le habla de su regreso, señor -contestó el extranjero intentando inútilmente sofocar la emoción de su voz-, es que tal vez se reserva el placer de sorprenderle y quiera verle acabar en la dicha un día que empezó en la espera.
-¡Dios lo quisiera! -dijo el anciano alzando los ojos y las manos al cielo.
-Tal vez -continuó el joven con una voz cada vez más emocionada- quiera deslizarse a su lado sin ser reconocido y gozar así de su presencia, su amor y sus bendiciones.
-¡Ah! Sería imposible que no lo reconociera.
-Y no obstante -exclamó el joven incapaz de resistirse más tiempo al sentimiento que le embargaba-, ¡no me ha reconocido, padre!
-¡Usted!... ¡Tú!... ¡Tú! -exclamó a su vez el anciano, mientras recorría al extranjero con una mirada ávida, le temblaban todos los miembros, boquiabierto y sonriendo con aire de duda. Y sacudiendo la cabeza-: No, no, no es Georges -dijo-. Sí hay un cierto parecido entre él y usted, pero él no es alto ni apuesto como usted. Él es sólo un niño y usted es un hombre.
-Soy yo, padre, soy yo, ¡reconózcame! -gritó Georges-. Piense que han pasado catorce años desde la última vez que lo vi; piense que ahora tengo veintiséis años, y si aún tiene dudas, mire, 1 mire esta cicatriz en mi frente, es la huella del golpe que me dio el señor de Malmédie el día en que tan gloriosamente consiguió usted la bandera inglesa. ¡Ah! Abráceme, padre, y cuando me haya tenido contra su pecho, sabrá sin duda que soy su hijo.
Y con estas palabras el extranjero se echó al cuello del anciano. Éste, mirando ora al cielo, ora a su hijo, no podía creer que tanta felicidad fuera cierta, y no se decidió a besar a aquel apuesto joven hasta que le hubo repetido veinte veces que él era, en efecto, Georges. En aquel momento apareció Telémaco al pie de la montaña de la Découverte, con los brazos colgando, la mirada triste y la cabeza gacha, desesperado como estaba por volver otra vez hasta su amo sin llevarle noticias de ninguno de sus dos hijos.
VI
TRANSFIGURACIÓN
Y ahora pediremos a nuestros lectores que nos permitan dejar a este padre y este hijo disfrutando de la dicha del reencuentro y que, viajando con nosotros al pasado, acepten presenciar la transfiguración física y moral que se había operado en el espacio de estos catorce años en el protagonista de nuestra historia, al que vieron cuando niño y al que acabamos de mostrarles como hombre hecho y derecho.
En un principio pensábamos poner ante los ojos del lector meramente el relato que hizo Georges a su padre de los acontecimientos de esos catorce años. No obstante, hemos reflexionado que, siendo ese relato una historia basada en pensamientos íntimos y sensaciones secretas, alguien podría desconfiar, y con razón, de la veracidad de un hombre con el carácter de Georges, sobre todo cuando este hombre habla de sí mismo. Así pues, hemos decidido narrar personalmente y a nuestra guisa una historia de la que conocemos hasta los menores detalles. Prometemos por anticipado, dado que nuestro amor propio no se halla comprometido en el asunto, no ocultar ningún sentimiento, ni bueno ni malo, ni ningún pensamiento, honroso o vergonzoso.
Partamos, pues, del mismo punto del que partió Georges. Pierre Munier, cuyo carácter ya intentamos describir, había adoptado desde que había entrado en la vida activa, es decir, desde que de niño pasó a ser hombre, un sistema de conducta en su relación con los blancos del que no se apartó jamás. Como no creía tener fuerza ni voluntad para batirse en duelo contra un tiránico prejuicio, había tomado la decisión de desarmar a sus adversarios con una sumisión inalterable y una inagotable humildad. Pasó su vida entera excusándose por sus orígenes. A pesar de su riqueza y su inteligencia, había procurado constantemente pasar inadvertido entre la masa, en lugar de intrigar para conseguir una función administrativa o un empleo político. El mismo pensamiento que lo había alejado de la vida pública lo guiaba en la vida privada. Generoso y magnífico por naturaleza, gobernaba su casa con simplicidad monacal. En ella todo era abundancia, nada era lujo, aun teniendo unos doscientos esclavos, lo cual constituye en las colonias una fortuna de más de doscientas mil libras de renta. Viajó siempre a caballo hasta que, forzado por la edad, o mejor por los disgustos que le habían ido minando las fuerzas antes de la época en que un hombre es viejo, cambió su modesta costumbre por una más aristocrática, y se compró un palanquín aunque tan modesto como el del más pobre habitante de la isla. Procurando siempre evitar la menor polémica, siempre cortés, complaciente, servicial para con todo el mundo, incluso para con aquellos que, en el fondo de su corazón, le eran antipáticos, habría preferido perder diez arpendes de tierra antes que iniciar o incluso sostener un pleito que le hubiera hecho ganar veinte. Si cualquier colono necesitaba un . plantón de café, de yuca o de caña de azúcar, estaba seguro de encontrarlo en casa de Pierre Munier, quien aún le daba las gracias por haberle preferido a él. Ahora bien, toda esta buena conducta, que en el fondo procedía del instinto de su excelente corazón aunque pudiera parecer el resultado de su tímido carácter, le había granjeado sin duda la amistad de sus vecinos, pero era una amistad pasiva que, sin pensar nunca en hacerle el bien, se limitaba simplemente a no hacerle el mal. Además, entre estos vecinos había algunos que no podían perdonar a Pierre Munier su inmensa fortuna, sus numerosos esclavos y su reputación intachable, y por ello se ensañaban contra él aplastándolo bajo el prejuicio por el color de su piel. El señor de Malmédie y su hijo Henri figuraban entre éstos.
Georges había nacido en las mismas condiciones que su padre, pero por su endeble constitución se había apartado de los ejercicios físicos para dirigir todas sus facultades internas hacia la reflexión. Maduro antes de tiempo, como lo son en general los niños enfermizos, había observado por instinto la conducta de su padre y había penetrado en sus motivos siendo muy joven aún. Sin embargo, el orgullo viril que bullía en el pecho de aquel niño le hizo sentir odio por los blancos que lo despreciaban, y desdén por los mulatos que se dejaban menospreciar. Así que resolvió seguir una conducta en todo opuesta a la que había mantenido su padre, y se propuso que, cuando creciese en fuerza, marcharía con paso firme y valiente por delante de esas absurdas opresiones de la opinión y, si no le dejaban sitio, las combatiría cuerpo a cuerpo, como Hércules Anteo, hasta ahogarlas entre sus brazos. El joven Aníbal, con el apoyo de su padre, había jurado odio eterno a una nación: el joven Georges, a pesar de su padre, juró guerra a muerte a un prejuicio.
Georges abandonó la colonia tras la escena que ya relatamos, llegó a Francia con su hermano e ingresó en el colegio Napoleón.
Nada más sentarse en los pupitres de la última clase, comprendió la diferencia que había entre las filas, y quiso llegar a la primera.
Para él, la superioridad era una necesidad de organización.
Aprendió deprisa y bien. Un primer éxito robusteció su voluntad dándole la medida de su capacidad. Su voluntad se fue haciendo más y más fuerte, y sus éxitos más y más grandes. Es justo decir que este trabajo de la mente, este desarrollo del pensamiento dejaban al cuerpo en su estado de debilidad primitiva: lo moral absorbía lo físico, la espada quemaba la vaina. Pero Dios había dado un apoyo a aquel pobre arbolito. Georges vivía en paz bajo la protección de Jacques, que era el más robusto y más perezoso de su clase, tanto como Georges era el más trabajador y el más débil.
Por desgracia este estado de cosas duró poco. Dos años después de su llegada, cuando Jacques y Georges habían ido a pasar las vacaciones a Brest, a casa de un corresponsal de negocios de su padre al que les había recomendado, Jacques, que siempre había sentido una clara inclinación por la marina, aprovechó la ocasión que se le presentaba y, aburrido de su prisión, como él llamaba al colegio, se embarcó en un corsario, diciendo a su padre, en una carta que le escribió, que se trataba de una embarcación del Estado. De vuelta en el colegio, Georges sintió cruelmente la ausencia de su hermano. Indefenso contra los celos que sus triunfos de escolar suscitaban, y que ahora, como podían ser satisfechos, se convertían en auténtico odio, fue marginado por unos, golpeado por otros, maltratado por todos. Cada cual tenía para él un insulto favorito. Fue una dura prueba que Georges soportó valientemente.
No obstante, reflexionó más profundamente que nunca sobre su posición y comprendió que la superioridad moral no era nada sin la superioridad física; que una era necesaria para hacer respetar a la otra, y que sólo la reunión de ambas cualidades hacían a un hombre completo. A partir de este momento cambió completamente de manera de vivir: de tímido, retraído e inactivo pasó a ser jugador, revoltoso y alborotador. Seguía trabajando bien, pero sólo lo suficiente para conservar la preeminencia intelectual que había conseguido en los años anteriores. Al principio era torpe y todos se burlaron de él. Georges encajó mal las mofas, y lo hizo adrede. No tenía por naturaleza un valor sanguíneo, sino bilioso, es decir, que su primer movimiento era, en lugar de arrojarse al peligro, dar un paso atrás para evitarlo. Necesitaba la reflexión para ser valiente, y aunque este valor sea el más real pues es el valor moral, le pareció tan malo como la cobardía. Se batió, pues, a cada discusión, o más bien fue batido; pero, vencido una vez, recomenzó un día tras otro hasta que quedó ganador, no por ser el más fuerte sino por ser el más aguerrido, porque en medio del combate más encarnizado conservaba una admirable sangre fría, gracias a la cual, se aprovechaba del menor fallo de su adversario. Así se hizo respetar, y desde entonces empezaron a mirarlo dos veces antes de insultarlo, porque, por muy débil que sea un enemigo, uno duda en entablar lucha con él si sabe que es decidido. Por lo demás, este prodigioso furor con el que afrontaba su nueva vida daba sus frutos: poco a poco fue ganando fuerza, y alentado por sus primeros intentos, mientras duraron las vacaciones siguientes, Georges no abrió un solo libro. Comenzó a aprender a nadar, a disparar, a montar a caballo, imponiéndose una fatiga sin fin, que más de una vez le hizo subir la fiebre, pero a la que terminó por habituarse. Entonces a los ejercicios de destreza añadió trabajos más fuertes: durante horas enteras cargaba bultos como un bracero, y al terminar el día, en lugar de acostarse en una cama caliente y mullida, se envolvía en su abrigo, se echaba sobre una piel de oso y ahí dormía toda la noche. Por un momento la naturaleza sorprendida vaciló, no sabiendo si debía quebrarse o triunfar. Georges sentía que se jugaba la vida, pero qué le importaba la vida si no significaba el dominio por la fuerza y la superioridad por la destreza. La naturaleza pudo más; la debilidad física, vencida ante la energía de la voluntad, desapareció como un criado infiel despedido por un patrono inflexible. Tres meses de semejante régimen fortalecieron tanto al enclenque niño que, a su regreso, sus compañeros apenas lo reconocían. Fue él quien, a partir de entonces, buscó pelea con los demás y quien venció a todos los que antes le habían vencido a él. A partir de entonces fue temido y, por temido, también respetado.
Por lo demás, por una natural armonía de las cosas, a medida que la fuerza se extendía por todo el cuerpo, la belleza se desarrollaba por el rostro. Georges había tenido siempre unos ojos so-berbios y unos dientes magníficos; se dejó crecer su largo cabello negro que, a fuerza de cuidados, perdió la aspereza nativa y se onduló bajo la plancha. Su palidez enfermiza desapareció para dejar paso a una tez mate llena de melancolía y distinción. En fin, el muchacho se esforzó en ser guapo, como el niño se había esforzado en ser fuerte y diestro.
Así, cuando Georges salió del colegio, con su filosofía creada, era un apuesto galán de cinco pies y cuatro pulgadas y, como ya hemos dicho, aunque un poco menudo, admirablemente proporcionado en sus medidas. Sabía casi todo lo que un joven hombre de mundo debe saber. Pero comprendió que no bastaba ser, en todo, uno más entre los hombres; decidió que, en todo, sería superior.
Además, los estudios que había decidido imponerse le resultaban fáciles, una vez libre de los trabajos escolásticos y dueño absoluto de todo su tiempo. Estableció unas reglas en el empleo de sus jornadas que no incumplía nunca: por la mañana, a las seis, montaba a caballo; a las ocho, practicaba el tiro con pistola; de diez a doce, hacía esgrima; de doce a dos, seguía clases en la Sorbona; de tres a cinco, dibujaba en un taller u otro; por último, por la noche, iba a algún espectáculo o a reuniones mundanas, en las cuales su elegante cortesía, más aún que su fortuna, le abría todas las puertas.
Pronto se relacionó con los mejores artistas, eruditos y grandes señores que en París había; pronto se reconoció a Georges, familiarizado también con las artes, la ciencia y la fashion, como una de las mentes más inteligentes, uno de los pensadores más lógicos y uno de los galanes más distinguidos de la capital. Así pues, Georges había alcanzado su objetivo, o casi.
Le quedaba una última prueba que hacer: seguro de ser dueño de los demás, ignoraba todavía si era dueño de sí mismo. Georges no era hombre que prolongara sus dudas sobre ningún asunto, así que decidió despejarlas sin tardanza.
A menudo Georges había temido convertirse en jugador.
Un día, salió de su casa con los bolsillos llenos de oro y se dirigió a Frascati. Se había dicho a sí mismo: «Jugaré tres veces; cada vez jugaré tres horas y, durante estas tres horas, apostaré diez mil francos; después, pasadas estas tres horas, haya perdido o ganado, dejaré de jugar.»
El primer día, Georges perdió los diez mil francos en menos de una hora y media. Permaneció, sin embargo, las tres horas mirando jugar a los demás y, aunque en una cartera llevaba en billetes de banco los veinte mil francos que había decidido apostar en los dos intentos que le quedaban por hacer, no puso sobre el tapete ni un luis más de los que se había propuesto.
El segundo día, comenzó ganando veinticinco mil francos. Como se había impuesto jugar durante tres horas, siguió jugando y perdió todas sus ganancias, más dos mil francos de su dinero; en ese momento se dio cuenta de que llevaba tres horas jugando y se interrumpió con la misma puntualidad que el día anterior.
El tercer día, empezó perdiendo, pero con su último billete de banco la fortuna cambió y la suerte le volvió a ser favorable; le quedaban tres cuartos de hora para jugar. Durante estos tres cuartos de hora, tuvo una de esas rachas excepcionales, cuyo recuerdo se perpetúa entre los habituales de los garitos por tradición oral: durante esos tres cuartos de hora, pareció que Georges hubiese pactado con el diablo, quien con la ayuda de un demonio invisible le soplaba al oído el color que iba a salir y la carta que iba a ganar. El oro y los billetes de banco se amontonaban ante él, para estupefacción de los presentes. Georges ya no pensaba, echaba el dinero sobre la mesa y decía al crupier: «Donde usted quiera.» El crupier colocaba el dinero al azar, y Georges ganaba. Dos jugadores profesionales, que habían seguido su racha y habían ganado sumas enormes, creyeron que había llegado el momento de adoptar una táctica contraria y apostaron contra él: la fortuna siguió siendo fiel a Georges. Perdieron todo lo que habían ganado y todo lo que llevaban encima. Después, como eran conocidos por gentes de confianza, pidieron a la banca un préstamo de cincuenta mil francos que volvieron a perder. Georges, por su parte, impasible, sin que su rostro reflejase una sola emoción, veía cómo aumentaba aquella masa de oro y billetes, mirando de vez en cuando el reloj que debía señalar la hora de su retirada. Por fin sonó la hora. Georges se detuvo al instante, cargó a su criado con el oro y los billetes ganados y, con la misma calma, la misma impasibilidad con las que había jugado, había perdido y había ganado, salió, envidiado por cuantos habían presenciando la escena que acababa de suceder y esperaban volver a verlo el día siguiente.
Pero, contrariamente a lo que esperaban, Georges no volvió. Es más, metió el oro y los billetes sin ningún orden en un cajón de su secreter, prometiéndose no abrirlo hasta pasados ocho días. Llegado el día, Georges abrió el cajón y examinó su tesoro. Había ganado doscientos treinta mil francos.
Georges estaba contento de sí mismo: había vencido una pasión.
Georges tenía los sentidos ardientes de un hombre del trópico.
Al término de una orgía, varios amigos suyos lo llevaron a casa de una cortesana famosa por su belleza y por su caprichosa fantasía. Aquella noche la moderna Lais tuvo un arrebato de virtud, así que se pasó la velada hablando de moral; hubiérase dicho que la dueña de la casa aspiraba al premio Montyon. Sin embargo, la gente vio que los ojos de la bella predicadora se posaban de vez en cuando sobre Georges con una expresión de ardiente deseo que desmentía la frialdad de sus palabras. Georges, por su parte, halló a esa mujer más deseable aún de lo que le habían dicho.
Y durante tres días el recuerdo de aquella seductora Astarté persiguió la virginal imaginación del joven. El cuarto día Georges tomó el camino de la casa donde ella vivía, subió las escaleras con un espantoso trepidar de corazón y tiró del llamador con un movimiento tan compulsivo que el cordón a punto estuvo de quedársele en la mano. Al oír los pasos de la doncella que se acerca-ban, ordenó a su corazón que parase de latir y a su rostro que se calmara. Con una voz en la que era imposible reconocer la menor traza de emoción, pidió a la muchacha que lo condujera ante su señora. Ésta había oído su voz. Acudió de inmediato, alegre y saltarina, pues la imagen de Georges, cuyo aspecto le había causado, nada más verlo, una profunda impresión, no la había abandonado desde entonces. Esperaba que el amor, o el deseo al menos, le devolviera al joven que había dejado en ella tan profunda impresión.
Se equivocaba: era una prueba más sobre sí mismo que Georges había decidido superar. Había ido allí para enfrentarse a una voluntad de hierro y unos sentidos de fuego. Permaneció dos j horas junto a esa mujer, poniendo como pretexto de su impasibilidad una apuesta, luchando a la vez contra el torrente de sus deseos y las caricias de la lujuria. Al cabo de dos horas, vencedor en esta segunda prueba como lo había sido en la primera, se fue.
Georges estaba contento de sí mismo, había domado sus sentidos.
Hemos dicho que no tenía el coraje físico del que se lanza en medio del peligro, sino el coraje bilioso del que lo espera cuando no lo puede evitar. Georges temía realmente no ser valiente, y a menudo temblaba al pensar que, ante un peligro inminente, tal vez no se sentiría seguro de sí mismo, tal vez se comportaría como un cobarde. Esta idea lo atormentaba sobremanera. Decidió aprovechar la primera ocasión que se le presentase para poner a su alma cara a cara con el peligro. Esta ocasión se produjo de un modo bastante extraño. Un día estaba Georges en Lepage con un amigo y, mientras esperaban que quedara el lugar libre, se puso a ° mirar las evoluciones de uno de los habituales del establecimiento, que pasaba por ser uno de los mejores tiradores de París. Este hombre ejecutaba casi todos esos ejercicios de increíble destreza que la tradición atribuye a san Jorge y que son la desesperación de los neófitos, es decir, que a cada disparo daba en el blanco, repetía los tiros de modo que el segundo impacto se confundía exactamente con el primero, cortaba una bala sobre un cuchillo y, en fin, acometía con éxito constante otros mil experimentos parecidos. El amor propio del tirador, conviene decirlo, se veía espoleado por la presencia de Georges, de quien el mozo le había susurrado, al tenderle la pistola, que era al menos de una fuerza igual a la suya, de manera que a cada disparo se superaba. Pero a cada disparo, en vez de recibir del espectador el tributo de elogios que merecía, oía, por el contrario, que Georges respondía a las exclamaciones de la galería con estas palabras:
-Sí, sin duda, es un buen disparo, pero otra cosa sería si el señor disparase contra un hombre.
Esta repetida negación de su habilidad como duelista extrañó al principio al tirador, pero terminó por herirle. Se volvió, pues, hacia Georges en el momento en que éste acababa de emitir, por tercera vez, la opinión dudosa que hemos transcrito, y mirándolo con aire medio burlón, medio amenazador, le dijo:
-Perdón, señor, pero me parece que en dos o tres ocasiones ha emitido una duda insultante sobre mi valor. ¿Querría tener la bondad de darme una explicación clara y precisa de sus palabras?
-Mis palabras no precisan comentario, señor -respondió Georges-. Se explican bien por sí solas, me parece.
-En tal caso, señor -continuó el tirador-, tenga la bondad de repetirlas una vez más, para que pueda apreciar bien el alcance que tienen y la intención que las ha dictado.
-He dicho -respondió Georges con la mayor tranquilidad-, he dicho, al verle hacer diana en todos sus disparos, que no estaría usted tan seguro de su mano ni de su ojo si uno y otro, en lugar de dirigir la bala contra el blanco, tuvieran que dirigirla contra el pecho de un hombre.
-Y eso ¿por qué, si me hace el favor? -preguntó el tirador.
-Porque me parece que, en el momento de hacer fuego sobre un semejante, debe de haber por fuerza una cierta emoción que puede estropear el tiro.
-¿Se ha batido usted en duelo a menudo, señor? -preguntó el tirador.
Jamás -respondió Georges.
-Entonces, no me sorprende que suponga que en tal circunstancia se pueda tener miedo -contestó el extraño con una sonrisa en la que traslucía un cierto tinte de ironía.
-Usted disculpe, señor -respondió Georges-, pero creo que no me ha entendido bien. A mí me parece que en el momento de matar a un hombre se puede temblar por algo más que por miedo.
-Yo no tiemblo jamás, señor -dijo el tirador.
-Es posible -contestó Georges con la misma flema-, pero no dejo de pensar que a veinticinco pasos, es decir, a la misma distancia en que usted siempre hace diana...
-¿Qué, a veinticino pasos qué?... -preguntó el extraño.
-A veinticinco pasos erraría el tiro contra un hombre -continuó Georges.
-Pues yo estoy seguro de lo contrario, señor. -Permítame que no crea en su palabra. -¿Está diciendo que miento?
-No, estoy afirmando un hecho.
-Un hecho que supongo no se atrevería a experimentar -dijo riendo burlonamente el tirador.
-¿Por qué no? -respondió Georges mirándolo fijamente.
-En otra persona, no en usted, me imagino.
-En otra persona o en mí mismo, poco importa.
-Sería muy temerario por su parte, señor, arriesgarse a realizar una prueba semejante, se lo advierto.
-No, puesto que he dicho lo que pensaba y, por consiguiente, mi convicción es que no arriesgaría gran cosa.
-Así, señor, ¿me repite por segunda vez que a veinticinco pasos yo erraría el tiro contra un hombre?
-Se equivoca, señor, no se lo repito por segunda vez; si no recuerdo mal es ya la quinta.
-¡Ah, señor! ¡Eso es demasiado! ¡Me está usted insultando!
-Es usted libre de creer que tal sea mi intención.
-Está bien, señor. ¿La hora?
-Ahora mismo, si le parece.
-¿El lugar?
-Estamos a quinientos pasos del Bois de Boulogne.
-¿Sus armas?
-¿Mis armas? La pistola, por supuesto. No se trata de un duelo, sino de un experimento.
-A sus órdenes, señor.
-Soy yo quien está a las suyas.
Y los dos subieron a sus respectivos cabriolés, acompañado cada uno por un amigo.
Llegados al terreno, los dos testigos quisieron arreglar el asunto, pero era harto difícil. El adversario de Georges exigía excusas y éste argüía que sólo le debería excusas si era herido o muerto, pues sólo en ese caso se habría equivocado.
Los dos testigos perdieron un cuarto de hora en negociaciones que no condujeron a ningún resultado.
Quisieron entonces situar a los adversarios a treinta pasos el uno del otro, pero Georges señaló que el experimento no sería correcto si no adoptaban la distancia desde la cual se suele disparar al blanco, es decir, veinticinco pasos. Por consiguiente, midieron veinticinco pasos.
Quisieron entonces lanzar un luis al aire para decidir quién dispararía primero, pero Georges declaró que ese preliminar le parecía inútil, dado que el derecho de prioridad correspondía naturalmente a su adversario. El adversario de Georges, por su parte, herido en su pundonor, insistió en que fuera la suerte la que decidiera una ventaja que, entre dos hombres de fuerza tan grande, daría todas las oportunidades a quien disparase primero. Pero Georges se resistió, y su adversario se vio obligado a ceder.
El mozo del establecimiento de tiro había seguido a los dos combatientes. Cargó las pistolas con la misma medida, la misma pólvora y las mismas balas con que se habían realizado las pruebas precedentes. También eran las mismas pistolas. Georges había impuesto este punto como una condición sine qua non.
Los adversarios se situaron a veinticinco pasos, y cada uno recibió de manos de su testigo una pistola cargada. Luego los testigos se alejaron, dejando a los combatientes la facultad de disparar el uno contra el otro en el orden convenido.
Georges no tomó ninguna de las precauciones usuales en semejante circunstancia, y no intentó proteger con la pistola ninguna parte de su cuerpo. Dejó caer el brazo pegado a la pierna y ofreció su pecho, cuan ancho era, completamente desarmado.
Su adversario no entendía lo que significaba aquella conducta. Varias veces se había encontrado en una circunstancia parecida, y jamás había visto semejante sangre fría. Así fue cómo la profunda seguridad de Georges empezó a surtir efecto. Aquel tirador tan hábil, que nunca había fallado un tiro, dudó de sí mismo. Dos veces levantó la pistola apuntando a Georges, y dos veces la bajó. Aquello iba contra todas las reglas del duelo, pero Georges se limitó a decirle:
-Tómese su tiempo, señor, tómese su tiempo.
A la tercera se avergonzó de sí mismo y disparó.
Entre los testigos hubo unos instantes de terrible angustia. Pero, nada más efectuado el disparo, Georges se volvió sucesivamente a derecha y a izquierda, y tras saludar a los dos caballeros para indicarles que no estaba herido, dijo a su adversario:
-Bueno, señor, ya ve que era yo quien tenía razón, y que cuando uno dispara contra un hombre está menos seguro de su puntería que cuando tira contra un blanco.
-Muy bien, señor, yo estaba equivocado -respondió el adversario de Georges-. Ahora le toca disparar a usted.
-¿A mí? -dijo Georges recuperando el sombrero que había dejado en el suelo y devolviendo la pistola al mozo-. ¿Disparar yo contra usted? ¿Para qué?
-Porque es el derecho que le corresponde, señor -exclamó su adversario-, y no consentiré que se haga de otro modo. Además, tengo curiosidad por ver cómo tira usted.
-Disculpe, señor -dijo Georges con su imperturbable sangre fría-, entendámonos, por favor. Yo no he dicho que yo le acertase. He dicho que usted no me acertaría a mí, y no lo ha hecho. Yo tenía razón, eso es todo.
Y por mucho que protestó su adversario, por mucho que le rogó que disparase él también, Georges subió a su cabriolé y tomó el camino de la barrera de la Étoile repitiendo a su amigo:
-¿Y bien? ¿No te había dicho que era diferente disparar contra un muñeco que contra un hombre?
Georges estaba contento de sí mismo, pues ahora estaba seguro de su valor.
Estas tres aventuras armaron gran revuelo entre la buena sociedad e hicieron de Georges un personaje muy admirado. Dos o tres coquetas se impusieron la tarea de subyugar al moderno Catón, y como él no tenía ningún motivo para resistirse, pronto se convirtió en un joven de moda. Pero justo cuando más le creían encadenado por su buena fortuna, llegó el momento que él se ha-bía fijado para emprender sus viajes, y así fue cómo una buena mañana se despidió de sus amantes enviando a cada una un magnífico regalo y partió para Londres.
En Londres Georges se presentó en los mejores círculos y en todos fue bien recibido. Tuvo caballos, perros y gallos. Hizo pelear a los unos y correr a los otros, aceptó todas las apuestas, ganó y perdió cantidades enormes con una sangre fría de lo más aristocrática. En resumen, al cabo de un año marchó de Londres con la fama de perfecto gentleman, igual que había abandonado París con la reputación de galán seductor. Fue durante esta estancia en la capital de Gran Bretaña cuando conoció a lord Murrey, pero, como habíamos dicho, sin estrechar ninguna relación con él.
Era ésta la época en que los viajes a Oriente empezaban a estar de moda. Georges visitó sucesivamente Grecia, Turquía, Asia Menor, Siria y Egipto. Le presentaron a Mehmet-Alí en el momento en que Ibrahim Pachá iba a hacer su expedición al Said. Acompañó al hijo del virrey, combatió ante sus ojos y recibió de él un sable de honor y dos caballos árabes, escogidos entre los más bellos de su cuadra.
Georges regresó a Francia pasando por Italia. La expedición de España se preparaba ya; Georges corrió a París y solicitó servir como voluntario: su petición fue aceptada. Se situó en las primeras filas del primer batallón de infantería y permaneció siempre en la vanguardia.
Por desgracia, en contra de lo esperado, los españoles no oponían gran resistencia, y aquella campaña que habían previsto tan encarnizada estaba resultando ser poco más que una parada mili-tar. En el Trocadero, sin embargo, las cosas cambiaron, y pronto se vio que habría que romper la fuerza del último bastión de la revolución peninsular.
El regimiento al que se había incorporado no estaba designado para realizar el asalto, así que se cambió de regimiento y pasó al de granaderos. Practicada la brecha y dada la señal de escalada, Georges se lanzó a la cabeza de la columna de ataque y fue el tercero en entrar en el fuerte.
Su nombre fue citado en la orden del ejército, y recibió de manos del duque de Angulema la cruz de la Legión de Honor, y de manos del Fernando VII, la cruz de Carlos III. El objetivo de Georges había sido conseguir una condecoración. Había conseguido dos. El orgulloso joven no cabía en sí de gozo.
Pensó entonces que había llegado el momento de regresar a la Isla de Francia. Todos sus sueños se habían hecho realidad, todos sus deseos se habían cumplido y con creces: nada más le quedaba por hacer en Europa. Terminada su lucha contra la civilización, comenzaría su lucha contra la barbarie. Era la suya un alma llena de orgullo que no se consolaría gastando en una felicidad europea las fuerzas tan preciosamente amasadas con su combate interior: todo lo que había hecho en los últimos diez años había sido para superar a sus compatriotas mulatos y blancos y poder acabar él solo con el prejuicio que ningún hombre de color había osado aún combatir. Poco le importaba a él Europa y sus ciento cin- cuenta millones de habitantes; poco le importaba Francia y sus treinta y tres millones de hombres; poco le importaba diputación o ministerio, república o monarquía. Lo que prefería por encima de todo en el mundo, lo que le preocupaba más que nada era su rinconcito de tierra, perdido en el mapa como un grano de arena en el fondo del mar. Y es que, en ese rinconcito de tierra, tenía él una hazaña que realizar, un gran problema que resolver. No tenía sino un recuerdo: el de haber padecido; no tenía sino una esperanza: la de imponerse.
En esto, el Leycester hizo escala en Cádiz. El barco iba a la Isla de Francia, donde debía permanecer temporalmente. Georges solicitó pasaje a bordo de ese noble buque y, recomendado como estaba ante el capitán por las autoridades francesas y españolas, lo obtuvo. Pero debemos decir que la verdadera causa de este favor fue que lord Murrey se enteró de que el hombre que solicitaba pasaje era un indígena de la Isla de Francia, y a lord Murrey no le desagradaba tener a alguien que, durante una travesía de cuatro mil leguas, le pudiese proporcionar esas pequeñas informaciones políticas y morales que tanto conviene a un gobernador haber reunido precavidamente antes de poner pie en su gobierno.
Ya vimos cómo Georges y lord Murrey se habían ido acercando poco a poco el uno al otro y cómo habían llegado a un cierto grado de amistad al arribar a Port-Louis. También vimos cómo Georges, aunque hijo amantísimo y devoto de su padre, no había llegado a dársele a conocer más que tras una de esas largas pruebas que le eran familiares. La dicha del anciano fue tanto más grande cuanto que no contaba ya con su regreso. Además, el hombre que había vuelto difería tanto del esperado que mientras caminaban hacia Moka el padre no se cansaba de mirar al hijo, parándose de vez en cuando ante él para contemplarle, y cada poco el anciano estrechaba al joven contra su corazón con tanta efusividad que Georges, a pesar del control sobre sí mismo que apa-rentaba, sentía que las lágrimas le nublaban los ojos.
Después de tres horas de camino llegaron a la plantación. A un cuarto de hora de la casa Telémaco se les había adelantado, de manera que al llegar Georges y su padre encontraron a todos los negros esperándoles con una mezcla de alegría y temor: porque ese joven al que sólo habían visto de niño era un nuevo amo que les llegaba, y ese amo ¿cómo sería? Su regreso era una cuestión capital para la felicidad o desgracia futuras de aquella pobre gente. Los augurios fueron favorables. Georges empezó dándoles fiesta ese día y el siguiente. Y como al otro era domingo, les resultó una vacación de tres días de descanso.
Luego Georges, impaciente por juzgar por sí mismo la importancia que su fortuna territorial podía darle en la isla, apenas se concedió tiempo para comer y, seguido por su padre, visitó toda la plantación. Unas especulaciones afortunadas y un trabajo asiduo y bien dirigido la habían convertido en una de las más hermosas propiedades de la colonia. En el centro de la propiedad estaba la casa, un edificio sencillo y espacioso, rodeado de un triple enramado de bananos, mangos y tamarindos, que se abría por delante a una larga avenida de árboles que llegaban hasta la carretera y, por detrás, a unos vergeles perfumados donde la granada de flores dobles, suavemente balanceada por el viento, iba a acariciar ya un ramo de naranjas purpúreas, ya un racimo de bananas ama- rillas, subiendo y bajando siempre, indecisa cual abeja que revolotea entre dos flores, cual alma que flota entre dos deseos; y en derredor, hasta perderse de vista, se extendían inmensos campos de caña y maíz que parecían implorar, cansados de su carga ali-menticia, la mano de los segadores.
Llegaron finalmente a lo que, en toda plantación, se llama el campamento de los negros.
En medio del campamento se alzaba un gran edificio que servía de granero en invierno y de sala de baile en verano. De él salían grandes gritos de alegría, mezclados con el sonido del tambo-ril, del tamtan y del arpa malgache. Los negros, aprovechando las vacaciones que les habían dado, se habían puesto de inmediato a festejarlo, pues en esas naturalezas primitivas no hay matices: del trabajo pasan al placer, y de su fatiga reposan bailando. Georges y su padre abrieron la puerta y aparecieron de improviso en medio de ellos. El baile se interrumpió al instante. Cada uno se colocó al lado de otro, buscando ocupar su lugar en las filas, como hacen los soldados sorprendidos por el coronel. Tras un momento de silencio nervioso, una triple aclamación saludó a los amos. Esta vez era la expresión franca y total de sus sentimientos. Bien alimentados, bien vestidos, pocas veces castigados, porque pocas veces incumplían su deber, adoraban a Pierre Munier, quizá el único mulato de la colonia que, siendo humilde con los blancos, no era cruel con los negros. En cuanto a Georges, cuyo regreso, como hemos dicho, había inspirado graves temores entre la pobre gente, como si hubiera adivinado el efecto que su presencia había producido, levantó la mano para indicar que quería hablar. El más profundo de los silencios se hizo de inmediato, y los negros recogieron con avidez las palabras siguientes, que se fueron des-granando de su boca, lentas como una promesa, solemnes como un compromiso:
-Amigos míos, estoy emocionado por la bienvenida que me estáis dando y, más aún, por la dicha que brilla aquí en todos los rostros. Mi padre os hace felices, bien lo sé, y se lo agradezco, pues es tanto mi deber como el suyo procurar la felicidad de quienes van a obedecerme, espero, tan religiosamente como le obedecen a él. Sois trescientos, y no tenéis más que noventa cabañas. Mi padre desea que construyáis sesenta más, una para cada dos. Cada cabaña tendrá un pequeño jardín, y tendréis permiso para plantar tabaco, calabacines, patatas y criar un cerdo y gallinas. Quienes quieran ganar dinero con todo eso, podrán ir a venderlo el domingo a Port-Louis, y dispondrán del producto de la venta a su antojo. Si alguien comete un robo, habrá un severo castigo para aquel que haya robado a su hermano. Si alguien es golpeado injustamente por el capataz, que demuestre que el castigo era inmerecido y se le hará justicia. No preveo el caso de que os hagáis cimarrones, porque sois y seréis, espero, demasiado dichosos como para pensar en abandonarnos.
Nuevos gritos de alegría acogieron este pequeño discurso que, sin duda, parecerá minucioso y futil a los sesenta millones de europeos que tienen la dicha de vivir bajo un régimen constitu-cional, pero que allá fue recibido con tanto más entusiasmo cuanto que era la primera declaración de este género que se hacía en la colonia.
VII
LA BERLOQUE
Durante el anochecer del día siguiente, que era sábado, como ya hemos dicho, un grupo de negros, menos alegres que los que acabamos de dejar, se hallaban reunidos en un vasto cobertizo, sentados alrededor de un gran fuego de leña, haciendo tranquilamente la berloque, como se dice en las colonias. Es decir que cada cual hacía lo que quería según sus necesidades, su temperamento o su carácter: uno realizaba algún trabajo manual que se vendería al día siguiente, otro ponía a hervir arroz, mandioca o bananas, aquél fumaba en una pipa de madera tabaco, no sólo indígena sino además cosechado en su jardín, y los de más allá charlaban en voz baja. En medio de todos esos grupos, las mujeres y los niños, encargados de alimentar el fuego, iban y venían sin cesar. A pesar de tanta actividad y tanto ajetreo, y aunque era vigilia de día de descanso, se sentía pesar sobre aquellos desdichados, algo triste e inquieto. Era la opresión del administrador, también mulato. Este cobertizo estaba situado en la parte inferior de la llanura Williams, al pie de la montaña de las Trois-Mamelles, a cuyo alrededor se extendía la propiedad de nuestro viejo conocido, el señor de Malmédie.
No es que éste fuera un mal amo, en la acepción que le damos a la palabra en Francia. No, el señor de Malmédie era un hombre gordo, redondo, incapaz de odiar, incapaz de vengarse, pero imbuido hasta lo indecible de su importancia civil y política. Se henchía de orgullo cuando pensaba en la pureza de la sangre que corría por sus venas, y compartía, con la buena fe nativa que le habían legado de padres a hijos, el prejuicio que en la Isla de Francia perseguía todavía en aquella época a los hombres de color. Por lo que a los esclavos se refiere, no eran más desgraciados con él que en cualquier otro lugar, pero eran tan desgraciados como en cualquier otro lugar. Y es que para el señor de Malmédie los negros no eran hombres, sino máquinas que debían dar un producto determinado. Y cuando una máquina no produce lo que debería, hay que repararla por medios mecánicos. Así pues, el señor de Malmédie aplicaba con sus negros ni más ni menos que la misma teoría que habría aplicado con unas máquinas. Cuando los negros dejaban de funcionar, bien por pereza, bien por fatiga, el capataz los arreglaba a latigazos; la máquina recuperaba el movimiento y, al cabo de la semana, el producto general era el que debía ser.
Henri de Malmédie, por su parte, era el vivo retrato de su padre con veinte años menos, y una buena dosis de orgullo más.
Había, pues, una gran distancia, como hemos dicho antes, entre la situación moral y material de los negros de la región de la llanura Williams y la de los negros de Moka. Por esta razón, en esas reuniones que hemos designado con el nombre de berloque, la alegría se presentaba de modo natural entre los esclavos de Pierre Munier, mientras que, por el contrario, los del señor de Malmédie necesitaban el estímulo de alguna canción, algún cuento o una representación. Además, tanto en los trópicos como por nuestros pagos, tanto en el cobertizo de los negros como en el campamento de los soldados, siempre hay uno o dos graciosos que se encargan de la tarea, más fatigosa de lo que se podría creer, de hacer reír a la gente, tarea que las personas, agradecidas, pagan de mil maneras diferentes. Claro está que si se olvidan de pagar, cosa que a veces sucede, el bufón, en tal caso, les recuerda sencillamente que están en deuda con él.
Pues bien, la persona que en la hacienda del señor de Malmédie ocupaba el puesto que antaño ocuparon Triboulet y Angeli en la corte del rey Francisco I y del rey Luis XIII era un hombrecillo cuyo cuerpo rechoncho se sostenía sobre unas piernas tan enclenques que, a primera vista, nadie podría creer en la posibilidad de tal combinación. En cuanto al resto, en ambos extremos, se resta-blecía el equilibrio que quedaba roto por el medio: el grueso torso sostenía una cabecita de un color amarillo bilioso, mientras que las débiles piernas terminaban en dos pies enormes. Los bra-zos eran de una longitud desmesurada, semejantes a los de los simios que, al andar sobre los patas de atrás, recogen sin agacharse los objetos que encuentran por su camino.
El resultado de la reunión de esas formas incoherentes y de esos miembros desproporcionados era que el nuevo personaje que acabamos de poner en escena ofrecía una singular mezcla de grotesco y horrible, mezcla en la que, a los ojos de un europeo, prevalecía lo desagradable hasta el punto de inspirar, desde el primer vistazo, un vivo sentimiento de repulsión. Pero siendo menos aficionados a lo bello, menos adoradores de la forma que nosotros, los negros lo veían en general desde el lado cómico, aunque, de vez en cuando, bajo su piel de mono, el tigre sacara las garras y enseñase los dientes.
Se llamaba Antonio y había nacido en Tingoram, de manera que para distinguirlo de los demás Antonios, a quienes la confusión habría ofendido sin duda, le solían llamar Antonio el malayo.
La berloque estaba siendo, pues, bastante triste, como ya hemos dicho, cuando Antonio, que se había deslizado sin ser visto hasta detrás de uno de los postes que sostienen el cobertizo, aso-mó su biliosa cara amarilla y emitió un ligero silbido parecido al de la serpiente de capuchón, uno de los reptiles más terribles de la península malaya. De estar en las llanuras de Tenasserim, en los pantanos de Java o en las arenas de Quiloa, aquel sonido habría paralizado de terror a quienquiera que lo hubiera oído; pero en la Isla de Francia, donde, aparte de los tiburones que nadan en grupo por las costas, no se encuentra ningún otro animal peligroso, el silbido no produjo más efecto que el de que los negros allí reunidos abrieran los ojos y las bocas desmesuradamente. Luego, si-guiendo la dirección del sonido, todas las cabezas se volvieron hacia el recién llegado; un único grito partió de todas las bocas:
-¡Antonio el malayo! ¡Viva Antonio!
Sólo dos o tres negros se sobresaltaron y se medio levantaron. Eran malgaches, yoloffs y zanguebares, que en su juventud habían oído ese silbido y no lo habían olvidado.
Uno de ellos se incorporó del todo: era un guapo negro joven que, de no ser por su color, podría haber sido tomado por hijo de la más hermosa raza caucásica. Pero en cuanto reconoció el orígen del ruido que lo había sacado de su ensimismamiento, se volvió a tumbar murmurando con un desprecio tan grande como la alegría de los demás esclavos:
-¡Antonio el malayo!
Antonio, con tres saltos de sus largas piernas, se encontró sentado en medio del círculo. Saltando por encima de la hoguera, F cayó del otro lado, sentado a la manera de los sastres.
-¡Una canción, Antonio! ¡Una canción! -gritaron todas las voces. Al contrario de los virtuosos seguros de su efecto, Antonio no se hizo de rogar. De su zurrón tomó un birimbao, se llevó el instrumento a la boca, sacó algunos sonidos preparatorios a modo de preludio y, acompañando la letra con gestos grotescos referidos al tema, cantó la siguiente canción:
I
Mi cabaña es tan pequeña
que no puedo en ella entrar,
el techo toco con la cabeza
y me tengo que agachar.
Luz de vela no necesito
para mi choza iluminar,
la luna entra, Dios bendito,
por las rendijas sin parar.
II
Una esterilla es mi cama,
y mi almohada una madera,
arak bebo en mi calabaza
pero sólo en día de fiesta.
Cuando mi mujer en casa
el sábado quiere cenar,
una banana entre cenizas
sólo tengo para asar.
III
Mi choza está siempre abierta;
¿para qué la voy a cerrar?
no tiene llave la puerta;
¿mi baúl, quién va a robar?
Pero el domingo con la paga
compro un poco de tabaco,
con él fumo toda la semana
y me olvido del trabajo.
Convendría que el lector hubiera vivido entre aquella raza de hombres simples y primitivos, para quienes todo es motivo de sensación, para hacerse una idea del efecto producido por la can-ción de Antonio, a pesar de la pobreza de las rimas y la simplicidad de las ideas. Tras la primera y la segunda estrofa hubo risas y aplausos. Tras la tercera, hubo gritos, vivas y hurras. Únicamente el" oven negro que había manifestado su desprecio hacia Antonio se encogió de hombros con una mueca de disgusto.
En cuanto a Antonio, en lugar de disfrutar de su éxito, como habría sido de esperar, y de pavonearse por los aplausos recibidos, apoyó los codos en las rodillas, dejó caer la cabeza entre las manos y pareció entregarse a una profunda meditación. Y como Antonio era el animador obligado, con su silencio la tristeza volvió a invadir al grupo. Le rogaron que contara alguna historia o que cantara otra canción, pero él hizo oídos sordos, y ni las más insistentes súplicas obtuvieron otra respuesta que aquel silencio obstinado e incomprensible.
Al fin, uno de los que se encontraban más cerca de él, dándole golpecitos en el hombro, le preguntó:
-¿Qué te ocurre, malayo? ¿Estás muerto?
-No -contestó Antonio-. Estoy muy vivo.
-Pues entonces, ¿qué haces?
-Estoy pensando.
-¿Y en qué piensas?
-Pienso -dijo Antonio- que la hora de la berloque es un buen momento. Cuando el buen Dios ha apagado el sol y llega la hora de la berloque, todo el mundo trabaja a gusto, porque cada cual trabaja para sí mismo, aunque haya perezosos que pierden el tiempo fumando, como tú, Tukal, o glotones que se entretienen asando bananas, como tú, Cambeba. Pero como te digo, los hay que trabajan. Tú, Castor, por ejemplo, haces sillas; tú, Bonhomme, haces cucharas de madera; tú, Nazim, fabricas tu pereza.
-Nazim hace lo que quiere -respondió el joven negro-. Nazim es el ciervo de Anjuán, como Laíza es el león, y lo que hagan leones y ciervos no es asunto de serpientes.
Antonio se mordió los labios. Luego, tras un momento de silencio durante el cual pareció que la estridente voz del joven esclavo seguía vibrando, continuó:
-Pensaba, pues, y os decía que la hora de la berloque es un buen momento. Pero para que no sea una fatiga para ti, Castor o para ti, Bonhomme, para que el humo del tabaco te sepa mejor, Tukal, para que no te duermas mientras tienes la banana al fuego, Cambeba, es necesario que alguien os explique historias o que os cante canciones.
-Es cierto -dijo Castor-, y Antonio sabe unas historias muy bonitas y canta unas canciones muy lindas.
-Pero cuando Antonio no canta sus canciones y no cuenta sus historias -dijo el malayo-, ¿qué pasa? Que todo el mundo se duerme, porque todo el mundo está cansado del trabajo de la semana. Entonces ya no hay berloque: tú, Castor, ya no haces sillas de bambú; tú, Bonhomme, ya no haces cucharas de madera; tú, Tukal, dejas que se te apague la pipa, y tú, Cambeba, dejas que se te queme la banana, ¿no es cierto?
-Es cierto -contestaron a coro no sólo los interpelados, sino todo el grupo de esclavos, menos Nazim, que seguía guardando un desdeñoso silencio.
-Entonces, debéis estar agradecidos al que os explica bonitas historias para manteneros despiertos, y os canta bonitas canciones para haceros reír.
-¡Gracias, Antonio, gracias! -gritaron todas las voces.
-Además de Antonio, ¿quién es capaz de contaros historias?
-Laíza, él también sabe unas historias muy bonitas.
-Sí, pero son historias que os hacen temblar.
-Es verdad -contestaron los negros.
-Y además de Antonio, ¿quién puede cantaros canciones?
-Nazim, él también sabe unas canciones muy bonitas.
-Sí, pero son canciones que os hacen llorar.
-Es verdad -dijeron los negros.
-O sea que sólo Antonio sabe canciones e historias que os hagan reír.
-Eso también es verdad -reconocieron los negros.
-¿Y quién os cantó canciones hace cuatro días?
-Tú, malayo.
-¿Quién os contó una historia hace tres días?
-Tú, malayo.
-¿Quién os cantó una canción anteayer?
-Tú, malayo.
-¿Quién os contó una historia ayer?
-Tú, malayo.
-Y hoy, ¿quién os ha cantado ya una canción y os va a contar una historia ahora?
-Tú, malayo, siempre tú.
-Entonces, si es gracias a mí que os divertís al trabajar, que tenéis más placer al fumar, que no os dormís al asar las bananas, es justo que yo, que no puedo hacer nada porque me sacrifico por vosotros, es justo que, por mis fatigas, reciba algo.
Esta observación razonable afectó a todo el mundo; sin embargo, nuestra condición de historiadores veraces nos obliga a confesar que sólo algunas voces, procedentes de los corazones más cándidos del grupo, respondieron afirmativamente.
- Así pues -continuó Antonio-, es justo que Tukal me dé un poco de tabaco para fumar en mi cachimba, ¿no es cierto, Cambeba?
- Es justo -exclamó Cambeba, encantado de que la contribución recayera en otro y no en él.
Y Tukal se vio obligado a compartir su tabaco con Antonio.
-Bueno -prosiguió Antonio-, el otro día perdí mi cuchara de madera. No tengo dinero para comprarme una, porque en vez de trabajar os he cantado canciones y contado cuentos. Así pues, es justo que Bonhomme me dé una cuchara de madera para comerme la sopa, ¿no es cierto, Tukal?
-Es justo -exclamó Tukal, encantado de no ser el único en pagar a Antonio.
Y Antonio tendió la mano a Bonhomme, quien le dio la cuchara que acababa de terminar.
-Ahora -continuó Antonio- tengo tabaco para fumar mi cachimba y tengo una cuchara para comerme la sopa, pero no tengo dinero para comprar algo con qué hacer el caldo. Así pues, es justo que Castor me dé ese lindo taburete que está trabajando, para que lo pueda vender en el mercado y me compre un pedacito de buey. ¿No es cierto, Tukal? ¿No es cierto, Bonhomme? ¿No es cierto, Cambeba?
-¡Sí! -exclamaron Tukal, Bonhomme y Cambeba-. ¡Es justo!
Y Antonio arrancó de las manos de Castor, un poco queriendo y un poco a la fuerza, el taburete cuyo último bambú acababa de clavar.
-Bueno -continuó Antonio-, he cantado una canción que ya me ha cansado, y os voy a contar una historia que me cansará aún más. Así pues, es justo que reponga fuerzas comiendo algo. ¿No es cierto, Tukal? ¿No es cierto, Bonhomme? ¿No es cierto, Castor?
-¡Sí! -respondieron con una sola voz los tres contribuyentes. A Cambeba le pasó una idea terrible por la cabeza.
-Pero -dijo Antonio enseñando una doble hilera de dientes, afilados y brillantes como los de un lobo- no tengo nada que llevarme a la boca.
Cambeba sintió que se le erizaba el pelo en la cabeza y alargó maquinalmente la mano hacia el fuego.
-Por lo tanto -continuó Antonio-, es justo que Cambeba me dé su banana. ¿No lo creéis así?
-¡Sí, sí! -gritaron a la vez Tukal, Bonhomme y Castor-. ¡Sí, es justo! ¡La banana, Cambeba! ¡La banana! Y todos se pusieron a corear:
-¡La banana, Cambeba!
El desdichado miró al grupo con cara asustada y se precipitó hacia el fuego para salvar su banana, pero, Antonio lo detuvo en el camino y, sujetándolo con una mano con una fuerza de la que nadie le habría creído capaz, agarró con la otra la cuerda con la que subían al granero los sacos de maíz y pasó el gancho por el cinturón de Cambeba, haciendo al mismo tiempo una señal a Tukal para que estirase del otro extremo de la cuerda. Tukal lo comprendió con una rapidez que decía mucho en favor de su inteligencia, y, cuando menos se lo esperaba, Cambeba se vio arrastrado hacia arriba y, ante la hilaridad de todos los reunidos, empezó a ser izado dando vueltas hacia el cielo. A unos diez pies del suelo, la ascensión se detuvo, y Cambeba permaneció suspendido, tendiendo aún sus manos crispadas hacia la desgraciada banana, por cuya posesión ya no tenía medios para luchar contra su enemigo.
-¡Bravo, Antonio! ¡Bravo! -gritaron todos los presentes desternillándose de risa, mientras él, ahora ya dueño indiscutible del objeto de la discusión, apartaba con cuidado las cenizas y extraía la banana humeante, asada al punto, y tan dorada que se le hacía la boca agua.
-¡Mi banana, mi banana! -gritó Cambeba con el tono del más profundo desespero.
-¡Aquí la tienes! -dijo Antonio alzando el brazo en su dirección.
-Yo muy lejos, no alcanzar.
-¿No la quieres?
-Yo no poder, no llegar allá.
-Entonces -contestó Antonio parodiando el habla del pobre hombre colgado-, entonces yo comer antes que banana pudrir.
Y empezó a mondar la banana con una ceremoniosidad tan cómica que las risas se hicieron convulsivas.
-Antonio -gritó Cambeba-, Antonio, tú por favor devolver banana a mí; banana ser pa mi pobre mujer, ella enferma, no poder comer otra cosa. Yo robado porque banana necesita.
-Los bienes robados nunca son aprovechados –respondió filosóficamente Antonio mientras seguía mondando la banana.
-¡Ay! ¡Pobre Narina, pobre Narina! Si no poder comer, pasar hambre, mucha hambre.
-Tened piedad de ese desdichado -dijo el joven negro de Anjouan, quien, entre la alegría de todos, era el único que había permanecido serio y melancólico.
-No es tan tonto -dijo Antonio.
-No te estoy hablando a ti -respondió Nazim.
-¿Pues a quién le hablas?
-Yo hablo con hombres.
-Pues bien, yo sí te hablo -prosiguió Antonio-, y te digo: cállate, Nazim.
-Desatad a Cambeba -insistió el joven negro en un tono de suprema dignidad que hubiera honrado a un rey.
Tukal, que sostenía la cuerda, se volvió hacia Antonio, indeciso sobre si debía obedecer. Pero, sin responder a su muda pregunta, el malayo repitió:
-Te he dicho: cállate, Nazim, y no te has callado.
-Cuando un perro ladra a mi lado, yo no le contesto y sigo mi camino. Tú eres un perro, Antonio.
-Ten cuidado, Nazim -dijo Antonio sacudiendo la cabeza-. Cuando tu hermano Laíza no está, tú no eres capaz de gran cosa. Estoy seguro de que no repetirías lo que has dicho.
-Eres un perro, Antonio -repitió el joven levantándose.
Todos los negros que estaban entre Nazim y Antonio se apartaron, de manera que el hermoso negro de Anjouan y el repulsivo malayo se encontraron uno frente al otro, pero a diez pasos de distancia.
-Eso lo dices de lejos, Nazim -dijo Antonio con los dientes apretados por la cólera.
-¡Y te lo repito de cerca! -exclamó él.
Y de un brinco se situó a dos pasos de Antonio. Luego, con voz despreciativa, mirada altiva y las aletas de la nariz abiertas, repitió por tercera vez:
-¡Eres un perro!
Un blanco se habría lanzado sobre su enemigo y lo habría asfixiado si en su poder hubiera estado. Antonio, por el contrario, dio un paso atrás, se dobló sobre sus largas piernas, se enroscó como un reptil, sacó una navaja del bolsillo de su chaqueta y la abrió.
Nazim vio su movimiento y adivinó su intención, pero sin dignarse hacer ni un gesto de defensa, de pie, mudo e inmóvil, esperó, semejante a un dios nubio.
El malayo le clavó la mirada durante unos instantes y luego se incorporó con la agilidad y la flexibilidad de una serpiente.
-¡Desdichado! -gritó-. ¡Laíza no está aquí!
-¡Laíza está aquí! -dijo una voz grave.
Quien había pronunciado estas palabras lo había hecho con su tono de voz habitual. No había añadido un solo gesto, ni las había acompañado con señal alguna y, sin embargo, al sonido de esta voz, Antonio se paró en seco, y su navaja, que no estaba más que a dos pulgadas del pecho de Nazim, cayó de su mano.
¡Laíza! -exclamaron todos los negros volviéndose hacia el recién llegado y adoptando al instante la actitud de obediencia.
Aquel hombre, que con sólo una palabra había causado una impresión tan poderosa en toda aquella gente y hasta en Antonio, era un hombre en la plenitud de la vida, de estatura normal, pero con unos miembros robustos y musculosos que anunciaban una fuerza colosal. Se mantenía de pie, inmóvil, con los brazos cruzados, y de sus ojos entrecerrados, como los de un león que medita, se escapaba una mirada brillante, tranquila e imperiosa. Viendo a todos aquellos hombres que, en un respetuoso silencio, esperaban una palabra o un gesto de aquel otro hombre, se hubiera podido creer que se trataba de una horda africana esperando a que su rey, con un movimiento de cabeza, declarase la guerra o la paz. No se trataba, sin embargo, más que de un esclavo entre otros tantos esclavos.
Tras permanecer varios minutos inmóvil como una estatua, Laíza alzó levemente la mano y la tendió hacia Cambeba que, desde la altura donde estaba colgado, había presenciado, mudo como los demás, la escena que se acababa de producir. Al punto Tukal soltó la cuerda, y Cambeba, con gran satisfacción, se encontró de nuevo en el suelo. Su primera preocupación fue ponerse a buscar su banana, pero en la confusión que lógicamente había seguido a la escena que acabamos de relatar la banana había desaparecido.
Durante la búsqueda, Laíza había salido, pero casi de inmediato volvió a entrar, cargando sobre sus hombros un cerdo marrón que dejó caer junto al fuego.
-Tened, hijos -dijo-, he pensado en vosotros, cortad y repartid.
Esta acción y las liberales palabras que la acompañaban tocaron dos cuerdas en el corazón de los negros, la gula y el entusiasmo, demasiado sensibles como para no producir el esperado efec-to. Todos corrieron a rodear el animal y se extasiaron a su manera.
-¡Oh! ¡Qué cena tan buena tendremos esta noche! -dijo un malabar.
-Es negro como un mozambiqueño -dijo un malgache.
-Está gordo como un malgache -dijo un mozambiqueño.
Pero, como es fácil imaginar, la admiración era un sentimiento demasiado ideal para que no dejara pronto su lugar a algo más positivo. En un abrir y cerrar de ojos, el animal fue despedazado; dejaron una parte en reserva para el día siguiente, y la otra la cortaron en finas lonchas que pusieron sobre las brasas y en pedazos un poco más sólidos que asaron delante del fuego.
Después cada cual recuperó el lugar donde estaba al principio, pero con una cara más alegre, pues todo el mundo estaba a la espera de una buena cena. Sólo Cambeba seguía de pie, triste y aislado en un rincón.
-¿Qué haces ahí, Cambeba? -preguntó Laíza.
-No hacer nada, papá Laíza -respondió Cambeba con tristeza.
Papá es, como todo el mundo sabe, un título de honor entre los negros, y todos los negros de la plantación, desde el más joven hasta el más viejo, daban este título a Laíza.
-¿Aún sientes dolor por haber estado colgado por la cintura? -preguntó el negro.
-¡Oh, no, papá! Yo no tan blando.
-¿Entonces estás triste?
Esta vez Cambeba respondió agitando la cabeza arriba y abajo en signo de afirmación.
-¿Y por qué estás triste? -preguntó Laíza.
-Antonio quitó mi banana, que yo robado pa mi mujer enferma, y ahora no tengo nada pa dar.
-Bueno, pues dale un trozo de este cerdo salvaje.
-Ella no comer carne, no, no capaz, papá Laíza.
-¡Eh! -dijo Laíza en voz alta-. ¿Quién tiene aquí una banana para darme?
Una docena de bananas aparecieron como por milagro de debajo de las cenizas. Laíza tomó la más hermosa y se la dio a Cambeba, quien se marchó con ella sin dar siquiera las gracias. Luego, dirigiéndose hacia Bonhomme, que era el dueño de la banana, dijo:
-No perderás nada, Bonhomme, porque, a cambio de la banana, te quedarás con la parte de carne de Antonio.
-¿Y yo? -dijo Antonio con descaro-, ¿yo qué tendré?
-Tú -dijo Laíza- te quedarás con la banana que le has robado a Cambeba.
-Pero ha desaparecido -replicó el malayo.
-Eso no es asunto mío.
-¡Bravo! -dijeron los negros-. Los bienes robados nunca son aprovechados.
El malayo se levantó, dirigió una mirada aviesa a los hombres que apenas unos minutos antes habían aplaudido sus persecuciones y que ahora aplaudían su castigo, y salió del cobertizo.
-Hermano -dijo Nazim a Laíza-, ándate con cuidado, le conozco bien y te jugará alguna mala pasada.
-Mejor que vayas tú con cuidado, Nazim; a mí no se atrevería a atacarme.
-Bueno, entonces, yo cuidaré de ti y tú cuidarás de mí-dijo Nazim-. Pero eso no es lo que importa ahora. Ya sabes que tenemos que hablar de otra cosa.
-Sí, pero no aquí.
-Salgamos, pues.
-Dentro de un momento: cuando todos estén ocupados cenando, nadie se fijará en nosotros.
-Tienes razón, hermano.
Y los dos negros se pusieron a charlar en voz baja de cosas intrascendentes. Pero en cuanto se terminó de asar la carne, aprovechando la preocupación que preside siempre la primera parte de una comida aderezada con buen apetito, salieron el uno tras el otro, sin que, en efecto, tal como había previsto Laíza, el resto del grupo notara su desaparición.
VIII
EL ATUENDO DEL NEGRO CIMARRÓN
Eran casi las diez. La noche, sin luna, era hermosa y estrellada como suelen serlo las noches tropicales en las postrimerías del verano. En el cielo se vislumbraban algunas de las constelaciones que nos son tan familiares desde nuestra infancia con el nombre de Osa Menor, Orión y las Pléyades, pero en una posición tan diferente de aquella en la que estamos habituados a verlas que un europeo no las habría reconocido fácilmente. En cambio, en medio de ellas, brillaba la Cruz del Sur, invisible en nuestro hemisferio boreal. El silencio de la noche sólo se veía turbado por el ruido que hacían, al roer la corteza de los árboles, los numerosos tenrecs que pueblan la zona del río Negro, por el canto de los jilgueros azules y los fondi jala, esas especies de currucas y ruiseñores de Madagascar, y por el sonido casi imperceptible de la hierba ya seca que se doblaba bajo los pies de los dos hermanos.
Los dos negros caminaban en silencio, mirando de vez en cuando a su alrededor con inquietud, deteniéndose para escuchar y reanudando luego la marcha. Cuando hubieron llegado a un lugar más frondoso, penetraron en una especie de bosquecillo de bambúes y, llegados al centro, se detuvieron, escuchando y mirando de nuevo alrededor. El resultado de esta última investigación fue, sin duda, más tranquilizador que las anteriores, pues intercambiaron una mirada de seguridad y se sentaron a los pies de un banano silvestre que desplegaba sus largas hojas, como un magnífico abanico, por entre las débiles hojas de los juncos que lo rodeaban.
-¿Y bien, hermano? -preguntó Nazim con ese sentimiento de impaciencia que Laíza había moderado ya antes, cuando le había querido interrogar en medio de los demás negros.
-¿Te mantienes en tu determinación, Nazim? -dijo Laíza.
-Más que nunca, hermano. Aquí me moriría, ya lo sabes. Hasta ahora he aceptado trabajar, yo, Nazim, yo, hijo de jefe, yo, tu hermano; pero estoy cansado de esta vida miserable: debo regresar a Anjouan o morir.
Laíza exhaló un suspiro.
-Anjouan está lejos de aquí -dijo.
-¿Qué importa? -respondió Nazim.
-Estamos en la estación de los vendavales.
-El viento nos impulsará más deprisa.
-Pero ¿y si vuelca la barca?
-Nadaremos mientras tengamos fuerzas, y cuando no podamos nadar más, miraremos por última vez al cielo donde nos espera el Gran Espíritu y nos ahogaremos uno en brazos del otro.
-¡Qué terrible! -dijo Laíza.
-Mejor eso que vivir como esclavos -dijo Nazim.
-Así pues, ¿quieres abandonar la Isla de Francia?
-Lo quiero.
-¿Arriesgando la vida?
-Arriesgando la vida.
-Hay diez probabilidades contra una de que no llegues a Anjouan.
-Hay una entre diez de que sí.
-Está bien -dijo Laíza-, que sea como tú quieras, hermano. De todas formas, reflexiona un poco más.
-Hace dos años que reflexiono. Cuando el jefe de los mongallos me capturó después de un combate, igual que te habían capturado a ti cuatro años antes, y me vendió a un capitán negrero, igual que te habían vendido a ti, en ese mismo instante, tomé mi decisión. Iba encadenado e intenté estrangularme con las cadenas; me clavaron en la bodega, y como quise romperme la cabeza contra la amurada del barco, me pusieron paja debajo de la cabeza; quise, entonces, dejarme morir de hambre, y me abrieron la boca y, no pudiendo darme de comer, me forzaron a beber.
Como tenían que venderme deprisa, me desembarcaron aquí, me dieron a mitad de precio, y aún resultaba caro, pues estaba decidido a precipitarme desde la primera montaña a la que subiese. De pronto, oí tu voz, hermano; de pronto, sentí mi corazón contra tu corazón; de pronto, sentí tus labios contra mis labios, y me sentí tan feliz que creí que podría vivir. Eso ha durado un año. Después, perdóname, hermano, tu amistad no ha sido bastante. He recordado nuestra isla, he recordado a mi padre, he recordado a Zirna. El trabajo que hacemos me parecía pesado al principio, luego se hizo humillante y luego imposible. Te dije entonces que quería huir, regresar a Anjouan, volver a ver a Zirna, volver a ver a mi padre, volver a ver nuestra isla; y tú fuiste bueno como siempre y me dijiste: «Tú descansa, Nazim, que eres débil, y yo, que soy fuerte, trabajaré.» Y llevas cuatro días saliendo todas las noches y trabajando mientras yo descanso. ¿No es así, Laíza?
-Sí, Nazim; pero escucha: valdría la pena esperar un poco -insistió Laíza alzando la frente-. Hoy somos esclavos, pero dentro de un mes, tres meses, un año, ¡quizá seamos los amos!
-Sí -dijo Nazim-, sí, conozco tus proyectos; sí, sé cuál es tu esperanza.
-Entonces -continuó Laíza-, ¿entiendes lo que sería ver a esos blancos, tan orgullosos y tan crueles, humillados y suplicantes a su vez? ¿Entiendes lo que sería hacerles trabajar doce horas al día? ¿Entiendes lo que sería golpearlos, azotarlos con una vara, romperles la espalda a bastonazos? Ellos son doce millones y nosotros ochenta mil. El día en que nos contemos, ellos estarán perdidos.
-Te diré lo que me has dicho antes, Laíza: hay diez probabilidades contra una de que no lo consigas...
-Pero te contestaré lo mismo que tú, Nazim: hay una entre diez de que sí lo consiga. Quedémonos...
-No puedo, Laíza, no puedo. He visto el alma de mi madre y me ha dicho que regrese a mi país.
-¿La has visto?
-Sí, desde hace quince días, todas las noches, un fondijala viene a posarse por encima de mi cabeza: es el mismo que cantaba en Anjouan sobre su tumba. Ha cruzado el mar con sus alitas y ha venido: he reconocido su canto. Escúchalo, aquí está.
En efecto, en ese preciso instante, un ruiseñor de Madagascar posado en la rama más alta del macizo de árboles al pie del cual estaban recostados Laíza y Nazim empezó su melodiosa canción por encima de los dos hermanos. Los dos escucharon, con la cabeza melancólicamente inclinada, hasta que el músico nocturno se interrumpió y alzó el vuelo en dirección a la patria de los dos esclavos, emitiendo las mismas melodías a cincuenta pasos de distancia. Luego, volando de nuevo en la misma dirección, repitió por última vez su canto, eco lejano de la patria, pero ya a esa distancia sólo se podían captar apenas las notas más elevadas; luego volvió a volar, pero esta vez tan lejos, tan lejos, que los dos exiliados escucharon en vano, ya no se oía nada.
-Ha regresado a Anjouan -dijo Nazim-, seguirá viniendo así a llamarme y a mostrarme el camino hasta que yo mismo regrese.
-Vete, pues -dijo Laíza.
-¿Así? -preguntó Nazim.
-Todo está dispuesto. En uno de los lugares más desiertos del río Negro, frente al cerro, escogí uno de los árboles más grandes que pude encontrar. En su tronco tallé una canoa y dos remos con sus ramas, lo he serrado por encima y por debajo de la canoa, pero lo he dejado en pie por miedo a que se dieran cuenta de que su cima faltaba entre las otras cimas; ahora ya sólo hay que empu-jarlo para que caiga, arrastrar la canoa hasta el río y dejar que la corriente lo lleve y, puesto que te quieres ir, Nazim, pues bien, esta noche te irás.
-Pero, hermano, ¿acaso no vienes tú conmigo? -preguntó Nazim.
-No -dijo Laíza-, yo me quedo. Nazim lanzó un profundo suspiro.
-¿Y qué es lo que te impide regresar conmigo al país de nuestros padres? -preguntó Nazim tras un momento de silencio.
-Lo que me impide regresar, Nazim, ya te lo he dicho: desde hace más de un año tenemos decidido rebelarnos, y nuestros amigos me eligieron jefe de la revuelta. No puedo traicionarlos abandonándolos.
-No es eso lo que te retiene, hermano -dijo Nazim negando con la cabeza-, es otra cosa.
-¿Y qué otra cosa crees tú que me retiene, Nazim?
-La rosa del río Negro -respondió el joven mirando fijamente a Laíza.
Éste se estremeció. Luego, tras un instante de silencio, dijo:
-Es verdad, la amo.
-¡Pobre hermano! -continuó Nazim-. ¿Y cuál es tu proyecto?
-No tengo ninguno.
-¿Y tu esperanza?
-Verla mañana, como la vi ayer, como la he visto hoy.
-Y ella, ¿sabe que existes?
-Lo dudo.
-¿Te ha dirigido alguna vez la palabra?
-Jamás.
-¿Y la patria?
-La he olvidado.
-¿Y Nessalí?
-Ya no me acuerdo.
-¿Y nuestro padre?
Laíza dejó caer la cabeza entre sus manos. Luego, al cabo de unos instantes, le contestó:
-Escucha, todo lo que pudieras decirme para hacerme marchar sería tan inútil como todo lo que yo te he dicho para que te quedes. Ella lo es todo para mí, ¡familia y patria! Necesito verla para vivir, tanto como necesito el aire que ella respira para respirar. Sigamos, pues, cada uno nuestro camino. Nazim, regresa a Anjouan; yo me quedo aquí.
-Pero ¿qué le diré a mi padre cuando me pregunte por qué Laíza no ha regresado?
-Le dirás que Laíza ha muerto -respondió el negro con voz sofocada.
-No me creerá -dijo Nazim sacudiendo la cabeza.
-¿Y por qué?
-Me dirá: «Si mi hijo estuviera muerto, yo habría visto el alma de mi hijo; el alma de Laíza no ha visitado a su padre: Laíza no ha muerto.»
-Pues le dirás que amo a una muchacha blanca -dijo Laíza- y me maldecirá. Pero abandonar la isla mientras ella esté aquí, ¡jamás!
-El Gran Espíritu me inspirará, hermano -respondió Nazim levantándose-. Condúceme hasta la canoa.
-Espera -dijo Laíza.
Y el negro avanzó hacia el tronco vacío de un mapú, extrajo de él un trozo de vidrio y una calabaza llena de aceite de coco.
-¿Qué es eso? -preguntó Nazim.
-Escucha, hermano -dijo Laíza-, es posible que con la ayuda de los remos y un buen viento consigas llegar, en ocho o diez días, a Madagascar o incluso a la Gran Tierra. Pero es posible que, mañana o pasado mañana, un vendaval te devuelva a la costa. Para entonces tu desaparición ya será conocida, habrán dado tu descripción por toda la isla y estarás obligado a hacerte cimarrón y huir de bosque en bosque, de peñasco en peñasco.
-Hermano, me llamaban el ciervo de Anjouan, igual que a ti te llamaban el león -dijo Nazim.
-Sí, pero, al igual que el ciervo, puedes caer en una trampa.
En ese caso no debes dejar que te atrapen, tienes que deslizarte entre sus manos. Aquí tienes un trozo de vidrio para cortarte el pelo, aquí tienes aceite de coco para engrasarte el cuerpo. Ven, hermano, voy a preparar tu atuendo de negro cimarrón.
Nazim y Laíza llegaron a un claro y, a la luz de las estrellas, Laíza, con la ayuda del vidrio, comenzó a cortarle el pelo a su hermano tan presta y diestramente como podría haberlo hecho, con la mejor navaja, el barbero más hábil. Una vez terminada esta operación, Nazim se despojó de su camisa y su hermano le aplicó sobre los hombros una porción del aceite de coco que contenía la calabaza, y el joven se la extendió con la mano por todas las partes de su cuerpo. Untado así de los pies a la cabeza, el bello negro de Anjouan parecía un atleta de la antigüedad preparándose para el combate.
Pero era precisa una prueba para tranquilizar por completo a Laíza. Como Alcidamas detenía un caballo por las patas traseras, y el caballo intentaba en vano escapar de sus manos, así Laíza, como Milón de Crotona, detenía un toro por los cuernos y se lo cargaba a los hombros o lo derribaba a sus pies. Si Nazim escapaba de él, escaparía de todo el mundo. Laíza asió a su hermano por el brazo y apretó los dedos con toda la fuerza de sus músculos de hierro. Nazim, por su parte, hizo fuerza con su brazo, y su brazo se escurrió entre los dedos de Laíza como una anguila en la mano de un pescador. Laíza agarró a su hermano por el torso y lo apretó contra su pecho como Hércules había apretado a Anteo; Nazim apoyó sus manos en los hombros de Laíza y se deslizó entre sus brazos y su pecho como una serpiente se desliza entre las garras de un león. Sólo entonces el negro quedó tranquilo; Nazim no podía ser atrapado por sorpresa, y, a la carrera, podría fatigar incluso al animal cuyo nombre llevaba.
Entonces Laíza dio a Nazim la calabaza llena en sus tres cuartas partes de aceite de coco, encareciéndole que la guardara más celosamente que las raíces de yuca que debían apagar su hambre y el agua que debía calmar su sed. Nazim ató la calabaza a una correa y ató la correa a su cintura. Luego ambos hermanos interrogaron al cielo y, viendo por la posición de las estrellas que debía de ser al menos medianoche, tomaron el camino del cerro del río Negro y desaparecieron en los bosques que cubren la base de las Trois-Mamelles. Pero detrás de ellos, a veinte pasos del macizo de bambúes donde había tenido lugar toda la conversación que acabamos de relatar entre los dos hermanos, un hombre que hasta entonces, por su inmovilidad, podría haber sido confundido con un tronco de los árboles entre los que se había agazapado, se levantó lentamente, se deslizó como una sombra en la espesura, apareció un instante en la linde de la selva y, tras dirigir a los dos hermanos un gesto de amenaza, se lanzó, en cuanto hubieron desaparecido, en dirección a Port-Louis.
Ese hombre era el malayo Antonio, que había prometido vengarse de Laíza y de Nazim, e iba a cumplir su palabra.
Y ahora, por muy veloz que vaya con sus largas piernas, debemos, si nuestros lectores nos lo permiten, llegar antes que él a la capital de la Isla de Francia.
IX
LA ROSA DEL RÍO NEGRO
Después de pagar a Miko-Miko el abanico chino cuyo precio, para gran asombro suyo, le había dicho Georges, la muchacha a la que vimos durante un instante en el umbral de la puerta había entrado en casa seguida por su aya, mientras su negro ayudaba al vendedor a cargar con su mercancía. Feliz con la adquisición del día, cuyo destino era ser olvidada al día siguiente, se había dirigido, con ese paso grácil y despreocupado que tanto encanto da a las mujeres criollas, a tumbarse sobre un vasto sofá, cuyo destino era, muy evidentemente, servir de cama tanto como de asiento. Dicho mueble estaba situado al fondo de un encantador saloncito abigarrado de porcelanas de China y jarrones de Japón; la tapicería que cubría las paredes estaba confeccionada con esa hermosa indiana que los habitantes de la Isla de Francia obtienen de la costa de Coromandel y que llaman patna. Como es de rigor en los países cálidos, las sillas y los sillones eran de caña; dos ventanas que se abrían frente por frente, la una dando a un patio plantado de árboles y la otra sobre una gran leñera, dejaban pasar, a través de las esteras de bambú que hacían las veces de persianas, la brisa del mar y el perfume de las flores.
Apenas se había recostado la joven sobre el sofá cuando una cotorrita verde de cabeza gris, grande como un gorrión, salió volando de su percha y se posó en su hombro, donde se entretuvo picoteando el borde del abanico que su ama, con un movimiento maquinal, se entretenía, por su parte, en abrir y cerrar. Decimos con un movimiento maquinal, porque era evidente que ya no era en su abanico, por precioso que fuera, en lo que estaba pensando la muchacha. En efecto, sus ojos, en apariencia fijos en un punto de la habitación donde nada destacable justificaba tanta atención, habían dejado de ver, era evidente, los objetos presentes para seguir algún sueño de su pensamiento. Es más, sin duda ese sueño tenía para ella la apariencia de la realidad, pues de vez en cuando una leve sonrisa pasaba por su rostro y sus labios se agitaban, respondiendo con un lenguaje mudo a algún mudo recuerdo. Esta preocupación estaba demasiado lejos de las costumbres de la joven para que el aya no la advirtiese de inmediato. Así, tras observar en silencio durante unos instantes los cambios en el semblante de su pupila, mami Henriette preguntó:
-¿Qué tienes, mi querida Sara?
-¿Yo? Nada -respondió la joven sobresaltándose como una persona a la que se despierta de golpe-. Ya lo ves, estoy jugando con la cotorra y el abanico, nada más.
-Sí, ya lo veo, estás jugando con la cotorra y el abanico; pero por cierto que en el momento en que te he sacado de tu ensoñación no pensabas ni en la una ni en el otro.
-¡Oh, mami Henriette! Te juro que...
-No tienes por costumbre mentir, Sara, y menos conmigo -interrumpió la institutriz-. ¿Por qué empezar hoy?
Las mejillas de la muchacha se cubrieron de un vivo rubor. Luego, tras un momento de vacilación dijo:
-Tienes razón -le dijo-; pensaba en otra cosa.
-¿En qué pensabas?
-Me preguntaba quién podía ser ese joven que ha pasado por aquí tan a propósito para sacarnos del apuro. No lo había visto nunca antes de hoy, y sin duda habrá llegado con el barco que ha traído al gobernador. ¿ Qué hay de malo en que piense en ese joven?
-Nada, niña mía, no hay nada de malo; pero decirme que pensabas en otra cosa era una mentira.
-He hecho mal -dijo la muchacha-, perdóname. Adelantó la cara hacia su aya, quien, por su parte, se inclinó hacia ella y la besó en la frente.
Ambas permanecieron un instante en silencio, pero como mami Henriette, en su condición de inglesa severa, no quería que la imaginación de su alumna se detuviera demasiado tiempo en el recuerdo del joven, y como Sara, por su parte, sentía un cierto embarazo al estar callada, las dos volvieron a abrir la boca al mismo tiempo para abordar otro tema de conversación. Pero sus pri-meras palabras chocaron unas contra otras, y como cada una se paró para dejar hablar a la otra, el resultado del atropellamiento de palabras fue otro momento de silencio. Esta vez fue Sara quien lo rompió.
-¿Qué querías decir, mami Henriette? -preguntó la muchacha.
-Pero tú, Sara, estabas diciendo algo. ¿Qué decías?
-Decía que me gustaría saber si nuestro nuevo gobernador es un hombre joven.
-Y, de ser así, te alegrarías, ¿no es cierto?
-Sin duda. Si es joven, dará cenas, fiestas, bailes, y así animará un poco nuestro desgraciado Port-Louis, que es tan triste. ¡Ay! ¡Bailes, sobre todo! ¡Si pudiera dar bailes!
-¿Así que te gusta bailar, mi niña?
-¡Oh! ¡Que si me gusta! -exclamó la joven.
Mami Henriette sonrió.
-¿También está mal que me guste bailar? -preguntó Sara.
-Está mal, Sara, que hagas las cosas como tú las haces, con pasión.
-¿Qué quieres, aya? -dijo Sara en ese tono mimoso lleno de encanto que sabía adoptar en ocasiones-. Soy así: amo u odio, y no sé ocultar ni mi amor ni mi odio. ¿No me has dicho muchas veces que la disimulación era un defecto muy feo?
-Sin duda; pero entre disimular tus sentimientos y abandonarte sin freno a tus deseos, diría que casi a tus instintos -respondió la grave inglesa, a quien los razonamientos espontáneos de su pupila embarazaban a veces casi tanto como la inquietaban los impulsos de su naturaleza primitiva en otros momentos-, hay una gran diferencia.
-Sí, sé que me lo has dicho muy a menudo, mami Henriette.
Sé que las mujeres de Europa, al menos esas a las que se llama mujeres comme il faut, han hallado un admirable punto medio entre la franqueza y el disimulo: es el silencio de la voz y la inmovilidad del rostro. Pero en cuanto a mí, querida aya, no hay que ser demasiado exigente. Yo no soy una mujer civilizada, soy una pequeña salvaje criada en medio de grandes bosques y a la orilla de grandes ríos. Si lo que veo me gusta, lo deseo, y si lo deseo, lo quiero. Y además, me habéis mimado un poco, mami Henriette, y tú tanto como los demás; eso me ha hecho caprichosa. Cuando he pedido, casi siempre se me ha dado; y cuando por casualidad se me ha negado algo, lo he tomado yo misma, y me han dejado hacerlo.
-¿Y cómo se arreglará eso, cuando, con tan bonito carácter, sea usted la esposa del señorito Henri?
-¡Oh! Henri es un buen muchacho. Ya hemos convenido -explicó Sara con la mayor inocencia- que le dejaré hacer lo que quiera, y que yo también haré lo que desee. ¿No es cierto, Henri? -continuó volviéndose hacia la puerta, que en ese momento se abría para dar paso al señor de Malmédie y a su hijo.
-¿Qué hay, mi querida Sara? -preguntó el joven acercándose a ella y besándole la mano.
-¿Verdad que, cuando estemos casados, no me contrariarás nunca y me darás siempre aquello que me cause placer?
-¡Maldición! -dijo el señor de Malmédie-. ¡Menuda mujercita que ya pone condiciones por anticipado!
-¿Verdad que -continuó Sara- si me apetece ir al baile me llevarás siempre y te quedarás conmigo hasta que yo quiera, al contrario de esos malos esposos que se van después de la séptima u octava contradanza? ¿Verdad que podré cantar cuando quiera; que podré pescar cuando quiera; que si me gusta un bonito sombrero de Francia, un precioso chal de la India o un hermoso caballo inglés o árabe, me los comprarás?
-Sin duda -dijo Henri sonriendo-. Pero a propósito de caballos árabes, hoy hemos visto dos muy hermosos, y me alegro de que no los hayas visto, Sara, porque, como probablemente no están en venta, si por azar te hubieras encaprichado de ellos, no te los habría podido dar.
-Yo también los he visto -dijo Sara-. ¿No pertenecen a un hombre de unos veinticinco o veintiséis años, un extranjero moreno de lindos cabellos y hermosos ojos?
-¡Diablos, Sara! -dijo Henri-. Parece que te has fijado más en el caballero que en los caballos.
-Es muy simple, Henri: el caballero se ha acercado a mí y me ha hablado, mientras que a los caballos los he visto a una cierta distancia ¡y ni siquiera han relinchado!
-¡Cómo! ¿Ese hombre te ha hablado, Sara? ¿Y con qué motivo? -inquirió Henri.
-Sí, ¿con qué motivo? -preguntó el señor de Malmédie.
-En primer lugar -dijo Sara-, no he notado en él fatuidad alguna, y mami Henriette que estaba conmigo tampoco la ha notado. Respecto a con qué motivo me ha hablado, ¡Dios mío!, nada más sencillo: volvía de la iglesia cuando, en el umbral de casa, he visto que había un chino esperándome con sus dos cestos cargados de estuches, abanicos, monederos y un montón de cosas más. Le he preguntado el precio de este abanico... ¿Ves qué bonito es, Henri?
-¿Y qué más? -preguntó el señor de Malmédie-. Todo eso no nos dice cómo es que ese hombre te ha hablado.
-Ya voy a eso, tío, ya voy -respondió Sara-. Decía que le estaba preguntando el precio, pero había un inconveniente para que me lo dijera: el buen hombre no hablaba más que chino. Mami Henriette y yo estábamos muy apuradas, preguntando a cuantos nos rodeaban para ver los lindos objetos que el vendedor había expuesto, si no habría entre los presentes alguien que pudiera servirnos de intérprete. Entonces el joven se ha adelantado y, poniéndose a nuestra disposición, ha hablado con el vendedor en su lengua, y volviéndose hacia nosotras nos ha dicho: «Ochenta piastras.» No es caro, ¿verdad, tío?
-¡Hum! -hizo el señor de Malmédie-. Es el precio que pagábamos por un negro antes de que los ingleses prohibiesen la trata.
-¿Entonces ese señor habla chino? -preguntó Henri con asombro.
-Sí -respondió Sara.
-¡Vaya, padre! -exclamó Henri echándose a reír-. ¡Vaya! ¿Qué le parece? ¡Habla chino!
-Bueno, ¿qué hay de risible en ello? -preguntó Sara.
-¡Oh! Nada en absoluto -contestó Henri abandonando por completo a su hilaridad-. ¡Qué talento tan encantador posee ese extranjero, y qué hombre tan afortunado! Puede charlar con las cajas de té y los biombos.
-Es un hecho que el chino es una lengua poco extendida -respondió el señor de Malmédie.
-Será un mandarín -dijo Henri, que seguía divirtiéndose a expensas del joven extranjero, cuya altiva mirada se le había quedado clavada en el corazón.
-En todo caso -respondió Sara-, será un mandarín ilustrado, do, pues después de hablar en chino con el vendedor, me ha hablado en francés a mí y en inglés a mami Henriette.
-¡Diablos! ¿O sea que ese buen mozo habla todas las lenguas? -dijo el señor de Malmédie-. Necesitaría un hombre así para mis negocios.
-Desgraciadamente, tío -dijo Sara-, me parece que ese hombre debe de haber estado al servicio de alguien que le hará despreciar a todos los demás.
-¿De quién?
-Del rey de Francia. ¿No ha visto que en el ojal lleva la cinta de la Legión de Honor, junto con otra cinta más?
-¡Oh! Hoy en día esas cintas se dan sin que aquel que las recibe haya tenido que ser militar.
-Aun así, en general, es preciso que la persona a quien se le da sea un hombre distinguido -replicó Sara, molesta sin saber por qué, y defendiendo al extranjero por ese instinto, tan natural en los corazones simples, de defender a quienes se ataca injustamente.
-Bueno -dijo Henri-, ¡habrá sido condecorado porque sabe chino! Nada más.
-Sea como fuere, pronto conoceremos todo eso -respondió el señor de Malmédie en un tono que probaba que no se daba cuenta de la riña que había entre los dos jóvenes-, pues ha llegado en el barco del gobernador y, como nadie viene a la Isla de Francia para irse al día siguiente, sin duda tendremos el placer de tenerlo entre nosotros durante algún tiempo.
En ese momento, entró un criado llevando una carta con el sello del gobernador que acababan de traer de parte de lord Murrey. Era una invitación para el señor de Malmédie, para Henri y para Sara a la comida que tendría lugar el lunes siguiente y al baile que debía seguir a la comida.
Las dudas de Sara en cuanto al gobernador se habían despejado. Tenía que ser un hombre muy agradable si su primera acción era invitarles a una comida y un baile. Así es que Sara lanzó un grito de alegría ante la idea de pasar toda una velada bailando. Además venía muy a propósito, ya que el último barco llegado de Francia le había traído unos deliciosos aderezos de tela con flores artificiales que le habían causado sólo la mitad del placer que le habrían debido causar, pues al recibirlas no sabía cuándo se le presentaría la ocasión de lucirlos.
En cuanto a Henri, esta noticia, a pesar de la dignidad con que la recibió, no le fue en realidad indiferente. Se consideraba, y con razón, uno de los jóvenes más apuestos de la colonia y, por mucho que el matrimonio con su prima estuviese ya convenido, por mucho que fuera su prometido, no dejaba, entretanto, de coquetear con las demás mujeres, lo cual le resultaba fácil, por otra parte, puesto que Sara, bien por despreocupación, bien por costumbre, nunca había manifestado a este respecto la menor señal de celos.
El señor de Malmédie padre, por su parte, quedó henchido de orgullo ante aquella invitación, que releyó tres veces y que le daba una idea más elevada aún de su propia importancia, pues apenas dos o tres horas después de la llegada del gobernador, se veía ya invitado a comer con él, honor que concedía, con toda probabilidad, sólo a los más notables de la isla.
Por lo demás, aquello provocó un cambio en las disposiciones de la familia Malmédie. Henri había organizado una gran cacería de ciervos para el domingo y el lunes siguientes en la región de la Sabana, que en aquella época, como estaba aún desierta, tenía abundante caza; y como la cacería debía tener lugar, en parte, en las propiedades de su padre, había invitado a una docena de amigos suyos a reunirse el domingo por la mañana en una encantadora casa de campo que poseía a orillas del río Negro, una de las zonas más pintorescas de la isla. Ahora, en cambio, era imposible mantener los días indicados, puesto que uno de esos días era el designado por el gobernador para su baile. Se hacía, pues, urgente adelantar la cacería en veinticuatro horas, y no sólo para los señores de Malmédie, sino para una parte de sus invitados que, lógicamente, también debían de estar invitados a la recepción de lord Murrey. Henri regresó, pues, a su casa para escribir una docena de cartas, que el negro Bijou se encargó de llevar a sus respectivas direcciones, anunciando a los cazadores la modificación realizada sobre el primer proyecto.
El señor de Malmédie, por su parte, se despidió de Sara con el pretexto de una cita de negocios, pero en realidad se iba para anunciar a sus vecinos que dentro de tres días podría decirles francamente su opinión sobre el nuevo gobernador, dado que el lunes siguiente iba a comer con él.
En cuanto a Sara, declaró que en una circunstancia tan inesperada y tan solemne tenía demasiados preparativos que hacer como para irse con los señores el sábado por la mañana, y que se limitaría a reunirse con ellos el sábado por la noche o el domingo por la mañana.
El resto de la jornada y toda la del día siguiente transcurrieron como lo había previsto Sara, ocupada con los preparativos para tan importante velada, pero gracias a la serenidad que aportó mami Henriette a todas sus disposiciones, el domingo por la mañana la muchacha pudo partir tal como lo había prometido a su tío. Lo importante ya estaba hecho, se había probado el vestido, y la costurera, mujer bregada, respondía que el día siguiente por la mañana Sara se lo encontraría hecho. Si faltase algo, todavía quedaba una parte del día para las correcciones. Sara partía, pues, con el más alegre de los ánimos; después de la danza, que es lo que más le gustaba en el mundo, lo segundo era el campo. En efecto, el campo le ofrecía la libertad de la pereza o el capricho del movimiento que aquel corazón de deseos tan extremos jamás hallaba en la ciudad; por ello, en el campo, Sara no reconocía ninguna autoridad, ni siquiera la de mami Henriette, la persona que, a fin de cuentas, más influencia tenía sobre ella. Si su estado de ánimo le pedía pereza, escogía un hermoso paraje, se tendía sobre una mata de yambos o de pomelos y allí vivía de la vida de las flores, absorbiendo el rocío, el aire y el sol por todos los poros, escuchando el canto de los jilgueros azules y los fondi jala, entreteniéndose mirando a los monos saltar de una rama a otra o colgarse de la cola, siguiendo con la mirada, en sus graciosos y rápidos movimientos, a esos lindos lagartos verdes con motas y rayas rojas, tan comunes en la Isla de Francia que a cada paso que daba salían tres o cuatro huyendo. Allí se pasaba horas enteras, entrando, por así decir, en comunicación con toda la naturaleza, escuchando sus mil ruidos diferentes, estudiando sus mil aspectos, comparando sus mil armonías. Si su estado de ánimo, por el contrario, le pedía movi-miento, dejaba de ser una jovencita; era una gacela, era un pájaro, era una mariposa. Saltaba arroyos persiguiendo libélulas de cabezas resplandecientes como rubíes; se asomaba a los precipicios para agarrar plantas de anchas hojas, donde las gotas de rocío tiemblan como glóbulos de mercurio; pasaba, cual ondina, bajo una cascada cuya polvareda húmeda la envolvía como una gasa; y entonces, al contrario de las demás mujeres criollas, cuya tez mate difícilmente toma color, sus mejillas se cubrían de un encarnado tan vivo que los negros, acostumbrados a dar a cada cosa un nombre descriptivo con su lenguaje poético y florido, llamaban a Sara «la rosa del río Negro».
Así pues, como decíamos, Sara era muy feliz, pues tenía en perspectiva, para aquel mismo día y para el siguiente, las dos cosas que más le gustaban en el mundo, a saber, el campo y la danza.
X
EL BAÑO
En aquella época, la isla no estaba todavía, como hoy, cortada por caminos que permiten llegar en coche a las diferentes zonas de la colonia, y los únicos medios de transporte eran los caballos o el palanquín. Cada vez que Sara se desplazaba al campo con Henri y el señor de Malmédie, elegía sin dudar un momento ir a caballo, pues la equitación era uno de los ejercicios más familiares a la muchacha. Pero cuando viajaba con la única compañía de mami Henriette, tenía que renunciar a ese medio de locomoción, al cual la grave inglesa prefería con mucho el palanquín. Era, pues, en sendos palanquines portados por cuatro negros seguidos de un relevo de otros cuatro como Sara y su aya viajaban la una junto a la otra, lo suficientemente cerca como para poder charlar a través de las cortinas descorridas, mientras los porteadores, seguros de la propina, cantaban a voz en grito, revelando así a cuantos se cruzasen con ellos la generosidad de su joven ama.
Por lo demás, mami Henriette y Sara formaban el contraste físico y moral más acentuado que fuera posible imaginar. El lector ya conoce a Sara, la caprichosa jovencita de cabellos y ojos ne-gros, manos y pies de niña, cuerpo grácil y ondulante como el de una sílfide; que nos permita ahora decirle algunas palabras sobre mami Henriette.
Henriette Smith había nacido en la metrópoli: era hija de un profesor que, habiéndola destinado también a la educación, le había hecho aprender desde la infancia italiano y francés, idiomas que, gracias a su estudio juvenil, le eran tan familiares como su lengua materna. La enseñanza es, como todo el mundo sabe, un oficio en el que generalmente se amasa poca fortuna. Así pues, Jack Smith había muerto pobre, dejando a su hija Henriette llena de talento, pero sin un céntimo de dote, con lo cual la joven miss alcanzó la edad de veinticinco años sin encontrar marido.
En aquella época, una amiga suya, tan excelente música como ella era perfecta filóloga, propuso a la señorita Smith poner sus dos talentos en común y abrir un pensionado a medias.
La oferta era aceptable y fue aceptada. Pero aunque cada una de las dos socias puso en la educación de las niñas que les fueron confiadas toda la atención, todo el cuidado y toda la dedicación de las que eran capaces, el establecimiento no prosperó y sus dos dueñas se vieron obligadas a romper su asociación.
Entretanto, el padre de una de la discípulas de miss Henriette Smith, rico negociante de Londres, recibió del señor de Malmédie, con quien tenía tratos, una carta en la que le pedía un aya para su sobrina, ofreciendo a la institutriz unas muy ventajosas condiciones que compensaran el sacrificio de la expatriación. Esta carta fue comunicada a miss Henriette. La pobre mujer carecía por completo de recursos y no se sentía muy unida a un país donde no tenía más perspectiva que la de morir de hambre. Consideró la oferta que le hacían como una bendición del cielo, y se embarcó en el primer barco que zarpaba para la Isla de Francia, recomendada al señor de Malmédie como persona distinguida y digna de las mayores consideraciones. El señor de Malmédie la recibió como se merecía y la encargó de la educación de su sobrina Sara, que por entonces contaba nueve años de edad. La primera pregunta de miss Henriette al señor de Malmédie fue cuál era la educación que deseaba que su sobrina recibiera. El señor de Malmédie respondió que eso no era en absoluto asunto de él; que había traído a una institutriz para desembarazarse de esa preocupación, y que era ella, a quien le habían recomendado como persona muy culta, quien debía enseñar a Sara cuanto sabía. Añadió solamente, a modo de posdata, que la niña estaba destinada, para toda la eternidad y sin restricción, a convertirse en esposa de su primo Henri, y que por tanto era importante que no tomase afecto por nadie más. Esta decisión del señor de Malmédie con respecto a la unión de su hijo y su sobrina se debía no sólo al cariño que sentía por los dos, sino también a que Sara, huérfana desde los tres años, había heredado cerca de un millón, suma que debería doblarse durante la tutela del señor de Malmédie.
Al principio, Sara tuvo mucho miedo de aquella institutriz que le traían de ultramar, y a primera vista, el aspecto de miss Henriette, conviene decirlo, no la tranquilizó demasiado. En efecto, se trataba entonces de una mujer de treinta a treinta y dos años, a quien el ejercicio del pensionado había dado ese aspecto seco y estirado, patrimonio habitual de las institutrices. Su mirada fría, su tez pálida, sus labios finos tenían algo automático que sorprendía, y sus cabellos, de un rubio un tanto ardiente, a duras penas calentaban el glacial conjunto. Vestida, encorsetada, peinada desde la mañana, Sara no la había visto descuidada ni una sola vez, y durante mucho tiempo creyó que por la noche, miss Henriette, en lugar de acostarse en una cama como el resto de los mortales, se metía en un armario, como sus muñecas, y salía por la mañana tal como había entrado la noche antes. De todo ello resultó que, en los primeros tiempos, Sara obedeció bastante puntualmente a su aya y aprendió un poco de inglés e italiano. En cuanto a la música, Sara cantaba como un ruiseñor y tocaba de modo casi natural el piano y la guitarra, aunque el instrumento que prefería por encima de los demás era el arpa malgache, de la que extraía sonidos que maravillaban a los virtuosos indígenas más célebres de la isla.
Sin embargo, todos estos progresos se hacían sin que Sara perdiera nada de su individualidad y sin que su naturaleza primitiva se modificase en modo alguno. Por su parte, miss Henriette se-guía siendo tal como Dios y la educación la habían hecho; de modo que estos dos caracteres tan diferentes vivieron juntos sin ceder en nada el uno al otro. No obstante, como las dos estaban dotadas de excelentes cualidades, aunque se manifestasen en modos muy diferentes, mami Henriette terminó por sentir un profundo afecto por su pupila, y Sara, por su parte, se hizo gran amiga de su aya. La señal de este afecto mutuo fue que la institutriz empezó a llamar a Sara «hija mía», y Sara, a quien la denominación de miss o señorita le parecía muy fría para el sentimiento que experimentaba hacia su institutriz, inventó para ella el apelativo más cariñoso de «mami Henriette».
Pero era sobre todo en lo relacionado con los ejercicios del cuerpo donde mami Henriette había conservado su antipática reserva. En efecto, su educación, totalmente escolástica, no había desarrollado más que sus facultades morales, dejando a sus facultades físicas toda su torpeza nativa: por eso, a pesar de la mucha insistencia de Sara, mami Henriette no había querido nunca montar a caballo, ni siquiera sobre Berloque, apacible percherón javanés que pertenecía al jardinero. Los caminos estrechos le daban tal vértigo que a menudo había preferido dar un rodeo de una o dos leguas antes que pasar junto a un precipicio. En fin, no se aventuraba nunca a subir a una barca sin que se le encogiera el corazón, y una vez sentada en la susodicha barca, cuando ésta se ponía en movimiento, la pobre institutriz fingía no padecer el mareo, que por cierto no la había abandonado ni un instante durante toda la travesía de Portsmouth a Port-Louis, es decir, durante más de cuatro meses. De todo ello resultaba que la vida de mami Henriette transcurría, con respecto a Sara, entre eternas aprensiones, y cuando la veía, atrevida como una amazona, montar los caballos de su primo, cuando la veía, ligera como una gacela, saltar de roca en roca, cuando la veía, grácil como una ondina, deslizarse por la superficie del agua o desaparecer momentáneamente en sus profundidades, su pobre corazón, casi maternal, se encogía de pavor, y parecía una de esas desdichadas gallinas a las que se dan a empollar huevos de cisne, y que al ver a su progenitura adoptiva lanzarse al agua se quedan en la orilla, no entendiendo nada de tamaña osadía y cloqueando tristemente para llamar a los temerarios que se exponen a tanto peligro.
Por todo ello, mami Henriette, aunque en ese momento estaba viajando en un palanquín muy cómodo y muy seguro, se preocupaba por anticipado de mil angustias que, siguiendo su costumbre, Sara no iba a dejar de procurarle, mientras que la joven exultaba ante la idea de aquellos dos días de felicidad.
Hay que decir también que la mañana era magnífica. Era una de esas hermosas mañanas de principios de otoño, pues el mes de mayo, primavera para nosotros, es otoño en la Isla de Francia, donde la naturaleza, dispuesta a cubrirse con un velo de lluvia, rinde sus más dulces adioses al sol. A medida que avanzaban, el paisaje se volvía más agreste. Cruzaban, por puentes cuya fragili-dad hacía temblar a mami Henriette, los dos cursos del río del Rempart y las cascadas del río del Tamarin. Cuando llegó al pie de la montaña de las Trois-Mamelles, Sara preguntó por su tío y su primo, y supo que en ese momento estaban con sus amigos entre el gran lago y la llanura de Saint-Pierre. Al fin cruzaron el riachuelo del Boucaut, rodearon el cerro de la Grande-Rivière-Noire y se hallaron frente a la residencia del señor de Malmédie.
Sara empezó visitando a los habitantes de la casa, a los que no había visto desde hacía quince días. Luego fue a saludar a su pajarera, un inmenso enrejado de alambre que recubría todo un bosquecillo y en la cual estaban encerrados juntos tórtolas de Guida, jilgueros azules y grises, fondi jala y papamoscas. De allí pasó a sus flores, casi todas originarias de la metrópoli: eran nardos, claveles de China, anémonas, ranúnculos y rosas de la India, entre las cuales se elevaba, como reina de los trópicos, la bella inmortal del Cabo. Todo eso estaba encerrado entre setos de amancayos y rosas de China que, como nuestras rosas de cuatro estaciones, florecen todo el año. Éste era el reino de Sara; el resto de la isla era su conquista.
Mientras Sara permanecía en los jardines de la casa, todo iba bien para mami Henriette, que encontraba allí caminos de arena, frescas sombras y un aire plagado de perfumes. Pero se comprende que ese momento de tranquilidad duraba poco. El tiempo de decir una palabra amistosa a la vieja mulata que había estado al servicio de Sara y que pasaba su retiro en el río Negro; el tiempo de dar un beso a su tórtola favorita; el tiempo de cortar dos o tres flores y ponérselas en el pelo, y se acabó. El paseo terminaba y ahí empezaban las angustias de la pobre institutriz. Al principio, mami Henriette había querido oponerse a la pequeña independiente e imponerle unos placeres menos vagabundos, pero había reconocido que era imposible. Sara se le había escapado de las manos y se había lanzado a sus correrías sin ella; de modo que, como su inquietud por su pupila era aún mayor que sus temores personales, había terminado por aceptar acompañar a Sara. Cierto es que se contentaba casi siempre con sentarse en un punto elevado, desde donde pudiera seguir con la vista a la chica en sus ascensiones o descensos. Pero al menos le parecía que la retenía con el gesto y la sostenía con la mirada. Esta vez, como siempre, mami Henriette, al ver a Sara dispuesta a partir, se resignó como de costumbre, tomó un libro para leer mientras ella corría y se dispuso a acompañarla.
Pero en esta ocasión Sara había proyectado algo distinto a un paseo: se había prometido un baño; un baño en aquella bahía tan apacible del río Negro, tan quieta, tan tranquila; en una agua tan transparente que a veinte pies de profundidad se ven las madréporas que crecen en la arena y toda la familia de crustáceos que pasea entre sus ramas. Sólo que, como de costumbre, se había guardado mucho de decirle nada a mami Henriette; únicamente había prevenido a la vieja mulata, la cual debía esperar a Sara con su traje de baño en un lugar convenido.
El aya y la muchacha descendieron, pues, siguiendo el borde del río Negro, que poco a poco se ensanchaba y en cuyo extremo se veía resplandecer la bahía como un vasto espejo. En cada orilla se elevaba una alta pared de selva, cuyos árboles, como largas columnas, se disparaban hacia lo alto como un surtidor buscando un lugar al aire y al sol entre aquella inmensa cúpula de hojas, tan espesa que sólo por escasos intersticios dejaba ver el cielo. Las raíces, semejantes a innumerables serpientes, como no podían atravesar las rocas que caían incesantemente de lo alto del cerro, las envolvían con sus sinuosidades. A medida que el cauce del río se ensanchaba, los árboles de ambas orillas se inclinaban, aprovechando el espacio dejado por el agua, y formaban una bóveda semejante a una gigantesca tienda. El conjunto era umbrío, solitario, tranquilo, mudo, lleno de melancólica poesía y misteriosa reserva; el único ruido que se oía era el canto ronco de la cotorra de cabeza gris; los únicos seres vivos que se veían, tan a lo lejos como la vista podía alcanzar, eran algunos de esos monos rojizos llamados aigrettes, que son la plaga de las plantaciones, pero que son tan numerosos en la isla que todas las tentativas hechas para eliminarlos han fracasado. Sólo de vez en cuando, asustado por el ruido de Sara y su aya, un martín pescador verde, de cuello y vientre blancos, echaba a volar, lanzando un grito agudo y queJoso, de entre los mangles que hundían sus ramas en el río, atravesaba la corriente, rápido como una flecha, brillante como una esmeralda, e iba a hundirse y desaparecer entre los mangles de la otra orilla. Esta vegetación tropical, esta soledad profunda, estas armonías salvajes que tan bien armonizaban juntas, rocas, árboles y río, era la naturaleza tal como Sara la amaba; era el paisaje tal como lo entendía su imaginación primitiva; era el horizonte tal como no podían reproducirlo ni la pluma, ni el lápiz, ni el pincel, sino como lo reflejaba su alma.
Mami Henriette no era insensible, debemos decirlo, a tan magnífico espectáculo, pero, como ya sabemos, sus eternos temores le impedían gozar de él por completo. Habiendo llegado a la cumbre de un pequeño montículo, desde donde se divisaba una gran extensión de terreno, se sentó, y tras invitar a Sara, aunque con pocas esperanzas de éxito, a sentarse junto a ella, miró a la ágil muchacha alejarse dando brincos. Luego sacó de su bolsillo el décimo o duodécimo volumen de Clarisse Harlowe, su novela favorita, y empezó a releerla por vigésima vez.
Sara siguió bordeando la bahía, y pronto desapareció detrás de una enorme mata de bambúes: allí era donde la esperaba la mulata con su traje de baño.
La muchacha avanzó hasta la orilla del río, saltó de roca en roca como si fuera una pastorcilla contemplándose en el agua, y después, tras asegurarse con el temoroso pudor de una ninfa antigua de que todo estaba desierto a su alrededor, comenzó a dejar caer, unas tras otras, todas sus prendas, para ponerse una túnica de lana blanca que, ceñida en el cuello y en el busto, le llegaba por debajo de las rodillas y le dejaba brazos y piernas desnudos y, por consiguiente, libres de movimiento. Así, de pie y vestida con su traje de baño, la joven parecía Diana cazadora dispuesta a tomar su baño.
Sara avanzó hacia la punta de una roca que dominaba la bahía, en un lugar donde había gran profundidad. Osada y confiando en su agilidad y fuerza, segura de su superioridad sobre un elemento en el que en cierto modo había nacido, como Venus, se lanzó, de sapareció en el agua y reapareció nadando a varios pasos del lugar en el que se había precipitado.
De pronto, mami Henriette oyó que la llamaban. Levantó la cabeza y miró alrededor. Luego, orientados por una segunda llamada, sus ojos se dirigieron hacia la bella nadadora, y en medio de la bahía, vio a su ondina deslizándose por la superficie del agua. El primer movimiento de la pobre institutriz fue el de llamar a Sara, pero como sabía que no valía la pena, se limitó a dirigir a su pupila un gesto de reproche e, incorporándose, se acercó al borde del río tanto como se lo permitía lo escarpado de la roca en que estaba sentada.
En ese momento, por otra parte, su atención quedó momentáneamente distraída por las señales que le hacía Sara, quien nadando con una sola mano, extendió la otra hacia las profundidades de la selva para indicarle que algo nuevo ocurría bajo esa sombría bóveda vegetal. Mami Henriette escuchó, y oyó los ladridos lejanos de una jauría. Al cabo de un instante, le pareció que los ladridos se iban acercando, y Sara, con nuevas señales, le confirmó su opinión. En efecto, el ruido se hacía cada vez más distinto y pronto oyeron el pisoteo de una carrera rápida en medio de aquel alto oquedal. Al final, de repente, a doscientos pasos por encima del lugar en que estaba sentada mami Henriette, vieron un hermoso ciervo, con las astas curvadas hacia atrás, salir de la selva, lanzarse de un brinco por encima del río y desaparecer al otro lado.
Al cabo de un instante, aparecieron a su vez los perros, cruzaron el río por el mismo lugar que el ciervo y desaparecieron internándose en la selva tras su rastro.
Sara había asistido a este espectáculo con la alegría de una auténtica cazadora. Así, cuando ciervo y perros hubieron desaparecido, lanzó un grito de auténtico placer, pero a este grito de placer respondió otro de terror tan profundo y tan desgarrador que mami Henriette se giró asustada. La vieja mulata, cual estatua del Terror, de pie en la orilla, extendía el brazo hacia un enorme tiburón que, con el reflujo de la marea, había franqueado la barra, y que, a sesenta pasos de Sara, nadaba a ras de agua hacia ella. El aya no tuvo siquiera fuerzas para chillar: cayó de rodillas.
Al grito de la mulata, Sara se había dado la vuelta y había visto el peligro que la amenazaba. Entonces, con una admirable presencia de ánimo, se dirigió hacia la parte más próxima de la orilla. Pero esta parte más próxima estaba a unos cuarenta pasos al menos, y por mucha agilidad y fuerza con que nadase, era probable que fuese alcanzada por el monstruo antes de que tuviera tiempo de llegar a tierra.
En aquel momento, se oyó un segundo grito, y un negro, con un largo puñal sujeto entre los dientes, apareció entre los mangles que poblaban la orilla y de un salto se halló en un tercio de la anchura de la bahía. Luego, empezó a nadar de inmediato con una fuerza sobrehumana y se adelantó para cortar el paso al tiburón, el cual durante este tiempo, como si hubiera estado seguro de su presa, sin acelerar los movimientos de su cola, avanzaba con asombrosa rapidez hacia la muchacha, quien a cada brazada podía ver, girando la cabeza, cómo se acercaban juntos, y casi a igual velocidad, su enemigo y su defensor.
Hubo un momento de espera terrible para la vieja mulata y para mami Henriette, quienes, situadas en un punto más elevado, podían ver el progreso de tan espantosa carrera. Ambas, jadeantes, con los brazos colgando, boquiabiertas, sin medios para socorrer a Sara, lanzaban gritos entrecortados a cada alternativa de temor o de esperanza. Pero pronto ganó el miedo, pues, a pesar de los esfuerzos del nadador, el tiburón le llevaba ventaja. El negro estaba aún a veinte pasos del monstruo cuando éste no estaba más que a unas brazadas de Sara. De un coletazo se aproximó aún más a ella. La muchacha, pálida como la muerte, podía oír a diez pies detrás de ella la oscilación del agua. Lanzó una última mirada hacia la orilla a la que ya no tenía tiempo de llegar. Entonces comprendió que era inútil luchar más tiempo por una vida sentenciada. Alzó la mirada al cielo, juntó las manos fuera del agua e imploró a Dios, que era el único que podía socorrerla. En ese momento, el tiburón se volvió para hacerse con su presa y, en lugar de su dorso verdoso, se vio aparecer en la superficie del agua su vientre plateado. Mami Henriette se llevó la mano a los ojos para no ver lo que iba a suceder, pero en ese instante supremo la doble detonación de una escopeta de dos cañones resonó a la de recha del aya: dos balas, sucediéndose con la rapidez del rayo, hicieron por dos veces saltar el agua, y una voz pausada y sonora, con el acento de la satisfacción del cazador contento de sí mismo, pronunció estas palabras:
-Buena puntería.
Mami Henriette se volvió y, dominando toda aquella espantosa escena, vio a un hombre joven que mientras sostenía su escopeta con una mano y se sujetaba con la otra a una rama de canelo miraba, suspendido en el extremo de la roca, las convulsiones del tiburón.
En efecto, doblemente herido, el animal había girado sobre sí mismo como para buscar al enemigo invisible que le acababa de atacar. Entonces, vio al negro que estaba sólo a tres o cuatro brazadas de distancia y abandonó a Sara para lanzarse contra él, pero al verlo acercarse, el hombre se hundió bajo el agua y desapareció. El tiburón se sumergió a su vez. Pronto el agua se agitó con los coletazos del monstruo, la superficie del agua se tiñó de sangre, y se hizo evidente que en las profundidades tenía lugar una dura lucha.
Entretanto, mami Henriette había bajado o más bien se había deslizado desde su roca y había llegado a la orilla para tender la mano a Sara, que, sin fuerzas y sin creer aún que hubiera escapado en verdad a un peligro semejante, no bien tocó tierra, cayó de rodillas. En cuanto a mami Henriette, apenas vio a su pupila a salvo, las fuerzas le fallaron también y cayó casi desmayada.
Cuando las dos mujeres volvieron en sí, lo primero que les llamó la atención fue Laíza, de pie, cubierto de sangre, con el brazo y el muslo desgarrados, mientras el cadáver del tiburón flotaba en la superficie del mar.
Después, las dos al mismo tiempo y con un movimiento espontáneo llevaron la mirada hacia la roca sobre la que había aparecido el ángel liberador. La roca estaba solitaria: el ángel liberador había desaparecido, pero no tan deprisa como para que ambas no pudieran reconocer en él al joven extranjero de Port-Louis.
Sara se volvió entonces hacia el negro que acababa de darle una prueba tan grande de abnegación. Pero, tras un instante de muda contemplación, el negro se había vuelto a internar en la selva. Sara buscó en vano alrededor: como el extranjero, el negro también había desaparecido.
XI
EL PRECIO DE UN NEGRO
Al instante mismo aparecieron dos hombres que desde un lugar río arriba habían visto una parte de la escena que acababa de producirse: eran el señor de Malmédie y Henri.
La joven se dio cuenta entonces de que iba medio desnuda y, ruborizada ante la idea de ser vista así, llamó a la vieja mulata, se puso un albornoz y apoyándose en el brazo de mami Henriette, que todavía jadeaba de pánico, avanzó hacia su tío y su primo.
Habían acudido siguiendo la pista del animal hasta la orilla del río, justo en el momento en que resonaba la doble detonación de la escopeta de Georges. Su primer pensamiento había sido que uno de sus compañeros había disparado al ciervo, así que habían mirado hacia donde procedía el ruido y, como hemos dicho, habían visto de lejos y vagamente una parte de lo que acabamos de relatar.
Detrás de los señores de Malmédie venía el resto de cazadores.
Sara y mami Henriette se convirtieron de inmediato en el centro de atención. Les preguntaron qué había sucedido, pero mami Henriette estaba aún demasiado turbada y emocionada para res-ponder, así que fue Sara quien contó lo ocurrido.
No puede compararse el haber sido testigo de una escena tan horrorosa como la que acabamos de intentar reproducir, haber seguido todos los detalles con la mirada aterrorizada, a escuchar el relato, aunque sea en boca de quien ha estado a punto de ser la víctima, aunque sea en el mismo escenario en que ha ocurrido.
No obstante, como el humo de los disparos de la escopeta apenas se había disipado, como el cadáver del monstruo aún estaba allí, flotando y estremeciéndose por las convulsiones de la agonía, la narración de Sara produjo un gran efecto. Todos lamentaron cortésmente no haberse encontrado en el lugar del desconocido o del negro. Todos aseguraron que ellos también habrían tenido la misma puntería que el uno o que habrían nadado con tanta energía como el otro. Pero a todas estas declaraciones de destreza y abnegación, una voz secreta respondía interiormente en el corazón de Sara: «Sólo ellos dos podían haber hecho lo que han hecho.»
En ese momento supieron por los ladridos de los perros que el ciervo estaba acorralado. Todo el mundo sabe que para los cazadores es todo un espectáculo asistir al acoso de un animal que han perseguido toda una mañana. Sara estaba a salvo, Sara no tenía nada más que temer. Era, pues, inútil seguir lamentándose por un accidente que, después de todo, no había tenido ninguna con-secuencia desagradable y perder un tiempo que podían estar gastando mejor en otro lugar. Dos o tres cazadores de los más alejados de la joven se eclipsaron, marchándose en la dirección de la que procedía el ruido; cuatro o cinco más los siguieron. Henri hizo notar que sería muy descortés no acompañar a sus invitados a los que debía cumplimentar hasta el final. Al cabo de diez minu-tos ya no quedaba junto a Sara y mami Henriette más que el señor de Malmédie.
Los tres regresaron a la casa, donde un suculento almuerzo esperaba a los cazadores, que no tardaron en llegar con Henri a la cabeza. En un gesto de galantería traía a su prima el pie del ciervo que él mismo había cortado, para ofrecérselo como trofeo. Sara le agradeció tan amable atención, y Henri la felicitó por haber recuperado sus hermosos colores de tal modo que, al verla, parecía que no le hubiera ocurrido nada extraordinario. Los demás cazadores se unieron a Henri y asintieron a coro.
La comida fue de lo más alegre. Mami Henriette pidió permiso para ausentarse; la pobre mujer había pasado tanto miedo que se sentía con fiebre. En cuanto a Sara, parecía, por su aspecto al menos, tal como había dicho Henri, muy tranquila, e hizo los honores de la comida con la gracia que le era habitual.
A los postres se hicieron varios brindis, entre los cuales, justo es decirlo, algunos hicieron alusión al acontecimiento de la mañana; pero en esos brindis no se mencionó ni al negro desconocido ni al cazador forastero, todo el honor del milagro fue concedido a la Providencia, que quería que el señor de Malmédie y Henri conservaran una sobrina y una prometida tan tiernamente querida.
Y mientras que en el momento de los brindis ninguno de los presentes dijo palabra sobre Laíza o Georges, cuyos nombres, por otra parte, no conocía nadie, todo el mundo habló, en cambio, largo y tendido de sus proezas personales, y Sara, con una encantadora ironía, repartió a cada uno la ración de elogios que le correspondía por su destreza y valor.
Cuando se estaban levantando de la mesa, entró el capataz. Venía a anunciar al señor de Malmédie que un negro que había intentado escapar había sido atrapado y acababa de ser devuelto al campamento. Como era una de esas cosas que suceden todos los días, el señor de Malmédie se limitó a contestar:
-Está bien, que le apliquen el castigo de rigor.
-¿Qué ocurre, tío?- preguntó Sara.
-Nada, hija mía -contestó el señor de Malmédie.
Y reanudaron la conversación interrumpida.
Diez minutos después anunciaron que los caballos estaban dispuestos. Como la recepción y el baile de lord Murrey eran al día siguiente, y todo el mundo deseaba disponer del día entero para prepararse para el acontecimiento, habían convenido que regresarían a Port-Louis inmediatamente después de comer.
Sara entró en el dormitorio de mami Henriette: la pobre aya, sin estar realmente enferma, estaba aún tan nerviosa que la joven exigió que permaneciese en río Negro. Sara, cierto es, ganaba algo al prolongarle la estancia al aya: en lugar de regresar en palanquín, lo haría a caballo.
Cuando los jinetes iniciaron la marcha, Sara vio a tres o cuatro negros ocupados en despedazar el tiburón. La mulata les había indicado dónde encontrarían el cuerpo del animal, y ellos habían ido a buscarlo para hacer aceite con él.
En las cercanías de las Trois-Mamelles, los jinetes vieron a lo lejos un grupo de negros. Tras llegar al lugar donde éstos se hallaban, advirtieron que se trataba de un grupo que estaba esperando una ejecución, siendo la costumbre, en ocasiones semejantes, reunir a todos los negros de la plantación y obligarlos a presenciar el castigo del compañero que había cometido una falta.
El culpable era un muchacho de diecisiete años que, atado a un garrote junto a la escalera en la que iban a tenderle, esperaba la hora fijada para su castigo: esta hora, ante la súplica insistente de otro negro, había sido retrasada hasta el momento en que pasaran los cazadores, pues el negro que había solicitado esta gracia había dicho que tenía una revelación importante que hacerle al señor de Malmédie.
En efecto, cuando el señor de Malmédie llegaba frente al condenado, un negro que estaba sentado junto a éste ocupado en curarle una herida que había recibido en la cabeza se levantó y se acercó al camino. El capataz le cortó el paso.
-¿Qué ocurre? -preguntó el señor de Malmédie.
-Señor -empezó el capataz-, es el negro Nazim que va a recibir los ciento cincuenta latigazos a que ha sido condenado.
-¿Y por qué ha sido condenado a recibir ciento cincuenta latigazos? -preguntó Sara.
-Porque se fugó -respondió el capataz.
-¡Ah! -dijo Henri- ¿Éste es el que nos habían dicho que había escapado?
-Éste es.
-¿Y cómo lo ha capturado?
-¡Oh, Dios mío! Muy fácil: esperé a que estuviese tan lejos de la orilla que no pudiese volver ni remando ni a nado, y entonces me subí a una buena chalupa con ocho remeros para perseguirlo. Al doblar el cabo del sudoeste, lo vimos a unas dos leguas mar adentro. Como él no tenía más que dos brazos y nosotros dieciséis, y como él no tenía más que una pobre canoa y nosotros una excelente piragua, lo alcanzamos enseguida. Entonces se lanzó al agua e intentó volver a la isla nadando y sumergiéndose como una marsopa, pero al final él se cansó primero, y como el asunto ya se alargaba demasiado, le quité el remo a un remero y en el momento en que salía a la superficie del agua le propiné un golpe en la cabeza tan fuerte que creí que esa vez se sumergía para siempre. Sin embargo, al cabo de un momento, lo vimos reaparecer, pero estaba desmayado. Hasta llegar al cerro Brabant no recuperó el sentido, y eso es todo.
-Pero tal vez este desdichado esté gravemente herido -dijo Sara preocupada.
-¡Oh, Dios mío! No, señorita -contestó el capataz-, es sólo un rasguño. Estos negros del demonio son muy blandos.
-Y entonces, ¿por qué han tardado tanto en administrarle el castigo que bien se merece? -dijo el señor de Malmédie-. Siguiendo la orden que he dado, eso ya debería haberse hecho.
-Y se habría hecho, señor -respondió el capataz-, si su hermano, que es uno de nuestros mejores trabajadores, no hubiera asegurado que tenía algo importante que decirle a usted antes de que se ejecutara la orden. Como usted tenía que pasar cerca del campamento, y sería un retraso de sólo un cuarto de hora, he decidido esperar.
-Y ha hecho usted muy bien, capataz -dijo Sara-. ¿Dónde está?
-¿Quién?
-El hermano de ese desdichado.
-Sí. ¿Dónde está? -preguntó el señor de Malmédie.
-Aquí estoy -dijo Laíza adelantándose.
Sara lanzó un grito de sorpresa: acababa de reconocer en el hermano del condenado al hombre que tan generosamente se había sacrificado por la mañana para salvarle la vida. Sin embargo, cosa extraña, el negro no había posado siquiera su mirada en ella, parecía no conocerla. En lugar de implorar su intervención como, por supuesto, tenía derecho a hacer, el negro seguía caminando hacia el señor de Malmédie. No obstante, era imposible equivocarse, las heridas que en su brazo y su muslo habían dejado los dientes del tiburón aún estaban abiertas y sangraban.
-¿Qué quieres? -dijo el señor de Malmédie.
-Pedirle una gracia -respondió Laíza en voz baja para que su hermano, que estaba a veinte pasos de él, custodiado por los otros negros, no lo oyera.
-¿Cuál?
-Nazim es débil, es un niño. Tiene una herida en la cabeza y ha perdido mucha sangre. Puede que no sea bastante fuerte para resistir el castigo que se merece, puede morir bajo el látigo, y us-ted perderá entonces a un negro que, cuando menos, vale unas doscientas piastras...
-Bueno, ¿ adónde quieres ir a parar? -Quiero proponerle un cambio.
-¿Cuál?
-Ordene que me den a mí los ciento cincuenta latigazos que se merece él. Yo soy fuerte, los soportaré, y eso no me impedirá que mañana trabaje como de costumbre. Él, en cambio, se lo repi-to, es un niño y puede morir.
-Eso no puede ser -contestó el señor de Malmédie, mientras Sara, con los ojos fijos en aquel hombre, lo miraba con la más profunda extrañeza.
-¿Y por qué no puede ser?
-Porque sería una injusticia.
-Se equivoca usted, porque ¡yo soy el verdadero culpable!
-¡Tú!
-Sí, yo -dijo Laíza-. Yo convencí a Nazim para que huyera, yo tallé la canoa que él ha utilizado, yo le afeité la cabeza con un cristal de botella, yo le di aceite de coco para untarse el cuerpo. Ya ve usted que soy yo quien debe ser castigado y no Nazim.
-Te equivocas -respondió Henri interviniendo en la discusión-. Los dos debéis ser castigados, él por huir, y tú por ayudarle a hacerlo.
-Entonces, que me den a mí los trescientos latigazos, y ya está.
-Capataz -dijo el señor de Malmédie-, ordene que den a cada uno de estos bribones ciento cincuenta latigazos, y no se hable más.
-Un momento, tío -dijo Sara-. Solicito el perdón para estos dos hombres.
-¿Y por qué? -preguntó asombrado el señor de Malmédie.
-Porque este hombre es el que esta mañana se ha lanzado al agua tan valientemente para salvarme.
-¡Me ha reconocido! -exclamó Laíza.
-Porque, en lugar de un castigo, lo que se merece es una recompensa -dijo Sara.
-Entonces -dijo Laíza-, si cree que merezco una recompensa, concédame la gracia para Nazim.
-¡Diablos! ¡Diablos! -exclamó el señor de Malmédie-. ¡No exageres! ¿Eres tú quien ha salvado a mi sobrina?
-No he sido yo -respondió el negro-. Sin el joven cazador, la señorita estaba perdida.
- Pero él ha hecho lo que ha podido para salvarme, tío, ha luchado con el tiburón -insistió la muchacha-. ¡Mire! Mire sus heridas, todavía sangran.
-He luchado con el tiburón, pero en defensa propia -continuó Laíza-. El tiburón venía contra mí y he tenido que matarlo para salvarme yo.
-Y bien, tío, ¿me negará el perdón? -preguntó Sara.
-Sí, sin duda -respondió el señor de Malmédie-; porque si en una ocasión como ésta diera un ejemplo de perdón, esos morenitos se me escaparían todos, esperando que hubiera siempre una linda boquita como la tuya que intercediera por ellos.
-Pero tío...
-Pregúntales a todos estos señores si tal cosa es posible -dijo el señor de Malmédie dirigiéndose en tono de confianza a los jóvenes que acompañaban a su hijo.
-Es cierto -respondieron éstos-, concederle el perdón sería un desastroso ejemplo.
-Ya lo ves, Sara.
-Pero un hombre que ha arriesgado su vida por mí -dijo ella- no puede ser castigado el mismo día en que ha mostrado así su valor; pues si usted le debe un castigo, yo le debo una recompensa.
-Muy bien, que cada cual salde su deuda: cuando yo le haya castigado, tú le recompensarás.
-Pero, tío, al fin y al cabo ¿qué le importa la falta que estos desdichados hayan cometido? ¿Qué mal le han hecho si no han podido llevar a cabo su proyecto?
-¿Qué mal me han hecho? Pues me han quitado una parte de su valor. Un negro que ha intentado escaparse pierde el cien por cien de su precio. Así, estos dos mocetones ayer valían ochocientas piastras, éste quinientas y el otro trescientas piastras. Pues bien, si hoy pidiese seiscientas por ellos, no me las darían.
-Es cierto que ahora yo no daría seiscientas piastras por ellos -dijo uno de los cazadores que acompañaban a Henri.
-Pues bien, señor, yo seré más generoso que usted -dijo una voz cuyo acento hizo estremecer a Sara-, yo ofrezco mil piastras.
La muchacha se volvió y reconoció al extranjero de PortLouis, el ángel liberador de la roca.
Estaba de pie, vestido con un elegante traje de cazador y apoyado en su escopeta de dos cañones. Lo había oído todo.
-¡Ah! ¡Es usted, señor! -dijo el señor de Malmédie mientras que un sentimiento del que Henri no podía darse cuenta le hacía ruborizarse-. Para empezar, reciba todo mi agradecimiento, ya que mi sobrina me dice que le debe a usted la vida. Si hubiera sabido dónde encontrarle, habría ido a verle de inmediato, no para intentar devolverle el favor, pues eso es imposible, sino para expresarle toda mi gratitud.
El extranjero se inclinó sin contestar, con un aire de desdeñosa modestia que no pasó inadvertido a Sara. Por ello se apresuró a añadir:
-Mi tío tiene razón, señor, tales favores no se pagan; pero esté seguro de que mientras yo viva recordaré que es a usted a quien le debo la vida.
-Dos cargas de pólvora y dos balas de plomo no valen tanto agradecimiento, señorita. Me consideraré afortunado si la gratitud del señor de Malmédie llega hasta cederme, por el precio que le he ofrecido, a estos dos negros que me son necesarios.
-Henri -dijo a media voz el señor de Malmédie-, ¿no es cierto que nos dijeron anteayer que se acercaba a la isla un barco negrero?
-Sí, padre -contestó Henri.
-Bien -continuó el señor de Malmédie, hablando ahora para sus adentros-. Bien, ya hallaremos el modo de reemplazarlos.
-Espero su respuesta, señor -dijo el extranjero.
-Por supuesto, señor, es un placer. Estos negros son suyos, puede llevárselos. Pero yo en su lugar, ¿sabe?, para evitar que estén tres o cuatro días sin trabajar, les administraría hoy mismo el castigo que se merecen.
-Eso es asunto mío -dijo el desconocido sonriendo-. Las mil piastras estarán en su casa esta noche.
-Disculpe, señor -dijo Henri-, se equivoca: la intención de mi padre no es venderle estos dos hombres, sino dárselos. La existencia de estos dos miserables negros no puede parangonarse con una vida tan preciosa como la de mi hermosa prima, pero permítame que le regale, al menos, algo que nosotros tenemos y que usted parece desear.
-Pero, señor -dijo el extranjero alzando la cabeza con altivez, mientras el señor de Malmédie dirigía a su hijo una mueca bien significativa-, ése no es nuestro trato.
-Entonces -dijo Sara-, permítame que lo cambie un tanto, y por el amor de aquella a quien ha salvado la vida acepte a estos dos negros que le regalamos.
-Se lo agradezco, señorita -dijo el extranjero-. Sería ridículo por mi parte que siguiera insistiendo. Acepto, pues, pero soy yo quien ahora queda en deuda con usted.
Y el extranjero, como señal de que no quería retener más tiempo a tan honorable compañía en una carretera, se inclinó y dio un paso atrás.
Los hombres intercambiaron un saludo, pero Sara y Georges intercambiaron una mirada.
El grupo a caballo se puso en marcha y Georges los siguió algún tiempo con la mirada y con el ceño fruncido que le era habitual cuando un pensamiento amargo le preocupaba. Luego se volvió hacia los negros y se acercó a Nazim.
-Que desaten a este hombre-dijo al capataz-. Él y su hermano me pertenecen.
El capataz, que había oído la conversación del extranjero y el señor de Malmédie, no puso ninguna objeción y obedeció. Nazim fue desatado y entregado, junto con Laíza, a su nuevo amo.
-Ahora, amigos -dijo el extranjero dirigiéndose a los negros y sacando de su bolsillo una bolsa llena de oro-, como he recibido un regalo de vuestro amo, es justo que, por mi parte, os haga un pequeño obsequio. Tomad esta bolsa, y repartid entre vosostros lo que contiene.
Y entregó la bolsa al negro que se hallaba más cerca de él, luego se volvió hacia sus dos esclavos, que, de pie tras él, esperaban sus órdenes, y les dijo:
-En cuanto a vosotros dos, haced lo que queráis, id adonde queráis, sois libres.
Laíza y Nazim dejaron escapar sendos gritos de alegría, mezclada con duda, pues no podían creer en tanta generosidad por parte de un hombre al que no habían prestado ningún servicio; pero Georges repitió las mismas palabras, y entonces Laíza y Nazim cayeron de hinojos y besaron con un ímpetu de gratitud imposible de describir la mano del hombre que acababa de liberarlos.
Como empezaba a hacerse tarde, Georges se puso de nuevo el gran sombrero de paja que hasta entonces había sostenido en la mano y cargándose la escopeta al hombro reemprendió el camino hacia Moka.
XII
EL BAILE
El día siguiente, como ya hemos dicho, debían celebrarse en el palacio del Gobierno la comida y el baile que tenían a todo PortLouis revolucionado.
Quien no haya vivido nunca en las colonias, y en especial en la Isla de Francia, no tiene idea del lujo que reina a veinte grados de latitud meridional. En efecto, además de las maravillas parisinas que cruzan los mares para ir a embellecer a las graciosas criollas de Mauricio, éstas pueden también escoger, de primera mano, entre los diamantes de Visapur, las perlas de Ofir, los cachemires de Siam y las hermosas muselinas de Calcuta. Ni un solo navío procedente del mundo de Las mil y una noches se detiene en la Isla de Francia sin dejar en ella una parte de los tesoros que transporta hacia Europa; y hasta para un hombre habituado a la elegancia parisina o a la profusión inglesa, el deslumbrante conjunto que ofrece una fiesta mundana en la Isla de Francia resulta algo extraordinario. Por todo ello, el salón del Gobierno, que lord Murrey, partidario del mayor confort posible y siempre atento a las tendencias de la moda, había renovado por completo en tres días, presentaba hacia las cuatro de la tarde el aspecto de un apartamento de la rue du Mont-Blanc o de Regent's Street. Toda la aristocracia local estaba allí, hombres y mujeres: los hombres con el atuendo sencillo que han impuesto nuestras modas modernas; las mujeres cubiertas de diamantes, rutilantes de perlas, engalanadas para el baile, no pudiendo distinguirse de nuestras mujeres europeas más que por esa suave y deliciosa morbidezza, patrimonio exclusivo de las mujeres criollas. A cada nuevo nombre que se anunciaba, una sonrisa general acogía a la persona anunciada, y es que en Port-Louis, como puede imaginarse, todo el mundo se conoce, y la única curiosidad que acompaña a una mujer que entra en un salón es la de saber qué nuevo vestido ha comprado, de dónde viene ese vestido, de qué tela está hecho y qué aderezos lo adornan.
Ahora bien, eran sobre todo las mujeres inglesas quienes excitaban la curiosidad de las mujeres criollas, pues en esa eterna lucha de coquetería que tiene Port-Louis como escenario la gran preocupación de las autóctonas es vencer en lujo a las forasteras. El murmullo que se oía a cada nueva entrada y el cuchicheo que le seguía era, en general, más ruidoso y más prolongado cuando el anuncio oficial del mayordomo tenía por objeto algún nombre británico, cuya ruda resonancia chocaba tanto con los nombres del país como contrastaban, con las morenas vírgenes de los tró-picos, las rubias y pálidas hijas del norte.
A cada nueva persona que entraba, lord Murrey salía a su encuentro con esa aristocrática cortesía que caracteriza a los ingleses de la alta sociedad: si era una mujer, le ofrecía el brazo para conducirla hasta su lugar y por el camino siempre encontraba algún cumplido que hacerle; si era un hombre, le tendía la mano y le dirigía alguna frase ingeniosa; de tal modo que todo el mundo reconocía al nuevo gobernador como un hombre encantador.
Los señores y la señorita de Malmédie fueron anunciados. Era un anuncio esperado con tanta impaciencia como curiosidad, no precisamente porque el señor de Malmédie fuera, como era, uno de los más ricos y más notables habitantes de la Isla de Francia, sino más bien porque Sara era una de las personas más ricas y elegantes de la isla. Así es que todos siguieron con la mirada el movimiento que lord Murrey hizo para ir a recibirla; era sobre todo el vestido que llevaría lo que más preocupaba a las más bellas invitadas.
En contra de la costumbre de las mujeres criollas y en contra de lo esperado por todos, el atuendo de Sara era de lo más sencillo: se trataba de un encantador vestido de muselina de las Indias, transparente y ligera como esa gasa que Juvenal llama aire tejido, sin un solo bordado, sin una sola perla, sin un solo diamante, adornada con una rama de espino rosa. Una corona del mismo arbusto ceñía la cabeza de la muchacha y un ramillete de las mismas flores temblaba en su cintura. Ningún brazalete hacía relucir el tono dorado de su piel. Solamente sus cabellos, finos, sedosos y negros, caían en largos bucles por sus hombros, y en la mano sostenía aquel abanico, maravilla de la industria china, que había comprado a Miko-Miko.
Como hemos dicho antes, todo el mundo se conoce en la Isla de Francia, de modo que, una vez llegados los señores y la señorita de Malmédie, se vio que ya no quedaba nadie más por entrar, puesto que todos los que, por rango y fortuna, tenían la costumbre de encontrarse juntos ya estaban allí reunidos. Así, las miradas se desviaron de la puerta, por la que ya no debía entrar nadie, pero al cabo de diez minutos de espera, cuando empezaban a preguntarse qué es lo que podía estar aguardando lord Murrey, la puerta se abrió de nuevo y el criado anunció en voz alta:
-El señor Georges Munier.
Un rayo caído en medio de las gentes que acabamos de reunir ante los ojos del lector no habría causado mayor efecto del que originó este simple anuncio. Al oír este nombre, todos se volvieron hacia la puerta preguntándose quién sería la persona que iba a entrar, puesto que, aunque el nombre era bien conocido en la Isla de Francia, el hombre que lo llevaba estaba lejos desde hacía tanto tiempo que casi habían olvidado su existencia.
Georges entró.
El joven mulato iba vestido con sencillez, pero al mismo tiempo con un gusto exquisito. Su casaca negra, admirablemente entallada, de cuyo ojal colgaba una cadena con las dos pequeñas cruces con las que había sido condecorado, resaltaba toda la elegancia de su figura. Su pantalón, medio ceñido, indicaba las formas elegantes y esbeltas características de los hombres de color, y contra la costumbre de éstos no llevaba más joyas que una fina cadena de oro igual a la del ojal, cuyo extremo iba a perderse en el bolsillo de su chaleco de piqué blanco. Además, una corbata negra, anudada con ese estudiado descuido que sólo da la práctica en el seguimiento de la moda, y sobre la cual se doblaba un cuello de camisa redondeado, enmarcaba su hermoso rostro, en el que el bigote y el pelo negro realzaban la palidez mate de su piel.
Lord Murrey lo recibió con muchas más atenciones de las que había tenido para con nadie. Asiéndole de la mano, lo presentó a las tres o cuatro damas y a los cinco o seis oficiales ingleses que se hallaban en el salón, como un compañero de viaje con cuya compañía había disfrutado durante toda la travesía. Luego se dirigió al resto de los reunidos y dijo:
-Señores, no es necesario que les presente a Georges Munier. Es compatriota de ustedes, y el regreso de un hombre tan distinguido como él debería ser casi motivo de una fiesta nacional.
Georges se inclinó en señal de agradecimiento. Sin embargo, a pesar del respeto debido por los presentes al gobernador, a pesar de hallarse en su casa, apenas una o dos voces tuvieron fuerzas para balbucear unas palabras de respuesta a la presentación que lord Murrey acababa de hacer. Éste no se dio cuenta de ello, o acaso fingió no hacerlo, y como el criado anunció que la comida estaba servida, tomó a Sara del brazo y pasaron todos al comedor. Con el carácter de Georges, que ya conocemos bien, es fácil adivinar que no se había hecho esperar sin intención. A punto como estaba de entrar en liza contra el prejuicio que había decidido combatir, había querido, de entrada, ver al enemigo frente a frente. Había quedado satisfecho; el anuncio de su nombre y su entrada habían producido todo el efecto que podía esperar. Pero la persona más emocionada de toda aquella honorable asamblea era, sin discusión, Sara. Sabiendo que el joven cazador del río Negro había llegado a Port-Louis con lord Murrey, había esperado verle, y tal vez era por el recién llegado de Europa por el que había puesto en su atavío la elegante sencillez tan valorada entre nosotros, que a menudo es sustituida en las colonias, debemos confesarlo, por un lujo exagerado. Por eso, al entrar, con la vista había buscado por todas partes al joven desconocido. Una mirada le había bastado para saber que no estaba allí. Había imaginado entonces que vendría más tarde, y que como sin duda sería anunciado, descubriría así, sin hacer preguntas, cómo se llamaba y quién era.
Las previsiones de Sara se habían cumplido. Como hemos visto, apenas se había situado en el círculo de las mujeres y apenas se habían mezclado los señores de Malmédie con el grupo de hombres, cuando anunciaron al señor Georges Munier.
Al oír este nombre tan conocido en la isla, pero que no era habitual pronunciar en una circunstancia semejante, Sara se había estremecido como ante un presentimiento y se había girado llena de ansiedad. En efecto, había visto aparecer al joven extranjero de Port-Louis, con su paso firme, su frente tranquila, su mirada altiva, sus labios desdeñosos y, digámoslo ya, en ésta su tercera aparición, le había parecido aún más guapo y más poético que en las dos primeras.
Entonces había seguido no sólo con los ojos, sino también con el corazón, la presentación que lord Murrey había hecho de Georges a los presentes. Se le había encogido el corazón cuando la repulsión inspirada por la aparición del joven mulato se había traducido en silencio, y casi velados por las lágrimas sus ojos habían respondido a la mirada rápida y penetrante que Georges le había lanzado.
Luego lord Murrey le había ofrecido el brazo y no había visto más, y es que al encontrarse con la mirada de Georges había sentido cómo se ruborizaba y palidecía casi al mismo tiempo, y con-vencida de que todos los ojos estaban clavados en ella, se había apresurado a huir momentáneamente de la curiosidad general. En ese punto, Sara se equivocaba, nadie había pensado en ella, pues todo el mundo, excepto el señor de Malmédie y su hijo, ignoraba los dos acontecimientos que habían puesto en contacto anteriormente al joven con la chica, y nadie podía pensar que tuviera que haber algo en común entre la señorita Sara de Malmédie y el señor Georges Munier.
Una vez en la mesa, Sara se atrevió a pasear la mirada a su alrededor. Estaba sentada a la derecha del gobernador, quien tenía a su izquierda a la mujer del comandante militar de la isla. Frente a ella estaba este último, colocado a su vez entre dos mujeres pertenecientes a las familias más distinguidas de la isla. A derecha y a izquierda de estas dos damas, los señores de Malmédie, padre e hijo, y los demás. Georges, bien por azar, bien por una amable previsión de lord Murrey, estaba sentado entre dos inglesas.
Sara dio un respiro: sabía que el prejuicio que perseguía a Georges no tenía influencia en las mentes de los extranjeros, y que para que un habitante de la metrópoli llegara a compartirlo era preciso que llevara mucho tiempo en las colonias. Así que vio cómo Georges cumplía con su papel de comensal galante con la mayor desenvoltura, entre las sonrisas que se cruzaban las dos compatriotas de lord Murrey, encantadas de haber encontrado a alguien que hablara su lengua como si hubiera nacido en Inglaterra.
Al volver la mirada hacia el centro de la mesa, Sara se dio cuenta de que los ojos de Henri estaban fijos en ella. Comprendió perfectamente lo que podía estar pasando por la mente de su prometido y con un movimiento independiente de su voluntad, bajó los ojos ruborizándose.
Lord Murrey era un gran señor, en toda la extensión del término, que sabía interpretar admirablemente ese papel de anfitrión que tan difícil resulta aprender cuando no se hace por ins-tinto y, por así decir, por nacimiento. Por ello, cuando la tensión y la incomodidad que pesan normalmente sobre el primer servicio de una recepción de gala se disiparon, empezó a dirigir la palabra a sus invitados, hablándoles a cada uno de la especialidad que podía proporcionarles las respuestas más fáciles, recordando a los oficiales ingleses alguna gran batalla o a los hombres de negocios alguna alta especulación. De vez en cuando, en medio de todo ello, lanzaba una frase a Georges que demostraba que a él le podía hablar de cualquier cosa, y que se dirigía a una generalidad intelectual y no a una especialidad comercial o guerrera. Así transcurrió la comida. Aunque con una modestia total, Georges, con su rápida inteligencia, había respondido a cada frase, a cada pregunta del gobernador, de tal modo que probó a los oficiales que había estado en la guerra como ellos; y a los negociantes, que no era ajeno a los grandes intereses comerciales que hacen del mundo entero una sola familia unida por el lazo del interés. En medio de esta conversación fragmentada, habían surgido con luz propia los nombres de cuantos en Francia, Inglaterra o España ocupaban una posición elevada, bien en la política, bien en la aristocracia, bien en las artes, acompañando cada uno de ellos con una de esas observaciones que indican, de un solo trazo, que quien habla lo hace con un perfecto conocimiento del carácter, el genio o la po-sición de los hombres que acaba de nombrar.
Aunque estos retazos de conversación pasaron, si se nos permite decirlo así, por encima de la cabeza de los invitados más vulgares, había entre ellos algunos hombres bastante distinguidos que captaron la superioridad con la que Georges había tocado todos los temas. Por ello, aunque el sentimiento de rechazo que habían manifestado hacia el joven mulato siguiese siendo el mismo, el asombro había crecido y, con él, en el corazón de algunos habían entrado los celos. Henri en particular, preocupado por la idea de que Sara se había fijado en Georges más de lo que, en su posición de prometida y en su dignidad de mujer blanca, hubiera debido hacer, sentía que en el fondo de su corazón se agitaba un sentimiento de amargura que no podía dominar. Además, el nombre de Munier había hecho que sus recuerdos de infancia se despertaran: había recordado el día en que, al querer arrancar la bandera de las manos de Georges, su hermano Jacques le había dado un violento puñetazo en la cara. Las antiguas fechorías de los dos hermanos rugían sordamente en su pecho, y la idea de que Sara hubiese sido salvada el día anterior por aquel mismo hombre, en lugar de borrar el murmullo acusador del pasado, no hacía sino aumentar su odio contra él. En cambio, el señor de Malmédie padre, había estado toda la comida sumido, con su compañero de mesa, en una profunda disertación sobre una nueva manera de refinar azúcar que debía dar al producto de sus tierras un tercio más de valor del que ya tenía. Así pues, salvo el asombro inicial de descubrir en Georges al salvador de su sobrina, y el de hallarlo en casa de lord Murrey, no había vuelto a prestarle atención.
Pero, como ya hemos dicho, no sucedía lo mismo con Henri, que no se había perdido ni una palabra de las interpelaciones de lord Murrey ni de las respuestas de Georges. En cada una de estas respuestas, había reconocido un sentido común y una inteligencia superiores. Había estudiado la mirada firme, intérprete de la voluntad absoluta de Georges, y había comprendido que ese hombre que se presentaba ante su mirada ya no era, como en el día de su marcha, un niño oprimido, sino un poderoso antagonista que venía a desafiar sus golpes.
Si Georges, de vuelta en la Isla de Francia, hubiese regresado humildemente a la condición que a los ojos de los blancos la naturaleza le había dado y se hubiese perdido así en la oscuridad de sus orígenes, Henri no se habría fijado en él o, de hacerlo, no le habría guardado ningún rencor por los agravios que catorce años antes le había infligido. Pero no era así; el orgulloso joven había regresado por la puerta grande y, prestándole un favor, se había mezclado en la vida de su familia. Venía a sentarse a la misma mesa que él, como si fuera su igual en rango y su superior en inteligencia: era más de lo que podía soportar. En su fuero interno, Henri le declaró la guerra.
Por ello, tras abandonar la mesa, cuando acababan de pasar al jardín, se acercó a Sara, quien junto con otras señoras se había sentado bajo un cenador paralelo a otro en el que los hombres estaban tomando café. Sara se sobresaltó, pues sintió instintivamente que lo que su primo iba a decirle estaría relacionado con Georges.
-Y bien, linda prima -dijo el joven apoyándose en el respaldo de la silla de bambú que servía de asiento a la muchacha-, ¿qué te ha parecido la comida?
-Supongo que no es por el aspecto material por lo que me preguntas, ¿me equivoco? -respondió Sara sonriendo.
-No, querida prima, aunque tal vez para algunos de los invitados que no viven, como tú, del rocío, el aire y los perfumes no fuese una pregunta fuera de lugar. No, te pregunto por el aspecto social, por así decir.
-Pues me ha parecido lleno de buen gusto. Creo que lord Murrey ha hecho los honores de la mesa admirablemente bien y ha sido muy amable con todo el mundo.
-¡Oh, por supuesto! Y por ello estoy profundamente asombrado de que un hombre tan distinguido como él haya cometido una inconveniencia tan grande con nosotros.
-¿Qué inconveniencia? -preguntó Sara aunque sabía muy bien adónde quería ir a parar su primo y sacando una fuerza del fondo de su corazón que ni siquiera ella conocía, lo miró fijamen-te mientras le dirigía esta pregunta.
-Pues -empezó Henri un tanto embarazado no sólo por la forma como lo miraba Sara, sino por la voz que murmuraba en el fondo de su conciencia-, pues al invitar a la misma mesa que a nosotros al señor Georges Munier.
-Pues a mí hay una cosa que no me asombra menos, Henri, y es que no hayas dejado que fuera otro quien me hiciera, a mí sobre todo, tal observación.
-¿Y por qué esta observación me está prohibida sólo a mí, querida prima?
-Porque, sin el señor Georges Munier, cuya presencia aquí te parece tan inconveniente, ahora estaríais, suponiendo que se llore por una prima y se lleve luto por una sobrina, estaríais, tu padre y tú, llorando y de luto.
-¡Sí, desde luego! -respondió Herni ruborizándose-. Sí, entiendo toda la gratitud que debemos al señor Munier por haber salvado una vida tan preciosa como la tuya. Ya viste ayer que, cuando quiso comprar aquellos dos negros que mi padre quería castigar, me apresuré a regalárselos.
-¿Y regalándole dos negros crees que has saldado tu deuda con él? Te agradezco mucho, primo, que estimes la vida de Sara de Malmédie en la cantidad de mil piastras.
-¡Dios mío! ¡Querida Sara -dijo Henri-, qué manera tan extraña de interpretar las cosas tienes hoy! ¿Acaso, ni por un instante, he tenido la idea de poner precio a una existencia por la que yo daría la mía? No, solamente he pretendido hacerte ver en qué posición tan delicada pondría lord Murrey, por ejemplo, a una mujer a la que el señor Georges Munier invitase a bailar.
-En tu opinión, querido Henri, ¿esa mujer debería rechazarlo?
-Sin la menor duda.
-¿Sin pensar que al rechazar a un hombre que nada le ha hecho y que tal vez le haya prestado incluso algún pequeño favor esté infligiendo una de esas ofensas por las que obligatoriamente ese hombre debería pedir reparación al padre, al hermano o al marido?
-Supongo que en tal caso el señor Georges Munier se retractaría de sus actos y tendría la sensatez de pensar que un blanco no se rebaja hasta medirse con un mulato.
-Disculpa, querido primo, que ose emitir una opinión sobre este asunto -continuó Sara-, pero, o por lo poco que he visto he comprendido mal al señor Munier, o no creo que si se tratase de vengar su honor un hombre que como él lleva dos cruces en el pecho se detuviese por ese sentimiento de humildad interior que tú le concedes, me temo, muy gratuitamente.
-Sea como fuere, querida Sara -respondió a su vez Henri, con el rostro rojo de ira-, espero que el miedo a exponernos, a mi padre o a mí, a la cólera de Georges Munier no te haga cometer la imprudencia de bailar con él si tuviera el atrevimiento de invitarte.
-No bailaré con nadie, señor -respondió Sara con frialdad, levantándose y yendo a apoyarse en el brazo de la dama inglesa que había estado al lado de Georges en la mesa, y que era amiga suya.
Henri permaneció un instante aturdido por aquella firmeza que no se esperaba, después fue a mezclarse con un grupo de jóvenes criollos en el que halló sin duda, por sus ideas aristocráticas, más simpatía de la que había encontrado con su prima.
Mientras tanto, Georges, centro de otro grupo, charlaba con unos oficiales y comerciantes ingleses que no compartían o compartían en menor grado el prejuicio de sus compatriotas.
Transcurrió así una hora, durante la cual se realizaron todos los preparativos para el baile. Luego, transcurrida esa hora, las puertas se abrieron de nuevo sobre los apartamentos ahora despejados de muebles y radiantes de luz. Al mismo tiempo, la orquesta atacó el preludio, dando así la señal para la contradanza.
Sara había hecho un inmenso esfuerzo sobre sí misma al condenarse a ver bailar a sus compañeras, pues, como ya hemos dicho, le gustaba la danza con pasión. Pero toda la amargura del sacrificio que hacía recayó en la persona que se lo había impuesto; en cambio, un sentimiento más tierno y más profundo que ninguno de cuantos hubiera experimentado jamás empezaba a nacer en su alma en favor de aquel por quien ella se lo imponía, pues es una de las sublimes cualidades de las mujeres, a quienes la naturaleza y la sociedad han hecho dulcemente débiles, sentir un poderoso interés por lo que es oprimido, así como una gran admiración por lo que no se deja oprimir.
Por ello, cuando Henri, esperando que, a pesar de su anterior respuesta, su prima no se resistiría al arrebato del primer ritornelo, fue a invitarla a bailar la primera contradanza con él, según era su costumbre, Sara se limitó a contestarle:
-Ya sabes que esta noche no bailo, primo.
Henri se mordió los labios hasta hacerse sangre e instintivamente buscó a Georges con la mirada. Éste se había situado y bailaba con la inglesa a la que había dado el brazo para acompañarla a la mesa. Por un sentimiento que nada tenía de simpatía, los ojos de Sara habían tomado la misma dirección que los de su primo. Su corazón se encogió.
Georges bailaba con otra, Georges quizá no pensaba siquiera en Sara, quien sin embargo acababa de hacer por él un sacrificio que el día antes se habría creído incapaz de hacer por nadie en el mundo. Los minutos que duró la contradanza fueron los más dolorosos que Sara había vivido hasta entonces.
Terminada la contradanza, la joven, a su pesar, no pudo evitar seguir a Georges con la mirada. Éste acompañó a la inglesa a su sitio y luego pareció buscar a alguien con los ojos. La persona a quien buscaba era lord Murrey. En cuanto lo distinguió, fue hacia él, le dijo unas palabras y ambos avanzaron hacia Sara. Ésta sintió que toda la sangre se le arremolinaba en el corazón.
-Señorita -empezó lord Murrey-, he aquí un compañero de viaje que, tal vez un poco reverencioso hacia nuestras costumbres de Europa, no osa invitarla a bailar antes de tener el honor de serle presentado. Permítame, pues, que le presente al señor Georges Munier, uno de los hombres más distinguidos que conozco.
-Como usted dice, milord -respondió Sara con una voz que, a fuerza de dominio sobre sí misma, consiguió que pareciese casi segura-, es un temor muy exagerado por parte del señor Munier, pues somos ya viejos conocidos. El día de su llegada me hizo un favor; ayer hizo mucho más que eso, me salvó la vida.
-¡Cómo! ¿Ese joven cazador que tuvo la fortuna de hallarse en el lugar adecuado para disparar contra ese espantoso tiburón mientras usted se bañaba es el señor Munier?
-El mismo, milord -respondió Sara roja de vergüenza, pues sólo entonces se le ocurrió que Georges la había visto en traje de baño-. Ayer estaba tan turbada y alterada que apenas si tuve fuerzas para dar las gracias al señor Munier, pero hoy le vuelvo a expresar mi gratitud, tanto más cuanto que, gracias a su destreza y a su sangre fría, hoy tengo la dicha de estar en su hermosa fiesta, milord.
-A la que sumamos la nuestra -añadió Henri, que se había acercado al pequeño grupo del que su prima era el centro-. Ayer nosotros estábamos también tan alterados y preocupados por el accidente que apenas tuvimos el honor de decirle algunas palabras al señor Munier.
Georges, que aún no había dicho una palabra, pero cuyos ojos penetrantes habían leído hasta el fondo del corazón de Sara, se inclinó en señal de gratitud, pero sin responder a Henri en otro modo.
-Bien, creo que la invitación que quería presentarle el señor Georges ya no tiene más obstáculos -dijo lord Murrey-, y dejo que sea mi protegido quien se explique por sí mismo.
-¿La señorita de Malmédie me concederá el honor de una contradanza? -dijo Georges inclinándose por segunda vez.
-¡Oh! Señor -dijo Sara-, créame que lo siento y le ruego que me disculpe. Hace un momento también le he dicho que no a mi primo, porque esta noche no tengo intención de bailar.
Georges sonrió con el aire del hombre que lo adivina todo, y se incorporó lanzando a Henri una mirada tan llena de desdén que lord Murrey comprendió, por esa mirada y por la que su ami-go obtuvo por respuesta del señor de Malmédie, que entre esos dos hombres existía un odio profundo e inveterado. Pero guardó esa observación en el fondo de su corazón, y como si no hubiera notado nada, se dirigió a Sara:
-¿Acaso le queda un resto del terror que sintió ayer -le preguntó- que hoy le impide disfrutar de los placeres?
-Sí, milord -respondió Sara-, y en realidad no me siento muy bien. Le rogaría a mi primo que dijera al señor de Malmédie que quisiera retirarme y que cuento con él para que me lleve a casa.
Henri y lord Murrey hicieron a la vez un movimiento para obedecer al deseo de la muchacha. Georges se inclinó hacia Sara:
-Tiene usted un corazón noble, señorita -le dijo a media voz-, y se lo agradezco.
Sara se estremeció y quiso responder, pero ya lord Murrey se había acercado. Casi a pesar suyo no pudo más que intercambiar una mirada con Georges.
-¿Así que está decidida a abandonarnos, señorita? -dijo el gobernador.
-¡Por desgracia, sí! -respondió Sara-. Me gustaría poder quedarme, milord, pero... me siento francamente mal.
-En tal caso, comprendo que sería egoísta por mi parte intentar retenerla, y como es probable que el coche del señor de Malmédie no esté en la puerta, voy a ordenar que enganchen los caballos al mío.
Y lord Murrey se alejó al instante.
-Sara -dijo Georges-, cuando me fui de Europa para regresar aquí, mi único deseo era el de encontrar un corazón como el suyo, pero no creí que fuera posible.
-Señor -murmuró Sara, dominada a pesar suyo por el profundo acento de la voz de Georges-, no sé qué quiere decir.
-Quiero decir que desde el día de mi llegada tengo un sueño, y si este sueño llega a hacerse realidad seré el más feliz de los hombres.
Y sin esperar la respuesta de Sara, se inclinó respetuosamente ante ella, y al ver acercarse al señor de Malmédie y a su hijo, la dejó con su tío y su primo. Cinco minutos después, lord Murrey vino a anunciar a Sara que el coche estaba listo y le ofreció el brazo para cruzar el salón. Una vez en la puerta, la joven lanzó una última mirada apesadumbrada hacia el baile donde tanto había imaginado disfrutar, y desapareció.
Pero aquella mirada había topado con la de Georges, y desde entonces iba a perseguirla.
Cuando volvía de acompañar a la señorita de Malmédie a su coche, el gobernador se encontró en la antecámara con Georges, quien también se disponía a abandonar el baile.
-¿Usted también? -dijo lord Murrey.
-Sí, milord. No ignora que por el momento resido en Moka y que, por consiguiente, tengo unas ocho leguas de camino. Por suerte, con Antrim es cuestión de una hora.
-¿No le habrá ocurrido algo especial con el señor Henri de Malmédie? -preguntó el gobernador con expresión de interés.
-No, milord, todavía no -respondió Georges sonriendo-, pero, con toda probabilidad, no tardará en ocurrir.
-O mucho me equivoco, mi joven amigo -dijo el gobernador-, o las causas de su enemistad con esa familia datan de largo tiempo atrás.
-Sí, milord, son pequeñas pullas de niños que se han convertido en auténticos odios de hombres; alfileres que se convertirán en espadas.
-¿Y no hay modo de arreglarlo? -preguntó el gobernador.
-Por un momento creí que sí, milord. Creí que catorce años de dominio inglés habrían matado el prejuicio que venía a combatir, pero me equivocaba: al atleta no le queda más que untarse el cuerpo con aceite y bajar a la arena del circo.
-¿No encontrará, acaso, más molinos de viento que gigantes, mi querido don Quijote?
-Juzgue usted mismo -dijo Georges sonriendo-. Ayer salvé la vida de la señorita Sara de Malmédie... ¿Sabe cómo me lo agradece hoy su primo?
-No.
-Prohibiéndole que baile conmigo.
-¡Imposible!
-Es tal como tengo el honor de decírselo, milord.
-¿Y eso por qué?
-Porque soy mulato.
-¿Qué piensa usted hacer?
-¿Yo?
-Perdone mi indiscreción, pero ya sabe lo mucho que me intereso por usted y, además, somos viejos amigos.
-¿Que qué pienso hacer? -dijo Georges sonriendo.
-Sí, ¿tiene en mente algún proyecto?...
-Esta noche se me ha ocurrido uno.
-¿Cuál? Veamos, le diré si lo apruebo.
-Dentro de tres meses me habré casado con Sara de Malmédie. Y antes de que lord Murrey tuviera tiempo de darle su aprobación o desaprobación, Georges ya se había despedido y había salido. En la puerta, su criado moro lo estaba esperando con sus dos caballos árabes.
Georges saltó sobre Antrim y se puso al galope en dirección a Moka. Al llegar a la plantación, el joven preguntó por su padre, pero le dijeron que había salido a las siete de la tarde y aún no ha-bía vuelto.
XIII
EL NEGRERO
El día siguiente por la mañana Pierre Munier fue a ver a su hijo.
Desde su llegada Georges había recorrido varias veces la magnífica hacienda que poseía su padre y, con sus ideas de industria europea, había propuesto varias ideas de mejoras que el padre, con su capacidad práctica, había captado al instante. Pero para aplicar tales ideas se necesitaba aumentar el número de brazos, y la abolición de la trata pública había encarecido tanto los esclavos que no había modo de obtener en toda la isla, si no era con enormes sacrificios, los cincuenta o sesenta negros con que el padre y el hijo querían aumentar su propiedad. Por esta razón, el día anterior, en ausencia de Georges, Pierre Munier había recibido con alegría la noticia de que había un barco negrero a la vista y, según la costumbre adoptada entre los colonos y los mercaderes de carne negra, había ido a la costa durante la noche para responder a las señales del negrero con otras que indicasen que había alguien interesado en tratar con él. Realizado el intercambio de señales, Pierre Munier venía a anunciar a Georges la buena noticia. Quedó convenido, pues, que por la noche el padre y el hijo se encontrarían hacia las nueve en la punta de las Caves, por debajo del PetitMalabar. Tras llegar a este acuerdo, Pierre Munier salió para ir a inspeccionar, según su costumbre, los trabajos de la plantación, y también según su costumbre, Georges agarró su fusil y se fue a los bosques para abandonarse a sus cavilaciones.
Lo que Georges había dicho el día antes a lord Murrey al despedirse de él no era una fanfarronada; era, por el contrario, una decisión bien meditada. Durante toda su vida, la educación del joven mulato se había dirigido, como hemos visto, hacia el objetivo de dar a su voluntad la fuerza y la persistencia del genio. Una vez conseguida una superioridad en todas las cosas que, con el apoyo de su fortuna, le habría asegurado, en Francia o en Inglaterra, en Londres o en París, una existencia distinguida, Georges, ávido de lucha, había querido regresar a la Isla de Francia. Allí era donde existía el prejuicio que su valor se creía destinado a combatir y que su orgullo creía poder vencer. Regresaba, pues, teniendo en su favor la ventaja del incógnito, que le permitía estudiar a su enemigo sin que éste supiera qué guerra le había declarado en el fondo de su alma, dispuesto a atraparlo en el momento en que menos se lo esperase, y a iniciar una lucha en la que debía sucumbir un hombre o una idea.
Al pisar el puerto y encontrarse a la vuelta con los mismos hombres que había dejado al marchar, Georges había comprendido una verdad de la que a veces había dudado en Europa: que todo seguía igual en la Isla de Francia, aunque hubiesen pasado catorce años, aunque la Isla de Francia, en vez de ser francesa, fuese inglesa y, en vez de llamarse Isla de Francia, se llamase Mauricio. Desde ese día estaba sobre aviso; se había preparado para el duelo moral que había venido buscando como quien se prepara para un duelo físico, por así decir, y, espada en mano, había esperado que se presentase la ocasión oportuna para asestar el primer golpe a su adversario.
Pero como el genial César Borgia, que a la muerte de su padre lo había previsto todo para la conquista de Italia, excepto que para entonces él también estaría muriéndose, Georges se vio in-merso en una situación que no había podido prever, golpeado al mismo tiempo que quería golpear. El día de su llegada a PortLouis el azar había puesto en su camino a una hermosa joven cuyo recuerdo conservaba a pesar suyo. Después la Providencia lo había guiado al lugar oportuno para salvar la vida a la misma muchacha con la que soñaba vagamente desde que la había visto, de tal modo que aquel sueño había entrado más profundamente en su existencia. Por último, la fatalidad les había reunido la víspera, y allí, en el mismo instante en que se daba cuenta de que la amaba, una mirada le había dicho que ella lo amaba también. Desde entonces, la lucha presentaba para él un nuevo interés, un interés al cual su felicidad se hallaba doblemente ligada, puesto que desde entonces esa lucha se realizaba no sólo en provecho de su orgullo, sino también en el de su amor.
Sin embargo, como hemos dicho, Georges, herido en el momento del combate, perdió la ventaja de la sangre fría; cierto es que, a cambio, ganaba la vehemencia de la pasión.
Pero si en una existencia hastiada, si en un corazón marchito como el de Georges, la visión de la joven había causado el efecto que hemos visto, el aspecto del joven y las circunstancias en las que se le había aparecido sucesivamente habían debido de producir una impresión muy diferente en la juvenil existencia y en el alma virginal de Sara. Criada, desde el día en que había perdido a sus padres, en la casa del señor de Malmédie, destinada desde entonces a doblar con su dote la fortuna del heredero de esa casa, se había acostumbrado a mirar a Henri como a su futuro esposo y se había sometido a esa perspectiva tanto más fácilmente cuanto que Henri era un mozo guapo y amable, citado entre los más ricos y más elegantes colonos, no sólo de Port-Louis sino de toda la isla. En cuanto a los otros jóvenes amigos de Henri, que la acompañaban en la caza o la sacaban a bailar en las fiestas, los conocía desde hacía demasiado tiempo para que se le ocurriese mirar con otros ojos a alguno de ellos; eran para Sara amigos de juventud que con su amistad debían acompañarla durante el resto de su vida, y nada más.
Sara vivía, pues, en una perfecta tranquilidad espiritual cuando vio a Georges por primera vez. En la vida de una muchacha, un desconocido joven y guapo, de aspecto distinguido y modales elegantes, es siempre un acontecimiento, y con mayor razón, como es fácil entender, en la Isla de Francia.
El rostro del joven extranjero, el timbre de su voz, las palabras que había pronunciado habían permanecido, sin que ella supiera por qué, en su memoria, como permanece una melodía que hemos oído una sola vez pero que repetimos mentalmente sin cesar. Sin duda, al cabo de unos días, Sara habría olvidado ese pequeño acontecimiento si hubiera visto de nuevo al joven en circunstancias ordinarias. Quizá un examen más detenido, como el que conlleva un segundo encuentro, en lugar de mezclar a ese hombre más profundamente en su vida, lo hubiera alejado por completo. Pero no había sucedido así. Dios había decidido que Georges y Sara se volviesen a ver en un momento supremo, y se produjo la escena del río Negro. A la curiosidad que había acompañado la primera aparición se habían unido la poesía y la gratitud que envolvían la segunda. En un instante, Georges se había transformado a los ojos de la joven. El desconocido forastero se había convertido en ángel salvador. Todos los dolores que prometía la muerte que había amenazado a Sara, se los había evitado Georges; todos los placeres que promete la vida a los dieciséis años, toda la felicidad y el porvenir, Georges se los había devuelto en el momento en que iba a perderlos. En fin, cuando habiéndolo visto apenas, habiéndole dirigido apenas la palabra, ella iba a encontrase frente a él, cuando ella iba a desahogar toda la gratitud que contenía su alma, le prohibían conceder a aquel hombre lo que hubiera concedido al primer extraño recién llegado, y más aún, le ordenaban insultarle como no lo habría hecho con el último de los mortales. Fue entonces cuando la gratitud que guardaba en su corazón se había transformado en amor; una mirada se lo había dicho todo a Georges, y una palabra de él se lo había dicho todo a Sara. Ella no había podido negar nada, y por tanto Georges tenía derecho a creerlo todo. Luego, tras la impresión, vino la reflexión. Sara no había podido impedir comparar la conducta de Henri, su futuro esposo, con la de aquel extranjero que no era para ella ni siquiera un conocido. El primer día, las burlas de Henri dirigidas al desconocido habían herido su inteligencia. La indiferencia de su primo, que salió tras el ciervo cuando su prometida acababa de escapar a un peligro de muerte, había lastimado su corazón. Por último, ese tono de dueño con que Henri le había hablado el día del baile había ofendido su orgullo, tanto que, durante aquella larga noche que debía haber sido una noche alegre y que Henri había convertido en una noche triste y solitaria, Sara se había interrogado a sí misma por vez primera y, por vez primera, había reconocido que no amaba a su primo. De ahí a saber que amaba a otro no había más que un paso.
Sucedió entonces lo que suele ocurrir en tales casos. Sara, después de mirarse a sí misma, miró a su alrededor: puso en una balanza el interés de la conducta de su tío para con ella; recordó que tenía un millón y medio de fortuna aproximadamente, es decir, que era el doble de rica que su primo, y se preguntó si, de ser pobre y huérfana, su tío habría tenido con ella los mismos cuidados, las mismas atenciones, la misma ternura que le había prodigado siendo una opulenta heredera, y ya no vio en la adopción del señor de Malmédie más que lo que realmente había, es decir, el cálculo de un padre que prepara un buen matrimonio para su hijo. Por supuesto, todo esto era un poco severo, pero los corazones heridos están hechos así, la gratitud se escurre por la herida, y el dolor que queda se convierte en un estricto juez.
Georges había previsto todo aquello, y había contado con ello para defender su causa y empeorar la de su rival. Así pues, tras meditarlo bien, decidió no hacer nada aquel mismo día, aunque en el fondo de su corazón sentía una gran impaciencia por volver a ver a Sara. Así estaba, pues, con su fusil al hombro, esperando encontrar en la caza, su pasión favorita, una distracción que le ayudase a matar las horas. Pero Georges se equivocaba; su amor por Sara hablaba ya en su corazón más alto que cualquier otro sentimiento. Y así, hacia las cuatro, no pudiendo resistirse más tiempo a su deseo, no diré de volver a ver a la joven, pues al no poder presentarse en su casa, sólo podía deberse a una casualidad el encontrarla, sino a la necesidad de acercarse a ella, mandó ensillar a Antrim y, dejando las riendas a la veloz criatura de Arabia, en menos de una hora se halló en la capital de la isla.
Georges acudía a Port-Louis con una sola esperanza, pero, como hemos dicho, esa esperanza quedaba totalmente sometida al azar. Esta vez el azar fue inflexible. Georges pasó por todas las calles cercanas a la residencia del señor de Malmédie, cruzó dos veces el jardín de la Compañía, paseo habitual de los habitantes de Port-Louis, tres veces dio la vuelta al Campo de Marte, donde todo estaba preparado para las próximas carreras, pero fue inútil, en ninguna parte, ni de lejos, vio a una mujer cuyo porte pudiera ofrecerle siquiera una ilusión.
A las siete perdió toda esperanza y, con el corazón roto como si hubiera sufrido una desgracia, con el corazón roto como si hubiera soportado una gran fatiga, emprendió de nuevo el camino de la Grande Rivière, pero esta vez al paso y refrenando a su caballo; porque esta vez se alejaba de Sara, que sin duda no había adivinado que Georges había pasado diez veces por la calle de la Comedia y la calle del Gobierno, es decir, apenas a cien pasos de ella. Ahora estaba cruzando el campamento de los negros libres, situado en las afueras de la ciudad, y seguía frenando a Antrim, que no entendía nada de aquel paso tan desacostumbrado, cuando de pronto un hombre salió de una de las barracas y se lanzó al estribo de su caballo, apretándole las rodillas y besándole las ma-nos. Era el vendedor chino, el hombre del abanico, era MikoMiko.
Al instante Georges comprendió vagamente el partido que podía sacar de ese hombre, quien por su negocio podía introducirse en todas las casas y que, por su desconocimiento de la lengua, no inspiraba ninguna inquietud.
Georges desmontó y entró en la tienda de Miko-Miko, que le mostró de inmediato todos sus tesoros. Imposible equivocarse en cuanto al sentimiento que el pobre diablo profesaba por Georges, y que a cada palabra se le escapaba del fondo de su corazón. Era muy simple: Miko-Miko, aparte de dos o tres compatriotas suyos vendedores como él, y por consiguiente, si no enemigos, al menos rivales, no había encontrado aún en Port-Louis una sola persona con quien hablar su idioma. Por ello, preguntó a Georges de qué manera podía devolverle la dicha que le debía.
Lo que Georges le pidió era muy simple: un plano del interior de la casa del señor de Malmédie, para, en caso de necesidad, saber cómo llegar hasta Sara.
A las primeras palabras que dijo Georges, Miko-Miko lo comprendió todo: ya hemos dicho que los chinos eran los judíos de la Isla de Francia.
Para facilitar las negociaciones de Miko-Miko con Sara, y quizá también con otra intención, Georges escribió en una de sus tarjetas de visita los precios de los diferentes objetos que podían tentar a la joven, recomendando a Miko-Miko que no dejase ver la tarjeta más que a Sara. Luego dio al vendedor un segundo cuádruple, emplazándole a que el día siguiente estuviera hacia las tres de la tarde en Moka. Miko-Miko prometió acudir a la cita y se comprometió a traer en su cabeza un plano tan exacto de la casa como lo podría haber trazado un ingeniero.
Después, dado que eran las ocho y que a las nueve Georges tenía que encontrarse, como ya hemos dicho, con su padre en la punta de las Caves, el joven montó de nuevo en el caballo y reemprendió el camino de la Petite Rivière, con el ánimo más ligero, tan poca cosa se necesita en amor para cambiar el color del horizonte.
Era noche cerrada cuando Georges llegó al lugar acordado. Su padre, siguiendo la costumbre que había adoptado con los blancos de llegar siempre pronto, llevaba ya diez minutos allá. A las nueve y media salió la luna.
Ése era el momento que esperaban Georges y su padre. Sus ojos se dirigieron de inmediato a un punto entre la isla Borbón y la de Sable, y ahí, por tres veces, vieron el estallido de un rayo. Era, según la costumbre, un espejo que reflejaba los rayos de la luna. Al ver esa señal bien conocida por los colonos, Telémaco, que había acompañado a sus amos, encendió en la orilla un fuego que apagó cinco minutos después, y a continuación esperaron.
Aún no había transcurrido media hora cuando vieron aparecer en el mar una línea negra, semejante a un pez que nadase por la superficie del agua. La línea se fue agrandando y tomó la apariencia de una piragua. Un momento después reconocieron una gran chalupa y comenzaron a ver, por la ondulación de los rayos de la luna en el mar, la acción de los remos que sacudían el agua, aunque todavía no oían su ruido. Por último, la chalupa entró en la ensenada de la Petite Rivière y fue a abordar en la caleta que se halla delante del pequeño fortín.
Georges y su padre avanzaron hacia la orilla. El hombre que, de lejos, habían podido ver sentado a la popa, había ya puesto pie en tierra.
Detrás de él bajó una docena de marineros armados con mosquetes y hachas. Eran los mismos que habían remado con el fusil al hombro. El hombre que había bajado primero les hizo una señal, y los otros empezaron a desembarcar a los negros. Había treinta tumbados en el fondo de la barca; una segunda chalupa debía traer otros tantos.
Entonces los dos mulatos y el hombre que había desembarcado primero se aproximaron e intercambiaron unas palabras. Resultó ser cierto lo que Georges y su padre habían imaginado, y era que tenían delante al capitán negrero en persona.
Era un hombre de unos treinta o treinta y dos años, de elevada estatura, con todos los atributos de una fuerza física que ha llegado al grado de inspirar respeto: tenía el pelo negro y rizado, patillas que le pasaban por debajo del cuello y unos bigotes que se unían con las patillas. Su cara y sus manos, tostados por el sol de los trópicos, habían alcanzado el color de los indios de Timor o de Pegu. Iba vestido con la chaqueta y el pantalón de tela azul propios de los cazadores de la Isla de Francia, y como ellos llevaba un ancho sombrero de paja y un fusil al hombro. La diferencia era que además llevaba, colgado de la cintura, un sable curvo, como el de los árabes, pero más ancho y con una empuñadura al estilo de los claymores escoceses.
Si el capitán negrero había sido objeto de un examen minucioso por parte de los dos habitantes de Moka, éstos también habían sufrido una investigación no menos completa. Los ojos del comer-ciante de carne negra iban del uno al otro con igual curiosidad y parecía que, cuanto más los examinaban, menos podían despegarse de ellos. Sin duda Georges y su padre no advirtieron tanta insistencia, o al menos no pensaron que debieran preocuparse por ella, puesto que iniciaron la transacción que allí les había llevado, examinando uno tras otro a los negros que habían llegado en la primera chalupa y que eran casi todos nativos de la costa occidental de África, es decir, de Senegambia y de Guinea: circunstancia que les da siempre un valor mayor, dado que, al no tener como los malgaches, los mozambiqueños y los cafres, esperanzas de regresar a su país, casi nunca intentan fugarse. Ahora bien, como, a pesar de este motivo de encarecimiento, el capitán fue muy razonable con los precios, cuando llegó una segunda chalupa, ya habían cerrado el trato en cuanto a la primera. Con aquella ocurrió como con ésta; el capitán llevaba un surtido muy completo y daba muestras de ser un profundo conocedor de la materia. Era una auténtica fortuna para la Isla de Francia, adonde venía a ejercer su comercio por primera vez, pues hasta entonces se había decantado más bien por las Antillas.
Cuando todos los negros hubieron desembarcado y quedó cerrado el negocio, Telémaco, que era del Congo, se acercó a ellos y les hizo un discurso en su lengua materna, que era también la de ellos: este discurso tenía por objeto hacerles un elogio de la agradable vida que se les presentaba, comparada con la que sus compatriotas llevaban en las otras plantaciones de la isla, y decirles que habían tenido la suerte de ir a parar a casa de los señores Pierre y Georges Munier, es decir, los dos mejores amos de la isla. Los negros se acercaron entonces a los dos mulatos y, cayendo de rodillas, prometieron, por medio de Telémaco, hacerse dignos de la dicha que les había destinado la Providencia.
Ante el nombre de Pierre y Georges Munier, el capitán negrero, que había seguido el discurso de Telémaco con una atención que demostraba que había estudiado profundamente los diferentes dialectos de África, se había estremecido y había mirado con mayor atención que antes a los dos hombres con los que acababa de cerrar un muy ventajoso trato de unos ciento cincuenta mil francos. Pero, al igual que antes, Georges y su padre no se habían percatado de que no les perdía ni un instante de vista. Al fin, llegó el momento de formalizar el negocio. Georges preguntó al negrero de qué modo deseaba que le pagaran, si en oro o en letras de cambio, pues su padre había traído oro en las alforjas de su caballo y letras de cambio en su billetera, para poder hacer frente a todas las exigencias. El negrero se inclinó por el oro. Al instante, calcularon la cantidad y la transportaron a la segunda chalupa; luego los marineros embarcaron de nuevo. Pero, ante el asombro de Georges y su padre, el capitán no subió con ellos a las chalupas, que se alejaron a una orden suya dejándolo en la orilla.
El capitán las siguió unos instantes con la mirada, luego, cuando quedaron fuera del alcance de la voz y de la mirada, se volvió hacia los asombrados mulatos, avanzó hacia ellos y, tendiéndoles la mano a ambos, dijo:
-¡Hola, padre!... ¡Hola, hermano! -Y luego, al verlos vacilante añadió-: ¡Cómo! ¿No reconocéis a vuestro Jacques?
Los dos hombres lanzaron un grito de sorpresa y le tendieron los brazos. Jacques se precipitó en los de su padre, luego, de los brazos de su padre, pasó a los de Georges, tras lo cual, le llegó también el turno a Telémaco, aunque, conviene decirlo, sólo temblando se atrevió a tocar las manos de un negrero.
En efecto, por una extraña coincidencia, el azar reunía en la misma familia al hombre que se había doblegado toda la vida ante el prejuicio del color, al hombre que se hacía rico explotándolo y al hombre que estaba dispuesto a arriesgar su vida combatiéndolo.
XIV
LA FILOSOFÍA NEGRERA
En efecto, aquel hombre era Jacques, a quien su padre no veía desde hacía catorce años, y su hermano, desde hacía doce.
Jacques, como dijimos antes, se había embarcado en uno de esos corsarios que por aquel tiempo, provistos con la patente de Francia, zarpaban de improviso de nuestros puertos, como águilas de sus nidos, y se lanzaban sobre los ingleses.
Era ésa una dura escuela que valía tanto como la de la marina imperial que, a la sazón, bloqueada en nuestros puertos, permanecía anclada tanto tiempo como la otra marina, viva, ligera e independiente, pasaba en corso. Cada día, en efecto, había un nuevo combate, no porque nuestros corsarios, por más osados que fueran, anduvieran buscando camorra con los navíos de guerra, sino porque las mercancías de la India y China eran tan apetecibles que la emprendían con todos los enormes buques de abultados vientres provenientes de Calcuta, Buenos Aires o Veracruz. Ocurría, sin embargo que, o bien esos buques de aspecto respetable iban escoltados por alguna fragata inglesa armada hasta los dientes, o bien habían optado por armarse ellos mismos y defenderse por su cuenta. En este último caso, la cosa resultaba un juego, una escaramuza de dos horas, y nada más; pero en el otro, las cosas cambiaban por completo, era mucho más grave: había un gran intercambio de balas, un gran número de muertos, muchos aparejos rotos; después llegaba el abordaje, donde, tras haberse fulminado de lejos, se exterminaban de cerca.
Entretanto, el navío mercante desaparecía, y si no se topaba, como el asno de la fábula, con otro corsario que le pusiera la mano encima, arribaba a algún puerto de Inglaterra, para gran sa-tisfacción de la Compañía de las Indias, que concedía rentas a sus defensores. Así era cómo funcionaban las cosas en aquel tiempo. De los treinta o treinta y un días que componen el mes, se combatía durante veinte o veinticinco, y para descansar de las jornadas de combate, estaban los días de tormenta.
Pero, debemos repetirlo, en aquella escuela se aprendía rápido. Primero, como el reclutamiento no era obligatorio y como esa pequeña guerra de aficionados no dejaba de consumir a la larga una gran cantidad de hombres, las tripulaciones nunca se hallaban al completo. Es cierto que, como los marineros eran todos voluntarios, la calidad, en este caso, suplía con creces la cantidad; por eso, el día de la batalla o de la tormenta nadie tenía atribuciones fijas y todo el mundo servía para todo. Por lo demás, obediencia pasiva al capitán cuando estaba el capitán, y al segundo, en ausencia del capitán. Sí que había habido, siempre hay alguno, a bordo de la Calypso, así se llamaba el barco que había escogido Jacques para realizar su aprendizaje náutico, sí que había habido, hacía seis años, dos insubordinados, uno normando y otro gascón, uno contra la autoridad del capitán y el otro contra la autoridad del teniente. Pero el capitán había rajado la cabeza del uno de un hachazo, y el teniente había reventado el pecho del otro de un pistoletazo; los dos habían muerto al instante. A continuación, como no hay nada que dificulte más las maniobras que un cadáver, habían tirado al muerto por la borda, y no se había hablado más del asunto. Ahora bien, estos dos acontecimientos, aunque sólo habían dejado huella en la memoria de los presentes, no habían dejado de ejercer una saludable influencia en sus mentes. A nadie, desde entonces, se le había ocurrido buscar pelea con el capitán Bertrand ni con el teniente Rébard. Así se llamaban aquellos dos valientes, que desde entonces habían gozado de una auto-ridad totalmente autocrática a bordo de la Calypso.
Jacques siempre había tenido una clara vocación por la mar: de niño siempre andaba a bordo de los barcos atracados en PortLouis, subiendo a los obenques, trepando a las cofas, columpián-dose en las vergas, deslizándose por los cordajes. Como era sobre todo en los navíos que tenían relación comercial con su padre donde se entregaba a estos ejercicios gimnásticos, los capitanes lo trataban con amabilidad y satisfacían su curiosidad infantil dándole explicaciones sobre cualquier cosa y dejándole ir desde la bodega a los palos de juanete y de los juanetes a la bodega. El re-sultado fue que a los diez años era un grumete de primera, puesto que a falta de un barco, como para él todo representaba un navío, trepaba a los árboles, que convertía en mástiles, y saltaba por las lianas, que convertía en cordajes; y a los doce, como sabía el nombre de todas las partes de una embarcación, como conocía todas las maniobras que se ejecutan a bordo de un navío, hubiera podido entrar como aspirante de primera clase en el primer barco aparecido. Pero, como ya vimos, su padre tenía otros planes para él y, en lugar de enviarlo a la escuela de Angulema, adonde le llamaba su vocación, lo había mandado al colegio Napoléon. Fue entonces cuando se produjo una confirmación más del refrán «el hombre propone y Dios dispone». Jacques, tras pasar dos años dibujando bricbarcas en sus cuadernos de redacción y haciendo navegar fragatas en el gran estanque del parque del Luxemburgo, aprovechó la primera ocasión que se le presentó para pasar de la teoría a la práctica, y, tras visitar, en un viaje a Brest, la bricbarca Calypso, declaró a su hermano, que le había acompañado, que podía regresar solo a tierra, pues él, por su parte, había decidido hacerse marino.
Se hizo como había decidido Jacques, y Georges regresó solo, tal como dijimos en su momento, al colegio Napoléon.
En cuanto a Jacques, cuyo rostro franco y actitud atrevida sedujeron de inmediato al capitán Bertrand, fue ascendido en la primera ocasión al grado de marinero, lo cual provocó muchas pro-testas entre los compañeros.
Jacques dejó que protestaran: en su interior tenía muy claras las nociones de lo justo y lo injusto. Le habían declarado igual a unos hombres que ignoraban lo que él valía, era lógico, pues, que les pareciese mal que se le concediera semejante favor a un novato; pero, a la primera tormenta, Jacques fue a cortar un juanete que por culpa de un nudo mal hecho no podía deslizarse y amenazaba con partir el palo al que estaba atado, y en el primer abordaje saltó al navío enemigo antes que el capitán, lo cual le valió, por parte de éste, un puñetazo tan fabuloso que quedó aturdido durante tres días, pues la norma, a bordo de la Calypso, era que el capitán siempre debía pisar el puente enemigo antes que cualquiera de su tripulación. Sin embargo, como era una de esas faltas de disciplina que un valiente perdona fácilmente a otro valiente, el capitán aceptó las excusas que Jacques le presentó y le respondió que en el futuro, detrás de él y del teniente, era libre, en las mismas circunstancias, de ocupar el puesto que le apeteciese. En el segundo abordaje, Jacques fue el tercero en pasar.
A partir de aquel momento, los marineros dejaron de murmurar contra él, y los más veteranos se le acercaron para ser los primeros en tenderle la mano.
Eso fue así hasta 1815. Decimos hasta 1815, porque el capitán Bertrand, que era muy escéptico, no había querido tomarse nunca en serio la caída de Napoleón: quizá se debiera a que, no teniendo otra cosa que hacer, había hecho dos viajes a la isla de Elba, y en uno de esos viajes había tenido el honor de ser recibido por el ex dueño del mundo. Lo que el emperador y el pirata se dijeron en aquella entrevista nadie lo supo jamás; lo único que se observó fue que el capitán Bertrand regresó a bordo silbando:
Ran tan plan tararí, ¡cómo nos vamos a reír!
Esto, tratándose del capitán Bertrand, era señal de la satisfacción interna llevada al más alto grado. Luego el pirata volvió a Brest, donde sin decir nada a nadie empezó a poner la Calypso en buen estado, a aprovisionarse de pólvora y balas y a reclutar a los hombres que le faltaban para que la tripulación se hallase al completo.
De manera que habría sido necesario no conocer al capitán Bertrand en absoluto para no comprender que detrás de su telón se preparaba un espectáculo que iba a sorprender al público.
En efecto, seis semanas después del último viaje del capitán Bertrand a Porto-Ferrajo, Napoleón desembarcaba en el golfo Juan; veinticuatro días después de su desembarco en el golfo Juan, Napoleón entraba en París; y setenta y dos horas después de la entrada de Napoleón en París, el capitán Bertrand salía de Brest a toda vela y con el pabellón tricolor enarbolado.
Transcurridos apenas ocho días, el capitán Bertrand ya estaba de regreso, remolcando un magnífico navío inglés de tres palos cargado con las más finas especias de la India. En dicho barco, al ver la bandera tricolor que creían por siempre desaparecida de la faz de la Tierra, se habían quedado tan increíblemente asombrados que no habían presentado la más mínima resistencia.
Esta captura despertó el apetito del capitán Bertrand. Así, en cuanto se hubo desprendido de su presa a un precio conveniente y hubo repartido las ganancias entre la tripulación, que ya llevaba casi un año descansando y se aburría de tanto reposo, inició la búsqueda de un segundo navío de tres palos. Pero, como es sabido, uno no encuentra siempre lo que anda buscando; y una hermosa mañana, tras una negrísima noche, la Calypso se dio de bruces con una fragata. Se trataba del Leycester, es decir, el mismo navío que, como vimos, llevó a Port-Louis al gobernador y a Georges.
El Leycester tenía diez cañones y sesenta hombres de tripulación más que la Calypso. Además, no llevaba la menor carga de canela, azúcar o café, pero sí, en cambio, una santabárbara perfec-tamente surtida y un nutrido arsenal de metralla y palanquetas. Apenas vio a qué parroquia pertenecía la Calypso, le envió, sin la menor señal de advertencia, una muestra de su mercancía; era una preciosa bala del treinta y seis que fue a hundirse en la bodega.
La Calypso, muy al contrario de su hermana Galatea, que huía para ser vista, habría querido huir sin ser vista. No había nada que ganar con el Leycester, ni siquiera derrotándole, lo cual no era en absoluto probable. Por desgracia, no era mucho más probable la suposición de escapar de él, pues su capitán era el mismo Williams Murrey, que a la sazón no había abandonado aún el servicio de la marina y que, a pesar de su encantadora apariencia, a la que desde entonces su trabajo diplomático había dado una nueva capa, era uno de los más intrépidos lobos de mar que existían desde el estrecho de Magallanes hasta la bahía de Baffin.
Así pues, el capitán Bertrand mandó arrastrar sus dos piezas de artillería más potentes a la popa y emprendió la huida.
La Calypso era un auténtico navío de proa, tallado para la carrera, con una quilla estrecha y alargada. Pero la pobre golondrina de mar se enfrentaba al águila del océano, de modo que, a pesar de su velocidad, muy pronto fue evidente que la fragata ganaba terreno a la goleta.
Esta superioridad pronto se hizo considerable, puesto que cada cinco minutos el Leycester enviaba ujieres de bronce a la Calypso para conminarla a detenerse, a lo cual la Calypso, mientras huía, le respondía con mensajeros de la misma clase.
Mientras tanto, Jacques iba examinando con toda su atención los mástiles de la bricbarca y transmitía al teniente Rébard sus sensatas observaciones sobre las mejoras que se debían realizar en el aparejo de los barcos destinados, como lo era la Calypso, a perseguir o a ser perseguidos. Había sobre todo un cambio radical que operar en los palos de juanete, pero cuando Jacques, con los ojos fijos en la parte débil del navío, acababa de terminar su demostración, al no recibir ninguna respuesta aprobadora del teniente, bajó los ojos del cielo a la tierra y reconoció la causa del silencio de su interlocutor: el teniente Rébard acababa de ser cortado en dos por una bala de cañón.
La situación se iba agravando; resultaba evidente que, antes de media hora, estarían costado con costado, y que deberían, como suele decirse, llegar a las manos con una tripulación tres veces más fuerte que la suya. Jacques estaba comunicando en un aparte esta reflexión poco tranquilizadora al artillero de una de las dos piezas, cuando el hombre al agacharse para apuntar pareció dar un paso en falso y cayó de narices sobre la culata del cañón. Al ver que tardaba en incorporarse más de lo que convenía en tales circunstancias a un hombre encargado de una tarea tan importante, Jacques lo cogió por el cuello de la camisa y lo puso en posición vertical. Entonces se dio cuenta de que el pobre diablo acababa de tragarse un fusil vizcaíno que, en lugar de seguir la perpendicular, había tomado la dirección horizontal. De ahí el accidente. El pobre artillero había muerto, como se dice, de una indigestión de hierro fundido. Jacques que de momento no tenía otra tarea que hacer, se inclinó sobre el cañón, rectificó una línea o dos el punto de mira y gritó:
-¡Fuego!
Al instante retumbó el cañón, y como Jacques tenía curiosidad por ver el resultado de su destreza, saltó a la borda para seguir, tanto como le fuera posible, el efecto del proyectil que acaba de lanzar a su enemigo.
El efecto fue inmediato. El palo de mesana, cortado un poco por encima de la cofa mayor, se dobló como un árbol abatido por el viento y luego cayó, con un crujido terrorífico, llenando el puente de velas y aparejos y rompiendo una parte de la amurada de estribor.
Un gran grito de alegría resonó a bordo de la Calypso. La fragata se había detenido en medio de su carrera, arrastrando en el mar su ala rota, mientras la goleta, sana y salva excepto por algu-nos cordajes, proseguía su camino, liberada de la persecución de su enemigo.
La primera preocupación del capitán, al verse fuera de peligro, fue nombrar a Jacques teniente en el puesto de Rébard: hacía tiempo, por lo demás, que en caso de vacante ese puesto le corres-pondía en la mente de todos sus compañeros. El anuncio de su ascenso fue, pues, acogido con aclamaciones unánimes. Al anochecer se celebró una misa general por todos los fallecidos.
Habían tirado los cadáveres al mar a medida que fallecían, y sólo habían guardado el del segundo para rendirle los honores debidos a su rango. Dichos honores consistían en ser cosido dentro de un coy con una bala del treinta y seis en cada pie. Se siguió el ceremonial punto por punto, y el pobre Rébard fue a unirse con sus compañeros, gozando de la muy mediocre ventaja por encima de ellos de hundirse hasta lo más hondo del mar en vez de flotar por la superficie.
Por la noche, el capitán Bertrand aprovechó la oscuridad para cambiar de rumbo, es decir, que gracias a un cambio de viento, volvió sobre sus pasos, de modo que regresaba a Brest, mientras que el Leycester, que se había apresurado a reemplazar su mástil caído por uno de repuesto, corría tras él a la altura del cabo Verde.
Esto le produjo mucha mala sangre al capitán Murrey, quien juró que si algún día la Calypso se topaba de nuevo con el Leycester no saldría tan bien parada la segunda vez como lo había hecho la primera.
Una vez reparadas sus averías, el capitán Bertrand se había vuelto a dedicar al corso y, secundado por Jacques, había obtenido espléndidos resultados. Por desgracia, llegó Waterloo; después de Waterloo, la segunda abdicación, y tras la segunda abdicación, la paz. Esta vez no había posibilidad de dudas. El capitán vio pasar, a bordo del Bellérophon, al prisionero de Europa, y como conocía Santa Helena por haber parado allí unas dos veces, sabía que nadie se escapa de allí como se escapa de la isla de Elba.
El porvenir del capitán Bertrand se hallaba muy comprometido en ese gran cataclismo que quebró tantas cosas. Tuvo que inventarse, pues, una nueva ocupación: tenía una hermosa goleta que navegaba bien, ciento cincuenta hombres de tripulación dispuestos a seguirle en su buena o mala fortuna, y pensó, lógicamente, que se dedicaría a la trata de negros.
En efecto, era un buen negocio antes de que estropearan el oficio con un montón de declamaciones filosóficas en las que nadie pensaba entonces, y había mucho dinero que ganar para los primeros que lo hicieran. La guerra, que a veces se extingue en Europa, es eterna en África: siempre hay algún pueblo que tiene sed y, como los habitantes de este hermoso país señalaron de manera categórica que el medio más seguro para conseguir prisioneros era tener mucho aguardiente, bastaba a la sazón seguir las costas de Senegambia, Congo, Mozambique o Zanzíbar con una botella de coñac en cada mano para tener la seguridad de volver al barco con un negro bajo cada brazo. Cuando faltaban prisioneros, las madres vendían a sus hijos por un vasito; cierto es que por los niños no se pagaban grandes precios, pero la cantidad compensaba.
El capitán Bertrand ejerció este comercio con honor y provecho durante cinco años, es decir, desde 1815 hasta 1820, y pensaba seguir ejerciéndolo aún muchos años cuando un aconteci-miento inesperado puso fin a su existencia. Un día que remontaba el río de los Peces, situado en la costa occidental de África, con un jefe hotentote que debía entregarle, a cambio de dos pipas de ron, una partida de namaqueses por la que había ido a negociar y que por anticipado tenía ya colocada en Martinica y Guadalupe, pisó por casualidad la cola de una boqueira que dormitaba al sol. Esta clase de reptiles, como es sabido, tienen una cola tan sensible que la naturaleza les ha dado en ese lugar una cantidad indefinida de cascabeles para que el caminante, avisado por el ruido, no las pise. La boqueira se levantó, pues, rápida como un rayo y mordió en la mano al capitán Bertrand, quien, aunque fuerte ante el dolor, lanzó un grito. El jefe hotentote se volvió, vio de qué se trataba y dijo seriamente:
-Hombre mordido, hombre muerto.
-Bien que lo sé, ¡pardiez! -respondió el capitán-, por eso grito.
Después, bien por satisfacción personal, bien por filantropía, para que la serpiente que le había picado no mordiera a nadie más, agarró a la boqueira con sus propias manos y le retorció el cuello. Pero apenas la hubo ejecutado, al valiente capitán le fallaron las fuerzas y cayó muerto junto al reptil.
Todo aquello había ocurrido con tanta rapidez que cuando Jacques, que se encontraba a unos veinticinco pasos por detrás del capitán, llegó junto a él, éste ya estaba verde como un lagarto. Quiso hablar, pero apenas pudo balbucear algunas palabras deshilachadas, y expiró. Diez minutos después, su cuerpo estaba cubierto de manchas negras y amarillas, ni más ni menos que una seta venenosa. No había ni que pensar en llevar el cuerpo del capitán a bordo de la Calypso, pues, debido a la admirable sutileza del veneno, la descomposición es rapidísima. Jacques y los doce marineros que lo acompañaban cavaron una fosa, tendieron al capitán dentro y la recubrieron con todas las piedras que pudieron encontrar en los alrededores, a fin de protegerlo, en la medida de lo posible, de las garras de las hienas y los chacales. En cuanto a la serpiente de cascabel, uno de los marineros se ocupó de ella, pues recordó que su tío, un farmacéutico de Brest, le había encargado que si alguna vez se encontraba con uno de esos reptiles, intentara llevárselo, vivo o muerto, para meterlo en un recipiente en la puerta de su tienda, entre una botella llena de agua roja y una botella llena de agua azul.
Hay un proverbio comercial que dice: «Los negocios son lo primero», y en virtud de dicho proverbio, el jefe hotentote y Jacques decidieron que aquella catástrofe no impediría cerrar el tra-to. Así pues, Jacques fue a buscar al kraal vecino los cincuenta namaqueses vendidos; tras lo cual, el jefe hotentote fue al barco a por sus dos pipas de ron prometidas.
Realizado el intercambio, los dos comerciantes se separaron encantados el uno con el otro, prometiéndose proseguir, en el futuro, sus relaciones comerciales.
Aquella misma tarde Jacques reunió a todos los marineros en el puente, desde el contramaestre hasta el último grumete. Y tras un discurso conciso pero elocuente sobre las virtudes sin fin que poseía el capitán Bertrand, propuso a la tripulación dos cosas: la primera, vender el cargamento, que estaba completo, y luego el barco, que era fácil de vender, y después de repartirse las ganan-cias según los derechos establecidos, separarse como buenos amigos e ir a buscar fortuna cada cual por su parte; la segunda cosa era nombrar un sustituto para el capitán Bertrand y continuar con el negocio con el nombre comercial de Calypso y Compañía, declarando por anticipado que, por muy teniente que fuese, se sometía a una reelección y sería el primero en reconocer al nuevo capitán que surgiese de la votación. Tras estas palabras, sucedió lo que tenía que suceder: Jacques fue elegido capitán por aclamación.
El joven escogió como segundo al contramaestre, un valiente bretón, nativo de Lorient, al cual solían llamar, en alusión a la notable dureza de su cráneo, maestre Cabeza de Hierro.
Aquella misma noche, la Calypso, que olvidaba más fácilmente que la ninfa cuyo nombre llevaba, puso rumbo a las Antillas, ya consolada, al menos en apariencia, no de la marcha del rey Ulises, sino de la muerte del capitán Bertrand.
En efecto, si había perdido a un amo, había encontrado a otro que ciertamente valía tanto o más que el primero. El difunto era uno de esos viejos lobos de mar que hacen las cosas siguiendo la rutina, sin hacer caso de la inspiración. Pero Jacques no era así. Él era siempre el hombre de la circunstancia, universal en cuanto concernía al arte de la náutica: sabía, en una batalla o en una tormenta, mandar la maniobra como un almirante cualquiera, y hacía, cuando la ocasión lo requería, un nudo a la marinera tan bien como el último grumete. Con Jacques nunca había descanso y, por lo tanto, nunca había aburrimiento. Cada día hacía una mejora en la estiba y el aparejo de la goleta. Jacques amaba la Calypso como se ama a una amante, por ello estaba siempre preocupado por añadirle algo a su atuendo. Tan pronto era una boneta, que modificaba su forma, como una verga, que simplificaba su movimiento. Así, la muy coqueta obedecía a su nuevo señor como no había obedecido nunca a nadie, animándose al oír su voz, inclinándose y levantándose bajo su mano, saltando bajo sus pies como un caballo que siente la espuela. Jacques y la Calypso parecían tan hechos el uno para la otra que resultaba inconcebible que pudieran vivir el uno sin la otra.
Por todo ello, aparte del recuerdo de su padre y su hermano, que de vez en cuando pasaba como una nube por su frente, era el hombre más feliz de la tierra y del mar. No era uno de esos negreros ávidos que pierden la mitad de sus beneficios por querer ganar demasiado, y para quienes el mal que hacen, después de convertirse en costumbre, llega a ser un placer. No, era un buen negociante, y hacía sus negocios a conciencia, teniendo con los cafres, hotentotes, senegambianos o mozambiqueños casi tantos cuidados como si fueran sacos de azúcar, cajas de arroz o balas de algodón. Estaban bien alimentados, tenían paja para dormir, tomaban el aire dos veces al día en el puente. Sólo encadenaban a los rebeldes e intentaban, en la medida de lo posible, vender a los maridos con sus mujeres y a los niños con sus madres, lo cual era una delicadeza inaudita y con muy pocos imitadores entre los colegas de Jacques. Así era que los negros de Jacques llegaban a su destino generalmente en buen estado físico y alegres, por lo cual casi siempre los revendía a un precio superior.
Ni que decir tiene que Jacques no paraba nunca en tierra el tiempo suficiente para crear lazos serios. Como nadaba en oro y se revolcaba en plata, las bellas criollas de Jamaica, Guadalupe y Cuba le habían mirado más de una vez con ternura, incluso había padres que, ignorando que fuese mulato y tomándolo por un honrado negrero europeo, le hacían de vez en cuando propuestas de matrimonio. Pero Jacques tenía sus ideas en lo que al amor se refiere. Conocía a fondo la mitología y la historia sagrada, sabía el apólogo de Heracles y Onfalia y la anécdota de Sansón y Dalila, por ello había decidido que no tendría más mujer que la Calypso. En cuanto a amantes, gracias a Dios, no le faltaban, las tenía negras, rojas, amarillas y de chocolate, dependiendo de si cargaba en el Congo, las Floridas, Bengala o Madagascar. En cada viaje tomaba una nueva que al llegar traspasaba a un amigo, en casa del cual estaba seguro de que sería bien tratada, pues había decidido no quedarse nunca con la misma amante, por miedo a que, fuese cual fuese su color, pudiera ganar influencia en su corazón; porque, debemos decirlo, lo que Jacques amaba por encima de todo era su libertad.
Añadamos, además, que Jacques tenía muchos otros placeres. Era sensual como un criollo. Todas las grandes cosas de la naturaleza le afectaban agradablemente, sólo que, en vez de impresionar su mente, actuaban sobre sus sentidos. Adoraba la inmensidad, no porque le recordase a Dios, sino porque cuanto más espacio hay mejor se respira; adoraba las estrellas, no porque pensase que eran otros mundos girando en el espacio, sino porque le parecía encantador tener por encima de la cabeza un dosel azul bordado de diamantes; adoraba las grandes selvas, no porque su frondosidad estuviera llena de voces misteriosas y poéticas, sino porque su espesa bóveda proyecta una sombra que no pueden atravesar los rayos del sol.
En cuanto a la actividad que ejercía, su opinión era que se trataba de un comercio completamente legal. Toda su vida había visto vender y comprar negros, así que pensaba que éstos estaban hechos para ser vendidos y comprados. En cuanto a la validez del derecho que el hombre se ha concedido a sí mismo de traficar con sus semejantes, eso no le interesaba en absoluto. Él compraba y pagaba, por lo tanto, la cosa era suya, y desde el momento en que había comprado y pagado tenía derecho a revenderla. Jacques no había imitado ni una sola vez el ejemplo de sus colegas, a los que había visto capturar negros por su cuenta. Él consideraba una vergonzosa injusticia apoderarse personalmente, bien por la fuerza, bien por la astucia, de una criatura libre para convertirla en esclava; pero desde el momento en que esa criatura libre había sido convertida en esclava por una circunstancia independiente de su voluntad, Jacques no veía dificultad alguna en comprársela a su propietario.
Bien se entiende que la vida que llevaba Jacques era agradable, sobre todo porque de vez en cuando tenía sus días de combate, como en tiempos del capitán Bertrand. La trata de negros había sido abolida-por un congreso de gobernantes que quizá consideraban que perjudicaba a la trata de blancos, de modo que a veces algunos barcos se metían en lo que no les importaba y querían saber de todas todas lo que la Calypso iba a hacer en la costas del Senegal o en los mares de la India. Entonces, si el capitán Jacques estaba en uno de sus días de buen humor, empezaba distrayendo al barco curioso enseñándole pabellones de todos los colores; luego, cuando se cansaba de jugar a las charadas, izaba su propio pabellón, que tenía tres cabezas de negros puestas dos y una sobre campo de gules, y la Calypso iniciaba la persecución dando comienzo a la fiesta.
Además de los veinte cañones que adornaban sus portas, la Calypso, sólo para aquellas ocasiones, poseía en la parte trasera dos piezas del treinta y seis, cuyo alcance sobrepasaba al de los navíos comunes. Como era muy velera y obedecía con exactitud a su amo, usaba sólo las velas necesarias para mantener al barco que le perseguía dentro del alcance de sus dos piezas. El resultado era que, mientras las balas enemigas iban a morir en su estela, cada una de sus propias balas, pues, creánlo, Jacques no había olvidado su oficio de artillero, daba de lleno en el navío negrófilo. Eso duraba tanto tiempo como a Jacques le apeteciera hacer lo que él llamaba su partida de quillas; luego, cuando creía que el barco indiscreto había sido suficientemente castigado por su curiosidad, añadía algunas velas de juanete, algunas bonetas, algunas cangrejas inventadas por él, a las velas ya desplegadas, enviaba a su contrincante un par de palanquetas en señal de despedida y, cortando el mar como un pájaro marino que regresa tarde al nido, lo dejaba tapando los agujeros, arreglando los aparejos o anudando los cordajes, y desaparecía por el horizonte.
Estas escapadas, se entiende, le dificultaban un tanto la entrada en los puertos; pero la Calypso era una coqueta que sabía cambiar de aspecto y hasta de cara según la ocasión. A veces adoptaba un nombre virginal y un aire ingenuo, llamándose La Belle Jenny o La Jeune Olympe, y se presentaba de forma tan inocente que daba gusto verla. Entonces, decía ella, venía de cargar té en Cantón, café en Moka o especias en Ceilán. Repartía muestras de su carga, recibía pedidos y solicitaba pasajeros. El capitán Jacques era un buen campesino de la baja Bretaña, con su gran chaqueta, sus largos cabellos, su ancho sombrero, en fin, todo el atuendo del difunto Bertrand. Pero a veces la Calypso cambiaba de sexo; se llamaba el Sphynx o el Léonidas; su tripulación se ponía el uniforme francés y entraba en la rada con la bandera blanca enarbolada, saludando cortésmente al fuerte, que le devolvía también cortésmente el saludo. Entonces su capitán era, según le apeteciese, o bien un viejo lobo de mar que renegaba, blasfemaba, juraba, hablaba solo de babor y estribor y no entendía para qué podía servir la tierra si no era para ir de vez en cuando a renovar el agua y llevar a secar el pescado; o bien un apuesto y elegante oficial, recién salido de la escuela, a quien el gobierno, para recompensar los servicios de sus antepasados, había dado un puesto que solicitaban otros diez oficiales más antiguos. En tal caso, el capitán Jacques se hacía llamar señor de Kergouran o señor de ChampFleury, mantenía la vista baja, miraba guiñando los ojos y hablaba marcando las erres. Todo esto habría sido reconocido pronto como una comedia en un puerto de Francia o de Inglaterra; pero en Cuba, Martinica, Guadalupe o Java tenía un éxito enorme.
En cuanto a la colocación de los fondos provenientes de su comercio, para Jacques, que no entendía todos los movimientos de la especulación y todos los cálculos del crédito, era la cosa más sencilla: con su oro y sus letras de cambio compraba en Visapur y Guzarate los más bellos diamantes que podía encontrar -de modo que había terminado siendo casi tan experto en diamantes como en negros- y guardaba éstos recién comprados junto con los antiguos en un cinturón que solía llevar puesto. Si se quedaba sin dinero, hurgaba en su cinturón, sacaba, según las ocasiones, un brillante gordo como un guisante o un diamante del tamaño de una avellana, iba a ver a un judío, mandaba pesar la piedra preciosa y se la daba al precio señalado. Luego, igual que Cleopatra, que bebía las perlas que le daba Antonio, él se bebía y se comía el diamante, con la diferencia de que, al contrario de la reina de Egipto, a Jacques le daba para varias comidas.
Gracias a este sistema económico, Jacques llevaba siempre encima un valor de dos o tres millones que, como le cabían en la palma de la mano, eran fáciles de esconder cuando la ocasión lo requería, pues no se le ocultaba que una profesión como la suya podía tener grandes reveses de fortuna; que no todo eran rosas en su oficio, y que tras unos años de bonanza podía llegar un día de desgracia.
Pero mientras ese día desconocido no llegase, Jacques, como ya hemos dicho, llevaba una vida bastante placentera que no habría cambiado por la de ningún rey, visto que, ya por aquellos tiempos, el empleo de monarca empezaba a tener un atractivo bastante mediocre. Nuestro aventurero habría sido, pues, perfectamente dichoso de no ser por el recuerdo de su padre y de Georges que, a veces, venía a ensombrecer sus pensamientos. Por ello, un buen día, no pudo resistirlo más, y como, tras embarcar un cargamento en Senegambia y en Congo había ido a completar la carga a las costas de Mozambique y Zanzíbar, decidió continuar hasta la Isla de Francia e informarse de si su padre la habría abandonado, o si su hermano habría regresado. En consecuencia, al avistar la costa había hecho las señales de costumbre a los negreros, y éstos le habían contestado con las señales pertinentes. El azar quiso que dichas señales fueran intercambiadas entre padre e hijo; de modo que, por la noche, Jacques se encontró no sólo en la tierra natal, sino en los brazos de quienes había ido a buscar.
XV
LA CAJA DE PANDORA
Como es comprensible, fue una gran dicha para aquel padre y para aquellos dos hermanos que llevaban tanto tiempo sin verse el hallarse así reunidos en el momento en que menos lo esperaban: en un primer instante hubo, en el corazón de Georges, debido a un resto de educación europea, una sensación de pesadumbre al encontrar a su hermano convertido en mercader de carne humana, pero este sentimiento inicial quedó pronto disipado. En cuanto a Pierre Munier, que no había salido nunca de la isla y que, por consiguiente, lo veía todo desde el punto de vista de las colonias, no le dio ninguna importancia; el pobre padre estaba, por lo demás, totalmente absorto en la inesperada felicidad de volver a ver a sus hijos.
Jacques, como era lógico, fue a dormir a Moka. Georges, él y su padre no se separaron hasta bien avanzada la noche. Durante esa primera y agradable charla, cada uno de ellos compartió con sus íntimos del alma todo lo que llevaba en el corazón. Pierre Munier dio rienda suelta a su dicha. No tenía otra cosa en él más que amor paterno. Jacques contó su vida aventurera, sus placeres ex-tranjeros, su felicidad excéntrica. Luego le tocó el turno a Georges, y éste explicó su amor.
Ante este relato, Pierre Munier se estremeció de pies a cabeza. Georges, mulato, hijo de mulato, amaba a una blanca v declaraba, al confesar su amor, que aquella mujer sería suya. Tal orgullo era una audacia inaudita y sin ejemplo en las colonias, y a su parecer ese orgullo haría recaer sobre el hombre en cuyo corazón había prendido todos los dolores de la tierra y toda la cólera del cielo.
Jacques, por su parte, comprendía perfectamente que Georges amase a una mujer blanca, aunque, por mil razones que él conocía de maravilla, prefería con mucho a las mujeres negras. Pero era demasiado filósofo para no entender y respetar los gustos de cada cual. Además, le parecía que Georges, siendo como era guapo, rico y superior a los demás hombres, podía aspirar a la mano de cualquier mujer blanca, ¡aunque fuese la de Alina, reina de Golconda!
En cualquier caso, ofreció a Georges un procedimiento que simplificaba mucho las cosas: se trataba de que, en caso de que el señor de Malmédie lo rechazase, él raptaría a Sara y la llevaría al rincón del mundo que Georges escogiese, para que él fuera luego a reunirse allí con ella. Georges agradeció a su hermano tan amable ofrecimiento, pero como de momento tenía otro plan prepa-rado, lo rechazó.
Al día siguiente, los habitantes de Moka se reunieron casi al amanecer, pues tenían muchas cosas que decirse, algunas olvidadas la víspera, otras ya repetidas. Hacia las once Jacques sintió deseos de volver a ver todos los lugares donde había transcurrido su infancia, y propuso a su padre y su hermano un paseo por sus recuerdos. El viejo Munier aceptó, pero, como bien recordamos, Georges esperaba noticias de la ciudad, así que se vio obligado a dejar que se fueran juntos y quedarse él en casa, donde había citado a Miko-Miko.
Al cabo de media hora, Georges vio aparecer a su mensajero. Llevaba su larga percha de bambú con los dos cestos como si fuera a vender a la ciudad, pues el previsor comerciante había pensado que, por el camino, quizá encontrase a algún amante de los objetos chinos. Georges, a pesar del dominio sobre sí mismo que con tanto trabajo había adquirido, fue a abrir la puerta con el corazón desbocado, ya que aquel hombre había visto a Sara e iba a hablarle de ella.
Todo había sucedido del modo más sencillo, como es fácil suponer. Miko-Miko, usando de su privilegio para introducirse en todas partes, había entrado en casa del señor de Malmédie, y Bijou, que había visto cómo su joven ama había comprado un abanico al chino, lo había conducido sin más hasta Sara.
Al ver al vendedor, Sara se estremeció, ya que por una cadena lógica de ideas y circunstancias Miko-Miko le recordaba a Georges. Se apresuró, pues, a recibirlo, lamentando solamente el tener que dialogar con él a través de señas. Miko-Miko sacó de su bolsillo la tarjeta de Georges, en la cual el joven había escrito de su puño y letra el precio de los diferentes objetos que Miko-Miko había pensado que podrían tentar el corazón de Sara, y se la dio a la muchacha por el lado donde estaba grabado el nombre.
Ella se ruborizó sin querer y dio rápidamente la vuelta a la tarjeta. Era evidente que Georges, no pudiendo verla, empleaba aquel medio para hacerse presente en su memoria. Sara compró sin regatear todos los objetos cuyo precio había escrito la mano del joven; luego, como el vendedor no pensó en pedirle que le devolviera la tarjeta, ella no pensó tampoco en devolvérsela.
Al salir de las habitaciones de Sara, Miko-Miko se topó con Henri, quien lo llevó a las suyas para echar un vistazo a toda su pacotilla. Henri no compró nada en aquel momento, pero dio a entender a Miko-Miko que, por estar muy cercano el día de la boda con su prima, necesitaba las baratijas más deliciosas que el vendedor pudiera conseguirle.
Aquella doble visita a la muchacha y a su primo permitió a Miko-Miko observar la casa con detalle. Dado que, de todas las protuberancias que adornaban su cabeza rapada, la que tenía más desarrollada era la de la memoria de los lugares, Miko-Miko retuvo perfectamente la distribución arquitectónica de la vivienda del señor de Malmédie.
La casa tenía tres puertas: una daba, como ya hemos dicho, al jardín de la Compañía por un puente que cruzaba el arroyo; otra, en el lado opuesto, se comunicaba, a través de una callejuela bordeada de árboles y formando ángulo, con la calle del Gobierno; y la tercera daba a la calle de la Comedia y era una entrada lateral.
Al penetrar en la casa por la puerta principal, es decir, por el puente que cruzaba el arroyo y daba al jardín de la Compañía, uno se encontraba en un gran patio cuadrado, lleno de mangos y lilas chinas, a través de cuyas hojas y flores se percibía, delante, la vivienda principal, a la que se accedía por una puerta casi paralela a la de la calle. Desde allí quedaban en primer plano, a la derecha, las cabañas de los negros y, a la izquierda, las cuadras. En segundo plano, a la derecha, había un pabellón a la sombra de una magnífica sangre de drago y, enfrente de este pabellón, una segunda vivienda destinada también a los esclavos. Por último, en tercer plano, estaba a la izquierda la entrada lateral que daba a la calle de la Comedia y, a la derecha, un pasaje que conducía a una pequeña escalera y que llegaba a la callejuela bordeada de árboles que, haciendo terraza, daba, en su ángulo, enfrente del teatro.
De este modo, si se ha seguido bien la descripción que acabamos de hacer, se verá que el pabellón se hallaba separado del cuerpo del edificio por el pasaje. Ahora bien, como este pabellón era el refugio favorito de Sara, y era en él donde pasaba la mayor parte del tiempo, el lector permitirá que añadamos algunas palabras a lo que ya dijimos en uno de los capítulos precedentes.
Este pabellón tenía cuatro caras, aunque sólo era visible por tres lados. En efecto, uno de sus lados lindaba con las cabañas de los negros. Los otros tres daban, uno al patio de entrada, donde estaban plantados los mangos, las lilas chinas y la sangre de drago; otro, al pasaje que conducía a la pequeña escalera; y el último, a una gran leñera casi desierta, que daba, por un lado, al mismo arroyo que bordeaba una de las fachadas exteriores de la casa del señor de Malmédie y, por el otro, a la callejuela bordeada de árboles que se elevaba por encima de la leñera, a unos doce pies. Pegadas a esta callejuela había dos o tres casas, cuyos techos, suavemente inclinados, ofrecían una pendiente fácil para quienes hubieran deseado, por el motivo que fuese, ignorar el camino usado por todo el mundo y penetrar de incógnito a la leñera por la callejuela.
Durante la narración de Miko-Miko, Georges había sonreído tres veces, pero con expresiones bien diferentes. La primera, cuando su embajador le había dicho que Sara se había quedado con la tarjeta; la segunda, cuando había hablado del matrimonio de Henri y su prima; la tercera, cuando se había enterado de que se podía penetrar en el pabellón por la ventana de la leñera.
Georges colocó delante de Miko-Miko papel y lápiz, y mientras que, para más seguridad, el vendedor dibujaba el plano de la casa, él mismo tomó una pluma y se puso a escribir una carta.
La carta y el plano de la casa quedaron terminados al mismo tiempo. Georges se levantó entonces para ir a su habitación a buscar un maravilloso cofrecillo de Boulle, digno de haber pertenecido a madame de Pompadour, puso dentro la carta que acababa de escribir, cerró el cofrecillo con llave y entregó cofre y llave a Miko-Miko al tiempo que le daba instrucciones. Tras ello, el chino recibió otro cuádruple como recompensa por el nuevo encargo que iba a hacer y, cargándose otra vez el bambú bien equilibrado al hombro, reemprendió camino hacia la ciudad al mismo paso al que había venido, lo que significaba que, en unas cuatro horas, se hallaría de nuevo junto a Sara.
Cuando Miko-Miko acababa de desaparecer al fondo de la avenida de árboles que conducía a la plantación, Jacques y su padre entraron por una puerta trasera. Georges, que estaba a punto de ir a buscarlos, se extrañó de que regresaran tan pronto. Jacques había visto en el cielo signos que anunciaban un cambio brusco del viento, y aunque tenía plena confianza en Cabeza de Hierro, su teniente, amaba demasiado sinceramente a la Calypso para dejar su salvación en manos de otro en una circunstancia tan grave. Venía, pues, a despedirse de su hermano. En efecto, desde lo alto de la montaña del Pouce, adonde había subido para ver si la goleta seguía en su lugar, había visto a la Calypso dando bordadas a unas dos leguas de la costa y había hecho entonces la señal acor-dada entre su segundo y él en caso de que cualquier circunstancia lo obligase a volver a bordo. La señal había sido vista, y Jacques aseguró que en dos horas la misma chalupa que lo había traído estaría dispuesta para llevárselo.
El pobre padre Munier había hecho cuanto había podido para mantener a su hijo junto a él, pero Jacques le había respondido con su dulce voz:
-No puede ser, padre.
Y por su entonación suave pero firme el anciano había comprendido que su hijo estaba bien decidido y que, por lo tanto, no debía insisitir más.
En cuanto a Georges, comprendía tan bien el motivo que devolvía a Jacques a su barco que ni siquiera intentó hacerle desistir de su proyecto. No obstante, declaró a su hermano que él y su padre lo acompañarían hasta más allá de la cadena del Pieterboot, desde cuya vertiente opuesta podían verlo embarcar y, una vez en el mar, seguirle con la mirada hasta su nave.
Así pues, Jacques partió acompañado por Georges y su padre, y los tres, por senderos conocidos sólo por los cazadores, llegaron a la fuente del río de las Calebasses. Allí Jacques se despidió de sus íntimos del alma, a los que tan poco había visto, pero a los que prometió solemnemente volver a ver muy pronto.
Una hora después la chalupa se había alejado de la orilla llevándose a Jacques, quien, fiel al amor que todo marino siente por su nave, regresaba para salvar a la Calypso o perecer con ella.
Apenas subió a bordo, la goleta, que hasta entonces había estado dando bordadas, puso rumbo hacia la isla de Sable y se alejó lo más rápidamente que pudo hacia el norte.
Entretanto, el cielo y el mar se habían ido haciendo cada vez más y más amenazadores. El mar rugía y crecía a ojos vista, si bien no era la hora de la marea. El cielo, como si hubiera querido rivalizar con el océano, se encrespaba con olas de nubes que corrían velozmente y que se desgarraban de pronto para dejar pasar ráfagas de viento que giraban del este-sudeste al sudeste y sur-sudeste. Sin embargo, estos síntomas, para cualquiera que no fuera marino, no presagiaban más que una tormenta corriente. Varias veces ya en el curso del año había habido amenazas semejantes sin que las hubiese seguido catástrofe alguna. Pero, al volver a la casa, Georges y su padre tuvieron que reconocer la sagacidad del ojo de Jacques. El mercurio del barómetro había bajado por debajo de las veintiocho pulgadas.
De inmediato Pierre Munier dio orden al capataz de que cortaran todos los tallos de yuca para salvar al menos las raíces, ya que, cuando no se toma tal precaución, el viento suele arrancarlas del suelo y arrastrarlas por los aires.
Georges mandó a Alí que tuviera a Antrim ensillado para las ocho. Al oír esta orden, Pierre Munier se estremeció.
-¿Por qué mandas ensillar al caballo? -preguntó con pavor.
-Tengo que estar en la ciudad a las diez, padre -respondió Georges.
-Pero, desdichado, ¡eso es imposible! -exclamó el anciano.
-Es preciso, padre -dijo el joven.
Y en el tono de aquella voz, como en la de Jacques, el pobre padre reconoció tanta determinación que agachó la cabeza suspirando y no insistió más.
Mientras tanto, Miko-Miko estaba cumpliendo con su misión.
Nada más llegar a Port-Louis se había dirigido hacia la casa del señor de Malmédie, cuyas puertas le estaban doblemente abiertas por el encargo de Henri. Esta vez se presentaba con más confianza, pues al pasar por el puerto había visto a los señores de Malmédie, padre e hijo, ocupados en mirar los navíos fondeados, cuyos capitanes, a la espera del vendaval que se avecinaba, estaban reforzando las amarras. Entró, pues, en casa del señor de Malmédie sin temor a que nadie lo molestara en lo que venía a hacer, y Bijou, que había visto a Miko-Miko hablando por la mañana con su joven amo y con la que ya consideraba su joven ama, lo condujo directa-mente a Sara, quien, según su costumbre, estaba en el pabellón.
Tal como había previsto Georges, entre todos los nuevos objetos que el vendedor ofreció a la curiosidad de la joven criolla, fue el precioso cofrecillo de Boulle el que atrajo de inmediato su atención. Sara lo agarró, lo giró y volvió a girar por todos lados y, tras examinar el exterior, quiso verlo por dentro y pidió la llave para abrirlo. Entonces Miko-Miko fingió buscarla por todas par-tes, pero su búsqueda fue inútil. Al final mediante señas le indicó que no la tenía y que, sin duda, se la había olvidado en su casa, adonde iba a buscarla. Salió, pues, dejando el cofre y prometién-dole que volvería con la llave.
Diez minutos después, y mientras la muchacha, en todo el ardor de su curiosidad infantil, giraba una y otra vez el milagroso cofrecillo, Bijou entró y le dio la llave, que Miko-Miko se había limitado a enviar en manos de un negro.
Poco importaba a Sara cómo le llegaba la llave, siempre y cuando le llegara. La tomó, pues, de las manos de Bijou, quien se retiró para ir a cerrar prestamente todos los postigos de la casa, amenazados por el huracán. Sara, una vez sola, se apresuró a abrir el cofre, que, como ya sabemos, no contenía más que un papel sin lacrar, solamente doblado en cuatro.
Georges lo tenía todo previsto, todo calculado.
Era preciso que Sara estuviese sola en el momento en que hallase la carta; era preciso que la carta estuviera abierta para que Sara no pudiera devolverla diciendo que no la había leído.
Al verse sola, la muchacha vaciló un instante, pero adivinando de dónde procedía aquella nota, arrastrada por la curiosidad, por el amor, por esos mil sentimientos que bullen en el corazón de las jóvenes, no pudo resistirse al deseo de ver lo que le escribía Georges, y, turbada y ruborizada, tomó el papel, lo desdobló y leyó lo que sigue:
Sara:
No es preciso que te diga que te amo, porque ya lo sabes. El sueño de toda mi existencia ha sido hallar una compañera como tú. No obstante, hay en el mundo situaciones excepcionales y en la vida momentos supremos en los que todas las convenciones de la sociedad caen ante una terrible necesidad.
Sara, ¿me amas?
Pon en un plato de la balanza lo que será tu vida con el señor de Malmédie, y en el otro lo que será tu vida conmigo. Con él, la consideración de todos.
Conmigo, la vergüenza de un prejuicio.
Pero te amo, te lo repito, más de lo que ningún hombre en el mundo te ha amado ni te amará jamás. Sé que el señor de Malmédie quiere adelantar el momento en que ha de convertirse en tu esposo, por lo tanto, no hay tiempo que perder. Tú eres libre, Sara; pon la mano en tu corazón y decide entre el señor Henri y yo.
Tu respuesta será para mí tan sagrada como lo sería una orden de mi madre. Esta noche, a las diez, estaré en el pabellón para recibirla.
GEORGES.
Sara miró a su alrededor aterrorizada. Le parecía que al darse la vuelta vería a Georges.
En aquel momento se abrió la puerta y, en lugar de Georges, Sara vio aparecer a Henri y escondió la carta en su pecho. Henri, en general, como ya hemos visto, no estaba muy inspirado con respecto a su prima, y esta vez no fue más afortunado que de costumbre. Había escogido muy mal momento para presentarse ante Sara, pues ella estaba muy preocupada por otro.
-Disculpa, querida Sara -dijo-, que entre en tus habitaciones sin haberme anunciado, pero en el punto en que nos encontramos, y entre personas que, dentro de quince días, serán marido y mujer, me parece que, por más que digas, tales libertades son lícitas. Además, vengo a decirte que, si aprecias las hermosas flores que tienes ahí afuera, harías bien en mandar que las entraran.
-¿Y por qué? -preguntó Sara.
-¿No ves que se está preparando un vendaval, y que, tanto para las flores como para las personas, esta noche más valdrá estar dentro que fuera?
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Sara pensando en Georges-. Entonces, ¿hay peligro?
-Para nosotros que tenemos una mansión sólida, no -dijo Henri-; pero para los pobres diablos que viven en esas cabañas o para los que estén por los caminos, sí, y confieso que no querría estar en su lugar.
-¿Tú crees, Henri?
- ¡Pardiez, que si lo creo! ¿No oyes?
-¿Qué?
-Los filaos del jardín de la Compañía.
-Sí, sí. Están gimiendo, y eso es señal de tormenta, ¿no es cierto?
-Y mira el cielo cómo se está cubriendo. Así que te lo repito, Sara, si has de entrar alguna planta, no tienes tiempo que perder; yo voy a encerrar a los perros.
Y Henri salió para poner a su jauría a resguardo de la tormenta.
En efecto, la noche caía con una rapidez desacostumbrada, pues el cielo se iba cubriendo de grandes nubarrones negros. De vez en cuando, pasaban ráfagas de viento que hacían tambalear la casa, y luego todo volvía a la calma, pero a esa calma tensa que asemeja la agonía de la naturaleza expirante. Sara miró al patio y vio que los mangos temblaban como si estuvieran dotados de sen-timientos y hubieran presentido la lucha que iba a tener lugar entre el viento, la tierra y el cielo, mientras las lilas chinas inclinaban tristemente sus flores hacia el suelo. La muchacha, al verlo, se sintió presa de un terror profundo y juntó las manos murmurando:
-¡Oh, Dios mío! Señor, ¡protégelo!
En ese momento Sara oyó la voz de su tío que la llamaba, y abrió la puerta.
-Sara -dijo el señor de Malmédie-, Sara, ven aquí, hija mía. En el pabellón no estarás segura.
-Ya voy, tío -respondió la joven cerrando la puerta y echando la llave tras ella, por miedo a que alguien entrase en su ausencia.
Pero en lugar de ir a reunirse con Henri y su padre, Sara fue a su dormitorio. Un momento después, el señor de Malmédie fue a ver qué estaba haciendo. Se hallaba de rodillas ante el Cristo que tenía al pie de su cama.
-¿Qué haces ahí -dijo su tío-, en vez de venir a tomar el té con nosotros?
-Tío -contestó Sara-, estoy rezando por los viajeros.
-¡Ah! ¡Pardiez! -dijo el señor de Malmédie-. Estoy seguro de que no habrá en toda la isla un hombre tan loco como para ponerse a viajar con el tiempo que hace.
-¡Que Dios lo oiga, tío! -dijo Sara. Y siguió rezando.
En efecto, ya no cabía duda, y el acontecimiento que con su ojo de marino Jacques había predicho, iba a ocurrir: uno de esos terribles huracanes que son el terror de las colonias amenazaba la Isla de Francia. La noche, como hemos dicho, había llegado con una rapidez terrorífica, pero los relámpagos se sucedían tan deprisa y con tal resplandor que la oscuridad quedaba sustituida por una luz azulada y lívida que daba a los objetos el color cadavérico de los mundos expirados que el Caín de Byron visita conducido por Satán. Cada uno de los cortos intervalos durante los cuales los casi incesantes relámpagos convertían a las tinieblas en dueñas de la tierra estaba cuajado del pesado rugir de truenos que nacían detrás de las montañas, parecían rodar por las pendientes, se alzaban por encima de la ciudad y se perdían en las profundidades del horizonte. Después, como ya hemos dicho, tras el viajero rayo, venían grandes y potentes ráfagas de viento que pasaban a su vez, doblando, como si fueran ramitas de salce, los árboles más vigorosos, que se volvían a levantar lentamente y llenos de temor, para doblarse, quejarse y gemir otra vez bajo una nueva ráfaga, cada vez más fuerte que la anterior.
Era sobre todo en el corazón de la isla, en la región de Moka y en las llanuras Williams, donde el huracán, libre y feliz por su libertad, ofrecía el espectáculo más magnífico de comtemplar. Así, Pierre Munier estaba doblemente asustado, por haber visto partir a Jacques y estar Georges a punto de irse; pero, débil como siempre ante cualquier fuerza moral, el pobre padre se había doblegado, y temblando por los rugidos del viento, palideciendo por los gruñidos del rayo, sobresaltándose a cada relámpago, no intentaba siquiera retener a Georges a su lado. En cuanto al joven, podía decirse que se crecía a cada minuto que le acercaba al peligro. Al contrario de su padre, alzaba la cabeza a cada ruido amenazador y sonreía cada vez que veía un relámpago. Él, que hasta entonces había probado todas las luchas humanas, parecía impaciente, como don Juan, por luchar contra Dios.
Así, cuando llegó la hora de la partida, con la inflexibilidad que caracterizaba todas sus resoluciones y que era el distintivo, no diremos de la educación recibida, sino de la que se había dado a sí mismo, Georges se acercó a su padre, le tendió la mano y, sin parecer advertir los temblores del anciano, salió con un paso tan seguro y un rostro tan sereno como si hubiera salido en las circunstancias más normales de la vida. En la puerta se encontró con Alí, quien, con la pasividad de la obediencia oriental, llevaba a Antrim ensillado y agarrado de la brida.
Como si hubiera reconocido el silbido del simún o los rugidos del jamsín, el hijo del desierto se encabritaba relinchando, pero al oír la voz bien conocida de su jinete, pareció calmarse y dirigió hacia donde él estaba su ojo huraño y sus ollares resoplantes. Georges lo tranquilizó con la mano diciéndole algunas palabras en árabe; luego, con la ligereza de un consumado jinete, saltó a la silla sin apoyar el pie en el estribo. Al instante Alí soltó la brida, y Antrim partió a la velocidad del rayo, sin que Georges hubiera visto a su padre, quien, para separarse lo más tarde posible de su hijo bienamado, había entreabierto la puerta y lo había seguido con la vista hasta el momento en que desapareció al fondo de la avenida que conducía a la casa.
Era, por lo demás, un espectáculo admirable el ver a aquel hombre arrojado a una carrera tan rápida como el huracán en medio del cual pasaba, cruzando el espacio, cual Fausto dirigiéndose al Broken en su corcel infernal. Todo a su alrededor era desorden y confusión. Sólo se oía el crujido de los árboles triturados por el ala del viento. Las cañas de azúcar, las plantas de yuca arrancadas de sus tallos cruzaban el aire, semejantes a plumas llevadas por el viento. Pájaros, sorprendidos en su sueño y volando en un vuelo que ellos no dirigían, pasaban alrededor de Georges lanzando gri-tos agudos, mientras, de vez en cuando, algún ciervo asustado cruzaba el camino con la rapidez de una flecha. En ese momento Georges era feliz, pues sentía que su corazón se henchía de orgu-llo. Él era lo único sereno en medio de aquel desorden universal, y cuando todo se doblegaba o se quebraba a su alrededor, sólo él seguía su camino hacia el objetivo que le marcaba su voluntad, sin que nada pudiera hacerlo desviar de su camino, sin que nada pudiera apartarlo de su proyecto.
Así siguió durante una hora más o menos, saltando los troncos de árboles caídos, los arroyos convertidos en torrentes, las piedras levantadas que rodaban desde lo alto de las montañas. Luego vio el mar agitado, verdoso, espumeante, rugiente, que rompía contra la orilla con un horrible ruido, como si la mano de Dios no estuviera allí para contenerlo. Georges había llegado al pie de la montaña de los Signaux. Rodeó la falda, siempre arrastrado por la carrera frenética de su caballo, cruzó el puente Bourgeois, torció a la derecha la calle de la Cóte-d'Or, resiguió por detrás las murallas del cuartel y atravesó la fortificación, para descender por la calle de la Rampe hasta el jardín de la Compañía. Desde allí, subió por la ciudad desierta en medio de los restos de chimeneas arrancadas, de paredes derrumbadas, de tejas volantes, siguió la calle de la Comedia, torció bruscamente a la derecha, siguió por la del Gobierno, se internó en el callejón situado frente al teatro y desmontó del caballo. Abrió la barrera que separaba el callejón de la callejuela bordeada de árboles por encima de la casa del señor de Malmédie, cerró la barrera tras de sí y tiró la brida sobre el cuello de Antrim, que, como no había otra salida, no podía escaparse. Luego, deslizándose por los tejados adosados a la callejuela y lanzándose de los tejados al suelo, se encontró en la leñera a la que daban las ventanas del pabellón que hemos descrito.
Mientras tanto, Sara estaba en su dormitorio, escuchando cómo rugía el viento, santiguándose a cada relámpago, rezando sin cesar, llamando a la tormenta, pues esperaba que la tormenta detendría a Georges. Luego, de repente, temblaba diciéndose a sí misma que cuando un hombre como él dice que hará algo, aunque el mundo entero se hunda a sus pies, lo hace. Entonces supli-caba a Dios que calmara aquel viento y apagara los relámpagos. Veía a Georges herido bajo un árbol, aplastado por una roca, rodando al fondo de un torrente, y comprendía entonces, con pa-vor, hasta qué punto su salvador había tomado un rápido imperio sobre ella. Sentía que toda resistencia a aquella atracción era inútil, que toda lucha, en fin, era vana contra aquel amor, nacido el día anterior y ya tan poderoso que su pobre corazón no podía más que forcejear y gemir, reconociéndose vencido sin haber siquiera intentado luchar.
A medida que se acercaba la hora, la agitación de Sara crecía más y más. Con los ojos fijos en el reloj, iba siguiendo el movimiento de la aguja, y una voz en el corazón le decía que a cada minuto que ésta marcaba, Georges se aproximaba a ella. La aguja señaló sucesivamente las nueve, las nueve y media, las diez menos cuarto, y la tormenta, lejos de amainar, era cada vez más espantosa. La casa temblaba hasta los cimientos, y hubiérase dicho, a cada instante, que el viento que la sacudía iba a arrancarla de cuajo. De vez en cuando, en medio de los gemidos de los filaos, en medio del grito de los negros, cuyas cabañas, menos sólidas que las casas de los blancos, se rompían con el soplo del huracán, como con el soplo de un niño cae el castillo de cartas que acaba de levantar, se oía resonar, respondiendo al trueno, la lúgubre llamada de algún navío en apuros que reclamaba socorro, con la certeza de que ningún ser humano podría llevárselo.
Entre, todos aquellos ruidos diferentes, ecos de la devastación, Sara creyó oír el relincho de un caballo.
Se levantó súbitamente; su decisión estaba tomada. El hombre que, en medio de tales peligros, cuando los más valientes temblaban en sus casas, venía hasta ella, atravesando los bosques devas-tados, los torrentes crecidos, los precipicios abiertos, y todo eso para decirle «¡Te quiero, Sara! ¿Me quieres?», ese hombre era digno de ella. Y si Georges había hecho eso, él, que le había salva-do la vida, entonces ella era de Georges como éste era de ella. Ya no era una decisión que ella adoptase a su libre arbitrio, era una mano divina que la doblegaba, sin que pudiera oponerse, a un destino previamente establecido: ella ya no decidía su suerte, obedecía pasivamente a una fatalidad.
Sin más, con esa determinación que dan las circunstancias supremas, Sara salió de su habitación, alcanzó el extremo del pasillo, bajó por la pequeña escalera exterior que hemos indicado y que parecía moverse bajo sus pies, se halló en el ángulo del patio cuadrado, avanzó, topándose con escombros a cada paso, apoyándose, para no ser derribada por el viento, en la pared del pabellón y llegó a la puerta. En el momento en que sacaba la llave pasó un relámpago, mostrándole sus mangos torcidos, sus lilas desgreñadas, sus flores rotas; sólo entonces pudo hacerse una idea de la convulsión profunda en la que se debatía la naturaleza. Pensó que tal vez iba a esperar a Georges en vano, que él no vendría, no porque hubiera tenido miedo, sino porque habría muerto. Ante tal idea, todo desapareció y Sara entró apresuradamente en el pabellón.
-¡Gracias, Sara! -dijo una voz que la hizo estremecerse hasta lo más hondo del corazón-. ¡Gracias! ¡Ah! No me había equivocado: me amas, Sara. ¡Bendita seas mil veces!
Y al mismo tiempo Sara sintió una mano que tomaba la suya, un corazón que latía contra su corazón, un aliento que se confundía con su aliento. Una sensación desconocida, rápida, devoradora, recorrió todo su cuerpo: jadeante, extenuada, doblándose sobre sí misma como una flor se dobla por el tallo, se dejó caer sobre el hombro de Georges, pues en la lucha que llevaba sosteniendo dos horas había gastado toda la fuerza de su alma y no le quedaba más que para murmurar:
-¡Georges! ¡Georges! ¡Ten piedad de mí!
Él comprendió aquella llamada de la debilidad a la fuerza, del pudor de la muchacha a la lealtad del amante. Tal vez él había venido con otro objetivo, pero sintió que a partir de ese instante Sara era suya, que todo lo que obtuviera de la virgen sería arrebatado a la esposa, y aunque estremeciéndose también él de amor, de deseo, de felicidad, se limitó a conducirla hasta la ventana para verla a la luz de los relámpagos, e inclinando su cabeza en la de la joven criolla dijo:
-Eres mía, Sara, ¿verdad? ¿Mía para toda la vida?
-¡Oh! ¡Sí, sí, para toda la vida! -murmuró la joven.
-¿Nada nos separará jamás, sólo la muerte?
-¡Sólo la muerte!
-¿Lo juras, Sara?
-¡Por mi madre! ¡Georges!
-¡Bien! -dijo el joven, estremeciéndose a la vez de dicha y de orgullo-. A partir de este instante eres mi mujer, Sara, ¡y maldito sea quien intente separarte de mí!
Tras estas palabras, Georges posó sus labios en los de la muchacha, y sin duda temiendo dejar de ser dueño de sí mismo ante tanto amor, juventud y belleza, se precipitó hacia el gabinete con-tiguo, cuya ventana, al igual que la del pabellón, daba a la leñera, y desapareció.
En ese momento estalló un trueno tan violento que Sara cayó de rodillas. Casi al instante se abrió la puerta del pabellón dejando paso al señor de Malmédie y a Henri.
XVI
LA PETICIÓN DE MANO
Durante la noche cesó el huracán, pero no fue hasta la mañana siguiente cuando se pudo apreciar los daños que había causado. Una parte de los navíos atracados en el puerto habían sufrido averías considerables; varios de ellos se habían visto lanzados unos contra otros y habían quedado destrozados. La mayoría había perdido los mástiles y habían quedado arrasados como pontones; dos o tres habían ido a encallar, arrastrando las anclas, a la isla de los Tonneliers. Por último, uno se fue a pique en el puerto y pereció con bienes y personas sin que se le pudiera prestar socorro. En tierra, la devastación no fue menor. Pocas casas en Port-Louis quedaron a salvo de tan terrible cataclismo; casi todas las que estaban recubiertas de tablillas, pizarra, tejas, cobre u hojalata habían visto volar sus techos. Las que estaban rematadas por argamasa, es decir, las terrazas al estilo indio, habían sido las únicas que resistieron por completo. Así pues, por la mañana, las calles estaban sembradas de escombros, y algunos edificios sólo se sostenían sobre sus cimientos gracias a la ayuda de numerosos puntales. Todas las tribunas preparadas en el Campo de Marte para las carreras habían quedado volcadas. Dos cañones de gran calibre, dispuestos en batería en las cercanías de la Grande-Rivière, habían sido derrumbados por el viento, y por la mañana los encontraron en el sentido opuesto a como los habían dejado la víspera.
El interior de la isla presentaba un aspecto igualmente deplorable. Todo lo que quedaba de la cosecha, que por fortuna ya estaba casi acabada del todo, había sido arrancado de la tierra. En varios lugares, arpendes enteros de selva presentaban el aspecto del trigo tumbado por el granizo; casi ningún árbol aislado había podido resistir al huracán, y hasta los tamarindos, árboles flexibles por excelencia, se habían partido, cosa, hasta entonces, considerada imposible.
La casa del señor de Malmédie, una de las más elevadas de Port-Louis, había sufrido mucho. Hubo un momento incluso en que las ráfagas de viento habían sido tan violentas que el señor de Malmédie y su hijo habían decidido ir a buscar refugio en el pabellón que, construido de piedra, con una sola planta y protegido por la terraza, quedaba más resguardado del viento. Henri, pues, había corrido hacia donde estaba su prima; pero al encontrar la habitación vacía, pensó que, como él y su padre, Sara, asustada por el huracán, había pensado en refugiarse en el pabellón. Bajaron a él y, en efecto, allí la encontraron. Su presencia estaba motivada por las circunstancias y su terror no necesitaba excusa alguna. Por lo tanto, ni el padre ni el hijo sospecharon por un instante la causa que había hecho salir a Sara de su dormitorio, y lo atribuyeron a un sentimiento de miedo del que ni ellos mismos habían quedado exentos.
Al amanecer, como ya hemos dicho, la tormenta amainó. Pero, aunque nadie había dormido por la noche, nadie se atrevió a entregarse al sueño y cada cual se ocupó en verificar la porción de pérdidas personales que había tenido que soportar. Por su parte, el nuevo gobernador recorrió, desde por la mañana, todas las calles de la ciudad, poniendo la guarnición al servicio de la pobla-ción. Como resultado de ello, aquella misma noche una parte de las huellas de la catástrofe ya había desaparecido.
Además, conviene decirlo, todo el mundo se esforzó en devolver a Port-Louis el aspecto que tenía el día anterior. Se acercaba la fiesta del Yamsé, una de las mayores celebraciones de, la Isla de Francia. Como esta fiesta, cuyo nombre probablemente sea desconocido en Europa, está ligada a los acontecimientos de esta historia, pedimos permiso a los lectores para decirles algunas palabras introductorias que nos resultan-indispensables.
Es bien sabido que la gran familia mahometana está dividida en dos sectas, no sólo diferentes, sino también enemigas: la sunní y la chiíta. La primera, a la que están unidas las poblaciones ára-bes y turcas, reconoce a Abu Bekr, Omar y Osmán como sucesores legítimos de Mahoma; la segunda, seguida por los persas y los musulmanes indios, considera a los tres califas como usurpadores, y defiende que Alí, yerno y ministro del Profeta, es el único que tiene derecho a su herencia política y religiosa. En el transcurso de las largas guerras entre los pretendientes, Husein, hijo de Alí, fue herido cerca de la ciudad de Kerbela por una tropa de soldados que Omar había enviado en su persecución, y el joven príncipe y sesenta parientes suyos que lo acompañaban fueron masacrados tras una defensa heroica.
El aniversario de este acontecimiento nefasto es lo que cada año celebran, con una fiesta solemne, los indios mahometanos. Esta fiesta se llama Yamsé, por corrupción del grito « ¡Viva Husein! ¡Oh, Husein!», que los persas repiten a coro. Por lo demás, han transformado la fiesta tanto como el nombre, mezclando usos de su país natal y ceremonias de su antigua religión.
Así pues, era el lunes siguiente, día de luna llena, cuando los lascares, que representan en la Isla de Francia a los chiítas indios, tenían que celebrar, según su costumbre, el Yamsé, y dar a la colonia el espectáculo de aquella extraña ceremonia, esperada aún con más curiosidad ese año que en otros anteriores.
En efecto, una circunstancia desacostumbrada iba a hacer esta vez la fiesta más magnífica de lo que jamás había sido. Los lascares se dividen en dos bandos: los lascares de mar y los de tierra. Los primeros se reconocen por sus ropas verdes y los segundos por sus ropas blancas. Normalmente, cada bando celebra la fiesta por su parte con el mayor lujo y esplendor posible, intentando eclipsar al bando rival: el resultado es una confrontación que se resume en discusiones, y unas discusiones que degeneran en riñas. Los lascares de mar, más pobres pero más valientes que los de tierra, suelen vengarse a bastonazos y a veces hasta a sablazos de la superioridad económica de sus adversarios, y entonces la policía debe intervenir para impedir una lucha a muerte.
Pero ese año, gracias a la activa intervención de un negociador desconocido, seguramente impulsado por el celo religioso, los dos bandos habían abdicado de sus celos y se habían reunido para no formar más que uno solo. Así pues, corrió el rumor, como ya hemos dicho, de que la celebración sería a la vez más pacífica y más esplendorosa que los años anteriores.
Es fácilmente comprensible que en una localidad donde hay tan pocas distracciones como en la Isla de Francia aquella fiesta, siempre curiosa, incluso para quienes la han visto desde la infan-cia, fuera esperada con impaciencia.
Tres meses antes ya es tema de todas las conversaciones; sólo se habla del guhn que debe ser el principal adorno de la fiesta. Y puesto que ya hemos explicado lo que es la fiesta, digamos ahora lo que es el guhn.
Se trata de una especie de pagoda de bambú, de una altura habitual de tres plantas superpuestas, cada una más pequeña que la otra, que está recubierta de papeles de todos los colores. Cada una de las plantas se construye en una caja aparte, cuadrada también, que luego hay que romper por una de sus cuatro caras para sacarla de dentro. Luego se transportan las tres plantas en una cuarta caja que, por su altura, permite que se pongan una encima de otra. Allí se las une con ligaduras y se da la última mano al conjunto y a sus detalles. Para llegar a un resultado digno del objeto que se proponen, los lascares van, con cuatro meses de anticipación, por toda la isla buscando los obreros más hábiles; indios, chinos, negros libres y negros esclavos, todos echan una mano. La única diferencia es que a estos últimos, en vez de pagárseles el jornal a ellos, se les paga a su amo.
En medio de las pérdidas individuales que todo el mundo tuvo que lamentar, fue motivo de alegría general el saber que la caja que contenía el guhn había llegado en un estado de total per-fección, pues había estado refugiada en el ramal de la montaña del Pouce, y había escapado a todo accidente. Nada faltaría, pues, aquel año en la fiesta, a la cual el gobernador, en señal de bienvenida, había añadido las carreras, cuyos premios, con su generosidad aristocrática, iba a entregar él mismo, a condición de que corriesen los propietarios de los caballos, como es costumbre entre los caballeros riders en Inglaterra.
Así pues, como se ve, todo concurría para que el placer que la gente se prometía borrase muy pronto el disgusto que acababan de sufrir. Dos días después del huracán, los preparativos para la fiesta empezaban a tomar el relevo de las preocupaciones de la catástrofe.
Sara, sola contra su costumbre, absorta como estaba en pensamientos desconocidos para cuantos la rodeaban, parecía no sentir ningún interés por una celebración que, en cambio, los años anteriores había ocupado muy vivamente su joven coquetería. En efecto, la aristocracia de toda la Isla de Francia tenía por costumbre asistir a las carreras, así como al Yamsé, bien en tribunas ins-taladas a tal efecto, bien en calesas descubiertas: en uno u otro caso, ésta era una ocasión para que las bellas criollas de PortLouis exhibieran su fastuosa elegancia. Era, pues, legítimo extrañarse de que Sara, en quien el anuncio de un baile o un espectáculo cualquiera solía causar una profunda impresión, se mantuviera esta vez ajena a lo que iba a desarrollarse. La misma mami Henriette, que había criado a la muchacha y leía en el fondo de su alma como en el más puro cristal, no entendía nada y permanecía pensativa.
Apresurémonos a decir que mami Henriette, cuyo regreso a Port-Louis no hemos tenido la ocasión de señalar en medio de los graves acontecimientos que acabamos de relatar, había pasado tanto miedo durante la noche del huracán que, aunque padeciendo todavía por la emoción precedente, había partido de río Negro inmediatamente después de que cesara el viento y había llegado a Port-Louis durante el día: llevaba dos noches, pues, reunida con su pupila cuya desusada preocupación empezaba a inquietarla seriamente.
Y es que, desde hacía tres días, un gran cambio se había producido en la vida de la joven. Desde el momento en que por primera vez había visto a Georges, la imagen, el porte y hasta el sonido de la voz del atractivo joven habían quedado grabados en su mente. Desde entonces, y con suspiros involuntarios, había pensado más de una vez en su futuro matrimonio con Henri, ma-trimonio al que, desde hacía diez años, había dado su consentimiento tácito, por el hecho de que nunca se había permitido sospechar que pudieran nacer circunstancias que convirtieran ese matrimonio en una obligación imposible de realizar. Pero ya a partir del día del baile del gobernador, había sentido que tomar a su primo como marido sería condenarse a una desdicha eterna. Al fin, como hemos visto, había llegado un momento en que, no sólo ese temor se había convertido en certeza, sino que además se había comprometido solemnemente con Georges a no ser de nadie más que de él. Convendrá el lector que era una situación que debía dar mucho que reflexionar a una joven de dieciséis anos, y que debía hacerle contemplar todas esas fiestas y esos placeres que siempre le habían parecido los acontecimientos más importantes de la vida como algo mucho menos relevante de lo que nunca había creído hasta entonces.
Desde hacía cinco o seis días también, los señores de Malmédie no se hallaban tampoco libres de preocupaciones: la negativa de Sara a bailar con nadie si no podía hacerlo con Georges, su re-tirada del baile en el momento en que acababa de inaugurarse, ella que normalmente no lo abandonaba sino la última, su silencio obstinado cada vez que su primo o su tío sacaban a relucir la cuestión de la futura boda; todo eso no les parecía natural. Por eso ambos habían decidido que los preparativos de la celebración se harían sin contar con Sara y sólo la avisarían cuando todo estuviera dispuesto. La cosa era fácil pues nunca se había fijado una fecha para esa unión, y Sara, que acababa de cumplir los dieciséis años, estaba en edad de satisfacer las expectativas que el señor de Malmédie había puesto siempre en ella. Todas estas preocupaciones particulares formaban una preocupación general que generaba, desde hacía tres o cuatro días, mucha frialdad y tensión en las reuniones que tenían los diferentes personajes que vivían en la casa del señor de Malmédie. Estas reuniones tenían lugar habitualmente cuatro veces al día: por la mañana, a la hora del desayuno; a las dos, a la hora del almuerzo; a las cinco, a la hora del té; y a las nueve, a la hora de la cena.
Hacía tres días que Sara había solicitado y obtenido permiso para desayunar en su habitación. Era un momento de apuro y molestias que se ahorraba. Pero quedaban aún tres reuniones que no podía evitar más que con el pretexto de una indisposición. Pero como tal pretexto no podía tener un resultado duradero, Sara se había resignado, y bajaba a las horas acostumbradas.
Dos días después del acontecimiento, Sara se hallaba, hacia las cinco, en la gran sala de estar, ocupada junto a la ventana en una labor de bordado, lo cual le daba ocasión para no levantar la vista, mientras mami Henriette preparaba el té con toda la atención que las damas inglesas suelen poner en tan importante tarea, y los señores de Malmédie, de pie ante la chimenea, charlaban en voz baja, cuando de pronto la puerta se abrió, y Bijou anunció a lord Williams Murrey y al señor Georges Munier.
Ante este doble anuncio, cada uno de los presentes, como es fácil comprender, experimentó una impresión diferente. Los señores de Malmédie, creyendo haber oído mal, hicieron repetir los dos nombres que se acababan de pronunciar. Sara, ruborizándose, bajó los ojos hacia su labor, y mami Henriette, que acababa de abrir el grifo sobre su tetera, se quedó tan perpleja que, ocupada en mirar alternativamente a los señores de Malmédie, a Sara y a Bijou, dejó que se desbordara el agua hirviendo, que comenzó a caer de la tetera a la mesa y de la mesa al suelo.
Bijou repitió los dos nombres ya pronunciados, acompañándolos con la sonrisa más agradable que pudo adoptar.
El señor de Malmédie y su hijo se miraron con creciente asombro. Luego, sintiendo que había que terminar con aquello, el señor Malmédie dijo:
-Que pasen.
Lord Murrey y Georges entraron.
Ambos iban vestidos de negro y con levita, lo cual indicaba que se trataba de una visita de ceremonia.
El señor de Malmédie dio unos pasos hacia ellos, mientras Sara se levantó, sonrojándose y, tras una tímida reverencia, se volvió a sentar, o más bien a caer en su silla, y mami Henriette, dándose cuenta de la torpeza que su asombro le había hecho cometer, cerró rápidamente el grifo del hervidor.
Bijou, obedeciendo un gesto de su amo, acercó dos butacas; pero Georges se inclinó señalando que no haría falta y que iba a quedarse de pie.
-Señor -dijo el gobernador dirigiéndose al dueño de la casa-, el señor Georges Munier me ha rogado que lo acompaña ra para apoyar con mi presencia una petición que desea hacerle.
Como mi deseo muy sincero sería que esta petición le fuera concedida, he creído mi deber no negarme a esta diligencia, que, por otra parte, me proporciona el honor de verle de nuevo.
El gobernador se inclinó y los dos hombres respondieron con un movimiento igual.
-Estamos en deuda con el señor Georges Munier -dijo entonces el señor de Malmédie padre-. Estaríamos, pues, encantados de poder serle útiles en algo.
- Señor -respondió Georges-, si con eso quiere hacer alusión a la dicha que tuve de salvar a la señorita del peligro que corría, permítame que le asegure que soy yo quien da las gracias a Dios, que me condujo hasta allí para hacer lo que cualquiera hubiera hecho en mi lugar. Además -añadió sonriendo-, ya vera, señor, que mi conducta en aquella ocasión no estaba exenta de egoísmo.
-Discúlpeme, pero no lo comprendo -dijo Henri.
-No se preocupe, señor -respondió Georges-, sus dudas no tardarán en desaparecer, pues voy a explicarme claramente.
-Le escuchamos, señor.
-¿Debo retirarme, tío? -preguntó Sara.
-Si osase esperar -dijo Georges volviéndose a medias e inclinándose- que un deseo expresado por mí tuviera alguna influencia en usted, señorita, le suplicaría que, al contrario, se quedara aquí.
Sara volvió a sentarse. Se produjo un instante de silencio; luego el señor de Malmédie, con un gesto, dio a entender que estaba esperando.
-Señor -empezó Georges con voz perfectamente serena-, usted me conoce. Conoce a mi familia y conoce mi fortuna. En estos momentos dispongo de dos millones. Perdone que entre en tales detalles, pero me parecen indispensables.
-No obstante, señor -dijo Henri-, confieso que no consigo ver en qué puedan interesarnos.
-No es precisamente a usted a quien estoy hablando -dijo Georges conservando la misma calma en la compostura y la voz, mientras que Henri mostraba una impaciencia evidente-, sino a su señor padre.
-Permítame que le diga, señor, que no comprendo tampoco el interés que mi padre pueda tener en tales informaciones.
-Ya lo comprenderá, señor -respondió Georges con frialdad.
Luego, mirando fijamente al señor de Malmédie, continuó-: Vengo a pedirle la mano de la señorita Sara.
-¿Y para quién? -preguntó el señor de Malmédie.
-Para mí, señor -contestó Georges.
-¡Para usted! -exclamó Henri haciendo un movimiento reprimido de inmediato por una terrible mirada del joven mulato. Sara palideció.
-¿Para usted? -preguntó el señor de Malmédie.
-Para mí, señor -repitió Georges inclinándose.
-Pero -protestó el señor de Malmédie-, usted sabe bien, señor, que mi sobrina esta destinada a mi hijo...
-¿Por quién, señor? -preguntó a su vez el joven mulato.
-¡Por quién, por quién!... Pues, ¡pardiez!... Por mí -dijo el señor de Malmédie.
-Le hago observar, señor -continuó Georges-, que la señorita Sara no es su hija, sino sólo su sobrina; lo cual hace que ella no le deba mas que una obediencia relativa.
-Señor, toda esta discusión me parece mas que singular.
-Perdóneme -dijo Georges-, a mí me parece, por el contrario, totalmente natural. Amo a la señorita Sara y creo que estoy llamado a hacerla dichosa; obedezco a la vez a un deseo de mi co-razón y a un deber de mi conciencia.
-¡Pero mi prima no lo ama a usted, señor! -exclamó Henri dejándose llevar por su impetuosidad natural.
-Se equivoca, señor -respondió Georges-, estoy autorizado por la señorita para decirle a usted que ella me ama.
-¿Ella, ella? -protestó el señor de Malmédie-. ¡Es imposible!
-Se equivoca, tío -dijo Sara levantándose a su vez-. El señor dice la verdad.
-¿Cómo te atreves, prima...?- exclamó Henri lanzándose hacia Sara con un gesto que parecía una amenaza.
Georges hizo un movimiento y el gobernador lo retuvo.
-Me atrevo a repetir -dijo Sara respondiendo con una mirada de supremo desprecio al gesto de su primo- lo que ya he dicho al señor Georges. La vida que él me salvó le pertenece, y no seré nunca de nadie más que de él.
Y tras. estas palabras, con un gesto lleno a la vez de gracia y de dignidad, con un gesto de reina, tendió la mano hacia Georges, quien se inclinó ante esta mano y depositó un beso en ella.
-¡Ah! ¡Esto es demasiado! -exclamó Henri levantando un bastón que sostenía en la mano.
Pero lord Murrey, al igual que había detenido a Georges, detuvo a Henri.
En cuanto a Georges, se contentó con dedicar una sonrisa desdeñosa al señor de Malmédie hijo, y conduciendo a Sara hasta la puerta, se inclinó una segunda vez. Ella saludó a su vez, hizo una señal a mami Henriette para que la siguiera y salió con ella.
Georges volvió.
-Ya ha visto lo que ha pasado, señor -dijo al tío de Sara-. Usted ya no duda de los sentimientos de la señorita de Malmédie hacia mí. Me atrevo, pues, a rogarle por segunda vez que me ofrezca una respuesta positiva a la petición que tengo el honor de dirigirle.
-¿Una respuesta, señor? -preguntó el señor de Malmédie-. ¡Una respuesta! ¿Tiene usted la audacia de esperar que le dé otra diferente de la que acabo de darle?
-Yo no le dicto la respuesta que usted debe darme, señor, solamente, sea cual sea, le ruego que me dé una.
-¿Supongo que no esperará otra cosa que no sea una negativa? -preguntó Henri.
-Se lo pregunto a su señor padre, y no a usted, señor -, respondió Georges-. Deje que su padre me conteste y más tarde hablaremos de nuestros asuntos.
-Bien, señor -dijo el señor de Malmédie-, comprenderá que me niego rotundamente.
-Muy bien, señor -contestó Georges-, esperaba esa respuesta, pero era una formalidad obligada que debía hacer, y ya está hecha.
Y Georges saludó al señor de Malmédie con tanta cortesía y tanta soltura como si nada hubiese ocurrido entre ellos. Después se volvió hacia Henri y dijo:
-Ahora, señor, hablemos nosotros dos, por favor. Es la segunda vez, haga usted memoria, que me levanta la mano, con catorce años de distancia; la primera vez lo hizo con un sable.
Apartó sus cabellos con la mano y señaló con el dedo la cicatriz que surcaba su frente.
-La segunda vez con este bastón.
Y señaló con el dedo el bastón que sostenía Henri.
-¿Y bien? -dijo éste.
-Pues bien -empezó Georges-, le pido satisfacción por estos dos insultos. Es usted valiente, lo sé, y espero que responderá como un hombre a la llamada que hago a su valor.
-Me alegra, señor, que reconozca mi valor, aunque su opinión al respecto me sea indiferente -respondió Henri mofándose-; eso me sirve para la respuesta que tengo que darle.
-¿Y cuál es esa respuesta, señor? -preguntó Georges.
-La respuesta es que su segunda petición es por lo menos tan exagerada como la primera. Yo no me bato con un mulato...
Georges palideció, sin embargo, una sonrisa de una indefinible expresión apareció en sus labios.
-¿Es ésa su última palabra? -dijo-. Perfecto, señor -continuó Georges-. Ahora ya sé lo que debo hacer.
Y saludando a los señores de Malmédie se retiró seguido por el gobernador.
-Se lo había predicho -dijo lord Williams Murrey cuando estuvieron en la puerta.
-Y no había adivinado nada que no supiera yo de antemano, milord -respondió Georges-; pero he venido aquí a cumplir con mi destino. Tengo que llegar hasta el final. Tengo que luchar contra un prejuicio. O me aplasta él o lo mato yo. Mientras tanto, milord, reciba todo mi agradecimiento.
Georges se inclinó y, tras estrechar la mano que le ofrecía el gobernador, atravesó el jardín de la Compañía. Lord Murrey lo siguió con la mirada mientras pudo verlo; luego, cuando hubo de-saparecido por la esquina de la calle de la Rampe, dijo agitando la cabeza:
-He aquí a un hombre que va derecho a su perdición. Es una lástima, había algo grande en ese corazón.
XVII
LAS CARRERAS
El sábado siguiente daban comienzo las fiestas del Yamsé, y para ese día la ciudad había puesto tanta coquetería en borrar hasta las últimas huellas del huracán que nadie hubiera creído que, seis días antes, había estado a punto de quedar destruida.
A primera hora de la mañana los lascares de mar y los de tierra, reunidos en un solo grupo, salieron del poblado malabar, situado entre el arroyo de las Pucelles y el arroyo Fanfaron, y, pre-cedidos por una música bárbara formada por tamboriles, flautas y birimbaos, se encaminaron hacia Port-Louis para hacer lo que se llama la colecta. Los dos jefes caminaban uno al lado del otro vestidos según el partido al que representaban, uno con ropa verde, el otro con ropa blanca, y empuñando un sable desenvainado en cuyo extremo llevaban una naranja pinchada. Detrás de ellos avanzaban dos mulahs, sosteniendo cada uno con ambas manos un plato lleno de azúcar recubierto de pétalos de rosas chinas; detrás de los mulahs venía, bastante ordenadamente, la falange india.
Al llegar a las primeras casas de la ciudad comenzó la colecta; los lascares, sin duda por espíritu de igualdad, no desdeñan ni las más humildes chozas, pues la ofrenda de éstas, como la de las más ricas mansiones, va destinada a cubrir una parte de los enormes gastos que toda esa pobre gente realiza para que la ceremonia sea lo más solemne posible. Además, debemos decirlo, la manera de pedir de los lascares tiene mucho del orgullo oriental, y lejos de ser baja y servil, presenta un aspecto noble y emotivo. Después de que los jefes, ante quienes todas las puertas se abren, hayan saludado a los dueños de la casa bajando ante ellos la punta de los sables, el mulah avanza y ofrece a los presentes azúcar y pétalos de rosa. Mientras tanto, otros indios, designados por los jefes, reciben en platos los regalos que tienen a bien hacerles. Después, todo el mundo se retira diciendo: «Salam». Así no parece que reciban una limosna, sino que inviten a personas ajenas a su culto a una comunión simbólica, compartiendo como hermanos con ellos los gastos de la ceremonia y los dones de su religión.
Habitualmente, la colecta se extiende no sólo, como ya hemos dicho, por todas las casas de la ciudad, sino también por las embarcaciones que están en el puerto, lo cual entra dentro de las atri-buciones de los lascares de mar. Esta vez, sin embargo, sobre todo en el último punto, la cuestación fue muy limitada, pues la mayor parte de los barcos habían sufrido tanto con el huracán que sus capitanes necesitaban más socorro del que estaban dispuestos a dar.
No obstante, en el mismo momento en que los postulantes estaban en el puerto, un navío avistado por la mañana apareció entre el reducto Labourdonnaie y el fuerte Blanc, enarbolando pabellón holandés y con todas sus velas desplegadas. Saludó al fuerte, y éste le devolvió el saludo con idénticos disparos de salvas. Era evidente que, cuando el vendaval se produjo, todavía se debía de encontrar a gran distancia de la isla, pues no le faltaba ni á un aparejo ni un cordaje, y avanzaba graciosamente inclinado, como si la mano de alguna diosa del mar lo empujase por la superficie del agua. De lejos, con la ayuda del catalejo, se podía ver en el puente, ataviada con el uniforme del rey Guillermo, a toda la tripulación que parecía que con sus ropas de batalla, es decir, con su traje de gala, llegara a propósito para asistir a la ceremonia. Se adivina, pues, que gracias a este aspecto alegre y respetable, se convirtió enseguida en el punto de mira de ambos jefes. En cuanto echaron el ancla, el jefe de los lascares de mar se subió a una barca y, acompañado de sus portadores de platos y de una docena de los suyos, se dirigió hacia la nave, que vista de cerca, no desmentía en nada la buena opinión que inspiraba a cierta distancia.
En efecto, si en alguna ocasión la pulcritud holandesa, tan famosa en los cuatro rincones del mundo, había merecido un completo elogio, era a la vista de aquel lindo navío, que parecía su templo flotante. La cubierta lavada, secada y frotada podía competir en elegancia con el parquet del más suntuoso salón, cada uno de sus ornamentos de cobre brillaba como el oro; las escaleras, talladas con la madera más preciosa de la India, se diría que eran más un adorno que un objeto de uso cotidiano. En cuanto a las armas, parecían de lujo, destinadas más a un museo de artillería que al arsenal de un navío.
El capitán Van den Broek, que así se llamaba el patrón de tan encantador navío, al ver avanzar a los lascares, pareció saber de qué se trataba, pues fue a recibir a su jefe en lo alto de la escalera, y tras intercambiar con él algunas palabras en su lengua, lo que probaba que no era la primera vez que navegaba por los mares de la India, depositó en el plato que le presentaban, no una moneda de oro, no una pieza de plata, sino un precioso diamante que podía valer unos cien luises, disculpándose por no tener en ese momento otra moneda y rogando al jefe de los lascares de mar que se contentase con esa ofrenda. Ésta sobrepasaba con creces las previsiones del buen seguidor de Alí, y concordaba tan poco con la tacañería habitual de los compatriotas de Jean de Witt que el jefe de los lascares se quedó un instante sin atreverse a tomar en serio tal prodigalidad, y no fue hasta que el capitán Van den Broek le hubo asegurado, por tercera o cuarta vez, que el diamante estaba destinado en efecto a la banda chiíta, por la cual afirmaba sentir la más viva simpatía, que le dio las gracias ofreciéndole él mismo el plato con pétalos de rosa espolvoreados de azúcar. Con elegancia, el capitán tomó una pizca que se llevó a la boca y que fingió comer, para gran satisfacción de los indios, que no abandonaron el hospitalario barco hasta muchos salaras después, y que continuaron su colecta sin que el relato que hacían a todos de la generosa limosna que les había caído del cielo les reportara una segunda.
Así transcurrió la jornada, preparándose todo el mundo para la fiesta del día siguiente más que participando en la del día mismo, que no es, por así decir, más que un prólogo.
Al día siguiente debían celebrarse las carreras. Pensemos que si las carreras habituales ya son de por sí un gran acontecimiento en la Isla de Francia, éstas, que se celebran en medio de otras fiestas y, en particular, las que organiza el gobernador, tenían que sobrepasar como es comprensible, todo cuanto se había visto hasta la fecha.
Esta vez, como siempre, el Campo de Marte era el lugar designado para la fiesta. Todo el terreno no reservado estaba, desde la mañana, lleno de espectadores, pues, aunque la gran carrera, la de los gentlemen riders, tuviera que ser el principal atractivo del día, no era, sin embargo, el único: este deporte iba a ser precedido por otras carreras grotescas que, sobre todo para el pueblo, tenían mucho interés, puesto que en ellas el pueblo era el actor. Estos entretenimientos previos eran la captura de un cerdo, una carrera de sacos y una carrera de ponis. Cada una de las pruebas, al igual que la gran carrera, tenía un premio concedido por el gobernador. El vencedor en los ponis debía recibir una magnífica escopeta de dos cañones de Menton; el que ganara en la carrera de sacos, un espléndido paraguas; y el vencedor en la captura del cerdo se quedaba como premio el propio cerdo. El premio de la gran carrera era una copa de plata dorada hermosísima, infinitamente menos valiosa por la materia que por el trabajo realizado en ella.
Hemos dicho que, desde el alba, los terrenos cedidos al público estaban plagados de espectadores, pero no fue hasta las diez de la mañana cuando la alta sociedad comenzó a llegar. Como en Londres, como en París, como en todas partes donde se celebran carreras, había unas tribunas reservadas para la alta sociedad, pero, bien por capricho, bien para no ser confundidas las unas con las otras, las más bellas mujeres de Port-Louis habían decidido que asistirían a las carreras en sus calesas y, aparte de las que estaban invitadas a sentarse al lado del gobernador, todas fueron a colocarse frente a la meta o en los puntos más cercanos a ella, dejando las otras tribunas a la burguesía o al negocio secundario. En cuanto a los jóvenes, la mayoría iba a caballo y se disponían a seguir a los corredores desde el círculo interior. Por otra parte, los aficionados y los miembros del club de jockey de la Isla de Francia estaban en el hipódromo, haciendo apuestas con esa desenvoltura y prodigalidad tan criollas.
A las diez y media todo Port-Louis estaba en el Campo de Marte. Entre las más bellas mujeres, y en las calesas más elegantes, destacaban la señorita Couder, la señorita Cypris de Gersigny, a la sazón una de las más lindas jóvenes y hoy todavía una de las más hermosas mujeres de la Isla de Francia, cuya hermosa cabellera negra es legendaria hasta en los salones parisinos, y las seis señoritas Druhn, tan rubias, tan blancas, tan lozanas, tan graciosas, que la gente llamaba a su coche, en el que solían salir todas juntas, la cesta de flores.
Por su parte, la tribuna del gobernador también habría podido merecer ese día el nombre que se daba todos los días al coche de las señortias Druhn. Quien no haya viajado por las colonias, y sobre todo quien no haya visitado la Isla de Francia, no puede hacerse una idea del encanto y la gracia de todos aquellos rostros criollos, de ojos de terciopelo y cabellos de azabache, entre los cuales resplandecían, como flores del norte, algunas pálidas hijas de Inglaterra, de piel transparente, cabellos etéreos y cuello suavemente inclinado. Por ello, a los ojos de todos los jóvenes, los ramilletes que aquellas bellas espectadoras llevaban en la mano hubieran sido, con toda probabilidad, premios mucho más apreciados que todas las copas de Odiot, todas las escopetas de Menton y todos los paraguas de Verdier que, en su fastuosa generosidad, pudiera ofrecerles el gobernador.
En la primera fila de la tribuna de lord Williams estaba Sara, situada entre el señor de Malmédie y mami Henriette. Henri, estaba en el hipódromo, aceptando cuantas apuestas quisieran hacer contra él, y, hay que decirlo, le hacían pocas; pues, además de ser un excelente jinete, con una gran reputación en las carreras, poseía en ese momento un caballo que pasaba por ser el más veloz que se hubiera visto nunca en la isla.
A las once la música de la guarnición, situada entre las dos tribunas, dio la señal para la primera carrera: era, como ya hemos dicho, el concurso del cerdo.
El lector conoce esta grotesca bufonada que se estila en varios pueblos de Francia: se engrasa la cola de un cerdo con manteca y los participantes intentan unos tras otros sujetar al animal, al que sólo les está permitido agarrar por la susodicha cola. Quien lo atrapa gana. Este concurso es de dominio público, y como todo el mundo tiene derecho a participar, nadie estaba inscrito.
Dos negros trajeron el animal: era un magnífico cerdo de gran tamaño, engrasado de antemano y dispuesto a entrar en liza. Al aparecer, resonó un grito unánime, y negros, indios, malayos, malgaches e indígenas, rompiendo la barrera hasta entonces respetada, se precipitaron hacia el animal que, asustado por aquella debacle, intentó huir.
Pero se habían tomado precauciones para que no pudiera escapar de sus perseguidores; la pobre bestia tenía las dos patas delanteras atadas a las dos de atrás, más o menos como se atan los pies de los caballos a los que se quiere enseñar el paso de andadura. El resultado fue que el cerdo, no pudiendo correr más que a un trote muy moderado, fue alcanzado de inmediato, y ahí empezaron las decepciones.
Como es de suponer, las probabilidades de ganar en un juego semejante no están a favor de los primeros en intentarlo. La cola, recién engrasada, es inaprensible, y el cerdo se escapa sin proble-mas de sus antagonistas; pero, a medida que las sucesivas presiones se llevan las primeras capas de manteca, el animal se va dando cuenta de que las pretensiones de quienes esperan detenerlo no son tan ridículas como al principio había creído. Entonces empiezan los gruñidos, que se entremezclan con agudos gritos. A veces, cuando el ataque es demasiado duro, se revuelve contra sus enemigos más encarnizados, que, según el grado de valor que hayan recibido de la naturaleza, prosiguen con su proyecto o lo abandonan. Finalmente llega el momento en que la cola, privada de todo charlatanismo y reducida a su propia sustancia, deja de ser resbaladiza y termina por traicionar a su propietario, que lucha, gruñe, grita inútilmente, y se ve, por aclamación general, adjudicado a quien le ha vencido.
También esta vez la prueba siguió su curso habitual. El desdichado cerdo se libró con la mayor facilidad de sus primeros perseguidores y, aunque molesto por sus ataduras, empezó a ganar terreno sobre la mayoría de los mártires. Pero una docena de los mejores y más fuertes corredores consiguió darle alcance, sucediéndose unos a otros en agarrar la cola del pobre animal con una rapidez que no le dejaba ni un momento de respiro y que le indicaba que, aunque lo había retrasado con valentía, el instante de su derrota estaba cerca. Al fin, cinco o seis de sus contrincantes, sin aliento, jadeantes, lo abandonaron también. Pero, a medida que disminuía el número de pretendientes, como las oportunidades de los que aguantaban aumentaban, éstos redoblaron su fuerza y su destreza, animados como estaban, además, por los gritos de los espectadores.
En el grupo de pretendientes, y entre los que parecían decididos a llevar la aventura hasta sus últimas consecuencias, se hallaban dos antiguos conocidos nuestros. Eran Antonio el malayo y Miko-Miko el chino. Los dos habían seguido al cerdo desde el punto de partida y no lo habían abandonado ni un minuto: más de cien veces ya la cola les había resbalado entre las manos, pero estas tentativas infructuosas, lejos de desanimarlos, les habían infundido nuevo coraje. Finalmente, tras haber agotado a todos los concursantes, no quedaron más que ellos dos. Fue entonces cuando la lucha se hizo realmente interesante, y cuando las apuestas empezaron a ser serias.
La carrera duró otros diez minutos aproximadamente; de modo que, tras dar casi toda la vuelta al Campo de Marte, el cerdo había llegado a lo que en términos de caza se llama el momento de levantar la pieza, aullando, gruñendo, dando vueltas, sin que tan heroica defensa pareciera intimidar en absoluto a sus dos enemigos, que se alternaban en la cola con una regularidad digna de los pastores de Virgilio. Por fin, durante un instante Antonio detuvo al huido, y pareció que iba a ser el ganador. Pero el animal, reuniendo toda su fuerza, dio una sacudida tan enérgica que, por centésima vez, la cola resbaló entre las manos del malayo. MikoMiko, que estaba al acecho, se hizo con ella de inmediato, y todas las probabilidades que parecía tener Antonio se volvieron en favor del chino. Haciéndose digno de las esperanzas que una parte de los espectadores había puesto en él, el público vio cómo se aferraba con las dos manos, se ponía rígido, se dejaba arrastrar, reaccionando con todas sus fuerzas, seguido por el malayo que sacudía la cabeza indicando que consideraba la partida perdida, pero que, en todo caso, se mantenía dispuesto a sucederle, acercándose al cerdo, dejando colgar sus largos brazos y frotando, casi sin necesidad de agacharse, sus manos contra la arena, para darles más dureza. Por desgracia, tan honorable obstinación pronto resultó inútil. Miko-Miko parecía estar a punto de llevarse el premio. Después de arrastrar durante diez pasos al chino detrás de él, daba la sensación de que el cerdo iba a darse por vencido. Se detuvo, jalando hacia adelante, pero retenido por una fuerza igual que jalaba hacia atrás; y dado que dos fuerzas iguales se neutralizan, el cerdo y el chino quedaron inmóviles por un instante, haciendo cada uno por su lado violentos y visibles esfuerzos, uno para seguir avanzando, el otro para mantenerse en el sitio, todo ello entre grandes aplausos de la multitud. Así estuvieron varios segundos, y todo hacía suponer que duraría aún bastante más, cuando de pronto los dos contrincantes se separaron violentamente. El animal salió rodando hacia adelante y MikoMiko hacia atrás, realizando los dos el mismo movimiento, con la única diferencia de que uno rodaba boca abajo y el otro boca arriba. Antonio se precipitó de inmediato, feliz ante los gritos de ánimo de los que tenían interés en que ganase, seguros, esta vez, de la victoria. Pero su alegría no duró mucho, y su desilusión fue cruel. En el momento de atrapar al animal por el miembro designado en el programa, Antonio lo buscó en vano. El desgraciado cerdo ya no tenía cola. La cola se había quedado entre las manos de MikoMiko, que se incorporaba triunfante, mostrando su trofeo y apelando a la imparcialidad del público.
Era un caso inédito. Se confió a la conciencia de los jueces, que deliberaron unos instantes y declararon por mayoría de tres votos a dos, que, «dado que Miko-Miko habría indiscutiblemente atrapado al animal, si éste no hubiera preferido separarse de su cola, Miko-Miko debía ser considerado el ganador».
Por consiguiente, se proclamó el nombre de Miko-Miko, y se le concedió autorización para adueñarse del premio que le pertenecía. A lo cual el chino, que lo había comprendido por señas, respondió agarrando a su propiedad por las patas traseras y haciendo caminar al cerdo delante de él como quien empuja una carretilla.
Antonio, en cambio, se retiró refunfuñando entre el público, que le dio, con el instinto de justicia que le caracteriza, la honorable acogida que la gente suele conceder a los grandes infortunios.
Se produjo entonces entre los espectadores, como siempre sucede al término de un espectáculo que ha mantenido la atención de los presentes, un gran ruido y un gran movimiento; pero uno y otro se calmaron pronto ante el anuncio de que la carrera de sacos iba a empezar, y todo el mundo recuperó su lugar, demasiado contentos por el primer espectáculo que acababa de tener lugar como para arriesgarse a perderse el segundo.
La distancia que debían recorrer los participantes iba desde la milla Dreaper hasta la tribuna del gobernador, es decir, unos ciento cincuenta pasos. Al dar la señal, los corredores, en número de cincuenta, salieron dando brincos de una caseta elevada que les servía de refugio, y fueron a colocarse en una sola línea.
Que nadie se extrañe del considerable número de concursantes que se presentaba a esta carrera: el premio era, como ya hemos dicho, un magnífico paraguas, y un paraguas, en las colonias, y sobre todo en la Isla de Francia, ha sido siempre el objeto de la ambición de los negros. ¿De dónde les viene esta idea que, entre ellos, ha llegado al estado de monomanía? No lo sé, y gentes más sabias que yo han hecho al respecto profundos e infructuosos estudios. Es un hecho que nos limitamos a señalar, sin establecer la causa. El caso es que el gobernador había sido perfectamente aconsejado cuando había escogido este objeto como premio de la carrera de sacos.
No hay entre nuestros lectores nadie que no haya visto, al menos una vez en su vida, una carrera de este tipo: cada uno de los aspirantes al premio va metido en un saco, cuyo orificio se cierra por el cuello envolviéndole brazos y piernas. No se trata de correr, sino de saltar. Este tipo de carrera, ya muy grotesco de por sí, lo era aún más en esta circunstancia, pues la bufonería aumentaba por las extrañas cabezas que sobresalían de los sacos y que presentaban una curiosa muestra de colores diferentes, pues esta carrera, como la del cerdo, estaba limitada a negros e indios.
En el primer rango de los que, por sus numerosas victorias en esta especialidad, se habían ganado una reputación estaban Telémaco y Bijou, quienes, habiendo heredado los odios de las casas a las que pertenecían, pocas veces se encontraban sin intercambiar insultos, los cuales a menudo, digámoslo a mayor gloria de su valentía, degeneraban en violentos puñetazos. Pero esta vez, como las manos no se hallaban libres y los pies estaban aprisionados, se contentaban con dirigirse terribles miradas, separados como estaban, además, por tres o cuatro compañeros. En el momento de la salida, el concursante número cincuenta y uno salió dando un brinco de la cabaña y fue a unirse al grupo: era el derrotado en la carrera anterior, Antonio el malayo.
Al dar la señal, aparecieron todos como un grupo de canguros, saltando del modo más grotesco, chocando, cayendo, rodando por el suelo, levantándose, volviendo a chocar y volviendo a caer. Durante los sesenta primeros pasos, fue imposible predecir nada sobre el futuro ganador: una docena de corredores se seguían tan de cerca y las caídas eran tan inesperadas y cambiaban tanto el aspecto de las cosas que, en un instante, como si se tratara del camino hacia el paraíso, los primeros se encontraron los últimos, y los últimos los primeros. Sin embargo, debemos decirlo, entre los más experimentados y casi siempre por delante de los demás, se destacaban Telémaco, Bijou y Antonio. A cien pasos del punto de partida estaban solos, y era evidente que la cuestión se iba a dirimir entre ellos tres.
Antonio, con su habitual agudeza, pronto se había dado cuenta, por las miradas enfurecidas que se lanzaban, del odio que Bijou y Telémaco alimentaban el uno por el otro, y contaba con este odio rival al menos tanto como con su habilidad personal. Por ello, como el azar había hecho que se encontrase situado entre ellos dos y, por consiguiente, los separaba, el astuto malayo había aprovechado una de las numerosas caídas que había tenido para apartarse a un lado y dejar a los dos antagonistas uno junto al otro. Sucedió lo que había previsto: apenas Bijou y Telémaco vieron desaparecer el obstáculo que los separaba, se acercaron de inmediato, lanzándose miradas más y más furibundas, haciendo rechinar los dientes como monos que se pelean por un fruto y empezando a añadir palabras amargas a aquella amenazadora pantomima; por fortuna, como estaban metidos cada uno en su saco, no podían pasar de las palabras a los hechos. Pero era fácil ver, por la agitación de la tela, que sus manos experimentaban una viva comezón por vengar los insultos que sus bocas se decían.
Así, arrastrados por su odio mutuo, se habían acercado hasta el punto de rozarse, de modo que a cada brinco se daban con los codos, insultándose más fuerte y prometiéndose que, en cuanto salieran de sus fundas, se produciría un encuentro entre ellos, mucho más encarnizado que todos los precedentes. Mientras tanto, Antonio iba ganando terreno. Al ver al malayo, que había sacado cinco o seis pasos de delantera sobre ellos, se produjo un instante de tregua entre los dos negros: ambos intentaron, con saltos más gigantescos de los que hasta entonces habían dado, recuperar la ventaja perdida, y ambos, en efecto, la recuperaban a ojos vistas, sobre todo Telémaco, cuando una nueva caída le dio una nueva oportunidad: Antonio cayó, y por muy deprisa que se levantara el malayo, Telémaco se encontró en primer lugar.
La cosa era tanto más grave cuanto que estaban a unos diez pasos de la meta. Bijou lanzó entonces un auténtico rugido y, por un efecto desesperado, se acercó a su rival; pero Telémaco no era hombre que se dejara adelantar, así que siguió brincando con una elasticidad creciente, tanto que todo el mundo juraba ya que que el paraguas le pertenecía a él. Pero el hombre propone y Dios dispone. Telémaco dio un paso en falso, titubeó un momento entre los gritos de la multitud y cayó; pero, fiel a su odio, dirigió su caída de tal manera que obstaculizara el paso a Bijou. Éste, impulsado por su carrera, no pudo soportar a Telémaco, chocó con él y cayó también rodando por el polvo.
Entonces una misma idea acudió a los dos al mismo tiempo: antes que dejar triunfar a un rival, más valía que fuera un tercero el que se llevara el premio. Así, ante el gran asombro de los espectadores, los dos hombres, en lugar de levantarse y continuar la carrera hacia la meta indicada, nada más ponerse en pie, se abalanzaron uno contra el otro, golpeándose tanto como se lo permitía la cárcel de tela en la que estaban encerrados; usando la cabeza, al estilo de los bretones, y dejando a Antonio continuar tranquilamente la carrera, libre de todo obstáculo y desembarazado de todo rival. Mientras, ellos, rodando uno sobre el otro, a falta de pies y manos, cuyo uso les estaba prohibido, se mordían con fuerza. Antonio, triunfante, llegó a la meta y ganó el paraguas, que le fue entregado al instante y que él abrió de inmediato ante los aplausos de los asistentes, en su mayoría negros, que envidiaban la suerte del hombre que era tan afortunado de ser dueño de tamaño tesoro.
Separaron a Bijou y Telémaco que, mientras tanto, habían continuado devorándose a mordiscos. Bijou salió sin una porción de nariz, y Telémaco sin un trozo de oreja.
Le tocaba el turno ahora a los ponis. Unos treinta caballitos, todos originarios de Timor y Pegu, salieron del recinto reservado, montados por jockeys indios, malgaches y malayos. Su aparición fue saludada con un clamor general, pues esta carrera es una de las que más divierten a la población negra de la isla. En efecto, estos caballitos, medio salvajes y casi sin domar, ofrecen con su independencia un espectáculo mucho más inesperado que los caballos ordinarios. Así pues, miles de gritos surgían a la vez, animando a los jockeys de tez morena, bajo los cuales saltaba aquella manada de demonios que hacía necesaria toda la fuerza y toda la habilidad de sus jinetes para contenerlos, y que amenazaban con no esperar la señal, a poco que ésta se hiciera esperar. El gobernador hizo, pues, un gesto, y se dio la señal.
Partieron todos, o mejor dicho, salieron volando, pues parecían más una bandada de pájaros a ras de suelo que una manada de cuadrúpedos tocando el suelo. Pero apenas habían llegado frente a la tumba Malartic, cuando, según su costumbre, empezaron a desbocarse, como se dice en términos hípicos, es decir, que la mitad de ellos desapareció por los bosques negros, llevándose a los jinetes, a pesar de los esfuerzos de éstos para mantenerlos dentro del Campo de Marte. En el puente, la tercera parte de los que quedaban desapareció, de modo que al acercarse a la milla Dreaper sólo había siete u ocho; además, dos o tres se habían desembarazado de sus jockeys y corrían sin jinete.
La carrera consistía en dar dos vueltas, así que pasaron por la meta sin detenerse, semejantes a un torbellino arrastrado por el viento; y luego, en la curva, desaparecieron. Entonces se oyeron grandes gritos, luego risas, luego nada, y se esperó en vano. El resto de los caballos había escapado, no quedaba más que uno en liza; todos habían desaparecido: unos en los bosques del Cháteau-d'Eau, los otros en los arroyos de la hondonada, otros en el puente. Así transcurrieron diez minutos.
Luego de repente, en la cuesta, se vio reaparecer un caballo sin jinete; había entrado en la ciudad, había dado la vuelta delante de la iglesia y había regresado por una de las calles que desembocaban en el Campo de Marte, y continuaba su carrera sin ser guiado, a su capricho, por instinto, mientras que, poco a poco y detrás de él, se veía aparecer a los demás, volviendo de todas partes, pero volviendo demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos, el primero que había reaparecido franqueó la distancia que le separaba de la meta, la superó en cincuenta pasos y luego se detuvo por voluntad propia, como si hubiera entendido que había ganado.
El premio, como hemos dicho, era un hermoso fusil de Menton, que fue entregado al propietario del inteligente animal. Era un colono llamado Saunders.
Mientras tanto, los otros iban llegando de todas partes, cual palomas espantadas por un gavilán, que, habiendo salido en bandada, regresan de una en una al palomar.
Hubo siete u ocho que se perdieron y que no se encontraron hasta el día siguiente o al otro.
Ahora llegaba ya el momento de la carrera de verdad: por eso hubo una pausa de media hora. Se distribuyeron los programas y, entretanto, la gente hizo sus apuestas.
Entre los apostantes más duros estaba el capitán Van den Broek. Al bajar de su barco, había ido directamente a Vigier, el primer orfebre de la ciudad, famoso por su probidad auvernesa, y había cambiado diamantes por valor de cien mil francos en billetes de banco y oro; así podía enfrentarse a los más atrevidos sportsmen, jugándoselo todo, y lo que es más sorprendente, ju-gándoselo todo a un caballo cuyo nombre era desconocido en la isla, y que se llamaba Antrim.
Había cuatro caballos inscritos: Restauración, del coronel Dreaper; Virginia, del señor Rondeau de Courcy; Gester, del señor Henri de Malmédie; y Antrim, del señor (en el lugar del nombre aparecían dos estrellas).
El grueso de las apuestas se concentraba en Gester y en Restauración, los cuales, en las carreras del año anterior, habían conquistado los honores de la jornada. Esta vez la gente todavía contaba más con ellos, pues estaban montados por sus dueños, ambos excelentes jinetes. En cuanto a Virginia, era la primera vez que corría.
Sin embargo, y a pesar de que le habían advertido que actuaba como un auténtico loco, el capitán Van den Broek seguía apostando por Antrim, lo cual no dejaba de acrecentar la curiosidad en relación con ese caballo y su dueño desconocidos.
Como los caballos iban montados por sus propietarios y no había que pesar a los jinetes, nadie se extrañó de no ver bajo la tienda ni a Antrim ni al caballero que se ocultaba bajo el signo je-roglífico que sustituía su nombre, y todo el mundo pensaba que, en el momento de la salida, aparecería de repente y acudiría a situarse entre sus rivales.
En efecto, cuando los caballos y los caballeros salían del recinto, se vio aparecer del lado del poblado malabar a quien, desde que los programas habían sido repartidos, era objeto de la curio-sidad general; y su aspecto, en lugar de calmar la incertidumbre, no hizo sino acrecentarla: iba vestido con traje egipcio, con unos bordados visibles debajo de un albornoz que ocultaba la mitad del rostro; montaba al estilo árabe, es decir, con los estribos cortos, y con gualdrapa a la turca. Por lo demás, a simple vista, era evidente para todo el mundo que era un consumado jinete. Por su parte, Antrim, pues nadie dudó que no fuera el caballo de ese nombre el que acababa de aparecer, Antrim, decíamos, pareció justificar la confianza que tenía puesta en él de antemano el capitán Van den Broek, hasta tal punto parecía fino, flexible e identificado con su amo.
Nadie reconoció ni al caballo ni al caballero, pero como se había inscrito en casa del gobernador, para quien no había nadie desconocido, se respetó la incógnita del recién llegado: tal vez una sola persona sospechó quién era aquel caballero y se inclinó, ruborizándose, para asegurarse de la verdad. Esta persona era Sara. Los corredores se situaron en línea; sólo eran cuatro, como ya hemos dicho, pues la reputación de Gester y de Restauración había disuadido a los demás participantes. Todo el mundo pensaba, pues, que la cuestión iba a dirimirse entre ellos dos.
Como sólo había una carrera de gentlemen, los jueces habían decidido que, para que el placer de los espectadores durase más, se darían dos vueltas en vez de una: cada caballo debería recorrer el espacio de unas tres millas, es decir, una legua, lo cual daba más oportunidades a los caballos de fondo.
Al dar la señal, se produjo la salida; pero como ya sabemos, en tales circunstancias, el inicio no permite prever nada. A la mitad de la primera vuelta, Virginia, que, lo repetimos, corría por pri-mera vez, llevaba unos treinta pasos de ventaja, seguida a muy poca distancia por Antrim, mientras que Restauración y Gester quedaban atrás, visiblemente retenidos por sus jinetes. En la cuesta, es decir, en un tercio del círculo aproximadamente, Antrim había ganado medio cuerpo, mientras que Restauración y Gester se habían acercado unos diez pasos. Iban, pues, a volver a pasar, y la gente se inclinaba, aplaudiendo y animando a los corredores, cuando, bien por azar, bien intencionadamente, Sara dejó caer su ramillete. El desconocido lo vio y, sin aminorar la ve-locidad, con maravillosa destreza, aplastándose contra el vientre de su caballo al estilo de los jinetes árabes que recogen el djerid , él recogió el ramillete caído, saludó a la bella propietaria y prosiguió su camino, habiendo perdido apenas diez pasos, que no parecía demasiado preocupado por recuperar.
En medio de la segunda vuelta, Virginia había sido alcanzada por Restauración, al que Gester seguía a un cuerpo de distancia, mientras que Antrim seguía siete u ocho pasos atrás; pero como su jinete no lo apuraba ni con la fusta ni con las espuelas, se comprendía que ese pequeño retraso no significaba nada, y que recuperaría el terreno perdido cuando lo creyese conveniente.
En el puente, Restauración pisó un guijarro y rodó al suelo con su jinete, quien, como no había perdido los estribos, quiso con un movimiento de la mano volver a ponerlo en pie. El noble animal hizo un esfuerzo, se levantó y volvió a caer casi de inmediato; Restauración tenía una pata rota.
Los otros tres participantes continuaron la carrera. Gester iba entonces en cabeza, Virginia lo seguía a dos cuerpos y Antrim iba a su lado. Pero en la cuesta Virginia empezó a perder terreno, mientras que Gester mantenía su ventaja y Antrim, sin esfuerzo alguno, empezaba a ganar. Al llegar a la milla Dreaper, Antrim no estaba más que a un cuerpo por detrás de su rival, y Henri, viéndose ganado, empezó a fustigar a Gester. Los veinticinco mil espectadores de aquella hermosa carrera aplaudían, agitaban sus pañuelos y animaban a los participantes. Entonces el desconocido se inclinó sobre el cuello de Antrim, pronunció unas palabras en árabe, y como si el inteligente animal hubiera comprendido lo que le decía su amo, redobló su velocidad. Sólo quedaban veinticinco pasos para la meta, estaban delante de la primera tribuna, y Gester seguía ganando a Antrim por una cabeza, cuando el desconocido, viendo que no tenía tiempo que perder, hundió las dos espuelas en el vientre de su caballo, y se alzó sobre sus estribos echando hacia atrás la capucha de su albornoz al tiempo que decía a su contrincante:
-Señor Henri de Malmédie, a los dos insultos que he recibido de usted, yo responderé con uno solo, pero espero que valdrá tanto como los suyos.- Y levantando el brazo al pronunciar estas palabras, Georges, pues se trataba de él, asestó un golpe de fusta en el rostro de Henri de Malmédie.
Luego clavó las espuelas en el vientre de Antrim y llegó en primer lugar a la meta por dos cuerpos; pero en lugar de detenerse para reclamar el premio, prosiguió su carrera y desapareció, en medio de la estupefacción general, en los bosques que rodean la tumba Malartic.
Georges tenía razón; a cambio de los dos insultos que había recibido del señor de Malmédie, con catorce años de distancia, él acababa de devolverle sólo uno, pero público, horrible, sangrien-to, que ponía en juego todo su porvenir, pues no era sólo una provocación a un rival, sino una declaración de guerra a todos los blancos.
Georges se hallaba, pues, por el curso inevitable de las cosas, frente a aquel prejuicio que había venido a buscar desde tan lejos, y ahora iban a luchar cuerpo a cuerpo, como dos enemigos mor-tales.
XVIII
LAÍZA
Georges, retirado en las habitaciones que se había acondicionado en la casa de su padre, en Moka, estaba reflexionando acerca de la situación en la que ahora se hallaba cuando le anunciaron que un negro preguntaba por él. Creyó, naturalmente, que era un mensaje del señor Henri de Malmédie y ordenó que hicieran pasar al mensajero.
En cuanto vio al hombre que preguntaba por él, Georges reconoció que se había equivocado. Tenía un vago recuerdo de haber visto a ese hombre en alguna parte; sin embargo, no podía decir dónde.
-¿No me reconoce? -dijo el negro.
-No -contestó Georges-, y sin embargo, nos hemos visto antes, ¿no es cierto?
-Dos veces -respondió el negro.
-¿Dónde fue?
-La primera en el río Negro, cuando usted salvó a la muchacha; la segunda...
-Es verdad -interrumpió Georges-, ya recuerdo. ¿Y la segunda?...
-La segunda -interrumpió a su vez el negro-; cuando me devolvió la libertad. Me llamo Laíza y mi hermano se llama Nazim.
-¿Y qué ha sido de tu hermano?
-Nazim, esclavo, quería huir para regresar a Anjouan. Nazim, libre gracias a usted, se marchó y ahora debe de estar junto a nuestro padre. Gracias en su nombre.
-¿Y tú, a pesar de ser libre, te has quedado? -preguntó Georges-. ¡Qué extraño!
-Ahora lo comprenderá -dijo el negro sonriendo.
-Veamos -respondió Georges, quien sin querer empezaba a interesarse por aquella conversación.
-Yo soy hijo de jefe -prosiguió el negro-. Soy de una mezcla de sangre árabe y zanzíbar. No he nacido para ser esclavo. Georges sonrió ante el orgullo del negro, sin pensar que ese orgullo era hermano menor del suyo.
El negro siguió hablando sin ver o sin notar aquella sonrisa:
-El jefe de Querimbo me capturó en una guerra y me vendió a un negrero, quien a su vez me vendió al señor de Malmédie. Les dije que si enviaban un esclavo a Anjouan les pagarían por mi libertad veinte libras de polvo de oro. No creyeron en la palabra de un negro y rechazaron mi oferta. Insistí durante un tiempo, luego... se produjo un cambio en mi vida, y dejé de pensar en marcharme.
-¿El señor de Malmédie te ha tratado como merecías? -preguntó Georges.
-No, no es eso -respondió el negro-. Tres años después, mi hermano Nazim también fue capturado y vendido como yo, por suerte, a mi mismo amo, pero como no tenía las mismas razo-nes que yo para quedarse aquí, ha querido huir. Ya sabe el resto, puesto que usted lo ha salvado. Amaba a mi hermano como a mi hijo, y a usted -continuó el negro cruzando sus manos sobre su pecho e inclinándose-, lo quiero ahora como a mi padre. Pero esto es lo que ocurre. Escuche, lo que voy a decir le interesa tanto como a mí. En la isla hay ochenta mil hombres de color y veinte mil blancos.
-Ya los he contado -dijo Georges sonriendo.
-Me lo imaginaba -respondió Laíza-. De esos ochenta mil, al menos veinte mil son capaces de llevar armas; mientras que los blancos, incluidos los ochocientos soldados ingleses de guarnición, pueden apenas reunir cuatro mil hombres.
-También lo sé - dijo Georges.
-Entonces, ¿lo adivina? -preguntó Laíza. -Espero a que te expliques tú.
-Estamos decididos a librarnos de los blancos. Gracias a Dios ya hemos sufrido bastante para tener derecho a vengarnos.
-¿Y? -preguntó Georges.
-Estamos preparados -respondió Laíza.
-¿Quién os detiene, entonces, y por qué no os vengáis?
-Nos falta un jefe; bueno, más bien, hay dos propuestos, pero ni uno ni otro convienen para una empresa semejante.
-¿Y quiénes son?
-Uno es Antonio el malayo.
Georges dejó aparecer en sus labios una sonrisa de desprecio.
-¿Y el otro? -preguntó.
-El otro soy yo -respondió Laíza.
Georges miró a la cara de aquel hombre, que daba a los blancos tan extraño ejemplo de modestia al reconocer que no era digno del rango al que había sido llamado.
-¿El otro eres tú? -prosiguió el joven.
-Sí -respondió el negro-, pero no se necesitan dos jefes para una empresa semejante: se necesita uno solo.
-¡Ah! ¡Ah! -hizo Georges, que comprendió que Laíza ambiciónaba el mando supremo.
-Se necesita sólo uno, supremo, absoluto, cuya superioridad no pueda ser discutida.
-Pero ¿dónde encontrar a ese hombre? -preguntó Georges.
-Ya lo hemos encontrado -respondió Laíza mirando fijamente al joven mulato-, pero ¿aceptará?
-Pondría su cabeza en peligro -dijo Georges.
-Y nosotros, ¿acaso no arriesgamos nada? -preguntó Laíza.
-Pero ¿qué garantía le daríais?
-La misma que nos ofrecería él, un pasado de persecución y de esclavitud, un porvenir de venganza y de libertad.
-¿Y qué plan habéis ideado?
-Mañana, después de la fiesta de Yamsé, cuando los blancos, cansados de los placeres de la jornada, se hayan retirado tras que mar el guhn, los lascares se quedarán solos en las orillas del río Lataniers. Entonces llegarán de todas partes africanos, malayos, malgaches, malabares, indios, todos los que están en la conspiración; allí elegirán a un jefe, y éste los dirigirá. En fin, diga una palabra, y este jefe será usted.
-¿Y quién te ha encargado que me hagas esta propuesta? -preguntó Georges.
Laíza sonrió desdeñosamente.
-Nadie -dijo.
-¿Entonces ha sido idea tuya?
-Sí.
-¿Y quién te la ha inspirado?
-Usted mismo.
-¿Cómo que yo mismo?
-Usted no puede conseguir lo que desea más que con nuestra ayuda.
-¿Y quién te ha dicho que yo deseo algo?
-Desea casarse con la rosa del río Negro, ¡y odia al señor Henri de Malmédie! Desea poseerla a ella y quiere vengarse de él. Solamente nosotros podemos ofrecerle los medios, pues nunca consentirán en dársela como mujer y nunca permitirán que él sea , su adversario.
-¿Y quién te ha dicho que yo amo a Sara?
-Lo he visto.
-Te equivocas.
Laíza negó tristemente con la cabeza.
-Los ojos de la cabeza se equivocan a veces -dijo-; los del corazón, jamás.
-¿Acaso eres mi rival? -preguntó Georges con una sonrisa desdeñosa.
-No hay más rival que aquel que tiene la esperanza de ser amado -respondió el negro suspirando-, y la rosa del río Negro no amará jamás al león de Anjouan.
-¿Entonces no estás celoso?
-Usted le salvó la vida, y su vida le pertenece, es justo. Yo ni siquiera he tenido la dicha de morir por ella, y sin embargo -añadió el negro mirando a Georges fijamente-, ¿cree usted que no he hecho lo necesario para eso?
-Sí, sí -murmuró Georges-, sí, eres valiente; pero y los demás, ¿puedo contar con ellos?
-Sólo puedo responder de mí mismo -dijo Laíza-, y lo hago. Así pues, todo lo que sea posible hacer con un hombre valiente, fiel y entregado, lo hará conmigo.
-¿Serás el primero en obedecer?
-En todo.
-¿Incluso en lo que concierna a...?
Georges se interrumpió mirando a Laíza.
-Incluso en lo que concierna a la rosa del río Negro -dijo completando el pensamiento del joven.
-Pero ¿de dónde te viene tanto afecto hacia mí?
-El ciervo de Anjouan iba a morir bajo los golpes de sus verdugos, y usted compró su vida. El león de Anjouan estaba encadenado, y usted le devolvió la libertad. El león no es sólo el más fuerte, sino también el más generoso de todos los animales, y porque es fuerte y generoso -continuó el negro cruzando los brazos y alzando orgullosamente la cabeza-, a Laíza le llamaron el león de Anjouan.
-Está bien -dijo Georges tendiendo la mano al negro-. Te pido un día para decidirme.
-¿Y qué será lo que le lleve a aceptar o a rehusar?
-Hoy insulté gravemente, públicamente, mortalmente al señor de Malmédie.
-Lo sé, yo estaba allí -dijo el negro.
-Si el señor de Malmédie se bate conmigo, no tengo nada que decir.
-¿Y si se niega a batirse?... -preguntó Laíza sonriendo.
-Entonces estoy con vosotros; porque siendo como es un hombre valiente que ya se ha batido dos veces en duelo con blancos, matando en una de las ocasiones a su adversario, habrá añadido un tercer insulto a los dos anteriores, y ésa será la gota que hará desbordar el vaso.
-Entonces eres nuestro jefe -dijo Laíza-. El blanco no se batirá con el mulato.
Georges frunció el entrecejo, pues lo mismo pensaba él. Pero asimismo se preguntaba cómo iba a quedarse el blanco con aquel estigma de vergüenza que el mulato le había imprimido en el rostro.
En ese momento entró Telémaco tapándose la oreja con una mano, pues, como ya hemos dicho, Bijou le había arrancado un trozo.
-Amo -dijo-, el capitán holandés quiere hablar con usted.
-¿El capitán Van den Broek? -preguntó Georges.
-Sí.
-Está bien -dijo. Y volviéndose hacia Laíza-: Espérame aquí, ahora vuelvo. Te daré mi respuesta antes de lo que esperaba.
Georges salió de la habitación donde estaba Laíza y entró, con los brazos abiertos, donde se hallaba el capitán.
-Y bien, hermano -dijo el capitán-, ¿me habías reconocido?
-Sí, Jacques, y me alegra poder abrazarte, sobre todo en estos momentos.
-Pues ha faltado poco para que no tuvieras el placer de este encuentro.
-¿Cómo?...
-Debería haberme ido.
-¿Por qué?
-El gobernador me parece un viejo zorro de mar.
-Di mejor un lobo, di un tigre de mar, Jacques. El gobernador es el famoso comodoro Williams Murrey, el antiguo capitán del Leycester.
-¡Del Leycester! Debería haberlo imaginado. Entonces tenemos una vieja cuenta que saldar él y yo. Ahora lo entiendo todo.
-¿Qué ha ocurrido?
-Ha ocurrido que el gobernador, después de las carreras, ha venido amablemente hacia mí y me ha dicho: «Capitán Van den Broek, ¡tiene usted una goleta preciosa!» Hasta aquí no había nada que objetar, pero ha añadido: «¿Tal vez mañana pudiera tener el honor de visitarla?»
-Sospecha algo.
-Sí, y yo que, como un necio, no sospechaba nada, me he pavoneado y lo he invitado a comer a bordo, cosa que ha aceptado.
-¿Y luego?
-Pues luego, al ir a dar las instrucciones para la comida, me he dado cuenta de que, desde la montaña de la Découverte, hacían señales al mar. Entonces se me ha ocurrido que tal vez las estaban haciendo en mi honor, así que he subido a la montaña y, con el catalejo, he oteado el horizonte. Al cabo de cinco minutos ya sabía de qué se trataba: a unas veinte millas había una embarcación que respondía a las señales.
-¿Era el Leycester?
-Así es. Quieren bloquearme, pero, como bien sabes, Jacques no nació ayer. El viento sopla del sudeste, de manera que el barco no puede entrar en Port-Louis más que dando bordadas. Y, para eso, necesita al menos unas doce horas hasta llegar a la isla de los Tonneliers; mientras tanto, yo desaparezco y vengo a buscarte para que vengas conmigo.
-¿Yo? ¿Y qué razón tengo yo para irme?
-¡Ah! Claro, aún no te he dicho nada. ¡Vaya idea has tenido de cortarle la cara a ese caballerete de un golpe de fusta! ¡Qué poca consideración!
-¿Acaso no sabes quién es ese hombre?
-Claro que sí, puesto que apostaba mil luises contra él. A propósito, Antrim es un caballo excelente, felicítalo de mi parte.
-¿Es que no recuerdas que ese mismo Henri de Malmédie, hace catorce años, el día de la batalla?...
-¿Qué?
Georges se apartó el pelo y enseñó a su hermano la cicatriz de su frente.
-¡Ah, sí! ¡Es verdad! -exclamó Jacques-. ¡Rayos, qué rencoroso eres! Había olvidado toda esa historia. Pero, por lo que alcanzo a recordar, ese regalito que te hizo a ti le reportó que yo le regalara un puñetazo que compensaba bien su sablazo.
-Sí, y ya había olvidado ese primer insulto, o más bien estaba dispuesto a perdonárselo, cuando me ha dirigido el segundo.
-¿Cuál?
-Me ha negado la mano de su prima.
-¡Oh! Eres un encanto, ¡palabra de honor! He aquí un padre y un hijo que crían a una heredera como a codorniz en caponera, para desplumarla a su conveniencia mediante un buen matrimonio, y cuando la codorniz está cebada y en su punto, llega un furtivo que quiere arrebatársela. ¡Vamos! ¿Qué más podían hacer sino rechazarte? Sin contar, querido, con que somos mulatos.
-Pero no es ese rechazo lo que me ha parecido un insulto, sino que, en la discusión, él levantó un bastón contra mí.
-¡Ah! En ese caso hizo muy mal. ¿Lo golpeaste tú?
-No -dijo Georges riéndose de los medios de conciliación que siempre, en semejantes circunstancias, acudían a la mente de su hermano-. No, le pedí una reparación.
-¿Y se negó? Es normal, nosotros somos mulatos. A veces nos batimos con los blancos, es cierto; pero ellos no se baten con nosotros, ¡faltaría más!
-Pues yo le prometí que le obligaría a batirse.
-Y por eso le has dado en plena carrera, coram populo, como decíamos en el colegio Napoléon, con la fusta en la cara. No estaba mal pensado, pero a fe mía que el truco ha fallado.
-¿Ha fallado?... ¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que, en efecto, la primera idea del señor de Malmédie fue la de batirse contigo, pero nadie ha querido ser su padrino, y sus amigos le han dicho que tal duelo era imposible.
-Entonces se quedará con el golpe de fusta que le he propinado; es libre.
-Sí, pero también tienen algo para ti.
-¿Qué es lo que tienen para mí? -preguntó Georges frunciendo el entrecejo.
-Como, a pesar de todo lo que le dijeran, el muy tozudo quería batirse de todas todas, para hacerle renunciar al duelo han tenido que prometerle una cosa.
-¿Qué cosa le han prometido?
-Que una de estas noches, mientras estuvieses en la ciudad, ocho o diez hombres te tenderían una emboscada en la carretera de Moka. Te sorprenderían cuando menos te lo esperases, te ata-rían a una escalera y te darían veinticinco latigazos.
-¡Qué miserables! ¡Ése es el castigo para los negros!
-Bueno, ¿y qué somos nosotros, los mulatos? Negros blancos, nada más.
-¿Le han prometido eso? -repitió Georges.
-Formalmente.
-¿Estás seguro?
-Yo estaba allí. Me tomaban por un buen holandés, por un purasangre. Nadie desconfiaba de mí.
-Está bien -dijo Georges-. Ya he tomado una decisión.
-¿Te vienes conmigo?
-Me quedo.
-Escucha -dijo Jacques poniendo la mano en el hombro de Georges-. Créeme, hermano, sigue el consejo de un viejo filósofo: no te quedes, ven conmigo.
-¡Imposible! Parecería que estoy huyendo; además, amo a Sara.
-¿Amas a Sara?... ¿Qué quieres decir con que «amo a Sara»?
-Quiero decir que debo poseer a esa mujer o, si no, morir.
-Escucha, Georges, yo no entiendo esas sutilezas. Es cierto que nunca me he enamorado más que de mis pasajeras, que valen igual que las demás, créeme; y cuando las hayas probado, ya lo verás, cambiarás cuatro mujeres blancas por una de las islas Comores, por ejemplo. En estos momentos tengo seis entre las que te doy a escoger.
-Gracias, Jacques. Te lo repito, no puedo abandonar la Isla de Francia.
-Y yo te repito que haces mal. La ocasión es propicia y no la volverás a tener. Me voy esta noche, a la una, sin bombos ni platillos. Ven conmigo, y mañana estaremos a veinticinco leguas de aquí, y nos reiremos de todos los blancos de Mauricio, sin contar con que, si nos hacemos con algunos de ellos, les podremos administrar, mediante cuatro de mis marineros, la gratificación que te tenían reservada a ti.
-Gracias, hermano -repitió Georges-, pero ¡es imposible!
-Bueno, está bien. Eres un hombre, y cuando un hombre dice «es imposible», es que en efecto es imposible. Así que me iré sin ti.
-Sí, vete. Pero no te alejes demasiado, y verás algo que no te esperas.
-¿Qué veré? ¿Un eclipse de luna?...
-Verás cómo, del paso Descorne al cerro Brabant, y de Port-Louis a Mahébourg, se enciende un volcán tan grande como el de la isla Borbón.
-¡Vaya, vaya! Eso es otra cosa; ¿acaso tienes ideas pirotécnicas? Vamos, explícame eso.
-Dentro de ocho días, esos blancos que me amenazan y me desprecian, esos blancos que quieren azotarme como a un negro cimarrón, esos blancos estarán a mis pies. Eso es todo.
-Una revuelta... Ya entiendo -dijo Jacques-. Sería posible, si hubiese en la isla al menos dos mil hombres como mis ciento cincuenta lascares. Digo lascares por costumbre, puesto que, ¡gracias a Dios!, no hay ninguno que pertenezca a tan miserable raza: son todos buenos bretones, valientes americanos, auténticos holandeses, puros españoles, lo mejorcito de las cuatro naciones. Pero tú, ¿qué tendrás tú para sostener esa revuelta?
-Diez mil esclavos cansados de obedecer que quieren poder mandar también.
-¿Negros? ¡Puf!... -exclamó Georges avanzando con desdén el labio inferior-. Escucha, Georges; yo los conozco bien, porque los vendo: soportan bien el calor, viven con una banana, trabajan duramente, tienen cualidades, vaya, no quiero despreciar a mi mercancía; pero no sirven como soldados, ¿sabes? Mira, hoy mismo, en las carreras, el gobernador me preguntaba mi opinión sobre los negros.
-¿Ah, sí?
-Sí, me decía: «Capitán Van den Broek, usted que ha viajado mucho y que me parece un observador excelente, si fuera gobernador de una isla y hubiera una revuelta, ¿qué haría?»
-¿Y qué has contestado?
-Le he contestado: «Milord, por las calles por donde fueran a pasar abriría un centenar de barricas de arac y me iría a la cama, no sin antes cerrar bien la puerta con llave.»
Georges se mordió los labios hasta hacerlos sangrar.
-Así pues, por tercera vez te lo repito, hermano: ven conmigo; es lo mejor que puedes hacer.
-Y yo, por tercera vez, hermano, te respondo: imposible.
-Entonces, todo está dicho. Abrázame, Georges.
-¡Adiós, Jacques!
-¡Adiós, hermano! Pero créeme, no te fíes de los negros.
-Así pues, ¿te vas?
-¡Ya lo creo! ¡Oh! Yo no soy orgulloso, y sé huir cuando es necesario. En alta mar, todo lo que el Leycester quiera: que venga a proponerme una partida de quillas, y ya verá si le hago ascos; pero en el puerto, bajo el fuego del fuerte Blanc y del reducto Labourdonnaie, no, gracias. Así que, por última vez, ¿te niegas?
-Me niego.
-¡Adiós!
-¡Adiós!
Los dos jóvenes se abrazaron por última vez y Jacques entró a ver a su padre, quien, ignorante de cuanto había sucedido, dormía plácidamente.
Georges, por su parte, entró en la habitación donde le esperaba Laíza.
-¿Y bien? -preguntó el negro.
-Pues bien -dijo Georges-, di a los sublevados que ya tienen jefe.
El negro cruzó los brazos sobre su pecho y, sin preguntar nada más, se inclinó reverencialmente y salió.
XIX
EL YAMSÉ
Las carreras, como ya hemos dicho, no eran más que un episodio de las fiestas del segundo día. Por ello, una vez terminadas las carreras, hacia las tres de la tarde, toda la variopinta muche-dumbre que cubría la pequeña montaña, se encaminó hacia la llanura Verte, mientras que los y las elegantes que habían asistido al deporte, tanto en coche como a caballo, regresaron a sus casas para comer y salir de nuevo, inmediatamente después de la comida, para presenciar los ejercicios de los lascares. Estos ejercicios consisten en una gimnasia simbólica compuesta por carreras, danzas y luchas, acompañadas de cantos discordantes y música bárbara que se mezclan, en el gentío, con el clamor de los vendedores negros que trafican por cuenta propia o por la de su amo, y que van gritando, unos: «¡Bananas, bananas!», otros: «¡Cañas, cañas!»; éstos: «¡Cuajada, cuajada, buena leche cuajada!»; aquéllos: «¡Kalou, kalou, buen kalou!»
Dichos ejercicios duran hasta las seis de la tarde, más o menos. Luego, a esa hora, comienza la pequeña procesión, así llamada para distinguirla de la gran procesión del día siguiente.
En ese momento los lascares avanzan entre las dos hileras de espectadores: unos medio escondidos bajo unas especies de pagodas puntiagudas, hechas como el gran guhn, llamadas aidorés; los otros, armados con bastones y sables embotados; y otros, por último, medio desnudos, con ropas rasgadas. Luego, a una señal determinada, se ponen en movimiento. Quienes llevan los aidorés se ponen a girar sobre sí mismos bailando; quienes llevan sables y bastones empiezan a luchar dando vueltas unos alrededor de los otros, impartiendo y parando golpes con maravillosa destreza; los últimos se golpean el pecho y se tiran por el suelo aparentando desespero, gritando todos a la vez o bien uno tras otro: « ¡Yamsé! ¡Yamlí! ¡Oh, Husein! ¡Oh, Alí!»
Mientras se entregan a esta gimnasia religiosa, algunos de ellos se apartan para ofrecer a quien lo quiera arroz hervido y plantas aromáticas.
Esta exhibición dura hasta la medianoche, momento en que regresan al poblado malabar en el mismo orden en que habían salido, para no volver a salir hasta el día siguiente a la misma hora.
Pero, al día siguiente, la escena cambió y se engrandeció. Tras hacer en la ciudad el mismo desfile que el día anterior, al caer la noche, los lascares regresaron al poblado, pero esta vez para ir a buscar el guhn resultado de la unión de ambos bandos. Aquel año era mucho más grande y más espléndido que todos los precedentes. Cubierto con los papeles más ricos, más brillantes y más disparatados, iluminado por dentro con grandes masas de fuego, y por fuera con linternas de papel de todos los colores que colgaban de cada uno de los ángulos y en todas las cavidades, arrojando torrentes de luz cambiante sobre sus anchos lados, el guhn avanzó portado por un gran número de hombres, unos situados en el interior y otros en el exterior, todos cantando una suerte de salmodia monótona y lúgubre. Delante del guhn caminaban los alumbradores, que sostenían, balanceándose en el extremo de una percha de unos diez pies, linternas, antorchas, soles y otras piezas de artificio. Entonces la danza de los aidorés y los combates cuerpo a cuerpo se reanudaron con renovado ímpetu. Los devotos de ropas rasgadas volvieron a golpearse el pecho lanzando gritos de dolor, a los cuales la masa respondía con otros alternos de: «¡Yamsé! ¡Yamlí! ¡Oh, Husein! ¡Oh, Alí!», prolongados y más desgarradores que los mismos gritos proferidos el día anterior.
Y es que el guhn que acompañan esta vez está destinado a representar a la vez la ciudad de Kerbela, cerca de la cual pereció Husein, y la tumba en que fueron sepultados sus restos. Además, un hombre desnudo, pintado como un tigre, representaba el león milagroso que, durante varios días veló por los restos del santo imán. De vez en cuando se lanzaba sobre los espectadores rugiendo como si quisiera devorarlos, pero un hombre que representaba a su guardián y que caminaba detrás de él lo retenía mediante una cuerda, mientras que un mulah, situado a su lado, lo calmaba con palabras misteriosas y gestos magnéticos.
Durante varias horas el guhn fue llevado en procesión por la ciudad y sus alrededores. Luego los hombres que lo portaban tomaron el camino del río Lataniers, seguidos de toda la población de Port-Louis. La fiesta tocaba a su fin; iban a enterrar el guhn, y todo el mundo quería, después de haberlo acompañado en su momento de gloria, estar presente también en su final.
Una vez llegados al río Lataniers, los que llevaban la inmensa máquina se detuvieran a la orilla. Luego, al dar la medianoche, cuatro hombres con cuatro antorchas se acercaron y le prendieron fuego en sus cuatro esquinas. Al instante los portadores dejaron caer el guhn en el río.
Pero como el Lataniers no es más que un torrente, la base del guhn apenas se mojaba en el agua, por lo que las llamas se extendieron rápidamente por todas las partes superiores, se elevaron como una inmensa espiral y subieron como un remolino hacia el cielo. Se produjo entonces un momento extraño y fantástico: en el resplandor de aquella luz efímera pero viva, se pudo ver a treinta mil espectadores de todas las razas profiriendo gritos en todas las lenguas y agitando sus pañuelos y sombreros: agrupados unos en la misma orilla, otros en las rocas circundantes; unos hundiéndose por masas más oscuras a medida que se alejaban bajo el manto de la selva; otros cerrando el inmenso círculo, y subiendo a sus palanquines, coches o caballos. Durante un instante las aguas reflejaron el fuego que más tarde apagarían; durante un instante toda aquella multitud se encrespó como el mar; durante un instante los árboles se alargaron en la sombra como gigantes irguiéndose; durante un instante, en fin, no se distinguió el cielo más que a través de un vapor rojo que hacía que cada nube pareciera una ola de sangre.
Pronto la luz decreció, todas aquellas cabezas se confundieron unas con otras. Los árboles parecieron alejarse de sí mismos y entraren la sombra; el cielo palideció recuperando poco a poco su color plomizo; las nubes se sucedieron cada vez más sombrías. De vez en cuando, alguna parte aún no afectada por el incendio se inflamaba a su vez y lanzaba sobre el paisaje y sobre los espectadores que lo poblaban un resplandor tembloroso que luego se apagaba, haciendo la oscuridad más grande que antes. Poco a poco todo el armazón se quebró en ascuas, haciendo estremecer el agua del río. Finalmente, las últimas claridades se apagaron, y como el cielo, tal como hemos dicho, estaba cargado de nubes, todo el mundo se halló en una oscuridad tanto más profunda cuanto que la luz que la había precedido había sido muy grande.
Sucedió entonces lo que ocurre siempre al finalizar las fiestas públicas, y sobre todo después de los espectáculos de luz o de fuegos artificiales: se oyó un gran rumor, y todo el mundo, ha-blando, riendo, bromeando, se encaminó a toda velocidad hacia la ciudad. Los coches partían al galope de sus caballos, y los palanquines al trote de sus negros; mientras tanto, los peatones, reunidos por grupos parlanchines, caminaban detrás de ellos a su paso más rápido.
Bien por una viva curiosidad, bien por la gandulería natural de la especie, los negros y los hombres de color se quedaron los últimos, pero al fin se alejaron también, unos tomando la carretera del poblado malabar, otros río arriba; algunos internándose en la selva, y otros siguiendo la orilla del mar. Al cabo de unos instantes, el lugar quedó totalmente desierto, y transcurrió un cuarto de hora durante el cual no se oyó más ruido que el del murmullo del agua corriendo entre las rocas, y durante los claros de nubes no se vio otra cosa más que murciélagos gigantescos de pesado vuelo que se abatían sobre el río, como para apagar con la punta de sus alas las pocas ascuas que humeaban aún en su superficie, y que remontaban después para ir a perderse en la selva. Pronto, sin embargo, se oyó un ligero ruido, y se vio avanzar, reptando hacia el río, a dos hombres que caminaban uno delante del otro, uno venía del lado de la batería Dumas y el otro de la montaña Longue. Cuando no quedaron separados más que por el torrente, ambos se levantaron, intercambiaron signos y, mientras uno daba tres palmadas, el otro silbó tres veces.
Entonces, de las profundidades de la selva, de las esquinas de las fortificaciones, de las rocas que bordean el torrente, de los mangles que se inclinan sobre la orilla del mar, se vio salir a toda una población de negros e indios, cuya presencia, cinco minutos antes, hubiera sido imposible sospechar. Estaba dividida en dos bandos bien diferenciados: uno compuesto sólo por indios; otro, enteramente de negros. Los indios se situaron en torno a uno de los dos jefes llegados en primer lugar. Se trataba de un hombre de tez olivácea que hablaba el idioma malayo.
Los negros se colocaron alrededor del otro jefe, que era un negro como ellos, y hablaba malgache y mozambiqueño.
Uno de los dos jefes se paseaba por la muchedumbre, parloteando, gruñendo, declamando, gesticulando, representando el tipo del ambicioso de baja estofa, del intrigante vulgar, y éste era Antonio el malayo.
El otro, sereno, inmóvil, casi mudo, parco en palabras, sobrio de gestos, parecía atraer las miradas sin buscarlas, verdadera imagen de la fuerza que contiene y del genio que manda: era Laíza, el león de Anjouan.
Estos dos hombres eran los jefes de la revuelta; los diez mil mestizos que les rodeaban eran los conspiradores.
Antonio habló en primer lugar.
-Érase una vez -dijo-, una isla gobernada por monos y habitada por elefantes, leones, tigres, panteras y serpientes. El número de gobernados era diez veces mayor que el de los gobernantes, pero éstos habían tenido el talento, como babuinos astutos que eran, de desunir a los gobernados, de tal manera que los elefantes vivían odiando a los leones; los tigres, a las panteras, y las serpientes a todos los demás. Tanto era así que, cuando los elefantes levantaban la trompa, los monos ponían en su contra a serpientes, panteras, tigres y leones; y por muy fuertes que fueran los elefantes, terminaban siempre siendo vencidos. Si eran los leones los que rugían, los monos ponían en su contra a elefantes, serpientes, panteras y tigres; de modo que, por muy valientes que fueran los leones, terminaban siempre siendo encadenados. Si eran los tigres los que enseñaban los dientes, los monos ponían en su contra a elefantes, leones, serpientes y panteras; de modo que, por muy fuertes que fueran los tigres, terminaban siempre siendo enjaulados. Si eran las panteras las que saltaban, los monos ponían en su contra a elefantes, leones, tigres y serpientes; de modo que, por muy ágiles que fueran las panteras, terminaban siempre siendo domadas. Por último, si eran las serpientes las que silbaban, los monos ponían en su contra a elefantes, leones, tigres y panteras, y las serpientes, por muy astutas que fueran, terminaban siempre siendo sometidas. Los gobernantes, a quienes esta estrategia les había funcionado cien veces, se reían entre dientes cada vez que oían hablar de una revuelta, y sofocaban de inmediato a los rebeldes poniendo en práctica su táctica habitual. Esto duró mucho, mucho tiempo. Pero un día, sucedió que una serpiente, más aguda que las otras, reflexionó: era una serpiente que sabía las cuatro reglas de aritmética, ni más ni menos que el cajero del señor de M***; calculó que los monos eran, en relación con los otros animales, como uno es a ocho. Reunió, pues, a elefantes, leones, tigres, panteras y serpientes con el pretexto de una fiesta y les dijo:
»- ¿Cuántos sois?
»Los animales se contaron y respondieron:
» - Somos ochenta mil.
» - Está bien -dijo la serpiente-. Ahora contad a vuestros amos, y decidme cuántos son.
»Los animales contaron a los monos y respondieron:
»-Son ocho mil.
»- Entonces sois muy tontos -dijo la serpiente- si no extermináis a los monos, puesto que sois ocho contra uno.
» Los animales se reunieron y exterminaron a los monos, y se adueñaron de la isla, y los más hermosos frutos fueron para ellos, los más hermosos campos fueron para ellos, las más hermosas casas fueron para ellos; por no hablar de los monos, a los que convirtieron en esclavos, y las monas, a las que convirtieron en sus amantes...
»¿Habéis entendido? -dijo Antonio.
Se alzaron grandes gritos, se oyeron hurras y bravos. Antonio había conseguido con su fábula un efecto no menor que el que el cónsul Menenio, dos mil doscientos años antes, había causado con la suya.
Laíza esperó tranquilamente a que pasara aquel momento de entusiasmo. Luego levantó el brazo para ordenar silencio y dijo estas sencillas palabras:
-Érase una vez una isla donde los esclavos quisieron ser libres; se alzaron todos juntos y lo fueron. Esta isla se llamaba antiguamente Santo Domingo; ahora se llama Haití... Hagamos como ellos y seremos libres como ellos.
Grandes gritos estallaron de nuevo, y se volvieron a oír hurras y bravos por segunda vez. Pero, hay que confesarlo, ese discurso era demasiado sencillo para emocionar a la muchedumbre como lo había hecho el de Antonio, quien se dio cuenta y concibió un plan.
Hizo señas de que quería hablar y todos callaron.
-Sí -dijo-, sí, Laíza ha dicho la verdad. He oído contar que más allá de África, muy lejos, muy lejos, por donde el sol se pone, hay una gran isla donde todos los negros son reyes. Pero en mi isla y en la isla de Laíza, en la isla de los animales y en la isla de los hombres, había un jefe elegido, pero sólo uno.
-Es cierto -dijo Laíza-. Antonio tiene razón. Todo poder compartido pierde fuerza; así pues, soy de su opinión: necesitamos un jefe, pero uno solo.
-¿Y quién será el jefe? -preguntó Antonio.
-Los que estamos aquí reunidos debemos decidir -respondió Laíza.
-El hombre que es digno de ser nuestro jefe -dijo Antonio- es el que pueda enfrentarse a la astucia con la astucia, a la fuerza con la fuerza, al valor con el valor.
-Es cierto -dijo Laíza.
-Quien es digno de ser nuestro jefe -prosiguió Antonioes el hombre que ha vivido con los blancos y con los negros; el hombre que está unido por la sangre con los unos y con los otros; el hombre que, siendo libre, sacrifique su libertad; el hombre que, teniendo una cabaña y un campo, se arriesgue a perder su cabaña y su campo. Ése es el hombre que es digno de ser nuestro jefe.
-Es cierto -dijo Laíza.
-No conozco más que a un hombre que reúna todas esas condiciones -dijo Antonio.
-Y yo también -dijo Laíza.
-¿Quieres decir que eres tú? -preguntó Antonio.
-No -contestó Laíza.
-¿Convendrás, pues, que soy yo?
-Tú tampoco.
-¿Quién es, entonces? -exclamó Antonio.
-Sí, ¿quién es? ¿Dónde está? ¡Que venga! ¡Que aparezca! -gritaron al unísono negros e indios.
Laíza dio tres palmadas y al instante se oyó el resonar del galope de un caballo. Entre las primeras luces del nuevo día vieron salir de la selva a un jinete que, llegando a galope tendido, entró hasta el núcleo del grupo, y allí, con un simple movimiento de la mano, frenó a su caballo tan en seco que, de la sacudida, se dobló por los corvejones.
Laíza extendió la mano con un gesto de suprema dignidad hacia el caballero.
-¡Ahí tenéis a vuestro jefe! -dijo.
-¡Georges Munier! -exclamaron diez mil voces.
-Sí, Georges Munier -dijo Laíza-. Habéis pedido un jefe que pueda contestar a la astucia con astucia, a la fuerza con fuerza, al valor con valor, ¡aquí lo tenéis!... Habéis pedido un jefe que haya vivido con los blancos y con los negros, que estuviera unido por su sangre con los unos y los otros, ¡aquí lo tenéis!... Habéis pedido un jefe que fuera libre y que sacrificara su libertad, que tu-viera una cabaña y un campo y que arriesgara el perder su cabaña y su campo; pues bien ¡aquí lo tenéis! ¿Dónde buscaréis otro jefe? ¿Dónde encontraréis otro parecido?
Antonio permaneció confuso; todas las miradas se dirigieron hacia Georges, y un gran rumor se alzó entre la multitud.
Georges conocía a los hombres que tenía delante, y sabía que, ante todo, debía hablar a sus ojos. Así pues, se había vestido con un magnífico albornoz bordado en oro, debajo del cual llevaba el caftán de honor que le había dado Ibrahim Pachá, en el que brillaban las cruces de la Legión de Honor y de Carlos III. Por su parte, Antrim, cubierto con una magnífica gualdrapa roja, se estremecía bajo su dueño, impaciente y orgulloso a la vez.
-Pero -protestó Antonio-, ¿quién nos responderá de él?
-Yo -dijo Laíza.
-¿Acaso ha vivido con nosotros? ¿Conoce nuestras necesidades?
-No, no ha vivido con nosotros, pero ha vivido con los blancos y ha estudiado sus ciencias. Sí, conoce nuestros deseos y nuestras necesidades, pues no tenemos más que un deseo y una necesidad: la libertad.
-Pues que empiece por devolvérsela a sus trescientos esclavos.
-Ya lo he hecho esta mañana -dijo Georges.
-Sí, sí -gritaron unas voces entre la muchedumbre-; sí, nosotros libres, amo Georges ha dado libertad a nosotros.
-Pero está unido a los blancos -dijo Antonio.
-Delante de todos vosotros -respondió Georges- rompí con ellos ayer.
-Pero ama a una muchacha blanca -dijo Antonio.
-Y eso es un triunfo más para nosotros, hombres de color -respondió Georges-, pues la muchacha blanca me ama también.
-Pero si se la ofrecieran como mujer -continuó Antonio-, nos traicionaría a nosotros y pactaría con los blancos.
-Si me la ofrecieran como mujer, la rechazaría -respondió Georges-, pues quiero que sea ella quien se me ofrezca, y no necesito que nadie me la dé.
Antonio quiso formular una nueva objeción, pero los gritos de «¡Viva Georges! ¡Viva nuestro jefe!» resonaron por todas partes y taparon su voz de tal modo que no pudo pronunciar ni una palabra.
Georges indicó con una señal que quería hablar, y todos callaron.
-Amigos míos -dijo-, éste es el día y, por lo tanto, la hora de separarnos. El jueves es día de fiesta; el jueves seréis todos libres; el jueves, a las ocho de la tarde, estaré aquí, en este mismo lugar, me pondré a vuestra cabeza y marcharemos sobre la ciudad.
-Sí, sí -gritaron todas las voces.
-Una palabra más: si hubiera un traidor entre nosotros, decidamos que, cuando su traición quede demostrada, cualquiera de
nosotros podrá ajusticiarle en el mismo instante, con la muerte que le convenga, rápida o lenta, dulce o cruel. ¿Os someteréis de antemano a su juicio? En lo que a mí respecta, soy el primero en someterme.
-¡Sí, sí! -gritaron todas las voces-. Si hay un traidor, que sea ajusticiado, ¡muerte al traidor!
-Está bien. Y ahora, ¿cuántos sois?
-Somos diez mil -dijo Laíza.
-Mis trescientos criados tienen el encargo de daros a cada uno cuatro piastras, pues es preciso que, para el jueves por la tarde, todo el mundo tenga un arma. ¡Hasta el jueves!
Y Georges, saludando con la mano, se fue como había venido, mientras que los trescientos negros abrían cada uno una bolsa llena de oro y daban, a cada hombre, las cuatro piastras prometidas.
Esta magnificencia real le costaba a Georges Munier, es cierto, doscientos mil francos. Pero ¿qué era esa cantidad para un hombre que poseía millones y que hubiera sacrificado toda su fortuna para cumplir con el proyecto tan largamente concebido en su voluntad?
Por fin ese proyecto iba a hacerse realidad; el guante estaba arrojado.
XX
LA CITA
Georges regresó a su casa mucho más sereno y mucho más tranquilo de lo que pudiera creerse. Era uno de esos hombres a quienes la inactividad mata y a quienes el combate engrandece: se limitó a preparar sus armas, en caso de un ataque imprevisto, reservándose una retirada hacia los grandes bosques que había recorrido en su juventud, y cuyo murmullo e inmensidad, mezclados con el murmullo y la inmensidad del mar, habían hecho de él el niño soñador que hemos visto.
Pero la persona sobre quien recaía en realidad el peso de todos estos acontecimientos imprevistos era el pobre padre. El deseo de su vida, desde hacía catorce años, había sido el de volver a ver a sus hijos, y este deseo acababa de realizarse. Los había vuelto a ver a los dos, pero su presencia no había hecho más que cambiar la atonía habitual de su vida por una inquietud sin fin: el uno, capitán negrero, en lucha constante contra los elementos y las leyes; el otro, conspira-dor ideólogo, en lucha contra los prejuicios y los hombres; los dos luchando contra lo más poderoso que hay en el mundo; los dos pudiendo ser, de un momento a otro, aniquilados por la tormenta. Y él, mientras tanto, encadenado por su hábito de obediencia pasiva, veía cómo los dos caminaban hacia el abismo sin tener fuerza para retenerlos, y sin más consuelo que estas palabras que repetía sin cesar:
-Al menos estoy seguro de una cosa, y es que moriré con ellos.
Por lo demás, el tiempo que debía decidir el destino de Georges era corto: sólo dos días lo separaban de la catástrofe que debía convertirlo en un nuevo Toussaint Louverture o en un nuevo Pétion. Lo único que lamentaba, durante estos dos días, era no poder comunicarse con Sara. Hubiera sido imprudente por su parte ir a buscar a la ciudad a su mensajero habitual, Miko-Miko. Pero estaba tranquilo por la convicción de que la joven estaba segura de él, como él lo estaba de ella. Hay almas que no precisan más que cruzar una mirada e intercambiar una palabra para com-prender lo que valen, y que, desde ese momento, reposan la una en la otra con la seguridad de la convicción. Además sonreía ante la idea de la gran venganza que iba a obtener de la sociedad y de la gran reparación que la suerte iba a concederle. Cuando viera de nuevo a Sara, le diría: «Hace ocho días que no te veo, pero estos ocho días me han bastado, como a un volcán, para cambiar la faz de una isla. Dios quiso aniquilarlo todo con un huracán y no pudo; yo he querido hacer desaparecer en una tormenta hombres, leyes y prejuicios, y, más poderoso que Dios, lo he conseguido.»
En los peligros políticos y sociales del tipo al que Georges se exponía, hay algo embriagador que hará eternos las conspiraciones y a los conspiradores. El móvil más poderoso de las acciones humanas es, sin lugar a dudas, la satisfacción del orgullo, así ¿qué hay más confortador para nosotros, hijos del pecado, que la idea de renovar la lucha de Satanás con Dios, la de los Titanes contra Júpiter? En esta lucha, como es bien sabido, Satanás fue fulminado por el rayo y Encélado quedo sepultado. Pero Encélado, sepultado, sacude una montaña cada vez que se revuelve, y Satanás, fulminado, se convirtió en el rey de los Infiernos.
Cierto es que ésas eran cosas que el pobre Pierre Munier no entendía.
Así pues, cuando Georges, después de dejar la ventana entreabierta, colgar las pistolas en la cabecera de la cama y poner su sable bajo la almohada, se durmió tan tranquilo como si no estuviera durmiendo sobre un polvorín, Pierre Munier, armo a cinco o seis negros en los que confiaba y los apostó como vigías alrededor de la vivienda, situándose él mismo como centinela en la carretera de Moka. De este modo, Georges tenía garantizada al menos una retirada momentánea y no corría el riesgo de verse sorprendido.
La noche transcurrió sin incidentes. Por otra parte, lo propio de las conspiraciones que urden los negros es que el secreto esté siempre escrupulosamente guardado. Los pobres no están aún tan civilizados como para calcular lo que les podría reportar una traición.
La jornada siguiente transcurrió como la noche anterior, y la noche siguiente como el día; no ocurrió nada que pudiera hacer creer a Georges que había sido traicionado. Solo unas horas lo se-paraban aún de la realización de su deseo.
Hacia las nueve de la mañana llego Laíza, y Georges lo hizo pasar a su habitación: nada había cambiado en los preparativos generales; al contrario, el entusiasmo causado por la generosidad de Georges iba en aumento. A las nueve, los diez mil conspiradores debían estar reunidos y armados a la orilla del río Lataniers, y a las diez debía estallar la conspiración.
Mientras Georges preguntaba a Laíza sobre los ánimos de sus hombres y establecía con él las probabilidades de tan peligrosa empresa, distinguió a lo lejos a su mensajero Miko-Miko, quien, cargado como siempre con su bambú al hombro y sus cestos, caminaba a su paso habitual hacia la casa. Su aparición no podía producirse de forma más oportuna. Desde el día de las carreras, Georges no había vuelto a ver a Sara.
Por muy dueño de sí mismo que fuera el joven, no pudo evitar abrir la ventana y hacer señales al chino para que apresurara el paso, cosa que Miko-Miko hizo de inmediato. Laíza quiso retirarse, pero Georges lo retuvo diciéndole que aún tenía algo que decirle.
En efecto, tal como había imaginado Georges, Miko-Miko no venía a Moka por iniciativa propia. Nada más entrar saco un precioso papel doblado del modo más aristocrático, es decir, estrecho y largo, donde una fina letra de mujer había escrito como única dirección su nombre de pila. Solo con ver aquel papel, el corazón de Georges se puso a latir con violencia. Lo tomo de las manos del mensajero y, para ocultar su emoción, pobre filosofo que no osaba ser hombre, fue a leerlo a un ángulo de la ventana. La carta era, en efecto, de Sara, y he aquí lo que decía:
Amigo mío:
Si acudes hoy a las dos de la tarde a casa de lord Williams Murrey, sabrás cosas que no me atrevo a decirte de tan feliz que me hacen. Después, al salir de su casa, ven a verme, te esperaré en nuestro pabellón.
Tuya,
SARA.
Georges releyó la carta dos veces; no entendía nada de esa doble cita. ¿Cómo podía decirle lord Murrey cosas que hicieran tan feliz a Sara, y cómo, al salir de la casa de lord Murrey, es decir, hacia las tres de la tarde, en pleno día, a la vista de todos, podía él presentarse en casa del señor de Malmédie?
Solamente Miko-Miko podía darle la explicación de todo eso. Llamó, pues, al chino, y empezó a interrogarlo; pero el digno comerciante no sabía nada excepto que la señorita Sara había man-dado a Bijou a buscarle, a quien, por cierto, no había reconocido al principio, puesto que en su pelea con Telémaco el pobre diablo había perdido una parte de su nariz ya bastante chata de por si. Lo había seguido, lo había conducido hasta la joven, al pabellón donde ya había entrado dos veces, y allí Sara había escrito la carta que acababa de entregar a Georges y que el inteligente mensajero había adivinado enseguida que iba dirigida a él.
Luego ella le había dado una moneda de oro; no sabía nada más. Sin embargo, Georges siguió interrogando a Miko-Miko, preguntándole si la muchacha había escrito efectivamente delante de él, si estaba sola cuando escribía, y si su rostro parecía triste o alegre. La joven había escrito en su presencia, nadie estaba con ella, su rostro reflejaba la más completa serenidad y la felicidad más perfecta.
Mientras Georges procedía al interrogatorio, se oyó el galope de un caballo. Era un correo con la librea del gobernador: un instante después entró en la habitación de Georges y le entregó una carta de lord Williams que estaba redactada en estos términos:
Mi querido compañero de viaje:
Me he ocupado mucho de usted desde que no lo veo, y creo
que no he arreglado del todo mal sus asuntos. Sea tan amable de
venir a mi casa hoy a las dos. Espero tener buenas noticias que darle.
Enteramente suyo,
LORD W. MURREY.
Las dos cartas coincidían perfectamente la una con la otra. Por ello, aunque fuera peligroso para Georges el presentarse en la ciudad en la situación en la que se hallaba, aunque la prudencia le sugería que aventurarse en Port-Louis, y sobre todo en casa del gobernador, era cosa temeraria, Georges no escuchó más que a su orgullo, que le decía que rechazar esas dos citas era casi una cobardía, sobre todo si ambas estaban propuestas por las dos únicas personas que hubiesen respondido, una a su amor y la otra a su amistad. Por ello, volviéndose hacia el correo, le mandó presentar sus respetos a milord y decirle que estaría en su casa a la hora convenida.
El correo partió con la respuesta.
Entonces se sentó a la mesa y escribió a Sara.
Miremos por encima de su hombro y sigamos con la mirada las líneas que escribía:
Querida Sara:
Para empezar, ¡bendita sea tu carta! Es la primera que recibo de ti, y aunque corta, me dice todo cuanto quería saber, que no me has olvidado y que me sigues amando, que eres mía como yo soy tuyo.
Iré a casa de lord Murrey a la hora que me indicas. ¿Estarás tú también? No me lo dices. Por desgracia, las únicas noticias agradables que puedo esperar sólo pueden venir de tu boca, pues la única dicha a la que aspiro en el mundo es la de ser tu marido. Hasta ahora he hecho cuanto he podido para ello; lo que aún me queda por hacer será con el mismo objetivo. Manténte, pues, fuerte y fiel, Sara, como yo seré fuerte y fiel; porque, por muy cerca de nosotros que te parezca la felicidad, temo que todavía tengamos que superar, tú y yo, antes de alcanzarla, terribles pruebas.
No importa, Sara, mi convicción es que nada resiste en el mundo a una voluntad poderosa e inamovible, ni a un amor profundo y entregado. Ten este amor, Sara, y yo tendré esa voluntad.
Tuyo,
GEORGES.
Una vez terminada la carta, Georges la entregó a Miko-Miko, quien volvió a cargar con su bambú y sus cestos y, a su paso habitual, regresó a Port-Louis. Ni que decir tiene que no lo hizo sin antes recibir la nueva retribución que sus fieles servicios tanto merecían.
Georges se quedó solo con Laíza. Éste lo había oído casi todo y lo había comprendido todo.
-¿Se va a la ciudad? -preguntó a Georges.
-Sí -respondió éste.
-Es una imprudencia -replicó el negro.
-Ya lo sé, pero debo ir. Sería un cobarde a mis propios ojos si no lo hiciera.
-Está bien, vaya; pero ¿y si a las diez no ha llegado al río Lataniers?...
-Es que estaré prisionero o muerto; en tal caso, marchad sobre la ciudad y liberadme, o vengadme.
-Está bien -dijo Laíza-, cuente con nosotros.
Y esos dos hombres que se habían entendido tan bien que una sola palabra, un solo gesto, un solo apretón de manos les bastaba para estar seguros el uno del otro, se separaron sin intercambiar ni una promesa ni un consejo más.
Eran las diez de la mañana, e hicieron saber a Georges que su padre preguntaba si almorzaría con él. El joven contestó yendo al comedor; estaba tranquilo como si no hubiese pasado nada.
Pierre Munier le dedicó una mirada en la que estaba pintada toda la solicitud paterna; pero al ver el rostro de su hijo igual que de costumbre, reconociendo en sus labios la misma sonrisa con la que le saludaba todos los días, se tranquilizó.
-¡Alabado sea Dios, hijo mío! -dijo el buen hombre-. Al ver a esos mensajeros llegar uno tras otro tan rápidamente, había temido que te trajesen malas noticias, pero tu aspecto tranquilo me anuncia que me había equivocado.
-Tiene razón, padre -respondió Georges-, todo va bien. La revuelta sigue siendo esta noche, a la misma hora. Esos señores me traían dos cartas, una del gobernador, que me cita en su casa hoy a las dos, y la otra de Sara, que me dice que me ama.
Pierre Munier se quedó aturdido. Era la primera vez que Georges le hablaba de la revuelta de los negros y de la amistad del gobernador; había sabido todas estas cosas indirectamente, y el pobre padre se había estremecido hasta el fondo de su corazón viendo a su hijo bienamado lanzarse por una vía semejante.
Balbuceó algunas observaciones, pero Georges lo detuvo.
-Padre -le dijo sonriendo-, recuerde el día en que, tras realizar una hazaña, tras liberar a los voluntarios, tras conquistar una bandera, el señor de Malmédie le arrebató la bandera. Aquel día usted había estado, ante el enemigo, grande, noble, sublime, en fin, lo que siempre será ante el peligro; aquel día juré que alguna vez pondría a hombres y cosas en su lugar. Ese momento ha llegado y no retrocederé ante mi juramento. Dios juzgará entre esclavos y amos, entre débiles y fuertes, entre mártires y verdugos; eso es todo.
Luego, como Pierre Munier, sin fuerza, sin energía, sin objeciones contra semejante voluntad, se iba doblando sobre sí mismo, como si el peso del mundo le cayese encima, Georges mandó a Alí que ensillara los caballos, y tras acabar tranquilamente su almuerzo, posando de vez en cuando una triste mirada sobre su padre, se levantó para salir.
Pierre Munier se estremeció y se puso en pie con los brazos tendidos hacia su hijo.
Georges avanzó hacia él, le tomó la cabeza entre sus dos manos y, con una expresión de amor filial que nunca había dejado traslucir, acercó aquella venerable cabeza y besó rápidamente cinco o seis veces sus blancos cabellos.
-¡Hijo mío, hijo mío! -exclamó Pierre Munier.
-Padre -dijo Georges-, usted tendrá una vejez respetada o yo tendré una tumba sangrienta. ¡Adiós!
Georges se precipitó fuera de la habitación, y el anciano cayó sobre la silla lanzando un profundo gemido.
XXI
EL RECHAZO
A unas dos leguas de la casa de su padre, Georges alcanzó a Miko-Miko, que iba a Port-Louis. Frenó el caballo, indicó con una señal al chino que se acercara a él, le dijo al oído unas palabras, a las que Miko-Miko contestó con una señal de entendimiento, y prosiguió su camino.
Al llegar al pie de la montaña de la Découverte, Georges empezó a cruzarse con gente de la ciudad. Escrutó atentamente el rostro de los paseantes, pero no percibió, en los diferentes sem-blantes que el azar ponía en su camino, ningún síntoma que pudiera hacerle creer que el proyecto de revuelta que iba a ejecutar por la noche hubiera trascendido en absoluto. Continuó su camino, cruzó el campamento de los negros y entró en la ciudad.
Ésta estaba tranquila; todo el mundo parecía ocupado en sus asuntos personales, y ninguna preocupación general se cernía sobre la población. Los barcos se balanceaban, tranquilos y a salvo en el puerto. En la punta de los Burlones se veían los habituales curiosos. Un navío americano, procedente de Calcuta, estaba echando el ancla delante del Chien-de-Plomb.
La presencia de Georges pareció causar cierta sensación, pero era evidente que ésta estaba relacionada con el asunto de las carreras y con el inaudito insulto que un mulato había infligido a un blanco. Unos cuantos grupos, al ver a Georges, dejaron de charlar sobre los temas candentes del momento para seguir al joven con la mirada mientras intercambiaban unas palabras de asombro por la audacia que tenía de reaparecer en la ciudad. Georges, no obstante, respondió a sus miradas con una mirada tan altiva y a sus cuchicheos con una sonrisa tan desdeñosa, que aquella gente tuvo que bajarlos ojos al no poder soportar el rayo de amarga superioridad que proyectaban los de Georges.
Además, la culata cincelada de un par de pistolas de dos cañones asomaba por cada una de sus pistoleras.
Fueron los soldados y oficiales que Georges encontró en su camino lo que más llamó su atención. Pero soldados y oficiales tenían ese semblante tranquilamente aburrido de la gente a la que se transporta de un mundo a otro, condenada a un exilio de cuatro mil leguas de distancia. Cierto es que si unos y otros hubiesen sabido que Georges les preparaba trabajo para la noche, habrían tenido un aspecto, si no más alegre, sí más laborioso.
Así pues, todas las apariencias resultaban tranquilizadoras para Georges.
Llegó a la puerta del Gobierno, tiró la brida de su caballo a las manos de Alí y le encargó que no se alejara del lugar. Luego atravesó el patio, subió la escalinata y entró en la antecámara.
Los criados tenían órdenes de dejar pasar al señor Georges Munier en cuanto apareciese. Así pues, un criado acompañó al joven, abrió la puerta del salón y lo anunció.
Georges entró.
En el salón estaban lord Murrey, el señor de Malmédie y Sara. Ante el asombro de ésta, cuyos ojos se clavaron de inmediato en el joven, el rostro de Georges reflejó, al verla, una impresión más penosa que alegre: arrugó la frente levemente, frunció el entrecejo y una sonrisa casi amarga se dibujó en su boca.
Sara, que se había incorporado rápidamente, sintió que las rodillas le flaqueaban, y volvió a sentarse lentamente en la butaca.
El señor de Malmédie permaneció de pie e inmóvil como estaba, limitándose a inclinar ligeramente la cabeza. Lord Williams Murrey dio dos pasos hacia Georges y le tendió la mano.
-Mi joven amigo -le dijo-, me complace anunciarle una noticia que, según espero, colmará todos sus deseos. El señor de Malmédie, preocupado por eliminar todas esas distinciones de color y todas esas rivalidades de castas que desde hace doscientos años son la desgracia, no sólo de la Isla de Francia, sino de las colonias en general, consiente en concederle la mano de su sobrina, la señorita Sara de Malmédie.
Ésta se ruborizó y alzó imperceptiblemente los ojos hacia el joven, pero Georges se limitó a inclinarse sin responder. El señor de Malmédie y lord Murrey lo miraron con extrañeza.
-Querido señor de Malmédie -dijo lord Murrey sonriendo-, veo que nuestro incrédulo amigo no se fía de mi palabra. Dígale, pues, que sí le concede la petición que le hizo, y que desea que todo recuerdo de animosidad, antigua y reciente, quede olvidada entre sus dos familias.
-Es cierto, señor -dijo el señor de Malmédie obligándose visiblemente ,a realizar un gran esfuerzo sobre sí mismo-, el señor gobernador acaba de transmitirle mis sentimientos. Si guarda usted algún rencor por cierto acontecimiento sucedido durante la toma de Port-Louis, olvídelo, como también olvidará mi hijo, se lo prometo en su nombre, la muy grave ofensa que usted le ha infligido recientemente. En cuanto a su unión con mi sobrina, el señor gobernador ya lo ha dicho, doy mi consentimiento, a menos que no sea usted hoy quien rechace...
-¡Oh, Georges! -exclamó Sara obedeciendo a un arrebato.
-No te apresures a juzgarme por mi respuesta, Sara -contestó el joven-, pues mi respuesta, debes creerme, me viene impuesta por imperiosas necesidades. Ante Dios y ante los hombres, Sara, desde la noche del pabellón, desde la noche del baile, desde el día en que te vi por primera vez, eres mi mujer. Ninguna otra sino tú llevará un nombre que no despreciaste, a pesar de su poco valor; todo cuanto voy a decir es, pues, una cuestión de forma y de tiempo.
Georges se volvió hacia el gobernador.
-Gracias, milord -continuó-, gracias. Reconozco en lo que aquí está sucediendo el apoyo de su generosa filantropía y de su benevolente amistad. Pero, el día en que el señor de Malmédie me negó a su sobrina, en que el señor Henri me insultó por segunda vez, en que creí tener que vengarme de ese rechazo y de ese insulto con un agravio público, imborrable, infamante, ese día rompí con los blancos; ya no es posible ningún acercamiento entre nosotros. El señor de Malmédie puede hacer, por una maquinación, por un cálculo o con una intención que no adivino, la mitad del camino, pero yo no haré la otra mitad. Si la señorita Sara me ama, la señorita Sara es libre, dueña de su mano, dueña de su fortuna; ella es quien debe engrandecerse más a mis ojos descendiendo hasta mí, y no yo quien me rebaje a los suyos intentando subir hasta ella.
-¡Oh, Georges! -exclamó Sara-, tú sabes bien que...
-Sí, lo sé -dijo Georges-, eres una joven noble, un corazón abnegado, un alma pura. Sé que vendrías hasta mí, Sara, a pesar de todos los obstáculos, de todos los impedimentos, de todos los prejuicios. Sé que no tengo más que aguardar y te veré aparecer un día, y lo sé porque, siendo tú quien se debe sacrificar, ya has decidido, con tus generosos pensamientos, que te sacrificarás por mí. Pero en cuanto a usted, señor de Malmédie, en cuanto a su hijo, el señor Henri, que acepta no batirse conmigo a condición de que sus amigos me azoten con el látigo, ¡oh!, entre nosotros existe una guerra eterna, ¿me oye?, un odio mortal que no se apagará por mi parte más que con la sangre o con el desprecio: así pues, que su hijo escoja.
-Señor gobernador -respondió entonces el señor de Malmédie con más dignidad de la que en él cabría esperar-, ya lo ve, por mi parte he hecho cuanto he podido: he sacrificado mi orgu- llo, he olvidado el antiguo agravio y el nuevo, pero es obvio que no puedo hacer nada más, y debo atenerme a la declaración de guerra que me hace el señor. Aun así, esperaremos el ataque man-teniéndonos a la defensiva. Ahora, señorita -continuó el señor
de Malmédie volviéndose hacia Sara-, tal como dice el señor, eres dueña de tu corazón, dueña de tu mano, dueña de tu fortuna; haz lo que te plazca: quédate con el señor, o ven conmigo.
-Tío -dijo Sara-, es mi deber seguirle a usted. ¡Adiós, Georges! No comprendo lo que has hecho hoy, pero sin duda has hecho lo que debías hacer. -Y, haciendo una reverencia al gober-nador llena de calma y dignidad, Sara salió con el señor de Malmédie.
Lord Williams Murrey los acompañó hasta la puerta, salió con ellos y entró de nuevo un instante después.
Su mirada interrogante se cruzó con la mirada firme de Georges, y se produjo un instante de silencio entre esos dos hombres que, gracias a su naturaleza elevada, tan bien se comprendían uno a otro.
-Así -dijo el gobernador-, ¿la ha rechazado?
-He creído mi deber actuar así, milord.
-Disculpe si parezco muy inquisitivo, pero ¿puedo saber qué sentimiento le ha dictado tal negativa?
-El sentimiento de mi propia dignidad.
-¿Es ése el único sentimiento? -preguntó el gobernador.
-Si hay otro, milord, permítame que lo mantenga en secreto.
-Georges -dijo el gobernador con esa especie de abandono que tanto encanto tenía en él, pues quedaba completamente fuera de su naturaleza fría y afectada-, escúcheme: desde el momento en que lo conocí a bordo del Leycester, desde el instante en que pude apreciar las altas cualidades que le distinguen, mi deseo fue hacer de usted el vínculo que uniera en esta isla dos castas tan opuestas una a la otra. Empecé penetrando en sus sentimientos, después usted me hizo confidente de su amor y me presté a su ruego de ser su intermediario, su padrino, su apoyo. Por esto último, Georges -prosiguió lord Murrey respondiendo a la inclinación de cabeza que le hacía el joven-por esto, no me debe ningún agradecimiento; usted iba por delante de mis deseos; usted secundaba mi plan de conciliación, usted allanaba el camino para mis proyectos políticos. Por eso le acompañé a ver al señor de Malmédie y secundé su petición con toda la autoridad de mi presencia, con todo el peso de mi nombre.
-Lo sé, milord, y se lo agradezco. Pero usted mismo lo vio, ni el peso de su nombre, con ser tan honorable, ni la autoridad de su presencia, por halagadora que debiera ser, no pudieron evitarme la negativa.
-Por lo cual he sufrido tanto como usted, Georges. Admire su serenidad y comprendí por su sangre fría que estaba usted preparando una terrible venganza. Y esa venganza la llevó a cabo el día de las carreras, delante de todos; ese día comprendí que, con toda probabilidad, yo tendría que renunciar a mis proyectos de conciliación.
-Ya se lo advertí cuando salíamos de la casa, milord.
-Sí, lo sé. Pero escúcheme, no me consideré derrotado: ayer me presenté en casa del señor de Malmédie, y a fuerza de ruegos e insistencia, abusando casi de la influencia que me da mi posición, obtuve del padre que olvidase su viejo odio hacia el padre de usted, del hijo que olvidase su viejo odio hacia usted, y de ambos que consintiesen en el matrimonio de la señorita de Malmédie.
-Sara es libre, milord -interrumpió bruscamente Georges-, y para ser mi mujer, gracias a Dios, no necesita el consentimiento de nadie.
-Sí, estoy de acuerdo -convino el gobernador-, pero ¡qué diferente sería, a los ojos de todos, piénselo, en vez de raptar furtivamente a una muchacha de la casa de su tutor, recibirla públi-camente de la mano de su familia! Consulte con su orgullo, señor Munier, y mire si no le había preparado yo una suprema satisfacción, un triunfo que jamás habría podido imaginar.
-Es cierto -respondió Georges-. Por desgracia, este consentimiento llega demasiado tarde.
-¡Demasiado tarde! ¿Y por qué demasiado tarde? -prosiguió el gobernador.
-Permita que no le conteste sobre ese punto, milord. Es mi secreto.
-Su secreto, ¡pobre muchacho! ¿Quiere que le diga yo ese secreto que usted no quiere decirme?
Georges miró al gobernador con una sonrisa de incredulidad.
-¡Su secreto! -continuó el gobernador-. ¡Qué secreto más bien guardado, un secreto confiado a diez mil personas!
Georges siguió mirando al gobernador, pero esta vez sin sonreír.
-Escúcheme -prosiguió el gobernador-, usted quería perderse y yo he querido salvarle. Fui a hablar con el tío de Sara, y en un aparte le dije: «Ha juzgado mal al señor Georges Munier, lo ha rechazado con insolencia, lo ha obligado a romper abiertamente con nosotros, y ha hecho mal, pues el señor Georges Munier era un hombre distinguido, de corazón elevado, de alma grande, capaz de grandes cosas con ese carácter, y la prueba es que el señor Georges Munier tiene en estos momentos nuestras vidas en sus manos: es el jefe de una vasta conspiración. Mañana a las diez de la noche (le hablé ayer), el señor Georges Munier marchará sobre Port-Louis a la cabeza de diez mil negros. Y dado que nosotros no tenemos más que mil ochocientos hombres de tropa, a menos que el azar me envíe una de esas ideas defensivas que a veces llegan a los hombres de genio, estamos perdidos. Pasado mañana, en fin, el señor Georges Munier, a quien usted ahora desprecia por descender de un montón de esclavos, será tal vez nuestro amo, y tal vez no quiera nada de usted por ser esclavo también. Pues bien, usted puede impedir todo eso, señor, le dije, usted puede salvar la colonia. Vuelva sobre sus pasos, conceda al señor Munier la mano de su sobrina que usted le ha negado, y si acepta, si tiene a bien aceptar, pues habiendo cambiado los papeles, sus pretensiones también pueden haber cambiado, pues bien, habrá usted salvado no sólo su vida, su libertad y su fortuna, sino también la libertad, la vida y la fortuna de todos.» Eso le dije, y entonces, ante mis ruegos, mi insistencia, mis órdenes, consintió. Pero lo que había imaginado ha sucedido: usted había llegado ya demasiado lejos y no podía retroceder.
Georges había seguido el discurso del gobernador con progresivo asombro y, no obstante, con total serenidad.
-Así pues -le dijo cuando hubo terminado-, ¿lo sabe todo, milord?
-Ya lo ve usted, y me parece que no he olvidado nada.
-No -contestó Georges sonriendo-; no, sus espías están bien instruidos, y le felicito por el funcionamiento de su policía.
-Pero ahora -dijo el gobernador-, ahora que conoce el motivo que me ha impulsado a actuar así, aún está a tiempo: acepte la mano de Sara, reconcíliese con su familia, renuncie a sus insensatos proyectos, y yo no sé nada, lo ignoro todo, lo olvido todo.
-¡Imposible! -dijo Georges.
-Piense con qué tipo de gente se ha comprometido.
-Olvida, milord, que esos hombres, de los que habla con tanto desprecio, son hermanos míos, que, despreciado por los blancos como inferior suyo, ellos me han reconocido como jefe; olvida usted que en el momento en que estos hombres han puesto su vida en mis manos, yo les he entregado la mía a ellos.
-Así pues, ¿se niega?
-Me niego.
-¿A pesar de mis ruegos?
-Discúlpeme, milord, pero no puedo escucharlos.
-¿A pesar de su amor por Sara, y a pesar del amor de ella por usted?
-A pesar de eso.
-Reflexione un poco más.
-Es inútil, mis reflexiones están hechas.
-Muy bien... Ahora, señor -dijo lord Murrey-, una última pregunta.
-Diga.
-Si yo estuviera en su lugar y usted estuviera en el mío, ¿qué haría usted?
-¿A qué se refiere?
-Sí; si yo fuera Georges Munier, jefe de una revuelta, y usted lord Williams Murrey, gobernador de la Isla de Francia, si usted me tuviera en sus manos como yo le tengo en las mías, dígame, se lo pregunto por segunda vez, ¿qué haría?
-¿Que qué haría, milord? Dejaría salir de aquí a quien ha venido confiando en su palabra, creyendo acudir a una cita y no a una emboscada, y luego, por la noche, si tuviera fe en la justicia de mi causa, apelaría a Dios para que decidiese entre nosotros.
-Pues bien, se equivocaría, Georges, pues si yo desenvainase la espada, usted no podría salvarme; si yo encendiese la revuelta, sólo podría ser sofocada con mi sangre... No, Georges, ¡no! No quiero que un hombre como usted muera en el patíbulo, ¿me comprende?, que muera como un vulgar rebelde, cuyas intenciones serán calumniadas y cuyo nombre será vilipendiado. Para sal-varlo de tal desdicha, para arrancarlo de su destino, es desde ahora mi prisionero. Señor, queda usted detenido.
-¡Milord! -exclamó Georges mirando alrededor para ver si no habría algún arma de la que pudiera apoderarse y con la que pudiera defenderse.
-Señores -dijo el gobernador levantando la voz-, señores, entren y apresen a este hombre.
Entraron cuatro soldados, mandados por un cabo, y rodearon a Georges.
-Conduzcan al señor a la Policía -dijo el gobernador-; enciérrenlo en la habitación que he mandado preparar esta mañana, y, aunque vigilándolo estrictamente, ocúpense de que ni ustedes ni nadie le falte al respeto que se merece.
Tras estas palabras, el gobernador saludó a Georges, y éste salió de la estancia.
XXII
LA REVUELTA
Todo cuanto acababa de suceder había ocurrido tan rápidamente y de un modo tan inesperado que Georges ni siquiera había tenido tiempo para prepararse para tales acontecimientos. Pero gracias al admirable control sobre sí mismo ocultó bajo una impasible e inalterable sonrisa de despreocupado desdén las diferentes emociones que le asaltaban.
El prisionero y sus guardias salieron por una puerta trasera en cuyo umbral aguardaba el coche del gobernador, pero, bien por azar, bien por previsión, Miko-Miko pasaba justo por delante de la puerta en el mismo instante en que Georges subía al coche. El joven y su mensajero habitual cruzaron una mirada.
Tal como había ordenado el gobernador, Georges fue conducido a la Policía. Es un gran edificio, cuyo nombre indica su función, situado en la calle del Gobierno, un poco más abajo que la Comedia. El joven fue introducido a la habitación indicada por lord Williams Murrey.
Era un cuarto evidentemente preparado de antemano tal como había dicho lord Williams, y resultaba obvio que habían tenido la intención de hacerlo lo más confortable posible. Los muebles estaban limpios y la cama era casi elegante; nada en ese lugar recordaba una cárcel, con la excepción de que había rejas en las ventanas.
En cuanto la puerta se hubo cerrado y el prisionero se halló solo, fue derecho a la ventana, situada a una altura de unos veinte pies, que daba al hotel Coignet. Como una de las ventanas del hotel se hallaba justo enfrente de la habitación de Georges, éste podía ver hasta el fondo del apartamento situado frente a él, y con gran facilidad, puesto que dicha ventana estaba abierta.
Georges se apartó de la ventana y fue hasta la puerta, aguzó el oído y escuchó que dejaban a un centinela en el pasillo.
Entonces volvió a la ventana y la abrió.
No había ningún centinela apostado en la calle: confiaban la custodia del prisionero a los barrotes, de un tamaño capaz de tranquilizar a los más preocupados guardianes. No había, pues, esperanzas de fuga sin ayuda externa.
Pero no hay duda de que Georges esperaba tal ayuda, porque dejó su ventana abierta y permaneció con los ojos fijos en el hotel Coignet, que, como hemos dicho, se alza delante de la Policía. En efecto, su esperanza no se vio frustrada: al cabo de una hora vio a Miko-Miko, con su bambú al hombro, cruzando la habitación de enfrente, conducido por un criado del hotel. El joven y él no intercambiaron más que una mirada, pero ésta, aun siendo tan rápida, devolvió la serenidad al rostro de Georges.
A partir de ese momento, pareció casi tan tranquilo como si estuviera en su casa de Moka; no obstante, de vez en cuando, un observador atento hubiera notado que fruncía el entrecejo y se pasaba la mano por la frente. Y es que, bajo una apariencia serena, un mundo de ideas crecía en su mente, y como el mar cuando sube la marea, éstas golpeaban su cerebro con su continuo ir y venir.
Sin embargo, pasaron las horas sin que nada indicase al prisionero que se estuviera realizando algún preparativo en la ciudad. No se oían ni el redoble del tambor ni el roce de las armas. Dos o tres veces, Georges corrió a la ventana, engañado por un ruido análogo al del redoble, pero cada vez vio que se equivocaba y que el ruido que había tomado por el de un tambor era el que hacían, al pasar por la calle, los coches cargados de barriles.
Caía la noche, y a medida que oscurecía, Georges, más nervioso y más preocupado, iba, con un movimiento febril que no intentaba reprimir pues estaba solo, de la puerta a la ventana; la puerta seguía vigilada por el centinela, la ventana seguía teniendo como guardianes a los barrotes.
De vez en cuando, se llevaba la mano al pecho, y una ligera contracción de su rostro indicaba que experimentaba una de esas angustias que ni el hombre más valiente puede dominar en las cir-cunstancias supremas de la vida. Entonces pensaba, sin duda, en su padre, que desconocía el peligro que corría, y en Sara, que, sin saberlo, lo había conducido a ese peligro. En cuanto al gobernador, aunque Georges sintiera por él la rabia fría y concentrada que siente el jugador que ha perdido por su adversario, no podía por menos que admitir que, en aquella ocasión, había tenido para con él, no sólo todas las deferencias aristocráticas que le eran propias, sino que no lo había arrestado sin antes ofrecerle todas las vías de salvación que obraban en su poder.
Lo cual no era óbice para que Georges hubiese sido arrestado bajo la acusación de alta traición.
Entretanto, las tinieblas fueron haciéndose más y más espesas; el prisionero sacó su reloj, eran las ocho y media de la tarde, faltaba una hora y media para que estallara la revuelta.
De pronto, Georges alzó la cabeza y clavó de nuevo la mirada en el hotel Coignet: en la habitación de enfrente, había visto una sombra moviéndose. La sombra le hizo una señal. El joven se apartó de la ventana, y un paquete, cruzando la calle y pasando a través de los barrotes, fue a caer en medio de la habitación.
Georges, de un brinco, se hizo con él. Dentro había una cuerda y una lima: ése era el apoyo externo que esperaba. Ahora tenía su libertad entre las manos, y quería estar libre para la hora del peligro.
Escondió la cuerda entre los colchones y, como la oscuridad era ya completa, se puso a limar uno de los barrotes, que estaban lo bastante separados entre sí para que, al faltar uno, Georges pu-diera pasar por la brecha abierta.
Era una lima sorda; no se oía ni un ruido y, como hacia las siete le habían traído de cenar, Georges tenía la casi total certeza de que no le molestarían.
Sin embargo, la obra avanzaba lentamente: dieron las nueve, las nueve y media, las diez. Mientras el prisionero limaba la barra de hierro, hacía ya un rato que, al fondo de la calle del Gobierno, del lado de la Comedia, le parecía haber visto encenderse unas
grandes luces. Por lo demás, ni una patrulla que recorriese la ciudad, ni un soldado demorado que regresase al cuartel. Georges no comprendía en absoluto aquella apatía del gobernador: lo co-nocía demasiado para pensar que no hubiese tomado todas las precauciones posibles, y sin embargo, como ya hemos dicho, la ciudad parecía estar sin defensa alguna y como abandonada a sí misma.
A las diez le pareció oír un rumor que iba en aumento, procedente del lado del poblado malabar; era de allí de donde debían venir los sublevados, reunidos, como recordarán, a orillas del río Lataniers. Georges redobló sus esfuerzos; el barrote estaba casi limado del todo por abajo, y acababa de empezar a limar la parte de arriba.
El rumor siguió aumentando. Imposible equivocarse: era el ruido que hacen al mezclarse las voces de varios millares de hombres. Laíza había cumplido su palabra; una sonrisa de alegría pasó por los labios de Georges, un destello de orgullo iluminó su frente; iban a combatir, al fin. Y él iba a estar en esa lucha, pues el barrote pendía ya sólo de un hilo.
Escuchaba, pues, con el oído atento y el corazón palpitante; el ruido se acercaba más y más, y aquel resplandor que ya había observado se hacía más y más grande. ¿Había fuego en Port-Louis? Era imposible, pues no se oían gritos de angustia. Además, aunque se seguía oyendo aquel rumor, que, cosa extraña, parecía más bien alegre que amenazador, no resonaba ningún ruido de armas, y la calle donde se hallaba situada la Policía permanecía solitaria.
Georges aguardó otro cuarto de hora, seguro de que pronto sonarían algunos disparos de fusil y terminaría así su inquietud, pues serían un anuncio de que se estaba luchando cuerpo a cuerpo; pero aquel mismo extraño rumor seguía zumbando sin que se mezclase el tan esperado ruido.
El prisionero pensó entonces que lo importante para él era, primero, fugarse. Con una última sacudida, el barrote cedió. Georges ató con fuerza la cuerda a la base, tiró el barrote a la calle para usarlo como arma y pasó por el hueco. Luego se deslizó por la cuerda, tocó tierra sin accidentes, y tras recoger el barrote, salió corriendo por una de las calles transversales.
A medida que Georges avanzaba hacia la calle de París, que cruza todo el barrio septentrional de la ciudad, veía cómo aumentaba aquel resplandor, oía cómo redoblaba aquel ruido; al fin, llegó a la esquina de una calle fuertemente iluminada, y pudo explicárselo todo.
Todas las calles que daban al poblado malabar, es decir, al lugar por el que los sublevados debían penetrar en la ciudad, estaban iluminadas como si fuera un día de fiesta, y en todas las plazas, frente a las casas principales, habían colocado barriles de arac, aguardiente y ron abiertos, para que la gente pudiera beber de ellos gratis.
Los negros se habían precipitado como un torrente sobre Port-Louis, lanzando clamores de rabia y venganza. Pero al llegar se habían encontrado las calles iluminadas y habían visto los ba-rriles tentadores. Durante un instante, las órdenes de Laíza y la idea de que todas aquellas bebidas estaban envenenadas los habían frenado; pero pronto la naturaleza se impuso sobre la disciplina e incluso sobre el miedo. Algunos hombres se habían desbandado y habían empezado a beber. Ante sus gritos de alegría, los otros negros no habían podido mantenerse en sus posiciones; toda aquella muchedumbre, que bastaba para aniquilar PortLouis, se había dispersado en un instante, esparcido en un segundo, agrupándose alrededor de los toneles con gritos de alegre rabia, bebiendo a manos llenas el aguardiente, el ron, el arac, eterno veneno de las razas negras, ante cuya visión un negro no sabe resistirse, y a cambio del cual vende a sus hijos, a su padre y a su madre, y a menudo termina por venderse a sí mismo.
De allí procedían los gritos de extraña expresión que Georges no había podido entender. El gobernador había puesto en práctica el consejo del mismo Jacques, y, como se ve, le había dado buen resultado. La revuelta, tras entrar en la ciudad, se había amortiguado antes de cruzar el barrio que se extiende desde la Petite Montagne hasta el Trou-Fanfaron, y había ido a morir a cien pasos del palacio del Gobierno.
Al ver el extraño espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos, Georges no tuvo ya ninguna duda sobre el resultado de su empresa; recordó la predicción de Jacques y se estremeció a la vez de cólera y de vergüenza. Los hombres con los que contaba cambiar la faz de la isla, trastocar las cosas y vengar dos siglos de esclavitud con una hora de victoria y un porvenir de libertad, esos hombres estaban allí, riendo, cantando, bailando, desarmados, ebrios, tambaleándose; a esos hombres, trescientos soldados armados con látigos podían ahora devolverlos a su trabajo; ¡y esos hombres eran diez mil!
Así pues, todos los esfuerzos hechos a lo largo de su vida se habían perdido; el profundo estudio de su propio corazón, de su propia fuerza y de su propio valor era inútil; toda la superioridad de carácter que Dios le había dado, los conocimientos que había adquirido sobre los hombres, todo aquello acababa de quebrarse ante los instintos de una raza que prefería el aguardiente antes que la libertad.
Georges sintió de inmediato la destrucción de sus ambiciones; su orgullo, en un instante lo había transportado a la cima de una montaña y le había mostrado todos los reinos de la tierra a sus pies; y ahora todo había desaparecido, no era más que una visión. Georges se hallaba de nuevo justo en el mismo sitio donde su orgullo engañoso lo había tomado.
Aferraba el barrote entre las manos; se sentía poseído por un feroz deseo de lanzarse en medio de todos aquellos miserables y romperles sus cabezas embrutecidas que no habían tenido fuerzas para resistirse a la grosera tentación de la que él había sido la víctima.
Grupos de curiosos que, sin duda, no entendían nada de esa fiesta improvisada que el gobernador daba a los esclavos, miraban todo aquello con ojos y boca abiertos. Cada persona preguntaba a la de al lado a qué se debía tal celebración, sin que la de al lado, ignorándolo igualmente, pudiera responderle o darle la menor explicación.
Georges corrió de grupo en grupo, sumergiendo su mirada hasta el fondo de aquellas largas calles, iluminadas y llenas de negros borrachos que hacían ruidos insensatos. Buscaba en medio de aquella masa de seres inmundos a un hombre, a un solo hombre en el que aún confiaba en medio de la degradación general. Aquel hombre era Laíza.
De pronto, oyó un gran rumor que procedía del lado de la Policía; se inició entonces un fuerte tiroteo de fusiles, por una parte, con la regularidad con que la tropa disciplinada tiene la costumbre de realizar ese ejercicio y, por otra parte, con el caprichoso chisporroteo que acompaña el fuego de las tropas irregulares.
Al fin, había, pues, un lugar en el que se combatía.
Georges se precipitó en esa dirección; al cabo de cinco minutos se halló en la calle del Gobierno. No se había equivocado. La pequeña tropa que se batía estaba mandada por Laíza, que habiendo sabido que Georges estaba preso había dado la vuelta a la ciudad a la cabeza de cuatrocientos hombres de elite y había marchado sobre la Policía para liberarlo.
Sin duda ese movimiento había sido previsto, pues nada más aparecer el pequeño grupo de sublevados por un extremo de la calle, un batallón inglés se había puesto en movimiento y había marchado sobre él.
Laíza se había imaginado que no le dejarían llevarse a Georges sin combatir, pero había confiado en la función diversiva del resto de la tropa por las calles adyacentes al poblado malabar; por desgracia, la diversión, como ya hemos visto, falló por las causas que se han dicho.
Georges se lanzó de un salto en medio de los combatientes, llamando a gritos: « Laíza! ¡Laíza!» Había hallado, pues, una naturaleza igual a la suya.
Los dos jefes se reunieron en medio del fuego; y allí, sin buscarse un refugio contra el tiroteo, despreocupándose de las balas que silbaban a su alrededor, cambiaron unas palabras cortas y apresuradas, como lo exigen las situaciones supremas. En un instante Laíza estuvo al corriente de todo; sacudió la cabeza y se limitó a decir:
-Todo está perdido.
Georges quiso devolverle un poco de esperanza, le aconsejó que hiciera alguna tentativa sobre los bebedores; pero Laíza dejó escapar una sonrisa de profundo desdén y dijo:
-Están bebiendo; a no ser que se les acabe el aguardiente, no hay nada que esperar.
Y se habían abierto toneles en una cantidad lo bastante grande como para que no se les acabase el preciado líquido.
Seguir con la lucha en el lugar en que se había iniciado resultaba ya inútil, puesto que Georges, a quien Laíza venía a liberar, estaba libre; no quedaba más que lamentar la pérdida de una docena de hombres fuera de combate, y dar la señal de retirada. Pero ésta resultaba imposible por la calle del Gobierno; mientras el grupo de Laíza se enfrentaba al batallón inglés que se había opuesto a su empresa, otro destacamento, emboscado detrás del polvorín, salía de ahí a paso de carga y venía a cerrar el camino por el que Laíza y sus hombres habían llegado. Así pues, tuvieron que lanzarse por las calles que rodean el Palacio de justicia, y alcanzar por allí los alrededores de la Petite Montagne y el poblado malabar.
Georges, Laíza y sus hombres apenas habían recorrido doscientos pasos cuando se encontraron en las calles iluminadas y llenas de barriles. La escena era todavía más inmunda que la primera vez; la borrachera había causado estragos.
Además, al cabo de cada calle, se veían brillar en las tinieblas las bayonetas de una compañía inglesa.
Georges y Laíza se miraron con esa sonrisa que significa: «Ya no se trata de vencer, sino de morir y morir bien.» Sin embargo, ambos quisieron intentar un último efecto; se lanzaron por la calle principal, tratando de reunir a los sublevados a su pequeña tropa. Pero algunos apenas si eran capaces de oír los gritos y las exhortaciones de sus jefes; otros los ignoraban por completo, cantaban con voz avinada y bailaban sobre sus piernas vacilantes; mientras que el mayor número, llegados al último grado de la embriaguez, estaba por el suelo, perdiendo minuto a minuto el poco sentido que les quedaba.
Laíza se había hecho con un látigo y azotaba con todas sus fuerzas a los miserables; Georges, apoyado en el barrote de hierro, la única arma que había tocado, los miraba, inmóvil y desdeñoso, cual estatua del Desprecio.
Al cabo de unos minutos, ambos quedaron convencidos de que no había nada más que esperar, y que cada minuto que perdían era un año que le quitaban a su existencia; además, varios hombres de su tropa, arrastrados por el ejemplo, fascinados ante la visión de la bebida embriagadora, aturdidos por el olor de alcohol que les subía al cerebro, empezaban también a abandonarlos. No había, pues, tiempo que perder para salir de la ciudad, y era evidente que quizá ya habían perdido demasiado.
Georges y Laíza reunieron la pequeña tropa que les seguía siendo fiel, unos trescientos hombres. Luego, poniéndose a su cabeza, marcharon decididamente hacia el extremo de la calle, que, como ya hemos dicho, estaba cerrada por un muro de soldados. Llegados a cuarenta pasos de los ingleses, vieron los fusiles apuntar hacia ellos y cómo un resplandor de llamas cubría toda la formación. De inmediato una lluvia de balas se abatió sobre sus filas: diez o doce hombres cayeron; pero los dos jefes se mantuvieron en pie y, de sus dos poderosas voces, al unísono surgió un atronador grito: «¡Adelante!»
Cuando estuvieron a veinte pasos, el fuego de la segunda fila siguió al fuego de la primera, causando entre los sublevados una sangría aún mayor. Pero casi al instante las dos tropas se unieron y entonces empezó la lucha cuerpo a cuerpo.
Fue una refriega horrorosa: es de sobra conocido qué tipo de soldados son los ingleses y cómo mueren en el lugar en que los han situado. Pero esta vez se enfrentaban a unos hombres deses-perados, que sabían que si los hacían presos les esperaba una muerte ignominiosa y, por consiguiente, querían morir libres.
Georges y Laíza hacían milagros de audacia y valentía: el negro, con su escopeta, que había agarrado por el cañón y que usaba como un látigo; Georges, con el barrote que había arrancado de la ventana y usaba como una masa de armas. Sus hombres, además, les secundaban a la perfección, abalanzándose sobre los ingleses a golpes de bayoneta, mientras que los heridos se arrastraban entre los combatientes y, con sus cuchillos, cortaban las corvas de sus enemigos.
Así prosiguió la lucha durante diez minutos, enfurecida, encarnizada, mortal, sin que nadie pudiera decir qué lado sería el victorioso; sin embargo, el desespero pudo más que la disciplina: las filas inglesas se abrieron como un dique que se rompe, y dejaron pasar el torrente, que se expandió de inmediato fuera de la ciudad.
Georges y Laíza, que iban a la cabeza del ataque, se quedaron atrás para asegurar la retirada. Al fin llegaron al pie de la Petite Montagne; era un lugar demasiado escarpado y demasiado cu-bierto para que los ingleses se aventurasen a entrar en él. Así que hicieron un alto mientras los sublevados recuperaban el aliento. Unos veinte negros se agruparon en torno a los dos jefes, mientras que los otros se diseminaron por todas partes; ya no había ,' que combatir, sino ponerse a salvo en los grandes bosques. Georges indicó la región de Moka, donde estaba la plantación de su padre, como lugar de encuentro de quienes quisieran unirse a él, anunciando que saldría de allí al día siguiente al amanecer para alcanzar la región de Grand-Port, donde, como ya hemos dicho, la selva es más espesa.
Georges estaba dando las últimas instrucciones a los miserables restos de aquella tropa con la que por un momento había esperado conquistar la isla. La luna, surgiendo por un claro entre dos nubes, proyectó por un instante su luz sobre el grupo al que Georges mandaba, si no con la estatura, al menos con la voz y el gesto, cuando de repente de un arbusto, situado a unos cuarenta pasos de los fugitivos, surgió un resplandor; se oyó la detonación de un arma de fuego y Georges cayó a los pies de Laíza herido por una bala en el costado. Al mismo tiempo, un hombre, cuya carrera rápida se pudo seguir por un instante entre la sombra, surgió del arbusto aún humeante y se precipitó hacia la hondonada que se abría tras él. La resiguió en toda su longitud, oculto a toda mirada y, luego, reapareció por su extremo y alcanzó por un atajo las filas de los soldados ingleses, detenidos a la orilla del arroyo de Pucelles.
Pero por rápida que hubiera sido la carrera del asesino, Laíza lo había reconocido, y antes de perder por completo el sentido, el herido pudo oír cómo murmuraba estas tres palabras acompaña-das de un gesto de amenaza, sereno pero palpable:
-¡Antonio, el malayo!
XXIII
UN CORAZÓN DE PADRE
Mientras los diferentes acontecimientos que acabamos de relatar sucedían en Port-Louis, en Moka, Pierre Munier esperaba con ansiedad el terrible resultado que le había dejado entrever su hijo: habituado, como ya hemos dicho, a la eterna supremacía de los blancos, había terminado por considerarla no sólo como un derecho adquirido, sino como algo natural. Por grande que fuese la confianza que le inspirase su hijo, no podía creer que los obstáculos, que él veía insalvables, se allanasen ante Georges.
Desde el momento en que su hijo se había despedido de él, como hemos visto, había caído en una profunda apatía; el exceso de emociones que se arremolinaban en su corazón y la diversidad de pensamientos que se agolpaban en su mente le habían sumido en una aparente insensibilidad que se asemejaba al idiotismo. Dos o tres veces se le ocurrió la idea de ir él mismo a Port-Louis y ver con sus propios ojos lo que iba a suceder; pero para ir al encuentro de una certeza se precisa una fuerza de voluntad de la que el pobre padre carecía; si sólo se hubiese tratado de ir al encuentro de un peligro, Pierre Munier habría corrido hacia él.
Así pues, el día transcurrió entre profundas angustias interiores, y no osaba comunicar a nadie, ni siquiera a Telémaco, las causas del abatimiento por el que tanto le preguntaban; sólo de vez en cuando se levantaba de su butaca, se iba cabizbajo hacia la ventana, miraba un buen rato hacia la ciudad como si pudiese ver alguna cosa, escuchaba como si pudiese oír algo, y después, al no ver ni oír nada, exhalaba un suspiro y volvía, con los labios mudos y los ojos ciegos, a sentarse en su butaca.
Llegó la hora de la comida. Telémaco, encargado de las tareas ordinarias de la casa, mandó poner el cubierto, servir la mesa y traer la comida; pero todas esas diferentes operaciones se realizaron sin que la persona para quien se hacían alzase mínimamente los ojos. Después, cuando todo estuvo listo, Telémaco dejó pasar un cuarto de hora y, viendo que su amo no salía de su apatía, le tocó levemente el hombro. Pierre Munier se sobresaltó y, levantándose prestamente, dijo:
-¿Qué hay? ¿Se sabe algo?
Telémaco hizo ver a su amo que la comida estaba servida, pero Pierre Munier sonrió con tristeza, sacudió la cabeza y volvió a caer en su ensimismamiento. El negro comprendió que ocurría algo fuera de lo común y, sin atreverse a pedir explicaciones, paseó sus grandes ojos blancos alrededor como buscando alguna señal que pudiera ponerlo sobre la pista de ese acontecimiento desconocido; pero cada cosa estaba en su sitio habitual y todo se hallaba como de costumbre; lo único evidente era que la espera de una gran desgracia había venido a instalarse por la mañana en el fuego del hogar.
Así transcurrió la jornada.
Telémaco, que seguía esperando que el hambre impusiera sus derechos, dejó la comida servida, pero Pierre Munier estaba demasiado absorto para ocuparse de otra cosa que no fueran sus propios pensamientos. Hubo un momento en que Telémaco, al ver que unas gruesas gotas de sudor perlaban la frente de su amo, creyó que tenía calor y le ofreció un vaso de agua y vino; pero Pierre Munier apartó suavemente el vaso con la mano diciendo:
-¿Aún no sabes nada?
Telémaco negó con la cabeza, miró al techo y al suelo, como para preguntar a cada uno de ellos si sabían más que él y, luego, viendo que los dos seguían mudos, salió para preguntar a los negros si acaso estaban mejor informados que él sobre el desconocido objeto de la secreta inquietud de su amo.
Pero, para su gran asombro, vio que no quedaba ni un solo negro en la casa. Corrió de inmediato hacia el cobertizo, donde tenían la costumbre de reunirse para hacer la berloque, y estaba desierto. Regresó pasando por las chozas, pero en ellas no halló más que a las mujeres y los niños.
Les preguntó y se enteró de que nada más terminar su jornada los negros, en lugar de descansar como tenían por costumbre, se habían armado y se habían ido en grupos separados, pero dirigiéndose todos hacia el río Lataniers. Entonces regresó a la casa.
Al oír el ruido que hizo Telémaco abriendo la puerta, el anciano se volvió.
-¿Y bien? -preguntó.
Telémaco le contó la ausencia de los negros y cómo todos se habían dirigido armados hacia el mismo punto.
-¡Sí, sí -dijo Pierre Munier-; por desgracia así es!
Así pues, no había ya duda alguna. Esa información contribuía a hacer creer al pobre padre que había llegado el momento en que todo se decidía para él en la ciudad; porque, desde el regreso de Georges, el anciano, al ver a su hijo tan apuesto y tan valiente, tan confiado en sí mismo, tan rico del pasado, tan seguro del porvenir, había identificado tanto su vida a la de su hijo que había llegado a convencerse de que vivían la misma existencia, y estaba seguro de que podía soportar la pérdida de su hijo, o siquiera su ausencia.
¡Oh! ¡Cómo se reprochaba haber dejado partir a Georges por la mañana sin hacerle preguntas, sin penetrar hasta el fondo de su pensamiento, sin conocer a qué peligros iba a exponerse! ¡Cómo se reprochaba no haberle pedido que le dejara seguirle! Pero la idea de que su hijo iba a emprender una lucha abierta contra los blancos lo había dejado tan anonadado que, en un primer momento, había sentido que todas sus fuerzas morales lo abandonaban. Era propio, como ya hemos dicho, de aquella alma ingenua el no tener poder más que ante los peligros físicos.
Sin embargo, la noche había llegado y las horas transcurrían sin traer noticia alguna, ni para consolarlo ni para asustarle. Sonaron las diez, las once, las doce. Aunque la oscuridad que se extendía afuera, y que las luces encendidas en la vivienda hacían aún más profunda, impedía distinguir nada a diez pasos de distancia, Pierre Munier continuaba yendo, a intervalos casi regulares, pero que cada vez eran más seguidos, del sillón a la ventana y de la ventana al sillón. Telémaco, verdaderamente preocupado, se había instalado en la misma habitación, pero, aunque el fiel criado era muy abnegado, no había podido resistirse al sueño, y dormía en una silla, apoyado en la pared, donde su silueta se dibujaba como un dibujo al carbón.
A las dos de la mañana, un perro guardián al que normalmente dejaban suelto por la noche alrededor de la casa, pero que aquella vez, debido a la preocupación general se había quedado encadenado, emitió un aullido sordo y quejoso. Pierre Munier se sobresaltó y se levantó, pero, ante el lúgubre ruido que la superstición de los negros considera el anuncio seguro de una desgracia cercana, las fuerzas le fallaron y, para no caerse, tuvo que apoyarse en la mesa. Al cabo de cinco minutos, el perro volvió a emitir un segundo aullido, más alto, más triste y más prolongado que el primero; luego, a igual distancia del segundo, un tercero, más fúnebre y más quejoso que los dos anteriores.
Pierre Munier, pálido, sin voz, con sudor en la frente, permaneció con los ojos fijos en la puerta sin dar un paso hacia ella, pero como un hombre que espera la desgracia y que sabe que es por ahí por donde va a entrar.
Al cabo de un instante oyó el ruido de pasos de un gran número de personas que se aproximaban a la casa. Eran lentos y medidos. Pareció al pobre padre que esos pasos eran los de hombres que seguían un cortejo fúnebre. Pronto la primera habitación pareció llenarse de gente; pero esa gente, fuera quien fuera, era muda. Sin embargo, en medio del silencio, el anciano creyó oír un quejido, y le pareció reconocer la voz de su hijo.
-¡Georges! -exclamó-. Georges, en nombre del cielo, ¿eres tú? ¡Responde, habla, ven!
-Aquí estoy, padre -dijo una voz débil y, sin embargo, tranquila-. ¡Aquí estoy!
Al mismo instante la puerta se abrió y Georges apareció. Al verlo apoyado en la puerta y tan pálido, Pierre Munier creyó por un segundo que era la sombra de su hijo que él había evocado y que ahora se le aparecía; de modo que en vez de ir hacia Georges, el anciano dio un paso atrás.
-En nombre del cielo -murmuró-, ¿qué tienes y qué te ha sucedido?
-Una herida grave, pero tranquilícese, padre, que, ya lo ve usted, puedo caminar y mantenerme en pie, pero no por mucho rato. -Luego añadió en voz muy baja-: ¡Ayúdame, Laíza, me fallan las fuerzas! -Y se dejó caer en los brazos del negro. Pierre Munier se precipitó hacia su hijo, pero Georges ya se había desmayado.
En efecto, con esa fuerza de voluntad que se había convertido en el signo distintivo del carácter de Georges, había querido, con todo lo débil y casi agonizante que estaba, aparecer de pie ante su padre, y esta vez no era por ese sentimiento de orgullo tan frecuente en él, sino porque, conociendo el amor profundo que el viejo sentía por él, temía que al verlo tendido el golpe que recibiera fuese fatal. A pesar de las protestas de Laíza, había abandonado las parihuelas con que los negros lo habían transportado relevándose a través de los desfiladeros de la montaña del Pouce; después, con un valor sobrehumano, con la poderosa voluntad que mandaba en él sobre la debilidad física, se había levantado, se había pegado a la pared, y, tal como había decidido que debía ser, había aparecido de pie ante su padre.
Y en efecto, como había pensado, el golpe había sido así menos violento para el anciano.
Pero esta voluntad de hierro se había doblegado, sin embargo, ante el dolor, y, agotado por el esfuerzo que había hecho, como ya hemos dicho, había caído desmayado en brazos de Laíza.
El dolor del padre fue algo terrible de ver, incluso para unos hombres; dolor sin queja, sin llanto, mudo, profundo y sombrío. Depositaron a Georges sobre un sofá. El anciano se arrodilló ante él, pasó un brazo por debajo de la cabeza de su hijo y esperó, con los ojos clavados en sus ojos cerrados, conteniendo la respiración ante su falta de aliento, sujetando la mano colgante del herido en su otra mano, sin preguntar nada, sin preocuparse por ningún detalle, sin informarse de ningún resultado; sabía todo lo necesario: su hijo estaba allí, herido, sangrando, desmayado; ¿qué necesidad tenía de saber nada y qué falta le hacían las causas ante tan terrible resultado?
Laíza seguía en pie, en el ángulo de un aparador, apoyado en su escopeta y mirando de vez en cuando por la ventana para ver si llegaba el día.
Los otros negros, que se habían retirado respetuosamente después de depositar a Georges en el sofá, estaban en la habitación de al lado y asomaban sus negras cabezas por la puerta; otros se habían agrupado fuera, delante de la ventana; muchos estaban heridos más o menos gravemente: pero ninguno parecía acordarse de su herida.
A cada instante, su número aumentaba, pues todos los fugitivos, después de dispersarse para evitar la persecución de los ingleses, habían regresado, por diferentes caminos, a la plantación, unos tras otros, como las ovejas diseminadas regresan al redil. A las cuatro de la mañana había unos doscientos negros alrededor de la casa.
Mientras tanto Georges había vuelto en sí y, con unas palabras, había intentado tranquilizar a su padre, pero con una voz tan débil que por muy feliz que se sintiera el padre oyéndolo hablar, éste le había indicado que callara; se había informado de qué tipo era la herida, y quién era el médico que lo había curado. Entonces, sonriendo y con un débil movimiento de cabeza, Georges le había señalado a Laíza.
Sabido es que en las colonias, algunos negros son considerados hábiles médicos, y que a veces hasta los colonos blancos mandan a buscarlos antes que a la gente del oficio; la razón es muy simple: estos hombres primitivos, semejantes a nuestros pastores, rivalizan a menudo en sus prácticas con los más hábiles doctores, pues, al estar en permanente contacto con la naturaleza, descubren, como los animales, algunos de sus secretos que permanecen ocultos a las miradas de los demás hombres. Y en efecto, Laíza era considerado en toda la isla un buen médico. Los negros atribuían su ciencia a la fuerza de ciertas palabras secretas o de ciertos encantos mágicos; los blancos, a su conocimiento de ciertas plantas cuyos nombres y propiedades sólo él conocía. Pierre Munier estuvo más tranquilo, pues, cuando supo que era Laíza quien había curado la herida de su hijo.
Mientras tanto se acercaba el momento en que se haría de día y, a medida que el tiempo transcurría, Laíza parecía más y más preocupado. Al fin, no pudo resistir más y, con el pretexto de tomar el pulso al enfermo, se acercó a él y le habló en voz baja.
-¿Qué le pregunta y qué es lo que quiere, amigo mío? -preguntó Pierre Munier.
-Lo que quiere, padre, tenemos que decírselo a usted: quiere que yo no caiga en manos de los blancos, y me pregunta si me siento con fuerzas para ser trasladado a la selva.
-¡Llevarte a la selva! -gritó el viejo-. ¡Con lo débil que estás! ¡Es imposible!
-Sin embargo, no hay otra alternativa, padre, a no ser que prefiera verme detenido ante sus ojos, y...
-¿Y qué? -preguntó Pierre Munier con angustia-. ¿Qué quieren de ti y qué pueden hacerte?
-¿Qué quieren de mí, padre? Vengarse de que un miserable mulato haya tenido la pretensión de luchar contra ellos y de que, por un instante, haya conseguido hacerles temblar. ¿Qué pueden hacerme? ¡Oh, casi nada! -añadió Georges sonriendo-. Pueden cortarme la cabeza en la llanura Verte.
El anciano palideció, y luego todo su cuerpo se estremeció. Era evidente que estaba librando un combate consigo mismo. Al fin, alzó la frente, sacudió la cabeza y, mirando al herido, murmuró:
-¡Entregarte! ¡Cortarte la cabeza! ¡Quitarme a mi hijo, matármelo! ¡Matar a mi Georges! Y todo porque es más guapo que ellos, más valiente que ellos, más culto que ellos... ¡Ah, sí! ¡Que vengan!...
Y el anciano, con una energía de la que, cinco minutos antes, nadie le habría creído capaz, se precipitó hacia su carabina colgada de la pared y, agarrando el arma inactiva desde hacía dieciséis años, grito:
-¡Sí, sí! ¡Que vengan, y ya veremos! ¡Ah! Señores blancos, se lo habéis quitado todo a este pobre mulato: le quitasteis su amor propio y no dijo nada; si le hubieseis quitado la vida, tampoco habría dicho nada; pero le queréis quitar a su hijo, ¡le queréis quitar a su hijo para encarcelarlo, para torturarlo, para cortarle la cabeza! ¡Oh! Vengan ustedes, señores blancos, y ya lo veremos. Hay cincuenta años de odio entre nosotros; vengan, vengan, ya es hora de que saldemos nuestras cuentas.
-¡Bien, padre, bien! -exclamó Georges incorporándose sobre su codo y mirando al viejo con ojos enfebrecidos-. ¡Bien! Ahora lo reconozco.
-Muy bien, sí, a la selva -dijo-, y ya veremos si osan seguirnos hasta allí. Sí, hijo mío, ven; son mejores los bosques que las ciudades. En ellos se está bajo la mirada de Dios; que sea él quien nos vea y nos juzgue. Y vosotros, hijos míos -continuó el mulato dirigiéndose a los negros-, ¿me habéis considerado siempre un buen amo?
-¡Oh, sí, sí! -exclamaron al unísono todos los negros. -¿Acaso no me habéis dicho cien veces que sentíais un afecto
por mí, no como esclavos, sino como hijos?
-¡Sí, sí!
-Pues bien, ha llegado el momento de demostrarme vuestro afecto.
-Ordena, amo, ordena -dijeron todos los negros.
-Entrad, entrad todos.
La habitación se llenó de negros.
-Mirad -prosiguió el anciano-, aquí está mi hijo que ha querido salvaros, daros la libertad, haceros hombres, y ésta es su recompensa. Y eso no es todo, ahora quieren quitármelo, herido, ensangrentado, agonizante; ¿queréis defenderle, queréis salvarlo? ¿Queréis morir por él y con él?
-¡Oh, sí, sí! -gritaron todas las voces.
-Entonces, ¡a la selva, a la selva! -dijo el anciano.
-¡A la selva! -gritaron todos los negros.
Entonces acercaron las parihuelas de ramas al sofá donde estaba tendido Georges, lo colocaron en ellas y cuatro negros agarraron los cuatro asideros. El joven salió de la casa acompañado por Laíza y se puso a la cabeza del cortejo; luego todos los negros lo siguieron. En último lugar salió Pierre Munier, dejando la casa abierta, abandonada y huérfana de toda criatura humana.
El cortejo, compuesto por unos doscientos negros, siguió durante un rato el camino que va de Port-Louis a Grand-Port; luego, tras una media hora de caminata, torció a la derecha, avanzando hacia la base del pico del Milieu, para así llegar a las fuentes del río Créoles.
Antes de internarse detrás de la montaña, Pierre Munier, que había permanecido en la retaguardia, se detuvo un instante, subió a un montículo y lanzó una última mirada a la hermosa plantación que abandonaba. De un vistazo abarcó las ricas llanuras de caña, de yuca, de maíz, los magníficos bosquecillos de pomelos, de yambos y de tacamacas, el espléndido horizonte de montañas que cerraba su inmensa hacienda como una muralla gigantesca. Pensó que habían sido necesarias tres generaciones de honrados hombres como él, laboriosos como él, apreciados como él, para hacer de aquella región el paraíso de la isla; exhaló un suspiro, enjugó una lágrima y, luego, apartando los ojos y sacudiendo la cabeza, se volvió, con la sonrisa en los labios, hacia las parihuelas donde le esperaba el hijo herido por quien abandonaba todo aquello.
XXIV
LA SELVA
Nacía el día mientras el grupo fugitivo alcanzaba las fuentes del río Créoles, y los rayos del sol oriental alumbraban la cumbre granítica del pico del Milieu; con el alba despertaba toda la po-blación de la selva. A cada paso, los tenrecs se removían bajo los pies de los negros y regresaban a sus madrigueras, los monos saltaban de rama en rama y alcanzaban los extremos más flexibles de los vacoas, de los filaos y de los tamarindos, y luego, colgándose de la cola y balanceándose, atravesaban una gran distancia para ir a agarrarse con una habilidad maravillosa a algún otro árbol que les diese un refugio más tupido. El gallo de los bosques se elevaba con gran alboroto, batiendo el aire con su vuelo pesado, mientras que los loros grises parecían mofarse de él con su voz burlona y el cardenal pasaba, cual llama voladora, rápido como un rayo y resplandeciente como un rubí. En fin, siguiendo su costumbre, la naturaleza, siempre joven, siempre despreocu-pada, siempre fecunda, parecía, por su serena tranquilidad y su sosegada alegría, una eterna ironía del ajetreo y los dolores del hombre.
Después de tres o cuatro horas de marcha, el grupo hizo un alto en una meseta al pie de una montaña sin nombre, cuya base va a morir a orillas del río. El hambre empezaba a hacerse sentir; pero, por suerte, durante el camino cada cual había cazado algo: unos, a bastonazos habían conseguido unos tenrecs que, en general, los negros aprecian bastante; otros habían matado algún mono o gallo; por último, Laíza había herido un ciervo, al que cuatro hombres habían perseguido y habían traído al cabo de una hora. Así pues, tenían provisiones para todo el grupo.
Laíza aprovechó el alto para sanar la herida de Georges; de vez en cuando se había apartado de las parihuelas para ir a recoger una hierba o una planta cuya propiedad sólo él conocía. Llegado al lugar de descanso, reunió su cosecha y colocó la preciosa colección que acababa de juntar en el hueco de una roca; con una piedra redondeada, trituró las plantas que había recogido más o menos como lo hubiese hecho en un mortero. Terminada esta operación, extrajo el zumo, mojó en él un trapo y, levantando el apósito que había puesto el día antes, colocó las compresas recién empapadas en la doble herida. En efecto, la bala, por fortuna, no se había incrustado en la herida, sino que había entrado un poco por debajo de la última costilla izquierda y había salido un poco por encima de la cadera.
Pierre Munier siguió esta operación con profunda ansiedad.
La herida era grave, pero no era mortal; es más, al examinarla bien, se podía ver que suponiendo que ningún órgano importante hubiera sido lesionado en el interior la curación sería más rápida quizá de lo que habría sido entre las manos de un médico de la ciudad. Sin embargo, el pobre padre no dejó de sentir todas las angustias que aquella visión debía de despertar en él, mientras que Georges, por el contrario, a pesar de los dolores que la cura debía de hacerle sentir, no movió ni una ceja, y reprimió hasta el menor temblor de la mano que su padre sujetaba entre las suyas.
Terminada la cura y acabada la comida, reanudaron la marcha. Se acercaban a la selva, pero aún tenían que llegar a ella. La pequeña tropa, retrasada por el traslado del herido que los acci-dentes del terreno hacían muy difícil, avanzaba muy lentamente y, desde que habían abandonado la casa, había dejado un rastro fácil de seguir.
Caminaron una hora más siguiendo la orilla del río Créoles, luego torcieron a la izquierda y se hallaron en la linde de la selva; porque hasta entonces no habían atravesado más que monte bajo: a medida que avanzaban, las mimosas se reproducían en numerosas matas, los helechos gigantescos crecían en los claros entre los árboles elevándose tan altos como ellos, y las lianas, de un grosor prodigioso, cayendo de lo alto de los tacamacas como serpientes agarrándose por la cola, empezaban a anunciar que estaban entrando en la región de la selva.
Pronto la vegetación se hizo más y más espesa; los troncos de los árboles se acercaron entre sí, los helechos se enlazaron unos con otros, las lianas formaron una especie de barrotes a través de los cuales el paso se hizo cada vez más dificultoso, sobre todo para los hombres que llevaban las parihuelas. A cada instante, Georges, testigo de las dificultades que presentaba la marcha, hacía un movimiento para bajarse, pero cada vez Laíza se lo prohibía con tal tono de firmeza, y su padre juntaba las manos con tal gesto de plegaria que, para no herir la entrega del uno ni contra-riar la ternura del otro, el enfermo volvía a su lugar y dejaba que hicieran nuevos intentos, que eran cada vez más penosos y a veces resultaban infructuosos durante un buen rato.
Sin embargo, las dificultades que experimentaban los fugitivos para penetrar en el interior de aquella selva virgen eran, para ellos, casi una garantía de seguridad, puesto que estas dificultades debían de ser aún mayores para quienes les perseguían, pues los que huían eran negros habituados a semejantes recorridos, mientras que los perseguidores eran soldados ingleses acostumbrados a maniobrar en el Campo de Marte y en el campamento de Lort.
Mientras tanto, llegaron a un lugar tan espeso, tan tupido y tan compacto, que toda tentativa de paso resultó inútil. Durante un buen rato la pequeña tropa bordeó aquella especie de muralla a través de la cual sólo el hacha habría podido abrir un túnel; pero este túnel, abierto por los unos, lo sería también para los otros, y si bien ofrecía una salida a la fuga, sería también un medio para la persecución.
Buscando y buscando, hallaron un ajoupa , donde había restos de un fuego aún humeante: era evidente que unos negros cimarrones rondaban por los alrededores, y a juzgar por lo reciente de las huellas que habían dejado, no debían de andar demasiado lejos.
Laíza rastreó la pista. Es conocida la habilidad de los salvajes para seguir, a través de grandes distancias, el rastro de un amigo o de un enemigo: Laíza, agachado en el suelo, encontró cada brizna de hierba doblada bajo el talón, cada piedra desplazada de su alvéolo por el choque del pie, cada rama desviada de su inclinación natural por la presión de un cuerpo al pasar; pero, al final, llegó a un lugar en que no había el menor rastro. Por un lado había un arroyo que descendía de la montaña e iba a unirse al río Créoles; por el otro lado, una masa de rocas, piedras y maleza semejante a un muro, en cuya cumbre la selva parecía más espesa aún que en cualquier otro lugar, y detrás de Laíza, el camino por el que había venido. Cruzó el arroyo y buscó en vano por el otro lado el rastro que lo había conducido hasta la orilla. Así pues, los negros, puesto que se trataba de varios, no habían ido más lejos.
Laíza intentó escalar el muro y lo consiguió; pero al llegar a lo alto reconoció la imposibilidad de que un grupo en el que había varios heridos siguiese ese camino. Volvió a bajar, pues, conven-cido de que los hombres a los que había ido siguiendo no podían estar lejos, emitió los diferentes gritos con los que los cimarrones suelen reconocerse entre ellos, y esperó.
Al cabo de un instante, le pareció que, entre la maleza más espesa que recubría las piedras que formaban el muro que acabamos de describir, veía un ligero temblor. Un hombre que no estuviera habituado a los misterios de la soledad habría interpretado aquella oscilación de las ramas como un capricho del viento; pero en tal caso el movimiento se habría producido desde el extremo hasta la base, mientras que por el contrario el movimiento parecía nacer en la base y moría en su extremo. Laíza no se dejó engañar, y su mirada se detuvo en el matorral. Su duda pronto se convirtió en certeza: a través de las ramas, había distinguido dos ojos inquietos que, tras otear todo el horizonte que podían abarcar, se fijaron en él. Entonces repitió la señal que ya había emitido una vez: de inmediato un hombre se deslizó como una serpiente entre las piedras separadas, y Laíza se encontró ante un negro cimarrón. Los dos negros no cambiaron más que unas palabras; luego Laíza volvió sobre sus pasos y se reunió con la pequeña tropa, que, guiada por él, hizo el mismo camino que él acababa de hacer, llegando así pronto al lugar donde había encontrado al negro.
Una abertura producida por el deslizamiento de unas piedras había procurado un paso en el muro que daba entrada a una inmensa gruta.
Los fugitivos pasaron de dos en dos a través de ese desfiladero fácil de defender. Después del último, el negro volvió a colocar las piedras en el mismo orden en que estaban antes, de modo que no se viera ninguna huella de su paso; luego, agarrándose a las zarzas y a las asperezas de las piedras, escaló el muro y desapareció en la selva. Doscientos hombres acababan de ser englutidos por las entrañas de la tierra sin que el ojo más penetrante pudiera decir por qué lugar habían pasado.
Bien por uno de esos azares naturales que se producen a veces sin que la mano del hombre haya intervenido para nada en los efectos que producen, bien, al contrario, por un largo y previsor trabajo de los cimarrones, la cumbre de la montaña, por cuyos flancos la pequeña tropa acababa de desaparecer, estaba defendida, por un lado, por una roca perpendicular semejante a una mu-ralla, y, por el otro, por ese seto gigantesco compuesto por troncos de árboles, lianas y helechos que antes había detenido la marcha de los fugitivos. La única entrada realmente practicable era, pues, la que hemos descrito y, como ya hemos dicho, este acceso desaparecía por completo detrás de las piedras que lo obstruían y la maleza que ocultaba las piedras: resultaba tan invisible que tanto los colonos armados por cuenta propia, como las tropas inglesas que, mandadas por el gobernador, perseguían a los cimarrones, habían pasado cientos de veces, sin verla, por delante de aquella abertura que sólo los esclavos fugitivos conocían.
Pero una vez al otro lado de la muralla, del seto o de la caverna, el aspecto del suelo cambiaba por completo. Seguían siendo grandes bosques, altas selvas, poderosos refugios, pero en medio de ellos sí era posible abrirse camino. Por lo demás, ninguna de las necesidades básicas de la vida faltaba en esas amplias extensiones: una cascada, que nacía en la cumbre del pico, caía majestuosamente desde sesenta pies de altura, y tras estallar, convirtiéndose en espuma, contra las rocas, a las que arañaba en su sempiterna caída, fluía durante un rato en forma de apacibles arroyos, luego se hundía en las entrañas de la tierra y reaparecía más allá del cerco; abundaban los ciervos, jabalíes, gamos, monos y tenrecs; y en los lugares, en que, a través de la inmensa bóveda del follaje, penetraban algunos rayos de sol, éstos iban a iluminar pomelos cargados de naranjas, o aguacates cargados de esos palmitos que tienen el rabillo tan débil que, cuando el fruto está maduro, cae con la menor sacudida o con el menor soplo de viento.
Si los fugitivos conseguían ocultar su retirada, podían esperar vivir allí sin que nada les faltase hasta el momento en que Georges se curara, pues entonces, tomaría una decisión u otra. Por lo de-más, fuese cual fuese la decisión del joven, los desdichados esclavos que el joven había convertido en compañeros suyos estaban decididos a compartir su fortuna hasta el fin.
Pero, a pesar de estar herido, Georges había conservado su sangre fría habitual y había examinado el escondite al que venía a pedir refugio calculando todo el partido que podía sacar de semejante posición para defenderla. Una vez al otro lado de la gruta, había mandado detener las parihuelas y, llamando a Laíza con una señal de la mano, le había indicado cómo, tras defender la boca exterior de ese desfiladero, se podía, con una trinchera, proteger la abertura interior y luego, además, minar la caverna con la pólvora que se había encargado de traer de Moka. El plan de la obra fue trazado y llevado a cabo de inmediato, pues Georges no ignoraba que, según todas las probabilidades, no le tratarían a él como a un fugitivo normal, y tenía demasiado orgullo para creer que los blancos no se considerarían victoriosos hasta que no lo tuvieran en su poder, atado de pies y manos.
Se pusieron, pues, a realizar la obra de defensa, que Georges presidió pasivamente y Pierre Munier activamente.
Mientras tanto, Laíza daba la vuelta a la montaña. En todas partes, como hemos dicho, estaba protegida, bien por empalizadas naturales, bien por rocas escarpadas; sólo en un lugar esas rocas eran abordables con escaleras de unos quince pies; además el camino que conducía a la base de esa muralla natural bordeaba un precipicio; este camino hubiese sido fácil de defender, pero el grupo era poco numeroso y necesitaba repartirse por demasiados puntos a la vez para que tomaran disposiciones militares fuera de lo que se podía llamar la fortaleza.
Laíza reconoció, pues, que era este punto y la entrada por la caverna los que debían ser protegidos con más cuidado. La noche se acercaba, así que dejó diez hombres en ese importante puesto y regresó a informar a Georges de su expedición alrededor de la montaña.
Halló a Georges en una especie de cabaña que le habían construido a toda prisa con ramas de árboles; la trinchera estaba ya casi cavada, y a pesar de la oscuridad que avanzaba rápidamente, seguían trabajando con ahínco.
Veinticinco hombres fueron repartidos como centinelas alrededor del recinto; debían relevarse cada dos horas. Pierre Munier se quedó en su puesto de la gruta y Laíza, tras poner un nuevo apósito en la herida de Georges, regresó al suyo.
Después, todos esperaron los nuevos acontecimientos que, sin duda, la noche iba a traer.
-Antonio -dijo Laíza-, a ningún blanco se le habría ocurrido utilizar un perro para perseguir a su propio amo; esta idea ha sido tuya.
El malayo exhaló un hondo gemido, y al cabo de un instante, como si hubiera esperado doblegar a su enemigo a fuerza de humildad:
-Bueno, sí -dijo-, fui yo. El Gran Espíritu me había abandonado, el orgullo de la venganza me volvió loco. Hay que tener piedad de un loco, Laíza; en nombre de tu hermano Nazim, per-dóname.
-¿Y quién denunció a Nazim cuando quiso huir? ¡Ah! Ése es un nombre que no has debido pronunciar, Antonio. Los cinco minutos han transcurrido ya. Malayo, vas a morir.
-¡Oh! ¡No, no, no! ¡No quiero morir! -dijo Antonio-. ¡Ten piedad, Laíza! ¡Piedad, amigos míos, piedad!
Pero, sin escuchar las quejas, las súplicas y los ruegos del condenado, Laíza sacó su cuchillo, y de un golpe, cortó las ataduras que sujetaban a Antonio; al instante, y obedeciendo una orden suya, los dos hombres soltaron la rama, que se tensó, levantando con ella al desdichado Antonio.
Un grito terrible, un grito supremo, un grito en el que parecían unirse todas las fuerzas del desespero, resonó y fue a perderse, lúgubre, solitario, desolado, en la profundidad de la selva: todo había terminado, y el cuerpo de Antonio no era más que un cadáver balanceándose en el extremo de una cuerda por encima del precipicio.
Laíza permaneció inmóvil por un instante mirando el movimiento vibratorio de la cuerda, que poco a poco se fue calmando; luego, cuando llegó a trazar sobre el azul del cielo una línea per-pendicular e inmóvil, prestó de nuevo atención a los ladridos del perro, que no estaba más que a unos quinientos pasos de la gruta; recuperó su escopeta, que había dejado apoyada en el suelo y volviéndose a los demás negros:
-Vámonos, amigos míos -dijo-, ya nos hemos vengado; ahora ya podemos morir.
Y, precediéndoles con paso rápido, caminó con ellos hacia la trinchera.
XXV
JUEZ Y VERDUGO
En efecto, en una guerra de sorpresas como la que se iba a desarrollar entre los sublevados y los adversarios que no dejarían de perseguirles, la noche debía ser el principal auxiliar del ataque y el terror de la defensa.
La noche en la que acababan de entrar era hermosa y serena; sin embargo, la luna, que estaba en cuarto menguante, no iba a aparecer hasta las once.
Para unos hombres menos preocupados por el peligro que corrían, y sobre todo menos acostumbrados a tales situaciones, habría sido un majestuoso espectáculo aquella degradación progresiva de la luz entre las vastas extensiones y el paisaje agreste que hemos intentado evocar. La oscuridad fue ascendiendo desde los lugares más bajos, subiendo como una marea por los troncos de los árboles, por los flancos de las rocas, por las laderas de la montaña, llevando el silencio con ella y expulsando poco a poco las últimas claridades del día, las cuales se refugiaron en la cumbre del pico, y se balancearon un instante como las llamas de un volcán para luego apagarse a su vez, sumergidas en aquel mar de tinieblas.
Sin embargo, para unos ojos habituados a la noche, aquella oscuridad no era completa; para unos oídos habituados a la soledad, aquel silencio no era absoluto. La vida no se apaga nunca del todo en la naturaleza; a los ruidos del día que se adormecen suceden los ruidos de la noche que van despertando: en medio del gran ruido que hacen, al mezclarse entre sí, el tremolar de las hojas y el quejido de los arroyos, surgen otros rumores, causados por la voz o los pasos de los animales de las tinieblas: voces sombrías, pasos furtivos e inesperados, que inspiran a los corazones más firmes una misteriosa emoción que la razón no puede combatir, porque la vista no la puede tranquilizar.
Ahora bien, ninguno de esos rumores confusos escapaba al oído experto de Laíza: cazador salvaje y, por consiguiente, hombre de la soledad y viajero de la noche. La noche y la soledad te-nían pocos misterios para sus ojos y pocos secretos para sus oídos: reconocía el crujido de los tenrecs royendo las raíces de los árboles, los pasos del ciervo yendo a su fuente habitual o el batir de las alas del murciélago en el claro. Dos horas transcurrieron sin que ninguno de aquellos ruidos pudiera sacarlo de su inmovilidad.
Por lo demás, cosa extraña, era en esa parte de la montaña, que a la sazón habitaban unos doscientos hombres, donde el silencio era más absoluto y donde la soledad parecía más completa. Los doce negros de Laíza estaban tendidos boca abajo en el suelo, de manera que él mismo apenas los distinguía en la oscuridad, aún más espesa por la sombra de los árboles, y aunque algunos dormían, hubiérase dicho que, durante su sueño, la prudencia retenía tanto su respiración que apenas se podía oír. En cuanto a él, apoyado de pie en un enorme tamarindo, cuyas ramas flexibles se proyectaban no sólo sobre el camino que bordeaba las rocas, sino también sobre el precipicio que se extendía más allá del camino, podía retar al ojo más adiestrado a que distinguiera su cuerpo del tronco del árbol gigante con el que, gracias a la noche y al color de su piel, se confundía por completo. Laíza llevaba casi una hora inmóvil y en silencio, cuando oyó detrás de él el ruido que los pasos de varios hombres hacen sobre un suelo sembrado de piedrecillas y de ramas secas; aquellos pasos, aunque precavidos, no parecían tener la pretensión de disimularse del todo: se volvió, pues, con bastante despreocupación, comprendiendo que debía de ser una patrulla que se acercaba a él. En efecto, sus ojos, acostumbrados a las tinieblas, distinguieron pronto a seis u ocho hombres que se aproximaban, y a la cabeza de ellos reconoció, por su elevada estatura y la ropa que llevaba, a Pierre Munier.
Laíza pareció despegarse del árbol en el que se había apoyado y camino hacia él.
-Y bien -le dijo-, ¿han regresado ya los hombres que en vio a patrullar?
-Sí. Los ingleses nos persiguen.
-¿Donde están?
-Estaban acampados hace una hora entre el pico del Milieu y las fuentes del río Créoles.
-¿Están sobre nuestro rastro?
-Sí. Mañana, probablemente, tendremos noticias suyas.
-Antes -respondió Laíza.
-¿Como, antes?
-Sí, si nosotros hemos enviado a nuestros rastreadores, ellos habrán hecho lo mismo.
-¿Y?
-Hay hombres merodeando por los alrededores.
-¿Como lo sabes? ¿Has oído sus voces? ¿Has reconocido sus pasos?
-No, pero he oído pasar un ciervo, y he reconocido, por la rapidez de su paso, que corría asustado.
-¿Crees, entonces, que hay algún rastreador observándonos?
-Estoy seguro... ¡Silencio!
-¿Qué? -Escuche...
-En efecto, oigo un ruido.
-Es el vuelo de un gallo de los bosques que está a doscientos pasos de nosotros.
-¿Por donde?
-Allá -dijo Laíza extendiendo el brazo en dirección a un bosquecillo cuyas copas se veían emerger del fondo del barranco-. Mire -prosiguió el negro-, allí está, a treinta pasos de nosotros, al otro lado del camino que pasa por debajo de las rocas.
-¿Y crees que es un hombre el que le ha hecho alzar el vuelo?
-Uno o varios -respondió Laíza-. No puedo precisar el número.
-No es eso lo que quería decir. ¿Crees que lo ha asustado una criatura humana?
-Los animales reconocen por instinto el ruido que hacen los demás animales, y no se asustan -respondió Laíza.
-¿Así pues?
-Así pues, se están acercando... ¡Eh! Escuche, ¿no oye? -añadió el negro bajando la voz.
-¿Qué es? -preguntó el anciano con la misma precaución.
-El ruido de una rama seca que acaba de quebrarse bajo el pie de uno de ellos... Silencio, ahora están tan cerca de nosotros que podrán oír el ruido de nuestra voz. Ocúltese detrás del tronco de ese tamarindo; yo vuelvo a mi puesto.
Y Laíza corrió al lugar que acababa de dejar, mientras Pierre Munier se deslizaba detrás del árbol y los negros que lo acompañaban, perdidos en la sombra de otros árboles, permanecían de pie, mudos e inmóviles como estatuas.
Se produjo un instante de silencio, durante el cual ningún movimiento perturbó la serenidad de la noche; pero apenas habían transcurrido unos segundos, cuando se oyó el ruido de una piedra que se desprendía del suelo y rodaba por la rápida pendiente del precipicio. Laíza sintió en su mejilla el aliento de Pierre Munier. Éste iba a hablar sin duda, pero el negro le aferró el brazo con tanta fuerza que el anciano comprendió que tenía que callarse, y se calló.
En ese mismo instante, el gallo de los bosques alzó el vuelo ruidosamente por segunda vez cacareando y, pasando por encima del tamarindo, alcanzó las zonas elevadas de la montaña.
El rastreador se hallaba apenas a veinte pasos de los hombres cuyo rastro, sin duda, andaba buscando. Laíza y Pierre Munier contenían la respiración; los demás negros parecían de mármol.
En ese momento, una luz plateada comenzó a iluminar las cimas de la cadena montañosa que, a través de los claros del bosque, se alzaban en el horizonte. Pronto apareció la luna detrás del ce-rro Créoles y empezó a avanzar por el cielo con su forma menguada.
Al contrario de las tinieblas que habían ascendido de abajo arriba, la luz descendía esta vez de arriba abajo; pero esta luz no alcanzaba más que los lugares descubiertos, dejando el resto de la selva, con la excepción de algunos trozos de suelo que iluminaba a través del follaje, en una profunda oscuridad. En ese momento, hubo un ligero movimiento en las ramas de un matorral que bordeaba el camino y se levantaba en lo alto del talud, cuya pendiente conducía, como ya hemos dicho, a un precipicio; luego, poco a poco, esas ramas se separaron y dejaron pasar la cabeza de un hombre.
A pesar de la oscuridad, que en ese lugar no era tan grande como en otras partes porque no estaba cubierto por el follaje de ningún árbol, Pierre Munier y Laíza vieron al mismo tiempo el movimiento del matorral, pues sus dos manos, que se buscaban, se encontraron y se apretaron al mismo tiempo.
El espía se quedó inmóvil por un instante; luego asomó de nuevo la cabeza, escrutó con la vista y el oído todo el espacio descubierto, hizo otro movimiento hacia adelante, y, tranquilizado por el silencio que le hacía creer en la soledad, se incorporó sobre las rodillas, escuchó otra vez y, como no veía ni oía nada, terminó por levantarse del todo.
Laíza apretó aún más fuerte la mano de Pierre Munier para pedirle mayor prudencia, pues, para él, ya no había duda de que aquel hombre estaba buscando su rastro. En efecto, al llegar al borde del camino, el rastreador nocturno se agachó de nuevo examinando el suelo, para ver si conservaba algún vestigio del paso de varios hombres; con la palma de la mano tocó la hierba para ver si no estaba aplastada; con la punta de los dedos tocó las piedras para asegurarse de que no habían sido desplazadas de sus alvéolos; por último, como si el aire hubiera podido conservar huellas de los dos que buscaba, levantó la cabeza, clavando la mirada en el tamarindo, detrás de cuyo tronco y bajo cuya sombra Laíza se ocultaba.
En ese momento, un rayo de luna que pasaba entre dos copas de árboles iluminó el rostro del espía.
Entonces, con un movimiento veloz como el rayo, Laíza soltó su mano derecha de la mano de Pierre Munier, y saltó para asir la punta de una de las ramas más flexibles del árbol que lo protegía y se precipitó, con la rapidez del águila que se abate sobre su presa, hasta el pie del peñasco. Entonces agarró al espía por la cintura y, volviendo a impulsar la rama con los pies, remontó con él como el águila remonta con la presa; luego, deslizando la mano por la rama de corteza lisa y pulida, cayó de nuevo al pie del árbol, en medio ,de sus compañeros, sujetando siempre a su prisionero, quien, con un cuchillo en la mano, intentaba en vano herir a su raptor, como la serpiente intenta en vano morder al rey de los aires, el cual, desde las profundidades de un pantano, se la lleva a su nido en el cielo.
Entonces, y a pesar de la oscuridad, todos reconocieron al prisionero nada más verlo: era Antonio el malayo. Todo había sucedido de un modo tan rápido e inesperado que el hombre no había emitido ni un solo grito.
Así pues, Laíza tenía en su poder, al fin, a su enemigo mortal; iba a castigar de un solo golpe al traidor y al asesino.
Lo tenía sujeto bajo su rodilla y lo miraba con esa terrible ironía del vencedor, en la que el vencido puede comprender que no tiene nada que esperar, cuando de repente se oyó a lo lejos el ladrido de un perro.
Sin soltar la mano con la que le apretaba la garganta, sin soltar la mano con la que le sujetaba el puño, Laíza alzó la cabeza y aguzó el oído hacia donde venía el ruido.
Laíza notó cómo Antonio se estremecía al oír los ladridos.
-Cada cosa a su tiempo -murmuró como si se hablara a sí mismo. Luego, dirigiéndose a los negros que lo rodeaban, dijo-: Atad a este hombre a un árbol. Tengo que ir a hablar con el señor Munier.
Los negros agarraron a Antonio por pies y manos y lo amarraron con lianas al tronco de un tacamaca. Laíza se aseguró de que estuviera bien atado y, acompañando al anciano unos pasos más allá, extendió la mano en la dirección en que se habían oído los ladridos por primera vez.
-¿Ha oído? -le dijo.
-¿Qué? -preguntó el anciano.
-El ladrido de un perro.
-No.
-Escuche, se está acercando.
-Sí, esta vez lo he oído.
-Nos están siguiendo como a ciervos.
-¿Crees que nos persiguen a nosotros?
-¿Y a quién quiere que sea?
-Puede ser un perro que se ha escapado y anda cazando por su cuenta.
-Después de todo también es posible -murmuró Laíza-; escuchemos.
Hubo un momento de silencio, tras el cual un nuevo ladrido resonó en la selva, más cercano que los dos anteriores.
-Nos persiguen a nosotros -dijo Laíza.
-¿En qué lo reconoces?
-No es el ladrido de un perro que caza -dijo Laíza-, es el aullido de un perro que busca a su amo. Los demonios habrán encontrado un perro encadenado en la cabaña de algún negro, y lo habrán tomado por guía; si el negro está con nosotros, estamos perdidos.
-Es el ladrido de Fiel -murmuró Pierre Munier estremeciéndose.
-Sí, sí, ahora lo reconozco -dijo Laíza-. Ya lo he oído antes: es un perro que aulló cuando, ayer por la noche llevamos a su hijo herido a Moka.
-En efecto, olvidé llevármelo cuando nos fuimos; sin embargo, si realmente fuese Fiel habría llegado más deprisa. ¡Escucha qué lentamente se aproxima!
-Lo llevan atado, lo siguen: quizá lleve un regimiento entero detrás. No hay que reprochárselo al pobre animal -añadió el negro de Anjouan sonriendo tristemente-, no puede ir más deprisa; pero, tranquilícese, llegará.
-Y bien, ¿qué debemos hacer? -preguntó Pierre Munier.
-Si usted tuviera un barco que le esperase en Grand-Port, como no estamos más que a ocho o diez leguas, le diría que aún tenemos tiempo de llegar, pero por ese lado no tiene ninguna po-sibilidad de fuga, ¿no es cierto?
-Ninguna.
-Entonces debemos luchar y, si es necesario -añadió con voz sombría-, morir defendiéndonos.
-Ven, pues -dijo Pierre Munier, que recuperaba todo su valor siempre que había que combatir-; ven, porque el perro les conducirá a la entrada de la gruta, pero, cuando estén allí, todavía les faltará entrar.
-está bien -dijo Laíza-, vaya a la trinchera.
-¿Por qué no vienes tú conmigo?
-¿Yo? Debo quedarme aquí unos minutos más.
-No obstante, ¿te reunirás con nosotros?
-Cuando suene el primer disparó de fusil, dése la vuelta y me verá a su lado.
El anciano tendió la mano a Laíza, pues el peligró común había borrado toda distancia entre ellos; luego se echó la escopeta al hombro y, seguido de su escolta, se encaminó a grandes pasos hacia la entrada de la gruta.
Laíza lo siguió con la mirada hasta que se perdió por completó en las tinieblas; luego, volviéndose hacia Antonio, a quien, obedeciendo su orden, los negros habían amarrado a un árbol, dijo:
-Bueno, malayo, ¡ya estamos los dos solos!
-¿Los dos? -dijo Antonio con voz trémula-. ¿Y qué quiere Laíza de su amigo y hermano?
-Quiero que recuerde lo que dijo la noche del Yamsé a la orilla del río Lataniers.
-Se dijeron muchas cosas, y mi hermano Laíza fue muy elocuente, pues todos se rindieron a sus palabras.
-Y entre todas esas cosas, ¿Antonio recuerda el juicio anticipado que se hizo a los traidores?
Antonio se estremeció de arriba abajo, y a pesar del color cobrizo de su piel, se le podría haber visto palidecer si hubiera sido de día.
-Parece que mi hermano ha perdido la memoria -prosiguió Laíza con un terrible tono de ironía -; pero yo se la voy a devolver. Se dijo que si hubiera un traidor entre nosotros, cualquiera de nosotros podría darle muerte, rápida o lentamente, suave o cruelmente. ¿Son éstas las palabras del juramento? ¿Las recuerda ahora mi hermanó?
-Las recuerdo -dijo Antonio con una voz apenas inteligible.
-Entonces contesta a las preguntas que voy a hacerte -dijo Laíza.
-No te concedo el derecho a interrogarme; tú no eres mi juez -protestó Antonio.
Luego, volviéndose hacia los negros que estaban tendidos a su alrededor en el suelo:
-Vosotros, levantaos y responded.
Los negros obedecieron, y surgieron diez o doce figuras negras que se dispusieron silenciosamente en semicírculo delante del árbol al que estaba amarrado Antonio.
-Son esclavos -exclamó Antonio-, y no debo ser juzgado por esclavos: yo no soy negro; yo soy libre. Es un tribunal el que debe juzgarme si es que he cometido algún crimen, no vosotros.
-Basta -dijo Laíza-. Primero te juzgaremos nosotros y después apelarás a quien quieras.
Antonio calló, y durante el momento de silencio que siguió a la exhortación que Laíza acababa de hacerle, se oyeron los ladridos del perro aproximándose.
-Puesto que el culpable no quiere contestar -dijo Laíza a los negros que rodeaban a Antonio-, responderéis vosotros por él... ¿Quién denunció la conspiración al gobernador porque otro, y no él, había sido nombrado jefe?
-Antonio el malayo -respondieron todos los negros al unísono con voz sorda.
-¡No es verdad! -gritó Antonio-. No es verdad, ¡lo juró, lo juro!
-¡Silenció! -dijo Laíza con el mismo tono imperativo. Y prosiguió-: ¿Quién, después de denunciar la conspiración al gobernador, disparó contra nuestro jefe, al pie de la Petite Montagne, el tiró que lo hirió?
-Antonio el malayo -respondieron todos los negros.
-¿Quién me vio? -exclamó el malayo-. ¿Quién se atreve a decir que fui yo? ¿Quién puede distinguir a un hombre de otro hombre en la noche?
-¡Silencio! -dijo Laíza. Luego, siguiendo con el mismo tono tranquilo e inquisitivo-: Y por último, después de denunciar la conspiración al gobernador, después de intentar asesinar a nuestro jefe, ¿quién venía de noche arrastrándose como una serpiente alrededor de nuestro escondite para descubrir una abertura por la que los ingleses pudiesen entrar?
-Antonio el malayo -contestaron todos, con el mismo tono de convicción que no habían abandonado ni un instante.
-Venía para unirme a mis hermanos -replicó el prisionero-;avenía para compartir su suerte cualquiera que fuese, lo juro, ¡lo juro!
-¿Creéis lo que dice? -preguntó Laíza.
-¡No! ¡No! ¡No! -repitieron todas las voces.
-Amigos míos, queridos amigos -dijo Antonio-, escuchadme, ¡os lo suplico!
-¡Silencio! -dijo Laíza. Y continuó con el mismo tono solemne que había mantenido hasta entonces y que indicaba la grandeza de la misión que se había impuesto-: Así pues, Antonio no es una vez, sino tres veces traidor; habría merecido tres veces la muerte si se pudiera morir tres veces. Antonio, prepárate a presentarte ante el Gran Espíritu, ¡porque vas a morir!
-¡Eso es un asesinato! -exclamó Antonio-, y no tenéis derecho a asesinar a un hombre libre; además, los ingleses no pueden andar lejos; les llamaré, gritaré. ¡A mí!... ¡A mí!... ¡Quieren matarme! Quieren...
Laíza agarró a Antonio por el cuello y ahogó los gritos entre sus dedos de hierro; luego, volviendo la cabeza hacia los negros, dijo:
-Preparad una cuerda.
Al oír esa orden que le presagiaba la suerte que le aguardaba, Antonio hizo un esfuerzo tan violento, que rompió una parte de las ataduras que lo retenían. Pero no pudo deshacerse de la más terrible de todas, la mano de Laíza. Sin embargo, al cabo de unos segundos, el negro entendió, por las convulsiones que sentía correr por todo el cuerpo de Antonio, que si seguía apretándole de esa forma, la cuerda pronto sería inútil. Así que soltó el cuello del prisionero, que dejó caer la cabeza sobre su pecho como un hombre agonizante.
-He dicho que te dejaría tiempo para presentarte ante el Gran Espíritu -dijo Laíza-: tienes diez minutos, prepárate. Antonio quiso pronunciar unas palabras, pero su voz le traicionó. Los ladridos del perro cada vez se oían más próximos.
-¿Dónde está la cuerda? -dijo Laíza.
-Aquí está -respondió un negro tendiendo a Laíza el objeto que pedía.
-¡Bien! -dijo.
Y habiendo terminado con el oficio de juez, comenzó con el de verdugo.
Laíza agarró una de las ramas más fuertes del tamarindo, la acercó a él, ató fuertemente uno de los extremos de la cuerda, hizo un nudo corredizo en el otro extremo y lo pasó por el cuello de Antonio, ordenó a dos hombres que sostuvieran la rama y, tras asegurarse de que el condenado, a pesar de haber roto dos o tres lianas que lo amarraban, todavía estaba sujeto, le invitó por se-gunda vez a prepararse para la muerte.
Esta vez el condenado había recuperado la palabra, pero, en lugar de usarla para implorar la misericordia de Dios, elevó la voz para apelar una vez más a la piedad de los hombres.
-Está bien. Sí, hermanos, sí, amigos -dijo cambiando de táctica, e intentando conseguir con una confesión la vida que no había conseguido con sus negaciones-; sí, soy culpable, lo sé, y tenéis derecho a tratarme como lo hacéis; pero perdonaréis a vuestro viejo amigo, ¿no es cierto? Al que tanto os hacía reír por las noches; al pobre Antonio que os contaba unas historias tan bonitas y os cantaba unas canciones tan alegres. ¿Qué será de vosotros sin él? ¿Quién os divertirá? ¿Quién os distraerá? ¿Quién os hará olvidar la fatiga de la jornada? ¡Piedad, amigos míos! ¡Piedad para el pobre Antonio! ¡La vida! Amigos míos, ¡de rodillas os pido que me deis la vida!
-¡Piensa en el Gran Espíritu! -dijo Laíza-. Sólo te quedan cinco minutos de vida, Antonio.
-En vez de cinco minutos, Laíza, mi buen Laíza -prosiguió Antonio con voz suplicante-, dame cinco años, y durante esos cinco años seré tu esclavo; te seguiré, estaré siempre a tus órdenes, estaré siempre dispuesto a obedecer tus instrucciones, y cuando no lo haga, cuando cometa el menor error, entonces me castigarás, y soportaré el látigo, las varas, la cuerda, sin quejarme, y diré que eres un buen amo, pues me habrás dado la vida. ¡Ay! ¡La vida! ¡Laíza, la vida!
-Escucha, Antonio -dijo Laíza-, ¿oyes los ladridos de ese perro?
-Sí. ¿Y crees que fui yo quien aconsejó que lo soltaran? Pues, ¡no! Te equivocas, te lo juro.
-Antonio -dijo Laíza-, a ningún blanco se le habría ocurrido utilizar un perro para perseguir a su propio amo; esta idea ha sido tuya.
El malayo exhaló un hondo gemido, y al cabo de un instante, como si hubiera esperado doblegar a su enemigo a fuerza de humildad:
-Bueno, sí -dijo-, fui yo. El Gran Espíritu me había abandonado, el orgullo de la venganza me volvió loco. Hay que tener piedad de un loco, Laíza; en nombre de tu hermano Nazim, per-dóname.
-¿Y quién denunció a Nazim cuando quiso huir? ¡Ah! Ése es un nombre que no has debido pronunciar, Antonio. Los cinco minutos han transcurrido ya. Malayo, vas a morir.
-¡Oh! ¡No, no, no! ¡No quiero morir! -dijo Antonio-. ¡Ten piedad, Laíza! ¡Piedad, amigos míos, piedad!
Pero, sin escuchar las quejas, las súplicas y los ruegos del condenado, Laíza sacó su cuchillo, y de un golpe, cortó las ataduras que sujetaban a Antonio; al instante, y obedeciendo una orden suya, los dos hombres soltaron la rama, que se tensó, levantando con ella al desdichado Antonio.
Un grito terrible, un grito supremo, un grito en el que parecían unirse todas las fuerzas del desespero, resonó y fue a perderse, lúgubre, solitario, desolado, en la profundidad de la selva: todo había terminado, y el cuerpo de Antonio no era más que un cadáver balanceándose en el extremo de una cuerda por encima del precipicio.
Laíza permaneció inmóvil por un instante mirando el movimiento vibratorio de la cuerda, que poco a poco se fue calmando; luego, cuando llegó a trazar sobre el azul del cielo una línea per-pendicular e inmóvil, prestó de nuevo atención a los ladridos del perro, que no estaba más que a unos quinientos pasos de la gruta; recuperó su escopeta, que había dejado apoyada en el suelo y volviéndose a los demás negros:
-Vámonos, amigos míos -dijo-, ya nos hemos vengado; ahora ya podemos morir.
Y, precediéndoles con paso rápido, caminó con ellos hacia la trinchera.
XXVI
LA PERSECUCIÓN DE LOS NEGROS
Laíza no se había equivocado, y el perro, siguiendo el rastro de su dueño, había guiado a los ingleses derecho a la boca de la gruta; una vez allí, se había lanzado entre los matorrales y se había puesto a rascar y a morder las piedras. Los ingleses comprendieron que habían llegado al término de su recorrido. De inmediato mandaron avanzar a unos soldados armados de picos, que enseguida se pusieron manos a la obra. Al cabo de un instante habían practicado una abertura lo suficientemente ancha para que un hombre pudiera pasar por ella.
Un soldado se introdujo para mirar por el hueco abierto. Al instante se oyó un disparo, y el soldado cayó con el pecho atravesado por una bala; un segundo hombre sustituyó al primero, y cayó como él; un tercero se adelantó también y corrió la misma suerte.
Era evidente que los sublevados, dando ellos mismos la señal de ataque, estaban decididos a realizar una defensa desesperada. Los asaltantes empezaron a tomar sus precauciones: protegién-dose lo más que pudieron, ensancharon la brecha de modo que pudieran pasar varios hombres a la vez: los tambores redoblaron y los granaderos se presentaron con la bayoneta calada. Pero los sitiados tenían gran ventaja sobre ellos, y al instante la brecha quedó llena de muertos, y tuvieron que sacar a los cadáveres para poder realizar un nuevo asalto.
Esta vez los ingleses penetraron hasta la mitad de la caverna, pero sólo consiguieron dejar un número mayor de muertos que el de la primera vez; protegidos por las trincheras que había mandado cavar Georges, los negros, dirigidos por Laíza y Pierre Munier, disparaban sobre seguro.
Mientras tanto, Georges, impedido por su herida, tendido en la cabaña, maldecía la inactividad a la que se veía reducido; el olor a pólvora que lo rodeaba, el ruido del tiroteo que chisporroteaba en su oído, todo, hasta el redoble incesante de los tambores ingleses, le daba esa fiebre ardiente del combate que hace que el hombre se juegue la vida por un capricho del azar. Pero aquí era mucho peor, pues no era una causa ajena la que se debatía, no era el antojo de un rey que hubiera que defender o el honor de una nación que hubiera que vengar: no, era su propia causa lo que aquellos hombres defendían, y él, Georges, el hombre de corazón valiente, el hombre de carácter emprendedor, no podía hacer nada, ni con sus actos, ni siquiera con sus consejos; y mordía el colchón sobre el que estaba acostado, y lloraba de rabia.
En el segundo ataque, cuando los ingleses penetraron hasta la mitad de la gruta, realizaron, desde el punto al que habían llegado, algunas descargas contra las trincheras; y como la cabaña donde Georges estaba acostado se hallaba situada directamente detrás de ellas, dos o tres balas atravesaron silbando las paredes de follaje. Este ruido, que habría asustado a cualquiera, consoló y enorgulleció a Georges; así él también corría peligro, y si bien no podía causar la muerte de nadie, sí podía al menos morir. Por un momento los ingleses cesaron el ataque; pero era evidente que preparaban un nuevo asalto: por los golpes sordos del pico, se entendía que no habían abandonado su proyecto en absoluto. En efecto, al cabo de un instante, una parte de las paredes externas de la caverna se desmoronó y la boca se vio agrandada el doble; de inmediato el tambor se puso a redoblar de nuevo y, bajo la luz de la luna, las bayonetas brillaron por tercera vez a la entrada de la caverna.
Pierre Munier y Laíza se miraron; evidentemente, en esta ocasión la lucha iba a ser terrible.
-¿Cuál es su último recurso? -preguntó Laíza.
-La gruta está minada -dijo el anciano.
-En ese caso todavía tenemos alguna posibilidad de salvación; pero en el momento decisivo, haga lo que yo le diga o estamos perdidos, pues con un herido no hay retirada posible.
-Muy bien, pues que me maten junto a él -dijo el anciano.
-Más vale que se salven los dos.
-Juntos?
-Juntos o por separado, ¡qué más da!
-No abandonaré a mi hijo, Laíza, te lo advierto.
-Lo abandonará, si ése es el único medio de salvarlo.
-¿Qué quieres decir?
-Más tarde me explicaré. -Y volviéndose a los negros-: ¡Vamos, amigos! Ha llegado el momento supremo. Fuego sobre los casacas rojas y no malgastéis ni un solo disparo; dentro de una hora la pólvora y las balas serán escasas.
Al instante estalló el tiroteo. Los negros son, en general, excelentes tiradores; así que ejecutaron al pie de la letra la recomendación de Laíza, y las filas inglesas comenzaron a clarear; pero a cada descarga las filas se volvían a estrechar con una disciplina admirable, y la columna, retardada por la dificultad del pasaje, seguía avanzando por el subsuelo. Además, los ingleses no disparaban ni un tiro; esta vez parecían decididos a apoderarse del atrincheramiento a golpe de bayoneta.
La situación, aunque grave para todos, lo era doblemente para Georges, debido a la impotencia a la que estaba condenado. Primero se incorporó sobre un codo, luego se puso de rodillas y por último consiguió ponerse en pie; pero, al llegar a este punto, su debilidad era tan grande que parecía que la tierra se abriese bajo él, y tenía que agarrarse con las manos a las ramas que lo rodeaban. Aun reconociendo el valor de los pocos hombres fieles que lo acompañaban en su destino hasta el final, no podía evitar admirar el valor frío e impasible de los ingleses, que seguían marchando como en un desfile, aunque a cada paso que daban se viesen obligados a cerrar las filas. Al fin comprendió que esta vez no retrocederían y que, en cinco minutos, a pesar del fuego que salía del atrincheramiento, iban a abordarlo. En ese momento, la idea de que era por él, que estaba obligado a permanecer como espectador impasible del combate, por quien todos aquellos hombres iban a dejarse matar sintió remordimientos; intentó dar un paso adelante para lanzarse entre los combatientes y entregarse, ya que, según todas las probabilidades, era sólo a él a quien querían, y así terminar con la carnicería; pero se dio cuenta de que no podría recorrer ni una tercera parte de la distancia que le separaba de los ingleses. Quiso gritar a los sitiados que cesaran el fuego, y a los sitiadores que no siguieran adelante, que él se rendía: pero su voz debilitada se perdió en el ruido del tiroteo. Además, en ese momento, vio a su padre ponerse en pie y, con la mitad de su estatura, sobrepasar la altura de las trincheras; luego, con una rama de abeto ardiendo en la mano, el anciano dio unos pasos hacia los ingleses, y, en medio del tiroteo y el humo, acercó al suelo la extraña antorcha. De inmediato un reguero de fuego corrió por tierra y desapareció hundiéndose en el suelo; al cabo de unos segundos, la tierra se agitó, se oyó una explosión terrible, un cráter flameante se abrió bajo los pies de los ingleses, la bóveda de la gruta se desplomó y se hundieron las rocas que pesaban sobre ella. En medió de los gritos del regimiento que aún estaba al otro lado de la abertura, el paso subterráneo desapareció en lo que se había convertido en un inmenso caos.
-Y ahora-dijo Laíza-, no tenemos ni un segundo que perder.
-¡Ordena! ¿Qué hay que hacer?
-Huya hacia Grand-Port, intente hallar asilo en un navío francés; yo me encargo de Georges.
-Ya te lo dije, no abandonaré a mi hijo.
-Y yo le dije que lo haría, porque quedándose aquí lo perderá.
-¿Qué quieres decir?
-Los ingleses aún tienen a su perro, así que lo seguirán a usted a todas partes, lo obligarán a meterse en lo más espeso de la selva, lo alcanzarán en lo más profundo de las cuevas, y Georges, herido, pronto será atrapado. Pero si usted huye solo, ellos creerán que su hijo lo acompaña; entonces se concentrarán en usted, será a usted a quien persigan, a quien quizá alcancen. Yo, mientras tanto, aprovecharé la noche; con cuatro hombres de confianza me llevaré a Georges por otro lado; alcanzaremos los bosques que rodean el cerro del Bambú. Si usted tiene entonces algún medio para salvarnos, alumbre un fuego en la isla de los Pájaros, y nosotros descenderemos en una balsa la Grande-Rivière, y usted vendrá con una chalupa a recibirnos en la desembocadura.
Pierre Munier había escuchado ese plan con los ojos fijos, la respiración contenida, apretando las manos de Laíza entre las suyas; luego, tras las últimas palabras, le echó los brazos al cuello:
-¡Laíza! ¡Laíza! -exclamó-. Sí, sí, te entiendo, ése es el único medio: toda la jauría inglesa detrás de mí, eso es, y tú salvas a mi Georges.
-Lo salvo o muero con él -dijo Laíza-, eso es todo lo que puedo prometerle.
-Y sé que mantendrás tu promesa. Espera sólo que vaya a besar una vez más a mi hijo, y luego me iré.
-No, no -dijo Laíza-, si lo ve usted, ya no querrá dejarle; si él sabe que usted se expone para salvarle la vida, no querrá permitirlo; ¡váyase, váyase! Y vosotros, todos, seguidle; sólo cuatro hombres se quedan conmigo, los más fuertes, los más robustos, los más fieles.
Una docena de hombres se presentaron.
Laíza escogió a cuatro; luego, como Pierre Munier no conseguía ponerse en marcha:
-¡Los ingleses! ¡Los ingleses! -dijo al anciano-; dentro de un momento los ingleses estarán aquí.
-Así pues, ¿en la desembocadura de la Grande-Rivière? -preguntó Pierre.
-Sí, si no nos han matado o capturado.
-¡Adiós, Georges, adiós! -gritó Pierre Munier.
Y, seguido por los negros que quedaban, se encaminó en dirección a la montaña Créoles.
-Padre -exclamó Georges-, ¿adónde va?, ¿qué hace?, ¿por qué no viene a morir con su hijo? Padre, espéreme, aquí estoy.
Pero Pierre Munier estaba ya lejos, y estas últimas palabras, sobre todo, fueron pronunciadas con una voz tan débil que el anciano no pudo oírlas.
Laíza corrió junto al herido; lo halló de rodillas.
-¡Padre! -murmuró Georges.
Y cayó desmayado.
Laíza no perdió el tiempo; este desvanecimiento era casi una suerte. Sin duda, Georges, gozando del uso de razón, no habría querido disputar su vida por más tiempo a quienes lo perseguían; habría considerado su fuga aislada como vergonzosa. Pero su debilidad lo ponía en manos de Laíza. Éste lo acostó aún desvanecido en las parihuelas; cada uno de los negros que se habían quedado con él agarró uno de los asideros, y él mismo, caminando delante para mostrarles el camino, se dirigió hacia la región de los Trois-Îlots, donde pensaba, siguiendo el curso de la Grande-Rivière, alcanzar el pico del Bambú.
No habían recorrido ni un cuarto de legua cuando oyeron los ladridos del perro.
Laíza hizo un gesto y los portadores se detuvieron. Georges seguía desvanecido, o al menos tan débil que no parecía prestar atención alguna a cuanto ocurría.
Lo que Laíza había previsto estaba sucediendo; los ingleses habían escalado el recinto, y pensaban utilizar al perro para alcanzar a los fugitivos una segunda vez como ya habían hecho en la primera ocasión.
Hubo un momento de angustia, durante el cual Laíza escuchó los ladridos del perro; durante unos minutos los ladridos se oyeron procedentes de un mismo lugar. El perro había llegado donde se había producido el combate; luego, dos o tres veces, los ladridos se aproximaron. El perro iba de las trincheras a la cabaña, donde Georges, herido, había permanecido durante un tiempo y donde su padre lo había visitado; al final, los ladridos se alejaron hacia el sur: era la dirección que había tomado Pierre Munier; la estratagema de Laíza había tenido éxito, los perseguidores se ha-bían equivocado de pista, seguían al padre y abandonaban al hijo.
La situación pareció agravarse aún más porque, durante aquel instante de alto, los primeros rayos del día habían empezado a aparecer y la misteriosa oscuridad de la selva empezaba a disol-verse. Cierto es que si Georges hubiera estado sano y salvo, ágil y fuerte como era, el problema habría sido menor, pues astucia, valor y destreza habrían aparecido en iguales proporciones entre los perseguidos y los perseguidores; pero la herida de Georges hacía que la partida fuera desigual, y Laíza no se ocultaba a sí mismo que la situación era de lo más crítica.
Un temor lo acuciaba en especial: que los ingleses hubiesen tomado como auxiliares a esclavos adiestrados en la captura de negros cimarrones, algo que era probable, y que les hubiesen hecho alguna promesa, como la de la libertad, por ejemplo, si Georges caía en sus manos. Perdería así una parte de la ventaja que le confería el ser hombre de la naturaleza, pues esos otros hombres eran hijos de la naturaleza como él, y para ellos, la soledad tampoco tenía secretos ni la noche misterios.
Así que pensó que no tenía ni un segundo que perder y, en cuanto sus inquietudes sobre la dirección que habían tomado los que les perseguían quedaron despejadas, se puso de nuevo en marcha, encaminándose siempre hacia el este.
La selva tenía un aspecto extraño. Todos los animales parecían compartir la preocupación del hombre: el tiroteo, que había resonado durante toda la noche, había despertado a los pájaros en las ramas, a los jabalíes en sus revolcaderos, a los antes en las breñas; todo estaba en movimiento, todos salían corriendo asustados, y hubiérase dicho que todos los seres animados estaban presos de una especie de vértigo. Así caminaron dos horas, al cabo de las cuales hubo que hacer un alto: los negros habían combatido toda la noche y no habían comido desde el día anterior a las cuatro. Laíza se detuvo bajo las ruinas de un ajoupa que, sin duda, había servido aquella noche misma de guarida a algún cimarrón, pues, al remover un montón de cenizas que parecían el resultado de una larga estancia, hallaron fuego.
Tres de los negros se pusieron a cazar tenrecs. El cuarto se ocupó de reavivar el fuego. Laíza buscó hierbas para renovar el apósito del herido.
Aun siendo tan fuerte de cuerpo, tan poderoso de mente, el alma de Georges, no obstante, había sido vencida por la materia: tenía fiebre, estaba delirando, ignoraba lo que sucedía a su alrededor y no podía ayudar a quienes intentaban salvarlo, ni con consejos ni con actos.
Sin embargo, el curarle la herida pareció procurarle un poco de descanso. En cuanto a Laíza, no parecía sometido a ninguna necesidad física de la naturaleza. Hacía sesenta horas que no había dormido y parecía no tener sueño; hacía veinte horas que no había comido y parecía no tener hambre.
Los negros regresaron uno tras otro trayendo seis u ocho tenrecs que se dispusieron a asar en la gran hoguera que su compañero había alumbrado; el humo que ocasionaba preocupaba un tanto a Laíza, pero pensó que, como no había dejado ningún rastro detrás de sí, tenía que estar por lo menos a dos o tres leguas del lugar donde se había producido el combate, y, aun suponiendo que el humo fuera descubierto, lo sería en un sitio lo suficientemente alejado como para que tuvieran tiempo de huir antes de que les alcanzasen.
Cuando la comida estuvo lista, los negros llamaron a Laíza, quien, hasta entonces, había estado sentado junto a Georges. Laíza se levantó y, dirigiendo la mirada hacia el grupo con el que se disponía a unirse, observó que uno de los negros tenía en el muslo una herida que aún sangraba. Toda su seguridad desapareció en ese instante: habían podido seguir su rastro como se sigue a un ante herido, no porque supieran la importancia de la captura que podían hacer si les seguían, sino porque un prisionero, fuese quien fuese, era demasiado importante, debido a la información que podía dar, como para que los ingleses no hicieran todo lo posible por capturarlo.
En el momento en que esta reflexión se imponía en su mente, y cuando iba a abrir la boca para mandar a los cuatro negros agachados en torno al fuego que se pusieran en marcha de nuevo, un bosquecillo, más espeso que el resto de la vegetación y en el cual sus ojos inquietos ya se habían fijado más de una vez, se iluminó, se oyó un fuerte tiroteo y cinco o seis balas pasaron silbando a su alrededor. Uno de los negros cayó con la cara en el fuego, los otros tres se levantaron; pero al cabo de cinco o seis pasos, uno de ellos también cayó, luego otro más a diez pasos de distancia. Sólo el cuarto escapó sano y salvo y desapareció en la selva.
En cuanto vio el humo y oyó el ruido de los disparos y el silbido de las balas, Laíza corrió al lugar donde se hallaba el lecho de Georges, y tomando al herido en sus brazos, como si fuera un niño, se internó en la selva, sin que su carrera se viese estorbada ni un momento por el peso que acarreaba.
Pero enseguida ocho o diez soldados ingleses, escoltados por cinco o seis negros, surgieron del bosquecillo y empezaron a perseguir a los fugitivos, en uno de los cuales habían reconocido a Georges, al que sabían herido. Tal como Laíza había imaginado, la sangre los había guiado. Habían llegado, siguiendo su rastro, hasta media distancia a tiro de fusil de la ajoupa, y allí, habían apuntado, con el arma apoyada, y como se ha visto, habían apuntado bien, puesto que tres negros de cuatro habían sido, si no muertos, al menos puestos fuera de combate.
Entonces empezó una carrera desesperada; pues, por grandes que fuesen la fuerza y la agilidad de Laíza, era evidente que si no conseguía desaparecer de la vista de quienes lo perseguían éstos terminarían dándole alcance; por desgracia, se le presentaban dos caminos casi igualmente fatales: internándose en la espesura, los bosques podían ser tan tupidos que le fuese casi imposible ir más lejos; lanzándose por los claros, se entregaría al fuego de sus enemigos. A pesar de todo, optó por tomar este último partido.
En los primeros minutos, por el vigor de su impulso, Laíza se había creído fuera de alcance, y si sólo se hubiera enfrentado a unos ingleses, sin duda habría logrado escapar; pero le perseguían también unos negros, aunque a pesar suyo, empujados por las bayonetas de los soldados, y tenían que seguir adelante; corrían tras unas presas humanas, a las que perseguían si no por entusiasmo, sí al menos por miedo.
Ocasionalmente, cuando a través de los árboles descubrían a Laíza, estallaban disparos, y se veían las balas rozando los troncos a su alrededor, o surcando la tierra bajo sus pasos; pero, como por encanto, ninguna de esas balas le alcanzó, y su paso se aceleró, si así se puede decir, en proporción al peligro del que acababa de escapar.
Al fin llegaron al borde de un claro: había que subir una pendiente casi descubierta, poblada de árboles en lo alto; al llegar a la cumbre de esta cuesta, podría desaparecer detrás de alguna roca, deslizarse por una hondonada y sustraerse así a la vista de los que le perseguían; pero también, durante el espacio que separaba los árboles, Laíza quedaba al descubierto y expuesto al fuego.
Pero no había que vacilar: lanzarse a la derecha o lanzarse a la izquierda era perder terreno; el azar hasta entonces había sido favorable a los fugitivos, la misma suerte podía seguir acompañándoles.
Laíza se precipitó hacia el claro, y quienes le perseguían, viendo la oportunidad que se les presentaba de disparar al descubierto, redoblaron su velocidad. Llegaron a la linde. Laíza estaba a unos ciento cincuenta pasos de ellos.
Entonces, como si alguien hubiese dado la orden, se detuvieron todos, apuntaron la bayoneta e hicieron fuego. Laíza no dio señales de haber sido alcanzado y prosiguió su carrera. Los soldados aún tenían tiempo de recargar las armas antes de que desapareciese; introdujeron a toda prisa un cartucho en el cañón de su fusil.
Mientras tanto, Laíza iba ganando mucho terreno; era evidente que si escapaba a la segunda descarga como había escapado a la primera y si alcanzaba el bosque sano y salvo, todas las probabilidades estarían de su parte. Apenas veinticinco pasos lo separaban de la linde del bosque, y durante ese instante de parada, había ganado ciento cincuenta pasos sobre sus adversarios. De repente, desapareció en una hondonada. Pero, por desgracia, la sinuosidad no se prolongaba ni a derecha ni a izquierda; la siguió, sin embargo, tanto como pudo, para despistar a sus enemigos; pero llegado al extremo de la pequeña hondonada, cuyo parapeto le había protegido, se vio obligado a subir de nuevo al talud y, por consiguiente, a reaparecer. En ese momento, diez o doce disparos de fusil estallaron a un tiempo, y los cazadores de hombres creyeron verle tambaleándose. En efecto, después de dar aún algunos pasos, Laíza se detuvo, se tambaleó de nuevo, cayó sobre una rodilla, sobre las dos, depositó en el suelo a Georges, que seguía desvanecido y, luego, poniéndose de nuevo en pie, se volvió hacia los ingleses, extendió ambas manos hacia ellos con un gesto de última amenaza y de suprema maldición y, sacándose el cuchillo del cinturón, se lo hundió hasta la empuñadura en el pecho.
Los soldados se precipitaron profiriendo grandes gritos de alegría, como hacen los cazadores al acosar una presa. Durante unos segundos más Laíza siguió en pie; luego, de pronto, cayó como un árbol descuajado; la hoja del cuchillo le había atravesado el corazón.
Al llegar hasta los dos fugitivos, los soldados hallaron a Laíza muerto y a Georges agonizante: con un último esfuerzo, Georges, para no caer vivo en manos de sus enemigos, se había arrancado el apósito de su herida, y la sangre le brotaba a borbotones.
Laíza, además de la herida de cuchillo que se había infligido él mismo en el corazón, había recibido una bala que le atravesaba el muslo y otra que le atravesaba el pecho de parte a parte.
XXVII
EL ENSAYO
Todo cuanto aconteció durante los dos o tres días que siguieron a la catástrofe que acabamos de relatar no dejó más que un vago recuerdo en la memoria de Georges; su mente, extraviada por el delirio, no guardaba más que vagas percepciones que no le permitían ni calcular el tiempo ni encadenar los acontecimientos entre sí. Pero una mañana se despertó como de un sueño agitado por horribles pesadillas y, al abrir los ojos, se dio cuenta de que se hallaba en la cárcel.
El cirujano mayor del regimiento destacado en Port-Louis estaba a su lado.
Mientras tanto, apelando a todos sus recuerdos, Georges había conseguido recuperar en grandes bloques los acontecimientos sucedidos, como quien vislumbra entre la niebla lagos, montañas y bosques; todo se hacía presente en su mente hasta el momento en que había sido herido. Tampoco su entrada en Moka y su marcha con su padre habían huido por completo de su memoria, pero a partir de la llegada a la selva, todo era vago, difuso, semejante a un sueño. Sin embargo, la realidad incontestable, positiva y fatal era que se hallaba en manos de sus enemigos.
Georges era demasiado orgulloso para hacer ninguna pregunta, demasiado altivo para pedir ningún favor. No pudo, pues, saber nada de lo ocurrido; entretanto, en el fondo de su corazón tenía dos terribles preocupaciones.
¿Se había salvado su padre?
¿Lo seguía amando Sara?
Estos dos pensamientos llenaban todo su ser: cuando uno de ellos se alejaba era para dejar paso al otro; eran dos mareas incesantes que subían una tras otra para golpear su corazón; era un flujo y un reflujo constante.
Pero nada de esta tormenta del alma se reflejaba en el exterior. El rostro de Georges se mantenía pálido, frío y sereno como el de una estatua de mármol, y eso, no sólo frente a quienes le visitaban en su cárcel, sino también frente a sí mismo.
Cuando el médico hubo reconocido que el herido estaba suficientemente fuerte para soportar un interrogatorio, lo hizo saber a la autoridad y, al día siguiente, el juez de instrucción, acompa-ñado de un escribano, se presentó ante Georges. Éste todavía no podía abandonar el lecho, pero no dejó de hacer los honores de su habitación a los dos magistrados con una paciencia llena de dignidad; reclinándose sobre un codo, declaró que estaba dispuesto a responder a cuantas preguntas le hiciesen.
Nuestros lectores conocen demasiado bien el carácter de Georges para pensar que ni por un instante se le ocurriese negar ninguno de los hechos que se le imputaban. No sólo respondió con la mayor veracidad a todas las preguntas hechas, sino que además se comprometió, no para aquel mismo día, pues se sentía aún muy débil, sino para el día siguiente, a dictar él mismo al escribano la historia detallada de toda la conspiración. La oferta era demasiado generosa para que la justicia la rechazara.
Georges tenía un doble objetivo al hacer esa proposición: en primer lugar, acelerar la marcha del proceso y, después, cargar él con toda la responsabilidad.
Al día siguiente se presentaron de nuevo los dos magistrados. Georges les ofreció el relato que había prometido; pero como pasaba por alto las proposiciones que Laíza le había hecho, el juez de instrucción lo interrumpió, haciéndole observar que omitía una circunstancia en su descargo, la cual, dada la muerte de Laíza, no podía inculpar a nadie.
Así fue cómo Georges supo de la muerte de Laíza y las circunstancias que habían acompañado su muerte; pues, para él, como ya hemos dicho, toda esa parte de su vida se mantenía en la oscuridad.
No pronunció ni una sola vez el nombre de su padre, y el nombre de su padre no fue pronunciado ni una sola vez, ni, con mucha más razón, como es natural, el nombre de Sara.
Esta declaración de Georges hacía completamente inútil cualquier otro interrogatorio. El joven dejó, pues, de recibir visitas, con la excepción del doctor.
Una mañana, al entrar, el médico halló a Georges en pie.
-Señor -le dijo-, le había prohibido que se levantara hasta dentro de unos días; está usted muy débil.
-Querido doctor -respondió Georges-, me ofende confundiéndome con los acusados vulgares que retrasan cuanto pueden el día del juicio; pero yo, se lo confieso francamente, tengo prisa por terminar y, en conciencia, ¿cree usted que valga la pena curarse bien para morir? A mí me parece que tener suficiente fuerza para subir al patíbulo es todo lo que los hombres pueden pedirme y todo lo que puedo pedirle a Dios.
-Pero ¿quién le dice que le van a condenar a muerte? -dijo el doctor.
-Mi conciencia, doctor. He jugado una partida en la que me había apostado la cabeza; he perdido y estoy dispuesto a pagar, eso es todo.
-No importa -dijo el doctor-, mi opinión es que todavía necesita unos días de cuidados antes de exponerse a las fatigas de los debates y a las emociones de un juicio.
Pero aquel mismo día Georges escribió al juez de instrucción que estaba completamente repuesto y, por consiguiente, a disposición de la justicia.
Dos días después empezaron las sesiones.
Georges, al llegar ante los jueces, miró con inquietud a su alrededor, y vio con alegría que era el único acusado. Luego su mirada recorrió con seguridad toda la sala; la ciudad entera asistía a la audiencia, con la excepción del señor de Malmédie, Henri y Sara.
Algunos asistentes parecían compadecerse del acusado; pero la mayor parte de rostros no tenían más expresión que la del odio satisfecho.
Georges, por su parte, estaba tranquilo y altivo como siempre. Su atuendo era, como de costumbre, una levita y una corbata negras, un chaleco y un pantalón blancos.
Lucía sus dos cintas anudadas en el ojal.
Le habían nombrado un abogado de oficio, porque él se había negado a elegir uno; no tenía intención siquiera de dejar que alguien intentara defender su causa.
Lo que Georges dijo no fue una defensa, fue la historia de toda su vida: no ocultó que había regresado a la Isla de Francia con la intención de combatir, por todos los medios posibles, el prejuicio que pesaba sobre los hombres de color; no dijo, sin embargo, ni una palabra de las causas que habían acelerado la ejecución de su proyecto.
Un juez le dirigió algunas preguntas relaciónadas con el señor de Malmédie, pero Georges solicitó permiso para no responder.
A pesar de las facilidades que dio al tribunal, los debates duraron tres días; aun cuando no tienen nada que decir, los abogados necesitan hablar.
El fiscal habló durante cuatro horas. Fulminó a Georges, quien escuchó toda aquella larga invectiva con la mayor serenidad, inclinando la cabeza de vez en cuando en señal de aceptación. Luego, cuando el discurso del Ministerio Público hubo terminado, el presidente le preguntó si tenía algo que decir.
-Nada -respondió Georges-, excepto que el señor fiscal ha sido muy elocuente.
El fiscal se inclinó a su vez.
El presidente anunció que los debates habían concluido, y Georges fue conducido de nuevo a su prisión, ya que la sentencia debía ser emitida en ausencia del acusado, siéndole comunicada a él posteriormente.
Georges entró en la cárcel y pidió papel y tinta para escribir su testamento. Como los juicios ingleses no conllevan la confiscación de bienes, podía disponer de su fortuna. Dejó al doctor que lo había atendido tres mil libras esterlinas; al director de la cárcel, mil libras esterlinas; a cada uno de los carceleros, mil piastras. Era una fortuna para cada uno de estos donatarios.
Dejó a Sara un pequeño anillo de oro que había heredado de su madre. Cuando iba a poner su nombre al final del documento, entró el escribano. Georges se levantó con la pluma en la mano y el hombre leyó la sentencia. Tal como había temido, le habían condenado a la pena de muerte.
Terminada la lectura, Georges saludó, se volvió a sentar y firmó el testamento sin que fuera posible advertir la más ligera alteración entre la letra del cuerpo del acta y la de la firma.
Después fue ante un espejo y se miró para ver si estaba más pálido que antes. Era el mismo rostro, pálido pero tranquilo. Se sintió contento de sí mismo y se sonrió murmurando:
-Vaya, yo creía que sería más emocionante el oír que se está condenado a muerte.
El doctor fue a verle y le preguntó, por costumbre, cómo se encontraba.
-Pues muy bien, doctor -le contestó Georges-. Ha hecho usted un trabajo espléndido, y es una pena que no le den tiempo para terminarlo.
Entonces se informó de si el modo de ejecución había cambiado desde la ocupación inglesa: seguía siendo el mismo, y esta seguridad complació a Georges; no era la indigna horca de Londres ni la inmunda guillotina de París. No, la ejecución en Port-Louis tenía un aire pintoresco y poético que no humillaba a Georges. Un negro, haciendo de verdugo, decapitaba con un hacha. Así habían muerto Carlos I y María Estuardo, Cinq-Mars y de Thou. El modo de ejecución está muy relacionado con la manera con que se soporta la muerte. Luego inició con el doctor una discusión fisiológica sobre la probabilidad de sufrimiento físico después de la decapitación; el doctor sostenía que la muerte era instantánea, pero Georges era de la opinión contraria, y citó dos ejemplos para apoyar su tesis. Una vez, en Egipto, había visto decapitar a un esclavo; el condenado estaba de rodillas, el verdugo le cortó la cabeza de un solo tajo, y la cabeza salió rodando hasta siete u ocho pasos de distancia; al instante el cuerpo se levantó sobre los pies, dio dos o tres pasos sin sentido agitando los brazos al aire, y volvió a caer, no muerto del todo, sino aún agonizante. Otro día que, en el mismo país, asistía a una ejecución parecida, con su eterna voluntad de investigación, se apoderó de la cabeza en el mismo instante en que acababa de ser separada del cuerpo, y levantándola por los cabellos hasta la altura de su boca, le preguntó en árabe: «¿Sufres?» Ante esta pregunta, el ojo del condenado se abrió y sus labios se movieron intentando articular una respuesta. Georges estaba, pues, convencido de que la vida se mantenía, por unos instantes al menos, después de la ejecución.
El doctor terminó aceptando su opinión, pues también era la suya; sin embargo, había creído su deber dar al condenado el poco consuelo que pudiera darle la promesa de una muerte dulce y fácil.
La jornada transcurrió para Georges como habían transcurrido las precedentes, con la diferencia de que escribió a su padre y a su hermano. Por un momento tomó la pluma para escribir a Sara, pero, por un motivo u otro, se detuvo, apartó el papel y dejó caer la cabeza entre las manos. Permaneció mucho rato así, y si alguien le hubiera visto alzar la frente, lo cual hizo con el movimiento altivo y orgulloso que le era habitual, se habría dado cuenta de que sus ojos estaban ligeramente enrojecidos y que una lágrima mal enjugada temblaba en la punta de sus largas pestañas negras.
Y es que, desde el día en que en casa del gobernador había rechazado casarse con la hermosa criolla, no sólo no la había vuelto a ver, sino que ni siquiera había oído hablar de ella. No obstante, no podía creer que ella lo hubiera olvidado.
Cayó la noche. Georges se acostó a su hora acostumbrada y se durmió con el mismo sueño que las demás noches: por la mañana, al levantarse, mandó llamar al director de la prisión.
-Señor -le dijo-, tengo un favor que pedirle.
-¿Cuál? -preguntó el director.
-Querría charlar un rato con el verdugo.
-Necesito la autorización del gobernador.
-¡Ah! -dijo Georges sonriendo-, pídasela de mi parte.
Lord Murrey es un gentleman y no le negará esta gracia a un viejo amigo.
El director salió prometiendo hacer lo que le solicitaba. Tras el director entró un sacerdote.
Georges tenía las ideas religiosas que tienen hoy en día los hombres de nuestra época, es decir, que aun descuidando las prácticas externas de la religión, era, en el fondo de su corazón, profundamente impresionable ante las cosas santas: así, una iglesia sombría, un cementerio aislado o un ataúd que pasase eran para su alma impresiones ciertamente más graves de lo que hubiese sido uno de esos acontecimientos que a menudo trastocan la mente del común de los mortales. El sacerdote era uno de esos ancianos venerables que no se molestan en convencerte, sino que hablan con convicción; era uno de esos hombres que, criados en los grandes escenarios de la naturaleza, han buscado y hallado al Señor en sus obras; era, en fin, uno de esos corazones serenos que atraen a los corazones dolientes para consolarlos tomando para sí una parte de sus dolores.
A las primeras palabras que Georges y el anciano intercambiaron, se tomaron de la mano.
Era una charla íntima y no una confesión lo que el anciano reclamaba del joven; pero, aunque altanero frente a la fuerza, Georges era humilde ante la debilidad. Georges se acusó de su orgullo: era, como el de Satanás, su único pecado, y como a Satanás, su pecado lo había llevado a la perdición. Pero también, en aquella hora, era el orgullo lo que le sostenía, lo que le hacía fuerte, lo que le hacía grande.
Es cierto que la grandeza según los hombres no es la grandeza según Dios.
Veinte veces el nombre de Sara acudió a los labios del joven, pero siempre arrojó el nombre hasta lo más hondo de su corazón, ese oscuro abismo donde se amontonaban tantas emociones, aunque su rostro, como una capa de hielo, tapase su profundidad.
Mientras el sacerdote y el condenado hablaban, se abrió la puerta y apareció el director.
-El hombre que ha solicitado ver -dijo- está aquí y aguarda a que pueda usted recibirlo.
Georges palideció un tanto, y un leve estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Sin embargo, fue casi imposible notar lo que acababa de sentir.
-Dígale que pase -dijo.
El sacerdote quiso retirarse, pero Georges lo retuvo.
-No, quédese; lo que tengo que decir a este hombre puede decirse delante de usted.
Quizá aquella alma orgullosa necesitaba, para conservar toda su fuerza, tener un testigo de lo que iba a suceder. Un negro de gran estatura y de proporciones hercúleas entró en la habitación: iba desnudo, excepto por su camisola, que era de tela roja; sus grandes ojos sin expresión denotaban la ausencia de toda inteligencia. Se volvió hacia el director, que le había hecho entrar, y mirando alternativamente al sacerdote y a Georges preguntó:
-¿De cuál de los dos se trata?
-Del joven -respondió el director, y salió.
-¿Es usted el ejecutor? -dijo Georges con frialdad.
-Sí -respondió el negro.
-Muy bien. Venga aquí, amigo mío, y contésteme.
El negro dio dos pasos hacia adelante.
-¿Sabe que me ejecutará mañana? -dijo Georges.
-Sí -contestó el negro-; a las siete de la mañana.
-¡Ah! Es a las siete de la mañana. Gracias por la información.
Había pedido esos detalles pero se negaron a dármelos. Pero no se trata de eso.
El sacerdote se sintió desfallecer.
-No he visto nunca una ejecución en Port-Louis -dijo Georges-, y como deseo que las cosas salgan bien, le he mandado a buscar para que hagamos juntos lo que, en términos teatrales, se llama un ensayo.
El negro no entendía; Georges se vio obligado a explicarle más claramente lo que deseaba.
Entonces el negro representó el tajo con un taburete, condujo a Georges a la distancia del tajo donde debía arrodillarse, le indicó el modo en que debía colocar la cabeza y le prometió cortársela de un solo hachazo.
El anciano quiso levantarse para irse; no tenía fuerzas para soportar aquella extraña prueba, en la que ambos protagonistas mantenían la misma impasibilidad, uno por el envilecimento de su mente, el otro por la fortaleza de su corazón. Pero las piernas no lo sostuvieron y volvió a caer en la butaca.
Una vez dadas y recibidas las informaciones mortuorias, Georges se sacó del dedo un diamante.
-Amigo mío -dijo al negro-, como no tengo dinero aquí y no quiero que haya perdido el tiempo por nada, tome esta sortija.
-Tengo prohibido aceptar cosas de los condenados -dijo el negro-, pero sí puedo heredarlas; déjese la sortija en el dedo y mañana, cuando esté muerto, se la sacaré.
-¡Muy bien! -dijo Georges.
E, impasiblemente, se volvió a colocar la sortija en el dedo.
El negro se fue.
Georges se volvió hacia el sacerdote, que estaba pálido como la muerte.
-Hijo mío -dijo-, me siento dichoso de haber encontrado un alma como la suya: es la primera vez que acompaño a un condenado al patíbulo. Temo desfallecer. Usted me sostendrá, ¿verdad?
-No se preocupe, padre -respondió Georges.
Era el párroco de una pequeña iglesia situada en la carretera, en la que los condenados suelen detenerse para oír misa por última vez. Se trataba de la iglesia de San Salvador.
El sacerdote se fue también, prometiendo regresar por la noche. Georges quedó solo.
Lo que pasó entonces por el alma y el rostro de ese hombre nadie lo sabe; tal vez la naturaleza, implacable acreedora, recuperó sus derechos; tal vez fue tan débil como fuerte acababa de ser; tal vez, una vez caído el telón que separa al público del actor, toda su aparente impasibilidad desapareció para dejar paso a una auténtica angustia. Pero es probable que no fuera así, pues, cuando el carcelero volvió a abrir la puerta para llevarle la cena, lo halló liando un cigarrillo con tanta calma y serenidad como hubiera podido hacerlo un hidalgo en la Puerta del Sol, o un fashionable en el bulevar de Gante.
Georges cenó como de costumbre; llamó, no obstante, al carcelero para encargarle que le prepararan un baño para el día siguiente a las seis, y que lo despertaran a las cinco y media.
A menudo, al leer en un libro de historia o en un periódico que habían despertado a tal o cual condenado el día de su ejecución, a menudo, decíamos, Georges se había preguntado si aquel condenado, al que habían tenido que despertar, estaba realmente dormido. Había llegado el momento de descubrirlo él mismo, y en este punto iba a saber a qué atenerse. A las nueve, cuando llegó el sacerdote, Georges estaba acostado leyendo. El cura le preguntó cuál era el libro en el que buscaba una preparación para la muerte, si era el Fedón o la Biblia. Georges se lo mostró. Era Paul et Virginie.
¡Qué cosa tan extraña que, en ese terrible momento, fuera precisamente esa plácida y poética historia la que el condenado hubiera escogido!
El sacerdote estuvo hasta las once con Georges. Durante esas dos horas, fue casi siempre el joven quien estuvo hablando, explicando al cura cómo entendía él a Dios y desarrollando su teoría sobre la inmortalidad del alma: en las circunstancias ordinarias de la vida Georges era elocuente; durante aquella velada suprema, fue sublime. Era el condenado quien enseñaba; era el sacerdote quien escuchaba. A las once, Georges recordó al padre que había llegado la hora y le hizo notar que, para tener todas sus fuerzas la mañana siguiente, le era preciso descansar.
En el momento en que el anciano salió, un violento combate pareció iniciarse en el corazón del joven; volvió a llamar al sacerdote y éste entró de nuevo, pero Georges, haciendo un gran es-fuerzo, dijo:
-Nada; nada, padre.
Mentía; era otra vez el nombre de Sara que pedía escaparse por su boca.
Pero también esta vez el anciano salió sin haberlo oído.
Al día siguiente, cuando, a las cinco y media, el carcelero entró en el cuarto, halló a Georges profundamente dormido.
-Era cierto -dijo éste al despertar-, un condenado puede dormir la última noche.
Pero ¿hasta qué hora había permanecido en vela para llegar a ese resultado? Nadie lo sabe.
Le trajeron el baño.
En ese momento entró el doctor.
-Ya lo ve, doctor -dijo-, sigo las reglas de la Antigüedad:
los atenienses tomaban un baño justo antes de ir al combate.
-¿Cómo se encuentra? -le preguntó el médico. Era una de esas preguntas banales que se hacen cuando no se sabe qué decir.
-Pues muy bien -respondió Georges sonriendo-. Empiezo a creer que no moriré debido a mi herida.
Entonces tomó su testamento bien sellado y se lo entregó.
-Doctor -añadió-, le he nombrado mi albacea. Encontrará en este papel tres líneas que le atañen: he querido dejarle un recuerdo mío.
El hombre se secó una lágrima y balbuceó unas palabras de agradecimiento.
Georges se metió en el baño.
-Doctor -le dijo al cabo de un instante-, en estado normal, ¿cuántas veces por minuto late el pulso de un hombre sano y tranquilo?
-Pues de sesenta y cuatro a sesenta y seis veces -contestó.
-Tome el mío -dijo Georges-; tengo curiosidad por saber el efecto que la proximidad de la muerte produce en mi sangre. El doctor sacó su reloj, tomó la muñeca del condenado y contó las pulsaciones.
-Sesenta y ocho -dijo al cabo de un minuto.
-Bueno, bueno -dijo Georges-. Estoy bastante satisfecho.
¿Y usted, doctor?
-¡Es milagroso! -respondió éste-. ¿Es que es usted de hierro? Georges sonrió con orgullo.
-¡Ay, señores blancos! -dijo-. ¿Tienen prisa por verme morir? Me imagino que sí; quizá necesitaban una lección de valor.
Pues se la voy a dar.
Entró el carcelero anunciando al condenado que eran las seis.
-Querido doctor -dijo Georges-, ¿me permite que salga del baño? Pero no se aleje mucho, me alegrará poder estrecharle la mano antes de abandonar la cárcel.
El hombre se retiró.
Una vez solo, el joven salió del baño, se puso un pantalón
blanco, botas de charol y una camisa de batista cuyo cuello dobló él mismo. Luego se acercó a un pequeño espejo, y se atusó los cabellos, el bigote y la barba con tanto o quizá más cuidado de lo que hubiera hecho para ir a un baile. A continuación fue a llamar a la puerta para indicar que estaba listo.
El cura entró y lo miró. Jamás había estado tan hermoso: sus ojos lanzaban destellos, su frente parecía fulgurante.
-¡Oh! Hijo mío, hijo mío -dijo el anciano-, guárdese del orgullo El orgullo ha perdido su cuerpo, procure que no pierda también su alma.
-Usted rezará por mí, padre -dijo Georges-, y estoy seguro de que Dios no tiene nada que negar a las oraciones de un hombre tan santo.
Entonces vio al verdugo que permanecía en la sombra de la puerta.
-¡Ah! ¿Es usted, amigo mío? -dijo-. Acérquese.
El negro iba envuelto en una gran capa bajo la cual ocultaba el hacha.
-¿Corta bien su hacha? -preguntó Georges.
-Sí -contestó el verdugo-, no se preocupe.
-¡Está bien! -dijo el condenado.
Notó entonces que el negro buscaba en su mano el diamante que le había prometido el día antes, y cuyo engaste se había girado, por casualidad, hacia adentro.
-No se preocupe usted tampoco -dijo girando el engaste hacia afuera-, tendrá usted el anillo. Es más, para que no tenga la molestia de sacármelo, tenga...
-Y le dio el anillo al sacerdote, indicándole con un gesto que estaba destinado al verdugo.
Luego fue hacia un pequeño secreter, lo abrió y sacó dos cartas; eran las dos cartas que había escrito, una para su padre, la otra para su hermano.
Las entregó al sacerdote.
Una vez más pareció que iba a decirle algo, le puso la mano sobre el hombro, lo miró fijamente, movió los labios como si fuera a hablar, pero también esta vez su voluntad fue más fuerte que su emoción, y el nombre que quería escaparse de su pecho fue a morir en su boca, tan débil que nadie lo oyó.
En ese momento sonaron las seis.
-¡Vamos! -dijo Georges. Y salió de la prisión seguido por el sacerdote y el verdugo. Al final de la escalera halló al doctor, que lo aguardaba para darle su último adiós.
Georges le tendió la mano e, inclinándose, le dijo al oído:
-Le encomiendo mi cuerpo.
Y salió resueltamente hacia el patio.
XXVIII
LA IGLESIA DE SAN SALVADOR
En la puerta de la calle, como es natural, se agolpaban los curiosos. Los espectáculos son escasos en Port-Louis, y todo el mundo había querido ver, si no morir, al menos pasar al condenado.
El director de la prisión había preguntado a Georges de qué modo deseaba ser conducido al patíbulo, y él le había respondido que deseaba ir a pie. Su deseo le fue concedido: era una última gentileza del gobernador.
Ocho artilleros a caballo lo aguardaban a la puerta. En todas las calles por las que debía pasar estaban apostados los soldados ingleses a ambos lados de la calle para vigilar al prisionero y con-tener a los curiosos.
Cuando apareció se oyó un gran rumor; contrariamente a lo que Georges esperaba, no era el tono del odio lo que dominaba en el ruido que acogió su presencia; había de todo, pero sobre todo interés y piedad. Y es que siempre ejerce una poderosa fascinación el hombre apuesto y orgulloso que se enfrenta a la muerte.
Georges caminaba con paso firme, la cabeza alta y el rostro sereno; pero debemos decirlo, en aquel momento algo terrible estaba sucediendo en su corazón.
Pensaba en Sara.
En Sara que no había intentado verle, que no le había escrito ni una nota, que no le había mandado ni un recuerdo.
En Sara, en quien él había creído y a quien debía su última decepción.
Es cierto que con el amor de Sara habría lamentado perder la vida; pero el olvido de la muchacha era la hez de su cáliz. Además, unto a su amor traicionado, murmuraba su orgullo frustrado. Había fracasado en todo; su superioridad no lo había conducido a ningún fin.
El resultado de toda aquella larga lucha era el patíbulo, hacia donde ahora caminaba abandonado por todos.
Cuando hablasen de él dirían: «Era un insensato.»
De vez en cuando, mientras caminaba, mientras miraba, una sonrisa pasaba por sus labios, como respondiendo a sus pensamientos. Esa sonrisa, aunque semejante por fuera a todas las son-risas, era muy amarga por dentro. Y sin embargo él esperaba a Sara en todas las esquinas, la buscaba en todas las ventanas.
Ella, que había dejado caer su ramo ante él cuando, a lomos de Antrim, corría, vencedor, hacia el triunfo, ¿no dejaría caer una lágrima en su camino cuando marchaba, vencido, hacia el patíbulo?
Pero no veía nada por ninguna parte.
Recorrió así la calle de París en toda su longitud; luego torció a la derecha y se encaminó hacia la iglesia de San Salvador. Estaba cubierta de velos negros como para un cortejo fúnebre: se trataba, en efecto, de algo parecido. Un condenado que marcha hacia el patíbulo, ¿qué otra cosa es si no un cadáver viviente?
Al llegar ante la puerta, Georges se estremeció. Junto al buen sacerdote que lo esperaba bajo el porche se hallaba una mujer vestida de negro y cubierta también con un velo del mismo color.
¿Qué hacía allí esa mujer vestida como una viuda? ¿Qué esperaba?
A pesar suyo, Georges aceleró el paso; sus ojos estaban clavados en la desconocida y no podían despegarse de ella. A medida que se aproximaba, su corazón latía con más y más fuerza; su pulso, tan tranquilo ante la muerte, se volvía febril ante esa mujer.
En el momento en que pisaba el primer escalón de la pequeña iglesia, ella dio un paso adelante al encuentro de Georges, que subió los cuatro escalones de un salto, le levantó el velo, lanzó un gran grito y cayó de rodillas.
Era Sara.
Ella tendió la mano con un movimiento lento y solemne; y se produjo un gran silencio entre la muchedumbre.
-Escuchad -dijo-, en el umbral de la iglesia en la que está entrando, en el umbral de la tumba a la que está a punto de entrar, delante de Dios y de los hombres, os pongo a todos por testigos de que yo, Sara de Malmédie, pido al señor Georges Munier si quiere tomarme por esposa.
-¡Sara! -exclamó Georges estallando en sollozos-. ¡Eres la más digna, la más noble, la más generosa de todas las mujeres! -Se levantó entonces, y rodeándola con su brazo como si temiera perderla, dijo-:
-Ven, mi viuda.
Y la condujo al interior de la iglesia.
Si hubo alguna vez un triunfador orgulloso de su victoria, ése fue Georges. En un instante, en un segundo, todo había cambiado para él; con una palabra, Sara acababa de situarlo por encima de todos los hombres que lo miraban pasar sonrientes. Ya no era un pobre insensato, incapaz de alcanzar un objetivo imposible, que moría antes de haberlo conseguido; era un vencedor abatido en el momento de la victoria; era Epaminondas arrancándose la mortal jabalina del pecho, pero viendo huir al enemigo con su última mirada. Así pues, con el único poder de su voluntad, con la única influencia de su valor personal, él, un mulato, había conseguido el amor de una mujer blanca, y, sin dar un paso hacia ella, sin intentar influir en su ánimo ni con una palabra, ni con una carta, ni con una señal, aquella mujer había ido a esperarlo en el camino al patíbulo y, allí, delante de todos, cosa que quizá no se había visto jamás en la isla, lo había elegido como esposo.
Ahora ya podía morir; ya tenía la recompensa de su larga lucha; se había batido cuerpo a cuerpo con el prejuicio, y, aunque lo había herido de muerte, el prejuicio había muerto en la lucha.
Todos estos pensamientos refulgían en la frente de Georges mientras llevaba a Sara.
Ya no era un condenado dispuesto a subir al patíbulo, era un mártir que se elevaba hacia el cielo.
Unos veinte soldados estaban en fila dentro de la iglesia; cuatro vigilaban el coro. Georges pasó entre ellos sin verlos y fue a arrodillarse con Sara ante el altar.
El sacerdote comenzó la misa nupcial, pero Georges no escuchaba sus palabras, sujetaba la mano de Sara y, de vez en cuando, se volvía hacia la muchedumbre y les dedicaba una mirada de soberano desprecio. Después se volvía hacia Sara, pálida y desfallecida, cuya mano sentía estremecerse entre la suya, y la envolvía toda entera con una mirada llena de gratitud y de amor, mientras ahogaba un suspiro; pues se imaginaba, él que iba a morir, lo que sería una vida entera pasada al lado de una mujer como ella.
¡Habría sido el cielo!, pero el cielo no está hecho para los vivos.
La misa seguía su curso, cuando Georges, dándose la vuelta, vio a Miko-Miko que hacía cuanto podía, no con palabras, sino con gestos, para ablandar a los soldados que protegían la entrada del coro, y para llegar hasta Georges. Era una última muestra de abnegación que venía a pedir una mirada, un apretón de manos como recompensa. El condenado se dirigió en inglés al oficial y le pidió que diera al buen chino permiso para llegar hasta él.
No había ningún inconveniente en concederle ese deseo; así pues, ante una señal del oficial, los soldados se apartaron y MikoMiko se precipitó hacia el coro.
Ya hemos visto qué gratitud sentía el pobre vendedor por Georges desde el día en que lo había conocido. Este sentimiento había hecho que fuera a buscarlo cuando estaba prisionero en la Policía; ahora se lo manifestaba por última vez al pie del patíbulo.
Miko-Miko se echó a las rodillas de Georges y éste le tendió la mano. El chino tomó esa mano entre las suyas y apoyó sus labios en ella; pero, al mismo tiempo, Georges sintió que el vendedor le deslizaba un nota, y se estremeció. De inmediato, como si el chino no hubiese pedido más que ese último favor y, satisfecho de haberlo conseguido, no desease nada más, se alejó sin pronunciar una sola palabra.
Georges, con la nota en la mano, frunció el entrecejo. ¿Qué significaba esto?
No cabía duda de que esa nota tenía una gran importancia, pero Georges no se atrevió a mirarla.
De vez en cuando, al ver a Sara tan bella, tan abnegada, tan desinteresada por cualquier amor terrestre, un dolor inaudito nunca experimentado antes se apoderaba del corazón de Georges y lo oprimía como una garra de hierro, porque, muy a su pesar, al pensar en la dicha que perdía, se apegaba a la vida, y aunque sentía su alma dispuesta a subir al cielo, sentía su corazón encadenado a la tierra. Entonces le asaltaba el terror de morir en el desespero.
Además, esa nota que le quemaba la mano, esa nota que no se atrevía a leer por miedo a que lo vieran los soldados que lo custodiaban, esa nota parecía tener que anunciar una esperanza, aunque en su situación toda esperanza fuese insensata.
Sin embargo, estaba impaciente por leerla, pero gracias al dominio sobre sí mismo que seguía manteniendo, su impaciencia no se traducía en ningún signo externo; únicamente su mano crispada apretaba el papel con tanta fuerza que se clavaba las uñas en la carne.
Sara rezaba.
Estaban en el momento de la consagración. El sacerdote alzó la hostia consagrada, el monaguillo hizo sonar las campanillas y todos se arrodillaron.
Georges aprovechó ese momento y, al arrodillarse también, abrió la mano.
La nota contenía esta única línea: «Estamos aquí. Estáte preparado.»
La primera frase estaba escrita por la mano de Jacques; la segunda, por la mano de Pierre Munier.
En ese instante, cuando Georges, asombrado y solo en medio de la muchedumbre, levantaba la cabeza y miraba alrededor, la puerta de la sacristía se abrió por completo: ocho marineros se precipitaron dentro, agarraron a los cuatro soldados del coro y los colocaron poniéndolos a cada uno dos puñales en el pecho. Jacques y Pierre Munier aparecieron: el primero se llevó a Sara en sus brazos, el segundo arrastró a Georges de la mano. Los dos esposos se hallaron en la sacristía; los ocho marineros entraron también construyendo una muralla con los cuatro soldados ingleses, a los que habían colocado ante ellos para disuadir a sus compañeros de que disparasen. Jacques y Pierre cerraron la puerta. En otra puerta que daba al campo había dos caballos ensillados esperando: eran Antrim y Yambo.
-¡A caballo! -gritó Jacques-; ¡a caballo los dos, y a galope tendido hasta la bahía del Tombeau!
-Pero ¿y tú? ¿Y padre? -exclamó Georges.
-Que vengan a atraparme, a mí y a mis valientes marineros -dijo Jacques sentando a Sara en su silla, mientras Pierre Munier obligaba a su hijo a subir al caballo. Y alzando la voz gritó-: ¡A mí, mis lascares! ¡A mí!
Al instante aparecieron corriendo, desde los bosques de la montaña Longue, ciento veinte hombres armados hasta los dientes.
-Váyase -dijo Jacques a Sara-, lléveselo, sálvelo...
-Pero ¿y ustedes? -preguntó ella.
-Nosotros los seguiremos, no se preocupe.
-Georges -dijo Sara-, en nombre del cielo, ¡ven! Y la muchacha lanzó su caballo al galope.
-¡Padre! -gritó Georges-. ¡Padre!
-Por mi vida, respondo de todo -dijo Jacques espoleando a Antrim con la hoja de su sable.
Y el caballo partió como el viento, llevándose a su jinete, que, en menos de diez minutos, desapareció con Sara detrás del poblado malabar, mientras Pierre Munier, Jacques y sus marineros lo seguían con tal rapidez que antes de que los ingleses se hubiesen recuperado del asombro, el pequeño grupo ya estaba al otro lado del arroyo de Pucelles, es decir, fuera del alcance de los fusiles enemigos.
XXIX
EL LEYCESTER
Hacia las cinco de la tarde del mismo día en que habían ocurrido los acontecimientos que acabamos de relatar, la corbeta Calypso, navegando de bolina, hacía ruta hacia el este-nordeste, ciñéndose al viento que, según es costumbre en esos parajes, soplaba del este.
Además de sus dignos marineros y del maestre Cabeza de Hierro, su primer teniente, al que nuestros lectores conocen, si no de vista, sí al menos de reputación, su tripulación se había in-crementado con otros tres personajes. Éstos eran Pierre Munier, Georges y Sara.
Pierre Munier se paseaba con Jacques desde el palo de mesana al palo mayor y del palo mayor al palo de mesana.
Georges y Sara estaban a popa, sentados uno al lado del otro. Ella tenía su mano entre las de él; Georges miraba a Sara, ella miraba al cielo.
Convendría hallarse en la horrible situación de la que acababan de escapar los dos amantes para poder analizar los sentimientos de suprema felicidad y dicha infinita que experimentaban al verse libres en aquel inmenso océano que los llevaba lejos de su patria, es cierto, pero lejos de una patria que, como una madrastra, no se había ocupado de ellos más que para perseguirlos de vez en cuando. No obstante, un doloroso suspiro salía de la boca de uno de ellos para sobresaltar al otro. El corazón que ha sido torturado durante un largo tiempo no se atreve a sentirse confiado en su repentina felicidad.
Eran libres, sin embargo, y no tenían por encima de ellos más que el cielo, y por debajo el mar; huían con toda la velocidad de su liviano navío de aquella Isla de Francia que a punto había estado de serles fatal. Pierre y Jacques charlaban, pero Georges y Sara no decían nada; a veces uno de ellos dejaba escapar el nombre del otro, y nada más.
De vez en cuando, Pierre Munier se paraba y los miraba con una expresión de indecible arrebato; el pobre anciano había sufrido tanto que no sabía cómo tenía fuerzas para resistir tanta felicidad.
Jacques, menos sentimental, miraba hacia el mismo lado, pero era evidente que no era el cuadro que acabamos de describir lo que atraía sus miradas, sino que éstas pasaban por encima de la cabeza de Georges y de Sara para escrutar el espacio en dirección a Port-Louis.
Jacques, no sólo no participaba de la alegría general, sino que había momentos en que se mostraba muy preocupado y se pasaba la mano por la frente como para apartar una nube. Cabeza de Hierro, por su parte, charlaba sentado tranquilamente junto al timonel; el buen bretón habría partido la cabeza del primero que hubiera vacilado un segundo en cumplir una orden suya; pero, aparte de esta muy natural exigencia, no era orgulloso, le estrechaba la mano a todo el mundo y hablaba con cualquiera.
El resto de la tripulación había recuperado la despreocupada expresión que, después del combate o la tormenta, vuelve a ser el aspecto habitual del semblante de los marinos. Los hombres de servicio estaban en el puente, los otros en la batería.
Pierre Munier, aunque muy absorto en la felicidad de Georges y Sara, no había dejado de notar la inquietud de Jacques; más de una vez había seguido sus miradas, pero como en esa dirección él no veía más que algunas grandes nubes a poniente, creyó que eran éstas el motivo de preocupación de Jacques.
-¿Crees que hay peligro de tormenta? -preguntó a su hijo en el momento en que éste lanzaba hacia el horizonte una de esas miradas inquisitivas que hemos comentado.
-¿De tormenta? -dijo Jacques-. ¡Ay! A fe mía que si sólo se tratase de una tormenta la Calypso se preocuparía por ella tanto como por esa gaviota que pasa, pero nos amenaza algo más im-portante que eso.
-¿Qué es, pues, lo que nos amenaza? -preguntó Pierre Munier con inquietud-. Yo pensaba que desde el momento en que pusimos pie en tu barco estábamos a salvo.
-¡Bueno! -contestó Jacques-. El caso es que no tenemos más posibilidades ahora de las que teníamos hace doce horas, cuando estábamos escondidos en los bosques de la Petite-Montagne, y cuando Georges decía el Confiteor en la iglesia de San Salvador. Pero, sin querer preocuparle, padre, no puedo decir que tengamos ya la cabeza muy sólida sobre los hombros.
-Y, sin dirigir la palabra a nadie en particular, añadió-: Un hombre a la verga de juanete.
Tres marineros se lanzaron hacia lo alto de inmediato; uno de ellos alcanzó en pocos segundos el lugar designado, y los otros dos descendieron.
-¿Qué es lo que temes, Jacques? -insistió el anciano-. ¿Piensas que intentarán perseguirnos?
-Precisamente, padre -respondió el joven-, esta vez ha tocado el punto sensible. En Port-Louis tienen una fragata llamada Leycester, una vieja conocida mía, y temo, lo confieso, que no nos dejará irnos así como así, sin proponernos una partida de quillas que tendremos que aceptar a la fuerza.
-Pero me parece -prosiguió Pierre Munier- que llevamos, de veinticinco a treinta millas de ventaja sobre ella, y que al ritmo que vamos pronto estaremos fuera de su vista.
-Soltad la corredera -dijo Jacques.
Tres marineros se ocuparon al instante de esta labor que Jacques siguió con visible interés; luego, cuando terminaron, preguntó:
-¿Cuántos nudos?
-Diez, mi capitán -respondió uno de los marineros.
-Sí, desde luego, no está nada mal para una corbeta ciñéndose al viento, y tal vez no haya en toda la marina inglesa más que una fragata que pueda correr a medio nudo más por hora; por desgracia, esa fragata es la que tendremos encima si al gobernador se le ocurre perseguirnos.
-¡Oh! Si eso depende del gobernador, seguro que no nos perseguirán -contestó Pierre Munier-; sabes bien que ese hombre es amigo de tu hermano.
-Desde luego. Pero eso no le impidió dejar que lo condenaran a muerte.
-¿Podía hacer otra cosa sin faltar a su deber?
-Esta vez, padre, se trata de algo muy diferente de su deber; esta vez es su amor propio lo que está en juego. Sí, sin duda, si el gobernador hubiera tenido poder para conceder el perdón a Georges, se lo habría concedido; pero mi hermano se le ha escapado de las manos en el momento en que creía tenerlo bien sujeto. La superioridad en este caso ha estado del lado de Georges y el gobernador querrá tomarse la revancha.
-¡Una vela! -gritó el vigía.
-¡Ah! -dijo Jacques haciendo una señal con la cabeza a su padre-. ¿Dónde? -preguntó levantando la cabeza.
-A barlovento, hacia nosotros -contestó el marinero.
-¿A qué altura? -preguntó Jacques.
-A la altura de la isla de Tonneliers, más o menos.
-¿Y de dónde viene?
-Diría que sale de Port-Louis.
-Ahí está -murmuró Jacques mirando a su padre-. Ya le había dicho que no estábamos fuera de sus garras.
-¿Qué ocurre? -preguntó Sara.
-Nada -respondió Georges-. Parece que nos persiguen, eso es todo.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó ella-. ¿No me lo habrás devuelto tan milagrosamente para quitármelo ahora? ¡Es imposible!
Mientras tanto, Jacques había tomado su catalejo y había subido a la cofa mayor.
Miró durante un rato con extrema atención hacia el punto indicado por el vigía; luego, cerrando los tubos del instrumento con la palma de la mano, descendió silbando y volvió junto a su padre.
-¿Y bien? -preguntó el anciano.
-Pues bien, no me había equivocado, nuestros buenos amigos los ingleses han salido de caza. Por fortuna -añadió mirando el reloj-, dentro de dos horas será noche cerrada, y la luna no saldrá hasta las doce y media.
-Entonces, ¿crees que conseguiremos escapar?
-Haremos lo que podamos, padre, no se preocupe. Yo no soy muy orgulloso y no me gustan los negocios en los que no hay nada que ganar; y en éste, que el diablo me lleve si me equivoco en ser precavido.
-¿Cómo, Jacques? -exclamó Georges-. ¿Serías capaz de huir del enemigo, tú, el intrépido, tú, el imbatible?
-Querido hermano, huiré del enemigo siempre que venga con los bolsillos vacíos y dos pulgadas de cuernos más que yo.
¡Ah! Pero cuando venga con los bolsillos llenos, es diferente: me arriesgaré cuanto pueda.
-Pero ¿sabes que dirán que has tenido miedo?
-Y responderé, ¡pardiez!, que es verdad. Además, ¿para qué vamos a pelear con esos bribones? Si nos capturan, estamos perdidos, nos colgarán de las vergas desde el primero hasta el último; si, por el contrario, los capturamos nosotros, estaremos obligados a hundirlos, a ellos y al barco.
-¿Qué quieres decir con hundirlos?
-Claro está; ¿qué quieres que hagamos con ellos? Si fueran negros, los venderíamos; pero unos blancos, ¿para qué sirven?
-Oh, Jacques, mi buen hermano, tú no harías una cosa semejante, ¿no es cierto?
-Sara, hermanita -dijo él-, haremos lo que podamos; además, cuando llegue el momento, si es que llega, te situaremos en un lugar cómodo desde donde no verás nada de lo que pase y, por lo tanto, para ti será como si nada hubiese ocurrido. -Luego, volviéndose en la dirección del navío-: Sí, sí, allí aparece; se ve la punta de las gavias. ¿Lo ve allá, padre?
-No veo más que un punto blanco que se balancea sobre una ola y que parece una gaviota.
-Sí, eso es; su gaviota es una buena fragata de treinta y seis cañones. Ya sabe usted que la fragata también es un pájaro; pero es un águila en vez de una golondrina.
-Pero ¿no puede ser otro barco, un navío mercante, por ejemplo?
-Un navío mercante no se ceñiría al viento.
-Pues nosotros sí lo hacemos.
-¡Oh! Nuestro caso es diferente: nosotros no podíamos pasar por delante de Port-Louis, era como meternos en la boca del lobo; hemos tenido que hacer una ruta más ceñida.
-¿Puedes aumentar la velocidad de tu corbeta?
-Ahora ya lleva todo lo que puede llevar, padre. Cuando tengamos el viento de popa, añadiremos unos trozos de tela más y ganaremos algunos nudos; pero la fragata hará otro tanto y estaremos en la misma situación. El Leycester debe ganar una milla sobre nosotros, lo conozco desde hace mucho.
- ¿Entonces nos alcanzará durante el día de mañana?
-Sí, si no nos escapamos esta noche.
-¿Y crees que lo conseguiremos?
-Dependerá del capitán que lo mande.
-Bueno, pero ¿y si nos alcanza?
-Pues entonces, padre, será cuestión de un abordaje, porque, como comprenderá, un combate de artillería no nos conviene. Primero, el Leycester, si es que es él, y apostaría cien negros contra diez a que sí, tiene como una docena de cañones más que nosotros; además tiene Borbón, Isla de Francia y Rodrigo para reparar sus averías. Nosotros tenemos el mar, el espacio, la inmensidad. Cualquier tierra nos es enemiga. Así pues, necesitamos nuestras alas por encima de todo.
-¿Y en caso de abordaje?
-Entonces tenemos más posibilidades. Primero, tenemos cañones de obuses, lo cual no está estrictamente permitido en un navío de guerra, pero es uno de los privilegios que nosotros, los piratas, nos concedemos por nuestra autoridad particular. Además, como la fragata no está en pie de guerra, probablemente no tiene más que doscientos setenta hombres de tripulación, y nosotros tenemos doscientos sesenta, lo cual, como ve usted, con unos granujas como los míos, pone las cosas en pie de igualdad. Tranquílicese, pues, padre, y que eso no nos impida cenar, que ya oigo la campana que suena.
En efecto, eran las siete de la tarde y se oyó la señal para la cena con su puntualidad acostumbrada. Georges dio el brazo a Sara, Pierre Munier los siguió y los tres descendieron al camarote de Jacques, que, debido a la presencia de Sara, había sido transformado en comedor. Jacques se quedó unos instantes atrás para dar algunas órdenes al maestre Cabeza de Hierro, su segundo.
El interior de la Calypso era una cosa curiosa de ver, incluso para cualquiera que no fuera un marino. Igual que un hombre adorna a su amante con todos los medios posibles, Jacques había decorado su corbeta con todos los atavíos con que se pueda engalanar a una ninfa del mar. Las escalerillas de caoba relucían como espejos; los guarnimientos de cobre, frotados tres veces al día, brillaban como el oro; en fin, todos los instrumentos de matanza, hachas, sables, mosquetones, dispuestos en dibujos fantásticos alrededor de las portas por las cuales los cañones agazapados asomaban sus cuellos de bronce, parecían adornos colocados por un hábil decorador en el taller de un pintor afamado.
Pero lo más destacado era, por su lujo, el camarote del capitán. Jacques era, como ya hemos dicho, un hombre muy sensual, y así como la gente en circunstancias extremas sabe prescindir de todo, a él, en circunstancias normales, le gustaba disfrutar voluptuosamente de todo. Así pues, el camarote de Jacques, destinado a ser a la vez salón, dormitorio y tocador, era un modelo en su género.
Para empezar, a cada lado, es decir, a babor y a estribor, se destacaban dos amplios divanes bajo los que se escondían con sus cureñas dos cañones que no se podían adivinar más que por fuera. Uno de esos divanes hacía las veces de cama, el otro de sofá; entre dos ventanas había un lindo espejo de Venecia con su marco rococó representando unos Amores enredados entre flores y frutos. Por último, del techo colgaba una lámpara de plata, arrebatada sin duda del altar de alguna madonna, pero cuya artística labor denotaba la más bella época del Renacimiento.
Los divanes y las paredes de la amurada estaban tapizados con una magnífica tela de la India, de fondo rojo, en la que serpenteaban esas lindas flores de oro sin envés que parecen bordadas por la aguja de las hadas.
Jacques también había cedido este cuarto a Georges y a Sara; pero como la misa interrumpida de la iglesia de San Salvador no aseguraba del todo a la muchacha que su matrimonio fuera legal, Georges le había dado a entender enseguida que, si bien era admitido de día en el santuario, por la noche él se iría a otra habitación. Además, era en esta estancia, como ya hemos dicho, donde debían celebrarse las comidas.
Fue una sensación de extraña felicidad para aquellas cuatro personas el hallarse así reunidas en torno a la misma mesa, después de haber temido una separación eterna. Por ello olvidaron durante unos instantes el resto del mundo para no ocuparse más que de ellos; olvidaron el pasado y el futuro, para no pensar más que en el presente.
Transcurrió una hora como un segundo; tras lo cual subieron de nuevo a cubierta.
Las primeras miradas de los comensales se dirigieron hacia la popa buscando la fragata.
Hubo un momento de silencio.
-Me parece -dijo Pierre Munier- que la fragata ha desaparecido.
-Es que, como el sol está en el horizonte, sus velas quedan en la sombra -respondió Jacques-, pero mire en esa dirección, padre. Y el joven extendió la mano para dirigir la mirada del anciano.
-Sí, sí -dijo Pierre-, ya la veo.
-Incluso se ha aproximado -dijo Georges.
-Sí, algo así como una milla o dos. Mira, mira ahora, Georges, y verás hasta las velas más bajas. Está a unas escasas quince millas de nosotros.
En aquel momento estaban a la altura del paso del Cap, es decir, que empezaban a rebasar la isla. El sol se ponía en el horizonte entre un lecho de nubes, y la noche caía con la rapidez propia de las latitudes tropicales.
Jacques hizo una señal a Cabeza de Hierro, quien se acercó con su sombrero en la mano.
-Y bien, maestre Cabeza de Hierro -dijo Jacques-, ¿qué debemos pensar de ese navío?
-Pues, con su permiso, mi capitán, usted sabe más que yo de eso.
-¡No importa! Deseo saber su opinión. ¿Es un navío mercante o un navío de guerra?
-Se burla usted, mi capitán -respondió Cabeza de Hierro soltando una amplia carcajada-. Usted sabe bien que no hay en toda la marina mercante, ni siquiera en la Compañía de las Indias, un navío que pueda seguirnos, y éste está ganando ventaja sobre nosotros.
-¡Ah! ¿Y cuánto nos ha ganado desde que lo avistamos por primera vez, es decir, hace tres horas?
-Mi capitán lo sabe bien.
-Le estoy pidiendo su opinión, maestre Cabeza de Hierro; dos opiniones valen más que una.
-Mi capitán, habrá ganado unas dos millas.
-Muy bien. Y a su parecer, ¿de qué navío se trata?
-Usted lo ha reconocido, mi capitán.
-Tal vez, pero temo equivocarme.
-¡Imposible! -dijo Cabeza de Hierro riendo otra vez.
-¡Es igual! Dígame usted.
-¡Es el Leycester, pardiez!
-¿Y a quién cree que está persiguiendo?
-Pues a la Calypso, me parece. Usted sabe, mi capitán, que le tiene una cierta ojeriza por algo así como un palo de mesana que tuvo la insolencia de partirle en dos.
-¡Perfectamente, maestre Cabeza de Hierro! Ya sabía todo cuanto me acaba de decir, pero no me molesta que usted tenga mi misma opinión. Dentro de cinco minutos hay el relevo de guardia, mande que descansen todos los hombres que no estén de servicio. Dentro de unas veinte horas necesitaremos todas sus fuerzas.
-¿Acaso el capitán no tiene la intención de aprovechar la no
che para cambiar de rumbo? -preguntó Cabeza de Hierro.
-Silencio, caballero. Hablaremos de eso más tarde -dijo Jacques-. Vuelva a su trabajo y mande que se ejecuten las órdenes que he dado.
Cinco minutos después relevaron la guardia, y todos los hombres que no estaban de servicio desaparecieron en la batería; al cabo de diez minutos todos dormían o hacían ver que dormían.
Y sin embargo, entre todos aquellos hombres, no había ni uno solo que no supiera que la Calypso estaba siendo perseguida; pero conocían a su jefe y confiaban en él.
Mientras tanto, la corbeta seguía su marcha en la misma dirección, pero ya empezaba a toparse con el oleaje del mar abierto, lo cual hacía su paso más fatigoso. Sara, Georges y Pierre Munier bajaron al camarote y Jacques se quedó solo en el puente.
La noche se había instalado ya por completo, y habían perdido de vista la fragata. Transcurrió una media hora, Jacques volvió a llamar a su segundo, quien acudió de inmediato a su invitación.
-Maestre Cabeza de Hierro, ¿dónde cree que nos hallamos ahora?
-Al norte del Coin-de-Mire -respondió el segundo.
-De acuerdo. ¿Se siente usted con fuerzas para hacer pasar la corbeta entre el Coin-de-Mire y la isla Plate, sin chocar ni a derecha ni a izquierda?
-Lo haría con los ojos vendados, mi capitán.
-¡Muy bien! En ese caso, avise a los hombres que se preparen para la maniobra, porque no tenemos tiempo que perder. Cada marinero corrió a su puesto, y se hizo un momento de silenciosa espera.
Luego, en medio de ese silencio, se oyó una voz:
-¡Virad de bordo! -dijo Jacques.
-¡Parad, virad! -repitió Cabeza de Hierro.
Y se oyó el silbato del maestre de maniobras.
En la corbeta se produjo un instante de vacilación, semejante al de un caballo que va lanzado al galope al que hacen frenar en seco; luego se giró poco a poco, inclinándose bajo la influencia de una brisa fresca y por el fuerte golpeteo de las olas.
-¡Timón a sotavento! -gritó Jacques.
El timonel obedeció y la corbeta, acercándose a la dirección del viento, empezó a levantarse.
-¡Orzad! -continuó Jacques-. ¡Izad a popa!
Estas dos maniobras se ejecutaron con la misma rapidez y el mismo éxito que las anteriores; la corbeta completó su abatimiento; las velas de popa empezaron a inflarse, las de proa fueron iza-das también rápidamente y el grácil navío salió impulsado hacia el nuevo punto del horizonte que le habían marcado.
-Maestre Cabeza de Hierro -dijo Jacques tras seguir todos los movimientos de la corbeta con la misma satisfacción que un jinete sigue los giros de su caballo-, va usted a doblar la isla, aproveche cada variación de la brisa para acercarse al origen del viento, y bordear, con todas sus fuerzas, el cinturón de rocas que se extiende desde el paso de Corves hasta la cala de Flac.
-Muy bien, mi capitán.
-Y ahora, buenas noches, maestre -concluyó Jacques-, despiérteme cuando salga la luna.
Y fue a acostarse con esa bienaventurada despreocupación que es uno de los privilegios de las existencias que viven siempre entre la vida y la muerte.
Diez minutos después, dormía tan profundamente como el último de sus marineros.
XXX
EL COMBATE
Maestre Cabeza de Hierro cumplió su palabra: cruzó felizmente el canal que forma el mar al estrecharse entre el Coinde-Mire y la isla Plate y, tras superar el paso de Corves y la isla de Ambre, se situó lo más cerca posible de la costa. Más tarde, a las doce y media, cuando vio despuntar la luna al sur de la isla Rodrigo, siguiendo las instrucciones recibidas, fue a despertar a su capitán.
Jacques, al subir a cubierta, paseó por todos los puntos del horizonte esa mirada rápida y escrutadora tan propia del hombre de mar. El viento había refrescado y viraba del este al nordeste; la tierra estaba a unas nueve millas a estribor y se la entreveía difusa como una niebla; no había ningún barco a la vista ni a popa, ni a babor, ni a proa.
Estaban a la altura de Port-Bourbon.
Jacques había jugado las mejores cartas que podía jugar. Si la fragata, que lo había perdido de vista por la noche, había proseguido su ruta hacia el este, sería demasiado tarde para que al amanecer volviera atrás, y entonces estaban a salvo; si, por el contrario, por una inspiración fatal, el capitán del barco perseguidor había adivinado la maniobra y lo había seguido, todavía tenía la posibilidad de sustraerse a su vista bordeando las costas y, aprovechando las sinuosidades de la isla, esconderse de su enemigo.
Mientras Jacques, con la ayuda de un catalejo de noche, intentaba perforar el obstáculo del horizonte, sintió un golpe en el hombro. Se volvió: era Georges.
-¡Ah! ¿Eres tú, hermano? -le dijo tendiéndole la mano.
-Y bien -preguntó Georges-, ¿qué hay de nuevo?
-Nada, hasta ahora; pero, es igual, porque aunque el Leycester estuviera detrás de nosotros no podríamos verlo a la distancia que aún nos separa. Cuando amanezca sabremos a qué atenernos... ¡Ay! ¡Ay!
-¿Qué ocurre?
-Nada. Un pequeño salto de viento, nada más.
-¿A favor nuestro?
-Sí, si la fragata ha seguido su rumbo; en caso contrario, esta variación es tan buena para ella como para nosotros; en cualquier caso, hay que aprovecharlo. -Y dirigiéndose al contramaestre, que había sustituido al segundo grito-: ¡Mande izar las bonetas!
-¡Fuera las bonetas! -repitió el contramaestre.
Al instante subieron de la cubierta a las cofas y de éstas al palo de juanete como cinco nubes flotantes que fueron a fijarse a babor de las velas. Casi al mismo tiempo, se sintió que la corbeta obedecía a un impulso más rápido. Georges se lo hizo notar a su hermano.
-Sí, sí -dijo Jacques-, es como Antrim, una criatura delicada, y no hay que darle latigazos para que camine; no hay más que darle trapo en cantidades adecuadas y avanza de maravilla.
-Y a esta velocidad, ¿cuántas millas hacemos por hora? -preguntó Georges.
-¡Soltad la corredera! -gritó Jacques. Se ejecutó la maniobra de inmediato.
-¿Cuántos nudos?
-Once, mi capitán.
-Son dos millas más de las que hacíamos antes. No se puede pedir más a un conjunto de madera, tela y hierro; y si tuviéramos detrás a cualquier otro navío que no fuera ese demonio de Leycester, me gustaría arrastrarle como con correa hasta el cabo de Buena Esperanza; al llegar ahí, le diríamos adiós.
Georges no dijo nada, y los dos hermanos siguieron paseándose en silencio de un extremo al otro de la cubierta, pero cada vez que Jacques volvía de la proa a la popa sus ojos parecían querer obligar a la oscuridad a abrirse ante ellos; al fin, cuando se detuvo, en lugar de continuar su paseo, se acodó en la borda de popa.
En efecto, las tinieblas empezaban a disiparse, aunque las primeras luces del día tardasen aún en aparecer, y en ese crepúsculo naciente, que se aclaraba como una niebla que se disipa para dejar paso a un alba azulada, Jacques creía distinguir a unas quince millas la fragata siguiendo el mismo rumbo que la corbeta.
En ese instante, y cuando alargaba la mano para señalar a Georges aquel punto casi imperceptible, el vigía gritó:
-¡Vela a popa!
-Sí -dijo Jacques como hablando para sí mismo-; ya la he visto. Han seguido nuestra estela como si hubiera quedado grabada detrás de nosotros. Sólo que, en lugar de pasar entre la isla Plate y el Coin-de-Mire, han ido entre la isla Plate y la isla Ronde, y por eso han perdido dos horas. En ese barco tiene que haber un hombre de mar que conoce muy bien el oficio.
-¡No veo nada! -dijo Georges.
-Allá, allá, ¡mira! -señaló Jacques-. Se ven hasta las velas más bajas y, ¡pardiez!, cuando el barco sube sobre la ola, se distingue la proa que se levanta como un pez que saca la cabeza del agua para respirar.
-En efecto -dijo Georges-. Sí, tienes razón. Ya lo veo.
-¿Qué ves, Georges? -preguntó una dulce voz detrás del joven.
Al darse la vuelta vio a Sara.
-¿Que qué veo? Un hermoso espectáculo: el del sol que nace; pero, como no hay placeres totalmente puros en la tierra, este espectáculo queda un poco estropeado por el aspecto de ese navío que, como ves, a pesar de los cálculos y esperanzas de mi hermano, no ha perdido nuestra pista.
-Georges -dijo ella-, Dios, que nos ha reunido tan milagrosamente hasta ahora, no apartará su mirada de nosotros en el momento en que más necesitamos de su protección. Que esa visión no te impida, pues, adorarlo en sus obras. ¡Mira, Georges, mira que espectáculo tan hermoso!
En efecto, en el momento en que el día iba a nacer, hubiérase dicho que la noche, celosa, había intentado espesar las tinieblas. Después, como ya hemos dicho, una luz azulada y transparente se había extendido, creciendo a cada instante en amplitud y destello; luego esa luz se degradó poco a poco, pasando del blanco plateado al rosa suave, del rosa suave al más oscuro y, por fin, una nube púrpura, semejante a los vapores inflamados de un volcán, ascendió en el horizonte. Era el rey del mundo que venía a tomar posesión de su imperio; era el sol que se aposentaba como soberano en el firmamento. Era la primera vez que Sara veía un espectáculo semejante, por ello permaneció en éxtasis, apretando con un amor lleno de fe y de religión la mano del joven; pero Georges, que había tenido tiempo de acostumbrarse a ellos durante los largos viajes que había hecho por mar, fue el primero en devolver su mirada al causante de la preocupación general. El barco perseguidor seguía acercándose, aunque ahogado como estaba en aquel mar de luz oriental se hacía menos visible, y era la corbeta, por el contrario, la que a esas horas se debía distinguir perfectamente.
-Bueno, bueno -murmuró Jacques-, ellos también nos han visto, pues ahora están izando las bonetas. Georges, amigo mío -prosiguió acercándose al oído de su hermano-, ya conoces a las mujeres y sabes que les cuesta un tanto obedecer. A mi entender, harías bien en decirle a Sara unas palabras sobre lo que va a pasar.
-¿Qué dice tu hermano? -preguntó la muchacha.
-Duda de tu valor -respondió Georges-, y yo respondo por ti ante él.
-Tienes razón. Además, cuando llegue el momento, me dirás lo que debo hacer y obedeceré.
-¡El maldito avanza como si tuviera alas! -continuó Jacques-. Querida hermanita, ¿por casualidad no habrías oído nombrar al comandante de ese barco?
-Lo vi varias veces en casa del señor de Malmédie, mi tío, y recuerdo perfectamente su nombre: se llamaba George Paterson. Pero quizá no sea él quien mande el Leycester en este momento porque anteayer recuerdo haber oído decir que estaba enfermo y, por lo que decían, a punto de morir.
-Pues bien, yo digo que será una gran injusticia si el mismo día de la muerte de su superior, no lo nombran capitán en su lugar. A fe mía que da gusto enfrentarse a un valiente como ése, mirad cómo avanza su navío; palabra que parece un caballo de carreras. Si esto sigue así, antes de cinco o seis horas, tendremos que pelear.
-Muy bien, pelearemos -dijo Pierre Munier, que llegaba en ese momento a cubierta, y cuyos ojos, ante la proximidad del peligro, brillaban con ese fuego que ardía en su alma en las grandes ocasiones.
-¡Ah! ¿Es usted, padre? -dijo Jacques-. Encantado de verle en tan buena disposición, porque, dentro de unas horas, como les decía, necesitaremos todos los brazos que estén a bordo.
Sara palideció levemente, y Georges sintió que la muchacha le apretaba la mano. Se volvió hacia ella sonriéndole.
-¡Cómo, Sara! -le dijo-, ¿después de tener tanta confianza en Dios, dudarás de él ahora?
-No, Georges, no -respondió ella-. Cuando desde el fondo de la bodega oiga el rugir de los cañones, el silbido de las balas o los gritos de los heridos, te juro que seguiré llena de fe y de es-peranza, segura de volver a verte sano y salvo; pues algo me dice que ya hemos bebido lo más amargo de nuestra desdicha y que, como las tinieblas han dejado paso a este radiante sol, nuestra noche particular también dejará paso a un hermoso día.
-¡Magnífico! -exclamó Jacques-, a eso le llamo yo hablar bien. Por mi honor que no sé lo que me retiene de virar de bordo y poner rumbo a ese altanero navío; eso le ahorraría la mitad del esfuerzo y a nosotros la mitad del apuro. ¿Qué te parece, Georges, quieres hacer el experimento?
-Con mucho gusto -dijo éste-; pero ¿no temes que a esta distancia de Port-Bourbon, no salga algún barco inglés, si lo hay, al oír el ruido del cañoneo, y venga a echar una mano a su compa-ñero?
-A fe mía que hablas como san Juan Boca de Oro, hermano -dijo Jacques-, así que continuaremos nuestro camino. ¡Ah! ¿Es usted, maestre Cabeza de Hierro? -prosiguió dirigiéndose a su teniente que aparecía en ese momento en cubierta-. Llega a punto: henos aquí, como ve usted, a la altura del cerro Brabant; mantenga el rumbo a oeste-suroeste del cerro. Ahora vamos a comer, es una buena precaución a tomar en cualquier momento, pero sobre todo cuando se ignora si se cenará.
Jacques ofreció el brazo a Sara y, dando ejemplo, bajó el primero, seguido de Pierre y Georges.
Sin duda con el deseo de distraer, al menos momentáneamente, a sus comensales del peligro que les amenazaba, Jacques hizo durar la comida lo más posible.
Habían transcurrido, pues, unas dos horas cuando volvieron a subir a cubierta.
La primera mirada de Jacques fue para el Leycester. Se había aproximado visiblemente: se podía ver hasta su batería. Sin embargo Jacques parecía haber esperado encontrarlo aún menos alejado pues echando un vistazo a los aparejos de su corbeta para asegurarse de que no habían cambiado nada en el velamen, dijo:
-¿Qué hay, maestre Cabeza de Hierro? Me parece que vamos un poco más rápidos ahora que hace dos horas.
-Sí, mi capitán -respondió el segundo-. Yo diría que algo hay de eso.
-¿Qué le ha hecho al barco?
-¡Oh! Unas minucias: he cambiado el lastre de lugar y he ordenado a nuestros hombres que se sitúen en la parte de proa.
-Sí, sí, es usted muy hábil. ¿Y qué ha ganado con eso?
-Una milla, mi capitán, una pobre milla, nada más. Navegamos a doce nudos por hora. Acabo de soltar la corredera, pero eso no nos servirá de gran cosa, y sin duda ellos también harán lo mis-mo, porque desde hace un cuarto de hora también han aumentado su velocidad. Mire, mi capitán, ahí lo tiene, están casi al descubierto. ¡Ay! Nos enfrentamos a un viejo lobo de mar que nos va a dar mucha guerra. Me recuerda el modo en que ese mismo Leycester nos persiguió cuando el capitán Williams Murrey lo dirigía.
-¡Ah, pardiez! Ahora lo entiendo todo -exclamó Jacques-. Mil luises contra cien, Georges, a que es tu airado gobernador quien está a bordo de ese navío. Habrá querido tomarse la revancha.
-¿Eso crees, hermano? -exclamó Georges levantándose del banco en el que estaba sentado, y aferrando con fuerza el brazo de Jacques-. ¿Eso crees? Confieso que me alegraría, pues, por mi parte, yo también tengo una revancha que tomarme.
-Es él mismo, él en persona, ahora estoy seguro. Sólo hay un sabueso semejante que haya podido husmear nuestro rastro como él lo ha hecho. ¡Diablos! ¡Qué honor para un pobre negrero como yo enfrentarse aun comodoro de la marina real! ¡Gracias, Georges! Es a ti a quien debo esta gran fortuna.
Y, riendo, Jacques tendió la mano a su hermano.
Pero la probabilidad de enfrentarse a lord Williams Murrey en persona era para él, en la situación crítica en la que pronto iban a hallarse, un motivo más para tomar todas las precauciones necesarias. Jacques paseó los ojos por la amurada del barco: los coys estaban en las redes de la borda; examinó a la tripulación: la tripulación, instintivamente, ya se había separado por grupos, y cada cual se mantenía junto a la batería que iba a servir; todos esos signos indicaban que no tenía nada que enseñar a sus hombres y que todos sabían tanto como él lo que iba a suceder. En ese momento, un soplo de brisa trajo, al pasar, el sonido del tambor que redoblaba en la fragata enemiga.
-¡Vaya, vaya! -exclamó Jacques-. No se les puede acusar de llevar retraso. Venga, muchachos, sigamos el ejemplo que nos dan. Los señores marinos de la marina real son buenos maestros y saldremos ganando si los imitamos. -Y alzó la voz y gritó con toda la fuerza de sus pulmones-: ¡Zafarrancho de combate! -Al instante, en la batería resonó el redoble de dos tambores y las notas agudas de un pífano. Enseguida aparecieron los tres músicos en la cubierta, saliendo por una escotilla, dieron la vuelta por todo el barco y volvieron a entrar por la escotilla opuesta.
El efecto de aquella aparición y del melodioso concierto que le siguió fue mágico.
En un instante cada cual estuvo en el puesto designado de antemano y con las armas ligeras que le correspondían. Los gavieros de combate se auparon a las cofas con sus carabinas. La mosquetería se situó en el castillo, el alcázar y los pasamanos, los trabucos se colocaron en los candeleros, los cañones se desataron y se pusieron en batería y se colocaron provisiones de granadas en todos los sitios desde donde se podían lanzar como una lluvia sobre la cubierta enemiga. Por último, el maestre de maniobras mandó abozar todas las escotas, disponer los serpentines en la arboladura y, en su lugar, colocarlos garfios de abordaje.
La actividad no era menor en el interior del barco que en cubierta. Las santabárbaras estaban abiertas, los fanales de los pozos estaban encendidos, el timón de recambio dispuesto; por fin, los mamparos fueron abatidos, el camarote del capitán desarmado, y arrastraron hasta él dos cañones que se dispusieron en retirada. Luego se hizo un gran silencio. Jacques vio que estaba todo listo y comenzó su inspección.
Cada hombre estaba en su puesto y cada cosa en su lugar. No obstante, como comprendía que la partida que iba a jugar era una de las más serias de su vida, la inspección duró una media hora. En ese tiempo, examinó cada cosa y habló con cada hombre. Cuando subió de nuevo al puente, la fragata había ganado más ventaja a ojos vistas, y los dos barcos no estaban separados más que por una milla y media de distancia.
Transcurrió una media hora más, durante la cual no se intercambiaron ni diez palabras a bordo de la corbeta; todas las facultades de la tripulación, de los jefes y de los pasajeros, parecían haberse concentrado en sus ojos.
Cada semblante expresaba un sentimiento en armonía con su carácter: Jacques la despreocupación, Georges el orgullo, Pierre Munier la inquietud paterna, Sara la entrega.
De repente, una ligera capa de humo apareció en el costado de la fragata, y el estandarte de Gran Bretaña subió majestuosamente a los aires.
El combate era inevitable: la corbeta no podía ya volver a barlovento; la superioridad de la marcha era evidente. Jacques mandó que arriaran las bonetas, para no mantener velas inútiles para la maniobra; luego, volviéndose hacia Sara, dijo:
-Vamos, hermanita, ya ves que todo el mundo está en su puesto. Creo que ya es hora de que bajes también al tuyo.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó la muchacha-. Entonces, ¿el combate es inevitable?
-Dentro de un cuarto de hora -dijo Jacques- empezará la conversación y como, según toda probabilidad, no le faltará ardor, es necesario que los que no deben mezclarse en ella se retiren.
-Sara -dijo Georges-, no olvides lo que me prometiste.
-Sí, sí-contestó la muchacha-. Aquí estoy, dispuesta a obedecer. Ya ves que soy razonable. Pero tú...
-Sara, espero que no me pedirás que me quede como espectador de lo que va a suceder, cuando es por mi culpa por lo que tanta buena gente pone su existencia en peligro.
-¡Oh, no! -dijo ella-. No. Sólo te pido que pienses en mí y recuerdes que, si tú mueres, yo muero también.
Le ofreció la mano a Jacques, tendió su frente a Pierre Munier y, siguiendo a Georges, descendió por la escalerilla de popa.
Un cuarto de hora después, el joven subió de nuevo; en la mano llevaba un sable de abordaje y en la cintura un par de pistolas. Pierre Munier iba armado con su carabina damasquinada, una vieja amiga que siempre le había prestado fieles servicios. Jacques
estaba en el banco de guardia, sosteniendo en la mano la bocina, signo de mando, y a los pies tenía un sable de abordaje y un pequeño casco de hierro.
Los dos navíos hacían la misma ruta, la fragata ciñéndose siempre a la corbeta, y ya tan próxima que los marineros, encaramados en las cofas, podían ver lo que pasaba en la cubierta de una y otra.
-Maestre Cabeza de Hierro -dijo Jacques-, usted tiene buena vista y buen juicio, haga el favor de subir a la cofa de mesana y decirme lo que pasa por allá.
El segundo se encaramó como un simple gaviero y, en un instante, estuvo en el lugar designado.
-¿Qué ve? -dijo el capitán.
-Mi capitán, todo el mundo está en su lugar de combate, los cañoneros en las baterías, los soldados de marina en los pasamanos y el alcázar, y el capitán en su banco de guardia.
-¿Hay a bordo otras tropas además de los marineros y los soldados de marina?
-Creo que no, mi capitán, a no ser que estén escondidos en la batería, porque veo el mismo uniforme en todas partes.
-¡Bien! En ese caso, la partida está casi igualada con una diferencia de quince o veinte hombres. Eso es todo lo que quería saber. ¡Baje, maestre Cabeza de Hierro!
-¡Un momento! ¡Un momento! Veo al inglés que se dispone a hablar con la bocina. Si nos callásemos, oiríamos lo que va a decir.
Esta última opinión era un poco atrevida, pues a pesar del silencio que se hacía a bordo, ningún ruido procedente del barco perseguidor llegó hasta la corbeta. Pero la orden que acababa de dar el capitán quedó explicada inmediatamente a toda la tripulación, pues enseguida dos destellos salieron de la proa del navío enemigo, se oyó una detonación, y dos balas fueron a rebotar en la estela de la Calypso.
-¡Bien! -dijo Jacques-, sólo tiene piezas del dieciocho como las nuestras. Las probabilidades son cada vez más igualadas. -Y levantando la cabeza, dijo al segundo-: Baje, ya no me sirve de nada ahí arriba y le necesito aquí.
Cabeza de Hierro obedeció y, al cabo de un instante, se halló junto a Jacques. Mientras tanto la fragata seguía avanzando, pero sin disparar más, ya que la experiencia le había demostrado que aún estaba fuera de alcance.
-Maestre Cabeza de Hierro -dijo Jacques-, baje a la batería. Mientras estemos de retirada, utilice balas, pero en cuanto lleguemos al abordaje use obuses, nada más que obuses. ¿Entendido?
-Sí, mi capitán -respondió el segundo. Y bajó por la escalerilla de popa.
Los dos navíos siguieron avanzando aún una media hora sin que ninguna nueva prueba de hostilidad se manifestase a bordo de la fragata. Por su parte, como ya hemos visto, la corbeta, considerando sin duda que era inútil malgastar pólvora y balas, había permanecido impasible ante las dos provocaciones de su enemiga; pero era evidente, por la animación que empezaba a surgir en los rostros de los marineros, y por la atención con la que el capitán medía la distancia que aún separaba los dos navíos, que la conversación, como decía Jacques, no iba a ser por mucho más tiempo un monólogo, sino que el diálogo iba a comenzar.
En efecto, al cabo de otros diez minutos de espera, que a todos parecieron un siglo, la proa de la fragata se iluminó de nuevo, se oyó una doble detonación seguida, esta vez, por el silbido de las balas que pasaron por el velamen, agujereando la vela de cofa del palo de mesana y cortando dos o tres jarcias.
Jacques dio un rápido vistazo al efecto de los dos mensajes de destrucción; luego, al ver que no habían causado más que ligeras averías, dijo:
-¡Vamos, muchachos! Queda claro que van a por nosotros. Cortesía por cortesía. ¡Fuego!
En el mismo instante una doble detonación hizo temblar toda la corbeta, y Jacques se asomó para ver el resultado de su respuesta: una de las dos balas hizo saltar un trozo de la muralla de delante y la otra se hundió en la proa.
-¡Eh! -gritó Jacques-. ¿Qué hacéis vosotros? ¡Fuego a discreción! ¡Diantre! Apuntad a la arboladura. Partidle las piernas y agujereadle las alas. La madera le es más preciosa en este momento que la carne. ¡Eh! ¡Mirad!
Dos balas pasaban en ese momento a través de las velas y los aparejos de la corbeta, y mientras una desportillaba la verga de mesana, la otra cortaba el mastelero de juanete.
-¡Fuego! ¡Demonios! ¡Fuego! -gritó Jacques-. Tomad ejemplo de esos valientes. Veinticinco luises para el primer palo que caiga a bordo de la fragata.
La detonación siguió casi inmediatamente a la orden, y en el velamen del navío enemigo, se pudo seguir el paso de las balas.
Durante un cuarto de hora el fuego se mantuvo así por una parte y por la otra. La brisa, abatida por las detonaciones, había cesado casi por completo, y las dos embarcaciones marchaban apenas a cuatro o cinco nudos. El espacio entre los dos barcos estaba lleno de humo, de modo que la artillería disparaba casi a ciegas; pero la fragata seguía avanzando y el extremo de sus palos sobresalía del vapor que la envolvía, mientras la corbeta, que huía con viento detrás y que hacía fuego por su popa, quedaba por completo fuera de la humareda.
Era el momento que Jacques estaba esperando. Había hecho cuanto había podido para evitar el abordaje, pero después de toda aquella persecución iba a volverse, como el jabalí herido, contra el cazador. En ese instante la fragata se hallaba en la aleta de estribor de la corbeta y comenzaba a dispararle con los cañones de proa de su batería; mientras que ésta, por su parte, comenzaba a contestarle con las piezas de popa. Jacques vio la ventaja de su posición y decidió aprovecharla.
-¡Arriba los refuerzos de maniobra! -gritó.
Los refuerzos se precipitaron hacia cubierta al instante. Y mientras el fuego seguía, se oyó una voz por encima del ruido del cañoneo que gritaba:
-¡Preparados para amurar la vela mayor! ¡A las brazas de babor a popa! ¡A la escota de cangreja! ¡Timón a babor! ¡Bracea a babor! ¡Amura la vela mayor! ¡Tensa la cangreja!
Apenas ejecutadas estas órdenes la corbeta, obedeciendo a la acción simultánea de su timón y de sus velas de popa, se dirigió rápidamente hacia estribor, conservando suficiente velocidad para cortar la ruta a la fragata, y se detuvo en seco, gracias a la precaución que había tenido su capitán de afirmar las brazas de estribor a proa.
En el mismo instante la fragata, privada de la facultad de maniobra por las averías de sus velas de popa, y no pudiendo adelantar a la corbeta a barlovento, hendiendo a la vez el humo y el mar fue, contrariamente a su voluntad y con un choque terrible, a enredar su bauprés en los obenques del palo mayor de su enemigo.
En ese momento se oyó una última vez la poderosa voz de Jacques.
-¡Fuego! -gritó-. ¡Dadles de lleno! ¡Arrasadlos como un pontón!
Catorce cañones, seis de ellos cargados con metralla y ocho con obuses, obedecieron a la orden y barrieron la cubierta, dejando tendidos a treinta o cuarenta hombres, partiendo por la base el palo de mesana. Al mismo instante, de lo alto de las tres cofas, una lluvia de granadas, cayendo sobre los pasamanos, limpió la proa de la fragata, mientras que ésta no pudo responder a esa tormenta de fuego y a ese chaparrón de balas más que con su cofa de mesana, cargada con la molestia de la sobremesana.
En ese momento, por las vergas de la corbeta, por el bauprés de la fragata, por los obenques, por los aparejos, por los cordajes, los piratas se lanzan, se precipitan, se arraciman. En vano los soldados de marina dirigen sobre ellos un terrible fuego de mosquetes. A los que caen les suceden otros. Los heridos se arrastran empujando delante de ellos las granadas y agitando sus armas. Georges y Jacques se creen ya vencedores cuando, al grito: « ¡Todo el mundo a cubierta!», los marineros ingleses que estaban en la batería salen también por las escotillas y suben por las portas. Este refuerzo anima a los soldados de marina que comenzaban a replegarse. El comandante del navío se lanza a su cabeza. Jacques no se había equivocado: es, en efecto, el antiguo capitán del Leycester, que se ha querido tomar la revancha. Georges Munier y lord Williams se reencuentran cara a cara, pero esta vez es en medio de la sangre y la matanza, con el sable en la mano, como enemigos mortales. Los dos se reconocen y se esfuerzan en acercarse, pero la refriega es tal que son arrastrados como un torbellino. Los dos hermanos están en lo más cerrado de las filas inglesas, golpeando y siendo golpeados, luchando a sangre fría, con fuerza y valor. Dos marineros ingleses levantan el hacha sobre la cabeza de Jacques, y ambos caen heridos por balas invisibles. Dos soldados de marina acosan a Georges con sus bayonetas, y ambos caen a sus pies. Es Pierre Munier que vela por sus hijos; es la fiel carabina que hace su trabajo.
De pronto un grito terrible que domina el ruido de las granadas, el chisporroteo de la mosquetería, el clamor de los heridos, las quejas de los agonizantes, surge de la batería, helando la sangre de todos:
-¡Fuego! ¡Hay fuego!
Al instante, una espesa humareda sale por la escotilla de popa y por las portas. Uno de los obuses ha explotado en el camarote del capitán y ha prendido fuego en la fragata.
Ante este grito horrible, inesperado, mágico, todo se detiene. Luego se oye la voz de Jacques, potente, imperiosa, suprema:
-¡Todos a bordo de la Calypso!
De inmediato, con el mismo celo con que han saltado a la cubierta de la fragata, los piratas la abandonan aupándose unos sobre otros, agarrándose a las jarcias, saltando de una borda a la otra, mientras Jacques y Georges, con algunos de los más valientes hombres, sostienen la retirada.
Entonces es el gobernador quien se lanza a su vez, hostigando a los piratas, disparándoles a bocajarro, esperando subir al mismo tiempo que ellos a la Calypso; pero entonces los primeros llegados van a las cofas de la corbeta, y las granadas y las balas llueven de nuevo. Se lanzan jarcias a los que aún quedan en la fragata, cada uno se hace con una amarra. Jacques sube también a bordo, Georges se queda el último. El gobernador se acerca hasta él, él lo espera. De pronto una mano de hierro lo agarra y se lo lleva: es Pierre Munier que vela por su hijo y que, por tercera vez durante el día, lo salva de una muerte casi segura. Entonces resuena una voz, dominando toda aquella horrible refriega:
-¡Bracead a babor y a proa! ¡Izad los foques! ¡Cargad la vela mayor y la cangreja! ¡Relinga a popa! ¡Timón todo a estribor!
Todas estas maniobras, ordenadas con esa voz poderosa que impone la obediencia pasiva, fueron ejecutadas con tan maravillosa rapidez que, por grande que fuese el ímpetu con que los in-gleses se lanzaban a la persecución de los piratas, no pudieron llegar a tiempo para atar los dos barcos uno al otro. La corbeta, como si estuviera dotada de sentimientos, pareció comprender el peligro que corría y se soltó de un vigoroso esfuerzo, mientras que la fragata, careciendo de su palo de mesana, seguía avanzando lentamente bajo la influencia de las velas del palo mayor y el palo de trinquete.
Entonces desde la cubierta de la Calypso se vio un espectáculo horroroso.
El ardor del combate había impedido que se viera a tiempo que el fuego había prendido a bordo de la fragata, de modo que en el momento en que se oyó el grito de: «¡Fuego!, ¡Fuego!» el incendio ya había progresado demasiado para que se pudiera apagar.
Fue entonces cuando se pudo admirar el poder de la disciplina inglesa; en medio de la humareda, que por momentos se hacía más y más espesa, el gobernador volvió a subir al banco de babor y, tomando la bocina que había tenido todo el tiempo colgada de la muñeca izquierda, gritó:
-¡Calma, hijos míos! ¡Yo respondo de todo! Se detuvieron todos.
-¡Arriad los botes! -continuó el gobernador.
En cinco minutos el bote de popa, los dos botes de los costados y el bote de la arboladura fueron arriados y quedaron flotando alrededor de la fragata.
-¡El bote de popa y el de la arboladura para los soldados de marina! -gritó el gobernador-. ¡Los botes de los costados para los marineros!
Y como la Calypso seguía alejándose, ya no oyó las otras órdenes, pero vio los cuatro botes llenarse con los hombres que quedaban sanos y salvos, mientras que los desdichados heridos, arrastrándose por cubierta, rogaban en vano a sus compañeros que los llevasen con ellos.
-¡Arriad dos chalupas! -gritó Jacques por su parte, al ver que los cuatro botes no bastaban para contener a toda la tripulación. Dos chalupas vacías descendieron de los costados de la Calypso y quedaron balanceándose en el mar. De inmediato, los que no habían podido hallar lugar en los botes de la fragata se lanzaron al mar y se pusieron a nadar hacia los que habían sido arriados de la corbeta.
El gobernador permaneció a bordo.
Habían querido hacerle bajar en una de las chalupas, pero como no había podido salvar a los heridos, quiso morir con ellos.
El mar presentaba un aspecto terrorífico.
Los cuatro botes se alejaban a golpe de remo del barco incendiado, mientras que los marineros retrasados nadaban hacia las dos chalupas de la corbeta.
La fragata, inmóvil en medio de un torbellino de humo, con su comandante de pie en el banco de guardia y los heridos arrastrándose por cubierta, ardía por completo.
Era un espectáculo tan horroroso que Georges sintió la mano temblorosa de Sara posarse en su hombro, y no se volvió para mirarla.
Al alcanzar una cierta distancia, las chalupas cesaron de remar.
He aquí lo que sucedió.
El humo se hizo más y más espeso: de las escotillas salió una serpiente de fuego que reptó por el palo de trinquete devorando velas y aparejos. Las portas se llenaron de llamas, los cañones car-gados se movieron solos, se oyó una horrible detonación y el barco se abrió como un cráter. Una nube de llamas y de humo subió hacia el cielo; al fin, a través de esa nube, se vio cómo caían al mar en ebullición algunos restos de palos, vergas y aparejos.
Era cuanto quedaba del Leycester.
-¿Y lord Williams Murrey? -preguntó la muchacha.
-Si no pudiera vivir contigo, Sara -dijo Georges volviéndose hacia ella-, te juro por mi honor ¡que querría morir como él!
FIN