EL MISTERIO DE SALEM'S LOT (Stephen King) - parte 2
Publicado en
abril 08, 2010
Parte 1
2
Sandy McDougall se dio cuenta de que algo iba mal cuando despertó, pero no sabía exactamente qué. El otro lado de la cama estaba vacío; era el día libre de Roy, que se había ido a pescar con unos amigos. Volvería al mediodía. Nada estaba quemándose, y a Sandy no le dolía nada. Entonces, ¿qué podía ir mal?
El sol. El sol era lo que estaba mal.
Ya daba de lleno sobre el empapelado, oscilando entre las sombras que proyectaba el arce por la ventana. Pero Randy siempre la despertaba antes de que el sol estuviera tan alto como para que la sombra del arce diera sobre la pared*..
Sus ojos sobresaltados se dirigieron al reloj que había sobre la cómoda. Eran las nueve y diez.
La alarma le cerró la garganta.
—¿Randy? —llamó y la bata onduló tras ella mientras corría por el estrecho pasillo del remolque—. ¿Randy?
El dormitorio del bebé estaba bañado por la escasa luz que entraba por la única ventanita, situada encima de la cuna... y abierta. Pero Sandy la había cerrado cuando se acostó. Siempre la cerraba.
La cuna estaba vacía.
—¿Randy? —susurró.
Después lo vio.
El cuerpecillo, vestido todavía con su pijama desteñido por los lavados, yacía arrojado en un rincón como si fuera un desperdicio. Una de las piernas se elevaba, grotesca, como un signo de admiración invertido.
—¡Randy!
Se precipitó junto al cuerpo, desfigurado el rostro por las ásperas líneas del espanto, y tomó en brazos al niño.
—Randy, pequeño mío, despiértate. Randy, vamos, despiértate...
Las magulladuras habían desaparecido. Durante la noche se habían borrado, dejando impecables la carita y el cuerpo. Randy tenía buen color. Por primera vez desde su nacimiento la madre lo encontró hermoso, y la visión de esa belleza le hizo lanzar un alarido horrible y desolado.
—¡Randy! ¡Despierta! ¿Randy?
Se levantó con el bebé en brazos y corrió por el pasillo, mientras la bata se le resbalaba del hombro. La sillita alta seguía en la cocina, con la bandeja salpicada de pegotes de la comida de Randy la noche anterior. Deslizó al niño en la silla, bañada por un rayo de luz matinal. La cabeza de Randy pendió sobre el pecho y el cuerpo se deslizó hacia un lado con una lentitud terrible, hasta quedar encajado en el ángulo que formaba la bandeja con un brazo de la silla.
—¿Randy? —le sonrió su madre, desorbitados los ojos hasta convertirse en bolitas de vidrio azul jaspeado, y le palmeó las mejillas—. Despierta ya, Randy, que hay que desayunar. ¿No tienes hambre? Por favor, oh Dios, por favor...
Se apartó de él para abrir de golpe uno de los armarios de la cocina y rebuscó apresuradamente en su interior, derribando un paquete de arroz, una lata de raviolis y una botella de aceite, que se hizo trizas, desparramando el denso líquido por el fregadero y el suelo. Encontró un envase de crema de chocolate y cogió una cucharilla de plástico.
—Mira, Randy. Tu favorita. Despierta y mira qué crema tan buena. Chocolate, Randy. Choco, chocolate. —La cólera y el terror la inundaron oscuramente—. ¡Despierta de una puta vez! —vociferó, y gotas de saliva perlaron la piel traslúcida de la frente y las mejillas de Randy—. ¡Despierta, mocoso de mierda, despierta!
Quitó la tapa del envase y llenó la cuchara con crema de chocolate. Su mano, que ya sabía la verdad, temblaba de tal manera que la derramó casi toda. Embutió lo que quedaba en el interior de la boquita inerte, y algo más se derramó sobre la bandeja, con un tétrico chasquido. La cuchara chocó contra los dientecillos.
—Tesoro —suplicó Sandy—, deja de burlarte de mamá.
Extendió la otra mano para abrirle la boca y meterle el resto de la crema.
—Bueno —suspiró Sandy McDougall y sus labios se distendieron en una sonrisa, teñida de una esperanza indescriptiblemente rota.
Se recostó en su silla, relajándose poco a poco. Ahora ya estaba bien. Ahora Randy se daría cuenta de que su madre le amaba y acabaría con esa broma cruel.
—¿Está bueno? —preguntó en un murmullo—. ¿Está bueno el chocolate, Randy? ¿Le haces una sonrisita a mamá? Sé bueno con mamá y sonríe una vez.
Con dedos temblorosos, volvió a levantar el ángulo de la boca del niño.
El chocolate cayó sobre la bandeja... pfop. Sandy empezó a chillar.
3
El sábado por la mañana Tony Glick despertó cuando Marjorie, su mujer, se cayó en la sala.
—¿Margie? —la llamó, mientras bajaba los pies de la cama—. ¿Margie?
—Estoy bien, Tony —respondió ella después de un largo momento.
Tony se sentó en el borde de la cama, mirándose los pies. Tenía el pecho desnudo y el cordón de su pantalón de pijama a rayas le pendía entre las piernas. El pelo, enmarañado, era un verdadero nido de cuervos. Tony tenía abundante cabello negro, que sus dos hijos habían heredado. La gente creía que era judío, pero él pensaba que ese pelo debería traicionar su origen italiano. Su abuelo se había apellidado Gliccucchi. Cuando alguien le dijo que en Estados Unidos era más fácil abrirse paso con un apellido sajón, algo breve y fácil de recordar, el abuelo se lo había hecho cambiar legalmente por Glick. El cuerpo de Tony Glick era robusto, moreno y musculoso. Su rostro reflejaba la expresión de un hombre a quien han atacado a golpes en el momento en que salía de un bar.
Había pedido permiso en su trabajó, y durante la última semana había dormido mucho. Cuando dormía todo le parecía más fácil. A las siete y media se sumergía en un dormir sin sueños hasta las diez de la mañana siguiente, y durante la tarde hacía una siesta de dos a tres. El tiempo transcurrido entre la escena que había protagonizado durante el funeral de Danny y esa soleada mañana de sábado, casi una semana después, le parecía incierto, como si no fuera real. La gente seguía llevándoles comida. Guisados, conservas, bizcochos, pasteles. Margie decía que no sabía qué iban a hacer con todo eso. Ninguno de los dos tenía hambre. El miércoles por la noche Tony había intentado hacer el amor con su mujer y los dos se habían echado a llorar.
Y Margie no tenía buen aspecto. Su forma de hacer frente a la situación había consistido en ponerse á limpiar la casa de punta a punta, con una dedicación maniática que no dejaba lugar para ningún otro pensamiento. A lo largo de los días, resonaban los golpes de los cubos de limpieza y el zumbido de la aspiradora, y el aire estaba siempre impregnado del olor áspero del amoníaco y los desinfectantes. Margie había llevado toda la ropa y los juguetes de los niños, pulcramente empaquetados, al Ejercito de Salvación y a la feria de beneficencia. El jueves por la mañana, cuando Tony salió del dormitorio, todas esas cajas estaban alineadas junto a la puerta principal, cada una con una pulcra etiqueta. Tony jamás había visto nada tan horrible como esas cajas silenciosas. Margie había sacado todas las alfombras al patio del fondo, las había colgado en las cuerdas para secar ropa y las había sacudido despiadadamente. Y hasta para la opaca semiconciencia de Tony era evidente lo pálida que estaba desde el martes o el miércoles; parecía que hasta los labios hubieran perdido Su color natural, y debajo de los ojos se le insinuaban sombras oscuras.
Todo eso pasó por la mente de Tony en menos tiempo del que se tarda en contarlo, y estaba a punto de volver a tumbarse en la cama cuando oyó que ella volvía a desplomarse; esta ves no contesto a su llamada.
Cuando él se levantó y fue hacia la sala, la vio tendida en el suelo; su respiración era superficial y tenía los ojos aturdidos, vagamente fijos en el espacio. Había comenzado a cambiar la disposición de los muebles, y todos estaban fuera de su sitio, con k> que la habitación tenía un aspecto extraño, como descoyuntado.
Fuera lo que fuese lo que le pasaba, su mal había empeorado durante la noche, y su aspecto era tan terrible que desconcertó a su marido. Margie seguía todavía envuelta en su bata, que al caer se le había abierto hasta medio muslo. Tenía las piernas de un color marmóreo en el que nada quedaba del hermoso bronceado de las vacaciones de verano. Sus manos se movían espasmódicamente. Respiraba con la boca entreabierta, como si le faltara el aire y a Tony le pareció ver una extraña prominencia en los dientes, pero no le dio importancia.
—¿Margie, cariño?
Su mujer trató de contestar y no pudo. Presa del pánico, Tony se levantó para llamar al medico.
—No... —balbuceó ella cuando él ya llegaba al teléfono, y repitió la palabra después de haber aspirado con audible esfuerzo—. No. —Había conseguido sentarse trabajosamente, y el soleado silencio de la casa se interrumpía con el dificultoso jadeo de su respiración—. Llévame... sácame... el sol da con tanta fuerza...
Tony, al levantarla, se quedó atónito ante la liviandad de su peso. Su mujer no parecía pesar más que una brazada de paja.
—... sofá...
Allí la depositó, con la espalda recostada contra el apoyabrazos. Al quedar fuera del haz de sol que entraba por la ventana para dibujar un cuadrado sobre la alfombra, Margie pareció respirar con más facilidad. Por un momento cerró los ojos, y a Tony volvió a impresionarle la tersa blancura de los dientes en contraste con sus labios. Sintió deseos de besarla.
—Déjame llamar al medico.
—No, ya estoy mejor. Es que el sol me... hacía mal. Como si me debilitara. Ya me siento mejor. —Efectivamente, las mejillas se le habían coloreado un poco.
—¿Estás segura?
—Sí, ya estoy bien.
—Has trabajado demasiado, cariño.
—Sí —asintió ella con ojos indiferentes.
Tony k acarició el pelo con afecto.
—Tenemos que superar esto, Margie. Es necesario. Tienes un aspecto... —Como no quería herirla, se detuvo.
—Tengo un aspecto espantoso, ya lo sé. Anoche, antes de acostarme, me miré en el espejo del cuarto de baño y casi creí que no estaba. Por un momento... —una sonrisa se dibujó en sus labios— me pareció que podía ver la bañera a través de mi cuerpo. Como si quedara apenas un velo de mí, y ese velo fuera... tan pálido...
—Quiero que te vea el doctor Reardon.
—Estas tres o cuatro últimas noches he tenido un sueño hermoso, Tony —prosiguió ella como si no le hubiera oído—. Tan real. En el sueño, Danny vuelve y me dice: «Mami, mami, cuánto me alegro de estar en casa.» Y dice... dice...
—¿Qué dice? —preguntó Tony con suavidad.
—Dice... que es otra vez mi bebé. Mi hijito, y le doy de mamar y... y tengo una sensación de dulzura, pero con algo amargo también, como era antes de destetarlo, pero cuando ya tenía dientes y me mordía... oh, qué horrible debe de parecer todo esto. Como una de esas historias para psiquiatras.
—No —la tranquilizó él—. Nada de eso.
Se arrodilló junto a ella, y Margie le echó los brazos al cuello, sollozando. Sus brazos estaban frescos.
—No llames al médico, Tony, por favor. Hoy descansaré.
—Está bien —cedió él sin demasiada convicción.
—Es un sueño tan hernioso, Tony —continuó ella, con los labios apoyados contra su garganta. El movimiento de los labios, la amortiguada dureza de los dientes que se percibía detrás de ellos, tenía una increíble sensualidad. Tony experimentó una súbita erección—. Ojalá pudiera tenerlo otra vez esta noche.
—Tal vez lo tengas —la tranquilizó él, acariciándole el pelo—. Sí, tal vez lo tengas.
4
—Por Dios, qué aspecto tan maravilloso —la saludó Ben.
En el marco de blancos impecables y verdes anémicos del hospital, Susan Norton tenía un aspecto realmente magnífico. Llevaba una blusa amarillo brillante con rayas verticales negras, y falda corta tejaría.
—Tú también pareces estar bien —respondió la muchacha mientras cruzaba la habitación.
Ben la besó con ardor, mientras su mano se deslizaba hacia la curva de la cadera.
—Eh —protestó Susan, interrumpiendo el beso—. Que nos reñirán por esto.
—A mí no me reñirán.
—Pero a mí sí.
Los dos se miraron.
—Te quiero, Ben.
—Yo también te quiero.
—Si pudiera meterme ahora mismo contigo en la cama...
—Espera a que aparte las mantas.
—Pero ¿cómo se lo explico a las enfermeras? —Diles que me estás dando un masaje.
Sonriente, Susan sacudió la cabeza y acercó una silla.
—Han sucedido muchas cosas en el pueblo, Ben.
Él se puso serio.
—¿Como qué?
—Realmente no sé cómo contártelo —vaciló Susan—, ni qué creer yo misma. Estoy hecha un lío, por decirlo de la manera más suave.
—Bueno, pues cuéntamelo y déjame a mí desenredarlo.
—¿Cómo te sientes, Ben?
—Mejor. Nada grave. El medico de Matt, el doctor Cody...
—¿Cómo te sientes mentalmente? ¿Hasta qué punto crees esta historia del conde Drácula?
—Ah, te refieres a eso. ¿Matt te lo contó?
—Matt está aquí, en el hospital, En la unidad de cuidados intensivos. ;
—¿Qué? —Ben se irguió, apoyándose en los codos—. ¿Qué le sucedió?
—Un infarto.
—¡Dios mío!
—El doctor Cody dice que su estado se ha estabilizado, aunque todavía persiste la gravedad, pero eso es lo normal durante las primeras cuarenta y ocho horas. Yo estaba con él cuando sucedió.
—Cuéntame todo lo que recuerdes, Susan.
La expresión de placer había desaparecido de su rostro, que estaba ahora alerta y tenso. Perdido en la habitación blanca y las sábanas blancas y el camisón blanco del hospital, a Susan le produjo la impresión de un hombre al borde 'del abismo.
—No has respondido a mi pregunta, Ben.
—¿Sobre qué pienso de la historia de Matt?
—Sí.
—Te contestaré diciéndote lo que tú piensas. Tú crees que la casa de los Marsten me ha trastornado hasta el punto de que veo murciélagos hasta en la sopa, por decirlo así. ¿Me equivoco?
—Sí, así es. Pero jamás lo pensé en términos tan... tan rudos.
—Ya lo sé, Susan. Intentaré describirte la secuencia de mis pensamientos. A mí mismo me puede hacer bien ponerlos en claro. Por tu cara, puedo decir que sucedió algo que hizo vacilar un tanto tu convicción, ¿no es verdad?
—Sí..., pero no creo, no puedo...
—Un momento. Con el no puedo bloqueamos cualquier cosa. Ahí fue donde yo me atasqué. En ese maldito imperativo absoluto. No puedo. Yo no le creí a Matt, Susan, porque esas cosas no pueden ser verdad. Pero por más vueltas que le di, no pude encontrar una sola fisura en su historia. La conclusión más obvia era que en algún momento se le había aflojado un tornillo, ¿no?
—Sí.
—¿A ti te pareció chiflado?
—No, pero...
—Espera. —Ben levantó la mano—. Ya estás pensando en términos de no se puede.
—Sí, creo que sí readmití»Susan
—A mí tampoco me pareció irracional ni chillado. Y tú y yo ¿sabemos que las fantasías paranoides o los complejos persecutorios no aparecen de la noche a la mañana. Van creciendo a lo largo del tiempo. Y necesitan riego, cuidado y abonos. ¿Alguna vez has oído decir en el pueblo que Matt tuviera un tornillo flojo? ¿O le oíste decir a Matt que alguien le perseguía con un cuchillo? ¿Expresó alguna vez un interés particular en cosas como sesiones de espiritismo o proyección astral o reencarnación? ¿Ha estado detenido alguna vez, que tú sepas?
—No respondió Susan Pero, Ben.M me duele decir esto de Matt, y hasta insinuarlo, pero hay gente que pierde la razón sin que se note. Enloquece por dentro.
—No lo careo repuso Ben. Siempre hay indicios, A veces uno no los advierte antes, pero después los entiende. Si fueras parte de un jurado, ¿admitirías el testimonio de Matt sobre un accidente de automóvil?
—Sí...
—¿Y le creerías si hubiera dicho que vio cómo alguien mataba a Mike Ryerson?
—Sí, imagino que sí.
—Pero esto no se lo crees.
—Ben, es que no puedo...
—Ya está; lo has dicho otra vez. No estoy defendiendo su causa, Susan. Lo único que hago es explicarte mi propio proceso mental. ¿De acuerdo?
—Está bien. Sigue.
—Lo segundo que se me ocurrió fue que alguien le estaba usando. Alguien que le guarda rencor, o le odia.
—Sí, eso también lo pensé yo.
—Matt dice que no tiene enemigos, y le creo.
—Todo el mundo tiene enemigos.
—Pero es una cuestión de grado. No te olvides de lo más importante... que en todo ese asunto hay un muerto. Si alguien se proponía liquidar a Matt, entonces tuvo que asesinar a Mike Ryerson intencionadamente.
—¿Porqué?
—Porque ni el guión ni la música tienen sentido si no hay cadáver. Sin embargo, según cuenta Matt, su encuentro con Mike fue casual. Nadie te llevó el jueves pasado a la taberna de Dell. No hubo una llamada anónima, ni una nota ni nada. El encuentro es tan casual que basta para excluir cualquier arreglo.
—Y eso, ¿qué posible explicación racional nos deja?
—Que Matt soñó que oía el ruido de la ventana al abrirse, la risa y el ruido de succión. Que Mike murió debido a alguna causa natural, aunque desconocida.
—Pero tú no crees eso.
—No creo que soñara cómo se abría la ventana, porque estaba abierta. Y la persiana exterior estaba caída en el césped. Yo lo advertí, y también Parkins Gillespie. Y advertí algo más. En la casa de Matt, esas persianas exteriores son de las que se cierran con cerrojo por fuera, no desde dentro. Desde el interior no se puede abrir a menos que se use un destornillador, y aun así costaría trabajo, y dejaría marcas. Yo no vi ninguna marca. Y hay otra cosa: debajo de esa ventana, el suelo era relativamente blando. Si alguien quería retirar una persiana del piso alto, tendría que haber usado una escalera, y eso también deja huellas. Tampoco había huellas. Eso es lo que más me preocupa. Que hayan quitado una persiana del segundo piso, desde fuera, sin que abajo queden rastros de una escalera.
Los dos se miraron sombríamente.
—Esta mañana he estado pensando en todo eso —continuó Ben—. Y cuanto más lo pensaba, más coherente me parecía el relato de Matt. De modo que decidí correr el riesgo y me olvidé del no es posible. Ahora, cuéntame lo que sucedió anoche en casa de Matt. Si sirve para desechar todo esto, nadie se alegrará más que yo.
—Ojalá —suspiró tristemente Susan—. Al contrario, lo empeora. Matt acababa de contarme la historia de Mike Ryerson cuando dijo que había alguien arriba. Tenía miedo, pero subió. —Susan cruzó las manos sobre la falda, aferrándoselas con fuerza, como para evitar que se le escaparan—. Durante un rato, no sucedió nada más... y Matt habló en voz alta, como si retirara su invitación. Después... bueno, realmente no sé cómo...
—No te atormentes pensándolo y sigue. —Creo que alguien... alguien más... hizo una especie de ruido sibilante. Se oyó un golpe, corno si algo se hubiera caído. —Susan le miraba con desamparo—. Entonces oí una voz que decía: «Te veré dormir entre los muertos, maestro.» Y más tarde, cuando entré en la habitación a buscar una manta para Matt, encontré esto.
Susan sacó del bolsillo de la blusa el anillo y lo dejó caer en la mano de Ben.
Ben lo inclinó hacia la ventana para que la luz le permitiera leer las iniciales.
—M. C. R. ¿Mike Ryerson?
—Mike Corey Ryerson. Lo levanté, lo tiré y me obligué a recogerlo de nuevo... pensé que tal vez tú o Matt desearíais verlo. Guárdalo tú» yo no quiero tenerlo.
—¿Te hace sentir...?
—Mal. Muy mal. —Susan levantó la cabeza, desafiante—.
Pero no hay teoría racional que admita esto. Estaría más dispuesta a creer que de algún modo Matt asesinó a Mike Ryerson e inventó esa disparatada historia de los vampiros por sabe Dios qué razones. Que aflojó la persiana para que se cayera. Que mientras yo estaba abajo hizo un número de ventriloquia en el cuarto de huéspedes, qué dejó intencionadamente el anillo de Mike...
—Y se provocó un ataque cardíaco para dar mayor realismo a esa historia —terminó secamente Ben—. Susan, yo no he abandonado la esperanza de encontrar explicaciones racionales. Estoy buscando una, rogando por una. En el cine los monstruos son divertidos, pero la idea de que en la realidad puedan andar merodeando en la noche no es nada divertida. Puedo aceptar incluso que se podría haber aflojado la ventana. Vayamos más lejos. Matt es una persona culta. Imagino que debe de haber venenos, y tal vez venenos imposibles de descubrir, que pueden causar los síntomas que presentaba Mike. Claro que la idea del veneno es un poco difícil de creer si se piensa en lo poco que comía Mike...
—Esa información depende sólo de la palabra de Matt —señaló Susan.
—Pero él no mentiría porque sabría que en una autopsia es importante el examen del estomago dé la víctima. Y una inyección deja huellas. Pero, para los fines de nuestra teoría; digamos que fuera posible hacerlo. Y un hombre como Matt podría, seguramente, tomar algo que diera la apariencia de un ataque cardíaco. Pero ¿por qué?
Susan sacudió la cabeza con desaliento.
—Y aun si suponemos un motivo que desconocemos, ¿por qué habría de caer en semejante bizantinismo o inventar una historia tan disparatada? Ellery Queen encontraría alguna explicación, pero la vida no es una trama de Ellery Queen.
—Pero esto... esto otro es una locura, Ben.
—Sí, como Hiroshimá
—¡Quieres terminar con eso! —exclamó ¡súbitamente Susan. ¡No sigas haciéndote el intelectual cínico que no te va nada bien! De lo que estamos hablando es de historias dé viejas, pesadillas, psicosis o corno quieras llamarlo...
—Oh, mierda —masculló Ben—. Míralo de otro modo. El mundo se está viniendo abajo y tú te escandalizas por unos pocos vampiros.
— Salem's Lot es mi pueblo — se obstinó Susan — , y si algo sucede aquí, es real, no son delirios.
— No me lo digas a mí. — Con un dedo, Ben señaló el vendaje que tenía en la cabeza — . Y a tu ex parece que le dio fuerte.
—Oh, lo siento. Es un aspecto de Floyd que no conocía. Y no lo entiendo.
—¿Dónde está él ahora?
— En la celda de los borrachos. Parkins Gillespie le contó a mamá que tendría que entregarlo al condado... es decir, al sheriff McCaslin, pero que prefería esperar a ver si tú pensabas presentar una denuncia.
— ¿Qué sientes tú hacia él?
— Nada — respondió Susan con firmeza — . Ha dejado de ser parte de mi vida.
— No voy a denunciarlo. — Las cejas de Susan se arquearon — . Pero quiero hablar con él.
— ¿De nosotros?
— Del motivo por el que se me echó encima con abrigo, sombrero, gafas de sol., y guantes de goma.
— Bueno — sánalo Ben, mirándola — , el sol ya estaba alto. Y daba sobre él. Y tuve la impresión de que no le gustaba.
Los dos se miraron sin decir palabra. No parecía que hubiera más que decir sobre el tema.
5
Cuando Nolly le llevó a Floyd su desayuno traído del Café Excellent, Floyd dormía profundamente, y a Nolly le pareció una tontería despertarlo para que se comiera un par de huevos fritos recocidos y unas rodajas de tocino grasiento que había preparado Pauline Dickens, de modo que el propio Nolly dio cuenta de todo eso en la oficina, y se bebió el café también. El café sí era bueno; eso había que reconocérselo a Pauline. Pero cuando le llevó la comida y Floyd seguía durmiendo sin haber cambiado de posición, Nolly empezó a asustarse y dejó la bandeja en el suelo para golpear la reja con una cuchara.
—¡Eh, Floyd! Despierta que te traigo la comida.
Floyd no se despertó y Nolly sacó el llavero del bolsillo para abrir la puerta de la celda. Antes de meter la llave en la cerradura, se detuvo. La historieta de Gunsmoke de la semana pasada era sobre un tipo que se fingía enfermo para abalanzarse sobre el carcelero.
Se quedó indeciso, con la cuchara en una mano y el llavero en la otra; era un hombre robusto que al mediodía, cuando hacía calor, tenía siempre manchas de sudor en las axilas de sus camisas. Era un buen jugador de bolos y, durante los fines de semana, asiduo cliente de los bares; en su billetero, tras el calendario de fiestas de la Iglesia luterana, llevaba una lista de los bares y moteles de más dudosa reputación de Portland. De carácter amistoso, cabeza de turco por naturaleza, era hombre de reacciones lentas y lento también para la cólera. A cambio de estas riada despreciables cualidades, no destacaba por su agilidad mental, y durante varios minutos se quedó pensando cómo debería proceder, mientras golpeaba los barrotes con la cuchara, llamando a Floyd y deseando que éste se muriera, roncara o hiciera cualquier cosa. En el momento en que decidió que lo mejor sería llamar a Parkins por radio para pedirle instrucciones, el propio Parkins le preguntó desde la puerta del despacho:
—¿Qué demonios estás haciendo, Nolly? ¿Llamando a los cerdos?
Nolly se ruborizó.
—Floyd no se mueve, Park. Me temo que está... enfermo, ¿sabes?
—Bueno, ¿y te parece que golpeando los barrotes con esa maldita cuchara se va a curar? —Parkins se acercó y abrió la celda.
—¿Floyd? —le sacudió por el hombro—. ¿Te sientes b.«?
Floyd rodó de la litera adosada a la pared y cayó al suelo.
—Maldición, está muerto...—masculló Nolly.
Parkins no dio señales de oírlo. Miraba con fijeza el rostro pavorosamente tranquilo de Floyd. Nolly vio que Parkins tenía el aspecto de un hombre mortalmente asustado.
—¿Qué pasa, Park?
—Nada —respondió Parkins—. Es que... salgamos de aquí. —Y, casi como para sí mismo, agregó—: Cristo, ojalá no le hubiera tocado.
Nolly miraba con creciente horror el cuerpo de Floyd.
—No te quedes ahí pasmado —le dijo Parkins—, tenemos que traer al médico.
6
Mediaba la tarde cuando Franklin Boddin y Virgil Rathbun llegaron al portón de madera situado al final de la bifurcación de Burns Road, unos tres kilómetros más allá del cementerio de Harmony Hill. Iban en la camioneta Chevrolet 1957 de Franklin, un vehículo que allá por el primer año del segundo mandato presidencial de Ike Eisenhower había sido de color marfil, pero que ahora era una mezcla de marrón y rojo. Más o menos una vez al mes, él y Virgil llevaban al vertedero un cargamento de botellas vacías, latas de cerveza vacías, barrilillos vacíos, botellas de vino vacías y de vodka Popov.
—Cerrado —anunció Franklin Boddin, mientras intentaba leer el cartel clavado al portón—. Vaya, que me cuelguen.
Se bebió un trago de la botella que llevaba entre las piernas, y se enjugó la boca con el brazo.
—Hoy es sábado, ¿no?
—Pues sí —le confirmó Virgil Rathbun, que no tenía la más remota idea de si era sábado o martes. Estaba tan borracho que ni siquiera sabía con seguridad el mes en que vivía.
—El vertedero está abierto los sábados, ¿no? —siguió preguntando Franklin.
Aunque no hubiera más que un cartel, él veía tres. Volvió a entrecerrar los ojos. Los tres decían «Cerrado». La pintura era roja, y había salido indudablemente de la lata que Dud Rogers, el encargado, guardaba dentro de su cabaña, junto a la puerta.
—Jamás ha estado cerrado los sábados —afirmó Virgil. Se llevó la botella de cerveza a la boca, pero no acertó y se echó un chorro en el hombro izquierdo—. Dios, esto es el colmo.
Cerrado repitió Franklin con creciente indignación—. Ese hijo de puta se ha ido de parranda, eso es lo que pasa. Ya le voy a dar yo cerrado. —Encendió el motor y puso la primera.
Con la sacudida la cerveza se derramó, espumeante, de la botella que llevaba entre las piernas, y empezó a correrle por los pantalones.
—¡Adelante, Franklin! —gritó Virgil, mientras dejaba escapar un sonoro eructo.
Franklin puso la segunda y aceleró por el camino irregular y cubierto de baches. La camioneta saltaba sobre sus gastados amortiguadores, mientras las botellas que caían de la parte de atrás se estrellaban contra el suelo. Las gaviotas se elevaron en vastos círculos vociferantes.
A unos cuatrocientos metros del portón, la bifurcación de Burns Road (lo que ahora llamaban el camino del vertedero) terminaba en un amplio descampado destinado a la basura. Arces y alisos se abrían para dejar libre una gran superficie plana de tierra removida y surcada por la vieja excavadora que Dud usaba y que ahora estaba aparcada junto a su cabaña. Más allá estaba el pozo donde iba a parar el material combustible. Basuras y desperdicios, adornados por el brillo de botellas y latas de aluminio, sé elevaban en dunas gigantescas.
—¡Maldito jorobado inservible! Parece que en toda la semana no ha enterrado ni quemado nada —masculló Franklin, y pisó el freno, que se hundió hasta el suelo con un chillido mecánico. Al cabo de un momento el vehículo se detuvo—. Estará durmiendo la mona, eso es lo que pasa.
—Nunca he oído que Dud bebiera mucho —comentó Virgil mientras arrojaba por la ventanilla la botella vacía y sacaba otra de la bolsa marrón que descansaba en el suelo. La abrió contra el picaporte de la puerta y la cerveza, enloquecida por los saltos, se le derramó burbujeando sobre la mano.
—Todos los jorobados beben —sentenció sabiamente Franklin. Después de escupir por la ventana, se dio cuenta de que estaba cerrada y frotó con la manga de la camisa el vidrio rayado y opaco—. Vamos a verle. Tal vez le pase algo.
Dio marcha atrás a la camioneta, describiendo un amplio círculo impreciso, hasta detenerla con la parte trasera contra la última acumulación de desperdicios de Solar. Cuando apagó el motor, el silencio dejó sentir repentinamente su peso sobre ellos. A no ser por los graznidos inquietos de las gaviotas, no se oía ruido alguno.
—Vaya quietud —murmuró Virgil.
Bajaron del vehículo para dirigirse hacia la parte de atrás. Franklin retiró las trabas que sostenían la puerta abatible y la dejó caer con estrépito. Las gaviotas que habían estado comiendo hacia el fondo del vertedero se elevaron en una nube, entre aletazos y graznidos.
Sin decir palabra, los dos hombres subieron a la caja de la camioneta y empezaron a descargarla. Las bolsas de plástico verde caían rodando y se abrían al aplastarse contra el suelo. Era tarea conocida para ambos. Los dos eran una parte del pueblo que pocos turistas veían, primero porque el pueblo mismo los ignoraba en virtud de un acuerdo tácito, y segundo porque Franklin y Virgil se habían recubierto de una coloración protectora. Si uno se cruzaba con la camioneta por el camino, se olvidaba de ella en el mismo momento en que desaparecía del espejo retrovisor. Si por casualidad se veía la choza en que vivían, y desde la cual una chimenea de lata enviaba al pálido cielo de noviembre una línea delgada de humo, no se le prestaba atención. Si alguien tropezaba con Virgil cuando éste salía de la cooperativa de Cumberland con una botella de vodka barata en una bolsa de papel marrón, le saludaba con un «hola» sin que después .pudiera recordar con quién se había encontrado: la cara le parecía familiar, pero el nombre se le escapaba. El hermano de Franklin era Derek Boddin, el padre de Richie (el recientemente derrocado rey del colegio de Stanley Street), y Derek casi se había olvidado de que su hermano aún vivía y estaba en el pueblo. Franklin había superado la condición de oveja negra: era completamente gris.
Una vez vacía la camioneta, Franklin le dio un puntapié a la última lata y se volvió a ajustar en la cintura los pantalones verdes de trabajo.
—Vamos a ver a Dud —propuso. ,
Virgil se pisó el cordón de un zapato y cayó sentado de culo.
—¡Joder, qué mal que hacen los zapatos últimamente —masculló.
Mientras se acercaban a la cabaña de Dud vieron que la puerta estaba cerrada.
—¡Dud! —vociferó Franklin—. ¡Eh, Dud Rogers!
Dio un golpe a la puerta y la cabaña entera se estremeció. El gancho que cerraba la puerta por dentro se soltó, y ésta se abrió, vacilante. La cabaña estaba vacía, pero se percibía un olor dulzón y enfermizo que hizo que los dos hombres se miraran poniendo mala cara, a pesar de estar acostumbrados a toda clase de hedores. A Franklin le recordó fugazmente los encurtidos que han pasado muchos años en un recipiente, a oscuras, hasta que el líquido en que están sumergidos se pone blancuzco.
—Huele peor que la gangrena —masculló Virgil.
Sin embargo, la cabaña estaba impecablemente limpia. La camisa de Dud pendía de un gancho encima de la cama, la astillada silla de cocina estaba junto a la mesa, y el jergón estaba tendido como si fuera un catre de campaña. La lata de pintura roja, con churretones aún frescos en los costados, estaba situada sobre un periódico doblado, detrás, de la puerta.
—Si no salimos de aquí acabaré vomitando —anunció Virgil, cuyo rostro había adquirido un tono blanco verdoso.
Franklin, que no se sentía mejor, retrocedió y cerró la puerta.
Ambos se quedaron mirando el vertedero, tan desierto y estéril como la luna.
—Por aquí no está —concluyó Franklin—. Andará por el bosque.
—¿Frank?
—¿Qué?
—La puerta tenía el seguro puesto por dentro. Si Dud no está ahí, ¿cómo salió?
Sobresaltado, Franklin se dio vuelta a mirar la cabaña. Por la ventana, pensó decir, pero no lo dijo. La ventana no era más que un rectángulo recortado y cubierto con un plástico transparente. Y no era bastante grande para que Dud, con su giba, pudiera pasar por allí.
7
—Qué importa —gruñó hoscamente—. Si Dud no quiere darnos nuestra parte, que se muera. Vamonos de aquí.
Volvieron hacia la camioneta, mientras Franklin sentía que algo se infiltraba a través de la membrana protectora de la ebriedad; algo pavoroso. Era como si el vertedero tuviera una palpitación propia, un latido lento, pero lleno de una terrible vitalidad. De pronto sintió la necesidad de huir de allí.
—No se ve ninguna rata —comentó Virgil.
Y no se veía ninguna; gaviotas, únicamente. Franklin trató de recordar alguna vez que hubiera llevado su cargamento al vertedero y no hubiera visto ratas. Nunca.
—Debe de haber puesto cebos envenenados, ¿eh, Frank?
—Ven, vamos —fue la única respuesta—. Larguémonos de aquí cuanto antes.
Después de la cena, autorizaron a Ben para que subiera a ver a Matt Burke. La visita fue breve; Matt estaba durmiendo. Sin embargo, le habían retirado ya la tienda de oxigenó; y la jefa de enfermeras le dijo que seguramente a la mañana siguiente Matt estaría despierto y podría recibir alguna visita breve.
Ben observó que el rostro de su amigo estaba tenso y avejentado; por primera vez era el rostro de un viejo. Ahí tendido, inmóvil, parecía vulnerable e indefenso. Si todo esto es verdad, pensó Ben, esta gente no te está haciendo favor alguno, Matt. Si esto es verdad, entonces estamos en la ciudadela de la incredulidad, donde las pesadillas se disipan con desinfectantes, escalpelos y quimioterapia, no con estacas de fresno y Biblias y tomillo silvestre. Aquí son felices con los pulmones de acero, las agujas hipodérmicas y los irrigadores llenos de soluciones de bario. Si la columna de la verdad tiene una gotera, ni se enteran ni les importa.
Fue hacia la cabecera de la cama y suavemente tomó la cabeza de Matt para volverla. En la piel del cuello no había marcas.
Tras un momento de vacilación, se dirigió al armario y lo abrió. Allí estaba la ropa de Matt, y del picaporte interior de la puerta pendía el crucifijo que llevaba Matt cuando Susan fue a visitarle.
Ben volvió a acercarse a la cama y se lo colocó de nuevo alrededor del cuello.
—Oiga, ¿qué está haciendo? —preguntó una enfermera que acababa de entrar con una jarra de agua y una toalla.
—Estoy poniéndole su cruz en el cuello —respondió Ben.
—¿Es católico?
—Ahora sí —dijo con un suspiro.
8
Era ya de noche cuando se oyó un golpecito en la puerta de la cocina de la casa de los Sawyer en Deep Cut Road. Bonnie Sawyer fue a abrir. Llevaba un corto delantal atado a la cintura, tacones altos, y nada más.
Cuando la puerta se abrió, los ojos de Corey Briant se agrandaron y su boca se abrió.
—Oh... —articuló—. ¿Bonnie?
—¿Qué pasa, Corey
Deliberadamente apoyó una mano en el marco de la puerta, para mostrar sus pechos desnudos. Al mismo tiempo cruzó los pies para llamar la atención sobre las piernas.
—Dios, Bonnie, ¿y si hubiera sido...?
—¿El empleado de la telefónica? —preguntó ella con una risita. Le tomó una mano y se la apoyó en el pecho—. ¿Quiere leer el contador?
Con un gruñido en el que había una nota de desesperación (la del hombre que se ahoga y al hundirse por tercera vez encuentra una sirena en vez de una tabla), él la abrazó. Sus manos se cerraron sobre las nalgas, y el delantal almidonado crujió ásperamente.
—Ay, por favor. —Bonnie se retorció contra él—. ¿Es que va a probar si funciona el receptor, señor de la telefónica? Durante todo el día he estado esperando una llamada importante...
Corey la levantó y cerró la puerta de un puntapié. Bonnie no tuvo que decirle dónde estaba el dormitorio: él ya lo sabía.
—¿Estás segura de que no vendrá? —preguntó.
Los ojos de Bonnie brillaban en la oscuridad.
—No sé a quién se refiere, señor de la telefónica. Si es a mi marido... está en Burlington, Vermont.
Él la tendió sobre la cama, con las piernas colgando hacia un lado.
—Enciende la luz —pidió Bonnie, con voz súbitamente lenta y ronca—, que quiero ver lo que haces.
Corey encendió el foco que había al lado de la cama y la miró. El delantal estaba corrido hacia un costado. Los ojos de Bonnie, entrecerrados y ardientes, tenían las pupilas brillantes y dilatadas.
—Quítate eso —indicó él con un gesto.
—Quítemelo usted, que puede deshacer los nudos, señor de la telefónica.
Corey se inclinó obedientemente. Bonnie siempre le hacía sentir como un chiquillo inexperto que prueba por primera vez el plato, y a él siempre le temblaban las manos cuando estaba cerca de ella, como si su cuerpo transmitiera una corriente eléctrica. Ya no había momento en que no la tuviera presente. Bonnie se le había metido en la cabeza como una de esas pequeñas llagas dentro de la boca que uno no deja de tocarse con la lengua hasta se le aparecía juguetonamente en sueños, con su piel dorada y excitante. Su imaginación no conocía límites.
—No; de rodillas —le dijo—. Ponte de rodillas.
Él se hincó torpemente y se arrastró hacia Bonnie, tendiendo la mano hacia las cintas del delantal, mientras ella le apoyaba los pies en los hombros. Corey se inclinó a besarle el interior del muslo, sintiendo la carne firme y cálida.
—Así, Corey, así, sigue subiendo, sigue...
—Una escena muy interesante.
Bonnie Sawyer dio un grito de espanto.
Corey Briant levantó los ojos, parpadeando confundido.
Reggie Sawyer estaba apoyado contra la puerta del dormitorio. Apoyado en el antebrazo en forma descuidada y con los cañones hacia el piso, tenía una escopeta,
—Así que es verdad —se admiró Reggie, y dio un paso hacia el interior de la habitación, sonriendo—. ¿Qué os parece? Le debo una caja de cerveza a ese borrachín de Mickey Sylvester, maldita sea.
Bonnie fue la primera en recuperar la voz.
—Reggie, escúchame. No es lo que crees. Se metió en la casa, parecía enloquecido, estaba.»
—Cállate, puta. —Reggie seguía sonriendo.
Era un hombre enorme. Llevaba el mismo traje de color acerado que vestía dos horas antes, cuando Bonnie le había dado el beso de despedida.
—Escuche —dijo débilmente Corey, que sentía la boca llena de saliva—, por favor. Por favor, no me mate, aunque me lo merezca. Usted no querrá ir a la cárcel. No vale la pena por esto. Pégueme, sé que eso es inevitable, pero por favor no...
—No sigas de rodillas, Perry Masón —dijo Reggie Sawyer sin que la sonrisa se borrara de sus labios—. Tienes abierta la cremallera de la bragueta.
—Escuche, señor Sawyer...
—Oh, llámame Reggie —continuó él, siempre sonriente—. Si somos poco menos que compinches. Hasta he estado aprovechando tus roñosas sobras, ¿no es así?
—Reggie, no es lo que tú piensas, me violó...
Su esposo la miró con su sonrisa dulce y bondadosa.
—Si dices una palabra más, te meteré esto por el cono y no volverás a abrir la boca nunca más.
Bonnie empezó a lloriquear. La cara se le había puesto mortalmente pálida.
—Señor Sawyer... Reggie...
—Tu apellido es Bryant, ¿verdad? ¿Tu padre es Pete Bryant?
La cabeza de Corey asintió desesperadamente.
—Sí, eso es. Escuche...
—Cuando yo trabajaba para Jim Webber solía venderle gasolina —evocó Reggie con una sonrisa—. Fue unos cuatro o cinco años antes de que conociera a esta perra. ¿Sabe tu padre que estás aquí?
—No, señor, y se le partiría el corazón. Pégueme» me lo merezco, pero si me mata mi padre lo sabrá todo y le matará, y será usted responsable de dos...
—No, apuesto a que él no lo sabe. Ven un momento a la sala, que tenemos que hablar de este asunto. Ven. —Le sonrió para hacerle ver que no tenía mala intención, y después sus ojos se detuvieron en Bonnie, que le miraba aterrada—. Tú quédate aquí, preciosa. Vamos, Bryant. —Le hizo un gesto con la escopeta.
Tambaleante, Corey pasó a la sala seguido por Reggie. Sentía las piernas como de goma. De repente, la espalda empezó a picarle desesperadamente. Ahí me va a apuntar, pensó, exactamente entre los omóplatos. Se preguntó si viviría lo suficiente para ver sus entrañas estrellándose contra la pared...
—Date la vuelta —dijo Reggie.
Corey, que empezaba a gimotear, giró sobre los talones. Aunque no quería lloriquear, no podía evitarlo.
La escopeta ya no pendía indolentemente del antebrazo de Reggie; el doble cañón apuntaba a la cara de Bryant. Le pareció que los orificios gemelos se agrandaban hasta convertirse en pozos insondables.
—¿Sabes lo que has estado haciendo? —preguntó Reggie. La sonrisa había desaparecido y la expresión de su rostro era muy seria.
Corey no contestó. Era una pregunta estúpida. Pero siguió lloriqueando*
—Te has acostado con la mujer del prójimo, Corey. ¿Así te llamas?
Corey asintió en silencio, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¿Sabes qué les pasa a los que hacen eso cuando los atrapan?
Corey volvió a asentir.
—Coge el cañón de esta escopeta, Corey. Es muy fácil. Para disparar el gatillo se necesita una fuerza determinada, digamos que yo ya estoy aplicando la mitad de esa fuerza. Haz como si estuvieras acariciando a mi mujer.
La mano temblorosa de Corey se dirigió hacia el cañón de la escopeta. Sintió el frío del metal contra la palma sudorosa. De su garganta brotó un largo gemido de agonía. No había nada que hacer. Las súplicas eran inútiles.
—Póntela en la boca, Corey. Los dos cañones. Sí, eso es... Así está bien. Sí que tienes la boca bastante grande, Métetela hasta la garganta.
Las mandíbulas de Corey estaban abiertas hasta el límite. Los cañones de la escopeta se le apoyaban casi en el paladar, y las arcadas le sacudían el estómago. Sentía el acero aceitoso contra los dientes.
—Cierra los ojos, Corey. ¡
Corey se quedó mirándolo, los ojos llenos de lágrimas y tan grandes como platos.
Reggie volvió a sonreír cordialmente.
—Cierra tus ojitos azules de bebé.
Corey lo hizo.
Apenas si tuvo conciencia dé que los esfínteres se le aflojaban.
Reggie apretó los dos gatillos, y k>s percutores cayeron con un doble clic sobre las cámaras vacías.
Corey se desplomó en el suelo, desmayado.
Sin dejar de sonreír, Reggie le miró un momento y después dio vuelta a la escopeta y la cogió por los cañones.
—Ahora voy, Bonnie —anunció, volviéndose hacia el dormitorio.
Bonnie Sawyer empezó a chillar.
9
Corey Bryant se encaminó tambaleándose por Deep Cut Road hacia el lugar donde había dejado aparcada la furgoneta de la telefónica. Su cuerpo hedía, y tenía los ojos vidriosos e inyectados en sangre. En la parte posterior de la cabeza, donde se había golpeado contra el suelo al desmayarse, tenía un gran chichón. Sus botas hacían un ruido extraño al arrastrarse sobre la tierra blanda. Corey trataba de no pensar en la ruina total en que se había convertido su vida. Eran las ocho y cuarto. • Cuando le había despedido en la puerta de la cocina, Reggie Sawyer seguía sonriéndole bondadosamente. Desde el dormitorio, como un contrapunto a sus palabras, llegaban los sollozos desgarradores de Bonnie.
—Ahora te vas como un buen chico. Te metes en tu furgoneta y te vuelves al pueblo. A las diez menos cuarto pasa el autobús que va de Lewiston a Boston. En Boston puedes tomar otro a cualquier lugar del país. La parada está en el bar dé Spencer. Márchate, porque si te vuelvo a ver te mataré. Con ella no pasará nada; ya está domada. Durante un par de semanas tendrá que usar pantalones, y blusas de manga larga, pero en la cara no le quedará marca alguna. Lo mejor que puedes hacer es irte de Salem's Lot sin cambiarte de ropa siquiera, antes de que vuelvas a pensar que eres un hombre.
Y ahí iba Corey, caminando y dispuesto a hacer exactamente lo que le había dicho Reggie Sawyer. Desde Boston podría ir hacia el Sur... a cualquier parte. En el banco tenía una cuenta con algo mas de mil dólares. Su madre siempre había dicho que era un muchacho muy ahorrativo. Podía telegrafiar para que le enviaran el dinero, y vivir de eso hasta que consiguiera trabajo y empezara con la larga y ardua tarea de olvidarse de esa noche, del sabor del cañón de la escopeta, del olor de sus excrementos aplastados contra los pantalones.
—Hola, señor Bryant.
Corey soltó un grito ahogado y miró a la oscuridad* sin ver nada al principio. El viento se movía en los árboles y hacía que las sombras danzaran a través del camino. De pronto sus ojos distinguieron una sombra más sólida, de pie junto al muro de piedra que corría entre el camino y el campo de Cari Smith. La sombra tenía forma humana, pero había algo... algo...
—¿Quién es usted?
—Un amigo que ve mucho, señor Bryant.
La forma salió de las sombras. A la débil luz, Corey vio un hombre de mediana edad con bigote negro y brillantes ojos hundidos.
—Le han tratado a usted mal, señor Bryant. ,
—¿Qué sabe usted de mis cosas?
—Es mucho lo que se. Saber es mi oficio; ¿Fuma?
—Sí.—Corey aceptó con agradecimiento el cigarrillo que le ofrecían.
El extraño encendió una cerilla, y a la luz de la llama pudo ver que el hombre tenía pómulos salientes, eslavos, la frente pálida y huesuda, y que su pelo negro estaba peinado hacia atrás. Después la cerilla se apagó y el humo penetró, áspero, en sus pulmones. Era un cigarrillo barato, pero era mejor que nada. Empezó a sosegarse.
—¿Quién es usted? —volvió a preguntar.
El extraño soltó una risa sorprendentemente gutural que se disipó en la leve brisa lo mismo que el humo del cigarrillo de Corey.
—¡Nombres! —exclamó su interlocutor—. ¡Oh, los norteamericanos y su insistencia en los nombres! ¡Permítame que le venda un coche, soy Bill Smith! ¡Cómase esto! ¡Vea aquello por televisión! Mi nombre es Barlow, por si eso le tranquiliza. —Y volvió a soltar la risa, mientras sus ojos brillantes pestañeaban.
Corey sintió que una sonrisa se deslizaba también hasta sus labios, y apenas si pudo creerlo. Sus problemas parecían distantes, sin importancia, en comparación con el desdeñoso buen humor de aquellos ojos oscuros.
—Es extranjero, ¿verdad? —le preguntó.
—Soy de muchas tierras; pero para mí este país... este pueblo... es como si estuviera lleno de extranjeros. ¿Comprende usted? ¿Eh? —Otra vez estalló en aquella risa gutural.
Y esta vez Corey se encontró riendo también. La risa se le escapó de la garganta como un croar disonante.
—Extranjeros, sí —continuó el otro—, pero hermosos extranjeros, de sangre caliente, emprendedores y llenos de vida. ¿Sabe usted qué hermosa es la gente de su país y de su pueblo, señor Bryant?
Corey apenas pudo emitir una risita, pero no apartó los ojos de la cara del extraño, que le había fascinado.
—El pueblo de este país jamás ha sabido lo que es hambre o necesidad. Han pasado dos generaciones desde que conocieron algo que se le pareciera, e incluso entonces fue breve y circunstancial. Creen haber conocido la tristeza, pero su tristeza es la de un niño a quien en una fiesta de cumpleaños se le cae al suelo el helado. No hay... ¿cómo se dice en su idioma...?, flaqueza en ellos. Derraman vigorosamente la sangre de su prójimo. ¿No lo cree usted? ¿No lo ve?
—Sí —asintió Corey.
Al mirar los ojos del extraño pudo ver muchas cosas, todas admirables.
—Este país es una sorprendente paradoja. En otros países, cuando un hombre come sin restricciones día tras día, se vuelve gordo... dormilón..., se pone hecho un cerdo. Pero aquí... parece que cuanto más tenéis, más agresivos os volvéis. Como el señor Sawyer. Con todo lo que tiene, te regatea unas pocas migajas de su mesa. Él también es como un niño en una fiesta de cumpleaños, que aparta de un empujón a otro bebé, aunque él ya no pueda comer más, ¿no es así?
—Sí —balbuceó Corey.
Los ojos de Barlow eran tan grandes y tan comprensivos... No era más que cuestión de...
—Todo es cuestión de perspectiva, ¿no es verdad?
—¡Sí! —exclamó Corey.
El hombre había pronunciado la palabra justa, exacta, perfecta. El cigarrillo se le escurrió de los dedos y cayó al suelo.
—Yo podría haber pasado por alto una comunidad rústica como ésta —reflexionó el extraño—. Podría haber ido a una de vuestras grandes ciudades bulliciosas. ¡Bah! —Se enderezó súbitamente, mientras sus ojos centelleaban—. ¿Qué sé yo de las ciudades? ¡Allí me atropellaría el primer cabriolé que pasara por la calle! ¡Me ahogaría en ese aire infecto! Entraría en contacto con hombres untuosos y estúpidos, cuyas preocupaciones son para mí... ¿cómo decís, hostiles...?, sí, hostiles. ¿Cómo podría enfrentarse un pobre campesino como yo con el huero refinamiento de una gran ciudad... aunque sea de una ciudad norteamericana? ¡No! ¡Yo repudio vuestras ciudades!
—¡Oh, sí! —susurró Corey.
—Por eso he venido aquí, a un lugar del cual me habló por primera vez un hombre brillante, que fue vecino de este pueblo y ahora lamentablemente ha muerto. Aquí las gentes siguen siendo ricas y sanguíneas, gente rebosante de la agresión y la oscuridad que tan necesarias son para... no hay palabra para eso en vuestro idioma. Pokol; vurderlak; eyalik. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —balbuceó Corey.
—La gente no se ha separado de la vitalidad que fluye de la madre tierra, cubriéndola con un caparazón de cemento. Sus manos se hunden en la savia de la vida. ¡Han arrancado la vida de la tierra, entera y palpitante! ¿No es verdad?
—¡Sí!
Con una risita bondadosa, el extraño apoyó una mano en el hombro de Corey.
—Eres un buen muchacho. Un hermoso muchacho, fuerte. No creo que quieras irte de un pueblo tan perfecto, ¿no?
—No... —murmuró Corey, pero de pronto dudó.
El miedo regresaba. Pero seguramente no tenía importancia. Ese hombre no permitiría que le sucediera nada malo.
—Pues no te irás. Nunca.
Corey se quedó inmóvil y tembloroso, como si hubiera echado raíces, mientras la cabeza de Barlow se inclinaba hacia él.
—Y lograrás vengarte de los que se llenan mientras otros padecen necesidad.
Corey Bryant se hundía en el gran río del olvido, y ese río era el tiempo, y sus aguas eran rojas.
10
Eran las nueve, y por el televisor del hospital, empotrado en la pared, estaba a punto de empezar la película del sábado por la noche, cuando sonó el teléfono que había junto a la cama de Ben. Era Susan, que apenas si podía mantener el control de su voz.
—Ben, Floyd Tibbits ha muerto. Murió en la celda, en algún momento de la noche. El doctor Cody dice que por anemia aguda... ¡pero yo conocía a Floyd! Sufría de hipertensión y por eso no le aceptaron en el ejército.
—Tranquilízate —aconsejó Ben, mientras se sentaba en la cama.
—Hay más. Una familia de apellido McDougall, que vive en el Bend. Se les murió un bebé de diez meses. A la señora McDougall la han detenido.
—¿Sabes cómo murió el bebé?
—Mi madre dijo que la señora Evans fue a ver por qué gritaba Sandra McDougall, y fue ella quien llamó al anciano doctor Plowman. Plowman no dijo nada, pero la señora Evans le comentó a mi madre que al bebé no parecía pasarle nada..., salvo que estaba muerto.
—Y tanto Matt como yo, los estrafalarios, estamos casualmente fuera del pueblo y fuera de combate —reflexionó Ben, más para sí que para Susan—. Casi como si fuera planeado.
—Hay más.
—¿Más?
—Cari Foreman ha desaparecido, y el cuerpo de Mike Ryerson también.
—Creo que es eso —se oyó decir Ben—. Tiene que ser eso. Voy a salir de aquí mañana.
—¿Te darán de alta tan pronto?
—No tendrán nada que decir al respectó. —Ben articuló las palabras sin pensar en ellas; su mente estaba en otra cosa—. ¿Tienes un crucifijo?
—Un... —Su voz sonó sorprendida, y un poco divertida—. Vaya, pues no.
—No bromeo, Susan. Jamás he hablado más en serio. ¿Hay algún lugar donde puedas conseguir uno a esta hora?
—Bueno, está Mane Boddin. Podría ir hasta...
—No. No salgas a la calle. Quédate en casa. Haz uno tú misma, aunque sea encolando dos trozos de madera. Y déjalo junto a tu cama,
—Ben, todavía no puedo creerlo. Tal vez es un maníaco, alguien que cree ser un vampiro, pero...
—Tú cree lo que quieras, pero haz esa cruz.
—Pero...
—¿La harás aunque no sea más que para darme gusto?
La respuesta llegó de mala gana:
—Sí, Ben.
—¿Puedes venir al hospital mañana a las nueve?
—Sí.
—Muy bien. Subiremos los dos a informar a Matt. Después tú y yo iremos a hablar con el doctor Cody.
—Pensará que estás loco, Ben. ¿Es que no lo sabes?
—Imagino que así es. Pero todo parece más real cuando se hace de noche, ¿o no?
—Sí —admitió en voz baja Susan—. Por Dios, sí.
Sin razón alguna, Ben pensó en la muerte de Miranda: la motocicleta que derrapaba sobre el asfalto mojado, perdido el control, el grito de ella, el sordo pánico de él, el flanco del camión que crecía y crecía mientras se aproximaban hacia él oblicuamente.
—¿Susan?
—Sí.
—Cuídate, por favor.
Después, Ben se quedó mirando la televisión, casi sin ver la comedia de Doris Day y Rock Hudson. Se sentía desnudo, desprotegido. Él mismo no tenía cruz. Sus ojos vagaron inciertamente hacia las ventanas, que no le mostraron más que la oscuridad. El viejo terror infantil de las tinieblas empezó a crecer, y al mirar la película, donde Doris Day le daba un baño de espuma a un perro peludo, sintió miedo.
11
En Portland, el depósito de cadáveres del condado es un salón frío y aséptico, revestido de azulejos verdes. Los suelos y las paredes son de un verde uniforme, y el techo un poco más claro. En las paredes se abren puertas cuadradas que parecen las taquillas de una terminal de autobuses. Los largos tubos fluorescentes, paralelos, arrojan una luz neutra y fría sobre el conjunto. No es un decorado muy agradable, pero jamás se ha sabido de ningún cliente que se quejara.
A las diez menos cuarto de ese sábado por la noche, dos ayudantes entraron la camilla donde venía, cubierto por una sábana, el cuerpo de un joven homosexual a quien habían disparado en un bar. Era el primer cadáver que recibían esa noche; las víctimas de la carretera solían llegar entre la una y las tres de la madrugada.
Buddy Bascomb estaba contando un chiste verde sobre desodorantes vaginales, cuando se interrumpió en mitad de una frase y se quedó mirando la línea de puertas de la M a la Z. Dos de ellas estaban abiertas.
Buddy y Bob Greenberg dejaron al recién llegado y se dirigieron hacia allí. Buddy miró la etiqueta colocada en la puerta a que llegó primero, mientras Bob seguía hacia la otra.
TIBBIST, FLOYD MARTIN
Sexo: M
Ingreso: 4.10.75
Autopsia fijada para: 5.10.75
Firmado: J. M. Cody, médico
Bob tiró de la puerta y la plataforma se deslizó silenciosamente hacia fuera sobre sus ruedecillas.
Vacía.
—¡Eh! —vociferó Greenberg—. ¡Este maldito agujero está vacío! ¿Quién diablos...?
—Yo estuve todo el tiempo en el escritorio —dijo Buddy—, y nadie pasó por allí. Puedo jurarlo. Debió ocurrir durante la guardia de Carty. ¿Qué nombre hay en ese otro?
—McDougall, Randall Fratus. ¿Qué quiere decir la abreviatura N.?
—Niño —explicó sombríamente Buddy—. Por Cristo, creo que hay algún problema.
12
Algo le había despertado.
Se quedó inmóvil en la oscuridad palpitante, mirando el techo.
Un mido. Se oía un ruido. Pero la casa estaba en silencio.
Otra vez. Como si rascaran.
Mark Petrie se dio la vuelta en la cama y miró por la ventana, y ahí estaba Danny Glick con los ojos fijos en él a través del cristal, con la cara de una palidez sepulcral, los ojos desencajados y enrojecidos. Tenía los labios y el mentón embadurnados con alguna sustancia oscura, y cuando vio que Mark le miraba le sonrió, mostrando unos dientes horriblemente largos y agudos.
—Déjame entrar —susurró.
Mark no estaba seguro de si las palabras habían atravesado el aire oscuro o sonaban sólo dentro de su cabeza.
Se dio cuenta de que estaba asustado, y de que su cuerpo lo había sabido antes que su mente. Jamás había estado tan asustado, ni siquiera cuando se cansó de nadar al volver de la boya de Pop—ham Beach y creyó que se ahogaría. Su mente, que en cierto modo seguía siendo la de un niño, hizo en pocos segundos un balance de su situación. El peligro que corría era más que peligro de muerte.
—Déjame entrar, Mark. Quiero jugar contigo.
No había nada donde pudiera sostenerse ese ente abominable que estaba del otro lado de la ventana, la habitación de Mark estaba en el piso de arriba, y la ventana no tenía alféizar. Sin embargo, de alguna manera se mantenía suspendido en el vacío, o tal vez estaba aferrado a los ladrillos como un oscuro insecto.
—Mark... por fin he podido venir. Por favor...
Claro. Uno tiene que invitarles a entrar, pensó Mark.
Mark lo sabía por sus revistas de monstruos, las que su madre temía que pudieran trastornarlo de alguna manera.
Al levantarse de la cama, casi se cayó. Sólo entonces se dio cuenta de que miedo era una palabra demasiado débil para eso. Ni siquiera terror servía para expresar lo que sentía. El pálido rostro que lo miraba desde fuera procuraba sonreír, pero llevaba demasiado tiempo en las tinieblas para recordar cómo se hacía. Lo que Mark veía era una mueca crispada, una sangrienta máscara de tragedia.
Sin embargo, si uno le miraba a los ojos, no era tan terrible. Si uno le miraba a los ojos, ya no tenía tanto miedo y comprendía que todo lo que tenía que hacer era abrir la ventana y decir «Entra, Danny», y que entonces ya no tendría más miedo porque sería lo mismo que Danny y que todos ellos, y lo mismo que éL Sería...
¡No! ¡Así es como te atrapan!
Apartó los ojos, y para hacerlo necesitó de toda su fuerza de voluntad.
—¡Mark, déjame entrar! ¡Te lo ordeno! \Él lo ordena!
Mark empezó otra vez a caminar hacia la ventana. Era imposible de evitar. No había manera de negar esa voz. A medida que se aproximaba al cristal, el maligno rostro infantil empezó a convulsionarse y a hacer horribles muecas, ansiosamente. Las uñas, negras de tierra, rascaban el cristal de la ventana.
Piensa en algo. ¡Rápido!, se ordenó Mark.
—El arzobispo de Constantinopla —susurró roncamente—. El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispoconstantinopolizar. El desarzobispoconstantinopolizador que lo desarzobispoconstantinopolice buen desarzobispoconstantinopolizador será.
Danny Glick, con la mirada fija en él, emitía un sonido sibilante.
—¡Mark! ¡Abre la ventana!
—En un plato de patatas...
—La ventana, Mark, \él lo manda!
—... tres tristes tigres comen trigo.
Se sentía debilitar. Esa voz susurrante estaba atravesando sus defensas, y la orden era imperativa. Los ojos de Mark se fijaron en su escritorio, atestado de monstruos de juguete que ahora parecían tan ingenuos y estúpidos... Y al reparar de pronto en una de las figuras, se hicieron más grandes.
El vampiro de plástico se paseaba por un camposanto de plástico, y uno de los monumentos tenía forma de cruz.
Sin detenerse a pensarlo ni considerarlo (cosas ambas que se le habrían ocurrido a un adulto, a su padre, por ejemplo, y que para él habrían sido la rutina), Mark arrancó la cruz, la empuñó con firmeza y dijo:
—Pues entra, entonces.
El rostro esbozó una astuta expresión de triunfo. La ventana se abrió y Danny entró en la habitación y dio dos pasos. La exhalación de la boca abierta era fétida; el hedor de un osario. Las manos blancas, frías como peces, se apoyaron en los hombros de Mark. Su cabeza se inclinó como la de un perro mientras el labio superior se elevaba sobre los colmillos resplandecientes.
Con un gesto decidido, Mark levantó la cruz de plástico y la apoyó contra la mejilla de Danny Glick.
El alarido fue horrible, sobrenatural... y silencioso. Sólo despertó ecos en los corredores de su cerebro y en las cámaras de su alma. En aquello que era el rostro de Glick, la sonrisa de triunfo se transformó en una desesperada mueca de agonía. De la carne pálida empezó a brotar humo y durante un momento, antes de que la criatura se retorciera, a medias arrojándose, a medias cayendo por la ventana, Mark sintió que la carne cedía como si fuera humo.
De pronto todo terminó, como si jamás hubiera sucedido.
Pero por un momento la cruz resplandeció con una luz incandescente, como si la iluminara un fuego interior.
Mark oyó el clic inconfundible de la lámpara al encenderse en el dormitorio de sus padres, y la voz de su padre:
—¿Qué demonios ha sido eso?
13
Dos minutos después se abrió la puerta de su dormitorio, pero él ya había tenido tiempo de ponerlo todo en orden.
—Hijo, ¿estás despierto? —preguntó Henry Petrie.
—Creo que sí —respondió Mark con voz soñolienta.
—¿Has tenido una pesadilla?
—Creo que sí... No me acuerdo.
—Es que gritaste en sueños.
—Disculpa.
—No importa. —Después de cierta vacilación, el padre le contó sus recuerdos de cuando Mark era un bebé, fuente de más problemas pero infinitamente más manejable—. ¿No quieres un poco de agua?
—No, gracias, papá.
Henry Petrie examinó rápidamente la habitación, sin poder entender la estremecedora sensación de miedo que le había despertado, y que todavía persistía, una sensación de desastre al que había escapado por un pelo. Sí, todo parecía en orden. La ventana estaba cerrada. Todo estaba en su lugar.
—Mark, ¿pasa algo?
—No, papá.
—Bueno... buenas noches, entonces.
—Buenas noches.
La puerta se cerró suavemente, y los pies de su padre, calzados con pantuflas, descendieron por las escaleras. Mark se relajó. En ese momento, un adulto podría haber cedido a la histeria, lo mismo que un niño un poco mayor o más pequeño. Pero Mark sintió que el terror se desvanecía en él. Y a medida que el terror se alejaba, la somnolencia empezó a ocupar su lugar.
Antes de abandonarse por completo, Mark se dio cuenta de que estaba pensando, y no por primera vez, lo extraño que eran los adultos. Tomaban laxantes, alcohol o pildoras para dormir, para ahuyentar sus terrores y conseguir conciliar el sueño, y sus temores eran tan mansos, tan domésticos: el trabajo, el dinero, lo que pensará la maestra si Jennie no va a la escuela mejor vestida, si me amará mi mujer, quiénes serán mis amigos. Pálidos miedos comparados con los que experimentan todos los niños en la oscuridad de sus lechos, sin poder confesárselos a nadie en la esperanza de ser comprendido, a no ser a otro niño. No hay terapia de grupo ni psiquiatría ni servicios sociales de la comunidad para el niño que debe hacer frente a eso que todas las noches está en el sótano o debajo de la cama, a eso que acecha, se mueve y amenaza detrás del punto donde la visión se acaba. Y noche tras noche hay que librar la misma batalla solitaria, y la única cura es que al final las facultades imaginativas terminan por anquilosarse, y a eso se le llama ser adulto.
En una especie de taquigrafía mental, más breve y más simple, esas ideas le pasaron por la cabeza. La noche anterior, Matt Burke había hecho frente a un terror semejante y le había abatido un infarto provocado por el miedo; esta noche Mark Petrie lo había superado, y diez minutos más tarde descansaba en la falda del sueño, con la cruz de plástico todavía en la mano derecha, como un bebé sostiene el sonajero. Tal vez la diferencia entre el hombre y el niño.
ONCE
BEN (IV)
1
A las nueve y diez de la mañana del domingo —un día luminoso y bañado por el sol—, cuando Ben empezaba a preocuparse por no saber nada de Susan, sonó el teléfono al lado de su cama. Ben respondió con impaciencia.
—¿Dónde estás?
—Tranquilízate. Estoy aquí arriba con Matt Burke, que solicita el placer de tu compañía tan pronto como puedas ofrecérsela.
—¿Por qué no has venido...?
—He pasado a verte, más temprano, y dormías como un cordero.
—Es que por la noche te dan unas drogas que te aturden, para poder robarte órganos para pacientes millonarios —bromeó Ben—. ¿Cómo está Matt?
—Ven tú mismo a verlo —respondió Susan, y apenas había hecho más que colgar cuando ya Ben estaba enfundándose en su bata.
2
Matt parecía mucho mejor, casi rejuvenecido. Susan estaba sentada junto a la cama con un vestido de color azul brillante, y cuando Ben entró en la habitación, Matt levantó una mano para saludarlo.
Ben acercó una de las incómodas sillas del hospital y se sentó.
—¿Y tú cómo te sientes?
—Mucho mejor. Débil, pero mejor. Anoche me quitaron el suero endovenoso y esta mañana me han dado un huevo pasado por agua. Anticipos del asilo para ancianos.
Ben besó levemente a Susan y advirtió en el rostro de ella una especie de tensa compostura, como si todo estuviera sostenido por un delgado alambre.
—¿Alguna novedad desde que llamaste anoche?
—Ninguna, que yo sepa. Pero yo he salido de casa a eso de las siete, y los domingos el pueblo se despierta un poco más tarde.
Ben dirigió la mirada a Matt.
—¿Te sientes bien para hablar de esto?
—Sí, creo que sí —respondió Matt, y cambió de posición. Con el movimiento, la cruz de oro que Ben le había colgado al cuello relumbró—. Por cierto, gracias por esto. Es un gran consuelo, aunque la compraras el viernes por la tarde en la sección saldos de Woodworth.
—¿Cómo estás ahora?
—«Estabilizado» es el repugnante término que usó el joven doctor Cody cuando me examinó ayer a última hora de la tarde. De acuerdo con el ECG que me hizo, fue estrictamente un infarto de segunda división... sin formación de coágulos —carraspeó—. En interés de él, es de esperar que así sea. —Se interrumpió y miró a Ben—. Dijo que había visto casos así producidos por una fuerte conmoción. Yo, como si tuviera cremallera en la boca. ¿Hice bien?
—En ese momento sí. Pero las cosas han cambiado. Hoy, Susan y yo vamos a ver a Cody y le pondremos al tanto de todo. Si no firma inmediatamente los papeles para encerrarme en el manicomio, le diremos que hable contigo.
—Pues le haré el favor de escucharle —dijo maliciosamente Matt—. El muy presumido no me deja fumar mi pipa.
—¿Te contó Susan lo que ha sucedido en Salem's Lot desde el viernes por la noche?
—No. Dijo que prefería esperar a que estuviéramos todos juntos.
—Antes de que hable ella, ¿quieres contarme qué fue lo que pasó exactamente en tu casa?
El rostro de Matt se ensombreció y por un momento la máscara de la convalecencia se esfumó. Ben tuvo un atisbo del viejo a quien había visto dormido el día anterior.
—SÍ no te sientes lo bastante...
—Oh, sí, estoy bien. Tengo que estar bien, si la mitad de lo que sospecho es verdad —sonrió amargamente—. Siempre me he considerado un poco librepensador, y difícil de asustar. Pero es asombrosa la forma en que la mente trata de excluir algo que no le gusta o que considera amenazante. Como las pizarras mágicas con que jugábamos cuando éramos niños. Si a uno no le gustaba lo que había dibujado, no tenía más que correr la línea y desaparecía.
—Pero la línea quedaba marcada para siempre en el fondo —señaló Susan.
—Sí —le sonrió Matt—. Una hermosa metáfora de la interacción entre lo consciente y lo inconsciente. Lástima que Freud eligió la de la cebolla. Pero estamos divagando. —Miró a Ben—. ¿A ti te lo ha contado Susan?
—Sí, pero...
—Entiendo. Vayamos al grano.
Relató la historia con voz tranquila y casi sin inflexiones, con una única pausa cuando una enfermera entró a preguntarle si quería un vaso de zumo. Matt le dijo que le encantaría, y se lo bebió a pequeños sorbos con la pajita, mientras hablaba. Ben observó que al llegar a la parte en que Mike se caía hacia atrás por la ventana, los cubos de hielo tintineaban un poco en el vaso que sostenía en la mano. Sin embargo, la voz no vaciló; siguió sonando con la misma inflexión monótona que Matt usaba en sus clases. Ben pensó, no por primera vez, que era un hombre admirable.
Terminado el relato, se produjo una breve pausa, que fue rota por el propio Matt.
—Bien. Vosotros, que no habéis visto nada con vuestros propios ojos, ¿qué pensáis de esto?
—Ayer, Ben y yo hablamos bastante sobre ello ——dijo Susan—, pero dejaré que sea él quien se lo diga a usted.
Con cierta timidez, Ben fue planteando cada una de las explicaciones razonables, para descartarlas después. Cuando mencionó la persiana, el terreno blando y la falta de huellas de escalera, Matt aplaudió.
—¡Bravo! ¡Buen detective! —Después miró a Susan—. Y usted, señorita Norton, que solía escribir unos ensayos tan sólidos, con párrafos como ladrillos unidos por el cemento de oraciones, ¿qué piensa usted?
La muchacha se miró las manos, que jugaban con un pliegue de su vestido, y después levantó los ojos hacia él.
—Como ayer Ben me dio una conferencia sobre el significado lingüístico de no puedo* no usaré esa expresión. Pero me resulta muy difícil aceptar que anden vampiros al acecho por Salem's Lot, señor Burke.
—Si se pueden disponer las cosas para que no se viole el secreto, estoy dispuesto a someterme a un detector de mentiras —dijo suavemente Matt.
Susan enrojeció un poco.
—No, no... no me entienda mal, por favor. Estoy convencida de que algo sucede en el pueblo. Algo... horrible.. Pero esa»
Matt tendió una mano y la apoyó sobre las de ella.
—Eso lo entiendo, Susan. ¿Pero quieres hacer algo por mí?
—Si puedo.
—Quisiera que los tres nos decidiéramos a partir de la premisa de que todo esto es real. Que tengamos presente esa premisa hasta que podamos refutarla. El método científico. Ben y yo ya hemos analizado los modos y maneras de ponerla a prueba. Y nadie desea más que yo poder refutarla.
—Pero no cree que sea posible, ¿no es eso?
—No, no lo creo —admitió Matt—. Después de una larga conversación conmigo mismo, llegué a una decisión: creo en lo que vi.
—Dejemos de lado por un momento las cuestiones de creer y no creer —sugirió Ben—, que por ahora son académicas.
—De acuerdo —aprobó Matt—. ¿Cuáles son tus ideas sobre el procedimiento?
—Bueno —empezó Ben—, yo te designaría jefe de investigación; Dados tus antecedentes, resultas adecuado para la tarea. Y estás obligado a mantener inactividad física.
Los ojos de Matt brillaron como cuando habló de la perfidia de Cody al prohibirle la pipa.
—Cuando abra la biblioteca, telefonearé a Loretta Starcher. Necesitará una carretilla para traerme los libros.
—Es domingo y la biblioteca está cerrada —le recordó Susan.
—La abrirá para mí —afirmó Matt—, y si no, sabré por qué.
—Pídele todo lo que haya sobre el tema —indicó Ben—, tanto psicológico como parapsicológico o místico. Todo.
—Iré tomando notas —dijo Matt—. ¡Por Dios que sí! —Miró a ambos—. Desde que me desperté aquí, es la primera vez que me siento un hombre. ¿Qué vais a hacer?
—Primero, hablar con Cody. Él examinó a Ryerson y a Floyd Tibbits. Tal vez podamos persuadirle de exhumar el cuerpo de Danny Glick.
—Pero ¿lo hará? —preguntó Susan.
Matt bebió un sorbo de zumo antes de contestar.
—El Jimmy Cody que fue mi discípulo lo habría hecho, sin duda. Era un muchacho imaginativo y de mentalidad abierta, notablemente resistente a la hipocresía. Hasta qué punto puedan haberlo convertido en empirista la universidad y la facultad de medicina, no lo sé.
—Todo esto me parece descabellado —señaló Susan—. Especialmente lo de ir a ver al doctor Cody, a riesgo de que nos rechace sin contemplaciones. ¿Por qué no vamos Ben y yo a casa de los Marsten y terminamos con todo esto? Eso estaba en el programa de la semana pasada.
—Te diré por qué —intervino Ben—, Porque vamos a proceder partiendo de la premisa de que todo esto es real ¿Estás tan ansiosa por ir a meter la cabeza en la boca del lobo?
—Yo creía que los vampiros dormían de día.
—Sea lo que sea Straker, no es un vampiro —señaló Ben—, a menos que las antiguas leyendas estén equivocadas. Se muestra a plena luz del día. Y lo menos que haría sería echarnos como intrusos, sin que llegáramos a enterarnos de nada. En el peor de los casos, si nos venciera y nos encerrara allí hasta la noche, seríamos el bocado perfecto para cuando despertara el conde.
—¿Barlow?
Ben se encogió de hombros.
—¿Por qué no? La historia del viaje de negocios a Nueva York es demasiado buena para ser cierta.
Aunque la expresión de sus ojos seguía siendo obstinada, Susan no dijo nada.
—¿Y qué .haréis si Cody se ríe de vosotros? —preguntó Matt—. Eso, suponiendo que no os haga encerrar.
—Entonces iremos al cementerio al caer el sol •—declaró Ben—. A vigilar el sepulcro de Danny Glick. Cuestión de pruebas, digamos.
Matt se enderezó un poco sobre las almohadas.
—Prometedme que tendréis cuidado. ¡Prometédmelo, Ben!
—Claro que sí. Iremos rebosantes de cruces.
—No hagas bromas —balbuceó Matt—. Si tú hubieras visto lo que yo... —Volvió la cabeza para mirar por la ventana, que mostraba las hojas de un aliso iluminadas por el sol y, más allá, el luminoso cielo otoñal.
—Si ella bromea, yo no —afirmó Ben—. Tomaremos todas las precauciones.
—Id a ver al padre Callahan —recomendó Matt—. Pedidle que os dé un poco de agua bendita, y si es posible también una hostia.
—¿Qué clase de hombre es? —quiso saber Ben.
Matt se encogió de hombros.
—Un poco raro. Borracho, tal vez. En todo caso, si lo es, es un borracho cultivado y cortés. Tal vez un poco resentido bajo el yugo de un Papado ilustrado.
—¿Está usted seguro de que el padre Callahan es... de que bebe? —preguntó Susan.
—Seguro no —respondió Matt—. Pero un ex alumno mío, Brad Campion, trabajaba en la tienda de licores de Yarmouth y dice que Callahan es uno de los clientes habituales. De Jim Beam. Buen gusto.
—¿Sería posible hablar con él? —preguntó Ben.
—No lo sé, pero deberíais intentarlo.
—Entonces, ¿tú no lo conoces?
—No. Está escribiendo una historia de la Iglesia católica en Nueva Inglaterra, y sabe mucho de los poetas de nuestra supuesta edad de oro... Whittier, Longfellow, Russell, Holmes, todos ésos. A fines del año pasado lo invité a hablar en mi clase de estudiantes de literatura norteamericana. Tiene una mente rápida y punzante, que agradó a los muchachos.
—Lo veré, y me dejaré guiar por mi olfato —prometió Ben.
Una enfermera se asomó, hizo un gesto de asentimiento y un momento después entraba Jimmy Cody, con un estetoscopio colgado del cuello.
—¿Molestando a mi paciente? —bromeó.
—No tanto como tú —protestó Matt—. Quiero mi pipa.
—Pues puede usted tenerla —respondió Cody con aire ausente, mientras estudiaba los datos clínicos de Matt.
—Matasanos de mala muerte —masculló Matt.
Cody dejó la ficha clínica y corrió la cortina verde que pendía alrededor de la cama, de un riel de acero en forma de C.
—Tengo que pedirles que salgan un momento. ¿Qué tal va su cabeza, señor Mears?
—Bueno, parece que no se me ha salido nada de dentro.
—¿Sabe lo de Floyd Tibbits?
—Susan me lo contó, y quisiera hablar con usted, si tiene un momento cuando termine sus visitas.
—Si quiere, puedo dejarlo como el último paciente de la visita. A eso de las once.
—Espléndido.
Cody volvió a mover la cortina.
—Y ahora, si usted y Susan quieren disculparnos...
—Henos aquí, amigos, en el aislamiento —declamó Matt—. Decid la palabra secreta y os ganaréis cien dólares.
La cortina se interpuso entre Ben y Susan y la cama.
—La próxima vez que lo tenga a usted con oxígeno —le oyeron decir a Cody—, creo que aprovecharé para extirparle la lengua y más o menos la mitad del lóbulo frontal.
Ben y Susan sonrieron, como sonríen los enamorados cuando están al sol y no pasa nada grave, pero las sonrisas se desvanecieron casi instantáneamente. Por un momento se preguntaron si todo aquello no sería una chifladura.
3
Cuando Jimmy Cody entró finalmente en el cuarto de Ben, eran las once y veinte.
—De lo que yo quería hablar con usted... —empezó Ben.
—Primero la cabeza y después hablamos. —Cody le apartó suavemente el pelo, miró un momento y dijo—: Esto le va a doler.
Cuando le quitó el vendaje adhesivo, Ben dio un respingo.
—Bonito chichón —comentó Cody, y volvió a cubrir la herida con una venda más pequeña.
Dirigió la luz de su linterna a los ojos de Ben y después le golpeó la rodilla izquierda con un martillito de goma. Con súbita morbosidad, Ben pensó si sería el mismo que había usado con Mike Ryerson.
—Parece que todo va bien —comentó el médico, mientras dejaba a un lado sus instrumentos—. ¿Cuál era el apellido de soltera de su madre?
—Ashford—respondió Ben, a quien le habían hecho preguntas similares cuando recuperó por primera vez el conocimiento.
—¿Y la maestra de primer grado?
—La señora Perkins. Se teñía el pelo.
—¿El segundo nombre de su padre?
—Merton.
—¿Mareos o náuseas?
—No.
—¿No percibe olores raros, colores o...?
—No, no y no. Estoy perfectamente.
—Eso lo decidiré yo —especificó Cody—. ¿En algún momento vio doble imagen?
—Desde la última vez que bebí toda una botella de Thunderbird, no.
—Muy bien. Le declaro curado gracias a las maravillas de la ciencia moderna y a la suerte de tener la cabeza dura. Ahora, ¿de qué quería hablarme? De Tibbits y del chico de los McDougall, imagino. Lo único que puedo decirle es lo que le dije a Parkins Gillespie. Primero, que me alegro de que no haya aparecido en los periódicos; en un pueblo pequeño, con un escándalo por siglo es bastante. Segundo, que no sé quién pudo hacer una cosa tan retorcida. No puede haber sido nadie del pueblo. Tenemos nuestra cuota de horrores, pero...
Se interrumpió al ver la expresión intrigada de Ben y Susan.
—¿No lo saben? ¿No les han contado?
—¿Contado qué? —preguntó Ben.
—Parece algo de Boris Karloff y Mary Shelley. Anoche alguien se llevó los cadáveres del depósito en Portland.
—Cristo —murmuró Susan.
—¿Qué pasa? —preguntó Cody—. ¿Es que ustedes saben algo de esto?
—Estoy empezando a pensar que sí —respondió Ben.
4
Cuando terminaron de contárselo todo eran las 12.10. La enfermera había traído el almuerzo de Ben en una bandeja, que seguía intacta junto a la cama.
La última palabra se extinguió y no se oyó otro ruido que el entrechocar de vasos y cubiertos por la puerta entreabierta, mientras los demás pacientes del pabellón comían.
—Vampiros —repitió Jimmy Cody—. Y Matt Burke. Tratándose de él, es muy difícil tomarlo a risa.
Ben y Susan se quedaron en silencio.
—Así que quieren que exhume el cadáver del chico de los Glick —masculló—. Lo único que faltaba.
Sacó un frasco de su maletín y se lo arrojó a Ben, que lo atrapó al vuelo.
—Aspirina —informó—. ¿La usa usted?
—Mucho.
—Mi padre solía decir que era la mejor enfermera de un buen médico. ¿Sabe usted cómo actúa?
—No —contestó Ben, mientras hacía girar en las manos el frasco de aspirinas.
No conocía a Cody lo suficiente para saber qué era lo que ocultaba o lo que dejaba ver, pero estaba seguro de que no eran muchos los pacientes que lo veían así, nublado el rostro juvenil por las cavilaciones y la introspección. No quiso interrumpir el estado de ánimo de Cody.
—Ni yo —continuó éste—. Ni nadie, en realidad. Pero es buena para el dolor de cabeza, la artritis y el reumatismo. Tampoco sabemos qué son esas dolencias. ¿Por qué ha de dolerle a uno la cabeza, si no hay nervios en el cerebro? Sabemos que la composición química de la aspirina se parece mucho a la del LSD, pero ¿por qué uno de ellos alivia el dolor de cabeza mientras el otro hace que la cabeza se llene de flores? En parte, la razón de que no lo entendamos es que no sabemos realmente qué es el cerebro. El mejor médico del mundo está en un islote en medio de un mar de ignorancia. Sacudimos nuestras varas de brujos, matamos nuestros cobayas, y leemos mensajes en la sangre. Y todo eso funciona muchas veces. Magia blanca. Bene gris gris. Mis profes de la facultad se tirarían de los pelos si me oyeran decir esto. Algunos ya lo hicieron cuando supieron que me dedicaría a la medicina general en una zona rural de Maine —sonrió—. Y clamarían si supieran que voy a pedir autorización para exhumar el cadáver del chico de Glick.
—¿Lo hará usted? —preguntó Susan, azorada.
—¿Qué daño puede hacer? Si está muerto, está muerto. Y si no, tendré algo para remover el avispero en la próxima convención de la Asociación Médica Norteamericana. Diré a los funcionarios del condado que busco signos de encefalitis infecciosa, es la única explicación verosímil que se me ocurre.
—¿Podría ser eso, realmente? —preguntó, Susan.
—Improbable.
—¿Cuándo sería lo más pronto que se podría hacer eso? —preguntó Ben.
—Mañana. Pero si tengo que ir de un lado a otro, el martes o miércoles.
—¿Qué aspecto debería tener? —preguntó Ben—. Ya sabe, me refiero a...
—Sí, sé a qué se refiere. Los Glick no habrán hecho embalsamar al chico, ¿verdad?
—No.
—¿Y hace una semana que lo enterraron?
—Sí.
—Cuando se abra el ataúd, es posible que haya un olor muy desagradable y que el cuerpo esté hinchado. Es posible que el pelo le llegue al cuello... es sorprendente durante cuánto tiempo sigue creciendo... y también tendrá las uñas muy largas. En cuanto a los ojos, estarán hundidos.
Susan trataba de mantener una expresión de imparcialidad científica. Ben se alegró de no haber comido su almuerzo.
—La verdadera descomposición del cadáver no se habrá iniciado todavía —continuó Cody—, pero es posible que haya humedad suficiente para producir crecimientos fungosos en mejillas y manos; quizá una sustancia musgosa que se llama... —Se interrumpió—. Oh, perdón. Les estoy impresionando.
—Puede haber cosas peores que la podredumbre —señaló Ben—. Supongamos que no se encuentra ninguno de esos signos, que el cadáver sigue con un aspecto tan natural corno el día que lo enterraron. Entonces ¿qué? ¿Se le clava una estaca en el corazón?
—Difícil —respondió Cody—. Para empezar, algún funcionario del condado estará presente. No creo que ni siquiera a Brent Norbert le pareciera muy profesional de mi parte que sacara una estaca del maletín y la clavara a martillazos en el cadáver de un niño.
—¿Y qué hará usted? —preguntó Ben.
—Bueno, con perdón de Matt Burke, no creo que eso suceda. Si el cuerpo estuviera en ese estado, sin duda lo llevaría al Centro Médico de Maine para un examen exhaustivo. Y una vez allí, trataría de alargar el reconocimiento hasta el anochecer... y observaría cualquier fenómeno que pudiera producirse.
—¿Y si se levanta?
—Lo mismo que ustedes, no puedo concebirlo.
—A mí me parece cada vez más concebible —dijo Ben—. ¿Podría estar presente cuando todo eso suceda... si es que sucede?
—Podríamos arreglarlo.
—De acuerdo —asintió Ben. Se levantó de la cama y se dirigió al armario donde estaba su ropa—. Yo voy a...
Se oyó una risita de Susan, y Ben se volvió.
—¿Qué pasa?
Cody también reía.
Los camisones de hospital suelen abrirse por la espalda, señor Mears.
—Demonios —masculló Ben, instintivamente se dio la vuelta para cerrarse el camisón—. Será mejor que me tutees.
—Bien —dijo Cody, levantándose—, Susan y yo nos vamos. Cuando estés presentable, ve a la cafetería de abajo. Esta tarde, tú y yo tenemos cosas que hacer.
—¿De veras?
—Sí. Habrá que contarles a los Glick la historia de la encefalitis. SÍ quieres, puedes hacerte pasar por mi colega. No hace falta que digas nada.
—Pero no les va a gustar, ¿verdad?
—¿Te gustaría a ti?
—No lo creo —admitió Ben.
—¿Necesitas el permiso de ellos para conseguir una orden de exhumación? —preguntó Susan.
—Técnicamente no. Desde un punto de vista práctico, es probable qué sí. Mi única experiencia con la exhumación de cadáveres fue cuando estudié medicina forense. Si los Glick se oponen, tendríamos que acudir a los tribunales, lo que representaría perder quince días o un mes, y llegados a ese punto, dudo que la teoría de la encefalitis resista. —Hizo una pausa para mirarlos—.
Con lo cual llegamos a lo que más me inquieta en todo este asunto, aparte la historia del señor Burke. El de Danny Glick es el único cadáver sobre el cual podemos trabajar. Los demás, simplemente se han esfumado.
5
Ben y Jimmy Cody llegaron a casa de los Glick sobre la una y media. Él coche de Tony Glick estaba aparcado en el camino de entrada, pero la casa estaba en silencio. Después de llamar tres veces sin obtener respuesta, cruzaron el camino para dirigirse a la pequeña cabaña vecina, un triste refugio prefabricado de los años cincuenta, apuntalado en uno de sus extremos. El nombre que se leía en el buzón era Dickens. Un flamenco rosado estaba en el césped, junto al camino, y un pequeño cocker spaniel les saludó meneando el rabo cuando se acercaron.
Pauline Dickens, camarera y socia del Café Excellent, abrió la puerta un momento después de que Cody tocara el timbre, vestida con su uniforme.
—Hola, Pauline —la saludó Jimmy—. ¿ No sabes dónde están los Glick?
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—¿Que no sé qué?
—La señora Glick ha muerto esta mañana. A Tony Glick lo llevaron al hospital general de Maine. Ha sufrido una conmoción.
Ben miró a Cody, que tenía el aspecto de un hombre a quien acaban de darle una patada en el estómago.
Ben se hizo cargo de la situación.
—¿Dónde llevaron el cadáver de ella?
Pauline se pasó las manos por las caderas, para asegurarse de que su uniforme estaba impecable.
—Bueno, hace una hora hablé por teléfono con Mabel Werts y me dijo que Parkins Gillespie iba a llevar el cadáver directamente a esa casa funeraria judía que hay en Cumberland. Como nadie sabe dónde está Cari Foreman...
—Gracias—dijo Cody.
—Qué cosa tan espantosa —dijo ella, mientras sus ojos se volvían hacia la casa vacía del otro lado del camino. El coche de Tony Glick seguía en el camino de entrada como un perro grande y polvoriento a quien hubieran dejado encadenado antes de abandonarlo—. Si yo fuera una persona supersticiosa, tendría miedo.
—¿Miedo de qué, Pauline? —interrogó Cody.
—Oh... miedo —sonrió vagamente, mientras sus dedos subían hasta una cadenita que le colgaba del cuello, con una medalla de san Cristóbal.
6
De nuevo estaban sentados en el automóvil, desde donde habían visto, sin decir palabra, cómo Pauline se marchaba hacia su trabajo.
—¿Y ahora? —preguntó Ben.
—Menudo lío —reflexionó Jimmy—. El de la funeraria es Maury Green. Tal vez tendríamos que ir con el coche hasta Cumberland. Hace nueve años, el hijo de Maury estuvo a punto de ahogarse en el lago. Casualmente, yo estaba allí con una amiga y le hice la respiración artificial al chico. Le puse de nuevo el motor en marcha. Quizá esta vez tenga que aprovecharme de la buena disposición de él.
—¿Y de qué servirá la buena disposición? Los funcionarios del condado se habrán llevado el cadáver para hacerle la autopsia, o lo que corresponda.
—Lo dudo. Hoy es domingo, ¿recuerdas? Uno de ellos es geólogo aficionado y estará de excursión por el bosque. Y Norbert... ¿te acuerdas de Norbert?
Ben asintió con un gesto.
—Norbert debe de estar de guardia, pero es un excéntrico. Lo más probable es que haya descolgado el teléfono para ver el partido de béisbol. Si vamos ahora a la casa funeraria de Maury Green, hay bastantes probabilidades de que el cuerpo siga ahí y que nadie lo reclame hasta el anochecer.
—Bueno, vamos —asintió Ben.
Recordó que tenía que llamar al padre Callahan, pero eso tendría que esperar. Las cosas iban muy deprisa, demasiado para su gusto. Fantasía y realidad se habían confundido.
7
Sumidos en sus propios pensamientos, viajaron en silencio hasta llegar a la autopista de peaje. Ben pensaba en lo que Cody había dicho en el hospital. Cari Foreman no estaba. Los cuerpos de Floyd Tibbits y del bebé de los McDougall habían desaparecido en las narices de los empleados del depósito de cadáveres. Mike Ryerson también había desaparecido, y sabría Dios quién más. ¿Cuántas personas había en Salem's Lot que podrían evaporarse sin que nadie las echara de menos durante una semana... o dos... o un mes? ¿Doscientas? Sintió que las manos le sudaban.
—Esto empieza a parecer el sueño de un paranoico —comentó Jimmy— o una historieta de Graham Wilson. Y lo más aterrador, desde un punto de vista académico, es la relativa facilidad con que se podría fundar una colonia de vampiros a partir de un primero. Solar es una ciudad—dormitorio para Portland, Lewiston y Gates Falls, principalmente. En el pueblo no hay una industria que pudiera verse afectada por absentismo laboral. Las escuelas reúnen a chicos de tres pueblos, y si las listas de ausentes se alargaran un poco, ¿quién se daría cuenta? Mucha gente va a la iglesia en Cumberland, y otros no van siquiera. Y la televisión ha puesto fin a las reuniones que solían celebrarse en el vecindario, a no ser las de los vejestorios que se encuentran en la tienda de Milt. Todo se podría ir llevando perfectamente entre bastidores.
—Sí —asintió Ben—. Danny Glick contagia a Mike. Mike contagia... o, no sé. A Floyd, tal vez. El bebé de los McDougall contagia a... ¿su padre? ¿Su madre? ¿Cómo están ellos? ¿Los ha examinado alguien?
—No son pacientes míos. Supongo que habrá sido el doctor Plowman quien les llamó esta mañana para informarles de la desaparición de su hijo. Pero en realidad, no puedo saber si les llamó ni si se puso efectivamente en contacto con ellos.
—Habría que examinarles —señaló Ben—. Ya ves con qué facilidad podríamos terminar mordiéndonos la cola. Una persona que no fuera del pueblo podría pasar por Solar sin ver nada que le llamara la atención. Simplemente otro pueblo rural donde todo se cierra a las nueve. Pero ¿quién sabe lo que sucede en las casas, tras las cortinas corridas? La gente podría estar metida en su cama... o guardada en los armarios, como escobas, o en los sótanos, a la espera de que caiga la noche. Y cada vez que el sol despuntara, habría menos gente en las calles. Menos cada día. —Al tragar saliva le dolió la garganta.
—No hagas elucubraciones —aconsejó Jimmy—. Nada de esto está demostrado.
—Las pruebas se están amontonando —protestó Ben—. Si nos moviéramos en un contexto habitual y aceptable, con un posible brote de tifoidea o de gripe, por ejemplo, a estas alturas todo el pueblo estaría ya en cuarentena.
—Lo dudo. No olvides que sólo una persona ha visto algo.
—Hablas como si fuera el borracho del pueblo.
—Si una historia así se conociera, lo crucificarían —objetó Jimmy.
—¿Quién? No pensarás en Pauline Dickens, seguro, que ya está a punto de clavar amuletos central el mal de ojo en su puerta.
—En la era del Watergate y de la carencia de petróleo, es una excepción —señaló Jimmy.
El resto del camino lo hicieron sin hablar. La funeraria de Green estaba al norte de Cumberland, y había dos furgones aparcados al fondo, entre la puerta de atrás de la capilla y una cerca de madera. Jimmy apagó el motor y miró a Ben.
—¿Dispuesto?
—Sí.
Los dos bajaron.
8
Durante toda la tarde, la rebelión había ido creciendo dentro de ella, hasta que finalmente estalló. Qué enfoque tan estúpido, dar tantos rodeos para demostrar algo que de todos modos no era (perdón, señor Burke) probablemente más que un montón de tonterías. Susan decidió ir a la casa de los Marsten, esa misma tarde.
Bajó por las escaleras y recogió su bolso. Ann Norton estaba haciendo un bizcocho y su padre estaba en la sala, viendo el partido de béisbol.
—¿Adonde vas? —le preguntó la señora Norton.
—A dar una vuelta en coche.
—Cenamos a las siete. Procura estar de vuelta a tiempo.
—Vendré a las cinco.
Susan salió y subió a su coche. Ella misma lo había pagado (casi, se corrigió; aún le faltaban seis plazos) con su propio trabajo, con su propio talento. Era un Vega que tenía ya dos años. Susan lo sacó del garaje marcha atrás y levantó una mano para saludar a su madre, que la miraba desde la ventana de la cocina. La ruptura seguía latente entre ellas; no se mencionaba, pero tampoco estaba superada. Las otras rencillas, por ásperas que hubieran sido, terminaban por olvidarse; simplemente, la vida seguía, sepultando las heridas bajo su vendaje de días, que no volvía a ser arrancado hasta la disputa siguiente, cuando todos los viejos resentimientos y afrentas volvían a aflorar y eran tenidos en cuenta como los naipes en una mano. Pero esta vez todo era distinto, había sido una guerra definitiva. No eran heridas que se pudieran curar. No quedaba más que la amputación. Susan ya había empaquetado la mayor parte de sus cosas, y se sentía bien. Hacía tiempo que debería haberlo hecho.
Condujo su coche por Brock Street. Experimentaba una sensación de placer y resolución (con un trasfondo, no desagradable, de absurdo) a medida que dejaba atrás la casa. Iba a emprender realmente la acción, y la idea le resultaba tonificante. Susan era una muchacha decidida, y los acontecimientos del fin de semana la habían dejado perpleja, como si estuviera a la deriva en el mar. ¡Pues ahora iba a empezar a remar!
Se bajó del coche en la loma que se elevaba suavemente más allá de los límites del pueblo y entró a píe en el campo de Cari Smith, hasta donde había un rollo de cerca para la nieve, pintada de rojo, en espera del invierno. La sensación de absurdo se había intensificado, y Susan no pudo dejar de sonreír mientras movía atrás una de las estacas, hasta que el alambre flexible que la mantenía unida a las demás se rompió. De este modo, se hizo con una estaca de casi un metro de largo, terminada en punta. La llevó al coche y la dejó en el asiento de atrás. Sabía para qué era (cuando iban en parejas al cine al aire libre había visto suficientes películas de la Hammer para saber que a los vampiros se les clava una estaca en el corazón), no se detuvo a preguntarse si sería capaz de clavarla en el pecho de un hombre en caso de que la situación lo requiriese.
Siguió con su pequeño coche hasta salir de los límites del pueblo y entrar en Cumberland. A la izquierda había una pequeña tienda que permanecía abierta los domingos y en la cual su padre compraba el Times. Susan recordó que junto al mostrador había un pequeño estante donde se exhibían joyas de bisutería.
Entró a comprar el Times y después eligió un pequeño crucifijo de oro. Sus gastos ascendieron a cinco dólares, según marcó la caja registradora, accionada por un hombre gordo que apenas si dejó de mirar el televisor, donde un astro del béisbol tenía que resolver una situación difícil.
Tomó hacia el norte por County Road, un nuevo tramo de carretera pavimentada con dos carriles. En la tarde soleada, todo parecía fresco, crujiente y vivo.
El sol salió por detrás de unos cúmulos que se desplazaban lentamente, se inundó el camino con parches de luz y sombra que se filtraban por entre los árboles. En un día como éste, pensó Susan, uno podía creer en un final feliz.
Tras haber recorrido unos ocho kilómetros por County Road se desvió por Brooks Road, que todavía no había sido asfaltado. El camino subía, volvía a descender y serpenteaba entre la densa área boscosa que se extendía al noroeste del pueblo, y buena parte del luminoso sol de la tarde se perdía entre el follaje. Por allí no había casas ni remolques. La mayor parte de la tierra era propiedad de una compañía papelera. Cada treinta metros, al borde del camino aparecían carteles de «Prohibido entrar» y «Prohibido cazar». Al pasar por el desvío que conducía al vertedero, Susan sintió un estremecimiento. En ese sombrío tramo de la carretera, las posibilidades nebulosas parecían más reales. La muchacha se preguntó, y no por primera vez, por qué un hombre normal habría de comprar las ruinas de la casa de un suicida, y después mantener los postigos cerrados contra la luz del sol.
El camino descendía abruptamente y con no menos brusquedad volvía a trepar por el flanco occidental de la colina donde estaba situada la casa de los Marsten. Susan podía distinguir, entre los árboles, el tejado.
Aparcó al comienzo de una senda que se adentraba en el bosque, en la hondonada, y bajó. Tras un momento de vacilación, tomó la estaca y se colgó del cuello el crucifijo. Seguía sintiéndose ridícula, pero sin duda se sentiría mucho más si se encontrara con alguien que la conociera y la viera andando a pie por el camino, llevando en la mano una estaca sacada de una cerca.
«Hola, Suze, ¿adonde vas?» «Oh, hasta la vieja casa de los Marsten a matar un vampiro, pero tengo que darme prisa porque en casa de mis padres se cena a las siete.»
Susan decidió que iría a través del bosque.
Pasó por encima de los restos de un muro de piedra que había junto a la cuneta, alegrándose de haberse puesto pantalones. Muy haute contare para las intrépidas cazadoras de vampiros. Antes del bosque propiamente dicho, el suelo estaba cubierto de malezas y árboles caídos.
Bajo los pinos, la temperatura descendía varios grados y estaba más oscuro todavía. El suelo aparecía cubierto por una alfombra de pinocha y el viento silbaba entre los árboles. En alguna parte, un animalillo hizo crujir los arbustos. De pronto, Susan se dio cuenta de que si iba hacia la izquierda, en menos de un kilómetro se hallaría en el cementerio de Harmony Hill, si tenía la agilidad suficiente para escalar el muro de atrás.
Trabajosamente siguió subiendo la pendiente, procurando hacer el menor ruido posible. A medida que se acercaba a la cima de la colina empezó a divisar la casa a través de la cada vez más tenue pantalla de ramas; la parte visible era la fachada que miraba hacia el lado contrario del pueblo. Susan empezó a tener un miedo inmotivado, similar al que había sentido en casa de Matt Burke. Estaba bastante segura de que nadie podía oírla, y aún era pleno día, pero el miedo estaba ahí, con su peso opresivo y constante. Parecía que fluyera a su conciencia desde alguna parte del cerebro que por lo general se mantenía en silencio y que probablemente estuviera tan atrofiada como el apéndice. El placer que suponía la belleza del paisaje había desaparecido. La decisión había desaparecido. Susan se encontró pensando en películas de terror, donde la heroína se aventura por las estrechas escaleras del ático para ver qué había asustado a la anciana señora Cobham, o desciende a algún oscuro sótano tapizado de telarañas donde las paredes son de piedra, húmeda y rugosa, como un útero simbólico. En las películas, cómodamente rodeada por el brazo de su acompañante, Susan solía pensar: Menuda estúpida, ¡yo jamás haría eso! Y ahora estaba aquí haciendo eso precisamente. Empezó a darse cuenta de lo profunda que se había hecho en el ser humano la división entre la parte del cerebro que controla los pensamientos y acciones conscientes y el mesencéfalo, que transmite reacciones instintivas. Es extraño que uno pueda verse empujado a seguir, pese a las advertencias que le transmite esa parte instintiva, tan similar por su estructura física al encéfalo del cocodrilo. El cerebro podía obligarle a uno a seguir hasta que la puerta del ático se abriera de pronto a un horror inenarrable, o una se encontrara en el sótano ante un nicho a medio cerrar y viera...
Susan apartó esos pensamientos y se dio cuenta de que estaba sudando. Nada más que por la simple visión de una casa vieja con los postigos cerrados. A ver si dejas de ser tan estúpida, se dijo. Simplemente, vas a subir hasta allí para espiar un poco, nada más. Desde el patio de delante puedes ver tu propia casa. Y dime, en nombre de Dios, ¿qué te puede ocurrir a la vista de tu propia casa? .
A pesar de todo, se encorvó un poco y aferró con más fuerza la estaca, y cuando la pantalla de los árboles se hizo demasiado tenue para servirle de protección, empezó a arrastrarse a cuatro patas. Tres o cuatro minutos después había avanzado todo lo posible sin quedar al descubierto. Desde su escondite tras un último grupo de pinos y una mata de juníperos, podía distinguir el lado oeste de la casa y el enmarañado cerco de madreselvas» desnudadas ahora por el otoño. El césped del verano, aunque amarillento por la falta de riego, todavía llegaba a la altura de la rodilla. Nadie se había molestado ¿n cortarlo.
De pronto un motor rugió en el silencio, y a Susan el corazón se le subió a la garganta. Se dominó, hincando los dedos en la tierra mientras se mordía el labio inferior. Un momento después apareció un viejo coche negro que se detuvo al término del camino de entrada y. después tomó por la carretera en dirección al pueblo. Antes de que se perdiera de vista, Susan distinguió á su ocupante: calvo y con una gran cabeza, con los ojos tan hundidos que sólo se veían las cuencas, y un traje oscuro. Straker. Probablemente fuera a la tienda de Crossen,
Susan vio que la mayoría dé los postigos tenían tablillas rotas. Pues muy bien; Se acercaría a espiar por allí cuanto le fuera posible. Probablemente, todo lo que vería sería una casa en las primeras etapas de un largo proceso de reparación; debían de estar blanqueando y quizá empapelando, y todo estaría lleno de herramientas, escaleras y cubos. Más o menos tan romántico y sobrenatural como ver un partido de fútbol por la televisión.
Pero el miedo seguía presente.
—Se elevó de pronto un brote de emoción derramado sobre la lógica, 'brillante y razonable superficie de fórmica del cerebro, que le llenó la boca de un sabor terroso.
Antes de que la mano se apoyara en un hombro, Susan ya sabía que había alguien detrás de ella.
9
Estaba casi oscuro.
Ben se levantó de la silla plegable de madera, fue hasta la ventana que daba sobre el patio de atrás de la funeraria y no vio nada de particular. Eran las siete menos cuarto y el atardecer había alargado las sombras. Pese a lo avanzado del año, el césped seguía verde en el patio, y Ben imaginó que el empresario de Pampas Fúnebres se proponía mantenerlo así hasta que, la nieve lo cubriera. Un símbolo de la vida que continúa en mitad de la muerte del año. La idea le pareció tan deprimente que se apartó de la ventana.
—Ojalá tuviera un cigarrillo —suspiró.
—Son veneno —le recordó Jimmy, sin volverse. Estaba mirando un programa sobre la vida de los animales salvajes en el pequeño Sony de Maury Green—. Pero a mí también me vendría bien uno. Dejé de fumar hace diez años, en cuanto el cirujano jefe montó su cruzada contra el tabaco; habría sido mal antecedente no hacerlo. Pero siempre me despierto buscando el paquete de cigarrillos en la mesilla de noche.
—¿Pero no lo habías dejado?
—Sí, pero los tengo por la misma razón que algunos alcohólicos guardan una botella de whisky en el armario de la cocina. El poder de la voluntad, amigo mío.
Ben miró el reloj: las 18.47. El periódico dominical de Maury Green decía que el sol se pondría a las 19.02, hora del este.
Jimmy había llevado bien las cosas. Maury Green era un hombrecillo que les abrió la puerta vestido con un chaleco negro, que llevaba sin abotonar, y una camisa blanca de cuello abierto. Su expresión sobria e interrogante se trocó en una amplia sonrisa de bienvenida.
—Shalom, Jimmy! —exclamó—. ¡Cuanto me alegra verte! ¿Dónde te habías metido?
—He estado salvando al mundo de resfriados y gripes —sonrió Jimmy mientras Green le estrechaba la mano—. Quiero presentarte a un amigo mío. Maury Green, Ben Mears.
La mano de Ben quedó atrapada en las de Maury, cuyos ojos brillaban tras unas gafas de montura negra.
—Shalom. Cualquier amigo de Jimmy es mi amigo. Entrad. Podría llamar a Rachel...
—No, por favor —lo interrumpió Jimmy—. Venimos a pedirte un favor. Un gran favor.
Green estudió el rostro de Jimmy.
—Un gran favor —repitió—. ¿Y por qué? Como si alguna vez hubieras hecho algo por mí, para que mi hijo esté estudiando ahora con las mejores notas en la Universidad del Noroeste. Lo que quieras, Jimmy.
Jimmy se ruborizó.
—Hice lo que habría hecho cualquiera, Maury.
—No vamos a discutirlo ahora —repuso el otro—. Habla. ¿Qué os preocupa a ti y al señor Mears? ¿Algún accidente?
—No, nada de eso.
Maury los había llevado a una diminuta cocina situada detrás de la capilla, y mientras hablaban empezó a preparar café en una vieja cafetera que puso sobre el hornillo.
—¿No ha venido aún Norbert por la señora Glick? —preguntó Jimmy.
—No, no ha aparecido —respondió Maury mientras ponía sobre la mesa el azúcar y las tazas—. Seguro que se presenta a las once de la noche, asombrado de que yo no esté para hacerlo pasar. —Suspiró—. Pobre señora, qué tragedia en una sola familia. Y parece encantadora, Jimmy. El que la trajo fue ese idiota de Reardon. ¿Era paciente tuya?
—No, pero a Ben y a mí... nos gustaría quedarnos esta tarde con ella, Maury —explicó Jimmy—. Aquí abajo.
Green, que tendía la mano hacia la cafetera, se detuvo.
—¿Quedaros con ella? ¿Quieres decir examinarla?
—No —dijo Jimmy—. Quiero decir quedarnos con ella.
—¿Estáis bromeando? —Los miró con más atención—. No, ya veo que no. Pero ¿por qué queréis hacer eso?
—No puedo decírtelo, Maury.
—Ah. —Maury sirvió el café, se sentó con ellos y lo probó—. ¿Es que tuvo algo? ¿Algo infeccioso?
Jimmy y Ben se miraron.
—En el sentido habitual del término, no —dijo Jimmy.
—Quieres que guarde silencio respecto de esto, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y si viene Norbert?
—Yo me ocuparé de Norbert —le aseguró Jimmy—. Le diré que Reardon me pidió que investigara si pudo haber padecido una encefalitis infecciosa. Él jamás lo verificará.
Green asintió.
—Norbert no es capaz siquiera de verificar su reloj, a menos que alguien se lo pida.
—¿No te importa, Maury?
—No, de ningún modo. Creí que necesitabas un gran favor.
—Tal vez sea mayor de lo que piensas.
—Cuando termine el café me iré a casa a ver qué horror ha preparado Rachel para la cena del domingo. Aquí tenéis la llave. Cierra cuando te vayas.
Jimmy se la guardó en el bolsillo.
—No lo olvidare. Gracias, Maury.
—Tonterías. Hazme un favor a cambio.
—Dispara.
—Si el cadáver te dice algo, escríbelo para la posteridad —Maury empezó a festejar el chiste con una risita, pero vio la expresión de las dos caras y se detuvo.
10
Eran las 18.55, y Ben sentía que la tensión empezaba a apoderarse de su cuerpo.
—Nada cambiaría si dejaras de mirar el reloj—le dijo Jimmy—. No vas a conseguir que ande más rápido.
Ben dio un respingo.
—Dudo mucho que los vampiros, si es que existen, se levanten exactamente a la puesta del sol —comentó Jimmy—. A esa hora no está del todo oscuro.
Sin embargo, se levantó para apagar el televisor.
El silencio envolvió la habitación como una manta. Estaban en el cuarto de trabajo de Green, y el cuerpo de Marjorie Glick yacía sobre una mesa de acero inoxidable. A Ben le hizo pensar en las camillas de las salas de parto de los hospitales.
Al entrar, Jimmy había retirado la sábana que cubría el cuerpo para examinarlo rápidamente. La señora Glick llevaba un salto de cama acolchado de color borgoña y zapatillas. En la pierna izquierda tenía una tirita; tal vez se hubiera cortado al depilarse. Ben apartó la mirada, pero sus ojos volvían una y otra vez hacia ella.
—¿Qué te parece?—preguntó Ben.
—Prefiero no decir nada cuando probablemente en el plazo de tres horas el problema se habrá resuelto. Pero su estado es sorprendentemente parecido al de Mike Ryerson... sin lividez y sin signos de rigidez.
Eran las siete y dos minutos.
—¿Dónde está tu cruz?
Ben se sobresaltó.
—¿Mi cruz? ¡Por Dios, no la he traído!
—Se ve que nunca fuiste boy scout —comentó Jimmy mientras abría su maletín—. En cambio, yo siempre estoy preparado.
Sacó dos cruces y les quitó la envoltura de celofán.
—Bendícela —pidió a Ben:
—¿Qué? No puedo... no sé cómo se hace.
—Pues lo inventas —le urgió Jimmy, cuyo rostro cordial se había tensado súbitamente—. Tú eres el escritor, y tendrás que ser el oficiante. Y date prisa, por Dios. Creo que va a suceder algo. ¿No lo percibes?
Claro que Ben lo percibía. Como si algo estuviera formándose en la lenta penumbra purpúrea, algo todavía invisible, pero denso y eléctrico. La boca se le había secado, y tuvo que humedecerse los labios antes de poder hablar.
—En nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y de la Virgen María —añadió—. Bendigo esta cruz y...
Las palabras acudieron a sus labios con súbita y misteriosa seguridad.
—El Señor es mi pastor —salmodió, y sus palabras resonaron en el cuarto como piedras que cayeran en la profundidad de un lago, hundiéndose hasta desaparecer sin alterar la superficie—. Nada me ha de faltar. Él me lleva a pacer en las verdes praderas. Él me guía más allá de las aguas inmóviles. Él reconforta mi alma.
La voz de Jimmy se le unió en la recitación.
—La fuerza de Su nombre me guía por la senda del bien. Y aunque marche por el valle de las sombras, no temeré el mal...
Les resultaba difícil respirar. Ben se dio cuenta de que se le había puesto la carne de gallina, y el vello de la nuca había empezado a erizársele.
—Tu báculo y Tu cayado me consuelan. Tú preparas la mesa para mí en presencia de mis enemigos; Tú unges de aceite mi cabeza y haces desbordar mi copa. La bondad y la misericordia podrán...
La sábana que cubría el cuerpo de Marjorie Glick empezó a estremecerse. Una mano asomó por debajo y los dedos empezaron una torpe danza en el aire, retorciéndose y girando.
—Cristo, ¿es posible lo que estoy viendo? —susurró Jimmy. Su rostro se había puesto pálido hasta el punto de que las pecas se destacaban como salpicaduras en el cristal de una ventana.
—...acompañarme hasta el término de mis días —concluyó Ben—. Jimmy, mira la cruz.
La cruz resplandecía, derramándole sobre la mano un fantástico torrente de luz.
Una voz lenta y ahogada habló en medio del silencio, con la aspereza de fragmentos de porcelana rota:
—¿Danny?
Ben sintió que la lengua se le pegaba al paladar. El cuerpo que había bajo la sábana se estaba enderezando. En la habitación a oscuras, las sombras se movían por el suelo.
—Danny, ¿dónde estás, cariño?
La sábana resbaló de la cara y se le amontonó sobre el regazo.
El rostro de Marjorie Glick era un círculo de una palidez lunar en la semioscuridad, interrumpido solamente por los negros agujeros de los ojos. Cuando los vio, la boca se le abrió en una mueca espantosa y el moribundo resplandor del día le iluminó los dientes.
Al bajar las piernas de la mesa, se le cayó una zapatilla.
—¡No te muevas! —le ordenó Jimmy.
La respuesta de ella fue un gruñido. La figura se deslizó de la mesa hasta bajarse, vacilante, y avanzó hacia ellos. Ben se dio cuenta de que estaba mirando el fondo de aquellos ojos vacíos y se forzó en apartar los suyos. Ahí dentro había tenebrosas galaxias de horror. Y uno se veía allí dentro, ahogándose, y le gustaba.
—No la mires a la cara —advirtió Jimmy.
Iban retrocediendo, dejando que ella los acorralara contra el angosto pasillo que daba a las escaleras.
—La cruz, Ben.
Casi se había olvidado de que la tenía. La levantó, fulgurante de luz hasta el punto de que le obligó a entrecerrar los ojos. La señora Glick emitió un espantoso ruido sibilante y levantó las manos para protegerse la cara. Sus rasgos se encogían y retraían, retorciéndose como un nido de serpientes. Dio un paso atrás, vacilante.
—¡La hemos detenido! —vociferó Jimmy.
Ben avanzó hacia ella, con la cruz levantada. Una mano crispada como una garra trató de arrebatársela. Ben la bajó rápidamente y volvió a amenazarla. Un chillido ululante brotó de la garganta de la figura.
Para Ben, todo lo que siguió tuvo los tonos sombríos de una pesadilla. Aunque les esperaban más horrores, los sueños de los días y las noches siguientes volverían a traerle a Marjorie Glick, empujada hacia la mesa funeraria, donde la sábana que la había cubierto yacía junto a una zapatilla.
Retrocedía contra su voluntad, mientras sus ojos iban alternativamente de la cruz a un punto del cuello de Ben, a la derecha del mentón. Los ruidos que emitía su garganta eran balbuceos sibilantes y guturales, y tan ciega aversión había en la forma en que reculaba que empezó a dar la impresión de un insecto torpe y gigantesco. Si no tuviera esta cruz delante de mí, pensó Ben, me desgarraría la garganta con las uñas para succionar la sangre que brotara de la carótida y la yugular, como un náufrago sediento.
Jimmy se había separado de él y describía un círculo hacia la izquierda, sin que ella lo viera. Sus ojos se clavaban en Ben, oscuros y llenos de odio, llenos de miedo.
Jimmy rodeó la mesa y cuando ella retrocedió hacia allí, le echó ambos brazos al cuello con un grito ahogado.
La figura dio un grito agudo, escalofriante, y se revolvió. Ben vio cómo las uñas de Jimmy arrancaban un trozo de piel del hombro, sin que nada brotara de allí; el corte era como una boca sin labios. Después, increíblemente, ella le arrojó a través de la habitación. Jimmy cayó en un rincón, derribando el televisor portátil de Maury Green.
Con la rapidez del rayo se le echó encima, con un presuroso movimiento furtivo y encorvado que recordaba a una araña. Ben la vio fugazmente como una sombra confusa que descendía sobre Jimmy, agarrándole el cuello de la camisa, y distinguió el salvaje gesto de embestida de la cabeza que descendía oblicuamente, las mandíbulas abiertas al abatirse sobre él.
Jimmy Cody chilló, con el grito agudo y desesperado de los condenados sin remisión.
Ben se arrojó sobre ella y al hacerlo tropezó con el televisor destrozado en el suelo. La oía respirar con dificultad, con un ruido como de paja, mezclado con el asqueroso ruido de los labios que chascaban, impacientes por chupar.
Aferrándola por el cuello de la bata, la levantó en vilo, momentáneamente olvidado de la cruz. La cabeza de ella se volvió con aterradora rapidez. Los ojos dilatados brillaban, los labios y el mentón manchados de sangre. Sintió su aliento de indescriptible fetidez, el hálito de la tumba. Como en cámara lenta, Ben vio cómo se pasaba la lengua por los dientes.
Levantó la cruz en el momento en que ella se abalanzaba sobre él, con una fuerza sobrehumana. El eje de la cruz la golpeó bajo el mentón y después siguió hacia arriba, sin encontrar resistencia en la carne. Los ojos de Ben quedaron deslumbrados por el destello de algo que no era luz, y que no se produjo ante sus ojos sino, aparentemente, por detrás de ellos. Aspiró el hedor caliente de la carne quemada. Esta vez, el grito de la mujer fue de agonía. Más que verla, Ben sintió que se lanzaba hacia atrás, tropezaba con el televisor y caía al suelo, con un brazo blanco extendido para amortiguar la caída. Volvió a levantarse con la agilidad de un lobo, los ojos agostados por el dolor seguían mostrando una avidez insana. En el maxilar inferior, la carne estaba ennegrecida y humeante. La cara exhibía los dientes.
—Acércate, perra —la desafió Ben—. Acércate y verás.
Volvió a levantar ante sí la cruz y la obligó a retroceder hacia el extremo de la habitación. Cuando la tuvo allí, se dispuso a hundirle la cruz en la frente.
Pero, de espaldas a la pared, ella emitió una risa aguda y escalofriante, haciendo que Ben diera un respingo. Era como el ruido de un tenedor al raspar contra el esmalte del fregadero.
—¡Ahora mismo alguien se ríe! ¡Ahora mismo tu círculo se estrecha!
Y ante los ojos de Ben, el cuerpo pareció alargarse y volverse traslúcido. Durante un momento creyó que ella seguía ahí, riéndose de él, y de pronto el fulgor blanco de la farola de la calle cayó sobre la pared desnuda, y a Ben no le quedó más que una fugaz sensación que parecía decirle que ella se había hundido en los resquicios de la pared, como si fuera de humo.
Había desaparecido, y Jimmy estaba gritando.
11
Ben encendió los fluorescentes y se volvió a mirar a su amigo, pero Jimmy ya estaba de pie, con las manos en el cuello, teñidos los dedos de púrpura.
—¡Me ha mordido! —aullaba—. ¡Oh, Dios Santo, me mordió!
Ben se acercó a él, pero Jimmy le apartó, mientras los ojos le giraban en las órbitas.
—No me toques. Me ha contaminado...
—Jimmy...
—Dame el maletín. Por Dios, Ben, que lo estoy sintiendo. Siento cómo me afecta. ¡Por el amor de Dios, dame el maletín!
Ben se lo tendió y Jimmy se lo arrebató de la mano. Se dirigió a la mesa. Tenía el rostro mortalmente pálido y cubierto de sudor. La sangre manaba de la herida del cuello. Jimmy se sentó sobre la mesa, abrió el maletín y rebuscó desesperadamente, sin dejar de respirar con dificultad por la boca abierta.
—Me ha mordido —seguía mascullando—. La boca... por Dios... qué boca inmunda y hedionda...
Sacó del maletín una botella de desinfectante y el tapón cayó al suelo. Jimmy se echó hacia atrás, apoyándose en un brazo, inclinó el frasco sobre la garganta, vertiendo el contenido sobre la herida, su ropa y la mesa. La sangre se escurría en hilos. Jimmy cerró los ojos y aulló de dolor, pero en ningún momento le tembló la mano.
—Jimmy, ¿qué puedo...?
—Un momento —masculló Jimmy—. Espera. Es mejor. Espera...
Arrojó la botella, que se estrelló contra el suelo. La herida.
una vez limpia de la sangre contaminada, se veía con toda claridad. Ben vio no un orificio, sino dos, no lejos de la yugular, uno de ellos horriblemente lacerado.
Jimmy había sacado del maletín una ampolla y una jeringuilla. Quitó la cubierta protectora de la aguja y la clavó en el tapón de la ampolla. Ahora las manos le temblaban tanto que tuvo que hacer dos intentos. Llenó la jeringuilla y se la tendió a Ben.
—Antitetánica —le explicó—. Pónmela aquí —extendió el brazo, haciéndolo girar para descubrir la axila.
—Pero Jimmy...
—¡Vamos! ¡Pónmela!
Ben tomó la aguja y le miró a los ojos con vacilación. Jimmy hizo un gesto de asentimiento, y Ben le clavó la aguja.
El cuerpo de Jimmy se puso tenso, como si fuera un resorte. Durante un momento fue una estatua de agonía, dibujado hasta el último tendón en nítido relieve. Poco a poco empezó a relajarse. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y Ben vio que la reacción había mezclado lágrimas al sudor que le cubría la cara.
—Ponme la cruz encima —pidió—. Si todavía estoy contaminado por ella, me... me servirá de algo.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro. Cuando tú ibas persiguiéndola, levanté los ojos y sentí deseos de seguirte. A Dios gracias, fue así. Y cuando miré esa cruz... sentí náuseas.
Ben le apoyó la cruz en el cuello. Nada sucedió. El resplandor, si es que había habido en ella un resplandor, había desaparecido por completo. Ben retiró la cruz.
—Bueno —concluyó Jimmy—, creo que más no podemos hacer. —Volvió a rebuscar en el maletín hasta que encontró un sobre con dos pildoras que se metió en la boca—. Tranquilizantes. Un gran invento, ¿Puedes vendarme el cuello?
—Claro —asintió Ben.
Jimmy le entregó gasa, esparadrapo y unas tijeras de cirugía. Al inclinarse para colocarle el vendaje, Ben vio que la piel en los bordes de la herida había adquirido un desagradable color rojo. Jimmy dio un respingo cuando él le puso la venda.
—Mientras estaba ahí —comentó—, pensé que me volvería loco. Loco de veras, clínicamente. Esos labios... esa mordedura... —La garganta le tembló mientras tragaba saliva—. Y mientras ella lo hacía, a mí me gustaba, Ben. Hasta tuve una erección, ¿puedes creerlo? Si no hubieras estado tú para quitármela de encima, yo la habría... la habría dejado...
—No pienses más —le aconsejó Ben.
—Hay otra cosa que tengo que hacer, aunque no me gusta.
—¿Qué es?
—Mírame un momento.
Ben terminó con el vendaje y se hizo atrás para mirarlo.
—¿Qué...?
Jimmy le asestó un puñetazo. La mente de Ben se llenó de estrellas, dio tres pasos vacilantes hacia atrás y se cayó sentado. Sacudió la cabeza y vio que Jimmy se bajaba de la mesa para acercarse a él. Tanteó en busca de la cruz, pensando: Esto es lo que se dice un final inesperado.
—¿Estás bien? —le preguntó Jimmy—. Perdóname, pero es más fácil cuando uno no sabe que le van a pegar.
—Pero ¿qué demonios...?
Jimmy se sentó en el suelo, junto a él.
—Te explicaré la historia que vamos a contar. Hace aguas por todos lados, pero estoy seguro de que Maury Green nos respaldará. A mi me permitirá seguir trabajando, y evitará que nos encierren a los dos..., y en este momento lo que me preocupa es seguir en libertad para luchar contra... eso, llámalo como quieras, un día más. ¿Lo comprendes?
—Vaya realismo —comentó Ben mientras se tocaba la mandíbula, dolorido. El mentón se le había inflamado.
—Alguien se metió aquí mientras yo estaba examinando a la señora Glick —comenzó Jimmy—. Ese alguien te golpeó y después se ocupó de mí. Durante la pelea me mordió. Es lo único que recordamos. Lo único. ¿Entendido?
Ben asintió.
—El tipo llevaba un abrigo azul o negro, y un gorro tejido verde o gris. Es cuanto pudimos ver. ¿De acuerdo?
—¿Nunca se te ha ocurrido dejar la medicina para hacer carrera como escritor?
—Sólo soy creativo cuando mi propio interés está en juego —sonrió Jimmy—. ¿Recordarás la historia?
—Claro que sí. Y no me parece que sea tan inverosímil como piensas. Después de todo, el de ella no es el primer cadáver que desaparece últimamente.
—Tengo la esperanza de que empiecen a establecer relaciones.
Pero el sheriff del condado es más despierto de lo que jamás podría serlo Parkins Gillespie. Tenemos que mirar dónde pisamos. No adornes demasiado el cuento.
—¿Crees que alguien con un cargo oficial podría empezar a ver qué hay detrás de todo esto?
Jimmy sacudió la cabeza.
—Ni remotamente. Todo eso tendremos que resolverlo nosotros dos solos. Y recuerda que a partir de este momento somos delincuentes.
Dicho eso se dirigió al teléfono para llamar a Maury Green, y luego a Homer McCaslin, el sheriff del condado.
12
Ben llegó a casa de Eva quince minutos después de la medianoche y se preparó una taza de café en la desierta cocina de abajo. Lo bebió lentamente, mientras revivía los acontecimientos de la noche con la intensa concentración de un hombre que acaba de salvarse por los pelos de caer por un acantilado.
El sheriff era un hombre alto, de calvicie incipiente, y que mascaba tabaco. Sus movimientos eran lentos, pero sus ojos eran vivaces y observadores. Sacó una libreta manoseada y una anticuada pluma estilográfica. Interrogó a Ben y Jimmy mientras dos de sus agentes lo espolvoreaban todo en busca de huellas digitales y tomaban fotografías. Maury Green se mantuvo en segundo plano, y de vez en cuando miraba a Jimmy con expresión intrigada.
—¿Por qué estaba en la funeraria de Green?
Jimmy respondió con la historia de la encefalitis.
—¿Doc Reardon estaba al tanto de eso?
Bueno, no. A Jimmy le había parecido mejor hacer un examen por su cuenta antes de comentar el asunto con nadie. Se sabía que en ocasiones Doc Reardon era, digamos, bastante charlatán.
—¿Y qué pasa con la encefalitis? ¿La mujer había muerto de eso?
No, casi con seguridad que no. El examen médico había sido concluido antes de que apareciera el hombre del abrigo oscuro, y él (Jimmy) no podía ni quería decir exactamente de qué había muerto la mujer, pero indudablemente no era de encefalitis.
—¿Podrían describir al tipo?
Los dos respondieron lo que habían urdido previamente y Ben le agregó un par de botas de trabajo.
McCaslin hizo unas preguntas más, y ya Ben empezaba a tener la sensación de que saldrían bien parados del asunto cuándo el sheriff se volvió hacia él.
—¿Y qué hace usted en todo esto, Mears, si no es médico?
Sus ojos parpadeaban bondadosamente. Jimmy abrió la boca para contestar, pero el sheriff le impuso silencio con un gesto.
Si el propósito de McCaslin con su súbita interpelación había sido sorprender a Ben en alguna expresión o gesto que indicara culpabilidad, no lo consiguió. Ben estaba demasiado agotado emocionalmente para poder tener una reacción muy intensa. Que lo cogieran en una declaración incongruente, después de todo lo que ya había sucedido, no parecía demasiado raro.
—Soy escritor, no médico. En este momento estoy escribiendo una novela en que un personaje secundario de cierta importancia es hijo de un empresario de pompas fúnebres, y quise echar un vistazo al escenario. Le pedí a Jimmy que me trajera, y como él me dijo que prefería no hablar de lo que venía a hacer, no le pregunté más. —Se frotó el mentón—. Y conseguí algo más de lo que esperaba.
—Pues parece que sí. Usted es el autor de La hija de Conway, ¿No?
—Sí.
—Mi mujer leyó una parte en no sé qué revista de mujeres. Cosmopolita», creo. Se divirtió mucho. Yo le eché un vistazo y no me pareció nada divertido eso de una niña pequeña drogada.
—No. —Ben miró a McCaslin—. No fue mi intención que resultara divertido.
—Ese libro nuevo que está escribiendo, ¿es sobre Solar? —Sí.
—Tal vez sería bueno que lo leyera Moe Green —sugirió McCaslin—. Para ver si están bien logradas las partes de la funeraria.
—Esa parte todavía no está escrita —aclaró Ben—. Yo siempre reúno información antes de escribir. Es más fácil.
El sheriff sacudió la cabeza.
—Pues fíjense que lo que ustedes cuentan parece uno de esos libros de Fu Manchú. Un tipo se mete aquí, se deshace de dos hombres robustos y se larga con el cadáver de una pobre mujer muerta por causas desconocidas.
—Escuche, Homer... —empezó Jimmy.
—No me líame Homer —protestó McCaslin—. Nada de esto me gusta. Eso de la encefalitis se contagia, ¿no?
—Sí, es infecciosa —respondió con cautela Jimmy.
—¿Y aun así vino usted aquí con este escritor? ¿Sabiendo que ella podía haber muerto de algo contagioso?
Jimmy se encogió de hombros.
—Sheriff, yo no pongo en duda su juicio profesional, y usted tendrá que respetar el mío. La encefalitis no es una infección muy virulenta. No consideré que hubiera peligro para ninguno de nosotros. Y dígame, ¿no sería mejor que tratara de encontrar al que robó el cuerpo de la señora Glick... sea Fu Manchú o quien fuere? ¿O es que se divierte interrogándonos?
McCaslin suspiró y cerró de golpe su libreta.
—Bueno, Jimmy, dudo que saquemos mucho en limpio de todo esto, a no ser que el chiflado sea otra vez alguien del aserradero... si es que hubo algún chiflado.
Jimmy arqueó las cejas.
—Ustedes me están mintiendo —dijo McCaslin—. Yo lo sé, lo saben los agentes, y hasta es probable que lo sepa también el viejo Moe. No sé cuánto me mienten, si mucho o poco, pero no puedo demostrar que mienten mientras los dos sigan contando la misma historia. Podría ponerlos a los dos a la sombra, pero las normas dicen que tienen derecho a una llamada telefónica, y hasta un imberbe recién salido de la facultad de derecho podría sacarlos, pues sólo cuento con sospechas de que aquí hay gato encerrado. Y apuesto a que su abogado no es un joven recién salido de la facultad, ¿no?
—Efectivamente —confirmó Jimmy.
—De todas maneras, los metería a los dos en la celda si no fuera porque tengo la sensación de que no están mintiendo porque hayan hecho algo que viole la ley. —Pisó el pedal de la tapa del cubo de acero inoxidable colocado junto a la mesa, y cuando ésta se abrió escupió dentro un oscuro chorro de jugo de tabaco. Maury Green dio un respingo—. ¿Alguno de ustedes querría, digamos, revisar su historia? —preguntó en voz baja, de la que habían desaparecido todas las inflexiones campesinas—. Este asunto es grave. Ha habido cuatro muertes en el pueblo, y los cuatro cadáveres han desaparecido. Quiero saber qué está ocurriendo aquí.
—Le hemos contado todo lo que sabemos —contestó Jimmy—. Si pudiéramos decirle algo más, no dude que lo haríamos.
McCaslin lo miró con ceño.
—Usted está cagado de miedo —dijo—. Usted y el escritor, los dos. Tienen el mismo aspecto que tenían algunos tipos en Corea cuando regresaban del frente.
Los dos agentes les miraban. Ni Ben ni Jimmy dijeron nada.
McCaslin volvió a suspirar.
—Bueno, vamonos de aquí. Mañana a las diez en mi oficina a prestar declaración. Si a las diez no están allí, les mandaré a buscar con un coche patrulla.
—No será necesario —prometió Ben.
McCaslin le miró y sacudió la cabeza.
—Usted tendría que escribir libros más sensatos. Como ese tipo que escribe los cuentos de Travis McGee. A esos cuentos uno puede hincarles el diente.
13
Ben se levantó de la mesa, enjuagó la taza de café en el fregadero y se quedó mirando por la ventana la negrura de la noche.
¿Qué se ocultaba allí? ¿Marjorie Glick, reunida finalmente con su hijo? ¿Mike Ryerson? ¿Floyd Tibbits? ¿Cari Foreman?
Se apartó de la ventana y subió a su cuarto.
Durante el resto de la noche durmió con la luz encendida sobre el escritorio, y dejó sobre la mesita, al alcance de la mano, la cruz que había derrotado a la señora Glick. Su último pensamiento antes de que le ganara el sueño fue para Susan, preguntándose si estaría bien y a salvo.
DOCE
MARK
1
Cuando oyó por primera vez, aún distante, un crujido de ramitas, se deslizó tras el tronco de un enorme abeto y se quedó expectante. Ellos no podían salir a la luz del día, pero eso no significa que no pudieran conseguir gente que lo hiciera; darles dinero era una manera, pero no la única. Mark había visto en el pueblo al tipo ese, Straker, que tenía los ojos como los de un sapo que toma el sol sobre una roca. Daba la impresión de ser capaz de romperle un brazo a un bebé, y sonreír mientras lo hacía.
Palpó el pesado bulto que formaba en el bolsillo de su chaqueta la pistola de su padre. Contra ellos las balas no servían —a menos que fueran de plata, tal vez—, pero, desde luego, un tiro entre los ojos acabaría con ese Straker.
Por un momento sus ojos bajaron hacia la forma cilíndrica apoyada contra el árbol, envuelta en un viejo trozo de toalla. Detrás de su casa había una pila de leña, un montón de leños de fresno para la chimenea que Mark y su padre habían cortado en julio y agosto con la sierra mecánica de McCulloch. Henry Petrie era un hombre metódico, y Mark sabía que cada leño mediría casi un metro. Su padre sabía cuál era el largo adecuado, y también que después del otoño venía el invierno y que el fresno era lo que ardía durante más tiempo y con menos humo en la chimenea de la sala.
Su hijo, que sabía otras cosas, sabía que el fresno sería para hombres... para cosas... como él. Esa mañana, mientras sus padres salían a dar su paseo a pie de los domingos, Mark había sacado una de las estacas y, con su pequeña hacha de boy scout, le había afilado un extremo. Era un poco burdo, pero serviría.
Vio un destello de color y volvió a encogerse contra el árbol, atisbando con un ojo por encima de la áspera corteza. Un momento después distinguió quién era la persona que trepaba por la colina. Era una muchacha. Le invadió una sensación de alivio, mezclada con desilusión. No era ningún secuaz del diablo sino la hija del señor Norton.
De nuevo aguzó la vista. ¡Ella también llevaba un palo! A medida que Susan se acercaba, le dieron ganas de reírse, amargamente: llevaba una estaca de cerca para la nieve. Con dos golpes de martillo se partiría en dos.
La muchacha iba a pasar a la derecha del árbol que le servía de escondite. Mientras se aproximaba, Mark empezó a deslizarse alrededor del tronco, hacia la izquierda, evitando pisar cualquier ramita que pudiera crujir y denunciar su presencia. Finalmente, tras una cuidadosa sincronización, terminó la operación: Susan le daba la espalda al seguir subiendo por la colina, hacia donde terminaban los árboles. Andaba con cuidado, observó Mark. Eso estaba bien. Pese a la inservible estaca que llevaba, parecía tener cierta idea de dónde se estaba metiendo. Así y todo, si seguía avanzando demasiado podía encontrarse en dificultades. Straker estaba en casa. Mark estaba allí desde las doce y media y había visto que Straker se asomaba al camino de entrada para mirar la carretera, y después volvía a entrar en la casa. Mark había estado tratando de tomar una decisión cuando la aparición de la muchacha vino a interrumpirlo.
Tal vez lo hiciera bien. Se había detenido detrás de una mata de arbustos y estaba allí en cuclillas, mirando hacia la casa. Mark hizo un examen mental. Era obvio que ella lo sabía. Concluyó que lo mejor sería advertirle que Straker no había salido, y que estaba alerta. Probablemente no iría armada, ni siquiera con un arma pequeña como la de él.
Mientras cavilaba cómo hacer que advirtiera su presencia sin que se asustara y gritara, oyó el ruido del coche de Straker. Susan se sobresaltó, y en el primer momento Mark temió que echara a correr desatinadamente por el bosque, delatando su presencia. Pero la chica volvió a agazaparse, pegándose al suelo. Aunque sea estúpida, tiene agallas, pensó Mark con aprobación.
El automóvil de Straker retrocedió por el camino de entrada (desde donde estaba, Susan debía de verlo mejor que él, que sólo podía distinguir el techo negro del Packard), vaciló por un instante y después tomó por la carretera en dirección al pueblo.
Mark decidió que debían trabajar en equipo. Cualquier cosa sería mejor que entrar solo en esa casa. Él ya había percibido la atmósfera ponzoñosa que la rodeaba. La había advertido desde casi un kilómetro de distancia y a medida que uno se aproximaba se hacía más densa.
Corrió rápidamente por la pendiente tapizada de hojas, hasta apoyarle la mano en el hombro. Sintió que el cuerpo de ella se tensaba e intuyó que iba a gritar.
—No grites —le advirtió—. No hay peligro. Soy yo.
Susan no gritó, pero dejó escapar un suspiro aterrorizado. Con el semblante pálido, se volvió para mirarle.
—¿Quién eres tú?
El muchacho se sentó junto a ella.
—Me llamo Mark Petrie, y te conozco: tú eres Sue Norton. Mi padre conoce al tuyo.
—¿Petrie...? ¿Henry Petrie?
—Sí, es mi padre.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —Sus ojos lo recorrían como si Susan todavía no pudiera convencerse de que él era real.
—Lo mismo que tú. Sólo que esa estaca no te servirá. Es demasiado... —Recurrió a una palabra que había buscado en el diccionario y cuya definición sabía, pero que nunca había usado—. Demasiado endeble.
Susan miró la estaca que tenía en la mano y enrojeció.
—Ah, esto. Bueno, es que la encontré en el bosque y... y pensé que alguien podía tropezar con ella, así que...
El chico la interrumpió con impaciencia.
—Has venido a matar al vampiro, ¿no?
—¿De dónde has sacado semejante idea? ¿Vampiros y cosas así?
—Un vampiro trató de atraparme anoche... y casi lo logró.
—Qué disparate. Que un muchacho de tu edad no sepa que esas cosas...
—Era Danny Glick.
Susan se echó hacia atrás, entrecerrando los ojos. Torpemente tendió una mano, encontró el brazo de Mark y lo aferró. Los ojos de ambos se encontraron.
—¿No lo estás inventando, Mark?
—No —respondió el chico, y brevemente le contó la historia de la recién pasada noche.
—¿Y has venido aquí solo? —preguntó Susan cuando él hubo terminado—. ¿Lo creías y has venido aquí solo?
—¿Si lo creía? —Mark la miró, sorprendido—. Claro que lo creía. ¿Acaso no lo vi?
Su pregunta no tuvo respuesta, y de pronto Susan se sintió avergonzada.
—¿Cómo es que estás tú aquí? —preguntó Mark.
La muchacha vaciló un momento.
—En el pueblo hay algunos hombres que sospechan que en esta casa hay alguien a quien nadie ha visto. Y que podría ser un... un... —Susan todavía no era capaz de pronunciar la palabra, pero Mark asintió. Aunque acabara de conocerle, aquel muchacho parecía extraordinario—.Entonces vine á ver si descubría algo —dijo Susan, como síntesis de cuanto podría haber agregado.
Con un gesto, Mark señaló la estaca.
—¿Y has traído eso para atravesarlo?
—No sé si sería capaz de hacerlo.
—Yo sí —afirmó el chico—, después de lo que vi anoche. Danny estaba al otro lado de mi ventana, suspendido como una mosca enorme. Y sus dientes...—Con un gesto apartó la pesadilla.
—¿Saben tus padres que estás aquí? —preguntó Susan, segura de que no lo sabían.
—No —admitió él—. El domingo es el día que dedican a la naturaleza. Por la mañana salen a caminar y estudiar los pájaros, y por la tarde hacen alguna otra cosa. A veces los acompaño, y otras no. Hoy han ido a recorrer la costa en coche.
—Eres valiente—se admiró ella.
—No lo creas. —La compostura de Mark no se alteró ante el elogio—. Pero voy a librarme de él. —Levantó los ojos hacia la casa.
—¿Estás seguro...?
—Claro que sí. Y tú también. ¿Acaso no sientes lo malvado que es? ¿Esa casa no te da miedo con sólo mirarla?
—Sí —admitió Susan.
La lógica de Mark era la lógica de los nervios a flor de piel y, a diferencia de la de Ben o la de Matt, era irresistible.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó la muchacha, entregándole el liderazgo de la aventura.
—Subiremos hasta allá y entraremos, nada más. Lo encontraremos y le clavaremos la estaca, pero la maza, en el corazón, y volveremos a salir. Probablemente estará en el sótano. Les gustan los lugares oscuros. ¿Tienes una linterna?
—No.
—Demonios, yo tampoco... Y no habrás traído una cruz tampoco, ¿o sí?
—Sí, eso sí.—Susan se sacó la cadenilla de la blusa para mostrársela. Mark hizo un gesto de asentimiento y a su vez se sacó su cadenilla de la camisa.
—Espero poder devolverla antes de que regresen mis padres —dijo—. La cogí del joyero de mi madre, y si se da cuenta me costará caro.
Mark miró alrededor. Mientras hablaban, las sombras se habían alargado, y los dos se sentían impulsados a prolongar la situación.
—Cuando lo encontremos, no le mires a los ojos —le aconsejó Mark—. Mientras no oscurezca, no puede salir de su ataúd, pero de todas maneras puede inmovilizarte con los ojos. ¿Sabes alguna oración?
Habían empezado a avanzar entre los arbustos que separaban el bosque del descuidado césped de la casa de los Marsten.
—Bueno, el padrenuestro...
—Eso será suficiente. Es la misma que sé yo. La diremos juntos mientras yo le clavo la estaca.
Al ver la expresión entre asqueada y amilanada de Susan, le tomó la mano. Su autodominio resultaba desconcertante.
—Escucha, es necesario. Apostaría a que después de anoche se adueñó de la mitad del pueblo. Y si seguimos esperando se lo apropiará por completo. Todo será muy rápido.
—¿Después de anoche?
—Lo soñé. —Mark habló con voz calma, pero sus ojos eran sombríos—. Soñé que iban a las casas y llamaban por el interfono pidiendo que les dejaran entrar. Alguna gente lo sabía, en lo más hondo de sí lo sabían, pero los dejaban entrar, porque eso era más fácil que pensar que algo tan espantoso pudiera ser real.
—No es más que un sueño —repuso Susan con inquietud.
—Apuesto a que en este momento hay un montón de gente que está en la cama con las cortinas cerradas o las persianas bajadas, creyendo que han pillado un resfriado o la gripe o algo parecido. Que se sienten débiles y no tienen ganas de comer. Con sólo pensar en comer, ya les entran ganas de vomitar.
—¿Cómo sabes esto?
—Porque leo revistas de monstruos y voy al cine siempre que puedo —explicó Mark—. Por lo general, a mamá tengo que decirle que dan alguna de Walt Disney. Y en todo éso se puede confiar. A veces exageran las cosas para que la historia resulte más truculenta.
Estaban al lado de la casa. Vaya grupo que formamos los creyentes, pensó Susan. Un viejo profesor medio chiflado por los libros, un escritor obsesionado por las pesadillas de su infancia, un chiquillo doctorado en vampirología. Y yo. Pero ¿realmente creo? ¿Se me están contagiando las fantasías paranoides?
Susan creía.
Como había dicho Mark, a esa distancia de la casa no era posible tomarse el asunto en broma. Todos los procesos de pensamiento, el acto mismo de conversar, tenían lugar en el marco de una voz más fundamental que no dejaba de gritar «¡peligro! ¡Peligro!» en un idioma ajeno a las palabras. Sentía tensión y pesadez en los ríñones. Sus ojos habían adquirido una agudeza preternatural, a la que no se le escapaba una astilla ni una mancha que hubiera en el muro de la casa. Y para que todo eso se desencadenara no había hecho falta ningún estímulo externo: ni hombres armados, ni perros amenazantes, ni indicios de fuego. Un vigía más profundo que sus cinco sentidos había despertado tras un largo período de sueño, y no había manera de ignorarlo.
Susan espió por una abertura que había en uno de los postigos de abajo.
—Pero cómo es posible que no hayan hecho nada —comentó casi enfadada—. Es una roña.
—Déjame ver.
Susan cruzó los dedos para que él pudiera apoyarse y mirar por entre las tablillas rotas el destartalado salón de la casa de los Marsten. El chico vio un desierto salón rectangular con el suelo cubierto por una espesa alfombra de polvo (sobre la cual aparecían huellas de muchas pisadas), el empapelado desprendido, dos o tres viejos sillones, una mesa coja. Los ángulos superiores de la habitación, cerca del techo, estaban festoneados de telarañas.
Antes de que Susan pudiera oponerse, Mark había forzado el gancho que cerraba la ventana empujándolo con el extremo más grueso de su estaca. Las dos piezas enmohecidas del seguro cayeron al suelo y, con un chirrido, los postigos se abrieron un par de centímetros hacia fuera.
—¡Eh! —protestó Susan—. No hagas eso.
—¿Y qué quieres que hagamos, tocar el timbre?
El chico plegó hacia atrás el postigo de la derecha y rompió uno de los sucios cristales, cuyos trozos cayeron hacia dentro con un tintineo. El miedo se apoderó de Susan, llenándole la boca de un regusto metálico.
—Estamos a tiempo de escapar —dijo la muchacha casi para sí.
Él la miró, sin que sus ojos reflejaran desdén alguno; sólo una seriedad y un miedo tan intensos como los de ella.
—Si tienes que irte, vete —le dijo.
—No tengo que irme. —Susan procuró tragarse el nudo que le obstruía la garganta—. Pero date prisa.
Mark retiró los trozos de vidrio que quedaban del cristal roto, se pasó la estaca a la otra mano y después retiró la traba de la ventana, que gimió levemente mientras él la levantaba.
Los dos se quedaron mirando la ventana sin decir palabra. Después ella dio un paso, abrió del todo el postigo de la derecha y apoyó las manos sobre el alféizar astillado, preparándose para trepar. El miedo era tan intenso que le producía náuseas. Por fin entendía lo que había sentido Matt Burke mientras subía las escaleras de su casa para hacer frente a lo que le esperaba en el cuarto de huéspedes.
Susan siempre había entendido el miedo mediante una sencilla ecuación: miedo = desconocido. Y para resolver la ecuación no había más que reducir el problema a simples términos algebraicos: desconocido = tabla que cruje (o lo que fuera), tabla que cruje = nada que temer. En el mundo moderno, todos los miedos podían ser desentrañados así.
Flexionó los músculos para elevarse, pasó una pierna por sobre el alféizar, se dejó caer sobre el polvoriento suelo de la sala y miró alrededor. Reinaba un olor que emanaba de las paredes como un miasma casi visible. Susan procuró convencerse de que no era más que el olor del yeso enmohecido, o del guano acumulado y húmedo de todos los animales que se habían refugiado en esas ruinas: marmotas, ratas, incluso tal vez algún mapache. Pero algo más. Aquel olor era más denso que un hedor animal, más penetrante. Hacía pensar en lágrimas, en vómitos* en tinieblas.
—Eh —llamó suavemente Mark, agitando las manos por sobre el alféizar—. Ayúdame.
Susan se inclinó hacia afuera y lo ayudó a entrar. Sus pies calzados con zapatillas resonaron sobre la alfombra, y la casa volvió a quedar en silencio.
Los dos se encontraron fascinados escuchando el silencio y el latido de la sangre en sus propios oídos.
Sin embargo, los dos sabían que no estaban solos.
2
—Vamos —dijo Mark—.Echemos un vistazo. —Aferró la estaca y durante un momento volvió con nostalgia los ojos hacia la ventana.
Seguida por él, Susan avanzó lentamente hacia el vestíbulo. Al lado de la puerta había una mesita sobre la cual reposaba un libro. Mark lo cogió.
—Oye —preguntó—, ¿tú sabes latín? —Un poco.
—¿Qué significa esto? —Mark le mostró la tapa. La chica leyó las palabras frunciendo el ceño. —No lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza. Mark abrió el libro y se estremeció. Había una figura de un hombre desnudo que ofrecía el cuerpo mutilado de un niño a algo que no alcanzaba a ver. El muchacho volvió a dejar el libro, contento de soltarlo (al tacto de su mano, el material con que estaba encuadernado era inquietantemente familiar), y ambos se dirigieron hacia la cocina. Allí las sombras eran más intensas. El sol había dado la vuelta hacia el otro lado de la casa. —¿Notas el olor? —preguntó Mark. —Sí.
—Aquí atrás es peor, ¿no? —Sí,
Mark recordó la despensa que tenía su madre en la otra casa, donde un año tres cestas de tomates se habían echado a perder. Era un olor así, como de tomates podridos. —Dios, qué miedo tengo —murmuró Susan. La mano de Mark se tendió en busca de la de ella, y la aferró. El linóleo de la cocina era viejo, áspero y gastado, descolorido delante del antiguo fregadero enlozado. Una gran mesa llena de marcas y rozaduras, sobre la cual había un plato amarillo, un cuchillo y un tenedor, y un trozo de hamburguesa cruda, ocupaba el centro de la cocina.
La puerta del sótano estaba entreabierta.
—Ahí es donde tenemos que ir —señaló Mark.
—Oh—exclamó débilmente Susan.
La abertura era apenas una rendija y la luz no llegaba a entrar. Parecía como si una lengua de oscuridad lamiera ávidamente la cocina, en espera de que llegara la noche para devorarla entera. Ese centímetro de oscuridad era abominable y sus posibilidades, indecibles. Incapaz de moverse, Susan permaneció junto a Mark.
El chico avanzó, empujó la puerta hasta abrirla y miró hacia abajo. Susan veía cómo le temblaba un músculo en la mandíbula.
—Creo,., —empezó a decir Mark, y ella oyó algo a sus espaldas y se volvió, con la súbita sensación de que ya era demasiado tarde. Era Straker. Su sonrisa era una mueca.
Mark giró sobre los talones, lo vio y trató de eludirlo. El puño de Straker se estrelló contra su mentón y el chico no supo nada más.
3
Cuando Mark recuperó el conocimiento estaban subiéndolo por unas escaleras, pero no eran las del sótano. No sentía esa sensación pétrea de encierro, y el aire no era tan fétido. Entreabrió sus párpados apenas, sin que la cabeza dejara de pender inerte del cuello. Habían llegado a un descanso: el primer piso. Se podía ver con bastante claridad. El sol no se había puesto todavía. Quedaba una tenue esperanza.
Al llegar al descansillo, de pronto los brazos que lo sostenían desaparecieron y Mark cayó pesadamente al suelo, golpeándose la cabeza.
—¿No te parece que yo sé cuándo alguien se está haciendo él tonto, jovencito? —le preguntó Straker.
Visto desde el suelo, parecía de tres metros de estatura. El cráneo calvo relucía con discreta elegancia en la creciente oscuridad. Mark vio con terror que en el hombro llevaba un rollo de cuerda.
Se llevó la mano al bolsillo donde había puesto la pistola.
Straker se echó a reír.
—Me tomé la libertad de quitarte la pistola, jovencito. Los niños no deben portar armas... ni tampoco conviene que lleven a una señorita a lugares donde no les han invitado.
—¿Qué ha hecho con Susan Norton?
Straker sonrió.
—La llevé donde ella quería ir, amiguito. Al sótano. Más tarde, cuando se ponga el sol, se encontrará con el hombre a quien vino a ver. Y tú también lo conocerás, tal vez esta misma noche, tal vez mañana por la noche. Es posible que él te entregue a la muchacha, pero más bien pienso que se ocupará personalmente de ti. La chica tendrá sus propios amigos, entre ellos tal vez algunos entremetidos como tú.
Con ambos pies, Mark trató de darle una patada en la entrepierna, pero Straker se apartó ágilmente a un lado, como un bailarín. Al mismo tiempo le devolvió el golpe, un enérgico puntapié en los ríñones.
Mark se mordió los labios, retorciéndose en el suelo.
—Vamos, jovencito. De pie —le ordenó Straker con una risita.
—No... no puedo.
—Pues arrástrate —dijo Straker, y le asestó otra patada.
El dolor fue muy intenso, pero Mark apretó los ciernes. Consiguió ponerse de rodillas y después de pie.
Siguieron andando por el vestíbulo hasta la puerta del otro extremo.
—¿Qué va a hacer conmigo?
—Prepararte como a un pavo de Navidad, jovencito. Más tarde, cuando mi amo se haya ocupado de ti, quedarás en libertad.
—¿Como los otros?
Straker sonrió.
Mientras abría la puerta para entrar en la habitación donde se había suicidado Hubie Marsten, algo extraño sucedió en la mente de Mark. El miedo no desapareció, pero aparentemente dejó de actuar como un freno sobre sus procesos mentales y de interferir las señales positivas. Su cerebro empezó a funcionar con una velocidad pasmosa, no valiéndose de palabras ni de imágenes, sino de una especie de taquigrafía simbólica. El muchacho se sentía como una pequeña lámpara que de pronto recibe una sobrecarga de una fuente desconocida.
El cuarto como tal era absolutamente prosaico. El empapelado colgaba en jirones, dejando ver el yeso y la piedra. El tiempo había cubierto el suelo con una espesa capa de polvo y yeso, pero sólo se veían las huellas de una persona, como si alguien hubiera subido a echar un vistazo. Había dos pilas de revistas, una cama de hierro sin somier ni colchón y una pequeña plancha metálica con un grabado desvaído. La ventana tenía los postigos cerrados, pero por ellos se filtraba, polvorienta, luz suficiente para que Mark pensara que quedaba todavía una hora hasta que cayese la noche. En el cuarto flotaba algo maligno y hediondo.
En el lapso de unos segundos, el chico abrió la puerta, registró todo lo que había y avanzó hasta el centro de la habitación, donde Straker le dijo que se detuviera. En esos breves momentos, vio tres escapatorias posibles.
En una de ellas, él se precipitaba súbitamente hacia la ventana cerrada, y trataba de lanzarse a través de los cristales y los postigos como el héroe de una película del Oeste, para saltar ciegamente hacia fuera. Mentalmente, con un ojo se vio caer sobre un herrumbrado montón de herramientas de jardín para terminar su vida retorciéndose ensartado en una horquilla mellada como un insecto en un alfiler. Con el otro ojo, vio cómo se estrellaba contra los cristales sin conseguir que se abriera el postigo, y cómo Straker se apoderaba otra vez de su cuerpo, lacerado y sangrante.
Se vio atado sobre el suelo, vio cómo se extinguía la luz, cómo sus esfuerzos por liberarse eran cada vez más frenéticos e inútiles, y oyó finalmente cómo subía ominosamente las escaleras un individuo mil veces peor que Straker.
Se vio recurriendo a una treta que había aprendido el verano anterior cuando leía un libro sobre Houdini, el famoso mago capaz de escaparse de una celda, de un cajón cerrado con cadenas y de la bóveda de un banco. Podía soltarse de cuerdas, esposas de acero e instrumentos de tortura chinos. Y una de las cosas que hacía era contener el aliento y tensar fuertemente los puños cuando una persona del público le ataba. También había que contraer los muslos, los antebrazos y los músculos del cuello. Si uno tenía músculos bien desarrollados, al relajarlos conseguía cierta flojedad en las ligaduras. Entonces, todo consistía en relajarse por completo y trabajar con lentitud y tesón para escapar, sin dejarse dominar por el pánico. Poco a poco, también el cuerpo ayudaba, lubricándose con sudor. En el libro parecía muy fácil.
— Date la vuelta; te voy a atar— le dijo Straker — . Y mientras lo haga no te muevas, porque si te mueves, con esto — levantó el pulgar — te vaciaré el ojo derecho. ¿Lo entiendes?
Mark asintió. Hizo una inspiración profunda, retuvo el aire y contrajo los músculos.
Straker arrojó la cuerda por encima de una viga.
— Acuéstate — le dijo. Mark obedeció.
Straker le cruzó las manos a la espalda y se las ató firmemente con la cuerda. Hizo un lazo, se lo pasó por el cuello y lo aseguró
— Estás atado a la misma viga de donde se colgó el amigo y patrono de mi amo en esta comarca, jovencito. ¿No te halaga?
Mark emitió un gruñido y Straker rió. Le pasó la cuerda entre las piernas, y el chico gimió cuando se la ajustó con un tirón brutal.
— ¿Te duele? — acotó con cínico humor — . No será por mucho rato. De todas maneras, llevarás una vida ascética, hijo... una vida muy larga.
Rodeó con la cuerda los tensos muslos del chico, aseguró el nudo y volvió a rodearle las rodillas y los tobillos. A Mark ya se le hacía difícil contener la respiración, pero se dominó obstinadamente.
— Estás temblando, jovencito — se burló Straker — . Tienes todo el cuerpo entumecido. Y toda la carne blanca... ¡pero la tendrás más blanca aún! No tienes por qué tener tanto miedo. Mi amo es muy capaz de ser bondadoso. Y es muy venerado aquí en tu propio pueblo. No es más que un pequeño pinchazo; como cuando el médico te pone una inyección, y después todo es dulzura. Y más tarde quedarás libre. E irás a ver a tu padre y a tu madre, ¿verdad? Irás a verlos mientras duermen.
Se levantó y miró con benevolencia a Mark.
— Ahora tengo que dejarte por un rato, Jovencito. He de acomodar a tu encantadora consorte. Cuando volvamos a vernos, me tendrás más afecto.
Y salió, dando un portazo. Una llave resonó en la cerradura.
Mientras sus pies se alejaban por la escalera, Mark dejó escapar el aliento y relajó los músculos con un gran suspiro. . Las cuerdas que le inmovilizaban se aflojaron un poco.
Se quedó quieto. Su mente seguía volando eufórica. Miró a lo largo del suelo irregular en dirección a la cama de hierro. Más allá se elevaba la pared. En esa parte, el empapelado se había desprendido y estaba caído jumo al armazón de la cama como la desechada piel de una víbora. Mark se concentró en un pequeño sector de la pared y lo examinó con atención, apartando de su mente todo lo demás. El libro sobre Houdini decía que lo más importante era la concentración. No había que permitir que el pánico se insinuara en la mente. El cuerpo debía estar completamente relajado. Y la fuga debía tener lugar mentalmente antes de mover un solo dedo. Cada paso debía existir concretamente en el pensamiento.
Mientras miraba la pared, pasaban los minutos.
La pared era blanca e irregular. Por último, a medida que su cuerpo se relajaba, empezó a verse a sí mismo proyectado: un muchachito de camiseta azul y téjanos. Estaba situado de costado, con los brazos atados a la espalda, las muñecas apoyadas en la depresión lumbar. Tenía un lazo corredizo alrededor del cuello, y cualquier movimiento impulsivo lo ajustaría inexorablemente hasta privar al cerebro del oxígeno indispensable para mantener la lucidez.
Siguió mirando la pared.
La figura allí proyectada había empezado a moverse cautelosamente, aunque el propio Mark siguiera tendido, perfectamente inmóvil. Como extasiado, observó todos los movimientos de la imagen. Había alcanzado un nivel de concentración propio de los faquires y los yoguis de la India. Ya no le preocupaba Straker ni la menguante luz del día. Había dejado de ver el suelo irregular, el armazón de la cama, la pared incluso. Lo único que veía era al muchacho, una figura perfecta que se movía en una leve danza de músculos cuidadosamente controlados.
Siguió mirando la pared.
Finalmente empezó a mover las muñecas. Al límite de cada movimiento las partes de las palmas más próximas al pulgar se tocaban, sin que se movieran otros músculos que los de la parte inferior del antebrazo. Sin apresurarse, Mark seguía mirando la pared.
Cuando el sudor empezó a brotarle, las muñecas se movieron con más libertad. Los movimientos se ampliaron. Al término de cada uno, los dorsos de las manos se tocaban. Las vueltas de cuerda que las sujetaban se habían aflojado un poco.
Mark se detuvo.
Pasado un momento, empezó a flexionar los pulgares contra las palmas, mientras contraía los dedos en un movimiento sinuoso. Su rostro se mantenía absolutamente inexpresivo: era como la cara de yeso de un maniquí en una tienda.
Pasaron cinco minutos. Las manos ya le transpiraban abundantemente. La increíble intensidad de la concentración hacía que el chico pudiera controlar parcialmente el sistema nervioso simpático, otra técnica de los yoguis y los faquires; sin darse cuenta, había llegado a obtener cierto control sobre las funciones involuntarias del cuerpo. El sudor no se podía explicar como producto de sus cuidadosos movimientos. Sentía las manos como engrasadas, y de la frente le caían gotitas que oscurecían el polvo blanco del suelo.
Empezó a mover los brazos en un movimiento ascendente y descendente, como de pistón, haciendo trabajar ahora los bíceps y los músculos de la espalda. El nudo corredizo se ajustó un poco, pero al mismo tiempo Mark sentía que una de las vueltas de cuerda que le sujetaban las manos comenzaba a descender sobre la palma derecha. Ahora se apoyaba sobre la parte carnosa del pulgar. Sintió una oleada de excitación y se obligó a detenerse hasta que la emoción se hubo calmado por completo. Sólo en ese momento volvió a empezar. Arriba abajo. Arriba abajo. Arriba abajo. Cada vez ganaba medio centímetro, o menos. De pronto, su mano derecha quedó libre.
La dejó donde estaba, flexionándola. Cuando los músculos recuperaron la flexibilidad, introdujo los dedos bajo el lazo que le ataba la muñeca izquierda y tanteó, hasta que consiguió liberar la mano izquierda.
Entonces, apoyó ambas manos en el suelo. Cerró los ojos.
Ahora, lo importante era no pensar que la partida estaba ganada, Ahora había que actuar aún con más cuidado.
Se apoyó en la mano izquierda, y con la derecha recorrió el nado que aseguraba el lazo corredizo que le rodeaba el cuello. Inmediatamente comprendió que para soltarlo tendría que ahogarse o poco menos, y también que incrementaría la presión que le oprimía los testículos, donde sentía ya un sordo latido.
Respiró profundamente y empezó a trabajar con el nudo. La cuerda fue tensándose poco a poco, y la presión en el cuello y entre las piernas se intensificó. Las fibras del cáñamo se incrustaban en la garganta como minúsculas agujas. El nudo le desafió durante un tiempo interminable. Su visión empezó a difuminarse bajo la embestida de las enormes flores negras que estallaban en silenciosa floración ante sus ojos, pero Mark se legaba a darse prisa/Retorció sin descanso el nudo, hasta percibir una nueva flojedad. Durante un momento la presión en la ingle se hizo insoportable, hasta que con un movimiento convulsivo se pasó el lazo por encima de la cabeza y el dolor disminuyó.
El muchacho se sentó e inclinó la cabeza hacia adelante, respirando de manera entrecortada, mientras con ambas manos se frotaba los testículos lacerados. El interno dolor se convirtió en una incomodidad sorda y penetrante que le dio una sensación de náusea..'
Cuando empezó a pasársele, Mark miro hacia la ventana cerrada. La luz que entraba a través de las fisuras de la madera se había desteñido hasta alcanzar un ocre opaco. El sol debía de estar poniéndose. Y la puerta estaba cerrada con llave.
Tiró de la cuerda hasta descolgarla de la viga y empezó a aflojar los nudos de las piernas. Estaban muy ajustados, y la reacción provocada por el éxito inicial había empezado a debilitar la concentración de Mark;
Se soltó los muslos, las rodillas y, tras un denodado esfuerzo, los tobillos. Se levantó tambaleante y empezó a frotarse las piernas
Abajo se oyó ruido de pasos.
Invadido por el pánico, levantó la mirada, mientras sus narices se dilataban. Avanzó torpemente hacia la ventana e intentó abrirla. Estaba asegurada con clavos enmohecidos, doblados a martillazos sobre la madera del alféizar.
Los pasos ascendían por la escalera.
Mark se enjugó la boca con la mano y miró con desesperación alrededor. Dos pilas de revistas. Una pequeña plancha metálica con un desgastado grabado. El armazón de la cama de hierro fundido.
A ella se dirigió y la levantó por un extremo. Y tal vez algún dios remoto, al ver cuánto era lo que el muchacho había hecho solo, se compadeció de él.
Los pasos habían empezado a acercarse a la puerta cuando Mark consiguió acabar de destornillar la pata de la cama.
4
Cuando se abrió la puerta, Mark estaba detrás de ella con la pata de la cama levantada, como un piel roja con su tomahawk.
—Jovencito, vengo a...
Cuando vio la cuerda tendida en el piso, la sorpresa lo paralizó, durante un segundo tal vez. Ya había cruzado la puerta.
Mark vivía las cosas con la lentitud de una jugada de fútbol que se repite en cámara lenta. Tenía la sensación de disponer de minutos, no de apenas unos segundos, para apuntar al cráneo que aparecía más acá del umbral de la puerta.
Con ambas manos asestó el golpe con la pata, no con toda la fuerza de que era capaz, porque prefirió sacrificar un poco de fuerza para conseguir mejor puntería. Alcanzó a Straker exactamente encima de la sien, en el momento en que éste empezaba a darse la vuelta para mirar detrás de la puerta. Los ojos, que tenía muy abiertos, se cerraron bruscamente por el dolor. Del cuero cabelludo comenzó a manar sangre a borbotones.
El cuerpo de Straker se contrajo y retrocedió, tambaleante, hacia el interior del cuarto, con la cara desencajada por una mueca. Al ver que extendía la mano, Mark volvió a golpearlo. Esta vez el metal cayó sobre la calva, encima de la convexidad de la frente, abriendo un nuevo manantial de sangre.
Se desplomó con los ojos en blanco.
Mark rodeó el cuerpo, mirándolo con ojos desorbitados. El extremo de la pata de cama estaba manchado de sangre, y era más oscura que la de las películas en technicolor. Mark se sintió descompuesto al verla, pero cuando miró a Straker no sentía nada.
Le he matado, pensó, y su reacción inmediata añadir: por fin.
La mano de Straker le aferró el tobillo.
Con un sobresalto, Mark intentó zafarse. La mano se cerraba sobre su pie como una trampa de acero, y ahora Straker estaba mirándole, con sus ojos fríos que brillaban a través de la máscara de sangre. Aunque sus labios se movían, no emitían ningún sonido. Mark tiró con más fuerza, inútilmente. Con un gruñido sordo, empezó a golpear la mano de Straker con la pata de cama. Una vez, dos, tres, cuatro. Los dedos se quebraron como un estremecedor crujido de lápices. La presa se añojo y el muchacho se soltó con un tirón que le hizo pasar, tambaleante, por la puerta hasta llegar al pasillo.
La cabeza de Straker había vuelto a caer sobre el suelo, pero su mano destrozada siguió abriéndose y cerrándose en el aire con una vitalidad siniestra, como la del perro que se estremece al soñar que está cazando gatos.
La pata de la cama se le escurrió entre los dedos agarrotados, y entonces retrocedió, tembloroso. El pánico se adueñó de él y huyó a saltos por las escaleras, bajando dos o tres peldaños cada vez, pese a sus piernas entumecidas, mientras su mano volaba sobre el pasamanos astillado.
La puerta principal se perdía en las tinieblas, en una oscuridad abominable.
Llegó a la cocina. Su mirada, tímida y enloquecida, pasó fugazmente por la puerta abierta del sótano. El sol descendía en una ardiente columna de rojos, amarillos y púrpuras. En el salón de una funeraria, a veinticinco kilómetros de distancia, Ben Mears no apartaba los ojos del reloj, mientras las manecillas vacilaban entre las 7.01 y las 7.02.
Mark no sabía nada de eso, pero sabía que la hora de los vampiros era inminente. Permanecer allí significaba superponer un enfrentamiento a otro; descender a ese sótano para intentar salvar a Susan significaba verse arrastrado al reino de los muertos vivientes.
Sin embargo, fue hacia la puerta del sótano y hasta bajó los tres primeros escalones antes de que el miedo lo envolviera como una ligadura casi física, sin permitirle dar un paso más. El chico estaba llorando y todo el cuerpo le temblaba como presa del paludismo.
—¡Susan! —gritó—. ¡Escapa!
—¿Mark? —Su voz sonaba débil y aturdida—. No veo nada. Está oscuro...
Entonces se oyó un ruido similar al disparo de un arma de fuego, seguido por una risa profunda y desalmada.
Susan emitió un alarido que fue diluyéndose en un gemido, y después en el silencio.
Aunque sus pies eran plumas que querían llevárselo volando, Mark esperaba todavía.
Desde abajo le llegó una voz sorprendentemente parecida a la de su padre.
—Ven abajo, hijo mío. Qué muchacho tan admirable eres.
El poder de esa voz era tal que Mark sintió que el miedo se desvanecía, que las plumas de sus pies se convertían en plomo. Ya había empezado a bajar a tientas otro escalón cuando consiguió rehacerse, aunque para eso necesitó de toda la exhausta disciplina que aún conservaba.
—Baja —volvió a decir la voz, ahora desde más cerca. Tras el matiz paternal y amistoso se insinuaba una orden, acerada y tersa.
—¡Sé quién eres! —gritó Mark hacia abajo—. ¡Tú eres Barlow!
Y salió corriendo.
Cuando llegó a la puerta principal, el miedo había vuelto a apoderarse de él, y si la puerta no hubiera estado abierta habría podido atravesarla, dejando recortada en ella su silueta como en un dibujo animado.
Huyó por la carretera (como había hecho hacía muchos años Benjamín Mears) y después siguió por el centro de Brooks Road rumbo al pueblo y a su incierta seguridad. ¿Podría perseguirle, aun ahora, el rey de los vampiros?
Se apartó del camino para atravesar a tientas el bosque, vadeó el arroyo, tropezó con unos arbustos al otro lado, y finalmente entró por el patio de atrás de su casa.
Atravesó la puerta de la cocina y al mirar por la arcada que daba a la sala vio a su madre, que con la preocupación dibujada en el rostro, hablaba por teléfono, con la guía abierta sobre el regazo.
Al levantar la vista, le vio y una oleada de alivio se difundió sobre su rostro.
—... aquí está...
Sin esperar respuesta, colgó y se dirigió hacia él. Con más pena de lo que él mismo habría esperado, Mark advirtió que su madre había estado llorando.
—Oh, Mark... ¿dónde has estado?
—¿Ya ha vuelto? —preguntó su padre desde el estudio. Su rostro, invisible, se cubría ya de nubes de tormenta.
—¿Dónde has estado? —Su madre le tomó por los hombros y le sacudió.
—Por ahí —dijo Mark—. Me caí mientras volvía a casa.
No había nada más que decir. La característica esencial de la niñez no es que sueño y realidad se mezclen sin esfuerzo, sino la alienación. No hay palabras para los oscuros efluvios y peripecias de esa edad. Los niños que saben lo admiten, y aceptan las consecuencias. Un chico que calcula los costes ya ha dejado de ser un niño.
—Se me pasó el tiempo —agregó—, y.,, .
En ese momento, su padre se hizo cargo de él.
5
En la oscuridad que precede al amanecer del lunes, algo rascaba en la ventana.
Regresó desde el sueño sin intervalo alguno de somnolencia ni desorientación. La insania del sueño y de la vigilia se parecían ahora notablemente.
El rostro que destacaba en la oscuridad al otro lado de la ventana era el de Susan.
—Mark... déjame entrar.
El chico se levantó de la cama. El suelo estaba frío para sus pies desnudos. Estaba tiritando.
—Vete—le dijo.
No había ninguna inflexión en su voz. Observó que ella llevaba todavía la misma blusa, los mismos pantalones. Quien sabe si los padres de ella estarán preocupados, pensó Mark. Si habrán llamado a la policía.
—No está tan mal, Mark. —Mientras hablaba, Susan le miraba con inexpresivos ojos de obsidiana. Al sonreírle mostró los dientes, que se destacaron con nítido relieve bajo la palidez de las encías—. Es muy bueno, en realidad. Déjame entrar, que te enseñaré. Quiero besarte, Mark. Besarte todo, como nunca te ha besado tu madre.
—Vete —repitió él.
—Alguno de nosotros te vencerá, tarde o temprano —expresó Susan—. Ahora somos muchos. Déjame entrar, Mark... Tengo hambre. —Intentó sonreír, pero la sonrisa se convirtió en una oscura mueca que a Mark le hizo sentir un escalofrío.
Levantó la cruz y la apoyó contra la ventana.
Ella emitió un silbido como si la hubieran quemado y se soltó del marco. Durante un momento siguió suspendida en el aire, mientras su cuerpo iba volviéndose indistinto y nebuloso. Después desapareció, pero no sin que Mark viera (o le pareciera ver) en su rostro una mirada de desesperada infelicidad.
La noche volvió a quedar tranquila y silenciosa.
«Ahora somos muchos...»
Los pensamientos de Mark regresaron hasta sus padres, que ajenos al peligro dormían en la habitación de abajo, y el espanto le agarrotó las entrañas.
Algunos hombres sabían, había dicho Susan, o sospechaban.
¿Quiénes?
El escritor, seguro. Ese que salía con ella. Mears, se llamaba. Vivía en la pensión de Eva. Los escritores sabían muchas cosas. Tenía que ser él. Y Mark tenía que advertir a Mears antes de que ella...
Mientras volvía a la cama se detuvo en seco.
¿Y si ya había llegado?
TRECE
EL PADRE CALLAHAN
1
Ese mismo domingo por la noche, el padre Callahan entró con cierta vacilación en la habitación de Matt Burke en el hospital, en el momento en que el reloj de Matt marcaba las siete menos cuarto. La mesita de noche, e incluso el cobertor de la cama, estaban cubiertos de libros, algunos de ellos viejos y polvorientos. Matt había llamado por teléfono a Loretta Starcher a su apartamento de soltera, y había conseguido no solamente que abriera la biblioteca pese a ser domingo, sino que le llevara personalmente los libros. Loretta había aparecido seguida por tres ayudantes del hospital, a cual más cargado de libros, y se había ido un poco ofendida, porque Matt se negó a responder a sus preguntas sobre tan extraña selección.
El padre Callahan observó con curiosidad al profesor. Tenía aspecto fatigado, pero no tan fatigado ni tan horrorizado como la mayoría de pacientes que él había visitado en circunstancias similares. Callahan había visto que, en general, la primera reacción ante la noticia de un cáncer, un derrame, un infarto o cualquier fallo en un órgano importante era sentirse traicionado. Al principió, el paciente se quedaba atónito al descubrir que un amigo tan cercano (y, por lo menos hasta entonces, tan bien conocido) como el propio cuerpo pudiera ser tan desconsiderado como para hacer mal su trabajo. La reacción que seguía a esa primera era pensar que no valía la pena tener un amigo capaz de abandonarle a uno tan cruelmente. La conclusión que seguía a esas reacciones era que no importaba que valiera o no la pena tener ese amigo. Uno no podía negarse a hablar con su cuerpo traidor, ni podía llevarle a juicio ni fingir que no estaba en casa cuando le pedía algo. La idea en que culminaba esta forma de razonamiento característica era la aborrecible posibilidad de que uno no tuviera en el cuerpo un amigo, sino un enemigo implacable, dedicado a destruir la fuerza superior que venía usando y abusando de él desde el momento en que se declaró el mal.
Una vez, llevado por un ejemplar entusiasmo de borracho, Callahan se había puesto a escribir sobre el tema para LA Gaceta, Católica. Incluso lo había ilustrado con una desafiante caricatura en la página del editorial, que mostraba un cerebro apostado en la cornisa más alta de un rascacielos. El edificio (que un rótulo definía como «El cuerpo humano») estaba en llamas (definidas como «Cáncer», aunque podrían haber sido otras cosas). La caricatura se titulaba «Demasiado alta para saltar». Durante el forzado turno de sobriedad del día siguiente, Callahan había hecho añicos su artículo, al mismo tiempo que quemaba el dibujo; en la doctrina católica no había lugar para esas imágenes si uno no se avenía a añadirle un helicóptero con la etiqueta de «Cristo», del cual pendiera una escala de cuerda. Pese a todo, seguía convencido de que su intuición le había señalado la verdad, y encontraba que el resultado de esa lógica peculiar del lecho de enfermo solía provocar en el paciente una depresión aguda. Los síntomas incluían ojos inexpresivos, reacciones lentas, suspiros profundos y, a veces, lágrimas al ver al sacerdote, ese cuerpo ominoso cuya función dependía en última instancia de lo que el ser pensante creyera respecto de su mortalidad.
Matt Burke no mostraba signos de tal depresión. Le tendió la mano y Callahan se encontró con un apretón sorprendentemente firme.
—Padre Callahan, le agradezco que haya venido.
—Con todo gusto. Un buen maestro, como una buena esposa, es una perla inapreciable.
—¿También un viejo oso agnóstico como yo?
—Muy especialmente —respondió Callahan, encantado—. Tal vez le encuentre a usted en mal momento. Me han dicho que en la unidad de cuidados intensivos ya no quedan ateos, y poquísimos agnósticos.
—Pronto me sacarán de aquí, lamentablemente.
—Una lástima —sonrió Callahan—. Todavía le veremos a usted diciendo padrenuestros y avemarías.
—Pues eso no es tan absurdo como podría usted pensar —acotó Matt.
El padre Callahan se sentó y, cuando acomodaba su silla, pegó un rodillazo contra la cama. Una pila de libros cayó sobre sus piernas, y él fue leyendo los títulos en voz alta a medida que volvía a colocarlos.
—Drácula. El huésped de Drácula. La búsqueda de Drácula. La rama dorada. Historia natural de los vampiros. Relatos de folclore húngaro. Monstruos de la oscuridad. Monstruos de la vida real Peter Kurtin, el monstruo de Dusseldorf. Y... —Sacudió la capa de polvo de la última cubierta, revelando una figura espectral que se cernía amenazante sobre una damisela dormida— Varney el vampiro, o la fiesta de la sangre. Vaya, vaya... ¿lectura recomendada para convalecientes de ataques cardíacos?
Matt sonrió.
—Pobre Varney. Ése lo leí hace mucho tiempo, para preparar una clase mientras estaba en la universidad... Literatura del romanticismo. El profesor, cuya idea de lo fantástico arrancaba de Beowulf y llegaba hasta The Screwtape Letters, se escandalizó mucho. Me puso una nota y me recomendó que buscara una bibliografía más seria.
—Pero el caso de Peter Kurtin resulta bastante interesante, por repulsivo que sea —señaló el padre Callahan. —¿Conoce usted la historia?
—Sí, la mayor parte de ella. Me interesé por esas cosas cuando estudiaba teología. Mi excusa ante los profesores demasiado escépticos era que, para ser buen sacerdote, uno tenía que profundizar en los abismos de la naturaleza humana y no sólo aspirar a alcanzar sus cumbres. Pura palabrería, en realidad. Simplemente, un poco de terror me gustaba tanto como a cualquiera. Creo que de muchacho, Kurtin asesinó a dos de sus compañeros de juego, llevándolos hasta una boya anclada en medio de un río, y después se dedicó a arrojarlos al agua hasta que se cansaron y se hundieron.
—Sí —confirmó Matt—. Y cuando era adolescente, en dos ocasiones trató de matar a los padres de una chica que se había negado a salir con él, y después prendió fuego a la casa. Pero no es ésa la parte de su... carrera, digamos, que me interesa.
—Imagino que no, a juzgar por lo que ha estado leyendo.
El padre Callahan cogió de la cama una revista que presentaba en la cubierta la imagen de una joven increíblemente bien dotada, que llevaba un vestido ajustado como un guante y le estaba chupando la sangre a un muchacho. La expresión de éste parecía una inquietante combinación de terror y lujuria. El nombre de la revista —y el de la muchacha, aparentemente— era Vampirella. Cada vez más intrigado, Callahan volvió a dejarla,
—Kurtin atacó y mató a más de una docena de mujeres —recordó—. A muchas otras las mutiló con un martillo. Y si era el momento correspondiente del mes, les bebía el flujo.
Matt Burke volvió a hacer un gesto de asentimiento.
—Lo que no es tan sabido —agregó— es que también mutilaba animales. En la época en que su obsesión era más intensa, les arrancó la cabeza a dos cisnes del parque central de Dusseldorf y se bebió la sangre que les brotaba del cuello.
—¿Todo esto tiene relación con el hecho de que usted quisiera verme? —preguntó Callahan—. La señora Curless me dijo que era por un asunto de extrema importancia.
—Sí, exactamente.
—¿De qué se trata, pues? Si su intención era intrigarme, lo ha conseguido.
Matt le miró.
—Un excelente amigo mío, Ben Mears, debía ponerse hoy en contacto con usted. Su ama de llaves me dijo que no había llamado.
—Así es. No he visto a nadie desde hoy a las dos de la tarde.
—Yo tampoco pude comunicarme con él. Salió del hospital en compañía de James Cody, mi médico. Tampoco he podido dar con él. Y lo mismo me sucedió con Susan Norton, la amiga de Ben. Salió esta tarde temprano, prometiendo a sus padres que estaría de vuelta a las seis, y no ha regresado aún, por lo que ellos están preocupados.
A Callahan le interesó el dato. En cierta ocasión había conocido a Bill Norton, que fue a consultarle sobre un problema referido a algunos colaboradores católicos.
—¿Sospecha algo?
—Permita que le haga una pregunta —pidió Matt—. Pero tómelo muy en serio, Y píenselo antes de contestar. ¿Últimamente ha notado algo fuera de lo común en el pueblo?
La primera impresión de Callahan, convertida ahora en certidumbre, había sido de encontrarse ante un hombre que procedía con extremo cuidado, procurando no asustarle con su preocupación. Ese amontonamiento de libros ya sugería algo bastante atroz.
—¿Que haya vampiros en Salem's Lot? —preguntó.
Estaba pensando que la aguda depresión que suele seguir a las enfermedades graves se podía evitar a veces si la persona afectada tema suficiente interés en la vida: un artista, un músico, un arquitecto cuya inquietud se centrara en un edificio a medio construir Ese interés también podía estar constituido por una psicosis inofensiva (o no tan inofensiva), incipiente antes de la enfermedad.
Una vez había hablado largo rato con un señor de edad, apellidado Horns, que estaba internado en el Centro Médico de Maine con un cáncer de intestino avanzado. Pese a que el dolor debía de ser intolerable, había estado conversando con Callahan, con minucioso y lúcido detalle, de las criaturas procedentes de Urano que estaban infiltrándose en todos los sectores de la vida norteamericana.
—Un día —le había dicho aquel locuaz esqueleto de ojos brillantes—, el tipo que le llena a uno el depósito de gasolina en el surtidor de Sonny es realmente Joe Blow, de Falmouth y al día siguiente es un habitante de Urano que tiene el mismo aspecto que Joe Blow. Hasta tiene los recuerdos y la manera de hablar de Joe Blow, porque los uranitas se alimentan de ondas alfa... ¡glup, glup, glup!
Harris afirmaba que él no tenía cáncer, sino que era un caso avanzado de envenenamiento por rayos láser. Los uranitas, alarmados porque él se había enterado de sus maquinaciones, habían decidido quitarle de en medio. Horris lo aceptaba, y estaba decidido a morir luchando. Callahan no intentó sacarle de su error. Que de eso se encargaran los bienintencionados y estúpidos parientes. La experiencia de Callahan era que la psicosis, lo mismo que una generosa medida de White Horse, podía ser enormemente beneficiosa.
Por eso, ahora se limitó a cruzar las manos, en espera de que Matt siguiera hablando.
—Ya así resulta bastante difícil seguir —dijo éste—. Pero lo será aún más si usted piensa que la enfermedad me ha enloquecido.
Sobresaltado al oír expresar los mismos pensamientos que acababan de pasarle por la cabeza. Callahan consiguió con dificultad conservar su rostro impasible, aunque la emoción que se habría reflejado en él no habría sido la inquietud, sino la admiración.
—Por el contrario —negó—, me parece usted completamente lúcido.
Matt suspiró.
—La lucidez no presupone cordura, y usted bien lo sabe. —Se removió en la cama, mientras volvía a acomodar los libros—. Si es que hay un Dios, debe 'estar imponiéndome una penitencia por una vida de cuidadoso academicismo, de negativa a pisar ningún terreno que no estuviera ya minuciosamente comentado e interpretado. Ahora, por segunda vez en el mismo día, me veo obligado a hacer la más desatinada de las declaraciones sin la menor prueba que la respalde. Lo único que puedo decir en defensa de mi propia cordura es que mis afirmaciones se pueden demostrar o descartar sin demasiada dificultad, y que espero que me tome usted con la seriedad suficiente para ponerlas a prueba antes de que sea demasiado tarde. Antes de que sea demasiado tarde—repitió con una risita—. Suena como algo sacado de alguna revista sensacionalista de los años treinta, ¿no?
—La vida está llena de melodrama —le recordó Callahan, aunque pensaba que, de ser así, a él le había tocado ver muy poco de eso últimamente.
—Quisiera preguntarle de nuevo si ha notado usted algo... cualquier cosa peculiar o extraordinaria durante este fin de semana.
—Relacionada con vampiros o...
—Relacionada con cualquier cosa.
Callahan lo pensó.
—El vertedero está cerrado —dijo por fin—. Pero como el portón estaba roto, entré con mi coche —sonrió—.En realidad, me gusta llevar mis desperdicios al vertedero. Es algo tan práctico y humilde que puedo dar total cauce a mis fantasías de un proletariado pobre pero feliz. Y Dud Rogers no aparecía por ninguna parte.
—¿ Algo más?
—Bueno... esta mañana, los Crockett no fueron a misa, y es rarísimo que la señora Crockett falte.
—¿Qué más?
—Está la pobre señora Glick, claro...
Matt se enderezó, apoyándose en un codo.
—¿Qué pasa con la señora Glick?
—Ha muerto.
—¿Deque?
—Pauline Dickens pensaba que de un ataque al corazón —respondió Callahan con tono vacilante.
—¿ Ha muerto alguien más hoy en Solar? —Normalmente, la pregunta habría sido una tornería. En un pueblo pequeño como Salem's Lot, ya pesar de la elevada proporción de ancianos en la población, las muertes son en general poco frecuentes.
—No —dijo Callahan—. Pero en los últimos tiempos la tasa de mortalidad se ha elevado, ¿no le parece? Mike Ryerson... Floyd Tibbits... el bebé de los McDougall.
Matt asintió con un gesto fatigado.
—Es raro—dijo después—. Sí. Pero las cosas están llegando al punto en que ellos podrán encubrirse unos a otros. Con unas pocas noches, me temo que... me temo...
—Dejémonos de andar por las ramas —sugirió Callahan.
—De acuerdo. Ya hemos andado bastante por las ramas, ¿no es eso?
Y Matt empezó a contar su historia desde el comienzo, agregándole los aportes de Susan y de Jimmy, sin reservarse nada. En el momento en que terminó, el horror de esa noche ya había acabado para Ben y para Jimmy. Para Susan Norton, apenas si había comenzado.
2
Cuando hubo terminado, Matt guardó un momento de silencio.
—Bien. ¿Estoy loco? —preguntó después.
—Por lo menos, está decidido a que la gente lo piense —señaló Callahan—, pese al hecho de que, al parecer, ha convencido usted al señor Mears y a su propio médico. No, no creo que esté usted loco. Después de todo, mi profesión consiste en hacer frente a lo sobrenatural. Si me atreviera a hacer un pequeño chiste, diría que es mi pan de cada día.
—Pero...
—Voy a contarle algo. No respondo de la verdad del relato, pero sí doy fe de mi convicción en que es verdad. Tiene que ver con un excelente amigo, el padre Raymond Bisonnette, que desde hace unos años está a cargo de una parroquia en Cornualles. Hace cinco años me escribió para contarme que lo habían llamado a un remoto rincón de la parroquia para celebrar el funeral de una muchacha que acababa de «consumirse». El ataúd de la chica estaba lleno de rosas silvestres, lo que a Ray le pareció extraño. Pero lo que le pareció sencillamente grotesco fue que le hubieran mantenido la boca abierta con un palo y se la hubieran llenado de ajo y tomillo silvestre.
—Pero eso es...
—Parte del ritual tradicional para que los muertos vivientes no se levanten, exacto. Remedios folclóricos. A la pregunta de Ray, el padre de la chica contestó con toda naturalidad que la había matado un íncubo. ¿Sabe usted lo que es?
—Un vampiro sexual.
—La chica había estado prometida para casarse con un muchacho llamado Bannock, que tenía en un lado del cuello una gran marca de nacimiento de color fresa. Dos semanas antes de la boda, cuando volvía del trabajo a su casa, un coche le atropello y lo mató. Dos años más tarde, la muchacha se comprometió con otro hombre. De forma inesperada, rompió el compromiso la semana antes de que se leyeran por segunda vez las amonestaciones. Contó a sus padres y a sus amigos que John Bannock había ido a visitarla durante varias noches, y que ella se había acostado con él. Según contaba Ray, al segundo novio le inquietaba más la idea de que su prometida pudiera sufrir algún desequilibrio mental que la posibilidad de las visitas demoníacas. Sea como fuere, la muchacha se consumió, murió, y fue enterrada con el ceremonial habitual de la Iglesia.
»Pero el motivo de la carta de Ray no era ese. La razón fue algo que ocurrió un par de meses después del entierro de la muchacha. Una vez que había salido a caminar, por la mañana temprano, Ray vio a un joven de pie junto a la tumba de la muchacha, y ese joven tenía en el cuello una marca de nacimiento del color de las fresas. Tampoco acaba ahí la historia. Para la Navidad anterior, sus padres habían regalado a Ray una cámara Polaroid, con la que él se entretenía tomando instantáneas de la comarca de Cornualles. Yo he visto algunas en el álbum que guarda en la rectoría, y son bastante buenas. Como esa mañana había salido con la cámara, tomó varias instantáneas del muchacho y, cuando las mostró en el pueblo, la reacción que provocó fue pasmosa. Una anciana cayó desmayada, y la madre de la muchacha muerta se puso a rezar en plena calle. Pero a la mañana siguiente, cuando Ray se levantó, la figura del muchacho se había borrado completamente de las fotografías, y lo único que quedaba eran unas cuantas vistas del cementerio del pueblo.
—¿ Y cree usted eso? —preguntó Matt.
—Claro que sí. Y sospecho que la mayoría de la gente lo creería. Las personas no tienen tantos recelos ante lo sobrenatural como les gusta creer a los novelistas. La mayoría de los escritores que se ocupan de ese tema, en realidad, son más escépticos respecto de los espíritus, los demonios y los espantajos de lo que suele serlo el hombre de la calle. Lovecraft era ateo. Edgar Allan Poe, un trascendentalista bastante ignorante. Y la religión de Hawthorne no era más que convencional.
—Tiene usted un notable conocimiento del tema comentó Matt.
El sacerdote se encogió de hombros.
—De muchacho me interesé por lo oculto y lo extravagante —evocó—, y de mayor mi vocación por el sacerdocio fomentó ese interés más que disminuirlo. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Pero últimamente he empezado a plantearme interrogantes muy arduos respecto a la naturaleza del mal en el mundo... y eso ha estropeado bastante la diversión —concluyó con una sonrisa agria.
—Entonces... ¿investigaría usted algo si yo se lo pidiera? ¿Y no tendría inconveniente en llevar una hostia y un poco de agua bendita?
—Ahora empieza usted a pisar un resbaladizo terreno teológico —señaló Callahan con seriedad.
—¿Por qué?
—A estas alturas ya no voy a decirle que no —le aseguró Callahan—. Y debo afirmar que, si se hubiera dirigido usted a un sacerdote más joven, probablemente le habría dicho que sí sin ningún escrúpulo de conciencia. —Sonrió con amargura—. Para ellos, los objetos de la Iglesia son más simbólicos que prácticos. Tal vez un sacerdote joven concluiría que usted está chiflado, pero si con echarle un poco de agua bendita se alivia su chifladura, pues adelante. Yo no puedo actuar así. Si yo me aviniera a investigar lo que usted me pide con un pulcro traje de tweed y sin llevar bajo el brazo nada más que un ejemplar del Manual del perfecto exorcista o algo parecido, eso quedaría entre usted y yo. Pero si voy con la hostia... entonces voy como representante de la Iglesia católica y dispuesto a ejecutar lo que considero los ritos más espirituales de nuestros servicios. Voy como el representante de Cristo sobre la Tierra. —Miró a Matt con solemne gravedad—. Es posible que yo sea un pobre ejemplo de sacerdocio por lo menos eso pienso a veces, un poco desalentado, un poco cínico, e incluso últimamente he sufrido una crisis de ¿digamos fe?, ¿o identidad...? De todas maneras, sigo creyendo lo suficiente en los poderes místicos y deificantes de la Iglesia que me respalda, como para que me haga temblar un poco la idea de aceptar su petición a la ligera. La Iglesia es algo más que un montón de ideales, como parecen creer los jóvenes. Es algo más que un regimiento de boy scouts espirituales. La Iglesia es una fuerza... y poner en movimiento una fuerza no es cosa de broma. Frunció el entrecejo mientras miraba a Matt—. ¿Lo comprende? Que usted entienda esto es de importancia vital. —Sí, lo entiendo.
—Fíjese que el concepto general del mal en la Iglesia católica ha sufrido un cambio radical durante este siglo. ¿Sabe cuál fue la causa?
—Freud, imagino.
—Exactamente. A medida que nos adentrábamos en el siglo veinte, la Iglesia empezó a tener que vérselas con una idea nueva: la del mal con m minúscula. Con un diablo que no era un monstruo rojo con cuernos, cola bifurcada y pezuñas hendidas, ni una serpiente que se deslizaba por el jardín... por más adecuada psicológicamente que sea la imagen. El diablo, de acuerdo con el evangelio, según Freud, sería algo neutro, el subconsciente de todos nosotros.
—Sin duda —objetó Matt— la idea es mejor que la de los espantajos o demonios con cola y con las narices tan sensibles que para ahuyentarlos basta un buen pedo de un clérigo estreñido.
—Estupenda, sí. Pero impersonal, despiadada, intocable. Ahuyentar al diablo de Freud es tan imposible como el problema de Shylock: cortar una libra de carne sin derramar una gota de sangre. La Iglesia se ha visto obligada a replantearse todo su enfoque del mal... por los bombardeos sobre Camboya, por las guerras en Irlanda y en Oriente Medio, por los asesinatos de policías y los tumultos en los guetos, por los millones de pequeños males que todos los días se vuelcan sobre el mundo como una plaga de mosquitos. Y el proceso en que se encuentra ahora es el de despojarse del viejo pellejo de médico—brujo para renacer como un organismo socialmente activo y movido por la conciencia social.
Los centros de orientación psicológica de las grandes ciudades predominan sobre el confesionario. La comunión hace de segundo violín al movimiento por los derechos civiles y por la renovación urbanística. La Iglesia ha estado ocupada en la tarea de apoyar ambos pies en este mundo.
—Donde no hay brujas, ni íncubos, ni vampiros —completó Matt—, sino niños maltratados, incestos y contaminación del medio ambiente. —Sí.
—Y a usted le enferma eso, ¿no es verdad? —preguntó Matt. —Sí —respondió Callahan sin alzar la voz—. Me parece una abominación. Es la forma que tiene la Iglesia católica de decir que Dios no ha muerto, que sólo está un poco senil. Y creo que ésta es mi respuesta. Bien, ¿qué quiere que haga? Matt se lo explicó.
—¿Se da cuenta de que va en contra de todo lo que acabo de decirle? —preguntó Callahan, después de pensarlo.
—Al contrario, creo que es la oportunidad que tiene usted de poner a prueba su Iglesia... la suya.
—Está bien, acepto. —Callahan hizo una profunda inspiración—. Pero con una condición...
—Que todos los que vamos a participar en esa pequeña expedición vayamos primero a la tienda que ha puesto ese señor Straker. Que el señor Mears se encargue de hablarle francamente del asunto, en nombre de todos. Que todos tengamos la oportunidad de observar sus reacciones y, finalmente, que él pueda tener oportunidad de reírsenos en la cara. Matt frunció el entrecejo. —Eso sería prevenirle.
Callahan hizo un gesto de negación con la cabeza. —Creo que la prevención no serviría de nada si nosotros tres (me refiero al señor Mears, el doctor Cody y yo) estamos de acuerdo en que, independientemente de eso, hay que seguir adelante.
—Está bien —convino Matt—. Aceptado, siempre que Ben y Jimmy Cody estén de acuerdo.
—Perfecto —suspiró Callahan—. ¿Se ofenderá usted si le digo que sigo teniendo la esperanza de que todo esto no sean más que ideas suyas? ¿Y de que Straker se nos ría en la cara, y con fundadas razones?
—No, no me ofenderé.
—Pues realmente lo espero. He accedido a más de lo que usted se imagina, y me da miedo.
—A mí también me da miedo —le recordó Matt.
3
Sin embargo, mientras volvía a pie a St. Andrew, el padre Callahan no sentía miedo alguno. Se sentía eufórico, renovado. Por primera vez desde hacía años, estaba sobrio y no echaba en falta un trago.
Volvió a la casa parroquial, cogió el teléfono y marcó el número de la pensión de Eva Miller.
—¿Señora Miller? ¿Puedo hablar con el señor Mears...? Ah no esta. Si, ya veo... No, ningún mensaje. Volveré a llamar mañana. Gracias.
Colgó y se acercó a la ventana.
¿Estaría Mears por ahí, bebiendo cerveza en alguna taberna de los alrededores, o sería posible que todo lo que le había contado el anciano maestro fuera verdad?
Porque entonces... entonces...
Callahan no podía quedarse en casa. Salió al porche del fondo a respirar el aire vivificante y acerado de octubre, mientras miraba hacia la oscuridad. Tal vez en definitiva no fuera todo cuestión de Freud. Tal vez buena parte de eso se debiera a la invención de la luz eléctrica, que había matado las sombras de la mente del hombre de manera más eficaz que una estaca clavada en el corazón de un vampiro... y menos cruenta también.
El mal seguía existiendo, pero ahora en el resplandor innoble y duro de las luces fluorescentes en los aparcamientos, de los tubos de neón, de los millones y millones de bombillas de cien watios. Los generales planeaban la estrategia de sus ataques aéreos bajo el resplandor racional de la corriente alterna. «No hice más que obedecer órdenes.» Sí, eso era la verdad, la verdad patente. Todos éramos soldados y nos limitábamos a cumplir órdenes. Pero las órdenes, en última instancia, ¿de quién venían? «Quiero hablar con su jefe.» Pero ¿dónde está su despacho? «No hice más que obedecer órdenes. El pueblo me eligió.» Pero ¿al pueblo quién lo eligió?
Algo aleteó por encima de su cabeza y Callahan levantó la vista, arrancado de su confusa ensoñación por el sobresalto. ¿Un pájaro? ¿Un murciélago? Ya se había ido. Qué importaba.
Escuchó los ruidos del pueblo, sin percibir nada más que el gemido de los cables del teléfono.
«De noche, cuando el kudzul invade tus campos, duermes como los muertos.»
La exaltación se había desvanecido como un triste eco del orgullo. Como un golpe, el terror le tocó el corazón. No era terror por su vida ni por su honor ni porque su ama de llaves llegara a descubrir que él bebía. Era un terror que jamás había imaginado, ni siquiera en los días más torturados de su adolescencia.
Callahan sentía terror por su alma inmortal.
TERCERA PARTE
LA ALDEA ABANDONADA
Oí una voz, que de muy hondo llamaba:
Ven a unirte conmigo, nena, en mi sueño sin fin.
Viejo rock and roll
Y los viajeros que ahora atraviesan el valle ven por las ventanas iluminadas de rojo vagas formas que danzan al ritmo fantástico de una melodía discordante; mientras, como el torrente espectral de un río, por la pálida puerta, abominable, una multitud se precipita eternamente riendo..., pero sin jamás sonreír.
EDGAR ALLAN POE
The Haunted Palace
CATORCE
SOLAR (IV)
1
Del Almanaque del Granjero:
Domingo 5 de octubre de 1975, el sol se pone a las 19,02 h. Lunes 6 de octubre de 1975, el sol sale a las 6.49 h.
El período de oscuridad en Salem's Lot durante esa particular rotación de la Tierra, trece días después del equinoccio, duró 11 horas y 47 minutos. Había luna nueva. El refrán que daba para el día el Almanaque del Granjero rezaba: «Luz amortiguada, cosecha terminada.»
De la estación meteorológica de Portland:
La temperatura máxima para el período de oscuridad fue de 15°, registrada a las 19.05 h. La mínima fue de 8°, registrada a las 4.06 h. Nubosidad escasa, precipitaciones nulas. Vientos del sector noroeste con una velocidad de 8 a 15 kilómetros por hora.
Del borrador de anotaciones de la policía del condado de Cumberland:
Nada.
2
Nadie declaró que Salem's Lot estaba muerto en la mañana del 6 de octubre; nadie sabía que lo estuviera. Como los cadáveres de los días anteriores, el pueblo mantenía toda la apariencia de la vida.
Ruthie Crockett, que había pasado el fin de semana en cama, pálida y enferma, desapareció el lunes por la mañana. Nadie la echó en falta. Su madre estaba en el sótano, tendida tras los estantes donde guardaban las conservas, cubierta por un trozo de lona encerada, y Larry Crockett —que por cierto despertó muy tarde— supuso simplemente que su hija se había ido a la escuela. Decidió que ese día no iría a la oficina. Se sentía débil, desganado y con la cabeza vacía. Gripe o algo parecido. La luz le hacía daño en los ojos. Se levantó a bajar las cortinas, y emitió un gemido cuando la luz del sol le dio de lleno en el brazo. Algún día, cuando se sintiera mejor, tendría que hacer cambiar ese cristal. Uno volvía a su casa en un día de sol y se la encontraba ardiendo como un tizón, y los de la compañía de seguros decían que era combustión espontánea y se negaban a pagar un centavo. Ya se ocuparía de eso cuando estuviera mejor. Pensó en tomarse un café y se le revolvió el estómago. Se preguntó vagamente dónde estaría su mujer y después se olvidó del asunto. Se volvió a acostar, pasándose el dedo por una pequeña herida en el cuello que debía de haberse hecho al afeitarse, se cubrió con la sábana hasta las pálidas mejillas y se quedó otra vez dormido.
Su hija, entretanto, dormía en la esmaltada oscuridad de un congelador abandonado, junto a Dud Rogers, y en el mundo nocturno de su nueva existencia, encontraba que sus caricias entre las montañas de desperdicios le parecían muy aceptables.
Loretta Starcher, la bibliotecaria del pueblo, también había desaparecido, pero en su solitaria vida de solterona nadie la echaba de menos. Residía ahora en el oscuro y mohoso tercer piso de la biblioteca pública de Salem's Lot. El tercer piso estaba siempre bajo llave (ella tenía la única llave, que llevaba siempre en una cadena colgada al cuello).
Ahora ella misma descansaba allí, como una primera edición un poco diferente, tan fresca como cuando acababa de llegar al mundo. Su encuadernación, por así decirlo, jamás había sido abierta.
También la desaparición de Virgil Rathbun pasó inadvertida. Franklin Boddin se despertó a las nueve, en la cabaña que ambos ocupaban, advirtió vagamente que el jergón de Virgil estaba vacío, no sacó de ello conclusión alguna y procuró salir de la cama a ver si encontraba una cerveza, pero se cayó de espaldas. Las piernas le parecían de goma y la cabeza le daba vueltas.
Cristo, pensó mientras volvía a sumirse en el sueño, ¿qué nos darían anoche?
Mientras tanto, debajo de la choza, entre el frescor de las hojas caídas acumuladas durante veinte otoños y en medio de una montaña de latas de cerveza enmohecidas, arrojadas entre las tablas boquiabiertas del suelo de la habitación de delante, estaba tendido Virgil, a la espera de la noche. En la oscura arcilla de su cerebro se removían quizá visiones de un líquido más embriagador que el mejor whisky, más agradable que el vino más añejo.
Durante el desayuno Eva Miller echó de menos a Weasel Craig» pero no le dio importancia. Estaba demasiado ocupada en vigilar la cocina mientras sus huéspedes daban cuenta del desayuno y después se retiraban, vacilantes, a enfrentar una semana más de trabajo. Después estuvo demasiado ocupada en volver a ordenar todo y en lavar los platos de ese condenado de Grover Verrill, y del inútil de Mickey Sylvester, que invariablemente hacían caso omiso del cartel que desde hacía años rogaba, pegado encima del fregadero: «Por favor, lave su plato.»
Pero/a medida que «1 silencio iba infiltrándose de nuevo en el día, y que el trajín frenético del desayuno se diluía en la rutina de las cosas que hacer, Eva volvió a echarlo de menos. El lunes era el día que recogían la basura en Railroad Street, y siempre era Weasel el que sacaba las grandes bolsas verdes de plástico hasta el borde de la acera, para que Royal Snow las recogiera en su destartalado camión International Hámster. Hoy, las bolsas verdes estaban todavía en los escalones del fondo.
Eva subió hasta la habitación de él y llamó suavemente.
—¿Ed?
No hubo respuesta. Cualquier otro día, la viuda habría supuesto que estaba borracho y se habría limitado a sacar ella misma las bolsas. Pero esa mañana sintió que en su interior se removía una débil inquietud, de modo que abrió la puerta y asomó la cabeza.
—¿Ed? —repitió en voz baja.
El cuarto estaba vacío. La ventana próxima a la cabecera de la cama estaba abierta, y las cortinas flotaban perezosamente al suave impulso de la brisa. La cama estaba deshecha, y Eva volvió a hacerla sin pensarlo, dejando simplemente que sus manos hicieran su trabajo. Al dar la vuelta hacia el otro lado, algo crujió bajo su pie. Cuando miró, vio que era el espejo de marco de carey de Weasel, hecho pedazos en e) suelo. Lo levantó y se quedó mirándolo con ceño. El espejo había pertenecido a la madre de Weasel, y en una ocasión él había declinado los diez dólares que le ofreció un anticuario. Pero eso había sido antes de que empezara a beber.
Eva buscó la papelera en el armario del pasillo y recogió los restos con gestos lentos y pensativos. Sabía que Weasel no se había acostado ebrio la noche anterior, y después de las nueve no había donde pudiera comprar cerveza, a no ser que alguien le hubiera llevado en coche hasta el bar de Dell o a Cumberland.
Arrojó los trocitos del espejo en la papelera de Weasel, y durante un momento se vio deshecha en mil reflejos. Miró en la papelera, pero ahí no había ninguna botella vacía. Y de todas maneras, el estilo de Ed Craig no era beber a escondidas.
Bueno, ya volverá, se dijo.
Pero mientras bajaba por la escalera, la inquietud no la abandonó. Aunque no lo admitiera conscientemente, Eva sabía que sus sentimientos hacia Weasel eran más profundos que una preocupación amistosa.
—¿Señora?
Sobresaltada, vio al extraño que estaba en la cocina. Era un muchacho que llevaba pantalones de pana y una pulcra camiseta azul. Parece que se haya caído de la bicicleta, pensó. El chico le pareció conocido, pero no conseguía identificarlo. Probablemente fuera de alguna de las familias nuevas que se habían instalado en Jointner Avenue.
—¿Ben Mears vive aquí?
Eva estuvo a punto de preguntarle por qué no estaba en el instituto, pero no lo hizo. Su expresión era muy seria, e incluso grave. Bajo los ojos se le veían sombras azules. —Está durmiendo. —¿Puedo esperarlo?
Desde la funeraria de Green, Homer McCaslin había ido directamente a la casa de los Norton en Brock Street. Cuando llegó allí eran las once. La señora Norton estaba llorando, y aunque Bill Norton parecía tranquilo, estaba fumando un cigarrillo tras otro y su expresión era tensa.
McCaslin prometió que transmitiría telegráficamente una descripción cíe la chica. Sí, los llamaría tan pronto como supiera algo. Claro que averiguaría en los hospitales de la zona, ése era el procedimiento de rutina, y también llamaría al depósito de cadáveres. En su fuero interno pensaba que la chica debía de haberse escapado de casa tras alguna discusión. Susan había estado hablando de marcharse.
Así y todo, recorrió algunos de los caminos apartados, mientras oía las descargas de la radio. Pocos minutos después de medianoche, cuando volvía por Brooks Road hacia el pueblo, las luces del coche chocaron con algo que devolvió un brillo metálico: un coche aparcado en el bosque.
El sheriff se detuvo, retrocedió y bajó. El coche estaba aparcado en una vieja senda abandonada del bosque. Un Chevy Vega, marrón claro, de dos años. Sacó su gruesa agenda, la recorrió hasta dejar atrás la entrevista con Ben y Jimmy, e iluminó con su linterna el número de matrícula que le había dado la señora Norton» Sí, coincidía. Era el coche de la chica. Ahora la cosa parecía más grave. Apoyó la mano sobre el capó del motor: estaba frío —¿Sheriff?
Una voz leve, alegre como un campanilleo. ¿Por qué de pronto su mano había saltado a la culata del revólver?
Al darse la vuelta vio a la hija de los Norton, increíblemente hermosa, que se le acercaba de la mano de un hombre joven, cuyo pelo negro estaba anticuadamente peinado hacia atrás, descubriéndole la frente. McCaslin le dirigió el haz de la linterna a la cara y tuvo la extraña impresión de que la luz brillaba a través de él, sin iluminarle. Y aunque venían caminando, no dejaban huella alguna en la tierra 6/anda. Sintió miedo y prevención, y su mano se tensó sobre el revólver. McCaslin apagó la linterna y esperó.
—Sheriff —dijo Susan en voz baja, acariciante.
—Qué amable que viniera —agregó su acompañante.
Los dos se abalanzaron sobre él.
Ahora, el coche patrulla estaba aparcado donde terminaba Deep Cut Road, y apenas si algún destello de cromo se distinguía entre los brotes de juníperos, heléchos y enredaderas. McCaslin estaba doblado en dos en el maletero. La radio le llamaba a intervalos.
Esa misma mañana, más tarde, Susan hizo una breve visita a su madre, pero sin dañarla mucho; como una sanguijuela que acaba de sacar buen partido de un nadador lento, estaba satisfecha. Pero de todas maneras la habían invitado a entrar, y ahora podía moverse a su antojó. Ya volvería a tener hambre esa noche y todas las noches.
Esa misma madrugada poco después de las cinco, con la cara cincelada por la furia en una máscara sardónica. Charles Griffin había despertado a su mujer. Fuera, las vacas sin ordeñar mugían lastimosamente con las ubres llenas.
—Estos malditos muchachos se han escapado —fueron las palabras con que resumió la situación.
Pero no era así. Danny Glick se había encontrado con Jack Griffin y se había saciado a expensas de él, tras lo cual Jack había ido al cuarto de su hermano Hal a poner término de una vez a su preocupación por los libros, la escuela y los padres inflexibles. Ahora los dos descansaban en el centro de una enorme pila de heno en lo alto del granero, con el pelo lleno de paja, mientras un polen dorado se les metía en las narices oscuras e inmóviles. Algún que otro ratón les corría por la cara.
Ahora que la luz se derramaba por la comarca, todo lo malo dormía. Iba a ser un hermoso día otoñal, fresco y transparente, lleno de sol. En general, la gente del pueblo (que no sabía que estaba muerto) se iría a su trabajo sin sospechar lo sucedido durante la noche. Según ti Almanaque del Granjero, el lunes el sol se ocultaría a las siete en punto.
Los días se acortaban, acercándose deprisa a la fiesta de Todos los Santos, y después hacia el invierno.
3
Cuando Ben bajó las escaleras a las nueve menos cuarto, Eva Miller le advirtió desde el fregadero:
—Hay alguien esperándole en el porche.
Él hizo un gesto de asentimiento y se dirigió a la puerta del fondo, en pantuflas, esperando ver a Susan o al sheriff McCaslin. pero el visitante era un muchachito menudo y delgado que estaba sentado en el escalón superior del porche, mirando hacia el pueblo, que iba recuperando lentamente su vitalidad de los lunes por la mañana.
—Hola —le saludó Ben, y el chico se dio la vuelta rápidamente.
Los dos se miraron por un momento, pero que para Ben pareció alargarse de una manera extraña, mientras le invadía una sensación de irrealidad. El muchacho le recordaba físicamente al chiquillo que él mismo había sido, pero había algo más. Tuvo la sensación de un peso en la nuca, como si de alguna manera percibiera que la reunión de sus vidas era algo mas que casual. Fue algo que le recordó el día que se: había encontrado con Susan en el parque, y cómo la superficial conversación entre dos personas que acababan de conocerse le había parecido extrañamente densa y cargada de presagios.
Tal vez el chico sintiera algo parecido, porque sus ojos se abrieron un poco más, mientras su manó se tendía hacia la baranda del porche, como si buscara apoyo,
—Usted es el señor Mears —dijo, y no era una pregunta. —Si, Pero me temo que tú me llevas ventaja.
—Yo me llamo Mark Petrie—dijo el muchacho—. Y tengo malas noticias para usted.
Seguro que las tienes, pensó acongojado B«v y trató de acorazarse para lo que pudiera ser, pero cuando el chico habló la sorpresa fue total, devastadora.
—Susan Norton es uno de ellos —dijo—. Barlow la sometió en la casa. Pero yo maté a Straker, al menos eso creo.
Ben se quedó sin habla.
Sin esfuerzo, el chico se hizo cargo de la situación.
—Tal vez pudiéramos dar una vuelta en su coche mientras hablamos. No quisiera que nadie me viera por ahí. A estas horas debería estar en el instituto, y además ya tengo problemas con mis padres.
Ben dijo algo, sin saber bien qué. Después del accidente de motocicleta que costó la vida a Miranda, se había levantado del pavimento aturdido, pero ileso, y el camionero había venido hacia él, proyectando una doble sombra bajo la luz de los focos de la carretera y de los del camión. Era un hombre grande y calvo que llevaba un bolígrafo en el bolsillo del pecho de su camisa blanca, y en el bolígrafo se leía en letras doradas «Frank's Mobil Sta» y lo demás no se veía porque lo ocultaba el bolsillo, pero Ben adivinó que las últimas letras eran «ñon», elemental, mi querido Watson, elemental. El camionero le había dicho algo, Ben no recordaba qué, y después lo había cogido suavemente del brazo, procurando apartarlo de allí. Pero Ben estaba mirando uno de los mocasines de Miranda, caído junto a las enormes ruedas traseras del camión de mudanzas y, soltándose de la mano del camionero, había empezado a andar hacia allí y el hombre había dado dos pasos detrás de él y le había dicho: «Yo de usted no lo haría.» Y Ben lo había mirado estúpidamente, ileso a no ser por un pequeño rasguño en la mano izquierda, sin poder decirle al camionero que cinco minutos antes eso no había sucedido, sin poder decirle que en algún mundo paralelo él y Miranda habían doblado a la izquierda en la esquina anterior y seguían avanzando hacia un futuro totalmente diferente. Una pequeña multitud iba reuniéndose, procedente de un bar que había en una esquina y de una lechería en la esquina de enfrente. Y entonces había empezado a sentir lo mismo que sentía ahora: esa tremenda, espantosa interacción de lo mental y lo físico que es el comienzo de la aceptación y cuya única contrapartida es la violencia. Parece que el estómago descendiera; Los labios se entumecen. En el paladar se forma una especie de espuma. Un sonido como de timbre retumba en los oídos. La piel de los testículos hormiguea y se tensa. La mente, como si se apartara, como si desviara los ojos ante una luz demasiado intensa. Por segunda vez, Ben se había soltado de las manos del bienintencionado camionero y había ido hacia el zapato. Lo levantó. Le dio vueltas. Metió una mano dentro y sintió que conservaba todavía el calor del pie. Con el zapato en la mano, había dado dos pasos más y había visto asomar las piernas de Miranda por debajo de las ruedas delanteras del camión, con los téjanos amarillos que tan alegre y despreocupadamente se había puesto para salir del apartamento. Era imposible creer que la muchacha que se había enfundado esos pantalones estuviera muerta y, sin embargo, Ben sentía que la aceptación del hecho estaba ahí, la sentía ya en el vientre, en la boca, en los testículos. Y había lanzado un grito, y en ese momento el periodista le había fotografiado, para la colección de recortes de Mabel. Un zapato puesto, el otro no. La gente mirando ese pie desnudo como si jamás hubiera visto uno. Ben se había apartado un par de pasos, doblándose en dos.
—Voy a vomitar.
—Claro.
Se fue detrás del Citroen, doblado en dos, aferrándose al picaporte. Cerró los ojos, sintió que la oscuridad se vertía sobre él y en la oscuridad apareció el rostro de Susan, que le sonreía, mirándole con sus ojos adorables, profundos. Volvió a abrir los ojos y se le ocurrió que tal vez el chico estuviera mintiendo o estuviera confundido, o fuera un psicópata. Pero la idea no le dio esperanza alguna. Ese chico no era así. Se volvió para mirarle y en su rostro sólo había inquietud, nada más.
—Vamos—le dijo.
Mark subió al coche y arrancaron. Desde la ventana de la cocina, con el entrecejo fruncido, Eva Miller los vio partir. Algo malo había pasado, Eva lo sentía. Estaba llena de eso, de la misma manera que había estado llena de un terror oscuro el día que murió su marido.
Se levantó para telefonear a Loretta Starcher. El teléfono sonó y sonó sin que nadie lo cogiera. ¿Dónde podría estar? En la biblioteca no, sin duda. Los lunes estaba cerrada.
Se quedó inmóvil, mirando pensativamente el teléfono. Tenía la sensación de un gran desastre, tal vez algo tan espantoso como el incendio de 1951.
Finalmente volvió a tomar el teléfono y llamó a Mabel Werts, que estaba al tanto de los últimos comentarios, y deseosa de saber más. Hacía años que no había un fin de semana así en el pueblo.
4
Ben condujo el Citroen sin rumbo mientras Mark le contaba su historia. Fue un buen relato, iniciado la noche en que Danny Glick había llamado a su ventana, para terminar con la visita nocturna de esa madrugada.
—¿Estás seguro de que era Susan? —preguntó Ben.
Mark Petrie asintió con un gesto.
Ben dio un brusco giro de ciento ochenta grados y volvió a acelerar por Jointner Avenue.
—¿Adonde vas? ¿A...?
—No, ahí no. Todavía no.
5
—Espera. Detengámonos.
Ben paró el Citroen y los dos bajaron. Habían recorrido lentamente Brooks Road, por la parte inferior de la colina donde se elevaba la casa de los Marsten. La senda del bosque donde Homer McCaslin había encontrado el Vega de Susan. Los dos habían distinguido el brillo del sol sobre algo metálico y juntos recorrieron la senda abandonada, sin hablar. Había huellas de ruedas, profundas y polvorientas, y el césped crecía entre ellas. Por alguna parte gorjeaba un pájaro.
No tardaron en encontrar el coche;
Ben vaciló un momento y se detuvo. Se sentía descompuesto de nuevo y tenía los brazos cubiertos de un sudor frío.
—Acércate tú—pidió.
Mark se acercó al automóvil y miró por la ventanilla del conductor.
—Las llaves están puestas —dijo.
Cuando Ben echó a andar hacia el coche tropezó con algo; Al mirar, vio un revólver calibre 38 caído en el suelo. Lo levantó para observarlo. Tenía todo el aspecto de un revólver de la policía.
—¿De quién será? —preguntó Mark, mientras se acercaba con las llaves de Susan en la mano.
—No lo sé. —Ben comprobó que el seguro estaba puesto y después se guardó el arma en el bolsillo.
Mark le ofreció las llaves y Ben se dirigió hacia el Vega, con la sensación de que todo era un sueño. Le temblaban las manos, y tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir meter la llave en la cerradura del maletero. La hizo girar y levantó la tapa, sin permitir a su mente pensamiento alguno.
Los dos miraron al mismo tiempo. En el maletero había una rueda de recambio, un gato y nada más. Ben suspiró.
—¿Y ahora? —preguntó Mark.
Por un momento Ben no contestó. Sólo habló cuando se sintió capaz de controlar la voz.
—Vamos a ver a un amigo mío que está en el hospital. Se llama Matt Burke, y ha estado estudiando el asunto de los vampiros.
En los ojos del chico seguía habiendo ansiedad.
—¿Entonces me crees?
—Sí —dijo Ben, y al pronunciar la palabra fue como confirmarla y darle peso. Imposible retirarla ahora—. Sí, te creo.
—El señor Burke es profesor del instituto, ¿no? ¿Y está al tanto de esto?
—Sí, y su médico también.
—¿El doctor Cody?
—Sí.
Los dos seguían mirando el coche mientras hablaban, como si fuera una reliquia de alguna civilización extinguida que acabaran de descubrir en el bosque soleado, al oeste del pueblo. El maletero abierto bostezaba como una boca, y Ben lo cerró de golpe. El sordo ruido de la cerradura le resonó en el corazón.
—Y después de hablar —continuó— iremos a la casa de los Marsten para arreglar cuentas con el que ha hecho esto.
Mark le miró.
—Tal vez no sea tan fácil como piensas. Ella también está allí, y ahora le pertenece.
—Llegará el momento en que desee no haber visto jamás este pueblo —dijo Ben en voz baja—. Vamos.
6
Cuando llegaron al hospital, a las nueve y media, Jimmy Cody estaba en la habitación de Matt. Miró a Ben y después sus ojos se dirigieron con curiosidad hacia Mark Petrie.
—Tengo malas noticias Ben. Sue Norton ha desaparecido.
—Se convirtió en vampiro —repuso inexpresivamente Ben, y Matt gimió desde su lecho.
—¿Estás seguro? —preguntó Jimmy.
Ben señaló a Mark y lo presentó.
—Éste es Mark, que el sábado por la noche recibió una visita de Danny Glick. Él te contará el resto.
Mark repitió el relato, del principio al fin, de la misma manera que se lo había hecho antes a Ben.
Matt fue el primero en hablar cuando hubo terminado.
—Ben, no hay palabras para expresar cuánto lo siento.
—Puedo darle algo si lo necesita —ofreció Jimmy.
—Yo sé cuál es el remedio que necesito, Jimmy. Quiero atacar a ese Barlow hoy. Ahora, antes de que sea de noche.
—Está bien —asintió Jimmy—. Yo he cancelado todas las visitas. Además, llamé a la oficina del sheriff del condado, y McCaslin también ha desaparecido.
—Tal vez así se explique esto —conjeturó Ben, mientras sacaba la pistola del bolsillo y la dejaba sobre la mesa de noche de Matt.
Parecía algo extraño y fuera de lugar en la habitación de un hospital.
—¿Dónde la has encontrado? —preguntó Jimmy, mientras la levantaba.
—Junto al coche de Susan.
—Pues ya lo imagino. McCaslin acudió a la casa de los Norton cuando se separó de nosotros. Le contaron la desaparición de Susan, le dieron la marca, modelo y matrícula del coche. Debió de comenzar a recorrer los caminos apartados, por si acaso. Y...
Se hizo un silencio angustioso, que nadie intentó llenar.
—Foreman no ha vuelto a abrir la funeraria —dijo Jimmy—. Y muchos de los viejos que frecuentan la tienda de Crossen se han quejado por lo del vertedero. Hace una semana que nadie ha visto a Dud Rogers,
Todos se miraron, impotentes.
—Anoche hablé con el padre Callahan —contó Matt—. Se mostró dispuesto a ir, siempre que vosotros dos... y Mark, por supuesto, os detengáis primero en la tienda nueva para hablar con Straker.
—No creo que hoy pueda hablar con nadie —señaló Mark en voz baja.
—¿A qué conclusión llegó usted sobre e/tos? —preguntó Jimmy—. ¿Averiguó algo útil?
—Bueno, creo que he llegado a entender algunas cosas. Straker debe de ser el fiel guardián y guardaespaldas humano de... eso. Una especie de demonio familiar humano. Debe de haber estado en el pueblo desde mucho antes de que apareciera Barlow. Había que cumplir con ciertos ritos propiciatorios ante el Padre Tenebroso. Es que hasta el propio Barlow tiene su amo. —Miró sombríamente a sus interlocutores—. Sospecho que jamás se encontrará ningún rastro de Ralphie Glick. Creo que él fue la cuota de ingreso de Barlow. Straker lo secuestró para sacrificarlo.
—Maldito hijo de puta —murmuró Jimmy.
—¿Y Danny? —preguntó Ben.
—Straker fue el primero en desangrarlo —explicó Matt—. La primera sangre para el fiel servidor. Después el propio Barlow debió encargarse de la tarea. Pero Straker se ocupó de hacer otro servicio para su Amo, antes de que Barlow llegara. ¿Sabe alguno de ustedes cuál fue?
Tras un momento de silencio, se oyó la voz de Mark.
—El perro que ese hombre encontró en la puerta del cementerio.
—¿Qué? —exclamó Jimmy—. ¿Por qué tenía que hacer eso?
—Los ojos blancos —prosiguió Mark, y miró con aire interrogante a Matt, quien asintió un poco sorprendido.
—Y yo que me pasé la noche estudiando esos libros, sin saber que había un erudito entre nosotros. —El chico se sonrojó un poco—. Es exactamente como dice Mark. De acuerdo con varias referencias clásicas sobre el folclore de lo sobrenatural, una de las formas de ahuyentar a un vampiro es pintar un par de «ojos de ángel», blancos, sobre los ojos de un perro negro. Pues bien. Doc era todo negro, salvo dos manchas blancas. Win solía decir que eran sus faros, las tenía directamente encima de los ojos. Él dejaba salir al perro de noche, y Straker lo descubrió en una de sus andanzas, lo mató y lo colgó en el portón del cementerio.
—¿Y en cuanto a ese Barlow? —preguntó Jimmy—. ¿Cómo llegó al pueblo?
Matt se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Imagino que tendremos que suponer, tal como afirman las leyendas, que es viejo, muy viejo. Es posible que haya cambiado de nombre una docena de veces... o un millar. Puede haber nacido casi en cualquier lugar del mundo, aunque sospecho que debe de ser de origen rumano o húngaro. De todas maneras, no importa cómo llegó al pueblo... aunque no me sorprendería que Larry Crockett haya tenido algo que ver. Lo importante es que está aquí.
» Ahora, veamos qué debéis hacer. Cuando vayáis, llevad una estaca. Y un arma de fuego, por si Straker estuviera vivo. El revólver del sheriff McCaslin puede servir. Si la estaca no atraviesa el corazón, el vampiro volverá a levantarse. Tú puedes comprobar eso, Jimmy. Cuando le hayáis clavado la estaca debéis cortarle la cabeza, llenarle la boca de ajos y ponerlo boca abajo en el ataúd. En la mayoría de los relatos de vampiros, en los de Hollywood incluso, el vampiro se reduce instantáneamente a polvo al clavarle la estaca, pero es posible que eso no suceda en la vida real. En ese caso, debéis cargar con el féretro y arrojarlo en una corriente de agua. Yo propondría el río Royal. ¿Alguna pregunta más?
Nadie preguntó nada.
—Bueno. Debéis llevar cada uno un jarro con agua bendita y un fragmento de hostia consagrada. Y antes de salir, el padre Callahan debe oíros a todos en confesión.
—Creo que ninguno de nosotros es católico —señaló Ben.
—Yo sí, aunque no practico —dijo Jimmy.
—Sea como fuere, debéis confesaros y hacer un acto de contrición. Así iréis puros, lavados en la sangre de Cristo, sangre pura, no contaminada.
—Está bien —asintió Ben.
—Ben, ¿tú te habías acostado con Susan? Perdóname, pero...
—Sí.
—Entonces debes de ser tú quien les clave la estaca, primero a Barlow y después a ella. En nuestro grupo, tú eres la única persona directamente afectada. Tendrás que actuar como el marido, y no debes vacilar. Piensa que la estarás liberando.
—Está bien.
—Sobre todo —Matt miró sucesivamente a todos— no debéis mirarlo a los ojos. Si lo hacéis, se apoderará de vosotros y os pondrá en contra de vuestros compañeros, incluso al precio de vuestra propia vida. ¡Acordaos de Floyd Tibbits! Por eso es peligroso llevar un revólver, aunque pueda ser necesario. Llévalo tú, Jimmy, y quédate un poco atrás. Si tienes que examinar a Barlow o a Susan, dáselo a Mark.
—Entendido —asintió Jimmy.
—No os olvidéis de llevar ajos. Y rosas, si es posible. ¿Esa pequeña floristería de Cumberland todavía está abierta, Jimmy?
—¿La Bella del Norte? Creo que sí.
—Pues comprad una rosa blanca para cada uno. Os la atáis en el pelo o alrededor del cuello. Y os vuelvo a repetir... ¡no les miréis a los ojos! Podría seguir diciéndoos muchas cosas más, pero será mejor que vayáis. Ya son las diez y no quisiera que el padre Callahan se echara atrás a fuerza de pensarlo. Mis mejores deseos y mis plegarias os acompañan. La oración no es cosa fácil para un viejo agnóstico como yo, pero creo que tampoco soy tan agnóstico como antes, ¿Fue Carlyle quien dijo que si un hombre destrona a Dios en su corazón, entonces Satán debe ocupar su lugar?
Nadie respondió, y Mark dejó escapar un suspiro.
—Jimmy, quisiera mirarte el cuello.
Jimmy se acercó a la cama y levantó el mentón. Las heridas eran punzantes, pero las dos se habían cerrado y parecían estar cicatrizando bien.
—¿Te duele? —preguntó Matt—. ¿Te escuece?
—No.
—Tuviste mucha suerte.
—Creo que jamás llegaré a saber la suerte que tuve.
Matt volvió a recostarse en la cama, con el rostro tenso y los ojos hundidos.
—Si me la dieras, yo tomaría la píldora que le ofreciste a Ben.
—Se lo diré a la enfermera.
—Mientras vosotros hacéis vuestra tarea, yo dormiré —dijo Matt—. Más tarde habrá que... Bueno, basta por ahora. —Sus ojos se detuvieron en Mark—. Ayer hiciste algo notable, hijo. Descabellado y temerario, pero notable.
—El precio lo pagó ella —respondió Mark en voz baja y entrelazó las manos temblorosas.
—Sí, y es posible que tú tengas que pagarlo también. Y cualquiera de vosotros, o todos. ¡No le subestiméis! Y ahora, si no os importa, estoy muy cansado. He pasado casi toda la noche leyendo. Llamadme tan pronto hayáis terminado.
Se fueron. En el vestíbulo, Bcn miró a Jimmy.
—¿No te hizo pensar en nadie? —le preguntó.
—Sí. En Van Helsing.
7
A las diez y cuarto, Eva Miller bajó al sótano a buscar dos envases de cereal en conserva para llevarle a la señora Norton que, según le había contado Mabel Werts, estaba en cama, Eva se había pasado casi todo el mes de septiembre en la cocina, afanada envasando conservas, blanqueando verduras y almacenándolas, cubriendo con parafina el contenido de los frascos donde había guardado sus mermeladas caseras. En las estanterías de su pulcro sótano de suelo de tierra apisonada había más de doscientos botes de conservas; preparar conservas era uno de los grandes placeres de Eva. Más avanzado el año, cuando el otoño fuera cediendo paso al invierno y las fiestas estuvieran más cerca, prepararía las conservas de carne.
El olor la sorprendió cuando abrió la puerta del sótano.
—Demonios —masculló, conteniendo la respiración, y bajó cuidadosamente, como si fuera vadeando aguas contaminadas.
Su marido había construido personalmente el sótano, y había hecho las paredes de piedra para que fuera fresco. De vez en cuando alguna rata almizclera, una marmota o un visón se quedaba atrapado en alguna de las grietas y moría allí. Eso era lo que debía de haber pasado, por más que Eva no recordaba haber sentido nunca un hedor tan fuerte.
Terminó de bajar y recorrió las paredes, entrecerrando los ojos bajo la tenue luz que enviaban desde el techo las dos bombillas de 50 vatios. Sería mejor poner de 75, pensó. Encontró los envases, con la pulcra etiqueta que anunciaba CEREAL escrita de su puño y letra (había puesto una rodaja de pimiento rojo en lo alto de cada uno) y prosiguió con su inspección,, mirando incluso en el espacio detrás de la caldera con sus múltiples conductos. No encontró nada.
Se dirigió otra vez hacia los escalones que subían a la cocina y miró alrededor con ceño, apoyando las manos en las caderas. El amplio sótano estaba más limpio desde que les había encargado a los dos hijos de Larry Crockett que le construyeran un cobertizo para guardar las herramientas detrás de la casa, hacía un par de años. Ahí estaba la caldera, que parecía una escultura impresionista de la diosa Kali, con sus veinte caños que salían retorciéndose en todas direcciones; estaban los dobles cristales para las ventanas, que tendría que hacer colocar pronto, ahora que había llegado octubre y la calefacción estaba tan cara; estaba, cubierta de plástico, la mesa de billar que había sido de Ralph. Eva le pasaba la aspiradora al paño cuando llegaba el mes de mayo, aunque nadie hubiera jugado en ella desde la muerte de Ralph en 1959. Y no era mucho más lo que había allí abajo. Un cajón Heno de libros que pensaba llevar al hospital de Cumberland, una pala para la nieve, con el mango partido, un tablero del que pendían todavía algunas de las viejas herramientas de Ralph, un baúl donde había guardado cortinas que ya debían de estar enmohecidas.
Pero ese olor la inquietaba. Volvió a recorrer los muros con la mirada.
Sus ojos se posaron en la puertecita que llevaba al sótano del piso inferior, pero hoy no pensaba bajar allí, de ningún modo. Además, las paredes del otro sótano eran de cemento; no era probable que se hubiera metido allí ningún animal. Sin embargo...
—¿Ed? —llamó de pronto, sin razón alguna. La hueca resonancia de su voz la asustó.
La palabra se extinguió en la penumbra del sótano. En nombre de Dios, ¿por qué se le había ocurrido hacer eso? ¿Qué iba a estar haciendo Ed Craig ahí abajo, aunque fuera un sitio idóneo para esconderse? ¿Bebiendo? A Eva no se le ocurría que en todo el pueblo hubiera un lugar más deprimente para beber que ese sótano. Lo más probable era que anduviera por el bosque con ese inútil de su amigo, Virgil Rathbun, bebiéndose el sueldo de alguien.
Así y todo, permaneció un momento más, mientras miraba alrededor. Aquel olor era espantoso, sencillamente espantoso. Ojalá no tuviera que hacer fumigar el sótano.
Echó una última mirada a la puertecita del otro sótano y empezó a subir por las escaleras.
8
El padre Callahan les escuchó a los tres, y cuando terminaron su relato eran las once y media pasadas. Estaban sentados en el fresco y espacioso salón de la rectoría, y el sol se derramaba por los grandes ventanales del frente en bloques que parecían tan sólidos que se pudieran cortar. Al mirar las motas de polvo que danzaban en los rayos del sol, el padre Callahan se acordó de una vieja historieta. Una mujer que está barriendo con una escoba mira el suelo, sorprendida: ha barrido parte de su sombra. En ese momento, él se sentía un poco así. Por segunda vez en veinticuatro horas, se veía enfrentado con una total imposibilidad, sólo que ahora la imposibilidad se veía corroborada por un escritor, un muchachito aparentemente equilibrado y un médico a quien todo el pueblo respetaba. Así y todo, una imposibilidad es una imposibilidad. Uno no puede barrer su propia sombra. Pero eso era lo que parecía haber pasado.
—Me resultaría más fácil aceptar que consiguieron provocar una tormenta y un corte de luz —dijo.
—Pues es verdad, se lo aseguro —le reiteró Jimmy, mientras se llevaba la mano al cuello.
El padre Callahan se levantó y sacó algo del maletín de Jimmy: dos bates de béisbol truncados, con la punta aguzada.
—Es un momento nada más, señora Smith —dijo mientras giraba en sus manos a uno de ellos—. No le dolerá.
Nadie rió.
Callahan volvió a dejar las estacas, se dirigió a la ventana y miró hacia Jointner Avenue.
—Todos ustedes son muy convincentes —comentó—. E imagino que debo agregar una pequeña información de la que aún no disponen.
Nuevamente se dirigió a ellos.
—En el escaparate de la tienda de muebles de Barlow y Straker hay un cartel de «Cerrado hasta nuevo aviso». Esta mañana a las nueve fui a hablar con el misterioso señor Straker sobre las afirmaciones del señor Burke. Las dos puertas de la tienda, la de delante y la de atrás, estaban cerradas con candado.
—Tendrá que admitir que eso concuerda con lo que dice Mark —señaló Ben.
—Es posible. Y también es posible que se trate de una mera casualidad. Permítanme que vuelva a preguntarles si están seguros de que deben hacer intervenir en esto a la Iglesia católica.
—Sí —respondió Ben—. Pero si es necesario, prescindiremos de usted. Y en último caso, estoy dispuesto a ir solo.
—No será necesario —respondió el padre Callahan, mientras se ponía en pie—.Acompáñenme a la iglesia, caballeros, para que pueda oírles en confesión.
9
Ben se arrodilló torpemente en la mohosa penumbra del confesionario. Su mente era un torbellino atravesado por destellos de imágenes surrealistas: Susan en el parque; la señora Glick que retrocedía ante la cruz, su boca convertida en una herida abierta que se retorcía; Floyd Tibbits que salía de su coche, dando traspiés, vestido como un espantapájaros, para arremeter contra él; Mark Petrie asomado a la ventana del coche de Susan. Por primera y única vez, se le ocurrió que todo eso pudiera ser un sueño, y su espíritu fatigado se aferró ansiosamente a ella.
Divisó algo caído en un rincón del confesionario y se inclinó a recogerlo. Era una cajita vacía de pastillas de menta; tal vez se le había caído del bolsillo a algún niño. Ese toque de realidad era innegable. El cartón era real y tangible bajo sus dedos. La pesadilla era real.
La puertecilla corredera se abrió pero Ben no pudo ver nada. Una gruesa pantalla cubría la abertura.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó a la pantalla.
—Diga «Bendígame, padre, porque he pecado».
—Bendígame, padre, porque he pecado —repitió Ben y su voz le sonó hueca e irreal en ese espacio cerrado.
—Ahora dígame sus pecados.
—¿Todos? —preguntó Ben, abrumado.
—Los más representativos —dijo Callahan con voz seca—. Ya sé que tenemos algo que hacer antes de que caiga la noche.
Con esfuerzo, y procurando tener presentes los Diez Mandamientos como marco de referencia, Ben empezó. Proseguir no se le hizo fácil. No tenía sensación alguna de catarsis; sólo la torpe incomodidad de estar contándole a un extraño los secretos más sórdidos de su vida. Pese a todo, se daba cuenta de que era un ritual que podía volverse compulsivo; tan cruelmente compulsivo como el alcohol desnaturalizado para el bebedor habitual. Era un acto que tenía algo de medieval, algo de execrable, como un ritual de regurgitación. De pronto recordó una escena de la película de Bergman El séptimo sello, donde una multitud de penitentes harapientos atraviesan un pueblo asolado por la peste negra. Los penitentes van autoflagelándose con ramas de abedul, hasta hacerse sangrar. Tan aborrecible se le hacía desnudarse de esa manera (y perversamente no se permitió mentir, aunque podría haberlo hecho de manera convincente) que la misión de ese día cobró a sus ojos definitiva realidad, hasta que casi pudo ver la palabra «vampiro» impresa en su mente, y no con letras de presentación de película de terror, sino en un cuerpo pequeño y fino, como talladas en madera o escritas en pergamino. Prisionero de ese ritual ajeno, se sentía desvalido, sustraído a todo contacto con su época. El confesionario podía haber sido un producto directo hacia los días en que íncubos, hombres lobo y brujas eran parte aceptada de la oscuridad externa y la Iglesia el único fanal de luz. Por primera vez en su vida Ben sintió el vaivén lento y terrible de las edades, y vio su propia vida como una tenue chispa que brillaba en un edificio que, si se viera con claridad, podría enloquecer a todos los hombres. Matt no les había hablado de la idea del padre Callahan, que sentía a su Iglesia como una fuerza, pero en ese momento Ben la habría entendido. En ese cubículo fétido podía percibir la fuerza, que se adentraba en él como una palpitación, dejándole desnudo y despreciable. La sentía como jamás podía sentirla un católico, habituado a la confesión desde su infancia.
Cuando salió, recibió con agradecimiento el aire fresco que entraba por las puertas abiertas. Se masajeó el cuello y retiró la mano cubierta de sudor.
Callahan se asomó.
—No ha terminado todavía —le advirtió.
Sin decir palabra, Ben volvió al confesionario, pero no se arrodilló. Callahan le ordenó un acto de contrición. Diez padrenuestros y diez avemarías.
—Eso no lo sé —explicó Ben.
—Le daré una tarjeta donde están escritas las oraciones —dijo la voz del sacerdote—. Puede ir diciéndolas en silencio mientras vamos en el coche hasta Cumberland.
Ben titubeó un momento.
—¿Sabe que Matt tenía razón cuando dijo que iba a ser más difícil de lo que pensábamos? Antes de que esto termine, vamos a sudar sangre.
—¿Sí? —se limitó a decir Callahan.
¿Cortesía o incertidumbre? Ben no habría podido decirlo. Cuando bajó los ojos advirtió que todavía tenía en la mano la cajita de pastillas de menta, que se había convertido en una masa informe bajo la presión convulsiva de sus dedos.
10
Era ya casi la una cuando todos subieron al gran Buick de Jimmy Cody y salieron. Ninguno de ellos hablaba. El padre Donald Callahan llevaba sotana, sobrepelliz y una estola blanca bordeada de púrpura. Le había entregado a cada uno un tubito de agua de la pila y los había bendecido con la señal de la Cruz. Él llevaba consigo una pequeña píxide que contenía varias hostias consagradas.
Se detuvieron primero en la consulta de Jimmy en Cumberland. Jimmy dejó el motor en marcha mientras entraba. Cuando volvió a salir, vestía una holgada chaqueta con la que disimulaba el bulto del revólver de McCaslin. En la mano derecha llevaba un martillo de carpintero.
Ben le miró como fascinado, y con el rabillo del ojo vio que Mark y Callahan tampoco le quitaban los ojos de encima. El martillo tenía la cabeza de acero azulado y una empuñadura de goma en el mango.
—Feo, ¿no? —comentó Jimmy.
Ben pensó que tendría que usar ese martillo con Susan para hundirle una estaca entre los pechos, y sintió que el estómago le subía lentamente, como en un avión que desciende repentinamente.
—Sí. Ya lo creo que es feo —contestó, mientras se humedecía los labios.
En el supermercado de Cumberland, Ben y Jimmy compraron todo el ajo que encontraron en los estantes de la verdulería. La cajera levantó las cejas mientras los atendía. Moviendo la cabeza, les dijo:
—Me alegro de no tener que salir con vosotros esta noche, muchachos.
—¿Cuál es la base de la eficacia del ajo en estos casos? —preguntó Ben mientras salían—. Imagino que algo que dice la Biblia, o una antigua maldición, o...
—Yo sospecho que es una alergia —declaró Jimmy.
—¿Alergia?
Callahan, que alcanzó a oír la última palabra, pidió que le explicarán de qué se trataba mientras iban hacia la floristería La Bella del Norte.
—Pues sí, yo estoy de acuerdo con el doctor Cody —expresó—. Probablemente sea una alergia... si es que tiene algún efecto, lo que no está demostrado todavía, no lo olviden.
—Qué idea tan rara para un sacerdote —se sorprendió Mark.
—¿Por qué? Si debo aceptar la existencia de vampiros (y parece que es así de momento), ¿debo aceptar también que son criaturas situadas más allá de las leyes naturales? De algunas, sin duda. La leyenda afirma que no se les puede ver en los espejos, que pueden transformarse en murciélagos o en lobos o pájaros, que pueden adelgazar su cuerpo hasta colarse por las rendijas más pequeñas. Pero sabemos que ven, oyen, hablan... y sin duda saborean. Es posible que conozcan también la incomodidad, el dolor...
—¿Y el amor? —preguntó Ben, mirando al frente.
—No —respondió Jimmy—. Sospecho que el amor está más allá de su alcance.—Mientras hablaba, entró en el pequeño aparcamiento de una tienda de floristería en forma de L, que tenía a su lado un invernadero.
Una campanilla tintineó sobre la puerta mientras entraban, y se sintieron invadidos por el denso aroma de las flores. Ben se sintió descompuesto al aspirar la pegajosa densidad de los perfumes mezclados, que le hizo pensar en un velatorio.
—Hola —les saludó un hombre alto que llevaba un delantal de lona y que salió a atenderlos con una maceta en la mano.
Apenas si Ben había empezado a explicarle lo que quería cuando el hombre le interrumpió, sacudiendo la cabeza.
—Me temo que han llegado tarde. El viernes pasado vino un hombre que me compró todo el surtido de rosas que tenía... rojas, blancas y amarillas. Hasta el miércoles no volveré a tener. A menos que quieran otra...
—¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Muy extraño —recordó el florista, mientras dejaba la maceta Alto, totalmente calvo. Ojos penetrantes. Fumaba cigarrillos extranjeros. Tuvo que hacer tres viajes a su coche para llevarse las flores. Las puso en la parte de atrás de un Dodge muy viejo.
—Un Packard —dijo Ben—. Un Packard negro.
—Entonces le conocen.
—Digámoslo así.
—Pagó en efectivo. Cosa rara, teniendo en cuenta el importe de la compra. Pero es posible que si se ponen en contacto con él...
—Sí, es posible —asintió Ben.
De vuelta en el coche, discutieron el asunto.
—En Falmouth hay una tienda... —empezó el padre Callahan.
—¡No! —exclamó Ben—. ¡No! —El matiz de histeria que vibraba en su voz hizo que todos se miraran—. ¿Y cuando lleguemos a Falmouth y descubramos que Straker también ha pasado por ahí? ¿Entonces iremos a Portland, a Kittery? ¿A Boston? ¿No os dais cuanta de lo que sucede? ¡Lo ha previsto todo!
—Ben, sé razonable —intervino Jimmy—. ¿No te parece que por lo menos tendríamos...?
—¿No recuerdas lo que dijo Matt? «No debéis engañaros pensando que porque no puede levantarse durante el día tampoco puede haceros daño.» Mira tu reloj, Jimmy.
—Las dos y cuarto —dijo Jimmy, y levantó los ojos al cielo como si dudara de las agujas. Pero era así: las sombras se inclinaban ya hacia el otro lado.
—Se nos ha anticipado —insistió Ben—. Cada paso que hemos dado, él lo dio antes que nosotros. ¿Acaso pudimos siquiera imaginar que él podía ignorar alegremente nuestra existencia? ¿Que jamás tuvo en cuenta la posibilidad de que lo descubrieran y le hicieran frente? Tenemos que ir ahora, en vez de perder el resto del día discutiendo cuántos ángeles pueden bailar sobre la cabeza de un alfiler.
—Tiene razón —dijo con serenidad Callahan—. Lo mejor es que dejemos de hablar y nos pongamos en marcha.
—Pues entonces, vamos —urgió Mark.
Jimmy salió velozmente del aparcamiento de la floristería, haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto. El propietario se los quedó mirando: tres hombres, uno de ellos sacerdote, que iban con un niño en un coche con matrícula de médico y que hablaban a gritos de los disparates más increíbles.
11
Cody llegó a la casa de los Marsten desde Brooks Road, del lado que no daba al pueblo, y al verla desde ese nuevo ángulo, Donald Callahan pensó: Vaya, realmente se eleva sobre el pueblo. Qué raro que no me haya dado cuenta antes. Debe de tener una proyección perfecta allí, retrepada en su colina por encima del cruce de Jointner Avenue y Brock Street. Una proyección perfecta y una perspectiva del pueblo de casi 360 grados. Era un lugar enorme e incierto, que con los postigos cerrados se convertía en una figura desmesurada e inquietante; una especie de sarcófago monolítico, una evocación del desastre.
Y había sido sede de suicidio y asesinato, es decir que pisaban terreno profanado.
Callahan abrió la boca para decirlo, pero se abstuvo.
Cody tomó por Brooks Road y por un momento la casa se perdió entre los árboles. Después estos empezaron a escasear y se encontraron ya en el camino de entrada. El Packard estaba fuera del garaje. Cuando Jimmy apagó el motor, sacó el revólver de McCaslin.
Callahan sintió que la atmósfera del lugar se apoderaba de él. Sacó del bolsillo un crucifijo que había sido de su madre y se lo colgó al cuello junto con el suyo propio. En aquellos árboles desnudados por el otoño ningún pájaro cantaba. El césped, alto y descuidado, parecía más seco y más deshidratado de lo que cabía esperar dado lo avanzado de la estación: hasta la tierra se veía gris y agotada.
Los escalones que ascendían hacia el porche estaban deformados, y en uno de los postes del porche se veía un rectángulo en el que la pintura conservaba un color más brillante, donde hasta hacía poco tiempo pendía un cartel de prevención para los intrusos. Bajo el cerrojo enmohecido de la puerta principal se veía el brillo broncíneo de una cerradura Yale nueva.
Todos intercambiaron miradas.
—Una ventana, tal vez, como hizo Mark... —propuso Jimmy, vacilante.
—No —se opuso Ben—. Entraremos por la puerta principal. Si hay que romperla, la romperemos.
—No creo que sea necesario —declaró Callahan.
Desde que habían bajado del coche, se puso a la cabeza sin sombra de vacilación. Una especie de vehemencia, la misma que había creído desaparecida para siempre, pareció invadirle a medida que se aproximaba a la puerta. Era como si la casa se les acercara para rodearlos, como si el mal rezumara por los desconchados de la pintura reseca. Sin embargo, Callahan no vaciló. Ya no pensaba en contemporizar. En esos momentos, más que guiar a nadie, él mismo se movía obedeciendo a un impulso.
—¡En nombre de Dios! —proclamó, mientras su voz asumía una áspera nota imperativa que hizo que todos se acercaran a él—. ¡Ordeno que el mal se retire de esta casa! ¡Alejaos, espíritus malignos! —Y, sin tener conciencia de lo que hacía, golpeó la puerta con el crucifijo que llevaba en la mano.
Hubo un destello de luz (después, todos coincidirían en haberlo visto), y un ruido restallante, como si las tablas hubieran gritado. La ventana semicircular que había encima de la puerta estalló de pronto hacia fuera, al mismo tiempo que el gran ventanal de la izquierda escupía fragmentos de cristal sobre la hierba. Jimmy dejó escapar un grito. La flamante cerradura Yale yacía a sus pies, sobre el suelo de madera del porche, convertida en una masa casi irreconocible. Mark se inclinó a recogerla y exhaló un gemido.
—¡Quema! —exclamó.
Callahan se apartó de la puerta, tembloroso, mientras miraba la cruz que tenía en la mano.
Ben empujó la puerta, que se abrió sin dificultad. Esperó a que Callahan entrara primero. En el vestíbulo, el sacerdote miró a Mark.
—AJ sótano se llega por la cocina —explicó el chico—. Straker está en el piso de arriba. Pero... —Hizo una pausa, con el entrecejo fruncido—. Hay alguna diferencia, aunque no sé qué es. No es lo mismo que antes.
Primero fueron al piso superior, y aunque Ben no abría la marcha, al aproximarse a la puerta del fondo del pasillo sintió el aguijonazo de un terror ancestral. Ahora, casi un mes después de haber regresado a Salem's Lot, estaba a punto de ver por segunda vez el interior de esa habitación. Cuando Callahan empujó la puerta y la abrió, Ben levantó los ojos, y antes de poder detenerlo sintió que un alarido se escapaba de su garganta, agudo, histérico.
Pero el que pendía de la viga por encima de sus cabezas no era Hubert Marsten, ni su espíritu.
Era Straker, colgado cabeza abajo como un cerdo en un matadero, con la garganta abierta.
Estaba completamente desangrado.
12
—Santo Dios... —murmuró el padre Callahan—. Santo Dios.
Lentamente, entraron en la habitación, Callahan y Cody por delante, mientras Mark y Ben se mantenían atrás, el uno muy cerca del otro.
A Straker le habían atado ambos pies para después izarlo y dejarlo ahí colgado. Alguna parte recóndita del cerebro de Ben pensó que debía haber sido un hombre de una fuerza descomunal el que levantó ese peso muerto hasta una altura en que las manos inertes no llegaban a tocar el suelo.
Jimmy le tocó la frente y después levantó una mano del cadáver.
—Hace unas dieciocho horas que ha muerto —dijo, mientras dejaba caer la mano con un estremecimiento—. Dios mío, qué manera tan espantosa de... Esto no lo entiendo. Quién... por qué...
—Ha sido Barlow —dijo Mark, que miraba el cadáver de Straker con ojos impávidos.
—Y Straker está frito —comentó Jimmy—. No habrá vida eterna para él. Pero ¿por qué de esta manera, colgado patas arriba?
—Es tan viejo como Macedonia —señaló el padre Callahan—. Colgar patas arriba el cuerpo del enemigo, o del traidor, de modo que la cabeza mire hacia la tierra y no hacia el cielo. Es la forma en que crucificaron a san Pablo, en una cruz en forma de X, con las piernas quebradas.
Ben volvió a hablar; su voz sonaba cansada y polvorienta en su garganta.
—Todavía sigue distrayéndonos. Sus tretas son interminables. Vamos.
Todos le siguieron por el pasillo y bajaron las escaleras hacia la cocina. Una vez allí, Ben volvió a ceder la cabeza al padre Callahan. Por un momento los dos se miraron, y después los ojos de Ben se dirigieron a la puerta del sótano que los conduciría hacia abajo, como hacía veinticinco años había empezado a subir unas escaleras que le llevaron a enfrentarse a una pregunta abrumadora.
13
Cuando el sacerdote abrió la puerta, Mark volvió a sentir el rancio olor a podrido que le hería el olfato, pero también eso era diferente: no tan fuerte, no tan malévolo.
El sacerdote empezó a bajar los peldaños, pero Mark necesitó de toda su fuerza de voluntad para descender tras el padre Callahan al interior de aquel pozo de la muerte.
Jimmy encendió la linterna. El haz iluminó el suelo, llegó hasta una pared y retrocedió. Se detuvo sobre una canasta alargada y después cayó sobre una mesa.
—Ahí —dijo Jimmy—. Mirad.
Era un sobre, pulcro y brillante en esa oscuridad pegajosa, de rico pergamino amarillento.
—Es una trampa —advirtió el padre Callahan—. Mejor no tocarlo.
—No. —En la voz de Mark, el alivio se mezclaba con la desilusión—. Ya no está aquí. Se ha ido. Eso es un mensaje para nosotros. Lleno de insultos, probablemente.
Ben se adelantó a recoger el sobre. Por un momento fe dio vueltas entre sus manos, y Mark vio, bajo la luz de la linterna, cómo le temblaban los dedos. Después lo abrió.
Dentro había una sola hoja, de pergamino como el sobre, y todos se acercaron a leer. Jimmy enfocó la linterna sobre la página, cubierta de una escritura elegante, con una letra diminuta como telaraña. La leyeron juntos, Mark un poco más lentamente que los demás.
4 de octubre
Estimados y jóvenes amigos:
¡Qué amable de vuestra parte haber venido por aquí!
No soy en modo alguno adverso a la compañía, que ha sido uno de mis grandes placeres durante una vida larga y con frecuencia solitaria. Si hubierais venido por la noche, habría tenido el mayor placer en recibiros personalmente. Sin embargo, como sospechaba que podríais preferir haceros presentes durante el día, me pareció mejor no estar.
Os he dejado una pequeña prenda de mi aprecio; alguien muy próximo y querido para uno de vosotros está ahora en el lugar donde yo pasaba mis días hasta que decidí que otro refugio podría resultarme más simpático. Es una muchacha encantadora, señor Mears, muy apetitosa, si me permite usted la pequeña broma. Como ya no la necesito, os la he dejado para que con ella os vayáis entusiasmando para lo que vendrá después. Para abriros el apetito, si os parece. Así veremos qué tal os sienta el aperitivo antes del plato fuerte que esperáis hallar, ¿verdad?
Jovencito Petrie, tú me privaste del servidor más fiel e ingenioso que haya tenido jamás. De manera indirecta, hiciste que me convirtiera en causante de su ruina, al dar motivo para que mis propios apetitos me traicionaran. Indudablemente, le atacaste por la espalda. Me causará un gran placer vérmelas contigo. Aunque creo que empezaré por tus padres, esta noche... o mañana por la noche... ya veremos. En cuanto a ti, entrarás a integrar el coro de niños de mi iglesia como castratum.
Bien, el padre Callahan, veo que le persuadieron de que viniera. Me lo imaginaba. Desde mi llegada a Salem's Lot le he observado con cierto detenimiento... como un buen jugador de ajedrez estudia las partidas de su contrincante, ¿no es eso? Sin embargo, ¡la Iglesia católica no es el más antiguo de mis contrincantes! Yo era ya viejo cuando ella era joven, cuando sus miembros se ocultaban en las catacumbas de Roma y se pintaban peces en el pecho para distinguirse entre ellos. Yo era fuerte cuando ese estúpido club de comedores de pan y bebedores de vino que veneran al salvador de las ovejas era débil. Mis ritos eran milenarios cuando los ritos de su Iglesia aún no habían nacido. Pero no la subestimo. Conozco los caminos del bien tanto como los caminos del mal. Y no estoy saciado.
Y os venceré. ¿Cómo?, preguntáis. ¿Acaso Callahan no lleva el símbolo de la Pureza? ¿Acaso él no se mueve de día tanto como de noche? ¿No hay encantamientos y pócimas, tanto cristianos como paganos, de los que mi excelente amigo Matthew Burke os ha puesto al tanto para defenderos de mí y de mis compatriotas? Sí, sí y sí. Pero yo he vivido más tiempo que vosotros. Yo no soy la serpiente, soy el padre de las serpientes.
Así y todo, decís, eso no es suficiente. Pues claro que lo es. Finalmente, padre Callahan, quiero decirle que usted solo se destruirá. Su fe en la Pureza es blanda y débil y cuando habla de amor se trata de una presunción por su parte. Sólo cuando habla de la botella está bien informado.
Mis buenos amigos —señor Mears, señor Cody, jovencito Petrie, padre Callahan—, disfrutad de vuestra estancia. El Medoc es excelente; me lo procuró especialmente el difunto propietario de la casa, de cuya compañía personal jamás llegué a disfrutar. Os ruego que os consideréis mis invitados y bebáis, si aún os quedan ánimos para hacerlo cuando hayáis terminado vuestra tarea. Ya volveremos a encontrarnos, en persona, y en ese momento os daré mi enhorabuena en forma más personal a cada uno. Hasta entonces, adiós.
BARLOW.
Tembloroso, Ben dejó la carta sobre la mesa y miró a los demás. Mark estaba inmóvil con los puños contraídos, la boca inmovilizada en el gesto de alguien que acaba de morder algo podrido; el rostro extrañamente infantil de Jimmy aparecía pálido y tenso; y aunque el padre Callahan seguía teniendo los ojos iluminados, su boca era un arco tembloroso.
Uno a uno, todos le miraron.
—Vamos —dijo Ben, y juntos echaron a andar.
14
Parkins Gillespie estaba de pie en los peldaños del edificio de ladrillo del ayuntamiento, mirando con sus potentes binoculares Zeiss, cuando Nolly Gardener llegó en el coche de policía del pueblo y bajó de él.
—¿Qué pasa, Park? —preguntó mientras subía los peldaños.
Sin decir palabra, Parkins le entregó los prismáticos, y su calloso pulgar señaló hacia la casa de los Marsten,
Nolly miró. Vio el viejo Packard, y frente a él un Buick nuevo. El aumento de los binoculares no era suficiente para distinguir el número de matrícula. Nolly bajó los prismáticos.
—Es el coche del doctor Cody, ¿no?
—Sí, creo que sí. —Parkins se puso un Pall Malí entre los labios y raspó una cerilla en la pared que había a sus espaldas.
—Jamás he visto un coche allá arriba, a no ser ese viejo Packard.
—Exactamente —asintió Parkins, meditabundo.
—¿Te parece que tendríamos que ir a echar un vistazo? —En la manera de hablar de Nolly no había mucho de su entusiasmo habitual. Era policía desde hacía cinco años, y todavía estaba fascinado con su cargo.
—No —declaró Parkins—. Será mejor que no nos metamos.
Se sacó el reloj del bolsillo del chaleco y abrió la tapa de plata grabada, como un jefe de estación que verifica la llegada de un expreso. Eran las 15.41. Parkins comparó su reloj con la hora que indicaba el del ayuntamiento y después volvió a guardarlo.
—¿Cómo resultó ese asunto de Floyd Tibbits y el niño McDougall?
—No lo sé.
—Ah —refunfuñó Nolly.
Parkins era siempre taciturno, pero se estaba excediendo. Volvió a mirar por los binoculares, sin observar cambio alguno.
—Qué silencioso parece hoy el pueblo —comentó.
—Sí —corroboró Parkins, que miraba hacia Jointner Avenue y hacia el parque con sus pálidos ojos azules.
Tanto la avenida como el parque estaban desiertos. Y desiertos habían estado durante la mayor parte del día. Era sorprendente que hubiera tan pocas madres con sus bebés, tan pocos ociosos sentados al sol junto al monumento a los héroes de la guerra.
—Han pasado cosas raras —aventuró Nolly.
—Sí —admitió Parkins, no sin pensarlo.
Como último recurso, Nolly optó por la única carnada que Parkins picaba infaliblemente en cualquier conversación: el tiempo.
—Se está nublando —comentó—. A la noche tendremos lluvia.
Parkins observó el cielo. Sobre sus cabezas, el cielo estaba aborregado, y hacia el sudoeste se amontonaban nubes más oscuras.
—Sí —coincidió, y arrojó la colilla.
—Parkins, ¿te sientes bien?
Parkins Gillespie lo pensó un momento.
—No—respondió.
—Bueno, ¿qué demonios te pasa?
—Creo que estoy cagado de miedo.
—¿De qué? —preguntó Nolly, sorprendido.
—No lo sé —admitió Parkins.
De nuevo se puso a escudriñar la casa de los Marsten, en tanto Nolly seguía jumo a él sin poder articular palabra.
15
Más allá de la mesa donde habían encontrado la carta, el sótano hacía un ángulo en L; después de doblar por allí, se encontraron en lo que antes había sido bodega. Había cubas de diferentes tamaños, cubiertas de polvo y telarañas. Una pared estaba cubierta por un estante para colocar botellas de vino, y de algunas de las casillas en forma de rombo asomaban todavía viejas botellas. Algunas habían estallado, y allí donde antes el borgoña burbujeante había esperado el paladar que lo apreciara, anidaban ahora las arañas. Otras se habían avinagrado; un olor ácido flotaba en el aire, mezclado con el de la inexorable corrupción.
—No —dijo Ben, con la voz contenida del hombre que dice verdad—. No puedo.
—Debe hacerlo —precisó el padre Callahan—. No será fácil, ni siquiera para su bien, pero debe hacerlo.
—¡No puedo! —gimió Ben, y sus palabras resonaron en el sótano.
En el centro, sobre una especie de estrado iluminado por la linterna de Jimmy, yacía inmóvil Susan Norton, cubierta desde los hombros hasta los pies por una tela de lino blanco. Mientras se acercaban, ninguno había sido capaz de hablar. La sorpresa no dejaba lugar para palabras.
En vida, Susan había sido una muchacha bonita, pero ahora había alcanzado la belleza. Una oscura belleza.
La muerte no la había marcado con su sello. En su rostro se veía un tinte como de rubor, y sus labios, vírgenes de maquillaje, mostraban un rojo intenso y resplandeciente. Aunque pálida, la frente era admirable, con una piel tersa. Tenía los ojos cerrados. Una mano descansaba a su lado, y la otra estaba levemente apoyada en la cintura. Sin embargo la impresión que daba no era de un encanto angelical, sino de una belleza fría. En su rostro había algo apenas insinuado que a Jimmy le hizo recordar a las niñas que en Saígón, algunas con menos de trece años, se arrodillaban ante los soldados en las callejuelas de detrás de los bares. En esas muchachas, la corrupción no había sido perversión; apenas un conocimiento del mundo que les había llegado demasiado pronto. El cambio que se había producido en el rostro de Susan era muy diferente, aunque Jimmy no habría podido decir en qué consistía.
En ese momento Callahan se adelantó y apoyó los dedos contra la carne elástica del pecho izquierdo.
—Aquí, en el corazón.
—No —repitió Ben—, no puedo.
—Sea usted su amante —le instó en voz baja el padre Callahan— o mejor, sea su marido. No es para hacerla sufrir, Ben. Es para liberarla. El único que sufrirá será usted.
Ben le miraba, aturdido. Mark, que había sacado la estaca del maletín de Jimmy, se la tendió sin decir palabra. Ben la recibió en una mano que a él mismo le pareció estaba a kilómetros de distancia.
Si no pienso en lo que hago mientras lo hago, entonces tal vez...
Pero le sería imposible no pensar. De pronto le volvió a la memoria un pasaje de Drácula, esa novela tan entretenida que ahora ya no le parecía nada entretenida. Era lo que decía Van Helsing a Arthur Holmwood, cuando Arthur debía hacer frente a esa misma tarea espantosa: «Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces.»
¿Alguna vez volvería a existir para alguno de ellos la dulzura?
—¡Llévatela! —gimió—. No me hagáis hacer esto...
No hubo respuesta.
Sintió que la frente, las mejillas y los brazos se le cubrían de un sudor frío. La estaca, que durante horas no había sido más que un simple bate de béisbol, estaba ahora investida de una pesadez aterradora, como si en ella convergieran, invisibles, pero titánicas, mil líneas de fuerza.
Ben levantó la estaca y la apoyó sobre el pecho izquierdo, por encima del último botón prendido de la blusa de Susan. La punta marcó un hoyuelo en la carne, y él sintió que la boca empezaba a sacudírsele en un tic incontrolable.
—Si no está muerta... —dijo con voz áspera y pastosa, refugiándose en su última defensa.
—No —confirmó implacablemente Jimmy—. Debe morir, Ben.
Jimmy había hecho la demostración para todos; había atado en torno del brazo inmóvil el aparato de tomar la presión arterial y lo había inflado. Las cifras habían sido 00/00. Jimmy había puesto el estetoscopio en el pecho de Susan y les había hecho escuchar a todos el silencio de aquel cuerpo.
Algo apareció en la otra mano de Ben, quien años más tarde no podría recordar aún cuál de sus compañeros se lo había entregado. El martillo. El martillo de carpintero, con la empuñadura de goma en el mango.
—Hazlo lo más pronto posible —le indicó Callahan—, y sal a la luz del día. Nosotros nos encargaremos de todo lo demás.
Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces, pensó Ben.
—Que Dios me perdone —murmuró.
Levantó el martillo y lo dejó caer.
Éste golpeó la estaca, y el estremecimiento gelatinoso que se propagó a todo lo largo del fresno jamás dejaría de volver en las pesadillas de Ben. Como si la fuerza del golpe los abriera, los párpados de Susan se levantaron, dejando ver los ojos, enormes y azules.. Un surtidor de sangre surgió por donde había entrado la estaca, en un torrente brillante y de increíble abundancia, que salpicó las manos, la camisa, las mejillas de Ben. En un instante, el sótano se llenó del cálido y metálico olor de la sangre.
Susan se retorció sobre la mesa. Sus manos se levantaron en el aire, en un enloquecido aletear. Sus pies marcaron un ritmo sin sentido sobre la madera de la plataforma. Al abrirse, la boca dejó ver los horribles colmillos lobunos, y de su garganta, como de un clarín del infierno, empezaron a brotar alaridos inhumanos. Hilos de sangre descendían también de las comisuras de la boca.
El martillo subía y volvía a caen una vez... y otra... y otra.
En el cerebro de Ben resonaban los graznidos de una gran bandada de cuervos negros. El tumulto de sus pensamientos removía imágenes terribles y olvidadas. Tenía las manos teñidas de escarlata, así como la estaca y el martillo que caía despiadadamente. La linterna de Jimmy, que temblaba, empezó a iluminar intermitentemente la cara enloquecida de Susan. Clavó los dientes en los labios, desgarrándolos. La sangre se derramaba sobre la sábana de hilo blanco, haciendo sobre ella dibujos que parecían ideogramas chinos.
Después, repentinamente, la espalda se le tensó como un arco y la boca se le abrió hasta que pareció que las mandíbulas iban a dislocarse. Un enorme borbotón de sangre, más oscura, brotó de la herida abierta por la estaca: la sangre del corazón. El alarido que se levantó de la cámara de resonancia de esa boca abierta subía desde los sustratos de la más antigua memoria de la raza y más allá, hacia las húmedas oscuridades del alma humana. De pronto la sangre manó a borbotones también de la nariz y la boca, en una marea en la que había algo más. Algo que en la débil luz no era más que una sugerencia, una sombra, de algo que saltaba y escapaba, castigado, expulsado. Algo que se mezcló con la oscuridad y desapareció.
Susan se reclinó hacia atrás, mientras la boca se relajaba y se cerraba. Los labios macerados dejaron escapar un último susurro de aire. Durante un momento los parpadeos aletearon y Ben vio, o le pareció ver, a la Susan que había conocido en el parque.
Ya estaba hecho.
Ben retrocedió, mientras dejaba caer el martillo, con las manos extendidas ante él, como un director de orquesta aterrorizado porque la sinfonía se le ha convertido en un caos.
Callahan le apoyó la mano en un hombro.
—Ben...
Ben Mears salió huyendo.
Tropezó mientras subía por las escaleras, se cayó y subió a gatas hacia la luz. El horror de la infancia y el de la edad adulta se habían mezclado. Si miraba por encima de su hombro vería a Hubie Marsten (o tal vez a Straker) pisándole los talones, con una mueca en la cara verdosa e hinchada, con la cuerda profundamente hundida en el cuello, y la mueca dejaba ver colmillos. Dejó escapar un grito desesperado.
—No, dejadlo ir —oyó decir al padre Callahan.
Pasó como un torbellino por la cocina y salió por la puerta. Los escalones del porche no existieron para sus pies y se precipitó directamente sobre la tierra. Se puso de rodillas, se arrastró un poco, consiguió levantarse y miró atrás.
Nada.
La casa se alzaba, sin sentido, despojada ahora de todo su mal. De nuevo era una casa y nada más.
Ben Mears se quedó en el silencio del patio sofocado por las hierbas, con la cabeza hacia atrás, aspirando ávidamente el aire.
16
En el otoño, la noche desciende sobre Solar de la siguiente manera: primero el sol pierde su débil influencia sobre el aire y éste se enfría, y le hace recordar a uno que el invierno se acerca, y que el invierno será largo. Se forman nubes y las sombras se alargan. Son sombras sin espesor, a diferencia de las sombras del verano; en los árboles no hay hojas ni en el cielo hay nubes.
A medida que el sol se acerca al horizonte, su amarillo empieza a intensificarse hasta convertirse en destellos de un naranja coléricamente inflamado. Y arroja sobre el horizonte un resplandor variopinto imponiendo al rebaño de nubes una alternancia de rojo, anaranjado, bermellón y púrpura. A veces las nubes se apartan y dejan pasar algún inocente rayo amarillo de sol, amargamente nostálgico del verano que se ha ido.
Son las siete de la tarde, la hora de cenar (en Solar, la comida se sirve al mediodía y los hombres salen con su merienda en una cesta cuando se van a trabajar). Mabel Werts, con los huesos acorralados por la grasa enfermiza y pastosa de la vejez, está sentada ante una pechuga de pollo a la parrilla y una taza de té Lipton, con el teléfono junto al codo. En casa de Eva, los hombres recurren a las provisiones que cada uno tiene: bocadillos, carne de vaca enlatada, judías envasadas que tienen poco que ver con las que preparaba su madre hace muchos años, todos los sábados, fideos o hamburguesas recalentadas; compradas al volver del trabajo en el McDonald's de Falmouth. Eva está en la habitación de delante, ante la mesa, jugando exasperadamente a las cartas con Grovel Verril, al tiempo que urge a los demás para que cada uno lave su plato y dejen de dar vueltas. Nadie recuerda haberla visto nunca así, nerviosa como un gato. Pero los hombres saben qué le pasa, aunque ella no lo sepa.
El señor Petrie y su mujer están en la cocina, comiendo bocadillos y procurando borrar el asombro de la llamada que acaban de recibir, una llamada del sacerdote católico del pueblo, el padre Callahan: «Su hijo está conmigo, y está bien. Dentro de un rato lo llevaré a casa. Adiós.» Después de discutir si debían llamar a U policía, a Parkins Gillespie, han decidido esperar un poco más. Han advertido que hay cambios en su hijo. Pero, aunque no lo admitan, sobre ellos siguen cerniéndose los espectros de Ralphie y de Danny Glick.
En la trastienda de su negocio, Milt Crossen está comiendo pan al tiempo que bebe un vaso de leche. Desde que murió su mujer, allá por el sesenta y ocho, casi no tiene apetito. Delbert Markey, el propietario de la taberna, se abre paso entre las cinco hamburguesas que acaba de prepararse a la parrilla. Se las come con mostaza y con cebolla cruda, y durante la mayor parte de la noche se quejará a quien quiera oírlo de que esa maldita acidez acabará con él. El ama de llaves del padre Callahan, Rhoda Curless, no come. Está preocupada porque no sabe dónde está el padre. Harriet Durham y su familia están cenando chuletas de cerdo. Cari Smith, que enviudó en 1957, se conforma con una patata hervida y una botella de Moxie. En casa de Derek Boddin han preparado un jamón con coles de Bruselas. Richie Boddin, el pequeño matón derrocado, hace un gesto de asco. Coles de Bruselas. «Pues te las comes si no quieres que te arree una patada», le dice su padre, que tampoco las puede tragar.
Reggie y Bonnie Sawyer comen asado de costillas de buey con cereales congelados, patatas fritas, y de postre budín de pan al chocolate con salsa de Jerez. Todos platos favoritos de Reggie. Bonnie, a quien han empezado a desaparecerle las magulladuras, sirve la comida con los ojos bajos. Reggie come con calma y durante la cena da cuenta de tres latas de cerveza. Bonnie come de pie; todavía está demasiado dolorida paramentarse. Tampoco tiene mucho apetito, pero de todas maneras come, no vaya a ser que Reggie lo advierta y diga algo. Después de la paliza que le dio aquella noche, su marido le arrojó todas las pildoras por el inodoro y la violó. Y desde entonces ha seguido violándola todas las noches.
A las siete menos cuarto, casi todo el mundo ha acabado de cenar, casi todos los cigarros, cigarrillos y pipas de sobremesa se han apagado, casi todas las mesas están recogidas. Es el momento de lavar, enjuagar y poner a escurrir la vajilla. Ajos niños pequeños los enfundan en sus pijamas y los mandan a la habitación de al lado para que se entretengan con la televisión hasta que sea la hora de acostarse.
Roy McDougall, a quien acaba de carbonizársele la sartén donde preparaba las chuletas de ternera, entre maldiciones arroja todo, sartén incluida, en el fregadero. Se pone la chaqueta tejana y se va a la taberna de Dell, dejando que la maldita inútil de su mujer siga durmiendo. El mocoso muerto, la mujer entontecida, la comida carbonizada. Ya es hora de emborracharse. Y tal vez de recoger los bártulos e irse del pueblo.
En un pequeño piso alto de Taggart Street, que no lejos de Jointner Avenue termina en un callejón sin salida, Joe Crane recibe un insólito regalo de los dioses. Tras haber terminado de comer un plato de cereales, cuando se sienta a ver la televisión siente un dolor súbito e intenso que le paraliza el lado izquierdo del pecho y el brazo izquierdo. ¿Qué es esto?, se pregunta. ¿El corazón? Y así es como suele suceder. Se levanta, y ha recorrido la mitad de la distancia hasta el teléfono cuando el dolor crece de pronto y le derriba sin piedad. El pequeño televisor en color sigue parloteando sin pausa, y transcurrirán veinticuatro horas hasta que alguien lo encuentre. Ocurrida a las 18.51 horas, la suya es la única muerte natural que se produce en Salem's Lot el 6 de octubre.
A las siete ya la panoplia de colores del horizonte se ha reducido a una amarga línea anaranjada en el oeste, como si alguien hubiera amontonado todas las brasas de la caldera más allá del borde del mundo. En el este, ya han salido las estrellas y centellean como diamantes orgullosos. En esta época no hay misericordia en las estrellas, no son consuelo de los amantes. Su destello es de una bella indiferencia.
Para los niños ha llegado el momento de acostarse. Es hora de que los bebés sean arropados en sus cunitas, mientras los padres sonríen ante las protestas con que piden que los dejen levantados un rato más, que les dejen la luz encendida. Bondadosamente, abren las puertas de los roperos para que vean que no hay nada escondido allí dentro.
En torno de todos ellos, la bestialidad de la noche alza el vuelo con sus alas tenebrosas. Ha llegado la hora de los vampiros.
17
Matt dormitaba cuando entraron Ben y Jimmy, e inmediatamente despertó con un sobresalto, sujetando con más fuerza la cruz en su mano derecha.
Sus ojos se cruzaron con los de Jimmy y se dirigieron hacia los de Ben.
—¿Qué ha pasado?
Jimmy se lo contó brevemente. Ben no dijo nada.
—¿Y el cuerpo?
—Callahan y yo lo pusimos boca abajo en una caja que había en el sótano, tal vez la misma de que se valió Barlow para venir al pueblo. Hace una hora que la arrojamos al río Royal. La llenamos de piedras, y la llevamos con el coche de Straker. Si alguien advirtió que el coche estaba aparcado junto al puente, habrán pensado que era él.
—Hicisteis bien. ¿Dónde está Callahan? ¿Y el chico?
—Fueron a la casa de Mark. Hay que contarles todo a sus padres. Barlow les amenazó.
—Pero ¿lo creerán?
—Si no lo creen, Mark hará que su padre hable contigo.
Matt asintió. Parecía muy fatigado.
—Ven aquí, Ben —pidió—. Acércate y siéntate en la cama.
Con rostro impasible y aturdido, Ben se acercó. Se sentó y entrecruzó flojamente las manos sobre las piernas. Sus ojos ardían como carbones encendidos.
—Ya sé que para ti no hay consuelo —le dijo Matt mientras le tomaba una mano entre las suyas—. Pero no importa; el tiempo te lo traerá. Por el momento, ella descansa.
—Nos tomó el pelo —repitió Ben con voz hueca—. Se burló de nosotros, de todos. Jimmy, dale la carta.
Jimmy entregó el sobre a Matt, quien sacó la hoja de pergamino y la leyó, sosteniendo el papel a pocos centímetros de la nariz. Sus labios se movían levemente al leer.
—Sí—dijo cuando dio la carta—, es él. Su egolatría es mayor de lo que me imaginaba. Es algo estremecedor.
—A ella la dejó para burlarse —siguió diciendo Ben—. Él ya se había ido, mucho antes. Luchar contra él es como luchar con el viento. No debemos parecerle más que alimañas. Alimañas indefensas que corren de un lado a otro para que él se divierta.
Jimmy abrió la boca para decir algo, pero Matt se lo impidió con un movimiento de cabeza.
—Estás equivocado —le corrigió Matt—. Si hubiera podido llevarse a Susan consigo, lo habría hecho. ¡Cómo iba a renunciar a uno de sus muertos vivientes por una broma, cuando tiene tan pocos! Ben, piensa por un momento qué habéis hecho. Matasteis a Straker, su demonio familiar. ¡Si hasta él mismo admitió que se vio obligado a participar en el asesinato al despertar sus apetitos insaciables! Y piensa en lo que debe de haberle aterrorizado despertar de su sueño sin sueños para encontrar que un niño, desarmado, había dado muerte a esa criatura tan espantosa.
Con cierta dificultad, se sentó en la cama. Ben había vuelto la cabeza y lo miraba; era la primera vez que daba muestras de algún interés desde que los otros habían salido de la casa cuando él estaba ya en el patio trasero.
—Y tal vez —siguió cavilando Matt— no sea ésa la victoria mayor. Tú le has arrojado fuera de su casa, de la que él eligió como hogar. Jimmy ha dicho que el padre Callahan esterilizó el sótano con agua bendita y que selló todas las puertas con la hostia. Si vuelve allí, Barlow morirá... y él lo sabe.
—Pero se escapó —insistió Ben—. Lo demás ¿qué importa?
—Se escapó —repitió suavemente Matt—. ¿Y dónde ha dormido hoy? ¿En el maletero de un coche? ¿En el sótano de alguna de sus víctimas? Tal vez en el subsuelo de la vieja iglesia metodista de Marshes, la que se quemó en el incendio de 1951. Sea donde fuere, ¿crees que le ha gustado? ¿Piensas que se siente seguro?
Ben no respondió.
—Mañana empezaréis la caza —dijo Matt, mientras sus manos apretaban la de Ben—. No iréis solamente en pos de Barlow, sino de todos los peces pequeños... y después de esta noche habrá muchísimos peces pequeños. El hambre de ellos jamás se satisface. Comen hasta atiborrarse. Las noches son de Barlow, pero durante el día vosotros le perseguiréis hasta que se espante y huya, o hasta que le saquéis a rastras a la luz del sol.
Su discurso había hecho que Ben levantara poco a poco la cabeza. En su rostro apareció cierta animación. Ahora, una débil sonrisa le distendió la boca.
—Sí, eso mismo —susurró—. Pero no mañana; esta noche. Ahora mismo...
La mano de Matt le aferró por el hombro con sorprendente energía,
—Esta noche, no. Esta noche la pasaremos juntos... tú y yo, con Jimmy y el padre Callahan, y Mark y sus padres. Ahora, él sabe y está asustado. Únicamente un loco o un santo se atrevería a acercarse a Barlow cuando está despierto. Y ninguno de nosotros es nada de eso. —Cerró los ojos antes de seguir hablando en voz baja—. Pero creo que estoy empezando a conocerlo. Aquí tendido en esta cama de hospital y jugando al detective, trato de anticipar sus acciones poniéndome en su lugar. Hace siglos que existe, y es inteligente. Pero su carta demuestra que es también un egocéntrico. ¿Y por qué no habría de serlo? Su yo ha crecido como una perla, por sucesivos sedimentos, hasta hacerse enorme y ponzoñoso. Está lleno de orgullo. Y su sed de venganza debe ser arrolladora pero tal vez al mismo tiempo algo que se puede aprovechar.
Abrió los ojos para mirar con solemnidad a ambos, y elevó ante sí la cruz.
—A e/, esto le detendrá, pero es probable que no detenga a alguien a quien él decida usar, como lo hizo con Floyd Tibbits. Creo que es posible que esta noche intente eliminar a algunos de nosotros... o tal vez a todos.
Miró a Jimmy.
—Me parece que cometisteis un error dejando que Mark y el padre Callahan fueran a casa de los padres de Mark. Les podríamos haber llamado desde aquí» pidiéndoles que vinieran, todavía sin saber nada. Ahora estamos separados... y me preocupa especialmente el niño. Jimmy, sería mejor que los llamaras... sin tardanza.
—De acuerdo —dijo Jimmy, y se levantó.
Matt miró a Ben.
—¿Te quedarás con nosotros? ¿Lucharás con nosotros?
—Sí —respondió Ben con voz ronca— Claro que sí.
Jimmy salió de la habitación de Matt, se dirigió por el pasillo a la sala de enfermeras y buscó en la guía telefónica el número de los Petrie. Lo marcó y se quedó escuchando con horror cuando, enjugar del tono de llamada, el auricular le transmitió el tono chillón de una línea fuera de servicio.
—Ya es tarde —gimió.
Al oír su voz, la supervisora de enfermeras levantó la cabeza y se quedó aterrada ante la expresión de su cara.
18
Henry Petrie era un hombre instruido. Había pasado por varias escuelas técnicas antes de doctorarse en económicas. Había abandonado la docencia en un excelente colegio para hacerse cargo de un puesto administrativo en una compañía de seguros, con la esperanza de aumentar sus ingresos y para comprobar si algunas de sus ideas daban tan buenos resultados en la practica como en teoría. Y los dieron. La meta que se había establecido era empezar la década de 1980 ocupando un alto cargo en el gobierno federal.
La vena visionaria de su hijo no era herencia de Henry Petrie; la lógica de su padre era hermética y completa, y el mundo en que vivía estaba organizado con precisión. En las elecciones de 1972 había votado a Nixon, no porque creyera en su honradez, ya que más de una vez le había dicho a su mujer que Richard Nixon era un ratero sin imaginación y con tanta sutileza como un ratero, sino porque su oponente era un aviador chinado que hubiera llevado al país a la ruina económica. Había contemplado la contracultura de fines de los sesenta con tolerancia, convencido de que tal movimiento se desmoronaría por sí solo, ya que no tenía una base económica en que afirmarse. Su amor por su mujer y su hijo no era un amor bello —nadie escribiría jamás un poema a la pasión de un hombre que contaba sus ahorros en presencia de su mujer—, pero era firme y sin desviaciones. Recto como una flecha, confiaba en sí mismo y en las leyes naturales que regían la física, las matemáticas, la economía y (aunque en grado un poco menor) la sociología.
Escuchó el relato que le hicieron su hijo y el sacerdote del pueblo mientras tomaba una taza de café y les formulaba lúcidas preguntas en los puntos en que el hilo de la narración se enmarañaba o se perdía. Su calma parecía acentuarse con lo grotesco de la historia y con la creciente agitación de June, su mujer. Cuando hubieron terminado, casi a las siete de la tarde, Henry Petrie expresó su veredicto en cuatro sílabas, meditadas y tranquilas:
—Imposible.
Mark suspiró y miró a Callahan.
—Se lo dije.
Efectivamente, se lo había dicho mientras venían de la rectoría en el viejo coche de Callahan.
June se dirigió a su marido:
—Henry, ¿no te parece que...?
—Espera.
La palabra y la mano levantada silenciaron a la madre de Mark, que se sentó y rodeó a su hijo con el brazo, apartándolo de la proximidad de Callahan, sin que el muchacho protestara.
Henry Petrie miró cordialmente al padre Callahan.
—Vamos a ver si podemos enfocar como dos personas razonables este delirio, o lo que sea.
—Tal vez sea imposible —respondió Callahan con la misma cordialidad—, pero lo intentaremos. Si estamos aquí, señor Petrie, es porque Barlow les ha amenazado a usted y a su esposa.
—¿Es verdad que esta tarde atravesó usted con una estaca el corazón de esa muchacha?
—Yo no. Fue el señor Mears quien lo hizo.
—¿El cadáver está allí todavía?
—Lo arrojaron al río.
—Si todo eso es verdad —señaló Petrie—, han implicado ustedes a mi hijo en un crimen. ¿Se da cuenta de eso?
—Claro que sí. Era necesario. Señor Petrie, con que llame usted a Matt Burke al hospital...
—Oh, estoy seguro de que sus testigos le respaldaran —respondió Petrie, sin abandonar su inquietante sonrisa de suficiencia—. Es una de las cosas fascinantes con estas chifladuras. ¿Puedo ver la carta que les dejó ese Barlow?
Callahan maldijo para sus adentros.
—La tiene el doctor Cody —explicó, y agregó como si acabara de ocurrírsele—: En realidad tendríamos que ir al hospital de Cumberland. Si habla usted con...
Petrie sacudió la cabeza.
—Antes conversemos un poco más. Estoy seguro de que sus testigos son de confianza, ya se lo he dicho. El doctor Cody es nuestro médico de cabecera, y nos gusta mucho a todos. Y también tengo entendido que Matthew Burke es irreprochable... como profesor, por lo menos.
—¿Pese a todo? —terció Callahan.
—Padre Callahan, se lo plantearé a mi manera. Si una docena de testigos de confianza le contaran que a mediodía han visto un escarabajo gigante que se paseaba por el parque del pueblo cantando Dulce Adelina y haciendo ondear la bandera de la Confederación, ¿usted les creería?
—Si estuviera seguro de que los testigos eran de fiar, y de que no estaban bromeando, estaría dispuesto a creerles, sí.
—Pues en eso diferimos —declaró Petrie con su sonrisita.
—Signo de una mentalidad cerrada —señaló Callahan.
—No... simplemente de una posición firme y convencida.
—Es lo mismo. Dígame, ¿en la compañía donde usted trabaja están de acuerdo en que los ejecutivos tomen decisiones basadas en sus propias creencias y no en los hechos? Eso no es lógica, Petrie; es mojigatería.
Petrie dejó de sonreír y se levantó.
—La historia que usted me cuenta es inquietante, de eso estoy seguro. Han complicado a mi hijo en algo desatinado y posiblemente peligroso. Tendrán mucha suerte si no terminan ante los tribunales por eso. Voy a llamar a sus amigos para hablar con ellos, y pienso que después lo mejor será que vayamos a ver al señor Burke al hospital para discutir a fondo este asumo.
—Qué amable de su parte, renunciar a un principio—agradeció secamente Callahan.
Petrie se dirigió a la sala y cogió el teléfono. En vez de oír el tono de marcar se encontró con que la línea estaba en silencio. Con el ceño ligeramente fruncido, movió un poco la horquilla. No hubo respuesta. Volvió a dejar el auricular y regresó a la cocina.
—Parece que el teléfono no funciona —anunció.
Se irritó al ver la mirada de temeroso entendimiento que intercambiaron Callahan y su hijo.
—Puedo asegurarles —dijo con voz un poco más alterada de lo que era su intención— que al servicio telefónico de Salem's Lot no le hacen falta vampiros para funcionar mal
En ese momento las luces se apagaron.
19
Jimmy volvió corriendo a la habitación de Matt.
—El teléfono de la casa de Petrie no funciona. Él debe de estar allí. Maldición, qué estúpidos hemos sido...
El rostro de Matt pareció encogerse. Ben se apartó de la cama.
—¿Es que no veis cómo actúa? —masculló—. ¿Con qué habilidad? Si tuviéramos una hora más de luz diurna, podríamos... pero no. Ya es tarde.
—Tenemos que ir allí—dijo Jimmy.
—¡No! ¡Eso no! Por vuestra vida y la mía, eso no.
—Pero ellos...
—¡Están a la merced de sus propios recursos! ¡Lo que está sucediendo allí, o lo que haya sucedido, habrá acabado en el momento en que lleguéis!
Indecisos, Ben y Jimmy se quedaron en la puerta. Con esfuerzo, Matt se enderezó y habló, en voz baja pero enérgica.
—Su egocentrismo es grande y también lo es su orgullo. Son defectos que pueden favorecernos. Pero también tiene una gran inteligencia, y debemos respetarla y tenerla en cuenta. Vosotros me mostraréis la carta... en ella habla de ajedrez. No me cabe duda de que es un jugador estupendo. ¿No os dais cuenta de que lo que se propone hacer en esa casa, podría haberlo hecho sin cortar la línea telefónica? ¡Si lo ha hecho es para haceros saber que una de las piezas blancas está en jaque! Él entiende las fuerzas, y sabe que la victoria es más fácil si estas están divididas y desorientadas. Por haber olvidado eso se ha apuntado él la primera jugada, por omisión; el grupo originario ha quedado escindido en dos. Si ahora vais a la casa de los Petrie, se escindirá en tres. Yo estoy solo y postrado en cama; soy presa fácil, aunque tenga cruces y libros. Todo lo que necesita es mandar a alguna de sus víctimas, de las que no son todavía muertos vivientes, para que me mate con un arma cualquiera. Entonces no quedaréis más que tú y Ben, corriendo en la noche hacia vuestra propia destrucción. Entonces se habrá adueñado de Salem's Lot. ¿Acaso no lo comprendéis?
Ben fue el primero en hablar.
—Sí —admitió.
Matt se dejó caer sobre las almohadas.
—Si hablo así, no es porque tema por mi vida, Ben. Tienes que creerme. Ni siquiera por las vuestras. Temo por el pueblo. Pase lo que pase, tiene que quedar alguien que pueda detenerle mañana.
—Sí. Y a mí no me vencerá mientras no haya podido vengar a Susan.
El silencio se hizo entre ellos. Jimmy Cody lo rompió.
—Tal vez salgan indemnes, de todas maneras —dijo—. Creo que ha subestimado a Callahan, y estoy seguro de que subestima al muchacho. Ese chico es increíble.
—No perdamos la esperanza —dijo Matt, y cerró los ojos. Se dispusieron a esperar.
20
El padre Donald Callahan estaba de pie en un lado de la espaciosa cocina de los Petrie, sosteniendo en alto la cruz de su madre, que inundaba la estancia con un resplandor espectral. Del otro lado, junto al fregadero, estaba Barlow, que con una mano inmovilizaba las de Mark a la espalda del chico, en tanto que con la otra le rodeaba el cuello. En medio de ellos, tendidos en el suelo entre los fragmentos del cristal que había destrozado Barlow al entrar, yacían los cuerpos de Henry y June Petrie.
Callahan estaba aturdido. Todo había sucedido con tal rapidez que no podía entenderlo. En un momento estaban discutiendo el asunto racionalmente con Petrie, bajo la brillante sensatez de las luces de la cocina, y al siguiente se habían visto sumergidos en la insania que el padre de Mark negaba con tanta calma y tan comprensiva firmeza.
Mentalmente, el padre Callahan procuró reconstruir lo sucedido.
Petrie había vuelta a informarles que el teléfono no funcionaba. Casi inmediatamente se habían quedado sin luz. June Petrie dio un grito. Se oyó caer una silla. Durante unos momentos todos habían andado a tientas en la oscuridad, llamándose unos a otros. Después, la ventana que había sobre el fregadero de la cocina se había roto estrepitosamente hacia dentro, llenando de vidrios el suelo de linóleo. Todo eso había pasado en menos de treinta segundos.
Después una sombra había entrado en la cocina, y Callahan había conseguido romper el hechizo que lo inmovilizaba. Aferró torpemente la cruz que llevaba al cuello, y tan pronto como sus dedos la tocaron, el cuarto se inundó de luz sobrenatural.
Vio que Mark procuraba arrastrar a su madre hacia la arcada que daba a la sala. Henry Petrie estaba junto a ellos, con la cabeza vuelta, su rostro sereno súbitamente boquiabierto al contemplar esa invasión absolutamente ilógica. Y tras él, alzándose sobre todos ellos, la pálida mueca de un rostro que parecía sacado de un cuadro de Frazetta y que al sonreír dejó al descubierto los largos y agudos colmillos. Los ojos enrojecidos parecían las calderas del infierno. Las manos de Barlow se extendieron (apenas si Callahan tuvo tiempo de advertir que esos dedos lívidos eran largos y sensibles como los de un concertista de piano) hasta aferrar la cabeza de Henry Petrie y la de June, para hacerlas chocar con un crujido estremecedor. Los dos se habían desplomado sobre el suelo, demostrando así que la primera amenaza de Barlow se había cumplido.
Mark dejó escapar un grito desgarrador y, sin pensarlo, se arrojó contra Barlow.
—¡Y por fin vienes! —había exclamado Barlow con tono de buen humor y voz profunda y poderosa.
Mark, que le había atacado en un impulso, quedó instantáneamente atrapado.
Con la cruz en alto, Callahan se adelanto.
La mueca de triunfo de Barlow se convirtió en un rictus de agonía. Se tambaleó mientras retrocedía hacia el fregadero, arrastrando al niño delante de sí. Los pies de ambos crujían al pisar los cristales rotos.
—En el nombre de Dios... —empezó Callahan.
Al oír aquello Barlow dejó escapar un grito como si le hubieran azotado, con una mueca que dejaba ver el brillo maligno de sus colmillos. Los músculos del cuello se marcaban con enérgica nitidez.
—¡No te acerques! —gritó—. ¡No te acerques porque seccionaré la yugular y la carótida del chico antes de que puedas respirar siquiera!
Mientras hablaba, el labio superior dejaba ver los largos caninos aguzados como agujas, y al terminar, su cabeza descendió con la ávida velocidad de una serpiente, pasando a un centímetro escaso del cuello de Mark.
Callahan se detuvo.
—Atrás —ordenó Barlow, volviendo a sonreír—. Tú de tu lado de la mesa y yo del otro, ¿eh?
Callahan retrocedió lentamente, siempre sosteniendo su cruz al nivel de los ojos, de manera que podía mirar por encima de sus brazos. Parecía que en la cruz latiera un fuego encadenado, y su poder le levantaba el brazo hasta hacer que sus músculos temblaran.
Los dos se enfrentaron.
—Juntos, por fin! —exclamó Barlow, sonriente.
Su rostro era enérgico e inteligente y, de cierta manera extraño y repulsivo, bello; sin embargo, según como le diera la luz, parecía casi afeminado. ¿Dónde había visto Callahan un rostro así? El recuerdo volvió en ese momento, el de mayor terror que hubiera vivido: la cara del señor Flip, su propio monstruo personal, eso que durante el día se ocultaba en el armario y que salía después de que su madre hubiera cerrado la puerta del dormitorio. No le dejaban mantener una luz encendida de noche, ya que sus padres estaban de acuerdo en que la manera de superar esos miedos infantiles era hacerles frente, y todas las noches, cuando la puerta se cerraba suavemente y los pasos de su madre se perdían en el vestíbulo, la puerta del armario se entreabría y él podía percibir (¿o lo veía realmente?) el delgado rostro blanco y los ojos ardientes del señor Flip. Y ahí estaba otra vez, fuera del armario, mirando fijamente por encima del hombro de Mark, con su blanca cara de payaso de ojos fascinantes y labios rojos y sensuales.
—¿Y ahora? —preguntó Callahan.
Su voz no parecía la suya. No apartaba la vista de los dedos de Barlow, esos dedos largos y sensibles, cubiertos de pequeñas manchas azules, que oprimían levemente la garganta del chico.
—Eso depende. ¿Qué estás dispuesto a dar a cambio de este desgraciado?
Mientras hablaba, le retorció las muñecas a Mark, con la esperanza de cerrar su pregunta con un alarido, pero Mark no le dio gusto. Salvo el súbito silbido del aire al escapársele entre los dientes apretados, se mantuvo en silencio.
—Ya gritarás —le susurró Barlow, cuyos labios esbozaban una mueca de odio feroz—. ¡Ya gritarás hasta que te estalle la garganta!
—¡Déjale ya! le ordenó Callahan.
—¿Y por qué? —El odio se borró de su cara y una sombría sonrisa resplandeció en su lugar—. ¿Quieres que perdone al chico, que lo deje para otra noche?
—¡Sí!
Con una suavidad que era casi un ronroneo, Barlow volvió a hablar:
—Entonces, ¿tú arrojarás la cruz y nos enfrentaremos en las mismas condiciones... blanco contra negro? ¿Tu fe contra la mía?
—Sí —repitió Callahan, ya no con tanta firmeza.
—¡Pues hazlo! —Los labios se le movían en un gesto de anticipación. La frente le brillaba bajo la espeluznante luz que iluminaba la escena.
—¿Y confiar en que tú le dejes ir? Menos tonto sería meterme una serpiente de cascabel en la camisa, confiando en que no me mordiera.
—Pues yo confío en ti... ¡mira!
Dejó en libertad a Mark y se mantuvo inmóvil, levantando en el aire las dos manos.
Por un momento el chico se quedó quieto, incrédulo, y después corrió hacia sus padres.
—¡Corre, Mark! —gritó Callahan—. ¡Huye!
Mark le miró con ojos oscurecidos y enormes.
—Creo que están muertos...
—¡Corre!
Lentamente, el chico se puso de pie y se volvió hacia Barlow.
—Pronto, hermanito —le dijo éste, casi con benignidad—. Dentro de poco tiempo, tú y yo...
Mark le escupió en la cara.
A Barlow se le cortó el aliento y su rostro se llenó de una furia irreprimible. Callahan vio en sus ojos una crueldad más negra que el propio infierno.
—Me has escupido —balbuceó Barlow.
Su cuerpo tembloroso se mecía de cólera. Vacilante, se adelantó un paso, con inseguridad de ciego.
—¡Atrás! —fe gritó Callahan, volviendo a adelantar su cruz.
Barlow gimió y levantó las manos delante de la cara. Los destellos de la cruz tenían un resplandor enceguecedor, y si se hubiera atrevido a acorralarlo, en ese momento Callahan podría haberle derrotado.
—Te mataré —prometió Mark, y desapareció, como un remolino de aguas siniestras.
Pareció que Barlow aumentara de altura. Su pelo, peinado hacia atrás, daba la impresión de flotar alrededor del cráneo. Llevaba un traje oscuro con corbata burdeos, impecablemente anudada, y a los ojos de Callahan se aparecía como parte de la oscuridad que le rodeaba. En la profundidad de las órbitas, los ojos ardían con un resplandor sombrío y maligno, como tizones.
—Ahora cumple tu parte del trato, charlatán.
—¡Soy un sacerdote! —le espetó Callahan.
Barlow le hizo una pequeña reverencia burlona.
—Sacerdote —repitió con tono de desprecio.
Callahan estaba indeciso. ¿Por qué arrojar la cruz? Ahuyentarle, salvar la situación por esa noche, y mañana...
Pero en su mente algo más profundo le advertía que rehuir el compromiso del vampiro era arriesgarse demasiado. Si no se atrevía a separarse de la cruz, eso sería como admitir... admitir ¿qué? Si las cosas no se desarrollaran con tanta rapidez, si tuviera tiempo de pensar, de razonar...
El brillo de la cruz estaba extinguiéndose.
Callahan la miró con ojos dilatados. En el vientre, el miedo se convirtió en una maraña de alambres al rojo. Con un sobresalto, levantó la cabeza para mirar a Barlow, que se le acercaba lentamente a través de la cocina, con una sonrisa amplia, casi voluptuosa.
—¡Atrás! —bramó roncamente Callahan mientras a su vez retrocedía—. ¡Te lo ordeno en nombre de Dios!
Barlow se rió en su cara.
El resplandor de la cruz no era más que una débil luz vacilante, cruciforme. Las sombras habían vuelto al rostro del vampiro, haciendo de sus rasgos una máscara extraña y cruel, dibujada con líneas y triángulos bajo los pómulos salientes.
Callahan retrocedió un paso más y chocó contra la mesa de la cocina; del otro lado sólo estaba la pared.
—Ya no tienes a dónde ir —murmuró Barlow. En sus ojos sombríos bullía una alegría infernal—. Qué triste es ver vacilar la fe de un hombre. Oh, sí...
La cruz tembló en la mano de Callahan y de pronto su luz terminó de desvanecerse. No era más que un trozo de yeso que su madre había comprado en una tienda de recuerdos de Dublín, probablemente a un precio ínfimo. El poder que antes había comunicado a su brazo, un poder suficiente para derribar paredes y partir piedras, había desaparecido. Los músculos recordaban su palpitación, pero no podía reproducirla.
Desde las tinieblas, Barlow tendió la mano y le arrebató la cruz de entre los dedos. Callahan lanzó un grito de agonía, el grito que, sin llegar jamás a la garganta, había vibrado en el alma de aquel niño de antaño a quien todas las noches dejaban solo con el señor Flip, que desde el armario entreabierto lo espiaba por entre los postigos del sueño. Y el ruido que siguió le acosaría por el resto de su vida: dos chasquidos secos, mientras Barlow rompía los brazos de la cruz, y el ruido con que los trozos cayeron al suelo.
—¡Dios te maldiga! —le gritó.
—Pasó el momento del melodrama —dijo desde las tinieblas, con tristeza casi, la voz de Barlow—. Ya no es necesario. Tú has olvidado la doctrina de tu propia Iglesia, ¿no es así? La cruz, el pan y el vino, el confesionario... no son más que símbolos. Sin fe, la cruz no es más que madera, el pan trigo cocido, el vino uva fermentada. Si hubieras arrojado la cruz, podrías haberme vencido otra noche. En cierto modo, yo esperaba que fuera así. Hace muchísimo tiempo que no me enfrento con un contrincante de peso. El chico vale diez veces más que tú, falso cura.
De pronto, surgiendo de la oscuridad, unas manos de fuerza sorprendente se apoderaron de los hombros del padre Callahan.
—Creo que ahora recibirás gozoso el olvido de mi muerte. Para los muertos vivientes no hay recuerdos. No hay más que hambre y la necesidad de servir al amo. Yo podría valerme de ti enviándote entre tus amigos, pero no lo necesito. Si no estás para ayudarles no pueden mucho. Y el chico les contará lo que ha pasado. Tal vez haya un castigo más adecuado para ti, cura.
Trató de escabullirse, pero las manos le sujetaban con fuerza.
Después, una mano le soltó. Se oyó el susurro de una tela al correr sobre la piel desnuda, y después algo que rascaba.
Las manos se dirigieron al cuello de Callahan.
—Ven, falso sacerdote. Aprende lo que es una verdadera religión. Toma mi comunión.
Una" horrible oleada de comprensión inundó a Callahan.
—¡No! No..., no...
Pero las manos eran implacables. Le atraían la cabeza hacia adelante... hacia adelante.
—Ahora, sacerdote —susurró Barlow.
Y le oprimió la boca contra la hedionda piel de su garganta helada, donde latía una vena abierta. Callahan retuvo el aliento durante lo que le pareció una eternidad, debatiéndose inútilmente, manchándose de sangre las mejillas, la frente, el mentón.
Finalmente, bebió.
21
Ann Norton se bajó del automóvil y echó a andar a través del aparcamiento del hospital, dirigiéndose a las brillantes luces de la recepción. En el cielo, las nubes habían escamoteado las estrellas y pronto empezaría a llover. Ann no levantó los ojos para mirar las nubes. Caminaba como un autómata, mirando directamente al frente.
Su aspecto era muy diferente del de la dama que había conocido Ben Mears aquella primera noche que Susan le invitó a comer con su familia: una dama de mediana estatura, vestida con una túnica de lana verde que no proclamaba riquezas, pero que hablaba de holgura material. Una dama que no era hermosa, pero que se cuidaba y era agradable a la vista, con el pelo gris recientemente ondulado.
La mujer ahora llevaba las piernas desnudas, y sin el disfraz de las medias, las varices se destacaban inequívocamente. Llevaba una raída bata amarilla sobre el camisón, y el viento le alborotaba el pelo en desordenados mechones, Tenía el rostro pálido, y oscuros círculos de sombra se le dibujaban bajo los ojos.
Ya se lo había dicho a Susan, ya la había prevenido sobre ese Mears y sus amigos, le había alertado sobre el hombre que la había asesinado, a instancias de Matt Burke. Había sido una confabulación, sí. Ann Norton lo sabía. Él se lo había contado.
Se había pasado todo el día enferma y con sueño, casi sin poder levantarse de la cama. Y después de mediodía, cuando había caído en esa pesada somnolencia mientras su marido iba a responder las estúpidas preguntas del formulario para denunciar personas desaparecidas, él se le había aparecido en un sueño. Tenía un hermoso rostro, autoritario y arrogante. La nariz tenía algo de halcón, el pelo le descubría ampliamente la frente, y su boca firme y fascinante ocultaba unos dientes blancos que la nacían estremecer cuando él sonreía. Y los ojos... tan rojos, y con esa cualidad hipnótica Cuando él la miraba con esos ojos, Ann no podía apartar la vista... ni quería.
Él se lo había contado todo, y le había dicho lo que debía hacer, asegurándole que cuando lo hubiera hecho podría estar con su hija, y con tantos otros, y con él A pesar de Susan, a quien Ann quería agradar era a é¿ para que le diera lo que ella necesitaba con tanta avidez: el toque, la penetración.
Llevaba en el bolsillo el revólver 38 de su marido.
Entró en la recepción y se dirigió al escritorio de la recepcionista. Si alguien intentaba detenerla, ya sabría hacerse valer. Y no con disparos. No era cuestión de disparar hasta que hubiera llegado a la habitación de Burke. Él se lo había dicho. Si la atrapaban y la detenían antes de que hubiera hecho el trabajo, él no volvería a visitarla, a darle besos ardientes en la noche.
En el escritorio había una chica joven, de cofia y uniforme blanco, que resolvía un crucigrama al suave resplandor de la lámpara que la iluminaba desde la consola. Por el pasillo, dándoles la espalda, se alejaba un asistente.
La enfermera de guardia la miró con una sonrisa profesional cuando oyó sus pasos, pero la sonrisa se esfumó al ver a la mujer de ojos alucinados que se le acercaba, vestida con ropa de cama. Aunque inexpresivos, esos ojos tenían un brillo extraño, y le daban el aspecto de un juguete que alguien hubiera puesto en movimiento. Una paciente, tal vez, que andaba extraviada.
—Señora, si...
Ann Norton sacó del bolsillo el arma, como un asesino a sueldo, y apuntó a la cabeza de la enfermera.
—Vuélvete —le dijo.
La boca de la muchacha se contrajo y con un movimiento convulsivo inspiró aire.
—No grites; si lo haces te mataré.
La chica había palidecido.
—Vuélvete.
Lentamente, la enfermera se levantó y se volvió. Ann Norton tomó por el cañón el 38 y se preparó para descargar la culata en la cabeza de la enfermera.
En ese preciso instante, una patada en los pies la derribó.
22
El revólver salió volando.
La mujer envuelta en la raída bata amarilla no gritó, sino que emitió un gemido largo y agudo, casi plañidero. Como un cangrejo, se arrastró hacia el arma, en tanto que el hombre .que estaba tras ella, con aspecto perplejo y asustado, se precipitaba también a recogerla. Cuando vio que ella sería la primera en alcanzarla, la envió de un puntapié a través de la alfombra.
—¡Eh! —vociferó—. ¡Eh, socorro!
Ann Norton le miró por encima del hombro, sin dejar de emitir su silbido, el rostro desencajado en una tensa mueca de odio, y después trató de alcanzar el revólver. El asistente que se había acercado corriendo miró con estupor la escena y después se apoderó del arma, que estaba casi a sus pies.
—Por Dios —exclamó—. Si está carga...
Ann se precipitó sobre él. Sus manos le rasgaron la cara, mientras el sorprendido asistente trataba de impedirle alcanzar el revólver. Sin dejar de gemir, la mujer intentó arrebatárselo.
Otro hombre consiguió inmovilizarla. Más tarde, declararía que al sujetarla le había parecido agarrar una bolsa llena de serpientes. Bajo la bata, el cuerpo era calido y repulsivo, y no había músculo que no se contrajera y retorciera.
Mientras Ann luchaba por soltarse, el asistente le asestó un puñetazo en la mandíbula, y la mujer se desplomó.
El asistente y el hombre se miraron.
La enfermera a cargo de recepción gritaba con todas sus fuerzas, cubriéndose la boca con las manos, y sus gritos tenían un extraño efecto de sirena de niebla.
—Pero ¿qué clase de hospital es éste caramba? —preguntó el hombre.
—Que me aspen si lo sé —masculló el asistente—. ¿Qué demonios ha pasado?
—Yo iba a visitar a mi hermana, que acaba de tener un bebé, cuando vino ese chico a decirme que acababa de entrar una mujer con un revólver, y...
—¿Qué chico?
El hombre que había ido a visitar a su hermana miró alrededor. El vestíbulo de recepción iba llenándose de gente, pero todos parecían normales.
—Ahora no lo veo, pero estaba aquí. ¿El arma está cargada?
—Sin duda —afirmó el asistente.
—Pero ¿qué clase de hospital es éste, caramba? —volvió a preguntar el hombre.
23
Habían visto a dos enfermeras corriendo en dirección a los ascensores, y se había oído un vago alboroto procedente de las escaleras. Ben miró a Jimmy, y éste se encogió de hombros. Matt dormitaba con la boca abierta.
Ben cerró la puerta y apagó las luces. Jimmy se agazapó a los pies de la cama de Matt, y cuando oyeron que los pasos vacilaban del otro lado de la puerta, Ben se colocó junto a ella, alerta. Al ver que se abría y que asomaba una cabeza, le aplicó un puñetazo mientras con la otra mano le ponía la cruz frente a la cara.
—¡Suéltame!
Instantáneamente se encendió la luz del techo y vieron a Matt, sentado en la cama, mirando con ojos parpadeantes a Mark Petrie, que se debatía en los brazos de Ben.
Jimmy se levantó para correr hacia el chico, pero de repente vaciló.
—Levanta el mentón.
Mark obedeció mostrándoles a los tres que no tenía marcas en el cuello.
Jimmy suspiró.
—Hijo, jamás en mi vida me he alegrado tanto de ver a nadie. ¿Dónde está el padre?
—No lo sé —respondió Mark—. Barlow me atrapó... mató a mis padres. Están muertos. Mis padres están muertos. Golpeó sus cabezas una contra otra. Los mató. Después me atrapó y dijo al padre Callahan que si él le prometía arrojar su cruz, me dejaría ir. El padre Callahan lo prometió y yo escapé. Pero antes de huir le escupí. Le escupí y voy a matarlo.
De pie ante la puerta, se tambaleaba. Tenía la frente y las mejillas arañadas por las ramas. Había venido corriendo por el bosque, por la senda donde tiempo atrás Danny Glick y su hermano habían encontrado su destrucción. Al vadear Taggart Stream, se había mojado los pantalones hasta las rodillas. Después alguien le había llevado en coche, pero no podía recordar quién. Era un coche que tenía la radio encendida, de eso se acordaba.
Ben sentía la lengua entumecida, y no sabía qué decir.
—Mi pobre niño —dijo Matt—. Mi pobre y valiente niño.
Los rasgos de Mark empezaron a aflojarse. Los ojos se le cerraron y la boca temblorosa se contrajo de dolor.
—Mi mama madre.
Tambaleante, dio unos pasos a tientas, y Ben le sostuvo en sus brazos, le envolvió y le meció mientras las lágrimas anegaban sus ojos.
24
El padre Donald Callahan no sabía cuánto hacía que caminaba en la oscuridad. Había vuelto hacia el pueblo tambaleándose por Jointner Avenue, sin pensar en su coche, que quedó aparcado en casa de los Petrie. A ratos andaba por el medio de la carretera. para luego seguir por la acera, vacilante. Un coche se precipitó hacia él con los faros encendidos mientras hacía sonar el claxon, hasta que en el último momento viró, haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto. Cuando ya estaba cerca de la parpadeante luz amarilla, empezó a llover.
En las calles no había nadie; esa noche, puertas y postigos se habían cerrado en Salem's Lot. El restaurante estaba vacío, y en el bar de Spencer la señorita Coogan estaba sentada junto a la caja registradora, leyendo una fotonovela bajo la fría luz de los tubos fluorescentes. Fuera, bajo el cartel de neón que mostraba el perro azul en la mitad de un salto, un letrero rojo de neón anunciaba: AUTOBÚS,
Tenían miedo, imaginó Callahan, y no les faltaban razones para ello. Dentro de ellos había algo que percibía el peligro, y esa noche, en Solar, se habían echado cerrojos que durante años no se habían cerrado.
Andaba solo por las calles, él, el único que no tenía nada que temer. Qué paradójico. Su risa sonó como un sollozo desesperado. A él ningún vampiro le tocaría. A otros tal vez, pero a él no. El amo le había señalado, y hasta que lo reclamara estaría en libertad.
La iglesia de St. Andrew se elevaba ante él.
Un momento de vacilación; después echó a andar por la senda. Entraría a rezar. Pasaría toda la noche en oración, si era necesario. Y no rezaría al nuevo Dios, al Dios de los guetos y la conciencia social y la medicina gratuita, sino al Dios de amaño, al que por mediación de Moisés había proclamado que no toleraría la existencia de hechiceros y que había otorgado a su Hijo el poder de levantarse de entre los muertos. Una segunda oportunidad, Dios. Toda mi vida para la penitencia a cambio de una segunda oportunidad.
Torpemente subió los escalones, el hábito enfangado, en su boca el sabor de la sangre de Barlow.
Al llegar arriba se detuvo y tendió la mano hacia el picaporte de la puerta central.
Al tocarlo se produjo un relámpago azul que lo arrojó de espaldas. El dolor le recorrió el cuerpo al caer hecho un ovillo sobre los peldaños de granito y rodar hasta el sendero.
Tembloroso, con la mano ardiendo, quedó tendido bajo la lluvia.
Levantó la mano para mirársela. Estaba quemada;
—Impuro —balbuceó—. Oh, Dios, qué impuro soy.
Y se echó a temblar. Aferrándose los hombros con las manos, se estremeció bajo la lluvia mientras la iglesia se alzaba a sus espaldas, con las puertas cerradas para él.
25
Mark Petrie estaba sentado en la cama de Matt, en el mismo sitio donde se había sentado Ben cuando él y Jimmy entraron. Mark se había enjugado las lágrimas con la manga de la camisa, y aunque tenía los ojos hinchados y enrojecidos, aparentemente se dominaba.
—Tú sabes que la situación de Salem's Lot es desesperada, ¿verdad? —le preguntó Matt.
El chico asintió.
—Ya en este momento, sus muertos vivientes están recorriéndola como serpientes —continuó sombríamente Matt—, ganando a otros para sus filas. Esta noche no podrán apoderarse de todos, pero mañana os espera una misión terrible.
—Matt, quiero que duerma usted un poco —intervino Jimmy—. No se preocupe, todos estaremos aquí. No tiene buen aspecto. Esto ha sido un esfuerzo excesivo para usted...
—Mi pueblo está desintegrándose ante mis ojos, ¿y tú quieres que duerma? —Sus ojos le miraron con mirada febril desde el rostro consumido.
—Si quiere estar presente cuando esto acabe, es mejor que ahorre sus fuerzas —insistió Jimmy—. Se lo digo como médico, diablos.
—Está bien. Enseguida. —Matt miró a todos—. Mañana, vosotros tres debéis ir a casa de Mark. Tendréis que preparar estacas. Muchas.
Lentamente, fueron comprendiendo lo que eso significaba.
—¿Cuántas? —preguntó Ben.
—Yo diría que por lo menos trescientas, pero os aconsejo que preparéis quinientas.
—Es imposible —se opuso Jimmy—. No puede ser que haya tantos.
—Los muertos vivientes están sedientos —respondió Matt—, y es mejor que estéis preparados. Tenéis que ir juntos. No os atreváis a separaros, ni siquiera de día. Será como una cacería, se trata de comenzar por un extremo del pueblo y llegar hasta el otro. —Jamás podremos encontrarlos a todos —objetó Ben—. Ni siquiera si pudiéramos comenzar con las primeras luces y trabajar hasta la noche.
—Tenéis que intentarlo, Ben. Tal vez la gente empiece a creeros. Algunos os ayudarán, si les demostráis que es verdad lo que decís. Y cuando vuelva a descender la oscuridad, gran parte de su obra estará deshecha —suspiró—. Tenemos que suponer que hemos perdido al padre Callahan, y eso es malo. Pero así y todo vosotros debéis seguir adelante. Tendréis que ser cuidadosos. Estar dispuestos a mentir. Si os detienen y encarcelan, eso también servirá a su propósito. Y si no lo habéis considerado todavía, será mejor que lo hagáis: existen todas las posibilidades de que si alguno de nosotros vive y triunfa, no sea más que para verse procesado por asesinato.
Fue mirándolos a la cara, uno a uno. Lo que vio en ellos debió de dejarle satisfecho, porque volvió a atender a Mark. —¿Tú sabes cuál es la tarea más importante? —Sí —respondió Mark—. Matar a Barlow. Matt sonrió débilmente.
—Me temo que eso es planear las cosas al revés. Primero tenemos que encontrarle. —Miró al chico—. ¿Esta noche no viste algo, no oíste, oliste o tocaste algo que pudiera ayudar a localizarlo? ¡Piénsalo antes de contestar! ¡Tú sabes mejor que nadie la importancia de esto!
Mark reflexionó. Ben no había visto jamás que nadie se tomara una orden tan al pie de la letra. Apoyó el mentón en la palma de la mano y cerró los ojos. Daba la impresión de estar recorriendo minuciosamente hasta el último detalle de la experiencia de esa noche.
—Nada —dijo por fin, sacudiendo la cabeza, después de abrir los ojos y mirar por un momento a sus acompañantes.
Pese a la decepción que se reflejó en su cara, Matt no cejó.
—¿Una hoja pegada en la chaqueta, tal vez? ¿Un poco de césped en los pantalones? ¿Barro en los zapatos? ¿Algún hilo que le colgara? —Con un gesto de impotencia, aporreó la cama. Por Dios santo, ¿es posible que no tenga un punto débil?
De pronto, los ojos de Mark se dilataron.
—¿Qué? —preguntó Matt, cogiéndole por el codo—. ¿Qué es? ¿De qué te has acordado?
—Tiza azul —dijo Mark—. Cuando me rodeaba el cuello con el brazo, pude ver su mano. Tenía los dedos largos y blancos, y en dos dedos tenía manchas de tiza azul.
—Tiza azul —repitió pensativamente Matt.
—Debe de ser en algún colegio —conjeturó Ben.
—El instituto no es —objetó Matt—. Toda la tiza se le compra a la compañía Dennison, de Portland, y ellos sólo fabrican blanca y amarilla. Hace años que la llevo en la ropa y los dedos.
—¿Y las clases de arte?—preguntó Ben.
—No, en la secundaria no se dictan más que artes gráficas, y allí usan tintas, no tizas. Mark, ¿estás seguro de que era...?
—Tiza—asintió el chico.
—Creo que algunos profesores de asignaturas científicas usan tizas de colores, pero, ¿qué lugar para esconderse tendría en el instituto? Tú lo viste... es un solo piso, y todo de cristal. Y entra y sale gente todo el día. Lo mismo pasa con el sótano de las calderas.
—¿Y detrás del escenario?
Matt se encogió de hombros.
—Ahí está bastante oscuro. Pero si la señora Rodin me ha sustituido y están ensayando la comedia, debe de haber mucho movimiento en esa zona. Para él sería un riesgo.
—¿Y qué pasa con los colegios? —preguntó Jimmy—. En los grados inferiores les enseñan a dibujar, y apuesto cien dólares a que una de las cosas que hay más a mano son tizas de colores.
—El colegio de Stanley Street—explicó Matt— fue construido con los mismos fondos que el instituto. También es moderno y tiene una sola planta, con muchos ventanales para que entre el sol. No es el tipo de edificio que le gustaría frecuentar a nuestro amigo. Ellos prefieren los edificios viejos, llenos de tradición, oscuros y húmedos como...
—Como el colegio de Brock Street —completó Mark. —Sí. —Matt miró a Ben—. El colegio de Brock Street es un edificio de madera, con tres pisos y sótano, construido más o menos en la misma época que la casa de los Marsten. En el momento de aprobar la construcción, se habló en el pueblo de que correría un constante riesgo de incendio. Ésa fue una de las razones de que se decidieran a edificar el nuestro. Dos o tres años antes se había incendiado un colegio en New Hampshire...
—Lo recuerdo —murmuró Jimmy—. ¿No fue en Cobbs Ferry?
—Sí. Tres niños murieron carbonizados.
—El colegio de Brock Street todavía funciona? —preguntó Ben.
—Sólo la planta baja, donde se dictan los cuatro primeros cursos. Los otros dos pisos están llenos de aulas vacías, con las ventanas clausuradas porque los chicos se dedicaban a tirarles piedras.
—Entonces es ahí —exclamó Ben—. Tiene que ser.
—Eso parece —admitió Matt, que en ese momento daba la impresión de estar muy cansado*—. Pero suena demasiado simple. Demasiado transparente.
—Tiza azul —murmuró Jimmy, con, la mirada perdida a lo lejos.
—No lo sé —suspiró Matt—. Realmente no lo sé...
Jimmy abrió su maletín negro y sacó un frasquito de pildoras.
—Tómese dos con agua, ahora mismo.
—No —protestó Matt—. Hay demasiado que hacer. Demasiado...
—Demasiado para que corramos el riesgo de quedarnos sin ti —dijo Ben con firmeza—. SÍ ya no tenemos al padre Callahan, ahora el más importante de nosotros eres tú. Haz lo que dice Jimmy.
Mark trajo un vaso de agua del cuarto de baño, y Matt obedeció de mala gana.
Eran las diez y cuarto.
Se hizo el silencio en la habitación. Ben pensó que Matt parecía muy viejo, muy gastado. Su pelo blanco estaba más ralo y más seco, y en unos pocos días su rostro aparentaba haber quedado marcado por las penurias de toda una vida. En cierto modo, pensaba Ben, era de esperar que cuando por fin llegaran problemas —y graves— a su vida asumieran esa tenebrosa forma onírica, fantástica, preparado como estaba por una existencia dedicada al trato con males simbólicos que cobraban vida por las noches, a la luz de una lámpara, para disiparse al amanecer.
—Me preocupa—comentó Jimmy, en voz baja.
—Creía que el ataque había sido leve —se asombró Ben—. Que en realidad no había sido siquiera un ataque cardíaco.
—Fue leve, pero la próxima no lo será. Será grave. Si este asunto no se resuelve pronto, acabará con su vida. —Suavemente, levantó la mano de Matt para tomarle el pulso—. Y eso sería una tragedia—concluyó.
Junto a la cama de Matt se turnaron para dormir y hacer la guardia. La noche pasó sin que Barlow apareciera. Estaba ocupado en otra parte.
26
La señorita Coogan leía un relato titulado «Traté de estrangular a nuestro hijo», en la revista Confesiones de la vida real, cuando por la puerta entró su primer cliente de la tarde/
Jamás se había visto una tarde tan muerta. Ruthie Crockett y sus amigos no habían venido siquiera a beberse una gaseosa —aunque claro que a esa gente uno no la echaba de menos—, y Loretta Starcher no había pasado a recoger el New York Times, que seguía pulcramente doblado bajo el mostrador. Loretta era la única persona en Salem's Lot que compraba regularmente el Times (parecía que hasta lo pronunciara en cursiva). Al día siguiente lo ponía en la sala de lectura.
El señor Labree tampoco había ido después de comer, aunque en realidad eso no era nada extraño. Labree era un viudo que tenía una gran casa cerca de la finca de los Griffen, y la señorita Coogan sabía perfectamente que no iba a comer a su casa. Cenaba hamburguesas y cerveza en la taberna de Dell. Si para las once no había vuelto (ya eran las once menos cuarto), la señorita Coogan sacaría la llave del cajón de la registradora y se encerraría con llave en el drugstore. No sería la primera vez, vaya Pero todos se verían en un lío si aparecía alguien ávido de emborracharse.
A veces la señorita Coogan echaba de menos la invasión que seguía a las sesiones de cine, antes de que hubieran demolido la vieja Sala Nórdica que estaba al otro lado de la calle: gente que le pedía helados con soda, batidos y leche malteada, parejitas que se tomaban de la mano y hablaban de los deberes escolares para el día siguiente. Por más que a veces se hiciera pesado, todo eso era sano. No eran chicas como Ruthie Crockett y su grupo, siempre riéndose como tontas y adelantando el busto, y con esos téjanos tan ajustados que marcaban la línea de las bragas... cuando las llevaban. Sus auténticos sentimientos hacia aquellos clientes de antaño (que, aunque la señorita Coogan lo hubiera olvidado, la irritaban tanto como los de ahora) estaban nublados por la nostalgia, de modo que cuando la puerta se abrió, levantó ansiosamente la cabeza como si esperara ver entrar a alguno de aquellos estudiantes de 1964 con su chica, dispuestos a pedirle un batido de chocolate con ración extra de avellanas.
Pero era un hombre, un adulto, alguien a quien la señorita Coogan conocía pero que no acababa de identificar. Mientras él acercaba su maleta al mostrador, algo en su manera de andar o en el porte de la cabeza le permitieron identificarlo.
—¡Padre Callahan! —exclamó con sorpresa.
Jamás le había visto sin ropas sacerdotales. Ahora vestía unos simples pantalones oscuros y una camisa de algodón azul como un obrero. .
De pronto, se sintió asustada. Su aspecto era pulcro y aseado, pero había algo en su expresión, algo que...
Súbitamente, la señorita Coogan recordó el día, veinte años atrás, que había regresado del hospital donde su madre acababa de morir de un derrame cerebral. Cuando ella se lo comunicó a su hermano, el aspecto de él era un poco como el que tenía el padre Callahan. Su rostro tenía algo de macilento y condenado, y los ojos miraban aturdidos y sin expresión. En la mirada había un ardor consumido, y en torno de la boca la piel aparecía roja e irritada, como si se hubiera afeitado con demasiada insistencia o hubiera pasado largo rato frotándose con una toalla.
—Quiero un billete de autobús —pidió.
Claro, pensó ella. Pobre hombre, alguien ha muerto y acaban de llamarle a la rectoría o como se llame.
—Muy bien —respondió—. ¿Adonde?
—¿Cuál es el primer autobús?
—¿Hacia dónde?
—Hacia cualquier parte —fue la respuesta, que echó por tierra su teoría.
—Bueno... no... a ver —confundida, la señorita Coogan recorrió torpemente el horario—. A las 11.10 hay uno a Portland, Boston, Hartford y Nueva Yo...
—Ése. ¿Cuánto?
—¿Por cuánto tiempo... quiero decir, hasta dónde? —Su confusión ya no tenía límites.
—Hasta el final —dijo él con indiferencia y sonrió.
La señorita Coogan no había visto jamás una sonrisa tan espantosa, y se estremeció. Si me toca, pensó, gritaré. Gritaré con toda mi alma.
—E—e—es decir, hasta la ciudad de Nueva York —tartamudeó—. Veintinueve dólares.
Con cierta dificultad, Callahan se sacó el billetero del bolsillo de atrás, y la señorita Coogan advirtió que tenía la mano derecha vendada. Puso ante ella un billete de veinte dólares y dos de uno, mientras ella derribaba un montón de billetes sin marcar, en su intento de coger uno. Cuando terminó de recogerlos, Gallaban había agregado cinco dólares más y varias monedas.
Ella llenó el billete tan deprisa como le fue posible, pero no había rapidez que fuera suficiente. Sentía la mirada muerta de él. Selló el billete y lo empujó sobre el mostrador, para no tener que tocarle la mano.
—Te tendrá que esperar fuera, padre Callahan. Dentro de cinco minutos tengo que cerrar. —Atropelladamente, amontonó en el cajón de la registradora monedas y billetes, sin hacer intento de contarlos,
—Perfectamente —asintió él, y se metió el billete en el bolsillo de la camisa. Sin mirarla, añadió—: Entonces Yahvé puso una marca a Caín para que nadie que le encontrase le matara. Y Caín se alejó de la presencia de Yahvé y se fue a vivir en el país de Nod, al oriente del Edén. Eso dice la Escritura, señorita Coogan. La escritura más cruel de la Biblia.
—¿De veras? —preguntó ella—. Pero me temo que tendrá que salir, padre Callahan. Yo... el señor Labree estará aquí dentro de un minuto y no le gusta... no le gusta que yo... que...
—Claro —asintió él y se dio la vuelta para irse. Pero se detuvo y se volvió a mirarla. La señorita Coogan se estremeció bajo aquella mirada—. Usted vive en Falmouth ¿no es verdad, señorita Coogan? —Sí...
—¿Viaja en su propio coche?
—Sí, sí claro... Tengo que insistir en que espere el autobús fuera de...
—Está noche váyase a casa sin demora, señorita Coogan. Asegure todas las puertas de su coche y no se detenga a recoger a nadie. No se detenga aunque sea alguien a quien usted conoce. —Yo jamás subo en mi coche a autostopistas —declaró virtuosamente la señorita Coogan.
—Y cuando llegue a su casa, no vuelva a Salem's Lot —prosiguió Callahan—. Ahora las cosas andan mal en Solar.
—No sé a qué se refiere —balbuceó ella—, pero tendrá que salir fuera a esperar el autobús. —Sí, está bien. Callahan salió.
Súbitamente, la señorita Coogan adquirió conciencia de lo silencioso que estaba el drugstore, de lo impresionante de ese silencio. ¿Sería posible que nadie hubiera entrado desde el anochecer, excepto el padre Callahan? Pues vaya si lo era. Nadie, en absoluto.
«Ahora las cosas andan mal en Solar.»
La señorita Coogan empezó a recorrer el local, apagando las luces.
27
En Solar, la oscuridad era total.
A las doce menos diez, a Charlie Rhodes le despertó un bocinazo prolongado. Se incorporó en su cama.
¡Su autobús!
Inmediatamente pensó: ¡Malditos mocosos!
Los chicos habían tratado otras veces de hacerle cosas así. Bien los conocía él a esos pequeños miserables. Una vez le habían desinflado los neumáticos, y aunque él no vio quién lo hacía, vaya si lo sabía. Había ido a ver a ese maldito subdirector para acusar a Mike Philbrook y Audie James. Él sabía que eran ellos... ¿acaso hacía falta verlos?
«¿Está usted seguro de que fueron ellos, Rhodes?»
«¿No se lo he dicho ya, acaso?»
Y a ese idiota no le había quedado otro remedio, había tenido que castigarlos. Después, una semana más tarde, el infeliz lo había llamado a su despacho.
«Rhodes, hoy castigamos a Andy Garvey.»
«¿Aja? No me sorprende. ¿Qué hizo?»
«Bot Thomas lo sorprendió mientras estaba desinflando los neumáticos de su autobús»
Y había clavado en Charlie Rhodes una larga y fría mirada apreciativa.
Bueno, y si había sido Garvey en vez de Philbrook y James, ¿qué? Todos andaban juntos, todos eran unos gamberros, todos se merecían que les aplastaran los sesos.
Y ahora le llegaba desde fuera el lamento enloquecedor del claxon, agotando su batería: HOONK, HOONK, HOOOONK...
—Hijos de mala madre —masculló mientras se levantaba de la cama.
Se enfundó los pantalones sin encender la luz. Si encendía la luz los muy cabroncetes escaparían.
En otra ocasión, alguien le había puesto una bosta de vaca en el asiento del conductor, y bastante idea tenía él de quién lo había hecho. Se podía leer en sus ojos. Eso lo había aprendido durante la guerra. Y el asunto de la bosta de vaca lo había arreglado a su manera. Durante tres días, a más de seis kilómetros del pueblo, hizo apearse de su autobús a aquel pequeño bastardo. Finalmente, el niño se le acercó llorando.
«Yo no hice nada, señor Rhodes. ¿Por qué me echa del autobús?»
«¿A llenarme el asiento de bosta le llamas nada?»
«Pero si no fui yo. Por Dios que no fui yo.»
Bueno, pero es que había que saber tratarlos. Eran capaces de mentir a su propia madre con una sonrisa en los labios, y probablemente lo hacían. Durante dos noches más siguió haciendo apearse al chico, y por Dios que al final confesó. Charlie lo echó una vez más —por si las moscas, digamos— y fue entonces cuando Dave Felsen, el de la gasolinera, le dijo que mejor que se quedara tranquilo.
H o o o o o o NK...
Se puso la camisa y al pasar recogió la vieja raqueta de tenis que tenía en un rincón. ¡A ver si esa noche acababa rompiéndola en algún trasero!
Salió por la puerta de atrás y rodeó la casa, hasta el lugar donde aparcaba el autobús amarillo. Se sentía decidido. Eso era infiltración, lo mismo que en el ejército.
Se detuvo detrás de una mata de adelfas para mirar el autobús. Sí, los veía, un montón de chiquillos, como sombras oscuras tras los cristales. Sintió la vieja furia, el odio a los niños como un hielo ardiente, y su mano apretó el mango de la raqueta hasta que ésta empezó a vibrar. Ahí estaban asomados a... seis, siete, ocho, ¡ocho ventanas de su autobús!
Se deslizó por detrás del vehículo hasta la puerta por donde subían los pasajeros. La encontró abierta y, súbitamente, trepó de un salto los escalones.
—¡Muy bien! ¡Quedaos donde estáis, gamberros! Tú deja ese maldito claxon o te...
El chico sentado en el asiento del conductor se volvió y le dirigió una sonrisa extraviada. Charlie sintió que se le revolvían las tripas. Era Richie Boddin, y estaba blanco, tan blanco como una sábana, excepto los carbones negros que eran sus ojos, y los labios de un rojo rubí. Y sus dientes...
Charlie Rhodes miraba por el pasillo.
¿No era ése Mike Philbrook? ¿Y Audie James? Dios todopoderoso, ¡hasta los muchachos de Griffen estaban allí! Hal y Jack, sentados al fondo, con el pelo lleno de heno. Pero /$* ellos no viajan en mi autobús! Mary Kate Greigson y Brent Tenney, sentados uno junto a otro, ella en camisón, él con téjanos y una camisa de franela puesta del revés, y además con la parte de la espalda hacia delante.
Y Danny Glick. Pero... oh, Cristo... si estaba muerto; ¡hacía semanas que había muerto!
—Un momento, chicos... —murmuró, con los labios entumecidos.
La raqueta de tenis se le cayó de la mano. Se oyó una especie de resuello y un golpe sordo mientras Richie Boddin, sin dejar de sonreír como un poseso, accionaba la palanca de cerrar la puerta plegable. Y ahora se estaban levantando de los asientos, todos.
—No —les dijo, intentando sonreír—. Chicos... no comprendéis. Soy yo. Soy Charlie Rhodes. Soy... no...
Les sonreía con una mueca, extendiendo las manos como si quisiera demostrarles que no eran más que las manos sin culpa del viejo Charlie Rodes, y fue retrocediendo hasta chocar contra el amplio cristal del parabrisas.
—No—susurró.
Siguieron avanzando, sonrientes.
—No, por favor...
Y cayeron sobre él.
28
Ann Norton murió en el corto trayecto en ascensor desde la planta baja al primer piso del hospital. Se estremeció, y un hilillo de sangre se le escurrió por la comisura de la boca.
—Bueno —comentó uno de los asistente. Ya podemos desconectar la sirena.
29
Eva Miller había estado soñando.
Era un sueño raro, sin ser exactamente una pesadilla. El incendio de 1951 bramaba bajo un cielo despiadado que iba virando desde el azul pálido del horizonte a un blanco cruel y ardiente sobre sus cabezas. Desde ese tazón invertido, el sol ardía furiosamente, como una reluciente moneda de cobre. El olor acre del humo lo invadía todo; todas las actividades se habían interrumpido y la gente estaba inmóvil en las calles, mirando hacia el sudoeste, hacia los pantanos, y hacia el noroeste, hacia los bosques. Durante toda la mañana el humo había estado en el aire, pero ahora, a la una de la tarde, se podía ver cómo las brillantes arterias del fuego danzaban entre el follaje, más allá de los campos de los Griffen. La brisa que había ayudado a las llamas a saltar una barrera traía ahora una precipitación de cenizas blancas sobre el pueblo, como nieve de verano.
Ralph vivía, y había salido a ver si podían salvar el aserradero. Pero en el sueño todo estaba mezclado, porque Ed Craig estaba con ella, aunque Eva no había conocido siquiera a Ed hasta el otoño de 1954.
Ella estaba mirando el fuego desde la ventana de su dormitorio en el piso de arriba, y estaba desnuda. Unas manos la tocaron desde atrás, ásperas y morenas sobre la blancura tersa de las caderas, y Eva supo que era Ed, aunque en el cristal no se viera la sombra de su reflejo.
Ed, quería decirle. Ahora no. Es demasiado pronto. Nos faltan casi nueve años.
Pero las manos de él eran insistentes: le recorrían el vientre, un dedo jugueteó con el ombligo, después ambas manos se deslizaron hacia arriba hasta apoderarse de sus pechos con lasciva osadía.
Eva intentaba decirle que estaban en la ventana, que cualquiera que estuviera en la calle podía mirar por encima del hombro y verlos, pero las palabras se negaban a salir, y después sintió los labios de él en el brazo, en el hombro, hasta posarse con insistencia, lujuriosos, en su cuello. Eva sintió la presión de los dientes y cómo él la mordía, la mordía y chupaba, absorbiéndole la sangre, mientras ella de nuevo intentaba protestan No me dejes marcas que Ralph se dará cuenta...
Pero protestar se le hacía imposible; además, ya no quería protestar. A Eva ya no le importaba que alguien pudiera mirar y verlos.
Sus ojos se dirigieron soñolientos hacia el fuego, mientras los labios y los dientes de Ed seguían chupándole el cuello, y Eva vio que el humo era muy negro, tanto como la noche, que oscurecía ese cielo ardiente y metálico, convirtiendo el día en noche.
Y después se hizo la noche y el pueblo desapareció, pero el fuego seguía crepitando en la oscuridad, pasando por formas fascinantes, calidoscópicas, hasta que le pareció que dibujaba un rostro con sangre, un rostro que tenía nariz de halcón, ojos ardientes y hundidos, labios gruesos y sensuales ocultos en parte por un espeso bigote, y el pelo peinado hacia atrás como el de un músico, descubriendo la frente.
—El aparador de estilo gales —dijo una voz distante, y Eva supo que era la de él—. El que está en el ático. Creo que ése nos irá muy bien. Y después arreglaremos lo de las escaleras. Hay que estar preparados.
La voz se desvaneció. Las llamas se desvanecieron.
Sólo quedó la oscuridad, y Eva en medio de ella, soñando o empezando a soñar. Pensó oscuramente que sería un sueño dulce y largo, pero amargo y sin luz bajo la superficie, como las aguas del Letea
Otra voz, pero ésta era la de Ed.
—Vamos cariño. Levántate. Tenemos que hacer lo que él dice.
—¿Ed? ¿Ed?
Su rostro parecía flotar sobre el de ella, no dibujado en el fuego sino terriblemente pálido, extrañamente vacío. Sin embargo, Eva le amaba más que nunca. Se moría de ganas de que él la besara.
—Vamos, Eva.
—¿Es un sueño, Ed?
—No... un sueño no.
Por un momento ella se sintió asustada, pero después ya no hubo miedo, sino comprensión. Y con la comprensión vino el hambre.
Cuando miró el espejo no vio allí más que el reflejo de su dormitorio, silencioso y vacío. La puerta del ático estaba cerrada con llave, y la llave estaba en el cajón de abajo de la cómoda, pero no importaba. Ya no tenían necesidad de llaves.
Como sombras, se deslizaron a través de la puerta.
30
A las tres de la madrugada, la circulación de la sangre se enlentece y el sueño es pesado. El alma duerme, en feliz ignorancia de la hora, o bien mira en torno de ella con absoluta desesperación. No hay términos medios. A las tres de la mañana, a esa vieja puta que es el mundo se le han descascarado los colores alegres, y se ve que le falta la nariz y que tiene un ojo de cristal. La alegría se ahueca y se resquebraja, como en el castillo de Poe, cercado por la Muerte Roja. El horror se diluye en el aburrimiento. El amor es un sueño.
Parkins Gillespie se levantó del escritorio y fue a buscar la cafetera; tenía el aspecto de un mono delgadísimo, que acabara de sufrir una enfermedad devastadora. Tras él quedaban extendidos los naipes de un solitario. Parkins había oído varios alaridos en la noche, el sonido palpitante de un claxon, y en una ocasión ruido de pies que corrían. No se había asomado a investigar nada de eso. Su rostro enjuto y rígido se veía acosado por las cosas que su intuición le decía que estaban pasando allí fuera. Llevaba al cuello una cruz, una medalla de san Cristóbal y el signo de la paz. No sabía exactamente por qué se los había puesto, pero de alguna manera consolaban. Estaba pensando que si conseguía pasar esa noche, por la mañana se iría muy lejos, dejando su placa en el estante, junto al llavero.
Mabel Werts estaba sentada a la mesa de la cocina; tenía delante una taza de café frío, por primera vez en años había corrido las cortinas, y no había sacado del estuche los binoculares. Por primera vez en sesenta años no quería ver ni oír nada. La noche estaba llena de un chismorreo mortal que Mabel no quería escuchar.
Bill Norton iba camino del hospital de Cumberland, tras haber recibido una llamada (que había sido hecha mientras su mujer aún vivía). Tenía una expresión pétrea e inmóvil. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente bajo una lluvia que a cada instante se hacía más intensa. Bill trataba de no pensar en nada.
En el pueblo también había personas que dormían o velaban, pero indemnes, la mayoría personas solas, sin familiares ni amigos íntimos en el pueblo. Muchos de ellos no se habían dado cuenta de que estuviera sucediendo nada.
Los que velaban, sin embargo, estaban con todas las luces encendidas, y cualquiera que pasara por el pueblo (y eran muchos los coches que pasaban en dirección a Portland o los pueblos del Sur) se extrañaría ante ese pueblecito, tan semejante a los otros que aparecían en la carretera, con su extraño espectáculo de viviendas completamente iluminadas. Tal vez el conductor habría disminuido la marcha para comprobar si había algún incendio, o accidente, y luego volvería a acelerar sin pensar más en el asunto.
Y he aquí lo peculiar de entre los que velaban en Salem's Lot, ninguno sabía la verdad. Tal vez un puñado de ellos la sospechara, pero incluso esas sospechas eran vagas e informes. Y sin embargo, todos se habían dirigido sin vacilar a los cajones de sus escritorios, a los baúles guardados en el ático o a los joyeros en la cómoda del dormitorio, en busca de cualquier símbolo religioso que pudieran poseer. Y lo hacían sin pensarlo, de la misma manera que un hombre que viaja solo en su coche durante una gran distancia va canturreando sin darse cuenta de que lo hace. Lentamente iban andando de habitación en habitación, como si sus cuerpos se hubieran vuelto frágiles y cristalinos, e iban encendiendo todas las luces y jamás miraban por las ventanas.
Eso, sobre todo: no miraban por las ventanas.
Por más que hubiera ruidos o terribles temores, por más espantoso que fuera lo desconocido, había algo todavía peor: mirar cara a cara a la Gorgona.
31
El ruido se adentró en su sueño como un clavo que se va insertando en el corazón del roble, con exquisita lentitud, fibra por fibra. Al principio, Reggie Sawyer pensó que soñaba con algo de carpintería y su cerebro, desde la penumbrosa frontera entre sueño y vigilia, colaboró enviándole un lento fragmento de recuerdo de cuando él y su padre clavaban las tablas de la cabaña que habían levantado en Bryant Pond en 1960.
El sueño fue desembocando en la nebulosa idea de que no estaba soñando, sino oyendo los golpes de un martillo. Después vino la desorientación y Reggie se encontró despierto y advirtió que los golpes seguían sonando en la puerta principal, que alguien descargaba el puño sobre la madera con la regularidad de un metrónomo.
Sus ojos se dirigieron primero hacia Bonnie, que yacía a su lado, cubierto por las mantas. Después fueron hacia el reloj: las cuatro y cuarto.
Se levantó, salió silenciosamente del dormitorio y cerró la puerta. Encendió la luz del vestíbulo, echó a andar hacia la puerta y de pronto se detuvo. Vaciló.
Sawyer miró la puerta de su casa. Nadie llamaba a las cuatro y cuarto. Si alguien de la familia moría, lo comunicaban por teléfono, no venían a golpear a la puerta.
En 1968, Reggie había pasado siete meses en Vietnam. Aquél fue un año muy duro para los norteamericanos en Vietnam, y él sabía lo que era el combate. En aquellos días, despertarse era algo tan instantáneo como chascar los dedos o encender una lámpara; en un momento uno era una piedra, al minuto siguiente estaba alerta en la oscuridad. Reggie había perdido ese hábito tan pronto regresó a territorio estadounidense, y se enorgullecía de eso, aunque nunca lo hubiera dicho. Él no era una máquina, demonios.
Oprímase el botón A y Johnny se despierta, oprímase el botón B y Johnny mata unos cuantos amarillos.
Pero ahora, de manera inesperada, la incertidumbre y la pesadez algodonosa del sueño se habían desprendido de él corno se desprende la piel de una víbora, y Reggie parpadeó, alerta.
Había alguien ahí fuera. Sería Bryant, probablemente, lleno de alcohol y dispuesto a vencer o morir por la bella prisionera.
Reggie fue hacia la sala y, se dirigió al armero que pendía sobre la falsa chimenea. No encendió la luz; a tientas, conocía perfectamente bien ese camino. Bajó la escopeta, la abrió, y la luz del vestíbulo arrojó un opaco resplandor sobre el bronce de los cañones. Volvió a la arcada que comunicaba con el vestíbulo y se detuvo. Los golpes seguían, monótonos, con regularidad, pero sin ritmo.
—Entre —invitó Reggie Sawyer.
Los golpes se detuvieron.
Se produjo uña larga pausa y después el picaporte giró lentamente, hasta que por fin terminó su recorrido. Cuando la puerta se abrió, ahí estaba Corey Bryant.
Reggie sintió que se le detenía el corazón. Bryant seguía vestido con la misma ropa que llevaba la noche que Reggie lo había echado a la calle, sólo que ahora las prendas estaban desgarradas y manchadas de barro. Tenía hojas pegadas a la camisa y los pantalones. Un trozo de tierra que k cruzaba la frente destacaba más su palidez.
—No te muevas —ordenó Reggie mientras levantaba la escopeta y le quitaba el seguro—, esta vez está cargada.
Pero Corey Bryant siguió avanzando, con sus ojos opacos clavados en el rostro de Reggie con una expresión mucho peor que el odio. Tenía los zapatos embadurnados de barro, que la lluvia había convertido en una especie de cola negruzca, y mientras caminaba iba salpicando el suelo del vestíbulo. En su andar había algo inexorable y despiadado, algo que daba la impresión de una fría y despiadada falta de misericordia. Los tacones embarrados seguían resonando. No habría orden capaz de detenerlos, ni ruego que pudiera persuadirlos.
—Si das un paso más te vuelo la cabeza —lo amenazó Reggie, atónito.
Ese tipo estaba más que borracho, estaba totalmente loco. Reggie advirtió con súbita claridad que tendría que disparar.
—Detente —volvió a decir, esta vez como quien no quiere la cosa.
Corey Bryant no se detuvo. Tenía los ojos fijos en la cara de Reggie, con la avidez mortal y chispeante de un animal embalsamado. Sus tacones seguían resonando con solemnidad.
A sus espaldas, oyó gritar a Bonnie.
—Vete al dormitorio —dijo Reggie, y retrocedió hacia el vestíbulo para interponerse entre ambos.
Ahora, Bryant no estaba a más de dos pasos de distancia. Una mano, blanca y floja, se tendió para aferrar los dos cañones de la escopeta.
Reggie apretó los dos disparadores.
En el estrecho vestíbulo, el estampido sonó como un trueno. De los dos cañones asomaron durante un momento lenguas de fuego. El olor intenso de la pólvora quemada inundó el aire. Se oyó un nuevo y agudo grito de Bonnie. La camisa de Corey se ennegreció y se hizo trizas, desintegrada más que perforada. Pero al abrirse, destrozados los botones, reveló, increíblemente intacta, la blancura de pescado del pecho y el abdomen de Corey. Los ojos espantados de Reggie recibieron la impresión de que esa carne no era carne en realidad, sino algo tan insustancial como una cortina de gasa.
Después vio que le arrebataba el arma como si las suyas fueran las manos de un niño. Sintió que le levantaba y le arrojaba contra la pared con una fuerza sobrehumana. Las piernas se negaron a sostenerle y Reggie se desplomó, aturdido.
Bryant pasó junto a él, hacia Bonnie, que se estremecía bajo la arcada, pero sin apartar los ojos del rostro de Corey. Reggie pudo leer la excitación en sus ojos.
Corey le miró por encima del hombro y esbozó una sonrisa que era una mueca vacía, como las que dedican a los turistas las calaveras de los animales muertos en el desierto. Bonnie le esperaba con los brazos abiertos. Los dos se estremecieron. Parecía que,
sobre el rostro de ella, el terror y la lujuria alternaran como las sombras y la luz del sol al paso de las nubes.
—Cariño... —gimió Bonnie.
Reggie vociferaba.
32
Llegamos a Hartford —anunció el conductor del autobús.
A través de la ventanilla, Callahan miró ese lugar desconocido, más desconocido aún bajo la primera luz incierta de la mañana. En Solar ahora debían de estar regresando a sus madrigueras.
—Gracias.
—Hacemos una parada de veinte minutos. Pueden bajar a comprarse un bocadillo o lo que sea.
Callahan sacó torpemente del bolsillo el billetero, que estuvo a punto de caérsele de la mano vendada. Lo raro era que la quemadura ya no le dolía mucho; sólo sentía la mano entumecida. Habría sido mejor el dolor. El dolor por lo menos era real. En la boca seguía sintiendo el sabor de la muerte, soso y arenoso como una manzana pasada. ¿Y eso era todo? Sí, y era suficiente.
Le tendió un billete de veinte dólares.
—¿Puede traerme una botella de whisky.
—Señor, las reglas...
—Y quedarse con la vuelta, claro.
—Oiga, no quiero que nadie se emborrache en mi autobús. Dentro de dos horas estaremos en Nueva York, y ahí podrá comprar usted lo que quiera.
Creo que te equivocas, amigo, pensó Callahan. Volvió a mirar su billetero para ver cuanto tenía. Uno de diez, dos de cinco y uno de uno. Sumó el billete de diez a los veinte y volvió a extender su mano vendada.
—Una de medio litro está bien —repitió—. Y puede quedarse con la vuelta.
La mirada del conductor se dirigió de los treinta dólares a aquellos sombríos ojos hundidos y tuvo la impresión de estar hablando con una calavera viviente, una calavera que por algún motivo ya no sabía sonreír.
—¿Treinta dólares por medio litro de whisky? Oiga, usted está loco. —Pero cogió el dinero, fue hasta la puerta del autobús y allí se dio vuelta—. Pero tenga cuidado. No quiero que nadie se emborrache en mi autobús.
Callahan hizo un gesto de asentimiento, como un niño pequeño que se ha ganado una reprimenda.
El conductor le miró por un momento más, y luego descendió.
Whisky barato, pensó Callahan. Algo que queme la lengua y haga arder la garganta. Que haga desaparecer ese regusto dulzón y blando, o por lo menos que lo atenúe hasta que encuentre un lugar donde pueda empezar a beber en serio. A beber y beber y beber.
Pensó entonces que podría derrumbarse y echar a llorar. Pero no le quedaban lágrimas. Se sentía seco, y totalmente vacío. Lo único que quedaba era ese regusto.
Date prisa conductor.
Siguió mirando por la ventanilla. Al otro lado de la calle había un adolescente, sentado en los escalones de un porche, con la cabeza apoyada en los brazos. Callahan lo contempló hasta que el autobús volvió a partir, pero el muchacho no se movió.
33
Ben ascendió a la superficie de la vigilia cuando una mano le tocó el brazo.
—Hola —le susurró Mark al oído.
Ben abrió los ojos, parpadeó un par de veces y miró hacia el mundo a través de la ventana. La aurora había llegado furtivamente, en medio de una insistente lluvia otoñal Los árboles que rodeaban el pabellón situado en el lado norte del hospital estaban ya semidesnudos, y las ramas negras se dibujaban contra el gris del cielo como las gigantescas letras de un alfabeto desconocido. La carretera 30, que al salir del pueblo describía una curva hacia el este, estaba brillante como la piel de una foca, y un coche que pasaba con las luces traseras todavía encendidas dejó un maligno reflejo rojo sobre el asfalto.
Ben se levantó y miró alrededor. Matt dormía con un ritmo respiratorio regular, aunque superficial. Jimmy también estaba dormido, tendido en el único diván de la habitación. Al ver en las mejillas de éste la barba de tres días, que le daba un aspecto no muy propio de un médico, Ben se pasó la mano por la cara. Raspaba.
—Es hora de salir, ¿no? —preguntó Mark.
Ben asintió con la cabeza. Por su mente pasó la visión del día que se abría ante ellos y que podría traerles muchas cosas desagradables, y sintió deseos de evitarlo. La única manera de cumplir con lo que debían hacer sería no pensar en nada con más de diez minutos de antelación. Miró a Mark y vio en su rostro una ansiedad terrible.
Se levantó y fue a despertar a Jimmy.
Jimmy refunfuñó, debatiéndose en su diván como un nadador que regresa de aguas muy profundas. La cara se le contrajo, los párpados aletearon y, al abrirse, los ojos reflejaron por un momento un terror inenarrable. Miró a ambos, sin reconocerlos.
—Ah... Era un sueño —balbuceó.
Mark hizo un gesto comprensivo.
—El día —murmuró Jimmy.
Se levantó, fue hacia la cama de Matt y le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
—¿Está bien? —preguntó Ben.
—Me parece que está mejor que anoche —respondió Jimmy—. Ben, quiero que salgamos los tres en el ascensor de servicio, por si anoche alguien se fijó en Mark. Cuanto menos nos arriesguemos, mejor.
—¿No le pasará nada al señor Burke por quedarse solo? —preguntó Mark,
—Creo que no —contestó Ben—. Tendremos que confiar en que se las arregle por su cuenta. Nada le gustaría más a Barlow que mantenernos inmovilizados un día más.
Salieron de puntillas al corredor y se dirigieron al ascensor de servicio. A esa hora comenzaba el movimiento en la cocina. Una de las cocineras saludó con la mano a Jimmy.
—Hola, doctor.
Nadie más les dirigió la palabra.
—¿Dónde vamos primero? —preguntó Jimmy—. ¿Al colegio de Brock Street?
—No —decidió Ben—. Eso lo haremos por la tarde, ahora habrá demasiada gente allí. Mark, ¿salen temprano los más pequeños?
—A las dos de la tarde.
—Entonces tendremos bastantes horas de luz. Vamos primero a casa de Mark, a preparar estacas.
34
A medida que iban acercándose a Solar, en el Buick de Jimmy fue condensándose una nube de terror casi palpable, y la conversación languideció. Cuando Jimmy salió de la carretera al llegar al gran cartel luminoso que anunciaba CARRETERA 12 JERUSALEM'S LOT condado de CUMBERLAND, Ben recordó que por ese camino habían regresado él y Susan la primera noche que salieron juntos, cuando ella había querido ver una película de persecuciones en automóvil.
—Qué mal está esto —comentó Jimmy, cuyo rostro infantil estaba pálido y reflejaba cólera y miedo—. Por Dios, si es algo que casi se huele.
Y vaya si se huele, pensó Ben aunque el olor era más mental que físico, una especie de emanación psíquica de las tumbas.
La carretera 12 estaba casi desierta. Por el camino pasaron junto al pequeño camión de reparto de leche de Win Purimon, abandonado allí. Jimmy le dirigió una mirada interrogante, pero Ben sacudió la cabeza.
—Ahí no está.
Jimmy se golpeó la pierna con el puño.
Pero mientras entraban en el pueblo, Jimmy exclamó con una absurda sensación de alivio:
—¡Mirad, el bar de Crossen está abierto!
Y así era. Milt estaba fuera, cubriendo con un plástico sus estantes de periódicos, y junto a él, enfundado en un impermeable amarillo, se veía a Lester Silvius.
—Pero no veo a ninguno de los demás —comentó Ben.
Milt les saludó con la mano, y a Ben le pareció distinguir una expresión tensa en el rostro de los dos hombres. En la funeraria de Foreman seguía el cartel de «Cerrado». También la ferretería estaba cerrada, y la tienda de Spencer, con las cortinas bajadas. El restaurante seguía abierto, y después de haber pasado frente a él, Jimmy arrimó su Buick a la acera, delante de la nueva tienda. Por encima del escaparate unas sencillas letras doradas seguían anunciando: «Barlow y Straker Antigüedades.» Y pegado a la puerta, como había dicho Callahan, un letrero escrito a mano con la pulcra caligrafía que todos reconocieron, la misma de la nota que habían leído el día anterior: «Cerrado hasta nuevo aviso.»
—¿Por qué te detienes aquí? —preguntó Mark.
—Por si estuviera escondido ahí dentro —dijo Jimmy—. Es algo tan obvio que tal vez haya pensado que no lo tendríamos en cuenta. Y creo que a veces los aduaneros ponen una marca en los cajones que han revisado, con tiza.
Dieron la vuelta hacia la parte trasera de la tienda y, mientras Ben y Mark se encorvaban para protegerse de la lluvia, Jimmy, cubriéndose el brazo con su impermeable, rompió el cristal de la puerta.
Dentro, el aire era pestilente y rancio, como si aquello hubiera estado cerrado desde hacía siglos, no unos pocos días. Ben asomó la cabeza por la puerta que daba a la tienda, pero allí no había lugar donde esconderse.
—¡Venid aquí! —llamó Jimmy con voz ronca, y Ben sintió que el corazón le daba un vuelco.
Jimmy y Mark estaban junto a un largo cajón de tablas que Jimmy había abierto parcialmente con el extremo hendido del martillo que llevaba. Dentro se distinguía una mano pálida y una manga oscura.
Sin vacilar, Ben se abalanzó sobre el cajón, mientras Jimmy seguía utilizando el martillo en el extremo opuesto.
—Ben —le advirtió—, vas a hacerte daño en las manos.
Ben no le oía. Rompía a puñetazos las tablas del cajón y las arrancaba sin pensar en clavos ni en astillas. Ahí estaba, ahí tenían a ese ser siniestro y resbaladizo, y ahora podría hundirle la estaca en el corazón de la misma manera que se la había clavado a Susan, ahora... Pero de repente, se encontró mirando la palidez del rostro de Mike Ryerson.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jimmy.
—Lo mejor será ir a casa de Mark —reiteró Ben, en cuya voz vibraba la decepción—. Ya sabemos dónde está, y aún no tenemos ninguna estaca.
Descuidadamente, volvieron a poner en su lugar los trozos de madera astillada.
—Deja que te examine las manos, están sangrando —dijo Jimmy.
—Más tarde. Vamos.
Volvieron a rodear el edificio, embargados todos por la inexpresada alegría de estar otra vez al aire libre. Jimmy avanzó por Jointner Avenue y se introdujo en la zona residencial del pueblo, un poco más allá del pequeño centro comercial. Llegaron a la casa de Mark en menos tiempo del que hubieran deseado.
El viejo sedán del padre Callahan seguía aparcado en el camino de entrada. Al verlo, Mark palideció y miró hacia otro lado.
—No puedo entrar ahí —balbuceó—. Lo siento, pero esperaré en el coche.
—No tienes por qué disculparte, Mark —le tranquilizó Jimmy.
Aparcó y bajaron del coche. Ben titubeó un momento antes de apoyar la mano en el hombro de Mark.
—¿Seguro que estarás bien?
—Seguro —afirmó el chico, pero no tenía buen aspecto. Le temblaba el mentón, y en sus ojos asomaba una mirada vacía. De pronto se volvió hacia Ben y sus ojos volvieron a adquirir expresión, una expresión de dolor, anegados en lágrimas—. Cubridlos, ¿queréis? Si están muertos, cubridlos. —Claro que sí —prometió Ben.
—Es mejor así —susurró Mark—. Mi padre... habría sido un buen vampiro. Tal vez tan bueno como Barlow, con el tiempo. Era... muy eficiente en todo lo que hacía. Demasiado eficiente, tal vez.
—Trata de no pensar demasiado —le dijo Ben, y sintió que despreciaba aquellas inútiles palabras.
Mark levantó la vista y le miró, sonriendo débilmente.
—La leña está en el patio de atrás —les dijo—. Iréis más deprisa si usáis la sierra de mi padre, que está en el sótano.
—Está bien —asintió Ben—. Estáte tranquilo, Mark. Lo más tranquilo que puedas.
El y Jimmy subieron y entraron en la casa.
35
—Callahan no está aquí —dijo Jimmy después de haber recorrido toda la casa.
—Barlow debe de haberlo vencido —se obligó a decir Ben.
Miró la cruz destrozada que tenía en la mano, la que el día anterior pendía del cuello de Callahan. No habían encontrado ningún otro rastro de él; la cruz yacía junto a los Petrie, que estaban indudablemente muertos. Les habían golpeado las cabezas, una contra otra, con tanta fuerza que les habían partido el cráneo. Ben recordó la fuerza antinatural que había exhibido la señora Glick, y tragó saliva.
—Vamos —le dijo a Jimmy—. Tengo que cubrirlos, lo prometí.
36
Retiraron la funda que protegía del polvo el diván de la sala y con eso los cubrieron. Ben procuraba no mirar ni pensar en lo que estaban haciendo, pero le resultaba imposible. Terminada la tarea, una mano —cuyas uñas cuidadas y esmaltadas proclamaban que era de June Petrie— siguió asomando por debajo del alegre estampado de tela, y Ben la empujó hacia adentro con la punta del pie, con el rostro desencajado. Bajo la funda, la forma de los cuerpos le hizo pensar en las fotos de Vietnam, los muertos en el campo de batalla, los soldados que transportaban horrendas cargas ocultas en sacos de goma negra que tenían un parecido absurdo con las bolsas donde se llevan los palos de golf. Después bajaron, cada uno con una brazada de leña de fresno.
El sótano había sido el dominio de Henry Petrie, y reflejaba a la perfección su personalidad. Había tres luces de gran intensidad, y cada una de ellas contaba con una pantalla móvil para que la luz cayera sobre su cepillo mecánico, la sierra, el torno o la pulidora eléctrica. Ben advirtió que Petrie estaba construyendo una casa para los pájaros, que probablemente pensaba poner en el jardín de atrás al llegar la primavera, y el plano que había dibujado como guía para el trabajo estaba extendido, sujeto en los ángulos por pisapapeles de metal fabricados por él mismo. Su trabajo era competente, pero no imaginativo, y lo que estaba haciendo jamás quedaría terminado.
—Con esto no vamos a ninguna parte —dijo Jimmy.
—Sí, lo sé.
—La pila de leña —resopló Jimmy, mientras dejaba caer estrepitosamente la leña que llevaba en los brazos.
Los leños empezaron a rodar en todas direcciones, mientras él dejaba escapar una risa histérica.
—Jimmy...
La risa prevaleció sobre el intento de hablar de Ben.
—Varaos a salir a acabar con eso valiéndonos de una pila de leños del patio de Henry Petrie. ¿Qué tal si lo hiciéramos con patas de sillas, o con bates de béisbol?
—Jimmy, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Jimmy le miró.
—Una especie de caza del tesoro —sugirió—. Contar cuarenta pasos hacia el norte en el campo de Charles Griffen, y después mirar bajo la gran piedra. Por Dios. Podemos irnos del pueblo, eso es lo que podemos hacer.
—Pero ¿tú quieres irte? ¿Es eso lo que quieres?
—No. Pero es que no va a ser solamente hoy, Ben. Pasarán semanas antes de que hayamos acabado con todos, si es que alguna vez lo conseguimos. ¿Te sientes capaz de soportarlo? ¿Te sientes capaz de repetir... de repetir mil veces lo que le hiciste a Susan?
¿De ahuyentarlos de sus armarios y agujeros, vociferando y retorciéndose, para hundirles una estaca que les atraviese el corazón? ¿Puedes seguir hasta noviembre sin enloquecer?
Ben lo pensó.
—No lo sé —respondió.
—Bueno, ¿y qué me dices del chico? ¿Te parece que él puede soportarlo? Acabará para el chaleco de fuerza. Y Matt se morirá, eso puedo garantizárselo. Además, ¿qué hacemos cuando la poli estatal empiece a husmear por todos lados para descubrir qué demonios es lo que sucedió en Salem's Lot? ¿Qué le decimos? ¿«Por favor, esperen un momento mientras acabo de clavarle la estaca a este vampiro»? ¿Qué dices a eso, Ben?
—¿Y qué demonios quieres que diga? ¿Quién cuernos ha tenido un minuto para detenerse a pensar las cosas?
Se dieron cuenta de que estaban frente a frente, las narices a escasos centímetros de distancia, gritándose el uno al otro.
—Eh —reaccionó Jimmy—. Eh, tranquilicémonos.
Ben bajó los ojos.
—Disculpa.
—No te preocupes. Estamos en una situación tensa... sin duda eso es exactamente lo que quiere Barlow. —Se pasó una mano por su mata de pelo color zanahoria y miró alrededor. Sus ojos se detuvieron sobre algo que había junto al plano dibujado por Henry Petrie: un lápiz blando y chato, de carpintero. Jimmy lo cogió.
—Tal vez la mejor manera sea ésta —murmuró.
—¿Cual?
—Tú te quedas aquí, Ben, y empiezas a preparar las estacas. Si nos vamos a meter en esto, tenemos que hacerlo científicamente. Tú serás el departamento de producción, y Mark y yo formaremos el de investigación. Recorreremos el pueblo en su busca. Y los encontraremos, de la misma manera que encontramos a Mike. Con este lápiz de carpintero marcaremos los lugares donde están. Entonces, mañana será el día de las estacas.
—Pero ¿no se cambiarán de lugar cuando vean las marcas?
—No lo creo. La señora Glick no daba la impresión de relacionar muy bien las cosas. Creo que se mueven más bien por instinto. Es posible que después de un tiempo empiecen a esconderse mejor, pero al principio la cosa será como pescar en una pecera.
—¿Por qué no voy yo?
—Porque yo conozco el pueblo, y en el pueblo me conocen... de la misma manera que conocían a mi padre. Hoy, la gente que queda viva en Solar estará escondida en su casa. Si tú llamas a la puerta, nadie te abrirá. Si llamo yo, es posible que me abran. Además yo conozco algunos de los lugares donde pueden ocultarse. Sé donde se esconden los borrachos en la zona de los pantanos Marshes, y hacia dónde se desvían los caminos de tierra. ¿Crees que podrás usar el torno y la sierra?
—Sí —asintió Ben.
Jimmy tenía razón. Sin embargo, el alivio que sintió Ben al no tener que salir a hacerles frente hizo que al mismo tiempo se sintiera culpable.
—Está bien. Adelante. Ya es más de mediodía.
Ben se dirigió al torno, pero se detuvo.
—Si esperas una media hora, tal vez puedas llevarte una docena de estacas.
Jimmy se detuvo y bajó los ojos.
—Humm... creo que mañana... mañana sería...
—Como quieras—asintió Ben—. Iros, entonces volved alrededor de las tres. A esa hora, la escuela estará suficientemente tranquila para que podamos ir a ver qué pasa allí.
—De acuerdo.
—Jimmy echó a andar hacia las escaleras. Algo, una idea no muy clara o una inspiración, le hizo volverse. Al otro lado del sótano vio a Ben, trabajando al resplandor deslumbrante de las tres luces ordenadamente dispuestas en hilera.
Ben detuvo el torno y le miró.
—¿Algo más?
—Sí —murmuró Jimmy—. Algo que tengo en la punta de la lengua, pero nada mas.
Ben arqueó las cejas.
—Cuando me di la vuelta desde la escalera y te vi, fue como si recordara algo...
—¿Importante?
—No lo sé. —Se quedó quieto un momento, restregando los pies en el suelo, esperando que volviera el recuerdo.
Tenía que ver con la imagen que presentaba Ben, de pie bajo esas luces, inclinado sobre el torno. Pero fue en vano. Cuando se pensaba en una cosa así, lo único que se conseguía era sentirla más distante.
Subió por las escaleras, pero se detuvo una vez más para mirar atrás. La imagen le sugería algo obsesivamente familiar, pero que se resistía a volver. Atravesó la cocina, salió y se dirigió al coche. La lluvia se había convertido en una ligera llovizna.
37
El automóvil de Roy McDougall estaba a la entrada del sector de casas prefabricadas, en Bend Road, y el hecho de verlo aparcado un día de trabajo hizo que Jimmy temiera lo peor.
Él y Mark descendieron del coche; Jimmy llevaba su maletín negro. Subieron por los escalones, y Jimmy pulsó el timbre. Como no funcionaba, llamó a la puerta de la casa. Sus golpes no despertaron a nadie, ni en casa de los McDougall ni en la siguiente, que estaba a unos veinte metros de distancia.
Jimmy trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada.
—En el coche tenemos un martillo —dijo.
Cuando Mark se lo trajo, Jimmy rompió el vidrio de la puerta, por encima del picaporte. Luego metió la mano para descorrer el cerrojo. La puerta interior no estaba cerrada. Ambos entraron.
El olor era inmediatamente definible, y Jimmy sintió que la nariz se le contraía, como intentando rechazarlo. Aunque no era tan intenso como el que había sentido en el sótano de los Marsten, era igualmente repugnante, un olor a muerte y podredumbre, hedor de humedad y descomposición. Jimmy recordó la época en que, de niños, él y sus compañeros solían salir en bicicleta, durante las vacaciones de primavera, a recoger los envases retornables de cerveza y gaseosas que iba dejando al descubierto el deshielo. En uno de los envases, una botella de naranja Crush, estaba el cuerpo de un ratón silvestre que, atraído por el aroma, se había metido dentro y no había podido salir. Una bocanada de aquel olor pútrido le había obligado a vomitar. Era un olor muy semejante al que ahora les envolvía, en el que una dulzura repugnante y una acidez nauseabunda se mezclaban en una fermentación infernal. Jimmy sintió que se le cerraba la garganta.
—Están aquí, en alguna parte —dijo Mark.
Lo recorrieron todo, sin dejar ningún armario por abrir. A Jimmy le pareció ver algo en el armario empotrado del dormitorio principal, pero no era más que un montón de ropa sucia.
—¿No hay sótano? —preguntó Mark.
—No, pero es posible que haya algún lugar que no se ve a primera vista.
Rodearon la casa y vieron una trampilla que daba a un espacio practicado entre los débiles cimientos de la casa. Estaba cerrada con un viejo candado, que cedió después de cinco buenos golpes de martillo. Cuando Jimmy abrió la trampilla, el olor los abofeteó como una ola.
—Están aquí —dijo Mark.
Al mirar dentro, Jimmy distinguió los pies, alineados como los de los cadáveres sobre un campo de batalla. Uno de ellos calzaba botas de trabajo, el otro un par de zapatillas, y el tercero, un par de pies muy pequeños por cierto, aparecía desnudo.
Qué escena de familia, pensó absurdamente Jimmy. Reader's Digest, ¿dónde estás cuando más falta haces? Le anegó una sensación de irrealidad. El bebé, pensó. ¿Cómo podremos hacer eso a un bebé?» Hizo una marca en la puerta con el lápiz de carpintero y volvió a recoger el candado roto.
—Espera —dijo Mark—. Sacaré fuera a uno de ellos.
—¿Sacar...? ¿Para qué?
—Tal vez la luz del sol acabe con ellos —dijo Mark—, y así nos ahorraremos recurrir a las estacas.
Jimmy asintió, esperanzado.
—Está bien. ¿Cuál?
—El bebé no —repuso Mark—. El hombre. Cógele de un pie.
—Bien —dijo Jimmy, que sentía la boca seca.
Mark se arrastró boca abajo, haciendo crujir con su peso las hojas secas que alfombraban el suelo, cogió una bota de Roy McDougall y empezó a tirar de ella. Jimmy, que también se había deslizado hacia adentro, raspándose la espalda contra el marco de la trampilla, le imitó, luchando contra la sensación de claustrofobia. Entre los dos consiguieron sacarlo a la luz del día, bajo la casi imperceptible llovizna.
La escena que siguió fue estremecedora. Roy McDougall empezó a revolverse apenas la luz cayó de lleno sobre él, como un hombre a quien molestan mientras duerme. De sus poros salía una especie de vapor húmedo, y parecía que la piel se le aflojaba y se volvía amarillenta. Bajo los parpados cerrados, los ojos giraban enloquecidos. Los pies daban lentas patadas, como en sueños, entre las hojas húmedas. Su labio superior se encogió y dejó ver los incisivos superiores, enormes y agudos como los de un pastor alemán. Los brazos se agitaban lentamente mientras las manos se cerraban y se abrían; una de ellas rozó la camisa de Mark, y el chico dio un salto atrás, con un grito de repugnancia.
Roy empezó a arrastrarse lentamente hacia la trampilla. Los brazos, las rodillas y la cara iban horadando surcos en la tierra blanda, humedecida por la lluvia. Jimmy observó que había iniciado una respiración dificultosa en el momento en que el cuerpo recibió la luz, pero se interrumpió tan pronto McDougall alcanzó la sombra. Lo mismo sucedió con la transpiración.
Una vez llegó al lugar de donde lo habían sacado, McDougall se dio la vuelta y se quedó inmóvil.
—Cierra —pidió Mark con voz estrangulada—. Por favor, cierra.
Jimmy cerró la trampilla y volvió a colocar el candado. La imagen del cuerpo de McDougall, debatiéndose como una víbora ofuscada entre la hojarasca, no se apartaba de su mente. Jimmy pensó que, aunque viviera cien años, jamás habría un momento en que ese recuerdo dejara de estar presente en su memoria.
38
Se quedaron de pie bajo la lluvia, mirándose en actitud temblorosa.
—¿La puerta siguiente?—preguntó Mark.
—Sí. Lógicamente, los McDougall deben de haber sido los primeros a quienes atacaron.
Al acercarse a la casa vecina, aquel olor inconfundible les esperaba en la puerta de entrada. El nombre escrito bajo el timbre era Evans. Jimmy los conocía. David Evans y su familia. Él trabajaba como mecánico en la sección de automóviles de Sears en Gates Falls. Jimmy lo había atendido un par de años atrás, por un quiste o algo así.
Aunque allí el timbre funcionaba, nadie contestó. Encontraron a la señora Evans en la cama. Los dos niños estaban en una litera de su dormitorio, vestidos con pijamas idénticos, estampados con personajes de la historieta del osito Pu. Encontrar a Dave les llevó más tiempo; se había escondido en un armario para guardar maletas que había sobre la puerta del pequeño garaje.
Jimmy hizo marcas circulares en la puerta de entrada y en la del garaje.
—Parece que vamos bien —comentó.
—¿Podrías esperar un momento? —preguntó Mark—. Me gustaría lavarme las manos.
—Claro, A mí también me gustaría, y no creo que los Evans tengan inconveniente en que usemos su cuarto de baño.
Los dos entraron, y Jimmy se sentó en una de las sillas de la sala y cerró los ojos. No tardó en oír el agua correr en el cuarto de baño.
Sobre la oscura pantalla de sus ojos cerrados veía la mesa de la funeraria, cómo la sábana que cubría a Marjorie Glick empezaba a estremecerse, cómo la mano se deslizaba y los dedos iniciaban su lenta danza en el aire...
Abrió otra vez los ojos.
La casa donde se encontraban estaba en mejores condiciones que la de los McDougall, más pulcra, más cuidada. Jimmy no había conocido a la señora Evans, pero tenía la impresión de que debía de haber sido una mujer orgullosa de su hogar. En un cuarto pequeño, que probablemente en el folleto del vendedor habría sido considerado como lavadero, estaban guardados ordenadamente los juguetes de los niños. Pobres crios, pensó Jimmy, ojalá los hayan disfrutado mientras todavía había para ellos días en que el sol y la luz eran un placer. Había un triciclo, varios camiones de plástico, una gasolinera, un vehículo con tracción de oruga, y una diminuta mesa de billar.
Jimmy apartó los ojos, pero al punto volvió a mirarla, sobresaltado.
Tiza azul.
Tres luces en hilera, con pantallas.
Bajo las luces, hombres que caminaban alrededor de la mesa verde, con los tacos en alto, sacudiéndose de los dedos el polvo de tiza azul...
—¡Mark! —gritó mientras se enderezaba bruscamente en la silla— ¡Mark!
El chico vino corriendo.
39
Un antiguo alumno de Matt (del curso del sesenta y cuatro, con excelentes notas en literatura y sólo mediocres en composición) había ido a verlo al hospital alrededor de las dos y media. Tras hacer algún comentario sobre los libros que encontró en el cuarto del enfermo, preguntó a Matt si estaba preparando una tesis sobre ocultismo. Matt no podía recordar si se llamaba Herbert o Harold.
Matt, que cuando Herbert (o Harold) entró estaba leyendo un libro titulado Desapariciones extrañas, se alegró de la interrupción. Ya en ese momento estaba esperando a que sonara el teléfono, aunque bien sabía que hasta después de las tres de la tarde sus amigos no podrían entrar sin riesgo en el colegio de Block Street. Ansiaba conocer cuál había sido la suerte del padre Callahan. Y tenía la impresión de que el día transcurría con una rapidez alarmante, aunque siempre había oído decir que el tiempo pasaba muy lentamente en un hospital. Se sentía impotente y confundido; viejo, en una palabra.
Comenzó a hablarle a Herbert (o Harold) del pueblo de Momson, en Vermont, cuya historia acababa de leer, y que había encontrado especialmente interesante porque pensaba que, de ser verdad, tal historia podía ser una precursora del destino que estaba sufriendo Solar.
—Todo el mundo desapareció —informó a Herbert (o Harold), que lo escuchaba con cortés aunque no bien disimulado aburrimiento—. No era más que un pequeño pueblo rural al norte de Vermont, al cual se accedía por la interestatal 2, y por la 19 de Vermont. El censo de 1920 arrojó una población de 312 habitantes. En agosto de 1923, una mujer de Nueva York empezó a preocuparse porque hacía dos meses que su hermana no le escribía. Ella y el marido acudieron hasta allá en coche, y fueron los primeros en contar la historia a los periódicos, aunque no me cabe duda de que los habitantes de alrededor estaban ya al tanto de la desaparición desde hacía algún tiempo. La hermana y el marido habían desaparecido, al igual que los demás habitantes de Momson. Las casas y los establos seguían en pie, y en una de las casas la comida aún estaba servida en la mesa. Por aquel entonces fue un caso bastante sensacional. En cuanto a mí, no me habría gustado quedarme a pasar allí la noche. El autor afirma que la gente de los pueblos vecinos cuentan historias raras.» de aparecidos, duendes y cosas así. Algunos cobertizos de las afueras tenían, pintados en las paredes, cruces y signos contra el mal de ojo... y pintados siguen hasta hoy. Fíjate, aquí hay una fotografía de la tienda, de la gasolinera y del depósito de granos y comestibles... lo que venía a ser el distrito comercial de Momson. ¿Qué crees que puede haber pasado?
Herberg (o Harold) miró cortésmente la figura. Nada más que un pueblecito, con unas pocas tiendas, y unas pocas casas. Algunas estaban ruinosas. Podría ser cualquier pueblo del país. Al pasar en coche por cualquiera de ellos después de las ocho, no se podía saber si había un alma viviente. Decididamente, el viejo se había puesto chocho con la edad. Herbert (o Harold) se acordó de su anciana tía, que en los dos últimos años estaba convencida de que su hija le había matado él loro y se lo daba a comer mezclado con las hamburguesas. Los viejos tienen ideas raras.
—Muy interesante —comentó mientras levantaba la vista hacia Matt—, pero no creo... ¡Señor Burke! Señor Burke, ¿se encuentra bien? ¡Enfermera! ¡Oiga, enfermera!
Matt se había quedado con los ojos fijos, una mano contraída sobre la sábana, mientras con la otra se apretaba el pecho. Su cara se había puesto muy pálida, y en el centro de la frente le latía una vena.
Es muy pronto, pensaba. Aún es demasiado pronto...
Dolor, dolor que le azotaba en grandes oleadas, que le empujaba hacia la oscuridad.
Cuidado con ese último paso, es un asesino, pensó confusamente.
Después, la caída.
Herbert (o Harold) salió corriendo de la habitación, derribando a su paso una silla y una pila de libros. La enfermera ya acudía a su llamada.
—Es el señor Burke —balbuceó Herberg (o Harold), que seguía con el libro en la mano, señalando con el índice la página donde estaba la fotografía de Momson, Vermont.
La enfermera entró en la habitación. Matt estaba tendido con la cabeza colgando fuera de la cama y los ojos cerrados.
—¿Está...? —balbuceó Herbert (o Harold). No hacía falta completar la pregunta.
—Sí, creo que sí —contestó la enfermera, al mismo tiempo que pulsaba un botón para llamar al servicio de urgencia—. Ahora tendrá usted que retirarse.
40
—Pero en Solar no hay sala de billares —objetó Mark—. La más próxima está en Gates Falls. ¿Tú crees que iría hasta allá?
—No, claro que no. Pero hay gente que tiene una mesa de billar en su propia casa.
—Sí, eso lo sé.
—Y hay otra cosa que no puedo recordar —dijo Jimmy.
Se recostó con los ojos cerrados y los cubrió con las manos. Había otra cosa, que en su mente se vinculaba con algo de plástico, ¿Porqué plástico? Había juguetes de plástico, utensilios de plástico para salir de picnic, cubiertas de plástico para proteger los botes durante el invierno...
De pronto se formó en su mente la imagen de una mesa de billar envuelta en una gran funda de plástico para protegerla del polvo... Una imagen completa, hasta con banda de sonido, con una voz que decía: «En realidad tendría que venderla antes de que el fieltro se llene de moho, como dice Ed Craig que puede pasar, pero como era de Ralph...»
Jimmy abrió los ojos.
—Ya sé dónde está —anunció—. Sé dónde está Barlow. Está en el sótano de la pensión de Eva Miller.
Y era verdad; lo sabía. Sentía la verdad en su mente como algo incontestable.
Los ojos de Mark destellaron.
—Vamos a buscarlo.
—Espera.
Jimmy fue al teléfono, buscó en la guía el número de Eva y marcó, sin demora. El teléfono sonó sin que nadie contestara. Diez veces, once, doce. Asustado, colgó. En la casa de Evans habría por los menos diez huéspedes, muchos de ellos ancianos jubilados. Allí siempre había alguien. Antes de que ocurriera todo, siempre había alguien.
Miró su reloj. Eran las tres y cuarto; el tiempo volaba. Había que apresurarse.
—Vamos —dijo.
—¿Qué hacemos con Ben?
—No podemos llamarle —dijo Jimmy—. En tu casa no hay línea. Si vamos a casa de Eva, y nos equivocamos, todavía tendremos varias horas de luz. Y si estamos en lo cierto, iremos en busca de Ben para volver todos juntos.
41
El Citroen de Ben seguía en el aparcamiento de Eva, cubierto ahora de hojas húmedas caídas de los olmos que daban sombra al rectángulo de grava. El cartel que anunciaba el alquiler de habitaciones oscilaba chirriante en la tarde gris. La casa estaba envuelta en un silencio fantasmagórico en el que había un matiz de espera que heló la sangre a Jimmy. El mismo silencio de la casa de los Marsten. Por un momento pensó si alguien se habría suicidado también allí. Eva debía saberlo, pero con Eva no sería posible hablar, ya no.
—Sería perfecto —comentó—. Establecerse en la pensión del pueblo para ir rodeándose paulatinamente de su familia.
—¿Estás seguro de que no hace falta llamar a Ben?
—Más tarde. Vamos.
Bajaron del coche y echaron a andar hacia el porche. El viento les revolvía el pelo. Todas las persianas estaban bajadas, y la casa daba la impresión de estar pensando malignamente en ellos.
—¿Sientes el olor? —preguntó Jimmy.
—Sí, más fuerte que nunca.
—¿Estás preparado?
—Sí —respondió Mark con firmeza—. ¿Y tú?
—Por Dios que sí.
Subieron los escalones del porche y Jimmy abrió la puerta. No estaba cerrada con llave. Cuando entraron en la amplia cocina inmaculadamente limpia de Eva Miller, les asaltó el hedor de un vertedero de basura reseco, ahumado por los años.
Jimmy recordó su conversación con Eva, casi cuatro años atrás, poco después de que él hubiera obtenido su doctorado en medicina. Eva había ido para que le hiciera un chequeo. Durante años, había sido paciente de su padre, y cuando Jimmy ocupó su lugar y llevó sus cosas al mismo consultorio en Cumberland, Eva había ido sin reparos a visitarle. Habían hablado de Ralph (por entonces hacía doce años que había muerto), y ella le había contado que el fantasma de su marido seguía andando por la casa, que de vez en cuando encontraba algo nuevo en el ático o en un cajón del escritorio. Claro que también estaba la mesa de billar, en el sótano. Eva decía que tendría que deshacerse de ella, ya que no hacía más que ocupar un espacio que podría servir para otra cosa. Pero como había pertenecido a Ralph, no acababa de decidirse a poner un anuncio de venta en el periódico, ni a telefonear al programa de la radio local donde se recibían ofertas y demandas.
Los dos cruzaron la cocina, dirigiéndose hacia la puerta del sótano. Jimmy la abrió: la pestilencia era densa y agobiante. Accionó el interruptor de la luz, pero no funcionó. Claro, Barlow lo había inutilizado.
—Busca por ahí —le dijo a Mark—, a ver si encuentras una linterna o velas.
Mark empezó a registrar la cocina, abriendo los cajones. Observó que la rejilla para secar cubiertos que pendía sobre el fregadero estaba vacía, pero en ese momento no le dio importancia. El corazón le latía con dolorosa lentitud, como un tambor amortiguado. Estaba al borde de su capacidad física y mental de resistencia. Parecía que su cerebro ya no pensara, que se limitara a reaccionar. Continuamente le parecía advertir movimientos por el rabillo del ojo, y volvía la cabeza sobresaltado, pero no veía nada. Un veterano de guerra hubiera reconocido los síntomas de la fatiga de combate.
Fue al vestíbulo para buscar en el aparador que había allí. En el tercer cajón encontró una linterna y volvió a la cocina...
—Aquí tienes, Jim...
Se oyó un ruido como de maderas, seguido por un golpe.
La puerta del sótano estaba abierta.
Después empezaron los gritos.
42
Cuando Mark volvió a la cocina de Eva, eran las cinco menos veinte. Tenía los ojos desorbitados y la camiseta manchada de sangre.
Miraba con aire aturdido y de pronto soltó un grito, un alarido que subía desde el vientre, por el oscuro pasaje de la garganta y salió por la boca desesperadamente abierta. Siguió gritando hasta tener la sensación de que el cerebro empezaba a limpiarse de locura. Gritó hasta que su garganta no pudo más y un dolor terrible se le clavó en las cuerdas vocales. Y aun cuando ya hubiera dado cauce a todo el miedo, el horror, la furia y el dolor, estaba esa presión espantosa que seguía subiendo en oleadas desde el sótano, delatando allá abajo, en alguna parte, la presencia de Barlow. Y ahora faltaba poco para oscurecer.
Salió al porche a respirar ávidamente aire fresco. Tenía que reunirse con Ben. Pero parecía que un extraño letargo hubiera convertido sus piernas en plomo. ¿De qué serviría, si Barlow les iba a derrotar? Hacerle frente había sido una locura. Y ahora Jimmy acababa de pagar el precio de su temeridad, como Susan, como el padre Callahan.
Su voluntad se templó. No. No. No.
Bajó por los escalones del porche y subió al Buick de Jimmy, que tenía las llaves puestas.
Ve en busca de Ben, inténtalo una vez más, se dijo.
Sus cortas piernas apenas llegaban a los pedales. Rectificó la altura del asiento y encendió el motor. Movió la palanca del cambio y pisó el acelerador. El coche dio un corcoveo. Mark pisó el freno y se golpeó dolorosamente contra el volante. El claxon sonó.
¡No podré conducirlo!
Le pareció oír a su padre, diciendo con su voz lógica y arrogante: «Tienes que ser cuidadoso cuando aprendas a conducir, Mark. La conducción de coches es el único medio de transporte que no está completamente regulado por las leyes federales. Como resultado, todos los conductores son aficionados. Y muchos de esos aficionados son suicidas. Por ende, tú debes ser muy cuidadoso. El acelerador se debe usar como si entre el pie y el pedal hubiera un huevo. Y cuando se conduce un coche con cambio automático, como el nuestro, entonces el pie izquierdo no se usa para nada. Sólo se usa el derecho; primero el freno, después el acelerador.»
Quitó el pie del freno, y el automóvil se arrastró por el camino de entrada. El parabrisas se había empañado. Lo frotó con la manga y sólo consiguió ensuciarlo más.
—Al diablo —masculló.
Volvió a arrancar, torpemente, describió una curva amplia e insegura y tomó la dirección de su casa. Tenía que estirar el cuello para ver por encima del volante. Buscó a tientas con la mano derecha, consiguió encender la radio y la puso a todo volumen. Estaba llorando.
43
Ben iba andando por Jointner Avenue en dirección al pueblo cuando apareció por el camino el Buick de Jimmy, avanzando con espasmodicas sacudidas, zigzagueando como un borracho. Le hizo señas con la mano y el coche se acercó, una de las ruedas delanteras chocó contra la acera y finalmente se detuvo.
Mientras preparaba las estacas, Ben había perdido la noción del tiempo, y se había sobresaltado al comprobar que eran casi las cuatro y diez. Entonces se aseguró un par de estacas en el cinturón y subió por las escaleras para hablar por teléfono. Cuando se disponía a coger el aparato, recordó que no funcionaba.
Preocupado, corrió hacia fuera y miró los dos coches aparcados, el de Callahan y el de Petrie. Ninguno tenía las llaves puestas. Podría haber vuelto a buscarlas en los bolsillos de Henry Petrie, pero la sola idea le repelía. Entonces echó a andar a paso vivo por la carretera, la mirada alerta por si veía el coche de Jimmy. Había pensado ir directamente al colegio Brock Street cuando vio venir el Buick.
Cuando el coche se detuvo, corrió hacia el lado del conductor y se encontró a Mark Petrie sentado al volante, solo. El chico miró con aturdimiento a Ben. Movía los labios sin conseguir sonido alguno.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Jimmy?
—Muerto... —balbuceó por fin Mark—. Barlow ha vuelto a ganarnos la partida. Está escondido en el sótano de la pensión de la señora Miller. Jimmy también está allí... Yo bajé para ayudarle, y casi no pude volver a subir. Pero encontré una tabla por donde pude trepar; pensé que me quedaría atrapado allí abajo», hasta que se pusiera el sol...
—¿Qué pasó? ¿De qué estás hablando?
—Jimmy entendió lo de la tiza azul. Mientras estábamos en una casa, en el Bend. Tiza azul... mesas de billar. En el sótano de la casa de Eva Miller hay una mesa de billar que perteneció a su marido. Jimmy telefoneó a la pensión, y como nadie contestaba, fuimos allá.
Levantó su rostro sin lágrimas.
—Me dijo que buscara una linterna, porque la luz del sótano no funcionaba, lo mismo que en la casa de los Marsten, así que me puse a mirar por allí. Y... vi que faltaban todos los cuchillos de la rejilla que hay sobre el fregadero, pero no se me ocurrió pensar nada. Así que en cierto modo, yo lo maté. Fui yo. Ha sido por mi culpa, sólo por mi culpa...
Ben le sacudió con energía.
—Basta, Mark. ¡Basta!
Mark se llevó las manos a la boca para detener el balbuceo de la histeria antes de que empezara a desbordarse. Por encima de las manos, su mirada se clavó en la de Ben.
—En el aparador del vestíbulo encontré una linterna, sabes —pudo continuar por fin—. Y en ese momento fue cuando Jimmy se cayó y empezó a gritar. Se... yo también me habría caído, pero él me previno. «Cuidado, Mark», fueron sus últimas palabras.
—Pero ¿qué fue? —insistió Ben.
—Barlow y los otros destruyeron la escalera —explicó Mark con voz monocorde—. Aserraron todos los escalones hacia abajo, a partir del tercero. Dejaron un trozo del pasamanos más para que pareciera... para que... —Sacudió la cabeza—. En la oscuridad, Jimmy creyó que todo estaba bien.
—Ya —asintió Ben—. ¿Y los cuchillos?
—Estaban todos dispuestos abajo, en el suelo —susurró el chico—. Ellos atravesaron los cuchillos en un trozo de madera y les quitaron los mangos para que la madera quedara plana, con las hojas hacia arriba...
—Oh —gimió Ben, impotente—. Oh, Cristo. —Se inclinó y aferró de los hombros al muchacho—. ¿Estás seguro de que está muerto, Mark?
—Sí. Te... tenía media docena de heridas. Y la sangre...
Ben volvió a consultar el reloj. Las cinco menos diez. Volvió a acosarle la sensación de apremio, de que el tiempo se le escapaba.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Mark.
—Ir al pueblo para telefonear a Matt. Después iremos a ver a Parkins Gillespie y hablaremos con él. Antes de que oscurezca tenemos que acabar con Barlow.
Mark sonrió con una mueca débil y enfermiza.
—Es lo mismo que dijo Jimmy. Pero él sigue infligiéndonos derrota tras derrota. Otros mejores que nosotros deben de haberlo intentado, y fracasaron.
Ben miró de nuevo al chico y se preparó para hacer algo horroroso.
—Pareces asustado —le dijo.
—Estoy asustado —confirmó Mark, sin reaccionar—. ¿Tú no lo estás?
—Sí, lo estoy —contestó Ben—, pero también estoy loco de furia. He perdido a la chica que amaba... Y los dos hemos perdido a Jimmy. Y tú has perdido a tus padres. Están tirados en la sala de tu casa, cubiertos con la funda del sofá —se obligó a decir brutalmente—. ¿No quieres volver a echar un vistazo?
Mark se apartó de él con expresión dolorida y horrorizada.
—Quiero que sigas conmigo —continuó Ben, y sentía asco de sí mismo. Estaba hablando como un entrenador de fútbol antes del gran partido—. No me importa si Atila y los hunos le hicieron frente y salieron derrotados. Ésta es mi oportunidad. Y quiero que estés conmigo, porque te necesito.
Y era verdad.
—Está bien —dijo Mark, con los ojos fijos en sus manos.
—Y a ver si te rehaces.
Mark le miró, sin esperanza.
—Lo estoy intentando —dijo.
44
La gasolinera Sonny's Exxon, a la salida de Jointner Avenue, estaba abierta, y Sonny James (que explotaba el nombre de su tocayo, el músico country, con un cartel en colores que se veía en el escaparate, junto a una pila de latas de aceite) les atendió personalmente. Era un hombrecillo con aspecto de gnomo, cuyo escaso pelo exhibía un corte de recluta que dejaba entrever el cuero cabelludo.
—Hola, señor Mears, ¿cómo le va? ¿Y su Citroen?
—En el garaje, Sonny. ¿Dónde está Pete? —Pete Cook era el ayudante de Sonny. Pete vivía en el pueblo, pero Sonny no.
—Hoy no ha venido, pero no importa. De todas maneras, no hay mucho movimiento. Parece como si el pueblo se hubiera muerto.
Ben sintió que una risa oscura e histérica se le agitaba en el vientre, pugnando por escapar de la boca en grandes oleadas.
—¿Quieres llenármelo? —consiguió balbucear—. Haré una llamada.
—Desde luego. Hola, hijo. ¿No has ido a la escuela hoy?
—He salido a dar una vuelta con el señor Mears, porque me sentía mal —explicó Mark.
—Ah, claro. A mi hermano también solía pasarle, muchacho. Tienes que cuidarte. —Fue hacia la parte posterior del coche de Jimmy y redro la tapa del depósito.
Ben entró en el local para hablar por el teléfono público situado junto al estante donde se exhibían los mapas de carreteras de Nueva Inglaterra.
—Hospital de Cumberland.
—Quisiera hablar con el señor Burke, por favor. Habitación 402.
Se produjo una vacilación, y Ben estaba a punto de preguntar si lo habían cambiado de habitación cuando la voz dijo:
—¿Quién le llama, por favor?
—Benjamín Mears. —Súbitamente, la posibilidad de que Matt hubiera muerto apareció en su mente como una larga sombra—. ¿Él está bien?
—¿Es usted familiar?
—No, un amigo. Él no...
—El señor Burke ha muerto esta tarde, a las tres y siete minutos, señor Mears. Si quiere esperar un momento, veré si ha llegado el doctor Cody. Tal vez él pueda...
La voz prosiguió, pero Ben había dejado de oírla, aunque siguiera con el auricular pegado a la oreja. Como un peso que se desplomara sobre él, le aplastó la súbita comprensión de hasta qué punto había confiado en que Matt les guiara a través de la pesadilla laberíntica que les esperaba esa tarde. Y Matt había muerto. Insuficiencia cardiaca congestiva. Causas naturales. Era como si el propio Dios apartara de ellos su mirada.
Ahora no quedamos más que Mark y yo. Susan, Jimmy, el padre Callahan, Matt. Todos desaparecidos. Ahora no quedamos más que...
El pánico se apoderó de él y se dispuso hacerle frente silenciosamente.
Sin pensar en lo que hacía, colgó y salió fuera. Eran las cinco y diez. En el oeste, las nubes se estaban dispersando.
—Son tres dólares —le dijo alegremente Sonny—. Éste es el coche del doctor Cody, ¿no? Cuando veo matrículas de médico, siempre me acuerdo de una película que vi, una historia de gamberros que siempre robaban coches con matrícula de médico, porque...
Ben le entregó tres billetes de dólar.
—He de apresurarme, Sonny. Lo siento, pero tengo un problema.
El rostro de Sonny se arrugó.
—Oh, lo lamento, señor Mears. ¿Malas noticias de su editor?
—Algo así. —Ben se sentó al volante, cerró la puerta, puso en marcha el coche y arrancó, dejando a Sonny perplejo, enfundado en su manchado impermeable amarillo.
—Matt ha muerto, ¿verdad? —le preguntó Mark.
—Sí, de un ataque cardíaco. ¿Cómo lo supiste?
—Por tu cara.
Eran las cinco y cuarto.
45
Parkins Gillespie estaba de pie en el pequeño porche cubierto del edificio municipal, fumando un Pall Malí mientras miraba el cielo, hacia poniente. De mala gana, prestó atención a Ben Mears y Mark Petrie. Su cara tenía un aspecto triste y envejecido.
—¿Cómo está, agente?—le saludó Ben. —Regular —admitió Parkins, mientras se observaba las uñas—. Les he visto dando vueltas. Y me pareció que una vez el chico iba al volante, cuando venía por Railroad Avenue, ¿o no?
—Sí —afirmó Mark.
—Casi te estrellas. Uno que iba en la otra dirección no chocó contigo por un pelo.
—Agente —dijo Ben—, queremos hablar con usted de lo que está sucediendo en el pueblo.
Apoyando las manos en la barandilla del pequeño porche cubierto, Parkins Gillespie escupió la colilla de su cigarrillo. Sin mirar a ninguno de los dos, contestó con calma:
—No quiero hablar de eso.
Los dos se miraron, confundidos.
—Hoy, Nolly no se ha presentado —continuó Parkins con el mismo tono tranquilo—. Y de algún modo, sé que no vendrá. Llamó anoche a última hora y dijo que había visto el coche de Homer McCaslin allá por Deep Cut Road..., creo que fue Deep Cut lo que dijo. Y después no volvió a llamar. —Lenta y tristemente, Parkins buscó en el bolsillo de su camisa hasta sacar otro Pall Malí, y lo hizo girar, entre el pulgar y el índice—. Toda esta maldita historia me costará la vida —concluyó.
Ben volvió a intentarlo.
—Barlow, el hombre que compró la casa de los Marsten, en este momento está oculto en el sótano de la pensión de Eva Miller.
—¿De veras? —preguntó Gillespie sin especial sorpresa—. Él es el vampiro, ¿no? Lo mismo que en las historietas que leíamos hace veinte años.
Ben no dijo nada. Cada vez se sentía más como un hombre extraviado en una pesadilla, larga y destructora, en la que el mecanismo avanza sin fin, invisible, apenas por debajo de la superficie de las cosas.
—Me voy del pueblo —anunció Parkins—. Ya tengo todas mis cosas en el coche. La pistola la dejo en el estante, y la placa también. Estoy harto de la policía. Me voy con mi hermana, a Kittery. Supongo que está bastante lejos como para resultar seguro,
—Vil gusano —se oyó decir Ben remotamente—. Cobarde. El pueblo todavía está vivo, y usted lo abandona de ese modo.
—No está vivo. —Parkins encendió el cigarrillo con una cerilla—. Entonces él no habría venido. Está muerto, como él... y desde hace veinte años o más. Y lo mismo está pasando con todo el país. Hace un par de semanas fui con Nolly al cine al aire Ubre de Falmouth, justo antes de que dieran por terminada la temporada. En una sola película del Oeste he visto más sangre y más muertos que en los dos años que pasé en Corea. Y los chavales comían palomitas de maíz y gritaban de entusiasmo, animándolos. —Señaló vagamente hacia el pueblo, teñido de un oro sobrenatural por los rayos oblicuos del sol, que le daban aspecto onírico—. Es probable que les guste ser vampiros, pero a mí no; y esta noche Nolly vendrá a buscarme. Así que me voy.
Ben le miraba, impotente.
—Y para ustedes dos, lo mejor es que se metan en ese coche y se larguen de aquí —aconsejó Parkins—. El pueblo seguirá andando sin nosotros, por un tiempo... Y después no importa.
Sí, pensó Ben. ¿Por qué no hacer eso, largarse sin mirar atrás?
Mark respondió por los dos.
—Porque él es malvado. Realmente malvado, señor. Por eso no nos iremos.
—¿De veras? —repuso Parkins. Con un gesto de asentimiento, dio una calada a su Pall Malí—. Bueno, está bien. —Miró hacia el edificio del instituto—. Hoy la asistencia fue reducidísima... Los autobuses no pasaban a la hora, los chicos estaban enfermos, de la escuela llamaban a las casas sin que nadie contestara. El director me llamó y yo le tranquilicé un poco. Es un hombrecillo calvo, muy gracioso, que cree que sabe lo que hace. Bueno, de todas maneras los profesores estaban presentes. Como la mayoría viven fuera del pueblo... Siempre pueden enseñarse entre ellos.
—No todos son de fuera del pueblo —comentó Ben, pensando en Matt.
—Lo mismo da —dijo Parkins y sus ojos se fijaron en las estacas que Ben llevaba—. ¿Con eso van a tratar de acabar con Barlow?
—Sí.
—Si quieren un arma de fuego, cojan la mía. Esa pistola fue idea de Nolly. A Nolly le gustaba ir armado, aunque ni siquiera hay un banco en el pueblo. Será un buen vampiro, una vez se acostumbre.
Mark le miraba cada vez más horrorizado, y Ben comprendió que tenía que llevárselo. Eso era lo peor.
—Vamos —le dijo—. No hay nada que hacer.
—Creo que no —asintió Parkins. Sus ojos descoloridos, atrapados en una red de arrugas, recorrieron el pueblo—. Vaya si está quieto. He visto a Mabel Werts espiar con sus gemelos, pero no creo que hoy haya mucho que ver. Es probable que esta noche haya más.
Cuando volvieron al coche eran casi las 17.30.
46
A las seis menos cuarto se detuvieron frente a la iglesia de St. Andrew. Las sombras que arrojaba la iglesia, cada vez más alargadas, atravesaban la calle para caer, como una profecía, sobre la casa parroquial. Ben sacó del asiento de atrás el maletín de Jimmy y lo abrió. Encontró en él algunos frasquitos, los vació por la ventanilla y se los guardó en el bolsillo.
—¿Qué haces?
—Los llenaremos de agua bendita —explicó Ben—. Vamos.
Recorrieron el sendero que llevaba hasta la iglesia y subieron por los escalones. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, Mark se detuvo.
—Mira eso.
El picaporte estaba ennegrecido y ligeramente deformado, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Tiene algún sentido para ti? —le preguntó Ben.
—No. Pero... —El chico sacudió la cabeza, como para apartar algún pensamiento incierto.
Después abrió la puerta y ambos entraron. La iglesia estaba fresca, llena de esa pausa grávida e interminable de los lugares de adoración vacíos, cualquiera sea su signo.
Las dos hileras de bancos estaban separadas por un amplio pasillo central, a los lados del cual se elevaban dos ángeles de yeso, sosteniendo pilas de agua bendita, inclinado el rostro sereno y concentrado como si quisieran verse reflejados en el agua inmóvil.
—Lávate la cara y las manos —dijo Ben.
Mark le miró con inquietud.
—Eso es sacri...
—¿Sacrilegio? Esta vez no. Hazlo.
Sumergieron las manos en el agua y después se mojaron la cara.
Ben sacó del bolsillo el primer frasquito y estaba llenándolo cuando oyeron una voz chillona:
—¡Eh! ¡Eh, ustedes! ¿Qué están haciendo?
Ben se volvió. Era Rhode Curless, el ama de llaves del padre Callahan, que se hallaba sentada en el primer banco, desgranando un rosario entre los dedos. Llevaba un vestido negro. Su pelo estaba en completo desorden, como si se lo hubiera peinado con los dedos.
—¿Dónde está el padre? ¿Qué están haciendo? —preguntó con voz débil y aguda.
—¿Quién es usted? —preguntó Ben.
—La señora Curless. Soy el ama de llaves del padre Callahan. ¿Dónde está el padre? ¿Qué hacen ustedes? —repitió, mientras sus manos se unían y empezaban a temblar.
—El padre Callahan ha desaparecido —explicó Ben, lo más suave que pudo.
—Oh. —La mujer cerró los ojos—. ¿Iba detrás de... lo que está contaminando este pueblo?
—Sí •—asintió Ben.
—Yo lo sabía sin necesidad de preguntárselo —afirmó ella—. Entre los que visten sotana, él es un hombre bueno y fuerte. Siempre hubo quienes dijeron que le faltaban puntos para calzarse los zapatos del padre Bergeron, pero se equivocaban. Por lo que se ve, le quedaron pequeños.
Abrió mucho los ojos y les miró. Una lágrima resbaló por su mejilla.
—No volverá, ¿verdad?
—No lo sé —admitió Ben.
—Y decían que bebía —prosiguió la mujer, como si no lo hubiera oído—. ¡Como si alguna vez un sacerdote irlandés digno de su nombre no hubiera empinado el codo! No eran para él las cosas tibias y afeminadas de algunos. ¡Él era diferente! —Su voz se elevó hasta el techo abovedado, casi desafiante—. ¡Él era un sacerdote, no un concejal del ayuntamiento!
Ben y Mark la escuchaban sin sentir sorpresa. Ya nada podía sorprenderles en ese día de pesadilla. Ya habían dejado de verse como factores de salvación o de venganza; el día los había absorbido. Impotentes, se limitaban a vivir.
—Cuando le vieron por última vez, ¿estaba bien? —preguntó la mujer, con lágrimas en los ojos.
—Sí —respondió Mark, recordando a Callahan en la cocina de su madre, mientras sostenía en alto la cruz.
—Y ustedes, ¿van a seguir con su trabajo?
—Sí —contestó Mark.
—Pues adelante —les instó ella—. ¿A qué esperan?
Y se alejó lentamente por el pasillo central con su vestido negro, única doliente solitaria en un funeral que no se había celebrado allí.
47
Otra vez en casa de Eva. Eran las seis y diez. El sol pendía sobre los pinos, al oeste, espiando entre nubes de sangre.
Ben entró en el aparcamiento y levantó la mirada hacia su habitación. La cortina no estaba corrida, y pudo distinguir la máquina de escribir, inmóvil como un centinela, y junto a ella, las hojas mecanografiadas y el pisapapeles de cristal que las sujetaba. Le parecía insólito poder distinguir desde allí todas esas cosas, verlas claramente, como si en el mundo todo fuera normal y ordenado.
Después, sus ojos descendieron hacia el porche. Las mecedoras donde él y Susan se habían dado el primer beso seguían allí. La puerta de la cocina estaba abierta, tal como la había dejado Mark.
—No puedo —farfulló Mark—. Simplemente, no puedo. —Tenía los ojos muy abiertos. Se había abrazado las rodillas y estaba acurrucado en el asiento.
—Tenemos que ir los dos juntos —dijo Ben, y le mostró dos frascos llenos de agua bendita—. Vamos —repitió Ben, a quien ya no le quedaban argumentos—. Vamos, Mark.
—No.
—¡Mark!
—¡No!
—Mark, necesito tu ayuda. Sólo quedamos tú y yo.
—¡Ya he hecho bastante! —gimió Mark—. ¡No puedo más! ¿No puedes entender que no me siento capaz de mirarle? Ve tú solo.
—Mark, tenemos que ir los dos.
Mark tomó los dos frasquitos y los hizo rodar lentamente contra su pecho.
—Oh, Dios —gimió—. Oh, Dios... —Miró a Ben e hizo un gesto de asentimiento, espasmódico y doloroso—. Está bien, vamos allá.
»¿Dónde está el martillo? —preguntó mientras bajaban.
—Lo tenía Jimmy.
—Bien.
Azotados por el viento, cada vez más fuerte, subieron los escalones del porche. El sol rojizo se encendía entre las nubes y teñía todo con su color. Dentro, en la cocina, el hedor de la muerte era palpable y húmedo, y pesaba sobre ellos como una losa de granito. La puerta del sótano seguía abierta.
—Tengo miedo —susurró Mark, estremeciéndose.
—Es mejor que lo tengas. ¿Dónde está la linterna?
—En el sótano. La dejé allí cuando...
—Está bien.
Estaban ante la entrada del sótano. Como había dicho Mark, las escaleras parecían intactas bajo la luz del crepúsculo.
—Sígueme —dijo Ben.
48
Ahora voy hacia mi muerte, pensó Ben sin inquietud alguna.
La idea surgió con toda naturalidad, sin temor ni nostalgia. Toda emoción se perdía bajo la atmósfera maligna que reinaba en ese lugar. Mientras se deslizaba cautelosamente por la tabla que Mark había colocado para escapar del sótano, lo único que Ben sentía era una calma glacial. Cuando vio que las manos le resplandecían como si las llevara enfundadas en guantes fluorescentes, no se sorprendió.
«No molestes el final de la apariencia. El único emperador es el emperador de los helados.» ¿Quién había dicho eso? ¿Matt? Pero Matt estaba muerto. Susan estaba muerta. Miranda estaba muerta. Wallace Stevens también estaba muerto. «Yo en su lugar, no miraría.» Pero Ben había mirado. Ése era el aspecto que uno tenía cuando todo había acabado. El de algo roto y aplastado, que había estado lleno de diferentes líquidos. No era tan terrible, no al menos como la muerte de él. Jimmy llevaba en el bolsillo la pistola de McCaslin; todavía debía de seguir allí. Se la llevaría consigo, y si el sol se ponía antes de que pudieran acabar con Barlow, entonces... primero el chico, después él. No es que eso fuera bueno, pero era mejor que su muerte.
Se dejó caer al suelo del sótano y después ayudó a bajar a Mark. Los ojos del chico se posaron velozmente en la oscura forma contraída en el piso, y luego se apartaron.
—No puedo mirarlo —dijo roncamente.
—Está bien.
Mark se dio la vuelta mientras Ben se arrodillaba.
«Yo en su lugar, no miraría.»
—Oh, Jimmy... —empezó—, pero las palabras se le ahogaron en la garganta.
Sosteniéndolo con el brazo izquierdo, con la mano derecha Ben fue retirando del cuerpo las letales hojas de cuchillo. Tenía seis heridas, y había perdido muchísima sangre.
Sobre un estante, en un ángulo, había unas cortinas para la sala, pulcramente dobladas. Después de haber recuperado la pistola, la linterna y el martillo, Ben cubrió con las cortinas el cuerpo de Jimmy.
Se enderezó y probó la linterna. La lente de plástico se había rajado, pero la bombilla funcionaba. Paseó alrededor el haz de luz. Nada. Lo dirigió debajo de la mesa de billar. Nada. Tampoco detrás de la caldera. En los estantes había conservas, y un tablero para colgar herramientas. La escalera amputada había sido escondida en un rincón, para que no fuese vista desde la cocina.
—¿Dónde está? —masculló Ben, mientras consultaba su reloj de pulsera.
Las agujas marcaban las 18.23. ¿A qué hora se ponía el sol? Ben no lo recordaba, pero no podía ser más tarde de las 18.55. Les quedaba, por tanto, media hora escasa.
—¿Dónde está? —gritó—. Siento su presencia, pero ¿dónde?
—¡Ahí! —exclamó Mark y señaló con una mano resplandeciente—. ¿Qué es eso?
Ben lo iluminó. Un aparador gales.
—No es lo bastante grande —objetó—. Y está contra la pared.
—Pues miremos detrás.
Ben se encogió de hombros. Cruzaron el sótano hasta el aparador y lo tomaron uno de cada lado. De pronto, se sintió invadido por la excitación. ¿El olor no era más denso ahí, más agresivo?
Echó una mirada a la puerta de la cocina, que había dejado abierta. La luz había disminuido, e iba perdiendo ya el reflejo dorado.
—Es muy pesado —jadeó Mark.
—No importa —dijo Ben—. Lo tumbaremos en el suelo. Cógelo lo mejor que puedas.
Mark se inclinó sobre el mueble, apoyando el hombro contra la madera. Sus ojos miraban con expresión de desafío.
—Ya está.
Los dos se apoyaron con todo su peso y el aparador gales se desplomó con estrépito, mientras el servicio de porcelana que muchos años atrás había sido un regalo de bodas de Eva Miller se hacía trizas dentro de él.
—¡Lo sabía!—exclamó Mark.
En la pared de detrás se abría una puertecilla de no más de un metro de altura. Un flamante candado Yale aseguraba el cerrojo.
Varios martillazos convencieron a Ben de que no iba a poder romperlo.
—Mierda —masculló con frustración.
Que en el último momento todo se desbaratara por un simple candado de cinco dólares...
Pues no. Si era necesario forzaría la puerta a mordiscos.
Volvió a recorrer la estancia con la linterna, hasta que el rayo de luz cayó sobre el tablero de herramientas pulcramente colgado a la derecha de las escaleras. De dos clavos de acero pendía un hacha, con la hoja protegida por una cubierta de goma.
Ben corrió a arrancarla del tablero y retiró la cubierta protectora. Se sacó del bolsillo uno de los frasquitos y lo derramó. El agua bendita corrió sobre el suelo e inmediatamente comenzó a refulgir. Ben tomó otro frasquito y bañó la hoja del hacha, que empezó a resplandecer con una estremecedora luz sobrenatural. Y cuando cerró ambas manos sobre la empuñadura de madera, el contacto le dio la sensación de algo increíblemente bueno y justo, como si un poder consolidara su fuerza para aferraría. Se quedó inmóvil, mirando la hoja luminosa, hasta que un impulso extraño le indujo a tocarse la frente con ella. Una firme sensación de seguridad se adueñó de él, una sensación de justicia inequívoca, de blancura. Por primera vez en semanas sintió que ya no andaba a tientas entre las brumas de la fe y la incredulidad, luchando contra un adversario cuyo cuerpo era demasiado insustancial para ser golpeado. Un poder que le cargaba los brazos como una corriente eléctrica.
La hoja resplandecía cada vez más.
—¡Hazlo! —rogó Mark—. Pronto, por favor, antes que se oculte el sol.
Ben Mears separó los pies, levantó el hacha y la descargó en un arco deslumbrante. La hoja cayó sobre la madera con ruido retumbante, portentoso, y se incrustó hasta el mango. Volaron astillas.
Ben tiró del hacha y la madera gimió. Volvió a dejarla caer otra vez... y otra... y otra. Sentía cómo iban flexionándose sus músculos de la espalda y los brazos, moviéndose con una seguridad y una precisión que Ben jamás había experimentado. A cada golpe, astillas y trozos de madera volaban como esquirlas de metralla. Al quinto hachazo la hoja atravesó la puerta y Ben empezó a ensanchar el agujero con frenesí.
Mark no podía apartar sus ojos atónitos. El frío fuego azul se había extendido por el mango del hacha y había ascendido por los brazos hasta que fue como si Ben se moviera en una columna de fuego. La cabeza inclinada a un lado, los músculos del cuello tensos por el esfuerzo, un ojo abierto y destellante, el otro fuertemente cerrado. En la espalda, la camisa se le había rasgado entre los omóplatos, y bajo la piel los músculos se tensaban como cuerdas. Era un hombre arrebatado, un poseído, y Mark percibió, sin saberlo (o sin tener que saberlo), que la fuerza que lo poseía no era en modo alguno cristiana, sino una fuerza primitiva y ancestral. Era magma en bruto, como si la tierra lo vomitara en toscos fragmentos; algo sin terminar, sin pulir. Era la Fuerza, era el Poder; cualquiera que fuese su nombre, era lo que movía los grandes engranajes del universo.
Ante esa fuerza desatada, la puerta del sótano de Eva Miller no podía resistirse. El hacha se movía a una velocidad poco menos que cegadora, se convirtió en una ondulación, en una curva descendente, en un arco iris que iba desde el hombro de Ben a la madera astillada de la última puerta.
Con un golpe final, la derribó y arrojó el hacha. Cuando levantó las manos a la altura de los ojos, éstos resplandecían.
Le tendió las manos a Mark, y el chico dio un paso atrás.
—A ti te quiero —murmuró Ben.
Se tomaron de la mano.
49
El segundo sótano era pequeño, como una celda, y estaba vacío salvo por unas botellas polvorientas, unos cajones y una enmohecida cesta de patatas que habían echado brotes en todas direcciones. Y los cuerpos. En el extremo más alejado estaba el ataúd de Barlow, apoyado contra la pared como el sarcófago de una momia, y sobre él resplandecía fríamente la luz que acompañaba a Ben y Mark.
Frente al ataúd, dispuestos como vías que condujeran hasta él, estaban los cuerpos de las personas con quienes Ben había vivido y compartido el pan: Eva Miller y Weasel Craig; Mabe Mullican, que ocupaba el cuarto del fondo del primer piso; John Snow, a quien la artritis apenas si permitía bajar a tomar el desayuno; Vinnie Upshaw; Grover Verrill.
Pasando por encima de ellos, llegaron hasta el ataúd. Ben volvió a mirar el reloj: eran las 18.40.
—Le llevaremos ahí fuera —dijo Ben—. Y lo haremos por Jimmy.
—Debe de pesar una tonelada —objetó Mark.
—No importa. Podemos hacerlo,
Ben extendió la mano y aferró el ángulo superior derecho del ataúd. La cima de éste fulguraba como un ojo apasionado. La madera era untuosamente desagradable al tacto, tersa como piedra con el paso de los años. Parecía carecer de imperfecciones y poros que los dedos pudieran reconocer, de donde pudieran asirse. Sin embargo, Ben la movió con facilidad, con una sola mano.
Con un pequeño empujón consiguió que el ataúd se inclinara, con la sensación de que el enorme peso era mantenido en equilibrio por contrapesos invisibles. Algo golpeó en el interior contra los lados. Con una sola mano, Ben soportaba el peso del féretro.
—Levanta la otra parte —dijo a Mark.
Mark obedeció, y el otro extremo se levantó fácilmente, mientras el rostro del chico se llenaba de júbilo y perplejidad.
—Creo que podría sostenerlo con un dedo.
—Es muy probable. Por fin la situación nos es favorable. Pero tenemos que darnos prisa.
Pasaron el ataúd a través de la puerta destrozada. Pareció que la parte más ancha iba a atascarse, pero Mark empujó y lo hizo pasar con un chirrido de madera.
Lo llevaron donde estaba tendido el cuerpo de Jimmy, cubierto con los cortinajes de Eva Miller.
—Aquí está, Jimmy —dijo Ben—. Aquí lo tienes. Bájalo, Mark.
Una vez más consultó el reloj: las 18.45. Ahora, la luz que entraba desde arriba, por la puerta de la cocina, era de un gris ceniciento.
—¿Ya? —preguntó Mark.
Los dos se miraron por encima del ataúd.
—Sí —respondió Ben.
Juntos bregaron contra los sellos y cerraduras del féretro, hasta que saltaron con un chasquido. Levantaron la tapa.
Barlow apareció ante Mark y Ben, con los ojos abiertos, llameantes.
Ahora era un hombre joven, de pelo negro y lustroso, que se derramaba sobre la almohada de satén de su estrecho reducto. La piel se veía resplandeciente de vida, las mejillas sonrosadas como el vino. Los dientes se curvaban, sobre los labios sensuales, mostrando intensas vetas amarillentas, como el marfil.
—Es... —empezó a decir Mark, pero no pudo seguir.
Los ojos encarnados de Barlow giraron en sus órbitas, llenándose de una vida abominable, con una burlona expresión de triunfo. Se clavaron en los ojos de Mark y la mirada del chico se hundió insondablemente en ellos, mientras sus ojos se volvían lejanos e inexpresivos.
—¡No le mires! —gritó Ben, pero era demasiado tarde.
Le apartó de un golpe. Súbitamente y emitiendo un profundo gemido, el chico atacó a Ben. Tomado por sorpresa, éste retrocedió tambaleante. Un momento más tarde, las manos de Mark se introdujeron en el bolsillo de la chaqueta, en busca de la pistola de Homer McCaslin.
—¡No, Mark!
Pero el muchacho no oía. Su cara tenía la misma inexpresividad de una pizarra borrada. El gemido seguía brotando de su garganta, sin pausa, como el chillido de un animal atrapado. Con ambas manos aferraba la pistola, y los dos lucharon por ella. Ben procuraba arrebatársela y, al mismo tiempo, evitar que hiriera a alguno de ellos.
—¡Mark! —gritó—. ¡Mark, despierta, por Dios...!
El cañón del arma apuntaba hacia su cabeza cuando se disparó. Ben sintió que el proyectil le rozaba la sien. Sujetó a Mark por ambas manos y le apartó de una patada. El chico dio unos pasos atrás, tambaleante, y la pistola cayó al suelo, entre los dos. Sin dejar de gemir, el muchacho saltó sobre ella pero Ben le asestó un violento puñetazo en la boca. Sintió cómo le aplastaba los labios contra los dientes y dejó escapar un grito como si el golpe lo hubiera recibido él. Mark se dejó caer de rodillas y Ben alejó el arma de un puntapié. Cuando Mark quiso arrastrarse tras ella, volvió a golpearle.
Finalmente, el muchacho se desplomó con un suspiro de agotamiento.
A Ben ya no le quedaban fuerzas, ni seguridad. De nuevo no era más que Ben Mears, y tenía miedo.
En la puerta de la cocina, el cuadrado de luz se había convertido en un púrpura desvaído; el reloj indicaba las 18.51.
Ben sentía que una fuerza le tiraba de la cabeza, ordenándole mirar al parásito yacente en el ataúd, junto a él.
Mírame, obsérvame, hombrecillo. Mira a Barlow, para quien los siglos han pasado como para ti han pasado las horas, sentado ante el fuego con un libro. Mira la gran criatura de la noche, la que tú quisieras matar con tu ridicula estaca. Mírame, escritorzuelo. Yo he escrito en las vidas humanas, y mi tinta ha sido la sangre. ¡Mírame, y desespera!
Jimmy, no puedo. Es demasiado tarde ya, y él demasiado fuerte...
¡Mírame!
Eran las 18.53.
En el suelo, Mark se quejaba.
—Mamá, ¿dónde estás? Me duele la cabeza», está oscuro...
Entrara a mi servicio como castratum.
Torpemente, Ben buscó una de las estacas que llevaba en el cinturón, pero se le cayó. Gritó de desesperación, amargamente. Fuera, Salem's Lot había sido abandonado por el sol, cuyos últimos rayos se perdían tras el tejado de la casa de los Marsten.
Volvió a levantar la estaca. Pero el martillo, ¿dónde estaba? ¿Dónde estaba el condenado martillo?
Estaba al lado de la puerta del segundo sótano y lo cruzó para recogerlo.
Mark estaba a medias sentado, con la boca ensangrentada. Se la enjugó con una mano y se quedó mirándola, aturdido.
—¡Mamá! —se quejaba—. ¿Dónde está mi madre?
Eran las 18.55. Luz y tinieblas pendían en un equilibrio perfecto.
Ben volvió a cruzar corriendo el sótano oscurecido, con la estaca en la mano izquierda y el martillo en la derecha.
Como el retumbar de un trueno, se oyó una risa triunfal. Barlow se había sentado en el ataúd y sus ojos enrojecidos brillaban con una infernal mirada de triunfo. Cuando se clavaron en los de Ben, éste sintió que su voluntad se disolvía.
Con un alarido de desesperación y de furia, levantó la estaca por encima de la cabeza y la bajó en un arco sibilante. La punta, afilada como una navaja, desgarró la camisa de Barlow, y Ben sintió cómo penetraba en la carne.
Barlow dejó escapar un aullido agudo y espeluznante, como el de un lobo. La fuerza de la estaca volvió a arrojarle de espaldas dentro del ataúd. Crispadas como garras, se elevaron sus manos agitándose desesperadamente.
Ben asestó un martillazo en el extremo de la estaca y Barlow volvió a vociferar. Fría como la tumba, una de sus manos se apoderó de la de Ben, firmemente cerrada sobre la estaca.
Ben consiguió meterse en el féretro, apoyando las rodillas sobre las de Barlow, mirando ahora el rostro contorsionado por el dolor y el odio.
—¡Suéltame! —aullaba Barlow.
—Toma —sollozó Ben—. Toma, sanguijuela. ¡Esto es para ti!
Con todas sus fuerzas, volvió a dejar caer el martillo. La sangre brotó en un chorro frío que lo cegó por un momento.
La cabeza de Barlow se agitaba de un lado a otro, frenética, sobre el satén de la almohada.
¡Suéltame, no te atrevas, no te atrevas, no te atrevas a hacerme esto...!
El martillo caía una y otra vez. Comenzó a manar sangre de las narices de Barlow. Dentro del ataúd, su cuerpo empezó a convulsionarse como el de un pez arponeado. Las manos se clavaron como garras en las mejillas de Ben, abriéndole largos surcos en la piel.
—¡¡Suéltame!! '—gritó con un aullido desgarrador.
Una vez más Ben dejó caer el martillo con todas sus fuerzas sobre la estaca, y de pronto la sangre que manaba del pecho de Barlow se ennegreció.
Después, en el lapso de pocos segundos, con demasiada rapidez para que jamás volviera a ser creíble a la luz del día, pero con la lentitud suficiente para reaparecer una y otra vez en las pesadillas, con un ritmo tremendo, obsesionante de cámara lenta, la piel se tornó amarilla, áspera y se ampolló como una tela reseca. Los ojos perdieron brillo, se ocultaron tras una película blanca y se hundieron. El pelo se le puso blanco y se desprendió como un plumaje apolillado. Dentro del traje oscuro, el cuerpo se encogió. La boca se ensanchó en una mueca a medida que los labios se encogían más y más, hasta unirse con la nariz y desaparecer en la diabólica dentadura. En los dedos las uñas se ennegrecieron y se despegaron, hasta que sólo quedaron los huesos, todavía ornados de anillos, crujiendo y entrechocándose. Bocanadas de polvo escapaban de las fibras de la camisa. El cráneo calvo y arrugado empezó a dejar ver la calavera. Sin nada que los llenara, los pantalones se aplastaron. Por un momento, un espantajo aborreciblemente animado se retorció bajo sus golpes y Ben saltó fuera del ataúd, con un ahogado grito de horror. Pero le resultaba imposible apartar los ojos de la última metamorfosis de Barlow; era algo de una fuerza hipnótica. El cráneo descarnado seguía agitándose sobre la almohada de satén. El maxilar desnudo se abrió para dejar escapar un grito silencioso, ya sin cuerdas vocales que le dieran resonancia. Como marionetas, los dedos del esqueleto seguían danzando y agitándose en el aire.
En breves y densas bocanadas, una sucesión de olores asaltó su olfato antes de desvanecerse: de gases y putrefacción, repugnantes y carnosos, un mohoso vaho de biblioteca, acre y polvoriento; después, nada. Los huesos de los dedos, sin dejar de retorcerse, se desintegraron como lápices. La cavidad nasal se ensanchó hasta confundirse con la de la boca. Las órbitas vacías se agrandaron en una descarnada expresión de sorpresa y horror, hasta encontrarse, y después desaparecer. Los huesos del cráneo se hundieron como un antiguo jarrón que se desintegrara. Los pantalones y la chaqueta acabaron de aplastarse, vacíos.
Pero parecía que la tenacidad con que Barlow se aferraba a este mundo no tuviera fin: hasta el polvo se hinchaba y se estremecía como animado por minúsculos demonios dentro del féretro. Después, súbitamente, Ben percibió algo que pasaba junto a él como una ráfaga de viento, que le hizo estremecer. En el mismo momento, todas las ventanas de lo que había sido la pensión de Eva Miller estallaron.
—¡Cuidado, Ben! —gritó Mark—. ¡Cuidado!
Giró sobre los talones y les vio salir a todos del segundo sótano. Eva, Weasel, Mabe, Grover y los otros. Era su hora de salir al mundo.
Los gritos de Mark resonaron en sus oídos como un gran clamor de incendio, y Ben lo aferró por los hombros.
—¡El agua bendita! —gritó a la atormentada cara de Mark—. ¡No podrán tocarnos si la cogemos!
Los gritos de Mark se volvieron lloriqueos.
—Sube por la tabla, vamos —le dijo Ben.
Tuvo que obligar al chico a darse vuelta para ver la tabla, y dándole un empujón en el trasero consiguió que empezara a subir. Luego se volvió a mirar los muertos vivientes.
Estaban inmóviles, a unos tres o cuatro metros de distancia, mirándole con un odio vacío e inhumano.
—Has matado a nuestro amo —le acusó Eva con voz dolorida—. ¿Cómo has podido matar al amo?
—Ya volveré a ocuparme de vosotros —le prometió Ben.
Y subió por la tabla, gateando, trepando a cuatro patas. Aunque crujía bajo su peso, resistió. Al llegar arriba, Ben volvió a mirar atrás. Ahora estaban todos reunidos en torno del féretro, contemplándolo silenciosamente. Le recordaron a la gente que se había reunido en torno del cuerpo de Miranda, después del accidente con el camión de mudanzas.
Miró alrededor en busca de Mark y le vio tendido junto a la puerta del porche, boca abajo.
50
Ben se dijo que el chico se había desmayado y nada más. Tal vez fuera cierto. Tenía el pulso regular. Lo levantó en sus brazos y le llevó al Citroen.
Se sentó al volante y puso en marcha el motor. Mientras salía a Railroad Street, sintió el tardío aflojamiento de la tensión, como si fuera un golpe, y tuvo que sofocar un grito.
Los muertos vivientes andaban por las calles. Estremeciéndose, con la cabeza llena de un ruido ronco y rugiente, dobló a la izquierda para tomar Jointner Avenue y salieron de Salem's Lot.
QUINCE
BEN Y MARK
1
De vez en cuando Mark despertaba y dejaba que el zumbido continuo del Citroen fuera envolviéndole, sin pensar ni recordar. Finalmente, miró por la ventanilla y le atraparon las ásperas manos del miedo. Estaba oscuro. A ambos lados del camino, los árboles eran manchas vagas, y los coches que pasaban junto a ellos llevaban encendidos los faros. Emitió un ruido ahogado e inarticulado, y sus manos buscaron convulsivamente la cruz que aún llevaba al cuello.
—Tranquilízate —le dijo Ben—, ya no estamos en el pueblo. Estamos a más de treinta kilómetros de allí.
El chico se estiró bruscamente por encima de él, obligándole casi a salirse del carril, y puso el seguro de la puerta del lado de Ben. Después se giró para hacer lo mismo en la suya. Luego se acurrucó lentamente en el asiento. Quería que volviera la nada, vacía y grata. La nada, sin ninguna imagen angustiosa e inquietante.
El ronroneo del Citroen le llenaba de calma.
Cerró los ojos.
—¿Mark?
Mejor no contestar. Más seguro. —Mark, ¿estás bien?
Así, muy lejos. Así estaba bien. La nada volvió, vacía y grata, tragándoselo en oleadas de gris.
2
Tomaron una habitación en un motel, pasado el límite estatal de New Hampshire, y firmaron el registro como Ben Cody e hijo. Mark entró en la habitación con la cruz en alto. Sus ojos saltaban de un lado a otro como bestias atrapadas. Siguió sosteniendo la cruz hasta que Ben cerró la puerta, le echó la llave y colgó su propia cruz del picaporte. Había un televisor en color y Ben estuvo un rato viendo las noticias. Dos países africanos se habían declarado la guerra. Y en Los Ángeles, un hombre había enloquecido y había matado a balazos a catorce personas. La previsión meteorológica anunciaba lluvia y, en el norte de Mame, temporales de nieve.
3
Salem's Lot dormía oscuramente, mientras los vampiros recorrían sus calles y los caminos de las afueras. Algunos habían emergido de las tinieblas de la muerte lo suficiente para recuperar cierta astucia rudimentaria. Lawrence Crockett llamó a Royal Snow y le invitó a pasar por su despacho para jugar un rato a, las cartas. Cuando Royal abrió la puerta de delante y entró, Lawrence y su mujer se arrojaron sobre él. Glynis Mayberry telefoneó a Mabel Werts, le dijo que estaba asustada y le preguntó si podía pasar un rato con ella, hasta que su marido regresara de Waterville. Mabel accedió aliviada, y cuando diez minutos más tarde abrió la puerta, ahí estaba Glynis, desnuda y con su bolso colgando del brazo, y mostrando al sonreír unos dientes grandes y ávidos. Mabel tuvo tiempo de dar un grito, pero nada más. Cuando Delbert Markey salió, poco después de las ocho, de su desierta taberna. Cari Foreman y un Homer McCaslin con una sonrisa rígida surgieron de entre las sombras, diciendo que venían a beber algo. Poco después de la hora de cerrar, Milt Crossen recibió en su tienda la visita de varios de sus clientes más fieles y más viejos compinches. Y George Middler visitó a varios de los chicos de la escuela secundaria que compraban cosas en su tienda y que siempre le habían mirado con una mezcla de desconfianza y suficiencia, y sus más oscuras fantasías se realizaron.
Los automovilistas que seguían pasando por la carretera 12 no veían en Solar otra cosa que un cartel de turismo y un anuncio que marcaba el límite de velocidad en sesenta kilómetros por hora. Al salir del pueblo volvían a los ciento veinte y, tal vez, dedicaban un último pensamiento al lugar: Cielos, qué pueblecito tan muerto.
El pueblo guardaba sus secretos, y la casa de los Marsten cavilaba sobre él como un rey destronado.
4
Ben regresó con el coche el día siguiente, al amanecer, dejando a Mark en la habitación del motel. Se detuvo en una bulliciosa ferretería de Westbrook para comprar un pico y una pala.
Salem's Lot permanecía en silencio bajo un cielo sombrío; todavía no había empezado la lluvia. Eran pocos los coches que se veían por las calles. El drugstore seguía abierto, pero el Café Excellent estaba cerrado, con las cortinas verdes corridas. Habían retirado la lista de platos de los escaparates, y la pequeña pizarra donde se anunciaba la especialidad del día estaba borrada.
Al ver las calles vacías, Ben sintió un escalofrío y le volvió a la memoria una imagen de un viejo álbum de rock and roll, con la figura de un travestí en la tapa, de perfil contra un fondo negro, un rostro extrañamente masculino, sangrante de maquillaje. Título: Sólo salen de noche.
Fue primero a la casa de Eva, subió por las escaleras y entró en su habitación. Todo estaba como él lo había dejado: la cama sin hacer, un paquete de cigarrillos abierto sobre el escritorio. Debajo de éste había una papelera metálica, vacía, y Ben la llevó al centro de la habitación.
Tomó su manuscrito, lo arrojó a la papelera y con la página del título hizo una mecha de papel. La encendió con su Cricket y cuando estuvo inflamada la arrojó sobre el batiburrillo de páginas mecanografiadas. La llama las saboreó, las encontró buenas y empezó a deslizarse ansiosamente sobre los papeles. Los ángulos se retorcían y ennegrecían. Un humo blanquecino empezó a elevarse de la papelera. Ben se inclinó sobre el escritorio y abrió la ventana.
Su mano encontró el pisapapeles —el globo de cristal que le acompañaba desde los años de infancia pasados en ese pueblo ensombrecido— y sin darse cuenta lo aferró, reviviendo un sueño donde visitaba la casa de un monstruo. «Sacúdelo y mira cómo va cayendo la nieve.»
Lo sacudió y lo puso a la altura de los ojos, como había hecho de niño, y el juguete hizo su vieja treta. A través de la nieve flotante se alcanzaba a ver una casita de pan de jengibre, con un camino que llevaba hasta ella. Los postigos estaban cerrados, pero un muchacho imaginativo podría fantasear que uno de ellos se iba abriendo lentamente, como en realidad parecía que uno de ellos se abriera ahora, empujado por una larga mano blanca, y que un rostro pálido se asomaba a mirarle a uno, a sonreírle con una mueca de dientes largos, a invitarle a entrar en esa casa que no era de este mundo, en su interminable país de fantasía donde la nieve era falsa, donde el tiempo era un mito. El mismo rostro que ahora le miraba, pálido y hambriento, un rostro que jamás volvería a mirar la luz del día ni el azul del cielo.
Y que era su propio rostro.
Ben arrojó el pisapapeles a un rincón, donde se hizo añicos.
Y se fue, sin esperar a ver qué escapaba de él.
5
Bajó al sótano en busca del cuerpo de Jimmy, y ésa fue la tarea más dura. El ataúd seguía allí donde había estado la noche anterior, vacío ya incluso de polvo. Sin embargo... no estaba vacío. La estaca había quedado dentro, y había algo más. Ben sintió que se le cerraba la garganta. Dientes. Los dientes de Barlow era lo único que quedaba de él. Ben se inclinó a recogerlos, y se le retorcieron en la mano como minúsculos animalillos blancos que intentaban morder.
Con un grito de repugnancia, los arrojó lejos de sí.
—Dios —susurró, mientras se frotaba la mano contra la camisa—. Oh, Dios mío. Por favor, que esto sea el fin. Que sea realmente su fin.
6
Con dificultad consiguió sacar del sótano el cuerpo de Jimmy, todavía envuelto en las cortinas de Eva. Acomodó el bulto en el maletero del Buick de su amigo y después se dirigió a la casa de los Petrie. En el asiento de atrás, junto al maletín negro de Jimmy, había puesto la pala y el pico. En un claro del bosque, detrás de la casa de los Petrie y próximo al acuático parloteo de Taggart Stream, se pasó la mañana y parte de la tarde cavando una fosa de un metro y medio de profundidad. Allí puso el cuerpo de Jimmy y los de los Petrie, cubiertos todavía por la funda del sofá.
Eran las dos y media cuando empezó a llenar la tumba de esos tres inocentes. A medida que la luz empezó a aclarar lentamente el cielo cubierto de nubes, Ben trabajaba con más y más rapidez. Un sudor que no era causado solamente por el ejercicio iba condensándosele sobre la piel.
Hacia las cuatro, el hoyo estaba cubierto. Volvió al pueblo,
Jimmy. Aparcó el vehículo frente al Excellent, dejando las llaves puestas.
Miró alrededor. Parecía que los abandonados edificios de oficinas se inclinaran con una especie de crepitación sobre la calle. La lluvia, que había comenzado al mediodía, caía suave y lentamente, como un símbolo de duelo. El parquecillo donde Ben se había encontrado con Susan Norton estaba vacío y solitario. Las cortinas del ayuntamiento estaban bajadas. En el cristal de la oficina inmobiliaria de Larry Crockett, un pequeño cartel amarillento anunciaba irrisoriamente: «Vuelvo enseguida.»
Y el único sonido seguía siendo el de la lluvia.
Ben caminó un poco hacia Railroad Street, sintiendo el resonar de sus tacones sobre la acera. Cuando llegó a casa de Eva se detuvo junto a su coche, mirando por última vez alrededor. Nada se movía.
El pueblo estaba muerto. De pronto lo supo con una certeza absoluta, la misma con que había sabido que Miranda estaba muerta cuando vio su zapato en el asfalto.
Empezó a llorar.
Todavía lloraba cuando el Citroen pasó junto al cartel del turismo, que saludaba: «Te alejas ahora de Jerusalem's Lot, un pueblo agradable. ¡Vuelve pronto!»
Llegó a la autopista. La casa de los Marsten se perdió entre los árboles cuando Ben empezó a descender la rampa. Después se dirigió hacia el sur, hacia Mark, hacia la vida.
EPÍLOGO
Entre estas aldeas diezmadas
sobre este promontorio desnudo
frente al viento del Sur
ante nosotros un rastro de montañas,
escondiéndote,
¿quién confiará en nuestra decisión de olvidar?
i Quién aceptará nuestra ofrenda en este final
del otoño?
GEORGE SEFERIS
Ahora están sin ojos.
Las serpientes que una vez sostuvo en alto
le devoran las manos.
GEORGE SEFERIS
1
Del cuaderno de recortes que llevaba Ben Mears (con material tomado del Press Herald de Portland):
19 de noviembre de 1975 (p. 27):
JERUSALEM'S LOT. — La familia de Charles V. Pritchett, que hace apenas un mes compró una granja en el pueblo de Jerusalem's Lot, condado de Cumberland, se marcha del pueblo porque siguen sucediendo cosas misteriosas por la noche, según Charles y Amanda Pritchett, quienes antes de venir aquí vivían en Portland. La granja, un importante establecimiento local situado en Schoolyard Hill, había sido propiedad de Charles Griffen. El padre de Griffen fue propietario de las lecherías Sunshine, Inc., que en 1962 se incorporaron a la Compañía Lechera Slewfoot. No se pudo establecer contacto con Charles Griffen (quien vendió la granja por mediación de un agente de Portland, a un precio que el propio Pritchett calificó de «increíblemente bajo») para pedirle más información. La primera vez que Amanda Pritchett habló con su marido de los «ruidos raros» que se oían en el granero fue poco después de...
4 de enero de 1976 (p. 1):
JERUSALEM'S LOT. — A última hora de anoche o en las primeras de esta mañana se produjo un extraño accidente automovilístico en el pequeño pueblo de Jerusalem's Lot, al sur de Maine. Por las marcas de neumáticos halladas en las inmediaciones, la policía deduce que el coche, un sedán último modelo, circulaba a excesiva velocidad cuando se salió de la carretera y fue a estrellarse contra uno de los postes de alta tensión de la Central Eléctrica de Maine. El coche quedó totalmente destrozado, pero aunque se encontró sangre en el asiento delantero y en el salpicadero, todavía no se ha hallado a los pasajeros. Informa la policía que el coche pertenecía al señor Cordón Phillips, de Scarborough. Según informó un vecino, Phillips y su familia se dirigían a visitar a unos familiares en Yarmouth. La policía piensa que Phillips, su mujer y sus dos hijos pueden haberse alejado y perdido a causa del aturdimiento. Se está organizando una búsqueda...
14 de febrero de 1976 (p. 4):
CUMBERLAND. — La señora Fiona Coggins, una viuda que vivía sola en Smith Road, West Cumberland, fue denunciada como desaparecida ante la oficina del sheriff de Cumberland. La denuncia fue efectuada esta mañana por su sobrina, la señora Gertrude Hersey, quien dijo a los funcionarios de policía que su tía es una persona muy solitaria y de mala salud. Aunque la policía está investigando, ha declarado que hasta el momento es imposible saber qué...
27 de febrero de 1976 (p. 6):
FALMOUTH. — John Farrington, anciano granjero que residió durante toda su vida en Falmouth, fue encontrado muerto en su establo, a primera hora de esta mañana, por su yerno Frank Vickery. Vickery declaró que Farrington estaba caído boca abajo junto a un montón de heno, con la horquilla cerca de la mano. David Rice, el médico forense del condado, dice que aparentemente Farrington murió de un derrame cerebral, o tal vez de una hemorragia interna...
20 de mayo de 1976 (p. 17):
PORTLAND. — Los guardabosques del condado de Cumberland han recibido instrucciones del Servicio de Conservación de la Fauna y Flora de Maine de estar alerta ante las depredaciones de una jauría de perros salvajes que probablemente asola la zona de Jerusalem's Lot, Cumberland y Falmouth. Durante el último mes se han encontrado varias ovejas muertas, con la garganta y el vientre destrozados. En algunos casos, a los animales les habían sido retiradas las vísceras. «Como ustedes saben —declaró el guardabosque Upton Pruitt—, esta situación ha empeorado mucho en el sur de Maine...»
29 de mayo de 1976 (p. 1):
JERUSALEM'S LOT. — Se sospecha algo turbio en la desaparición de la familia de Daniel Holloway, que recientemente se había trasladado a una casita situada en Taggart Stream Road, en este pequeño municipio del condado de Cumberland. La policía fue alertada por el abuelo de Daniel Holloway, quien se alarmó al comprobar repetidas veces que nadie contestaba sus llamadas telefónicas.
El matrimonio Holloway y sus dos hijos se trasladaron a Taggart Stream Road en abril, y se habían quejado a sus amigos y familiares de que oían «ruidos extraños» durante la noche.
Durante los últimos meses, Jerusalem's Lot se ha convertido en el centro de una serie de acontecimientos extraños, y son muchas las familias que...
4 de junio de 1976 (p. 2):
CUMBERLAND. — La señora Elaine Tremont, una viuda que vive en una casita en Back Stage Road, en la parte occidental de este pequeño pueblo del condado, fue ingresada a primera hora de esta mañana en el hospital de Cumberland, con un ataque cardíaco. La señora Tremont declaró a este periódico que había oído un ruido como si rascaran la ventana de su dormitorio mientras estaba viendo la televisión, y al levantar los ojos vio una cara que la estaba mirando.
«Tenía una sonrisa espantosa —dijo la señora Tremont—. Era horrible. Jamás he tenido tanto miedo en mi vida. Y desde que desapareció esa familia de Taggart Stream Road, me he pasado todo el tiempo asustada.»
Nuestra entrevistada se refería a la familia de Daniel Holloway, que a comienzos de la semana pasada desapareció de su residencia en Jerusalem's Lot. La policía dijo que se está investigando si existe alguna relación, pero...
2
El hombre alto y el muchacho llegaron a Portland a mediados de septiembre y se alojaron tres semanas en un motel de la localidad. Estaban acostumbrados al calor, pero después del clima seco de Los Zapatos, el alto grado de humedad les resultaba fatigoso a ambos. Los dos pasaban mucho tiempo nadando en la piscina del motel, y miraban mucho el cielo. El hombre compraba todos los días el Press Herald de Portland. Leía las predicciones meteorológicas y estaba atento a todo lo relacionado con Salem's Lot. Al noveno día de haber llegado ellos a Portland, desapareció un hombre en Falmouth. Su perro apareció muerto en el patio. La policía estaba investigando.
El 6 de octubre el hombre se levantó temprano y se quedó un rato en el jardín delante del motel. La mayoría de los turistas ya se había ido, estaban de vuelta en Nueva York, Nueva Jersey, Florida, Ontario, Nueva Escocia, Pensilvania y California. Los turistas dejaban su basura y sus dólares, y dejaban también que los nativos disfrutaran de la estación más hermosa de su comarca.
Esa mañana había algo nuevo en el aire. No había bruma en el horizonte, ni esas nieblas bajas, lechosas, que suelen rodear las patas de los carteles de publicidad levantados en el campo, al lado de la carretera. El cielo de la mañana estaba muy claro, y el aire se sentía helado. Al parecer, el veranillo de San Martín había terminado de la noche a la mañana.
El chico salió y se acercó a él.
—Hoy —dijo el hombre.
3
Era casi mediodía cuando llegaron al desvío de Salem's Lot. Ben evocó ¿olorosamente el día que había llegado allí, decidido a exorcizar todos los demonios que le habían acosado, y sin dudar un momento del éxito. Era un día más cálido que el de hoy, y el viento del oeste no soplaba con tanta fuerza. Recordó haber visto dos chiquillos con cañas de pescar. Ese día el cielo se veía de un azul más duro y más frío.
La radio del automóvil proclamaba que el peligro de incendios ascendía a cinco, la segunda frecuencia en la tabla. En el sur de Maine no se habían producido precipitaciones de importancia desde la primera semana de septiembre. El disc—jockey de la emisora advirtió a los conductores que apagaran las colillas, y después puso un disco con una canción sobre un hombre que iba a saltar desde una torre por amor.
Siguieron por la carretera 12 hasta pasar el cartel de turismo y se encontraron en Jointner Avenue. Ben vio que el semáforo no estaba encendido. Ya no se necesitaban luces de advertencia.
Después entraron en el pueblo. Lo atravesaron con lentitud, y Ben sintió que el antiguo miedo volvía a descender sobre él, como una vieja chaqueta que uno encuentra en el ático y que le queda estrecha, pero todavía le sirve. Mark iba rígidamente sentado junto a él, con un frasco de agua bendita que había traído desde Los Zapatos. Se lo había dado el padre Gracon, como presente de despedida.
Con el miedo, volvieron los recuerdos, casi desgarradores.
El drugstore de Spencer había pasado a manos de un tal La—Verdiére, pero no parecía que anduviera mejor. Los escaparates cerrados estaban sucios y vacíos. La parada de autobuses Greyhound había desaparecido. En el ventanal del Café Excellent, un letrero torcido anunciaba que estaba en venta, y todos los taburetes instalados frente a la barra habían sido retirados, sin duda para llevarlos a más prósperos lugares. Al seguir por la calle vieron que sobre lo que había sido la lavandería, el mismo cartel seguía proclamando «Barlow y Straker Antigüedades», pero ahora las letras doradas estaban manchadas de herrumbre y hablaban inútilmente a las aceras vacías. El escaparate estaba vacío; la gruesa alfombra, sucia. Ben pensó en Mike Ryerson y se le ocurrió si seguiría durmiendo en la caja en la trastienda. Al pensarlo sintió que la boca se le secaba.
Ben disminuyó la marcha en la encrucijada. Por la colina se veía la casa de los Norton, con el césped crecido y amarillento delante, y también en el fondo, donde Bill Norton había construido la barbacoa de ladrillo. Algunas ventanas estaban rotas.
Un poco más adelante, detuvo el coche para mirar el parque. El monumento presidía el desordenado crecimiento de arbustos y malezas. La piscina de los niños estaba invadida por las plantas acuáticas del verano. En los bancos, la pintura verde se descascarulaba. Las cadenas de los columpios se habían enmohecido, y si alguien hubiera querido columpiarse en ellos, los ásperos chirridos habrían sido lo bastante desagradables para estropear la diversión. El tobogán se había desplomado y elevaba rígidamente las patas, cómo un antílope muerto. Y colgaba de un ángulo del cuadrado de arena, con un brazo pendiente flojamente sobre la hierba, había una muñeca de trapo. Los botones que le servían de ojos parecían reflejar un horror negro e insípido, como si hubieran visto todos los secretos de las tinieblas durante su larga permanencia en aquel cuadrado de arena. Y tal vez fuera así.
Al levantar los ojos, Ben vio la casa de los Marsten, siempre con los postigos cerrados, vigilando el pueblo con desvencijada malevolencia. Ahora era inofensiva, pero ¿por la noche?
Las lluvias debían de haberse llevado la hostia con que Callahan la había sellado. Y si ellos querían podía volver a pertenecerles, como un santuario, como un faro de las tinieblas que dominara ese pueblo muerto y esquivo. Ben se preguntó si se reunirían allí. ¿Vagaban, mortalmente pálidos, por los pasillos al anochecer, celebrando sus algazaras, sus siniestros servicios al amo de su amo?
Sintió frío y apartó los ojos.
Mark estaba mirando las casas. En la mayor parte de ellas, las cortinas estaban corridas; en otras, las ventanas descubiertas dejaban ver habitaciones vacías. Eran peores que las que se mantenían decentemente cerradas, pensó Ben. Parecían mirar a esos intrusos diurnos con la mirada vacía de los retrasados mentales.
—Están en esas casas —dijo Mark—. Ahora mismo, en todas esas casas. Detrás de las cortinas, en las camas, en los armarios, en los sótanos, debajo de los suelos. Escondidos.
—Tómatelo con calma —le aconsejó Ben.
El pueblo desapareció a sus espaldas. Ben tomó por Brooks Road y siguieron hasta pasar la casa de los Marsten, con sus postigos desvencijados.
Mark le señalaba algo, y Ben miró. A través del césped habían ido abriendo una senda, que llevaba desde el porche al camino. Cuando la hubieron pasado, Ben sintió que algo se le aflojaba en el pecho. Ya habían hecho frente a lo peor, que quedaba a espaldas de ellos.
Después de enfilar Burns Road, no muy lejos del cementerio de Harmony Hill, Ben detuvo el coche y los dos descendieron. Juntos, se internaron en el bosque. Malezas y ramitas se rompían bajo sus pies, ásperamente, con un chasquido seco. Había un olor denso, y se oía el chirrido de las últimas cigarras. Los dos subieron a una pequeña prominencia, una especie de loma desde donde se dominaba el espacio entre los bosques por donde corrían los cables de alta tensión de la Central de Maine, oscilantes bajo la fresca brisa de ese día. Algunos arboles empezaban a colorearse.
—La gente de esa época dice que es aquí donde empezó —dijo Ben—, allá por 1951. Soplaba el viento del oeste. Ellos piensan que tal vez alguien arrojó un cigarrillo. Un cigarrillo, nada más. Y el incendio se extendió por los pantanos sin que nadie pudiera detenerlo.
Sacó del bolsillo un paquete de Pall Mall, miró pensativamente el emblema —in hoc signo vinces— y después desgarró la cubierta de celofán. Encendió uno y arrojó la cerilla. El cigarrillo le sabía sorprendentemente bueno, aunque hacía meses que no fumaba.
—Ellos tienen sus lugares —reflexionó—. Pero podrían perderlos. Muchos de ellos podrían resultar muertos... o destruidos. Pero no todos. ¿Comprendes?
—Sí —dijo Mark.
—No son muy inteligentes. Si pierden sus escondrijos, la segunda vez se esconderán mal. Con que un par de personas buscaran en los lugares obvios podría ser bastante. Tal vez para la primera nevada todo podría haber terminado en Salem's Lot... o tal vez nunca llegue a terminar. No hay garantía, ni en un sentido ni en otro. Pero sin algo que los obligue a salir, no habría probabilidad ninguna.
—Claro.
—Será desagradable y peligroso.
—Losé.
—Pero dicen que el fuego purifica —prosiguió Ben—. La purificación debe significar algo, ¿no crees?
—Sí.
Ben se levantó.
—Tenemos que regresar.
Arrojó la colilla en una pila de ramas secas y hojas quebradizas. La cinta blanca del humo se elevó, tenue, contra el fondo verde de los juníperos, hasta casi un metro, antes de que el viento se la llevara. Unos seis metros más allá, hacia donde soplaba el viento, había una gran trampa de caza abandonada.
Fascinados, los dos miraban el humo.
El humo fue espesándose. Apareció una lengua de fuego. Pequeños estallidos salían de la pila de ramas y hojas secas a medida que las ramitas iban prendiendo.
—Esta noche no se dedicarán a matar ovejas ni a visitar granjas —dijo Ben suavemente—. Esta noche huirán. Y mañana...
—Tú y yo —dijo Mark, y cerró el puño.
Ya no tenía el semblante pálido; un color sonrosado le animaba la piel. Los ojos le brillaban.
Juntos volvieron al camino y se alejaron.
En el pequeño claro que daba sobre los cables de alta tensión, las llamas empezaron a arder con más fuerza entre la maleza, avivadas por el viento otoñal que soplaba del oeste.
Octubre de 1972
Junio de 1975.
FIN
Título original: Salem 's Lot
Diseño de la portada: GS—Grafícs, S. A.
Primera edición: febrero, 1997
© 1975, Stephen King de la traducción, Marta I. Gustavino
ISBN: 84—0—149102—9 (col. Jet) ISBN; 84—0—147456—6 (vol. 102/6)