EL MISTERIO DE SALEM'S LOT (Stephen King)
Publicado en
abril 08, 2010
Para Naomi Rachel King
«... en cumplimiento de promesas»
NOTA DEL AUTOR
No hay quien escriba solo una novela larga. Me gustaría robar un momento al lector para agradecer a algunas personas su ayuda en este libro: a G. Everett McCutcheon, de la Hampden Academy, por sus sugerencias prácticas y su estímulo; al doctor John Pearson, de Old Town, Maine, inspector médico del Condado de Penobscot y reconocido miembro de esa excelsa especialidad médica que es la medicina general; al padre Renald Hallee, de la Iglesia católica de San Juan en Bangor, Maine. Y naturalmente a mí mujer, cuyas críticas son tan severas e inflexibles como siempre.
Aunque los pueblos cercanos a Salem's Lot son totalmente reales, el propio Salem's Lot no existe en modo alguno más que en la imaginación del autor y cualquier semejanza entre las personas que allí viven y las que habitan el mundo real no es más que una coincidencia no intencionada.
S. K.
PRÓLOGO
Viejo amigo, ¿qué es lo que buscas?
Tras tantos años de ausencia vienes
con las imágenes que albergaste
bajo cielos extraños
muy lejanos de tu tierra.
GEORGE SEFERIS
1
Casi todo el mundo creía que el hombre y el chico eran padre e hijo.
Atravesaron la comarca dirigiéndose sin seguir una dirección muy precisa hacia el sudeste. Viajaban en un viejo Citroen de dos puertas y tomaban preferentemente las carreteras secundarias, que recorrían en tramos irregulares. Por el camino se detuvieron en tres lugares antes de llegar a su destino: primero en Rhode Island, donde el hombre alto de cabello negro se puso a trabajar en una fábrica textil; después en Youngstown, Ohio, donde trabajó durante tres meses en una línea de montaje de tractores y finalmente en un pueblecito californiano próximo a la frontera con México, donde trabajó como empleado de una gasolinera, además de realizar reparaciones en pequeños coches europeos, con un éxito que a él mismo le resultó tan sorprendente como reconfortante.
Cada vez que se detenían, el hombre compraba un periódico de Maine, el Press—Herald de Portland, y buscaba en él los artículos que hicieran alguna referencia a una pequeña ciudad del sur de Maine llamada Jerusalem's Lot y a la región circundante. De vez en cuando encontraba alguna noticia sobre ellas.
Antes de llegar a Central Falls, Rhode Island, escribió en diferentes cuartuchos de motel el bosquejo de una novela que despachó por correo a su agente literario. Un millón de años atrás había sido un novelista de cierto éxito, cuando las sombras no habían invadido aún su vida. El agente llevó el borrador a su último editor, quien se mostró cortésmente interesado aunque no muy decidido a efectuar un adelanto de dinero. Pedir algo y dar las gracias por nada, explicó el hombre al muchacho mientras hacía pedazos la carta del agente, todavía era gratis. Lo dijo sin demasiada amargura y de todas maneras comenzó a escribir el libro.
El muchacho no solía hablar. Su rostro siempre estaba tenso y sus ojos eran sombríos, como si estuvieran escudriñando continuamente algún yermo horizonte interior. En los bares y en las estaciones de servicio donde se detenían por el camino se mostraba simplemente cortés. Parecía no querer separarse del hombre alto y se ponía nervioso cuando éste le dejaba, aunque sólo fuera para ir al cuarto de baño. Se negaba a hablar del pueblo de Salem's Lot, aunque el hombre procuraba sacar el tema de vez en cuando, y nunca miraba los periódicos de Portland que su compañero dejaba deliberadamente a su alcance.
Cuando terminó el libro ambos vivían en una casita sobre la playa apartada de la carretera. Los dos solían nadar en el Pacífico, más cálido y amistoso que el Atlántico. En el Pacífico no había recuerdos. El chico empezó a ponerse muy moreno.
Aunque vivían bastante bien, ya que podían comer tres veces al día y tenían el refugio de un techo seguro, el hombre había empezado a sentirse deprimido y a abrigar dudas sobre la forma de vida que llevaban. Se había convertido en su maestro, y aunque al muchacho no parecía perjudicarle demasiado el hecho de no ir al colegio (era un chico despierto y con afición a los libros, como también lo había sido él), no creía que ayudarle a olvidar Salem's Lot pudiera hacerle ningún bien. A veces, durante la noche, gritaba en sueños y arrojaba las mantas al suelo.
Recibieron una carta de Nueva York. El agente le comunicaba que la editorial Random House le ofrecía doce mil dólares de adelanto y que casi había cerrado un trato con un Club de Lectores.
Sin duda parecía interesante.
El hombre dejó su trabajo en la gasolinera y, junto con el muchacho, cruzaron la frontera.
2
Los Zapatos (un nombre que por absurdo resultaba secretamente atractivo al hombre) era una pequeña aldea situada no lejos del océano. Estaba bastante libre de turistas. No tenía una buena carretera, ni vista al mar (para ello había que seguir unos ocho kilómetros más hacia el oeste) ni lugares históricos de interés. Además, la taberna local estaba plagada de cucarachas y la única prostituta era una abuela de cincuenta años.
Al dejar atrás Estados Unidos su vida se llenó de una quietud casi extraterrena. Pocos aviones sobrevolaban sus cabezas, no había autopistas de peaje y nadie tenía una cortadora de césped eléctrica (ni se preocupaba por tenerla) en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Tenían una radio que no emitía más que una sucesión de ruidos carentes de significado; todos los noticiarios se transmitían en español, que el chico empezaba a entender pero que para el hombre era y seguiría siendo incomprensible. Parecía no existir otra música que la ópera. Por las noches, a veces sintonizaban una emisora de música pop desde Monterrey, frenética con las inflexiones de Wolfman Jack, pero la onda aparecía y desaparecía. El único ruido de motor era el de un viejo Rototiller, propiedad de uno de los granjeros locales. Cuando el viento soplaba en esa dirección, el sonido entrecortado les llegaba débilmente a los oídos, como un espíritu inquieto. Sacaban a mano el agua del pozo.
Un par de veces al mes (no siempre juntos) oían misa en la pequeña iglesia de la aldea. Ninguno de los dos entendía el significado de la ceremonia, pero iban de todas formas. A veces, el hombre dormitaba en el calor sofocante al ritmo familiar de las plegarías y de las voces que las formulaban. Un domingo, el muchacho salió al destartalado porche del fondo, donde el hombre había empezado a escribir otra novela, y con voz vacilante le dijo que había hablado con el sacerdote para que le admitieran en la fe de su iglesia. El hombre hizo un gesto de asentimiento y le preguntó si sabía bastante español para aprender el catecismo. El chico contestó que no creía que eso fuera un problema.
Una vez a la semana, el hombre hacía un viaje de más de sesenta kilómetros en busca del periódico de Portland, Maine, que tenía siempre una semana de antigüedad por lo menos y a veces estaba manchado de orina de algún perro. Dos semanas después de que el muchacho le comunicara sus intenciones, encontró un artículo de fondo sobre Salem's Lot y sobre una ciudad de Vermont llamada Monson. En el relato se mencionaba el nombre del hombre alto.
Éste dejó el periódico por la habitación sin muchas esperanzas de que el muchacho lo leyera. El artículo le inquietaba por varias razones. Al parecer, no todo había terminado en Salem's Lot.
Al día siguiente, el chico se le acercó con el periódico en la mano doblado de manera que se viera el encabezamiento: «¿Pueblo fantasma en Maine?»
—Tengo miedo —comentó.
—Yo también —respondió el hombre alto.
3
¿PUEBLO FANTASMA EN MAINE?
por John Lewis Director articulista de Press—Herald.
JERUSALEM'S LOT. — Jerusalem's Lot es una pequeña ciudad situada al este de Cumberland y a treinta kilómetros al norte de Portland. No es, en la historia norteamericana, la primera ciudad que muere y desaparece y probablemente no será la última, pero es una de las más extrañas. Los pueblos fantasma son comunes en el sudoeste norteamericano, donde las comunidades crecieron poco menos que de la noche a la mañana, en torno de ricos filones de oro y plata para desaparecer después casi con la misma rapidez a medida que las vetas se agotaban, dejando que las tiendas, los hoteles y los saloons se pudrieran, vacíos, en el silencio del desierto.
En Nueva Inglaterra, la misteriosa muerte de Jerusalem's Lot, o Salem's Lot, como suelen llamarlo los nativos, sólo encuentra parangón en una pequeña ciudad de Vermont llamada Monson. Durante el verano de 1923, al parecer Monson dejó de ser habitable y desapareció, y con ella desaparecieron sus 312 habitantes. Las casas y los edificios de algunas pequeñas tiendas del centro de la ciudad están todavía en píe, pero desde ese verano de hace cincuenta y tres años siguen deshabitadas. En algunos casos, los muebles han sido retirados, pero la mayoría de las viviendas continúan amuebladas, como si en medio de la vida cotidiana un misterioso viento se hubiera llevado a la gente. En una casa la mesa estaba puesta para la comida, hasta con un centro de flores, marchitas desde hacía mucho tiempo. En otra, uno de los dormitorios estaba preparado para que alguien se acostara, con las camas prolijamente dispuestas. En una de las tiendas de la localidad se encontró sobre el mostrador una pieza de tela de algodón podrido y la caja registradora marcaba un dólar con veintidós. Los investigadores encontraron casi 50 dólares en el interior de la caja.
A la gente de aquella zona le gusta entretener a los turistas con la historia e insinuar que el pueblo está encantado; eso, dicen, explica el hecho de que desde entonces haya permanecido vacío. Una razón más plausible podría ser la circunstancia de que Monson se halla situada en un olvidado rincón del estado, lejos de todas las carreteras importantes. Allí no hay nada que no se pueda encontrar también en otras ciudades, a no ser, por supuesto, el misterioso hecho de quedarse súbitamente deshabitada, algo parecido a lo que ocurrió en Mary Celeste.
En el censo de 1970, Salem's Lot figuraba con 1319 habitantes, un aumento de 67 personas en los diez años transcurridos desde el censo anterior. Es un municipio extenso y placentero al que sus antiguos habitantes llamaban familiarmente Solar y donde jamás sucedía nada demasiado notable. El único tema de conversación de los ancianos que se reunían regularmente en el parque y en el almacén agrícola era el incendio de 1951, cuando un fósforo arrojado por descuido inició uno de los incendios forestales más impresionantes en la historia reciente del estado.
Para cualquier hombre que quisiera terminar sus años de jubilado en un pequeño pueblo rural donde todo el mundo se ocupaba de sus propios asuntos y donde el gran acontecimiento de la semana solía ser el concurso de bizcochos qué organizaba la Comisión de Señoras, Solar podía haber sido una buena elección. En el aspecto demográfico, el censo de 1970 mostraba unos hechos tan familiares a los sociólogos rurales como a cualquiera que residiera desde hacía años en alguna pequeña ciudad de Maine: un montón de ancianos, algunos pobres, y un grupo de jóvenes que se alejaban de la zona con su diploma bajo el brazo para nunca más volver.
Pero hace poco más de un año, algo fuera de lo común empezó a suceder en Jerusalem's Lot. La gente comenzó a desaparecer. Por supuesto que la mayor parte de los desaparecidos no pueden considerarse como tales en el sentido estricto de la palabra. El antiguo agente de policía de Solar, Parkins Gillespie, vive con su hermano en Kittery. Charles James, propietario de una gasolinera situada frente a la farmacia, está ahora al frente de un taller de reparaciones en la vecina ciudad de Cumberland. Pauline Dickens se ha trasladado a Los Ángeles y Rhoda Curless trabaja en Portland con la Misión San Mateo. La lista de «no desaparecidos» podría prolongarse indefinidamente.
Lo que resulta enigmático en todas estas personas encontradas es su unánime renuencia —o incapacidad— para hablar de Jerusalem's Lot y de lo que pueda (o no) haber sucedido allí. Parkins Gillespie se limitó a mirar al periodista, encender un cigarrillo y contestar: «Decidí marcharme, eso es todo.» Charles James asegura que se vio obligado a irse porque su negocio desapareció al mismo tiempo que la ciudad. Pauline Dickens, que trabajó durante varios años como camarera en el Café Excellent, no contestó jamás a las preguntas que el periodista le formuló por carta. Y la señorita Curless se niega a decir una sola palabra sobre Salem's Lot.
Ciertas desapariciones pueden explicarse basándose en algunas conjeturas y haciendo algunas investigaciones. Lawrence Crockett, el agente de la propiedad inmobiliaria de la ciudad, que ha desaparecido con su mujer y su hija, deja tras de sí varias operaciones comerciales e inmobiliarias de dudosa naturaleza, entre ellas cierta especulación con unos terrenos de Portland donde se están construyendo ahora el paseo y el centro comercial. El matrimonio Royce McDougall, también entre los desaparecidos, había perdido a su hijo pequeño ese mismo año y no había nada importante que les retuviera en la ciudad. Podrían estar en cualquier parte, y hay otros en la misma situación. Según Peter McFee, el jefe de policía del estado: «Hemos seguido la pista a muchas de las personas que se fueron de Salem's Lot, pero no es ésta la única ciudad de Maine donde la gente se ha esfumado. Royce McDougall, por ejemplo, se marchó debiendo dinero a un banco y a dos compañías financieras... A mi juicio, no era más que un ave de paso que decidió mejorar su suerte. En cualquier momento, este año o el próximo, usará una de las tarjetas de crédito que tiene en la billetera y lo atraparán en un abrir y cerrar de ojos. En Estados Unidos, las personas desaparecidas son tan frecuentes como la tarta de manzana. Vivimos en una sociedad centrada en el automóvil. Cada dos o tres años, la gente recoge sus bártulos y se va a otro sítio. A veces olvidan dejar su nueva dirección. Especialmente los vagabundos.»
Sin embargo, y pese al contundente sentido práctico de las palabras del capitán McFee, quedan muchas preguntas sin respuesta en Salem's Lot. Henry Petrie, su mujer y su hijo también se han ido, y sería difícil calificar de vagabundo al señor Petrie, ejecutivo de la Compañía de Seguros Prudencial. También el empresario local de pompas fúnebres, el librero y la esthéticienne están en el archivo de desaparecidos. La lista alcanza una longitud inquietante.
En los pueblos circundantes se ha iniciado la previsible campaña de rumores que es el comienzo de la leyenda. Se afirma que en Salem's Lot hay fantasmas. Se dice que a veces hay luces de colores que se ciernen sobre los cables de alta tensión de la central eléctrica de Maine, que atraviesan el municipio, y si uno sugiere que a los habitantes de Solar se los llevaron los OVNIS, nadie se reirá. Se ha hablado incluso del «oscuro pacto» de un grupo de jóvenes que celebraban misas negras en el pueblo, lo que podría haber producido la ira de Dios sobre una ciudad que llevaba el mismo nombre que la ciudad más sagrada de Tierra Santa. Otros, menos inclinados hacia lo sobrenatural, recuerdan a los jóvenes que hace unos tres años «desaparecieron» en Houston, Texas, para ser descubiertos luego en espantosas tumbas colectivas.
Tras una visita a Salem's Lot, todas esas conjeturas parecen menos disparatadas. No queda una sola tienda abierta. La última en desaparecer fue la farmacia de Spencer, que cerró sus puertas en enero. También han cerrado el almacén de productos agrícolas de Crossen, la ferretería, la tienda de muebles de Barlow y Straker, el Café Excellent, e incluso el edificio municipal, así como la nueva escuela secundaria, construida en Solar en 1967. El mobiliario y los libros de la escuela han sido trasladados a un establecimiento provisional en Cumberland, pero parece que al comienzo del nuevo año escolar no acudirá ningún niño de Salem's Lot. Allí ya no hay niños; sólo quedan tiendas y locales abandonados, casas desiertas, jardines y caminos descuidados.
Algunas de las personas a quienes la policía estatal quisiera localizar, o de quienes le gustaría por lo menos tener noticias, son John Croggins, pastor de la iglesia metodista de Salem's Lot; el padre Donald Callahan, párroco de St. Andrew; Mabel Werts, una viuda de la localidad que se distinguía por su labor en la iglesia de Salem's Lot y por sus funciones sociales; Lester y Harriet Durham, un matrimonio que trabajaba en Gates Mili y Weaving; Eva Miller, propietaria de una pensión en la localidad...
4
Dos meses después de la publicación de aquel artículo en el periódico, el muchacho fue bautizado en la fe católica. Hizo su primera confesión y lo confesó todo...
5
El sacerdote de la aldea era un anciano de cabello blanco y rostro atrapado en una red de arrugas. Desde la cara curtida por el sol, los ojos atisbaban con una vivacidad y una avidez sorprendentes; eran unos ojos azules, muy irlandeses. Cuando el hombre alto llegó a su casa, el cura estaba sentado en el porche tomando el té. Junto a él había un hombre bien trajeado, con el cabello peinado con raya en medio y tal cantidad de brillantina que al hombre alto le hizo pensar en viejas fotografías de 1890.
—Soy Jesús de la Rey Muñoz —se presentó el hombre—. El padre Gracon me pidió que hiciera de intérprete, porque él no sabe inglés. El padre ha hecho a mi familia un gran servicio que no me está permitido mencionar. Mis labios permanecerán igualmente sellados respecto al problema que él quiere plantear. ¿Está usted de acuerdo?
—Sí. —El hombre estrechó la mano de Muñoz y después la de Gracon. Éste habló en español sonriendo. No le quedaban más que cinco dientes, pero su sonrisa era alegre y amplía.
—Pregunta si aceptaría usted una taza de té. Es té de menta, muy refrescante.
—Me encantaría.
—El muchacho no es su hijo —dijo el sacerdote una vez superadas las formalidades.
—No.
—Su confesión fue muy extraña. En realidad, en toda mi vida de sacerdote no había oído una confesión tan extraña.
—No me sorprende.
—Y lloró —continuó el padre Gracon mientras bebía su té—, con un llanto intenso y terrible que parecía proceder de lo más profundo de su alma. ¿Debo hacer la pregunta que esa confesión implica?
—No —respondió con calma el hombre alto—. No es necesario. Le dijo la verdad.
Ya antes de que Muñoz se lo tradujera, Gracon asentía con la cabeza y su rostro había cambiado de expresión. Se inclinó hacia adelante, con las manos cruzadas entre las rodillas, y habló durante largo rato. Muñoz le escuchaba atentamente con el rostro inexpresivo. Cuando el sacerdote terminó, el intérprete empezó a hablar.
—Dice que en el mundo hay cosas extrañas. Hace cuarenta años, un campesino de El Graniones le trajo una lagartija que gritaba como si fuera una mujer. También ha visto un hombre que tenía estigmas, el sello de la pasión de Nuestro Señor, y que le sangraban las manos y los pies el Viernes Santo. Dice que esto es una cosa terrible y tenebrosa. Grave para usted y para el muchacho (sobre todo para el chico). Es algo que le está carcomiendo. Dice...
Gracon volvió a hablar brevemente.
—Pregunta si usted entiende qué es lo que ha hecho en esta Nueva Jerusalem.
—En Jerusalem's Lot —repitió el hombre—. Sí, lo entiendo.
Gracon volvió a hablar.
—Quiere saber qué es lo que piensa hacer al respecto.
El hombre alto meneó muy lentamente la cabeza.
—No lo sé.
Gracon habló de nuevo.
—Dice que rezará por ustedes.
6
Una semana más tarde despertó sudando por una pesadilla y pronunció el nombre del muchacho. —Tengo que volver —anunció.
El muchacho palideció bajo su bronceado.
—¿Puedes venir conmigo? —preguntó el hombre.
—¿Tú me quieres?
—Sí. Por Dios que sí.
El muchacho empezó a llorar y el hombre alto le abrazó.
7
Aún seguía sin poder dormir. Había rostros que acechaban en las sombras, elevándose sobre él en un torbellino como caras desdibujadas por la nieve, y cuando el viento sacudía una rama y la golpeaba contra el techo, el hombre daba un salto.
Salem's Lot...
Cerró los ojos y cubrió su rostro con el brazo. Todo empezó de nuevo. Podía ver el pisapapeles de cristal, uno de esos que cuando se mueven provocan en su interior una tormenta de nieve en miniatura.
El solar de Salem...
PRIMERA PARTE
LA CASA DE LOS MARSTEN
Ningún organismo viviente puede seguir existiendo durante mucho tiempo en la realidad absoluta sin perder la razón; hay quien supone que incluso las alondras y las cigarras sueñan. Hill House, un lugar que nadie asociaría precisamente con la cordura, se erguía sola sobre sus colinas reteniendo dentro de sí la oscuridad: hacía ochenta años que se mantenía así y podía seguir haciéndolo durante otros ochenta más. En su interior, las paredes conservaban su perfecta verticalidad, los ladrillos se unían con pulcritud, el suelo se mantenía firme y las puertas cerradas. El silencio se afirmaba pesadamente contra la madera y la piedra de Hill House, y cualquier cosa que por allí apareciera, aparecía sola.
SHIRLEY JACKSON
The Haunting of Hill House
UNO
BEN (I)
1
Tras sobrepasar Portland mientras se dirigía al Norte por la autopista de peaje, Ben Mears había empezado a sentir en el vientre un cosquilleo de agitación nada desagradable. Era el 5 de septiembre de 1975 y el verano se complacía en una última y magnífica exuberancia. El verde estallaba en los árboles, el cielo era de un azul lejano y suave y más allá de la línea ferroviaria de Falmouth Ben distinguía a dos muchachos que andaban por un camino paralelo a la autopista con las cañas de pescar al hombro como si fueran carabinas.
Pasó al carril de la derecha, disminuyó la velocidad al mínimo permitido en la autopista y empezó a buscar algo que activara su memoria.
Al principio no encontró nada e intentó prevenirse contra una decepción casi segura. Entonces tenías siete años. Hace veinticinco que corre el agua bajo los puentes. Los lugares cambian y la gente también, pensó.
En aquella época la autopista 295 y sus cuatro carriles no existían. Si uno quería ir a Portland desde Solar, tomaba la carretera 12 hasta Falmouth y desde allí la número 1. El tiempo no se había detenido.
Basta de imbecilidades, se dijo.
Pero era difícil pararse. Era difícil decir basta cuando...
Una gran BSA con el manillar levantado le adelantó súbitamente con un rugido por el carril de la izquierda. Iba conducida por un muchacho en camiseta de deporte mientras una chica vestida con una chaqueta de tela roja y enormes gafas de sol ocupaba el asiento trasero. La aparición fue inesperada y la reacción de Ben excesiva: pisó el pedal del freno a fondo y apoyó ambas manos en el claxon. La motocicleta aceleró arrojando un eructo de humo azul por el tubo de escape, y la chica se giró para apuntarle con un dedo.
Mientras volvía a aumentar la velocidad, Ben deseó fumar un cigarrillo. Le temblaban un poco las manos. La motocicleta, que avanzaba como un rayo, ya casi se había perdido de vista. Los muchachos..., condenados muchachos. Los recuerdos recientes se agolpaban en él y Ben los apartó. Hacía dos años que no había montado en una motocicleta y no pensaba volver a hacerlo jamás.
Un destello rojo le hizo mirar hacia la derecha y al volver la vista sintió una oleada de placer y gratitud. A lo lejos, sobre una colina que se elevaba más allá de un campo de plantas forrajeras, se levantaba un enorme granero rojo con el techo pintado de blanco; incluso desde esa distancia se podía distinguir cómo resplandecía el sol en la veleta colocada sobre el techo. Estaba allí en aquel entonces y allí seguía exactamente con el mismo aspecto. Tal vez, después de todo, las cosas mejorarían. Los árboles volvieron a ocultar el granero.
A medida que la carretera se acercaba a Cumberland el entorno se hacía cada vez más familiar. Atravesó el río, donde de niños solían ir a pescar. Divisó al pasar un fugaz panorama de Cumberland por entre los árboles. Se veía la torre de elevación de aguas de Cumberland con su enorme letrero pintado en un costado: «Conservad el verdor de Maine.» Tía Cindy había dicho siempre que alguien debería escribir debajo: «Y traed dinero.»
Su inicial sensación de exaltación se intensificó y Ben empezó a acelerar esperando distinguir el cartel indicador. Unos ocho kilómetros después apareció ante sus ojos. Estaba pintado de un verde luminoso que destellaba a la distancia:
RUTA 12 JERUSALEM'S LOT CUMBERLAND CUMBERLAND CTR
Una súbita oscuridad se abatió sobre él amortiguando su euforia como cuando se echa arena sobre el fuego. Estos episodios se habían hecho frecuentes desde la época gris de su vida (su mente quería pronunciar el nombre de Miranda, pero Ben no se lo permitió). Estaba acostumbrado a mantener a raya sus malos pensamientos, sin embargo esta vez no pudo hacer nada contra la sensación que se apoderó de él con una fuerza tan salvaje que lo atemorizó.
¿Qué pretendía volviendo a un pueblo donde había vivido cuatro años, cuando era niño, con el deseo de recuperar algo ya irrevocablemente perdido? ¿Qué magia esperaba encontrar deambulando por unas calles que había recorrido antaño y que probablemente estarían asfaltadas, niveladas, señalizadas y atestadas de latas de conserva desechadas por los turistas? La magia habría desaparecido, tanto la negra como la blanca. Todo se había ido por el vertedero de basura esa noche, cuando él perdió el control de la motocicleta y después apareció el camión amarillo, cada vez más y más grande, y el alarido de su mujer, Miranda, que de pronto se cortó irrevocablemente cuando...
A la derecha vio la salida y durante un momento Ben pensó en pasar de largo, en seguir hacia Chamberlain o Lewiston, detenerse allí para comer y después dar la vuelta para regresar. Pero ¿regresar adonde? ¿A casa? No pudo reprimir una sonrisa. Si alguna vez se había sentido en casa, había sido aquí. Aunque no hubieran sido más de cuatro años, sin duda era aquí.
Puso el intermitente, disminuyó la velocidad del Citroen y subió por la rampa. A punto de llegar a la cima, a la parte donde la rampa de la autopista se unía a la carretera 12 (que al acercarse más a la ciudad se llamaba Jointner Avenue), levantó la vista hacia el horizonte. Lo que allí vio le obligó a frenar violentamente. El Citroen se detuvo con un estremecimiento.
Los árboles, pinos y abetos en su mayoría, se elevaban en una suave pendiente hacia el este y daban la impresión de amontonarse en el cielo hasta donde alcanzaba la vista. Desde su posición no se distinguía el pueblo; nada más que los árboles y, en la distancia, el ángulo agudo del techo a dos aguas de la casa de los Marsten.
Ben se quedó mirándola fascinado. Con rapidez calidoscópica, encontradas emociones asomaron a su rostro.
—Sigue aquí —murmuró en voz alta—. ¡Por Dios!
Al mirarse los brazos comprobó que se le había puesto carne de gallina.
2
Evitó pasar deliberadamente por el pueblo; atravesó Cumberland para después volver a Salem's Lot desde el oeste por Burns Road. Se quedó atónito al ver lo poco que habían cambiado las cosas. Había algunas casas nuevas que Ben no recordaba, una posada —la de Dell— en el límite del pueblo y un par de canteras de grava nuevas. Habían talado buena parte del bosque, pero la vieja señal de hojalata que indicaba el camino hacia el vertedero de basuras del pueblo seguía en su lugar. En cuanto al piso, estaba aún sin asfaltar, lleno de baches e irregularidades. Por la abertura que quedaba entre los árboles, allí donde las torres de los cables de alta tensión de la Central Eléctrica de Maine corrían de noroeste a sudeste, Ben alcanzó a ver Schoolyard Hill. La granja de los Griffen seguía existiendo; además, habían ampliado el granero. Ben se preguntó si seguirían embotellando y vendiendo la leche que producían. El eslogan que usaba era una vaca que sonreía bajo la marca de fábrica: «Leche Rayo de Sol ¡De las granjas Griffen!» Sonrió al pensar en la cantidad de leche Rayo de Sol en que había bañado sus copos de cereales cuando vivía en casa de la tía Cindy.
Giró a la izquierda para tomar Brooks Road, pasó junto a los portones de hierro forjado y la pared de piedra que rodeaba el cementerio de Harmony Hill y tras descender la abrupta pendiente empezó a subir la del otro lado, lo que se conocía en el pueblo como Marsten's Hill.
En la cima, los árboles se marchitaban a ambos lados de la carretera. A la derecha, la vista alcanzaba directamente hasta el pueblo; fue la primera visión que Ben tuvo de él. A, la izquierda quedaba la casa de los Marsten. Se armó de valor y salió del automóvil.
Todo seguía igual, sin diferencia alguna en lo más mínimo. Era como sí lo hubiera visto ayer por última vez.
El césped de las brujas crecía, libre y alto, en el jardín de delante, ocultando las viejas losas desniveladas por las heladas que conducían al porche. Allí cantaban, chirriantes, los grillos, y los saltamontes se elevaban en erráticas parábolas.
La casa miraba hacia el pueblo. Era enorme y parecía desdibujada y vencida. Las ventanas descuidadamente cerradas le daban ese aspecto siniestro de todas las casas viejas que han pasado mucho tiempo vacías. La pintura se había descascarillado a la intemperie y toda la casa tenía un aspecto uniformemente gris. Los temporales de viento habían arrancado muchas tejas y una densa nevada había hundido el ángulo oeste del techo principal dejándolo torcido. A la derecha, un destartalado cartel clavado sobre un poste advertía: «Prohibida la entrada.»
Ben sintió el impulso irresistible de adentrarse por ese camino lleno de malezas acosado por los grillos y saltamontes que se levantarían entre sus pies hasta subir al porche y, entre los postigos mal cerrados, espiar el vestíbulo o el salón. Quizá incluso tantearía la puerta principal y, si no estaba cerrada con llave, entraría.
Tragó saliva y se quedó mirando la casa casi hipnotizado. Con estúpida indiferencia, el edificio le devolvía la mirada.
Al recorrer el vestíbulo sentiría el olor del yeso húmedo y del empapelado podrido y vería escabullirse los ratones por las paredes. Todavía encontraría algunos objetos, tal vez un pisapapeles que guardaría en el bolsillo. Al final del vestíbulo, en vez de seguir hacia la cocina, podría doblar a la izquierda y subir por las escaleras sintiendo crujir bajo los pies el polvo de yeso que durante años había ido cayendo del techo. Había exactamente catorce escalones, pero el último era más pequeño que los anteriores, como si lo hubieran agregado para evitar el número fatídico. Al terminar de subir por la escalera uno se encuentra en el descanso y el pasillo da a una puerta cerrada. Y se avanza hacia ella, mirándola con suma atención, se aprecia el empañado picaporte de plata...
Se alejó para no seguir viendo la casa mientras dejaba escapar el aire por la boca con un silbido. Todavía no... Más adelante tal vez, pero todavía no. Por ahora le bastaba con saber que todo seguía allí esperándole. Apoyó las manos en el capó del coche y se quedó mirando el pueblo. Allí podría averiguar quién administraba la casa de los Marsten y alquilarla. La cocina sería un lugar adecuado para escribir y podría poner un diván en el saloncito de delante. Pero no se dejaría llevar por el impulso de subir por las escaleras.
No, a menos que fuera necesario.
Subió al automóvil, lo puso en marcha y descendió la colina en dirección a Jerusalem's Lot.
DOS
SUSAN (I)
1
Estaba sentado en un banco del parque cuando advirtió que la chica le observaba. Era una muchacha muy bonita. Llevaba un pañuelo de seda que le cubría el cabello, de un rubio luminoso. En ese momento estaba leyendo un libro, pero junto a ella había un bloc de dibujo y algo que parecía un lápiz carbón. Era martes 16 de septiembre, el primer día de clase, y el parque se había vaciado mágicamente de los visitantes más bulliciosos. Sólo quedaban algunas madres con sus bebés y otros tantos ancianos sentados junto al monumento, además de la muchacha, inmóvil bajo la sombra protectora de un olmo viejo y retorcido.
Al levantar la vista le vio y en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa. Bajó la mirada hacia el libro; después volvió a mirar e hizo ademán de levantarse; pareció pensarlo dos veces; por fin se levantó, pero volvió a sentarse.
Ben se puso en pie y se dirigió hacia ella llevando en la mano su libro, una novela del oeste en edición de bolsillo.
—Hola —la saludó cordialmente—. ¿Nos hemos visto antes?
—No —respondió la chica—. Es decir..., usted es Benjamín Mears, ¿no es cierto?
—Es cierto —confirmó Ben arqueando las cejas.
La muchacha dejó escapar una risa nerviosa mirándole, por un momento, a los ojos, como si quisiera leer sus intenciones. Sin duda no estaba acostumbrada a hablar con los extraños que se encontraba en el parque.
—Me pareció que veía un fantasma —explicó ella mientras le mostraba el libro que tenía en la falda.
Ben alcanzó a ver que entre las tapas había un sello: «Biblioteca Pública de Jerusalem's Lot.» El libro era Danza, aérea, su segunda novela. La chica le mostró la fotografía que aparecía en la solapa de la contratapa, tomada hacía ya cuatro años. La cara de Ben tenía un aire juvenil y tremendamente serio; los ojos eran como diamantes negros.
—De tan triviales comienzos arrancan las dinastías —comentó Ben.
Aunque sus palabras eran una broma sin intención, quedaron extrañamente suspendidas en el aire como una profecía formulada al descuido. Tras ellos, varios chiquillos que apenas sabían andar chapoteaban alegremente en la pequeña piscina y una de las madres advertía a Roddy que no columpiara tan alto a su hermanita. Ésta ascendía en su columpio como una flecha, gozosa, con la falda al viento como intentando alcanzar el cielo. Fue un momento que Ben recordaría a lo largo de los años, como si le hubieran cortado una porción especial de la tarta del tiempo. Si entre dos personas no se produce nada especial, un instante como ése se pierde en el naufragio general de la memoria.
En ese momento la muchacha rió y le ofreció el libro.
—¿Quiere dedicármelo?
—Pero es de la biblioteca.
—Lo compraré para reponerlo.
Ben sacó un lápiz del bolsillo, abrió el libro por la primera hoja y preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Susan Norton.
Sin pensar, Ben escribió rápidamente: «Para Susan Norton, la chica más bonita del parque, afectuosamente, Ben Mears.» Bajo su firma anotó la fecha.
—Ahora no tendrá más remedio que robarlo —le dijo mientras se lo devolvía—. Lamentablemente Danza aérea está agotado.
—Haré que uno de esos expertos en conseguir libros agotados que hay en Nueva York me consiga un ejemplar. —Susan dudó un momento y esta vez sus ojos se detuvieron en los de Ben—. Es un libro extraordinario.
—Gracias. Cada vez que lo cojo y le echo un vistazo, no entiendo cómo pueden haberlo publicado.
—¿Y suele cogerlo a menudo?
—Sí, pero estoy tratando de no hacerlo más.
Ella le miró sonriendo. Los dos rieron y la situación les pareció más natural. Después él se sorprendería cada vez que pensara en la facilidad con que había sucedido todo. La idea le incomodaba. Le obligaba a pensar en un destino que no sólo era ciego, sino que estaba provisto de una visión consciente y poderosísima empeñada en triturar a los indefensos mortales entre las grandes piedras del molino del universo para fabricar algún pan ignoto.
—Leí también La hija de Conway y me encantó. Supongo que es lo que le dicen continuamente.
—No. Muy pocas veces —respondió con sinceridad Ben.
A Miranda también le gustaba La hija de Conway, pero casi todos sus amigos se habían mostrado indiferentes y la mayor parte de los críticos se habían ensañado con el libro. Nadie podía confiar en la crítica actual. Las obras con argumento ya no se usaban; la moda era la masturbación.
—Pues a mí me gustó —insistió Susan.
—¿Ha leído la última?
—¿Adelante, dijo Billy? Todavía no. La señorita Coogan, la del drugstore, dice que es bastante fuerte.
—Pero si es casi puritano —protestó Ben—. El lenguaje es áspero, pero cuando se describen muchachos del pueblo y sin mucha educación, no se puede... Oye, ¿puedo invitarte a tomar un helado o algo así? Yo estaba pensando en tomar uno.
Por tercera vez, Susan observó sus ojos. Después su sonrisa iluminó su rostro cálidamente.
—Sí, me encantaría. Los de la tienda de Spencer son fantásticos.
Así fue como empezó todo.
2
—¿Es ésa la señorita Coogan?
Ben lo preguntó en voz baja sin dejar de mirar a la mujer alta y delgada que llevaba un delantal de nailon rojo sobre su uniforme blanco. El cabello, con algunos reflejos azules, estaba marcado en una sucesión de ondas que parecían escalones.
—La misma. Tiene una carretilla que lleva a la biblioteca todos los jueves por la noche. Hace reservas de libros a montones y vuelve loca a la señorita Starcher.
Estaban sentados en los taburetes tapizados de cuero rojo del bar. Ben sorbía un helado de chocolate con soda y Susan uno de fresa. £1 local de Spencer también hacía las funciones de estación local de autobuses y desde donde ellos estaban se veía, más allá de una decrépita y anticuada arcada, la sala de espera, en la que un muchacho con uniforme azul de las Fuerzas Aéreas esperaba de pie con aire sombrío y la maleta colocada entre los pies.
—No parece sentirse muy alegre, ¿verdad? —señaló Susan siguiendo la mirada de Ben.
—Supongo que se le acabó el permiso —conjeturó él. Y pensó: «Ahora me preguntará si hice el servicio militar.»
—Uno de estos días —dijo ella en cambio— tomaré el autobús de las diez y media y... adiós Salem's Lot. Tal vez me marche con un aspecto tan triste como el de este chico.
—¿Adonde irás?
—Supongo que a Nueva York. Quiero comprobar de una vez si puedo valerme sola.
—Y aquí, ¿qué es lo que va mal?
—¿En Solar? Oh, esto me encanta. Pero tengo problemas con mis padres, ¿sabes? Es como si estuvieran siempre leyendo por encima de mi hombro. Un fastidio. En realidad, no es un pueblo muy adecuado para una chica que quiere llegar a algo. Se encogió de hombros e inclinó la cabeza para sorber su pajita. Tenía el cuello tostado con los músculos bellamente dibujados. Llevaba una camisa estampada, de colores, que dejaba adivinar una hermosa figura.
—¿Y qué clase de trabajo buscarías? —preguntó Ben.
La chica se encogió de hombros otra vez.
—Tengo una licenciatura en artes por la Universidad de Boston que, en realidad, tiene menos valor que el diploma que me dieron para certificar mi graduación. Apenas sirve para situarme en la categoría de los idiotas educados. Ni siquiera me prepararon para decorar una oficina. Algunas de las chicas que fueron conmigo a la escuela secundaria ocupan ahora estupendos puestos de secretaria, pero yo nunca fui capaz de escribir a máquina más de treinta pulsaciones por minuto.
—¿Qué posibilidades tienes?
—Bueno... tal vez una editorial —respondió ella con vaguedad—. O alguna revista..., publicidad, no sé. Son lugares donde siempre puede haber algo para una persona que sabe dibujar. Y yo sé hacerlo; tengo una carpeta.
—¿Tienes alguna oferta? —preguntó suavemente Ben.
—No, eso no. Pero...
—A Nueva York no se puede ir sin tener ofertas. Créeme. No harías más que gastar zapatos...
—Supongo que sabes lo que dices —sonrió Susan con inquietud.
—¿Has vendido algo en esta zona?
De pronto, ella se rió.
—Oh, sí. La venta más importante que he hecho hasta hoy fue a la Cinex Corporation. Abrieron una sala cinematográfica nueva en Portland y me compraron doce cuadros para colgar en la entrada. Cobré setecientos dólares y con eso pagué la entrada de mi coche.
—Deberías pasar una semana en un hotel de Nueva York —le aconsejó Ben—, para visitar todas tas revistas y editoriales posibles con tu carpeta. Pero procura concertar las entrevistas con seis meses de antelación para que los editores y los encargados de personal no tengan cubierta su agenda. Y por Dios, no vayas a una gran ciudad simplemente a probar suerte.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Susan mientras dejaba la pajita para empezar a comer el helado con la cuchara—. ¿Qué estás haciendo en la próspera comunidad de Jerusalem's Lot, Maine, población de 1.300 habitantes?
—Trato de escribir una novela —respondió Ben encogiéndose de hombros.
Al instante, la emoción iluminó el rostro de Susan.
—¿Aquí, en Solar? ¿Una novela sobre qué? ¿Por qué en este pueblo? ¿Estás,..?
Ben la miró con seriedad y dijo:
—Se te está cayendo el helado.
—Disculpa. —Con una servilleta enjugó la base de su vaso—. No pretendía ser curiosa. En general, no soy entremetida.
—No es necesario que te disculpes —la tranquilizó Ben—. A todos los escritores les gusta hablar de sus libros. A veces, cuando estoy en la cama, imagino una entrevista con Play—Boy. Pero es una pérdida de tiempo. Sólo entrevistan a los autores cuyos libros se venden muy bien.
El muchacho del uniforme de las Fuerzas Aéreas se levantó. Un autocar Greyhound se acercaba al apeadero haciendo resoplar los frenos de aire.
—De niño viví cuatro años en las afueras de Salem's Lot, en Burns Road.
—¿Burns Road? Ahora ya no queda nada allí, salvo los pantanos y un pequeño cementerio, Harmony Hill.
—Vivía con mí tía Cindy. Cynthia Stevens. Mi padre murió y mi madre tuvo un..., bueno, una especie de descalabro nervioso, así que me mandó a casa de mi tía Cindy mientras ella se reponía. Tía Cindy me montó en un autobús para que volviera a Long Island junto a mi madre un mes después del gran incendio. —Ben se miró en el espejo que había detrás de la barra—. Y yo, que había venido llorando en el autobús al separarme de ella, volví llorando al alejarme de tía Cindy y de Salem's Lot.
—¡Qué casualidad! Yo nací el año del incendio
—contestó Susan
—. Fue lo más importante que ha sucedido jamás en este pueblo y yo no me enteré.
—Así pues eres unos siete años mayor de lo que pensé en el parque —calculó Ben riendo.
—¿De veras? —Susan parecía encantada—. Gracias. La casa de tu tía debió de quemarse.
—Sí —confirmó Ben—. La verdad es qué lo que ocurrió esa noche es uno de los recuerdos más claros que conservo. Vinieron unos hombres con extintores a la espalda y nos dijeron que teníamos que irnos. Fue muy emocionante. La tía Cindy se afanaba en recoger cosas para cargarlas en su automóvil. ¡Qué noche, por Dios!
—¿Tenía seguro?
—No, pero la casa era alquilada y conseguimos cargar en el coche casi todas las cosas de valor, salvo el televisor. Lo intentamos, pero no pudimos levantarlo del suelo. Era un Video King con pantalla de siete pulgadas y un cristal de aumento sobre el tubo. Muy perjudicial para los ojos. De todas maneras no se veía más que un canal, con muchísimas canciones del oeste, información para granjeros y Kitty el payaso.
—Y has vuelto aquí para escribir un libro —se maravilló Susan.
Ben tardó unos segundos en contestar. La señorita Coogan estaba abriendo cartones de cigarrillos para llenar el exhibidor colocado junto a la caja registradora. El farmacéutico, el señor Labree, paseaba como un fantasma detrás de su mostrador. Por su parte, el muchacho con uniforme de las Fuerzas Aéreas, de pie junto a la puerta del autobús, esperaba que el conductor volviera del cuarto de baño.
—Sí —respondió finalmente, y se volvió a mirarla a la cara por primera vez. Era muy bonita, con candidos ojos azules y frente alta, despejada y tostada por el sol—. ¿Esta ciudad representa tu infancia? —le preguntó.
—Sí.
—En tal caso puedes entenderme. De niño estuve en Salem's Lot y para mí es un pueblo lleno de fantasmas. Cuando regresaba, estuve a punto de pasar de largo por miedo de que fuera diferente.
—Aquí las cosas no cambian... —afirmó Susan—, no mucho.
—Yo solía jugar a la guerra con los chicos de Gardener en los pantanos. Y a los piratas junto al estanque. En el parque jugábamos a policías y ladrones y al escondite. Después de abandonar la casa de tía Cindy, mamá y yo lo pasamos bastante mal. Ella se suicidó cuando yo tenía catorce años, pero mucho antes se me había caído todo el polvo mágico. Lo que tuve de magia, lo tuve aquí y sigue estando aquí. El pueblo no ha cambiado tanto. Mirar por Jointner Avenue es como mirar a través de un delgado cristal de hielo, como el que se puede sacar de la cisterna del pueblo en noviembre. A través de él puedes mirar tu infancia, ondulante y brumosa. Hay lugares donde se pierde en la nada, pero la mayor parte sigue estando allí, intacta.
Se detuvo, atónito. Había hecho un discurso.
—Hablas como en tus libros —dijo Susan fascinada.
—Jamás en mi vida había dicho algo así en voz alta —sonrió Ben.
—¿Qué hiciste cuando tu madre... murió?
—Anduve por ahí —fue su breve respuesta—. Acaba el helado.
Susan obedeció.
—Algunas cosas han cambiado —comentó al cabo de un momento—. El señor Spencer murió. ¿Te acuerdas de él?
—Desde luego. Todos los jueves por la tarde, tía Cindy bajaba al pueblo para hacer la compra en la tienda de Crossen y me mandaba aquí para tomar una gaseosa de hierbas. Entonces no venían embotelladas, era verdadera gaseosa de Rochester. Mi tía me daba una moneda envuelta en un pañuelo.
—Cuando yo empecé a venir, ya no bastaba con una moneda, ¿Te acuerdas de lo que solía decir el señor Spencer?
Ben se encorvó hacia adelante, retorció una mano como si la tuviera deformada por la artritis y esbozó una mueca con la boca simulando una especie de hemiplejia.
—La vejiga —susurró—, Esas gaseosas os echarán a perder la vejiga, chicos.
La risa de Susan se desgranó hacia el ventilador que giraba lentamente sobre sus cabezas. La señorita Coogan la miró con desconfianza.
—¡Perfecto! Sólo que a nosotros nos decía chiquillas.
Los dos se miraron hechizados.
—Oye, ¿te gustaría ir al cine esta noche? —preguntó Ben.
—Me encantaría.
—¿Cuál es el cine más próximo?
Susan rió una vez más.
—Pues el Cinex de Portland. El que tiene la entrada decorada con los cuadros inmortales de Susan Norton.
—¿Hay algún otro? ¿Qué clase de películas te gustan?
—Algo emocionante, con persecuciones en automóvil.
—Estupendo. ¿Recuerdas el Nórdici? Ése estaba en el pueblo.
—Claro, pero lo cerraron en 1968. Yo solía ir con. mis compañeras de la escuela secundaria. Cuando las películas eran malas, arrojábamos las cajas de caramelos a la pantalla. Y por lo general eran malas —agregó riendo.
—Solían poner esas viejas películas... —evocó Ben—. El hombre cohete. El regreso del hombre cohete. Crash Callahan y el dios vudú de la muerte.
—En mi época ya no las ponían.
—¿Qué pasó con el local?
—Ahora es la oficina de propiedades inmuebles de Larry Crockett —explicó Susan—. Supongo que no pudo competir con el cine al aire libre de Cumberland, ni con la televisión.
Durante un momento permanecieron en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. El reloj de k empresa de autocares señalaba las 10.45 de la mañana.
—Oye —prorrumpieron de pronto los dos al unísono—, ¿te acuerdas...?
Se miraron, y esta vez la señorita Coogan los miró a los dos al oír estallar las risas. Hasta el señor Labree los miró.
Estuvieron charlando quince minutos más, hasta que Susan le dijo que tenía algunas cosas que hacer, pero que lo esperaría a las siete y media, Al separarse, ambos estaban maravillados de la facilidad y naturalidad con que sus vidas se habían encontrado.
Ben regresó a pie por Jointner Avenue y se detuvo en la esquina de Brock Street a mirar distraídamente hacia la casa de los Marsten. Recordó que el gran incendio forestal de 1951 había llegado casi hasta el jardín de la casa antes de que cambiara la dirección del viento.
«Tal vez debería haberse quemado —pensó—. Tal vez eso hubiera sido lo mejor.»
3
Nolly Gardener salió del edificio municipal y se sentó en los escalones junto a Parkins Gillespie en el preciso instante en que Ben y Susan entraban juntos en la tienda de Spencer. Parkins estaba fumando un Pall Mall mientras se limpiaba las uñas amarillentas con un cortaplumas.
—Ese tipo es el escritor, ¿no? —preguntó Nolly.
—Sí.
—Y la que estaba con él, Susie Norton.
—Así es.
—Pues qué interesante —comentó Nolly mientras se ajustaba el cinturón del uniforme.
La insignia de policía relucía de manera imponente sobre su pecho. Nolly había escrito a una revista policíaca para que se la enviaran; el pueblo no se ocupaba de proporcionar insignias a sus agentes de policía. Parkins también tenía una, pero la llevaba en la cartera; era algo que Nolly jamás había podido entender. Claro que en Solar todo el mundo sabía que él era el agente, pero había que tener en cuenta la tradición, había que tener en cuenta la responsabilidad. Cuando se estaba al servicio de la ley había que pensar en esas cosas. Nolly pensaba frecuentemente en ellas, aunque sólo podía ser agente con dedicación parcial.
A Parkins se le resbaló el cortaplumas y le lastimó la cutícula del dedo pulgar.
—Mierda —masculló por lo bajo.
—¿Crees que es de veras escritor, Park?
—Claro que sí. Aquí en la biblioteca hay tres libros suyos.
—¿Históricos o de ficción?
—De ficción —suspiró Parkins mientras dejaba el cortaplumas.
—A Floyd Tibbits no le va a gustar que un tipo ande por ahí con su mujer.
—No están casados —señaló Parkins—, y ella tiene más de dieciocho años.
—Pero a Floyd no le gustará.
—Por mí, Floyd puede cagarse en el sombrero y ponérselo después —declaró Parkins.
Aplastó el cigarrillo en el escalón, sacó del bolsillo una cajita de pastillas, guardó dentro la colilla y volvió a meter la caja en el bolsillo.
—¿Dónde vive el escritor ése? —preguntó Nolly.
—En casa de Eva —le informó Parkins mientras observaba minuciosamente la cutícula herida—. El otro día estuvo mirando la casa de los Marsten. Tenía una extraña expresión en la cara.
—¿Extraña? ¿Qué quieres decir?
—Extraña, nada más. —Parkins volvió a sacar los cigarrillos. Sobre su cara, el sol era tibio y grato—. Después fue a ver a Larry Crockett. Quería alquilar la casa.
—¿La casa de los Marsten?
—Sí.
—Pero ¿está loco?
—Podría ser. —Parkins espantó una mosca de la pierna izquierda del pantalón y la observó mientras se alejaba zumbando en la mañana soleada—. El viejo Larry Crockett ha estado muy ocupado últimamente. Oí decir que vendió La tina del pueblo. En realidad, hace un tiempo que la vendió.
—¿Qué, la vieja lavandería?
—Aja.
—Pero ¿para qué puede quererla alguien?
—No sé.
—Bueno. —Nolly se levantó y volvió a ajustarse el cinturón—. Me parece que voy a dar una vuelta por el pueblo.
—De acuerdo —aprobó Parkins mientras encendía otro cigarrillo.
—¿Quieres venir?
—No, me quedaré un rato aquí sentado.
—Muy bien. Hasta luego.
Nolly bajó por los escalones mientras se preguntaba (no por primera vez) cuándo se decidiría Parkins a jubilarse para que él, Nolly, pudiera tener el trabajo con dedicación exclusiva. ¿Cómo demonios se podían investigar crímenes ahí sentado en los escalones del ayuntamiento?
Parkins le vio alejarse con una vaga sensación de alivio. Nolly era buen muchacho, pero tremendamente ansioso. Sacó el cortaplumas del bolsillo, lo abrió y empezó de nuevo a recortarse las uñas.
4
Jerusalem's Lot se incorporó al territorio nacional en 1765 (doscientos años más tarde celebró él bicentenario con fuegos artificiales y una procesión por el parque, durante la cual una chispa incendió el vestido de princesa india de la pequeña Debbie Forrester y Parkins Gillespie tuvo que poner a la sombra a seis tipos por emborracharse en la vía pública), es decir cincuenta años antes de que Maine se convirtiera en uno de los estados de la Unión como resultado del compromiso de Missouri.
El pueblo debía su extraño nombre a un suceso bastante trivial. Uno de los primeros residentes en la zona era un granjero larguirucho y hosco llamado Charles Belknap Tanner, que criaba cerdos. Una de las marranas más grandes se llamaba Jerusalem. Un día, a la hora de alimentar a los animales, Jerusalem salió del corral, escapó hacia el bosque inmediato y allí se volvió salvaje y agresiva. Años más tarde, para ahuyentar a los chiquillos de su propiedad, Tanner seguía inclinándose sobre el portón y graznándoles con el ominoso tono de un cuervo: «¡No os metáis en el solar de Salem, si no queréis acabar destripados!» La advertencia pasó a la historia y el nombre también. El episodio no demuestra gran cosa, a no ser que en Estados Unidos de Norteamérica hasta los cerdos puedan aspirar a la inmortalidad.
La calle principal, llamada en un principio Portland Post Road, recibió en 18% et nombre de Elias Jointner. Jointner, que había sido miembro de la Cámara de Representantes durante seis años (hasta su muerte, que fue causada por la sífilis cuando tenía cincuenta y ocho), era lo más semejante a un personaje de que podía vanagloriarse Salem's Lot, excepción hecha de Salem, la marrana, y de Pearl Ann Butts, que en 1907 escapó a la ciudad de Nueva York para convertirse en una de las Ziegfeld Girls.
Brock Street atravesaba Jointner Avenue por el centro mismo y en ángulo recto. El municipio como tal era casi circular (aunque un poco achatado hacia el este, donde el límite eran los meandros del río Royal). Vistas en un mapa, las dos calles principales daban al pueblo un aspecto muy semejante al de una mira telescópica.
El cuadrante noroeste de la mira correspondía a North Jerusalem, el sector más densamente forestado del pueblo. Eran las tierras altas, aunque no le habrían parecido muy altas a nadie, salvo quizá a alguien procedente del Medio Oeste. Las viejas y fatigadas colinas, surcadas de antiguos caminos para el transporte de madera, descendían suavemente hacia el pueblo y en la última de las pendientes se levantaba la casa de los Marsten.
Buena parte del cuadrante noreste era tierra abierta dedicada al cultivo de alfalfa y otras plantas forrajeras. Por ahí corría el río Royal, un viejo río que había erosionado profundamente sus riberas hasta casi el nivel del lecho. Pasaba bajo el puentecillo de madera de Brock Street y se alejaba hacia el norte en amplios arcos relucientes hasta penetrar en la zona próxima al límite norte del municipio, donde la delgada capa de cierra se extendía sobre cimientos de sólido granito. Allí, el río había tallado en la piedra acantilados de quince metros en un trabajo de millones de años. Los chiquillos llamaban al lugar el Salto del Borracho, porque algunos años atrás Tommy Rathbun, el hermano borracho de Virge Rathbun, se había caído por el borde mientras buscaba un lugar para pasar. El Royal desembocaba en el contaminado río Amdroscoggin, pero el Royal jamás había estado contaminado; la única industria de que hubiera podido jactarse Salem's Lot era un aserradero, cerrado desde hacía muchos años. En los meses de verano, eran un espectáculo habitual los pescadores que lanzaban sus cañas de pescar desde el puente de Brock Street. El día en que no se podía sacar algo del Royal era un día excepcional.
El cuadrante sudeste era el más bonito. El suelo volvía a elevarse, pero allí no se veían los desagradables rastros del incendio ni la superficie de la tierra arrasada y agostada que era el legado del fuego. A ambos lados de Griffen Road, la tierra era propiedad de Charles Griffen, dueño de la granja lechera más importante al sur de Mechanic Falls, y desde Schoolyard Hill se alcanzaba a ver el enorme establo de Griffen con su tejado de aluminio que resplandecía al sol como un heliógrafo monstruoso. En la zona había otras granjas y muchas casas en las que vivían empleados administrativos y de oficinas que todos los días viajaban en tren a Portland o a Lewiston. A veces, en el otoño, uno podía detenerse en lo mas alto de Schoolyard Hill para aspirar la aromática fragancia de los campos al quemarse y distinguir como un juguete el camión de los bomberos voluntarios de Salem's Lot, pronto a intervenir si alguna de las fogatas amenazaba con descontrolarse. El pueblo había aprendido la lección de 1951.
La parte del sudoeste era la que habían empezado a ocupar los remolques y casas rodantes, formando algo parecido a un cinturón de asteroides extraurbano. Con ellos, habían aparecido también sus huellas características: montones de coches desechados, neumáticos colgados de cuerdas deshilachadas, latas de cerveza vacías que brillaban junto al camino, andrajos lavados y puestos a secar en cuerdas tendidas entre postes improvisados, el denso olor de cañerías conectadas con cuartos de baño instalados a la ligera. Las casas de Bend eran muy parecidas a chabolas, pero en casi todas ellas se elevaba una resplandeciente antena de televisión, la mayoría eran receptores en color comprados a crédito en Grant's o en Sears. El patio de cada uno de los remolques estaba por lo general repleto de chiquillos, juguetes, trineos, patines y motocicletas. En algunos casos, las caravanas estaban bien cuidadas, pero en la mayoría parecía que sus dueños pensaran que la prolijidad fuera demasiada molestia. La maleza y el pasto crecían hasta la altura de la rodilla. Cerca del límite del pueblo, donde Brock Street empezaba a llamarse Brock Road, estaba la posada de Dell. Los viernes tocaba un conjunto de rock and roll y los sábados una banda de música country. Para la mayoría de los vaqueros de la localidad y sus chicas, era el lugar donde ir en busca de una cerveza o de una pelea.
La mayor parte de las líneas telefónicas eran compartidas entre dos, cuatro o seis abonados, de manera que la gente tenía siempre de qué hablar. En todos los pueblos pequeños los escándalos se cuecen siempre a fuego lento en el hornillo de atrás, como el cocido de la abuela. La mayor parte de los escándalos se originaban en el Bend, pero de vez en cuando alguien con una posición social más elevada aportaba algo a la olla común.
El pueblo se gobernaba por asamblea popular, y aunque desde 1965 se hablaba de elegir un concejo municipal que se reuniera dos veces al año para estudiar el presupuesto, la idea no había llegado a cuajar. El pueblo no crecía con la rapidez suficiente para que las costumbres ancestrales resultaran verdaderamente incómodas, aunque más de un recién llegado levantaba con exasperación los ojos al cielo ante esa indigesta democracia que alzaba las manos para votar. Había tres funcionarios electivos: el alguacil de la ciudad, que se ocupaba de los pobres, un empleado municipal (para sacar la matrícula del coche había que ir al extremo de Taggart Stream Road y desafiar a dos perros que andaban sueltos por el patio) y el encargado de asuntos escolares. El cuerpo de bomberos voluntarios recibía una paga simbólica de trescientos dólares anuales, pero en realidad era más bien un club social para ancianos jubilados, que durante la temporada de quema de rastrojos se divertían bastante y se dedicaban a charlar alrededor del camión durante el resto del año. No había departamento de obras públicas porque el agua corriente, el gas, las cloacas y la electricidad no eran servicios públicos. Las torres de alta tensión atravesaban el municipio en diagonal, de noroeste a sudeste, abriendo en el bosque una enorme brecha de cuarenta y cinco metros de ancho. Una de las torres se elevaba cerca de la casa de los Marsten recortándose sobre ella como un centinela.
La información que tenía Salem's Lot acerca de guerras, incendios y crisis gubernamentales provenía principalmente de los noticieros de Walter Cronkite por televisión. Aunque claro, todo el mundo sabía que al muchacho de los Potter lo habían matado en Vietnam y que el hijo de Claude Bowie, después de pisar una mina, había vuelto con un pie de metal, pero le habían dado un trabajo como ayudante de Kenny Danles en la oficina de correos,de modo que eso estaba perfectamente arreglado. Los chicos llevaban el cabello más largo que sus padres y no se lo peinaban con tanto cuidado, pero ya nadie les prestaba atención. Cuando en la escuela secundaria abandonaron el uniforme, Aggie Cortiss escribió una carta al Ledger de Cumberland, pero bacía años que Aggie escribía cartas a ese periódico todas las semanas, principalmente sobre los peligros del alcohol y sobre la maravilla de aceptar a Jesucristo en su corazón como salvador.
Algunos de los chicos tomaban drogas. En agosto, el juez Hooker impuso a Frank, el hijo de Horace Kilby, una multa de cincuenta dólares (aunque le permitió pagarla con lo que sacaba repartiendo periódicos a domicilio), pero el mayor problema era el alcohol Desde que la edad para consumir bebidas alcohólicas se fijó en dieciocho años, eran muchos los chicos que pasaban las horas en el bar de Dell. Después volvían a sus casas conduciendo a toda velocidad, como si quisieran pavimentar el camino con goma, y de vez en cuando alguno se mataba. Como cuando Billy Smith se estrelló contra un árbol en Deep Cut Road a casi ciento cincuenta kilómetros por hora y se mató junto con su chica, LaVerne Dube.
De no haber sido por estas cosas, el conocimiento de los tormentos por los que atravesaba el país no habría sido más que académico en Salem's Lot. Allí, el tiempo transcurría de forma diferente. En un pueblecito tan simpático no podía suceder nada demasiado malo.
5
Ann Norton estaba planchando cuando su hija irrumpió en la casa con una bolsa de comestibles, puso ante sus ojos un libro que tenía en la solapa la fotografía de un hombre de rostro delgado y empezó a hablar.
—Espera un momento —le dijo Ann—. Baja el volumen del televisor y cuéntame.
Susan estranguló la voz de Art Fleming, que desparramaba miles de dólares desde su programa, y le contó a su madre que había conocido a Ben Mears. La señora Norton tuvo cuidado de hacer pausados gestos de asentimiento y simpatía a medida que se desarrollaba el relato, pese a las luces amarillas de advertencia que se encendían en su cabeza siempre que Susan hablaba de un muchacho nuevo o un hombre. En realidad, se le hacía difícil pensar que Susie ya tenía la edad suficiente para que fueran hombres. Pero las luces de hoy eran un poco más intensas.
—Parece interesante —comentó mientras ponía sobre la tabla de planchar otra de las camisas de su marido.
—Estuvo realmente simpático —afirmó Susan—. Muy natural.
—Ay..., mis pies —se quejó la señora Norton. Dejó la plancha en el porta plancha, donde silbó ominosamente, y se acomodó en la mecedora situada junto a la amplia ventana. Tomó un Parliament del paquete que estaba sobre la mesita de café y lo encendió—. ¿Estás segura de que es un muchacho serio, Susie?
Susan sonrió un poco a la defensiva.
—Claro que estoy segura. Tiene el aspecto... no sé, de un profesor universitario o algo así.
—Dicen que el Bombero Loco tenía aspecto de jardinero —evocó reflexivamente su madre.
—Bosta de ciervo —respondió alegremente Susan. Era una expresión que siempre irritaba a su madre.
—Déjame ver el libro. —Ann tendió una mano para cogerlo.
Mientras se lo daba, Susan recordó repentinamente la escena de la violación homosexual en la prisión.
—Danza aérea —dijo con aire meditabundo Ann Norton, y empezó a pasar distraídamente las páginas. Susan esperaba, resignada. Su madre lo encontraría. Como siempre.
Las ventanas estaban abiertas y una brisa ociosa rizaba las cortinas amarillas de la cocina, que su madre insistía en llamar despensa como si vivieran en medio de las comodidades de la clase alta. Era una hermosa casa, maciza, de ladrillo, un poco difícil de calentar en invierno pero fresca como una gruta durante el verano. Estaba situada en una ligera elevación al término de Brock Street y desde la ventana frente a la cual estaba sentada la señora Norton se podía ver todo el pueblo. El panorama no sólo era agradable, sino incluso espectacular en invierno, con el paisaje amplio y brillante de la nieve inmaculada y de los edificios desdibujados por la distancia, que arrojaba a los campos nevados largas sombras amarillas.
—Me parece que leí un comentario sobre el libro en el periódico de Portland. No era muy bueno.
—Pues a mí me gusta —anunció Susan con firmeza—. Y me gusta él.
—Es posible que a Floyd también le guste —comentó la señora Norton—. Deberías presentarles.
Susan sintió una verdadera punzada de cólera que la consternó. Creía que ella y su madre habían dejado atrás las últimas tormentas de la adolescencia y sus secuelas, pero estaba equivocada. Las dos reanudaron la vieja discusión en la que la identidad de Susan debía luchar contra la experiencia y las creencias de su madre.
—Ya hemos hablado de Floyd, mamá, y tú sabes que eso no era nada serio.
—El periódico también decía que había unas escenas bastante espeluznantes en la prisión. Cosas entre muchachos...
—¡Mamá, por el amor de Dios! —Susan cogió uno de los cigarrillos de su madre.
—No tienes por qué usar el nombre de Dios en vano —señaló la señora Norton imperturbable.
Le devolvió el libro y tiró la ceniza del cigarrillo en un cenicero de cerámica que tenía la forma de un pez. Se lo había regalado una de sus amigas de la asociación de beneficencia y a Susan siempre le había irritado sin que pudiera saber exactamente el motivo. Tal vez porque había algo obsceno en eso de echar ceniza en la boca de una perca.
—Voy a guardar los comestibles —dijo Susan, y se levantó.
La señora Norton volvió a insistir en voz baja:
—Sólo me refería a que si tú y Floyd Tibbits vais a casaros...
La irritación aumentó hasta convertirse en la antigua cólera punzante.
—Pero por Dios, ¿cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Alguna vez te he dicho que pensaba casarme?
—Yo suponía...
—Pues suponías mal —interrumpió Susan con ardor y faltando un poco a la verdad. Hacía ya unas semanas que trataba de desanimar gradualmente a Floyd.
—Suponía que cuando una sale con el mismo muchacho durante un año y medio —prosiguió, suave e implacable su madre—, eso debe de significar que las cosas han llegado a un punto en que ya no se limitan a cogerse de las manos.
—Floyd y yo somos algo más que amigos —confirmó tranquilamente Susan para que su madre sacara la conclusión que quisiera.
Una conversación no furmulada quedó pendiente entre ellas:
—¿Te has acostado con Floyd?
—Eso a ti no te importa.
—¿Qué significa para ti ese Ben Mears?
—Eso a ti no te importa.
—A ver si te entusiasmas con él y haces alguna tontería.
—Eso a ti no te importa.
—Pero es que te amo, Susie. Papá y yo te queremos mucho.
Y para eso no había respuesta. Por eso era urgente Nueva York o cualquier otra cosa. Finalmente, uno siempre terminaba por estrellarse contra las tácitas barricadas de ese amor, como si fueran las paredes acolchadas de una celda. La verdad del amor de sus padres hacía que fuera imposible mantener una discusión en la que pudieran plantear posiciones y despojaba de sentido a cuanto había sucedido antes de que comenzasen a no estar de acuerdo.
—Bueno —dijo suavemente la señora Norton. Apagó el cigarrillo en la boca de la perca y lo dejó en la barriga.
—Voy a mi habitación —dijo Susan.
—Está bien. ¿Podré leer el libro cuando lo termines?
—Si quieres...
—Me gustaría conocerle —expresó la señora Norton.
Susan separó las manos encogiéndose de hombros.
—¿Volverás tarde esta noche?
—No lo sé.
—¿Qué le digo a Floyd Tibbits si llama?
El enojo volvió a apoderarse de Susan.
—Dile lo que quieras —hizo una pausa—. Es lo que harás de todos modos.
—¡Susan!
La muchacha subió por las escaleras sin mirar hacia atrás.
La señora Norton permaneció donde estaba mirando por la ventana hacia el pueblo, pero sin verlo. En el piso de arriba se oyeron los pasos de Susan y después el chirrido del caballete al correrlo.
Se levantó y se puso otra vez a planchar. Cuando pensó que Susan estaría totalmente sumergida en su trabajo (aunque no fue más que una idea apenas consciente en un rincón de su mente) se dirigió al teléfono de la despensa y llamó a Mabel Werts. Durante la conversación comentó que Susan le había contado que un escritor famoso estaba en el pueblo. Mabel resopló y dijo «claro, te referirás al hombre que escribió La hija de Conway», y la señora Norton asintió. Mabel añadió que eso no era escribir sino pura y simplemente hacer libros pornográficos. La señora Norton le preguntó si el escritor estaba alojado en un motel o...
En realidad, se alojaba en el pueblo, en la casa de Eva, la dueña de la única pensión de la localidad. Se sintió profundamente aliviada. Eva Miller era una viuda decente que no se andaba con rodeos. Sus normas respecto a subir mujeres a las habitaciones eran simples y estrictas. «Si es su madre o su hermana, de acuerdo. Si no, se pueden sentar en la cocina.» Y sobre eso no había discusiones.
Quince minutos más tarde, después de disimular sagazmente su principal objetivo hablando de otros chismorreos, la señora Norton cortó la comunicación.
«Susan —pensaba mientras volvía a la tabla de planchar—. Oh, Susan, lo único que quiero es lo mejor para ti. ¿No puedes comprenderlo?»
6
No era demasiado tarde —apenas un poco más de las once— cuando volvían de Portland en el coche por la carretera 295. El límite de velocidad después de salir de los suburbios de Portland era de 110 kilómetros, Ben lo respetó. Los faros del Citroen perforaban limpiamente la oscuridad.
A los dos les había gustado la película, pero se mostraban cautos, como sucede con personas que están tanteando mutuamente sus límites. De pronto, Susan recordó la pregunta de su madre.
—¿Dónde te alojas? —inquirió—. ¿O has alquilado algo?
—Tengo una habitación pequeña en el tercer piso de la pensión de Eva, en Railroad Street.
—¡Pero es espantoso! ¡Allí arriba debe de hacer un calor horrible!
—A mí me gusta el calor —explicó Ben—. No me molesta para trabajar. Me quito la camisa, enciendo la radio y me bebo una buena dosis de cerveza. He estado escribiendo unas diez páginas por día. Además, hay algunos chiflados interesantes. Y cuando por fin uno sale al porche a respirar la brisa... es el paraíso.
—De todas formas... —protestó Susan no muy convencida.
—Pensé en alquilar la casa de los Marsten —comentó Ben con aire despreocupado—, y hasta fui a informarme, pero la habían vendido.
—¿La casa de los Marsten? —se asombró Susan—. Te equivocas de lugar.
—En absoluto. La que está en la primera colina, al noroeste del pueblo. En Brooks Road.
—¿La han vendido? Pero ¿quién demonios...?
—Lo mismo pensé yo. Más de una vez me han acusado de estar un poco loco y, sin embargo, yo sólo pensaba en alquilarla. El agente de la inmobiliaria no quiso decir nada. Parecía guardar un tremendo secreto.
—Tal vez sea algún forastero que quiera convertirla en residencia de veraneo —conjeturó Susan—, Pero en cualquier caso, es una locura. Una cosa es restaurar un lugar, y a mí me encantaría intentarlo, pero eso no tiene restauración posible. Cuando yo era pequeña ya era una ruina. Ben, ¿por qué pensaste en vivir allí?
—¿Has entrado alguna vez, Susan?
—No, pero en cierta ocasión me atreví a mirar por la ventana. Y tú, ¿has entrado?
—Sí, una vez —respondió Ben.
—Es un lugar escalofriante, ¿verdad?
Los dos se quedaron en silencio pensando en la casa de los Marsten. Era una actividad nostálgica que no tenía el matiz romántico de las otras. El escándalo y la violencia relacionados con la casa se habían producido antes de que ellos nacieran, pero las ciudades pequeñas no olvidan fácilmente y transmiten sus horrores de generación en generación.
La historia de Hubert Marsten y su mujer, Birdie, era lo más parecido a un secreto turbio que se guardaba en los anales del pueblo. Hubie había sido presidente de una gran compañía de camiones de Nueva Inglaterra en la década de los veinte. Una compañía de la que muchos comentaban que obtenía sus más suculentos beneficios después de medianoche, introduciendo en Massachusetts whisky procedente de Canadá.
Tras hacer fortuna, él y su mujer se retiraron a Salem's Lot en 1928 y perdieron buena parte de su dinero (nadie, ni siquiera Mabel Werts, sabía exactamente cuánto) en el crack bursátil de 1929.
Durante los diez años transcurridos entre la crisis y la ascensión de Hitler al poder, Marsten y su mujer vivieron en su casa como ermitaños. Sólo se les veía los miércoles por la tarde, cuando iban al pueblo a hacer sus compras. Larry McLeod, que en aquellos años era el cartero, contaba que Marsten recibía diariamente dos periódicos, The Saturday Evening Post, The New Yorker, y una revista sensacionalista que se llamaba Amazing Stories. Una vez al mes recibía también un cheque de la compañía de camiones, que tenía su sede en Fall River, Massachusetts. Larry decía que él se daba cuenta de que era un cheque arqueando el sobre para espiar por la ventanilla de la dirección.
Fue Larry quien los encontró en el verano de 1939. Los periódicos y revistas de cinco días se habían amontonado en el buzón hasta el punto de que era imposible meter más. Larry los llevó a la casa con la intención de dejarlos entre la puerta de rejilla y la principal.
Corría el mes de agosto, era pleno verano y el césped en el jardín delantero de los Marsten estaba verde y lozano. Sobre el enrejado que se levantaba en el lado oeste de la casa enloquecían las madreselvas y las rechonchas abejas zumbaban indolentemente en torno de las aromáticas flores de un blanco cerúleo. En esa época, la casa todavía era agradable a la vista, aunque el césped estuviera demasiado crecido. Generalmente todos coincidían en que Hubie había construido la casa más bonita de Salem's Lot antes de volverse loco.
Cuando estaba a mitad de camino, según el relato que se repetía con expectante horror para cada nuevo miembro de la asociación de beneficencia, Larry había percibido un mal olor, como de carne en descomposición. Al golpear en la puerta principal no obtuvo respuesta. Miró hacia adentro y no pudo distinguir nada en la densa penumbra. En vez de entrar, rodeó la casa, y fue una suerte que lo hiciera. En la parte de atrás, el olor era aún peor. Larry intentó abrir la puerta del fondo y como estaba cerrada sin llave entró en la cocina. Birdie Marsten estaba tendida en un rincón, con las piernas abiertas y los pies desnudos. Le habían volado media cabeza de un disparo hecho a quemarropa.
«Y las moscas... —decía siempre en ese momento Audrey Hersey hablando con tranquila autoridad—. Larry dice que la cocina estaba llena de moscas. Zumbaban por todas partes, se posaban en... usted ya me entiende, y volvían a levantar el vuelo. Las moscas...»
Larry McLeod salió de allí y volvió directamente al pueblo. Buscó a Norris Varney, que en ese momento era el policía, y llamó a tres o cuatro de los parroquianos de la tienda de Crossen; en aquel entonces, el padre de Milt era todavía el que atendía el local. Entre los que acudieron estaba Jackson, el hermano mayor de Audrey. Volvieron a la casa en el Chevrolet de Norris y en la camioneta de correos de Larry.
En el pueblo, nadie había estado jamás en la casa y no terminaban de asombrarse. Cuando se extinguió el alboroto, el Telegram de Portland publicó un artículo de fondo sobre el asunto. La casa de Hubert Marsten era un atestado, caótico e increíble nido de ratas, donde la basura y la podredumbre se apilaban dejando estrechos y tortuosos senderos que se abrían paso entre montones de periódicos, revistas amarillentas y miles dé libros que se caían a pedazos. La antecesora de Loretta Starcher en la biblioteca pública de Salem's Lot se había hecho con las obras completas de Dickens, Scott y Mariatt, que seguían allí sin desempaquetar.
Jackson Hersey levantó un ejemplar del Saturday Evening Post, empezó a hojearlo y se quedó perplejo: en cada página habían pegado pulcramente un billete de un dólar.
Fue Norris Varney quien descubrió que Larry había tenido mucha suerte al entrar por la puerta de la cocina. El arma asesina había sido atada a una silla, con el cañón en dirección a la puerta de delante, apuntado a la altura del pecho de un hombre. El fusil estaba amartillado y del gatillo salía una cuerda que corría por el piso del vestíbulo hasta el picaporte de la puerta.
«Y bien cargado que estaba —insistía Audrey al contarlo—. Un tironcito y Larry McLeod se hubiera encontrado directamente ante las puertas de la morada eterna.»
También había otras trampas, aunque menos mortíferas. Sobre la puerta del comedor habían colocado un atado de veinte kilos de periódicos. Uno de k>s peldaños de la escalera que llevaba al piso de arriba estaba serrado y podría haber costado a cualquiera un tobillo roto. No tardó en evidenciarse que Hubie Marsten estaba algo más que mal de la cabeza; se había vuelto total y rematadamente loco.
Lo encontraron en el dormitorio que había al final del pasillo del piso de arriba colgado de una viga.
Susan y sus amiguitas se habían torturado deliciosamente con los relatos que habían oído de sus mayores; Amy Rawcliffe tenía en el patio del fondo de su casa una casita de juguete, donde las niñas solían encerrarse con llave y sentarse en la oscuridad para aterrarse unas a otras hablando de la casa de los Marsten, que se había ganado su siniestra reputación mucho antes de que Hitler invadiera Polonia, y para repetirse las historias que habían oído a sus padres con los aditamentos más espeluznantes que alcanzaban a imaginar, Todavía hoy, dieciocho años más tarde, Susan tenía la sensación de que sólo el pensar en la casa de los Marsten actuaba sobre ella como el conjuro de un hechicero, evocando las imágenes, dolorosamente nítidas, de las niñas acurrucadas en la casa de juguete, tomadas de las manos mientras Amy relataba con voz escalofriante: «Y tenía toda la cara hinchada, la lengua negra y le colgaba fuera de la boca. Estaba cubierto de moscas. Mi mamá se lo contó a la señora Werts.»
—..Jante.
—¿Cómo? Discúlpame. —A Susan le costó casi un esfuerzo físico regresar al presente.
En ese momento, Ben salta de la autopista de peaje para tomar el desvío hacia Salem's Lot. Repitió:
—Dije que realmente es un lugar horripilante.
—Háblame de cuando estuviste dentro.
Con una risa carente de alegría, Ben encendió las luces de carretera. Con sus dos carriles, la oscuridad del camino se extendía ante ellos, enmarcada en una doble hilera de pinos y abetos.
—Empezó como un juego de niños. Tal vez nunca haya sido más que eso. Recuerda que hablo del año cincuenta y uno y que a los pequeños tenía que ocurrírseles algo que los divirtiera porque en esa época aún no estaba de moda meterse por las narices la cola para armar los aviones de juguete. Yo solía jugar con los chicos del Bend, la mayoría de ellos ya no deben de estar aquí en estos momentos... ¿Todavía siguen llamando Bend a la parte sur de Salem's Lot?
—Sí.
—Pues yo jugaba con Davie Barclay, Charles James, a quien todos los chicos solían llamar Sonny, con Harold Rauberson, Floyd Tibbits...
—¿Con Floyd? —preguntó Susan sobresaltada.
—Sí. ¿Lo conoces?
—Durante un tiempo salí con él —respondió Susan, y temerosa de que su voz sonara extraña prosiguió presurosamente—: Sonny James también sigue aquí. Está a cargo de la gasolinera de Jointner Avenue. Harold Rauberson murió. De leucemia.
—Todos ellos tenían un par de año» más que yo. Formaban una banda muy exclusiva. Sólo podían ingresar en ella los Piratas Sanguinarios que cumplieran por lo menos tres requisitos. —Ben se había propuesto hacer un relato aséptico, pero en sus palabras subyacía un resabio de k antigua amargura—. No querían admitirme, y lo que más deseaba en el mundo era ser Pirata Sanguinario... ese verano, por lo menos. Seguí insistiendo hasta que finalmente cedieron. Dijeron que me aceptarían si pasaba una prueba, que Dave urdió en ese mismo momento. Teníamos que ir todos a la casa de los Marsten y yo tendría que entrar y salir con un botín. —Volvió a reírse, pero sintió que se le había secado la boca.
—¿Y qué sucedió?
—Entré por una ventana. La casa seguía llena de basura después de doce años. Durante la guerra se debieron de llevar los periódicos, pero lo demás lo dejaron allí. En el vestíbulo había una mesa y sobre ella uno de esos globos con nieve... ¿Sabes a qué me refiero? Dentro del globo hay una casita y, cuando lo agitas, la nieve cae encima. Lo guardé en el bolsillo, pero no salí. En realidad, quería probarme a mí mismo, de modo que subí las escaleras y me dirigí hacia la habitación donde se ahorcó.
—Oh, Dios mío —susurró Susan.
—Alcánzame un cigarrillo de la guantera, ¿quieres? Estoy tratando de dejar de fumar, pero en este momento lo necesito.
Susan se lo alcanzó y Ben oprimió el encendedor del tablero.
—La casa olía mal. No puedes imaginar cómo olía, a humedad y a tapizados podridos, y había una especie de olor ácido, como de mantequilla rancia. Pero había vida..., ratas, marmotas o sabe Dios qué bichos habían hecho cuevas en las paredes o hibernaban en el sótano. Había un olor húmedo y mezquino por toda la casa.
»Trepé por las escaleras. No era más que un niño de nueve años muerto de miedo. La casa crujía y parecía moverse. Yo oía el ruido de seres que surgían de mi interior y se filtraban por las paredes.
»Me parecía oír pasos que me seguían. Tenía miedo de girarme y ver que Hubie Marsten se me acercaba, tambaleándose, llevando una cuerda con un nudo corredizo en la mano y con la cara negra.
Sus manos agarraban con nerviosismo el volante y había desaparecido de su voz toda frivolidad. La intensidad de su recuerdo asustó un poco a Susan. El resplandor de las luces del tablero destacaba en el rostro de Ben la expresión de un hombre que viajaba por un país odiado del que no puede alejarse por completo.
—Al llegar a lo alto de la escalera reuní todo mi valor y corrí por el pasillo hasta llegar a esa habitación. Estaba decidido a entrar corriendo en ella, apoderarme de cualquier cosa que hubiera allí y bajar a toda prisa. Al final del pasillo, la puerta estaba cerrada y yo la veía cada vez más próxima. Veía que las bisagras habían cedido y que el borde inferior de la puerta se apoyaba en el umbral. Alcancé a ver el picaporte de plata, un poco empañado en el lugar donde se apoyaban las manos. Cuando lo empujé, la parte de abajo de la puerta chirrió como una mujer que sufre. Si hubiera estado en mis cabales, creo que me habría dado la vuelta y habría salido de allí como alma que lleva el diablo. Pero estaba lleno de adrenalina, y aferré el picaporte con ambas manos para empujar con todas mis fuerzas. La puerta se abrió y allí estaba Hubie, colgado de la viga, con la forma del cuerpo recortada contra la luz de la ventana.
—Oh, Ben, no es...
—Te aseguro que es la verdad —insistió él—. La verdad de lo que vio un niño de nueve años y de lo que veinticuatro años más tarde recuerda el hombre. Hubie estaba allí colgado y no tenía la cara negra, qué va. La tenía verde, con los ojos hinchados y cerrados. Las manos lívidas..., horrorosas. Y entonces abrió los ojos.
Ben aspiró el humo de su cigarrillo y lo arrojó por la ventanilla a las tinieblas.
—Dejé escapar un chillido que debió de oírse a tres kilómetros y salí corriendo. Caí por la escalera. Me levanté. Salí corriendo por la puerta principal. Seguí corriendo por el camino. Los chicos me esperaban a casi un kilómetro de distancia. Entonces me di cuenta de que todavía tenía en la mano el globo de cristal y... todavía lo conservo.
—Pero... tú no crees realmente que viste a Hubert Marsten, ¿verdad, Ben? —Muy a lo lejos, Susan alcanzaba a ver la luz amarilla y parpadeante que señalaba el centro del pueblo y se alegró de verla.
—No lo sé —respondió él, después de una larga pausa. Habló con dificultad y de mala gana, como si hubiera preferido negarlo y terminar con el tema—. Quizá estaba tan exaltado que no fue más que una alucinación. Por otra parte, es posible que haya cierta verdad en la idea de que las casas absorben las emociones que se generan en ellas, que tienen una especie de... magnetismo interior. Tal vez una personalidad adecuada, la de un chico imaginativo, por ejemplo, pueda actuar como catalizador sobre esa carga magnética y conseguir que produzca una manifestación activa de... de algo. No estoy hablando de fantasmas. Me refiero a una especie de televisión psíquica en tres dimensiones. Quizá haya algo vivo. No sé, un monstruo o algo así.
Susan tomó uno de los cigarrillos de Ben y lo encendió.
—De todas maneras, pasé semanas enteras durmiendo sin apagar la luz del dormitorio y durante toda mi vida he seguido soñando con que abría esa puerta. Siempre que estoy nervioso, sueño con eso.
—Es espantoso.
—No. No tanto. Todos tenemos nuestras pesadillas.
Con un gesto del dedo pulgar, Ben señaló las casas dormidas y silenciosas que bordeaban Jointner Avenue.
—A veces —continuó— me pregunto si hasta las tablas de esas casas gimen con las cosas horrorosas que suceden en los sueños. —Hizo una pausa—. Si quieres, podrías venir a la pensión de Eva y nos sentamos un rato en el porche. No puedo invitarte a entrar, por las reglas de la casa, pero tengo un par de coca—colas en la nevera y traeré el ron de mi habitación. Podemos echar un trago de despedida.
—Oh, me encantaría.
Ben dobló por Railroad Street, apagó las luces del coche y se dirigió al pequeño aparcamiento de tierra destinado a los huéspedes de Eva. El porche trasero estaba pintado de blanco con filetes rojos y las tres sillas de mimbre colocadas en él miraban hacia, el río. El espectáculo era deslumbrante. La luna del final de verano, atrapada en los árboles de la ribera, pintaba a través del agua una senda de plata. En el silencio del pueblo, Susan oía el débil gorgoteo espumoso del agua al verterse por las esclusas del embalse.
—Siéntate, vuelvo enseguida.
Ben entró en la casa, cerrando suavemente tras de sí la puerta de repita, y Susan se sentó en una de las mecedoras.
A pesar de lo extraño que era, él le gustaba. Susan no creía en el amor a primera vista, pero creía que con frecuencia el deseo (disimulado con otros nombres más inocentes) se encendía instantáneamente. Y sin embargo, Ben no era un hombre que impulsara a escribir a medianoche en un diario íntimo; era demasiado delgado para su altura, un poco pálido. Su rostro resultaba introspectivo y demasiado intelectual, los ojos rara vez traicionaban sus pensamientos. Todo eso coronado por una densa mata de cabello negro que daba la impresión de peinar con los dedos en vez de cepillárselo.
Y esa historia.
Ni La hija de Conway ni Danza aérea traicionaban una disposición anímica tan morbosa. La primera novela narraba la historia de la hija de un pastor que se escapa, se une a los jóvenes rebeldes y hace un largo y azaroso viaje por todo el país en autostop. La segunda era la historia de Frank Buzzey, un convicto fugado que empieza una nueva vida como mecánico en otro estado, hasta que vuelven a detenerlo. Los dos libros eran enérgicos y llenos de vida, y no daban la impresión de que sobre ellos se balanceara la sombra de Hubie Marsten, reflejada en los ojos de un chiquillo de nueve años.
Como si sus propios pensamientos la obligaran a hacerlo, Susan apartó sus ojos del río y los dirigió casi involuntariamente hacia la izquierda del porche, donde la última colina que se alzaba ante el pueblo impedía ver las estrellas.
—Ya está —dijo Ben—. Espero que esto te guste...
—Mira la casa de los Marsten —dijo ella.
Ben miró, y vio que había una luz allá arriba.
7
Habían terminado el cubalibre pasada la medianoche; la luna casi había desaparecido. Tras un rato de conversación intrascendente, Susan dijo:
—Me gustas, Ben. Me gustas mucho.
—Tú también me gustas. Y me sorprende... No, no era eso lo que quería decir. ¿Recuerdas aquella tontería que dije en el parque? Todo esto parece demasiado fortuito.
—Yo quiero volver a verte, si tú estás de acuerdo.
—Claro que sí.
—Pero sin darnos prisa. Recuerda que no soy más que una muchacha de pueblo.
—Parece tan hollywoodense... —Ben sonrió—. Me refiero a las buenas películas de Hollywood, claro. ¿Se supone que es ahora cuando tengo que besarte?
—Sí —asintió con seriedad Susan—. Creo que es lo que corresponde.
Ben estaba sentado en la mecedora de al lado y, sin interrumpir su lento movimiento oscilatorio, se inclinó para besar la boca de Susan. No pretendía alcanzar la lengua de la muchacha ni tocarla. Sus labios eran firmes con la presión de los dientes y en su aliento había un débil eco de ron y de tabaco.
Susan también empezó a mecerse y el movimiento convirtió el beso en algo nuevo, que crecía y decrecía, se hacía leve y otra vez firme. «Está saboreándome», pensó Susan. La idea movilizó en ella una limpia y secreta excitación, y la muchacha interrumpió el beso antes de que pudiera llevarla más lejos.
—¡Uf! —suspiró Ben.
—¿Te gustaría venir a cenar a casa conmigo? Estoy segura de que a mis padres les encantaría conocerte. —En la placentera serenidad de ese momento, Susan podía hablar así de su madre.
—¿Comida casera?
—Caserísima.
—Me encantaría. Desde que llegué me estoy alimentando de bocadillos.
—¿A las seis? En este pueblo se cena temprano.
—Espléndido. Y ya que hablamos de casa, será mejor que te lleve. Vamos.
Durante el trayecto no hablaron hasta que Susan volvió a ver la luz nocturna que parpadeaba en la cima de la colina, la que su madre dejaba siempre encendida cuando ella salía.
—¿Quién podrá estar despierto allí arriba? —caviló, mirando hacía la casa de los Marsten.
—El nuevo dueño, probablemente —respondió Ben sin comprometerse.
—Pero esa luz no parecía eléctrica —continuó ella—. Demasiado débil y amarillenta. Tal vez fuera una lámpara de queroseno.
—Es probable que todavía no tengan corriente.
—Tal vez. Pero cualquiera que fuera un poco previsor llamaría a la compañía de la luz antes de trasladarse.
Ben no contestó. Había llegado a la entrada de la casa de Susan.
—Ben —prorrumpió ella de pronto—, tu nuevo libro, ¿es sobre la casa de los Marsten?
Él rió y le besó la punta de la nariz.
—Es tarde.
—No pretendía ser curiosa —le sonrió Susan.
—Está bien. Ya hablaremos de eso... durante el día.
—Perfecto.
—Será mejor que entres, pequeña. ¿Mañana a las seis?
Susan miró su reloj.
—Hoy a las seis.
—Buenas noches, Susan.
—Buenas noches.
Bajó del coche y corrió por el sendero hasta la puerta lateral, para después volverse a saludarle con la mano mientras Ben se alejaba con el coche. Antes de entrar cogió la nota con el pedido para el lechero y agregó crema ácida. Se servirá con patatas al horno, pensó. Le dará categoría a la cena.
Se demoró un minuto más antes de entrar, mirando hacia la casa de los Marsten.
8
Ya en su habitación, pequeña como una caja, Ben se desvistió con la luz apagada y se deslizó desnudo entre las sábanas. Susan era una chica bonita, la primera que le parecía bonita desde la muerte de Miranda. Pensó que ojalá no tratara de convertirla en una nueva Miranda; sería doloroso para él y horriblemente injusto para ella.
Se tendió en la cama y se relajó. Antes de que le venciera el sueño, se apoyó en un codo y miró por la ventana, más allá de la sombra rectangular de la máquina de escribir y por encima del delgado manojo de hojas manuscritas que estaba junto a ella. Después de examinar varias habitaciones, había pedido a Eva Miller que le diera específicamente ésta, porque estaba orientada directamente hacia la casa de los Marsten.
Allá arriba, las luces seguían encendidas.
Esa noche, por primera vez desde que había vuelto a Salem's Lot, tuvo la antigua pesadilla, que no se había presentado con tanta nitidez desde los días espantosos que habían seguido a la muerte de Miranda en el accidente. La carrera a lo largo del pasillo, el horrible chillido de la puerta mientras se abría, la figura pendiente que abría súbitamente los ojos abominablemente hinchados, él mismo que se volvía hacia la puerta en el pánico lento y pegajoso de los sueños...
Y la encontraba cerrada con llave.
TRES
SOLAR (I)
1
El pueblo no tarda en despertar; el trabajo no espera. Cuando el sol todavía no ha despuntado en el horizonte y la oscuridad reina en la comarca, la actividad ya ha empezado.
2
4.00 h.
Los muchachos de Griffen —Hal de dieciocho años, y Jack de catorce— y los dos peones habían empezado a ordeñar. El establo era una maravilla de limpieza, encalado y reluciente. Por el centro, entre las sendas inmaculadas que pasaban frente a las dos hileras de establos, corría un bebedero de cemento. Hal hizo correr el agua accionando un interruptor al tiempo que abría una válvula. La bomba de motor eléctrico que sacaba el agua de uno de los dos pozos artesianos que alimentaban el lugar se puso en movimiento con un zumbido continuo. Hal era un muchacho hosco, nada brillante, y ese día estaba especialmente irritable. La noche anterior había tenido una discusión con su padre. Hal no quería seguir yendo a la escuela. Odiaba la escuela. No soportaba ese aburrimiento, esa insistencia en que permaneciera inmóvil durante períodos de cincuenta minutos de duración y estaba harto de todas las materias, con excepción del taller de carpintería y el de artes gráficas. £1 inglés era desesperante; la historia, idiota; las matemáticas comerciales, incomprensibles. Y lo peor de todo era que nada de eso servía para nada. A las vacas no les importaba cómo se hablaba o que se conjugaran mal los verbos, ni quién fue el comandante en jefe del maldito ejército del Potomac durante la maldita Guerra Civil, y en cuanto a las matemáticas, su padre era incapaz de sumar dos quintos y un medio aunque se lo mandaran frente a un pelotón de fusilamiento. Por eso tenía un contable. ¡Menudo tipo! Tenía un título universitario y trabajaba para un idiota como su viejo. Éste le había dicho muchas veces que el secreto de llevar bien un negocio (y una granja lechera era un negocio como cualquier otro) no se aprendía en los libros; todo radicaba en conocer a la gente. Su padre era especial para venirle a uno con toda esa estupidez sobre las maravillas de la educación —él, que había llegado a sexto grado y nunca leía otra cosa que el Reader's Digest—, pero la granja daba un beneficio de dieciséis mil dólares anuales. Conocer a la gente... Saber dar la mano y preguntar por la mujer sin olvidar el nombre de ella. «Mira, Hal, tienes que conocer a la gente. Hay dos clases de personas: las que uno se puede llevar por delante y las que no se puede.» Los primeros excedían a los segundos en la proporción de diez a uno.
Lamentablemente, su padre pertenecía al grupo menos numeroso.
Hal miró por encima del hombro a Jack que, lento y soñoliento, iba poniendo en los cuatro primeros establos el heno que sacaba con la horquilla de un fardo roto. Ése era el tragalibros, el mimado de papá. También era un miserable, un infeliz.
—¡Vamos! —le gritó—. ¡Date prisa con ese heno!
Abrió los armarios para sacar la primera de las cuatro ordeñadoras y la arrastró por el pasillo. Su gesto era hosco por encima del resplandeciente artefacto de acero inoxidable.
La escuela... ¡A la mierda con la maldita escuela!
Los nueve meses siguientes se extendían ante él como una tumba interminable.
3
4.30 h.
La leche extraída el último día ya había sido procesada y de nuevo estaba camino de Salem's Lot, pero ya no en tarros de acero galvanizado sino en cartones que llevaban la colorida etiqueta de la granja lechera de Slewfoot Hill. El padre de Charles Griffen comercializaba la leche que él mismo producía, pero eso ya no resultaba práctico. Las cooperativas habían absorbido a los últimos productores independientes.
El lechero representante de Slewfoot Hill en el oeste de Salem era Irwin Purinton, que empezaba su recorrido por Brock Street (conocida en la comarca como Brock Road, o El Semillero de Baches), para después recorrer el centro del pueblo hasta salir de él por Brooks Road.
Win había cumplido los 61 años en agosto, y por primera vez en su vida, la jubilación inminente le parecía real y posible. Su mujer, una vieja aborrecible llamada Elsie, había muerto en el otoño de 1973 (precederlo a la tumba fue la única consideración que había demostrado hacia él en veintisiete años de matrimonio), y cuando finalmente le llegara la jubilación, Win se instalaría con su perro, Doc, un mestizo con mezcla de cocker, en Pemaquid Point. Sus proyectos radicaban básicamente en dormir todos los días hasta las nueve de la mañana y no ver nunca más un amanecer.
Se detuvo frente a la casa de los Norton y el pedido llenó su cesta: zumo de naranja, dos litros de leche y una docena de huevos. Al bajar del carro sintió una debilísima punzada en la rodilla derecha. El tiempo sería bueno.
Escrito con la letra redonda y clara de Susan, había agregado al pedido habitual de la señora Norton: «Por favor, Win, deje una botella pequeña de crema ácida. Gracias.»
Purinton volvió a buscarla pensando que le esperaba uno de esos días en que todo el mundo hacía pedidos especiales. ¡Crema ácida! Una vez que la había probado, había sentido náuseas.
El cielo empezaba a aclararse en el este, y en los campos que se extendían hasta el pueblo, el rocío destellaba como miles de diamantes destinados a pagar el rescate de un rey.
4
5.15 h.
Hacía veinte minutos que Eva Miller estaba levantada. Vestía una bata harapienta y un par de deformadas chinelas color salmón, y estaba preparándose el desayuno: huevos revueltos, lonchas de tocino y una fuentecilla de frituras caseras. £1 refrigerio se completaba con dos tostadas con mermelada, un vaso de zumo de naranja y una taza de café. Era una mujer corpulenta, pero no exactamente gorda; le preocupaba demasiado la pulcritud de su casa como para que alguna vez pudiera llegar a ser gorda. Las curvas de su cuerpo eran heroicas, rabelaisianas. Contemplar sus movimientos frente a los ocho quemadores de su cocina eléctrica era como ver el incesante movimiento de la marea o las vicisitudes migratorias de las dunas.
A Eva le gustaba hacer la primera comida del día en esa soledad total, mientras planeaba el trabajo que le esperaba para la jornada. Y vaya si tendría trabajo: el miércoles era el día que cambiaba la ropa de cama. En ese momento tenía nueve huéspedes, entre ellos el señor Mears. La casa tenía tres pisos y veintisiete habitaciones, y también había que lavar los suelos, fregar las escaleras, encerar el pasamanos y dar vuelta a la alfombra de la sala de estar. Pensó que le pediría a Weasel Craig que la ayudara en algo, salvo que estuviera durmiendo la mona.
La puerta de atrás se abrió en el momento en que Eva se sentaba a la mesa.
—Hola, Win. ¿Cómo le va?
—Más o menos. Me duele un poco la rodilla.
—Oh, lo siento. ¿Quiere dejarme un litro más de leche y una botella de esa limonada?
—Desde luego —dijo con resignación—. Ya sabía que iba a tener un día así.
Eva se dedicó a los huevos, pasando por alto el comentario. Win Purinton siempre encontraba algo de qué quejarse, aunque bien sabía Dios que debería haber sido el hombre más feliz del mundo desde que la arpía con que se había enganchado se cayó por la escalera del sótano y se rompió el cuello.
A las seis menos cuarto, en el momento en que Eva terminaba su segunda taza de café y estaba encendiendo un Chesterfield, el Press—Herald golpeó contra un lado de la casa y cayó entre los rosales. La tercera vez en la semana; el chico de los Kilby se estaba pasando de la raya. Tal vez estuviera harto de repartir periódicos. Pues que se quedara ahí un rato. Los primeros rayos del sol, un oro tenue y precioso, entraban oblicuamente por las ventanas del este. Para Eva era el mejor momento del día, y no tenía la intención de dejar que nada perturbara su paz.
Sus huéspedes tenían derecho a usar la cocina y la nevera, lo cual, como el cambio semanal de ropa de cama, estaba incluido en el precio, y la paz no tardaría en romperse cuando Grover Vernil y Mickey Sylvester bajaran a prepararse sus cereales antes de salir para la tejeduría de Gates Falls donde trabajaban.
Como si con este pensamiento hubiera acelerado su aparición, se oyó correr el agua en el baño del segundo piso y en las escaleras empezaron a retumbar las pesadas botas de trabajo de Sylvester.
Eva se levantó de su asiento para ir en busca del periódico.
5
6.05 h.
Los tenues gemidos del bebé perforaron el liviano sueño mañanero de Sandy McDougall, que se levantó para atender al niño con los ojos todavía hinchados. Se golpeó en la pierna contra la mesita de noche y soltó una maldición.
Al oírla, el bebé chilló con más fuerza.
—¡Cállate, que ya voy! —le gritó Sandy.
Por el estrecho pasillo de la caravana fue hasta la cocina. Era una muchacha delgada en quien ya quedaba muy poco de la belleza que en algún momento podía haberla agraciado. Sacó de la nevera el biberón de Randy y pensó en calentárselo, pero después decidió que sólo tenía ganas de mandar al diablo todo. Si tanta hambre tienes, mocoso, te lo puedes tomar frío, se dijo.
Fue hasta el dormitorio del niño y lo miró fríamente. Tenía diez meses, pero era enfermizo y llorón. Todavía no hacía un mes que había empezado a gatear. Tal vez tuviera polio o sabe Dios qué. Ahora tenía algo en las manos. Sandy se acercó más, pensando qué demonios había encontrado.
Sandy tenía diecisiete años, y en julio ella y su marido habían celebrado el primer aniversario de su boda. En el momento de casarse con Royce McDougall, embarazada de seis meses y sin posibilidad de disimular su estado, el matrimonio le había parecido la bendición que el padre Callahan decía que era: una bendita escotilla de escape. Ahora creía que no era más que un montón de mierda. Exactamente, advirtió consternada, lo que Randy tenía en las manos y con lo que había ensuciado su pelo y las paredes.
Se quedó mirándolo sombríamente, con el biberón frío en la mano.
¿Para eso, reflexionó, había dejado la escuela secundaria, sus amigos, sus esperanzas de llegar a ser modelo? Por ese piojoso remolque aparcado en el Bend, donde ya la fórmica se desprendía de los muebles, por un marido que trabajaba todo el día en la tejeduría y por las noches se iba a beber o a jugar al póquer con los inútiles de sus amigos de la gasolinera. Por un mocoso que era el retrato del inútil de su padre y que lo embadurnaba todo de caca.
Y que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Cállate! —vociferó a su vez Sandy.
Arrojó contra el niño el biberón de plástico, que le golpeó en la frente y le hizo caer de espaldas en la cuna, llorando y agitando los brazos. Bajo el nacimiento del pelo le había quedado una marca roja, y Sandy sintió una horrible oleada de satisfacción, pena y odio que le anudó la garganta. Levantó al niño de la cuna como si fuera un trapo.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
Antes de poder dominarse, ya le había dado dos puñetazos, y el esfuerzo de Randy por gritar era tal que dejó de emitir ningún sonido. Con el rostro purpúreo, se quedó tendido en la cuna, jadeante.
—Perdóname —murmuró Sandy—•, Oh, perdóname. ¿Te he hecho daño, Randy? Espera un minuto que mami te va a limpiar.
Cuando Sandy volvió con un trapo mojado, Randy tenía los ojos hinchados y se le estaban amoratando, pero se tomó el biberón, y cuando empezó a limpiarle la cara con el trapo mojado, le sonrió con su sonrisa sin dientes.
Le diré a Roy que se me cayó mientras le cambiaba, pensó Sandy. Se lo creerá. Oh, Dios, que se lo crea, por favor.
6
6.45 h.
La mayor parte de la población obrera de Salem's Lot iba camino de su trabajo. Mike Ryerson era uno de los pocos que trabajaban en el pueblo. En el registro anual del mismo aparecía consignado como jardinero, pero en realidad era el encargado del mantenimiento de los tres cementerios de la pequeña ciudad. En verano el trabajo le exigía casi dedicación exclusiva, pero en invierno tampoco era de chiste como parecían pensar algunos, como ese remilgado de George Middler, el de la ferretería. Mike trabajaba algunas horas con Carl Foreman, el empresario de Pompas Fúnebres de Salem's Lot, y parecía que la mayoría de los viejos estiraba la pata en invierno.
En ese momento Mike iba camino de Burns Road en su camioneta, cargada de podaderas, una tijera para recortar los setos, una caja de estacas, una palanca para enderezar cualquier lápida que pudiera haberse caído, una lata de diez litros de gasolina y dos cortadoras de césped Briggs & Stratton.
Por la mañana cortaría el césped en Harmony HUÍ, y realizaría cualquier arreglo que fuera necesario en las losas y la pared de piedra, y por la tarde iría al otro lado del pueblo, hasta el cementerio de Schoolyard Hill, donde solían sepultar sus muertos los miembros de una secta religiosa ya extinguida en el pueblo. Pero el que más le gustaba a Mike era Harmony Hill. No era tan antiguo como el osario de Schoolyard Hill, pero era un lugar agradable y sombreado. Mike esperaba que con el tiempo a él también lo enterrarían allí... dentro de un siglo o más.
Tenía veintisiete años y había cursado tres años de enseñanza superior de una carrera bastante azarosa. Abrigaba la esperanza de poder terminarla algún día. Era buen mozo, de maneras sencillas y agradables, y no le resultaba difícil vincularse con las jóvenes solteras que los sábados por la noche iban al bar de Dell o a Portland. A algunas de ellas, el trabajo de Mike les provocaba aprensión, cosa que a él se le hacía difícil de entender. Era un trabajo agradable, sin un patrón que anduviera siempre vigilándolo a uno por encima del hombro, y se hacía al aire libre. Si tenía que cavar algunas tumbas o, de vez en cuando, conducir el furgón mortuorio de Cari Foreman, ¿qué problema había? Alguien tenía que hacerlo. Para su modo de pensar, sólo había una cosa más natural que la muerte, y era el sexo.
Tarareaba una canción cuando dobló por Burns Road y puso segunda para subir la colina. El polvo seco del camino se elevaba tras él. A través de las densas frondas del verano, a ambos lados del camino, alcanzaba a ver los troncos desnudos de los árboles que se habían quemado en el gran incendio de 1951, esqueléticos como viejos huesos que se desintegran. Mike sabía que por allí había árboles caídos contra los que uno se podía romper una pierna si no andaba con cuidado. Pese a que ya habían transcurrido veinticinco años, aún perduraban las cicatrices del incendio. Así eran las cosas. En mitad de la vida, estamos en la muerte.
El cementerio estaba situado en lo alto de la colina y Mike disminuyó la marcha, preparándose para abrir el portón, pero de pronto frenó en seco con un estremecimiento.
Del portón de hierro forjado pendía, cabeza abajo, el cadáver de un perro, y el suelo estaba empapado en sangre.
Mike bajó de la camioneta y se acercó. Se puso los guantes de trabajo que llevaba en el bolsillo de atrás y levantó con una mano la cabeza del perro, que cedió con una horrible facilidad, y se encontró con los ojos vidriosos y vacíos de Doc, el cocker mestizo de Win Purinton. Al perro lo habían ensartado en uno de los espigones del portón como a una res en un gancho de carnicería y las moscas, atontadas por el frío de la mañana, se amontonaban ya pegajosamente sobre el cuerpo.
Mike forcejeó para sacarlo, sintiendo que se le revolvía el estómago. El vandalismo de los cementerios no era novedad para él, especialmente hacia Todos los Santos, pero para esa fecha faltaba todavía un mes y medio, y además nunca había visto una cosa así. Por lo general, se conformaban con derribar algunas lápidas, garrapatear obscenidades o colgar del portón un esqueleto de papel. Pero si esa barbaridad era obra de chiquillos, eran unos verdaderos bastardos. A Win se le destrozaría el corazón.
Mike pensó en llevar el perro directamente al pueblo para mostrárselo a Parkins Gillespie, pero luego reflexionó que con eso no se ganaría nada. Podía llevar al pobre Doc al pueblo cuando volviera a comer... aunque ese día no iba a tener mucho apetito.
Corrió el cerrojo del portón y se miró los guantes, que estaban manchados de sangre. Habría que fregar los barrotes de hierro del portón; Mike tuvo la impresión de que, después de todo, esa tarde no llegaría a Schoolyard Hill. Entró en el cementerio, aparcó, pero ya había dejado de canturrear. La magia del día había desaparecido.
7
8.00 h.
Los pesados autobuses amarillos del transporte de escolares habían empezado su recorrido habitual e iban recogiendo a los niños que esperaban junto a sus buzones, jugando, con la cestita del almuerzo en la mano. Charlie Rhodes conducía uno de los autobuses, y su ruta abarcaba Taggart Stream Road, que quedaba al este del pueblo, y la segunda mitad de Jointner Avenue.
Los chicos que viajaban en el autobús de Charlie eran los que mejor se portaban en la ciudad, y en todo el distrito escolar, en definitiva. En el autobús número 6 no había gritos ni juegos de manos ni empujones. Si no se quedaban bien sentados y quietos, o se olvidaban de los buenos modales, se verían obligados a hacer a pie los casi cinco kilómetros que los separaban de la escuela elemental de Stanley Street, y explicar por qué dirección,
Charlie sabía lo que pensaban de él y las cosas que se decían a sus espaldas. Pero le daba lo mismo. Él no estaba dispuesto a aceptar idioteces ni alborotos en su autobús. Para eso ya estaban los pusilánimes de los maestros.
El director de Stanley Street había tenido el coraje de preguntarle si no habría, actuado impulsivamente cuando al chico de los Durham le suspendió el transporte por tres días por haber hablado en voz un poco alta. La reacción de Charlie fue simplemente sostenerle la mirada hasta que finalmente el director, un tonto que hacía apenas cuatro años que había terminado la universidad, apartó la vista. £1 encargado de la empresa de transporte automotor SAD 21, Dave Felsen, era un viejo amigo de Charlie; habían estado juntos en Corea, y se comprendían. Y entendían lo que estaba sucediendo en el país. Entendían que el chico que en 1958 no hacía más que «hablar en voz un poco demasiado alta en el autobús» era el mismo que en 1968 se había orinado sobre la bandera.
Al echar un vistazo al gran espejo colocado por encima de su cabeza vio que Mary Kate Gríegson le pasaba una nota a su amiguito Brent Tenney. Los chicos de hoy empezaban a divertirse con el sexo desde la escuela primaría.
Disminuyó la marcha mientras encendía las luces intermitentes. Mary Kate y Brent le miraron consternados.
—¿Tenéis mucho que deciros? —les preguntó Charlie por el espejo—. Bueno, pues será mejor que os vayáis andando.
Abrió las puertas plegables y esperó que los dos se bajaran aterrorizados del autobús.
8
9.00 h.
Weasel Craig se cayó de la cama. El sol entraba, cegador, por la ventana del segundo piso. La cabeza le latía horriblemente, y arriba aquel tipejo, el escritor, ya estaba dándole a la máquina. Un hombre tenía que estar como una cabra para pasarse el tiempo así, tap—tap—tap, día tras día.
Se levantó y, en calzoncillos, fue a comprobar en el calendario si ése era el día que cobraba su pensión por desempleo. No. Era el miércoles.
La resaca de hoy no era tan grave como otras veces. Se había quedado en el bar de Dell hasta la hora del cierre, a la una, pero no tenía más que dos dólares y no había podido conseguir que le invitaran a muchas cervezas cuando se le acabó el dinero. Estoy perdiendo el crédito, pensó mientras se frotaba la cara con una mano.
Se puso la camiseta que usaba en invierno y verano, se enfundó en los pantalones verdes de trabajo y después abrió el armario para buscar su desayuno: una botella de cerveza para beberse allí mismo y una caja de copos de avena, de las que repartía la beneficencia, que prepararía abajo. Craig no soportaba los copos de avena, pero le había prometido a la viuda que le ayudaría a dar vuelta a la alfombra, y era probable que también tuviera que hacerle otras tareas.
No es que le importara mucho, en realidad, pero se había venido abajo desde la época en que compartía el lecho de Eva Miller. El marido de ella había muerto en un accidente en el aserradero, en 1959, y la cosa había sido graciosa, si es que se podía aplicar tal calificativo a un accidente tan horrible. Por aquel entonces el aserradero empleaba sesenta o setenta hombres, y Ralph Miller era candidato para la dirección de la empresa.
Lo que le había pasado era gracioso, en cierto modo, porque Ralph Miller no tocaba una máquina desde hacía siete años, en 1952, cuando lo habían ascendido de capataz a empleado de oficina. En eso consistía la gratitud de los ejecutivos hacia uno, y Weasel suponía que Ralph se la había ganado. Cuando el gran incendio arrasó los pantanos para extenderse por Jointner Avenue, avivado por un viento del este de cuarenta kilómetros por hora, todo el mundo pensó que eso era el fin del aserradero. Los bomberos de seis municipios vecinos tenían bastante trabajo con tratar de salvar el pueblo como para distraer hombres en una operación tan descabellada como el aserradero de Jerusalem's Lot. Ralph Miller había organizado a todos los obreros del segundo turno en una brigada para combatir el fuego, y bajo su dirección los hombres mojaron el tejado e hicieron lo que los bomberos no habían sido capaces de hacer al oeste de Jointner Avenue: levantar una barrera que contuvo las llamas y las desvió hacia el sur, donde quedó totalmente controlado.
Siete años más tarde se había caído en una máquina de hacer pulpa de madera mientras hablaba con unos visitantes de una empresa de Massachusetts, a quienes había estado enseñándoles la planta, con la esperanza de convencerlos de que la compraran. Resbaló en un charco de agua y cayó dentro de la máquina en las narices mismas de los visitantes. Desde luego la posibilidad de cerrar el trato desapareció junto con Ralph Miller. El aserradero que él mismo había salvado en 1951 se cerró para siempre en febrero de 1960.
Weasel se miró en el espejo, salpicado de agua, mientras se peinaba el pelo blanco, aún abundante y espeso a sus sesenta y siete años. Era la única parte de su persona a la que, al parecer, le sentaba bien el alcohol. Después se puso la camisa de trabajo de color caqui y, con su caja de copos de avena en la mano, bajó por las escaleras.
Y allí estaba él, casi dieciséis años después que todo aquello hubiera pasado, haciendo de ama de llaves para una mujer con quien antaño había mantenido relaciones sexuales, y que todavía seguía pareciéndole condenadamente atractiva.
En cuanto le vio entrar en la soleada cocina, la viuda se abalanzó sobre él como un buitre.
—Oye, ¿podrías encerarme el pasamanos del frente una vez hayas tomado el desayuno, Weasel? ¿Tienes tiempo?
Ambos mantenían la ficción de que él hacía esos trabajos como favores, no en pago de los catorce dólares semanales que costaba su habitación.
—Cómo no, Eva.
—Y la alfombra del salón de enfrente...
—... habría que darle la vuelta. Sí, lo recuerdo.
—¿Te duele la cabeza esta mañana?
Eva formuló la pregunta sin dejar que en su voz asomara compasión alguna, pero Weasel la sentía vibrar por debajo de la epidermis.
—En absoluto —contestó mientras ponía a calentar el agua para la avena.
—Es que viniste tarde, por eso te lo preguntaba.
—No dejas de vigilarme, ¿eh?
Weasel la miró, enarcando una ceja, satisfecho de ver que ella todavía podía ruborizarse como una colegiala, aunque ya hacía casi nueve años que habían dejado de lado toda diversión.
—Vamos, Ed...
Eva era la única que seguía llamándolo así. Para todos los demás habitantes de Solar, él no era más que Weasel.1 Pues muy bien. Que le llamaran como quisieran. El oso había atrapado a la comadreja.
—No importa —concluyó él ásperamente—. Hoy me he levantado con el pie izquierdo.
—Yo diría que te has caído de la cama.
Eva habló con más vivacidad de lo que se había propuesto, pero Weasel se limitó a gruñir. Cocinó su repugnante avena y se la comió; después cogió la cera para muebles y unos trapos y salió sin mirar atrás.
Arriba, el tap—tap—tap de la máquina de escribir seguía con intermitencias. Vinnie Upshaw, que ocupaba el cuarto enfrente al de él, decía que empezaba todas las mañanas a las nueve, seguía hasta mediodía, volvía a empezar a las tres para seguir hasta las seis, empezaba de nuevo a las nueve y seguía sin parar hasta medianoche. Weasel no comprendía que alguien pudiera tener tantas palabras en la cabeza.
Así y todo, parecía bastante buen tipo, y no estaría mal tomarse unas cervezas con él alguna noche en él bar de Dell. Weasel había oído comentar que la mayoría de los escritores bebían como cosacos.
Empezó a lustrar metódicamente el pasamanos, y de nuevo se encontró pensando en la viuda. Con el dinero del seguro de su marido, Eva había convertido la casa en una pensión y se las arreglaba muy bien. No tenía por qué ser de otro modo. Trabajaba como una muía. Pero con su marido debía de haber estado acostumbrada a follar con regularidad, y una vez se extinguió su pena, su necesidad había perdurado. ¡Dios, y cómo le había gustado hacérselo con él!
Por aquellos días, a principios de los sesenta, la gente todavía le llamaba Ed y no Weasel, y él aún se sentía dueño de la botella en vez de ser lo contrario. Tenía un buen trabajo, y las cosas habían empezado una noche de enero.
Interrumpió el rítmico movimiento del encerado y miró pensativamente por la estrecha ventana que había en el descanso del segundo piso, llena de esa ultima luz brillante y dorada del verano, una luz que se reía del otoño frío y bullicioso y del invierno, más frío aún, que habría de seguirle.
Aquella noche fue cosa de los dos, y después de haberlo hecho, cuando yacían juntos en la oscuridad del dormitorio de Eva, ella empezó a llorar y a decirle que lo que habían hecho estaba mal. Él le dijo que había estado bien, aunque no sabía si estaba bien o mal ni le importaba. Y mientras el viento norte silbaba y gemía en los aleros, la habitación de Eva era tibia y segura, y por fin se quedaron dormidos, pegados como cucharas en el cajón de los cubiertos.
Ah, Dios bendito, el tiempo era como un río, y Weasel se preguntó si eso lo sabría aquel escritorzuelo.
Reanudó el lustrado con largos movimientos rítmicos.
9
10.00 h.
En el colegio de Stanley Street había llegado la hora del recreo. Era el edificio escolar más nuevo y ostentoso de Solar, tanto que el distrito escolar no había terminado de pagarlo. Se trataba de un edificio bajo, con cuatro grandes aulas, de cristal, tan moderno y luminoso como viejo y oscuro era el colegio de Brock Street.
Richie Boddin, que era el matón de la escuela y se enorgullecía de serlo, salió al patio de recreo, buscando con los ojos al chico nuevo tan listo que se sabía todos los temas de matemáticas. No iba a permitir que llegara a su escuela ningún chico nuevo sin enterarse de quién era el jefe, y mucho menos un cuatro ojos marica y preferido del maestro.
Richie tenía once años y pesaba setenta kilos. Desde siempre, la madre se había dedicado a mostrar a la gente cuan enorme era su hijo, de modo que Richie sabía que era grande. A veces se imaginaba que al andar oía temblar el suelo bajo sus pies. Y cuando fuera mayor fumaría Camel, lo mismo que su padre.
Los chicos de los cursos adelantados le tenían terror, y a los más pequeños Richie les parecía el tótem de la escuela. Cuando empezaran el instituto en Brock Street School, echarían en falta una deidad en su panteón. A Richie todo eso le encantaba.
Y ahí estaba ese chico, Petrie, esperando que le llamaran para el partido de fútbol durante el recreo.
—¡Eh! —vociferó Richie.
Todo el mundo se volvió, salvo Petrie. Todos los ojos parecieron aliviados cuando vieron que los de Richie miraban hacia otra parte.
—¡Eh, tú, cuatro ojos!
Mark Petrie se volvió hacia Richie. Sus gafas con montura de acero brillaron bajo el sol de la mañana. Era tan alto como Richie, es decir, más que la mayoría de sus compañeros, pero era más delgado y su rostro tenía algo de indefenso y reservado.
—¿Me hablas a mí?
—¿Me hablas a mí? —lo imitó Richie con voz de falsete—. ¿Sabes que hablas como un maricón, cuatro ojos?
—No, no lo sabía —respondió Mark.
Richie dio un paso adelante.
—Apuesto a que lo eres. Un gran maricón al que le gusta chuparse el dedo.
—¿De veras? —Le sacaba a uno de quicio con ese tono cortés.
—Sí, eso me han dicho. Y que no son sólo dedos lo que chupas.
Los chicos empezaron a arremolinarse para ver cómo Richie le cascaba al nuevo. La señorita Holcomb, que esa semana estaba a cargo del recreo, se había ido al patio de delante a vigilar a los más pequeños en los columpios y balancines.
—¿Cuál es tu banda? —preguntó Mark, que miraba a Richie como si acabara de encontrar un bicho nuevo e interesante.
—¿Cuál es tu banda? —volvió a mofarse Richie, en falsete—. Yo no tengo ninguna banda. Pero me han dicho que tú eres un gordo maricón.
—¿De veras? —preguntó Mark, siempre cortés—. Pues a mí me han asegurado que tú eres una bestia estúpida, ¿sabes?
Silencio. Los demás muchachos se quedaron boquiabiertos (pero al mismo tiempo interesados; jamás se había visto que nadie firmara su propia sentencia de muerte). Richie, tomado de sorpresa, se quedó tan boquiabierto como los demás.
Mark se quitó las gafas y se las entregó al muchacho que estaba junto a él
—¿Quieres guardármelas?
El otro las cogió, mientras miraba silenciosamente a Mark con ojos desorbitados.
Richie atacó. Fue una carga lenta y torpe, sin asomo de gracia ni finura. £1 suelo temblaba bajo sus pies mientras avanzaba, lleno de confianza. Su derecha preparaba el puñetazo que iba a asestar en plena boca al marica cuatro ojos, y que le haría saltar los dientes como las teclas de un piano. Prepárate para el dentista, maricón, que te la doy.
Mark Petrie se inclinó hacia un lado y el puño le pasó por encima de la cabeza. Richie se vio arrastrado por su propio impulso, y Mark no tuvo más que poner el pie. Richie Boddin cayó pesadamente al suelo, con un gruñido, y una exclamación de asombro se elevó del grupo de niños que observaban.
Mark sabía perfectamente que si el torpe muchacho que yacía en el suelo recuperaba la ventaja, le daría una buena paliza. Mark era ágil, pero con la agilidad no se resistía mucho en una pelea en el patio del colegio. Si el escenario hubiera sido la calle, ése habría sido el momento de correr para distanciarse de su perseguidor, y después darse vuelta para aplastarle la nariz. Pero no estaban en la calle, y Mark sabía que si no vencía inmediatamente a aquel grandullón, jamás volvería a tener paz.
Todo eso lo pensó en una fracción de segundo, y saltó sobre la espalda de Richie Boddin.
Richie gruñó, y todos volvieron a exclamar. Mark cogió a Richie del brazo y se lo retorció a la espalda. Richie chilló de dolor.
—Di me rindo o te rompo el brazo, lo juro por Dios —dijo Mark.
La respuesta dé Richie fue digna de un marine veterano.
Mark le subió el brazo hasta los omóplatos, y Richie volvió a gritar lleno de indignación, miedo y perplejidad. Nunca le había ocurrido nada parecido y no podía ser que le estuviera ocurriendo ahora. ¡Tenía sentado sobre la espalda a un cuatro ojos maricón que le retorcía el brazo y le hacía pitar ante sus súbditos!
—Di me rindo —repitió Mark.
Richie consiguió ponerse de rodillas; Mark le hincó a su vez las suyas en los costados, como si montara un caballo, y se afirmó. Los dos estaban cubiertos de polvo, pero la situación de Richie era peor. Tenía la cara roja y tensa, los ojos se le salían de las órbitas, y un rasguño le cruzaba la mejilla.
Intentó sacudirse de los hombros a Mark, pero éste volvió a doblarle el brazo hacia arriba. Esta vez lo de Richie no fue un grito sino un aullido.
—Di me rindo, o por Dios que te lo rompo.
A Richie se le había salido la camisa de los pantalones y sentía ardor en la barriga. Empezó a sollozar y a retorcer los hombros, pero el maldito maricón seguía encima de él. Sentía el antebrazo como de hielo, y un intenso fuego en el hombro.
—¡Bájate de ahí, hijo de puta! ¡Así no se pelea!
—Di me rindo.
—¡No! —Perdió el equilibrio y cayó boca abajo en el polvo.
El dolor le paralizaba el brazo y tenía tierra en la boca y los ojos. Agitó las piernas, indefenso. Había olvidado que era enorme. Había olvidado cómo temblaba el suelo bajo sus pies cuando caminaba. Había olvidado que cuando fuera mayor fumaría Camel, como su padre—. ¡Me rindo! ¡Me rindo! —gritó con la sensación de ser capaz de seguir gritando horas, con tal que le soltaran el brazo.
—Di soy un mierda.
—¡Soy un mierda! —masculló Richie tragando polvo.
—Está bien.
Mark le soltó y se puso fuera de su alcance mientras Richie se levantaba. Le dolían los muslos y esperaba que a Richie ya no le quedaran ganas de pelea.
Richie se levantó y miró alrededor. Nadie le devolvió la mirada. Todos se dieron la vuelta hacia Mark. Y aquel apestoso de Glick estaba junto al maricón y le miraba como si fuera una especie de Dios.
Richie se quedó solo; apenas podía creer con qué rapidez la ruina se había abatido sobre él. Tenía la cara sucia, salvo donde se la habían limpiado sus propias lágrimas de furia y humillación. Pensó en arrojarse de nuevo sobre Mark Petrie, pero la vergüenza y el miedo, sensaciones nuevas, resplandecientes y enormes, no se lo permitieron. Sucio bastardo, pensó, si alguna vez consigo sorprenderte y derribarte...
Pero ese día no. Dio media vuelta y se alejó cabizbajo.
Una de las chicas rió con un timbre alto y burlón que se elevó con cruel claridad en el aire de la mañana.
Richie Boddin no levantó los ojos para ver quién se atrevía a reírse de él.
10
11.15 h.
El vertedero de basuras del municipio de Jerusalem's Lot había sido antes un pozo de grava, hasta que en 1945 el yacimiento se agotó y las excavaciones tocaron arcilla. Estaba situado al final de una elevación que desde Burns Road se extendía unos tres kilómetros hasta pasar el cementerio de Harmony Hill.
Dud Rogers oía débilmente, por el camino, las explosiones y toses de la cortadora de césped de Mike Ryerson. Pero ese ruido no tardaría en ser borrado por el chisporroteo de las llamas.
Dud era el encargado del vertedero desde 1956, y todos los años era rutinariamente reelegido por unanimidad en la reunión del municipio. Vivía en el vertedero, en un pulcro cobertizo que tenía en la puerta un cartel con la inscripción ENCARGADO DEL VERTEDERO. Tres años atrás había conseguido que esos avaros de la junta municipal le compraran un aparato de calefacción y había abandonado definitivamente su vivienda del pueblo.
Era un jorobado con la cabeza curiosamente torcida, que le daba un aspecto grotesco. Sus brazos, que pendían como los de un mono, casi hasta las rodillas, tenían una fuerza sorprendente. Habían hecho falta cuatro hombres para cargar en el camión los artículos de la vieja quincallería y traerlos al vertedero, cuando la tienda cambió de ramo, y la suspensión del camión se había aplastado visiblemente con la carga. Pero de descargar se había ocupado Dud Rogers, solo, y en el esfuerzo, los tendones se le marcaban en el cuello, las venas se le hinchaban en la frente y los antebrazos y bíceps eran como cables de acero. Él solo había echado todo por el borde del vertedero.
A Dud le gustaba el vertedero. Le gustaba ahuyentar a los chiquillos que iban a romper botellas, y le gustaría dirigir el tráfico hacia los lugares donde había que efectuar cada día los vertidos. Le gustaba hurgar en la basura, que era su privilegio como encargado, y se imaginaba que se burlaban de él al verle caminar a través de las montañas de basura con sus botas hasta las caderas y sus guantes de cuero, con la pistola al cinto, un gran saco sobre el hombro y la navaja en la mano. Pues que se burlaran. Había cables de cobre, y a veces motores enteros, y en Portland el cobre se pagaba a buen precio. Había escritorios, sillas y sofás de desecho, cosas que se podían arreglar y vendérselas a los anticuarios de la carretera 1. Duf estafaba a los anticuarios y éstos hacían lo propio con los turistas. Dos años antes Dud había encontrado una astillada cama victoriana con el marco partido, y se la había vendido por doscientos dólares a un afeminado de Wells, que había caído en éxtasis ante la autenticidad del estilo Nueva Inglaterra de ese mueble, y que jamás supo con qué cuidado Dud había lijado hasta hacer desaparecer la inscripción que rezaba Made in Grand Rapids sobre la cabecera de la cama.
En la parte más alejada del vertedero estaban los coches usados, Buick y Ford y Chevy y lo que uno pidiera, incluso con los repuestos que la gente dejaba en los automóviles cuando se hartaba de ellos. Lo mejor eran los radiadores, pero un buen carburador podía venderse por siete dólares después de haberlo bañado en gasolina. Y otro tanto sucedía con las correas del ventilador, luces de cola, parabrisas, volantes y alfombrillas para el suelo.
Sí, el vertedero era increíble. Era a la vez Disneylandia y Shangri—La. Pero ni siquiera el dinero acumulado en la caja negra que guardaba bajo la mecedora era lo mejor.
Lo mejor eran los ruegos... y las ratas.
Los miércoles y domingos por la mañana, y los lunes y viernes por la noche, Dud pegaba fuego a parte de la basura. Las fogatas nocturnas eran las más bonitas. A Dud le encantaba el sombrío resplandor en que florecían las bolsas de plástico verde llenas de basura, los periódicos y las cajas. Pero los fuegos de la mañana eran mejores por las ratas.
Ahora, sentado en su sillón mientras observaba cómo el fuego prendía y empezaba a echar al aire su grasiento humo, negro, que ahuyentaba a las gaviotas, Dud sostuvo en la mano su pistola calibre 22 y esperó a que salieran las ratas.
Cuando salían, lo hacían en batallones. Eran grandes, de un gris sucio y ojos rosados. En su piel saltaban las pulgas y las gruesas colas se arrastraban tras ellas. A Dud le encantaba disparar contra las ratas.
—Te has comprado una buena carga de cartuchos, Dud —solía decirle con voz pastosa George Middler, en la ferretería, mientras colocaba las cajas sobre el mostrador—. ¿Los paga el municipio?
Era un antiguo chiste. Años atrás, Dud había presentado una orden de compra de dos mil cartuchos Remington 22, de punta hueca, y Bill Norton le había mandado hoscamente a paseo.
—Bueno, tú sabes que esto no es más que un servicio público, George —contestaba Dud.
Ésa. Esa rata grande y gorda que arrastraba una pata trasera era George Middler. En la boca tenía algo que parecía un trozo de hígado de pollo.
—Ésta es para ti, George —dijo Dud, y apretó el gatillo.
El estruendo de la 22 no era nada estrepitoso, pero la rata dio un par de tumbos y quedó tendida, estremeciéndose. La punta hueca era el secreto. Algún día se compraría un calibre grande, una 45 o una Magnum 357, para ver qué les pasaba a las muy malditas.
Y la que seguía era esa pequeña puta de Ruthie Crockett, la que iba a la escuela sin sostén y le gustaba provocar a los chicos y se reía por lo bajo cuando se encontraba con Dud por la calle. Bang. Adiós, Ruthie.
Las ratas huían enloquecidas hacia el otro lado del vertedero, pero antes de que consiguieran ponerse a salvo, Dud ya había matado seis. Buena cosecha para la mañana. Y si se acercaba a mirarlas, vería que las pulgas se escapaban de los cuerpos que iban enfriándose, como... como... bueno, como ratas que huyen de un barco que se hunde.
El chiste le pareció apropiadamente divertido, y echó atrás la cabeza, se recostó sobre su giba y rió con largas carcajadas mientras el fuego deslizaba por entre la basura sus largos dedos anaranjados.
La vida era estupenda, vaya.
11
12.00 h.
El silbato del ayuntamiento sonó durante doce segundos, anunciando la hora de la comida en los tres colegios, al tiempo que saludaba la llegada de la tarde. Lawrence Crockett, el segundo funcionario electivo de Solar, a la vez que propietario de la Compañía de Seguros y Bienes Raíces Crockett, de Southern Maine, apartó el libro que estaba leyendo, El sexo y los esclavos de Satán, y puso en hora su reloj, guiándose por el silbato. Fue hasta la puerta y colgó del postigo el cartel de «Vuelvo a la una». Su rutina era invariable. Iría a pie hasta el Café Excellent, comería dos hamburguesas con queso y guarnición, tomaría una taza de café y se quedaría mirándole las piernas a Pauline mientras fumaba un William Penn.
Comprobó el picaporte para asegurarse de que la cerradura no cedía y echó a andar por Jointner Avenue. En la esquina se detuvo a mirar la casa de los Marsten, En el camino de entrada había un coche. Apenas resultaba visible, un brillo titilante. Le provocó una leve inquietud. Hacía algo más de un año que Larry Crockett había vendido la casa de los Marsten y la difunta lavandería del pueblo. Había sido la operación más extraña de su vida... y vaya si había hecho cosas extrañas en su vida. El dueño de aquel coche sería, probablemente, un hombre de apellido Straker. R. T. Straker. Y esa misma mañana Larry había recibido por correo algo de ese Straker.
El tipo en cuestión había llegado a la oficina de Crockett una soleada tarde de julio, hacía poco más de un año. Se bajó del coche y tras una breve vacilación en la acera se decidió a entrar; era un hombre alto, vestido con un sobrio traje con chaleco, pese al calor sofocante. Era tan calvo como una bola de billar, y sudaba. Las cejas eran una línea negra y recta, bajo la cual las órbitas de sus ojos parecían oscuros agujeros practicados con un taladro en la angulosa superficie de la cara. En una mano llevaba un maletín negro. Larry estaba solo en su oficina cuando entró Straker. Su secretaria de la mañana, una muchacha de Falmouth con los senos más deliciosos que jamás había visto, trabajaba por las tardes con un abogado de Gates Falls.
El hombre calvo se sentó en un asiento, puso la cartera sobre sus rodillas y miró fijamente a Larry Crockett. Era imposible leer la expresión de sus ojos, cosa que preocupó a Larry. A él le gustaba leer en los ojos lo que quería un hombre antes de que pudiera abrir la boca. Ése hombre no se había detenido a mirar las fotografías de casas y fincas que se ofrecían en el tablero, no le había tendido la mano ni se había presentado; ni siquiera había dicho «hola».
—¿En qué puedo serle útil?—preguntó Larry.
—Me han encargado la compra de una casa y un local comercial en su bonita ciudad —dijo el hombre calvo con un tono llano y sin inflexiones.
—Ah, excelente —respondió Larry—. Tenemos algunas que podrían...
—No es necesario —declaró el hombre con un gesto de mano. Larry observó que sus dedos eran extraordinariamente largos; el medio parecía tener cerca de quince centímetros—. El local que me interesa está en la manzana contigua al ayuntamiento, frente al parque.
—Sí, respecto a ese local podemos llegar a un acuerdo. Antes era una lavandería, pero hace un año quebró. Es un lugar muy bueno si usted...
—La casa que quiero —el hombre calvo no escuchó sus palabras— es la que se conoce como casa de los Marsten.
Hacía demasiado tiempo que Larry estaba en el negocio como para permitir que el azoramiento se reflejara en su rostro.
—Ah, ¿ésa?
—Sí. Mi nombre es Straker. Richard Throckett Straker. Todos los documentos estarán a mi nombre.
—Muy bien —asintió Larry. El hombre quería ir al grano, eso estaba claro—. El precio de esa casa es de catorce mil dólares, aunque pienso que podríamos conseguirla por algo menos. En cuanto a la vieja lavandería...
—Así no hay acuerdo. Estoy autorizado para pagar un dólar.
—¿Un...? —Larry inclinó la cabeza como si no hubiera oído bien.
—Sí. Un momento, por favor.
Los largos dedos de Straker desprendieron los cierres del maletín y sacaron unos documentos en una carpeta azul transparente.
Larry Crockett lo miraba con ceño.
—Lea, por favor; eso nos ahorrará tiempo.
Larry echó un vistazo a la primera hoja con el aire de un hombre que le sigue la corriente a un loco. Por un momento sus ojos se movieron al azar sobre la página, hasta que se quedaron clavados en algo.
Straker sonreía levemente. Buscó en el interior de su americana, sacó una pitillera de oro y extrajo un cigarrillo. Después de darle unos golpecitos, lo encendió con una cerilla. El áspero aroma de una mezcla de tabaco turco llenó el despacho y se dispersó por efecto del ventilador.
Durante los diez minutos siguientes reinó en la oficina un silencio sólo interrumpido por el zumbido del ventilador y el ruido amortiguado del tráfico en la calle. Straker se fumó el cigarrillo, aplastó la colilla y encendió otro.
Larry levantó la vista, con el rostro pálido y alterado.
—Esto es una broma. ¿Quién se la encargó? ¿John Kelly?
—No conozco a ningún John Kelly, y esto no es una broma.
—Estos papeles... desistimiento de demanda..., investigación de títulos de la tierra... por Dios, hombre, ¿no sabe que ese terreno vale un millón y medio de dólares?
—Se queda corto —dijo fríamente Straker—. Vale cuatro millones, y pronto valdrá más, cuando se construya el centro comercial.
—¿Qué quiere? —preguntó Larry con voz ronca.
—Ya le dije qué quiero. Mi socio y yo pensamos abrir una tienda en este pueblo, y vivir en la casa de los Marsten.
—¿Qué clase de tienda?
Straker sonrió fríamente.
—Se tratará de una tienda de muebles, con una sección especial de antigüedades, para coleccionistas. Mi socio es experto en ese campo.
—Mierda —repuso Larry—. La casa de los Marsten pueden conseguirla por ocho mil pavos, y la tienda por dieciséis. Su socio debe saberlo. Y ambos deben saber que en este pueblo no hay mercado para una tienda de muebles y antigüedades.
—Mi socio está bien informado sobre todos los temas que le interesan —declaró Straker—, y sabe que por este pueblo pasa una carretera frecuentada por turistas y residentes de verano. Ésa es la gente que nos interesa para nuestro negocio. De todas maneras, eso no es problema suyo. ¿Le parece que los papeles están en orden?
Larry dio unos golpecitos sobre el escritorio con la carpeta azul.
—Parece que sí. Pero no pienso dejarme estafar,
—No, naturalmente que no. —En la voz de Straker se insinuaba un cortés desprecio—. Creo que usted tiene un abogado en Boston. Un tal Francis Walsh.
—¿Cómo lo sabe? —ladró Larry.
—Eso no importa. Llévele los papeles, y él le confirmará que son válidos. El terreno donde se edificará el centro comercial será de usted, si se cumplen tres condiciones.
—Ah —exclamó Larry—. Conque hay condiciones. —Se inclinó hacia atrás para sacar un William Penn de la pitillera de cerámica colocada sobre su escritorio, frotó una cerilla en la suela de su zapato y lo encendió—. Adelante.
—Primera. Usted me venderá la casa de los Marsten y el local comercial por un dólar. Su cliente en cuanto a la casa es una cooperativa de Bangor El local comercial pertenece ahora a un banco de Portland. Estoy seguro de que ambos se mostrarán de acuerdo si usted compensa la diferencia, con el precio más bajo que sea aceptable. Menos la comisión de usted, claro.
—¿De dónde saca usted su información?
—No es cosa que deba preocuparle, señor Crockett. Segunda condición. Usted no dirá nada de la transacción que hemos hecho hoy aquí. Nada. Si alguna vez le preguntan, lo único que usted sabe es lo que yo le dije... que somos dos socios y tenemos intención de abrir una tienda para turistas y visitantes veraniegos. Esto es muy importante.
—No soy un charlatán.
—De todas maneras, ha de entender que esta condición es fundamental. Puede llegar el momento, señor Crockett, en que usted quiera contarle a alguien la espléndida operación que ha hecho hoy. Si lo hace, me enteraré y le arruinaré. ¿Me entiende?
—Habla usted como un espía de película barata —dijo Larry.
Su voz sonaba tranquila, pero en su interior sentía el estremecimiento del miedo. Las palabras le arruinare habían sido articuladas con el mismo tono que encantado de conocerle, y eso daba a la afirmación un inquietante acento de verdad. ¿Y cómo diablos se había enterado ese payaso de la existencia de Frank Walsh? Ni siquiera la mujer de Larry sabía nada de Frank Walsh.
—¿Me enriende, señor Crockett?
—Sí —respondió Larry—. Estoy acostumbrado a jugar sin mostrar las cartas.
Straker volvió a dedicarle una tenue sonrisa.
—Seguro. Por eso estoy haciendo negocios con usted.
—¿La tercera condición?
—La casa necesitará algunas reformas.
—Es una manera de hablar—asintió secamente Larry.
—Mi socio piensa ocuparse personalmente de ello, pero usted será su agente. De vez en cuando se pedirá algo. Algunas veces necesitaré los servicios de los obreros que usted emplee para traer ciertas cosas, ya sea a la casa o a la tienda. Usted no hablará de esos servicios. ¿Entendido?
—Sí, entendido. Ustedes no son de por aquí, ¿no?
—¿Tiene importancia? —Straker enarcó las cejas.
—Pues claro. Esto no es Boston ni Nueva York. No se reduce todo a que yo cierre la boca. La gente hablará. En Railroad Street hay una gallina vieja que se llama Mabel Werts y se pasa todo el día frente a su ventana con unos prismáticos.»
—La gente del pueblo no me interesa, ni le interesa a mi socio. La gente del pueblo siempre habla, pero pronto nos aceptarán.
Larry se encogió de hombros.
—De acuerdo.
—Usted pagará todos los servicios y guardará las facturas y las cuentas, que se le rembolsarán. ¿Está de acuerdo?
Tal como le había dicho a Straker, Larry estaba acostumbrado a jugar sin mostrar las cartas, y era uno de los mejores jugadores de póquer del condado de Cumberland. Y por más que exteriormente hubiera mantenido la calma, estaba ardiendo por dentro. El trato que aquel chiflado le ofrecía era de esas cosas que se presentan una sola vez, o nunca. Tal vez el jefe de ese tipo fuera uno de esos reclusos millonarios que...
—¿Señor Crockett? Estoy esperando.
—Yo también tengo mis condiciones.
—¿Ahh —Straker se mostró cortésmente interesado.
Larry sacudió la carpeta azul.
—Primero, haré que revisen estos papeles.
—Naturalmente.
—Segundo, si lo que usted pretende hacer es ilegal, yo no sé nada. Con eso quiero decir...
Straker echó atrás la cabeza y soltó una risa extrañamente fría y falta de emoción.
—¿He dicho algo gracioso? —preguntó Larry.
—Oh... claro que no, señor Crockett. Perdone mi exabrupto. Su observación me ha resultado divertida por razones particulares. ¿Qué iba usted a decir?
——Respecto a las reformas. No estoy dispuesto a colaborar en conseguirles nada que me deje a mí con el trasero al aire. Si su proyecto es fabricar whisky clandestino, LSD o explosivos para algún grupo hippie extremista, es cosa de ustedes.
—De acuerdo —asintió Straker. La sonrisa había desaparecido de su cara—. ¿Cerramos el trato?
Entonces, con una extraña sensación de renuencia, Larry respondió:
—Si los papeles están en orden, supongo que sí. Aunque me parece que el trato lo cierra usted y la ganancia me la llevo yo,
—Hoy es lunes —dijo Straker—. ¿Le parece bien que pase el jueves por la tarde?
—Mejor el viernes.
—Está bien. —Se puso de pie—. Adiós, señor Crockett.
Los papeles estaban en orden. El abogado bostoniano de Larry dijo que la parcela donde se edificaría el centro comercial de Portland había sido comprada por un equipo de la empresa Continental, de tierras y bienes raíces, una compañía ficticia con sede en el Chemical Bank Building de Nueva York. En las oficinas de la Continental no había más que unos pocos armarios vacíos y un montón de polvo.
Straker regresó el viernes y Larry firmó los papeles necesarios; mientras lo hacía sentía en el fondo del paladar un acre sabor de duda. Por primera vez había pasado por alto su propia máxima personal: no cagar donde se come. Y por más que el atractivo fuera importante, se dio cuenta, mientras Straker se guardaba en la cartera los títulos de propiedad de la casa de los Marsten y la antigua lavandería, de que se había puesto a merced de ese hombre y de su socio, el ausente señor Barlow.
Finalmente, pasó el mes de agosto, y a medida que el verano se deslizaba hacia el otoño para caer después en el invierno, Larry empezó a experimentar un alivio indefinible. Para la primavera casi había conseguido olvidar el trato que había cerrado para conseguir los papeles que ahora ocupaban su caja de seguridad en Portland.
Entonces empezaron a suceder cosas.
Ese escritor, Mears, había venido una semana y media atrás a preguntar si la casa de los Marsten estaba disponible para alquilar, y había mirado a Larry de una manera muy especial cuando éste le dijo que estaba vendida.
Ayer había encontrado en el buzón un largo tubo, junto con una carta de Straker. Una nota, en realidad, muy breve: «Tenga la bondad de hacer colocar el cartel que le adjuntamos en la vidriera de la tienda. R. T. Straker.» El cartel era bastante común, y de colores menos chillones que otros. Decía únicamente: «Abrimos dentro de una semana. Barlow y Straker. Muebles de categoría. Antigüedades selectas. Bienvenidos los curiosos.» Larry había llamado a Royal Snow para que lo colocaran.
Y ahora había un coche, allá en casa de los Marsten. Todavía estaba mirándolo cuando alguien dijo junto a él:
—¿Te estás durmiendo, Larry?
Sobresaltado, miró a Parkins Gillespie, que estaba de pie en la esquina, próximo a él, encendiendo un Pall Malí.
—No —contestó con una risa nerviosa—. Pensaba, nada más.
Parkins levantó la vista hacia la casa de los Marsten, donde el sol destellaba sobre el cromo y el metal en la entrada para coches, y después miró la vieja lavandería, con su nuevo cartel en la vidriera.
—Y no eres el único, me imagino. Siempre viene bien que haya gente nueva en la ciudad. Tú los conoces, ¿no?
—Conocí a uno de ellos, el año pasado.
—¿A Barlow o a Straker?
—A Straker.
—Parece bastante simpático, ¿no?
—Es difícil de decir —contestó Larry, con la sensación de que necesitaba humedecerse los labios, pero no lo hizo—. No hablamos más que de negocios. Me pareció bien.
—Bueno. Vamos. Te acompañaré andando hasta el Excellent.
Mientras cruzaban la calle, Lawrence Crockett iba pensando en pactos con el diablo.
12
13.00 h.
Susan Norton entró en el salón de belleza, saludó con una sonrisa a Babs Griffen (la hermana mayor de Hal y de Jack) y dijo:
—Me alegra que hayas podido darme hora con tan poco tiempo.
—A mitad de semana no es problema —respondió Babs mientras encendía el ventilador—. Uf, qué bochorno. Esta tarde tendremos tormenta.
Susan miró el cielo, de un azul inmaculado.
—¿Tú crees?
—Sí. ¿Cómo lo quieres?
—Natural —indicó Susan, pensando en Ben Mears—. Como si no hubiera pasado por aquí.
—Princesa —Babs se acercó con un suspiro—, eso es lo que piden todas.
El suspiro difundió el aroma a fruta de la goma de mascar, mientras Babs le preguntaba a Susan si sabía que unos forasteros iban a abrir una tienda de muebles en la vieja lavandería de! pueblo. Por el aspecto, parecían cosas caras, pero ¿no sería bueno si tuvieran una lamparita que hiciera juego con la que ella tenía en su apartamento? ¿Y acaso irse de casa para vivir en el pueblo no era lo mejor que jamás se le hubiera ocurrido? ¿Y no había sido bueno el verano? Era realmente una pena que tuviera que acabarse.
13
15.00 h.
Bonnie Sawyer estaba tendida en la gran cama de matrimonio, en su casa de Deep Cut Road. Era una casa sólida, no una miserable caravana, y tenía cimientos y sótanos. El marido de Bonnie, Reg, se ganaba sus buenos dólares como mecánico en la agencia Pontiac que Jim Smith regentaba en Buxton.
Bonnie estaba desnuda, a no ser por un par de ligeras bragas azules, y miró con impaciencia el reloj que estaba sobre la mesita de noche: las 15.02. ¿Dónde estaría?
Casi como si el pensamiento lo hubiera convocado, la puerta del dormitorio se entreabrió y Corey Bryant espió hacia el interior.
—¿Todo bien? —susurró.
Corcy tenía sólo veintidós años, y hacía dos que trabajaba en la compañía telefónica. Esta relación con una mujer casada —y aún más con una tan espectacular como Bonnie Sawyer, que en 1973 había sido Miss del condado —le tenía debilitado, nervioso y excitado.
Bonnie le sonrió, mostrando sus hermosos dientes.
—Si todo no estuviera bien, cariño —contestó—, ya tendrías en el cuerpo un agujero como para mirar la televisión a través de él.
—Corey entró de puntillas, mientras los implementos del cinturón de seguridad le tintineaban alrededor de la cintura.
Con una risita ahogada, Bonnie le tendió los brazos.
—Me gustas de veras, Corey. Eres muy guapo.
Los ojos de Corey se posaron sobre la sombra oscura que dejaba traslucir el tenso nailon azul, y empezó a sentirse más excitado que nervioso. Se olvidó de andar de puntillas, y mientras ambos se unían, una cigarra empezó a vibrar en algún lugar del bosque.
14
16.00 h.
Ben Mears se apartó del escritorio, terminado su trabajo de la tarde. Ese día no había dado su paseo por el parque, para poder ir a cenar a casa de los Norton con la conciencia tranquila, y había escrito durante casi todo el día sin interrupción.
Se levantó y se desperezó, sintiendo cómo le crujían las vértebras. Tenía el torso húmedo de sudor. Se dirigió hacia el armario colocado a la cabecera de la cama, sacó una toalla limpia y fue al cuarto de baño, para ducharse antes de que los demás huéspedes volvieran del trabajo.
Se echó la toalla al hombro y, dando la espalda a la puerta, se acercó a la ventana; algo le había llamado la atención. No era nada que sucediera en el pueblo, que dormitaba bajo el peculiar cielo azul profundo de Nueva Inglaterra en los días del fin del verano.
Al mirar hacia los edificios de dos pisos de Jointner Avenue podía ver los tejados planos, recubiertos de asfalto, y alcanzaba a distinguir todo el parque donde a esa hora los chicos, que ya habían salido de la escuela, andaban en bicicleta, holgazaneaban o reñían, y también el sector noroeste del pueblo, donde Brock Street desaparecía tras la primera colina boscosa. Sus ojos vagaron hacia la brecha en los bosques donde la intersección de Burns Road y Brooks Road formaba una T, y siguieron su recorrido hasta donde se erguía, dominante, sobre el pueblo, la casa de los Marsten.
Vista desde allí era una perfecta miniatura, del tamaño de una casa de muñecas. Ya Ben le gustaba que lo fuera. Vista desde allí, la casa de los Marsten tenía un tamaño que le permitía a uno hacerle frente. Bastaba con levantar la mano para hacerla desaparecer con la palma.
Había un coche en el camino de entrada.
Ben se quedó inmóvil con su toalla al hombro, mirando la casa, y sintió en el vientre una oleada de terror inmotivado. Dos de los postigos caídos habían sido reemplazados, y le daban a la casa un aspecto ciego y furtivo que no había tenido antes.
Sus labios se movieron como si formaran palabras que nadie, ni el propio Ben, pudiera comprender.
15
17.00 h.
Matthew Burke salió del instituto y atravesó el aparcamiento vacío en busca de su viejo Chevy Biscayne, todavía con las cubiertas para la nieve del año anterior.
Contaba sesenta y tres años y le faltaban dos para la jubilación obligatoria; todavía se dedicaba plenamente a sus clases de inglés y actividades extraescolares. La actividad del otoño era la representación teatral del instituto, y Burke acababa de dar término a las lecturas de una farsa en tres actos, El problema de Charley. Había conseguido la pléyade habitual de nulidades, tal vez una docena de catetos que por lo menos podrían memorizar sus líneas (y que las dirían después con temblorosa monotonía) y tres chicos que tenían condiciones. £1 viernes organizaría el reparto y empezaría a ensayar en la próxima semana. De ahí al 30 de octubre, fecha del estreno, el elenco tendría tiempo para prepararse lo mejor posible. Matt sustentaba la teoría de que una representación en el instituto debía ser como un bote de sopa de letras Campbell: insípida pero relativamente inofensiva. Asistirían los familiares, y se quedarían encantados. También asistiría el crítico teatral del Ledger, de Cumberland, y caería en un éxtasis polisilábico, el que se esperaba de él frente a cualquier producción local. La Miss elegida (que probablemente ese año fuera Ruthie Crockett) se enamoraría de algún miembro del reparto, y lo más probable era que perdiera la virginidad después de la fiesta de los actores. Y luego, Matt tomaría las riendas en el Club de Debate.
A los sesenta y tres años, la enseñanza seguía siendo un placer para él. En cuanto a la disciplina era lamentable, con lo que había anulado cualquier posibilidad de llegar a la administración (sus ojos eran demasiado soñadores para poder ejercer con eficacia el puesto de ayudante de dirección), pero la falta de disciplina jamás había sido obstáculo para él. Matt había leído los sonetos de Shakespeare en aulas de clase heladas, donde las cañerías se quejaban y volaban aviones y bolitas de papel humedecido con saliva, se había sentado sobre tachuelas y las había puesto a un lado con aire distraído mientras decía a la clase que abrieran la Gramática por la página 467, se había encontrado con grillos, sapos y hasta con una culebra al abrir los cajones para sacar el papel en que sus alumnos tenían que escribir sus redacciones.
Había recorrido la lengua inglesa a lo largo y a lo ancho, como un solitario Viejo Marinero extrañamente complaciente: Steinbeck en la primera hora, Chaucer en la segunda, la oración en la tercera, y la función del gerundio antes del almuerzo. Tenía los dedos permanentemente teñidos de amarillo, más que por la acción de la nicotina por el polvo de tiza, sustancia que para algunas personas es, también, algo a lo que se aficionan, hasta convertirse en adictos.
Los chicos no le veneraban ni le querían; no era un Mr. Chips que languideciera en un rústico rincón de Estados Unidos a la espera de que llegara Ross Hunter a descubrirlo, pero muchos de sus alumnos le respetaban, y algunos aprendían de él que la dedicación, por excéntrica o humilde que sea, es una cosa digna. A Matt le gustaba su trabajo.
Subió a su automóvil, apretó demasiado el acelerador y el motor se ahogó. Esperó un momento antes de empezar de nuevo. Sintonizó en la radio una emisora que transmitía rock and roll desde Portland y elevó el Volumen casi hasta distorsionar el sonido. El rock and roll le parecía una música estupenda. Marcha atrás, salió del aparcamiento, se le caló el motor y volvió a ponerlo en marcha.
Tenía una casita en las afueras, sobre Taggart Stream Road, y recibía muy pocas visitas. No se había casado y casi no tenía familia, sólo un hermano en Texas que trabajaba para una compañía petrolífera y no le escribía nunca. En realidad, Matt no echaba de menos su falta de vínculos. Era un solitario, pero la soledad no le había afectado en ningún sentido.
Se detuvo ante el semáforo de Jointner Avenue y Brock Street, y después tomo el camino de su casa. Las sombras ya se habían alargado, y la luz del día había alcanzado una belleza extrañamente cálida, tersa y dorada, como un cuadro impresionista francés. Matt miró hacia la izquierda, vio la casa de los Marsten, y se fijó con más atención.
—Los postigos —dijo por encima del ritmo desenfrenado de la radio—. Han vuelto a colocar los postigos.
Echó un vistazo al retrovisor y vio que en la entrada para coches estaba aparcado un vehículo. Matt ejercía la docencia en Salem's Lot desde 1952 y jamás había visto un coche aparcado en esa entrada.
—¿Es que vive alguien allí? —se preguntó, y siguió conduciendo.
16
18.00 h.
Bill Norton, padre de Susan y principal funcionario electivo de Solar, se sorprendió al descubrir que Ben Mears le gustaba muchísimo. Bill era un hombre alto y fuerte, de pelo negro, con complexión de camionero, y que a pesar de haber pasado los cincuenta seguía manteniéndose en buena forma física. Próximo a terminar el instituto, lo había abandonado, con autorización de su padre, para ingresar en el ejército, y a partir de entonces había ascendido trabajosamente hasta alcanzar su diploma a los veinticuatro años, mediante un examen de reválida al que decidió presentarse en el último momento. No era un antiintelectual, como suele suceder con algunos obreros cuando, ya sea por obra del destino o de su propia actitud, se ven privados del nivel de aprendizaje que habrían sido capaces de asimilar, pero no podía soportar a esos «abortos del arte», como llamaba a algunos de los muchachos de pelo largo y ojos de gacela que Susan solía llevar a casa. No era que le importara cómo llevaban el pelo o se vestían. Lo que le fastidiaba era que ninguno daba impresión de seriedad. Bill no compartía la inclinación de su mujer por Floyd Tibbits, el muchacho con quien Susan había salido más a menudo desde que terminara sus estudios, pero tampoco le disgustaba. Floyd tenía un trabajo bastante bueno en Falmouth Grant's, como ejecutivo, y Bill Norton le consideraba hombre relativamente serio. Además, era del pueblo, pero también, en cierto modo, lo era el tal Mears.
—Hazme el favor de dejarle tranquilo con esa manía de los abortos del arte —dijo Susan, mientras se levantaba al oír sonar el timbre de la puerta. Se había puesto un ligero vestido verde de verano y llevaba el pelo peinado con sencillez, recogido hacia atrás.
Bill rió.
—Tengo que decir las cosas como las veo, querida Susie. Pero no te molestaré... nunca lo hago, por lo demás, ¿no es cierto?
Con una sonrisa nerviosa, Susan fue a abrir la puerta.
El hombre que entró era delgado y de aspecto ágil, bellos rasgos y una espesa, casi grasienta, mata de pelo negro que, pese a ello, parecía recién lavado. Su manera de vestir impresionó favorablemente a Bill: vaqueros azules impecables y una camisa blanca arremangada hasta los codos.
—Ben, te presento a mis padres, Bill y Ann Norton. Ma, papá, Ben Mears.
—Hola. Encantado de conocerles.
Sonrió con cierta reserva a la señora Norton, y ella le saludó:
—Hola, señor Mears. Es la primera vez que vemos de cerca a un verdadero escritor. Susan estaba muy emocionada.
—No se preocupe; yo no cito mis propias obras. —Ben volvió a sonreír.
—Hola—dijo Bill.
Se levantó de su silla. No en vano había llegado desde los muelles de Portland al cargo sindical que ocupaba; su apretón de manos era fuerte y recio. Pero la mano de Mears no se retrajo ni se convirtió en gelatina como la de esos abonos del arte, y Bill se sintió satisfecho. Decidió hacerle pasar la segunda prueba y preguntó:
—¿Le apetece una cerveza?
Los abortos del arte rehusaban invariablemente; la mayoría de ellos le daba a la marihuana, y no querían dañar su valiosa conciencia bebiendo.
—Hombre, me encantaría. —La sonrisa de Ben se hizo más amplia—. Y dos o tres también.
La risa de Bill retumbó como un trueno.
—Estupendo. Nos entenderemos. Vamos allá.
El sonido de su risa marcó una extraña forma de comunicación entre los dos hombres, que tenían muchos rasgos en común. El ceño de Ann Norton se nubló, mientras el de Susan se despejaba, como si una carga de inquietud se hubiera desplazado por telepatía a través de la habitación.
Ben siguió a Bill a la galería, en un ángulo de la cual aparecía sobre una mesa pequeña una nevera llena de latas de Pabst, Bill sacó una de encima del hielo y se la arrojó a Ben, que la atrapó con una mano, sin agitarla para evitar que hiciera demasiada espuma.
—Se está bien aquí fuera —comentó Ben, mirando hacia la barbacoa que había en el patio del fondo, una construcción de ladrillo, baja y práctica.
—Lo construí yo —explicó Bill—. Me alegro de que le guste.
Ben bebió un largo trago y después eructó: un punto más a su favor.
—Susie piensa que usted es un gran tipo —comentó Norton.
—Y ella es un encanto de chica.
—Y sensata, también —agregó Norton y eructó a su vez—. Dice que ha publicado usted tres libros.
—Así es.
—¿Se venden bien?
—El primero se vendió —contestó Ben, y no agregó nada más.
Bill Norton hizo un leve gesto de asentimiento; le gustaba que un hombre tuviera la suficiente discreción para mantener reserva sobre sus asuntos de dinero.
—¿Quiere echarme una mano con las hamburguesas y salchichas?
—Desde luego —respondió Bill.
—Las salchichas hay que cortarlas para que no estallen, ¿lo sabía?
—A)á —asintió Ben, mientras con el índice derecho hacía tajos en diagonal en el aire, sin dejar de sonreír. En los frankfurts, esos pequeños cortes impedían que se formaran ampollas.
—Se TC que usted es un hombre de experiencia —aprobó Bill Norton—. Eso se descubre enseguida. Traiga esa bolsa de carbón que hay allí, que yo buscaré la carne. Y coja su cerveza.
—Jamás me separaría de día.
En el momento de irse, Bill vaciló y le miró, arqueando una ceja.
—¿Usted es un tipo serio? —le preguntó.
Ben le sonrió.
—Vaya si lo soy.
—Muy bien —asintió Bill, y entró en la casa.
La previsión de lluvia de Babs Griff en erró por kilómetros, y la comida en el patio del fondo fue sobre ruedas. Se levantó una suave brisa que, unida a las bocanadas de humo de nogal que subían de la barbacoa, consiguió mantener alejados a los mosquitos. Las mujeres llevaron los platos de cartón y los condimentos, y volvieron a beberse una cerveza cada una, riendo mientras Bill, hábil en vencer las jugarretas del viento, le ganaba a Ben al badminton por 2—16. Ben agradeció la oferta de jugar la revancha, señalando con desgana su reloj.
—Estoy escribiendo otro libro —explicó— y me faltan seis páginas para cumplir con la cuota fijada para hoy. Si sigo bebiendo, mañana por la mañana no podré releer lo que llevo escrito.
Susan le acompañó hasta la puerta; Ben había venido a pie desde el pueblo. Bill asentía para sus adentros mientras apagaba el fuego. Ben había dicho que era un tipo serio, y él le tomaba la palabra. No se había esforzado por impresionar a nadie, pero un hombre que trabajaba después de la cena no podía menos que dejar recuerdo de su nombre, y probablemente en mayúsculas.
Ann Norton, sin embargo, no se sentía tranquila del todo.
17
19.00 h.
Floyd Tibbits entró en el aparcamiento de Dell's diez minutos después que Delbert Markey, propietario y barman, hubiera encendido el nuevo cartel del frente. El cartel proclamaba DELI/S en letras de casi un metro de alto, y el apostrofe era un vaso de whisky.
Fuera, el resplandor del sol había sido sustituido en el cielo por el púrpura creciente del crepúsculo, y en las depresiones del terreno no tardaría en empezar a acumularse la niebla. En una hora empezarían a aparecer los habituales clientes nocturnos.
—Hola, Floyd —saludó Dell mientras sacaba una Michelob de la nevera—. ¿Qué tal el día?
—Bien —respondió Floyd—. Parece una buena cerveza.
Era un hombre alto que lucía una bien recortada barba de color arena y vestía pantalones de deporte de punto y una americana informal. Era el subdirector de créditos, y su trabajo le gustaba de esa manera ausente que en cualquier momento puede convertirse en aburrimiento. Floyd se sentía a la deriva, pero la sensación no era desagradable. Y estaba Suze, una chica excelente. No tardaría en llegar por allí, y Floyd pensó que entonces tendría que hacerse valer.
Dejó sobre el mostrador un billete de un dólar, se sirvió la cerveza, se la bebió ávidamente y volvió a servirse. En ese momento no había otros parroquianos que un hombre joven con el mono azul de la compañía telefónica: El chico de Bryant, pensó Floyd. Estaba bebiendo cerveza en una mesa, mientras escuchaba la melancólica canción de amor que sonaba en el tocadiscos.
—¿Y qué hay de nuevo en el pueblo? —preguntó Floyd, aunque ya sabía la respuesta.
Nada nuevo, en realidad. Tal vez alguien hubiera aparecido borracho en el instituto, pero no se le ocurría nada más.
—Bueno, alguien mató al perro de tu tío. Ésa es la novedad.
El vaso de Floyd se detuvo antes de llegar a la boca.
—¿Qué? ¿A Doc, el perro del tío Win?
—Exactamente.
—¿Lo atropello un coche?
—Parece que no. Mike Ryerson lo encontró, cuando iba a Harmony Hill a cortar el césped. Doc estaba colgado de las alcayatas que hay en lo alto del portón del cementerio, totalmente desgarrado.
—¡Menuda canallada!—exclamó Floyd, atónito.
Dell asintió con gravedad, satisfecho de la impresión que había causado. Sabía algo más que esa tarde tenía en vilo a todo el pueblo: que a la chica de Floyd la habían visto con el escritor que se alojaba en la pensión de Eva. Pero era mejor que Floyd lo descubriera por sí mismo.
—Ryerson le trajo el cadáver a Parkins Gillespie —continuó—. Él piensa que posiblemente el perro ya estaba muerto y algunos granujas lo colgaron por divertirse.
—Gillespie no sabe lo que dice.
—Tal vez no. Te diré lo que pienso. —Dell se inclinó hacia adelante, afirmándose en sus antebrazos—. Pienso que han sido los chicos, demonios, eso es seguro. Pero puede ser algo más grave que una broma. Oye, mira esto. —Buscó debajo de la barra, sacó un periódico y lo extendió sobre el mostrador, abierto por una página del medio.
Floyd lo levantó. El encabezamiento rezaba: ADORADORES DE SATÁN PROFANAN IGLESIA. Leyó rápidamente la noticia. Un grupo de muchachos se había metido en una iglesia católica de Clewiston, Florida, poco después de medianoche, para practicar allí algún tipo de ritos profanos. El altar había sido profanado, había palabras obscenas escritas en los bancos, los confesionarios y la pila de agua bendita, y en los escalones que conducían a la nave se habían encontrado manchas de sangre. Los análisis habían confirmado que aunque parte de la sangre era de algún animal (se pensaba en un chivo), la mayor parte era humana. El jefe de policía de Clewiston admitía que de momento no tenían pista alguna.
Floyd dejó el periódico.
—¿Adoradores de Satán en Solar? Vamos, Dell. Debes de estar chiflado.
—Son los chicos los que se están volviendo locos —insistió Dell—. Ya verás como es cierto. La próxima novedad será que están haciendo sacrificios humanos en el prado de los Griffen. ¿Quieres otro vaso?
—No, gracias. —Floyd se bajó del taburete—. Creo que será mejor que vaya a ver al tío Win. Adoraba a su perro.
—Dale mis saludos —pidió Dell mientras volvía a guardar el periódico, que esa noche se convertiría en principal artículo de exhibición—. Dile que lamento lo sucedido.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Floyd se detuvo para comentar:
—¿Así que lo colgaron de las alcayatas? Mierda, me gustaría echar el guante a los gamberros que lo hicieron.
—Adoradores del diablo —volvió a decir Dell—. A mí no me sorprendería. No sé qué le pasa a la gente hoy en día.
Floyd se fue. El chico de Bryant insertó otra moneda en el jukebox y Dick Curless empezó a cantar Enterradme con la botella.
18
19.30 h.
—Volved temprano a casa —dijo Marjorie Glick a su hijo mayor, Danny—. Mañana hay que ir a la escuela, y quiero que tu hermano esté acostado a las nueve y cuarto.
—En realidad no veo por qué tengo que llevarlo —protestó Danny mientras restregaba los pies contra el suelo.
—No tienes que llevarlo —precisó Marjorie con peligrosa afabilidad—. Siempre puedes quedarte en casa.
Se volvió hacia la mesa de la cocina, donde estaba limpiando pescado, y Ralphie le sacó la lengua. Danny le amenazó con el puño cerrado, pero el torpe de su hermano se limitó a sonreír.
—Volveremos —prometió, y se dirigió a la puerta de la cocina seguido de Ralphie.
—A las nueve.
—Sí... está bien.
En la sala. Tony Glick estaba sentado frente al televisor, mirando un partido de béisbol.
—¿Adonde vais, chicos?
—A casa de Mark Petrie, el chico nuevo —contestó Danny.
—Sí —se le unió Ralphie—. Vamos a ver los... trenes eléctricos que tiene.
Dany lanzó a su hermano una mirada furibunda, pero su padre no advirtió ni la pausa ni el énfasis. Tony Glick había dejado de escuchar lo que decían.
—Volved temprano —les dijo con aire ausente.
Fuera, aunque el sol ya se había puesto, una tenue luz seguía todavía en el cielo.
—Te mereces que te rompa la crisma, idiota —dijo Danny mientras cruzaban el patio del fondo.
—Pues se lo diré —insistió afectadamente Ralphie—. Le diré por qué quieres ir.
—Mamón —murmuró Danny, sin esperanzas.
Desde el fondo del patio, un camino desigual bajaba por la pendiente en dirección al bosque. La casa de los Glick estaba en Brock Street, la de Mark Petrie al sur de Jointner Avenue. El camino era un atajo que ahorraba bastante tiempo para chicos de nueve y doce años dispuestos a atravesar el arroyo saltando sobre las piedras. Las ramas crujían bajo sus pies. En algún rincón del bosque grajeaba un chotacabras, mientras ellos caminaban rodeados por el chirrido de los grillos.
Danny había cometido el error de contar a su hermano que Mark Petrie tenía la serie completa de monstruos de plástico Aurora: el Hombre Lobo, la Momia, Drácula, el Médico Loco, y hasta la Cámara de los Horrores. La madre de los chicos pensaba que todo eso era malo, que les afectaba el cerebro o algo por el estilo, y el hermano de Danny se había convertido inmediatamente en chantajista.
—Apestas, ¿lo sabías? —dijo Danny.
—Muy bien —asintió Ralphie—. ¿Qué es apestar?
—Es cuando te pones verde y pegajoso, repugnante.
—Déjame en paz —se desentendió Ralphie.
Iban descendiendo por las márgenes del Crocket Brook, que gorgoteaba plácidamente sobre su lecho de guijarros, mientras en la superficie se dibujaba un leve resplandor perlado. Unos tres kilómetros hacia el este se unía a Taggart Stream, que a su vez terminaba por verterse en el río Royal.
Danny empezó a atravesarlo saltando sobre las piedras, mirando para ver dónde pisaba, en la creciente oscuridad.
—¡Te voy a empujar! —gritó Ralphie a sus espaldas alegremente—. ¡Cuidado, Danny, que te voy a empujar!
—Si me empujas yo te arrastraré a ti a las arenas movedizas, idiota.
Llegaban a la otra orilla.
—Por aquí no hay arenas movedizas —se mofó Ralphie, pero se acercó más a su hermano.
—¿Ah, no? —preguntó Danny—. Hace unos años, un chico se hundió en las arenas movedizas. Se lo oí comentar a los viejos que se reúnen en la tienda.
—¿De veras? —preguntó Ralphie, con ojos muy abiertos.
—Sí —masculló Danny—. Se hundió chillando y pataleando, y la boca se le llenó de arena y se acabó.
—¿Qué dices? —repuso Ralphie, inquieto. La oscuridad ya era casi completa y el bosque parecía lleno de sombras fugitivas—. Salgamos de aquí.
Empezaron a trepar por la ribera opuesta, aunque la pinocha les hacía resbalar. El chico de quien Danny había oído hablar era un muchacho de diez años llamado Jerry Kingfield. Tal vez se hubiera hundido en las arenas movedizas, chillando y pataleando, pero si había ocurrido así, nadie lo oyó. Simplemente, seis años antes había desaparecido en los pantanos mientras pescaba. Algunos hablaron de arenas movedizas, otros dijeron que lo había matado un pervertido sexual. Gente así había en todas partes.
—Dicen que su fantasma sigue rondando por estos bosques —anunció Danny, sin informar a su hermano que los pantanos quedaban casi cinco kilómetros hacia el sur.
—No sigas, Danny —pidió Ralphie, nervioso—. En... en la oscuridad no.
Los árboles crujían en torno de ellos. El grajeo del chotacabras se había acallado. Casi furtivamente, una rama restalló en alguna parte a sus espaldas. La luz del día había desaparecido casi del todo.
—Y a veces —continuó Danny con voz espeluznante—, cuando algún pequeño idiota sale por la noche, aparece aleteando entre los árboles, con la cara podrida y cubierta de arenas movedizas...
—Danny, por favor.
En la voz de su hermanito había una súplica, y Danny se detuvo. Hasta él mismo había terminado por asustarse. Alrededor, los árboles eran oscuras presencias abultadas que oscilaban lentamente impulsadas por el viento nocturno, frotándose unos contra otros, crujiendo en las articulaciones.
A la izquierda, otra rama se quebró.
De pronto, Danny deseó haber ido por el camino.
Otro crujido.
—Danny, tengo miedo —susurró Ralphie.
—No seas estúpido —le espetó su hermano—. Vamos.
De nuevo echaron a andar, haciendo crujir las agujas de pino. Danny se dijo que no había oído ninguna rama que se quebrara. No se oía nada, a no ser sus propios pasos. La sangre le latía en las sienes y sentía las manos heladas. Cuenta los pasos, se dijo. Doscientos pasos más y estaremos en Jointner Avenue. Y a la vuelta tomaremos el camino, para que este idiota no tenga miedo. Dentro de un minuto veremos las luces de la calle y me sentiré un estúpido, pero qué bueno será sentirse un estúpido, así que... cuenta los pasos... Uno... dos... tres...
Ralphie soltó un grito:
—¡Lo veo! ¡Estoy viendo al fantasma! ¡Lo veo!
El terror se incrustó en el pecho de Danny como un hierro al rojo. Parecía que la electricidad le subía por las piernas. Se habría vuelto para correr, pero Ralphie estaba aferrado a él.
—¿Dónde? —susurró, olvidándose de que él mismo había inventado el fantasma—. ¿Dónde? —Y atisbo entre los árboles, temeroso de lo que pudiera ver y sin distinguir otra cosa que la oscuridad.
—Ahora ha desaparecido... pero lo he visto... Los ojos. Le he visto los ojos. Oh, Danny... —balbuceaba.
—No hay fantasmas, tonto. Vamos.
Danny tomó de la mano a su hermano y reemprendieron la marcha. Las rodillas le temblaban. Ralphie se apretaba contra él hasta el punto de que casi le hacía salir del sendero.
—Nos está vigilando —murmuró Ralphie.
—Escucha, no voy a...
—No, Danny, en serio. ¿Es que no lo sientes?
Danny se detuvo. Adelante, en el camino, sintió efectivamente algo y se dio cuenta de que ya no estaban solos. Una gran quietud había descendido sobre el bosque, una quietud maligna. Movidas por el viento, las sombras se retorcían lánguidamente.
Y Danny olfateaba algo salvaje, pero no con la nariz.
No había fantasmas, pero había pervertidos. Venían en un automóvil negro a ofrecerles caramelos a los chicos, o los esperaban en las esquinas, o... o les seguían al interior de los bosques...
Y entonces...
—Corre —dijo roncamente.
Pero Ralphie temblaba junto a él, paralizado por el terror. Su mano aferraba el brazo de Danny. Sus ojos, que miraban hacia el bosque, empezaron a abrirse cada vez más.
—¿Danny?
Una rama se quebró.
Al darse la vuelta, Danny vio qué era lo que miraba su hermano.
La oscuridad los envolvió.
19
21.00 h.
Mabel Werts era muy gorda, había llegado a los setenta y cuatro en su último cumpleaños y cada vez confiaba menos en sus piernas. Era una enciclopedia de la historia y las habladurías del pueblo, y su memoria abarcaba más de cinco decenios de necrología, adulterios, robos e insania. Aunque chismosa, no era deliberadamente cruel (por más que en esa apreciación no estuvieran de acuerdo aquellos cuya historia se había difundido gracias a ella); simplemente, vivía en el pueblo y para el pueblo. En cierto modo, Mabel era el pueblo. Viuda y obesa, en la actualidad salía muy poco y pasaba la mayor parte del tiempo sentada junto a la ventana, vestida con una camisola de seda que la hacía parecer una tienda de campaña, con el pelo de un amarillento color marfil recogido en una corona de gruesas trenzas, el teléfono en la mano derecha y el par de prismáticos japoneses en la izquierda. La combinación de ambos recursos —amén del tiempo para usarlos— la convertían en una benévola araña situada en el centro de una red de comunicaciones que se extendía desde el Bend hasta el este de Salem.
A falta de algo mejor que hacer, Mabel se había dedicado a vigilar la casa de los Marsten cuando se abrieron los postigos situados a la izquierda del porche, dejando ver un rectángulo de luz dorada que no era el terco resplandor de la electricidad. Apenas si había tenido una fugaz visión de lo que podría haber sido la cabeza y los hombros de un hombre, recortados a contraluz. Sintió un escalofrío.
En la casa no se había visto más movimiento.
¿Qué clase de gente hay que ser, pensó Mabel Werts, para abrir las ventanas únicamente cuando uno ya apenas si puede verlos?
Dejó los prismáticos sobre una mesita y levantó el teléfono. Dos voces —que Mabel no tardó en identificar como de Harriet Durham y Glynis Mayberry— comentaban que ese muchacho, Ryerson, había encontrado muerto al perro de Irwin Purinton.
Mabel se quedó inmóvil, respirando por la boca, para que no fuese advertida su presencia en la línea.
20
23.59 h.
El día temblaba al borde de la extinción. Las casas dormían en la oscuridad. En el centro del pueblo, las luces de la ferretería, de las Pompas Fúnebres y del Café Excellent arrojaban sobre el pavimento un débil resplandor eléctrico. Había quien seguía despierto, como George Boyer, que acababa de llegar a casa después de cumplir el turno de la tarde en el aserradero, o Win Purinton, que hacía solitarios, incapaz de dormir al pensar en su perro, cuya muerte lo había afectado más profundamente que la de su mujer; pero, en general, todo el mundo dormía el sueño de los justos y los trabajadores.
En el cementerio de Harmony Hill, una sombría figura se mantenía inmóvil y meditativa junto al portón, a la espera de que acabara el día. Cuando habló, la voz era suave y cultivada:
—Oh, padre mío, favoréceme ahora. Señor de las Moscas, favoréceme ahora. Te traigo carne podrida y ahumada. Para ganar tu favor he sacrificado, y con la mano izquierda te traigo el sacrificio. Sobre este terreno, consagrado en tu nombre, haz un signo para mí. Un signo espero para comenzar tu obra.
Se levantó un viento suave, que traía consigo el suspiro y el susurro de hojas y ramas, y una bocanada de olor a carroña, desde el vertedero junto al camino.
No se oían más ruidos que los que transportaba la brisa. La figura se mantuvo silenciosa y pensativa. Después se inclinó y volvió a erguirse. En sus brazos tenía el cuerpo de un niño.
—Esto te he traído.
CUATRO
DANNY GLICK Y OTROS
1
Danny y Ralphie Glick habían salido para ir a casa de Mark Petrie con órdenes de estar de vuelta a las nueve. Cuando pasaron las diez sin que sus hijos hubieran regresado, Marjorie Glick llamó a casa de los Petrie. No, le dijo la señora Petrie, los muchachos no estaban allí. Ni habían estado. Tal vez sería mejor que su marido hablara con Henry. La señora Glick le pasó el teléfono a su esposo, mientras sentía en el vientre el cosquilleo del miedo.
Los dos hombres comentaron el asunto. Sí, los chicos habían ido por la senda de los bosques. No, el arroyo no tenía profundidad en esta época del año, y menos con buen tiempo. Apenas si llegaría al tobillo. Henry sugirió que él podía empezar desde su extremo del sendero, con una linterna, mientras el señor Glick avanzaba desde su lado. Tal vez los chicos hubieran encontrado una madriguera de conejos o estuvieran fumándose un cigarrillo, o algo así. Tony se mostró de acuerdo y agradeció al señor Petrie por tomarse esa molestia. El señor Petrie dijo que no era molestia. Tony colgó el auricular y tranquilizó un poco a su mujer, que estaba asustada. Mentalmente, el padre ya había decidido que ninguno de los dos chicos se iba a poder sentar durante una semana, cuando los encontrara.
Pero antes de que hubiera salido siquiera del patio, Danny apareció a tropezones de entre los árboles y se desplomó junto a la barbacoa del fondo. Estaba aturdido y hablaba con lentitud, respondiendo trabajosamente y no siempre con sensatez a lo que se le preguntaba. Tenía hierba en las manos, y algunas hojas otoñales en el pelo.
Le contó a su padre que él y Ralphie habían ido por la senda del bosque, habían atravesado el arroyo saltando por las piedras y habían llegado sin dificultad al otro lado. Después Ralphie empezó a decir que había un fantasma en los bosques (Danny tuvo cuidado en no mencionar que él te había metido esa idea en la cabeza a su hermano). Ralphie decía que veía una cara, y Danny empezó a asustarse. Él no creía en fantasmas ni espantajos, pero le parecía haber oído algo en la oscuridad.
¿Qué habían hecho entonces?
Danny creía que habían echado a andar de nuevo, tomados de la mano, pero no estaba seguro. Ralphie iba lloriqueando por el fantasma. Danny le dijo que no llorara, porque pronto verían las luces de Jointner Avenue. No les faltaban más que doscientos pasos, menos tal vez. Entonces había sucedido algo malo.
¿Qué? ¿Qué había sucedido?
Danny no sabía.
Discutieron con él, se irritaron, lo reconvinieron. Dany no hacía más que menear la cabeza, lentamente y sin comprender. Sí, sabía que tendría que recordarlo, pero no podía. En serio, no podía. No, no recordaba haberse caído, en absoluto. Sólo... sólo que todo estaba oscuro. Muy oscuro. Y después recordaba que él estaba tendido en la senda, solo. Ralphie había desaparecido.
Parkins Gillespie dijo que no tenía sentido organizar una búsqueda en los bosques esa noche. Demasiadas trampas para caza. Probablemente el chico se hubiera salido del camino, y nada más. Acompañado por Nolly Gardener, Tony Glick y Henry Petrie, Gillespie recorrió de punta a punta la senda y después los alrededores de Jointner Avenue y ¿rock Street, llamando al chico con un megáfono.
A primera hora de la mañana siguiente, la policía de Cumberland, junto con la estatal, inició una búsqueda coordinada en la zona boscosa, al no encontrar nada, se amplió el área del rastreo. Durante cuatro días revisaron la espesura, y los esposos Glick recorrieron bosques y campos, escudriñando los árboles caídos que quedaban del antiguo incendio, gritando el nombre de su hijo con terca y desgarradora esperanza.
Nada se encontró y entonces se hizo un dragado de Taggart Stream y del río Royal, sin resultado.
A las cuatro de la madrugada del quinto día, aterrorizada e histérica, Marjorie Glick despertó a su marido. Danny se había desmayado en el vestíbulo del piso alto, aparentemente mientras iba al cuarto de baño. Una ambulancia lo transportó al Hospital General de Central Maine. El diagnóstico preliminar fue conmoción emocional retardada.
El medico a cargo del caso, de apellido Gorby, llevó aparte al señor Glick.
—¿Su hijo ha sufrido alguna vez ataques de asma?
El señor Glick pestañeó mientras sacudía la cabeza. En menos de una semana había envejecido diez años.
—¿Antecedentes de fiebre reumática?
—¿Danny? No... Danny no.
—Durante este último año, ¿le han hecho alguna reacción de Mantoux?
—¿Por la tuberculosis? ¿Es que está enfermo?
—Señor Glick, simplemente queremos descubrir...
—¡Marge! Margie, ven aquí.
Marjorie Glick se levantó y se acercó por el corredor. Tenía el semblante pálido, el pelo descuidado, todo el aspecto de una mujer presa de una jaqueca torturante.
—¿A Danny le han hecho la reacción de Mantoux este año?
—Sí —contestó sombríamente—. A principio de año, en el colegio. No tuvo reacción.
—¿Tose por las noches? —siguió preguntando Gorby.
—No.
—¿Se queja de dolores en el pecho o en las articulaciones?
—No.
—¿De molestias al orinar?
—No.
—¿No hay pérdidas de sangre anormales? ¿Por la nariz, en las deposiciones..., o bien un número excepcional de heridas y cardenales?
—No.
Gorby sonrió e hizo un gesto de asentimiento.
—Quisiéramos que se quedara para hacerle unos análisis.
—Desde luego —respondió Tony—. Estoy asociado a la Cruz Azul.
—Sus reacciones son muy lentas —explicó el médico—, y vamos a examinarle con rayos X, hacer un estudio de la médula, un recuento de leuco...
—¿Tiene Danny leucemia? —preguntó en un susurro Marjorie Glick, cuyos ojos habían ido agrandándose lentamente.
—Señora Glick, esto es muy... —empezó a explicar el médico, pero la madre se había desmayado.
2
Ben Mears fue uno de los voluntarios de Salem's Lot que colaboraron en la búsqueda de Ralphie Glick, sin conseguir otra cosa que ensuciarse los pantalones con la maleza y un violento acceso de fiebre del heno provocado por la pelusa de los plátanos.
Durante el tercer día de búsqueda, Ben entró en la cocina de Eva dispuesto a comerse un plato de raviolis y dormir una breve siesta antes de ponerse a escribir. Encontró a Susan Norton atareada en la cocina, preparando un guisado con hamburguesas. Los hombres que acababan de volver del trabajo, sentados en torno de la mesa, simulaban conversar mientras la devoraban con los ojos; Susan llevaba una desteñida camisa a cuadros atada a la cintura y unos pantalones cortos de pana. Eva Miller estaba planchando en un rincón de la cocina.
—Hola, ¿qué estás haciendo aquí? —saludó Ben.
—Cocinándote algo decente antes de que te conviertas en una sombra —respondió Susie, y Eva rió desde su rincón.
Ben sintió que le ardían las orejas.
—Guisa bien, de veras —dictaminó Weasel—. Puedo asegurarlo; la he estado observando.
—Si llegas a mirarla un poco más se te salen los ojos de las órbitas —comentó Grover Verrill con una risita.
Susan tapó la cazuela, la puso en el horno y ambos salieron al porche del fondo a esperar que estuviera lista. El sol descendía, rojo e inflamado.
—¿Algo nuevo?
—No. Nada. —Ben sacó del bolsillo de la camisa un arrugado paquete de cigarrillos y encendió uno.
—Hueles como si fueras un leñador —comentó Susan.
—Vaya día hemos tenido. —Ben extendió el brazo para mostrarle las picaduras de insectos y los raspones a medio cicatrizar—. Entre los condenados mosquitos y los malditos arbustos espinosos me han destrozado los brazos.
—¿Qué crees que puede haberle pasado, Ben?
—Sabe Dios. —Ben exhaló una bocanada de humo—. Tal vez alguien sorprendió por detrás al muchacho mayor, y secuestró al pequeño.
—¿Tú crees que está muerto?
Ben la miró para ver si Susan esperaba una respuesta sincera, o simplemente una que dejara esperanzas. Le tomó la mano y entrelazó los dedos con los de ella.
—Sí —dijo—, creo que el niño está muerto. Todavía no hay pruebas concluyentes, pero es lo que creo.
Ella sacudió la cabeza.
—Ojalá te equivoques. Mamá y otras señoras estuvieron haciendo compañía a la señora Glick. Está como si hubiera perdido el juicio, y el marido también. Y el otro chico que no hace más que andar por ahí como un fantasma.
—Humm —gruñó Ben, mientras miraba hacia la casa de los Marsten, sin escuchar en realidad.
Los postigos estaban cerrados; más tarde se abrirían. Al anochecer. Los postigos se abrirían por la noche. Ben sintió un mórbido escalofrío ante la idea.
—... noche?
—¿Cómo? Perdona. —Se volvió a mirar a Susan.
—Te decía que a papá le gustaría que fueras mañana por la noche. ¿Podrás?
—¿Estarás tú?
—Claro que sí —afirmó Susan.
—De acuerdo. Sí.
Ben quería mirarla, encantadora como estaba a la luz crepuscular, pero sentía que la casa de los Marsten atraía sus ojos como un imán.
—Te atrae, ¿verdad? —preguntó Susan, y el hecho de que le hubiera leído el pensamiento, e incluso la metáfora, era casi pavoroso.
—Sí.
—Ben, ¿sobre qué es tu nuevo libro?
—Todavía no —pidió él—. Dame tiempo. Te lo diré tan pronto pueda. Es... tiene que ir resolviéndose solo.
En ese momento Susan quiso decirle te amo, decírselo con la soltura y la falta de aprensión con que la idea había aflorado a su conciencia, pero se mordió el labio para no dejar salir las palabras. No quería decírselo mientras él estuviera mirando... mirando hacia allá.
Se levantó.
—Voy a vigilar el guisado.
Cuando Susan se alejó, Ben seguía fumando y mirando hacia la casa de los Marsten.
3
En la mañana del día 22, Lawrence Crockett estaba sentado en su oficina, aparentando leer su correspondencia de los lunes mientras espiaba por el rabillo del ojo a su secretaria, cuando sonó el teléfono. Larry había estado pensando en su carrera comercial en Salem's Lot, en ese pequeño coche reluciente aparcado en la entrada de la casa de los Marsten, y en pactos con el diablo.
Ya antes de que su pacto con Straker quedara consumado (Vaya palabra, pensó Larry, mientras sus ojos recorrían el frente de la blusa de su secretaria), Lawrence Crockett era, indudablemente, el hombre más rico de Salem's Lot y uno de los más ricos del condado de Cumberland, aunque no hubiera signo externo en su oficina ni en su persona que así lo indicara. El despacho era viejo, polvoriento y apenas iluminado por dos bombillas manchadas por las moscas. El antiguo escritorio de tapa enrollable estaba atestado de papeles, lápices y correspondencia. En un extremo se veía un frasco de goma de pegar, y en el otro un pisapapeles de cristal, cuadrado, que lucía en sus diferentes caras fotos de la familia de Larry. En precario equilibrio sobre una pila de libros de contabilidad había una pecera de cristal llena de cerillas, con un cartel que anunciaba: «Coja lo que quiera.» Salvo tres armarios para archivo, a prueba de incendios, y el escritorio de la secretaria en su pequeño recinto, la oficina estaba vacía.
Sin embargo, estaba decorada.
Había instantáneas y fotografías por todas partes, pinchadas o pegadas sobre cualquier superficie disponible. Algunas eran copias Polaroid recientes, otras instantáneas de color tomadas algunos años atrás, pero la mayoría eran fotos en blanco y negro, arqueadas y amarillentas, que en algunos casos tenían hasta quince años. Debajo de cada una se leía un anuncio escrito a máquina: «¡Hermosa vivienda campestre, seis habitaciones!» O: «En lo alto de la colina, Taggart Stream Road, $ 32.000. ¡Baratísima!» O: «Para familia numerosa, granja con casa de diez habitaciones, Burns Road.» Todo tenía el aspecto de una triste operación clandestina, y lo había sido hasta 1957, cuando Larry Crockett, a quien en Jerusalem's Lot consideraban apenas algo más que un inútil, decidió que el negocio del futuro eran los remolques. En esos días, perdidos ya en la bruma del tiempo, la mayoría de la gente pensaba en las caravanas, esas pintorescas cosas plateadas que uno enganchaba a la parte posterior del coche cuando quería ir hasta el Parque Nacional de Yellowstone a sacarles fotos a la mujer y los niños, de pie junto a Old Faithmul, boquiabiertos ante el chorro intermitente del geiser. En esos días, perdidos ya en la bruma del tiempo, casi nadie —ni siquiera los propios fabricantes de caravanas— pudo prever que un día las pintorescas cosas plateadas se convertirían en «apaches» que se enganchaban directamente a la camioneta Chevy, ni que podían venir completas y motorizadas independientemente.
Larry, sin embargo, no tuvo necesidad de saber estas cosas. Su intuición le llevó al ayuntamiento —por ese entonces aún no lo habían elegido corno funcionario municipal; nadie habría votado por él ni siquiera para que se hiciera cargo de la perrera— con el objeto de estudiar las leyes de urbanización de Jerusalem's Lot. Eran muy satisfactorias. Mientras leía entre líneas, imaginaba miles de dólares. La ley decía que no se podía mantener un vertedero, ni tener más de tres coches viejos aparcados en un cercado sin permiso municipal, ni tener un inodoro químico —eufemismo no demasiado exacto por letrina— si no estaba aprobado por la Oficina Sanitaria Municipal. Y eso era todo.
Larry se hipotecó hasta el cuello, pidió además un préstamo y consiguió comprar tres remolques. Nada de pintorescas cositas plateadas: largos monstruos hipertrofiados, tapizados, revestidos en paneles de madera plástica y con los cuartos de baño de fórmica. Para cada uno compró una parcela de cuarenta metros cuadrados en el Bend, donde el terreno era barato, los instaló sobre precarios cimientos y se puso a la tarea de venderlos. En tres meses lo había conseguido, tras superar cierta resistencia inicial de la gente (que dudaba en vivir en una casa que se parecía a un coche Pullman) y sus ganancias rondaban los diez mil dólares. El futuro había llegado a Salem's Lot, y Larry Crockett estaba allí, listo para capitalizarlo.
El día que R. T. Straker apareció en su despacho, Crockett se cotizaba en casi dos millones de dólares, como resultado de sus especulaciones inmobiliarias en pueblos vecinos, pero no en Solar (no se caga donde se come, era el lema de Lawrence Crockett), basadas en la convicción de que la industria de los hogares móviles crecería como los hongos. Así fue, y el dinero comenzó a entrar a paladas.
En 1965, Larry Crockett se asoció silenciosamente con un contratista llamado Romeo Poulin, que estaba construyendo un supermercado en Auburn. Poulin se las sabía todas, y con su veteranía y el don para los números que tenía Larry, sacaron 750.000 dólares por cabeza, de lo cual no tuvieron que declarar más que un tercio a los recaudadores de impuestos del Tío Sam. Todo andaba a las mil maravillas, y si el techo del supermercado salió con unas cuantas goteras, bueno, qué se le iba a hacer.
Entre 1966 y 1968, Larry compró acciones suficientes para controlar tres empresas de remolques de Maine, e hizo toda clase de piruetas para mantener alejada a la gente de los impuestos. A Romeo Poulin le describió el proceso como entrar en el túnel del amor con la chica A, acostarse con la chica B que iba en el coche de atrás y terminar cogido de la mano con la chica C del otro lado. Larry terminó comprándose casas rodantes a sí mismo, y esas transacciones incestuosas resultaron tan beneficiosas que casi daban miedo.
Tratos con el diablo, vaya, pensaba Larry mientras recorría sus papeles. Cuando uno hace trato con él, los pagarés huelen a azufre.
La gente que compraba caravanas eran obreros o empleados de clase media baja, gente que no tenía posibilidad de pagar una entrada por una casa más convencional, o jubilados que buscaban cómo sacar el máximo partido a la Seguridad Social. La idea de una flamante vivienda de seis habitaciones era muy importante para esa gente y, para los más ancianos, había otra ventaja que algunos vendedores olvidaban destacar pero que Larry, siempre astuto, subrayaba: las caravanas no tenían más que una planta, y no había que subir ninguna escalera.
La financiación también era fácil. Por lo general, con una entrada de 500 dólares la operación quedaba cerrada, y si incluso en esos días de la década de los sesenta en los que el dinero aún tenía valor, los 9.500 restantes se gravaban con un interés del 24 por ciento, eso rara vez le parecía una trampa a esa gente ansiosa de tener su casa.
¡Y el dinero entraba a espuertas!
El propio Crockett había cambiado muy poco, incluso después de haber sellado el pacto con el inquietante señor Straker. Ningún decorador afeminado fue a redecorarle el despacho. Seguía conformándose con el ventilador eléctrico en vez de poner aire acondicionado. Usaba los mismos trajes relucientes o sus eternos y brillantes conjuntos de deporte. Siguió fumando los mismos cigarros baratos y acudiendo a la taberna de Dell los sábados por la noche para beberse algunas cervezas y jugar a los naipes con los muchachos. No había abandonado los negocios inmobiliarios en el municipio, lo que le suponía dos importantes ventajas: primero, le había valido ser elegido como funcionario, y segundo, le permitía manejar hábilmente su declaración de impuestos, porque las operaciones visibles quedaban todos los años un escalón por debajo del mínimo no imponible. Aparte de la casa de los Marsten, era y había sido el agente de ventas de unas tres docenas de mansiones decrépitas de la zona. Claro que hubo algunos tratos buenos, pero Larry no presionó. Después de todo, el dinero entraba a espuertas.
Demasiado dinero, tal vez. Era posible pasarse de listo, pensó. Entrar en el túnel del amor con la chica A, acostarse con la chica B, salir de la mano con la chica C, para que al final las tres le dieran a uno calabazas. Straker había dicho que se mantendría en contacto con él, y de eso hacía catorce meses. Y si resultaba ahora que...
En ese momento sonó el teléfono.
4
—Señor Crockett —dijo la conocida voz sin acento.
—Straker, ¿verdad?
—El mismo.
—Justamente pensaba en usted. Parece telepatía.
—Qué coincidencia, señor Crockett. Necesito un servicio, por favor.
—Lo imaginé.
—Consígame un camión, por favor. Grande. Alquílelo para que esté en los muelles de Portland esta tarde a las siete en punto. En la aduana. Creo que con dos mozos será suficiente.
—Perfecto.
Larry sacó una libreta y garabateó: «H. Peters, R. Snow. Henry's U—Haul. 6 a más tardar.» No se detuvo a pensar lo servilmente que parecía cumplir las órdenes de Straker.
—Hay una docena de cajas para retirar. Todas, salvo una, van a la hacienda. La otra es un aparador valiosísimo... un Hepplewhite. Los mozos lo distinguirán por el tamaño, y hay que llevarlo a la casa. ¿Comprende?
—Sí.
—Indique que lo bajen al sótano. Los hombres pueden entrar por el acceso que hay bajo las ventanas de la cocina. ¿Entendido?
—Sí. Ahora, ese aparador...
—Una cosa más, por favor. Consiga cinco candados Yale. ¿Conoce la marca Yale?
—Todo el mundo la conoce. ¿Qué...?
—Cuando se vayan, los mozos cerrarán la puerta de atrás de la tienda. Dejarán las llaves de los cinco candados en la mesa del sótano. Cuando salgan de la casa, pondrán candados en la puerta de acceso al sótano, en la puerta principal y la del fondo, y en la del cobertizo. ¿Comprende?
—Sí.
—Gracias, señor Crockett. Siga exactamente todas las indicaciones. Adiós.
—Espere un momento...
Se cortó la comunicación.
5
Faltaban dos minutos para las siete cuando el gran camión anaranjado y blanco con su distintivo de Henry's U—Haul, se detuvo ante la barraca al fondo de la aduana, en los muelles de Portland. La marea estaba cambiando, y eso inquietaba a las gaviotas, que planeaban y graznaban contra el cielo carmesí del poniente.
—Aquí no hay nadie —comentó Royal Snow mientras se terminaba su Pepsi, y dejó caer la lata vacía al suelo de la cabina—. Nos arrestarán por merodeadores.
—Hay alguien —señaló Hank Peters—. De la poli.
No era precisamente de la poli, sino un vigilante nocturno, que los enfocó con su linterna,
—¿Alguno de ustedes es Lawrence Crockett?
—Somos empleados suyos —aclaró Royal—. Venimos a buscar unos cajones.
—Bueno —dijo el hombre—. Entrad en la oficina, que tengo que haceros firmar la factura. —Le hizo un gesto a Peters, que iba al volante—. Da marcha atrás hasta esa doble puerta que está un poco quemada, ¿la ves?
—Aja. —Peters dio marcha atrás al camión.
Royal Snow siguió al vigilante hasta la oficina, donde burbujeaba una cafetera. El reloj que había sobre el calendario señalaba las 19.04. El hombre rebuscó entre los papeles que había sobre el escritorio y le tendió un formulario.
—Firma aquí.
Royal lo hizo.
—Id con cuidado al entrar. Encended las luces. Hay ratas.
—Jamás he visto una rata que no huya ante esto —declaró Royal, mientras balanceaba el pie calzado con una pesada bota de trabajo.
—Éstas son ratas de puerto —señaló secamente el otro—, y se han enfrentado a hombres más fuertes que tú.
Royal volvió a salir y se dirigió hacia la puerta del almacén. El vigilante se quedó en la puerta de la barraca, siguiéndolo con la vista.
—Cuidado —le indicó Royal a Peters—. El viejo dijo que había ratas.
—Bueno. Si a él le asustan... —se burló Hank.
Royal encontró el conmutador de la luz al lado de la puerta. En la atmósfera, pesada con los olores mezclados de la sal, la madera podrida y la humedad, había algo que quitaba las ganas de reírse. Eso, y la idea de las ratas.
Los cajones estaban apilados en medio del suelo del amplio almacén. Aparte ellos, el lugar estaba vacío y, por contraste, la colección parecía enorme. El aparador estaba en el centro; era más alto que los demás cajones, y el único que no llevaba la indicación «Barlow y Straker, 27 Jointner Avenue, Jer. Lot, Maine».
—Bueno, pues no parece tan mal —comentó Royal. Consultó su copia del albarán y después contó los cajones—. Sí, están todos.
—Y hay ratas —señaló Hank—. ¿Las oyes?
—Sí, malditos bichos. Me enferman.
Durante un momento, los dos se quedaron en silencio, escuchando los chillidos y corridas que se oían en las sombras.
—Bueno, a trabajar —dijo Royal—. Subamos primero ese grande para que no nos estorbe cuando lleguemos a la tienda. Vamos.
—Sí, vamos.
Se acercaron al cajón y Royal sacó un cortaplumas del bolsillo y abrió el sobre adherido al cajón.
—Eh —objetó Hank—, ¿te parece que debemos...?
—Tenemos que asegurarnos de que es lo que nos encargaron, ¿no? Si metemos la pata, Larry nos corta el pescuezo. —Sacó el albarán del sobre para mirarlo.
—¿Qué dice?—preguntó Hank.
—Heroína —le informó seriamente Royal—. Cien kilos de heroína, dos mil libros pornográficos de Suecia, trescientos mil vibradores franceses...
—Dame eso. —Hank le arrebató el albarán—. Aparador —leyó—. Exactamente lo que nos dijo Larry. De Londres, Inglaterra, a Portland, Maine, expedido por correo. Vibradores franceses un cuerno. Pon esto en su lugar.
—Hay algo raro en este asunto —comentó Royal, mientras hacía lo que le habían indicado.
—Lo único raro eres tú.
—No, no es broma. Este cacharro no tiene sellos de aduana. Ni en el cajón, ni en el sobre del albarán. Ni un solo sello.
—Tal vez se los pongan con esa tinta especial que sólo se ve con luz negra.
—No es lo que se hacía cuando yo trabajaba en el puerto. Hasta el más insignificante cargamento quedaba lleno de sellos. No podías levantar un cajón sin llenarte de tinta azul hasta los codos.
—Bueno, me alegro. Pero date prisa porque mi mujer suele acostarse muy temprano y quiero llegar a tiempo para...
—Tal vez si le echáramos un vistazo...
—No hay tiempo. Vamos, levantémoslo.
Royal se encogió de hombros. Cuando inclinaron el cajón, algo pesado se movió dentro. Era un cajón muy desagradable de levantar. Posiblemente fuera una de esas cómodas de cajones. Era bastante pesado.
Entre gruñidos, lo llevaron trabajosamente hasta el camión y lo colocaron en el elevador hidráulico con suspiros de alivio. Royal se quedó a la espera mientras Hank hacía funcionar el elevador. Cuando estuvo al nivel del suelo del camión, los dos subieron para empujarlo hacia el interior.
En el cajón había algo que no le gustaba, y era algo más que la falta de sellos de aduanas. Una cosa indefinible. Royal siguió mirando el cajón hasta que Hank bajó la puerta rampa de atrás. —Vamos —dijo—. Subamos los otros. Los demás cajones tenían los sellos normales de aduana, salvo los tres que habían sido despachados desde el interior de Estados Unidos. Mientras iban cargándolos en el camión, Royal cotejaba cada cajón con lo especificado en el albarán, y lo firmaba con sus iniciales. Todos los cajones que iban a la tienda quedaron colocados cerca de la puerta trasera del camión, separados del armario. —Pero ¿quién demonios va a comprar estas cosas? —preguntó Royal una vez terminaron—. Una mecedora polaca, un reloj alemán, una rueca irlandesa... Dios, imagino que todo esto vale una fortuna.
—Los turistas lo comprarán —explicó Hank—. Los turistas compran cualquier cosa. Algunos de esos que vienen de Boston y Nueva York... se comprarían una bolsa de bosta de vaca, si la bolsa fuera vieja.
—No me gusta nada ese cajón grande —insistió Royal—. Ningún sello de aduanas, eso es rarísimo. —Bueno, llevémoslo a donde nos dijeron. Sin hablar, volvieron a Salem's Lot. Hank no quitó el pie del acelerador; quería terminar con ese encargo. Había algo que le disgustaba. Como decía Royal, era muy raro.
Se detuvo en la puerta del fondo de la nueva tienda y comprobó que no estaba cerrada con llave, como le había dicho Larry. Royal accionó el conmutador, pero la luz no se encendió. —Estupendo —gruñó Royal—. Tener que descargar estas porquerías en completa oscuridad... Oye, ¿no sientes un olor raro aquí?
Hank olfateó. Sí, había un tufo, un olor desagradable, pero no podría haber dicho con exactitud qué era. Seco y acre, como el hedor de algo que hubiera estado pudriéndose durante largo tiempo.
—Es que ha estado demasiado tiempo cerrado —concluyó mientras pasaba el haz de su linterna por la larga habitación vacía—. Necesita ventilación.
—Pues yo lo quemaría —declaró Royal. No le gustaba aquello—. Vamos, y tratemos de no rompernos una pierna.
Descargaron los cajones con la mayor rapidez posible, dejando cada uno cuidadosamente en el suelo. Una hora y media más tarde, Royal cerraba con un suspiro de alivio la puerta del fondo, sin olvidarse de colocarle uno de los nuevos candados.
—La primera parte está hecha —comentó.
—La parte mas fácil —le recordó Hank, mirando hacia la casa de los Marsten, que se veía oscura y con los postigos cerrados—. No me gusta tener que ir allá» y no me da vergüenza decirlo. Si alguna vez ha habido una casa embrujada, es ésa. Esos tipos deben estar locos si piensan vivir ahí. En todo caso, son bichos raros.
—Igual que todos los decoradores —completó Royal—. Probablemente quieren prepararla como lugar de exposición. Bueno, para una tienda.
—En fin, si tenemos que hacerlo, adelante.
Echaron una última mirada al aparador encerrado en su embalaje y después Hank cerró de un golpe la puerta trasera. Se sentó al volante y tomó por Jointner Avenue hasta Brooks Road. Un minuto después, sombría y crepitante, se erguía ante ellos la casa de los Marsten, y Royal sintió el primer retortijón de miedo en el vientre.
—Dios, qué lugar tan escalofriante —murmuró Hank—. ¿Quién puede querer vivir allí?
—No lo sé, ¿Ves alguna luz detrás de los postigos?
—No.
Parecía que la casa se inclinara hacia ellos, como si esperara su llegada. Hank condujo el camión por el camino de entrada y dio la vuelta hacia el fondo. Ninguno de los dos miró demasiado lo que las inciertas luces delanteras podían revelar entre la exuberante hierba del patio del fondo. Hank sentía que su corazón se encogía por un sentimiento de pánico que no había experimentado siquiera en Vietnam, aunque allí había vivido casi todo el tiempo asustado. Pero aquél era un miedo racional. Miedo de pisar alguna planta venenosa que le hinchara a uno el pie hasta convertírselo en un mefítico globo verde, miedo de que algún muchachito de uniforme negro cuyo nombre jamás uno habría podido pronunciar le volara la cabeza con un fusil ruso, miedo de que a uno le tocara un oficial chiflado que le ordenara ametrallar a todo el mundo en una aldea donde una semana antes habían estado los vietcong. Pero éste de ahora era un miedo infantil, onírico. Un miedo sin puntos de referencia. Una casa era una casa: tablas, bisagras, clavos, tejas. No había razón para sentir que cada rendija astillada exhalaba el polvoriento aroma del mal. Eso no eran más que ideas estúpidas. ¿Fantasmas? Hank no creía en fantasmas. Imposible creer en ellos después de Vietnam.
Tuvo que hacer dos intentos antes de poder meter la marcha atrás y retroceder hasta detener el camión ante la entrada del sótano. Las herrumbradas puertas estaban abiertas y, bajo el rojo resplandor de las luces traseras del camión, parecía que los escalones de piedra descendieran hacia el infierno.
—Amigo, esto no me gusta nada —declaró Hank. Intentó sonreír, pero sólo le salió una mueca. —A mí tampoco.
Los dos se miraron a la débil luz del salpicadero, abrumados por el miedo. Pero la infancia había quedado atrás, y no podían marcharse sin hacer el trabajo por un miedo irracional. ¿Cómo lo explicarían a la luz del día sin que se burlaran de ellos? El trabajo había que hacerlo.
Hank apagó el motor, bajaron y se dirigieron hacia la trasera del camión. Royal trepó, soltó el seguro de la puerta y bajó la rampa sobre sus rieles.
El cajón seguía allí, todavía con rastros de serrín, inmóvil y silencioso.
—¡Dios, no quiero tener que bajarlo! —exclamó Hank Peters, con una voz que era casi un sollozo.
—Vamos —le animó Royal—. Deshagámonos de él.
Arrastraron el cajón sobre el elevador y lo hicieron bajar. Cuando estuvo al nivel de la cintura, Hank detuvo el elevador y volvieron el cajón.
—Tranquilo —gruñó Royal mientras retrocedía hacia los escalones—. Tranquilo...
Bajo la luz roja de las luces traseras, su rostro aparecía tenso como si hubiera sufrido un ataque al corazón.
Bajó de espaldas los peldaños, uno por uno, con el cajón apoyado contra el pecho. Era un peso tremendo, como si llevara encima una lápida de piedra. Era pesado, pensaría después, pero no tanto. Él y Hank habían llevado cargas más pesadas para Larry Crockett, subiendo y bajando escaleras, pero en la atmósfera de ese lugar había algo que le encogía a uno el corazón, algo que no era bueno.
Los escalones estaban húmedos y resbaladizos, y en dos ocasiones Royal se tambaleó, a punto de perder el equilibrio, gritando:
—¡Eh! ¡Cuidado!
Finalmente, llegaron abajo. El techo les oprimía con su poca altura, y avanzaron encorvados como brujas bajo el peso del aparador.
—¡Déjalo aquí, no puedo más! —jadeó Hank.
Lo dejaron caer con un golpe y ambos se apartaron. Al mirarse a los ojos advirtieron que alguna secreta alquimia había cambiado el miedo en terror. El sótano parecía de pronto lleno de secretos ruidos susurrantes. Ratas, tal vez, o quizá algo imposible de pensar.
De pronto, Hank primero y Royal Snow tras él, dieron un salto y subieron a la carrera los escalones. Royal cerró de un golpe las puertas del sótano.
Treparon apresuradamente a la cabina del camión; Hank lo puso en marcha y se dispuso a partir. Royal lo aferró del brazo; en la oscuridad su rostro parecía todo ojos, enormes y fijos.
—Hank, no hemos puesto los candados.
Los dos se quedaron mirando el haz de candados nuevos que pendían del tablero, sostenidos por un trozo de alambre de embalar. Hank buscó en el bolsillo de su americana y sacó un llavero con cinco llaves Yale nuevas: una era para el candado que habían dejado en la puerta de la tienda, en el pueblo, las otras cuatro para la casa. Cada una tenía su etiqueta,
—Oh, por Dios —masculló—. Oye, ¿y si volvemos mañana por la mañana temprano...?
Royal tomó la linterna de la guantera.
—Eso no puede ser, y tú lo sabes —respondió.
Volvieron a bajar de la cabina, sintiendo cómo la fresca brisa nocturna les enfriaba el sudor en la frente.
—Ve tú a la puerta de atrás —dijo Royal—. Yo me ocuparé de la de delante y de la del cobertizo.
Se separaron, y Hank se dirigió hacia la puerta del fondo, sintiendo cómo el corazón le palpitaba en el pecho. Tuvo que intentarlo dos veces antes de poder colocar el candado en el cerrojo. A tan poca distancia de la casa, el olor a vejez y madera podrida era intenso. Todas las historias sobre Hubie Marsten de las que se habían reído de niños volvieron a acosarle, lo mismo que la canción con que asustaban a las niñas: «¡Cuidado, cuidado, cuidado! Hubie te agarrará si no tienes cui...da,..do.»
—¿Hank?
Respiró profundamente, y un candado se le cayó de las manos. Lo recogió.
—¿No se te ocurre nada mejor que acercarte así a una persona? ¿Ya...?
—Sí. Hank, ¿quién va a bajar de nuevo a ese sótano para dejar el llavero sobre la mesa?
—No sé —dijo Hank Peters.
—¿Te parece que lo echemos a suertes?
—Sí, creo que es lo mejor.
Royal sacó una moneda de veinticinco centavos.
—Elige mientras está en el aire —dijo, y la arrojó.
—Cara.
Royal atrapó la moneda, la aplastó contra el antebrazo y la descubrió. El águila resplandeció sombríamente ante sus ojos.
—Jesús —suspiró Hank, pero tomó el llavero y la linterna y volvió a abrir las puertas del sótano.
Se obligó a bajar los escalones, y cuando hubo pasado la pendiente del tejado encendió la luz para alumbrar la parte visible del sótano, que unos nueve metros más adelante hacía una curva en L y se perdía Dios sabría dónde. El haz de la linterna se posó sobre la mesa, cubierta de un polvoriento mantel a cuadros. Sobre ella había una rata enorme que no se movió al recibir el rayo de luz; se sentó sobre su gordo trasero, y casi daba la impresión de sonreír burlonamente.
Hank pasó junto al cajón, dirigiéndose a la mesa.
—¡Psst! ¡Rata!
El animal saltó al suelo y huyó hacia la oscuridad. Ahora a Hank le temblaba la mano, y el haz de la linterna se paseó espasmódicamente de un lugar a otro, revelando un barril cubierto de polvo, un viejo escritorio, una pila de periódicos...
Bruscamente, volvió el rayo de luz otra vez hacia los periódicos y contuvo el aliento mientras la linterna iluminaba algo que había junto a ellos, a la izquierda.
Una camisa... ¿no era una camisa? Amontonada como un trapo viejo. Y algo que había más atrás podría ser un par de téjanos. Y eso otro parecía...
Algo crujió a sus espaldas.
Presa del pánico, Hank arrojó las llaves sobre la mesa y echó a correr torpemente hacia fuera. Cuando pasó junto al cajón, vio qué había hecho el ruido. Una de las bandas de aluminio se había soltado y ahora apuntaba hacia el techo, como si fuera un dedo.
Subió a tropezones las escaleras, cerró de golpe las puertas a sus espaldas (aunque no se dio cuenta hasta más tarde, se le había puesto la carne de gallina en todo el cuerpo), trabó el candado en el cerrojo y corrió a la cabina del camión. Su respiración era entrecortada y sibilante como la de un perro herido. Vagamente oyó que Royal le preguntaba qué había sucedido, qué pasaba allí abajo, y entonces puso en marcha el camión y partió a toda velocidad, haciendo rugir el motor al rodear la casa, hundiéndose en la tierra blanda. No disminuyó la velocidad hasta que el camión volvió a entrar en Brooks Road, rumbo a la oficina de Lawrence Crokett. Entonces empezó a temblar incontroladamente.
—¿Qué había allá abajo? —preguntó Royal—. ¿Qué viste?
—Nada —respondió Hank Peters, y la palabra salió entrecortada por el castañetear de sus dientes—. No vi nada ni quiero volver a verlo jamás.
6
Larry Crockett estaba preparándose para cerrar la tienda y marcharse a casa cuando Hank Peters volvió a entrar. Todavía parecía asustado.
—¿Olvidaste algo, Hank? —preguntó Larry.
Cuando los dos habían vuelto de la casa de los Marsten, con el aspecto de que alguien les hubiera dado un golpe en la cabeza, Larry les dio diez dólares extra a cada uno, y dos botellas de Etiqueta Negra, al mismo tiempo que les daba a entender que tal vez sería mejor que no hablaran demasiado del trabajo de esa noche.
—Tengo que decírselo —dijo Hank—. No puedo más, Larry. Tengo que decírselo.
—Adelante —le animó Larry. Abrió el cajón de debajo del escritorio para sacar una botella de Johnnie Walker y sirvió una medida para cada uno en un par de vasos—. ¿Qué le preocupa?
Hank bebió un sorbo e hizo una mueca.
—Cuando llevé esas llaves para dejarlas en la mesa de abajo, vi algo. Ropa, parecía. Una camisa y tal vez unos pantalones. Y una zapatilla. Creo que era una zapatilla, Larry.
Larry se encogió de hombros y sonrió.
—¿Y? —Sentía un bloque de hielo sobre el pecho.
—El niño de los Glick llevaba pantalones téjanos. Fue lo que dijeron en el Ledger. Téjanos, una camisa roja y zapatillas. Larry,
¿y si...?
Larry siguió sonriendo, pero la sonrisa se le había congelado.
Hank tragó saliva.
—¿Y si esos tipos que compraron la casa de los Marsten y la tienda hubieran secuestrado al chico de los Glick?
Bueno. Ya lo había dicho. Bebió el resto del líquido ardiente que tenía en el vaso.
—¿No habrás visto también un cadáver? —preguntó Larry,
sonriendo.
—No... no. Pero...
—Eso sería un asunto para la policía —reflexionó Larry Crockett. Volvió a llenar el vaso de Hank sin que le temblara la mano. La sentía tan fría y rígida como una roca—, Y yo mismo te llevaría en mi coche a ver a Parkins. Pero algo así... —Sacudió la cabeza—. Pueden salir a la luz cosas muy feas. Como ese asunto tuyo con esa camarera de Dell... Jackie se llama, ¿no?
—¿De qué demonios habla usted? —El rostro de Hank estaba mortalmente pálido.
—Y seguramente se sabría lo de ese despido... Pero tú sabes cual es tu deber, Hank. Haz lo que te parezca.
—No vi ningún cadáver —susurró Hank.
—Perfecto —sonrió Larry—. Y tal vez no hayas visto ropa tampoco. Tal vez no eran más que... trapos.
—Trapos —repitió Hank Peters con voz hueca.
—Tú sabes lo que pasa en esos sitios viejos. Siempre llenos de basura. Tal vez viste alguna camisa vieja, algo que rompieron para usar como trapo de limpieza.
—Claro —asintió Hank, y volvió a vaciar su vaso—. Tiene usted una buena manera de ver las cosas, Larry.
Crockett sacó la billetera del bolsillo del pantalón, la abrió y contó sobre el escritorio cinco billetes de diez dólares.
—¿Para qué es eso?
—El mes pasado me olvidé de pagarte el trabajo que hiciste para Brennan. Tienes que recordarme esas cosas, Hank. Sabes que siempre me olvido de las cosas.
—Pero si usted me...
—Fíjate —le interrumpió Larry, sonriendo— que bien podrías estar ahora aquí contándome algo, y mañana por la mañana soy capaz de no acordarme de nada. ¿No es terrible?
—Sí —murmuró Hank.
Su mano se extendió, temblorosa, cogió los billetes y se los metió en el bolsillo de su chaqueta lejana como si se sintiera ansioso por dejar de tocarlos. Se levantó como un estremecimiento, tan deprisa que estuvo a punto de derribar la silla.
—Escuche, Larry, tengo que irme... Yo... yo no... Tengo que irme.
—Llévate la botella —sugirió Larry, pero Hank se dirigía ya hacia la puerta, y no se detuvo.
Larry volvió a sentarse. Se sirvió otro trago, sin que la mano le temblara todavía. No se dirigió a cerrar la tienda, sino que volvió a servirse whisky, una y otra vez. Pensaba en pactos con el diablo. Por último sonó el teléfono. Larry lo cogió.
—Ya está arreglado —dijo.
7
Hank Peters despertó a las primeras horas de la mañana siguiente, tras haber soñado con enormes ratas que salían arrastrándose de una tumba abierta, una tumba que guardaba el cuerpo verde y putrefacto de Hubie Marsten, con un viejo trozo de cuerda de cáñamo alrededor del cuello. Peters se quedó apoyado en los codos, respirando con dificultad, con el torso desnudo bañado en sudor, y cuando su mujer le tocó el brazo lanzó un grito.
8
El Almacén Agrícola de Milt Crossen ocupaba la esquina de Jointner Avenue y Railroad Street, y la mayoría de los viejos chiflados del pueblo acudían allí cuando llovía y el parque resultaba impracticable. Durante los largos inviernos, no faltaban nunca.
Cuando Straker llegó en su Packard de 1939 —¿o era de 1940?— no había más que un poco de niebla, y Milt y Pat Middler mantenían en ese momento una conversación sobre si Judy, la novia de Freddy Overlock, se había escapado en 1957 o en 1958. Los dos estaban de acuerdo en que se había largado con aquel viajante de comercio que llegó a Yarmouth, y también coincidían en que él no valía un comino, ni ella tampoco, pero fuera de eso no podían ponerse de acuerdo.
La conversación cesó en el momento en que entró Straker.
El recién llegado miró a la concurrencia —Milt y Pat Middler,
Joe Grane, Vinnie Upshaw y Clyde Corliss— y sonrió sin humor.
—Buenas tardes, caballeros —saludó.
Milt Crossen se levantó, envolviéndose casi púdicamente en su delantal.
—¿Puedo servirle en algo?
—Sí —respondió Straker—. Necesito carne, por favor.
Compró un trozo de rosbif, un kilo de chuletas, un poco de carne picada y medio kilo de hígado de ternera. A eso se sumaron otros productos —harina, azúcar, judías— y varias hogazas de pan.
Hizo toda la compra en el más absoluto silencio. Los parroquianos de la tienda siguieron alrededor de la gran estufa Pearl Kineo que el padre de Milt había modificado para que funcionara con petróleo. Mientras fumaban, miraban prudentemente al cielo y observaban al extraño por el rabillo del ojo.
Cuando Milt terminó de colocar los artículos en una gran caja de cartón, Straker pagó en efectivo, con un billete de veinte y otro de diez. Recogió la caja, se la puso bajo el brazo y les volvió a dedicar su sonrisa dura, rápida y sin humor.
—Adiós, caballeros —dijo, y se fue.
Joan Crane llenó de tabaco su pipa, hecha con una mazorca de maíz. Clyde Corliss se echó hacia atrás y escupió junto a la estufa. Vinnie Upshaw sacó del bolsillo del chaleco papel para liar y le echó unas hebras de tabaco con sus dedos artríticos.
Todos observaron cómo el forastero cargaba la caja en el maletero del coche. Eran conscientes de que la caja debía pesar unos quince kilos, y todos le habían visto ponérsela debajo del brazo al salir, como si fuera una almohada de pluma. Dio la vuelta hacia el lado del conductor, se sentó al volante y partió por Jointner Avenue. El coche ascendió por la colina, dobló a la derecha para tomar Brooks Road, desapareció y volvió a aparecer detrás de los árboles un rato después, reducido ahora por la distancia al tamaño de un juguete. Tomó por la entrada para coches de la casa de los Marsten y se perdió de vista.
—Un tipo raro—señaló Vinnie.
Se puso el cigarrillo en la boca, le quitó unas hebras que asomaban por el extremo y sacó del bolsillo del chaleco una cerilla.
—Debe de ser uno de los que compraron esa tienda —aventuró Joe Grane.
—Y la casa de los Marsten —añadió Vinnie.
Clyde Corliss soltó una ventosidad.
Pat Middler se hurgaba con gran concentración un callo en la palma de la mano izquierda.
Pasaron cinco minutos.
——¿Creéis que tendrán éxito? —preguntó Clyde.
—Quizá —respondió Vinnie—. Es posible que en el verano les vaya bien. Tal como están las cosas hoy día, es difícil decirlo.
Un murmullo general, casi un suspiro de asentimiento.
—Es un tipo fuerte —comentó Joe.
—Aja —coincidió Vinnie—. Y tenía un Packard del treinta y nueve, sin una simple mancha de herrumbre siquiera.
—Del cuarenta —objetó Clyde.
—El del cuarenta no tenía estribos —se defendió Vinnie—. Era del treinta y nueve.
—Estás equivocado —declaró Clyde.
Pasaron cinco minutos. Después vieron que Milt examinaba el billete de veinte dólares con que había pagado Straker.
—¿Es raro ese dinero, Milt? —preguntó Pat—. ¿Te pagó con dinero sospechoso?
—No, pero mira. —Milt se lo pasó por encima del mostrador y todos lo observaron. Era mucho más grande que un billete común.
Pat lo miró a contraluz, lo examinó, le dio vuelta.
—Es una serie E veinte, ¿verdad, Milt?
—Sí —confirmó Milt—. Hace cuarenta o cuarenta y cinco años que dejaron de hacerlos. Imagino que valdrá bastante dinero en la feria de moneda de Portland.
Pat hizo circular el billete y todos lo examinaron, de más cerca o de más lejos, dependiendo de como les resultara más fácil para ver. Joe Crane lo devolvió, y Milt lo colocó debajo del cajón donde guardaba el dinero en efectivo, junto con los cheques y los cupones.
—Seguro que es un tipo raro —reflexionó Clyde.
—No hay duda —coincidió Vinnie, e hizo una pausa—. Era del treinta y nueve, sin embargo. Mi medio hermano, Vic, tuvo uno. El primer coche que tuvo en su vida. Lo compró de segunda mano, en 1944. Se olvidó de ponerle aceite una mañana y se cargó los malditos pistones.
—Creo que era del cuarenta —afirmó Clyde—; recuerdo que un tipo que solía venir a la tienda de Alfred a arreglar sillas fue directamente a tu casa y dijo...
Y así se inició la discusión, que se intensificaba en el silencio más que en el discurso, como una partida de ajedrez jugada por correo. Y el día pareció inmovilizarse y dilatarse hasta la eternidad, y Vinnie Upshaw empezó a liar otro cigarrillo con lentos gestos de artrítico.
9
Ben estaba escribiendo cuando oyó llamar a la puerta, colocó una señal para recordar la última palabra escrita y se levantó a abrir. Eran poco más de las tres de la tarde del miércoles 24 de septiembre. La lluvia había puesto término a todos los proyectos de seguir con la búsqueda de Ralphie Glick, y el consenso general era que la búsqueda había terminado. El chico de los Glick había desaparecido, y no había ya nada que se pudiera hacer.
Abrió la puerta y se encontró con Parkins Gillespie, que llevaba un cigarrillo en los labios. Tenía en la mano un libro de bolsillo, y a Ben le hizo gracia advertir que se trataba de la edición Bantam de La hija de Conway.
—Adelante, agente —le invitó—. Hay mucha humedad fuera.
—Un poco, sí —asintió Parkins, mientras entraba—. Septiembre es la época de la gripe. Yo uso siempre botas. Hay quien se ríe, pero no he tenido gripe desde 1944 en Saint—Ló, Francia.
—Deje su chaqueta sobre la cama. Lamento no poder ofrecerle café.
—No quisiera mojarle nada —dijo Parkins, mientras sacudía la ceniza en el cesto de los papeles—. Y acabo de tomar una taza de café en el Excellent.
—¿Puedo serle útil?
—Bueno, mi mujer leyó esto... —Levantó el libro—. Y oyó decir que usted estaba en la ciudad, pero ella es tímida. Se le ocurrió que tal vez usted podría dedicarle el libro o algo así.
Ben tomó el libro.
—Por lo que dice Weasel Craig, hace catorce o quince años que su mujer murió.
—¿Eso dice? —Parkins no dio la menor señal de sorpresa—. Cómo le gusta hablar al tal Weasel. Algún día abrirá tanto la boca que caerá adentro.
Ben no dijo nada.
—¿No le parece que me lo podría firmar a mí, entonces?
—Encantado.
Ben tomó una pluma del escritorio, abrió el libro por la solapa («¡Un palpitante trozo de vida!», Cleveland Plan Dealer), y escribió: «Con los mejores deseos para el agente Gillespie, de Ben Mears; 24/9/75.» Luego se lo devolvió.
—Se lo agradezco mucho —dijo Parkins, sin mirar qué había escrito Ben. Se inclinó para apagar el cigarrillo en el costado de la papelera—. Es el único libro firmado que tengo.
—¿Ha venido para interrogarme? —preguntó Ben, sonriente.
—Es bastante despierto, usted —comentó Parkins—. Ahora que lo dice, sí, quería hacerle una o dos preguntas. Esperé a que Nolly tuviera algo más que hacer. Es buen muchacho, pero a él también le gusta hablar. Dios, la de chismes que corren.
—¿Qué quiere saber?
—Principalmente, dónde estuvo el miércoles pasado por la noche.
—¿La noche en que desapareció Ralphie Glick?
—Exacto.
—¿Soy sospechoso?
—No, señor. Yo no tengo sospechosos. Un asunto de este tipo queda fuera de mi alcance, digamos. Lo mío es parar a los que van a demasiada velocidad al salir del bar de Dell, o ahuyentar a los muchachos del parque antes de que se pongan pesados. No hago más que husmear un poco.
—Supongamos que yo no quisiera decírselo.
Parkins se encogió de hombros y buscó los cigarrillos.
—Eso es asunto suyo, hijo.
—Estuve cenando en casa de Susan Norton. Y jugué al bádminton con su padre.
—Y él le ganó, seguro. Siempre le gana a Nolly. Nolly delira con lo que le gustaría ganar alguna vez a Bill Norton. ¿A qué hora se fue?
Ben rió con una risa no muy divertida.
—Cuando usted corta, corta hasta el hueso, ¿no?
—Fíjese —señaló Parkins— que si yo fuera uno de esos detectives neoyorquinos como los de la televisión, podría pensar que usted tiene algo que ocultar, por la forma en que esquiva mis preguntas.
—Nada que ocultar —le aseguró Ben—. Simplemente estoy cansado de ser el forastero del pueblo, de que me señalen por la calle y se den codazos cuando entro en la biblioteca. Y ahora me viene usted con esta historia del sospechoso, tratando de averiguar si guardo en el ropero el cuero cabelludo de Ralphie Glick.
—Pues no, eso no lo creo. —Parkins lo miró por encima de su cigarrillo; su mirada se había endurecido—. Lo que procuro es excluirlo. Si pensara que usted tiene algo que ver con eso, ya lo tendría a la sombra.
—Bueno —consintió Ben—. Me fui de casa de los Norton a eso de las siete y cuarto. Caminé un poco hacia Schoolyard HUÍ. Cuando ya era de noche vine aquí, escribí durante un par de horas y me acosté.
—¿A qué hora volvió aquí?
—Creo que a las ocho y cuarto.
—Bueno, pues eso no lo deja a usted tan bien como yo quisiera. ¿No vio a nadie?
—No, a nadie —respondió Ben.
Parkins gruñó y fue hacia la máquina de escribir.
—¿Qué está escribiendo?
—Nada que a usted le importe —contestó Ben con voz fría—. Le agradeceré que mantenga los ojos y las manos lejos de mi trabajo. Salvo que tenga una orden de allanamiento.
—Es usted quisquilloso. ¿Acaso no quiere que sus libros se lean?
—Cuando el libro haya pasado por tres borradores, corrección de estilo, pruebas de galeradas y de compaginadas y esté impreso, yo mismo le entregaré cuatro ejemplares dedicados. Pero, por el momento, esto pertenece a mis papeles privados.
Con una sonrisa, Parkins se apartó de la máquina de escribir.
—Perfecto. De todas maneras, no creo que sea una confesión firmada.
Ben le devolvió la sonrisa.
—Decía Mark Twain que una novela es un documento en el que un hombre que jamás hizo nada lo confiesa todo.
Parkins exhaló una bocanada de humo y se dirigió a la puerta.
—No quiero seguir mojando su alfombra, señor Mears. Le agradezco que me haya atendido, y, para su información, le diré que no creo que usted haya visto jamás al chico de los Glick. Pero mi trabajo es averiguar esas cosas.
—Ya. —Ben hizo un gesto de asentimiento.
—Y es mejor que sepa cómo son las cosas en lugares como Salem's Lot o Milbridge o Guliford o cualquier pueblecito de éstos. Hasta que no haya pasado aquí veinte años, usted seguirá siendo el forastero del pueblo.
—Lo sé. Lamento haberme enfadado con usted. Después de una semana de buscarlo sin encontrar nada... —Ben sacudió la cabeza.
—Sí —asintió Parkins—. Malo para la madre. Malísimo. Cuídese.
—Lo haré.
—¿No está resentido?
—No. —Ben hizo una pausa—. ¿Quiere decirme una cosa?
—Si puedo, sí.
—¿Dónde consiguió el libro?
Parkins Gillespie volvió a sonreír.
—Bueno, en Cumberland hay un tipo que tiene una tienda de muebles usados. Es medio raro, la verdad. Se llama Gendron. Vende libros de bolsillo a diez centavos el ejemplar, y de éstos tenía cinco.
Ben se echó a reír. Parkins Gillespie se fue, sonriendo y fumando. Ben se acercó a la ventana y se quedó mirando cómo el agente salía y cruzaba la calle, esquivando los charcos con sus botas negras.
10
Parkins se detuvo a mirar por la vidriera de la nueva tienda antes de llamar a la puerta. Cuando aquello era la lavandería del pueblo, uno podía mirar dentro y ver un grupo de mujeres gordas con rulos que agregaban lejía o buscaban cambio en la máquina adosada a la pared; la mayoría de ellas mascaba chicle como vacas rumiando hierba. Pero la tarde anterior había visto aparcado el camión de un decorador de interiores de Portland, y el aspecto del local era ahora muy diferente.
Detrás de la vidriera habían instalado dos reflectores que arrojaban una suave luz sobre los tres objetos dispuestos en el escaparate: un reloj, una rueca y un antiguo armario de madera de guindo. Frente a cada una de las piezas había un pequeño atril que exhibía discretamente una etiqueta con el precio. Se necesitaba haber perdido la cabeza para pagar 600 dólares por una rueca cuando en el Monte de Piedad se podía conseguir una Singer por menos de cincuenta dólares.
Con un suspiro, Parkins fue hacia la puerta y llamó.
Apenas si tardó un segundo en abrirse, como si el forastero hubiera estado al acecho detrás de ella, esperando a que él llamara.
—¡Inspector! —le saludó Straker con una sonrisa—. ¡Qué estupendo que haya venido!
—Agente nada más, me temo —aclaró Parkins mientras encendía un Pall Malí, y entró—. Parkins Gillespie. Encantado de conocerle. —Se presentó y le ofreció la mano, que el otro estrechó suavemente con una mano que le pareció enormemente fuerte y muy seca.
—Richard Throckett Straker —anunció el hombre calvo.
—Me figuré que era usted —comentó Parkins mientras miraba alrededor.
La tienda estaba toda alfombrada, pero todavía no habían acabado de pintarla. El olor a pintura fresca era grato, pero por debajo parecía haber otro olor, éste desagradable. Parkins no consiguió identificarlo, y decidió prestar atención a Straker.
—¿En qué puedo servirle en este hermoso día? —preguntó Straker.
La tranquila mirada de Parkins se dirigió a la ventana, para comprobar que seguía lloviendo a cántaros.
—En realidad, en nada. Simplemente he venido a saludarlo. Digamos que quería darle la bienvenida al pueblo y desearle buena suerte.
—Muy amable. ¿Puedo ofrecerle un café? ¿Una copa? En la trastienda tengo ambas cosas.
—No, gracias, no tengo tiempo. ¿Y el señor Barlow? —Está en Nueva York, en viaje de compras. No creo que llegue hasta el diez de octubre, por lo menos.
—Tendrá que abrir sin él, entonces —dijo Parkins, mientras pensaba que, si los precios que había visto en el escaparate eran la tónica general, Straker no se iba a ver precisamente acosado por los clientes—. Por cierto, ¿cuál es el nombre de pila del señor Barlow?
La sonrisa de Straker volvió a aparecer, dura como el acero. —¿Lo pregunta usted oficialmente? —Por curiosidad, nada más.
—El nombre completo de mi socio es Kurt Barlow —explicó Straker—. Hemos trabajada juntos en Londres y Hamburgo. Esto —señaló alrededor— es nuestro retiro. Modesto, pero de buen gusto. Lo único que esperamos es ganarnos la vida, pero como a los dos nos gustan las cosas antiguas, las cosas hermosas, esperamos conseguir una reputación en la zona... tal vez incluso en toda esta bellísima región de Nueva Inglaterra. ¿Piensa usted que eso sería posible, agente Gillespie?
—Todo es posible, imagino —respondió Parkins mientras buscaba con la vista un cenicero. Al no encontrar ninguno, se echó la ceniza del cigarrillo en un bolsillo de la chaqueta—. En todo caso, espero que tengan mucha suerte, y cuando vea al señor Barlow, dígale que trataré de encontrarme con él.
—Así lo haré —respondió Straker—. Le gusta conocer gente. —Bien. —Gillespie fue hacia la puerta, se detuvo y miró hacia atrás. Straker le miraba con insistencia—. Por cierto, ¿qué tal la vieja casa?
—Necesita reformas —explicó Straker—, pero tenemos tiempo.
—Claro —asintió Parkins—. Supongo que no han andado los crios rondando por ahí.
—¿Crios? —Straker frunció el entrecejo.
—Chiquillos —explicó Parkins—. Usted sabe que a veces disfrutan molestando a los recién llegados. Tirarles piedras, o tocar el timbre y salir corriendo... esas cosas.
—No, no hemos visto niños.
—Pues lo cierto es que se nos ha perdido uno.
—¿De veras?
—Sí, así es. Y tememos no encontrarlo. Vivo, al menos.
—Es terrible —comentó Straker, distante.
—Sí, lo es. Si viera usted algo...
—No dude que se lo comunicaría inmediatamente. —Volvió a sonreír con su sonrisa helada.
—Gracias. —Parkins abrió la puerta y miró con resignación el diluvio—. Dígale al señor Barlow que vendré a verle.
—Sin duda, agente Gillespie. Ciao.
Parkins se dio vuelta, sorprendido.
—¿Chao?
La sonrisa de Straker se ensanchó.
—Adiós, agente Gillespie. Es la expresión familiar italiana para decir adiós.
—¿Sí? Bueno, todos los días se aprende algo nuevo. Adiós,
Parkins salió a la lluvia y cerró tras de sí la puerta de la tienda.
—A mí no me resulta familiar —masculló.
El cigarrillo ya estaba empapado. Lo tiró.
Straker lo miró alejarse a través del escaparate.
Ya no sonreía.
11
—¿Nolly? —llamó Parkins al llegar a su despacho en el ayuntamiento—. ¿Estás aquí, Nolry?
No hubo respuesta. Parkins hizo un gesto de satisfacción. Nolly era un buen muchacho, pero un poco corto de entendederas. Se quitó la chaqueta y las botas. Luego se sentó ante su escritorio, buscó un número en la guía telefónica de Portland y marcó. Del otro lado respondieron inmediatamente.
—FBI, Portland. Agente Hanrahan.
—Habla Parkins Gillespie, agente de la policía local de Jerusalem's Lot. Ha desaparecido un niño por aquí.
—Lo sabemos —dijo Hanrahan—. Ralph Glick, nueve años, un metro treinta, pelo negro, ojos azules. ¿Quiere hacer la denuncia de secuestro?
—Nada de eso. Quisiera pedirle que investigue a algunos tipos.
Hanrahan se mostró de acuerdo.
—El primero es Benjamín Mears. Escritor. Es autor de un libro que se llama La hija de Conway. Los otros dos están medio asociados. Kurt Barlow. El otro tipo...
—Kurt. ¿Se escribe con «c» o con «k»?
—No sé.
—No importa. Siga.
Parkins siguió. Estaba transpirando. Hablar con la autoridad siempre le hacía sentirse estúpido.
—El otro tipo es Richard Throckett Straker. Con dos íes al final de Throckett, y Straker como suena. Ese tipo y Barlow están en el negocio de muebles y antigüedades; acaban de abrir una pequeña tienda aquí en el pueblo. Straker dice que Barlow está en Nueva York haciendo compras. Y afirma que los dos han trabajado juntos en Londres y Hamburgo. Éstos son los únicos datos que puedo dar.
—¿Sospecha que puedan tener que ver con el caso Glick?
—Por el momento, todavía no sé si es un caso. Pero todos aparecieron por el pueblo más o menos al mismo tiempo.
—¿Y cree usted que puede haber alguna conexión entre ese Mears y los otros dos?
Parkins se recostó; con un ojo, espió por la ventana.
—Eso es una de las cosas que me gustaría saber —respondió.
12
En los días claros y frescos, los hilos del teléfono hacen un extraño zumbido, como si los chismes que circulan por su interior los hicieran vibrar, y es un sonido que no se parece a ningún otro, el sonido solitario de las voces que vuelan a través del espacio. Los postes del teléfono están grises y astillados, y las heladas y los deshielos del invierno los han inclinado en caprichosos ángulos. No son imponentes, como los postes telefónicos asentados en el cemento. Tienen la base negra de alquitrán si están junto a una carretera asfaltada, y cubierta de polvo si flanquean un camino de tierra. Ostentan viejas abrazaderas herrumbradas por donde los obreros han trepado a hacer arreglos en 1946 o 1952 o 1969. Las aves —cuervos, gorriones, petirrojos, estorninos—duermen en los hilos susurrantes, acurrucadas en silencio, y tal vez escuchen los extraños sonidos de la voz humana. En todo caso, sus ojos no lo revelan. El pueblo tiene un sentido, no de la historia sino del tiempo, y parece que los postes telefónicos lo supieran. Si se apoya la mano sobre ellos, se siente en lo hondo de la madera la vibración de los hilos, como si palpitaran, prisioneras, almas que pugnan por liberarse.
—... y le pagó con un billete de veinte de los viejos, Mabel, uno de esos grandes. Clyde decía que no había visto uno de ésos desde la Depresión en 1930. Está...
—... sí, ya lo creo que es un hombre raro, Ewie. Le he visto andar con una carretilla por detrás de la casa. No entiendo si es que está allí solo o...
—... tal vez Crockett lo sepa, pero no lo dirá. No suelta prenda sobre eso. Siempre ha sido un...
—... escritor que está en casa de Eva. Me pregunto si Floyd Tibbits sabe que ella estuvo...
—... pasa muchísimo tiempo en la biblioteca. Loretta Starcher dice que nunca ha visto a nadie que conociera tantos...
—... dijo que él se llamaba...
—... sí, es Straker. El señor R. T. Straker. La madre de Kenny Danles dice que pasó por esa tienda nueva del pueblo y que en el escaparate había un armario De Biers auténtico, y que el preció que estaba marcado era de ochocientos dólares. ¿Te imaginas? Así que yo le dije...
—... raro, que él venga y el pequeño de los Glick...
—... ¿no te parece que...?
—... no, pero es raro. Otra cosa, ¿tienes todavía aquella receta de...?
Los hilos zumban. Y zumban. Y zumban.
13
● 29/09/1975
● NOMBRE: Glick, Daniel Francis.
● DIRECCIÓN: RFD 1, Brock Road, Jerusalem's Lot, Maine 04270.
● EDAD: 12. SEXO: masculino. RAZA: caucásica.
● INGRESO: 22/9/75. PERSONA QUE LO TRAJO: Anthony H. Glick (padre).
● SÍNTOMAS: Conmoción, pérdida de memoria (parcial), náuseas, inapetencia, estreñimiento, apatía general,
● ANÁLISIS (véase hoja adjunta):
● 1. Reacción de Mantoux: Neg.
● 2. Investigación de tuberculosis en esputo y orina: Neg.
● 3. Diabetes: Neg.
● 4. Recuento glóbulos blancos: Neg.
● 5. Recuento glóbulos rojos: 45 % hemo.
● 6. Muestra de médula: Neg.
● 7. Radiografía de tórax: Neg.
● DIAGNÓSTICO POSIBLE: Anemia perniciosa, primaria o secundaria; examen previo muestra 86 % hemoglobina. Anemia secundaria improbable; no hay historia de úlceras, hemorroides, ni similares. Recuento diferencial de glóbulos neg. Probable anemia primaria combinada con shock mental. Recomendado enema de bario y radiografía para descartar probable hemorragia interna, aunque el padre no menciona accidentes recientes. Recomendado también dosis diarias de vitaminas B12 (véase hoja adjunta). En espera de nuevo análisis, se le da de alta.
G. M. GORBY, médico de cabecera.
14
A la una de la madrugada del 24 de septiembre, la enfermera entró en la habitación que ocupaba Danny Glick en el hospital para darle la medicación. Pero la cama estaba vacía.
Sus ojos se fijaron en el bulto blanco extrañamente desvalido que yacía en el suelo.
—¿Danny? —llamó.
Se acercó a él, pensando que habría querido ir al cuarto de baño y que el esfuerzo le habría resultado excesivo.
Suavemente, le dio la vuelta, y lo primero que pensó antes de darse cuenta de que estaba muerto fue que la B12 le había hecho bien; nunca había tenido tan buen aspecto desde que había entrado en el hospital.
Pero entonces sintió el frío en la muñeca y la falta de movimiento en el leve enrejado azul que formaban las venas bajo sus dedos, y corrió a la sala de enfermeras para comunicar que se había producido una muerte en el pabellón.
CINCO
BEN (II)
1
El 25 de septiembre Ben volvió a cenar con los Norton. Era jueves, y la comida fue la habitual: judías con salchichas. Bill Norton asó las salchichas en la parrilla de fuera, y Ann había tenido las judías hirviendo en melaza desde la mañana. Comieron en la mesa del jardín y después los cuatro se quedaron fumando, charlando de lo mal que estaban las cosas en Boston.
El aire había cambiado sutilmente; la temperatura seguía siendo bastante agradable, incluso en mangas de camisa, pero el aire tenía ya un resplandor helado. El otoño, ya casi visible, esperaba entre bambalinas. El enorme viejo arce que se erguía frente a la pensión de Eva Miller había empezado a ponerse rojo.
Nada se había modificado en la relación de Ben con los Norton. Susan se sentía atraída por él, de un modo claro y natural. Y ella también le gustaba a él. Percibía en Bill una creciente simpatía, contenida por el tabú subconsciente que afecta a todos los padres cuando se hallan frente a hombres cuyo interés se dirige a sus hijas. Si a uno le cae bien otro hombre, dialoga libremente con él, discute de política y habla de mujeres mientras ambos beben cerveza. Pero por más intensa que sea la simpatía, es imposible abrirse totalmente a un hombre entre cuyas piernas pende la desfloración potencial de una hija. Ben se preguntaba si después del matrimonio, cuando la posibilidad se hubiera concretado, se podría llegar a ser amigo del que noche tras noche se acostaba con la hija de uno. Tal vez en todo eso hubiera una enseñanza, pero Ben no lo creía.
La frialdad de Ann Norton se mantenía. La noche anterior, Susan había contado a Ben algo respecto a su relación con Floyd Tibbits y de cómo su madre suponía que el problema de conseguir un futuro yerno aceptable había quedado resuelto en forma definitiva y satisfactoria. Floyd era una cantidad conocida, un dato seguro. Ben Mears, por el contrario, había aparecido de la nada, y allí podía volver a desaparecer con la misma rapidez, y posiblemente llevándose en el bolsillo el corazón de su hija. Con un instintivo disgusto pueblerino (que Edward Arlington Robertson o Sherwood Anderson habrían reconocido sin demora), Ann desconfiaba del varón creativo, y Ben sospechaba que en lo profundo de su ser imperaba una máxima: esas personas son maricones o maníacos sexuales; pueden ser homicidas, suicidas o maníacos, y suelen hacer cosas como enviar a las jóvenes paquetitos en los que han envuelto su oreja izquierda. Aparentemente, la participación de Ben en la búsqueda de Ralphie Glick no había hecho más que intensificar sus sospechas, y nuestro amigo preveía que le iba a resultar imposible ganársela. No sabía si Ann estaría al tamo de la visita que le había hecho Parkins Gillespie.
Mientras él rumiaba estos pensamientos, se elevó la voz de Ann:
—Qué terrible, lo del chico Glick.
—¿Ralphie? Sí.
—No, el mayor. Ha muerto.
Ben dio un respingo.
—¿Quién? ¿Daany?
—Murió ayer a primera hora de la mañana. —Pareció sorprendida de que los hombres no lo supieran. Todo el mundo hablaba de eso.
—Lo oí comentar en la tienda de Milt —dijo Susan. Su mano encontró la de Ben por debajo de la mesa, y él se la apretó cálidamente—. ¿Cómo han reaccionado los Glick?
—Como lo hubiera hecho yo —respondió Ann—. Están medio enloquecidos.
Y no es para menos, pensó Ben. Diez días atrás su vida se ajustaba al ordenado ciclo habitual; ahora la unidad de la familia estaba hecha pedazos. La idea le produjo un escalofrío.
—¿Piensa usted que el otro niño aparecerá vivo? —preguntó Bill dirigiéndose a Ben.
—No —respondió éste—. Creo que él también ha muerto.
—Como lo sucedido en Houston hace dos años —recordó Susan—. Si es que está muerto, casi es mejor esperar que no lo encuentren. Cómo puede alguien hacerle semejante cosa a un chiquillo indefenso...
—Creo que la policía está investigando —comentó Ben—. Detienen a los delincuentes sexuales conocidos para interrogarlos.
—Cuando encuentren al tipo tendrían que colgarlo de los pulgares —opinó Bill—. ¿Badminton, Ben?
Ben se puso de pie.
—No, gracias. Tengo la sensación de que usted me ofrece jugar solitarios para entretenerme. Les agradezco la excelente comida, pero esta noche tengo trabajo.
Ann Norton enarcó una ceja. Bill se levantó.
—¿Qué tal va ese nuevo libro?
—Bien —respondió Ben—. ¿Te gustaría bajar conmigo la colina para beber un refresco en el bar de Spencer, Susan?
—Oh, no sé —terció Ann—. Después de Ralphie Glick y todo eso, estaré más tranquila si...
—Ma, ya no soy una niña —protestó Susan—. Y Brock Hill es una calle iluminada.
—Yo la acompañaré de vuelta, por supuesto —dijo Ben, casi formalmente.
Cuando salió de la pensión la tarde estaba tan hermosa que había dejado su coche para venir a pie.
—Me parece bien —dijo Bill—. Te preocupas demasiado.
—Sí, supongo que sí. Los jóvenes saben lo que hacen, ¿no es eso?—Sonrió.
—Voy a ponerme un abrigo —murmuró Susan a Ben, y entró en la casa por la puerta trasera.
Llevaba una falda plisada roja, a medio muslo, y cuando subió por los escalones de la entrada dejó ver una buena porción de muslo. Ben la miró, consciente de que a su vez Ann le miraba a él. Su marido estaba echando agua sobre el carbón, para apagarlo.
—¿Cuánto tiempo piensa usted quedarse en Solar, Ben? —preguntó Ann.
—Por lo menos hasta que haya acabado el libro. Después de eso, no sé. Las mañanas son hermosísimas, y el aire muy puro. —Sonrió al mirarla a los ojos—. Tal vez me quede más tiempo.
Ann también le sonrió.
—Los inviernos son fríos, Ben. Muy fríos.
Y ahí estaba Susan, bajando por los escalones con una chaqueta sobre los hombros.
—¿Vamos? Me tomaré un chocolate. Peor para el cutis.
—Tu cutis lo aguantará —sonrió Ben y se volvió hacia el matrimonio Norton—. Gracias de nuevo.
—Hasta pronto —respondió Bill—. Si quiere venga mañana por la noche, con una caja de seis cervezas. Nos divertiremos con ese condenado de Yatstrzemski.
—Muy bien —asintió Ben—, pero ¿qué beberemos cuando empiece el segundo tiempo?
La risa de Bill, profunda y sonora, los siguió mientras daban la vuelta a la casa.
2
—En realidad no quiero ir al bar de Spencer —declaró Susan mientras descendían por la colina—. Vamos al parque.
—¿Y qué hay de los gamberros, nena? —preguntó Ben, en una deliberada exhibición de slang.
—En Solar todos los gamberros tienen que estar en casa a las siete. Ordenanza municipal. Y ahora Son las ocho y tres.
Mientras descendían por la colina, la oscuridad se cerró sobre ellos, y al andar veían cómo crecían y se achicaban sus sombras bajo las luces de la calle.
—Unos gamberros muy gentiles. ¿No va nadie al parque cuando ha anochecido?
—A veces los chicos del pueblo se van con algún ligue, si no tienen dinero para ir al cine al aire libre —explicó Susan, guiñando un ojo—. De manera que si ves que algo se mueve en los matorrales, mira para otro lado.
Entraron por el lado oeste, el que daba hacia el edificio municipal. El parque estaba en penumbra y tenía un aspecto onírico, con sus sendas que se alejaban en amplias curvas bajo el follaje, y el estanque que reflejaba las luces de la calle. Si había alguien allí, Ben no lo advirtió.
Caminando, rodearon al monumento conmemorativo, con sus largas listas de muertos, los primeros, de la guerra de la Independencia, los últimos, de la de Vietnam. Había seis nombres del pueblo que habían participado en el último conflicto, y el tallado relucía en el bronce como una herida nueva. Eligieron mal el nombre de este pueblo, pensó Ben. Debería llamarse Tiempo. Y, como si la acción fuera una consecuencia natural de la idea, miró por encima del hombro hacia la casa de los Marsten, pero el ayuntamiento le impedía la visión.
Susan advirtió la mirada y frunció el entrecejo. Mientras tendían sus abrigos sobre el césped para sentarse, la muchacha habló:
—Mamá me dijo que Parkins Gillespie había estado interrogándote. El chico nuevo del instituto debe de haber robado el dinero de la leche, o algo así.
—Es todo un personaje —Sonrió Ben.
—Mamá ya te tenía prácticamente juzgado y condenado. —Aunque lo dijo con despreocupación, su voz no pudo ocultar su seriedad.
—No le gusto mucho a tu madre, ¿verdad?
—No —reconoció Susan, tomándole de la mano—. Es un caso de desamor a primera vista. Lo siento.
—No importa —la tranquilizó Ben—. De todas maneras, hoy me he anotado cien puntos.
—¿Con papá? —sonrió Susan—. Oh, él sabe distinguir lo que es bueno. —La sonrisa se esfumó—. Ben, ¿sobre qué es el libro nuevo?
—Es difícil de explicar.—Ben se quitó los mocasines para hundir los dedos de los pies en la hierba húmeda.
—No cambies de tema.
—No, si no tengo inconveniente en decírtelo.
Sorprendido, él mismo descubrió que era verdad. Siempre había pensado que una obra a medio hacer era como un niño, un niño débil a quien había que cuidar y proteger. Demasiado manoseo puede causar su muerte. Aunque a Miranda la había consumido la curiosidad por La hija de Conway y Danza aérea, Ben se había negado a decirle una sola palabra sobre ambos libros. Pero Susan era diferente, Miranda siempre había intentado una especie de indagación directa, y a Ben sus preguntas le sonaban a interrogatorios.
—Déjame pensar cómo hilvanarlo —pidió.
—¿No puedes besarme mientras piensas? —sugirió Susan, tendida de espaldas en la hierba. Ben no pudo dejar de advertir qué corta era su falda, y cuánto se le había levantado.
—Creo que eso puede interrumpir el proceso de pensamiento —dijo con suavidad—, pero intentémoslo.
Se inclinó para besarla, apoyándole suavemente una mano en la cintura. Susan recibió sus labios y cerró las manos sobre las de Ben. Un momento después Ben sintió por primera vez la lengua de ella, y la recibió con la suya. La chica se movió para responder mejor al beso, y el suave susurro de la falda de algodón pareció ensordecedor.
Ben deslizó la mano hacia arriba, y Susan se arqueó para llenarla con un pecho suave y cálido. Por segunda vez desde que la conocía, Ben se sintió adolescente, un adolescente ante quien todo se abría con la amplitud de una autopista de seis carriles, sin tráfico pesado a la vista.
—¿Ben?
—¿Sí?
—Hagamos el amor, ¿quieres?
—Sí, quiero.
—Aquí sobre la hierba —pidió Susan.
—De acuerdo, cariño.
Muy abiertos los ojos en la oscuridad, ella le miraba.
—Hazlo con ternura.
—Procuraré.
—Despacio. Así...
No eran más que sombras en la oscuridad.
—Sí —musitó Ben—. Oh, Susan.
3
Estuvieron paseando, primero sin rumbo por el parque, después en dirección de Brock Street.
—¿No lo lamentas? —preguntó Ben.
—No. Me alegro.
Ella levantó los ojos y sonrió.
—Bueno.
Sin hablar, siguieron andando de la mano.
—¿Y el libro? —preguntó Susan—. Ibas a hablarme de eso antes de esa deliciosa interrupción.
—El libro es sobre la casa de los Marsten —empezó lentamente Ben—. Tal vez la idea original no fuera ésa. Quería escribir sobre el pueblo, pero es posible que esté engañándome. ¿Sabes que estuve investigando sobre Hubie Marsten? Era un gángster. La compañía de camiones no era más que una fachada.
Susan le miró asombrada.
—¿Cómo lo descubriste?
—En parte por la policía de Boston, y por una mujer que se llama Minella Corey, la hermana de Birdie Marsten. Ahora tiene setenta y nueve, y es incapaz de recordar qué ha tomado por la mañana para desayunar, pero jamás se olvida de nada que haya sucedido antes de 1940.
—Y ella te contó...
—Todo lo que sabía. Está en un asilo de ancianos de Nueva Hampshire, y supongo que hace años que nadie se toma la molestia de escucharla. Le pregunté si Hubert Marsten había sido realmente un asesino a sueldo en Boston, que es lo que piensa la policía, y me respondió con un gesto de asentimiento. Le pregunté cuántos, y me respondió levantando los dedos a la altura de los ojos y moviéndolos de atrás hacia adelante. «¿Cuántas veces pudo usted contarlo?», me preguntó.
—Dios mío.
—La organización de Boston empezó a inquietarse por Hubert Marsten en 1927 —prosiguió Ben—. En dos ocasiones le interrogaron, una vez la policía municipal y otra la de Malden. Cuando lo detuvieron en Boston fue a causa de un ajuste de cuentas entre dos bandas rivales, y en dos horas estuvo de nuevo en la calle. Lo de Malden no fue por nada profesional. Era el asesinato de un niño de once años que apareció destripado.
—Ben —rogó Susan con voz alterada.
—Los jefes de Marsten le sacaron del aprieto... imagino que él debía saber dónde estaban enterrados unos cuantos cadáveres... pero ya no siguió en Boston. Se trasladó sin llamar la atención a Salem's Lot, en su condición de camionero jubilado que una vez por mes recibía su cheque. Y casi no salía... que se sepa, por lo menos.
—¿Qué quieres decir?
—Pasé largas horas en la biblioteca, examinando ejemplares viejos del Ledger, de 1928 a 1939. En ese período desaparecieron cuatro niños. No es que sea raro, en una zona rural. Los chicos se pierden, y a veces mueren a la intemperie. A veces quedan sepultados por alguna avalancha. Es una cosa terrible, pero sucede.
—¿Pero tú no crees que es eso lo que sucedió?
—No lo sé. Lo único que sé es que ninguno de esos cuatro niños pudo ser encontrado. No hubo ningún cazador que tropezara con un esqueleto en 1945, ni un contratista de obras que lo desenterrara al recoger una carga de grava. Hubert y Birdie vivieron durante once años en esa casa, y los niños desaparecieron; es lo único que se sabe. Pero yo sigo pensando en el chiquillo de Malden; siempre pienso en él. ¿Conoces El embrujo de la casa de la colina, de Shirley Jackson?
—Sí.
—«Y cualquier cosa que por allí apareciera, aparecía sola» —citó Ben en voz baja—. Tú me has preguntado de qué trataba mi libro. Esencialmente es sobre la capacidad de recurrencia del mal.
Susan apoyó ambas manos en el brazo de él.
—No pensarás que a Ralphie Glick...
—¿Se lo tragó el espíritu vengativo de Hubert Marsten, que resucita cada tres años cuando hay luna llena?
—Algo así.
—Si lo que quieres es que te tranquilicen, te has equivocado de persona. No te olvides de que soy el niño que abrió la puerta de ese dormitorio y vio a Hubie colgado de una viga.
—Eso no es una respuesta.
—No, claro que no. Permíteme que te cuente otra cosa antes de decirte exactamente lo que pienso. Fue algo que dijo Minella Corey. Dijo que en el mundo hay hombres malos, verdaderamente malignos. A veces sabemos algo de ellos, pero suelen actuar en el secreto más absoluto. Dijo que ella había sufrido la maldición de conocer a dos hombres así en su vida. Uno era Adolf Hitler; el otro, su cuñado Hubert Marsten. —Ben hizo una pausa—. Dijo que el día que Hubie disparó sobre su hermana, ella estaba en Cape Cod, a casi quinientos kilómetros de distancia. Ese verano estaba trabajando como ama de llaves para una familia rica, y en aquel momento estaba preparando una ensalada en un tazón de madera. Eran las dos y cuarto de la tarde, cuando un dolor súbito e intenso, «como un relámpago>, le atravesó la cabeza, y oyó el estampido de un disparo. Minella afirma que se cayó al suelo y que cuando se recuperó (estaba sola en la casa) habían pasado veinte minutos. Miró dentro de la ensaladera y dio un grito: estaba llena de sangre.
—Dios —murmuró Susan.
—Un momento después todo había vuelto a la normalidad. La cabeza no le dolía, en la ensaladera no había más que ensalada. Pero ella dice que supo... supo... que su hermana había muerto asesinada de un balazo.
—¿Ésa es la historia que ella cuenta?
—Es una historia, sí. Pero ella no es una embustera; es una pobre vieja a quien ya no le quedan sesos para mentir. Sin embargo no es eso lo que me preocupa, o no tanto, por lo menos. Ya hay datos suficientes sobre percepción extrasensorial como para que, si uno quiere reírse de ella, lo haga por su cuenta y riesgo. La idea de que Birdie transmitiera la noticia de su propia muerte a casi quinientos kilómetros de distancia en una especie de telegrafía psíquica no me resulta, ni mucho menos, tan increíble como el rostro del mal, ese rostro monstruoso que a veces me parece ver que se dibuja en la estructura de esa casa.
»Me has preguntado qué pienso, y te lo voy a decir. Creo que es relativamente fácil que la gente acepte cosas como la telepatía o las premoniciones o el teleplasma, porque la disposición a creerlas no les cuesta nada, no les quita el sueño por las noches. Pero la idea de que el mal que hacen los hombres pueda sobrevivirles es más inquietante.
Miró hacia la casa de los Marsten y siguió hablando lentamente.
—Creo que esa casa podría ser el monumento de Hubert Marsten al mal, una especie de caja de resonancia psíquica. Un faro de lo sobrenatural, si quieres. Inmóvil allí durante todos estos años, conservando tal vez la esencia de la maldad de Hubie en sus viejas entrañas que se desmoronan.
—Y ahora ha vuelto a ser habitada.
—Y se ha producido otra desaparición. —Ben se volvió hacia Susan y le tomó la cara entre las manos—. Eso es algo con lo que jamás contaba cuando regresé aquí. Pensé que tal vez hubieran demolido la casa, pero ni en mis fantasías más disparatadas se me ocurrió que la hubieran vendido. Yo pensaba alquilarla y... bueno, no sé. Tal vez, hacer frente a mis propios terrores y maldades. Jugar al exorcismo... ¡Por favor, aléjate, Hubie! O quizá la idea fuera simplemente sumergirme en la atmósfera del lugar y poder escribir un libro tan aterrador que me hiciera ganar un millón de dólares. Pero sea como fuere, tenía la sensación de que yo controlaba la situación, y que eso haría que las cosas fueran diferentes. Yo ya no era un niño de nueve años, dispuesto a escapar gritando ante la proyección de una imagen de la linterna mágica, que tal vez brotara simplemente de mi cabeza. Pero ahora...
—¿Ahora qué, Ben?
—¡Ahora está habitada! —estalló él mientras se golpeaba una palma con el puño—. Yo no controlo la situación. Un niño ha desaparecido, y no sé qué pensar. Podría ser que no tuviera nada que ver con la casa, pero... no lo creo. —Las tres últimas palabras salieron de sus labios con cavilosa lentitud.
—¿Fantasmas? ¿Espíritus?
—No necesariamente. Tal vez apenas algún buen tipo que de pequeño admiraba la casa y se la compró y ahora está... poseído.
—¿Es que sabes algo sobre...? —empezó Susan, alarmada.
—¿El nuevo propietario? No. No son más que conjeturas. Pero si es la casa, prefiero pensar en posesión y no en otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
—Tal vez haya atraído a otro ser maligno —respondió Ben.
4
Ann Norton los vio venir desde la ventana. Antes había llamado al bar. «No —le había dicho la señorita Coogan con una especie de júbilo—. Aquí no han estado.»
¿Dónde has estado, Susan? Oh, ¿dónde habéis estado?
La boca se le retorció en una fea mueca de angustia.
Vete, Ben Mears. Vete y déjala en paz.
5
—Haz algo importante por mí, Ben —pidió Susan al desprenderse de sus brazos.
—Todo lo que pueda.
—No hables de estas cosas con nadie en el pueblo. Con nadie.
Ben sonrió sin alegría.
—No te preocupes. No estoy ansioso por conseguir que la gente me considere un chiflado.
—¿Cierras con llave tu cuarto en la pensión de Eva?
—No.
—Pues yo empezaría a hacerlo. —Susan le miró—. Tienes que pensar que eres sospechoso.
—¿Para ti también?
—Lo serías, si no te amara.
Y se alejó, andando con pasos rápidos por la senda mientras Ben la seguía, vigilante, con la vista, aturdido por todo lo que él mismo había dicho y más aturdido aún por las últimas palabras de Susan.
6
Cuando llegó a su habitación se encontró con que no podía escribir ni dormir; estaba demasiado excitado para hacer cualquiera de las dos cosas. Entonces decidió calentar el motor del Citroen y, después de un momento de vacilación, se dirigió al bar de Dell.
El local estaba atestado de gente, ruidoso y lleno de humo. La banda, un grupo que tocaba música country, que se hacía llamar los Rangers, estaba interpretando Jamás habías ido tan lejos y compensaban con el volumen todos sus fallos de calidad. Unas cuarenta parejas, casi todas vestidas con téjanos azules, giraban sobre la pista.
Los taburetes instalados frente a la barra estaban ocupados por obreros de la construcción y del aserradero. Todos bebían jarras de cerveza, y todos usaban idénticas botas de trabajo con suelas de crepé, atadas con tiras de piel.
Dos o tres camareras con complicados peinados y el nombre bordado con hilo dorado sobre la blusa blanca (Jackie, Toni, Shirley) atendían las mesas y los reservados. Desde su posición, Dell llenaba las jarras de cerveza y, en el otro extremo, un hombre con cara de halcón y el pelo grasiento peinado hacia atrás mezclaba los cócteles. Su rostro se mantenía inalterable mientras medía los licores con los vasos pequeños, los vertía en la coctelera de plata y agregaba los demás ingredientes.
Ben empezó a rodear la pista de baile para dirigirse a la barra cuando alguien lo llamó:
—¡Eh, Ben, oye! ¿Cómo estás, muchacho?
Al mirar vio a Weasel Craig sentado ante una mesa próxima a la barra, frente a una jarra de cerveza a medio vaciar.
—Hola, Weasel —le saludó Ben, y se sentó. Se alegraba de ver una cara conocida, y Weasel le gustaba.
—¿Has decidido hacer un poco de vida nocturna, muchacho? —le sonrió Weasel mientras le palmeaba el hombro.
Ben pensó que debía haber recibido su cheque; con su aliento podría haber hecho propaganda de todas las destilerías de Milwaukee.
—Eso es —asintió Ben.
Sacó un dólar y lo puso sobre la mesa, cubierta por los fantasmas circulares de las múltiples jarras de cerveza que por ella habían pasado. Preguntó:
—¿Cómo estás?
—Muy bien. ¿Qué te parece el nuevo grupo? ¿No son fantásticos?
—Sí. Son muy buenos. Termínate eso antes de que pierda fuerza, que yo invito.
—Toda la noche he estado esperando oír alguien que dijera eso. ¡Jackie! —bramó Weasel—. Tráele una cerveza a mi amigo. ¡Budweiser!
Jackie llevó la botella en una bandeja llena de monedas empapadas de cerveza y la dejó sobre la mesa, alargando el brazo, musculoso como el de un boxeador. Miró el dólar como si fuera una cucaracha de especie desconocida.
—Faltan cuarenta centavos —anunció.
Bill puso otra moneda sobre la mesa y ella las recogió, pescó sesenta centavos de los charcos de su bandeja, los arrojó sobre la mesa y dijo: .
—Weasel Craig, cuando chillas así pareces un ganso al que le retuercen el pescuezo.
—Eres un tesoro, bonita —le agradeció Weasel—. Te presento a Ben Mears, que escribe libros.
—Encantada —murmuró Jackie y se alejó en la penumbra.
Ben se sirvió un vaso de cerveza y Weasel hizo lo mismo, llenándolo hasta arriba con habilidad profesional. La espuma estuvo a punto de desbordarse.
—Adelante, muchacho.
Ben levantó su vaso y bebió.
—¿Y cómo va ese libro?
—Bastante bien, Weasel.
—Te vi por ahí con la hija de los Norton. Es muy guapa, vaya, No podías haber elegido mejor.
—Sí, es...
—¡Matt! —vociferó Weasel, sobresaltando a Ben.
Por Dios pensó, realmente parece un ganso despidiéndose de este mundo.
—¡Matt Burke! —Weasel saludó convulsivamente con la mano, y un hombre de pelo blanco le devolvió el saludo y avanzó hacia ellos por entre la multitud—. A este tipo tienes que conocerle —dijo Weasel a Ben—. Matt Burke es un avispado hijo de mala madre.
El hombre que venía hacia ellos aparentaba unos sesenta años. Era alto, llevaba una pulcra camisa de franela y el pelo, tan blanco como el de Weasel, muy corto.
—Hola, Weasel.
—¿Cómo estás, viejo? —preguntó Weasel—. Te presento a un amigo que se aloja en casa de Eva. Ben Mears, escritor de libros, figúrate. Un gran tipo. —Miró a Ben—. Matt y yo nos criamos juntos, pero él tiene educación y yo me quedé en la primaria,
Ben se levantó para estrechar la mano de Matt Burke.
—¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. He leído uno de sus libros, señor Mears.
Danza área,
—Llámeme Ben, por favor. Espero que le haya gustado.
—Al parecer me gustó más que a los críticos —declaró Matt mientras se sentaba—, y creo que será más apreciado conforme pase el tiempo. ¿Cómo te va a ti, Weasel?
—Bien —afirmó Weasel—. Tan bien como siempre. Jackie! —chilló—. ¡Tráele una cerveza a Matt!
—¡Espera un minuto, viejo gritón! —le gritó a su vez Jackie, provocando risas en las mesas vecinas
—Un encanto de chica —comentó Weasel—. Hija de Maureen Talbot.
—Sí —aprobó Matt—. Yo tuve a Jackie en el instituto en el setenta y uno. La madre era de la promoción del cincuenta y uno.
—Matt enseña inglés en el instituto —explicó Weasel—. Me parece que vais a tener de qué hablar.
—Yo recuerdo a una chica. Manteen Talbot —dijo Ben—. Venía a buscar la ropa de tú tía para lavarla, y se la devolvía muy bien doblada en una cesta de mimbre que sólo tenía un asa.
—¿Eres del pueblo, Ben? —preguntó Matt.
—De pequeño pasé un tiempo aquí, con mi tía Cynthia.
—¿Cindy Stowens?
—Sí.
Jackie se acercó con una botella y Matt se sirvió cerveza.
—Pues realmente es un mundo pequeño. Tu tía estaba en una de las clases adelantadas que tuve el primer año que pasé en Salem's Lot. ¿Cómo está?
—Murió en 1972.
—Oh, lo siento.
—Tuvo un final muy fácil —le aseguró Ben, y volvió a llenar su vaso.
El grupo había terminado de tocar y los músicos se dirigían a la barra. El nivel de las voces descendió un poco.
—¿Has vuelto a Jerusalem's Lot para escribir un libro sobre nosotros? —preguntó Matt.
Un timbre de alarma sonó en el cerebro de Ben.
—En cierto modo, sí —admitió.
—Este pueblo sería mucho peor para un biógrafo. Danza aérea era un hermoso libro. Creo que este pueblo podría dar para otro hermoso libro. En un tiempo pensé que yo podría escribirlo.
—¿Por qué no lo has hecho?
Matt sonrió.
—Me faltaba un ingrediente vital. El talento.
—No lo creas —advirtió Weasel mientras volvía a llenar su vaso con lo que quedaba en la botella—. El viejo Matt tiene muchísimo talento. Enseñar es un trabajo estupendo. Nadie aprecia a los maestros, pero ton... —se meció un poco en su silla, buscando la palabra. Ya estaba muy borracho— la sal de la tierra —terminó, bebió un trago de cerveza, hizo una mueca y se levantó—. Excusadme mientras voy a mear.
Se alejó, chocando con los parroquianos y saludándolos por su nombre. Todos le dejaban pasar con impaciencia o buen humor, y verlo dirigirse hacia el aseo para hombres era como mirar una pelota de ping—pong que salta y rebota hasta desaparecer bajo la mesa de juego.
—Eso es lo que queda de un tipo estupendo —reflexionó Matt, y levantó un dedo.
Inmediatamente se acercó una camarera, que se dirigió a él llamándolo señor Burke. Parecía un poco escandalizada de que su viejo profesor de literatura clásica inglesa pudiera estar ahí emborrachándose con los amigos de Weasel Craig. Cuando se alejó para traerles otra botella, Ben pensó que Matt parecía un poco azorado.
—Me gusta Weasel—comentó Ben, y me da la sensación de que en sus buenos tiempos debió de tener muchas cosas dentro. ¿Qué le sucedió?
—Oh, no hay tema para un cuento en eso —respondió Matt—. La botella le ganó. Año tras año le ganaba un poco más, y ahora se ha adueñado completamente de él. En la Segunda Guerra Mundial consiguió una Estrella de Plata, en Anzio. Un cínico podría pensar tal vez que su vida habría tenido más sentido si se hubiera muerto entonces.
—Yo no soy cínico, —declaró Ben—, y este hombre me gusta. Pero creo que lo mejor será que esta noche le lleve a casa en el coche.
—Estaría muy bien que lo hicieras. Pues yo vengo aquí de vez en cuando a escuchar música. Me gusta la música fuerte, y más ahora que ha empezado a fallarme el oído. He sabido que estás interesado en la casa de los Marsten. ¿Tu libro se refiere a ella?
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Ben, con un sobresalto.
Matt sonrió.
—¿Cómo es eso que se dice en esa vieja canción de Marvin Gaye? Me lo contó un pajarito. Sabrosa expresión, gráfica, aunque si uno lo piensa la imagen es un poco oscura. Uno se imagina un hombre con el oído alerta a lo que dice un gorrión o una golondrina... Pero estoy divagando. Divago mucho últimamente, y ya ni siquiera trato de disimularlo. Pues lo he sabido por lo que la gente de la prensa llamaría fuente autorizada... es decir, de Loretta Starcher, la bibliotecaria de nuestra ciudadela literaria local. Tú has estado allí varias veces para leer los artículos referentes al viejo escándalo en el Ledger, de Cumberland, y ella te buscó también dos libros que son recopilaciones de artículos sobre crímenes, y en ellos se hacía referencia a él. De paso, el artículo de Lubert es bueno... en 1946, vino personalmente a Solar a investigar; pero el de Snow es puro invento.
—Ya lo sé —asintió Ben.
La camarera depositó otra botella de cerveza sobre la mesa. Matt le pagó y comentó:
—Fue espantoso lo que sucedió allá arriba. Y aún sigue pesando en la conciencia del pueblo. Claro que las historias de crueldad y asesinato siempre se transmiten con deleite morboso de generación en generación; en cambio, los estudiantes gruñen y se quejan cuando se les sitúa frente a un George Washington o un Jonas Salk. Pero creo que hay algo más que eso. Tal vez se deba a un capricho geográfico.
—Sí —dijo Ben, interesado a su pesar. El profesor acababa de expresar una idea que desde el día que había regresado al pueblo, desde antes tal vez, acechaba su conciencia—. Está sobre esa colina que domina la aldea como... oh, como una especie de ídolo sombrío.
Dejó escapar una risita para que el comentario sonara trivial, pues de pronto le pareció que había dicho algo que sentía con tal profundidad que era como abrirle a un extraño una ventana sobre su alma. La atención con que le escudriñó Matt Burke no le ayudó precisamente a sentirse mejor.
—Eso es talento —declaró Burke.
—¿Cómo dices?
—Que lo has expresado exactamente. La casa de los Marsten nos vigila a todos desde hace casi cincuenta años, sabe todos nuestros pecadillos, pecados y mentiras. Como un ídolo.
—Tal vez sea lo bueno, al mismo tiempo.
—No es mucho el bien que puede haber en un pueblo pequeño y sedentario. Como mucho, indiferencia condimentada con algún mal cometido sin querer o, lo que es más grave, con algún mal hecho conscientemente. Creo que Thomas Wolfe escribió varios kilos de papel para explicarlo.
—No me habías parecido un cínico.
—Eres tú quien lo dice, no yo. —Sonrió y bebió un sorbo de cerveza.
El grupo de músicos se apartaba de la barra en ese momento. Resplandecían con sus camisas rojas brillantes, sus chalecos y pañuelos. El solista tomó la guitarra y empezó a afinarla.
—Sea como fuere, no has respondido a mi pregunta. ¿Tu nuevo libro se refiere a la casa de los Marsten?
—En cierto modo, supongo que sí.
—Te estoy sonsacando. Perdona.
—No tiene importancia —le aseguró Ben, pensando en Susan, y sintiéndose incómodo—. No me explico qué le pasa a Weasel. Hace mucho rato que se fue.
—¿Puedo pedirte un favor muy grande? Si me lo niegas, lo entenderé perfectamente.
—Por supuesto, adelante —le animó Ben.
—Tengo una clase de literatura creativa. Son chicos inteligentes, la mayoría de los grados superiores, y me gustaría presentarles a alguien que se gana la vida con las palabras. Alguien que... ¿cómo diríamos., que ha tomado el verbo y lo ha hecho carne?
—Pues a mí también me encantaría —respondió Ben, halagado—. ¿Cuánto duran tus clases?
—Cincuenta minutos.
—Bueno, creo que en ese tiempo no llegaré a aburrirles demasiado.
—Oh, para mí es fantástico que sólo sean cincuenta minutos, pero estoy seguro de que tú no les aburrirías en absoluto. ¿La semana próxima?
—Cómo no. ¿Qué día y a qué hora?
—¿El martes en la cuarta hora? Es de once a doce menos diez. No te recibirán con aplausos, pero sospecho que oirás ruidos en muchos estómagos.
—Me llevaré algodón para los oídos.
Matt rió.
—Me alegro mucho. Te esperaré en el despacho, si te parece.
—Espléndido. ¿Crees...?
—¿Señor Burke? —Era Jackie, la de los bíceps robustos—. Weasel se ha desmayado en el aseo de hombres. ¿Cree usted...?
—¿Cómo? Por Dios, si, Vamos, Ben.
—Claro.
Los dos se levantaron y cruzaron el salón. El grupo había empezado a tocar de nuevo, algo sobre cómo los chicos de Muskogee todavía respetaban al rector de la universidad.
El baño olía a orina rancia y a cloro. Weasel estaba recostado contra la pared entre dos sanitarios, y un tipo con uniforme del ejército hacía pis a unos cinco centímetros de su oído derecho.
Weasel tenía la boca abierta, y a Ben le impresionó lo viejo que parecía, viejo y devorado por fuerzas impersonales que nada sabían de ternura. No por primera vez, pero sí en forma angustiosamente inesperada, le sacudió la realidad de su propia disolución, que avanzaba día a día. La compasión que le subió a la garganta como las transparentes y oscuras aguas de un pozo era tanto piedad de Weasel como de sí mismo.
—Oye —dijo Matt—, ¿puedes sostenerle con un brazo cuando este caballero termine?
—Sí —asintió Ben, y miró al hombre uniformado que se sacudía sin prisa alguna—. ¡Venga muchacho!
—¿Por qué? A él nadie le persigue.
Sin embargo, se subió la cremallera y se apartó para dejarles pasar.
Ben pasó un brazo por detrás de la espalda de Weasel, le tomó por la axila y lo levantó. Durante un momento, mientras sus nalgas hacían presión contra la pared de azulejos, sintió las vibraciones de los instrumentos musicales. Weasel se elevó con la floja pesadez de una saca de correos, en la inconsciencia más total. Matt situó la cabeza bajo el otro brazo de Weasel, le rodeó la cintura con el brazo, y entre los dos le sacaron del aseo.
—Ahí va Weasel —comentó alguien, y se oyeron risas.
—Dell tendría que limitarle la bebida —comentó Matt, sin aliento—. Ya sabe en qué termina siempre esto.
Atravesaron el salón hasta llegar a los escalones de madera que conducían al aparcamiento.
—Cuidado —gruñó Ben—. No le dejes caer.
Mientras bajaban por las escaleras, los pies inertes de Weasel chocaban con los peldaños.
—El Citroen... el que está en la última hilera.
Entre los dos lo llevaron hasta allí. La frescura del aire se había vuelto cortante; por la mañana, las hojas de los árboles estarían teñidas de sangre. Weasel había empezado a emitir un profundo ronquido, y la cabeza se le sacudía débilmente.
—¿Puedes acostarlo cuando lleguéis a casa de Eva? —preguntó Matt.
—Sí, creo que sí.
—Perfecto. Mira, apenas si se ve el tejado de la casa de los Marsten por encima de los árboles.
Ben miró. Matt tenía razón; apenas si asomaba por encima del oscuro horizonte de pinos, y borraba las estrellas situadas al borde del mundo visible.
Ben abrió la portezuela del lado del pasajero. —A ver, déjamelo.
Cargó con todo el peso de Weasel, lo sentó en el asiento del pasajero y cerró la portezuela. La cabeza de Weasel golpeó contra la ventanilla.
—¿El martes a las once?
—No faltaré.
—Gracias. Y gracias por ayudar a Weasel —Matt le tendió la mano y Ben se la estrechó.
Subió al Citroen, lo puso en marcha y volvió hacia el pueblo. Una vez la luz de neón del bar hubo desaparecido detrás de los árboles, la carretera quedó negra y desierta. Ahora, pensó Ben, estos caminos también tienen sus fantasmas.
A su lado, Weasel roncó y gruñó. Ben se sobresaltó y por un momento el Citroen perdió la dirección.
Pero ¿por qué se me ocurrió eso? se preguntó.
No hubo respuesta.
7
Ben abrió la ventanilla para que Weasel recibiera el aire frío mientras regresaba a casa. Cuando llegó a la entrada de la pensión de Eva Miller, Weasel había alcanzado una semiconciencia.
A tropezones, Ben le hizo subir los escalones del porche del fondo hasta llegar a la cocina, débilmente iluminada por un fluorescente. Weasel gimió y después masculló roncamente:
—Un encanto de chica, Jack, y las mujeres casadas saben... saben...
Una sombra apareció entre las sombras del porche; era Eva, imponente con una vieja bata acolchada, con el pelo envuelto en rulos y sujeto por un delgado pañuelo de red. La crema de noche daba a su rostro un tono pálido y espectral.
—Ed —murmuró—. Oh, Ed... sigues igual, ¿verdad?
El sonido de su voz hizo que los ojos de Weasel se entreabrieran, y una sonrisa vagó por sus facciones.
—Sigo y sigo y sigo —graznó—. ¿No eres tú quien mejor puede saberlo?
—¿Puede subirlo hasta su habitación? —preguntó Eva a Ben.
—Sí, no se preocupe.
Aferró con más fuerza a Weasel y lo hizo subir las escaleras y llegar hasta su cuarto. La puerta no estaba cerrada con llave, y Ben le introdujo en el interior. En el momento en que le depositó sobre la cama, Weasel se sumió en un profundo sueño.
Ben se detuvo un momento a mirar alrededor. El cuarto estaba limpio y todo dispuesto con pulcritud. Mientras empezaba a quitarle los zapatos al durmiente, la voz de Eva Miller sonó a sus espaldas.
—No se preocupe por eso, señor Mears. Déjelo, si quiere.
—Pero habría que...
—Yo lo desvestiré. —Su rostro, grave, reflejaba una tristeza digna y mesurada—. Lo desvestiré y le daré una friega con alcohol para que mañana no tenga tanta resaca. Ya lo he hecho antes. Muchas veces.
—Está bien —asintió Ben, y subió a su cuarto.
Se desvistió lentamente, pensando en darse una ducha, pero cambió de idea. Se metió en la cama y se quedó mirando el techo. Durante largo rato permaneció despierto.
SEIS
SOLAR (II)
1
El otoño y la primavera llegaban a Jerusalem's Lot de manera tan súbita como el sol se levanta o se pone en los trópicos. La línea de demarcación podía no ser más que un día. Pero la primavera no es la mejor estación en Nueva Inglaterra: demasiado breve, incierta y susceptible de desbordarse repentinamente. Aun así, hay días de abril que permanecen en el recuerdo mucho después que uno ha olvidado las caricias de la esposa, o el contacto de la boca del bebé en el pezón. Pero a mediados de mayo, el sol se eleva entre la bruma matinal con potencia, y al salir a los escalones del porche a las siete de la mañana, con la fiambrera en la mano, uno sabe que para las ocho ya habrá desaparecido el rocío de la hierba, y que el polvo de los caminos secundarios quedará inmóvil, suspendido en el aire, durante cinco minutos después que haya pasado un coche; y que a la una de la tarde habrá treinta y cinco grados en el tercer piso del aserradero, y el sudor le correrá a uno por los brazos como si fuera aceite y la camisa se le pegará cada vez más a la espalda, como si estuviéramos en pleno julio.
El otoño, cuando llega desalojando al pérfido verano, lo hace algún día de mediados de septiembre, se queda un tiempo, como un viejo amigo a quien uno ha echado de menos. Se instala, como un viejo amigo se instalaría en nuestra silla favorita, para sacar la pipa y encenderla y después colmar la tarde de relatos de los lugares donde ha estado y de las cosas que ha hecho desde la última vez que nos vimos.
Se queda durante todo octubre, y algunos años parte de noviembre. Día tras día, el cielo es de un azul duro y transparente, y las nubes que lo atraviesan, siempre de oeste a este, son calmos navíos blancos con las quillas grises. El viento empieza a soplar durante el día y no se aquieta. Lo obliga a uno a apresurarse cuando anda por las calles, haciendo crujir las hojas caídas que forman una alfombra abirragada. El viento hace que a uno le duela algo más hondo que los huesos. Tal vez sea que toca algo muy antiguo del alma humana, una cuerda de la memoria de la especie, que tañe: «Emigrar o morir... Emigrar o morir.» Aunque uno esté en su casa, el viento azota la madera y el cristal, golpea con descarnada angustia los aleros y, tarde o temprano, uno tiene que dejar lo que estaba haciendo para ir fuera a mirar. Y uno puede quedarse en la escalinata o en la puerta, mediada la tarde, a mirar cómo las sombras de las nubes corren a través del campo de Griffen y suben por Schoolyard Hill, oscuras y claras, como si los dioses estuvieran abriendo y cerrando los postigos. Y se puede ver cómo las representantes más tenaces y bellas de toda la flora de Nueva Inglaterra se inclinan al impulso del viento como una enorme congregación de fíeles silenciosos. Y si no hay coches ni aviones, ni ningún tipo que ande por los bosques que hay al oeste del pueblo, disparando a los faisanes y las codornices, si lo único que se oye es el lento latido del propio corazón, entonces uno escucha también otra cosa: el sonido de la vida que se devana hasta llegar al término de su ciclo, en espera de que las primeras nieves celebren los últimos ritos.
2
Ese año, el primer día del otoño (del otoño real, no el del calendario) fue el 28 de septiembre, el día que enterraron a Danny Glick en el cementerio de Harmony Hill.
Las ceremonias en la iglesia fueron privadas, pero las que habían de celebrar junto a la tumba eran para todo el pueblo, y buena parte del pueblo se hizo presente: los compañeros del colegio, los curiosos, y la gente de edad que va cada vez más compulsivamente a los funerales a medida que la vejez va envolviéndolos en la mortaja.
Acudieron por Burns Road en una larga hilera que serpenteaba hasta desaparecer detrás de la siguiente colina. Pese a la luminosidad del día, todos los coches tenían las luces encendidas. Primero iba el coche fúnebre de Carl Foreman, con las ventanillas traseras llenas de flores, seguido por el Mercury 1965 de Tony Glick, cuyo deteriorado tubo de escape prorrumpía en gemidos y explosiones. Tras ellos, en los cuatro coches siguientes, iban los parientes de ambos lados de la familia; hasta había quien venía de tan lejos como Tulsa, Oklahoma. Entre los demás que integraban el largo desfile con las luces encendidas estaban Mark Petrie (el muchacho a quien Ralphie y Danny iban a visitar la noche que desapareció Ralphie), con su madre y su padre; Richie Boddin y su familia; Mabel Werts en un coche en el que también se acomodaban William Norton y su esposa, que, sentada en el asiento de atrás con el bastón entre sus piernas hinchadas, hablaba con inagotable constancia de otros funerales a los que había asistido desde 1930; Lester Durham y su mujer, Harriet; Paul Mayberry y su esposa Glynis; Pat Middler, Joe Crane, Vinnie Upshaw y Clyde Corliss en un coche conducido por Milt Crossen (Milt había abierto la pequeña nevera donde guardaba las cervezas antes de que salieran y todos habían compartido solemnemente una botella frente a la cocina); Eva Miller en un coche en el que también viajaban sus amigas Loretta Starcher y Rhoda Curless, solteronas ambas; Parkins Gillespie y su agente, Nolly Gardener, iban en el coche policial de Salem's Lot (el Ford de Parkins con una insignia pegada en el tablero); Lawrence Crockett y su cetrina mujer; Charles Rhodes, el mordaz conductor de autobuses, que por principio acudía a todos los funerales; la familia de Charles Griffen, con su mujer y dos de sus hijos, Hal y Jack, los únicos de su progenie que seguían viviendo en la casa.
Esa mañana temprano, Mike Ryerson y Royal Snow habían cavado la tumba, disponiendo el césped artificial sobre la tierra extraída. Mike había encendido la Llama del Recuerdo, tal como habían pedido los Glick. Mike recordaba que esa mañana había pensado que Royal no parecía el mismo. Generalmente, Royal era todo bromas y tonadas referentes al trabajo que hacían («Te envuelven en una gran sábana blanca y te entierran para oír crecer las plantas», solía cantar con desafinada voz de tenor), pero esa mañana se había mostrado excepcionalmente callado, sombrío casi. Resaca, tal vez, pensó Mike. Snow y su corpulento amigo, Peters, habían estado bebiendo en el bar de Dell la noche anterior.
Hacía apenas cinco minutos que, al ver el coche fúnebre que se acercaba por la colina, todavía a un kilómetro y medio de distancia, Mike había abierto los portones de hierro, no sin echar una mirada a las alcayatas, como lo hacía siempre desde el día que encontrara a Doc colgado de ellas. Una vez abiertos los portones, volvió hacia la tumba recién abierta, donde esperaba el padre Donald Callahan, el sacerdote de la parroquia de Jerusalem's Lot. Llevaba una estola sobre los hombros, y en la mano sostenía un libro abierto por la página del servicio funerario para niños. Estaban en lo que se llamaba la tercera estación, recordó Mike. La primera era la casa del difunto; la segunda, la pequeña iglesia católica de St Andrew. La última, Harmony Hill. Todo el mundo fuera.
Un escalofrío le estremeció, y Mike bajó la vista hacia el reluciente césped artificial, preguntándose por qué eso tenía que ser parte de todos los funerales. Parecía exactamente lo que era: una barata imitación de la vida, que enmascaraba discretamente los pesados terrones oscuros de la tierra final.
Callahan era un hombre alto, de penetrantes ojos azules y cutis rubicundo, con el pelo gris acerado. A Ryerson, que no había vuelto a ir a la iglesia desde los dieciséis años, le parecía el mejor de los médicos brujos de la zona. John Groggins, el ministro metodista, era un vejestorio hipócrita, y Patterson, de la Iglesia de los Santos y Seguidores de la Cruz del Último Día, estaba como un cencerro. En el funeral celebrado por uno de los diáconos de la iglesia, hacía dos o tres años, Patterson había llegado al extremo de revolcarse por el suelo. En cambio, Callahan parecía bastante buena persona, para ser católico; sus funerales eran serenos y consoladores, e invariablemente cortos. Ryerson dudaba que las venitas rojas que le cubrían la nariz y las mejillas fueran resultado de la oración, pero si Callahan bebía algún que otro trago, eso no era motivo para condenarle. Tal como estaba el mundo, lo asombroso era que todos esos sacerdotes no terminaran en un manicomio.
—Gracias, Mike —dijo el padre Callahan, y miró hacia el cielo luminoso—. Éste va a ser difícil.
—Me imagino. ¿Cuánto durará?
—No más de diez minutos. No quiero prolongar la agonía de los padres. Ya tienen bastante con lo que les espera.
—Ya lo creo —asintió Mike.
Se encaminó hacia el fondo del cementerio, pensando en saltar el muro de piedra, internarse en el bosque y comerse su bocadillo. Sabía, por larga experiencia, que lo último que los sufrientes deudos y amigos quieren ver durante la tercera estación es al sepulturero, con su mono sucio de tierra: era como dejar caer una mancha en la luminosa imagen de inmortalidad y celestiales puertas que se abren que les presentaba el sacerdote.
Cerca del fondo se detuvo y se inclinó a examinar una lápida caída. Al enderezarla, volvió a sentir un escalofrío mientras sacudía la tierra de la inscripción:
HUBERT BARCLAY MARSTEN
6 de octubre de 1889 12 de agosto de 1939
El Ángel de la Muerte
que sostiene la broncínea lámpara
que hay más allá de la puerta de oro
te sumergió en oscuras Aguas
Y debajo, casi borrado por treinta y seis estaciones de heladas y deshielos:
Quiera Dios que descanse en paz.
Todavía vagamente inquieto, y aún sin saber por qué, Mike Ryerson se dirigió al bosque y se sentó junto al arroyo a comer.
3
En su primera época en el seminario, un amigo del padre Callahan le había dado una blasfema estampa que en ese momento le había provocado risas horrorizadas, pero que a medida que pasaban los años le parecía más verdad y menos blasfema: «Que Dios me dé la serenidad de aceptar lo que no puedo cambiar, la tenacidad de cambiar lo que puedo, y la buena suerte de no confundirlos demasiado a menudo.» Todo en letra gótica, con un sol naciente en el fondo.
Ahora, de píe ante los deudos de Danny Glick, el antiguo credo volvía a aflorar.
El féretro, llevado por dos tíos y dos primos del muchacho fallecido, había quedado en el suelo. Marjorie Glick, vestida con un abrigo y sombrero negros con velo, el rostro pálido como un requesón tras la malla de la red, se tambaleaba sostenida por el brazo protector de su madre, aferrada a su bolso negro como si fuera un salvavidas. Tony Glick estaba a cierta distancia de ella, con expresión aturdida y ausente. Varias veces durante el servicio religioso había mirado alrededor, como para asegurarse de que estaba entre esas personas. Su rostro era el de un hombre convencido de que todo es un sueño.
La Iglesia no puede detener ese sueño, pensaba Callahan. Ni toda la serenidad, tenacidad o buena suerte del mundo. La confusión ya había empezado.
Roció con agua bendita el ataúd y la tumba, santificándolos para toda la eternidad.
—Oremos —empezó, y las palabras surgieron melodiosamente de su garganta, como siempre, en el resplandor y la sombra, en la embriaguez o la sobriedad. Los deudos inclinaron la cabeza.
»Señor Dios, por tu misericordia los que han vivido en la fe encuentran la paz eterna. Bendice esta tumba y envía a tu ángel a vigilarla. Recibe en tu presencia el cuerpo de Danny Glick que estamos sepultando y deja que con tus santos se regocije en ti para siempre. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor. Amén. — Amén murmuró la congregación.
Tony Glick miraba alrededor con ojos muy abiertos, alucinados. Su mujer se llevó a la boca un pañuelo de papel.
— Con fe en Jesucristo, traemos reverentemente el cuerpo de este niño para enterrarlo en su humana imperfección. Oremos confiados en Dios, que da vida a todas las cosas, para que Él eleve este cuerpo mortal a la perfección y la compañía de sus santos.
Volvió las páginas del misal. Una mujer de la tercera fila de la herradura en torno de la tumba empezó a sollozar roncamente. En algún rincón del bosque gorjeaba un pájaro.
— Oremos a Nuestro Señor Jesucristo por nuestro hermano Daniel Glick — prosiguió el padre Callahan — .Él nos dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.» Señor, Tú que lloraste a la muerte de Lázaro, tu amigo, consuélanos en nuestro dolor. En nuestra fe te lo pedimos.
— Señor, escucha nuestra súplica — respondieron los católicos.
— Tú que volviste al muerto a la vida, da a nuestro hermano Daniel la vida eterna. En nuestra fe te lo pedimos.
— Señor, escucha nuestra súplica — respondieron las voces. En los ojos de Tony Glick empezaba a expresarse algo; una revelación, tal vez.
— Nuestro hermano Daniel fue lavado por las aguas del bautismo; dale la compañía de todos tus santos. En nuestra fe te lo pedimos.
— Señor, escucha nuestra súplica.
Marjorie Glick había empezado a mecerse atrás y adelante, gimiendo.
— Consuélanos en nuestro dolor por la muerte de nuestro hermano; que nuestra fe sea nuestro consuelo y la vida eterna nuestra esperanza. En nuestra fe te lo pedimos.
— Señor, escucha nuestra súplica. El padre Callahan cerró el misal.
—Oremos como nos enseñó Nuestro Señor —dijo en voz baja—. Padre nuestro que estás en los cielos...
—¿No! —vociferó Tony Glick, y se precipitó hacia adelante—. ¡No vais a echarle tierra a mi hijo!
Las manos que intentaron detenerlo llegaron tarde. Durante un momento, Tony se tambaleó al borde del sepulcro; después el césped artificial se deslizó y cedió, y el hombre cayó en la fosa y chocó contra el féretro de su hijo, con un golpe sordo.
—Danny, ¡sal de ahí! —se desgañitó el padre.
—Oh, Dios —susurró Mabel Werts.
Mientras se apretaba contra los labios un pañuelo de seda negra, sus ojos, brillantes y ávidos, recogieron la escena como una ardilla recoge nueces para el invierno.
—¡Maldita sea, Danny, acaba con esta tontería!
El padre Callahan hizo un gesto a dos de los que habían llevado a pulso el ataúd; los hombres se adelantaron, pero hicieron falta tres más, entre ellos Parkins Gillespie y Nolly Gardener, para poder sacar de la fosa a Tony Glick, que pateaba, aullaba y vociferaba.
—¡Danny, termina de una vez, que estás asustando a mamá! ¡Te voy a dar de azotes por lo que haces! ¡Soltadme! ¡Soltadme... quiero ver a mi hijo! ¡Soltadme, malditos... oh, Dios!
—Padre nuestro que estás en los cielos —volvió a empezar Callahan, y otras voces se le unieron, elevando las palabras hacia el escudo indiferente del cielo.
—... santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad...
—Danny, ven aquí, ¿me oyes? ¿Me oyes?
—„. así en la tierra corno en el cielo. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, y perdónanos...
—Daaannyy...
—... nuestras deudas, así como nosotros perdonarnos a nuestros deudores...
—No está muerto, no está muerto, ¡sobradme, hijos de puta!
—... y no nos dejes caer en la tentación. Mas líbranos del mal. Amén.
—No está muerto —sollozaba Tony Glick—. No puede ser.
Si no tiene más de doce años. —Y empezó a llorar copiosamente, echándose hacia adelante a pesar de los hombres que lo sostenían, con la cara demudada y sucia de lágrimas. Cayó de rodillas a los pies de Callahan y le aferró los pantalones con las manos llenas de tierra—. Por favor, devuélvame a mi hijo. Por favor, no siga burlándose de mí.
Callahan le apoyó ambas manos en la cabeza.
—Oremos —repitió, mientras sentía vibrar contra las piernas los sollozos desgarradores de Glick.
—Señor, consuela en su dolor a este hombre y a su esposa. Tú lavaste a este niño en las aguas del bautismo y le diste nueva vida. Que podamos un día unirnos con él para gozar para siempre de los goces del cielo. Te lo pedimos en el nombre de Jesús, amén.
Al levantar la cabeza, vio que Marjorie Glick se había desmayado.
4
Cuando todos se fueron, Mike Ryerson volvió y se sentó al borde de la tumba a comerse su último bocadillo mientras esperaba a que regresara Royal Snow.
El funeral había sido a las cuatro, y ahora eran casi las cinco. Las sombras se habían alargado y el sol se inclinaba tras los altos robles. Ese estúpido de Royal había prometido estar de vuelta a las cinco menos cuarto a más tardar; ¿dónde demonios estaría?
El bocadillo era de salami y queso, su favorito. Todos los bocadillos que se preparaban eran sus favoritos; ésa era una de las ventajas de estar soltero. Lo terminó y se sacudió las manos; algunas migas de pan cayeron sobre el ataúd.
Alguien estaba observándolo.
Lo sintió súbitamente, con total certeza. Recorrió el cementerio con ojos muy abiertos.
—Royal, ¿estás ahí, Royal?
Nadie respondió. El viento .suspiraba entre los árboles, haciéndoles emitir susurros misteriosos. A la sombra oscilante de los olmos que se alzaban del otro lado del muro, podía ver la lápida de Hubert Marsten, y de pronto se acordó del perro de Win, ensartado en los barrotes del portón de hierro.
Ojos. Fijos e impasibles. Que observaban.
Oscuridad, no me alcances aquí.
Se puso en pie de un brinco, como si alguien hubiera hablado en voz alta.
—Maldito seas, Royal —masculló.
Ya no pensaba que Royal pudiera andar por allí, ni siquiera que volvería. Tendría que hacer el trabajo solo, y le llevaría muchísimo tiempo. Hasta que anocheciera, tal vez.
Se puso a trabajar, sin tratar de comprender el terror que se había adueñado de él, sin preguntarse por qué ese trabajo que jamás le había intranquilizado le parecía ahora tan inquietante.
Con gestos rápidos y precisos sacó las franjas de césped artificial del montón de tierra y las dobló cuidadosamente. Se las colgó del brazo y las llevó a su camión, aparcado del otro lado del portón; una vez fuera del cementerio, la horrenda sensación de ser vigilado se desvaneció.
Puso el césped en la parte de atrás del camión y buscó una pala. Echó a andar, pero vaciló. Cuando miró hacia la tumba abierta, tuvo la sensación de que se burlaba de él.
Se dio cuenta de que la sensación de estar vigilado había desaparecido tan pronto como dejó de ver el féretro que descansaba en el fondo de la fosa. De pronto tuvo la imagen de Danny Glick tendido sobre la almohadita de satén, con los ojos abiertos. No... qué estupidez. Si les cerraban los ojos. Muchas veces se lo había visto hacer a Cari Foreman. «Claro que se los pegamos —le había dicho una vez Cari—. No querrás que el cadáver haga guiños a la gente, ¿no?»
Arrojó una palada de tierra a la fosa, donde cayó con un ruido sordo sobre el cajón de caoba lustrada; Mike dio un respingo. Se enderezó y miró alrededor las ofrendas de flores. Qué desperdicio. Mañana los pétalos estarían todos marchitos. Mike no entendía por qué la gente hacía eso. Si estaban dispuestos a gastar dinero, ¿por qué no enviárselo a la Liga Contra el Cáncer o a la Sociedad de Beneficencia? Así por lo menos serviría de algo.
Echó otra palada a la fosa y volvió a descansar.
Ese ataúd, otro desperdicio. Un hermoso féretro de caoba, de mil dólares por lo menos, y ahí estaba él cubriéndolo de tierra. Los Glick no tenían más dinero que cualquier otro del pueblo, y ¿quién saca un seguro de vida para un chico? Probablemente se habrían endeudado hasta el cuello, y todo por un cajón que iba a la tierra.
Se inclinó a recoger otra palada y volvió a arrojarla de mala gana. Otra vez ese golpe horrible, definitivo. La tapa del ataúd ya estaba semicubierta de tierra, pero seguía distinguiendo el brillo de la caoba, casi como un reproche.
Deja de mirarme, pensó.
Recogió una palada más, no muy grande, y la echó en la fosa.
Las sombras eran ya muy largas. Se detuvo y levantó la vista. Allá estaba la casa de los Marsten, con los postigos cerrados, impasible. El lado este de la casa, el que primero daba los buenos días al sol, miraba directamente hacia el portón de hierro del cementerio, donde Doc...
Se obligó a coger otra palada de tierra y arrojarla en el hoyo.
Bump.
Un poco de tierra se deslizó por los lados, amontonándose en las bisagras de bronce. Ahora, si alguien lo abriera, haría un ruido áspero y chirriante como cuando se abre la puerta de una tumba.
Deja de mirarme, mierda.
Volvió a inclinarse, pero la sola idea de tener que levantar la pala lo agotó, y descansó durante un minuto. Una vez había leído —en el National Enquirer, tal vez— algo sobre un hacendado de Texas que había especificado en su testamento que quería que lo enterraran en un Cadillac. Y lo hicieron, desde luego. Cavaron la fosa con una excavadora y levantaron el coche con una grúa. Por todo el país hay gente que anda por ahí en coches viejos pegados con saliva y atados con alambre de embalar, y uno de esos cerdos ricos se hace enterrar sentado al volante de un coche de diez mil dólares con todos los accesorios...
De pronto se estremeció y dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza. Había estado a punto de... bueno, de caer en un trance, o algo parecido. La sensación de estar vigilado era ahora más intensa.
Miró el cielo y se alarmó al ver cómo había huido la luz. Solamente el piso alto de la casa de los Marsten brillaba ahora a la luz del sol. Su reloj marcaba las seis menos diez. Cristo, ¡había pasado una hora y no había echado más de media docena de paladas de tierra!
Mike se dedicó a hacer su trabajo tratando de no pensar. Bump, bump, bump; ahora el ruido de la tierra al caer sobre la madera se había amortiguado; la tapa del ataúd estaba cubierta, y la tierra se desmoronaba y llegaba casi a la cerradura y el pasador.
Echó dos paladas más y se detuvo.
¿Cerradura y pasador?
Pero ¿por qué, en nombre de Dios, se le ocurría a alguien poner una cerradura a un ataúd? ¿Acaso pensaban que alguien iba a tratar de entrar? Eso tenía que ser. No podían pensar que alguien tratara de salir...
—Deja de mirarme —dijo en voz alta y sintió que el corazón se había alojado en su garganta.
Sintió un súbito impulso de huir de ese lugar, de salir corriendo por el camino hasta llegar al pueblo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse. No era más que sus nervios de punta, nada más. Trabajando en un cementerio, ¿a quién no le pasaba de cuando en cuando? Era como una maldita película de terror, eso de tener que cubrir a ese chico, de doce años nada más, y con los ojos tan abiertos...
—Por favor, ¡basta! —gritó Mike.
Miró con desesperación hacia la casa de los Marsten. Ahora, sólo el techo recibía la luz del sol. Eran las seis y cuarto.
Después empezó a trabajar de nuevo con más rapidez, inclinándose, levantando las paladas e intentando mantener la mente en blanco. Pero la sensación de estar vigilado parecía intensificarse, y cada palada de tierra le resultaba más pesada que la anterior. La tapa de la caja ya estaba cubierta, pero se seguía distinguiendo la forma, amortajada por la tierra.
Empezó a rondarle por la cabeza la plegaria católica por los muertos, sin motivo alguno. Se la había oído recitar a Callahan mientras estaba comiendo, junto al arroyo. También había oído gritos desesperados del padre.
«Oremos por nuestro hermano a Nuestro Señor Jesucristo, que nos dijo... (Oh, padre mío, favoréceme.)»
Se detuvo a mirar inexpresivamente dentro de la tumba. Era muy honda. Las sombras del anochecer inminente se habían derramado ya en su interior, como algo pegajoso y viviente. Todavía era profunda. Mike no podría llenarla antes de que cayera la noche. Imposible.
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá... (Señor de las Moscas, favoréceme.)»
Sí, los ojos estaban abiertos. Por eso se sentía observado, vigilado. Carl no les había puesto suficiente goma y los párpados se habían levantado como los visillos de una ventana, y el chico de los Glick estaba mirándole. Sí, eso era. Tenía que hacer algo.
«...y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente... (Aquí te traigo carne descompuesta y carroña hedionda,)»
Sacar la tierra con la pala. Eso era. Sacar la tierra, romper la cerradura con la pala y abrir el ataúd para cerrar esos ojos espantosamente fijos. Mike no tenía la goma que usaban para eso, pero en el bolsillo llevaba dos monedas de veinticinco centavos. Eso serviría. Plata. Sí, plata era lo que necesitaba el niño.
El sol ya pasaba sobre el techo de la casa de los Marsten, y apenas si rozaba los abetos más altos y más viejos, al oeste del pueblo. Hasta con los postigos cerrados, parecía que la casa estuviera mirándole.
«Tú que volviste al muerto a la vida, da a nuestro hermano Daniel la vida eterna. (Por conseguir tu favor ofrecí el sacrificio. Con la mano izquierda te lo traigo.)»
De pronto, Mike Ryerson saltó dentro de la tumba y empezó a excavar furiosamente, arrojando la tierra fuera en sombrías explosiones. Finalmente la pala chocó con la madera, y Mike empezó a apartar los últimos restos de tierra y pronto se encontró de rodillas sobre el ataúd, golpeando y volviendo a golpear el reborde de bronce de la cerradura.
Por el arroyo, las ranas habían empezado a croar, un chotacabras cantaba en las sombras y más cerca se elevaba la aguda llamada de un grupo de chovas.
Las siete menos diez.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. En el nombre de Dios, ¿qué estoy haciendo?
Arrodillado sobre la tapa del féretro, trató de pensar... pero algo en el fondo de su mente le instaba a darse prisa, a darse prisa porque el sol se iba...
Oscuridad, no me alcances aquí.
Alzó la pala y una vez más la dejó caer sobre la cerradura. Se oyó un chasquido; ya estaba rota.
Levantó la vista, en un último destello de cordura, con la cara sucia y surcada de sudor y tierra, los ojos convertidos en desorbitados globos blancos.
Venus resplandecía en el escote del cielo.
Jadeante, salió de la tumba, se tendió cuan largo era y buscó las manijas de la tapa del ataúd. Las encontró y tiró. La tapa giró sobre sus goznes, con un chirrido como Mike lo había previsto, y al levantarse dejó ver primero el satén blanco, luego un brazo cubierto con una manga oscura (a Danny Glick le habían enterrado con su traje de primera comunión) y después... la cara.
A Mike se le congeló el aliento.
Los ojos estaban abiertos. Tal como él los había visto en su mente. Bien abiertos, y nada vidriosos. A la última luz moribunda del día parecían resplandecer con una vida horrorosa. Y esa cara no tenía la palidez de la muerte; las mejillas parecían rebosar vitalidad.
Trató de apartar los ojos del destello escalofriante de aquella mirada de hielo, y no pudo.
—Jesús... —murmuró.
El arco decreciente del sol se sumergió en el horizonte.
5
Mark Petrie estaba trabajando en la construcción de un monstruo —un Frankenstein— en su habitación, mientras escuchaba la conversación de sus padres abajo, en la sala. Su cuarto estaba en el piso alto de la casa que habían comprado en el sur de Jointner Avenue, y aunque ahora la casa se calentaba con una moderna caldera de petróleo, las viejas bocas de calefacción del primer piso se conservaban. Antes, cuando la calefacción de la casa consistía en una vieja cocina, las tuberías que llevaban el aire caliente habían servido para impedir que el primer piso se enfriara demasiado, pese a lo cual la mujer que desde 1873 a 1896 había vivido allí se llevaba siempre a la cama un ladrillo caliente envuelto en franela. Ahora, las tuberías servían para otros fines. Eran excelentes conductores del sonido.
Aunque sus padres estuvieran en la sala, lo mismo podrían haber estado hablando de él al otro lado de la puerta.
Una vez en que su padre le había sorprendido escuchando a la puerta en su anterior casa, cuando Mark sólo tenía seis años, le espetó un viejo proverbio: Ir por lana y volver trasquilado. Eso quería decir, le había explicado el padre, que uno puede oír que dicen de él algo que tal vez no sea precisamente de su agrado.
Claro que había otro proverbio, también: Hombre prevenido vale por dos.
A sus doce años, Mark Petrie era más menudo que lo habitual para su edad, y de aspecto un tanto delicado. Sin embargo, se movía con una gracia y una ligereza poco comunes en los muchachos de esa edad, que suelen parecer todo codos, rodillas y cardenales. De cutis blanco, casi lechoso, sus rasgos, que cuando fuera mayor serían considerados aquilinos, parecían ahora levemente femeninos, cosa que ya le había traído algunos inconvenientes antes del incidente con Richie Boddin en el colegio, de manera que había decidido encararlo a su manera. Empezó por un análisis del problema. Decidió que la mayoría de los matones eran grandes, feos y torpes. Asustaban a la gente porque podían hacerle daño. Y para eso, en la pelea eran sucios. De manera que si uno no tenía miedo de que le hicieran daño, y si estaba dispuesto a pelear sucio, podía ganarle a un matón. Richard Boddin había sido la primera confirmación cabal de su teoría. En la pelea del colegio, él y el matón habían empatado (lo que en cierto modo había sido una victoria; el matón, magullado pero no sometido, había proclamado a toda la comunidad escolar que él y Mark Petrie eran aliados. Mark, que pensaba que aquel bravucón era un idiota, no le contradijo. Él sabía ser discreto. Hablar con los bravucones no servía de nada. Al parecer, el único idioma que entendían los Richie Boddin de este mundo eran los golpes, y Mark suponía que por eso el mundo había ido siempre tan mal. Ese día le habían mandado a su casa, y su padre se había enojado, hasta que Mark, resignado a recibir los rituales azotes con un periódico doblado, le dijo que, en el fondo, Hitler no había sido más que un Richie Boddin. Eso había hecho que su padre riera hasta desternillarse, y hasta su madre esbozó una risita. Y había evitado los azotes.
—¿Tú crees que le ha afectado, Henry? —preguntaba en ese momento June Petrie.
—Es... difícil decirlo. —Por la pausa, Mark supo que su padre estaba encendiendo la pipa—. Hay que ver la cara inexpresiva que tiene.
—Sin embargo, las aguas quietas son profundas.
Su madre siempre andaba diciendo cosas como las aguas quietas son profundas, o es el largo camino del que no se vuelve. Mark les quería mucho a los dos, pero a veces le parecían tan pesados como algunos libros de la biblioteca... e igualmente polvorientos.
—Piensa que venía a ver a Mark —continuó ella—. A jugar con su tren eléctrico... y ahora, ¡uno muerto y el otro desaparecido! No te engañes, Henry. El chico debe sentirse afectado.
—Tiene los pies muy bien puestos en la tierra —insistió el señor Petrie—. Y estoy seguro de que, sienta lo que sienta, mantiene el dominio de sí.
Mark encoló el brazo izquierdo del Frankenstein en el hueco del hombro. Era un modelo Aurora, con un tratamiento especial que le daba un resplandor verde en la oscuridad, como el Jesús de plástico que había ganado por aprenderse de memoria todo el Salmo 119 en la escuela dominical.
—A veces pienso que deberíamos haber tenido otro —decía en ese momento su padre—. Entre otras cosas, habría sido bueno para Mark.
—No será porque no lo hayamos intentado, cariño —repuso su madre con tono picaresco.
Un gruñido de su padre.
Se produjo una larga pausa en la conversación. Mark sabía que su padre estaría hojeando el Wall Street Journal, y su madre una novela de Jane Austen, o tal vez de Henry James. Las leía una y otra vez, y maldito si Mark le veía algún sentido a leer más de una vez un libro.
—¿No te parece peligroso dejarlo jugar en el bosque detrás de la casa? —preguntaba ahora su madre—. Dicen que por algún lado hay arenas movedizas.
—A varios kilómetros de aquí.
Mark se relajó un poco y pegó el otro brazo del monstruo. Tenía una gran mesa cubierta de monstruos terroríficos Aurora, formando una escena que su propietario alteraba cada vez que agregaba un elemento nuevo al conjunto. Era una colección muy buena. En realidad, era eso lo que iban a ver Danny y Ralphie la noche que... lo que fuera.
—No creo que haya inconveniente —declaró su padre—. Mientras sea de día, claro.
—Bueno, pues espero que ese funeral espantoso no le provoque pesadillas.
Mark casi podía ver el encogimiento de hombros de su padre.
—Tony Glick... pobre hombre. Pero el dolor y la muerte son parte de la vida. Ya debería estar acostumbrado a la idea.
—Tal vez.
Otra pausa.
Mark se preguntó qué seguiría ahora. El niño es el padre del hombre, tal vez. O es el arbolito joven al que hay que enderezar. Mark encoló el monstruo sobre su base, un túmulo con una lápida torcida en el fondo.
—En medio de la vida, estamos en la muerte. Lo que es yo, podría tener pesadillas.
—¿Sí?
—Ese señor Foreman debe ser un verdadero artista, por espantoso que suene. Si realmente parecía dormido, como si en cualquier momento fuera a abrir los ojos y bostezar y... No sé por qué la gente insiste en torturarse con esos servicios con el ataúd abierto. Es tan pagano...
—En fin, ya pasó.
—Sí, claro. Es un buen chico, ¿no te parece, Henry?
—¿Mark? Mejor no lo hay.
Mark sonrió.
—¿Habrá algo interesante en la televisión?
—Veámoslo.
Mark prescindió de lo demás; lo importante había terminado. Puso el modelo sobre el alféizar de la ventana, para que se secara y endureciera. Dentro de quince minutos, su madre le llamaría para decirle que tenía que acostarse. Sacó su pijama del cajón superior de la cómoda y empezó a desvestirse.
En realidad, su madre se preocupaba sin necesidad por su equilibrio psíquico, en modo alguno frágil. Tampoco había motivos especiales para que lo fuera; en casi todos los aspectos, y pese a su constitución menuda y graciosa, Mark era un muchacho típico. Su familia era de clase media alta y aún seguía ascendiendo; el matrimonio de sus padres era sólido. Los dos se amaban con firmeza, aunque en forma un tanto insípida. En la vida de Mark jamás había habido ningún trauma importante. Las pocas peleas que había tenido en la escuela no le habían dejado cicatrices. Se llevaba bien con sus compañeros, y en general tenía las mismas aficiones que ellos.
Si algo hacía de él un ser aparte, era su reserva, un calmo autodominio que nadie le había inculcado; aparentemente, Mark había nacido así. Cuando su perrito Chopper fue atropellado por un coche, Mark insistió en ir con su madre al veterinario. Cuando éste le dijo: «Tendremos que dormir a tu perro, hijo mío. ¿Comprendes por qué?» Mark contestó: «No le van a hacer dormir. Lo van a matar con gas, ¿no es eso?» El veterinario asintió. Mark le dijo que estaba bien, que lo hiciera, pero primero besó a Chopper. Le había dolido, pero no había llorado, ni las lagrimas habían aflorado. Su madre sí había llorado, pero tres días después, Chopper era para ella parte de un nebuloso pasado, cosa que nunca sería para Mark. Ése era el valor de no llorar. Llorar era como desparramarlo todo por el suelo.
A Mark le había conmovido la desaparición de Ralphie Glick, y también la muerte de Danny, pero no se había sentido asustado.
Había oído decir a un hombre en la tienda que tal vez Ralphie hubiera sido atacado por un maníaco sexual. Mark sabía lo que era eso. Eran tipos que le hacían a uno algo terrible, y después lo estrangulaban (en las historietas, el tipo a quien estrangulaban siempre decía Aarrjj) y lo enterraban en un pozo de escombros o debajo de las tablas de algún cobertizo abandonado. Si alguna vez un maníaco sexual le ofrecía caramelos, Mark le daría una patada en los huevos y escaparía por piernas.
—¿Mark? —se oyó la voz de su madre, por la escalera.
—Soy yo —respondió, y volvió a sonreír.
—Cuando te laves, no te olvides de las orejas.
—Descuida.
Bajó a la sala para darles el beso de buenas noches, con sus movimientos leves y graciosos, no sin echar un último vistazo a la mesa donde se desplegaban sus monstruos: Drácula, con la boca abierta, mostrando los colmillos, amenazaba a una muchacha tendida en el suelo, mientras el Médico Loco torturaba a una mujer en el potro y Mr. Hyde se acercaba furtivamente a un anciano que regresaba a su casa.
¿Que si entendía la muerte? Desde luego. Era cuando los monstruos se adueñaban de uno.
6
Roy McDougall arrimó el coche a su remolque a las ocho y media y detuvo el motor del viejo Ford. El tubo de escape estaba casi desprendido, las luces intermitentes no funcionaban y el seguro le vencía el mes próximo. Vaya coche. Vaya vida. Dentro de la casa, el crío lloraba y Sandy le gritaba. Estupendo, el matrimonio.
Bajó del coche y tropezó con una de las losas que desde el último verano estaba pensando en usar para hacer un camino desde los escalones del remolque a la entrada.
—A la mierda —masculló, echando una mirada furibunda a las losas mientras se frotaba la espinilla.
Estaba muy borracho. Desde que saliera del trabajo, a las tres, había estado bebiendo en el bar de Dell, con Hank Peters y Buddy Mayberry. A Hank le habían despedido hacía pocos días, y parecía decidido a beberse toda la indemnización. Roy sabía lo que Sandy pensaba de sus amigos. Bueno, pues que se fuera a la mierda. Reprocharle a un hombre que se tomara unas cervezas el sábado y el domingo después de haberse deslomado toda la semana en la maldita tejeduría... y las horas extra del fin de semana, además. ¿Quién era ella para hacerse la santa? Si se pasaba todo el día sentada en la casa sin nada que hacer, a no ser charlar con el cartero y vigilar que el crío no se metiera gateando dentro del horno. Y de todas maneras, ni siquiera le había vigilado muy bien últimamente. El maldito mocoso se había caído de la mesa mientras 'lo mudaba.
«¿Y tú dónde estabas?» «Yo le estaba sosteniendo, Roy. Pero es que se mueve tanto.»
Se mueve. Sí.
Todavía echando chispas, se acercó a la puerta. Le dolía la pierna que se había golpeado. Y no era de ella de quien podía esperar compasión. Vaya, ¿qué hacía ella mientras él sudaba la gota gorda con ese maldito capataz? Leer revistas del corazón y comer bombones de fruta, o ver la televisión y comer bombones, o charlar por teléfono con sus amigas y comer bombones. Le estaban saliendo granos en el cuerpo y la cara.
De un empujón, abrió la puerta y entró.
La escena le golpeó como un mazazo, atravesando la bruma de la cerveza: el bebé, desnudo y vociferante, sangraba por la nariz; Sandy lo tenía en brazos, y su blusa sin mangas estaba manchada de sangre, mientras miraba a Roy por encima del hombro de la criatura, contraído el rostro por la sorpresa y el miedo; el pañal estaba en el suelo.
Randy, con los ojos rodeados de círculos oscuros, levantó las manos en un gesto de súplica.
—¿Qué cono pasa aquí? —preguntó lentamente Roy.
—Nada, Roy. Es que...
—Le has pegado —la acusó él con una voz sin inflexión—. Como no se estaba quieto mientras lo cambiabas, le has pegado.
—No —respondió ella—. Se volvió de repente y se golpeó la nariz, nada más.
—Tendría que matarte a golpes —siseó Roy.
—Roy, es sólo que se golpeó la nariz...
Él se relajó de pronto.
—¿Qué hay para comer?
—Hamburguesas, pero se me han quemado —respondió Sandy.
Se sacó el faldón de la blusa de los téjanos para secarle la nariz a Randy. Roy vio el michelín que se le estaba formando. No había adelgazado después de tener el bebé. No le importaba.
—Hazlo callar.
—Pero no...
—¡Hazlo callar! —vociferó Roy, y Randy, que para entonces ya comenzaba a callarse, volvió a estallar en llanto.
—Le daré un biberón —dijo Sandy, y se levantó.
—Y prepárame la cena. —Roy empezó a quitarse la chaqueta—. Dios, qué asco de casa. ¿Qué cono haces durante todo el día, te masturbas?
—¡Roy! —protestó Sandy, escandalizada.
Después dejó escapar una risita. Su frenético estallido de furia con el bebé que no se estaba quieto mientras ella le cambiaba los pañales empezaba a parecerle lejano, como algo sucedido en alguna de las series de la tarde, en Centro Médico.
—Prepárame la comida y después limpia un poco esta pocilga.
—Está bien. Sí, enseguida. —Sandy sacó un biberón de la nevera, puso a Randy en el parque y se lo dio. El niño empezó a chupar apáticamente, mientras sus ojos iban en pequeños círculos prisioneros del padre a la madre.
—Roy.
—¿Eh? ¿Qué hay?
—Se acabó.
—¿El qué?
—Ya sabes. ¿Quieres? ¿Esta noche?
—Sí, claro —respondió él—. Desde luego.
Qué vida. Vaya vida de mierda, volvió a pensar.
7
Nolly Gardener estaba escuchando rock por la WLOB y haciendo chascar los dedos, cuando sonó el teléfono. Parkins dejó la revista de crucigramas.
—Baja un poco eso, ¿quieres? —pidió.
—Sí, Park. —Nolly bajó el volumen de la radio y siguió chascando los dedos.
—¿Diga? —atendió Parkins.
—¿Agente Gillespie?
—Sí.
—Habla Tom Hanrahan, señor. Tengo la información que usted necesitaba.
—Vaya, me alegro.
—Sin embargo, no es mucho lo que tenemos para usted.
—Lo que sea estará bien —respondió Parkins—. ¿Qué han averiguado?
—Ben Mears fue interrogado a raíz de un fatal accidente de tráfico ocurrido en el estado de Nueva York, en mayo de 1973. No se formularon cargos. Fue un choque en motocicleta, y su esposa Miranda se mató. Los testigos declararon que él conducía despacio y las pruebas de alcoholemia dieron negativo. Parece que resbaló en un sitio húmedo. En política, es de izquierdas. Participó en una marcha por la paz en Princeton, en 1966. Habló en una manifestación antibelicista en Brooklyn, en 1967. En marchas sobre Washington en 1968 y 1970. Arrestado durante una marcha de la paz en San Francisco, en noviembre de 1971. Es todo lo que tenemos sobre él.
—¿Qué más?
—Kurt Barlow. Es inglés naturalizado, no de nacimiento. Nació en Alemania y marchó a Inglaterra en 1938, al parecer huyendo de la Gestapo. Sus datos no los tenemos, pero es probable que ande por los setenta. Su apellido real es Breichen. Desde 1945 está en Londres, en el negocio de importación exportación, pero es un tipo escurridizo. Straker es su socio desde entonces, y parece que es el que se encarga de tratar con el público.
—¿Ah, sí?
—Straker es inglés de nacimiento. Cincuenta y ocho años. El padre era ebanista en Manchester. Parece que le dejó bastante dinero, y que a Straker le ha ido bien. Hace dieciocho meses, los dos solicitaron visados para pasar una larga temporada en Estados Unidos. Es lo único que sabemos, aparte de que es posible que haya entre ellos una relación homosexual.
—Aja —asintió Parkins, y suspiro—. Más o menos lo que me imaginaba.
—Si necesita algo más, podemos preguntar a la CID y a Scotland Yard.
—No, es suficiente.
—Otra cosa, no existe relación entre Mears y los otros dos, salvo que la mantengan en secreto.
—Perfecto. Gracias.
—Cuando necesite algo, llame.
—Así lo haré, gracias.
—Volvió a poner el receptor en la horquilla y se quedó mirándolo pensativamente.
—¿Quién era, Park? —preguntó Nolly, mientras volvía a subir la radio.
—Del Café Excellent. No tienen sandwiches de jamón con pan de centeno. Únicamente de queso y ensalada.
—Si quieres, tengo frambuesas en mi escritorio.
—No, gracias —declinó Parkins, y volvió a suspirar.
8
El vertedero aún seguía humeando.
Dud Rogers caminaba por el borde, olfateando la fragancia de la basura quemada. Bajo sus pies, pequeñas botellas se hacían pedazos, y a cada paso se elevaban negras bocanadas de polvo ceniciento. En el lugar destinado a quemar la basura, un amplio lecho de carbones intensificaba o disminuía su resplandor según los caprichos del viento, recordando a un enorme ojo carmesí que se abriera y se cerrara, el ojo de un gigante. De vez en cuando se oía alguna pequeña explosión ahogada, el estallido de algún aerosol o de una bombilla. Esa mañana, al encender el fuego, habían salido muchísimas ratas del vertedero, más de las que Dud había visto nunca. Había matado a tiros unas tres docenas, y la pistola estaba caliente cuando volvió a enfundarla. Y eran enormes: algunas medían sesenta centímetros, desde la cabeza a la punta de la cola. Era extraño cómo aumentaba o disminuía su número según los años. Tal vez tuviera algo que ver con el tiempo. Si seguían aumentando, tendría que empezar a ponerles cebos envenenados, cosa que no había hecho desde 1964.
Ahí iba una ahora. Dud sacó la pistola, le quitó el seguro, apuntó y disparó. El proyectil levantó la tierra frente a la rata, hasta salpicarla. Pero en vez de escapar, el animal se sentó sobre las patas traseras y le miró, mientras las cuencas rojizas de sus ojillos brillaban al resplandor del fuego. ¡Vaya si eran atrevidas esas ratas!
—Adiós, señora rata —murmuró Dud y volvió a disparar.
La rata se desplomó, estremeciéndose.
Dud fue hasta ella y la volvió con su bota de trabajo. La rata mordió débilmente el cuero, mientras sus costados se movían apenas.
—Hija de puta —masculló Dud, y le aplastó la cabeza.
Se puso en cuclillas para mirarla y se encontró pensando en Ruthie Crockett, que no usaba sostén. Cuando se ponía uno de esos suéteres que se adherían al cuerpo, se le traslucían con tanta claridad los pezoncillos, endurecidos por el roce contra la lana, y si un hombre pudiera adueñarse de ellos y frotárselos un poco, un poco nada más, una perra como ésa estaría inmediatamente dispuesta a irse a la cama con ese hombre...
Levantó la rata por la cola y la hizo oscilar como un péndulo.
—¿Qué te parecería encontrarte a doña rata en tu caja de lápices, Ruthie?
Aquello le hizo gracia, y Dud dejó escapar una risita aguda. Luego arrojó la rata hacia el centro del vertedero. Al hacerlo, se dio la vuelta y divisó una figura, una silueta alta y delgada, unos cincuenta pasos hacia la derecha.
Dud se restregó las manos contra sus pantalones verdes, y echó a andar hacia allí.
—El vertedero está cerrado, señor.
El hombre se volvió hacia él. El rostro que apareció al rojo resplandor del fuego moribundo era taciturno y de pómulos salientes. El pelo blanco estaba veteado de mechones grises. El tipo se lo había apartado de la frente alta y cerúlea con un gesto de concertista maricón. Los ojos reflejaban el resplandor carmesí de los tizones, que los hacía parecer inyectados en sangre.
—¿ Ah, sí? —preguntó el hombre, con un débil acento francés o centroeuropeo—. He venido para mirar el fuego. Es muy hermoso.
—Sí —coincidió Dud—. ¿Vive usted aquí?
—Hace poco que resido en su hermoso pueblo, sí. ¿Mata muchas ratas?
—Algunas, sí. Últimamente hay millones de estas hijas de puta. ¿No es usted el tipo que compró la casa de los Marsten?
—Depredadores —reflexionó el hombre mientras entrelazaba las manos a la espalda. Dud observó con sorpresa que llevaba un traje, con chaleco y todo—. Adoro a los depredadores de la noche. Las ratas... los lobos. ¿No hay lobos en esta zona?
—No —le informó Dud—. Hace un par de años, un tipo de Durham atrapó un coyote, Y hay una manada de perros salvajes que atacan a los ciervos...
—Perros —repitió el extranjero, con un gesto de desprecio—. Miserables animales que tiemblan y aúllan al sonido de un paso extraño. No sirven más que para aullar y arrastrarse. Hay que matarlos, es lo que siempre digo. ¡A todos!
—Bueno, yo no pienso de esa manera —objetó Dud, dando un paso hacia atrás—. Siempre es agradable tener alguien que salga a recibirlo a uno, sabe... demonios, los domingos el vertedero se cierra a las seis y ya son las nueve y media y...
—Muy bien.
Pero el extranjero no hizo ademán alguno de moverse. Dud pensó que había sacado ventaja al resto del pueblo. Todo el mundo conjeturaba cómo sería ese tipo, Straker, y el era el primero en enterarse, aparte Larry Crockett, tal vez, que se las traía. La próxima vez que bajara al pueblo a comprarle cartuchos al remilgado de George Middler, le dejaría caer como quien no quiere la cosa:
«Hace unos días vi por la noche a ese tipo nuevo.» «¿Cómo, quién?» «Ya sabes, el que compró la casa de los Marsten. Bastante simpático. Tenía un acento centroeuropeo.»
—¿No hay fantasmas en esa casa? —preguntó, cuando el otro no dio muestras de largarse.
—¡Fantasmas! —sonrió el viejo, y había algo inquietante en su sonrisa. Un tiburón podría sonreír así—. No; fantasmas no. —Al repetirla, enfatizó débilmente la palabra, como si en la casa pudiera haber algo mucho peor.
—Bueno... se está haciendo tarde y... en realidad, es hora de que se vaya, ¿señor...?
—Es agradable hablar con usted —objetó el visitante y por primera vez volvió la cara hacia Dud y lo miró a los ojos. Ojos muy apartados, enrojecidos todavía por el sombrío resplandor del fuego. Aunque fuera mala educación, no había manera de apartar la vista de ellos—. ¿No tiene inconveniente en que conversemos un poco más, no?
—No, claro que no —respondió Dud, y su voz le sonó muy lejana.
Aquellos ojos parecían expandirse, crecer, como oscuros pozos cercados de fuego, pozos donde uno podía caerse y ahogarse.
—Gracias. Dígame... esa joroba que tiene en la espalda, ¿no le resulta molesta para su trabajo?
—No —contestó Dud, que seguía sintiéndose muy lejano. Que me cuelguen si no me está hipnotizando, pensó. Como aquel tipo de la feria de Topsham... ¿cómo se llamaba? El señor Mefisto. Le dormía a uno y le hacía hacer toda clase de cosas graciosas, portarse como un pollo, o dar vueltas corriendo como un perro, o contar lo que pasó en la fiesta que celebraron cuando cumplió los seis años. Por Dios si reímos cuando hipnotizó al viejo Reggie Sawyer...
—¿Tampoco le produce otro inconveniente?
—No... bueno... —Fascinado, seguía mirando aquellos ojos.
—Vamos, dígalo —le instó suavemente—. ¿No somos amigos, acaso? Cuéntemelo.
—Bueno... las chicas... las chicas, ya sabe.
—Naturalmente. —La voz era comprensiva—. Las chicas se ríen de usted, ¿no es eso? No tienen idea de su virilidad. Ni de su fuerza.
—Exactamente —susurró Dud—. Se ríen. Ella se ríe.
—¿Quién es ella?
—Ruthie Crockett. Es... es... —La idea se le fue, pero no importaba. Nada importaba, salvo esa paz. Esa paz completa que sentía.
—¿Es ella quien hace los chistes? ¿Y oculta las risitas con la mano? ¿Y da con el codo a sus amigas cuando usted pasa?
—Sí...
—Pero usted la desea —insistió la voz—. ¿No es eso?
—Oh, sí...
—Pues la conseguirá. Estoy seguro.
Había algo placentero en todo aquello. A lo lejos, le parecía oír voces dulces que entonaban palabras obscenas. Campanas de plata... rostros blancos... la voz de Ruthie Crockett. Casi podía verla, sosteniéndose los pechos con las manos, dos maduras semiesferas blancas mientras la voz susurraba: Bésamelos, Dud... muérdemelos... chúpamelos...
Era como ahogarse. Ahogarse en los ojos del viejo.
Mientras el hombre se le acercaba, Dud lo comprendió todo y lo aceptó, y cuando sintió el dolor, era dulce como la plata y verde como el mar.
9
La mano le temblaba, y en vez de aferrar la botella, los dedos la hicieron saltar del escritorio y caer con un golpe sordo sobre la alfombra, donde se quedó gorgoteando whisky.
—¡Mierda! —masculló el padre Callahan mientras se inclinaba a levantarla antes de que se perdiera todo.
En realidad no había mucho que perder. Volvió a ponerla sobre el escritorio (lejos del borde) y fue a la cocina en busca de un trapo y una botella de líquido limpiador. Cualquier cosa con tal que la señora Curless no encontrara una mancha de whisky junto a la pata de su escritorio. Ya era bastante difícil aceptar sus bondadosas miradas de compasión en las largas mañanas en que se sentía un poco deprimido... Con resaca, querrás decir.
Sí, con resaca, está bien. Es hora de enfrentar la verdad, indudablemente. Saber la verdad te hará libre. Espadachín de la verdad.
Encontró una botella de algo que se llamaba E—Vap, un nombre bastante parecido al ruido de un vómito («¡E—Vap!», graznaba el viejo borrachín mientras lanzaba el almuerzo) y se la llevó al estudio, sin hacer eses. «Fíjate, Ossifer, voy a andar derecho por la línea blanca hasta el semáforo.»
A sus cincuenta y tres años, Callahan era imponente. El pelo de plata, los ojos de un azul límpido (ahora un poco estriados de rojo) rodeados por las patas de gallo de su risa irlandesa, la boca firme, y más firme aún el mentón ligeramente hendido. Algunas mañanas, al mirarse en el espejo, pensaba que cuando cumpliera los sesenta abandonaría el sacerdocio para irse a Hollywood, donde conseguiría trabajo haciendo de Spencer Tracy.
—Padre Flanagan, ¿dónde está usted cuando lo necesitamos? —masculló mientras se agachaba junto a la mancha. Con los ojos entrecerrados, leyó las instrucciones en la etiqueta del frasco y echó sobre la mancha un chorro de E—Vap. La mancha se puso blanca y empezó a burbujear. Un poco alarmado, Callahan volvió a consultar la etiqueta.
—Para manchas muy rebeldes —leyó en voz alta, con la riqueza de inflexiones que tanto prestigio le había ganado en la parroquia después de los largos sermones punteados por chasquidos de la dentadura postiza del pobre y anciano padre Hume—, déjese actuar de siete a diez minutos.
Se dirigió a la ventana del estudio, que daba Elm Street y, del lado más alejado, a St, Andrew.
Bueno, bueno, pensó. Heme aquí, el domingo a la noche, otra vez borracho.
Bendígame, padre, porque he pecado.
Si uno iba despacio y seguía trabajando (durante sus largas veladas solitarias, el padre Callahan trabajaba en sus notas. Hacía casi siete años que había empezado a escribirlas, supuestamente para un libro sobre la Iglesia católica en Nueva Inglaterra, aunque de vez en cuando sospechaba que el libro jamás terminaría de escribirse. En realidad, las notas y su problema de alcoholismo habían empezado al mismo tiempo. Génesis, 1,1: «En el principio era el whisky,, y el padre Callahan dijo: "Háganse las Notas" Apenas si se daba cuenta del lento avance de la ebriedad.
Ha pasado por lo menos un día desde mi última confesión.
Eran las once y media, y al mirar por la ventana vio una oscuridad uniforme, rota solamente por el círculo que formaba la farola de la calle instalada frente a la iglesia. En cualquier momento, en esa mancha podía aparecer Fred Astaire, bailando con su sombrero de copa, frac, polainas y zapatos blancos, haciendo girar su bastón. Ginger Rogers lo estaría esperando y ambos evolucionarían al compás de Siento otra vez la tristeza cósmica de E—Vap.
Apoyó la frente contra el cristal, dejando que el hermoso rostro que en alguna medida había sido su maldición se relajara en las líneas de un distraído cansancio.
Padre, soy un borracho y un mal sacerdote.
Con los ojos cerrados podía ver la penumbra del confesionario, podía sentir cómo sus dedos corrían la ventanilla y levantaban el telón sobre todos los secretos del corazón humano, podía oler el barniz y el añejo terciopelo de los bancos, y el sudor de los viejos; podía saborear el rastro de alcali en su saliva.
Bendígame, padre, (Rompí el coche de mi hermano, azoté a mi mujer, espié por la ventana a la señora Sawyer mientras se desvestía, mentí, estafé, tuve pensamientos lujuriosos, siempre yo, yo, yo.) porque he pecado.
Abrió los ojos, pero Fred Astaire todavía no había aparecido. Al dar la medianoche, tal vez. Su pueblo dormía. Salvo...
Levantó los ojos. Sí, allá arriba las luces estaban encendidas.
Pensó en la chica de Bowie —no, McDougall, ahora se llamaba señora McDougall—, que con una vocecita quebrada le había dicho que había pegado al bebé, y cuando le preguntó cuántas veces, pudo percibir cómo giraban las ruedas en su mente, calculando sesenta veces, o ciento veinte. Triste excusa para un ser humano. El padre Callahan había bautizado al bebé. Randall Fratus McDougall. Concebido en el asiento trasero del coche de Royce McDougall, probablemente durante la segunda película de un programa doble en el cine al aire libre. Una criatura minúscula y chillona. Se preguntó si Sandy sabía o sospechaba que él sentía deseos de sacar ambas manos por la ventanuca y aferrar el alma que aleteaba y se retorcía del otro lado, y estrujarla hasta que gritara. Tu penitencia son seis golpes en la cabeza y una buena patada en el culo. Vete y no peques más.
—Sórdido —dijo en voz alta.
Pero había algo más que sordidez en el confesionario; no era sólo eso lo que le enervaba, lo que lo había empujado hacia ese club cada vez más numeroso, la Asociación de Sacerdotes Católicos de la Botella y la Orden del Caballo Blanco. Era el mecanismo constante, ciego, mortal de la Iglesia, aplastando todos los pecadillos en su interminable movimiento de lanzadera hacia el cielo. Era el reconocimiento ritual del mal por una Iglesia que ahora se preocupaba más por los males sociales; la expiación recitada en cuentas de rosario por ancianas cuyos padres habían hablado lenguas europeas. Era la presencia real del mal en el confesionario, tan real como el olor del terciopelo viejo. Pero un mal impremeditado y estúpido frente al cual no cabía misericordia ni represalia. El puño que se estrellaba contra el rostro del bebé, el neumático destripado con una navaja, la pelea en el bar, la inserción de hojitas de afeitar en las manzanas de caramelo, todos los constantes e insípidos calificativos que es capaz de vomitar la mente humana en sus laberínticos giros y retorcimientos. «Caballeros, esto se cura con mejores prisiones. Mejor Policía. Mejores organismos de servicios sociales. Mejor control de la natalidad. Mejores técnicas de esterilización, mejores abortos. Caballeros, si arrancamos este feto del útero convertido en una masa sanguinolenta de brazos y piernas informes, jamás llegará a matar a martillazos a una anciana. Señoras, si atamos a este hombre a una silla y lo freímos como una chuleta de cerdo, no volverá a torturar y matar más niños. Compatriotas, si aprobamos esta ley de eugenesia, puedo garantizaros que nunca más...»
Mierda.
Hacía ya unos tres años tal vez que veía con claridad lo que le sucedía. La imagen había ganado en definición, como una película desenfocada que se va ajustando hasta que cada línea aparece nítida. El padre Callahan estaba ávido de un desafío. Los sacerdotes nuevos lo tenían: era la discriminación racial, el movimiento de liberación femenina, incluso el movimiento de liberación de los homosexuales; la pobreza, la insania, la ilegalidad. A él le hacían sentir incómodo. Los únicos sacerdotes con conciencia social con quienes se sentía cómodo eran los que se habían opuesto en actitud militante a la guerra de Vietnam. Ahora que su causa había pasado de moda, se sentaban a hablar de marchas y manifestaciones como los viejos matrimonios que evocan su luna de miel o sus primeros viajes en tren. Pero Callahan no pertenecía ni a los sacerdotes nuevos ni a los viejos; se encontraba preso en el papel de un tradicionalista que ya no puede creer en sus postulados básicos. Quería mandar una división del ejército de... ¿quién? Dios, el bien, el derecho, no eran más que nombres para la misma cosa..., la batalla contra el mal. Él quería problemas y batallas, nada de quedarse en la puerta de los supermercados repartiendo octavillas sobre el boicot a las lechugas o la huelga de las uvas. Quería ver el mal despojado del manto con que seducía a la gente, quería verlo inequívoco y conocer cada rasgo de su faz. Quería enfrentarse mano a mano con el mal, como Mohamed Alí con Joe Frazier, los Celtics con los Knicks, Jacob con el ángel. Quería que su lucha fuera pura, que no estuviera contaminada por la política que cabalgaba a lomos de todos los problemas sociales como un deforme gemelo siamés. Era lo que había deseado desde que pensó en ser sacerdote; era una llamada que había oído cuando tenía catorce años, cuando se sintió exaltado por la historia de san Esteban, el primer mártir cristiano, que había muerto lapidado y había visto a Cristo en el momento de morir. El cielo ofrecía un pálido atractivo comparado con el de luchar —de perecer tal vez— al servicio del Señor.
Pero no había batallas. Apenas pequeñas escaramuzas de resultado indefinido. Y el mal no tenía solamente un rostro sino muchos, y todos esos rostros eran vanos y casi todos tenían el mentón pegajoso de baba. En realidad estaba llegando a la forzosa conclusión de que en el mundo no había nada que fuera el Mal,
sino apenas el mal... En momentos así sospechaba que Hitler no había sido más que un burócrata acorralado, y que el propio Satán era un retrasado mental con un sentido del humor rudimentario, como el de los que encuentran divertidísimo darles a las gaviotas un petardo oculto en un trozo de pan.
Las grandes batallas sociales, morales y espirituales de la época habían quedado reducidas a Sandy McDougall, que le aplastaba la nariz a su bebé, y cuando el chico creciera le daría de bofetadas a su propio hijo. «Oh mundo interminable, aleluya, viva la mantequilla de cacahuete. Santa María, llena eres de gracia, ayúdame a ganar esta carrera en la que se conoce el nombre del ganador incluso antes de correr.»
Era más que sórdido. Era escalofriante, en sus consecuencias para cualquier definición coherente de la vida, y quizá hasta del cielo. ¿Qué era el cielo? ¿Una eternidad de loterías de parroquia, juegos en parques de atracciones, carreras por el centro de una ciudad en calles sin semáforos?
Dirigió la mirada al reloj de la pared. Seis minutos después de la medianoche, y todavía ni rastro de Fred Astaire ni de Ginger Rogers. Ni de Mickey Rooney siquiera. Pero el E— Vap había tenido tiempo de actuar. Ahora pasaría la aspiradora y al día siguiente la señora Curless no lo miraría con esa expresión compasiva, y la vida seguiría adelante. Amén.
SIETE
MATT
1
El martes, al final de la tercera hora, Matt fue hacia su despacho, donde Ben Mears estaba esperándole.
— Hola — le saludó — . Has sido puntual. Ben se levantó a estrecharle la mano.
— Creo que es la maldición de la familia. Oye, los chicos no me comerán, ¿verdad?
— Claro que no —respondió Matt — . Vamos.
Estaba un poco sorprendido. Ben se había puesto una chaqueta de deporte y unos gruesos pantalones grises. Zapatos buenos, que no parecían haber sido usados durante mucho tiempo. Matt había invitado a sus clases a otros tipos relacionados con la actividad literaria, y normalmente aparecían vestidos de manera descuidada, o incluso espeluznante. Un año atrás había preguntado a una poetisa bastante conocida, que acababa de dar una conferencia en la Universidad de Maine, en Portland, si al día siguiente querría dar una charla sobre poesía en una de sus clases. La mujer se presentó con un traje estrafalario y tacones altos, como si estuviera diciendo: «Miradme, he vencido al sistema en su propio juego. Soy libre como el viento.»
En comparación, la admiración de Matt por Ben subió un grado. Tras más de treinta años de enseñanza, creía que nadie derrotaba verdaderamente al sistema ni ganaba la partida, y que sólo los idiotas eran capaces de creer que la estaban ganando.
—Bonito edificio —comentó Ben, mirando alrededor mientras caminaban por el vestíbulo—. Muy diferente del instituto al que yo asistí. La mayoría de las ventanas parecían troneras.
—Tu primer error —señaló Matt— es llamarlo edificio. Es una «planta». Las pizarras son «ayudas visuales». Y los chicos son «un cuerpo homogéneo de adolescentes en una experiencia de coeducación».
—Qué suerte tienen.
—Ya lo creo. ¿Tú fuiste a la universidad, Ben?
—Lo intenté. Pero todo el mundo parecía estar corriendo en una carrera enloquecida... Y uno también puede ponerse una meta y alcanzarla, y hacerse conocer y amar. Por eso mandé a paseo la universidad. Cuando empezó a venderse La bija de Conway, yo cargaba cajas de coca—cola en los camiones de reparto.
—Cuéntaselo a los chicos, les interesará.
—¿A ti te gusta enseñar? —preguntó Ben.
—Claro que sí. Hace tiempo que habría reventado si no me gustara.
Sonó el último timbre, llenando de ecos los corredores, vacíos salvo por un estudiante retrasado que seguía lentamente la dirección de una flecha que anunciaba «Taller de carpintería».
—¿Hay problema de drogas aquí? —preguntó Ben.
—Como en todos los institutos de Estados Unidos. El nuestro es el alcohol, más que ninguna otra cosa.
—¿La marihuana no?
—Yo no considero que la hierba sea un problema, ni el director tampoco, cuando se habla extraoficialmente con él y lleva encima unas copas de más. Y casualmente sé que nuestro asesor psicológico, que es uno de los mejores en su especialidad, no tiene inconveniente en fumar un poco antes de ir al cine. Yo mismo la he probado. El efecto es fantástico, pero a mí me da acidez.
—¿Tu la has probado?
—Sshh, que el Gran Hermano escucha —dijo Matt—. Además, ya estamos en mi aula.
—Oh..,
—No te pongas nervioso. —Matt le hizo pasar—. Buenos días, jóvenes —saludó a la veintena de estudiantes que clavaban los ojos en Ben—. Les presento al señor Ben Mears.
2
Al principio, Ben pensó que se había equivocado de casa.
Estaba seguro de que cuando Matt Burke le invitó a comer le había dicho que la casa era la pequeña y gris contigua a la de ladrillo rojo, pero de esa casa salía un torrente de rock and roll por las ventanas.
Llamó con el manchado llamador de bronce y, al no recibir respuesta, insistió. Esa vez el volumen de la música disminuyó y la inconfundible voz de Matt vociferó:
—¡Adelante! ¡Está abierto!
Ben entró, mirando con curiosidad. Por la puerta principal se entraba directamente a una pequeña sala con muebles de estilo colonial americano de segunda mano, donde la nota dominante era un televisor Motorola increíblemente viejo. La música surgía de una cadena KLH con dos altavoces.
Matt salió de la cocina, ataviado con un delantal a cuadros rojos y blancos y seguido por el aroma de la salsa para espaguetis.
—Disculpa si es mucho ruido, pero como soy un poco sordo, lo subo.
—Buena música.
—Soy fanático del rock desde los tiempos de Buddy Holly. Me encanta. ¿Tienes hambre?
—Pues sí. Y te vuelvo a agradecer que me invitaras. Desde que he vuelto a Salem's Lot, creo que he salido a comer más que en los últimos cinco años.
—Es un pueblo muy cordial. Espero que no tengas inconveniente en comer en la cocina. Hace un par de meses apareció un anticuario que me ofreció doscientos dólares por la mesa del comedor, y todavía no la he sustituido por otra.
—Claro que no me importa. En mi familia hay una larga tradición de comer en la cocina.
La cocina era de una pulcra austeridad. Sobre uno de los cuatro quemadores hervía una olla de salsa para fideos, mientras un colador lleno de espaguetis esperaba humeante. En una pequeña mesa plegable había dos platos que no tenían nada que ver entre sí, y los vasos tenían en los bordes una hilera de personajes de dibujos animados. Vasos de mermeladas, pensó Ben, divertido, y la última sensación de estar con un extraño se desvaneció. Empezó a sentirse en casa.
—En el armario que hay sobre el fregadero tengo dos clases de whisky, y también hay vodka —anunció Matt—. Y en la nevera algunas bebidas para mezclar. Nada excepcional, me temo.
—Para mí está bien whisky con agua del grifo.
—Pues sírvete. Yo voy a terminar con este desastre.
—Me gustaron tus muchachos —comentó Ben, mientras se preparaba la bebida—. Hicieron preguntas interesantes. Agresivas pero interesantes.
—¿Como de dónde sacabas las ideas, por ejemplo? —preguntó Matt, imitando el balbuceo infantil y sensual de Ruthie Crockett.
—Es un buen elemento.
—Ya lo creo. En la nevera, detrás de la lata de pina, hay una botella de Lancers. La conseguí especialmente.
—Oye, pero no debías...
—Oh, vamos, Ben. No todos los días tenemos autores de bestsellers en Solar.
—'Me parece un poco exagerado.
Ben terminó su bebida, tomó el plato de espaguetis que le tendía Matt, le echó un cucharón de salsa y los enroscó en el tenedor, ayudándose con la cuchara.
—Fantástico —aprobó—. Mamma mia.
—Pues me alegro.
Ben miró su plato, que se había vaciado con una rapidez sorprendente, y se secó los labios, sintiéndose un poco culpable.
—¿Más?
—Medio plato, por favor. Están estupendos.
Matt le sirvió un plato lleno.
—Si no los terminamos, se los comerá el gato. Desdichado animal. Pesa diez kilos y se acerca a su tazón caminando como un pato.
—No lo he visto.
—Anda de excursión —sonrió Matt—. ¿Tu nuevo libro es una novela?
—Es algo así como ficción —respondió Ben—. Para serte sincero, estoy escribiéndolo por dinero. El arte es una gran cosa, pero por una vez quisiera conseguir varias ediciones de un libro.
—¿Y qué perspectivas tiene?
—Tristísimas.
—Vamos a la sala —sugirió Matt—. Los sillones son malos, pero más cómodos que estos horrores de la cocina. ¿Has comido lo suficiente?
—¿Cómo puedes dudarlo?
En el cuarto de estar, Matt apartó una pila de álbumes y se puso a encender una pipa enorme y nudosa. Cuando consideró que estaba bien encendida (sentado en la mitad de una nube de humo) levantó los ojos hacia Ben.
—No —dijo—. Desde aquí no puedes verla.
Bruscamente, Ben miró alrededor.
—¿Ver qué?
—La casa de los Marsten. Apuesto cinco centavos a que es eso lo que estabas buscando.
Ben rió, incómodo.
—No me gusta apostar.
—¿Tu libro se desarrolla en un pueblo como Salem's Lot?
—El pueblo y la gente—asintió Ben—. Hay una serie de crímenes sexuales y mutilaciones. Voy a empezarlo con uno de ellos y describirlos progresivamente, del principio al fin, con todo detalle. Estaba trabajando en esa parte cuando desapareció Ralphie Glick y me... bueno, me cayó muy mal.
—¿Y para todo eso te basas en las desapariciones que sucedieron por los años treinta en el municipio?
Ben le miró.
—Veo que estás al tanto de eso ¿eh?
—Oh, sí. Y muchos de los antiguos residentes también. Yo no estaba entonces en Salem's Lot, pero sí Mabel Werts, Glynis Mayberry y Milt Crossen. Algunos de ellos ya han establecido la relación.
—¿Qué relación?
—Vamos, Ben. Es una relación bastante obvia, ¿no?
—Imagino que sí. La última vez que la casa estuvo ocupada, desaparecieron cuatro chiquillos en un período de diez años. Ahora, después de treinta y seis años, vuelve a estar habitada, y Ralphie Glick desaparece de la noche a la mañana.
—¿Crees que es una coincidencia?
—Supongo que sí —admitió Ben, en cuyos oídos resonaban las palabras de advertencia de Susan—.Pero es extraño. Estuve mirando los ejemplares del Ledger, desde 1939 a 1970, para hacer una comparación. Desaparecieron tres chicos. Uno se había escapado 'de casa y después lo encontraron trabajando en Boston; tenía dieciséis años, pero parecía mayor. A otro lo pescaron un mes después, ahogado en el Androscoggin. Y el tercero apareció enterrado cerca de la carretera 116, en Gates, víctima, al parecer, de un conductor que escapó. Pero todos los casos se aclararon.
—Tal vez la desaparición del chico de los Glick también se aclare.
—Es posible.
—Pero tú no lo crees. ¿Qué sabes de ese hombre, Straker?
—Absolutamente nada —declaró Ben—. Ni siquiera estoy seguro de querer conocerlo. En este momento estoy trabajando en un libro que es inseparable de cierto concepto de la casa de los Marsten y de quienes la habitan. Y si descubro que Straker es un hombre de negocios normal, como sin duda lo es, se romperá el esquema. De modo que...
—No creo que sea el caso. Sabes que hoy abrió su tienda. Susie Norton y su madre pasaron por allí... demonios, la mayoría de las mujeres del pueblo se dio una vuelta para espiar un poco. Según Dell Markey, que es una fuente de información fidedigna, hasta Mabell Werts se dejó caer. Parece que se trata de un hombre fascinante. Elegante, con mucha gracia, totalmente calvo. Y encantador. Me dijeron que vendió varias piezas.
—Vaya —sonrió Ben—. ¿Nadie ha visto la otra mitad del equipo?
—Se supone que está en viaje de negocios.
Matt se encogió de hombros con inquietud.
—No lo sé. Es probable que todo sea perfectamente normal, pero esa casa me pone nervioso. Es casi como si los dos la hubieran buscado. Como tú dijiste, parece un ídolo instalado en lo alto de la colina.
Ben asintió.
—Y por si esto fuera poco, tenemos la desaparición de otro chico. Y el hermano de Ralphie, Danny, muerto a los doce años. Causa de la muerte: anemia perniciosa.
—¿Y eso qué tiene de raro? Es lamentable, ciertamente...
—Mi medico es un tipo joven, se llama Jimmy Cody. Fue alumno mío en el instituto. Es un medico excelente, aunque entonces era un pequeño diablo. Sea como sea, todo esto no son más que comentarios. Habladurías.
—Ya.
—Yo fui a hacerme un examen, y casualmente comenté que era una pena lo del chico de los Glick, y qué tremendo para los padres después de la desaparición del otro. Jimmy me dijo que había consultado el caso con George Gorby. El chico estaba anémico, sí. Pero él me dijo que un recuento de glóbulos rojos en un muchacho de la edad de Danny ronda el noventa por ciento. El de Danny estaba en el cincuenta por ciento.
Ben dejó escapar un silbido de asombro.
—Estaban poniéndole inyecciones de vitamina B y de hígado, y parecía dar buen resultado. Iban a darle el alta al día siguiente.
—Más vale que Mabel Werts no se entere de eso —comentó Ben—, porque empezará a ver indígenas con cerbatanas por el parque.
—No se lo he comentado a nadie más que a ti, ni pienso hacerlo. Y de paso, Ben, yo de ti no diría ni palabra sobre el tema del libro. Si Loretta Starcher te pregunta sobre qué estás escribiendo, dile que es algo de arquitectura.
—Es un consejo que ya me han dado.
—Susan Norton, sin duda.
Ben consultó su reloj y se levantó.
—Hablando de Susan...
—El macho que despliega todo su plumaje para el cortejo —sonrió Matt—. Pues yo tengo que volver al instituto. Estamos ensayando el tercer acto de la comedia estudiantil, una obra de gran contenido social que se llama El problema de Charley.
—¿Y cuál es el problema?
—El acné —contestó Matt con una mueca.
Se dirigieron a la puerta y Matt se detuvo para ponerse una desteñida chaqueta. Ben pensó que parecía más bien un entrenador de deporte envejecido que un sedentario profesor de inglés, hasta que uno le miraba la cara, inteligente aunque soñolienta, y de alguna manera inocente.
—Escucha —dijo Matt mientras salían a la escalinata—, ¿qué piensas hacer el viernes por la noche?
—No lo sé —respondió Ben—. Había pensado en ir con Susan a ver una película. Es más o menos lo único que se puede hacer por aquí.
—A mí se me ocurre otra cosa —sugirió Matt—. Podríamos formar una comisión de tres y subir en el coche hasta la casa de los Marsten para saludar al nuevo propietario. En nombre del pueblo, claro:
—Buena idea —asintió Ben—. Un gesto de simple cortesía, ¿no?
—Una delegación de bienvenida.
—Se lo diré a Susan esta noche. Creo que aceptará.
—Muy bien.
Matt levantó la mano mientras el Citroen de Ben se alejaba, ronroneando. Ben respondió con un par de bocinazos, y después las luces rojas del coche se perdieron sobre la colina.
Durante casi un minuto después que el ruido del Citroen se hubo extinguido, Matt permaneció en los escalones, con las manos en tos bolsillos de la chaqueta, vueltos los ojos hacia la casa de la colina.
3
Como el jueves por la noche no había ensayo, Matt acudió a la taberna de Dell a las nueve, a tomar un par de cervezas. Si el maldito charlatán de Jimmy Cody no le recetaba nada para el insomnio, se lo recetaría él mismo.
Las noches que no había orquesta, el bar no se llenaba mucho. Matt no vio más que a tres personas conocidas: Weasel Craig, que le hacía los honores a una cerveza, solo en un rincón; Floyd Tibbits, con el ceño tormentoso (esa semana había hablado tres veces con Susan, dos por teléfono y una personalmente, en la sala de los Norton, sin que ninguna de las conversaciones hubiera tenido resultado satisfactorio) y Mike Ryerson, que estaba sentado en uno de los pequeños reservados, contra la pared.
Matt fue hacia la barra, donde Dell Markey estaba secando vasos mientras miraba una serie en un televisor portátil.
—Hola, Matt. ¿Qué tal?
—Bien. Noche floja.
Dell se encogió de hombros.
—Aja. En el cine al aire libre de Gates dan un par de filmes de motos y no puedo competir con eso. ¿Vaso o botella?
—Botella.
Dell la sirvió, le quitó la espuma y le agregó unos centímetros más. Matt pagó y, después de titubear un momento, se dirigió al reservado donde estaba Mike. Mike había pasado por una de las clases de inglés de Matt, como casi toda la gente joven de Solar, y Matt se había encariñado con él. Poseedor de una inteligencia media, había hecho un trabajo superior a la media, porque trabajaba con empeño y preguntaba una y otra vez las cosas que no entendía, hasta comprenderlas. Además, tenía un gran sentido del humor, y una agradable e individualista personalidad que lo convertía en uno de los favoritos de la clase.
—Hola, Mike —le saludó—. ¿No te molesta que me siente contigo?
Mike Ryerson levantó los ojos hacia él y Matt sintió un impacto como si hubiera tocado un cable. Drogas, fue lo primero que pensó. Y de las duras.
—Por favor, señor Burke. Siéntese. —Su voz sonó indiferente.
Tenía el cutis pálido y profundas ojeras. Los ojos parecían desmesuradamente grandes y brillantes. En la semipenumbra del bar, sus manos se movían lentamente sobre la mesa, con aire espectral. Ante él, intacto, había un vaso de cerveza.
—¿Cómo va tu vida, Mike? —Matt se sirvió un vaso de cerveza dominando sus manos, que querían echarse a temblar.
Su vida había sido siempre tranquila y regular, como un gráfico con altibajos moderados (y hasta sus depresiones habían sido siempre leves desde la muerte de su madre, ocurrida hacía trece años), y una de las cosas que lo angustiaban era el desdichado final que les reservaba la suerte a algunos de sus alumnos. Billy Royko, muerto en Vietnam, en un accidente aéreo, dos meses antes del alto el fuego; Sally Greer, una de las alumnas más inteligentes y despiertas que había tenido, asesinada por su amigo borracho cuando le dijo que quería terminar con él; Gary Coleman, que se había quedado ciego debido a una misteriosa degeneración del nervio óptico; Doug, el hermano de Buddy Mayberry, el único chico valioso de una familia de semirretrasados, ahogado en la playa de Old Orchard; y las drogas, esa muerte en miniatura. No todos los que se aventuraban en las aguas del Leteo sentían la necesidad de sumergirse en ellas, pero había bastantes chicos que habían hecho de los sueños su pan de cada día.
—¿Quiere decir qué hago? —repitió lentamente Mike—. No sé, señor Burke. Nada importante.
—¿Qué mierda te has metido dentro, Mike? —preguntó suavemente Matt.
Mike le miró sin comprender.
—Qué droga —aclaró Matt—. ¿Benzedrina? ¿Ácido? ¿Coca? Oes...
—No estoy drogado —negó Mike—. Creo que estoy enfermo.
—¿De verdad?
—Jamás en mi vida he tomado drogas duras —declaró Mike con un gran esfuerzo—. Nada más que grifa, y hace cuatro meses que no la pruebo. Me siento mal... me siento mal desde el lunes. Fíjese que el domingo por la noche me quedé dormido en Harmony Hill, y no me desperté hasta el lunes por la mañana. —Sacudió lentamente la cabeza—. Me sentía molido. Desde entonces me siento molido. Y peor cada día.—Suspiró, y fue como si el soplo de aire sacudiera su cuerpo como una hoja seca en los arces de noviembre.
Matt se acercó, preocupado.
—¿Eso te pasó después del funeral de Danny Glick?
—Sí. —Mike volvió a mirarle—. Volví para terminar el trabajo después que se fueron todos, pero el imbécil... perdón, señor Burke... pero Royal Snow no apareció. Le esperé un rato, y debió de ser entonces cuando empecé a sentirme mal, porque después todo es... ay, cómo me duele la cabeza. Me cuesta pensar.
—¿Qué recuerdas, Mike?
—¿Lo que recuerdo?
Mike miraba el vaso de cerveza, observando cómo se desprendían las burbujas y subían a la superficie.
—Recuerdo una canción —evocó—. La canción más dulce que he oído nunca. Y una sensación como... como de ahogarme. Sólo que era agradable. Excepto los ojos. Los ojos.
Se aferró los codos con un estremecimiento.
—¿Los ojos de quién? —preguntó Matt.
—Eran rojos. Oh, qué ojos tan terribles.
—Pero ¿de quién'?
—No lo recuerdo. No había ojos. Fue todo un sueño. —Mike lo apartó de su mente y Matt casi pudo ver cómo lo hacía—. No recuerdo nada más del domingo por la noche. El lunes por la mañana me desperté en el suelo, y al principio no podía levantarme, de cansado que estaba. Pero finalmente me levanté. El sol estaba subiendo y tuve miedo de que me quemara, así que me fui al bosque, junto al arroyo. Me encontraba agotado. Dios, qué agotado. Entonces seguí durmiendo. Dormí hasta... creo que hasta las cuatro o las cinco. —Soltó una risita—. Cuando desperté estaba cubierto de hojas, pero me sentía un poco mejor. Me levanté y volví al camión. —Se pasó la mano por la cara—. Sin embargo, el domingo por la noche debí terminar el trabajo del niño de los Glick. Es raro. Ni siquiera me acuerdo.
—¿Terminarlo?
—Con Royal o sin él, la tumba estaba cubierta. La tierra alisada y todo. Un buen trabajo. No recuerdo haberlo hecho. Sin duda estaba realmente enfermo.
—¿Dónde pasaste la noche del lunes?
—En casa. ¿Dónde si no?
—Y cómo te sentías el martes por la mañana?
—El martes seguí durmiendo todo el día. No desperté hasta la noche.
—¿Cómo te sentías?
—Fatal. Las piernas parecían de goma. Cuando quise tomar un vaso de agua, casi me caí. Tuve que ir a la cocina apoyándome en los muebles. Débil como un garito. —Frunció el entrecejo—. Tenía una lata de guisado para la cena... uno de esos de legumbres, sabe... pero no pude comer. Era como si con sólo mirarlo se me revolviera el estómago. Como cuando uno tiene una resaca espantosa y le ofrecen comida.
—¿No comiste nada?
—Intenté hacerlo pero vomité. Sin embargo, me sentí un poco mejor. Salí y caminé un rato. Después me volví a acostar. —Sus dedos recorrían las. viejas marcas que había sobre la mesa—. Tuve miedo antes de acostarme, como un chico que se asusta de la oscuridad. Recorrí toda la casa, asegurándome de que las ventanas estuvieran con el cerrojo corrido. Y me dormí con las luces encendidas.
—¿Y ayer por la mañana?
—¿Eh? No... no desperté hasta anoche a las nueve. —Rió—. Pensé que si seguía así me pasaría todo el día durmiendo. Y eso es lo que uno hace cuando está muerto.
Matt le observaba. Floyd Tibbits se levantó, insertó una moneda de veinticinco centavos en el tocadiscos y empezó a seleccionar canciones. El bar se llenó de música pegajosa.
—Lo raro —siguió Mike— es que la ventana de mi dormitorio estaba abierta cuando me levanté. Tuve un sueño... alguien llamaba a la ventana y yo me levantaba... me levantaba para dejarle entrar. Como cuando uno se levanta para hacer pasar a un viejo amigo que tiene frío o hambre.
—¿Quién era?
—No era más que un sueño, señor Burke.
—Pero en el sueño, ¿quién era?
—No lo sé. Otra vez intenté comer, pero la sola idea me hizo sentir mal.
—¿Qué hiciste?
—Vi la tele hasta que terminó Johnny Canon, y me sentí mejor. Después me acosté.
—¿Cerraste las ventanas?
—No.
—¿Y dormiste todo el día?
—Me desperté hacia la puesta de sol.
—¿Débil?
—No se imagina. —Se pasó una mano por la cara—. Me siento decaído —gimió con voz quebrada—. Será la gripe o algo así, ¿no cree, señor Burke? No estaré enfermo, ¿verdad?
—No lo sé —respondió Matt.
—Pensé que unas cervezas me levantarían el ánimo, pero no puedo beber. Tomé un sorbo y casi me dio arcadas. La semana pasada... todo me parece una pesadilla. Y tengo miedo. Un miedo espantoso. —Se cubrió la cara con las delgadas manos, y Matt advirtió que estaba llorando.
—¿Mike?
No hubo respuesta.
—Mike. —Suavemente, le apartó las manos de la cara—. Quiero que vengas conmigo a casa esta noche. Dormirás en mi cuarto de huéspedes. ¿Lo harás?
—Está bien. Me da lo mismo. —Con lentitud, se frotó los ojos con la manga.
—Y mañana, vendrás conmigo a ver al doctor Cody.
—Está bien.
—Bueno, vamos.
Matt pensó en llamar a Ben Mears, pero no lo hizo.
4
—Adelante —respondió Mike Ryerson cuando Matt llamó a la puerta del dormitorio. Matt entró, llevando en la mano un pijama.
—Tal vez te quede un poco grande...
—No importa, señor Burke. Yo duermo en calzoncillos.
Ahora no tenía puesta otra prenda, y Matt vio que todo el cuerpo presentaba una palidez enfermiza. Las costillas sobresalían como rebordes circulares.
—Gira la cabeza hacia este lado, Mike.
Mike obedeció.
—Mike, ¿dónde te hiciste estas marcas?
Mike se llevó la mano a la garganta, bajo el ángulo del maxilar.
—No lo sé.
Matt hizo una pausa, inquieto. Después se dirigió a la ventana. El cerrojo estaba bien asegurado, pero Matt lo descorrió y volvió a correrlo con manos torpes. Del otro lado, la oscuridad se apoyaba pesadamente contra el cristal.
—Llámame si necesitas algo. Incluso si tienes una pesadilla. ¿Lo harás, Mike?
—Sí.
—Lo digo en serio. Estoy al otro lado del pasillo.
—De acuerdo.
Vacilante, con la sensación de que había otras cosas que debería hacer, Matt se retiró.
5
No durmió ni un instante, y lo único que lo disuadía de llamar a Ben Mears era la seguridad de que en la pensión de Eva todo el mundo estaría ya acostado. La mayoría de los huéspedes eran ancianos, y cuando el teléfono sonaba a altas horas de la noche quería decir que había muerto alguien.
Siguió tendido, inquieto, mirando cómo las manecillas luminosas del despertador pasaban de las once y media a las doce. En la casa reinaba un silencio extraño, tal vez porque sus oídos estaban agudizados para detectar el menor ruido. La casa era vieja y de construcción sólida. No se oía otro ruido que el del reloj y el débil susurro del viento en el exterior. Entre semana ningún coche pasaba por Taggart Stream Road a esas horas de la noche.
Lo que estás pensando es una locura, se dijo.
Pero, paso a paso, se había visto obligado a retroceder hacia esa certeza. Claro que, como literato, era lo primero que se le había ocurrido cuando Jimmy Cody le señaló el caso de Danny Glick. Él y Cody se habían reído del asunto. Tal vez ése fuera el castigo por reírse.
¿Arañazos?, se preguntó. Esas marcas que tenía Mike no eran arañazos. Claro que no. Eran pinchazos.
A uno le enseñaban que esas cosas no podían ser; que las cosas como la Cristabel de Coleridge o el siniestro cuento de hadas de Bram Stoker no eran más que la urdimbre y la trama de la fantasía. Claro que existían los monstruos; eran los hombres que en seis países apoyaban el dedo en los botones nucleares, los secuestradores, los genocidas, los violadores de niños. Pero esto no. Uno sabe que no es así. Que la marca del diablo que tiene una mujer en el pecho no es más que una verruga, que el hombre que regresó de entre los muertos y llamó a la puerta de su mujer envuelto en los atavíos del sepulcro padecía de ataxia locomotriz, que el monstruo que se acurruca en el rincón del dormitorio de un niño no es más que un montón de mantas. Algunos clérigos habían proclamado incluso que Dios, ese venerable brujo blanco, había muerto.
Ningún ruido se oía en el pasillo. Está durmiendo, pensó Matt. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué había invitado a Mike a su casa, sino para que durmiera bien toda la noche, sin que lo interrumpieran los... los malos sueños? Se levantó de la cama, encendió la lámpara y fue hacia la ventana. Desde allí apenas se podía distinguir el tejado de la casa de los Marsten, bajo la luz helada de la luna. Tengo miedo, pensó. Mentalmente, evocó las antiquísimas protecciones contra una enfermedad innombrable: el ajo, la hostia y el agua bendita, el crucifijo, la rosa, el agua corriente. Él no tenía ninguna cosa sagrada. Era metodista y no practicaba.
El único objeto religioso que había en la casa era...
De pronto, en la casa silenciosa se oyó la voz de Mike Ryerson:
—Sí. Adelante.
La respiración de Matt se detuvo y después exhaló un suspiro silencioso. Se sintió desmayar de espanto. Parecía que el vientre se le hubiera vuelto de plomo. ¿Qué, en nombre de Dios, había sido invitado a entrar en su casa?
Oyó el ruido que hacía el cerrojo de la ventana del cuarto de huéspedes al correrse. Y el chirrido de madera contra madera, al abrirse lentamente la ventana.
Podía bajar las escaleras y coger la Biblia en el aparador del comedor. Volver a subir corriendo, abrir la puerta de la habitación de huéspedes, sosteniendo en alto la Biblia, y leer: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te conmino a que te vayas...»
Pero ¿quién estaba allá?
«Llámame si necesitas algo.» Pero no puedo, Mike. Soy un viejo y tengo miedo.
La noche se adueñó de su cerebro en un desfile de imágenes terroríficas que aparecían y desaparecían en las sombras. Blancos rostros de payaso, ojos enormes, dientes agudos, formas que se deslizaban de la sombra con largas manos blancas tendidas para... para...
Mientras se cubría el rostro con las manos, emitió un gemido estremecedor.
No puedo. Tengo miedo.
No podría haberse levantado ni siquiera si el picaporte de bronce de su puerta hubiera empezado a girar. Estaba paralizado por el miedo y anheló locamente no haber ido esa noche a la taberna de Dell.
Tengo miedo, se repitió.
Y en el espantoso silencio de la casa, mientras seguía sentado en la cama, impotente, con el rostro oculto entre las manos, oyó la risa aguda, dulce, maligna de un niño...
... y después, la succión.
SEGUNDA PARTE
EL EMPERADOR DE LOS HELADOS
Llama, al que lía los enormes cigarros,
al musculoso, y pídele que bata
en los cuencos de la cocina el coágulo de la lujuria.
Que las criadas holgazaneen, vestidas
con el traje que acostumbran usar, y los muchachos
traigan flores envueltas en periódicos atrasados.
No molestes el final de la apariencia.
El único emperador es el emperador de los helados.
Saca de la cómoda de tablones de pino
a la que le faltan tres perillas de vidrio, aquella sábana
donde ella una vez bordó tres cisnes,
y extiéndela sobre ella para cubrirle el rostro.
Y si sus pies callosos sobresalen, lo hacen
para mostrar hasta qué punto está fría, y muda.
Deja que la lámpara concentre sus rayos.
El único emperador es el emperador de los helados.
WALLACE STEVENS
La columna tiene
un agujero. ¿No puedes ver
a la Reina de los Muertos?
GEORGE SEFERIS
OCHO
BEN (III)
1
Debían de haber estado golpeando desde hacía largo rato, porque los ecos parecían venir desde muy lejos mientras él luchaba lentamente por despertarse. Fuera estaba oscuro, pero cuando se dio la vuelta para tomar el reloj y acercárselo a la cara, se le cayó al suelo. Se sentía desorientado y asustado.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy Eva, señor Mears. Hay una llamada para usted.
Se levantó, se puso los pantalones y abrió la puerta sin acabar de vestirse. Eva Miller llevaba una bata blanca, y en su cara se reflejaba la vulnerabilidad de una persona que todavía está medio dormida. Los dos se miraron, mientras Ben pensaba: ¿Quién estará enfermo? ¿Quién habrá muerto?
—¿Larga distancia?
—No; es Matthew Burke.
La respuesta no le alivió como habría debido.
—¿Qué hora es?
—Un poco más de las cuatro. El señor Burke parece muy alterado.
Ben fue al piso bajo y cogió el teléfono.
—Soy Ben, Matt.
—¿Puedes venir, Ben? ¿Ahora mismo>
—Sí, desde luego. ¿Qué pasa? ¿Estás enfermo?
—Por teléfono no. Ven.
—Diez minutos.
—¿Ben?
—Sí.
—¿Tienes un crucifijo o una medalla de san Cristóbal? ¿Algo asi ?
—No, demonios. Yo soy... era baptista.
—Está bien. Ven enseguida.
Ben colgó y subió las escaleras. Eva le esperaba apoyada contra la barandilla, la indecisión y la inquietud dibujadas en su rostro; por un lado quería saber, por otro no quería mezclarse en los asuntos de su inquilino.
—¿Está enfermo el señor Burke?
—Dice que no. Me pidió que... dígame, ¿usted es católica?
—Mi marido lo era.
—¿No tiene un crucifijo o un rosario o una medalla de san Cristóbal?
—Bueno... en el dormitorio está el crucifijo de mi marido... Podría...
—Sí, por favor.
Eva subió, arrastrando las zapatillas por la alfombra desteñida. Ben entró en su habitación, se puso la camisa y se calzó un par de mocasines. Cuando volvió a salir, Eva estaba de pie junto a su puerta, con el crucifijo en la mano. Bajo la luz, despedía un tenue resplandor de plata.
—Gracias —le dijo él.
—¿Se lo pidió el señor Burke?
—Sí, así es.
Más despierta ya, Eva fruncía el entrecejo.
—Pero él no es católico. No creo que vaya a la iglesia.
—No me explicó nada.
—Claro. —Con un gesto de comprensión, la mujer le entregó el crucifijo—. Cuídelo, por favor, que tiene mucho valor para mí.
—Lo comprendo. No se preocupe.
—Espero que el señor Burke se encuentre bien. Es todo un caballero.
Ben bajó y salió al porche. Como no podía sostener el crucifijo y buscar las llaves del Citroen al mismo tiempo, en vez de pasárselo de la mano derecha a la izquierda, se lo colgó al cuello. La cruz de plata se deslizó suavemente sobre su camisa y, al subir al coche, Ben apenas si se dio cuenta de que se sentía consolado.
2
Todas las ventanas de la planta baja de la casa de Matt estaban iluminadas. Cuando los faros del coche barrieron la fachada al tomar el camino de entrada, Matt abrió la puerta y salió a esperarlo.
Ben se acercó y el rostro de Matt le impresionó. Estaba mortalmente pálido y le temblaba la boca. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como si no pudiera parpadear.
—Vamos a la cocina —dijo.
Mientras Ben entraba, la luz del vestíbulo hizo refulgir la cruz que descansaba sobre su pecho.
—Has conseguido un crucifijo.
—Es de Eva Miller. ¿Qué sucede?
—A la cocina —repitió Matt.
Cuando pasaron frente a la escalera que conducía al piso superior, Ben miró hacia arriba y tuvo la impresión de que al mismo tiempo retrocedía.
La mesa de la cocina, donde habían comido horas antes, estaba vacía, salvo por tres objetos, dos de ellos sorprendentes: una taza de café, una antigua Biblia con cierre metálico y un revólver calibre 38.
—¿Qué pasa, Matt? Tienes muy mal aspecto.
—Es posible que lo haya soñado todo, pero agradezco a Dios que estés aquí. —Había cogido el revólver y lo hacía girar con inquietud entre sus manos.
—Cuéntame, y deja de jugar con eso. ¿Está cargado?
Matt volvió a dejar el arma y se mesó el pelo.
—Sí, está cargado. Aunque no sé si serviría de algo..., a menos que disparara contra mí mismo. —Soltó una risa enfermiza y entrecortada, como un cristal que se astilla.
—Deja de decir tonterías.
La aspereza de su voz quebró la extraña mirada fija de Matt, que sacudió la cabeza, no en un gesto negativo sino como se sacuden algunos animales al salir del agua.
—Arriba hay un hombre muerto —dijo.
—¿Quién?
—Mike Ryerson. Un jardinero del ayuntamiento.
—¿Estás seguro de que está muerto?
—Estoy en mis cabales, aunque no haya entrado a verle. No tuve valor. Porque, en otro sentido, es posible que no esté muerto.
—Matt, lo que dices no tiene sentido.
—¿Y crees que no lo sé? Estoy diciendo disparates y pensando locuras. Pero no tenía a quién llamar, salvo a ti. En todo Jerusalem's Lot, tú eres la única persona que podría... podría... —Meneó la cabeza y volvió a empezar—. ¿Recuerdas que estuvimos hablando de Danny Glick?
—Sí.
—¿Y de que podría haber muerto de anemia perniciosa, de lo que nuestros abuelos habrían llamado consunción?
—Sí.
—Mike lo enterró. Y Mike encontró el perro de Win Purinton ensartado en un barrote del cementerio de Harmony Hill. Anoche me encontré con Mike Ryerson en el bar de Dell y...
3
—... y no pude entrar —concluyó—. No pude. Me quedé casi cuatro horas sentado en la cama. Después bajé las escaleras furtivamente, como un ladrón, para llamarte. ¿Qué piensas?
Ben se había quitado el crucifijo; con un dedo vacilante, jugueteó con el montoncito brillante que formaba la delgada cadena. Eran casi las cinco, y hacia el este la aurora coloreaba de rosa el cielo. El tubo fluorescente del techo había palidecido.
—Creo que lo mejor será que vayamos a tu cuarto de huéspedes. Creo que eso es todo, por el momento.
—Ahora, con la luz que entra por la ventana, todo parece la pesadilla de un loco. —Matt emitió una risa temblorosa—, y espero que lo sea. Espero que Mike esté durmiendo como un niño.
—Bueno, vamos a ver.
Matt dominó el temblor de los labios.
—De acuerdo. —Sus ojos se posaron en la mesa y después miraron interrogativamente a Ben.
—Por supuesto —dijo éste, y le deslizó al cuello el crucifijo.
—Realmente me hace sentir mejor —sonrió Matt, avergonzado.
—¿No quieres el arma?
—No, creo que no.
Cuando subieron las escaleras, Ben abría la marcha. En el piso superior había un corto pasillo que se abría hacia ambos lados. En un extremo, la puerta del dormitorio de Matt seguía abierta, y por ella el pálido haz de luz de la lámpara se derramaba sobre el pasillo anaranjado.
—Hacia el otro lado —dijo Matt.
Ben recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta del cuarto de huéspedes. Aunque no creyera la monstruosidad implícita en el relato de Matt, se sintió sumergido por una oleada del terror más negro que hubiera sentido en su vida.
Ahora abres la puerta y estará colgado de la viga, con la cara hinchada, deformada y negra, y luego los ojos se abrirán y aunque estén saliéndose de las órbitas, son ojos que te verán y se alegrarán de que hayas venido...
El recuerdo le invadió con una realidad casi sensible, y en el momento en que se hizo más intenso le dejó paralizado. Hasta podía oler el yeso húmedo y el hedor salvaje de las alimañas. Le pareció que la simple puerta de madera barnizada de la habitación de huéspedes de Matt Burke se erguía entre él y todos los secretos del infierno.
Después hizo girar el picaporte y la abrió. A sus espaldas, Matt aferraba el crucifijo de Eva.
El cuarto de huéspedes daba hacia el este, y el arco del sol acababa de asomar por el horizonte. La diafanidad de los primeros rayos se volcaba por la ventana, y unas pocas motas doradas danzaban en el haz que iba a terminar sobre la sábana de hilo blanco que cubría a Mike Ryerson hasta el pecho.
Ben miró a Matt con gesto tranquilizador.
—Está perfectamente —susurró—. Durmiendo.
—La ventana está abierta —señaló Matt—. Estaba cerrada y con cerrojo. Lo comprobé yo mismo.
Los ojos de Ben se detuvieron en el dobladillo de la sábana que cubría a Mike. Allí se veía una minúscula gota de sangre, seca y ennegrecida.
—No creo que respire —dijo Matt.
Ben se adelantó dos pasos y se detuvo.
—¿Mike? Mike Ryerson. ¡Despierte, Mike!
No hubo respuesta. Tenía el pelo revuelto sobre la frente, y Ben pensó que en esa pálida luz parecía más que un hombre apuesto; era tan bello como una estatua griega. Un leve color florecía en sus mejillas, y el cuerpo no tenía la mortal palidez que había mencionado Matt, sino el tono de una piel sana.
—Claro que respira —dijo con cierta impaciencia—. No está más que dormido. Mike. —Tendió la mano para sacudirle suavemente.
El brazo izquierdo de Mike, que descansaba sobre el pecho, cayó inerte por el lado de la cama y los nudillos golpearon contra el suelo, como los de alguien que llama para entrar.
Matt dio un paso adelante y levantó el brazo inmóvil, oprimiéndole la muñeca con el índice.
—No tiene pulso.
Empezó a soltarlo, recordó el ruido estremecedor que habían hecho los nudillos y volvió a dejar el brazo sobre el pecho de Ryerson. Cuando empezó a deslizarse, lo devolvió a su lugar con más firmeza, haciendo una mueca.
Ben no podía creerlo. Estaba dormido, tenía que estar dormido. El buen color, la relajación evidente de los músculos, los labios entreabiertos como para respirar... le asaltó una oleada de irrealidad. Apoyó la muñeca contra el hombro de Ryerson y comprobó que la piel estaba fría.
Se humedeció un dedo y lo puso frente a los labios entreabiertos. Nada. Ni un soplo de hálito.
Ben y Matt se miraron.
Ben tomó con ambas manos la mandíbula de Ryerson y la hizo girar hasta apoyar la mejilla sobre la almohada. El movimiento desplazó el brazo izquierdo, y los nudillos volvieron a dar contra el suelo.
En el cuello de Mike Ryerson no había marca alguna.
4
Estaban otra vez sentados ante la mesa de la cocina. Eran las 5.35. Se oyeron los mugidos de las vacas de Griffen, a las que acababan de soltar para que bajaran al campo de pastoreo del este, al pie de la colina, del otro lado del cinturón de arbustos y malezas que ocultaba de la vista el arroyo de Taggart Stream.
—De acuerdo con la leyenda, las marcas desaparecen —dijo Matt—. Cuando la víctima muere, las marcas desaparecen.
—Sí, lo sé —asintió Ben, que lo recordaba por el Drácula de Stoker y por los filmes de la Hammer que hicieran famoso a Christopher Lee.
—Tenemos que clavarle una estaca de fresno en el corazón.
—Más vale que lo pienses dos veces —aconsejó Ben, y bebió un sorbo de café—. Me gustaría verte explicándoselo a un jurado. Irías a la cárcel por profanar un cadáver, en el mejor de los casos. Y más probablemente al manicomio.
—¿Piensas que estoy loco? —preguntó Matt.
—No —respondió Ben.
—¿Me crees lo de las marcas?
—No lo sé. Imagino que tengo que creerte. ¿Por qué habrías de mentirme? No veo que ganaras nada mintiendo. Supongo que mentirías si lo hubieras matado tú.
—Tal vez fue así, pues —aventuró Matt, observándolo.
—Hay tres argumentos en contra de eso. Primero, el móvil. Perdóname, Matt, pero eres demasiado viejo para que se pueda pensar en los móviles clásicos, como los celos y el dinero. Segundo, ¿cómo lo hiciste? Si lo envenenaste, debió tener una muerte muy fácil. Su aspecto no puede ser más sereno, y eso elimina la mayoría de los venenos comunes.
—¿Y el tercero?
—Ningún asesino en sus cabales inventaría una historia como la tuya para encubrir el asesinato. Sería una locura.
—Y volvemos a mi salud mental —suspiró Matt—. Como me lo esperaba.
—Yo no creo que estés loco —declaró Ben—. Me pareces bastante racional.
—Pero tú no eres médico, ¿no? Y a veces los locos pueden imitar increíblemente bien la cordura.
Ben asintió.
—Y eso, ¿adonde nos lleva?
—Al punto de partida.
—No. Ninguno de nosotros puede decir eso, porque arriba hay un muerto y pronto habrá que explicarlo. La policía querrá saber lo que sucedió, y el médico forense también, y lo mismo el sheriff del condado. Matt, ¿no tendría alguna enfermedad vírica y vino a morir en tu casa?
Por primera vez desde que habían vuelto abajo, Matt dio signos de agitación.
—Ben, ya te he contado lo que dijo. ¡Le vi las marcas en el cuello! ¡Y oí que invitaba a alguien a entrar en mi casa! Después oí... ¡Dios, oí esa risa! —Sus ojos habían vuelto a adquirir una peculiar mirada inexpresiva.
—Está bien.
Ben se levantó y fue hacia la ventana, procurando ordenar sus pensamientos. Nada concordaba. Como le había dicho a Susan, parecía que las cosas se las arreglaran para escaparse de las manos.
Estaban mirando hacia la casa de los Marsten.
—Matt, ¿sabes lo que te sucederá si insinúas lo que me has contado?
Matt no respondió.
—Cuando te encuentren por la calle, la gente se llevará un dedo a la sien. Los chiquillos se pondrán los colmillos postizos que usan el día de Todos los Santos cuando te vean venir, y empezarán a saltar y a burlarse de ti cuando pases por delante de su casa. Alguien inventará una cancioncita del tipo Un, dos y tres, te chupo la sangre otra vez. Y la oirás por los corredores del instituto. Tus colegas te mirarán de manera rara. Recibirás llamadas anónimas de gente que dirá ser Danny Glick o Mike Ryerson. Tu vida se convertirá en una pesadilla y en seis meses te ahuyentarán del pueblo.
—Ben, por favor. Me conocen.
Ben se volvió desde la ventana.
—¿A quién conocen? A un extraño anciano que vive solo en Taggart Stream Road. Es posible que, de todas maneras, el solo hecho de que no estés casado baste para hacerles pensar que tienes un tornillo flojo. Y yo, ¿en qué puedo respaldarte? Vi el cuerpo, pero nada más. Y aunque fuera de otro modo, dirían que yo no soy del pueblo. Hasta podrían llegar a afirmar que somos una pareja rara y excéntrica.
Matt lo miraba con horror creciente.
—Una sola palabra. Matt. Es todo lo que hace falta para liquidarte en Salem's Lot.
—Entonces no hay nada que hacer.
—Sí hay. Tú tienes cierta teoría sobre quién o qué mató a Mike Ryerson. La teoría es relativamente simple de comprobar o desechar, creo. Yo estoy en un lío de mil demonios. No puedo creer que estés loco, y tampoco puedo creer que Danny Glick haya vuelto de entre los muertos para chuparle la sangre a Mike Ryerson una semana antes de matarlo. Pero voy a poner a prueba la idea, y tú tienes que ayudarme.
—¿Cómo?
—Llama a tu médico... ¿Cody, se llama? Y después a Parkins Gillespie. Deja que ellos se hagan cargo. Cuenta las cosas como si no hubieras oído nada durante la noche. Fuiste al bar de Dell y te sentaste con Mike. Te contó que se había sentido enfermo desde el domingo pasado, y le invitaste a que fuera a tu casa. A eso de las tres y media de la madrugada, subiste para ver cómo estaba, no pudiste despertarlo y me llamaste.
—¿Y eso es todo?
—Todo. Cuando hables con Cody, no le digas siquiera que está muerto.
—Que no está...
—Mierda, ¿cómo podemos saber nosotros que lo esta? —estallo Ben—. Tú le tomaste el pulso y no se lo encontraste; yo traté de sentirle el aliento y no lo conseguí. Si yo supiera que a mí me enterrarán sobre esa base, pondría el grito en el cielo. Y mucho más teniendo el aspecto de vida que él tiene.
—Eso te preocupa tanto como a mí, ¿verdad?
—Sí me preocupa —admitió Ben—. Parece una figura de cera.
—Bueno —suspiró Matt—. Lo que dices es sensato... lo más sensato que se puede ser en una situación como ésta. Imagino que yo debía parecer un chinado... Pero supongamos (como hipótesis, nada mas) que mi sospecha inicial fuera correcta. ¿Aceptarías una remota posibilidad de que Mike pudiera... volver?
—Como te he dicho, esa teoría es fácil de probar o desechar. Y no es lo que más me preocupa.
—¿Qué es?
—Espera. Primero lo más importante. Probarla o desecharla no tiene por qué ser más que un ejercicio de lógica... una exclusión de posibilidades. Primera posibilidad: Mike murió de alguna enfermedad. ¿Cómo se confirma o se desecha eso?
Matt se encogió de hombros.
—Con un examen médico, imagino.
—Exactamente. Y del mismo modo se confirma o se descarta una jugada sucia. Si alguien lo envenenó o le disparó o le dio un postre envenenado...
—No sería la primera vez que un asesinato no se aclara.
—Seguro que no. Pero apuesto por el médico que lo examine.
—¿Y si el veredicto del médico es «causa desconocida»?
—Entonces —respondió lentamente Ben—, podemos ir a visitar su tumba después del funeral, para ver si se levanta. Si lo hace, lo que me resulta inconcebible, nos convenceremos. Si no, nos encontraremos frente al hecho que a mí me preocupa.
—Mi locura —articuló lentamente Matt—. Ben, te juro que esas marcas existían y que oí cómo se levantaba la ventana, y que...
—Te creo —le interrumpió Ben en voz baja,
Matt se detuvo. Su expresión era la de un hombre que se ha preparado para recibir un golpe, sin que éste le llegue.
—¿De veras? —preguntó con incertidumbre.
—Digámoslo de. otra manera. Me niego a, creer que estés loco o que hayas tenido una alucinación. Una vez tuve una experiencia..., una experiencia relacionada con esa maldita casa de la colina... que me hace comprender a la gente que cuenta cosas que parecen imposibles a la luz de la razón. Algún día te la contaré.
—¿Por qué no ahora?
—No hay tiempo. Tienes que hacer esas llamadas. Y a mí me queda una pregunta por hacen ¿Tienes enemigos?
—Ninguno que pudiera llegar a este extremo.
—¿Un ex alumno, tal vez? ¿Algún resentido?
Matt, que sabía exactamente hasta qué punto influía sobre la vida de sus alumnos, rió discretamente.
—Está bien, creo en tu palabra. —Ben sacudió la cabeza—. Esto no me gusta. Primero ese perro que aparece ensartado en las rejas del cementerio. Después Ralphie Glick desaparece, su hermano muere y Mike Ryerson también. Tal vez todo eso esté vinculado de algún modo. Pero... no puedo creerlo. —Mejor será que llame a Cody —dijo Matt, mientras se ponía de pie—. Parkins debe de estar en su casa.
—También puedes avisar en el instituto que estás enfermo.
—Es cierto. —Matt rió sin ganas—. Será la primera vez que diga algo así en tres años.
Fue a la sala y desde allí empezó a hacer las llamadas, esperando, al terminar de marcar cada número, que el sonido del teléfono despertara á los durmientes. Cody debía de estar de guardia, porque su mujer le dio otro número. Después de marcarlo, Matt preguntó por Cody, y cuando éste se puso al aparato dio comienzo a su relato.
—Jimmy estará aquí dentro de una hora —anunció al colgar.
—Está bien —asintió Ben—. Yo voy arriba.
—No toques nada.
—Descuida.
Llegaba al descanso del piso inferior cuando oyó que Matt contestaba por teléfono las preguntas de Parkins Gillespie. Cuando Ben enfiló el pasillo, las palabras se convirtieron en un murmullo de fondo.
Esa sensación de terror a medias recordado, a medias imaginado, volvió a embargarle mientras contemplaba la puerta de la habitación de huéspedes. Mentalmente, podía verse avanzando para abrirla. A los ojos de un niño, la habitación parece más grande. El cuerpo está tendido tal como lo dejaron, con el brazo izquierdo colgando, rozando el suelo, la mejilla izquierda descansando sobre la almohada. De pronto los ojos se abren, inundados por un triunfo inexpresivo, animal. La puerta se cierra de un golpe. El brazo izquierdo se levanta, la mano convertida en una garra, y los labios esbozan una sonrisa lobuna que muestra los grandes incisivos...
Avanzó y abrió la puerta, con dedos tensos. Las bisagras chirriaron apenas.
El cuerpo yacía en la posición en que lo habían dejado, con el brazo izquierdo caído, la mejilla izquierda apoyada sobre la almohada...
—Parkins ya viene —anunció Matt desde el vestíbulo de abajo, y Ben estuvo a punto de gritar.
5
Ben pensaba en lo apropiada que había sido su frase: «Deja que ellos se hagan cargo.» Era algo tan semejante a un mecanismo, a uno de esos elaborados juguetes alemanes en que un mecanismo de relojería y ruedas dentadas pone en movimiento dos figuras que se mueven en una danza complicada.
Parkins Gillespie fue el primero en llegar, con una corbata verde adornada con un alfiler con la insignia del Cuerpo de Veteranos. En sus ojos quedaban aún vestigios de sueño. Anunció que había avisado al juez del condado.
—Aunque no venga personalmente él —dijo, mientras se metía un Pall Mall en la comisura de la boca—, mandará un delegado. ¿Han tocado el cadáver?
—Tiene un brazo fuera de la cama —explicó Ben—. Yo traté de levantárselo, pero volvió a caer.
Parkins lo miró de arriba abajo, pero no dijo nada. Ben pensó en el horrible ruido que habían hecho los nudillos sobre el suelo de madera, y sintió que su vientre se revolvía. Tragó saliva.
Matt los condujo arriba y Parkins rodeó al cuerpo.
—Oigan, ¿están seguros de que está muerto? —preguntó finalmente—. ¿Han tratado de despertarlo?
James Cody, doctor en medicina, fue el siguiente en llegar; acababa de atender un parto en Cumberland. Una vez hubieron terminado con las cortesías («Encantado de conocerle», dijo Parkins Gillespie mientras encendía otro cigarrillo), Matt volvió a guiarlos a todos arriba. Bastaría con que todos supiéramos tocar algún instrumento, pensó Ben, para ofrecerle una hermosa despedida al muchacho.
Y otra vez sintió que la risa le cosquilleaba en la garganta.
Cody apartó la sábana y miró el cuerpo. Ben se quedó atónito ante la calma con que Matt Burke dijo:
—Me hizo pensar en lo que dijiste del chico de los Glick, Jimmy.
—Eso fue un secreto, señor Burke —dijo suavemente Jimmy Cody—. Si la familia Glick descubriera que usted ha dicho eso, podrían procesarme.
—¿Y ganarían?
—No, probablemente no —dijo Jimmy, y suspiró.
—¿Qué es eso del chico de los Glick? —preguntó Parkins, frunciendo el entrecejo.
—Nada —respondió Jimmy—. No tiene importancia.
Escuchó con el estetoscopio, refunfuñó, levantó un párpado y envió un destello de luz sobre el ojo vidrioso.
Ben vio cómo la pupila se contraía y suspiró de asombro.
—Interesante reflejo, ¿no? —comentó Jimmy. Cuando soltó el párpado, éste se deslizó hacia abajo con grotesca lentitud, como si el cadáver les hiciera un guiño—. En el hospital John Hopkins, David Prine observó contracción pupilar en algunos cadáveres hasta pasadas nueve horas.
—Ahora se ha vuelto un erudito —gruñó Matt—. Hay que ver las notas que solía sacar en composición.
—Es que a usted no le gustaba que escribiera sobre disecciones, viejo rezongón —contestó Jimmy con aire ausente, y sacó un martillito.
Está bien, pensó Ben. No pierde sus modales de cabecera aunque el paciente sea, como diría Parkins, un cadáver. La risa volvió a agitarse en su interior.
—¿Muerto? —preguntó Parkins, mientras echaba la ceniza en un florero vacío. Matt dio un respingo.
—Vaya si lo está —respondió Jimmy.
Se levantó, retiró la sábana hasta los pies y golpeó la rodilla derecha. Los dedos permanecieron inmóviles. Ben notó que Mike Ryerson tenía callosidades amarillentas en la planta de los pies, en el talón y en el empeine, y recordó aquel poema de Wallace Stevens sobre la mujer muerta.
—Que esto sea el final de la apariencia —citó erróneamente—. El único emperador es el emperador de los helados.
Matt le miró sobresaltado, y por un momento su dominio de sí pareció vacilar.
—¿Qué es eso? —preguntó Parkins.
—Un poema —explicó Matt—. Un fragmento de un poema sobre la muerte.
—A mí me suena más a chiste —declaró Parkins, y otra vez volvió a echar la ceniza en el florero.
6
—¿Nos conocemos? —preguntó Jimmy a Ben.
—Os han presentado, pero de pasada —explicó Matt—. Jimmy Cody, nuestro matasanos. Ben Mears, nuestro escriba.
—Siempre ha tenido ese tipo de humor —apuntó Jimmy—. Fue así como hizo todo su dinero.
Se estrecharon la mano por encima del cadáver.
—Ayúdeme a darle la vuelta, señor Mears.
Con cierta repugnancia, Ben colaboró en poner el cuerpo boca abajo. Aún no había adquirido el rigor mortis. Jimmy observó la espalda y después le bajó los calzoncillos en las nalgas.
—¿Para qué hace eso? —preguntó Parkins.
—Estoy tratando de establecer la hora de la muerte por la lividez de la piel —explicó Jimmy—. Cuando se interrumpe el bombeo, la sangre tiende a buscar el nivel más bajo, como cualquier otro fluido.
—Sí, como en ese anuncio de Drano. Ésa es tarea del forense, ¿no?
—Usted sabe que mandarán a Norbert —respondió Jimmy—. Y a Brent Norbert jamás le ha molestado que sus amigos le ayuden un poco.
—Norbert sería incapaz de encontrarse el ombligo —declaró Parkins, y arrojó la colilla del cigarrillo por la ventana abierta—. Esta ventana ha perdido la cortina, Matt; cuando llegué estaba abajo, caída en el césped.
—¿Ah sí? —preguntó Matt, controlando la voz.
—Así es.
Cody había sacado un termómetro de su maletín; se lo introdujo a Ryerson en el ano y dejó su reloj sobre la sábana almidonada, donde brilló al recibir la luz del sol. Eran las siete menos cuarto.
—Voy abajo —anunció Matt roncamente.
—Sí, podéis iros —asintió Jimmy—. Yo tardaré un poco más. ¿Podría preparar café, señor Burke?
—Ahora mismo.
Todos salieron y fue Ben el que cerró la puerta. Una última mirada le dejó grabada la escena: la luminosa habitación bañada por el sol, la sábana limpia, recogida, el reloj de pulsera que arrojaba brillantes destellos de luz sobre el empapelado, y el propio Cody, con su pelo rojo fuego, inmóvil junto al cadáver como si fuera un grabado.
Matt estaba preparando el café cuando apareció Brenton Norbert, el ayudante del forense, en un viejo Dodge gris. Entró acompañado de otro hombre que llevaba una cámara.
—¿Dónde está? —preguntó Norbert.
Con el pulgar, Parkins Gillespie indicó las escaleras.
—Jim Cody está arriba.
—Bien —repuso Norbert, y subió por las escaleras junto con el fotógrafo.
Parkins Gillespie se sirvió crema con el café hasta que se le volcó sobre el platillo, la probó con el pulgar, se lo limpió en los pantalones, encendió otro Pall Malí y preguntó:
—¿Cuál es su papel en esto, señor Mears?
De modo que Ben y Matt empezaron con su pequeño número preparado, sin decir ninguna mentira, pero evitando decir lo suficiente para quedar unidos por un tenue vínculo de conspiración, y lo suficiente para que Ben se preguntara con inquietud si estaría ocultando una inofensiva chifladura o algo más serio, algo oscuro. Recordó que Matt había dicho que le había llamado porque creía que era la única persona en Salem's Lot que podía prestar oídos a semejante historia. Fueran cuales fueran las flaquezas mentales de Matt Burke, pensó Ben, entre ellas no se contaba la incapacidad para discernir caracteres. Y eso también le puso nervioso.
7
A las 9,30 todo estaba concluido.
Cari Foreman había mandado su furgón para recoger el cuerpo de Mike Ryerson, y con él su muerte se hizo pública en el pueblo. Jimmy Cody había vuelto a su consulta, Norbert y el fotógrafo habían ido a Portland a hablar con el juez.
Parkins Gillespie se detuvo un momento en la escalinata, mirando cómo el furgón se alejaba lentamente por el camino. Un cigarrillo pendía de sus labios.
—Tantas veces como Mike estuvo al volante, apuesto a que jamás imaginó que pronto le llevarían a él detrás. —Se volvió hacia Ben—. Usted no se va todavía del pueblo, ¿verdad?
—No, no me voy.
—Hice que los federales y la policía estatal de Maine en Augusta investigaran sobre usted —le informó—. No tiene antecedentes delictivos.
—Siempre es bueno saberlo —dijo Ben.
—He oído decir que está saliendo con la hija de Bill Norton.
—Culpable —confesó Ben.
—Es una buena hija —comentó Parkins.
El furgón ya se había perdido de vista; hasta el ruido del motor se había debilitado en un zumbido que terminó por extinguirse.
—Me parece que últimamente no sale mucho con Floyd Tibbits.
—¿No tendrá usted que preparar su informe, Parkins? —le azuzó suavemente Matt.
Gillespie suspiró y arrojó la colilla al suelo.
—Desde luego que sí. Por triplicado, no doblar ni arrugar. Durante las dos últimas semanas, el trabajo me ha traído más líos que una ramera histérica. Esa casa de los Marsten debe de tener alguna maldición.
Ben y Matt siguieron con rostros imperturbables.
—Bueno, me voy —Después de abrir la puerta del coche, se volvió hacia ellos—. No me estarán ocultando algo, ¿verdad?
—Parkins, no hay nada que ocultar —respondió Matt—. Está muerto.
Los ojos descoloridos les miraron un momento más, penetrantes y vivaces bajo las cejas en arco. Después, Parkins suspiró.
—Supongo —asintió—. Pero todo es muy raro. El perro, el chico de los Glick, el otro chico de los Glick, y ahora Mike... Para un pueblo de mala muerte como éste, es un año maldito. Mi abuela solía decir que las calamidades vienen de tres en tres, no de cuatro en cuatro.
Subió al coche, puso en marcha el motor y dio marcha atrás por el camino de entrada. Poco después desaparecía del otro lado de la colina, con un bocinazo de despedida.
Matt dejó escapar un profundo suspiro.
—Asunto concluido.
—Sí —asintió Ben—. Estoy exhausto. ¿Y tú?
—También, pero me siento... colocado. ¿Conoces la palabra, en el sentido en que la usan los chicos?
—Sí.
—Dios, debes de pensar que soy un lunático. —Se frotó la cara con la mano—. A la luz del día parece el delirio de un loco, ¿no?
—Sí y no —respondió Ben, y apoyó una mano tímida en el hombro de Matt—. Gillespie tiene razón, sabes. Está sucediendo algo raro. Y estoy convencido de que tiene relación con la casa de los Marsten. Aparte de mí, la gente de allí arriba son los únicos nuevos en el pueblo. Y sé que yo no he hecho nada. El proyecto de ir allí esta noche, ¿sigue en pie? ¿La expedición de bienvenida?
—Si quieres...
—Yo sí. Ve a dormir un rato, que yo iré a ver a Susan y esta tarde te pasaremos a buscar.
—De acuerdo. —Matt hizo una pausa—. Hay otra cosa que me preocupa desde que hablaste de la autopsia...
—¿Qué es?
—La risa que oí... o que me pareció oír, era una risa de niño. Horrible y despiadada, pero una risa de niño. En relación con lo que contó Mike, ¿no te hace pensar en Danny Glick?
—Sí, claro que sí.
—¿Sabes en qué consiste el procedimiento para embalsamar?
—No exactamente. Se le retira la sangre al cadáver y se sustituye con algún fluido. Solían usar formaldehído, pero ahora debe de haber métodos más modernos. Y se retiran las vísceras del cadáver.
—Me pregunto si todo eso se lo hicieron a Danny —repuso Matt, mirándole.
—¿Conoces lo suficiente a Cari Foreman para preguntárselo?
—Sí, creo que podría encontrar la forma.
—Pues no dejes de hacerlo.
—De acuerdo.
Los dos se miraron un momento más, y la mirada que intercambiaron, aunque amistosa, tenía algo indefinible; por parte de Matt, la inquietud obstinada del hombre racional que se ha visto obligado a hablar irracionalmente; por la de Ben, una especie de miedo impreciso ante fuerzas que no podía entender lo suficiente para definirlas.
8
Cuando Ben entró, Eva estaba planchando mientras seguía un concurso por televisión. En ese momento el premio llegaba a cuarenta y cinco dólares, y el animador estaba sacando números telefónicos de un gran recipiente de cristal.
—Ya me he enterado —comentó Eva mientras él abría la nevera para sacar una coca—cola—. Qué horror, pobre Mike.
—Espantoso. —Ben sacó del bolsillo de la camisa el crucifijo con su cadena.
—¿No saben qué...?
—Todavía no —respondió Ben—. Estoy muy cansado, señorita Miller. Creo que dormiré un rato.
—Bien. Ese cuarto de arriba es caluroso a mediodía, incluso en esta época del año. Si quiere, ocupe el de abajo. Las sábanas están limpias.
—No» gracias. En el mío conozco todos los ruidos.
—Sí, una persona se acostumbra a lo que es suyo —asintió ella—. ¿Para qué quería el señor Burke el crucifijo de Ralph?
Ben se detuvo antes de empezar a subir por las escaleras.
—Creo que Matt debió de pensar que Mike Ryerson era católico.
Eva colocó otra camisa en el extremo de la tabla de planchar.
—Pues tendría que saber que no lo era. Después de todo, Mike fue su alumno en la escuela, y en su familia todos eran luteranos.
Ben no supo qué responder. Subió las escaleras, se desvistió y se metió en la cama. Se durmió enseguida, pero no soñó nada.
9
Cuando despertó eran las cuatro y cuarto. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y se había destapado mientras dormía. De todas maneras, sentía la cabeza despejada. Los acontecimientos de la mañana parecían lejanos e inciertos, y las fantasías de Matt Burke no eran tan apremiantes. Lo que tenía que hacer esa noche era distraerle y hacer que se divirtiera, si eso era posible.
10
Decidió llamar a Susan desde el bar de Spencer para reunirse allí. Podían ir hasta el parque, y allí Ben le contaría toda la historia. Escucharía la opinión de ella mientras iban a ver a Matt, y una vez en casa de éste, Susan podría escuchar su versión y completar su juicio. Después irían a la casa de los Marsten. La idea le provocó un escalofrío.
Tan perdido estaba en sus propios pensamientos que no advirtió que alguien estaba esperándole en su coche hasta que la puerta se abrió y la alta figura se apeó. Por un momento su mente estuvo demasiado aturdida para controlar su cuerpo, que retrocedió ante lo que a primera vista le pareció un espantapájaros animado. Los rayos oblicuos del sol destacaban la figura con un detalle nítido y cruel: el viejo sombrero de fieltro encajado hasta las orejas, las gafas de sol, el raído abrigo con el cuello levantado, las manos enfundadas en gruesos guantes de goma verde.
—¿Quién...? —fue lo único que Ben tuvo tiempo de articular.
La figura se le acercó. Los puños se cerraron. Ben sintió un olor amarillento y rancio en el que reconoció la naftalina. Oía también respirar trabajosamente.
—Tú eres el hijo de puta que me ha robado a mi chica —le acusó Floyd Tibbits con voz áspera y sin inflexiones—. Te voy a matar.
Y mientras Ben seguía tratando de comprender todo eso, Floyd Tibbits se le echó encima.
NUEVE
SUSAN (II)
1
Susan llegó a Portland pasadas las tres de la tarde, y entró en la casa cargada con tres crujientes bolsas de papel marrón de unos grandes almacenes; había vendido dos cuadros por poco más de ochenta dólares y había decidido hacer algunas compras. Dos faldas nuevas y una chaqueta de punto. También habría podido...
—¿Suze? —llamó su madre—. ¿Eres tú?
—Sí. He traído...
—Ven aquí, Susan, quiero hablar contigo.
La muchacha reconoció instantáneamente el tono, aunque no lo hubiera oído con esa precisión desde la época del instituto, cuando las discusiones por el largo de los dobladillos y por los amigos se sucedían un día tras otro.
Dejó las bolsas y se dirigió a la sala. Su madre había ido mostrándose cada vez más fría respecto del tema de Ben Mears, y Susan imaginó que ahora iba a decir su última palabra.
La señora Norton estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana, tejiendo. El televisor estaba apagado. La unión de ambas cosas configuraba un signo ominoso.
—Imagino que no te has enterado de la última noticia, con lo temprano que te fuiste esta mañana —dijo, mientras las agujas se movían tan rápidamente que se enredaron en la lana verde oscuro con que trabajaba en pulcras hileras. Alguna bufanda para el invierno.
—¿La última?
—Anoche, Mike Ryerson murió en casa de Matthew Burke, y quién iba a estar presente ante el lecho de muerte sino tu amigo el escritor.
—Mike... Ben... ¿Qué?
La señora Norton esbozó una sonrisa hosca.
—Mabel me llamó esta mañana y me lo contó. El señor Burke dice que anoche se encontró con Mike en la taberna de Delbert Markey (realmente, no me explico qué se le ha perdido a un profesor por los bares) y que se lo llevó consigo a casa porque Mike no se sentía bien. Murió durante la noche. ¡Y aparentemente nadie sabe qué hacía allí el señor Mears!
—Los dos se conocen —reflexionó Susan, ausente—. En realidad, Ben dice que se entendieron tan bien... ¿Qué ha pasado con Mike, Ma?
Pero la señora Norton no se iba a dejar apartar tan fácilmente del tema.
—Sea como fuere, hay quien piensa que ya hemos tenido demasiadas emociones en Salem's Lot desde que apareció por aquí el señor Mears.
—¡Qué estupidez! —replicó Susan, exasperada—. Ahora, dime si Mike...
—Eso no se sabe todavía —dijo la señora Norton. Hizo girar el ovillo de lana y lo aflojó—. Hay quien piensa que pudo haberse contagiado una enfermedad del niño de los Glick.
—Entonces, ¿por qué no se contagió nadie más? ¿Los padres, por ejemplo?
—Hay jóvenes que creen saberlo todo —comentó la señora Norton, hablando a nadie en particular, mientras las agujas echaban chispas.
Susan se levantó.
—Iré a ver si...
—Vuelve a sentarte un momento —ordenó la señora Norton—. Todavía tengo algo más que decirte.
Susan se sentó de nuevo, tratando de mostrarse razonable.
—A veces los jóvenes no saben todo lo que hay que saber —señaló Ann Norton. En su voz se insinuaba un híbrido tono de consuelo que a Susan le pareció sospechoso.
—¿Como qué, Ma?
—Bueno, pues parece que ese Ben Mears tuvo un accidente hace unos años, después de la publicación de su segundo libro. Iba en motocicleta. Estaba bebido. Su mujer se mató.
Susan volvió a levantarse.
—No quiero oír nada más.
—Te lo estoy diciendo por tu bien —explicó la señora Norton.
—¿Quién te lo ha contado? —preguntó Susan. No sentía nada de la vieja cólera impotente, ni la necesidad de correr a su cuarto a llorar, lejos de esa voz tranquila que lo sabía todo. Se sentía simplemente fría y distante, como si flotara en el espacio—. Ha sido Mabel Werts, ¿no?
—Eso no tiene importancia. Es la verdad.
—Seguro que sí. Además, hemos ganado la guerra de Vietnam, y Jesucristo se pasea todos los días por el centro del pueblo.
—A Mabel le pareció una cara conocida —continuó Ann Norton— y se puso a examinar, caja por caja, sus recortes de periódico, y...
—¿Te refieres a su colección de escándalos? ¿De periódicos especializados en astrología y fotos de accidentes automovilísticos y señas de aspirantes a estrellas? Pues vaya fuente de información. —Rió ásperamente.
—No hace falta que digas obscenidades. La historia estaba allí, en letras de molde. La mujer, supongamos que era su esposa, iba en el asiento de atrás y él derrapó sobre el asfalto y fueron a estrellarse contra el costado de un camión. El artículo decía que allí mismo le hicieron la prueba de alcoholemia. Allí mismo... —acentuó las palabras golpeando con una aguja el brazo de la mecedora.
—Entonces, ¿por qué no está en prisión?
—Estos personajes famosos siempre conocen gente —repuso su madre con tranquila certidumbre—. Si uno tiene dinero suficiente, puede salir de cualquier cosa. Y si no, mira de qué situaciones se han salvado los Kennedy.
—¿Fue procesado?
—Te he dicho que le hicieron un...
—Sí, lo has dicho, mamá. ¿Pero estaba ebrio?
—¡Te he dicho que estaba ebrio! —En sus mejillas habían empezado a aparecer manchas de color—. Si estás sobrio no te hacen la prueba de alcoholemia. ¡ Y su mujer murió! ¡Es lo mismo que el asunto de Chappaquiddick! ¡Exactamente!
—Me iré a vivir al pueblo —anunció lentamente Susan—. Ya había pensado decírtelo. Es algo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo, Ma. Por ti y por mí. He estado hablando con Babs Griffen, y dice que en Sister's Lane hay un sitio adecuado, con cuatro habitaciones...
—¡ Ay, estás ofendida! Te he estropeado tu bonita imagen del importantísimo señor Ben Mears y estás tan furiosa que escupirías —comentó su madre con un tono que años atrás era infalible.
—Madre, ¿qué te pasa? —preguntó Susan—. No es propio de ti... llegar tan bajo.
Ann Norton levantó bruscamente la cabeza. La labor se le resbaló del regazo cuando se levantó para apoyar ambas manos en los hombros de Susan y sacudirla.
—¡Escúchame! No voy a tolerar que andes por ahí como una cualquiera con el primer afeminado que te llena la cabeza de fantasías. ¿Me oyes?
Susan le propinó una bofetada.
Los ojos de Ann Norton parpadearon y se abrieron de sorpresa y aturdimiento. Durante un momento las dos se miraron, en silencio, espantadas. En la garganta de Susan se formó un nudo.
—Me voy arriba —dijo—. El martes, como muy tarde, me marcharé.
—Hoy ha venido Floyd —dijo la señora Norton con el rostro aún rígido.
Los dedos de su hija le habían dejado unas marcas rojas, como signos de admiración.
—Estoy harta de Floyd —repuso Susan, impasible—. Es mejor que te hagas a la idea. Y puedes decírselo por teléfono a tu amiga Mabel, ¿por qué no? Tal vez así te parezca más real.
—Floyd te ama, Susan. Esto le está... haciendo daño. Se derrumbó y me lo contó todo. Me abrió su corazón. —Los ojos le brillaban al recordarlo—. Finalmente, se confió y lloró como un niño.
Susan pensó que eso no era propio de Floyd, y se preguntó si su madre estaría inventándolo. La miró fijamente; sus ojos le dijeron que no.
—¿Eso es lo que quieres para mí, madre? ¿Un niño llorón? ¿O simplemente te fascina la idea de tener nietos rubios? Imagino que es una preocupación para ti... que no puedes sentir que tu misión ha terminado mientras no me veas casada y sometida a un hombre bueno a quien tú puedas ponerle el pie encima. Con un tipo que me deje embarazada y me convierta en señora de su casa sin pérdida de tiempo. Ésa es tu ilusión, ¿no? Bueno, ¿nunca has pensado en lo que pueda querer yo?
—Susan, tú ni siquiera sabes qué quieres.
Y lo decía con tan absoluta certidumbre que durante un momento Susan estuvo tentada de creerla. Tuvo una visión de ella y de su madre, para siempre en la misma situación, la madre junto a la mecedora, ella junto a la puerta; sólo que estaban unidas por una madeja de lana verde, de un hilado deshilachado y débil a fuerza de tantos tirones. La imagen se transformó en la de su madre con gorro de pescador, con la cinta decorada con moscas, mientras trataba desesperadamente de recoger una gran trucha que llevaba una camisa amarilla estampada. Trataba de recogerla, por última vez, para echarla en la cesta de mimbre. Pero ¿con qué fin? ¿Para comérsela?
—Sí, lo sé, mamá. Sé exactamente lo que quiero. Quiero a Ben Mears.
Giró sobre sus talones y subió por las escaleras.
Su madre corrió tras ella, y la llamó con voz chillona:
—¡No puedes alquilar nada si no tienes dinero!
—Tengo cien dólares en efectivo y trescientos en el banco —respondió Susan—. Y creo que puedo conseguir trabajo en el bar de Spencer. El señor Labree me lo ha ofrecido varias veces.
—Lo único que le interesa es mirarte por debajo de las faldas —advirtió la señora Norton. Su voz había descendido una octava. Buena parte de su enojo se había esfumado, y ahora se sentía asustada.
—Pues déjalo. Me pondré los calzones de la abuela.
—Tesoro, no hagas locuras —subió un par de escalones—. Lo único que quiero es lo mejor para...
—Terminemos, mamá. Lamento haberte abofeteado. He hecho muy mal. Te quiero, pero me voy. Ya es hora, tienes que comprenderlo.
—Piénsalo mejor —insistió la señora Norton, ahora tan arrepentida como asustada—. Todavía no creo haber hablado de más. Yo sé lo que son los oportunistas como Ben Mears. Lo único que le interesa es...
—Basta ya:
Susan siguió subiendo. Su madre subió un escalón más y dijo:
—Cuando Floyd se fue de aquí estaba en un estado...
La puerta de la habitación de Susan, al cerrarse, la dejó con la palabra en la boca.
La muchacha se arrojó sobre su cama, que no hacía mucho tiempo había estado decorada con animales de peluche, entre ellos un perro de aguas con una radio de transistores en la barriga, y se quedó mirando la pared, tratando de no pensar. En la pared tenía varios pósters del Club Sierra, pero no hacía mucho que se había visto rodeada de pósters de los que venían en Rolling Stone y Creem y Crawdaddy, con imágenes de sus ídolos: Jim Morrison y John Lennon, Dave van Ronnk y Chuck Berry. Los fantasmas de esos días se agolparon en su recuerdo como mal expuestos negativos de la memoria.
Susan casi podía ver la noticia, destacándose entre el resto del material barato: ANDARIEGO JOVEN ESCRITOR Y su ESPOSA AFECTADOS POR «POSIBLE» ACCIDENTE DE MOTO. Lo demás, insinuaciones cuidadosamente deslizadas. Tal vez una foto tomada en el lugar del accidente por un fotógrafo local, demasiado sangrienta, del gusto exacto de la gente como Mabel.
Y lo peor era que había quedado sembrada una semilla de duda. Estúpida. ¿Acaso pensabas que vivía en una nevera antes de que llegara aquí? ¿Que llegó envuelto en una bolsa de celofán esterilizada, como los vasos en los moteles? Estúpida. Pero la semilla estaba sembrada. Y por eso sentía hacia su madre algo más que resentimiento adolescente... sentía algo sombrío que rayaba con el odio.
Apartó esas ideas, se puso un brazo sobre la cara y se sumió en una inquieta modorra que fue interrumpida por el timbre del teléfono, abajo, y después en forma más definida por la voz de su madre:
—¡Susan, es para tí!
Susan bajó, fijándose en que eran poco más de las cinco y media. El sol se retiraba hacia poniente y la señora Norton estaba en la cocina, empezando a preparar la cena. Su padre no había llegado todavía.
—¿Sí?
—¿Susan? —La voz era familiar, pero ella no pudo reconocerla inmediatamente.
—Sí, ¿quién habla?
—Soy Eva Miller. Tengo que darte una mala noticia.
—¿Le ha pasado algo a Ben? —De pronto se quedó sin saliva y se llevó la mano a la garganta. La señora Norton había salido de la cocina y la miraba desde la puerta, con una espátula en la mano.
—Bueno, hubo una pelea. Esta tarde apareció por aquí Floyd Tibbits...
—¡Floyd!
Ante su tono de voz, la señora Norton dio un paso atrás.
—... y le dije que el señor Mears estaba durmiendo. Dijo que estaba bien, tan cortésmente como siempre, pero iba vestido de una manera rarísima. Le pregunté si se sentía bien. Llevaba un abrigo viejísimo y un sombrero extravagante, y no sacó las manos de los bolsillos. Ni me acordé de mencionárselo al señor Mears cuando se levantó. Ha habido tantas emociones...
—¿Qué sucedió? —preguntó Susan.
—Bueno, Floyd le golpeó—dijo Eva—. Ahí mismo, en mi aparcamiento. Sheldon Corson y Ed Craig salieron y los apartaron.
—¿Y Ben? ¿Está bien?
—Creo que no.
—¿Qué tiene? —Susan aferraba el auricular.
—Con el último golpe que le dio, Floyd arrojó al señor Mears contra un coche, y se golpeó en la cabeza. Cari Foreman lo llevó al hospital, y estaba inconsciente. Es lo único que sé. Si tú...
Susan colgó, corrió al armario y sacó su abrigo de la percha.
—Susan, ¿qué pasa?
—Ese encanto de Floyd Tibbits —respondió Susan, sin darse cuenta de que había empezado a llorar— ha mandado a Ben al hospital.
Sin esperar respuesta, salió corriendo.
2
Llegó al hospital a las seis y media y se sentó en una incómoda silla de plástico a hojear, sin verlo, un ejemplar de Good House—keeping. Había pensado en ir a llamar a Matt Burke, pero la idea de que el médico viniera y no la encontrara la detuvo.
Los minutos se arrastraban en el reloj de la sala de espera, hasta que a las siete menos diez apareció un médico con un montón de papeles en la mano.
—¿La señorita Norton? —preguntó.
—Sí. ¿Cómo está Ben?
—No puedo responder a eso por el momento. Parece bien —agregó al ver el espanto que se reflejó en su rostro—, pero estará en observación dos o tres días. Tiene una fractura en el nacimiento del pelo, contusiones múltiples y un ojo completamente negro.
—¿Puedo verle?
—No, esta noche no. Está bajo el efecto de sedantes.
—¿Y un minuto, por favor? Sólo un minuto.
Él suspiró.
—De acuerdo. Es probable que esté dormido. Si él no le habla, no le diga nada.
La llevó hasta el tercer piso y después la condujo a una habitación situada al fondo de un pasillo que olía a desinfectante. El hombre que estaba en la otra cama, leyendo una revista, los miró inexpresivamente.
Ben estaba acostado con los ojos cerrados; una sábana le cubría hasta el mentón. Estaba tan pálido e inmóvil que durante un terrible momento Susan tuvo la seguridad de que estaba muerto, de que se les había ido mientras ella y el médico hablaban abajo. Después advirtió el movimiento lento y regular del pecho, y sintió un intenso alivio. Le miró el rostro, pero no veía las marcas y moraduras. Afeminado, había dicho su madre, y Susan veía de dónde había sacado la idea. Los rasgos eran acentuados pero delicados (ojalá hubiera una palabra mejor que «delicado», que era la que uno usaría para describir a la bibliotecario, que en sus ratos de ocio escribía pomposos sonetos a los narcisos; pero Susan no encontraba otra). Lo único que parecía viril en el sentido tradicional era el pelo, negro y espeso, que parecía casi flotar sobre la cara. El vendaje blanco en el lado izquierdo, sobre la sien, se destacaba en un elocuente contraste.
Te amo, pensó Susan. Cúrate, Ben. Cúrate y termina tu libro para que podamos irnos de Salem's Lot, si es que me quieres. Solar se ha puesto en contra de nosotros.
—Creo que es mejor que ahora se vaya —indicó el médico—. Tal vez mañana...
Ben se movió y emitió un leve gruñido. Los párpados se abrieron lentamente, se cerraron, volvieron a abrirse. Tenía los ojos enturbiados por el sedante, pero en ellos se leyó que había advertido la presencia de Susan. Movió una mano hacia la de ella. Los ojos de Susan se llenaron de lágrimas; sonrió y le apretó la mano.
Ben movió los labios y ella se inclinó para oírlo.
—Son... tipos duros los de... este pueblo, ¿eh?
—Ben, ¡lo siento tanto!
—Creo que... le rompí un par de dientes antes de que... me aturdiera —susurró Ben—. No está mal para un escritor...
—Ben...
—Ya es suficiente, señor Mears —intervino el médico—. Demos tiempo a que el calmante haga su efecto.
Ben lo miró.
—Un minuto más... por favor.
El médico levantó los ojos al cielo.
—Lo mismo dijo ella.
Los párpados de Ben volvieron a bajarse, luego se abrieron con dificultad. Sus labios dijeron algo ininteligible.
Susan se le acercó más.
—¿Qué, mi vida?
—¿Es ya... de noche?
—Sí.
—¿Quieres ir a ver...?
—¿A Matt?
Un gesto de asentimiento.
—Dile... que yo he dicho que te lo contara todo. Pregúntale si... conoce al padre Callahan. Él entenderá.
—Está bien. Le daré el mensaje. Duérmete ahora, cariño.
—Gracias. Te... quiero.
Murmuró algo más, lo repitió y los ojos se le cerraron. Su respiración se hizo más profunda.
—¿Qué le ha dicho? —preguntó el médico.
Susan le miró con ceño.
—Algo como «echa el cerrojo a las ventanas» —dijo.
3
Eva Miller y Weasel Craig estaban en la sala de espera cuando Susan fue a recoger su abrigo. Eva llevaba una vieja chaqueta con un estropeado cuello de piel, obvio recuerdo de tiempos mejores, y Weasel flotaba dentro de un enorme anorak de motorista. Susan se sintió más animada al verlos.
—¿Cómo está? —preguntó Eva.
—Creo que no será nada.
Susan le contó el diagnóstico del médico y Eva se tranquilizó.
—Cuánto me alegro. El señor Mears me parece una excelente persona. En mi casa jamás sucedió algo así. Y Parkins Gillespie tuvo que encerrar a Floyd en la celda para borrachos... aunque no parecía borracho. Más bien como... dopado y confundido.
Susan sacudió la cabeza.
—Eso es muy raro en Floyd...
Se produjo un incómodo momento de silencio.
—Ben es un hombre estupendo —declaró Weasel, y palmeó la mano de Susan—. Se repondrá en un abrir y cerrar de ojos. Espera y verás.
—De eso estoy segura. —Susan le cogió la mano—. Eva, ¿el padre Callahan es el sacerdote de St. Andrew?
—Sí, ¿por qué?
—Oh... por curiosidad. Escuchad, os agradezco que hayáis venido. Si pudierais volver mañana...
—Seguro que sí —respondió Weasel—. ¿No es verdad, Eva? —le pasó un brazo por la cintura. El tramo era largo, pero finalmente lo completó.
—Sí que vendremos.
Susan los acompañó hasta el aparcamiento y después regresaron a Salem's Lot.
4
Matt no respondió a la llamada ni vociferó «¡Adelante!» como era su costumbre.
—¿Quién es? —preguntó una voz muy contenida, que a Susan le costó reconocer.
—Susie Norton, señor Burke.
Cuando Matt abrió la puerta, para Susan fue una sorpresa ver cómo había cambiado su aspecto. Parecía viejo y ojeroso. Un momento después advirtió que llevaba al cuello un pesado crucifijo de oro. Había algo tan extraño y ridículo en ese ornamento que brillaba sobre la camisa de tela escocesa que Susan estuvo a punto de reír, pero se contuvo.
—Entra. ¿Dónde está Ben?
Cuando lo supo, el rostro de Matt se ensombreció.
—Así que a Floyd Tibbits no se le ha ocurrido más que hacerse el amante agraviado, ¿no? Bueno, pues no podría haber sucedido en un momento más inoportuno. Esta tarde a última hora trajeron a Mike Ryerson de Portland para que Foreman prepare el funeral. Imagino que nuestra visita a la casa de los Marsten quedará para otra ocasión...
—¿Qué visita? ¿Y qué es eso de Mike?
—¿Quieres café? —preguntó Matt con aire ausente.
—No. Quiero saber qué está ocurriendo. Ben me dijo que usted me lo explicaría.
—Pues vaya tarea que me encarga. A Ben puede resultarle fácil decir que te lo cuente todo. Hacerlo es más difícil, pero lo intentaré.
—¿Qué...?
Matt levantó una mano.
—Una pregunta antes, Susan. El otro día, tú y tu madre fuisteis a la nueva tienda.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Puedes darme tu impresión del lugar, y más específicamente de su propietario?
—¿Del señor Straker?
—Sí.
—Bueno, como persona es encantador. Tiene modales de cortesano, si quiere una palabra para definirlo. Elogió a Glynis Mayberry su vestido, y ella se ruborizó como una colegiala. Y a la señora Boddin le preguntó por el vendaje que tenía en el brazo... se había salpicado con aceite caliente, ¿sabe? Entonces le dio una receta para cataplasma y se la escribió. Y cuando vino Male... —Susan rió al recordarlo.
—¿Sí?
—Le ofreció una silla. Pero no una silla, sino una especie de trono. Enorme, de caoba tallada. Él mismo se la trajo desde la trastienda, sin dejar de sonreír y de conversar con las demás señoras. Y debía pesar unos cincuenta kilos. La dejó caer en el suelo y acompañó a Mabel a que se sentara; hasta la tomó del brazo. Y ella lo dejó hacer, entre risitas. Si usted ha visto las risitas de Mabel, no le queda nada por ver. Y sirvió café, muy fuerte, pero bueno.
—¿A ti te gustó? —preguntó Matt.
—Eso es parte de la cuestión, ¿no?
—Podría ser, sí.
—Bueno, entonces le explicaré mi reacción como mujer. Me gustó y no me gustó. Me resultó atractivo, creo que con un leve matiz sexual. Un hombre mayor, muy atento, encantador y cortés. Con mirarlo se sabe que puede pedir la comida en un restaurante francés y saber qué vino corresponde a cada plato, no sólo si blanco o tinto, sino el año y hasta la bodega. Decididamente, no es de la clase de hombres que hay por aquí, pero de ninguna manera afeminado. Y además, siempre es atractivo un hombre que no se avergüenza de su calvicie. —Sonrió un poco a la defensiva, dándose cuenta de que se había ruborizado.
—Pero no te gustó —concluyó Matt.
Susan se encogió de hombros.
—Eso es más difícil de decir. Creo... creo que percibí cierto desdén bajo la superficie. Cierto cinismo. Como si estuviera representando un papel, y representándolo bien, pero consciente de que no iba a necesitar de todos sus recursos para engañarnos. Con un toque de condescendencia. —Miró a Matt con incertidumbre—. Y me pareció que había cierta crueldad en él. No sé por qué.
—¿Alguien compró algo?
—No mucho, pero no parecía que eso le importara. Mamá le compró un pequeño estante yugoslavo para porcelanas, y la señora Petrie una mesita plegable que es un encanto, pero no vi que le compraran más. No parecía disgustado. Simplemente pidió a la gente que le dijera a sus amigos que la tienda estaba abierta, que fueran a visitarla. Tiene un encanto muy europeo.
—¿Y te parece que la gente se quedó encantada?
—En general, sí—respondió Susan, comparando mentalmente el entusiasmo de su madre por R. T. Straker con el disgusto inmediato que le había provocado Ben.
—¿No viste a su socio?
—¿Al señor Barlow? No, está en Nueva York en viaje de negocios.
—Me pregunto si es así —caviló Matt para sí mismo—. El esquivo señor Barlow.
—Señor Burke, ¿no es mejor que me cuente qué es todo este asunto?
Matt suspiró con desánimo.
—Supongo que tendré que hacerlo. Lo que acabas de decirme es inquietante. Muy inquietante. Todo concuerda...
—No lo entiendo...
—Empezaré por mi encuentro con Mike Ryerson en el bar de Dell, anoche... que me parece que ocurrió hace ya un siglo.
5
Cuando terminó el relato eran las ocho menos veinte, y ambos se habían bebido dos tazas de café.
—Creo que eso es todo —concluyó Matt—. Ahora, ¿quieres que haga mi imitación de Napoleón? ¿O que te cuente mis conversaciones astrales con Toulouse Lautrec?
—No se haga el tonto —respondió Susan—. Aunque esté sucediendo algo, no puede ser lo que usted piensa.
—No estoy seguro.
—Si nadie tiene nada contra usted, como sugirió Ben, entonces es posible que sea algo que hizo el propio Mike, en un delirio o algo así. —Aunque eso no sonaba convincente, Susan prosiguió—: O tal vez se durmió usted sin darse cuenta y lo soñó todo. Más de una vez yo me he quedado dormitando y me he perdido quince o veinte minutos.
Matt se encogió de hombros.
—¿Cómo defiende uno un testimonio que ninguna mente racional puede aceptar al pie de la letra? Oí lo que oí. Y no estaba dormido. Y hay algo que me tiene preocupado... muy preocupado. De acuerdo con las antiguas leyendas, un vampiro no puede entrar simplemente en una casa para chuparle a uno la sangre. No. Tiene que ser invitado. Pero anoche, Mike Ryerson invitó a entrar a Danny Glick. ¡Y yo mismo invité a Mike!
—¿Le habló Ben de su nuevo libro?
Él jugueteó con la pipa, sin encenderla.
—Muy poco. Sólo me dijo que está relacionado con la casa de los Marsten.
—¿No le contó que de niño tuvo una experiencia traumática en esa casa?
Matt la miró, sorprendido.
—¿Dentro de ella? No.
—Entró por un desafío. Quería formar parte de un club, y como prueba le impusieron que entrara en la casa de los Marsten y volviera a salir con algo. Lo hizo, en efecto... pero antes de salir subió hasta el dormitorio del piso alto, donde se ahorcó Hubie Marsten. Cuando abrió la puerta, vio a Hubie allí colgado, y abrió los ojos. Ben salió huyendo. Eso ha estado carcomiéndole desde hace veinticuatro años. Volvió a Solar para ver si escribiéndolo podía liberarse de ello.
—Cristo —murmuró Matt.
—Él tiene... cierta teoría sobre la casa de los Marsten. En parte es fruto de su experiencia, y en parte de algunas investigaciones que ha hecho sobre Hubert Marsten...
—¿Y su tendencia a la adoración del demonio?
Susan dio un respingo.
—¿Cómo lo sabía usted?
Matt sonrió.
—No todas las habladurías en un pueblo pequeño son públicas. Las hay secretas. Y algunas de las habladurías secretas de Salem's Lot se refieren a Hubie Marsten. Ahora son cosas compartidas entre una docena de las personas más ancianas, tal vez... y una de ellas es Mabel Werts. Fue hace mucho tiempo, Susan. Pero aun así hay algunas historias que nunca pasan de moda. Es raro, sabes. Ni siquiera Mabel habla de Hubie Marsten con nadie ajeno a su propio círculo. Hablan de su muerte, claro. Y del asesinato. Pero si les preguntas por los diez años que él y su mujer pasaron en esa casa, haciendo sabe Dios qué, se pone en funcionamiento una especie de regulador... una especie de tabú. Se ha rumoreado incluso que Hubert Marsten secuestraba y sacrificaba niños pequeños a sus dioses infernales. Me sorprende que Ben haya llegado a averiguar tanto. El secreto referente a ese aspecto de Hubie, su mujer y su casa, tiene un matiz casi tribal.
—No fue en Solar donde lo supo.
—Eso lo explica, entonces. Sospecho que su teoría es una fábula bastante vieja en parapsicología: que los seres humanos producen el mal de la misma manera que producen mocos o excrementos o uñas. Que es algo que no desaparece. Más concretamente, que la casa de los Marsten puede haberse convertido en una especie de generador de perversidad, en una batería donde se recarga el mal.
—Sí. Él lo expresó exactamente en esos términos. —Susan le miró con expresión interrogante.
Matt respondió con una risita.
—Hemos leído los mismos libros. ¿Qué piensas tú, Susan? ¿Cabe algo más que el cielo y la tierra en tu filosofía?
—No —respondió ella—. Las casas no son más que casas. El mal muere con la perpetración de actos malignos.
—¿Sugieres que la inestabilidad de Ben puede llevarme a conducirle por la senda de la insania que yo estoy ya recorriendo?
—No, claro que no. No es que lo considere insano. Pero, señor Burke, tiene usted que reconocer...
—Callate.
Matt había inclinado la cabeza hacia adelante. Susan dejó de hablar y escuchó. Nada... a no ser el crujido de una tabla. Le miró y él sacudió la cabeza.
—¿Decías?
—Únicamente, que por una coincidencia no llegó en buen momento para exorcizar los demonios de su juventud. Se han dicho muchas tonterías por el pueblo desde que se volvió a ocupar la casa de los Marsten y se abrió la tienda... incluso se ha hablado del propio Ben. Se sabe que a veces los ritos de exorcismo escapan de control y se vuelven contra el exorcista. Creo que Ben debe irse de este pueblo, y tal vez también a usted le sentara bien tomarse unas vacaciones.
Al hablar de exorcismo se acordó de que Ben le había pedido que mencionara a Matt el sacerdote católico. Siguiendo un impulso, decidió no hacerlo. La razón de que él se lo hubiera pedido aparecía ahora con toda claridad, pero hacerlo no sería más que agregar leña a un fuego que, en opinión de Susan, ardía ya con peligrosa fuerza. Cuando Ben se lo preguntara, si lo hacía alguna vez, le diría que se había olvidado.
—Yo sé hasta qué punto debe parecer una locura —dijo Matt—. Hasta para mí, que oí levantarse la ventana, y oí esa risa, y esta mañana vi la cortina caída junto a la entrada para coches. Pero si de alguna manera eso calma tus temores, te diré que la reacción de Ben fue muy sensata. Sugirió que partiéramos de que hay que demostrar o descartar una teoría, y que empezáramos por... —De nuevo se interrumpió.
Esa vez el silencio se devanó como una madeja, y cuando Matt volvió a hablar, a Susan le asustó la suave certidumbre de su voz.
—Hay alguien arriba.
La muchacha escuchó. Nada.
—Se imagina cosas.
—Conozco mi casa —afirmó Matt—. Hay alguien en la habitación de huéspedes... ¿lo oyes?
Y esta vez Susan lo oyó. El sonido de una tabla, que crujía como suelen hacerlo las tablas en las casas viejas, sin razón alguna. Pero a Susan le pareció que en ese ruido había algo más... algo de una malignidad pavorosa.
—Voy a subir —anunció Matt.
La palabra le salió en un impulso impensado. ¿Quién está ahora sentado en el rincón de la chimenea, se preguntó, pensando que el viento en los aleros es un augurio de muerte?
—Anoche me asusté y no hice nada, y las cosas empeoraron. Ahora voy a subir.
—Señor Burke...
Los dos habían empezado a hablar en voz baja. Como si fuera un gusano, la tensión se les había infiltrado en las venas, entumeciéndoles los músculos. Tal vez había alguien arriba. Algún ladrón.
—Habla —dijo Matt—. Cuando yo haya salido, sigue hablando, de cualquier cosa.
Y antes de que ella pudiera replicar, se levantó y se dirigió al vestíbulo, avanzando con una agilidad pasmosa. Una vez miró hacia atrás, pero la muchacha no pudo leer su mirada. Matt empezó a subir por las escaleras.
Susan sintió que su mente se deslizaba en la realidad, con el rápido giro que habían tomado las cosas. No hacía dos minutos estaban hablando con tranquilidad del tema, bajo la luz de las bombillas eléctricas. Y ahora Susan tenía miedo. Pregunta: Si se pone a un psicólogo en una habitación junto con un hombre que piensa que es Napoleón, y se los deja allí durante un año (o diez o veinte), ¿encontraremos a dos psicólogos o a dos chalados con la mano metida en el chaleco? Respuesta: No hay datos suficientes para responder.
Empezó a hablar:
—El domingo, Ben y yo pensábamos tomar la carretera uno y llegar hasta Camden..., ya sabe, el pueblo donde filmaron La caldera del diablo, pero ahora, por supuesto, tendremos que esperar. Ahí hay una preciosa iglesia...
Descubrió que no le costaba nada seguir divagando, por más que tuviera las manos tensamente entrelazadas sobre el regazo. Su mente consciente estaba tranquila, ajena a toda impresión de historias de sanguijuelas y muertos vivientes. Era de la médula espinal, con su ancestral red de nervios y ganglios, de donde emanaba el terror en oscuras oleadas.
6
Subir por las escaleras fue lo más difícil que Matt Burke había hecho en su vida. Salvo una cosa, tal vez.
A los ocho años había estado en un grupo de boy scouts. La casa principal del campamento estaba a un kilómetro y medio por el camino. Ir hasta allí era muy grato; estupendo, porque uno iba por la tarde, con las últimas luces del día. Pero uno volvía cuando se había iniciado el crepúsculo y la sombras se cernían sobre el camino, largamente retorcidas. Pero si la reunión había sido especialmente entusiasta y se había hecho tarde, había que volver de noche, en plena oscuridad. Solo.
Solo. Sí, ésa es la palabra clave, la palabra más tremenda. Asesino no le llega a los talones, e infierno no es más que un pálido sinónimo...
Por el camino había una iglesia en ruinas, antiguo centro de reuniones metodistas, que se erguía vacilante al final de una extensión de hierba irregular y quemada por las heladas. Cuando uno pasaba por delante de sus ventanas insensatas que lo miraban con fijeza, se le moría en los labios la canción que venía silbando y empezaba a pensar en lo que habría dentro», los candelabros caídos, los libros de himnos podridos por la humedad, el desmoronado altar donde ahora sólo los ratones celebraban el ritual... y se preguntaba también qué más podía haber allí, aparte de los ratones; qué locuras, qué monstruos. Tal vez en ese momento estuvieran siguiéndolo a uno con sus amarillos ojos de víbora. Y tal vez una noche no se conformaran con espiar; tal vez alguna noche esa puerta astillada que apenas se sostenía en los goznes se abriría de pronto, y uno vería allí algo capaz de enloquecerlo.
Y eso no se les podía explicar a papá y mamá, que eran criaturas de la luz. Como tampoco se les podía explicar que cuando uno tenía tres años, la manta puesta a los pies de la cama se convertía en un montón de serpientes inmóviles que le miraban a uno con sus inexpresivos ojos sin párpados. Ningún niño vence jamás esos terrores, pensó Matt. Si a un miedo no se le puede dar forma, no se le puede vencer. Y los miedos que se agazapan en los pequeños cerebros son demasiado grandes para pasar por la boca. Tarde o temprano, uno encontraba alguien con quien pasar por delante de todas las casas abandonadas por las cuales tenía que pasar entre la infancia sonriente y la senilidad gruñona. Hasta esta noche. Hasta esta noche en que uno se encontraba con que ninguno de los antiguos miedos infantiles había sido superado; todos esperaban acurrucados en sus diminutos ataúdes de niño, con una rosa silvestre sobre la tapa.
No encendió la luz. Subió los escalones uno por uno, sin pisar el sexto, que crujía. Aferraba el crucifijo y sentía la palma de la mano sudada y pegajosa.
Llegó al piso de arriba y se dio la vuelta para mirar hacia el pasillo. La puerta del cuarto de huéspedes estaba entornada; él la había dejado cerrada. Del piso de abajo le llegaba el murmullo de la voz de Susan.
Caminando con cuidado para evitar los crujidos, se acercó a la puerta hasta detenerse frente a ella. La base de todos los miedos humanos, pensó. Una puerta entreabierta, apenas entornada.
La abrió.
Mike Ryerson estaba tendido en la cama.
La luz de la luna entraba por las ventanas y teñía de plata el cuarto, convirtiéndolo en una laguna de ensueño. Matt sacudió la cabeza, como para despejarla. Le parecía haber retrocedido en el tiempo, que era la noche anterior. Ahora bajaría las escaleras para telefonear a Ben, porque Ben todavía no estaba en el hospital.
Mike abrió los ojos.
Por un momento, bajo la luz de la luna, destellaron como medallones de plata bordeados de rojo. Eran tan inexpresivos como una pizarra borrada. Ni un pensamiento, ni un sentimiento humano en ellos. «Los ojos son las ventanas del alma», había dicho Wordsworth. Si así era, esas ventanas se abrían sobre un cuarto vacío.
Mike se sentó y, al caérsele la sábana, Matt vio los burdos puntos con que el forense había reparado el trabajo de la autopsia, silbando tal vez mientras cosía.
Mike sonrió, y sus caninos e incisivos eran blancos y agudos. La sonrisa no era más que una contracción de los músculos que rodeaban la boca, no alcanzaba a los ojos, que conservaban su mortal inexpresividad.
—Mírame —dijo Mike con absoluta claridad.
Matt lo miró. Sí, los ojos eran un vacío total. Pero muy profundos. Uno casi podía ver una diminuta imagen de sí mismo en esos ojos, como un camafeo de plata, que se sumergía dulcemente, sin que el mundo pareciera importante, sin que los miedos parecieran importantes...
—¡No! ¡No! —gritó, mientras daba un paso atrás, y le presentó el crucifijo.
Aquello que había sido Mike Ryerson silbó como si le hubieran echado agua hirviendo en la cara. Sus brazos se levantaron como para defenderse de un golpe. Matt dio un paso hacia el interior de la habitación; Ryerson retrocedió un paso.
—¡Vete de aquí! —gritó Matt.
Ryerson soltó un alarido, un largo grito ululante de .dolor y odio. Dio cuatro pasos vacilantes hacia atrás, chocó con el borde de la ventana abierta y perdió el equilibrio. ...
—Te veré dormir entre los muertos, maestro.
Y cayó hacia la noche, hacia atrás con las manos por encima de la cabeza, como un nadador que se zambulle desde el trampolín. El cuerpo pálido relucía como si fuera mármol, en un nítido contraste con los negros puntos que atravesaban el torso, dibujando una Y.
Matt dejó escapar un loco alarido de terror y corrió hacia la ventana, pero nada se veía aparte de la noche bañada por la luna... y suspendida en el aire, debajo de la ventaja y por encima del haz de luz que salía de la sala, una nube danzarina de motas que podrían haber sido de polvo. Giraron en un torbellino, se consolidaron en una forma abominablemente humana y por fin se disolvieron en la nada.
Matt se dio la vuelta para huir y en ese momento sintió una punzada en el pecho que le hizo tambalear. Se llevó las manos al corazón y se inclinó. Parecía que el dolor le subiera por el brazo en lentas oleadas pulsátiles. El crucifijo se sacudía bajo sus ojos.
Salió de la habitación con los antebrazos cruzados ante el pecho, aferrando todavía con la mano derecha la cadena del crucifijo. La imagen de Mike Ryerson suspendido en el aire oscuro como un pálido nadador que se zambulle seguía ante sus ojos.
—¡Señor Burke!
—Mi médico es James Cody... —balbuceó Matt con labios helados—. Está en el listín telefónico. Creo que he sufrido... un ataque al corazón.
Y se desplomó de bruces en el pasillo.
7
Susan marcó el número de Jimmy Cody. Contestó una voz de mujer, —¿Está el doctor? —«—preguntó Susana ¡Es urgente! —Sí, le pongo con él —respondió la mujer.
—Habla el doctor Cody.
—Susan Norton, doctor. Estoy en casa del señor Burke. Ha sufrido un ataque al corazón.
—¿Quién? ¿Matt Burke?
—Sí. Está inconsciente. ¿Qué tengo que...?
—Llama a una ambulancia. En Cumberland, el teléfono es 841 4000. Quédate con él. Cúbrelo con una manta, pero no le muevas. ¿Enriendes?
—Sí.
—Dentro de veinte minutos estaré allí. —¿Quiere usted...?
Pero la línea se cortó con un clic, y Susan se quedó sola.
Llamó a la ambulancia y volvió a quedarse sola, enfrentada a la necesidad de subir las escaleras, para ir hacia donde estaba él.
8
Se quedó mirando la escalera con una vacilación que a ella misma la dejaba atónita. Deseó que nada de eso hubiera sucedido, no tanto para que Matt estuviera bien como para que ella no tuviera que sentir ese miedo enfermizo. Su incredulidad había sido total; había visto todo lo que Matt percibió durante la noche anterior como algo que había que definir en función de las realidades que ella misma aceptaba, ni más ni menos. Y ahora, esa firme incredulidad ya no la sostenía y Susan se sentía desfallecer.
Había oído la voz de Matt, y había oído un terrible conjuro sin inflexiones: «Te veré dormir entre los muertos, maestro.» La voz que había articulado esas palabras no tenía más cualidad que el ladrido de un perro.
Susan volvió a subir por las escaleras, obligándose a dar cada paso. Ni siquiera la luz del pasillo la tranquilizaba. Matt estaba tendido donde ella le había dejado, con el rostro vuelto hacia un lado, la mejilla derecha apoyada contra la gastada moqueta del pasillo; su aliento era áspero y entrecortado. Susan se inclinó para desprenderle los dos botones superiores de la camisa y le pareció que respiraba un poco mejor. Después fue al cuarto de huéspedes a buscar una manta.
La habitación estaba fría. La ventana seguía abierta. Habían deshecho la cama, dejando sólo el colchón, pero había mantas en el estante alto del armario. En el momento en que volvía al pasillo, le llamó la atención algo que la luz de la luna hacía brillar sobre el suelo y se inclinó a recogerlo. Lo reconoció de inmediato. Era uno de los anillos que el instituto de Cumberland daba como recuerdo a sus alumnos. Las iniciales grabadas en su interior eran M. C. R.
Michael Corey Ryerson.
En ese momento, en la oscuridad, lo creyó todo. Un grito subió por su garganta y Susan lo sofocó, pero el anillo se le escurrió entre los dedos y quedó en el suelo, bajo la ventana, brillando bajo la luna que iluminaba la oscuridad otoñal.
DIEZ
SOLAR (III)
1
El pueblo sabía de oscuridades.
Conocía la oscuridad que desciende sobre la tierra cuando la rotación la oculta del sol, y sabía de la oscuridad del alma humana. El pueblo es una acumulación de tres partes. El pueblo es la gente que vive allí, los edificios que han levantado para cobijarse o comerciar en ellos, y es la tierra. Los habitantes son escoceses, ingleses y franceses. Hay otros, claro, pero no son muchos. En ese crisol nunca se hicieron muchas amalgamas. Casi todos los edificios están construidos de madera noble. Muchas de las casas más viejas son de estilo colonial con doble planta al frente, y la mayoría de los negocios tienen dos frentes, aunque nadie podría decir por qué. La gente sabe que detrás de esas falsas fachadas no hay nada, de la misma manera que saben que Loretta Starcher usa postizos en el sostén. El suelo tiene base de granito y está cubierto por una delgada capa de tierra. La labranza es un trabajo ingrato, agotador, miserable y disparatado. La reja del arado desentierra grandes trozos de granito y se rompe contra ellos. En mayo uno saca el camión tan pronto como el suelo se ha secado lo bastante,
y con sus hijos varones se pone a llenarlo de piedras; las va arrojando en la enorme pila cubierta de malezas donde hace la misma operación desde 1955, cuando por primera vez decidió tomar el toro por los cuernos. Y cuando ha recogido lo suficiente y tiene los dedos entumecidos, entonces engancha el arado en el tractor y antes de haber abierto dos surcos ya se le ha roto una de las rejas en una piedra traicionera. Y mientras cambia la reja y el hijo mayor sostiene los arreos para que pueda trabajar, le pasa junto al oído el primer mosquito sediento de sangre de la temporada, con ese zumbido conmovedor que siempre le hace pensar a uno que ése debe de ser el ruido que oyen los chiflados antes de matar a todos sus hijos o de cerrar los ojos en la carretera y pisar el acelerador o de accionar con el dedo gordo del pie el gatillo de la escopeta que acaba de ponerse bajo su propia mandíbula, y entonces al muchacho se le resbalan los arreos a causa de la transpiración y uno se rasguña la piel del brazo y cuando mira alrededor en esa desolada, desesperada fracción de segundo en que siente que podría abandonarlo todo para dedicarse a la bebida o ir al banco para declararse en quiebra, en ese momento en que odia a la tierra y la suave succión de la gravedad que lo ata a ella, es cuando sabe de oscuridades y comprende que siempre lo ha sabido. La tierra le retiene a uno implacablemente, lo mismo que la casa y la mujer de quien uno se enamoró (sólo que entonces era una muchacha y uno no sabía mucho de muchachas, salvo que tenía una y estaba pendiente de ella, y ella escribía el nombre de uno en la tapa de todos sus libros). Primero uno la conquistó y después ella le conquistó a uno y desde entonces ninguno de los dos tuvo que preocuparse más por eso. Y luego vinieron los hijos, esas criaturas que uno concibió en la rechinante cama matrimonial, con ella debajo de uno. Seis niños, o siete, o diez. Y el banco le tiene a uno cogido, y el que le vendió el automóvil, y las tiendas Sears de Lewiston, y John Deere en Brunswick. Pero sobre todo le tiene a uno cogido el pueblo, porque lo conoce como conoce la forma del pecho de su mujer. Uno sabe quién anda dando vueltas durante el día por la tienda de Crossen porque Knapp Shoe lo despidió. Sabe quién nene líos de mujeres antes de que él mismo lo sepa, como le sucede a Reggie Sawyer, a quien el chico de la compañía telefónica le está seduciendo la dama; uno sabe a dónde van los caminos, y a dónde se puede ir los viernes al anochecer a tomar un par de cervezas con Hank y Nolly Gardener. Uno conoce el terreno y por dónde hay que atravesar los pantanos en abril sin mojarse las botas hasta arriba. Uno lo conoce todo. Y el pueblo le conoce a uno, sabe el dolor que le deja en el trasero el asiento del tractor después de estar arando durante toda la jornada y sabe que eso que tiene en la espalda sólo es un quiste y que no es nada serio como dijo al principio el doctor, y sabe cómo le da vueltas a uno la cabeza con las facturas que van llegando durante la última semana del mes. Las mentiras son transparentes, hasta las que uno se dice a sí mismo, como que el año que viene, o el otro llevará a la mujer y a los chicos a Disneylandia, como que si corta la leña el próximo otoño podrá pagar los plazos de un nuevo televisor en color, como que todo va a salir perfecto. Estar en el pueblo es como un coito cotidiano, tan completo que por comparación todo lo que uno hace con su mujer en la cama no parece más que un apretón de manos. Estar en el pueblo es visceral, sensual, alcohólico. Y en la oscuridad, el pueblo es de uno y uno es del pueblo y el sueño de ambos es como el de los muertos, como el de las piedras. Aquí no hay otra vida que la lenta muerte de los días, de modo que cuando el mal se abate sobre el pueblo, su llegada parece casi preordenada, dulce e hipnótica. Es casi como si el pueblo supiera que el mal se aproxima, y qué forma tomará.
El pueblo tiene sus secretos y los sabe guardar. La gente no los conoce todos. Saben que la mujer del viejo Albie Crane se largó con un viajante de Nueva York... o creen saberlo. Pero Albie le partió el cráneo cuando el viajante la abandonó y después le ató una piedra a los pies y la arrojó al viejo pozo. Veinte años después Albie murió pacíficamente en su cama de un ataque al corazón, lo mismo que morirá más tarde en este relato su hijo Joe. Tal vez un día algún chiquillo tropiece con el viejo pozo escondido por una maraña de zarzamoras y aparte las tablas pulidas y descoloridas por el tiempo y vea allí ese esqueleto mirando fijamente con ojos vacíos desde el fondo del pozo.
Saben que Hubie Marsten mató a su mujer, pero no saben qué le hizo hacer antes, o qué pasó entre ellos en la cocina momentos antes de que él le volara la cabeza, mientras el aroma de las madreselvas estaba suspendido en el aire sofocante como el olor dulzón que emana de un osario. No saben que ella le rogaba que lo hiciera.
Algunas de las mujeres más viejas del pueblo —Mabel Werts, Glynis Mayberry, Audrey Hersey— recuerdan que Larry McLeod encontró unos papeles carbonizados en la chimenea del piso de arriba, pero nadie sabe que los papeles eran la correspondencia de doce años entre Hubie Marsten y un noble austriaco apellidado Breichen. Tampoco saben que la correspondencia de estos hombres se había iniciado merced a los buenos oficios de un extraordinario librero de Boston que falleció de una muerte horrible en 1933, ni que Hubie quemó todas y cada una de las cartas antes de colgarse, echándolas una a una al fuego, mirando cómo las llamas ennegrecían el papel color crema e iban borrando aquella caligrafía elegante y diminuta. No saben que sonreía mientras lo hacía, de la misma manera que sonríe ahora Larry Crockett cuando piensa en los títulos de propiedad que duermen en la caja de seguridad de su banco en Portland.
Saben que Coretta Simons, la viuda del viejo Jumpin Simons, se está muriendo lenta y terriblemente de cáncer de intestino, pero no saben que hay más de treinta mil dólares en efectivo escondidos tras el sucio empapelado del comedor, que cobró de una póliza de seguro y que no llegó a gastar y de la que ahora, en su última agonía, se ha olvidado por completo.
Saben que un incendio devoró la mitad del pueblo en aquella brumosa tarde de septiembre de 1951, pero no saben que fue provocado, ni saben que el muchacho que lo provocó fue el que hizo el discurso de despedida de su clase al graduarse en 1953 y que después consiguió una fortuna en Wall Street, y aunque lo hubieran sabido no habrían sabido qué fue lo que le indujo a hacerlo ni la forma en que siguió carcomiéndole los sesos durante veinte años, hasta que una embolia cerebral le llevó prematuramente a la tumba a los cuarenta y seis años.
Ignoran que el reverendo John Groggins se despierta a veces a medianoche con sueños horribles; sueños en los que, desnudo y meloso, predica ante la clase de catecismo para niñas de los jueves por la noche, mientras ellas le miran con ojos de deseo; o que ese viernes Floyd Tibbits estuvo sumido todo el día en un sopor enfermizo, sintiendo el sol como algo aborrecible sobre su piel extrañamente pálida, recordando apenas vagamente que había ido a ver a Ann Norton, pero no que había atacado a Ben Mears; pero sí recordaba la gratitud con que saludó la puesta de sol, la gratitud y la anticipación de algo grande y grato; o que Hal Griffen tiene seis revistas obscenas ocultas en el fondo de su armario y con ellas se masturba cada vez que puede; que George Middler tiene una maleta llena de bragas y sostenes de seda, y de medias y leotardos, y que a veces baja las cortinas del piso donde vive, encima de la ferretería, y cierra la puerta con cerrojo y cadena y se pone de pie frente al espejo de cuerpo entero que tiene en el dormitorio hasta que jadea y entonces se arrodilla y se masturba, que Cari Foreman trató de chillar cuando Mike Ryerson empezó a estremecerse sobre la mesa metálica del sótano de la funeraria, y que el grito se le ahogó en la garganta cuando Mike abrió los ojos y se sentó; o que el pequeño Randy McDougall no se defendió siquiera cuando Danny Glick se coló por la ventana de su dormitorio y levantó al bebé de su cuna para clavarle los dientes en el cuello todavía amoratado por los golpes de la madre. :
Ésos son los secretos del pueblo. Algunos se sabrán más adelante y otros nunca se sabrán. El pueblo los guarda en su seno, detrás del más impasible e imperturbable de los rostros.
Al pueblo no le importa la obra del diablo más de lo que le importa la obra de Dios, ni la del hombre. Sabía de oscuridades. Y con la oscuridad le bastaba.
Parte 2