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marzo 25, 2010
La Tierra avanzó hacia las seis de la tarde, la jornada laboral casi terminada. Espesos enjambres de discos públicos se elevaron de la zona industrial, en dirección a los anillos residenciales. Como mariposas nocturnas, las densas nubes de discos oscurecieron el cielo del anochecer. Silenciosos, ingrávidos, conducían a sus pasajeros hacia el hogar, las familias que esperaban, la cena caliente y la cama.
Don Walsh era el tercer hombre de su disco; completaba el pasaje. Cuando introdujo la moneda en la ranura, la alfombra se elevó, impaciente. Walsh se apoyó en la barandilla de seguridad invisible y desplegó el periódico vespertino. Los dos pasajeros que iban delante de él hicieron lo mismo.
LA ENMIENDA HORNEY DESATA LA POLÉMICA
Walsh reflexionó sobre el significado del titular. Apartó el periódico de la fuerte corriente de aire y examinó la siguiente columna.
EL LUNES SE ESPERA UNA GRAN CONCURRENCIA.
TODO EL PLANETA IRÁ A VOTAR
En el reverso de la única hoja venía el escándalo del día.
ESPOSA MATA A SU MARIDO TRAS UNA DISCUSIÓN POLÍTICA
Y otro titular que le puso los pelos de punta. Lo había visto impreso repetidamente, pero siempre le incomodaba.
UNA TURBA DE PURISTAS LINCHA A UN NATURALISTA EN BOSTON.
ESCAPARATES DESTROZADOS. CUANTIOSOS DAÑOS
Y en la siguiente columna:
UNA TURBA DE NATURALISTAS LINCHA A UN PURISTA EN CHICAGO.
EDIFICIOS INCENDIADOS. CUANTIOSOS DAÑOS
Uno de los acompañantes de Walsh empezó a murmurar en voz alta. Era un hombre fornido, de edad madura, pelirrojo y de facciones hinchadas por el exceso de cerveza. De repente, levantó el periódico y lo tiró fuera.
—¡Nunca ganarán! —chilló—. ¡No se saldrán con la suya!
Walsh sepultó la nariz en el periódico e hizo caso omiso del hombre. De nuevo ocurría aquello que temía a cada hora del día. Una discusión política. El otro pasajero había bajado el diario; echó un breve vistazo al pelirrojo y continuó leyendo.
El pelirrojo se dirigió a Walsh.
—¿Ha firmado la petición Butte? —Sacó una tablilla del bolsillo y la empujó hacia la cara de Walsh—. No tenga miedo de estampar su nombre por la libertad.
Walsh estrujó el periódico y miró frenéticamente por el borde del disco. Ya se veían las unidades residenciales de Detroit. Casi había llegado a casa.
—Lo siento —murmuró—. No, gracias.
—Déjele en paz —dijo el otro pasajero al pelirrojo—. ¿No ve que no quiere firmar?
—Métase en sus asuntos. —El pelirrojo se acercó más a Walsh, con la tablilla extendida en un gesto beligerante—. Escuche, amigo. ¿Sabe lo que significará para usted y los suyos la aprobación de ese engendro? ¿Cree que estará a salvo? Despierte, amigo. Cuando la enmienda Horney entre por la puerta, la libertad saldrá por la ventana.
El otro pasajero guardó en silencio el periódico. Era delgado, bien vestido, un ciudadano desenvuelto de cabello gris. Se quitó las gafas y dijo:
—Usted apesta a naturalista.
El pelirrojo estudió a su oponente. Reparó en la ancha anilla de plutonio que rodeaba la mano del hombre, capaz de romper la mandíbula a cualquiera.
—¿Qué es usted? —masculló el pelirrojo—. ¿Un purista adulón y servil? ¡Aj! —Hizo ademán de escupir y devolvió su atención a Walsh—. Escuche, amigo, ya sabe lo que quieren esos puristas. Quieren convertirnos en degenerados. Nos convertirán en una raza de damiselas. Si Dios hizo el Universo así, a mí me basta. Atentan contra Dios cuando atentan contra la naturaleza. Este planeta fue levantado por hombres de sangre roja en las venas, que estaban orgullosos de su cuerpo, orgullosos de su aspecto y olor. —Se dio una palmada en su ancho pecho—. ¡Y yo estoy orgulloso de mi olor, por Cristo!
Walsh tragó saliva, desesperado.
—Yo... —murmuró—. No, no puedo firmar.
—¿Ya ha firmado?
—No.
Una sombra de suspicacia pasó sobre las facciones del hombre.
—¿Quiere decir que está a favor de la enmienda Horney? —Su gruesa voz adquirió un tono colérico—. ¿Quiere presenciar el final del orden natural de...?
—Aquí me bajo —le interrumpió Walsh.
Tiró del cordón de parada del disco. Éste descendió hasta la abrazadera magnética dispuesta al final de su sección, una fila de cuadrados blancos diseminados sobre la ladera verde y marrón.
—Espere un momento, amigo.
El pelirrojo agarró la manga de Walsh cuando el disco se posó sobre la superficie plana de la abrazadera. Coches de superficie estaban estacionados en filas; las mujeres esperaban a sus maridos para acompañarles a casa.
—No me gusta su actitud —insistió el pelirrojo—. ¿Tiene miedo a que le señalen con el dedo? ¿Se avergüenza de pertenecer a su raza? Dios santo, si no es lo bastante hombre para...
El hombre delgado de cabello gris le asestó un golpe con la anilla de plutonio, y el pelirrojo soltó la manga de Walsh. La tablilla cayó al suelo y los dos hombres se enzarzaron en una furiosa y silenciosa pelea.
Walsh empujó a un lado la barandilla de seguridad y saltó del disco, bajó los tres peldaños de la abrazadera y pisó las cenizas del estacionamiento. Distinguió en la oscuridad del anochecer el coche de su mujer. Betty estaba sentada y miraba el televisor del tablero de instrumentos, ajena a su marido y a la silenciosa lucha que tenía lugar entre el naturalista pelirrojo y el purista cano.
—Animal —jadeó el canoso, incorporándose—. Apestoso animal.
El pelirrojo había caído casi inconsciente sobre la barandilla de seguridad.
—Maldita sea tu estampa, maricón —gruñó.
El canoso presionó el disparador y el disco se elevó por encima de Walsh. Éste agitó la mano en señal de agradecimiento.
—Gracias —gritó—. Le estoy muy agradecido.
—No hay de qué —respondió el canoso, mientras se examinaba un diente roto. Su voz se apagó cuando el disco ganó altura—. Siempre me satisface ayudar a un camarada... —Walsh apenas pudo distinguir las últimas palabras—. Un camarada purista.
—¡No lo soy! —gritó Walsh, en vano—. ¡No soy purista ni naturalista! ¿Me oye?
Nadie le oyó.
—No lo soy —repitió monótonamente Walsh cuando se sentó a la mesa. La cena consistía en cereales con crema, patatas y costillas de cerdo—. No soy purista ni naturalista. ¿Por qué debo decantarme por unos o por otros? ¿Es que un hombre no puede tener sus propias opiniones?
—Come, querido —murmuró Betty.
Por las delgadas paredes del bien iluminado comedor se filtraban los ruidos de otras familias que se disponían a cenar, de otras conversaciones que tenían lugar, el sonido metálico de los televisores, el zumbido de hornos, neveras, aparatos de aire acondicionado y calefactores de pared. Frente a Walsh, su cuñado Carl estaba devorando un segundo plato de comida humeante. Al lado de Walsh, su hijo Jimmy, de quince años, leía una versión encuadernada en papel de Finnegan’s Wake, comprada en la tienda que aprovisionaba a la unidad familiar autónoma.
—No leas en la mesa —gruñó Walsh a su hijo.
Jimmy levantó la vista.
—No me hagas reír. Conozco las reglas de la unidad, y ésa no consta. En cualquier caso, debo leerlo antes que me vaya.
—¿Adónde vas esta noche, cariño? —preguntó Betty.
—Asuntos oficiales del partido —respondió Jimmy—. No puedo decirte más.
Walsh se concentró en su plato y trató de olvidar la andanada de pensamientos que torturaban su mente.
—Cuando venía hacia aquí, hubo una pelea —dijo.
Jimmy se mostró interesado.
—¿Quién ganó?
—El purista.
Un brillo de orgullo cubrió la cara del muchacho; era sargento de la Liga Juvenil Purista.
—Papá, tendrías que ponerte en acción. Firma ahora y podrás votar el próximo lunes.
—Voy a votar.
—No, a menos que seas miembro de uno de los dos partidos.
Era cierto. Walsh pensó con aflicción en los días que le aguardaban. Se vio metido en interminables situaciones violentas como la reciente. A veces, le atacarían naturalistas, y en otras (como la semana pasada) serían enardecidos puristas.
—Estás ayudando a los puristas, con sólo estar sentado ahí sin hacer nada —dijo su cuñado. Eructó y apartó su plato vacío—. Eres lo que nosotros definimos como un pro purista inconsciente. —Miró a Jimmy—. ¡Repelente presumido! Si tuvieras la edad legal, te sacaría fuera y te llenaría la cara de golpes.
—Por favor —suspiró Betty—. No quiero discusiones políticas en la mesa. Tengamos paz y tranquilidad, por una vez. Me alegraré cuando terminen las elecciones.
Carl y Jimmy intercambiaron una mirada de desafío y siguieron comiendo.
—Deberías comer en la cocina —le dijo Jimmy—. Debajo de la encimera, el lugar más adecuado para ti. Fíjate, estás cubierto de sudor. —Emitió un bufido de desagrado—. Cuando la enmienda sea aprobada, será mejor que te libres de eso, si no quieres ir a la cárcel.
Carl enrojeció.
—No conseguirán que se apruebe, víboras.
Sin embargo, su voz carecía de convicción. Los naturalistas estaban asustados porque los puristas controlaban el Consejo Federal. Si las elecciones se decantaban en su favor, existían muchas posibilidades para que se obligara por ley a observar el código de cinco puntos purista.
—Nadie me obligará a extirparme las glándulas sudoríparas —murmuró Carl—. Nadie me obligará a someterme a control de aliento, blanqueado de los dientes e implantación de cabello. Lo más normal en la vida es que uno llegue a ser sucio, calvo, gordo y viejo.
—¿Es verdad que eres un pro purista inconsciente? —preguntó Betty a su marido.
Don Walsh clavó el tenedor en los restos de una costilla.
—Porque no me afilio a ninguno de los dos partidos me llaman pro purista inconsciente y pro naturalista inconsciente. Reclamo el derecho al equilibrio. Si soy enemigo de todo el mundo, eso quiere decir que no soy enemigo de nadie. O amigo.
—Los naturalistas no tienen nada que ofrecer de cara al futuro —dijo Jimmy a Carl—. ¿Qué pueden dar a los jóvenes del planeta, como yo? Cavernas, carne cruda y una existencia bestial. Ustedes están en contra de la civilización.
—Consignas —replicó Carl.
—Quieren que retrocedamos a una existencia primitiva, apartada de la integración social. —Jimmy agitó un dedo esquelético en dirección a su tío—. ¡Estás orientado talámicamente!
—Te romperé la cabeza —bufó Carl, medio levantado de la silla—. Ustedes, los impertinentes puristas, no respetan a sus mayores.
Jimmy lanzó una sonora carcajada.
—Inténtalo. Pegar a un menor significa cinco años de prisión. Adelante, pégame.
Don Walsh se levantó y abandonó el comedor.
—¿Adónde vas? —preguntó Betty—. No has terminado de cenar.
—El futuro pertenece a los jóvenes —informó Jimmy a Carl—. Y los jóvenes del planeta son puristas de pies a cabeza. Ustedes están perdidos. La revolución purista se acerca.
Don Walsh salió del apartamento y bajó por el pasillo común hacia la rampa. Hileras de puertas cerradas le flanqueaban a izquierda y derecha. Percibía ruidos, luces y actividad a su alrededor, la presencia cercana de familias e interacción doméstica. Pasó junto a una pareja que estaba haciendo el amor en la oscuridad y llegó a la rampa. Se detuvo un momento, pero luego continuó adelante y descendió hacia el nivel inferior de la unidad.
El nivel estaba desierto, frío y un poco húmedo. El techo de hormigón apagaba los sonidos procedentes de los niveles superiores. Consciente de haberse zambullido de repente en el silencio y el aislamiento, caminó con aire pensativo entre la tienda de comestibles y la ferretería, dejó atrás el salón de belleza y la licorería, la lavandería y la tienda de suministros médicos, la consulta del dentista y del médico, y se detuvo en la antesala del analista de la unidad.
Vio al analista en el despacho interior. Estaba sentado inmóvil y en silencio, a oscuras. No tenía ningún cliente. El analista estaba desconectado. Walsh vaciló, cruzó el umbral de la antesala y llamó con los nudillos a la transparente puerta interior. La presencia de su cuerpo activó relés e interruptores. De improviso, las luces del despacho se encendieron y el analista se irguió y sonrió.
—Pasa y siéntate, Don —dijo en tono afectuoso.
Don obedeció.
—Me gustaría hablar contigo, Charley —dijo.
—Claro, Don. —El robot se inclinó hacia adelante para mirar el reloj que descansaba sobre su amplio escritorio de caoba—. ¿No es la hora de cenar?
—Sí, pero no tengo hambre. Charley, ya sabes de qué hablamos la última vez... Te acordarás de lo que dije, y del asunto que me preocupa.
—Claro, Don. —El robot se reclinó en su silla giratoria, apoyó sus casi convincentes codos sobre el escritorio y contempló a su paciente con expresión bondadosa—. ¿Cómo te ha ido en estos dos últimos días?
—No muy bien. Debo hacer algo, Charley. Tú puedes ayudarme. Eres neutral. —Apeló al rostro casi humano de metal y plástico—. ¿Por que debo afiliarme a uno de los partidos? Sus consignas y propaganda me parecen... estúpidas. Los dientes limpios y el olor de los sobacos no me importan. La gente se mata por esas nimiedades. Si la enmienda se aprueba estallará una guerra civil suicida, y se supone que debo decantarme por uno u otro bando.
Charley cabeceó.
—Te entiendo, Don.
—¿Se supone que debo pegar a un tipo en la cabeza porque huele o no huele, a un tipo al que nunca he visto? No lo haré. Me niego. ¿Por qué no me dejan en paz? ¿Por qué no puedo tener mis propias opiniones? ¿Por qué debo mezclarme en esta... locura?
El analista dibujó una sonrisa tolerante.
—Esto es un poco excesivo, Don. Estás desfasado respecto a tu sociedad. Las costumbres y el clima cultural te resultan poco convincentes. Sin embargo, es tu sociedad; tienes que vivir en ella. No puedes rechazarla.
Walsh hizo un esfuerzo y controló sus manos.
—Yo pienso así: si un hombre quiere oler, hay que permitírselo. Si un hombre no quiere oler, que se extirpe las glándulas. ¿Qué te parece?
—Don, te estás apartando del tema. —La voz del robot era serena, desapasionada—. Estás diciendo que ningún bando tiene razón. Y eso es una tontería, ¿no? Uno de los dos debe tener la razón.
—¿Por qué?
—Porque los dos bandos agotan las posibilidades prácticas. Tu postura no es en realidad una postura, sino una especie de descripción. Posees una incapacidad psicológica para abordar los problemas. No quieres comprometerte por temor a perder tu libertad e individualidad. Eres una especie de virgen intelectual; quieres permanecer puro.
Walsh reflexionó.
—Quiero conservar mi integridad —respondió.
—No eres un individuo aislado, Don. Eres parte de una sociedad... Las ideas no existen en el vacío.
—Tengo derecho a defender mis ideas.
—No, Don —contestó el robot con suavidad—. No son tus ideas; tú no las has creado. No puedes encenderlas y apagarlas cuando te apetezca. Funcionan por tu mediación... Son condicionantes depositadas por tu entorno. Lo que tú crees es un reflejo de ciertas fuerzas y presiones sociales. En tu caso, las dos tendencias sociales, que se excluyen mutuamente, han producido una especie de estancamiento. Estás en guerra contigo mismo... Eres incapaz de decantarte por un bando porque existen elementos de ambos en ti. —El robot cabeceó—. Sin embargo, debes tomar una decisión. Debes resolver este conflicto y actuar. No puedes seguir siendo un simple espectador... Debes participar. Nadie puede ser un espectador de la vida..., y esto es la vida.
—¿Quieres decir que no existe otro mundo, fuera de este asunto del olor, los dientes y el cabello?
—Existen otras sociedades, lógicamente, pero tú has nacido en ésta. Ésta es tu sociedad... La única que tendrás. O vives en ella, o no vives.
Walsh se levantó.
—En otras palabras, debo realizar un ajuste. Alguien debe rendirse, y ése soy yo.
—Temo que sí, Don. Sería una estupidez pensar que todos los demás se amoldarán a ti, ¿verdad? Tres mil quinientos millones de personas tendrían que cambiar para complacer a Don Walsh. Da la impresión, Don, que aún no has superado la etapa de egoísmo infantil. Aún no has llegado al punto de hacer frente a la realidad. —El robot sonrió—. Pero lo harás.
Walsh salió con aire sombrío del despacho.
—Lo pensaré.
—Es por tu bien, Don.
Cuando llegó a la puerta, se volvió para añadir algo, pero el robot se había desconectado, sumido en la oscuridad y el silencio, con los codos apoyados todavía sobre el escritorio. Las casi apagadas luces del techo destacaron algo en que Walsh nunca se había fijado. El cable eléctrico que era el ombligo del robot tenía pegada una etiqueta blanca de plástico. A pesar de la semioscuridad, logró descifrar las palabras impresas.
PROPIEDAD DEL CONSEJO FEDERAL
SÓLO PARA USO PÚBLICO
El robot, como todas las demás cosas de la unidad multifamiliar, era suministrado por las instituciones que controlaban la sociedad. El analista era un servidor del Estado, un burócrata con un escritorio y una tarea. Su función era adaptar a gente como Don Walsh al mundo que le rodeaba.
Pero si no escuchaba al analista de la unidad, ¿a quién debía escuchar? ¿Adónde debía acudir?
Las elecciones se celebraron tres días más tarde. El enorme titular no le informó de nada nuevo; la noticia ya había circulado por la oficina. Guardó el periódico en el bolsillo de la chaqueta y no lo examinó hasta que llegó a la casa.
VICTORIA APLASTANTE DE LOS PURISTAS
ASEGURADA LA APROBACIÓN DE LA ENMIENDA HORNEY
Walsh se derrumbó en su butaca. Betty preparaba la cena en la cocina. Oyó el tintineo de los platos y percibió el olor de la comida.
—Los puristas han ganado —dijo Walsh, cuando Betty apareció cargada de cubiertos y copas—. Todo ha terminado.
—Jimmy estará contento —respondió Betty—. Me pregunto si Carl llegará a casa a la hora de la cena. —Calculó en silencio—. Tal vez debería bajar por un poco más de café.
—¿Es que no lo entiendes? —preguntó Walsh—. ¡Ha ocurrido! ¡Los puristas se han hecho con el poder absoluto!
—Lo entiendo —respondió Betty, malhumorada—. No hace falta que grites. ¿Firmaste aquella petición? La petición Butte que los naturalistas iban pasando...
—No.
—Gracias a Dios. Me lo imaginaba. Nunca firmas nada. —Se detuvo en la puerta de la cocina—. Espero que Carl tenga el sentido común de hacer algo positivo. Nunca me gustó verle tirado en el sofá, bebiendo cerveza y oliendo como un cerdo en el verano.
La puerta del apartamento se abrió y Carl entró corriendo, congestionado y con expresión sombría.
—No me prepares cena, Betty. Me voy a una reunión de emergencia. —Dirigió una breve mirada a Walsh—. ¿Estás contento? Si hubieras colaborado, es posible que esto no hubiera sucedido.
—¿Cuánto tardarán en aprobar la enmienda? —preguntó Walsh.
Carl lanzó una nerviosa carcajada.
—Ya la han aprobado. —Sacó un montón de papeles de su escritorio y los introdujo en el eliminador de basuras—. Tenemos informadores en la sede de los puristas. En cuanto los nuevos concejales juraron el cargo, aprobaron la enmienda. Quieren pillarnos desprevenidos. —Sonrió—. Pero no lo conseguirán.
La puerta se cerró y los pasos apresurados de Carl se alejaron por el pasillo.
—Nunca le había visto moverse tan rápido —observó Betty, asombrada.
El horror se apoderó de Don Walsh cuando oyó los veloces pasos de su cuñado. Carl subió a su coche de superficie. El motor rugió y Carl salió a toda velocidad.
—Tiene miedo —dijo Walsh—. Está en peligro.
—Sabe cuidar de sí mismo. Es fuerte.
Walsh encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.
—Ni siquiera tu hermano es lo bastante fuerte. Parece imposible que hayan hecho algo semejante. Aprobar una enmienda como ésta, obligar a todo el mundo a aceptar su idea de lo que es correcto. Se veía venir desde hacía años... Éste ha sido el último paso de un largo camino.
—Ya tenía ganas que terminaran de una vez por todas —se lamentó Betty—. ¿Siempre ha sido así? Cuando era pequeña no se hablaba de política.
—En aquellos tiempos no se llamaba política. La publicidad bombardeaba a la gente para que comprara y consumiera. Se centraba alrededor de la pureza de cabellos, sudores y dientes. Prendió en la gente de ciudad y dio origen a una ideología.
Betty puso la mesa y sacó los platos.
—¿Quieres decir que el movimiento político purista fue creado a propósito?
—No se dieron cuenta de lo que estaban impulsando. Ignoraban que sus hijos llegarían a considerar el sudor de las axilas, los dientes blancos y el cabello bonito, las cosas más importantes del mundo. Cosas por las que valía la pena luchar y morir. Cosas lo bastante importantes para matar a los que no estuvieran de acuerdo.
—¿Los naturalistas eran gente del campo?
—Gente que vivía fuera de las ciudades y no estaba condicionada por los estímulos. —Walsh sacudió la cabeza—. Es increíble que un hombre mate a otro por trivialidades. A lo largo de la historia, los hombres se han matado entre sí por estupideces verbales, consignas absurdas inculcadas por otros, que esperaban sentados conseguir algún beneficio.
—No son absurdas si crees en ellas.
—¡Es absurdo matar a un hombre porque tiene halitosis! Es absurdo darle una paliza a alguien porque no se ha extirpado las glándulas sudoríparas ni se ha instalado tubos artificiales de excreción. Estallará una guerra aún más absurda que las demás. Los naturalistas han almacenado armas en sus sedes. La gente morirá como si lo hiciera por algo real.
—Es hora de cenar, querido —dijo Betty, indicando la mesa.
—No tengo hambre.
—Deja de rezongar y come, o padecerás indigestión, y ya sabes lo que eso significa.
Sí, lo sabía muy bien. Significaba que su vida estaría en peligro. Un pedo en presencia de un purista y la lucha sería a muerte. No había lugar en el mismo mundo para los hombres que se tiraban pedos y para los hombres que no soportaban a los hombres que se tiraban pedos. Había sucedido lo inevitable: la enmienda estaba aprobada. Los días de los naturalistas estaban contados.
—Jimmy llegará tarde esta noche —dijo Betty, mientras se servía costillas de cordero, guisantes y maíz tostado—. Una especie de celebración purista. Discursos, desfiles, procesiones con antorchas. Supongo que no podemos bajar a verlo, ¿verdad? Será tan bonito, las luces, las voces, los desfiles...
—Adelante. —Walsh comía sin ganas—. Ve a divertirte.
Aún estaban cenando cuando la puerta se abrió y Carl entró como una exhalación.
—¿Queda algo para mí? —preguntó.
Betty se levantó, estupefacta.
—¡Carl! ¡Ya no hueles!
Carl se sentó y se apoderó de la fuente de costillas. Entonces, se controló, eligió una pequeña y se sirvió una modesta ración de guisantes.
—Tengo hambre —admitió—, pero no demasiada.
Comió con educación, sin hacer ruido.
Walsh le contempló atónito.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó—. Tu pelo... Tus dientes y tu aliento. ¿Qué has hecho?
Carl contestó sin levantar la vista.
—Táctica del partido. Efectuamos una retirada estratégica. Con la enmienda aprobada, sería necio cometer imprudencias. No queremos que nos maten, maldición. —Bebió un poco de café tibio—. De hecho, nos hemos transformando en un movimiento clandestino.
Walsh bajó el tenedor poco a poco.
—¿Quieres decir que no van a luchar?
—No, demonios. Sería un suicidio. —Carl lanzó una furtiva mirada a su alrededor—. Escúchame bien. Cumplo escrupulosamente las medidas de la enmienda Horney; nadie podrá acusarme de nada. Cuando la bofia venga a husmear, mantengan la boca cerrada. La enmienda concede el derecho a retractarse, y eso es lo que hemos hecho, técnicamente. Estamos limpios; no pueden tocarnos. De todos modos, no digan nada. —Exhibió una pequeña tarjeta azul—. El carnet de purista. Con fecha atrasada. Lo habíamos planificado por si surgía alguna eventualidad.
—¡Oh, Carl! —chilló Betty, complacida—. Estoy tan contenta. Tienes un aspecto..., ¡maravilloso!
Walsh no dijo nada.
—¿Qué pasa? —preguntó Betty—. ¿No era eso lo que querías? No querías que la gente no se matara entre sí... —Su voz adquirió un timbre agudo—. ¿Es que nada te satisface? Esto era lo que querías y sigues insatisfecho. ¿Qué más quieres?
Se oyeron ruidos en la calle. Carl se enderezó y palideció. De haber sido todavía posible, se habría puesto a sudar.
—Es la policía —dijo con voz ronca—. Continúen sentados. Harán una inspección de rutina y se marcharán.
—Oh, querido —jadeó Betty—. Espero que no rompan nada. Quizá sea mejor que vaya a lavarme un poco.
—Quédate quieta —graznó Carl—. Carecen de motivos para sospechar algo.
Cuando la puerta se abrió, Jimmy apareció seguido de los policías uniformados de verde.
—¡Ése es! —gritó Jimmy, y señaló a Carl—. ¡Es un dirigente de los naturalistas! ¡Huélanle!
La policía ocupó la sala con eficiencia. Rodearon al inmóvil Carl, le examinaron unos momentos, y después se apartaron.
—No se detecta olor corporal —anunció el sargento—. Ni halitosis. Cabello espeso y bien cuidado. —Hizo una señal y Carl, obediente, abrió la boca—. Dientes blancos, bien cepillados. Nada inaceptable. No, este hombre cumple las normas.
Jimmy lanzó una mirada de furia a Carl.
—Muy listo.
Carl se concentró estoicamente en su plato, sin hacer caso del muchacho ni de los policías.
—Al parecer, hemos roto el núcleo de la resistencia naturalista —anunció el sargento por el teléfono de cuello—. En esta zona, al menos, no existe oposición organizada.
—Estupendo —contestó el teléfono—. Su zona era un bastión. Seguiremos adelante y dispondremos las máquinas de purificación obligatoria. Hay que proceder lo antes posible.
Un policía concentró su atención en Don Walsh. Sus fosas nasales se agitaron y una expresión suspicaz apareció en su rostro.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
Walsh dijo su nombre.
El policía dio vueltas a su alrededor.
—Olor corporal —observó otro—, pero cabello renovado y cuidado. Abra la boca.
Walsh obedeció.
—Dientes limpios y blancos, pero... —El policía olfateó—. Leve halitosis... Variedad estomacal. No lo entiendo. ¿Es un naturalista o no?
—No es un purista —dijo el sargento—. Ningún purista tendría olor corporal. Debe ser un naturalista.
Jimmy intervino.
—Este hombre es un simple compañero de viaje —explicó—. No es miembro del partido.
—¿Le conoces?
—Es... pariente mío —admitió Jimmy.
El policía tomó notas.
—¿Ha coqueteado con los naturalistas, pero sin llegar hasta el final?
—Está en el límite —confesó Jimmy—. Es un cuasinaturalista. Puede salvarse; no es un caso perdido.
—Acción terapéutica —anotó el sargento—. Muy bien, Walsh. Tome sus cosas y vámonos. La enmienda contempla la purificación obligatoria para este tipo de personas. No perdamos tiempo.
Walsh golpeó al sargento en la mandíbula.
El sargento se derrumbó con una expresión de asombro, agitando los brazos. Los policías desenfundaron sus pistolas y corrieron por la sala como enloquecidos, disparándose y tropezando unos con otros. Betty empezó a chillar. La voz aguda de Jimmy se perdió en el tumulto general.
Walsh tomó una lámpara de mesa y la descargó sobre la cabeza de un policía. Las luces del apartamento parpadearon y se apagaron. El caos se apoderó de la sala a oscuras. Walsh tropezó con un cuerpo. Alzó la rodilla y el cuerpo se desplomó con un gruñido de dolor. Por un momento, se perdió en la oscuridad. Después, sus dedos encontraron la puerta. La abrió y salió al pasillo.
Una sombra le siguió hasta el ascensor.
—¿Por qué? —lloriqueó Jimmy—. Todo estaba arreglado. ¡No tenías por qué preocuparte!
Su voz aguda y metálica enmudeció cuando el ascensor descendió hasta la planta baja. Los policías habían salido con cautela al pasillo. El ruido de sus botas despertó ecos siniestros en el silencio.
Consultó su reloj. Le quedaban unos quince o veinte minutos. Después, le atraparían; era inevitable. Respiró hondo, salió del ascensor y recorrió con la mayor calma posible el desierto pasillo comercial, entre las filas de tiendas.
Charley estaba conectado y activo cuando Walsh entró en la antesala. Dos hombres aguardaban, y un tercero estaba en la consulta, pero cuando el robot reparó en la expresión de Walsh le indicó que entrara.
—¿Qué pasa, Don? —preguntó con semblante serio, y señaló una silla—. Siéntate y dime qué te ocurre.
Walsh se lo dijo.
Cuando hubo terminado, el analista se reclinó en su butaca y emitió un leve silbido.
—Eso es un delito, Don. Te congelarán por ello; la nueva enmienda así lo dicta.
—Lo sé.
Walsh no experimentaba la menor emoción. Por primera vez en tantos años, aquel remolino de pensamientos y sentimientos había desaparecido de su mente. Estaba cansado, pero nada más.
El robot meneó la cabeza.
—Bien, Don, por fin has cruzado la barrera. Algo es algo. Por fin te has puesto en movimiento. —Introdujo la mano en el cajón superior del escritorio, pensativo, y extrajo un bloc—. ¿Ya ha llegado la furgoneta de la policía?
—Oí sirenas cuando entré en la antesala. Estaba a punto de llegar.
Los dedos metálicos del robot repiquetearon sin cesar sobre el gran escritorio de caoba.
—Tu súbita liberación de inhibiciones señala el momento de la integración psicológica. Ya no estás indeciso, ¿verdad?
—No.
—Espléndido. Bien, tarde o temprano tenía que ocurrir. Sin embargo, lamento que se haya producido de esta forma.
—Yo no. Era la única manera posible. Ahora lo veo claro. Estar indeciso no es necesariamente algo negativo. La indiferencia hacia las consignas, los partidos políticos, los credos y la muerte puede constituir una creencia por la que valga la pena morir. Pensaba que no creía en nada... Ahora me doy cuenta que poseo un credo muy firme.
El robot no escuchaba. Garrapateó algo en el bloc, firmó y arrancó la hoja.
—Toma.
Tendió el papel a Walsh.
—¿Qué es esto?
—No quiero que nada se interponga en tu terapia. Has reaccionado por fin..., y queremos que sigas adelante. —El robot se puso en pie—. Buena suerte, Don. Enséñaselo a la policía; si hay algún problema, diles que me llamen.
La hoja era un certificado de la Junta Psiquiátrica Federal. Walsh le dio vueltas, confuso.
—¿Crees que esto me salvará la vida?
—Actuabas de una manera compulsiva; no eras responsable de tus actos. Se realizará un examen superficial, por supuesto, pero no tienes de qué preocuparte. —El robot le palmeó la espalda—. Fue tu último acto neurótico. Ahora eres libre. Fue una descarga de lo reprimido, una afirmación de la libido, hablando en términos técnicos, carente de significado político.
—Entiendo.
El robot le empujó hacia la salida.
—Sal a la calle y entrégales la hoja. —El robot extrajo de su pecho metálico un pequeño frasco—. Toma una cápsula antes de dormir. No es nada especial, un simple sedante para apaciguar tus nervios. Todo saldrá bien. Espero que nos volvamos a ver muy pronto. Y recuerda esto: por fin estamos haciendo auténticos progresos.
Walsh se encontró en la oscuridad de la noche. Un furgón de la policía estaba estacionado frente a la entrada de la unidad, una ominosa forma negra que se recortaba contra el cielo sin estrellas. Una multitud de curiosos se había congregado a una distancia segura e intentaba discernir lo que estaba ocurriendo.
Walsh guardó automáticamente el frasco de píldoras en el bolsillo de la chaqueta. Respiró durante unos instantes el fino aire de la noche, aspiró el olor de la oscuridad. En lo alto, algunas pálidas estrellas brillaban en la distancia.
—Oiga —gritó un policía. Enfocó con la linterna la cara de Walsh—. Acérquese.
—Se parece a él —dijo otro—. Venga, amigo. Dese prisa.
Walsh sacó el certificado que Charley le había dado.
—Ya voy —contestó.
Mientras caminaba hacia los policías, rompió el papel en pedazos y dejó que el viento se los llevara y esparciera.
—¿Qué demonios ha hecho? —preguntó un policía.
—Nada —contestó Walsh—. Rompí un papel que no servía para nada. Algo que yo no necesitaba.
—Éste es muy raro —murmuró un policía, mientras congelaban a Walsh con las pistolas de rayos fríos—. Me pone la piel de gallina.
—Ojalá no encontremos más como él —dijo otro—. A excepción de unos cuantos del mismo calibre, todo va bien.
Arrojaron el cuerpo inerte de Walsh en el furgón y cerraron las puertas. La maquinaria de eliminación comenzó de inmediato a consumir su cuerpo, reduciéndolo a sus elementos minerales básicos. Un momento después, el furgón se dirigió hacia su próxima misión.
FIN
Título Original: The Chromium Fence © 1955.