Publicado en
marzo 25, 2010
Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manus critos que contienen nuestros trabajos del año 1894 debo con fesar que, ante tal abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares fa cultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que tomé acerca de la repulsiva historia de la sangui juela roja y la terrible muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y el extra ño contenido del antiguo túmulo británico; también correspon den a este período el famoso caso de la herencia de los Smith Mortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió a Holmes una carta autó grafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el epi sodio de Yoxley Old Place, que no sólo incluye la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posterio res derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las cau sas del crimen.
Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo habíamos pasado toda la velada sentados en silen cio, él dedicado a descifrar con una potenta lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto , y yo absor to en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, ro deados de construcciones humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street.
-¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! -dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enro llando el palimpsesto-. Ya he hecho bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto?
Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había visto acababa de detenerse ante nuestra puerta.
-¿Qué puede buscar? -exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.
-¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson, ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! To davía quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, que rido camarada, porque toda la gente de bien hace mucho que se fue a la cama.
Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno, le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una ocasión un interés muy real.
-¿Está él? -preguntó ansioso.
-Suba, querido amigo -dijo desde lo alto la voz de Holmes-. Espero que no tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta.
El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermea ble resplandeciendo bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a qui társelo, mientras Holmes avivaba la llama de los troncos de la chimenea.
-Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y el doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es mano de santo en noches como ésta. Tiene que ser un asunto importante el que le ha traído aquí con semejante temporal.
-Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora. ¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los periódicos?
-Hoy no he visto nada posterior al siglo quince.
-Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parra-
fito y todo está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies. La cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último tren y vine directamente en coche a verle usted.
-Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro el asunto.
-Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, se trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señor Holmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil. Tenemos un muerto..., sobre eso no cabe ninguna duda..., pero, por más que miro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algún mal al difunto.
Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento.
-A ver, cuéntenos -dijo.
-Para mí, los hechos están muy claros -dijo Stanley Hop kins-. Lo único que me falta saber es qué significan. La histo ria, por lo que he podido averiguar, es la siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estaba inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueando por la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedas empujada por el jardinero. Go zaba de las simpatías de los pocos vecinos que iban a visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo componían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella, llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos parecen ser excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito, y hace cosa de un año tuvo nece sidad de contratar un secretario. Los dos primeros que encon tró fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que el profesor andaba buscando. Su trabajo con sistía en escribir durante toda la mañana lo que el profesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse buscando referencias y textos relacionados con la tarea del día siguiente. Este Wil-loughby Smith no tiene ningún antecedente negativo, ni de mu chacho en Uppingham ni de joven en Cambridge. He leído sus certificados y parecen indicar que ha sido siempre un tipo de cente, callado y trabajador, sin ninguna mancha en su historial. Y sin embargo, éste es el joven que ha encontrado la muerte esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que sólo pueden interpretarse como asesinato.
El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercanos más al fuego, mientras el joven inspector, poco a poco v con todo detalle, iba desgranando su curioso relato.
-Aunque buscásemos por toda Inglaterra -continuó-, no creo que pudiéramos encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influencias exteriores. Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta del jardín. El profesor vivía ab sorto en su trabajo y no existía para él nada más. El joven Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy si milar a la de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un veterano de Crimea de con ducta intachable. No vive en la casa, sino en una casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicas per sonas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que alguien entre.
»Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton, que es la única persona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por la mañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en colgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levan ta antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, que también utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella le oyó salir al pa sillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de la alcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos firmes y rápidos resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del despacho, pero aproximadamente un mi nuto más tarde sonó un grito espantoso en la habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y poco natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al mis mo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos instantes, pero luego recuperó el valor y co rrió escaleras abajo. La puerta del despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven Willoughby Smith tendido en el suelo. Al principio no advirtió que tuviera ninguna herida, pero al in tentar levantarlo vio que brotaba sangre de la parte inferior del cuello, donde presentaba una herida pequeña, pero muy pro funda, que había seccionado la arteria carótida. El instrumen to causante de la herida estaba tirado en la alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre que suele haber en los escritorios antiguos, con margo de marfil y hoja muy rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa del profesor.
»Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba ya muerto, pero cuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió los ojos por un instante y murmuró: «El profesor... ha sido ella.» La doncella está dispuesta a jurar que ésas fueron las palabras exactas. El hombre hizo esfuerzos desesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano de recha, pero cayó definitivamente muerto.
»Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunque demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susan junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentado en la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darse cuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está dispuesta a jurar que el profesor todavía tenía pues ta su ropa de cama, y lo cierto es que le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de presen tarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras del joven, «El profesor... ha sido ella», pero supone que fueron producto del delirio. Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en el mundo, y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo fue enviar a Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus teorías, señor Holmes; no faltaba nada.
-Excepto Sherlock Holmes -dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a amarga-. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo?
-Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado, que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otros detalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis investigaciones.
Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas de Holmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima de su hombro.
- Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluye más que los detalles que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo más adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al despacho. Cualquier otra ruta habría presentado muchísimas complicaciones. La retirada también tuvo que efectuarse por el mismo camino, va que, de las otras dos salidas que tiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que corría escaleras abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del pro fesor. Así pues, dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que estaba empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de pisadas.
»Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal experto y precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda de que alguien había cami nado sobre el arriate de césped que flanquea el sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada parecido a una impresión clara, pero la hierba estaba aplasta da y resulta evidente que por allí había pasado alguien. Y sólo podía tratarse del asesino, porque ni el jardinero ni ninguna otra persona habían estado por allí esta mañana, y la lluvia había empezado a caer durante la noche.
-Un momento -dijo Holmes-. ¿Adónde conduce este sen dero?
-A la carretera.
-¿Qué longitud tiene?
-Unas cien yardas.
-Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la puerta exterior.
-Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.
-¿Y en la carretera misma?
-Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada.
-Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían?
-Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno.
-¿Pie grande o pequeño?
-No se podía distinguir.
Holmes soltó una interjección de impaciencia.
-Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha so plado un verdadero huracán -dijo-. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, eso ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que no estaba seguro de nada?
-Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había entrado furtivamente en la casa desde el ex terior. A continuación, examiné el corredor. Está cubierto con una estera de palma y no han quedado en él huellas de ningu na clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con po cos muebles, y el que más destaca es una mesa grande con escri torio. Este escritorio consta de una doble columna de cajones con un armarito central, cerrado. Según parece, los cajones es taban siempre abiertos y en ellos no se guardaba nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes, pero no pre sentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha ase gurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado nada.
»Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio, un poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestado en el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es casi imposible que se hiriera él mismo.
-A menos que se cayera sobre el cuchillo -dijo Holmes.
-Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además, las palabras del propio moribun do. Y por último, tenemos esta importantísima prueba que se encontró en la mano derecha del muerto.
Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando de sus extremos.
-Willoughby Smith tenía una vista excelente -prosiguió-. No cabe duda de que esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino.
Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima atención e interés. Se los colocó en la nariz, in tentó leer a través de ellos, se acercó a la ventana y miró a la ca lle con ellos, los inspeccionó minuciosamente a la luz de la lám para y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y escribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a conti nuación entregó a Stanley Hopkins.
-No puedo hacer nada mejor por usted -dijo-. Quizás re sulte de alguna utilidad.
El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo si guiente:
«Se busca mujer educada y refinada, vestida como una se ñora. De nariz bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico. Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente nu-merosos, no debería resultar difícil localizarla.»
El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado y en mi cara, hizo sonreír a Holmes.
-Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la senci llez misma -dijo-. Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que un par de gafas, y más un par de gafas tan particular como éste. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona refinada y bien vestida..., como ven, la mon tura es magnífica, de oro macizo, y no cabe suponer que una persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otros aspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, lo cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una cara bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con el centro de los cris tales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene los ojos muy jun tos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los cristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que haya pa decido toda su vida tan graves limitaciones visuales presenta rá, sin duda, ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como son la frente arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados.
-Sí -dije yo-. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, con fieso que no entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico.
Holmes levantó las gafas en la mano.
-Fíjese -dijo- en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada, pero la otra está nueva. Es evi dente que una tira se desprendió y hubo de poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que unos pocos meses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda.
-¡Por San Jorge, es maravilloso! -exclamó Hopkins, exta siado de admiración-. ¡Pensar que he tenido todas esas eviden cias en mis manos y no me he dado cuenta! Aunque, de todas maneras, tenía intención de recorrerme todas las ópticas de Londres.
-Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más que decirnos sobre el caso?
-Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como yo..., probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún forastero por las carreteras de la zona o en la es tación de ferrocarril, pero por ahora no hemos tenido noticias de ninguno. Lo que me desconcierta es la absoluta falta de mó viles para el crimen. Nadie es capaz de sugerir ni la sombra de un motivo.
-¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero su pongo que querrá que nos pasemos por allí mañana.
-Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chat ham que sale de Charing Cross a las seis de la mañana. Llega ríamos a Yoxley Old Place entre las ocho y las nueve.
-Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos aspectos muy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es casi la una, y más vale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que podrá arreglarse perfectamente en el sofá que hay delante de la chimenea. Antes de salir, encen deré mi mechero de alcohol y le daré una taza de café.
A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun así hacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo se levantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del Támesis y los largos y tétricos canales del río, que yo siempre asociaré con la persecución del nativo de las islas Andaman, allá en los primeros tiempos de nuestra carrera. Tras un largo y fatigoso trayecto, nos apeamos en una pequeña estación a pocas millas de Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido desayuno mientras enganchaban un caballo al coche, y cuando por fin llegamos a Yoxley Old Place nos encontrábamos listos para entrar en acción. Un policía de uniforme nos recibió en la puerta del jardín.
-¿Alguna novedad, Wilson?
-No, señor, ninguna.
-¿Nadie ha visto a ningún forastero?
-No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se marchó ningún forastero.
-¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas? -Sí, señor; no hay nadie que no pueda dar razón de su pre sencia.
-En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata. Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la atención. Este es el sendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ayer no había ni una huella en él.
-¿A qué lado estaban las pisadas en la hierba?
-A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sen dero y el macizo de flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las vi con toda claridad.
-Si, sí; por aquí ha pasado alguien -dijo Holmes, agachán
dose junto al césped-. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho cuidado, ¿no cree?, porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y por el otro las habría dejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de flores.
-Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha san gre fría.
Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de con centración.
-¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino?
-Sí, señor; no hay otro.
-¿Por esta misma franja de hierba?
-Pues claro, señor Holmes.
-¡Hum! Una hazaña notable..., muy notable. Bien, creo que ya hemos agotado las posibilidades del sendero. Sigamos ade lante. Supongo que esta puerta del jardín se suele dejar abierta, ,no? Con lo cual, la visitante no tenía más que entrar. No traía intenciones de asesinar a nadie, pues en tal caso habría venido provista de alguna clase de arma, en lugar de tener que recu rrir a ese cuchillito del escritorio. Avanzó por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma, y vino a parar a este despa cho. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos manera de sa berlo.
-Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que la señora Marker, el ama de llaves, había estado lim piando aquí poco antes..., como un cuarto de hora, según me contó ella.
-Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la habitación y ¿qué hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le interesa nada de los cajones; si hubiera en ellos algo que valiera la pena robar, no los habrían dejado abiertos. No, ella busca algo en ese armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es este rasponazo en la superficie? Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me dijo nada de esto, Hopkins?
La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la derecha del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas, rayando el barniz de la madera.
-Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuen tran marcas alrededor del ojo de la cerradura.
-Ésta es reciente..., muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los bordes de la raya. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que la superficie. Obsérvelo con mi lupa. También el barniz
tiene como polvillo a los lados del arañazo. ¿Está por aquí la señora Marker?
Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación. -¿Le quitó usted el polvo ayer por la mañana a este escri torio?
-Sí, señor.
-¿Se fijó usted en este rasponazo? -No, señor; no me fijé.
-Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado
este polvillo de barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio? -La tiene el profesor, colgada de su cadena de reloj. -¿Es una llave corriente?
-No, señor, es una llave Chubb.
-Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos pro gresando algo. Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o al menos intenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación, entra el joven Willoughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la dama hace esta señal en la puerta. Smith la sujeta y ella, echando mano del objeto más próximo, que resulta ser este cuchillo, le golpea para obligarle a soltar su presa. El golpe resulta mortal. El cae y ella escapa, con o sin el objeto que había venido a buscar. ¿Está aquí Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa puerta des pués de que usted oyera el grito, Susan?
-No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a quien fuera en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo habría oído.
-Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se marchó por donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo conduce a la habitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí?
-No, señor.
-Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Ca ramba, Hopkins! Esto es muy importante, pero que muy impor tante. El pasillo del profesor también tiene una estera de palma.
-Bueno, ¿y eso qué?
-¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien, no insisto en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de parecerme sugerente. Venga conmigo y presénteme.
Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que conducía al jardín. Al final había un corto tramo de escalo nes que terminaba en una puerta. Nuestro guía llamó con los nudillos y luego nos hizo pasar a la habitación del profesor.
Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas por innumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en los rincones o formaban rimeros en torno a la base de las estanterías. La cama se encontraba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre almohadas, estaba el dueño de la casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto más pintoresco. Un rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes, que acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas. Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba curiosas manchas ama rillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo blanco brillaba
un cigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a humo rancio de tabaco. Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que tam bién la tenía manchada de amarillo por la nicotina.
-¿Fuma usted, señor Holmes? -dijo, hablando un inglés es merado y con un cierto tonillo de afectación-. Coja un cigarri llo, por favor. ¿Y usted, caballero? Puedo recomendárselos, por que los prepara especialmente para mí Ionides de Alejandría. Me envía mil cada vez, y deploro tener que confesar que en cargo un nuevo suministro cada quince días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero un anciano tiene pocos placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo..., eso es todo lo que me queda.
Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas mi radas por toda la habitación.
-El tabaco y el trabajo, pero ahora sólo el tabaco -exclamó el anciano-. ¡Ay, qué interrupción más fatal! ¿Quién habría po dido imaginar una catástrofe tan terrible? ¡Un joven tan agra dable! Le aseguro que después de los primeros meses de adap tación resultaba un ayudante admirable. ¿Qué opina usted del asunto, señor Holmes?
-Todavía no he llegado a ninguna conclusión.
-Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de luz sobre esto que nosotros vemos tan oscuro. A las ratas de biblioteca, y más si son inválidas como yo, un golpe así nos deja paralizados. Pero usted es un hombre de acción..., un aven turero. Cosas así forman parte de la rutina cotidiana de su vida. Usted puede mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una verdadera suerte tenerle de nuestro lado.
Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a otro de la habitación. Observé que estaba fumando con extraordinaria rapidez. Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los cigarrillos de Alejandría recién hechos.
-Sí, señor, un golpe aplastante -continuó el anciano-. Esta es mi magnum opus..., ese montón de papeles que hay sobre la mesita de allá. Es un análisis de los documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, un trabajo que pro fundiza en los fundamentos mismos de la religión revelada. Con esta salud tan débil, ya no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me han arrebatado a mi ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún más que yo!
Holmes sonrió.
-Soy un entendido -dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto) y encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar-. No tengo intención de molestarle con largos inte rrogatorios, profesor Coram, porque ya estoy informado de que usted se encontraba en la cama en el momento del crimen y no puede saber nada al respecto. Sólo le preguntaré una cosa: ¿Qué supone usted que quería decir el pobre muchacho con sus últimas palabras: «El profesor... ha sido ella»?
El profesor meneó la cabeza en señal de negativa.
-Susan es una chica del campo -dijo-, y ya sabe usted lo increíblemente estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho debió murmurar algunas palabras in coherentes o delirantes, y que ella las retorció, convirtiéndolas en este mensaje sin sentido.
-Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia?
-Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede entre nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos. Tal vez algún asunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me parece una explicación más pro bable que la del asesinato.
-Pero ¿y las gafas?
-¡Ah! Yo no soy más que un estudioso..., un soñador. No soy capaz de explicar las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos sabemos que las prendas de amor pueden adop tar formas muy extrañas. Pero, por favor, coja usted otro ciga rrillo. Es un placer encontrar a alguien que sabe apreciarlos. Un abanico, un guante, unas gafas..., ¿quién sabe las cosas que un hombre puede llevar como recuerdo o como símbolo cuan do decide poner fin a su vida? Este caballero habla de pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácil equivocarse en una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos del cuer po del hombre cuando éste cayó al suelo. Puede que esté di ciendo tonterías, pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la muerte por su propia mano.
Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuó paseando de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones y consumiendo un cigarrillo tras otro.
-Dígame, profesor Coram -preguntó por fin-, ¿qué hay en ese armarito del escritorio?
-Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas de mi pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido honores... Aquí tiene la llave. Puede verlo usted mismo.
Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió.
-No, no creo que me sirva de nada -dijo-. Preferiría salir tranquilamente a su jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se puede descartar del todo esa teoría del suicidio que usted acaba de exponer. Le pido perdón por esta intromisión, profesor Coram, y le prometo que no volveremos a molestarle hasta des pués de la comida. A las dos vendremos a verle y le informare mos de todo lo que pueda haber ocurrido de aquí a entonces.
Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen rato estuvimos yendo y viniendo en silencio por el sende ro del jardín.
-¿Tiene alguna pista? -pregunté por fin.
-Todo depende de esos cigarrillos que he fumado -me res pondió-. Es posible que me equivoque por completo. Los ciga rrillos me lo harán saber.
-¡Querido Holmes! -exclamé yo-. ¿Cómo demonios...?
-Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hay que aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señora Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con ella.
Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería, podía portarse de un modo particularmente en cantador con las mujeres y tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que había mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estaba charlan do con ella como si se conocieran desde hacía años.
-Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible. Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas mañanas... Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el pobre señor Smith fuma ba, aunque no tanto como el profesor. Su salud..., bueno, la verdad es que no sé si fumar es bueno o malo para la salud.
-Desde luego, quita el apetito -dijo Holmes.
-Bueno, yo no sé nada de eso, señor.
-Apuesto a que el profesor apenas come.
-Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir.
-Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desa yunado; y después de todos los cigarrillos que le he visto con sumir, dudo que toque la comida.
-Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta mañana ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer tanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señor Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito.
Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había marchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer forastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la mañana anterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía haberle abandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante las novedades que trajo Hopkins, que había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una mujer que res pondía exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuan do Susan, al servirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor Smith había salido a dar un paseo la ma ñana anterior y que había regresado tan sólo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el significa do de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto, se levantó de su silla y consultó su reloj.
-Las dos en punto, caballeros -dijo-. Vamos a liquidar este asunto con nuestro amigo el profesor.
El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío daba testimonio del buen apetito que le había atri buido su ama de llaves. Presentaba un aspecto verdaderamen te estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blanca melena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarri llo. Se había vestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea.
-Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?
Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado, sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los dos hicieron caer la caja al suelo.
Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de los sitios más impensables. Cuando por fin nos in corporamos, advertí que a Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Sólo en los momentos crí ticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla.
-Sí -dijo-. Lo he resuelto.
Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las dema cradas facciones del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisa burlona.
-¿De verdad? ¿En el jardín?
-No, aquí mismo.
-¿Aquí? ¿Cuándo?
-En este preciso instante.
-¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que este asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.
-He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto. Pero, proba blemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que sepa cuál es la información que aún me falta.
»Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados en su escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido opor-tunidad de examinar la suya, y no presenta la ligera descoloración que habría producido la rozadura contra el barniz. Así pues, usted no participó en su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino sin que usted lo supiese, con intención de robarle.
El profesor lanzó una nube de humo.
-¡Cuán interesante e instructivo! -dijo-. ¿No tiene más que añadir? Sin duda, habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos también lo que ha sido de ella.
-Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendi da por su secretario y lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar esta catástrofe como un lamentable accidente, pues estoy convencido de que la dama no tenía intención de infligir una herida tan grave. Un asesino no habría venido desarmado. Horrorizada por lo que había hecho, huyó enloquecida de la escena de la tragedia. Por desgracia para ella, había perdido sus gafas en el forcejeo y, como era muy corta de vista, se encon traba del todo perdida sin ellas. Corrió por un pasillo, creyen do que era el mismo por el que había llegado (los dos están al fombrados con esteras de palma), y hasta que no fue demasia do tarde no se dio cuenta de que se había equivocado de pasillo y que tenía cortada la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía que darse donde estaba. Tenía que seguir adelante. Así que siguió adelante. Subió unas escaleras, empujó una puerta y se encon tró aquí en su habitación.
El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes como alelado. En sus expresivas facciones se refleja ban tanto el asombro como el miedo. Por fin, haciendo un es fuerzo, se encogió de hombros y estalló en una risa nada sincera.
-Todo eso está muy bien, señor Holmes -dijo-. Pero existe un pequeño fallo en esa espléndida teoría. Yo estaba en mi ha bitación y no salí de ella en todo el día.
-Soy consciente de eso, profesor Coram.
-¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta de que ha entrado una mujer en mi habitación?
-No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la reconoció. Y usted la ayudó a escapar.
Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había puesto en pie y sus ojos brillaban como ascuas.
-¡Usted está loco! -exclamó-. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la ayudé a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora?
-Está aquí -respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que había en un rincón de la habitación.
El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrie ron una terrible convulsión y cayó desplomado en su butaca. En el mismo instante, la librería que Holmes había señalado giró sobre unas bisagras y una mujer se precipitó en la habitación.
-¡Tiene usted razón! -exclamó con un extraño acento ex tranjero-. ¡Tiene usted razón! ¡Aquí estoy!
Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se ha bían desprendido de las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad, pero ni en las mejores con diciones habría sido hermoso, ya que presentaba exactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con el añadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía, agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y quiénes éramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su de safiante mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración. Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan dominante que impo nía obediencia. El anciano se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, y la miró con ojos afligidos.
-Sí, señores, estoy en sus manos -dijo-. Desde donde es taba he podido oírlo todo, y he comprendido que ha averigua do la verdad. Lo confieso todo. Yo maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Ni siquiera me di cuen ta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada y eché mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer que me soltara. Les estoy diciendo la verdad.
-Señora -dijo Holmes-, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo que usted no se encuentra bien.
El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscuras manchas de polvo hacían parecer aún más ca davérico. Fue a sentarse en el borde de la cama y reanudó su relato.
-Me queda poco tiempo aquí -dijo-, pero quiero que sepan ustedes toda la verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre no se lo voy a decir.
Por primera vez el anciano pareció conmovido.
-¡Dios te bendiga, Anna! -exclamó-. ¡Dios te bendiga!
Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección.
-¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida misera ble, Sergius? -dijo-. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a ninguna..., ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hilo antes del momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre mi concien cia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo que hablar antes de que sea demasiado tarde.
»Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alo cada muchacha de veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad...; pero no voy a decir dónde.
-¡Dios te bendiga, Anna! -murmuró de nuevo el anciano.
-Éramos reformistas..., revolucionarios...; en fin, nihilistas, ya me entienden. Él y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un policía resultó muerto, hubo muchas deten ciones, se buscaron pruebas y para salvar su vida y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido nos traicionó, a su propia esposa y a sus compañeros. Sí, nos detuvieron a todos gracias a su confesión. Algunos acabaron en la horca y otros en Siberia. Yo me encontraba entre estos últimos, pero mi condena no era para toda la vida. Mi marido se vino a Inglaterra con sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamente desde en tonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no se tardaría ni una semana en hacer justicia.
El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo.
-Estoy en tus manos, Anna -dijo-. Siempre has sido buena conmigo.
-Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza -con tinuó la mujer-. Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi amigo del alma. Era noble, generoso, aten to..., todo lo que mi marido no era. Odiaba la violencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que se puede hablar de culpa, menos él. Me escribía constantes cartas tratando de disuadir me de seguir por aquel camino. Aquellas cartas le habrían sal vado, y también mi diario, donde yo iba dejando constancia día a día de mis sentimientos hacia él y de las opiniones de cada uno. Mi marido encontró el diario y las cartas y los escondió. Juró todo lo que hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a muerte. No consiguió sus propósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún sigue, trabajando en una mina de sal. Piensa en ello, canalla, más que canalla. Ahora mismo, en este preciso instante, Alexis, un hombre cuyo nombre no eres digno ni de pronun ciar, lleva una vida de esclavo..., y sin embargo, tengo tu vida en mis manos y te dejo vivir.
-Siempre has sido noble, Anna -dijo el anciano sin dejar de chupar su cigarrillo.
La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un gemido de dolor.
-Tengo que terminar -dijo-. Cuando cumplí mi condena, me propuse recuperar el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso y conseguir la puesta en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo había venido a Inglaterra. Me pasé meses haciendo averiguaciones y al fin descubrí su paradero. Me cons taba que aún tenía el diario, porque estando en Siberia recibí una carta suya haciéndome reproches y citando algunos párrafos de sus páginas. Sin embargo, conociendo su carácter vengativo, estaba segura de que jamás me lo devolvería de buen grado. Tenía que apoderarme de él por mis propios medios. Con este objeto, acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un agente, que se introdujo en la casa de mi marido como secretario... Fue tu segundo secretario, Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este hombre descubrió que los do cumentos se guardaban en el escritorio y sacó un molde de la llave. No quiso pasar de ahí. Me proporcionó un plano de la casa y me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre vacío, porque el secretario trabajaba aquí arriba. Así pues, hice acopio de valor y vine a recuperar los papeles con mis propias manos. Lo conseguí, pero ¡a qué precio!
»Acababa de apoderarme de los papeles y estaba cerrando el armario cuando aquel joven me agarró. Ya nos habíamos visto aquella misma mañana. Nos encontramos en la carretera y yo le pregunté dónde vivía el profesor Coram, sin saber que era empleado suyo.
-¡Exacto! ¡Eso es! -exclamó Holmes-. El secretario volvió a casa y le habló a su jefe de la mujer que había visto. Y lue go, con su último aliento, intentó transmitir el mensaje de que había sido ella..., la «ella» de la que acababa de hablar con el profesor.
-Tiene que dejarme hablar -dijo la mujer en tono impera tivo, mientras su rostro se contraía como por efecto del dolor-. Cuando él cayó al suelo, yo salí corriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a la habitación de mi marido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que si lo hacía, su vida estaba en mis manos: si él me delataba a la policía, yo le delataría a la Her mandad. Si yo quería vivir no era pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mi propósito. Él sabía que yo cumpli ría mi amenaza, que su propio destino estaba ligado al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese oscuro escondite, una reliquia de otros tiempos que sólo él conocía. Pidió que le sirvieran las comidas en su habitación y así pudo darme parte de las mismas. Quedamos de acuerdo en que en cuanto la policía dejase la casa, yo me escabulliría por la noche y me marcharía para no volver más. Pero, no sé cómo, parece que usted ha adivinado nuestros planes -sacó un paquetito de la pechera de su vestido y continuó-: Estas son mis últimas pala bras. Aquí está el paquete que salvará a Alexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia. Tómenlo y entréguenlo en la embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con mi deber, yo...
-¡Quieta! -gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y arrebatándole de la mano un frasquito.
-Demasiado tarde -dijo ella derrumbándose en la cama-. Demasiado tarde. Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la cabeza..., me voy... Confío en usted, señor, acuérdese del paquete.
***
-Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspec tos -comentó Holmes durante el viaje de regreso a Londres-. Desde un principio, todo giraba en torno a las gafas. De no ha berse dado la afortunada circunstancia de que el moribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la solución. Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su propietaria tenía que haber quedado ciega e in defensa al verse privada de ellas. Cuando usted pretendió ha cerme creer que una persona así pudo recorrer una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le comenté, como recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi parte, decidí que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera de un segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia, me vi obligado a considerar se riamente la hipótesis de que se hubiera quedado dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos corredores com prendí que era muy probable que la mujer se hubiera equivo cado, en cuyo caso era evidente que habría ido a parar a la ha-bitación del profesor. De manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera apoyar esta suposición, y examiné cuidadosamente la habitación en busca de algún posible escon dite. La alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás de los libros. Como saben, estos dispo sitivos eran frecuentes en las antiguas bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo por todas partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar la puerta. No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía un color pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montón de esos excelentes ciga rrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que quedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el consumo de alimentos del pro fesor Coram había aumentado..., como cabría esperar de quien tiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir a la habitación y me las arreglé para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve ocasión de examinar el suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las huellas dejadas sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz conclu sión. Supongo que irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta la embajada rusa.
FIN